Ensayos Filosóficos y Artísticos

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Ensayos filosóficos y artísticos

Carlos Blanco

Ensayos filosóficos y artísticos


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Carlos Blanco
Madrid, 2018

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid


Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69
e-mail: [email protected]
http://www.dykinson.es
http://www.dykinson.com

ISBN: 978-84-xxxxxxx
Depósito Legal: xx-xxx-xxxx

Maquetación:
Germán Balaguer
[email protected]
ÍNDICE

Pág.

PREFACIO ............................................................................................................................ 9

I. ENSAYOS RECIENTES (2017)

¿POR QUÉ EXISTE EL ARTE? (2017) ............................................................................ 13


EL HORIZONTE INFINITO DEL CUESTIONAMIENTO (2017) ...............................23
EL DILEMA DEL CRISTIANISMO (2017) ................................................................... 29
UNA MIRADA ESPERANZADA AL FUTURO (2017) ................................................. 41
MI EXPERIENCIA EN EL SISTEMA EDUCATIVO ESPAÑOL (2017) .....................45
PRINCIPIOS DE UNA TEORÍA SOCIAL (2017) ........................................................... 53
ALBERT EINSTEIN, LO SAGRADO Y LO MISTERIOSO (2015) ............................. 61

II. ENSAYOS ESCRITOS ENTRE 2002 Y 2009

PROYECTO DE SUMMA UNIVERSALIS (2002) ............................................................ 73


ESBOZO DE LA TEORÍA DE LA SUPERFORMA (2003) ........................................... 95
LAS DIMENSIONES DE LA DIALÉCTICA NATURALEZA-GRACIA: CON-
TEXTO GENERAL DE LA CONTROVERSIA DE AUXILIIS (2003) ...................... 105
LA VIDA DEL ARTE: EN TORNO A LOS LIBROS PINTURA Y REALIDAD DE
ÉTIEN GILSON Y LA POESÍA Y EL ARTE DE JACQUES MARITAIN (2005) ....... 123
EN BUSCA DEL HUMANISMO (2005) ........................................................................ 135
ASCETISMO PARA EL SIGLO XXI (2005) ................................................................. 137
HACIA UNA CULTURA DE LA FRATERNIDAD (2005) .......................................... 141
TEORÍA DE LOS ESPACIOS TEOLÓGICOS (2005) .................................................. 155
DAVID HUME Y LA CRÍTICA EMPIRISTA DE LA TEOLOGÍA NATURAL ........ 161
BUDA, JESÚS Y MARX (2005)...................................................................................... 175
HUMANIZAR Y RACIONALIZAR LA PROPIEDAD PRIVADA (2005)................. 177
8 ÍNDICE

Pág.

KARL MARX (2005) ........................................................................................................ 187


MOZART O LA ENCARNACIÓN DE LO SUBLIME (2006)..................................... 195
DIOS HABLA A LOS HUMILDES Y LIMPIOS DE CORAZÓN (2006) ................... 197
SOLUS IESUS (2006) ........................................................................................................ 201
EL DISEÑO INTELIGENTE NO ES UNA TEORÍA CIENTÍFICA (2006) ............... 205
EL RAPTO DEL SERRALLO (2006) ............................................................................. 211
SER PROGRESISTA HOY (2006) .................................................................................. 215
EL MUNDO QUIERE UN SALVADOR (2007) ............................................................219
EL DILEMA DEL CONOCIMIENTO (2007) ................................................................ 223
¿ADÓNDE MIRA EL CRISTO DE EL GRECO? (2007) .............................................. 227
DIOS COMO PREGUNTA (2007) .................................................................................. 229
LA CULTURA DEL OLVIDO (2007) ............................................................................. 231
EL ESTADO DEL BIENESTAR COMO SÍNTESIS DE LIBERTAD E IGUAL-
DAD (2007) ........................................................................................................................ 235
¿SE PUEDE HACER POESÍA DESPUÉS DE AUSCHWITZ? (2007) .......................239
LA EDUCACIÓN DE LOS SUPERDOTADOS: UN DESAFÍO A NUESTRO
CONCEPTO DE INTELIGENCIA (2007)...................................................................... 241
EL CIELO ESTRELLADO SOBRE MÍ, LA LEY MORAL EN MÍ (2008) ................247
LEVI-STRAUSS, EL ESTRUCTURALISMO Y LA COMUNICACIÓN COMO
ESENCIA DEL SER HUMANO (2008).......................................................................... 251
HACIA UNA DEFINICIÓN HEGELIANA DEL ARTE (2008) ................................... 257
COMPASIÓN Y ESPERANZA (2008)............................................................................ 277
COMTE Y LA LEY DE LOS TRES ESTADIOS (2008) ............................................... 279
EL CUARTO ESTADIO (2008) ....................................................................................... 283
EL SUPERHOMBRE (2009) ............................................................................................ 285
FINES EN UN REINO UNIVERSAL DE FINES (2009) ............................................. 287
DIOS EN L’AQUILA (2009) ............................................................................................ 291
EL ESPÍRITU DE EUROPA (2009) ................................................................................ 295
LA TOLERANCIA COMO BASE DE LA SOCIEDAD (2009) ................................... 297
DIOS Y LA HISTORIA (2009) ........................................................................................ 299
PREFACIO

Esta colección de ensayos reúne, por un lado, textos redactados en 2017 (con
alguna excepción) y, por otro, artículos escritos entre los años 2001 y 2009. Versan
sobre temas sumamente heterogéneos, y algunos constituyen meros fragmentos de lo
que posteriormente inspiraría una obra más sistemática y detallada.
Reconozco que mis opiniones han cambiado sustancialmente en la mayoría de los
temas que abordo en estos escritos. A día de hoy soy mucho más crítico con la metafí-
sica, con el poder de la razón humana para alcanzar conocimientos que trasciendan la
experiencia, con las religiones y con la teología natural. Sin embargo, me ha parecido
más honesto preservar los textos tal y como los redacté entonces, sin introducir modi-
ficaciones (salvo que hubiera detectado errores tipográficos nítidos), pues aunque ya
no comparta muchas de las tesis principales en metafísica, historia de las religiones
y teología, siempre he considerado iluminador contemplarnos en el espejo de nuestra
propia evolución intelectual. Sólo así es posible percatarse de que quizás, sin haber
asumido esas visiones de las que ahora claramente discrepamos, jamás hubiéramos
desarrollado las ideas ulteriores que hoy definen nuestro pensamiento.
I. ENSAYOS RECIENTES (2017)
¿POR QUÉ EXISTE EL ARTE? (2017)

Para responder a la pregunta que encabeza este texto, ante todo es necesario
consensuar una definición de “arte”. Se trata, sin embargo, de una tarea rayana en lo
imposible. Cuanto más rigor queremos aplicar en el concepto, menor es el número de
fenómenos que quedan comprendidos en él. Si buscamos una definición excesivamente
estricta del arte, sucumbiremos a todo tipo de paradojas e incluso de arbitrariedades.
Por ejemplo, si decimos que la esencia del arte radica en la creación de obras bellas,
deberemos explicar en qué consiste la belleza, y por qué trabajos que probablemente
no suscitarían entusiasmo estético pueden englobarse bajo la categoría de arte.
Por tanto, el lector nos permitirá que soslayemos momentáneamente el interrogante
sobre la naturaleza del arte. Parece evidente que todas las culturas han desarrollado
expresiones que remiten a esa noción tan esquiva como ineludible, “arte”, y que este
afán estético ha surcado la práctica totalidad de los pueblos de la Tierra. Es imposible
identificar un solo grupo humano contemporáneo que carezca de algún tipo de arte.
Y si examinamos esta cuestión en sus dimensiones históricas, precisamente uno de
los rasgos distintivos de cada comunidad humana reside en sus expresiones artísticas.
En el arte habita el alma de un pueblo. Los estudiosos han propuesto sofisticadas
clasificaciones de los grandes estilos históricos, muchos de ellos compartidos por
diversos pueblos, pero no parece exagerado sostener que, en realidad, existen tantos
estilos como grupos, e incluso como individuos. Al igual que la especie, una abstrac-
ción materializada siempre en los individuos que la conforman, el arte sólo existe
en las obras artísticas. Son las producciones que consideramos pertenecientes a ese
enigmático conjunto llamado “arte” las que nos revelan la verdadera esencia de esta
faceta tan estrechamente unida a los pilares de la condición humana.
14 CARLOS BLANCO

Si el arte goza de un carácter universal, si prácticamente ninguna gran cultura ha


podido resistir el impulso hacia la creación artística, ¿constituye acaso el arte una di-
mensión fundamental de la naturaleza humana? ¿Es la especie humana esencialmente
creativa, inexorablemente encaminada hacia la expresión artística, connaturalizada
con una vocación estética que parece innata e irrenunciable?
Por supuesto, la pregunta siempre podría plantearse desde un punto de vista evo-
lutivo. Se discute si las más tempranas manifestaciones artísticas, como las pinturas
rupestres de las cuevas de Altamira, Lascaux y Grotte Chovet, obedecen a motivos
rituales o si traslucen razones estrictamente contemplativas. El hombre primitivo sin-
tió la necesidad de expresarse artísticamente a partir del Paleolítico superior, cuando
cabe conjeturar que la expansión del córtex prefrontal había alcanzado un grado muy
similar al que hoy exhibe para procesar líneas cognitivas de orden superior. Bendecidos
con una capacidad única para asociar estímulos, conectar pensamientos y proyectar
imágenes, nuestros antepasados se entregaron a la producción de objetos ornamentales
que reproducían escenas de su vida cotidiana, pero que progresivamente abarcaron
dimensiones más profundas e intangibles de la existencia, el auténtico horizonte de la
expresión de la subjetividad.
Es perfectamente plausible creer que la habilidad para expresar sentimientos
íntimos representaba una ventaja adaptativa, porque confería la posibilidad de forjar
mundos comunicativos mucho más ricos y flexibles. A través de ellos, la imaginación
podía sobreponerse cómodamente a las constricciones de la experiencia, para así
anticiparse a escenarios futuros y preconizar ideales. Semejante creación de mundos
dentro del mundo no hace sino prolongar la naturaleza misma de la vida, que desde
sus formas más elementales se erige como un mundo frente al mundo. Escindida del
entorno por una membrana citoplasmática, en el interior de la célula acontecen pro-
cesos metabólicos que otorgan al ser vivo una autonomía y una capacidad de acción
muy superiores a las de los entes inorgánicos. La identidad del ser vivo se realiza,
precisamente, en esa continua disputa entre lo que permanece y lo que se modifica en
interacción con el ambiente, entre la individualidad y la sumisión a un patrón, entre
lo diferencial y lo genérico.
La vida es creativa, es una constante pugna contra un medio tantas veces hostil,
es la incesante e inexorable lucha contra la inercia y la desaparición; la vida resplan-
dece, de este modo, como arte dentro del universo posibilitado por las leyes físicas
y químicas. Debatida en una fructífera tensión creadora entre necesidad y libertad,
esta incipiente interioridad difiere cualitativamente de la que posee un sujeto auto-
consciente como el ser humano, pero si se tolera la analogía que acabamos de trazar,
la vida incoa ya –o al menos evoca– una primitiva expresión artística, un conato de
autoafirmación, una extensión de los resortes de la materia para constituir un mundo
dentro del mundo.
Desde esta perspectiva, no parece osado conjeturar que la selección natural po-
dría haber favorecido todas aquellas conductas que reforzasen esa autonomía, esa
Ensayos filosóficos y artísticos 15

individualidad, esa capacidad de resistir las presiones ambientales para desarrollar


un mundo “interior” cada vez más elaborado y exuberante. Asistimos, eso sí, a un
proceso en gran medida azaroso. No podemos saber si, rebobinada la película de la
vida, se repetirían las mismas formas y propiedades, aunque subsisten determinadas
constricciones de eficiencia, condicionantes cuyos filtros probablemente encauzarían
el desarrollo de algunas líneas filogenéticas a través de disposiciones estructurales
y funcionales análogas a las ya conocidas. En cualquier caso, lo asombroso es que
esta posibilidad más entre otras, esta rama potencial del gigantesco árbol de la vida,
haya conducido a mayores cotas de autonomía y complejidad, a una diversificación
estructural y funcional. Pero se alza como una línea más; en el estado actual de nuestra
comprensión científica no podemos demostrar que obedezca a una teleología irrevoca-
ble, a un diseño más allá de una feliz combinación de azar, selección natural y ciertas
dosis de capacidad autoorganizadora.
Aunque, como hemos mencionado, definir el arte desde la idea de la belleza ado-
lece de incompletitud teórica, porque no todas las obras artísticas son necesariamente
bellas, resulta innegable que en el reino de la vida abundan ejemplos extraordinarios
de formas imbuidas de un gran atractivo sensual, que proporciona a sus poseedores
ventajas adaptativas nítidas. Así, la belleza y policromía de los vistosos abanicos de
plumas que poseen los machos de pavo real, cuyas configuraciones se despliegan de
forma suntuosa y seductora, están relacionadas con su habilidad para cortejar a los
miembros del sexo opuesto. No obstante, y si optamos por aferrarnos a esta línea
argumentativa, no podremos dejar de preguntarnos por qué el cerebro de un pavo real
debería considerar algo como bello. ¿Simplemente porque le genera placer? Pero ¿por
qué produce placer, una sensación reconfortante mediada por sistemas de recompensa
neuroquímicos, la observación de determinadas formas y colores? ¿Qué procesos
exactos acaecen en sus redes neuronales, y por qué son seleccionados esos colores y
no otros? ¿Responde a una característica propia de cada especie, o todo viviente pro-
visto ya de cierto tipo de cerebro apreciaría como bellas las mismas conformaciones?
Es, de hecho, posible que el cerebro haya evolucionado para percibir como pla-
centeros determinados patrones dotados de armonía, formas cuya simetría sugiere
orden, estabilidad, control sobre un mundo mutable y fluctuante. Estas disposiciones
convergerían con reglas estéticas universales. En cualquier caso, sólo el progreso de
la neurociencia afectiva despejará la incógnita sobre la naturaleza de nuestras percep-
ciones estéticas a escala neuronal. La siempre problemática relación entre lo innato
y lo adquirido, entre la neurobiología determinada por instrucciones genéticas y el
influjo selectivo del ambiente, de las normas culturales y de las experiencias indivi-
duales, remite a la categoría de “neuroplasticidad”, y parece gradualmente susceptible
de elucidación.
La tradicional incompatibilidad entre las teorías de Darwin y de Lamarck se des-
vanece paulatinamente en determinados escenarios. El propio Darwin reconocía la
importancia del uso y del desuso como factores evolutivos relevantes para explicar
16 CARLOS BLANCO

la subsistencia o desaparición de un órgano concreto. Hoy contamos con una visión


mucho más sofisticada sobre el binomio inveterado que enfrenta naturaleza y ambiente.
Las investigaciones en torno al influjo retroactivo de ciertas formas de aprendizaje
sobre los genes (como las llevadas a cabo por Kandel con la Aplysia californica), así
como los estudios sobre la reorganización de circuitos corticales mediante la activi-
dad y el ejercicio (tal y como sugieren los trabajos de Merzenich), ofrecen podero-
sos argumentos para trascender esta oposición y lograr un concepto más profundo,
también cuando examinamos el comportamiento de los seres más elementales. Si la
superación de marcos teóricamente contradictorios parece rubricar una característica
de los grandes progresos intelectuales (la matemática cartesiana reconciliaba álgebra
y geometría; la mecánica de Newton unificaba dos mundos aparentemente dispares,
el sublunar y el supralunar; la teoría de la relatividad especial integraba la mecánica
newtoniana y el electromagnetismo de Maxwell, a priori incompatibles…), vencer la
disyuntiva entre herencia y asimilación desde un marco más fundamental representa
un perfeccionamiento notable de nuestra visión científica del mundo. Los avances en
la comprensión de cómo se conjugan lo genético y lo epigenético dentro del desarrollo
de la individualidad apuntan en una dirección diáfana. A nuestro juicio, sólo pueden
interpretarse como una vindicación del aprendizaje y de la flexibilidad conductual
frente a un estricto determinismo genético, dado que la interacción con el ambiente
desempeña un rol clave a la hora de suscitar procesos de expresión génica esenciales
a nivel fenotípico.
El reduccionismo que aplica la ciencia es sumamente fecundo. Mediante esta
metodología, lo complejo se disecciona en sus constituyentes más básicos, y en se-
mejante proceso de análisis se consiguen identificar principios generales que no se
circunscriben a parcelas concretas de la realidad, sino que cubren un rango mucho
más vasto de escenarios. Así, lo particular y lo universal, que tantas veces nos pare-
cen irremisiblemente enfrentados, convergen gracias a una estrategia potencialmente
imbatible, que descompone para recomponer, que perfora la exuberante sofisticación
del universo hasta acceder a entidades más simples y tratables, sin por ello renunciar
al descubrimiento de principios más generales, de reglas que nos permiten comprender
el funcionamiento de las realidades más complejas. Dilucidamos, por tanto, principios
amplificativos, que nos ayudan a entender el marco global, a esclarecer estructuras
mucho más generales. Así, al comprometernos con una investigación analítica del
universo, al afanarnos en destilar la complejidad en sus piezas básicas, en último
término llegamos a elementos universales, lo que trasluce una hermosa síntesis de
división y unificación.
Sin embargo, y al menos por el momento, estos adelantos neurocientíficos y estos
triunfos de una metodología reduccionista no resuelven el interrogante más profundo:
por qué existe el arte. Además, el estudio de la filogenia arroja luz sobre el origen del
arte, pero no sobre su significado. Puede que, en efecto, el despliegue de un sentido
estético cada vez más refinado haya sido favorecido por la selección natural, pero en
Ensayos filosóficos y artísticos 17

el estado actual de la evolución de la especie humana parece difícil encontrar razones


apodícticas que nos obliguen a mantener esos comportamientos. Lo contrario incu-
rriría en la famosa falacia naturalista, que en el terreno del arte podría formularse del
siguiente modo: “confundir el ser con el merecer ser contemplado”.
Cuando penetramos en el terreno de la cultura, es preciso observar que ésta no se
rige necesariamente por las leyes de la evolución biológica, pues la selección racional,
consciente y deliberada del ser humano puede prevalecer sobre las presiones biológicas
más apremiantes. Podemos emanciparnos de la herencia filogenética y desprendernos
de conductas que quizás fueran beneficiosas en el pasado, pero que a día de hoy no
tienen por qué justificarse desde esos criterios. Ninguna cultura ha podido verse com-
pelida a producir expresiones artísticas. Sería perfectamente concebible una especie
humana que, aun adaptada fecundamente al entorno, no desarrollase arte. La tecno-
logía nos brinda resortes adaptativos de tal envergadura que no es creíble concebir el
arte como un instrumento ineludible para prosperar en la ardua lucha por la vida. La
creación artística puede en muchos casos ser resultado de la necesidad, pero en un
número no menor sólo puede interpretarse como fruto de la libertad, de la autonomía
expresiva de los seres humanos. Por ello, sigue siendo legítimo preguntarse por qué
ninguna cultura ha dejado de expresarse artísticamente, no ya por razones de utilidad
evolutiva, sino de libertad creadora. Carentes de evidencias empíricas más sólidas –que
probablemente sólo podrían venir de la neurociencia–, únicamente la especulación
nos permite sondear una respuesta a este interrogante.
En conexión con las reflexiones anteriores, creo que es precisamente en la natu-
raleza misma de los seres vivos donde despunta un atisbo de luz para resolver este
misterio. Pues, de nuevo, cuando contemplamos las características fundamentales de
los vivientes nos percatamos de que todos han de preservar celosamente unos resqui-
cios de autonomía. Estos grados de indeterminación deben mantenerse en un mundo
gobernado por leyes ciegas e inexorables, que no velan por el bienestar de cada indi-
viduo y de cada especie, sobre quienes se cierne siempre la amenaza de la extinción.
Por tanto, y analizado desde este ángulo, el milagro del arte no diferiría sustan-
cialmente del milagro de la vida. Vulnerable, acosada por la fragilidad, continuamente
acechada por el ambiente, acuciada por incontables necesidades, embarcada en una
fatigosa y permanente lucha contra toda clase de adversidades, la vida ha desarrollado y
perfeccionado una exuberancia de formas y expresiones. Esta habilidad para adaptarse
y sobrevivir planta la semilla de la expresividad artística. Se trata, ciertamente, de un
arte “no intencional”, pero en esta idea resuenan los ecos de una hermosa sentencia de
Voltaire: “On m’appele nature, et je suis tout art”. Si el arte converge con la capacidad
de comunicar simbólicamente un mundo interior, un sentimiento, un pensamiento, un
estado anímico, una búsqueda, una aspiración, un anticipo preconizador del futuro, en
la esencia más genuina de la vida brilla ya la llama del arte.
Surge entonces una paradoja profundamente desconcertante: si la vida posee un
potencial creador, también puede (e incluso debe) manifestar una fuerza destructora,
18 CARLOS BLANCO

porque una de las posibilidades creativas estriba precisamente en la capacidad de des-


hacer, de desintegrar, de aniquilar. Este poder destructor, que suele discurrir en paralelo
al incremento de las habilidades creadoras, se hace visible en la trama evolutiva con
el nacimiento de, por ejemplo, la relación depredador/presa. Un vasto e implacable
ciclo de creación, conservación y destrucción pasa así a caracterizar el desarrollo de
la vida en sus formas más complejas. Pues, en efecto, si un ser vivo goza de mayores
resortes creativos, también tiene a su alcance mayores posibilidades de destrucción
de otros seres. En la especie humana, epítome de inteligencia autoconsciente, esta
correspondencia siniestra entre creación y destrucción adquiere límites inusitados y
temibles. El hombre es el único ser capaz de destruir todas las restantes formas de vida.
Sólo el ser humano puede coronar las más sublimes cúspides creadoras o eliminar todo
vestigio de vida sobre la faz de la Tierra.
Lo cierto es que todo ser vivo necesita crear para sobrevivir y planificar el futuro;
en un ser dotado de autoconciencia, en un ser capaz de articular simbólicamente su
mundo interior, estas expresiones de autonomía y de finalidad interna adoptan el
lenguaje del arte, multiforme y omnipresente. Lógicamente, el desarrollo del len-
guaje articulado multiplicó inconmensurablemente semejante capacidad expresiva.
Cuanto mayor poder de abstracción ofrecen las combinaciones de signos, mayor es
el grado de mediación entre los estímulos y las respuestas y mayor es la flexibilidad
conductual; crecen así las posibilidades de referirse a diversas dimensiones de sig-
nificado, desde la denotación más inmediata de un objeto hasta la reflexión sobre
el propio signo lingüístico y sobre el propio acto de pensamiento (todos los planos
susceptibles de incluirse en el prefijo “meta-”). La referencia se convierte también
en autorreferencia, y la creación de mundos dentro del mundo viene propiciada por
los crecientes grados de abstracción que conquista el lenguaje, apto para abrirse a
una pluralidad de funciones (expresiva, fática, conativa, referencial…, también a
la metalingüística). El pensamiento del individuo ya no se confina a procesar infor-
mación inmediatamente referida a objetos específicos, sino que puede versar sobre
relaciones entre objetos y, en último término, sobre el pensamiento mismo. Florecen
la sutileza y la amplitud significativa, la capacidad de “juego” con palabras e ideas,
así como la desbocada y fructífera tendencia a conectar lo que a primera vista no
tiene por qué estar vinculado.
En su acepción más laxa y antropocéntrica, el arte equivaldría entonces a todo
obrar humano que reflejase una huella individual, el trazo de un autor, la rúbrica de
un artífice. Por mucho que las expresiones artísticas puedan subsumirse en categorías
(arquitectura, pintura, literatura...), los géneros simplemente tratan de estructurar lo
que por su más íntima naturaleza es anárquico e inclasificable: la expresión del indivi-
duo, o de una cultura a través de la obra de sus individuos. Una iglesia barroca puede
considerase, ciertamente, como una muestra de un tipo específico de arte, caracteri-
zado por las notas que solemos atribuir a esta época, pero cada obra transparenta el
espíritu, la intención de su creador. Lógicamente, dicha teleología pudo perfectamente
Ensayos filosóficos y artísticos 19

inspirarse en modelos preestablecidos, pero necesariamente hubo de realizarse a través


de la expresividad de un autor concreto, que añadió cierto grado de variabilidad con
respecto al género.
La analogía con las formas biológicas salta a la vista. Ningún individuo es exac-
tamente idéntico a otro (si lo fuera por dotación genética, no lo sería por desarrollo
epigenético), y la humanidad no se despliega de igual manera en un individuo que en
otro. Esta cualidad se discierne a lo largo de toda la evolución de las formas orgánicas.
Todo individuo constituye una variedad dentro de esa abstracción que comprendemos
bajo el término “especie”. Así, el arte puede entenderse como el estilo, como la ex-
presión de la autonomía, como el reflejo de esa variabilidad que late inexorablemente
en el seno de cada especie. Incluso la imitación intencionada o forzada de otras ex-
presiones lleva ya estampado el sello de una determinada intencionalidad. Tampoco
importa mucho que una producción artística desempeñe una función susceptible de
considerarse “útil”. La sospecha sobre la utilidad se cierne sobre todas las manifesta-
ciones de la vida. En términos adaptativos, siempre cabe decir que cualquier órgano
cumple una función; de lo contrario, no sería seleccionado por la naturaleza. Incluso
las exaptaciones, o adaptaciones sobrevenidas, desembocan en funcionalidades útiles
para la supervivencia de una criatura.
Por tanto, y como cualquier expresión de la vida psíquica y social del hombre
podría evaluarse desde la óptica de la función que cumple, de su grado de utilidad, no
parece entonces que esta óptica vierta grandes luces explicativas. Si todo es en última
instancia útil, insistir en ello no nos ayudará a progresar en nuestra comprensión del
sentido del arte y del significado de todos los productos de la acción humana. Cumpla
o no una función, sea o no inútil, coadyuve a satisfacer las necesidades materiales
(económicas, afectivas...) del hombre o brote de la irreductible, autárquica e insaciable
libertad creadora, que se deleita en la contemplación estética y no busca fin ulterior a
ese regocijo de tintes inefables, la esencia del arte tiene que residir en un factor más
distintivo.
No se trata, con todo, de un “instinto artístico” universal, porque, de hecho, no
todos los individuos lo despliegan –o al menos sólo lo hacen de manera muy tímida
y confusa–. Además, sólo con el surgimiento de determinados tipos de constitucio-
nes cerebrales parece factible el desarrollo de una expresividad, ya sea en forma de
emociones o de procesos cognitivos de más alto rango. Es trivial afirmar que el arte
se halla estrechamente unido a la afectividad, dado que la posibilidad de interiorizar
experiencias estéticas es inconcebible sin la presencia de un mundo emocional. En él,
la reacción ante un estímulo viene mediada por un “estilo”, por un procesamiento de
la información donde el sujeto se adueña del estímulo y lo “personaliza”, aun en sus
manifestaciones más rudimentarias. Un receptor meramente pasivo de la información
externa, un simple transmisor de códigos electromagnéticos, difícilmente desarrollaría
expresiones artísticas, porque no habría podido apropiarse de ese estímulo para con-
vertirlo en experiencia y, a partir de ella, expresar un mensaje. Ciertamente, muchas
20 CARLOS BLANCO

emociones obedecen a conductas automatizadas, de origen subcortical, pero resulta


indudable que el aprendizaje, capacidad cuyo nivel es concomitante al nacimiento de
organizaciones cerebrales más intrincadas (especialmente de cortezas asociativas de
orden superior, aptas para relacionar estímulos multimodales y, más aún, elementos
cognitivos de carácter más abstracto), genera un mayor rango de mediaciones y de
“reservas de energía cognitiva”. Esta flexibilidad conductual ofrece la oportunidad
de explorar cauces más heterogéneos y diferenciados de respuesta ante un estímulo.
El sistema, aun cerrado en la base (pues podemos trazar meticulosamente su génesis
y su evolución), se abre en la superficie a un vasto número de posibilidades.
Semejante separación, semejante demora entre el estímulo y la respuesta, ¿no
evoca, aun precariamente, la idea de libertad, de realización creadora de uno mismo?
Por supuesto, la indeterminación no es sinónimo de libertad. Un sistema puede no
ser determinista, pero tampoco libre, como ocurre en los estratos fundamentales de
la organización de la materia; la libertad exige un cierto grado de autoposesión, de
autodominio, de control efectivo sobre uno mismo. Sin embargo, la indeterminación
parece condición necesaria de la libertad; aunque no sea condición suficiente, es
inconcebible una acción realmente libre que emane en un sistema completamente
determinista. Por ello, el desarrollo de niveles crecientes de indeterminación posibilita
una ulterior evolución hacia ese horizonte tan indescifrable denominado “libertad”1.
Siempre es posible, empero, identificar condiciones psicológicas que quizás sub-
yazcan a la omnipresencia del impulso artístico en la prehistoria tardía y en la historia.
Incluso razones tan aparentemente prosaicas e insustanciales como el aburrimiento,
que nos incita a desarrollar expresiones diversas para recrearnos, para sentir atisbos
de plenitud o para alcanzar un mínimo y gratificante estado de satisfacción, no deben
subestimarse en aras de una entronización metafísica del arte como determinación
suprema del espíritu universal. Sin tiempo, sin una cierta ociosidad, algunas de las
más eminentes e inescrutables manifestaciones artísticas probablemente nunca habrían
sido gestadas.
Sin embargo, estas circunstancias psicológicas explican sólo una dimensión super-
ficial de ese inagotable ímpetu artístico al que aludimos. El aburrimiento podría ha-
berse subsanado de una manera menos creativa, menos productiva, menos “artística”.

1
Este proceso no tiene por qué responder a patrones estrictamente lineales. Es concebible que
se produzcan saltos cualitativos, como seguramente haya sucedido con la expansión neocortical y el
perfeccionamiento de las conexiones talamocorticales. Aunque la génesis de estas estructuras y funciones
pueda justificarse desde un enfoque gradualista, mediante procesos fisicoquímicos susceptibles de
esclarecerse como un continuum, las nuevas organizaciones exhiben características configurativas
diferenciales. Muchas veces, un solo gen, pese a representar un incremento exiguo en términos
cuantitativos, puede suponer una ruptura prácticamente cualitativa desde el punto de vista estructural y
funcional, porque posibilita el desarrollo de órganos y de capacidades antes ausentes. Por ejemplo, cabe
explicar la expansión de las cortezas prefrontales como un proceso acumulativo, tanto a nivel filogenético
como ontogenético, y podemos examinar meticulosamente las transiciones que lo han precedido. Sin
embargo, su consolidación representa un auténtico punto crítico, un “cambio de fase” neurobiológico,
un verdadero salto cualitativo en lo que concierne a las habilidades cognitivas del Homo sapiens.
Ensayos filosóficos y artísticos 21

Evidentemente, en numerosas ocasiones el arte dimana de la protesta y de la rebelión:


del rechazo del presente, del grito no aplacado contra lo que consideramos injusto, o
que al menos desdice de determinados ideales. Pero, de nuevo, sólo una fracción de
las grandes expresiones artísticas brota de un sentimiento de protesta, o de un estado
de aburrimiento y ociosidad, o de una búsqueda de un placer puramente sensitivo.
Entendida como el lenguaje interno que nos ayuda a referir el mundo a nosotros mis-
mos mediante representaciones y conexiones, la mente humana exhibe una poderosa
atracción hacia aquello que nos permite recrearnos contemplativamente. Este anhelo
de recreación es en sí mismo creativo, entraña una vigorosa exhortación a la inven-
ción, que prácticamente ninguna cultura ha podido resistir. Canalizado inicialmente a
través de la delectación sensitiva, este placer nos abre a un gozo mucho más íntimo,
más ligado a la capacidad del estímulo artístico para espolear nuestra autoconciencia,
nuestra posibilidad de reflexionar sobre nosotros mismos y nuestra relación con lo
que nos rodea. Contribuye, en último término, a incrementar nuestra subjetividad, la
finura de nuestra autopercepción.
Como moradores de un mundo regido por leyes impersonales que no se atienen
a nuestras preferencias subjetivas, a nuestros ideales de justicia, belleza y sabiduría,
el arte nos brinda la oportunidad de tallar trabajosamente un mundo donde imperen
nuestras aspiraciones más profundas. Así, el fin libre que han exaltado tantos teóri-
cos de la estética puede vincularse con el poder que muestran ciertas obras artísticas
para sumergirnos en nosotros mismos, para devolvernos a nuestra interioridad, para
permitirnos juzgar el mundo desde nosotros mismos; para autoafirmarnos y alzarnos,
en definitiva, como sujetos.
EL HORIZONTE INFINITO DEL CUESTIONAMIENTO (2017)

La historia ha sido testigo de importantes progresos en la capacidad del pensa-


miento humano para concebir lo que parecía inconcebible: el descubrimiento del
número cero1, la invención de nuevas familias de números más allá de los naturales,
el hallazgo de la fuerza de gravitación universal, el desarrollo de la idea de derechos
humanos inalienables, la formulación de nuevas clases de geometría, la relativización
de nuestras nociones tradicionales sobre el infinito…
Éstas y otras manifestaciones sobresalientes de la creatividad humana ponen de
relieve la capacidad de la mente para trascender fronteras que muchas veces conside-
ramos infranqueables. A la luz de muestras tan excepcionales de ingenio intelectual,
la tentación de juzgar como definitivas ciertas categorías conceptuales se desvanece
con asombrosa rapidez. Pues, en efecto, ¿quién se atreve a garantizar que muchos de
los esquemas conceptuales predominantes en la física, en la química, en la biología,
en la filosofía o en las ciencias sociales deban contemplarse como adquisiciones
definitivas e irreformables? Lógicamente, la duda justificada en torno a la inmutabi-
lidad de determinadas categorías no es óbice para sostener que muchas de nuestras
más valiosas conquistas sapienciales quizás gocen de un carácter casi permanente;
probablemente sean ampliadas y perfeccionadas, pero no impugnadas en algunas de
sus afirmaciones más señeras.
1
Un descubrimiento tan crucial para el desarrollo intelectual de nuestra especie nos obliga a
preguntarnos por la naturaleza (o, más bien, “la no naturaleza”) de la nada. Sabemos que el conjunto
vacío es subconjunto de todo conjunto; constituye una estructura lógica fundamental que subyace a todas
nuestras construcciones formales, a todo “ser” ideal. Además, la nada goza de una propiedad fascinante,
que la diferencia radicalmente de la unidad: así como no podemos decir que “una casa” sea igual a “un
árbol”, aunque ambas entidades compartan la determinación “uno”, sí podemos afirmar que “cero casas”
son iguales a “cero árboles”. La unidad admite diversas concreciones; la nada todo lo uniformiza.
24 CARLOS BLANCO

Azuzada por la ignorancia y la necesidad, la curiosidad ha sido la fuerza motriz


del desarrollo de nuestro intelecto. Es la diosa suprema de nuestro panteón cognitivo,
impulsora de innovaciones capitales en nuestra historia. Y dentro de las mayores re-
voluciones en las categorías que emplea la mente para racionalizar el universo, uno de
los saltos intelectuales más relevantes de los últimos siglos destella en el desarrollo de
la teoría de la evolución. Después de un acopio paciente y abnegado de observaciones,
cuál no sería la sorpresa de Darwin cuando, en el curso de sus investigaciones, atisbó
una gran síntesis unificadora que daba sentido a la diversidad de datos compilados.
Sus consecuencias afectan tanto a las ciencias naturales como la metafísica, al pro-
porcionar, por primera vez en la historia, una herramienta conceptual integradora para
comprender el surgimiento de la complejidad a partir de la simplicidad.
Gracias a la idea de evolución de las formas orgánicas ha sido posible conciliar una
cantidad vasta y heterogénea de conocimientos previos, además de propiciar avances
ulteriores en numerosos campos de la ciencia y de la reflexión. Es el esclarecimiento
de una maravillosa trama causal. Parecía inconcebible que una entidad tan compleja
como el ser humano brotase, en realidad, de una larga acumulación de variaciones
genéticas filtradas por la selección natural a través de millones de años de cambios
graduales. Durante milenios, la humanidad tomó por descontado que lo complejo sólo
podía explicarse desde lo complejo. Se creía que una realidad inferior no podía gestar
una realidad superior; lo más elevado sólo podía emerger si algo aún más elevado
lo generaba. Este pensamiento es perfectamente lógico, al menos según los cánones
tradicionales con que ha operado la mente humana de manera casi inconsciente. Lo
complejo exige de una realidad aún más compleja que lo diseñe, y en la naturaleza
existen tránsitos tan abruptos que es imposible imaginar cómo se habría llegado hasta
el estadio actual de desarrollo del universo si únicamente partiéramos de entidades
simples. Es precisamente aquí donde reside el mayor mérito de la teoría de la evolu-
ción por selección natural: en su capacidad de mostrar, de modo elegante y armonioso,
cómo con unos conceptos relativamente sencillos es factible explicar transiciones tan
desconcertantes desde realidades simples a realidades mucho más complejas, hipoté-
ticamente esquivas a la elucidación racional.
No basta con enunciar una idea para convertirla en una nueva categoría fecunda,
apta para ensanchar el pensamiento humano y revelar inusitados escenarios para el in-
telecto. Siempre es preciso insertar toda nueva creación en el seno de un modelo que la
armonice con categorías existentes y que nos ayude a extraer todas sus consecuencias.
Por tanto, el diseño de un marco consistente (es decir, libre de contradicciones), desde
el que derivar conclusiones contrastables, constituye también una etapa esencial en la
elaboración de nuevas ideas. Las mentes más revolucionarias no habrían pasado a la
historia si, en lugar de analizar con profundidad, rigor e imaginación las implicaciones
de sus ideas, se hubieran limitado a exponerlas de manera lacónica y fragmentaria.
Trabajaron con industriosa tenacidad para explorar sus consecuencias, sus incongruen-
cias potenciales y su relación con las ideas vigentes. Muchas veces se esmeraron en
Ensayos filosóficos y artísticos 25

resaltar la continuidad que existía entre sus propuestas, los conocimientos firmemente
asentados y las evidencias indisputables. El proceso creativo abarca tanto la génesis
de la semilla, el don luminoso de gestar una idea nueva, como su laborioso desarrollo,
el fervor y la perseverancia que auspician su crecimiento hasta desembocar en una
formulación adecuada y convincente.
En una tensión creadora entre discontinuidad y continuidad, las grandes revolucio-
nes conceptuales nos proyectan a espacios nuevos, a territorios vírgenes del espíritu,
pero no rompen por completo los lazos que inevitablemente vinculan entre sí todas
las ideas alumbradas por la mente humana. Se adelantan valerosamente en la trama
infinita del descubrimiento, pero lanzan cuerdas que permiten a los más rezagados
asirse a ellas para saltar sin peligro sobre el abismo de lo desconocido. Ruptura y con-
servación parecen así dos señas inconfundibles de los progresos más profundos que
realiza el espíritu humano. Para comprender lo nuevo es inexorable descansar sobre
las ideas ya entendidas, sobre los hallazgos previos, sobre las concepciones aceptadas.
Sin embargo, con la mirada puesta en el pasado o en el presente, desde la aceptación
resignada de lo ya establecido, es imposible adentrarse en nuevos escenarios intelec-
tuales. No obstante, y para que el salto se produzca, fructifique y pueda comunicarse,
es necesario mostrar los nexos de continuidad que conducen de lo antiguo a lo nuevo.
Sólo así una idea original y fecunda logra hundir sus raíces en el terreno sólido de lo
conocido, con el objetivo de crecer audazmente hacia lo desconocido.
Por su propia naturaleza, la predicción de una gran transformación intelectual
venidera es imposible. Si fuera tan sencillo prever qué concepto inédito alboreará
en el futuro, o qué nuevas concepciones despuntarán en la historia intelectual hu-
mana, semejantes formas de creatividad se despojarían de su valor como elementos
verdaderamente revolucionarios. En cualquier caso, no es descabellado creer que en
ocasiones puede resultar viable anticiparse tímidamente a algunas de esas brillantes
eclosiones, destinadas a modificar significativamente nuestras categorías intelectuales
fundamentales. De hecho, suelen ser las ideas más simples, o por lo menos aquéllas
que muchas veces asumimos pacíficamente y sin cuestionamientos sustanciales, por
estimarlas obvias e inatacables, las más susceptibles de protagonizar una auténtica
revolución intelectual.
¿Qué ideas aparentemente indiscutibles se verán sujetas a profundas alteraciones?
¿Qué principios inofensivos, que tentadoramente nos inclinamos a juzgar como evi-
dentes e incontestables, experimentarán una crítica honda y fértil para el desarrollo del
pensamiento humano? ¿Sobre qué esquemas y categorías de la mente se cernirá ese
espectro tan fascinante como inescrutable que preludia las grandes transformaciones
científicas y filosóficas? ¿Sobre qué nuevos horizontes admiraremos el genio creativo
de la humanidad?
En último término, estas preguntas no hacen sino evocar el interrogante más pro-
fundo sobre la esencia y las posibilidades de la creatividad humana. Cada conquista
en el reino del pensamiento abstracto sella el triunfo de la mente para sondear un
26 CARLOS BLANCO

ámbito potencialmente infinito, el de las posibilidades, el de lo imaginable, el de lo


universal, el de lo que puede revestirse de sentido, el de lo expresable en símbolos
que, correctamente armonizados, pueden incluso anticiparse al funcionamiento real
de la naturaleza. A menudo nos preguntamos por el papel del hombre en el universo,
pero la propia idea de “papel” sugiere intencionalidad, como si nuestra presencia res-
pondiera a un plan premeditado. ¿Y si estuviéramos aquí no tanto para desempeñar
un rol como para realizar una de las infinitas posibilidades que quizás depare la natu-
raleza? “Nuestras mentes son finitas, peor incluso en estas circunstancias de infinitud
estamos rodeados por posibilidades que son infinitas, y la meta de la vida consiste
en captar todo lo que podamos de esa infinitud”, sentenció sabiamente Alfred North
Whitehead. Es el misterio de lo posible, casi tan intrigante como el enigma de lo real.
Un misterio no es un problema insoluble, sino una incógnita tan amplia y profunda
que, incluso si consiguiéramos despejarla, no cesaría de sorprendernos. Nos abruma
la desaforada complejidad del universo, pero aún más subyugante resulta contemplar
cómo ante nosotros, en el ardoroso silencio de la reflexión pura, se alza un espacio
potencialmente infinito de ideas, formas y modelos: el mundo de lo concebible. Y
muchas de las ideas que hoy se nos antojarían inconcebibles probablemente habiten
en ese cosmos de resonancias infinitas que contiene todo lo concebible.
Por ello, y si se me permitiera aventurarme en un arriesgado ejercicio de futu-
rología intelectual, o de imaginación descontrolada pero gratificadora, a mi juicio
sería interesante detenerse en una serie de ideas que quizás estén llamadas a producir
profundas revoluciones en el pensamiento humano. Es en la posibilidad de cuestionar
nociones fundamentales donde resplandece el vigor de un campo del saber, el grado de
elasticidad que ostentan sus nociones básicas. Cualquier disciplina del conocimiento
se ampara en sistemas conceptuales sustentados sobre unas premisas y unas reglas
de inferencia. Toda creación intelectual no hace sino construir categorías para subsu-
mir multiplicidades en unidades dotadas de coherencia. Sin embargo, ¿por qué estas
categorías y no otras? ¿Qué sistemas conceptuales alternativos, además de preservar
el irrenunciable requisito de la consistencia lógica, nos permitirían también explorar
ámbitos de pensamiento excluidos por los modelos vigentes?
De nuevo, no se trata de abogar por rupturas radicales con los esquemas con-
ceptuales de los que tan provechosamente nos hemos servido hasta ahora, sino de
diseñar sistemas más abarcadores; más que de revoluciones, hablamos de evoluciones
conceptuales, porque nunca –o casi nunca– presenciamos una escisión absoluta entre
categorías. Si, como han intuido tantos sabios, la naturaleza aborrece los saltos, más
aún lo hace el pensamiento: intellectus non facit saltus. Extasiados ante la gloria de la
intuición creadora, que con frecuencia simula sobreponerse mágicamente a la severa
linealidad del pensamiento lógico, quizás olvidemos que, en realidad, ese quebranta-
miento prodigioso y radical de la secuencia lógica nunca acontece. La mente humana
no puede concebir un salto absoluto entre ideas, un verdadero vacío lógico, un novum
auténtico que infrinja la continuidad causal entre contenidos intelectuales. Semejante
Ensayos filosóficos y artísticos 27

posibilidad, reminiscente de la acepción más profunda y maximalista de “creatividad”,


sólo centellea como una meta asintótica a la que tiende infatigablemente el pensamien-
to. Podemos identificar formas insólitas e improbables de moldear la materia prima
con la que opera nuestra mente en forma de imágenes y categorías, pero en el fondo
no hacemos sino reorganizar habilidosamente unos contenidos ya dados.
La intuición reordena, recombina, relaciona y condensa, pero no anula; asciende, mas
no elimina el prolijo itinerario de razonamientos que subyace a la génesis de una nueva
idea. Es la brújula que nos guía hacia la meta, pero sin eximirnos de recorrer la senda.
La intuición descubre un nuevo itinerario que luego puede esclarecerse racionalmente.
Satisface, por tanto, una función eminentemente orientadora. No cabe duda de que la
intuición es una luz impenetrable y enigmática, como si en ella una mano invisible hu-
biese rasgado el velo que nos separa de una visión flamante e insospechada. Refractaria
a los cánones de una dilucidación consciente, suele yacer escondida, arrebujada en los
dominios más recónditos de lo inconsciente. Pero la intuición nunca nace de la nada;
no es una creación ex nihilo que irrumpa sobrenaturalmente en los senderos del pensa-
miento. En ella cristalizan innumerables reflexiones previas, cuantiosos antecedentes,
una confluencia de perspectivas filtrada por el vigor acumulado y sostenido del análisis
racional. La intuición emerge así como la vanguardia de la lógica, capaz de establecer
conexiones inusitadas entre ideas y fenómenos, seguramente aferrada a lo que la razón
ya vislumbró y ponderó de forma precaria y nebulosa. La intuición es la fuerza que nos
permite transitar, impávidos, aun cuando carecemos de evidencias conclusivas que jus-
tifiquen ese avance; allana el camino a la razón, pero nunca la sustituye. Para ampliar el
conocimiento, lo que la intuición adivina tiene luego que validarlo la razón.
De hecho, es en la síntesis de razón e intuición, de lógica e imaginación, donde
brilla con mayor fulgor el poder de la creatividad humana. Resuenan aquí los ecos
de esa profunda visión hegeliana que contempla la intuición como el instrumento
por antonomasia del arte. Sin embargo, el pensamiento, el discurso filosófico, exige
conceptos, nociones claras y distintas cuidadosamente articuladas, un método y un
itinerario racionales. Intuiciones y conceptos aportan luces complementarias; es la
unión de arte y ciencia, de imagen y concepto, de expresión y comprensión, de belleza
y verdad como límites de una expansión en serie que jamás se realiza plenamente.
Las ideas mismas de que nuestras mentes son finitas, o de que la subjetividad no es
susceptible de objetivación, o de que el universo es insumisamente complejo, o de que
el tiempo existe como una dimensión unida a las tres dimensiones espaciales y no puede
deducirse naturalmente de estas últimas, o de que el nacimiento de la conciencia es un
fenómeno demasiado improbable a escala cósmica, ¿no adolecen de cierta arbitrariedad?
¿No podrían ser incompletas, preconizadoras de conceptos más profundos y universales?
Comprometerse con este ejercicio especulativo, con esta gimnasia de la imagina-
ción, contribuye en realidad a expandir los horizontes del pensamiento abstracto, la
herramienta más valiosa que atesoramos para explorar el universo y para entendernos
a nosotros mismos.
EL DILEMA DEL CRISTIANISMO (2017)

Este artículo reflexiona sobre el sentido del cristianismo en nuestros días. Tanto
las ciencias naturales como las ciencias sociales ponen en duda determinadas preten-
siones de verdad que ha esgrimido históricamente esta religión. ¿Se encuentra por
tanto abocado el cristianismo a convertirse en una reliquia del pasado? ¿Qué puede
aún hoy decirnos desde el punto de vista filosófico y, más aún, humano? ¿Cuál es, en
definitiva, la utilidad intelectual del cristianismo, más allá de su significado ético y
de sus innegables dimensiones sociales?

I.

¿Tiene hoy sentido el cristianismo? Para toda persona interesada en el futuro de


nuestra sociedad, esta pregunta parece inevitable.
La impronta del cristianismo en nuestro mundo occidental es incuestionable. Ya
sea por la adopción de valores inspirados en este credo o por el rechazo explícito de
muchos de sus principios y de sus aplicaciones prácticas, es imposible entender la
cultura occidental sin tomar en consideración el impacto de la religión cristiana. Por
tanto, todo debate sobre el porvenir del mundo occidental exige repensar el sentido
del cristianismo y su viabilidad histórica.
A lo largo de sus casi dos milenios de existencia, esta religión se ha visto obligada
a encarar profundos desafíos, desde la caída del Imperio romano en el siglo V hasta
los retos derivados de la crisis del orbe medieval, el surgimiento del Estado moderno
y la Reforma protestante. De una u otra forma, de todos ellos logró siempre salir ai-
rosa. Por supuesto, experimentó incuestionables mutaciones, y en ocasiones resulta
prácticamente imposible identificar elementos de estricta continuidad entre los modos
30 CARLOS BLANCO

en que se concebía el cristianismo en épocas tan dispares. Como toda religión y, en


realidad, toda obra del espíritu humano, el cristianismo evolucionó y se adaptó a las
nuevas circunstancias. En muchos casos incluso llegó a configurar decisivamente esas
circunstancias. Empero, junto a los elementos de discontinuidad es siempre posible
discernir rasgos que se preservaron más allá de las grandes eras históricas; una esencia
que trasciende, incontestablemente, las particularidades históricas en que se manifiesta.
Sin embargo, el cristianismo de nuestro tiempo se enfrenta al que quizás sea el
más grave de todos los dilemas. Ni la paulatina escisión entre el mundo griego y el
latino, que desembocó en la separación de las Iglesias orientales y la Iglesia romana,
ni el Cisma de Occidente y el ocaso de la Edad Media, con la consecuente pérdida de
prestigio y poder político de la Iglesia, ni la dolorosa y sangrienta división religiosa
en Europa entre católicos y protestantes entrañan, si los examinamos desde una pers-
pectiva más profunda, desafíos tan acuciantes como los planteados por el secularismo,
tendencia que define dimensiones básicas de nuestras sociedades contemporáneas.
El cristianismo sufrió la división entre diferentes confesiones; interminables guerras
de religión asolaron Europa y la unidad dogmática del continente se quebrantó. No
obstante, el cristianismo no dejó de existir. Mutó, adoptó nuevas expresiones e incor-
poró elementos quizás ausentes en sus formas más tempranas, al igual que, durante
la evangelización de los pueblos germánicos, los motivos culturales procedentes de
los sustratos judío, helenístico y latino hubieron de fundirse con creencias y prácticas
consuetudinarias de quienes habían residido más allá del limes romano. Pero, de nuevo,
la fuerza del cristianismo prevaleció y, aun metamorfoseado en aspectos esenciales,
consiguió persistir.
Lo que hoy se debate no es la necesidad de que el cristianismo, católico, ortodoxo
o protestante, renueve su faz para adaptarse a las exigencias del mundo contemporá-
neo. En términos más radicales –pero no por ello menos realistas–, no sería exagerado
sostener que lo que está en juego es la propia religión cristiana. Nunca su relevancia
para la humanidad había padecido un cuestionamiento tan profundo. Lo que hoy se
discute es el sentido del cristianismo.
¿Por qué ser cristiano y no meramente humano? Este interrogante, alumbrado ya
en la Ilustración, recobra hoy todo su vigor y se presenta con una crudeza inusitada. La
crítica del cristianismo no se circunscribe a su papel político y social. Este problema
parece solventado, al menos en las sociedades occidentales, donde la separación entre
la Iglesia y el Estado se ha convertido casi en un axioma y donde el cristianismo, sa-
biamente interpretado, no sólo puede satisfacer las necesidades espirituales de ciertas
personas, sino también contribuir a la promoción de la justicia y a la mitigación de nu-
merosos dramas sociales. El desarrollo de corrientes como la teología de la liberación
así lo pone de relieve. En cualquier caso, sería deshonesto olvidar que otras muchas
tendencias teológicas, apegadas a formas más tradicionales, colisionan frontalmente
con la evolución social de Occidente. Enquistadas en visiones que a menudo sólo pue-
den calificarse de obsoletas, aferradas a concepciones atávicas irreconciliables con el
Ensayos filosóficos y artísticos 31

conocimiento científico y con la conciencia de libertad que el hombre contemporáneo


ha logrado conquistar, se resisten a desprenderse del poder y de la capacidad de control
social que las instituciones cristianas habían detentado en los últimos siglos.
El dilema al que nos referimos es mucho más hondo y trascendental para el futuro
del cristianismo. Históricamente, en ciertos lugares es indiscutible que las interpreta-
ciones más rígidas y retardatarias de esta religión han supuesto un impedimento serio
para la implantación de notables avances sociales. Sin embargo, tanto las iglesias
protestantes como la católica –en especial desde el Vaticano II– han evolucionado,
y en este proceso de maduración han aprendido lo suficiente como para enarbolar
nuevas banderas e incluso encabezar la lucha por determinados derechos sociales. Es
lo que ocurrió con el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, en el
que importantes teólogos y ministros cristianos se involucraron de manera decisiva.
Toda religión puede readaptarse y abrazar causas otrora impensables. De defender,
tácita o explícitamente, la esclavitud, es perfectamente concebible que un examen más
crítico y profundo de los fundamentos teológicos impulse la lucha apasionada contra esta
costumbre tan inhumana como ancestral, con la que el cristianismo no tuvo problemas en
convivir a lo largo de casi dieciocho siglos. Pero por muchas y audaces transformaciones
que experimente, lo que hoy se cuestiona es la esencia misma del cristianismo. El ata-
que no se dirige a manifestaciones superficiales de esta fe, sino a su núcleo más íntimo.
Aunque se acepte pacíficamente la viabilidad del cristianismo en sociedades plurales y
democráticas, y el conflicto desatado tras la Revolución francesa haya sido superado,
en nuestros días el abismo entre la fe cristiana y la realidad humana ha alcanzado tal
magnitud que puede situarnos en un punto de no retorno, preludio de una marchitez irre-
versible. Las extraordinarias aportaciones al arte, al desarrollo de la conciencia histórica
de la humanidad, a la génesis del mundo moderno, a la creación de las instituciones de
educación superior, a la transmisión de saberes inveterados y de obras maestras de la
Antigüedad… no eximen al cristianismo de comparecer ante el tribunal constituido por
las ciencias naturales e históricas para someter a juicio sus principios básicos. Ni siquiera
aludimos a los desafueros históricos perpetrados en nombre del cristianismo, al nefasto
papel que en ocasiones ha desempeñado, a su conflicto con la causa de la libertad y del
progreso científico, porque ninguna religión, ninguna ideología y prácticamente ninguna
actividad humana se verían nunca exentas de contradicciones y negatividades. No se
trata de justificar los crímenes cometidos por quienes se consideraban cristianos, sino de
constatar que ningún ideal ha resplandecido nunca en su pureza, impoluto y transparente,
incorrupto ante motivos espurios y coyunturas históricas.

II.

Es la vigencia intelectual del cristianismo lo que hoy se impugna, no su relevancia


pasada y su rol insustituible en el desarrollo del mundo occidental y de nuestro con-
cepto de lo humano. Tampoco se cuestiona la grandeza del mensaje de Jesús, al menos
32 CARLOS BLANCO

tal y como se refleja en determinados pasajes de los Evangelios, principalmente en el


imperecedero Sermón de la Montaña. Pocas exhortaciones han irradiado tanta nobleza
y hermosura como el llamamiento al amor universal. Podría, ciertamente, debatirse si
la esencia del cristianismo consiste en la centralidad del amor para la vida humana y
para su relación con Dios, pero nadie negará que esta misiva ostenta una importancia
capital en las enseñanzas neotestamentarias, cuya fuerza hunde también sus raíces en
la interiorización de la doctrina de los grandes profetas hebreos.
Sin embargo, y más allá del mensaje y de la utilidad funcional que pueda exhibir
para el crecimiento ético de la humanidad, el cristianismo no se reduce a una tesis
moral. Aun imbuido de un profundo contenido ético, basta con efectuar una lectura no
exhaustiva de la Biblia para percatarse de que hay al menos dos elementos nucleares
que resultan insoslayables para definir la esencia de este credo: la existencia de Dios
y la historicidad de las acciones y palabras de Jesús de Nazaret.
¿Sería posible el cristianismo sin estos dos factores? A nuestro juicio, no. Podría-
mos, claro está, deducir un discurso ético inspirador, que luego debería filtrarse racio-
nalmente y sistematizarse de acuerdo con nuestro conocimiento y nuestra experiencia
histórica, pero si el cristianismo pudiera concebirse como una filosofía, aunque fuera
la “vera philosophia”, se desnaturalizaría irremediablemente. No necesitaríamos en-
tonces apelar a un Dios que se revela a través de Jesucristo, y la figura del Nazareno
sería equivalente a la de otros ilustres maestros sapienciales de la historia, de Buda a
Confucio y de Pitágoras a Sócrates.
Desde sus más tempranos albores, el cristianismo ha expresado una pretensión teo-
lógica e histórica nítida: el Dios creador del universo habla a la humanidad a través de
Jesús. Tradicionalmente, esta afirmación ha permitido formular dos grandes dogmas,
consustanciales al cristianismo y a sus aspiraciones gnoseológicas: la unicidad de Dios
(el monoteísmo) y la Trinidad. Su síntesis, culminada por los concilios ecuménicos de
los siglos IV y V gracias a la asimilación de categorías metafísicas griegas, se traduce
en la idea de un Dios que es al unísono uno y trino. En esta insondable concordia
oppositorum, el carácter divino del mensaje de Jesús queda garantizado por la inser-
ción del Nazareno en el ser mismo del Creador, en la inmanencia intratrinitaria, en
la perijóresis o dependencia mutua que se establece entre las tres personas divinas y
su común naturaleza. Es difícil desposeer al cristianismo de esta pretensión, cuyo eje
descansa sobre la unión de lo inmanente y lo mundano en un Dios que, para auspiciar
semejante armonización de los contrarios, ha de desplegar su actividad en la historia,
pero de manera reversible: los acontecimientos terrenales, el cumplimiento del plan
redentor y de la economía salvífica, han de repercutir, retroactivamente, en la esencia
misma de un Dios que no puede ser unitario, simple y perennemente ensimismado en
su ser, gozoso pensamiento que se piensa a sí mismo, primer motor inmóvil y engranaje
supremo de la gigantesca maquinaria cósmica, sino un Dios vivo. Como tal, ha de
coexistir inexorablemente con la contradicción conceptual entre lo uno y lo múltiple,
entre lo celeste y lo terreno, entre lo eterno y lo temporal, entre lo sobrehumano y lo
Ensayos filosóficos y artísticos 33

humano, como Perfectus Deus et perfectus homo cuyas dos naturalezas se unen sin
confusión, sin cambio, sin división y sin separación, tal y como rezan los cuatro céle-
bres adverbios sancionados por el concilio de Calcedonia del año 451.
De hecho, la apelación unilateral a la fecundidad práctica del cristianismo, como
exaltado credo moral que profesa la primacía del amor en las relaciones humanas, pue-
de contemplarse como el reconocimiento de una derrota filosófica. Porque, en efecto,
si el cristianismo se ve reducido a una tesis moral, si sus fundamentos teológicos,
monoteístas y trinitarios, pierden interés y parecen perfectamente prescindibles a la
hora de categorizar su esencia, se admite implícitamente que los elementos metafísicos
tradicionales no pueden justificarse intelectualmente. Esta retractación en toda regla
aviva la sospecha de que el cristianismo se ha visto privado de su sentido originario, por
lo que, valorado como la fructificación de un acendrado humanismo, ya no es necesario
tal y como se manifestó históricamente. Lo humano, más que lo divino, constituirá el
núcleo del cristianismo: Jesús más que Dios, la historia más que lo eterno, la Tierra más
que el cielo. Más que una religión, el cristianismo traslucirá una filosofía humanista
que, adecuadamente interpretada, no tiene por qué invocar el elemento sobrenatural
subyacente a casi todas las religiones. Un cristianismo naturalizado y armonizado con
los ideales del hombre contemporáneo emerge así como el único futuro plausible para
tan venerable religión, que fue capaz de sobrevivir a imperios, guerras e invasiones,
mas no al impulso del espíritu científico y racionalista.
Ciertamente, el abismo entre el conocimiento que el hombre ha adquirido y los
principios nucleares del cristianismo no cesa de crecer. Este credo milenario se ve aco-
sado en dos frentes: la posibilidad de Dios y la historicidad de Jesús y de su mensaje.
La idea de un Dios creador del universo tropieza con el análisis implacable de
las ciencias empíricas. Éstas, si bien no pueden pronunciar la última palabra sobre su
existencia o inexistencia, plantean serias dudas sobre la naturaleza de ese hipotético y
vaporoso Deus absconditus, que esquiva todos los intentos de verificación empírica.
Y como la idea misma de Dios representa uno de los conceptos más abstrusos de la
mente humana, articulado sobre una serie de atributos entitativos y operativos quizás
incompatibles (como la bondad y la omnipotencia, en un mundo inundado de mal y
sufrimiento) y cuya interpretación ha originado innumerables disputas filosóficas, ni
siquiera podemos estar seguros de que la noción misma de un ser divino tenga sentido;
menos aún la creencia en un Dios que vela por los destinos del hombre, cuando las
ciencias naturales no detectan indicio alguno de esa supuesta intervención teleológica
en el sistema del universo.
Desde esta perspectiva, conforme la ciencia progresa, conforme se incrementa
su poder para explicar los fenómenos de la naturaleza según leyes matemáticas im-
personales, conforme explora las regiones más recónditas del cosmos y se encuentra
con la misma materia que moldea nuestro planeta, es inevitable preguntarse si es
posible que exista un Dios, un Dios inmaterial, un Dios que no consista en partículas
y en radiación; un Dios que, en definitiva, more en algún espacio inescrutable de la
34 CARLOS BLANCO

realidad. Cuanto más analizamos esa realidad, más nos convencemos de que lo único
que existe es la materia.
Las religiones nacieron para explicar fenómenos que la mente humana no podía
desentrañar con las solas fuerzas de su intelecto, cuando nuestro conocimiento del
mundo era sumamente precario. Es, por tanto, lógico que el desarrollo de la ciencia
contribuya a desplazar lo religioso de la esfera intelectual, para confinarlo a lo emo-
cional. Quien asume una visión científica del mundo sólo confirma la presencia de
materia en grados crecientes de complejidad, pero materia al fin y al cabo. No sabemos
exactamente qué es la materia, y abundan los misterios y las incógnitas por despejar,
dado que todo avance científico desencadena un nuevo caudal de interrogantes y
propicia ulteriores investigaciones, hasta entonces no presagiadas. Sin embargo, es
altamente improbable que en algún rincón insospechado del cosmos despunten formas
de realidad esencialmente disímiles a las que ya hemos estudiado (la materia ordinaria,
la materia y la energía oscuras…). E incluso si las descubriéramos en parcelas ocultas
del firmamento, más inverosímil aún sería que contuviesen vestigios de un ser divino,
tal y como ha sido teorizado por grandes sistemas filosóficos y teológicos.
Cabe siempre la posibilidad de considerar a Dios como un concepto supremo y
autosuficiente, como una entidad inmaterial que, en analogía con la solidez de las ver-
dades eternas de la lógica y de la matemática, subsiste en un mundo inteligible, ajeno
a la temporalidad y a la espacialidad del universo físico. Reminiscente del argumento
ontológico, esta interpretación no puede resistir las embestidas de la neurociencia.
El estudio del cerebro nos ayuda a dilucidar cómo la mente humana forma los con-
ceptos desde un sustrato puramente neurobiológico, sin la necesidad de concebir un
principio espiritual que nos permita gestar nociones abstractas. Neuronas, sinapsis,
células gliales, áreas cerebrales, superposición de imágenes, evolución gradual de las
habilidades mentales, sincronización y conectividad cortical de largo alcance, gené-
tica y ambiente… ¿Permanece algo de ese yo inmaterial que participa del ser mismo
de la divinidad, y cuyo poder más eximio se manifiesta en la elaboración de sutiles
conceptos que carecen de referente material?
Es cierto que el cristianismo no se concibió únicamente como una explicación del
mundo, sino más bien como una exhortación destinada a la humanidad. Y quizás estribe
en esta característica, en este rasgo eminentemente antropocéntrico, la “salvación”
del cristianismo, como la de las grandes religiones morales. Mientras la ciencia sea
incapaz de brindarnos una ética, un sistema sobre el deber ser y no sólo un modelo
sobre el ser, aún quedarán resquicios para la fe religiosa. La indefinición ontológica
del cristianismo puede entonces proporcionarle una victoria, al menos temporal, pues
nadie puede excluir la opción de que la ciencia logre cristalizar también en una ética,
mucho más robusta y completa que las éticas filosóficas y teológicas. Como la fe
cristiana no tiene por qué comprometerse con una u otra ontología, pues su alianza
con las metafísicas platónica y aristotélica fue sólo coyuntural, quizás sea factible
rescatar los elementos estrictamente éticos, estéticos y espirituales del cristianismo
Ensayos filosóficos y artísticos 35

para observarlo como una propuesta que gravita en torno a las posibilidades de la hu-
manidad; como una utopía; como premonición y anticipo de lo posible. La ciencia y
la técnica realizarían materialmente lo que el cristianismo vislumbra espiritualmente;
el cristianismo allanaría así el camino al ideal.

III.

No podemos saber si esta interpretación será suficiente; si bastará con propugnar


una inversión material del cristianismo que, ante la imposibilidad de agotar el futuro,
ante la indefinición e incognoscibilidad inherentes a una historia inconclusa, preserve
siempre un viso de legitimidad para este credo, contemplado ahora como un “semper
plus”, como un resquicio infinito fortificado ante el pasado y el presente.
En cualquier caso, esta clase de cristianismo no dejaría de ser un sofisticado mo-
noteísmo, oportunamente reinterpretado para compatibilizarlo con los fundamentos de
la visión científica del mundo. ¿Quedaría algo de lo auténticamente cristiano, es decir,
de lo que el mensaje de Jesús añade a un monoteísmo puramente filosófico, a la noción
de un dios trascendente, de una majestuosa causa causarum que se alza como principio
de inteligibilidad, aunque quizás no interfiera en el devenir del universo? Más allá de
que ciertos contenidos cristianos sean fácilmente traducibles a un lenguaje secular,
y se fusionen pacíficamente con los ideales contemporáneos, ¿no exige la esencia de
esta religión preservar, prístino e incólume, un recinto infranqueable, un nooúmenon
intraducible que selle y corone su unicidad frente a las acaparadoras pulsiones del
pensamiento racionalista, cuyo ímpetu amaga con absorberlo y universalizarlo sin
contemplaciones?
Además, no debemos olvidar que el cristianismo no sólo se ve atacado por las
ciencias naturales, por la física, la química, la biología y la neurociencia, que despojan
a la Tierra y al hombre de su condición especial y muestran cómo obedecen a procesos
materiales susceptibles de elucidación racional, sino por las ciencias históricas. Frente
a la embestida de las ciencias naturales, siempre cabe encontrar refugio en la posibi-
lidad, aun remota, de que efectivamente subsista un principio sobrenatural, un Ipsum
esse subsistens trascendente y supramundano, pero ante las evidencias históricas es
difícil evadirse en subterfugios hermenéuticos. No nos referimos a la existencia de
Jesús, cuestión que, si bien aún abierta, parece zanjada a su favor. Antes bien, la crítica
histórica afecta a la historicidad del mensaje y de las acciones de Jesús, de los verba
gestaque Christi. Si las ciencias naturales comprometen la posibilidad de Dios, las
ciencias históricas cuestionan la figura de Jesús y el carácter divino de su persona. El
mayor desafío intelectual para el cristianismo no dimana, a nuestro juicio, del diálo-
go con la cosmología y con la neurociencia, sino del severo interrogatorio planteado
por las investigaciones históricas sobre la Palestina del siglo I d.C. y la génesis del
cristianismo primitivo.
36 CARLOS BLANCO

El hiato entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe no hace sino agrandarse. Las


sofisticadas construcciones teológicas transmitidas por las Iglesias cristianas, ¿qué
relación guardan con el galileo de carne y hueso, sobre quien tan escasa información
podemos obtener de fuentes extracristianas? La interpretación de su muerte como
acontecimiento redentor, como kairós salvífico que revela el sentido de la historia
y cuya sangre derramada secaría todos los infiernos, es difícilmente deducible de
nuestro conocimiento histórico. En muchos casos parece obedecer a una aquilatada
sistematización teológica, indudablemente inspiradora en el plano filosófico, pero no
por ello verdadera desde el punto de vista objetivo e histórico.
Por mucho que se invoquen distinciones ad hoc entre canonicidad y autenticidad,
es inevitable sospechar del contenido de muchos pasajes evangélicos, redactados para
una audiencia concreta (judaizante, helenística…), con claras motivaciones catequéti-
cas y desde un paradigma teológico determinado. Si, como es aceptado por múltiples
estudiosos, ningún evangelista conoció personalmente a Jesús, sino que recibieron
sus testimonios de intermediarios, ¿cómo acceder no ya a las ipsissima verba Christi,
sino a las genuinas intenciones de Jesús, a su mentalidad, a su verdadera idea de Dios
y del hombre? Escritos pseudoepigráficos, interpolaciones poco inocentes (como el
famoso Comma Ioanneum de 1 Jn 5,7-8, cláusula protrinitaria ausente en los origina-
les griegos), atribuciones de autoría erróneas que, pese a haber sido consagradas por
venerables tradiciones, son impugnadas por la crítica bíblica…
Refugiarse en las imperfecciones de nuestro conocimiento histórico y en la mu-
tabilidad de las interpretaciones del pasado sólo retrasará el interrogante inexorable:
¿realmente aconteció tal y como lo narran los Evangelios? No basta con responder que
toda historia incorpora ya elementos narrativos y hermenéuticos, y que la pregunta por
el factum puro, incontaminado, exonerado de valoraciones subjetivas, brota de una
imposición positivista. Es siempre un error guarecerse en disquisiciones terminológi-
cas, y servirse de las saludables disputas entre escuelas historiográficas para defender
obstinadamente posturas que, de manera clara e incontestable, no pueden esconderse
ante el análisis sosegado y honesto de las evidencias empíricas. Añadir confusión, os-
curecer el problema, cobijarse en metáforas, alimentar artificialmente simbolismos y
apelar a cambios de paradigma en nuestras visiones científicas e historiográficas es una
estrategia condenada al fracaso. Con independencia de los debates académicos sobre
la metodología histórica más conveniente y persuasiva, las investigaciones empíricas
continuarán avanzando, y los resultados de estos trabajos afectarán directamente a
muchas de las pretensiones de verdad que esgrime la teología cristiana.
Un mar bibliográfico anega las cuestiones que acabamos de esbozar. Pero más allá
de disensos y discrepancias, es improbable que se consigan edificar atalayas apologé-
ticas sólidas sustentadas sobre evidencias arqueológicas e historiográficas, que en su
mayoría no respaldan las tesis cristianas clásicas.
La evolución del cristianismo, en suma, no se explica como resultado ineluctable
de una historia salutis que irrumpe milagrosamente en el acontecer profano, para fun-
Ensayos filosóficos y artísticos 37

dir lo sobrenatural y lo natural, divinizando lo humano y humanizando lo divino. Lo


determinante es el contexto histórico, condensado en el cúmulo de influjos religiosos,
políticos y sociales que condicionaron el Mediterráneo oriental en el siglo I de nuestra
era. Las corrientes judías del II Templo, la literatura intertestamentaria, el desarrollo
de la apocalíptica y de su fervorosa heterogeneidad de concepciones escatológicas, la
huella del profetismo bíblico, el auge del mesianismo, las enseñanzas de importantes
rabinos anteriores o coetáneos a Jesús, la cultura romana, la filosofía y el ethos de
Grecia, la expansión de los cultos mistéricos por Asia Menor, Siria y Palestina, la
idiosincrasia emanada de la fusión entre las tradiciones egipcias y las helenísticas, el
universalismo paulino y su papel crucial en la configuración del cristianismo posje-
suánico... ¿Qué núcleo genuinamente cristiano, irreductible a elementos exógenos,
permanece en este voraginoso entrelazamiento de factores sociales y culturales?
Por razones de extensión, no podemos profundizar en este importantísimo debate.
Lo cierto es que, discutida la historicidad de numerosos episodios bíblicos, explicado
el desarrollo del cristianismo primitivo mediante causas sociales, económicas, políticas
y religiosas que no necesitan apelar a aspectos milagrosos y sobrenaturales, ¿en qué
consiste la especificidad del cristianismo?
De nuevo, podría aducirse que el amor y la nobleza de su ética encapsulan sus
elementos centrales. Llegaríamos así a una actitud existencialista, como la de Bult-
mann, brillante asimilación de la analítica existencial de Heidegger. Esta teología no
teme desmitologizar el cristianismo. Considera que la investigación histórica ofrece la
posibilidad de recuperar la dimensión esencial del mensaje de Jesús como exhortación
a comprometerse con una existencia auténtica, a tomar una decisión radical, donde la
luz del individuo destella con todo su vigor cuando afronta el desafío hermenéutico
que suscita el Crucificado. Este Jesús, liberado de las onerosas sombras proyectadas
por la filosofía griega y la teología clásica, emancipado de servidumbres míticas y
entronizado como maestro que predica la más alta excelencia espiritual y ética, pero
sin renunciar al ardor dialéctico, a la pulsión contradictoria intrínseca al “escándalo”
de una desgarradora theologia crucis, puede sin duda apelar a la mente contemporánea
y ofrecerle un contenido valioso, pero ¿es esto suficiente? ¿No hay nada más allá de
sugerentes invitaciones a la elevación moral, cimas humanas a las que podría ascen-
derse desde una perspectiva puramente racional y empírica? ¿Qué significa, de hecho,
“una decisión radical”, más allá de las preferencias subjetivas de cada individuo? ¿Por
qué esa decisión ha de ponderarse en el espejo de Jesús? ¿De qué Jesús? ¿Del Jesús
glorificado por la gran teología clásica de Nicea, Constantinopla y Calcedonia o del
cuasi ignoto Jesús histórico? Además, ¿qué conclusión cabe inferir de los paradigmas
cristológicos latentes en los distintos Evangelios, textos que en ocasiones dibujan retra-
tos incompatibles, perfiles inspirados en teologías muy dispares, desde la adopcionista
que se deduce de Marcos a la cristología de la encarnación del Logos preexistente que
predomina en el Evangelio de Juan, el más tardío?
38 CARLOS BLANCO

Es por ello inevitable insistir en la legitimidad del adjetivo “cristiano” para defi-
nir esta opción, perfectamente válida desde un punto de vista racional y natural, pero
siempre una filosofía más que una teología.

IV.

Cuanto mejor comprendemos el universo, más desconcertante e ininteligible se nos


puede antojar desde un punto de vista humano. La ciencia esclarece meticulosamente el
itinerario causal que ha conducido desde las formas más elementales de organización
material hasta los sistemas más complejos conocidos. La ciencia desvela así cómo lo
más elevado brota de lo más sencillo, y cómo la fascinante y abrumadora multiplicidad
de entidades y criaturas florece desde el humilde suelo de las partículas subatómicas
y de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Es la maravilla de la explicación uni-
taria del cosmos, nunca completa y definitiva, pero sí firme en sus avances. Mas en
este planeta que no cesa de girar en torno al Sol, y en este universo que no desiste de
expandirse hacia un destino inasible, ¿cuál es el sentido de la vida humana?
La pregunta por el origen del hombre parecía irresoluble hace tan sólo dos siglos,
y la creencia de que sólo la teología podía explicar el orden, la perfección y la armonía
de la creación era ampliamente compartida. Hoy sabemos que, más allá de lagunas
específicas, la ciencia nos ofrece una panorámica bastante rigurosa y reveladora sobre
los mecanismos materiales que han auspiciado el surgimiento de la especie humana.
Poco a poco nos mostramos capaces de trascender las fronteras entre lo físico, lo
biológico y lo consciente, y coadyuvamos a que resplandezca ese espectacular lienzo
tejido de lógica, exactitud matemática y exuberancia material, sustrato de lo humano
y fruto inexcusable de la evolución de las formas orgánicas.
Sin embargo, ¿se sentirá nuestra mente satisfecha con esta explicación? ¿Le bastará
con entender que ha surgido después de miles de millones de años de evolución, de
nacimientos y extinciones, de cataclismos y silencios cósmicos? Probablemente no.
Para muchos, esta honda y desasosegante inquietud brota de una irreprimible vanidad
antropocéntrica, que nos conmina a interpretarlo todo desde las limitadas lentes de la
subjetividad humana, sin que asumamos una perspectiva más universalista y cabal. Y,
en efecto, ha sido siempre tentador considerar que el universo orbita en torno a noso-
tros, sedicentes soles, autoproclamadas estrellas, cuando en realidad somos frágiles
criaturas en un minúsculo planeta de una de las incontables galaxias que pueblan el
firmamento. Pero es imposible aplacar por completo la turbación humana que dimana
de esta falta de comprensión sobre el sentido de nuestra existencia. De hecho, sin tan
ilustre vanidad antropocéntrica difícilmente explicaríamos las obras más sublimes del
genio humano, la rúbrica de la civilización, el anhelo incontenible de forjar mundos
más allá del mundo que nos depara la naturaleza.
Es aquí donde los planos racional y emocional colisionan de manera estridente. La
evolución, con frecuencia tan sabia, no ha integrado plenamente estas dos dimensiones
Ensayos filosóficos y artísticos 39

fundamentales de nuestra condición humana, esta aporía insoslayable a la que se en-


frenta nuestro ser más íntimo. Sin creernos especiales, sin regocijarnos en la distancia
infranqueable que parece separarnos de las formas biológicas menos complejas, sin
afanarnos en lo imposible, sin tratar de convertir el ideal en realidad y de pincelar en
la Tierra lo que aletea en los sueños, ¿qué habría sido de la epopeya humana, que no
se contenta con adaptarse al mundo, sino que se esfuerza por adaptar el mundo a sus
propias aspiraciones, intereses e imaginarios?
Razones y emociones suelen discurrir por caminos paralelos. Puede producirse
la paradoja de que el progreso de la ciencia deje un vacío, sonoro y angustioso, una
inhóspita sensación de vértigo ante el inexpugnable infinito, que sólo la creatividad es-
tética y emocional humana alcance a llenar. En esta aparente apatía ante los resultados
de la ciencia, continúa vigente el abismo entre lo racional y lo sentimental. Afligidos
por la soledad y la insaciable amenaza del sinsentido, es necesario encontrar estímulos
vivificadores, alicientes imaginativos que deben podarse racionalmente, exhortaciones
a no cesar en nuestro empeño de crear, de progresar, de engrandecer el mundo y de
descubrir las leyes de la naturaleza; un impulso, en definitiva, para seguir embarcados
en este misterioso proyecto al que nos hemos sumado no por decisión propia, sino
por un vasto y avasallador entrelazamiento de causas y efectos, impasibles ante las
intenciones humanas.
Por supuesto, el bálsamo espiritual del cristianismo no tiene por qué seducir a
todos. Resignada o entusiastamente, muchos se conformarán con aceptar las conclu-
siones de la ciencia y con trabajar por un mundo mejor. Cumplirán así una enigmática
y quizás inefable incitación íntima que todos intuimos cuando dialogamos con las
profundidades abisales de nuestra conciencia. Otros, sin embargo, necesitarán de
exhortaciones externas, de incentivos estéticos o espirituales que los aguijoneen y
motiven en esta indescifrable senda cuyos cauces todos surcamos. El cristianismo y
las grandes tradiciones religiosas de la humanidad emergerán entonces como utopías
preconizadas, como vislumbres de lo futuro dotados de un enorme poder de atracción,
capaces de sanar parcialmente esta angustia existencial y de dulcificar esta odisea.
Contribuirían así a suplir las carencias emocionales que por el momento no ha logrado
cubrir la razón.
Por tanto, ¿sigue teniendo sentido el cristianismo? Es una pregunta que sólo el
conocimiento de hechos futuros podría responder. No cabe anticipar qué expresiones
innovadoras adoptará la religión cristiana en nuestras sociedades occidentales, y si
estas nuevas interpretaciones servirán para garantizar su persistencia. Lo que resulta
incuestionable es la urgencia de acometer una reflexión profunda sobre la necesidad
histórica del cristianismo, para discutir si la asimilación secular de muchos ideales
enaltecedores de esta religión podría significar su irrelevancia venidera, ante la au-
sencia de contenidos propios útiles para nuestro mundo occidental.
UNA MIRADA ESPERANZADA AL FUTURO (2017)

Cuando asimilamos el desarrollo del conocimiento científico, fácilmente adverti-


mos que muchas de nuestras ideas preconcebidas carecen de fundamento. Una intensa
angustia puede entonces invadirnos, por ejemplo si pensábamos que los ideales más
elevados del espíritu humano gozaban de realidad, en vez de brotar de ese suelo tan
fértil como intrigante que es la evolución biológica. Aceptar que aspiraciones tan
enaltecedoras como la búsqueda del amor auténtico, de la verdad plena o de la belleza
pura quizás se expliquen por mecanismos neurobiológicos puede sin duda sumirnos
en el desconcierto.
Algunos optarán por aferrarse a idealismos nostálgicos, a la melancolía que a
veces sentimos por aquellas etapas de la vida en las que era posible creer en cosas
para las que no tenemos evidencias sólidas. Se trata de una reacción perfectamente
comprensible. El ser humano no sólo quiere verdades, sino consuelos, satisfacciones
emocionales que le ayuden a proseguir.
Sin embargo, si examinamos la cuestión desde otro punto de vista, si nos atrevemos
a romper las cadenas del miedo y analizamos con rigor las conclusiones de la cien-
cia, es también posible que se apodere de nosotros una actitud bien distinta. Pues, en
efecto, basta con introducirse en cualquier parcela del conocimiento científico, incluso
en aquellas que afectan de manera más directa a la especie humana, para percibir una
belleza y una perfección lógica embriagadoras. Los grandes principios de la ciencia,
las leyes universales del universo, la maravilla de la evolución, capaz de suscitar un
número tan vasto de formas y propiedades, revelan también un ímpetu creador que el
hombre sólo ha logrado imitar tímidamente en sus obras más perdurables. Más aún,
al admirar lo que la naturaleza es capaz de producir de acuerdo con unas leyes, es
inevitable que nos preguntemos por las posibilidades de la mente humana. La natura-
42 CARLOS BLANCO

leza nos ha brindado unas condiciones de posibilidad que, por supuesto, nos limitan,
nos constriñen; pero también nos ha otorgado una flexibilidad extraordinaria, una
capacidad de sentir y pensar que desborda muchas de nuestras rigideces estructurales.
Es, por tanto, al volcar la mirada hacia el futuro, al imaginar, al soñar y crear,
cuando las determinaciones previas cobran su auténtico valor no como límites infran-
queables, sino como condiciones de realización que pueden proyectarnos a escenarios
inéditos. El tiempo siempre añade información a los sistemas que integran la natura-
leza. Con cada nuevo instante amanece una nueva posibilidad, un nuevo espacio de
configuración de posibilidades, altamente condicionadas por los antecedentes, pero no
por ello determinadas de modo unívoco. Es quizás en esta percepción de la grandeza
de nuestras posibilidades, del horizonte que se yergue ante nosotros, de una senda que
puede conducirnos a la destrucción o al despliegue de la más portentosa y fecunda
creatividad, donde resida ese consuelo que con tanto fervor anhela el ser humano en
su faceta emocional. Lo que desde un planteamiento llanamente racional puede tantas
veces antojársenos frío, ciego y oscuro, cede así el testigo a la captación de una radiante
luminosidad. Se desvanece todo temor ante el carácter impersonal de la naturaleza,
ante la misteriosa mezcla de contingencia y necesidad que define el proceso evolutivo,
pues el mismo desarrollo de la materia nos catapulta hacia posibilidades novedosas,
fruto de esta oportunidad inusitada de existir que nos ha concedido el universo.
Entre el temor y la esperanza, siempre conviene la esperanza, porque nos ayu-
da a crear, a confiar en el futuro y en nuestras propias capacidades. Una reflexión
profunda sobre el cosmos y la historia nos permite relativizar muchas de nuestras
ansias e inquietudes; nos abre a una mirada más pura, menos egoísta, más gozosa y
enriquecedora hacia lo que nos rodea. Puede que el mundo no tenga un sentido, al
menos tal y como lo habían concebido eminentes profetas y filósofos, pero sí puede
tenerlo. Depende de cómo empleemos esas posibilidades que la naturaleza, la historia
y nuestra subjetividad nos ofrecen.
El ser humano goza y sufre por saber que existe. Su conciencia es la fuente de su
grandiosa capacidad creativa, pero también de muchas de sus frustraciones. Sabe que
posee unas habilidades únicas, sin parangón en el reino animal, pero conforme progresa
en el uso de su inteligencia reflexiva descubre también que en sus orígenes remotos
no era un ser consciente, sino una realidad mucho menos compleja y desarrollada.
Se siente entonces desconcertado. No comprende para qué ha adquirido semejantes
cualidades. Tiene que creer en un privilegio existencial que lo exonere de las servidum-
bres materiales cuyos efectos condicionan a las demás especies biológicas. Sin esta
convicción tan inverosímil es poco probable que la humanidad se hubiera aventurado
a proyectar muchas de sus aspiraciones y a realizar muchos de sus deseos. Somos, en
definitiva, rehenes de nuestra conciencia, afortunados en ocasiones, infelices en otras,
pero siempre marcados por la profunda huella de la autorreflexión.
Perdida en la infinitud del cosmos, la humanidad se olvida de que forma parte de
una realidad mucho más trascendente y sublime que ella misma. Una de las líneas
Ensayos filosóficos y artísticos 43

posibles de desarrollo de la materia ha conducido hasta nosotros, con nuestras glorias


y miserias. Y la grandeza de la humanidad brilla con una luz imborrable en su genio
creativo, en su capacidad para expandir el horizonte de su pensamiento y de su ex-
presión. Contemplemos, por tanto, el universo; con los ojos de la ciencia o del arte, lo
importante es que logremos acariciar destellos de esa esperanza que tantos encuentran
al entender la profunda e inmensa sabiduría que late en cada porción de la realidad,
en cada enseñanza de la ciencia, en cada creación del arte, en cada búsqueda humana
de verdad y mejora.
MI EXPERIENCIA EN EL SISTEMA EDUCATIVO
ESPAÑOL1 (2017)

1. INTRODUCCIÓN

Ante todo, quiero agradecer la invitación de los organizadores para participar en


este congreso sobre innovación educativa.
Debo aclarar que no soy experto ni en metodologías de enseñanza ni en pedagogía,
por lo que es probable que cualquiera de los asistentes sepa más que yo sobre estos
temas. Los convocantes me han convencido con el argumento de que una reflexión
sobre mi experiencia en el sistema educativo español podría resultar interesante para
los objetivos de la conferencia.
Aunque trabajo en el mundo educativo y, como profesor universitario, he tenido
que realizar varios cursos sobre herramientas digitales y metodologías docentes, no he
profundizado en las teorías actuales sobre los procesos de aprendizaje. Sin embargo,
siempre me han llamado poderosamente la atención determinados aspectos filosóficos
en torno a la esencia y la finalidad de la educación, su evolución a lo largo de los siglos
y, sobre todo, las diferencias metodológicas entre las distintas ramas del conocimiento.
Puede parecer una obviedad, pero resulta innegable que no es lo mismo enseñar una
asignatura científica que una materia humanística, como la filosofía o la historia. La
pedagogía y el uso de herramientas que permitan innovar en estas áreas se centran
en los métodos de transmisión, en las estrategias de aprendizaje más que en los con-
tenidos. Los contenidos varían demasiado de un ámbito a otro, lo que puede generar
escepticismo sobre la viabilidad de diseñar estrategias pedagógicas verdaderamente

1
Transcripción parcial de la intervención de Carlos Blanco en el I Congreso Virtual en Investigación
e Innovación Educativa, organizado por REDINE (octubre 2017).
46 CARLOS BLANCO

universales. No es lo mismo impartir un curso sobre ecuaciones diferenciales que uno


sobre historia de Roma.
Hay una cita que siempre he considerado inspiradora. Cuentan que uno de los
reyes lágidas de Alejandría (imagino que Ptolomeo I) conoció al famoso matemático
Euclides. Dado que él era el soberano, quería un método de aprendizaje distinto al
que emplearía cualquier plebeyo o súbdito suyo. ¿Cuál fue la respuesta de Euclides?
“Majestad, no existe una vía regia a la geometría”. Tanto el rey como el más humilde
de sus súbditos tienen que aprender la geometría de la misma manera. Es un proceso
en el que es posible ayudar –de hecho, el maestro influye mucho–, pero se trata de
una tarea esencialmente individual. Por ello, en el mundo de la educación siempre
tenemos que prestar atención a dos grandes ámbitos: a lo que aporta el profesor (y la
calidad de un sistema educativo depende en gran medida de la calidad del profesora-
do, de su formación, de su familiaridad con estrategias docentes innovadoras…, pero
sobre todo de su conocimiento real de la asignatura y de cómo logre transmitirla) y a
lo que pone el alumno: su motivación, su capacidad intelectual, su trabajo, su esfuer-
zo… En ciertas materias, el trabajo y el esfuerzo del alumno son insustituibles. Por
excelentes que sean el profesor y las estrategias educativas aplicadas, si el alumno
no trabaja lo suficiente es altamente improbable que asimile los contenidos. En las
ciencias naturales, sobre todo en las más abstractas, como la matemática y la física, el
trabajo solitario del alumno es básico. Ha de conjugarse, por supuesto, con la guía de
un buen profesor, pero nadie puede aprender por nosotros ecuaciones diferenciales.
En las humanidades, el profesor puede ofrecer una perspectiva tan útil y luminosa, tan
capaz de plantear cuestiones interesantes y de brindar grandes estrategias sobre cómo
abordar un tema, sobre a qué autores leer y a cuáles descartar, que, salvo en algunos
casos, la oportunidad de haber escuchado a un gran maestro es casi tan relevante como
el trabajo individual del alumno.
Por su propio concepto, mi experiencia en el sistema educativo español es ame-
todológica. No puedo organizarla de manera tan sistemática como si hablase de un
ámbito más impersonal y objetivo. Primero reflexionaré sobre la relación entre educa-
ción y tecnología y después haré referencia a algunos elementos biográficos sobre mi
experiencia como alumno y profesor, para finalmente proponer ciertas consideraciones
generales sobre el futuro de la educación.

