La Metamorfosis de Franz Kafka

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Obra reproducida sin responsabilidad editorial

LA

Franz Kafka
METAMORFOSIS
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I
Cuando Gregor Samsa se despertó una
mañana después de un sueño intranquilo, se
encontró sobre su cama convertido en un
monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su
espalda dura, y en forma de caparazón y, al
levantar un poco la cabeza, veía un vientre
abombado, parduzco, dividido por partes du-
ras en forma de arco, sobre cuya protuberancia
apenas podía mantenerse el cobertor, a punto
ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pe-
queñas en comparación con el resto de su ta-
maño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sue-
ño. Su habitación, una auténtica habitación
humana, si bien algo pequeña, permanecía
tranquila entre las cuatro paredes harto conoci-
das.
Por encima de la mesa, sobre la que se
encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados – Samsa era viajante de co-
mercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hac-
ía poco había recortado de una revista y había
colocado en un bonito marco dorado. Represen-
taba a una dama ataviada con un sombrero y
una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy
erguida y levantaba hacia el observador un
pesado manguito de piel, en el cual había des-
aparecido su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió después
hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían
caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar
de la ventana – le ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco
más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto
era algo absolutamente imposible, porque esta-
ba acostumbrado a dormir del lado derecho,
pero en su estado actual no podía ponerse de
ese lado.
Aunque se lanzase con mu cha fuerza
hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a
ba lancear sobre la espalda.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no
tener que ver las patas que pataleaban, y sólo
cejaba en su empeño cuando comenzaba a no-
tar en el costado un dolor leve y sordo que an-
tes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí
y otro también de viaje. Los esfuerzos profesio-
nales son mucho mayores que en el mismo al-
macén de la ciudad, y además se me ha endo-
sado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de
los empalmes de tren, la comida mala y a des-
hora, una relación humana constantemente
cambiante, nunca duradera, que jamás llega a
ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el
vientre un leve picor, con la espalda se desli zó
lentamente más cerca de la cabecera de la cama
para poder levantar mejor la cabeza; se en-
contró con que la parte que le picaba estaba
totalmente cubierta por unos pequeños puntos
blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso
palpar esa parte con una pata, pero inmediata-
mente la retiró, porque el roce le producía esca-
lofríos. Se deslizó de nuevo a su posición ini-
cial.
«Esto de levantarse pronto», pensó, «le
hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si
yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo
a la pensión para pasar a limpio los pedidos
que he conseguido, estos señores todavía están
sentados tomando el desayuno.
Eso podría intentar yo con mi jefe, en
ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe,
por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no
tuviera que dominarme por mis padres, ya me
habría despedido hace tiempo, me habría pre-
sentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión
con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa!
Sí que es una extraña costumbre la de sentarse
sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia
abajo con el empleado que, además, por culpa
de la sordera del jefe, tiene que acercarse mu-
cho.
Bueno, la esperanza todavía no está
perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero
suficiente para pagar las deudas que mis pa-
dres tienen con él – puedo tardar todavía entre
cinco y seis años – lo hago con toda seguridad.
Entonces habrá llegado el gran momento, aho-
ra, por lo pronto, tengo que levantarme porque
el tren sale a las cinco», y miró hacia el desper-
tador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios
del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas
seguían tranquilamente hacia delante, ya había
pasado incluso la media, eran ya casi las menos
cuarto. ¿Es que no habría sonado el desperta-
dor?» Desde la cama se veía que estaba correc-
tamente puesto a las cuatro, seguro que tam-
bién había sonado. Sí, pero... Cera posible se-
guir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que
hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco
había dormido tranquilo, pero quizá tanto más
profundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? El
siguiente tren salía a las siete, para cogerlo
tendría que haberse dado una prisa loca, el
muestrario todavía no estaba empaquetado, y
él mismo no se encontraba especialmente espa-
bilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el
tren, no se podía evitar una reprimenda del
jefe, porque el mozo de los recados habría espe-
rado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo
que habría dado parte de su descuido. Era un
esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pa-
saría si dijese que estaba enfermo? Pero esto
sería sumamente desagradable y sospechoso,
porque Gregor no había estado enfermo ni una
sola vez durante los cinco años de servicio. Se-
guramente aparecería el jefe con el médico del
seguro, haría reproches a sus padres por tener
un hijo tan vago y se salvaría de todas las obje-
ciones remitiéndose al médico del seguro, para
el que sólo existen hombres totalmente sanos,
pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este
caso no tendría un poco de razón? Gregor, a
excepción de una modorra realmente superflua
des pués del largo sueño, se encontraba bastan-
te bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras
reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez,
sin poderse decidir a abandonar la cama – en
este mismo instante el.despertador daba las
siete menos cuarto –, llamaron caute losamente
a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
Gregor – dijeron (era la madre) –, son las siete
menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Qué
dulce voz! Gregor se asustó, al contestar, es-
cuchó una voz que, evidentemente, era la suya,
pero en la cual, como des de lo profundo, se
mezclaba un doloroso e incontenible piar, que
en el primer momento dejaba salir las palabras
con clari dad para, al prolongarse el sonido,
destrozarlas de tal forma que no se sabía si se
había oído bien. Gregor querría haber contesta-
do detalladamente y explicarlo todo, pero en
estas circunstancias se limitó a decir: – Sí, sí,
gracias madre, ya me levanto. Probablemente a
causa de la puerta de madera no se notaba des-
de fuera el cambio en la voz de Gregor, porque
la madre se tranquilizó con esta respuesta y se
marchó de allí. Pero merced a la breve conver-
sación, los otros miembros de la familia se hab-
ían dado cuenta de que Gregor, en contra de
todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el
padre llamaba suavemen te, pero con el puño, a
una de las puertas laterales. – iGregor, Gregor!
– gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos instantes
insistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor,
Gregor! Desde la otra puerta lateral se lamen-
taba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no te
encuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor con-
testó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado –
y, con una pronunciación lo más cuidadosa
posible, y haciendo largas pausas entre las pa-
labras, se esforzó por despojar a su voz de todo
lo que pudiese llamar la atención. El padre vol-
vió a su desayuno, pero la hermana susurró:
Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor no
tenía ni la menor intención de abrir, más bien
elogió la precaución de ce rrar las puertas que
había adquirido durante sus viajes, y esto in-
cluso en casa. Al principio tenía la intención de
levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,
vestirse y, sobre todo, desayunar, y des pués
pensar en todo lo demás, porque en la cama,
eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a
una conclusión sensata. Recordó que ya en va-
rias ocasiones había sentido en la cama algún
leve dolor, quizá producido por estar mal tum-
bado, do lor que al levantarse había resultado
ser sólo fruto de su imagi nación, y tenía curio-
sidad por ver cómo se iban desvaneciendo pau-
latinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en
absoluto de que el cambio de voz no era otra
cosa que el síntoma de un buen resfriado, la
enfermedad profesional de los viajantes. Tirar
el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba
inflarse un poco y caería por sí solo, pero el
resto sería difícil, especial mente porque él era
muy ancho. Hubiera necesitado brazos y ma-
nos para incorporarse, pero en su lugar tenía
muchas pati tas que, sin interrupción, se halla-
ban en el más dispar de los movimientos y que,
además, no podía dominar. Si quería do blar
alguna de ellas, entonces era la primera la que
se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta
pata lo que quería, enton ces todas las demás se
movían, como liberadas, con una agita ción
grande y dolorosa. «No hay que permanecer en
la cama inútilmente», se decía Gregor. Quería
salir de la cama en primer lugar con la parte
inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior
que, por cierto, no había visto todavía y que no
podía imaginar exactamente, demostró ser difí-
cil de mover; el movimiento se producía muy
despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se
lanzó hacia adelante con toda su fuerza sin
pensar en las consecuencias, había calculado
mal la dirección, se golpeó fuertemente con la
pata trasera de la cama y el dolor punzante que
sintió le enseñó que precisa mente la parte infe-
rior de su cuerpo era quizá en estos momentos
la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar
de la cama la parte superior del cuerpo y volvió
la cabeza con cuidado hacia el borde de la ca-
ma.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura
y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lenti-
tud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando
en el aire fuera de la cama, le entró miedo de
continuar avanzando de este modo porque, si
se dejaba caer en esta posición, tenía que ocu-
rrir realmente un milagro para que la cabeza no
resultase herida, y precisamente ahora no podía
de ningún modo perder la cabeza, prefería
quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de seme-
jante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que
antes, y veía sus patitas de nuevo luchando
entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encon-
traba posibilidad de poner sosiego y orden a
este atropello, se decía otra vez que de ningún
modo podía permanecer en la cama y que lo
más sensato era sacrificarlo todo, si es que con
ello existía la más mínima esperanza de liberar-
se de ella.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de
vez en cuando que reflexionar serena, muy se-
renamente, es mejor que tomar decisiones des-
esperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agu-
damente posible hacia la ventana, pero, por
desgracia, poco optimismo y ánimo se podían
sacar del espectáculo de la niebla matinal, que
ocultaba incluso el otro lado de la estrecha ca-
lle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el
despertador, «las siete ya y todavía semejante
niebla», y durante un instante permaneció
tumbado, tranquilo, respirando débilmente,
como si esperase del absoluto silencio el regre-
so del estado real y cotidiano. Pero después se
dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo
que haber salido de la cama del todo, como sea.
Por lo demás, para entonces habrá venido al-
guien del almacén a preguntar por mí, porque
el almacén se abre antes de las siete.» Y enton-
ces, de forma totalmente regular, comenzó a
balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera
de la cama.
Si se dejaba caer de ella de esta forma, la
cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la
caída, permanecería probablemente ilesa. La
espalda parecía ser fuerte, seguramente no le
pasaría nada al caer sobre la alfombra.
Lo más difícil, a su modo de ver, era te-
ner cuidado con el ruido que se produciría, y
que posiblemente provocaría al otro lado de
todas las puertas, si no temor, al menos pre-
ocupación.
Pero había que intentarlo. Cuando Gre-
gor ya sobresalía a medias de la cama – el nue-
vo método era más un juego que un esfuerzo,
sólo tenía que balancearse a empujones – se le
ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su
ayuda. Dos personas fuertes – pensaba en su
padre y en la criada – hubiesen sido más que
suficientes; sólo tendrían que introducir sus
brazos por debajo de su abombada espalda,
descascararle así de la cama, agacharse con el
peso, y después solamente tendrían que haber
soportado que diese con cuidado una vuelta
impetuosa en el suelo, sobre el cual, segura-
mente, las patitas adquirirían su razón de ser.

Bueno, aparte de que las puertas estaban cerra-


das, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de
la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al
concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al
balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que de-
cidirse definitivamente, porque dentro de cinco
minutos se rían las siete y cuarto, en ese mo-
mento sonó el timbre de la puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y
casi se quedó petrificado mientras sus patitas
bailaban aún más deprisa.

Du rante un momento todo permaneció en si-


lencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido
por alguna absurda .esperanza. Pero entonces,
como siempre, la criada se dirigió, con natura-
lidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.
Gregor sólo necesitó escuchar el primer
saludo del visitante y ya sabía quién era, el
apoderado en persona. ¿Por qué había sido con
denado Gregor a prestar sus servicios en una
empresa en la que al más mínimo descuido se
concebía inmediatamente la mayor sospecha?
¿Es que todos los empleados, sin excepción,
eran unos bribones? ¿Es que no había entre
ellos un hombre leal y adicto a quien, simple-
mente porque no hubiese aprove chado para el
almacén un par de horas de la mañana, se lo co
miesen los remordimientos y francamente no
estuviese en condiciones de abandonar la ca-
ma? ¿Es que no era de verdad suficiente man-
dar a preguntar a un aprendiz – si es que este
«pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el
apoderado en persona y había con ello que
mostrar a toda una familia inocente que la in-
vestigación de este sospechoso asunto solamen-
te podía ser confiada al juicio del apoderado? Y,
más como consecuencia de la irritación a la que
le condujeron estos pen samientos que como
consecuencia de una auténtica decisión, se
lanzó de la cama con toda su fuerza.
Se produjo un golpe fuerte, pero no fue
un auténtico ruido. La caída fue amortigua da
un poco por la alfombra y además la espalda
era más elásti ca de lo que Gregor había pensa-
do; a ello se debió el sonido sordo y poco apa-
ratoso.

