Ensayos Filosóficos y Artísticos
Ensayos Filosóficos y Artísticos
Ensayos Filosóficos y Artísticos
Carlos Blanco
Este libro ha sido sometido a evaluación por parte de nuestro Consejo Editorial
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© Copyright by
Carlos Blanco
Madrid, 2018
ISBN: 978-84-xxxxxxx
Depósito Legal: xx-xxx-xxxx
Maquetación:
Germán Balaguer
[email protected]
ÍNDICE
Pág.
PREFACIO ............................................................................................................................ 9
Pág.
Esta colección de ensayos reúne, por un lado, textos redactados en 2017 (con
alguna excepción) y, por otro, artículos escritos entre los años 2001 y 2009. Versan
sobre temas sumamente heterogéneos, y algunos constituyen meros fragmentos de lo
que posteriormente inspiraría una obra más sistemática y detallada.
Reconozco que mis opiniones han cambiado sustancialmente en la mayoría de los
temas que abordo en estos escritos. A día de hoy soy mucho más crítico con la metafí-
sica, con el poder de la razón humana para alcanzar conocimientos que trasciendan la
experiencia, con las religiones y con la teología natural. Sin embargo, me ha parecido
más honesto preservar los textos tal y como los redacté entonces, sin introducir modi-
ficaciones (salvo que hubiera detectado errores tipográficos nítidos), pues aunque ya
no comparta muchas de las tesis principales en metafísica, historia de las religiones
y teología, siempre he considerado iluminador contemplarnos en el espejo de nuestra
propia evolución intelectual. Sólo así es posible percatarse de que quizás, sin haber
asumido esas visiones de las que ahora claramente discrepamos, jamás hubiéramos
desarrollado las ideas ulteriores que hoy definen nuestro pensamiento.
I. ENSAYOS RECIENTES (2017)
¿POR QUÉ EXISTE EL ARTE? (2017)
Para responder a la pregunta que encabeza este texto, ante todo es necesario
consensuar una definición de “arte”. Se trata, sin embargo, de una tarea rayana en lo
imposible. Cuanto más rigor queremos aplicar en el concepto, menor es el número de
fenómenos que quedan comprendidos en él. Si buscamos una definición excesivamente
estricta del arte, sucumbiremos a todo tipo de paradojas e incluso de arbitrariedades.
Por ejemplo, si decimos que la esencia del arte radica en la creación de obras bellas,
deberemos explicar en qué consiste la belleza, y por qué trabajos que probablemente
no suscitarían entusiasmo estético pueden englobarse bajo la categoría de arte.
Por tanto, el lector nos permitirá que soslayemos momentáneamente el interrogante
sobre la naturaleza del arte. Parece evidente que todas las culturas han desarrollado
expresiones que remiten a esa noción tan esquiva como ineludible, “arte”, y que este
afán estético ha surcado la práctica totalidad de los pueblos de la Tierra. Es imposible
identificar un solo grupo humano contemporáneo que carezca de algún tipo de arte.
Y si examinamos esta cuestión en sus dimensiones históricas, precisamente uno de
los rasgos distintivos de cada comunidad humana reside en sus expresiones artísticas.
En el arte habita el alma de un pueblo. Los estudiosos han propuesto sofisticadas
clasificaciones de los grandes estilos históricos, muchos de ellos compartidos por
diversos pueblos, pero no parece exagerado sostener que, en realidad, existen tantos
estilos como grupos, e incluso como individuos. Al igual que la especie, una abstrac-
ción materializada siempre en los individuos que la conforman, el arte sólo existe
en las obras artísticas. Son las producciones que consideramos pertenecientes a ese
enigmático conjunto llamado “arte” las que nos revelan la verdadera esencia de esta
faceta tan estrechamente unida a los pilares de la condición humana.
14 CARLOS BLANCO
1
Este proceso no tiene por qué responder a patrones estrictamente lineales. Es concebible que
se produzcan saltos cualitativos, como seguramente haya sucedido con la expansión neocortical y el
perfeccionamiento de las conexiones talamocorticales. Aunque la génesis de estas estructuras y funciones
pueda justificarse desde un enfoque gradualista, mediante procesos fisicoquímicos susceptibles de
esclarecerse como un continuum, las nuevas organizaciones exhiben características configurativas
diferenciales. Muchas veces, un solo gen, pese a representar un incremento exiguo en términos
cuantitativos, puede suponer una ruptura prácticamente cualitativa desde el punto de vista estructural y
funcional, porque posibilita el desarrollo de órganos y de capacidades antes ausentes. Por ejemplo, cabe
explicar la expansión de las cortezas prefrontales como un proceso acumulativo, tanto a nivel filogenético
como ontogenético, y podemos examinar meticulosamente las transiciones que lo han precedido. Sin
embargo, su consolidación representa un auténtico punto crítico, un “cambio de fase” neurobiológico,
un verdadero salto cualitativo en lo que concierne a las habilidades cognitivas del Homo sapiens.
Ensayos filosóficos y artísticos 21
resaltar la continuidad que existía entre sus propuestas, los conocimientos firmemente
asentados y las evidencias indisputables. El proceso creativo abarca tanto la génesis
de la semilla, el don luminoso de gestar una idea nueva, como su laborioso desarrollo,
el fervor y la perseverancia que auspician su crecimiento hasta desembocar en una
formulación adecuada y convincente.
En una tensión creadora entre discontinuidad y continuidad, las grandes revolucio-
nes conceptuales nos proyectan a espacios nuevos, a territorios vírgenes del espíritu,
pero no rompen por completo los lazos que inevitablemente vinculan entre sí todas
las ideas alumbradas por la mente humana. Se adelantan valerosamente en la trama
infinita del descubrimiento, pero lanzan cuerdas que permiten a los más rezagados
asirse a ellas para saltar sin peligro sobre el abismo de lo desconocido. Ruptura y con-
servación parecen así dos señas inconfundibles de los progresos más profundos que
realiza el espíritu humano. Para comprender lo nuevo es inexorable descansar sobre
las ideas ya entendidas, sobre los hallazgos previos, sobre las concepciones aceptadas.
Sin embargo, con la mirada puesta en el pasado o en el presente, desde la aceptación
resignada de lo ya establecido, es imposible adentrarse en nuevos escenarios intelec-
tuales. No obstante, y para que el salto se produzca, fructifique y pueda comunicarse,
es necesario mostrar los nexos de continuidad que conducen de lo antiguo a lo nuevo.
Sólo así una idea original y fecunda logra hundir sus raíces en el terreno sólido de lo
conocido, con el objetivo de crecer audazmente hacia lo desconocido.
Por su propia naturaleza, la predicción de una gran transformación intelectual
venidera es imposible. Si fuera tan sencillo prever qué concepto inédito alboreará
en el futuro, o qué nuevas concepciones despuntarán en la historia intelectual hu-
mana, semejantes formas de creatividad se despojarían de su valor como elementos
verdaderamente revolucionarios. En cualquier caso, no es descabellado creer que en
ocasiones puede resultar viable anticiparse tímidamente a algunas de esas brillantes
eclosiones, destinadas a modificar significativamente nuestras categorías intelectuales
fundamentales. De hecho, suelen ser las ideas más simples, o por lo menos aquéllas
que muchas veces asumimos pacíficamente y sin cuestionamientos sustanciales, por
estimarlas obvias e inatacables, las más susceptibles de protagonizar una auténtica
revolución intelectual.
¿Qué ideas aparentemente indiscutibles se verán sujetas a profundas alteraciones?
¿Qué principios inofensivos, que tentadoramente nos inclinamos a juzgar como evi-
dentes e incontestables, experimentarán una crítica honda y fértil para el desarrollo del
pensamiento humano? ¿Sobre qué esquemas y categorías de la mente se cernirá ese
espectro tan fascinante como inescrutable que preludia las grandes transformaciones
científicas y filosóficas? ¿Sobre qué nuevos horizontes admiraremos el genio creativo
de la humanidad?
En último término, estas preguntas no hacen sino evocar el interrogante más pro-
fundo sobre la esencia y las posibilidades de la creatividad humana. Cada conquista
en el reino del pensamiento abstracto sella el triunfo de la mente para sondear un
26 CARLOS BLANCO
Este artículo reflexiona sobre el sentido del cristianismo en nuestros días. Tanto
las ciencias naturales como las ciencias sociales ponen en duda determinadas preten-
siones de verdad que ha esgrimido históricamente esta religión. ¿Se encuentra por
tanto abocado el cristianismo a convertirse en una reliquia del pasado? ¿Qué puede
aún hoy decirnos desde el punto de vista filosófico y, más aún, humano? ¿Cuál es, en
definitiva, la utilidad intelectual del cristianismo, más allá de su significado ético y
de sus innegables dimensiones sociales?
I.
II.
humano, como Perfectus Deus et perfectus homo cuyas dos naturalezas se unen sin
confusión, sin cambio, sin división y sin separación, tal y como rezan los cuatro céle-
bres adverbios sancionados por el concilio de Calcedonia del año 451.
De hecho, la apelación unilateral a la fecundidad práctica del cristianismo, como
exaltado credo moral que profesa la primacía del amor en las relaciones humanas, pue-
de contemplarse como el reconocimiento de una derrota filosófica. Porque, en efecto,
si el cristianismo se ve reducido a una tesis moral, si sus fundamentos teológicos,
monoteístas y trinitarios, pierden interés y parecen perfectamente prescindibles a la
hora de categorizar su esencia, se admite implícitamente que los elementos metafísicos
tradicionales no pueden justificarse intelectualmente. Esta retractación en toda regla
aviva la sospecha de que el cristianismo se ha visto privado de su sentido originario, por
lo que, valorado como la fructificación de un acendrado humanismo, ya no es necesario
tal y como se manifestó históricamente. Lo humano, más que lo divino, constituirá el
núcleo del cristianismo: Jesús más que Dios, la historia más que lo eterno, la Tierra más
que el cielo. Más que una religión, el cristianismo traslucirá una filosofía humanista
que, adecuadamente interpretada, no tiene por qué invocar el elemento sobrenatural
subyacente a casi todas las religiones. Un cristianismo naturalizado y armonizado con
los ideales del hombre contemporáneo emerge así como el único futuro plausible para
tan venerable religión, que fue capaz de sobrevivir a imperios, guerras e invasiones,
mas no al impulso del espíritu científico y racionalista.
Ciertamente, el abismo entre el conocimiento que el hombre ha adquirido y los
principios nucleares del cristianismo no cesa de crecer. Este credo milenario se ve aco-
sado en dos frentes: la posibilidad de Dios y la historicidad de Jesús y de su mensaje.
La idea de un Dios creador del universo tropieza con el análisis implacable de
las ciencias empíricas. Éstas, si bien no pueden pronunciar la última palabra sobre su
existencia o inexistencia, plantean serias dudas sobre la naturaleza de ese hipotético y
vaporoso Deus absconditus, que esquiva todos los intentos de verificación empírica.
Y como la idea misma de Dios representa uno de los conceptos más abstrusos de la
mente humana, articulado sobre una serie de atributos entitativos y operativos quizás
incompatibles (como la bondad y la omnipotencia, en un mundo inundado de mal y
sufrimiento) y cuya interpretación ha originado innumerables disputas filosóficas, ni
siquiera podemos estar seguros de que la noción misma de un ser divino tenga sentido;
menos aún la creencia en un Dios que vela por los destinos del hombre, cuando las
ciencias naturales no detectan indicio alguno de esa supuesta intervención teleológica
en el sistema del universo.
Desde esta perspectiva, conforme la ciencia progresa, conforme se incrementa
su poder para explicar los fenómenos de la naturaleza según leyes matemáticas im-
personales, conforme explora las regiones más recónditas del cosmos y se encuentra
con la misma materia que moldea nuestro planeta, es inevitable preguntarse si es
posible que exista un Dios, un Dios inmaterial, un Dios que no consista en partículas
y en radiación; un Dios que, en definitiva, more en algún espacio inescrutable de la
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realidad. Cuanto más analizamos esa realidad, más nos convencemos de que lo único
que existe es la materia.
Las religiones nacieron para explicar fenómenos que la mente humana no podía
desentrañar con las solas fuerzas de su intelecto, cuando nuestro conocimiento del
mundo era sumamente precario. Es, por tanto, lógico que el desarrollo de la ciencia
contribuya a desplazar lo religioso de la esfera intelectual, para confinarlo a lo emo-
cional. Quien asume una visión científica del mundo sólo confirma la presencia de
materia en grados crecientes de complejidad, pero materia al fin y al cabo. No sabemos
exactamente qué es la materia, y abundan los misterios y las incógnitas por despejar,
dado que todo avance científico desencadena un nuevo caudal de interrogantes y
propicia ulteriores investigaciones, hasta entonces no presagiadas. Sin embargo, es
altamente improbable que en algún rincón insospechado del cosmos despunten formas
de realidad esencialmente disímiles a las que ya hemos estudiado (la materia ordinaria,
la materia y la energía oscuras…). E incluso si las descubriéramos en parcelas ocultas
del firmamento, más inverosímil aún sería que contuviesen vestigios de un ser divino,
tal y como ha sido teorizado por grandes sistemas filosóficos y teológicos.
Cabe siempre la posibilidad de considerar a Dios como un concepto supremo y
autosuficiente, como una entidad inmaterial que, en analogía con la solidez de las ver-
dades eternas de la lógica y de la matemática, subsiste en un mundo inteligible, ajeno
a la temporalidad y a la espacialidad del universo físico. Reminiscente del argumento
ontológico, esta interpretación no puede resistir las embestidas de la neurociencia.
El estudio del cerebro nos ayuda a dilucidar cómo la mente humana forma los con-
ceptos desde un sustrato puramente neurobiológico, sin la necesidad de concebir un
principio espiritual que nos permita gestar nociones abstractas. Neuronas, sinapsis,
células gliales, áreas cerebrales, superposición de imágenes, evolución gradual de las
habilidades mentales, sincronización y conectividad cortical de largo alcance, gené-
tica y ambiente… ¿Permanece algo de ese yo inmaterial que participa del ser mismo
de la divinidad, y cuyo poder más eximio se manifiesta en la elaboración de sutiles
conceptos que carecen de referente material?
Es cierto que el cristianismo no se concibió únicamente como una explicación del
mundo, sino más bien como una exhortación destinada a la humanidad. Y quizás estribe
en esta característica, en este rasgo eminentemente antropocéntrico, la “salvación”
del cristianismo, como la de las grandes religiones morales. Mientras la ciencia sea
incapaz de brindarnos una ética, un sistema sobre el deber ser y no sólo un modelo
sobre el ser, aún quedarán resquicios para la fe religiosa. La indefinición ontológica
del cristianismo puede entonces proporcionarle una victoria, al menos temporal, pues
nadie puede excluir la opción de que la ciencia logre cristalizar también en una ética,
mucho más robusta y completa que las éticas filosóficas y teológicas. Como la fe
cristiana no tiene por qué comprometerse con una u otra ontología, pues su alianza
con las metafísicas platónica y aristotélica fue sólo coyuntural, quizás sea factible
rescatar los elementos estrictamente éticos, estéticos y espirituales del cristianismo
Ensayos filosóficos y artísticos 35
para observarlo como una propuesta que gravita en torno a las posibilidades de la hu-
manidad; como una utopía; como premonición y anticipo de lo posible. La ciencia y
la técnica realizarían materialmente lo que el cristianismo vislumbra espiritualmente;
el cristianismo allanaría así el camino al ideal.
III.
Es por ello inevitable insistir en la legitimidad del adjetivo “cristiano” para defi-
nir esta opción, perfectamente válida desde un punto de vista racional y natural, pero
siempre una filosofía más que una teología.
IV.
leza nos ha brindado unas condiciones de posibilidad que, por supuesto, nos limitan,
nos constriñen; pero también nos ha otorgado una flexibilidad extraordinaria, una
capacidad de sentir y pensar que desborda muchas de nuestras rigideces estructurales.
Es, por tanto, al volcar la mirada hacia el futuro, al imaginar, al soñar y crear,
cuando las determinaciones previas cobran su auténtico valor no como límites infran-
queables, sino como condiciones de realización que pueden proyectarnos a escenarios
inéditos. El tiempo siempre añade información a los sistemas que integran la natura-
leza. Con cada nuevo instante amanece una nueva posibilidad, un nuevo espacio de
configuración de posibilidades, altamente condicionadas por los antecedentes, pero no
por ello determinadas de modo unívoco. Es quizás en esta percepción de la grandeza
de nuestras posibilidades, del horizonte que se yergue ante nosotros, de una senda que
puede conducirnos a la destrucción o al despliegue de la más portentosa y fecunda
creatividad, donde resida ese consuelo que con tanto fervor anhela el ser humano en
su faceta emocional. Lo que desde un planteamiento llanamente racional puede tantas
veces antojársenos frío, ciego y oscuro, cede así el testigo a la captación de una radiante
luminosidad. Se desvanece todo temor ante el carácter impersonal de la naturaleza,
ante la misteriosa mezcla de contingencia y necesidad que define el proceso evolutivo,
pues el mismo desarrollo de la materia nos catapulta hacia posibilidades novedosas,
fruto de esta oportunidad inusitada de existir que nos ha concedido el universo.
Entre el temor y la esperanza, siempre conviene la esperanza, porque nos ayu-
da a crear, a confiar en el futuro y en nuestras propias capacidades. Una reflexión
profunda sobre el cosmos y la historia nos permite relativizar muchas de nuestras
ansias e inquietudes; nos abre a una mirada más pura, menos egoísta, más gozosa y
enriquecedora hacia lo que nos rodea. Puede que el mundo no tenga un sentido, al
menos tal y como lo habían concebido eminentes profetas y filósofos, pero sí puede
tenerlo. Depende de cómo empleemos esas posibilidades que la naturaleza, la historia
y nuestra subjetividad nos ofrecen.
El ser humano goza y sufre por saber que existe. Su conciencia es la fuente de su
grandiosa capacidad creativa, pero también de muchas de sus frustraciones. Sabe que
posee unas habilidades únicas, sin parangón en el reino animal, pero conforme progresa
en el uso de su inteligencia reflexiva descubre también que en sus orígenes remotos
no era un ser consciente, sino una realidad mucho menos compleja y desarrollada.
Se siente entonces desconcertado. No comprende para qué ha adquirido semejantes
cualidades. Tiene que creer en un privilegio existencial que lo exonere de las servidum-
bres materiales cuyos efectos condicionan a las demás especies biológicas. Sin esta
convicción tan inverosímil es poco probable que la humanidad se hubiera aventurado
a proyectar muchas de sus aspiraciones y a realizar muchos de sus deseos. Somos, en
definitiva, rehenes de nuestra conciencia, afortunados en ocasiones, infelices en otras,
pero siempre marcados por la profunda huella de la autorreflexión.
Perdida en la infinitud del cosmos, la humanidad se olvida de que forma parte de
una realidad mucho más trascendente y sublime que ella misma. Una de las líneas
Ensayos filosóficos y artísticos 43
1. INTRODUCCIÓN
1
Transcripción parcial de la intervención de Carlos Blanco en el I Congreso Virtual en Investigación
e Innovación Educativa, organizado por REDINE (octubre 2017).
46 CARLOS BLANCO
Todo el mundo habla sobre educación, y todos nos creemos facultados para ha-
cerlo. Todos estamos, de hecho, de acuerdo en que el margen de mejora en España es
muy amplio, pero siempre es más sencillo criticar que ofrecer soluciones realistas y
reconocer los progresos realizados.
Cuando aseguramos que el sistema educativo de hace décadas era mejor que el de
hoy a menudo olvidamos que gravitaba en torno a métodos memorísticos, dogmáticos,
Ensayos filosóficos y artísticos 47
y las ciencias humanas. Marx dijo que algún día unificaríamos ambas, y existiría una
sola ciencia. Esta fusión viene de la teoría de la evolución y de la neurociencia.
3. EL FUTURO DE LA EDUCACIÓN
–como tantas veces se menciona en el mundo del machine learning–, a hacerse cargo
de unos contenidos y a poder difundirlos.
¿Cuál ha sido mi experiencia en el sistema educativo español? Muy ambi-
valente. No fui a guardería, y en preescolar recuerdo que me aburría mucho. No
soy un buen ejemplo de alumno entusiasta. Siempre fui muy competitivo, quería
sacar las mejores notas, pero me sentía alienado. Todo me parecía reiterativo.
Intentaba evitar salir al recreo, y de hecho me ofrecí en el colegio público Pablo
Neruda para diseñar mi propio sistema de clasificación de los libros de la biblioteca
(por fortuna, una profesora aceptó la idea y así pude eximirme de los recreos).
Siempre me he considerado muy independiente. Prefería pasear solo a hablar con
otros niños. Por ello, reitero que no soy el mejor ejemplo de un buen alumno,
plenamente integrado en el sistema. No me gustaban las reglas. Era más ácrata.
Si quería aprender algo, lo hacía por mi cuenta, en la biblioteca o, más tarde, en
la Asociación Española de Egiptología: biología, historia antigua, egipcio... No
quería someterme a ninguna barrera impuesta por el sistema educativo. Si deseaba
algo, lo hacía. Tiene la ventaja de sentirse libre, de ponderar opciones, aunque
también presenta la desventaja del autodidactismo. Alabo el autodidactismo, pero
a veces genera lagunas. Muchas veces es importante seguir reglas. Sin embargo,
era consciente de que ningún sistema podría nunca satisfacerme, por lo que decidí
diseñar mi propio currículo educativo y no tener que responder ante autoridades
ajenas a mi propio deseo de conocimiento.
Siempre he pensado que el sistema educativo español adolece de una rigidez exce-
siva. Es inevitable, porque si hubiera recursos infinitos podríamos adaptar el sistema a
cualquier necesidad. El ideal son los tutorials de Oxbridge, pero en España carecemos
de tantos recursos. No podemos personalizar plenamente el sistema. En cualquier caso,
tengo la sensación de que nosotros pecamos del vicio opuesto. Pretendemos que todos
los alumnos cumplan patrones y reglas uniformes.
Prefiero centrarme en los desafíos educativos del sistema universitario español,
pues lo conozco mejor (aunque dar clases en la universidad no implica haber reflexio-
nado conscientemente sobre este aspecto). Ningún sistema educativo es perfecto, y
siempre sucumbimos a un excesivo criticismo. Hay constricciones insalvables: eco-
nómicas, políticas, territoriales, lingüísticas… Empero, todo sistema es perfectible.
Además, tenemos que reconocer los logros, en lugar de idealizar formas pasadas.
Hemos evolucionado y necesitamos evolucionar.
En España se ha fomentado demasiado la memorización acrítica. ¿Es útil memo-
rizar los nombres de los ríos de España? La memorización hay que dejarla para lo
esencial. La mala historia y las malas humanidades son memorísticas; la buena his-
toria es crítica, examina las grandes fuerzas y constantes que han movido la historia
y relaciona datos.
Ensayos filosóficos y artísticos 51
del conocimiento para que se abra a nuevos horizontes y expanda su creatividad (pues
educar es, en suma, ayudar a que el ser humano despliegue libre y creativamente sus
posibilidades, para responder ante uno mismo y ante los demás).
En síntesis, creo que el sistema español debe hacerse más activo, menos memorísti-
co y menos dependiente de apuntes y manuales. El alumno ha de aprender a ordenar, a
jerarquizar y distinguir los contenidos. En filosofía, lo importante es plantearse grandes
preguntas, no aprender a recitar lo que dijo tal o cual autor. Además, la frontera entre
ciencias y letras es borrosa. El mismo espíritu crítico permea el desarrollo de ambas
áreas del saber y del pensamiento. Por ello, es necesario adoptar un planteamiento
interdisciplinar en la pedagogía, que incluya la neurociencia. Y creo firmemente que
cursar asignaturas humanísticas puede resultar muy útil para los científicos, como
cursar asignaturas científicas puede serlo para los humanistas: distintos contenidos,
pero una misma razón que busca explicar y unir.
El desafío es llegar a esa edad dorada de la educación, donde se transmitan con-
tenidos, pero donde cada individuo adquiera también una conciencia de libertad y de
posibilidades casi infinitas.
PRINCIPIOS DE UNA TEORÍA SOCIAL (2017)
por mecanismos ‘de abajo arriba’ y ‘de arriba abajo’. Refleja una mezcla difícilmente
cuantificable de eficiencia y arbitrariedad.
Por último, un campo de investigación social sumamente relevante es el que nos
invita a comprender cómo las condiciones heredadas pueden racionalizarse según
unos objetivos. El problema podría formularse de la siguiente manera: cómo la selec-
ción racional humana modifica lo heredado y, en los distintos contextos culturales,
diseña marcos interpretativos para dirimir qué necesidades y aspiraciones deben ser
satisfechas. Partimos, en efecto, de una premisa que para muchos resultará altamente
cuestionable: la de que más allá de las diferencias valorativas es posible alcanzar
acuerdos racionales entre individuos y grupos, fundados en la existencia de una común
capacidad de abstracción, formalización y análisis que define la mente humana. Sin
embargo, e interpretada como regla heurística, esta convicción no se impone como un
lastre teórico, sino que puede ayudarnos a comprender por qué individuos y grupos,
pese a sus divergencias, han sido capaces de cooperar y de resolver conjuntamente
infinidad de problemas.
Así, en el estudio de la actividad humana se superponen tres grandes planos: el
biológico, cuyas conclusiones nos suministran las bases teóricas para entender la con-
dición humana y las fuerzas evolutivas predominantes que la han moldeado, el cultural,
que busca comprender el desarrollo simbólico y tecnológico del género humano, y
otro más esquivo y sutil que podríamos calificar de “racional”, pues alude a la capta-
ción de leyes permanentes del pensamiento y de la naturaleza. Esta última dimensión
puede suscitar recelos teóricos, pero las dudas potenciales quizás se disipen si con-
sideramos que, además de evolucionar biológica y tecnológicamente, el ser humano
adquiere conocimiento sobre el universo en cuanto tal, sobre sus leyes inexorables y
sobre las relaciones entre objetos puros del pensamiento (como sucede con la lógica
y las matemáticas). Se abre, por tanto, a un contenido verdaderamente universal, que
ya no es subsidiario de la biología o de la cultura, sino que remite a una esfera más
fundamental. Por supuesto, y contemplado desde un punto de vista más práctico, el
nivel de conocimiento atesorado por un individuo o un grupo humano condiciona su
autocomprensión y el desarrollo de sus expectativas, por lo que se yergue como una
fuerza que repercute significativamente sobre las esferas biológica y cultural. Sin em-
bargo, y más allá de la utilidad del saber para la humanidad, las formas más abstractas
y universales de conocimiento a las que logra acceder la razón se alzan como fines en
sí mismos, porque el ser humano, como parte del universo que trata de transformar el
propio universo, difícilmente encontrará un horizonte más profundo que el de conocer
el universo al que pertenece.
Ciertamente, los postulados que acabamos de enumerar de forma concisa no ago-
tan los principios teóricos y empíricos de las investigaciones sociales. No obstante,
en ocasiones es interesante sintetizar ideas y datos para adquirir una conciencia más
íntegra de los presupuestos que guían nuestras indagaciones científicas. Dado que
ningún discurso humano es ajeno a presupuestos (uno de los básicos remite, de hecho,
Ensayos filosóficos y artísticos 59
El científico más admirado del siglo XX no fue ajeno a la preocupación más pro-
funda que aguijonea la mente de todo hombre: ¿cuál es el sentido de nuestras vidas?
Sus extraordinarias contribuciones a la comprensión del universo le permitieron
también gozar de una experiencia única, a la que pocos mortales han sido invitados:
el descubrimiento de ideas y hechos antes ignorados por la humanidad. En su etapa
de madurez, y en especial cuando su actividad científica declinaba y Einstein se había
embarcado en multitud de causas sociales y políticas, su interés por la religiosidad, la
naturaleza de Dios y su relación con el hombre no hizo sino aumentar, y propició una
serie de escritos cuya hondura ha de fascinar a científicos, humanistas y a todo el que
sondee los interrogantes perennes de la especie humana.
Es por todos sabido que Einstein nació en el seno de una familia judía. Sin em-
bargo, Einstein no cultivó una faceta religiosa en el sentido tradicional. No consta
que acudiera a los oficios en las sinagogas, ni que mostrase especial simpatía por los
ritos de las religiones institucionalizadas. En su juventud, su pasión por la ciencia y
su inmersión en algunas de las cuestiones más intrincadas de la física absorbieron sus
energías, con resultados asombrosos para un solo hombre. A la edad de veintiséis años,
Einstein había culminado tres hitos en la historia de la física: la teoría de la relatividad
especial (en la que también habían trabajado eminentes científicos y matemáticos como
Henri Poincaré y Hendrik Lorentz), la explicación del movimiento browniano y la pro-
puesta de una revolucionaria comprensión de la luz, clave para el progreso de la teoría
cuántica iniciada por Max Planck en 1900. A los treinta y seis años, y tras una ardua
batalla contra las sutilezas más recónditas del universo, Einstein había coronado su
cima más importante: la teoría de la relatividad general. En noviembre de 1919, durante
1
Artículo publicado en Miscelánea Comillas 73/142 (2015), 215-224.
62 CARLOS BLANCO
4
Como escribe A. Udías, Einstein, “aunque no acepta un Dios personal, sostiene que la ciencia sólo
puede ser creada por quienes están profundamente imbuidos del anhelo de verdad y comprensión, y la fuente
de estos sentimientos proviene, sin embargo, de la esfera religiosa” (“Conflicto y diálogo entre ciencia y
religión”, Sal Terrae, Santander 1993, 17). Udías sitúa a Einstein en una posición religiosa pero ajena a las
ortodoxias doctrinales de las religiones específicas, al igual que Max Planck, quien acudía a oficios luteranos
en Berlín pese a no profesar fe en un Dios personal. Planck, el padre de la teoría cuántica, expresó su idea
de que “nunca puede darse una verdadera oposición entre la ciencia y la religión. Cualquier persona seria
y reflexiva se da cuenta, creo yo, de la necesidad de reconocer y cultivar el aspecto religioso en su propia
naturaleza, si quiere que todas las fuerzas del alma humana actúen conjuntamente en perfecto equilibrio y
armonía” (citado por A. Udías, ibid.). Esta postura es interesante, porque sugiere que la religión, más que
apelar a contenidos cognoscitivos concretos, a proposiciones verificables lógica y empíricamente, remite a
una faceta que podríamos denominar “emocional”, a una potencia anímica profunda y distinta de la razón
que es necesario cultivar si queremos alcanzar la paz en nuestro ser más íntimo. Por tanto, al no tener por
qué ofrecer enunciados racionalmente comprometedores, se minimizan las posibilidades de conflicto entre
la religión y la ciencia.
5
Cf. K. Popper, La Sociedad Abierta y Sus Enemigos, Paidós, Buenos Aires 1967, 347.
64 CARLOS BLANCO
6
Cf. F. Schleiermacher, Sobre la Religión. Discursos a sus Menospreciadores Cultivados, Tecnos,
Madrid 1990.
7
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
387.
8
Artículo aparecido en New York Times Magazine el 9 de noviembre de 1930, y en el Berliner
Tageblatt el 11 de noviembre de 1930. Incluido en el libro Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton
2000.
9
“El espíritu religioso de la ciencia”, en Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 35.
Ensayos filosóficos y artísticos 65
10
Ibid.
11
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
384-385.
12
Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 36.
13
“Ciencia y religión”, Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 39.
66 CARLOS BLANCO
profunda. La situación puede expresarse con una imagen: la ciencia sin religión está
coja, la religión sin ciencia, ciega”14.
La religión, sin embargo, evoluciona, y lo que corresponde a una visión menos
sofisticada de lo divino, que lo concibe como un ser moldeado según los deseos y
pasiones del hombre, desemboca en una visión de reminiscencias cósmicas, donde
Dios se integra plenamente con la armonía del universo y se erige en el fundamento
último de sus leyes. La imagen más tradicional de lo divino jugó un rol esencial a la
hora de proporcionar consuelo y esperanza al hombre en etapas muy difíciles de su
andadura histórica, pero Einstein considera que el progreso científico permite superar
ese estadio y abrazar una idea impersonal de Dios, ya no fraguada en el espejo del
corazón humano, sino fusionada armoniosamente con el universo. Los conflictos entre
la ciencia y la religión habrían brotado entonces de una comprensión antropomórfica de
lo divino, que ignora el acontecer inexorable del cosmos, el irremisible cumplimiento
de sus leyes. En 1929, Einstein expresó esta idea de la siguiente forma: “la mayor
satisfacción de un científico es advertiré que Dios mismo no podría haber ordenado
estas conexiones de una manera distinta a la que existe, como tampoco habría estado
en su poder convertir el cuatro en un número primo”16.
El avance de la ciencia esclarece las regularidades del universo, primero en el
ámbito de la física, más tarde en el de la biología, y excluye cualquier resquicio de ar-
bitrariedad en el curso de la naturaleza. El milagro ya no se palpa en eventos puntuales
que tantas supersticiones han contribuido a alimentar, sino en el misterio mismo del
universo, en su belleza y majestad, en el conocimiento profundo del orden inexorable
que baña sus fenómenos. El científico se alza así como una especie de nuevo sacer-
dote, como un profeta de la hermosura y la grandeza del cosmos, permeados ahora de
una mística que evoca la más alta actitud contemplativa de los espíritus oficialmente
religiosos. La religiosidad cósmica que predica la ciencia y personifica el científico
se despoja de vanas apelaciones a temores, castigos y premios: el motivo más pode-
roso para vivir éticamente ya no dimana del miedo a represalias celestiales o de la
esperanza en recompensas futuras, sino del amor a la verdad, al bien y a la belleza, de
un compromiso con estos valores como fuentes puras que no admiten subordinarse
a pasiones ulteriores, pues rebosan de significado por sí mismas. Pero la crítica de
Einstein a las religiones históricas y su defensa de un planteamiento cósmico e imper-
sonal de lo divino no le impiden valorar con justicia el gran servicio que los credos
tradicionales le han prestado al hombre, al haberle ayudado a desasirse, aunque sólo
sea teóricamente, de sus preferencias individuales, de sus más acaparadores anhelos
egoístas. Las religiones ubicaban al hombre en un espacio más amplio y enriquecedor
que el de su mera subjetividad; el individuo participaba de valores más elevados que
sus simples querencias efímeras, y se reconocía como miembro de una comunidad, de
una historia y de un caudal de esperanzas compartidas. En esta tarea, la ciencia impulsa
la religión hacia escenarios aún más libres, nobles y profundos: elucida los patrones
14
Op. cit., 40.
Ensayos filosóficos y artísticos 67
15
Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 43.
16
Ibid.
17
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
384-385.
68 CARLOS BLANCO
más genuina vocación científica. Cultivó una tensión creativa entre dos polos aparen-
temente antitéticos: la aceptación de que el progreso científico desentraña paulatina-
mente las claves del universo y la percepción concomitante de que estos avances, por
espectaculares que se nos antojen, no extinguen el sentimiento de veneración hacia la
belleza, la majestad y la armonía del universo.
El asombro ante lo desconocido que subyace a toda percepción de lo sagrado, de
ese “mysterium tremendum et fascinans”18 sobre el que tan brillantemente escribiera
Rudolf Otto, es una actitud noble, pero puede degenerar en un misticismo paralizante
que ahoga el impulso crítico del individuo. Calificar algo de “sagrado” muchas veces
equivale a confinarlo a un recinto prohibido cuyos pórticos, como en la famosa ciudad
de los emperadores chinos, no pueden ser franqueados por los simples mortales. Existe
una relación muy estrecha entre la declaración de sacralidad y la imposición de un
tabú sobre una determinada parcela de la naturaleza y de la cultura, con frecuencia
a causa de espurios intereses o de temores y cobardías ante potencias innominadas.