2. EDUCACIÓN, TECNOLOGÍA E INTERDISCIPLINARIEDAD

Todo el mundo habla sobre educación, y todos nos creemos facultados para ha-
cerlo. Todos estamos, de hecho, de acuerdo en que el margen de mejora en España es
muy amplio, pero siempre es más sencillo criticar que ofrecer soluciones realistas y
reconocer los progresos realizados.
Cuando aseguramos que el sistema educativo de hace décadas era mejor que el de
hoy a menudo olvidamos que gravitaba en torno a métodos memorísticos, dogmáticos,
Ensayos filosóficos y artísticos 47

donde el profesor desempeñaba un papel cuasi divino, hierático, sacerdotal, que a mi


juicio mermaba el florecimiento de la creatividad de los alumnos y el cultivo de su
deseo de aprendizaje. Además, vivimos en un mundo muy distinto. El conocimiento
ya no es patrimonio de los profesores o de las universidades. El alumno de hoy tiene
mayor acceso a las fuentes de información y a la integración de perspectivas, porque
cada vez gozamos de mayores posibilidades no sólo de adquirir datos, sino de escuchar
a grandes mentes que nos ayuden a procesarlos adecuadamente. En este sentido, el rol
del profesor cada vez está más cuestionado, al menos en la universidad. ¿Qué puede
aportar el profesor, cuando en Youtube o en ciertas plataformas podemos escuchar,
por ejemplo, a grandes eminencias humanísticas?
La famosa distinción de T.S. Eliot entre información, conocimiento y sabiduría
es muy ilustrativa sobre esta evolución de la tecnología y de la sociedad. Cada vez
podemos acceder a mayores cantidades de información, pero no siempre extraemos
las consecuencias correctas de semejante multiplicidad de datos. Creo que el profesor
está llamado a convertirse en una figura de reminiscencias socráticas, que acompañe
mayéuticamente al alumno en el itinerario educativo, en vez de reemplazarlo o de
erigirse en una autoridad desde cuyo pedestal imparte conocimientos, como Zaratus-
tra que baja de la montaña y difunde su sabiduría a los pobres ignorantes. Hoy ya no
puede ser así. Vivimos una de las más profundas revoluciones, difícil de valorar, pues
se está produciendo ahora, y siempre es complicado juzgar el presente (sólo Hegel se
atrevió a decir, al ver a Napoleón entrando en Jena, “he visto la historia a caballo”, la
encarnación del espíritu universal en ese momento y en ese lugar precisos).
En ciertos períodos de la historia, las transformaciones han sido tan súbitas y
directas que los coetáneos podían adquirir conciencia de estar viviendo una auténtica
revolución. La nuestra penetra de modo mucho más sutil y en ocasiones imperceptible.
Sus consecuencias son enormemente democratizadoras para la humanidad. El acceso
del individuo al poder es cada vez más sencillo, pues pocas cosas pueden permanecer
escondidas, refugiadas en su opacidad; menos aún potestades ilegítimas. Sin duda, este
proceso comporta problemas muy graves, como el auge de las noticias falsas y de los
hechos alternativos, la diseminación de posverdades, el fomento de los populismos…
Pero la parte positiva remite a un radical cuestionamiento de la autoridad intelectual.
El individuo puede hoy hacer mucho más por sí mismo que antes. Disfruta de una
capacidad de acceso inconmensurable a la información y a la posibilidad de relacio-
nar datos. Antes era mucho más complicado, por ejemplo, leer revistas científicas y
artículos sin una suscripción. Hoy podemos leer los artículos escritos en las grandes
universidades y contemplar de primera mano cómo piensan las grandes mentes (no
sólo saber lo que dicen, sino leer su artículo, ver cómo trabajan, cómo estructuran sus
ideas…). Así, el proceso creativo es susceptible de desmitificarse paulatinamente,
para incentivar que muchas más personas se sientan capaces de realizar una aportación
significativa al conocimiento. ¿Cómo se aprende filosofía? Leyendo obras maestras
de filosofía. ¿Cómo se aprende a escribir un buen artículo científico? Leyendo buenos
48 CARLOS BLANCO

artículos científicos. Incluso en regiones recónditas del mundo podrían producirse


grandes contribuciones. El caso de Ramanujan no tendría por qué ser excepcional.
Sin embargo, existe tanto contenido virtual que Internet puede convertirse en una
selva, espesa y salvaje, anárquica y desorientadora. Jerarquizar a veces es negativo,
pero en el conocimiento es siempre necesario discriminar la información importante
de la irrelevante. Hay verdades más fundamentales que otras, y autores más fiables
que otros. En Internet no siempre es fácil encontrar esta jerarquización.
Semejante revolución en el acceso a la información y en la democratización del
conocimiento está llamada a transformar profundamente la educación. Prefiero ser
optimista y no resignarme ante la frontera impuesta por una realidad concreta. Prefiero
pensar desde la realidad, pero más allá de la realidad. Y, en este sentido, creo que a
partir de ahora resultará más factible fomentar la interdisciplinariedad. Se menciona
mucho este concepto, y muchas veces uno tiene la impresión de que estamos ante un
concepto vago y ambiguo (como cuando hablamos de “Big Data” para dar la sensación
de que aludimos a un proceso complejo, vanguardista y sofisticado, cuando muchas
veces ni siquiera sabemos en qué consiste). Es el problema de la extensión de un con-
cepto, que si se exagera lo despoja de “intensión”, esto es, de especificidad semántica
y de hondura significativa. No obstante, creo que la interdisciplinariedad seria y
profunda, no meramente ecléctica, no limitada a yuxtaponer ramas del conocimiento,
sino afanada en discernir las conexiones entre las distintas ramas del conocimiento,
adquirirá una mayor importancia de ahora en adelante. La realidad es unitaria, el
mundo es unitario, y la mente humana busca esa unidad que progresivamente nos
revela la ciencia.
La pedagogía es eminentemente interdisciplinar. No cabe trazar fronteras infran-
queables entre ramas del conocimiento (y si las detectáramos, deberían dejarnos insa-
tisfechos). No podemos pensar sobre pedagogía sin tener en cuenta las aportaciones
de la neurociencia, sus investigaciones sobre el funcionamiento de la mente humana,
sobre el procesamiento cerebral de las emociones, de los contenidos, de la información
sensorial de distintas modalidades, de las percepciones…, áreas en las que se han rea-
lizado avances muy notables (pensemos en los trabajos de Semir Zeki). En cualquier
caso, no basta con aprender formas y métodos de transmisión, sino que es necesario
asimilar contenidos. Reitero que no es lo mismo enseñar geometrías no euclídeas que
historia de Egipto. Cambian imperiosamente las metodologías.
He de admitir que desde hace años me fascina la neurociencia. Tuve una especie de
visión epifánica cuando comprendí que los grandes problemas filosóficos desembocan
en la neurociencia, porque las preguntas fundamentales las formula la mente humana,
el cerebro y su funcionalidad. La mente es el gran misterio de la filosofía, pues todo
lo que conocemos del mundo lo conocemos a través de la mente. Por ello, leí mucho
sobre neurociencia, acudí como oyente a clases de neuroanatomía…, y me convencí de
que la neurociencia constituye el puente por antonomasia entre las ciencias naturales
Ensayos filosóficos y artísticos 49

y las ciencias humanas. Marx dijo que algún día unificaríamos ambas, y existiría una
sola ciencia. Esta fusión viene de la teoría de la evolución y de la neurociencia.

3. EL FUTURO DE LA EDUCACIÓN

Puede parecer ocioso insistir en la importancia de la educación. Los políticos y


los no políticos abusan de este término. Pero si profundizamos en el tema, nos perca-
taremos de que el mayor instrumento conocido para el progreso es la educación. Nos
libera de dos grandes determinaciones que restringen las posibilidades del individuo:
las fuerzas de la naturaleza (y educación es conocimiento de la naturaleza: cuando
uno conoce algo, ya no lo teme; lo relevante, más que las verdades concretas conquis-
tadas, es el desarrollo de un espíritu crítico que nos permita cuestionar el mundo y
transformarlo) y las rigideces sociales (el mayor ascensor social es la educación). Al
conocer otras culturas y modos de pensar, aprendemos a desprendernos gradualmente
de nuestras pequeñas lentes, de nuestras angostas perspectivas.
Vivimos en sociedades muy injustas. Muchas veces la educación no garantiza ese
ascensor social. Persisten transmisiones atávicas de un poder que sólo ostentan quienes
han estudiado en determinados colegios y universidades o poseen ciertas conexiones
sociales. No obstante, creo que con la tecnología cada vez será más difícil preservar
esas rígidas estructuras de acceso al poder. Lo que contará, lo que se valorará, es lo
que el individuo haga, no sus apellidos o el lugar donde haya estudiado. He conocido
a personas que han acudido a grandes universidades, pero que me han decepcionado
intelectualmente (“…Salamanca non prestat”). Nuestra sociedad tenderá a desdeñar
lo opaco, lo oscuro, lo que no sea transparente, lo que no se base en aportaciones reales
y meritorias, precisamente por ese grado de apertura y de acceso a la información que
propicia Internet.
Por tanto, la cuestión reside en cómo optimizar la transmisión del conocimiento
para que no sea sólo transmisión de contenidos. La transmisión de conocimientos es
condición necesaria del proceso educativo. No se trata de aprender métodos etéreos:
hay que aprender contenidos concretos. Sin embargo, no es condición suficiente para
configurar un buen sistema educativo, que realmente ayude a las personas a orientarse
en las complejidades de la vida, a desarrollar su creatividad y a sentirse libres. Este
proceso exige cultivar un espíritu crítico, que proviene de familiarizarse con determi-
nados contenidos, de aprender, de desarrollar habilidades analíticas, de razonar… Por
ello, es muy triste contemplar cómo muchos desdeñan la abstracción. Cuanto mayor
es el grado de abstracción de una disciplina, más beneficia al desarrollo del cerebro.
Nos confiere más posibilidades. Es lo más útil y “elástico”. Luego buscaremos cómo
aplicarlas.
La capacidad de aprender a conocer, más que el conocimiento en sí, es la esencia
del progreso humano y de la educación. No enseñar algo, sino enseñar a enseñar;
aprendemos cuando en verdad somos capaces de enseñar algo: aprender a aprender
50 CARLOS BLANCO

–como tantas veces se menciona en el mundo del machine learning–, a hacerse cargo
de unos contenidos y a poder difundirlos.
¿Cuál ha sido mi experiencia en el sistema educativo español? Muy ambi-
valente. No fui a guardería, y en preescolar recuerdo que me aburría mucho. No
soy un buen ejemplo de alumno entusiasta. Siempre fui muy competitivo, quería
sacar las mejores notas, pero me sentía alienado. Todo me parecía reiterativo.
Intentaba evitar salir al recreo, y de hecho me ofrecí en el colegio público Pablo
Neruda para diseñar mi propio sistema de clasificación de los libros de la biblioteca
(por fortuna, una profesora aceptó la idea y así pude eximirme de los recreos).
Siempre me he considerado muy independiente. Prefería pasear solo a hablar con
otros niños. Por ello, reitero que no soy el mejor ejemplo de un buen alumno,
plenamente integrado en el sistema. No me gustaban las reglas. Era más ácrata.
Si quería aprender algo, lo hacía por mi cuenta, en la biblioteca o, más tarde, en
la Asociación Española de Egiptología: biología, historia antigua, egipcio... No
quería someterme a ninguna barrera impuesta por el sistema educativo. Si deseaba
algo, lo hacía. Tiene la ventaja de sentirse libre, de ponderar opciones, aunque
también presenta la desventaja del autodidactismo. Alabo el autodidactismo, pero
a veces genera lagunas. Muchas veces es importante seguir reglas. Sin embargo,
era consciente de que ningún sistema podría nunca satisfacerme, por lo que decidí
diseñar mi propio currículo educativo y no tener que responder ante autoridades
ajenas a mi propio deseo de conocimiento.
Siempre he pensado que el sistema educativo español adolece de una rigidez exce-
siva. Es inevitable, porque si hubiera recursos infinitos podríamos adaptar el sistema a
cualquier necesidad. El ideal son los tutorials de Oxbridge, pero en España carecemos
de tantos recursos. No podemos personalizar plenamente el sistema. En cualquier caso,
tengo la sensación de que nosotros pecamos del vicio opuesto. Pretendemos que todos
los alumnos cumplan patrones y reglas uniformes.
Prefiero centrarme en los desafíos educativos del sistema universitario español,
pues lo conozco mejor (aunque dar clases en la universidad no implica haber reflexio-
nado conscientemente sobre este aspecto). Ningún sistema educativo es perfecto, y
siempre sucumbimos a un excesivo criticismo. Hay constricciones insalvables: eco-
nómicas, políticas, territoriales, lingüísticas… Empero, todo sistema es perfectible.
Además, tenemos que reconocer los logros, en lugar de idealizar formas pasadas.
Hemos evolucionado y necesitamos evolucionar.
En España se ha fomentado demasiado la memorización acrítica. ¿Es útil memo-
rizar los nombres de los ríos de España? La memorización hay que dejarla para lo
esencial. La mala historia y las malas humanidades son memorísticas; la buena his-
toria es crítica, examina las grandes fuerzas y constantes que han movido la historia
y relaciona datos.
Ensayos filosóficos y artísticos 51

4. HACIA UNA EDAD DORADA DE LA EDUCACIÓN: LA TENSIÓN


CREADORA ENTRE FASCINACIÓN Y ESPÍRITU CRÍTICO

Quiero lanzar un canto de optimismo. Vivimos en una época asombrosa, fascinan-


te, inspiradora para la educación. Nunca antes habíamos tenido tantas posibilidades
de vivir una edad de oro de la educación. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanto
conocimiento, a tantos medios, a tantas estrategias, a tantas innovaciones, a tanta
capacidad de intercambio y discusión, que fomentan el progreso del conocimiento.
¿Qué podemos entonces hacer? ¿Cuál es el sentido de la educación? En este mundo
de exuberancia de posibilidades y de sobreabundancia de opciones estamos obligados a
evolucionar. A partir de ahora, la educación universitaria se centrará más en el acompa-
ñamiento que en la instrucción. Un mínimo de instrucción siempre será necesario, pero
el acompañamiento adquirirá un papel cada vez más preeminente. En España se usan
muchos manuales y apuntes, pero no se fomenta –salvo honrosas excepciones– que el
alumno desarrolle su propio criterio para acudir a las fuentes del conocimiento. Muchas
veces no se leen directamente las fuentes y no se plantean nuevos problemas que no
estén en los manuales (excluyo, lógicamente, las ingenierías y otras ramas técnicas
y científicas; en filosofía hay graduados que no han leído directamente a Kant). Se
transmite una ilusión de inmutabilidad del conocimiento, cuando es una realidad viva
y cambiante, no dada y fija. Todo es discutible (menos ciertas leyes lógicas, e incluso
en ese caso tengo mis reservas); lo que nos parece obvio es cuestionable siempre y
cuando se argumente bien.
En este océano anárquico y disperso del conocimiento, el profesor desempeña
un rol esencial, como mediador. Puede ayudarnos a jerarquizar, a formular bien las
preguntas (a veces es más importante formular bien una pregunta que responderla,
porque plantearla adecuadamente nos proyectará a otras preguntas). La ilusión de
inmutabilidad no fomenta el espíritu crítico y no nos inspira a crear nuevos conoci-
mientos. El profesor tiene que ser un árbitro, alguien que vea cómo se juega la partida,
pero interfiriendo sólo lo justo y necesario. Estoy seguro de que se puede demostrar
empíricamente que sólo nos acordamos de aquello que en verdad nos ha interesado,
de aquello que se ha grabado emocionalmente en nosotros. ¿No es entonces más fácil
permitir que el alumno descubra su pasión, para que destaque en ella? Este aspecto
individual es, en mi opinión, clave.
Una de las tareas más apremiantes y complejas es la de combinar fascinación con
espíritu crítico. Hay que promover la motivación, la admiración, la capacidad de asom-
bro…, pero también el espíritu crítico, el cuestionamiento de los datos y de nuestros
propios estados emocionales, muchas veces fácilmente impresionables. Un exceso de
admiración nubla el espíritu crítico. Asistimos siempre a una tensión creadora entre
fascinación y crítica, que hay que inculcar al alumno. La educación no puede consis-
tir sólo en despertar talentos innatos y en potenciarlos, sino también en desarrollar
nuevas habilidades, en cultivar capacidades nuevas, en nutrir la mente con la savia
52 CARLOS BLANCO

del conocimiento para que se abra a nuevos horizontes y expanda su creatividad (pues
educar es, en suma, ayudar a que el ser humano despliegue libre y creativamente sus
posibilidades, para responder ante uno mismo y ante los demás).
En síntesis, creo que el sistema español debe hacerse más activo, menos memorísti-
co y menos dependiente de apuntes y manuales. El alumno ha de aprender a ordenar, a
jerarquizar y distinguir los contenidos. En filosofía, lo importante es plantearse grandes
preguntas, no aprender a recitar lo que dijo tal o cual autor. Además, la frontera entre
ciencias y letras es borrosa. El mismo espíritu crítico permea el desarrollo de ambas
áreas del saber y del pensamiento. Por ello, es necesario adoptar un planteamiento
interdisciplinar en la pedagogía, que incluya la neurociencia. Y creo firmemente que
cursar asignaturas humanísticas puede resultar muy útil para los científicos, como
cursar asignaturas científicas puede serlo para los humanistas: distintos contenidos,
pero una misma razón que busca explicar y unir.
El desafío es llegar a esa edad dorada de la educación, donde se transmitan con-
tenidos, pero donde cada individuo adquiera también una conciencia de libertad y de
posibilidades casi infinitas.
PRINCIPIOS DE UNA TEORÍA SOCIAL (2017)

Cuando intentamos elaborar una teoría de la sociedad basada en los principios de


la razón y la experiencia, resulta imprescindible examinar cuáles son los elementos
fundamentales que han de figurar en semejante modelo. Al igual que ocurre con los
marcos de las ciencias naturales, es inevitable que el investigador social parta de pos-
tulados, susceptibles de mejora o de eliminación, pero siempre latentes en cualquier
enunciado.
Cómo conjugar satisfactoriamente lo conceptual y lo empírico representa uno
de los mayores desafíos de las ciencias sociales. El método que emplean las ciencias
naturales logra un óptimo en la relación entre los planos conceptual y empírico: refina
gradualmente el primero en interacción con el segundo, y enriquece nuestro conoci-
miento posible del segundo gracias al concurso del primero. En esta fecunda síntesis
entre razón, observación y experiencia reside una de las grandes conquistas intelec-
tuales de la mente humana, pues nos ha proporcionado una estrategia prácticamente
infalible para desentrañar los misterios de la naturaleza.
En el ámbito de las disciplinas sociales y humanísticas, es legítimo plantearse
qué postulados indispensables deberían comparecer en cualquier tentativa exitosa de
subsumir la vasta heterogeneidad de los fenómenos humanos en determinados para-
digmas teóricos. Por supuesto, numerosos modelos han abordado esta cuestión desde
distintas perspectivas, con frecuencia divergentes. No queremos insistir en este punto,
o analizarlos con la prolijidad que exigirían; simplemente nos proponemos bosquejar
un elenco breve y sucinto de postulados de los que, a nuestro juicio, ningún modelo
teórico puede eximirse. Muchos de estos principios, extraídos de la experiencia, de-
ducidos de la razón pura o inferidos de una combinación de ambas facultades, pueden
antojársenos obvios, pero su evidencia no conculca su inexorabilidad explicativa.
54 CARLOS BLANCO

Pueden concebirse, de hecho, como reglas heurísticas que orientan tentativamente


nuestra comprensión de la actividad humana.
En primer lugar, toda ciencia social tiene como objetivo comprender la actividad
conjunta de los seres humanos. Por tanto, el punto de partida inexcusable es el hombre
como ser biológico, poseedor de unas capacidades cognitivas superiores a las de otros
animales en dimensiones tan importantes como el poder de abstracción, el simbolismo
y el ingenio inventivo.
El ser humano, sin embargo, no irrumpe mágicamente sobre la esfera biológica,
sino que constituye el producto de millones de años de mutaciones genéticas que,
filtradas por la selección natural, han llevado una rama de la clase de los mamíferos
a evolucionar en una dirección específica. Por ello, para entender la acción humana
es insoslayable estudiar la necesidad de adaptación a unas condiciones naturales
concretas, pues esta fuerza motriz exógena subyace a muchos de los desarrollos
experimentados por los distintos grupos humanos. Las presiones ambientales han
condicionado de manera categórica el devenir de las diversas comunidades humanas.
El hombre busca adaptarse al medio para satisfacer necesidades innatas o añadidas, y
en esta gigantomaquia contra una naturaleza inmensa e indiferente a sus deseos se ve
obligado a expandir al máximo sus habilidades creativas. Inmersa en la lucha contra
un medio habitualmente hostil, la especie humana no difiere de las restantes formas
de vida, embarcadas en una pugna incesante contra el medio y contra otras criaturas
para sobrevivir y reproducirse. Sin embargo, el ser humano no se limita a adaptarse
al medio, sino que goza de un poder cognitivo tan notable que logra adaptar el medio
a sus necesidades. Así, el esfuerzo adaptativo se complementa con un impulso indis-
cutible a transformar esas mismas condiciones naturales en cuyo seno se halla. Es la
creatividad humana, que se manifiesta de forma preeminente en el desarrollo de la
tecnología y en el progreso del conocimiento. Herencia, trabajo y azar resplandecen
así como tres principios fundamentales a la hora de comprender la actividad humana:
lo dado por la biología, lo transmitido por la cultura y continuado por el obrar presente
del hombre y lo gestado por las fuerzas incontrolables que se ciernen sobre el existir
humano. Parece entonces inevitable servirse de tres grandes estrategias metodológicas
para arrojar luz sobre la naturaleza y las posibilidades de la actividad humana. La pri-
mera estudiará la lógica de lo heredado, es decir, la inserción del curso histórico que
han seguido los distintos grupos humanos en patrones racionales y en un mecanismo
de concatenaciones de causas y efectos. La segunda abordará el trabajo de los seres
humanos, es decir, la acción en su presente, abstraída del tiempo y circunscrita a la psi-
cología individual, al fruto de la deliberación mental, para dilucidar las motivaciones
racionales y emocionales que incitan a los seres humanos a transformar el medio y a
transformarse a sí mismos. La tercera se centrará en las inevitables contingencias que
impiden subordinar la actividad humana a una lógica estricta e inderogable, predecible
desde los antecedentes históricos o desde las causas propiamente psicológicas, para
subsumir las distintas clases de azar en tipologías básicas y reiteradas.
Ensayos filosóficos y artísticos 55

En tercer lugar, en un modelo teórico sobre la actividad humana es preciso tomar


en consideración la importancia que ostentan las habilidades sociales, como elementos
definitorios de la condición humana. Esta sociabilidad no es, desde luego, exclusiva
de la especie humana, pero en la nuestra alcanza unas cimas incomparables, fuentes
nutricias de innumerables posibilidades de cooperación, aunque también de formas
cada vez más sofisticadas de conflicto. Semejantes habilidades sociales vienen en gran
parte mediadas por la existencia de lenguajes articulados, que multiplican exponen-
cialmente las posibilidades de combinación de ideas y contribuyen a incrementar la
complejidad expresiva de la mente humana.
En cuarto lugar, las presiones ambientales y el papel que desempeña la herencia de
determinadas formas culturales no eclipsan por completo el hecho de que cada indivi-
duo desarrolla hábitos, preferencias y aspiraciones particulares, aunque se encuentre
influido, indudablemente, por la comunidad a la que pertenece y en la que adquiere
conciencia de su propia identidad. De esta manera, todo modelo teórico sobre la acti-
vidad humana debe incluir el elemento individual. Es legítimo creer que los avances
en la comprensión de la mente humana propiciarán una beneficiosa síntesis entre la
perspectiva neurocientífica y el enfoque cultural, para iluminar nuestra comprensión
de las decisiones que toman los individuos dentro de los contextos sociales en que se
desenvuelven. Entender la interacción conjunta de mentes humanas en un cierto nicho
biológico y social requiere esclarecer los mecanismos de los que se vale el cerebro para
explorar el mundo y encarar los distintos desafíos que se le presentan. La neurociencia
se alza entonces como el verdadero puente entre las ciencias de la naturaleza y las
ciencias humanas; la complejidad conductual de nuestra especie hunde sus raíces en
la maravillosa organización de un cerebro que, a través de neuronas, sinapsis, células
gliales y un extraordinario poder de cómputo, es capaz de asimilar creativamente los
influjos externos y de identificar estrategias innovadoras para transformar el mundo
que le rodea.
De las principales formas de interacción entre individuos sobresalen la coopera-
ción y el conflicto, motivadas tanto por circunstancias externas (como las presiones
ambientales) como por causas internas (como el desarrollo de ciertos valores). Por
ello, en quinto lugar parece necesario prestar atención a las manifestaciones más ge-
nerales que adoptan la cooperación y el conflicto. No es de extrañar entonces que la
teoría de juegos, y en un sentido más profundo las teorías de la racionalidad y de la
irracionalidad, estén llamadas a verter luz sobre la interacción entre los seres humanos.
De nuevo, comprender la razón y la sinrazón del ser humano exige entender el funcio-
namiento de nuestra mente, sustentada sobre mecanismos cerebrales que exhiben una
fascinante mezcla de complejidad y simplicidad. La síntesis de neurociencia, teoría
de la racionalidad, sociología e historia representa un reto apasionante para extender
y perfeccionar nuestra visión científica del mundo.
En sexto lugar, resulta incontestable que los objetivos divergentes entre los indi-
viduos coexisten con aspiraciones y preferencias comunes, probablemente enraizadas
56 CARLOS BLANCO

en la naturaleza física, emocional y racional del ser humano. Es imposible comprender


la actividad humana sin descifrar este delicado entrelazamiento de lo colectivo (la
herencia biológica y cultural de un determinado grupo) y lo individual (el desarrollo
de una identidad singular y la capacidad de afrontar creativamente el mundo). La reci-
procidad que caracteriza ambos planos nos obliga a entender qué estrategias han sido
diseñadas a lo largo de la historia para optimizar la relación entre estas dos dimensiones
ineludibles de lo humano, en su ser y en su obrar.
Así, y en séptimo lugar, una teoría social descriptiva no puede esquivar una
pregunta de resonancias intuitivamente normativas: cómo maximizar la capacidad
creadora de los individuos y al mismo tiempo minimizar sus colisiones mutuas. Puede
decirse que el estudio de las categorías explicativas y de su contraste con los datos
de la antropología, de la historia y de la sociología no hace sino evocar la dimensión
teórica de la ciencia social, mientras que la consideración de sus aplicaciones para la
mejora de las sociedades apela a su dimensión práctica. Aunque un modelo científico
aspire legítimamente a exonerarse de abordar interrogantes normativos o de formular
juicios valorativos, la actividad humana se enfrenta siempre a dilemas que, en térmi-
nos generales, busca resolver de la manera más eficiente posible. Cuando existe una
diversidad de estrategias, emerge la pregunta por la causa que motiva la elección de
una u otra. Si las ciencias naturales desembocan armoniosamente en la tecnología, que
pone de manifiesto la comprensión práctica de los principios teóricos, la capacidad
de destilar de su contenido aquellas consecuencias útiles para satisfacer ciertos obje-
tivos, en las ciencias sociales es posible discernir un proceso esencialmente análogo,
mediante el cual un mejor entendimiento de cómo funcionan las mentes individuales
y las sociedades puede ayudarnos a confeccionar sistemas más cercanos a nuestras
necesidades y aspiraciones.
En octavo lugar, parece necesario preguntarse cómo la cultura, lo que el ser huma-
no añade a la naturaleza, brota de condicionamientos biológicos pero al mismo tiempo
los franquea y suscita nuevos elementos explicativos. Si en la evolución biológica
prima la ley de la selección natural, sobre la que individuos y especies prácticamente
carecen de poder, pues viven a su merced y sólo pueden afrontarla con las característi-
cas físicas que hayan heredado y con la precaria contribución de su propio esfuerzo, en
el caso de los seres humanos nace una nueva ley, que podríamos denominar “selección
racional”. El equivalente a la selección natural sería por tanto la actividad consciente
del hombre, que selecciona racionalmente y discrimina según metas, sobrevenidas o
creadas. Se sobrepone así a la mera facticidad natural y configura mundos más allá
del mundo que le depara el universo físico. Dotado de una desbordante imaginación,
se anticipa a los escenarios posibles y modifica creativamente las circunstancias para
satisfacer sus necesidades, impulsos y aspiraciones. La fuerza de una selección ciega,
que únicamente busca maximizar el éxito reproductivo de las variedades individua-
les, cede entonces el testigo a una selección racional, formalizada de acuerdo con
principios que el ser humano asimila y utiliza conscientemente. No se pliega, por
Ensayos filosóficos y artísticos 57

ende, a inexorabilidades biológicas, sino que se afana en identificar nuevos principios


de comprensión de la realidad, susceptibles de desencadenar la eclosión de nuevos
“mundos”, esto es, de ambientes seleccionados por el ser humano y no sólo legados
por la naturaleza. Este impulso creativo innato puede concebirse, ciertamente, como la
reacción inevitable ante una constante cascada de presiones ambientales, cuyos efectos
nos fuerzan a evolucionar. Sin embargo, parece razonable postular que, junto a una
creatividad reactiva, subsiste una creatividad libre y espontánea, difícilmente asociable
a estímulos concretos externos a la propia actividad de la mente humana, facultad que
continuamente se presta a combinar ideas y a realizar proyecciones.
En noveno lugar, el análisis de la actividad conjunta de los seres humanos no puede
dejar de examinar los problemas de organización a los que se enfrentan los grupos
humanos, dado que comparten un mismo hábitat sujeto a incontables constricciones:
cómo disponer, de la manera más racional posible (es decir, de la forma más univer-
sal, parsimoniosa y optimizada, que con un menor número de presupuestos logre
incorporar mayor cantidad de información), la vida en común de los miembros de la
especie humana, o cómo realizar sus posibilidades en el contexto de unas necesidades
y contingencias. Es el resultado más palmario de la interdependencia entre los seres
humanos, vinculados por elementos físicos y culturales. Los miembros de un grupo
humano se enfrentan a escasez de recursos y a sobreabundancia de necesidades y
deseos; además, el conocimiento que atesoran rara vez lo han adquirido de manera
puramente individual, sino que lo han obtenido mediante el aprendizaje de lo que otros
han descubierto y enseñado. Establecen, así, lazos sociales heterogéneos, muchas veces
alterables, pero siempre presentes de un modo u otro, pues las acciones individuales
repercuten inevitablemente en otros individuos. Al existir diferentes herencias bioló-
gicas y sociales, surge el desafío de optimizar las divergencias individuales para, por
un lado, evitar conflictos y abusos y, por otro, fomentar el progreso colectivo (tal que
el desarrollo de unos individuos no obstaculice, sino que potencie el desarrollo de
otros). Por elevadas que sean sus pretensiones teóricas, ningún modelo social puede
abstraer artificialmente a los seres humanos de su contexto histórico. Así como del
pasado podemos heredar conocimientos, tecnologías y valores beneficiosos, los con-
flictos pretéritos suelen ser responsables de graves asimetrías de poder, generadoras
de relaciones de opresión y de subordinación que en muchas ocasiones se transmiten
históricamente y vician las situaciones iniciales de los individuos. Este problema no
hace sino remitir al interrogante de cómo conciliar el principio de la diferencia y el
de la solidaridad. La capacidad de optimizar la relación entre ambos principios define
la creatividad y el éxito de un determinado grupo social, su habilidad para orientar
fructíferamente la tensión creadora entre divergencia y convergencia. Resulta enton-
ces apremiante entender cómo de distribuye el poder en una sociedad, y cómo este
proceso depende de la distribución del conocimiento. El poder está mediado por las
condiciones materiales y por las creencias compartidas en forma de relaciones sociales;
58 CARLOS BLANCO

por mecanismos ‘de abajo arriba’ y ‘de arriba abajo’. Refleja una mezcla difícilmente
cuantificable de eficiencia y arbitrariedad.
Por último, un campo de investigación social sumamente relevante es el que nos
invita a comprender cómo las condiciones heredadas pueden racionalizarse según
unos objetivos. El problema podría formularse de la siguiente manera: cómo la selec-
ción racional humana modifica lo heredado y, en los distintos contextos culturales,
diseña marcos interpretativos para dirimir qué necesidades y aspiraciones deben ser
satisfechas. Partimos, en efecto, de una premisa que para muchos resultará altamente
cuestionable: la de que más allá de las diferencias valorativas es posible alcanzar
acuerdos racionales entre individuos y grupos, fundados en la existencia de una común
capacidad de abstracción, formalización y análisis que define la mente humana. Sin
embargo, e interpretada como regla heurística, esta convicción no se impone como un
lastre teórico, sino que puede ayudarnos a comprender por qué individuos y grupos,
pese a sus divergencias, han sido capaces de cooperar y de resolver conjuntamente
infinidad de problemas.
Así, en el estudio de la actividad humana se superponen tres grandes planos: el
biológico, cuyas conclusiones nos suministran las bases teóricas para entender la con-
dición humana y las fuerzas evolutivas predominantes que la han moldeado, el cultural,
que busca comprender el desarrollo simbólico y tecnológico del género humano, y
otro más esquivo y sutil que podríamos calificar de “racional”, pues alude a la capta-
ción de leyes permanentes del pensamiento y de la naturaleza. Esta última dimensión
puede suscitar recelos teóricos, pero las dudas potenciales quizás se disipen si con-
sideramos que, además de evolucionar biológica y tecnológicamente, el ser humano
adquiere conocimiento sobre el universo en cuanto tal, sobre sus leyes inexorables y
sobre las relaciones entre objetos puros del pensamiento (como sucede con la lógica
y las matemáticas). Se abre, por tanto, a un contenido verdaderamente universal, que
ya no es subsidiario de la biología o de la cultura, sino que remite a una esfera más
fundamental. Por supuesto, y contemplado desde un punto de vista más práctico, el
nivel de conocimiento atesorado por un individuo o un grupo humano condiciona su
autocomprensión y el desarrollo de sus expectativas, por lo que se yergue como una
fuerza que repercute significativamente sobre las esferas biológica y cultural. Sin em-
bargo, y más allá de la utilidad del saber para la humanidad, las formas más abstractas
y universales de conocimiento a las que logra acceder la razón se alzan como fines en
sí mismos, porque el ser humano, como parte del universo que trata de transformar el
propio universo, difícilmente encontrará un horizonte más profundo que el de conocer
el universo al que pertenece.
Ciertamente, los postulados que acabamos de enumerar de forma concisa no ago-
tan los principios teóricos y empíricos de las investigaciones sociales. No obstante,
en ocasiones es interesante sintetizar ideas y datos para adquirir una conciencia más
íntegra de los presupuestos que guían nuestras indagaciones científicas. Dado que
ningún discurso humano es ajeno a presupuestos (uno de los básicos remite, de hecho,
Ensayos filosóficos y artísticos 59

a la convicción misma de que es posible entender racionalmente el universo), poner


de relieve la existencia de principios probablemente irrenunciables no menoscaba la
dignidad de la labor científica, sino que la estimula, en una búsqueda incesante de ca-
tegorías y marcos cada vez más universales y profundos, cada vez más perfectos tanto
en su extensión (el número de objetos que cubren) como en su intensión (su capacidad
de elucidar los elementos fundamentales de esos mismos objetos).
ALBERT EINSTEIN, LO SAGRADO Y LO MISTERIOSO1
(2017)

El científico más admirado del siglo XX no fue ajeno a la preocupación más pro-
funda que aguijonea la mente de todo hombre: ¿cuál es el sentido de nuestras vidas?
Sus extraordinarias contribuciones a la comprensión del universo le permitieron
también gozar de una experiencia única, a la que pocos mortales han sido invitados:
el descubrimiento de ideas y hechos antes ignorados por la humanidad. En su etapa
de madurez, y en especial cuando su actividad científica declinaba y Einstein se había
embarcado en multitud de causas sociales y políticas, su interés por la religiosidad, la
naturaleza de Dios y su relación con el hombre no hizo sino aumentar, y propició una
serie de escritos cuya hondura ha de fascinar a científicos, humanistas y a todo el que
sondee los interrogantes perennes de la especie humana.
Es por todos sabido que Einstein nació en el seno de una familia judía. Sin em-
bargo, Einstein no cultivó una faceta religiosa en el sentido tradicional. No consta
que acudiera a los oficios en las sinagogas, ni que mostrase especial simpatía por los
ritos de las religiones institucionalizadas. En su juventud, su pasión por la ciencia y
su inmersión en algunas de las cuestiones más intrincadas de la física absorbieron sus
energías, con resultados asombrosos para un solo hombre. A la edad de veintiséis años,
Einstein había culminado tres hitos en la historia de la física: la teoría de la relatividad
especial (en la que también habían trabajado eminentes científicos y matemáticos como
Henri Poincaré y Hendrik Lorentz), la explicación del movimiento browniano y la pro-
puesta de una revolucionaria comprensión de la luz, clave para el progreso de la teoría
cuántica iniciada por Max Planck en 1900. A los treinta y seis años, y tras una ardua
batalla contra las sutilezas más recónditas del universo, Einstein había coronado su
cima más importante: la teoría de la relatividad general. En noviembre de 1919, durante

1
Artículo publicado en Miscelánea Comillas 73/142 (2015), 215-224.
62 CARLOS BLANCO

un encuentro en la sede de la Royal Society de Londres, en el que se hicieron públicos


los trascendentales resultados de la observación del eclipse solar que confirmaba la
predicción relativista en torno a la desviación de la luz en las inmediaciones del Sol,
el presidente de esta venerable institución, Sir Joseph Thomson, afirmó que la teoría
de Einstein constituía “uno de los mayores logros –quizás el mayor– de la historia
del pensamiento humano”2. Max Born, científico que desempeñó un papel clave en
el desarrollo de la mecánica cuántica, dijo que era “el mayor logro del pensamiento
humano sobre la naturaleza, la combinación más asombrosa de penetración filosófica,
intuición física y destreza matemática”3.
Su intelecto tuvo que quedar exhausto tras un esfuerzo tan colosal, tras esta gi-
gantomaquia entre la fragilidad de la inteligencia humana y la vastedad de misterios
que esconde el cosmos. Aunque es cierto que Einstein continuó publicando trabajos
científicos, ya no volvería a protagonizar una aportación de ese calibre al saber. Pero
aupado por éxitos tan notables, casi insólitos en un único individuo desde los tiempos
de Galileo Galilei e Isaac Newton, dedicó entusiasmo y finura analítica a abordar
problemas que podríamos calificar de “filosóficos” e incluso de “teológicos”. Lo que
antes quizás fueran intuiciones poco aquilatadas, perspicaces especulaciones, pro-
gresivamente se convirtieron en ideas sólidas y enormemente sofisticadas que, en mi
opinión, le merecen un puesto destacado en la historia de la filosofía de las religiones
y de la espiritualidad.
Einstein profesó una devoción ilimitada hacia otro ilustre miembro del pueblo
judío: Benedictus Spinoza. Considerado un hereje por sus contemporáneos, exco-
mulgado de la sinagoga de Amsterdam a la edad de veintitrés años, Spinoza, el sabio
apacible que buscó el saber en su existencia solitaria puliendo lentes en la placidez de
los Países Bajos, se afanó en comprender a Dios desde la naturaleza y no en dialéctica
con ella. Einstein no ocultaría nunca su sintonía con estas tesis, denostadas por tantos
como “panteístas”, pero apreciadas por él como una de las expresiones más profun-
das del sentimiento de religiosidad cósmica que palpa el hombre cuando explora el
universo e interioriza la armonía, la inteligibilidad y la grandeza que en él percibe. En
palabras de Einstein:
“Es muy difícil explicar este sentimiento al que carezca por completo de él, sobre
todo cuando de él no surge una concepción antropomórfica de Dios. El individuo siente
la inutilidad de los deseos y de los objetivos humanos y el orden sublime y maravilloso
que revelan la naturaleza y el mundo de las ideas. La existencia individual le parece una
especie de cárcel y desea experimentar el universo como un todo único y significativo”.
Difícilmente encontraremos este sentimiento cósmico canalizado adecuadamente
en el seno de las grandes instituciones religiosas. Muy al contrario, Einstein lo inter-
preta como una actitud eminentemente solitaria, como un signo de independencia
y libertad de espíritu que no todo hombre asume, y que en ocasiones padece la más
2
R.W. Clark, Einstein: The Life and Times, World Pub Company, Nueva York 1971, 232.
3
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007, 224.
Ensayos filosóficos y artísticos 63

encarnizada persecución por parte de los poderes religiosos de la época. De hecho,


el físico alemán vislumbra en el ejemplo de individuos estigmatizados como herejes
por su tiempo el rostro de ese sentimiento de religiosidad cósmica, inspiración para
su vida y su labor científica:
“Los genios religiosos de todas las épocas se han distinguido por este sentimiento
religioso especial, que no conoce dogmas ni un Dios concebido a imagen del hombre;
no puede haber, en consecuencia, iglesia cuyas doctrinas básicas se apoyen en él. Por
tanto, es precisamente entre los herejes de todas las épocas donde encontramos hom-
bres imbuidos de este tipo superior de sentimiento religioso, hombres considerados en
muchos casos ateos por sus contemporáneos, y a veces considerados también santos.
Si enfocamos de este modo a hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza,
veremos que existen entre ellos profundas relaciones”4.
Y, en efecto, cuando pensamos en Demócrito, tendemos a invocar nociones como
“materialismo”, “atomismo”, “ateísmo”…, que desde luego no recogen la profundidad
y la originalidad de este gran sabio griego al que Popper tributara palabras sumamen-
te elogiosas5, incluyéndolo en lo que él llamó “la Gran Generación”, integrada por
nombres como Sócrates y Pericles. Spinoza no ha dejado nunca de suscitar recelos y
controversias por el carácter pionero de muchas de sus ideas e investigaciones sobre
la historia y el sentido de la Biblia. Pero cuando leemos sus escritos y asimilamos la
fecundidad de nociones suyas como el “amor Dei intellectualis”; cuando valoramos
su ejemplo único de independencia y libre búsqueda del saber, que tanto sufrimiento
tuvo que infligirle, al enajenarle de tradiciones inveteradas de su pueblo, ¿no palpamos
una profunda religiosidad, un amor al conocimiento y a la armonía cósmica, una voca-
ción contemplativa que nada tiene que envidiar a la de los grandes místicos budistas,
judíos, cristianos y sufíes?
Sin embargo, Einstein era consciente de que este sentimiento de religiosidad
cósmica no se conceptualiza fácilmente. Es más: rechaza cualquier conceptualiza-
ción y cualquier formulación en términos de férreos dogmas o rígidas categorías

4
Como escribe A. Udías, Einstein, “aunque no acepta un Dios personal, sostiene que la ciencia sólo
puede ser creada por quienes están profundamente imbuidos del anhelo de verdad y comprensión, y la fuente
de estos sentimientos proviene, sin embargo, de la esfera religiosa” (“Conflicto y diálogo entre ciencia y
religión”, Sal Terrae, Santander 1993, 17). Udías sitúa a Einstein en una posición religiosa pero ajena a las
ortodoxias doctrinales de las religiones específicas, al igual que Max Planck, quien acudía a oficios luteranos
en Berlín pese a no profesar fe en un Dios personal. Planck, el padre de la teoría cuántica, expresó su idea
de que “nunca puede darse una verdadera oposición entre la ciencia y la religión. Cualquier persona seria
y reflexiva se da cuenta, creo yo, de la necesidad de reconocer y cultivar el aspecto religioso en su propia
naturaleza, si quiere que todas las fuerzas del alma humana actúen conjuntamente en perfecto equilibrio y
armonía” (citado por A. Udías, ibid.). Esta postura es interesante, porque sugiere que la religión, más que
apelar a contenidos cognoscitivos concretos, a proposiciones verificables lógica y empíricamente, remite a
una faceta que podríamos denominar “emocional”, a una potencia anímica profunda y distinta de la razón
que es necesario cultivar si queremos alcanzar la paz en nuestro ser más íntimo. Por tanto, al no tener por
qué ofrecer enunciados racionalmente comprometedores, se minimizan las posibilidades de conflicto entre
la religión y la ciencia.
5
Cf. K. Popper, La Sociedad Abierta y Sus Enemigos, Paidós, Buenos Aires 1967, 347.
64 CARLOS BLANCO

teológicas. En estrecha analogía con la intuición de la dependencia de lo infinito que,


para Schleiermacher, sólo podía manifestarse emocionalmente, pues desbordaba los
límites de la razón6, Einstein considera que cada individuo debe aprender a descubrir
los ecos de este sentimiento por sí mismo. Así, en un ensayo de 1930 titulado “Lo que
yo creo”, escribió: “La emoción más hermosa que podemos experimentar es la de
lo misterioso. Es la emoción fundamental que subyace a todo verdadero arte y toda
verdadera ciencia”7.
Encontrará, eso sí, la ayuda inestimable del arte y de la propia ciencia, y si se atreve
a cultivar semejante sentimiento, discernirá una fuerza muy poderosa para nutrir su
vocación científica:
“¿Cómo puede comunicar y transmitir una persona a otra este sentimiento reli-
gioso cósmico, si éste no puede engendrar ninguna noción definida de un Dios y de
una teología? Según mi opinión, la función más importante del arte y de la ciencia
es la de despertar este sentimiento y mantenerlo vivo en quienes son receptivos a él.
(…).Yo sostengo que el sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y más
noble de la investigación científica. Sólo quienes entienden los inmensos esfuerzos y,
sobre todo, esa devoción sin la cual sería imposible el trabajo innovador en la ciencia
teórica, son capaces de captar la fuerza de la única emoción de la que puede surgir tal
empresa, siendo como es algo alejado de las realidades inmediatas de la vida. ¡Qué
profundos debieron ser la fe en la racionalidad del universo y el anhelo de compren-
der, débil reflejo de la razón que se revela en este mundo, que hicieron consagrar a
un Kepler y a un Newton años de trabajo solitario a desentrañar los principios de la
mecánica celeste!”8.
Desde semejante perspectiva, prácticamente ningún gran científico carece de esta
actitud religiosa que perfila una senda vital, “pero es algo distinto a la religiosidad del
lego. Para este último, Dios es un ser de cuyos cuidados uno espera beneficiarse y cuyo
castigo teme; una sublimación de un sentimiento similar al del hijo hacia el padre, un
ser con quien uno mantiene, como si dijésemos, una relación personal, aunque pueda
estar profundamente teñida de temor reverente”9. El científico penetra en la estructura
del universo y se percata de la inviolabilidad de la ley de causa-efecto. Estrictamente
hablando, nada sucede al azar, y los antecedentes determinan el futuro de un modo
tan irrevocable que toda apelación a la libertad del individuo resulta ilegítima. Pero
ni siquiera las constricciones propias de esta percepción de la causalidad ineluctable
que gobierna el universo disipan el sentimiento de religiosidad cósmica; es más, lo

6
Cf. F. Schleiermacher, Sobre la Religión. Discursos a sus Menospreciadores Cultivados, Tecnos,
Madrid 1990.
7
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
387.
8
Artículo aparecido en New York Times Magazine el 9 de noviembre de 1930, y en el Berliner
Tageblatt el 11 de noviembre de 1930. Incluido en el libro Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton
2000.
9
“El espíritu religioso de la ciencia”, en Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 35.
Ensayos filosóficos y artísticos 65

avivan, y “adquiere la forma de un asombro extasiado ante la armonía de la ley na-


tural, que revela una inteligencia de tal superioridad que, comparados con ella, todo
el pensamiento y todas las acciones de los seres humanos no son más que un reflejo
insignificante”10.
Es admirable contemplar con qué belleza y hondura convergían racionalidad y
sentimiento en una de las mentes más brillantes de la historia. La devoción religio-
sa cósmica representaba para Einstein un sentimiento al unísono que una profunda
convicción, asentada sobre firmes bases racionales. Él no quería ser ateo, no quería
renunciar a esa intuición de que subsiste una realidad mucho más vasta, rica y escla-
recedora de la que captan nuestros débiles sentidos, percatándose, como Hamlet, de
que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que piensa nuestra filosofía. En una
entrevista con el polémico periodista George Sylvester Viereck, se pronunció de la
siguiente manera: “No soy ateo. El problema implicado es demasiado vasto para nues-
tras limitadas mentes. Nos asemejamos a un niño que entra en una inmensa biblioteca
llena de libros en múltiples lenguas. El niño sabe que alguien tiene que haber escrito
esos libros. No sabe cómo. No entiende el lenguaje en el que están escritos. El niño
tenuemente sospecha que existe un orden misterioso en la disposición de esos libros,
pero no sabe qué es. Ésa, creo yo, es la actitud incluso de los hombres más inteligentes
hacia Dios. Vemos el universo maravillosamente ordenado y obedeciendo a ciertas
leyes, pero sólo entendemos tímidamente sus leyes”11.
El científico que busca la verdad y se imbuye de la sabiduría y el orden que pre-
siden el cosmos se identifica entonces con el genio religioso de todas las épocas. Ya
no actúa movido por afanes mezquinos, por pasiones y esperanzas circunscritas a su
esfera individual, sino que se funde, de alguna manera, con todo el universo, y “se
libera de los grilletes del deseo egoísta”12. Logra adherirse a algo suprapersonal, y halla
la verdadera trascendencia no en la fe en revelaciones religiosas históricas, sino en el
conocimiento cabal de ese universo de cuya excelsitud constituye una minúscula ma-
nifestación. Las religiones encauzaron esta conciencia de una realidad suprapersonal
y la plasmaron en una serie de valores que fueron decisivos para guiar éticamente a
la humanidad durante siglos. De ahí que Einstein conceda a los credos religiosos una
gran importancia, porque la ciencia es capaz de descubrir el ser del mundo, pero no
su “deber ser”13. También el científico necesita interiorizar un sentimiento de amor a
la verdad y de búsqueda del saber, que encuentra su manantial más inspirador en la
genuina actitud religiosa, contemplativa del mundo y de ese orden majestuoso que
ambiciona escrutar: “no puedo imaginar que haya un verdadero científico sin esta fe

10
Ibid.
11
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
384-385.
12
Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 36.
13
“Ciencia y religión”, Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 39.
66 CARLOS BLANCO

profunda. La situación puede expresarse con una imagen: la ciencia sin religión está
coja, la religión sin ciencia, ciega”14.
La religión, sin embargo, evoluciona, y lo que corresponde a una visión menos
sofisticada de lo divino, que lo concibe como un ser moldeado según los deseos y
pasiones del hombre, desemboca en una visión de reminiscencias cósmicas, donde
Dios se integra plenamente con la armonía del universo y se erige en el fundamento
último de sus leyes. La imagen más tradicional de lo divino jugó un rol esencial a la
hora de proporcionar consuelo y esperanza al hombre en etapas muy difíciles de su
andadura histórica, pero Einstein considera que el progreso científico permite superar
ese estadio y abrazar una idea impersonal de Dios, ya no fraguada en el espejo del
corazón humano, sino fusionada armoniosamente con el universo. Los conflictos entre
la ciencia y la religión habrían brotado entonces de una comprensión antropomórfica de
lo divino, que ignora el acontecer inexorable del cosmos, el irremisible cumplimiento
de sus leyes. En 1929, Einstein expresó esta idea de la siguiente forma: “la mayor
satisfacción de un científico es advertiré que Dios mismo no podría haber ordenado
estas conexiones de una manera distinta a la que existe, como tampoco habría estado
en su poder convertir el cuatro en un número primo”16.
El avance de la ciencia esclarece las regularidades del universo, primero en el
ámbito de la física, más tarde en el de la biología, y excluye cualquier resquicio de ar-
bitrariedad en el curso de la naturaleza. El milagro ya no se palpa en eventos puntuales
que tantas supersticiones han contribuido a alimentar, sino en el misterio mismo del
universo, en su belleza y majestad, en el conocimiento profundo del orden inexorable
que baña sus fenómenos. El científico se alza así como una especie de nuevo sacer-
dote, como un profeta de la hermosura y la grandeza del cosmos, permeados ahora de
una mística que evoca la más alta actitud contemplativa de los espíritus oficialmente
religiosos. La religiosidad cósmica que predica la ciencia y personifica el científico
se despoja de vanas apelaciones a temores, castigos y premios: el motivo más pode-
roso para vivir éticamente ya no dimana del miedo a represalias celestiales o de la
esperanza en recompensas futuras, sino del amor a la verdad, al bien y a la belleza, de
un compromiso con estos valores como fuentes puras que no admiten subordinarse
a pasiones ulteriores, pues rebosan de significado por sí mismas. Pero la crítica de
Einstein a las religiones históricas y su defensa de un planteamiento cósmico e imper-
sonal de lo divino no le impiden valorar con justicia el gran servicio que los credos
tradicionales le han prestado al hombre, al haberle ayudado a desasirse, aunque sólo
sea teóricamente, de sus preferencias individuales, de sus más acaparadores anhelos
egoístas. Las religiones ubicaban al hombre en un espacio más amplio y enriquecedor
que el de su mera subjetividad; el individuo participaba de valores más elevados que
sus simples querencias efímeras, y se reconocía como miembro de una comunidad, de
una historia y de un caudal de esperanzas compartidas. En esta tarea, la ciencia impulsa
la religión hacia escenarios aún más libres, nobles y profundos: elucida los patrones
14
Op. cit., 40.
Ensayos filosóficos y artísticos 67

de esa racionalidad que colma el universo, y propicia que el individuo se “emancipe


en gran medida de los grilletes de las esperanzas y los deseos personales, alcanzado
así esa actitud mental humilde ante la grandeza de la razón encarnada en la existencia,
que es inaccesible al hombre en sus profundidades más hondas15.
La ciencia ejerce así un papel purificador para las religiones, que ya no tienen
por qué imaginar lo divino desde las angostas lentes del hombre. Lo espiritual, lejos
de desaparecer, arrumbado por el ímpetu indómito de una razón que sólo conoce
causas, efectos y regularidades, adquiere una relevancia inusitada, como fermento de
esa actitud contemplativa de la que todo gran científico ha de imbuirse para buscar
apasionadamente la verdad:
“Cuanto más progrese la evolución espiritual de la especie humana, más cierto me
parece que el camino que lleva a la verdadera religión pasa no por el miedo a la vida y
el miedo a la muerte y la fe ciega, sino por la lucha en pro del conocimiento racional.
Creo, a este respecto, que el sacerdote ha de convertirse en profesor y maestro si desea
cumplir dignamente su excelsa misión educadora”16.
Hay un amor profundo a la verdad y al orden del universo en el enfoque por el
que aboga Einstein. Es una espiritualidad creativa, que no se refugia en tradiciones,
fórmulas o libros, sino que se alimenta de la búsqueda del saber, del entendimiento
íntegro de las complejidades del cosmos. En hermosas palabras de Einstein, “intenta
penetrar con nuestros limitados medios en los secretos de la naturaleza y encontrarás
que, detrás de todas las leyes y conexiones discernibles, permanece algo sutil, intan-
gible e inexplicable. La veneración de esta fuerza que supera todo lo que podemos
comprender es mi religión. En ese sentido yo soy, de hecho, religioso”17.
De hecho, su enconada oposición a la interpretación de Copenhague de la me-
cánica cuántica, a la idea de que los niveles fundamentales de la realidad se hallan
intrínsecamente indeterminados, transparenta este amor por la armonía que inspira su
sentimiento de religiosidad cósmica. Dios, que no es sino el orden inteligible rector
del cosmos, no puede dejar al arbitrio ciego el devenir de la naturaleza, no puede jugar
a los dados con ella, porque al evocar a ese ser divino no hacemos sino dar cuenta de
la armonía y la imbricación universal de todo con todo que tutela el universo. Dios
es la necesidad misma, la inteligibilidad que se manifiesta en forma de leyes jamás
conculcadas y de estructuras dotadas de una perfección y de una belleza que extasían
al sabio y, para Einstein, plantan en el alma del científico la actitud de una legítima de-
voción religiosa, ya no dominada por el miedo, el poder o la superstición, sino basada
en el conocimiento. La tarea del científico adquiere entonces los visos de una labor
sagrada. Es el nuevo sacerdote que rinde culto a la armonía del universo y a la belleza
inconmovible de sus leyes, pero esta pleitesía no nace ya del temor o de la obligación

15
Mis Ideas y Opiniones, Barcelona, Bon Ton 2000, 43.
16
Ibid.
17
Citado por W. Isaacson, Einstein: His Life and Universe¸ Simon & Schuster, Nueva York 2007,
384-385.
68 CARLOS BLANCO

impuesta por otros, sino de un amor profundo a la verdad, de un compromiso con el


saber y de una comprensión de la necesidad inextricable que impera en el universo,
donde toda proyección antropomórfica en términos de metas, designios o providencias
pierde para Einstein su valor.
¿Vivimos en tiempos ajenos a lo sagrado? Yo opino que no. Es cierto que las
religiones tradicionales retroceden en los países avanzados, y muchas veces sólo en-
cuentran acomodo en lugares que aún no han disfrutado de las ventajas del progreso
material y de un mayor respeto a la autonomía del individuo. Pero la sed de lo espiritual
no mengua, sino que crece. Nunca como hoy habíamos admirado tanto los logros del
saber. En nuestros países, sorprende el auge de las espiritualidades orientales, justa-
mente de aquellas formas de relación con lo divino y trascendente que no enajenan
al hombre de la naturaleza, sino que buscan subrayar la armonía con el cosmos como
fuente de felicidad. Pienso que ni siquiera el entusiasmo más encendido y contagioso
por la belleza del universo y la perfección de sus leyes, diseccionadas minuciosamente
por la ciencia y fuentes de un progreso que en el futuro nos llevará a cumplir sueños
ancestrales, puede apagar la llama de inquietudes igualmente profundas como las que
percibimos en la teología cristiana. Quizás no baste con apelar a la ciencia y al orden
del universo para responder al sentido de la vida de cada uno de nosotros, y quizás
palpar lo sagrado en armonías cósmicas resulte demasiado frío y desconsolador para
muchos oídos, anhelosos de una música más emotiva. Sin embargo, creo firmemente
que el amor al saber y la búsqueda de descubrimientos que expandan la esfera de nues-
tra imaginación no es menos religiosa o menos espiritual que las acepciones clásicas
de estos conceptos. Un sentimiento profundamente religioso invade al científico, como
pone de relieve el testimonio del propio Einstein. Cuanto más conocemos sobre el
universo y sobre las intimidades de la mente humana; cuanto más progresa el hombre
en su empeño por desentrañar el lenguaje de este cosmos en el que hemos surgido
tras millones de años de evolución, de este mundo que hoy transformamos mediante
la cultura, más se acerca a la verdad, y descorre ese velo que contiene el secreto más
preciado: el sentido de la vida.
Ninguna espiritualidad, ninguna fe religiosa, puede soslayar este sentimiento tan
profundo y humanizador que nos conquista cuando admiramos la belleza del saber,
cuando nos desprendemos de prejuicios, preferencias y egoísmos para entregarnos a
la búsqueda libre y desinteresada de la verdad. Ejemplos como el de Albert Einstein,
bendecidos con una inteligencia no menor que la viveza de su entusiasmo hacia la
empresa de la verdad, nos ayudan inconmensurablemente a discernir un sendero que
pueda también saciar las ansias más nobles del espíritu humano.
Sin duda, es profundamente inspirador comprobar cómo una mente de sus dimen-
siones no se desprendió nunca de este sentimiento de humildad ante un universo que
desborda las capacidades de las inteligencias más preclaras. Su confianza firme en el
poder del intelecto para sondear los secretos del cosmos no le privó de esta bella fe
en lo misterioso, en una mística que envuelve el universo y enciende la llama de la
Ensayos filosóficos y artísticos 69

más genuina vocación científica. Cultivó una tensión creativa entre dos polos aparen-
temente antitéticos: la aceptación de que el progreso científico desentraña paulatina-
mente las claves del universo y la percepción concomitante de que estos avances, por
espectaculares que se nos antojen, no extinguen el sentimiento de veneración hacia la
belleza, la majestad y la armonía del universo.
El asombro ante lo desconocido que subyace a toda percepción de lo sagrado, de
ese “mysterium tremendum et fascinans”18 sobre el que tan brillantemente escribiera
Rudolf Otto, es una actitud noble, pero puede degenerar en un misticismo paralizante
que ahoga el impulso crítico del individuo. Calificar algo de “sagrado” muchas veces
equivale a confinarlo a un recinto prohibido cuyos pórticos, como en la famosa ciudad
de los emperadores chinos, no pueden ser franqueados por los simples mortales. Existe
una relación muy estrecha entre la declaración de sacralidad y la imposición de un
tabú sobre una determinada parcela de la naturaleza y de la cultura, con frecuencia
a causa de espurios intereses o de temores y cobardías ante potencias innominadas.
Los misticismos holistas que sacralizan el universo y divinizan ínfimas porciones de
la realidad lastran los esfuerzos científicos del hombre, pues inducen a pensar que
resultaría sacrílego atreverse a investigar ciertas cuestiones, relatos y experiencias
con espíritu crítico. Conciliar la legítima veneración de lo misterioso, de la intuición
de que siempre persistirán misterios capaces de sobrepasar las cimas más altas de la
inteligencia humana, con la necesidad de lanzarse valerosamente a explorar el mundo
y la cultura sin misticismos hechizantes que nos obnubilen no es tarea fácil. Con in-
comparable maestría, Albert Einstein atravesó este arduo desfiladero flanqueado por la
Escila del misticismo cegador y la Caribdis de un racionalismo exacerbado. Su actitud
nos brinda un testimonio de gran valor sobre la posibilidad de seguir embarcados en
el más hermoso de los empeños que han alimentado la epopeya humana, el ansia de
descifrar el lenguaje del universo, senda privilegiada hacia la libertad, al tiempo que
preservamos ese espíritu contemplativo, de éxtasis ante la belleza y la magnificencia
del mundo, que tantos frutos en forma de arte, creatividad y crecimiento ético puede
aún otorgarnos.

18
Cf. R. Otto, Lo Santo. Lo Racional y lo Irracional en la Idea de Dios, Círculo de Lectores, Barcelona
2000.
II. ENSAYOS ESCRITOS ENTRE
2002 Y 2009
PROYECTO DE SUMMA UNIVERSALIS (2002)

Durante siglos, la Humanidad se ha afanado por escrutar los misterios del Cosmos.
El deseo innato de saber, inherente a la condición humana, ha estimulado grandiosas
creaciones intelectuales que aún hoy admiramos, consagradas a dar respuesta a los
interrogantes que apelan a nuestra mente y que nos invitan a descubrir en la multi-
plicidad de los fenómenos de la Naturaleza leyes, constancias y regularidades que
nos permitan establecer los marcos generales que rigen el comportamiento de cuanto
acaece en el Universo. Al mismo tiempo, la Humanidad advertía cómo el brillante don
de la inteligencia la capacitaba para profundizar en el entendimiento de la estructura
de lo real no sólo desde lo empírico, sino mediante el razonamiento lógico, y cómo
ambos parecían converger en el estudio de las causas primeras y últimas, en el análisis
de las cuestiones más trascendentales que se podía plantear. Hemos asistido, por tanto,
a un sublime desarrollo de la Ciencia experimental, y a milenios de penetración en
la esencia y estructura de todo cuanto es a la luz de la sola razón humana. El mundo
de lo ideal y el mundo de lo empírico no fueron siempre parejos: el dualismo parecía
constituir una auténtica división que fragmentaba la actividad intelectual del hombre
y que imponía una rígida distinción entre el plano de las ideas y el ámbito de las reali-
dades. Los creadores de la Ciencia moderna, los eminentes y míticos Galileo Galilei,
Johannes Kepler e Isaac Newton, comprendieron que la explicación de los fenómenos
del Cosmos no podía prescindir del razonamiento abstracto y formalista, y postulan-
do que el libro del mundo estaba escrito el lenguaje de la Matemática, efectuaron un
magno tránsito de asombrosas implicaciones filosóficas que tendió un puente entre
las dos esferas del intelecto y que demostró ser la verdadera clave para progresar en el
conocimiento del universo material. Por medio de la Matemática los grandes hombres
de la Ciencia fueron capaces de expresar cada vez con mayor exactitud la estructura de
74 CARLOS BLANCO

la materia y sus interacciones, y de este modo se aventuraban en el fascinante océano


de la verdad, en la búsqueda del sustrato lógico subyacente a todo lo material, en el
deseo de aprehender la inteligibilidad de la Naturaleza y de identificar lo universal a
todos los procesos cósmicos. Vemos cómo el hombre ha intentado hallar lo universal
en medio de lo singular, concreto y variable; buscar la unidad detrás de la multiplicidad
de fenómenos y de entidades del Cosmos.
Podríamos afirmar que cada vez que un hombre se ha preguntado por el origen
y el fin último de todo cuanto es ha tenido lugar uno de los momentos estelares de la
historia intelectual humana. Pero desde los antiguos griegos hemos observado cómo
la inquieta mente humana desplegaba toda su magnificencia abriendo las puertas del
saber y de la verdad, desarrollando una ingente cantidad de disciplinas que respondían
a una curiosidad insaciable. Y resulta ciertamente asombroso que quienes ampliaron
los horizontes de nuestro intelecto hasta límites insospechados, alcanzado una sublime
profundidad que manifiesta en todo su esplendor la semejanza del hombre con el Ser
Supremo, eran excelsos intelectos que sintieron la necesidad de integrar la variedad
de saberes y de unificar en la medida de lo posible la multiplicidad de las ciencias
en un sistema coherente de pensamiento que agrupase, partiendo del menor número
de principios, el mayor número posible de afirmaciones relacionadas con todas las
áreas de la investigación humana. El hombre nunca ha podido desligarse de esta ansia
enciclopédica, consciente de que el objeto más profundo de toda su intelección de la
Naturaleza y del Universo es precisamente la interpretación total y radical de la reali-
dad. Lo particular no agrada a la mente humana: la necesidad de lo universal es patente
en todas las esferas del saber, donde siempre se ha premiado y admirado a aquellos
hombres capaces de aportar síntesis magnas antes que a los trabajos exclusivamente
analíticos, que en ocasiones profundizaban sin rumbo en la esfera del saber, desligados
de las intenciones más globales. Es así que apreciamos a un Newton, a un Maxwell
o a un Einstein, hombres que unificaron distintas leyes en su tiempo conocidas y que
propusieron a la mente humana un marco amplísimo en el que se podía encuadrar la
multiplicidad de fenómenos regidos por un número limitado de premisas. Heisenberg
unificó la mecánica ondulatoria de De Broglie y la mecánica cuántica inaugurada por
Planck; Santo Tomás de Aquino llevó a cabo un esfuerzo sobrehumano con el fin de
integrar la racionalidad de Aristóteles con el dogma cristiano en un sistema armonioso
de tanta influencia en la historia del pensamiento; los creadores de la teoría cromo-
sómica de la herencia lograron enlazar el mundo de la citología con el de la genética,
siendo este hecho de ineludible importancia en el desarrollo ulterior de las ciencias
biológicas; Descartes integró Geometría y Análisis, iniciando así una nueva rama
de la Matemática, la Geometría analítica, que se mostraría esencial para la creación
del Cálculo Infinitesimal; la Física moderna persigue la unificación completa de las
cuatro interacciones de la Naturaleza... Los ejemplos son numerosísimos: los grandes
hombres han buscado la sencillez tras la complejidad, la síntesis tras el análisis, la
unificación e integración de la multiplicidad en aras de la unidad.
Ensayos filosóficos y artísticos 75

En el tiempo en que vivimos disponemos de una cantidad tan asombrosa de co-


nocimientos que cada vez más pensadores ansían confeccionar una síntesis universal
del pensamiento filosófico, teológico y científico en diálogo con la sabiduría que los
pueblos orientales han alcanzado a lo largo de los siglos. Conscientes de la limitación
intrínseca de toda actividad humana, hecha patente con especial relevancia tras los
descubrimientos de Gödel, podemos pensar que el hombre jamás logrará una síntesis
total del saber que aúne la multiplicidad de fenómenos y de entidades intelectuales en
un sistema auspiciado por una serie estable de principios. Bien sabemos que ningún
sistema de esta naturaleza sería autoconsistente, y que siempre podríamos preguntarnos
por su fundamento más último y radical, por la razón misma de esos mismos principios.
Para evitar este problema, el problema de lo infinito y de lo reflexivo, de tantas impli-
caciones lógicas y matemáticas, parece conveniente establecer una constante universal
que suma en sí la infinitud potencial de todos los conjuntos axiomáticos (una infinitud
regresiva, como hemos dicho, que demanda una razón suficiente que dé cuenta de
los principios que rigen un determinado sistema), y que nos permita fijar un sistema
axiomático único que, unificando los cuatro órdenes principales sobre los que versará
nuestra actividad cognoscitiva (posibilidad, realidad, naturaleza y gracia), constituya
el auténtico vínculo entre todos los planos del saber y reúna, por así decirlo, todas las
constantes de la naturaleza en una ley universal que sólo una apropiada confrontación
temática entre Teología, Filosofía, Ciencia, Lógica e Historia nos posibilitará identifi-
car. Llamaremos a esa constante universal del ser “superforma”, y podríamos definirla
como el vínculo entre lo posible y lo real, la razón suficiente del ser, “el radio” de la
“esfera” del saber. La superforma se asemejará por tanto a función integradora capaz
de asumir las infinitudes potenciales en sí misma
Aristóteles, quizás el mayor intelecto de la Historia, es el primer pensador enci-
clopédico, cuyas ansias insaciables de conocimiento le llevaron a proponer un sistema
omniabarcante que pretendía explicar con las solas fuerzas de la razón humana la
variedad inmensa de fenómenos del Universo, y que sintetizó la interpretación de la
realidad y la búsqueda humana de la verdad en su elaboración de la ciencia de la Me-
tafísica, auténtico fundamento de su dispar y amplísima actividad intelectual, centrada
con particular fuerza de espíritu en el saber científico natural, en el ético-político y en
el arte de la retórica. Fue él quien penetró en los modos y procedimientos que la razón
humana adoptaba en el raciocinio; la estructura de los juicios, las características de los
conceptos, la inteligibilidad del cambio, la ciencia de lo universal, el lenguaje humano
como expresión del pensamiento, la dinámica de los cuerpos terrestres, el estudio de
los cuerpos celestes, la esencia de los números... Aristóteles se afanó por conocer las
esencias, los principios mismos de los seres, la universalidad de todo cuanto es, la
naturaleza de lo posible y de lo real, las leyes de la Naturaleza... El mismo método
científico actual es deudor en gran parte de la obra del Estagirita, y el mismo nombre
de Aristóteles es paradigma de la fuerza del pensamiento humano, capaz de alcanzar
cotas elevadísimas de saber. Aristóteles es ya perenne en la esencia de Occidente. Y
76 CARLOS BLANCO

su magno intelecto tuvo como centro al hombre, sus acciones y pasiones, la Ética que
debía regir su comportamiento, produciendo algunas de las páginas más bellas de la
Literatura universal. Pero por encima de todo ello, Aristóteles sistematizó la búsqueda
intelectiva del Principio Absoluto, y llegó a vislumbrar la existencia del Ser Supremo,
como su maestro Platón había hecho con anterioridad (identificando el Ser Absoluto
con la suprema forma de la Unidad, de la Bondad y de la Belleza), sin conocimiento
alguno de la verdad revelada. Algo sublime, por tanto, culminación de su larga y fe-
cundísima labor intelectual. Y este admirable genio comenzó su Metafísica aludiendo
al deseo universal y natural de saber común a todos los hombres. Aristóteles partió del
hombre, de sus ansias de entendimiento, para dar consistencia, unidad y razón de ser
a su magno sistema de pensamiento.
Las antiguas civilizaciones (Egipto, Mesopotamia, India, China...), sobre las
cuales la arqueología moderna tanto nos enseña, habiendo iluminado notablemente
nuestro conocimiento de su historia, lengua, religiosidad, arte y ciencia, consideraban
la Historia como una prolongación del mito. La Historia era así concebida como una
integración de lo mítico y de lo antropológico. La Naturaleza era el escenario de la
lucha cósmica entre el orden y el caos, y no era posible discernir unas pautas, unas
leyes universales que rigieran la multiplicidad de los fenómenos del Cosmos, pues
éstos apelaban directamente a las divinidades de los diversos panteones y al eterno y
cíclico carácter del Cosmos. La Naturaleza era en sí ininteligible, la mente humana
incapaz de asir su orden y perfección, el mundo sujeto al arbitrio de las deidades y en
una constante pugna con el caos. Fueron los griegos quienes independizaron la mente
humana del mito, haciendo del logos el objetivo máximo de la inteligencia humana. El
mito pierde su valor cognoscitivo, y queda relegado al ámbito de la interpretación de lo
incomprensible por el momento para la mente humana. En la época moderna muchos
pensadores han profundizado en el concepto de mito y han llegado a la conclusión de
que la esencia del mito no consiste en una contribución sustancial al conocimiento
humano, sino en expresar por medio de símbolos los misterios más inescrutables del
hombre, de la Historia y del Universo; misterios que probablemente nunca descifremos
con total certeza, pues por su propia naturaleza exceden nuestra capacidad gnoseológi-
ca, y que nos remiten a instancias superiores al plano sobrenatural, donde el lenguaje
humano se ve obligado a hacer uso de la analogía para explicar hechos tan trascen-
dentes. La Sagrada Escritura rebosa en este lenguaje mítico-alegórico, que en muchas
ocasiones resulta indudablemente más expresivo que la mera exposición literal.
La influencia del Cristianismo en el pensamiento humano es tan notoria y fabulosa
que quizás no sea posible comprender la esencia de la cultura moderna sin la revelación
cristiana. Autores como Whitehead, Duhem y más recientemente S. Jaki han mostrado
cómo la idea judeocristiana de Creación permitió al hombre independizarse de las
eternas recurrencias de los antiguos y llegar a la noción de Ser Trascendente y Perso-
nal, Legislador universal, garante de la inteligibilidad del Cosmos, siendo por tanto
fundamental en el nacimiento de la ciencia moderna. Ya desde los primeros Padres
Ensayos filosóficos y artísticos 77

Apologistas, los cristianos pusieron gran énfasis en el diálogo con la cultura griega y
en la asimilación de la racionalidad pagana como medio propedéutico para admirar la
grandeza de la verdad revelada. Y esta actitud positiva hacia la filosofía y la ciencia de
los griegos encontró su máximo exponente en el gran Orígenes de Alejandría, director
de la Escuela Catequética de este sublime orbe que tantos intelectos magnos acogió
como centro universal del conocimiento y como punto de encuentro entre todas las
culturas del mundo antiguo, entre el Oriente y el Occidente. En su obra De Principiis,
primera sistematización del dogma y de la doctrina cristiana, Orígenes comprende la
totalidad del saber filosófico de su tiempo en cuatro áreas genéricas: la Teología, que
versa sobre Dios Uno y Trino y los ángeles; la Cosmología, incluyendo la creación del
mundo y del hombre, redimido por Cristo en la plenitud de los tiempos; Antropología,
donde se analiza la libertad humana, los pecados y la apocatástasis o reconstitución
final de todas las realidades en Dios; y una Teleología, donde se habla de la Revelación
y de la Sagrada Escritura como fuente de la fe y de sus diversas interpretaciones. A
pesar de sus errores dogmáticos, corregidos por el Magisterio posterior de la Iglesia,
Orígenes ostenta el mérito indisputable de haber asimilado la filosofía de Platón a la
explicación del dogma cristiano y de haber iniciado con ello la ciencia teológica en
sentido estricto, profundizando en cuestiones tan relevantes como la comunicación de
idiomas y la íntima unión de las dos naturalezas en Cristo. La inmensidad del saber
encuentra su razón de ser y su explicación última en el misterio de la Santísima Trini-
dad, y de este modo el Cristianismo es capaz de unificar lo que el hombre ha podido
alcanzar con las solas fuerzas de su razón, con la revelación libre y gratuita de Dios,
que ha desplegado su gloria y majestad a través de las criaturas, habiendo hablado
finalmente por medio del Hijo, del Logos. Así como los griegos habían identificado en
la actividad humana dos horizontes principales (el del estudio de lo real, las ciencias
empíricas, y la penetración en el mundo de lo abstracto y de lo ideal), el Cristianismo
introdujo una distinción aún más sublime: el sistema de la Naturaleza y el sistema de
la gracia, que convierte al saber no en una circunferencia, sino en una esfera, elevando
el plano de lo posible y de lo real a un marco más amplio: el de lo natural (incluyendo
por tanto a lo posible y a lo real bajo esta nomenclatura), y el de la gracia, siendo ésta
la ley que rige la Necesidad Absoluta: la gracia, fruto de la libérrima voluntad del Ser
Absolutamente Necesario, penetra en la esfera de lo natural, en el sistema de la Na-
turaleza, mostrando la indisociable unión entre ambos planos y la divina Providencia
sobre todo el ser.
Los sucesivos Padres de la Iglesia se mostraron siempre más proclives hacia Pla-
tón que hacia Aristóteles. No sólo en la Escuela de Alejandría, donde el alegorismo
inaugurado por Filón era eminentemente platónico en sus bases conceptuales, sino en
los grandes Padres occidentales, sobre todo en Agustín, apreciamos el imperecedero
influjo del gran sabio griego en la Filosofía y en la Teología. Fue San Agustín, el maes-
tro de Occidente, esa mente insigne que se yergue en los albores del mundo medieval
como inspirador de toda una era (la Escolástica), y que nos legó un tesoro tan inmenso
78 CARLOS BLANCO

de sentencias doctas y de creaciones teológicas que contribuyeron en grado sumo a


reconciliar la filosofía griega y latina con la teología cristiana; él, cuyas reflexiones
cosmológicas sobre el espacio y el tiempo le han merecido un lugar privilegiado en
los modernos escritos sobre el origen del Universo; fue él quien ofreció una de las
explicaciones más elevadas en torno al misterio de la Santísima Trinidad, quien de-
sarrolló la visión cristiana de la Historia, quien sistematizó la teología de la gracia y
combatió admirablemente al gran heresiarca Pelagio, quien impulsó enormemente la
mística occidental con sus penetrantes meditaciones...
Es triste, sin duda, pero al comenzar lo que los historiadores renacentistas acorda-
ron en denominar “Edad Media” podemos advertir cómo la separación entre Oriente y
Occidente se hizo cada vez más patente. Boecio es uno de los últimos vínculos entre
la Antigüedad clásica, donde la división cultural entre el Oriente y el Occidente era
casi imperceptible, y la Edad Media: transmisor del saber antiguo, de la ciencia de los
clásicos, es uno de los padres de la Escolástica, y en consecuencia uno de los padres
del mundo moderno. Oriente y Occidente siguieron sendas diversas no sólo en el
ámbito teológico, en el cual la sombra de las controversias subyace aún en las causas
de la separación, sino en la línea general del espíritu humano: Occidente, tierra del
racionalismo y del intelectualismo; Oriente, refugio de lo espiritual, de la filosofía y
de la contemplación. Por ello urge potenciar el diálogo entre Oriente y Occidente: la
India, China y la antigua Persia, tierras de inmensa sabiduría, donde el espíritu humano
alcanzó cotas altísimas de contemplación del Absoluto y de su relación con el hombre
y con la Naturaleza; el Islam y las demás religiones del Este... El Cristianismo debe
preguntarse de qué modo los conocimientos y reflexiones que al cabo de milenios
han madurado en la mente de los hombres de Oriente pueden servir a la Teología y
a la armonización del saber natural con el saber sobrenatural. Consideramos que, en
efecto, es necesario estudiar en profundidad las vías, en muchas ocasiones divergentes,
de investigación que los sabios de Oriente y de Occidente han tomado en su loable
búsqueda de la verdad. A modo de ejemplo, cabe preguntarse en qué se diferencia la
Lógica de Occidente y la Lógica de Oriente: en Occidente la Lógica ha sido, en gran
medida, la causa del nacimiento de la Ciencia, al proponer modelos coherentes, patro-
nes regulares que describían el modo en que la mente humana llega a la adquisición de
nuevas verdades; mientras que las tierras orientales parecen haberse “independizado”
de la Lógica, inclinándose hacia una contemplación más mística de la realidad. Esta-
mos convencidos de que en la Lógica, que de algún modo es la esencia del saber de
una civilización, podrán advertirse de manera privilegiada las diferencias principales
entre Oriente y de Occidente.
La Edad Media es un período verdaderamente fascinante de la Historia. Nombres
como Escoto Erígena y San Anselmo de Canterbury nos enseñan cómo el espíritu oc-
cidental ansió siempre integrar la verdad revelada con el saber natural. Y San Anselmo
fue incluso capaz de concebir un argumento brillantísimo para demostrar la existencia
del Ser Supremo partiendo de la idea misma de Dios. En el siglo XIII, esplendor de la
Ensayos filosóficos y artísticos 79

Escolástica y de la filosofía cristiana, asistimos a un hito extraordinario de la historia


intelectual humana: la síntesis de Santo Tomás de Aquino entre aristotelismo y Cris-
tianismo, precedida por su insigne maestro San Alberto Magno, hombre de sobresa-
lientes conocimientos que ya asombraron a sus contemporáneos. El Doctor Angélico
intuyó con su preclara inteligencia que el poderoso sistema intelectual del Estagirita
no podía perderse para el perfeccionamiento en la explicación del dogma cristiano, y
que integrándolo a la Teología podía mostrar cómo en el hombre subsiste una unidad
de vida admirable en la cual lo natural y lo sobrenatural conviven en dichosa armonía,
don magnífico del Altísimo. Aristóteles había propuesto al mundo un sistema mucho
más completo que el de Platón, que abarcaba también las ciencias de la Naturaleza y
la Lógica, y Santo Tomás encontró el modo óptimo de adecuarlo al dogma cristiano,
legando a la Humanidad una síntesis tan grandiosa que aún hoy constituye uno de los
pilares fundamentales de la Teología. ¿Cuál fue la clave de tan impresionante logro?
Sencillamente la confianza en la capacidad humana de alcanzar la verdad y de llegar
por su sola razón a contemplar la magnificencia del Ser Supremo, creador de todo
cuanto es. Santo Tomás no sólo integró a Aristóteles, sino que también incluyó en su
síntesis a los sabios judíos y musulmanes, a los Padres de Oriente y de Occidente, y
siempre que pudo a otros filósofos insignes de la Antigüedad. El Aquinate comprendió
con excelsa sutileza que en aquellos puntos en los cuales la Revelación parecía corregir
a Aristóteles, como en lo referente a la Creación, era imperativo suyo completar la
obra del sabio griego con la verdad cristiana.
La Edad Moderna, que comienza con Descartes y su “cogito, ergo sum”, sentencia
de ineludible profundidad y trascendencia, giro radical en la dirección del pensamiento
occidental que habría de marcar los siglos venideros, encontró en la mente del gran
Leibniz un magnífico exponente. Su insaciable avidez de saber le llevó a advertir la
pluralidad cultural del hombre, a interesarse por la sabiduría de China y de los anti-
guos, a efectuar un tránsito de la filosofía antigua al pensamiento de los modernos sin
ruptura, sino de forma armónica y ordenada: la armonía preestablecida constituía la
ley general de todo lo creado. Armonía, orden y razón definen en gran parte el sistema
de Leibniz. Él, que tanto contribuyó al desarrollo de las ciencias y de la Matemática,
él que con tanto esfuerzo y tesón estudió la Historia de la Humanidad, él, infatigable
viajero que recorrió el corazón de la vieja Europa ansiando la Reunión de las Iglesias
cristianas; él, que buscó un lenguaje universal que integrase Matemática, Lógica y
Metafísica; él es un ejemplo fabuloso de cómo la mente humana puede afrontar con
optimismo y esperanza la integración del saber y la reconciliación de la Humanidad.
Kant, con su giro copernicano, haciendo gravitar la realidad en torno al conocimiento
humano y no el conocimiento humano en torno a la realidad, como había sido común
a la filosofía de los antiguos, inauguró un nuevo sistema de pensamiento en muchos
aspectos opuesto al de Aristóteles. Negando la validez de los razonamientos metafí-
sicos como juicios sintéticos a priori, Kant estableció una ruptura categórica entre lo
antiguo y lo contemporáneo, puesto que los antiguos e incluso los modernos habían
80 CARLOS BLANCO

tenido la certeza de que esta Ciencia, la Metafísica, venerada como la reina del saber,
a pesar de no contar con el soporte de la experiencia, era capaz de proporcionar al
hombre nuevos conocimientos que de otro modo jamás sería capaz de conseguir, y
que sin embargo su mente ansiaba con notable intensidad. Kant redujo las ideas máxi-
mas de la Metafísica, Dios, la libertad y el mundo, a la esfera de la razón práctica,
concentrando su atención en la Ética, y negando la posibilidad de conocer los ‘en sí’,
las esencias que Aristóteles había examinado siglos atrás, el nooumenon, limitando la
mente humano al conocimiento de los fenómenos, de la manifestaciones externas de
esa esencia incognoscible. Conscientes de la grandiosidad de la obra kantiana y de su
innegable profundidad y éxito filosófico, pero también conocedores de los fracasos
que ha experimentado tras el nacimiento de la moderna Matemática y de la moderna
Física, que en muchos puntos parecen restarle validez, así como de la incorrección de
muchas de sus conclusiones (que ya eruditos tan insignes como el matemático Bolzano
expusieron y criticaron en su día), esperamos realizar una síntesis entre el pensamiento
clásico y el pensamiento kantiano con la finalidad de mostrar que el hombre sí puede
conocer las esencias y que muchas de las reflexiones de Kant constituyen una nueva luz
inspiradora para la Filosofía, y que por tanto no han de ser rechazadas por la filosofía
cristiana, que siguiendo el espíritu de Santo Tomás de Aquino debe mostrarse abierta
y acogedora hacia todas las formas de pensamiento producidas por la mente humana
(pues al fin y al cabo todo pensamiento es en sí una grandeza, un don de Dios, y aunque
en ocasiones se aleje considerablemente de la verdad e incluso atente contra la verdad
misma, es deber de los teólogos y sabios del Cristianismo asimilar las verdades que
han alcanzado para así descubrir por qué les fue imposible llegar a su plenitud).
El sistema de Hegel abarca la totalidad de las áreas de la Filosofía. Partiendo de
la noción de Absoluto, y mediante su célebre tríada conceptual de tesis, antítesis y
síntesis, el ilustre germano concibió un edificio grandioso del pensamiento humano,
armónico y ordenado, perfectamente lógico, que asombró a sus contemporáneos y aún
hoy causa estupor por su coherencia interna y por la perfección de su organización.
Sin embargo, esta obra culmen del idealismo, que tanto profundizó en la noción de
“idea”, presenta serios defectos, principalmente en el campo de la Lógica y en el de
la Epistemología, que con una contraposición adecuada con la filosofía perenne del
Cristianismo pueden ser subsanados y enriquecidos enormemente. Porque Hegel
considera la Filosofía como el estadio máximo que el intelecto humano puede alcan-
zar, situándola por encima de la religión misma. Hegel expuso una extraordinaria
concepción de lo finito y de lo infinito, una trascendencia de los opuestos a favor de
una síntesis, una unificación en el Absoluto que le permitió erigir tan fabuloso sistema
autocomprensivo y omniabarcante. Lo finito ha de ser pensado desde lo infinito, y lo
infinito, en cuanto superación de lo finito, reclama el concepto de finitud como esen-
cial en su entendimiento. La realidad es por tanto el despliegue del Absoluto, de un
Espíritu que incluye en sí todas las virtualidades de lo real. El Absoluto es la totalidad
del ser y de la vida, la Idea en grado máximo. Dios, en cuanto Absoluto, es discernible
Ensayos filosóficos y artísticos 81

del mundo, pero el mundo, en cuanto constituido por Dios, no es entendible sin Dios
y en consecuencia Dios tampoco puede comprenderse sin el mundo: existe por tanto
una reciprocidad intelectiva entre Dios y el mundo que acerca el sistema de Hegel al
panteísmo o panenteísmo spinozista. Dios, a través del desarrollo del mundo, toma
conciencia de sí y se percibe en total plenitud. La afirmación del mundo permite a Dios
afirmarse a sí mismo. Ciertamente un sistema con pretensiones de totalidad necesita
“limitar” la comprensión de Dios dentro de su propia inmanencia, y por ello es nece-
sario para Hegel entender a Dios desde su dialéctica triádica, y por ende aplicarle las
categorías de afirmación, negación y síntesis (análoga de alguna forma a la teología
apofática y a la “via eminentiae” de los Padres y de los teólogos escolásticos): Dios se
realiza a sí mismo exteriorizándose en la Naturaleza para volver tras sucesivas fases a
sí mismo y recuperar su interioridad. Al igual que el Hinduismo concibe la perfección
auténtica, la plenitud de la vida, como la integración de lo subjetivo en lo objetivo (lo
brahmánico), así Hegel obliga a Dios, la Idea Absoluta, a sumergirse en la objetividad,
en lo mundano, para posteriormente trascenderla y alcanzar la plenitud de su subje-
tividad, la plenitud de su autoconciencia. No es de extrañar que el filósofo alemán
admirase con tanta vehemencia la sentencia aristotélica de Dios como “pensamiento
que se piensa a sí mismo”, como Inteligencia Suprema cuyo pensamiento máximo
es precisamente su propio Ser, su propia supremacía: el Absoluta que piensa en el
Absoluto. Podría concebirse a Dios como un ser estático, Absoluto, que permanece
en la esfera de su propia inteligibilidad, sin posibilidad de “manifestación externa”.
Nada más lejano a la mentalidad cristiana, que nos habla de un Dios, Ser Supremo y
Absoluto, que por la inmensidad y supremacía de su amor creó el mundo y al hombre
a su imagen y semejanza. Y es la Encarnación del Hijo de Dios, del Verbo Eterno, la
donación máxima de Dios, la expresión suprema de su amor.
Marx, heredero de la tradición filosófica hegeliana, construyó uno de los siste-
mas de más influencia en la Historia que la mente humana ha creado. Asumiendo el
esquema dialéctico de Hegel, y basando su concepción del Cosmos en tres leyes de la
materia, Marx edificó una filosofía atea y una cosmología antropocéntrica en la que la
Historia era entendida como una lucha constante entre opuestos. El hombre es un ser
creador, dirá, caracterizado por el trabajo y por la infraestructura socioeconómica que
lo define. La sociedad constituye una superestructura. La conciencia no determina al
hombre, sino su ser social, que define la conciencia. Los opuestos no se resuelven por
abstracción, como en Hegel, sino por acción. La idea ha de tornarse práctica: en Marx
el paso de lo intelectual a lo efectivo es necesario, imperativo. El espíritu humano se
considera un mero epifenómeno de la materia: todo es materia, todo es inmanencia,
todo es comprensible desde las tres leyes de la materia y desde la esencia de lo material,
de lo mudable y de lo transitorio. El Cosmos es una entidad eterna y autosuficiente.
Si bien es cierto que el Marxismo es la antítesis de la filosofía cristiana, no podemos
negar que ha erigido una de las “ateologías” más consistentes, y que su condición de
sistema totalizador, influyente en innumerables ramas del saber humano, nos exige
82 CARLOS BLANCO

analizar las causas de su éxito, así como prolongar la línea del todo admirable seguida
por las distintas teologías de la liberación en su intento de combatir el sufrimiento y la
desdicha a que se ven abocadas tantas personas en todo el mundo. Y estas teologías,
que han conseguido ofrecer una síntesis no sólo convincente, sino positiva por sus
repercusiones sociales y por los compromisos con los ideales de justicia y de solidari-
dad que hoy están inscritos en casi todos los corazones humanos como apertura de la
conciencia humana al misterio y a la totalidad de lo óntico, asimilan muchos aspectos
positivos de las doctrinas marxistas en un contexto teológico cristiano y evangélico.
En tiempos más recientes, más allá de las dos tendencias principales que han do-
minado el pensamiento occidental del siglo XX (la filosofía analítica en el ámbito
anglosajón, iniciada por autores como Frege, Russell y Peirce, y la hermenéutica
alemana, precedida por la fenomenología de Husserl –la cual, en cuanto penetrante
análisis de la relación entre el sujeto y el objeto como proyección de la conciencia del
sujeto, asimilando y ampliando el concepto de intencionalidad de Brentano, constitu-
ye un lugar filosófico fundamental en el pensamiento moderno que toda obra con
pretensiones de síntesis debe atender con la mayor consideración y detenimiento,
puesto que Husserl, en calidad de matemático y de filósofo, supo unificar en muchos
de sus puntos la Lógica, la Gnoseología y la Psicología en virtud de un brillante estu-
dio del fenómeno, de la conciencia y de la intención, superando en muchos aspectos
el kantismo y retomando ciertas reflexiones del realismo clásico–), dos pensadores
merecen nuestra estima por sus filosofías del Cosmos y de Dios: Whitehead y Teilhard
de Chardin. Caracteriza al primero la llamada “teología del proceso”. La metafísica
de Whitehead, indudablemente relacionada con la de Leibniz, ansió superar los dua-
lismos clásicos, profundizando en la noción de suceso como elemento constitutivo de
lo real, entidades actuales u ocasionales que comprenden los aspectos subjetivo y
objetivo en una unidad. Una metafísica pampsiquista y organicista en la que todo
hecho es considerado como un organismo. Llega Whitehead a tres órdenes de realidad:
la energía física, la experiencia humana y la eternidad de la experiencia divina. Pode-
mos advertir en estas reflexiones parte esencial del pensamiento del Padre Teilhard de
Chardin S.I.: al igual que Whitehead, Teilhard, en su visión holística del proceso
evolutivo del Universo (intento admirable de efectuar una confrontación temática
entre la Teología, la Filosofía y la Ciencia moderna a la luz de las nuevas teorías cos-
mológicas y biológicas), distingue entre la hilosfera, la biosfera y la noosfera: el reino
de la materia, el reino de la vida y el reino del entendimiento, que culminará en la
integración de lo material y de lo espiritual en el Punto Omega, en el Fin máximo al
que tiende toda la evolución que ha regido el desarrollo de la materia en el Universo.
Se pregunta el eminente jesuita por el fenómeno del hombre en su totalidad: el hombre
como fusión de lo biológico y de lo noológico. En la vecindad del todo convergen
Ciencia, Filosofía y Religión. La materia se define por su multiplicidad, uniformidad
y energía: la multiplicidad en relación con la divergencia espaciotemporal de cada
partícula, la uniformidad con la constancia y semejanza de muchas de sus propiedades
Ensayos filosóficos y artísticos 83

y por el sometimiento a unas leyes universales comunes, que en su mayoría se ha


descubierto son de carácter estadístico, energía como potencia, capacidad de adquirir
nuevos estados y de recibir nuevas propiedades y atribuciones que le permiten evolu-
cionar. La materia es algo esencialmente dinámico. El Cosmos es un “sistema” (en
relación con la multiplicidad), un “totum” (en relación con la uniformidad) y un
quantum (en relación con la energía y la Mecánica Cuántica inaugurada por Planck
con su revolucionaria teoría de la transmisión en “paquetes” de la energía, que supone
la discontinuidad a nivel material). Cada elemento del Cosmos está sometido a otro
(similar a la tesis de Mach: la inercia de un cuerpo está determinada por todos los
cuerpos del Universo), constituyen un sistema (entendiendo sistema como la coordi-
nación de diversos elementos entre sí en virtud de una relación común que hace a las
distintas variables transformarse mutuamente según proporciones análogas). La Evo-
lución tiene una dirección, unos fines: del estadio de lo puramente material se tras-
ciende al estadio de la vida, a la biosfera, y posteriormente a la noosfera, al reino del
pensamiento, donde lo espiritual comienza a converger con lo material para unificar-
se finalmente en el Punto Omega. Una megasíntesis de lo individual y de lo colectivo.
En el Punto Omega, a juicio de Teilhard, se proyecta lo futuro-universal como algo
suprapersonal. El hombre, incorporando la infinitud de lo noosférico, constituye en sí
mismo una singularidad. En la materia rigen los átomos, unidades fundamentales que
hoy sabemos compuestas por quarks y por leptones, a modo de funcionalidades ele-
mentales; en la biosfera son las células, que ya Schwann definía como las unidades
funcionales de los seres vivos. En el hombre, síntesis de inmanencia y de trascenden-
cia, rige lo espiritual, la unidad máxima (el alma), manifestada en la actividad intelec-
tual y volitiva. Previa a la emergencia de los diferentes estados es una síntesis de tipo
prehilético, prebiótico y prenoético. Y para Teilhard el Cristianismo es la culminación
de la Evolución: Cristo ha recapitulado “Todo en todos”, ha unificado la multiplicidad
y ha hecho converger de modo máximo lo espiritual y lo material. El Universo se
plenifica en el espíritu; el Punto Omega es el Pléroma (retomando una expresión de
gran relevancia entre los gnósticos). En él convergen la perfección del mundo y la
perfección de Dios. La Evolución, contra la opinión de Hegel, se realiza “desde abajo”,
desde los estadios inferiores y no desde el Absoluto. La Evolución tendente al espíri-
tu se perfecciona en lo personal (Cristo). En el Punto Omega se unen lo material y lo
espiritual. Dios no se identifica con el mundo, pero sí está en la Evolución: está por
encima de la Creación (de nuevo apreciamos cómo la idea de Creación es quizás la
más importante de la historia intelectual del hombre, al constituir la respuesta cosmo-
génetica máxima y la auténtica razón de ser de todo el Universo, además de represen-
tar un acto supremo de la libérrima y perfectísima voluntad del Altísimo). Teilhard se
refiere a la materia como “medio divino, pletórico de fuerza creadora”. La Evolución
es creativa; las estructuras emergen, la materia es movida por el espíritu y posee una
fuerza creadora en virtud de su intrínseca finalidad. Teilhard contempla el progreso
con optimismo leibniciano. El Universo es convergente, no divergente. Si bien es
84 CARLOS BLANCO

necesario estudiar con espíritu crítico las tesis de Teilhard de Chardin, hemos de agra-
decer al insigne paleontólogo francés su capacidad de integrar en una cosmovisión
cristocéntrica la Ciencia y la Teología, contemplando la Evolución con optimismo y
esperanza a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, que tanto dinamismo
aportan a la interpretación humana de la realidad, y que con tanta intensidad manifies-
tan el poder creador de la materia y de la obra del Altísimo, proclamando la gloria de
Dios como Principio y Fin de todo cuanto es, verdadero Punto Omega de la Evolución.
Ciertamente Teilhard tiene razón al examinar el fenómeno evolutivo “desde abajo”,
desde los estadios inferiores de la materia, en lugar de basarlo todo en el despliegue
del Absoluto. Pero también debemos observar que la Evolución no se limita a un
progreso sucesivo y a un incremento sistemático de la complejidad de los entes mate-
riales que conduce necesariamente al Punto Omega como convergencia máxima entre
lo hílico y lo espiritual, sino que en la Evolución misma subsiste una determinada
“regresión”, una bidireccionalidad en la que la finalidad última se manifiesta en la
Evolución misma y le dota de “complejidad” aún sin progreso temporal. Así, la Re-
velación de Dios a los hombres se inscribe en una etapa evolutivamente inferior a, por
ejemplo, nuestra época (si bien en lugar del término “Evolución” sería más propio
hablar de “Historia”), y sin embargo constituye la plenitud verdadera de los tiempos.
El gran valor de la cosmovisión evolucionista (que concierne al origen del Universo
y al desarrollo de la vida en la Tierra) radica precisamente en poder ofrecer un esque-
ma “no vectorial” del tiempo y del fenómeno cósmico, contrariamente a las antiguas
cosmologías que concebían el Universo como un todo eterno y el tiempo como una
serie de ciclos eternos sin fin, recurrentes y cerrados sobre sí mismos. La Evolución
da cuenta de un Universo abierto, abierto a la trascendencia, y nos informa sobre la
grandeza de Aquél que es Causa y Fin último de todo el fenómeno cósmico y, sobre
todo, de todo el fenómeno antrópico.
Los distintos pensadores han contemplado la Historia desde diferentes perspec-
tivas. Si San Beda el Venerable, el casi legendario monje, comenzó a sistematizar la
ciencia histórica como disciplina científica y rigurosa en sus estudios de la historia
eclesiástica de Inglaterra; los historiadores bizantinos tendieron a resaltar la magnifi-
cencia del mundo antiguo, conscientes de su posición intermedia entre la Antigüedad
y la nueva era, de vínculo entre el legado de los antiguos y los descubrimientos de los
modernos; los historiadores renacentistas se consideraban a sí mismos pertenecientes
a otro tiempo, habiendo superado los modelos intelectuales que persistían desde la
Antigüedad, etc. El análisis de los cambios de mentalidad, de los cambios de paradig-
ma históricos que han determinado los tránsitos intelectuales de la Humanidad, es sin
duda una tarea fascinante. Los historiadores islámicos, como Ibn Jaldun, prestaron gran
atención a la vida de devotos y eruditos por la creencia de que el desarrollo histórico
manifestaba la voluntad de Dios; en China, ya desde Confucio, se acumuló una canti-
dad asombrosa de estudios históricos motivados por un eminente sentido práctico: la
cultura china es humanista; la Historia sólo tiene sentido si enseña direcciones prácti-
Ensayos filosóficos y artísticos 85

cas, de Moral y de verdad, que ayuden al hombre a alcanzar la perfección (Liu Chih-
Chi, Ssu-ma Kung...). Lutero hizo uso de la historiografía en sus ataques al Papado, y el
célebre Bossuet inspiró una afamada visión cristiana de la Historia (la Historia guiada
por la Providencia divina), siguiendo a San Agustín, aunque las interpretaciones teo-
lógicas de la Historia serían rechazadas en el siglo XVIII. Los anglicanos fomentaron
los estudios históricos previos a la invasión normanda de 1066 para darse legitimidad
frente a las pretensiones católicas (así en Camden); los ilustres Scaliger, Mabillon
O.S.B. (fue sin duda este sabio benedictino uno de los mejores historiadores que Oc-
cidente haya tenido), Pufendorf, Grotius, Muratori en Italia... Insignes hombres como
Bacon o Descartes desestimaron incomprensiblemente la ciencia histórica, pareciendo
ignorar la suma importancia de esta disciplina como estudio del devenir del hombre
en el espacio y en el tiempo, como una especie de biología del espíritu humano que
nos permite examinar la interacción entre la idea y la acción a lo largo de los siglos y
los avatares más diversos de la inteligencia. Fue quizás el espíritu matematicista de
Descartes lo que le impidió admirar la grandeza de la Historia y las posibilidades que
confería a las mentes ávidas de conocimiento, al informarnos sobre el modo en que
las potencialidades de la mente humana se habían desarrollado en el espacio y en el
tiempo, a los tránsitos de lo posible a lo real que habían definido las sucesivas etapas
y los progresivos cambios de mentalidad y de paradigmas, que sin duda no son sus-
ceptibles de un análisis riguroso y exacto, cuantitativo, como en las ciencias naturales.
El lenguaje de la Historia no está escrito en el lenguaje de las Matemáticas. Porque
las ideas influyen en la acción (no hay mejor ejemplo que Montesquieu y su teoría de
la división de poderes, tan influyente en la Revolución francesa; o las ideas de Marx,
que tanto han convulsionado el mundo moderno); y a su vez los hechos (la geografía,
el tiempo...) influyen y determinan de alguna forma las ideas. De esta reciprocidad
surgen ciclos, o etapas, definidas por similares características. Los saltos o transiciones
de una etapa a otra, los momentos estelares de la Historia, permiten cambiar de para-
digma, s bien no sería correcto pensar que tales tránsitos son únicamente puntuales y
no progresivos, puesto que la complejidad de la Historia nos impide definir las leyes
exactas que rigen su devenir, pues la libertad humana excede toda ciencia. Gibbon
cultivó la historiografía filosófica, que parecía ver en la Historia un progreso continuo
(influyendo en A. Smith y en Turgot), un propósito; Voltaire estudiaba las sociedades
particulares como unidades coherentes, preludiando la exaltación de lo nacional y de
lo individual que llevaría a cabo el fascinante espíritu romántico.
Vico y su Scienza Nuova concebía la Historia como una tarea eminentemente
imaginativa: el mundo es de Dios, pero la Historia es del hombre. Para conocer algo
es necesario haberlo realizado (por ello nadie conoce mejor el Cosmos que su Autor,
el Ser Supremo). Herder dedicó gran parte de sus investigaciones historiográficas a
la dilucidación de los conceptos respectivos de tiempo, lugar y nación. Para Hegel
la Historia se definía como un curso continuo hacia la autotrascendencia. Cada fase
contiene la semilla de su destrucción, dirigiéndose la Humanidad hacia una comunidad
86 CARLOS BLANCO

ordenada racionalmente. Para Marx los opuestos, el progreso dialéctico de la Historia,


sólo podían ser superados mediante la revolución, la intervención radical del hombre
en la Historia, a fin de instaurar el “reino celestial” en la Tierra.
Croce y Dilthey han considerado la Historia como algo caótico e incomprensible.
Toynbee, por el contrario, al estudiar las unidades fundamentales de la Historia (las
civilizaciones y no las naciones, como en el Romanticismo), ha buscado una especie de
“ley universal” que de algún modo determine o defina el progreso histórico, confiando
por tanto en la inteligibilidad de la Historia (tal y como la Naturaleza es esencialmente
inteligible para la mente humana, como demuestra la existencia de la Ciencia). El
historiador subjetiviza (“verstehen oder reden?”, es la pregunta que se hacen muchos
historiadores, siendo la respuesta más probable, como en la mayoría de los interro-
gantes que el hombre se plantea, el justo medio entre ambos, la integración armónica
y ordenada entre las dos opciones). El hombre es libre: la libertad es la capacidad de
escapar de la necesidad material (contra lo que postulan los marxistas, el hombre no
es libre porque se someta a las leyes ineludibles de la materia y del progreso, sino que
es libre porque es capaz de abrirse a la trascendencia y de realizarse en la consecución
del bien y en el conocimiento de la verdad). Las ideas, el pensamiento, son obras de la
libertad humana e influyen en las acciones del hombre en el espacio y en el tiempo, al-
terando el curso de la Historia. De lo ideal, de lo posible, se efectúan continuos tránsitos
a lo real. El hombre es el centro de la Historia, su sujeto. Hay cambios de concepciones
del mundo, de mentalidad (por ejemplo, el tránsito de la Ilustración al Romanticismo,
que no sólo se manifiesta en la sustitución de la filosofía racionalista del siglo XVIII
por la filosofía idealista, sino en las profundas transformaciones sociales que dieron
lugar al Estado moderno y que, terminando con los modelos socioeconómicos del
Antiguo Régimen y con la concepción sacralizada y absoluta de la Monarquía, acaba-
rían por instaurar el Estado liberal y por permitir una “universalización” –en términos
actuales, “globalización”– de la Economía y la Política: el mundo comenzaría a ser
concebido como una totalidad; cuanto aconteciese en una región repercutiría sobre
lo que sucediese en otra –es así, por ejemplo, en el caso de la Guerra de Crimea y su
influencia en la crisis del trigo en España–). Fue Wilhelm von Hubomldt quien afirmó
que el historiador descubre ideas detrás de los hechos: en efecto, existe un substrato
ideal, lógico, “noosférico”, tras los hechos y acontecimientos que definen la Historia.
Los cambios de paradigma histórico se deben, por lo general, al desarrollo mismo
de los “ciclos de historicidad” (o reciprocidad idea-acción), si bien están en muchas
ocasiones motivados por los hechos súbitos (que por lo general responden a causas
más generales, dependiendo de la perspectiva desde la que se analicen. Las invasiones
bárbaras, a los ojos del hombre occidental, pueden resultar auténticos hechos súbitos,
pero probablemente si se analizasen las causas concretas que obligaron a aquellos
pueblos a abandonar las mesetas asiáticas advertiríamos una coherencia interna que
encuentra sus precedentes en fenómenos de plazo más largo y continuo), o por las
ideas súbitas (las mentes de los genios, como los griegos, Descartes, Goethe...). La
Ensayos filosóficos y artísticos 87

