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DERECHO CIVIL II

MÓDULO 4
TEORÍA GENERAL
DEL CONTRATO
RAFAEL VERDERA

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MÓDULO 4
TEORÍA GENERAL DEL CONTRATO
1. LA DELIMITACIÓN DEL CONTRATO
1.1. Los sentidos de la noción de contrato.
1.2. Las fuentes normativas del Derecho de contratos.
1.3. La delimitación normativa del concepto de contrato.
1.4. La configuración de la reglamentación contractual: el principio de
autonomía privada.
1.5. La configuración de la reglamentación contractual: las condiciones
generales de la contratación.
1.6. La configuración de la reglamentación contractual: las cláusulas
abusivas.
1.7. Las clases de contratos.

2. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO


2.1. Cuestiones generales.
2.2. La capacidad para contratar.
2.3. El consentimiento contractual.
2.4. La desconexión entre la voluntad y la declaración.
2.5. Los vicios en la formación del consentimiento.
2.6. El objeto del contrato.
2.7. La causa del contrato.
2.8. La forma del contrato.

3. FORMACIÓN DEL CONTRATO


3.1. Preliminar
3.2. La fase de preparación del contrato.
3.3. La responsabilidad precontractual.
3.4. La oferta contractual.
3.5. La aceptación de la oferta.
3.6. El momento de perfección del contrato.
3.7. El lugar de perfección del contrato.
3.8. El precontrato.

4. INTERPRETACIÓN, CALIFICACIÓN E INTEGRACIÓN DEL CONTRATO


4.1. Preliminar
4.2. La interpretación del contrato.
4.3. La calificación contractual.
4.4. La integración contractual.

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5. LA EFICACIA DEL CONTRATO
5.1. Preliminar.
5.2. La eficacia básica del contrato: la vinculación de las partes.
5.3. La eficacia básica del contrato: la relatividad del contrato.
5.4. La eficacia del contrato respecto a los terceros.
5.5. El contrato en favor de tercero.
5.6. El contrato para persona que se designará.
5.7. Contrato con promesa del hecho de un tercero.
5.8. El contrato en daño de tercero.
5.9. El subcontrato.
5.10. La cesión de contrato.

6. LA INEFICACIA DEL CONTRATO


6.1. Preliminar: ineficacia e invalidez del contrato.
6.2. Los tipos de invalidez: el tratamiento de la nulidad y la anulabilidad
en el Código Civil.
6.3. La nulidad del contrato.
6.4. La anulabilidad del contrato.
6.5. La rescisión del contrato.
6.6. La denuncia del contrato.
6.7. El mutuo disenso contractual.

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1. LA DELIMITACIÓN DEL CONTRATO

1.1. Los sentidos de la noción de contrato.

Como sucede con tantas otras instituciones, el contrato puede ser abordado desde una
pluralidad de perspectivas. Es evidente que, en este terreno, la perspectiva normativa
resulta la fundamental: se trata de comprender cuál es la caracterización normativa
que recibe en la actualidad la noción de contrato. Pero igualmente resulta oportuno
que, siquiera brevemente, se ofrezcan algunas pinceladas del contrato desde un
enfoque histórico y económico.

En un sentido histórico1 es necesario ser conscientes de que, aunque aparentemente


las reglas contractuales puedan no haber variado, las modificaciones de sus
presupuestos económicos y sociales determinan un sustancial cambio de sistema.

Los presupuestos sobre los que asienta el Derecho de contratos en el Código Civil son:

a) Un sistema económico basado en la economía liberal y de mercado (“laissez


faire, laissez passer”), con una especial relevancia de las decisiones individuales
y de la autonomía privada como configuradoras de las relaciones jurídico-
económicas.

b) Un planteamiento que propicia y refuerza el predominio burgués tanto en la


economía como en la sociedad. Se considera el contrato como un instrumento
adecuado para extender la prevalencia de la burguesía en el mercado de
capitales y de trabajo (piénsese, por ejemplo, en la preferencia del amo sobre
el criado doméstico que evidencia el art. 1584 CC).

c) Una concepción ideológica que presupone la igualdad de las partes


contratantes en el mercado. De ello deriva que el contrato se presente
formalmente como un acuerdo entre iguales. Se ignoran las sustanciales
desigualdades entre las partes y ni siquiera se plantea la posibilidad de
introducir correcciones al desequilibrio entre las partes.

Es sabido que en el ámbito de la teoría general del contrato las reformas operadas en
el Código Civil español han sido de carácter secundario. Ello puede trasmitir la falsa
impresión de que el sistema jurídico apenas ha experimentado variaciones y que nos
regimos por las mismas pautas que hace más de cien años.

Sin embargo, la realidad es bien distinta porque no se puede desconocer el impacto de


determinados factores, entre los que cabe entresacar los siguientes:

1
LECTURA COMPLEMENTARIA: L. Díez-Picazo, “El sentido histórico del Derecho civil”, Revista General de
Legislación y Jurisprudencia, 1962, pgs. 595 y ss.; y Derecho y masificación social. Tecnología y derecho
privado (Dos esbozos), Civitas, 1979.

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a) La intervención pública en el mercado constituye un elemento que
pretende corregir el predominio absoluto de los planteamientos liberales, para
dar respuesta a las transformaciones sociales.
Como en otros aspectos de la economía, los entusiastas de la intervención y del
mercado se alternan cíclicamente: en unas fases, se defiende el predominio del
mercado en la articulación de la contratación, y en otras, se mantiene la absoluta
necesidad de un control público de ese mercado. Probablemente, no nos hallamos
ante un problema de ingredientes, sino de dosis.

b) La constatación del cambio de modelo económico y de los problemas que


desde el punto de vista de la competencia se derivan de la existencia de
monopolios y oligopolios.
El Código Civil no se plantea la posibilidad de que un operador económico ostente una
posición dominante en el mercado, y no puede, pues, vislumbrar cómo afecta esa
situación al juego del mercado. Las conductas colusorias o el abuso de posición
dominante, descritas en los arts. 1 y 2 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de
la Competencia, no son para el Código Civil situaciones que merezcan ser
especialmente reprobadas.

c) El progreso de la técnica facilita la producción masiva y de características


homogéneas.
Frente al modelo artesanal que preside el Código Civil, en el que los bienes son
infungibles y se propicia el cumplimiento forzoso frente al remedio indemnizatorio, o
que no regula las obligaciones genéricas, las características de la producción actual
exigen un sistema jurídico de finalidades diferentes.

d) La sociedad de consumo desemboca en una masificación y estandarización de


las relaciones contractuales.
Justamente uno de los datos más significativos del actual modelo jurídico del Derecho
de la contratación estriba en la amplia y frecuentemente confusa normativa de
protección de los consumidores y usuarios (art. 51 CE).
Son consumidores o usuarios “las personas físicas que actúen con un propósito ajeno a
su actividad comercial, empresarial, oficio o profesión” y “las personas jurídicas y las
entidades sin personalidad jurídica que actúen sin ánimo de lucro en un ámbito ajeno a
una actividad comercial o empresarial” (art. 3 TRLGDCU2). Cuando se trata de
contratos con consumidores, con carácter general y sin perjuicio de otras previsiones
más específicas, se prevén reglas sobre información previa al contrato (art. 60
TRLGDCU), pagos adicionales (art. 60 bis TRLGDCU), cargos por la utilización de medios
de pago (art. 60 ter TRLGDCU), integración de la oferta, promoción y publicidad en el
contrato (art. 61 TRLGDCU), contenido del contrato (art. 62 TRLGDCU), necesidad de
confirmación documental de la contratación realizada (art. 63 TRLGDCU),
documentación complementaria en la compraventa de viviendas (art. 64 TRLGDCU),
criterios particulares sobre integración del contrato (art. 65 TRLGDCU), prohibición de
la comparecencia obligatoria del consumidor para ciertos actos (art. 66 TRLGDCU),
entrega de los bienes comprados mediante un contrato de venta (art. 66 bis
TRLGDCU), transmisión del riesgo (art. 66 ter TRLGDCU), prohibición de envíos y
suministros no solicitados (art. 66 quáter TRLGDCU) y unos criterios generales sobre la
facultad de desistimiento (arts. 68 y ss. TRLGDCU), entre otros extremos.

2
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.

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No se trata sólo de un problema de protección de los consumidores, sino que también
incide en la competencia entre los empresarios. Téngase en cuenta la nueva redacción
dada a la cláusula general de deslealtad competencial (art. 4 de la Ley 3/1991, de 10 de
enero, de Competencia Desleal) o el contenido de los arts. 19 y ss. de esa Ley
(prácticas comerciales desleales con los consumidores: prácticas engañosas por
confusión o sobre códigos de conducta u otros distintivos de calidad, prácticas señuelo
y promocionales engañosas, prácticas engañosas sobre la naturaleza y propiedades de
los bienes o servicios, su disponibilidad o servicios posventa, prácticas de venta
piramidal, prácticas agresivas por coacción, por acoso o por relación con menores,
etc.), como consecuencia de la Ley 29/2009, de 30 de diciembre, por la que se modifica
el régimen legal de la competencia desleal y de la publicidad para la mejora de la
protección de los consumidores.

e) Los avances tecnológicos propician nuevas formas de contratación que


exigen respuestas específicas.
Piénsese en los casos de contratación electrónica (arts. 23 y ss. de la Ley 34/2002, de
11 julio) o la contratación automatizada (arts. 49 y ss. de la Ley 7/1996, de 15 enero,
de Ordenación del Comercio Minorista).
El art. 23.1 de la Ley 34/2002 establece que “[l]os contratos celebrados por vía
electrónica producirán todos los efectos previstos por el ordenamiento jurídico,
cuando concurran el consentimiento y los demás requisitos necesarios para su
validez”.
La contratación electrónica, entendida como la contratación efectuada mediante el
empleo de medios informáticos por ambas partes contratantes implica indudables
ventajas (como el abaratamiento de costes, la facilidad y la comodidad de la
contratación, el aumento de ofertas y de competencia, etc.) pero también comporta
inconvenientes (falta de seguridad de las transacciones, identificación de la normativa
aplicable y del tribunal competente, responsabilidad de las empresas “virtuales”, etc.).
La contratación automatizada, entendida como la contratación en que se utilizan
máquinas automáticas como expendedoras de bienes o productos de consumo, o de
títulos de legitimación de servicios, exige tener en cuenta que se trata de relaciones
contractuales despersonalizadas, con prestaciones absolutamente fungibles o
sustituibles, y con un cierto carácter real del contrato. Por ello, no es de extrañar que
en ciertos momentos se intentara separar del concepto tradicional de contrato con la
elaboración de la categoría (hoy abandonada) de las conductas sociales típicas.

f) La creciente importancia de la globalización e internacionalización de las


relaciones económicas aconseja la superación de una visión puramente
nacional del Derecho de contratos.
Como hemos visto en el Módulo 1, ese fenómeno está dando lugar a iniciativas de
diverso signo y alcance tendentes a ofrecer modelos jurídicos homogéneos o cercanos.

En un sentido económico3, el contrato aparece como un instrumento fundamental


para la adecuada asignación y distribución de los recursos escasos. El mercado no es
sino una constelación de contratos. La función del Derecho de los contratos en una
economía de mercado debe procurar la realización de intercambios entre los

3
LECTURA COMPLEMENTARIA: J. Alfaro, “Los costes de transacción”, Estudios jurídicos en homenaje al
profesor Aurelio Menéndez, vol. 1, Civitas, 1996, pgs. 131 y ss.; y F. Gómez, “European Contract Law and
Economic Welfare: A View from Law and Economics”, Indret, 1/2007 [www.indret.com: consultado el 1
de abril de 2010].

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miembros de una sociedad y para ello debe tender a la reducción de los costes de
planear y ejecutar transacciones, esto es, los costes de transacción.

El contrato supone básicamente la articulación jurídica de un intercambio económico:


una suerte de superestructura jurídica de una relación económica o un procedimiento
técnico para asegurar los intercambios económicos.

Como ha señalado C. Paz-Ares, la función del Derecho contractual consiste en asegurar


la operación del mercado. Y por ello, todo el sentido del Derecho contractual se cifra
en el intento de prevenir o evitar los costes que supondría crear un sistema privado de
“enforcement”. En consecuencia, el Derecho de los contratos persigue la maximización
del valor conjunto del cambio a través de la reducción de los costes de transacción
asociados a los intercambios de prestaciones no simultáneas, a las contingencias de la
planificación y a la información inadecuada.

Ha expuesto C. Paz-Ares, con un amplio apoyo doctrinal, que existe un acuerdo casi
universal en que el derecho de los contratos (la masa de reglas legales que
reglamentan el cambio privado) desarrolla tres funciones capitales: (i) especificar qué
acuerdos son vinculantes jurídicamente y cuáles no (regla de la inalienabilidad); (ii)
definir los derechos y los deberes que crean los contratos que siendo exigibles,
permanecen ambiguos (regla de la propiedad); y (iii) indicar las consecuencias del
incumplimiento no justificado (regla de la responsabilidad). Esas funciones se
corresponden con los dos distintos elementos que integran la noción de contrato: (i) la
planificación racional de la transacción con anticipación cuidada de las muchas
contingencias futuras que son previsibles; y (ii) la existencia de sanciones legales
reales, o potenciales, que estimulan la efectiva realidad de la prestación o que
establecen una compensación para caso de incumplimiento; elementos ambos que
integran la definición del contrato como aquel tipo de relación social, cuya función es
asegurar la predictibilidad y la seguridad en las transacciones negociales. A partir de
estas bases, emergen ya los objetivos del derecho contractual en la óptica peculiar del
análisis económico del Derecho, que, para C. Paz-Ares, se cifrarían en la disuasión
(función de seguridad) y en la información (función de predictibilidad), dispuestas de
tal forma que se asegurase la maximización conjunta del valor del cambio (la llamada
«operación del mercado»). Ambos objetivos (por lo demás, inseparables) perseguirían
la función más general de minimizar los costes de transacción.

Conforme al modelo económico, un acuerdo debe procurar utilidad a ambas partes, a


no ser que una de ellas renuncie conscientemente a hacer valer sus propias
preferencias. Desde un punto de vista económico, lo significativo del contrato es que
con su conclusión ambas partes obtienen ventajas del mismo. Los contratos no son un
juego de suma cero, en el que la ventaja de una de las partes supone siempre, en igual
medida, una desventaja para la otra.

La celebración de un contrato genera un excedente cooperativo, esto es, el valor que


se crea al trasladar el recurso hacia el uso que más lo valora. Como ha explicado J.
Alfaro, los intercambios entre los individuos de una sociedad se producen
voluntariamente cuando creen que lo que obtienen vale más que dan a cambio. Por
ello, el intercambio se produce cuando distintas personas valoran de forma diferente
un bien, un servicio o un derecho. El por qué se da esta diferente valoración radica en
que normalmente una de las partes del intercambio se ha especializado en producir un
bien o servicio y, por tanto, puede producirlo a un menor coste que la parte que lo

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adquiere. La especialización permite reducir los costes de producción y contribuye al
desarrollo económico de la sociedad. Si no existiera especialización, cada individuo (o
familia) debería ser autosuficiente.

Ahora bien, como también indica J. Alfaro, la especialización reduce los costes de
producción y fomenta el desarrollo económico de una sociedad. Pero no lo hace gratis:
surgen otros costes derivados de la necesidad de llevar a cabo los intercambios.

En su noción económica, el contrato constituye un acuerdo de voluntades relativo a


una serie de conductas futuras, caracterizado por una serie de notas:

a) La participación en el contrato es voluntaria.


b) El contrato afecta a acciones futuras de los contratantes.
Bajo la óptica económica, contrato sólo es la proyección de cambio en el futuro. El
intercambio actual no plantea las mismas cuestiones.
c) El contrato se basa explícita o implícitamente en una serie de circunstancias.
Estas contingencias son las que las partes deben intentar prever para incorporar las
correspondientes reglas en el contrato.

Obsérvese por tanto que la noción económica abarca menos fenómenos que la jurídica y
que esta noción económica pone el acento en las acciones futuras y las circunstancias que
rodean a dicho contrato (F. Gómez Pomar).

En ese enfoque económico, el Derecho contractual (y la posibilidad de exigir


judicialmente el cumplimiento de los acuerdos) facilita el número y el alcance de los
intercambios, aumentando la divisibilidad del trabajo y la eficiencia.

Si no existiera el Derecho contractual, ni se pudiera reclamar judicialmente el respeto


de los contratos, no se podría actuar contra quien incumpliera el contrato, contra
quien proporcionara un producto defectuoso o contra quien no pagara el precio. Si a
pesar de todo se celebraran contratos, quienes intervinieran en el mercado
respetando sus compromisos, acabarían progresivamente por ser preferidos a otros
operadores desleales y abusivos. El comportamiento anticontractual acabaría
finalmente por ser expulsado del mercado, pero siempre existiría el riesgo de
comportamientos oportunistas y las relaciones de intercambio serían menores y más
primitivas. Sólo se celebrarían contratos con personas cuya solvencia económica y
seriedad en los tratos pudiera constatarse. La solución de prever reglas que
sancionaran esos comportamientos desleales y abusivos, ofreciendo seguridad en las
transacciones, no sería sino la reintroducción del Derecho contractual.

¿Cuáles son las funciones que desarrolla el Derecho contractual, desde esta
perspectiva? Entre otras, pueden señalarse las siguientes:

a) Permite la realización de intercambios entre agentes económicos que valoran los


bienes, servicios y derechos de distinta manera.
b) Permite reducir los costes de transacción y la incertidumbre proporcionando
criterios supletorios o reglas de integración. Este aspecto se percibe
perfectamente cuando las partes recurren a un contrato típico para articular
jurídicamente su intercambio económico.
c) Transfiere riesgos desde agentes económicos más adversos o expuestos al riesgo
hacia aquellos menos adversos o expuestos.

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d) Establece medidas que desincentiven los incumplimientos ineficientes.
e) Resuelve problemas de información asimétrica derivada de situaciones en las que
existen aspectos o conocimientos ocultos.
f) Proporciona remedios adecuados para la reducción del coste total de las
transacciones. Los costes de negociación o de previsión de contingencias o riesgos
pueden reducirse.

Cuanto más se aproximen las normas contractuales a la hipotética voluntad de las


partes, menos necesario será modificarlas a través de acuerdos especiales y mayores
serán los costes de transacción ahorrados por esas normas.

Los costes de transacción son los costes necesarios para que se produzca el
intercambio: se trata básicamente, de costes de información, de negociación y
conclusión del contrato, y de supervisión del cumplimiento, incluyendo en particular
las reglas aplicables para la previsión de posibles incumplimientos de las partes.
Evidentemente, si los costes de transacción superan los beneficios que pueden
derivarse del contrato, éste no se celebrará. Justamente la empresa como organización
surge como un mecanismo de minimización de los costes de transacción, al internalizar
los intercambios (R. Coase).

Los costes de información derivan de la búsqueda e identificación de los agentes que


intervendrán en el contrato y de la verificación de las cualidades de la cosa u objeto
que deseamos adquirir. Los costes de negociación y conclusión incluyen los recursos
empleados en la discusión y la redacción del conjunto de cláusulas y las condiciones de
los contratos para llevar a cabo las transacciones. Los costes de supervisión del
cumplimiento se refieren a la necesidad de asegurar el cumplimiento de lo acordado y
al establecimiento de mecanismos de protección frente a las consecuencias negativas
del incumplimiento: se pretende asegura que todo el valor de lo intercambiado se
integra en nuestro patrimonio.

1.2. Las fuentes normativas del Derecho de contratos4.

En el siglo XIX podía afirmarse con razonable seguridad que los elementos necesarios
para el completo conocimiento del Derecho de la contratación se encontraban
compendiados en el Código Civil y en el Código de Comercio.

Tanto el Código Civil como el Código de Comercio responden a una estructura similar:
unas disposiciones generales (arts. 1254 a 1314 CC; y arts. 50 a 63 CCom); y unas reglas
específicas en función de cada tipo de contrato.

En la actualidad, si bien en el Código Civil y en el Código de Comercio se contienen los


trazos básicos de ese Derecho de la contratación, es imprescindible hacer referencia a
otros factores.

4
LECTURA COMPLEMENTARIA: L. Díez-Picazo, “¿Una nueva doctrina general del contrato?”, Anuario de
Derecho Civil, 1993, pgs. 1709 y ss.; y F. Rivero, “Cien años de jurisprudencia sobre contratos en
especial”, Revista crítica de derecho inmobiliario, 1995, núm. 626, pgs. 9 y ss.

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La descodificación del Derecho de la contratación implica la proliferación de
normativa dictada al margen de los Códigos Civil y de Comercio, en la que se ofrecen
regulaciones especiales en función de diferentes factores como las características de la
relación contractual (arrendamientos urbanos, arrendamientos rústicos, transporte,
agencia, contratación electrónica, enajenaciones con oferta de restitución de precio,
etc.) o de los sujetos que intervienen (en especial, cuando se trata de consumidores o
usuarios).

Esta descodificación plantea al menos dos problemas fundamentales: la coordinación


de los respectivos ámbitos de aplicación de esas normativas; y la coincidencia de los
principios inspiradores de la legislación descodificada con la recogida en los Códigos
Civil y de Comercio.

Conviene señalar igualmente, frente a ese fenómeno de descodificación, la


codificación mantiene algunos de sus valores: basta recordar a estos efectos la
Propuesta para la Modernización del Derecho de Obligaciones y Contratos, elaborada
en 2009 por la Comisión General de Codificación, que plantea una profunda reforma
del Código Civil, o los intentos de codificar sectores hasta ahora descodificados, como
el Derecho de los consumidores (no otra cosa sino una suerte de Código de Derecho
del Consumo es el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se
aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y
Usuarios y otras leyes complementarias).

La internacionalización del Derecho de los contratos es consecuencia de la


internacionalización de los mercados y de los intercambios. Buena prueba de ello es la
aplicación por nuestros tribunales de las normas contenidas en el Convenio de Viena
sobre Compraventa internacional de mercaderías, que es derecho vigente en nuestro
país. Sin embargo, su transcendencia no se limita a los casos en que resulta aplicable,
puesto que sus criterios sobre cuestiones sobre formación del contrato o
responsabilidad por incumplimiento son utilizados como pautas inspiradoras incluso
cuando no resulten estrictamente de aplicación.

Es, por lo demás, cada vez más frecuente que las Sentencias del Tribunal Supremo
hagan referencia a principios, criterios o reglas con esa vocación de
internacionalización de las soluciones.

Por ejemplo, vid. STS de 6 de marzo de 2007; de 21 y 24 de noviembre de 2008; de 3 y


17 de diciembre de 2008; de 25 de mayo de 2009; de 16 y 17 de febrero de 2010; de
27 de junio de 2013; de 15 de diciembre de 2014; o de 4 de marzo de 2015, entre
otras.

La pretensión de incorporar unos criterios comunes de Derecho privado subyace a esas


referencias a los Principios del Derecho europeo de los contratos o de la
responsabilidad civil, al “Draft Common Frame of Reference” (DCFR) o a los Principios
UNIDROIT.

Esa referencia a la actitud cada vez más receptiva de nuestro Tribunal Supremo en
relación con los modelos de unificación internacional permite poner de relieve la

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importancia que desde siempre ha asumido la jurisprudencia en materia de Derecho
de la contratación.

Obviamente, la jurisprudencia ha llevado a cabo una labor de actualización y de


renovación de los criterios codificados en función de los problemas concretos que se le
sometían. En ocasiones, incluso la evolución jurisprudencial ha tenido que ser
zigzagueante, al compás de las exigencias sociales (o, al menos, de cómo las entendía
el Tribunal Supremo: piénsese, por ejemplo, en cómo ha evolucionado la
jurisprudencia en relación con los adquirentes de vivienda o con los casos de doble
venta). Es cierto que este peso de la jurisprudencia puede afectar a la seguridad
jurídica y sus variaciones a la predictibilidad de las decisiones, pero es un coste
asumible para evitar el anquilosamiento de los criterios legales, codificados o no.

Un ámbito donde el Tribunal Supremo ha actuado anticipando las soluciones legales ha


sido claramente el fenómeno de la atipicidad contractual, en el que la jurisprudencia
ha contribuido a la admisión de mecanismos jurídicos que, más tarde, han sido
refrendados por el legislador (recuérdese, por ejemplo, el caso del contrato de
aparcamiento de vehículos). Queda todavía un importantísimo panorama de contratos
atípicos en el que la jurisprudencia continúa desempeñando una función esencial,
propiciando la renovación del Derecho de la contratación.

A modo de recapitulación conviene recordar que como decía L. Díez-Picazo, “[e]n los
años setenta y ochenta de este siglo [XX], hemos asistido a un nuevo auge de la
libertad económica, que ha supuesto un duro mentís para los augures de la decadencia
o de la muerte del contrato. Estos años han dado lugar a un renacimiento
esplendoroso de la figura central del contrato como instrumento básico de las
relaciones económicas. Se ha consagrado como principio de la libre competencia y se
ha ido produciendo la supresión de las regulaciones que coartaban la libertad
contractual. Ello ha supuesto la multiplicación de los contratos atípicos, que, del
campo estricto del intercambio de bienes, han ido trasladando el centro de gravedad
del sistema económico y de la contratación al campo de los servicios, en los que se ha
ido produciendo una cada vez más acentuada diferenciación (consultoría,
comprobación de contabilidades o auditoría, servicios informáticos, asesoramiento de
especies diferentes, nuevas formas de comisión y de agencia). Han ido apareciendo
también formas inéditas de lo que hoy se llama en la jerga empresarial productos
financieros y las entidades de crédito han ido abandonando sus tradicionales campos
de trabajo y ocupando otros nuevos. Desde el punto de vista jurídico, el problema no
es nuevo, porque los contratos atípicos han sido conocidos de antiguo. Su legitimidad,
por lo general, es indiscutible y la labor de una jurisprudencia constructiva consiste, en
este punto, en reconocer legitimidad social a toda esta masa de nuevos contratos que
han penetrado en el tráfico y dar solución a los problemas que se puedan plantear a
través de las conocidas tesis de la combinación y de la absorción, o, dicho de otro
modo, a través de los principios rectores de las obligaciones”.

Como hemos señalado, la pluralidad normativa en relación con el contrato plantea el


problema de identificación de la regulación aplicable. Este problema ya surge en un
ámbito puramente civil (por ejemplo, ¿se aplica el Código Civil o la Ley de
Arrendamientos Urbanos a un determinado contrato de arrendamiento?), pero es

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necesario constatar que en ocasiones la selección de la norma aplicable requiere que
previamente se determine si ese contrato tiene o carácter civil.

a) El problema clásico deriva de la contraposición entre una normativa civil y otra


mercantil para ciertos contratos. Por lo general, el Código de Comercio proporciona
elementos para establecer el respectivo ámbito de aplicación (por ejemplo, arts. 244 –
comisión--, 303 –depósito--, 311 –préstamo--, 325 y 326 –compraventa--, 439 –
afianzamiento--, CCom, entre otros), aunque debe señalarse que parte de la doctrina
mercantil muestra su insatisfacción con esos criterios y propugna la calificación como
mercantiles de todos los contratos de empresa.

En la Exposición de Motivos de la Propuesta de Código Mercantil se lee: “[a]corde con


las modernas tendencias doctrinales, con los postulados de la constitución económica
en que ha de insertarse el cuerpo legal y con la realidad del tráfico, la delimitación de
la materia mercantil se hace a partir de un concepto básico: el mercado como ámbito
en el que actúan los protagonistas del tráfico, cruzan ofertas y demandas de bienes y
servicios, y entablan relaciones jurídico-privadas objeto de regulación especial. De esta
manera, el Derecho mercantil vuelve a ser el Derecho de una clase de personas y de
una clase de actividades, como lo fue en su origen, al que retornan las más modernas
formulaciones positivas. Para calificar a esos ámbitos, subjetivo y objetivo, el concepto
de referencia es la empresa como organización económica de producción de bienes o
prestación de servicios, a partir de la cual se identifica a su titular (el empresario) y a la
actividad que desarrolla en el mercado. Mas la titularidad de una empresa, criterio
unitario para la calificación del empresario persona natural, no lo es para el
empresario persona jurídica, en el que, junto al criterio de la naturaleza del objeto
social se recoge el formal de la adopción de algún tipo de sociedad mercantil. Estos
conceptos se extienden en el nuevo Código hasta incluir ámbitos económicos hasta
ahora excluidos del Derecho mercantil por razones históricas que se consideran
superadas, como la agricultura y la protagonista entre los operadores del mercado
sujetos al Código, concepto que también abarca a los profesionales que ejercen
actividades intelectuales, sean científicas, liberales o artísticas, cuyos bienes o servicios
destinen al mercado; a las personas jurídicas que, cualquiera sea sus naturaleza y
objeto, ejerzan alguna de las actividades expresadas en el Código, e incluso a los entes
sin personalidad jurídica por medio de los cuales se realicen”.

La Propuesta de Código Mercantil considera mercantiles los actos y contratos en que


intervenga un operador del mercado (los empresarios, las personas físicas
profesionales y las personas jurídicas que ejerzan ciertas actividades) y cuyo contenido
principal pertenezca a actividades empresariales o profesionales; los actos y contratos
que, por razón de su objeto o del mercado en que se celebren, el Código califica de
mercantiles; y los actos de competencia en el mercado (art. 001-2 y 001-4).

Como critica M.P. García Rubio, este planteamiento expansivo, que no tiene
equivalente en el ámbito del Derecho privado comparado, es, además de equívoco,
profundamente contradictorio pues incluye las relaciones entre empresarios y entre
particulares y empresarios y deja únicamente fuera las de los particulares entre sí
cuando nadie puede sensatamente negar que los particulares también participan en el
mercado, incluso cuando se relacionan con otros particulares; siempre lo han hecho y
últimamente lo hacen aún más a través del comercio electrónico, por ejemplo. En
realidad, como subraya M.P. García Rubio, la Propuesta está transida, hasta la
obsesión, por el deseo de blindar el carácter mercantil del régimen de las obligaciones

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y los contratos, con el fin reiteradamente confesado de que la competencia legislativa
corresponda en exclusiva al Estado y de que, por tanto, ninguna Comunidad Autónoma
pueda dictar normas propias sobre las obligaciones y contratos basadas en su
competencia en materia de legislación civil.

b) Pero el problema surge también en otros ámbitos, donde las diferencias de régimen
son más acusadas. Se debe precisar cuándo la prestación de servicios debe ser
calificada como contrato de trabajo (el contrato de trabajo era inicialmente un subtipo
del contrato de servicios) o cuándo los contratos del sector público se someten o no al
Derecho privado (no todo contrato del sector público tiene carácter administrativo,
sino que puede tener carácter privado). La cuestión en este punto no sólo es de
identificación de la normativa aplicable, sino también de la jurisdicción competente
(art. 9 LOPJ).

b.1) El Estatuto de los Trabajadores (Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre,


por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores) se
aplica a “los trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por
cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o
jurídica, denominada empleador o empresario” (art. 1.1 ET). Pero se excluyen de su
ámbito de aplicación la relación de servicio de los funcionarios públicos; las
prestaciones personales obligatorias; la actividad que se limite, pura y simplemente, al
mero desempeño del cargo de consejero o miembro de los órganos de administración
en las empresas que revistan la forma jurídica de sociedad y siempre que su actividad
en la empresa sólo comporte la realización de cometidos inherentes a tal cargo; los
trabajos realizados a título de amistad, benevolencia o buena vecindad; los trabajos
familiares, salvo que se demuestre la condición de asalariados de quienes los llevan a
cabo; la actividad de las personas que intervengan en operaciones mercantiles por
cuenta de uno o más empresarios, siempre que queden personalmente obligados a
responder del buen fin de la operación asumiendo el riesgo y ventura de la misma; y,
en general, todo trabajo que se efectúe en desarrollo de relación distinta de la que
define el art. 1.1 ET (art. 1.3 ET).

Según el art. 2 de la Ley 36/2011, de 10 de octubre, reguladora de la jurisdicción social,


los órganos jurisdiccionales del orden social conocerán, entre otras, de las cuestiones
litigiosas que se promuevan entre empresarios y trabajadores como consecuencia del
contrato de trabajo y del contrato de puesta a disposición, con la salvedad de lo
dispuesto en la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal; y en el ejercicio de los demás
derechos y obligaciones en el ámbito de la relación de trabajo; y de las acciones que
puedan ejercitar los trabajadores o sus causahabientes contra el empresario o contra
aquéllos a quienes se les atribuya legal, convencional o contractualmente
responsabilidad, por los daños originados en el ámbito de la prestación de servicios o
que tengan su causa en accidentes de trabajo o enfermedades profesionales, incluida
la acción directa contra la aseguradora y sin perjuicio de la acción de repetición que
pudiera corresponder ante el orden competente.

b.2) Simplificadamente, conforme a los arts. 2 y 3 del Real Decreto Legislativo 3/2011,
de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos
del Sector Público básicamente son contratos del sector público los contratos
onerosos, cualquiera que sea su naturaleza jurídica, que celebren La Administración
General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas y las
Entidades que integran la Administración Local; las entidades gestoras y los servicios

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comunes de la Seguridad Social; los organismos autónomos, las entidades públicas
empresariales, las Universidades Públicas, las Agencias Estatales y cualesquiera
entidades de derecho público con personalidad jurídica propia vinculadas a un sujeto
que pertenezca al sector público o dependientes del mismo; las sociedades
mercantiles en cuyo capital social la participación, directa o indirecta, de las anteriores
entidades sea superior al 50 por 100; los consorcios dotados de personalidad jurídica
propia; las fundaciones que se constituyan con una aportación mayoritaria, directa o
indirecta, de una o varias entidades integradas en el sector público, o cuyo patrimonio
fundacional, con un carácter de permanencia, esté formado en más de un 50 por 100
por bienes o derechos aportados o cedidos por las anteriores entidades; las Mutuas de
Accidentes de Trabajo y Enfermedades Profesionales de la Seguridad Social;
cualesquiera entes, organismos o entidades con personalidad jurídica propia, que
hayan sido creados específicamente para satisfacer necesidades de interés general que
no tengan carácter industrial o mercantil, siempre que uno o varios sujetos
pertenecientes al sector público financien mayoritariamente su actividad, controlen su
gestión, o nombren a más de la mitad de los miembros de su órgano de
administración, dirección o vigilancia; las asociaciones constituidas por esos entes,
organismos y entidades. El art. 4 establece una amplia lista de negocios y relaciones
jurídicas excluidas de la aplicación del Real Decreto Legislativo 3/2011.

El art. 18 del Real Decreto Legislativo 3/2011 admite que los contratos del sector
público pueden tener carácter administrativo o carácter privado. Son administrativos
los contratos de obra, concesión de obra pública, gestión de servicios públicos,
suministro, y servicios, así como los contratos de colaboración entre el sector público y
el sector privado; y los contratos de objeto distinto a los anteriormente expresados,
pero que tengan naturaleza administrativa especial por estar vinculados al giro o
tráfico específico de la Administración contratante o por satisfacer de forma directa o
inmediata una finalidad pública de la específica competencia de aquélla (art. 19). Son
privados los celebrados por los entes, organismos y entidades del sector público que
no reúnan la condición de Administraciones Públicas; y los celebrados por una
Administración Pública que tengan por objeto servicios financieros, la creación e
interpretación artística y literaria o espectáculos, y la suscripción a revistas,
publicaciones periódicas y bases de datos (art. 20). El orden jurisdiccional civil será el
competente para resolver las controversias que surjan entre las partes en relación con
los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos privados. Este orden
jurisdiccional será igualmente competente para conocer de cuantas cuestiones
litigiosas afecten a la preparación y adjudicación de los contratos privados que se
celebren por los entes y entidades sometidos a esta Ley que no tengan el carácter de
Administración Pública, siempre que estos contratos no estén sujetos a una regulación
armonizada (art. 21.2).

1.3. La delimitación normativa del concepto de contrato.

El Código Civil no ofrece un concepto de contrato, sea porque no es función del


legislador proporcionar definiciones, sea porque se presuponía su concepto y no se
consideraba necesario plasmarlo en el Código Civil.

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Ciertamente, el Código Civil suministra materiales suficientes para intentar reconstruir
un concepto normativo de contrato. Los preceptos en los que debemos fijar nuestra
atención para perfilar esa noción son los siguientes:
- Art. 1089 CC, que menciona el contrato entre las fuentes de las
obligaciones.
- Art. 1091 CC, que establece la vinculación contractual (“fuerza de ley
entre las partes contratantes”) y el deber de observancia de la reglamentación
contractual (tradicionalmente conocido como “pacta sunt servanda”).
- Art. 1254 CC, que determina la relevancia del consentimiento común
en la creación de la relación entre las partes.

Con arreglo a esos elementos, puede deducirse que el concepto de contrato que
subyace en el planteamiento del Código Civil, es un concepto clásico que lo contempla
como un acuerdo de voluntades de dos o más personas, dirigido a crear obligaciones
entre ellas.

Esta concepción clásica debe ser matizada por cuanto no responde adecuadamente a
una serie de objeciones:

a) Insuficiencia del mero acuerdo de voluntades: el propio Código Civil, en


su art. 1261, desmiente la idea de la suficiencia de la mera voluntad de los
interesados, pues exige otros requisitos distintos al consentimiento.

Por ello, debe asignársele un valor relativo al art. 1258 CC, cuando indica que
“[l]os contratos se perfeccionan por el mero consentimiento…”. Hay que
interpretar ese consentimiento en el sentido del art. 1262 CC, esto es,
concurso de la oferta y la aceptación sobre la cosa y la causa.

b) Falta de identificación del contenido de la reglamentación contractual


con lo acordado por las partes: el contenido de la relación contractual no se
deriva única y exclusivamente de los acuerdos entre las partes. Existen otros
elementos que deben ser tenidos en cuenta, sea por su carácter imperativo
(art. 1255 CC), sea por su función integradora (art. 1258 CC), para conocer
exactamente cuál es ese contenido.

c) Otras funciones del contrato en el ámbito obligacional: nada impide que


el contrato tenga como finalidad aspectos que no sean estrictamente la
constitución de relaciones obligatorias, como puede ser la modificación de una
relación ya existente o la extinción de la misma (mutuo disenso).

d) Efectos jurídico-reales de los contratos: siendo cierto que los contratos


se mueven en el plano jurídico-obligatorio, no puede olvidarse el alcance que,
conforme prevé el art. 609 CC, pueden llegar a tener en el plano jurídico-real, al
constituir, modificar o extinguir ese tipo de relaciones.

Puede, por lo demás, constatarse que en la práctica el concepto jurídico de contrato se


presenta con unos perfiles tan diversos que se habla incluso de varios conceptos de
contrato:

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a) El contrato como supraconcepto, entendido como cualquier acuerdo de
voluntades dirigido a producir consecuencias jurídicas (por ejemplo, tratados
internacionales o convenios entre Administraciones Públicas).

b) El contrato como concepto amplio, entendido como cualquier negocio jurídico


bilateral de derecho privado, sea o no de alcance patrimonial (por ejemplo,
matrimonio o contrato sucesorio).

c) El contrato como concepto estricto, entendido como aquel negocio jurídico


bilateral que incide sobre relaciones jurídicas de carácter patrimonial, sea
mediante su creación, su modificación o su extinción.

Conviene además tener en cuenta que, aun en ese sentido estricto, la palabra contrato
(al igual que sucede con la palabra obligación) encierra un cierto equívoco, pues con
ella podemos estar refiriéndonos a cuestiones diversas, aunque conexas:

a) El contrato como acto jurídico: acción de los interesados a la que el


ordenamiento atribuye unos determinados efectos.

b) El contrato como norma: disciplina o reglamentación a la que las partes


someten su conducta (“lex contractus”).

c) El contrato como relación jurídica: situación en la que quedan las partes


después de celebrado el contrato.

Á. Carrasco ha subrayado que el contrato ocupa, en el sistema del Código Civil, una
posición paradójica. Se subestima la importancia del contrato, al concebirlo como una más
de las posibles fuentes de las obligaciones. Bajo la aparente neutralidad de la regulación
general de la obligación, la mayoría de sus reglas sólo tienen sentido si se parte de su
origen contractual. Ante todo, la relevancia del contrato deriva de su importancia
estadística. Ni la ley, ni el hecho injusto tienen la flexibilidad suficiente para originar
obligaciones tan variadas como las que contempla el Código Civil. El testamento sí
presenta esa flexibilidad, pero es estadísticamente menos frecuente, y su función
primordial es el reparto de activos “mortis causa”, siendo marginales los casos de
obligaciones testamentarias.

1.4. La configuración de la reglamentación contractual: el principio de


autonomía privada.

El contrato constituye una manifestación de la autonomía privada y de su correlato, la


libertad de contratación5. La libertad contractual puede fundamentarse
constitucionalmente en el reconocimiento de la dignidad de la persona y el libre
desarrollo de la personalidad (art. 10 CE), y en la consagración de la libertad de
empresa en el marco de la economía de mercado (art. 38 CE).

5
Art. 1:102 PECL; y art. 1.1 Principios UNIDROIT.

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La libertad contractual significa conferir al individuo la libre opción entre contratar y no
contratar, con libertad también de elegir al otro contratante. Las partes pueden elegir
el tipo contractual que mejor se ajusta a sus intereses, y ni siquiera están constreñidos
a inclinarse por uno de los tipos legales, puesto que se admite la libre construcción de
otros modelos contractuales (contratos atípicos). Igualmente, las partes pueden
modificar libremente el contenido legal de los contratos. Ahora bien, la libertad
contractual no carece de límites.

Ambos extremos (la libertad contractual y sus límites) aparecen claramente en el


fundamental art. 1255 CC: “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y
condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a
la moral, ni al orden público”. Veamos ahora con más detalle qué alcance tienen esos
límites.

