Trabajo:: Catedrático: Lic. Lilian Yamileth Reyes Perdomo
Trabajo:: Catedrático: Lic. Lilian Yamileth Reyes Perdomo
Trabajo:: Catedrático: Lic. Lilian Yamileth Reyes Perdomo
ASIGNATURA: ESPAÑOL
SECCIÓN: 1
CUENTA: 121290032
1
Objetivos
En la novela Calvino nos hace saltar mucho de tiempo, del presente al pasado,
al futuro, o al pasado no muy lejano. En cada uno de los capítulos, Calvino
siempre comenzaba en el presente, en el convento donde se estaba
escribiendo la historia. Muchas veces nos llevaba al futuro para poder recordar
algo de la historia, cambiándonos después al futuro.
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CAPITILO IX
Yo que escribo este libro siguiendo en papeles casi ilegibles una antigua
crónica, me doy cuenta ahora de que he llenado páginas y páginas y estoy
todavía al principio de mi historia; ahora comienza el verdadero desarrollo del
caso, o sea, los azarosos viajes de Agilulfo y su escudero para hallar la prueba
de la virginidad de Sofronia, los cuales se entrelazan con los de Bradamante
perseguidora y perseguida, de Rambaldo enamorado y de Torrismundo en
busca de los Caballeros del Grial. Pero este hilo, en lugar de correrme veloz
entre los dedos, de pronto se afloja, o se enreda, y si pienso en todo lo que
todavía tengo que poner en el papel —itinerarios, obstáculos, persecuciones,
engaños, duelos, torneos —, me siento desfallecer. El hecho es que esta
disciplina de escribiente de convento y la constante penitencia de buscar
palabras y meditar la sustancia última de las cosas me han cambiado: aquello
que el vulgo —y yo misma hasta ahora— tiene por máximo deleite, o sea, la
trama de aventuras en que consiste toda novela caballeresca, ahora me parece
una guarnición superflua, un frío adorno, la parte más ingrata de mi tarea.
Quisiera narrar corriendo, a toda prisa, historiar cada página con duelos y
batallas como los que bastarían para un poema, pero si me paro y me pongo a
releer advierto que la pluma no ha dejado signo alguno sobre la hoja y que las
páginas están en blanco.
Para contar como quisiera, haría falta que esta página se erizase de rocas
rojizas, se exfoliase en una arenilla espesa, guijarreña, y que creciese en ella
una hirsuta vegetación de enebros. Por en medio, donde serpentea un sendero
mal indicado, haría pasar a Agilulfo, erguido en la silla, lanza en ristre. Pero
además de región rocosa esta página debería ser al mismo tiempo la cúpula
del cielo achatada de aquí arriba, tan baja que en medio haya sitio solamente
para un vuelo graznante de cuervos. Con la pluma tendría que conseguir
grabar en la hoja, pero con ligereza, porque el prado debería figurar recorrido
por el arrastrarse de una culebra invisible en la hierba, y el brezal atravesado
por una liebre que ahora sale al claro, se detiene, olfatea a su alrededor con
sus cortos bigotes, y ya ha desaparecido.
Todo se mueve por la lisa página sin que nada se vea, sin que nada cambie en
su superficie, como en el fondo todo se mueve y nada cambia sobre la rugosa
corteza del mundo, porque sólo existe una extensión de la misma materia,
igual que la hoja donde escribo, una extensión que se contrae y se agruma en
formas y consistencias distintas y en diferentes gradaciones de colores, pero
que puede sin embargo imaginarse extendida sobre una superficie plana,
incluso en sus aglomerados peludos o emplumados o nudosos como una
concha de tortuga, y tal pelosidad o emplumamiento o nudosidad a veces
parece que se mueva, o sea que hay cambios de relaciones entre las varias
cualidades distribuidas por la extensión de materia uniforme de en torno, sin
que nada sustancialmente se desplace. Podemos decir que el único que en
realidad lleva a cabo un desplazamiento aquí en medio es
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Agilulfo, no digo su caballo, no digo su armadura, sino ese algo único,
preocupado de sí, impaciente, que está viajando a caballo dentro de la
armadura. A su alrededor las piñas caen de la rama, los riachuelos corren entre
los guijarros, los peces nadan en los riachuelos, las orugas roen las hojas, las
tortugas se afanan con el duro vientre al suelo, pero es solamente una ilusión
de movimiento, un perpetuo ir y venir como el agua de las olas. Y en esta ola
va y viene Gurdulú, prisionero de la superficie de las cosas, extendido también
él en la misma pasta con las piñas, los peces, las orugas, las piedras, las hojas,
mera excrecencia de la corteza del mundo.