Historia es la única forma de apreciar las ciencias y las acciones desde la perspectiva
más sublime posible: la perspectiva del hombre, de aquellos sujetos que han protago-
nizado la Historia y que han contribuido al progreso de las ciencias y al desarrollo de
las acciones. Y en el maravilloso constructo de la Historia ocupa un lugar privilegiado
y máximo la Providencia de Dios: es la Providencia lo que, desde el orden de la gracia,
ha dispuesto un mundo lleno de maravillas y de personas santas. Lo santo, lo mítico
y lo racional se integran en la libertad humana y en la providente dirección de todo
por Dios Altísimo. El mal y la voluntad de poder (concepto central en la filosofía de
Nietzsche, quien aspiraba a superar los opuestos intrínsecos del hombre y de su deve-
nir histórico mediante el “superhombre”, la inteligencia que se sitúa por encima del
bien y del mal y que controla la propia historia y el progreso mismo), resultados de la
corrupción del libre arbitrio humano, influyen también en la Historia, pero al proceder
de un bien tan en exceso como la libertad pueden ser considerados como factores de
la tendencia general de todas las realidades hacia el bien y la armonía entre lo natural
y lo gratuito, entre la acción y la idea, entre el hombre y su propio ser espiritual que
aspira a la trascendencia.
Hemos visto como el centro de toda integración entre la Ciencia, la Filosofía y la
Teología ha de ser el hombre. La posibilidad y la realidad constituyen el primer ámbito
de discernimiento en el ser, que podríamos identificar con la Naturaleza, con lo con-
tingente y no absoluto o necesario. El estudio de la realidad nos lleva a las ciencias de
la Naturaleza: la materia es ahora el centro. La materia se concibe como una realidad
dinámica dimensionada, sujeta a las condiciones espaciotemporales, que por así decirlo
constituyen un vínculo entre lo ideal (en virtud de su infinitud potencial) y lo real: el
espacio y el tiempo no son entidades substanciales, sino semisubstanciales. Y siendo
la superforma el vínculo entre lo posible y lo real, el espacio y el tiempo se pueden en-
tender de este modo como “prolongaciones” de la superforma, extensiones de la misma
en su condición de puente ontológico entre la posibilidad y la realidad. La síntesis entre
Filosofía y Ciencia debería prestar gran atención a la actual Mecánica Cuántica, que
al parecer constituye una descripción bastante aproximada de la realidad (conscientes
de que, en frase de Popper, la Ciencia es una representación asintótica de la realidad,
una descripción de la misma que nunca logrará un acoplamiento absoluto: las teorías
científicas, que en el ámbito histórico definen lo que Kuhn denominó paradigmas, se
basan en la generalización de la inducción como procedimiento lógicamente adecuado
para adquirir verdades universalizables a la totalidad de las entidades materiales del
Cosmos, y por ello las “falsaciones” o “deslegitimaciones” de las teorías, al contra-
decir los hechos experimentales, obligan a proponer nuevas teorías que se adecuen
más óptimamente a lo empírico). La síntesis galileana entre Matemática y experiencia
es uno de los hitos más fascinantes de la historia intelectual humana, al descubrir la
influencia y relación mutua entre lo ideal, lo lógico (representado ahora por la exactitud
y amplitud de la Matemática), y la realidad, concreta y determinable empíricamente.
Es innegable que la Mecánica Cuántica y sus diversas interpretaciones son de un in-
88 CARLOS BLANCO

dudable interés para la Filosofía. El indeterminismo y lo estadístico parecen imperar a


nivel atómico, mientras que el determinismo aún persiste en la Teoría de la Relatividad
y por tanto en el estudio de los fenómenos macroscópicos. Es cuestión de máxima
atención dilucidar si el principio de indeterminación que rige la Mecánica Cuántica y
la necesidad de una aproximación estadística al estudio de los fenómenos atómicos se
deben a una falta de precisión en la operación mensurante o si es fruto de una impreci-
sión ontológica. La Ciencia moderna ha abandonado la concepción del espacio y del
tiempo en términos absolutos, que era uno de los puntos fundamentales de la mecánica
newtoniana, y en consecuencia obliga a replantearse la estética trascendental de Kant
y su teoría del espacio y del tiempo como formas a priori de la sensibilidad. De qué
modo la Ciencia da cuenta del orden admirable que subyace en todos los fenómenos
de la Naturaleza es una pregunta que la filosofía de la Naturaleza está llamada a res-
ponder, de evidente utilidad para la Teodicea. Las modernas cosmologías, que tras las
exitosas comprobaciones de la Teoría del Big Bang (en especial el descubrimiento de
la radiación de fondo de microondas) han adoptado diferentes versiones (como las
cosmologías cuánticas o la teoría de Hawking de un Universo sin inicio temporal:
un estado cuántico inicial del espacio-tiempo curvado de cuatro dimensiones que al
aproximarse a la singularidad inicial -con t=0– y a la final se cierra sobre sí mismo:
en este caso el espacio y el tiempo perderían la distinción que les quedaba, resultando
entonces un espacio de cuatro dimensiones, donde la llegada a un sector probabilitario
de “nebulosidad cuántica” permite al científico eludir la singularidad y la consecuente
presencia de magnitudes infinitas como la densidad), brindan al filósofo y al teólogo
la inusitada oportunidad de dialogar íntimamente con la Ciencia aplicada al estudio
del Universo en su totalidad. Es en la Cosmología donde convergen de forma emi-
nente la Teología, la Filosofía, la Física, la Química, la Matemática, la Historia y la
Lógica, en ese fascinante punto que podríamos denominar el Punto Omega del saber.
También, el surgimiento en las últimas décadas de tendencias cosmológico-filosóficas
que, amparadas por la rigurosa investigación científica, han advertido la necesidad
de admitir una finalidad intrínseca del Cosmos y de su evolución hacia el hombre en
virtud de la asombrosa precisión de todas las leyes y constantes, que ha posibilitado
la aparición del hombre (el conocido “principio antrópico”, lugar privilegiado para
la integración de la Filosofía y de la Ciencia, capaz de enlazar las distintas etapas de
estudio del fenómeno evolutivo: a nivel cósmico o de la hilosfera, que corresponde a
la Física, vital o de la biosfera, que les compete a las disciplinas biológicas, y a nivel
antropológico o de la noosfera, donde convergen multitud de ciencias, culminando en
la reflexión teológica, que partiendo del hombre como ser hecho a imagen y semejanza
del Creador, a quien Dios se le ha revelado, puede llegar a razonar sistemáticamente
sobre la Revelación y sobre la relación de Dios con el hombre para llegar al verdadero
Punto Omega: la Escatología, el Juicio Final).
Las nociones fundamentales de la Mecánica son masa, tiempo y espacio. A nivel
electromagnético surge el concepto de carga, análogo en este sentido al de materia
Ensayos filosóficos y artísticos 89

(como es observable, por ejemplo, en la ley de Coulomb y en su evidente semejanza


con la ley de la gravitación universal de Newton). La Mecánica Ondulatoria, regida por
la celebrada ecuación de Schrödinger, donde prima la función de onda (en verdad, una
de las entidades lógico-matemáticas más fascinantes de la Física), fue unificada por
Heisenberg con la Mecánica Cuántica, demostrando que la mencionada ecuación de
Schrödinger podía ser deducida desde su álgebra de matrices. Schrödinger partió de la
idea de De Broglie de que la energía radiante podía ser considerada a la vez constituida
por ondas y corpúsculos indisolublemente asociados en virtud de la proporcionalidad
inversa entre la longitud de onda y el momento de la partícula en términos de la cons-
tante de Planck (seguramente la constante más importante de la materia) para llegar
a una ecuación en derivadas parciales de comparable importancia para la Física a la
ecuación newtoniana que expresa matemáticamente su segunda ley del movimiento.
Vemos cómo la materia es de este modo una realidad dinámica dimensionada, esto es,
sujeta a las condiciones espaciotemporales (que según Einstein están determinadas
por la misma actividad de la materia, que modifica el espacio-tiempo, concibiéndose
así la interacción gravitatoria como un resultado de la curvatura de espacio-tiempo).
El moderno concepto de campo de fuerzas ha permitido explicar las interacciones a
larga distancia, introduciendo una “potencialidad” atractiva o repulsiva asociada a toda
partícula material. La existencia de constantes universales manifiesta la presencia de
orden y de armonía en el Universo, de un sustrato lógico aprehensible por la mente
humana, de una coherencia interna y de una inteligibilidad propia que ha permitido al
hombre penetrar en su esencia y en sus propiedades.
El orden de la Naturaleza en su nivel exclusivamente material parece estar regido
por dos principios de la Termodinámica, que afirman respectivamente la tendencia al
estado de mínima energía (la mínima entalpía; de alguna forma, una generalización
física de la “ley de Maupertuis” del mínimo de acción –teniendo en cuenta que la
constante de Planck tiene las unidades de la acción, trabajo por tiempo, y que Mauper-
tuis atribuía al concepto de acción una importancia máxima en las relaciones entre la
Ciencia y la reflexión filosófica y especialmente la teleológica, podemos afirmar que
la ciencia moderna ha sido capaz de incluir este principio en la constante fundamental
de la materia, que relaciona la energía y la frecuencia, postulando la transmisión “en
paquetes”, o en múltiplos del producto de la constante de Planck por la frecuencia, de
la energía–) y la tendencia al estado de máximo desorden (máxima entropía, función
de estado que mide el desorden de un sistema), relacionándose ambas leyes mediante
la ecuación de Gibbs (dG=dH -TdS, donde G es la energía libre de Gibbs, H la ental-
pía, T la temperatura y S la entropía). Esa tendencia al mínimo desorden no invalida
en absoluto la tesis del orden y de la armonía del Universo como vías eminentes de
contemplar la grandeza del Creador, que todo lo ha dispuesto con “medida, número y
peso” (Libro de la Sabiduría 11,21), sino que expresan un hecho completamente lógi-
co: el desorden es más probable que el orden, y por tanto es más probable que la energía
desplegada en un sistema se distribuya en lugar de concentrarse. Precisamente este
90 CARLOS BLANCO

hecho muestra la grandeza de Dios y la maravilla del orden subsistente en el Cosmos:


el que a pesar del segundo principio de la Termodinámica las formas más elementales
de materia hayan evolucionado hacia la vida y finalmente hacia el hombre. Porque
en la esfera de lo biótico no priman los principios de la Termodinámica, sino que las
distintas manifestaciones de vida han tendido al mayor orden y a la máxima energía,
incrementándose increíblemente su complejidad. Y más aún en la esfera antropológica,
siendo el hombre capaz, en virtud de su voluntad y de su entendimiento, de desafiar
esas leyes universales de la materia. Simbiosis y adaptación parecen haber constituido
las bases de la evolución de la vida (regida por los cuatro factores que postula la teoría
sintética de la Evolución: mutaciones, migraciones, deriva genética –cambio en las
frecuencias génicas– y selección natural, que explican por qué en la Naturaleza no hay
panmixia). El paso de lo abiótico a lo biótico es ciertamente un tránsito de un estadio
a otro de la Evolución que la Ciencia aún no ha logrado explicar (prescindiendo de las
teorías panspérmicas de Arrhenius, Hoyle y Crick, no sólo poco probables, sino incluso
inverosímiles sobre la base de la teoría del Big Bang –puesto que no responden a la
pregunta por el origen absoluto de la vida–; parece que en la formación de la materia
orgánica desempeñaron un papel importante los compuestos generados por química
cósmica, y que el paso de los compuestos sencillos a los polímeros más complejos no
ofrece gran dificultad científica: el ARN podría haber sido, con mucha probabilidad
–en virtud de su capacidad de actuar como proteína catalizadora, en el caso de las ri-
bozimas, y como replicador–, el compuesto orgánico que habría de iniciar el proceso
como codificador de información). La constitución misma del ADN y su capacidad
duplicadora, primer eslabón en el proceso que media entre la transcripción (del ADN
al ARN mensajero) y la traducción (del ARN mensajero a las proteínas), es muestra
del magnífico orden presente en la esencia misma de la materia: con sólo cuatro bases
nitrogenadas (adenina, guanina, citosina y timina) es posible formar un número ingente
de hebras distintas de ADN: en el caso del hombre, al tener aproximadamente 5,6x10^9
pares de nucleótidos pueden existir 4^5.600.000.000 ADN diferentes. Este hecho es
asombroso en todos los sentidos: la variabilidad, la capacidad de adoptar posibilidades
distintas para estructurar una determinada información (el mensaje biológico o infor-
mación genética) que definirá el genotipo del nuevo individuo, con una organización
admirable (un porcentaje siempre equivalente de guanina, citosina, adenina y timina
para todos los individuos de una misma especie, una estructura secundaria en forma
de doble hélice con una razón constante entre el número de moléculas de adenina y
de timina y el de moléculas de citosina y de guanina, que es precisamente la unidad;
puentes de hidrógeno enlazando las bases entre sí, las dos cadenas de polinucleótidos
siendo antiparalelas, complementarias y enrolladas una sobre otra en forma plectoní-
mica...), constituyen sin duda el fundamento de su complejidad: es la susceptibilidad de
adoptar formas o posibles distintos de modo lineal, mientras que las bacterias poseen
moléculas de ADN circular que presentan una estructura terciaria consistente en que
la fibra de 20 amstrong de diámetro se halle retorcida sobre sí misma, generando una
Ensayos filosóficos y artísticos 91

especie de superhélice. Si bien esta característica confiere estabilidad a la molécula y


facilita la duplicación, es evidente que la inferioridad ontológica (y biológica) de las
bacterias se debe en parte a su constitución genética: el superenrollamiento “cierra”
la molécula, reduce el número de posibles combinaciones, y por tanto limita el grado
de complejidad del viviente en cuestión. En los vivientes de mayor complejidad,
en cambio, es precisamente el alto número de posibilidades de combinación entre
las bases y el carácter esencialmente “abierto” de la molécula de ADN lo que les ha
permitido adoptar tantas posibilidades lógicas (derivadas de los números de bases y
de pares de nucleótidos existentes en sus organismos) y transcribirlas en moléculas
reales como el ARN mensajero, que transporta la información contenida en el ADN y
la lleva hasta los ribosomas, para después efectuarse la biosíntesis o traducción desde el
ARN mensajero hasta la formación de los aminoácidos que constituirán las proteínas.
La Evolución y la emergencia de nuevos estados cada vez más complejos no pue-
den atribuirse al factor “azar”. Nada en la Naturaleza que sea propio a la Naturaleza
es necesario: es así que ninguna ley natural es absolutamente necesaria, sino sólo
hipotéticamente necesaria, o necesaria en el ámbito contingente de la Naturaleza. Las
leyes de la Lógica, en cambio, son necesarias porque afectan a la esencia misma del
ser, de la totalidad, y en consecuencia no hay ninguna esfera de la totalidad en la cual
no puedan ser cumplidas. En el ámbito de lo contingente, por el contrario, priman le-
yes contingentes que constituyen una expresión contingente de esa misma necesidad:
los seres contingentes, en cuanto seres y en cuanto contingentes, están sujetos a las
leyes generales de la Lógica-Metafísica, como por ejemplo la ley de la causalidad o el
principio de identidad, que los hacen posibles y por tanto les permite ser reales. Pero
las leyes que se refieren exclusivamente a la esfera de lo natural no son en absoluto
necesarias (como la ley de la gravitación o incluso los principios de la Termodinámica,
los cuales si bien parecen seguir el perfecto razonamiento lógico, están subordinados al
factor empírico, y no se aplican a las formas más elevadas del ser, sino sólo al campo
de la materia), sino que son hipotéticas y susceptibles siempre de nuevas reformula-
ciones (es así en la corrección einsteiniana de la Mecánica de Newton). Sin embargo,
podemos afirmar que es necesario, por ejemplo, que entre dos entidades materiales se
establezcan relaciones (que podrían identificarse con las interacciones físicas), puesto
que pertenece al concepto de materia su esencial relatividad y contingencia, que obliga
a las distintas entidades materiales a constituirse en sistemas que les permitan rela-
cionarse con otras entidades materiales y así desplegar sus potencialidades con otras
entidades de su mismo género. Porque la materia es inconcebible sin dimensionalidad
y sin dinamismo, y el dinamismo exige una referencia desde la cual se determine el
grado de dinamicidad y, sobre todo, de dimensionalidad (y por ende de relatividad y
contingencia ontológica). El azar no puede ser considerado como una entitatividad
causal en sí, sino como una mera privación, una expresión de ese factor de relatividad
y de contingencia al que aludíamos, que impide que todo en la esfera de lo natural se
disponga conforme a un plan prefijado de modo absoluto, y libre de modo absoluto
92 CARLOS BLANCO

(la integración y armonización de ambos opuestos sólo se da en la Divinidad, quien


es capaz de decidir con su libertad absoluta y suprema conforme a un providente y
absoluto plan, ya que Dios es Necesario, y por tanto todas sus operaciones y todos sus
atributos se conciben en la esfera de lo necesario): hay variaciones, posibilidades que
no se pueden prever por no seguir ley absoluta alguna (únicamente las leyes lógico-
metafísicas que nos garantizan que tales “hechos azarosos” son posibles y lógicamente
causados), y que sin embargo están subordinados a una esfera más general y más
universal que todo lo determina en su absoluta libertad: el orden de la gracia.
Hemos observado cómo las entidades se disponen en sistemas, esto es, en conjun-
tos interactivos que comparten propiedades y constancias y donde la totalidad influye
sobre la individualidad. Bertalanffy, en su teoría general de los sistemas, ha recuperado
la antigua sentencia aristotélica que considera el todo como algo más que la suma de
sus partes para estudiar los procesos de emergencia y de incremento de complejidad
en los estados de la naturaleza. Los modelos de racionalidad constituyen las bases
fehacientes de la Ciencia. Los puentes entre la racionalidad y la empiricidad son la
Matemática y el Lenguaje. La Matemática puede ser considerada como una expre-
sión, una formalización de la Lógica: no asume la Lógica en su totalidad, ni tampoco
la realidad en su totalidad, sino que es sencillamente un instrumento, un lenguaje de
la Lógica y de la realidad a modo de vínculo entre ambos planos. La Matemática ha
sabido tratar exitosamente con la complicada noción filosófica de infinitud, y su con-
cepto de función, de importantísimas implicaciones filosóficas (puesto que supone
la relación entre variables y por tanto la definición misma de sistema), ha sido capaz
de representar adecuadamente la complicada estructura de la realidad: el concepto
matemático de derivada y de infinitésimo constituye un vínculo privilegiado entre la
Filosofía y la Ciencia, y sin él ningún concepto de la Física podría ser definido. Las
ecuaciones diferenciales establecen vínculos y conexiones entre diversos aspectos de
procesos naturales, y las ecuaciones en derivadas parciales (como la famosa ecuación
de Schrödinger) determinan la variación de una magnitud con respecto a otras a la vez
(como, por ejemplo, las coordenadas espaciotemporales). Nociones matemáticas como
la de “transfinitud” no sólo resultan fascinantes para la Filosofía, sino que representan
modos de establecer conexiones entre lo real y lo potencial desde el fundamento mismo
de la realidad y de la posibilidad.
El lenguaje es, en frase de Wittgenstein, vehículo del pensamiento. Significa esto
que el lenguaje es el vínculo entre el pensamiento y el mundo, el medio por el que
las ideas trascienden al ámbito de la realidad. Debemos al filósofo americano Peirce
una serie de afortunadas y profundas divisiones triádicas en el campo de la filosofía
del lenguaje que nos han ayudado a comprender en mayor detalle esta relación entre
lenguaje, pensamiento y mundo. Puesto que el problema fundamental de la Episte-
mología es precisamente la relación entre el sujeto, el objeto y el conocimiento, la
correcta dilucidación de las cuestiones de filosofía del lenguaje podrá contribuir en
grado sumo a la clarificación de los problemas gnoseológicos, en especial al de las
Ensayos filosóficos y artísticos 93

categorías, centro auténtico de toda reflexión sobre el ser y sobre el hombre. Peirce,
preocupado por acordar lógica y ontología, añadió a las tradicionales deducción e
inducción clásicas el concepto de abducción, medio de universalizar analógicamente
desde lo particular: la abducción es ese a priori, esa base de todo proceso posterior, ese
comienzo, esa hipótesis, ese “previo” constante que Peirce introduce admirablemente
en el proceso mismo del razonar humano, completando a Aristóteles en la “petitio
principii” que legítimamente se puede efectuar (si bien la abducción de Peirce tiene
precedentes en la “apagogé” de Aristóteles). Es algo espontáneo, sin razón, precientí-
fico pero necesario, algo novedoso, genial, intuitivo...: de la observación al contraste
y a la formulación de la hipótesis; luego viene la deducción lógica y en último lugar la
comprobación inductiva. La abducción es la base de la integración de lo a priori y de
lo a posteriori: el modo de razonamiento en el que prima lo superformal, lo integrador,
lo constante que sume la infinitud y variabilidad. Así como Aristóteles concibió diez
categorías o predicamentos, y Kant doce (tres de cantidad, calidad, relación y modo
respectivamente), Peirce distingue tres categorías: la categoría de primeridad se rela-
ciona con las meras ideas, con la mera pensabilidad (posibles); la de segundidad con
la actualidad bruta de cosas y de hechos; y la de terceridad con el poder activo para
establecer conexiones entre distintos objetos. Como Kant, quiere reducir la multipli-
cidad de sensaciones a algún tipo de unidad: la primeridad es lo monádico, lo carente
de relaciones, el dominio preverbal apriorístico, inmediato y original; la segundidad
es lo relativo, lo dependiente, lo empírico; y la terceridad se asocia con la ley, con lo
general, con lo sintético. Como ocurre con los vectores en un espacio tridimensional
( ), donde el cuarto vector será, en geometría euclídea, matricialmente combinación
lineal de los tres anteriores que determinan las dimensiones, así la categoría asociada
al número cuatro es deducible de las tres anteriores (me pregunto si la teoría de las n-
dimensiones podría afectar en algo a esta teoría). El signo, el objeto y el pensamiento
son interdependientes en el famoso triángulo semiótico de Peirce. Consideramos que
el esquema aristotélico es óptimo a la hora de describir las características del objeto
y su estatuto ontológico, el de Kant se adecua mejor a los requerimientos lógicos del
sujeto, mientras que el de Peirce parece ser más integrador y universal, y por ello habría
de relacionarse con la superforma: las categorías de Peirce son las categorías super-
formales, que establecen el vínculo lógico y ontológico entre el sujeto y el objeto. Así
pues, la categoría de primeridad enlaza con el sujeto, la de segundidad con el objeto
y la terceridad con la superforma. Si el lenguaje es el puente por excelencia entre el
pensamiento y el mundo, la escritura, que marca el inicio de la Historia, es la expresión
máxima de esta relación: la escritura constituye un tránsito ulterior, una realización
aún más efectiva que vincula insoslayablemente lo ideal y lo real, permitiendo a lo
ideal perdurar en el ámbito de lo real; es un tránsito de lo posible a lo real. No es de
extrañar que el progreso del hombre se haya efectuado, en gran medida, por la posesión
de sistemas escriturarios que le permitían simbolizar sus pensamientos y transmitirlos
a las generaciones venideras. Y no podemos olvidar que la era moderna, al concluir
94 CARLOS BLANCO

el Renacimiento, con los consiguientes avances técnicos, científicos y filosóficos, es


deudora de la invención de la imprenta y de la posibilidad de distribuir con mayor ra-
pidez los textos de los sabios. Es la época de los grandes humanistas, como Nicolás de
Cusa y Erasmo, que inundaron el mundo con sus ideas y con sus pensamientos, siendo
luz para sus contemporáneos y paradigmas de progreso intelectual. La escritura es un
magnífico proceso de abstracción (el Arte de algún modo define al hombre: es así que
ya en el hombre de Cromañón se advierten representaciones figurativas, lo que hoy
llamaríamos arte, que en los tiempos modernos se ha asociado con el subjetivismo y
con la primacía del sujeto, del artífice de la obra, sobre la realidad).
La religión vincula lo natural con lo sobrenatural: es así que esta Summa Univer-
salis está llamada a profundizar en las distintas teologías de las religiones del mundo,
prestando gran atención a las religiones de Oriente, como el Hinduismo, el Taoísmo, el
Budismo y el Zoroastrismo; a las religiones monoteístas, y a religiones más recientes
como la fe bahá’í que gozan de un indudable interés para el observador occidental. La
culminación de la Summa Universalis será en efecto la contemplación: la contempla-
ción de las maravillas creadas, de la maravilla del saber, de la maravilla del hombre.
Y habrá de conducir a la Mística, a la elevación del espíritu que ansía unirse con el
Creador, con el Amado. Platón, Aristóteles, Orígenes, San Agustín, Santo Tomás de
Aquino, Athanasius Kircher, Isaac Newton, Gottfried Leibniz, Emmanuel Sweden-
borg, Immanuel Kant, Friedrich Hegel, Albert Einstein...: nombres esenciales en la
elaboración de este proyecto, de esta Summa Universalis del conocimiento humano
que necesariamente habrá de conducir la inteligencia humana hacia la contemplación
del misterio máximo del ser.
ESBOZO DE LA TEORÍA DE LA SUPERFORMA (2003)

La Historia nos enseña que los hombres, a pesar de sus divergencias y de la mul-
tiplicidad de sistemas concebidos, siempre han ansiado la completitud. Es propósito
nuestro esbozar una reflexión sobre las líneas históricas seguidas en el pensamiento
occidental (y en la medida de lo posible, en el oriental) en torno a las concepciones
integrales que de la Filosofía se han ofrecido.
Todas las manifestaciones de creatividad humana y todas las formas de pensa-
miento constituyen bellos ejemplos de lo formidable del espíritu humano, y por ello
es firme convicción nuestra que todo cuanto el hombre crea, piensa o concibe debe
ser estudiado con el máximo rigor, y de ser posible, ha de integrarse en un marco más
amplio que nos permita comprender el deseo general del intelecto.
Los Santos Padres, principalmente el Obispo de Hipona, se inclinaron más por
las doctrinas de Platón que por las de Aristóteles, considerándolas medios eminente-
mente propedéuticos para entender el Evangelio (así lo manifiestan los Stromata de
San Clemente de Alejandría). Esto se debe, sin duda, a la excelencia de su teoría de
las ideas, que otorga una importante preeminencia a los valores eternos y espiritua-
les, oponiéndose por tanto al materialismo hedonista del más tardío Epicuro, y a los
excesos de la civilización romana. Lo sensible siempre deviene, jamás es. Las ideas
eternas son las protoformas de todas las cosas, carentes de pluralidad, son únicas, son
las esencias. Hegel, en su tratamiento de las ideas, afirmaría que lo individual es lo
pasajero. Así, cuando Platón dice que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad, es
un precursor de la ascética cristiana. Las ideas son lo universal, lo lógico, lo funda-
mental, el sustrato de todo lo real. Son los principios y al mismo tiempo los fines de
las cosas dimensionadas en el espacio y en el tiempo. Hay grados de ideas, como hay
grados de posibilidad, y la idea suma es la del Bien, que las inteligencias patrísticas
96 CARLOS BLANCO

rápidamente asimilarían con la noción cristiana de Dios. La idea es lo determinado, el


“el” y no el “un”, lo absoluto, la Forma, la generalidad, lo armónico, el orden de los
entes. Como dice Kant1: “las ideas son para Platón arquetipos de las cosas mismas (...).
En su opinión, surgían de la razón suprema, desde la cual habrían llegado a la razón
humana”. Kant acusa a Platón de haber ido ilegítimamente más allá de lo empírico.
Lo cierto es que contemplando las estrellas y el orden del cosmos advierto cuán
difícil es rechazar el camino seguido por Platón, subiéndose al carro alado que nos
lleva más allá de los límites de nuestra experiencia. ¡Qué maravilla el conocer! Con
nuestra inteligencia dominamos todo el cosmos, y trascendemos a admirar la gloria
del Altísimo. Mirar al cielo, a lo lejano, al Universo, nos hace recordar mentes tan
insignes como la de Aristóteles, al hombre mismo, que siempre ha observado la
estructura armónica de la Creación. Pero Platón desligó las ideas por completo de
la realidad, constituyó un mundo ajeno al empírico (no me sorprende que algunos
autores calificaran a Platón como “filosofía” en sí mismo, porque este fascinante
mundo que Platón describe con un grandioso talento poético en sus Diálogos es
una constante en la Historia de la Filosofía, algo que la mente humana siempre ha
ansiado, porque la inquietud de nuestros corazones de la que habla San Agustín
se muestra en el impertérrito deseo de nuestra inteligencia por conocerlo todo en
su esencia). Platón materializó este mundo ideal en el mito de la Atlántida, por el
que yo me interesé por sus numerosas conexiones con la cultura egipcia; no se ha
encontrado, y mejor que no se encuentre, porque el romanticismo inscrito en esta
leyenda2 siempre nos maravillará. El valor y la admiración por lo sapiencial quedaron
reflejados en los autores románticos. Goethe hacer decir a Fausto “Habe nun, ach!
Philosophie/ Juristerei und Medizin…”.
El genio de Aristóteles reconciliaría la imagen platónica del Universo con el mun-
do de los sentidos mediante su teoría de las formas, una de las que más hondamente
han marcado el espíritu humano (recientemente recuperada por la Escuela alemana
de la Gestalt). Nuestra mente se debate entre lo empírico y lo trascendental, y pocos
han sabido integrar ambas aspiraciones, entre ellos Aristóteles y la posterior tradi-
ción que, a través de Boecio y de los escolásticos, culminaría en la obra del Doctor
Angélico. Desprestigiada por sus erróneas concepciones en las ciencias naturales, los
filósofos modernos desconfiaron del “Corpus Aristotelicum”, y como suele ocurrir,
su desconfianza fue llevada al exceso, tanto que rechazaron incluso su doctrina te-
leológica, debido al incorrecto uso que se había hecho de los fines, empleándolos en
la explicación de fenómenos físicos que, como Newton demostraría magistralmente,
eran perfectamente razonables desde el punto de vista de las fuerzas y mediante el
lenguaje instrumental de las Matemáticas, que actúa como puente entre la Lógica
y la Realidad. Sólo Leibniz, esa personificación del saber universal (su “Mathesis

1
Crítica de la Razón Pura B370.
2
J. Deruelle sitúa la Atlántida en El desafío de los atlantes en el escenario donde tuvo lugar la
famosa Batalla de Jutlandia.
Ensayos filosóficos y artísticos 97

Universalis”), supo armonizar la filosofía tradicional de los antiguos con las nuevas
teorías de los modernos; tuvo en su mente la Antigüedad y la Modernidad, e intentó
integrarlas en su asombroso despliegue de inteligencia que iluminó casi todas las
ramas del conocimiento. Pero la nueva Ciencia despertó el escepticismo de autores
como Hume, y favoreció de algún modo el dogmatismo de Wolff y su escuela. Vendría
más tarde Kant, atormentado por la marcha negativa de la Metafísica a lo largo de
los siglos, y con su revolución copernicana transformó la Filosofía e hizo gravitar el
objeto en torno a un sujeto, elaborando un idealismo trascendental capaz de refutar
tanto el idealismo dogmático de Berkeley como el problemático de Descartes, quien
se había anticipado a él al basar toda su filosofía en el sujeto que piensa. A partir de
este sujeto pensante se propuso demostrar la existencia de Dios y la existencia de las
cosas externas: sujeto que lo explica todo desde sí mismo.
Descartes quiso extender la universalidad de la Matemática a toda explicación,
también a la Metafísica, como más tarde haría Spinoza con sus métodos geométricos
aplicados a la intelección filosófica. Dios es el principio, la derivación primera del
Cogito. Este intento es realmente grandioso, y merece los mayores elogios hacia Des-
cartes, quien ante todo se caracteriza por una loable claridad que nos permite disfrutar
tanto al leer y releer su Discurso del método, monumento al deseo humano de buscar
la verdad –como su subtítulo indica no en vano–; aunque contiene muchísimos puntos
débiles, como un rígido dualismo platónico y una incapacidad de demostrar plena-
mente la realidad de las cosas externas al sujeto que se autopercibe. Nuestro deseo es
no basar ni la Filosofía en las Matemáticas ni las Matemáticas en la Filosofía, sino
encontrar la integración entre Lógica y Metafísica. Kant trató de unificar realismo con
idealismo, si bien sus apriorismos decantaron su teoría más bien hacia el inmanentismo
subjetivista. Suprimió el saber para dejar sitio a la fe, y construyó una teoría de la razón
práctica que resultó en una moral racional y universal. Tras él, Fichte, Hegel (con su
espíritu absoluto que se autogenera: lo en sí, que es la idea, lo fuera de sí, que es la
naturaleza, y lo para sí, que es el espíritu; la tesis, la antítesis y la síntesis), Schiller,
Schelling y los románticos llevarían el idealismo a su extremo absoluto; el marxismo
se afanaría por cambiar el mundo, por efectuar el tránsito de lo teórico a lo pragmático,
y todas estas tendencias desembocarían en la Hermenéutica alemana del siglo XX, con
Heidegger y Gadamer como principales autores. Paralelamente, la convicción de que la
Filosofía debía acercarse a las ciencias experimentales, un pensamiento que ya señaló
el propio Kant, auspició el inicio de la filosofía analítica en el ámbito anglosajón; dos
modos de ver el mundo que se enfrentaron en muchas ocasiones. Pero este avance de
las Humanidades y de las Ciencias conllevó un distanciamiento de la religión, que
se vio atacada por la misma razón que ella tanto había defendido y potenciado. Este
drama de la inteligencia ha devastado al hombre, y ahora urge una nueva síntesis entre
el saber y la fe que demuestre que no es necesario suprimir ninguno de los dos, que
rechace todo dualismo del espíritu humano y se declare a favor de una integración
98 CARLOS BLANCO

de estas dos facultades del espíritu humano que nos llevan3 a la contemplación de la
verdad. Conocer lo singular es conocer lo lógico en la totalidad, no debe haber escisión
alguna entre lo universal y lo particular, entre lo supraempírico y lo empírico, pues
todo pertenece al ser. ¿Cómo trascender la frontera aparentemente infinita que separa
los opuestos, como lo posible de lo real, lo espiritual de lo material, lo universal de lo
particular? Nos preguntamos, al mismo tiempo, si no será más útil asimilar esa infini-
tud, como las Matemáticas han hecho con su Cálculo Infinitesimal, y trascender ese
límite, contenerlo: buscar lo “transfinito”. El ser es lo universal, que sólo se da en grado
absoluto en Dios. Hay una razón suficiente que conecta todos los seres y los refiere la
Realidad Suprema, a Dios. A esta operación se refiere la “superforma trascendental”,
cuyas ventajas deseamos exponer a continuación.
El problema de lo reflexivo fue una de las causas de la caída del Círculo de Viena
(incapaz de dar razón del propio principio que postulaban), de la lógica de Frege (como
hicieron ver las paradojas de Russell) y del psicologismo en filosofía de la religión (en
efecto: los psicólogos presuponen una teoría del hombre y un concepto de religión para
fundar sus consecuentes tesis). Los paralogismos que surgen prueban que no se puede
estudiar el conocimiento (lo universal por excelencia) desde la exclusiva perspectiva
del sujeto que construye pero que también es objeto, como tampoco se puede hacer
sólo desde el objeto. El dualismo es por tanto inválido: se necesita un tercer elemento,
una síntesis, un unificador, que aquí identificamos con la superforma en relación con
las categorías; al igual que la Semiótica moderna establecida por Peirce contempla
tres aspectos, el lenguaje, el pensamiento y el mundo, en su análisis del concepto de
signo (un triángulo semiótico: he aquí la importancia del número 3, la síntesis por
antonomasia).
Berger afirma en Para una teoría sociológica de la religión (p. 50) que “la religión
es el intento audaz de concebir el universo como algo humanamente significativo”.
Desde la teoría de la superforma podemos decir que la religión sintetiza la antítesis
objeto-sujeto en un camino hacia lo trascendente. Los filósofos que han disertado so-
bre la religión han adoptado enfoques tan distintos que es bastante difícil llegar a una
conclusión certera. Kant consideró que la pregunta más relevante de la Filosofía era
“qué es el hombre”. Tiene razón, pues al fin y al cabo es el hombre quien filosofa. Pero
el filosofar nos abre a la trascendencia, y es por ello hemos de ansiar una integración.
El teólogo protestante Schleiermacher concebía la religión como un sentimiento del
infinito, de la totalidad, de una dependencia intrínseca del hombre con respecto al
Absoluto, y no como un pensamiento (filosofía) o un actuar (Ética). Kierkegaard, tan
alabado por Miguel de Unamuno, resaltó la individualidad frente al absoluto hegeliano
(una reacción semejante a la de Pascal frente al “gigante” Descartes en el siglo XVII).
Feuerbach llegó a definir la esencia de la religión desde su célebre “Homo homini

3
El Papa Juan Pablo II ha resumido muy bien estas ideas en su Encíclica Fides et Ratio (1998).
Ensayos filosóficos y artísticos 99

Deus”; Comte en su positivismo4 formuló su rechazo a la religión en su ley de los tres


estadios. ¿Por qué en vez de verlos linealmente no los observó como un triángulo,
que es matemáticamente más perfecto? Así habría integrado mito, religión, metafísica
y ciencia en la misma esfera del ansia humana por conocer la verdad. La religión, la
metafísica y la ciencia integradas en una misma concepción del Universo: eso es lo
que buscamos.
Mediante la superforma es posible demostrar que el Cristianismo es la religión
suma. No sólo hay que creer en un Dios (esto también lo hacen los deístas; tiene razón
el filólogo Wilamowitz al afirmar que nadie reza a un concepto, sino a una persona),
sino en la unicidad y en el carácter personal de la divinidad. El monismo, tendencia en
la que podríamos encuadrar el Hinduismo, disuelve lo concreto en lo absoluto; anula el
sujeto a favor del objeto (es lógico que Hegel sintiese tanto interés por esta religión, que
anticipaba muchas de sus teorías filosóficas; o que Schopenhauer encontrase refugio
a sus ansias de belleza y de completitud artística en lo exótico de la India: la voluntad
universal de Schopenhauer absorbe lo individual, constituye la razón suficiente de
cuanto ocurre. Contrapone Schopenhauer la “noluntad”; la renuncia suprema a la vida,
la identificación de la unidad con la totalidad, de clara inspiración oriental). Brahmán
es así visto como un dios filosófico, el realismo en que creen los miembros de la casta
más elevada de la India. En los Upanisad se explica todo: las reencarnaciones pre-
tenden integrar al individuo en la totalidad, fomentando así la multiplicidad (maya).
En ese tránsito del todo a lo múltiple atisban la superforma. En el Budismo Dios es
silencioso, oculto (uno de los calificativos del dios Amón entre los egipcios). Valoran
la santidad y la salvación (esto es perfectamente asimilable del Budismo en la síntesis
universal), así como las cuatro nobles verdades, ansiando una salvación perfecta (“nir-
vana”). Sin embargo, llegan al estado pero a no a la Causa, a lo Trascendente pero no
al Trascendente. A la luz de la superforma podemos interpretar que los budistas sólo
llegan al objeto (nirvana), pero no al sujeto, si bien sí contemplan el camino, el paso.
Les falta por tanto un elemento esencial de la síntesis, no pudiendo ser la religión
verdadera. La superforma demuestra que Dios es personal: puesto que la persona es
la forma máxima de ser sujeto, Dios, que es el Sujeto en esa síntesis universal, debe
cumplir la tendencia de la superforma en sentido absoluto, que tiende al límite máximo.
El henoteísmo egipcio se queda en la superforma, no viendo ni el objeto ni el sujeto;
Judaísmo e Islam llegan al sujeto, pero desdeñan lo objetivo. Cristo, en cambio, al ser
Camino, Verdad y Vida sintetiza perfectamente la tríada superforma-objeto-sujeto. El
Cristianismo es la religión que mejor responde a esa tendencia hacia lo trascendente
que puede considerarse una categoría del conocimiento humano (es más, constituye
el nexo entre categorías y trascendentales).
4
Brillantemente descrito por Henri de Lubac en El Drama del Humanismo ateo. Fue loable en su
momento el intento de E. Bloch, expuesto en Das Prinzip Höffnung (1954/1955), de establecer un fluido
diálogo entre el pensamiento marxista y el hecho teológico cristiano a través de la idea de “esperanza”,
horizonte de ambos. De hecho, la influencia de Bloch en la teología ha sido enorme, especialmente en
la “teología de la esperanza” de J. Moltmann y en autores como K. Rahner.
100 CARLOS BLANCO

Asombrada se queda la mente occidental al leer la siguiente sentencia del Chan-


dogya-Upanisad: “Cómo va a nacer lo Uno, el Ser, de lo no-uno, del no-ser? En ver-
dad, al comienzo existía lo Uno, el Ser, solo y sin segundo”. ¿Cómo no se va a poder
asimilar la sabiduría de Oriente ante tales verdades? En Éxodo 3,14 está la definición
más perfecta que se ha podido hacer de Dios: la Esencia Máxima, Universal, de la
que partió Descartes siguiendo a San Anselmo para demostrar la existencia del Altí-
simo. El argumento ontológico es el más elevado porque unifica los tres elementos:
el cosmológico llega a Dios sólo desde el objeto, la prueba físico-teológica se basa
en el orden de la naturaleza, en la inteligibilidad de la misma; la vía anselmiana, en
cambio, lo integra todo en la condición de Dios como Totalidad de la Posibilidad, Su-
jeto y Objeto máximo, y emplea la trascendencia de la superforma al pasar del orden
lógico al ontológico. Dios es la Síntesis, la Unificación sujeto-superforma-objeto; la
Inteligencia Suprema del Ser. De ahí que Aristóteles dijera en su Metafísica que “la
inteligencia se piensa a sí misma abarcando lo inteligible, porque se hace inteligible
con ese contacto, con ese pensar (...). La inteligencia se piensa a sí misma, puesto que
es lo más excelente que hay, y el pensamiento es el pensamiento del pensamiento”5.
¡Cómo fluye la inteligencia hacia el todo! El Budismo no admite la causa eficiente
(de ahí que los primeros misioneros jesuitas creyesen que era una forma de ateísmo),
pero sí la final. Ahora bien, si identificamos el nirvana con el fin, y el fin con la ra-
zón, llegamos a la noción de superforma, de lo trascendental, que ha conferido tanta
relevancia al Budismo. El Misterio será lo absolutamente reflexivo, el límite al que
la inteligencia no puede llegar, puesto que partimos de un sujeto imperfecto. Esta
misma imperfección del sujeto también nos conduce a la “analogia entis” de Santo
Tomás y de los escolásticos. Así, sus tres vías analógicas son asimilables al esquema
superforma-objeto-sujeto, remitiéndonos en último término al Misterio de la San-
tísima Trinidad. Los Upanisad también llegan a lo mistérico desde lo subjetivo del
hombre, el “atman”, y el estudio de lo mistérico nos lleva también a los mitos (modos
de conocer lo divino), tan importantes en civilizaciones como la egipcia, que postuló
una auténtica integración del mito en la Historia (de ahí su carácter tan peculiar, su
armónica persistencia a lo largo de los siglos). Lo antiguo, lo moderno; el tiempo, la
Historia; el eterno retorno del que habla Mircea Eliade, la referencia constante a lo
antiguo que describe Ortega y Gasset; la paz, la armonía, el orden: la integración. No
se trata de excluir, sino de asimilar. El optimismo cristiano, la alegría de quienes creen
en Cristo6 y son conscientes de que la providencia divina todo lo ha dispuesto de modo
que se manifieste la gloria de Dios. Los Rigveda, los textos sagrados de Zoroastro, el
Corán (magnífico libro repleto de verdades, poético, literario, con exhortaciones a la
paz que invalidan el fanatismo religioso de los fundamentalistas islámicos), el Antiguo
Testamento (que ya la tradición cristiana más temprana asimiló y consideró escritura

5
Metafísica XII, 8.9.
6
Alegría a la que Schiller dio forma en su célebre himno y que el genio de Beethoven inmortalizó
para la Música.
Ensayos filosóficos y artísticos 101

canónica, y que San Pablo y el mismo Jesucristo citan profusamente; el Cristianismo


asimiló el Judaísmo, consciente de que era no sólo su heredero, sino su culminación,
el cumplimiento de las profecías)... Todos contienen excelsas verdades que a la luz
de Cristo pueden ser vistas como semillas del Verbo, frutos de la acción universal del
Espíritu Santo en los corazones de los hombres. La providencia (“participatio Verbi”)
es asimilable al objeto; la Revelación al sujeto, la salvación a la superforma.
Existe el mal, el tránsito del ser al no-ser, la limitación que estudió San Agustín.
En un principio llegué a pensar que al igual que había un Ser Absoluto debía haber un
no-Ser no-Absoluto no en sentido maniqueo (pues los maniqueos le otorgaban a ese
no-ser una actualidad inconcebible en la nada), sino lógico. Pero reflexionando más
sobre la cuestión, y a la luz de la sentencia aristotélica “lo que es primero no tiene
contrario”7, nos dimos cuenta de que la superforma trascendente “es”, y comprende
también el categorumen negativo; consiste precisamente en esto su grandeza: asimila
la infinitud entre los opuestos, ser y no-ser, y representa por tanto el dominio del ser
sobre el no-ser, la omnipotencia de Dios, capaz de extraer el ser del no ser (la produc-
ción en sentido absoluto de que habla Aristóteles). Así, cuando el filósofo analítico
A. Flew plantea la siguiente paradoja: si es imposible que Dios no exista, al no haber
nada incompatible, la proposición carece de significado; está cometiendo un grave
error lógico-metafísico: los primeros principios no pueden tener ningún contrario, y
por tanto ninguna incompatibilidad; el uno no tiene contrario, es el único número que
al elevarlo a 1 o a –1 genera el mismo resultado –pues 0 elevado a –1 es una indeter-
minación, e infinito elevado a –1es 0–. La infinitud y la unidad se igualan en términos
absolutos. Sin embargo, el infinito no es un número propiamente dicho, sino una
tendencia constante hacia la unidad.
La Verdad es el centro de todo sistema. La Filosofía contempla la verdad; en la re-
ligión se comulga con la verdad. Y la verdad debe llevar a un firme compromiso ético,
que afirme el principado de la persona humana, y se eleve hacia los valores superiores.
Kant reduce la religión por completo a la Moral. Frente a ello, N. Hartmann propuso
cinco antinomias: la mundanidad de la Ética frente a la trascendencia de la religión;
la incompatibilidad Dios-hombre, Perfecto-imperfecto; la contraposición autonomía-
teonomía; la contraposición libertad-providencia y la noción de redención, éticamente
absurda. Cierto es que un reduccionismo tan acusado es incorrecto, porque la religión
aspira a una salvación que la Moral, por sí sola, no puede ofrecer, pues su función es
exclusivamente reguladora. Pero la consideración de la redención como algo éticamen-
te absurdo es incorrecta, pues es precisamente la redención lo que justifica la Moral, al
ser una acción del Bien Supremo, objeto mismo de la Moral. El imperativo categórico
(“obra de manera que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo,
como principio de una legislación universal”) ha de ser asimilado por toda filosofía
sana como una especie de principio de no-contradicción en la Moral. Kant criticó la
Metafísica a raíz de su negativa marcha histórica, sumida en interminables disputas
7
Metafísica XII, 10.
102 CARLOS BLANCO

y opiniones en temas que superan ampliamente nuestra capacidad cognoscitiva. Hay,


sin embargo, algo en lo que todos los filósofos han coincidido a lo largo de la Historia:
en la búsqueda de lo universal. En ese mismo principio, en el de la razón universal,
fundaremos nuestro intento de integrar todas las filosofías en una Síntesis Universal.
Los griegos superaron el mito con el logos, los gnósticos exaltaron el conocimiento
y la razón y minusvaloraron el misterio (resonancias gnósticas se encuentran incluso
en Meister Eckhart); en los tiempos modernos los bahai han establecido un sincretismo
religioso que busca la unidad de la ciencia y la religión, el fundamento espiritual de
la vida, la unidad de la humanidad y el orden armónico del mundo... Parece que esta
religión surgida en Irán8 en el siglo XIX, que ha influido enormemente en científicos y
eruditos, constituye un serio obstáculo para ver en el Cristianismo la auténtica síntesis
universal entre sujeto, objeto y superforma, puesto que se ha propuesto como uno de
sus principales objetivos la reconciliación plena entre fe y razón, religión y ciencia.
Su ansia de universalidad les lleva a considerar la multiplicidad lingüística como un
impedimento para lograr la unidad mundial, y su fundador Baha’u’llah insistió en
que debía haber un idioma auxiliar global, como el esperanto9. Creo que hay muchí-
simos aspectos positivos en la fe báha’í dispuestos a ser asimilados por la “sapientia
christiana”, aunque la negación de la divinidad de Cristo, su creencia en Dios como
una especie de imperativo racional, les acerca a las concepciones deístas. Mahoma,
Zoroastro, Abraham, Moisés, Jesús... todos son para ellos auténticos mensajeros de
un solo Dios. Consideran las intervenciones de Dios en la historia humana como
progresivas, y el Islam, como la más reciente de las religiones, habría constituido la
verdadera preparación de la fe bahai.
Buscar la unidad y la armonía es una tarea muy noble de la inteligencia humana.
El todo, lo universal...: la Verdad.
Integrar la teoría del acto de ser de Santo Tomás (que consideramos en perfecta
consonancia con la tesis más suarista de que la posibilidad funda la realidad, pues
para el Aquinate el “actus essendi” alude a la perfección absoluta del ser de todo ente
creado, limitada por su esencia finita, es decir, por su grado concreto de posibilidad; sin
embargo, y en virtud de la superforma, ese ser está integrado –participa– en la totalidad
de la posibilidad), la razón suficiente de Leibniz, las categorías de Kant, la idea de
Hegel...; las ideas más geniales de la historia del pensamiento filosófico, asimilándolas
con las teorías y el devenir general de la Ciencia, la sabiduría de las culturas de la India
y de China, y las más exquisitas exposiciones de la Teología, es el núcleo auténtico
de todo proyecto de Summa Universalis. Y si, como dice el Libro de los Proverbios
(1,7), “el temor de Dios es principio de la sabiduría”, no podemos olvidar que todas
nuestras ansias intelectuales se dirigen a la contemplación del Absoluto, y que las cosas
invisibles del Altísimo, como proclama el Apóstol, pueden verse a través de lo creado.

8
Persia, la India, el tránsito de culturas y de religiones; una riqueza intelectual del todo sorprendente...
9
No olvidemos que Lidia, hija del Dr. Zamenhof, era báha’í.
Ensayos filosóficos y artísticos 103

El gran Hegel ansió una racionalización plena de todos los fenómenos, un rechazo
total a la contingencia para atraparlo todo en la necesidad de lo absoluto. Ese espíritu
romántico e idealista que inspiró a tantos titanes de la Ciencia y del espíritu puede
ser acogido en la teoría de la superforma: la superforma se manifiesta como la razón
universal, la expresión misma de la universalidad del ser, la probabilidad en cuanto
vínculo entre lo posible y lo real.
LAS DIMENSIONES DE LA DIALÉCTICA NATURALEZA-
GRACIA: CONTEXTO GENERAL DE LA CONTROVERSIA
DE AUXILIIS (2003)

El conocimiento del mundo nos conduce al conocimiento del orden de la natu-


raleza, y el conocimiento de nuestro propio espíritu nos lleva al conocimiento del
orden de la gracia. Analizaremos los elementos fundamentales de la controversia “De
Auxiliis” del siglo XVI.
La existencia de un alma espiritual es un requisito indispensable para toda inda-
gación en busca de la verdad; la presupone y al mismo tiempo la demuestra. Conocer
es captar lo universal, captar la estructura misma del ser. Conocemos relacionando
objetos según los órdenes generales a los que pertenecen. Conocemos mediante prin-
cipios, como explican la filosofía de Aristóteles y la Escolástica, porque los principios
son las bases universales de las que divergen y hacia las que convergen todos los co-
nocimientos particulares. Y esa capacidad de aprehender lo universal no aparece en
los seres inferiores, que se limitan, en el caso de los animales, a “conocer” por medio
de sus sentidos lo particular de la naturaleza, no la naturaleza en sí. El conocimiento
de lo particular excluye la posibilidad de razonar, tanto deductiva, como inductiva o
abductivamente, porque en los tres casos se precisa de una cierta universalidad. Los
animales son incapaces de descubrir leyes, parámetros de orden, sistemas universales
que determinen el funcionamiento de las entidades naturales. El hombre no está com-
pletamente determinado por esas leyes. Gracias a esto es capaz de comprender esas
leyes y de advertir la inteligibilidad de la naturaleza. El hombre ha creado símbolos,
realidades que están en lugar de otras realidades. Mediante los símbolos es capaz de
remitirse intencionalmente a esas realidades sin necesitar su presencia física, su dimen-
sionalización captable; ellos mismos bastan para establecer una referencia del objeto.
Lo universal es lo total; lo total es la unidad, la integración de los componentes en lo
trascendental. La Revelación cristiana es toda ella el relato de un camino de salvación,
106 CARLOS BLANCO

el relato de la realización y del perfeccionamiento de las almas humanas, que se dirigen


hacia Dios, Fin de todo lo creado. La Creación es teofanía del Altísima, porque en ella
admiramos y contemplamos la huella de su Omnipotencia y de su Suprema Sabiduría,
que todo lo ha dispuesto según el bien, la verdad y la hermosura.
Dios es Absoluto e Infinito. Así dirá el Cusano que “la Verdad luce en las tinieblas
de nuestra ignorancia”1. Los estoicos se acercaron mucho a la visión cristiana del
mundo2. Su moral, su firmeza, su templanza ante la muerte y ante el dolor les hicie-
ron vislumbrar la luz del Verbo. Sólo les faltaba, pues, ese último paso, ese fin que
justifique nuestras buenas acciones, que sólo la Palabra Eterna nos puede otorgar. Los
filósofos antiguos se afanaron por conocer la naturaleza, los fenómenos y sus causas, el
ser, el hombre, la vida... Tan loables intentos de interpretar el cosmos les convirtieron
en “profetas” del gran milagro que estaba por llegar, que iluminaría la inteligencia
humana con los rayos de la Verdad. Porque, ciertamente, Santo Tomás tenía razón al
decir que cualquier cosa verdadera es inspirada por el Espíritu Santo. Y quienes trata-
ron de descubrir la verdad en las cosas creadas comenzaron un maravilloso e infinito
camino por alcanzar la plenitud del conocimiento de la verdad. Cristo, viniendo al
mundo, nos ha revelado los tesoros más ocultos del Reino de los Cielos. Y lo ha hecho
con tal sencillez que la sabiduría humana ha tenido que postrarse ante su grandeza.
Es sencillez lo que nuestra mente ansía en el estudio del mundo y de sus fenómenos.
Sencillez no siempre posible, pero sencillez por el hecho mismo de ser inteligible y
accesible a nuestra inteligencia. Y el sublime mensaje de Nuestro Señor ha difundido a
1
De docta ignorantia I, 3-26. La sabiduría del Cardenal Nicolás de Cusa, uno de los hombres
más ilustres de su tiempo (una era magnífica, una era de cambios en el espíritu humano, donde una
nueva visión del mundo que propugnaba regresar a los valores y a las concepciones clásicas iniciaba
una original interpretación del mundo; un Renacimiento de la cultura que es más bien una culminación
del grandioso orden medieval, que supo mejor que nunca conciliar y armonizar la fe con la razón, a
Cristo con el hombre, a la Verdad con aquél que la busca. El mayor logro del Renacimiento fue el Arte,
la humanización de las ansias infinitas de lo trascendente, la expresión de lo inefable como grato a
los sentidos. El arte cristianizado es una de las invenciones más originales del hombre: la cultura y el
saber destinados a dar gloria a Dios. Hombres tan destacados como Leonardo da Vinci se afanaron por
dominar todos los campos del saber, por conocer la naturaleza y entender sus leyes), teólogo, filósofo,
matemático, canonista, historiador...,es verdaderamente fascinante. Sabiduría que se manifiesta en su
convicción de que es en Cristo en quien se ha realizado la unión hipostática entre la Creación y lo creado,
entre el Absoluto y lo finito, entre el Fin y lo contingente. Y la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es la
depositaria privilegiada de esta unión. En sus numerosas obras desarrolló una interesante cosmovisión
centrada en Dios como Absoluto Infinito que el hombre nunca habría llegado a conocer de no haber sido
por la Encarnación del Verbo, de la Palabra que es Expresión Eterna del Padre. Como en muchas obras
del pensamiento clásico y de los Doctores escolásticos, algunos de sus escritos poseen un valor perenne,
una instrucción constante al hombre en su deseo de conocer al Ser Supremo, que es Persona. Porque
la ignorancia que de Él tenemos es docta, una ignorancia consciente, resultado de nuestra limitación;
ignorancia que es sabiduría plena.
2
Sólo es necesario leer los escritos de Séneca, de Epicteto o de Marco Aurelio, donde se percibe
por doquier la fortaleza intrínseca del espíritu humano. Pero una fortaleza condenada a la inmanencia, a
sí misma, a su propia limitación y a su propio sin sentido. La naturaleza es del todo explicable, pero el
hombre no lo es, porque la infinitud de su espíritu no es susceptible de ser teorizada. El hombre introduce
por tanto una discontinuidad en el orden de lo natural, un punto de encuentro entre el orden de lo divino
y el orden de lo material, entre Dios y sus obras, Dios y sus operaciones, Dios y sus actos magníficos.
Ensayos filosóficos y artísticos 107

las almas los decretos de la divina sabiduría, penetrando con tanta intensidad en lo más
íntimo de los hombres que hoy ya todo ha sido transformado por la luz del Evangelio.
La ciencia, la filosofía, las artes, el Derecho, el Arte... Todos ellos son producto de
una visión cristiana del mundo. Al creer en Dios Omnisciente, Creador del Cielo y de
la Tierra, el alma cristiana advertía que en la naturaleza hay una huella del Altísimo,
una huella del perfecto orden y de la perfecta sabiduría con la que actúa, pues “todo
lo hizo con orden, peso y medida”; “Dios ordenó y creó todas las cosas”3. Todo lo
dispuso bueno, verdadero, único. Dios dotó de trascendencia a la creación. Si Dios se
nos ha revelado por el Hijo, cuánto más inteligible será todo a la luz de su doctrina. Y
Cristo, al decirnos que es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, nos ha enseñado
que todo cuanto nuestra inteligencia busca está en Dios; de Él procede todo cuanto es
y hacia Él se dirige. Leyes y principios buscan las ciencias. La matemática, universal
y fiel instrumento, plasma con elegancia y belleza la descripción de la realidad, fruto
de la convicción de que detrás de lo real subyace una estructura maravillosa, un orden
divino don del Creador. La Filosofía se llenó de la luz potentísima del Evangelio. La
idea de Dios está inspirada en la idea cristiana de la divinidad, ser personal capaz de
amar a sus criaturas. Los griegos obtuvieron quizá el grado máximo de sabiduría que
los hombres podían alcanzar sin la luz de Cristo. Cultivaron la ciencia, hicieron gran-
des logros en la Matemática, interpretaron e intentaron comprender el mundo desde
diversos sistemas filosóficos, que aún hoy nos sorprenden por la fuerza de muchas de
sus verdades. Hombres como Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides, Sócrates, Platón,
Aristóteles, Arquímedes, Eratóstenes... progresaron en el estudio de las ciencias y de
las artes, y algunos, como el Estagirita, estuvieron a las puertas de la verdad. Puertas in-
franqueables, sin duda, por la limitada inteligencia humana. Puertas que sólo la humil-
dad de voluntad, la aceptación de la Buena Nueva de Salvación que Cristo encomendó
a su Iglesia al derramar la sangre de su costado sobre la tierra de nuestro mundo, podía
traspasar. Sin Cristo la oscuridad y la soledad del hombre impiden actuar plenamente
al Espíritu Santo en nuestros corazones. Los pueblos paganos adoraban a ídolos y se
prestaban a toda clase de sacrificios para satisfacer a deidades incognoscibles. Sólo
Cristo ha mostrado a Dios, porque el Dios verdadero que ha creado el mundo y lo ha
hecho inteligible para la razón humana habría de ser loado por descubrirse al hombre,
por enseñarle la verdad universal. Nada había más propio del Dios que creó los Cielos
y la Tierra y que dotó de tanto orden y de tanta belleza al mundo que revelarse a sí
mismo y reconciliarse con el hombre. La Inteligencia Suprema se hace cognoscible a
las inteligencias humanas mediante Cristo. Así dirá San Agustín que “nuestra ciencia,
pues, es Cristo, e, igualmente, nuestra sabiduría es Cristo. Él pone en nosotros la fe en
las cosas temporales. Él nos muestra la verdad de las cosas eternas”4.
Los paganos estaban corrompidos por el pecado; realizaban sangrientos ritos y
violaban la dignidad de los hijos de Dios. Buscaban sin resultado el bien. Espectáculos
3
Cf. San Agustín, Enarrationes in psalmos 144,13.
4
Cf. De Trinitate 13, 19, 24.
108 CARLOS BLANCO

fieros, donde decenas de seres humanos morían para deleitar a la plebe, sólo pudie-
ron desaparecer con la llegada del Cristianismo: “Vino Él y exhaló su fragancia, y el
mundo quedó perfumado”5. La sociedad cristiana instauró paz y sosiego; armonía con
el mundo, armonía con la conciencia que cree que el mundo es inteligible, armonía
con el corazón humano que ansía el bien. El Cristianismo cambió la faz de Imperio,
se extendió hasta los confines de la Tierra; el Cristianismo volvió a crear al hombre.
Hombres nuevos nacerían de la nueva religión, a quienes la luz del Verbo había mos-
trado los caminos de salvación. Europa no puede volver al paganismo. Prescindir de
la herencia cristiana es volver a la oscuridad y a la barbarie de la falsedad. La verdad
que Cristo nos ha mostrado no puede dejarnos impasibles. Europa, el viejo continente,
la esencia intelectual de la raza humana, el hogar de los grandes genios de la Historia,
cuna de la cultura, del mundo civilizado; Europa, grandiosa tierra donde las mentes
concibieron visiones del mundo, teorías científicas, obras de arte. Europa es el corazón
del mundo. El carácter cristiano de Europa está tan intrínsecamente ligado a su his-
toria que bien podemos decir que Europa es cristiana; la Historia es cristiana, porque
el tiempo es obra de Dios, y la Historia narra las acciones de nuestro espíritu en el
tiempo. El tiempo se mueve, el tiempo no es constante; el tiempo sucede, pasa, varía,
cambia, se altera. La condición de absoluto no puede aplicarse al tiempo. Cristo, sin
embargo, ha establecido la reverencia más sublime, una referencia imperecedera: su
nacimiento, el hecho más trascendente de cuantos podían acaecer en esta dimensión.
Cristo ha nacido, lo Infinito se ha reconciliado con lo finito.
La naturaleza es un sistema magnífico, una unidad dirigida hacia un mismo fin. El
orden de la gracia, la esfera de lo sobrenatural, entra en el cosmos a través del espíritu
humano. Los milagros son posibles gracias a la existencia de un plano intermedio entre
lo sobrenatural y lo natural, entre la materia y el espíritu. Este plano, esta frontera de
trascendencia a medio camino entre lo finito y lo infinito, es el ser del hombre, síntesis
del ser real. Los milagros no violan las leyes de la naturaleza. Porque la ley supone un
orden, y el milagro lo que hace es introducir una inteligibilidad si cabe mayor, pues
muestra a la mente humana destellos de luz procedentes del plano de lo sobrenatural.
En lo milagroso Dios comunica a los hombres que sólo Él es Absoluto, que las le-
yes que creemos definitivas e inquebrantables nada pueden ante Aquél que las creó.
Porque, en efecto, nada serían sin Dios, Causa de todo cuanto es. Nadie mejor que la
venerable y santa mente del Obispo de Hipona para ilustrar estos pensamientos: “La
hermosura misma del Universo es como un gran libro; contempla, examina, lee lo que
hay arriba y abajo. No hizo Dios, para que le conocieras, letras de tinta, sino puso ante
tus ojos las criaturas que hizo. ¿A qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la
Tierra te vocean: somos hechura de Dios”6. Los antiguos asociaban la perfección con
lo limitado, con lo fácilmente aprehensible. El mundo, la esfera de la Tierra, constituía
el centro del cosmos. Copérnico y los iniciadores de la ciencia moderna cambiaron
5
Cf. San Agustín, Enarrationes in psalmos 90.
6
Cf. Miscellanea agostiniana I, 360.
Ensayos filosóficos y artísticos 109

esta concepción del mundo al mostrar que el lugar en que moraba el hombre no era
el centro del Universo. De este modo, la ciencia moderna contribuyó a convencer
al hombre de que el plano sobrenatural es el que más intensamente concierne a su
ser, a su espíritu, donde él es el verdadero centro, pues sólo existe la referencia de
la Omnipotencia y Omnisciencia del Altísimo. La ciencia moderna7 estuvo movida
por la convicción de que era posible encontrar unas leyes sencillas que, expresadas
con el pincel de la Matemática, describiesen el funcionamiento de los fenómenos
del cosmos, los principios generales que rigen los actos de las entidades materiales.
Buscaban, pues, sencillez, armonía, inteligibilidad. El hombre había advertido que era
ciertamente capaz de interpretar la Creación y de hallar su sentido. Aún hoy, a pesar
de las grandes revoluciones que la Física, la Biología y en general todas las ciencias
han experimentado, seguimos creyendo que el sistema de la naturaleza es coherente,
y que seguiremos pudiendo perfeccionar nuestro conocimiento de sus mecanismos.
La ciencia entera se ha convertido en una entidad dinámica, en constante movimiento,
sujeta a los infinitos progresos de la mente humana. La ciencia se ha humanizado, ella
misma es prueba patente de la condición de síntesis de naturaleza y de gracia que os-

7
Newton, con su concepción del espacio y del tiempo como entidades absolutas independientes
de la influencia de los cuerpos, y con su teoría mecánica omnicomprensiva, parecía haber culminado
las aspiraciones más profundas de nuestras mentes. Mediante la sencillez de la ley de la gravitación
universal había conseguido explicar lo que a los antiguos tantos cálculos complicados les había costado,
además de poder dar razón de fenómenos anteriormente ignorados. Con Newton la ciencia, el deseo de
conocer los principios generales que rigen los actos de las entidades tan inscrito en lo más íntimo de la
inteligencia humana, estuvo a punto de cerrarse. La revolución einsteiniana devuelve, por así decirlo,
la “normalidad” al espíritu humano; la gráfica de la evolución del conocimiento comienza a decrecer
tras Newton, porque Einstein nos ha mostrado que la mecánica clásica no sólo no podía explicar
muchas perturbaciones físicas, como la del perihelio de Mercurio o los resultados del experimento de
Michelson-Morley, teniendo que recurrir a las ficciones del éter y del espacio-tiempo absolutos, sino
que ha introducido intrínsecamente en la Física el dinamismo propio de la naturaleza, y ha mostrado
que la mecánica clásica está inscrita en un contexto teórico mucho más amplio de lo que en un principio
se pensó. Las relaciones de las que hablaba Leibniz han sido asimiladas por la física moderna bajo el
concepto de “Relatividad”, que priva al espacio-tiempo de su estatuto asubstancial, absoluto, impasible e
inmutable, y lo convierte en una semientidad dotada de dinamismo, curva en el caso de las dimensiones
espaciales, en constante movimiento en el caso de la sucesión temporal. Un cosmos que ha necesitado
el empleo de geometrías que en ocasiones desafían a la imaginación, pero no a la razón humana. Y ha
abierto las maravillosas puertas de la naturaleza como un todo que se manifiesta continuamente y en
distintas formas a la mente humana. En la Matemática se puede hablar de una continuidad histórica (un
gran edificio que se va construyendo gracias a las aportaciones de los grandes genios, como Euclides,
Arquímedes, Newton, Euler, Gauss, Cauchy, Riemann..., y que nunca se derrumba), aunque en las últimas
décadas el estudio de las fractales, del caos y de los números hipercomplejos haya podido alterar la
formalidad y la universalidad de esta disciplina, acercándola más a la esfera de las ciencias empíricas; en
la Física hemos visto como antiguos modelos cosmológicos que se tenían por definitivos han dado paso
a sistemas aún más grandiosos. Es la diferencia entre la ciencia de los posibles, la ciencia que sólo opera
en el ámbito de la infinitud de la mente humana, y que se guía por la universalidad de la inteligencia y
de sus principios lógicos, y la ciencia que ansía una cierta completitud en sus explicaciones, pero que
debe tratar con la mutabilidad de lo natural. Hay un nexo entre estos dos órdenes, pues el cosmos, el
todo del ser, el categorumen positivo, no es una dualidad, sino una unidad en lo trascendental. Y este
nexo radica en el concepto de superforma, de inteligibilidad y de racionalidad absolutas, que remiten
al Creador como principio y fin.
110 CARLOS BLANCO

tenta el hombre. Porque, ciertamente, en él se dan en perfecta armonía ambos órdenes,


el de lo divino y el de lo natural. Lo infinito y lo finito convergen en el hombre; como
la convergencia lleva implícita la unidad, la identificación final entre los términos,
una cierta trascendencia, habremos de decir que el hombre es el ser eminentemente
abierto a la trascendencia, a la libertad absoluta de las leyes del Reino de los Cielos,
que participan de la perfección del Creador. El hombre no está limitado por las leyes
de la naturaleza: ha sabido descubrirlas, llenando así sus ansias de conocimiento.
La Revelación coincide con la inteligencia al mostrarnos que en el principio estaba
Dios, eterno e inmutable. Dios, “qui est” (el nombre que Moisés escucha de la boca
del Altísimo contiene toda la ciencia, toda la sabiduría a la que podemos aspirar8, pues
todo cuanto buscamos hace referencia al ser, y Dios es el Ser; hemos emprendido una
búsqueda de lo que es, del principio que es en sí mismo, del nooumenon supremo que
gobierna la esfera del categorumen positivo, de la Expresión del ser, de la Palabra del
ser, de la razón del ser, y sólo Cristo nos lo ha mostrado).
Dios ha creado para manifestar su gloria. Ha sido su perfecta voluntad la que ha
querido ampliar la esfera del ser y crear nuevos entes a partir de la nada. Dios vence
continuamente a la privación, engrandece los dominios del categorumen positivo.
Pero la cuestión radica en si los posibles se derivaban lógicamente de la Esencia
Perfecta, Inmutable y Eterna de Dios o si, por el contrario, fueron creados por Dios
al mismo tiempo que creó las cosas reales. Me inclino por la primera opción, a saber,
que las nociones posibles positivas se derivan desde un principio de la Perfección de
Dios, que es el Absoluto de toda Lógica. Y esto no contradice la creación ex nihilo,
porque pocos discreparán si decimos que Dios, antes de crear efectivamente, pensó en
cuanto iba a crear, y el hecho mismo de pensar fue causa suficiente de que tales cosas
surgieran en virtud de su aptitud ontológica. Cuando la Escritura dice que “Dios vio
que era bueno” (Gn 1,25), hemos de advertir que Dios ve el tiempo desde fuera, en
su continuidad, en un eterno presente que se manifiesta en lo pretérito y en lo futuro.
Dios creó de la nada, es decir, de la ausencia de entes reales; los entes posibles, como
nociones positivas derivables del ser, estaban ya en Dios. Dios sólo, por acción de su
voluntad, retomó estas nociones y las dotó de actualidad.
Dios lo ha previsto todo para cada individuo. Lejos de anular su libertad, ha dis-
puesto para él las vías lógicas que llevan a su fin último y necesario, en virtud de su
trascendentalidad arjeteleológica. Dios conoce los condicionales que podrían afectar

8
Con razón afirma el Prof. Clavell en El nombre propio de Dios que “todo nuestro hablar sobre Dios
se edifica sobre el fundamento de que Dios es el Ser. Los demás nombres no harán más que expresar la
riqueza inagotable contenida en el Ser subsistente, que encierra todas las perfecciones”. Otras versiones
de este célebre pasaje son: la griega, ἐγώ εἰμι ὁ ὤν (ego eimi ho on; Biblia Sacra cum Vatabli, 1729),
esto es, Aquél que continúa eterno, que persevera en su esencia sin limitación alguna, con un único
sentido ontológico, con una unidad máximamente trascendente, donde convergen todos los posibles y
todos los reales en la Necesidad Absoluta del Ser, Dios, el único sujeto absoluto, el único Yo del Ser,
Razón de todo, Pensamiento Máximo de su propia Inteligencia, Verdad Suprema, nexo supremo entre
lo posible y lo real. Acto continuo, fuerza ontológica suma.
Ensayos filosóficos y artísticos 111

a los sujetos no en sí, sino accidentalmente, como meros posibles. Por tanto, Dios no
influye en las decisiones de cada espíritu libre, pero sabe que toda vía lógica conduce
a la infinitud posible de su esencia. Porque Dios, mediante su ciencia de la visión,
conoce los acontecimientos reales en un presente eterno y continuo. Dios conoce el
presente, el ser, no lo futuro. El futuro aún no es en acto; cuanto podemos decir del
futuro es que en él la dimensión móvil del tiempo aún no ha alcanzado un valor real.
No se puede decir, por tanto, que Dios conozca cada una de nuestras acciones futuras.
Dios conoce las posibles acciones que habremos de realizar, y al ser la ciencia divina
la causa del ser, con su intelección Dios causa que esos posibles sean aptos para con-
vertirse en actos según la voluntad de cada individuo. La inteligencia divina conoce lo
pasado y lo presente como una continuidad entitativa, pero no puede conocer lo futuro
por el sencillo hecho de que aún no existe, es una posibilidad que no se puede incluir
en el orden efectivo. Si Dios lo conociese, habríamos de decir que su omnipotencia,
derivada de la perfección de su Suma Inteligencia, sería causa de que tal o cual acción
hubiese sido realizada. Lo cual no puede ser aceptado del todo por los teólogos cristia-
nos, porque el Señor en la Cruz dio muestras manifiestas de nesciencia. Las profecías
no constituyen decretos visionarios, pues éstos han de ser interpretados, y los Santos
Padres así lo hicieron desde la luz del Evangelio, “ex eventu”, cuando Cristo ya había
sido “la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9).
Porque, verdaderamente, con la luz de la verdad se puede comprender el conjunto de
cuanto es. Decir que Dios no conoce lo futuro no es, en absoluto, limitar su infinita
inteligencia, como no lo es tampoco afirmar que su voluntad no puede modificar las
verdades eternas de la Lógica (contradecirse a sí mismo, violar el principio de que
cuanto conoce y hace está en un presente eterno). Significa, simplemente, que Dios no
conoce lo que aún no es en acto, pero sí lo conoce como posible. Y para que torne acto
es necesaria la intervención de un sujeto que actúe. Será, por tanto, imposible que Dios
conozca en anticipación cada uno de nuestros actos. Y de este modo se justifican los
castigos narrados en las Escrituras, pues cada acción ha dependido de la actuación de la
libre voluntad del sujeto, que merecerá ser alabada o castigada. La voluntad de Dios es
manifiesta: “Dios quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento
de la verdad” (1 Tm 2,4). Y este decreto de su volición es plenamente inteligible: llegar
a conocer la verdad supone unirse íntimamente a Dios, alcanzar el fin de toda criatura.
Ser salvo no es sino ser liberado del pecado y alcanzar la gloria eterna junto al Ser
Supremo, que es el fin de toda criatura. Y la voluntad de Dios ha otorgado al hombre
la gracia de la libertad, la gracia de la capacidad de decidir los fines de las propias
acciones. Y esta maravilla del don divino permite a los hombres elegir sus propios
caminos. Dios no fuerza, pues, a las almas a seguir su voluntad, pero consciente de
que la voluntad y la inteligencia humana son imperfectas, las ha iluminado mediante
la Revelación. Porque el fin del hombre es Dios, la Perfección Suma. Hay, por tanto,
una ciencia en Dios, un conocimiento total del ser: del ser posible y del ser real, que
es la ciencia del movimiento universal de las criaturas, la ciencia arjeteleológica en
112 CARLOS BLANCO

grado sumo; los posibles son infinitos, los entes reales están en número limitado, y
sólo Dios, que es real, es Infinito, pero de la integración de posibilidad infinita y de
realidad infinita en Dios emerge la Necesidad Absoluta del Ser Supremo, que le hace
poseedor de la razón suficiente de todo cuanto es.
La libertad humana está dimensionada, esto es, definida por las condiciones espa-
ciotemporales que relacionan todo cuerpo con el conjunto del mundo material y con el
conjunto de los mundos posibles. Las dimensiones actúan como marcos de referencias
en los que cada ente despliega su actividad. La libertad es limitada, imperfecta. Hay
un orden perfecto entre la gracia y lo natural, que la infinita sabiduría del Altísimo
ha dispuesto desde el comienzo del mundo. La naturaleza legislada, sujeta a las leyes
que los hombres han podido describir de forma matemática, interpretándola según los
criterios universales de la formalidad de los números, se reconcilia armoniosamente
con la gracia, en virtud de la infinita trascendencia que une a ambas: hay una fron-
tera infinita entre lo divino y lo material, y esta frontera es trascendente, infinita, y
sólo la omnipotencia de Dios, la superforma divina que ha causado todo lo posible y
todo lo real (los posibles son posibles porque Dios es la Infinitud de lo posible, por sí
mismos nada son, si se prescinde del contexto de la infinita posibilidad divina) puede
franquearla. Los milagros son razonables, porque aunque parezcan ir contra el orden
y los principios de la naturaleza, no lo hacen contra el orden del sistema del ser, del
categorumen positivo: proceden de la gracia, de la bondad infinita que Dios que dirige
sus acciones hacia fines eminentes. El orden de la gracia y el orden de la naturaleza
forman un sistema del que emerge la propiedad de la trascendencia: la armonía de la
unidad entre ambas esferas del ser genera una infinitud que nos remite al Ser Necesa-
rio, a la Trascendencia en sí misma considerada. La armonía entre el sistema general
de lo natural y de lo gratuito se dan en el hombre, que es en cierto modo el centro del
ser. La gracia es el don de Dios al hombre, que le permite alcanzar fines que por las
fuerzas solas de su intelecto y de su voluntad nunca sería capaz de ganar. La gracia es
por tanto una entrega cuya razón está en la voluntad de Dios, que todo lo ha orientado
hacia el bien. “Esta gracia de Dios, sea ordinaria o extraordinaria, tiene sus grados y
sus medidas, es siempre eficaz en sí misma para producir un cierto efecto proporcio-
nado, y además es siempre suficiente”9. La gracia entra pues en el orden de lo previsto
por Dios para cada criatura, que está en armonía con el orden de lo previsto para el
todo, porque la unidad y la totalidad se identifican en último término. La gracia nos
da entendimiento, luz divina que nos exhorta a descubrir la verdad que subyace en lo
natural: “el intelecto (...) tiene necesidad del don de la gracia del Creador para poder
realizarse en el acto de entender”10. De qué modo la gracia divina viene a nuestras
almas fue explicado por San Agustín: Dios las ha dispuesto generosamente, y a la vo-
luntad humana le corresponde aceptar sus dones, porque sin obras la gracia no puede
actuar eficazmente, ya que la realización de una obra constituye la confirmación de
9
Leibniz, Discurso de metafísica, 30.
10
Nicolás de Cusa, De dato Patris luminum I, 92.
Ensayos filosóficos y artísticos 113

que la libre voluntad del individuo, que Dios respeta sobre toda cosa, acepta someterse
a los decretos de Dios. Pero sin la gracia de Dios, sin la disposición universal hacia el
bien propuesta para cada individuo, nada bueno podría acometerse. Y a la pregunta de
cómo el hombre puede dirigir su voluntad hacia fines malos, responderemos que tales
fines no siempre son tenidos por malos por quien los comete. Dios todo lo conoce.
Conoce lo cognoscible, lo que posee una entidad real, una independencia que no le
sujeta a la derivabilidad lógica, sino que de por sí le constituye en sujeto de actos. Y
Dios sólo conoce lo que el hombre hace cuando lo ha hecho realmente, porque los
meros posibles no representan acciones dignas de premio o de castigo, sino acciones
merecedoras de premios o de castigos posibles, que el sujeto aún no ha actualizado
responsablemente11. Y las acciones, a pesar de estar dentro del tiempo, exceden de
alguna manera el tiempo, porque los posibles son atemporales, y lo actual es substan-
cial, mientras que el espacio y el tiempo son semisubstanciales.
Al tratar estos temas que versan sobre la reconciliación de la omnisciencia divina
con la libertad que la misma omnisciencia ha querido conceder al hombre, materia en la
que entran con tanta fuerza aspectos clave de la Lógica y de la Metafísica, del análisis
de lo posible y del estudio de lo real, es inevitable hacer referencia a las dos grandes
corrientes que disputaron entre sí durante la célebre controversia “De Auxiliis”, que
no llegó a una conclusión clara al respecto. Será necesario precisar que la convicción
de que todo cuanto Dios ha hecho es razonable no quiere decir que podamos explicar
todas las acciones de Dios, muchas de la cuales permanecen incognoscibles para
nuestras limitadas inteligencias, en virtud de los misterios ocultos para nosotros para
cuya dilucidación habremos de esperar a la vida futura. Para Luis de Molina S.I. (cuya
obra De liberi arbitrii cum gratiae donis concordia, publicado en Lisboa en 1588, ha
alcanzado grandes cotas de celebridad en la Teología de la gracia) Dios, además de la
ciencia de mera intelección, mediante la cual Dios conoce lo puramente posible, y la
de visión, por la que conoce lo real, tiene una ciencia media que le permite conocer
los futuribles o condicionales que se realizarían si se pusiese una condición que aún
falta. La condición supone una determinación de la posibilidad, la fijación de una
constancia a lo posible. El conocimiento de lo condicionado se deduce del conoci-
miento de lo posible en cuanto antecedente, y del conocimiento de lo real en cuanto
consecuente, porque es lo posible lo que determinará lo real, que no es más que una
ampliación transfinita del grado de posibilidad. Hay un concurso simultáneo, según
Molina, entre la causa primera y la causa segunda, concurso que no subordina ninguna
de ambas. El concurso es la participación de una misma acción; en este sentido, es la
equiparación de los fines de las voluntades libremente ordenadas de ambas causas.
La simultaneidad se da por tanto en el orden teleológico, no en el orden efectivo, que
es en el que podría peligrar el mantenimiento de la libertad individual. Además, no se