Los misticismos holistas que sacralizan el universo y divinizan ínfimas porciones de
la realidad lastran los esfuerzos científicos del hombre, pues inducen a pensar que
resultaría sacrílego atreverse a investigar ciertas cuestiones, relatos y experiencias
con espíritu crítico. Conciliar la legítima veneración de lo misterioso, de la intuición
de que siempre persistirán misterios capaces de sobrepasar las cimas más altas de la
inteligencia humana, con la necesidad de lanzarse valerosamente a explorar el mundo
y la cultura sin misticismos hechizantes que nos obnubilen no es tarea fácil. Con in-
comparable maestría, Albert Einstein atravesó este arduo desfiladero flanqueado por la
Escila del misticismo cegador y la Caribdis de un racionalismo exacerbado. Su actitud
nos brinda un testimonio de gran valor sobre la posibilidad de seguir embarcados en
el más hermoso de los empeños que han alimentado la epopeya humana, el ansia de
descifrar el lenguaje del universo, senda privilegiada hacia la libertad, al tiempo que
preservamos ese espíritu contemplativo, de éxtasis ante la belleza y la magnificencia
del mundo, que tantos frutos en forma de arte, creatividad y crecimiento ético puede
aún otorgarnos.
18
Cf. R. Otto, Lo Santo. Lo Racional y lo Irracional en la Idea de Dios, Círculo de Lectores, Barcelona
2000.
II. ENSAYOS ESCRITOS ENTRE
2002 Y 2009
PROYECTO DE SUMMA UNIVERSALIS (2002)
Durante siglos, la Humanidad se ha afanado por escrutar los misterios del Cosmos.
El deseo innato de saber, inherente a la condición humana, ha estimulado grandiosas
creaciones intelectuales que aún hoy admiramos, consagradas a dar respuesta a los
interrogantes que apelan a nuestra mente y que nos invitan a descubrir en la multi-
plicidad de los fenómenos de la Naturaleza leyes, constancias y regularidades que
nos permitan establecer los marcos generales que rigen el comportamiento de cuanto
acaece en el Universo. Al mismo tiempo, la Humanidad advertía cómo el brillante don
de la inteligencia la capacitaba para profundizar en el entendimiento de la estructura
de lo real no sólo desde lo empírico, sino mediante el razonamiento lógico, y cómo
ambos parecían converger en el estudio de las causas primeras y últimas, en el análisis
de las cuestiones más trascendentales que se podía plantear. Hemos asistido, por tanto,
a un sublime desarrollo de la Ciencia experimental, y a milenios de penetración en
la esencia y estructura de todo cuanto es a la luz de la sola razón humana. El mundo
de lo ideal y el mundo de lo empírico no fueron siempre parejos: el dualismo parecía
constituir una auténtica división que fragmentaba la actividad intelectual del hombre
y que imponía una rígida distinción entre el plano de las ideas y el ámbito de las reali-
dades. Los creadores de la Ciencia moderna, los eminentes y míticos Galileo Galilei,
Johannes Kepler e Isaac Newton, comprendieron que la explicación de los fenómenos
del Cosmos no podía prescindir del razonamiento abstracto y formalista, y postulan-
do que el libro del mundo estaba escrito el lenguaje de la Matemática, efectuaron un
magno tránsito de asombrosas implicaciones filosóficas que tendió un puente entre
las dos esferas del intelecto y que demostró ser la verdadera clave para progresar en el
conocimiento del universo material. Por medio de la Matemática los grandes hombres
de la Ciencia fueron capaces de expresar cada vez con mayor exactitud la estructura de
74 CARLOS BLANCO
su magno intelecto tuvo como centro al hombre, sus acciones y pasiones, la Ética que
debía regir su comportamiento, produciendo algunas de las páginas más bellas de la
Literatura universal. Pero por encima de todo ello, Aristóteles sistematizó la búsqueda
intelectiva del Principio Absoluto, y llegó a vislumbrar la existencia del Ser Supremo,
como su maestro Platón había hecho con anterioridad (identificando el Ser Absoluto
con la suprema forma de la Unidad, de la Bondad y de la Belleza), sin conocimiento
alguno de la verdad revelada. Algo sublime, por tanto, culminación de su larga y fe-
cundísima labor intelectual. Y este admirable genio comenzó su Metafísica aludiendo
al deseo universal y natural de saber común a todos los hombres. Aristóteles partió del
hombre, de sus ansias de entendimiento, para dar consistencia, unidad y razón de ser
a su magno sistema de pensamiento.
Las antiguas civilizaciones (Egipto, Mesopotamia, India, China...), sobre las
cuales la arqueología moderna tanto nos enseña, habiendo iluminado notablemente
nuestro conocimiento de su historia, lengua, religiosidad, arte y ciencia, consideraban
la Historia como una prolongación del mito. La Historia era así concebida como una
integración de lo mítico y de lo antropológico. La Naturaleza era el escenario de la
lucha cósmica entre el orden y el caos, y no era posible discernir unas pautas, unas
leyes universales que rigieran la multiplicidad de los fenómenos del Cosmos, pues
éstos apelaban directamente a las divinidades de los diversos panteones y al eterno y
cíclico carácter del Cosmos. La Naturaleza era en sí ininteligible, la mente humana
incapaz de asir su orden y perfección, el mundo sujeto al arbitrio de las deidades y en
una constante pugna con el caos. Fueron los griegos quienes independizaron la mente
humana del mito, haciendo del logos el objetivo máximo de la inteligencia humana. El
mito pierde su valor cognoscitivo, y queda relegado al ámbito de la interpretación de lo
incomprensible por el momento para la mente humana. En la época moderna muchos
pensadores han profundizado en el concepto de mito y han llegado a la conclusión de
que la esencia del mito no consiste en una contribución sustancial al conocimiento
humano, sino en expresar por medio de símbolos los misterios más inescrutables del
hombre, de la Historia y del Universo; misterios que probablemente nunca descifremos
con total certeza, pues por su propia naturaleza exceden nuestra capacidad gnoseológi-
ca, y que nos remiten a instancias superiores al plano sobrenatural, donde el lenguaje
humano se ve obligado a hacer uso de la analogía para explicar hechos tan trascen-
dentes. La Sagrada Escritura rebosa en este lenguaje mítico-alegórico, que en muchas
ocasiones resulta indudablemente más expresivo que la mera exposición literal.
La influencia del Cristianismo en el pensamiento humano es tan notoria y fabulosa
que quizás no sea posible comprender la esencia de la cultura moderna sin la revelación
cristiana. Autores como Whitehead, Duhem y más recientemente S. Jaki han mostrado
cómo la idea judeocristiana de Creación permitió al hombre independizarse de las
eternas recurrencias de los antiguos y llegar a la noción de Ser Trascendente y Perso-
nal, Legislador universal, garante de la inteligibilidad del Cosmos, siendo por tanto
fundamental en el nacimiento de la ciencia moderna. Ya desde los primeros Padres
Ensayos filosóficos y artísticos 77
Apologistas, los cristianos pusieron gran énfasis en el diálogo con la cultura griega y
en la asimilación de la racionalidad pagana como medio propedéutico para admirar la
grandeza de la verdad revelada. Y esta actitud positiva hacia la filosofía y la ciencia de
los griegos encontró su máximo exponente en el gran Orígenes de Alejandría, director
de la Escuela Catequética de este sublime orbe que tantos intelectos magnos acogió
como centro universal del conocimiento y como punto de encuentro entre todas las
culturas del mundo antiguo, entre el Oriente y el Occidente. En su obra De Principiis,
primera sistematización del dogma y de la doctrina cristiana, Orígenes comprende la
totalidad del saber filosófico de su tiempo en cuatro áreas genéricas: la Teología, que
versa sobre Dios Uno y Trino y los ángeles; la Cosmología, incluyendo la creación del
mundo y del hombre, redimido por Cristo en la plenitud de los tiempos; Antropología,
donde se analiza la libertad humana, los pecados y la apocatástasis o reconstitución
final de todas las realidades en Dios; y una Teleología, donde se habla de la Revelación
y de la Sagrada Escritura como fuente de la fe y de sus diversas interpretaciones. A
pesar de sus errores dogmáticos, corregidos por el Magisterio posterior de la Iglesia,
Orígenes ostenta el mérito indisputable de haber asimilado la filosofía de Platón a la
explicación del dogma cristiano y de haber iniciado con ello la ciencia teológica en
sentido estricto, profundizando en cuestiones tan relevantes como la comunicación de
idiomas y la íntima unión de las dos naturalezas en Cristo. La inmensidad del saber
encuentra su razón de ser y su explicación última en el misterio de la Santísima Trini-
dad, y de este modo el Cristianismo es capaz de unificar lo que el hombre ha podido
alcanzar con las solas fuerzas de su razón, con la revelación libre y gratuita de Dios,
que ha desplegado su gloria y majestad a través de las criaturas, habiendo hablado
finalmente por medio del Hijo, del Logos. Así como los griegos habían identificado en
la actividad humana dos horizontes principales (el del estudio de lo real, las ciencias
empíricas, y la penetración en el mundo de lo abstracto y de lo ideal), el Cristianismo
introdujo una distinción aún más sublime: el sistema de la Naturaleza y el sistema de
la gracia, que convierte al saber no en una circunferencia, sino en una esfera, elevando
el plano de lo posible y de lo real a un marco más amplio: el de lo natural (incluyendo
por tanto a lo posible y a lo real bajo esta nomenclatura), y el de la gracia, siendo ésta
la ley que rige la Necesidad Absoluta: la gracia, fruto de la libérrima voluntad del Ser
Absolutamente Necesario, penetra en la esfera de lo natural, en el sistema de la Na-
turaleza, mostrando la indisociable unión entre ambos planos y la divina Providencia
sobre todo el ser.
Los sucesivos Padres de la Iglesia se mostraron siempre más proclives hacia Pla-
tón que hacia Aristóteles. No sólo en la Escuela de Alejandría, donde el alegorismo
inaugurado por Filón era eminentemente platónico en sus bases conceptuales, sino en
los grandes Padres occidentales, sobre todo en Agustín, apreciamos el imperecedero
influjo del gran sabio griego en la Filosofía y en la Teología. Fue San Agustín, el maes-
tro de Occidente, esa mente insigne que se yergue en los albores del mundo medieval
como inspirador de toda una era (la Escolástica), y que nos legó un tesoro tan inmenso
78 CARLOS BLANCO
tenido la certeza de que esta Ciencia, la Metafísica, venerada como la reina del saber,
a pesar de no contar con el soporte de la experiencia, era capaz de proporcionar al
hombre nuevos conocimientos que de otro modo jamás sería capaz de conseguir, y
que sin embargo su mente ansiaba con notable intensidad. Kant redujo las ideas máxi-
mas de la Metafísica, Dios, la libertad y el mundo, a la esfera de la razón práctica,
concentrando su atención en la Ética, y negando la posibilidad de conocer los ‘en sí’,
las esencias que Aristóteles había examinado siglos atrás, el nooumenon, limitando la
mente humano al conocimiento de los fenómenos, de la manifestaciones externas de
esa esencia incognoscible. Conscientes de la grandiosidad de la obra kantiana y de su
innegable profundidad y éxito filosófico, pero también conocedores de los fracasos
que ha experimentado tras el nacimiento de la moderna Matemática y de la moderna
Física, que en muchos puntos parecen restarle validez, así como de la incorrección de
muchas de sus conclusiones (que ya eruditos tan insignes como el matemático Bolzano
expusieron y criticaron en su día), esperamos realizar una síntesis entre el pensamiento
clásico y el pensamiento kantiano con la finalidad de mostrar que el hombre sí puede
conocer las esencias y que muchas de las reflexiones de Kant constituyen una nueva luz
inspiradora para la Filosofía, y que por tanto no han de ser rechazadas por la filosofía
cristiana, que siguiendo el espíritu de Santo Tomás de Aquino debe mostrarse abierta
y acogedora hacia todas las formas de pensamiento producidas por la mente humana
(pues al fin y al cabo todo pensamiento es en sí una grandeza, un don de Dios, y aunque
en ocasiones se aleje considerablemente de la verdad e incluso atente contra la verdad
misma, es deber de los teólogos y sabios del Cristianismo asimilar las verdades que
han alcanzado para así descubrir por qué les fue imposible llegar a su plenitud).
El sistema de Hegel abarca la totalidad de las áreas de la Filosofía. Partiendo de
la noción de Absoluto, y mediante su célebre tríada conceptual de tesis, antítesis y
síntesis, el ilustre germano concibió un edificio grandioso del pensamiento humano,
armónico y ordenado, perfectamente lógico, que asombró a sus contemporáneos y aún
hoy causa estupor por su coherencia interna y por la perfección de su organización.
Sin embargo, esta obra culmen del idealismo, que tanto profundizó en la noción de
“idea”, presenta serios defectos, principalmente en el campo de la Lógica y en el de
la Epistemología, que con una contraposición adecuada con la filosofía perenne del
Cristianismo pueden ser subsanados y enriquecidos enormemente. Porque Hegel
considera la Filosofía como el estadio máximo que el intelecto humano puede alcan-
zar, situándola por encima de la religión misma. Hegel expuso una extraordinaria
concepción de lo finito y de lo infinito, una trascendencia de los opuestos a favor de
una síntesis, una unificación en el Absoluto que le permitió erigir tan fabuloso sistema
autocomprensivo y omniabarcante. Lo finito ha de ser pensado desde lo infinito, y lo
infinito, en cuanto superación de lo finito, reclama el concepto de finitud como esen-
cial en su entendimiento. La realidad es por tanto el despliegue del Absoluto, de un
Espíritu que incluye en sí todas las virtualidades de lo real. El Absoluto es la totalidad
del ser y de la vida, la Idea en grado máximo. Dios, en cuanto Absoluto, es discernible
Ensayos filosóficos y artísticos 81
del mundo, pero el mundo, en cuanto constituido por Dios, no es entendible sin Dios
y en consecuencia Dios tampoco puede comprenderse sin el mundo: existe por tanto
una reciprocidad intelectiva entre Dios y el mundo que acerca el sistema de Hegel al
panteísmo o panenteísmo spinozista. Dios, a través del desarrollo del mundo, toma
conciencia de sí y se percibe en total plenitud. La afirmación del mundo permite a Dios
afirmarse a sí mismo. Ciertamente un sistema con pretensiones de totalidad necesita
“limitar” la comprensión de Dios dentro de su propia inmanencia, y por ello es nece-
sario para Hegel entender a Dios desde su dialéctica triádica, y por ende aplicarle las
categorías de afirmación, negación y síntesis (análoga de alguna forma a la teología
apofática y a la “via eminentiae” de los Padres y de los teólogos escolásticos): Dios se
realiza a sí mismo exteriorizándose en la Naturaleza para volver tras sucesivas fases a
sí mismo y recuperar su interioridad. Al igual que el Hinduismo concibe la perfección
auténtica, la plenitud de la vida, como la integración de lo subjetivo en lo objetivo (lo
brahmánico), así Hegel obliga a Dios, la Idea Absoluta, a sumergirse en la objetividad,
en lo mundano, para posteriormente trascenderla y alcanzar la plenitud de su subje-
tividad, la plenitud de su autoconciencia. No es de extrañar que el filósofo alemán
admirase con tanta vehemencia la sentencia aristotélica de Dios como “pensamiento
que se piensa a sí mismo”, como Inteligencia Suprema cuyo pensamiento máximo
es precisamente su propio Ser, su propia supremacía: el Absoluta que piensa en el
Absoluto. Podría concebirse a Dios como un ser estático, Absoluto, que permanece
en la esfera de su propia inteligibilidad, sin posibilidad de “manifestación externa”.
Nada más lejano a la mentalidad cristiana, que nos habla de un Dios, Ser Supremo y
Absoluto, que por la inmensidad y supremacía de su amor creó el mundo y al hombre
a su imagen y semejanza. Y es la Encarnación del Hijo de Dios, del Verbo Eterno, la
donación máxima de Dios, la expresión suprema de su amor.
Marx, heredero de la tradición filosófica hegeliana, construyó uno de los siste-
mas de más influencia en la Historia que la mente humana ha creado. Asumiendo el
esquema dialéctico de Hegel, y basando su concepción del Cosmos en tres leyes de la
materia, Marx edificó una filosofía atea y una cosmología antropocéntrica en la que la
Historia era entendida como una lucha constante entre opuestos. El hombre es un ser
creador, dirá, caracterizado por el trabajo y por la infraestructura socioeconómica que
lo define. La sociedad constituye una superestructura. La conciencia no determina al
hombre, sino su ser social, que define la conciencia. Los opuestos no se resuelven por
abstracción, como en Hegel, sino por acción. La idea ha de tornarse práctica: en Marx
el paso de lo intelectual a lo efectivo es necesario, imperativo. El espíritu humano se
considera un mero epifenómeno de la materia: todo es materia, todo es inmanencia,
todo es comprensible desde las tres leyes de la materia y desde la esencia de lo material,
de lo mudable y de lo transitorio. El Cosmos es una entidad eterna y autosuficiente.
Si bien es cierto que el Marxismo es la antítesis de la filosofía cristiana, no podemos
negar que ha erigido una de las “ateologías” más consistentes, y que su condición de
sistema totalizador, influyente en innumerables ramas del saber humano, nos exige
82 CARLOS BLANCO
analizar las causas de su éxito, así como prolongar la línea del todo admirable seguida
por las distintas teologías de la liberación en su intento de combatir el sufrimiento y la
desdicha a que se ven abocadas tantas personas en todo el mundo. Y estas teologías,
que han conseguido ofrecer una síntesis no sólo convincente, sino positiva por sus
repercusiones sociales y por los compromisos con los ideales de justicia y de solidari-
dad que hoy están inscritos en casi todos los corazones humanos como apertura de la
conciencia humana al misterio y a la totalidad de lo óntico, asimilan muchos aspectos
positivos de las doctrinas marxistas en un contexto teológico cristiano y evangélico.
En tiempos más recientes, más allá de las dos tendencias principales que han do-
minado el pensamiento occidental del siglo XX (la filosofía analítica en el ámbito
anglosajón, iniciada por autores como Frege, Russell y Peirce, y la hermenéutica
alemana, precedida por la fenomenología de Husserl –la cual, en cuanto penetrante
análisis de la relación entre el sujeto y el objeto como proyección de la conciencia del
sujeto, asimilando y ampliando el concepto de intencionalidad de Brentano, constitu-
ye un lugar filosófico fundamental en el pensamiento moderno que toda obra con
pretensiones de síntesis debe atender con la mayor consideración y detenimiento,
puesto que Husserl, en calidad de matemático y de filósofo, supo unificar en muchos
de sus puntos la Lógica, la Gnoseología y la Psicología en virtud de un brillante estu-
dio del fenómeno, de la conciencia y de la intención, superando en muchos aspectos
el kantismo y retomando ciertas reflexiones del realismo clásico–), dos pensadores
merecen nuestra estima por sus filosofías del Cosmos y de Dios: Whitehead y Teilhard
de Chardin. Caracteriza al primero la llamada “teología del proceso”. La metafísica
de Whitehead, indudablemente relacionada con la de Leibniz, ansió superar los dua-
lismos clásicos, profundizando en la noción de suceso como elemento constitutivo de
lo real, entidades actuales u ocasionales que comprenden los aspectos subjetivo y
objetivo en una unidad. Una metafísica pampsiquista y organicista en la que todo
hecho es considerado como un organismo. Llega Whitehead a tres órdenes de realidad:
la energía física, la experiencia humana y la eternidad de la experiencia divina. Pode-
mos advertir en estas reflexiones parte esencial del pensamiento del Padre Teilhard de
Chardin S.I.: al igual que Whitehead, Teilhard, en su visión holística del proceso
evolutivo del Universo (intento admirable de efectuar una confrontación temática
entre la Teología, la Filosofía y la Ciencia moderna a la luz de las nuevas teorías cos-
mológicas y biológicas), distingue entre la hilosfera, la biosfera y la noosfera: el reino
de la materia, el reino de la vida y el reino del entendimiento, que culminará en la
integración de lo material y de lo espiritual en el Punto Omega, en el Fin máximo al
que tiende toda la evolución que ha regido el desarrollo de la materia en el Universo.
Se pregunta el eminente jesuita por el fenómeno del hombre en su totalidad: el hombre
como fusión de lo biológico y de lo noológico. En la vecindad del todo convergen
Ciencia, Filosofía y Religión. La materia se define por su multiplicidad, uniformidad
y energía: la multiplicidad en relación con la divergencia espaciotemporal de cada
partícula, la uniformidad con la constancia y semejanza de muchas de sus propiedades
Ensayos filosóficos y artísticos 83
necesario estudiar con espíritu crítico las tesis de Teilhard de Chardin, hemos de agra-
decer al insigne paleontólogo francés su capacidad de integrar en una cosmovisión
cristocéntrica la Ciencia y la Teología, contemplando la Evolución con optimismo y
esperanza a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, que tanto dinamismo
aportan a la interpretación humana de la realidad, y que con tanta intensidad manifies-
tan el poder creador de la materia y de la obra del Altísimo, proclamando la gloria de
Dios como Principio y Fin de todo cuanto es, verdadero Punto Omega de la Evolución.
Ciertamente Teilhard tiene razón al examinar el fenómeno evolutivo “desde abajo”,
desde los estadios inferiores de la materia, en lugar de basarlo todo en el despliegue
del Absoluto. Pero también debemos observar que la Evolución no se limita a un
progreso sucesivo y a un incremento sistemático de la complejidad de los entes mate-
riales que conduce necesariamente al Punto Omega como convergencia máxima entre
lo hílico y lo espiritual, sino que en la Evolución misma subsiste una determinada
“regresión”, una bidireccionalidad en la que la finalidad última se manifiesta en la
Evolución misma y le dota de “complejidad” aún sin progreso temporal. Así, la Re-
velación de Dios a los hombres se inscribe en una etapa evolutivamente inferior a, por
ejemplo, nuestra época (si bien en lugar del término “Evolución” sería más propio
hablar de “Historia”), y sin embargo constituye la plenitud verdadera de los tiempos.
El gran valor de la cosmovisión evolucionista (que concierne al origen del Universo
y al desarrollo de la vida en la Tierra) radica precisamente en poder ofrecer un esque-
ma “no vectorial” del tiempo y del fenómeno cósmico, contrariamente a las antiguas
cosmologías que concebían el Universo como un todo eterno y el tiempo como una
serie de ciclos eternos sin fin, recurrentes y cerrados sobre sí mismos. La Evolución
da cuenta de un Universo abierto, abierto a la trascendencia, y nos informa sobre la
grandeza de Aquél que es Causa y Fin último de todo el fenómeno cósmico y, sobre
todo, de todo el fenómeno antrópico.
Los distintos pensadores han contemplado la Historia desde diferentes perspec-
tivas. Si San Beda el Venerable, el casi legendario monje, comenzó a sistematizar la
ciencia histórica como disciplina científica y rigurosa en sus estudios de la historia
eclesiástica de Inglaterra; los historiadores bizantinos tendieron a resaltar la magnifi-
cencia del mundo antiguo, conscientes de su posición intermedia entre la Antigüedad
y la nueva era, de vínculo entre el legado de los antiguos y los descubrimientos de los
modernos; los historiadores renacentistas se consideraban a sí mismos pertenecientes
a otro tiempo, habiendo superado los modelos intelectuales que persistían desde la
Antigüedad, etc. El análisis de los cambios de mentalidad, de los cambios de paradig-
ma históricos que han determinado los tránsitos intelectuales de la Humanidad, es sin
duda una tarea fascinante. Los historiadores islámicos, como Ibn Jaldun, prestaron gran
atención a la vida de devotos y eruditos por la creencia de que el desarrollo histórico
manifestaba la voluntad de Dios; en China, ya desde Confucio, se acumuló una canti-
dad asombrosa de estudios históricos motivados por un eminente sentido práctico: la
cultura china es humanista; la Historia sólo tiene sentido si enseña direcciones prácti-
Ensayos filosóficos y artísticos 85
cas, de Moral y de verdad, que ayuden al hombre a alcanzar la perfección (Liu Chih-
Chi, Ssu-ma Kung...). Lutero hizo uso de la historiografía en sus ataques al Papado, y el
célebre Bossuet inspiró una afamada visión cristiana de la Historia (la Historia guiada
por la Providencia divina), siguiendo a San Agustín, aunque las interpretaciones teo-
lógicas de la Historia serían rechazadas en el siglo XVIII. Los anglicanos fomentaron
los estudios históricos previos a la invasión normanda de 1066 para darse legitimidad
frente a las pretensiones católicas (así en Camden); los ilustres Scaliger, Mabillon
O.S.B. (fue sin duda este sabio benedictino uno de los mejores historiadores que Oc-
cidente haya tenido), Pufendorf, Grotius, Muratori en Italia... Insignes hombres como
Bacon o Descartes desestimaron incomprensiblemente la ciencia histórica, pareciendo
ignorar la suma importancia de esta disciplina como estudio del devenir del hombre
en el espacio y en el tiempo, como una especie de biología del espíritu humano que
nos permite examinar la interacción entre la idea y la acción a lo largo de los siglos y
los avatares más diversos de la inteligencia. Fue quizás el espíritu matematicista de
Descartes lo que le impidió admirar la grandeza de la Historia y las posibilidades que
confería a las mentes ávidas de conocimiento, al informarnos sobre el modo en que
las potencialidades de la mente humana se habían desarrollado en el espacio y en el
tiempo, a los tránsitos de lo posible a lo real que habían definido las sucesivas etapas
y los progresivos cambios de mentalidad y de paradigmas, que sin duda no son sus-
ceptibles de un análisis riguroso y exacto, cuantitativo, como en las ciencias naturales.
El lenguaje de la Historia no está escrito en el lenguaje de las Matemáticas. Porque
las ideas influyen en la acción (no hay mejor ejemplo que Montesquieu y su teoría de
la división de poderes, tan influyente en la Revolución francesa; o las ideas de Marx,
que tanto han convulsionado el mundo moderno); y a su vez los hechos (la geografía,
el tiempo...) influyen y determinan de alguna forma las ideas. De esta reciprocidad
surgen ciclos, o etapas, definidas por similares características. Los saltos o transiciones
de una etapa a otra, los momentos estelares de la Historia, permiten cambiar de para-
digma, s bien no sería correcto pensar que tales tránsitos son únicamente puntuales y
no progresivos, puesto que la complejidad de la Historia nos impide definir las leyes
exactas que rigen su devenir, pues la libertad humana excede toda ciencia. Gibbon
cultivó la historiografía filosófica, que parecía ver en la Historia un progreso continuo
(influyendo en A. Smith y en Turgot), un propósito; Voltaire estudiaba las sociedades
particulares como unidades coherentes, preludiando la exaltación de lo nacional y de
lo individual que llevaría a cabo el fascinante espíritu romántico.
Vico y su Scienza Nuova concebía la Historia como una tarea eminentemente
imaginativa: el mundo es de Dios, pero la Historia es del hombre. Para conocer algo
es necesario haberlo realizado (por ello nadie conoce mejor el Cosmos que su Autor,
el Ser Supremo). Herder dedicó gran parte de sus investigaciones historiográficas a
la dilucidación de los conceptos respectivos de tiempo, lugar y nación. Para Hegel
la Historia se definía como un curso continuo hacia la autotrascendencia. Cada fase
contiene la semilla de su destrucción, dirigiéndose la Humanidad hacia una comunidad
86 CARLOS BLANCO
Historia es la única forma de apreciar las ciencias y las acciones desde la perspectiva
más sublime posible: la perspectiva del hombre, de aquellos sujetos que han protago-
nizado la Historia y que han contribuido al progreso de las ciencias y al desarrollo de
las acciones. Y en el maravilloso constructo de la Historia ocupa un lugar privilegiado
y máximo la Providencia de Dios: es la Providencia lo que, desde el orden de la gracia,
ha dispuesto un mundo lleno de maravillas y de personas santas. Lo santo, lo mítico
y lo racional se integran en la libertad humana y en la providente dirección de todo
por Dios Altísimo. El mal y la voluntad de poder (concepto central en la filosofía de
Nietzsche, quien aspiraba a superar los opuestos intrínsecos del hombre y de su deve-
nir histórico mediante el “superhombre”, la inteligencia que se sitúa por encima del
bien y del mal y que controla la propia historia y el progreso mismo), resultados de la
corrupción del libre arbitrio humano, influyen también en la Historia, pero al proceder
de un bien tan en exceso como la libertad pueden ser considerados como factores de
la tendencia general de todas las realidades hacia el bien y la armonía entre lo natural
y lo gratuito, entre la acción y la idea, entre el hombre y su propio ser espiritual que
aspira a la trascendencia.
Hemos visto como el centro de toda integración entre la Ciencia, la Filosofía y la
Teología ha de ser el hombre. La posibilidad y la realidad constituyen el primer ámbito
de discernimiento en el ser, que podríamos identificar con la Naturaleza, con lo con-
tingente y no absoluto o necesario. El estudio de la realidad nos lleva a las ciencias de
la Naturaleza: la materia es ahora el centro. La materia se concibe como una realidad
dinámica dimensionada, sujeta a las condiciones espaciotemporales, que por así decirlo
constituyen un vínculo entre lo ideal (en virtud de su infinitud potencial) y lo real: el
espacio y el tiempo no son entidades substanciales, sino semisubstanciales. Y siendo
la superforma el vínculo entre lo posible y lo real, el espacio y el tiempo se pueden en-
tender de este modo como “prolongaciones” de la superforma, extensiones de la misma
en su condición de puente ontológico entre la posibilidad y la realidad. La síntesis entre
Filosofía y Ciencia debería prestar gran atención a la actual Mecánica Cuántica, que
al parecer constituye una descripción bastante aproximada de la realidad (conscientes
de que, en frase de Popper, la Ciencia es una representación asintótica de la realidad,
una descripción de la misma que nunca logrará un acoplamiento absoluto: las teorías
científicas, que en el ámbito histórico definen lo que Kuhn denominó paradigmas, se
basan en la generalización de la inducción como procedimiento lógicamente adecuado
para adquirir verdades universalizables a la totalidad de las entidades materiales del
Cosmos, y por ello las “falsaciones” o “deslegitimaciones” de las teorías, al contra-
decir los hechos experimentales, obligan a proponer nuevas teorías que se adecuen
más óptimamente a lo empírico). La síntesis galileana entre Matemática y experiencia
es uno de los hitos más fascinantes de la historia intelectual humana, al descubrir la
influencia y relación mutua entre lo ideal, lo lógico (representado ahora por la exactitud
y amplitud de la Matemática), y la realidad, concreta y determinable empíricamente.
Es innegable que la Mecánica Cuántica y sus diversas interpretaciones son de un in-
88 CARLOS BLANCO
categorías, centro auténtico de toda reflexión sobre el ser y sobre el hombre. Peirce,
preocupado por acordar lógica y ontología, añadió a las tradicionales deducción e
inducción clásicas el concepto de abducción, medio de universalizar analógicamente
desde lo particular: la abducción es ese a priori, esa base de todo proceso posterior, ese
comienzo, esa hipótesis, ese “previo” constante que Peirce introduce admirablemente
en el proceso mismo del razonar humano, completando a Aristóteles en la “petitio
principii” que legítimamente se puede efectuar (si bien la abducción de Peirce tiene
precedentes en la “apagogé” de Aristóteles). Es algo espontáneo, sin razón, precientí-
fico pero necesario, algo novedoso, genial, intuitivo...: de la observación al contraste
y a la formulación de la hipótesis; luego viene la deducción lógica y en último lugar la
comprobación inductiva. La abducción es la base de la integración de lo a priori y de
lo a posteriori: el modo de razonamiento en el que prima lo superformal, lo integrador,
lo constante que sume la infinitud y variabilidad. Así como Aristóteles concibió diez
categorías o predicamentos, y Kant doce (tres de cantidad, calidad, relación y modo
respectivamente), Peirce distingue tres categorías: la categoría de primeridad se rela-
ciona con las meras ideas, con la mera pensabilidad (posibles); la de segundidad con
la actualidad bruta de cosas y de hechos; y la de terceridad con el poder activo para
establecer conexiones entre distintos objetos. Como Kant, quiere reducir la multipli-
cidad de sensaciones a algún tipo de unidad: la primeridad es lo monádico, lo carente
de relaciones, el dominio preverbal apriorístico, inmediato y original; la segundidad
es lo relativo, lo dependiente, lo empírico; y la terceridad se asocia con la ley, con lo
general, con lo sintético. Como ocurre con los vectores en un espacio tridimensional
( ), donde el cuarto vector será, en geometría euclídea, matricialmente combinación
lineal de los tres anteriores que determinan las dimensiones, así la categoría asociada
al número cuatro es deducible de las tres anteriores (me pregunto si la teoría de las n-
dimensiones podría afectar en algo a esta teoría). El signo, el objeto y el pensamiento
son interdependientes en el famoso triángulo semiótico de Peirce. Consideramos que
el esquema aristotélico es óptimo a la hora de describir las características del objeto
y su estatuto ontológico, el de Kant se adecua mejor a los requerimientos lógicos del
sujeto, mientras que el de Peirce parece ser más integrador y universal, y por ello habría
de relacionarse con la superforma: las categorías de Peirce son las categorías super-
formales, que establecen el vínculo lógico y ontológico entre el sujeto y el objeto. Así
pues, la categoría de primeridad enlaza con el sujeto, la de segundidad con el objeto
y la terceridad con la superforma. Si el lenguaje es el puente por excelencia entre el
pensamiento y el mundo, la escritura, que marca el inicio de la Historia, es la expresión
máxima de esta relación: la escritura constituye un tránsito ulterior, una realización
aún más efectiva que vincula insoslayablemente lo ideal y lo real, permitiendo a lo
ideal perdurar en el ámbito de lo real; es un tránsito de lo posible a lo real. No es de
extrañar que el progreso del hombre se haya efectuado, en gran medida, por la posesión
de sistemas escriturarios que le permitían simbolizar sus pensamientos y transmitirlos
a las generaciones venideras. Y no podemos olvidar que la era moderna, al concluir
94 CARLOS BLANCO
La Historia nos enseña que los hombres, a pesar de sus divergencias y de la mul-
tiplicidad de sistemas concebidos, siempre han ansiado la completitud. Es propósito
nuestro esbozar una reflexión sobre las líneas históricas seguidas en el pensamiento
occidental (y en la medida de lo posible, en el oriental) en torno a las concepciones
integrales que de la Filosofía se han ofrecido.
Todas las manifestaciones de creatividad humana y todas las formas de pensa-
miento constituyen bellos ejemplos de lo formidable del espíritu humano, y por ello
es firme convicción nuestra que todo cuanto el hombre crea, piensa o concibe debe
ser estudiado con el máximo rigor, y de ser posible, ha de integrarse en un marco más
amplio que nos permita comprender el deseo general del intelecto.
Los Santos Padres, principalmente el Obispo de Hipona, se inclinaron más por
las doctrinas de Platón que por las de Aristóteles, considerándolas medios eminente-
mente propedéuticos para entender el Evangelio (así lo manifiestan los Stromata de
San Clemente de Alejandría). Esto se debe, sin duda, a la excelencia de su teoría de
las ideas, que otorga una importante preeminencia a los valores eternos y espiritua-
les, oponiéndose por tanto al materialismo hedonista del más tardío Epicuro, y a los
excesos de la civilización romana. Lo sensible siempre deviene, jamás es. Las ideas
eternas son las protoformas de todas las cosas, carentes de pluralidad, son únicas, son
las esencias. Hegel, en su tratamiento de las ideas, afirmaría que lo individual es lo
pasajero. Así, cuando Platón dice que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad, es
un precursor de la ascética cristiana. Las ideas son lo universal, lo lógico, lo funda-
mental, el sustrato de todo lo real. Son los principios y al mismo tiempo los fines de
las cosas dimensionadas en el espacio y en el tiempo. Hay grados de ideas, como hay
grados de posibilidad, y la idea suma es la del Bien, que las inteligencias patrísticas
96 CARLOS BLANCO
1
Crítica de la Razón Pura B370.
2
J. Deruelle sitúa la Atlántida en El desafío de los atlantes en el escenario donde tuvo lugar la
famosa Batalla de Jutlandia.
