Solo de Lo Perdido

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unas estanterías que había visto en Ikea, caminaría descalza todo el tiempo y

se traería su música, su colección de osos, me llamaría cada dos por tres, me

llamaría siempre.

Tres Cantos no es Madrid. No puede ser Madrid si no queda ya bajo ese

cielo legendario y sin estrellas que es como la cúpula que cubre el gran nudo

de historias y de búsquedas que se enredan como calles o líneas de metro o

alcantarillas, interminables y oscuras. Es como si el aire de la sierra barriese

cada noche de Tres Cantos los rastros de Madrid, esa especie de ceniza que se

traen a veces los trenes desde Atocha, un hollín mágico que durante unas

horas se queda adherido a las fachadas y a las hojas de los árboles y que no se

sabe bien qué es pero que tiene que ver con esas tabernas a las que entraba el

abuelo y con frascos gigantescos de pepinillos y freidurías de churros y

patatas y billares a la salida de los colegios y salones de baile y libreñas de

viejo y muchachas rubias que corren para no perder el autobús que ya arranca

y patatas bravas y Elena y un extravío por todas partes, una fiebre, ciegos

vendiendo el cupón, taxis aterrados, Carlos apoyado en una barra de zinc con

los ojos inyectados en sangre.

No tardé en sospechar que vivían juntos, Elena y mi tocayo, al menos

estaba claro que ella pasaba acompañada la mayor parte de los días. Por el

motivo que fuese, el equilibrio y la calma que yo le proporcionaba a Elena no

era precisamente lo que ahora ella andaba buscando, estaba convencido de

que veía en mí a un ser completamente plano y anodino, nada que ver con las

tormentas del otro Carlos, dolorosas a veces, puede ser, pero que se traían

enredados versos salvajes y pura vida y locura en ese sentido de la palabra

que roza casi la estrella más hiriente de las noches. Parecían amarse

oscuramente bajo el vuelo de los murciélagos mientras yo moría de tanto sol

que se colaba por mis ventanas en aquella urbanización de jardines repetidos.

Empecé a hacer cosas extrañas en mí. Recorría las tabernas que quedaban

en pie de la época de mi abuelo, aunque ahora ya nadie me regalaba aceitunas


ni boquerones en vinagre; simplemente, como uno más, bebía en ellas el vino

de los derrotados, en silencio, y escuchaba historias de viejos soldados y

toreros muertos. Busqué ser permeable a los desgarros que viajan en el viento

y se confunden a veces con esos gritos que nacen en las cloacas por

generación espontánea o en las entrañas de alguien que pasa o en los

conductos del aire acondicionado, y que nadie oye porque pasa un autobús o

una ráfaga de música, pero que están allí, como latidos de una bestia, ruidos

de torres que se desmoronan en las profundidades y de venas que se parten en

dos, Elena, todo eso escucho, y pido otro vaso, y dejo mis monedas en un

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