Solamente no había mantenido la ca beza con el


cuidado necesario y se la había golpeado, la
giró y la restregó contra la alfombra de rabia y
dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el
apoderado en la ha bitación contigua de la iz-
quierda.
Gregor intentó imaginarse si quizá al-
guna vez no podría ocurrirle al apoderado algo
parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al
menos que admitir la posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el
apoderado dio ahora un par de pasos firmes en
la habitación contigua e hizo crujir sus botas de
charol.
Desde la habitación de la derecha, la
hermana, para advertir a Gregor, susurró: Gre-
gor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo
Gregor para sus adentras, pero no se atrevió a
alzar la voz tan alto que la hermana pudiera
haberlo oído.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habi-
tación de la derecha –, el señor apoderado ha
venido y desea saber por qué no has salido de
viaje en el primer tren.

No sabemos qué debe mos decirle, además des-


ea también hablar personalmente con tigo, así
es que, por favor, abre la puerta.

El señor ya tendrá la bondad de perdonar el


desorden en la habitación. – Buenos días, señor
Samsa – interrumpió el apoderado amablemen-
te. – No se encuentra bien – dijo la madre al
apoderado mien tras el padre hablaba ante la
puerta –, no se encuentra bien, créame usted,
señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El
chico no tiene en la cabeza nada más que el
negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la
tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad,
pero pasó todas las tardes en casa. Allí está,
sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui
lamente el periódico o estudia horarios de tre-
nes.
Para él es ya una distracción hacer tra-
bajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres
tardes ha tallado un pequeño marco, se asom-
brará usted de lo bonito que es, está colgado
ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra
Gregor lo verá usted enseguida. Por cier to, que
me alegro de que esté usted aquí, señor apode-
rado, no sotros solos no habríamos conseguido
que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo
y seguro que no se encuentra bien a pesar de
que lo ha negado esta mañana. – Voy ensegui-
da – dijo Gregor, lentamente y con precau ción,
y no se movió para no perderse una palabra de
la con versación. – De otro modo, señora, tam-
poco puedo explicármelo yo dijo el apoderado
–, espero que no se trate de nada serio, si bien
tengo que decir, por otra parte, que nosotros,
los comer ciantes, por suerte o por desgracia,
según se mire, tenemos sencillamente que so-
breponernos a una ligera indisposición por
consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede
pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó
impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la
habitación de la izquierda se hizo un penoso
silencio, en la habitación de la derecha comenzó
a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los
otros? Seguramente acababa de levantarse de la
cama y todavía no había empezado a vestirse; y
¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y
de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en
peligro de perder el trabajo y porque entonces
el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las
viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu
paciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa
ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que
hubiese tenido conocimiento de su estado
hubiese exigido seriamente de él que dejase
entrar al apoderado.

Pero por esta pequeña descortesía, para la que


más tarde se encontraría con facilidad una dis-
culpa apropiada, no podía Gregor ser despedi-
do inmediatamente. Y a Gregor le parecía que
sería mucho más sensato dejarle tranquilo en
lugar de molestarle con lloros e intentos de per-
suasión.
Pero la verdad es que era la incertidum-
bre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar
su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó
entonces el apoderado levantan do la voz –
.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita
ción, contesta solamente con sí o no, preocupa
usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho
sea de paso, falta usted a sus deberes de una
forma verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y
de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación
clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy
asombra do. Yo le tenía a usted por un hombre
formal y sensato y aho ra de repente parece que
quiere usted empezar a hacer alarde de extra-
vagancias extrañas. El jefe me insinuó esta ma-
ñana una posible explicación a su demora, se
refería al cobro que se le ha confiado desde
hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de
honor de que esta explicación no podía ser cier
ta.
Pero en este momento veo su incom-
prensible obstinación y pierdo del todo el deseo
de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su
posición no es, en absoluto, la más segura.
En prin cipio tenía la intención de decir-
le todo esto a solas, pero ya que me hace usted
perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón
de que no se enteren también sus señores pa-
dres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha
sido muy poco satisfacto rio, cierto que no es la
época del año apropiada para hacer grandes
negocios, eso lo reconocemos, pero una época
del año para no hacer negocios no existe, señor
Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado
– gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación
olvidó todo lo demás –, abro inmediatamente la
puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me
han impedido levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya
estoy otra vez despejado. Ahora mismo me
levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de pa-
ciencia! Todavía no me encuentro tan bien co-
mo creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede
atacar a una persona una cosa así! Ayer por la
tarde me encontraba bastante bien, mis padres
bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tar-
de tuve una pequeña corazonada, tendría que
habérseme notado.
¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero
lo cier to es que siempre se piensa que se supe-
rará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Se-
ñor apoderado, tenga consideración con mis
padres! No hay motivo alguno para todos los
reproches que me hace usted; nunca se me dijo
una palabra de todo eso; quizá no haya leído
los últimos pedidos que he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho
salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me
han dado fuerza. No se entretenga usted, señor
apoderado; yo mismo estaré enseguida en el
almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de
saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropella-
damente todo esto, y apenas sabía lo que decía,
se había acercado un poco al arma rio, segura-
mente como consecuencia del ejercicio ya prac-
tica do en la cama, e intentaba ahora levantarse
apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, desea-
ba sinceramente dejarse ver y hablar con el
apoderado; estaba deseoso de saber lo que los
otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su
presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya
responsabilidad alguna y podría estar tranqui-
lo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad
entonces tampoco tenía motivo para excitarse
y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las
ocho en la estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del
liso armario, pero finalmente se dio con fuerza
un último impulso y permaneció erguido; ya no
prestaba atención alguna a los dolores de vien-
tre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo
de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró
fuertemente con sus patitas. Con esto había
conseguido el dominio sobre sí, y en mudeció
porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? –
preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que
nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! –
exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté
gravemente enfermo y nosotros le atormen
tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué,
madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se
co municaban a través de la habitación de Gre-
gor –. Tienes que ir inmediatamente al médico,
Gregor está enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír
hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo
el apoderado en un tono de voz extremada-
mente bajo comparado con los gritos de la ma-
dre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en direc-
ción a la cocina, a través de la antesala, y dando
palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un
cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas
haciendo ruido con sus faldas por la antesala
¿cómo se habría vestido la hermana tan depri-
sa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la hab-
ían dejado abierta como suele ocurrir en las
casas en las que ha ocurrido una gran desgra-
cia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo.
Así es que ya no se entendían sus palabras a
pesar de que a él le habían parecido lo suficien-
temente claras, más claras que antes, sin duda
como consecuencia de que el oído se iba acos-
tumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho
de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se
estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión
y seguridad con que fueron tomadas las prime-
ras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el
círculo humano y esperaba de ambos, del
médico y del cerrajero, sin distinguirlos del
todo entre sí, excelentes y sorprendentes resul-
tados.
Con el fin de tener una voz lo más clara
posible en las decisivas conversaciones que se
avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin
embargo, por hacerlo con mucha moderación,
porque posiblemente incluso ese ruido sonaba
de una forma distinta a la voz humana, hecho
que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua rein-
aba el silencio. Quizá los padres estaban senta-
dos a la mesa con el apoderado y cuchicheaban,
quizá todos estaban arrimados a la puerta y
escuchaban.
Gregor se acercó lentamente hacia la
puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido
sobre ella – las callosidades de sus patitas esta-
ban provistas de una substancia pegajosa – y
descansó allí, durante un momento, del esfuer-
zo realizado. A continuación comenzó a girar
con la boca la llave, que estaba dentro de la
cerradura.
Por desgracia, no parecía tener dientes
propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la
llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas
eran, desde luego, muy poderosas, con su ayu-
da puso la llave, efectivamente, en movimiento,
y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba
causando algún daño, porque un líquido par-
duzco le salía de la boca, chorreaba por la llave
y goteaba hasta el suelo.
– Escuchen ustedes – dijo el apoderado
en la habitación contigua –, está dando la vuel-
ta a la llave. Esto significó un gran estímulo
para Gregor; pero todos de bían haberle ani-
mado, incluso el padre y la madre. «iVamos
Gregor! – debían haber aclamado –. ¡Duro con
ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de
que todos seguían con expecta ción sus esfuer-
zos, se aferró ciegamente a la llave con todas las
fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que
avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en
torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie
con la boca, y, según era necesario, se colgaba
de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro
con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo
de la cerradura, que se abrió por fin, despertó
del todo a Gregor. Respirando profun damente
dijo para sus adentros: «No he necesitado al
cerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte
para abrir la puerta del todo. Como tuvo que
abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya
bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar tenía que darse lenta-
mente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la
hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si
no quería caer torpemente de espaldas justo
ante el umbral de la habitación. Todavía estaba
absorto en llevar a cabo aquel difícil movi
miento y no tenía tiempo de prestar atención a
otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar
en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido
del viento, y en ese momento vio tam bién
cómo aquél, que era el más cercano a la puerta,
se tapaba con la mano la boca abierta y retro-
cedía lentamente como si le empujase una fuer-
za invisible que actuaba regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del
apoderado, estaba allí con los cabellos desenre-
dados y levantados hacia arriba de haber pasa-
do la noche – miró en primer lugar al padre con
las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos
hacia Gregor y, con el rostro completamente
oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de
sus faldas, que quedaron extendidas a su alre-
dedor.

El padre cerró el puño con expresión amenaza-


dora, como si qui siera empujar de nuevo a
Gregor a su habitación, miró insegu ro a su
alrededor por el cuarto de estar, después se
tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma
que su robusto pecho se estremecía por el llan-
to.
Gregor no entró, pues, en la habitación,
sino que se apoyó en la parte intermedia de la
hoja de la puerta que permanecía cerrada, de
modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado,
con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto
el día había aclarado; al otro lado de la calle se
distinguía claramente una parte del edificio de
enfren te, negruzco e interminable era un hos-
pital'º , con sus ventanas regulares que rompían
duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a gran-
des gotas, que se distinguían una por una, y
que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so
bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayu-
no se extendían en gran cantidad sobre la mesa
porque para el padre el desayu no era la comi-
da principal del día, que prolongaba durante
ho ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente hab-
ía una fotografía de Gregor, de la época de su
servicio militar, que le representaba con uni-
forme de te niente, y cómo, con la mano sobre
la espada, sonriendo des preocupadamente,
exigía respeto para su actitud y su unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y,
como la puerta del piso también estaba abierta,
se podía ver el rellano de la es calera y el co-
mienzo de la misma, que conducía hacia abajo.