11
A este respecto afirma Leibniz (Discurso de metafísica, 30): “Siendo las determinaciones de Dios
en estas materias cosas imprevisibles, ¿de dónde sabe que está determinada a pecar, sino cuando peca
ya efectivamente?”.
114 CARLOS BLANCO

deduce necesariamente que peligre la gracia eficaz; las acusaciones de pelagianismo


vertidas contra la escuela jesuítica parecen a todas luces injustificadas, porque es la
gracia divina la que propicia de modo eficiente que la voluntad humana se predisponga
hacia la consecución de una acción meritoria. La gracia divina no corresponde de modo
apodíctico a un cierto sujeto; es decir, no se puede deducir necesariamente de la noción
del sujeto el que vaya a recibir una determinada gracia; sólo se puede deducir que es
posible que la voluntad de Dios le conceda una determinada gracia. Pero la voluntad
de Dios es libre en grado tan sumo que no depende de sus propias previsiones: Dios
no tiene por qué haber previsto conceder algo de forma gratuita a sus criaturas, porque
en todo lo que no altere al orden general –el orden lógico y universal–, es la voluntad
de Dios lo que prima eminentemente. Y el orden de la gracia es el marco de actuación
de la voluntad de Dios, armoniosamente integrado con el orden de lo natural en el
orden general del ser. Y como el orden general del ser no se reduce a la mera suma de
los distintos elementos de los dos órdenes por separados, sino que de la integración
de ambos emergen propiedades que le confieren un carácter entitativo y autónomo,
no se concibe que la decisión de Dios, que siempre tiende a un fin bueno –ésta es la
verdadera razón de todas las acciones divinas, que son infinitamente razonables: la
tendencia hacia lo trascendental–, vaya a alterar el orden general porque arbitrariamen-
te decida algo que quizás no había previsto. Prever no significa ver en anticipación el
conjunto de los reales, sino deducir lógicamente los distintos conjuntos composibles
que conducen hacia un mismo bueno en mismo grado. Los futuros contingentes son
posibles condicionados, posibles definidos en alguno de sus aspectos. Pero este con-
dicionamiento introduce ya una constancia, introduce una realidad. Así, Dios puede
conocer parcialmente los futuros contingentes porque Él conoce todo lo real (en virtud
del principio universal de la razón, porque la racionalidad está presente en la misma
constitución del ente lógico como predicado que inhiere un sujeto. La razón posee un
estatuto de capacidad trascendental, de nexo entre el contenido del sujeto y el contenido
del predicado. Si Leibniz hubiese seguido en esta línea, muy probablemente habría
llegado a la conclusión de que la posibilidad es un trascendental, porque lo evidente
es que al sujeto le pueden ocurrir muchas cosas, pero algo le tiene que ocurrir).
Domingo Báñez O.P.12 intenta salvar la eficacia de la voluntad divina siguiendo
un modelo metafísico bastante cercano a las doctrinas de Santo Tomás. Partiendo de
la idea de concurso previo, atribuye a Dios la exclusividad de la causalidad. Las cau-
sas segundas son causas impropias, porque la moción creadora, el impulso primigenio
que ha dado lugar a la acción de las causas ulteriores, procede de Dios. El concurso,
que normalmente se entendería como simultaneidad, y que es para Báñez una consta-
tación a posteriori, supone una coincidencia entre la acción creadora o promotora de

12
Las obras principales en las que recoge sus tesis sobre la gracia, la libertad humana y la
omnisciencia divina son Apología fratrum praedicatorum in provincia Hispaniae sacrae theologiae
professorum, adversus novas quasdam assertiones cuiusdam doctoris Ludovici Molina nuncupati
(1595); Responsio ad.
Ensayos filosóficos y artísticos 115

Dios y la libertad contingente de las causas segundas. La acción de la causa primera


determina suficiente y eficazmente la actuación posterior de las causas segundas, sin
la cual nada excepto Dios podría obrar y producir efectos. Pero el concurso de la cau-
sa primera no puede ser tal que anule la libertad de las causas siguientes; el influjo
físico previo de Dios es necesario, pero no suprime el libre albedrío de las causas
segundas. No hay un influjo extrínseco como en la teoría del Padre Molina S.I., en la
que la coordinación entre las acciones de la causa primera y de la causa segunda se da
en el marco de la ciencia media, puesto que de ambas causas sólo se puede predicar
una causalidad parcial. La premoción física no es una creación a partir de la nada, sino
un influjo, una transmisión de fuerza volitiva hacia la causa segunda, un impulso
necesario para que ésta pueda disponer su voluntad hacia la realización de una obra.
Además, esta premoción no se basará en una prioridad temporal, sino en una prioridad
ontológica que la causa primera prosee con respecto a la segunda. Según Báñez, Dios
conoce por ciencia de visión desde la eternidad todos los posibles, todos los futuros
contingentes que para los hombres dependen de su libre voluntad, para cuya realización
promueve eficaz y no finalmente a las causas segundas. La gracia eficaz da a la vo-
luntad la capacidad real de obrar, y no la mera disposición que otorgan las gracias
suficientes. Pero la gracia suficiente es necesaria para la salvación. El problema laten-
te es el de la necesidad a la que está sujeta la libertad humana, que habrá de actuar
según los decretos de Dios. La solución que ofrece el Profesor de Salamanca es bas-
tante insuficiente: Dios determinaría a que se obrase libremente, como determina a las
criaturas no libres a que obren de modo necesario. Determinar según la libertad pare-
ce contradictorio: la libertad es precisamente la ausencia de una determinación que
obligue a la causa a obrar según la necesidad natural. Hablar de determinación de la
libertad es un recurso lingüístico inconsistente. Dios no determina a obrar libremente,
es la propia voluntad la que, en virtud de su libertad, obra libremente. Lo que Dios ha
determinado es que el hombre sea libre en sus actos, pero no el actuar mismo de forma
libre. Decir que Dios determina a actuar libremente vuelve a los orígenes de la cues-
tión: ¿cómo se reconcilia ese actuar libre con la determinación causal de Dios? ¿Ha
predeterminado Dios el contenido mismo de la acción, o sólo la forma en que la acción
va a ser desarrollada? Porque si sólo ha previsto el modo de la acción, no podemos
asegurar la omnisciencia divina de la acción, y si ha determinado el contenido mismo
de la acción, es difícil conservar la autonomía de la libertad humana. La solución de
Molina parece más conciliadora: hay un punto en común del que participan de modo
incompleto tanto la causa primera como la causa segunda. Dios tiene una ciencia
media que le otorga el conocimiento de los futuribles contingentes en cuanto tales,
pero no de los futuribles contingentes en cuanto ya realizados por el actuar humano
sobre la base de su libre arbitrio. Sin embargo, no resulta absolutamente necesario
postular la presencia de tres tipos de ciencias distintas en el conocimiento de Dios, que
es más bien una unidad plena y armónica. Las distinciones pueden ser útiles para la
comprensión de la problemática, pero esto no quiere decir que hayan de ser necesarias.
116 CARLOS BLANCO

Por ello no juzgo imprescindible la introducción de divisiones en la ciencia divina:


hay una sola ciencia en Dios, la ciencia absoluta en virtud de la cual Dios conoce todo
lo que hace referencia al ser. Dios posee la superforma máxima del ser, la razón sufi-
ciente que asegura la inteligibilidad de toda forma entitativa, y que responde a la Su-
prema Inteligencia de Dios. Para Él nada puede ser ininteligible; la razón suficiente
se funda en la omnisciencia divina, y no al contrario. De aquí se sigue que el conoci-
miento de Dios es la causa de todo cuanto es, y que la razón suficiente, el principio
por el cual afirmo con Leibniz que nada ocurre sin una razón que vincule el sujeto y
el predicado de modo necesario o contingente –necesario para la omnisciencia divina,
contingente para la limitada inteligencia humana–, es un efecto de la suma omniscien-
cia de Dios. Dios lo conoce todo de modo necesario, la razón suficiente que vincula
cada sujeto con cada predicado –en el plano lógico– o cada substancia con cada acto
–en el plano metafísico, pues el principio de razón suficiente es en sí la universalidad
que coordina lo posible con lo real, dando razón de lo posible y razón de lo real–, los
posibles de modo necesario y absoluto, con todas sus implicaciones, y los reales con
todas sus posibilidades. Dios tiene una ciencia supremamente integradora, capaz de
concebir todas las propiedades derivables lógicamente de cada substancia individual
o de cada posible singular. La ciencia de Dios es la ciencia arjeteleológica, la ciencia
por la que Dios conoce las causas de todo cuanto es y los fines hacia los que se dirigen
los seres contingentes. Dios conoce el Principio, que es Él mismo, y el Fin, que también
lo es, y a través de la razón suficiente tiene conocimiento de todas las causas segundas
y de todos los fines subalternos. Dios conoce lo real en cuanto real, la substancia de
lo real, y lo posible en cuanto posible. No podemos decir lo mismo de lo posible que
deviene real, porque en ese caso lo conocerá como real, ni de lo real que actualiza una
cierta posibilidad, porque conocerá esa posibilidad como posible hasta que es actua-
lizada. Porque Dios es la Verdad, y conoce máximamente lo verdadero, de lo cual se
infiere que Dios no conoce como real algo que todavía no es real. Se objetará a este
planteamiento que el conocimiento de Dios se está supeditando a la dimensión tem-
poral, haciéndolo depender del cuándo de la acción. Una objeción similar se podría
efectuar contra la teoría bañeciana, donde la idea de concurso simultáneo parece
obligar a la causalidad divina a obrar al mismo tiempo que la causa segunda. Respon-
deré que el tiempo no es una entidad completamente substancial, sino que es una
semisubstancia que depende semiaccidentalmente de los cuerpos, como los cuerpos
dependen también del tiempo y del espacio. El tiempo será así la medida de lo posible
en cuanto deviene real, y de lo real en cuanto actualiza posibilidades. No se puede
decir que el conocimiento de Dios dependa del tiempo, que es efecto suyo, ni que el
tiempo actúe como una especie de absoluto material al que Dios no tiene acceso; sino
que el tiempo determina la contingencia de lo real y de lo posible según el paso de la
posibilidad a la realidad (esto está en consonancia con la definición que Aristóteles
dio del tiempo: “la medida del movimiento según el antes y el después”). No es el
tiempo lo que determina la actualidad de algo, sino el obrar de la causa, que es tras-
Ensayos filosóficos y artísticos 117

cendente al tiempo, pues la actualización de un posible supone la apertura de un


nuevo horizonte arjeteleológico para ese posible: la capacidad de dirigirse hacia el fin
último. Lo real, lo actualizado a partir de lo posible, sea en el tiempo sea fuera de él,
es en sí un absoluto no definido totalmente por la referencia temporal o espacial. Se
ve como, desde estos presupuestos, no hay problema alguno en afirmar que Dios no
conoce los posibles como futuros actos reales, sino que conoce los posibles como
posibles actos reales, y los actos reales como actos reales. Suele ser lugar común entre
los filósofos y los teólogos, especialmente entre quienes pertenecen a la Escuela del
Aquinate, decir que Dios no prevé, sino que lo ve todo en un único acto de conoci-
miento independiente del tiempo. Esta opinión, bien intencionada, pues trata de salvar
ante todo la eternidad esencial de Dios, no conduce, por el contrario, a una solución
clara del problema de la omnisciencia divina y la libertad humana. Negar el conoci-
miento de los actos futuros no es en absoluto limitar la omnisciencia divina, es sim-
plemente aclarar que Dios conoce el posible como posible y en potencia de ser real,
pero no el posible como real hasta que efectivamente deviene real. El conocimiento
de Dios no se restringe al conocimiento de lo actual: Dios elige posibles que en virtud
de su omnipotencia es capaz de actualizar, habiéndolos inteligido previamente. Cuan-
do decimos de Dios “previa” o “posteriormente” estamos hablando de forma analó-
gica. En Dios no hay tiempo. Él es eterno. Pero esto no quiere decir que los actos de
las criaturas sean visibles “ab aeterno”, porque si lo fuesen, habría que afirmar que
estos mismos actos poseen una cierta eternidad en la mente de Dios. Lo cual les equi-
pararía, en cierto sentido, a la eternidad divina: ser conocidos desde la eternidad es ser
causados en la mente infinitamente posible, real y necesaria de Dios. Quienes afirman
que Dios conoce de antemano los que serán condenados y los que serán salvos no
hacen mucho por alabar la gloria de Dios, no lejos de la condición de déspota. Dios
sabe que es posible que se condenen o que se salven, y conoce los ulteriores grados
de posibilidad, que vienen determinados por los condicionantes contingentes que
pueden afectar a esos posibles (lo que el Padre Molina incluiría bajo su definición de
ciencia media). Pero todo es una totalidad cognitiva en el Ser Supremo, una función
máxima que relaciona todos los posibles en sus distintos grados, que agrupa la com-
pletitud del ser y extrae a partir de ella cosas buenas para sus criaturas. Dios no lo ve
todo en anticipación. Su conocimiento es un conocimiento eterno de lo posible; pero
las distintas entidades reales que surgen desde una posibilidad previa derivada de la
Lógica del Ser no son efectivamente conocidas por Dios hasta que pueden ser consi-
deradas como reales. Las realidades amplían la esfera del ser, la extensión óntica de
la razón suficiente. Esto no significa que Dios no sea totalidad del ser, y que las enti-
dades creadas aumenten su esencia. En absoluto: manifiesto mi rechazo a todo sistema
panteísta, que no reconozca en el Ser divino una Persona máximamente perfecta que
despliega un amor infinito hacia sus criaturas. Dios es el todo; y lo múltiple hacia Él
converge. Pero lo múltiple tiene su independencia intrínseca (y no arjeteleológica), su
dinamismo natural y libre. Dios conoce todas nuestras acciones por la repercusión que
118 CARLOS BLANCO

tienen sobre nuestra condición arjeteleológico, es decir, sobre nuestra eficiencia y


nuestra finalidad. Dios conoce a través de las causas extrínsecas de los entes contin-
gentes, sin las cuales no existiría ente alguno. Y se ve desde estos presupuestos que
Dios conoce cada una de nuestras acciones cuando ha repercutido efectivamente en
el orden de nuestra contingencia, en nuestra categoría de efectos y agentes que se di-
rigen hacia un fin, hacia un fin trascendente y último, que es el Ser Supremo.
Si la plenitud y la completitud de la armonía entre el orden natural y el orden de
la acción divina se manifiestan en el hombre, habremos de razonar cómo el alma y el
cuerpo, cómo lo espiritual e infinito y lo dimensionado y finito, pueden unirse íntegra
y substancialmente para formar un único ente; “porque el hombre no es sólo cuerpo o
el alma sola, sino el que consta de alma y cuerpo. Esta es la verdad: que no es todo el
hombre, sino la mejor parte del hombre, el alma; ni todo el hombre es el cuerpo, sino
porción inferior del hombre; cuando ambas cosas están juntas, se llama hombre”13.
Aristóteles no pudo explicar de modo satisfactorio cómo el alma y el cuerpo se unían
para formar la persona humana, aunque sí señaló que el compuesto resultante constituía
una unidad substancial. Platón y Descartes emplearon explicaciones dualistas, estable-
ciendo distinciones taxativas entre la substancia espiritual y la substancia material (la
“res cogitans” y la “res extensa” en la filosofía cartesiana). El paralelismo psicofísico
de Leibniz parece inadecuado, porque es demasiado hipotético, y obliga a Dios a haber
tenido que armonizar lo que ya había creado en el primer momento de la Creación,
cuando lo más lógico es suponer que la infinita inteligencia del Ser Supremo concibió
que cuanto iba a ser actualizado sería íntegramente armonioso, compatible cada parte
con el todo, sin necesidad de mejorar lo ya realizado, preestableciendo una armonía
que la omnisciencia divina exige que estuviese ya contenida en las cosas creadas de
forma natural. La Medicina moderna, la Neurología y la Fisiología, ha logrado expli-
car cómo funciona el cerebro, el órgano de la inteligencia, de un modo más o menos
completo (de todos es sabido que la Neurología es la ciencia menos desarrollada en
la actualidad). Pero, como es evidente, no ha podido dar respuestas al planteamiento
metafísico de la cuestión: cómo la infinitud del alma se une con la finitud del cuerpo.
Es la filosofía la que deberá abordar la pregunta.
Lo infinito es la sucesión no cuantitativa de lo finito. Lo infinito es lo finito
incuantitativo, pues la inconmensurabilidad de lo infinito es una de sus propiedades
más evidentes. El infinito no es un número, un mero adjetivo que pueda ser definido
según la categoría de la cantidad. El infinito es una posibilidad que sólo se puede
actualizar en un único caso (de haber varios infinitos actuales cabría preguntarse, al
igual que en las hipótesis politeístas, en qué se diferencia cada infinito entre sí. Si se
diferenciase en algo, claro estaría que ninguno sería completamente infinito, porque
la única diferencia de un infinito actual con otro podría estribar en la posesión de una
sucesión más o menos larga, o de una inconmensurabilidad más o menos absoluta, lo
cual es imposible, pues el infinito es por definición algo absoluto, un género único
13
Cf. San Agustín, De Civitate Dei, 13, 24, 2.
Ensayos filosóficos y artísticos 119

sin especies posibles). Al igual que la unidad tiene un carácter especial en el conjunto
de los números reales (es un trascendental que conecta por tanto el orden lógico con
el ontológico, y no se limita a actuar como un simple “adjetivo” que se atribuye a las
substancias reales según su condición), la infinitud también es especial dentro de lo
posible. La infinitud retira la limitación; la infinitud perfecciona, pero sólo puede
perfeccionar realmente cuando el infinito está en acto (cosa que sólo acontece en el
Ser Supremo, que es Infinito tanto posible como real y necesariamente). En el plano
de los posibles, la infinitud no ha alcanzado el grado máximo de su entitatividad; la
infinitud no es, por así decirlo, infinita, porque aún depende de las potencialidades
que los entes tengan de ser infinitos o limitados. La infinitud se “limita” de este modo
a ser una indeterminación que la ciencia Matemática ha tratado siempre de superar
y de admirar al mismo tiempo gracias al esfuerzo de los intelectos más brillantes
de la Historia. El caso del hombre es una fascinante singularidad en el orden de lo
creado. La infinitud del espíritu, que es apertura pura a la trascendencia máxima, se
conjuga substancialmente con la materia finita, dimensionada y limitada. Pero, si lo
analizamos bien, veremos que la diferencia entre ambas realidades (la espiritual y
la material) no es tan grande como cabría suponer. Porque lo materia es potencial-
mente infinita, como también lo es lo espiritual. El término común que relaciona y
proporciona ambas realidades es la infinitud potencial. El espíritu es una infinitud
posible máximamente abierta al Ser Supremo que dota al hombre de una inteligencia,
de una conciencia y de una voluntad que le hacen capaz de determinar sus propios
fines (esto es: de limitar la esfera infinita de los posibles). Porque el hombre no es
“infinitus in actu”, sino que su infinitud está ciertamente abierta a la actualidad más
eminente, limitada por la concreción y objetivación de la materia. El hombre está así
inmerso en la trascendencia misma, en la frontera entre lo infinitamente posible y lo
infinitamente real (he aquí, en el hombre en su integridad, la imagen más maravillosa
del Altísimo: varón y mujer los creó, a su imagen y semejanza; ¿qué si no el ser del
hombre es la imagen de Dios? La Encarnación del Verbo ha confirmado al hombre
que está hecho a imagen y semejanza de Dios, porque incluso la Eterna Palabra del
Padre ha aceptado por obra y gracia del Espíritu Santo participar completamente
de la naturaleza humana). Así como el orden de lo espiritual es, por así decirlo, la
posibilidad perfecta (o si se quiere, la esfera de la necesidad misma), y la materia es
la realidad pura, el ser humano constituye la individualización de ese límite infinito
que discierne los dos planos: un único sujeto infinito y finito al mismo tiempo, que
trasciende a la esencia de lo real, a lo posible y a lo necesario, una síntesis del ser.
Síntesis posible, en virtud de la infinita posibilidad misma del espíritu y de la infini-
tud potencial de la materia. El dinamismo de lo material, el movimiento, la energía,
la fuerza, la potencia intrínseca de lo real, denotan una infinitud, una capacidad
continua de transformar, de dotar de nuevas realidades, de perfeccionar las esencias
y abrir lo existente a las distintas esferas y grados del ser. La posibilidad es posible
(esto no es una mera tautología: decir que la posibilidad es posible es afirmar que es
120 CARLOS BLANCO

lógica e inteligible, y que por tanto los hombres son capaces de operar intelectual-
mente con y en ella), la realidad es real, y la necesidad es; es el ser máximamente:
es necesaria, verdadera en todos los posibles y en todos los reales.
Si se pregunta, por tanto, cómo es posible que el espíritu y el cuerpo se unan en
una integridad bajo un mismo sujeto, tal que afirmemos que el hombre es un espíritu
encarnado o un cuerpo espiritualizado, de bien podemos responder que reproduce la
esencia misma del ser, en todos sus modos y grados, en un único sujeto; y que se ha
efectuado en virtud de la infinitud potencial de la materia y la infinitud posible del
espíritu; que se ha realizado en la frontera infinitamente trascendente del ser, y que ha
dado lugar a un ser infinitamente abierto al ser. En resumen, diremos que en la unión
substancial de alma y cuerpo se actualizan, en cuanto potencias trascendentes, las
respectivas infinitudes del espíritu por sí mismo y de la materia. El dinamismo vence
al caos, que es el dinamismo de la nada; el caos es la ininteligibilidad pura, que se
opone a la inteligencia impresa en las cosas creadas.
El problema de la compatibilidad entre la teoría de la Evolución y una visión
creacionista del alma es ciertamente inquietante. Porque, en efecto, si la Evolución
no es sino expresión del constante devenir del ser material en el espacio y en el
tiempo, que adquiere nuevas formas, nuevas estructuras, nuevas proyecciones y
nuevas amplitudes, ¿es posible hablar de una acción individual de la Divinidad al
conferir cada alma espiritual a cada sujeto singular? ¿A partir de cuándo, por así
decirlo, adquirió la Divinidad conciencia de que debía conferir un alma espiritual
a los miembros de la especie humana? ¿No es situar la acción divina en un plano
excesivamente mecanicista, obligándola a crear un alma incluso en situaciones tan
extrañas como, por ejemplo, un embarazo indeseado? No pensamos que el hombre
tenga autoridad intelectual para imponer esta acción a la Divinidad. Ciertamente, la
sola evolución material no llega al espíritu, a la autoconciencia, a la trascendencia
del plano de lo material a un lugar ontológico superior desde el cual es posible re-
flexionar sobre lo material mismo. Pero definiendo lo material como una dimensio-
nalización del espíritu, parte por tanto de la infinitud de lo espiritual, advertiremos
que aparece así como una potencia que la Evolución ha ido definiendo hasta llegar
al momento óptimo (entendemos por óptimo el momento en que el soporte material,
la condición necesaria de la actividad autoconsciente, alcanzó tal desarrollo como
para poder ejercer dichas funciones) en que su dinamismo adquiere una entidad
propia: la autoconciencia.
La naturaleza y la gracia convergen en el hombre, que es la reunión de todas las
infinitudes del ser (la imagen de Dios, el reflejo del Altísimo, que es la única Infinitud
Actual). El hombre, cognoscente libre del cosmos, privilegio de la Creación. La gra-
cia como continua y necesaria asistencia de Aquél que es Necesario, sin la cual nada
bueno podría ser obrado por el hombre (lo bueno es lo trascendente a la voluntad; así,
cuando el hombre ansía la verdad y la bondad busca en todo a la Trascendencia misma,
a Dios Todopoderoso y Omnisciente); la naturaleza como el dinamismo actualizado
Ensayos filosóficos y artísticos 121

en todas las entidades reales. Todo converge hacia la Unidad Absoluta del Ser: Dios,
quien se ha manifestado a través del Hijo en la plenitud de los tiempos: “el Hijo, en la
esfera de lo divino, es una verdadera manifestación del Padre según la omnipotencia
absoluta y según la luz infinita”14.

14
Cf. De dato Patris luminum IV, 111.
LA VIDA DEL ARTE: EN TORNO A LOS LIBROS PINTURA
Y REALIDAD DE ÉTIEN GILSON Y LA POESÍA Y EL ARTE
DE JACQUES MARITAIN (2005)

La reflexión sobre la Estética como disciplina filosófica se remonta al siglo XVIII,


con los trabajos del ilustrado Baumgarten y, sobre todo, con la magna Crítica del Juicio
de Kant, en la que adquirió un estatuto científico pleno.
Posteriormente, y gracias a las aportaciones de Hegel y de los románticos, el Arte
se convirtió en un objeto privilegiado para el desarrollo de los diferentes sistemas fi-
losóficos. Desde entonces, prácticamente no existe propuesta filosófica que se precie
y que aspire a tener un mínimo grado de universalidad y pase por alto la Estética. El
Arte se manifiesta, de esta forma, como una especie de “laboratorio”, en el que se
prueban las diferentes visiones del mundo. Por tanto, analizar las contribuciones a la
reflexión estética de un pensador no es sino contemplar el alcance de sus proyectos
intelectuales y comprobar la verdadera naturaleza de sus propuestas. Basta con dirigir
nuestra mirada en retrospectiva a lo que se vino a llamar el “realismo socialista”, im-
plantado en la Unión Soviética desde 1934: un arte al servicio del régimen estalinista,
un arte comprometido con el ejercicio político y que, al no gozar de iniciativa propia,
murió cuando lo hizo el régimen político. La espontaneidad artística no puede ser su-
plantada por una determinada concepción del mundo, por una Weltanschaaung, sino
que es el Arte por el arte (por mucho que le pesase a Ortega) lo que marca las pautas
de la reflexión filosófica. En otras palabras: el Arte viene primero, y luego, si acaso,
la reflexión filosófica, pero el Arte brota de las entrañas mismas de una cultura, posee
una fuerza propia y un dinamismo que sólo la decadencia histórica de un pueblo es
capaz de agotar. La Filosofía no hace sino sistematizar los conceptos y los pensamien-
tos latentes en ese arte, pero no lo configura: lo “formaliza”, le confiere un sentido y
una universalidad, como por ejemplo en el Romanticismo, pero el Arte surge antes.
124 CARLOS BLANCO

Los dos libros que comentamos, Pintura y Realidad de Étienne Gilson y La Poesía
y el Arte de Jacques Maritain, representan dos esfuerzos encomiables de elaborar una
reflexión filosófica sobre el Arte inspirada en el pensamiento cristiano y que mana,
muy especialmente, de las aguas siempre límpidas y calmantes de la obra de Santo
Tomás de Aquino, teólogo al que nuestros dos escritores dedicaron gran parte de sus
vidas. El texto de Gilson, sin duda uno de los grandes historiadores del siglo XX y
uno de los principales especialistas en la cultura, la filosofía y la teología de la Edad
Media (otrora tan denostada a favor del Renacimiento, sin comprender que, aun con
rupturas, en la Historia también existe continuidad, y que no sería posible entender el
genio de Italia y su mirada a Grecia y Roma sin comprender la Edad Media, donde ya
se dio esa mirada a los clásicos con la recepción de filósofos como Platón o Aristóte-
les), responde a ese propósito.
Gilson pronunció una serie de conferencias en la National Gallery of Art de
Washington en la primavera de 1955 (¡hasta el tiempo acompañaba a Gilson, pues
qué mejor que la primavera y el rebrote efusivo de vida y movimiento que se da en
este tiempo para reflexionar sobre una de las creaciones más sobresalientes del genio
humano: el Arte!), publicadas en 1957 bajo el título de Painting and Reality. La obra
de Jacques Maritain, el “fundador” de la democracia cristiana y, en consecuencia,
uno de los pensadores católicos más influyentes del pasado siglo, es fruto, también,
de unas conferencias que el filósofo francés pronunció en el mismo escenario que su
compatriota y colega Gilson, pero tres años antes, en 1952. Será interesante cuando
menos, y fascinante en todo caso, examinar cómo dos de las grandes figuras de la
intelectualidad católica de la primera mitad del siglo XX, y que se enmarcan en el
contexto de la magnífica tradición católica francesa (con figuras tan notables como
Bernanos y su Diario de un cura rural, el poeta converso Paul Claudel y sus cantos a la
Virgen María, que contienen algunos de los versos más bellos en la lengua de Moliere,
o el premio Nobel de Literatura François Mauriac). Iniciaremos, por tanto, un breve
repaso al contenido de ambos libros, para luego proceder a exponer nuestra propia
reflexión sobre el espíritu de lo clásico y de lo romántico: sobre el espíritu del Arte, al
fin y al cabo, que fusiona lo pasado y lo futuro en la constante búsqueda de lo eterno.
Empezaremos por la obra de Gilson, más “sistemática”. Nuestro filósofo comienza
preguntándose por el modo de existencia de la pintura, haciendo honor a su profundo
conocimiento de la forma de filosofar que se dio en la Edad Media y que, heredera de
Aristóteles, no podía sustraerse en ningún momento a la pregunta por las causas. Y es
que el Estagirita había definido la Ciencia como “el conocimiento cierto por causas”.
Cuestionarse por la naturaleza de las diversas causas que convergen en un determinado
objeto es así signo de cientificidad.
Toda obra artística posee una existencia física: El Jardín de las Delicias, de El
Bosco, existe “físicamente” en forma de cuadro y se conserva en el Museo del Prado,
en Madrid. La ópera Turandot, de Puccini, existe físicamente en modo de grabación
sonora, o en sus partituras. Toda manifestación artística tiene una existencia física,
Ensayos filosóficos y artísticos 125

porque el Arte conmueve a nuestros sentidos. Al igual que el mundo físico y que el
mundo que nos rodea en general, lo captamos mediante nuestros sentidos. Pero, ¿se
limita la existencia de la obra de arte a la pura facticidad física? A todas luces no. Y
por ello Gilson habla también de “existencia estética”. Citando un ejemplo que pone
el mismo Gilson, las pinturas de las cuevas de Altamira poseen una existencia estética
propia, porque el observador no se queda en su soporte físico, ya de por sí notable, sino
en lo que significan para el desarrollo de la cultura humana y para nuestra comprensión
de la evolución del ser humano. Su valor no reside sólo en la maestría del legendario
artista del Paleolítico, sino en el genio humano mismo, capaz de alumbrar ya desde
antiguo, desde hace miles de años, una conciencia estética, una conciencia de que era
capaz de plasmar el mundo inmaterial e inasible de sus pensamientos, de su ego, en
las paredes de las cuevas en que habitaba. El Arte desliga así al hombre de la pura
evolución biológica: el hombre crea el arte quizás por una necesidad, pero en todo caso
por una necesidad estrictamente humana, personal, y no biológica o relacionada con
la supervivencia de la especie, aunque luego le demos fines distintos que sí puedan
contribuir al progreso de la especie humana. El arte egipcio, en todas sus maravillas,
no hace sino plasmar la idiosincrasia de toda una civilización a través de lo bello. Los
egipcios habrían sobrevivido sin haber esculpido los colosos de Memnón, aunque para
ellos fuesen tan necesarios como sus creencias religiosas parecían conllevar. Se puede
sobrevivir “físicamente”, biológicamente, sin Arte, pero no se puede ser hombre sin
esa existencia histórica que tan difícil de caracterizar nos resulta.
Como afirma Tomás de Aquino, el arte perfecciona al hombre tanto en conoci-
miento como en poder ejecutivo1. Y no es menos cierto en lo referente a la “ejecución”:
la Misa de la Coronación del sempiterno W.A. Mozart es ya, de por sí, sublime, pero
¿no añade aún más grandiosidad el verla representada en el Vaticano y bajo la batuta
de Herbert von Karajan?
Además, la obra de arte posee una individualidad que la hace inconfundible. Y
esta “singularidad” comienza por el material del que está hecho. Cada pintor tenía
sus técnicas y sus modos de proceder. Un Velázquez resulta así inconfundible, como
han demostrado las modernas técnicas de análisis. No es lo mismo, por su parte, un
original que una reproducción, y por ello aborrecemos tanto las falsificaciones y el
robo de originales (como ocurrió hace unos años con El Grito de Munich en Oslo,
obra maestra del expresionismo). Creamos museos para que la existencia de la obra
perdure en la conciencia de nuestro tiempo, para conferirle mayor duración y mayor
amplitud. El museo es así el templo del arte, en el que los hombres “prestan culto”
a las creaciones de los grandes genios dela Humanidad, conscientes de que todos
participamos, de una u otra forma, de los sentimientos y de las ideas que los artistas
quisieron plasmar en sus obras.
La identidad del cuadro y su autenticidad son, así, dos aspectos que Gilson con-
sidera esenciales a la hora de caracterizar, filosóficamente, una pintura o una obra de
1
De virtutibus in communi, art. 7
126 CARLOS BLANCO

arte en general. La identidad está en estrecha relación con el origen: el pensar que
una determinada pintura fue compuesta en la Florencia de los Médici ya nos sugiere
mucho, nos invita a contemplarla desde una óptica diferente a si se hubiese creado
en nuestros días. Pero, como muy bien recoge Gilson, las obras nacen y mueren. Hay
autores “muertos”, que interesan a pocos, y en gran medida el genio de cada época re-
side en saber recuperar lo verdaderamente grande de los tiempos pretéritos. Quizás no
mucha gente haya oído hablar de William Blake, poeta y pintor romántico inglés, pero
estoy seguro de que cuando contemplen sus cuadros, sus representaciones plásticas
de poemas como Tiger, tiger burning bright/ in the forests of the night..., apreciará su
genio, un genio que emerge del romanticismo londinense y que nos muestra lo mejor
de una época y de un hombre apasionante como este místico decimonónico.
A continuación, el filósofo parisino procede a esbozar una “ontología de la pin-
tura” inspirándose en las categorías metafísicas de Aristóteles. Compara, así, forma
y devenir en un cuadro y, sobre todo, “creación y nada”. ¿En qué sentido se habla de
creación artística? Se dice cuando se comprende que se ha creado algo donde antes no
había nada, pero no se aplica en el mismo sentido que cuando se afirma Deus mundum
ex nihilo creavit. Más bien se parece a la noción platónica de “Demiurgo”, de genio
artístico que da forma a la materia previa, pero no al Dios judeocristiano que creó
(bará en hebreo) “el Cielo y la Tierra”.
Gilson prosigue analizando la dinámica de la creación pictórica: de qué parte el
artista y adónde pretende llegar. Comienza con lo que Cézanne llamaba “pequeña
sensación”2, una especie de inspiración o de “éxtasis” (en la línea de la theia mania
de los griegos que tan brillantemente estudió J. Pieper en su libro Entusiasmo y delirio
divino). El artista percibe las “formas germinales y las posibles”: qué tipo de formas
puede usar para dar vida al tema artístico que busca. Aquí es muy interesante recordar
que filósofos como Platón o Leibniz consagraron gran parte de sus escritos a analizar
la distinción entre lo posible y lo real, en particular el pensador alemán con su teoría de
“los mundos posibles”, de los cuales el Creador elige el mejor. Las formas germinales
adquieren figura, pero no por ello vida: algunas mueren, requieren tiempo para que el
genio artístico les dé consistencia o, incapaz o desilusionado, las deseche.
Efectuado este rápido paso por el mundo de la ontología estética, Gilson entra
a fondo en el espacio de la pintura y de la belleza: “entrar en un universo poblado
por objetos cuya función es dar placer es, también, establecer contacto con el orden
de la belleza pura”3. Nuestro filósofo reconoce que la reflexión sobre la naturaleza
de lo bello aún andaba en mantillas en época de Santo Tomás de Aquino, aunque a
ningún gran hombre se le ha escapado la necesidad de preguntarse por la naturaleza
de lo bello y por lo que mueve a la búsqueda de la belleza. Reconoce Gilson que hay
características en una obra de arte “objetivas”, por así decirlo, como los sublimes
armónicos de Las Bodas de Fígaro de Mozart, pero acaba por aceptar que, al fin y al
2
Cf. E. Gilson, Pintura y Realidad, 2000, 171.
3
Op. cit. 211.
Ensayos filosóficos y artísticos 127

cabo, el reino de lo estético sólo se encuentra plenamente en la subjetividad humana,


o, citando a Schiller: Die Wissen teilest du mit vorgezognen Geistern; Die Kunst, oh
Mensch, hast du allein4: “El saber lo compartes con espíritus privilegiados, pero el
arte, ¡oh hombre!, lo posees tú solo”.
Si es complicado definir lo bello y juzgar una obra como bella, más aún lo es hablar
sobre lo bello. El lenguaje de lo bello ha fascinado a las conciencias desde antiguo.
Los mayores poetas y genios de la palabra han tratado de legar los pensamientos que
de su mente surgían al contemplar una obra de arte. Sin ir más lejos, uno de nuestros
grandes literatos, Miguel de Unamuno, dedicó unos hermosísimos versos al Cristo
de otro de nuestros genios, Velázquez. Pero, ¿es posible hablar sobre lo bello? La
pregunta sería análoga a decir: ¿es posible hablar sobre la subjetividad, es posible ha-
blar sobre uno mismo? Los filósofos, psicólogos y, sobre todo, los escritores y poetas
llevan siglos tratando de hacerlo, así que imposible del todo no puede serlo. Lo que
Gilson llama el “mundo de la conversación” es precisamente el mundo de los que, sin
ser profesionales del Arte, sin ser artistas, hablan y discuten sobre el arte. Los museos
son prueba de nuestra afición insustituible por conversar sobre el arte: “las religiones
tienen iglesias, los libros bibliotecas, las ciencias y las letras tienen universidades, la
música tiene conservatorios y salas de conciertos, la pintura tiene galerías o museos de
bellas artes”5. Hemos “institucionalizado” el goce artístico, y en los últimos tiempos
ha dejado de ser el pasatiempo de las élites políticas, culturales o económicas, pues
está a la disposición de todo hombre. Éste es, sin duda, uno de los grandes triunfos de
la edad contemporánea: la difusión universal del Arte y del conocimiento, que lejos
de enclaustrarlos en la tan a menudo pobre percepción de los poderosos, lo ha abierto
a la mirada, ingenua o novedosa, de toda persona.
El placer que causa una obra de arte no es “tout á fait indépendent” del motivo
que representa. No es lo mismo la plasmación artística de la imagen de una montaña
que la de una ciudad, aunque ambas posean un grado común de maestría artística o
incluso de “belleza objetiva”, si es que podemos hablar en estos términos. El motivo,
la temática, sí importan. Sugieren, proponen, inspiran, dan ideas, nos hacen pensar...
Asimismo, el fenómeno del Arte y de su evolución se desmarca de las dinámicas
evolutivas de otras disciplinas que honran con no menor intensidad al genio humano,
como las ciencias experimentales. Y es que estas últimas han progresado reduciendo
la cualidad (tan predominante en la física aristotélica, que despreciaba todo intento
de matematización de la Ciencia como actividad fútil) a la cantidad: Galileo, Newton,
Einstein... Todos fueron capaces de plasmar sus ideas físicas con el lenguaje de la Ma-
temática, en el que, en frase del mismo Galileo, está escrito el libro de la Naturaleza.
Pero el Arte no se ha movido en esa dirección. Una obra de Arte no supera a otra o no
nos inspira o exalta más por ser mayor, por tener más colores o más formas... Puede
que en ocasiones concretas ocurra de este modo, pero no es ni la tónica ni la norma
4
F. von Schiller, Die Künstler II, 32-33.
5
Op. cit. 255.
128 CARLOS BLANCO

general. En el Arte reina la cualidad: la Gioconda es minúscula en comparación con


Las Meninas, y de hecho todo visitante del Louvre se sorprende ante su pequeño
tamaño. Pero ninguno osaría afirmar que es menos significativa para la historia del
Arte que el cuadro de Velázquez. La comprensión es esencialmente cualitativa, y todo
intento de “cuantificar” la belleza, como en general toda facultad del espíritu (ya sea
la inteligencia o la bondad), no hace sino reducir lo irreducible.
Gilson concluye su bella obra (un auténtico “cuadro escrito”) analizando las rela-
ciones entre la Filosofía y la pintura moderna. La Pintura es hija de su tiempo, recep-
tora de las tendencias en boga, y no es posible comprenderla sin entender el Zeitgeist.
Maritain, por su parte, en La Poesía y el Arte lleva a cabo unas reflexiones de te-
mática muy parecidas a las de Gilson, pero centrándose en otro de los grandes géneros
artísticos que ha alumbrado el genio humano: la Poesía. La Pintura apela a la vista, y
desde ella a lo más profundo del espíritu. La Poesía apela al oído: la Poesía debe ser
escuchada, pronunciada, entonada, cantada incluso, en sus lenguas originales para así
percibir la rima, la belleza de los sonidos. Pensemos en el Shakespeare que escribe
Shall I compare thee to a summer’s day?/ Thou art more lovely and more temperate!
La perfecta armonía de las sílabas, la rima... Todas ellas no hacen sino mostrar el genio
del inglés. O los grandes poetas latinos, como Horacio y Virgilio, que supieron hacer
del verso, de la rima, de las concatenaciones de palabras un arte para la posteridad. O
los clásicos del Siglo de Oro español, o la poesía romántica alemana, o los versos de
Verlaine y Baudelaire... Toda lengua tiene su poesía, y no hay mejor medio de llegar
al corazón de un idioma, ya sea del italiano o del ruso, que leyendo a sus poetas, a
Dante y a Pushkin.
Maritain entiende por arte “la actividad de creación o producción del espíritu hu-
mano. Por poesía no entiendo ese arte particular que consiste en escribir versos, sino
un proceso más general y más primario: el de intercomunicación entre el ser íntimo
de las cosas y el ser íntimo del yo humano, proceso que estriba en una suerte de adi-
vinación (...). En este sentido la poesía es la vida secreta de todas y de cada una de las
artes; la poesía es, pues, otro nombre de aquello que Platón designó como mousiké”6.
El Arte surge de una peculiar simbiosis entre naturaleza y hombre, entre el yo
creador e íntimo, y el mundo en que el hombre habita: entre el Geist y el Umwelt, por
emplear dos conocidos términos filosóficos germanos. Maritain procede a analizar
las características propias del arte de La India y de China, definitorios del modo de
existir, vivir y pensar de dos grandes civilizaciones: en efecto, poco tienen que ver las
pinturas paisajísticas chinas con los retratos indios, pero sin embargo ambos mani-
fiestan el ser de una cultura. Como recoge Maritain citando a Olivier Lacombe, para
un hindú la forma es un límite móvil en el seno de la constante dialéctica entre ser y
devenir. Resulta, por tanto, inexpresable, inaprensible... La imagen en el arte oriental
no posee un marco tan fijo y delimitado como en Occidente: es más bien un espacio

6
J. Maritain, La Poesía y el Arte, 1955, 13.
Ensayos filosóficos y artísticos 129

de apertura a lo bello que sólo encuentra su habitáculo adecuado en las estancias de


nuestro espíritu.
En Grecia, el Arte se concibe, preferentemente, como una virtud del intelecto prác-
tico: como una virtud moral. La vida misma es un arte; la Política es un arte... Arte es
la correcta utilización de los medios disponibles para llevar a cabo una tarea. La virtud
del intelecto práctico se divide así en virtud moral y en virtud artística, los agibilia y los
factibilia de los escolásticos. “El arte es la recta determinación intelectual de las obras
que han de producirse”7, de forma que se establece una relación insoslayable entre arte
y razón: el artista crea con su razón, razón que para los griegos es la imposición de un
límite, de una figura, de un orden (cosmos), tal que para Grecia la perfección no reside
en la apertura ilimitada, en la infinitud, sino en el límite, en lo esférico que encierra
todo punto de igual manera. Si el arte es fruto del intelecto práctico, concluiremos,
con Maritain y con Dante, “si che vostr’arte a Dio quasi é nipote”8.
En la evolución histórica de la creación artística, Maritain otorga gran importancia
al fenómeno de la progresiva liberación de la naturaleza y de las formas de ésta. Pero el
Arte no sólo se liberó de la esclavitud de la imitatio de las formas naturales, sino que,
además, se liberó de la esclavitud de lo lógico, de forma que –y lo apreciamos con suma
nitidez en nuestros días– Arte y Lógica, Arte y sentido, no son sinónimos. El artista
expresa lo que quiere, porque en el fondo se expresa a sí mismo. El Arte adquiere una
vida propia, un mundo propio que, ciertamente, puede inspirarse en lo natural y en lo
intelectual, en las vidas física y mental, pero que no tiene por qué someterse a ello.
Hoy hemos comprendido que el genio y la creación artística residen, precisamente, en
esa capacidad de distanciarse de lo inmediato, en superar toda mediación y proponer
modelos propios. El Arte tiene una vida preconsciente, que sólo es real en la mente
del artista. Hay una vida, una historia, un mundo donde el Arte es el sujeto, el prota-
gonista y el dueño, y que los humanos, siervos de las Musas, poco a poco llegamos a
comprender, pero nunca a dominar.
Lo que Maritain llama “conocimiento poético” es una forma muy particular de
intuición, en la que casi exclusivamente se basa. En vano preguntaríamos al poeta que
explicase el sentido de sus versos: los versos están ahí, han sido intuidos, “vistos” por
los ojos luminosos del poeta, y pretender explicarlo, reducirlo a esquemas intelectuales,
sería precisamente anular el valor de la intuición. La Poesía “se ve”, no se comprende,
y el lenguaje, el intelecto, el mundo poético, sólo nos hablan a nosotros mismos, que
somos, de alguna manera, “otro” (Je est un autre, dijo Rimbaud), y sólo a nosotros
mismos nos corresponde penetrar en el angosto camino que conduce al corazón de “ese
otro”. Sólo nosotros tenemos las llaves auténticas para abrirnos a nosotros mismos.

7
Op. cit. 65.
8
Op. cit. 85.
130 CARLOS BLANCO

“El yo creador del artista es su persona como persona en el acto de la comunica-


ción espiritual, no su persona como individuo material o como ego concentrado en sí
mismo”9. El yo creador posee así una personalidad, un mundo que le es propio.
Maritain continúa su obra reflexionando sobre el concepto filosófico de belleza
que, como él mismo reconoce, irrumpió en el discurso occidental gracias a Platón.
El Arte se esfuerza, “pugna” por superar toda distinción entre la belleza estética y la
belleza trascendental, que para Maritain es artificial, porque el pulchrum es siempre
un “trascendental” del ser, y el goce con lo bello estético nos lleva a gozar con lo
bello más allá de lo bello, con el ser más allá del ser.... con la trascendencia pura. El
academicismo, la producción de la pura belleza estética, es una perversión del arte10:
“Beauty is truth, truth beauty-that is all ye know on earth, and all ye need to know”,
en palabras de Keats, porque, ciertamente, la belleza es verdad, y no se produce be-
lleza como no se produce verdad: se ve, se contempla… El academicismo no puede
suplantar el valor de la intuición estética, de la visión propia del artista.
Seguidamente, Maritain se propone analizar el devenir de la pintura moderna,
especialmente del cubismo de Picasso y de otros movimientos de las vanguardias del
siglo XX, que parecen desafiar nuestro concepto de representación, pero que en reali-
dad constituyen un canto a la libertad del artista y a la libertad creadora de la intuición.
La imitación no es la esencia del arte, y el “arte moderno ha adquirido una conciencia
excepcionalmente aguda de la importancia de la interferencia metafórica”11. El Arte y
nuestra comprensión del Arte no pueden disociar la contemplación de la interpretación,
la imitación de la metafórica. El Arte es pasión, hermenéutica del espíritu, y un arte
desapasionado, esclavo del poder o del sistema, esclavo de la Historia y del tiempo,
muere, porque como el hombre mismo, cuando no mira allende sus fronteras y sus
límites, acaba ahogado por lo objetivo, reificado, y en esto consiste el fin del espíritu:
en reificar lo subjetivo, en cosificarlo.
Poesía y Música. Con estas reflexiones concluye Maritain su monumental obra.
Porque, en efecto, el ritmo propio de la intuición poética, más que con palabras, se
comprende con armonías, con la armonía propia del genio musical. Fue Beethoven
quien mejor comprendió el sentido de la Oda a la Alegría de Schiller cuando compuso
la Novena Sinfonía. Nadie hasta entonces había sentido lo que era la alegría, nadie
había experimentado una vivencia tan intensa del gozo hasta que el genio de Beethoven
puso notas a la palabras de Schiller, pues, en palabras de Wallace Stevens, “la música
es sentimiento, no sonido”12.
Todo lo anteriormente expuesto en torno a las obras de Étienne Gilson y de Jac-
ques Maritain nos permite realizar unas reflexiones sobre el espíritu del Arte que se
manifiesta en la constante tensión entre lo clásico y lo romántico.

9
Op. cit. 175.
10
Op. cit. 210.
11
Op. cit. 271.
12
Op. cit. 353.
Ensayos filosóficos y artísticos 131

El conocimiento que proporcionan las ciencias experimentales y las disciplinas


humanísticas no satisface plenamente nuestros deseos de verdad. El espíritu humano
ansía no sólo el entendimiento del hecho en sí mismo, sino la contemplación de la
belleza y de la sublimidad del hecho mismo. El espíritu humano, ya desde los más
remotos albores de su racionalidad, ha sido consciente de que más allá de lo observa-
ble e incluso razonable subsistía un halo estético que bien podía complacer los más
profundos ímpetus de su alma. Es así que estos afanes de inteligencia y de sabiduría
siempre fueron paralelos a la ambición de pulcritud y de elegancia. Lo admiramos en
el arte rupestre paleolítico, en la magnificencia impresa por los antiguos egipcios a
sus soberanas obras, que elevaban al hombre a cotas inauditas de grandiosidad, en las
maravillas de Grecia y Roma, cuyas obras no eran sino el culmen de una concepción
del mundo que permanecía como sustrato de todas sus creaciones materiales, y que
ha iluminado el devenir del mundo occidental durante los siglos venideros. Para dar
gloria a Dios, los arquitectos medievales erigieron templos fastuosos y formidables,
muestra de la capacidad humana por ansiar siempre lo elevado y lo supremo, y no es
atrevido afirmar que en la mayoría de los pueblos a lo largo de la Historia ha estado
presente una firme voluntad de crear y de encontrar lo bello.
El fin último del hombre es la contemplación de la Verdad Suma. Esta tendencia a
la perfección ha propiciado a través del tiempo el surgimiento de deseos de belleza y de
maravilla, deseos de contemplación y de reflexión sobre la realidad y sobre el devenir,
y ha favorecido la creación de obras maestras del Arte. Esto se debe a la convicción
de que cuanto podemos aprender de nuestras ciencias (digo nuestras porque las cien-
cias han sido ideadas por el hombre para servir a sus ansias de conocimiento certero,
amparándose en la inteligibilidad misma del Universo) no constituye un absoluto, un
término que satisfaga completamente nuestras ansias, sino que más bien nos estimula
a buscar con mayor fuerza la verdad plena; una verdad plena que progresivamente se
asocia con el bien y la belleza plenas. Observamos que, tras el estudio atento de los
datos y de los conocimientos de los que somos partícipes, en virtud de la extraordinaria
labor de tantos hombres de erudición y de saber que han hecho avanzar nuestro enten-
dimiento de la realidad, conforme progresamos y profundizamos en su comprensión,
emergen con mayor claridad unos ideales de estética y de pulcritud que no pueden
sino asombrarnos. Nos preguntamos por qué existe esta asociación entre verdad y
belleza, por qué las teorías más sobresalientes de las ciencias físicas y matemáticas
han hallado formulaciones de loable elegancia, y por qué los intelectos más brillantes
han colmado sus creaciones de una singular belleza que tanto nos hace admirarles y
ansiar imitar y seguir su ejemplo. Cierto es, en efecto, que en la Ciencia hemos con-
tado con la dicha de intelectos creativos que han sido capaces de conferir a la verdad,
a los hechos empíricamente observados y tratados, una belleza y una elegancia en su
expresión matemática y aun teórica que nos asombra gratamente. El “hecho bruto” se
ha tornado de este modo en “hecho elaborado”, hecho asimilado por el espíritu artístico
132 CARLOS BLANCO

humano, buscador de belleza en todo cuanto ansía, para satisfacer nuestros deseos de
contemplación, de admiración de la belleza, el orden y la sublimidad de la Naturaleza.
La Matemática, en cuanto ciencia que versa sobre entidades posibles, constituye
la expresión más fiel de la universalidad de los fenómenos que acaecen en el Cosmos,
siendo esto debido al común sustrato lógico, garante de la inteligibilidad del Universo.
Y es precisamente su universalidad, su capacidad de ser expresión fiel y esencial-
mente exacta de las proporciones, razones y relaciones que rigen el funcionamiento
de las entidades cósmicas, lo que nos ha permitido a los hombres (pues los logros de
individuos concretos no son sino los logros de la familia humana, y el desarrollo de
la Ciencia y el progreso del saber es una labor conjunta en la que todos participamos
de una u otra forma: el género humano único y universal, sin distinción de raza o de
cultura, constituye una unidad en su devenir temporal y espacial, unidad que exige
convivencia armónica y concordia entre todos, unidad que nos exhorta a ansiar la paz
y la perfección en nuestra vida común, que debe ser el fin auténtico de los Estados
y de las comunidades políticas: la organización estable de la sociedad con el objeto
de garantizar la paz y la consecución del bien común; sin la colaboración mutua de
todos los hombres en espíritu de caridad no nos será posible alcanzar unas esperanzas
que nos unen a todos en nuestra búsqueda de la verdad y del bien, y que nos llevan
a la contemplación de la grandeza de Dios, Creador y Fin de todo, por cuya gracia
inefable y soberana somos elevados a la esfera de lo sobrenatural) dotar a nuestros
descubrimientos y observaciones de elegancia y de belleza. No es extraño decir que
todo científico y todo hombre de saber es, en el fondo, un artista: las teorías que
triunfan lo hacen no sólo por su confirmación experimental o por su verosimilitud
teórica (como puede ser el caso de las disciplinas humanísticas), sino por la pulcritud
ínsita que poseen. De hecho, los griegos, esas mentes supremas del género humano,
que concibieron un universo pleno de perfección y de armonía, efectuaron creaciones
que aún nos maravillan como cotas insuperables de belleza. Es así que el poeta Juan
Ramón Jiménez llegó a escribir: “Sólo en lo eterno podría/ yo realizar esta ansia/ de
la belleza completa./ En lo eterno, donde no/ hubiese un son ni una luz/ ni un sabor
que le dijeran/ “¡basta!” al ala de mi vida./ (Donde el doble río mío/ del vivir y del
soñar/ cambiara azul y oro)”. ¿Qué sino lo eterno, lo pleno y colmado, ansía nuestro
inquieto e incesante espíritu?
El Arte en cuanto que expresión de nuestros inefables sentimientos es en sí una ma-
nifestación de la incompletitud de nuestra búsqueda, de la imposibilidad de terminarla
en esta vida terrena. Las ciencias nos proporcionan cada vez más y más conocimientos,
maravillan a nuestras mentes con horizontes nuevos e insólitos, y sin embargo no hay
espíritu que pueda permanecer impasible ante la belleza de una creación literaria, pic-
tórica o musical. La cultura griega, que coronó cumbres sorprendentes de erudición,
supo armonizar su progreso científico con su progreso creativo. En el estudio y admi-
ración de la cultura griega podemos admirar sobremanera cómo intelectos concernidos
profundamente con el conocimiento de la realidad y con su intrínseca racionalidad
Ensayos filosóficos y artísticos 133

fueron conscientes, al mismo tiempo, de la necesidad de dotar a todas sus creaciones


de un halo de belleza artística, de una armonía y una estabilidad estética que el “hecho
bruto” no podía proporcionar, y que sólo la mente humana, a caballo entre lo terreno
y lo divino, era capaz de conferir. Grecia es la Ciencia, pero más aún es el Arte. Los
grandes artistas de la Historia trataron de culminar sus creaciones con belleza casi per-
fecta, y algunos, viéndose incapaces de completar tan monumental labor, desistieron,
conscientes de que sólo en el reino de lo sobrenatural podría alcanzarse la perfección
y la completitud que ansiaban. Los griegos, que concebían un mundo eterno, se vieron
obligados a identificar la perfección con la armonía de lo limitado, como en el caso
de la esfera, figura suprema de todas sus creaciones por la proporcionalidad y racio-
nalidad eminente de sus partes, ya que su creencia en el carácter soberano Universo,
eterno y por tanto supradimensional, no les permitió vislumbrar que la esencia de la
perfección radica en su trascendencia máxima de todo límite o dimensión, hasta llegar
a lo supremo y esencialmente uno.
La finitud y contingencia del Cosmos, contingencia también de la Ciencia y del
conocimiento que podemos alcanzar por nosotros mismos, ha obligado a los hombres
a lo largo de los siglos a refugiarse en el Arte. El Arte es la “expresión” de lo inefable.
El Arte eleva nuestro espíritu a cotas tan magníficas de belleza y de creatividad que
nos hace consciente de lo limitado de nuestro entendimiento y de nuestro saber, de la
fugacidad de nuestras ansias terrenas y de cuanto podamos aquí aprender, y nos invita,
incesante y sublime, a ansiar lo sobrenatural. Remueve nuestras acciones y conmueve
nuestros sentimientos, nos emociona ante la posibilidad de pulcritud y los inmensos ho-
rizontes de belleza que dispone ante nosotros. Nos muestra la esencia auténtica de esa
razón universal que buscamos, de esa superforma que trasciende los límites modales
del ser y que nos manifiesta la universalidad del ser y la inteligibilidad del Universo:
una esencia caracterizada por la belleza y la elegancia, por la armonía, la proporción y
la continuidad, la tendencia común a un mismo fin. ¿Qué es lo armónico sino lo justo
y lo racional, aquello que place a nuestras mentes en virtud de su estabilidad y de su
continuidad, reflejo de la ordenación misma del Universo y del ser?
En nuestro tiempo es necesario que persista el entusiasmo romántico por lo bello y
por lo antiguo, que el espíritu de un Goethe o de un Schiller, genios de la noble nación
germana, clásicos de esta nuestra Europa, sean aún vigentes y nos exhorten a contem-
plar la belleza de la Naturaleza y de lo creativo, de lo divino y de lo humano, que ha
sido un constante deseo de todos los hombres a lo largo de los tiempos, y que nos lleva
a admirar lo antiguo como preludio de lo nuevo, lo presente como consecución de lo
antiguo, y lo futuro como ansia y esperanza de lo presente. Su deseo de conmover los
cimientos de la racionalidad humana al mostrarnos la belleza y el ímpetu creativo del
espíritu, su búsqueda de lo sublime y soberano..., ¡cuánto valor poseen aún en nues-
tros días! Porque, verdaderamente, sólo el Arte puede satisfacer en nuestro devenir
terreno esas ansias de sublimidad y de perfección que invaden nuestro espíritu, y que
nos hacen esperar aún con más fuerza nuestro encuentro sobrenatural con el Ser Sumo,
134 CARLOS BLANCO

Verdad Suprema y Bondad Máxima, Trascendencia misma y culmen de toda Belleza.


Escuchemos las creaciones musicales de los genios, contemplemos las obras maestras
de nuestros pintores, deleitémonos ante las construcciones de los antiguos y de los
modernos...: meditemos sobre esa búsqueda constante de la belleza y del orden. Arte
para nuestro tiempo, arte y belleza. La fugacidad de lo material sólo se aprecia en su
plenitud al detenernos ante las obras maestras del Arte y de la creatividad ilimitada
del espíritu humano.
EN BUSCA DEL HUMANISMO (2005)

Acabo de suplir una enorme deficiencia cultural que acarreaba: la lectura de El


existencialismo es un humanismo, de J.P. Sartre. Sé que Sartre no está muy de moda,
pero trato de guiarme no por modas sino por mis intereses auténticos. Por esa regla de
tres no invertiría tiempo en estudiar el pasado o lenguas muertas, o a teólogos de la
Edad Media, o en contemplar las obras de artistas del Renacimiento que probablemente
no ofrezcan tanto interés teórico como los vanguardistas. Las modas las proponen
hombres y mujeres de cada tiempo: yo quiero proponerme a mí mismo modas, conocer
también las modas del momento (¿cuáles son las actuales?; porque lo cierto es que
busco en vano por referentes en el pensamiento a nivel mundial que posean la altura
intelectual de un Heidegger, un Teilhard de Chardin o un Wittgenstein). Para mí, la
cultura y el conocimiento son supratemporales, y la maravilla de la mente humana es
que puede hacer suyo, en cada instante, un inmenso legado de sabiduría, de descubri-
mientos, de ideas, de propuestas, que sus antecesores le han legado. El hombre cons-
truye la Historia cada día, más allá de tradiciones o modelos, pero no puede ignorar que
está situado en un contexto, y que si verdaderamente quiere superarlo, debe conocerlo.
La exquisita obra de Sartre, escrita de forma tan brillante, amena y fluida (no me
extraña que le concediesen –aunque él lo rechazase– el premio Nobel de Literatura),
es una de las mejores síntesis del pensamiento de un gran autor que he podido leer.
Hay y ha habido pensadores ateos y creyentes, racionalistas y empiristas… Se
puede y de hecho se ha pensado de todo, sobre todo y desde todo, y sin embargo, aún
somos incapaces de abrirnos más y de trascender continuamente tan estrechas cate-
gorías. Y digo estrechas porque calificar a alguien de ateo (aunque él mismo se defina
así) conlleva simplificar en exceso, “logoficar”, objetivar en demasía un pensamiento,
que a mi juicio, en el caso de los grandes es inobjetivable. Sartre no creía, es más, ne-
136 CARLOS BLANCO

gaba (dio pruebas contra la existencia de Dios) la existencia de un Dios trascendente.


Y sin embargo afirmó la insoslayabilidad, la inexcusabilidad de la elección: estamos
condenados a elegir, y no podemos no elegir. En cada elección nos construimos, vamos
fabricando nuestra esencia a base de existir.
Por eso sólo veo salvación intelectual para el hombre en su apertura al hombre, si
se atreve a superar sus conceptos y sus categorías, su estrecho universo mental, y trata
de ver en cada pensamiento, en cada autor, un mundo, no inconexo, pero sí irreductible.
Apertura a los demás hombres y mujeres, a las culturas, a la Historia, a la utopía, a las
ciencias…, una apertura decidida y radical a la pregunta y a su poder.
Admiramos el dinero, porque el dinero da poder. Banqueros, millonarios, estrellas
de cine, futbolistas… En el fondo, los que ostentan el poder, y en especial el poder
económico, alienan y deshumanizan a los hombres; conservan el poder a costa de la
injusticia, injusticia inevitable, porque para que unos prosperen, otros han tenido que
ser privados de su dignidad. La riqueza extrema de nuestro tiempo, y la presunción y
la arrogancia de quienes la poseen, dan testimonio de la miseria humana, y llaman al
clamor de los desheredados y de los oprimidos, cuyos gritos de liberación han querido
muchas veces ocultarse.
El intelectual ha de ser profeta, dirigir su pensamiento y su acción hacia los olvi-
dados, criticar al poder; prestar atención a lo que resulta incómodo, a los oprimidos,
y pensar desde y para los desfavorecidos, porque es ahí donde se juega el destino del
hombre, donde se advierten sus auténticas posibilidades. Foucault proclamó hace años
la muerte del hombre, y hoy podemos renovar dicha proclama diciendo que un modelo
de hombre que es hombre a costa de que otros no sean hombres no puede existir. El
intelectual debe comprometerse con la crítica profética al poder, a lo alienante, a la
injusticia, que son cerrazones, puntos muertos donde el ser humano no es capaz de
progresar, de salir de sí mismo y de rebasar todo límite; donde sólo pueden reinar la
infelicidad y la insatisfacción. Hay que huir del poder que cosifica el conocimiento y la
sociedad; busquemos el futuro y el pasado; vivamos, cambiemos, ideemos y pensemos,
unamos y borremos distinciones en el infinito espacio de la verdad.
El intelectual no encontrará seguridad en el poder. Su único hogar serán todas las
culturas y el vasto océano del saber. Quizás muera sin haber logrado nada, pero morirá
para vivir, porque en la infinitud de su conciencia habrán existido los ideales más altos
que el ser humano puede plantearse, ya que son los ideales que más posibilidades y más
apertura otorgan. Y no porque exista una naturaleza humana plena a la que debamos
tender, predada, prefijada. Creo que tampoco las religiones creen en ello (sí, quizás,
ciertos teólogos y pensadores). Si se fijan esos ideales es porque el hombre y el ser son
ante todo posibilidad, absolutos no-absolutos… Una contradicción que el intelecto es
incapaz de asumir, pero que encierra en sí la posibilidad de integrar “todo en todo”, de
acabar con las diferencias alienantes y de buscar un espacio pleno donde cada hombre,
siendo hombre, sea a la vez uno en todos. Será el espacio del amor.
ASCETISMO PARA EL SIGLO XXI (2005)

Estamos en tiempos de duda, de cambio, de transformación incesante, de progreso


en nuestro conocimiento del mundo, de la Historia y de nosotros mismos. De alguna
forma, el relativismo es la culminación del devenir intelectual de Occidente.
Ser relativista supone adquirir plena conciencia, sin traumas, sin dramas, sin
tragedias morales, de que la verdad es ante todo posibilidad, infinito que nunca se
alcanza, mediación siempre posible entre posturas antagónicas. Ser relativista es
esforzarse en todo momento por superar el propio juicio, por no quedarse en ninguna
teoría, sistema o doctrina como si fuesen definitivas, sino por hacer suyo el imperativo
moral más firme: trascendencia, superación, poner entre paréntesis nuestra propias
ideas y convicciones para intentar ampliarlas, elevarlas a un espacio de apertura en
el que quepan más.
Un relativismo en clave humanista supone la apertura definitiva del pensamiento
occidental y oriental: no cabe avanzar ya en otra dirección, sino es en la de ahondar
en la relativización de nuestro universo mental. Comprobamos cómo las ciencias,
naturales y sociales, progresan al ir desestabilizando las concepciones anteriores, al ir
hallando nuevas vías que de algún modo relativizan e incluso niegan nuestras visiones
del mundo precedentes. Progresar y conocer implican, en cierto sentido, relativizar. Re-
lativizar es unir, integrar, conectar: absolutizar es, por el contrario, separar (ab-soluto).
El relativismo implica asumir el grado máximo de apertura, que sabemos imposible
en un mundo regido por el espacio y el tiempo, pero que tenemos que pensar como
posible para encontrar viable el progreso intelectual.
Ciertamente, las objeciones de orden lógico y metodológico al planteamiento
relativista afloran por doquier. “Si todo es relativo, ¿su afirmación es relativa?” Mi
respuesta es que sí: lo es. Es también relativa, precisamente porque concibo la verdad
138 CARLOS BLANCO

como relatividad, y la verdad en grado sumo como relatividad pura, indeterminación


y apertura puras. Ya dijo Hegel, y lo recoge Heidegger, que el ser puro se identifica
con la nada pura: la nada pertenece al ser, porque del mismo modo que el ser es, el
no-ser no es. El relativismo asume con todas sus consecuencias dicha concepción, al
encontrar en todo lo real, en todo lo que es, una tendencia a la vaciedad, a la nada, a la
indeterminación que se convierte en apertura ilimitada. El budismo ha sabido, quizás
como ningún otro sistema cultural o religioso, percibir que el mundo y el ser humano
consisten primordialmente en la vaciedad, y que superar el dolor y el sufrimiento para
llegar a la ataraxia plena, al nirvana más relativo posible (o absoluto, en terminología
no relativista). El mismo Nietzsche expresó su admiración por el budismo en El Anti-
cristo: “Al condenar al cristianismo, no quisiera ser injusto con una religión similar,
que supera incluso a aquél en número de seguidores: el budismo”.
Cuando se pregunta por la verdad de la afirmación “todo es relativo”, se está dando
por supuesto que existe tal verdad, o que al menos es accesible al conocimiento huma-
no. Pero es dar por supuesto que el relativismo es falso, porque el relativismo implica
negar lo absoluto, implica concebir lo que tradicionalmente se ha interpretado como
absoluto como relatividad pura, autosuperación constante, hacerse continuo, amor
puro. En ello convergen tanto el cristianismo como el budismo. De no haber sido por
las desviaciones teológicas al haberse desarrollado en un ambiente heleno, conceptual-
mente rígido y de predominio absolutista (basta con leer a Platón o a Aristóteles: una
absolutización de los conceptos, una concepción rígida del Universo que impidió el
desarrollo de la Ciencia durante siglos, y que mantuvo al cristianismo en una aureola
de especulación teológica de la que sólo ha podido librarse cuando ha otorgado mayor
importancia a la investigación histórico-crítica y cultural), el cristianismo habría sido
una religión oriental en sentido pleno (como Jesús fue oriental en su modo de hablar
y de pensar), cercana al budismo y hermanada con el budismo.
Nuestro mundo necesita de ascetas que, como en su momento hicieran Buda, San
Antonio, San Benito, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, Schopenhauer,
Charles de Foucauld, Nietzsche, Herman Hesse (leer El Juego de los Abalorios o
Siddharta es como sumergirse en el mundo mágico de la posibilidad) o Wittgenstein,
huyan del mundo (un mundo que no es sólo el mundo físico, el mundo de lo fáctico,
sino el Lebenswelt, el horizonte vital, que muchas veces nos constriñe y nos impide
ver la luz, como a los que moraban en la caverna platónica). Como Schopenhauer,
hemos de aprender a renunciar, a enarbolar la bandera de la ascesis cultural que nos
permita renunciar al egoísmo para abrirnos a la verdadera posibilidad de lo universal,
de lo social, de lo humano.
El intelectual no puede ser conservador o indolente. Sólo se puede ser conservador
por dos razones: o bien porque se ha renunciado a la búsqueda y se prima la seguridad
personal, o bien porque se ha encontrado un status quo seguro y satisfactorio. Lo
primero es cobardía intelectual; lo segundo es caer en la miseria del egoísmo y de la
injusticia, en la miseria del no-hombre.
Ensayos filosóficos y artísticos 139

Desprecio profundamente la indolencia de Nietzsche cuando exalta la voluntad de


poder sobre la compasión. Prefiero a Schopenhauer, que supo hacer de la inmersión en
el sufrimiento ajeno la vía hacia la verdadera consumación, porque el culmen no se da
sólo en el poder, en la afirmación sin paliativos del ser, en la plenitud en positivo, sino
en la nada, en asumir la nulidad que todo lo impregna, el sinsentido que al asumirlo
deviene sentido. El egoísmo y la indolencia cierran el cauce de apertura, ponen una
barrera a la indiferencia final al reducir nuestro mundo a mi mundo. Pero sólo progre-
samos si somos capaces de asumirlo todo, también a los demás en nuestro ansia de
progresar. El progreso autónomo y egoísta, la divinización de la voluntad reducida a
deseo, lleva a la larga al sufrimiento autónomo y egoísta. El egoísmo ignora la nada,
el sinsentido que invade el mundo, y nos sumerge en la fantástica ilusión del triunfo,
del éxito y del poder, nos aplasta ante la estructura que impone la voluntad insaciable
de poder: cierra posibilidades, y éste es el mayor delito que puede cometer el hombre.
Cerrarse al ser, sin abrirse a la nada. La compasión, por el contrario, el sufrir con los
demás (emulando a Buda, a Jesús o a Schopenhauer), me hacen hombre con los hom-
bres, no por un ansia egoísta, sino por un ansia humanista, porque si quiero huir del
engaño de mi mundo mental, que nunca podré saber si es certero o falso (¿cómo cono-
cer si el modo en que mi intelecto opera, mediante el principio de no-contradicción, es
ilusorio o cabe otro universo donde no se opere así?; ¿cómo sobrevivir a esa carencia
de necesidad?), el único consuelo, y el más realista, es compartir con los demás la duda
existencial, el proyecto existencial, el ansia existencial. Sólo así lograré una totalidad
más plena donde sumergirme para al final hacerme uno con todos. Las grandes reli-
giones lo expresan con categorías celestiales, escatológicas: en el más allá, viviremos
en plenitud. Todos seremos hombres plenos en comunión con lo divino. Transmiten
esa ansia de igualdad, de unidad, de hermanamiento.
Ante la nada, ante el nihilismo, sólo cabe la apertura cultural y religiosa. Leer de
todo y a todos, buscar todo y a todos, abrirme a todo y a todos: ser de todo con todos.
Es el único hogar para el ser humano: la Humanidad es el hogar del hombre, y más
aún, el Amor que se compadece del sufrimiento humano.
HACIA UNA CULTURA DE LA FRATERNIDAD (2005)

El progreso científico y cultural debe ser el cauce de apertura de la sociedad, vehí-


culo eminente e insoslayable que exalte todas las dimensiones de la persona humana.
Urge, por tanto, la creación de una nueva cultura universal, una cultura que integre las
ansias de igualdad y de libertad que han definido la aventura intelectual de los últimos
siglos en aras de la síntesis por excelencia de las facultades y aspiraciones humanas:
la fraternidad.
El fundamento de esa cultura de la fraternidad residirá en la formulación de una
ética capaz de asumir y promover todas las particularidades propias de cada civiliza-
ción, credo o concepción del mundo y de la realidad. Su constitutivo trascendental será
la apertura del hombre al horizonte del ser, cuyo vehículo es el progreso científico y
humano como expresiones de esa dinámica que implica a toda la Humanidad en un
proyecto verdaderamente fascinante. Se tratará, así pues, de una ética del progreso,
donde son el progreso y la conciencia global humana quienes van definiendo en qué
consiste esa apertura, y al mismo tiempo la necesidad de apertura descubre qué es el
progreso. Este círculo aparentemente infranqueable, el círculo ético-trascendental, se
integra en cada individuo: será de esta forma una ética del individuo y de sus posibili-
dades, y al ser el progreso una labor común y la apertura una tarea implícita a nuestra
condición de sujetos libres que buscan y actúan, será también una ética de lo social.
Una cultura entre el Oriente y el Occidente y más allá del Oriente y del Occidente: la
cultura del Mesoente, la cultura de la búsqueda, de lo abrahamánico y de lo socrático,
aunando Atenas y Jerusalén en la ciudad de la sabiduría, la ciudad de la universali-
dad, la apertura, la búsqueda, la integración, el deseo infinito de conocimiento y de
desarrollo, las ansias interminables de progreso, los afanes incesantes de novedad y
de plenitud, que no es sino la cultura del hombre que se pregunta y que sigue la lla-
142 CARLOS BLANCO

mada que brota de lo más íntimo de su ser y que le lleva a emprender una fascinante
búsqueda que es en sí hallazgo.

Más allá de la postmodernidad

Frente a la universalidad del ideal ilustrado de razón, ya desde hace décadas se


ha propuesto una cultura fragmentada, donde todo conocimiento es sospechoso y no
escapa a las estructuras históricas y lingüísticas. Se genera así una inevitable reducción
del misterio del ser, del núcleo de toda determinación, a la propia determinación, del
fondo a la superficie..., quizás porque se estime que ese fondo no existe, o que, en caso
de existir, ha sido inventado con intereses claros (ideológicos, político-económicos,
psicológicos...). El pensamiento se ve así abocado al perspectivismo, a ese fenómeno
literario que con perenne huella elevó García Márquez al olimpo de lo clásico, a una
incapacidad asumida que, ciertamente, lo circunscribe al análisis de lo concreto, po-
sibilitando así una reflexión más centrada en el ahora, en lo fugaz, en lo finito, pero
que, por el contrario, impide satisfacer muchas de las grandes aspiraciones que la
Humanidad ha albergado desde sus orígenes.
El estructuralismo en sus vertientes –de algún modo uno de los núcleos de lo que
ha venido a llamarse postmodernidad– remite a la obra del célebre lingüista Ferdinand
de Saussure: el significado de una palabra viene dado por su función en el sistema. Hay
así un elemento sincrónico, supratemporal, la langue, y una categorización diacrónica,
la parole. No importará tanto la referencia real del lenguaje (su carácter intencional,
esto es, señalando, apuntando a una realidad externa al acto subjetivo y comunicante)
como su rol desempeñado: el lenguaje es algo dado, dado por lo histórico, por lo cien-
tífico, por las concepciones del mundo y del hombre que influyen irremediablemente
en los individuos de una cultura. La cultura es determinante, constructiva, un sistema
de signos que actúan de modo binario (Lévi-Strauss, Lacan, Althusser...). Se torna
así necesaria una deconstrucción de la metafísica moderna que ha operado mediante
distinciones y que ha privilegiado a unas sobre otras (por ejemplo, a la razón frente a la
naturaleza en la Ilustración). Superar distinciones es romper fronteras: entre filosofía
y literatura, entre teoría social y crítica cultural..., puesta en común que no supone, sin
embargo, una auténtica integración de las ciencias en un objetivo común, porque no
existe tal objeto común. Todo intento de síntesis global o universal, como el marxismo
(y sus afanes macropolíticos), queda reducido a micropolíticas, a microintentos, a
micropensamientos y a microontologías: a microhombres, a una miniaturización del
ser para preservar su infinito dinamismo (dinamismo que es ahora el absoluto real, la
forma que todo lo unifica...). Ya Nietzsche, con su genial crítica de la cultura occiden-
tal, había reducido la totalidad de lo humano y de lo real a pura metáfora. Heidegger,
al denunciar el predominio de la técnica y reivindicar el ser, expresado en la poesía
de Hölderlin y de los grandes clásicos, en el Arte, había hecho también sucumbir una
de las grandes tentaciones del pensamiento occidental: la reducción del ser a logos, a
Ensayos filosóficos y artísticos 143

razón, a lo controlable por el acto unificante del sujeto (el programa cientificista del
Círculo de Viena y del neopositivismo –y sus resquicios en el contexto de la filosofía
analítica– habría sido uno de sus últimos representantes). Frente a esa “logoficación”
del ser, debe resaltarse la primacía del discurso, de lo variable: son la sociedad (una red
que construimos y que oculta lo inconsciente, sólo visible en la dimensión sexual, tal
y como la concibe Lacan en su intento de fundamentar el psicoanálisis en una visión
postestructuralista de la sociedad) y la voluntad de poder quienes construyen el sentido
del discurso. Lo que algo signifique no viene dado por su interna conexión con una
verdad que va más allá de toda constricción histórica y cultural, sino que es la misma
cultura quien muda la esencia de las cosas y de las palabras. No resulta extraño que M.
Foucault proclamase la muerte del hombre, del hombre universal de los ilustrados, pues
la razón anula la libertad, lo único destruye lo plural. Ninguna verdad puede erigirse
como universal (ni Marx, ni A. Smith, ni Darwin, ni siquiera Freud y su intento de
hacer de su crítica de la noción de sujeto una teoría universal y englobante de la cultura
y del hombre). Sólo cabe otorgar la primacía a lo caótico, al incesante movimiento sin
dirección alguna, al vagar de la mente por el todo y por la nada: no hay fines en sí, el
propio conocimiento, que para los griegos había sido la más noble de las ansias del
alma, se convierte ahora en objeto, en producto, en consumo, en ente...1.
Un autor que no se puede ignorar en la reflexión sobre la postmodernidad es, sin
duda, M. Foucault. Llevó a cabo una profunda crítica de las estructuras y de los concep-
tos modernos como formas de dominación. La filosofía debe desentrañar el presente,
donde se funden historia y experiencia, descubrir ese enigmático “velo de Maya” que
hemos construido a lo largo de los siglos y que nos encarcela en un ámbito conceptual,
en el mundo de nuestras propias construcciones teóricas, del cual difícilmente sabemos
escapar. Quiere averiguar cuándo y por qué (y por quién) fue separada la locura de la
razón, por qué el rígido mecanismo conceptual de Occidente que identificaba el ser
con el logos acabó identificando la locura, esto es, lo que desavenía a los esquemas
racionales, con la enfermedad, la disfunción y lo socialmente nocivo. Fiel a sus con-
vicciones anti-esencialistas (ontologías de la finitud), para averiguar qué es la locura
Foucault analiza cómo se ha practicado la locura, producida por las prácticas sociales.
Pocos se atreverán a negar que su historia de la locura es cuando menos fascinante,
subyugante: es el mundo el que debe justificarse ante la locura y no al revés, la razón
discursiva ante el mito y la metáfora (que ya servían a los primitivos para dar expresión
a lo inefable). Sólo el arte y la filosofía pueden dar cauce a la ebullición incesante y
sin límites de la cultura. Heredero de Kant, en El nacimiento de la clínica Foucault
buscará las condiciones de posibilidad de la experiencia clínica como tal, tratando de
mostrar cómo multitud de factores (políticos, culturales...) la determinan: la Ciencia
no es neutra (aquí Heidegger parece vencer a Kant y a la Ilustración). Es la esencia

1
No es de extrañar que autores como J. Habermas o G. Steiner (eminente crítico literario) hayan
vertidos duras críticas contra la postmodernidad por su relativismo absolutizante y por su carencia de
un proyecto auténtico más allá del análisis crítico de lo social en cada momento histórico.
144 CARLOS BLANCO

de lo postmoderno: lo objetivo se difumina en la cultura, en el hombre, pero en un


hombre muerto, desestructurado, que difícilmente puede saber qué es y en qué con-
siste. Siguiendo a Nietzsche, y claramente contrario a las tesis de Hegel y de Marx, la
Historia no se mueve hacia un absoluto, sino que se desorienta en una cadena infinita
de interpretaciones, de discursos, de hermenéuticas y de análisis que se justifican a sí
mismos, porque, en frase de Bataille, la búsqueda de la verdad no es inocente: es poder.
Hechos e ideas se disuelven, como frágiles terrones de azúcar, en interpretaciones.
En opinión de Foucault, el Renacimiento subrayó la semejanza entre palabras y
cosas, mientras que los ideales clásicos de la Ilustración dieron primacía al orden, a
la identidad, al análisis, al juicio, a la clasificación: a la taxonomía de la realidad y
de las ideas. Sólo hay conocimiento si se produce una relación científica, enlazando
no cosas sino ideas de cosas, pues es en la idea y no en la realidad (dominada por lo
múltiple) donde reside el orden. En el siglo XIX ese orden se convierte en Historia:
es el siglo de lo evolutivo, de lo dinámico, de lo histórico, de las revoluciones en las
ciencias de la vida, de Darwin y de Marx, de lo comparativo... Así el lingüista Bopp
no disertará ya sobre el lenguaje en sí mismo, abstracto y “ensificado”, sino sobre las
lenguas y sus condicionamientos culturales y geográficos. El hombre, que para Fou-
cault nace como sujeto-objeto de discurso en el siglo XVIII (el varón adulto universal,
burgués, intelectual, ordenado...), es una quimera condenada a morir: él era objeto de la
Ciencia y posibilitador de la Ciencia, sujeto y objeto, un imposible que sólo la inercia
universalista de los últimos siglos ha podido mantener en vida pese a la ingente labor
deconstructiva que la filosofía ha ejercido recientemente. El hombre nació a causa de
la ruptura entre el lenguaje y el ser, surgiendo un inevitable vacío que se intentó cubrir
con la idea de hombre, como en las etapas míticas de la Humanidad todo se velaba con
deidades y seres superiores. Una sociedad que no ha tenido reparos en “asesinar” a
Dios no puede resistirse a asestar un golpe mortal a la ficción que supone el hombre,
porque sólo cuando ha flaqueado la fe en la capacidad de la representación como re-
flejo fiel de la realidad, todo se ha entendido a la luz del hombre siguiendo la arcaica
estela de Protágoras. El hombre surge sobre la base de oposiciones: es trascendental
y empírico (Kant), pensado e impensado: quiere purificarse de lo empírico y llegar a
lo trascendental (reducción fenomenológica de Husserl), pero a su vez es histórico,
cultural, lingüístico, producto y razón de la Historia. El hombre es una contradicción,
una crisis epistemológica insalvable, objeto de la Ciencia (finito) y “un pétit dieu”
(Leibniz). No se puede reconciliar al hombre, ya que es el resultado de un sueño, de
un mito, de un incorrecto proceder de la filosofía occidental a través de oposiciones:
es un artificio. En el fondo, Foucault, como Nietzsche antes que él, está descubriendo
que el concepto que tenemos de hombre responde más a nuestras ansias y deseos que
a la realidad: tal y como Feuerbach reducía lo teológico a lo antropológico (Dios es
una proyección del hombre, entusiasmo inconmovible para el joven Marx), Foucault
limita lo antropológico a lo inconsciente, a la “inconscientología”, a pura psicología,
a semiología, a juego entre signos (similar a los “juegos de lenguaje” del segundo
Ensayos filosóficos y artísticos 145

Wittgenstein), a algo que ni el hombre controla: a las subterráneas cloacas del ser. El
hombre es cada vez más un enigma que no se identifica con nuestros códigos: morirá,
y no precisamente para renacer como superhombre. Para Foucault no tiene salvación
posible. Pero, ¿no podrá renacer el hombre como el ser que consiste en darse significa-
do en la Historia y no hallará que ése es su auténtico fin? Psicoanálisis y Etnología han
prefigurado la muerte del hombre profetizada con particular intensidad por Foucault
al relativizar lo humano.
Foucault pasará de la epistemología al discurso. Rechazará el estructuralismo
de Barthes, Lacan y Lévi-Strauss por monolítico y ahistórico. De la arqueología
(desentrañar el modo en que se dan las formas de saber, las formas de dominio), es
necesario ir más allá: afrontar el horizonte de la genealogía, de cómo han surgido. Más
que hallar raíces, es mostrar las discontinuidades, los desórdenes, los “malestares en
la cultura” (S. Freud) que nos atraviesan. La arqueología mostraba que el sujeto es un
constructo ficticio, y la genealogía quiere averiguar cómo se ha construido y qué tipo
de alienaciones crea. El autor también lo crean las obras, y el autor es causa directa de
las obras: todo se sitúa en un círculo insalvable de determinaciones y determinantes.
Foucault se autodefine como un intelectual específico, no universal (de ahí que dis-
crepase del universalismo de N. Chomsky). Busca una microfísica del poder, no un
tratamiento macrofísico o cosmológico: el poder en su práctica concreta. Desde Kant
y la Ilustración hemos apercibido el hoy y el presente como distintos en la Historia.
Foucault no quiere buscar una verdad que huye de toda búsqueda, sino comprometerse
con el presente. Lo único que hay es poder, y el sistema penitenciario es prueba de
ello, porque necesita lo que persigue (la delincuencia) para sobrevivir. Poder al que
no son ajenas la sexualidad y el placer: en Occidente primó la ciencia, la disciplina, la
terapéutica, el control, mientras que en Oriente se resaltó el placer erótico, el placer
convertido en arte, en fuente y cauce de expresión de lo ignoto del sujeto. El hecho
mismo de que hablemos de “sexo” en un sentido universal es ya prueba de que tras lo
sexual se esconde la mano negra de la voluntad de poder. La noción de sujeto es ella
misma mística, y sólo haciendo una crítica de ella podrá hacerse una crítica de la razón.
Todo hombre domina y es dominado (frente al marxismo y sus rígidas oposiciones
binarias entre dominador y dominado). El poder moderno es relacional y pluricéntrico,
y toda relación humana es relación de poder. El ser es poder y toda metafísica, toda
ontología, todo discurso, todo “todo” es poder o extensión del mismo.
Foucault es sinónimo de sospecha y de crítica ilimitada, pero ¿es así posible una
sociedad nueva? Hemos de ansiar una cultura de la fraternidad cuyo fin sea el conoci-
miento, el crear y dar sentido al mundo. Foucault ni existe ni puede existir, no puede
tener continuación, porque lo continuo se disuelve en lo individual. Se comprende
así que otro postmoderno como J. Baudrillard criticase duramente a Foucault en
Oublier Foucault al argumentar que reproducía los efectos del poder que denuncia-
ba. Todo intento de absolutizar (ya sea mediante una concepción totalizante del ser,
cientificista, marxista o relativista) lleva a la misma y perenne contradicción: la de su
146 CARLOS BLANCO

autojustificación, Yo busco el saber, ¿enmascaro por ello voluntad de poder? Quizás


el que busca poder enmascara búsqueda del saber, o al contrario... ¿Cómo saberlo y,
más aún, cómo construir toda una filosofía y toda una visión del mundo y del hombre
sobre sospechas al fin y al cabo nunca fundadas, aunque posean claras manifestacio-
nes concretas? Busco ulterioridad, trascender el todo y a mí mismo, busco buscar, y
en ese sentido busco un principio y un fin, una relación y un absoluto, lo ahistórico
y lo histórico. Busco vivir en la Historia y hacer la Historia, tal que lo que busco es
un espacio constante de apertura donde ser yo y ser el mundo. El relativismo cae en
contradicción consigo mismo, pero el objetivismo choca con una verdad polisémica
y criticable: ¿no es acaso mejor absolutizar lo ulterior, la capacidad de más allá, de
trascendencia de todo absoluto y de todo relativo, el hecho mismo del trascender sobre
el resultado concreto de ese trascender?
Exponentes de la postmodernidad son, como Foucault, Deleuze y Guattari. Su
fijación por la ciencia médica responde a su deseo de descubrir las formas de control
social. Quieren destruir el sujeto burgués mediante el esquizoanálisis: el estudio de
un inconsciente dinámico y productivo. Ello les lleva a rechazar la dialéctica marxis-
ta por poseer una metodología fragmentaria. Desmitificar es penetrar en lo genético
de la voluntad: la voluntad es creadora por ser voluntad de poder. Toda entidad es
cuerpo, marcada por fuerzas antagónicas: dominadoras y dominadas, y sólo cabe una
reivindicación de Heráclito frente a Parménides. Frente a toda filosofía sedentaria de
órdenes y jerarquías (como la de Hegel), hay que proponer una filosofía nómada, sin
distinciones de sujeto y de objeto: sólo queda un sujeto socialmente construido que crea
discursos. Más allá del psicoanálisis cabe un esquizoanálisis, una desestructuración
del sujeto moderno, porque el deseo humano es revolucionario y fragmentario (W.
Reich): el deseo crea la realidad social e histórica. El deseo manifiesta un polo positivo,
activo o esquizoide (afirmarse) o reactivo/paradójico (reprimirse). El capitalismo y el
liberalismo prometen la liberación del hombre, pero en realidad lo someten a nuevas
fuerzas, al convertir el trabajo y el deseo en algo abstracto, y generan esquizofrenia,
siendo el fascismo una muestra de esta tensión inherente al sistema capitalista (y no
una degeneración del mismo como explicaba el marxismo). El problema del mar-
xismo es que reduce el conflicto a un conflicto social, cuando la lucha más extrema
tiene lugar en el interior del propio individuo: sólo una revolución del deseo (y no
de clase) puede salvar al hombre. El compromiso es necesario para liberarse de las
estructuras que dominan el sujeto y que las ciencias y la reflexión filosófica nos han
permitido identificar. Deleuze y Guattari denuncian que en Occidente haya primado
una cultura arborescente, jerarquizante, frente a la cultura de lo múltiple que destruye
lo binario, destruyendo toda oposición (por ejemplo, la de hombre y mujer, creando
otros géneros: resolver lo dialéctico en ampliación, en pluralidad)... Bien y mal son
estructuras binarias, y el deseo no es ni bueno ni malo: es productivo. Sin embargo,
podemos objetar que el deseo es también carencia y regresión: ¿no son acaso mejores
Ensayos filosóficos y artísticos 147

el conocimiento y el progreso, que al menos subsumen esa carencia en la adquisición


de un horizonte nuevo?
No creemos que sea posible calificar el universalismo como terrorismo, como
hace Lyotard. Cierto es que en el discurso y en el lenguaje hay elementos carentes de
significado que fluyen, fuerzas, estructuras e instintos, y que por tanto no es siempre
posible privilegiar un significado sobre otro o lo significativo sobre lo asignificativo,
o más aún, buscar un principio unificador. Pero el ansia de universalidad es irrenun-
ciable, y es precisamente esta ansia lo que nos ha permitido descubrir la importancia
de lo “subterráneo”, de lo inconsciente, en el hombre y en la cultura. Lyotard propone
una economía libidinal, deseo de subvertir toda crítica y toda teoría, deseo insaciable de
liberación..., pero una liberación, ¿de qué y en qué? Si no nos liberamos en lo absoluto
o al menos en la tendencia de absolutidad, volvemos a esclavizarnos. El vitalismo de
Nietzsche y la sofística de Gorgias pueden ser útiles como críticas a aspectos concretos
del desarrollo de la cultura, pero nunca debemos olvidar que tras la sofística vienen
Sócrates y Platón, y que hoy en día debe venir la cultura de la fraternidad y de la ul-
terioridad. Es muy fácil criticar y denunciar sin proponer un modelo de hombre y de
sociedad, y ciertamente preferiría ser criticado, pero habiendo construido.
El ansia de una nueva civilización, de una hipercivilización, está también presente
en el pensamiento de Baudrillard. Su llamada al retorno a las sociedades simbólicas
y al fin de la economía política es sin duda una reedición del utopismo, por otra parte
inevitable. No le falta razón cuando descubre que en nuestra sociedad el signo adquiere
vida propia: frente a la “explosión” de conocimiento y de valores que caracterizó a la
modernidad, en la postmodernidad se produce una “implosión” (una reducción, una
constricción a un espacio desconocido, no identificable: al ciberespacio, al nowhere
space, al mundo descorporalizado, a cyberia). El poder que tanto denunciaba Fou-
cault no existe ya: está diseminado, difuminado en una red inescrutable; es abstracto
y simulativo: demiúrgico. La postmodernidad es así desencanto, abandono de la
interpretación y de la historia. Es un mundo nihilista, sin significado, diáfano pero
superficial, un mundo de implosión y de frenesí. El sujeto moderno ha sido vencido
por los objetos que quiso dominar: proliferan objetos, metástasis. Ya no hay historia,
sino posthistoria (E. Canetti). La Historia era el depósito de las esperanzas modernas,
pero ahora hemos descubierto que no hay estructuras estables, que no hay historia.
Sin embargo, no hemos de dejar de proponer la vuelta a lo antiguo, la transformación
del presente y la creación del futuro. Hemos llegado a la fase “fractal” de los valores,
que irradian en todas direcciones sin unidad, a un estado posorgiástico (¿pero supone
el orgasmo la anulación de todo futuro placer y deseo, o más bien constituye una in-
citación si cabe mayor a volver a experimentar el éxtasis y el placer supremo?; nunca
se producirá esa liberación total y completa) donde todo ha sido liberado. Pero hay
que postular una liberación de esa nueva liberación en una cultura de la ulterioridad.
¿Cabe así progreso científico en el contexto postmoderno, por mucha desconfianza
que se vierta sobre éste como elemento dominador y totalizante? Todo ha sido ya
148 CARLOS BLANCO

hecho (arte, teoría...) y sólo quedan trazos, dispersión. Pero no todo ha sido ya hecho:
queda el futuro. Es siempre nuevo. El desencanto y el acento sobre la micropolítica
que ofrece la postmodernidad contribuyen a que se extienda un capitalismo salvaje,
una globalización inhumana y descontrolada, y que las redes y los tejidos de poder
avancen incesantemente, generando terribles injusticias sociales que alejan al hombre
de la senda del ser y de la plenitud.
No podríamos concluir nuestra reflexión sobre la postmodernidad y la necesidad de
superarla (al igual que Sócrates y Platón trascendieron la sofística, si bien no negamos
que lo “sofístico” sea también una constante, casi cíclica, que emerja de tiempo en
tiempo en la cultura, fruto de un “malestar” que Freud denunciara a principios del siglo
XX) sin hacer referencia a J. Derrida (recientemente fallecido). El filósofo francés hizo
una relectura de la modernidad donde prima lo indecible. Derrida trata de superar tanto
la ontoteología (de raigambre platónica) como el racionalismo subjetivista (Kant, la
fenomenología...). El intento de Platón de fijar los opuestos es un phármakon que causa
esclerosis en la Filosofía, que la bunkeriza. Para acabar con lo binario hay que acudir
a lo inefable (Wittgenstein). Se trata de sacudir los fundamentos, de denunciar que el
logocentrismo y el fonocentrismo hayan privilegiado lo inteligible sobre la forma dada:
la presencia (como idea, esencia, instante, conciencia), el contenido sobre la escritura.
No le falta razón a Derrida al subrayar la importancia de la escritura (que Lévi-Strauss,
a nuestro juicio erróneamente, consideraba como una introducción antinatural en las
civilizaciones): es tránsito, ulterioridad, progreso, unión de lo posible y de lo real.
Escribir y leer, afirma Derrida, es saber a priori que el autor y el lector son mortales,
finitos, terminables: el autor, al escribir, es ya un receptor. Se torna imprescindible
“deslogocentrar” la filosofía occidental y cambiar su búsqueda de una verdad que
se transmite “incólume” en el discurso por una verdad perpetuamente contaminada,
ensuciada. Nietzsche ya lo atacó, y Freud, al criticar la estabilidad y la permanencia
del sujeto cartesiano, o Heidegger al denunciar la ontoteología y el dominio de la
técnica. Pero Derrida reconoce que no se dispone de otro lenguaje que el del logos.
Intenta situarse en los márgenes del discurso filosófico para traspasarlo, desbordarlo,
ampliarlo...: en los márgenes del universo para caer en otro universo, sin fin predecible.
Es una relectura de la Filosofía, y la labor del filósofo no puede sustraerse a esa tarea
de releer y descubrir los significados ocultos en los grandes textos.
Frente a la fenomenología, donde el sentido lo dan el sujeto y la conciencia, y
el estructuralismo (el sentido es exterior, es producto de relaciones entre unidades
de lenguaje), Derrida piensa en y desde la diferencia. Critica el estructuralismo por
distinguir significado y significante y poner el acento en una verdad que precede al
discurso y que es presencia del logos. Pero tampoco Husserl se salva: la conciencia
interior, la vivencia originaria o presentación que expresa el lenguaje-representación,
no pueden eludir la crítica deconstruccionista, pues el lenguaje como expresión es una
ilusión trascendental en el sentido kantiano. El signo no está, para Derrida, en lugar
de “algo ya dado” (Platón), sino que en el principio está el signo y nada es ya dado.
Ensayos filosóficos y artísticos 149

Todo es signo, principio y fin. No hay lugar para idealismo y materialismo porque en el
signo como fuente se acaba toda posible oposición. No hay significado trascendental,
sino redes de relación. Lo único que hay es différance, espaciamiento y aplazamiento.
Es más antiguo aún que el inasible ser de Heidegger; se escapa a sí mismo. Derrida
no puede pretender (ni pretende) una nueva filosofía, sino una nueva forma de leer
filosofía. Hegel hizo de la Filosofía lógica absoluta, presencia, y no supo aprovechar
la différance como después harían Nietzsche, Freud, Heidegger o Lévinas. El sujeto
occidental es presencia consciente e intelectual (Husserl), pero también sentimiento
(Rousseau y la latente tensión entre la Ilustración y el Romanticismo). El método de
Derrida es indefinible y logoexcéntrico, contrario a todo “atomismo lógico” (B. Rus-
sell) que pretenda hallar unidades mínimas, mónadas leibnicianas de significación. Es
diseminar. Es innegable el positivo efecto del pensamiento de Derrida en la literatura,
pero..., ¿es la Filosofía reducible a literatura, como en R. Rorty y en muchos autores
contemporáneos? Sacude los fundamentos de la comunicación, cesa toda distinción
entre lenguaje y metalenguaje. La postmodernidad lleva a la locura si no se resuelve
en algo. Cierto es que la devaluación de la metáfora es propia del logocentrismo. Pero,
¿devalúa Platón la metáfora, cuando es para Derrida el padre del logocentrismo? ¿No
será porque lo que ha habido en la historia del pensamiento es búsqueda, y logos y
metáfora son vías de esa búsqueda? El exceso de deconstrucción lleva al agotamiento
(como ocurrió en los estudios de Aristóteles al ponerse un excesivo énfasis sobre la
crítica filológica tras la obra de W. Jaeger), a la “crisis” (y posterior “reconstrucción”)
de la Filosofía que han denunciado autores como M. Bunge. Debe haber valores no
sujetos a la deconstrucción, como el progreso. Un discurso tan revolucionario que
no se deja encerrar, que pretende ser apertura pura, que transforma la ontología en
“espectrología”, no puede proseguirse. Al menos la línea hermenéutica abierta por
Gadamer es sistematizable y enseñable, si bien a costa de no ser tan radical y de no
fracturar la bivalencia lógica (la distinción entre verdad y falsedad, clave en el pen-
samiento occidental).
Rechazar sin más todo metadiscurso sobre el bien, la verdad y el progreso no lleva
a nada: ¿no sería más propio quedarse en el meta, en la posibilidad de superación e
incluso de progreso, o al menos en la tendencia que todo hombre manifiesta hacia ese
“más”, ese “plus” en todos los aspectos del saber, de la vida, de la sociedad? ¿No es
también la condición postmoderna una dominación? La Historia está abocada a los
sofistas, pero también a Sócrates, a Platón y a Hegel.