La ley como límite de la libertad contractual. Las normas de carácter imperativo no


pueden ser excluidas o derogadas por la voluntad de las partes, a diferencia de lo que
sucede con las normas dispositivas. El problema que se suscita siempre es el de
precisar cuándo una determinada norma reviste uno u otro carácter. La doctrina niega
que del Código Civil se pueda extraer una regla general favorable a la dispositividad o
imperatividad de las normas. Se trata, por tanto, de un problema de interpretación de
las normas, con todos los problemas de aplicación que ello supone. En cualquier caso,
puede aceptarse que, en principio, tienen carácter imperativo las normas que
establecen prohibiciones y las que prevén la nulidad en caso de contravención.

Las normas imperativas pueden limitar la libertad contractual de una doble manera: a)
mediante la prohibición de determinados pactos (por ejemplo, art. 1691 CC), o incluso,
en ocasiones, un cierto tipo contractual (por ejemplo, art. 1654 CC, relativo al contrato
de subenfiteusis); b) mediante la imposición de cierto contenido al contrato, de
manera que los pactos por los que se pretenda alterar dicho contenido legal deberán
considerarse nulos (por ejemplo, duración mínima del contrato de arrendamiento de
vivienda: art. 9 LAU).

La moral como límite de la libertad contractual. Más difícil resulta precisar qué debe
entenderse por moral a estos efectos. Resulta claro que no puede acogerse un
significado religioso de la misma, y que debe intentar reconducirse al conjunto de
convicciones éticas imperantes en una determinada sociedad en cierto momento
histórico. Se trata, pues, de un concepto indeterminado y de contenido variable
históricamente.

El Juez debe tratar de establecer cuáles son esas convicciones éticas predominantes y
utilizarlas como canon para enjuiciar la admisibilidad de un determinado
comportamiento. Obviamente el Juez no puede sustituir la valoración de la opinión
colectiva por la que profese personalmente.

El carácter cambiante se detecta en la valoración social de ciertas conductas. Piénsese,


por ejemplo, en la prostitución. La STS de 22 de mayo de 1993, relativa a un
arrendamiento de local para su ejercicio (ya que el ejercicio de actividades inmorales
era causa de resolución del contrato con la LAU’1964), indicó que esas “actividades

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deben de ser reputadas como inmorales, concepto más amplio que el jurídico de
ilicitud, [que] ha de relacionarse con conductas y disposiciones humanas que
frontalmente se oponen a los sentimientos medios de ética, probidad, recato, buenas
costumbres o ciudadanía rectamente entendida y ordenadamente practicada que son
prevalentes en una comunidad normal y concertada de personas que convergen sus
vidas individuales en el común social y, tanto entendiendo la moralidad en su aspecto
formal, es decir, al considerar la afectación del acto a los sujetos, como en el material,
en razón al objeto mismo sobre el que versan los actos”. La actual Ley de
Arrendamientos Urbanos no contempla el carácter inmoral de la actividad como causa
de resolución, por lo que los tribunales prefieren no entrar en su licitud o ilicitud y
reconducen esos supuestos al carácter molesto de la actividad: “el ejercicio de la
actividad de prostitución en la vivienda arrendada está generando múltiples
incomodidades a los vecinos del inmueble, que exceden los límites de lo tolerable y
hacen concurrir la causa resolutoria del contrato alegada, como resulta del ejercicio de
dicha actividad mañana, tarde y noche, por al menos cuatro mujeres, con el
consiguiente trasiego de personas, llamadas y otras molestias consustancial a aquella
actividad” (SAP de Madrid de 9 de junio de 2009).

El orden público como límite de la libertad contractual. Parecidas dificultades nos


acechan cuando se trata de concretar qué alcance tiene esa referencia al orden
público.

La noción de orden público cobra una especial relevancia en el ámbito del Derecho
internacional privado (art. 12.3 CC). La STS de 11 de febrero de 2002 ha indicado que el
orden público “aparece integrado por principios de Derecho nacional reputados
intangibles dentro del territorio de la soberanía estatal”.

También es una noción crucial en el arbitraje. Conforme al art. 41.1.f) LA, uno de los
escasos motivos para que prospere la acción de anulación del laudo es que sea
contrario al orden público. La STSJ de Madrid de 28 de enero de 2015 ha dicho,
conformando una doctrina ya reiterada y de consecuencias imprevisibles para el éxito
de los arbitrajes, que “el orden público susceptible de protección ex art. 41.1.f) LA
comprende tanto la tutela de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en
el Capítulo II del Título I de la Constitución, como, por imperativo incluso del Derecho
de la Unión Europea, lo que se ha dado en llamar "orden público económico", en el
que se incluyen ciertos reglas básicas y principios irrenunciables de la contratación en
supuestos de especial gravedad o singularmente necesitados de protección […] Hoy no
cabe dudar, a la vista de la jurisprudencia del TJUE y del Pleno de la Sala Primera del
Tribunal Supremo en su S. de 20 de enero de 2014, de que, dentro de ese concepto
jurídico indeterminado denominado "orden público", ha de incluirse el "orden público
económico", que se prevé en normas imperativas y en principios básicos de
inexcusable observancia en supuestos necesitados de especial protección. Ejemplos
señeros de esas normas imperativas son las que regulan con carácter estructural las
libertades propias del Derecho comunitario (v.gr., la libre competencia) […] Paradigma
destacado del principio que integra el orden público económico es el principio general
de buena fe en la contratación, expresamente recogido hoy, como se cuida de señalar
la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, en los Principios de Derecho Europeo de
Contratos (The Principles of European Contract Law –PECL-- cuyo art. 1:201 bajo la
rúbrica "Good faith and Fair dealing" ("Buena fe contractual"), que dispone como
deber general: "Each party must act in accordance with good faith and fair dealing"
("Cada parte tiene la obligación de actuar conforme a las exigencias de la buena fe").

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Principio de buena fe cuya observancia es especialmente inexcusable cuando en una
concreta contratación se produce una situación de desequilibrio, desproporción o
asimetría entre las partes por razón de la complejidad del producto que se contrata y
del dispar conocimiento que de él tienen los respectivos contratantes”.

Claramente el orden público no se puede sin más identificar con las normas
imperativas, puesto que entonces se produciría una redundancia carente de sentido.
Por ello, se sugiere la asimilación del orden público con los principios fundamentales y
rectores de la comunidad.

La STS de 5 de febrero de 2002 dijo que “esta Sala tiene declarado, respecto al orden
público, que está constituido por los principios jurídicos, públicos y privados, políticos,
morales y económicos, que son absolutamente obligatorios para la conservación del
orden social en el pueblo y en una época determinada (STS de 5 de abril de 1966 y 31
de diciembre de 1979), y de otra, una notable concepción de la doctrina científica
aprecia como tal los principios o directivas que en cada momento informan las
instituciones jurídicas; asimismo, una moderna posición de la ciencia jurídica señala
que el orden público constituye la expresión que se le da a la función de los principios
generales del derecho en el ámbito de la autonomía privada, consistente en limitar su
desenvolvimiento en lo que los vulnere, y que, básicamente, hoy han de tenerse en
cuenta, como integrantes del orden público, los derechos fundamentales reconocidos
en la Constitución. Respecto al orden público económico, un importante parecer
doctrinal se refiere a esta figura como consecuencia de la intervención del Estado en la
vida económica, la cual se manifiesta a través de normas imperativas y de los
principios básicos del orden económico, aunque no se hayan traducido en normas de
aquella categoría, que deben limitar la autonomía privada en el sentido de que no
puede desenvolverse en contra de los mismos; se define así el orden público
económico como el conjunto de reglas obligatorias en las relaciones contractuales
concernientes a la organización económica, las relaciones sociales y la economía
interna de los contratos”.

La STS de 5 de febrero de 2013 apela al orden público (especialmente, el laboral) como


límite de la contratación privada en relación con los contratos futbolísticos de los
menores de edad: “el componente axiológico que informa la tutela del interés superior
del menor debe contrastarse con los límites que presenta la autonomía privada en esta
práctica de contratación dirigida a menores de edad, especialmente respecto del
orden público dispuesto en el art. 1255 CC. Dicho concepto refiere los principios
fundamentales y rectores que informan la organización general de la comunidad,
particularmente de aquellas materias o ámbitos comprendidos dentro del orden
constitucional y que no pueden quedar impedidos o vulnerados por pactos o contratos
de los particulares, aunque en ellos intervenga el mismo sujeto afectado”.

En cambio, la STS de 8 de septiembre de 2014 ha negado que la comercialización de


participaciones preferentes sea contraria al orden público, “[d]esde el momento en
que el legislador ha previsto la existencia de las participaciones preferentes, como
parte de los recursos propios de una entidad de crédito, siempre y cuando cumplan
una serie de características […] Cuestión distinta es que por la forma en que fueron
comercializadas se hubiera podido cometer algún abuso que, a los efectos de la validez
del negocio, pudiera haber propiciado su contratación bajo un vicio del
consentimiento, como el error”.

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En la actualidad, el orden público tiene una clara plasmación en los derechos y
principios consagrados constitucionalmente. Desde esta perspectiva, no son
admisibles los pactos que vulneran la dignidad de la persona o sus derechos
fundamentales. Por ejemplo, debe reputarse contrario al orden público un pacto que
imponga prestaciones vejatorias (una persona acepta dejarse golpear por otra, para
que ésta controle sus nervios) o que imponga servicios de por vida [contrato de
esclavitud: STS (penal) de 30 de junio de 2000].

Todo ello conduce a plantear un problema de gran calado, cual es la determinación de


la eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares6
(también conocido como “Drittwirkung der Grundrechte”).

¿Se puede extinguir el contrato de servicios de una abogada porque se ha quedado


embarazada? ¿Se puede decidir no vender pisos en un edificio a personas de raza
negra o etnia gitana? ¿Se puede contratar como modelos de lencería sólo a mujeres
que tengan unas determinadas proporciones físicas?

Obviamente, el grado de incidencia de esos derechos fundamentales no puede ser el


mismo que frente a los poderes públicos. Existe, como hemos visto, un fundamento
constitucional de la autonomía privada. Por otra parte, no todos los derechos
fundamentales exigen la misma intensidad en su proyección: especialmente relevante
resulta en este punto lo relativo al principio de igualdad y la prohibición de
discriminación derivada de los factores que enuncia el art. 14 CE.

Como se decía en el ATC 1069/1987, de 30 de septiembre, “es posible entender que


algunos derechos fundamentales producen un cierto grado de eficacia y que en tal
caso se encuentra el derecho a no ser discriminado que establece el art. 14 CE, cuando
se trata de las discriminaciones típicas —por razón de nacimiento, raza, sexo, religión,
opinión o condición social—. No puede decirse lo mismo cuando se trata del ejercicio
de derechos y acciones en el que no es posible encontrar discriminación. Ningún
precepto, ni constitucional ni ordinario (salvo en ocasiones, el principio de buena fe del
art. 7 CC y la regla de comportamiento coherente en el establecida, que aquí están en
cuestión) obliga a una persona a ejercitar sus derechos subjetivos o sus acciones de
forma idéntica frente a sujetos pasivos diferentes, sin que, fuera de los mencionados
casos de buena fe o abuso del derecho se puedan medir los móviles a que tal
actuación impulse. Es claro, por ejemplo, que un acreedor puede ser enérgico frente a
un deudor y no serlo frente a otro, o reclamar prontamente la deuda de uno y
condonarla total o parcialmente frente a otro”.

El planteamiento que predomina en la jurisprudencia constitucional es el de la eficacia


indirecta de los derechos fundamentales, es decir, la consideración de que los
derechos fundamentales sólo vinculan a los particulares de forma indirecta o mediata,
esto es, en la medida en que los poderes públicos hubieran definido el alcance de
aquéllos, a través, fundamentalmente, de la acción del legislador (al regular las
relaciones de Derecho Privado) y de los jueces (al conocer controversias entre
6
LECTURA COMPLEMENTARIA: J. Alfaro, “Autonomía privada y derechos fundamentales”, Anuario de
Derecho Civil, 1993, pgs. 57 y ss.; y “Libertad contractual y principio de igualdad”
[http://almacendederecho.org/libertad-contractual-y-principio-de-igualdad/: consultado el 31 de agosto
de 2015].

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particulares, velando porque los derechos fundamentales sean respetados en las
relaciones “inter privatos”)

Buena prueba de ello es la STC 177/1988, de 10 de octubre: "Ciertamente el art. 53.1


del Texto Constitucional tan sólo establece de manera expresa que los derechos
fundamentales vinculan a los poderes públicos, pero ello no implica una exclusión
absoluta de otros posibles destinatarios, dado que, como señala la STC 18/1984
(fundamento jurídico 6º) ''en un Estado Social de Derecho no puede sostenerse con
carácter general que el titular de tales derechos no lo sea en la vida social''. De aquí
que este Tribunal haya reconocido que los actos privados puedan lesionar los derechos
fundamentales y que en estos supuestos los interesados pueden acceder a la vía de
amparo si no obtienen la debida protección de los Jueces y Tribunales a los que el
ordenamiento encomienda la tutela general de los mismos. Las relaciones entre
particulares, si bien con ciertas matizaciones, no quedan, pues, excluidas del ámbito de
aplicación del principio de igualdad, y la autonomía de las partes ha de respetar tanto
el principio constitucional de no discriminación como aquellas reglas, de rango
constitucional u ordinario, de las que se derive la necesidad de igualdad de trato. No
cabe olvidar que el art. 1.1 C.E. propugna entre los valores superiores del
ordenamiento jurídico la igualdad y que el 9.2 encomienda a todos los poderes
públicos promover las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos
en que se integra sean reales y efectivas".

La STS de 25 de octubre de 2007 analiza la posible nulidad de un acuerdo relativo al


pago de los servicios y sistema de cobro de una agrupación de taxistas, planteada por
algunos miembros del colectivo, e indica que “el derecho a la libertad de empresa (y
con independencia de su valor como ingrediente de otro derecho fundamental, o
fundamento de normativa de legalidad ordinaria), no tiene, en la perspectiva que se
examina, de garantía constitucional, eficacia horizontal o entre particulares, la que
suele expresarse con la expresión alemana Drittwirkung, que en sentido literal significa
"eficacia frente a terceros". Y como en el caso lo que se pretende es que la Agrupación
de Radio-Taxi de Tarragona, un sujeto particular, adoptó un acuerdo que infringe el
derecho constitucional a la libertad de empresa del art. 38 CE es obvio que el
planteamiento debe ser desestimado por no ser adecuada la garantía o tutela invocada
para fundamentar la pretensión de nulidad ejercitada”.

Con referencia al derecho de asociación, ha dicho el Tribunal Supremo que “[l]a


problemática se enmarca en la eficacia "inter privatos" de los (algunos, porque otros
sólo se tienen frente a los poderes públicos) derechos fundamentales, es decir, la
protección horizontal de ciertos derechos fundamentales -"Drittwirkung der
Grundrechte"-, que si bien no se halla expresamente prevista en nuestro
ordenamiento jurídico se reconoció por el Tribunal Constitucional (STC 18/1984, de 7
de febrero; 19/1985, de 13 de febrero; 108/1989, de 8 de junio, entre las primeras).
Esta eficacia se matiza considerablemente respecto del ejercicio frente a los poderes
públicos porque, además de que los particulares pueden ser titulares y sujetos pasivos,
y de la incidencia del principio de autonomía de la voluntad, el reconocimiento de un
derecho (en el caso, del que pretende ser socio) se corresponde con la limitación del
ejercicio del derecho de otro sujeto (la asociación, a la que aquél pretende acceder), lo
que genera un conflicto de intereses, por cruce de derechos fundamentales, que exige
la intervención judicial, pues ni la libertad de organización interna de las asociaciones
es ilimitada, ni el derecho de adscripción a ellas es absoluto, de ahí la ardua tarea que

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supone determinar el alcance de uno y otro, y el grado de fiscalización y de control
atribuido al respecto a los tribunales”.

Hay que tener en cuenta, en fin, aplicaciones concretas de esos planteamientos. El art.
10 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y
hombres, establece que “[l]os actos y las cláusulas de los negocios jurídicos que
constituyan o causen discriminación por razón de sexo se considerarán nulos y sin
efecto, y darán lugar a responsabilidad a través de un sistema de reparaciones o
indemnizaciones que sean reales, efectivas y proporcionadas al perjuicio sufrido, así
como, en su caso, a través de un sistema eficaz y disuasorio de sanciones que prevenga
la realización de conductas discriminatorias”.

Como derogaciones de la libertad contractual se admiten, con carácter excepcional,


los supuestos de contratos forzosos y contratos normados.

a) Los contratos forzosos son aquellos que limitan la libertad de las partes de contratar
o no. Como consecuencia de una decisión normativa, las partes, o al menos una de
ellas, se ven obligadas a celebrar un determinado tipo de contrato (por ejemplo,
contratación obligatoria de un seguro para los propietarios de vehículos a motor: art. 2
del Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el Texto
Refundido de la Ley sobre Responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos
a motor; o de una garantía contra ciertos daños vinculados con la edificación: arts. 19 y
disp. adic. 2ª LOE). Puede que la autoridad estatal establezca el contenido de ese
contrato o puede que lo deje a la libertad de las partes.

El art. 59 de la Ley vasca 3/2015, de 18 de junio, de vivienda permite que se imponga


“el alquiler forzoso de las viviendas declaradas deshabitadas y que se ubiquen en
ámbitos de acreditada demanda y necesidad de vivienda, tanto en sectores urbanos de
suelo residencial como en áreas de regeneración, en cascos históricos, centros
urbanos, barrios urbanos y ámbitos consolidados por la urbanización, recayendo
únicamente sobre viviendas declaradas deshabitadas que se mantengan desocupadas
transcurrido un año desde su declaración. El alquiler forzoso podrá imponerse por los
ayuntamientos y, subsidiariamente, por el departamento competente en materia de
vivienda del Gobierno Vasco. En este último caso, deberá concederse audiencia al
ayuntamiento respectivo […] Declarada la procedencia de imponer el alquiler forzoso,
el titular de la vivienda deberá sufragar los gastos asumidos por la Administración en la
gestión y el coste de las obras de acondicionamiento o mejora que resulten precisas
para garantizar las condiciones de habitabilidad […] En el acuerdo o resolución firme
en vía administrativa por el que se describa la vivienda y se decida la necesaria
imposición del alquiler forzoso, se deberán determinar las condiciones de
mantenimiento de la vivienda en alquiler, así como el plazo de este, que no será
superior a cinco años, si bien se podrá imponer su prórroga forzosa hasta cinco años
más, y se seleccionará al arrendatario de entre los demandantes de alquiler del
Registro de Solicitantes de Vivienda Protegida y Alojamientos Dotacionales”.

b) Los contratos normados (también llamados contratos dictados o reglamentados) no


afectan a la libertad de contratar o no. Las partes pueden decidir no contratar, pero, si
lo hacen, el contenido del contrato debe someterse a los criterios impuestos por una

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determinada norma. En el fondo, estos contratos son aquellos cuyo régimen jurídico
está básica o exclusivamente compuesto por normas imperativas.

1.5. La configuración de la reglamentación contractual: las condiciones


generales de la contratación7.

La masificación y la estandarización de los sistemas de producción han conducido a


que esos caracteres se proyectaran al consumo y propiciaran de forma casi inevitable
que la contratación de esos bienes se articulara fundamentalmente a través de
contratos de adhesión o por medio de condiciones generales de la contratación.

La STS de 29 de abril de 2015 admite que “[e]s un hecho notorio que en determinados
sectores (bancario, seguros, suministros de energía, teléfono e internet, primera venta
de vivienda, etc.) la contratación de las empresas y profesionales con los consumidores
y usuarios se realiza mediante el uso de condiciones generales de la contratación
predeterminadas e impuestas por la empresa o el profesional. Quien pretende obtener
los productos o servicios en estos sectores deberá aceptar las condiciones generales
impuestas por el oferente o renunciar a contratar con él. Tal circunstancia no solo
resulta corroborada por la constatación empírica, sino que responde también a la
propia lógica de la contratación en masa, que no sería posible si cada contrato hubiera
de ser negociado individualmente”.

El uso de condiciones generales de la contratación ofrece indudables ventajas para la


empresa:

a) Reducen los costes de celebración y de regulación de los contratos.


b) Favorecen la división de tareas dentro de la organización empresarial y la
coordinación entre sus miembros.
c) Permiten el cálculo anticipado del coste de producción de los bienes y
servicios empresariales.
d) Más dudosamente, se dice también que contribuyen a la creación de
derecho supletorio y aumentan la seguridad jurídica.

No cabe duda tampoco de que las condiciones generales de la contratación comportan


inconvenientes de cierta relevancia. Por un lado, la predisposición unilateral y la falta
de posibilidad real de negociación generan desequilibrio en el contenido del contrato.
Y, por otro, la posible existencia de desequilibrio aumenta cuando el adherente es un
consumidor.

Dado que no resulta aconsejable ni la prohibición general del uso de condiciones


generales, ni la falta de cualquier tipo de supervisión, nuestro ordenamiento se inclina,
mediante la Ley 7/1998, de 13 de abril, de Condiciones Generales de la Contratación,
por efectuar un control de incorporación de las mismas al contrato, acompañado de la

7
LECTURA COMPLEMENTARIA: J. Alfaro, Las condiciones generales de la contratación: estudio de las
disposiciones generales, Civitas, 1991.

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formulación de determinadas reglas de interpretación; en cambio, se renuncia a la
previsión de un control del contenido de esas condiciones generales.

Además de los posibles controles de incorporación y de contenido, es preciso


mencionar el denominado control de transparencia. Del art. 4.2 Directiva 93/13/CEE
del Consejo, de 5 de abril, se deduce, pese a no haber sido incorporado a la legislación
española, que no es viable un control de contenido del objeto principal del contrato ni
de la adecuación entre precio y su contraprestación, en el ámbito de las condiciones
generales y cláusulas predispuestas. En cambio, este control de contenido es el que, en
el marco de los contratos con consumidores, permite eliminar las cláusulas abusivas
como causantes de un desequilibrio, no en las contraprestaciones sino en los derechos
y obligaciones de las partes. La idea básica que justifica esta exención del control de
contenido es el necesario respeto a la libertad de precios en el marco de una economía
de mercado. El mismo art. 4.2 de la Directiva permite, no obstante, que las condiciones
generales o cláusulas predispuestas que afecten a los elementos esenciales del
contrato, puedan estar sometidas a un control de transparencia al exigir que su
redacción sea clara y comprensible [arts. 5.5 y 7.b) LCGC y 60 TRLGDCU].

La STS de 9 de mayo de 2013, sobre las cláusulas suelo en préstamos con garantía
hipotecaria, efectúa una aplicación de ese control de transparencia. Dado que las
cláusulas suelo forman parte inescindible del precio que debe pagar el prestatario,
definen el objeto principal del contrato y deberían quedar exentas un control sobre su
carácter abusivo. Pero la cláusula suelo sí puede ser sometida a control de
transparencia que la Sentencia sitúa en un doble nivel. En primer lugar, un inicial
control de inclusión al contrato: la información que se facilita cubre las exigencias
positivas de oportunidad real de conocimiento por el adherente, y las negativas de no
ser ilegibles, ambiguas, oscuras e incomprensibles (art. 7 LCGC). En segundo lugar, en
relación con contratos con consumidores, se requiere que el adherente conozca o
pueda conocer con sencillez, tanto la carga económica que realmente supone para él
el contrato celebrado, esto es, la onerosidad o sacrificio patrimonial realizada a cambio
de la prestación económica que se quiere obtener; como la carga jurídica del mismo,
es decir, la definición clara de su posición jurídica tanto en los presupuestos o
elementos típicos que configuran el contrato celebrado, como en la asignación o
distribución de los riesgos de la ejecución o desarrollo del mismo. Este control exige
que la información suministrada permita al consumidor percibir que se trata de una
cláusula que define el objeto principal del contrato, que incide o puede incidir en el
contenido de su obligación de pago y tener un conocimiento real y razonablemente
completo de cómo juega o puede jugar en la economía del contrato.

La Sentencia concluye que las cláusulas analizadas no son transparentes porque: a)


falta información suficientemente clara de que se trata de un elemento definitorio del
objeto principal del contrato; b) se insertan de forma conjunta con las cláusulas techo
y como aparente contraprestación de las mismas; c) no existen simulaciones de
escenarios diversos relacionados con el comportamiento razonablemente previsible
del tipo de interés en el momento de contratar; d) no hay información previa clara y
comprensible sobre el coste comparativo con otras modalidades de préstamo de la
propia entidad —caso de existir— o advertencia de que al concreto perfil de cliente no

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se le ofertan las mismas; y e) se ubican entre una abrumadora cantidad de datos entre
los que quedan enmascaradas y que diluyen la atención del consumidor.

El Tribunal Supremo ha confirmado esta doctrina, entre otras, en la STS de 24 de


marzo de 2015.

La STJUE de 26 de febrero de 2015 indica que “[e]l art. 4, apartado 2, de la Directiva


93/13/CEE del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre las cláusulas abusivas en los
contratos celebrados con consumidores, debe interpretarse en el sentido de que, en
circunstancias como las del litigio principal, los términos «objeto principal del
contrato» y «adecuación entre precio y retribución, por una parte, [y] los servicios o
bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida, por otra» no cubren, en
principio, tipos de cláusulas que figuran en contratos de crédito celebrados entre un
profesional y consumidores, tales como las controvertidas en el litigio principal, que,
por una parte, permiten al prestamista, bajo determinadas condiciones, modificar
unilateralmente el tipo de interés y, por otra parte, prevén una «comisión de riesgo»
percibida por éste. Sin embargo, corresponde al órgano jurisdiccional remitente
comprobar la calificación de tales cláusulas contractuales atendiendo a la naturaleza,
al sistema general y a las estipulaciones de los contratos de que se trata así como al
contexto jurídico y de hecho en que éstas se inscriben”.

El art. 1.1 LCGC nos ofrece un concepto de condiciones generales de la contratación y


las define como “las cláusulas predispuestas cuya incorporación al contrato sea
impuesta por una de las partes, con independencia de la autoría material de las
mismas, de su apariencia externa, de su extensión y de cualesquiera otras
circunstancias, habiendo sido redactadas con la finalidad de ser incorporadas a una
pluralidad de contratos”. Por lo tanto, las notas características de las condiciones
generales son:

a) La predisposición unilateral, entendida como la preparación o


preelaboración de las condiciones por una de las partes.

Ésta es una de las razones que justifican el sometimiento de las condiciones generales
a control. La predisposición equivale a redacción previa. Se trata de un concepto
cercano, pero no plenamente coincidente con el de “cláusula no negociada
individualmente”, aunque en la realidad práctica acostumbren a ir unidos. No siempre
que exista un borrador o minuta redactado unilateralmente existirá predisposición.

b) La generalidad de las condiciones, pues son redactadas para ser


incorporadas a una pluralidad de contratos.

La doctrina considera que éste es el más discutible de los requisitos, puesto que
quedan fuera del control de la Ley las cláusulas redactadas para un único contrato. Se
trata de una Ley de condiciones generales, y no de cláusulas predispuestas.

c) La inevitabilidad de su aplicación y la inexistencia de negociación


individualizada, dado que son impuestas por una de las partes. Esto no significa
que se fuerce el consentimiento contractual, sino que si el adherente desea
contratar debe hacerlo necesariamente con ese contenido.

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El contrato impuesto se opone al contrato negociado: una parte contractual establece
e impone sus condiciones y la otra las acepta sin negociación. Expresado en forma
vulgar significa un planteamiento de “lo tomas o lo dejas”.

No se requiere una imposición expresa: basta que se demuestre que la incorporación


de las cláusulas al contrato es imputable exclusivamente a una de las partes. La previa
existencia de condiciones no significa sin más imposición, aunque luego se acepten
íntegramente, siempre que exista una fase real de negociación.

Todos esos elementos deben darse cumulativamente para que pueda hablarse
de condiciones generales. En sentido negativo, son irrelevantes cuestiones
formales como la autoría material de las cláusulas, la apariencia externa o la
extensión. Por ello, también un contrato manuscrito o muy breve puede
quedar sometido al ámbito de aplicación de la Ley de Condiciones Generales de
la Contratación.

La STS de 29 de abril de 2015 recuerda que “para que se acepte que las cláusulas de
los contratos celebrados con los consumidores en estos sectores de la contratación no
tienen el carácter de condiciones generales, o de cláusulas no negociadas, y se excluya
el control de abusividad, no basta con incluir en el contrato predispuesto un epígrafe
de "condiciones particulares" o menciones estereotipadas y predispuestas que afirmen
su carácter negociado (sobre la ineficacia de este tipo de menciones predispuestas por
el predisponente, vacías de contenido real al resultar contradichas por los hechos, nos
hemos pronunciado en las sentencias núm. 244/2013, de 18 abril, y 769/2014, de 12
de enero de 2015) ni con afirmar sin más en el litigio que la cláusula fue negociada
individualmente. Para que se considere que la cláusula fue negociada es preciso que el
profesional o empresario explique y justifique las razones excepcionales que llevaron a
que la cláusula fuera negociada individualmente con ese concreto consumidor, en
contra de lo que, de modo notorio, es habitual en estos sectores de la contratación y
responde a la lógica de la contratación en masa, y que se pruebe cumplidamente la
existencia de tal negociación y las contrapartidas que ese concreto consumidor obtuvo
por la inserción de cláusulas que favorecen la posición del profesional o empresario. Si
tales circunstancias no son expuestas y probadas, carece de sentido suscitar la
cuestión del carácter negociado de la cláusula, como se ha hecho en este caso, y como
se hace con frecuencia en este tipo de litigios, porque carece manifiestamente de
fundamento…”.

La doctrina considera que no deben considerarse condiciones generales de la


contratación las que regulan los elementos esenciales del contrato (como
precio, forma de pago o producto), por cuanto sobre esos elementos sí recae la
voluntad del adherente, sin perjuicio, como se ha indicado, del control de
transparencia.

Esa enumeración de características permite poner de relieve que la existencia de


condiciones generales no depende de que el adherente sea un consumidor: también
se puede hablar de condiciones generales cuando el adherente sea un profesional o un
empresario (art. 2.1 y 3 LCGC). Por el contrario, el predisponente siempre ha de ser un
profesional o empresario que actúa en el marco de su actividad (art. 2.2 LCGC).

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La STS de 30 de abril de 2015 ha indicado que “[l]a normativa contenida en la Ley
7/1998, de 13 abril, de Condiciones Generales de la Contratación, es aplicable a todas
las condiciones generales, se encuentren en contratos concertados con consumidores
o en contratos en los que ninguna de las partes merece esta consideración. Pero dicha
ley no establece un régimen uniforme para unas y otras. Mientras que las normas
relativas a la incorporación (art. 5 y 7) y a la interpretación de las condiciones
generales (art. 6) son aplicables a todo tipo de condiciones generales, el régimen de la
nulidad de las condiciones generales es diferente según que el contrato en el que se
integren se haya celebrado o no con un consumidor. Mientras que en el caso de que el
adherente no merezca la calificación legal de consumidor o usuario, solo es aplicable la
regla contenida en el art. 8.1 LCGC, que se limita en la práctica a reproducir el régimen
de la nulidad contractual por contrariedad a norma imperativa o prohibitiva del Código
Civil, en el caso de que el contrato integrado por condiciones generales se haya
concertado con un consumidor, es aplicable el régimen de nulidad por abusividad,
establecido actualmente en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de
los Consumidores y Usuarios, que desarrolla la Directiva 1993/13/CEE, sobre cláusulas
no negociadas en contratos concertados con consumidores”.

Y añade esta STS de 30 de abril de 2015 que “[v]arias conclusiones pueden extraerse
de lo expuesto. La primera, que en nuestro ordenamiento jurídico la nulidad de las
cláusulas abusivas no se concibe como una técnica de protección del adherente en
general, sino como una técnica de protección del adherente que tiene la condición
legal de consumidor o usuario, esto es, cuando este se ha obligado con base en
cláusulas no negociadas individualmente. Una segunda conclusión sería que, en
nuestro ordenamiento jurídico las condiciones generales insertas en contratos en los
que el adherente no tiene la condición legal de consumidor o usuario, cuando reúnen
los requisitos de incorporación, tienen, en cuanto al control de contenido, el mismo
régimen legal que las cláusulas negociadas, por lo que sólo operan como límites
externos de las condiciones generales los mismos que operan para las cláusulas
negociadas, fundamentalmente los previstos en el art. 1255 CC, y en especial las
normas imperativas, como recuerda el art. 8.1 LCGC. Por último, el art. 1258 CC […]
contiene reglas de integración del contrato, en concreto la relativa a la buena fe, de
modo que en el cumplimiento y ejecución del contrato pueda determinarse lo que se
ha denominado el "contenido natural del contrato". Pero con base en este precepto no
puede pretenderse que se declare la nulidad de determinadas condiciones generales
que deban ser expulsadas de la reglamentación contractual y tenidas por no puestas, y
que, en su caso, puedan determinar la nulidad total del contrato”.

La Ley de Condiciones Generales no se aplica a los contratos administrativos, a los


contratos de trabajo, a los de constitución de sociedades, a los que regulan relaciones
familiares y a los contratos sucesorios. Tampoco se aplica a las condiciones generales
que reflejen las disposiciones o los principios de los Convenios internacionales, ni las
que vengan reguladas específicamente por una disposición legal o administrativa de
carácter general y que sean de aplicación obligatoria para los contratantes (art. 4
LCGC).

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Los requisitos necesarios para que las condiciones generales se incorporen al contrato
vienen establecidos por el art. 5 LCGC, siendo necesario distinguir diversos supuestos
de inclusión o incorporación8:

a) Requisitos de inclusión para los contratos documentados por escrito. El adherente


debe aceptar su incorporación, todos los contratantes deben firmar el contrato y el
contrato debe informar de la existencia de condiciones generales. No existe aceptación
del adherente si el predisponente no le informa expresamente de la existencia de esas
condiciones y no se le facilita un ejemplar (art. 5.1 LCGC).

Cuando se trata de contratos formalizados en escritura pública, puede solicitarse al


Notario autorizante que no transcriba las condiciones generales de la contratación en
las escrituras que otorgue y que se deje constancia de ellas en la matriz,
incorporándolas como anexo. El Notario debe comprobar que los adherentes tienen
conocimiento íntegro de su contenido y que las aceptan (art. 5.2 LCGC).

b) Requisitos de inclusión para los contratos no documentados por escrito. Cuando el


predisponente entregue un resguardo justificativo de la contraprestación recibida (por
ejemplo, un ticket de caja), bastará con que el predisponente anuncie las condiciones
generales en un lugar visible dentro del lugar en el que se celebra el negocio, que las
inserte en la documentación del contrato que acompaña su celebración; o que, de
cualquier otra forma, garantice al adherente una posibilidad efectiva de conocer su
existencia y contenido en el momento de la celebración (art. 5.3 LCGC). La amplitud de
este último supuesto puede diluir la protección de los adherentes.

Un requisito general de incorporación es que las condiciones generales estén


redactadas de forma transparente, clara, concreta y sencilla (art. 5.5 LCGC), lo que
fundamenta el denominado control de transparencia. Ahora bien, la propia Ley no
resulta demasiado precisa cuando establece para la contravención de esa exigencia
dos consecuencias distintas:

a) Conforme al art. 6.2.I LCGC, las dudas en la interpretación de las condiciones


generales oscuras se resolverán a favor del adherente.
b) En cambio, según el art. 7.b) LCGC, las condiciones generales “ilegibles,
ambiguas, oscuras e incomprensibles” no se incorporan al contrato.

Dado el sentido del art. 5.5 LCGC y su ubicación sistemática, resulta preferible afirmar
la no incorporación al contrato de esas condiciones generales.

Además del control de incorporación, la Ley de Condiciones Generales de la


Contratación prevé ciertos supuestos en que las condiciones generales pueden incurrir
en nulidad:

a) Son nulas de pleno derecho las condiciones generales que contradigan en perjuicio
del adherente lo dispuesto en la Ley de Condiciones Generales, o en cualquier otra

8
La Ley 3/2014, de 27 de marzo, ha suprimido los requisitos de inclusión en casos de contratación
telefónica o electrónica.

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norma imperativa o prohibitiva, salvo que en ellas se establezca un efecto distinto para
el caso de contravención (art. 8.1 LCGC; vid. también art. 6.3 CC).

b) También son nulas de pleno derecho las condiciones generales que sean abusivas,
cuando el contrato se haya celebrado con un consumidor (art. 8.2 LCGC; vid. también
art. 83.1 TRLGDCU).

Una vez establecido en qué casos las condiciones generales de la contratación no se


incorporan al contrato o son nulas, es preciso determinar cómo queda la
reglamentación contractual, al haberse cercenado una parte de la misma. Conviene,
pues, exponer los efectos de la no incorporación o de la nulidad de las condiciones
generales.

La solución por la que se opta es una solución moderada. La concurrencia de una


condición general no incorporada o nula no supone como regla general la ineficacia de
todo el contrato. Sobre la posible subsistencia del contrato sin esas condiciones no
incorporadas o nulas debe pronunciarse el órgano judicial ante el que se plantee la
cuestión. La ineficacia total del contrato sólo se determinará, si éste no puede subsistir
sin tales cláusulas (art. 10.1 LCGC).

Si se trata de un supuesto de ineficacia parcial, sea por no incorporación, sea por


nulidad, la parte del contrato afectada se integrará con arreglo a lo dispuesto por el
art. 1258 CC y las disposiciones en materia de interpretación de propio Código Civil
(art. 10.2 LCGC).

La previsión legal no resulta demasiado rigurosa pues combina, sin distinguir


adecuadamente su alcance, la integración y la interpretación contractual.

Por último, se ha de resaltar que la Ley de Condiciones Generales de la Contratación


también prevé ciertas reglas de interpretación de esas condiciones generales. Esas
reglas, contenidas en el art. 6 LCGC, son las siguientes:

- Prevalencia de las condiciones particulares del contrato sobre las


condiciones generales, salvo que éstas sean más beneficiosas para el
adherente.
- Resolución en favor del adherente de las dudas en la interpretación de
las condiciones generales.
- Aplicación supletoria de las reglas de interpretación del Código Civil (es
decir, los arts. 1281 a 1289 CC).

1.6. La configuración de la reglamentación contractual: las cláusulas


abusivas9.

9
LECTURA COMPLEMENTARIA: A. Serra, Cláusulas abusivas en la contratación (En especial, las cláusulas
limitativas de Responsabilidad), Aranzadi, 2002, 2ª. ed.

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Mientras que en relación con las condiciones generales de la contratación, el control
diseñado por el legislador se limita a cuestiones de incorporación e interpretación, sin
entrar a valorar el contenido de esas condiciones, la categoría de las cláusulas
abusivas, por el contrario, se centra fundamentalmente en un control del contenido de
los acuerdos contractuales.

Aunque el terreno de mayor transcendencia de las cláusulas abusivas es el de los


contratos con consumidores, como veremos a continuación, conviene tener en cuenta
que el art. 9 de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, de lucha contra la morosidad en las
operaciones comerciales, regula un supuesto de cláusula abusiva entre empresarios10.

“Artículo 9. Cláusulas y prácticas abusivas.


1. Será nula una cláusula contractual o una práctica relacionada con la fecha o el plazo
de pago, el tipo de interés de demora o la compensación por costes de cobro cuando
resulte manifiestamente abusiva en perjuicio del acreedor teniendo en cuenta todas
las circunstancias del caso, incluidas:
a) Cualquier desviación grave de las buenas prácticas comerciales, contraria a la buena
fe y actuación leal.
b) La naturaleza del bien o del servicio.
c) Y cuando el deudor tenga alguna razón objetiva para apartarse del tipo de interés
legal de demora del apartado 2 del artículo 7, o de la cantidad fija a la que se refiere el
apartado 1 del artículo 8.
Asimismo, para determinar si una cláusula o práctica es abusiva para el acreedor se
tendrá en cuenta, considerando todas las circunstancias del caso, si sirve
principalmente para proporcionar al deudor una liquidez adicional a expensas del
acreedor, o si el contratista principal impone a sus proveedores o subcontratistas unas
condiciones de pago que no estén justificadas por razón de las condiciones de que él
mismo sea beneficiario o por otras razones objetivas.
En todo caso, son nulas las cláusulas pactadas entre las partes o las prácticas que
resulten contrarias a los requisitos para exigir los intereses de demora del artículo 6, o
aquellas que excluyan el cobro de dicho interés de demora o el de la indemnización
por costes de cobro prevista en el artículo 8. También son nulas las cláusulas y
prácticas pactadas por las partes o las prácticas que excluyan el interés de demora, o
cualquier otra sobre el tipo legal de interés de demora establecido con carácter
subsidiario en el apartado 2 del artículo 7, cuando tenga un contenido abusivo en
perjuicio del acreedor, entendiendo que será abusivo cuando el interés pactado sea un
70 por ciento inferior al interés legal de demora, salvo que atendiendo a las
circunstancias previstas en este artículo, pueda probarse que el interés aplicado no
resulta abusivo. Esta posible modificación del interés de demora, de acuerdo con lo
previsto en esta Ley, no será de aplicación a las operaciones comerciales realizadas con
la Administración.
2. El juez que declare la invalidez de dichas cláusulas abusivas integrará el contrato con
arreglo a lo dispuesto en el artículo 1.258 del Código Civil y dispondrá de facultades
moderadoras respecto de los derechos y obligaciones de las partes y de las
consecuencias de su ineficacia.
3. Serán igualmente nulas las cláusulas abusivas contenidas en las condiciones
generales de la contratación según lo dispuesto en el apartado 1…”.

10
Modificado por Ley 17/2014, de 30 de septiembre, por la que se adoptan medidas urgentes en
materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial; y por Ley 11/2013, de 26 de julio, de
medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo.