Bueno dijo Gregor, y era completamente cons-


ciente de que era el único que había conservado
la tranquilidad , me vestiré inmediatamente,
empaquetaré el muestrario y saldré de viaje.
¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apo-
derado, ya ve usted que no soy obstinado y me
gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podr-
ía vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor
apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará us-
ted todo tal como es en realidad? En un mo-
mento dado puede uno ser in capaz de trabajar,
pero después llega el momento preciso de
acordarse de los servicios prestados y de pensar
que después, una vez superado el obstáculo,
uno trabajará, con toda seguri dad, con más
celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe,
bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis
padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto,
pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más
difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en
el almacén! Ya sé que no se quiere bien al via-
jante. Se piensa que gana un montón de dinero
y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial
para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero
usted, señor apoderado, usted tiene una visión
de conjunto de las circunstancias mejor que la
que tiene el resto del personal; sí, en confianza,
incluso una visión de conjunto mejor que la del
mismo jefe, que, en su condición de empresa-
rio, cambia fácilmente de opinión en perjuicio
del empleado.
También sabe usted muy bien que el
viajante, que casi todo el año está fuera del al-
macén, puede convertirse fácilmente en víctima
de murmuraciones, casualidades y quejas in-
fundadas, contra las que le resulta absoluta-
mente imposible defenderse, porque la mayoría
de las veces no se entera de ellas y más tarde,
cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente
sobre su propia carne, una vez en el hogar, las
funestas consecuencias cuyas causas no puede
comprender.
Señor apoderado, no se marche usted
sin haberme dicho una palabra que me de-
muestre que, al menos en una pequeña parte,
me da usted la razón. Pero el apoderado ya se
había dado la vuelta a las primeras palabras de
Gregor, y por encima del hombro, que se movía
convulsivamente, miraba hacia Gregor ponien-
do los labios en forma de morro, y mientras
Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momen-
to, sino que, sin perderle de vista, se iba desli-
zando hacia la puerta, pero muy lentamente,
como si existiese una prohibición secreta de
abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a
juzgar por el movimiento repentino con que
sacó el pie por última vez del cuarto de estar,
podría haberse creído que acababa de quemar-
se la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano de-
recha lejos de sí y en dirección a la escalera,
como si allí le esperase realmente una salvación
sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún
modo, debía dejar marchar al apoderado en
este estado de ánimo, si es que no quería ver
extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado
bien: durante todos estos largos años habían
llegado al convencimiento de que Gregor esta-
ba colocado en este almacén para el resto de su
vida, y además, con las preocupaciones actua-
les, tenían tanto que hacer, que habían perdido
toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El
apoderado tenía que ser retenido, tran quiliza-
do, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futu-
ro de Gre gor y de su familia dependía de ello!
¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era
lista; ya había llorado cuando Gregor toda vía
estaba tranquilamente sobre su espalda, y segu-
ro que el apoderado, ese aficionado a las muje-
res, se hubiese dejado lle var por ella; ella habr-
ía cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le
hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no es-
taba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen
sar que no conocía todavía su actual capacidad
de movimiento, y que sus palabras posiblemen-
te, seguramente incluso, no ha bían sido enten-
didas, abandonó la hoja de la puerta y se des-
lizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do
que, de una forma grotesca, se agarraba ya con
ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero,
buscando algo en que apoyarse, se cayó inme-
diatamente sobre sus múltiples patitas, dando
un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por
primera vez en esta mañana un bienestar físico:
las patitas tenían suelo firme por debajo, obe-
decían a la perfección, como advirtió con alegr-
ía; incluso intentaban transportarle hacia donde
él quería; y ya creía Gregor que el alivio defini-
tivo de todos sus males se encontraba a su al-
cance; pero en el mismo momento en que, ba-
lanceándose por el movimiento reprimi do, no
lejos de su madre, permanecía en el suelo justo
enfrente de ella, ésta, que parecía completa-
mente sumida en sus propios pensamientos,
dio un salto hacia arriba, con los brazos exten
didos, con los dedos muy separados entre sí, y
exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, soco-
rro! Mantenía la cabeza inclinada, como si qui-
siera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción
con ello, retrocedió atropella damente; había
olvidado que detrás de ella estaba la mesa
puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó
encima precipita damente, como fuera de sí, y
no pareció notar que, junto a ella, el café de la
cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfom-
bra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja,
y miró hacia ella.
Por un momento había olvidado com-
pletamente al apode rado; por el contrario, no
pudo evitar, a la vista del café que se derrama-
ba, abrir y cerrar varias veces sus mándibulas al
vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente,
huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,
que corría a su encuentro. Pero Gre gor no tenía
ahora tiempo para sus padres.
El apoderado se encontraba ya en la es-
calera; con la barbilla sobre la barandilla miró
de nuevo por última vez.
Gregor tomó impulso para al canzarle con la
mayor seguridad posible.

El apoderado debió adivinar algo, porque saltó


de una vez varios escalones y desa pareció;
pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la
esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado
pareció des concertar del todo al padre, que
hasta ahora había estado rela tivamente sereno,
pues en lugar de perseguir él mismo al apo
derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor
en su persecu ción, agarró con la mano derecha
el bastón del apoderado, que aquél había deja-
do sobre la silla junto con el sombrero y el ga
bán; tomó con la mano izquierda un gran pe-
riódico que había sobre la mesa y, dando pata-
das en el suelo, comenzó a hacer retroceder a
Gregor a su habitación blandiendo el bastón y
el periódico.
De nada sirvieron los ruegos de Gregor,
tampoco fueron entendidos, y por mucho que
girase humildemente la cabeza, el padre pata-
leaba aún con más fuerza. Al otro lado, la ma-
dre había abierto de par en par una ventana, a
pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se
cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció
una fuerte corriente de aire, las cortinas de las
ventanas volaban, se agitaban los periódicos de
encima de la mesa, las hojas sueltas revolotea-
ban por el suelo. El padre le acosaba implaca-
blemente y daba silbi dos como un loco. Pero
Gregor todavía no tenía mucha prác tica en
andar hacia atrás, andaba realmente muy des-
pacio.
Si Gregor se hubiese podido dar la vuel-
ta, enseguida hubiese es Tado en su habitación,
pero tenía miedo de impacientar al pa dre con
su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante
le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la
espalda o la cabeza.
Finalmente, no le quedó a Gregor otra
solución, pues advirtió con angustia que an-
dando hacia atrás ni siquiera era capaz de man-
tener la dirección, y así, mirando con temor
constante mente a su padre de reojo, comenzó a
darse la vuelta con la mayor rapidez posible,
pero, en realidad, con una gran lenti tud.
Quizá advirtió el padre su buena volun-
tad, porque no sólo no le obstaculizó en su em-
peño, sino que, con la punta de su bastón, le
dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su
movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por
ese insoportable silbar del padre! Por su culpa
Gregor perdía la cabeza por completo.
Ya casi se había dado la vuelta del todo
cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se
equivocó y retrocedió un poco en su vuelta.
Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza
ante la puerta, resultó que su cuerpo era dema-
siado ancho para pasar por ella sin más.

Naturalmente, al padre, en su actual estado de


ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más
remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofre-
cer a Gregor espacio suficiente.
Su idea fija consistía solamente en que
Gregor tenía que entrar en su habitación lo más
rápidamente posible; tampoco hubiera permi-
tido jamás los complicados preparativos que
necesitaba Gregor para incorporarse y, de este
modo, atravesar la puerta.
Es más, empujaba hacia adelante a Gre-
gor con mayor ruido aún, como si no existiese
obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor
como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya
no había que andarse con bromas, y Gregor se
empotró en la puerta – pasase lo que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora
estaba atravesado en el hueco de la puerta, su
costado estaba herido por completo, en la puer-
ta blanca quedaron marcadas unas manchas
desagradables, pronto se quedó atascado y solo
no hubiera podido moverse, las patitas de un
costado estaban colgadas en el aire, y tembla-
ban, las del otro lado permanecían aplastadas
dolorosamente contra el suelo.

Entonces el padre le dio por detrás un fuerte


empujón que, en esta situación, le produjo un
auténtico alivio, y Gregor penetró profunda-
mente en su habitación sangrando con intensi-
dad. La puerta fue cerrada con el bastón y a
continuación se hizo, por fin, el silencio.

II
Hasta la caída de la tarde no se despertó
Gregor de su profundo sueño similar a una
pérdida de conocimiento. Seguramente no se
hubiese despertado mucho más tarde, aun sin
ser molestado, porque se sentía suficientemente
repuesto y descansado; sin embargo, le parecía
como si le hubiesen despertado unos pasos
fugaces y el ruido de la puerta que daba al
vestíbulo al ser cerrada con cuidado.

El resplandor de las farolas eléctricas de la calle


se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo
de la habitación y en las partes altas de los
muebles, pero abajo, donde se encontraba Gre-
gor, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus
antenas, que ahora aprendía a valorar, se des-
lizó lentamente hacia la puerta para ver lo que
había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única
y larga cicatriz que le daba desagradables tiro-
nes y le obligaba realmente a cojear con sus dos
filas de patas. Por cierto, que una de las patitas
había resultado gravemente herida durante los
incidentes de la mañana – casi parecía un mila-
gro que sólo una hubiese resultado herida –, y
se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta
advirtió lo que le había atraído hacia ella, había
sido el olor a algo comestible, porque allí había
una escudilla llena de leche dulce en la que
nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría por-
que ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza
dentro de la leche casi hasta por encima de los
ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilu-
sión, no sólo comer le resultaba difícil debido a
su delicado costado izquierdo – sólo podía co-
mer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –,
sino que, además, la leche, que siempre había
sido su bebida favorita, y que seguramente por
eso se la había traído la hermana, ya no le gus-
taba, es más, se retiró casi con repugnancia de
la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro
de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía
Gregor a través de la rendija de la puerta, esta-
ba encendido el gas, pero mientras que, como
era habitual a estas horas del día, el padre solía
leer en voz alta a la madre, y a veces también a
la hermana, el periódico vespertino, ahora no se
oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre
de leer en voz alta, tal como le contaba y le es-
cribía siempre su hermana, se había perdido
del todo en los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silen-
cio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba
vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!»,
se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la
oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado;
sin embargo, le parecía como si le hubiesen
despertado unos pasos fugaces y el ruido de la
puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con
cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de
la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en
el techo de la habitación y en las partes altas de
los muebles, pero abajo, donde se encontraba
Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía tor-
pemente con sus antenas, que ahora aprendía a
valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta
para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única
y larga cicatriz que le daba desagradables tiro-
nes y le obligaba realmente a cojear con sus dos
filas de patas. Por cierto, que una de las patitas
había resultado gravemente herida durante los
incidentes de la mañana – casi parecía un mila-
gro que sólo una hubiese resultado herida –, y
se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había
llegado a la puerta advirtió lo que le había
atraído hacia ella, había sido el olor a algo co-
mestible, porque allí había una escudilla llena
de leche dulce en la que nadaban trocitos de
pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría por-
que ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza
dentro de la leche casi hasta por encima de los
ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilu-
sión, no sólo comer le resultaba difícil debido a
su delicado costado izquierdo – sólo podía co-
mer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –,
sino que, además, la leche, que siempre había
sido su bebida favorita, y que seguramente por
eso se la había traído la hermana, ya no le gus-
taba, es más, se retiró casi con repugnancia de
la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro
de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía
Gregor a través de la rendija de la puerta, esta-
ba encendido el gas, pero mientras que, como
era habitual a estas horas del día, el padre solía
leer en voz alta a la madre, y a veces también a
la hermana, el periódico vespertino, ahora no se
oía ruido alguno.
Bueno, quizá esta costumbre de leer en
voz alta, tal como le contaba y le escribía siem-
pre su hermana, se había perdido del todo en
los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor
permanecía en silencio, a pesar de que, sin du-
da, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apa-
cible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mien-
tras miraba fijamente la oscuridad que reinaba
ante él, se sintiómuy orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y a su hermana la
vida que llevaban en una vivienda tan hermo-
sa.
Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquili-
dad, todo el bienestar, toda la satisfacción, lle-
gase ahora a un terrible final? Para no perderse
en tales pensamientos, prefirió Gregor ponerse
en movimiento y arrastrarse de acá para allá
por la habitación.
En una ocasión, durante el largo ano-
checer, se abrió una pequeña rendija una vez en
una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas
se volvieron a cerrar rápidamente; probable-
mente alguien tenía necesidad de entrar, pero,
al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación.
Entonces Gregor se paró justamente de-
lante de la puerta del cuarto de estar, decidido
a hacer entrar de alguna manera al indeciso
visitante, o al menos, para saber de quién se
trataba; pero la puerta ya no se abrió más y
Gregor esperó en vano.
Por la mañana temprano, cuando todas
las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación, ahora que había abierto
una puerta, y las demás habían sido abiertas sin
duda durante el día, no venía nadie y, además,
ahora las llaves estaban metidas en las cerradu-
ras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, se
apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue
fácil comprobar que los padres y la hermana
habían permanecido despiertos todo ese tiem-
po, porque tal y como se podía oír perfectamen-
te, se retiraban de puntillas los tres juntos en
este momento.
Así pues, seguramente hasta la mañana
siguiente no entraría nadie más en la habitación
de Gregor; disponía de mucho tiempo para
pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo
debía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba la