Más allá de las religiones

Todas las religiones se necesitan unas a otras para comprenderse, de modo que se
puede pertenecer a una religión en el sentido categorial, histórico y cultural, si bien ha
de entenderse que toda religión exige más que ella misma: exige la totalidad del indi-
viduo, exige el no agotarse. Por eso no se pueden comparar o relativizar (pues aluden
150 CARLOS BLANCO

a lo más profundo del hombre), ya que en el plano trascendental no hay nivelación,


sino absolutización. Es por tanto el individuo en su deseo de abrirse al absoluto quien
elige, y en toda religión se requiere otra religión. Me es inconcebible un ansia auténtica
de universalidad en el seno del cristianismo sin hacer míos los deseos de confesiones
como la fe báhá’í o el budismo, o el mandato del amor fraterno sin contemplar cómo
ciertas comunidades (por ejemplo, los cuáqueros) han sido capaces de ponerlo por
obra a lo largo de los siglos. No hay religión sin religiones, no hay autocomprensión
sin extracomprensión. Todas las religiones son así caminos extraordinarios de comu-
nión con el Ser, cada una un universo, un absoluto, que se vincula en lo categorial
con la particularización histórica y cultural. Y en el orden de lo místico se percibe con
especial fuerza ese carácter trascendental de toda religión sobre sí misma, ya que los
grandes exponentes de la meditación, de la oración y de la santidad en la Historia han
avanzado por sendas comunes y han llegado a una experiencia única pero compartida
por los maestros más eminentes, tal que pueda hablarse de la unicidad y universalidad
de la Mística por encima de toda pertenencia religiosa concreta.
Es imperativo reivindicar una espiritualidad y una mística plurales, polisémicas y
polivalentes, no propias de una cultura o de una religión, sino enraizadas en unas aspi-
raciones comunes que son en realidad universales y que identifican a todos los hombres
en un horizonte que los une y vincula. El tren del progreso, del progreso de la Ciencia
y de la Técnica, del progreso de la conciencia humana en advertir sus necesidades y
afanes (los Derechos Humanos, pese a lo evidentes que pudiesen parecer al lector
de nuestro tiempo, han sido un logro reciente ya imborrable de la común conciencia
humana, que ha integrado los diversos avances tanto en el plano intelectual como en
el plano de la acción, para hallar una fuente común, la de la inviolable dignidad de la
persona humana, que se torna así en el verdadero e irrenunciable principio de todo
conocimiento, de todo progreso y de toda disposición social, en el cogito de nuestros
días y del futuro: el hombre), constituye una compleja andadura histórica y no lineal
(es lineal en el sentido de que todo tiempo asume la herencia precedente aun de forma
inconsciente, como historia, como memoria, como descubrimiento, como tesoro...)
que ningún credo religioso puede rechazar. Qué sea el progreso lo define la Historia,
la conciencia humana, la comunidad intelectual, la sensibilidad de cada tiempo: es
precisamente esta indeterminación la que lo hace verdadero progreso, al mantenerlo
siempre en una tendencia a la apertura pura y límpida del hombre al ser.
Las religiones se alejarán del progreso si mantienen una inconmovible e inexpug-
nable creencia en sus dogmas como verdades absolutas y en sus elementos sacramen-
tales (los signos de la presencia de la Divinidad en la Historia según cada credo) como
realidades en sentido pleno. El realismo sacramental llevaría, casi ineludiblemente, a
pensar que el Dios principio y fin de todas las cosas reside auténticamente en lo pro-
fesado por esa determinada religión, y que por ende todo distanciamiento con respecto
a sus presupuestos teológicos y éticos supondría apartarse de la verdad divina, de la
fuente del ser y de la plenitud. No hay lugar así para la conciencia de autonomía huma-
Ensayos filosóficos y artísticos 151

na, sujeta a lo actual e inexcusable de la manifestación de la deidad. El protestantismo


abrió en el Occidente una vía ciertamente fecunda al reconocer la posibilidad de que lo
considerado por la tradición cristiana como “sacramento” en un sentido realista (esto
es, físico, temporal y espacial, de presencia real de la Divinidad a través de los signos
visibles) respondiese a una razón figurativa, simbólica, alegórica, incluso mítica, a
la que no era ajena la revelación en su vertiente histórica y concreta. Sólo así pudo
independizarse la conciencia occidental de la necesidad otrora aparentemente insos-
layable de pertenencia formal en pensamiento y en acción al credo cristiano (o, más
ampliamente, a cualquier credo religioso), al advertir que lo que había sido recibido de
los antepasados en la fe no podía desligarse sin más de los condicionamientos cultura-
les, sociológicos, psicológicos, filosóficos...: no podía desvincularse totalmente de la
inconsciente o consciente labor teorizadora del hombre, y que por tanto sólo mediante
una adecuada articulación entre realismo y simbolismo podía encontrar el hombre su
llamada a hacer de sí mismo sujeto creador en todos los ámbitos del ser, y a responder
sin dilación a su indemorable llamada al progreso. Las religiones no deben aspirar a
establecer éticas específicas y categoriales, sino a defender la ética en su dimensión
trascendental, y a imprimir en ella el sello individual que también lo universal requiere
para poder ser reconocido por hombres concretos, sumergidos en el drama existencial
que difícilmente lo abstracto e indeterminado puede descifrar. Están así llamadas a
contribuir al progreso y a iluminar a la sociedad con su mensaje.
Si se me pregunta cómo juzgo a las religiones, diré que por el desarrollo teóri-
co, cultural y teológico a que dan lugar, ya que me siento incapaz de penetrar en su
mensaje de salvación para establecer comparaciones: me parecería una traición a sus
aspiraciones de unicidad y de trascendencia, de unión entre lo humano y lo divino.
Sin duda alguna, destacan el cristianismo, el judaísmo, el Islam, el hinduismo, el
budismo (el ateísmo como “arreligión”, el humanismo, el iluminismo, y en general la
voluntad humana de elevarse por encima de toda determinación en busca de sentido
y de fundamento, de claridad y de oscuridad...)... En la esfera religiosa, el progreso
es el amor, ya que en lo más humano del hombre el movimiento es apertura al otro.

Más allá del hombre

Más allá del hombre, más allá del superhombre..., emerge el hombre consciente
de que lo humano se diluye, pero al mismo tiempo se engrandece, en el progreso: el
hombre se hace siendo en sí mismo progreso. Urge trabajar contra el dominio imposi-
tivo de los medios de comunicación para que cada uno pueda pensar libremente; más
allá de la exclusión cultural; más allá de la iniciativa gubernamental para promover la
individual...: la comunidad humana no puede renunciar al deseo de hacer del hombre
un nuevo hombre en todo tiempo y en todo lugar, que se enfrenta al pasado y al pre-
sente y busca un futuro nuevo, consciente de que la infinitud del ser ofrece horizontes
interminables de realización y de grandeza.
152 CARLOS BLANCO

Todos los pueblos, incluyendo los más remotos y alejados del eje cultural (que
guarda no poca resonancia con el concepto de tiempo eje, tiempo que aspira a con-
vertirse en referencia para el historiador y el estudioso de la cultura, que describiera
K. Jaspers en Origen y meta de la Historia) de nuestro tiempo, manifiestan ansias
de paz. Como relata C. Achebe en Things fall apart, hasta el bravo Okonkwo se vio
obligado a mantener respeto debido a la “Semana de la Paz” (“la Paz de Ani”), como
era costumbre en Obodoani. Una santa de nuestros días, la Madre Teresa de Calcuta,
hizo suyo un lema que describe ampliamente en Camino de sencillez: “El fruto del
silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto
del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz”. Es éste un auténtico proyecto
de vida que toda la Humanidad puede asumir, ya que responde al horizonte pleno de
la apertura y de la búsqueda que definen nuestro caminar en la Historia.
Un hermoso himno hindú sintetiza todo cuanto hemos podido afirmar, negar e
interrogar en torno al ser, el no-ser, el hombre, la apertura y la búsqueda, el ansia de
porqué, la llamada a la ulterioridad2:

Entonces no había la nada ni el ser,


no había aire, ni cielos encima,
¿Quién guardaba el mundo, quién lo abarcaba?
¿Dónde estaba el abismo, dónde el mar?
No había muerte ni inmortalidad,
no había noche, ni tampoco día.
En su origen respiraba sin soplo
el Uno, fuera del cual nada había.
De tinieblas estaba el mundo cubierto,
océano sin luz, en las noches perdido.
Entonces se desprendió la corteza,
y vino a existir el Uno, a nacer.
De él surgió primero el amar,
germen del conocimiento;
los labios en el corazón hallaron,
escrutando, las raíces de la existencia en el no-ser.
Cuando midieron, con sus medidas,
qué había debajo y qué arriba,
gérmenes había, fuerzas que se movían,
consolidación abajo, tensión arriba.
Sin embargo, ¿quién logró averiguar,
quién supo acaso cómo se hizo la creación?
De ella surgieron los dioses,
pero, ¿dice alguien de dónde proceden:
2
Rigveda X, 129. Citado en E.K. Thompson et alii, Las grandes religiones, 1971, 32.
Ensayos filosóficos y artísticos 153

Él, que ha producido la Creación,


que la contempla desde la luz del cielo,
que la ha hecho o no la ha hecho,
Él lo sabe... ¿O tampoco él lo sabe?

Es admirable, verdaderamente admirable, contemplar cómo las grandes civiliza-


ciones y las creaciones más eminentes de la mente humana han llegado a vislumbrar
misterios similares, horizontes comunes que identifican a la Humanidad en un destino
idéntico3. Ante la inescrutable maravilla de esta comunión de origen, senda y destino,
no cabe sino seguir el imperativo que Píndaro hiciera ya suyo: “Llega a ser el que
eres”, es decir, llega a ser el que siempre puede ser más.

Una nueva psicología: la Psicosíntesis

Sigmund Freud creó el psicoanálisis como estudio de las determinaciones sub-


conscientes que subyacen al ser y al actuar humanos, hallazgo el suyo (el del latente
poder lo inconsciente sobre lo manifiesto) de fundamental relevancia en la evolución
del pensamiento científico y filosófico. Todo cuanto hemos planteado en las páginas
anteriores, que no es sino un intento de situar al hombre en su apertura al ser y a la
verdad, constituye una exhortación para el establecimiento de una psicosíntesis.
Se tratará de diseñar un método efectivo que permita descubrir la importancia de lo
universal, de lo que trasciende la dimensión categórica del sujeto, de lo común a toda
persona, que de alguna forma nos supradetermina, nos predispone no como potencia o
dominio interno, sino como espacio en el que nos situamos y en el que desarrollamos
nuestra actividad intelectual y moral. Toda la historia de la búsqueda humana de saber,
de la tendencia a lo verdadero (las ciencias, la filosofía, los discursos teóricos...), a lo
bueno (la reflexión ética y moral) y a lo bello (el Arte, la fascinación humana por la
naturaleza, el anhelo de lo infinito...), muestra la progresiva constitución de escenarios
de apertura, que han capacitado a las diversas culturas y escuelas de pensamiento para
proyectarse en la Historia, influidas por el pasado, por el presente, y constructoras ellas
mismas del futuro, forjadoras del decurso histórico. Es el estudio de lo que nos deter-
mina desde arriba, como esfera externa a nuestra acción y a nuestra intelección, pero
que es también fruto de la libertad, ya que si bien no podemos escapar del contexto,
somos nosotros mismos quienes configuramos todo contexto al construirlo: el hombre

3
No es de extrañar que dos observadores privilegiados de nuestros días, E. Drewermann (véase, por
ejemplo, su estudio Tu nombre es como el sabor de la vida) y R. Panikkar, se admiren ante la similitud
de las grandes religiones en sus respuestas a los grandes misterios de la Historia, el hombre y el tiempo;
las mitologías inherentes a todas ellas, con su simbolismo, su bagaje literario, sus tradiciones alegóricas,
sus teofanías y teogonías... Y es igualmente sorprendente cómo, a pesar de esa igualdad, las culturas y
las religiones han preservado una fascinante e inagotable unicidad.
154 CARLOS BLANCO

no puede vivir sin escenario, pero es él mismo quien forja su propio escenario, y de
esta circularidad surge la posibilidad de progreso y la libertad.
Este estado superior a la conciencia individual, supraconsciente, denominado sa-
madhi por la filosofía hindú4, lo conforman tres vectores esenciales, que son a su vez
los tres grandes espacios de la existencia humana: lo histórico-cultural, lo científico
y lo religioso-místico. El primero corresponde al dominio que el hombre es capaz
de ejercer sobre sí mismo, la categorización del sujeto, de su apertura a través de la
cultura que se hace una con la Historia; el segundo al dominio del hombre sobre lo
externo, sobre lo natural, a la categorización del objeto. El tercer ámbito es el dominio
del absoluto, la categorización de lo absoluto según la totalidad de las dimensiones
de la persona, según la experiencia, según la búsqueda... La integración de estas tres
esferas es en realidad un intento de unir las principales tendencias que han convivido
en la historia humana: la exaltación de lo subjetivo, de lo artístico, de lo individual
(lo romántico); la exaltación de lo científico, objetivo, matemático (lo ilustrado), y la
continua búsqueda de sentido, que surca todas las edades y todas las civilizaciones.
No podemos sino concluir con las palabras de quien fue uno de los grandes espí-
ritus de la Humanidad, precursor de la psicosíntesis con su explicación psicológica
de la Trinidad cristiana, puente entre culturas, perenne voz en la inteligencia y en la
voluntad: “Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa
en Ti”5.

4
Cf. Paramahansa Yogananda, Autobiografía de un Yogui, 1999, especialmente lo relatado en las
páginas 130-131. Este fascinante relato de recorrido espiritual, pese a las críticas que puedan realizarse
desde la perspectiva estrictamente científica (ciertos rasgos míticos y legendarios que difícilmente
resultarán aceptables para los herederos de la cultura ilustrada) e incluso teológica (un excesivo sincretismo
a la hora de analizar conjuntamente hinduismo y cristianismo, que parte del principio, no justificado, de
que toda religión es reductible a una experiencia común, universal y básica previa a cualquier tipo de
revelación, quedando así la figura de Cristo encuadrada en los estrechos límites que fija el concepto de
“conciencia crística”), es innegable que el relato de quien fue en su momento honrado como el Premavatar,
la “encarnación del amor”, puede ayudar a los hombres y mujeres de nuestros días a seguir la admirable
estela que conduce a la búsqueda de lo bueno, lo verdadero y lo bello (cf. también J. Pelikan, Jesús a
través de los siglos, 1989, introducción: “lo bueno, lo verdadero, lo bello”, 15-22)
5
San Agustín, Confesiones, 1, 1.
TEORÍA DE LOS ESPACIOS TEOLÓGICOS (2005)

Quiero exponer brevemente una propuesta teológica para el siglo XXI: una teo-
logía radial, una teología que se dedique no tanto a plantear un esquema único de
pensamiento sino a respetar y promover la pluralidad de teologías de facto y de iure.
Será como una esfera, con un núcleo fundamental compartido por todos, pero que se
prolonga en múltiples, infinitos radios que dan lugar a distintos modos de reflexión
teológica. En lugar de defender los principios, se tratará, por tanto, de potenciar los
espacios teológicos: buscar las condiciones de posibilidad del pluralismo teológico
(una deriva trascendentalista del quehacer teológico). Se valorará más la convergencia
que la adecuación efectiva, y tendrá como objeto fomentar la mutua fecundación de
los sistemas teológicos y su apertura a una verdad que trasciende todo pensamiento.
El siglo XX ha supuesto la aparición de líneas nuevas y en ocasiones radicalmente
opuestas de concebir la teología y la vida cristiana. Junto a lo que podríamos denominar
“teología de la continuidad” o “teología tradicional”, han surgido otras sensibilidades
teológicas que muchas veces se alejan del modo común de entender esferas como la
Escritura, la Tradición o el Magisterio. La labor de una teoría sólida de los espacios teo-
lógicos será mostrar cómo es posible que todas estas teologías convivan, aun llegando
a conclusiones opuestas; cuáles son sus aciertos más destacables y cuáles sus puntos
débiles. No cabe una distinción confesional: toda barrera eclesiológica desaparece en
el quehacer teológico, que es por vocación universal y transconfesional. El criterio
fundamental es la escucha atenta a la Palabra, a la Tradición, a la hermenéutica y a
las grandes líneas de la teología cristiana, en diálogo constante y constitutivo con el
pensamiento.
Mencionaremos tan sólo algunas de ellas:
156 CARLOS BLANCO

1) Teología de la continuidad: representada, a grandes rasgos, por autores como


J.H. Newman, H. de Lubac, J. Ratzinger, H. U. Von Baltasar, L. Scheffzyck,
J. Daniélou, R. Guardini, W. Kasper, B. Forte..., en el ámbito ortodoxo cabe
destacar la labor de teólogos como V. Lossky o J. Meyendorff. Se caracteriza
por integrar las grandes sendas seguidas por la tradición cristiana (Padres de
la Iglesia, doctores medievales, filosofía neotomista y personalista...) y por
una adhesión, en términos globales, a las enseñanzas oficiales de la Iglesia
Católica. Presta gran atención al elemento dogmático de la fe cristiana, a las
definiciones conciliares a lo largo de los siglos, a la noción de verdad y de
naturaleza en íntima relación con Dios como Creador. Destaca, por tanto, en
su capacidad de insertarse en la gran tradición de la Iglesia, aunque sus puntos
débiles son su relativo alejamiento con respecto a filosofías contemporáneas, la
problemática tensión con el ecumenismo y el pluralismo religioso, el excesivo
acento sobre lo dogmático, una rígida concepción metafísica marcada por el
“realismo epistemológico” y una insuficiente distinción entre lo “nuclear” y lo
“histórico-relativo” en las enseñanzas de la Iglesia (por ejemplo, a la hora de
diferenciar el magisterio ordinario y el extraordinario, cosa que difícilmente
se logrará si se el esquema tradicional).
2) Las teologías de la liberación: de especial relieve es la obra de G. Gutiérrez,
L. Boff, H. Assman, J. Sobrino, J.L. Segundo, I. Ellacuría, B. Forcano, T.
Balasuriya, G. Girardi, J.J. Tamayo-Acosta, etc. Su característica principal es
la síntesis de la proyección onto-dogmática de la Teología, de la doxa, con el
horizonte de la praxis y del compromiso terreno del Cristianismo. Es sin duda
de encomiable influencia la obra de J.B. Metz y su teología política como po-
sibilidad de que la apertura trascendental del razonar teológico se materialice
también en el compromiso con la realidad histórica del mundo que nos rodea.
Es mérito de las distintas teologías de la liberación, tanto en América como
en Asia, haber creado conciencia de la opresión y de la injusticia social como
problemas que exigen una respuesta teológica desde la centralidad del misterio
de la Encarnación y de la Redención. Se llega así a una ética cristiana liberadora,
a una comprensión de la fe cristiana en términos liberadores, capacitadores,
potenciadores de la dignidad humana. Su punto débil es, sin lugar a dudas, la
problemática relación entre una fe y un dogma que por concepto trascienden
toda realidad concreta, frente a la excesiva relatividad de la praxis.
3) Teologías específicas de la liberación: teología feminista, “black theology”;
“barrio theology”... Constituyen, en efecto, un momento singular en el conjunto
de las teologías de la liberación, al poner como centro de reflexión la situación
social, política, religiosa y cultural de grupos y de minorías que han sufrido una
discriminación históricamente. La Teología no puede eludir esos contextos de
injusticia, aunque, ciertamente, el excesivo acento sobre sus particularidades
puede conllevar un reduccionismo metodológico.
Ensayos filosóficos y artísticos 157

4) Teología histórico-crítica: destacan, sin lugar a dudas, las obras de E. Schille-


beeckx y de H. Küng (y en menor medida la de Y. Congar), y en etapas ante-
riores, las de Ritschl, von Harnack, Sabatier y R. Bultmann (con su proyecto de
“desmitologización” y “deshelenización” del cristianismo). Se trata de efectuar
una comprensión desde la historia, la crítica y la hermenéutica como instancias
verificadoras de la fe, más allá de la tradición y del magisterio. La Dogmática
debe subordinarse a la investigación histórico-crítica, y como trasfondo filosó-
fico se exige una necesaria complementariedad entre la aproximación filosófica
tradicional (los Padres, Tomás de Aquino...) y la filosofía moderna, en especial
Kant, Hegel y Nietzsche. Es, en suma, un intento de dotar a la teología de un
carácter científico, en este caso según los cánones de las ciencias humanas y
sociales, apelando a la crítica histórica y bíblica. El problema reside precisa-
mente en esta excesiva reducción de lo dogmático a su contexto sociohistóri-
co: ¿Cabe una hermenéutica en esta dirección, o se impone respetar un cierto
fundamento veritativo más allá de toda crítica histórica? ¿Cómo conciliar la
vocación trascendente y absoluta de la verdad cristiana con la contingencia de
lo histórico?
5) Teología trascendental: su principal representante es el gran teólogo alemán
K. Rahner (con discípulos como H. Vorgrimler). Se intenta dar una respuesta
teológica y filosófica a la relación entre el hombre y lo divino: a cómo el hombre
es capaz de lo sobrenatural. En la constitución misma del espíritu humano se
contempla esa estructura a priori que le abre y le orienta a lo divino como su
horizonte más propio. La trascendencia se inscribe así en el núcleo mismo de la
inmanencia, lo que posibilita una reflexión teológica muy en consonancia con
el pensamiento contemporáneo y abre enormes horizontes en todos los campos
de la Teología. Su punto débil se desprende de acentuar demasiado el aspecto
inmanencial de la gracia, de la vida de la fe: si el hombre ya está hecho para
Dios y ya está en Dios, de alguna manera, desde el principio, ¿cómo sostener
la gratuidad de la fe y del don de Dios? Cabe también inscribir en esta línea la
teología de la cultura de P. Tillich, y la teología de la esperanza (sobre todo en
su vertiente dogmática) de J. Moltmann, así como la obra histórico-teológica
de O. Cullman y de otros autores, e incluso la singular obra teológica de P.
Teilhard de Chardin.
6) Teologías psicológicas y psicoanalíticas: destaca la obra de E. Drewermann,
y también podría asociarse el pensamiento de D. Bonhoeffer sobre la fe y la
vida cristianas en la época contemporánea. El cristianismo, en su despliegue
histórico y doctrinal, es sometido a una rigurosa crítica psicológica que in-
tenta mostrar el núcleo esencial de la fe más allá de las particularizaciones o
incluso desviaciones teóricas y teológicas que han ocultado esa centralidad. La
personalidad humana en su complejidad (teniendo en cuenta sus dimensiones
pasional, afectiva, sexual...) es interpretada a la luz de los estudios psicológicos
158 CARLOS BLANCO

de vanguardia y se estudia su influencia en las distintas formas de concebir el


Cristianismo que se han dado a lo largo de los siglos. Su punto débil estriba en
un cierto reduccionismo en el planteamiento psicológico, ya que la fe cristiana,
en cuanto comunicación de la vida divina al hombre, exige en ocasiones un
planteamiento más amplio que el estrictamente psicológico. En teología moral
ha adquirido gran relevancia la obra de autores como B. Häring, C. Curran o
M. Vidal.
7) Teologías del pluralismo religioso: la ampliación del horizonte cultural occi-
dental ha llevado a plantearse en profundidad la relación entre el cristianismo
y las grandes religiones y filosofías de la Humanidad. La obra de autores como
J. Hick, R. Panikkar, P. Knitter, J. Dupuis o J. Haight ha supuesto una extraor-
dinaria apertura de planteamientos, ya que ha profundizado en los puntos cons-
titutivos de religiones mundiales como el hinduismo, el budismo, el animismo
o el Islam, en una interpretación de las religiones también desde sus aspectos
sociales, culturales y lingüísticos que conlleva una necesaria relativización
de los contenidos dogmáticos. Precisamente es aquí donde radica su mayor
debilidad, a la vez que su punto central y de mayor interés: la posibilidad de
integrar en un planteamiento unificador tradiciones y perspectivas que en otro
tiempo parecían contrapuestas.
Cabría hablar de fecundaciones bilaterales, trilaterales o multilaterales, con una
gran flexibilidad y multiplicidad, y la teología radical debe contribuir a demarcar
un criterio eficiente y a la vez lo suficientemente abierto para el contexto plural del
momento que señale los límites teológicos, la especificad del cristianismo y de la
figura de Jesucristo. Es también necesario proponer una teología del progreso, de la
globalización y de la innovación, que tomen como punto de reflexión el actual fenó-
meno de la globalización de los espacios culturales y de la centralidad del concepto
de “innovación” en todas las dimensiones del pensamiento y de la vida, mostrando
cómo Jesús de Nazaret constituye una respuesta siempre viva a las perennes exigencias
de los hombres y mujeres de todo tiempo. Sería una teología de la ulterioridad, que
tomase como constitutivo mismo del ser y del hombre su capacidad de autotrascen-
dencia, de progreso, de ampliación del horizonte ontológico y vital, su capacidad de
“más allá”, que en términos teológicos se trasluce en la esperanza del advenimiento
del Reino. Una teología psicosintética, que muestra la posibilidad de construir cauces
interculturales e interhumanos, una teología que investiga los núcleos generadores de
cultura a lo largo de la Historia y que trata de superar una determinada concepción del
hombre para buscar una visión auténticamente trascendental. Una teología, por tanto,
que supera la postmodernidad filosófica, el tradicionalismo religioso y el humanismo
preglobalizado, aunando así la perspectiva del diálogo intercultural que amplían de
modo destacado las teologías del pluralismo religioso en el contexto de una teoría de
los espacios teológicos, donde se muestre cómo estas líneas de trabajo son armoniza-
bles, al menos en lo esencial, con las grandes tradiciones teológicas del cristianismo.
Ensayos filosóficos y artísticos 159

Una teología que cambia el dogma (el contenido noético predefinido) por la doxis (el
dogma en sentido activo), por el proceso mismo de definir o de categorizar las verda-
des de la fe, que no tiene por qué darse por concluido en un momento específico, sino
que se nutre del devenir histórico y cultural. Una teología que, en suma, contempla a
Dios no como una respuesta, no como conocimiento, sino como pregunta: como un
modo de afrontar la existencia, legítimo pero en convivencia con otras alternativas
también posibles.

Excurso: una concepción de Dios desde la teología de la ulterioridad

Las grandes tradiciones teológicas y filosóficas se han planteado, de una u otra


forma, el problema de la existencia de una Divinidad Absoluta y de seres realmente
independientes de ella, que no sean meras emanaciones de su ser. En otras palabras: el
pluralismo ontológico como presupuesto de la reflexión teológica y filosófica conlleva
una grave tensión entre la trascendencia de Dios y la autonomía de cada criatura, y
remite al misterio de la Creación y en último término al misterio del ser.
¿Cómo puede ser Dios un ser entre otros seres, por mucho que sea el Ser por ex-
celencia? Parece no haber término medio entre el panteísmo monista y el pluralismo
extremo desvinculante. La autonomía y pluralidad de seres aparece más bien como
un horizonte irrenunciable de la Teología y de la Filosofía, como una exigencia de la
centralidad del hombre y de todo pensamiento que tome como categorías centrales
el progreso y la capacidad humana de apertura. Subsumir al hombre, sin más, en una
entidad mayor sería deslegitimar, en el fondo, esos conceptos y hacer al hombre preso
de la necesidad, lo que conllevaría una crisis de humanismo. Ambas vías están abiertas,
sin duda, pero nosotros apostamos decididamente por la senda de la pluralidad del ser.
¿Qué es, entonces, Dios? Dios es la ulterioridad, la dynamis de todo cuanto es,
que a todo trasciende, a la que todo tiende pero que nada contiene. Dios es la historia
del ser, la trascendencia en sí, lo infinito en lo transfinito, el ser que se amplía, que se
abre, que se hace Dios: Dios es Dios haciéndose eterna y constitutivamente Dios, la
pura novedad, la innovación constante y suprema. Dios es el “más allá” de todo ser,
el “más allá” del ser, la pregunta de las preguntas.
Y esa ulterioridad, para los cristianos, se “aliena”, se hace vida en un hombre de
Nazaret llamado Jesús, sin por ello agotarse. Al menos, de la Escritura no puede con-
cluirse que Jesús agote en sí la revelación divina: ¿debe interpretarse la frase “Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida” desde la aletheia griega, verdad inmutable y eterna,
o desde la emet hebrea, la fidelidad? Sin duda desde la segunda alternativa: Jesús no
se autoconstituye en verdad en el plano intelectual o dogmático, sino como modelo
de confianza en el que es Santo. Un hombre que se integró plenamente en la tradición
de su pueblo, en la Historia, en la dynamis del hombre y del ser. Penetra de esta forma
en la intimidad de la comunión de Dios, “se siente hijo natural” de Dios, del Padre,
consciente de que revela su mensaje. Acepta la Historia, actúa libremente, predica
160 CARLOS BLANCO

la perenne novedad del Reino, muere de modo injusto (como Sócrates o G. Bruno),
no tanto para satisfacer un ansia expiatoria del Padre, sino por el misterio que impli-
ca toda coyuntura histórica y social, siendo así ejemplo perpetuo de justicia, amor,
misericordia, poesía, belleza... Resucita en el misterio: vuelve a la vida plena de la
ulterioridad. Precisemos aquí que desde la teoría de los espacios teológicos lo impor-
tante no es tanto sostener la realidad física o metahistórica de la Resurrección, sino el
significado mismo de la Resurrección, y que cabrán explicaciones teológicas de uno y
otro talante que convergen a la hora de señalar la centralidad de esta noción para la fe
cristiana. Cristo murió voluntaria e injustamente, pero creando al mismo tiempo algo
fascinante y eterno. Vuelve a la vida, a la vida del ser, a la vida del Reino. No sabemos
si lo hizo de modo físico: ahí radica la libertad que nos quiso legar el mismo hombre
que no respondió a Pilato cuando le preguntó “qué es la verdad”: lo dejó abierto a los
siglos, a las filosofías..., proyectando la verdad al horizonte de la apertura, de la ulte-
rioridad, de la realización, del misterio, del cumplimiento... El núcleo irrenunciable
es la “vuelta a la vida”, el Dios que salva y acoge a todo ser. Cristo y su kerigma son
así el espejo de la ulterioridad: rey de reyes, siervo, libertador...: según cada tiempo
y cada conciencia, según lo que cada época esté preparada para aceptar. Hoy, Jesús
es el que busca incansablemente la paz y la justicia, el que crea una globalización del
bien y del amor, del progreso y del saber, el que inspira una “sociedad de la ulteriori-
dad”, una “cultura de la fraternidad” como síntesis de igualdad y de libertad. Cristo
habló de un Reino del que también habla la Iglesia, que es humana e histórica, pero
inspirada por Cristo, vivificada por su Espíritu, cuya autoridad proviene del proceder
de lo divino en el tiempo, sin por ello poder apropiarse de él. La Iglesia aparece como
un espacio, no como un principio, como un marco de vida y de reflexión cristianas,
sin ser por ello imprescindible para alcanzar la salvación. No se puede excluir que la
persona, individualmente, tuviese una vivencia tan profunda de la cercanía de Dios
que no necesitase participar de la vida eclesial. Al menos no se deduce de la Escritura.
Cristo aunó lo divino y lo humano y dio testimonio de la verdad: aunque se le
olvide, siempre estará presente en lo grande, hermoso y justo, en todo acto de amor.
A pesar de tanta barbarie, opresión y sinrazón siempre ha habido en la Humanidad
gente sabia y buena, visionarios, artistas, hombres que elevaron la razón y el corazón,
y gracias a ellos y a lo sublime de las culturas, de las religiones y de la Ciencia hemos
alcanzado la “senda de la ulterioridad”, de una sociedad abierta y libre donde el hom-
bre pueda realizarse, abrirse, crear... Queda, sin duda mucho, para profundizar en esta
senda, para extenderla, para dar a todos cultura, sabiduría, justicia, liberación... Pero
lo seguro es que también hoy, Jesús de Nazaret continúa siendo un ejemplo.
DAVID HUME Y LA CRÍTICA EMPIRISTA DE LA
TEOLOGÍA NATURAL

1. El contexto filosófico y cultural: la actitud de D. Hume ante la religión

No falta razón a G. Reale y D. Antiseri cuando afirman que “con David Hume, el
empirismo llega hasta sus propias columnas de Hércules, es decir, a aquellos límites
más allá de los cuales resulta imposible avanzar”1. Y es así que la larga tradición em-
pirista que había dominado el pensamiento en las Islas Británicas (ya desde San Beda
en los albores de la Edad Media, y más si cabe con Ockham y su filosofía nominalista
en el otoño de toda una época) culminará en la obra de Hume y en su concepción del
hombre y del mundo.
David Hume (1711-1776), sin duda uno de los pensadores más eminentes de
Escocia, y distinguido historiador de Inglaterra (su Historia de Inglaterra, de 1762,
fue grandemente elogiada por sir Winston Churchill), fue propiamente un crítico de la
religión y de sus fundamentos. Apartado desde joven de las prácticas religiosas, y aun-
que llegó a sentir una cierta indiferencia o incluso aversión hacia lo religioso, no pudo
soslayar en su obra filosófica de pretensiones universales (como era de esperar en un
hombre de la Ilustración) la importancia del hecho de la religión en la reflexión sobre
el hombre. Consideramos por ello necesario, antes de analizar con más detenimiento
los aspectos principales de la crítica de Hume a la teología natural y a todo intento de
demostrar la existencia de un Ser Supremo a partir de los argumentos proporcionados
por la razón, exponer brevemente su postura general respecto a la religión.
La religión, para Hume, es arracional: no es susceptible de un fundamento racional
que la sostenga y que la haga apta para ser creída por el hombre. Lo que en teología se

1
G. Reale, D. Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico. II: Del humanismo a Kant,
Barcelona, 1988, 468.
162 CARLOS BLANCO

ha convenido en llamar “racionabilidad de la fe” es imposible para Hume, ya que la


razón, reducida al ámbito de lo empírico, es incapaz de proporcionar evidencia sólida
y universal de algo que trascienda el mundo de las experiencias y de las impresiones
que éstas causan en nuestros sentidos. Ansiar elevarse por encima de la evidencia
empírica es para Hume un sueño, una ilusión si cabe tan grande como la que Kant
atribuirá al célebre visionario sueco E. Swedenborg. Tampoco puede concedérsele un
fundamento moral, ya que la Ética se basa en el sentimiento, en las pasiones, en algo
que nada tiene que ver con la religión, y no puede establecerse por tanto un vínculo
entre ética y religión. En su Historia natural de la religión afirma: “Escuchad lo que
proclaman los hombre: nada hay más seguro que sus dogmas religiosos. Examinad su
vida: difícilmente podríais pensar que tengan la más mínima confianza en ellos”. Se
produce un hiato infranqueable entre la ética como derivada exclusivamente del sentir
del hombre y la religión, que al carecer de fundamento racional, no puede aspirar a
mayor universalidad que la que el hombre desde su inmanencia quiera otorgarle: es
una cuestión estrictamente personal, objeto de reflexión para filósofos y pensadores,
pero en ningún momento puede erigirse en fuente de compromiso moral o intelectual.
Es más bien fruto del temor, del instinto humano que le lleva a sentir miedo ante su
soledad en el universo, ante la muerte y ante la vida futura. Es un consuelo revestido
de aparente racionalidad, y no se funda en la contemplación de la naturaleza y de su
formidable orden, sino en el miedo, en la preocupación, en las esperanzas y en los
temores. Responde a la pura inmanencia del hombre, a la simple sociología, y no es
algo que trascienda esas dimensiones humanas y menos aún que pueda poner al hombre
en comunión con una realidad que lo exceda: procede del hombre y a él vuelve. Es
uno (sin duda el más importante) entre otros muchos consuelos que podrían haberse
encontrado ante la fatalidad y lo inexcusable del miedo y de la muerte. No se separa
Hume en gran medida de autores clásicos como Epicuro (con quien también coincidirá
en su concepción hedonista de la Ética, fundada en el sentimiento y no en la razón que
investiga la naturaleza humana y sus principios y acciones) y aún más con Lucrecio y
el férreo materialismo que invade su celebrado poema De rerum natura.
¿Cabe concluir del criticismo y del escepticismo de Hume respecto de las religio-
nes que nuestro autor fuese formalmente ateo? Es difícil aplicar conceptos que sólo en
siglos posteriores adquirirán la relevancia y el significado que ahora les atribuimos a
un pensador como Hume. Habría que situarlo, más bien, en la esfera del escepticismo
y del agnosticismo. Como filósofo efectúa una valoración extremadamente negativa
de la religión, al desligarla de dos de los pilares que habían resultado más frecuentes
en su defensa y en la de su significado auténtico para el hombre: la razón y la moral.
Desprovista de apoyo racional, y desligada del marco ético, queda suspendida de un
tenue hilo, el del sentimiento humano de temor hacia lo desconocido, el de la pura
subjetividad que se enfrenta a un horizonte de vacío y de fatalidad. Sin embargo, Hume
es consciente de que la religión es connatural e inseparable de la existencia humana.
Posee por tanto un valor social innegable, y si bien a su juicio son la ignorancia y la
Ensayos filosóficos y artísticos 163

oscuridad filosófica las responsables de la práctica religiosa, no es menos evidente


a la razón que todos los pueblos han tenido de un modo u otro una religión, y que
hombres que careciesen de ella se asemejarían a las bestias y a los seres irracionales.
Hume se posiciona así en la actitud del fenomenólogo aséptico que se enfrenta a las
religiones, que las critica en su forma y en su estructura pero que las valora e incluso
aplaude desde un punto de vista antropológico y social.

2. La razón escéptica ante las pruebas tradicionales de la existencia de Dios

“Cuando Hume critica las pruebas sobre la existencia de Dios, lo hace en el


contexto de su crítica de la religión natural”2. Hemos visto en las líneas anteriores
las claves de la actitud general de Hume ante la religión así llamada natural, es decir,
que pretende fundarse en las evidencias de la razón y en la necesidad de dotar a la
moral de una base más allá de lo empírico, que en el terreno antropológico sería lo
meramente pasional. Para Hume, la religión no puede aspirar a otro soporte que el
del sentimiento que ha existido, existe y existirá de temor y de esperanza a una vida
plena. Pero, ¿cómo afronta Hume la gran dificultad de que a lo largo de muchos siglos
algunos de los más eximios pensadores de Occidente han consagrado gran parte de su
talento filosófico a demostrar racionalmente la existencia de un Ser Supremo, objeto
de la fe de tantos hombres? ¿No había pruebas de la existencia de Dios ya desde los
antiguos griegos, desde Platón y Aristóteles, pasando por los pensadores cristianos
como San Agustín o Santo Tomás de Aquino; y no había fascinado en extremo a los
escolásticos y más recientemente a los racionalistas continentales la posibilidad de
aportar una evidencia irrefutable de la existencia de Dios desde la pura razón? ¿Qué
hacer con Descartes, Malebranche o Leibniz? Hume no se limita a negar la existencia
de un fundamento racional de la religión y de la teología natural que sustenta a toda
religión, sino que analiza con detalle las pruebas que tradicionalmente se han ofrecido
y critica sus líneas estructurales de modo consecuente con su empirismo radicalizado y
con su escepticismo, que en último término es asociable al nominalismo y a su crítica
de ideas universales que, abstraídas de experiencias particulares, puedan aplicarse
de modo universal y análogo a realidades que teóricamente trascienden lo empírico.
Para Hume existen dos argumentos principales:3 uno apriorístico, que parte de la
existencia de seres indeterminados, y otro a posteriori, cuyo inicio es la existencia de
seres determinados. El primero tiene poco que ver con lo que Kant denominará “ar-
gumento ontológico”, y que atacará con tanta dureza en su Crítica de la razón pura,
(el favorito de las filosofías racionalistas del siglo XVII, y que más tarde retomará,
aunque con sus peculiaridades, G.W.F. Hegel y en el siglo XX diversos autores en el
marco de la filosofía analítica). Éste consiste sustancialmente en partir de la idea de
un ser perfecto, absoluto e incondicionado, para demostrar que es imposible que tal
2
J. L. Fernández, David Hume: Dios, Pamplona, 1998, 5.
3
Expuestos ambos en Dialogues concerning natural religion.
164 CARLOS BLANCO

posibilidad no se dé realmente, porque sería impensable que un ser omniperfecto y


absoluto no existiese, del mismo modo que es imposible pensar la idea de triángulo sin
la idea de que sus ángulos han de sumar ciento ochenta grados (al ser ello un “juicio
analítico” en el sentido kantiano, es decir, un juicio en el que el predicado se deduce
necesariamente del sujeto, una “verdad de razón” para Leibniz). Hume centrará su
atención en la crítica del segundo de los argumentos, que se basa en la existencia de
un orden maravilloso en el mundo y de unos fines en la naturaleza que remiten a una
causa primera y última. El fundamento real de este argumento es la doctrina de la
analogía del ser, clave en la filosofía escolástica y heredada en cierta medida por el
racionalismo continental del siglo XVII, que afirma la posibilidad de establecer una
proporción entre las obras naturales y las artificiales. La crítica de Hume de éste y de
los argumentos similares será por tanto una crítica de la teoría de la analogía del ser4.
El argumento de las causas finales (la vía físico-teleológica en terminología
kantiana) posee dos premisas: la mayor afirma el orden inexcusable del mundo, la
concatenación entre medios y fines en una estructura formidable, y la menor sostiene
la necesidad de que los medios se ordenen a los fines en virtud de un agente inteligente
que los disponga de ese modo. La conclusión es nítida, y para muchos definitiva: es
necesario que exista una causa inteligente que lo haya ordenado todo respecto a unos
fines precisos, del mismo modo que la inteligencia humana ordena en el orden de lo
contingente. Este argumento despertaría el respeto del propio Kant, y constituye el
núcleo de la quinta vía de Tomás de Aquino.
¿Cómo aborda Hume este argumento? Hume no se deja impresionar. Es evidente
que existe un orden formidable en la naturaleza. Hume estaría de acuerdo con San Pa-
blo en que tal orden es “inexcusable”5. Incluso el principio de economía de las ciencias
naturales afirma que nada se hace en vano, y que todo está dispuesto de acuerdo con el
orden6, y “uno de los grandes fundamentos del sistema copernicano es la máxima de
que la naturaleza actúa por los medios más simples y elige los medios más adecuados
para el fin perseguido”7.
Lo que Hume rebate no es la premisa mayor, que es perfectamente compatible
con lo que afirman la experiencia y las ciencias naturales, sino la premisa menor,

4
K. Barth, en el contexto de la teología protestante del siglo XX, rechazará la analogía del ser (en
consonancia con la óptica de la teología protestante ya desde el propio Lutero, que no considera a la
razón el instrumento apto para guiar al hombre en el terreno religioso) y hablará en términos de “analogía
de la fe”, es decir, de que sólo mediante la fe, mediante la confianza extra-racional en las promesas y
en los designios salvíficos de Dios, puede el hombre establecer un discurso sobre Dios. No en virtud
de una supuesta capacidad racional que le permita trascender el orden de lo puramente contingente al
orden de lo necesario, sino que es la fe el único vínculo posible entre la infinitud y absolutidad de Dios
y la pequeñez e incapacidad del hombre. La exhortación aristotélica a “comportarse como inmortales y
hacer todo necesario para vivir según la parte más noble que hay en nosotros” sólo podrá así realizarse
a través de Cristo, “escalera de redención” (San Buenaventura).
5
Cf. Epístolas a los Romanos 1,20.
6
J.L. Fernández, op. cit., 7.
7
Op. cit., 8.
Ensayos filosóficos y artísticos 165

esto es, la búsqueda de una causa inteligente que sea responsable de esa disposición
medios-fines que se da de modo admirable en el mundo natural. Aquí penetra con
inusitada fuerza el empirismo humeano. Los filósofos antiguos y los racionalistas
habían caído en el engaño de que la idea de causa respondía real y adecuadamente a lo
que acontece en el mundo fenoménico, y que por tanto podía emplearse este concepto
de forma universal y aplicarse aun a entidades o seres que trascendiesen ese mundo
contingente. La idea de causa respondería a la verdadera naturaleza, al “en sí” de las
cosas observadas, y la aplicación casi instantánea y automática que hacemos del prin-
cipio de causalidad sería un legítimo ejercicio abstractivo. No se trataría de una mera
actividad inductiva o generalizadora, sino una auténtica penetración en el verdadero
ser del objeto, cognoscible a la razón. Hume niega ese carácter “trascendental” o uni-
versal del principio de causalidad. Para él, la causalidad es simplemente un proceso
inductivo, una generalización sin mayor fuerza que la de la costumbre, un conjunto
de impresiones sensoriales que nos hacen creer que en cualquier situación análoga se
dará el mismo resultado, aun sin poder comprobarlo de forma empírica. Hablamos
de causa en cuanto hay pluralidad de casos y en virtud de esta pluralidad pasamos a
generalizar que en todo caso (principio de analogía) ocurrirá del mismo modo. Pero,
¿es legítima esta generalización o esta coaplicación del principio de causalidad en el
terreno que trasciende lo empírico? La respuesta de Hume es a todas luces negativa,
“sólo cuando dos especies de objetos se encuentran constantemente unidos, podemos
inferir uno de otro”8. El mundo no es un miembro más de una especie de mundos, de la
misma manera que un animal concreto es un individuo que forma parte de una especie
que engloba a otros muchos individuos que comparten unas mismas características
que las distintas ciencias ayudan a establecer. El mundo es un caso único, y no hay por
tanto posibilidad alguna de establecer un criterio comparativo entre el mundo y otro
analogado que nos permita deducir que las asociaciones o disposiciones de tipo causal
que en él se dan pueden generalizarse a la totalidad de lo existente. En lo que respecta
a un efecto singular, nada puede decirse sobre su causa, igual que las ciencias físicas
nos enseñan que un observador en un sistema inercial cualquiera aislado de otro marco
de referencia jamás podría determinar el valor de la velocidad constante que posee
ese sistema, al ser, por el principio de Galileo, todos los sistemas inerciales idénticos
a efectos de las leyes físicas. En la prueba cosmológica o físico-teológica, tanto el
mundo como la causa ordenadora son dos efectos harto singulares, dos entidades que
no pueden ser comparadas con instancias supuestamente análogas, ya que o éstas no
se dan o al menos la experiencia humana no puede llegar a ellas.
Hume efectúa una crítica radical de los conceptos metafísicos, que décadas más
tarde obligará a Kant (despertado por Hume de su “dogmático sueño”) a considerar
estos conceptos, entre ellos el de causalidad, como categorías apriorísticas aplicadas
por el entendimiento humano cuando éste es motivado o estimulado por las impresio-
nes sensibles. Serían por tanto preconceptos o prejuicios desde los cuales el hombre se
8
Op. cit., 9.
166 CARLOS BLANCO

enfrenta a la realidad, y de los cuales no puede escapar. No responden a ningún funda-


mento in re, como habían pensado los escolásticos, sino que son disposiciones internas,
inmanentes al propio sujeto cognoscente, un marco de operaciones intelectuales que
no procede de la experiencia o del estudio atento y abstractivo de la realidad (como
en la filosofía de Aristóteles), sino que remiten al hombre y a sus internas disposi-
ciones intelectivas. Kant intentará salvar así estos conceptos y los juicios sintéticos a
priori de la crítica humeana, intentado defender su carácter universal y la posibilidad
misma de que tales juicios se produzcan en las ciencias y en la matemática. Hume se
limitará a negar su universalidad, a poner en duda mediante un proceder escéptico,
que no confía en las conclusiones aparentemente sólidas e irrefutables que presenta
la razón, la validez de estos juicios y de los conceptos que los constituyen. La idea de
causalidad, el concepto “reina” en toda teología natural, no es más que la asociación,
el hábito, de enlazar nuestras impresiones de una forma determinada a raíz de observar
multitud de casos que presentan condiciones análogas. Pero precisamente por ser una
simple asociación, su grado de certeza es éste: el de la probabilidad o verosimilitud
que una multitud de casos y ninguna experiencia que lo refute puede aportar9. Nunca
se trata de un argumento cierto, si por certero entendemos necesariamente verdadero
en todos los casos posibles, porque “cuando inferimos una causa particular a partir
de un efecto, hemos de establecer una proporción entre ambas cosas, y nunca se
nos puede permitir que adscribamos a la causa más cualidades de las estrictamente
suficientes para producir el efecto (...). Pero si le asignamos más cualidades, o ase-
guramos que es capaz de producir otros efectos, sólo podemos dar rienda suelta a la
conjetura y suponer arbitrariamente la existencia de cualidades y energías sin razón o
autorización para ello”10. Hume es explícito en este texto de Enquiries concerning the
human understanding: extraer conclusiones más allá del ámbito de lo estrictamente
efectivo, que es el mundo empírico y sensorial, en el cual somos capaces de establecer
comparaciones y asociaciones entre una pluralidad de casos para inducir una tenden-
cia general con cierto grado de probabilidad, y aplicarlo al mundo extraempírico, es
una simple conjetura, condenada al fracaso de partida: “nunca se nos puede permitir
elevamos del universo (el efecto) a Júpiter (la causa), y después descender para inferir
un nuevo efecto de esa causa, como si los efectos presentes solos no fueran totalmente
dignos de los gloriosos atributos que asignamos a esa divinidad. Puesto que el cono-
cimiento de la causa se saca solamente del efecto, han de estar exactamente ajustados
el uno al otro; y uno de ellos no puede jamás remitir a algo más o ser la base de una
nueva inferencia y una nueva conclusión”11. ¿Es legítimo el salto que al parecer de
modo irreflexivo han dado muchos grandes pensadores para deducir a partir de lo que
veían en el cosmos material un mundo de ideas y conceptos análogo al mundo de los
9
La crítica escéptica de la abstracción y de la teoría de la analogía que hace Hume tendrá en el
siglo XX un importante exponente en la figura de K. Popper (principalmente expuesta en The logic of
scientific discovery), con su crítica general de la inducción científica.
10
J. L. Femández, op. cit., 53.
11
Op. cit., 54.
Ensayos filosóficos y artísticos 167

fenómenos, atribuyendo a ese mundo ideal y supraempírico el origen, el gobierno y


el fin del mundo de los fenómenos? Para Hume ese salto no es legítimo y en ningún
momento puede darse. Es necesaria una crítica rigurosa de los conceptos y de las ideas
para poner de relieve que la pretendida universalidad de principios tales como el de
causalidad es simplemente probabilística, inductiva, y en absoluto cierta y necesaria.
Este uso de la crítica escéptica de la razón humana conlleva, a juicio de Hume, una
reivindicación de la grandeza humana y de la grandeza del mundo material, que no
necesita de tales hipotéticos mundos causales para ser explicado, sino que se basta a
sí mismo. Podemos apreciar cómo este modo de razonar adquirirá gran relevancia en
los siglos XIX Y XX, no sólo en el humanismo de inspiración atea o en las filosofías
de la sospecha, sino más aún en las afirmaciones de científicos y cosmólogos que
consideran que el universo y el mundo material pueden encontrar explicación en sí
mismos, sin necesidad de una causa que los trascienda, y que su auténtica dignidad
reside precisamente en este poder autoexplicarse12. Nadie ha visto, prosigue Hume, el
universo en su fase originaria. ¿Es por tanto legítimo aplicar a un caso tan excepcional
como el mundo la misma explicación que a cualquier construcción humana, donde hay
claramente un arquitecto y un ejecutor que diseña y configura su obra? “¿Has visto
alguna vez la naturaleza en una situación que se parezca a la primera ordenación de
los elementos?”13 La respuesta evidente es negativa. “En las obras de arte e invención
humanas se permite ir del efecto a la causa, y después regresar desde la causa para
formas nuevas inferencias acerca del efecto y para examinar las modificaciones que
éste probablemente ha sufrido o puede todavía sufrir. Pero, ¿cuál es el fundamento de
este método de razonamiento? Claramente éste: el hombre es un ser que conocemos
por experiencia, de cuyos motivos y designios estamos informados, y cuyos proyec-
tos e inclinaciones tienen una cierta conexión y coherencia, de acuerdo con las leyes
que la naturaleza ha establecido para el gobierno de esa criatura. Por tanto, cuando
vemos que una obra procede de la habilidad y destreza del hombre, como estamos
enterados de la naturaleza de ese animal por medio de otros medios, podemos sacar
cien inferencias acerca de lo que se puede esperar de él, y estas inferencias estarán
todas fundadas en la experiencia y en la observación”14. Nuevamente en Enquiries
concerning the human understanding afirma: “Sólo cuando dos clases de objetos se
encuentran constantemente unidos, podemos inferir uno de otro, y si se presentase
un efecto completamente singular y que no pudiese ser incluido en ninguna especie

12
Así en S. Hawking, C. Sagan o P. Davies, quienes piensan que postular a Dios como causa incausada
no añade más que si dijéramos que el Universo es causa sui incausada. Veremos más adelante que Hume
razona de modo similar. En vez de buscar el ser eterno que da razón de su propia existencia en una
deidad, consideran que el mundo es, en sentido metafísico, necesario y autosuficiente, “simplemente es”,
y preguntarse por algo que lo trascienda es ilegitimo o absurdo, del mismo modo que para los antiguos
griegos una concepción creacionista del cosmos no tenía sentido: el mundo simplemente es, está ahí, es
el dato fundamental y último; es interpretado como una ultimidad.
13
Op. cit., 10.
14
Op. cit., 61.
168 CARLOS BLANCO

conocida, no veo que pudiéramos formar conjetura alguna o inferencia alguna sobre
su causa”15.
El núcleo de la crítica de Hume al argumento es su desconfianza en la supuesta uni-
versalidad del principio de causalidad y de la legitimidad de aplicarlo al mundo. Este
principio procede de la pura asociación de impresiones, sin fundamento trascendental
alguno, y en el caso del mundo no hay término comparativo, pluralidad de casos, ya
que éste es una totalidad, una experiencia única. El argumento analógico es por ende
incierto, da una idea probable de lo que es verosímil que haya ocurrido (a saber, que
una inteligencia lo haya ordenado de tal modo), pero en absoluto concluye de forma
apodíctica la existencia de una inteligencia suprema. La analogía sólo se basa en la
semejanza, y no en una naturaleza intrínseca que permitiese efectuar comparaciones en
un orden más fundamental. Pero las semejanzas entre el orden contingente y el orden
supuestamente divino serían en cualquier caso tan escasas que en lugar de semejanzas
hablaríamos de desemejanzas muy acusadas, y la certeza del argumento se reduciría a
un simple grado de probabilidad. ¿Qué nos permite concluir que el orden del universo
es similar al orden de los artefactos humanos? Nada más que una ilegítima proyección
antropomórfica, que más tarde Feuerbach atribuirá en La esencia del cristianismo
a toda religión como su núcleo esencial (algo puramente inmanente al hombre que
éste proyecta más allá de sí mismo con la vana ilusión de trascenderse a sí mismo o
de encontrar algún fundamento trascendente a él, cuando en realidad llega al núcleo
inmanencial de su condición humana, de su antropología). “La desemejanza es tan
acusada que a lo sumo a lo que aquí puedes aspirar es a una suposición, a una conjetura,
a una sospecha sobre la existencia de una causa semejante”16. No es más que eso: una
sospecha, una hipótesis, una conjetura sin más valor que el de la verosimilitud que ello
pueda causar, y será siempre susceptible de una rigurosa crítica racional que ponga al
descubierto su carácter auténtico.
La acusación de antropomorfismo vertida sobre argumento analógico que Hume
lleva a cabo no está falta de originalidad. Nuestro autor advierte que hay signos claros
de este antropomorfismo en muchos aspectos clave en la formulación del argumento: el
concepto mismo de inteligencia ordenadora es sencillamente una proyección del orden
humano, donde los artefactos son diseñados y fabricados por un agente inteligente que
se ha propuestos unos fines. Resultaría así lógico que en el caso del mundo también
fuese una causa ordenadora sumamente inteligente quien lo hubiese dispuesto todo
con “orden, peso y medida”17. Pero aquí “lógico” encubre una falacia: es lógico desde
una óptica humana. Hume no cree que el adjetivo “lógico” pueda aplicarse unívoca
y universalmente a situaciones ajenas a la experiencia humana. Algo es lógico en el
orden de lo que tradicionalmente había sido objeto de la Metafísica si es de experiencia
común y habitual, y en cualquier caso por lógico se entenderá algo con un alto grado

15
Op. cit., 64.
16
Op. cit., 11.
17
Libro de la Sabiduría 11, 21.
Ensayos filosóficos y artísticos 169

de certeza, pero nunca seguro e irrebatible. ¿Por qué no decir que el orden del mundo
viene de la generación, si tomamos como referencia el orden de los animales? ¿Y por
qué no decir que se parece al orden de lo vegetal? ¿Con qué derecho restringimos la
analogía al orden humano? Hume adelanta aquí muchos puntos que serán clave en
las discusiones filosóficas de siglos posteriores, y que muchos proclamarán como la
necesidad de una relativización absoluta de todo concepto y de todo juicio, y la im-
posibilidad de establecer baremos universales. El hombre entero está dominado por
sus representaciones y prejuicios, y cualquier afirmación que haga es susceptible de
una “deconstrucción”, en el sentido de J. Derrida18. Ni siquiera el pensamiento puede
tomarse como criterio de la superioridad del hombre sobre los demás seres naturales.
Toda óptica es sospechosa de antropocentrismo, al tomar al hombre como “la me-
dida de todas las cosas”, que dijera Protágoras. “¿Qué privilegio tiene esa pequeña
agitación del cerebro que llamamos pensamiento para que debamos hacer de ella el
modelo de todo el universo?”19 No le queda más remedio a Hume, siguiendo su senda
escéptica, empirista y abiertamente materialista, que considerar el pensamiento y la
inteligencia como un efecto más entre lo que se puede observar en el plano natural, sin
ninguna excepcionalidad más allá de la que nosotros queramos concederle. Resulta así
imposible establecer cualquier analogía entre el mundo fenoménico y un orden tras-
cendental con una causa también inteligente, porque por el mismo criterio podríamos
considerar a esa causa un vegetal o un animal. Hume no atiende aquí a argumentos de
tipo metafísico que le muestren que sólo la inteligencia está por encima de las determi-
naciones propias de la materia y puede por tanto ser causa y principio anterior a toda
determinación, causa originante del mundo. Para él, este tipo de razonamiento peca de
extrema y grave ingenuidad, de pretender que lo que observamos de modo concreto
en el caso humano (a saber, que produce algo así como ideas ajenas a la materia) es
en realidad algo universal, que nos permite considerarlo un fundamento necesario del
universo. No existen ideas universales y el pensamiento es simplemente un proceso
material, una agitación cerebral. ¿Por qué, entonces, hacer analogía a partir de él y
no a partir de otros principios naturales igualmente legítimos, como los que fundan
el orden vegetal o el orden de los animales? Es evidente que desde esta perspectiva,
para la cual la pregunta por el mundo es ilegítima y más aún absurda (como ocurre,
por ejemplo, en la filosofía agnóstica de B. Russell y en sus célebres discusiones con
F. Copleston), nada se puede responder: si el mundo es considerado un objeto que se
explica a sí mismo (una especie de reedición del necesitarismo cósmico de los anti-
guos griegos), es ilegítimo pretender alcanzar otro orden que lo trascienda, porque
el mundo es autosuficiente, y llegar a un orden superior mediante la analogía es una
metodología a todas luces ilegítima.

18
Y en general el pensamiento postmoderno, con autores como M. Foucault o más recientemente
G. Vattimo y su propuesta de “pensamiento débil”.
19
J.L. Fernández, op. cit., 13.
170 CARLOS BLANCO

Otro de los focos principales de la crítica de D. Hume a las pruebas analógicas de


la existencia de Dios es su defensa de la posibilidad de efectuar un proceso indefinido
de causas concatenadas, sin necesidad de llegar a una causa primera, como se había
sostenido tradicionalmente siguiendo un modo argumentativo sistematizado por Aris-
tóteles. Ya hemos visto cómo Hume no ve necesaria la existencia de una inteligencia
ordenadora que haya planificado el mundo, pero, aun aceptándolo, no cree que pueda
hablarse en términos de una causalidad absoluta: “Nos vemos obligados a remonta-
mos aún más alto para encontrar la causa de esta causa que tú habías designado como
satisfactoria y decisiva (...). ¿No tenemos el mismo derecho para derivar ese mundo
ideal de otro mundo ideal o de un nuevo principio inteligente? Pero, si nos detenemos
aquí y no seguimos más adelante, ¿por qué ir precisamente hasta ahí? ¿Por qué no
detenernos en el mundo material? ¿Cómo podemos sentimos satisfechos sin continuar
in infinitum? Y después de todo, ¿qué satisfacción produce esa progresión infinita?
Recordemos la historia del filósofo indio y su elefante. Nunca hubo asunto alguno al
que pudiera aplicarse mejor. Si el mundo material descansa sobre un mundo ideal se-
mejante, este mundo ideal debe a su vez descansar sobre otro, y así sucesivamente sin
fin. Mejor sería, pues, no mirar más allá de este mundo natural (...). Siempre que das
un paso más allá del sistema mundano, lo único que haces es provocar una curiosidad
que jamás es posible de satisfacer”20. En el fondo, la alusión de Hume al argumento
de la imposibilidad de retroceder indefinidamente en la serie de causas y su negación
de esta supuesta imposibilidad no constituye tanto un razonamiento metafísico como
una salida escéptica al contexto general de la teología natural: no es que se pueda o no
se pueda demostrar la imposibilidad de una cadena infinita de causas concatenadas,
sino que esta pregunta carece más bien de sentido, resulta absurda y sólo nos sume en
sueños vanos y en fútiles ilusiones o, como acabamos de citar tomando las palabras del
mismo Hume en Dialogues concerning natural religion, “provoca una curiosidad que
jamás es posible de satisfacer”. El núcleo de la crítica escéptica y empirista de Hume
a las pruebas de la existencia de Dios resulta, desde esta perspectiva, una reflexión
sobre la posibilidad y la oportunidad y pertinencia de tales argumentos. Para el modo
de razonar empirista, no es que no sean posibles, sino que son más bien ilógicos,
porque todo razonar debe tener como referente objetos empíricos, y el mundo es una
totalidad, una singularidad que no puede ser considerada un objeto empírico en sen-
tido estricto, y preguntarse por su origen absoluto está condenado al fracaso desde el
comienzo, porque se sitúa fuera de lo que una razón que ha sido reducida al discurso
sobre objetos empíricos puede lograr. El ejemplo del indio y el elefante al que Hume
alude se asemeja mucho a la pregunta que un oyente formuló a un conocido científico
tras una conferencia sobre el universo: “¿Pero no es cierto que el Universo descansa
en realidad sobre el caparazón de una tortuga? -A lo que el científico respondió: ¿Y
sobre qué descansa ese caparazón de tortuga? -Sobre otros muchos caparazones”21.
20
Op. cit., 77-78.
21
Citado en S. Hawking, Historia del tiempo, 1989, 1.
Ensayos filosóficos y artísticos 171

Por otra parte, Hume critica duramente el empleo de la analogía en la identificación


de la naturaleza y de los atributos de ese supuesto ser supremo garante del orden. Sólo
podríamos deducir una proporción entre las obras y la causa, pero en ningún modo
estaríamos legitimados a sublimar esos adjetivos hasta atribuirle a esa causa la omni-
perfección y la omnipotencia. En rigor, sólo podríamos decir que Dios posee atributos
proporcionados a los que observamos en sus obras, pero nada más. Los efectos no son
infinitos, y por tanto hablar de infinitud en Dios no es usar regla de proporción alguna,
sino dejarnos llevar por la imaginación y por lo que tradicionalmente se ha afirmado.
Sólo podemos inferir un cierto grado de las perfecciones que manifiestan los objetos
de este mundo, pero en ningún momento tenemos derecho a exaltarlas a un grado
absoluto. El mundo es un caso único (ésta es una de las claves de la argumentación
general de Hume contra todo posible intento de teodicea): “¿Podría un campesino, si
le leyéramos la Eneida, declarar que este poema es absolutamente perfecto o indicar
siquiera el rango que le corresponde entre las producciones del ingenio humano sin
haber visto nunca ninguna otra producción de este tipo?”22 Al igual que los defensores
de la teología natural se empeñaban en mostrar que el caso de Dios es único, y que
lo que de Él declara esta disciplina de ningún otro ser puede decirse (estas razones
ya las adujo San Anselmo de Canterbury contra el monje Gaunilo y su crítica de su
prueba ontológica de la existencia de Dios), Hume hará uso de este mismo modo de
argumentar, pero a la inversa: es precisamente la excepcionalidad del mundo y de su
supuesto artífice lo que imposibilita la consecución de una prueba universal, cierta y
evidente de su existencia. Además, los defectos notorios del mundo y el mal parecen
más bien confirmar lo contrario: que su autor, si es que existe, no es totalmente bueno
y onmiperfecto. No podemos aplicar a Dios el procedimiento de inferencia que utili-
zamos con el hombre: en los artificios creados por el hombre, podemos ir sucesiva y
alternativamente del efecto a la causa y deducir aspectos relacionados con la naturaleza
del hombre y con lo que cabe esperar de él, porque disponemos de abundante infor-
mación, de experiencias que nos pueden orientar al respecto. Pero en lo que concierne
a Dios, sólo hay un inmenso mar de dudas, ya que no poseemos experiencia alguna
de la divinidad ni de lo que cabe esperar de ella. Hume es taxativo: “suponer que un
ser acapara el sólo el inmenso poder que se necesita para producir el universo supera
los límites de toda analogía e incluso de toda comprensión”23. Ni siquiera mantiene
su vigencia el argumento tradicionalmente empleado para defender la superioridad
del monoteísmo sobre el politeísmo: puesto que ambos razonamientos trascienden el
mundo de lo empírico, es imposible emplear el método analógico, al no establecerse
analogía entre dos partes relacionadas. En ese océano de incertidumbre en que consiste
todo cuanto trasciende lo empírico, con la misma fuerza puede sostenerse el politeísmo
que el monoteísmo. Ambos son igualmente inciertos.

22
J.L. Fernández, op. cit., 83.
23
Op. cit., 27.
172 CARLOS BLANCO

¿Qué alternativa queda, para Hume, a fin de explicar el origen del Universo?
No hay otra posibilidad que la del azar. Es sorprendente comprobar cómo muchos
de los razonamientos que se exponen actualmente, en los comienzos del siglo XXI,
son meras transposiciones de la forma de argumentar de Hume, que se remonta a
Epicuro. El orden puede deberse al azar, que en un momento dado y de modo casual
logró ese orden, el cual se mantiene a sí mismo una vez logrado tal estado de cohe-
sión y disposición. Toda la crítica de Hume va encaminada a mostrar la debilidad
de argumento del designio. No quiere significar, por el contrario, que tal argumento
sea absolutamente rechazable, sino que solamente puede ofrecemos un grado de
probabilidad, pero no certeza plena, y que quizás sea el que mejor explique cuanto
encontramos en el mundo, pero no puede ser objeto de un tratamiento riguroso, al
modo de las ciencias empíricas.
Hume aplicará, en términos generales, el mismo tipo de crítica sobre lo que él
llamó “argumento a priori”, es decir, que parte de existencias indeterminadas para
inferir la necesidad de una existencia primera que haya dado el ser a los demás exis-
tentes. Todo lo que existe debe tener una causa de su existir. Ésta es, grosso modo,
la premisa mayor que sustenta la prueba. Por la imposibilidad de una cadena infinita
de existentes primeros llegamos a un ser existente per se, necesario, que no puede no
existir. Pero Hume es igualmente contundente: “Comenzaré por probar que hay un
evidente absurdo en pretender demostrar una cuestión de hecho, o en pretender pro-
barla por un argumento a priori”24. En efecto: la existencia es una cuestión de hecho,
algo evidente por la experiencia, y no necesita demostración, porque no se da el caso
de ningún ser que observemos que deba existir necesariamente. Todos pueden existir
o no existir, pero no podemos demostrar que existan, sino simplemente constatar que
efectivamente existen. ¿Por qué tiene que ser la existencia de Dios una excepción a
esa regla? ¿Por qué afanarse en dotar a Dios de privilegios metafísicos sin fundamento
aparente? La existencia de Dios no puede demostrarse, sino en todo caso constatarse.
¿Y es esto posible? A todas luces no, pues no tenemos experiencia de que exista. ¿Es
contradictorio pensar que Dios no exista? Los defensores del teísmo dirían que sí,
porque Dios encierra necesariamente su existencia. Pero Hume, quien parte de que
sólo lo constatable pasa por evidente, piensa que este modo de razonar es falaz. Se
trata de un vacío significativo, de un sinsentido, porque preguntarse por un ser que
necesariamente exista trasciende de tal modo las fuerzas de nuestra razón que la
cuestión es más bien absurda. “Existencia necesaria” no tiene significado alguno25.
Además, ¿por qué no puede ser el universo material el ser necesariamente existente?
¿Con qué derecho afirmamos que el universo material es imperfecto y mudable? En
efecto, para una concepción necesitarista del mundo, que vea en él una especie de ab-
solutidad (como la mente griega), preguntarse por la causa del mundo no es pertinente,
porque el mundo es necesariamente existente, es cuanto existe y él marca los límites
24
Op. cit., 120.
25
Op. cit., 36.
Ensayos filosóficos y artísticos 173

de nuestra indagación racional. La materia podría tener cualidades desconocidas que


la hicieran necesariamente existente. Además, la causa última de la cadena de causas
es igualmente inapropiada, porque en un universo eterno sí es concebible una cadena
de causas concatenada desde el infinito, sin más razón de ser que la propia infinitud.
Por otra parte, ¿cómo demostrar que todo debe tener una causa? ¿Se puede demostrar
el principio de causalidad? No, porque es perfectamente concebible algo que simple-
mente exista, sin causa conocida. Preguntarse por la causa del mundo es un ejercicio
condenado al fracaso, un tránsito ilegítimo de nuestra razón, porque el mundo simple-
mente existe, y en todo caso habría varias explicaciones igualmente verosímiles (un
autor divino, el azar...) que podrían justificar su origen. Podemos concebir objetos que
no existan ahora y sí en otro momento posterior, sin decir exactamente qué vaya a ser
su causa26. Comprobamos que efectivamente tiene una causa, pero podemos concebir
ese objeto como inexistente ahora y existente dentro de un tiempo sin aplicar directa y
necesariamente la idea de causalidad. ¿Por qué va a ser entonces contradictorio negar
que todo deba tener una causa? La existencia sólo se aplica a objetos, “así, cuando
afirmamos que Dios existe, formamos simplemente la idea de un ser tal como nos es
representado, y la existencia que le atribuimos no es concebida por una idea particular
que unamos a la idea de sus demás cualidades y podamos separar nuevamente y distin-
guirla de ellas”27. La existencia no es una idea: es una mera constatación empírica que
acompaña al concepto de todo objeto en cuanto nosotros nos representamos la idea de
ese objeto. Pretender operar metafísicamente con este concepto para llegar a juicios
universales, como el de que todo lo que existe debe tener una causa de su existencia,
es una extrapolación ilícita. La crítica de Hume, nuevamente, se dirige más al uso de
los conceptos y a los conceptos mismos que al procedimiento empleado, aunque éste
entre también en su discurso.
En conclusión, podemos decir que la crítica humeana a las pruebas de la existencia
de Dios responde a su concepción general del conocimiento humano: sólo la experien-
cia aporta certeza, y pretender trascender lo empírico sólo lleva a incertidumbre y a
engañosos juegos conceptuales. Reducido el ámbito de aplicación de la razón humana
a tan drásticas dimensiones, la teología natural es inviable. Sin embargo, el método
crítico de Hume no es ni mucho menos definitivo. No sólo porque es evidente que
para explicar el efecto es necesario trascender la experiencia, y que en este sentido tal
tránsito sí resulta legítimo, o que la concatenación medios-fines conlleva de modo ne-
cesario –y no por una proyección antropomórfica– la percepción de una relación entre
medios y fines, relación que la inteligencia capta. La imposibilidad de un retroceso
indefinido deriva de la naturaleza misma de la acción causal: sin un agente primero
que llevase en sí la razón de la serie causal, ¿cómo podría existir tal serie causal? Sería
irracional, y de lo irracional no podría aparecer nada racional, si bien comprobamos
que, efectivamente, en el mundo se da un alto grado de racionalidad comprensible a
26
Op. cit., 38.
27
Op. cit., 123.
174 CARLOS BLANCO

la inteligencia. Además, ¿es el azar una alternativa seria a la causalidad divina? Por
supuesto que no lo es, ya que el azar podría explicar la posibilidad lógica, pero la
posibilidad real de que una cosa exista exige una causa concreta. El azar aludiría a la
posibilidad lógica, pero no a la posibilidad real, y no excluiría una inteligencia orde-
nadora como posibilidad real. ¿Quién hizo los elementos compaginables entre sí? Más
aún, ¿quién hizo esos elementos y esa capacidad de combinación? Es cuestionable,
por otra parte, el concepto humeano de existencia como pura facticidad. Vemos, por
tanto, que el criticismo humeano no destruye de raíz la reflexión racional sobre Dios.
BUDA, JESÚS Y MARX (2005)

Fue Siddharta Gautama, Buda, el “Iluminado”, uno de los hombres más grandes
y admirados que han vivido, y en muchos sentidos, el ideal de humanidad. En él se
condensa lo más bello del Oriente.
Buda nos enseñó que el sufrimiento, el dolor, la desidia y la infelicidad del ser
humano, residen en su incapacidad de liberarse del deseo. El deseo nos carcome, nos
hunde, nos ahoga, nos impide ver la luz de lo pleno. Así, Buda nos propuso anular, o al
menos modular, los deseos que tantas veces acaban escapándose de nuestros dominios.
Nos creemos poderosos, pero hasta nosotros somos capaces de vencernos. Al igual
que Pascal, para quien los problemas del hombre se solucionarían si éste aprendiera
a esperar, Buda proclama también hoy que todos necesitamos de la ascesis, del sacri-
ficio, de la renuncia, de la búsqueda, de la paz, de la armonía con nuestros hermanos,
con el mundo y con nuestro interior, para alcanzar el nirvana, la comunión perfecta
entre unidad y plenitud, la perijóresis que los cristianos usan para describir la vida de
la Trinidad, la contradicción máxima que lleva en sí su superación, la síntesis de ser y
de no ser, donde la persona logrará finalmente ser lo que es y lo que puede ser. En una
cultura del consumismo y de la insolidaridad, Buda nos exhorta a llevar a cabo una
ascesis cultural, una cultura de la sobriedad y de la fraternidad, donde prime el ansia
de conocimiento y de progreso, y donde sepamos estar por encima de nuestros deseos
más inmediatos para anhelar, en todo momento, lo que sacia de verdad.
¿No hablaba Jesús, aquel rabí de Nazaret que conmovió a la Historia con sus pala-
bras repletas de poesía, del mismo modo que su hermano Buda cuando nos decía que
teníamos que aprender a renunciar a nosotros mismos, a amar a nuestros enemigos y a
perdonar hasta setenta veces siete? Pero poco aprendemos del Nazareno, quien, como
Buda, hizo de la contradicción, del “escándalo”, el símbolo de la Humanidad nueva,
176 CARLOS BLANCO

donde se superarían todas las diferencias y donde todos los hombres y mujeres de la
Tierra se reconocerían como hermanos. ¡Cuán lejos estamos de cumplir sus sueños,
los sueños del que cantó la belleza de los lirios del campo y nos hizo ver que Dios
sólo se revela a los humildes y limpios de corazón, a los que no persiguen el poder
o la opresión, sino la paz, la igualdad, la justicia, el progreso y la liberación! Porque
Jesús, aunque sea el Hijo de Dios para los cristianos, es el hombre por excelencia para
los humanos, el prototipo de santo, de asceta y de héroe, patrimonio ya de todos los
que buscan el bien.
Y vino, otros muchos siglos después, un sabio, un intelectual, un genio que reco-
rrió inmensos campos del saber intentado promover la dignidad y el progreso de los
que estaban relegados por una sociedad que sólo buscaba poder e interés. Desmitificó
estructuras económicas y sociales que muchos creían (con clara intencionalidad)
naturales, proclamó un mundo nuevo y una sociedad nueva sin desigualdades que,
como los ideales de Buda y de Jesús, aún no se ha realizado. No creía en Dios. Es más,
negaba su existencia. Pero ¿no nos invita acaso su filosofía a llegar a una imagen de
Dios más pura, límpida y humana, de un Dios que en lugar de tiranizar al hombre, lo
eleve a su plena humanidad, saque de él todo su potencial y lo libere de las cadenas
de la alienación, del extrañamiento de su auténtico ser, el ser de fraternidad y de co-
nocimiento? Marx enseñó que sólo acabando con la propiedad privada cesarían los
males del hombre. Esto quizás no se pueda alcanzar en el mundo de lo finito, donde
los propios tiempos y espacios, las culturas y los egoísmos nos impiden lograrlo. Pero
sí debe funcionar como ideal, como utopía, porque las utopías mueven la Historia, nos
ofrecen límites infinitos que elevan nuestras ansias de plenitud y que nos permiten
unir lo absoluto y lo relativo. Negar el egoísmo y buscar una intelectualidad que ponga
todo su talento y todo su afán de saber al servicio de los más necesitados y de los que
sufren es sin duda una meta noble que, siguiendo la senda por la que caminaron Buda
y Jesús, hoy nos compele más que nunca.
En estos tres momentos culminantes de la historia de las ideas, apreciamos la fina
línea que va de Buda a Marx, y que pasa por Jesús. Ojalá construyamos hoy un mundo
de grandes ideales, vividos en libertad, y demos a luz un nuevo humanismo.
HUMANIZAR Y RACIONALIZAR LA PROPIEDAD
PRIVADA (2005)