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Centrando el análisis en los contratos con consumidores y usuarios, debe anticiparse
que, con carácter general, el art. 80 TRLGDCU impone que las cláusulas no negociadas
individualmente cumplan los siguientes requisitos:

a) Concreción, claridad y sencillez en la redacción, con posibilidad de


comprensión directa, sin reenvíos a textos o documentos que no se faciliten
previa o simultáneamente a la conclusión del contrato, y a los que, en todo
caso, deberá hacerse referencia expresa en el documento contractual.
b) Accesibilidad y legibilidad, de forma que permita al consumidor y usuario el
conocimiento previo a la celebración del contrato sobre su existencia y
contenido. En ningún caso se entenderá cumplido este requisito si el tamaño de
la letra del contrato fuese inferior al milímetro y medio o el insuficiente
contraste con el fondo hiciese dificultosa la lectura11.
c) Buena fe y justo equilibrio entre los derechos y obligaciones de las partes, lo
que en todo caso excluye la utilización de cláusulas abusivas.

Como puede comprobarse este precepto conecta el carácter abusivo de las cláusulas
con la buena fe y el equilibrio entre las partes, dos conceptos jurídicos genéricos e
indeterminados. Por ello, la definición legal de cláusula abusiva desarrolla esos
criterios: “Se considerarán cláusulas abusivas todas aquellas estipulaciones no
negociadas individualmente y todas aquéllas prácticas no consentidas expresamente
que, en contra de las exigencias de la buena fe causen, en perjuicio del consumidor y
usuario, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que
se deriven del contrato” (art. 82.1 TRLGDCU).

En consecuencia, la noción de cláusula abusiva, en relación con los consumidores, se


diseña legalmente con arreglo a las siguientes notas básicas:

a) No debe haberse producido una negociación individual de la cláusula, lo que debe


valorarse atendiendo a la fase de preparación del contrato. El art. 82.2 TRLGDCU
añade dos precisiones al respecto. Por un lado, la negociación individual de ciertos
elementos de una cláusula o de una cláusula aislada no excluye la aplicación de las
normas sobre cláusulas abusivas al resto del contrato. Por otro, el empresario que
afirme que una determinada cláusula ha sido negociada individualmente asume la
carga de la prueba de esa circunstancia.

b) El carácter abusivo puede predicarse tanto de las cláusulas como las prácticas no
consentidas expresamente.

Por ejemplo, a falta de prueba por parte del operador de que la reactivación de la línea
le ocasiona unos costes que ascienden a esa cuantía, la imposición de un pago
adicional de veinte euros por la reactivación del servicio suspendido por el retraso
«unos días» en el pago de una pequeña cantidad (treinta euros) ha de calificarse como
práctica abusiva en cuanto impone al consumidor el pago de una indemnización
desproporcionadamente alta por el incumplimiento de sus obligaciones.

11
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.

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c) La cláusula debe ser contraria a la buena fe. La buena fe debe ser entendida en
sentido objetivo como un modelo de conducta contractual leal y honesta, en función
del tipo de contrato.

La buena fe exige ejercitar el poder de predisposición de manera leal y equitativa de


modo que el predisponente no se aproveche de su facultad de imposición del
contenido contractual, y que tenga en cuenta los intereses legítimos de la otra parte.
La contradicción con la buena fe puede consistir en apartarse de la regulación legal
dispositiva sin otra razón que el interés exclusivo del predisponente. Además la buena
fe exige no aprovecharse del desconocimiento típico del adherente del contenido de
las condiciones generales.

d) La cláusula debe causar, en perjuicio del consumidor y usuario, un desequilibrio


importante de los derechos y obligaciones de las partes que se deriven del contrato. La
doctrina suele considerar que este desequilibrio es fundamentalmente un
desequilibrio jurídico, sin que la abusividad enjuicie el contenido económico del
contrato (lo cual es relevante para excluir, por ejemplo, la abusividad por la
adecuación entre precio y prestación).

Para juzgar, como indica F. Pertíñez, el carácter objetivamente equilibrado o no de una


cláusula es preciso confrontarla con un modelo de referencia. Este modelo viene dado
por el Derecho dispositivo que representa el equilibrio de los derechos y obligaciones
de las partes previsto por el legislador en abstracto. M.J. Marín sugiere que el
parámetro de control será el hipotético equilibro en el que hubiera desembocado la
negociación, de haberse producido. Una cláusula será abusiva cuando el consumidor
no la habría razonablemente tolerado, de haber tenido la posibilidad material de
oponerse a su inclusión en el contrato. El desequilibrio entre los derechos y las
obligaciones de las partes ha de ser “importante”. Por tanto, no toda separación del
derecho dispositivo constituye abusividad.

La STJUE de 16 de enero de 2014 ha indicado que "[l]a existencia de un «desequilibrio


importante» no requiere necesariamente que los costes puestos a cargo del
consumidor por una cláusula contractual tengan una incidencia económica importante
para éste en relación con el importe de la operación de que se trate, sino que puede
resultar del solo hecho de una lesión suficientemente grave de la situación jurídica en
la que ese consumidor se encuentra, como parte en el contrato, en virtud de las
disposiciones nacionales aplicables, ya sea en forma de una restricción del contenido
de los derechos que, según esas disposiciones, le confiere ese contrato, o bien de un
obstáculo al ejercicio de éstos, o también de que se le imponga una obligación
adicional no prevista por las normas nacionales” e “[i]ncumbe al tribunal remitente,
para apreciar la posible existencia de un desequilibrio importante, tener en cuenta la
naturaleza del bien o del servicio que sea objeto del contrato, considerando todas las
circunstancias concurrentes en el momento de la celebración de ese contrato, así
como todas las demás cláusulas de éste".

La STS de 8 de abril de 2011 considera abusiva la cláusula del contrato de prestación


de servicios de un abogado que establecía que “si por cualquier circunstancia el cliente
decidiera prescindir de los servicios de Abogados XXX, los honorarios quedarán fijados
en el quince por ciento del valor de su participación en la herencia”. Según el tribunal
Supremo, la cláusula produce un desequilibrio importante de los derechos y
obligaciones contractuales ya que penaliza al cliente impidiéndole resolver

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unilateralmente el contrato con grave limitación de su derecho de defensa: “lo que se
convino en el contrato penaliza de forma clara y grave al cliente desde el momento en
que es la voluntad del profesional la que impone de forma encubierta los requisitos del
servicio jurídico que presta el bufete para impedir que el cliente pueda resolver
unilateralmente el contrato con evidente y grave limitación de su derecho de defensa,
pues solo será posible hacerlo mediante el desembolso de una indemnización
desproporcionalmente alta que no tiene como correlativo un pacto que ampare su
situación en el supuesto de que quisiera resolver el contrato sea cual sea el motivo y
en qué momento”.

e) La valoración de la abusividad no debe efectuarse analizando aisladamente cada


cláusula, sino teniendo en cuenta todo el contenido del contrato, la naturaleza de los
bienes o servicios objeto del contrato y todas las circunstancias concurrentes en el
momento de su celebración (art. 82.3 TRLGDCU).

La fórmula general del art. 82 TRLGDCU por sí sola ya es suficiente para llevar a cabo
una ponderación del carácter abusivo de una determinada cláusula. Sin embargo, con
la intención de aumentar la protección de los consumidores, se prevé lo que se
denomina una “lista negra” de cláusulas que deben ser calificadas como abusivas, sin
necesidad de mayores valoraciones.

Aunque la pretensión legislativa es que se trate de una “lista negra” de cláusulas (el
art. 82.4 TRLGDCU dice que ”en todo caso” son abusivas), en la práctica muchas de
ellas incorporan criterios indeterminados (“excesivamente largo o insuficientemente
determinado”, “desproporcionadamente breve”, “antelación razonable”,
“desproporcionadamente alta”, “obstáculos onerosos o desproporcionados”, etc.) que
deberán ser analizados casuísticamente por los tribunales, reduciendo
sustancialmente el automatismo de su consideración como cláusula abusiva.

Sin que se puedan detallar ahora todos los supuestos concretos de cláusulas abusivas
(hay casi cuarenta cláusulas, y en algunas de ellas se contienen varios tipos de
situaciones), podemos dejar constancia de los diversos grupos de casos (aunque la
clasificación legal sea en ocasiones un tanto discutible):

a) Cláusulas abusivas por vincular el contrato a la voluntad del empresario


(art. 85 TRLGDCU).
b) Cláusulas abusivas por limitar los derechos básicos del consumidor y
usuario (art. 86 TRLGDCU).
c) Cláusulas abusivas por falta de reciprocidad (art. 87 TRLGDCU).
d) Cláusulas abusivas sobre garantías (art. 88 TRLGDCU). El art. 82.4
TRLGDCU habla de cláusulas que impongan al consumidor y usuario garantías
desproporcionadas o le impongan indebidamente la carga de la prueba.
e) Cláusulas abusivas que afectan al perfeccionamiento y ejecución del
contrato (art. 89 TRLGDCU). El art. 82.4 TRLGDCU precisa que deben ser
cláusulas que resulten desproporcionadas en relación con esas fases
contractuales.
f) Cláusulas abusivas sobre competencia y derecho aplicable (art. 90
TRLGDCU). También el art. 82.4 TRLGDCU precisa que han de tratarse de
cláusulas que contravengan las reglas sobre competencia y derecho aplicable.

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La práctica ofrece numerosos ejemplos de posibles cláusulas abusivas, como expone M.J.
Marín. Por ejemplo, en contratos bancarios, han sido consideradas abusivas o nulas la
cláusula que impone al cliente bancario todos los gastos derivados de la eventual
litigiosidad del contrato; cláusula que remite a tarifas y comisiones expuestas en tablón de
anuncios del banco; cláusula de exención de responsabilidad de la entidad emisora de la
tarjeta en caso de extravío o sustracción de la tarjeta [de crédito o de débito] antes de que
su titular notifique su pérdida; cláusula que, en un contrato de préstamo, permite el
vencimiento anticipado del contrato por incumplimiento de cualquier prestación del
prestatario; cláusula que tras el vencimiento anticipado permite al banco reclamar todas
las cuotas pendientes con inclusión de los intereses remuneratorios; o cláusula que
prohíbe vender la finca hipotecada; por el contrario, ha sido considerada válida la cláusula
que, en el contrato de préstamo, permite el vencimiento anticipado por el impago de una
sola de las cuotas de amortización.

En el contrato de transporte, práctica abusiva consistente en solicitar el DNI a los menores


que viajan por España acompañados por sus padres; cláusula que establece la cancelación
automática del billete de vuelta si el pasajero no ha usado el de ida; cláusula que obliga al
pasajero a pagar 40 € por la impresión de la tarjeta de embarque en el mostrador del
aeropuerto (validez cuestionada).

O en otros ámbitos: cláusula que impone al usuario del aparcamiento el pago del día
completo en caso de pérdida del ticket; cláusula en contratos de mantenimiento de
ascensores que impone una duración de 10 años; o en contratos de telefonía móvil que fija
un “compromiso de permanencia” de 12 meses (con decisiones jurisprudenciales
diferentes); o cláusula de limitación de responsabilidad por pérdida o daño de la película
de revelado, que se limita a decretar la sustitución de la misma por otra.

¿Cuáles son las consecuencias jurídicas de la calificación como abusiva de una


cláusula? Según el art. 83.1 TRLGDCU, las cláusulas abusivas son nulas de pleno
derecho y se tienen por no puestas.

Nos encontramos entonces ante un problema similar al expuesto en relación con las
condiciones generales de la contratación no incorporadas o nulas, puesto que se hace
necesario completar los aspectos carentes de regulación como consecuencia de
aquella nulidad.

Inicialmente, el criterio seguido por el legislador fue también similar (aunque no


idéntico) al previsto para las condiciones generales de la contratación: la ineficacia de
la totalidad del contrato sólo se producía cuando las cláusulas subsistentes determinen
una situación no equitativa en la posición de las partes que no pueda ser subsanada
judicialmente (ant. art. 83.2.III TRLGDCU). En el resto de casos, se trataba de una
ineficacia parcial, que debía ser integrada con arreglo a lo dispuesto por el art. 1258 CC
y al principio de buena fe objetiva (ant. art. 83.2.I TRLGDCU). Al Juez también se le
conferían facultades moderadoras respecto de los derechos y obligaciones de las
partes, cuando subsistiera el contrato, y de las consecuencias de su ineficacia en caso
de perjuicio apreciable para el consumidor y usuario (ant. art. 83.2.II TRLGDCU).

Como consecuencia de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea,


se ha producido una importante modificación de los criterios legales por Ley 3/2014,

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de 27 de marzo. Se mantiene el criterio de la nulidad de las cláusulas abusivas (y el que
se tengan por no puestas). Y se establece que “el Juez, previa audiencia de las partes,
declarará la nulidad de las cláusulas abusivas incluidas en el contrato, el cual, no
obstante, seguirá siendo obligatorio para las partes en los mismos términos, siempre
que pueda subsistir sin dichas cláusulas” (art. 83 TRLGDCU).

La STJUE de 14 de junio de 2012 (caso Banesto) estableció que el Derecho comunitario


“se opone a una normativa de un Estado miembro, como el art. 83 TRLGDCU [en su
versión original], que atribuye al juez nacional, cuando éste declara la nulidad de una
cláusula abusiva contenida en un contrato celebrado entre un profesional y un
consumidor, la facultad de integrar dicho contrato modificando el contenido de la
cláusula abusiva”. La razón que justifica este criterio se encuentra en que “si el juez
nacional tuviera la facultad de modificar el contenido de las cláusulas abusivas que
figuran en tales contratos, dicha facultad podría poner en peligro la consecución del
objetivo a largo plazo previsto en el art. 7 de la Directiva 93/13. En efecto, la
mencionada facultad contribuiría a eliminar el efecto disuasorio que ejerce sobre los
profesionales el hecho de que, pura y simplemente, tales cláusulas abusivas no se
apliquen frente a los consumidores […], en la medida en que los profesionales podrían
verse tentados a utilizar cláusulas abusivas al saber que, aun cuando llegara a
declararse la nulidad de las mismas, el contrato podría ser integrado por el juez
nacional en lo que fuera necesario, garantizando de este modo el interés de dichos
profesionales”.

Ha desaparecido, por tanto, la facultad judicial de integrar el contrato que contenía


cláusulas abusivas o de moderar su contenido. Pero la pregunta que sigue en pie es si
ello excluye la posibilidad de colmar la laguna contractual mediante al recurso al
Derecho supletorio. La jurisprudencia comunitaria se inclina por la exclusión de la
integración o de la moderación judicial, pero no rechaza, como es lógico, que la laguna
contractual sea colmada con referencia al Derecho supletorio (al menos, cuando esa
laguna aboque a la nulidad de todo el contrato). La STJUE de 30 de abril de 2014 señala
que “el art. 6, apartado 1, de la Directiva 93/13 debe interpretarse en el sentido de
que, en una situación como la que es objeto del litigio principal, en la que un contrato
concluido entre un profesional y un consumidor no puede subsistir tras la supresión de
una cláusula abusiva, dicha disposición no se opone a una normativa nacional que
permite al juez nacional subsanar la nulidad de esa cláusula sustituyéndola por una
disposición supletoria del Derecho nacional”.

El ATJUE de 11 de junio de 2015 (caso Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, S.A.) parece
dar un paso más: "1) Los arts. 6, apartado 1, y 7, apartado 1, de la Directiva 93/13/CEE
[…] deben interpretarse en el sentido de que no se oponen a normas nacionales que
prevean la facultad de moderar los intereses moratorios en el marco de un contrato de
préstamo hipotecario, siempre que la aplicación de tales normas nacionales: no
prejuzgue la apreciación del carácter «abusivo» de la cláusula sobre intereses
moratorios por parte del juez nacional que conozca de un procedimiento de ejecución
hipotecaria relacionado con dicho contrato, y no impida que ese mismo juez deje sin
aplicar la cláusula en cuestión en caso de que llegue a la conclusión de que es
«abusiva» en el sentido del art. 3, apartado 1, de la citada Directiva". Por lo tanto, sí se
admite una facultad judicial de moderación, bajo determinadas circunstancias.

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1.7. Las clases de contratos.

Los contratos pueden clasificarse tomando en consideración una gran variedad de


criterios distintivos. No todos los criterios revisten la misma importancia. La principal
virtud de estas clasificaciones estriba en que permite establecer analogías y diferencias
entre los contratos, y completar en ocasiones su régimen jurídico. Obviamente, los
criterios de clasificación no son excluyentes y de un mismo contrato pueden predicarse
características distintas en función del criterio que se adopte. Haremos aquí tan solo
una exposición clásica y básica de los criterios de distinción más relevantes, sin entrar
en un desarrollo o matización de cada uno de esos criterios.

a) Por los vínculos obligatorios que nacen del contrato. Los contratos son unilaterales
cuando nacen obligaciones únicamente a cargo de una de las partes; y son bilaterales
o sinalagmáticos, cuando nacen obligaciones recíprocas a cargo de ambas partes.

Por ejemplo, es bilateral el contrato de servicios; y unilateral el préstamo mutuo (que


sólo hace nacer la obligación del prestatario de devolver la suma prestada).

b) Por las atribuciones patrimoniales derivadas del contrato. Los contratos son
onerosos cuando existen atribuciones patrimoniales a cargo de ambas partes; y son
gratuitos cuando existen atribuciones patrimoniales a cargo de una sola de las partes.

Por ejemplo, es oneroso el contrato de obra; y gratuita la donación.

El art. 1274 CC plantea la posible existencia de un tercer tipo de contrato, los contratos
remuneratorios, caracterizados porque se remunera un servicio o beneficio. La
donación remuneratoria. Dice el art. 619 CC que “[e]s también donación la que se hace
a una persona por sus méritos o por los servicios prestados al donante, siempre que no
constituyan deudas exigibles…”. Pero nos encontramos en el ámbito de los contratos
gratuitos.

Como señala J.R. García Vicente, la causa remuneratoria supone la inclusión de un


motivo específico en la causa gratuita que afectará al régimen de su error o falsedad
de modo especial, a diferencia de los casos de los contratos gratuitos en los que, salvo
que se haya hecho mención de las circunstancias singulares que expliquen la
liberalidad (o sean presupuestas y conocidas por las partes) se sujetan a un régimen
típico de causas de revocación. En el caso de que sean falsos los méritos o inexistentes
los servicios que se remuneran habrá ausencia de causa y entonces nulidad del
contrato (art. 1261.3º CC). En el error en los contratos gratuitos no hay razón alguna
para proteger la confianza suscitada en el tercero.

La calificación de un contrato como oneroso o gratuito afecta de forma intensa a su


régimen jurídico: reglas sobre capacidad y forma, exigencia de responsabilidad (arts.
638, 1726 y 1752 CC), criterios de interpretación (art. 1289 CC), etc.

Esta calificación resulta en ocasiones compleja porque se entremezclan diversos


contratos. Piénsese, por ejemplo, en los contratos de financiación de los cursos de
idiomas. ¿Afectaba o no el cierre de las academias de idiomas a la devolución de los
préstamos concedidos por las entidades financieras? Para excluir la aplicación de la

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legislación sobre crédito al consumo, estas entidades alegaban, entre otros extremos,
que eran créditos gratuitos, ya que no se abonaba interés alguno. Pero el Tribunal
Supremo rechaza esta interpretación: “El crédito al consumo debe examinarse desde
una perspectiva unitaria, porque pese a que existan varios contratos, existe una
conexión entre todos ellos por la interacción de fines entre las distintas relaciones
jurídicas. En el caso que se analiza aparecen unos contratos de arrendamiento de
servicios de enseñanza conectados con unos contratos de financiación, resultando
imposible otorgar una tratamiento aislado y diferenciado a cada de las relaciones
jurídicas que surgen de tales negocios. La consecuencia, tal y como ya se ha fijado por
esta Sala es que basta con que el prestamista convenga con el proveedor de los
servicios una retribución a cargo de éste, para que la gratuidad respecto del
consumidor, pese a no estar expresamente pactada en la financiación, deba
considerarse excluida en el conjunto de la operación, dada la aptitud potencial del
oneroso contrato conexo como instrumento para provocar una repercusión en la
contraprestación pactada en el otro contrato" (STS de 6 de mayo de 2013).

c) Por la incertidumbre acerca de la relación de equivalencia. Se trata de una


subespecie de los contratos onerosos. Los contratos son conmutativos cuando la
relación de equivalencia de las prestaciones a cargo de ambas partes se encuentra
fijada de antemano de manera inmodificable; y son aleatorios, cuando esa relación de
equivalencia no se encuentra fijada previa y rígidamente: el “alea” es querido por las
partes como elemento esencial de la función del contrato.

Por ejemplo, es conmutativo el arrendamiento de cosa; y aleatorio el seguro o la renta


vitalicia.

d) Por el modo en que se pacta su contenido. Los contratos por negociación son
aquellos en que las partes discuten o se encuentran en posición de discutir el
contenido del contrato; en cambio, los contratos por adhesión son aquellos en los que
existe una previa prerredacción unilateral del contrato por una parte y la otra sólo
puede aceptarlo o rechazarlo.

Aunque tradicionalmente el paradigma han sido los contratos por negociación, los
contratos por adhesión, mediante el empleo de condiciones generales de la
contratación, crecen exponencialmente.

e) Por los requisitos exigidos para su perfección. Los contratos son consensuales
cuando se perfeccionan por el mero acuerdo de voluntades; son formales cuando,
para su perfección, exigen, además del acuerdo, una determinada forma especial; y
son reales, cuando su perfección requiere, además del acuerdo, la entrega de la cosa
objeto del contrato.

Por ejemplo, es consensual la compraventa (art. 1450 CC); formal, la donación (arts.
632 y 633 CC); y real, el depósito (art. 1758 CC).

En la medida que todo contrato requiere ser manifestado de algún modo, todo
contrato es formal. Pero este calificativo se reserva para aquellos supuestos en que el
ordenamiento asigna determinados efectos a la verificación de ciertos requisitos en
cuanto al modo de manifestación de las partes o de la celebración del contrato.

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El alcance de las exigencias formales depende de los efectos que se asignen a su
verificación.

f) Por el número de partes que intervienen. Los contratos son bilaterales, cuando
intervienen dos partes (ésta es la regla general y no puede existir un contrato en el que
intervenga una sola parte); y son plurilaterales cuando en el contrato intervienen más
de dos partes.

Los ejemplos básicos de contrato plurilateral son la sociedad (art. 1665 CC) y los
contratos asociativos.

La terminología no debe llevar a confusión: los contratos son siempre bilaterales o


plurilaterales, en función del número de partes contractuales. Pero pueden ser
unilaterales o bilaterales (también llamados sinalagmáticos), en función de si los
vínculos obligatorios o las prestaciones derivadas del contrato surgen para solo una o
para las dos partes del contrato.

g) Por su previsión y regulación normativa. Los contratos son típicos cuando están
previstos y regulados por el ordenamiento jurídico; son, en cambio, atípicos, cuando o
bien no están ni siquiera mencionados por el ordenamiento, o bien están
mencionados, pero no aparecen regulados por el ordenamiento.

Por ejemplo, es típica la compraventa; y atípicos el contrato de hostelería, y el


“outsourcing”.

La atipicidad puede tener carácter transitorio: por ejemplo, la Ley 15/2009, de 11 de


noviembre, del contrato de transporte terrestre de mercancías, ofrece ahora una
regulación del contrato de mudanza (arts. 71 a 77).

En Derecho español, la atipicidad puede ser diferente en función del ámbito del que se
predique: por ejemplo, el contrato de permuta de solar por obra futura es atípico en el
ámbito estatal, pero típico en el Derecho catalán (Ley catalana 23/2001, de 31 de
diciembre, de cesión de finca o de edificabilidad a cambio de construcción futura).

En ocasiones, la atipicidad surge mediante la adición a un contrato típico de cláusulas


que son características de otros contratos o que se apartan de su finalidad típica: por
ejemplo, arrendamiento con opción de compra. O mediante la combinación de en un
único contrato de prestaciones características de varios contratos: por ejemplo, el
contrato de hospedaje (arrendamiento de cosa, prestación de servicios heterogéneos,
custodia, etc.).

El problema fundamental que plantean los contratos atípicos es el de la determinación


de su régimen jurídico. Habrá que estar, en primer lugar, a los pactos de las partes en
ejercicio de su autonomía privada. Pero inevitablemente los pactos no ofrecen una
respuesta para todas las cuestiones que pueden plantearse. Por ello, se debe recurrir a
otras soluciones. Puede acudirse a la analogía, esto es, recurrir a los criterios legales
previstos para el contrato típico que más se asemeje al contrato atípico. Pero en otras
ocasiones no será posible remitirse en bloque a un solo contrato, sino que deberán
tenerse en cuenta las características de las diversas prestaciones incluidas en el
contrato. La dificultad se plantea porque no siempre será fácil determinar cuál es el
grado de afinidad contractual que justifica la analogía. El art. 12 del Real Decreto

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Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la
Ley de Contratos del Sector Público, en relación con los contratos mixtos, ofrece una
posible solución, “[c]uando un contrato contenga prestaciones correspondientes a
otro u otros de distinta clase se atenderá en todo caso, para la determinación de las
normas que deban observarse en su adjudicación, al carácter de la prestación que
tenga más importancia desde el punto de vista económico”. Por último, nunca puede
olvidarse que, según un criterio jurisprudencia constante, los contratos se califican por
su verdadero contenido y no por la denominación que las partes les hayan atribuido,
cuando ésta no coincida con aquél.

La STS de 24 de octubre de 2014, al analizar un contrato de “escrow” (básicamente un


contrato por el que las partes se comprometen a usar los servicios de un tercero como
depositante de unos bienes o valores en el marco de una operación más compleja),
seguido de un contrato de compraventa de acciones y de un contrato adicional, señala
que “[e]n primer lugar, el principio general de libertad contractual y de autonomía
privada, que consagra el art. 1255 CC, permite la posibilidad de que las partes puedan
configurar una relación negocial compleja sin la necesidad de ajustarse a los tipos
preestablecidos por la ley y, a la vez, la posibilidad de modificar o sustituir la disciplina
correspondiente a un determinado tipo de contrato, todo ello de conformidad con los
concretos intereses o propósito negocial que, en cada caso, las partes traten de
articular por medio de su relación negocial; entre otras, STS de 10 de julio de 2012. En
este primer plano, por tanto, el principio general de libertad contractual se centra,
primordialmente, en una función de ajuste o de concreción de la tipicidad contractual
que resulte relevante a los efectos de la finalidad perseguida, destacando aquellos
elementos que correspondiendo a diferentes contratos típicos sirvan a tal propósito.
De esta forma, según terminología al uso, suelen distinguirse entre las figuras que se
conciertan en una sola síntesis o unidad contractual, caso de los contratos mixtos o de
los denominados contratos complejos en donde confluyen, con mayor o menor
atipicidad, elementos que pertenecen a diversos tipos contractuales, y las figuras
relativas a una unión o pluralidad de contratos en donde se produce una conexión o
ligamen, caso de los denominados contratos coligados, que representan la unión de
contratos distintos, pero queridos globalmente por las partes ya como un todo, o bien
en una relación de mutua dependencia; dando lugar a contratos recíprocos, a
contratos subordinados o, en su caso, a contratos alternativos. En segundo lugar, y al
hilo de lo anteriormente expuesto, debe indicarse que el principio de libertad de
contratación, por mor de su propia expansión conceptual y lógica, tiende a
complementar la disciplina normativa de la relación negocial llevada a cabo por las
partes que no resulta directamente inferida de la tipicidad así confirmada (entre otras,
STS de 4 de marzo de 2013). En este segundo plano, que no es de delimitación de la
tipicidad básica, en sentido estricto, la autonomía de la voluntad se centra en la
definición del régimen de eficacia contractual que articula la relación negocial
conforme al propósito negocial querido en última instancia por las partes. De esta
forma, en el marco de estos negocios complejos se atiende, entre otros extremos, a la
determinación de las circunstancias que deben completar o integrar la formación
progresiva de la relación negocial, a la eficacia del contrato y sus posibles fases, a la
determinación del elemento condicional, en su caso, o al régimen indemnizatorio
derivado del incumplimiento o frustración del contrato, SSTS de 12 de abril de 2013 y
de 9 de octubre de 2014. En tercer lugar también conviene considerar que, pese a las
anteriores puntualizaciones, la interpretación de estos contratos complejos suele
realizarse desde la unidad económica y jurídica que dota de sentido a estas prácticas
de contratación, principalmente respecto de aquellos supuestos en donde la eficacia
de la relación negocial proyectada puede quedar comprometida; determinación del

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objeto o fin práctico perseguido, elementos negociales considerados por las partes
como esenciales o supuestos de frustración del propósito negocial perseguido. En este
sentido, debe señalarse que la reciente doctrina jurisprudencial de esta Sala ha
destacado el papel de la doctrina de la base del negocio tanto en orden a la
interpretación de la reglamentación contractual llevada a cabo, como a la pertinente
calificación jurídica que resulte, SSTS de 18 de noviembre de 2013, de 21 de marzo de
2014 y 13 de junio de 2014. En cuarto lugar, en relación a este contexto de
interpretación, también debe precisarse que el "nomen iuris" empleado por las partes
ya en la definición de la tipicidad básica de la relación negocial proyectada, o bien,
respecto de otros extremos de la programación, no resulta determinante ni condiciona
la valoración que los jueces y tribunales deban realizar conforme al contenido material
del negocio en cuestión y su ajustada calificación jurídica, STS de 25 de febrero de
2013. En quinto lugar, también interesa señalar que en este marco de calificación
jurídica en el cual nos movemos los conceptos de tipicidad y atipicidad no son estáticos
ni absolutos, sino más bien relativos, pues se produce una clara inter-relación entre
ellos en función del contenido normativo que presente el ordenamiento jurídico y, en
su caso, la evolución del uso o la tipicidad negocial que resulte aplicable. Del mismo
modo que, en esta línea, también debe considerarse que, por lo general, los
fenómenos negociales que irrumpen en el ámbito de la atipicidad contractual (res
nova) suelen presentar inicialmente, una caracterización abierta y flexible en su
régimen de aplicación, cuestión que repercute, necesariamente, en el alcance de su
tipicidad básica. Por último, y en sexto lugar, también hay que precisar que al contexto
de la atipicidad contractual, estrictamente unido al desarrollo de la actividad social y
económica, le es especialmente aplicable el principio de conservación de los actos y
negocios jurídicos. Principio que la reciente doctrina jurisprudencial de esta Sala,
conforme al desenvolvimiento del Derecho contractual europeo, ha reconocido como
un auténtico principio informador de nuestro sistema jurídico; más allá de su mera
aplicación como criterio interpretativo en sede contractual, STS de 15 de enero de
2013”.

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2. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO

2.1. Cuestiones generales.

¿Cuál es el sentido de una parte general de los contratos? En el Código Civil, la


existencia de una parte general sobre contratos tiene indudables ventajas desde el
punto de vista de la articulación de las reglas jurídicas. Permite establecer unas pautas
comunes, aplicables, en principio, a todo contrato, con independencia de su carácter
típico o atípico.

Por ejemplo, un contrato de compraventa de un concreto piso, si concurren los


requisitos legales, podrá ser rescindido (arts. 1290 y ss. CC) o anulado (arts. 1300 y ss.
CC), sin necesidad de previsiones específicas.

Y permite configurar el régimen supletorio (art. 4.3 CC) de otras regulaciones de los
contratos, sean mercantiles (arts. 2 y 50 CCom) o del Sector Público (arts. 19.2 y 20 del
Real Decreto Legislativo 3/2011).

No conviene olvidar, sin embargo, tres consideraciones adicionales: a) buena parte de


las reglas generales sobre obligaciones no son sino la extrapolación de reglas típicas de
las obligaciones de origen contractual; b) cuestiones básicas del Derecho contractual,
como el incumplimiento o los remedios frente al mismo, se abordan en una sede
inapropiada; y c) no siempre el Código Civil muestra la adecuada coordinación entre las
reglas generales contractuales y las previstas en sede de cada concreto contrato.

El diagnóstico de Á. Carrasco sobre la regulación de los contratos particulares resulta


esclarecedor: entre los Títulos III y XIV del Libro IV del Código Civil se contiene “la
regulación de los contratos en particular. No de todos, pues el número de contratos
posibles es infinito, como sugiere el art. 1255 CC, sino de los que se consideraban
típicos en la cultura jurídica del siglo XIX. Ni que decir tiene que la mayor parte de esta
regulación es hoy obsoleta, cuando no directamente derogada o caducada por simple
desuetudo social. La compraventa es el más importante de los contratos. Pero la mitad
de la regulación de la compraventa en el Código Civil carece de aplicación práctica
actual. La regulación de los arrendamientos de fincas se halla en gran parte expresa o
tácitamente derogada en importantes extremos. La permuta que se practica hoy no es
la que regula el Código Civil. Del contrato de (arrendamiento de) servicios no sobrevive
ninguna norma que haya aparecido en los últimos cincuenta años en un repertorio
jurisprudencial. Del contrato de (arrendamiento de) obra solo la mitad de los
preceptos (arts. 1592, 1593, 1594, 1596, 1597 y 1600) contienen reglas utilizables en
controversias reales del siglo XXI entre comitentes, contratistas y subcontratistas. La
regulación del transporte civil no tiene hoy espacio real de aplicación. Los sesenta
artículos dedicados a los censos están tan fuera de uso que ni siquiera se estudian en
las escuelas. El resto de los contratos regulados han sido siempre marginales en su
importancia, y lo son hoy más. Sólo la sociedad civil (institución revivida, cuando se la
creía muerta), la fianza, la transacción (con reservas) y el mandato contienen normas
que se correspondan con las necesidades y los conflictos jurídicos del mundo de hoy.
La regulación que hace el Código Civil de la hipoteca es testimonial, y la normativa
específica de la prenda de los arts. 1863 a 1873 se refiere a una modalidad de
pignoración que hoy no se practica”.

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¿Cuál es la función del art. 1261 CC? En el art. 1261 CC se encuentran enumerados los
“requisitos esenciales para la validez de los contratos” (como dice la rúbrica del
Capítulo II del Título II del Código Civil). Según esa norma, “[n]o hay contrato sino
cuando concurren los requisitos siguientes: 1º Consentimiento de los contratantes. 2º
Objeto cierto que sea materia del contrato. 3º Causa de la obligación que se
establezca”.

El art. 1261 CC se formula de modo negativo (“[n]o hay contrato…”), en lugar de


afirmar cuáles son los requisitos que deben concurrir. Más relevante es la omisión por
el Código Civil del régimen de estas patologías: ¿qué sucede cuando falta alguno de
esos requisitos? Los arts. 1300 y ss. CC presuponen que esos requisitos sí concurren
(“[l]os contratos en que concurran los requisitos que expresa el art. 1261…”), por lo
que esos preceptos no ofrecen la respuesta. Probablemente el Código considera
innecesario ese régimen porque el “contrato” al que le faltan esos elementos no
merece tal nombre y no puede ser identificado como contrato. Ahora bien, como dice
J.R. García Vicente, ese contrato (inexistente o no reconocible como tal) puede haber
desplegado alguna clase de efectos o cobrar consistencia capaz de construir una
apariencia en la que los terceros puedan confiar legítimamente, que obligará a
establecer algún mecanismo para permitir que se reviertan tales efectos desplegados,
carentes de razón de ser. Por eso surge la controversia sobre qué régimen de invalidez
de los predispuestos por las normas debe ser de aplicación.

El art. 1261 CC permite superar la visión del contrato como un mero acuerdo de
voluntades (puesto que, si así fuera, no serían necesarios ni el objeto ni la causa). Sin
embargo, no resulta nada sencillo precisar el sentido de la exigencia de un objeto
contractual y mucho menos de la causa del contrato: comprobaremos más adelante la
dificultad de deslindar adecuadamente la calificación de determinados supuestos. La
aparente sencillez del art. 1261 CC se difumina cuando debe calificarse una
determinada patología de la estructura del contrato.

Por ejemplo, los contratos celebrados en fraude de acreedores han sido caracterizados
como patológicos, entre otros, desde el punto de vista del consentimiento, del objeto
o de la causa. Los criterios jurisprudenciales son confusos porque en buena medida los
planteamientos de los interesados no ofrecen la suficiente limpieza.

La enumeración que efectúa el art. 1261 CC tiene carácter general: no se menciona


como esencial la verificación de una determinada forma, porque, como regla, la forma
no afecta a la validez del contrato. La exigencia de una forma determinada como
requisito para la validez del contrato tiene carácter excepcional, como veremos.

Los preceptos sobre forma (arts. 1278 a 1280 CC) están situados en un Capítulo
diferente al de los requisitos esenciales para la validez, y tienen como rúbrica “[d]e la
eficacia de los contratos”.

Conviene resaltar, por último, que la materia relativa al consentimiento se suele


desdoblar, para una exposición más clara, en dos cuestiones diversas: por un lado, la
capacidad para prestar consentimiento (equivalente a la capacidad para contratar, a

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pesar de alguna discrepancia doctrinal); y, por otro, la efectiva prestación del mismo.
Este es el planteamiento que seguiremos aquí.

2.2. La capacidad para contratar.

En la medida que el contrato constituye una manifestación de la autonomía privada, la


capacidad para contratar se presenta como un presupuesto de validez y de eficacia del
contrato. Sin embargo, a pesar de su importancia, carece de una regulación adecuada
en el Código Civil.

Conforme al art. 1263 CC, “[n]o pueden prestar consentimiento: 1º Los menores no
emancipados, salvo en aquellos contratos que las leyes les permitan realizar por sí
mismos o con asistencia de sus representantes, y los relativos a bienes y servicios de la
vida corriente propios de su edad de conformidad con los usos sociales. 2º Los que
tienen su capacidad modificada judicialmente, en los términos señalados por la
resolución judicial”. La norma ha sido modificada por la Ley 26/2015, de 28 de julio, de
modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia.

Al establecer en sentido negativo quienes no pueden contratar, se puede deducir


implícitamente quiénes sí pueden contratar con carácter general: los mayores de edad
(o menores emancipados) que no tengan modificada judicialmente su capacidad. Así
formulada, la capacidad para contratar coincide con la capacidad general de obrar.

Es importante resaltar que la reforma introducida respecto a quienes tienen su


capacidad modificada judicialmente no incluye sólo a los incapacitados, sino también a
los pródigos (y a los concursados). Se produce, por tanto, una novedad respecto a la
anterior redacción del art. 1263.2º CC que sólo se refería a los incapacitados.

Debe tenerse en cuenta que los arts. 61 y ss. de la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la
Jurisdicción Voluntaria, se ocupan de la regulación de los casos en que el
representante legal del menor o persona con capacidad modificada judicialmente o el
administrador de un patrimonio protegido necesite autorización o aprobación judicial
para la validez de actos de disposición, gravamen u otros que se refieran a sus bienes o
derechos o al patrimonio protegido. No se trata obviamente de actos realizados por los
menores o las personas con capacidad modificada judicialmente, o con discapacidad,
sino por sus representantes legales (arts. 166 y 271 CC) o por el administrador de un
patrimonio protegido (art. 5 de la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de protección
patrimonial de las personas con discapacidad), pero que inciden en el patrimonio de
aquéllos.

Por lo que se refiere a la capacidad contractual del menor12, es conveniente


comprender los problemas que subyacen a esta materia. Las cuestiones tradicionales
han sido dos: a) ¿qué sucede cuando un menor que no tiene la capacidad legalmente
exigida celebra un contrato? ¿ese contrato es válido o inválido? Y, si es inválido,

12
LECTURA COMPLEMENTARIA: R. López, La capacidad contractual del menor, Dykinson, 2001.

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¿cuáles es el tipo de invalidez? b) ¿hasta dónde alcanza la representación legal de los
padres (por tomar en consideración el caso más frecuente) en cuanto a los contratos
de los hijos? ¿pueden los padres celebrar cualesquiera contratos en nombre de sus
hijos? La jurisprudencia había ofrecido diversos criterios para abordar esas cuestiones.

Por lo que respecta a los contratos celebrados por los menores, la STS de 10 de junio
de 1991 sienta los criterios básicos, pero lo hace al analizar un caso muy particular. Un
menor sufrió un grave accidente al utilizar un remonte en una estación de esquí. La
estación de esquí se encontraba en situación de insolvencia y no podía hacer frente a
la indemnización. Pero la estación tenía suscrito un seguro de responsabilidad civil por
daños extracontractuales y el menor demanda a la compañía de seguros para que le
abone la indemnización por el accidente. La aseguradora se niega alegando que la
póliza solo cubría daños extracontractuales y los daños se le habían producido al
menor en el desarrollo de un contrato (de transporte, como consecuencia de la
adquisición del “forfait” de la estación). El menor alega entonces que ese contrato era
inválido porque lo celebró siendo menor. El Tribunal Supremo, que finalmente
condena a la compañía de seguros con base en otros argumentos, indica que
considerar que los menores de edad carecen de capacidad de obrar para celebrar
ciertos contratos (en ese caso, en una estación de esquí), es una “tesis inaceptable por
contraria a los usos sociales imperantes en la actualidad ya que resulta incuestionable
que los menores de edad no emancipados vienen realizando en la vida diaria
numerosos contratos para acceder a lugares de recreo y esparcimiento o para la
adquisición de determinados artículos de consumo, ya directamente en
establecimientos abiertos al público, ya a través de máquinas automáticas, e incluso de
transporte en los servicios públicos, sin que para ello necesite la presencia inmediata
de sus representantes legales, debiendo entenderse que se da una declaración de
voluntad tácita de éstos que impide que tales contratos puedan considerarse
inexistentes, teniendo en cuenta «la realidad social del tiempo en que han de ser
aplicadas (las normas), atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de
aquéllas» (art. 3.1 CC), y siendo la finalidad de las normas que sancionan con la
inexistencia o anulabilidad de los contratos celebrados por los menores, una finalidad
protectora del interés de éstos, es evidente que en esa clase de contratos la misma se
hace innecesaria”.