Ensayos filosóficos y artísticos 97
Universalis”), supo armonizar la filosofía tradicional de los antiguos con las nuevas
teorías de los modernos; tuvo en su mente la Antigüedad y la Modernidad, e intentó
integrarlas en su asombroso despliegue de inteligencia que iluminó casi todas las
ramas del conocimiento. Pero la nueva Ciencia despertó el escepticismo de autores
como Hume, y favoreció de algún modo el dogmatismo de Wolff y su escuela. Vendría
más tarde Kant, atormentado por la marcha negativa de la Metafísica a lo largo de
los siglos, y con su revolución copernicana transformó la Filosofía e hizo gravitar el
objeto en torno a un sujeto, elaborando un idealismo trascendental capaz de refutar
tanto el idealismo dogmático de Berkeley como el problemático de Descartes, quien
se había anticipado a él al basar toda su filosofía en el sujeto que piensa. A partir de
este sujeto pensante se propuso demostrar la existencia de Dios y la existencia de las
cosas externas: sujeto que lo explica todo desde sí mismo.
Descartes quiso extender la universalidad de la Matemática a toda explicación,
también a la Metafísica, como más tarde haría Spinoza con sus métodos geométricos
aplicados a la intelección filosófica. Dios es el principio, la derivación primera del
Cogito. Este intento es realmente grandioso, y merece los mayores elogios hacia Des-
cartes, quien ante todo se caracteriza por una loable claridad que nos permite disfrutar
tanto al leer y releer su Discurso del método, monumento al deseo humano de buscar
la verdad –como su subtítulo indica no en vano–; aunque contiene muchísimos puntos
débiles, como un rígido dualismo platónico y una incapacidad de demostrar plena-
mente la realidad de las cosas externas al sujeto que se autopercibe. Nuestro deseo es
no basar ni la Filosofía en las Matemáticas ni las Matemáticas en la Filosofía, sino
encontrar la integración entre Lógica y Metafísica. Kant trató de unificar realismo con
idealismo, si bien sus apriorismos decantaron su teoría más bien hacia el inmanentismo
subjetivista. Suprimió el saber para dejar sitio a la fe, y construyó una teoría de la razón
práctica que resultó en una moral racional y universal. Tras él, Fichte, Hegel (con su
espíritu absoluto que se autogenera: lo en sí, que es la idea, lo fuera de sí, que es la
naturaleza, y lo para sí, que es el espíritu; la tesis, la antítesis y la síntesis), Schiller,
Schelling y los románticos llevarían el idealismo a su extremo absoluto; el marxismo
se afanaría por cambiar el mundo, por efectuar el tránsito de lo teórico a lo pragmático,
y todas estas tendencias desembocarían en la Hermenéutica alemana del siglo XX, con
Heidegger y Gadamer como principales autores. Paralelamente, la convicción de que la
Filosofía debía acercarse a las ciencias experimentales, un pensamiento que ya señaló
el propio Kant, auspició el inicio de la filosofía analítica en el ámbito anglosajón; dos
modos de ver el mundo que se enfrentaron en muchas ocasiones. Pero este avance de
las Humanidades y de las Ciencias conllevó un distanciamiento de la religión, que
se vio atacada por la misma razón que ella tanto había defendido y potenciado. Este
drama de la inteligencia ha devastado al hombre, y ahora urge una nueva síntesis entre
el saber y la fe que demuestre que no es necesario suprimir ninguno de los dos, que
rechace todo dualismo del espíritu humano y se declare a favor de una integración
98 CARLOS BLANCO
de estas dos facultades del espíritu humano que nos llevan3 a la contemplación de la
verdad. Conocer lo singular es conocer lo lógico en la totalidad, no debe haber escisión
alguna entre lo universal y lo particular, entre lo supraempírico y lo empírico, pues
todo pertenece al ser. ¿Cómo trascender la frontera aparentemente infinita que separa
los opuestos, como lo posible de lo real, lo espiritual de lo material, lo universal de lo
particular? Nos preguntamos, al mismo tiempo, si no será más útil asimilar esa infini-
tud, como las Matemáticas han hecho con su Cálculo Infinitesimal, y trascender ese
límite, contenerlo: buscar lo “transfinito”. El ser es lo universal, que sólo se da en grado
absoluto en Dios. Hay una razón suficiente que conecta todos los seres y los refiere la
Realidad Suprema, a Dios. A esta operación se refiere la “superforma trascendental”,
cuyas ventajas deseamos exponer a continuación.
El problema de lo reflexivo fue una de las causas de la caída del Círculo de Viena
(incapaz de dar razón del propio principio que postulaban), de la lógica de Frege (como
hicieron ver las paradojas de Russell) y del psicologismo en filosofía de la religión (en
efecto: los psicólogos presuponen una teoría del hombre y un concepto de religión para
fundar sus consecuentes tesis). Los paralogismos que surgen prueban que no se puede
estudiar el conocimiento (lo universal por excelencia) desde la exclusiva perspectiva
del sujeto que construye pero que también es objeto, como tampoco se puede hacer
sólo desde el objeto. El dualismo es por tanto inválido: se necesita un tercer elemento,
una síntesis, un unificador, que aquí identificamos con la superforma en relación con
las categorías; al igual que la Semiótica moderna establecida por Peirce contempla
tres aspectos, el lenguaje, el pensamiento y el mundo, en su análisis del concepto de
signo (un triángulo semiótico: he aquí la importancia del número 3, la síntesis por
antonomasia).
Berger afirma en Para una teoría sociológica de la religión (p. 50) que “la religión
es el intento audaz de concebir el universo como algo humanamente significativo”.
Desde la teoría de la superforma podemos decir que la religión sintetiza la antítesis
objeto-sujeto en un camino hacia lo trascendente. Los filósofos que han disertado so-
bre la religión han adoptado enfoques tan distintos que es bastante difícil llegar a una
conclusión certera. Kant consideró que la pregunta más relevante de la Filosofía era
“qué es el hombre”. Tiene razón, pues al fin y al cabo es el hombre quien filosofa. Pero
el filosofar nos abre a la trascendencia, y es por ello hemos de ansiar una integración.
El teólogo protestante Schleiermacher concebía la religión como un sentimiento del
infinito, de la totalidad, de una dependencia intrínseca del hombre con respecto al
Absoluto, y no como un pensamiento (filosofía) o un actuar (Ética). Kierkegaard, tan
alabado por Miguel de Unamuno, resaltó la individualidad frente al absoluto hegeliano
(una reacción semejante a la de Pascal frente al “gigante” Descartes en el siglo XVII).
Feuerbach llegó a definir la esencia de la religión desde su célebre “Homo homini
3
El Papa Juan Pablo II ha resumido muy bien estas ideas en su Encíclica Fides et Ratio (1998).
Ensayos filosóficos y artísticos 99
5
Metafísica XII, 8.9.
6
Alegría a la que Schiller dio forma en su célebre himno y que el genio de Beethoven inmortalizó
para la Música.
Ensayos filosóficos y artísticos 101
8
Persia, la India, el tránsito de culturas y de religiones; una riqueza intelectual del todo sorprendente...
9
No olvidemos que Lidia, hija del Dr. Zamenhof, era báha’í.
Ensayos filosóficos y artísticos 103
El gran Hegel ansió una racionalización plena de todos los fenómenos, un rechazo
total a la contingencia para atraparlo todo en la necesidad de lo absoluto. Ese espíritu
romántico e idealista que inspiró a tantos titanes de la Ciencia y del espíritu puede
ser acogido en la teoría de la superforma: la superforma se manifiesta como la razón
universal, la expresión misma de la universalidad del ser, la probabilidad en cuanto
vínculo entre lo posible y lo real.
LAS DIMENSIONES DE LA DIALÉCTICA NATURALEZA-
GRACIA: CONTEXTO GENERAL DE LA CONTROVERSIA
DE AUXILIIS (2003)
las almas los decretos de la divina sabiduría, penetrando con tanta intensidad en lo más
íntimo de los hombres que hoy ya todo ha sido transformado por la luz del Evangelio.
La ciencia, la filosofía, las artes, el Derecho, el Arte... Todos ellos son producto de
una visión cristiana del mundo. Al creer en Dios Omnisciente, Creador del Cielo y de
la Tierra, el alma cristiana advertía que en la naturaleza hay una huella del Altísimo,
una huella del perfecto orden y de la perfecta sabiduría con la que actúa, pues “todo
lo hizo con orden, peso y medida”; “Dios ordenó y creó todas las cosas”3. Todo lo
dispuso bueno, verdadero, único. Dios dotó de trascendencia a la creación. Si Dios se
nos ha revelado por el Hijo, cuánto más inteligible será todo a la luz de su doctrina. Y
Cristo, al decirnos que es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, nos ha enseñado
que todo cuanto nuestra inteligencia busca está en Dios; de Él procede todo cuanto es
y hacia Él se dirige. Leyes y principios buscan las ciencias. La matemática, universal
y fiel instrumento, plasma con elegancia y belleza la descripción de la realidad, fruto
de la convicción de que detrás de lo real subyace una estructura maravillosa, un orden
divino don del Creador. La Filosofía se llenó de la luz potentísima del Evangelio. La
idea de Dios está inspirada en la idea cristiana de la divinidad, ser personal capaz de
amar a sus criaturas. Los griegos obtuvieron quizá el grado máximo de sabiduría que
los hombres podían alcanzar sin la luz de Cristo. Cultivaron la ciencia, hicieron gran-
des logros en la Matemática, interpretaron e intentaron comprender el mundo desde
diversos sistemas filosóficos, que aún hoy nos sorprenden por la fuerza de muchas de
sus verdades. Hombres como Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides, Sócrates, Platón,
Aristóteles, Arquímedes, Eratóstenes... progresaron en el estudio de las ciencias y de
las artes, y algunos, como el Estagirita, estuvieron a las puertas de la verdad. Puertas in-
franqueables, sin duda, por la limitada inteligencia humana. Puertas que sólo la humil-
dad de voluntad, la aceptación de la Buena Nueva de Salvación que Cristo encomendó
a su Iglesia al derramar la sangre de su costado sobre la tierra de nuestro mundo, podía
traspasar. Sin Cristo la oscuridad y la soledad del hombre impiden actuar plenamente
al Espíritu Santo en nuestros corazones. Los pueblos paganos adoraban a ídolos y se
prestaban a toda clase de sacrificios para satisfacer a deidades incognoscibles. Sólo
Cristo ha mostrado a Dios, porque el Dios verdadero que ha creado el mundo y lo ha
hecho inteligible para la razón humana habría de ser loado por descubrirse al hombre,
por enseñarle la verdad universal. Nada había más propio del Dios que creó los Cielos
y la Tierra y que dotó de tanto orden y de tanta belleza al mundo que revelarse a sí
mismo y reconciliarse con el hombre. La Inteligencia Suprema se hace cognoscible a
las inteligencias humanas mediante Cristo. Así dirá San Agustín que “nuestra ciencia,
pues, es Cristo, e, igualmente, nuestra sabiduría es Cristo. Él pone en nosotros la fe en
las cosas temporales. Él nos muestra la verdad de las cosas eternas”4.
Los paganos estaban corrompidos por el pecado; realizaban sangrientos ritos y
violaban la dignidad de los hijos de Dios. Buscaban sin resultado el bien. Espectáculos
3
Cf. San Agustín, Enarrationes in psalmos 144,13.
4
Cf. De Trinitate 13, 19, 24.
108 CARLOS BLANCO
fieros, donde decenas de seres humanos morían para deleitar a la plebe, sólo pudie-
ron desaparecer con la llegada del Cristianismo: “Vino Él y exhaló su fragancia, y el
mundo quedó perfumado”5. La sociedad cristiana instauró paz y sosiego; armonía con
el mundo, armonía con la conciencia que cree que el mundo es inteligible, armonía
con el corazón humano que ansía el bien. El Cristianismo cambió la faz de Imperio,
se extendió hasta los confines de la Tierra; el Cristianismo volvió a crear al hombre.
Hombres nuevos nacerían de la nueva religión, a quienes la luz del Verbo había mos-
trado los caminos de salvación. Europa no puede volver al paganismo. Prescindir de
la herencia cristiana es volver a la oscuridad y a la barbarie de la falsedad. La verdad
que Cristo nos ha mostrado no puede dejarnos impasibles. Europa, el viejo continente,
la esencia intelectual de la raza humana, el hogar de los grandes genios de la Historia,
cuna de la cultura, del mundo civilizado; Europa, grandiosa tierra donde las mentes
concibieron visiones del mundo, teorías científicas, obras de arte. Europa es el corazón
del mundo. El carácter cristiano de Europa está tan intrínsecamente ligado a su his-
toria que bien podemos decir que Europa es cristiana; la Historia es cristiana, porque
el tiempo es obra de Dios, y la Historia narra las acciones de nuestro espíritu en el
tiempo. El tiempo se mueve, el tiempo no es constante; el tiempo sucede, pasa, varía,
cambia, se altera. La condición de absoluto no puede aplicarse al tiempo. Cristo, sin
embargo, ha establecido la reverencia más sublime, una referencia imperecedera: su
nacimiento, el hecho más trascendente de cuantos podían acaecer en esta dimensión.
Cristo ha nacido, lo Infinito se ha reconciliado con lo finito.
La naturaleza es un sistema magnífico, una unidad dirigida hacia un mismo fin. El
orden de la gracia, la esfera de lo sobrenatural, entra en el cosmos a través del espíritu
humano. Los milagros son posibles gracias a la existencia de un plano intermedio entre
lo sobrenatural y lo natural, entre la materia y el espíritu. Este plano, esta frontera de
trascendencia a medio camino entre lo finito y lo infinito, es el ser del hombre, síntesis
del ser real. Los milagros no violan las leyes de la naturaleza. Porque la ley supone un
orden, y el milagro lo que hace es introducir una inteligibilidad si cabe mayor, pues
muestra a la mente humana destellos de luz procedentes del plano de lo sobrenatural.
En lo milagroso Dios comunica a los hombres que sólo Él es Absoluto, que las le-
yes que creemos definitivas e inquebrantables nada pueden ante Aquél que las creó.
Porque, en efecto, nada serían sin Dios, Causa de todo cuanto es. Nadie mejor que la
venerable y santa mente del Obispo de Hipona para ilustrar estos pensamientos: “La
hermosura misma del Universo es como un gran libro; contempla, examina, lee lo que
hay arriba y abajo. No hizo Dios, para que le conocieras, letras de tinta, sino puso ante
tus ojos las criaturas que hizo. ¿A qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la
Tierra te vocean: somos hechura de Dios”6. Los antiguos asociaban la perfección con
lo limitado, con lo fácilmente aprehensible. El mundo, la esfera de la Tierra, constituía
el centro del cosmos. Copérnico y los iniciadores de la ciencia moderna cambiaron
5
Cf. San Agustín, Enarrationes in psalmos 90.
6
Cf. Miscellanea agostiniana I, 360.
Ensayos filosóficos y artísticos 109
esta concepción del mundo al mostrar que el lugar en que moraba el hombre no era
el centro del Universo. De este modo, la ciencia moderna contribuyó a convencer
al hombre de que el plano sobrenatural es el que más intensamente concierne a su
ser, a su espíritu, donde él es el verdadero centro, pues sólo existe la referencia de
la Omnipotencia y Omnisciencia del Altísimo. La ciencia moderna7 estuvo movida
por la convicción de que era posible encontrar unas leyes sencillas que, expresadas
con el pincel de la Matemática, describiesen el funcionamiento de los fenómenos
del cosmos, los principios generales que rigen los actos de las entidades materiales.
Buscaban, pues, sencillez, armonía, inteligibilidad. El hombre había advertido que era
ciertamente capaz de interpretar la Creación y de hallar su sentido. Aún hoy, a pesar
de las grandes revoluciones que la Física, la Biología y en general todas las ciencias
han experimentado, seguimos creyendo que el sistema de la naturaleza es coherente,
y que seguiremos pudiendo perfeccionar nuestro conocimiento de sus mecanismos.
La ciencia entera se ha convertido en una entidad dinámica, en constante movimiento,
sujeta a los infinitos progresos de la mente humana. La ciencia se ha humanizado, ella
misma es prueba patente de la condición de síntesis de naturaleza y de gracia que os-
7
Newton, con su concepción del espacio y del tiempo como entidades absolutas independientes
de la influencia de los cuerpos, y con su teoría mecánica omnicomprensiva, parecía haber culminado
las aspiraciones más profundas de nuestras mentes. Mediante la sencillez de la ley de la gravitación
universal había conseguido explicar lo que a los antiguos tantos cálculos complicados les había costado,
además de poder dar razón de fenómenos anteriormente ignorados. Con Newton la ciencia, el deseo de
conocer los principios generales que rigen los actos de las entidades tan inscrito en lo más íntimo de la
inteligencia humana, estuvo a punto de cerrarse. La revolución einsteiniana devuelve, por así decirlo,
la “normalidad” al espíritu humano; la gráfica de la evolución del conocimiento comienza a decrecer
tras Newton, porque Einstein nos ha mostrado que la mecánica clásica no sólo no podía explicar
muchas perturbaciones físicas, como la del perihelio de Mercurio o los resultados del experimento de
Michelson-Morley, teniendo que recurrir a las ficciones del éter y del espacio-tiempo absolutos, sino
que ha introducido intrínsecamente en la Física el dinamismo propio de la naturaleza, y ha mostrado
que la mecánica clásica está inscrita en un contexto teórico mucho más amplio de lo que en un principio
se pensó. Las relaciones de las que hablaba Leibniz han sido asimiladas por la física moderna bajo el
concepto de “Relatividad”, que priva al espacio-tiempo de su estatuto asubstancial, absoluto, impasible e
inmutable, y lo convierte en una semientidad dotada de dinamismo, curva en el caso de las dimensiones
espaciales, en constante movimiento en el caso de la sucesión temporal. Un cosmos que ha necesitado
el empleo de geometrías que en ocasiones desafían a la imaginación, pero no a la razón humana. Y ha
abierto las maravillosas puertas de la naturaleza como un todo que se manifiesta continuamente y en
distintas formas a la mente humana. En la Matemática se puede hablar de una continuidad histórica (un
gran edificio que se va construyendo gracias a las aportaciones de los grandes genios, como Euclides,
Arquímedes, Newton, Euler, Gauss, Cauchy, Riemann..., y que nunca se derrumba), aunque en las últimas
décadas el estudio de las fractales, del caos y de los números hipercomplejos haya podido alterar la
formalidad y la universalidad de esta disciplina, acercándola más a la esfera de las ciencias empíricas; en
la Física hemos visto como antiguos modelos cosmológicos que se tenían por definitivos han dado paso
a sistemas aún más grandiosos. Es la diferencia entre la ciencia de los posibles, la ciencia que sólo opera
en el ámbito de la infinitud de la mente humana, y que se guía por la universalidad de la inteligencia y
de sus principios lógicos, y la ciencia que ansía una cierta completitud en sus explicaciones, pero que
debe tratar con la mutabilidad de lo natural. Hay un nexo entre estos dos órdenes, pues el cosmos, el
todo del ser, el categorumen positivo, no es una dualidad, sino una unidad en lo trascendental. Y este
nexo radica en el concepto de superforma, de inteligibilidad y de racionalidad absolutas, que remiten
al Creador como principio y fin.
110 CARLOS BLANCO
8
Con razón afirma el Prof. Clavell en El nombre propio de Dios que “todo nuestro hablar sobre Dios
se edifica sobre el fundamento de que Dios es el Ser. Los demás nombres no harán más que expresar la
riqueza inagotable contenida en el Ser subsistente, que encierra todas las perfecciones”. Otras versiones
de este célebre pasaje son: la griega, ἐγώ εἰμι ὁ ὤν (ego eimi ho on; Biblia Sacra cum Vatabli, 1729),
esto es, Aquél que continúa eterno, que persevera en su esencia sin limitación alguna, con un único
sentido ontológico, con una unidad máximamente trascendente, donde convergen todos los posibles y
todos los reales en la Necesidad Absoluta del Ser, Dios, el único sujeto absoluto, el único Yo del Ser,
Razón de todo, Pensamiento Máximo de su propia Inteligencia, Verdad Suprema, nexo supremo entre
lo posible y lo real. Acto continuo, fuerza ontológica suma.
Ensayos filosóficos y artísticos 111
a los sujetos no en sí, sino accidentalmente, como meros posibles. Por tanto, Dios no
influye en las decisiones de cada espíritu libre, pero sabe que toda vía lógica conduce
a la infinitud posible de su esencia. Porque Dios, mediante su ciencia de la visión,
conoce los acontecimientos reales en un presente eterno y continuo. Dios conoce el
presente, el ser, no lo futuro. El futuro aún no es en acto; cuanto podemos decir del
futuro es que en él la dimensión móvil del tiempo aún no ha alcanzado un valor real.
No se puede decir, por tanto, que Dios conozca cada una de nuestras acciones futuras.
Dios conoce las posibles acciones que habremos de realizar, y al ser la ciencia divina
la causa del ser, con su intelección Dios causa que esos posibles sean aptos para con-
vertirse en actos según la voluntad de cada individuo. La inteligencia divina conoce lo
pasado y lo presente como una continuidad entitativa, pero no puede conocer lo futuro
por el sencillo hecho de que aún no existe, es una posibilidad que no se puede incluir
en el orden efectivo. Si Dios lo conociese, habríamos de decir que su omnipotencia,
derivada de la perfección de su Suma Inteligencia, sería causa de que tal o cual acción
hubiese sido realizada. Lo cual no puede ser aceptado del todo por los teólogos cristia-
nos, porque el Señor en la Cruz dio muestras manifiestas de nesciencia. Las profecías
no constituyen decretos visionarios, pues éstos han de ser interpretados, y los Santos
Padres así lo hicieron desde la luz del Evangelio, “ex eventu”, cuando Cristo ya había
sido “la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9).
Porque, verdaderamente, con la luz de la verdad se puede comprender el conjunto de
cuanto es. Decir que Dios no conoce lo futuro no es, en absoluto, limitar su infinita
inteligencia, como no lo es tampoco afirmar que su voluntad no puede modificar las
verdades eternas de la Lógica (contradecirse a sí mismo, violar el principio de que
cuanto conoce y hace está en un presente eterno). Significa, simplemente, que Dios no
conoce lo que aún no es en acto, pero sí lo conoce como posible. Y para que torne acto
es necesaria la intervención de un sujeto que actúe. Será, por tanto, imposible que Dios
conozca en anticipación cada uno de nuestros actos. Y de este modo se justifican los
castigos narrados en las Escrituras, pues cada acción ha dependido de la actuación de la
libre voluntad del sujeto, que merecerá ser alabada o castigada. La voluntad de Dios es
manifiesta: “Dios quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento
de la verdad” (1 Tm 2,4). Y este decreto de su volición es plenamente inteligible: llegar
a conocer la verdad supone unirse íntimamente a Dios, alcanzar el fin de toda criatura.
Ser salvo no es sino ser liberado del pecado y alcanzar la gloria eterna junto al Ser
Supremo, que es el fin de toda criatura. Y la voluntad de Dios ha otorgado al hombre
la gracia de la libertad, la gracia de la capacidad de decidir los fines de las propias
acciones. Y esta maravilla del don divino permite a los hombres elegir sus propios
caminos. Dios no fuerza, pues, a las almas a seguir su voluntad, pero consciente de
que la voluntad y la inteligencia humana son imperfectas, las ha iluminado mediante
la Revelación. Porque el fin del hombre es Dios, la Perfección Suma. Hay, por tanto,
una ciencia en Dios, un conocimiento total del ser: del ser posible y del ser real, que
es la ciencia del movimiento universal de las criaturas, la ciencia arjeteleológica en
112 CARLOS BLANCO
grado sumo; los posibles son infinitos, los entes reales están en número limitado, y
sólo Dios, que es real, es Infinito, pero de la integración de posibilidad infinita y de
realidad infinita en Dios emerge la Necesidad Absoluta del Ser Supremo, que le hace
poseedor de la razón suficiente de todo cuanto es.
La libertad humana está dimensionada, esto es, definida por las condiciones espa-
ciotemporales que relacionan todo cuerpo con el conjunto del mundo material y con el
conjunto de los mundos posibles. Las dimensiones actúan como marcos de referencias
en los que cada ente despliega su actividad. La libertad es limitada, imperfecta. Hay
un orden perfecto entre la gracia y lo natural, que la infinita sabiduría del Altísimo
ha dispuesto desde el comienzo del mundo. La naturaleza legislada, sujeta a las leyes
que los hombres han podido describir de forma matemática, interpretándola según los
criterios universales de la formalidad de los números, se reconcilia armoniosamente
con la gracia, en virtud de la infinita trascendencia que une a ambas: hay una fron-
tera infinita entre lo divino y lo material, y esta frontera es trascendente, infinita, y
sólo la omnipotencia de Dios, la superforma divina que ha causado todo lo posible y
todo lo real (los posibles son posibles porque Dios es la Infinitud de lo posible, por sí
mismos nada son, si se prescinde del contexto de la infinita posibilidad divina) puede
franquearla. Los milagros son razonables, porque aunque parezcan ir contra el orden
y los principios de la naturaleza, no lo hacen contra el orden del sistema del ser, del
categorumen positivo: proceden de la gracia, de la bondad infinita que Dios que dirige
sus acciones hacia fines eminentes. El orden de la gracia y el orden de la naturaleza
forman un sistema del que emerge la propiedad de la trascendencia: la armonía de la
unidad entre ambas esferas del ser genera una infinitud que nos remite al Ser Necesa-
rio, a la Trascendencia en sí misma considerada. La armonía entre el sistema general
de lo natural y de lo gratuito se dan en el hombre, que es en cierto modo el centro del
ser. La gracia es el don de Dios al hombre, que le permite alcanzar fines que por las
fuerzas solas de su intelecto y de su voluntad nunca sería capaz de ganar. La gracia es
por tanto una entrega cuya razón está en la voluntad de Dios, que todo lo ha orientado
hacia el bien. “Esta gracia de Dios, sea ordinaria o extraordinaria, tiene sus grados y
sus medidas, es siempre eficaz en sí misma para producir un cierto efecto proporcio-
nado, y además es siempre suficiente”9. La gracia entra pues en el orden de lo previsto
por Dios para cada criatura, que está en armonía con el orden de lo previsto para el
todo, porque la unidad y la totalidad se identifican en último término. La gracia nos
da entendimiento, luz divina que nos exhorta a descubrir la verdad que subyace en lo
natural: “el intelecto (...) tiene necesidad del don de la gracia del Creador para poder
realizarse en el acto de entender”10. De qué modo la gracia divina viene a nuestras
almas fue explicado por San Agustín: Dios las ha dispuesto generosamente, y a la vo-
luntad humana le corresponde aceptar sus dones, porque sin obras la gracia no puede
actuar eficazmente, ya que la realización de una obra constituye la confirmación de
9
Leibniz, Discurso de metafísica, 30.
10
Nicolás de Cusa, De dato Patris luminum I, 92.
Ensayos filosóficos y artísticos 113
que la libre voluntad del individuo, que Dios respeta sobre toda cosa, acepta someterse
a los decretos de Dios. Pero sin la gracia de Dios, sin la disposición universal hacia el
bien propuesta para cada individuo, nada bueno podría acometerse. Y a la pregunta de
cómo el hombre puede dirigir su voluntad hacia fines malos, responderemos que tales
fines no siempre son tenidos por malos por quien los comete. Dios todo lo conoce.
Conoce lo cognoscible, lo que posee una entidad real, una independencia que no le
sujeta a la derivabilidad lógica, sino que de por sí le constituye en sujeto de actos. Y
Dios sólo conoce lo que el hombre hace cuando lo ha hecho realmente, porque los
meros posibles no representan acciones dignas de premio o de castigo, sino acciones
merecedoras de premios o de castigos posibles, que el sujeto aún no ha actualizado
responsablemente11. Y las acciones, a pesar de estar dentro del tiempo, exceden de
alguna manera el tiempo, porque los posibles son atemporales, y lo actual es substan-
cial, mientras que el espacio y el tiempo son semisubstanciales.
Al tratar estos temas que versan sobre la reconciliación de la omnisciencia divina
con la libertad que la misma omnisciencia ha querido conceder al hombre, materia en la
que entran con tanta fuerza aspectos clave de la Lógica y de la Metafísica, del análisis
de lo posible y del estudio de lo real, es inevitable hacer referencia a las dos grandes
corrientes que disputaron entre sí durante la célebre controversia “De Auxiliis”, que
no llegó a una conclusión clara al respecto. Será necesario precisar que la convicción
de que todo cuanto Dios ha hecho es razonable no quiere decir que podamos explicar
todas las acciones de Dios, muchas de la cuales permanecen incognoscibles para
nuestras limitadas inteligencias, en virtud de los misterios ocultos para nosotros para
cuya dilucidación habremos de esperar a la vida futura. Para Luis de Molina S.I. (cuya
obra De liberi arbitrii cum gratiae donis concordia, publicado en Lisboa en 1588, ha
alcanzado grandes cotas de celebridad en la Teología de la gracia) Dios, además de la
ciencia de mera intelección, mediante la cual Dios conoce lo puramente posible, y la
de visión, por la que conoce lo real, tiene una ciencia media que le permite conocer
los futuribles o condicionales que se realizarían si se pusiese una condición que aún
falta. La condición supone una determinación de la posibilidad, la fijación de una
constancia a lo posible. El conocimiento de lo condicionado se deduce del conoci-
miento de lo posible en cuanto antecedente, y del conocimiento de lo real en cuanto
consecuente, porque es lo posible lo que determinará lo real, que no es más que una
ampliación transfinita del grado de posibilidad. Hay un concurso simultáneo, según
Molina, entre la causa primera y la causa segunda, concurso que no subordina ninguna
de ambas. El concurso es la participación de una misma acción; en este sentido, es la
equiparación de los fines de las voluntades libremente ordenadas de ambas causas.
La simultaneidad se da por tanto en el orden teleológico, no en el orden efectivo, que
es en el que podría peligrar el mantenimiento de la libertad individual. Además, no se
11
A este respecto afirma Leibniz (Discurso de metafísica, 30): “Siendo las determinaciones de Dios
en estas materias cosas imprevisibles, ¿de dónde sabe que está determinada a pecar, sino cuando peca
ya efectivamente?”.
114 CARLOS BLANCO
12
Las obras principales en las que recoge sus tesis sobre la gracia, la libertad humana y la
omnisciencia divina son Apología fratrum praedicatorum in provincia Hispaniae sacrae theologiae
professorum, adversus novas quasdam assertiones cuiusdam doctoris Ludovici Molina nuncupati
(1595); Responsio ad.
Ensayos filosóficos y artísticos 115
sin especies posibles). Al igual que la unidad tiene un carácter especial en el conjunto
de los números reales (es un trascendental que conecta por tanto el orden lógico con
el ontológico, y no se limita a actuar como un simple “adjetivo” que se atribuye a las
substancias reales según su condición), la infinitud también es especial dentro de lo
posible. La infinitud retira la limitación; la infinitud perfecciona, pero sólo puede
perfeccionar realmente cuando el infinito está en acto (cosa que sólo acontece en el
Ser Supremo, que es Infinito tanto posible como real y necesariamente). En el plano
de los posibles, la infinitud no ha alcanzado el grado máximo de su entitatividad; la
infinitud no es, por así decirlo, infinita, porque aún depende de las potencialidades
que los entes tengan de ser infinitos o limitados. La infinitud se “limita” de este modo
a ser una indeterminación que la ciencia Matemática ha tratado siempre de superar
y de admirar al mismo tiempo gracias al esfuerzo de los intelectos más brillantes
de la Historia. El caso del hombre es una fascinante singularidad en el orden de lo
creado. La infinitud del espíritu, que es apertura pura a la trascendencia máxima, se
conjuga substancialmente con la materia finita, dimensionada y limitada. Pero, si lo
analizamos bien, veremos que la diferencia entre ambas realidades (la espiritual y
la material) no es tan grande como cabría suponer. Porque lo materia es potencial-
mente infinita, como también lo es lo espiritual. El término común que relaciona y
proporciona ambas realidades es la infinitud potencial. El espíritu es una infinitud
posible máximamente abierta al Ser Supremo que dota al hombre de una inteligencia,
de una conciencia y de una voluntad que le hacen capaz de determinar sus propios
fines (esto es: de limitar la esfera infinita de los posibles). Porque el hombre no es
“infinitus in actu”, sino que su infinitud está ciertamente abierta a la actualidad más
eminente, limitada por la concreción y objetivación de la materia. El hombre está así
inmerso en la trascendencia misma, en la frontera entre lo infinitamente posible y lo
infinitamente real (he aquí, en el hombre en su integridad, la imagen más maravillosa
del Altísimo: varón y mujer los creó, a su imagen y semejanza; ¿qué si no el ser del
hombre es la imagen de Dios? La Encarnación del Verbo ha confirmado al hombre
que está hecho a imagen y semejanza de Dios, porque incluso la Eterna Palabra del
Padre ha aceptado por obra y gracia del Espíritu Santo participar completamente
de la naturaleza humana). Así como el orden de lo espiritual es, por así decirlo, la
posibilidad perfecta (o si se quiere, la esfera de la necesidad misma), y la materia es
la realidad pura, el ser humano constituye la individualización de ese límite infinito
que discierne los dos planos: un único sujeto infinito y finito al mismo tiempo, que
trasciende a la esencia de lo real, a lo posible y a lo necesario, una síntesis del ser.
Síntesis posible, en virtud de la infinita posibilidad misma del espíritu y de la infini-
tud potencial de la materia. El dinamismo de lo material, el movimiento, la energía,
la fuerza, la potencia intrínseca de lo real, denotan una infinitud, una capacidad
continua de transformar, de dotar de nuevas realidades, de perfeccionar las esencias
y abrir lo existente a las distintas esferas y grados del ser. La posibilidad es posible
(esto no es una mera tautología: decir que la posibilidad es posible es afirmar que es
120 CARLOS BLANCO
lógica e inteligible, y que por tanto los hombres son capaces de operar intelectual-
mente con y en ella), la realidad es real, y la necesidad es; es el ser máximamente:
es necesaria, verdadera en todos los posibles y en todos los reales.
Si se pregunta, por tanto, cómo es posible que el espíritu y el cuerpo se unan en
una integridad bajo un mismo sujeto, tal que afirmemos que el hombre es un espíritu
encarnado o un cuerpo espiritualizado, de bien podemos responder que reproduce la
esencia misma del ser, en todos sus modos y grados, en un único sujeto; y que se ha
efectuado en virtud de la infinitud potencial de la materia y la infinitud posible del
espíritu; que se ha realizado en la frontera infinitamente trascendente del ser, y que ha
dado lugar a un ser infinitamente abierto al ser. En resumen, diremos que en la unión
substancial de alma y cuerpo se actualizan, en cuanto potencias trascendentes, las
respectivas infinitudes del espíritu por sí mismo y de la materia. El dinamismo vence
al caos, que es el dinamismo de la nada; el caos es la ininteligibilidad pura, que se
opone a la inteligencia impresa en las cosas creadas.
El problema de la compatibilidad entre la teoría de la Evolución y una visión
creacionista del alma es ciertamente inquietante. Porque, en efecto, si la Evolución
no es sino expresión del constante devenir del ser material en el espacio y en el
tiempo, que adquiere nuevas formas, nuevas estructuras, nuevas proyecciones y
nuevas amplitudes, ¿es posible hablar de una acción individual de la Divinidad al
conferir cada alma espiritual a cada sujeto singular? ¿A partir de cuándo, por así
decirlo, adquirió la Divinidad conciencia de que debía conferir un alma espiritual
a los miembros de la especie humana? ¿No es situar la acción divina en un plano
excesivamente mecanicista, obligándola a crear un alma incluso en situaciones tan
extrañas como, por ejemplo, un embarazo indeseado? No pensamos que el hombre
tenga autoridad intelectual para imponer esta acción a la Divinidad. Ciertamente, la
sola evolución material no llega al espíritu, a la autoconciencia, a la trascendencia
del plano de lo material a un lugar ontológico superior desde el cual es posible re-
flexionar sobre lo material mismo. Pero definiendo lo material como una dimensio-
nalización del espíritu, parte por tanto de la infinitud de lo espiritual, advertiremos
que aparece así como una potencia que la Evolución ha ido definiendo hasta llegar
al momento óptimo (entendemos por óptimo el momento en que el soporte material,
la condición necesaria de la actividad autoconsciente, alcanzó tal desarrollo como
para poder ejercer dichas funciones) en que su dinamismo adquiere una entidad
propia: la autoconciencia.