El siglo XXI se nos presenta como una etapa fascinante. Claro está que todo el
mundo habrá pensado que su tiempo era el más sugestivo de cuantos se habían dado,
y en el que verdaderamente merecía la pena vivir. Y no andaban errados, porque al
menos desde la Ilustración, la idea de progreso ha dominado el pensamiento occidental.
Vano es ya aludir a mitos gloriosos y a tiempos idílicos como hiciera Platón: el ser
humano ha tomado conciencia de que él lleva las riendas de su propia evolución, y de
que, asumiendo y superando el pasado, debe esforzarse por hacer del futuro un espacio
donde poder ser más hombre, donde poder sobreevolucionar. La utopía es una peculiar
síntesis de pasado y de futuro que aspira a darse en el presente: la utopía aprende del
pasado, lo estudia, y hace de las ciencias sociales y en especial de la Historia ramas
del saber imprescindibles para todo humanista auténtico, preocupado por el bien de las
personas. Contra la estigmatización cartesiana de lo histórico como ajeno a la raciona-
lidad en su grado eminente (que él reservaba para las matemáticas y las ciencias que
se valen de este método), hoy sabemos que las pretensiones absolutas y de exactitud
milimétrica fallan clamorosamente, que la probabilidad y la indeterminación son con-
ceptos necesarios para describir el orden fundamental que compone el Cosmos (como
se puede comprobar en la mecánica cuántica), y que los problemas humanos requieren
una reflexión que trascienda, pero que integre, el trabajo estrictamente científico.
En cualquier caso, podemos prever que el siglo XXI no defraudará. Un siglo en el
que hemos entrado con paso tambaleante, casi al tiempo que veíamos desplomarse las
Torres Gemelas de Nueva York, y sin habernos recuperado de semejante conmoción,
nos preocupábamos aún más por la deriva belicista e inhumana que seguía la política
internacional al son de las guerras de Afganistán y de Irak; un siglo que prometía
mucho pero que, por el momento, ha dado más bien poco. Un siglo que ha confirma-
do los peores presagios: extensión del espíritu de la anti-Ilustración, con la difusión
178 CARLOS BLANCO

generalizada de la ignorancia, del fanatismo, del antipacifismo, de la discordia... Y de


nada vale tratar de refugiarse, como intentara Schopenhauer hace ya casi dos siglos,
en el Arte y los supramundos. Todas las esferas de la vida, intelectual o práctica, de-
ben contribuir al progreso del hombre y de la mujer; todas están llamadas a lograr un
universo, un espacio y un tiempo, donde el ser humano se supere constantemente a sí
mismo y haga del conocimiento su más eminente posesión. En realidad, una división
entre lo intelectual y lo práctico, entre ciencia y acción, adolece de serios defectos:
¿por qué desligar lo intelectual de lo práctico? ¿No han sido acaso filósofos, teólogos,
historiadores y poetas quienes han cambiado el mundo, quienes han legado ideas como
la de separación de poderes o de autonomía de lo humano, quienes han ofrecido a cada
época una imagen de Dios acorde con el Zeitgeist, o quienes han posibilitado con sus
ideas y fantasías –véase Julio Verne o los escritores de ciencia-ficción– que muchos
sueños se hicieran realidad? El saber no exige acción a priori, pero es su fuente más
preciada y originaria. Karl Marx pasó largas horas en la biblioteca del Museo Británico
estudiando, comparando, investigando, indagando, divagando, especulando... Antes
de pasar a la acción tuvo que sumergirse en un mundo fascinante, el del saber, y sólo
gracias a eso pudo luego erigirse en símbolo del ansia de un mundo nuevo. Desde un
oscuro despacho de la Oficina de Patentes de Berna, el joven Albert Einstein puso los
cimientos a una concepción revolucionaria del Universo y de lo material.
Cuatro son los objetivos prioritarios de la Humanidad en el siglo XXI:
1) Ejercicio consecuente y radical del diálogo interreligioso e intercultural como
condición de posibilidad del progreso de todos los hombres y mujeres de la Tie-
rra. Un diálogo abierto, sin exclusiones, interior, lingüístico, político-liberador,
mítico, religioso, integral y permanente, como hace ver R. Panikkar (El diálogo
indispensable, 2001). Un diálogo libre de ataduras ideológicas y dogmáticas
(en este sentido, es absolutamente imprescindible que en cada credo, en cada
religión, se instituyan “escuelas de Frankfurt”, independientes del pensamiento
oficial y de la autoridad, que abran nuevos cauces de reflexión frente al peligro
del fundamentalismo).
2) Una humanización de la propiedad privada y del sistema de mercado a fin de
lograr una mayor convergencia entre pueblos e individuos.
3) Extensión del progreso científico y tecnológico, exploración de los nuevos
terrenos abiertos por la Ciencia y un deseo firme de afrontar los desafíos que
esto supone, especialmente en el campo de las biociencias, para todos.
4) Un respeto integral hacia el medio ambiente, buscando un desarrollo sosteni-
ble y una concienciación global del valor y de la necesidad de la Tierra para
el progreso, y de su importancia decisiva para el conocimiento y la ciencia
aplicada.
En suma: difundir una concepción dinámica, evolutiva y científica, del mundo
y de la Historia, que permita a todos los hombres y mujeres tomar conciencia de su
capacidad de progreso y de innovación, así como de su autonomía, libertad e igualdad,
Ensayos filosóficos y artísticos 179

todo ello en el marco de una cultura de la fraternidad que canalice las diferencias y las
utilice para bien (es decir, para posibilidad de avance y de afirmación del hombre) de
la Humanidad. En palabras de K. Marx, “algún día a la ciencia natural se incorporará
la ciencia del hombre, del mismo modo que la ciencia del hombre se incorporará a la
ciencia natural; habrá una sola ciencia” (Manuscritos de economía y de filosofía, 3,
IX). Hoy estamos cada vez más preparados para ofrecer una visión unitaria y dinámica
de la realidad, donde la tradicional dualidad entre materia y mente, o entre materia y
espíritu, es contemplada desde la óptica de la convergencia de lo finito en lo infinito,
del infinito como límite de lo finito pero que ya está incoado en lo finito. Advertimos
en nuestros días la creciente convergencia entre todas las disciplinas hacia preguntas
similares, métodos análogos y amplios... Y K. Marx constituye un valioso ejemplo del
deseo de integrar ciencias humanas y naturales: en ambas, es el mismo ser humano
quien piensa e indaga.
A nivel ético, esta propuesta implica una opción clara: un relativismo inspirado
en la izquierda solidaria y científica, un relativismo que para ser tal requiere como
condición de posibilidad la dignidad de la persona humana, ya que quien piensa y
quien relativiza, para hacerlo, necesita ser ante todo persona libre. Supone no dar
preferencia a ningún programa ético sobre otro, o a ninguna ideología o religión sobre
otra, mientras no alteren ese fundamento de relatividad que es la dignidad humana.
Así, por ejemplo, el sistema hindú de castas es insostenible desde argumentos cultu-
rales o etnográficos, ya que atenta contra la dignidad de la persona, negando a ciertos
individuos el carácter de persona sin más razones que el de obsoletas tradiciones,
contrarias al progreso y a la Ciencia, y defenderlas sería contribuir a esa violación de
los Derechos Humanos –formalización del principio de dignidad humana– e ignorar
el genuino espíritu de la religión hindú, amparándose en tradiciones históricamente
contingentes. Lo mismo podría decirse de otras religiones que lesionan gravemente
la dignidad de la mujer o restringen sus derechos y deberes. Hoy verdaderamente po-
demos decir, con Protágoras (aunque los griegos, por su cosmocentrismo, no habrían
compartido nuestra interpretación), “el hombre es la medida de todas las cosas”, y no
tanto el hombre como la posibilidad del hombre. El ser humano y sus posibilidades
son las fuentes de la Ética y del Derecho. Afirmación tan tajante no contradice el re-
lativismo, sino que actúa como su condición necesaria: el humanismo genuino funda
el relativismo auténtico.
Nuestro relativismo supone un acto de valentía intelectual, un decir “no” a los
miedos e inseguridades que se deriven de la pérdida de certezas, y un “sí” a la perso-
na, un “sí” al hombre y a la mujer. Nada es definitivo, ni siquiera la izquierda, pero sí
lo es la posibilidad humana, insoslayable pero inagotable en categorías rígidas. Por
tanto, el verdadero humanismo conlleva analizar atentamente cada situación y cada
tiempo para ver qué dan de sí las posibilidades humanas y a qué horizontes y espacios
llevan, en lugar de presentar teorías apriorísticas y deterministas del progreso humano.
Un humanismo temporalista, abierto al futuro, con previsión y con conocimiento de
180 CARLOS BLANCO

lo pasado, que se preocupe más por ampliar su juicio (por “ver más y más allá”) que
por defender a ultranza sus postulados. Implica, en última instancia, abandonar todo
postulado que no sea el de la posibilidad humana. Los existencialistas (descollando
Heidegger y Sartre) definieron al hombre como existencia antes que esencia, como
potencia antes que acto, y ciertamente percibieron que lo más característico del ser
humano es esa indeterminación, esa apertura que los hace capaces de ser sobrehumanos
y transhumanos, capaces, en definitiva, de progreso.
La utopía es relativizable, pero como no es algo cerrado, es condición necesaria
y suficiente para la vivencia auténtica del relativismo. La democracia es expresión
máxima de ese relativismo humanista, pero una democracia que no caiga en el error,
en la falsedad y en la corrupción a la que se ven abocadas las democracias actuales,
como se deduce de las siguientes consideraciones:
1) La no universalidad de la Justicia. En el sistema presente, quienes más tienen,
quienes más poder y dinero acaparan, pueden conseguir a los mejores abogados
e incluso evadirse de la ley. Hasta los Estados caen en atroces crímenes sin
que sus gobiernos o dirigentes sean por ello juzgados (véase en la guerra de
Irak, o en las acciones de la CIA, y de la KGB en su momento, contra pueblos,
individuos y culturas).
2) El control político, ideológico y mercantil de los medios de comunicación,
que en lugar de cauces de expresión libre se convierten en adalides y corifeos
acríticos del partido o del grupo al que sustentan, sin valentía para afrontar los
verdaderos retos de una sociedad plural, ni tampoco para denunciar la injus-
ticia. Exponen lo que les interesa y ocultan lo que les perjudica. Es necesaria
una revisión urgente de los contenidos y de las formas de todos los medios de
comunicación: un sí a la pluralidad, un no al partidismo caciquil y retardatario.
En suma: urge, para que nuestras democracias no tengan sólo de verdadero el
nombre, una reforma profunda, social, plural e intelectual, con posibilidades de dis-
cutirlo todo, sin tabúes de lo políticamente correcto. Urge decir no a los ejércitos, a la
inversión en armamento en lugar de desarrollo, a la inversión en investigación civil
en vez de en tecnología militar. Un no a las agencias secretas, a los paraísos fiscales,
al ocultamiento de información y al secretismo, un no al control global de las econo-
mías (con instancias como el FMI o el Banco Mundial) que ha sellado la divergencia
y la desigualdad, con una miopía social y científica sin igual, incapaz de proponer
alternativas a la brecha que surge entre países ricos y países pobres, más preocupado
por extender un capitalismo salvaje que por difundir “salvajemente” y sin temores el
conocimiento y la Ciencia a todos. Un sí a la alianza de civilizaciones, a la alianza
contra el hambre, el terror, la ignorancia, el despotismo y el imperialismo. Un sí al
humanismo, que entronca con las tradiciones más genuinas de todas las culturas, de
la Ilustración a China.
El mayor descrédito contra la democracia y el humanismo social y político (que es,
en definitiva, la cultura de la fraternidad) viene de los intentos de imposición a la fuerza
Ensayos filosóficos y artísticos 181

de este sistema, como se han efectuado en los últimos años en países como Afganis-
tán o Irak. En palabras de Juan Pablo II, “las ideas no se imponen, se proponen”, y el
escritor y premio Nobel ruso A. Solshenitsen ha señalado que la democracia no puede
ser exportada y extrapolada, sino que debe brotar del sentir y de la firme y pacífica
determinación de los pueblos. Antes que imponer una democracia que, además, es en
muchos aspectos un fraude, más valiera que los estados y los ejércitos se esforzasen
por extender la educación. Hemos de buscar una democracia en sentido pleno, libre de
dominios (J. Habermas), y con un fondo social irrenunciable. El rechazo a la Constitu-
ción Europea por amplios sectores de Francia y de Holanda es prueba fehaciente de que
numerosos colectivos del continente europeo (que goza de una importante tradición
filantrópica y de una estela de pensamiento de izquierdas que atenta directamente
contra la ideología de la uniformidad exportada de los think tanks norteamericanos:
no en vano el socialismo, en su dimensión filosófica y científica, nació en Europa, y
desde allí ha podido inspirar a multitud de intelectuales en todo el mundo, tratando de
inculturar ese socialismo) rechazan frontalmente las prácticas neoliberales, el capital
por el capital y el mercado por el mercado, y comprenden que el individuo sólo se
comprende plenamente a sí mismo en interacción con la dinámica social. El verdadero
progreso es el progreso social, posibilitado por los progresos individuales, ciertamente,
pero que emerge como un progreso autónomo: el de la sociedad en cuanto tal, y por ello
el Estado debe afanarse por humanizar lo individual. El crecimiento económico no es
real si no se traduce en un crecimiento convergente y equilibrador, gobernado por las
necesidades de las personas (el ser humano, decía K. Marx, es un ser de necesidades,
y más aún podríamos avanzar diciendo que el ser humano es un ser de posibilidades,
y que la sociedad debe dar cauce a todas las posibilidades de todos los individuos).
El socialismo científico es perfectamente compatible con el espíritu democrático
(Salvador Allende, marxista y demócrata, lo ejemplificó con su vida y con su injusta
muerte), ya que la democracia puede constituirse sobre un sustrato teórico y práctico
socialista, que consagre políticas sociales y de progreso. Urge entonar un sí rotundo
a la democracia, que signifique institucionalizar también la igualdad y la fraternidad,
y no sólo una libertad que en muchas ocasiones guarda poca relación con el concepto
genuino de libertad como posibilidad y al mismo tiempo como liberación de las ata-
duras y de las enajenaciones económicas, sociales, ideológicas y morales que alienan
a la persona, impidiéndole desarrollar plenamente su humanidad, su capacidad, sus
opciones. Libertad y liberación deben ir necesariamente parejas, ya que no puede
existir libertad sin justicia, libertad verdadera sin que quienes sufren presos de lo
infraestructural o de lo supraestructural, y no pueden encontrar su lugar al margen de
estas dos dimensiones creadas por los hombres, logren emanciparse de la esclavitud
que les paraliza y desarrollen su auténtico potencial. Por otro lado, una democracia
en sentido pleno exige la vivencia profunda del multipartidismo, y en ningún caso de
un bipartidismo (como ocurre en Estados Unidos y en menor medida en España) que
ciega el horizonte político y resta posibilidades de desarrollo, ahoga la creatividad
182 CARLOS BLANCO

y excluye injustificadamente opciones. Además, el bipartidismo conlleva dominio


informativo y manipulación. Firmeza asimismo en el mercado y en los medios, y un
compromiso con el equilibrio dinámico global y sostenible y con la solidaridad: estos
objetivos deben estar presentes en toda democracia.
El fin del progreso es erradicar el sufrimiento, la alineación, lo que resta posibi-
lidades al ser humano (el brillante teólogo E. Schillebeeckx dedica un capítulo me-
morable a la cuestión del sufrimiento en “Una praxis capaz de vencer el sufrimiento”,
Cristo y los cristianos, 1982, 653-697). Esta visión, genuinamente socialista, se aleja
en sus grandes líneas de la reciprocidad que se parece derivar de la teoría hindú del
karma y del dharma, de la regulación y del fijismo. ¿Dónde situar en un escenario tan
fatalista la solidaridad, la utopía, la “gracia”? El ser humano, con su inteligencia y su
visión de futuro, debe realizar una crítica profética a esta religión de la India, y a todas
las religiones en general, desde el fundamento de la persona y de sus posibilidades.
Karl Marx, profeta también para el siglo XXI, comprendió que el sufrimiento no es
algo arbitrario, enigmático o misterioso, algo que escape a la capacidad humana de
entender causas, fines y medios, sino que está motivado por injusticias sobrepuestas o
infrapuestas, cuyo responsable inmediato es el propio hombre, a través de los espacios
socioeconómicos que ha legitimado históricamente. En particular, el sufrimiento se
nos muestra (por la inercia del egoísmo humano) como sinónimo de plusvalía.
En la noción de plusvalía reside la clave de la obra de K. Marx y de su Economía.
Toda una visión del hombre, de la sociedad y del mundo se deriva de este concepto.
Conviene, por tanto, ir a sus raíces, cuestionarlo, criticarlo, advertir las posibilidades
que de él se derivan y las soluciones en el ámbito de la praxis que ofrece. Plusvalía
equivale a valor añadido con respecto al valor originario resultado del trabajo produc-
tivo de un individuo. Si el capitalista (es decir, quien en último término controla los
medios de producción) pagase al trabajador exactamente lo que su trabajo realizado
merece, no habría lugar para el beneficio. En efecto, no habría posibilidad de ganancia,
sólo de retribución precisa: el equivalente de trabajo del obrero se intercambia por el
equivalente en términos de dinero que el capitalista otorga al obrero. Pongamos que
su trabajo, objetivamente (si es que se pueden encontrar métodos objetivos para medir
el trabajo, quizás a partir de los efectos), valga x. El capitalista vende el producto del
trabajo del obrero a x+y. Podría decirse que el capitalista está siendo injusto, porque
si lo vende a x+y es que, en realidad, el trabajo del obrero valía o podría haber vali-
do x+y. Pero esto no es así, ya que el capitalista le ha retribuido al trabajador lo que
objetivamente vale su trabajo. Que él lo quiera vender a un precio más elevado es su
problema: el trabajador ya ha recibido el valor exacto de lo que ha producido, el valor
justo. La oferta y la demanda, que no pueden considerarse leyes universales como las
científicas (aunque, si nos ceñimos a un criticismo radical, tampoco éstas lo serían, y
en su raíz estaría, como puso de relieve K. Popper, la incertidumbre) o las lógicas (si
es que los primeros principios lógicos, como el de contradicción-identidad, son tales,
ya que nada impide pensar que en otro universo posible la contradicción se superase
Ensayos filosóficos y artísticos 183

y no existiesen opuestos, y por otra parte, al enunciar estos principios, empleamos


conceptos siempre discutibles), pero constituyen tendencias generalizadas, regulacio-
nes empíricas. La libertad de decisión y de acción del capitalista le permite vender lo
que él obtiene del trabajo del obrero al precio que él considere oportuno, y la justicia
estricta y matemática radicará en que él remunere al obrero con el valor exacto de su
trabajo. Nada impide que el trabajador, el que controla los medios de producción y
retribuye al empleado en función de equivalentes de dinero (y el obrero en equivalentes
de trabajo), exija más en el mercado.
Ciertamente hay ya una injusticia a ese nivel: la injusticia del egoísmo. El ca-
pitalista, sensu stricto, si no se guiase por la lógica del beneficio sino por la de la
equidad, pagaría al obrero el valor objetivo de su trabajo y vendería el producto a
ese valor. No habría, por tanto, beneficio ni desigualdad económica, sino una red de
trueques, de intercambios exactos, sin plusvalores ni intereses. Pero el respeto a la
libertad supone respetar, en cierta medida, ese egoísmo casi imperceptible que K.
Marx atisbó con tanta claridad. Sólo una conversión moral del hombre lo alejaría
del egoísmo, pero esa corrección nunca sería científica y universal. La cultura de
la fraternidad, que haría que libertad (que el capitalista pudiese vender el producto
al precio que él quisiera) e igualdad (que el obrero recibiese exactamente el valor
de cambio de su trabajo, su valor en el mercado, y así no habría diferencias entre
capitalista y obrero) conviviesen, es mera utopía si no se hace a nivel global. Porque,
como hemos visto, a nivel individual, “atómico” en términos sociales, esa injusticia
primigenia nos es esquiva, ambigua y discutible. Sin embargo, a nivel global sí es
claramente visible, obvia para todos, y además pueden proponerse soluciones que,
si bien no atacan el problema de raíz (quizás porque la raíz resulta teórica y prácti-
camente escurridiza), regulan y equilibran el sistema actuando como correcciones
universales que revierten también a nivel individual o “atómico”. La plusvalía se
asemeja, en cierta medida, a la probabilidad: sólo funciona en grandes números. La
solidaridad efectiva y real debe operar a nivel global, y la moralidad y la educación,
principalmente, en el plano del individuo.
Un reajuste global debe ser el cauce para acabar con los desequilibrios económicos
y sociales. Es en el ámbito de lo global donde se perciben con mayor nitidez las des-
igualdades, y de ahí la importancia de la globalización como fenómeno que permite
ver lo positivo y lo negativo de la extensión del modelo de mercado. Una corrección
de inspiración socialista es capaz de convivir con los logros del sistema de mercado
(en especial, el de la libre iniciativa del individuo), ya que todo crecimiento posible lo
transforma en un crecimiento convergente, necesariamente limitado mientras existan
focos de pobreza y de marginación, pero que, al distribuir el crecimiento global y al
difundir los ideales de la fraternidad y de la solidaridad (el “no hay un yo sin un tú”,
de L. Feuerbach), a la larga conlleva una convergencia entre personas y naciones,
un desarrollo sinérgico. La fuerza, la energía creativa de la Humanidad, debe pro-
yectarse, más que en la acumulación del capital, en la búsqueda de la convergencia.
184 CARLOS BLANCO

Los hombres de nuestro tiempo proyectan en el dinero su ilusión, su poder: lo toman


como fin, como algo intransitivo, cuando el dinero es una realidad transeúnte, que no
se agota en sí misma. Es expresión de la enajenación, y por ello debe ser controlado y
equilibrado: humanizado. En palabras de K. Marx, “La universalidad de su cualidad es
la omnipotencia de su esencia” (Manuscritos de economía y filosofía, 1844, 3, XLI).
El ansia de universalidad (y ante todo, el ansia de humanidad) lleva a contemplar
el socialismo, en sus tentativas científicas y políticas, como un espacio de reflexión
y de vivencia, de crítica y de utopía (siguiendo a W. Benjamin, la utopía está en la
raíz de la Historia). Albert Einsten, cuyos méritos no se reducen exclusivamente a
haber sido el padre de la incipiente ciencia cuántica y, ante todo, a haber formulado
dos teorías (la relatividad especial –de la que se deduce la equivalencia entre masa y
energía– y la relatividad general) que han modificado sustancialmente los conceptos
tradicionales desde los que mirábamos al mundo, sino que también fue un paladín
teórico y práctico del pacifismo y del socialismo, escribió: “Creo que el peor daño que
ocasiona el capitalismo es el deterioro de los individuos. Todo nuestro sistema educa-
tivo se ve perjudicado por ello (...) Estoy convencido de que existe un único camino
para eliminar estos grandes males, que pasa por el establecimiento de una economía
socialista, acompañada por un sistema educativo que esté orientado hacia objetivos
sociales. Dentro de este sistema económico, los medios de producción serán propiedad
del grupo social y se utilizarán según un plan (...) Una economía planificada podría ir
unida a la esclavización completo de la persona” (¿Por qué el socialismo?, en Monthly
Review, Nueva York, mayo 1949). Claro está que el propio Einstein nos advierte del
peligro de un sistema socialista: enajenar a la persona (justamente lo que el socialismo
había pretendido evitar y erradicar: la alienación, el extrañamiento del hombre con
respecto al hombre), impedirle ser persona, recortar su libertad, controlarla, utilizarla
como medio y no como fin. Sólo una educación en la fraternidad democrática y su
institucionalización en un espacio social pueden hacer frente a este riesgo.
Proponemos, en consecuencia, una reflexión profunda sobre los fundamentos del
sistema de mercado y los orígenes de la injusticia social y material que propicia. Como
hemos visto anteriormente, tal injusticia, aunque se perciba ya a nivel infraestructural,
toma forma en la escala global, supraestructural, y por tanto las correcciones, que no
son sino intentos de humanizar la propiedad privada como eje del sistema de libertad
económica, deben efectuarse a este nivel. Cabe postular, así pues, un factor funcional
G que represente la superación positiva de la propiedad privada. Marx creyó que anu-
lándola se alcanzaba la verdadera síntesis, pero ésta consiste en mantener los opuestos
en un equilibrio dinámico (igualmente, la síntesis no se logra aniquilando la religión,
sino superándola, dándole un nuevo contenido, integrándola en la dinámica humana y
transformándola al servicio del hombre y del Dios-comunión). G, una función global
de corrección, que canalice la totalidad de las plusvalías en inversiones y programas
de desarrollo obligatorios a fin de lograr el equilibrio entre las distintas sociedades,
posibilitará la institucionalización de una cultura de la fraternidad, que no será una
Ensayos filosóficos y artísticos 185

mera utopía dependiente del buen hacer de los individuos, sino que tomará raíz en la
estructura misma de la sociedad, determinará la economía como economía de la soli-
daridad y limitará la propiedad privada para humanizarla y ponerla al servicio de todos,
fijando el alcance máximo de las posesiones que un solo individuo pueda acumular y
distribuyendo los excedentes (auténticos plusvalores) en programas de desarrollo en las
zonas más desfavorecidas. Una función, por tanto variable, pero determinable en cada
momento y en cada situación geopolítica, que humanice el proceso globalizador. Una
función que, en consecuencia, varíe de forma inversa con la población: a mayor po-
blación, menor será la cantidad máxima de bienes (líquidos, inmuebles o financieros)
que pueda adquirir un único individuo, ya que se necesitará una mayor distribución.
La igualdad buscada no consiste en conseguir una renta equivalente para todos los
individuos, aunque este objetivo pueda constituir un límite, un ideal. Sería injusto, por
otra parte, que quienes trabajan con más intensidad o se esfuerzan más fuesen discri-
minados a favor de una falsa concepción de la igualdad humana. Igualdad significa
aquí, ante todo, solidaridad, comunión entre personas, liberación del sufrimiento, y
la humanización de lo privado que proponemos no destruye lo privado en aras de lo
común, sino que lo regula y lo canaliza al servicio de la sociedad. Los que trabajen más
y mejor seguirán teniendo más, ciertamente, pero la diferencia relativa será necesaria-
mente menor que la que existe actualmente. La reducción de la desigualdad potencia
el desarrollo social, científico, cultural, político y religioso. Reducir el coeficiente de
Gini al mínimo valor posible que mantenga la libre iniciativa individual y remunere en
justicia, es el objetivo de la reestructuración a nivel global de la Economía; reestructu-
ración que es imposible sin una extensión del conocimiento y del espíritu democrático,
ya que, como ha mostrado A. Sen, la democracia efectiva (el control popular, y no
el mediático o financiero) es condición sine qua non (aunque no suficiente) para el
crecimiento y la lucha contra la desigualdad.
KARL MARX (2005)

Los genios no mueren, y la obra de Karl Marx (1818-1883) puede considerarse


como una de las más influyentes en el pensamiento y en las ciencias sociales de los
últimos siglos. Un intelecto asombroso que, más allá de las polémicas y las contro-
versias ideológicas que lo hayan podido oscurecer, propuso una visión unitaria de la
realidad. El rotundo fracaso de la aplicación estricta de sus principios económicos y
políticos en Estados como la Unión Soviética ha hecho creer que la figura y las ideas
de Marx habrían de desaparecer con la misma velocidad a la que los ladrillos del Muro
de Berlín se venían abajo. Nada más alejado de la realidad, porque si bien el marxismo
como alternativa económica y política al actual sistema liberal no parece real, muchas
de sus propuestas, predicciones, conclusiones y principios muestran cada vez más
una vigencia avalada por la profunda crisis que vive el capitalismo. La rapidez con
que Francis Fukuyama anunciaba el final de la Historia –sentencia ésta tenida ya por
peregrina y atrevida– puede haber sido un inconsciente anuncio del estado de coma
que vive la ideología política y económica dominante. Hoy ya son muchos quienes
advierten que el actual sistema, con sus efectos devastadores en el Tercer Mundo, está
propiciando la apertura de brechas y escisiones entre países, naciones y religiones, y
que de no hacer nada, de no proponer algo más que parches y soluciones de urgencia
para un problema endémico que afecta al liberalismo de raíz, los conflictos aflorarán
con inusitada fuerza y, lo que es más grave, seguirá existiendo una horrible estela de
sufrimiento humano en amplias regiones de la Tierra.
En particular, queremos resaltar algunas dimensiones fundamentales del pensa-
miento de K. Marx que pueden seguir siendo válidas en nuestro tiempo:
1) Una concepción dinámica y evolutiva del Universo y de la sociedad. En efec-
to, la primera ley dialéctica de Marx-Engels reconoce que el progreso y el
188 CARLOS BLANCO

surgimiento de nuevas formas responden, en esencia, a la relacionabilidad de


las entidades materiales y humanas. El progreso es superación de conflictos
o, simplemente, superación de relaciones parciales en relaciones que abarcan
más aspectos o dimensiones de la realidad. No sólo la evolución natural, clave
en todas las disciplinas biológicas (genética, historia natural, zoología, botá-
nica...), sino la evolución cósmica (véase la teoría del Big Bang), el concepto
de progreso social y político, la visión evolutiva del hecho religioso, etc., están
impregnados de un acercamiento dinámico a la realidad. Frente al fijismo de
formas que postulaba Aristóteles, sabemos ahora que las formas no son algo
predado o predeterminado, sino que lo más propio y nuclear de la forma y de
la complejidad reside precisamente en ser el resultado de movimientos previos,
de dinámicas antecedentes, que en conjunto vienen a llamarse “Evolución”.
Marx es, por tanto, un filósofo que supo asumir consecuentemente la idea de
evolución, entonces en auge en las ciencias naturales, para la teoría y la praxis
social. La unidad entre teoría y praxis procede, en último término, de una visión
evolutiva y dinámica del hombre y del Cosmos. Sin duda, el principal problema
de la filosofía marxista es su materialismo. Si por materialismo entendemos
la afirmación de que el único tipo de realidad que existe es la material, claro
está que dicho postulado no podrá demostrarse nunca por métodos estricta-
mente científicos, porque éstos han sido diseñados para estudiar en exclusiva
la realidad material, pero no para afirmar que la materia sea la única realidad.
El materialismo se tornaría, en ese caso, en un capricho ideológico que conlle-
varía el riesgo de ver al hombre como pura materia. Su dignidad respondería
solamente a una convención social. En cambio, la visión “espiritualista” corre
el riesgo de evadir respuestas que el hombre puede encontrar por sí mismo,
situándolas en supramundos o supraentidades que en realidad absorben todo
cuanto ignoramos. Sería un lastre para el progreso científico y sapiencial. Y,
¿por qué no pensar en el alma como el “más allá” de la materia, el límite infi-
nito de la materia, la posibilidad, el progreso de la materia? De este modo, la
materia no se agotaría en ella misma, en su “estado” evolutivo, sino que sería
en esencia una realidad abierta, indeterminada en última instancia, y dicha
apertura, dicha capacidad, sería lo que tradicionalmente se ha llamado “alma”
o “forma”. Lo material y lo espiritual responderían a lo “estructural-estático”
y a lo “dinámico-progresivo”, y sólo la combinación de ambos habría propi-
ciado la Evolución. ¿Es el pensamiento material? ¡No sólo! Es la capacidad,
la posibilidad de la materia: la indeterminación a la que puede abrirse la ma-
teria. No es algo estructural, estático, “neuronal”, sino la capacidad misma, el
límite infinito y asintótico al que tiende la estructura material. Además, esta
perspectiva no reduccionista (sino “ampliacionista”) permite hacer justicia y
unir (que es precisamente lo que el pensamiento de Marx siempre se propuso)
a grandes tradiciones culturales de la Humanidad, cuya negación o expulsión
Ensayos filosóficos y artísticos 189

del horizonte intelectual humano como erróneas, engañosas o pueriles sería a


todas luces impropio. Además, un concepto que siempre ha traído de cabeza
a los teóricos marxistas, el de “libertad”, encuentra ahora su lugar. La libertad
es la posibilidad del hombre, el límite infinito al que puede tender y abrirse,
arraigado y enraizado en su constitución estructural. No es algo superior que
“advenga” al hombre por misteriosos designios sobrenaturales, sino que es
precisamente el resultado de la realidad en cuanto dinamismo.
2) La religión, aunque no corresponda a la imagen estereotipada y simple de
“opio del pueblo” o de un “opio para el pueblo” cuidadosamente dosificado
por la clase poderosa, ha hecho alarde, a través de tantos siglos como la aspi-
ración humana a entrar en comunión con lo divino lleva existiendo, de claras
contradicciones con su genuino espíritu, de confrontaciones innecesarias y en
algunas ocasiones naturales con la ciencia y con el progreso en el conocimiento.
No es que los hombres y mujeres hayan proyectado en una supuesta superen-
tidad todas sus aspiraciones, proyectos e ilusiones, y que ciertos individuos se
hayan aprovechado de esta debilidad humana de alinear fuera de sí lo que en
realidad es mérito o responsabilidad suya, gestando sistemas (las religiones
institucionalizadas) que encontraron un fiel aliado en el poder político; esto
ha podido ocurrir, pero en contadas ocasiones. Aceptemos por un momento
que esas ansias de comunión hayan sido sinceras, que los hombres y mujeres
hayan creído que realmente existía un ser llamado Allah, Brahman, Yahvé, el
Gran Arquitecto..., que escuchaba sus plegarias y que regía sus destinos pro-
videncialmente. Aceptémoslo, para hacer justicia a los sentimientos de tantos
millones de personas. Pero en el momento en que tal aspiración se formaliza,
se le dota de una base conceptual y teológica, y pasa del estado de mero senti-
miento de apertura hacia lo infinito (que dijera Schleiermacher) a convertirse
en un auténtico factor social, político o incluso científico (como en las teorías
creacionistas que abanderan grupos fundamentalistas norteamericanos, y que
no son sino una vulgar reedición del modelo del “deus ex machina” de la
Antigüedad; o sea, todo lo que la Ciencia en sentido propio había tratado de
apartar del campo del conocimiento empírico). Entonces, “Dios” corre el riesgo
de hacerse una causa de alineación, de subdesarrollo y de engaño. ¿Por qué
la religión ha estado, en muchos casos, ligada al subdesarrollo? La próspera
Europa se seculariza, mientras que Latinoamérica o África son fiel cantera de
reclutamiento para adeptos de los más diversos credos. ¿Por qué? ¿Se debe
exclusivamente al individualismo, al hedonismo, al auge del consumista que
ciega e impide mirar a lo alto? Podría ser así, ciertamente, pero no en todos
los casos, y en especial en el de los intelectuales. Europa lleva a sus espaldas
una larga tradición de pensamiento filantrópico y social, también agnóstico o
ateo, que no encaja en ese esquema. También es verdad que sociedades muy
avanzadas como la norteamericana son profundamente religiosas, pero habrá
190 CARLOS BLANCO

que determinar en qué sentido son religiosas, y si existe o no un divorcio entre


la clase pensante y el resto de la población. Por supuesto, si por religión se
entiende la asistencia acrítica y puramente sociológica a actos y rituales, el
secularismo va ganando la batalla. Pero lo que proponemos aquí, inspirados en
una de las grandes ideas legadas por K. Marx, es contemplar lo divino y lo que
tantos hombres y mujeres a lo largo de milenios han reconocido como “Dios”,
no en tanto que respuesta, en tanto que factor que explique el orden social,
político, económico, histórico o científico, sino como la pregunta que nos ha
acompañado siempre y que es la manifestación más elevada de la capacidad
humana de infinita novedad y de infinita insatisfacción. En suma: veamos a Dios
como una pregunta y no como una respuesta a nuestros interrogantes; como
la pregunta de las preguntas, que es lo que realmente une esa búsqueda que
ha definido a las grandes tradiciones religiosas y culturales de la Humanidad.
Sólo así la religión dejará de estar asociada al subdesarrollo y a la ignorancia;
sólo así la religión tendrá futuro. Nadie, ninguna institución o grupo, posee
esa pregunta (al contrario que la respuesta, que sí puede ser poseída, incluso
de modo exclusivo, lo que ha provocado innumerables conflictos, choques
dialécticos innecesarios que han manchado el nombre más bello de los nom-
bres...), y ningún lazo es más fuerte que ese constante e interminable deseo
de autosuperación y de conocimiento que ha ennoblecido a nuestra especie.
Convirtamos las religiones en comunidades ecuménicas que caminan junto al
resto de los hombres en la búsqueda de respuestas, conscientes de que quizás
no haya más respuesta que la pregunta misma, y que seamos nosotros quienes
debamos ir construyendo esa respuesta. Así como “la Creación ha sido dada a
los hombres”, somos los hombres quienes debemos trazar el camino que nos
mantenga en la pregunta. Seguramente, dar gloria a Dios consista ante todo en
participar de la tarea común de la Humanidad: vivir, buscar, aprender, conocer,
amar...
3) Marx resaltó el peligro siempre cercano de que el propio sistema capitalista
acabe autodestruyéndose. Hoy en día, quienes más poseen, quienes más me-
dios y factores de producción de riqueza o de tecnología han acaparado (por
méritos o por deméritos), acumulan más, absorben más, monopolizan más.
Por una cuestión de equilibrio, de convergencia y de divergencia, esto genera
que los países pobres, alejados de las riendas del sistema capitalista (riendas
difícilmente ubicables e identificables), con mercados incapaces de competir
con las grandes focos comerciales de los países prósperos, se empobrezcan
aún más. Los países pobres vuelven a ser los mercados cautivos de la época
colonial, sin capacidad de acción. En consecuencia, las leyes de concentración
del capital y de empobrecimiento progresivo que Marx dedujo a partir del
concepto de plusvalía parecen cumplirse escrupulosamente. La existencia de
una clase media en los países desarrollados no soluciona nada, porque ni se
Ensayos filosóficos y artísticos 191

ha extendido universalmente ni está claro que para que dicha clase subsista
no sea necesaria la infraexistencia laboral de otros colectivos. Asistimos a este
fenómeno en los países occidentales que han recibido inmigración en los últi-
mos años: trabajos “clásicos” de la clase proletaria son asumidos por un nuevo
colectivo, el inmigrante, que se ve obligado a heredar muchos de los males
endémicos que las clases medias y altas creían ilusoriamente haber eliminado
simplemente porque ellas ya no tenían que sufrirlos. Los parches y las solucio-
nes superficiales pueden valer a corto plazo (la tasa Tobin, la donación del 0’7
% de los productos interiores brutos de los países avanzados, la condonación
–absolutamente justificada y urgente– de las deudas de los países pobres...),
pero a la larga no hacen sino avivar las heridas, dando la imagen –injusta, falsa
y perniciosa– de que si los países pobres sobreviven no es por sus capacidades,
sino por la caridad de los países ricos. Evidentemente, ningún analista serio lo
creería, porque está claro que si los países pobres han sido incapaces de subirse
plenamente al tren del capitalismo es porque, en gran medida, el capitalismo les
ha sido impuesto, como algo extraño y exógeno a sus formas tradicionales, lo
que, sumado a la vertiginosa aceleración económica y política que vive nuestro
mundo, ha impedido que en tan corto lapso hayan asumido lo que este sistema
comporta. ¿Por qué debe ser el capitalismo, y más aún en su actual versión y
con los complementos políticos, sociales e ideológicos que lo acompañan, el
único sistema posible? ¿Es el fracaso del marxismo como economía prueba
de la insuperabilidad del actual sistema capitalista? Nadie negaría el derecho a
la propiedad privada, o al enriquecimiento, o al librecambio... Parecen adqui-
siciones justas de la Humanidad, y han costado mucho trabajo. Pero tampoco
nadie negaría el derecho a la justicia, a un reparto equitativo de la riqueza que
se basa, sencilla y llanamente, en el hecho de que todos somos ciudadanos de
un mismo mundo, y en que si unos se enriquecen es, muchas veces, gracias
a que otros se empobrecen, y en cualquier caso gracias a vivir en un mismo
planeta y a que existan humanos que puedan comprar cuanto ellos ofrecen. Ins-
titucionalicemos, así pues, la fraternidad: institucionalicemos el equilibrio entre
igualdad y libertad. ¿Cómo? Parecerá utópico o surrealista: limitando la fortuna
máxima que un solo individuo pueda acumular. Esta idea está ya barruntada
en la fe báhá’í. Funcionaría a modo de constante económica universal, y las
sucesivas adquisiciones que rebasasen dicha constante deberían, por concepto,
ser invertidas en países subdesarrollados, en programas educativos, ambientales
y médicos. ¿Frenaría este límite a la riqueza individual el progreso económico?
Ciertamente, ha sido la ambición insaciable de muchas personas lo que les ha
llevado a realizar grandes obras, y la limitación de esa ambición podría conllevar
frustración, supondría un lastre terrible para muchos. Pero, ¿por qué? ¿Acaso
no es más estimulante que, alcanzado un nivel razonable, incluso elevado y
holgado, de riqueza, el resto de mi trabajo contribuya a hacer un mundo mejor,
192 CARLOS BLANCO

y redunde indirecta y directamente –permitiendo salvar lo salvable del sistema


de mercado– en mí? ¿Es esto utópico, imposible o ingenuo? Al igual que hemos
impuesto la igualdad o la libertad a la fuerza, hagamos lo mismo con la frater-
nidad, y propongamos un sistema económico, político y social coherente que
lo sustente. La imponderable libertad humana y la no exactitud de las ciencias
económicas y sociales pueden hacer pensar que el hombre está condenado a
la divergencia: a su ambición, a sus tendencias individualistas, al desarrollo
explosivo por un lado y al subdesarrollo en el otro extremo. Pero una visión
dinámica de la libertad, que la contemple no como una entidad misteriosa e
incontrolada, sino como la posibilidad misma del hombre en su materialidad,
en su “cosmicidad”, en su sociabilidad, nos lleva a plantear no una regulación,
sino una canalización de la libertad en el contexto más amplio del progreso. Una
constante universal para la Economía, un acuerdo (basado en cálculos o estudios
de optimización) fundamental que sintetizase libertad e igualdad por la vía del
conocimiento y de la universalidad, podría ser el comienzo de una profunda
reformulación del sistema de mercado y de la ideología que lo apoya o que de
él se deduce, para construir un sistema auténticamente humano: un sistema de
progreso global, un sistema que posibilite la superación continua del hombre
en todas sus dimensiones, en todo tiempo y en todo lugar. Una renovación de la
democracia desde la clave de la cultura de la fraternidad, que integra los logros
de la Ciencia y de la tecnología con los horizontes del pensamiento humano y
de las ciencias sociales, para crear un mundo verdaderamente global, donde lo
más definitorio del hombre (su capacidad de progreso y de superación constan-
te) se convierte en principio rector del orden social. Dicha capacidad infinita
de progreso no implica que siempre se haya dado de modo efectivo, sino que
como posibilidad es innegable e insoslayable. Lo contrario sería esclavizar y
engañar al hombre, cuya verdad es precisamente su posibilidad, su capacidad:
¿existe una definición más indeterminada y abierta de “verdad”? Queda excluida
toda relativización de la vida humana y de los Derechos Humanos, por cuanto
son condiciones de posibilidad de todo progreso, de toda reflexión y aun de
toda relativización: sin sujeto, no podría haber nadie que relativizase, juzgase
o progresase.
Los tres aspectos anteriormente tratados, que en nuestra opinión sintetizan los
puntos válidos y todavía sugestivos de la obra de K. Marx, se han materializado en
tres movimientos globales de importancia creciente:
1) Una cultura científica y tecnológica, inscrita en el marco de una sociedad del
conocimiento y de la información en constante progresión y transformación,
acelerada por fuerzas que brotan de sí misma y, en última instancia, de la ca-
pacidad infinita de progreso y de autosuperación que define al hombre y a la
realidad. El auge de una visión dinámica y evolutiva del Universo y de la socie-
dad, la relevancia de términos como “diálogo” o “tolerancia” (superaciones que
Ensayos filosóficos y artísticos 193

mantienen a los contrarios unidos en una tensión dinámica; precisamente, una


de las nociones más interesantes de las ciencias empíricas es la de “equilibrio
dinámico”), la conciencia en torno a la globalización, los movimientos ecoló-
gicos (que integran al hombre en la naturaleza gracias a una teoría evolutiva
que los relaciona científica e históricamente), etc., prueban la grandeza de una
idea, la de progreso, que, sin ser genuina de Marx, él supo integrar en su obra.
2) El auge de las teologías de la liberación, que han pasado de ser un fenómeno
exclusivamente cristiano (o de planteamiento cristiano) a convertirse en una me-
todología de aplicación universal a todas las religiones. En efecto, las teologías
de la liberación tienen como horizonte primordial la síntesis entre la aspiración
humana a la comunión con la Divinidad y la aspiración humana al progreso
terreno y temporal. Sólo una adecuada comprensión de la labor teológica en las
diversas religiones como creación de espacios (teoría de los espacios teológi-
cos) de reflexión, de encuentro, de intercambio y de fomento de lo humano en
todas sus dimensiones, permitirá dejar a un lado una comprensión limitada del
fenómeno de las teologías liberacionistas, como si se tratase de una reducción
del núcleo salvífico o sobrenatural de las religiones a la praxis, a la realización
histórica y social. Dicho enfoque establecería un hiato cuestionable entre lo
infinito y absoluto y lo finito y relativo, cuando desde una visión dinámica y
evolutiva de la realidad existe un nexo inquebrantable entre ellos, una síntesis
(entre finitud e infinitud) que impide verlas como dos mundos separados, pues
son dos entidades en progresión: lo divino es la posibilidad misma, el horizonte
infinito al que tiende necesariamente lo finito. Las religiones han de verse como
compañeras de búsqueda en la gran cultura de la fraternidad, como animadoras
del hombre en su preguntarse constante y en su pretensión insaciable de pro-
greso, desarrollo y conocimiento.
3) Los movimientos antiglobalización, las protestas continuas contra las injusticias
sociales y la extensión indiscriminada –y muchas veces intencionada– de la
pobreza y del subdesarrollo manifiestan la vigencia de la integración marxiana
entre teoría y praxis. Dicha integración brota de la visión dinámica y evolutiva
de la realidad, que busca los elementos o factores de unión en lo diverso. Una
nueva concepción social, política y económica está condenada al fracaso si no
nace de una profunda reflexión, contraria a toda superficialización banal que
absolutice términos como libertad o democracia, anclada en la mejor tradición
filosófica y cultural de la Humanidad, y que tenga como principio rector el
derecho de toda persona a un progreso indefinido universal, global y auténtico
(es decir, que abra el espectro de posibilidades humanas), y con una disposición
firme a efectuar cambios reales, por utópicos que parezcan. La pobreza y el
subdesarrollo no son dos males accidentales e inevitables: a una Humanidad
que ha mostrado un progreso indomable en el ámbito del conocimiento (de la
teoría) no se le puede negar (no hay razones ni lógicas ni reales) una extensión
194 CARLOS BLANCO

de dicho progreso al ámbito práctico y social. No hay imposibles para el hom-


bre: su horizonte es la posibilidad infinita, la superación constante, la creación
de horizontes nuevos.
Nuestro análisis ha querido mostrar que quienes consideran que el pensamiento
de K. Marx ha sido ya sepultado y permanece en el enésimo círculo del Infierno se
equivocan ilusa e ingenuamente. Muchas de sus ideas son ciertamente impracticables o
sencillamente falsas, pero otros principios y teorías pueden ser ampliados para ofrecer
un horizonte de reflexión y de acción en nuestro tiempo
MOZART O LA ENCARNACIÓN DE LO SUBLIME (2006)

El día 27 de enero se cumplen doscientos cincuenta años del nacimiento del que
puede ser considerado, casi sin lugar a dudas, el mayor genio de la historia de la Mú-
sica: Wolfgang Amadeus Mozart.
Se ha escrito ya mucho sobre la vida, la obra, las aficiones, los gozos, las tristezas
y las ansias de este gran hombre que alumbró la Europa del siglo XVIII, la Europa que
se iluminaba con el refulgir de las Luces, con una nueva forma de hacer música, y ante
todo, con un espíritu tal de vivacidad, de alegría y de belleza que todavía hoy, a más
de dos siglos de distancia, seguimos personificando en ese joven músico austriaco la
esencia del Arte más elevado.
¿Por qué nos fascina Mozart? ¿Qué extraña magia ejerce todavía un hombre que
no vivió más de treinta y cinco años, en cuya vida convergen la grandiosa madurez
musical ya desde su niñez y el misterio de una existencia que no siempre respondió
a lo que entendemos por un genio? Quizás sea su figura solitaria, frágil, sincera y au-
téntica, que se extasiaba ante la belleza de la ópera, de la que brotaban sin cesar y casi
sin esfuerzo algunas de las melodías más hermosas que ha conocido la Humanidad,
de quien sólo podía salir bondad, y que era capaz de plasmar ideas y pensamientos en
compases y silencios.
Quizás sea, como la reina de la noche cuya aguda voz se apodera de nosotros cuan-
do escuchamos La Flauta Mágica, el éxtasis que produce lo grandioso, lo estruendoso,
lo monumental. O quizás sea la paz y la serenidad, el sosiego indescriptible que crea la
dulzura de un piano a la luz de la luna, como en Eine kleine Nachtmusik. ¿Es la noche
o el día, la luz o la tenue oscuridad lo que nos permite pensar en lo sublime? En Mo-
zart confluyen ambos, lo grandioso y lo pequeño, pero en todos, en lo grande y en lo
minúsculo, resuena una armonía que a nadie dejará nunca indiferente, porque quizás el
196 CARLOS BLANCO

secreto de Mozart, como el de los grandes genios, es que supo contemplar lo sencillo,
supo mirar a lo que otros no miraban, supo pensar en lo que otros no pensaban, supo
escuchar como otros no escuchaban… Y Mozart será siempre símbolo del misterio
de lo humano, de por qué ciertos hombres y mujeres vienen al mundo con unos dones
asombrosos, y no hacen sino maravillarnos. Más que envidia o aversión, debe causar
la admiración del que es consciente de que Mozart usó su genio, su prodigio, su mag-
nificencia, al servicio de la Humanidad: nos legó tanta belleza que, aun en tiempos de
dolor, siempre podremos mirar a lo alto con orgullo.
DIOS HABLA A LOS HUMILDES Y LIMPIOS DE
CORAZÓN (2006)

El cristianismo posee una aspiración universal. El anuncio del Evangelio tras-


ciende toda cultura y toda mentalidad, pero al mismo tiempo es capaz de penetrar en
toda cultura y en toda mentalidad. El Evangelio no está destinado a ningún hombre o
mujer en particular, pero al mismo tiempo les pertenece a todo hombre y a toda mujer
en particular.
Y es que el rabí de Nazaret, que habló del Dios de los padres de Israel, del Dios por
tantos venerado y por tantos desconocido, como Abbá, como “papá”, dejó una honda
huella en la espiritualidad humana. Nadie antes que Él en Israel había llamado al Dios
Supremo, Señor de los Ejércitos, como Padre, como la ternura y la misericordia que
todos los que han disfrutado del afecto familiar han podido vivir, y que constituye una
experiencia insólita e irrepetible, que ningún tipo de amistad o de relación humana
acabará suplantando. El Ab-soluto, lo “separado”, abstraído, alejado, quedaba ahora
definitivamente ligado a la existencia humana, al hoy de los hombres y mujeres que se
afanan por dar sentido a sus vidas. Y ese sentido, que Jesucristo reveló como sentido
de salvación, es la Buena Nueva, el Evangelio.
El lenguaje sencillo y limpio de Jesús, sus ipssisima Verba que con tanto ahínco
han tratado de identificar figuras tan eminentes de la Exégesis como el erudito protes-
tante J. Jeremías, sean o no las palabras auténticas que pronunció el rabino de Nazaret,
traslucen ya una limpieza, una pulcritud de espíritu, una armonía, un sosiego, una paz,
en pocas ocasiones igualada. Quien lee atentamente las palabras de Jesucristo, sus
cantos a la naturaleza, a los lirios del campo y a los pájaros del cielo, sus peticiones de
perdón y de misericordia, sus denuncias de la injusticia y de la cerrazón de un poder
que, en lugar de servir a los hombres, los oprime; quien, en suma, se sumerge en el
relato evangélico sin otro prejuicio que el de la constante búsqueda humana del bien,
198 CARLOS BLANCO

de la verdad y de la belleza encontrará en las palabras de Cristo un manantial de agua


pura, transparente a todo sentimiento humano, a todo dolor y a todo gozo. Palabras que,
por ser tan humanas, tan sencillamente humanas, manifiestan un origen más profundo,
que sitúa a lo humano en la comunión con lo divino.
El cristianismo no tiene ni armas, ni plataformas, ni propagandas, ni ambiciones,
ni ases en la manga... El verdadero as en la manga del cristianismo, su mejor baza,
es la escucha serena, atenta, receptiva y apelante de las palabras de Jesucristo. La
escucha de la palabra, que tanta relevancia adquirió en el terreno teológico con K.
Barth, no es tanto una alternativa a la reflexión crítica y científica sobre la fe como
un replanteamiento del problema esencial, un situar en su correcto lugar todas las
disputas, controversias y dudas intelectuales que puedan turbarnos. De nada sirve
elaborar una teología, dialogar con la Filosofía, buscar cauces interdisciplinares para
que la fe conecte con las ciencias o descubrir novedosos métodos de evangelización
y de inculturación, si no somos capaces de escuchar al Padre que nos habla a través
de su Hijo, si no somos capaces de abrirnos a un don que siempre nos superará, pero
que, al irrumpir en lo temporal, es analizable, abordable e incluso cuestionable desde
una perspectiva netamente humana. Y es que tan humana es la crítica como la escu-
cha, la perplejidad como la admiración. En la existencia humana converge la Ciencia
y el Arte, la crítica y el ensimismamiento. Y al escuchar la Palabra, más allá de toda
labor exegética, crítica o histórica, veremos una luz que ilumina y da sentido a nuestra
existencia si realmente estamos abiertos a recibir tal luz. La Teología o la Exégesis no
nos harán creer o no creer. Simplemente nos ayudarán a profundizar en una realidad
histórica y humana, pero la fe exige un sí, una voluntad, un querer creer. Y escuchar a
la Palabra es ya un querer escuchar, un querer gozar con la sinfonía divina que puebla
las palabras de Jesucristo.
Jesús fue un maestro. Un maestro de la palabra y del amor. Un maestro más cercano
a la sabiduría oriental que al intelectualismo de Occidente. Me ha impresionado mucho
leer el libro Testigos de esperanza, del cardenal vietnamita F.X. Nguyen van Thuan,
ya difunto, que padeció interminables años de encarcelamiento en su país a manos de
un cruel e inhumano régimen comunista. La obra recoge los ejercicios espirituales que
el entonces obispo vietnamita predicó a Juan Pablo II y a la Curia el año 2000, el año
del Jubileo. La profundidad de las palabras de este pastor del Lejano Oriente se ve,
particularmente, en la sencillez y claridad de su mensaje. Me interesó especialmente un
apartado que dedica a los “defectos de Jesús”. Dice, en efecto, que Jesús tuvo defectos.
Jesús no tenía buena memoria: enseguida olvidó los pecados de quienes clamaban
por misericordia, como el padre del hijo pródigo. Además, Jesús no sabía matemáticas.
¿Cómo si no iba a dejar noventa y nueve ovejas por una sola que se escapó? Está claro
que Jesús no era economista, ni inversor, ni político utilitarista. Está claro que Jesús
era un maestro que buscaba el bien de todos los hombres, que amaba a todos con un
amor infinito e insaciable, y que no se dejó engañar por el interés puramente material
que acaba anulando el dinamismo de la Historia y que a tantos hombres y mujeres
Ensayos filosóficos y artísticos 199

de la Tierra sumerge en la desesperanza. Además, Jesús no sabía lógica. Una mujer


pierde un dracma y organiza una fiesta para celebrarlo. Claro que Jesús no sabía lógi-
ca: lógica humana, porque el hombre, al fin y al cabo, ¿puede asegurar que su lógica,
sus contradicciones, afirmaciones y negaciones, son universalmente válidas, o rigen
solamente en su reducido universo mental? Bien hace van Thuan en traer a colación la
feliz frase de Pascal: “el corazón tiene sus razones que la razón no conoce”. Jesús era
un aventurero: esto sí que es un defecto, y un defecto que le costó la vida (¿o quizás se
la ganó para siempre?). Era un aventurero arriesgado, que no dudó en llamar “zorro”
al rey Herodes ni en criticar duramente a otros poderosos. Es más: despreció el poder.
La Cruz es el desprecio máximo del poder, de la limitación que lleva asociada el poder,
pues aleja de los demás hombres y mujeres, fomenta el egoísmo, nos hace mirarnos
a nosotros mismos, y por tanto nos cierra, nos esconde en una caverna sin luz para
contemplar un mundo mucho más amplio y más fascinante que nuestro mundo. Y,
concluye van Thuan, tampoco sabía de finanzas: ¡pagó lo mismo a todos los obreros
de la viña, aunque algunos habían trabajado menos horas!
Tantos hombres, mujeres, ancianos y niños de nuestro tiempo, que sufren o que
gozan, pueden encontrar en las palabras del Evangelio palabras de vida. De esas pa-
labras sólo debe brotar la paz, el amor y la fraternidad.
SOLUS IESUS (2006)

¿Qué es ser cristiano? Quizás sea ésta la pregunta clave que ha inspirado a un
nutrido grupo de teólogos y filósofos desde el siglo XIX hasta la actualidad, tanto en
el ámbito protestante (clásico es ya el ensayo Das Wesen des Christentum de A. von
Harnack) como en el católico (con las obras de H. Küng o J. Ratzinger), e incluso en los
círculos ateos herederos de L. Feuerbach y de su ya celebérrimo tratado (que, para la
mayoría de los estudiosos, fue una de las influencias determinantes que recibió Marx).
La vigencia de la pregunta sigue intacta, máxime con el espectacular desarrollo y
progreso que han experimentado los métodos científicos, histórico-críticos, de acerca-
miento a la figura de Jesús de Nazaret1. Hoy en día, gracias a los innumerables trabajos
que se han realizado en esta dirección ya desde el siglo XVII (con la obra pionera de
R. Simon), pero principalmente a raíz de la revolución intelectual y teológica que su-
puso la Ilustración (que, con su defensa de la sospecha y de la crítica, nos liberó de la
ingenuidad que supone pensar que “lo dado” es simplemente algo neutro, un “factum”
que hay que aceptar sin más; por el contrario, la filosofía crítica de Kant se propuso
descubrir los antecedentes y consecuentes a lo dado, las condiciones de posibilidad
del objeto en cuanto tal, que residen en nuestras estructuras mentales), contamos con
elementos –nunca suficientes, ni mucho menos– para volver a plantear el interrogante
inicial: ¿qué es ser, o más bien, qué puede significar hoy ser cristiano?
El problema reside, normalmente, en las mediaciones, o, por así decirlo, en los
intermedios que estemos dispuestos a aceptar para llegar a una imagen de Jesús lo más
cercana posible al Jesús de carne y hueso que vivió en Palestina en el s. I. Y, ¿qué nos
puede interesar de ese Jesús preteológico o, si se me permite, predogmático? Sobre
1
Un libro paradigmático, en este sentido, es Guía para entender el Nuevo Testamento, A. Piñero,
Madrid, 2006.
202 CARLOS BLANCO

todo, lo que pensó, lo que sintió, lo que predicó, su visión del hombre, del Cosmos y
de la Historia, que en mi opinión son tres temas esenciales por analizar en toda gran
figura de la Humanidad.
La discusión no es, en absoluto, sencilla. ¿Qué nos queda del mensaje de Jesús
al prescindir –o depurar– las sucesivas interpretaciones teológicas que se han hecho
después de Jesús, y de las que muy probablemente el propio Jesús no tuvo conciencia?
Los estudios científicos (de crítica histórica y literaria de los Evangelios, de sociología
sobre el contexto judío del s. I, de análisis sobre la génesis de las primitivas comu-
nidades cristianas con sus rivalidades internas y la emergencia de teologías muchas
veces contrapuestas, de las que sólo surgirá una “gran teología”, una ortodoxia, tras
la asimilación de la comunidad cristiana a las estructuras del poder político romano
a partir del s. IV, muy influenciada ya por conceptos procedentes de la mentalidad
helenista o del ámbito jurídico latino) son cada vez más alentadores en este sentido,
ya que mediante una labor crítica y de estudios comparados, hemos sido capaces de
acercarnos cada vez más al Jesús de Nazaret previo a la elaboración teológica que
llevaron a cabo sus seguidores. Analizando fuentes tan diversas como los textos evan-
gélicos más primitivos (especialmente Marcos y la hipotética pero más que probable
fuente Q, hoy en día reconstruida gracias al Proyecto Internacional Q) y los primeros
escritos del Nuevo Testamento (1 Tesalonicenses y otras epístolas paulinas), así como
obras apócrifas que reflejan también que ya desde el período de gestación del cris-
tianismo convivieron distintas visiones teológicas, sin olvidar el descubrimiento de
influencias de todo tipo en éstos y en los demás escritos (así como de su autenticidad,
que nos permite decir, por ejemplo, que el Evangelio de Juan no pudo ser escrito por
el supuesto discípulo de Jesús llamado Juan, o que la segunda epístola de Pedro es
de, aproximadamente, el 120 d.C. y por tanto no fue escrita por Pedro, sino que es
pseudoepigráfica; y lo mismo se ha podido determinar respecto de numerosas epístolas
paulinas o de pasajes evangélicos que, para la crítica, no pudieron salir de boca de
Jesús, partiendo, además, del hecho casi unánimemente aceptado de que ninguno de
los evangelistas conoció personalmente a Jesús), podemos llegar a la conclusión de
que en la predicación de Jesús, con independencia de las construcciones o estructuras
teológicas posteriores, hay una serie de constantes que nos ofrecen una idea bastante
plausible de lo que él pensó:
1) Jesús predicó la llegada inminente del Reino de Dios. En este sentido, Jesús se
inscribe dentro de las grandes corrientes de la apocalíptica judía.
2) Al mismo tiempo, Jesús confiere a este Reino unas características que, aunque
ya hubiesen sido puestas de relieve con anterioridad, con él adquieren una
fuerza propia: es un Reino en el que el ser humano puede convivir con el Dios
de Israel contemplado como Abbá; es un Reino que, si bien se presenta con
tintes escatológicos, también tiene una dimensión interior, en los corazones de
cada persona.
Ensayos filosóficos y artísticos 203

3) Jesús fue un profeta activo, que denunció incoherencias, injusticias y potesta-


des; un piadoso judío que abogó por una vuelta a lo nuclear de las tradiciones
de Israel. Aunque esté todavía sujeto a discusión si perteneció formalmente o
al menos intencionalmente a movimientos de la época como el zelotismo, lo
que parece probable es que fue discípulo de un predicador profético anterior
llamado Juan. Su activismo profético, y el peligro de que suscitase esperanzas
mesiánicas entre el pueblo judío, llevó a las autoridades romanas a ejecutarlo.
Estos tres aspectos (inminente llegada del Reino de Dios, dimensiones interiores
o personales de este Reino y su activismo profético) pueden, a mi juicio, resumirse en
una consideración teológica, ética y humana más fundamental aún: Jesús predicó la
cercanía de lo divino al hombre y a la mujer.
Esta conclusión es sin duda provisional, porque precisamente la grandeza de los
métodos histórico-críticos radica en que siempre pueden profundizar más, mejorar
más, ampliar más nuestro horizonte intelectual. En este sentido, cada época verá2 en
Jesús lo que esté preparada para ver: es un Jesús que nunca se agota, sino que siempre
preserva una cierta perspectiva de futuro3, y que así logra también una independencia
con respecto a los prejuicios propios de cada tiempo.
Jesús, en suma, proclamó la cercanía de lo divino a lo humano. El hombre no
termina en sí mismo, sino que siempre puede divinizarse, puede superarse a sí mismo
y alcanzar unos horizontes de apertura mayores. El ser humano es siempre capaz de
mejorar, de salir de sí mismo y de abrirse a los demás, porque lo específicamente hu-
mano no se acaba en el hombre concreto, sino que siempre lo trasciende. Son muchas
las implicaciones que de aquí se desprenden, sobre todo en lo referente a la creación
de una cultura de la fraternidad/sororidad donde cada ser humano aprenda a ir más
allá de sí mismo, a darse a los demás y así abrirse a una realidad siempre más amplia
que la esfera de lo individual.

2
En la obra, ya clásica, de J. Pelikan Jesús a través de los siglos, se apunta en esta dirección cuando
se afirma, en la línea de A. Schweitzer, que cada tiempo ha interpretado la figura de Jesús según sus
ideas, sensibilidades, inquietudes y proyectos de futuros.
3
Perspectiva que ya advirtió con suma claridad E. Schillebeeckx en Gott –die Zukunft des Menschen,
Maguncia, 1969.
EL DISEÑO INTELIGENTE NO ES UNA TEORÍA
CIENTÍFICA (2006)

La comunidad científica debe alegrarse por el fallo del juez John. E. Jones III,
de Pennsylvania, en contra de la enseñanza de la teoría del diseño inteligente en las
escuelas, al mismo nivel que la de la selección natural de Darwin.
Resulta evidente, en todos los sentidos, que bajo la etiqueta aparentemente ilustra-
da de “diseño inteligente”, sus creadores y sus corifeos mediáticos (como el Instituto
Discovery, de Seattle) ocultan, de un modo inexplicablemente descarado, las antiguas
tesis creacionistas, las cuales han quedado absolutamente desacreditadas no ya en la
investigación científica, sino en el propio terreno teológico. Afirmémoslo con claridad:
el problema del neoconservadurismo religioso, visceralmente ideológico y cuyo fun-
damentalismo pretende introducirse en el campo científico conforme a una planificada
estrategia, no es tanto el desconocimiento abisal de la ciencia y de sus métodos, sino
una peor e injustificable ignorancia de teología y exégesis histórico-crítica.
Proponer el diseño inteligente como una alternativa, en igual plano, al neodarwi-
nismo es, como muy bien ha dicho el genetista Francisco Ayala, “un insulto a la
ciencia”. Para que una teoría científica merezca semejante calificativo debe reunir, al
menos, tres características: explicar unos hechos debidamente documentados (en este
caso, las variaciones en el registro fósil y la estrecha relación entre los genomas de las
diversas especies: el hombre y el chimpancé comparten, aproximadamente, un 96%
de su dotación genética); establecer unos baremos de comprobación empírica de las
tesis propuestas: qué experimentos puede efectuar un investigador independiente para
llegar a las mismas conclusiones alcanzadas por el autor de la hipótesis; y, en último
lugar, dicha teoría debe ser capaz de efectuar predicciones empíricamente verificables.
Pues bien, el diseño inteligente no cumple ninguna de las tres condiciones que
acabo de mencionar. No explica unos hechos innegables, porque introduce causas (y
206 CARLOS BLANCO

toda explicación es, lógicamente, la determinación de una relación causa-efecto) y


conceptos que no tienen nada que ver con el mundo empírico y material. Me refiero
a las ideas de “diseño”, “complejidad”, “inteligencia”, etc. Dichos conceptos no son
científicamente “manejables” cuando nos referimos a la biología. Difícilmente se
identificará una vía empírica para acceder a ellos. No son cuantificables. Constitu-
yen explicaciones teóricas que, en todo caso, pertenecerán a otros campos del saber
(como pueden ser la teología, la filosofía...), pero no a lo que se entiende por ciencias
naturales, las cuales operan sobre la facticidad del mundo material y elaboran sus ex-
plicaciones en ella basadas (es decir, mediante la utilización de categorías deducibles o
inducibles desde dicha facticidad: así, cuando en química hablamos de polarizabilidad,
sabemos perfectamente a qué nos referimos, al disponer de un correlato material, ma-
tematizable o no –la matematización se torna más ardua en los sistemas biológicos–,
pero siempre circunscrito al ámbito de los conceptos científicos amparados en la rea-
lidad material). El diseño inteligente ni siquiera explica las variaciones en el registro
fósil o en la dotación genética. Al emplear en su explicación conceptos no manipula-
bles empíricamente, se sitúa fuera del circuito científico. Puede gozar de valor como
hermenéutica científica, como interpretación de tipo cultural o especulativo sobre la
ciencia, pero en ningún caso satisfará los cánones del método científico. Representa,
digámoslo así, una afirmación extrametódica, al no fijar ni criterios de verificación y
ni siquiera operar orientado por conceptos empíricos.
El diseño inteligente tampoco cumple la segunda condición: no esclarece qué tipo
de experimentos habría que efectuar para comprobar que, en el aumento de la “comple-
jidad” en el cosmos material, ha tenido que existir un plan urdido por una inteligencia
superior que guiase decididamente y con una finalidad concreta dichos pasos.
Cuando en la teoría neodarwiniana se habla de aleatoriedad, está claro que no nos
referimos a un concepto filosófico (al estilo del “azar” que encabezaba el título de la ya
célebre obra del premio Nobel de Medicina Jacques Monod), sino a la constatación de
que las mutaciones genéticas acaecen según baremos de probabilidad. “Aleatoriedad”
en la ciencia no se opone a “diseño inteligente”, como si se tratase de una explicación
atea encubierta. Simplemente alude a un hecho y al modo de tratarlo matemática-
mente. Para comprobar la teoría del diseño inteligente, ¿qué tipo de experimento
deberíamos realizar? ¿Tendríamos que analizar registros fósiles distintos y comprobar
que en todos se ha incrementado la complejidad? El problema es que “complejidad”
es un concepto valorativo, no científico. Si por complejidad entendemos el aumento
de “complicación”, es decir, la evidencia de que conforme avanza temporalmente la
evolución, más esfuerzo requiere para nosotros, los humanos, comprenderla y discernir
relaciones de causa-efecto, entonces no nos encontramos ante un hecho científico, sino
ante las carencias asociadas a la epistemología humana, ciertamente limitada, pero
no por ello absolutamente incapaz de desentrañar la trama de la vida. ¿O constituye
acaso la complejidad el aumento de la “anentropía”, del orden? En cualquier caso,
hablar de la complejidad como “anentropía” (esto es, lo contrario a la entropía) no
Ensayos filosóficos y artísticos 207

implica proponer divagaciones sobre la necesidad de que una inteligencia lo controle.


Consiste, simplemente, en la constatación de un hecho, pero para explicarlo no resulta
legítimo acudir –si queremos ser coherentes con el método científico– a una explica-
ción extracientífica, como la alusión a una inteligencia, cuya existencia no es com-
probable empíricamente. Aceptar o no el método científico conlleva comprometerse
con unos cánones de racionalidad. Si no admitimos el método científico, ¿por qué no
sostener que son unos duendes los que lanzan la manzana y no la fuerza de la gravi-
tación universal? Análogamente, sería como si en el campo de las ciencias sociales y
humanas, las cuales aspiran, en tantos casos, a elaborar un método concordante con
el de las ciencias naturales, se tomasen por verdaderas las historias de los semidioses
de Manetón o la misteriosa concepción de Augusto que relata Suetonio. Abriríamos
una caja de Pandora (la de la especulación infructuosa) de consecuencias fatales para
la credibilidad de la ciencia.
Por último, la teoría del diseño inteligente no ofrece predicciones dignas de
mención. Darwin, en El Origen de las especies, fue ya capaz de inferir que todas las
especies que habitan sobre la Tierra procedían de un antepasado común del que ha-
bían evolucionado por distintas rutas. Hoy en día, con los avances en el campo de la
genética y de la biología molecular, hemos podido “cuantificar” o sistematizar dicha
predicción, al establecer los grados de interrelación genética entre especies diversas.
Sí: podemos “cuantificar la evolución”. Así, recientemente se ha comprobado que, al
comparar el código genético de unos restos de hace seis mil años de unos pingüinos
Adelia de la Antártida con el Adelia moderno, se ha producido una microevolución:
las secuencias de ADN de algunos de los genes se habían alargado con el tiempo, y
las frecuencias relativas de algunos de los genes habían cambiado. La genómica ac-
tual, por tanto, no sólo ofrece comprobaciones muy precisas de las teorías de Darwin
resistematizadas por el neodarwinismo (es más: podemos saber en qué fechas aconte-
cieron determinados cambios, y así cartografiar mapas cronológicos de la evolución),
sino que constituye un fructífero campo para “verificar” (o “falsear”, en la línea de
Sir Karl Popper) las predicciones que consecuentemente se deriven de las teorías del
gran naturalista británico.
Es cierto que la teoría de la evolución presenta aún hoy numerosos interrogantes
por responder. Esto ocurre en todo los campos de la ciencia, y en estas lagunas res-
plandece, precisamente, la base para futuros progresos. Pero, desde luego, soluciones
de emergencia que escapan al método científico representan salidas en falso, y en
poco contribuyen a aclarar las dudas que nos asaltan. Hay que explicar, no lo niego,
por qué en los sistemas biológicos se viola, por lo general, el segundo principio de la
termodinámica, al generarse entidades cada vez energéticamente más complejas. La
explicación creacionista o la más refinada del diseño inteligente no resuelven nada.
Atribuir lo que ignoramos a causas sobrenaturales o no científicamente manipulables
es un error de bulto, un lastre para el progreso de la ciencia: postular nuevos Deus ex
machina que socavan la credibilidad de la ciencia (¿por qué aquí sí y en otros inte-
208 CARLOS BLANCO

rrogantes no? ¿Por qué no apelar al Deux ex machina en el movimiento planetario o


en la dinámica del electrón? También en esas disciplinas existen problemas aún no
resueltos).
No deseo terminar sin esbozar unas reflexiones de tipo filosófico y teológico (no
científico) al respecto de la teoría del diseño inteligente. La ciencia y el conocimiento
humano en general proceden de tal modo que lo complejo se explica y estructura se-
gún líneas epistemológicas más sencillas. Se reconoce el brillo de un sabio por haber
ofrecido una solución dotada de la mayor sencillez posible a un problema complejo,
es decir, por haber advertido cómo de lo simple se pueden generar entidades más de-
sarrolladas en todos los ámbitos. Por tanto, afirmar que en el orden evolutivo existen
saltos cualitativos, no accesibles al método científico, refleja una profunda incom-
prensión de los cánones operativos de la ciencia. ¿Acaso alguien sostendría que la
curvatura del espacio que postula la relatividad general de Einstein establece un salto
cualitativamente nuevo con respecto al universo tridimensional y estático de Newton?
No: simplemente emplea un instrumento matemático más sutil, una interrelación más
sofisticada de los mismos conceptos básicos (como puedan ser energía, masa, tiempo,
espacio..., también presentes en la mecánica clásica), para explicar observaciones más
precisas. Este proceso de “refinamiento” puede, en ocasiones (como ha sucedió con
la teoría de la relatividad y con la mecánica cuántica), trastocar nuestra imagen del
universo. Pero el método es el mismo. No hemos tenido que efectuar saltos cualitativos
(esto es, extraños o ajenos al método científico) para explicar órdenes objetivamente
más complejos. Nos hemos visto obligados a utilizar las herramientas de la ciencia
con mayor agudeza. Con el método científico se llega a la química de Lavoisier o
a las teorías más complejas de la química cuántica implicada en los compuestos de
coordinación. Existirá una distinción de grado, pero no de fundamento. Por tanto,
acudir a causas no manejables científicamente y de clara inspiración en la “teología
natural” (que no es ni ciencia, ni teología: es simplemente un modo filosófico, muy
desacreditado, que niega en el fondo la autonomía de lo temporal, el dinamismo de la
realidad) constituye una solución poco honrosa, tanto científica como filosóficamente.
Un último apunte. Resulta verdaderamente demoledor comprobar cómo aquéllos
que en teoría se afanan con mayor ahínco en defender la doctrina cristiana frente a los
–hipotéticos– ataques “materialistas y ateos” son, después de todo, quienes muestran
una mayor ignorancia sobre su propia fe. Se evidenció en el caso Galileo (Galileo se
adelantó a sus censores no sólo en el plano científico, sino en el exegético, al reconocer
que la Biblia no fue escrita como un libro de historia natural: “enseña cómo ir al cielo,
no cómo es el cielo”), y se constata de nuevo en las controversias sobre la evolución.
La exégesis moderna relativiza no sólo la historicidad de amplias secciones del Anti-
guo Testamento, sino que es capaz de descubrir las interdependencias de esos pasajes
con respecto a las mitologías del Oriente antiguo (esto es, su no-originalidad), y las
contextualiza con admirable precisión. Los relatos de la creación son esencialmente
mitológicos, comunes a otros textos religiosos del mundo antiguo como, por ejemplo,
Ensayos filosóficos y artísticos 209

la teología menfita en Egipto o los relatos mesopotámicos. No pretenden explicar


cómo se ha desarrollado, en el decurso temporal, lo “creado”, sino manifestar que
todo procede del poder creador de la divinidad, el cual halla su fundamento único
en la divinidad. No ansía esclarecer la trama precisa de la creación (ya sea el modelo
evolutivo o el del diseño inteligente: se trata de una cuestión que habrá de dilucidar la
investigación humana, no la revelación divina).
A los defensores del diseño inteligente más les valdría meditar con profundidad
y detenimiento sobre la esencia de la actividad científica, así como repensar los fun-
damentos de su fe.
EL RAPTO DEL SERRALLO (2006)

El domingo 15 de octubre de 2006 tuve la oportunidad de asistir a la ópera El rapto


del Serrallo (Die Entführung aus dem Serail), de Wolfgang Amadeus Mozart, en el
teatro Gayarre de Pamplona.
Todo fue espectacular, porque pocos dirán que lo que viene de Mozart escape a lo
asombroso y a lo sublime. Además, la fidelidad a los diálogos originales en alemán,
la extraordinaria actuación de la orquesta y la calidad de los cantantes contribuyó a
rendir el merecido homenaje al genio de Salzburgo en el aniversario de su nacimiento.
Se suele decir que las óperas de Mozart presentan una música divina y sobreco-
gedora, en la cima de la música occidental, junto a unos libretos que, si no absurdos,
al menos no le hacen justicia. Pensemos en La flauta mágica. El argumento no es que
sea elevadísimo, interesante o llamativo. Más bien parece un cuento infantil con poca
cohesión interna y con un hilo conductor bastante deficiente (y esto con independencia
de todos los elementos iniciáticos de sobra conocidos en la que fue la última ópera
compuesta por nuestro genio, estrenada pocos meses antes de su muerte en Viena).
Sin embargo, todo queda eclipsado por una música que escapa al poder de la palabra,
porque sólo alcanza al alma mediante la fineza del oído que percibe en muchas de sus
arias o en la obertura la presencia de la belleza con nombre propio.
En el caso de El rapto del Serrallo, el libreto fue escrito por Andrea Gottlieb
Stephanie, hijo, basándose en Belmont und Konstanze, de Christoph Friedrich Bretzner,
y fue estrenada en el Burgtheater de Viena el 16 de julio de 1782 (año en que Mozart
contrajo matrimonio con Constanze Weber, quien pertenecía a una familia con gran
tradición musical, que daría nombres como el de Carl Maria von Weber). Nuevamen-
te, la historia no es tan apasionante como la de muchas grandes obras de teatro. La
trama es más bien sencilla, con poco cambio de escenario, con pocos personajes que
212 CARLOS BLANCO

realmente influyan en la obra (pues, ciertamente, hay un impresionante coro turco que
canta al “gran Pachá” una de las melodías más famosas de esta ópera, inspirada en el
exotismo de la música oriental). En cambio, la música vuelve a ser deslumbrante, las
arias para soprano y tenor fabulosas, y algunos de los diálogos, que dan pie a composi-
ciones mozartianas sólo superadas por él mismo en óperas posteriores, muy sugerentes.
La ópera se abre con un aria que ha pasado a la historia de los grandes repertorios
para tenor, y que han cantado los grandes nombres del siglo XX: el “hier soll ich dich
denn sehen Konstanze, dich mein Glück”, donde el desdichado Belmonte entona un
“no más”: no más sin ver a su amada Constanza, no más sin sufrir una lejanía que le
rompe el corazón. Y es que la hermosa Constanza, española, ha sido llevada al harén
del gran Pachá, en Estambul, la ciudad del Bósforo que fascina a orientales y occi-
dentales (y que en adelante nos será mejor conocida gracias a las novelas del último
premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk: notoria coincidencia). El aria es divina,
serena pero a la vez melancólica, porque Mozart supo como nadie encontrar un espa-
cio entre la alegría y la desdicha que expresa lo más profundo del espíritu, en un sutil
equilibrio al que sólo el estilo propio del genio salzburgués ha podido dar forma. Los
sonidos son mantenidos con esfuerzo por el tenor, para luego elevarse en una de las
típicas combinaciones de notas de Mozart, donde lo que se había prolongado llega
a una especie de altura a la que sube y de la que vuelve a bajar. Esta extraordinaria
“circunvolución” aparece en muchas de las grandes obras de Mozart, y transmite el
sentimiento de continuidad pero a la vez de dinamismo, de cambio, de avance que no
rompe del todo con lo que le precede.
Pero creo no equivocarme si sostengo que las arias para soprano (y, en general,
para mujeres) son más grandiosas que las de tenor (a diferencia de otros compositores
de ópera, donde quien asume un mayor protagonismo musical es el tenor: pensemos
en muchas de las óperas de Giaccomo Puccini, como Tosca o Turandot). La soprano
puede destacar más y, de hecho, algunas de las arias de Konstanze poseen una difi-
cultad técnica pero a la vez una perfección melódica que no deja a nadie impasible.
Nuevamente, nuestro asombro sería mayor si no fuera porque el mismo Mozart se
encargó de elevar aún más el listón para las sopranos en arias como las de la Reina
de la Noche en La Flauta Mágica, que pocas sopranos en el mundo son capaces de
entonar. Y es que, según cuentan, la soprano Caterina Cavalieri le pedía a Mozart que
compusiese arias lo suficientemente llamativas como para lucirse ella y, a tenor de lo
conseguido, parece que Mozart tomó buena nota de las exigencias de la diva. La pelí-
cula Amadeus de Milós Forman (1984), que tantos Óscar recibió en su día, caracteriza
con suficiente expresividad la figura de la Cavalieri, en una ambientación operística
casi sin parangón en el mundo del cine.
Pero volvamos a algunos de los diálogos de la ópera, especialmente a los finales.
Belmonte ha urdido un plan para rescatar a Constanza, con la ayuda de Pedrillo. Pero
Osmín, siervo del pachá, los descubre. Belmonte, Constanza, Pedrillo y Blonde, la
elegante inglesa que acompaña a Constanza y que se enamora de Pedrillo, le piden
Ensayos filosóficos y artísticos 213

clemencia al gran soberano turco. El pachá Selim, sorprendentemente, evita vengarse


de Belmonte (pues su padre, un militar español, la había arrebatado bienes y posesiones
al pachá en Orán, en el norte de África) y dice, en una frase memorable a todas luces:
“es wäre ein weit grösser Vergnügen eine erlittene Ungerechtigkeit durch Wohltaten
zu vergelten, als Laster mit Lastern tilden”, “es una satisfacción pagar una injusticia
sufrida con un acto generoso que pagar un crimen con otro crimen”, y “quien pueda
olvidar tanta bondad, merece ser mirado con desprecio” (“Wer so viel Huld vergessen
kann, den seh’man mit Verachtung an”), para acabar cantando: “Nichts ist so hässlich
als die Rache…”: “No hay nada tan odioso como la ira. Ser bueno y humano, evitando
todo género de egoísmo, es propio de un alma noble. Quien no pueda reconocer tal
cosa, merece ser tratado con desprecio”.
Y es que, más allá de la música, del genio y del arte, Mozart quiso expresar el
ideal humano más alto: el perdón, la fraternidad, la generosidad. Mozart es un hijo de
la Ilustración, y como buen ilustrado, siente una intensa fascinación por lo que le es
lejano y desconocido, por lo exótico, por el Oriente que tantos misterios oculta pero
que al mismo tiempo ansía comprender. Y a propósito de ese Oriente que llama su
atención, Mozart pone su genio musical al servicio de un mensaje claro: el auténtico
progreso no se logra con guerras, rivalidades y venganzas, sino con compasión, con
solidaridad, con hermanamiento. El Mahatma Gandhi o Martin Luther King dieron
vida a esa enseñanza con su proclamación de la lucha pacífica, conscientes de que nada
puede llegar a justificar la violencia y el odio, pues siempre son infinitos los caminos
que se abren entre los seres humanos para la reconciliación y la superación de las dife-
rencias. Lo que hace falta es encontrar caminos. Y esos caminos pasan, sin excepción,
por transformar el egoísmo en cooperación y por hacer de la venganza amor.
Sólo tenemos certeza de nuestra propia existencia. Pero esa certeza comporta, de
modo inseparable, una certeza de la necesidad de apertura para realizar la propia exis-
tencia. Para autoconstituirme, tengo que abrirme, y debo tener un espacio de apertura,
que es precisamente la sociedad, el mundo, el “otro”. El escenario lo construyen los
actores (en esto coincido plenamente con el célebre sociólogo alemán Max Weber: no
estamos absolutamente determinados por las estructuras sociales y culturales, porque
al fin y al cabo, esas estructuras han tenido unos autores, por difíciles de identificar
que resulten), pero los actores no existen sin escenario, sin lugar en el que puedan
superarse y abrir nuevos horizontes. Y si no somos capaces de abrirnos a los demás, de
escucharles, de conocerles y de comprenderles, no podremos descubrirnos a nosotros
mismos. Y, más aún, si no somos capaces de perdonar, de vencer el resentimiento y el
odio con el diálogo y el encuentro, cerraremos puentes y en el fondo nos traicionaremos
a nosotros mismos. Mozart, con su música verdaderamente fascinante y celestial, nos
enseña, más allá de todo, que la Humanidad no es tal si no logra vivir en fraternidad y
derrotar el enfrentamiento con el amor, la misericordia y la grandeza moral.
SER PROGRESISTA HOY (2006)

¿Qué significa o, más bien, qué puede significar ser progresista hoy? La cuestión
no es fácil, máxime cuando los tópicos abundan, y cuando se quiere identificar el
progresismo con una u otra corriente política o, lo que es peor, con un partido político
determinado.
El progreso es, sin lugar a duda, una de las nociones clave para comprender la
evolución intelectual de Occidente. Aunque con precedentes, la gran “explosión”
de la idea de progreso se produjo con la Ilustración. Las Luces plantearon de forma
directa el problema de que el hombre, si realmente quería ser hombre, debía ser el
único árbitro y juez de la Historia. Ni el pasado, ni las tradiciones, ni las autoridades
supraseculares podían erigirse en intérpretes auténticas del destino de la Humanidad:
sólo el hombre, que ante todo es razón (la res cogitans cartesiana será lo definitorio
del ser humano), construye su autoconciencia, y por tanto su devenir histórico. Sólo
el hombre es sujeto y responsable de la Historia, y por tanto, para vivir humanamente,
debe mirarse a sí mismo, a sus posibilidades, ansias y capacidades.
En nuestro tiempo, la Humanidad necesita una conciencia crítica del progreso.
No basta con soñar; no basta con imaginar; no basta con crear. El progreso debe ir
acompañado de una verdadera reflexión, de una crítica que abarque todos los campos
de la acción humana y que tenga como centro al propio hombre, así como el objetivo
constante de desalienación de todo dominio que cercene el libre ejercicio de la razón.
Progreso debe ser, por tanto, sinónimo de actitud crítica, de construir el futuro con
vistas a subsanar los errores del presente. Incluye la convicción de que el ser humano
es, por sí mismo, capaz de superarse; de que es un ser en continua autoconstitución
y de que la Historia es escenario de su acción y, por tanto, de sus posibilidades, pero
no es el criterio principal para juzgar lo humano. No podemos mirar al pasado para
216 CARLOS BLANCO

buscar una solución a nuestros problemas. En el pasado encontraremos la pedagogía


del tiempo, que siempre enseña, y testimonios de grandes mujeres y hombres que en su
momento contribuyeron a hacer realidad la idea de progreso. Pero hoy, somos nosotros
los únicos responsables de que la Humanidad se abra cada vez más a horizontes nuevos
donde se logre una auténtica emancipación del ser humano, donde seamos capaces de
reflexionar sin obstáculos y de ser hombres sin las barreras de la imposición ideológica
o de la servidumbre socioeconómica.
J. Habermas ha puesto de relieve, siguiendo la genuina línea trazada por los gran-
des pensadores de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamin...), que
al pensamiento y, en última instancia, a la Humanidad en cuanto conjunto de seres
libres que actúan en el mundo, sólo puede moverle el interés emancipativo de la razón.
Ser hombre, y ser libre, y ser hombre que progresa, no son más que afirmaciones del
objetivo fundamental que marca Habermas: que seamos capaces de razonar de modo
crítico sin dominios, sin imposiciones, sin fronteras. Sólo una simbiosis profunda
de la teoría crítica, aplicada a todos los niveles, y de una perspectiva pluricultural
que acabe de una vez por todas con una idea unívoca de progreso, puede contribuir
a hacer realidad el progresismo como bandera de la acción social, política y cultural.
Ser críticos con el presente y ser críticos con nosotros mismos y con nuestra cultura;
aprender a relativizar lo que es relativo, y a absolutizar lo que realmente tenemos que
suponer que es absoluto si queremos ser hombres que progresan: la dignidad humana,
su libertad, su responsabilidad, su conciencia crítica. El centro del progresismo es el
ser humano en cuanto capaz de superarse y de cambiarse; el ser humano no sujeto a lo
dado, a las estructurales sociales, económicas o políticas que simplemente “están ahí”
como hechos consumados, sino que analiza, critica, indaga en esas estructuras para
ver qué es lo que tienen de ficticio y de mudable, con el criterio de la emancipación
del hombre en todas sus dimensiones.
Ahora bien, ¿es compatible una teoría crítica –y un pluralismo cultural– con la
suposición necesaria de que hay unos ideales firmes que todo el mundo debe com-
partir? Y mi respuesta es que ambas posiciones son perfectamente compatibles. Sin
suponer que la dignidad humana y lo que conlleva en el campo de la libertad de acción
y de pensamiento son valores en sí mismos, es imposible ejercer crítica alguna o pedir
tolerancia para otros universos culturales. El pluriculturalismo no debe implicar ce-
rrazón cultural, como si las culturas estuviesen aisladas: el pluriculturalismo, si quiere
sobrevivir racionalmente, debe convertirse en una afirmación tácita de que lo más
definitorio de una cultura está tanto en sí misma como en su capacidad –efectiva– de
intercambio con otras culturas. Las culturas no se constituyen solas, sino que se definen
en interacción, en relación dinámica con otras culturas, aunque en ocasiones dicha
relación haya sido de opresión y avasallamiento. Por tanto, el auténtico perspectivis-
mo cultural, lejos de absolutizar una cultura determinada (y menos aún sus prácticas
religiosas, éticas o sociales), absolutiza lo que es verdaderamente común a todas ellas
y a todo ser humano: la interacción, la “relación”. ¿Qué conlleva esto? Obliga a buscar
Ensayos filosóficos y artísticos 217

las condiciones de posibilidad (concepto que es una de las grandes aportaciones de I.