Por lo que respecta a los contratos celebrados por los representantes legales de los
menores, el criterio es más reciente (pero también más cuestionable). En el caso
abordado por la STS de 5 de febrero de 2013, los padres de Raúl Baena, que entonces
tenía 13 años, celebraron en su nombre con el F.C. Barcelona un contrato de jugador
no profesional y, simultáneamente, un precontrato de trabajo (de jugador profesional)
con una cláusula de desistimiento de 3.489.000 euros, que debía hacerse efectivo al
cumplir el joven los 18 años de edad. Al cumplir el jugador la mayoría de edad, no
entendiéndose con el Barcelona, fichó por el R.C.D. Español de Barcelona, ante lo cual
el club azulgrana reclamó el pago de la cláusula penal pactada. El Tribunal Supremo
declara la nulidad del precontrato de trabajo celebrado por los padres en nombre del
menor, basándose en los principios de protección del interés superior del menor y del
de libre desarrollo de la personalidad. También menciona como argumentos, para
justificar su decisión, el orden público en materia laboral y la cesión futura de los
derechos de imagen del menor para cuando sea, en su caso, jugador profesional.

Dice el Tribunal Supremo que “el componente axiológico que anida en la tutela del
interés superior del menor viene íntimamente ligado al libre desarrollo de su

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personalidad (art. 10 CE), de suerte que el interés del menor en decidir sobre su futuro
profesional constituye una clara manifestación o presupuesto del desarrollo de su libre
personalidad que no puede verse impedida o menoscabada”. Por ello, “[e]n este
ámbito no cabe la representación, del mismo modo que tampoco pueden ser sujetos
obligados respecto de derechos de terceros. La adecuación al interés superior del
menor, por tanto, se sitúa como el punto de partida y de llegada en que debe fundarse
toda actividad que se realice en torno tanto a la defensa y protección de los menores,
como a su esfera de su futuro desarrollo profesional”. La consecuencia es que “el
poder de representación que ostentan los padres, que nace de la ley y que sirve al
interés superior del menor, no puede extenderse a aquellos ámbitos que supongan
una manifestación o presupuesto del desarrollo de la libre personalidad del menor y
que puedan realizarse por él mismo, caso de la decisión sobre su futuro profesional
futbolístico que claramente puede materializarse a los 16 años”. Pero entonces el
problema es cómo articular la validez de esos contratos (puesto que el menor no
puede contratar por sí mismo, y se excluye la representación de los padres). El Tribunal
Supremo sugiere que “tampoco resulta descartable, en estos casos, la aplicación
analógica de las limitaciones impuestas por el art. 166 CC y, en consecuencia, la
necesaria autorización judicial como presupuesto previo de la validez de dichos
contratos. Así, y en el sentido de la tutela patrimonial que inspira este precepto,
resulta congruente con la finalidad perseguida requerir la autorización judicial para
aquellos actos que realizados, bajo la representación de los padres, vinculen
obligacionalmente al menor con una responsabilidad patrimonial derivada del
incumplimiento realmente significativa, nada menos que tres millones de euros,
máxime cuando dicho precepto, en su párrafo segundo, prevé, con similar filosofía, el
recabo de la autorización judicial para la repudiación de herencias, legados y
donaciones efectuadas en favor del menor”. La solución, sin embargo, parece poco
operativa: no sólo por la progresiva frecuencia de contratos de estas características,
sino por la dificultad para el juez en la valoración de las circunstancias que más
convienen al menor.

Conforme al régimen legal, es necesario distinguir en función de si está emancipado o


no.

Si el menor está emancipado, el art. 1263.1º CC lo considera apto para prestar el


consentimiento contractual, pero no podemos olvidar las limitaciones que establece el
art. 323 CC, por lo que para “tomar dinero a préstamo, gravar o enajenar bienes
inmuebles y establecimientos mercantiles o industriales u objetos de extraordinario
valor” se requiere el consentimiento de sus padres, y a falta de ambos, el de su
curador. La falta de esos consentimientos complementarios determina la anulabilidad
del contrato. En el resto de supuestos, el contrato del menor emancipado es
plenamente válido y eficaz.

Si el menor no está emancipado, en principio, el art. 1263.1º CC le niega la capacidad


para prestar consentimiento contractual, pero, en la medida que el menor no
emancipado no es una persona total y absolutamente incapaz, sino con capacidad de
obrar limitada, esta conclusión resultaba excesiva y ha dado lugar a la modificación
introducida por la Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de
protección a la infancia y a la adolescencia.

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La regla general sigue siendo la exclusión de la posibilidad de que el menor no
emancipado preste consentimiento contractual. Aunque el menor no emancipado está
sometido a representación legal y ello merma sus posibilidades reales de actuación en
el tráfico, es necesario recordar que el art. 2.II de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de
enero, de Protección Jurídica del Menor (modificado por la Ley Orgánica 8/2015, de 22
de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia),
establece que “[l]as limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se
interpretarán de forma restrictiva y, en todo caso, siempre en el interés superior del
menor”13.

La actual redacción permite que el menor preste consentimiento contractual en


aquellos contratos que las leyes les permitan realizar por sí mismos o con asistencia de
sus representantes, y los relativos a bienes y servicios de la vida corriente propios de
su edad de conformidad con los usos sociales. Se consagra, por tanto, la interpretación
jurisprudencial y doctrinal que abogaba por una lectura actualizada de la capacidad
contractual del menor.

13
La Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la
adolescencia, introduce también una larga serie de factores que deben ponderarse para determinar cuál
es el interés superior del menor, modificando así los apartados 2 y 3 del art. 2 LOPJM: “2. A efectos de la
interpretación y aplicación en cada caso del interés superior del menor, se tendrán en cuenta los
siguientes criterios generales, sin perjuicio de los establecidos en la legislación específica aplicable, así
como de aquellos otros que puedan estimarse adecuados atendiendo a las circunstancias concretas del
supuesto: a) La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción
de sus necesidades básicas, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas. b) La
consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar
progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de
determinación de su interés superior. c) La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un
entorno familiar adecuado y libre de violencia. Se priorizará la permanencia en su familia de origen y se
preservará el mantenimiento de sus relaciones familiares, siempre que sea posible y positivo para el
menor. En caso de acordarse una medida de protección, se priorizará el acogimiento familiar frente al
residencial. Cuando el menor hubiera sido separado de su núcleo familiar, se valorarán las posibilidades
y conveniencia de su retorno, teniendo en cuenta la evolución de la familia desde que se adoptó la
medida protectora y primando siempre el interés y las necesidades del menor sobre las de la familia. d)
La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma
del menor, así como la no discriminación del mismo por éstas o cualesquiera otras condiciones, incluida
la discapacidad, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad. 3. Estos criterios se ponderarán
teniendo en cuenta los siguientes elementos generales: a) La edad y madurez del menor. b) La
necesidad de garantizar su igualdad y no discriminación por su especial vulnerabilidad, ya sea por la
carencia de entorno familiar, sufrir maltrato, su discapacidad, su orientación e identidad sexual, su
condición de refugiado, solicitante de asilo o protección subsidiaria, su pertenencia a una minoría
étnica, o cualquier otra característica o circunstancia relevante. c) El irreversible efecto del transcurso
del tiempo en su desarrollo. d) La necesidad de estabilidad de las soluciones que se adopten para
promover la efectiva integración y desarrollo del menor en la sociedad, así como de minimizar los
riesgos que cualquier cambio de situación material o emocional pueda ocasionar en su personalidad y
desarrollo futuro. e) La preparación del tránsito a la edad adulta e independiente, de acuerdo con sus
capacidades y circunstancias personales. f) Aquellos otros elementos de ponderación que, en el
supuesto concreto, sean considerados pertinentes y respeten los derechos de los menores. Los
anteriores elementos deberán ser valorados conjuntamente, conforme a los principios de necesidad y
proporcionalidad, de forma que la medida que se adopte en el interés superior del menor no restrinja o
limite más derechos que los que ampara”.

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Un buen ejemplo podemos encontrarlo en la SJPI núm. 5 de Toledo de 11 de octubre
de 2005: “[e]n cuanto a la acción de nulidad/anulabidad ejercitada la jurisprudencia
mayoritaria en los supuestos de determinados contratos celebrados por menores de
edad viene señalando que el hecho de que éstos carezcan de capacidad de obrar para
celebrar dicho contrato no implica que el mismo devenga inexistente (STS de 10 de
junio de 1991). Mantener la tesis de nulidad absoluta de dichos contratos sería
inaceptable por contraria a los usos sociales imperantes en la actualidad, ya que
resulta incuestionable que los menores de edad no emancipados vienen realizando en
la vida diaria numerosos contratos para acceder a lugares de recreo y esparcimiento o
para la adquisición de determinados artículos de consumo (como teléfonos móviles en
el caso presente), ya directamente en establecimientos abiertos al público, ya a través
de máquinas automáticas, e incluso de transporte en los servicios públicos, sin que ello
necesite la presencia inmediata de sus representantes legales. Así en el presente
supuesto en que el menor lleva a cabo un contrato de compraventa de un teléfono
móvil (marca Motorola TA191) con tarjeta pre-pago, para posteriormente proceder
(vía telefónica) a la migración a la modalidad de contrato no puede estimarse como
inexistente o afectado por nulidad absoluta sino meramente anulable teniendo en
cuenta "la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas [las normas],
atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas" (art. 3.1 CC),
finalidad que es esencialmente tuitiva”.

El art. 1263.1º CC establece dos ámbitos en los que el menor no emancipado puede
prestar consentimiento contractual:
a) Contratos que las leyes les permitan realizar por sí mismos o con asistencia de
sus representantes. Esta previsión entronca con la antigua redacción del art.
162.II.1º CC que excluía de la representación legal de los padres “[l]os actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las
Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”. La
actual redacción del art. 162.II.1º CC es distinta: “Los actos relativos a los
derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con su madurez, pueda
ejercitar por sí mismo. No obstante, los responsables parentales intervendrán
en estos casos en virtud de sus deberes de cuidado y asistencia”. Téngase en
cuenta que la norma se refiere (al igual que el art. 162.II.1º CC) a una
intervención de los padres no representativa: si representan al hijo, no cabe
hablar de actuación del menor por sí mismo.
b) Contratos relativos a bienes y servicios de la vida corriente propios de su edad
de conformidad con los usos sociales. La solución consagrada por el art.
1263.1º CC no excluirá, sin embargo, los problemas interpretativos. Obsérvese
la concurrencia de un buen número de cláusulas generales o indeterminadas, a
la hora de precisar si el contrato realizado por el menor no emancipado será
válido o no: “bienes y servicios de la vida corriente”, “propios de su edad” o
“usos sociales”.

El contrato del menor será, sin embargo, nulo no por un problema de capacidad para
contratar, sino de falta de consentimiento, si el menor, por su falta de edad, no pudo
prestar efectivamente su consentimiento (por ejemplo, donación de un bien por parte
de un menor de tres años).

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En cuanto a la capacidad contractual del incapacitado 14, tras la nueva redacción del
art. 1263.2º CC, debe atenderse al contenido de la sentencia de incapacitación (como
ya se deducía del art. 760.1 LEC) para determinar qué actos puede realizar el
incapacitado y el régimen de guarda y protección al que se ve sometido. Los contratos
incluidos en el ámbito de la incapacitación deben reputarse anulables, por aplicación
de los criterios de los arts. 1300 y ss. Sólo cabe sostener su nulidad no por un defecto
en la capacidad de contratar, sino por falta absoluta de consentimiento cuando el
incapacitado carezca por completo de facultades (por ejemplo, venta a precio irrisorio
efectuada por persona con las facultades cognitivas e intelectivas absolutamente
afectadas).

El Código Civil no solventa el régimen de los contratos celebrados por incapaces que
no hayan sido incapacitados. Con arreglo al esquema del Código Civil, en esas personas
concurre capacidad para contratar, pero la doctrina admite la impugnación de esos
contratos: se discute, sin embargo, si esos contratos son nulos por falta absoluta de
consentimiento, o simplemente anulables, como sucede con los contratos de los
incapacitados afectados por la incapacitación.

Una referencia especial merece la capacidad contractual de los pródigos. En su actual


redacción sí se aplica a los pródigos el art. 1263.2º CC, dado que su capacidad ha sido
modificada judicialmente. El pródigo está sometido a curatela (art. 286.3º CC). La
sentencia que declare la prodigalidad determinará los actos que el pródigo no puede
realizar sin el consentimiento de la persona que deba asistirle (art. 760.3 LEC) y éste es
también el criterio que consagra ahora el art. 1263.2º CC. La falta de consentimiento
del curador determina la anulabilidad del acto (art. 293 CC).

En cuanto a la capacidad contractual del concursado, el auto de declaración del


concurso contendrá, entre otros pronunciamientos, los efectos sobre las facultades de
administración y disposición del deudor respecto de su patrimonio, así como el
nombramiento y las facultades de los administradores concursales (art. 21.1.2º LC).
Aunque la modificación de las facultades del concursado no se produce mediante
sentencia, como indica el actual art. 1263.2º CC, no hay especial inconveniente en
aplicar el mismo criterio: la capacidad contractual del concursado dependerá del
contenido de la decisión judicial.

El art. 40 LC distingue en función de si el concurso es voluntario o necesario, aunque el


Juez puede alterar esos efectos. Si el concurso es voluntario, el deudor conserva las
facultades de administración y disposición sobre su patrimonio, quedando sometido el
ejercicio de éstas a la intervención de los administradores concursales, mediante su
autorización o conformidad. Si el concurso es necesario, se suspende el ejercicio por el
deudor de las facultades de administración y disposición sobre su patrimonio, siendo
sustituido por los administradores concursales. Los actos del deudor que infrinjan esas
limitaciones sólo pueden ser anulados a instancia de la administración concursal y

14
LECTURA COMPLEMENTARIA: P. Escribano, “La anulabilidad de los actos de los incapaces. Especial
referencia a las personas discapacitadas”, NUL. Estudios sobre invalidez e ineficaciaNulidad de los actos
jurídicos, 2006 [disponible en http://www.codigo-civil.info/nulidad/lodel/document.php?id=237:
consultado el 1 de abril de 2010].

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cuando ésta no los hubiese convalidado o confirmado. Cualquier acreedor y quien
haya sido parte en la relación contractual afectada por la infracción puede requerir de
la administración concursal que se pronuncie acerca del ejercicio de la
correspondiente acción o de la convalidación o confirmación del acto. La acción de
anulación caducará, de haberse formulado el requerimiento, al cumplirse un mes
desde la fecha de éste. En otro caso, caducará con el cumplimiento del convenio por el
deudor o, en el supuesto de liquidación, con la finalización de ésta.

En cuanto a las prohibiciones legales y los requisitos especiales de capacidad, la Ley


26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la
adolescencia también ha dado nueva redacción al art. 1264 CC.

En su versión anterior, al art. 1264 CC decía que “[l]a incapacidad declarada en el


artículo anterior está sujeta a las modificaciones que la ley determina, y se entiende
sin perjuicio de las incapacidades especiales que la misma establece”.

La redacción actual del art. 1264 CC consagra la interpretación doctrinal de la norma,


al establecer que “[l]o previsto en el artículo anterior se entiende sin perjuicio de las
prohibiciones legales o de los requisitos especiales de capacidad que las leyes puedan
establecer”. De este modo, matiza el alcance de la capacidad general contractual en
dos casos: las prohibiciones legales de contratar y los requisitos especiales de
capacidad contractual.

Las prohibiciones legales de contratar identifican aquellos supuestos en que una


prohibición legal impide a determinadas personas celebrar ciertos contratos, por lo
que son doblemente relativas. Se formulan para la protección de intereses que se
consideran dignos de especial tutela, por lo que se articulan a través de normas
imperativas.

Ejemplos de esas prohibiciones pueden verse en los arts. 1459 y 1677 CC.

Los requisitos especiales de capacidad contractual identifican aquellos supuestos en


determinados contratos exigen la concurrencia de criterios especiales de capacidad.
Téngase en cuenta que estas reglas especiales pueden ser más exigentes o más
flexibles.

Por ejemplo, para ser donatario basta con no estar especialmente incapacitado por la
ley para ello (art. 625 CC).

2.3. El consentimiento contractual.

Debemos analizar en primer lugar los significados del consentimiento contractual.


Bajo la denominación del consentimiento contractual, se cobijan fenómenos distintos
que merecen ser tratados separadamente:

a) La voluntad interna individual de cada uno de los contratantes.

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b) La declaración emitida por cada uno de los contratantes, y que permite
conocer su voluntad.

c)La voluntad o intención común de los dos contratantes. Si no existe esa zona
de coincidencia, hay disenso y no contrato.

Sin ese consentimiento común (que el art. 1254 CC identifica con un consentimiento
en obligarse), no existe el contrato.

Evidentemente no basta con la pura voluntad interna de los contratantes, es necesario


que esa voluntad trascienda al exterior. La voluntad contractual puede manifestarse a
través de diversas formas de declaración.

Como indica J.R. García Vicente, cualquier declaración de voluntad puede manifestarse
de distintos modos, y todos ellos tienen un valor equivalente, salvo que una norma
expresamente acoja uno de ellos de modo exclusivo. Esta equivalencia entre las
diferentes formas de manifestar la voluntad tiene un hondo sentido práctico: la
realidad de las relaciones económicas, su dinámica más o menos informal y la
confianza que se suscita en su desenvolvimiento, invita a no restringir los modos de
manifestación de la voluntad y a aceptar las conductas significativas. Por eso son
excepcionales las normas que exigen una forma “expresa” para manifestar la voluntad,
y su sede común son las normas que protegen a alguna parte contractual, como es el
caso del Derecho del consumo.

Obviamente, las partes también pueden acordar en el curso de sus negociación que
sólo serán relevantes aquellas manifestaciones que se declaren de determinado modo.

La voluntad se manifiesta de forma expresa cuando se declara a través de los medios


idóneos, según la experiencia común, para hacerla llegar: signos orales, escritos, o
incluso gestos que tienen convencionalmente atribuido ese significado (por ejemplo,
levantar la mano en la subasta o retirar objetos en un autoservicio).

Una declaración de voluntad es tácita cuando se deduce de un comportamiento que


sin estar dirigido necesariamente a expresar tal voluntad, la presupone mediante
hechos concluyentes (“facta concludentia”).

El art. 18.3 del Convenio de Viena, sobre Compraventa internacional de mercaderías,


prevé un supuesto de esas características: “[...] si en virtud de la oferta de prácticas
que las partes hayan establecido entre ellas o de los usos, el destinatario puede indicar
su asentimiento ejecutando un acto relativo, por ejemplo, a la expedición de las
mercaderías o al pago del precio, sin comunicación al oferente, la aceptación surtirá
efecto en el momento en que se ejecute ese acto...”.

La relevancia del silencio como declaración de voluntad se mueve entre dos tesis
extremas, la que considera que el silencio entraña siempre aceptación, y la que
considera que el silencio nunca supone manifestación de voluntad. Obviamente, la
doctrina y la jurisprudencia se inclinan por una solución intermedia según la cual el
silencio supone manifestación de voluntad, cuando dada una determinada relación

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entre dos personas, el modo corriente y usual de proceder y la buena fe implican el
deber de hablar. Ello implica la necesidad de ponderar diversos factores como la
existencia, o no, de relaciones entre las partes, los usos generales del tráfico y los usos
particulares entre las partes.

Un magnífico resumen jurisprudencial sobre las formas de declaración de la voluntad y


sobre el valor del silencio se contiene en la STS de 21 de febrero de 2008: “[l]a doctrina
científica distingue las declaraciones de voluntad negociales que tienen lugar de forma
expresa, y explícita (por signos verbales, escritos, o gestuales --"nutus"--, reconocidos
apropiados a tal fin), de aquéllas que se derivan, bien de situaciones en las que se
realizaron actos no dirigidos directamente a expresar la voluntad, pero que la
presuponen o cabe presumirla, dada la univocidad de los mismos, en cuyo caso se
habla de declaraciones de voluntad "mediatas", "indirectas" o por hechos
concluyentes ("facta concludentia"), pudiendo consistir en manifestaciones o
declaraciones que no expresan de modo inmediato una determinada voluntad de
producir el efecto jurídico que se le atribuye, o en meros "actos reales", o bien de una
situación, única, de "no hacer", es decir, una forma de omisión consistente en la
postura totalmente pasiva de callar. Respecto de este supuesto, […] aunque no hay
unanimidad doctrinal, sin embargo el criterio mayoritario estima que, frente a la regla
de que el que calla no dice nada ("neque afirma, neque negat, neque utique fatetur"),
cabe, en determinadas situaciones, atribuirle el carácter de declaración jurídico-
negocial.

La determinación de estas situaciones supone para el juzgador (y en su caso para el


operador jurídico) una tarea interpretativa acerca de si realmente hay declaración de
voluntad, esto es, si hay silencio "elocuente", y de su contenido, para lo que --el
intérprete-- habrá de tomar en consideración, por lo regular, según un importante
tratadista, las posibilidades de conocimiento del destinatario --que es aquél a quien el
silencio debe o puede decir algo en esa situación-- y el conocimiento del significado de
su conducta omisiva por el que calla o al menos que le es imputable (sin perjuicio de la
situación de error) "si falta la conciencia de declaración". La doctrina jurisprudencial
[…], sin dejar resaltar la necesidad de una aplicación cautelosa (STS 30 de septiembre
de 1971), admite el posible efecto jurídico del silencio como declaración de voluntad
en los casos en que sea aplicable la regla de que el que calla "podía" y "debía" hablar
("qui siluit qum loqui et debuit et potuit, consentire videtur"), entendiendo que hay
ese deber cuando viene exigido, no ya por una norma positiva o contractual, sino,
también, por las exigencias de la buena fe o los usos generales del tráfico, o, habiendo
relaciones de negocios, el curso normal y natural de los mismos exigían responder de
modo que al no hacerlo se provoca en el "destinatario" la lógica creencia de que se
aceptaba. Es decir, se toman como pautas interpretativas los estándares jurídicos de la
lealtad y la buena fe, el comportamiento justo y honrado, y se acomoda la respuesta
al principio del "quod plerumque accidit" o "quod plerisque contingit", en relación con
las conductas observadas y observables en el tráfico negocial”.

Más recientemente, la STS de 25 de marzo de 2010 ha confirmado una vez más que “la
regla qui tacet consentire videtur no tiene en modo alguno una valor absoluto –STS de
7 de diciembre de 1989, 28 de junio de 1993 y 22 de noviembre de 1994, entre
muchas--, razón por la que la sentencia de 23 de octubre de 2008 puso de relieve que
el problema no está en decidir si el silencio puede ser expresión de un consentimiento,
sino en determinar en qué condiciones debe ser interpretado como tácita
manifestación del mismo. Ello sentado, ningún dato se afirma concurrente en la
declaración de hechos probados contenida en la sentencia recurrida que permita
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atribuir al silencio y a la inactividad de la fabricante demandada, ante la referencia a la
exclusividad contenida en el documento de aceptación de la oferta de contrato, el
valor de una conducta expresiva, esto es, de una aceptación de la supuesta
contraoferta de exclusividad. Se trató, por tanto y en todo caso, de un silencio
inexpresivo --que, por cierto, fue acompañado con la conducta de la fabricante, que,
además de no ofertarla, nunca cumplió la supuesta exclusiva –“.

En aquellos casos en que el oferente manifiesta que, de no recibir contestación, se


entenderá aceptada la oferta, la regla es que el destinatario no tiene el deber de
declarar: la falta de respuesta no significa aceptación. Este criterio aparece recogido en
diversos textos.

El art. 18.1 del Convenio de Viena, sobre Compraventa internacional de mercaderías,


indica que “[e]l silencio o la inacción, por sí solos, no constituirán aceptación”. El art.
41.2 de la Ley 7/1996, de 15 enero, de Ordenación del Comercio Minorista establece,
en relación con las ventas a distancia, que “[e]n ningún caso la falta de respuesta a la
oferta de venta a distancia podrá considerarse como aceptación de ésta”. Una norma
similar se contiene para los contratos a distancia en el art. 101.1 TRLGDCU (modificado
por Ley 3/2014, de 27 de marzo).

Sabemos ya que en todo contrato deben concurrir al menos dos partes (entendidas
como una o varias personas o un conjunto de personas que polarizan o agrupan
diferentes intereses jurídicos). Como es evidente, cada parte expresa su propio
consentimiento contractual. El problema que se plantea con la denominada
autocontratación es determinar si es admisible que esos consentimientos
contractuales (tantos como partes) sean emitidos por una misma persona, actuando
en su caso como representante de otra u otras partes.

Es posible que una persona actúe en su propio nombre y como representante de otra;
o que actúe como representante de una y como representante de otra.

Obviamente, como señala J.R. García Vicente, el problema principal es la posible


posposición de los intereses del principal (o representado) por el representante, que
preferirá satisfacer su interés propio al interés ajeno que representa. Por ello, lo
relevante es el riesgo de parcialidad en razón de la incompatibilidad de los intereses
contrapuestos, propia de los contratos onerosos.

No existe en el Código Civil una regulación general del autocontrato, sino tan solo
alusiones esporádicas a esa figura (arts. 163.II.2º, 221.2º, y 1459.1º, 2º y 3º CC, y 257
CCom). Superada una etapa en la que, por razones fundamentalmente dogmáticas, se
negaba la validez del autocontrato (porque no concurría la duplicidad de
consentimientos propia del contrato), el criterio actual no consiste en un rechazo
absoluto, ni en una admisión general de la figura: la validez o la invalidez del
autocontrato se hace depender de la existencia de un conflicto de intereses entre el
representante y quienes son representados por éste.

Ello exige diferenciar varias situaciones:

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a) Si no hay conflicto de intereses (por ejemplo, la operación se realiza a precio de
mercado o por un precio superior al de mercado favorable al representado), el
autocontrato es válido.

Así ocurrirá en las operaciones que se refieren a bienes cuyo precio no puede ser
modificado por el representante: es irrelevante que el contrato sea celebrado por el
representante, por el representado o por un tercero.

Igualmente el autocontrato es válido si el representado (como ocurre frecuentemente


en los poderes notariales) ha admitido expresamente la posibilidad de que el
representante, en su actuación, incurra en autocontratación.

b) Por el contrario, si hay conflicto de intereses, el autocontrato debe ser considerado


inválido. Se discute sin embargo cuál es el tipo de invalidez que incide en el
autocontrato, pareciendo razonable distinguir en función del tipo de representación
con la que actúa el representante: si es un representante legal (por ejemplo, el padre
respecto de su hijo), concurre nulidad; en cambio, si es un representante voluntario
(por ejemplo, el agente inmobiliario al que se autoriza a vender un piso, y lo compra
para sí, a un precio inferior al de mercado), concurre anulabilidad, porque siempre
puede el representado ratificar la actuación del representante (art. 1259.II CC).

El planteamiento expuesto es el asumido por la jurisprudencia. Conforme recuerdan la


STS 12 de junio y 29 de noviembre de 2001, “[l]a figura jurídica carece de una
regulación general en nuestro derecho positivo, aunque se refieren a la misma
diversos preceptos aislados (singularmente destacan el art. 1459 CC y el [art.] 267
CCom) y ha sido objeto de una importante atención, tanto por el órgano directivo
registral […], como por la jurisprudencia de esta Sala […] quedando supeditada su
validez, en sintonía con la finalidad de prevenir la colisión de intereses, a la existencia
de un conflicto de éstos y la falta de la previa licencia o posterior asentimiento o
ratificación del interesado, sin que la previa autorización para contratar, aunque haya
de constar con claridad, esté sujeta a requisitos especiales, por lo que, salvo que otra
cosa se disponga, no hay más exigencias que las del propio poder que modaliza. Este
criterio de flexibilidad formal es el que prevalece en la doctrina científica, en las
decisiones de la Dirección General de los Registros y del Notariado y en la
jurisprudencia de esta Sala. Así, Resoluciones de 23 de enero de 1943 (cuando el
poderdante conceda al apoderado las facultades necesarias, con la vista puesta en el
posible conflicto de intereses, o cuando no pueda surgir éste al determinar el
contenido del contrato); 4 de mayo de 1944 (exigir con todo rigor que conste la clara
expresión de que se faculta al representante para que actúe con el doble carácter); 26
de septiembre de 1951 y 11 de diciembre de 1997 (facultades explícitas para
celebrarlo, pues no basta la atribución genérica de poderes o facultades); 1 de febrero
de 1980; 11 de mayo de 1998 (cuando esté expresamente autorizado para ello, o esté
autorizado para el acto específico donde existe la contraposición), 14 de mayo de 1998
(cuando el potencial perjudicado haya convenido o autorizado a su representante para
contratar o actuar como representante múltiple), y 2 de diciembre de 1998 (la doctrina
jurisprudencial es favorable a la validez de la figura si media la pertinente licencia del
principal); y sentencias, entre otras, de 5 de noviembre de 1956, 22 de febrero de
1958, 14 y 27 de octubre de 1966 y 23 de mayo de 1977 (poder expreso o que de los
términos en los que aparezca extendido el poder con el que el representante actúa,
permitan calificarle de adecuado, suficiente o bastante para poder celebrar contratos

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consigo mismo), siendo de destacar la sentencia de 15 de marzo de 1996 que no sólo
confirma la anterior doctrina general, sino que incluso se refiere a un caso en que se
recogía una cláusula («ejercitar las facultades anteriormente referidas, aunque incida
en autocontratación») sensiblemente similar al supuesto de autos”.

La STS de 10 de junio de 2015 ha indicado que “[l]a jurisprudencia de esta Sala ha


considerado jurídicamente ineficaz la autocontratación cuando se da un conflicto y una
contradicción de intereses que haga incompatible la actuación de una persona que
obra para sí misma y a la vez en la representación de otra, física o jurídica. En tales
casos, al contrato llevado a cabo se le desprovee de causa lícita, entrando así en el
campo del abuso el derecho, que siempre lleva consigo intención de dañar y perjudicar
[…] Pero tal doctrina es aplicable cuando se ha producido una autocontratación
propiamente dicha, en la que la coincidencia de los consentimientos necesaria para la
perfección del contrato es sustituida por la voluntad de una sola persona, que actúa en
nombre propio, como una de las partes del contrato, y en nombre y representación de
otra persona, como la otra parte del contrato. Esto es, una sola persona se ha situado
en ambas partes de un contrato bilateral, en una actuando en nombre propio, en la
otra actuando en nombre y representación de sus poderdantes. En tal caso, cuando
concurren los requisitos indicados, los poderdantes que se han visto perjudicados por
el autocontrato de su representante pueden accionar contra éste solicitando la nulidad
del contrato”.

La STS de 17 de marzo de 2015 ha indicado que “[e]l autocontrato, en el sentido de


contrato celebrado por una persona con ella misma, se relaciona con la
representación, pues, en puridad, existe cuando se celebra un contrato con un único
declarante que adopta la posición de las dos partes: de una, obrando en su propio
nombre; y, de la otra, haciéndolo en el del tercero. También se produce el supuesto
cuando la persona que perfecciona el contrato representa a las dos partes en relación.
La sentencia 574/2001, de 12 de junio, destacó que la hipótesis "se da cuando existe
una sola voluntad que hace dos manifestaciones jurídicas conjugadas y
económicamente contrapuestas [...], es decir, cuando una persona cierra consigo
misma un contrato actuando a la vez como interesada y como representante de otra".
Carece esta figura jurídica de regulación general en nuestros Código civil y de comercio
--a diferencia de lo que sucede en los arts. 1395 CC italiano ("contratto con se stesso")
y 261 CC portugués ("negócio consigo mesmo")--, aunque son diversos los preceptos
que regulan supuestos coincidentes --así, los arts. 1459 CC y 267 CCom--. Al margen de
las prohibiciones legales --que, inspiradas en el peligro abstracto de parcialidad en la
actuación, en el caso no concurren--, la problemática jurídica del contrato consigo
mismo se manifiesta como una cuestión de límites, principalmente, la de determinar si
el representante estuvo facultado o no para regular derechos o intereses ajenos --o, en
caso negativo, si hubo o no ratificación--; si se produjo un conflicto de los intereses del
declarante y el tercero representado por él; y, en función de tales variables, en
resolver cuál ha de ser el tipo de invalidez adecuada a la significación del defecto…”.

2.4. La desconexión entre la voluntad y la declaración.

En la mayoría de supuestos, la voluntad interna es exteriorizada a través de la


declaración, y existe plena coincidencia entre esa voluntad (lo que se quiere) y esa
declaración (lo que se declara, exterioriza o manifiesta).

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Puede acontecer, sin embargo, que, por diversos motivos, no se dé esa coincidencia
entre la voluntad interna y la declaración. En tales hipótesis se plantea un delicado
problema: ¿a qué se debe dar preferencia? ¿A lo que realmente quiere la persona
(voluntad interna)? ¿O a lo que se exterioriza y puede ser percibido por otras personas
(declaración)? Ante esa situación, cabe optar por la preferencia absoluta de la
voluntad interna, o por la preferencia absoluta de la declaración, pero, como tantas
otras veces, la solución razonable es más matizada.

En la medida que el contrato es una manifestación de la autonomía privada, como


regla básica, nadie debe quedar vinculado si su voluntad no es ésa. Ello nos conduce,
en línea de principio, a la primacía de la voluntad interna. Ahora bien, este criterio
debe modalizarse en atención a dos datos adicionales: por un lado, el comportamiento
del declarante y la responsabilidad que le compete en la divergencia entre su voluntad
y su declaración; y por otro lado, la buena fe y la confianza suscitada en quienes han
sido destinatarios de esa declaración.

El Tribunal Supremo ha declarado que la regla general será la prevalencia de la


voluntad real sobre la declarada, por inferirse así de los arts. 1265 y 1288 CC, aunque
establece una serie de excepciones o restricciones a ese principio en favor de la
declaración. Se exige que para que sea decisiva la voluntad declarada: 1º que la
divergencia sea probada por quien la afirma, ya que si no se prueba, el Derecho
considera la voluntad declarada como coincidente con la real; 2º que cuando la
disconformidad sea imputable al declarante, por ser maliciosa o haber podido ser
evitada con el empleo de una mayor diligencia, existiendo a la vez buena fe en la otra
parte, se ha de atribuir pleno efecto a la declaración, a virtud de los principios de
responsabilidad y de protección de la “bona fides” y a la seguridad del comercio
jurídico, que se oponen a que pueda ser tutelada la voluntad real cuando es viciosa, y a
que pueda ser alegada la ineficacia del negocio por la parte misma que es culpable de
haberla producido (STS de 23 de mayo de 1935 y 27 de octubre de 1951).

Aunque son diversos los supuestos que pueden suscitarse de desconexión entre la
voluntad y la declaración, el Código Civil no ofrece una regulación general de esos
supuestos, siendo cuestionable que todos deban sin más reconducirse a la falta de
consentimiento del art. 1261.1º CC.

En la declaración “iocandi causa” o “docendi causa”, el declarante emite


voluntariamente su declaración, pero lo hace sin una seria voluntad de obligarse y
sobre la base de que esta falta de seriedad será reconocida por el destinatario de la
declaración.

Se trata de los supuestos de los casos planteados en las aulas universitarias como
ejemplos, o las situaciones manifiestamente jocosas.

Como criterio básico, la voluntad así declarada carece de efectos, aunque se cuestiona
esa solución si el destinatario no percibe esa falta de seriedad.

Es necesario en ocasiones extremar la prudencia. La STS de 24 de julio de 1989


consideró que existía cesión de derechos sobre un billete (premiado) de lotería,
porque, tras una noche festiva, se firmó un documento con el siguiente contenido

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literal: “n.º 55.793 Lotería nacional.- El gachó que exibe el presente aforó la cantidad
de mil legañas pa que se endine la «tosta» u sease una pasta mu gansa pa en el caso
de que los guarismos indicaos al frontis sean agraciados en el sorte de la lote del dia 21
de diciembre de 1984. Son mil chulas”. Según el Tribunal Supremo, “el consentimiento
«iocandi causa» sólo revela la inexistencia del contrato cuando de él se desprenden la
falta de objeto cierto que sea materia del mismo o la falta de causa de la obligación
que se establezca, nada de lo cual se da en el presente caso, en el que el buen humor
en la forma, como muestra de alegría y complacencia e incluso de la duda o esperanza
sobre la buena suerte que haya de acompañar a los contratantes en el juego de la
lotería, en nada empece a la seriedad del contrato”.

En la reserva mental, el declarante emite una voluntad que internamente o bien no


quiere, o bien quiere con unos efectos restringidos: su voluntad real es restringir o
anular la eficacia de lo declarado. Como criterio básico se entiende que, por aplicación
de los principios de buena fe y confianza, la voluntad declarada sí tiene plenos efectos.
Sólo se exceptúa el caso en que la otra parte conoce la reserva.

La cuestión de la reserva mental tiende a relacionarse con la ocultación dolosa de


ciertos extremos por el tomador en el contrato de seguro (“todas las circunstancias por
él conocidas que puedan influir en la valoración del riesgo”: art. 10 LCS). Dice la STS de
20 de abril de 2009 que “[l]a buena fe que informa este artículo, cuando impone al
tomador un deber de contestación o respuesta sin reservas ni inexactitudes de lo que
se le pregunta, tiene como finalidad que el asegurador pueda conocer con exactitud el
riesgo objeto de cobertura antes de contratar, y aun siendo de aplicación a toda clase
de seguros, está especialmente condicionada en función del que se contrata pues no
toda omisión influye de la misma forma en la valoración del riesgo ni conlleva la
liberación de la entidad aseguradora del pago de la prestación, sino tan solo la de
aquellas circunstancias por él conocidas actuando con dolo o culpa grave determinante
de la celebración de un contrato que, de otra, forma la aseguradora no hubiera
concertado en las mismas condicione”.

En el denominado error obstativo, el declarante emite una declaración diferente a la


querida como consecuencia de un error padecido en el proceso de exteriorización de
la voluntad. A diferencia de la reserva mental, la desconexión entre voluntad y
declaración no está causada conscientemente.

Por ejemplo, en la parte final de un formulario informatizado, una parte clica por error
en la casilla “Acepto”, cuando en realidad quería clicar en la de “No acepto”.

Dice la STS de 13 de julio de 2012 que “en el error obstativo hay una falta de voluntad,
porque o bien no se quería declarar y se hizo, o bien se produce un lapsus que da lugar
a una discrepancia entre la voluntad interna y su declaración”. Y señala la STS de 25 de
febrero de 1995 que es un error “no influyente en la formación de la voluntad sino con
efectos en la declaración y transmisión de la misma, que no se correspondió con la
realmente existente”.

Como criterio fundamental, la voluntad así declarada no produce efectos. Se discute,


sin embargo, si esa ineficacia responde a los esquemas de la nulidad (por falta de
consentimiento: art. 1261.1º CC) o de la anulabilidad (por analogía con el error como
vicio del consentimiento).

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Según la STS de 22 de diciembre de 1999, “[e]l error obstativo es un caso de falta de
coincidencia entre voluntad y declaración, en el negocio jurídico, con la característica
de que tal desacuerdo es inconsciente y, como consecuencia, excluye la voluntad
interna real y hace que el negocio jurídico sea inexistente. No hay que olvidar […] que
se produjo esta divergencia y que, pese a que sí se declaró, nunca se quiso, nunca
hubo voluntad de vender y comprar la finca núm. ... ocupada por las oficinas del
«Banco Bilbao Vizcaya», como arrendatario”.

Con gran diferencia, el supuesto más importante de desconexión entre la voluntad y la


declaración es el de la simulación15. Se trata de una divergencia entre la declaración
externa de las partes y lo que éstas quieren y se declaran internamente. A diferencia
de la reserva mental, la divergencia tiene carácter bilateral.

Como indica M.J. Marín, esta divergencia puede afectar a los sujetos (persona
interpuesta, testaferro), al objeto (se dice que se compra el piso X, y se quiere comprar
el Y), o lo que es más común, a la causa (se dice que se vende, y verdaderamente se
dona).

La simulación también puede ser enfocada como un problema causal, por la expresión
de una causa falsa, y, en su caso, por la ocultación de otra verdadera (art. 1275 CC).

Como resalta J.R. García Vicente, el problema esencial de la simulación contractual


concierne a su régimen de ineficacia (aunque en sentido estricto no hay una tajante
prohibición de celebrar contratos simulados) y deriva de su coincidencia con los casos
de perjuicio a los intereses de terceros o con la finalidad de eludir la vigencia de
normas imperativas, lo que suscita en no pocas ocasiones controversias sobre su
acumulación o compatibilidad con las acciones rescisorias por fraude de acreedores.

La simulación se compone de los siguientes elementos:

a) Una intención o voluntad real disimulada (el contrato disimulado).

b) Una declaración o exteriorización aparente o simulada (el contrato simulado


o aparente).

c) Un acuerdo simulatorio entre las partes.

Apunta M.J. Marín que este acuerdo simulatorio consiste en un pacto --previo
o simultáneo al contrato aparente-- en el que las partes, de mutuo acuerdo,
deciden la operación en su conjunto, fijando cuál será el contrato aparente y
cuál, en su caso, el contrato disimulado. El contenido y función del acuerdo
simulatorio varía en la simulación absoluta y en la relativa. En la simulación
absoluta (por ejemplo, compraventa fingida), es preciso que, antes o
simultáneamente a las respectivas declaraciones de comprar y vender, las
partes se hayan puesto de acuerdo para emitir unas declaraciones de voluntad
contrarias a su verdadera intención, o sea la de no concluir contrato alguno (ni
15
LECTURA COMPLEMENTARIA: P. Salvador; y J.M. Silva, Simulación y deberes de veracidad (Derecho
civil y derecho penal: dos estudios de dogmática jurídica), Civitas, 1999.

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la compraventa que aparece al exterior ni ningún otro). En la simulación
relativa, en el acuerdo simulatorio las partes han de dejar claro que tras el
contrato aparente existe otro que es el realmente querido, fijando los
términos de este último; el acuerdo simulatorio es el que dota de contenido al
contrato disimulado.

Ante un hipotético contrato simulado, se pueden plantear dos órdenes de cuestiones:


¿cómo propiciar la ineficacia de la declaración aparente o simulada? ¿qué valor debe
atribuirse a la declaración disimulada?