La naturaleza y la gracia convergen en el hombre, que es la reunión de todas las
infinitudes del ser (la imagen de Dios, el reflejo del Altísimo, que es la única Infinitud
Actual). El hombre, cognoscente libre del cosmos, privilegio de la Creación. La gra-
cia como continua y necesaria asistencia de Aquél que es Necesario, sin la cual nada
bueno podría ser obrado por el hombre (lo bueno es lo trascendente a la voluntad; así,
cuando el hombre ansía la verdad y la bondad busca en todo a la Trascendencia misma,
a Dios Todopoderoso y Omnisciente); la naturaleza como el dinamismo actualizado
Ensayos filosóficos y artísticos 121
en todas las entidades reales. Todo converge hacia la Unidad Absoluta del Ser: Dios,
quien se ha manifestado a través del Hijo en la plenitud de los tiempos: “el Hijo, en la
esfera de lo divino, es una verdadera manifestación del Padre según la omnipotencia
absoluta y según la luz infinita”14.
14
Cf. De dato Patris luminum IV, 111.
LA VIDA DEL ARTE: EN TORNO A LOS LIBROS PINTURA
Y REALIDAD DE ÉTIEN GILSON Y LA POESÍA Y EL ARTE
DE JACQUES MARITAIN (2005)
Los dos libros que comentamos, Pintura y Realidad de Étienne Gilson y La Poesía
y el Arte de Jacques Maritain, representan dos esfuerzos encomiables de elaborar una
reflexión filosófica sobre el Arte inspirada en el pensamiento cristiano y que mana,
muy especialmente, de las aguas siempre límpidas y calmantes de la obra de Santo
Tomás de Aquino, teólogo al que nuestros dos escritores dedicaron gran parte de sus
vidas. El texto de Gilson, sin duda uno de los grandes historiadores del siglo XX y
uno de los principales especialistas en la cultura, la filosofía y la teología de la Edad
Media (otrora tan denostada a favor del Renacimiento, sin comprender que, aun con
rupturas, en la Historia también existe continuidad, y que no sería posible entender el
genio de Italia y su mirada a Grecia y Roma sin comprender la Edad Media, donde ya
se dio esa mirada a los clásicos con la recepción de filósofos como Platón o Aristóte-
les), responde a ese propósito.
Gilson pronunció una serie de conferencias en la National Gallery of Art de
Washington en la primavera de 1955 (¡hasta el tiempo acompañaba a Gilson, pues
qué mejor que la primavera y el rebrote efusivo de vida y movimiento que se da en
este tiempo para reflexionar sobre una de las creaciones más sobresalientes del genio
humano: el Arte!), publicadas en 1957 bajo el título de Painting and Reality. La obra
de Jacques Maritain, el “fundador” de la democracia cristiana y, en consecuencia,
uno de los pensadores católicos más influyentes del pasado siglo, es fruto, también,
de unas conferencias que el filósofo francés pronunció en el mismo escenario que su
compatriota y colega Gilson, pero tres años antes, en 1952. Será interesante cuando
menos, y fascinante en todo caso, examinar cómo dos de las grandes figuras de la
intelectualidad católica de la primera mitad del siglo XX, y que se enmarcan en el
contexto de la magnífica tradición católica francesa (con figuras tan notables como
Bernanos y su Diario de un cura rural, el poeta converso Paul Claudel y sus cantos a la
Virgen María, que contienen algunos de los versos más bellos en la lengua de Moliere,
o el premio Nobel de Literatura François Mauriac). Iniciaremos, por tanto, un breve
repaso al contenido de ambos libros, para luego proceder a exponer nuestra propia
reflexión sobre el espíritu de lo clásico y de lo romántico: sobre el espíritu del Arte, al
fin y al cabo, que fusiona lo pasado y lo futuro en la constante búsqueda de lo eterno.
Empezaremos por la obra de Gilson, más “sistemática”. Nuestro filósofo comienza
preguntándose por el modo de existencia de la pintura, haciendo honor a su profundo
conocimiento de la forma de filosofar que se dio en la Edad Media y que, heredera de
Aristóteles, no podía sustraerse en ningún momento a la pregunta por las causas. Y es
que el Estagirita había definido la Ciencia como “el conocimiento cierto por causas”.
Cuestionarse por la naturaleza de las diversas causas que convergen en un determinado
objeto es así signo de cientificidad.
Toda obra artística posee una existencia física: El Jardín de las Delicias, de El
Bosco, existe “físicamente” en forma de cuadro y se conserva en el Museo del Prado,
en Madrid. La ópera Turandot, de Puccini, existe físicamente en modo de grabación
sonora, o en sus partituras. Toda manifestación artística tiene una existencia física,
Ensayos filosóficos y artísticos 125
porque el Arte conmueve a nuestros sentidos. Al igual que el mundo físico y que el
mundo que nos rodea en general, lo captamos mediante nuestros sentidos. Pero, ¿se
limita la existencia de la obra de arte a la pura facticidad física? A todas luces no. Y
por ello Gilson habla también de “existencia estética”. Citando un ejemplo que pone
el mismo Gilson, las pinturas de las cuevas de Altamira poseen una existencia estética
propia, porque el observador no se queda en su soporte físico, ya de por sí notable, sino
en lo que significan para el desarrollo de la cultura humana y para nuestra comprensión
de la evolución del ser humano. Su valor no reside sólo en la maestría del legendario
artista del Paleolítico, sino en el genio humano mismo, capaz de alumbrar ya desde
antiguo, desde hace miles de años, una conciencia estética, una conciencia de que era
capaz de plasmar el mundo inmaterial e inasible de sus pensamientos, de su ego, en
las paredes de las cuevas en que habitaba. El Arte desliga así al hombre de la pura
evolución biológica: el hombre crea el arte quizás por una necesidad, pero en todo caso
por una necesidad estrictamente humana, personal, y no biológica o relacionada con
la supervivencia de la especie, aunque luego le demos fines distintos que sí puedan
contribuir al progreso de la especie humana. El arte egipcio, en todas sus maravillas,
no hace sino plasmar la idiosincrasia de toda una civilización a través de lo bello. Los
egipcios habrían sobrevivido sin haber esculpido los colosos de Memnón, aunque para
ellos fuesen tan necesarios como sus creencias religiosas parecían conllevar. Se puede
sobrevivir “físicamente”, biológicamente, sin Arte, pero no se puede ser hombre sin
esa existencia histórica que tan difícil de caracterizar nos resulta.
Como afirma Tomás de Aquino, el arte perfecciona al hombre tanto en conoci-
miento como en poder ejecutivo1. Y no es menos cierto en lo referente a la “ejecución”:
la Misa de la Coronación del sempiterno W.A. Mozart es ya, de por sí, sublime, pero
¿no añade aún más grandiosidad el verla representada en el Vaticano y bajo la batuta
de Herbert von Karajan?
Además, la obra de arte posee una individualidad que la hace inconfundible. Y
esta “singularidad” comienza por el material del que está hecho. Cada pintor tenía
sus técnicas y sus modos de proceder. Un Velázquez resulta así inconfundible, como
han demostrado las modernas técnicas de análisis. No es lo mismo, por su parte, un
original que una reproducción, y por ello aborrecemos tanto las falsificaciones y el
robo de originales (como ocurrió hace unos años con El Grito de Munich en Oslo,
obra maestra del expresionismo). Creamos museos para que la existencia de la obra
perdure en la conciencia de nuestro tiempo, para conferirle mayor duración y mayor
amplitud. El museo es así el templo del arte, en el que los hombres “prestan culto”
a las creaciones de los grandes genios dela Humanidad, conscientes de que todos
participamos, de una u otra forma, de los sentimientos y de las ideas que los artistas
quisieron plasmar en sus obras.
La identidad del cuadro y su autenticidad son, así, dos aspectos que Gilson con-
sidera esenciales a la hora de caracterizar, filosóficamente, una pintura o una obra de
1
De virtutibus in communi, art. 7
126 CARLOS BLANCO
arte en general. La identidad está en estrecha relación con el origen: el pensar que
una determinada pintura fue compuesta en la Florencia de los Médici ya nos sugiere
mucho, nos invita a contemplarla desde una óptica diferente a si se hubiese creado
en nuestros días. Pero, como muy bien recoge Gilson, las obras nacen y mueren. Hay
autores “muertos”, que interesan a pocos, y en gran medida el genio de cada época re-
side en saber recuperar lo verdaderamente grande de los tiempos pretéritos. Quizás no
mucha gente haya oído hablar de William Blake, poeta y pintor romántico inglés, pero
estoy seguro de que cuando contemplen sus cuadros, sus representaciones plásticas
de poemas como Tiger, tiger burning bright/ in the forests of the night..., apreciará su
genio, un genio que emerge del romanticismo londinense y que nos muestra lo mejor
de una época y de un hombre apasionante como este místico decimonónico.
A continuación, el filósofo parisino procede a esbozar una “ontología de la pin-
tura” inspirándose en las categorías metafísicas de Aristóteles. Compara, así, forma
y devenir en un cuadro y, sobre todo, “creación y nada”. ¿En qué sentido se habla de
creación artística? Se dice cuando se comprende que se ha creado algo donde antes no
había nada, pero no se aplica en el mismo sentido que cuando se afirma Deus mundum
ex nihilo creavit. Más bien se parece a la noción platónica de “Demiurgo”, de genio
artístico que da forma a la materia previa, pero no al Dios judeocristiano que creó
(bará en hebreo) “el Cielo y la Tierra”.
Gilson prosigue analizando la dinámica de la creación pictórica: de qué parte el
artista y adónde pretende llegar. Comienza con lo que Cézanne llamaba “pequeña
sensación”2, una especie de inspiración o de “éxtasis” (en la línea de la theia mania
de los griegos que tan brillantemente estudió J. Pieper en su libro Entusiasmo y delirio
divino). El artista percibe las “formas germinales y las posibles”: qué tipo de formas
puede usar para dar vida al tema artístico que busca. Aquí es muy interesante recordar
que filósofos como Platón o Leibniz consagraron gran parte de sus escritos a analizar
la distinción entre lo posible y lo real, en particular el pensador alemán con su teoría de
“los mundos posibles”, de los cuales el Creador elige el mejor. Las formas germinales
adquieren figura, pero no por ello vida: algunas mueren, requieren tiempo para que el
genio artístico les dé consistencia o, incapaz o desilusionado, las deseche.
Efectuado este rápido paso por el mundo de la ontología estética, Gilson entra
a fondo en el espacio de la pintura y de la belleza: “entrar en un universo poblado
por objetos cuya función es dar placer es, también, establecer contacto con el orden
de la belleza pura”3. Nuestro filósofo reconoce que la reflexión sobre la naturaleza
de lo bello aún andaba en mantillas en época de Santo Tomás de Aquino, aunque a
ningún gran hombre se le ha escapado la necesidad de preguntarse por la naturaleza
de lo bello y por lo que mueve a la búsqueda de la belleza. Reconoce Gilson que hay
características en una obra de arte “objetivas”, por así decirlo, como los sublimes
armónicos de Las Bodas de Fígaro de Mozart, pero acaba por aceptar que, al fin y al
2
Cf. E. Gilson, Pintura y Realidad, 2000, 171.
3
Op. cit. 211.
Ensayos filosóficos y artísticos 127
6
J. Maritain, La Poesía y el Arte, 1955, 13.
Ensayos filosóficos y artísticos 129
7
Op. cit. 65.
8
Op. cit. 85.
130 CARLOS BLANCO
9
Op. cit. 175.
10
Op. cit. 210.
11
Op. cit. 271.
12
Op. cit. 353.
Ensayos filosóficos y artísticos 131
humano, buscador de belleza en todo cuanto ansía, para satisfacer nuestros deseos de
contemplación, de admiración de la belleza, el orden y la sublimidad de la Naturaleza.
La Matemática, en cuanto ciencia que versa sobre entidades posibles, constituye
la expresión más fiel de la universalidad de los fenómenos que acaecen en el Cosmos,
siendo esto debido al común sustrato lógico, garante de la inteligibilidad del Universo.
Y es precisamente su universalidad, su capacidad de ser expresión fiel y esencial-
mente exacta de las proporciones, razones y relaciones que rigen el funcionamiento
de las entidades cósmicas, lo que nos ha permitido a los hombres (pues los logros de
individuos concretos no son sino los logros de la familia humana, y el desarrollo de
la Ciencia y el progreso del saber es una labor conjunta en la que todos participamos
de una u otra forma: el género humano único y universal, sin distinción de raza o de
cultura, constituye una unidad en su devenir temporal y espacial, unidad que exige
convivencia armónica y concordia entre todos, unidad que nos exhorta a ansiar la paz
y la perfección en nuestra vida común, que debe ser el fin auténtico de los Estados
y de las comunidades políticas: la organización estable de la sociedad con el objeto
de garantizar la paz y la consecución del bien común; sin la colaboración mutua de
todos los hombres en espíritu de caridad no nos será posible alcanzar unas esperanzas
que nos unen a todos en nuestra búsqueda de la verdad y del bien, y que nos llevan
a la contemplación de la grandeza de Dios, Creador y Fin de todo, por cuya gracia
inefable y soberana somos elevados a la esfera de lo sobrenatural) dotar a nuestros
descubrimientos y observaciones de elegancia y de belleza. No es extraño decir que
todo científico y todo hombre de saber es, en el fondo, un artista: las teorías que
triunfan lo hacen no sólo por su confirmación experimental o por su verosimilitud
teórica (como puede ser el caso de las disciplinas humanísticas), sino por la pulcritud
ínsita que poseen. De hecho, los griegos, esas mentes supremas del género humano,
que concibieron un universo pleno de perfección y de armonía, efectuaron creaciones
que aún nos maravillan como cotas insuperables de belleza. Es así que el poeta Juan
Ramón Jiménez llegó a escribir: “Sólo en lo eterno podría/ yo realizar esta ansia/ de
la belleza completa./ En lo eterno, donde no/ hubiese un son ni una luz/ ni un sabor
que le dijeran/ “¡basta!” al ala de mi vida./ (Donde el doble río mío/ del vivir y del
soñar/ cambiara azul y oro)”. ¿Qué sino lo eterno, lo pleno y colmado, ansía nuestro
inquieto e incesante espíritu?
El Arte en cuanto que expresión de nuestros inefables sentimientos es en sí una ma-
nifestación de la incompletitud de nuestra búsqueda, de la imposibilidad de terminarla
en esta vida terrena. Las ciencias nos proporcionan cada vez más y más conocimientos,
maravillan a nuestras mentes con horizontes nuevos e insólitos, y sin embargo no hay
espíritu que pueda permanecer impasible ante la belleza de una creación literaria, pic-
tórica o musical. La cultura griega, que coronó cumbres sorprendentes de erudición,
supo armonizar su progreso científico con su progreso creativo. En el estudio y admi-
ración de la cultura griega podemos admirar sobremanera cómo intelectos concernidos
profundamente con el conocimiento de la realidad y con su intrínseca racionalidad
Ensayos filosóficos y artísticos 133
mada que brota de lo más íntimo de su ser y que le lleva a emprender una fascinante
búsqueda que es en sí hallazgo.
razón, a lo controlable por el acto unificante del sujeto (el programa cientificista del
Círculo de Viena y del neopositivismo –y sus resquicios en el contexto de la filosofía
analítica– habría sido uno de sus últimos representantes). Frente a esa “logoficación”
del ser, debe resaltarse la primacía del discurso, de lo variable: son la sociedad (una red
que construimos y que oculta lo inconsciente, sólo visible en la dimensión sexual, tal
y como la concibe Lacan en su intento de fundamentar el psicoanálisis en una visión
postestructuralista de la sociedad) y la voluntad de poder quienes construyen el sentido
del discurso. Lo que algo signifique no viene dado por su interna conexión con una
verdad que va más allá de toda constricción histórica y cultural, sino que es la misma
cultura quien muda la esencia de las cosas y de las palabras. No resulta extraño que M.
Foucault proclamase la muerte del hombre, del hombre universal de los ilustrados, pues
la razón anula la libertad, lo único destruye lo plural. Ninguna verdad puede erigirse
como universal (ni Marx, ni A. Smith, ni Darwin, ni siquiera Freud y su intento de
hacer de su crítica de la noción de sujeto una teoría universal y englobante de la cultura
y del hombre). Sólo cabe otorgar la primacía a lo caótico, al incesante movimiento sin
dirección alguna, al vagar de la mente por el todo y por la nada: no hay fines en sí, el
propio conocimiento, que para los griegos había sido la más noble de las ansias del
alma, se convierte ahora en objeto, en producto, en consumo, en ente...1.
Un autor que no se puede ignorar en la reflexión sobre la postmodernidad es, sin
duda, M. Foucault. Llevó a cabo una profunda crítica de las estructuras y de los concep-
tos modernos como formas de dominación. La filosofía debe desentrañar el presente,
donde se funden historia y experiencia, descubrir ese enigmático “velo de Maya” que
hemos construido a lo largo de los siglos y que nos encarcela en un ámbito conceptual,
en el mundo de nuestras propias construcciones teóricas, del cual difícilmente sabemos
escapar. Quiere averiguar cuándo y por qué (y por quién) fue separada la locura de la
razón, por qué el rígido mecanismo conceptual de Occidente que identificaba el ser
con el logos acabó identificando la locura, esto es, lo que desavenía a los esquemas
racionales, con la enfermedad, la disfunción y lo socialmente nocivo. Fiel a sus con-
vicciones anti-esencialistas (ontologías de la finitud), para averiguar qué es la locura
Foucault analiza cómo se ha practicado la locura, producida por las prácticas sociales.
Pocos se atreverán a negar que su historia de la locura es cuando menos fascinante,
subyugante: es el mundo el que debe justificarse ante la locura y no al revés, la razón
discursiva ante el mito y la metáfora (que ya servían a los primitivos para dar expresión
a lo inefable). Sólo el arte y la filosofía pueden dar cauce a la ebullición incesante y
sin límites de la cultura. Heredero de Kant, en El nacimiento de la clínica Foucault
buscará las condiciones de posibilidad de la experiencia clínica como tal, tratando de
mostrar cómo multitud de factores (políticos, culturales...) la determinan: la Ciencia
no es neutra (aquí Heidegger parece vencer a Kant y a la Ilustración). Es la esencia
1
No es de extrañar que autores como J. Habermas o G. Steiner (eminente crítico literario) hayan
vertidos duras críticas contra la postmodernidad por su relativismo absolutizante y por su carencia de
un proyecto auténtico más allá del análisis crítico de lo social en cada momento histórico.
144 CARLOS BLANCO
Wittgenstein), a algo que ni el hombre controla: a las subterráneas cloacas del ser. El
hombre es cada vez más un enigma que no se identifica con nuestros códigos: morirá,
y no precisamente para renacer como superhombre. Para Foucault no tiene salvación
posible. Pero, ¿no podrá renacer el hombre como el ser que consiste en darse significa-
do en la Historia y no hallará que ése es su auténtico fin? Psicoanálisis y Etnología han
prefigurado la muerte del hombre profetizada con particular intensidad por Foucault
al relativizar lo humano.
Foucault pasará de la epistemología al discurso. Rechazará el estructuralismo
de Barthes, Lacan y Lévi-Strauss por monolítico y ahistórico. De la arqueología
(desentrañar el modo en que se dan las formas de saber, las formas de dominio), es
necesario ir más allá: afrontar el horizonte de la genealogía, de cómo han surgido. Más
que hallar raíces, es mostrar las discontinuidades, los desórdenes, los “malestares en
la cultura” (S. Freud) que nos atraviesan. La arqueología mostraba que el sujeto es un
constructo ficticio, y la genealogía quiere averiguar cómo se ha construido y qué tipo
de alienaciones crea. El autor también lo crean las obras, y el autor es causa directa de
las obras: todo se sitúa en un círculo insalvable de determinaciones y determinantes.
Foucault se autodefine como un intelectual específico, no universal (de ahí que dis-
crepase del universalismo de N. Chomsky). Busca una microfísica del poder, no un
tratamiento macrofísico o cosmológico: el poder en su práctica concreta. Desde Kant
y la Ilustración hemos apercibido el hoy y el presente como distintos en la Historia.
Foucault no quiere buscar una verdad que huye de toda búsqueda, sino comprometerse
con el presente. Lo único que hay es poder, y el sistema penitenciario es prueba de
ello, porque necesita lo que persigue (la delincuencia) para sobrevivir. Poder al que
no son ajenas la sexualidad y el placer: en Occidente primó la ciencia, la disciplina, la
terapéutica, el control, mientras que en Oriente se resaltó el placer erótico, el placer
convertido en arte, en fuente y cauce de expresión de lo ignoto del sujeto. El hecho
mismo de que hablemos de “sexo” en un sentido universal es ya prueba de que tras lo
sexual se esconde la mano negra de la voluntad de poder. La noción de sujeto es ella
misma mística, y sólo haciendo una crítica de ella podrá hacerse una crítica de la razón.
Todo hombre domina y es dominado (frente al marxismo y sus rígidas oposiciones
binarias entre dominador y dominado). El poder moderno es relacional y pluricéntrico,
y toda relación humana es relación de poder. El ser es poder y toda metafísica, toda
ontología, todo discurso, todo “todo” es poder o extensión del mismo.
Foucault es sinónimo de sospecha y de crítica ilimitada, pero ¿es así posible una
sociedad nueva? Hemos de ansiar una cultura de la fraternidad cuyo fin sea el conoci-
miento, el crear y dar sentido al mundo. Foucault ni existe ni puede existir, no puede
tener continuación, porque lo continuo se disuelve en lo individual. Se comprende
así que otro postmoderno como J. Baudrillard criticase duramente a Foucault en
Oublier Foucault al argumentar que reproducía los efectos del poder que denuncia-
ba. Todo intento de absolutizar (ya sea mediante una concepción totalizante del ser,
cientificista, marxista o relativista) lleva a la misma y perenne contradicción: la de su
146 CARLOS BLANCO
hecho (arte, teoría...) y sólo quedan trazos, dispersión. Pero no todo ha sido ya hecho:
queda el futuro. Es siempre nuevo. El desencanto y el acento sobre la micropolítica
que ofrece la postmodernidad contribuyen a que se extienda un capitalismo salvaje,
una globalización inhumana y descontrolada, y que las redes y los tejidos de poder
avancen incesantemente, generando terribles injusticias sociales que alejan al hombre
de la senda del ser y de la plenitud.
No podríamos concluir nuestra reflexión sobre la postmodernidad y la necesidad de
superarla (al igual que Sócrates y Platón trascendieron la sofística, si bien no negamos
que lo “sofístico” sea también una constante, casi cíclica, que emerja de tiempo en
tiempo en la cultura, fruto de un “malestar” que Freud denunciara a principios del siglo
XX) sin hacer referencia a J. Derrida (recientemente fallecido). El filósofo francés hizo
una relectura de la modernidad donde prima lo indecible. Derrida trata de superar tanto
la ontoteología (de raigambre platónica) como el racionalismo subjetivista (Kant, la
fenomenología...). El intento de Platón de fijar los opuestos es un phármakon que causa
esclerosis en la Filosofía, que la bunkeriza. Para acabar con lo binario hay que acudir
a lo inefable (Wittgenstein). Se trata de sacudir los fundamentos, de denunciar que el
logocentrismo y el fonocentrismo hayan privilegiado lo inteligible sobre la forma dada:
la presencia (como idea, esencia, instante, conciencia), el contenido sobre la escritura.
No le falta razón a Derrida al subrayar la importancia de la escritura (que Lévi-Strauss,
a nuestro juicio erróneamente, consideraba como una introducción antinatural en las
civilizaciones): es tránsito, ulterioridad, progreso, unión de lo posible y de lo real.
Escribir y leer, afirma Derrida, es saber a priori que el autor y el lector son mortales,
finitos, terminables: el autor, al escribir, es ya un receptor. Se torna imprescindible
“deslogocentrar” la filosofía occidental y cambiar su búsqueda de una verdad que
se transmite “incólume” en el discurso por una verdad perpetuamente contaminada,
ensuciada. Nietzsche ya lo atacó, y Freud, al criticar la estabilidad y la permanencia
del sujeto cartesiano, o Heidegger al denunciar la ontoteología y el dominio de la
técnica. Pero Derrida reconoce que no se dispone de otro lenguaje que el del logos.
Intenta situarse en los márgenes del discurso filosófico para traspasarlo, desbordarlo,
ampliarlo...: en los márgenes del universo para caer en otro universo, sin fin predecible.
Es una relectura de la Filosofía, y la labor del filósofo no puede sustraerse a esa tarea
de releer y descubrir los significados ocultos en los grandes textos.
Frente a la fenomenología, donde el sentido lo dan el sujeto y la conciencia, y
el estructuralismo (el sentido es exterior, es producto de relaciones entre unidades
de lenguaje), Derrida piensa en y desde la diferencia. Critica el estructuralismo por
distinguir significado y significante y poner el acento en una verdad que precede al
discurso y que es presencia del logos. Pero tampoco Husserl se salva: la conciencia
interior, la vivencia originaria o presentación que expresa el lenguaje-representación,
no pueden eludir la crítica deconstruccionista, pues el lenguaje como expresión es una
ilusión trascendental en el sentido kantiano. El signo no está, para Derrida, en lugar
de “algo ya dado” (Platón), sino que en el principio está el signo y nada es ya dado.
Ensayos filosóficos y artísticos 149
Todo es signo, principio y fin. No hay lugar para idealismo y materialismo porque en el
signo como fuente se acaba toda posible oposición. No hay significado trascendental,
sino redes de relación. Lo único que hay es différance, espaciamiento y aplazamiento.
Es más antiguo aún que el inasible ser de Heidegger; se escapa a sí mismo. Derrida
no puede pretender (ni pretende) una nueva filosofía, sino una nueva forma de leer
filosofía. Hegel hizo de la Filosofía lógica absoluta, presencia, y no supo aprovechar
la différance como después harían Nietzsche, Freud, Heidegger o Lévinas. El sujeto
occidental es presencia consciente e intelectual (Husserl), pero también sentimiento
(Rousseau y la latente tensión entre la Ilustración y el Romanticismo). El método de
Derrida es indefinible y logoexcéntrico, contrario a todo “atomismo lógico” (B. Rus-
sell) que pretenda hallar unidades mínimas, mónadas leibnicianas de significación. Es
diseminar. Es innegable el positivo efecto del pensamiento de Derrida en la literatura,
pero..., ¿es la Filosofía reducible a literatura, como en R. Rorty y en muchos autores
contemporáneos? Sacude los fundamentos de la comunicación, cesa toda distinción
entre lenguaje y metalenguaje. La postmodernidad lleva a la locura si no se resuelve
en algo. Cierto es que la devaluación de la metáfora es propia del logocentrismo. Pero,
¿devalúa Platón la metáfora, cuando es para Derrida el padre del logocentrismo? ¿No
será porque lo que ha habido en la historia del pensamiento es búsqueda, y logos y
metáfora son vías de esa búsqueda? El exceso de deconstrucción lleva al agotamiento
(como ocurrió en los estudios de Aristóteles al ponerse un excesivo énfasis sobre la
crítica filológica tras la obra de W. Jaeger), a la “crisis” (y posterior “reconstrucción”)
de la Filosofía que han denunciado autores como M. Bunge. Debe haber valores no
sujetos a la deconstrucción, como el progreso. Un discurso tan revolucionario que
no se deja encerrar, que pretende ser apertura pura, que transforma la ontología en
“espectrología”, no puede proseguirse. Al menos la línea hermenéutica abierta por
Gadamer es sistematizable y enseñable, si bien a costa de no ser tan radical y de no
fracturar la bivalencia lógica (la distinción entre verdad y falsedad, clave en el pen-
samiento occidental).
Rechazar sin más todo metadiscurso sobre el bien, la verdad y el progreso no lleva
a nada: ¿no sería más propio quedarse en el meta, en la posibilidad de superación e
incluso de progreso, o al menos en la tendencia que todo hombre manifiesta hacia ese
“más”, ese “plus” en todos los aspectos del saber, de la vida, de la sociedad? ¿No es
también la condición postmoderna una dominación? La Historia está abocada a los
sofistas, pero también a Sócrates, a Platón y a Hegel.
Todas las religiones se necesitan unas a otras para comprenderse, de modo que se
puede pertenecer a una religión en el sentido categorial, histórico y cultural, si bien ha
de entenderse que toda religión exige más que ella misma: exige la totalidad del indi-
viduo, exige el no agotarse. Por eso no se pueden comparar o relativizar (pues aluden
150 CARLOS BLANCO
Más allá del hombre, más allá del superhombre..., emerge el hombre consciente
de que lo humano se diluye, pero al mismo tiempo se engrandece, en el progreso: el
hombre se hace siendo en sí mismo progreso. Urge trabajar contra el dominio imposi-
tivo de los medios de comunicación para que cada uno pueda pensar libremente; más
allá de la exclusión cultural; más allá de la iniciativa gubernamental para promover la
individual...: la comunidad humana no puede renunciar al deseo de hacer del hombre
un nuevo hombre en todo tiempo y en todo lugar, que se enfrenta al pasado y al pre-
sente y busca un futuro nuevo, consciente de que la infinitud del ser ofrece horizontes
interminables de realización y de grandeza.
152 CARLOS BLANCO
Todos los pueblos, incluyendo los más remotos y alejados del eje cultural (que
guarda no poca resonancia con el concepto de tiempo eje, tiempo que aspira a con-
vertirse en referencia para el historiador y el estudioso de la cultura, que describiera
K. Jaspers en Origen y meta de la Historia) de nuestro tiempo, manifiestan ansias
de paz. Como relata C. Achebe en Things fall apart, hasta el bravo Okonkwo se vio
obligado a mantener respeto debido a la “Semana de la Paz” (“la Paz de Ani”), como
era costumbre en Obodoani. Una santa de nuestros días, la Madre Teresa de Calcuta,
hizo suyo un lema que describe ampliamente en Camino de sencillez: “El fruto del
silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto
del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”. Es éste un auténtico proyecto
de vida que toda la Humanidad puede asumir, ya que responde al horizonte pleno de
la apertura y de la búsqueda que definen nuestro caminar en la Historia.
Un hermoso himno hindú sintetiza todo cuanto hemos podido afirmar, negar e
interrogar en torno al ser, el no-ser, el hombre, la apertura y la búsqueda, el ansia de
porqué, la llamada a la ulterioridad2:
3
No es de extrañar que dos observadores privilegiados de nuestros días, E. Drewermann (véase, por
ejemplo, su estudio Tu nombre es como el sabor de la vida) y R. Panikkar, se admiren ante la similitud
de las grandes religiones en sus respuestas a los grandes misterios de la Historia, el hombre y el tiempo;
las mitologías inherentes a todas ellas, con su simbolismo, su bagaje literario, sus tradiciones alegóricas,
sus teofanías y teogonías... Y es igualmente sorprendente cómo, a pesar de esa igualdad, las culturas y
las religiones han preservado una fascinante e inagotable unicidad.
154 CARLOS BLANCO
no puede vivir sin escenario, pero es él mismo quien forja su propio escenario, y de
esta circularidad surge la posibilidad de progreso y la libertad.
Este estado superior a la conciencia individual, supraconsciente, denominado sa-
madhi por la filosofía hindú4, lo conforman tres vectores esenciales, que son a su vez
los tres grandes espacios de la existencia humana: lo histórico-cultural, lo científico
y lo religioso-místico. El primero corresponde al dominio que el hombre es capaz
de ejercer sobre sí mismo, la categorización del sujeto, de su apertura a través de la
cultura que se hace una con la Historia; el segundo al dominio del hombre sobre lo
externo, sobre lo natural, a la categorización del objeto. El tercer ámbito es el dominio
del absoluto, la categorización de lo absoluto según la totalidad de las dimensiones
de la persona, según la experiencia, según la búsqueda... La integración de estas tres
esferas es en realidad un intento de unir las principales tendencias que han convivido
en la historia humana: la exaltación de lo subjetivo, de lo artístico, de lo individual
(lo romántico); la exaltación de lo científico, objetivo, matemático (lo ilustrado), y la
continua búsqueda de sentido, que surca todas las edades y todas las civilizaciones.
No podemos sino concluir con las palabras de quien fue uno de los grandes espí-
ritus de la Humanidad, precursor de la psicosíntesis con su explicación psicológica
de la Trinidad cristiana, puente entre culturas, perenne voz en la inteligencia y en la
voluntad: “Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa
en Ti”5.
4
Cf. Paramahansa Yogananda, Autobiografía de un Yogui, 1999, especialmente lo relatado en las
páginas 130-131. Este fascinante relato de recorrido espiritual, pese a las críticas que puedan realizarse
desde la perspectiva estrictamente científica (ciertos rasgos míticos y legendarios que difícilmente
resultarán aceptables para los herederos de la cultura ilustrada) e incluso teológica (un excesivo sincretismo
a la hora de analizar conjuntamente hinduismo y cristianismo, que parte del principio, no justificado, de
que toda religión es reductible a una experiencia común, universal y básica previa a cualquier tipo de
revelación, quedando así la figura de Cristo encuadrada en los estrechos límites que fija el concepto de
“conciencia crística”), es innegable que el relato de quien fue en su momento honrado como el Premavatar,
la “encarnación del amor”, puede ayudar a los hombres y mujeres de nuestros días a seguir la admirable
estela que conduce a la búsqueda de lo bueno, lo verdadero y lo bello (cf. también J. Pelikan, Jesús a
través de los siglos, 1989, introducción: “lo bueno, lo verdadero, lo bello”, 15-22)
5
San Agustín, Confesiones, 1, 1.
TEORÍA DE LOS ESPACIOS TEOLÓGICOS (2005)
Quiero exponer brevemente una propuesta teológica para el siglo XXI: una teo-
logía radial, una teología que se dedique no tanto a plantear un esquema único de
pensamiento sino a respetar y promover la pluralidad de teologías de facto y de iure.
Será como una esfera, con un núcleo fundamental compartido por todos, pero que se
prolonga en múltiples, infinitos radios que dan lugar a distintos modos de reflexión
teológica. En lugar de defender los principios, se tratará, por tanto, de potenciar los
espacios teológicos: buscar las condiciones de posibilidad del pluralismo teológico
(una deriva trascendentalista del quehacer teológico). Se valorará más la convergencia
que la adecuación efectiva, y tendrá como objeto fomentar la mutua fecundación de
los sistemas teológicos y su apertura a una verdad que trasciende todo pensamiento.
El siglo XX ha supuesto la aparición de líneas nuevas y en ocasiones radicalmente
opuestas de concebir la teología y la vida cristiana. Junto a lo que podríamos denominar
“teología de la continuidad” o “teología tradicional”, han surgido otras sensibilidades
teológicas que muchas veces se alejan del modo común de entender esferas como la
Escritura, la Tradición o el Magisterio. La labor de una teoría sólida de los espacios teo-
lógicos será mostrar cómo es posible que todas estas teologías convivan, aun llegando
a conclusiones opuestas; cuáles son sus aciertos más destacables y cuáles sus puntos
débiles. No cabe una distinción confesional: toda barrera eclesiológica desaparece en
el quehacer teológico, que es por vocación universal y transconfesional. El criterio
fundamental es la escucha atenta a la Palabra, a la Tradición, a la hermenéutica y a
las grandes líneas de la teología cristiana, en diálogo constante y constitutivo con el
pensamiento.