impresión de estar vacía, en la cual estaba obli-
gado a permanecer tumbado en el suelo, le
asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la
causa, puesto que era la habitación que ocupa-
ba desde hacía cinco años, y con un giro medio
insconciente y no sin una cierta vergüenza, se
apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a
pesar de que su caparazón era algo estrujado y
a pesar de que ya no podía levantar la cabeza,
se sintió pronto muy cómodo y solamente la-
mentó que su cuerpo fuese demasiado ancho
para poder desaparecer por completo debajo
del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche,
que pasó, en parteinmerso en un semisueño,
del que una y otra vez le despertaba el hambre
con un sobresalto, y, en parte, entre preocupa-
ciones y confusas esperanzas, que le llevaban a
la consecuencia de que, de momento, debía
comportarse con calma y, con la ayuda de una
gran paciencia y de una gran consideración por
parte de la familia, tendría que hacer soporta-
bles las molestias que Gregor, en su estado ac-
tual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de
noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a
prueba las decisiones que acababa de tomar,
porque la hermana, casi vestida del todo, abrió
la puerta desde el vestíbulo y miró con expecta-
ción hacia dentro. No le encontró enseguida,
pero cuando le descubrió debajo del canapé –
¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no
podía haber volado! – se asustó tanto que, sin
poder dominarse, volvió a cerrar la puerta des-
de fuera.
Pero como si se arrepintiese de su com-
portamiento, inmediatamente la abrió de nuevo
y entró de puntillas, como si se tratase de un
enfermo grave o de un extraño. Gregor había
adelantado la cabeza casi hasta el borde del
canapé y la observaba.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la le-
che, y no por falta de hambre, y le traería otra
comida más adecuada? Si no caía en la cuenta
por sí misma, Gregor preferiría morir de ham-
bre antes que llamarle la atención sobre esto, a
pesar de que sentía unos enormes deseos de
salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies
de la hermana y rogarle que le trajese algo bue-
no de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la es-
cudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido
un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto
que no lo hizo directamente con las manos, sino
con un trapo, y se la llevó.
Gregor tenía mucha curiosidad por sa-
ber lo que le traería en su lugar, e hizo al res-
pecto las más diversas conjeturas. Pero nunca
hubiese podido adivinar lo que la bondad de la
hermana iba realmente a hacer.
Para poner a prueba su gusto, le trajo
muchas cosas donde elegir, todas ellas extendi-
das sobre un viejo periódico. Había verduras
pasadas medio podridas, huesos de la cena,
rodeados de una salsa blanca que se había ya
endurecido, algunas uvas pasas y almendras”,
un queso que, hacía dos días, Gregor había cali-
ficado de incomible, un trozo de pan, otro trozo
de pan untado con mantequilla y otro trozo de
pan untado con mantequilla y sal.
Además añadió a todo esto la escudilla,
que, a partir de ahora, probablemente estaba
destinada a Gregor, en la cual había echado
agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca
comería delante de ella, se retiró rápidamente e
incluso echó la llave, para que Gregor se diese
cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo
que desease.
Las patitas de Gregor zumbaban cuando
se acercaba el momento de comer. Por cierto,
que sus heridas ya debían estar curadas del
todo, ya no notaba molestia alguna, se asombró
y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había
cortado un poco un dedo y esa herida, todavía
anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora me-
nos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con vo-
racidad el queso, que fue lo que más fuerte-
mente y de inmediato le atrajo de todo.
Sucesivamente, a toda velocidad, y con
los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el
queso, las verduras y la salsa; los alimentos
frescos, por el contrario, no le gustaban, ni si-
quiera podía soportar su olor, e incluso alejó un
poco las cosas que quería comer.
Ya hacía tiempo que había terminado y
permanecía tumbado perezosamente en el
mismo sitio, cuando la hermana, como señal de
que debía retirarse, giró lentamente la llave.
Esto le asustó, a pesar de que ya dormi-
taba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé,
pero le costó una gran fuerza de voluntad per-
manecer debajo del canapé aún el breve tiempo
en el que la hermana estuvo en la habitación,
porque, a causa de la abundante comida, el
vientre se había redondeado un poco y apenas
podía respirar en el reducido espacio.
Entre pequeños ataques de asfixia, veía
con ojos un poco saltones, cómo la hermana,
que nada imaginaba de esto, no solamente barr-
ía con su escoba los restos, sino también los
alimentos que Gregor ni siquiera había tocado,
como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo
lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que
cerró con una tapa de madera, después de lo
cual se lo llevó todo.
Apenas se había dado la vuelta, cuando
Gregor salía ya de debajo del canapé, se estira-
ba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su
comida diaria una vez por la mañana, cuando
los padres y la criada todavía dormían, y lase-
gunda vez después de la comida del mediodía,
porque entonces los padres dormían un ratito y
la hermana mandaba a la criada a algún recado.
Sin duda los padres no querían que
Gregor se muriese de hambre, pero quizá no
hubieran podido soportar enterarse de sus cos-
tumbres alimenticias, más de lo que de ellas les
dijese la hermana; quizá la hermana quería
ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho,
ya sufrían bastante.
Gregor no pudo enterarse de las excusas
con las que el médico y el cerrajero habían sido
despedidos de la casa en aquella primera ma-
ñana, puesto que, como no podían entenderle,
nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él
pudiera entender a los demás, y, así, cuando la
hermana estaba en su habitación, tenía que con-
formarse con escuchar de vez en cuando sus
suspiros y sus invocaciones a los santos.
Sólo más tarde, cuando ya se había acos-
tumbrado un poco a todo – naturalmente nunca
podría pensarse en que se acostumbrase del
todo –, cazaba Gregor a veces una observación
hecha amablemente o que así podía interpretar-
se: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando
Gregor había comido con abundancia, mientras
que, en el caso contrario, que poco a poco se
repetía con más frecuencia, solía decir casi con
tristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras que
Gregor no se enteraba de novedad alguna de
forma directa, escuchaba algunas cosas proce-
dentes de las habitaciones contiguas, y allí
donde escuchaba voces una sola vez, corría
enseguida hacia la puerta correspondiente y se
estrujaba con todo su cuerpo contra ella.
Especialmente en los primeros tiempos
no había ninguna conversación que de alguna
manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él.
A lo largo de dos días se escucharon durante
las comidas discusiones sobre cómo se debían
comportar ahora; pero también entre las comi-
das se hablaba del mismo tema, porque siem-
pre había en casa al menos dos miembros de la
familia, ya que seguramente nadie quería que-
darse solo en casa, y tampoco podían dejar de
ningún modo la casa sola.
Incluso ya el primer día la criada (no es-
taba del todo claro qué y cuánto sabía de lo
ocurrido) había pedido de rodillas a la madre
que la despidiese inmediatamente, y cuando,
cuarto de hora después, se marchaba con
lágrimas en los ojos, daba gracias por el despi-
do como por el favor más grande que pudiese
hacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo un
solemne juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre,
tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba
demasido trabajo porque apenas se co mía na-
da. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo uno
anima ba en vano al otro a que comiese y no
recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo
suficiente!», o algo parecido.
Quizá tam poco se bebía nada. A veces
la hermana perguntaba al padre si quería tomar
una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella
misma a buscarla, y como el padre permanecía
en silencio, añadía, para que él no tuviese repa-
ros, que también podía mandar a la portera,
pero entonces el padre respondía, por fin, con
un poderoso «no», y ya no se hablaba más del
asunto.
Ya en el transcurso del primer día el pa-
dre explicó tanto a la madre como a la hermana
toda la situación económica y las perspectivas.
De vez en cuando se levantaba de la mesa y
reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*,
que había salvado de la quiebra de su negocio
ocurrida hacía cinco años, algún do cumento o
libro de anotaciones. Se oía cómo abría el com-
pli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después de
sacar lo que busca ba.
Estas explicaciones del padre eran, en
parte, la primera cosa grata que Gregor oía
desde su encierro. Gregor había creído que al
padre no le había quedado nada de aquel nego-
cio, .al menos el padre no le había dicho nada
en sentido contrario y, por otra parte, tampoco
Gregor le había preguntado.
En aquel entonces la preocupación de
Gregor había sido hacer todo lo posible para
que la familia olvidase rápidamente el de sastre
comercial que les había sumido a todos en la
más com pleta desesperación, y así había em-
pezado entonces a trabajar con un ardor muy
especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía
pasado a ser de un simple dependiente a un
viajante que, naturalmente, tenía otras muchas
posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos
profesionales, en forma de comisiones, se con-
vierten inmediatamente en dinero contante y
sonante, que se podían poner sobre la mesa en
casa ante la familia asombra da y feliz.
Habían sido buenos tiempos y después
nunca se habían repetido, al menos con ese es-
plendor, a pesar de que Gregor, después, gana-
ba tanto dinero, que estaba en situación de car-
gar con todos los gastos de la familia y así lo
hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la
familia como Gregor, se aceptaba el dinero con
agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero
ya no emanaba de ello un calor especial.
Solamente la hermana había permane-
cido unida a Gregor, y su intención secreta con-
sistía en mandarla el año próximo al conserva-
torio sin tener en cuenta los grandes gastos que
ello traería consigo y que se compensarían de
alguna otra forma, porque ella, al contrario que
Gregor, sentía un gran amor por la música y
tocaba el violín de una forma conmovedora.
Con frecuencia, durante las breves es-
tancias de Gregor en la ciudad, se mencionaba
el conservatorio en las conversaciones con la
hermana, pero sólo como un hermoso sueño en
cuya realización no podía ni pensarse, y a los
padres ni siquiera les gustaba escuchar estas
inocentes alusiones; pero Gregor pensaba deci-
didamente en ello y tenía la intención de darlo
a conocer solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completa-
mente inútiles en su estado actual, eran los que
se le pasaban por la cabeza mientras permanec-
ía allí pegado a la puerta y escuchaba.
A veces ya no podía escuchar más de
puro cansancio y, en un descuido, se golpeaba
la cabeza contra la puerta, pero inmediatamen-
te volvía a levantarla, porque incluso el peque-
ño ruido que había producido con ello, había
sido escuchado al lado y había hecho enmude-
cer a todos.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados
unos momentos y dirigiéndose a todas luces
hacia la puerta; después se reanudaba poco a
poco la conversación que había sido interrum-
pida.
De esta forma Gregor se enteró muy
bien – el padre solía repetir con frecuencia sus
explicaciones, en parte porque él mismo ya
hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas,
y, en parte también, porque la madre no en-
tendía todo a la primera – de que, a pesar de la
desgracia, todavía quedaba una pequeña fortu-
na, que los intereses, aún intactos, habían hecho
aumentar un poco más durante todo este tiem-
po.
Además, eldormía ni un momento, y se
restregaba durante horas sobre el cuero.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de
empujar una silla hasta la ventana, trepar a
continuación hasta el antepecho y, subido en la
silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de
la misma, sin duda como recuerdo de lo libre
que se había sentido siempre que anteriormente
había estado apoyado aquí.
Porque, efectivamente, de día en día, ve-
ía cada vez con menos claridad las cosas que ni
siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver
el hospital de enfrente, cuya visión constante
había antes maldecido, y si no hubiese sabido
muy bien que vivía en la tranquila pero central
Charlottenstrasse, podría haber creído que veía
desde su ventana un desierto en el que el cielo
gris y la gris tierra se unían sin poder distin-
guirse uno de otra.
Sólo dos veces había sido necesario que
su atenta hermana viese que la silla estaba bajo
la ventana para que, a partir de entonces, des-
pués de haber recojido la habitación, la colocase
siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la
contraventana interior.
Si Gregor hubiese podido hablar con la
hermana y darle las gracias por todo lo que
tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor
sus servicios, pero de esta forma sufría con
ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer
más llevadero lo desagradable de la situación,
y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba,
tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero
también Gregor adquirió con el tiempo una
visión de conjunto más exacta.
Ya el solo hecho de que la hermana en-
trase le parecía terrible. Apenas había entrado,
sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la
puerta, y eso que siempre ponía mucha aten-
ción en ahorrar a todos el espectáculo que
ofrecía la habitación de Gregor, corría derecha
hacia la ventana y la abría de par en par, con
manos presurosas, como si se asfixiase y, aun-
que hiciese mucho frío, permanecía durante
algunos momentos ante ella y respiraba pro-
fundamente.
Estas carreras y ruidos asustaban a Gre-
gor dos veces al día; durante todo ese tiempo
temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que
ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es
que le hubiese sido posible permanecer con la
ventana cerrada en la habitación en la que se
encontraba Gregor.
Una vez, hacía aproximadamente un
mes de la transformación de Gregor, y el aspec-
to de éste ya no era para la hermana motivo
especial de asombro, llegó un poco antes de lo
previsto y encontró a Gregor cuando miraba
por la ventana, inmóvil y realmente colocado
para asustar.
Para Gregor no hubiese sido inesperado
si ella no hubiese entrado, ya que él, con su
posición, impedía que ella pudiese abrir de
inmediato la ventana, pero ella no solamente no
entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un
extraño habría podido pensar que Gregor la
había acechado y había querido morderla. Gre-
gor, naturalmente, se escondió enseguida bajo
el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediod-
ía antes de que la hermana volviese de nuevo, y
además parecía mucho más intranquila que de
costumbre.
Gregor sacó la conclusión de que su as-
pecto todavía le resultaba insoportable y conti-
nuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que do-
minarse a sí misma para no salir corriendo al
ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que
sobresalía del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo,
transportó un día sobre la espalda – para ello
necesitó cuatro horas – la sábana encima del
canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba
tapado del todo, y la hermana, incluso si se
agachaba, no podía verlo.
Si, en opinión de la hermana, esa sábana
no hubiese sido necesaria, podría haberla reti-
rado, porque estaba suficientemente claro que
Gregor no se aislaba por gusto, pero dejó la
sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó
adivinar una mirada de gratitud cuando, con
cuidado, levantó la cabeza un poco para ver
cómo acogía la hermana la nueva disposición.
Durante los primeros catorce días, los padres
no consiguieron decidirse a entrar en su habita-
ción, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo
ahora reconocían el trabajo de la hermana, a
pesar de que anteriormente se habían enfadado
muchas veces con ella, porque les parecía una
chica un poco inútil.
Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la
madre, esperaban ante la habitación de Gregor
mientras la hermana la recogía y, apenas había
salido, tenía que contar con todo detalle qué
aspecto tenía la habitación, lo que había comido
Gregor, cómo se había comportado esta vez y
si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.
Por cierto, que la madre quiso entrar a
ver a Gregor relativamente pronto, pero el pa-
dre y la hermana se lo impidieron, al principio
con argumentos racionales, que Gregor escu-
chaba con mucha atención, y con los que estaba
muy de acuerdo, pero más tarde hubo que im-
pedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo
mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que
entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que
quizá sería bueno que la madre entrase, natu-
ralmente no todos los días, pero sí una vez a la
semana; ella comprendía todo mucho mejor
que la hermana, que, a pesar de todo su valor,
no era más que una niña, y, en última instancia,
quizá sólo se había hecho cargo de una tarea
tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de
Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en
realidad.
Durante el día Gregor no quería mos-
trarse por la ventana, por consideración a sus
padres, pero tampoco podía arrastrarse dema-
siado por los pocos metros cuadrados del suelo;
ya soportaba con dificultad estar tumbado
tranquilamente durante la noche, pronto ya ni
siquiera la comida le producía alegría alguna y
así, para distraerse, adoptó la costumbre de
arrastrarse en todas direcciones por las paredes
y el techo.
Le gustaba especialmente permanecer
colgado del techo; era algo muy distinto a estar
tumbado en el suelo; se respiraba con más li-
bertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo;
y sumido en la casi feliz distracción en la que se
encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para
su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra
el suelo.
Pero ahora, naturalmente, dominaba su
cuerpo de una forma muy distinta a como lo
había hecho antes y no se hacía daño, incluso
después de semejante caída.
La hermana se dio cuenta inmediata-
mente de la nueva diversión que Gregor había
descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por
todas partes huellas de su substancia pegajosa –
y entonces se le metió en la cabeza proporcio-
nar a Gregor la posibilidad de arrastrarse a
gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el
escritorio, ella no era capaz de hacerlo todo
sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre;
la criada no la hubiese ayudado seguramente,
porque esa chica, de unos dieciséis años, resist-
ía ciertamente con valor desde que se despidió
la cocinera anterior, pero había pedido el favor
de poder mantener la cocina constantemente
cerrada y abrirla solamente a una señal deter-
minada, Así pues, no leque sólo Gregor era
dueño y señor de las paredes vacías, no se atre-
vería a entrar ninguna otra persona más que
Grete.
Así pues, no se dejó disuadir de sus
propósitos por la madre, que también, de pura
inquietud, parecía sentirse insegura en esta
habitación; pronto enmudeció y ayudó a la
hermana con todas sus fuerzas a sacar el arma-
rio.
Bueno, en caso de necesidad, Gregor
podía prescindir del armario, pero el escritorio
tenía que quedarse; y apenas habían abando-
nado las mujeres la habitación con el armario,
en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gre-
gor sacó la cabeza de debajo del canapé para
ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo
más prudente y discretamente posible.
Pero, por desgracia, fue precisamente la
madre quien regresó primero, mientras Grete,
en la habitación contigua, sujetaba el armario
rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola
de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un
ápice de su sitio.
Pero la madre no estaba acostumbrada a
ver a Gregor, podría haberse puesto enferma
por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás,
se alejó asustado hasta el otro extremo del ca-
napé, pero no pudo evitar que la sábana se mo-
viese un poco por la parte de delante. Esto fue
suficiente para llamar la atención de la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un mo-
mento en silencio y luego volvió con Grete.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez
que no ocurría nada fuera de lo común, sino
que sólo se cambiaban de sitio algunos mue-
bles, sin embargo, como pronto habría de con-
fesarse a sí mismo, este ir y venir de las muje-
res, sus breves gritos, el arrastrar de los mue-
bles sobre el suelo, le producían la impresión
de un gran barullo, que crecía procedente de
todas las direcciones y, por mucho que encogía
la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba
el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse
irremisiblemente que no soportaría todo esto
mucho tiempo.
Ellas le vaciaban su habitación, le quita-
ban todo aquello a lo que tenía cariño, el arma-
rio en el que guardaba la sierra y otras herra-
mientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban
el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual
había hecho sus deberes cuando era estudiante
de comercio, alumno del instituto e incluso
alumno de la escuela primaria – ante esto no le
quedaba ni un momento para comprobar las
buenas intenciones que tenían las dos mujeres,
y cuya existencia, por cierto, casi había olvida-
do, porque de puro agotamiento traba jaban en
silencio y solamente se oían las sordas pisadas
de sus pies.
Y así salió de repente – las mujeres esta-
ban en ese momen to en la habitación contigua,
apoyadas en el escritorio para to mar aliento –,
cambió cuatro veces la dirección de su marcha,
no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía
salvar primero, cuando vio en la pared ya vac-
ía, llamándole la atención, el cua dro de la mu-
jer envuelta en pieles, se arrastró apresurada-
men te hacia arriba y se apretó contra el cuadro,
cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de
su vientre.
Al menos este cuadro, que Gregor tapa-
ba ahora por completo, seguro que no se lo lle-
vaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del
cuarto de es tar para observar a las mujeres
cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tre-
gua y ya volvían; Grete había rodeado a su ma-
dre con el brazo y casi la llevaba en vo landas.
¿Qué nos llevamos ahora? – dijo Grete, y miró a
su alre dedor. Entonces sus miradas se cruza-
ron con las de Gregor, que estaba en la pared.
Seguramente sólo a causa de la presen
cia de la madre conservó su serenidad, inclinó
su rostro hacia la madre, para impedir que ella
mirase a su alrededor, y dijo temblando y atur-
dida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al
cuarto de estar? Gregor veía claramente la in-
tención de Grete, quería llevar a la madre a un
lugar seguro y luego echarle de la pared. Bue
no, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su
cuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle a
Grete a la cara.
Pero justamente las palabras de Grete
inquietaron a la ma dre, se echó a un lado, vio
la gigantesca mancha parduzca so bre el papel
pintado de flores y, antes de darse realmente
cuen ta de que aquello que veía era Gregor,
gritó con voz ronca y estridente: – ¡Ay Dios
mío, ay Dios mío! – y con los brazos extendi
dos cayó sobre el canapé, como si renunciase a
todo, y se que dó allí inmóvil.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levan-
tando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras
palabras que le dirigía directamente. Corrió a la
habitación contigua para buscar alguna esencia
con la que pudiese despertar a su madre de su
inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar –
había tiempo más que suficiente para sal var el
cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo
que des prenderse con fuerza, luego corrió
también a la habitación de al lado como si pu-
diera dar a la hermana algún consejo, como en
otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás
de ella sin ha cer nada; mientras que Grete re-
volvía entre diversos frascos, se asustó al darse
la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió
y un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara;
una medici na corrosiva se derramó sobre él.
Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos los
frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia
donde estaba la madre; cerró la puerta con el
pie.
Gregor estaba ahora aislado de la ma-
dre, que quizá estaba a punto de morir por su
culpa; no debía abrir la habitación, no quería
echar a la hermana que tenía que permanecer
con la madre; ahora no tenía otra cosa que
hacer que esperar; y, afli gido por los remordi-
mientos y la preocupación, comenzó a arras-
trarse, se arrastró por todas partes: paredes,
muebles y te chos, y finalmente, en su desespe-
ración, cuando ya la habita ción empezaba a
dar vueltas a su alrededor, se desplomó en me-
dio de la gran mesa. Pasó un momento, Gregor
yacía allí extenuado, a su alrede dor todo esta-
ba tranquilo, quizá esto era una buena señal. En
tonces sonó el timbre.
La chica estaba, naturalmente, encerra
da en su cocina y Grete tenía que ir a abrir. El
padre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fue-
ron sus primeras palabras.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete con-
testó con voz ahogada, sin duda apretaba su
rostro contra el pecho del padre: – La madre se
quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor
se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el
padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vo-
sotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor
se dio cuenta de que el padre había interpreta-
do mal la escueta información de Grete y sos-
pechaba que Gregor ha bía hecho uso de algún
acto violento.
Por eso ahora tenía que intentar apaci-
guar al padre, porque para darle explicaciones
no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues,
Gregor se preci pitó hacia la puerta de su habi-
tación y se apretó contra ella para que el padre,
ya desde el momento en que entrase en el
vestíbulo, viese que Gregor tenía la más sana
intención de re gresar inmediatamente a su
habitación, y que no era necesario hacerle re-
troceder, sino que sólo hacía falta abrir la puer-
ta e inmediatamente desaparecería.
Pero el padre no estaba en si tuación de adver-
tir tales sutilezas.

– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al


mismo tiem po estuviese furioso y contento.
Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó
hacia el padre.
Nunca se hubiese imaginado así al pa-
dre, tal y como estaba allí; bien es verdad que
en los últimos tiempos, puesta su atención en
arrastrarse por todas partes, había perdido la
ocasión de preocuparse como antes de los asun-
tos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía
realmen te cpe haber estado preparado para
encontrar las circunstan cias cambiadas.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre
que yacía sepultado en la cama, cuando, en
otros tiempos, Gregor salía en viaje de nego-
cios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que
volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y
que no estaba en condiciones de levantarse,
sino que, como señal de alegría, sólo levantaba
los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que,
durante los poco frecuentes paseos en común,
un par de domingos al año o en las festividades
más importantes, se abría paso hacia delante
entre Gregor y la madre, que ya de por sí anda-
ban despacio, aún más despacio que ellos, en-
vuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando
con cui dado el bastón, y que, cuando quería
decir algo, casi siempre se quedaba parado y
congregaba a sus acompañantes a su alrede
dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido
con un rígido uniforme azul con botones, como
los que llevan los ordenan zas de los bancos;
por encima del cuello alto y tieso de la cha que-
ta sobresalía su gran papada; por debajo de las
pobladas ce jas se abría paso la mirada, despier-
ta y atenta, de unos ojos ne gros.
El cabello blanco, en otro tiempo des-
greñado, estaba ahora ordenado en un peinado
a raya brillante y exacto.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un
monograma dorado, pro bablemente el de un
banco, sobre el canapé a través de la habi tación
formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con
el rostro enconado, las puntas de la larga cha-
queta del uniforme echadas hacia atrás, y las
manos en los bolsillos del pantalón. Probable-
mente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin
embargo levantaba los pies a una altura des-
usada y Gregor se asombró del tamaño enorme
de las suelas de sus botas.
Pero Gregor no permanecía parado, ya
sabía desde el primer día de su nueva vida que
el padre, con respecto a él, sólo consideraba
oportuna la mayor rigidez.
Y así corría delante del padre, se paraba si el
padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia
delante con sólo que el padre se moviese. Así
recorrieron varias veces la habitación sin que
ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese
tenido el aspecto de una persecución, como
consecuencia de la lentitud de su recorrido.
Por eso Gregor permaneció de momento
sobre el suelo, especialmente porque temía que
el padre considerase una especial maldad por
su parte la huida a las paredes o al techo. Por
otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí
mismo que no soportaría por mucho tiempo
estas carreras, porque mientras el padre daba
un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de
movimientos.
Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es
verdad que tampoco anteriormente había teni-
do unos pulmones dignos de confianza. Mien-
tras se tambaleaba con la intención de reunir
todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía
los ojos abiertos; en su embotamiento no pen-
saba en otra posibilidad de salvación que la de
correr; y ya casi había olvidado que las paredes
estaban a su disposición, bien es verdad que
éstas estaban obstruidas por muebles llenos de
esquinas y picos.
En ese momento algo, lanzado sin fuer-
za, cayó junto a él, y echó a rodar por delante
de él. Era una manzana; inmediatamente siguió
otra; Gregor se quedó inmóvil del susto; seguir
corriendo era inútil, porque el padre había de-
cidido bombardearle.
Con la fruta procedente del frutero que
estaba sobre el aparador se había llenado los
bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin
apuntar con exactitud, de momento. Estas pe-
queñas manzanas rojas rodaban por el sueño
como electrificadas y chocaban unas con otras.
Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espal-
da de Gregor, pero resbaló sin causarle daños.
Sin embargo, otra que la siguió inmedia-
tamente, se incrustó en la espalda de Gregor;
éste quería continuar arrastrándose, como si el
increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse
al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y
se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a
ver cómo la puerta de su habitación se abría de
par en par y por delante de la hermana, que
chillaba, salía corriendo la madre en enaguas,
puesto que la hermana la había desnudado
para proporcionarle aire mientras permanecía
inconsciente; vio también cómo, a continuación,
la madre corría hacia el padre y, en el camino,
perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, y
cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre,
y abrazándole, unida estrechamente a él – ya
empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le supli-
caba, cruzando las manos por detrás de su nu-
ca, que perdonase la vida de Gregor.