Por ejemplo, un padre con malas relaciones con sus hijos quiere donar un importante
paquete de acciones (que es casi todo su patrimonio) a su joven amante. Para evitar
las restricciones derivadas de la protección de la legítima sucesoria, simula con su
amante la venta de sus acciones por un precio que manifiesta recibido con
anterioridad. ¿Quién y bajo qué condiciones puede atacar la venta de las acciones?
¿Puede hacerlo el padre, si su joven amante le abandona, tras recibir las acciones? Y, si
se demuestra la ineficacia de la venta, ¿es válida la trasmisión como donación?

Por ejemplo, una persona que necesita con urgencia dinero pacta con un prestamista
la venta de su piso. Se acuerda que si, en el plazo de un año, el vendedor inicial puede
restituir el precio, más unos sustanciosos intereses, el comprador le revenderá su piso.
Si el vendedor inicial no consigue el dinero, el comprador hará suyo definitivamente el
piso. Las partes no quieren una venta, sino un préstamo con una garantía de suficiente
intensidad.

Por ejemplo, para evitar que su piso sea embargado por sus acreedores, se vende ese
piso a una persona de confianza y se pacta un arrendamiento en favor del vendedor. El
vendedor no se quiere desprender del piso y no paga ninguna renta a su amigo.

En función de la intención de las partes, pueden distinguirse dos tipos básicos de


simulación.

a) La simulación absoluta supone la creación de la apariencia de un contrato cuando,


en verdad, las partes no querían ningún negocio. El contrato celebrado es una pura
apariencia, una mera ficción.

Por ejemplo, en la STS de 14 de noviembre de 2008 se considera simulado


absolutamente un contrato de compraventa de 1982 en el que el precio se confesaba
recibido con anterioridad (pero no se acreditaba cómo y a quién se pagó) y en el que
inmueble vendido había permanecido ocupado por los vendedores, sin que los
compradores hubieran exigido nunca la entrega de la posesión. O en la STS de 18 de
marzo de 2008 se califica del mismo modo una compraventa celebrada entre “entre
personas que mantenían una situación de convivencia, lo que determinó que el
"vendedor" continuara habitando en todo momento el inmueble objeto de la
compraventa; se fijó un precio -3.600.000 pesetas- que no se correspondía con el de
una parcela con chalet edificado en una zona turística, y, además, no consta que el
mismo fuera pagado”.

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b) La simulación relativa implica la realización aparente de un contrato, a pesar de que
las partes quieran y lleven a cabo en realidad otro distinto 16. En esta hipótesis, se
plantea el problema de determinar si ese otro contrato (el disimulado) es o no válido.

Por ejemplo, una persona quiere donar un valioso cuadro a otra, pero por motivos
fiscales, acuerdan aparentar que la transmisión se efectúa mediante compraventa.

La distinción entre simulación absoluta y relativa constituye uno de los puntos


centrales de la doctrina del Tribunal Supremo. Como indicaba la STS de 13 de octubre
de 1987, “nuestro Código Civil, fiel a la tradicional teoría de la causa, regula dos
supuestos o clases en cuanto a su falsedad o fingimiento: uno, el más general y
operativo en la práctica, en que la falsa declaración es el fiel exponente de la carencia
de causa («colorem habet, substantiam vero nullam») y que configura la llamada
simulación absoluta y, el otro, aquel en que la declaración falsa representa la
cobertura de otro negocio jurídico verdadero y cuya causa participa de tal naturaleza
(«colorem habet, substantiam vero alteram») y que opera con carta de naturaleza
propia bajo la denominación de contrato disimulado o, simplemente, de simulación
relativa. Esta dicotomía ha llevado a precisar a la jurisprudencia que, al existir una
discrepancia total entre la voluntad real y la declarada, faltan los elementos necesarios
para que el negocio jurídico nazca, supuesto predicable de la simulación absoluta, a la
par que cuando de simulación relativa se trata, el contrato disimulado puede ser válido
si es lícito y reúne, además, los requisitos correspondientes a su naturaleza, cuestión
ésta de extremada delicadeza por las repercusiones que puede provocar en la
seguridad jurídica y de ahí que, las más de las veces, sólo encuentre su operatividad
entre las partes que los concertaron y sus causahabientes…”.

En cuanto al régimen jurídico de la acción de simulación, hemos de analizar diferentes


aspectos.

Debe tenerse en cuenta que, en muchas ocasiones, en los litigios no se deslindan


adecuadamente las diferencias entre la simulación y la causa ilícita, o el fraude de
acreedores, u otros negocios anómalos, como los fiduciarios. Por ello, la jurisprudencia
no ofrece un asidero seguro para la identificación de la figura.

La STS de 24 de abril de 2013 ha intentado deslindar algunas de esas categorías: “en


ocasiones las propias sentencias de esta Sala han considerado que cuando existe una
simulación negocial absoluta motivada porque se persigue un propósito ilícito, se da
una causa ilícita determinante de la nulidad del contrato[…], si bien en otros casos se
ha diferenciado claramente la simulación absoluta, que da lugar a un negocio
meramente aparente y sin causa, y la causa ilícita, que presupone un negocio no
aparente pero con una causa teñida de ilicitud […] Puede considerarse que en los casos
en que existiendo una simulación absoluta la jurisprudencia hace referencia a la "causa
ilícita" se está refiriendo no a la causa del negocio, inexistente justamente por ser
absolutamente simulado y como tal meramente aparente, sino a la causa de la
simulación. Dado que pueden existir móviles determinantes de una simulación
absoluta que no sean ilícitos o inmorales (la jactancia, la discreción, la confianza),
pueden distinguirse simulaciones absolutas con causa lícita y con causa ilícita, por más
que la simulación absoluta sea siempre una patología determinante de la nulidad
absoluta del negocio, pues "los contratos sin causa... no producen efecto alguno"

16
Art. 6:103 PECL.

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según prevé el art. 1275 CC. En todo caso, esa causa ilícita de la simulación puede ser
relevante para la determinación del interés que atribuye al tercero legitimación para el
ejercicio de la acción de nulidad. Asimismo puede añadir una justificación a la
represión jurídica de la simulación absoluta, que se justificaría, valga la redundancia,
no sólo por el defecto interno del negocio, sino también por la improcedencia de dar
reconocimiento jurídico al engaño y al fraude”.

La legitimación activa corresponde a las partes del contrato simulado o a sus


herederos, así como los interesados en destruir la apariencia del contrato simulado
(esto es, cualquier tercero que tenga una relación directa con el contrato o con los
efectos que haya desplegado o pueda desplegar: se exige que sea titular de un interés
legítimo). Ahora bien, en caso de simulación relativa, las partes no pueden solicitar la
nulidad del contrato disimulado salvo que sea nulo “per se”.

No se puede alegar la doctrina de los actos propios, porque se pretende que


prevalezca la realidad frente a la apariencia.

No resulta aplicable, para excluir la posible impugnación, la doctrina de los actos


propios al menos entre los propios contratantes porque, como consecuencia del
acuerdo simulatorio, no se suscitó confianza legítima alguna que proteger (que es la
razón última de tal doctrina).

En cuanto a la legitimación pasiva, la acción debe dirigirse contra quienes han


intervenido en el contrato simulado, o derivan efectos del mismo.

Por lo que se refiere al plazo de ejercicio, la acción es imprescriptible y no está sujeta a


caducidad. Al ser imprescriptible, la determinación del “dies a quo” es irrelevante.
Puede formularse en reconvención, y también se puede oponer como excepción

La prueba de la simulación debe ser aportada por quien la alega. Normalmente se


debe acreditar a través de indicios, aunque en ocasiones la dificultad de prueba se
supera con la aportación de la contradeclaración (el acuerdo simulatorio) de los
contratantes.

Algunos indicios que la jurisprudencia considera relevantes: la relación de parentesco


entre las partes; la falta de pago del precio; o la permanencia del vendedor en el
inmueble vendido.

Los efectos de la acción de simulación difieren en función del tipo de simulación. En


caso de simulación absoluta, el contrato simulado carece de efectos. En caso de
simulación relativa, el contrato simulado carece de efectos y despliega sus efectos el
contrato disimulado (si reúne los requisitos legalmente necesarios).

En el supuesto más frecuente de simulación relativa (donación disimulada de inmueble


mediante compraventa simulada en escritura pública), el Tribunal Supremo mantiene
ahora que la compraventa carece de efectos por ser simulada, pero que la donación es
también nula porque el art. 633 CC exige para la validez de la donación de inmueble
una escritura pública de donación, no siendo suficiente a estos efectos la escritura

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pública de compraventa: STS de 11 de enero de 2007, 26 de febrero de 2007 y 21 de
diciembre de 2009.

La acción de simulación no afecta a terceros de buena fe, esto es, a quienes


desconociendo la simulación adquieren alguna posición jurídica confiados en la
apariencia del acto simulado.

La sentencia que declara la invalidez tiene carácter declarativo, y no constitutivo. Los


efectos de la invalidez se remiten al momento de la celebración del contrato (ineficacia
“ex tunc” o retroactiva).

2.5. Los vicios en la formación del consentimiento.

La relevancia de la voluntad para la existencia del contrato debería llevar a que


cualquier elemento que afectara a su libre y espontánea formación supusiera la
impugnabilidad del contrato. Desde esta perspectiva, cualquier irregularidad en la
voluntad de los contratantes debería conducir a su invalidez.

Ahora bien, esa concepción resulta absolutamente destructiva de la seguridad del


tráfico: nadie se atrevería a celebrar contratos si supiera que su vinculación quedaba
en manos de cualquier irregularidad, por liviana que fuese, en la formación de la
voluntad de la otra parte.

Por ello, el ordenamiento no propugna la salvaguarda a ultranza de los procesos de


formación de la voluntad, sino que, por el contrario, selecciona y tipifica una serie de
supuestos a los que conferir, bajo ciertos requisitos, eficacia invalidatoria de los
contratos. Conviene resaltar que entre esos requisitos no se encuentra la causación de
un daño a quien sufre el vicio: el daño no es un presupuesto necesario para la
impugnación, aunque puede ser un indicio de la concurrencia de un vicio de la
voluntad y puede dar lugar a su indemnización 17. Ahora bien, no hace falta penetrar en
la idiosincrasia contractual para comprender que, si bien el daño o la lesión no es un
requisito para anular un contrato, un contratante sólo impugnará en la práctica
aquellos contratos que le resulten insatisfactorios económicamente (en los que haya
realizado una mala operación, originaria o sobrevenidamente) o en los que exista un
cierto riesgo de insolvencia de la contraparte. La anulación no constituye un
mecanismo de expulsión automática del tráfico jurídico de ciertos contratos, sino un
instrumento que se confiere a alguna de las partes del contrato y que sólo activará
cuando convenga a sus intereses.

La conclusión resulta, pues, muy clara: no todo defecto en la formación de la voluntad


determina la ineficacia del contrato. Por un lado, el legislador selecciona una serie de
supuestos (error, violencia, intimidación y dolo: art. 1265 CC); pero, por otro, exige la
concurrencia de ciertos requisitos para que esos supuestos sean invalidatorios. En el
fondo, el planteamiento legislativo es absolutamente sensato y demuestra la
17
La previsión de una indemnización de daños y perjuicios en caso de anulación se prevé expresamente
en el art. 4:117 PECL; y art. 3.18 Principios UNIDROIT.

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conveniencia de tomar en consideración diversos factores: la importancia del defecto
en la decisión de contratar, el comportamiento de quien sufre el vicio, y el
comportamiento de quien no padece ese vicio.

Como señala J.R. García Vicente, en la regulación de los vicios de voluntad (arts. 1265 a
1270 CC) se debaten las “reglas de juego mínimas del Derecho de contratos”, esto es,
bajo qué condiciones puede exigirse la vinculación o la fuerza de ley de las promesas
porque hay una decisión libre y consciente que las sustenta, que es la justificación
última de la vinculación. Las reglas sobre los vicios del consentimiento pretenden
proteger la libertad de decisión del contratante, apéndice de su más amplia libertad
contractual. En particular en el error y el dolo se afecta a la “libertad de saber” y en la
violencia y la intimidación a la “libertad de querer”. Lo que importa es tutelar el
procedimiento de formación de la voluntad y no los resultados que ésta arroje, de
modo que la frustración de ciertas expectativas o la celebración de malos negocios
está fuera de su ámbito. Son reglas mínimas de manera que los casos de las zonas
grises no merecen la misma respuesta; son, podría decirse, riesgos propios del sistema,
de modo que hay ciertas restricciones admisibles a la libertad y consciencia de las
decisiones contractuales y por ello los contratos que las soportan no deben ser
invalidados. En algunos casos, singularmente en el error, puede incluso enfocarse su
efecto sobre el contrato como un modo de distribuir los riesgos de una información
defectuosa (o de su simple ausencia) sobre los hechos y circunstancias relevantes para
contratar. En sentido propio la noción de vicio de la voluntad no es más que un criterio
que agrupa los vicios, pero que carece de unidad interna: ni siempre se protege la
voluntad de la misma manera ni la voluntad prevalece en todos los casos. Por ello, la
conclusión a la que llega J.R. García Vicente es que, si la protección que proporcionan
las normas sobre vicios de la voluntad es un “mínimo”, debe admitirse un margen de
presiones negociales lícitas o de omisiones informativas, más aún en nuestra sociedad
competitiva, y no cabe tacharlas simplemente de conductas contrarias a la moral o
ética imperantes. El objeto de las normas sobre vicios no debe ser impedir el
aprovechamiento de toda situación de debilidad del prójimo, pese a su posible
inmoralidad, porque la debilidad y desigualdad en los poderes de negociación de los
contratantes forman el sustrato económico del Derecho de contratos contemporáneo.

La concurrencia de un vicio del consentimiento determina, como regla general, la


posibilidad de impugnar el contrato con arreglo a los criterios previstos en los arts.
1300 y ss. CC. Además, si la concurrencia del vicio ha ocasionado un daño (art. 1270.II
CC), la víctima puede exigir una indemnización que no puede ser contractual (no existe
un contrato válido) y que, por ocasionarse en la fase de formación del contrato, se
reconduce a la responsabilidad precontractual o culpa “in contrahendo”. Por último,
no es descartable que concurran los elementos propios de diversos tipos penales,
como las coacciones o amenazas, la extorsión o la estafa.

En los últimos años la doctrina de los vicios del consentimiento ha experimentado una
inusitada relevancia como consecuencia de la masiva difusión por parte de las
entidades crediticias de diversos productos financieros, de complejos y en ocasiones
oscuros perfiles a clientes minoristas, como swaps, bonos estructurados, notas
estructuradas, valores convertibles en acciones, participaciones preferentes, deuda
subordinada, cédulas hipotecarias etc. Las características de estos contratos, teniendo
en cuenta el interés de los clientes de declararlos ineficaces y recuperar su dinero, han

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abocado a que la tendencia mayoritaria de los tribunales haya sido el recurso al error
como vicio del consentimiento.

Como consecuencia de ello, se han replanteado muchas de las cuestiones básicas de


esta doctrina, como los requisitos exigibles, la legitimación en caso de fallecimiento, el
“dies a quo” de la acción, su sometimiento a prescripción o caducidad, los efectos de la
venta voluntaria de los productos financieros, etc.

Analizamos a continuación los diferentes supuestos de vicios del consentimiento


previstos en nuestro Código Civil.

No recoge nuestro Código Civil otros supuestos como la anulación por obtención de un
beneficio excesivo o ventaja injusta en situaciones de dependencia, relaciones de
confianza, dificultades económicas o urgencia, imprevisión o falta de experiencia, i
tampoco el denominado terror ambiental18.

El error como vicio de la voluntad 1920 consiste en una falsa o inexacta representación
mental de la realidad, fáctica o jurídica, que afecta al proceso de formación de la
voluntad interna y que opera como presupuesto para la realización del contrato. Se
trata, pues, de un problema de falta de información o de información defectuosa y se
debe delimitar cuál de las partes del contrato debe asumir el riesgo derivado de ese
error.

El error puede ser de hecho o de derecho. Es de hecho cuando recae sobre


circunstancias de hecho del contrato (por ejemplo, sobre la superficie real de una
dehesa). Es de derecho cuando constituye ignorancia o falso conocimiento de la norma
o regla jurídica en cuanto a su contenido, existencia, interpretación o aplicación al caso
concreto, siempre que el sujeto se haya decidido a contratar como consecuencia de
aquella ignorancia o falso conocimiento (por ejemplo, se compra una parcela
pensando que es edificable, cuando resulta que está calificada como zona verde por el
planeamiento urbanístico).

Indica J.R. García Vicente que los casos más comunes de error son los errores sobre las
cualidades físicas y económicas del objeto del contrato (utilidad, rendimiento,
características, existencia de pasivos ocultos) o sobre sus condiciones jurídicas
(titulación, edificabilidad, existencia de licencias) lo que conduce en no pocas
ocasiones a su concurrencia con pretensiones propias de la responsabilidad
contractual en sentido amplio, sean las generales o bien las específicas contempladas
para el contrato de compraventa, las acciones edilicias o la rescisoria por gravámenes
ocultos, o las previstas en la Ley del Suelo.

Para que el error pueda invalidar el contrato, se requiere que concurran ciertos
caracteres:

18
Art. 4:109 PECL; y art. 3.10 Principios UNIDROIT.
19
Arts. 4:103 y 4: 104 PECL; y arts. 3.4 a 3.6 Principios UNIDROIT.
20
LECTURA COMPLEMENTARIA: J.R. de Verda, Error y responsabilidad en el contrato, Tirant lo Blanch,
1999.

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a)Esencialidad: el error debe haber determinado la voluntad del contratante
que lo sufre (art. 1266 CC).

b) Excusabilidad: el contratante que sufre el error hubiera podido evitarlo con


una diligencia normal, es decir, el contratante incurre en error por su propia
negligencia.

Dice la STS de 17 de julio de 2006 que “para que el error, como vicio de la voluntad
negocial, sea invalidante del consentimiento es preciso, por una parte, que sea
sustancial o esencial, que recaiga sobre las condiciones de la cosa que principalmente
hubieran dado motivo a la celebración del contrato, o, en otros términos, que la cosa
carezca de alguna de las condiciones que se le atribuyen, y precisamente de la que de
manera primordial y básica motivó la celebración del negocio atendida la finalidad de
éste […]; y, además, y por otra parte, que sea excusable, esto es, no imputable a quien
los sufre y no susceptible de ser superado mediante el empleo de una diligencia media,
según la condición de las personas y las exigencias de la buena fe, con arreglo a la cual
el requisito de la excusabilidad tiene por función básica impedir que el ordenamiento
proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esa protección por su
conducta negligente, ya que en tal caso ha de establecerse esa protección a la otra
parte contratante que la merece por la confianza infundida por esa declaración […] El
carácter esencial del error apreciado se deriva del hecho de que el mismo recae sobre
la calificación urbanística de la finca objeto de la compraventa, y, en consecuencia,
sobre su grado de edificabilidad, con la subsiguiente incidencia en su valor económico
[…] [D]adas las circunstancias expuestas, no puede afirmarse con rotundidad que con
el empleo de una diligencia media hubiera podido conocer con certeza la recalificación
urbanística de la finca objeto de la compraventa con anterioridad a la celebración de
ésta, recalificación que no devino definitiva sino hasta su aprobación por el Consejo de
Gobierno…”.

c) Recognoscibilidad: el error ha de poder ser reconocido por la otra parte


contratante usando una diligencia normal. Se exige en quien no sufre el error
una actuación digna de tutela en el desenvolvimiento del contrato. La exigencia
de este requisito con carácter autónomo es discutida por algunos autores, que
niegan que deba concurrir.

Para supuestos especiales, se prevén requisitos adicionales: “no podrá una de las
partes oponer el error de hecho a la otra siempre que ésta se haya apartado por la
transacción de un pleito comenzado” (art. 1817.II CC).

El error puede proyectarse a diversos aspectos del contrato y su alcance difiere en


cada supuesto.

El error sobre el negocio (por ejemplo, una parte cree estar vendiendo un ciclomotor, y
la otra cree que se lo está regalando) supone la inexistencia del contrato, puesto que
no existe coincidencia de voluntades, sino disenso (art. 1262 CC).

El error sobre los motivos (por ejemplo, compro una determinada vivienda porque
creo que es posible unirla a otra, cuando arquitectónicamente es imposible) es
irrelevante, salvo que sea determinante del contrato y conocido por la otra parte.

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La STS de 21 de diciembre de 2009, en relación a un supuesto en que se pretendía
adquirir un hotel (que luego se descubre afectado por una grave aluminosis) y se
adquiere mediante compra de todas las acciones de la sociedad propietaria del hotel,
dice que “[l]a sociedad demandante quiso explotar un hotel y, de entre las varias
opciones jurídicas para ello (compraventa, arrendamiento, usufructo, etc.) eligió una,
que fue la adquisición de la sociedad que era propietaria del mismo. No pretenda
ahora, convertir su negocio jurídico de compra de las acciones de una sociedad, en el
negocio jurídico de compra de un inmueble que era, entre otras cosas, propiedad de la
sociedad. Y ello es lo que ha hecho la sentencia recurrida: ha valorado el móvil, lo ha
elevado a la categoría de causa y ha entendido que la compraventa no era de acciones,
sino de un hotel, sin aclarar lo que pasaba con los demás elementos que no eran hotel.
Y, salvo los casos excepcionales en que el móvil se integra en la función objetiva del
negocio jurídico, caso del móvil causalizado, el móvil subjetivo es intrascendente para
el Derecho; así lo dijo expresamente y ahora se reitera, la sentencia de 1 de abril de
1998 en estos términos: "El móvil subjetivo es, en principio, una realidad
extranegocial, a no ser que las partes lo incorporen al negocio como una cláusula o
como una condición […] Sin embargo, puede darse el caso de que el móvil se incorpore
a la causa -es el móvil causalizado-- y tenga trascendencia como tal elemento del
negocio jurídico". En este caso, simplemente se celebró un contrato de compraventa
de todas las acciones de una sociedad y simplemente se indicó que se compraba para
la finalidad de explotar un hotel, pero no se compró éste, sino la sociedad propietaria
del hotel”.

El error sobre el objeto permite impugnar el contrato si recae “sobre la sustancia de la


cosa que fuere objeto del contrato, o sobre aquellas condiciones de la misma que
principalmente hubiesen dado motivo a celebrarlo” (art. 1266.I CC). Nada dice el
Código Civil sobre el error acerca del valor de mercado de la cosa, que debe ser
reputado irrelevante por inexcusable.

El error sobre la persona es, en principio, irrelevante y “sólo invalidará el contrato


cuando la consideración a ella hubiere sido la causa principal del mismo” (art. 1266.II
CC). Evidentemente, esta posibilidad se da cuando el contrato se hubiera celebrado
teniendo en cuenta “la calidad y circunstancias de la persona del deudor” (art. 1161
CC) o “por razón de sus cualidades personales” (art. 1595.I CC).

Por ejemplo, acuerdo con Antonio López que me haga un retrato por 500.000 euros,
pensando que estoy contratando con el famoso pintor y resulta que estoy contratando
con un joven estudiante de Bellas Artes, escasas dotes y nula experiencia, pero, eso sí,
del mismo nombre y apellido.

El error de cuenta es irrelevante y sólo da lugar a su corrección (art. 1266.III CC).

Por ejemplo, se compran 135 cajas de vino de Jumilla a 72 euros y se indica que el
precio total es de 8.720 euros (en lugar de 9.720 euros).

La transcendencia del error se ve afectada por la relevancia que se pretenda conferir a


los deberes precontractuales de información, es decir, a la necesidad de trasmitir a la
contraparte la información que sea relevante en relación con el contrato.

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El criterio general puede fijarse en el deber de las partes de revelar los datos
relevantes para una representación exacta de la realidad. Pero a partir de esta dato,
los criterios se difuminan: cuáles son los datos relevantes, qué sucede si los datos
relevantes son accesibles al público, cuáles son las consecuencias del incumplimiento
de ese deber.

El dolo como vicio del consentimiento 21 se identifica con aquella conducta de un


contratante que, mediante engaño, induce al otro a contratar. En consecuencia, la
actuación de un contratante produce un error en el otro que le determina a contratar.
Aunque ello puede hacer pensar que la figura del dolo es innecesaria (porque se
conecta con la causación de un error), la posible impugnación del contrato por dolo no
exige que concurran los requisitos que jurisprudencialmente se predican del error, sin
olvidar que el dolo pone el acento en la conducta de uno de los contratantes, y no sólo
en el resultado de esa conducta, con lo que tiene sentido su previsión como vicio
distinto.

La impugnabilidad del contrato por dolo en el consentimiento no excluye otras


responsabilidades (por ejemplo, arts. 248 y ss. CP, relativos a las estafas). Igualmente,
conviene recordar que no se puede identificar el dolo como vicio del consentimiento y
el dolo en el incumplimiento (arts. 1101, 1102 y 1107 CC), que se expone en el Módulo
3.

El dolo consiste, según el art. 1269 CC, en la utilización por parte de un contratante de
“palabras o maquinaciones insidiosas” que inducen al otro contratante a celebrar un
contrato que, sin ellas, no hubiera hecho. Además, el art. 1270 CC exige que el dolo sea
grave y no sea recíproco, e indica que el dolo incidental sólo obliga a indemnizar los
daños y perjuicios causados.

Por ejemplo, se vende un vehículo, con el cuentakilómetros estropeado, diciendo que


se ha usado durante 80.000 kilómetros, cuando en realidad ha recorrido 280.000
kilómetros.

A partir de estos preceptos pueden perfilarse las características del dolo como vicio de
la voluntad:

a) El dolo puede consistir tanto en una conducta activa como pasiva (dolo por
omisión o reticencia dolosa). Aunque el art. 1269 CC habla de “palabras o
maquinaciones”, la jurisprudencia admite la relevancia de la reticencia
dolosa.

En la STS de 30 de diciembre de 2009, relativa a unos contratos de compraventa


en los que la vendedora había ocultado a los compradores que las viviendas
unifamiliares iban a construirse sobre suelo contaminado y que, por tanto, no iba a
aprobarse la modificación urbanística necesaria para proceder a la promoción y
edificación, se recuerda que una actuación dolosa “no sólo puede manifestarse
mediante una actuación positiva, como parece desprenderse de la expresión
«palabras o maquinaciones insidiosas» que emplea el Código Civil en el citado art.

21
Art. 4:107 PECL; y art. 3.8 Principios UNIDROIT.

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1269, sino que también puede apreciarse en relación con una actuación omisiva
de ocultación o falta de información a la otra parte de determinadas circunstancias
que hubieran podido llevarle a no celebrar el contrato en caso de haberlas
conocido. La sentencia de esta Sala de 5 mayo 2009 contempla «la concurrencia
de dolo negativo o por omisión, referido a la reticencia del que calla u oculta, no
advirtiendo debidamente, hechos o circunstancias influyentes y determinantes
para la conclusión contractual […], pues resulta incuestionable que la buena fe,
lealtad contractual y los usos del tráfico exigían, en el caso, el deber de informar
[…]»”.

b) El dolo debe revestir carácter esencial: a esta idea responde la necesidad de


que el contratante sea inducido como consecuencia del dolo a celebrar el
contrato (art. 1269 CC) y la exigencia de la gravedad del dolo (art. 1270.I
CC).

c) Se requiere ánimo de engañar (carácter insidioso de las palabras o


maquinaciones), pero no es necesario que concurra también ánimo de
causar daño.

La STS de 5 de mayo de 2009 considera que “existió una conducta insidiosa de la


entidad El Cabaco Medios y Gestión S.L. dirigida a provocar la declaración negocial de
Esso España, S.A. Esta actuación se evidencia en la manifestación de voluntad de
vender una finca con determinadas cualidades, creando una falsa representación de la
realidad, pues no solo tenía una menor cabida, sino que además se falseaba la causa
concreta negocial habida cuenta que la falta de la condición urbanística exigible
(mínimo de 5.000 mts2. de superficie) la hacía no edificable y, por otro lado, resultaba
imposible construir la estación de servicio. Tal conducta supone una maquinación
directa porque se está vendiendo una finca de 5.020 mts2. que no los tiene, pero, en
cualquier caso, siempre cabría estimar, como hacen las sentencias de instancia, la
concurrencia de dolo negativo o por omisión, referido a la reticencia del que calla u
oculta, no advirtiendo debidamente, hechos o circunstancias influyentes y
determinantes para la conclusión contractual […] Por otra parte, no se requiere un
especial ánimo de perjudicar con el negocio, sino que basta que la conducta activa, o
negativa, obedezca al propósito de inducir a la contraparte a realizar la declaración
viciada…”.

d) Ese carácter insidioso de las palabras o maquinaciones supone también que


sea irrelevante el llamado “dolus bonus”, esto es, la exagerada ponderación
o la alabanza de las cualidades de una cosa o servicio. Por lo tanto, sólo el
denominado “dolus malus” permite impugnar el contrato.

e) El dolo debe haber sido empleado por un contratante. El dolo del tercero es
irrelevante, aunque no excluya la anulación por error y la responsabilidad
del tercero.

f) El dolo recíproco carece de relevancia (art. 1270.I CC): ambas partes deben
actuar conforme a la buena fe.

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g) El dolo incidental (el que recae sobre circunstancias secundarias o
elementos no determinantes del contrato) no permite anular el contrato y
sólo da lugar a la indemnización de daños y perjuicios (art. 1270.II CC).

El problema de delimitar cuándo el dolo induce a contratar y cuándo es incidental,


debe resolverse mediante los criterios de interpretación de la voluntad de los
contratantes.

Conviene tener presente que la STS de 18 de enero de 2007 ha admitido, en un caso


de dolo esencial, que el perjudicado pueda ejercitar una acción de indemnización de
daños y perjuicios, sin reclamar acumulativamente la anulación del contrato.

Dice el Tribunal Supremo que “[s]e plantea aquí, por primera vez en la jurisprudencia,
una cuestión que había presentado la doctrina hace poco más de medio siglo, que es el
ejercicio de acciones derivadas del dolo. Sobre si cabe, primero, la acción de anulación
de contrato y reclamación de indemnización de daños y perjuicios (acumulación de dos
acciones), segundo, la acción de anulación, sin reclamación de indemnización (una sola
acción) y, tercero, la acción de reclamación de indemnización de daños y perjuicios, sin
ejercitar la acción de anulación (una sola acción, es el caso presente). La respuesta
debe ser afirmativa, tanto porque no hay norma que excluya cualquiera de las tres
posibilidades, como porque sí hay una norma aplicable a un caso similar de ineficacia,
que es la resolución que contempla el art. 1124 CC, que admite como perfectamente
compatibles y, al tiempo, independientes, la acción de resolución y la de
resarcimiento, que pueden ser ejercitadas conjunta o independientemente, sin que la
posibilidad de ineficacia excluya la indemnización, ni viceversa, ni la acumulación. En el
presente caso, no se ha pedido la nulidad de negocio jurídico alguno, sino se ha
ejercitado la acción de indemnización de daños y perjuicios por una actuación dolosa
de los demandados y tales perjuicios son la falta de posibilidad de cobro de aquel
crédito que fue cedido con sus intereses”.

La intimidación como vicio del consentimiento2223 aparece regulada, junto a la


violencia, en los arts. 1267 y 1268 CC. La intimidación consiste en inspirar “a uno de los
contratantes el temor racional y fundado de sufrir un mal inminente y grave en su
persona o bienes, o en la persona o bienes de su cónyuge, descendientes o
ascendientes”.

Un ejemplo puede encontrarse en la STS de 4 de octubre de 2002: “La doctrina de esta


Sala […] viene significando en orden a que la intimidación definida en el apartado dos
del art. 1267 CC «pueda provocar los efectos previstos en el [art.] 1265 del mismo
Cuerpo Legal y conseguir la invalidación de lo convenido, que es preciso que uno de los
contratantes o persona que con él se relacione, valiéndose de un acto injusto y no del
ejercicio correcto y no abusivo de un derecho, ejerza sobre el otro una coacción o
fuerza moral de tal entidad que por la inminencia del daño que pueda producir y el
perjuicio que hubiere de originar, influya sobre su ánimo induciéndole a emitir una
22
Art. 4:108 PECL; y art. 3.9 Principios UNIDROIT.
23
LECTURA COMPLEMENTARIA: F. Gómez; e Í. Ortiz de Urbina, Chantaje e intimidación: un análisis
jurídico-económico, Civitas, 2005; y E. Bosch, “"Estado de necesidad y consentimiento contractual: ¿Una
reinterpretación de los conceptos de violencia e intimidación como vicios del consentimiento a la luz del
derecho contractual europeo y comparado?", Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, 2009, núm. 711,
pgs. 57 y ss.

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declaración de voluntad no deseada y contraria a sus propios intereses, es decir, que
consiste en la amenaza racional y fundada de un mal grave, en atención a las
circunstancias personales y ambientales que concurran en el sujeto intimidado y no en
un temor leve y que, entre ella y el consentimiento otorgado, medie un nexo eficiente
de causalidad». Por consiguiente «se exige fundamentalmente la existencia de
amenaza de un mal inminente y grave que influya sobre el ánimo de una persona
induciéndole a emitir una declaración de voluntad no deseada y contraria a sus propios
intereses» […]; esto es, «un contrato impuesto por la concurrencia de un forzado
consentimiento, viciado por coacción moral intimidatoria grave, expresada por las
presiones circunstanciales y situación de las partes interesadas» […] En el caso no nos
encontramos ante un mero apremio de una situación determinada, que no debe
confundirse con los actos coactivos […], sino que se dan los requisitos exigidos por la
jurisprudencia […] a saber: amenaza injusta o ilícita, temor racional y fundado, mal
inminente y grave y nexo causal entre la amenaza y el consentimiento prestado.
Dejando a un lado las numerosas incidencias que se produjeron antes del pleito
(expediente de jurisdicción voluntaria de depósito de mercancía, embargo preventivo,
querella penal, etc.), resulta claro que la firma del documento fue condición
inexcusable para que pudiese tener lugar la descarga de la mercancía, cuya falta de
entrega causaba a la empresa Agrox, SA perjuicios considerables de diversa índole
(especialmente en relación con los suministros contratados con los clientes), sin que
existiera un medio jurídico idóneo para poder obtener tal entrega, pues el buque
abandonó las aguas jurisdiccionales españolas por lo que no podía ser objeto de un
apremio, en tanto que pretendió hacer valer un derecho de prenda sobre la mercancía
sin base jurídica sustantiva, como ya se ha razonado, ni formal, lo que es más grave,
porque al no hallarse el barco en el puerto de Valencia en ningún caso podría
prosperar la solicitud efectuada en expediente de jurisdicción voluntaria, lo que incluso
excluye la hipótesis de obrar en la «creencia» de ejercicio de un derecho. Se da por lo
tanto el matiz antijurídico, aparte la amenaza del mal y el nexo causal”.

La jurisprudencia no descarta la posibilidad de que la intensidad de la intimidación


excluya totalmente el consentimiento. Así aparece en la STS de 5 de noviembre de
2013, “[a]unque la intimidación puede excepcionalmente implicar una falta total de
consentimiento lo que supondría la inexistencia contractual (art. 1261.1º),
generalmente afecta solo al consentimiento libre dando lugar a la anulabilidad,
impugnabilidad o nulidad relativa”. La bisabuela del demandante había procedido en
1941 a la venta de unas parcelas para la edificación por la Falange de 750 viviendas
modestas para trabajadores sindicalistas. El Gobernador Civil provincial había
publicado en la prensa de la época una nota comunicando la imposición de una multa
de diez mil pesetas a esa señora por su actitud reticente y pasiva a tal proyecto,
dificultando la venta de los terrenos a diferencia de otros propietarios, y la imposición
de multa de igual cuantía por cada día en que persistiera en tal actitud. El bisnieto
alegaba que concurría intimidación como causa de nulidad (no de anulabilidad) por la
total falta de voluntad de su bisabuela. El Tribunal Supremo considera que “la nota del
Gobernador civil de León […] no se puede deducir -es decir, no prueba- una
intimidación que elimine el consentimiento, en el sentido de que se vendió sin el
mismo, con ausencia de voluntad” y que, en su caso, la hipotética anulación por
intimidación había caducado a los cuatro años.

La impugnabilidad del contrato por intimidación no excluye otras responsabilidades


(por ejemplo, arts. 169 y ss. CP, relativos a las amenazas).

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Con arreglo al planteamiento legal, para que exista intimidación es necesaria la
concurrencia de dos requisitos:

a) Una amenaza relevante, que deriva de la referencia al anuncio de un "mal inminente


y grave”. La gravedad debe medirse en relación con la idoneidad del mal para influir en
el ánimo del sujeto. La inminencia significa un juicio sobre la mayor o menor
proximidad del mal que se espera y sobre la mayor o menor posibilidad de evitarlo. Las
personas enumeradas en el art. 1267.II CC (cónyuge, descendientes o ascendientes)
suponen una enumeración demasiado estrecha (pareja de hecho, amigos íntimos,
etc.): debería tenerse en cuenta la influencia en la voluntad del contratante.

¿Debe ser una amenaza de carácter antijurídico? ¿Qué sucede si se amenaza con el
ejercicio de acciones judiciales y se consigue así la celebración de un contrato? En
principio, la amenaza debe ser hecha contra Derecho: no concurre en el ejercicio,
correcto y no abusivo, de un derecho. Pero existe amenaza, según la jurisprudencia, si
se quiere conseguir más de lo que concede el propio derecho o se consigue una
ventaja adicional.

La STS de 8 de noviembre de 2007 considera que “[e]s cierto que la jurisprudencia de


esta Sala sobre la intimidación consistente en la amenaza de un proceso penal u otra
actuación judicial tiende a no apreciar dicho vicio del consentimiento desde la
consideración general de que cuando los hechos son ciertos su denuncia o persecución
penal no constituye un mal injusto, de suerte que la amenaza de denunciarlos no sería
ilícita por no concurrir el elemento de su antijuridicidad […]; como también lo es que el
grado invalidante de la intimidación tiene que medirse en función de las circunstancias
ambientales y personales de quien la sufre, siendo aquél tanto menor cuanto mejor
sea la posición social, cultural y económica de quien se diga intimidado […] Pero no es
menos cierto que tales consideraciones generales se matizan con importantes
puntualizaciones que, en lo que aquí importa, excluyen el chantaje como medio
legítimo de obtener el consentimiento contractual […] Lo que hubo, pues, no fue una
advertencia de que se ejercitaría legítimamente el derecho a promover la acción de la
justicia si no se enjugaba la deuda sino, muy claramente, un chantaje para quedarse
con todos los bienes del matrimonio a espaldas de la esposa demandante […] De ahí,
en definitiva, que con la amenaza se consiguiera mucho más de lo que la mercantil
demandada y su administrador codemandado habrían podido obtener denunciando al
esposo de la actora”.

La amenaza no tiene por qué proceder del otro contratante, ya que, según el art. 1268
CC, puede proceder de un tercero (y, en su caso, cabrá reclamar contra el tercero por
los daños causados). La intimidación afecta al contrato con independencia de quien la
haya causado.

Ahora bien, el Código Civil no resuelve el supuesto del llamado “miedo o terror
ambiental” que si históricamente se planteó en situaciones bélicas o pre-bélicas,
puede ahora darse en lugares controlados por mafias o grupos terroristas.

b) Un temor racional y fundado, que sea objetivamente capaz de afectar al sujeto y a la


formación de su voluntad. No todas las personas reaccionan igual frente a idénticas

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amenazas y, por ello, el art. 1267.III CC requiere que se pondere en función de la edad
y la condición de la persona.

Es irrelevante a los efectos de impugnación el temor reverencial, esto es, el “temor de


desagradar a las personas a quienes se debe sumisión y respeto” (art. 1267.IV CC).

Por lo tanto, la celebración de un contrato por un hijo por no querer contrariar a su


padre (o de un trabajador, por no disgustar a su empleador) no puede anularse por
intimidación.

La violencia como vicio del consentimiento aparece expuesta, junto a la intimidación,


en los arts. 1267 y 1268 CC. Dados los términos que emplea para describir la violencia
el art. 1267 CC, y teniendo en cuenta la previsión de la intimidación, siempre se ha
discutido acerca de cuál era el verdadero alcance de esa referencia a la violencia en el
proceso de formación del contrato.

Para intentar delimitar los respectivos conceptos se han ofrecido diversas teorías. Se
ha sugerido que la violencia supone el empleo de la fuerza (“vis absoluta” o
“ablativa”), mientras que la intimidación significa la existencia de miedo o temor
derivado de una amenaza (“vis compulsiva”). La relación entre ambas sería, pues, de
causa (violencia) a efecto (intimidación). Pero en ambos casos la consecuencia es la
anulabilidad del contrato.

Desde otra perspectiva, se ha planteado que la violencia supone una falta absoluta de
consentimiento (“arrancar el consentimiento”), mientras la intimidación constituye un
simple vicio del consentimiento. En consecuencia, la violencia sería causa de nulidad y
la intimidación supuesto de anulabilidad.

De todos modos, la cuestión de la distinción entre intimidación y violencia, y la función


de esta última categoría, presenta un escaso interés práctico.

La impugnabilidad del contrato por intimidación no excluye otras responsabilidades


(por ejemplo, arts. 147 y ss. CP, relativos a las lesiones).

Ciertamente, la literalidad del art. 1267.I CC parece pensar en un declarante que se


comporta como una especie de autómata, carente de voluntad y sometido
absolutamente a quien emplea sobre él una fuerza bruta y material, de carácter
irresistible. El carácter irresistible de la fuerza debe ser valorado en función de las
circunstancias del caso concreto.

Por ejemplo, una persona toma la mano de otra y le hace firmar un documento.

Pero en cualquier caso el régimen que diseña el Código Civil en los arts. 1300 y ss.,
donde explícitamente se refiere a la violencia, aproxima esa situación a los vicios del
consentimiento.

Al igual que sucede con la intimidación, la violencia no tiene por qué proceder del otro
contratante, ya que, según el art. 1268 CC, puede proceder de un tercero.