Mencionaremos tan sólo algunas de ellas:
156 CARLOS BLANCO
Una teología que cambia el dogma (el contenido noético predefinido) por la doxis (el
dogma en sentido activo), por el proceso mismo de definir o de categorizar las verda-
des de la fe, que no tiene por qué darse por concluido en un momento específico, sino
que se nutre del devenir histórico y cultural. Una teología que, en suma, contempla a
Dios no como una respuesta, no como conocimiento, sino como pregunta: como un
modo de afrontar la existencia, legítimo pero en convivencia con otras alternativas
también posibles.
la perenne novedad del Reino, muere de modo injusto (como Sócrates o G. Bruno),
no tanto para satisfacer un ansia expiatoria del Padre, sino por el misterio que impli-
ca toda coyuntura histórica y social, siendo así ejemplo perpetuo de justicia, amor,
misericordia, poesía, belleza... Resucita en el misterio: vuelve a la vida plena de la
ulterioridad. Precisemos aquí que desde la teoría de los espacios teológicos lo impor-
tante no es tanto sostener la realidad física o metahistórica de la Resurrección, sino el
significado mismo de la Resurrección, y que cabrán explicaciones teológicas de uno y
otro talante que convergen a la hora de señalar la centralidad de esta noción para la fe
cristiana. Cristo murió voluntaria e injustamente, pero creando al mismo tiempo algo
fascinante y eterno. Vuelve a la vida, a la vida del ser, a la vida del Reino. No sabemos
si lo hizo de modo físico: ahí radica la libertad que nos quiso legar el mismo hombre
que no respondió a Pilato cuando le preguntó “qué es la verdad”: lo dejó abierto a los
siglos, a las filosofías..., proyectando la verdad al horizonte de la apertura, de la ulte-
rioridad, de la realización, del misterio, del cumplimiento... El núcleo irrenunciable
es la “vuelta a la vida”, el Dios que salva y acoge a todo ser. Cristo y su kerigma son
así el espejo de la ulterioridad: rey de reyes, siervo, libertador...: según cada tiempo
y cada conciencia, según lo que cada época esté preparada para aceptar. Hoy, Jesús
es el que busca incansablemente la paz y la justicia, el que crea una globalización del
bien y del amor, del progreso y del saber, el que inspira una “sociedad de la ulteriori-
dad”, una “cultura de la fraternidad” como síntesis de igualdad y de libertad. Cristo
habló de un Reino del que también habla la Iglesia, que es humana e histórica, pero
inspirada por Cristo, vivificada por su Espíritu, cuya autoridad proviene del proceder
de lo divino en el tiempo, sin por ello poder apropiarse de él. La Iglesia aparece como
un espacio, no como un principio, como un marco de vida y de reflexión cristianas,
sin ser por ello imprescindible para alcanzar la salvación. No se puede excluir que la
persona, individualmente, tuviese una vivencia tan profunda de la cercanía de Dios
que no necesitase participar de la vida eclesial. Al menos no se deduce de la Escritura.
Cristo aunó lo divino y lo humano y dio testimonio de la verdad: aunque se le
olvide, siempre estará presente en lo grande, hermoso y justo, en todo acto de amor.
A pesar de tanta barbarie, opresión y sinrazón siempre ha habido en la Humanidad
gente sabia y buena, visionarios, artistas, hombres que elevaron la razón y el corazón,
y gracias a ellos y a lo sublime de las culturas, de las religiones y de la Ciencia hemos
alcanzado la “senda de la ulterioridad”, de una sociedad abierta y libre donde el hom-
bre pueda realizarse, abrirse, crear... Queda, sin duda mucho, para profundizar en esta
senda, para extenderla, para dar a todos cultura, sabiduría, justicia, liberación... Pero
lo seguro es que también hoy, Jesús de Nazaret continúa siendo un ejemplo.
DAVID HUME Y LA CRÍTICA EMPIRISTA DE LA
TEOLOGÍA NATURAL
No falta razón a G. Reale y D. Antiseri cuando afirman que “con David Hume, el
empirismo llega hasta sus propias columnas de Hércules, es decir, a aquellos límites
más allá de los cuales resulta imposible avanzar”1. Y es así que la larga tradición em-
pirista que había dominado el pensamiento en las Islas Británicas (ya desde San Beda
en los albores de la Edad Media, y más si cabe con Ockham y su filosofía nominalista
en el otoño de toda una época) culminará en la obra de Hume y en su concepción del
hombre y del mundo.
David Hume (1711-1776), sin duda uno de los pensadores más eminentes de
Escocia, y distinguido historiador de Inglaterra (su Historia de Inglaterra, de 1762,
fue grandemente elogiada por sir Winston Churchill), fue propiamente un crítico de la
religión y de sus fundamentos. Apartado desde joven de las prácticas religiosas, y aun-
que llegó a sentir una cierta indiferencia o incluso aversión hacia lo religioso, no pudo
soslayar en su obra filosófica de pretensiones universales (como era de esperar en un
hombre de la Ilustración) la importancia del hecho de la religión en la reflexión sobre
el hombre. Consideramos por ello necesario, antes de analizar con más detenimiento
los aspectos principales de la crítica de Hume a la teología natural y a todo intento de
demostrar la existencia de un Ser Supremo a partir de los argumentos proporcionados
por la razón, exponer brevemente su postura general respecto a la religión.
La religión, para Hume, es arracional: no es susceptible de un fundamento racional
que la sostenga y que la haga apta para ser creída por el hombre. Lo que en teología se
1
G. Reale, D. Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico. II: Del humanismo a Kant,
Barcelona, 1988, 468.
162 CARLOS BLANCO
4
K. Barth, en el contexto de la teología protestante del siglo XX, rechazará la analogía del ser (en
consonancia con la óptica de la teología protestante ya desde el propio Lutero, que no considera a la
razón el instrumento apto para guiar al hombre en el terreno religioso) y hablará en términos de “analogía
de la fe”, es decir, de que sólo mediante la fe, mediante la confianza extra-racional en las promesas y
en los designios salvíficos de Dios, puede el hombre establecer un discurso sobre Dios. No en virtud
de una supuesta capacidad racional que le permita trascender el orden de lo puramente contingente al
orden de lo necesario, sino que es la fe el único vínculo posible entre la infinitud y absolutidad de Dios
y la pequeñez e incapacidad del hombre. La exhortación aristotélica a “comportarse como inmortales y
hacer todo necesario para vivir según la parte más noble que hay en nosotros” sólo podrá así realizarse
a través de Cristo, “escalera de redención” (San Buenaventura).
5
Cf. Epístolas a los Romanos 1,20.
6
J.L. Fernández, op. cit., 7.
7
Op. cit., 8.
Ensayos filosóficos y artísticos 165
esto es, la búsqueda de una causa inteligente que sea responsable de esa disposición
medios-fines que se da de modo admirable en el mundo natural. Aquí penetra con
inusitada fuerza el empirismo humeano. Los filósofos antiguos y los racionalistas
habían caído en el engaño de que la idea de causa respondía real y adecuadamente a lo
que acontece en el mundo fenoménico, y que por tanto podía emplearse este concepto
de forma universal y aplicarse aun a entidades o seres que trascendiesen ese mundo
contingente. La idea de causa respondería a la verdadera naturaleza, al “en sí” de las
cosas observadas, y la aplicación casi instantánea y automática que hacemos del prin-
cipio de causalidad sería un legítimo ejercicio abstractivo. No se trataría de una mera
actividad inductiva o generalizadora, sino una auténtica penetración en el verdadero
ser del objeto, cognoscible a la razón. Hume niega ese carácter “trascendental” o uni-
versal del principio de causalidad. Para él, la causalidad es simplemente un proceso
inductivo, una generalización sin mayor fuerza que la de la costumbre, un conjunto
de impresiones sensoriales que nos hacen creer que en cualquier situación análoga se
dará el mismo resultado, aun sin poder comprobarlo de forma empírica. Hablamos
de causa en cuanto hay pluralidad de casos y en virtud de esta pluralidad pasamos a
generalizar que en todo caso (principio de analogía) ocurrirá del mismo modo. Pero,
¿es legítima esta generalización o esta coaplicación del principio de causalidad en el
terreno que trasciende lo empírico? La respuesta de Hume es a todas luces negativa,
“sólo cuando dos especies de objetos se encuentran constantemente unidos, podemos
inferir uno de otro”8. El mundo no es un miembro más de una especie de mundos, de la
misma manera que un animal concreto es un individuo que forma parte de una especie
que engloba a otros muchos individuos que comparten unas mismas características
que las distintas ciencias ayudan a establecer. El mundo es un caso único, y no hay por
tanto posibilidad alguna de establecer un criterio comparativo entre el mundo y otro
analogado que nos permita deducir que las asociaciones o disposiciones de tipo causal
que en él se dan pueden generalizarse a la totalidad de lo existente. En lo que respecta
a un efecto singular, nada puede decirse sobre su causa, igual que las ciencias físicas
nos enseñan que un observador en un sistema inercial cualquiera aislado de otro marco
de referencia jamás podría determinar el valor de la velocidad constante que posee
ese sistema, al ser, por el principio de Galileo, todos los sistemas inerciales idénticos
a efectos de las leyes físicas. En la prueba cosmológica o físico-teológica, tanto el
mundo como la causa ordenadora son dos efectos harto singulares, dos entidades que
no pueden ser comparadas con instancias supuestamente análogas, ya que o éstas no
se dan o al menos la experiencia humana no puede llegar a ellas.
Hume efectúa una crítica radical de los conceptos metafísicos, que décadas más
tarde obligará a Kant (despertado por Hume de su “dogmático sueño”) a considerar
estos conceptos, entre ellos el de causalidad, como categorías apriorísticas aplicadas
por el entendimiento humano cuando éste es motivado o estimulado por las impresio-
nes sensibles. Serían por tanto preconceptos o prejuicios desde los cuales el hombre se
8
Op. cit., 9.
166 CARLOS BLANCO
12
Así en S. Hawking, C. Sagan o P. Davies, quienes piensan que postular a Dios como causa incausada
no añade más que si dijéramos que el Universo es causa sui incausada. Veremos más adelante que Hume
razona de modo similar. En vez de buscar el ser eterno que da razón de su propia existencia en una
deidad, consideran que el mundo es, en sentido metafísico, necesario y autosuficiente, “simplemente es”,
y preguntarse por algo que lo trascienda es ilegitimo o absurdo, del mismo modo que para los antiguos
griegos una concepción creacionista del cosmos no tenía sentido: el mundo simplemente es, está ahí, es
el dato fundamental y último; es interpretado como una ultimidad.
13
Op. cit., 10.
14
Op. cit., 61.
168 CARLOS BLANCO
conocida, no veo que pudiéramos formar conjetura alguna o inferencia alguna sobre
su causa”15.
El núcleo de la crítica de Hume al argumento es su desconfianza en la supuesta uni-
versalidad del principio de causalidad y de la legitimidad de aplicarlo al mundo. Este
principio procede de la pura asociación de impresiones, sin fundamento trascendental
alguno, y en el caso del mundo no hay término comparativo, pluralidad de casos, ya
que éste es una totalidad, una experiencia única. El argumento analógico es por ende
incierto, da una idea probable de lo que es verosímil que haya ocurrido (a saber, que
una inteligencia lo haya ordenado de tal modo), pero en absoluto concluye de forma
apodíctica la existencia de una inteligencia suprema. La analogía sólo se basa en la
semejanza, y no en una naturaleza intrínseca que permitiese efectuar comparaciones en
un orden más fundamental. Pero las semejanzas entre el orden contingente y el orden
supuestamente divino serían en cualquier caso tan escasas que en lugar de semejanzas
hablaríamos de desemejanzas muy acusadas, y la certeza del argumento se reduciría a
un simple grado de probabilidad. ¿Qué nos permite concluir que el orden del universo
es similar al orden de los artefactos humanos? Nada más que una ilegítima proyección
antropomórfica, que más tarde Feuerbach atribuirá en La esencia del cristianismo
a toda religión como su núcleo esencial (algo puramente inmanente al hombre que
éste proyecta más allá de sí mismo con la vana ilusión de trascenderse a sí mismo o
de encontrar algún fundamento trascendente a él, cuando en realidad llega al núcleo
inmanencial de su condición humana, de su antropología). “La desemejanza es tan
acusada que a lo sumo a lo que aquí puedes aspirar es a una suposición, a una conjetura,
a una sospecha sobre la existencia de una causa semejante”16. No es más que eso: una
sospecha, una hipótesis, una conjetura sin más valor que el de la verosimilitud que ello
pueda causar, y será siempre susceptible de una rigurosa crítica racional que ponga al
descubierto su carácter auténtico.
La acusación de antropomorfismo vertida sobre argumento analógico que Hume
lleva a cabo no está falta de originalidad. Nuestro autor advierte que hay signos claros
de este antropomorfismo en muchos aspectos clave en la formulación del argumento: el
concepto mismo de inteligencia ordenadora es sencillamente una proyección del orden
humano, donde los artefactos son diseñados y fabricados por un agente inteligente que
se ha propuestos unos fines. Resultaría así lógico que en el caso del mundo también
fuese una causa ordenadora sumamente inteligente quien lo hubiese dispuesto todo
con “orden, peso y medida”17. Pero aquí “lógico” encubre una falacia: es lógico desde
una óptica humana. Hume no cree que el adjetivo “lógico” pueda aplicarse unívoca
y universalmente a situaciones ajenas a la experiencia humana. Algo es lógico en el
orden de lo que tradicionalmente había sido objeto de la Metafísica si es de experiencia
común y habitual, y en cualquier caso por lógico se entenderá algo con un alto grado
15
Op. cit., 64.
16
Op. cit., 11.
17
Libro de la Sabiduría 11, 21.
Ensayos filosóficos y artísticos 169
de certeza, pero nunca seguro e irrebatible. ¿Por qué no decir que el orden del mundo
viene de la generación, si tomamos como referencia el orden de los animales? ¿Y por
qué no decir que se parece al orden de lo vegetal? ¿Con qué derecho restringimos la
analogía al orden humano? Hume adelanta aquí muchos puntos que serán clave en
las discusiones filosóficas de siglos posteriores, y que muchos proclamarán como la
necesidad de una relativización absoluta de todo concepto y de todo juicio, y la im-
posibilidad de establecer baremos universales. El hombre entero está dominado por
sus representaciones y prejuicios, y cualquier afirmación que haga es susceptible de
una “deconstrucción”, en el sentido de J. Derrida18. Ni siquiera el pensamiento puede
tomarse como criterio de la superioridad del hombre sobre los demás seres naturales.
Toda óptica es sospechosa de antropocentrismo, al tomar al hombre como “la me-
dida de todas las cosas”, que dijera Protágoras. “¿Qué privilegio tiene esa pequeña
agitación del cerebro que llamamos pensamiento para que debamos hacer de ella el
modelo de todo el universo?”19 No le queda más remedio a Hume, siguiendo su senda
escéptica, empirista y abiertamente materialista, que considerar el pensamiento y la
inteligencia como un efecto más entre lo que se puede observar en el plano natural, sin
ninguna excepcionalidad más allá de la que nosotros queramos concederle. Resulta así
imposible establecer cualquier analogía entre el mundo fenoménico y un orden tras-
cendental con una causa también inteligente, porque por el mismo criterio podríamos
considerar a esa causa un vegetal o un animal. Hume no atiende aquí a argumentos de
tipo metafísico que le muestren que sólo la inteligencia está por encima de las determi-
naciones propias de la materia y puede por tanto ser causa y principio anterior a toda
determinación, causa originante del mundo. Para él, este tipo de razonamiento peca de
extrema y grave ingenuidad, de pretender que lo que observamos de modo concreto
en el caso humano (a saber, que produce algo así como ideas ajenas a la materia) es
en realidad algo universal, que nos permite considerarlo un fundamento necesario del
universo. No existen ideas universales y el pensamiento es simplemente un proceso
material, una agitación cerebral. ¿Por qué, entonces, hacer analogía a partir de él y
no a partir de otros principios naturales igualmente legítimos, como los que fundan
el orden vegetal o el orden de los animales? Es evidente que desde esta perspectiva,
para la cual la pregunta por el mundo es ilegítima y más aún absurda (como ocurre,
por ejemplo, en la filosofía agnóstica de B. Russell y en sus célebres discusiones con
F. Copleston), nada se puede responder: si el mundo es considerado un objeto que se
explica a sí mismo (una especie de reedición del necesitarismo cósmico de los anti-
guos griegos), es ilegítimo pretender alcanzar otro orden que lo trascienda, porque
el mundo es autosuficiente, y llegar a un orden superior mediante la analogía es una
metodología a todas luces ilegítima.
18
Y en general el pensamiento postmoderno, con autores como M. Foucault o más recientemente
G. Vattimo y su propuesta de “pensamiento débil”.
19
J.L. Fernández, op. cit., 13.
170 CARLOS BLANCO
22
J.L. Fernández, op. cit., 83.
23
Op. cit., 27.
172 CARLOS BLANCO
¿Qué alternativa queda, para Hume, a fin de explicar el origen del Universo?
No hay otra posibilidad que la del azar. Es sorprendente comprobar cómo muchos
de los razonamientos que se exponen actualmente, en los comienzos del siglo XXI,
son meras transposiciones de la forma de argumentar de Hume, que se remonta a
Epicuro. El orden puede deberse al azar, que en un momento dado y de modo casual
logró ese orden, el cual se mantiene a sí mismo una vez logrado tal estado de cohe-
sión y disposición. Toda la crítica de Hume va encaminada a mostrar la debilidad
de argumento del designio. No quiere significar, por el contrario, que tal argumento
sea absolutamente rechazable, sino que solamente puede ofrecemos un grado de
probabilidad, pero no certeza plena, y que quizás sea el que mejor explique cuanto
encontramos en el mundo, pero no puede ser objeto de un tratamiento riguroso, al
modo de las ciencias empíricas.
Hume aplicará, en términos generales, el mismo tipo de crítica sobre lo que él
llamó “argumento a priori”, es decir, que parte de existencias indeterminadas para
inferir la necesidad de una existencia primera que haya dado el ser a los demás exis-
tentes. Todo lo que existe debe tener una causa de su existir. Ésta es, grosso modo,
la premisa mayor que sustenta la prueba. Por la imposibilidad de una cadena infinita
de existentes primeros llegamos a un ser existente per se, necesario, que no puede no
existir. Pero Hume es igualmente contundente: “Comenzaré por probar que hay un
evidente absurdo en pretender demostrar una cuestión de hecho, o en pretender pro-
barla por un argumento a priori”24. En efecto: la existencia es una cuestión de hecho,
algo evidente por la experiencia, y no necesita demostración, porque no se da el caso
de ningún ser que observemos que deba existir necesariamente. Todos pueden existir
o no existir, pero no podemos demostrar que existan, sino simplemente constatar que
efectivamente existen. ¿Por qué tiene que ser la existencia de Dios una excepción a
esa regla? ¿Por qué afanarse en dotar a Dios de privilegios metafísicos sin fundamento
aparente? La existencia de Dios no puede demostrarse, sino en todo caso constatarse.
¿Y es esto posible? A todas luces no, pues no tenemos experiencia de que exista. ¿Es
contradictorio pensar que Dios no exista? Los defensores del teísmo dirían que sí,
porque Dios encierra necesariamente su existencia. Pero Hume, quien parte de que
sólo lo constatable pasa por evidente, piensa que este modo de razonar es falaz. Se
trata de un vacío significativo, de un sinsentido, porque preguntarse por un ser que
necesariamente exista trasciende de tal modo las fuerzas de nuestra razón que la
cuestión es más bien absurda. “Existencia necesaria” no tiene significado alguno25.
Además, ¿por qué no puede ser el universo material el ser necesariamente existente?
¿Con qué derecho afirmamos que el universo material es imperfecto y mudable? En
efecto, para una concepción necesitarista del mundo, que vea en él una especie de ab-
solutidad (como la mente griega), preguntarse por la causa del mundo no es pertinente,
porque el mundo es necesariamente existente, es cuanto existe y él marca los límites
24
Op. cit., 120.
25
Op. cit., 36.
Ensayos filosóficos y artísticos 173
la inteligencia. Además, ¿es el azar una alternativa seria a la causalidad divina? Por
supuesto que no lo es, ya que el azar podría explicar la posibilidad lógica, pero la
posibilidad real de que una cosa exista exige una causa concreta. El azar aludiría a la
posibilidad lógica, pero no a la posibilidad real, y no excluiría una inteligencia orde-
nadora como posibilidad real. ¿Quién hizo los elementos compaginables entre sí? Más
aún, ¿quién hizo esos elementos y esa capacidad de combinación? Es cuestionable,
por otra parte, el concepto humeano de existencia como pura facticidad. Vemos, por
tanto, que el criticismo humeano no destruye de raíz la reflexión racional sobre Dios.
BUDA, JESÚS Y MARX (2005)
Fue Siddharta Gautama, Buda, el “Iluminado”, uno de los hombres más grandes
y admirados que han vivido, y en muchos sentidos, el ideal de humanidad. En él se
condensa lo más bello del Oriente.
Buda nos enseñó que el sufrimiento, el dolor, la desidia y la infelicidad del ser
humano, residen en su incapacidad de liberarse del deseo. El deseo nos carcome, nos
hunde, nos ahoga, nos impide ver la luz de lo pleno. Así, Buda nos propuso anular, o al
menos modular, los deseos que tantas veces acaban escapándose de nuestros dominios.
Nos creemos poderosos, pero hasta nosotros somos capaces de vencernos. Al igual
que Pascal, para quien los problemas del hombre se solucionarían si éste aprendiera
a esperar, Buda proclama también hoy que todos necesitamos de la ascesis, del sacri-
ficio, de la renuncia, de la búsqueda, de la paz, de la armonía con nuestros hermanos,
con el mundo y con nuestro interior, para alcanzar el nirvana, la comunión perfecta
entre unidad y plenitud, la perijóresis que los cristianos usan para describir la vida de
la Trinidad, la contradicción máxima que lleva en sí su superación, la síntesis de ser y
de no ser, donde la persona logrará finalmente ser lo que es y lo que puede ser. En una
cultura del consumismo y de la insolidaridad, Buda nos exhorta a llevar a cabo una
ascesis cultural, una cultura de la sobriedad y de la fraternidad, donde prime el ansia
de conocimiento y de progreso, y donde sepamos estar por encima de nuestros deseos
más inmediatos para anhelar, en todo momento, lo que sacia de verdad.
¿No hablaba Jesús, aquel rabí de Nazaret que conmovió a la Historia con sus pala-
bras repletas de poesía, del mismo modo que su hermano Buda cuando nos decía que
teníamos que aprender a renunciar a nosotros mismos, a amar a nuestros enemigos y a
perdonar hasta setenta veces siete? Pero poco aprendemos del Nazareno, quien, como
Buda, hizo de la contradicción, del “escándalo”, el símbolo de la Humanidad nueva,
176 CARLOS BLANCO
donde se superarían todas las diferencias y donde todos los hombres y mujeres de la
Tierra se reconocerían como hermanos. ¡Cuán lejos estamos de cumplir sus sueños,
los sueños del que cantó la belleza de los lirios del campo y nos hizo ver que Dios
sólo se revela a los humildes y limpios de corazón, a los que no persiguen el poder
o la opresión, sino la paz, la igualdad, la justicia, el progreso y la liberación! Porque
Jesús, aunque sea el Hijo de Dios para los cristianos, es el hombre por excelencia para
los humanos, el prototipo de santo, de asceta y de héroe, patrimonio ya de todos los
que buscan el bien.
Y vino, otros muchos siglos después, un sabio, un intelectual, un genio que reco-
rrió inmensos campos del saber intentado promover la dignidad y el progreso de los
que estaban relegados por una sociedad que sólo buscaba poder e interés. Desmitificó
estructuras económicas y sociales que muchos creían (con clara intencionalidad)
naturales, proclamó un mundo nuevo y una sociedad nueva sin desigualdades que,
como los ideales de Buda y de Jesús, aún no se ha realizado. No creía en Dios. Es más,
negaba su existencia. Pero ¿no nos invita acaso su filosofía a llegar a una imagen de
Dios más pura, límpida y humana, de un Dios que en lugar de tiranizar al hombre, lo
eleve a su plena humanidad, saque de él todo su potencial y lo libere de las cadenas
de la alienación, del extrañamiento de su auténtico ser, el ser de fraternidad y de co-
nocimiento? Marx enseñó que sólo acabando con la propiedad privada cesarían los
males del hombre. Esto quizás no se pueda alcanzar en el mundo de lo finito, donde
los propios tiempos y espacios, las culturas y los egoísmos nos impiden lograrlo. Pero
sí debe funcionar como ideal, como utopía, porque las utopías mueven la Historia, nos
ofrecen límites infinitos que elevan nuestras ansias de plenitud y que nos permiten
unir lo absoluto y lo relativo. Negar el egoísmo y buscar una intelectualidad que ponga
todo su talento y todo su afán de saber al servicio de los más necesitados y de los que
sufren es sin duda una meta noble que, siguiendo la senda por la que caminaron Buda
y Jesús, hoy nos compele más que nunca.
En estos tres momentos culminantes de la historia de las ideas, apreciamos la fina
línea que va de Buda a Marx, y que pasa por Jesús. Ojalá construyamos hoy un mundo
de grandes ideales, vividos en libertad, y demos a luz un nuevo humanismo.
HUMANIZAR Y RACIONALIZAR LA PROPIEDAD
PRIVADA (2005)
El siglo XXI se nos presenta como una etapa fascinante. Claro está que todo el
mundo habrá pensado que su tiempo era el más sugestivo de cuantos se habían dado,
y en el que verdaderamente merecía la pena vivir. Y no andaban errados, porque al
menos desde la Ilustración, la idea de progreso ha dominado el pensamiento occidental.
Vano es ya aludir a mitos gloriosos y a tiempos idílicos como hiciera Platón: el ser
humano ha tomado conciencia de que él lleva las riendas de su propia evolución, y de
que, asumiendo y superando el pasado, debe esforzarse por hacer del futuro un espacio
donde poder ser más hombre, donde poder sobreevolucionar. La utopía es una peculiar
síntesis de pasado y de futuro que aspira a darse en el presente: la utopía aprende del
pasado, lo estudia, y hace de las ciencias sociales y en especial de la Historia ramas
del saber imprescindibles para todo humanista auténtico, preocupado por el bien de las
personas. Contra la estigmatización cartesiana de lo histórico como ajeno a la raciona-
lidad en su grado eminente (que él reservaba para las matemáticas y las ciencias que
se valen de este método), hoy sabemos que las pretensiones absolutas y de exactitud
milimétrica fallan clamorosamente, que la probabilidad y la indeterminación son con-
ceptos necesarios para describir el orden fundamental que compone el Cosmos (como
se puede comprobar en la mecánica cuántica), y que los problemas humanos requieren
una reflexión que trascienda, pero que integre, el trabajo estrictamente científico.
En cualquier caso, podemos prever que el siglo XXI no defraudará. Un siglo en el
que hemos entrado con paso tambaleante, casi al tiempo que veíamos desplomarse las
Torres Gemelas de Nueva York, y sin habernos recuperado de semejante conmoción,
nos preocupábamos aún más por la deriva belicista e inhumana que seguía la política
internacional al son de las guerras de Afganistán y de Irak; un siglo que prometía
mucho pero que, por el momento, ha dado más bien poco. Un siglo que ha confirma-
do los peores presagios: extensión del espíritu de la anti-Ilustración, con la difusión
178 CARLOS BLANCO
todo ello en el marco de una cultura de la fraternidad que canalice las diferencias y las
utilice para bien (es decir, para posibilidad de avance y de afirmación del hombre) de
la Humanidad. En palabras de K. Marx, “algún día a la ciencia natural se incorporará
la ciencia del hombre, del mismo modo que la ciencia del hombre se incorporará a la
ciencia natural; habrá una sola ciencia” (Manuscritos de economía y de filosofía, 3,
IX). Hoy estamos cada vez más preparados para ofrecer una visión unitaria y dinámica
de la realidad, donde la tradicional dualidad entre materia y mente, o entre materia y
espíritu, es contemplada desde la óptica de la convergencia de lo finito en lo infinito,
del infinito como límite de lo finito pero que ya está incoado en lo finito. Advertimos
en nuestros días la creciente convergencia entre todas las disciplinas hacia preguntas
similares, métodos análogos y amplios... Y K. Marx constituye un valioso ejemplo del
deseo de integrar ciencias humanas y naturales: en ambas, es el mismo ser humano
quien piensa e indaga.
A nivel ético, esta propuesta implica una opción clara: un relativismo inspirado
en la izquierda solidaria y científica, un relativismo que para ser tal requiere como
condición de posibilidad la dignidad de la persona humana, ya que quien piensa y
quien relativiza, para hacerlo, necesita ser ante todo persona libre. Supone no dar
preferencia a ningún programa ético sobre otro, o a ninguna ideología o religión sobre
otra, mientras no alteren ese fundamento de relatividad que es la dignidad humana.
Así, por ejemplo, el sistema hindú de castas es insostenible desde argumentos cultu-
rales o etnográficos, ya que atenta contra la dignidad de la persona, negando a ciertos
individuos el carácter de persona sin más razones que el de obsoletas tradiciones,
contrarias al progreso y a la Ciencia, y defenderlas sería contribuir a esa violación de
los Derechos Humanos –formalización del principio de dignidad humana– e ignorar
el genuino espíritu de la religión hindú, amparándose en tradiciones históricamente
contingentes. Lo mismo podría decirse de otras religiones que lesionan gravemente
la dignidad de la mujer o restringen sus derechos y deberes. Hoy verdaderamente po-
demos decir, con Protágoras (aunque los griegos, por su cosmocentrismo, no habrían
compartido nuestra interpretación), “el hombre es la medida de todas las cosas”, y no
tanto el hombre como la posibilidad del hombre. El ser humano y sus posibilidades
son las fuentes de la Ética y del Derecho. Afirmación tan tajante no contradice el re-
lativismo, sino que actúa como su condición necesaria: el humanismo genuino funda
el relativismo auténtico.
Nuestro relativismo supone un acto de valentía intelectual, un decir “no” a los
miedos e inseguridades que se deriven de la pérdida de certezas, y un “sí” a la perso-
na, un “sí” al hombre y a la mujer. Nada es definitivo, ni siquiera la izquierda, pero sí
lo es la posibilidad humana, insoslayable pero inagotable en categorías rígidas. Por
tanto, el verdadero humanismo conlleva analizar atentamente cada situación y cada
tiempo para ver qué dan de sí las posibilidades humanas y a qué horizontes y espacios
llevan, en lugar de presentar teorías apriorísticas y deterministas del progreso humano.
Un humanismo temporalista, abierto al futuro, con previsión y con conocimiento de
180 CARLOS BLANCO
lo pasado, que se preocupe más por ampliar su juicio (por “ver más y más allá”) que
por defender a ultranza sus postulados. Implica, en última instancia, abandonar todo
postulado que no sea el de la posibilidad humana. Los existencialistas (descollando
Heidegger y Sartre) definieron al hombre como existencia antes que esencia, como
potencia antes que acto, y ciertamente percibieron que lo más característico del ser
humano es esa indeterminación, esa apertura que los hace capaces de ser sobrehumanos
y transhumanos, capaces, en definitiva, de progreso.
La utopía es relativizable, pero como no es algo cerrado, es condición necesaria
y suficiente para la vivencia auténtica del relativismo. La democracia es expresión
máxima de ese relativismo humanista, pero una democracia que no caiga en el error,
en la falsedad y en la corrupción a la que se ven abocadas las democracias actuales,
como se deduce de las siguientes consideraciones:
1) La no universalidad de la Justicia. En el sistema presente, quienes más tienen,
quienes más poder y dinero acaparan, pueden conseguir a los mejores abogados
e incluso evadirse de la ley. Hasta los Estados caen en atroces crímenes sin
que sus gobiernos o dirigentes sean por ello juzgados (véase en la guerra de
Irak, o en las acciones de la CIA, y de la KGB en su momento, contra pueblos,
individuos y culturas).
2) El control político, ideológico y mercantil de los medios de comunicación,
que en lugar de cauces de expresión libre se convierten en adalides y corifeos
acríticos del partido o del grupo al que sustentan, sin valentía para afrontar los
verdaderos retos de una sociedad plural, ni tampoco para denunciar la injus-
ticia. Exponen lo que les interesa y ocultan lo que les perjudica. Es necesaria
una revisión urgente de los contenidos y de las formas de todos los medios de
comunicación: un sí a la pluralidad, un no al partidismo caciquil y retardatario.
En suma: urge, para que nuestras democracias no tengan sólo de verdadero el
nombre, una reforma profunda, social, plural e intelectual, con posibilidades de dis-
cutirlo todo, sin tabúes de lo políticamente correcto. Urge decir no a los ejércitos, a la
inversión en armamento en lugar de desarrollo, a la inversión en investigación civil
en vez de en tecnología militar. Un no a las agencias secretas, a los paraísos fiscales,
al ocultamiento de información y al secretismo, un no al control global de las econo-
mías (con instancias como el FMI o el Banco Mundial) que ha sellado la divergencia
y la desigualdad, con una miopía social y científica sin igual, incapaz de proponer
alternativas a la brecha que surge entre países ricos y países pobres, más preocupado
por extender un capitalismo salvaje que por difundir “salvajemente” y sin temores el
conocimiento y la Ciencia a todos. Un sí a la alianza de civilizaciones, a la alianza
contra el hambre, el terror, la ignorancia, el despotismo y el imperialismo. Un sí al
humanismo, que entronca con las tradiciones más genuinas de todas las culturas, de
la Ilustración a China.
El mayor descrédito contra la democracia y el humanismo social y político (que es,
en definitiva, la cultura de la fraternidad) viene de los intentos de imposición a la fuerza
Ensayos filosóficos y artísticos 181
de este sistema, como se han efectuado en los últimos años en países como Afganis-
tán o Irak. En palabras de Juan Pablo II, “las ideas no se imponen, se proponen”, y el
escritor y premio Nobel ruso A. Solshenitsen ha señalado que la democracia no puede
ser exportada y extrapolada, sino que debe brotar del sentir y de la firme y pacífica
determinación de los pueblos. Antes que imponer una democracia que, además, es en
muchos aspectos un fraude, más valiera que los estados y los ejércitos se esforzasen
por extender la educación. Hemos de buscar una democracia en sentido pleno, libre de
dominios (J. Habermas), y con un fondo social irrenunciable. El rechazo a la Constitu-
ción Europea por amplios sectores de Francia y de Holanda es prueba fehaciente de que
numerosos colectivos del continente europeo (que goza de una importante tradición
filantrópica y de una estela de pensamiento de izquierdas que atenta directamente
contra la ideología de la uniformidad exportada de los think tanks norteamericanos:
no en vano el socialismo, en su dimensión filosófica y científica, nació en Europa, y
desde allí ha podido inspirar a multitud de intelectuales en todo el mundo, tratando de
inculturar ese socialismo) rechazan frontalmente las prácticas neoliberales, el capital
por el capital y el mercado por el mercado, y comprenden que el individuo sólo se
comprende plenamente a sí mismo en interacción con la dinámica social. El verdadero
progreso es el progreso social, posibilitado por los progresos individuales, ciertamente,
pero que emerge como un progreso autónomo: el de la sociedad en cuanto tal, y por ello
el Estado debe afanarse por humanizar lo individual. El crecimiento económico no es
real si no se traduce en un crecimiento convergente y equilibrador, gobernado por las
necesidades de las personas (el ser humano, decía K. Marx, es un ser de necesidades,
y más aún podríamos avanzar diciendo que el ser humano es un ser de posibilidades,
y que la sociedad debe dar cauce a todas las posibilidades de todos los individuos).
El socialismo científico es perfectamente compatible con el espíritu democrático
(Salvador Allende, marxista y demócrata, lo ejemplificó con su vida y con su injusta
muerte), ya que la democracia puede constituirse sobre un sustrato teórico y práctico
socialista, que consagre políticas sociales y de progreso. Urge entonar un sí rotundo
a la democracia, que signifique institucionalizar también la igualdad y la fraternidad,
y no sólo una libertad que en muchas ocasiones guarda poca relación con el concepto
genuino de libertad como posibilidad y al mismo tiempo como liberación de las ata-
duras y de las enajenaciones económicas, sociales, ideológicas y morales que alienan
a la persona, impidiéndole desarrollar plenamente su humanidad, su capacidad, sus
opciones. Libertad y liberación deben ir necesariamente parejas, ya que no puede
existir libertad sin justicia, libertad verdadera sin que quienes sufren presos de lo
infraestructural o de lo supraestructural, y no pueden encontrar su lugar al margen de
estas dos dimensiones creadas por los hombres, logren emanciparse de la esclavitud
que les paraliza y desarrollen su auténtico potencial. Por otro lado, una democracia
en sentido pleno exige la vivencia profunda del multipartidismo, y en ningún caso de
un bipartidismo (como ocurre en Estados Unidos y en menor medida en España) que
ciega el horizonte político y resta posibilidades de desarrollo, ahoga la creatividad
182 CARLOS BLANCO
mera utopía dependiente del buen hacer de los individuos, sino que tomará raíz en la
estructura misma de la sociedad, determinará la economía como economía de la soli-
daridad y limitará la propiedad privada para humanizarla y ponerla al servicio de todos,
fijando el alcance máximo de las posesiones que un solo individuo pueda acumular y
distribuyendo los excedentes (auténticos plusvalores) en programas de desarrollo en las
zonas más desfavorecidas. Una función, por tanto variable, pero determinable en cada
momento y en cada situación geopolítica, que humanice el proceso globalizador. Una
función que, en consecuencia, varíe de forma inversa con la población: a mayor po-
blación, menor será la cantidad máxima de bienes (líquidos, inmuebles o financieros)
que pueda adquirir un único individuo, ya que se necesitará una mayor distribución.