III

La grave herida de Gregor, cuyos dolo-


res soportó más de un mes – la manzana per-
maneció empotrada en la carne como recuerdo
visible, ya que nadie se atrevía a retirarla –,
pareció recordar, incluso al padre, que Gregor,
a pesar de su triste y repugnante forma actual,
era un miembro de la familia, a quien no podía
tratarse como un enemigo, sino frente al cual el
deber familiar era aguantarse la repugnancia y
resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, pro-


bablemente había perdido agilidad para siem-
pre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su
habitación como un viejo inválido largos minu-
tos – no se podía ni pensar en arrastrarse por
las alturas –, sin embargo, en compensación por
este empeoramiento de su estado, recibió, en su
opinión, una reparación más que suficiente:
hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto
de estar, la cual solía observar fijamente ya
desde dos horas antes, de forma que, tumbado
en la oscuridad de su habitación, sin ser visto
desde el comedor, podía ver a toda la familia en
la mesa iluminada y podía escuchar sus con-
versaciones, en cierto modo con el consenti-
miento general, es decir, de una forma comple-
tamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas
conversaciones de antaño, en las que Gregor,
desde la habitación de su hotel, siempre había
pensado con cierta nostalgia cuando, cansado,
tenía que meterse en la cama húmeda.
La mayoría de las veces transcurría el
tiempo en silencio.
El padre no tardaba en dormirse en la silla des-
pués de la cena, y la madre y la hermana se
recomendaban mutuamente silencio; la madre,
inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa
fina para un comercio de moda; la hermana,
que había aceptado un trabajo como depen-
dienta, estudiaba por la noche estenografía y
francés, para conseguir, quizá más tarde, un
puesto mejor.

A veces el padre se despertaba y, como si no


supiera que había dormido, decía a la madre:
«¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamen-
te volvía a dormirse mientras la madre y la
hermana se sonreían mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se ne-


gaba a quitarse el uniforme mientras estaba en
casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de
la percha, dormitaba el padre en su asiento,
completamente vestido, como si siempre estu-
viese preparado para el servicio e incluso en
casa esperase también la voz de su superior.
Como consecuencia, el uniforme, que no
era nuevo ya en un principio, empezó a ensu-
ciarse a pesar del cuidado de la madre y de la
hermana. Gregor se pasaba con frecuencia tar-
des enteras mirando esta brillante ropa, com-
pletamente manchada, con sus botones dorados
siempre limpios con la que el anciano dormía
muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre inten-


taba despertar al padre en voz baja y conven-
cerle para que se fuese a la cama, porque éste
no era un sueño auténtico y el padre tenía nece-
sidad de él, porque tenía que empezar a traba-
jar a las seis de la mañana.

Pero con la obstinación que se había apoderado


de él desde que se había convertido en orde-
nanza, insistía en quedarse más tiempo a la
mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba
dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos
podía convencérsele de que cambiase la silla
por la cama.
Ya podían la madre y la hermana insis-
tir con pequeñas amonestaciones, durante un
cuarto de hora daba cabezadas lentamente,
mantenía los ojos cerrados y no se levantaba.
La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído
palabras cariñosas, la hermana abandonaba su
trabajo para ayudar a la madre, pero esto no
tenía efecto sobre el padre.
Se hundía más profundamente en su si-
lla. Sólo cuando las mujeres le cogían por deba-
jo de los hombros, abría los ojos, miraba alter-
nativamente a la madre y a la hermana, y solía
decir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidad
de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos
mujeres se levantaba pesadamente, como si él
mismo fuese su más pesada carga, se dejaba
llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una
señal de que no las necesitaba, y continuaba
solo, mientras que la madre y la hermana deja-
ban apresuradamente su costura y su pluma
para correr tras el padre y continuar ayudándo-
le.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y


rendida de cansancio, iba a tener más tiempo
del necesario para ocuparse de Gregor? El pre-
supuesto familiar se reducía cada vez más, la
criada acabó por ser despedida.
Una asistenta gigantesca y huesuda, con
el pelo blanco y desgreñado, venía por la ma-
ñana y por la noche y hacía el trabajo más pe-
sado; todo lo demás lo hacía la madre, además
de su mucha costura.
Ocurrió incluso el caso de que varias jo-
yas de la familia, que la madre y la hermana
habían lucido entusiasmadas en reuniones y
fiestas, hubieron de ser vendidas, según se en-
teró Gregor por la noche por la conversación
acerca del precio conseguido.
Pero el mayor motivo de queja era que
no se podía dejar este piso, que resultaba de-
masiado grande en las circunstancias presentes,
ya que no sabían cómo se podía trasladar a
Gregor.
Pero Gregor comprendía que no era sólo
la consideración hacia él lo que impedía un
traslado, porque se le hubiera podido transpor-
tar fácilmente en un cajón apropiado con un
par de agujeros para el aire; lo que, en primer
lugar, impedía a la familia un cambio de piso
era, aún más, la desesperación total y la idea de
que habían sido azotados por una desgracia
como no había igual en todo su círculo de pa-
rientes y amigos.
Todo lo que el mundo exige de la gente
pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el
padre iba a buscar el desayuno para el pequeño
empleado de banco, la madre se sacrificaba por
la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden
de los clientes, corría de un lado para otro
detrás del mostrador, pero las fuerzas de la
familia ya no daban para más.
La herida de la espalda comenzaba otra
vez a dolerle a Gregor como recién hecha cuan-
do la madre y la hermana, después de haber
llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban
a un lado el trabajo, se acercaban una a otra,
sentándose muy juntas.
Entonces la madre, señalando hacia la
habitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta,
Grete», y cuando Gregor se encontraba de nue-
vo en la oscuridad, fuera las mujeres confund-
ían sus lágrimas o simplemente miraban fija-
mente a la mesa sin llorar.
Gregor pasaba las noches y los días casi sin
dormir. A veces pensaba que la próxima vez
que se abriese la puerta él se haría cargo de los
asuntos de la familia como antes; en su mente
aparecieron de nuevo, después de mucho tiem-
po, el jefe y el encargado; los dependientes y los
aprendices; el mozo de los recados, tan corto de
luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una
camarera de un hotel de provincias; un recuer-
do amado y fugaz: una cajera de una tienda de
sombreros a quien había hecho la corte seria-
mente, pero con demasiada lentitud; todos ellos
aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su
familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregor
se sentía aliviado cuando desaparecían.
Pero después ya no estaba de humor pa-
ra preocuparse por su familia, solamente sentía
rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a
pesar de que no podía imaginarse algo que le
hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo
podría llegar a la despensa para tomar de allí lo
que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre
alguna.
Sin pensar más en qué es lo que podría
gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y al
mediodía, antes de marcharse a la tienda, em-
pujaba apresuradamente con el pie cualquier
comida en la habitación de Gregor, para des-
pués recogerla por la noche con el palo de la
escoba, tanto si la comida había sido probada,
como si – y éste era el caso más frecuente – ni
siquiera había sido tocada. Recoger la habita-
ción, cosa que ahora hacía siempre por la no-
che, no podía hacerse más deprisa.
Franjas de suciedad se extendían por las
paredes, por todas partes había ovillos de polvo
y suciedad. Al principio, cuando llegaba la
hermana, Gregor se colocaba en el rincón más
significativamente sucio para, en cierto modo,
hacerle reproches mediante esta posición. Pero
seguramente hubiese podido permanecer allí
semanas enteras sin que la hermana hubiese
mejorado su actitud por ello; ella veía la sucie-
dad lo mismo que él, pero se había decidido a
dejarla allí.
Al mismo tiempo, con una susceptibili-
dad completamente nueva en ella y que, en
general, se había apoderado de toda la familia,
ponía especial atención en el hecho de que se
reservase solamente a ella el cuidado de la
habitación de Gregor.
En una ocasión la madre había sometido
la habitación de Gregor a una gran limpieza,
que había logrado solamente después de utili-
zar varios cubos de agua – la humedad, sin
embargo, también molestaba a Gregor, que
yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el
canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo
esperar, porque apenas había notado la herma-
na por la tarde el cambio en la habitación de
Gregor, cuando, herida en lo más profundo de
sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a
pesar de que la madre suplicaba con las manos
levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que
los padres – el padre se despertó sobresaltado
en su silla –, al principio, observaban asombra-
dos y sin poder hacer nada, hasta que, también
ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el
padre, a su derecha, reprochaba a la madre que
no hubiese dejado al cuidado de la hermana la
limpieza de la habitación de Gregor, a su iz-
quierda, decía a gritos a la hermana que nunca
más volvería a limpiar la habitación de Gregor;
mientras que la madre intentaba llevar al dor-
mitorio al padre, que no podía más de irrita-
ción, la hermana, sacudida por los sollozos,
golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y
Gregor silbaba de pura rabia porque a nadie se
le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este
espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su tra-
bajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como
antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y
no era necesario que Gregor hubiese sido
abandonado, porque para eso estaba la asisten-
ta.
Esa vieja viuda, que en su larga vida
debía haber superado lo peor con ayuda de su
fuerte constitución, no sentía repugnancia al-
guna por Gregor.
Sin sentir verdadera curiosidad, una vez
había abierto por casualidad la puerta de la
habitación de Gregor y, al verle, se quedó pa-
rada, asombrada, con los brazos cruzacios,
mientras éste, sorprendido y a pesar de que
nadie la perseguía, comenzó a correr de un lado
a otro. Desde entonces no perdía la oportuni-
dad de abrir un poco la puerta por la mañana y
por la tarde para echar un vistazo a la habita-
ción de Gregor.
Al principío le llamaba hacia ella con
palabras que, probablemente, consideraba
amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo
pelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo pelote-
ro!».
Gregor no contestaba nada a tales lla-
madas, sino que permanecía inmóvil en su si-
tio, como si la puerta no hubiese sido abierta.
¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que
limpiase diariamente la habitación en lugar de
dejar que le molestase inútilmente a su antojo!
Una vez, por la mañana temprano – una inten-
sa lluvia golpeaba los cristales, quizá como sig-
no de la primavera, que ya se acercaba –, cuan-
do la asistenta empezó otra vez con sus impro-
perios, Gregor se enfureció tanto que se dio la
vuelta hacia ella como para atacarla, pero de
forma lenta y débil.
Sin embargo, la asistenta, en vez de
asustarse, alzó simplemente una silla, que se
encontraba cerca de la puerta, y, tal como per-
manecía allí, con la boca completamente abier-
ta, estaba clara su intención de cerrar la boca
sólo cuando la silla que tenía en la mano acaba-
se en la espalda de Gregor.
¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al
ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y
volvió a colocar la silla tranquilamente en el
rincón.
Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba
por casualidad al lado de la comida tomaba un
bocado para jugar con él en la boca, lo manten-
ía allí horas y horas y, la mayoría de las veces,
acababa por escupirlo.
Al principio pensó que lo que le imped-
ía comer era la tristeza por el estado de su habi-
tación, pero precisamente con los cambios de la
habitación se reconcilió muy pronto.
Se habían acostumbrado a meter en esta habita-
ción cosas que no podían colocar en otro sitio, y
ahora había muchas cosas de éstas, porque una
de las habitaciones de la casa había sido alqui-
lada a tres huéspedes. Estos señores tan severos
– los tres tenían barba, según pudo comprobar
Gregor por una rendija de la puerta – ponían
especial atención en el orden, no sólo ya de su
habitación, sino de toda la casa, puesto que se
habían instalado aquí, y especialmente en el
orden de la cocina. No soportaban trastos inúti-
les ni mucho menos sucios. Además, habían
traído una gran parte de sus propios muebles.
Por ese motivo sobraban muchas cosas que no
se podían vender ni tampoco se querían tirar.
Todas estas cosas acababan en la habita-
ción de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo
de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina.
La asistenta, que siempre tenía mucha
prisa, arrojaba simplemente en la habitación de
Gregor todo lo que, de momento, no servía; por
suerte, Gregor sólo veía, la mayoría de las ve-
ces, el objeto correspondiente y la mano que lo
sujetaba.
La asistenta tenía, quizá, la intención de
recoger de nuevo las cosas cuando hubiese
tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de
una vez, pero lo cierto es que todas se queda-
ban tiradas en el mismo lugar en que habían
caído al arrojarlas, a no ser que Gregor se mo-
viese por entre los trastos y los pusiese en mo-
vimiento, al principio, obligado a ello porque
no había sitio libre para arrastrarse, pero más
tarde con creciente satisfacción, a pesar de que
después de tales paseos acababa mortalmente
agotado y triste, y durante horas permanecía
inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena


