Ficha Lectura 1 Taller Simce.

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Taller de lenguaje

Prof. Mónica Sepúlveda


Colegio Alto Palena
Ficha de lectura N°1 II Medio

Nombre: Curso : Fecha:

 Objetivo de aprendizaje 7: Leer y comprender cuentos latinoamericanos modernos y


contemporáneos, considerando sus características y el contexto en el que se enmarcan.
 Objetivo de aprendizaje: Reconocer habilidades de comprensión lectora.

 Indicaciones: Lea atentamente el texto y responda en su cuaderno las preguntas que se


encuentran al final de su lectura.

LA GALLINA DEGOLLADA- HORACIO QUIROGA

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca
abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo
a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se
ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención
al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por
la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otra veces,
alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes
sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del
patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el
pantalón. El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba
la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un
día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho
amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo
de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de
renovación? Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año
y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana
siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está
visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres. Después de algunos
días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el
instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto
para siempre sobre las rodillas de su madre. —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella
espantosa ruina de su primogénito. El padre, desolado, acompañó al médico afuera. —A usted se le
puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá. —¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que?... —En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un
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poco rudo. Hágala examinar bien. Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el
amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las
convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota. Esta vez los padres
cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre
todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo
de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un
hijo como todos! Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo
de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por
punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba
a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni
aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al
comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua
y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se
pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo
transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo
que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de
redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad
de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. Iniciáronse con el
cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías
tener más limpios a los muchachos. Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. —Es la primera
vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Mazzini volvió un poco la
cara a ella con una sonrisa forzada: —De nuestros hijos, ¿me parece? —Bueno; de nuestros hijos.
¿Te gusta así? —alzó ella los ojos. Esta vez Mazzini se expresó claramente: —¿Creo que no vas a
decir que yo tenga la culpa, no? —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco,
supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró. —¿Qué, no faltaba más? —¡Que si alguien tiene la culpa,
no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. Su marido la miró un momento, con brutal
deseo de insultarla. —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos. —Como quieras; pero si
quieres decir... —¡Berta! —¡Como quieras! Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en
las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. Nació
así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre.
Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña
llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos Berta
cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían
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acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el
veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si
hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a
humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste
había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros
que el otro habíale forzado a crear. Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores
afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los
lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota
caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era
a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor
a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga. Hacía tres horas que no hablaban, y el
motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más
despacio? ¿Cuántas veces?. . . —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. Ella se
sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto! —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a tí. . . ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?... —¡Nada! —¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que
prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! Mazzini se puso pálido. —¡Al
fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías! —¡Sí, víbora,
sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera
tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! Mazzini explotó a
su vez. —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al
médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente
sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente
con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios. Amaneció un espléndido
día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin
duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir una palabra. A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como
apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El día radiante había
arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al
animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro
idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo... —
¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina. Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun
en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado
era su humor con los monstruos. —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres
bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron
todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol
volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse
enseguida a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes
que nunca. De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco
horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la
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cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba
aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el
mueble, con lo cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre
la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie
para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba
fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula
bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña,
que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado,
seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le
dieron miedo. —¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. —¡Mamá! ¡Ay,
mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse
arrancada y cayó. —Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la
cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida
segundo por segundo. Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. —Me parece que
te llama—le dijo a Berta. Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio. —
¡Bertita! Nadie respondió. —¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fue tan fúnebre
para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. —¡Mi hija,
mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar
de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror. Berta, que ya se
había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con
otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres! Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

 Responda las siguientes preguntas de acuerdo con las habilidades de la comprensión


lectora abordadas.
1. ¿A los cuántos meses de nacidos los hijos se volvían idiotas?
2. ¿Qué defecto encontraba Mazzini en su esposa Berta?
3. ¿Qué defecto encontraba Berta en su esposo Mazzini?
4. ¿Qué relación tenía Berta con sus cuatro primeros hijos?
5. ¿Qué diferencias existían entre la forma en que ambos padres trataban a sus cuatro
primeros hijos y la última hija?
6. ¿Qué sentimiento humano revelan los esposos ante la desgracia de tener cuatro hijos
idiotas? Descríbalo.
7. ¿Qué cosas fascinaban a los cuatro idiotas?
8. ¿Por qué los cuatro idiotas miraban con tanta fijación los ladrillos?
9. ¿Por qué asesinaron a su hermana Bertita?
10. ¿Por qué el texto se titula “la gallina degollada?

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