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2.6. El objeto del contrato.

El Código Civil no proporciona demasiada claridad para delimitar adecuadamente qué


debe entenderse por objeto del contrato.

Según las diversas interpretaciones, el objeto del contrato se ha podido identificar con:
a) las obligaciones asumidas por las partes; b) las prestaciones o conductas que deben
desarrollar las partes; c) las cosas o servicios que sean objeto de las prestaciones de las
partes.

Una muestra de la dificultad de delimitar el objeto de la obligación y del contrato es la


la STS de 20 de julio de 2006, según la cual “nuestro ordenamiento jurídico establece el
objeto de las obligaciones como aquella realidad sobre la que el contrato incide y en
relación a lo que recae el interés de las partes o la intención negocial o móvil esencial
del contrato, es decir, el comportamiento a que el vínculo obligatorio sujeta al deudor
y que tiene derecho a exigirle el acreedor, referido no al aspecto obligacional objetivo
inmediato, o sea a los derechos y obligaciones que se constituyen, sino al mediato, que
puede consistir tanto en una cosa propiamente dicha, la cual, bien de la naturaleza
exterior era procedente del ingenio humano, o en un acto de una persona, integrador
de prestación (STS de 10 de octubre de 1997 y 5 de junio de 1978)”.

Hemos de tener en cuenta que los arts. 1271 a 1273 CC no definen el objeto del
contrato, sino que simplemente establecen sus requisitos: existe, pues, un criterio de
libertad siempre que se cumplan esos requisitos. Por ello, puede ser objeto del
contrato cualquier bien susceptible de valoración económica que corresponda al
intento de los contratantes: las cosas u objetos corporales, las energías naturales, las
creaciones del ingenio, las situaciones de poder o de deber de las personas, el
comportamiento de las personas, el dinero, las “universitates rerum”, los títulos
valores, etc.

Apunta Á. Carrasco que nuestra jurisprudencia no siempre ha sabido distinguir entre la


nulidad del contrato por falta de objeto cierto y la validez e incumplimiento de
contrato en que se incumple el deber de entrega de la cosa vendida.

Por ejemplo, la STS de 16 de mayo de 2006 calificó como nula por falta de objeto la
venta de plazas de garaje que excedían de la superficie de que disponía el promotor-
vendedor.

Los requisitos que deben concurrir en el objeto del contrato, conforme a los arts. 1271
a 1273 CC, son los siguientes: posibilidad, licitud y determinación. Esos requisitos no
tienen el mismo alcance en relación con todos los casos: como veremos a
continuación, es necesario tener en cuenta la diferente naturaleza de las cosas y de los
servicios. En esos preceptos los requisitos aparecen configurados más bien en sentido
negativo (qué casos no pueden ser objeto del contrato), antes que precisando los
caracteres que sí deben reunir.

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La posibilidad o existencia suele exponerse en un sentido negativo: no pueden ser
objeto del contrato las cosas o servicios imposibles (art. 1272 CC). La doctrina distingue
diferentes clases de imposibilidad, puesto que no todas tienen la misma incidencia:
según exista, o no, en el momento de celebración del contrato (originaria o
sobrevenida); según afecte, o no, a la totalidad del objeto (total o parcial); según
afecte, o no, a todas las personas (absoluta o relativa); según afecte a los aspectos
materiales o jurídicos del objeto (material o jurídica –no siendo fácil distinguir ésta
última de la ilicitud del objeto--); y según su duración (duradera o transitoria).

El art. 1272 CC, al establecer que “[n]o podrán ser objeto de contrato las cosas o
servicios imposibles”, se está refiriendo a una imposibilidad originaria, total y
duradera. En tal caso, el contrato es nulo de pleno derecho.

No resuelve el Código Civil en esta sede qué sucede con la imposibilidad parcial
(aunque aplicando el criterio del art. 1460.II CC, cabe pensar en una opción entre
desistir del contrato o rebajar proporcionalmente el precio o la contraprestación).

Tampoco se ocupa el Código Civil de la imposibilidad sobrevenida. En ese supuesto hay


que distinguir en función de a quién sea imputable la imposibilidad, pues de esa
respuesta dependerá que nos hallemos ante un caso de extinción de la obligación o
ante un incumplimiento contractual.

La STS de 30 de abril de 2002 (seguida por la STS de 21 de abril de 2006) resumió la


doctrina jurisprudencial: “1.–La regulación de los arts. 1272 y 1184 (éste se refiere a las
obligaciones de hacer aunque la imposibilidad se aplica también, analógicamente, a las
obligaciones de dar «ex» art. 1182[…]) recoge una manifestación del principio «ad
imposibilia nemo tenetur» […], que aquí se concreta en la regla de que no existe
obligación de cosas imposibles («impossibilium nulla obligatio est»: D. 50, 17, 1185),
cuya aplicación exige una imposibilidad física o legal, objetiva, absoluta, duradera y no
imputable al deudor […]; 2.–La aplicación debe ser objeto de una interpretación
restrictiva y casuística atendiendo a los «casos y circunstancias» […], pudiendo
consistir en una imposibilidad física o material (la Sentencia de 16 de diciembre 1970
se refiere también a la moral, y la de 30 de abril de 1994 […] a la imposibilidad
económica), o legal, que se extiende a toda imposibilidad jurídica, pues abarca tanto la
derivada de un texto legal, como de preceptos reglamentarios, mandatos de autoridad
competente, u otra causa jurídica […]; 3.–A la imposibilidad se equipara la dificultad
extraordinaria […], pero no cabe confundir dificultad con imposibilidad […], ni tampoco
cabe medir la imposibilidad con base en el criterio subjetivo del deudor (lo que
produciría inseguridad jurídica, según declara la Sentencia 6 octubre 1994), de ahí que
se siga un criterio objetivo […]; 4.–La imposibilidad ha de ser definitiva, por lo que
excluye la temporal o pasajera […] –que sólo tiene efectos suspensivos […]–, y la
derivada de una situación accidental del deudor […]; 5.–No cabe alegar imposibilidad
cuando es posible cumplir mediante la modificación racional del contenido de la
prestación de modo que resulte adecuado a la finalidad perseguida […]; 6.–Para aplicar
la imposibilidad es preciso que no haya culpa del deudor, y no la hay cuando el hecho
resulta imprevisible e irresistible […]. La jurisprudencia la excluye cuando resulta
provocada por él […], o le es imputable […], y existe culpa cuando se conoce la causa
[…], o se podía conocer […], o era previsible […], aunque cabe que un cierto grado de
previsibilidad no la excluya […]. La Sentencia de 17 de marzo de 1997 declara que no es
aplicable cuando se conocen las limitaciones urbanística de la finca; 7.–No hay

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imposibilidad cuando se puede cumplir con un esfuerzo la voluntad del deudor […] La
Sentencia de 14 de febrero de 1994 se refiere a observar la debida diligencia haciendo
lo posible para vencer la imposibilidad y en la Sentencia de 2 de octubre de 1970 se
acogió por haberse agotado las posibilidades de cumplimiento; y, 8.–Para estimar la
imposibilidad sobrevenida es preciso que el deudor no se halle incurso en morosidad
(art. 1182[…])”.

El art. 1271.I CC admite rotundamente que puedan ser objeto del contrato las cosas
futuras. Sólo el art. 1271.II CC recoge una regla restrictiva en relación con la herencia
futura (criterio restrictivo que no comparten los derechos civiles autonómicos).
También limita el alcance de la donación respecto de bienes futuros (entendiendo por
tales aquellos de que el donante no puede disponer al tiempo de la donación) el art.
635 CC.

La posibilidad no excluye la existencia futura del objeto contractual. En relación con la


cosa, el carácter futuro se refiere a toda cosa inexistente en el momento de la
celebración del contrato, pero que puede existir según el curso normal de los
acontecimientos. En relación con los servicios, debe repararse en que todos los
servicios son, por sus propias características, futuros (el Código Civil ni siquiera se
preocupa de explicitar que se admiten como objeto del contrato los servicios futuros).

Por ejemplo, compra de un piso en un edificio que se va a construir; arrendamiento de


un yate que se está construyendo en un astillero; compra de la próxima cosecha de
pimientos de una huerta o de la producción de bollería de los tres años siguientes de
una empresa.

Admitido que pueden ser objeto del contrato las cosas o servicios futuros, es necesario
tener en cuenta que deberán reunir los otros requisitos del objeto del contrato, en
especial su determinabilidad. Ese carácter futuro no exonera del cumplimiento de esas
exigencias.

La licitud presenta perfiles diferentes según se predique de las cosas o de los servicios.

En cuanto a los servicios, el art. 1271.III CC requiere que “no sean contrarios a las leyes
o a las buenas costumbres” (lo cual se aproxima en buena medida a lo previsto con
carácter general por el art. 1255 CC como límite de la autonomía privada).

Esa referencia a las “buenas costumbres” como toda cláusula general plantea
delicados problemas de aplicación. Por ejemplo, ¿es lícito un contrato que imponga a
una persona la prestación de servicios sexuales? ¿es lícito un contrato que obligue a
una persona desempeñar una actividad que ponga en serio riesgo su vida o su
integridad?

En cuanto a las cosas, la licitud se concreta en que no sean “extra commercium”. ¿Qué
bienes están fuera del comercio de los hombres, como subraya el art. 1271.I CC?
Pueden citarse los siguientes: los bienes de dominio público (art. 334 CC); las cosas no
susceptibles de apropiación por considerarse cosas comunes a todos o por quedar
fuera del ámbito de apropiación del individuo (art. 333 CC, “a contrario”); y los bienes

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sustraídos a la libre disponibilidad de los particulares (por ejemplo, por implicar
renuncias a derechos fundamentales).

La ilicitud del objeto tiene una regla especial en cuanto a sus efectos en el art. 1305 CC.

Como hemos señalado, en ocasiones no resulta fácil determinar cuál es el motivo de la


invalidez del contrato. En la STS de 31 de mayo de 2005 se cuestiona la validez de una
serie de contratos celebrados entre las partes litigantes sobre un quiosco de prensa
cuya licencia municipal de explotación fue revocada por el Ayuntamiento autorizante
cuando advirtió que la persona que regentaba el quiosco no era la misma a quien,
muchos años antes, se había permitido explotarlo por su condición de discapacitado. El
Tribunal Supremo niega que se tratara de un objeto “extra commercium” o imposible
porque “el objeto de la transmisión no fue la licencia municipal, ni tampoco el espacio
de la vía pública ocupado por el quiosco, sino un negocio de venta de prensa y revistas,
con su correspondiente instalación, que como tal no está fuera del comercio de los
hombres ni tiene nada de imposible, como lo prueba el hecho de que la hoy recurrente
lo explotara durante más de dos años”. En cambio, considera que “siendo más que
patente la voluntad común de ambas partes de burlar el carácter personalísimo de la
licencia municipal para la explotación del quiosco concedida en su día al transmitente
por su condición de discapacitado, el régimen aplicable debe ser el de la regla 1ª del
art. 1306 CC, ya que dicha voluntad presidió toda la cadena de contratos celebrados
entre las partes y teñía de ilicitud la causa de ese conjunto negocial aunque sin llegar a
constituir delito ni falta.”

Por último, el Código Civil exige que el objeto del contrato cumpla el requisito de la
determinación. La exigencia de certeza en el objeto también se encuentra en el art.
1261 CC. La falta de certeza sobre el objeto impide que pueda saberse sobre qué versa
el acuerdo entre las partes (art. 1262.I CC).

La regla básica es el art. 1273 CC, conforme al cual “[e]l objeto de todo contrato debe
ser una cosa determinada en cuanto a su especie. La indeterminación en la cantidad
no será obstáculo para la existencia del contrato, siempre que sea posible
determinarla sin necesidad de nuevo convenio entre los contratantes”.

La finalidad básica de la norma no es exigir la total determinación del objeto, sino


establecer el grado de determinabilidad admisible. Y el límite básico que se establece
es la no necesidad de nuevo acuerdo entre las partes.

Por aplicación del art. 1256 CC (y de los arts. 1449 y 1690.IICC) no puede quedar en
manos de uno de los contratantes la fijación del objeto debido, de su calidad o
cantidad. Pero nada impide que se deje al criterio de un tercero (arts. 1447 y 1690.I
CC).

Por ejemplo, las partes pueden remitirse al precio de la frambuesa en Mercamadrid el


día 18 de junio. O pueden establecer el precio de la intervención de un abogado en la
impugnación de unos estatutos de una asociación, conforme al dictamen (novinculante
y orientativo) del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia.

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La jurisprudencia se ha ocupado en diferentes ocasiones de la interpretación de la
exigencia de determinabilidad, especialmente cuando se refería a cosas futuras.

La STS de 23 de febrero de 2007 considera que “[e]l art. 1271, párrafo primero, CC
admite la posibilidad de que el objeto del contrato sea una cosa futura. No importa
que la cosa no tenga existencia real en el momento de celebrar el contrato, sino basta
una razonable probabilidad de existencia. Ello no es incompatible con la certeza, la
cual se refiere a la determinación o identificabilidad, no a la existencia (arts. 1273,
1445, 1447 CC). La falta de determinación deja el contrato al arbitrio de cada uno de
los contratantes, por lo que afecta al principio de la «necessitas» que es esencia de la
obligación. El objeto está determinado cuando consta individualizado o existen
elementos suficientes para conocer su identidad de modo que no hay duda sobre la
realidad objetiva sobre las que las partes quisieron contratar. La determinación supone
que hay identificabilidad, de modo que el objeto no puede confundirse con otros
distintos, el acreedor conoce lo que puede exigir y el deudor lo que tiene que entregar
para cumplir su obligación. La jurisprudencia admite que es suficiente la
«determinabilidad», la cual hace referencia a una situación en que no hay
determinación inicial, en el momento de perfeccionarse el vínculo, pero si cabe la
determinación posterior, siempre que no sea necesario un nuevo convenio o acuerdo
entre los contratantes para su fijación.
Para ello es preciso que el contrato contenga en sus disposiciones previsiones, criterios
o pautas que permitan la determinación […] Cuando se trata de una cosa genérica –
cosa determinada por su género (STS de 21 de octubre de 2003)–, cuya calidad y
circunstancias no se hubieran expresado, el acreedor no podrá exigirla de la calidad
superior, ni el deudor entregarla de la inferior (art. 1167 CC). Se trata de un
supuesto de relativa indeterminación del objeto que no es obstáculo para la existencia
del contrato (STS de 21 de octubre 1992 y 16 de marzo de 1998). El tema es
problemático cuando la compraventa de cosa futura (y con esto no queremos decir
que la compraventa de cosa futura sea un precontrato, –S. 11 de febrero 1976 –,
aunque lógicamente cabe el precontrato de cosa futura) versa sobre un piso. La STS
de 17 de febrero de 1998 señala que la obligación asumida por la constructora de
entregar «un piso» no supone una cosa determinada sino total y absolutamente
indeterminada, lo que supone indeterminación del objeto de la compraventa. En
cambio, la STS de 10 de marzo de 1990 dice que «si evidentemente en el contrato
[litigioso] uno de sus objetos –el piso– no viene concretado en su superficie, ni otras
características esenciales como tipo de construcción, calidad, etc., ello no implica la
necesidad de que se produzca sobre ello un nuevo convenio entre los contratantes,
determinante de una equivalencia de falta de objeto «ex» art. 1273 CC «, al ser posible
la determinación «en cuanto se previene en el contrato que será el que elija D. M. de
entre los que construya D. J. en la obra que habría de llevar a cabo como consecuencia
de la adquisición del inmueble a que se viene haciendo referencia, lo que genera
adecuada determinación regida por el meritado art. 1273 CC».

También indica la STS de 25 de abril de 2003 que “[e]l objeto del contrato está
determinado cuando consta individualizado, o existen elementos suficientes para
conocer su identidad, de modo que no hay duda sobre la realidad objetiva contractual,
conocida y querida por los contratantes. La doctrina jurisprudencial ha venido
destacando en sede de determinación (art. 1.273 CC) que ha de estar hecha de forma
que no pueda confundirse con otros distintos, ni quedar al arbitrio de uno de los
contratantes, ni que haya necesidad de un nuevo acuerdo para su fijación […].
También ha señalado esta Sala que es suficiente la «determinabilidad», que permite
reputar como cierto el objeto del contrato siempre que sea posible determinarlo con

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sujección a las disposiciones contenidas en el mismo […] sin que el mayor o menor
detalle sobre la manera como haya de realizarse la obra vicie el contrato, ni mucho
menos pueda dar lugar a su inexistencia […] La doctrina reiterada […] hace especial
hincapié en los aspectos expresados de que no haya necesidad de un nuevo acuerdo
para la determinación, ni que quede esta delimitación de la realidad objetiva
contractual al criterio de uno solo de los contratantes. Por último, debe indicarse que
el contrato de obra tiene por objeto la ejecución de una obra a cambio de un precio
(art. 1544 CC). Su objeto, por lo tanto, es la ejecución de una obra como resultado final
de una actividad desplegada […] De lo expuesto resulta que el proyecto básico es
suficiente para la individualización del objeto contractual, por lo que no cabe negar la
determinación de éste como tampoco cabe confundir dicho requisito estructural con el
contenido de las obligaciones y responsabilidades derivadas del contrato típico de obra
–ejecución de obra, o arrendamiento de obra (en la terminología del Código Civil). La
falta de proyecto de ejecución (al que, y lo mismo ocurre con la memoria de calidades,
no se supeditó la efectividad del contrato) […] no afecta a la determinación de la
realidad objetiva contractual”.

La más reciente STS de 29 de mayo de 2014 ha admitido, apoyándose además en el


principio de conservación de los contratos, que el Código Civil “permite concluir, sin
especial dificultad, que dicho presupuesto se considera cumplido tanto si el objeto se
encuentra determinado en todos sus extremos, como si su concreción se produce
conforme a criterios de determinabilidad que operen dicho resultado sin necesidad de
subsanación o de la realización de un nuevo convenio a tal efecto”.

2.7. La causa del contrato24.

Probablemente sea la causa una de las cuestiones más oscuras de todo el Derecho de
la contratación. El Código Civil utiliza la causa en tantos y tan diferentes ámbitos que se
hace extraordinariamente difícil precisar su sentido.

En el art. 1261.3º CC se habla, al enumerar los requisitos del contrato, de “[c]ausa de la


obligación que se establezca”, pero luego los arts. 1274 a 1277 CC se refieren a la
“causa de los contratos”. En otro plano, el art. 1901 CC menciona una “causa justa”
que permite no restituir una prestación; y el art. 10.9.III CC se refiere a un
enriquecimiento producido “sin causa”.

Esta pluralidad de enfoques ha llevado a la doctrina a intentar distinguir cada uno de


ellos y se habla de una causa de la obligación, una causa del contrato y una causa de la
atribución patrimonial.

Incluso la jurisprudencia se ha hecho eco de esta distinción. Recuerda la STS de 25 de


mayo de 2007 que “[l]a doctrina jurisprudencial ha destacado la importancia que en la
configuración de la causa del contrato ostenta la real intención o explicación del
componente de voluntad que cada parte proyecta al consentir el negocio, y que si ésta
puede explicitarse en el conjunto de las circunstancias que emergen de la situación
subyacente que origina el negocio que se lleva a cabo, ha de tenerse en cuenta para
integrar aquel concepto, pues […] de esa forma se consigue localizar un presupuesto
24
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.J. Marín, “La causa del contrato”, Aranzadi Civil, 2007, núm. 3, pgs.
2649 y ss.

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de razonabilidad que funda el intercambio de prestaciones efectuado, si bien es cierto
que con ello se margina la dualidad entre la causa como elemento objetivo
trascendente a los móviles o motivos internos y estos últimos, de los cuales, no se
olvide, sólo los impulsivos o determinantes se elevan a la categoría de causa
contractual. Mas esa conjunción entre aquella y éstos es posible cuando, al ser ilícitos
los móviles particulares que implícitamente explican el negocio en su respectiva
repercusión interna para cada interesado, coadyuvan al hallazgo de aquel designio de
razonabilidad, como explica la misma Sentencia de 25 de mayo de 1995, la cual,
partiendo de la triple distinción entre causa de la atribución, causa de la obligación y
causa del contrato --el por qué el atributario está jurídicamente facultado para recibir
el desplazamiento patrimonial, fuente constitutiva de la obligación, o el fin común
perseguido en el negocio por las partes, respectivamente--, añade que habría que
adscribir ese juego de conjunción en el primer expediente de ese proceso, esto es, en
la causa de la atribución”.

Limitando la cuestión a la causa del contrato, la doctrina ofrece lecturas tan diferentes
de la misma que nos encontramos incluso con quienes niegan su exigencia. Esas
doctrinas sobre la causa contractual tratan, en el fondo, de dar respuesta a dos
grandes interrogantes: por un lado, cómo dotar de sentido autónomo a ese requisito;
y, por otro, determinar hasta qué punto la frustración de los motivos no plasmados en
condiciones contractuales o la ilicitud de esos motivos puede afectar a la validez del
contrato.

La doctrina anticausalista (que en nuestro ordenamiento no puede admitirse a la vista


de la clara exigencia de los arts. 1261.3º, 1262.I y 1274 y ss. CC), niega la necesidad de
causa porque si en los contratos onerosos equivale a lo que cada parte debe a la otra,
se confunde con el objeto; y si en los contratos gratuitos equivale a la liberalidad del
benefactor, se confunde con el consentimiento.

Según la concepción subjetiva, causa es el fin inmediato que se proponen alcanzar los
contratantes, lo cual permite tener en cuenta las motivaciones individuales de las
partes. Pero no precisa cuándo deben tenerse en cuenta esas motivaciones
individuales y cuándo no.

Para la concepción objetiva de la causa, se identifica con la función económico-social


del contrato o la función práctico-social reconocida por el Derecho, es decir, la función
que aquél objetivamente tiene y que el ordenamiento sanciona y protege. Pero esta
concepción no puede explicar por qué hay contratos típicos que son causalmente
ilícitos o inmorales.

Por último, una concepción intermedia, que aúna el enfoque subjetivo y objetivo, ve
en la causa la función económico-social del contrato en cuanto coincide con la
voluntad concreta de las partes y con los fines que persiguen.

La jurisprudencia ha recogido ese concepto intermedio que, en el fondo, parte del


criterio objetivo pero admite bajo ciertos presupuestos la relevancia de los llamados
motivos causalizados. Así, dice la STS de 19 de febrero de 2009 que “[a]un cuando la
"causa" no aparece conceptualmente definida en el Código Civil y el propio legislador
utiliza una terminología equívoca, pues unas veces habla de causa de la obligación (art.
1261.3º) y otras de causa del contrato (arts. 1275, 1276 y 1277), puede afirmarse que
se trata del fin objetivo o inmediato del negocio jurídico o la función económica y

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social que el Derecho le reconoce como relevante, sin perjuicio de que los móviles
subjetivos --en principio, ajenos a la causa-- puedan considerarse integrados en la
misma cuando se han objetivado mediante su expresión en el propio negocio como
fundamento del mismo o se trata de móviles ilícitos, los que vienen a integrar los
llamados "motivos casualizados"...”.

Realmente si se analiza la interpretación jurisprudencial del requisito de la causa, nos


encontramos con que constituye en buena medida “un expediente cómodo para
confirmar decisiones de equidad y equilibrio de intereses que, a falta del concepto de
causa, se hubieran fundado en las reglas generales de la contratación, la naturaleza del
contrato en cada caso o la voluntad implícita de los contratantes” (J.L. Lacruz).

De lo expuesto se deduce que lo realmente conveniente es conocer qué funciones se


atribuyen al concepto de causa en nuestro ordenamiento, es decir, para resolver qué
tipo de problemas puede recurrirse a ese elemento. Desde esta perspectiva, el
requisito de la causa cobra relevancia en los siguientes ámbitos:

a) Para facilitar la identificación de los tipos contractuales, y en particular valorar


la admisión de contratos atípicos.

b) Para admitir o rechazar los contratos abstractos.

c) Para enjuiciar el alcance de la simulación (art. 1276 CC).

d) Para permitir un control judicial de los contratos, que ponga de relieve la


transcendencia como supuesto de ineficacia de la frustración de los motivos
individuales y la relevancia de esos motivos ilícitos o inmorales en la validez del
contrato.

Según recuerda la STS de 21 de julio de 2003, “esta Sala desde antiguo viene
distinguiendo la causa de los contratos, de carácter objetivo, de los móviles subjetivos
que impulsan a los contratantes. Así establece la STS de 3 de febrero de 1981 que «aun
operando en el campo de la causa concreta del contrato ésta ha de ser separada del
móvil meramente individual y oculto que abriga cualquiera de los otorgantes de lo que
es propiamente el móvil incorporado a la causa y como tal integrado en el acuerdo
bilateral, ya que por mucho que se acentúe el aspecto o criterio subjetivista siempre
será menester, para llegar a causalizar una finalidad concreta que el propósito de que
se trate venga perseguido por ambas partes y trascienda al acto jurídico como
elemento determinante de la declaración de voluntad en concepto de móvil impulsivo
[…] de suerte que la causa no puede ser confundida con el fin individual (mero interés
o motivo) que anima a cada contratante en su proceder, y en consecuencia para que
los móviles subjetivos de los otorgantes repercutan en la plenitud del negocio, como
tiene previsto el ordenamiento positivo en determinadas hipótesis, será necesario que
tales determinantes, conocidas por ambos intervinientes, hayan sido elevadas a
presupuesto determinante del pacto concreto, operando a manera de causa impulsiva
[…] Finalmente, como explica la STS de 1 de abril de 1998 […] «a la vista del art. 1274
CC se ha mantenido reiteradamente que la causa, como elemento esencial del negocio
jurídico y, por ende, del contrato, es un concepto objetivo. El móvil subjetivo es, en
principio, una realidad extranegocial, a no ser que las partes lo incorporen al negocio
como una cláusula o como una condición. Sin embargo, puede darse el caso de que el

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móvil se incorpore a la causa; como elemento, afecta a la existencia –momento de la
perfección–, pero no al desarrollo o al cumplimiento del contrato»”.

El régimen normativo de la causa en el Código Civil se ve afectado por la desdichada


redacción del art. 1274 CC. Según este precepto, “[e]n los contratos onerosos se
entiende por causa, para cada parte contratante, la prestación o promesa de una cosa
o servicio por la otra parte; en los remuneratorios, el servicio o beneficio que se
remunera, y en los de pura beneficencia, la mera liberalidad del bienhechor”.

Pero esta norma utiliza criterios que son incongruentes: mientras en los contratos
onerosos se busca un elemento objetivo, en los gratuitos se acude a un elemento
puramente subjetivo y psicológico como es la mera liberalidad. Además, esa distinción
entre "contratos remuneratorios" y "contratos de pura beneficencia" es falsa y
arbitraria, pues ambos son sólo subtipos del género donación (art. 622 CC). El criterio
del art. 1274 CC para los contratos onerosos sólo sirve para los que sean
sinalagmáticos y conmutativos. Existen en fin numerosos supuestos cuya causa no
encaja en el ámbito del art. 1274 CC: los contratos de cooperación o división, el
convenio arbitral, etc.

De los arts. 1275 y 1276 CC, se puede deducir que los requisitos de la causa son la
existencia, la veracidad y la licitud.

En cuanto a la existencia de la causa, puede afirmarse que carecen de causa aquellos


contratos cuyo propósito no justifica la protección que se pretende del ordenamiento,
o la misma no responde al tipo contractual propuesto. En los contratos típicos, esto
sucede cuando falta uno de sus elementos estructurales esenciales. En los contratos
atípicos dependerá del tipo de contrato: cuando no exista verdadera reciprocidad de
prestaciones (contratos onerosos), cuando no medie ánimo de liberalidad (contratos
gratuitos) o cuando no haya servicio que remunerar (contratos remuneratorios).

La falta de causa determina la nulidad radical del contrato: “[l]os contratos sin causa
[…] no producen efecto alguno” (art. 1275 CC). Ahora bien, se ha de tener en cuenta
que, conforme al art. 1277 CC, “[a]unque la causa no se exprese en el contrato, se
presume que existe y que es lícita mientras el deudor no pruebe lo contrario”.

La veracidad de la causa es un requisito más difícil de concretar. La veracidad significa


que la causa expresada corresponda a la realidad, que no sea falsa. De falsedad en la
causa se habla en el art. 1276 CC, pero también en el art. 1301 CC. Ello suscita el
problema de si el Código Civil emplea el mismo concepto de falsedad de la causa en
ambos preceptos.

Si emplea el mismo concepto, el problema es establecer su régimen jurídico porque, si


bien el art. 1276 CC parece conducir a la nulidad, el art. 1301 CC diseña un supuesto de
anulabilidad.

Si no se emplea el mismo concepto, entonces el problema es delimitar cuándo se


aplica uno y cuándo se aplica otro. A este respecto se dice que la causa falsa del art.
1276 CC se refiere a casos de simulación relativa (se expresa una causa falsa, cuando

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se está llevando a cabo otra); y que el art. 1301 CC supone un error sobre los motivos
que puede conducir a la anulación del contrato.

La licitud de la causa aparece perfilada en el art. 1275 CC: “[e]s ilícita la causa cuando
se opone a las leyes o a la moral”. Y este mismo precepto establece que los contratos
con causa ilícita no producen efecto alguno, es decir, son nulos de pleno derecho.

La ilicitud de la causa tiene reglas especiales en cuanto a los efectos de la nulidad: arts.
1305 y 1306 CC.

¿Cuándo puede decirse que una causa es ilícita? Una causa debe ser considerada ilícita
cuando la finalidad perseguida por las partes es contraria a las concepciones morales
imperantes, cuando resulta contraria al orden público económico o cuando pretende
un fraude de ley o de acreedores.

Probablemente la ilicitud de la causa sea el aspecto que con más frecuencia se plantea
ante los tribunales.

La STS 19 de febrero de 2009, que analiza un pacto por el que dos socios acordaron
repartirse los ingresos derivados de una actividad empresarial lícita de tal modo que
no se abonaran las obligaciones tributarias, considera que “las infracciones de carácter
fiscal que puedan producirse con ocasión de la conclusión de negocios jurídicos de
carácter civil no tiñen de ilegalidad a tales negocios, en cuanto la ilicitud no alcanza a
las prestaciones realizadas o comprometidas por las partes, sin perjuicio de que los
órganos judiciales pongan de manifiesto los hechos a la Administración Tributaria a los
efectos que procedan […] En definitiva habría de ser considerado como contrato con
causa ilícita --por opuesta a la ley-- aquél cuyas prestaciones estuvieran ordenadas a
procurar la defraudación fiscal pero no el convenio cuya finalidad es --como en este
caso-- el reparto de beneficios, aunque en ellos se incluyan cantidades a las que no
correspondería tal calificación”. Y recuerda la doctrina jurisprudencial conforme a la
cual “la ilicitud causal que prevé el art. 1275, conforme a reiterada doctrina
jurisprudencial, supone la concurrencia de causa, pero resulta viciada por oponerse a
las Leyes o a la moral en su conjunto, cualesquiera que sean los medios empleados
para lograr tal finalidad, elevándose el móvil a la categoría de causa en sentido
jurídico, ya que aquél imprime a la voluntad la dirección finalista ilícita y reprobable del
convenio […], descansando a su vez la ilicitud de la causa en la finalidad negocial
inmoral o ilegal común a todas las partes...”.

En una sociedad se concede al Consejero-Delegado, para sí y sus herederos, como


“comisión de cartera” una importante cantidad periódica. La STS de 24 de octubre de
2006 considera que en realidad respondía a una doble finalidad: burlar la prohibición
legal del art. 74 LSA’1951, y blindar una desmesurada percepción económica para el
futuro. Dice el Tribunal Supremo que “ambas finalidades son ilícitas, la primera por
ilegal –-fraude de Ley-–, y la segunda, dadas las circunstancias de cantidad y tiempo,
por contraria a la moral, pues los principios éticos que rigen los comportamientos
sociales, que trascienden al orden jurídico, no permiten el aprovechamiento de
situaciones de prevalencia o influencia personal para obtener beneficios futuros
exorbitantes a cargo de otras personas, sin que existan razones que expliquen o
justifiquen la desmesura. Por consiguiente, nos encontramos ante un supuesto

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claramente incardinable en la causa ilícita, que el ordenamiento jurídico sanciona con
la nulidad”.

La STS de 17 de marzo de 2015, relativa a la constitución de un usufructo vitalicio


sobre una casa-palacio en favor de quien ostentaba la condición de (accionista) y
presidenta de una sociedad limitada por parte de esa sociedad, ha indicado que “[l]os
móviles individuales que puedan influir en cada parte contratante para ponerse de
acuerdo con la otra adquieren relevancia jurídica cuando se elevan a propósito común
de alcanzar, con el contrato, una finalidad práctica determinada. Entonces se considera
que forman parte del mismo, como su causa concreta. Sobre esta cuestión, desde una
visión más general, la sentencia 426/2009, de 19 de junio, puso de manifiesto que el
art. 1274 CC ha sido entendido por la jurisprudencia, coherentemente con las tesis
doctrinales imperantes, en un sentido objetivo --según el que la causa se presenta
como la función económica y social del negocio que justifica la tutela y protección del
ordenamiento jurídico--; que, así entendida, la causa es distinta de los móviles
subjetivos de cada contratante, los cuales, no obstante, adquieren relevancia jurídica
cuando son reconocidos y exteriorizados por ambos y se convierten en el elemento
determinante de las concordes declaraciones de voluntad, como el propósito empírico
común que se identifica, en ese plano subjetivo, con el elemento causal del negocio.
Con anterioridad se había expresado en similares términos la sentencia de 7 de julio de
1978, según la que el concepto de causa, de esencia objetiva y desconectada de los
móviles o fines privados, no cierra la posibilidad de que estos puedan llegar a tener
trascendencia jurídica causal, lo que sucede cuando son incorporados a la declaración
de voluntad por ambos contratantes. La sentencia de 15 de febrero de 1982 también
distinguió los móviles individuales y ocultos de los constitutivos de la causa,
identificando estos con aquellos cuando ambos otorgantes elevan el fin o propósito a
presupuesto determinante del pacto […] La significación jurídica de esa motivación
común y determinante se hace visible, particularmente, cuando merezca la calificación
de ilícita, ya que ese fenómeno de objetivación y de conversión en causa concreta del
contrato posibilita que se les aplique el art. 1275 CC, norma que niega efectos a los
contratos con causa ilícita, entendiendo por tal la que es contraria a la ley o a la moral.
En la aplicación de la referida norma son de mencionar, entre otras, las sentencias
232/1997, de 13 de marzo --" [...] la ilicitud causal que prevé el art. 1275, conforme a
reiterada doctrina jurisprudencial, supone la concurrencia de causa, pero resulta
viciada por oponerse a las leyes o a la moral en su conjunto, cualesquiera que sean los
medios empleados para lograr tal finalidad, elevándose el móvil a la categoría de causa
en sentido jurídico, ya que aquél imprime a la voluntad la dirección finalista ilícita y
reprobable del convenio [...]"--, 1194/2001, de 11 de diciembre, y 684/2007, de 20 de
junio […] [L]a norma del art. 1275 CC […] establece que la ilicitud de la causa --en el
caso, la de los motivos causalizados-- puede derivar de la contravención de una norma
legal o de la moral, entendida ésta en el sentido de conjunto de convicciones éticas
sobre las relaciones sociales imperantes en cada momento”.

La transcendencia de la causa en la validez de los contratos exige analizar tres


supuestos distintos: los negocios abstractos, los negocios fiduciarios y los negocios
indirectos.

Los negocios abstractos son aquellos cuya causa carece de relevancia y que produce
sus efectos desvinculado de la causa. Por el contrario, los negocios causales son
aquellos en los que la existencia y la licitud de la causa operan como un presupuesto
de su validez y eficacia.

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Obviamente, un contrato causal favorece a los trasmitentes del dominio y los
deudores. En cambio, un contrato abstracto protege a los adquirentes del dominio y
los acreedores. La admisión de los contratos abstractos independiza su eficacia de las
anomalías causales y supone potenciar la seguridad del tráfico jurídico.

En Derecho español, rige un principio causalista (arts. 1261.1º, 1262.I y 1275 CC), con
carácter imperativo. El art. 1277 CC no justifica la admisión de los contratos abstractos,
pues constituye una abstracción meramente procesal (que distribuye la carga de la
prueba).

Dice la STS de 1 de marzo de 2002 que “[e]n nuestro Derecho todo reconocimiento de
deuda ha de ser causal, en el sentido de que ha de tener causa porque, como regla
general, no se admite el negocio abstracto, pero puede ocurrir que la causa no está
indicada o lo esté solamente de forma genérica; o bien que se halle plenamente
expresada, en cuyo caso resulta perfectamente conocida la fuente u origen de la
obligación y la función negocial a que responde. En la primera hipótesis, a la que se le
suele denominar reconocimiento de deuda abstracto o formal, es de aplicación el art.
1277 CC, con arreglo al que se presume que la causa existe y que es lícita mientras el
deudor no pruebe lo contrario, y la doctrina jurisprudencial consistente en que, en
virtud de una abstracción procesal, se dispensa de probar al titular del derecho de
crédito objeto de reconocimiento y se hace recaer el «onus probandi» sobre el
obligado. En la técnica procesal se razona que se produce una inversión o
desplazamiento de la carga de la prueba como consecuencia de la presunción legal (de
naturaleza «iuris tantum»), aunque un sector doctrinal prefiere hablar de regla
especial de prueba por no concurrir en la construcción legal todos los elementos
estructurales que configuran la presunción. En el segundo caso, cuando la causa se
halla plenamente expresada (lo que es independiente de si es o no verdadera –real–),
y en el que se alude al reconocimiento de deuda como causal, no es de aplicación el
art. 1277 CC porque la presunción o regla que éste contiene resulta innecesaria”.

La STS de 6 de marzo de 2009 recuerda que “[e]l reconocimiento de deuda, aun


cuando no aparece regulado especialmente, constituye en nuestro derecho un negocio
jurídico de fijación (en igual sentido, el art. 1988 CC italiano) en el que, si bien no se
produce una total abstracción de la causa (como en el Derecho alemán, parágrafo 781
BGB) se contiene la obligación del deudor de cumplir lo reconocido salvo que se
oponga eficazmente al cumplimiento alegando y probando que la obligación a que se
refiere es inexistente, nula, anulable o ineficaz por cualquier causa, lo que implica la
inversión de la carga de la prueba. Así lo ha entendido la jurisprudencia de esta Sala al
establecer que «el reconocimiento contiene la voluntad negocial de asumir y fijar la
relación obligatoria preexistente, le anuda el efecto material de obligar al
cumplimiento por razón de la obligación cuya deuda ha sido reconocida, y el efecto
procesal de la dispensa de la prueba de la relación jurídica obligacional preexistente»”.

Los negocios fiduciarios consisten, según indica la jurisprudencia, en la atribución


patrimonial que uno de los contratantes, llamado fiduciante, realiza a favor de otro,
llamado fiduciario, para que éste utilice la cosa o el derecho adquirido, mediante la
referida asignación, para la finalidad que ambos pactaron, con la obligación de
retrasmitirlos al fiduciante o a un tercero cuando se hubiere cumplido la finalidad
prevista (STS de 5 de marzo de 2001). Suponen, pues, una variación del fin típico del

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contrato empleado, que se utiliza para producir efectos diferentes de los que le son
propios. Como resalta la jurisprudencia, cuando no envuelve fraude de ley, el negocio
fiduciario es válido y eficaz.

Es necesario diferenciar dos tipos de negocio fiduciario.

a) La “fiducia cum amico” (modernamente conocida como fiducia-gestión) desempeña


una finalidad de depósito, comodato o mandato, y da lugar a una situación fiduciaria
en beneficio del fiduciante.

Por ejemplo, Alfonso, que vive en un pequeño pueblo, acaba de obtener un


importante premio de la lotería, con el que compra un grandioso cortijo. Para evitar las
habladurías de los vecinos, de acuerdo con su compañero de estudios Calixto, pone el
cortijo a nombre de éste, con el pacto de que Calixto se lo restituirá cuando Alfonso se
lo solicite.

Puede verse un supuesto en la STS de 13 de julio de 2009: “[e]l objeto del proceso
versa sobre la existencia o no de una pluralidad negocial de carácter fiduciario --fiducia
"cum amico"--. Se reclama una cantidad de dinero como devolución de un préstamo e
intereses suscitándose la controversia en torno a si el contrato de mutuo fue simulado
por pertenecer el dinero al padre de la aparente prestamista, socio único de la entidad
aparente prestataria, al proceder el bien fungible controvertido de la venta de un
cuadro que si bien fue puesto a nombre de la hija en el inventario administrativo, sin
embargo se trataba de una titularidad meramente formal porque nunca dejó de
pertenecer al padre la titularidad real, obedeciendo la situación creada a la
oportunidad por el titular, por motivos aquí y ahora irrelevantes, de dispersar ciertos
bienes de su patrimonio entre los hijos, sin ánimo de atribución definitiva […]
Ciertamente en el caso nos encontramos ante una "fiducia cum amico" cuyo
precedente histórico se halla en las Instituciones de Gayo (II, 60, "sed fiducia
contrahitur aut cum creditore pignoris iure, aut cum amico quo tutius nostrae res apud
eum sint") y cuya posibilidad y validez, salvo finalidad fraudulenta, ha sido reconocida
por la jurisprudencia de esta Sala […] En esta modalidad de fiducia el fiduciario no
ostenta la titularidad real pues no es un auténtico dueño, teniendo solo una titularidad
formal, sin perjuicio del juego del principio de la apariencia jurídica. El dominio sigue
perteneciendo al fiduciante en cuyo interés se configura el mecanismo jurídico, lo que
acentúa la nota de la confianza”.

b) En cambio, la “fiducia cum creditore” (modernamente conocida como fiducia-


garantía) desempeña una finalidad de garantía, y da lugar a una situación fiduciaria en
beneficio del fiduciario.