en el cuarto de estar, la puerta permanecía al-
gunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba
gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las
que había estado abierta no se había aprove-
chado de ello, sino que, sin que la familia lo
notase, se había tumbado en el rincón más os-
curo de la habitación.
Pero en una ocasión la asistenta había
dejado un poco abierta la puerta que daba al
cuarto de estar y se quedó abierta incluso
cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz.
Se sentaban a la mesa en los mismos si-
tios en que antes habían comido el padre, la
madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y
tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al
momento aparecía por la puerta la madre con
una fuente de carne, y poco después lo hacía la
hermana con una fuente llena de patatas.
La comida humeaba. Los huéspedes se
inclinaban sobre las fuentes que había ante
ellos como si quisiesen examinarlas antes de
comer, y, efectivamente, el señor que estaba
sentado en medio y que parecía ser el que más
autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de
carne en la misma fuente con el fin de compro-
bar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá;
la madre y la hermana, que habían observado
todo con impaciencía, comenzaban a sonreír
respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el
padre,antes de entrar en ésta, entraba en la
habitación y con una sola reverencia y la gorra
en la mano, daba una vuelta a la mesa.

Los huéspedes se levantaban y murmuraban


algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya
estaban solos, comían casi en absolu to silencio.
A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de
to dos los variados ruidos de la comida, una y
otra vez se escuchasen los dientes al masticar,
como si con ello quisieran mostrarle a Gregor
que para comer se necesitan los dientes y
que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin
dientes no se podía conseguir nada.
– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor;
preocupa do –, pero no me apetecen estas co-
sas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me mue-
ro! Precisamente aquella noche ¿Gregor no se
acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se
escuchó el violín.
Los hués pedes ya habían terminado de
cenar, el de en medio había sa cado un periódi-
co, les había dado una hoja a cada uno de los
otros dos, y los tres fumaban y leían echados
hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar
escucharon con atención, se levantaron y, de
puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo,
en la que permanecieron quietos de pie, apre-
tados unos junto a otros.
Desde la cocina se les debió oír, porque
el padre gritó: ¿Les molesta a los señores la
música? Inmediatamente puede dejar de tocar-
se. – Al contrario – dijo el señor de en medio –.
¿No desearía la señorita entrar con nosotros y
tocar aquí en la habitación, donde es mucho
más cómodo y agradable? – Naturalmente –
exclamó el padre, como si el violinista fuese él
mismo.
Los señores regresaron a la habitación y espera-
ron.
Pronto llegó el padre con el atril, la ma-
dre con la partitura y la herma na con el violín.
La hermana preparó con tranquilidad todo lo
necesario para tocar.
Los padres, que nunca antes habían al quilado
habitaciones, y por ello exageraban la amabili-
dad con los huéspedes, no se atrevían a sentar-
se en sus propias sillas; el padre se apoyó en la
puerta, con la mano derecha colocada en tre
dos botones de la librea abrochada; a la madre
le fue ofreci da una silla por uno de los señores
y, como la dejó en el lugar en el que, por casua-
lidad, la había colocado el señor, permane cía
sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y
la madre, cada uno desde su lugar, seguían con
atención los movimientos de sus manos; Gre-
gor, atraído por la música, había avanzado un
poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el
cuarto de estar.
Ya apenas se extrañaba de que en los
últimos tiempos no tenía consideración con los
demás; antes estaba orgulloso de tener esa con-
sideración y, precisamente ahora, hubiese teni-
do mayor motivo para esconderse, porque, co-
mo consecuencia del polvo que reinaba en su
habitación, y que volaba por todas partes al
menor movimiento, él mismo estaba también
lleno de polvo.
Sobre su espalda y sus costados arras-
traba consigo por todas partes hilos, pelos, res-
tos de comida... Su indiferencia hacia todo era
demasiado grande como para tumbarse sobre
su espalda y restregarse contra la alfombra, tal
como hacía antes varias veces al día.
Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza
alguna de avanzar por el suelo impecable del
comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba aten-
ción. La familia estaba completamente absorta
en la música del violín; por el contrario, los
huéspedes, que al principio, con las manos en
los bolsillos, se habían colocado demasiado
cerca detrás del atril de la hermana, de forma
que podrían haber leído la partitura, lo cual sin
duda tenía que estorbar a la hermana, hablando
a media voz, con las cabezas inclinadas, se reti-
raron pronto hacia la ventana, donde permane-
cieron observados por el padre con preocupa-
ción.
Realmente daba a todas luces la impre-
sión de que habían sido decepcionados en su
suposición de escuchar una pieza bella o diver-
tida al violín, de que estaban hartos de la fun-
ción y sólo permitían que se les molestase por
amabilidad.
Especialmente la forma en que echaban
a lo alto el humo de los cigarillos por la boca y
por la nariz denotaba gran nerviosismo.
Y, sin embargo, la hermana tocaba tan
bien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un lado,
atenta y tristemente seguían sus ojos las notas
del pentagrama. Gregor avanzó un poco más y
mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá,
poder encontrar sus miradas.
¿Es que era ya una bestia a la que le emociona-
ba la música? Le parecía como si se le mostrase
el camino hacia el desconocido y anhelado ali-
mento. Estaba decidido a acercarse hasta la
hermana, tirarle de la falda y darle así a enten-
der que ella podía entrar con su violín en su
habitación porque nadie podía recompensar su
música como él quería hacerlo.
No quería dejarla salir nunca de su habi-
tación, al menos mientras él viviese; su horrible
forma le sería útil por primera vez; quería estar
a la vez en todas las puertas de su habitación y
tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no
debía quedar se con él por la fuerza, sino por su
propia voluntad; debería sentarse junto a él
sobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y él
deseaba confiarle que había tenido la firme in-
tención de en viarla al conservatorio y que, si la
desgracia no se hubiese cruzado en su camino
la Navidad pasada – probablemente la Na vi-
dad ya había pasado – se lo hubiese dicho a
todos sin preo cuparse de réplica alguna.
Después de esta confesión, la her mana
estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se
levantaría hasta su hombro y le daría un beso
en el cuello, que, desde que iba a la tienda, lle-
vaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al
padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con
el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamen-
te. El violín enmudeció, en un princi pio el
huésped de en medio sonrió a sus amigos mo-
viendo la cabeza y, a continuación, miró hacia
Gregor.
El padre, en lu gar de echar a Gregor,
consideró más necesario, ante todo, tranquilizar
a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban
nerviosos en absoluto y Gregor parecía distra-
erles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e
intentó, con los brazos abier tos, empujarles a
su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su
cuerpo que pudiesen ver a Gregor.
Ciertamente se enfada ron un poco, no
se sabía ya si por el comportamiento del pa dre,
o porque ahora se empezaban a dar cuenta de
que, sin sa berlo, habían tenido un vecino como
Gregor. Exigían al padre explicaciones, levan-
taban los brazos, se tiraban intranquilos de la
barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su
habitación.
Entre tanto, la hermana había superado
el desconcierto en que había caído después de
interrumpir su música de una forma tan repen-
tina, había reaccionado de pronto, después de
que durante unos momentos había sostenido en
las manos caídas con indolencia el violín y el
arco, y había seguido mirando la partitura co-
mo si todavía tocase, había colocado el instru-
men to en el regazo de la madre, que todavía
seguía sentada en su silla con dificultades para
respirar y agitando violentamente los pulmo-
nes, y había corrido hacia la habitación de al
lado, a la que los huéspedes se acercaban cada
vez más deprisa ante la insistencia del padre.
Se veía cómo, gracias a las diestras ma
nos de la hermana, las mantas y almohadas de
las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban.
Antes de que los señores hu biesen lle-
gado a la habitación, había terminado de hacer
las ca mas y se había 'escabullido hacia afuera.
El padre parecía estar hasta tal punto domina-
do por su obstinación, que olvidó todo el respe-
to que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
Sólo les empujaba y les empujaba hasta
que, ante la puerta de la habita ción, el señor de
en medio dio una patada atronadora contra el
suelo y así detuvo al padre.
– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y
buscaba con sus miradas también a la madre y
a la hermana – que, tenien do en cuenta las re-
pugnantes circunstancias que reinan en esta
casa y en esta familia – en este punto escupió
decididamente sobre el suelo –, en este preciso
instante dejo la habitación.
Por los días que he vivido aquí no pa-
garé, naturalmente, lo más mínimo; por el con-
trario, me pensaré si no procedo con tra ustedes
con algunas reclamaciones muy fáciles, créan-
me, de justificar. Calló y miró hacia adelante
como si esperase algo.
En efec to, sus dos amigos intervinieron
inmediatamente con las si guientes palabras: –
También nosotros dejamos en este momento la
habita ción. A continuación agarró el picaporte
y cerró la puerta de un portazo.
El padre se tambaleaba tanteando con
las manos en dirección a su silla y se dejó caer
en ella. Parecía como si se preparase para su
acostumbrada siestecita nocturna, pero la pro-
funda inclinación de su cabeza, abatida como si
nada la sos tuviese, mostraba que de ninguna
manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo
en silencio en el mismo sitio en que le ha bían
descubierto los huéspedes.
la decepción por el fracaso de sus pla-
nes, pero quizá también la debilidad causada
por el hambre que pasaba, le impedían mover-
se.
Temía, con cierto fundamento, que de-
ntro de unos momentos se desencadenase sobre
él una tormenta general, y esperaba.
Ni siquiera se so bresaltó con el ruido
del violín que, por entre los temblorosos dedos
de la madre, se cayó de su regazo y produjo un
sonido retumbante.
queridos padres – dijo la hermana y, como in-
troducción, dio un golpe sobre la mesa –, esto
no puede seguir así.
Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me la
doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el
nombre de mi hermano, y por eso sola mente
digo: tenemos que intentar quitárnoslo de en-
cima. hemos hecho todo lo humanamente posi-
ble por cuidarlo y acep tarlo; creo que nadie
puede hacernos el menor reproche.