Kant a la epistemología) que permiten dicho intercambio y hacen factible que el ser
humano piense de modo crítico y reflexivo. ¿Cuáles son dichas condiciones de posi-
bilidad? Ante todo, la dignidad humana, porque sin ser humano que exista no puede
existir conciencia crítica. Y, del mismo modo, es necesario resaltar el valor único e
inalienable de la libertad, expresión de la identidad del sujeto, de una libertad que es
poseída por muchos sujetos, que es vivida socialmente. Y, en tercer lugar, la suposición
de que todo ser humano tiene la capacidad y el derecho de progresar y de realizarse.
Si la idea de progreso ha entrado en una crisis casi irremediable en nuestro tiempo
se debe, principalmente, a que el progreso se ha entendido de forma unilineal y euro-
céntrica. De esta manera, más que servir a la emancipación del hombre y de su razón
crítica, se ha convertido en arma arrojadiza contra la pluralidad y legítima diversidad
cultural. Sin embargo, un acercamiento más amplio al progreso como efectiva capa-
cidad humana y, más aún, como derecho humano más allá de toda “tabuización” del
orden económico, moral, político o social que trate de absolutizar una determinada
práctica cultural, olvidando que no es la única, permitirá recuperar esta valiosa idea,
teniendo en cuenta que no sólo se progresa al modo occidental, sino que el progreso
es una realidad que existe en muchos ámbitos culturales. El progreso es, más bien,
la autoafirmación del hombre por encima de lo no-humano, de lo que le impide ser
persona libre, responsable y crítica. El progreso es la crítica del hombre hacia la
Historia, la sociedad y el mundo con el objetivo de ampliar sus horizontes vitales. Y,
de esta manera, el progreso sólo puede ser diálogo e intercambio: progreso conjunto.
Serán progresistas aquellas fuerzas sociales, políticas y económicas que se esfuercen
por mostrar que los órdenes establecidos no son definitivos y que, de hecho, podemos
cambiarlos si con ello logramos una mayor autonomía y emancipación para la persona.
Serán progresistas aquellas fuerzas sociales, políticas y económicas que comprendan
que el progreso es progreso intercultural. En suma: serán progresistas aquellas fuerzas
sociales, políticas y económicas que contribuyan a desarrollar una conciencia crítica
y pluricultural en todo ser humano.
EL MUNDO QUIERE UN SALVADOR (2007)

El mundo quiere un salvador, porque el mundo necesita un salvador. Lo veo cada


día con mayor claridad. Lo veo al leer los periódicos. Lo veo al hablar con la gente.
Lo veo al mirar a mi alrededor. Lo veo al mirarme a mí mismo y al reflexionar sobre
mis deseos, proyectos e inquietudes. Lo veo cuando me embriago con las grandes
composiciones de la Música y del Arte, o al leer los versos más bellos y las páginas
más hermosas de la Literatura. Y lo veo cuando miro al horizonte, al firmamento, a la
noche y al día: quiero un salvador. Y rezo para que ese salvador venga.
Creo en un nombre trasciende todo nombre, en un poder que desborda todo poder,
en un amor puro y quizás inalcanzable, que tratamos de entender mediante categorías
humanas, aunque exceda todo pensamiento y toda voluntad.
Pero también creo que la salvación no se agota en ningún tiempo, en ningún lugar
y en ninguna persona.
Jesús continuará viniendo... Jesús ha venido más veces.
Los cristianos, de hecho, creen en la futura venida de Cristo, en la Parusía, en la
consumación de los tiempos. Las escatologías de las grandes religiones no siempre han
concebido un más allá, una vida que supere a la presente. En el Antiguo Testamento
difícilmente se encontrará dicha noción hasta bien entrada la época helenística (en
los libros sapienciales más tardíos). Pero hoy en día, para cualquier persona religiosa,
resulta enormemente complicado concebir un relación con el Absoluto, si es que existe
(yo deseo creer que sí), que no lleve pareja una promesa de vida eterna.
Y es que queremos vivir eternamente. Quiero vivir eternamente. Y no puedo
renunciar a ese deseo. Podrá considerarse un acto de cobardía, de incapacidad de
asumir que todo tiene un comienzo y un fin, y de que los seres humanos regresamos
220 CARLOS BLANCO

a “nuestra patria”, a los elementos naturales que la enigmática dinámica evolutiva ha


llevado hasta donde están ahora.
La muerte, decía Marx, es el triunfo del género sobre el individuo, de lo que supera
la singularidad sobre la singularidad misma. Pero a mí me resulta insuficiente. Quiero
vivir para siempre. Quiero disfrutar de eso que llamamos amor, y que no sabemos qué
es, por siempre.
Quiero que esos momentos de felicidad casi infinita se perpetúen. Quiero no tener
preocupaciones, como las aves del cielo o los lirios del campo de los que habló Jesús
de Nazaret en el Sermón de la Montaña, viviendo de una misericordia que colme to-
dos los deseos buenos que los hombres y mujeres albergan en sus corazones. Quiero
luz, como Goethe, que anegue mi espíritu. Sea o no un mito, un cuento de hadas, un
sueño, lo quiero.
Buda, uno de los seres más fascinantes de la Historia, enseñó que el deseo es la
causa del sufrimiento, pero que existe una manera sencilla y accesible a todos para
acabar con él: el seguimiento de las cuatro nobles verdades (Catvary Aryasatyani):
1) El nacimiento, la vida misma, es sufrimiento. La edad, la enfermedad, la muer-
te... Sólo el placer nos aleja del sufrimiento, pero el placer es efímero, y exige
desear. Y desear ya conlleva insatisfacción.
2) El deseo es la causa del sufrimiento.
3) En consecuencia, el sufrimiento cesará cuando cesen los deseos.
4) Para que cesen los deseos hay que seguir el “óctuple noble sendero”.
Y es que, según Buda, hay tres sellos que marcan nuestra existencia: la imperma-
nencia (anitya), la insustancialidad (anatman) y la insatisfactoriedad (duhkha). Para
acabar con el deseo hay que caminar por el noble sendero de las ocho formas: correcta
visión o entendimiento, correcto pensamiento o motivación, correcta palabra, correcta
acción, correcto modo de subsistencia, correcto esfuerzo, correcta atención y correcta
concentración. Buda propone, en suma, un camino de ahimsa (no violencia, no daño)
y de moderación, pues el exceso de placer, el frenesí, el ansia desbordada, sólo nos
causan, a la larga, sufrimiento; con él convergen, aun con sus características propias e
irreducibles, los grandes sistemas éticos y religiosos, desde el cristianismo hasta Kant.
En el mundo hay sufrimiento, desolación y tristeza. También hay alegría, y uno
puede ser inmensamente feliz. Pero nada sacia, porque siempre hay una estela de
muerte que nos asusta. Si uno se parase a pensar sinceramente en ello, probablemente
optaría por el suicidio. ¿Para qué esforzarse por algo, si todo va a acabar? ¿Para qué
disfrutar, si mañana se habrá pasado y en breve moriré? ¿Para qué amar, si los amores
nunca son del todo correspondidos y siempre defraudan? ¿Para qué crear, innovar o
descubrir? ¿Para qué pensar o interrogarse sobre el mundo, los seres humanos o la
Historia? Los momentos son fugaces... Todo pasa, y poco queda. Uno puede haber
triunfado y alcanzado cotas de éxito, reconocimiento y autorrealización más allá de
todo lo imaginable, pero ¿qué pasa después? Recuerdo que hace varios años tuve la
oportunidad de asistir a una predicación del abad de Westminster Abbey, en Londres,
Ensayos filosóficos y artísticos 221

el Dr. Wesley Carr, quien lanzó una inquietante pregunta a los asistentes que le es-
cuchaban bajo los impresionantes techos de ese milenario edificio en el corazón de
Inglaterra: And then? And then? And then? Y es que el ilustrado teólogo anglicano (al
que también pude ver en un debate sobre ciencia y religión con el reputado científico
y ateo militante de Oxford Peter Atkins) se había hecho una composición de lugar:
alguien puede aspirar a finalizar sus estudios para lograr un buen puesto de trabajo,
o para fundar una gran empresa, o para ser un gran investigador y granar el premio
Nobel. ¿Y luego?
Alguien puede querer imitar a Bill Gates o a Albert Einstein, ¿y qué más? ¿Es-
taríamos completamente satisfechos siendo Bill Gates o Albert Einstein? ¿Lo han
estado ellos, pese a su dinero, su poder o su inteligencia? Ellos también mueren, como
nosotros, como tú y como yo.
Es una certeza inquietante, compartida por las grandes culturas y religiones, que
ha inspirado multitud de cosmovisiones y de filosofías. Y es que la muerte es la rea-
lidad más democrática y universal que existe, y afecta a todos: ricos y pobres, justos
y pecadores, brillantes y mediocres... La muerte supera toda dialéctica. Y también el
sufrimiento y la insatisfacción. Nadie le es ajeno.
Todo pasa... Imaginémonos que hoy por la noche pudiésemos cenar en el lugar
más idílico del mundo con la persona que más nos gustase conocer. O imaginémonos
que fuésemos invitados a la Casa Blanca, o al Vaticano con el Papa. Unas horas de
magia y de esplendor..., y en breve se habrán pasado. Volviésemos o no a una cruda
o a una favorable realidad, todo acabaría pasando. Los amores platónicos también
mueren. Las grandes amistades también cesan. ¿Qué queda? ¿Hay algo de consuelo
ante la fugacidad del mundo, del placer y de los bienes? Por un tiempo pensé que el
único consuelo era el conocimiento, que nos abre a mundos casi infinitos y que nos
sacia más que las riquezas o que el poder, porque el ser humano es, más que nada, un
ser que se comunica, y sin conocimiento no hay comunicación, no hay posibilidad de
compartir ideas, inquietudes o esperanzas. Pero tampoco nos colma, aunque no veo
nada que lo supere como elemento humanizador. No hay plenitud en el conocimien-
to. Siempre podríamos saber más y mejor, y aunque lo supiésemos todo, dudo que
pudiésemos compartirlo todo con nuestros seres más queridos o con nuestros mejores
amigos: seguiríamos estando solos, nos tendríamos que reservar muchos conocimien-
tos para nosotros. Y lo que más nos horroriza es la soledad. La soledad, el aislamiento,
la indiferencia o el desprecio nos carcomen y generan odio en nuestros corazones. La
Historia es, en gran medida, expresión de un esfuerzo constante de hombres y mujeres
a lo largo de los siglos por vencer la soledad, por construir sociedades, instituciones,
ciencias y religiones para no verse solos en este mundo, en este gigantesco espacio
perdido en un extremo de una galaxia. La Historia es suma de los esfuerzos para vencer
esa “depresión cósmica” que en ocasiones puede asolarnos. La Historia está hecha de
necesidades fácticas, indudablemente, que han conducido a guerras, enfrentamientos
o alianzas. Pero detrás de esas necesidades hay también un ansia de superar la soledad.
222 CARLOS BLANCO

Los seres humanos quizás hubieran sobrevivido sin formar sociedades. Habrían sido
menos exitosos como especie. No habrían llegado adonde han llegado. Pero también
podrían haber sobrevivido reduciendo los lazos a las necesidades mínimas (las fun-
ciones básicas: reproducción, nutrición, conservación). En cambio, hemos construido
sociedades. ¿Por qué? ¿Por una mera razón de éxito evolutivo? Pero ese éxito está
asociado a la huida de la soledad, a la percepción de que uniéndonos encontramos un
cierto consuelo ante los problemas de este mundo.
Si Alguien nos escucha más allá de este mundo en el que todo comienza y todo
termina, si Alguien contempla el desasosiego, la fatalidad, la incompletitud, el dolor
y la alegría, el triunfo y el fracaso, nuestras ansias y nuestras frustraciones..., que
atienda nuestra súplica. El mundo quiere un salvador. Quiero, Señor, si existes (y lo
creo), la salvación, y entono mi clamor con el Apocalipsis a Quien lo escuche: ¡Ven,
Señor! ¡Maranathá!
Y que nosotros mismos seamos también “salvadores” para quienes nos rodean.
Y salvémonos de este mundo hipócrita que gasta 885700 millones de euros en arma-
mento (según los datos recientes del Instituto de Estudios por la Paz de Estocolmo),
un 34% más que hace diez años, y otras cifras desorbitadas en subsidios agrícolas, y
que luego se ve incapaz de acabar con la pobreza, el hambre y la miseria. Sálvanos,
Señor, de este mundo, pero esforcémonos también nosotros por construir un mundo
nuevo donde prime el ser y no el tener.
EL DILEMA DEL CONOCIMIENTO (2007)

La Historia de la Humanidad nos muestra que, más que cualquier otra cosa, hemos
sido capaces de conocer, de conocer mucho y de aprender cada vez más.
Ha habido sombras innegables, sin duda, en dicha historia; manchas que quizás
para muchos contaminen nuestro tránsito por este mundo de manera casi definitiva.
Pero, ¿acaso debemos olvidar las luces, olvidar que sólo el esfuerzo conjunto de tantos
hombres y mujeres nos ha conducido a unas cotas de progreso y de desarrollo que
hace poco eran impensables?
Y es que lo que hace poco era impensable es hoy pensable, y lo que hoy es im-
pensable será mañana pensable. Es la grandeza y la pequeñez de lo humano: el poder
siempre excederse, trascenderse, “des-mesurarse”, pero al mismo tiempo estar de
alguna forma condenado a vagar sin un rumbo aparente, a caminar sin un destino
firme, a buscar sin conocer siquiera si existe una respuesta a sus preguntas. Y, casi al
unísono, nos damos cuenta de que el conocimiento no nos sacia por completo, de que
sólo conociendo no alcanzamos la felicidad. O, mejor dicho, sólo con un tipo de cono-
cimiento no alcanzamos la felicidad. En palabras de Zaratustra, “yo estoy hastiado de
mi sabiduría, como lo están las abejas que han acumulado exceso de miel. Yo necesito
manos que se tiendan hacia mí”. Esta feliz expresión refleja la dualidad y ambivalen-
cia que posee el conocimiento: por un lado nos engrandece y nos permite controlar el
mundo; pero desde otra perspectiva, nos asusta y nos atemoriza, o al menos nos resulta
demasiado impersonal. ¿Qué hacer, por tanto? No me parecería correcto ofrecer una
respuesta a una pregunta que, en realidad, por sí sola se responde. Y es que la Huma-
nidad, durante miles de años, ha sabido (no siempre con igual tino, por qué ocultarlo)
compaginar esa ansia infinita e interminable de conocer y de ampliar los horizontes y
espacios de su mente y emplear ese conocimiento en provecho del desarrollo social,
224 CARLOS BLANCO

cultural y económico de las distintas civilizaciones. Lo que hemos hecho es, más
bien, una humanización del conocimiento, que ha surgido de modo casi espontáneo.
A la vez que los sabios y los doctos se afanaban por acumular conocimientos y por
plantear más y más preguntas, la sociedad transformaba el conocimiento fríamente
teórico en aplicación, en praxis y, en su manifestación más acabada, en paradigma
cultural, como ocurrió, por ejemplo, con las ideas de Descartes o con las teorías de
Darwin, que acabaron influyendo decisivamente en la vida de todos los miembros de
una determinada sociedad.
Hablo de “humanización del conocimiento”, como si el conocimiento no fuera de
por sí suficientemente humano, al ser producido por seres humanos. Efectivamente, si
se contempla el conocimiento como una obra humana, no es necesario humanizarlo.
Pero si se contempla el conocimiento como un vínculo entre el mundo de lo humano
y un mundo que abarca lo humano pero en el que “habitan” otras realidades extrahu-
manas, se percibe con claridad que no todo conocimiento, automáticamente, contri-
buye a la humanización del hombre, entendiendo por humanización de lo humano el
establecer las condiciones que hagan posible la superación y la mejora, la apertura de
nuevos horizontes o de nuevos espacios que permitan conjugar el plano individual con
el plano social, de manera que las diferencias se vayan extinguiendo progresivamente
en un proceso que, por desgracia o por virtud, carece de fin, y que parece desafiar a
toda lógica: ¿cómo podemos integrar lo distinto o lo contrario?
No negaremos que la Lógica, como ciencia, es uno de los hallazgos más especta-
culares que ha realizado la Humanidad. Con la Lógica hemos llegado adonde estamos:
a una situación de avances científicos y tecnológicos asombrosa, pero también a una
historia repleta de oposiciones, de enfrentamientos y de exclusiones. La fría racio-
nalidad silogística, aristotélica o “euclidiana”, nos ha enseñado la faz de un cosmos:
un universo acabado, determinado, “tópico”, donde cada cosa ocupa el lugar que le
corresponde. Sin embargo, la “subversión” de esa racionalidad nos muestra otro uni-
verso: un mundo donde todas las diferencias acaban superándose en la creación de
espacios más amplios; donde las oposiciones son relativizadas y así logramos asimilar
más ideas, más visiones, más formas de comprender ese mundo, quizás porque aca-
bamos entendiendo que comprender el mundo implica, en primer lugar, dejar que los
demás también puedan comprenderlo ellos mismos y desde ellos mismos. La razón
humana opera regida por el principio de no-contradicción, que afirma que lo mismo
no puede ser y no ser lo mismo en el mismo sentido de lo mismo al mismo tiempo.
Así lo estableció, sabiamente, Aristóteles en su monumental Metafísica. Y nada mejor
que ese estatismo, esa rigidez sin duda fecunda, para expresar la concepción griega
de lo perfecto como lo acabado, lo que no admite otra posibilidad, la necesidad que
supera toda contingencia.
Nuestro tiempo, ya desde los albores de la Modernidad, no ha sucumbido a la
tentación de la rigidez, de la “finitud”, de lo completo y acabado. La mente moderna
optó por abrirse a lo infinito, a lo inacabado, a lo relativo que termina siendo lo au-
Ensayos filosóficos y artísticos 225

ténticamente absoluto. Y gracias a este paso, a este cambio de paradigma, estamos


hoy preparados para comprender otras inquietudes, otras sensibilidades y otros pa-
radigmas. Una curiosa contradicción, ciertamente, que desde un paradigma seamos
capaces de abrirnos a otros paradigmas. Quizás porque dicho paradigma es el más
indeterminado posible, y por tanto el que más espacios deja. Porque a Aristóteles y a
los defensores de la irrevocabilidad del principio de no-contradicción (y, por tanto, a
los que defienden el choque y la incompatibilidad entre culturas y religiones, los que
ven la Historia abocada al “sí” o al “no” sin lugares intermedios) cabría peguntarles
si, desde su mismo esquema racional, pueden demostrarnos que dicho principio es
universal y necesario. ¿Pueden probarnos que dicho principio opera con independen-
cia de nuestra mente o, por el contrario, no deberán admitir que, como nuestra mente
parte ya de ese principio, no podemos demostrar que fuera de nuestra mente operen
otros principios o que al menos sean concebibles otros principios de similar rango?
No puedo demostrar que el principio de no-contradicción no sea una creación de mi
mente, una especie de mecanismo desarrollado de manera evolutiva pero que no res-
ponde, en consecuencia, a una clase de “necesidad” metafísica absoluta. Y no puedo
hacerlo porque para demostrarlo tendría que partir ya de él. No puedo demostrar que
describa plenamente lo real. Cabría un mundo sin principio de no-contradicción, un
mundo donde todo fueran interrogaciones.
O, citando al indólogo y estudioso de las religiones orientales R. Panikkar, “el
principio de no-contradicción que se aplica para afirmar la incompatibilidad entre A
y no-A presupone que A permanece constante tanto en el tiempo como en mi pensa-
miento, que no-A como negación de A corresponde a no-es-A, y sobre todo que mi
pensamiento de A como de no-A corresponde a la realidad extramental de A y de no-
A, etc. –presupuestos que no tienen por qué ser reconocidos por todas las culturas”.
Pero tampoco puedo eludir la exigencia de partir de algún principio, como el
exegeta o historiador debe suponer que lo mitológico es ficticio, o si no, ¿por qué no
tomarse en serio los relatos de los semidioses de Manetón o las leyendas que cuenta
la Eneida de Virgilio? Algún presupuesto hay que tomar, por más que la lógica (véase
el teorema de Gödel) señale la perenne falta de justificación de esos presupuestos.
¿Qué postular, de forma que semejante postulado sea lo más indeterminado y certero
posible? La respuesta no es sencilla, porque más que una respuesta es una pregunta,
una iniciativa: lo únicamente indiscutible es que los seres humanos pueden discutir
infinitamente. Volvemos a encontrarnos ante el dilema de la duda cartesiana: sólo
puedo estar seguro de que pienso, porque dudo, que también se puede expresar como
cogito, ergo semper cogitabo: porque el pensar es lo que más nos identifica como se-
res humanos, sólo seremos verdaderamente humanos si nos esforzamos por preparar
siempre las condiciones que nos permitan a todos seguir pensando.
¿ADÓNDE MIRA EL CRISTO DE EL GRECO? (2007)

En pocos cuadros plasmó El Greco ese sentimiento de contradicción, de profun-


didad y de desbordamiento ante el misterio que impregna muchas de sus obras como
en su Jesús con la Cruz a cuestas. Si hay algo que eleve nuestra mirada aún más alto
que la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach o el Requiem de Mozart,
estoy convencido de que ese algo es mirar fijamente a los ojos del Jesús del Greco.
¿Adónde dirigen su mirada esos ojos que pintó El Greco hace más de cuatro
siglos? Parecen detenerse en un punto, parecen estar fuera de sí, parecen contener al
mismo tiempo la vida y la muerte, el triunfo y el fracaso, la felicidad y la desdicha.
¿Qué miran exactamente? ¿Qué quieren decirnos? Es la expresión misma de lo que
supera toda descripción, de lo que se escapa al poder de la palabra para llamar a lo
más íntimo de cada uno. Se dirigen a lo alto, al Abbá del rabino Jesús de Nazaret en
cuyas manos ha encomendado su espíritu. Pero también se dirigen a todo hombre y a
toda mujer, como llamando a la puerta de lo que nos es más íntimo. Porque el lenguaje
define, delimita y restringe, pero aquí el sentimiento rebasa toda frontera. La mirada
del Cristo de El Greco parece situarse entre la finitud y la infinitud, en el dilema de
lo contingente y de lo absoluto. Carga una cruz y arrastra unos pies que desfallecen
de fatiga, pero su mirada no inspira agotamiento o tedio: inspira más bien grandeza,
sublimidad y energía. Es el poder de levantar los ojos al infinito desde lo finito, de
unir lo condicionado y lo incondicionado, de construir un puente entre lo terreno y lo
celeste. Esos ojos miran al infinito, porque sólo en el infinito encuentra consuelo esa
vivencia del mysterium tremendum et fascinosum, esa ansia de plenitud y de trascen-
dencia. Esa mirada se ahogaría en un mundo de mera finitud, donde todo fuese contin-
gencia y donde no existiese lugar para la infinitud. Si Goethe exclamó en su lecho de
muerte, “luz, más luz, que se ahoga mi espíritu”, los ojos del Jesús de El Greco están
228 CARLOS BLANCO

anegados de luz. La luz más brillante y tenue al mismo tiempo, la luz del misterio,
refulge en ellos como en nada antes. El resplandor de lo infinito e inabarcable, que
escapa a toda categorización, que huye de toda determinación, hace de esa mirada
una fuerza verdaderamente portentosa. Una mirada que inserta en la realidad finita se
proyecta a lo infinito, que ansía lo infinito, que persigue lo infinito.
Y, por encima de todo, esos ojos nos invitan a interrogarles: ¿adónde dirigís vuestra
mirada? Y así han logrado transmitirnos la esencia de esa infinitud que quizás estén
buscando: el poder infinito y cautivador de la pregunta. La Historia es la historia de la
pregunta humana, de la pregunta por “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”,
de la pregunta por lo que somos y por lo que no somos. Preguntamos qué es el tiempo,
qué es el espacio o qué es la vida. Pero no siempre advertimos que el auténtico misterio
es esa infinita capacidad de preguntar, y que la pregunta que engloba todas las preguntas
es ¿por qué el preguntar?, ¿por qué el querer saber?, ¿por qué el porqué?
La mirada del Cristo de El Greco nos ha cautivado por irradiar como nunca el
poder mismo de la pregunta.
DIOS COMO PREGUNTA (2007)

La historia de las religiones, al menos en Occidente, es la historia del gozo y de


la tragedia, de la grandeza y de la miseria, de lo más bello y de lo más horrendo: una
historia de santidad y de crimen, de libertad y de intolerancia.
La historia de las religiones es, en definitiva, la historia de los hombres y mujeres
que a lo largo de milenios han buscado respuestas a sus interrogantes más profundos.
Siempre he considerado la religión como una expresión legítima de ese constante pre-
guntar que define el ser humano. Pero nunca la he considerado la única vía legítima.
Filosofías, sistemas de pensamiento, culturas diversas…, pueden actuar como sustitu-
tos o, en mi sincero juicio, como complementos necesarios a la religión en cuanto tal.
Si queremos un mundo que aspire a progresar, a superar a lo anterior, a hacer en
muchos casos borrón y cuenta nueva para abrir horizontes totalmente genuinos de
reflexión y de apertura; si queremos un mundo más humano, más esperanzado en las
posibilidades del ser humano y en sus logros efectivos, donde las ideas dominantes
sean las de fraternidad y solidaridad, que adquieren fuero en instituciones y civiliza-
ciones, hemos de repensar la religión.
Actualmente, la religión está de moda. No en cuanto que convicción o práctica,
sino como objeto de interés y de curiosidad. En Occidente asistimos al auge de religio-
nes y de espiritualidades de procedencia oriental, al surgimiento de sectas y de grupos
inspirados en la New Age, a una relativa revitalización del Cristianismo en amplios
sectores de América…, pero también a la decadencia más dolorosa y sonora de lo
religioso en Europa occidental, la que antaño fuera promotora de evangelizaciones
en todo el mundo.
Y es que, en efecto, el hombre de nuestros días se plantea interrogantes nuevos,
pero en el fondo análogos a los de sus antepasados. Si las religiones quieren tener
230 CARLOS BLANCO

sentido hoy y sobrevivir, escapar del frío sótano en que se encuentran ahora, sumidas
en la desesperación de la sangría imparable de fieles y de la pérdida de confianza,
deben replantearse su papel, su origen y sus fines. Las religiones no pueden aspirar a
constituir la única vía de expresión de la pregunta que define al ser humano, el único
canal para nuestras ansias y anhelos de algo que nos trascienda. La pluralidad, que
existe entre ellas mismas y más aún entre las formas culturales de la Humanidad, exige
hoy meditar con seriedad, con rigor pero con apertura de mente, el papel de la religión.
¿Por qué tomar al hombre de nuestros días como referente? Ciertamente, casi to-
das las religiones tienen como fundamento acontecimientos supuestamente históricos
que, en cualquier caso, representan la fuente de la que manan sus tradiciones y sus
creencias. En este sentido, toda religión posee una aspiración suprahistórica, afirma
ser independiente del decurso histórico y se enorgullece de basarse en lo pasado para,
desde ello, mirar al futuro. Una religión comprendida sólo desde esa óptica es inca-
paz de asimilar el moderno concepto de progreso, la convicción de que es el hombre
quien hace la Historia y el futuro, y de que el pasado no tiene por qué determinar el
futuro, sino en todo caso iluminarlo. Las religiones deben esforzarse por desarrollar
una teología de la Historia y del tiempo que integre lo tradicional con lo progresivo,
lo originario con lo dinámico, porque, en realidad, no hay más tiempo que el ahora, y
en cada ahora se resume todo lo pasado y se comienza todo lo futuro.
Pero, más aún, las religiones deben plantearse qué imagen de Dios transmiten al
hombre. Un Dios que funcione como una respuesta a todos los problemas e interro-
gantes de la Humanidad, un Dios que no deje resquicio para la duda y que sólo ofrezca
seguridad, intelectual y práctica, no puede ser el Dios del Amor del que hablan tantas
confesiones.
Urge, en suma, llevar a cabo una revolución en lo religioso, que nos ofrezca un
Dios-pregunta y no sólo un Dios-respuesta: no un Dios que responda a todos los enig-
mas de la Ciencia y del intelecto (desde el origen del Universo hasta la Evolución,
desde el porqué de las sociedades hasta el modo en que éstas deben organizarse),
sino un Dios que avive las preguntas más propiamente humanas y que, ante todo, nos
transmita “fe, esperanza y caridad”. Un Dios que, como pregunta de las preguntas (el
Dios-Amor), camine junto a los hombres y mujeres de todo tiempo siendo partícipe
de sus interrogantes y angustias. Un Dios a quien no le son ajenos ni los hombres ni
sus ansias.
LA CULTURA DEL OLVIDO (2007)

Nos hemos acostumbrado a hablar del Tercer Mundo. Todos, incluso los más
poderosos y capacitados para ello, queremos acabar con la miseria y la pobreza que
persisten en amplias regiones del globo. Los líderes del G8 reunidos en julio de 2005
en Gleneagles, Escocia, prometieron un compromiso más amplio con África. ¿En qué
ha quedado? No lo sabemos.
Pero nuestra cultura es la del olvido. Sólo recordamos lo que queremos, lo que
nos afecta, lo que nos preocupa y lo que inquieta a nuestra forma de vida, que cree-
mos consolidada y universalizable. Nos acordamos, y con razón, de los muertos por
los atentados terroristas del 11 de septiembre. Placas, monumentos, celebraciones y
oportunos recordatorios en los medios de comunicación nos informan de ello. Pero,
¿nos acordamos de los muertos por atentados terroristas en Irak, del número, de la
fecha? ¿Recordamos la fecha del 20M como inicio de la invasión ilegal e ilegítima de
Irak? ¿Y el 7O como comienzo de la invasión de Afganistán? ¿Y de los fallecidos por
la cruel guerra de Vietnam? ¿Y de los muertos en El Salvador y en otras dictaduras
militares sádicas y crueles de Latinoamérica auspiciadas por potencias occidentales
con el silencio cómplice del resto del mundo, que luego se permite dar lecciones de
democracia a ciertos países, cuando durante décadas no ha hecho nada por su desarrollo
y ha preferido mirar para otro lado mientras oligarquías y grupos de poder expoliaban
los recursos de estas naciones, los mismos que llamaban a golpes de estado desde
determinados medios de comunicación? ¿Por qué sólo nos acordamos de unas cosas?
¿Hasta dónde llega la memoria humana y por qué es tan selectiva?
Prometemos ayudar al desarrollo en el Tercer Mundo, pero seguimos invirtiendo
miles de millones de dólares diarios en armas y en subsidios agrícolas que establecen
232 CARLOS BLANCO

una clara desventaja competitiva con los países subdesarrollados, al tiempo que ha-
blamos de libre mercado y de globalización.
El mundo subdesarrollado es el reverso del mundo desarrollado, el espejo en que
debe mirarse. Existe un mundo desarrollado porque existe un mundo subdesarrollado.
Existe prosperidad y desarrollo tecnológico porque existe una tierra cada vez más
diezmada en sus recursos. Si en 1960 había aproximadamente un rico por cada 30
pobres, en 1997 hay 1 rico por cada 74 pobres (según el Programa de las Naciones
Unidas sobre el Desarrollo). Más de 1300 millones de personas viven con menos de
un dólar al día. Y todavía no hemos encontrado un verdadero principio unificador que
defina nuestro futuro, un futuro más allá del desarrollo y del subdesarrollo, un futuro
más humano. Pero para encontrar ese camino es imprescindible encontrar nuestra
memoria como seres humanos. Una sociedad que olvida su pasado y que mira hacia
otro lado en su presente no es una sociedad, es una mera yuxtaposición de individuos
con intereses distintos que no saben cómo converger. No es humanidad, sino manada
o rebaño. No es civilización, sino barbarie.
La cultura postmoderna nos ha enseñado a dudar de los mitos, al tiempo que
preservamos otros mitos como intocables. Hablamos de democracia, de progreso, de
bienestar o de mundo libre, cuando en realidad nuestras sociedades se ven sometidas
al dominio en ocasiones tiránicos de poderes fácticos, y nuestra democracia oculta
graves injusticias. Afortunadamente, hemos vivido escenas tan bellas como el inmenso
despertar de una conciencia colectiva sobre lo justo y lo injusto que surgió con motivo
de la guerra de Irak. Pese a una presión mediática evidente aliada unilateralmente con
las tesis de quienes querían invadir Irak a toda costa (véase la “News Corporation”,
de Rupert Murdoch), la gente salió a la calle para protestar, para hacer ver a los go-
bernantes que ellos no iban a creerse semejante mito. Millones de “Alan Greenspans”
percibieron que las auténticas causas de esa guerra estaban a años luz, a una distancia
abisal de la difusión de los ideales democráticos a Oriente Medio. Se trataba de difundir
la democracia del petróleo, del expolio de un país por multinacionales a las que con
frecuencia se venden los líderes de las grandes potencias (como Reagan lo estuvo a
las multinacionales armamentísticas, para las que diseñó su programa de “guerra de
las galaxias”).
Seguramente desde la guerra de Vietnam no se había vivido un despertar de con-
ciencia colectiva semejante. Algo similar ha ocurrido con la conciencia ecológica.
El hecho de que desde ciertas instancias de presión se llame al escepticismo contra
fenómenos científicamente corroborados como el cambio climático es prueba, por
sí sola, de que efectivamente esa conciencia ecológica va en buena dirección. Si los
sectores más reaccionarios y ultraconservadores se afanan en minimizar el impacto del
ser humano sobre el medio ambiente y el riesgo que supone para el futuro de la natu-
raleza (los mismos sectores cuyo único afán ha sido siempre preservar su ‘status quo’,
con una mirada cortoplacista, sociológica y antropológicamente raquítica, egoísta e
intelectualmente paupérrima) es porque a algo bueno para todos apunta esa conciencia
Ensayos filosóficos y artísticos 233

ecológica. Y ojalá vaya en aumento. Se necesita un gran despertar de conciencia colec-


tiva que redefina el rumbo de la globalización y que nos haga superar definitivamente
esa dialéctica entre desarrollo y subdesarrollo que ha marcado nuestra historia, para
entrar en una nueva fase, en una nueva humanidad, donde prime la persona sobre lo
material, ya sea el poder o el capital.
Y ese nuevo despertar exige renunciar al olvido, buscado o advenido. Nuestro
mundo nunca ha estado tan intercomunicado y tan unido. Es lo mejor de la globaliza-
ción, de la ciencia y de la tecnología: la creciente posibilidad de comunicación entre
todos los seres humanos, que pueden intercambiar ideas y experiencias cada vez con
mayor facilidad. Aprovechémoslo para no olvidar las tragedias (y las alegrías) que
nos acompañan. Sin memoria, no hay progreso.
EL ESTADO DEL BIENESTAR COMO SÍNTESIS DE
LIBERTAD E IGUALDAD (2007)

Recientemente he tenido oportunidad de consultar el libro Los orígenes del siglo


XXI: un ensayo de historia social y económica contemporánea, del economista Gabriel
Tortella, al tiempo que leía la exhaustiva biografía de Hegel escrita por Terry Pinkard.
Tortella se pregunta, y con razón, qué ha posibilitado el espectacular crecimiento
acumulado que ha experimentado el mundo occidental en los dos últimos siglos, y
especialmente en la segunda mitad del siglo XX. Es evidente que dicho crecimiento
presenta graves desequilibrios y una serie de desafíos (sobre todo en el terreno ecoló-
gico, al haber tomado conciencia la humanidad de que los recursos no son ilimitados,
no pudiendo ponerse sin más al servicio del desarrollo económico sin antes pensar en
las necesidades de la naturaleza), pero no se puede negar que existe de manera efec-
tiva. El desarrollo económico ha consistido en una particular conjunción de factores
tecnológicos, sociopolíticos (el mundo que surge tras la Revolución francesa y que
toma los ideales de la Ilustración, frente a los absolutismos modernos y a las teocracias
medievales) y científicos, pero también en la sabia articulación de teorías económicas
que han orientado en mayor o menor medida la acción de los Estados.
Una de esas teorías es el keynesianismo. Como acertadamente escribe Tortella, el
destino quiso que John Maynard Keynes (1883-1946) muriera justo cuando comenzaba
una de las épocas de mayor prosperidad vividas por la humanidad (la que va desde el
final de la II Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de 1973), prosperidad que debe
mucho a la obra de Keynes. Y es que elementos como la extensión del sufragio a las
mujeres, la mayor participación de los ciudadanos en la vida política o la emergencia de
los movimientos sociales y sindicales habían generado un sustrato de democratización
a efectos prácticos inexistente en el orden liberal-burgués que en términos generales
imperó hasta la I Guerra Mundial. Como afirma Tortella, “el milagro keynesiano
236 CARLOS BLANCO

produjo un enorme crecimiento durante las tres décadas que siguieron a la Guerra
Mundial, evitando o reprimiendo los ciclos económicos e introduciendo una gran
medida de certidumbre, estimuladora de la inversión, y manteniendo el pleno empleo
al inyectar dinero cada vez que había síntomas de crisis incipiente”, acabando además
con modelos macroeconómicos obsoletos como el que otorgaba una primacía al patrón
oro, y subrayando el papel del Estado en la economía, hoy ampliamente generalizado.
Éstos y otros aspectos cristalizaron en los acuerdos de Bretton Woods de 1944.
La crisis del petróleo de 1973 supuso un revés para las teorías keynesianas y la
escasa importancia que concedían al papel de la inflación y del control del gasto pú-
blico por los gobiernos. Milton Friedman, fallecido en 2006, propuso una alternativa
a las teorías de Keynes, alternativa adoptada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La obsesión por contener la inflación y por el saneamiento de las cuentas públicas
iba ahora a dominar el escenario de la política económica. Muchos llegaron a pensar
que la difusión de las doctrinas de Friedman significaría, a la larga, el final del Estado
de bienestar que el orden socialdemócrata subsiguiente a la II Guerra Mundial había
conseguido imponer, al menos en Europa.
Afortunadamente se equivocaron, y hoy asistimos a un modelo socioeconómico
y político que demuestra que es perfectamente conjugable un Estado de bienestar de
inspiración socialdemócrata con una política de libre mercado y de control del gasto
público y de la inflación. La Unión Europea, la región más próspera del planeta, es
buena prueba de ello. Los países escandinavos obtienen las mejores puntuaciones en
los índices de nivel de vida y de calidad educativa, y los sistemas de seguridad social
han hecho de la sociedad europea una de las más democráticas, participativas e iguali-
tarias del globo, donde las diferencias sociales se han reducido paulatinamente y donde
se ha logrado tomar conciencia de la necesidad de conjugar el desarrollo económico
y tecnológico con el respeto al medio ambiente. Todo ello sin contar la tolerancia que
caracteriza a la sociedad europea, su aprecio por el pluralismo cultural e intelectual,
y su solidaridad. En un artículo publicado en el diario El País, el economista nortea-
mericano Jeremy Rifkin se preguntaba dónde habría preferido vivir Jesús de Nazaret
de haber nacido hoy, y concluía que indudablemente habría escogido Europa en lugar
de América, porque ideales presentes en su doctrina moral como la solidaridad, la
inclusión o el rechazo de la violencia se cumplían mejor en la sociedad europea que
en la estadounidense.
Europa se enfrenta a importantes retos, y nadie puede negar los problemas y las
crisis existentes. Pero criticar lo que funciona mal en Europa y que podría funcionar
mejor no es excusa para olvidar los logros, y sobre todo para, inspirados en esos lo-
gros, proponer un modelo como el europeo para el resto del mundo como senda para
impulsar la prosperidad y el bienestar en otras regiones del planeta.
Y aquí aparece Hegel. Para el filósofo alemán, toda verdadera síntesis tiene que
ser capaz de asumir tanto la tesis como la antítesis, superando ambas (la Aufhebung)
pero manteniendo los dos elementos, sin anularlos. El auténtico progreso consiste
Ensayos filosóficos y artísticos 237

justamente en esa superación de los contrarios que no los aniquila, sino que los integra
en un marco de comprensión más amplio, que por ello se acerca más a la verdad (que
para Hegel es la totalidad). En el Estado de bienestar se produce una extraordinaria
síntesis entre la legítima voluntad de iniciativa privada y personal (libertad) y el nece-
sario establecimiento de un orden social que proporcione a todos, independientemente
de su nivel de iniciativa económica, un bienestar, una vida digna y una capacidad de
participación activa en la configuración de la sociedad (es decir, una mayor democra-
tización de todos los elementos que constituyen la sociedad, generando una mayor
igualdad). Ambos parecen oponerse, pero en el Estado de bienestar, propiciado por la
socialdemocracia y aceptado por la práctica totalidad de fuerzas políticas relevantes
en Europa, coexisten de manera no siempre armónica, pero coexistiendo al fin y al
cabo y permitiendo que se den unas cotas de prosperidad y de desarrollo desconocidas
en otras regiones del globo.
Aunque es conveniente evitar simplismos no poco tentadores, como la afirma-
ción de que hemos llegado a un “fin de la historia”, al estilo de Francis Fukuyama,
sin embargo pienso que el Estado de bienestar, su extensión y su perfeccionamiento,
representa uno de los hitos sociales e intelectuales de la humanidad, difícilmente supe-
rable (sobre todo si la alternativa es un orden puramente liberal-burgués o un modelo
colectivista como el de la extinta Unión Soviética). La síntesis de libertad y de igualdad
que emerge en el Estado de bienestar es en realidad expresión del ideal de fraternidad
(o de sororidad) también proclamado por la Revolución francesa, a la que tanto debe el
mundo contemporáneo en sus estructuras ideológicas y sociopolíticas fundamentales.
Con la exaltación del Estado de bienestar que he hecho en las líneas anteriores
no pretendo, en absoluto, sancionar un determinado Estado de bienestar. Países como
Francia (véanse las recientes propuestas de Sarkozy), Alemania, España o el Reino
Unido se enfrentan a problemas y a desafíos que deberán ir atajando oportunamente.
Lo que he querido es reflexionar sobre el Estado de bienestar en cuanto tal, en cuanto
proyecto sociopolítico más allá de las formas contingentes que haya adoptado en
ciertos países y que para algunos puedan ser un descrédito. Desde un punto de vista
filosófico y desde la teoría sociológica, considero que el Estado de bienestar es uno
de los modelos de organización social más exitosos que ha concebido el ser humano.
Para exportar con éxito el modelo de Estado de bienestar que ha fructificado en
Europa a los países subdesarrollados no basta con impulsar un traslado de capital
hacia esos países. Las décadas de ayudas y de subsidios dados por los países occiden-
tales a África, América latina y Asia han demostrado que es inútil pretender basar la
prosperidad y el bienestar únicamente en el capital económico efectivo, en la mera
financiación. El plan Marshall tuvo resultado en Europa porque antes que capital físico
existía capital humano (estudiado por el economista Robert Solow), que se manifiesta
principalmente como capital intelectual. El problema de la precaria educación en los
países del Tercer Mundo, acuciado por la fuga de cerebros que desangra el capital
humano de estas naciones y por la sobrepoblación en naciones como la India, es pri-
238 CARLOS BLANCO

mario con respecto a la ayuda económica. No podrá crearse un Estado de bienestar


donde no exista educación más o menos generalizada, porque todo ese dinero acabará
diluyéndose a causa de la corrupción o de la ignorancia. Y estoy convencido de que
llevar el Estado de bienestar a otros países supondría mejorar el nivel de vida de sus
habitantes, permitiéndoles potenciar otras facetas de la vida (intelectuales, científicas,
culturales...) ahogadas ahora por la imperiosa necesidad de subsistencia material que
provoca el subdesarrollo.
¿SE PUEDE HACER POESÍA DESPUÉS DE AUSCHWITZ?
(2007)

“Tras Auschwitz, no se puede hacer poesía”, sentenció uno de los pensadores más
lúcidos del siglo XX, y miembro eminente de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno.
Reflejaba así el sentir de parte de la filosofía marxista: el arte es una creación hu-
mana destinada a ofrecer consuelo en un mundo hostil, finito, limitado, alienante para
nuestra naturaleza. Con el arte, con la poesía de Goethe o con la música de Mozart, el
ser humano no ha hecho sino construir refugios para una existencia a la larga desola-
dora, para el sinsentido de la vida y la amargura de una injusticia que, querámoslo o
no, se manifiesta en uno u otro estrato de nuestra condición social.
Hoy, la pregunta de uno de los artífices de la teoría crítica (a mi juicio, la mejor
versión del marxismo y, sin duda, una corriente filosófica que ha ejercido una gran
influencia en el campo de las ciencias sociales, con epígonos actuales como Jürgen
Habermas) ha cobrado vigencia.
Afortunadamente, no tenemos ante nuestros ojos horrores como Auschwitz o los
Gulags de Siberia, o al menos de esa magnitud y de esa barbarie, pero en el mundo en
que vivimos se suceden tragedias y sinsentidos que no tienen otro responsable que la
acción humana. Hechos tan graves como el genocidio de Darfur topan con la pasividad
o incluso complicidad de las grandes potencias. No hace mucho leíamos, asombrados,
cómo en Brasil se había liberado a miles de esclavos, en pleno siglo XXI. El hambre,
la miseria y el subdesarrollo como reflejos fieles de la abundancia y la prosperidad
no desaparecen, sino que más bien se abre una brecha cada vez más profunda entre
un mundo y otro. Y, después de más de cuatro años de enfrentamiento, muerte y des-
trucción, la guerra de Irak sigue figurando entre las cimas del cinismo, la mentira y
la injusticia. ¿Se puede hacer poesía con el sinsentido de Irak, con la barbarie de una
guerra ilegal, ilegítima e injusta que contó con el apoyo de algunos de los dirigentes
240 CARLOS BLANCO

más reprobables e indignos de los últimos tiempos? ¿Se puede hacer poesía tras haber
contemplado, atónitos, cómo se sucedían mentiras tras mentiras, espirales de engaños,
promesas ficticias y manipulaciones de todo tipo? ¿Se puede hacer poesía con la locura
que ha supuesto la guerra de Irak, que provoca cada día decenas de muertos sin apa-
rente cese, y que ha llevado al país a una guerra civil encubierta entre chiíes, suníes y
kurdos? ¿Se puede hacer poesía cuando quien tiene capacidad para evitar este horror
no hace nada, y de hecho, incurre aún más en el error, siguiendo el principio clásico de
nuestra épica de sostenella e no enmendalla? ¿Se puede hacer poesía con la injusticia
y con la desidia de quienes no quieren verlas y prefieren resignarse a aceptarlas como
algo natural, lógico, derivado de la libertad humana?
El hecho es que, pese a Auschwitz o Irak, la Humanidad ha seguido haciendo
poesía y componiendo música, porque el arte no es algo renunciable para los hombres
y las mujeres. Es algo que nos permite elevarnos por encima de lo contingente, de
lo dado, del aquí y del ahora, del tácito compromiso acomodaticio con el statu quo
que se nos presenta. De hecho, el arte, en cuanto intento de superar la realidad fáctica
y en ocasiones alienante, está en continuidad con el papel que ocupa, a mi juicio, el
conocimiento en la vida. El conocimiento y la labor intelectual no son otra cosa que
la plasmación de que el ser humano no se conforma con lo que le es dado, sino que lo
cuestiona, lo critica, lo adapta, lo categoriza, lo procesa. Admiración y crítica son dos
caras de la misma moneda: frente a una actitud conservadora y acomodaticia, alejada
de toda empresa intelectual, de conformarse con lo que se nos presenta, el interés por
conocer constituye un intento de humanizar la realidad. El conocimiento, por tanto,
más que al pesimismo (que sería más propio de la tendencia conservadora y antiinte-
lectual), lleva a un cierto optimismo: pese a todo, algo podemos hacer para cambiar
la realidad; pese a todo, no estamos condenados a vagar por un mundo sin sentido,
sino que con lo que nos es más propio –el conocimiento y la comunicación– podemos
ser artífices de la Historia; pese a todo, el sinsentido, aunque –como prueba la expe-
riencia– siempre sea seguido por otros sinsentidos, también puede ser sustituido por
el sentido de la razón y del conocimiento.
Que después de Auschwitz la Humanidad siga creando arte es una gran noticia.
Significa el triunfo de lo humano sobre lo no-humano, y nos lleva a encontrar lo que
Ernst Bloch llamó “principio esperanza” (Das Prinzip Höffnung) en la Historia. Porque
en ese intento por superar lo contingente y elevarse, en cierto modo, a lo infinito y
sobrehumano que tantas veces admiramos pese al transcurso del tiempo, el ser humano
logra superarse a sí mismo y prueba que lo más característico y propio de su naturaleza
es precisamente esa posibilidad de constante apertura, trascendencia y autosuperación.
Si la tesis y la antítesis se superan, como decía Hegel, en la síntesis, la Escila del
conservadurismo conformista y la Caribdis del espíritu revolucionario que busca una
ruptura total con lo dado se resuelven en la comunicación como posesión más valiosa
de la naturaleza humana. Comunicación que lleva al progreso, intelectual y material,
y al arte como espacio de diálogo entre lo que el ser humano es y lo que aspira a ser.
LA EDUCACIÓN DE LOS SUPERDOTADOS: UN DESAFÍO
A NUESTRO CONCEPTO DE INTELIGENCIA (2007)

Los últimos años nos han deparado multitud de noticias relacionadas con la pro-
blemática de los niños superdotados, y podemos contemplar con enorme gozo cómo
la sociedad va adquiriendo, de modo lento y paulatino pero a la vez eficaz, una mayor
concienciación en torno a dos puntos: en primer lugar, la existencia de un problema ob-
vio (el de las atenciones y requerimiento específicos de los superdotados en el ámbito
educativo y de desarrollo de la personalidad), y como segundo punto, la percepción de
que ofrecer las soluciones adecuadas puede redundar en un beneficio público, del que
poco a poco nos hacemos cargo, ya que el cultivo de la inteligencia y su contribución
al progreso es sin duda la principal fuente de riqueza de la Humanidad. En esta breve
exposición deseo esbozar algunas reflexiones generales sobre la superdotación y su
papel en la sociedad.
Más allá de los criterios basados en la psicología empírica (tests de inteligencia,
cociente intelectual, del percentil, programas y metodologías de detección precoz de
la superdotación, etc.) considero que la noción de “superdotación” posee una índole
humanística insoslayable. El superdotado “no se mide”. Con frecuencia nos sorpren-
demos ante el hecho nada atípico de que grandes genios de las artes y de las ciencias,
como Picasso o Einstein, no dispusieran de unas cotas excesivamente elevadas de
cociente intelectual, es decir, de relación entre su edad cronológica y su “edad” o
estado de desarrollo mental. Puede argumentarse que la inteligencia consta de di-
versas dimensiones, y que en ambos casos podría haberse producido un espectacular
crecimiento en determinados aspectos (la inteligencia artística, la creatividad, la ca-
pacidad de abstracción matemática y física…), mientras que otros permanecieron en
su nivel normal de desarrollo. Es evidente que la persona inteligente no destaca por
igual en todas las ramas del saber, o en todos los usos posibles de la inteligencia (a
242 CARLOS BLANCO

algunos se les da mejor escribir, expresar sus pensamientos, moverse en el mundo de


las ideas y de los razonamientos abstractos; otros son mejores con los números y las
matemáticas, otros en la creación práctica…: es una experiencia común). Pero no es
menos cierto que la inteligencia es una facultad “omniabarcante”, que manifiesta la
profunda interpenetración e interconexión entre todos los campos del saber humano, y
que por ello no es del todo correcto, o al menos sería excesivamente reductivo, limitar
la inteligencia a algunas de sus vertientes. La superdotación no es tanto una relación
numérica, un factor, entre la edad cronológica y la edad mental, entre las capacidades
que el niño debería tener por edad y las que realmente posee, como relación vital, que
concierne a toda la persona (en lo intelectual, en lo afectivo, en lo social…), y que
acaba concretándose en multitud de vectores, manifestándose en algunos con mayor
identidad. El superdotado “lo es en todo”, por decirlo llanamente, si bien su capacidad,
su inteligencia, su relación con el mundo y consigo mismo, se determine en ciertas
dimensiones, en “vectores” concretos del desarrollo intelectual, donde su capacidad
se perciba con mayor nitidez.
La inteligencia es una facultad que le permite al hombre abrirse a la totalidad del
mundo, a lo real y a lo ideal, crear nuevos horizontes y ser él sujeto y partícipe del
progreso en lo científico y en lo artístico. Ya decía Aristóteles que anima quodammodo
omnia, “el alma es de alguna manera todas las cosas”, y esta tesis, que grandes maestros
del pensamiento contemporáneo han heredado de los clásicos, resume la condición de
la inteligencia (facultad de la persona como sujeto de conocimiento y de acción): un
océano infinito, una posibilidad infinita que eleva continuamente al hombre y en cuyo
cultivo radica su verdadero crecimiento. La inteligencia, como apertura de la persona
a lo que le rodea y como capacidad de penetrar en sus espacios internos (intus-legere,
leer en el interior), no es por tanto una realidad susceptible de medida exacta como lo
son las magnitudes físicas y químicas (puedo medir, cada vez con mayor precisión, la
energía desprendida en las colisiones entre partículas elementales en un acelerador,
y el alcanzar o no un valor lo más cercano posible al real –pues toda medida y todo
intento de medir, fundado en una teorización previa, conlleva una innegable abstrac-
ción, una aproximación asintótica a la realidad, de por sí inagotable…), sino que, más
allá de la idea demasiado técnica y pragmática de mensura (limitación, reducción…),
creo necesario hablar en términos de caracterización. No niego el valor de los tests
de inteligencia, o del propio concepto de cociente intelectual, que marca un límite (en
torno a los 130 puntos) entre la inteligencia avanzada –pero en los cauces previsibles
de la media– y la superdotación, el rebosar en inteligencia; pero sí pienso que es im-
prescindible señalar sus imperfecciones para que nadie se lleve a engaño. En un mundo
dominado por las impresiones fugaces y en ocasiones superficiales, por lo llamativo
y sensacionalista, y por el ansia de comparar a los hombres y a las mujeres entre sí,
no me parece extraño que la gente se afane por conocer el “C.I.” de un determinado
individuo, de tal modo que pueda decir “Fulanito tiene un C.I. mayor que el de tu hijo,
o mi hijo ha obtenido un C.I. mayor que el de Einstein…”. Queremos medirlo todo,
Ensayos filosóficos y artísticos 243

quedarnos con la primera impresión, y así definir a las personas. Es evidente que los
expertos reconocen que la noción de cociente intelectual, o incluso otras ahora más
en uso como la de percentil (en general, todo intento de “mensurar”, de limitar, de
apaciguar la fiereza de la inteligencia, que difícilmente se deja controlar por nuestros
rígidos cánones), esconde una gran imprecisión y unas serias limitaciones.
Los tests de inteligencia y las medidas de C.I., o cuantificaciones afines, valen
sólo en primera aproximación, y pueden permitir al psicólogo o pedagogo hacerse
idea genérica, basada ante todo en la estadística y en lo conocido previamente, sobre
el niño o niña (o incluso el adulto: hablamos mucho sobre la superdotación en cuanto
fenómeno infantil, pero con frecuencia olvidamos que esa superdotación persiste du-
rante el resto de la vida o puede que sólo llegue a manifestarse en edades avanzadas:
la historia del saber está repleta de casos) que es examinado. Pero la caracterización
(que no cuantificación) de un superdotado escapa a esos baremos. Implica un estudio
profundo, prolongado, sereno y equilibrado de todas las facetas de la personalidad, en
especial de la creatividad y de la facilidad en el manejo del lenguaje y del razonamiento
abstracto. Supone percibir en el niño una capacidad inusual para proyectar sus deseos al
futuro, para planificar su vida y ponerse grandes metas; notar una asombrosa inquietud
intelectual que por lo general lo abarca todo y quiere relacionarlo todo con todo; un
entusiasmo sin parangón por el conocimiento; una capacidad de respuesta a nuevos
retos; una insaciabilidad intelectual que se traduce en una aceleración de su ritmo de
aprendizaje y de asimilación… ¿Es esto medible? A todas las luces no. ¿Cómo medir
la creatividad de Shakespeare o la apertura “pancósmica” de la mente de Leibniz? Ha
habido intentos, y numerosos, de medir el C.I. de los grandes genios. Todos son enor-
memente relativos y sujetos a discusión, porque a los más pragmáticos les sorprenderá
que un poeta como Goethe aparezca por encima de Newton, el que probablemente haya
sido el científico más grande de todos los tiempos. El criterio lo marcan muchas veces
las preferencias intelectuales, el considerar que tal faceta del conocimiento es más
importante que otra o que los logros en un cierto campo exceden a los que se producen
en otro. En los grandes genios se percibe, se intuye la superdotación, y no sólo por
sus renombrados hitos intelectuales, o por su gran precocidad (como podrían ser los
casos de Mozart o de Wiener), sino por su aptitud personal, por su esfera vital: vemos
en ellos a hombres y mujeres que tuvieron una capacidad casi infinita –sólo limitada
por lo indefectible del espacio y del tiempo– de abrirse a horizontes innovadores, de
crear, de ver más lejos que quienes les rodeaban, de plantearse las grandes cuestiones
que afectan al ser humano y de darles ellos mismos una respuesta que impregnó todas
sus vidas… Leibniz es, a mi juicio, el prototipo más notable de un superdotado, y no
sólo por su ya legendaria amplitud de conocimientos, por sus universales intereses, por
su afán de integración y de síntesis que sin embargo no dejó en un segundo plano el
rigor del análisis (codescubridor él mismo, junto con Newton, de una de las mayores
creaciones de la Matemática: el Cálculo, que llena por doquier las páginas de la Ciencia
y de la vida cotidiana, de la Técnica), sino ante todo por su actitud ante el saber y ante
244 CARLOS BLANCO

la vida: una actitud que le llevó siempre a marcarse nuevas metas y a ser protagonista
de una gran obra, de una gran historia, de una memorable entrega al conocimiento que
definió su vida por entero. Planteo, desde esta perspectiva, que la superdotación no es
objeto de medida, de procedimiento cuantificacional, o que la validez de éste es muy
limitada y sólo vale como primer término de una serie que guarda semejanzas con los
desarrollos infinitos de la Matemática. Caracterizar, descubrir a un superdotado es
tan complejo como la vida y la persona mismas, inasibles, insondables, únicas e irre-
petibles. Pero es posible. Es posible porque podemos fijarnos en aspectos y criterios
que, aunque no vayan a gozar de la aprobación unívoca que impone el razonar lógico
y matemático (pero tampoco de los límites y restricciones que éste conlleva), sí nos
muestran (y ya Wittgenstein vio con perenne claridad que en ocasiones el mostrar
excede al demostrar), nos hacen percibir, intuir, admirar, la maravilla de la inteligencia
y de su potenciación. Ello supone un nuevo acercamiento al fenómeno de la inteligen-
cia que trasciende, ciertamente, las vías fijadas por la psicología empírica, pero que
se acerca mucho más a la visión humanista de la persona como totalidad indivisible.
Tenemos que ser coherentes con este nuevo concepto de inteligencia (que asume lo
mejor de la tradición clásica) y con las aplicaciones que de él se derivan.
Si la inteligencia no es una mera cualidad cuantificable, sino que la inteligencia, y
en este caso la superdotación como capacitación superior en el orden de la inteligencia,
como posibilidad de posibilidades (posibilidad de la misma inteligencia, capacidad de
la misma capacidad, ulterioridad –esto es, el “más allá”– de la inteligencia), hemos
de atrevernos a configurar una escuela y un sistema educativo que respondan a las
necesidades de la inteligencia y a los requisitos específicos de la superdotación. No es
la escuela la que debe enseñar al superdotado unos contenidos. En otras palabras: no
es la escuela (o el instituto, o el centro especializado de estudios, o la universidad…)
la que debe hacer o promover al superdotado, sino que es el superdotado el que debe
encontrar en la escuela un cauce de apertura a sus enormes capacidades. Él debe cons-
truir la escuela y el sistema educativo, ser el centro y no el objeto de la Educación.
Esta revolución copernicana en la Pedagogía afecta a toda la sociedad: el Gobierno
debe poner los medios oportunos al alcance del superdotado y de la familia para que
el propio superdotado sea capaz de configurar él mismo su educación, de seguir sus
intereses, sus ansias de novedad, de ampliación, de potenciación, de conocimiento…
Podría así asistir a cursos de distintas materias ajenos a las actividades escolares (de
idiomas, de ciencias, de técnicas particulares, de creación literaria…; a conferencias,
a lecciones magistrales en la universidad…), marcarse él mismo su agenda educativa
(aconsejado, sin duda, y más aún apoyado; porque no se trata de “controlar” algo que
es incontrolable –la apertura intelectual que puede experimentar un superdotado–, sino
de saber canalizarla oportunamente para que ésta redunde en el mayor beneficio para
él mismo y para la sociedad, que espera mucho de él o de ella). Implica, por supuesto,
acabar con la anacrónica modulación de los cursos escolares por años: es el propio
alumno, mostrando sus capacidades, quien debe situarse en el curso que corresponde
Ensayos filosóficos y artísticos 245

a su capacidad intelectual. Soy favorable, por tanto, a los adelantamientos de curso y


a las aceleraciones académicas de distinta índole, ya sea con permisos especiales para
asistir en calidad de oyente o de alumno oficial a lecciones universitarias o de educa-
ción superior, a la admisión precoz en sociedades científicas y eruditas, a la iniciación
precoz en la investigación y en la publicación…: la sociedad no debe discriminar por
edades, ni siquiera por capacidades, sino por deseos e ilusiones: es injusto que quien
tiene un mayor deseo de aprender, de trabajar, de descubrir y de aportar a la sociedad
no pueda entrar cuanto antes en el veloz tren del saber por no haber cumplido una
determinada edad, y que otras personas que ya la tienen pero que no manifiestan un
interés comparable por el conocimiento o que no tienen esa capacidad intelectual pue-
dan beneficiarse de ese mismo tren. Al igual que se admite a mayores de veinticinco
años en la Universidad, ¿por qué no admitir a menores de dieciocho que se muestren
capacitados para ello –superando las oportunas pruebas o dejando constancia de sus
aptitudes con una memoria de actividades, un currículum o una detallada biografía, o
el aval de las oportunas sociedades científicas o de personas que se muevan en esos
ambientes– en un determinado campo o carrera? Puede alegarse que la educación y
la formación integral del niño o de la niña exigen un período de tiempo, unas etapas,
un aprendizaje igualmente escorado hacia todas las materias, y no en exclusiva hacia
las que el niño o niña se orientase. Pero, entonces, ¿por qué otros alumnos finalmente
acaban accediendo a la educación superior, si terminan especializándose y olvidándose
de otras materias, y aunque hayan seguido los procesos normales de periodización
educativa no han alcanzado un grado tan alto de avidez intelectual, de iniciativa pro-
pia en el saber, de capacitación intelectual, como los superdotados? Un superdotado
que destaque desde muy pronto en las Matemáticas o en la Literatura debería asistir
lo antes posible a los cursos de la educación superior, no desaprovechar el tiempo
y ponerse cuanto antes a investigar y a trabajar: es lo mejor para él mismo y para la
sociedad. No admitamos dilaciones. Las dilaciones no pueden tener lugar en la gran
empresa humana.
En última instancia, podría alegarse que nuestra propuesta de “caracterizar”, más
que medir, a los superdotados, llevaría a la ambigüedad y sería un problema añadido
a las ya de por sí desconcertadas autoridades educativas. Ciertamente, no gozaría de
la misma univocidad que una medida. Pero los propios psicólogos saben que esas
medidas no son tan unívocas, y que solemos movernos con conceptos “paraguas” que
lo engloban todo, como cajones de sastre. Lo que proponemos aquí es una aproxi-
mación más personal, más interdisciplinar (no sólo desde la psicología empírica) al
fenómeno y al misterio (más que un problema –y aquí podríamos aplicar la distinción
entre misterio y problema que hiciera G. Marcel–, la superdotación es un misterio: es
el misterio mismo de la inteligencia, de su imparable desarrollo, de sus posibilidades,
que no dejan de sorprendernos aun después de tantos siglos de descubrimientos y de
hitos prodigiosos), a la detección, análisis y ayuda a los superdotados. Fijarnos en cri-
terios más amplios, ver la trayectoria personal, la creatividad, su capacidad de producir
246 CARLOS BLANCO

trabajos científicos o humanísticos, de entender libros avanzados, de interesarse por


cuestiones políticas y sociales que de lo normal sólo concernirían a los adultos… Es
mostrar, más que demostrar, al superdotado; potenciarlo, no compararlo con otros sino
contribuir a que su camino (único por definición) sea elaborado por él mismo. Es iden-
tificar superdotación con amplitud intelectual, con capacitación. Y la Psicología está
sobradamente preparada para ello: al igual que no se detecta a una persona deprimida
o a un trastornado por una simple prueba o un único test, por espaciados en el tiempo
que puedan estar o por objetivos y equilibrados que sean, sino por un seguimiento
continuado y también por una cierta intuición, en el caso de la superdotación (que, no
lo neguemos, es probablemente el fenómeno más fascinante de toda la Psicología: hace
visible la inteligencia en toda su vitalidad y fuerza) esto deberá realizarse con mayor
vigor si cabe, y con mayor rigor y seriedad científica y humana. Así, el superdotado no
se sentirá como un objeto, como una medida, sino como un sujeto que continuamente
se muestra y desarrolla sus talentos en beneficio de la sociedad.
EL CIELO ESTRELLADO SOBRE MÍ, LA LEY MORAL EN
MÍ (2008)

“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos


y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellos la
reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”
(Immanuel Kant, 1724-1804)

La historia de conocimiento manifiesta la fascinación constante del ser humano


por todo cuanto le rodea. Cada respuesta siempre ha inaugurado un nuevo y vívido
interrogante, cada logro ha abierto un desafío no presagiado y cada sistema de pensa-
miento ha suscitado visiones del mundo hasta entonces ignotas. Pero la perplejidad
ante el mundo, la historia y el hombre persisten. Y no creo que nadie haya sido capaz
de resumir en qué consiste esa sutil mezcla de admiración y de crítica mejor que Kant:
estriba en mirar a lo alto y divisar un cielo estrellado sobre nosotros, y en atisbar lo
profundo y contemplar una ley moral en nosotros. Las estrellas brillan, centelleantes,
sobre nuestros frágiles cuerpos, al igual que la llama de la moral arde en nuestro in-
terior. El anhelo de entender el fulgor de esos astros rutilantes nos ha hecho crear las
ciencias de la naturaleza, y la antorcha de la moral nos conduce a la filosofía, la ética
y la reflexión social, así como al arte, espejo de cuanto deseamos.
Kant personifica la quintaesencia del proyecto de la Ilustración, caracterizado por
la confianza en la racionalidad humana, la noble ambición de difundir el conocimiento
y la tolerancia. La ética del imperativo categórico constituye una de las construcciones
más bellas que ha legado el genio humano: actuar siempre de tal modo que la máxima
de nuestras obras pueda convertirse en una ley universal en un reino universal de fines.
Un canto a la esperanza en la fraternidad humana, un himno a la solidaridad y una
denuncia permanente del egoísmo. Una ética, en definitiva, de lo universal por encima
de lo particular. Una ética en la que el ser humano no puede menos que aspirar a ser
248 CARLOS BLANCO

siempre tratado como un fin y nunca como un medio, como un legislador supremo en
el reino eterno de los fines.
Y junto con esa sublime reflexión moral, que no ha podido dejar indiferentes
a las generaciones posteriores al filósofo de Königsberg, la sorpresa ante el cielo
estrellado se traduce en Kant en una fe enhiesta en la capacidad de las ciencias para
desentrañar los misterios del mundo. Su pensamiento parte de la honda admiración
ante los éxitos de la empresa científica de la humanidad, ante los triunfos de Galileo y
de Newton, y estoy seguro de que, de haber vivido Kant en nuestros días, su filosofía
habría comenzado con una apreciación análoga de los hitos jalonados por Einstein y
por Heisenberg, por Darwin y por Mendel, por haber desentrañado la estructura del
ADN y haber secuenciado el genoma humano. No hay ingenuidad ni utopismo vago
en el sueño ilustrado de Kant, que gravita en torno a la primacía del conocimiento, de
la razón y del amor entre los seres humanos por encima de las pasiones que separen y
no unan, que esclavicen y no liberen. Hay un profundo realismo en lo que verdadera-
mente nos configura como seres humanos: el diálogo, la tolerancia, el infinito deseo
de aprendizaje. Con la ciencia, la humanidad ha configurado un mundo de esperanza
y ha mejorado las vidas de millones de personas. Con la ética, hemos sentado las bases
para que el progreso que propician las ciencias sea auténticamente humano. Si con
la ciencia nos hemos aventurado a escrutar lo que nos es externo, lo que trasciende
nuestra subjetividad y se nos presenta como una realidad distinta y ajena (el mundo
físico, la biología humana, el universo de las formas matemáticas…), con la ética, y con
todo lo que de ella se nutre o a ella alimenta, el ser humano se ha fijado el sempiterno
cometido de humanización del mundo natural y del orbe social. Todo conocimiento
representa un acto de humanización: interpretamos la realidad según las categorías
exigidas por la inteligencia humana; adecuamos lo objetivo al horizonte de nuestra
subjetividad. De esta manera, no nos hemos limitado a asumir sin más los contenidos
procedentes de las ciencias naturales, sino que hemos pretendido integrarlos dentro
de un proyecto de expansión de la vida y de la condición humana. Una humanización,
en definitiva, de la naturaleza y de la sociedad, para que puedan aflorar nuestras au-
ténticas posibilidades.
La frontera entre lo trascendente, el cielo estrellado que brilla sobre nosotros, y
lo inmanente, la ley moral que clama dentro de nuestros corazones, viene dada por el
poder humano de conocer y de amar: nos es dado conocer y amar lo que subsiste sobre
nosotros y lo que yace dentro de nosotros. Con el conocimiento unimos el mundo de
la exterioridad y el de la interioridad. Con el amor convertimos cuanto nos rodea, así
como lo que reside en nosotros, en enunciado fraternal. La divisoria, en suma, entre
lo trascendente y lo inmanente es la esperanza humana en lograr ese reino universal
de fines en el que convergen naturaleza y libertad. Es el destino de la historia como
encaminamiento hacia una progresiva, gradualmente acrecentada, conciencia de nues-
tras aptitudes, de nuestra autonomía y de nuestro entendimiento. Conforme avanza
la historia apreciamos, ciertamente, contradicciones aparentemente infranqueables,
Ensayos filosóficos y artísticos 249

virtualidades y carencias más que flagrantes, pero seguimos elevando nuestra irredenta
imaginación al cielo estrellado sobre nosotros, y no desistimos de escuchar la inter-
pelación de la ley moral que en nosotros vibra. Nos afanamos en buscar la respuesta
al improrrogable interrogante por nuestro lugar en el universo y por el porqué de las
cosas, y con el diálogo, la reflexión y la permanente inquietud intelectual y ética nos
vamos haciendo más humanos, más libres y fraternos. Ojalá sea siempre así, y nunca
se canse, agobiada por la agónica lasitud que impone la evidencia del inexpugnable
mal, de la áspera injusticia y del amargo sinsentido, el hombre de ser hombre, sino
que tenga siempre presente la perspectiva de un orbe distinto y de una humanidad
más humana, capaz de extasiarse al contemplar el cielo estrellado y al escuchar la
reveladora voz de su conciencia moral.
LEVI-STRAUSS, EL ESTRUCTURALISMO Y LA
COMUNICACIÓN COMO ESENCIA DEL SER HUMANO
(2008)

Claude Levi-Strauss acaba de cumplir cien años. Nacido en Bruselas en 1908,


Levi-Strauss es uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, padre del es-
tructuralismo y una figura indispensable para entender la antropología y la filosofía
contemporáneas. Sus viajes por recónditas regiones del continente americano le han
permitido adquirir de primera mano datos y experiencias sobre la vida de culturas que,
pese a las aparentes divergencias, han constituido una nueva herramienta de compren-
sión de nuestra propia civilización.
El estructuralismo parte de la consideración de que los productos culturales no son
el resultado de acciones conscientes de individuos o colectividades, sino que persisten
en individuos y colectividades como estructuras. No se trata de indagar en cómo los
individuos piensan los productos culturales, sino en cómo los productos culturales se
piensan en los individuos. El empeño de Levi-Strauss ha sido justamente el de poner
de manifiesto las estructuras –o más bien infraestructuras– profundas de la civilización,
infraestructuras presentes en todas las culturas humanas, independientemente de su
grado de desarrollo simbólico y tecnológico y a pesar de revelarse de distinta forma.
La ilusión de la subjetividad consciente, que había impregnado la filosofía occidental
desde el racionalismo hasta el trascendentalismo kantiano o el idealismo, deja paso a
la constatación de que los procesos inconscientes dan lugar a estructuras que a su vez
determinan inexorablemente a individuos y colectividades. El sujeto es estructural,
el sujeto está inmerso en relaciones estructurales que, a modo de redes, lo configuran
decisivamente. El espejismo de la libertad, de la auto-posesión del individuo por sí
mismo, cede a la realidad de las estructuras culturales que, objetivas, sustituyen el
papel del sujeto.
252 CARLOS BLANCO

¿Dónde hay espacio para el humanismo en un planteamiento estructuralista? Co-


nocida es la posición antihumanista de Levi-Strauss, especialmente en su polémica
con Jean Paul Sartre. La primacía de las estructuras, de lo objetivo-impersonal sobre
lo subjetivo-personal, impide un discurso humanista. De hecho, en la lección inau-
gural de su cátedra en el Collége de France, Levi-Strauss expresó su convicción de
que la distinción entre naturaleza y cultura terminaría siendo superada por una visión
única de lo natural y de lo cultural, por una ciencia verdaderamente capaz de integrar
las ciencias naturales y las ciencias humanas. Una esperanza semejante se encuentra
ya en los Manuscritos de economía y filosofía de Marx (junto con Freud, una de las
influencias principales en Levi-Strauss): “algún día la ciencia natural se incorporará
la ciencia del hombre; del mismo modo que la ciencia del hombre se incorporará la
ciencia natural; habrá una sola ciencia”, una sola ciencia en la que el hombre será al
mismo tiempo objeto y sujeto de la ciencia, dato inmediato y conciencia reflexiva. Los
avances en la neurología, en el estudio del comportamiento humano, en la psicología…
no son sino indicaciones del encaminamiento del conocimiento humano hacia una
mayor integración de los saberes en una visión científica del mundo y del hombre, en
una especie de “conciliencia”, en la línea de lo propuesto por el sociobiólogo estadou-
nidense E.O. Wilson en Consilience. The Unity of Knowledge (1998).
Pero en los mismos Manuscritos de economía y filosofía de Marx también leemos:
“la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización el
mundo de las cosas”. La objetivación del hombre, su cosificación como objeto de
estudio de las ciencias y la reducción de sus relaciones a relaciones estructurales y
de su subjetividad a rigidez estructural, conlleva un peligro: el peligro de la pérdida
del horizonte de humanización. Como escribe Marx en La Sagrada Familia: “si las
condiciones forman al hombre, entonces es necesario formar las condiciones huma-
namente”. La aceptación de un universo de estructuras independiente de la acción
humana, que genera una dimensión paralela y real frente a la dimensión ilusoria de
un sujeto libre que crea la historia y que se autoconstituye mediante su trabajo y su
pensamiento, mediante acción y teoría, ahoga toda esperanza en un futuro nuevo.
Estructuras cuasiarquetípicas se repetirán con independencia del sujeto. Todo intento
por subvertir la historia, por cambiar la historia y por alumbrar una nueva historia,
estará condenado al fracaso.
La pregunta es inevitable: ¿cómo, si las estructuras determinan inexorablemente
la cultura y nuestra comprensión de la cultura, somos capaces de identificar esas
estructuras y de ponernos en un espacio de comprensión que nos sitúa por encima de
esas estructuras? ¿Cómo es posible que descubramos que las estructuras condicionan
irremediablemente al sujeto, si estamos irremediablemente condicionados por las
estructuras? Y, sobre todo, ¿dónde está la esperanza en el futuro? ¿Qué le queda al ser
humano? ¿Cómo lograr el horizonte de humanización?
Claro está que desde un enfoque netamente estructuralista no hay espacio para
la humanización. Los códigos culturas que se reflejan en las estructuras, análogos a
Ensayos filosóficos y artísticos 253

las relaciones sintácticas del lenguaje, no permiten alumbrar un proyecto de humani-


zación. Lo humano es incapaz de separarse de la cosa, la cultura de la naturaleza. El
rigidismo, el estatismo, el conservadurismo al fin y al cabo de una visión estructura-
lista de la cultura niega la posibilidad de un proyecto humanista. La humanización,
concebida como progresiva conciencia de la libertad humana y de sus posibilidades
de emancipación de todo dominio (natural o artificial), será una vana ilusión.
No son las estructuras las que definen al ser humano. Lo más característico de la es-
pecie humana es su capacidad de comunicación. La comunicación puede, ciertamente,
cosificar y ser ella misma generadora de estructuras, pero, ante todo, la comunicación
sirve a los individuos y a las colectividades para trascenderse, para lograr un espacio de
comprensión más amplio, para superar las parcialidades y posibilitar nuevos espacios
de acción y de reflexión. En este sentido, cabe hablar de un humanismo pluralista que
no concibe al individuo sobre la base de su inserción en estructuras preestablecidas,
o a las culturas como entidades aisladas que repiten arquetípicamente invariables
estructurales, sino desde su capacidad constante de reformar esas mismas relaciones
estructurales. La comunicación se muestra en la ciencia, en la filosofía y en el arte.
Con la comunicación, los seres humanos rompen progresivamente las coacciones de
las estructuras naturales y sociales, alcanzando una mayor conciencia de su libertad.
No hay marcha atrás en la conciencia de la libertad. El mismo hombre que descubre
estar sujeto a estructuras es quien imagina los modos de superar esas estructuras. El
mismo hombre que se ve preso de lo preestablecido se lanza, en la aventura del conoci-
miento, a ofrecer nuevos espacios de vida y de pensamiento. La comunicación permite
a los seres humanos salir de su ensimismamiento, y permite a las culturas abrirse a
la interacción recíprocamente fecunda. La comunicación está así en la base de todo
progreso histórico, progreso que sólo puede consistir en la adquisición de un mayor
espacio de realización y de liberación humanas. Los avances en el conocimiento y en
las relaciones sociales son un testimonio del poder de la comunicación: han alumbrado
un nuevo universo de humanismo, donde la ignorancia y las relaciones de dominio
han ido cediendo el testigo al entendimiento y a la libertad. Toda nueva ignorancia y
toda nueva relación de dominio son intrínsecamente coyunturales, porque en la co-
municación reside la herramienta para superarlas constantemente.
La esperanza en la posibilidad de formar humanamente las estructuras preestable-
cidas es la esperanza en el progreso; es la esperanza en la humanidad. Es una esperanza
firmemente enraizada en la naturaleza de la comunicación. La acción comunicativa
establece un medio simbólico para que individuos y colectividades entren en con-
tacto. La comunicación siempre establece un espacio que trasciende la parcialidad
del individuo singular y de la colectividad o cultura singular. La comunicación es
esencialmente superadora de parcialidades; es el espacio de lo universal. La comuni-
cación es la esperanza del ser humano. Por ello, todo proyecto de humanización debe
perseguir lo que Habermas ha llamado “una comunicación libre de dominios”, una
comunicación donde sujetos y colectividades puedan expresar todas sus virtualidades,
254 CARLOS BLANCO

una comunicación que alumbre un espacio auténtico de realización. El humanismo


pluralista, el humanismo que no obvia los resultados del análisis estructural sobre
la manera en que la historia, la sociedad, la economía y la ciencia condicionan la
comprensión de nosotros mismos; el humanismo que no pretende imponer a priori un
concepto de hombre, asume la esperanza en un futuro más humano. El humanismo
pluralista es así el humanismo de la comunicación, el humanismo que ve en la capaci-
dad de comunicación la mayor fuerza del hombre. Comunicación que es incluso capaz
de comunicar lo inconsciente; comunicación que es incluso capaz de identificar las
relaciones estructurales; comunicación que está en la base de todo avance en el cono-
cimiento. Conocimiento que es el instrumento de humanización por antonomasia, al
ser un continuo generador de nuevos espacios de comprensión que permiten superar
la parcialidad que necesariamente lleva a la paralización de todo progreso.
En el conocimiento como puerta hacia la humanización convergen las ciencias de
la naturaleza y las ciencias del hombre. Las ciencias naturales y las ciencias humanas
pueden contribuir de igual modo a posibilitar una mayor conciencia de libertad. Al
suprimir las cadenas de la ignorancia y al tener un inherente poder de transformarse
en técnica y en idea social, las ciencias naturales y humanas construyen el instrumento
que no sólo materializa el ansia humana de realización, sino que edifica el escenario
de una nueva comunicación, de una comunicación aún más libre de dominios: de una
comunicación aún más humana. El fin de la historia no puede estar sino en la actua-
lización de la infinita capacidad humana de comunicación. La ciencia, la técnica y el
pensamiento (en cuanto fuerza que alumbra ideas que regirán el funcionamiento de
la sociedad y la comprensión que tiene de sí misma), resultado por excelencia de la
comunicación entre los individuos y las colectividades, entre las personas y las cul-
turas, alimentan la esperanza de humanización y de lograr una naturaleza fraternal.
El potencial deshumanizador de la ciencia, de la técnica y del pensamiento, puesto
de relieve por tantos autores (sobre todo por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de
la Ilustración) no puede esconder una evidencia fundamental: la comunicación nos
permite ser conscientes de ese potencial deshumanizador, y la ciencia, la técnica y el
pensamiento impulsan la comunicación. Por tanto, todo potencial peligro de deshu-
manización que emane del conocimiento y de su aplicación sobre la naturaleza o sobre
la sociedad no podrá eludir el juicio de la razón humana al que lleva la comunicación
entre personas y culturas: no podrá eludir la capacidad crítica del ser humano como
plataforma de avance y de progreso. Todo potencial deshumanizador no podrá sino
dejar paso a un potencial humanizador, porque en la comunicación como esencia del
ser humano está la llave de su libertad y del florecimiento de sus auténticas posibili-
dades de realización. El conocimiento como la obra más genuina de la comunicación
no puede ser ajeno al crecimiento de la conciencia moral humana. En palabras de
Noam Chomsky en Reflections on Language: “es razonable suponer que lo mismo
que las estructuras intrínsecas de la mente subyacen en el desarrollo de las estructuras
cognoscitivas, también el ‘carácter de especie’ provee el marco para el crecimiento
Ensayos filosóficos y artísticos 255

de la conciencia moral, de la realización cultural e inclusive de la participación en


una comunidad libre y justa… Hay una importante tradición intelectual que presenta
importantes alegatos a este respecto. Aunque esta tradición se inspira en el compromiso
empirista en el progreso y en la ilustración, creo que encuentra raíces intelectuales
aún más profundas en los esfuerzos racionalistas para fundar una teoría de la libertad
humana. Investigar, profundizar en y a ser posible establecer las ideas desarrolladas
en esta tradición por los métodos de la ciencia es una tarea fundamental para la teoría
social libertaria”.
La comunicación edifica un espacio de universalidad para el ser humano, y sólo
una ética de la universalidad, una ética que tome conciencia de la universalidad como
proyecto y que huya del egoísmo, podrá erigirse en ética auténticamente humanizadora.
Las grandes tradiciones sapienciales, culturales y religiosas de la humanidad convergen
en la formulación de una ética de la humanización, de una ética que permita que el
verdadero potencial del ser humano, potencial de conocimiento y de libertad, resplan-
dezca. Una ética que, sin caer en la ingenuidad interesada e ideológica que concibe
un discurso de justificación que pretende hacer al sujeto individual único responsable
de sus acciones y que pretende exonerar al sistema (social, económico, cultural…) y
a sus estructuras de toda culpa en la falta de humanización, pero tampoco cediendo
ante las presiones de una visión exclusivamente estructural, logre justamente sacar
a relucir que sólo en una comunicación libre pueden aflorar las verdaderas posibili-
dades del ser humano, y que sólo en ella como medio y como fin, toda persona (sin
distinción de género, raza, procedencia, religión o pensamiento) y toda cultura pueda
expresarse, realizarse y, más aún, ser humanamente. Y esa humanidad humanizada
a través de la comunicación entrará también en diálogo con la naturaleza física, con
el mundo: “en lugar de tratar a la naturaleza como objeto de una disposición posible,
se la podrá considerar como el interlocutor en una posible interacción. En vez de a la
naturaleza explotada cabe buscar a la naturaleza fraternal. Podemos (…) comunicar
con la naturaleza, en lugar de limitarnos a trabajarla cortando la comunicación. Y un
particular atractivo, para decir lo menos que puede decirse, es el que conserva la idea
de que la subjetividad de la naturaleza, todavía encadenada, no podrá ser liberada hasta
que la comunicación de los hombres entre sí no se vea libre de dominio. Sólo cuando
los hombres comunicaran sin coacciones y cada uno pudiera reconocerse en el otro,
podría la especie humana reconocer a la naturaleza como un sujeto y no sólo, como
quería el idealismo alemán, reconocerla como lo otro de sí, sino reconocerla en ella
como en otro sujeto” (Habermas, Ciencia y técnica como ideología).
HACIA UNA DEFINICIÓN HEGELIANA DEL ARTE1

La obra filosófica de G.W.F. Hegel (1770-1831) no se puede entender sin su in-


tento de comprensión unitaria de todos los fenómenos del mundo de la naturaleza y
del espíritu. La síntesis hegeliana es, de esta manera, uno de los intentos más extraor-
dinarios que ha conocido el pensamiento occidental por unificar la diversidad en un
marco conceptual común.
La Ilustración había transformado decisivamente el panorama intelectual europeo.
La educación que Hegel recibió primero en la facultad de teología de Tübingen (donde
trabó amistad con Hölderlin y el precoz Schelling) y más tarde en Berna y Frankfurt
am Main, se caracterizaba por la preponderancia de la obra de I. Kant, que había inau-
gurado una etapa de cuestionamiento crítico en la filosofía occidental sobre el alcance
y los límites de la razón humana.
Durante su estancia en Jena, Hegel tuvo la oportunidad de conocer a los principales
representantes del movimiento romántico, que por entonces despuntaba en Alemania,
con nombres tan relevantes como los de los hermanos Schlegel, Novalis, Tieck, Fichte
o Schiller, todos ellos claves en el desarrollo de la filosofía clásica alemana y, en lo
que nos concierne, en la sistematización de la estética romántica.
En uno de sus trabajos tempranos, Diferencias entre los sistemas filosóficos de Fi-
chte y Schelling (1801), Hegel había definido la filosofía de Fichte como la afirmación
de la supremacía del “ego” sobre la naturaleza. La naturaleza, de hecho, es definida
en el sistema fichteano como el no-yo, como la negación del yo que es necesaria para
que el yo culmine su auto-conocimiento. Por el contrario, Hegel piensa que la filosofía

1
Escrito durante el verano de 2008 en Boston, este texto apareció publicado en Thémata 44 (2011),
126-146.
258 CARLOS BLANCO

de Schelling ha intentado reconciliar el “ego” con la naturaleza en lugar de sostener


una subordinación ontológica.
La obra de Hegel consistirá, precisamente, en una tentativa de reconciliación entre
la naturaleza y el espíritu aún más ambiciosa (y a la larga más exitosa e influyente)
que la del Sistema del idealismo trascendental (1800) de Schelling. Tal síntesis se
fundamentará en la descripción de las etapas que el espíritu atraviesa en su evolución,
incesante pero también traumática, hasta lograr reencontrarse consigo mismo, tal y
como aparece formulada en la Fenomenología del espíritu (1807). En 1817, Hegel
publicará su monumental Enciclopedia de las ciencias filosóficas, en el que une ar-
mónicamente sus trabajos previos sobre ciencia de la lógica, filosofía de la naturaleza
y filosofía del espíritu, dando como resultado el que quizás sea la tentativa “más
atrevida y ciertamente fructífera llevada a cabo por cualquier pensador desde Plotino
para sistematizar el pensamiento de toda una civilización”2.
El interés de Hegel por la filosofía es un interés verdaderamente universal. Nin-
gún área tradicionalmente incluida dentro de la reflexión filosófica escapa a su poder
sintético. En lo que respecta a la estética, Hegel es sin duda uno de los pensadores
más relevantes. Sus Vorlesungen über die Ästhetik, compiladas y editadas por H.G.
Hotho tomando como referencia las clases dictadas por Hegel en la Universidad de
Berlín, constituyen una buena prueba no sólo de la hondura filosófica de Hegel en su
tratamiento de los principales conceptos de la estética (lo bello, el arte…), sino que
dejan traducir un asombroso conocimiento de la historia de la arte en sus diversas
formas y mediaciones culturales. A diferencia de Kant, quien indudablemente elaboró
una poderosa filosofía de la estética, pero de cuyos escritos difícilmente se deducirá
un amor apasionado por las artes, en el caso de Hegel puede percibirse cómo nuestro
autor irradiaba un auténtico entusiasmo por el arte. Hegel, de hecho, y al contrario
que Kant, había recorrido las grandes capitales europeas, visitando sus museos más
célebres. Consta que en 1822 viajó a los Países Bajos, en 1824 a Viena y en 1827 a
París, y parece ser que Hegel asistía con frecuencia a la ópera. Causó en él un impacto
duradero la audición de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, produ-
cida por Mendelssohn tras décadas de olvido de la obra del genial compositor alemán.
La estética de Hegel analiza el arte no como una manifestación aislada de la crea-
tividad humana, sino como un momento culminante en la evolución del espíritu. La
tríada de lo bello, lo bueno y lo verdadero, en la que resuenan los trascendentales de
la filosofía escolástica, es en Hegel la tríada del arte, la religión y la filosofía como
determinaciones supremas del espíritu. En el arte, el espíritu inicia el reencuentro defi-
nitivo consigo mismo como espíritu absoluto, reencuentro que culmina definitivamente
en la filosofía, donde el espíritu absoluto es noeses noeseos, el “pensamiento que se
piensa a sí mismo” en el supremo acto de pensar, concepto formulado por Aristóteles

2
H. Paolucci, Hegel: On the Arts. Selections from G.W.F. Hegel’s “Aesthetics or Philosophy of fine
Arts”, abridged and translated with an introduction by H. Paolucci, Smyrna, DE, 1977, ix.
Ensayos filosóficos y artísticos 259

en el libro XII de la Metafísica y que Hegel incluirá como colofón de su Enciclopedia


de las ciencias filosóficas.
La esencia del arte es la belleza, la esencia de la religión es la bondad (subyace
aquí la reducción de la religión a ética que había llevado a cabo Kant en su Crítica de
la razón práctica y en La religión dentro de los límites de la mera razón) y la esencia
de la filosofía es la verdad. Estos tres momentos representan las etapas culminantes
de la evolución del espíritu, que tras el largo y no poco traumático proceso de auto-
alienación, de salida de su ensimismamiento inicial, atravesando los distintos estadios
del mundo de la objetividad natural y de la historia, vuelve a sí como espíritu absoluto,
como espíritu que asume y supera (en la Aufhebung) la subjetividad y la objetividad,
lo infinito y lo finito.
La principal diferencia que existe entre la aproximación hegeliana a la estética y
el acercamiento que se había venido dando con la Ilustración reside en la importancia
del elemento histórico. La racionalidad ilustrada se caracterizaba por una pugna con
lo histórico. La devaluación de la historia ha sido una constante en el pensamiento
racionalista. Ya Descartes negaba el carácter científico de la historia al considerar que
sobre hechos particulares no podían establecerse principios o reflexiones generales,
que es la base de la ciencia3, que mediante deducciones diesen lugar a afirmaciones es-
pecíficas, y siglos antes Aristóteles había establecido que del pasado no cabía ciencia4.
La Ilustración, aunque privilegiase la dimensión científico-técnica de la razón
humana en comparación con la filosofía continental del siglo XVII, también dio
muestras de un gran anti-historicismo. El ansia de romper con la tradición anterior,
cambio éste impulsado por las luces que proceden exclusivamente de la razón humana
y no de prejuicios o de creencias históricamente aceptadas, motivó que la historia no
fuese apreciada en su justa medida, y que el ideal de conocimiento cierto y universal
se reservase para las matemáticas y las ciencias experimentales. La Crítica de la razón
pura (1781) de Kant es un buen ejemplo de ello. Difícilmente encontraremos en esta
obra monumental del pensamiento ilustrado una alusión a la relevancia del entendi-
miento histórico de la racionalidad humana y de las creaciones humanas (el arte, la
ciencia, la técnica…). Lo que se buscaba era un modo de conocimiento, ejemplificado
fundamentalmente por las disciplinas científicas y matemáticas, que permitiesen al
ser humano llegar a verdades ciertas y universales que pudiesen verificarse y hacerse
evidentes para todos. La historia, por el contrario, parecía sujeta a disputas sin fin e
incapaz de proporcionar certezas universales.
Todo cambiará en el siglo XIX. Con el advenimiento de la conciencia histórica,
que empieza en los epígonos de la Ilustración y que se despliega con inusitada fuerza
durante el romanticismo, la crítica del esquema de racionalidad de la Ilustración dará
paso a una racionalidad esencialmente histórica. El ser humano se comprenderá así
mismo no como un sujeto que piensa (el ich denke kantiano), sino como un sujeto
3
Cf. F. Copleston, History of Philosophy : From Descartes to Leibniz, Westminster, 1959, 90ss.
4
Afirmación recogida en la Poética 9, 1451b 3ss.
260 CARLOS BLANCO

que piensa y actúa en la historia. La filosofía de Hegel constituye quizás el intento


más atrevido, y al mismo tiempo poderoso e influyente, de integrar la historia en un
sistema coherente, universal y certero de racionalidad humana que hemos conocido
en el mundo occidental. Por primera vez (aunque podríamos identificar precedentes
notables en la obra de G.B. Vico) la historia no se concibe como un apéndice de la
síntesis racional que elabora la filosofía, sino como una de sus partes integrantes.
El giro histórico protagonizado por Hegel se traducirá, en el caso de la estética,
en una justa apreciación de la historia del arte. La historia del arte no recibió la sufi-
ciente atención en la Ilustración, más preocupada por establecer cánones de belleza y
armonía con base en la racionalidad (una racionalidad que, en el fondo, se inspiraba
en las matemáticas) que por examinar la evolución de las ideas artísticas a lo largo de
los siglos y en las distintas culturas. En el romanticismo, sin embargo, la historia será
contemplada como una fuerza de desarrollo vital.
La transformación operada por el romanticismo en la estética se deja ver también
en la ruptura con la imitación como esencia del arte. Si para los ilustrados la belleza
artística sólo podía hallarse en la imitación de las formas naturales, en una imitación
que reflejase sus armoniosas proporciones y su regularidad, el romanticismo no exami-
nará el arte desde la óptica de la imitación, sino desde la perspectiva de la subjetividad
humana que ansía expresarse en la obra artística.
La estética hegeliana, por su parte, al no centrarse en la imitación racionalista
de la naturaleza, supone también una decisiva apertura en la extensión del concepto
de lo artístico, que a partir de este momento estará en condiciones de abarcar otras
culturas y de abrirse a otras visiones del arte que, por no amoldarse a los criterios de
la Ilustración, se habían quedado al margen de la reflexión filosófica. Es mérito de
Hegel haber reconocido lo artístico más allá de las fronteras que la estricta racionalidad
occidental había impuesto a lo artístico. La superación de ese límite, el vencimiento
de la barrera levantada por la afirmación de la imitación como modelo de belleza en
exclusiva, obligará a la estética hegeliana y post-hegeliana a identificar el arte y su
auténtico valor con la expresión de la subjetividad.
Así, y en palabras de Hegel, “una vez que está claro que el verdadero contenido de
todo genuino arte debe ser necesariamente ideal, no naturalista, es posible establecer
comparaciones, al menos en términos de contenido, entre las obras maestras del arte
griego y las de los pueblos que nunca pretendieron tanto como obtener su inspiración
artística de la naturaleza, sino que más bien buscaron representar en el arte una pre-
sencia ideal del espíritu en el universo, experimentada como sobrenatural y divina”5.
La frase de Hegel es suficientemente elocuente: la estética de la Ilustración, al foca-
lizarse únicamente en la imitación de la naturaleza como fuente de la belleza artística,
no fue capaz de percibir el valor de las manifestaciones artísticas de otras culturas y
pueblos del globo que no sintieron esa necesidad de imitar la naturaleza para expresar
la belleza. La imitación, en la línea de los cánones artísticos legados por el mundo
5
Op. cit. xviii.
Ensayos filosóficos y artísticos 261

clásico, Grecia y Roma, y que volvió a conocer un nuevo apogeo con el Renacimiento
y finalmente con el neoclasicismo en el siglo XVIII, no es la única fuente de belleza
artística. Otras culturas, en lugar de mirar a la naturaleza, encontraron en la interiori-
dad humana su inspiración. No querían representar la naturaleza, sino representar al
mismo espíritu humano, tal y como se había “encarnado” en sus respectivas culturas.
Hegel comienza su exposición sobre estética proponiendo una definición de la
belleza artística: “la belleza artística, más que la belleza natural, es el objeto de la
estética, que puede ser llamada más propiamente la filosofía de las bellas artes”6.
En este párrafo, Hegel reafirma su convicción de que la belleza artística no puede
reducirse a una mera imitación de la belleza natural. La rebasa necesaria y constituti-
vamente. Al sostener esta superioridad de la belleza artística sobre la belleza natural
“queremos decir que la belleza del arte pertenece a la mente y que sólo la mente es
capaz de la verdad”7. La belleza responde al juicio de la mente. Es la mente la que
encuentra belleza en las creaciones ideadas y ejecutadas por el hombre, porque sólo
la mente descubre la verdad. Por verdad Hegel no entiende una verdad matemática o
científica, sino una verdad que brota de la subjetividad humana: la verdad de cómo se
concibe a sí mismo el ser humano en sus manifestaciones artísticas, por lo que “para
ser auténticamente bello, algo tiene que tener un elemento de mente y ser el producto
de la mente”8.
En el esquema hegeliano de la evolución de la idea, ésta se presenta en primer lugar
como idea en sí, objeto de estudio de la ciencia de la lógica. Seguidamente, la idea
sale de sí, se aliena, se extraña, y se despliega en el mundo de la objetividad: es la idea
fuera-de-sí, la idea objetiva, campo de estudio de la filosofía de la naturaleza. Y en el
momento final de la evolución de la idea, ésta vuelve a sí asumiendo la idea en sí y la
idea fuera-de-sí. La idea es ahora espíritu, pertenece al mundo de la interioridad y de
las creaciones humanas, espíritu primero subjetivo (en la psicología, en el estudio de la
subjetividad humana), luego objetivo (en la historia, en el derecho, en las instituciones
sociales y políticas…) y finalmente absoluto en el arte, la religión y la filosofía.
La naturaleza responde a la auto-alienación de la idea, que necesita salir de sí para
reconocerse. El arte, por el contrario, es una etapa culminante de la evolución de la
idea, en la que la idea es ya espíritu y se identifica con las creaciones más elevadas del
ser humano. Por ello, en el arte la belleza es resultado de la actividad de la mente. No
es una belleza objetiva o espontánea, sino una belleza buscada e ideada por la mente,
y la belleza que percibimos en la naturaleza es un reflejo de la belleza de la mente, que
se encuentra a sí misma expresada en las formas naturales.
En su condición de producciones de la actividad mental, las obras de arte son para
Hegel espirituales. Ya hemos podido ver cómo en Hegel la idea se convierte en espíritu
cuando inicia el proceso de retorno después de haberse alienado como idea objetiva, y

6
Op. cit. 1.
7
Op. cit. 2.
8
Ibid.
262 CARLOS BLANCO

que ese espíritu coincide fundamentalmente con la esfera de lo humano. La creación


artística es tan propia de la mente como lo es el pensamiento, por lo que “cuando la
mente examina el arte a la luz de consideraciones científicas, de hecho se limita a sa-
tisfacer su necesidad más íntima”9. La mente necesita expresar su subjetividad como
arte. Lo necesita porque constituye un momento inexorable en la dinámica del espíritu.
Como consecuencia de este planteamiento, puede decirse que al filósofo le inte-
resa el arte como necesidad absoluta del ser humano. No le interesa el arte como una
necesidad puramente contingente del hombre, sino que “la necesidad humana de arte,
no menos que su necesidad de religión y de filosofía, tiene su raíz en su capacidad de
reflejarse a sí mismo en el pensamiento”10. El arte, la religión y la filosofía, lo hemos
reiterado, no surgen por casualidad en la historia de la humanidad. Surgen como re-
sultado necesario de la evolución del espíritu. En ellos, el espíritu es espíritu absoluto,
espíritu en el que la idea ha logrado vencer su ensimismamiento inicial (la idea como
lógica) con su alienación, su salir fuera de sí y extrañarse en el mundo de las entidades
objetivas (la naturaleza) desprovistas de racionalidad, reencontrándose a sí misma
como mente que asume lo subjetivo y lo objetivo y, sin aniquilarlos, los supera. Esa
integración entre la idea y la materia se efectúa primero en el mundo de la interioridad
humana, en la psicología, seguidamente en la historia y en las estructuras sociales, po-
líticas y económicas que el ser humano ha diseñado a través de los siglos, y finalmente
en el arte, la religión y la filosofía como momentos, como determinaciones supremas
a las que el espíritu se ve sujeto antes de ser espíritu verdaderamente absoluto.
La dinámica del espíritu conduce necesariamente al arte. El hombre no puede vivir
sin arte, como no puede vivir sin religión o sin filosofía, razona Hegel, lo que se debe
no a una exigencia que el ser humano se imponga a sí mismo, sino a una exigencia
del absoluto. El absoluto necesita del arte, de la religión y finalmente de la filosofía
para completar el proceso universal que le guía hacia su constitución definitiva en
espíritu absoluto.
Para Hegel, la aproximación empírica al arte es indispensable, pero debe partir de
consideraciones históricas. No basta con estudiar la obra artística en su materialidad de
forma aislada, como una entidad descontextualizada del momento histórico en que se
ha realizado. Pero tampoco es posible estudiar el arte con un entendimiento puramente
abstracto y teórico de la idea de belleza en sí, al modo de Platón. La verdadera finalidad
de la estética debe consistir, precisamente, en combinar la universalidad metafísica
atribuible a la idea de belleza en sí, y lo genuinamente particular de la obra artística
concreta que expresa a su manera y con sus particularidades la idea de belleza en sí.
El hombre es una conciencia pensante. No es un ser inmediato y singular, como
las demás criaturas que habitan en el mundo, sino que en virtud de la actividad de su
mente se “reduplica”, y existe para sí porque se piensa a sí mismo. Y esta reduplicación
la lleva a cabo teórica y prácticamente. El ser humano se piensa a sí mismo en la filo-
9
Ibid.
10
Op. cit. 3.
Ensayos filosóficos y artísticos 263

sofía o en la disquisición teórica sobre quién es, qué puede conocer, qué puede hacer
o qué le está permitido esperar (refiriéndonos a los grandes interrogantes propuestos
por Kant), pero también se piensa a sí mismo en la práctica, por ejemplo al dar nueva
forma a las cosas externas. La transformación de la humanidad se inscribe dentro de
la actividad más específica y propia del ser humano: la constitución de mundos.
El hombre no se limita a vivir y actuar en el mundo que la naturaleza (entendiendo
por naturaleza no una entidad estática, sino la naturaleza en evolución, la naturaleza
que de acuerdo con las leyes de la evolución ha ido determinando el modo en que se
configura la vida) le impone, el mundo con el que se encuentra con independencia de
su acción. El hombre crea mundos, constituye mundos en los que se refleja a sí mismo.
Con esos mundos, el hombre es capaz de humanizar lo no-humano: la naturaleza, el
espacio, el tiempo. La constitución de mundos en la historia es una etapa necesaria de
la evolución del espíritu. En la actividad humana el espíritu ya no se encuentra alie-
nado, extrañado en la esfera de las formas objetivas de la naturaleza. En la actividad
humana, el espíritu retoma la iniciativa y vuelve a sí, subjetivizando, humanizando el
mundo que le rodea.
La antropología y las ciencias sociales han expresado esta idea diciendo que en
el ser humano la naturaleza se convierte en cultura. Todo es cultural en el hombre,
porque todo está mediado por su actividad reflexiva. Toda actividad humana, incluso
las aparentemente más básicas y coincidentes con las necesidades fisiológicas que
también hallamos en el reino animal, atraviesan una mediación cultural. La alimenta-
ción es cultura en el hombre, y no mera satisfacción de un instinto natural. De hecho,
un observador privilegiado de lo humano como Sigmund Freud definirá cultura como
“todo aquello en que la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas y se
distingue de la vida de los animales”11. Esta definición, sumamente sucinta, le sirve a
Freud para caracterizar como cultural todo aquello que no se puede explicar en térmi-
nos puramente zoológicos. En otras palabras, cultura sería en el ser humano lo que le
distingue del resto de los animales.
Y la cultura ha tomado dos direcciones fundamentales. La primera hace referen-
cia al intento de dominio de la naturaleza que ha protagonizado la especie humana.
Mediante la cultura, y sobre todo a través de la ciencia y de la técnica, el ser humano
logra dominar la naturaleza. Fuerzas otrora incontrolables que escapaban a su poder,
pasan a ser comprendidas y doblegadas. Y, por otra parte, la cultura manifiesta una
segunda dirección: la de gestar organizaciones para regular las relaciones humanas.
En la filosofía de Hegel, la cultura se manifiesta ciertamente en el dominio de
la naturaleza y en la edificación de un mundo social, que son en realidad aspectos
convergentes de una misma actividad humanizadora que proyecta la mente humano
en lo que le es externo (la naturaleza, los otros…). Pero en último término, la cultura
alcanza lo absoluto, la determinación suprema e insuperable que puede experimentar
el espíritu, cuando se expresa en el arte, en la religión y en la filosofía.
11
S. Freud, El porvenir de una ilusión, Madrid, 1984, 214.
264 CARLOS BLANCO