¡Cuánto más difícil me resulta indicar en este papel la carrera de Bradamante, o
la de Rambaldo, o del sombrío Torrismundo! Sería menester que hubiera sobre
la superficie uniforme un levísimo afloramiento, como puede obtenerse rayando
por debajo de la hoja con un alfiler, y este afloramiento, esta tensión, estuviera
siempre, sin embargo, cargado y untado de la general pasta del mundo y
precisamente allí estuviera el sentido y la belleza y el dolor, y el verdadero
contraste y movimiento.
Pero ¿cómo puedo seguir adelante con la historia, si me pongo a majar así las
páginas en blanco, a excavar dentro de ellas valles y quebradas, a hacer correr
arrugas y rasguños, en donde leer las cabalgadas de los paladines? Mejor
sería, para ayudarme a narrar, que me dibujara un mapa de los lugares, con el
dulce país de Francia, y la fiera Bretaña, y el canal de Inglaterra colmado de
negras olas, y allá arriba la alta Escocia, y aquí abajo los ásperos Pirineos, y la
España todavía en manos infieles, y el África madre de serpientes. Luego, con
flechas y con pequeñas cruces y con números podría marcar el camino de este
o aquel héroe. Y ya puedo con una línea rápida, a pesar de algunas vueltas,
hacer arribar a Agilulfo a Inglaterra y dirigirlo hacia el monasterio donde desde
hace quince años está retirada Sofronia.
Llega, y el monasterio es un montón de ruinas.
CAPITULO X
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de espuma, lo asaltaba una conmoción inexplicable, que él tomaba por una
advertencia. «Quizá están aquí, aquí cerca.» Y si de aquel paraje se alzaba un
lejano y oscuro sonido de cuerno, entonces Torrismundo no tenía ya dudas, se
ponía a recorrer cada quebrada palmo a palmo buscando un indicio. Topaba a
lo sumo con algún cazador extraviado o con un pastor y su grey.
Llegado a la remota tierra de Curvaldia, se detuvo en un pueblo y pidió a
aquellos campesinos la caridad de un poco de requesón y de pan negro.
—Dároslo, os lo daríamos de buen grado, señorito —dijo un cabrero, pero
vednos a mí, a mi mujer y a mis hijos, ¡lo esqueléticos que nos hemos
quedado! Los donativos que debemos hacer a los caballeros son ya tantos…
Este bosque hormiguea de colegas vuestros, aunque vestidos de otra forma.
Hay toda una tropa, y en cuanto al aprovisionarse, comprendéis, ¡los tenemos a
todos encima!
—¿Caballeros que viven en el bosque? ¿Y cómo visten?
—El manto es blanco, el yelmo es de oro, con dos alas blancas de cisne a los
lados.
—¿Y son muy piadosos?
—Oh, piadosos lo son mucho. Y con el dinero no se manchan las manos,
porque no tienen un céntimo. Pero pretensiones sí que tienen, ¡y a nosotros
nos toca obedecer! Ahora nos hemos quedado sin nada: hay carestía. Cuando
vengan la próxima vez, ¿qué les daremos?
El joven ya corría hacia el bosque.
Entre los prados, por las tranquilas aguas de un riachuelo, pasaba una lenta
bandada de cisnes. Torrismundo caminaba por la orilla, siguiéndolos. De entre
las frondas resonó un arpegio: «¡Flin, flin, flin!». El joven seguía avanzando y el
sonido parecía ora seguirlo, ora precederlo: «¡Flin, flin, flin!» Donde las frondas
se aclaraban apareció una figura humana. Era un guerrero con el yelmo
adornado con alas blancas, que sujetaba una lanza y al mismo tiempo una
pequeña arpa en la que, a veces, ensayaba aquel acorde: «¡Flin, flin, flin!» No
dijo nada; sus miradas no evitaban a Torrismundo, pero le pasaban por encima
casi como si no lo percibiera, y sin embargo parecía que lo estuviera
acompañando: cuando troncos y arbustos los separaban, le hacía encontrar el
camino reclamándolo con uno de sus arpegios: «¡Flin, flin, flin!» Torrismundo
habría querido hablarle, preguntarle, pero lo seguía callado e intimidado.