– Tiene razón una y mil veces – dijo el padre


para sus adentros. La madre, que aún no tenía
aire suficiente, comenzó a toser sordamente
sobre la mano que tenía ante la boca, con una
expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le
sujetó la frente. El padre parecía estar enfrasca-
do en determinados pensamientos; gracias a las
palabras de la hermana, se había sentado más
de recho, jugueteaba con su gorra por entre los
platos, que desde la cena de los huéspedes se-
guían en la mesa, y miraba de vez en cuando a
Gregor, que permanecía en silencio.
– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima
– dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al
padre, porque la ma dre, con su tos, no oía na-
da –.
Os va a matar a los dos, ya lo veo venir.
Cuando hay que trabajar tan duramente como
lo ha cemos nosotros no se puede, además, so-
portar en casa este tormento sin fin.
Yo tampoco puedo más – y rompió a
llorar de una forma tan violenta, que sus lágri-
mas caían sobre el ros tro de la madre, del cual
las secaba mecánicamente con las manos. – Pe-
ro hija – dijo el padre compasivo y con sor-
prendente comprensión –.
¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se
encogió de hombros como signo de la perpleji-
dad que, mientras lloraba, se había apoderado
de ella, en contraste con su seguridad anterior.
– Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono
medio inte rrogante.
La hermana, en su llanto, movió violen-
tamente la mano como señal de que no se podía
ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repi-
tió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la
convicción de la hermana acerca de la imposibi-
lidad de ello –, entonces sería posible llegar a
un acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse –
exclamó la hermana –, es la única posi bilidad,
padre.
Sólo tienes que desechar la idea de que
se trata de Gregor. El haberlo creído durante
tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgra-
cia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor? Si
fuese Gregor hubiese comprendido hace tiem-
po que una convivencia entre personas y seme-
jante animal no es posible, y se hubiese mar-
chado por su propia voluntad: ya no tendría-
mos un hermano, pero podríamos continuar
viviendo y conservaríamos su recuerdo con
honor.
Pero así esa bestia nos persigue, echa a
los huéspedes, quiere, evidentemente, adue
ñarse de toda la casa y dejar que pasemos la
noche en la calle. ¡Mira, padre – gritó de repen-
te –, ya empieza otra vez! Y con un miedo com-
pletamente incomprensible para Gregor, la her
mana abandonó incluso a la madre, se arrojó
literalmente de su silla, como si prefiriese sacri-
ficar a la madre antes de perma necer cerca de
Gregor, y se precipitó detrás del padre que,
principalmente irritado por su comportamien-
to, se puso tam bién en pie y levantó los brazos
a media altura por delante de la hermana para
protejerla. Pero Gregor no prentendía, ni por lo
más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a
la hermana.
Solamente había empe zado a darse la
vuelta para volver a su habitación y esto llama
ba la atención, ya que, como consecuencia de su
estado enfer mizo, para dar tan difíciles vueltas,
tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba
una y otra vez y que golpeaba contra el suelo.
Se detuvo y miró a su alrededor; su
buena intención pareció ser entendida; sólo
había sido un susto momentáneo, ahora todos
le miraban tristes y en silencio.
La madre yacía en su silla con las pier-
nas extendidas y apretadas una contra otra, los
ojos casi se le cerraban de puro agotamiento.
El padre y la hermana estaban sentados uno
junto a otro, y la hermana ha bía colocado su
brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó
Gregor, y em pezó de nuevo su actividad. No
podía contener los resuellos por el esfuerzo y
de vez en cuando tenía que descansar.
Por lo demás, nadie le apremiaba, se le
dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo da-
do la vuelta del todo comenzó enseguida a re-
troceder todo recto... Se asombró de la gran
distancia que le separaba de su habitación y no
comprendía cómo, con su debilidad, hacía un
momento había recorrido el mismo camino sin
notarlo.
Concentrándose constantemente en
avanzar con rápidez, apenas se dio cuenta de
que ni una palabra, ni una exclamación de su
familia le molestaba. Cuando ya estaba en la
puerta volvió la cabeza, no por completo, por-
que notaba que el cuello se le ponía rígido, pero
sí vio aún que tras de él nada había cambiado,
sólo la hermana se había levantado.
Su última mirada acarició a la madre
que, por fin, se había quedado profundamente
dormida. Apenas entró en su habitación se
cerró la puerta y echaron la llave.
Gregor se asustó tanto del repentino
ruido producido detrás de él, que las patitas se
le doblaron. Era la hermana quien se había
apresurado tanto.
Había permanecido en pie allí y había
esperado, con ligereza había saltado hacia ade-
lante, Gregor ni siquiera la había oído venir, y
gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echa-
ba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, y
miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía
mover.
No se extrañó por ello, más bien le parecía an-
tinatural que, hasta ahora, hubiera podido mo-
verse con estas patitas.
Por lo demás, se sentía relativamente a
gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuer-
po, pero le parecía como si los dolores se hicie-
sen más y más débiles y, al final, desaparecie-
sen por completo.
Apenas sentía ya la manzana podrida
de su espalda y la infección que producía a su
alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo.
Pensaba en su familia con cariño y emoción, su
opinión de que tenía que desaparecer era, si
cabe, aún más decidida que la de su hermana.
En este estado de apacible y letárgica
meditación permaneció hasta que el reloj de la
torre dio las tres de la madrugada. Vivió todav-
ía el comienzo del amanecer detrás de los cris-
tales. A continuación, contra su voluntad, su
cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orifi-
cios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó
la asistenta – de pura fuerza y prisa daba tales
portazos que, aunque repetidas veces se le hab-
ía pedido que procurase evitarlo, desde el mo-
mento de su llegada era ya imposible concebir
el sueño en todo el piso –, en su acostumbrada
y breve visita a Gregor nada le llamó al princi-
pio la atención. Pensaba que estaba allí tumba-
do tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendi-
do, le creía capaz de tener todo el entendimien-
to posible.
Como tenía por casualidad la larga es-
coba en la mano, intentó con ella ha cer cosqui-
llas a Gregor desde la puerta.
Al no conseguir nada con ello, se enfadó y
pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sin
que él opusiese resistencia, le había movido de
su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuen-
ta de las verdade ras circunstancias abrió mu-
cho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se
entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par
en par las puertas del dormitorio y exclamó en
voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha
diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El ma-
trimonio Samsa estaba sentado en la cama e
intentaba sobreponerse del susto de la asistenta
antes de llegar a com prender su aviso.
Pero después, el señor y la señora Sam-
sa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamen-
te de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha
por los hombros, la señora Samsa apareció en
camisón, así entraron en la habitación de Gre-
gor.
Entre tanto, también se había abierto la
puerta del cuarto de estar, en donde dormía
Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba
completamente vestida, como si no hubiese
dormi do, su rostro pálido parecía probarlo.
¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y levantó los
ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a
pesar de que ella misma podía comprobarlo, e
incluso podía darse cuenta de ello sin necesi-
dad de comprobarlo.
– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como
prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la
escoba un buen trecho hacia un lado. La señora
Samsa hizo un movimiento como si quisie ra
detener la escoba, pero no lo hizo.
– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos
dar gracias a Dios – se santiguó y las tres muje-
res siguieron su ejemplo. Grete, que no aparta-
ba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco
estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía
nada, las comidas salían tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregor es-
taba completamente plano y seco, sólo se daban
realmente cuenta de ello ahora que ya no le
levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa dis-
traía la mirada.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación –
dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancó-
lica, y Grete fue al dormi torio detrás de los
padres, no sin volver la mirada hacia el ca
dáver.
La asistenta cerró la puerta y abrió del
todo la ventana. A pesar de lo temprano de la
mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada
con el aire fresco.
Ya era finales de marzo. Los tres hués-
pedes salieron de su habitación y miraron
asombrados a su alrededor en busca de su des-
ayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dónde
está el desayuno? – preguntó de mal humor el
señor de en medio a la asistenta, pero ésta se
colocó el dedo en la boca e hizo a los señores,
apresurada y silenciosamente, se ñales con la
mano para que fuesen a la habitación de Gre-
gor.
Así pues, fueron y permanecieron en
pie, con las manos en los bolsillos de sus cha-
quetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en
la habitación de Gregor.ya totalmente ilumina-
da.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el


señor Samsa apareció vestido con su librea, de
un brazo su mujer y del otro su hija. Todos es-
taban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba
su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente –
dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar
a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en
medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipo-
cresía.
Los otros dos tenían las manos en la es-
palda y se las frotaban constantemente una
contra otra, como si esperasen con alegría una
gran pelea que tenía que resultarles favorable. –
Quiero decir exactamente lo que digo – con-
testó el señor Samsa; se dirigió en bloque con
sus acompañantes hacia el huésped.
Al principio éste se quedó allí en silen-
cio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se
dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. –
Pues entonces nos vamos – dijo después, y le-
vantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en
un repentino ataque de humildad, le pidiese
incluso permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió bre-
vemente varias veces con los ojos muy abiertos.
A continuación el huésped se dirigió, en efecto
a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos lleva ban ya un rato escuchando con las
manos completamente tranquilas y ahora da-
ban verdaderos brincos tras de él, como si tu-
viesen miedo de que el señor Samsa entrase
antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el
contacto con su guía.
Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus
sombreros del perchero, saca ron sus bastones
de la bastonera, hicieron una reverencia en si-
lencio y salieron de la casa.
Con una desconfianza completa mente
infundada, como se demostraría después, el
señor Sam sa salió con las dos mujeres al rella-
no; apoyados sobre la ba randilla veían cómo
los tres, lenta pero constantemente, baja ban la
larga escalera, en cada piso desaparecían tras
un deter minado recodo y volvían a aparecer a
los pocos instantes.
Cuanto más abajo estaban tanto más in-
terés perdía la familia Samsa por ellos, y cuan-
do un oficial carnicero, con la carga en la cabe-
za en una posición orgullosa, se les acercó de
frente y luego, cruzándose con ellos, siguió
subiendo, el señor Samsa abandonó la barandi-
lla con las dos mujeres y todos regresaron ali-
viados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para des-
cansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, inclu-
so, la necesitaban a toda costa.
Así pues, se sentaron a la mesa y escri-
bieron tres justificantes: el señor Samsa a su
dirección, la señora Samsa al señor que le daba
trabajo, y Gre te al dueño de la tienda.
Mientras escribían entró la asistenta pa-
ra decir que ya se marchaba porque había ter-
minado su tra bajo de por la mañana.
Los tres que escribían solamente asin
tieron al principio sin levantar la vista; cuando
la asistenta no daba sañales de retirarse levan-
taron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntó
el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie
junto a la puerta, como si quisiera participar a
la familia un gran éxito, pero sólo lo haría
cuando se la interrogase con todo detalle.
La pequeña pluma de avestruz colocada
casi derecha sobre su sombrero, que, des de que
estaba a su servicio, incomodaba al señor Sam-
sa, se ba lanceaba suavemente en todas las di-
recciones.
¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó
la señora Samsa, que era, de todos, la que más
respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asis-
tenta, y no podía seguir hablan do de puro son-
reír amablemente –, no tienen que preocuparse
de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado.
Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron
de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se
dio cuenta de que la asistenta quería empezar a
con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó de-
cididamente con la mano extendida. Como no
podía contar nada, recordó la gran prisa que
tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a
todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó
la casa con un portazo tremendo.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa,
pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni
de su hija, porque la asis tenta parecía haber
turbado la tranquilidad apenas recién con se-
guida.
Se levantaron, fueron hacia la ventana y
permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa
se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las ob-
servó en silencio un momento, luego las llamó:
– Vamos, venid.
Olvidad de una vez las cosas pasadas y
te ned un poco de consideración conmigo.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrie-
ron hacia él, le acariciaron y terminaron rápi-
damente sus cartas.
Después, los tres abandonaron el piso
juntos, cosa que no habían hecho des de hacía
meses, y se marcharon al campo, fuera de la
ciudad, en el tranvía.
El vehículo en el que estaban sentados
solos es taba totalmente iluminado por el cálido
sol.
Recostados comó damente en sus asien-
tos, hablaron de las perspectivas para el futuro
y llegaron a la conclusión de que, vistas las co-
sas más de cerca, no eran malas en absoluto,
porque los tres trabajos, a este respecto todavía
no se habían preguntado realmente unos a
otros, eran sumamente buenos y, especialmen-
te, muy pro metedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la si-
tuación tenía que producirse, naturalmente, con
más facili dad con un cambio de piso; ahora
querían cambiarse a un piso más pequeño y
más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo,
más práctico que el actual, que había sido esco-
gido por Gregor. Mientras hablaban así, al se-
ñor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al
mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más
animada, que en los últimos tiempos, a pesar
de las calamidades que habían hecho palidecer
sus mejillas, se había convertido en una joven
lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y
entendiéndose casi inconscientemente con las
miradas, pensaban que ya llegaba el momento
de buscarle un buen marido, y para ellos fue
como una confirmación de sus nuevos sueños y
buenas intenciones cuando, al final de su viaje,
fue la hija quien se levantó primero y estiró su
cuerpo joven.

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