La igualdad buscada no consiste en conseguir una renta equivalente para todos los
individuos, aunque este objetivo pueda constituir un límite, un ideal. Sería injusto, por
otra parte, que quienes trabajan con más intensidad o se esfuerzan más fuesen discri-
minados a favor de una falsa concepción de la igualdad humana. Igualdad significa
aquí, ante todo, solidaridad, comunión entre personas, liberación del sufrimiento, y
la humanización de lo privado que proponemos no destruye lo privado en aras de lo
común, sino que lo regula y lo canaliza al servicio de la sociedad. Los que trabajen más
y mejor seguirán teniendo más, ciertamente, pero la diferencia relativa será necesaria-
mente menor que la que existe actualmente. La reducción de la desigualdad potencia
el desarrollo social, científico, cultural, político y religioso. Reducir el coeficiente de
Gini al mínimo valor posible que mantenga la libre iniciativa individual y remunere en
justicia, es el objetivo de la reestructuración a nivel global de la Economía; reestructu-
ración que es imposible sin una extensión del conocimiento y del espíritu democrático,
ya que, como ha mostrado A. Sen, la democracia efectiva (el control popular, y no
el mediático o financiero) es condición sine qua non (aunque no suficiente) para el
crecimiento y la lucha contra la desigualdad.
KARL MARX (2005)
ha extendido universalmente ni está claro que para que dicha clase subsista
no sea necesaria la infraexistencia laboral de otros colectivos. Asistimos a este
fenómeno en los países occidentales que han recibido inmigración en los últi-
mos años: trabajos “clásicos” de la clase proletaria son asumidos por un nuevo
colectivo, el inmigrante, que se ve obligado a heredar muchos de los males
endémicos que las clases medias y altas creían ilusoriamente haber eliminado
simplemente porque ellas ya no tenían que sufrirlos. Los parches y las solucio-
nes superficiales pueden valer a corto plazo (la tasa Tobin, la donación del 0’7
% de los productos interiores brutos de los países avanzados, la condonación
–absolutamente justificada y urgente– de las deudas de los países pobres...),
pero a la larga no hacen sino avivar las heridas, dando la imagen –injusta, falsa
y perniciosa– de que si los países pobres sobreviven no es por sus capacidades,
sino por la caridad de los países ricos. Evidentemente, ningún analista serio lo
creería, porque está claro que si los países pobres han sido incapaces de subirse
plenamente al tren del capitalismo es porque, en gran medida, el capitalismo les
ha sido impuesto, como algo extraño y exógeno a sus formas tradicionales, lo
que, sumado a la vertiginosa aceleración económica y política que vive nuestro
mundo, ha impedido que en tan corto lapso hayan asumido lo que este sistema
comporta. ¿Por qué debe ser el capitalismo, y más aún en su actual versión y
con los complementos políticos, sociales e ideológicos que lo acompañan, el
único sistema posible? ¿Es el fracaso del marxismo como economía prueba
de la insuperabilidad del actual sistema capitalista? Nadie negaría el derecho a
la propiedad privada, o al enriquecimiento, o al librecambio... Parecen adqui-
siciones justas de la Humanidad, y han costado mucho trabajo. Pero tampoco
nadie negaría el derecho a la justicia, a un reparto equitativo de la riqueza que
se basa, sencilla y llanamente, en el hecho de que todos somos ciudadanos de
un mismo mundo, y en que si unos se enriquecen es, muchas veces, gracias
a que otros se empobrecen, y en cualquier caso gracias a vivir en un mismo
planeta y a que existan humanos que puedan comprar cuanto ellos ofrecen. Ins-
titucionalicemos, así pues, la fraternidad: institucionalicemos el equilibrio entre
igualdad y libertad. ¿Cómo? Parecerá utópico o surrealista: limitando la fortuna
máxima que un solo individuo pueda acumular. Esta idea está ya barruntada
en la fe báhá’í. Funcionaría a modo de constante económica universal, y las
sucesivas adquisiciones que rebasasen dicha constante deberían, por concepto,
ser invertidas en países subdesarrollados, en programas educativos, ambientales
y médicos. ¿Frenaría este límite a la riqueza individual el progreso económico?
Ciertamente, ha sido la ambición insaciable de muchas personas lo que les ha
llevado a realizar grandes obras, y la limitación de esa ambición podría conllevar
frustración, supondría un lastre terrible para muchos. Pero, ¿por qué? ¿Acaso
no es más estimulante que, alcanzado un nivel razonable, incluso elevado y
holgado, de riqueza, el resto de mi trabajo contribuya a hacer un mundo mejor,
192 CARLOS BLANCO
El día 27 de enero se cumplen doscientos cincuenta años del nacimiento del que
puede ser considerado, casi sin lugar a dudas, el mayor genio de la historia de la Mú-
sica: Wolfgang Amadeus Mozart.
Se ha escrito ya mucho sobre la vida, la obra, las aficiones, los gozos, las tristezas
y las ansias de este gran hombre que alumbró la Europa del siglo XVIII, la Europa que
se iluminaba con el refulgir de las Luces, con una nueva forma de hacer música, y ante
todo, con un espíritu tal de vivacidad, de alegría y de belleza que todavía hoy, a más
de dos siglos de distancia, seguimos personificando en ese joven músico austriaco la
esencia del Arte más elevado.
¿Por qué nos fascina Mozart? ¿Qué extraña magia ejerce todavía un hombre que
no vivió más de treinta y cinco años, en cuya vida convergen la grandiosa madurez
musical ya desde su niñez y el misterio de una existencia que no siempre respondió
a lo que entendemos por un genio? Quizás sea su figura solitaria, frágil, sincera y au-
téntica, que se extasiaba ante la belleza de la ópera, de la que brotaban sin cesar y casi
sin esfuerzo algunas de las melodías más hermosas que ha conocido la Humanidad,
de quien sólo podía salir bondad, y que era capaz de plasmar ideas y pensamientos en
compases y silencios.
Quizás sea, como la reina de la noche cuya aguda voz se apodera de nosotros cuan-
do escuchamos La Flauta Mágica, el éxtasis que produce lo grandioso, lo estruendoso,
lo monumental. O quizás sea la paz y la serenidad, el sosiego indescriptible que crea la
dulzura de un piano a la luz de la luna, como en Eine kleine Nachtmusik. ¿Es la noche
o el día, la luz o la tenue oscuridad lo que nos permite pensar en lo sublime? En Mo-
zart confluyen ambos, lo grandioso y lo pequeño, pero en todos, en lo grande y en lo
minúsculo, resuena una armonía que a nadie dejará nunca indiferente, porque quizás el
196 CARLOS BLANCO
secreto de Mozart, como el de los grandes genios, es que supo contemplar lo sencillo,
supo mirar a lo que otros no miraban, supo pensar en lo que otros no pensaban, supo
escuchar como otros no escuchaban… Y Mozart será siempre símbolo del misterio
de lo humano, de por qué ciertos hombres y mujeres vienen al mundo con unos dones
asombrosos, y no hacen sino maravillarnos. Más que envidia o aversión, debe causar
la admiración del que es consciente de que Mozart usó su genio, su prodigio, su mag-
nificencia, al servicio de la Humanidad: nos legó tanta belleza que, aun en tiempos de
dolor, siempre podremos mirar a lo alto con orgullo.
DIOS HABLA A LOS HUMILDES Y LIMPIOS DE
CORAZÓN (2006)
¿Qué es ser cristiano? Quizás sea ésta la pregunta clave que ha inspirado a un
nutrido grupo de teólogos y filósofos desde el siglo XIX hasta la actualidad, tanto en
el ámbito protestante (clásico es ya el ensayo Das Wesen des Christentum de A. von
Harnack) como en el católico (con las obras de H. Küng o J. Ratzinger), e incluso en los
círculos ateos herederos de L. Feuerbach y de su ya celebérrimo tratado (que, para la
mayoría de los estudiosos, fue una de las influencias determinantes que recibió Marx).
La vigencia de la pregunta sigue intacta, máxime con el espectacular desarrollo y
progreso que han experimentado los métodos científicos, histórico-críticos, de acerca-
miento a la figura de Jesús de Nazaret1. Hoy en día, gracias a los innumerables trabajos
que se han realizado en esta dirección ya desde el siglo XVII (con la obra pionera de
R. Simon), pero principalmente a raíz de la revolución intelectual y teológica que su-
puso la Ilustración (que, con su defensa de la sospecha y de la crítica, nos liberó de la
ingenuidad que supone pensar que “lo dado” es simplemente algo neutro, un “factum”
que hay que aceptar sin más; por el contrario, la filosofía crítica de Kant se propuso
descubrir los antecedentes y consecuentes a lo dado, las condiciones de posibilidad
del objeto en cuanto tal, que residen en nuestras estructuras mentales), contamos con
elementos –nunca suficientes, ni mucho menos– para volver a plantear el interrogante
inicial: ¿qué es ser, o más bien, qué puede significar hoy ser cristiano?
El problema reside, normalmente, en las mediaciones, o, por así decirlo, en los
intermedios que estemos dispuestos a aceptar para llegar a una imagen de Jesús lo más
cercana posible al Jesús de carne y hueso que vivió en Palestina en el s. I. Y, ¿qué nos
puede interesar de ese Jesús preteológico o, si se me permite, predogmático? Sobre
1
Un libro paradigmático, en este sentido, es Guía para entender el Nuevo Testamento, A. Piñero,
Madrid, 2006.
202 CARLOS BLANCO
todo, lo que pensó, lo que sintió, lo que predicó, su visión del hombre, del Cosmos y
de la Historia, que en mi opinión son tres temas esenciales por analizar en toda gran
figura de la Humanidad.
La discusión no es, en absoluto, sencilla. ¿Qué nos queda del mensaje de Jesús
al prescindir –o depurar– las sucesivas interpretaciones teológicas que se han hecho
después de Jesús, y de las que muy probablemente el propio Jesús no tuvo conciencia?
Los estudios científicos (de crítica histórica y literaria de los Evangelios, de sociología
sobre el contexto judío del s. I, de análisis sobre la génesis de las primitivas comu-
nidades cristianas con sus rivalidades internas y la emergencia de teologías muchas
veces contrapuestas, de las que sólo surgirá una “gran teología”, una ortodoxia, tras
la asimilación de la comunidad cristiana a las estructuras del poder político romano
a partir del s. IV, muy influenciada ya por conceptos procedentes de la mentalidad
helenista o del ámbito jurídico latino) son cada vez más alentadores en este sentido,
ya que mediante una labor crítica y de estudios comparados, hemos sido capaces de
acercarnos cada vez más al Jesús de Nazaret previo a la elaboración teológica que
llevaron a cabo sus seguidores. Analizando fuentes tan diversas como los textos evan-
gélicos más primitivos (especialmente Marcos y la hipotética pero más que probable
fuente Q, hoy en día reconstruida gracias al Proyecto Internacional Q) y los primeros
escritos del Nuevo Testamento (1 Tesalonicenses y otras epístolas paulinas), así como
obras apócrifas que reflejan también que ya desde el período de gestación del cris-
tianismo convivieron distintas visiones teológicas, sin olvidar el descubrimiento de
influencias de todo tipo en éstos y en los demás escritos (así como de su autenticidad,
que nos permite decir, por ejemplo, que el Evangelio de Juan no pudo ser escrito por
el supuesto discípulo de Jesús llamado Juan, o que la segunda epístola de Pedro es
de, aproximadamente, el 120 d.C. y por tanto no fue escrita por Pedro, sino que es
pseudoepigráfica; y lo mismo se ha podido determinar respecto de numerosas epístolas
paulinas o de pasajes evangélicos que, para la crítica, no pudieron salir de boca de
Jesús, partiendo, además, del hecho casi unánimemente aceptado de que ninguno de
los evangelistas conoció personalmente a Jesús), podemos llegar a la conclusión de
que en la predicación de Jesús, con independencia de las construcciones o estructuras
teológicas posteriores, hay una serie de constantes que nos ofrecen una idea bastante
plausible de lo que él pensó:
1) Jesús predicó la llegada inminente del Reino de Dios. En este sentido, Jesús se
inscribe dentro de las grandes corrientes de la apocalíptica judía.
2) Al mismo tiempo, Jesús confiere a este Reino unas características que, aunque
ya hubiesen sido puestas de relieve con anterioridad, con él adquieren una
fuerza propia: es un Reino en el que el ser humano puede convivir con el Dios
de Israel contemplado como Abbá; es un Reino que, si bien se presenta con
tintes escatológicos, también tiene una dimensión interior, en los corazones de
cada persona.
Ensayos filosóficos y artísticos 203
2
En la obra, ya clásica, de J. Pelikan Jesús a través de los siglos, se apunta en esta dirección cuando
se afirma, en la línea de A. Schweitzer, que cada tiempo ha interpretado la figura de Jesús según sus
ideas, sensibilidades, inquietudes y proyectos de futuros.
3
Perspectiva que ya advirtió con suma claridad E. Schillebeeckx en Gott –die Zukunft des Menschen,
Maguncia, 1969.
EL DISEÑO INTELIGENTE NO ES UNA TEORÍA
CIENTÍFICA (2006)
La comunidad científica debe alegrarse por el fallo del juez John. E. Jones III,
de Pennsylvania, en contra de la enseñanza de la teoría del diseño inteligente en las
escuelas, al mismo nivel que la de la selección natural de Darwin.
Resulta evidente, en todos los sentidos, que bajo la etiqueta aparentemente ilustra-
da de “diseño inteligente”, sus creadores y sus corifeos mediáticos (como el Instituto
Discovery, de Seattle) ocultan, de un modo inexplicablemente descarado, las antiguas
tesis creacionistas, las cuales han quedado absolutamente desacreditadas no ya en la
investigación científica, sino en el propio terreno teológico. Afirmémoslo con claridad:
el problema del neoconservadurismo religioso, visceralmente ideológico y cuyo fun-
damentalismo pretende introducirse en el campo científico conforme a una planificada
estrategia, no es tanto el desconocimiento abisal de la ciencia y de sus métodos, sino
una peor e injustificable ignorancia de teología y exégesis histórico-crítica.
Proponer el diseño inteligente como una alternativa, en igual plano, al neodarwi-
nismo es, como muy bien ha dicho el genetista Francisco Ayala, “un insulto a la
ciencia”. Para que una teoría científica merezca semejante calificativo debe reunir, al
menos, tres características: explicar unos hechos debidamente documentados (en este
caso, las variaciones en el registro fósil y la estrecha relación entre los genomas de las
diversas especies: el hombre y el chimpancé comparten, aproximadamente, un 96%
de su dotación genética); establecer unos baremos de comprobación empírica de las
tesis propuestas: qué experimentos puede efectuar un investigador independiente para
llegar a las mismas conclusiones alcanzadas por el autor de la hipótesis; y, en último
lugar, dicha teoría debe ser capaz de efectuar predicciones empíricamente verificables.
Pues bien, el diseño inteligente no cumple ninguna de las tres condiciones que
acabo de mencionar. No explica unos hechos innegables, porque introduce causas (y
206 CARLOS BLANCO
realmente influyan en la obra (pues, ciertamente, hay un impresionante coro turco que
canta al “gran Pachá” una de las melodías más famosas de esta ópera, inspirada en el
exotismo de la música oriental). En cambio, la música vuelve a ser deslumbrante, las
arias para soprano y tenor fabulosas, y algunos de los diálogos, que dan pie a composi-
ciones mozartianas sólo superadas por él mismo en óperas posteriores, muy sugerentes.
La ópera se abre con un aria que ha pasado a la historia de los grandes repertorios
para tenor, y que han cantado los grandes nombres del siglo XX: el “hier soll ich dich
denn sehen Konstanze, dich mein Glück”, donde el desdichado Belmonte entona un
“no más”: no más sin ver a su amada Constanza, no más sin sufrir una lejanía que le
rompe el corazón. Y es que la hermosa Constanza, española, ha sido llevada al harén
del gran Pachá, en Estambul, la ciudad del Bósforo que fascina a orientales y occi-
dentales (y que en adelante nos será mejor conocida gracias a las novelas del último
premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk: notoria coincidencia). El aria es divina,
serena pero a la vez melancólica, porque Mozart supo como nadie encontrar un espa-
cio entre la alegría y la desdicha que expresa lo más profundo del espíritu, en un sutil
equilibrio al que sólo el estilo propio del genio salzburgués ha podido dar forma. Los
sonidos son mantenidos con esfuerzo por el tenor, para luego elevarse en una de las
típicas combinaciones de notas de Mozart, donde lo que se había prolongado llega
a una especie de altura a la que sube y de la que vuelve a bajar. Esta extraordinaria
“circunvolución” aparece en muchas de las grandes obras de Mozart, y transmite el
sentimiento de continuidad pero a la vez de dinamismo, de cambio, de avance que no
rompe del todo con lo que le precede.
Pero creo no equivocarme si sostengo que las arias para soprano (y, en general,
para mujeres) son más grandiosas que las de tenor (a diferencia de otros compositores
de ópera, donde quien asume un mayor protagonismo musical es el tenor: pensemos
en muchas de las óperas de Giaccomo Puccini, como Tosca o Turandot). La soprano
puede destacar más y, de hecho, algunas de las arias de Konstanze poseen una difi-
cultad técnica pero a la vez una perfección melódica que no deja a nadie impasible.
Nuevamente, nuestro asombro sería mayor si no fuera porque el mismo Mozart se
encargó de elevar aún más el listón para las sopranos en arias como las de la Reina
de la Noche en La Flauta Mágica, que pocas sopranos en el mundo son capaces de
entonar. Y es que, según cuentan, la soprano Caterina Cavalieri le pedía a Mozart que
compusiese arias lo suficientemente llamativas como para lucirse ella y, a tenor de lo
conseguido, parece que Mozart tomó buena nota de las exigencias de la diva. La pelí-
cula Amadeus de Milós Forman (1984), que tantos Óscar recibió en su día, caracteriza
con suficiente expresividad la figura de la Cavalieri, en una ambientación operística
casi sin parangón en el mundo del cine.
Pero volvamos a algunos de los diálogos de la ópera, especialmente a los finales.
Belmonte ha urdido un plan para rescatar a Constanza, con la ayuda de Pedrillo. Pero
Osmín, siervo del pachá, los descubre. Belmonte, Constanza, Pedrillo y Blonde, la
elegante inglesa que acompaña a Constanza y que se enamora de Pedrillo, le piden
Ensayos filosóficos y artísticos 213
¿Qué significa o, más bien, qué puede significar ser progresista hoy? La cuestión
no es fácil, máxime cuando los tópicos abundan, y cuando se quiere identificar el
progresismo con una u otra corriente política o, lo que es peor, con un partido político
determinado.
El progreso es, sin lugar a duda, una de las nociones clave para comprender la
evolución intelectual de Occidente. Aunque con precedentes, la gran “explosión”
de la idea de progreso se produjo con la Ilustración. Las Luces plantearon de forma
directa el problema de que el hombre, si realmente quería ser hombre, debía ser el
único árbitro y juez de la Historia. Ni el pasado, ni las tradiciones, ni las autoridades
supraseculares podían erigirse en intérpretes auténticas del destino de la Humanidad:
sólo el hombre, que ante todo es razón (la res cogitans cartesiana será lo definitorio
del ser humano), construye su autoconciencia, y por tanto su devenir histórico. Sólo
el hombre es sujeto y responsable de la Historia, y por tanto, para vivir humanamente,
debe mirarse a sí mismo, a sus posibilidades, ansias y capacidades.
En nuestro tiempo, la Humanidad necesita una conciencia crítica del progreso.
No basta con soñar; no basta con imaginar; no basta con crear. El progreso debe ir
acompañado de una verdadera reflexión, de una crítica que abarque todos los campos
de la acción humana y que tenga como centro al propio hombre, así como el objetivo
constante de desalienación de todo dominio que cercene el libre ejercicio de la razón.
Progreso debe ser, por tanto, sinónimo de actitud crítica, de construir el futuro con
vistas a subsanar los errores del presente. Incluye la convicción de que el ser humano
es, por sí mismo, capaz de superarse; de que es un ser en continua autoconstitución
y de que la Historia es escenario de su acción y, por tanto, de sus posibilidades, pero
no es el criterio principal para juzgar lo humano. No podemos mirar al pasado para
216 CARLOS BLANCO
el Dr. Wesley Carr, quien lanzó una inquietante pregunta a los asistentes que le es-
cuchaban bajo los impresionantes techos de ese milenario edificio en el corazón de
Inglaterra: And then? And then? And then? Y es que el ilustrado teólogo anglicano (al
que también pude ver en un debate sobre ciencia y religión con el reputado científico
y ateo militante de Oxford Peter Atkins) se había hecho una composición de lugar:
alguien puede aspirar a finalizar sus estudios para lograr un buen puesto de trabajo,
o para fundar una gran empresa, o para ser un gran investigador y granar el premio
Nobel. ¿Y luego?
Alguien puede querer imitar a Bill Gates o a Albert Einstein, ¿y qué más? ¿Es-
taríamos completamente satisfechos siendo Bill Gates o Albert Einstein? ¿Lo han
estado ellos, pese a su dinero, su poder o su inteligencia? Ellos también mueren, como
nosotros, como tú y como yo.
Es una certeza inquietante, compartida por las grandes culturas y religiones, que
ha inspirado multitud de cosmovisiones y de filosofías. Y es que la muerte es la rea-
lidad más democrática y universal que existe, y afecta a todos: ricos y pobres, justos
y pecadores, brillantes y mediocres... La muerte supera toda dialéctica. Y también el
sufrimiento y la insatisfacción. Nadie le es ajeno.
Todo pasa... Imaginémonos que hoy por la noche pudiésemos cenar en el lugar
más idílico del mundo con la persona que más nos gustase conocer. O imaginémonos
que fuésemos invitados a la Casa Blanca, o al Vaticano con el Papa. Unas horas de
magia y de esplendor..., y en breve se habrán pasado. Volviésemos o no a una cruda
o a una favorable realidad, todo acabaría pasando. Los amores platónicos también
mueren. Las grandes amistades también cesan. ¿Qué queda? ¿Hay algo de consuelo
ante la fugacidad del mundo, del placer y de los bienes? Por un tiempo pensé que el
único consuelo era el conocimiento, que nos abre a mundos casi infinitos y que nos
sacia más que las riquezas o que el poder, porque el ser humano es, más que nada, un
ser que se comunica, y sin conocimiento no hay comunicación, no hay posibilidad de
compartir ideas, inquietudes o esperanzas. Pero tampoco nos colma, aunque no veo
nada que lo supere como elemento humanizador. No hay plenitud en el conocimien-
to. Siempre podríamos saber más y mejor, y aunque lo supiésemos todo, dudo que
pudiésemos compartirlo todo con nuestros seres más queridos o con nuestros mejores
amigos: seguiríamos estando solos, nos tendríamos que reservar muchos conocimien-
tos para nosotros. Y lo que más nos horroriza es la soledad. La soledad, el aislamiento,
la indiferencia o el desprecio nos carcomen y generan odio en nuestros corazones. La
Historia es, en gran medida, expresión de un esfuerzo constante de hombres y mujeres
a lo largo de los siglos por vencer la soledad, por construir sociedades, instituciones,
ciencias y religiones para no verse solos en este mundo, en este gigantesco espacio
perdido en un extremo de una galaxia. La Historia es suma de los esfuerzos para vencer
esa “depresión cósmica” que en ocasiones puede asolarnos. La Historia está hecha de
necesidades fácticas, indudablemente, que han conducido a guerras, enfrentamientos
o alianzas. Pero detrás de esas necesidades hay también un ansia de superar la soledad.
222 CARLOS BLANCO
Los seres humanos quizás hubieran sobrevivido sin formar sociedades. Habrían sido
menos exitosos como especie. No habrían llegado adonde han llegado. Pero también
podrían haber sobrevivido reduciendo los lazos a las necesidades mínimas (las fun-
ciones básicas: reproducción, nutrición, conservación). En cambio, hemos construido
sociedades. ¿Por qué? ¿Por una mera razón de éxito evolutivo? Pero ese éxito está
asociado a la huida de la soledad, a la percepción de que uniéndonos encontramos un
cierto consuelo ante los problemas de este mundo.
Si Alguien nos escucha más allá de este mundo en el que todo comienza y todo
termina, si Alguien contempla el desasosiego, la fatalidad, la incompletitud, el dolor
y la alegría, el triunfo y el fracaso, nuestras ansias y nuestras frustraciones..., que
atienda nuestra súplica. El mundo quiere un salvador. Quiero, Señor, si existes (y lo
creo), la salvación, y entono mi clamor con el Apocalipsis a Quien lo escuche: ¡Ven,
Señor! ¡Maranathá!
Y que nosotros mismos seamos también “salvadores” para quienes nos rodean.
Y salvémonos de este mundo hipócrita que gasta 885700 millones de euros en arma-
mento (según los datos recientes del Instituto de Estudios por la Paz de Estocolmo),
un 34% más que hace diez años, y otras cifras desorbitadas en subsidios agrícolas, y
que luego se ve incapaz de acabar con la pobreza, el hambre y la miseria. Sálvanos,
Señor, de este mundo, pero esforcémonos también nosotros por construir un mundo
nuevo donde prime el ser y no el tener.
EL DILEMA DEL CONOCIMIENTO (2007)
La Historia de la Humanidad nos muestra que, más que cualquier otra cosa, hemos
sido capaces de conocer, de conocer mucho y de aprender cada vez más.
Ha habido sombras innegables, sin duda, en dicha historia; manchas que quizás
para muchos contaminen nuestro tránsito por este mundo de manera casi definitiva.
Pero, ¿acaso debemos olvidar las luces, olvidar que sólo el esfuerzo conjunto de tantos
hombres y mujeres nos ha conducido a unas cotas de progreso y de desarrollo que
hace poco eran impensables?
Y es que lo que hace poco era impensable es hoy pensable, y lo que hoy es im-
pensable será mañana pensable. Es la grandeza y la pequeñez de lo humano: el poder
siempre excederse, trascenderse, “des-mesurarse”, pero al mismo tiempo estar de
alguna forma condenado a vagar sin un rumbo aparente, a caminar sin un destino
firme, a buscar sin conocer siquiera si existe una respuesta a sus preguntas. Y, casi al
unísono, nos damos cuenta de que el conocimiento no nos sacia por completo, de que
sólo conociendo no alcanzamos la felicidad. O, mejor dicho, sólo con un tipo de cono-
cimiento no alcanzamos la felicidad. En palabras de Zaratustra, “yo estoy hastiado de
mi sabiduría, como lo están las abejas que han acumulado exceso de miel. Yo necesito
manos que se tiendan hacia mí”. Esta feliz expresión refleja la dualidad y ambivalen-
cia que posee el conocimiento: por un lado nos engrandece y nos permite controlar el
mundo; pero desde otra perspectiva, nos asusta y nos atemoriza, o al menos nos resulta
demasiado impersonal. ¿Qué hacer, por tanto? No me parecería correcto ofrecer una
respuesta a una pregunta que, en realidad, por sí sola se responde. Y es que la Huma-
nidad, durante miles de años, ha sabido (no siempre con igual tino, por qué ocultarlo)
compaginar esa ansia infinita e interminable de conocer y de ampliar los horizontes y
espacios de su mente y emplear ese conocimiento en provecho del desarrollo social,
224 CARLOS BLANCO
cultural y económico de las distintas civilizaciones. Lo que hemos hecho es, más
bien, una humanización del conocimiento, que ha surgido de modo casi espontáneo.
A la vez que los sabios y los doctos se afanaban por acumular conocimientos y por
plantear más y más preguntas, la sociedad transformaba el conocimiento fríamente
teórico en aplicación, en praxis y, en su manifestación más acabada, en paradigma
cultural, como ocurrió, por ejemplo, con las ideas de Descartes o con las teorías de
Darwin, que acabaron influyendo decisivamente en la vida de todos los miembros de
una determinada sociedad.
Hablo de “humanización del conocimiento”, como si el conocimiento no fuera de
por sí suficientemente humano, al ser producido por seres humanos. Efectivamente, si
se contempla el conocimiento como una obra humana, no es necesario humanizarlo.
Pero si se contempla el conocimiento como un vínculo entre el mundo de lo humano
y un mundo que abarca lo humano pero en el que “habitan” otras realidades extrahu-
manas, se percibe con claridad que no todo conocimiento, automáticamente, contri-
buye a la humanización del hombre, entendiendo por humanización de lo humano el
establecer las condiciones que hagan posible la superación y la mejora, la apertura de
nuevos horizontes o de nuevos espacios que permitan conjugar el plano individual con
el plano social, de manera que las diferencias se vayan extinguiendo progresivamente
en un proceso que, por desgracia o por virtud, carece de fin, y que parece desafiar a
toda lógica: ¿cómo podemos integrar lo distinto o lo contrario?
No negaremos que la Lógica, como ciencia, es uno de los hallazgos más especta-
culares que ha realizado la Humanidad. Con la Lógica hemos llegado adonde estamos:
a una situación de avances científicos y tecnológicos asombrosa, pero también a una
historia repleta de oposiciones, de enfrentamientos y de exclusiones. La fría racio-
nalidad silogística, aristotélica o “euclidiana”, nos ha enseñado la faz de un cosmos:
un universo acabado, determinado, “tópico”, donde cada cosa ocupa el lugar que le
corresponde. Sin embargo, la “subversión” de esa racionalidad nos muestra otro uni-
verso: un mundo donde todas las diferencias acaban superándose en la creación de
espacios más amplios; donde las oposiciones son relativizadas y así logramos asimilar
más ideas, más visiones, más formas de comprender ese mundo, quizás porque aca-
bamos entendiendo que comprender el mundo implica, en primer lugar, dejar que los
demás también puedan comprenderlo ellos mismos y desde ellos mismos. La razón
humana opera regida por el principio de no-contradicción, que afirma que lo mismo
no puede ser y no ser lo mismo en el mismo sentido de lo mismo al mismo tiempo.
Así lo estableció, sabiamente, Aristóteles en su monumental Metafísica. Y nada mejor
que ese estatismo, esa rigidez sin duda fecunda, para expresar la concepción griega
de lo perfecto como lo acabado, lo que no admite otra posibilidad, la necesidad que
supera toda contingencia.
Nuestro tiempo, ya desde los albores de la Modernidad, no ha sucumbido a la
tentación de la rigidez, de la “finitud”, de lo completo y acabado. La mente moderna
optó por abrirse a lo infinito, a lo inacabado, a lo relativo que termina siendo lo au-
Ensayos filosóficos y artísticos 225
anegados de luz. La luz más brillante y tenue al mismo tiempo, la luz del misterio,
refulge en ellos como en nada antes. El resplandor de lo infinito e inabarcable, que
escapa a toda categorización, que huye de toda determinación, hace de esa mirada
una fuerza verdaderamente portentosa. Una mirada que inserta en la realidad finita se
proyecta a lo infinito, que ansía lo infinito, que persigue lo infinito.
Y, por encima de todo, esos ojos nos invitan a interrogarles: ¿adónde dirigís vuestra
mirada? Y así han logrado transmitirnos la esencia de esa infinitud que quizás estén
buscando: el poder infinito y cautivador de la pregunta. La Historia es la historia de la
pregunta humana, de la pregunta por “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”,
de la pregunta por lo que somos y por lo que no somos. Preguntamos qué es el tiempo,
qué es el espacio o qué es la vida. Pero no siempre advertimos que el auténtico misterio
es esa infinita capacidad de preguntar, y que la pregunta que engloba todas las preguntas
es ¿por qué el preguntar?, ¿por qué el querer saber?, ¿por qué el porqué?
La mirada del Cristo de El Greco nos ha cautivado por irradiar como nunca el
poder mismo de la pregunta.
DIOS COMO PREGUNTA (2007)
sentido hoy y sobrevivir, escapar del frío sótano en que se encuentran ahora, sumidas
en la desesperación de la sangría imparable de fieles y de la pérdida de confianza,
deben replantearse su papel, su origen y sus fines. Las religiones no pueden aspirar a
constituir la única vía de expresión de la pregunta que define al ser humano, el único
canal para nuestras ansias y anhelos de algo que nos trascienda. La pluralidad, que
existe entre ellas mismas y más aún entre las formas culturales de la Humanidad, exige
hoy meditar con seriedad, con rigor pero con apertura de mente, el papel de la religión.
¿Por qué tomar al hombre de nuestros días como referente? Ciertamente, casi to-
das las religiones tienen como fundamento acontecimientos supuestamente históricos
que, en cualquier caso, representan la fuente de la que manan sus tradiciones y sus
creencias. En este sentido, toda religión posee una aspiración suprahistórica, afirma
ser independiente del decurso histórico y se enorgullece de basarse en lo pasado para,
desde ello, mirar al futuro. Una religión comprendida sólo desde esa óptica es inca-
paz de asimilar el moderno concepto de progreso, la convicción de que es el hombre
quien hace la Historia y el futuro, y de que el pasado no tiene por qué determinar el
futuro, sino en todo caso iluminarlo. Las religiones deben esforzarse por desarrollar
una teología de la Historia y del tiempo que integre lo tradicional con lo progresivo,
lo originario con lo dinámico, porque, en realidad, no hay más tiempo que el ahora, y
en cada ahora se resume todo lo pasado y se comienza todo lo futuro.
Pero, más aún, las religiones deben plantearse qué imagen de Dios transmiten al
hombre. Un Dios que funcione como una respuesta a todos los problemas e interro-
gantes de la Humanidad, un Dios que no deje resquicio para la duda y que sólo ofrezca
seguridad, intelectual y práctica, no puede ser el Dios del Amor del que hablan tantas
confesiones.
Urge, en suma, llevar a cabo una revolución en lo religioso, que nos ofrezca un
Dios-pregunta y no sólo un Dios-respuesta: no un Dios que responda a todos los enig-
mas de la Ciencia y del intelecto (desde el origen del Universo hasta la Evolución,
desde el porqué de las sociedades hasta el modo en que éstas deben organizarse),
sino un Dios que avive las preguntas más propiamente humanas y que, ante todo, nos
transmita “fe, esperanza y caridad”. Un Dios que, como pregunta de las preguntas (el
Dios-Amor), camine junto a los hombres y mujeres de todo tiempo siendo partícipe
de sus interrogantes y angustias. Un Dios a quien no le son ajenos ni los hombres ni
sus ansias.
LA CULTURA DEL OLVIDO (2007)
Nos hemos acostumbrado a hablar del Tercer Mundo. Todos, incluso los más
poderosos y capacitados para ello, queremos acabar con la miseria y la pobreza que
persisten en amplias regiones del globo. Los líderes del G8 reunidos en julio de 2005
en Gleneagles, Escocia, prometieron un compromiso más amplio con África. ¿En qué
ha quedado? No lo sabemos.
Pero nuestra cultura es la del olvido. Sólo recordamos lo que queremos, lo que
nos afecta, lo que nos preocupa y lo que inquieta a nuestra forma de vida, que cree-
mos consolidada y universalizable. Nos acordamos, y con razón, de los muertos por
los atentados terroristas del 11 de septiembre. Placas, monumentos, celebraciones y
oportunos recordatorios en los medios de comunicación nos informan de ello. Pero,
¿nos acordamos de los muertos por atentados terroristas en Irak, del número, de la
fecha? ¿Recordamos la fecha del 20M como inicio de la invasión ilegal e ilegítima de
Irak? ¿Y el 7O como comienzo de la invasión de Afganistán? ¿Y de los fallecidos por
la cruel guerra de Vietnam? ¿Y de los muertos en El Salvador y en otras dictaduras
militares sádicas y crueles de Latinoamérica auspiciadas por potencias occidentales
con el silencio cómplice del resto del mundo, que luego se permite dar lecciones de
democracia a ciertos países, cuando durante décadas no ha hecho nada por su desarrollo
y ha preferido mirar para otro lado mientras oligarquías y grupos de poder expoliaban
los recursos de estas naciones, los mismos que llamaban a golpes de estado desde
determinados medios de comunicación? ¿Por qué sólo nos acordamos de unas cosas?