Por ejemplo, Diana que ha contraído numerosas deudas y tiene problemas de liquidez,
decide solicitar un crédito a Elena. Elena se muestra dispuesta a concedérselo, pero le
exige que Diana le venda una valiosa finca de naranjos, por un precio equivalente al
crédito. Acuerdan que cuando Diana le devuelva el crédito (más los intereses), Elena le
restituirá la propiedad de la finca.

Puede verse un supuesto, entre otros muchos, en la STS de 26 de abril de 2001: “lo que
realizaron las partes fue el típico negocio de transmisión de propiedad en garantía, a

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través de un medio indirecto cual es la instrumentación de una compraventa simulada,
que la jurisprudencia de esta Sala ha conocido ya en bastantes ocasiones …”.

La transmisión fiduciaria genera una situación peculiar. El bien se encuentra en manos


del fiduciario, aunque sobre ese bien ostente ciertos derechos el fiduciante. El
problema práctico estriba en determinar qué sucede si el fiduciante o el fiduciario
transmite ese bien a terceros; o qué posibilidades de embargo de ese bien tienen los
acreedores del fiduciante o del fiduciario.

Para tratar de dar respuesta a esas preguntas se han formulado en la doctrina (y se


han reflejado en la jurisprudencia) diversas teorías, que conducen a soluciones bien
diferentes.

Según la teoría del doble efecto, el fiduciario deviene plenamente dueño de los bienes
transmitidos (efecto real), pero con la obligación (que opera exclusivamente “inter
partes”) de restituir la propiedad al fiduciante una vez cumplida la finalidad por la cual
los recibió (efecto obligatorio). Pero esta duplicidad de efectos no es lo que quieren las
partes, ni tiene amparo en el Derecho positivo.

Para la teoría de la “causa fiduciae”, la titularidad del fiduciario es meramente formal,


y en tránsito hacia el fiduciante. El fiduciario no puede disponer de la cosa como
dueño, responde frente al fiduciante de la restitución y ambos responden frente a los
terceros que confiaron en la apariencia creada.

Los efectos de la transmisión fiduciaria pueden esquematizarse del siguiente modo:

a) El fiduciario puede retener la cosa mientras no se alcance la finalidad


pactada, pero no puede usucapirla (salvo interversión del concepto posesorio).

b) Sólo si el fiduciario trasmite la cosa a título oneroso y se adquiere de


buena fe, los terceros serán protegidos.

c) Cumplida la finalidad pactada, el fiduciante tiene acción (real o


personal, según los autores) frente al fiduciario para obtener la restitución.

d) Frente a los acreedores del fiduciario, el fiduciante sigue siendo el


dueño: podrá levantar el embargo del bien mediante la tercería de dominio.

e) Frente a los acreedores del fiduciante, el fiduciario no puede hacer


valer, en caso de embargo, ni la tercería de mejor derecho, ni la de dominio.

La jurisprudencia ha establecido con bastante claridad el régimen al que se somete esta


transmisión fiduciaria. La STS de 26 de abril de 2001, relativa a una venta en garantía,
estableció que: “1º La transmisión en garantía es un negocio fiduciario, del tipo de la
fiducia «cum creditore». El fiduciante transmite la propiedad formal con el riesgo de que al
adquirirla el fiduciario y figurar como tal frente a terceros, pueda éste vulnerar el pacto de
fiducia transmitiéndola a su vez, estando los adquirentes del fiduciario protegidos en su
adquisición en virtud de la eficacia de la apariencia jurídica, que protege las adquisiciones
a título oneroso y de buena fe de quien en realidad no es propietario. 2º El fiduciante

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transmite al fiduciario la propiedad formal del objeto o bien sobre el que recae el pacto
fiduciario, con la finalidad de apartarlo de su disponibilidad y así asegura al fiduciario que
lo tendrá sujeto a la satisfacción forzosa de la obligación para cuya seguridad se estableció
el negocio fiduciario. 3º El fiduciario no se hace dueño real del objeto transmitido, salvo el
juego del principio de la apariencia jurídica, sino que ha de devolverlo al fiduciante una vez
cumplidas las finalidades perseguidas con la fiducia. El pacto fiduciario lleva consigo esa
retransmisión. 4º La falta de cumplimiento por el fiduciante de la obligación garantizada
no convierte al fiduciario en propietario del objeto dado en garantía; la transmisión de la
propiedad con este fin no es una compraventa sujeta a la condición del pago de la
obligación. 5º El fiduciario, caso de impago de la obligación garantizada, ha de proceder
contra el fiduciante como cualquier acreedor, teniendo la ventaja de que cuenta ya con un
bien seguro con el que satisfacerse, pero sin que ello signifique que tiene acción real
contra el mismo. 6º La transmisión de la propiedad con fines de seguridad, o «venta en
garantía» es un negocio jurídico en que por modo indirecto, generalmente a través de una
compraventa simulada, se persigue una finalidad lícita, cual es la de asegurar el
cumplimiento de una obligación, y no pueda pretenderse otra ilícita, como la de que, en
caso de impago de la obligación, el fiduciario adquiera la propiedad de la cosa, pues se
vulneraría la prohibición del pacto comisorio, revelándose la «venta en garantía» como un
negocio en fraude de ley (art. 6.4º CC)”.

Los negocios indirectos son aquellos en los que las partes intentan conseguir un
resultado característico de un tipo contractual por un medio, válido y querido por las
partes, pero distinto del que el ordenamiento predispone para obtener aquel
resultado.

Por ejemplo, en lugar de efectuar la donación de una valiosa joya se vende por el
precio de un euro (venta por precio irrisorio).

El problema práctico es el de identificar la normativa que se debe aplicar al contrato


indirecto: ¿La del contrato utilizado? ¿O la del contrato que se debía haber utilizado?
¿O una combinación de ambas? En cualquier caso, la validez del contrato indirecto
depende de que no se vulnere la prohibición del fraude de ley (art. 6.4 CC).

2.8. La forma del contrato.

De la forma en relación con los contratos, se puede hablar en dos sentidos distintos. En
un sentido amplio, forma equivale a exteriorización de la voluntad, esto es, el tránsito
de la voluntad interna a la declaración. Desde esta perspectiva, todo contrato tiene
una forma, por lo que no permite establecer diferencias entre los diversos contratos.
En sentido estricto, en cambio, forma equivale a medio concreto y determinado que el
ordenamiento jurídico o la voluntad de los particulares exige para la exteriorización de
la voluntad: se trata, por tanto, de un plus añadido a la propia exteriorización de la
voluntad que sólo se predica de determinados contratos. Éste será el sentido al que
dedicaremos nuestra atención a partir de ahora.

La forma en sentido estricto puede consistir en una pluralidad de fórmulas (por


ejemplo, documento público, documento privado, escritura pública, entrega de la
cosa, pago del precio, etc.) y puede desarrollar una serie de efectos (puede incidir, por

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ejemplo, en la validez, en la eficacia, en la oponibilidad o en la prueba del contrato).
Conviene tener en cuenta que no existe una correlación predeterminada
necesariamente entre los diversos tipos de fórmula y los efectos que se le asignan.

Por ejemplo, se ha de rechazar que sólo la exigencia de escritura pública afecte a la


validez del contrato. La escritura pública puede desplegar otros efectos menores. Y la
validez puede hacerse depender de fórmulas distintas a la escritura pública.

Por lo tanto, no puede identificarse forma con documento. El documento puede ser la
forma legalmente exigida, pero la forma puede no ser un documento. Ni el Código Civil
ni la Ley de Enjuiciamiento Civil definen el documento. En el art. 26 CP se indica que es
documento, a los efectos del Código penal, “todo soporte material que exprese o
incorpore datos, hechos o narraciones con eficacia probatoria o cualquier otro tipo de
relevancia jurídica”. El art. 299.1 LEC menciona expresamente, entre los medios de
prueba, los documentos públicos y los documentos privados. Pero, evidenciando que
presupone que el documento se plasma en papel, debe admitir, en el art. 299.2 LEC,
también “los medios de reproducción de la palabra, el sonido y la imagen, así como los
instrumentos que permiten archivar y conocer o reproducir palabras, datos, cifras y
operaciones matemáticas llevadas a cabo con fines contables o de otra clase,
relevantes para el proceso”. Recuérdese que, según el art. 23.3 de la Ley 34/2002, de
11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico,
“[s]iempre que la Ley exija que el contrato o cualquier información relacionada con el
mismo conste por escrito, este requisito se entenderá satisfecho si el contrato o la
información se contiene en un soporte electrónico”. Además, la Ley 59/2003, de 19 de
diciembre, de firma electrónica, establece que “[s]e considera documento electrónico
la información de cualquier naturaleza en forma electrónica, archivada en un soporte
electrónico según un formato determinado y susceptible de identificación y
tratamiento diferenciado” (art. 3.5) y que ese documento electrónico puede ser
soporte de “a) Documentos públicos, por estar firmados electrónicamente por
funcionarios que tengan legalmente atribuida la facultad de dar fe pública, judicial,
notarial o administrativa, siempre que actúen en el ámbito de sus competencias con
los requisitos exigidos por la ley en cada caso. b) Documentos expedidos y firmados
electrónicamente por funcionarios o empleados públicos en el ejercicio de sus
funciones públicas, conforme a su legislación específica. c) Documentos privados” (art.
3.6).

Las clases de documentos públicos se enumeran en los arts. 1216 CC y 317 LEC y su
fuerza probatoria en los arts. 1218 CC y 319 LEC. Las clases de documentos privados se
enumeran en el art. 324 LEC y su fuerza probatoria en el art. 326 LEC (y en los arts.
1225 y ss. CC). La razón de la duplicidad normativa se encuentra en que los
documentos no cumplen exclusivamente una función probatoria o de carácter
procesal.

¿Cuáles son las razones por las que el ordenamiento exige una determinada forma en
relación con un contrato? La pregunta nos aproxima a las funciones de la forma
contractual, que son las diversas justificaciones que pueden impulsar a prever esa
exigencia y que dan lugar a que se pueda hablar, en general de una transcendencia “ad
utilitatem” de la forma contractual.

a) Claridad en las circunstancias o el contenido de un contrato.

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b) Garantía de la prueba de la existencia del contrato y de la superación de la fase
de tratos preliminares.

c) Tutela de las partes protegiéndolas contra precipitaciones y decisiones poco


meditadas.

d) Evitación de posibles nulidades negociales por la intervención de técnicos (por


ejemplo, el Notario en la escritura pública).

e) Facilitación de la publicidad del contrato haciendo que sea reconocible por los
terceros.

Como hemos señalado, a la forma se pueden vincular diversos efectos. No existe en la


doctrina y en la jurisprudencia unanimidad acerca de cuál es el abanico de posibles
efectos. Tradicionalmente se hablaba sólo de una forma “ad solemnitatem” y una
forma “ad probationem”, pero con posterioridad se han introducido categorías
intermedias:

a) La forma “ad solemnitatem” se exige como requisito esencial para la validez del
contrato: sin esa forma “ad solemnitatem”, no hay contrato (por ejemplo, art.
633 CC).

b) La forma como requisito de eficacia supone que el contrato ya existe


válidamente, aunque las partes sólo pueden reclamar el cumplimiento o la
ejecución del contrato cuando ha sido formalizado (éste parece ser el sentido
originario del art. 1279 CC).

c) La forma como requisito de oponibilidad implica que para que el contrato


produzca efectos frente a terceros (para que les sea oponible) debe revestir
cierta forma (por ejemplo, art. 1865 CC).

d) La forma “ad probationem” se requiere como medio de prueba, sin que afecte
a su validez o eficacia. El contrato existe y es válido sin esa forma, pero sólo se
puede demostrar con la forma “ad probationem” (esta perspectiva probatoria
puede verse, por ejemplo, en el art. 51.I CCom).

e) La forma con función informativa. En ciertos casos, se exige que el contrato se


documente, típicamente por escrito, para que una de las partes conozca ciertos
derechos legales de los que es titular, el alcance de las obligaciones asumidas o
las características y utilidad de la prestación. Este aspecto es especialmente
visible en el Derecho del consumo.

Ese abanico de posibilidades obliga a analizar cuál es el planteamiento normativo del


Código Civil sobre la forma. Conviene observar que la regulación de la forma no se
encuentra en el Capítulo que el Código Civil dedica a los “requisitos esenciales para la
validez de los contratos” (arts. 1261 a 1277 CC), sino en otro distinto, que se ocupa
“[d]e la eficacia de los contratos” (arts. 1278 a 1280 CC).

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El criterio general en nuestro sistema es el de libertad de forma: el contrato es válido
cualquiera que sea la forma en que ha sido celebrado. Así lo establecen los arts. 1278
CC y 51.I CCom.

Ahora bien, este criterio general contrasta con el sentido del art. 1280 CC que exige
para una amplia gama de actos, que consten en documento público y para todos los
contratos con prestaciones superiores a nueve euros, que consten en documento
privado. La redacción utilizada en ese precepto parece imperativa (“[d]eberán
constar...”, “[t]ambién deberán hacerse constar…”), pero su aplicación literal conduce
a un sistema desmesuradamente formalista y obstaculizador del tráfico jurídico. Por
ello, la jurisprudencia ha flexibilizado su transcendencia (de hecho, prácticamente lo
ha derogado) a través de una interpretación combinada con el art. 1279 CC.

En realidad, el art. 1280 CC sólo tiene sentido en un sistema en el que la forma sea
requisito esencial del contrato, como sucedía en el Proyecto de Código Civil de 1851,
del cual proviene.

El art. 1279 CC, a cuyo tenor “[s]i la ley exigiere el otorgamiento de escritura u otra
forma especial para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato, los
contratantes podrán compelerse recíprocamente a llenar aquella forma desde que
hubiese intervenido el consentimiento y demás requisitos necesarios para su validez”,
constituye por tanto el mecanismo para excluir la relevancia del art. 1280 CC.

En la interpretación jurisprudencial, el art. 1279 CC concede a las partes una facultad


adicional, además de la de exigirse mutuamente el cumplimiento de lo convenido. No
es necesaria la previa verificación del requisito formal para exigir el cumplimiento del
contrato. El contrato existe y es válido antes del otorgamiento de ese requisito formal,
pero puede suceder que esa forma sea relevante para que el contrato despliegue
todos sus efectos.

Esta interpretación vacía de sentido la referencia del Código Civil a la forma como
necesaria "para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato" y se fija sobre
todo en la referencia a otra parte del precepto ("podrán compelerse“). En conclusión,
se reduce el art. 1280 CC a una simple forma “ad probationem”.

Como recuerda la STS de 19 de febrero de 2004, “[c]onviene destacar que «la


exigencia de forma escrita contenida en el último párrafo del art. 1280 ("también
deberán hacerse constar por escrito, aunque sea privado, los demás contratos en que
la cuantía de las prestaciones de uno o de los dos contratantes exceda de 1.500
pesetas"), no tiene el alcance de forma solemne con repercusión en la eficacia
obligatoria de los contratos, según viene declarando reiteradamente la jurisprudencia
de esta Sala, desde las sentencias antiguas de 19 de octubre de 1901, 4 de febrero de
1911, 21 de diciembre de 1925 y 5 de diciembre de 1940, pues, a mayores razones, el
art. 1278 de manera terminante y sin admitir excepción alguna, consagra en nuestro
ámbito jurídico una vez más el principio espiritualista del Ordenamiento de Alcalá (STS
de 27 de febrero de 1999)»”.

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Igualmente, dice la STS de 18 de octubre de 2002 que “[e]n nuestro Derecho se ha
consagrado, desde el Ordenamiento de Alcalá, el principio de libertad de forma, que
proclama el art. 1278 CC, salvo muy contadas excepciones. Cuando el art. 1280
enumera unos casos en que, dice literalmente, que deberán constar en documento
público no significa otra cosa que, como dispone el art. 1279, las partes podrán
compelerse recíprocamente a llenar aquella forma: así lo dice explícitamente la STS de
27 de enero de 1995”.

Si una parte compele a la otra para completar la forma legal o convencionalmente


estipulada, y ésta se niega, cabe su cumplimiento forzoso: art. 708 LEC.

¿Qué transcendencia tiene a efectos de la resolución por incumplimiento el hecho de


que uno de los contratantes se niegue a otorgar la escritura pública de cierto contrato?
La jurisprudencia ha entendido que, en tales casos, si el contratante ya se encuentra
en posesión de la cosa objeto del contrato, no cabe la resolución, sin perjuicio de
facultad concedida por el art. 1279 CC, esto es, compeler judicialmente a la otra parte
para que proceda al otorgamiento de la escritura pública, si no existen razones para
negarse a dicho otorgamiento.

La STS de 16 de noviembre de 2014 ha fijado como doctrina jurisprudencial que el


incumplimiento de la obligación de elevar a escritura pública el contrato de
compraventa celebrado, conforme a lo dispuesto por el art. 1280 CC, no es causa
directa de resolución contractual al amparo del art. 1124 CC.

El criterio general de libertad de forma no excluye que en determinados supuestos se


prevea una forma “ad solemnitatem”, es decir, con carácter constitutivo, de tal
manera que sin la forma exigida no hay contrato. Ahora bien, sólo cuando la Ley
prevea este carácter constitutivo, podrá admitirse: dado el criterio general, en caso de
duda la forma no debe ser reputada constitutiva.

Algunos supuestos de forma constitutiva en nuestro ordenamiento son los siguientes:


donación de bienes inmuebles (art. 633 CC) y de bienes muebles (art. 632 CC),
capitulaciones matrimoniales (art. 1327 CC), enfiteusis (art. 1628 CC), sociedad de
capital (art. 20 TRLSC), o sociedad profesional (art. 7.1 Ley 2/2007, de 15 de marzo, de
Sociedades Profesionales).

Uno de los ámbitos donde mayor extensión están alcanzando las exigencias formales
es el relativo a la legislación de consumidores o usuarios, por eso se llega a hablar de
un neoformalismo en el Derecho del consumo 25. La forma pretende aquí aumentar la
protección de los consumidores, aunque debe tenerse en cuenta que esas exigencias
formales no pueden acabar perjudicando a los propios consumidores.

Algunos ejemplos de esta tendencia son el art. 16.1 de la Ley 16/2011, de 24 de junio,
de contratos de crédito al consumo (conforme al art. 21 de esa Ley, la consecuencia
25
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.M. Heras, “La forma de los contratos: el neoformalismo en el
derecho de consumo”, Revista de Derecho Privado, 2005, núm. 3, pgs. 27 y ss.; y E. Arroyo, “¿Qué es
forma en el derecho contractual comunitario de consumo?”, Anuario de Derecho Civil, 2008, pgs. 519 y
ss.

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del incumplimiento de la forma escrita es la anulabilidad del contrato); el art. 63
TRLGDCU, respecto a contratos con consumidores; el art. 99 TRLGDCU, respecto a
contratos celebrados fuera de establecimiento mercantil; el art. 154 TRLGDCU,
respecto al contrato de viaje combinado; o el art. 4.2 Ley 43/2007, de 13 de diciembre,
de protección de los consumidores en la contratación de bienes con oferta de
restitución del precio.

Aunque no se apliquen sólo a consumidores, dado que son los sujetos más habituales,
estas exigencias formales se contienen en otras normas: art. 6.1 de la Ley 28/1998, de
13 de julio, de Ventas a Plazos de Bienes Muebles; y arts. 11 y 31 de la Ley 4/2012, de 6
de julio, de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico, de
adquisición de productos vacacionales de larga duración, de reventa y de intercambio
y normas tributarias.

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3. FORMACIÓN DEL CONTRATO

3.1. Preliminar

Aunque en la realidad jurídica nos encontramos ante una enorme variedad de formas
de preparar, concluir y ejecutar los contratos, en todo contrato suelen distinguirse
diferentes fases, de desigual importancia, teniendo en cuenta las particulares
circunstancias que rodean a cada contrato:

a) Fase de preparación. Se trata del periodo en que las partes discuten, negocian y
perfilan el acuerdo que conviene a sus respectivos intereses: se intercambian
borradores, añaden o eliminan cláusulas, ponderan las ventajas y los
inconvenientes de las distintas posibilidades.

b) Fase de perfección. Se verifica cuando las voluntades de las partes sobre el


contrato resultan coincidentes.

c) Fase de consumación. Comprende el período de realización de las prestaciones


contractualmente asumidas.

Realmente, no es adecuado hablar de tres fases, sino de dos períodos: el que se


desarrolla antes de la perfección del contrato y el que se desarrolla con posteriorodad
a su perfección. La perfección no en rigor una fase, sino un momento que permite
delimitar a partir de qué momento las partes ya se encuentran contractualmente
vinculadas. La perfección del contrato exige la coincidencia de la oferta y la aceptación
(art. 1262.I CC)26. Para determinar en qué momento se produce esa coincidencia, será
preciso analizar con carácter previo qué requisitos deben concurrir en la oferta y la
aceptación.

Salvo que se trate de contratos de consumo, carece de transcendencia quién adopta la


iniciativa de negociar. Del mismo modo, es irrelevante cuántas declaraciones (ofertas)
y contradeclaraciones (contraofertas) se producen en el proceso negociador: el art.
1282 CC no toma en consideración los actos anteriores al contrato como criterio de
interpretación al contrario, pero la jurisprudencia sí les confiere valor.

Conviene observar que la realidad nos ofrece contratos en los que la fase de
preparación o de formación del contrato resulta muy breve y de escasa
transcendencia, normalmente porque esos contratos responden a operaciones
económicas poco relevantes (por ejemplo, cuando tomamos un periódico de los varios
dispuestos en el quiosco y abonamos su importe). Hablamos en tales casos de
supuestos de formación instantánea. En cambio, aludimos a formación progresiva para
referirnos a aquellos supuestos en los que la fase de preparación reviste una gran
importancia, por cuanto la decisión de las partes exige conocer detalladamente las
características económicas y jurídicas de la operación, a través de una información
obtenida directamente o por colaboración de la otra parte.

26
Art. 2:101 PECL; y art. 2.1.1 Principios UNIDROIT.

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Por ejemplo, cuando se pretende la adquisición de una empresa de cierta importancia,
es prácticamente indispensable que el posible comprador lleve a cabo lo que se
conoce como proceso de “due diligence” (auditoría jurídica) para conocer cuál es el
verdadero estado de la empresa que se quiere adquirir. Evidentemente el precio no
será igual en función de los contratos que esa empresa tenga con proveedores o
distribuidores, si sus inmuebles están o no hipotecados, si sus gestores pueden
abandonar la empresa y fundar otra similar, si las deudas de la empresa son muy
importantes a corto plazo, etc. Ese proceso de “due diligence” puede prolongarse
durante varios meses y suele ser muy costoso, teniendo una incidencia decisiva en la
negociación de las diferentes cláusulas del contrato.

O, por ejemplo, no es infrecuente que el inicio de las conversaciones se vea


documentado en una carta de intenciones, cuyo valor jurídico puede llegar a ser objeto
de controversia. Como señala Á. Carrasco, una carta de intenciones es un documento
unilateral o bilateral en el que una o ambas partes de una negociación: a) declaran su
compromiso/intención/deseo/oferta de comenzar o continuar una negociación que
acabe en un acuerdo definitivo; b) fijan los eventuales pactos alcanzados hasta ese
momento, y establecen que la negociación futura deberá partir de los mismos; c)
delimitan el conjunto de los puntos sobre los que se deberá alcanzar un acuerdo
satisfactorio y, en su caso, adelantan una cifra aproximada del precio del contrato; y d)
establece reglas obligatorias de carácter temporal con objeto de ordenar el proceso de
negociación futura. La STS de 11 de abril de 2000 indica que la carta de intenciones
consiste en “unos tratos preliminares que no vinculan en su eficacia contractual --pues
no son contrato-- sin perjuicio de que su incumplimiento pueda generar
responsabilidad no ya procedente de contrato --que no lo hay-- pero sí
extracontractual”. De “punto de partida para seguir negociando” lo califica la STS de 3
de junio de 1998.

Las compraventas de cierta complejidad, especialmente de empresas, suelen


efectuarse en dos pasos: primero, las partes firman el contrato de compraventa de
empresa (“signing”) y en ese contrato se prevén los requisitos se deben cumplir para
que la empresa se transfiera efectivamente (“closing”). El “closing”, es decir, la
consumación o ejecución del contrato de compraventa, depende con frecuencia de la
verificación de ciertas condiciones, como obtención de financiación, autorizaciones
administrativas o consentimiento de terceros. Las partes deben establecer las reglas
que se aplicarán al período que va desde la firma del contrato hasta su consumación
(por ejemplo, prohibición de llevar a cabo actuaciones fuera del curso ordinario de los
negocios de la sociedad sin informar previamente al adquirente). En el momento del
cierre se pueden ajustar las estipulaciones contractuales, en función de las vicisitudes,
en su caso, ocurridas en el periodo intermedio, como, por ejemplo, un ajuste del
precio en función del aumento o la disminución de los beneficios. Incluso pueden
preverse acciones posteriores al cierre de la operación (“post-closing”): por ejemplo,
liberación de garantías o compromisos de no competencia.

3.2. La fase de preparación del contrato.

La fase de preparación del contrato comienza con el inicio de las negociaciones


tendentes a la conclusión del contrato y termina con la perfección del contrato o con el
abandono de las negociaciones por alguna de las partes. Como hemos señalado, esta

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fase puede revestir gran complejidad o transcendencia, pero puede llegar a ser
prácticamente inexistente.

El contenido de esa fase proyecta su transcendencia en cuanto a la formación de la


voluntad contractual (por ejemplo, para determinar si concurren vicios del
consentimiento en alguna de las partes) o en cuanto a la interpretación del contrato
(por ejemplo, acudiendo a los borradores previos para fijar el alcance de una cláusula
contractual).

Durante esta fase de preparación del contrato, no existe entre las partes una relación
jurídica en sentido estricto, pero se discute si por el hecho de iniciar estas
negociaciones las partes asumen ciertos deberes.

No cabe duda de que las partes deben negociar de buena fe y que, en cierto casos, se
asume un deber de protección de la integridad física de los negociadores o de los
bienes objeto de negociación (piénsese, por ejemplo, en el vendedor de automóviles
que permite al conductor inexperto probar un vehículo de gran potencia). Más dudoso
es que las partes asuman un deber de confidencialidad 27 de la propia existencia de la
negociación y de la información obtenida en el curso de la misma. En caso de que se
establezca expresa o tácitamente, el carácter confidencial de esa negociación y de la
información obtenida, no podrá ser revelada a terceros. Por último, tampoco resulta
fácil precisar hasta dónde llegar el deber de informar a la otra parte: como regla
general, cada parte debe procurarse su propia información (deber de autoinformarse);
pero se debe dar respuesta a las solicitudes expresas y concretas de información
efectuadas por la otra parte (si a esta solicitud no se da respuesta o se da una
respuesta incompleta o errónea, nos encontraríamos ante la posible causación de un
vicio del consentimiento de la otra parte).

En determinados sectores sí existen reglas concretas relativas a la información


precontractual que debe proporcionarse a una determinada parte. Se trata de pautas
impuestas legalmente que pretenden intensificar la protección de una de las partes del
contrato.

Estas previsiones afectan, por ejemplo, a los prestadores de servicios de la sociedad de


la información (art. 27 de la Ley 34/2002, de 11 julio); a los contratos a distancia y
contratos celebrados fuera del establecimiento mercantil (art. 97 TRLGDCU); a los
viajes combinados (arts. 152 y ss. TRLGDCU); a los servicios financieros a distancia (art.
7 de la Ley 22/2007, de 11 de julio, sobre comercialización a distancia de servicios
financieros destinados a los consumidores); a los contratos de adquisición de bienes
con oferta de restitución del precio (art. 3 de la Ley 43/2007, de 13 de diciembre, de
protección de los consumidores en la contratación de bienes con oferta de restitución
del precio); o a los contratos con consumidores de préstamos o créditos hipotecarios o
los servicios de intermediación (arts. 14 y 20 de la Ley 2/2009, de 31 de marzo, por la
que se regula la contratación con los consumidores de préstamos o créditos
hipotecarios y de servicios de intermediación para la celebración de contratos de
préstamo o crédito).

27
Art. 2:302 PECL; y art. 2.1.16 Principios UNIDROIT.

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Por su amplitud y frecuencia, merece una atención especial la información previa al
contrato que debe proporcionarse en caso de contratación con consumidores y
usuarios. Conforme al art. 60 TRLGDCU:

“1. Antes de que el consumidor y usuario quede vinculado por un contrato u oferta
correspondiente, el empresario deberá facilitarle de forma clara y comprensible, salvo
que resulte manifiesta por el contexto, la información relevante, veraz y suficiente
sobre las características principales del contrato, en particular sobre sus condiciones
jurídicas y económicas.
2. Serán relevantes las obligaciones de información sobre los bienes o servicios
establecidas en esta norma y cualesquiera otras que resulten de aplicación y, además:
a) Las características principales de los bienes o servicios, en la medida adecuada al
soporte utilizado y a los bienes o servicios.
b) La identidad del empresario, incluidos los datos correspondientes a la razón social,
el nombre comercial, su dirección completa y su número de teléfono y, en su caso, del
empresario por cuya cuenta actúe.
c) El precio total, incluidos todos los impuestos y tasas. Si por la naturaleza de los
bienes o servicios el precio no puede calcularse razonablemente de antemano o está
sujeto a la elaboración de un presupuesto, la forma en que se determina el precio así
como todos los gastos adicionales de transporte, entrega o postales o, si dichos gastos
no pueden ser calculados razonablemente de antemano, el hecho de que puede ser
necesario abonar dichos gastos adicionales.
En toda información al consumidor y usuario sobre el precio de los bienes o servicios,
incluida la publicidad, se informará del precio total, desglosando, en su caso, el
importe de los incrementos o descuentos que sean de aplicación, de los gastos que se
repercutan al consumidor y usuario y de los gastos adicionales por servicios accesorios,
financiación, utilización de distintos medios de pago u otras condiciones de pagos
similares.
d) Los procedimientos de pago, entrega y ejecución, la fecha en que el empresario se
compromete a entregar los bienes o a ejecutar la prestación del servicio.
e) Además del recordatorio de la existencia de una garantía legal de conformidad para
los bienes, la existencia y las condiciones de los servicios posventa y las garantías
comerciales.
f) La duración del contrato, o, si el contrato es de duración indeterminada o se
prolonga de forma automática, las condiciones de resolución. Además, de manera
expresa, deberá indicarse la existencia de compromisos de permanencia o vinculación
de uso exclusivo de los servicios de un determinado prestador así como las
penalizaciones en caso de baja en la prestación del servicio.
g) La lengua o lenguas en las que podrá formalizarse el contrato, cuando no sea aquella
en la que se le ha ofrecido la información previa a la contratación.
h) La existencia del derecho de desistimiento que pueda corresponder al consumidor y
usuario, el plazo y la forma de ejercitarlo.
i) La funcionalidad de los contenidos digitales, incluidas las medidas técnicas de
protección aplicables, como son, entre otras, la protección a través de la gestión de los
derechos digitales o la codificación regional.
j) Toda interoperabilidad relevante del contenido digital con los aparatos y programas
conocidos por el empresario o que quepa esperar razonablemente que conozca, como
son, entre otros, el sistema operativo, la versión necesaria o determinados elementos
de los soportes físicos.
k) El procedimiento para atender las reclamaciones de los consumidores y usuarios, así
como, en su caso, la información sobre el sistema extrajudicial de resolución de
conflictos prevista en el artículo 21.4.

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3. El apartado 1 se aplicará también a los contratos para el suministro de agua, gas o
electricidad –cuando no estén envasados para la venta en un volumen delimitado o en
cantidades determinadas–, calefacción mediante sistemas urbanos y contenido digital
que no se preste en un soporte material.
4. La información precontractual debe facilitarse al consumidor y usuario de forma
gratuita y al menos en castellano”.

Esta norma debe completarse con el art. 20 TRLGDCU, en relación con la información
necesaria en la oferta comercial de bienes y servicios.

3.3. La responsabilidad precontractual28.

Con carácter general, las partes son libres iniciar y apartarse, sin alegar causa alguna,
de la fase de preparación del contrato. La existencia de tratos preliminares no obliga a
las partes a concluir el contrato. Este criterio resulta absolutamente sensato. Si cada
vez que existieran tratos preliminares, las partes tuvieran que contratar, todos se
pensarían extraordinariamente iniciar esos tratos, lo que, en el fondo, reduciría el
número de intercambios.

Basta pensar en la de ocasiones que las personas entran en los establecimientos


comerciales a probarse una prenda de ropa, sin llegar a adquirirla, o preguntan por
todos los detalles de un nuevo lector de libros electrónicos, sin decidirse a comprarlo.

Dado que el criterio básico es la libertad de abandonar sin necesidad de causa alguna
esos tratos preliminares, no surge, con carácter general, la obligación de indemnizar a
la parte perjudicada por ese abandono29.

Ahora bien, sentada esta regla general de no indemnizabilidad, se admite que,


excepcionalmente sí surja una obligación de indemnizar los daños producidos durante
los tratos preliminares, cuando se ha producido una actuación contraria a la lealtad y a
la buena fe, y se han roto injustificadamente esas negociaciones.

Según la STS de 15 de octubre de 2011, “[e]s cierto que las partes, del mismo modo
que son libres de entablar negociaciones dirigidas a la formación de los contratos,
también lo son para, una vez iniciadas, abandonarlas en cualquier momento, sin
responder por ello. Sin embargo, quienes intervienen en los llamados tratos previos
han de acomodar su comportamiento a la buena fe, esto es, al modelo de conducta
admisible en la situación de que se trate. La buena fe opera como un imperativo que
condiciona y, al fin, limita aquella libertad”.

Se había discutido cuál debía ser el fundamento de esa responsabilidad precontractual,


dado que se ofrecían argumentos tanto para defender su carácter contractual como
extracontractual. La jurisprudencia, con toda claridad, se ha inclinado por su

28
LECTURA COMPLEMENTARIA: M. Medina, “La ruptura injustificada de los tratos preliminares: notas
acerca de la naturaleza de la responsabilidad precontractual”, Revista de Derecho Privado, 2005, núm. 3,
pgs. 79 y ss.
29
Art. 2:301 PECL; y art. 2.1.15 Principios UNIDROIT.

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consideración como un supuesto de responsabilidad extracontractual, con aplicación,
pues, de lo previsto en el art. 1902 CC (STS de 16 de mayo de 1988).

Los requisitos para que opere la responsabilidad precontractual también han sido
establecidos jurisprudencialmente. Según la STS de 14 de junio de 1999, es necesario
que concurran los siguientes requisitos:

a) La suposición de una razonable situación de confianza respecto a la plasmación


del contrato.
b) El carácter injustificado de la ruptura de los tratos.
c) La efectividad de un resultado dañoso para una de las partes.
d) La relación de causalidad entre este daño y la confianza suscitada.

Cuestión también discutida es el alcance de la indemnización que puede reclamarse.


Hay coincidencia en considerar que no se puede exigir el llamado interés contractual
positivo, esto es, la diferencia entre la situación actual del perjudicado y la que tendría
de haberse celebrado el contrato cuya negociación se rompió injustificadamente. Se
puede exigir el llamado interés contractual negativo, consistente en la diferencia entre
la situación actual del perjudiciado y la que tendría de no haberse iniciado las
conversaciones que se rompieron injustificadamente, excluyendo en cualquier caso las
llamadas pérdidas de oportunidad.

Un joven abogado es entrevistado por un prestigioso despacho internacional con la


intención de que abandone su trabajo actual y se desplace a su oficina de Londres. Los
socios que le entrevistan le dan a entender que es el candidato perfecto y que el
puesto será suyo (con un sueldo superior en un 90 % al actual). Confiando en esa
situación, el joven abogado se despide de su anterior trabajo y vende su vivienda y su
vehículo; y rechaza una oferta de otro despacho con incremento de sueldo de un 35 %
sobre el actual. Finalmente, otro abogado es elegido para el puesto de Londres y el
que no ha sido seleccionado ve cómo su puesto anterior ya se encuentra ocupado.

El abogado que no ha sido seleccionado no puede pretender que se le abone lo que


hubiera percibido de haber sido escogido para el puesto de Londres (interés
contractual positivo), ni tampoco lo que hubiera ganado con esa otra oferta que
rechazó (interés contractual negativo, pero pérdida de oportunidad). Pero sí puede
reclamar lo que hubiera obtenido de no haber perdido el puesto que inicialmente
ostentaba, así como la diferencia de precio con relación al de mercado con la que tuvo
que desprenderse de su vivienda y su vehículo (interés contractual negativo).

En la práctica, la cuestión esencial estriba en determinar si las partes se encuentran


todavía en una fase de tratos preliminares o si, por el contrario, ya se ha perfeccionado
el contrato. Una vez verificado el posterior desacuerdo entre las partes, en el primer
caso (meros tratos preliminares), habrá que constatar la concurrencia de los requisitos
jurisprudencialmente establecidos y tener en cuenta las limitaciones que en cuanto al
alcance de los daños determina esa misma jurisprudencia. En el segundo (contrato ya
perfeccionado), nos encontraremos ante un incumplimiento contractual que abre la
puerta para que el acreedor opte por los remedios contractuales (indemnización de
daños, cumplimiento forzoso o resolución del contrato, básicamente).

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La STS de 25 de junio de 2013, relativa a una carta de intenciones sobre la cesión de un
contrato de compraventa de una aeronave Falcón 7X, considera que son tratos
preliminares e indica que “[l]a doctrina, en este tipo de convenciones ha distinguido
entre el interés positivo y el interés negativo. En supuestos de responsabilidad
extracontractual la indemnización alcanza el interés negativo que da lugar al
reembolso de los gastos realizados, sin que ello suponga impedir que dentro del
interés negativo se indemnice el daño patrimonial sufrido, debidamente probado (STS
16 de diciembre de 1999). En ningún caso alcanza el llamado interés positivo o la
pérdida de oportunidades, como el beneficio que podría obtener la parte perjudicada
si se hubiese celebrado el contrato. Se trataría tan solo de colocar a la parte
perjudicada en aquella situación en que se habría encontrado si la carta de intenciones
no se hubiere suscrito”.

3.4. La oferta contractual.

La oferta contractual no aparece definida en el Código Civil, pero puede considerarse


que existe oferta30 cuando
1) una persona (el oferente) emite una declaración de voluntad con intención de
obligarse,
2) esa declaración contiene todos los elementos del futuro contrato y de la
reglamentación que se pretende instaurar, y
3) esa declaración se destina a otra persona o categoría de personas.

Un elemento determinante para identificar cuándo nos encontramos ante una


verdadera oferta radica en el hecho de no que requiera una nueva declaración de
voluntad por parte del oferente para que la complete: la oferta debe bastar por sí para
formar el contrato, siendo suficiente para integrar el consentimiento contractual. Si es
necesaria una nueva declaración de voluntad por parte del oferente, nos encontramos
ante unos meros tratos preliminares.

Como dice Á. Carrasco, oferta y aceptación son los nombres técnicos con que se
denominan la declaración de quien toma la iniciativa contractual definitiva y de quien
se suma a ella mediante su aprobación, cerrando con la segunda el proceso de
celebración del contrato.

De lo anterior se desprende que no cualquier manifestación de voluntad,


remotamente vinculada a la celebración de un contrato, constituye una oferta. Es
necesario, por el contrario, que concurran ciertos requisitos para que pueda hablarse
propiamente de oferta contractual.

Una mera comunicación comercial (“el nuevo Bar Tolo abre sus puertas con los
mejores precios y productos”) o una invitación a formular ofertas (“se vende piso”) no
constituyen oferta en sentido propio y, por tanto, no pueden ser objeto de aceptación.
Tampoco es oferta una propuesta que incluya indicaciones del tipo “salvo
confirmación”, “sin compromiso” u otras análogas mediante las que el oferente se

30
Art. 2:201 PECL; y art. 2.1.2 Principios UNIDROIT.

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reserve la aceptación final. Tampoco es oferta la efectuada “iocandi causa”, esto es, en
broma, sin propósito serio de obligarse.

La oferta contractual ha de ser:

a) Inequívoca y precisa. Esto significa que no debe suscitar dudas acerca de la


seriedad del propósito de contratar y tampoco puede dar lugar, por
ambigüedad o imprecisión, a distintas interpretaciones.
b) Completa. La oferta ha de contener todos los elementos necesarios para que la
perfección del contrato se pueda producir por el solo hecho de la aceptación
del destinatario de la oferta, en función del tipo contractual que se pretenda
celebrar.
c) Vigente. Obviamente, la oferta precisa un periodo de tiempo durante el cual
pueda manifestarse la aceptación. Carecería de sentido que, como regla, la
oferta pudiera ser aceptada durante un período indefinido, o, al contrario, que
debiera ser aceptada de forma inmediata.

Dice la STS de 30 de marzo de 2010 que “[l]a oferta, en cuanto declaración unilateral
de voluntad que emiten una o varias personas para proponer a otra u otras la
conclusión de un contrato, debe exteriorizar la voluntad del oferente de quedar
obligado caso de aceptarla el destinatario --al que, además, debe ser dada a conocer,
como recepticia que es-- y ha de contener los elementos necesarios del contrato
proyectado, ya que está previsto que éste se perfeccione con la sola aceptación”.

En la STS de 2 de noviembre de 2010, “[n]o hubo oferta: ésta es la declaración de


voluntad de una parte que hace a la otra proponiendo (ofertando) la celebración de un
contrato del que concretan todos los elementos; declaración completa y firme. No
puede ser considerada oferta una comunicación que hace en este caso el gerente
haciendo referencia a un acuerdo del Patronato y a una valoración, pero que no ofrece
ni puede ofrecer una venta de la que tampoco concreta el precio y dicha comunicación
es contradicha por la Presidenta que niega rotundamente que haya habido oferta;
tampoco puede aceptarse que el acuerdo de la Junta de Patronos de la Fundación del
1 de diciembre de 2003 signifique una oferta, no es más que el acuerdo de iniciar los
tratos previos. Por tanto, sin oferta, por más que el demandante, arrendatario de la
finca, interesase una supuesta y ficticia aceptación, no hay consentimiento, primer
elemento del contrato; ni hubo tampoco precio, pues no llegó a concretarse el precio
cierto, esencial elemento en el contrato de compraventa; ni, por último, puede
pensarse en la causa cuando faltan los precedentes elementos”.