En el caso del arte, “al poner el sello de su ser interior sobre las cosas, confirién-
doles sus propias características”12, el hombre se reduplica a sí mismo, se piensa a sí
mismo, y en este poder de reflexionar sobre su propio ser y de concebirse continua-
mente radica su libertad espiritual.
Si en toda actividad humana se manifiesta esta capacidad de reduplicación, esta
conciencia que le permite al hombre pensarse y a sí mismo y transformar la realidad
exterior a él desde su idea y el poder de su mente, ¿dónde reside la especificidad del
arte? El arte se distingue de otras realizaciones humanas, ante todo, en que está hecho
para la aprehensión sensible del hombre, de tal manera que en última instancia se dirija
a su mente, “para así encontrar una satisfacción espiritual en ello”13.
El arte está concebido para ser contemplado con los sentidos, la religión para ser
vivida con el corazón, y la filosofía para ser pensada. Estas tres actividades supremas
del espíritu responden a la belleza, la bondad y la verdad, las tres ideas supremas del
espíritu: lo estético, lo ético y lo noético. “Las formas sensibles y los sonidos del arte
se nos presentan no para levantar o satisfacer el deseo sino para suscitar una respuesta
y un eco en todas las profundidades de la mente”14.
Es interesante notar que la grandeza del arte no consiste en la realización material
de una obra bella. La grandeza del arte consiste en que esa realización material sea
capaz de suscitar una respuesta, un eco en la conciencia. La obra artística tiene que
apelar a la interioridad humana. En ella, el hombre ha querido reflejar su idea de belleza
y espera reencontrarse consigo mismo, quiere reconocerse como creador. El arte no
es ornamento o decoro, sino pensamiento de lo bello. El arte no es sólo exterioridad,
sino exterioridad destinada a apelar a la interioridad.
“Así, lo sensible puede espiritualizarse en nosotros porque en el arte es lo espi-
ritual lo que aparece en forma sensible”, y “esto es lo que constituye genuinamente
la imaginación productiva artística, la fantasía”15. La obra sensible sólo es verdadero
arte si existe como fruto de una auténtica actividad productiva del espíritu, de manera
que lo espiritual y lo sensible se unan como una síntesis indivisible, superando toda
dialéctica, toda contradicción entre sensibilidad y espíritu. La fantasía artística es así
el espíritu en cuanto creador, que ejecuta las ideas de la mente, haciendo que el arte en
realidad surja de lo más profundo de la conciencia. “Cuando esa fantasía es verdadera-
mente artística, es la imaginación de una gran mente y de un gran corazón quien toma
y crea las ideas y las formas de tal modo que exhiban los más profundos y universales
intereses humanos en representaciones sensibles completamente formadas”16.
Y, continúa Hegel, el arte no puede limitarse a ser una imitación de la naturaleza.
La mera copia de lo existente es superflua, porque no añade nada a lo existente. En
todo caso corre el riesgo de desvirtualizarlo. La más genuina actividad humana no es
12
Paolucci, op. cit. 4.
13
Ibid.
14
Ibid.
15
Ibid.
16
Ibid.
Ensayos filosóficos y artísticos 265

la imitación, sino la creación. La imitación es una parodia de la vida auténtica, pero


no consigue vivificar, dar lugar a nueva vida. Lógicamente, el arte presenta formas
naturales, pero “lo que el mundo natural ofrece no puede convertirse en regla para el
arte, y mucho menos puede ser su finalidad la mera imitación de la apariencia externa
como externa”17.
¿Cuál debe ser, así pues, el contenido propio del arte? ¿Un contenido de carácter
didáctico? ¿Debe ponerse el arte al servicio de la enseñanza, al igual que las vidrieras
y los pórticos de las catedrales medievales respondían al deseo de transmitir los con-
tenidos de la fe cristiana a quienes no podían leer? Si el arte se redujese a didáctica,
lo sensible en el arte sería sólo el medio para alcanzar dicha finalidad, la de enseñar,
siendo imposible percibir la fuerza de la contradicción entre lo espiritual y lo sensible.
Para Hegel, la grandeza y el poder del arte no residen en la pacífica expresión de
la idea en la forma material. La grandeza y el poder del arte, la fuerza que es capaz de
suscitar en el espíritu, radica en que es capaz de expresar esa contradicción entre la
materia y la idea, contradicción que clama por una síntesis superadora y reconcilia-
dora. La realidad no es pacífica, sino dialéctica. La belleza no puede surgir de la paz
armoniosa entre los contrarios, sino de su pugna en busca de una síntesis superadora
e integradora que dé lugar a un mundo nuevo en el seno de la subjetividad humana y
de la historia.
Tomar conciencia de la contradicción es abrir las puertas de la contemplación de la
belleza, del bien y de la verdad. Sólo cuando el espíritu ha adquirido esa conciencia es
capaz de tomar las riendas de la historia y de iniciar la reconciliación definitiva entre
todas las contradicciones de la mente, la historia y el mundo. Sólo entonces el espíritu
es espíritu absoluto, y “cuando la experiencia cultural de toda una era se hunde en esta
contradicción, es tarea del filósofo mostrar que ningún término posee la verdad en sí
mismo, que cada uno es parcial y se auto-disuelve, que la verdad se encuentra en la
conciliación y en la mediación de los dos, y que semejante mediación o reconciliación
en realidad se ha realizado ya y siempre se auto-realiza”18.
La tarea del filósofo es la de ser portavoz de la dinámica del espíritu, mostrando
que la verdad no puede hallarse nunca en la parcialidad, en el compromiso con uno
de los dos polos de la relación dialéctica. La verdad no puede encontrarse en la acep-
tación pacífica de la contradicción o en privilegiar la tesis o la antítesis. La verdad
sólo puede concebirse como una totalidad que integra y al mismo tiempo supera la
tesis y la antítesis. La verdad es de hecho la síntesis que unifica sin anular. Cuando
en una civilización las contradicciones se hacen patentes, nada más lejos de la labor
del filósofo, de la labor de quien tiene encomendada la tarea de buscar y expresar la
verdad, que inclinarse por uno de los términos de la contradicción. El filósofo debe ser
heraldo de la necesidad de una síntesis nueva, de un mundo nuevo que reconcilie los

17
Op. cit. 5.
18
Ibid.
266 CARLOS BLANCO

opuestos: “lo sensible y lo espiritual que luchan como opuestos en el entendimiento


común se revelan como reconciliados en la verdad expresada en el arte”19.
He aquí la naturaleza del arte: el arte expresa la verdad, porque es capaz de recon-
ciliar lo sensible y lo espiritual (que procede de la actividad de la mente), superando
la contradicción. Y sólo en esa superación se puede manifestar la verdad, porque en
esa superación se trasciende la parcialidad de lo sensible o de lo espiritual. Lo sensi-
ble por sí solo no brota de la interioridad de la conciencia humana. Olvida el mundo
de la subjetividad, el mundo del espíritu. Lo espiritual, por sí solo, permanece como
idealidad abstracta y ensimismada si no sale al exterior y conquista el mundo de las
formas físicas. La verdad reside en lo espiritual que se apropia de lo sensible, lo asume
y humaniza.
El propósito del arte es, por tanto, el de revelar la verdad, el desenvolvimiento de
la verdad. La verdad se descubre al ser humano en su dimensión estética en el arte,
porque con el arte se ha reconciliado la oposición entre lo espiritual y lo sensible. La
reconciliación suprema sólo se da en la filosofía, cuando el espíritu se ha convertido
en espíritu verdaderamente absoluto, pero se anticipa en el arte y en la religión como
determinaciones necesariamente previas. Podemos notar la estrecha afinidad que existe
entre la noción hegeliana de revelación de la verdad y la aletheia griega, tal y como
la entiende Heidegger en su lectura etimológica del término: a-letheia, “apertura”,
“desvelamiento”, el estado en el que un cierto objeto se muestra como evidente y clara
y distintamente perceptible para el sujeto.
En Hegel, el desvelamiento de la verdad es progresivo y dialéctico. Para que la
verdad se desvele, tiene que atravesar una serie de momentos o etapas, de determina-
ciones, que constituyen de por sí estados parciales que buscan una superación inte-
gradora, unificadora y renovadora. El desvelamiento de la verdad no es pacífico, sino
trágico. Hay una lucha entre opuestos, un conflicto que genera una dinámica creativa
que da luz a una síntesis más abarcante y asimiladora. Sólo con la mediación de esa
pugna, de esa contradicción entre momentos opuestos, entre la tesis y la antítesis, es
capaz de desvelarse la verdad, de presentarse a los ojos humanos, como totalidad que
supera la parcialidad de los opuestos.
En el arte, la verdad se desvela justamente porque el ser humano, en las creaciones
estéticas, supera la parcialidad de la materia sensible y de la idea pura en su abstracción
subjetiva. En el arte se supera la dualidad entre la teoría (la contemplación de la idea)
y la praxis (la realización efectiva de la idea), porque el artista pone por obra la idea,
abriendo así el velo de la verdad. En la belleza artística se resuelven las contradicciones
entre la mente abstracta y la naturaleza real y concreta, lo que para Hegel constituye
uno de los grandes logros intelectuales de la modernidad20.
En la Crítica del juicio, sin duda uno de los tratamientos filosóficos del arte más
notables que ha conocido el pensamiento occidental, Kant había establecido que en la
19
Ibid.
20
Op. cit. 6.
Ensayos filosóficos y artísticos 267

belleza artística, la percepción y la sensación, el concepto y el objeto, son exaltados a


una universalidad espiritual. El problema es que como observa Hegel, la reconcilia-
ción de que habla Kant es puramente subjetiva y no responde a la verdad del arte en
sí mismo. Sin embargo, e independientemente de esta puntualización, es interesante
advertir cómo pese a las diferencias entre los dos grandes filósofos alemanes, subya-
ce una coincidencia de fondo en lo que concierne a la actividad cognoscitiva del ser
humano: al conocer, el hombre unifica la percepción y la sensación, su mundo interior
y sujetivo con el mundo exterior y objetivo. El mundo objetivo sin el concurso de la
mente sólo proporciona sensaciones que no han sido elaboradas, de manera que puedan
transformarse en conceptos inteligibles para el hombre. Pero la mera reflexión, sin la
ayuda de la sensibilidad, operaría en el vacío. El concepto es justamente el resultado
de la actividad reflexiva del sujeto sobre los datos de la sensibilidad empírica. El con-
cepto es la universalidad, la superación simultánea de la parcialidad de lo empírico y
de la parcialidad de la mente. En el concepto se logra una síntesis.
La reconciliación entre espíritu y materia es, en Kant, una reconciliación única-
mente subjetiva, argumenta Hegel. La verdadera reconciliación entre espíritu y materia
no puede limitarse a la esfera de la subjetividad, a la elaboración de un concepto que
satisfaga las exigencias propias de la percepción humana y de la sensibilidad, sino
que debe manifestar la verdad del arte en sí, la verdad del arte como determinación
suprema del espíritu. Podemos notar cómo el espíritu de Hegel y su dinámica de
desenvolvimiento no es una mera idealidad, sino que es actualidad pura. La mente
humana reconoce ciertamente esa dinámica, pero esa dinámica, ese progresivo des-
envolverse del espíritu en su búsqueda de la reconciliación final consigo mismo, es
necesaria e independiente de la actividad de la mente. Es la dinámica del absoluto,
que es absoluta y necesaria. La mente humana constituye un momento inexorable
en esa dinámica, pero el movimiento del espíritu le antecede. Por tanto, la belleza
artística que se reconoce en el juicio estético no puede limitarse a la formulación de
un concepto que supere la dualidad entre percepción y sensación, sino que debe obrar
una reconciliación real y efectiva.
El tratamiento científico del arte se levanta sobre la misma base que el de la religión
y la filosofía, dice Hegel, porque las tres son momentos de la mente absoluta, de la
mente que contempla la verdad en su plenitud. Arte, religión y filosofía sólo difieren
en las formas en que traen su contenido, el absoluto, a la conciencia humana, y “las
diferencias en la forma están implícitas en el contenido que comparten”21.
Ahora bien, ¿cuáles son los modos que tiene la mente finita de aprehender el ab-
soluto? La primera manera es el conocimiento inmediato y sensible. La segunda hace
referencia al pensamiento pictórico e imaginativo. La tercera supera las dos anteriores
y se expresa en el pensamiento libre de la mente absoluta.

21
Op. cit. 7.
268 CARLOS BLANCO

La primera forma de aprehensión del absoluto se identifica con el arte: “el arte es
así la auto-gratificación más inmediata de la mente absoluta”22. En el propio absoluto
el que se reconoce a sí mismo en la obra artística a través de la mente humana. El
ser humano, su conciencia y su creatividad, actúan como momentos al servicio del
absoluto. En ellos toma el absoluto asiento en la primera de las tres etapas supremas
de su desenvolvimiento.
En el arte, la creatividad se expresa materialmente, y el pensamiento del absoluto
está ligado a la contemplación de la materialidad de la obra concreta de arte. En la reli-
gión, el pensamiento del absoluto también permanece vinculado a las representaciones
simbólicas de las distintas tradiciones religiosas de la humanidad. Hay, sí, fantasía y
creatividad, pero fantasía y creatividad que no han logrado expresarse como concep-
to, como contenido universal independiente de las representaciones específicas que
adopte en las distintas tradiciones religiosas. Es en la filosofía donde el pensamiento
se ve libre de las ataduras de lo sensible y de las representaciones imaginativas. El
pensamiento piensa libremente el absoluto sin sentirse ligado a la sensibilidad (esencial
para expresar la belleza) o a la religión (esencial para sentir el absoluto). El absoluto,
más que contemplarse o vivirse, se piensa y se actualiza.
La verdad del arte es el absoluto que se presenta como un objeto en forma sensible,
mientras que en la religión, el culto hace que el sujeto se identifique aún más con el
absoluto. El sujeto participa en la “vida” del absoluto. Por último, la filosofía “une las
formas de aprehensión del arte y de la religión”23, y en ella la objetividad es objetividad
de pensamiento y la subjetividad es también pensamiento, porque en el pensamiento
se dan a la vez lo más íntimo y subjetivo junto con lo más objetivo (la idea).
¿Cuál es, en consecuencia y después de esbozar estas reflexiones sobre el abso-
luto y su desenvolvimiento, la finalidad del arte? El fin del arte es “la representación
sensible del absoluto en sí mismo”24.
El absoluto en sí se representará sensiblemente en el arte, subjetiva e interiormente
en la vivencia religiosa, y de manera plena y definitiva en la filosofía como pensamien-
to del absoluto, ya que en la filosofía es el absoluto mismo mediante la mente quien
se piensa a sí mismo, en el acto supremo de pensar.
¿Cómo logra el arte reconciliar el contenido y la forma en una totalidad unificada?
El contenido del arte no puede ser, prosigue Hegel, algo inherentemente abstracto,
porque la verdad no es abstracta. La verdad es concreta, lo que no quiere decir que por
concreto entienda aquí Hegel lo sensible, sino que lo concreto incluye la subjetividad y
la particularidad con la universalidad. La verdad se manifiesta, de esta manera, como
universal-concreto.
La obra del arte no está centrada en sí misma, como en las cosas meramente
concretas de la naturaleza extrínseca a la mente humana. Al contrario, la obra del

22
Ibid.
23
Op. cit. 8.
24
Ibid.
Ensayos filosóficos y artísticos 269

arte “es esencialmente una pregunta, dirigida a la respuesta de alma humana, una
llamada a las afecciones y a la mente”25. La obra de arte no está determinada de cara
a la subjetividad humana. Su grandeza reside en que la particularidad que le impone
la sensibilidad no es óbice para que la obra de arte pueda sugerir a la mente humana
mucho más de lo que salta a simple vista. En el arte, la apariencia es vencida por la
captación de significados más profundos. Es el triunfo del absoluto, capaz de hacer
que de la particularidad de la expresión sensible y material, surja todo un mundo de
significados que apelan directamente a la interioridad humana. Y en esa apelación
a lo más profundo de la conciencia, Hegel ve el desvelamiento del absoluto. El ab-
soluto se reconcilia consigo mismo en esa apelación a la conciencia humana, en esa
reconciliación que se da en el juicio estético entre la particularidad de la expresión
sensible, determinada y finalizada, y la universalidad del mundo de los significados,
indeterminados y constitutivamente abiertos.
Volvemos a presenciar también en este punto una importante coincidencia con el
pensamiento de Heidegger. Heidegger concibe la tarea de la filosofía no tanto como
una provisión de respuestas a los interrogantes humanos (como por ejemplo hacen
las ciencias experimentales), sino como un continuo suscitar preguntas. De hecho, la
pregunta más elevada y de mayor hondura filosófica, “¿por qué el ser y no la nada?”26,
escapa a toda respuesta, si por repuesta entendemos una definición, un acotamiento de
los términos del problema que resulta de la formulación de la pregunta. En la pregunta,
el pensamiento muestra piedad, recogimiento y reverencia ante la realidad, en lugar de
tratar de agotarla y de someterla a sus categorías. Preguntar, aunque la pregunta supere
la capacidad humana de respuesta, constituye un modo de expresar la admiración, el
sobrecogimiento y la perplejidad, que han desempeñado un papel tan importante en
la génesis de la filosofía.
En el arte se produce un fenómeno similar. La misión de la obra de arte no es
ofrecer respuestas a toda posible pregunta que se le pudiese plantear. Concebir la obra
de arte desde esta perspectiva implicaría cerrar el arte sobre sí mismo. El arte es, sin
embargo, apertura a la subjetividad humana y a su capacidad de extraer significados
de la materialidad con que se expresa la obra artística. La obra artística pregunta a
la conciencia, le interpela, invitándole a encontrar un significado. En el arte, como
en la religión y en la filosofía, se contempla esa suprema actividad del espíritu en su
constitución de mundos.
La belleza artística exige una particular armonización de forma y contenido: “en la
belleza artística ideal, la perfección de la forma deriva en último término de la perfec-
ción de contenido”27. La idea es lo bello en el arte, pero aquí Hegel no está hablando

25
Op. cit. 9.
26
Cf. Introducción a la metafísica, lección ofrecida originalmente en alemán como Einleitung in
die Metaphysik en 1953.
27
Paolucci, op. cit. 9.
270 CARLOS BLANCO

de la idea de la lógica: debe ser una idea que se adecue recíprocamente a su forma en
el arte. Así, la idea se convierte en lo que Hegel llama “el ideal”28.
El ideal no es la simple corrección, el dar expresión apropiada a cualquier signifi-
cado para poder reconocerlo objetivamente. El hecho es que la unidad existente entre
la forma y el contenido en la obra artística es tan intensa que el defecto en la forma
surge por un defecto en el contenido. Y llegados a este punto, Hegel introduce una
separación sumamente importante en lo que respecta a la búsqueda de una definición
de arte que satisfaga a una las exigencias de extensión y de intensión: no basta con la
perfección técnica para que una obra pueda ser calificada como obra de arte, porque
“mayor o menor talento en aprehender o imitar las formas de la naturaleza no es lo
principal aquí”29.
¿Qué es entonces lo principal? Lo principal es cómo la idea y su expresión se ade-
cuan recíprocamente en el ideal. El ideal constituye la correspondencia de la verdadera
idea y la verdadera forma, y la belleza artística no es sino una totalidad de formas y
etapas particulares que ha sido necesario atravesar hasta lograr una reconciliación entre
los aspectos divergentes de la idea, de acuerdo con el esquema de desarrollo dialéctico
de la idea que caracteriza la filosofía hegeliana.
Hay tres modos fundamentales de relacionar la idea y la representación artística
para Hegel: simbólico, clásico y romántico.
En el arte simbólico se busca la perfecta unidad de la forma y del contenido que
el arte clásico encuentra y que el arte romántico trasciende. La idea todavía no ha
encontrado su verdadera forma en este arte. La idea busca expresión en formas natu-
rales que deja casi inalteradas, pero “el elemento de verdad aquí descansa en el hecho
de que en todos los objetos naturales como externamente existentes, hay un aspecto
que puede y representan para nosotros un significado universal”30. La idea busca en
vano su expresión en las formas naturales, porque difícilmente encontrará en éstas una
representación que satisfaga todas sus exigencias.
Hegel ve la expresión máxima del arte simbólico en la conciencia estética que
describe el panteísmo artístico oriental, en el que los objetos naturales son elevados al
ámbito de las ideas, interpretándolos como signos. Y “particularmente en la India, la
forma artística simbólica se desarrolla inicialmente a través de etapas de simbolismo
inconsciente y por tanto fantástico”31.
Pero, a juicio de Hegel, ninguna cultura ha dado una expresión más completa
al arte simbólico que el antiguo Egipto: “Egipto es la tierra de los símbolos”, y la
esfinge de Giza no es sino el verdadero símbolo de lo simbólico32. Es justo decir que
Hegel exhibe un extraordinario conocimiento del arte indio, egipcio y finalmente de
la poesía islámica y hebrea como ejemplos de la sublimidad. Por “sublime”, noción
28
Ibid.
29
Op. cit. 10.
30
Op. cit. 11.
31
Op. cit. 12.
32
Op. cit. 14.
Ensayos filosóficos y artísticos 271

tan importante en el romanticismo, Hegel entiende “el intento de expresar lo infinito


sin encontrar una forma adecuada para ello en el plano fenoménico”33. Lo sublime es
inexpresable, y al intentar expresarlo, la expresión externa debe ser negada, aniquilada
por lo que ella misma revela. Es así que en lo sublime, lo positivo y lo negativo son
dos momentos inexorables de la representación artística.
Sin embargo, en el arte simbólico, “significado y forma permanecen inadecuados
en su reciprocidad”34. Este aspecto pertenece a la esencia misma de lo simbólico, y se
trata de su incapacidad de ir más allá de una unidad imperfecta del alma del significado
con su forma corporal.
Una vez examinadas las características más relevantes de la forma simbólica del
arte, Hegel se detiene en la forma clásica del arte. En ella se da una particular unidad
de forma y de significado que coincide con el verdadero concepto de lo bello, y éste
es el gran logro del arte clásico. En el arte clásico, la forma logra una adecuación tal
con el contenido que se consigue una verdadera belleza y un verdadero arte.
En el arte clásico, el poder de la idea es tan notorio que es la propia idea quien
determina la forma de la obra artística. Es el contenido mismo, como idea o espíritu,
quien determina la forma que debe encarnarlo de manera auténtica y plena. En el arte
clásico, el espíritu se convierte en el contenido de la obra, y el cuerpo humano en su
forma, en su habitáculo, porque el cuerpo es la morada del espíritu. La cultura griega
llevó el arte clásico a su máxima realización. En la cultura griega, en las grandes obras
del arte griego como las Cariátides, la idea que el espíritu quiere ejecutar en la materia
es tan elevada, que sólo el cuerpo humano es capaz de darle forma. Sólo el cuerpo
humano satisface las exigencias tan excelsas y sublimes del espíritu.
Y para Hegel, el universo religioso politeísta va parejo con la forma clásica del
arte. En el politeísmo, la realidad divina se representa como individuo en una plura-
lidad de formas, como un noúmeno que adopta diferentes fenómenos, ninguno de los
cuales agota en exclusiva la riqueza del absoluto divino: “la pluralidad de formas que
lo divino se da a sí mismo en el politeísmo griego es, sin embargo, una pluralidad en
la que cada forma, en su divinidad esencial, es siempre y al mismo tiempo el todo”35.
En el politeísmo, lo divino no se contiene en exclusiva en la forma de una única
divinidad, pero esa divinidad específica contiene verdaderamente lo divino. La síntesis
entre universalidad y particular es ahora manifiesta. Zeus domina el Olimpo pero no
anula el poder de los demás dioses.
Ahora bien, ¿podía continuar el ideal griego de belleza más allá de la cultura
griega? El ideal griego de belleza terminó agotándose, y Hegel ve en la importancia
que adquirió la sátira en el Imperio romano tardío un síntoma de transición hacia un
nuevo arte, y una señal del evidente agotamiento que experimentó el arte clásico al
cabo de los siglos.

33
Op. cit. 16.
34
Op. cit. 21.
35
Op. cit. 30.
272 CARLOS BLANCO

La forma romántica del arte sucede, en lo cronológico y en lo ontológico, a la forma


clásica del arte: “para expresar su contenido nuevo y más espiritual, el arte romántico
abandona la perfección auto-limitadora del ideal clásico de belleza artística” 36. La
perfección clásica se asociaba a la idea de límite. En efecto: el contenido de la idea
era de tal plenitud que por sí mismo determinaba la forma que debía adoptar la obra
artística. Sólo el cuerpo humano, con sus armónicas proporciones, era capaz de dar
satisfacción a las exigentes demandas de la idea. Pero la perfección, necesariamente
y por concepto, debía limitarse. La perfección era perfección en el límite.
La cultura griega no asociaba la perfección a la ausencia de límite, sino a la asun-
ción del límite. El límite acota y permite que exista auténtica armonía y proporción.
La perfección reside en la esfera, finita y perfectamente limitada y definida en las
relaciones entre sus partes, entre su superficie y su volumen. Por el contrario, con el
advenimiento de la mentalidad moderna, la perfección irá identificándose paulatina-
mente con la infinitud. Lo perfecto es lo infinito, lo que trasciende todo límite y no
está sujeto a ningún límite.
En el arte simbólico el objetivo era dar una forma espiritualizada a un conteni-
do que derivaba de la esfera de la naturaleza. En el arte clásico, por el contrario, se
invierten los términos: “se reconoce al espíritu mismo como el contenido propio del
arte, y la naturaleza suple, con la forma natural del ser humano, la forma sensible más
adecuada para la manifestación externa del espíritu”37. La perfección clásica radica,
de esta manera, en que la individualidad espiritual y la representación corporal son
capaces de interpretarse mutuamente y de modo completo. El cuerpo es en el arte
clásico la forma externa natural del propio espíritu. La armonía entre materia e idea es
plena, porque en ningún ser de la naturaleza se da de modo más acabado que en el ser
humano, síntesis de cuerpo y alma, cuerpo espiritualizado y espíritu encarnado. Pero
esta exigencia de correspondencia entre la idea y la materia lleva necesariamente a la
auto-limitación. El principio de perfección que definió el arte clásico y que le permitió
obtener tan altas cotas de belleza es también su defecto fatal.
La auto-limitación impuesta por los ideales clásicos de belleza y de corresponden-
cia entre la idea y su realización material exige avanzar hacia un tercer estadio. Así
como la forma simbólica del arte, con la primacía de la naturaleza, que determinaba
el contenido de la idea necesariamente como símbolo, tuvo que ser negada por el arte
clásico, en el que es el contenido de la idea, el espíritu, el que determina la materia,
el propio arte demanda una superación. Nada más bello se puede hacer que lo que ya
han logrado los clásicos, dice Hegel. Entonces, ¿cómo será posible idear una nueva
forma de arte si no es posible superar en belleza las obras legadas por el arte clásico?
¿No será, acaso, que el arte como creación del espíritu humano lleva una imperfección
intrínseca que le permite conseguir esa superación que trascienda simultáneamente
las limitaciones de las formas simbólica y clásica del arte?
36
Op. cit. 36.
37
Op. cit. 36.
Ensayos filosóficos y artísticos 273

La respuesta de Hegel es que la limitación del arte “consiste en el hecho e que el


espíritu, que es una universalidad concreta e infinita en sí mismo, no puede presentarse
según su verdadero concepto en una forma objetiva y de manera sensible”38. Pero la
mente es capaz de identificar el verdadero concepto del espíritu. El espíritu es una
universalidad concreta e infinita, una superación de las dualidades antagónicas, y ese
concepto verdadero del espíritu se transforma, con la llegada del movimiento román-
tico, en el contenido del arte romántico.
La época de Hegel ha contemplado, por tanto, el surgimiento de una nueva forma
artística: la forma romántica del arte. Y su contenido coincide esencialmente con el de
la religión cristiana, la religión absoluta para Hegel. En Grecia, la unidad de lo divino
y de lo humano era puramente inmediata en su objetividad sensible: “no es para el
espíritu una posesión de la subjetividad interior”39. La verdadera unidad sólo puede
obtenerse en la inteligencia interior y auto-consciente, y no en la forma humana que
existe sensiblemente tal y como se percibe inmediatamente en su externalidad.
La limitación impuesta por el arte clásico, en el que la idea modelaba la materia
y sólo el cuerpo humano era, en último término, capaz de dar respuesta a las elevadas
exigencias de la idea, impedía que la auténtica interioridad del espíritu pudiese ex-
presarse materialmente. Pero con el cristianismo se produce un nuevo amanecer en la
historia del arte. Es el cristianismo y no el arte, prosigue Hegel, quien trae la unidad
de lo divino y de lo humano ante nuestra inteligencia como una unidad consciente y
subjetiva que sólo el conocimiento espiritual y el espíritu pueden realizar.
Esa conciencia es subjetiva e individual, que abandona la adecuación recíproca
entre la forma y el contenido que había dominado la idiosincrasia artística del período
clásico, liberándose de toda atadura. El arte romántico es así la auto-trascendencia del
arte mismo40, la liberación definitiva de los límites que la materia pueda imponer a
la idea. En el arte romántico, el espíritu se ha reencontrado definitivamente consigo
mismo. Ha superado la parcialidad de la permanencia en su esfera de interioridad sub-
jetiva o la parcialidad de alienarse en el mundo exterior de los contenidos materiales,
siempre incapaces de darle adecuada expresión. El espíritu es ahora espíritu absoluto
en el arte. Es el arte absoluto, como para Hegel la religión absoluta es el cristianismo
por lograr una síntesis inigualable entre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito.
En el arte romántico se da la absoluta interioridad, la subjetividad infinita de Dios,
como verdadero contenido de la obra. El Dios romántico es visible en su invisibilidad,
y en la obra artística romántica su “encarnación humana es tal que somos capaces de
sentir enseguida su la presencia de lo divino en él”41. El centro de este nuevo arte no es
sino la historia de la redención, la historia de Dios. Al igual que el esquema dialéctico
del exitus-reditus del espíritu hasta reencontrarse consigo mismo como espíritu abso-

38
Op. cit. 37.
39
Ibid.
40
Op. cit. 38.
41
Ibid.
274 CARLOS BLANCO

luto, atravesando todos los avatares de la naturaleza y de la historia, es en la filosofía


de Hegel una transposición de la teología cristiana, y en particular del misterio pascual
de Cristo, a la reflexión filosófica para descubrir su verdadero y universal contenido
con independencia de las representaciones concretas que haya podido adoptar en
las distintas tradiciones religiosas; en la estética hegeliana late también y de manera
claramente perceptible ese núcleo cristiano que siempre inspiró el pensamiento del
gran filósofo alemán.
La redención late en el arte romántico. El romanticismo es la expresión artística
de la redención del hombre llevada a cabo por la divinidad, y en “su significado sus-
tancial, la redención consiste en la reconciliación de Dios con el mundo y por tanto
consigo mismo a través del hombre”42. Difícilmente podía condensarse en tan pocas
palabras la esencia misma del pensamiento hegeliano, su clave más profunda e ínti-
ma. Toda la ambiciosa y monumental descripción fenomenológica de las etapas que
atraviesa el espíritu no es sino la filosofía de la redención, la elucidación del contenido
filosófico que el cristianismo expresa mediante la doctrina de la redención. Dios sale
de sí mismo, de su infinita subjetividad, y sale al mundo de lo exterior. Se niega a sí
mismo, se abaja, desciende en un supremo acto de synkatábasis o condescendencia,
y regresa finalmente a sí mismo como espíritu absoluto, espíritu que ha sido capaz de
superar lo infinito y lo finito, la subjetividad divina y el mundo, la dialéctica entre la
libertad y la naturaleza.
En el arte clásico no era posible introducir la negatividad del mundo, negación de la
infinita interioridad de Dios. El mal, el sufrimiento, la finitud, quedaban al margen de
la expresión artística. Era un arte ajeno a la historia. Un arte de las formas universales.
Un arte de lo bello en sí. Pero era un arte cerrado sobre sí mismo. Un arte que no se
había abierto al proceso dialéctico que inunda y define la realidad.
En el are romántico, por el contrario, todas las oposiciones son superadas por el
amor. El amor se convierte, para Hegel, en el contenido del arte romántico, ya que
manifiesta todas las fases por las que el espíritu absoluto debe pasar en su regreso,
una vez se ha reconciliado con lo otro, con su negación, y vuelve a sí mismo habiendo
trascendido toda tesis y toda antítesis, toda afirmación y toda negación.
Y si el amor es el contenido del arte romántico, también es su forma. Ya no sólo
externaliza la idea en la materia, sino que la obra artística romántica también interioriza
la idea, la idea que después de abandonar el mundo de la interioridad y posarse en el de
la exterioridad, vuelve a la interioridad habiendo superado exterioridad e interioridad,
y por tanto reflejando la verdad del espíritu.
¿Por qué el amor? Porque el amor es el olvido de uno mismo, de tal modo que en
su olvido se logra la auténtica posesión de uno mismo. Dios es amor para el románti-
co, como para el Nuevo Testamento. De hecho, cuando el arte romántico trasciende
la temática puramente religiosa, sus temas principales son el honor, la fidelidad y el
amor. Sólo el romántico percibe la infinitud de la subjetividad.
42
Op. cit. 39.
Ensayos filosóficos y artísticos 275

Esas tres formas universales del arte (simbólica, clásica y romántica) no dejan de
ser meras abstracciones hasta que no se incorporan en obras reales de arquitectura,
escultura, pintura, música y poesía.
La arquitectura consiste para Hegel en “manipular la naturaleza externa inorgá-
nica: la materia en sí es su material en su externalidad inmediata, y sus formas son
las mismas que las de la naturaleza inorgánica, pero ordenadas de acuerdo con las
relaciones de simetría que establece el entendimiento abstracto”43. La arquitectura
coincide en lo fundamental con la forma simbólica del arte, y prepara el camino para
que Dios more entre los hombres. La arquitectura construye el templo de Dios en su
comunidad. Podemos apreciar nuevamente la importancia de la temática religiosa en
la obra hegeliana.
La escultura, por su parte, coincide esencialmente con la forma clásica del arte:
“la forma infinita de la mente, que ya no es meramente simétrica, se concentra ahora
en modelar su correspondiente existencia corporal”44. La naturaleza externa ya no se
manipula sólo en base a sus cualidades mecánicas, como en la arquitectura, sino según
las formas ideales de la figura humana, haciendo uso pleno de sus tres dimensiones
espaciales. El escultor da forma a la materia para reflejar en ella una idea. Y si la ar-
quitectura construye el templo de Dios, el templo en el que pueda habitar el espíritu,
la escultura edifica la estatua de Dios que se ubica en el templo.
Una vez descritas brevemente las artes de la arquitectura y de la escultura, el
análisis estético entra necesariamente en la esfera de la subjetividad. Ocurre así en la
pintura. La visibilidad de la pintura está subjetivamente idealizada, y ya no necesita
la masa mecánica sobre la que trabaja el arquitecto, ni la especialidad que requiere la
escultura.
En la música se alcanza un grado de subjetivación y de particularización aún más
profundo, porque “la música idealiza lo sensible al concentrar la externalidad del es-
pacio, cuya semejanza es retenida totalmente por la pintura, en un único punto”45. La
materia en su idealidad, sin espacio, dilatada en el tiempo, es el sustrato de la creación
musical. En el sonido, materia prima de la música, la materia pierde su especialidad
y se dilata en el tiempo. Es la energía. La música, al permitir esta ruptura con la espe-
cialidad, que para Hegel había sido una de las causas principales de la auto-limitación
de la forma clásica del arte, se sitúa en el centro mismo del arte romántico.
Pero el modo más espiritual de representación en el arte romántico no es la música,
sino la poesía. Ni siquiera las sonatas de Beethoven son capaces de llegar a la intimidad
de la conciencia como los versos de Goethe o Schiller. En la poesía, lo audible y lo
visible son meros indicadores de la idea, signos de la idea, que se ha hecho en sí mis-
ma concreta al pensamiento: “el verdadero medio de la representación poética no es,
por tanto, la palabra visible o audible en sí, sino la imaginación poética o la intuición

43
Op. cit. 64.
44
Ibid.
45
Op. cit. 66.
276 CARLOS BLANCO

intelectual en cuanto tales. Y como este elemento les es común a todas las formas de
arte, la poesía las recorre todas –la simbólica, la clásica y la romántica– y se desarrolla
independientemente en cada una”46.
La poesía es el arte verdaderamente universal, pues asume los modos de represen-
tación de las demás artes, y todas las formas artísticas. Podemos comprobar cómo en la
caracterización hegeliana de las artes se da una progresiva reducción de dimensiones:
si en la arquitectura y en la escultura teníamos las tres dimensiones espaciales, en a
pintura sólo hay dos (y el descubrimiento renacentista de la perspectiva supone un
verdadero hito en la historia de la estética, de profundas connotaciones filosóficas),
mientras que en la música ya no hay dimensiones. La onda sonora musical es energía
que se desplaza en el aire. En la escultura, el artista modela y es capaz de sobreponerse
a la gravedad mecánica de la materia.
En la música, la materia está en su puro movimiento, desplazándose como vibra-
ción en el aire. La poesía, por su parte, integra las notas de las artes visuales y de las
musicales, y su medio propio es la imaginación, lo que le permite expresar todo cuanto
la mente es capaz de concebir47.
La tarea del filósofo que reflexiona sobre el arte no puede consistir en el simple
criticismo de las obras artísticas concretas, sino en la búsqueda del concepto funda-
mental de lo bello y del arte a través de todas las etapas por las que ha transitado en el
curso de su realización. Y es que Hegel intentó integrar las artes en la dinámica misma
del espíritu, en las determinaciones sucesivas que va adquiriendo hasta convertirse en
espíritu absoluto. Eso es justamente el arte: una determinación suprema del espíritu.

46
Ibid.
47
Op. cit. 143.
COMPASIÓN Y ESPERANZA (2008)

Tener compasión significa sufrir con los demás. Tener compasión significa hacerse
partícipe de las angustias de los demás. Tener compasión significa ver en el otro a
uno mismo.
Cuentan que Habermas le preguntó a Herbert Marcuse en su lecho de muerte sobre
el fundamento de los juicios morales. Marcuse le respondió que los juicios morales se
fundamentan en la compasión. Compasión, Mitleid en alemán, precisamente el lema
con el que Willy Brandt ganó su segunda campaña para canciller de Alemania. Ale-
mania necesitaba compasión, y no sólo recetas económicas. Las recetas económicas
que se toman al margen del principio de compasión resultan, en el fondo, inhumanas.
No hay ni economía, ni ciencia, ni sociedad, ni política sin compasión. Desprovistas
de compasión, se convierten en realidades inhumanas.
En estos tiempos de turbulencias financieras todo el mundo exige medidas que pa-
lien la crisis. Pero cada vez más personas exigen compasión. Compasión con aquéllos
de los que nadie se acuerda. Compasión con los millones de personas que permanecen
al margen del sistema. Compasión con los millones de personas que no pueden be-
neficiarse de los extraordinarios logros que la ciencia, la cultura y la tecnología nos
brindan en los países desarrollados. Compasión con quienes, en nuestro propio país,
sufren desprecio, exclusión y olvido. Y compasión también por quienes permanecen
indiferentes, más preocupados de sus propios intereses, sin bajar nunca la mirada a
los que yacen sin esperanza.
Tener compasión significa, en definitiva, tener esperanza. Tener esperanza en que
todo puede cambiar. En que la situación actual no es ni mucho menos irreversible.
Tener esperanza en que el conocimiento y la educación en valores humanistas nos en-
señen a abrir nuestra mente al mundo y a los que nos rodean. Tener compasión por la
278 CARLOS BLANCO

naturaleza que sufre por la desidia humana y por la ceguera que nos ha hecho olvidar el
futuro. Tener compasión por la humanidad. Tener compasión por cada hombre y mujer.
En suma: que la compasión guíe nuestras vidas y que la compasión guíe la so-
ciedad. Que la compasión se traduzca en justicia, en libertad y en fraternidad. Que la
compasión se traduzca en más y más conocimientos. Que la compasión se traduzca en
mayor tolerancia. Que la compasión se traduzca en mayor respeto por otras culturas,
religiones y formas de ver el mundo. Que la compasión se traduzca en fascinación
ante lo irrepetible de cada ser humano.
COMTE Y LA LEY DE LOS TRES ESTADIOS (2008)

El filósofo francés del siglo XIX Auguste Comte, uno de los padres de la socio-
logía, propuso una famosa ley que explicaría, según él, la evolución de la conciencia
humana a lo largo de la Historia.
Para Comte, la Humanidad habría pasado por tres etapas sucesivas. En su nivel ini-
cial de progreso, la Humanidad estaría dominada por la mentalidad teológico-religiosa.
Seguidamente, se pasaría a un estadio filosófico-metafísico, que finalmente dejaría
paso al estadio definitivo, el estadio positivo, regido por la racionalidad positiva, em-
pírica y factual, donde la Ciencia lograría convertirse en rectora de los seres humanos.
Creo que en la mente humana coexisten, simultáneamente, esos tres estadios
que Comte vio como etapas sucesivas del progreso humano. En el individuo y en la
sociedad conviven lo científico-positivo, cercano a lo pragmático, con lo filosófico-
metafísico, especulativo y humanístico, y lo religioso. Los tres estadios responden
justamente a las tres grandes dimensiones que, a grandes rasgos, pueden identificarse
en la mente humana: la proyección objetiva, que busca la certeza y la reproductibilidad,
y que impera en el método científico, capaz de ofrecernos una descripción aproximada
y siempre mejorable del mundo material; la proyección subjetiva, que responde al
universo de nuestras propias creaciones, al mundo de la cultura y de la originalidad
humana, donde el ser humano no se limita a observar y explicar la realidad externa
a él, sino que es artífice de su propia realidad. Y, en último término, el ansia de infi-
nitud, el sentimiento que nos hace depender de una realidad absoluta, más allá de las
realidades objetiva y subjetiva, y que se plasma en la conciencia religiosa que de una
u otra forma ha acompañado al ser humano a lo largo de su historia.
Los tres estadios constituyen planos diferenciados, que es preciso distinguir. El
ámbito de lo científico-positivo no es el de lo filosófico-metafísico. De hecho, cuando
280 CARLOS BLANCO

lo que en un principio se tenía por filosófico-metafísico se ha ido constituyendo en


disciplina separada, ha acabado asimilándose a las ciencias naturales en cuanto a me-
todología y procedimientos. Por ejemplo, en la historiografía crítica, en la filología o
en la sociología, antes sujetas al discurso de los metafísicos, se ha logrado establecer
una metodología positiva que las convierte en auténticas ciencias, aunque lógicamente
no estudien los mismos ámbitos que las ciencias naturales y no posean una arquitec-
tura matemática comparable. El verdadero espacio de lo filosófico y de lo metafísico
pertenece a la creatividad de cada autor, a su subjetividad, a su aportación propia.
Lógicamente, el pensador se servirá de razones que él considere universalmente
válidas para ser propuestas a otros, y tratará, en cierta medida, de adecuarse al paradig-
ma positivo. Pero, en el fondo, que escoja una u otra vía de pensamiento no siempre se
podrá explicar por motivaciones estrictamente racionales, lógicas y apodícticas, sino
más bien por factores subjetivos e históricos que le inclinaron por esa forma de pensar.
Y, finalmente, el estadio de lo teológico-religioso nos habla de ese deseo humano de
superación, de trascendencia, de ruptura de barreras y de límites para abrirse a hori-
zontes más amplios. Subsiste en el ser humano esa nostalgia de infinito, de absoluto,
que no parece satisfacerse en la Historia, aunque sea justamente en la Historia donde
encuentre los modos y los cauces de expresar ese sentimiento de apertura hacia la
realidad absoluta, porque percibimos que nos encontramos en un mundo de finitud y
de contingencia, y por otra parte nos sentimos capaces de lo infinito, infinito que en
las grandes religiones acaba manifestándose como Amor Supremo y donación pura,
justamente porque en el pensamiento no hay nada más omniabarcante y universal.
Las tres esferas son legítimas, porque las tres esferas son profundamente humanas.
El ser humano quiere conocer y dominar el mundo que le rodea, al igual que quiere
conocerse a sí mismo y contribuir con su propia subjetividad al “crecimiento” de sí
mismo, del mundo y de la sociedad. Y también desea la plenitud, que en no pocas
ocasiones le sirve como impulso para seguir existiendo y como marco desde el que
entender su vida y lugar en el mundo.
Lo importante, en consecuencia, es que las tres esferas sepan reconocer sus ámbitos
respectivos, que sólo la experiencia histórica va revelando. Costó mucho separar el
razonamiento metafísico del científico, al igual que la intromisión del discurso teo-
lógico en el científico o viceversa. Pero conforme progresamos, vamos adquiriendo
una mayor conciencia de esos ámbitos, nos vamos poniendo “por encima” de ellos,
porque nos vamos conociendo a nosotros mismos y vamos entendiendo cómo y con
qué categorías opera nuestra mente.
Y más importante aún es que aprendan a dialogar sin confundir. Lo positivo no
puede pretender ofrecer, por ejemplo, un modelo de sociedad, porque las sociedades
no sólo se han gestado sobre la base de hechos empíricos y constatados, sino de
concepciones distintas que han ido surgiendo en el seno de la subjetividad humana,
concepciones que, de hecho, luego se van examinando a la luz de sus resultados po-
sitivos. Análogamente, de las religiones no se deducen necesariamente modelos de
Ensayos filosóficos y artísticos 281

sociedad, sino principios que intentan ayudar al ser humano a articular su existencia
terrena con su mirada a lo absoluto, como tampoco pueden ofrecer una explicación
sobre los procesos positivos que explica la Ciencia. Ni la Ciencia puede arrogarse la
capacidad de saciar los anhelos de infinitud que hay en el ser humano. Y, aunque son
ámbitos separados con sus espacios propios, interactúan constantemente y de manera
recíproca: el discurso positivo no es igual al discurso ético-moral, pero con frecuencia
hay que juzgar lo científico-positivo éticamente y, a la inversa, el valor de una deter-
minada concepción ética desde sus frutos reales.
Ignoro si la Humanidad ha pasado, verdaderamente, por etapas sucesivas. Pero
prefiero pensar que, más que etapas sucesivas, lo que realmente se da es una coexis-
tencia de esferas, que fundamentalmente se reducen a tres ámbitos. Hay épocas en las
que predomina más la una que la otra, pero en el fondo siempre acaban coexistiendo.
EL CUARTO ESTADIO (2008)

En un artículo titulado “Comte y la ley de los tres estadios” expresé mi convicción


de que lo que el filósofo y sociólogo francés Auguste Comte había concebido como tres
etapas que se van superponiendo en la historia intelectual humana, a saber, la religión,
la metafísica y la ciencia positiva, se mostraba en realidad como una convivencia o
yuxtaposición de estados.
Religión, filosofía y ciencia acaban complementándose en la configuración de la
visión, individual y social, del mundo. El auge de la ciencia no ha supuesto la desapa-
rición de la religión, como el auge de la religión nunca anuló la reflexión filosófica.
Los tres estadios de Comte no son sustitutivos.
Creo que los grandes avances de las ciencias naturales y matemáticas, el desarrollo
del pensamiento filosófico y el modo en que las religiones han sido capaces de edificar
una cultura sobre la base de su identidad originaria, nos ha permitido acercarnos a la
puerta de un cuarto estadio.
Propongo como denominación provisional de este cuarto estadio de la historia
intelectual de la Humanidad la de “estadio de la ulterioridad”. Así como hubo, y sigue
habiendo, un estadio teológico, un estadio filosófico y un estadio científico-positivo,
pienso que la ciencia misma, con su descubrimiento de la indeterminación (fundamen-
to de la mecánica cuántica y de la teoría del caos) y de la complejidad (el horizonte
principal de la matemática, de la biología y de la neurología), nos ha introducido en
una nueva etapa. Esta etapa tendrá como ejes conceptuales la interrelación, la sistema-
ticidad y la complejidad. Las entidades individuales se perciben ahora (y en realidad
ya desde el siglo XIX con la teoría de la evolución y con la emergencia de la filosofía
organicista) como partes de un todo. Cada entidad individual va más allá de sí misma,
no se agota en sí misma, sino que desde sí misma apunta a un sistema más abarcante y
284 CARLOS BLANCO

complejo desde el que se entiende. Llamo a este hecho, el de la trascendencia que todo
ente tiene sobre sí mismo y que remite intencionalmente a una realidad más amplia y
fundante, “ulterioridad”. La verdad de cada individualidad no reside en sí misma, sino
en su autotrascenderse hacia una sistemática mayor y más inteligible.
El ser humano, como toda realidad finita, empieza a verse a sí mismo como inte-
grante de un todo mayor. Los avances de la ciencia, al mismo tiempo que nos asombran
con su poder de responder a nuestros interrogantes, nos abruman con la ignorancia que
vamos acumulando. Y parece que ese horizonte no tiene fin. El verdadero horizonte
de la ciencia y del conocimiento humano va siendo, más bien, la infinita posibilidad
de preguntar y de buscar un fundamento siempre más trascendental. El infinito es el
horizonte de la nueva era en que vivimos. Nos hemos descubierto a nosotros mismos
como partes de ese incesante y progresivo camino hacia lo infinito. Todo es ya ulte-
rioridad, porque todo conocimiento termina remitiendo a un conocimiento previo y
más abarcante.
Las religiones ya nos hablaban de la pertenencia humana al reino de lo infinito.
Y es que en Dios “vivimos, nos movemos y existimos”. Y también los grandes siste-
mas filosóficos, de diverso signo, han reparado en la aparentemente interminable e
infinita capacidad humana de reflexión y de interrogación, y pocos se han atrevido a
postular que algún día la ciencia nos proporcionase respuestas definitivas para todo.
El surgimiento, precisamente, de las nociones de indeterminación en la ciencia nos ha
abierto, ya sin retorno, a ese horizonte de infinitud.
Tengo la convicción de que los progresos sociales y económicos, suscitados sobre
todo por la ciencia, la técnica y la interiorización de la ética en cada individuo, harán
que en las décadas venideras los trabajos más arduos no los tengan que realizar seres
humanos, sino máquinas. Así, los hombres y las mujeres de un futuro no muy lejano
podrán centrarse en la reflexión, en el pensamiento, en la ciencia y en la ayuda mu-
tua. Todos contribuirán a dejar aún más patente ese horizonte de infinitud al que nos
enfrentamos.
Emerge también un horizonte fascinante para el cristianismo, la fe que profeso. Un
horizonte que le permitirá contemplar cómo en su inmenso legado espiritual, moral
e intelectual no hay sino una llamada constante a que el ser humano perciba que está
hecho para lo infinito, absoluto e inconmensurable: “Nos hiciste para Ti, Señor, y
nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti” (San Agustín).
EL SUPERHOMBRE (2009)

No puedo borrar de mi memoria los desesperados gritos de Zaratustra, que son en


realidad los clamores más profundos de Nietzsche, pidiendo la superación del hombre
y el advenimiento del superhombre.
Pero, ¿acaso necesitamos un superhombre? ¿Acaso tiene que ser superado el ser
humano en su condición actual? ¿Es siquiera posible concebirnos de manera distinta
a como somos en el presente?
Yo también grito a lo alto y a lo bajo y pido que venga un superhombre. El super-
hombre no será un individuo excepcional o único. La historia ha conocido muchos
grandes hombres y mujeres que, probablemente, se acercaban al ideal de superhombre
de Nietzsche. Pero eso no es el superhombre: el superhombre es el ser humano radical-
mente transformado. Es el hombre que ha sido capaz de asumir un nuevo estatuto, una
nueva misión, un nuevo horizonte. Es el ser humano que imagina un mundo distinto,
el ser humano que se trasciende a sí mismo y ayuda a que los demás también se auto-
trasciendan, es el ser humano que, en definitiva, lleva a la humanidad a un escenario
de plenitud. El superhombre es la humanidad misma que ha superado el egoísmo y la
parcialidad que marcan la existencia de tantos hombres y mujeres y que nos impiden
vivir en paz. El superhombre es la humanidad en paz consigo misma.
Lo repito: el superhombre no es un individuo, sino la propia humanidad que ha
dejado atrás un pasado de odios y de rencores, de sufrimientos y de enfrentamientos,
de parcialidad y de ignorancia, para edificar un espacio de apertura infinita, en el que
todos quepan, en el que todos puedan forjar su propio destino y contribuir a un destino
común.
Tal y como está la humanidad ahora, sumida en brechas casi indestructibles que
separan a millones de hombres y mujeres, que levantan barreras en vez de construir
286 CARLOS BLANCO

puentes, estoy plenamente convencido de que no tiene futuro. Esta humanidad no


tiene ningún futuro. Tiene que ser superada, y lo tiene que hacer ella misma. No hay
futuro para una humanidad que permite que haya en el mundo tanto sufrimiento que se
podría evitar mediante la razón y la compasión. Ojalá venga algún día el superhombre,
que no será un mesías individual, sino la humanidad consciente de sus verdaderas
capacidades: la humanidad que espera un futuro nuevo.
FINES EN UN REINO UNIVERSAL DE FINES (2009)

Una de las formulaciones del imperativo categórico de Immanuel Kant es la


siguiente: “tratar siempre al ser humano como un fin en sí mismo dentro de un reino
universal de fines”.
Estoy convencido de que la consideración de la persona humana como fin en sí y
nunca como un medio constituye quizás el ideal más elevado de la ética. La historia
del progreso humano ha consistido precisamente en la capacidad creciente que nues-
tras sociedades han tenido para proporcionar a hombres y mujeres mayores resortes
de autonomía, de conocimiento, de libertad y de creatividad. Con el desarrollo de las
ciencias de la naturaleza y del espíritu, con el avance en la extensión de los derechos
individuales y sociales, con las grandes edificaciones del arte y de la cultura, el ser
humano ha podido verse, cada vez con una conciencia mayor, como un verdadero fin.
Con todo, no podemos negar que el progreso exhibe una esfera de negatividad
que puede llegar a atemorizarnos: la ciencia y la técnica dan alas al ser humano para
explorar escenarios hasta entonces desconocidos e inimaginables, pero también nos
esclavizan dentro de su potencial destructor y cercenador de nuestra libertad; la ra-
cionalización de la organización social contribuye a que podamos progresar conjun-
tamente y proponernos metas comunes, pero también se traduce en un ahogamiento
de las energías creativas del individuo, sometido a lo inexorable de la dinámica social.
Nos transformamos, en definitiva, en medios al servicio de fines ajenos. El desarrollo
económico no siempre contribuye a que la persona pueda constituirse en fin en sí
misma, sino que con frecuencia la convierte en un medio dentro de un proceso, el del
crecimiento económico, que no tiene por qué resultarle beneficioso y humanizador.
La pregunta es, por tanto, cómo es posible que, teniendo la conciencia firme y
profundamente arraigada en nuestro interior, de que sólo podemos concebirnos como
288 CARLOS BLANCO

fines, y de que toda interpretación del destino del ser humano que se aleje de ese con-
cepto de fin en sí mismo representará un retroceso a formas primitivas y deshumani-
zadores, podamos llevar dicha conciencia a su realización en el curso de la historia.
Las ambivalencias de la historia, la negatividad que en ella subsiste y que se
manifiesta en las contradicciones del pasado y del presente, no parece que vaya a
resolverse nunca, ni siquiera en el más idílico de los futuros. Persiste la contradicción
por antonomasia de todo entusiasmo positivo en la construcción de una historia más
humana, que es la muerte como no-utopía radical, la muerte como expresión de que
el ser humano está, en su vida terrena, condenado a ser al fin y al cabo un medio en
el encaminamiento incierto de la especie hacia un término que se nos antoja incom-
prensible. En este caso podríamos, a lo sumo, ser contemplados como una negatividad
creativa, pues con nuestra muerte y con nuestros deseos permitimos que surjan nuevas
realidades y que cambie el mundo en el fatigoso andar de la evolución y de la historia.
Pero se mantiene lo que Max Horkheimer llamaba “el anhelo de justicia cumplida”, el
ansia de que el verdugo no triunfe sobre la víctima y de que las injusticias de la historia
no permanezcan impunes; un anhelo que da lugar a la nostalgia por un totalmente-otro
al mundo y a la historia, a un Dios que pueda aún salvarnos.
¿Acaso estamos condenados a concebirnos como fines sólo en la medida en que
esta idea se proponga como ideal utópico e inalcanzable de la razón y de la dignidad
humanas, o podemos pensar que sí es posible vernos como fines en sí mismos que
pueden sobreponerse a toda eventual reducción a la condición de medios?
La ciencia, la filosofía, el arte y en general toda búsqueda humana de algo que
supere la contingencia de su presente son expresiones de la firme voluntad de lograr
la condición de fines en sí mismos. Toda lucha humana por un mundo mejor, por una
acción ética, por una respuesta a los interrogantes de la ciencia, por un espacio de be-
lleza y de compasión, remite al anhelo de sentido. El sentido lo da el fin, y no el medio.
El medio conduce necesariamente al fin como categoría que explica la naturaleza y
el significado del medio. Si buscamos un sentido a nuestra existencia y a los afanes
humanos a lo largo de la historia, es porque buscamos ser fines y no medios. Y el fin
es la permanencia. El fin permanece aun cuando el medio se ha agotado. Hablar del
ser humano como fin en sí mismo es hablar de la presencia de una realidad perma-
nente en la historia, de un Geist o espíritu que une lo aparentemente divergente en una
dimensión de totalidad unificadora.
El anhelo infinito, que en las religiones se manifiesta como Dios, reflejo de la in-
satisfacción infinita de la humanidad, ha configurado la historia y el sentido mediado,
es decir, el sentido de cada época, que siempre cuenta con un antecedente y con un
potencial consecuente en el ritmo de los tiempos, pero que no crea el sentido final de la
historia. Y el objeto de la mayor esperanza humana, de nuestra esperanza fundamental,
sólo puede ser el sentido final de la historia.
La fuerza del optimismo humano, fuerza que ha impulsado la historia, reside en
gran medida en nuestra capacidad para vernos como parte de un escenario que nos
Ensayos filosóficos y artísticos 289

trasciende. Podemos sentirnos partícipes de una historia, hombres históricos que con
sus acciones edifican un mundo que va más allá de sus aspiraciones individuales,
del mismo modo que el científico puede sentirse parte de la fascinante aventura del
conocimiento. Y en toda época podemos ver la oportunidad de un nuevo comienzo
que corrija las desviaciones de tiempos anteriores en el camino hacia un mundo más
humano. Este optimismo siempre es necesario y siempre está justificado: uno puede
ser pesimista con respecto a su presente, pero nunca con respecto a su futuro. Llevamos
algo eterno en nosotros, que es la conciencia moral de lo incondicionado y permanente,
del bien por el bien que trasciende toda eventual contingencia, y este incondicionado-
subjetivo en el ser humano (“haz el bien y evita el mal”), como norma suprema de
nuestras acciones y como destello de lo permanente en el individuo, es una puerta de
perenne esperanza que nunca debemos cerrar. No es de extrañar que Kant mostrase
tanta confianza en el poder de la intención moral pura, con la que converge el núcleo de
las grandes religiones, en su obra La Religión dentro de los Límites de la Mera Razón.
La voluntad santa, que cumple el deber por el deber porque es consciente de la infinita
dignidad de la razón humana, edifica ya el Reino de Dios en la Tierra.
El esfuerzo por legar algo que permanezca aun después de nuestra muerte, y es-
pecialmente en el campo del conocimiento y del bien, nos liga a lo incondicionado y
manifiesta lo eterno en nosotros. Tenemos razones para ser optimistas, porque pese
a las ingentes contradicciones de la historia, con el tiempo hemos caminado hacia un
escenario regido por mayor conocimiento y mayor capacidad de bien. La felicidad no
puede separarse de la contemplación de lo absoluto e incondicionado en mí ya en el
mundo, reflejo de la esperanza de un sentido que se da en lo permanente que subyace
a toda búsqueda de conocimiento, de amor y de belleza, de cumplimiento de la ley
moral y de ansia de progreso y de comunión entre los hombres y mujeres de la historia
universal. No es esto sino el Reino de Dios que se incoa en el aquí y ahora del mundo
y de la historia, y que remite a la esfera del fundamento incondicionado, del porqué
último: el reino universal de los fines, la mayor de las utopías no realizadas, pero la
única capaz de saciar las ansias infinitas de conocimiento, de justicia, de amor y de
belleza que alberga la mente humana.
En ese reino, del que la música de Bach es sólo un destello o la belleza de las
ecuaciones de Einstein un tímido reflejo, el ser humano será después de todo un fin
en sí mismo, un sentido incondicionado en comunión con otros sentidos incondicio-
nados y permanentes. Y este concepto de reino universal de fines no debe entenderse
como una concesión a la fe religiosa ante el miedo a la muerte y a la posibilidad de
una ausencia de sentido en la historia, sino que es un concepto que la razón descubre
por sí misma, sobre la base de su dignidad y de sus anhelos infinitos, que exigen una
respuesta igualmente infinita. Las religiones son expresiones en las distintas épocas y
culturas del infinito deseo humano de conocimiento, de bien y de belleza, dentro de sus
simbolismos, de sus ritos y de sus comunidades. En su sustancia más profunda remiten
290 CARLOS BLANCO

a la universal búsqueda humana de un sentido que permanezca, y que comparece con


particular fuerza en la verdad y en el bien.
El reino universal de los fines se edifica ya en el mundo, cuando hacemos del
mundo y de la historia un lugar en el que sea posible concebir a cada ser humano como
un fin y nunca como un medio para fines distintos a los de su propia realización y de
su propia dignidad. Sólo cuando sea posible decir sin reparos que homo homini homo,
que el hombre es un hombre (un fin) para el hombre, como pedía Ernst Bloch en El
Principio Esperanza, podremos estar seguros de incoar en el aquí y ahora de la historia
ese reino universal de los fines, ese reino eterno e incondicionado que en muchas reli-
giones se contempla como Reino de Dios. Mientras tanto, en un mundo donde tantos
hombres y mujeres son utilizados como medios para el desarrollo económico y para
el enriquecimiento ajeno, en un mundo donde tantas personas carecen de lo necesario
y están privadas del acceso a los frutos más nobles del conocimiento y de la belleza
cosechados por sus congéneres a lo largo de los siglos, creo que es urgente que nos
demos cuenta de que sin una humanización del mundo y de la historia será imposible
que el ser humano alcance lo que su razón le impone: la condición de fin en sí mismo.
Y sólo desde el ser humano como fin es posible que brote la paz entre los individuos,
los pueblos, las culturas y las religiones.
DIOS EN L’AQUILA (2009)

El número de muertos asciende ya a doscientos noventa como consecuencia del


terremoto y de las réplicas del seísmo que ha tenido lugar en la región de L’Áquila,
en Italia. Pero más allá de las cifras y de las imágenes de muerte, de destrucción y
de sufrimiento, creo que es necesario retomar una pregunta siempre vigente: ¿dónde
estaba Dios?
Esta pregunta no puede ser considerada una blasfemia. Brota de lo más hondo de
los sentimientos humanos, de la más profunda ansia de comprensión ante lo que a día
de hoy nos resulta inexplicable. Millones de personas en todo el mundo creen, de una
u otra forma, en la existencia de un Dios omnipotente que ha creado el mundo con
sabiduría y con admirable designio, que todo lo ha hecho con “orden, peso y medida”, y
sin embargo, la aplicación inexorable de las leyes de la naturaleza continúa generando
caos y dolor. Cierto es que, en no pocas ocasiones, esas mismas leyes benefician al
género humano, y con todo, cierto es también que históricamente han sido fuente de
aniquilación, de llanto y de lamento.
No puedo evitar retomar la pregunta que se hacía Voltaire a raíz del terremoto
que asoló la ciudad de Lisboa en la festividad de Todos los Santos de 1755: ¿dónde
está Dios? ¿Dónde está el Dios sabio y providente de las religiones monoteístas? Un
Dios personal, de existir, debe escuchar al ser humano y sentirse interpelado por el
grito que le dirige una humanidad doliente: ¿dónde estás? ¿Dónde tu poder? ¿Dónde
tu sabiduría? ¿Dónde tu misericordia?
Con frecuencia diluimos la pregunta, y esquivamos su fuerza refugiándonos en
la culpabilidad humana. Ya lo hizo Rousseau en su polémica con Voltaire: el mal está
dentro de nosotros y no fuera de nosotros. Dios, argumentaba Rousseau, no era el
responsable de haber construido casas apiladas en Lisboa que cayeron presas de las
terribles olas suscitadas por el maremoto. Dios no era el responsable de que la huma-
292 CARLOS BLANCO

nidad se hubiese agrupado en grandes urbes que, de producirse un seísmo, caerían


rápido bajo sus devastadores efectos. El hombre es el responsable, y no Dios. Pero
entonces, ¿qué papel juega Dios? ¿Podemos todavía exculpar a Dios de todos los
males, convirtiéndolo en el “eterno exonerado”, como denunciaba Feuerbach, que se
apropia de los éxitos de la humanidad y rehúye sus fracasos, un Dios al que sólo se le
puede atribuir lo bueno y del que nunca puede predicarse nada malo? ¿Acaso hemos
de ser cautivos de un concepto tan elevado, tan sumo, tan hierático de la deidad per-
sonal de las religiones monoteístas que nos impida incluso plantearle lo más humano
que podemos plantearle: la pregunta por el sentido del sufrimiento? Porque nada es
tan humano como hacer preguntas, ya que “la pregunta es la piedad del pensamiento”
(Heidegger).
¿Dónde estaba Dios? ¿Dónde estaba Dios en L’Áquila o dónde estaba Dios en el
tsunami de 2004? La teología perdería su razón de ser si ahogase el poder de la pregun-
ta, y se escondiese en cómodas fórmulas para salir al paso. La teología no puede mirar
hacia otro lado. Debe ser consecuente con lo que se deriva de creer en un Dios personal
y omnipotente que todo lo ha creado para su mayor gloria. ¿Contribuye el terremoto
de L’Áquila a glorificar a Dios? Extraño modo de dar gloria al Ser Supremo, sin duda.
Las leyes de la naturaleza no son ni justas ni injustas: son ciegas. Unas veces nos
favorecen y otras nos perjudican, como unas veces favorecen a determinados animales
o plantas y otras los perjudican (porque también sufren cuando experimentan este tipo
de catástrofes). Las tragedias naturales siempre se ceban sobre los más débiles, sobre
los más pobres, sobre los más vulnerables. Los ricos y poderosos siempre disponen
de resortes para protegerse de las inclemencias de una naturaleza en ocasiones hostil,
aunque con frecuencia también viven en sus propias carnes sus efectos destructivos,
como la enfermedad.
La naturaleza no conoce la justicia. La justicia es algo que pertenece al mundo
humano, un mundo mediado por la reflexión sobre los medios y los fines. Con el paso
de los siglos, el ingente esfuerzo de tantos hombres y mujeres ha aliviado, aun lige-
ramente, la pesada carga de la injusticia. Pero todavía hoy, el niño o la niña que nace
en un país de África es menos afortunado que el niño o la niña que nace en Europa.
Podrá ser feliz, claro está, porque la felicidad no es sólo objetiva, sino que también
responde a la subjetividad humana, al estado de ánimo, a las motivaciones que logre-
mos identificar, al entusiasmo y la esperanza con que nos enfrentemos a la vida. Pero,
objetivamente, su calidad de vida será peor.
Con la razón y con el sentimiento de solidaridad, con el conocimiento y el amor,
la humanidad ha ido edificando un mundo con la esperanza de construir una mayor
justicia, de manera que todos, independientemente del lugar en que nazcan, puedan
disfrutar del tesoro de ciencia, de arte y de bienestar material que ha labrado la ince-
sante búsqueda humana durante milenios.
La poca justicia que hay en el mundo sigue siendo obra exclusiva de los seres hu-
manos. Ningún dios puede reivindicar para sí lo que tanto esfuerzo ha costado, cuesta
Ensayos filosóficos y artísticos 293

y seguirá costando a la humanidad. La naturaleza, tan sacralizada por las religiones


antiguas, nos lleva, en el fondo, a la injusticia. Los débiles siempre pierden en la lucha
por la vida. El análogo de la naturaleza en el mundo humano es la inercia de las fuerzas
del mercado y del ansia de poder. Afortunadamente, la racionalidad humana ha sido
capaz de controlar esa inercia que siempre acaba favoreciendo a los mismos. Con ins-
trumentos como el Estado, la democracia o las instituciones hemos podido controlar la
inercia injusta, y en tantas ocasiones deshumanizadora y voraz, del mercado, y hemos
hecho que, progresivamente aunque a paso muy lento, los ricos no sigan siendo cada
vez más ricos y los pobres más pobres. Y frente a la arbitrariedad de la beneficencia
y de la limosna, que ocultan los verdaderos problemas estructurales y sistémicos, con
la razón y con el Estado como unión del interés particular y general hemos objetivado
la solidaridad en justicia, de tal manera que la cooperación entre seres humanos deje
de ser el terreno del privilegio para transformarse en un derecho.
Pero sigue persistiendo una injusticia fundamental, difícilmente corregible: la
injusticia de una naturaleza ciega que, como en L’Áquila, cercena los afanes huma-
nos. Y esa furia de la naturaleza se manifiesta como nunca en la muerte. La muerte es
lo más democrático que existe en la Tierra, ya que afecta a todos por igual: pobres y
ricos, ignorantes y sabios, débiles y fuertes. Una muerte que renueva el mundo y que
es por ello también creativa, y no sólo destructora. Con todo, se trata de una muerte
que sume nuestra individualidad, nuestra identidad, nuestra conciencia, en el océano
de lo desconocido. Como Unamuno, me es inevitable preguntarme por el destino de
mi yo: ¿qué le pasa a mi yo? Porque sigue vigente el interrogante de Kant: ¿qué me
está permitido esperar? ¿Para qué vivir y morir?
Existen en el mundo seres distintos y antagónicos. La armonía absoluta, la con-
vergencia plena entre todos los seres (inertes o vivos, irracionales o racionales…)
exigiría, precisamente, anular su individualidad y su diferenciación específica. Habría
paz absoluta en el mundo si no hubiese intereses diversos. Pero para que no hubiese
intereses diversos, fines diversos y en ocasiones mutuamente contradictorios, tendría
que dejar de haber seres distintos. Todo tendría que ser una unidad profunda, admirable
y fascinante. El cristianismo proyecta esta unidad definitiva al final de los tiempos,
a la consumación escatológica de la historia, al Reino de Dios. Entonces, será verda-
dero que Dios sea “todo en todos” y que nuestra individualidad se halle plenamente
integrada en la totalidad de la naturaleza y de la historia.
Hay mal en el mundo, en todos los niveles (físico, ético y metafísico, por asumir
la distinción de Leibniz), porque hay seres distintos, intereses distintos, existencias
distintas. Estoy convencido, como Teilhard de Chardin, de que por extraño que parezca,
con el avance del conocimiento tendemos hacia una unidad cada vez más profunda,
hacia un Punto Omega en el que también entra la naturaleza, que hemos aprendido a
valorar como uno de nuestros tesoros más valiosos, y como nuestro lugar de proceden-
cia. Pero esa convergencia sólo podrá ser definitiva en el Reino de Dios. Esto es terreno
de la fe, no de la razón. La razón sigue perpleja ante la furia de la naturaleza y ante la
294 CARLOS BLANCO

cólera del egoísmo humano. Pero la fe se mantiene firme en la esperanza de un Reino


definitivo. Sólo entonces el sufrimiento de la naturaleza y de la humanidad a lo largo
del tiempo encontrará un sentido, si es que lo tiene más allá de ser la consecuencia de
la existencia de seres distintos con intereses distintos.
¿Dónde estaba Dios en L’Áquila? No puedo siquiera concebir que Dios se ausen-
tase. Pero tampoco puedo concebir a un Dios ya presente, a un Dios que comparezca
constantemente en la autonomía del mundo. Ein Gott, den gibt es, gibt es nicht, sen-
tenció lapidariamente el teólogo-mártir Dietrich Bonhoeffer. Y, en efecto, un Dios que
“estuviese” en el mundo no puede existir. Dios tiene que ser lo que desafía al mundo,
el Totalmente-Otro (Das ganz Andere) al mundo, lo que contradice la contingencia
y finitud del mundo. Y hacia ese Totalmente-Otro sólo caben la nostalgia y el deseo,
como en el último Horkheimer.
La autonomía del mundo, para bien y para mal, es nuestro destino. Y la autonomía
exige el tiempo. Sin tiempo no hay posibilidad de que existan seres distintos. En la
eternidad todo es único y convergente, no hay divergencia porque no hay cambio. En
el tiempo surge la diferencia y la oposición. El precio de la autonomía es el tiempo,
y el precio de la autonomía es también el dolor, la negación y la carencia. Sólo si se
supera el tiempo, si todo se reincorpora a un Reino de Dios infinito, donde la balanza
de la justicia pueda equilibrarse definitivamente, como pedía Kant, y donde se instaure
el espacio de lo incondicionado, podremos hablar de ausencia de mal, de dolor y de
enfrentamiento. Entre tanto, hay un conflicto entre las aspiraciones del ser humano
por lo absoluto e incondicionado y la facticidad del mundo natural. El Dios de la Bi-
blia no es ajeno a esa batalla, como ha puesto de relieve Jon D. Levenson, profesor de
estudios judíos en la Universidad de Harvard, en su libro Creation and the Persistence
of Evil. The Jewish Drama of Divine Omnipotente. Sólo cuando se venza el poder de
la negación, del mal y de la contradicción se hará presente el Reino de Dios. Para ello
hay que superar el tiempo y la contingencia, trayendo al mundo lo que es eterno y
permanente: el conocimiento, el amor, la belleza y la compasión.
Pero esto es un misterio. Con el pensamiento y con la religión nos acercamos a
un misterio, “tremendo y fascinante”, como lo describió Rudolf Otto; un misterio
que nos embriaga y atemoriza. Un misterio inexplicable, porque si Dios no existe,
hay todavía menos esperanza para la humanidad. Yo, como Rousseau, necesito creer,
y necesito creer en un poder soberano, inmenso y majestuoso que no tiemble ante la
muerte, sino que lo oriente todo hacia la vida plena y definitiva. No puedo creer que
Jesús de Nazaret, Aquél que tanto habló del Reino de Dios, sucumbiese ante la nada
y el vacío. Dios tuvo que acogerlo. Pero, como Boecio, sigo preguntándome: Si Deus
est, unde mala; si Deus non est, unde bona?
EL ESPÍRITU DE EUROPA (2009)

El espíritu de Europa es el espíritu que comparece en Oxford y en Heidelberg, en


la música de Bach y en la de Beethoven, en la apasionada búsqueda del conocimiento
que protagonizaron Leonardo, Leibniz, Curie o Einstein, en los cuadros de Rafael y
de Velázquez, en los versos de Dante o Goethe. Ése es el auténtico espíritu de Europa:
el ansia de verdad, de bien y de belleza al servicio de la humanidad entera. Un espíritu
que, por su propia naturaleza, es de alcance universal, y que por tanto no constituye
un patrimonio exclusivo de Europa, sino que representa el legado más amplio que un
continente podría transmitir: el legado del humanismo.
Nuestra época necesita un concepto renovado de humanismo. Es algo que ya
pedía Martin Heidegger en su Carta sobre el Humanismo: un humanismo no metafí-
sico, en el sentido de un humanismo que no cosifique, que no “entifique” al ser, sino
que haga resplandecer la esencia del ser de todo ente. Lo que nuestra época necesita
es un humanismo que se abra a la contemplación del ser y que sirva al ser como su
pastor, como su salvaguardia y su cuidado en el claro de la existencia histórica. Y la
humanidad pastorea al ser, principalmente, cuando cultiva el pensamiento y el arte,
cuando realiza obras que no se agotan en la utilidad inmediata, sino que se proyectan
a una dimensión de trascendencia. En palabras del gran filósofo alemán, “la humanitas
sigue siendo la meta de un pensar de este tipo, porque eso es el humanismo: meditar
y cuidarse de que el hombre sea humano en lugar de no-humano, inhumano, esto es,
ajeno a su esencia (…). El hombre no es el señor de lo ente. El hombre es el pastor
del ser. En este ‘menos’ el hombre no sólo no pierde nada, sino que gana, puesto que
llega a la verdad del ser. Gana la esencial pobreza del pastor, cuya dignidad consiste
en ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad”.
296 CARLOS BLANCO

El humanismo debe ser pluralista; debe ser un humanismo que, incorporando


cuanto de permanente y de válido subsiste en el humanismo que ha surgido a lo largo
de la historia de Europa, se muestre capaz de asimilar otras formas de comprensión
del ser humano y de la sociedad que proceden de culturas y de religiones distintas.
Sólo un humanismo pluralista, un humanismo no eurocéntrico pero, al mismo tiempo,
plenamente enraizado en la más noble tradición del humanismo europeo, de su arte y
de su ciencia, del Renacimiento y de la Ilustración, enarbolará en nuestro tiempo la más
apremiante de las banderas: aquélla que proclame con fuerza una expresión recogida
por Ernst Bloch en El principio esperanza, su obra más célebre: homo homini homo,
“el hombre es un hombre para el hombre”.
El humanismo pluralista tiene como meta edificar una sociedad en la que el
hombre pueda ser, verdaderamente, un hombre para el hombre, y no un lobo, un ser
extraño y antagónico. Sólo una sociedad que haga del conocimiento, del amor y de la
compasión sus valores fundamentales dejará traslucir el ideal de una comunidad que
aspira a convertirse en un espacio auténticamente humanizador. La senda marcada
por el modelo social europeo establece una dirección a mi juicio irrenunciable en
toda tentativa de configuración de una sociedad basada en los valores del humanismo
pluralista. La experiencia histórica de Europa le confiere una posición única, la de
quien ha percibido con el paso de los siglos que no basta con perseguir la libertad o la
igualdad aisladamente y como principios antitéticos, sino que lo que hay que perseguir
es la síntesis de libertad y de igualdad: la fraternidad/sororidad, que se extiende no
sólo al mundo humano, sino que también comprende la naturaleza, a través de una
conciencia ecológica cada vez mayor.
Si algo puede aportar Europa al mundo es un humanismo pluralista, un humanis-
mo que sintetice la historia de la filosofía europea y el espíritu de apertura a todas las
culturas y a todas las religiones. Un humanismo que busque la promoción de todo ser
humano, independientemente de sus condicionamientos naturales y sociales; un huma-
nismo hondamente comprometido con la consecución de la justicia social que inspira el
modelo europeo, de manera que nadie se quede atrás, al margen de los extraordinarios
progresos que la ciencia, la técnica y el pensamiento nos brindan.
LA TOLERANCIA COMO BASE DE LA SOCIEDAD (2009)

Estoy convencido de que la tolerancia es una de las ideas más bellas que ha alum-
brado la humanidad. Gracias a trabajos ya clásicos, que pertenecen al patrimonio co-
mún de la filosofía occidental, como las tres cartas sobre la tolerancia de John Locke
(1689, 1690 y 1692) y el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire (1763), que supusieron
el definitivo establecimiento de la cultura de la Ilustración en Europa, nuestras socie-
dades han asumido el principio del respeto a lo diferente, al que piensa de otra manera
o al que profesa un credo distinto, frente a todo tipo de fanatismo y de autoritarismo.
Una sociedad que no se edifique sobre la idea de tolerancia no puede contribuir a la
humanización, al despliegue de todas las energías de que disponemos para lograr que
todos los hombres y mujeres puedan ser verdaderamente humanos, libres y capaces de
decidir por sí mismos. Tolerar supone, ante todo, apreciar la naturaleza del diálogo y
de la comunicación como intercambio entre seres racionales que descubren la verdad
conjuntamente, y no de manera aislada. Y para que la tolerancia pueda hacerse efectiva,
la sociedad tiene la responsabilidad de proporcionar los resortes, las instituciones y las
estructuras que otorguen a todos igualdad de oportunidades en el acceso a los bienes
básicos de la vida, como el conocimiento o la salud.
Afortunadamente, el modelo social europeo, quintaesencia de los mejores ideales
que han guiado la Ilustración y el espíritu humanista de nuestro continente, ha asumido
esa necesidad de vincular la tolerancia a la libertad, la justicia y la fraternidad como
motores de la promoción individual y colectiva, aunque todavía queda mucho por
hacer, y en especial en un país como España, aún alejado de los estándares sociales de
los países más avanzados de la Unión. Pero, en cualquier caso, el objetivo de construir
una cultura de la tolerancia pasa inevitablemente por una profundización en los idea-
298 CARLOS BLANCO

les que inspiran el modelo social europeo, ideales de cooperación y de respeto que se
plasman en campos como la educación, la sanidad o el mundo del trabajo.
El límite de la tolerancia es, justamente, la intolerancia. No se puede tolerar aquello
que, de por sí, conlleva intolerancia y suscita intolerancia, ya sea en lo ideológico o en
lo religioso. El límite de la tolerancia viene marcado, por tanto, por aquellas situaciones
que, de darse, impedirían que se generase lo que Jürgen Habermas ha denominado
“una comunicación libre de dominios”, de imposiciones, donde los interlocutores
puedan efectuar un intercambio sincero de ideas y de acciones en el contexto de una
humanización conjunta de todas las partes.
No hay mejor vía hacia la tolerancia que el cultivo de la ciencia y del conocimiento.
La ciencia y el conocimiento incorporan una metodología que exige tolerar visiones
opuestas, contrastar, criticar, argumentar, antes de establecer una conclusión firme. Los
ideales que rigen el proceso de adquisición de conocimiento en las ciencias y en las hu-
manidades responden a una perspectiva de tolerancia, sin la cual habría sido imposible
que la humanidad hubiese avanzado intelectualmente en los últimos siglos. La ciencia
se ve obligada a tolerar juicios distintos en aras de encontrar la verdad provisional
para un determinado campo de investigación, y el pensamiento se ve obligado a tole-
rar juicios distintos para respetar la inherente pluralidad de acercamientos a una serie
de esferas sobre las que difícilmente puede proponerse una comprobación empírica.
Sin tolerancia, en definitiva, no hay progreso. Pero la tolerancia no puede permi-
tirse tolerar lo que es de por sí intolerante y que, de tolerarse, impediría el ejercicio de
una actitud tolerante. Hay que tolerar ideas diversas en lo político, en lo económico,
en lo social, en lo religioso..., teniendo siempre como límite, como garante de una
tolerancia auténtica y común para todos los agentes, el ideal de humanización: sólo lo
que contribuya a la promoción humana y social responde al ideal de tolerancia.
DIOS Y LA HISTORIA (2009)

Ser creyente implica situarse, de una u otra forma, más allá de la razón. Constituye
una empresa arriesgada, pero en la que históricamente han confiado grandes energías
y gran parte de sus vidas millones de personas en todo el mundo y en todas las épocas.
A muchos les puede parecer una opción racionalmente ilegítima, pero a otros les
resultará una verdadera necesidad: es como si fuera imposible renunciar a creer en
Dios, por más argumentos, contraargumentos, ejemplos históricos, situaciones con-
cretas u otras expresiones de escepticismo que se quieran ofrecer. En este sentido, no
sería exagerado afirmar que la religión es, en primer lugar, una vivencia, un sentimiento
que nos hace depender de una realidad que teóricamente nos trasciende. El gran teó-
logo alemán Friedrich Schleiermacher lo escribió en sus Discursos sobre la religión,
de 1799: “la religión no es el resultado ni del temor a la muerte ni del temor de Dios.
Responde a una profunda necesidad en el hombre. No es ni metafísica, ni una moral,
sino sobre todo y esencialmente una intuición y un sentimiento (…). La religión es el
milagro de la relación directa con el infinito; y los dogmas reflejan este milagro”. La
religión, en suma, es para Schleiermacher un sentimiento de dependencia del infinito.
Nos experimentamos como parte de un todo que trasciende nuestra particularidad y
nuestra contingencia. Esta vivencia, parangonable a la vivencia de “lo santo” a la que
consagró Rudolf Otto su obra más importante, es en la mayoría de los casos el punto
de partida y no el punto de llegada de las personas que dicen tener fe. Normalmente
no se llega a la fe mediante un proceso racional, discursivo, que nos muestre con cla-
rividencia la veracidad de los enunciados temáticos de la fe, sino que por tradición,
educación o deseo muchas personas atemáticamente se ponen a disposición de la fe:
se abren a la fe. Esta apertura a la fe luego se va concretando en los enunciados de la
fe de las diferentes religiones. Pero en esa aceptación de enunciados que responden
300 CARLOS BLANCO

a una articulación epistemológica, lingüística e histórica subyace precisamente esa


previa predisposición a una experiencia religiosa. El ansia humana de trascender lo
finito y concreto le lleva a abrirse a una vivencia de lo infinito.
Es perfectamente comprensible que semejante experiencia religiosa haya sido
criticada por algunas de las mentes más brillantes de la filosofía como una proyección
(Feuerbach, Marx), como una autoenajenación, o como una ilusión infantil (Freud),
aunque para otros autores responda a una “proyección fundamental” (Pannenberg).
Siempre cabrá la sospecha de que el contenido de esa experiencia es meramente psi-
cológico o social, interno al ser humano mismo y expresión de su ansia o de su deses-
peración. Difícilmente se podrá demostrar ni la tesis ni su antítesis. Pero la sospecha
es legítima y probablemente se trate de la objeción más seria que se ha planteado a las
religiones, objeción que se remonta a los filósofos presocráticos de la Grecia antigua.
Lo sorprendente es que, pese al poder de todas estas objeciones, que no pueden
dejar de interpelar a la inteligencia y que si lo hacen es, con frecuencia, por una ac-
titud de “catarsis” y de restricción mental cegadora, las religiones persistan. ¿Qué
ocurre? ¿Tan desesperadas son las ansias humanas? Porque las objeciones prosiguen:
si teóricamente existe un Dios providente, ¿por qué ha dejado que pasasen millones de
años de evolución antes de que surgiese el ser humano, el único capaz de creer en Él
y de reconocerle como creador y soberano del mundo? ¿Por qué los grandes avances
humanos no se han logrado sin sacrificio y sufrimiento? ¿No es acaso legítima esa
sospecha de radical autonomía del mundo, de la naturaleza y de la historia? ¿Por qué
no se hace Dios presente en el mundo, en la naturaleza y en la historia? ¿No será Dios
más bien la expresión de un deseo que de una realidad? ¿Por qué la creencia en Dios
muchas veces no ha brotado de la libertad del individuo, sino que ha sido impuesta
con métodos violentos e inhumanos? Personalmente me considero cristiano, y no
creo que a mi Dios le moleste ser increpado con preguntas de este calibre. No creo
que sean preguntas blasfemas, sino interrogantes profundamente humanos. Al fin y
al cabo, “la pregunta es la piedad del pensamiento” (Heidegger). Si, como dijera San
Ireneo de Lyon, “la gloria de Dios es que el hombre viva”, la gloria del Dios en quien
creo es justamente que todos seamos plenamente y auténticamente humanos, y pocas
cosas son tan humanas como la formulación de preguntas. También Zubiri pensaba que
“el hombre se acerca a Dios haciéndose persona”, y lo personal está eminentemente
vinculado a la búsqueda de conocimiento, para la que es imprescindible la pregunta.
Pero aun así sigo creyendo en Dios. ¿Por qué? Quizás porque también aprecie
en todos los signos del progreso humano, y especialmente en los descubrimientos
de la ciencia, en las grandes obras del pensamiento, en la belleza de las artes y en la
capacidad humana de cooperación, creatividad y solidaridad, algo eterno y por ello
divino, algo que trasciende lo finito y contingente, la particularidad del hic et nunc de
la historia y que nos eleva al horizonte de lo verdaderamente universal. Algo que va
más allá de las formas históricas adoptadas por las religiones sistemáticas y que nos
devuelve a la esencia de la religión en cuanto tal, a la esencia de lo sobrenatural y de
Ensayos filosóficos y artísticos 301

lo místico: la elevación sobre lo concreto y lo particular, la búsqueda de lo universal,


la rebelión contra la contingencia. Y como la historia del progreso humano es también
la historia del éxito de la evolución natural y cósmica, que nos ha conducido hasta él,
en lo que ennoblece al ser humano (el conocimiento, el amor, la belleza…) contem-
plo a Dios. La esperanza de salvación es la esperanza de que todo tenga finalmente
un sentido; es la esperanza de un futuro nuevo. La teología cristiana contemporánea
ostenta el mérito de haber subrayado esa dimensión de futuro en Dios y en el hombre
(así R. Guardini en Mundo y persona; J. Moltmann en Teología de la esperanza; E.
Schillebeeckx, Gott –Zukunft des Menschen: “Dios, que es nuestro futuro y crea de
nuevo un futuro humano”; W. Pannenberg, “El Dios de la esperanza”, en Cuestiones
fundamentales de teología sistemática). Frente a la aparente ausencia de Dios en la
historia, la esperanza del futuro constituye un horizonte profundamente humano y re-
ligioso. Difícilmente se encontrarán respuestas a los grandes problemas de la teología
de la historia y, en particular, de la teodicea sin esa proyección de futuro, porque no
hay teodicea sin escatología.
Por otra parte, las grandes religiones no experimentan la ausencia de Dios en la
historia, sino su presencia a través de grandes figuras espirituales y éticas que han
impulsado importantes movimientos de seguimiento de sus enseñanzas. Lo común a
todas las religiones sigue siendo esa experiencia de dependencia de un absoluto que
trasciende la relatividad del mundo, esa esperanza, en definitiva, de acceder al reino de
lo último y definitivo. Como cristiano, aprecio en el dinamismo de las grandes religio-
nes, y en la creatividad cultural, intelectual y ética que ha suscitado, un signo eminente
de esa ansia humana de absoluto, de esa búsqueda de plenitud, de esa esperanza de un
futuro de trascendencia que se anticipa ya en la historia en todo cuanto es verdadero,
bueno y bello. Y como cristiano me resisto a percibir la historia como el escenario
de la ausencia de Dios. Cierto es que las contradicciones de la historia nublan toda
visión de trascendencia, pero también es cierto que los grandes hitos de la historia, y
en particular los hitos de conocimiento, amor y belleza, nos abren a una perspectiva
de trascendencia. Quizás Dios camine con la historia y su realidad más íntima no sea
ajena a la realidad íntima de todo dinamismo histórico. Es mi esperanza, esperanza
que se manifiesta en una fe en el ser humano y en su futuro, y en un compromiso con
la acción en y sobre el mundo y la historia. Dios no se ha ausentado de la historia.

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