Salieron a un claro. Por todas partes había guerreros armados con lanzas, con
corazas de oro, envueltos en largos mantos blancos, inmóviles, vueltos cada
uno en una dirección distinta, con la mirada en el vacío. Uno cebaba un cisne
con granos de maíz, volviendo los ojos a otra parte. Ante un nuevo arpegio del
tañedor, un guerrero a caballo respondió alzando el cuerno y emitiendo un
largo reclamo. Cuando calló, todos aquellos guerreros se movieron, dieron
algunos pasos cada uno en su dirección, y se detuvieron de nuevo.
—Caballeros… —se esforzó en decir Torrismundo—, perdonadme, quizá me
equivoco, pero ¿no sois acaso los Caballeros del Gri…?
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—¡No pronuncies jamás ese nombre! —lo interrumpió una voz a sus espaldas.
Un caballero, de cabeza canosa, estaba parado junto a él—. ¿No te basta con
haber venido a turbar nuestro piadoso recogimiento?
—¡Oh, perdonadme! —se le dirigió el joven—. ¡Soy tan feliz de estar entre
vosotros! ¡Si supierais cuánto os he buscado!
—¿Por qué?
—Porque… —y el deseo de proclamar su secreto fue más fuerte que el temor
de cometer un sacrilegio— … ¡porque soy vuestro hijo!
El caballero anciano permaneció impasible.
—Aquí no se conocen padres ni hijos —dijo tras un momento de silencio —.
Quien entra en la Sagrada Orden abandona todos los parentescos terrenos.
Torrismundo, más que repudiado, se sintió desilusionado: tal vez había
esperado una repulsa desdeñosa por parte de sus castos padres, que él habría
rebatido aduciendo pruebas, invocando la voz de la sangre; pero esta
respuesta tan tranquila, que no negaba la posibilidad de los hechos, pero
excluía toda discusión por una cuestión de principios, era desalentadora.
—No tengo otra aspiración que ser reconocido hijo de esta Sagrada Orden —
trató de insistir—, ¡por la que mantengo una admiración ilimitada!
—Si admiras tanto a nuestra Orden —dijo el anciano—, no deberías tener otra
aspiración que la de ser admitido a formar parte de ella.
—¿Y sería posible, decís? — exclamó Torrismundo, en seguida atraído por la
nueva perspectiva.
—Cuando te hayas hecho digno de ello.
—¿Qué es preciso hacer?
—Purificarse gradualmente de toda pasión y dejarse poseer por el amor del
Grial.
—Oh, vos lo pronunciáis, el nombre.
—Nosotros los Caballeros podemos; vosotros los profanos, no.
—Pero decidme, ¿por qué todos aquí callan y vos sois el único en hablar?
—Es a mí a quien corresponde el deber de las relaciones con los profanos. Al
ser las palabras a menudo impuras, los Caballeros prefieren abstenerse, salvo
para dejar hablar a través de sus labios al Grial.
—Decidme, ¿qué debo hacer para empezar?
—¿Ves aquella hoja de arce? Una gota de rocío se ha posado en ella. Tú
estate quieto, inmóvil, y fíjate en esa gota sobre la hoja, ensimísmate, olvida
todo lo del mundo en esa gota, hasta que sientas que te has perdido a ti mismo
y que estás invadido por la infinita fuerza del Grial.
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CAPITULO XI
7
hermanito, me hizo extraviar en los bosques. Urdió un tremendo engaño para el
marido que llegaba. Le dijo que yo, que contaba trece años, había huido para
dar a luz a un bastardo. Retenida por un mal entendido respeto filial, nunca
traicioné este secreto de nuestra madre. Viví en los brezales con el pequeño
hermanastro y fueron también para mí unos años libres y felices, comparados
con los que me esperaban en el convento, donde me obligaron a ingresar los
duques de Cornualles. No he conocido a hombre alguno hasta esta mañana, a
la edad de treinta y tres años, y el primer trato con un hombre, ¡ay de mí!,
resulta ser un incesto…
—Veamos con calma cómo están las cosas —dice Carlomagno, conciliador —.