¿Hasta dónde llega la memoria humana y por qué es tan selectiva?
Prometemos ayudar al desarrollo en el Tercer Mundo, pero seguimos invirtiendo
miles de millones de dólares diarios en armas y en subsidios agrícolas que establecen
232 CARLOS BLANCO
una clara desventaja competitiva con los países subdesarrollados, al tiempo que ha-
blamos de libre mercado y de globalización.
El mundo subdesarrollado es el reverso del mundo desarrollado, el espejo en que
debe mirarse. Existe un mundo desarrollado porque existe un mundo subdesarrollado.
Existe prosperidad y desarrollo tecnológico porque existe una tierra cada vez más
diezmada en sus recursos. Si en 1960 había aproximadamente un rico por cada 30
pobres, en 1997 hay 1 rico por cada 74 pobres (según el Programa de las Naciones
Unidas sobre el Desarrollo). Más de 1300 millones de personas viven con menos de
un dólar al día. Y todavía no hemos encontrado un verdadero principio unificador que
defina nuestro futuro, un futuro más allá del desarrollo y del subdesarrollo, un futuro
más humano. Pero para encontrar ese camino es imprescindible encontrar nuestra
memoria como seres humanos. Una sociedad que olvida su pasado y que mira hacia
otro lado en su presente no es una sociedad, es una mera yuxtaposición de individuos
con intereses distintos que no saben cómo converger. No es humanidad, sino manada
o rebaño. No es civilización, sino barbarie.
La cultura postmoderna nos ha enseñado a dudar de los mitos, al tiempo que
preservamos otros mitos como intocables. Hablamos de democracia, de progreso, de
bienestar o de mundo libre, cuando en realidad nuestras sociedades se ven sometidas
al dominio en ocasiones tiránicos de poderes fácticos, y nuestra democracia oculta
graves injusticias. Afortunadamente, hemos vivido escenas tan bellas como el inmenso
despertar de una conciencia colectiva sobre lo justo y lo injusto que surgió con motivo
de la guerra de Irak. Pese a una presión mediática evidente aliada unilateralmente con
las tesis de quienes querían invadir Irak a toda costa (véase la “News Corporation”,
de Rupert Murdoch), la gente salió a la calle para protestar, para hacer ver a los go-
bernantes que ellos no iban a creerse semejante mito. Millones de “Alan Greenspans”
percibieron que las auténticas causas de esa guerra estaban a años luz, a una distancia
abisal de la difusión de los ideales democráticos a Oriente Medio. Se trataba de difundir
la democracia del petróleo, del expolio de un país por multinacionales a las que con
frecuencia se venden los líderes de las grandes potencias (como Reagan lo estuvo a
las multinacionales armamentísticas, para las que diseñó su programa de “guerra de
las galaxias”).
Seguramente desde la guerra de Vietnam no se había vivido un despertar de con-
ciencia colectiva semejante. Algo similar ha ocurrido con la conciencia ecológica.
El hecho de que desde ciertas instancias de presión se llame al escepticismo contra
fenómenos científicamente corroborados como el cambio climático es prueba, por
sí sola, de que efectivamente esa conciencia ecológica va en buena dirección. Si los
sectores más reaccionarios y ultraconservadores se afanan en minimizar el impacto del
ser humano sobre el medio ambiente y el riesgo que supone para el futuro de la natu-
raleza (los mismos sectores cuyo único afán ha sido siempre preservar su ‘status quo’,
con una mirada cortoplacista, sociológica y antropológicamente raquítica, egoísta e
intelectualmente paupérrima) es porque a algo bueno para todos apunta esa conciencia
Ensayos filosóficos y artísticos 233
produjo un enorme crecimiento durante las tres décadas que siguieron a la Guerra
Mundial, evitando o reprimiendo los ciclos económicos e introduciendo una gran
medida de certidumbre, estimuladora de la inversión, y manteniendo el pleno empleo
al inyectar dinero cada vez que había síntomas de crisis incipiente”, acabando además
con modelos macroeconómicos obsoletos como el que otorgaba una primacía al patrón
oro, y subrayando el papel del Estado en la economía, hoy ampliamente generalizado.
Éstos y otros aspectos cristalizaron en los acuerdos de Bretton Woods de 1944.
La crisis del petróleo de 1973 supuso un revés para las teorías keynesianas y la
escasa importancia que concedían al papel de la inflación y del control del gasto pú-
blico por los gobiernos. Milton Friedman, fallecido en 2006, propuso una alternativa
a las teorías de Keynes, alternativa adoptada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La obsesión por contener la inflación y por el saneamiento de las cuentas públicas
iba ahora a dominar el escenario de la política económica. Muchos llegaron a pensar
que la difusión de las doctrinas de Friedman significaría, a la larga, el final del Estado
de bienestar que el orden socialdemócrata subsiguiente a la II Guerra Mundial había
conseguido imponer, al menos en Europa.
Afortunadamente se equivocaron, y hoy asistimos a un modelo socioeconómico
y político que demuestra que es perfectamente conjugable un Estado de bienestar de
inspiración socialdemócrata con una política de libre mercado y de control del gasto
público y de la inflación. La Unión Europea, la región más próspera del planeta, es
buena prueba de ello. Los países escandinavos obtienen las mejores puntuaciones en
los índices de nivel de vida y de calidad educativa, y los sistemas de seguridad social
han hecho de la sociedad europea una de las más democráticas, participativas e iguali-
tarias del globo, donde las diferencias sociales se han reducido paulatinamente y donde
se ha logrado tomar conciencia de la necesidad de conjugar el desarrollo económico
y tecnológico con el respeto al medio ambiente. Todo ello sin contar la tolerancia que
caracteriza a la sociedad europea, su aprecio por el pluralismo cultural e intelectual,
y su solidaridad. En un artículo publicado en el diario El País, el economista nortea-
mericano Jeremy Rifkin se preguntaba dónde habría preferido vivir Jesús de Nazaret
de haber nacido hoy, y concluía que indudablemente habría escogido Europa en lugar
de América, porque ideales presentes en su doctrina moral como la solidaridad, la
inclusión o el rechazo de la violencia se cumplían mejor en la sociedad europea que
en la estadounidense.
Europa se enfrenta a importantes retos, y nadie puede negar los problemas y las
crisis existentes. Pero criticar lo que funciona mal en Europa y que podría funcionar
mejor no es excusa para olvidar los logros, y sobre todo para, inspirados en esos lo-
gros, proponer un modelo como el europeo para el resto del mundo como senda para
impulsar la prosperidad y el bienestar en otras regiones del planeta.
Y aquí aparece Hegel. Para el filósofo alemán, toda verdadera síntesis tiene que
ser capaz de asumir tanto la tesis como la antítesis, superando ambas (la Aufhebung)
pero manteniendo los dos elementos, sin anularlos. El auténtico progreso consiste
Ensayos filosóficos y artísticos 237
justamente en esa superación de los contrarios que no los aniquila, sino que los integra
en un marco de comprensión más amplio, que por ello se acerca más a la verdad (que
para Hegel es la totalidad). En el Estado de bienestar se produce una extraordinaria
síntesis entre la legítima voluntad de iniciativa privada y personal (libertad) y el nece-
sario establecimiento de un orden social que proporcione a todos, independientemente
de su nivel de iniciativa económica, un bienestar, una vida digna y una capacidad de
participación activa en la configuración de la sociedad (es decir, una mayor democra-
tización de todos los elementos que constituyen la sociedad, generando una mayor
igualdad). Ambos parecen oponerse, pero en el Estado de bienestar, propiciado por la
socialdemocracia y aceptado por la práctica totalidad de fuerzas políticas relevantes
en Europa, coexisten de manera no siempre armónica, pero coexistiendo al fin y al
cabo y permitiendo que se den unas cotas de prosperidad y de desarrollo desconocidas
en otras regiones del globo.
Aunque es conveniente evitar simplismos no poco tentadores, como la afirma-
ción de que hemos llegado a un “fin de la historia”, al estilo de Francis Fukuyama,
sin embargo pienso que el Estado de bienestar, su extensión y su perfeccionamiento,
representa uno de los hitos sociales e intelectuales de la humanidad, difícilmente supe-
rable (sobre todo si la alternativa es un orden puramente liberal-burgués o un modelo
colectivista como el de la extinta Unión Soviética). La síntesis de libertad y de igualdad
que emerge en el Estado de bienestar es en realidad expresión del ideal de fraternidad
(o de sororidad) también proclamado por la Revolución francesa, a la que tanto debe el
mundo contemporáneo en sus estructuras ideológicas y sociopolíticas fundamentales.
Con la exaltación del Estado de bienestar que he hecho en las líneas anteriores
no pretendo, en absoluto, sancionar un determinado Estado de bienestar. Países como
Francia (véanse las recientes propuestas de Sarkozy), Alemania, España o el Reino
Unido se enfrentan a problemas y a desafíos que deberán ir atajando oportunamente.
Lo que he querido es reflexionar sobre el Estado de bienestar en cuanto tal, en cuanto
proyecto sociopolítico más allá de las formas contingentes que haya adoptado en
ciertos países y que para algunos puedan ser un descrédito. Desde un punto de vista
filosófico y desde la teoría sociológica, considero que el Estado de bienestar es uno
de los modelos de organización social más exitosos que ha concebido el ser humano.
Para exportar con éxito el modelo de Estado de bienestar que ha fructificado en
Europa a los países subdesarrollados no basta con impulsar un traslado de capital
hacia esos países. Las décadas de ayudas y de subsidios dados por los países occiden-
tales a África, América latina y Asia han demostrado que es inútil pretender basar la
prosperidad y el bienestar únicamente en el capital económico efectivo, en la mera
financiación. El plan Marshall tuvo resultado en Europa porque antes que capital físico
existía capital humano (estudiado por el economista Robert Solow), que se manifiesta
principalmente como capital intelectual. El problema de la precaria educación en los
países del Tercer Mundo, acuciado por la fuga de cerebros que desangra el capital
humano de estas naciones y por la sobrepoblación en naciones como la India, es pri-
238 CARLOS BLANCO
“Tras Auschwitz, no se puede hacer poesía”, sentenció uno de los pensadores más
lúcidos del siglo XX, y miembro eminente de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno.
Reflejaba así el sentir de parte de la filosofía marxista: el arte es una creación hu-
mana destinada a ofrecer consuelo en un mundo hostil, finito, limitado, alienante para
nuestra naturaleza. Con el arte, con la poesía de Goethe o con la música de Mozart, el
ser humano no ha hecho sino construir refugios para una existencia a la larga desola-
dora, para el sinsentido de la vida y la amargura de una injusticia que, querámoslo o
no, se manifiesta en uno u otro estrato de nuestra condición social.
Hoy, la pregunta de uno de los artífices de la teoría crítica (a mi juicio, la mejor
versión del marxismo y, sin duda, una corriente filosófica que ha ejercido una gran
influencia en el campo de las ciencias sociales, con epígonos actuales como Jürgen
Habermas) ha cobrado vigencia.
Afortunadamente, no tenemos ante nuestros ojos horrores como Auschwitz o los
Gulags de Siberia, o al menos de esa magnitud y de esa barbarie, pero en el mundo en
que vivimos se suceden tragedias y sinsentidos que no tienen otro responsable que la
acción humana. Hechos tan graves como el genocidio de Darfur topan con la pasividad
o incluso complicidad de las grandes potencias. No hace mucho leíamos, asombrados,
cómo en Brasil se había liberado a miles de esclavos, en pleno siglo XXI. El hambre,
la miseria y el subdesarrollo como reflejos fieles de la abundancia y la prosperidad
no desaparecen, sino que más bien se abre una brecha cada vez más profunda entre
un mundo y otro. Y, después de más de cuatro años de enfrentamiento, muerte y des-
trucción, la guerra de Irak sigue figurando entre las cimas del cinismo, la mentira y
la injusticia. ¿Se puede hacer poesía con el sinsentido de Irak, con la barbarie de una
guerra ilegal, ilegítima e injusta que contó con el apoyo de algunos de los dirigentes
240 CARLOS BLANCO
más reprobables e indignos de los últimos tiempos? ¿Se puede hacer poesía tras haber
contemplado, atónitos, cómo se sucedían mentiras tras mentiras, espirales de engaños,
promesas ficticias y manipulaciones de todo tipo? ¿Se puede hacer poesía con la locura
que ha supuesto la guerra de Irak, que provoca cada día decenas de muertos sin apa-
rente cese, y que ha llevado al país a una guerra civil encubierta entre chiíes, suníes y
kurdos? ¿Se puede hacer poesía cuando quien tiene capacidad para evitar este horror
no hace nada, y de hecho, incurre aún más en el error, siguiendo el principio clásico de
nuestra épica de sostenella e no enmendalla? ¿Se puede hacer poesía con la injusticia
y con la desidia de quienes no quieren verlas y prefieren resignarse a aceptarlas como
algo natural, lógico, derivado de la libertad humana?
El hecho es que, pese a Auschwitz o Irak, la Humanidad ha seguido haciendo
poesía y componiendo música, porque el arte no es algo renunciable para los hombres
y las mujeres. Es algo que nos permite elevarnos por encima de lo contingente, de
lo dado, del aquí y del ahora, del tácito compromiso acomodaticio con el statu quo
que se nos presenta. De hecho, el arte, en cuanto intento de superar la realidad fáctica
y en ocasiones alienante, está en continuidad con el papel que ocupa, a mi juicio, el
conocimiento en la vida. El conocimiento y la labor intelectual no son otra cosa que
la plasmación de que el ser humano no se conforma con lo que le es dado, sino que lo
cuestiona, lo critica, lo adapta, lo categoriza, lo procesa. Admiración y crítica son dos
caras de la misma moneda: frente a una actitud conservadora y acomodaticia, alejada
de toda empresa intelectual, de conformarse con lo que se nos presenta, el interés por
conocer constituye un intento de humanizar la realidad. El conocimiento, por tanto,
más que al pesimismo (que sería más propio de la tendencia conservadora y antiinte-
lectual), lleva a un cierto optimismo: pese a todo, algo podemos hacer para cambiar
la realidad; pese a todo, no estamos condenados a vagar por un mundo sin sentido,
sino que con lo que nos es más propio –el conocimiento y la comunicación– podemos
ser artífices de la Historia; pese a todo, el sinsentido, aunque –como prueba la expe-
riencia– siempre sea seguido por otros sinsentidos, también puede ser sustituido por
el sentido de la razón y del conocimiento.
Que después de Auschwitz la Humanidad siga creando arte es una gran noticia.
Significa el triunfo de lo humano sobre lo no-humano, y nos lleva a encontrar lo que
Ernst Bloch llamó “principio esperanza” (Das Prinzip Höffnung) en la Historia. Porque
en ese intento por superar lo contingente y elevarse, en cierto modo, a lo infinito y
sobrehumano que tantas veces admiramos pese al transcurso del tiempo, el ser humano
logra superarse a sí mismo y prueba que lo más característico y propio de su naturaleza
es precisamente esa posibilidad de constante apertura, trascendencia y autosuperación.
Si la tesis y la antítesis se superan, como decía Hegel, en la síntesis, la Escila del
conservadurismo conformista y la Caribdis del espíritu revolucionario que busca una
ruptura total con lo dado se resuelven en la comunicación como posesión más valiosa
de la naturaleza humana. Comunicación que lleva al progreso, intelectual y material,
y al arte como espacio de diálogo entre lo que el ser humano es y lo que aspira a ser.
LA EDUCACIÓN DE LOS SUPERDOTADOS: UN DESAFÍO
A NUESTRO CONCEPTO DE INTELIGENCIA (2007)
Los últimos años nos han deparado multitud de noticias relacionadas con la pro-
blemática de los niños superdotados, y podemos contemplar con enorme gozo cómo
la sociedad va adquiriendo, de modo lento y paulatino pero a la vez eficaz, una mayor
concienciación en torno a dos puntos: en primer lugar, la existencia de un problema ob-
vio (el de las atenciones y requerimiento específicos de los superdotados en el ámbito
educativo y de desarrollo de la personalidad), y como segundo punto, la percepción de
que ofrecer las soluciones adecuadas puede redundar en un beneficio público, del que
poco a poco nos hacemos cargo, ya que el cultivo de la inteligencia y su contribución
al progreso es sin duda la principal fuente de riqueza de la Humanidad. En esta breve
exposición deseo esbozar algunas reflexiones generales sobre la superdotación y su
papel en la sociedad.
Más allá de los criterios basados en la psicología empírica (tests de inteligencia,
cociente intelectual, del percentil, programas y metodologías de detección precoz de
la superdotación, etc.) considero que la noción de “superdotación” posee una índole
humanística insoslayable. El superdotado “no se mide”. Con frecuencia nos sorpren-
demos ante el hecho nada atípico de que grandes genios de las artes y de las ciencias,
como Picasso o Einstein, no dispusieran de unas cotas excesivamente elevadas de
cociente intelectual, es decir, de relación entre su edad cronológica y su “edad” o
estado de desarrollo mental. Puede argumentarse que la inteligencia consta de di-
versas dimensiones, y que en ambos casos podría haberse producido un espectacular
crecimiento en determinados aspectos (la inteligencia artística, la creatividad, la ca-
pacidad de abstracción matemática y física…), mientras que otros permanecieron en
su nivel normal de desarrollo. Es evidente que la persona inteligente no destaca por
igual en todas las ramas del saber, o en todos los usos posibles de la inteligencia (a
242 CARLOS BLANCO
quedarnos con la primera impresión, y así definir a las personas. Es evidente que los
expertos reconocen que la noción de cociente intelectual, o incluso otras ahora más
en uso como la de percentil (en general, todo intento de “mensurar”, de limitar, de
apaciguar la fiereza de la inteligencia, que difícilmente se deja controlar por nuestros
rígidos cánones), esconde una gran imprecisión y unas serias limitaciones.
Los tests de inteligencia y las medidas de C.I., o cuantificaciones afines, valen
sólo en primera aproximación, y pueden permitir al psicólogo o pedagogo hacerse
idea genérica, basada ante todo en la estadística y en lo conocido previamente, sobre
el niño o niña (o incluso el adulto: hablamos mucho sobre la superdotación en cuanto
fenómeno infantil, pero con frecuencia olvidamos que esa superdotación persiste du-
rante el resto de la vida o puede que sólo llegue a manifestarse en edades avanzadas:
la historia del saber está repleta de casos) que es examinado. Pero la caracterización
(que no cuantificación) de un superdotado escapa a esos baremos. Implica un estudio
profundo, prolongado, sereno y equilibrado de todas las facetas de la personalidad, en
especial de la creatividad y de la facilidad en el manejo del lenguaje y del razonamiento
abstracto. Supone percibir en el niño una capacidad inusual para proyectar sus deseos al
futuro, para planificar su vida y ponerse grandes metas; notar una asombrosa inquietud
intelectual que por lo general lo abarca todo y quiere relacionarlo todo con todo; un
entusiasmo sin parangón por el conocimiento; una capacidad de respuesta a nuevos
retos; una insaciabilidad intelectual que se traduce en una aceleración de su ritmo de
aprendizaje y de asimilación… ¿Es esto medible? A todas las luces no. ¿Cómo medir
la creatividad de Shakespeare o la apertura “pancósmica” de la mente de Leibniz? Ha
habido intentos, y numerosos, de medir el C.I. de los grandes genios. Todos son enor-
memente relativos y sujetos a discusión, porque a los más pragmáticos les sorprenderá
que un poeta como Goethe aparezca por encima de Newton, el que probablemente haya
sido el científico más grande de todos los tiempos. El criterio lo marcan muchas veces
las preferencias intelectuales, el considerar que tal faceta del conocimiento es más
importante que otra o que los logros en un cierto campo exceden a los que se producen
en otro. En los grandes genios se percibe, se intuye la superdotación, y no sólo por
sus renombrados hitos intelectuales, o por su gran precocidad (como podrían ser los
casos de Mozart o de Wiener), sino por su aptitud personal, por su esfera vital: vemos
en ellos a hombres y mujeres que tuvieron una capacidad casi infinita –sólo limitada
por lo indefectible del espacio y del tiempo– de abrirse a horizontes innovadores, de
crear, de ver más lejos que quienes les rodeaban, de plantearse las grandes cuestiones
que afectan al ser humano y de darles ellos mismos una respuesta que impregnó todas
sus vidas… Leibniz es, a mi juicio, el prototipo más notable de un superdotado, y no
sólo por su ya legendaria amplitud de conocimientos, por sus universales intereses, por
su afán de integración y de síntesis que sin embargo no dejó en un segundo plano el
rigor del análisis (codescubridor él mismo, junto con Newton, de una de las mayores
creaciones de la Matemática: el Cálculo, que llena por doquier las páginas de la Ciencia
y de la vida cotidiana, de la Técnica), sino ante todo por su actitud ante el saber y ante
244 CARLOS BLANCO
la vida: una actitud que le llevó siempre a marcarse nuevas metas y a ser protagonista
de una gran obra, de una gran historia, de una memorable entrega al conocimiento que
definió su vida por entero. Planteo, desde esta perspectiva, que la superdotación no es
objeto de medida, de procedimiento cuantificacional, o que la validez de éste es muy
limitada y sólo vale como primer término de una serie que guarda semejanzas con los
desarrollos infinitos de la Matemática. Caracterizar, descubrir a un superdotado es
tan complejo como la vida y la persona mismas, inasibles, insondables, únicas e irre-
petibles. Pero es posible. Es posible porque podemos fijarnos en aspectos y criterios
que, aunque no vayan a gozar de la aprobación unívoca que impone el razonar lógico
y matemático (pero tampoco de los límites y restricciones que éste conlleva), sí nos
muestran (y ya Wittgenstein vio con perenne claridad que en ocasiones el mostrar
excede al demostrar), nos hacen percibir, intuir, admirar, la maravilla de la inteligencia
y de su potenciación. Ello supone un nuevo acercamiento al fenómeno de la inteligen-
cia que trasciende, ciertamente, las vías fijadas por la psicología empírica, pero que
se acerca mucho más a la visión humanista de la persona como totalidad indivisible.
Tenemos que ser coherentes con este nuevo concepto de inteligencia (que asume lo
mejor de la tradición clásica) y con las aplicaciones que de él se derivan.
Si la inteligencia no es una mera cualidad cuantificable, sino que la inteligencia, y
en este caso la superdotación como capacitación superior en el orden de la inteligencia,
como posibilidad de posibilidades (posibilidad de la misma inteligencia, capacidad de
la misma capacidad, ulterioridad –esto es, el “más allá”– de la inteligencia), hemos
de atrevernos a configurar una escuela y un sistema educativo que respondan a las
necesidades de la inteligencia y a los requisitos específicos de la superdotación. No es
la escuela la que debe enseñar al superdotado unos contenidos. En otras palabras: no
es la escuela (o el instituto, o el centro especializado de estudios, o la universidad…)
la que debe hacer o promover al superdotado, sino que es el superdotado el que debe
encontrar en la escuela un cauce de apertura a sus enormes capacidades. Él debe cons-
truir la escuela y el sistema educativo, ser el centro y no el objeto de la Educación.
Esta revolución copernicana en la Pedagogía afecta a toda la sociedad: el Gobierno
debe poner los medios oportunos al alcance del superdotado y de la familia para que
el propio superdotado sea capaz de configurar él mismo su educación, de seguir sus
intereses, sus ansias de novedad, de ampliación, de potenciación, de conocimiento…
Podría así asistir a cursos de distintas materias ajenos a las actividades escolares (de
idiomas, de ciencias, de técnicas particulares, de creación literaria…; a conferencias,
a lecciones magistrales en la universidad…), marcarse él mismo su agenda educativa
(aconsejado, sin duda, y más aún apoyado; porque no se trata de “controlar” algo que
es incontrolable –la apertura intelectual que puede experimentar un superdotado–, sino
de saber canalizarla oportunamente para que ésta redunde en el mayor beneficio para
él mismo y para la sociedad, que espera mucho de él o de ella). Implica, por supuesto,
acabar con la anacrónica modulación de los cursos escolares por años: es el propio
alumno, mostrando sus capacidades, quien debe situarse en el curso que corresponde
Ensayos filosóficos y artísticos 245
siempre tratado como un fin y nunca como un medio, como un legislador supremo en
el reino eterno de los fines.
Y junto con esa sublime reflexión moral, que no ha podido dejar indiferentes
a las generaciones posteriores al filósofo de Königsberg, la sorpresa ante el cielo
estrellado se traduce en Kant en una fe enhiesta en la capacidad de las ciencias para
desentrañar los misterios del mundo. Su pensamiento parte de la honda admiración
ante los éxitos de la empresa científica de la humanidad, ante los triunfos de Galileo y
de Newton, y estoy seguro de que, de haber vivido Kant en nuestros días, su filosofía
habría comenzado con una apreciación análoga de los hitos jalonados por Einstein y
por Heisenberg, por Darwin y por Mendel, por haber desentrañado la estructura del
ADN y haber secuenciado el genoma humano. No hay ingenuidad ni utopismo vago
en el sueño ilustrado de Kant, que gravita en torno a la primacía del conocimiento, de
la razón y del amor entre los seres humanos por encima de las pasiones que separen y
no unan, que esclavicen y no liberen. Hay un profundo realismo en lo que verdadera-
mente nos configura como seres humanos: el diálogo, la tolerancia, el infinito deseo
de aprendizaje. Con la ciencia, la humanidad ha configurado un mundo de esperanza
y ha mejorado las vidas de millones de personas. Con la ética, hemos sentado las bases
para que el progreso que propician las ciencias sea auténticamente humano. Si con
la ciencia nos hemos aventurado a escrutar lo que nos es externo, lo que trasciende
nuestra subjetividad y se nos presenta como una realidad distinta y ajena (el mundo
físico, la biología humana, el universo de las formas matemáticas…), con la ética, y con
todo lo que de ella se nutre o a ella alimenta, el ser humano se ha fijado el sempiterno
cometido de humanización del mundo natural y del orbe social. Todo conocimiento
representa un acto de humanización: interpretamos la realidad según las categorías
exigidas por la inteligencia humana; adecuamos lo objetivo al horizonte de nuestra
subjetividad. De esta manera, no nos hemos limitado a asumir sin más los contenidos
procedentes de las ciencias naturales, sino que hemos pretendido integrarlos dentro
de un proyecto de expansión de la vida y de la condición humana. Una humanización,
en definitiva, de la naturaleza y de la sociedad, para que puedan aflorar nuestras au-
ténticas posibilidades.
La frontera entre lo trascendente, el cielo estrellado que brilla sobre nosotros, y
lo inmanente, la ley moral que clama dentro de nuestros corazones, viene dada por el
poder humano de conocer y de amar: nos es dado conocer y amar lo que subsiste sobre
nosotros y lo que yace dentro de nosotros. Con el conocimiento unimos el mundo de
la exterioridad y el de la interioridad. Con el amor convertimos cuanto nos rodea, así
como lo que reside en nosotros, en enunciado fraternal. La divisoria, en suma, entre
lo trascendente y lo inmanente es la esperanza humana en lograr ese reino universal
de fines en el que convergen naturaleza y libertad. Es el destino de la historia como
encaminamiento hacia una progresiva, gradualmente acrecentada, conciencia de nues-
tras aptitudes, de nuestra autonomía y de nuestro entendimiento. Conforme avanza
la historia apreciamos, ciertamente, contradicciones aparentemente infranqueables,
Ensayos filosóficos y artísticos 249
virtualidades y carencias más que flagrantes, pero seguimos elevando nuestra irredenta
imaginación al cielo estrellado sobre nosotros, y no desistimos de escuchar la inter-
pelación de la ley moral que en nosotros vibra. Nos afanamos en buscar la respuesta
al improrrogable interrogante por nuestro lugar en el universo y por el porqué de las
cosas, y con el diálogo, la reflexión y la permanente inquietud intelectual y ética nos
vamos haciendo más humanos, más libres y fraternos. Ojalá sea siempre así, y nunca
se canse, agobiada por la agónica lasitud que impone la evidencia del inexpugnable
mal, de la áspera injusticia y del amargo sinsentido, el hombre de ser hombre, sino
que tenga siempre presente la perspectiva de un orbe distinto y de una humanidad
más humana, capaz de extasiarse al contemplar el cielo estrellado y al escuchar la
reveladora voz de su conciencia moral.
LEVI-STRAUSS, EL ESTRUCTURALISMO Y LA
COMUNICACIÓN COMO ESENCIA DEL SER HUMANO
(2008)
1
Escrito durante el verano de 2008 en Boston, este texto apareció publicado en Thémata 44 (2011),
126-146.
258 CARLOS BLANCO
2
H. Paolucci, Hegel: On the Arts. Selections from G.W.F. Hegel’s “Aesthetics or Philosophy of fine
Arts”, abridged and translated with an introduction by H. Paolucci, Smyrna, DE, 1977, ix.
Ensayos filosóficos y artísticos 259
clásico, Grecia y Roma, y que volvió a conocer un nuevo apogeo con el Renacimiento
y finalmente con el neoclasicismo en el siglo XVIII, no es la única fuente de belleza
artística. Otras culturas, en lugar de mirar a la naturaleza, encontraron en la interiori-
dad humana su inspiración. No querían representar la naturaleza, sino representar al
mismo espíritu humano, tal y como se había “encarnado” en sus respectivas culturas.
Hegel comienza su exposición sobre estética proponiendo una definición de la
belleza artística: “la belleza artística, más que la belleza natural, es el objeto de la
estética, que puede ser llamada más propiamente la filosofía de las bellas artes”6.
En este párrafo, Hegel reafirma su convicción de que la belleza artística no puede
reducirse a una mera imitación de la belleza natural. La rebasa necesaria y constituti-
vamente. Al sostener esta superioridad de la belleza artística sobre la belleza natural
“queremos decir que la belleza del arte pertenece a la mente y que sólo la mente es
capaz de la verdad”7. La belleza responde al juicio de la mente. Es la mente la que
encuentra belleza en las creaciones ideadas y ejecutadas por el hombre, porque sólo
la mente descubre la verdad. Por verdad Hegel no entiende una verdad matemática o
científica, sino una verdad que brota de la subjetividad humana: la verdad de cómo se
concibe a sí mismo el ser humano en sus manifestaciones artísticas, por lo que “para
ser auténticamente bello, algo tiene que tener un elemento de mente y ser el producto
de la mente”8.
En el esquema hegeliano de la evolución de la idea, ésta se presenta en primer lugar
como idea en sí, objeto de estudio de la ciencia de la lógica. Seguidamente, la idea
sale de sí, se aliena, se extraña, y se despliega en el mundo de la objetividad: es la idea
fuera-de-sí, la idea objetiva, campo de estudio de la filosofía de la naturaleza. Y en el
momento final de la evolución de la idea, ésta vuelve a sí asumiendo la idea en sí y la
idea fuera-de-sí. La idea es ahora espíritu, pertenece al mundo de la interioridad y de
las creaciones humanas, espíritu primero subjetivo (en la psicología, en el estudio de la
subjetividad humana), luego objetivo (en la historia, en el derecho, en las instituciones
sociales y políticas…) y finalmente absoluto en el arte, la religión y la filosofía.
La naturaleza responde a la auto-alienación de la idea, que necesita salir de sí para
reconocerse. El arte, por el contrario, es una etapa culminante de la evolución de la
idea, en la que la idea es ya espíritu y se identifica con las creaciones más elevadas del
ser humano. Por ello, en el arte la belleza es resultado de la actividad de la mente. No
es una belleza objetiva o espontánea, sino una belleza buscada e ideada por la mente,
y la belleza que percibimos en la naturaleza es un reflejo de la belleza de la mente, que
se encuentra a sí misma expresada en las formas naturales.
En su condición de producciones de la actividad mental, las obras de arte son para
Hegel espirituales. Ya hemos podido ver cómo en Hegel la idea se convierte en espíritu
cuando inicia el proceso de retorno después de haberse alienado como idea objetiva, y
6
Op. cit. 1.
7
Op. cit. 2.
8
Ibid.
262 CARLOS BLANCO
sofía o en la disquisición teórica sobre quién es, qué puede conocer, qué puede hacer
o qué le está permitido esperar (refiriéndonos a los grandes interrogantes propuestos
por Kant), pero también se piensa a sí mismo en la práctica, por ejemplo al dar nueva
forma a las cosas externas. La transformación de la humanidad se inscribe dentro de
la actividad más específica y propia del ser humano: la constitución de mundos.
El hombre no se limita a vivir y actuar en el mundo que la naturaleza (entendiendo
por naturaleza no una entidad estática, sino la naturaleza en evolución, la naturaleza
que de acuerdo con las leyes de la evolución ha ido determinando el modo en que se
configura la vida) le impone, el mundo con el que se encuentra con independencia de
su acción. El hombre crea mundos, constituye mundos en los que se refleja a sí mismo.
Con esos mundos, el hombre es capaz de humanizar lo no-humano: la naturaleza, el
espacio, el tiempo. La constitución de mundos en la historia es una etapa necesaria de
la evolución del espíritu. En la actividad humana el espíritu ya no se encuentra alie-
nado, extrañado en la esfera de las formas objetivas de la naturaleza. En la actividad
humana, el espíritu retoma la iniciativa y vuelve a sí, subjetivizando, humanizando el
mundo que le rodea.
La antropología y las ciencias sociales han expresado esta idea diciendo que en
el ser humano la naturaleza se convierte en cultura. Todo es cultural en el hombre,
porque todo está mediado por su actividad reflexiva. Toda actividad humana, incluso
las aparentemente más básicas y coincidentes con las necesidades fisiológicas que
también hallamos en el reino animal, atraviesan una mediación cultural. La alimenta-
ción es cultura en el hombre, y no mera satisfacción de un instinto natural. De hecho,
un observador privilegiado de lo humano como Sigmund Freud definirá cultura como
“todo aquello en que la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas y se
distingue de la vida de los animales”11. Esta definición, sumamente sucinta, le sirve a
Freud para caracterizar como cultural todo aquello que no se puede explicar en térmi-
nos puramente zoológicos. En otras palabras, cultura sería en el ser humano lo que le
distingue del resto de los animales.
Y la cultura ha tomado dos direcciones fundamentales. La primera hace referen-
cia al intento de dominio de la naturaleza que ha protagonizado la especie humana.
Mediante la cultura, y sobre todo a través de la ciencia y de la técnica, el ser humano
logra dominar la naturaleza. Fuerzas otrora incontrolables que escapaban a su poder,
pasan a ser comprendidas y doblegadas. Y, por otra parte, la cultura manifiesta una
segunda dirección: la de gestar organizaciones para regular las relaciones humanas.
En la filosofía de Hegel, la cultura se manifiesta ciertamente en el dominio de
la naturaleza y en la edificación de un mundo social, que son en realidad aspectos
convergentes de una misma actividad humanizadora que proyecta la mente humano
en lo que le es externo (la naturaleza, los otros…). Pero en último término, la cultura
alcanza lo absoluto, la determinación suprema e insuperable que puede experimentar
el espíritu, cuando se expresa en el arte, en la religión y en la filosofía.
11
S. Freud, El porvenir de una ilusión, Madrid, 1984, 214.
264 CARLOS BLANCO
En el caso del arte, “al poner el sello de su ser interior sobre las cosas, confirién-
doles sus propias características”12, el hombre se reduplica a sí mismo, se piensa a sí
mismo, y en este poder de reflexionar sobre su propio ser y de concebirse continua-
mente radica su libertad espiritual.
Si en toda actividad humana se manifiesta esta capacidad de reduplicación, esta
conciencia que le permite al hombre pensarse y a sí mismo y transformar la realidad
exterior a él desde su idea y el poder de su mente, ¿dónde reside la especificidad del
arte? El arte se distingue de otras realizaciones humanas, ante todo, en que está hecho
para la aprehensión sensible del hombre, de tal manera que en última instancia se dirija
a su mente, “para así encontrar una satisfacción espiritual en ello”13.
El arte está concebido para ser contemplado con los sentidos, la religión para ser
vivida con el corazón, y la filosofía para ser pensada. Estas tres actividades supremas
del espíritu responden a la belleza, la bondad y la verdad, las tres ideas supremas del
espíritu: lo estético, lo ético y lo noético. “Las formas sensibles y los sonidos del arte
se nos presentan no para levantar o satisfacer el deseo sino para suscitar una respuesta
y un eco en todas las profundidades de la mente”14.
Es interesante notar que la grandeza del arte no consiste en la realización material
de una obra bella. La grandeza del arte consiste en que esa realización material sea
capaz de suscitar una respuesta, un eco en la conciencia. La obra artística tiene que
apelar a la interioridad humana. En ella, el hombre ha querido reflejar su idea de belleza
y espera reencontrarse consigo mismo, quiere reconocerse como creador. El arte no
es ornamento o decoro, sino pensamiento de lo bello. El arte no es sólo exterioridad,
sino exterioridad destinada a apelar a la interioridad.
“Así, lo sensible puede espiritualizarse en nosotros porque en el arte es lo espi-
ritual lo que aparece en forma sensible”, y “esto es lo que constituye genuinamente
la imaginación productiva artística, la fantasía”15. La obra sensible sólo es verdadero
arte si existe como fruto de una auténtica actividad productiva del espíritu, de manera
que lo espiritual y lo sensible se unan como una síntesis indivisible, superando toda
dialéctica, toda contradicción entre sensibilidad y espíritu. La fantasía artística es así
el espíritu en cuanto creador, que ejecuta las ideas de la mente, haciendo que el arte en
realidad surja de lo más profundo de la conciencia. “Cuando esa fantasía es verdadera-
mente artística, es la imaginación de una gran mente y de un gran corazón quien toma
y crea las ideas y las formas de tal modo que exhiban los más profundos y universales
intereses humanos en representaciones sensibles completamente formadas”16.
Y, continúa Hegel, el arte no puede limitarse a ser una imitación de la naturaleza.
La mera copia de lo existente es superflua, porque no añade nada a lo existente. En
todo caso corre el riesgo de desvirtualizarlo. La más genuina actividad humana no es
12
Paolucci, op. cit. 4.
13
Ibid.
14
Ibid.
15
Ibid.
16
Ibid.
Ensayos filosóficos y artísticos 265
17
Op. cit. 5.
18
Ibid.
266 CARLOS BLANCO
21
Op. cit. 7.
268 CARLOS BLANCO
La primera forma de aprehensión del absoluto se identifica con el arte: “el arte es
así la auto-gratificación más inmediata de la mente absoluta”22. En el propio absoluto
el que se reconoce a sí mismo en la obra artística a través de la mente humana. El
ser humano, su conciencia y su creatividad, actúan como momentos al servicio del
absoluto. En ellos toma el absoluto asiento en la primera de las tres etapas supremas
de su desenvolvimiento.
En el arte, la creatividad se expresa materialmente, y el pensamiento del absoluto
está ligado a la contemplación de la materialidad de la obra concreta de arte. En la reli-
gión, el pensamiento del absoluto también permanece vinculado a las representaciones
simbólicas de las distintas tradiciones religiosas de la humanidad. Hay, sí, fantasía y
creatividad, pero fantasía y creatividad que no han logrado expresarse como concep-
to, como contenido universal independiente de las representaciones específicas que
adopte en las distintas tradiciones religiosas. Es en la filosofía donde el pensamiento
se ve libre de las ataduras de lo sensible y de las representaciones imaginativas. El
pensamiento piensa libremente el absoluto sin sentirse ligado a la sensibilidad (esencial
para expresar la belleza) o a la religión (esencial para sentir el absoluto). El absoluto,
más que contemplarse o vivirse, se piensa y se actualiza.
La verdad del arte es el absoluto que se presenta como un objeto en forma sensible,
mientras que en la religión, el culto hace que el sujeto se identifique aún más con el
absoluto. El sujeto participa en la “vida” del absoluto. Por último, la filosofía “une las
formas de aprehensión del arte y de la religión”23, y en ella la objetividad es objetividad
de pensamiento y la subjetividad es también pensamiento, porque en el pensamiento
se dan a la vez lo más íntimo y subjetivo junto con lo más objetivo (la idea).
¿Cuál es, en consecuencia y después de esbozar estas reflexiones sobre el abso-
luto y su desenvolvimiento, la finalidad del arte? El fin del arte es “la representación
sensible del absoluto en sí mismo”24.
El absoluto en sí se representará sensiblemente en el arte, subjetiva e interiormente
en la vivencia religiosa, y de manera plena y definitiva en la filosofía como pensamien-
to del absoluto, ya que en la filosofía es el absoluto mismo mediante la mente quien
se piensa a sí mismo, en el acto supremo de pensar.
¿Cómo logra el arte reconciliar el contenido y la forma en una totalidad unificada?
El contenido del arte no puede ser, prosigue Hegel, algo inherentemente abstracto,
porque la verdad no es abstracta. La verdad es concreta, lo que no quiere decir que por
concreto entienda aquí Hegel lo sensible, sino que lo concreto incluye la subjetividad y
la particularidad con la universalidad. La verdad se manifiesta, de esta manera, como
universal-concreto.
La obra del arte no está centrada en sí misma, como en las cosas meramente
concretas de la naturaleza extrínseca a la mente humana. Al contrario, la obra del
22
Ibid.
23
Op. cit. 8.
24
Ibid.
Ensayos filosóficos y artísticos 269
arte “es esencialmente una pregunta, dirigida a la respuesta de alma humana, una
llamada a las afecciones y a la mente”25. La obra de arte no está determinada de cara
a la subjetividad humana. Su grandeza reside en que la particularidad que le impone
la sensibilidad no es óbice para que la obra de arte pueda sugerir a la mente humana
mucho más de lo que salta a simple vista. En el arte, la apariencia es vencida por la
captación de significados más profundos. Es el triunfo del absoluto, capaz de hacer
que de la particularidad de la expresión sensible y material, surja todo un mundo de
significados que apelan directamente a la interioridad humana. Y en esa apelación
a lo más profundo de la conciencia, Hegel ve el desvelamiento del absoluto. El ab-
soluto se reconcilia consigo mismo en esa apelación a la conciencia humana, en esa
reconciliación que se da en el juicio estético entre la particularidad de la expresión
sensible, determinada y finalizada, y la universalidad del mundo de los significados,
indeterminados y constitutivamente abiertos.
Volvemos a presenciar también en este punto una importante coincidencia con el
pensamiento de Heidegger. Heidegger concibe la tarea de la filosofía no tanto como
una provisión de respuestas a los interrogantes humanos (como por ejemplo hacen
las ciencias experimentales), sino como un continuo suscitar preguntas. De hecho, la
pregunta más elevada y de mayor hondura filosófica, “¿por qué el ser y no la nada?”26,
escapa a toda respuesta, si por repuesta entendemos una definición, un acotamiento de
los términos del problema que resulta de la formulación de la pregunta. En la pregunta,
el pensamiento muestra piedad, recogimiento y reverencia ante la realidad, en lugar de
tratar de agotarla y de someterla a sus categorías. Preguntar, aunque la pregunta supere
la capacidad humana de respuesta, constituye un modo de expresar la admiración, el
sobrecogimiento y la perplejidad, que han desempeñado un papel tan importante en
la génesis de la filosofía.
En el arte se produce un fenómeno similar. La misión de la obra de arte no es
ofrecer respuestas a toda posible pregunta que se le pudiese plantear. Concebir la obra
de arte desde esta perspectiva implicaría cerrar el arte sobre sí mismo. El arte es, sin
embargo, apertura a la subjetividad humana y a su capacidad de extraer significados
de la materialidad con que se expresa la obra artística. La obra artística pregunta a
la conciencia, le interpela, invitándole a encontrar un significado. En el arte, como
en la religión y en la filosofía, se contempla esa suprema actividad del espíritu en su
constitución de mundos.
La belleza artística exige una particular armonización de forma y contenido: “en la
belleza artística ideal, la perfección de la forma deriva en último término de la perfec-
ción de contenido”27. La idea es lo bello en el arte, pero aquí Hegel no está hablando
25
Op. cit. 9.
26
Cf. Introducción a la metafísica, lección ofrecida originalmente en alemán como Einleitung in
die Metaphysik en 1953.
27
Paolucci, op. cit. 9.
270 CARLOS BLANCO
de la idea de la lógica: debe ser una idea que se adecue recíprocamente a su forma en
el arte. Así, la idea se convierte en lo que Hegel llama “el ideal”28.
El ideal no es la simple corrección, el dar expresión apropiada a cualquier signifi-
cado para poder reconocerlo objetivamente. El hecho es que la unidad existente entre
la forma y el contenido en la obra artística es tan intensa que el defecto en la forma
surge por un defecto en el contenido. Y llegados a este punto, Hegel introduce una
separación sumamente importante en lo que respecta a la búsqueda de una definición
de arte que satisfaga a una las exigencias de extensión y de intensión: no basta con la
perfección técnica para que una obra pueda ser calificada como obra de arte, porque
“mayor o menor talento en aprehender o imitar las formas de la naturaleza no es lo
principal aquí”29.
¿Qué es entonces lo principal? Lo principal es cómo la idea y su expresión se ade-
cuan recíprocamente en el ideal. El ideal constituye la correspondencia de la verdadera
idea y la verdadera forma, y la belleza artística no es sino una totalidad de formas y
etapas particulares que ha sido necesario atravesar hasta lograr una reconciliación entre
los aspectos divergentes de la idea, de acuerdo con el esquema de desarrollo dialéctico
de la idea que caracteriza la filosofía hegeliana.
Hay tres modos fundamentales de relacionar la idea y la representación artística
para Hegel: simbólico, clásico y romántico.
En el arte simbólico se busca la perfecta unidad de la forma y del contenido que
el arte clásico encuentra y que el arte romántico trasciende. La idea todavía no ha
encontrado su verdadera forma en este arte. La idea busca expresión en formas natu-
rales que deja casi inalteradas, pero “el elemento de verdad aquí descansa en el hecho
de que en todos los objetos naturales como externamente existentes, hay un aspecto
que puede y representan para nosotros un significado universal”30. La idea busca en
vano su expresión en las formas naturales, porque difícilmente encontrará en éstas una
representación que satisfaga todas sus exigencias.
Hegel ve la expresión máxima del arte simbólico en la conciencia estética que
describe el panteísmo artístico oriental, en el que los objetos naturales son elevados al
ámbito de las ideas, interpretándolos como signos. Y “particularmente en la India, la
forma artística simbólica se desarrolla inicialmente a través de etapas de simbolismo
inconsciente y por tanto fantástico”31.
Pero, a juicio de Hegel, ninguna cultura ha dado una expresión más completa
al arte simbólico que el antiguo Egipto: “Egipto es la tierra de los símbolos”, y la
esfinge de Giza no es sino el verdadero símbolo de lo simbólico32. Es justo decir que
Hegel exhibe un extraordinario conocimiento del arte indio, egipcio y finalmente de
la poesía islámica y hebrea como ejemplos de la sublimidad. Por “sublime”, noción
28
Ibid.
29
Op. cit. 10.
30
Op. cit. 11.
31
Op. cit. 12.
32
Op. cit. 14.
Ensayos filosóficos y artísticos 271
33
Op. cit. 16.
34
Op. cit. 21.
35
Op. cit. 30.
272 CARLOS BLANCO
38
Op. cit. 37.
39
Ibid.
40
Op. cit. 38.
41
Ibid.
274 CARLOS BLANCO
Esas tres formas universales del arte (simbólica, clásica y romántica) no dejan de
ser meras abstracciones hasta que no se incorporan en obras reales de arquitectura,
escultura, pintura, música y poesía.
La arquitectura consiste para Hegel en “manipular la naturaleza externa inorgá-
nica: la materia en sí es su material en su externalidad inmediata, y sus formas son
las mismas que las de la naturaleza inorgánica, pero ordenadas de acuerdo con las
relaciones de simetría que establece el entendimiento abstracto”43. La arquitectura
coincide en lo fundamental con la forma simbólica del arte, y prepara el camino para
que Dios more entre los hombres. La arquitectura construye el templo de Dios en su
comunidad. Podemos apreciar nuevamente la importancia de la temática religiosa en
la obra hegeliana.
La escultura, por su parte, coincide esencialmente con la forma clásica del arte:
“la forma infinita de la mente, que ya no es meramente simétrica, se concentra ahora
en modelar su correspondiente existencia corporal”44. La naturaleza externa ya no se
manipula sólo en base a sus cualidades mecánicas, como en la arquitectura, sino según
las formas ideales de la figura humana, haciendo uso pleno de sus tres dimensiones
espaciales. El escultor da forma a la materia para reflejar en ella una idea. Y si la ar-
quitectura construye el templo de Dios, el templo en el que pueda habitar el espíritu,
la escultura edifica la estatua de Dios que se ubica en el templo.
Una vez descritas brevemente las artes de la arquitectura y de la escultura, el
análisis estético entra necesariamente en la esfera de la subjetividad. Ocurre así en la
pintura. La visibilidad de la pintura está subjetivamente idealizada, y ya no necesita
la masa mecánica sobre la que trabaja el arquitecto, ni la especialidad que requiere la
escultura.
En la música se alcanza un grado de subjetivación y de particularización aún más
profundo, porque “la música idealiza lo sensible al concentrar la externalidad del es-
pacio, cuya semejanza es retenida totalmente por la pintura, en un único punto”45. La
materia en su idealidad, sin espacio, dilatada en el tiempo, es el sustrato de la creación
musical. En el sonido, materia prima de la música, la materia pierde su especialidad
y se dilata en el tiempo. Es la energía. La música, al permitir esta ruptura con la espe-
cialidad, que para Hegel había sido una de las causas principales de la auto-limitación
de la forma clásica del arte, se sitúa en el centro mismo del arte romántico.
Pero el modo más espiritual de representación en el arte romántico no es la música,
sino la poesía. Ni siquiera las sonatas de Beethoven son capaces de llegar a la intimidad
de la conciencia como los versos de Goethe o Schiller. En la poesía, lo audible y lo
visible son meros indicadores de la idea, signos de la idea, que se ha hecho en sí mis-
ma concreta al pensamiento: “el verdadero medio de la representación poética no es,
por tanto, la palabra visible o audible en sí, sino la imaginación poética o la intuición
43
Op. cit. 64.
44
Ibid.
45
Op. cit. 66.
276 CARLOS BLANCO
intelectual en cuanto tales. Y como este elemento les es común a todas las formas de
arte, la poesía las recorre todas –la simbólica, la clásica y la romántica– y se desarrolla
independientemente en cada una”46.
La poesía es el arte verdaderamente universal, pues asume los modos de represen-
tación de las demás artes, y todas las formas artísticas. Podemos comprobar cómo en la
caracterización hegeliana de las artes se da una progresiva reducción de dimensiones:
si en la arquitectura y en la escultura teníamos las tres dimensiones espaciales, en a
pintura sólo hay dos (y el descubrimiento renacentista de la perspectiva supone un
verdadero hito en la historia de la estética, de profundas connotaciones filosóficas),
mientras que en la música ya no hay dimensiones. La onda sonora musical es energía
que se desplaza en el aire. En la escultura, el artista modela y es capaz de sobreponerse
a la gravedad mecánica de la materia.
En la música, la materia está en su puro movimiento, desplazándose como vibra-
ción en el aire. La poesía, por su parte, integra las notas de las artes visuales y de las
musicales, y su medio propio es la imaginación, lo que le permite expresar todo cuanto
la mente es capaz de concebir47.
La tarea del filósofo que reflexiona sobre el arte no puede consistir en el simple
criticismo de las obras artísticas concretas, sino en la búsqueda del concepto funda-
mental de lo bello y del arte a través de todas las etapas por las que ha transitado en el
curso de su realización. Y es que Hegel intentó integrar las artes en la dinámica misma
del espíritu, en las determinaciones sucesivas que va adquiriendo hasta convertirse en
espíritu absoluto. Eso es justamente el arte: una determinación suprema del espíritu.
46
Ibid.
47
Op. cit. 143.
COMPASIÓN Y ESPERANZA (2008)
Tener compasión significa sufrir con los demás. Tener compasión significa hacerse
partícipe de las angustias de los demás. Tener compasión significa ver en el otro a
uno mismo.
Cuentan que Habermas le preguntó a Herbert Marcuse en su lecho de muerte sobre
el fundamento de los juicios morales. Marcuse le respondió que los juicios morales se
fundamentan en la compasión. Compasión, Mitleid en alemán, precisamente el lema
con el que Willy Brandt ganó su segunda campaña para canciller de Alemania. Ale-
mania necesitaba compasión, y no sólo recetas económicas. Las recetas económicas
que se toman al margen del principio de compasión resultan, en el fondo, inhumanas.
No hay ni economía, ni ciencia, ni sociedad, ni política sin compasión. Desprovistas
de compasión, se convierten en realidades inhumanas.
En estos tiempos de turbulencias financieras todo el mundo exige medidas que pa-
lien la crisis. Pero cada vez más personas exigen compasión. Compasión con aquéllos
de los que nadie se acuerda. Compasión con los millones de personas que permanecen
al margen del sistema. Compasión con los millones de personas que no pueden be-
neficiarse de los extraordinarios logros que la ciencia, la cultura y la tecnología nos
brindan en los países desarrollados. Compasión con quienes, en nuestro propio país,
sufren desprecio, exclusión y olvido. Y compasión también por quienes permanecen
indiferentes, más preocupados de sus propios intereses, sin bajar nunca la mirada a
los que yacen sin esperanza.
Tener compasión significa, en definitiva, tener esperanza. Tener esperanza en que
todo puede cambiar. En que la situación actual no es ni mucho menos irreversible.
Tener esperanza en que el conocimiento y la educación en valores humanistas nos en-
señen a abrir nuestra mente al mundo y a los que nos rodean. Tener compasión por la
278 CARLOS BLANCO
naturaleza que sufre por la desidia humana y por la ceguera que nos ha hecho olvidar el
futuro. Tener compasión por la humanidad. Tener compasión por cada hombre y mujer.
En suma: que la compasión guíe nuestras vidas y que la compasión guíe la so-
ciedad. Que la compasión se traduzca en justicia, en libertad y en fraternidad. Que la
compasión se traduzca en más y más conocimientos. Que la compasión se traduzca en
mayor tolerancia. Que la compasión se traduzca en mayor respeto por otras culturas,
religiones y formas de ver el mundo. Que la compasión se traduzca en fascinación
ante lo irrepetible de cada ser humano.
COMTE Y LA LEY DE LOS TRES ESTADIOS (2008)
El filósofo francés del siglo XIX Auguste Comte, uno de los padres de la socio-
logía, propuso una famosa ley que explicaría, según él, la evolución de la conciencia
humana a lo largo de la Historia.
Para Comte, la Humanidad habría pasado por tres etapas sucesivas. En su nivel ini-
cial de progreso, la Humanidad estaría dominada por la mentalidad teológico-religiosa.
Seguidamente, se pasaría a un estadio filosófico-metafísico, que finalmente dejaría
paso al estadio definitivo, el estadio positivo, regido por la racionalidad positiva, em-
pírica y factual, donde la Ciencia lograría convertirse en rectora de los seres humanos.
Creo que en la mente humana coexisten, simultáneamente, esos tres estadios
que Comte vio como etapas sucesivas del progreso humano. En el individuo y en la
sociedad conviven lo científico-positivo, cercano a lo pragmático, con lo filosófico-
metafísico, especulativo y humanístico, y lo religioso. Los tres estadios responden
justamente a las tres grandes dimensiones que, a grandes rasgos, pueden identificarse
en la mente humana: la proyección objetiva, que busca la certeza y la reproductibilidad,
y que impera en el método científico, capaz de ofrecernos una descripción aproximada
y siempre mejorable del mundo material; la proyección subjetiva, que responde al
universo de nuestras propias creaciones, al mundo de la cultura y de la originalidad
humana, donde el ser humano no se limita a observar y explicar la realidad externa
a él, sino que es artífice de su propia realidad. Y, en último término, el ansia de infi-
nitud, el sentimiento que nos hace depender de una realidad absoluta, más allá de las
realidades objetiva y subjetiva, y que se plasma en la conciencia religiosa que de una
u otra forma ha acompañado al ser humano a lo largo de su historia.
Los tres estadios constituyen planos diferenciados, que es preciso distinguir. El
ámbito de lo científico-positivo no es el de lo filosófico-metafísico. De hecho, cuando
280 CARLOS BLANCO
sociedad, sino principios que intentan ayudar al ser humano a articular su existencia
terrena con su mirada a lo absoluto, como tampoco pueden ofrecer una explicación
sobre los procesos positivos que explica la Ciencia. Ni la Ciencia puede arrogarse la
capacidad de saciar los anhelos de infinitud que hay en el ser humano. Y, aunque son
ámbitos separados con sus espacios propios, interactúan constantemente y de manera
recíproca: el discurso positivo no es igual al discurso ético-moral, pero con frecuencia
hay que juzgar lo científico-positivo éticamente y, a la inversa, el valor de una deter-
minada concepción ética desde sus frutos reales.
Ignoro si la Humanidad ha pasado, verdaderamente, por etapas sucesivas. Pero
prefiero pensar que, más que etapas sucesivas, lo que realmente se da es una coexis-
tencia de esferas, que fundamentalmente se reducen a tres ámbitos. Hay épocas en las
que predomina más la una que la otra, pero en el fondo siempre acaban coexistiendo.
EL CUARTO ESTADIO (2008)
complejo desde el que se entiende. Llamo a este hecho, el de la trascendencia que todo
ente tiene sobre sí mismo y que remite intencionalmente a una realidad más amplia y
fundante, “ulterioridad”. La verdad de cada individualidad no reside en sí misma, sino
en su autotrascenderse hacia una sistemática mayor y más inteligible.
El ser humano, como toda realidad finita, empieza a verse a sí mismo como inte-
grante de un todo mayor. Los avances de la ciencia, al mismo tiempo que nos asombran
con su poder de responder a nuestros interrogantes, nos abruman con la ignorancia que
vamos acumulando. Y parece que ese horizonte no tiene fin. El verdadero horizonte
de la ciencia y del conocimiento humano va siendo, más bien, la infinita posibilidad
de preguntar y de buscar un fundamento siempre más trascendental. El infinito es el
horizonte de la nueva era en que vivimos. Nos hemos descubierto a nosotros mismos
como partes de ese incesante y progresivo camino hacia lo infinito. Todo es ya ulte-
rioridad, porque todo conocimiento termina remitiendo a un conocimiento previo y
más abarcante.
Las religiones ya nos hablaban de la pertenencia humana al reino de lo infinito.
Y es que en Dios “vivimos, nos movemos y existimos”. Y también los grandes siste-
mas filosóficos, de diverso signo, han reparado en la aparentemente interminable e
infinita capacidad humana de reflexión y de interrogación, y pocos se han atrevido a
postular que algún día la ciencia nos proporcionase respuestas definitivas para todo.
El surgimiento, precisamente, de las nociones de indeterminación en la ciencia nos ha
abierto, ya sin retorno, a ese horizonte de infinitud.
Tengo la convicción de que los progresos sociales y económicos, suscitados sobre
todo por la ciencia, la técnica y la interiorización de la ética en cada individuo, harán
que en las décadas venideras los trabajos más arduos no los tengan que realizar seres
humanos, sino máquinas. Así, los hombres y las mujeres de un futuro no muy lejano
podrán centrarse en la reflexión, en el pensamiento, en la ciencia y en la ayuda mu-
tua. Todos contribuirán a dejar aún más patente ese horizonte de infinitud al que nos
enfrentamos.
Emerge también un horizonte fascinante para el cristianismo, la fe que profeso. Un
horizonte que le permitirá contemplar cómo en su inmenso legado espiritual, moral
e intelectual no hay sino una llamada constante a que el ser humano perciba que está
hecho para lo infinito, absoluto e inconmensurable: “Nos hiciste para Ti, Señor, y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti” (San Agustín).
EL SUPERHOMBRE (2009)
fines, y de que toda interpretación del destino del ser humano que se aleje de ese con-
cepto de fin en sí mismo representará un retroceso a formas primitivas y deshumani-
zadores, podamos llevar dicha conciencia a su realización en el curso de la historia.
Las ambivalencias de la historia, la negatividad que en ella subsiste y que se
manifiesta en las contradicciones del pasado y del presente, no parece que vaya a
resolverse nunca, ni siquiera en el más idílico de los futuros. Persiste la contradicción
por antonomasia de todo entusiasmo positivo en la construcción de una historia más
humana, que es la muerte como no-utopía radical, la muerte como expresión de que
el ser humano está, en su vida terrena, condenado a ser al fin y al cabo un medio en
el encaminamiento incierto de la especie hacia un término que se nos antoja incom-
prensible. En este caso podríamos, a lo sumo, ser contemplados como una negatividad
creativa, pues con nuestra muerte y con nuestros deseos permitimos que surjan nuevas
realidades y que cambie el mundo en el fatigoso andar de la evolución y de la historia.
Pero se mantiene lo que Max Horkheimer llamaba “el anhelo de justicia cumplida”, el
ansia de que el verdugo no triunfe sobre la víctima y de que las injusticias de la historia
no permanezcan impunes; un anhelo que da lugar a la nostalgia por un totalmente-otro
al mundo y a la historia, a un Dios que pueda aún salvarnos.
¿Acaso estamos condenados a concebirnos como fines sólo en la medida en que
esta idea se proponga como ideal utópico e inalcanzable de la razón y de la dignidad
humanas, o podemos pensar que sí es posible vernos como fines en sí mismos que
pueden sobreponerse a toda eventual reducción a la condición de medios?
La ciencia, la filosofía, el arte y en general toda búsqueda humana de algo que
supere la contingencia de su presente son expresiones de la firme voluntad de lograr
la condición de fines en sí mismos. Toda lucha humana por un mundo mejor, por una
acción ética, por una respuesta a los interrogantes de la ciencia, por un espacio de be-
lleza y de compasión, remite al anhelo de sentido. El sentido lo da el fin, y no el medio.
El medio conduce necesariamente al fin como categoría que explica la naturaleza y
el significado del medio. Si buscamos un sentido a nuestra existencia y a los afanes
humanos a lo largo de la historia, es porque buscamos ser fines y no medios. Y el fin
es la permanencia. El fin permanece aun cuando el medio se ha agotado. Hablar del
ser humano como fin en sí mismo es hablar de la presencia de una realidad perma-
nente en la historia, de un Geist o espíritu que une lo aparentemente divergente en una
dimensión de totalidad unificadora.
El anhelo infinito, que en las religiones se manifiesta como Dios, reflejo de la in-
satisfacción infinita de la humanidad, ha configurado la historia y el sentido mediado,
es decir, el sentido de cada época, que siempre cuenta con un antecedente y con un
potencial consecuente en el ritmo de los tiempos, pero que no crea el sentido final de la
historia. Y el objeto de la mayor esperanza humana, de nuestra esperanza fundamental,
sólo puede ser el sentido final de la historia.
La fuerza del optimismo humano, fuerza que ha impulsado la historia, reside en
gran medida en nuestra capacidad para vernos como parte de un escenario que nos
Ensayos filosóficos y artísticos 289
trasciende. Podemos sentirnos partícipes de una historia, hombres históricos que con
sus acciones edifican un mundo que va más allá de sus aspiraciones individuales,
del mismo modo que el científico puede sentirse parte de la fascinante aventura del
conocimiento. Y en toda época podemos ver la oportunidad de un nuevo comienzo
que corrija las desviaciones de tiempos anteriores en el camino hacia un mundo más
humano. Este optimismo siempre es necesario y siempre está justificado: uno puede
ser pesimista con respecto a su presente, pero nunca con respecto a su futuro. Llevamos
algo eterno en nosotros, que es la conciencia moral de lo incondicionado y permanente,
del bien por el bien que trasciende toda eventual contingencia, y este incondicionado-
subjetivo en el ser humano (“haz el bien y evita el mal”), como norma suprema de
nuestras acciones y como destello de lo permanente en el individuo, es una puerta de
perenne esperanza que nunca debemos cerrar. No es de extrañar que Kant mostrase
tanta confianza en el poder de la intención moral pura, con la que converge el núcleo de
las grandes religiones, en su obra La Religión dentro de los Límites de la Mera Razón.
La voluntad santa, que cumple el deber por el deber porque es consciente de la infinita
dignidad de la razón humana, edifica ya el Reino de Dios en la Tierra.
El esfuerzo por legar algo que permanezca aun después de nuestra muerte, y es-
pecialmente en el campo del conocimiento y del bien, nos liga a lo incondicionado y
manifiesta lo eterno en nosotros. Tenemos razones para ser optimistas, porque pese
a las ingentes contradicciones de la historia, con el tiempo hemos caminado hacia un
escenario regido por mayor conocimiento y mayor capacidad de bien. La felicidad no
puede separarse de la contemplación de lo absoluto e incondicionado en mí ya en el
mundo, reflejo de la esperanza de un sentido que se da en lo permanente que subyace
a toda búsqueda de conocimiento, de amor y de belleza, de cumplimiento de la ley
moral y de ansia de progreso y de comunión entre los hombres y mujeres de la historia
universal. No es esto sino el Reino de Dios que se incoa en el aquí y ahora del mundo
y de la historia, y que remite a la esfera del fundamento incondicionado, del porqué
último: el reino universal de los fines, la mayor de las utopías no realizadas, pero la
única capaz de saciar las ansias infinitas de conocimiento, de justicia, de amor y de
belleza que alberga la mente humana.
En ese reino, del que la música de Bach es sólo un destello o la belleza de las
ecuaciones de Einstein un tímido reflejo, el ser humano será después de todo un fin
en sí mismo, un sentido incondicionado en comunión con otros sentidos incondicio-
nados y permanentes. Y este concepto de reino universal de fines no debe entenderse
como una concesión a la fe religiosa ante el miedo a la muerte y a la posibilidad de
una ausencia de sentido en la historia, sino que es un concepto que la razón descubre
por sí misma, sobre la base de su dignidad y de sus anhelos infinitos, que exigen una
respuesta igualmente infinita. Las religiones son expresiones en las distintas épocas y
culturas del infinito deseo humano de conocimiento, de bien y de belleza, dentro de sus
simbolismos, de sus ritos y de sus comunidades. En su sustancia más profunda remiten
290 CARLOS BLANCO
Estoy convencido de que la tolerancia es una de las ideas más bellas que ha alum-
brado la humanidad. Gracias a trabajos ya clásicos, que pertenecen al patrimonio co-
mún de la filosofía occidental, como las tres cartas sobre la tolerancia de John Locke
(1689, 1690 y 1692) y el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire (1763), que supusieron
el definitivo establecimiento de la cultura de la Ilustración en Europa, nuestras socie-
dades han asumido el principio del respeto a lo diferente, al que piensa de otra manera
o al que profesa un credo distinto, frente a todo tipo de fanatismo y de autoritarismo.
Una sociedad que no se edifique sobre la idea de tolerancia no puede contribuir a la
humanización, al despliegue de todas las energías de que disponemos para lograr que
todos los hombres y mujeres puedan ser verdaderamente humanos, libres y capaces de
decidir por sí mismos. Tolerar supone, ante todo, apreciar la naturaleza del diálogo y
de la comunicación como intercambio entre seres racionales que descubren la verdad
conjuntamente, y no de manera aislada. Y para que la tolerancia pueda hacerse efectiva,
la sociedad tiene la responsabilidad de proporcionar los resortes, las instituciones y las
estructuras que otorguen a todos igualdad de oportunidades en el acceso a los bienes
básicos de la vida, como el conocimiento o la salud.
Afortunadamente, el modelo social europeo, quintaesencia de los mejores ideales
que han guiado la Ilustración y el espíritu humanista de nuestro continente, ha asumido
esa necesidad de vincular la tolerancia a la libertad, la justicia y la fraternidad como
motores de la promoción individual y colectiva, aunque todavía queda mucho por
hacer, y en especial en un país como España, aún alejado de los estándares sociales de
los países más avanzados de la Unión. Pero, en cualquier caso, el objetivo de construir
una cultura de la tolerancia pasa inevitablemente por una profundización en los idea-
298 CARLOS BLANCO
les que inspiran el modelo social europeo, ideales de cooperación y de respeto que se
plasman en campos como la educación, la sanidad o el mundo del trabajo.
El límite de la tolerancia es, justamente, la intolerancia. No se puede tolerar aquello
que, de por sí, conlleva intolerancia y suscita intolerancia, ya sea en lo ideológico o en
lo religioso. El límite de la tolerancia viene marcado, por tanto, por aquellas situaciones
que, de darse, impedirían que se generase lo que Jürgen Habermas ha denominado
“una comunicación libre de dominios”, de imposiciones, donde los interlocutores
puedan efectuar un intercambio sincero de ideas y de acciones en el contexto de una
humanización conjunta de todas las partes.
No hay mejor vía hacia la tolerancia que el cultivo de la ciencia y del conocimiento.
La ciencia y el conocimiento incorporan una metodología que exige tolerar visiones
opuestas, contrastar, criticar, argumentar, antes de establecer una conclusión firme. Los
ideales que rigen el proceso de adquisición de conocimiento en las ciencias y en las hu-
manidades responden a una perspectiva de tolerancia, sin la cual habría sido imposible
que la humanidad hubiese avanzado intelectualmente en los últimos siglos. La ciencia
se ve obligada a tolerar juicios distintos en aras de encontrar la verdad provisional
para un determinado campo de investigación, y el pensamiento se ve obligado a tole-
rar juicios distintos para respetar la inherente pluralidad de acercamientos a una serie
de esferas sobre las que difícilmente puede proponerse una comprobación empírica.
Sin tolerancia, en definitiva, no hay progreso. Pero la tolerancia no puede permi-
tirse tolerar lo que es de por sí intolerante y que, de tolerarse, impediría el ejercicio de
una actitud tolerante. Hay que tolerar ideas diversas en lo político, en lo económico,
en lo social, en lo religioso..., teniendo siempre como límite, como garante de una
tolerancia auténtica y común para todos los agentes, el ideal de humanización: sólo lo
que contribuya a la promoción humana y social responde al ideal de tolerancia.
DIOS Y LA HISTORIA (2009)
Ser creyente implica situarse, de una u otra forma, más allá de la razón. Constituye
una empresa arriesgada, pero en la que históricamente han confiado grandes energías
y gran parte de sus vidas millones de personas en todo el mundo y en todas las épocas.
A muchos les puede parecer una opción racionalmente ilegítima, pero a otros les
resultará una verdadera necesidad: es como si fuera imposible renunciar a creer en
Dios, por más argumentos, contraargumentos, ejemplos históricos, situaciones con-
cretas u otras expresiones de escepticismo que se quieran ofrecer. En este sentido, no
sería exagerado afirmar que la religión es, en primer lugar, una vivencia, un sentimiento
que nos hace depender de una realidad que teóricamente nos trasciende. El gran teó-
logo alemán Friedrich Schleiermacher lo escribió en sus Discursos sobre la religión,
de 1799: “la religión no es el resultado ni del temor a la muerte ni del temor de Dios.
Responde a una profunda necesidad en el hombre. No es ni metafísica, ni una moral,
sino sobre todo y esencialmente una intuición y un sentimiento (…). La religión es el
milagro de la relación directa con el infinito; y los dogmas reflejan este milagro”. La
religión, en suma, es para Schleiermacher un sentimiento de dependencia del infinito.
Nos experimentamos como parte de un todo que trasciende nuestra particularidad y
nuestra contingencia. Esta vivencia, parangonable a la vivencia de “lo santo” a la que
consagró Rudolf Otto su obra más importante, es en la mayoría de los casos el punto
de partida y no el punto de llegada de las personas que dicen tener fe. Normalmente
no se llega a la fe mediante un proceso racional, discursivo, que nos muestre con cla-
rividencia la veracidad de los enunciados temáticos de la fe, sino que por tradición,
educación o deseo muchas personas atemáticamente se ponen a disposición de la fe:
se abren a la fe. Esta apertura a la fe luego se va concretando en los enunciados de la
fe de las diferentes religiones. Pero en esa aceptación de enunciados que responden
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