Incesto sí que lo hay, pero entre hermanastro y hermanastra no es de los más
graves…
—¡No hay incesto, sagrada majestad! ¡Alégrate, Sofronia! — exclama
Torrismundo, con el rostro radiante—. En las investigaciones sobre mi origen
he conocido un secreto que habría querido guardar para siempre: la que creía
mi madre, o sea tú, Sofronia, no naciste de la reina de Escocia, sino hija natural
del rey, de la mujer de un mayordomo. El rey te hizo adoptar por su mujer, o
sea, por la que ahora sé que fue mi madre, y que de ti fue sólo madrastra.
Ahora comprendo cómo ella, obligada por el rey a fingirse tu madre contra su
voluntad, no viese la hora de desembarazarse de ti; y lo hizo atribuyéndote el
fruto de una culpa suya pasajera, o sea, yo. Hija tú del rey de Escocia y de una
campesina, yo de la reina y de la Sagrada Orden, no tenemos ningún lazo de
sangre, sino sólo el lazo amoroso estrechado libremente aquí hace poco y que
espero ardientemente que tú quieras reanudar.
—Me parece que todo se resuelve para bien… —dice Carlomagno, frotándose
las manos—. Pero no debemos tardar en hallar a nuestro bravo caballero
Agilulfo y garantizarle que su nombre y su título ya no corren ningún peligro.
—¡Iré yo, majestad! —dice un caballero avanzando. Es Rambaldo.
Entra en el bosque. Grita:
—¡Caballero! ¡Caballero Agilulfo! ¡Caballero de los Guildivernos!
¡Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y
Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez! ¡Todo está arreglado! ¡Regresad!
Le responde sólo el eco.
Rambaldo empezó a registrar el bosque sendero por sendero, y fuera de los
senderos por precipicios y torrentes, llamando, prestando oídos, buscando
algún signo, alguna huella. Encuentra una impronta de herradura. En un punto
aparecen marcadas más hondas, como si el animal se hubiese detenido allí. A
partir de aquí el rastro de los cascos vuelve a ser más ligero, como si se
hubiese dejado escapar al caballo. Pero del mismo lugar parte otro rastro, una
horma de pasos con zapatos de hierro. Rambaldo la siguió.
Contenía el aliento. Llegó a un claro. Al pie de una encina, desparramados por
el suelo, había un yelmo vuelto del revés con cimera iridiscente, una coraza
blanca, los quijotes, los brazales, las manoplas, en fin, todas las piezas de la
armadura de Agilulfo, algunas puestas como con la intención de formar una
pirámide ordenada, otras, echadas por el suelo de cualquier manera. En el
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puño de la espada había un cartel: «Dejo esta armadura al caballero Rambaldo
de Rosellón». Debajo había una media rúbrica, como de una firma comenzada
e interrumpida en seguida.
CAPITULO XII
9
das la vuelta y está detrás la vida que empuja y desordena todas las hojas del
libro. La pluma corre impulsada por el mismo placer que te hace correr los
caminos. El capítulo que acometes y no sabes aún qué historia contará es
como la esquina que doblarás al salir del convento, y que no sabes si te pondrá
frente a un dragón, una tropa berberisca, una isla encantada, un nuevo amor.
Corro, Rambaldo. No saludo ni a la abadesa. Ya me conocen y saben que tras
peleas, abrazos y engaños regreso siempre a este claustro. Pero ahora será
distinto… Será…
Del contar en pasado, y del presente que me cogía la mano en los trozos
inflamados, ahora, oh, futuro, he subido a la silla de tu caballo. ¿Qué nuevos
estandartes alzas a mi encuentro en los pendones de las torres de ciudades
todavía no fundadas? ¿Qué humos de devastación en los castillos y los
jardines que amaba? Qué imprevistas edades de oro preparas, tú, indomable,
tú, anunciador de tesoros pagados a muy alto precio, tú, mi reino por
conquistar, futuro…
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CONCLUSIÓN
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ANEXOS
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