La oferta es una declaración de voluntad recepticia, ya que cobra eficacia al ser


recibida por su destinatario, que puede ser persona determinada o un grupo de
personas.

Cuestión distinta es la oferta “ad incertam personam” u oferta al público.

La oferta puede perder su eficacia por las siguientes razones: por ser rechazada o
alterada por el destinatario; por haberse agotado el plazo concedido para su
aceptación; por haber sido retirada o revocada antes de la aceptación; y, conforme a la
jurisprudencia, por muerte o incapacidad sobrevenida del oferente, salvo que el

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oferente sea un empresario y la oferta se corresponda con el círculo de operaciones de
la empresa.

La STS de 23 de marzo de 1988 sostuvo que el fallecimiento del oferente de una fianza
suponía la extinción de la oferta, puesto que los efectos de la oferta no se trasmitían a
los herederos, pero es una solución criticada doctrinalmente. J.R. García Vicente
entiende que la muerte del oferente no extingue la oferta, salvo que se refiera a una
prestación personalísima o “intuitu personae”.

La oferta puede ser retirada antes de que llegue al círculo de control del destinatario y
revocada antes de que se produzca la aceptación. Además de los casos de oferta
irrevocable, la revocación queda excluida cuando pueda razonablemente entenderse,
atendidas las circunstancias, que la oferta está sujeta a un plazo de vigencia o
duración.

Cabe también la posibilidad de que la oferta contractual se configure por el oferente


con carácter irrevocable. Con ello, por su propia decisión, el oferente se priva de la
posibilidad de dejar sin efecto la oferta efectuada. Esta limitación o exclusión de la
facultad de revocación del oferente se encuentra prevista en algunos textos legales,
con la finalidad de conceder al destinatario un período de reflexión sobre el contenido
de la oferta, con la garantía de que el oferente no variará “a posteriori” sus
condiciones.

De “oferta vinculante” se habla, por ejemplo, en el art. 2.II de la Ley 2/1994, de 30 de


marzo, de Subrogación y modificación de préstamos hipotecarios. La “oferta
vinculante” del art. 8 de la Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al
consumo, debe mantenerse durante un plazo mínimo de catorce días naturales desde
su entrega, salvo que mediante circunstancias extraordinarias o no imputables al
prestamista. Son diez días los previstos para la “oferta vinculante” en el art. 16 de la
Ley 2/2009, de 31 de marzo, por la que se regula la contratación con los consumidores
de préstamos o créditos hipotecarios y de servicios de intermediación para la
celebración de contratos de préstamo o crédito. En cuanto a los viajes combinados el
programa-oferta tiene carácter vinculante para el organizador y el detallista del viaje
combinado (art. 153 TRLGDCU). En el art. 6 de la Ley 50/1980, de 8 octubre, de
Contrato de Seguro se establece que “[l]a proposición de seguro por el asegurador
vinculará al proponente durante un plazo de quince días”.

Una consideración especial merece la denominada oferta al público, es decir, la


dirigida a destinatarios indeterminados. Más allá de la propia dificultad de establecer
cuándo una oferta se dirige o no a personas determinadas, la cuestión que se plantea
es si este tipo de ofertas constituyen en rigor una verdadera oferta o, por el contrario,
nos encontramos ante una simple invitación “ad offerendum”.

La importancia de la distinción es fácil de apreciar: si la oferta al público es una


verdadera oferta, cualquier destinatario puede convertirse en aceptante y
perfeccionar el contrato, manifestando simplemente su voluntad; por el contrario, si
es una invitación “ad offerendum” no basta con la manifestación de voluntad del
destinatario, sino que quien formuló esa invitación debe manifestar su conformidad.

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Por ello, la invitación “ad offerendum” (es decir, a ofrecer) es una propuesta por la que
el proponente incita a la presentación de una oferta conforme con aquélla, pero
reservándose la facultad de aceptarla o rechazarla. Se manifiesta el interés por
contratar, pero no se pretende quedar obligado por la simple aceptación de su
destinatario.

Aunque pueda encontrarse un criterio distinto en el art. 14.2 del Convenio de Viena
sobre Compraventa internacional de mercaderías, el art. 9.1 de la Ley 7/1996, de 15
enero, de Ordenación del Comercio Minorista, equipara la oferta al público con una
verdadera oferta contractual.

Conforme a este precepto, “[l]a oferta pública de venta o la exposición de artículos en


establecimientos comerciales constituye a su titular en la obligación de proceder a su
venta a favor de los demandantes que cumplan las condiciones de adquisición,
atendiendo, en el segundo caso, al orden temporal de las solicitudes. Quedan
exceptuados de esta obligación los objetos sobre los que se advierta, expresamente,
que no se encuentran a la venta o que, claramente, formen parte de la instalación o
decorado”.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el criterio de esta Ley no afecta a quienes
efectúen ofertas al público sin tratarse de establecimientos comerciales; y que, como
prevé el segundo apartado de esa norma, en caso de insuficiencia de existencias debe
atenderse a un criterio temporal.

Téngase en cuenta, en fin, que el art. 22.1) de la Ley 3/1991, de 10 de enero, de


Competencia Desleal (tras su modificación por Ley 29/2009, de 30 de diciembre)
considera desleal por engañoso “[r]ealizar una oferta comercial de bienes o servicios a
un precio determinado sin revelar la existencia de motivos razonables que hagan
pensar al empresario o profesional que dichos bienes o servicios u otros equivalentes
no estarán disponibles al precio ofertado durante un período suficiente y en
cantidades razonables, teniendo en cuenta el tipo de bien o servicio, el alcance de la
publicidad que se le haya dado y el precio de que se trate”.

La venta en pública subasta, que se encuentra regulada en los arts. 56 y ss. de la Ley
7/1996, de 15 enero, de Ordenación del Comercio Minorista, presenta unos perfiles
propios desde la perspectiva de la oferta. Este tipo de venta se configura legalmente
como una oferta, pública e irrevocable, de venta de un bien a favor de quien ofrezca,
mediante el sistema de pujas y dentro del plazo concedido al efecto, el precio más alto
por encima de un mínimo, ya se fije éste inicialmente o mediante ofertas
descendentes realizadas en el curso del propio acto.

3.5. La aceptación de la oferta31.

La delimitación de qué debe entenderse por aceptación de la oferta resulta


aparentemente más sencilla en la medida que no se trata de una declaración emitida

31
LECTURA COMPLEMENTARIA: S. Durany, “Sobre la necesidad de que la aceptación coincida en todo
con la oferta: el espejo roto”, Anuario de Derecho Civil, 1992, pgs. 1011 y ss.

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con carácter general, sino que siempre debe ir referida a una concreta oferta,
formulada con anterioridad.

La aceptación de la oferta consiste, pues, en una declaración de voluntad emitida por


una persona (el aceptante) a la que se ha dirigido una oferta contractual y por la que
manifiesta su conformidad con la misma32.

¿Qué caracteres debe reunir esa declaración para ser considerada una aceptación de la
oferta? La aceptación debe ser completa y exacta, esto es, debe coincidir con el
contenido de la oferta formulada precedentemente.

La exigencia de plena coincidencia entre oferta y aceptación se conoce como “regla del
espejo” (“the mirror-image rule”): para que la contestación de una oferta constituya
aceptación ha de coincidir en todos los términos con la primera sin ninguna variación;
cualquier modificación convierte la aceptación en una contraoferta. La aceptación
debe ser exacta como el reflejo de la oferta en un espejo. La calificación de una
aceptación con modificaciones o con reservas como una nueva oferta (contraoferta) se
denomina regla de “la última palabra”.

Igualmente, la aceptación debe haberse producido tempestivamente, es decir,


mientras la oferta formulada mantenía su vigencia.

¿Qué valor debe atribuirse a la aceptación tardía? Como regla general, debe
entenderse que el oferente no queda vinculado. Pero el problema estriba en
determinar si puede atribuirle alguna transcendencia. Parte de la doctrina considera la
aceptación tardía como una contraoferta, que deberá ser aceptada. Pero otra se
inclina por considerar que el oferente no acepta una contraoferta, sino que convalida
la aceptación tardía. Esta última es la solución del art. 21 del Convenio de Viena sobre
Compraventa internacional de mercaderías, siempre que el oferente, sin demora,
informe verbalmente de ello al destinatario o le envíe una comunicación en tal
sentido.

La aceptación debe basarse en una intención seria e inequívoca de quedar obligado en


los términos señalados por el oferente. Por lo tanto, no pueden considerarse como
aceptación, el mero acuse de recibo o la solicitud de aclaraciones.

Con carácter general, la aceptación puede manifestarse de cualquier modo, salvo que
se imponga legalmente otro criterio, o así lo haya exigido la oferta o hayan pactado
previamente las partes. La aceptación puede manifestarse de forma expresa o tácita,
incluso cabe admitir la posibilidad de que el silencio, en función de las circunstancias,
sea considerado como una aceptación. La aceptación tácita exige que los actos del
destinatario de la oferta puedan ser entendidos como conformidad con la oferta, lo
cual habrá de valorar casuísticamente en función de las circunstancias concurrentes.

Por ejemplo, el titular de un restaurante efectúa un pedido de vino y licores con una
serie de condiciones y precio (lo cual constituye la oferta) a su proveedor habitual, un
distribuidor de bebidas alcohólicas, con una cierta urgencia pues se aproximan las

32
Art. 2:204 PECL; y art. 2.1.6 Principios UNIDROIT.

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fiestas navideñas. El distribuidor, sin manifestar nada al respecto, procede a enviar el
pedido solicitado.

Esta posibilidad está prevista explícitamente en el art. 18.3 del Convenio de Viena
sobre Compraventa internacional de mercaderías: “si en virtud de la oferta de
prácticas que las partes hayan establecido entre ellas o de los usos, el destinatario
puede indicar su asentimiento ejecutando un acto relativo, por ejemplo, a la
expedición de las mercaderías o al pago del precio, sin comunicación al oferente, la
aceptación surtirá efecto en el momento en que se ejecute ese acto…”.

La determinación de si concurre o no aceptación por parte del destinatario obliga a


analizar qué valoración merecen aquellos supuestos en los que el destinatario
introduce modificaciones sobre el contenido de la oferta. En principio, cabría pensar
que en la medida que altera ese contenido, y su declaración no coincide exactamente
con la oferta, no nos encontramos ante una aceptación, sino ante un rechazo de la
oferta o, en su caso, ante una contraoferta (que deberá ser, a su vez, aceptada por el
primer oferente)33.

Sin embargo, este criterio peca de rigidez y resulta más oportuno ponderar el alcance
de las modificaciones introducidas por el destinatario de la oferta, teniendo en cuenta
su transcendencia en la economía del contrato. Conviene precisar que la calificación de
las modificaciones como sustanciales o no, es cuestión que puede suscitar dudas
interpretativas.

Aunque el Código Civil no regula la cuestión, sí podemos encontrar un criterio


normativo en el art. 19.3 del Convenio de Viena sobre Compraventa internacional de
mercaderías: “Se considerará que los elementos adicionales o diferentes relativos, en
particular, al precio, al pago, a la calidad y la cantidad de las mercaderías, al lugar y la
fecha de la entrega, al grado de responsabilidad de una parte con respecto a la otra o a
la solución de las controversias alteran sustancialmente los elementos de la oferta”.

Teniendo en cuenta esos extremos, procede distinguir:

a) Si las modificaciones introducidas tienen carácter sustancial, se trata de un


rechazo de la oferta y una contraoferta, sometida por tanto a la necesaria
aceptación del primer oferente (por ejemplo, si el destinatario modifica el
precio o la forma de pago de los productos). Éste es el criterio previsto en el
art. 19.1 del Convenio de Viena sobre Compraventa internacional de
mercaderías.
b) Si las modificaciones, por el contrario, no tienen carácter sustancial, en función
del criterio de buena fe y de autorresponsabilidad, el oferente debe determinar
si rechaza esas modificaciones, con lo que el contrato no se ha llegado a
perfeccionar. Pero si el oferente no manifiesta esas objeciones o son recibidas
por el aceptante intempestivamente, el contrato habrá quedado perfeccionado
con arreglo al contenido inicial de la oferta, con las modificaciones introducidas
por el aceptante. Esta regla aparece en el art. 19.2 del Convenio de Viena sobre
Compraventa internacional de mercaderías.
33
Art. 2:208 PECL.

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También la aceptación puede ser retirada en tanto no haya devenido eficaz a los
efectos de perfeccionar el contrato (es decir, en tanto no sea conocida por el oferente
o, remitida por el destinatario de la oferta, aquél no puede ignorarla sin faltar a la
buena fe: art. 1262 CC). En cambio, no cabe la revocación porque si el oferente conoce
la aceptación o no puede dejar de conocerla, sin faltar a la buena fe, ya hay perfección
del contrato.

3.6. El momento de perfección del contrato.

La perfección del contrato se produce en el momento en que coinciden la oferta y la


aceptación (art. 1262 CC). A la perfección del contrato se le asigna como efecto básico
la vinculación de las partes (arts. 1262.I y 1254 CC).

Ese momento es tomado en consideración por diversas normas: por ejemplo, es el


instante relevante para determinar los daños previsibles (art. 1107 CC); o para
determinar las consecuencias de la pérdida de la cosa vendida (arts. 1452 y 1460 CC).

En función de la separación temporal entre la oferta y la aceptación, se habla de


perfección simultánea y perfección sucesiva.

La perfección del contrato puede ser simultánea cuando entre la formulación de la


oferta y de la aceptación el lapso temporal es escaso o irrelevante. Ello se producirá
cuando oferente y aceptante se encuentren en el mismo lugar o cuando, a pesar de
encontrarse en lugares distintos, dispongan de un medio de comunicación que
permitan la simultaneidad (por ejemplo, teléfono, videoconferencia, etc.). La
calificación de la perfección contractual como simultánea no depende de la ubicación
espacial de los contratantes, sino fundamentalmente del período que media entre la
formulación de la oferta y de la aceptación.

El Código Civil da por supuesto que los contratos que se perfeccionan de modo
simultáneo no plantean problemas en este ámbito, ya que la declaración de cada parte
es conocida de modo inmediato por la otra.

La perfección del contrato es sucesiva cuando existe un intervalo temporal entre la


manifestación del oferente y la del aceptante. Esta situación puede darse cuando las
partes no se encuentran espacialmente en el mismo lugar y cuando no disponen (o no
quieren disponer) de un medio que permita una comunicación simultánea.

Del mismo modo que la importancia económica de un contrato intensificará la


relevancia de los tratos preliminares, será más probable que, una vez formulada la
oferta, el destinatario se tome un tiempo para manifestar su aceptación.

La falta de simultaneidad exige determinar en qué momento se entiende


perfeccionado el contrato, es decir, en qué momento han coincidido la voluntad del
oferente y la del aceptante. Esta cuestión es importante para determinar desde

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cuándo despliega sus efectos el contrato, pero también para establecer las
posibilidades de revocar o retirar las manifestaciones ya efectuadas.

Obsérvese que, en hipótesis, esa perfección puede identificarse en una pluralidad de


momentos: cuando el destinatario manifiesta su aceptación; cuando el aceptante
envía su aceptación al oferente; cuando la aceptación es recibida por el oferente; o
cuando el oferente conoce efectivamente la aceptación del destinatario. A cada uno de
esos momentos se conecta una determinada teoría: teoría de la emisión; teoría de la
expedición; teoría de la recepción; y teoría del conocimiento o cognición. En función
de cuál teoría se siga, se intensificará la protección del aceptante o del oferente.

La cuestión tiene ahora una solución normativa, coincidente tanto en el Código Civil
(art. 1262) como en el Código de Comercio (art. 54). Conforme a esos preceptos, de
redacción idéntica, “hay consentimiento desde que el oferente conoce la aceptación o
desde que, habiéndosela remitido el aceptante, no pueda ignorarla sin faltar a la
buena fe”.

El criterio legal supone, por tanto, la yuxtaposición de una doble teoría: la del
conocimiento (que protege claramente al oferente, como destinatario de la
aceptación) y la de la recepción, matizada por el criterio de la buena fe (que matiza esa
protección, por lo que se denomina de “cognición atemperada”). A pesar de sus
dificultades probatorias, este criterio de la recepción tiene preferencia sobre el del
conocimiento (una vez que el oferente no puede ignorar la aceptación, conforme a la
buena fe, es indiferente que efectivamente la conozca o no).

Señala A. González que, dado que el conocimiento efectivo es siempre posterior a la


posibilidad de conocer, y que los postulados de la buena fe le exigen al oferente tomar
conocimiento de la declaración del aceptante en cuanto tenga posibilidad de conocerla
(como el proponente es quien incita la respuesta del aceptante, las exigencias de la
buena fe le imponen estar atento a la posible llegada de ésta), puede mantenerse que
el legislador no exige ya un conocimiento real de la aceptación por parte del oferente
para que se perfeccione el contrato, sino su mera cognoscibilidad. Ello determina que
lo normal sea que el contrato se perfeccione cuando el oferente reciba la aceptación,
aun cuando aún la desconozca, porque a partir de ese momento será difícil que pueda
ignorarla sin faltar a la buena fe.

En el Convenio de Viena sobre Compraventa internacional de mercaderías, la


aceptación surte efecto cuando llega al oferente (art. 18.2), y se entiende que esa
llegada se produce cuando “cuando se le comunica verbalmente o se entrega por
cualquier otro medio al destinatario personalmente, o en su establecimiento o
dirección postal, o si no tiene establecimiento ni dirección postal, en su residencia
habitual” (art. 24)34.

En caso de contratos celebrados mediante dispositivos automáticos, los arts. 1262.III


CC y 54.II CCom se apartan de la regla general y sitúan el momento de perfección en la
manifestación de la aceptación: “En los contratos celebrados mediante dispositivos
automáticos hay consentimiento desde que se manifiesta la aceptación”. Con ello,

34
Art. 1:303 PECL; y art. 1.10 Principios UNIDROIT.

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para este tipo de contratos, que no aparecen delimitados ni en el Código Civil ni en el
de Comercio, la perfección se identifica con la llamada teoría de la emisión.

Contratos celebrados mediante dispositivos automáticos son todos aquellos contratos,


electrónicos o no, que se concluyan automáticamente, es decir, a través de máquinas
que tramiten mecánicamente la aceptación emitida por el destinatario de la oferta.
Estos son, por ejemplo, los contratos celebrados a través de máquinas expendedoras;
o los denominados contratos click, en los que la aceptación se manifiesta pulsando el
botón previsto a tal efecto y que habitualmente contiene la palabra “Acepto”. No debe
ser considerado contrato celebrado mediante dispositivo automático el contrato
celebrado a través del intercambio de correos electrónicos.

Cuando se trata de contratos electrónicos, el art. 28 de la Ley 34/2002, de 11 julio,


impone, como regla, al oferente la carga de confirmar la recepción de la aceptación.

Como indica el Anexo de esa Ley, se entiende por “contrato celebrado por vía
electrónica” o “contrato electrónico”, “todo contrato en el que la oferta y la
aceptación se transmiten por medio de equipos electrónicos de tratamiento y
almacenamiento de datos, conectados a una red de telecomunicaciones”.

3.7. El lugar de perfección del contrato.

Una cuestión distinta es la determinación del lugar en que se entiende celebrado el


contrato. Este problema surge cuando los contratantes se encuentran situados en
lugares geográficamente separados, y no se ve afectado por el intervalo temporal que
puede existir entre la oferta y la declaración.

Una persona llama por teléfono desde Sevilla a otra que se encuentra en Tarragona
para formularle una oferta de venta de una parcela. En el curso de la conversación
telefónica, la oferta de Sevilla es aceptada inmediatamente por el comprador, la
persona de Tarragona. La misma problemática puede suscitarse si el intercambio de
oferta y aceptación entre Tarragona y Sevilla se produce por carta, y existe un lapso
temporal entre una y otra. En todos esos casos, hay que determinar dónde se entiende
celebrado el contrato (Sevilla o Tarragona).

La precisión del lugar en que se entiende perfeccionado el contrato tiene importantes


consecuencias prácticas. Es crucial para determinar la competencia judicial o el
Derecho aplicable especialmente cuando en el contrato intervienen elementos
extranjeros [arts. 22.3 LOPJ y 10.5 CC y Reglamento (CE) Nº 593/2008 del Parlamento
Europeo y del Consejo, de 17 de junio de 2008, sobre la ley aplicable a las obligaciones
contractuales (Roma I)].

Frente a las diversas posibilidades existentes, tanto el art. 1262 CC como el art. 54
CCom se inclinan, con carácter general, por la relevancia del lugar en que se hizo la
oferta: “Hallándose en lugares distintos el que hizo la oferta y el que la aceptó [...] [e]l
contrato, en tal caso, se presupone celebrado en el lugar en el que se hizo la oferta”.

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Esa regla se formula como presunción y tiene carácter dispositivo para las partes, que
pueden fijar el lugar en que se efectuó la aceptación o cualquier otro.

Ciertamente, cuando los contratantes se ubican en lugares distintos, la regla del art.
1262.II CC no deja de ser una ficción, necesaria para zanjar el conflicto.

El lugar de perfección del contrato no debe confundirse con el lugar de cumplimiento


de la obligación (art. 1171 CC). Pueden coincidir, pero los criterios legales son distintos.

Para los contratos electrónicos, el art. 29 de la Ley 34/2002, de 11 julio, establece una
regla especial:

“Los contratos celebrados por vía electrónica en los que intervenga como parte un
consumidor se presumirán celebrados en el lugar en que éste tenga su residencia
habitual.
Los contratos electrónicos entre empresarios o profesionales, en defecto de pacto
entre las partes, se presumirán celebrados en el lugar en que esté establecido el
prestador de servicios”.

Ciertas modalidades contractuales en relación con el lugar de celebración del negocio


son objeto de previsión particular. Los contratos a distancia (entendiendo por tales los
los contratos celebrados sin la presencia física simultánea de los contratantes, siempre
que la oferta y aceptación se realicen de forma exclusiva a través de una técnica
cualquiera de comunicación a distancia y dentro de un sistema de contratación a
distancia organizado por el empresario) son regulados, con carácter general, en los
arts. 38 y ss. de la Ley 7/1996, de 15 enero, de Ordenación del Comercio Minorista; y
cuando intervienen consumidores y usuarios en los arts. 92 y ss. TRLGDCU; y la
regulación de los contratos celebrados fuera de establecimiento mercantil se
contiene en los arts. 92 y ss. TRLGDCU. En todos esos casos se prevé, entre otros
extremos, un derecho de desistimiento a favor del consumidor.

3.8. El precontrato35.

Probablemente, una de las principales dificultades que se plantea en el análisis del


llamado precontrato radica en que, bajo esa denominación, se agrupan situaciones
absolutamente heterogéneas y que presentan escasos rasgos en común. El elemento
fundamental que permite justificar, siquiera dudosamente, esa agrupación estriba en
la existencia de un acuerdo de las partes en relación con la celebración de un contrato
futuro, o dicho en otros términos, un contrato para contratar. Nos encontramos, pues,
ante un supuesto contractual de formación, en su caso, sucesiva, en el que las partes
han llegado ya a un cierto acuerdo.

Ahora bien, como ha señalado Á. Carrasco, en nuestros tribunales se produce un uso y


un abuso del concepto de precontrato. La mayoría de los “precontratos” y “promesas
35
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.P. García Rubio, “La ejecución forzosa de la obligación derivada del
precontrato en la ley de enjuiciamiento civil: algunas cuestiones”, Estudios jurídicos en homenaje al
profesor Luis Díez-Picazo, vol. 2, Civitas, 2002, pgs. 1881 y ss.

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de contratos” que surgen en la realidad jurídica son pura y simplemente contratos. Y la
acostumbrada divagación de los tribunales sobre la naturaleza del precontrato es
siempre ociosa y superflua.

Más allá de esta constatación, las hipótesis son bien diversas:

a) Un acuerdo por el que las partes se obligan a negociar de buena fe, incluyendo
cláusulas de confidencialidad y exclusividad. Son los llamados “acuerdos de
intenciones”, muy frecuentes en el mundo de los negocios, cuando la
operación reviste cierta complejidad.
b) Un acuerdo con términos abiertos 36, cuando las partes han llegado a acuerdos
firmes sobre determinados aspectos del contrato, pero no sobre su totalidad.
Las partes se obligan a continuar negociando de buena fe. El alcance de ese
acuerdo con términos abiertos puede variar en función de si hay consenso
sobre las cuestiones esenciales del contrato o sólo sobre aspectos secundarios.
c) Un acuerdo sobre la celebración futura de un contrato entre las partes. Ese
acuerdo desempeña una función preliminar o preparatoria respecto al contrato
que se establecerá entre las partes, y que las partes se obligan a celebrar. Se
pretende conseguir una vinculación inmediata y diferir los efectos del contrato
a un momento posterior.

Los problemas con los que se enfrenta esta figura son múltiples. Pero desde un punto
de vista práctico las cuestiones básicas son dos:

a) ¿Qué requisitos debe reunir el precontrato, en cuanto a forma, capacidad, etc.?


¿Los previstos con carácter general para todo contrato? ¿O los previstos para el
contrato definitivo, que pueden llegar a ser más rigurosos?
b) ¿Qué efectos tiene el incumplimiento del precontrato? ¿Puede el Juez si uno de
los (pre)contratantes se niega a celebrar el contrato definitivo sustituir a ese
(pre)contratante y otorgar ese contrato? ¿O, por el contrario, el
incumplimiento del precontrato nunca puede dar lugar al otorgamiento del
contrato definitivo, por lo que se convierte en la obligación de indemnizar los
daños y perjuicios ocasionados?

En el Código Civil, no existe una regulación general del precontrato. Únicamente se


contienen referencias expresas a la promesa de comprar y de vender (art. 1451 CC) y a
la de constituir prenda o hipoteca (art. 1862 CC).

El art. 1451 CC establece que

“La promesa de vender o comprar, habiendo conformidad en la cosa y en el


precio, dará derecho a los contratantes para reclamar recíprocamente el
cumplimiento del contrato.
Siempre que no pueda cumplirse la promesa de compra y venta, regirá para
vendedor y comprador, según los casos, lo dispuesto acerca de las obligaciones
y contratos en el presente Libro”.

36
Art. 2.1.14 Principios UNIDROIT

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Esta norma no permite dar respuesta a qué alcance tiene el precontrato, porque, salvo
esa referencia a la posibilidad de reclamarse recíprocamente el cumplimiento del
contrato (lo cual es lógico habida cuenta del acuerdo en cuanto a la cosa y el precio de
la venta), no clarifica los efectos del incumplimiento, al limitarse a una remisión a las
reglas generales.

Más concreto es el art. 14 RH, que admite la inscribibilidad en el Registro de la


Propiedad de la opción de compra siempre que exista convenio expreso de las partes
para que se inscriba; precio estipulado para la adquisición de la finca y, en su caso, el
que se hubiere convenido para conceder la opción; y plazo para el ejercicio de la
opción, que no podrá exceder de cuatro años.

El art. 1862 CC se limita a decir que la promesa de constituir prenda o hipoteca sólo
tiene efectos entre las partes de esa promesa, sin que pueda afectar a terceros, pero
no aclara los efectos que produce entre las partes.

Para tratar de dar respuesta a estas cuestiones, la doctrina ha formulado diferentes


teorías, cuya utilidad práctica resulta muy discutible.

a) La teoría clásica consideraba que el precontrato era un contrato cuyo objeto


era la celebración de un futuro contrato, por lo que originaba el deber de las
partes de prestar posteriormente los consentimientos contractuales necesarios
para dar lugar al contrato previsto. Pero al considerar que la voluntad
contractual no era judicialmente sustituible, suponía que el incumplimiento del
precontrato sólo daba lugar a una indemnización por los daños y perjuicios
causados.
b) La teoría de R. Roca Sastre entendía que el precontrato establecía las líneas
directrices o bases del futuro contrato, obligándose las partes a desarrollar esas
bases. Pero esta teoría chocaba con la dificultad de definir qué eran esas bases
del futuro contrato, puesto que si se identificaban con sus elementos
esenciales, entonces el contrato ya existía; y si no se identificaban con sus
elementos esenciales, eran necesarios nuevos acuerdos, con lo que se reducía
el alcance del precontrato.
c) La teoría de F. de Castro considera que el precontrato constituye una etapa
preparatoria de un “iter” negocial complejo de formación sucesiva (criterio
aceptado por la STS de 20 de mayo de 2014). Las partes se reservan, sea
recíprocamente, sea unilateralmente, la facultad de poner en vigor en un
momento posterior el contrato. Se deja a una o a ambas partes la posibilidad
de determinar a su voluntad la exigibilidad del contrato proyectado. La unidad
funcional de ese proceso negocial implica que los requisitos previstos para el
contrato definitivo ya sean necesarios para el precontrato o contrato
preliminar.

La STS de 19 de octubre de 2012 indica que “en el precontrato se concreta el


contrato proyectado que las partes deberán poner en vigor, como primera fase
del ‘iter contractus, y como segunda parte, es el cumplimiento de la anterior,
que implica la vigencia de aquel contrato. De aquí que el contrato preparado
debe reunir todos los elementos del mismo y debe contener el plazo de

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cumplimiento. Abundante jurisprudencia se ha ocupado de esta institución,
siempre contemplando el plazo…”.

Según la STS de 13 de octubre de 2005, “el llamado precontrato, contrato


preliminar o preparatorio, o "pactum de contrahendo" bilateral de
compraventa tiene por objeto constituir un contrato y exige como nota
característica que en él se halle prefigurada una relación jurídica con sus
elementos básicos y todos los requisitos que las partes deben desarrollar y
desenvolver en un momento posterior […], cuya efectividad o puesta en vigor
se deja a voluntad de ambas partes contratantes. Supone, por tanto, el final de
los tratos preliminares y no una fase de ellos[…], en los que las partes, a partir
de acuerdos vinculantes, tratan de configurar esos elementos esenciales del
contrato, que no existen jurídicamente hasta ese momento y que sin ellos no
sólo no sería posible cumplimentar de forma obligatoria lo que todavía no
existe, sino que permitiría a los interesados desistir de estos tratos, sin más
secuelas que las que pudieran resultar de la aplicación del art. 1902 CC caso de
abrupta e injustificada separación de la fase prenegocial”.

El defecto de estas teorías radica en que pretenden unificar el régimen jurídico del
precontrato cuando, como hemos señalado, esas situaciones se caracterizan por su
heterogeneidad. No todos los precontratos responden a un mismo propósito y
voluntad de las partes. Las partes no desean la eficacia inmediata del contrato, pero
existen diversas posibilidades respecto al futuro.

Como señala F. Rivero, las partes pueden desear:

- Que la voluntad individual sea insustituible, traduciéndose la negativa


en indemnización de daños y perjuicios.
- Que la voluntad del Juez supla, en su caso, la voluntad de un
contratante que se niega al otorgamiento.
- Que el precontrato se entienda puesto en vigor y ejecutable como
contrato definitivo a partir de cierto momento.

Apunta Á. Carrasco que el problema del precontrato es, en realidad, un falso


problema: la cuestión estriba en determinar cuándo una negociación deja de ser un
trato preliminar que no obliga a la parte y de cuyo incumplimiento no nace una
pretensión indemnizatoria.

Ello significa que, en buena medida, el alcance del precontrato dependerá de la


interpretación de la voluntad de las partes, sin que sea posible establecer una solución
única en cuanto a sus efectos. No todos los supuestos en que las partes hablan de
precontratos alcanzan el mismo nivel de determinación y, por tanto, sus efectos no
pueden coincidir.

Recuerda la STS de 17 de junio de 2008 que “[s]uperada la antigua doctrina


jurisprudencial sobre el precontrato, según la cual dicha figura "sólo obliga a obligarse,
de modo que siendo de suyo el consentimiento libre e incoercible, en caso de
incumplimiento del prominente sólo surgiría un derecho al resarcimiento genérico de
perjuicios"; en la actualidad la STS de 3 de junio de 1998 […] determina el precontrato

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como una verdadera relación jurídica que faculta a cada uno de los intervinientes para
reclamar el cumplimiento del contrato proyectado o definitivo, que habrá de haber
quedado prefigurado en sus elementos básicos en el pacto preliminar, si bien, como
señalábamos en nuestra sentencia de 31 de julio de 1999: "no siempre se presenta de
la misma forma y manera el contrato de promesa de venta, pues unas veces las
propias partes contratantes han dejado para el futuro no sólo la obligación de celebrar
el contrato definitivo, sino también la total y completa determinación de los elementos
y circunstancias del referido contrato en cuyo caso el incumplimiento no puede
conducir más que a la exigencia --por el contratante dispuesto a cumplir su
compromiso-- de la indemnización por los daños y perjuicios que dicho incumplimiento
le haya podido acarrear, mientras que en otros supuestos, las mismas partes,
demuestran su decidida voluntad --en todos los pormenores y detalles-- de celebrar un
auténtico contrato de compraventa, que de momento no pueden actuar por impedirlo
la concurrencia de determinados obstáculos como falta de autorizaciones o
liberalización de gravámenes, o simplemente porque en dicho instante no les conviene
la celebración en firme y desean esperar cierto plazo, poniendo de manifiesto no sólo
su voluntad presente, sino exacta y total para cuando cesen aquellos obstáculos o
venza el término establecido, momento a partir del cual es incuestionable que si uno
incumple lo prometido el otro estará facultado para exigir el cumplimiento de la
promesa en sí". Por lo tanto cabe concluir "que en el supuesto de promesa bilateral de
compra y venta recíprocamente aceptada, con conformidad en la cosa y en el precio,
alcanza sustantividad como precontrato por el que las partes no quedan
definitivamente vinculadas como comprador y vendedor, pero se reconocen la
facultad de exigirse en el futuro el cumplimiento de la relación proyectada sin
necesidad de nuevo consentimiento" (STS de 11 de junio de 1998). La consecuencia
que se deriva de lo anterior, con la actual orientación jurisprudencial, […] es la
posibilidad de cumplimiento forzoso, con la sustitución de la voluntad del obligado por
la del Juez, circunscribiendo el derecho a indemnizar para el supuesto de que el
contrato no se pueda cumplir”.

Éste es el planteamiento que parece más acertado, teniendo ahora un cierto refrendo
mediante el criterio instaurado por el art. 708 LEC. Esta norma, que se ocupa de la
posibilidad de que, a través de una demanda, se solicite una condena a emitir una
declaración de voluntad, distingue tres hipótesis distintas, con efectos radicalmente
diferentes:

a) Si están predeterminados los elementos esenciales y no esenciales del negocio,


el Juez puede tener por emitida la declaración de voluntad, mediante Auto.

Pero el art. 708.1 LEC enfoca inadecuadamente la cuestión, porque, si


concurren esos elementos, ya hay contrato: la sentencia que lo haya declarado
así será declarativa de la existencia del contrato o de la condena a su
cumplimiento, pero, como dice Á. Carrasco, es un imposible lógico que se trate
de un título ejecutivo judicial que condene a emitir de nuevo la misma
declaración negocial que se ha dado por existente o presupuesta en la
sentencia.

b) Si están predeterminados los elementos esenciales y no están


predeterminados los elementos no esenciales del negocio, el Juez puede tener
por emitida la declaración de voluntad, mediante Auto y determina los

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elementos no esenciales conforme a lo usual en el mercado o en el tráfico
jurídico.
c) Si no están predeterminados los elementos esenciales del negocio, y la parte
no quiere emitir su declaración de voluntad, el Juez sólo puede condenar a esa
parte a indemnizar los daños y perjuicios ocasionados.

En conclusión, la clave es el grado de determinación de los acuerdos iniciales: si la


determinación es total, hay contrato (por mucho que las partes lo denominen
precontrato o de otro modo) y procede la acción de cumplimiento: no hay que solicitar
una condena a emitir una declaración de voluntad, sino simplemente a cumplir las
obligaciones que nacen del contrato ya perfeccionado.

Es importante tener en cuenta que el grado de determinación de los contratos no


siempre es idéntico: como ha dicho Á. Carrasco, tratándose de contratos que crean
obligaciones para una sola de las partes, como son los avales, y que además son
obligaciones accesorias de otra obligación principal, la mínima expresión de
determinación (básicamente, sólo hace falta identificar quién garantiza y por quién)
sirve para producir una integración plena. El simple acuerdo de intenciones con esta
mínima determinación ya equivale a contrato.

Si las partes no han alcanzado un acuerdo suficientemente determinado, únicamente


cabrá plantear una acción indemnizatoria por la vía de una hipotética responsabilidad
precontractual.

La cuestión, entonces, se traslada: en el curso de una negociación, ¿cuándo existe un


acuerdo suficiente sobre los elementos esenciales del contrato? Se trata, como es
obvio, de una decisión que dependerá de los criterios jurisprudenciales.

Y Á. Carrasco subraya que la jurisprudencia suele ser generosa a la hora de reconocer


que se ha conseguido durante el proceso de negociación un acuerdo suficiente sobre
esos elementos, como para permitir al juzgador la imposición de una condena al
cumplimiento forzoso, aunque paradójicamente el grado de determinación es más
exigente si se quiere reclamar ese cumplimiento forzoso que si reclama una
indemnización por incumplimiento.

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4. INTERPRETACIÓN, CALIFICACIÓN E INTEGRACIÓN DEL CONTRATO

4.1. Preliminar

Aunque teóricamente puedan analizarse como operaciones separadas y sucesivas, lo


cierto es que en la realidad la interpretación, la calificación y la integración
contractuales constituyen mecanismos absolutamente interrelacionados y que, con
frecuencia, se realizan de forma conjunta, en la medida que en función de la
interpretación que se atribuya a determinada cláusula, se condiciona su calificación y
se hace necesaria su integración a través de los diversos criterios ofrecidos por el
ordenamiento jurídico.

Como apunta J.R. García Vicente, aunque en principio la interpretación y la integración


del contrato desempeñan funciones distintas y conciernen a realidades diferentes (la
primera: averiguar la intención de las partes; la segunda: delimitar el contenido del
contrato; y ambas, después de la fijación de los hechos) a menudo la jurisprudencia no
traza sus fronteras. El respeto al sentido de la libertad contractual (que se expresa en
los términos del contrato) exige agotar la tarea interpretativa, puesto que su resultado
define qué sea lo “expresamente pactado” (art. 1258 CC) que es, desde luego, el
primer contenido del contrato. De manera que deben ser tareas “sucesivas”.

4.2. La interpretación del contrato37.

La interpretación del contrato tiene como finalidad fundamental establecer el sentido


y el alcance de la voluntad de las partes en la plasmación de la reglamentación
contractual.

Como dice la STS de 21 de noviembre de 2002, la interpretación del contrato es el


mecanismo jurídico que tiene por finalidad investigar la verdadera y real voluntad de
los contratantes para establecer el alcance y sentido de lo pactado fijando las
obligaciones asumidas.

Se trata de una cuestión de la máxima importancia porque contribuye a delimitar el


contenido vinculante del contrato y determinar en qué casos las partes han incumplido
el vínculo contractual.

Por ejemplo, una cláusula en la que en un contrato de compraventa se vende el


inmueble “libre de arrendatarios”, ¿incluye a los que ocupan el inmueble sin contrato
de arrendamiento? ¿Incumple el vendedor si existen en el inmueble ocupantes sin
título jurídico alguno al tiempo de venderse la cosa?

Es indudable que la interpretación contractual presenta una cierta proximidad a la


interpretación de las normas (art. 3.1 CC), pero también es evidente que son funciones
de alcance diverso en la medida que los intereses a tutelar son distintos (la voluntad

37
LECTURA COMPLEMENTARIA: L.F. Ragel, “Principios y criterios legales de la interpretación del
contrato”, Aranzadi Civil, 2010, núm. 21, pgs. 15 y ss.

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de los contratantes, en un caso; un interés general, en el otro) y que no puede
prescindirse del diferente objeto sobre el que se proyectan (una relación contractual
concreta y específica, en un caso; una regla general y abstracta, en el otro).

Dentro de la interpretación contractual, la contraposición básica se establece entre la


denominada interpretación subjetiva, tendente a averiguar la voluntad o intención
concorde de los contratantes, y la denominada interpretación objetiva, encaminada a
disipar las dudas o las ambigüedades de la declaración contractual confiriéndole un
sentido y un significado objetivo incluso con independencia de la voluntad real de los
contratantes. En el Código Civil, las reglas de interpretación contractual, que se
contienen en los arts. 1281 a 1289 CC (a los que se remite también el art. 50 CCom):
vid. también arts. 57 a 59 CCom 38, ofrecen criterios no siempre coherentes, en unos
casos más propios de una interpretación subjetiva (arts. 1281 a 1284 CC) y en otros
más cercano a una interpretación objetiva (arts. 1285 a 1289 CC). Por ello, no es de
extrañar que la doctrina acostumbre a enunciar una serie de principios rectores de la
interpretación contractual para clarificar y coordinar el alcance de esos preceptos.

El principio de búsqueda de la voluntad real de los contratantes trata de establecer la


voluntad común e histórica que presidió la formación y la celebración del contrato. Ello
significa intentar averiguar qué es lo que las partes pretendieron pactar de común
acuerdo (y no sólo lo que una parte pretendía o entendió) al celebrar el contrato.

El principio de conservación del contrato, entre una lectura que supone privar al
contrato o a cierta cláusula de efectos y otra lectura que le permite producirlos,
implica que se debe optar por esta última

Por último, el principio de buena fe determina que también en la interpretación del


contrato se debe acudir al estándar de conducta que supone esta cláusula general.
Una aplicación de este principio puede hallarse en el art. 1288 CC que establece el
criterio de interpretación “contra stipulatorem”, es decir, contra la parte que ha
ocasionado la oscuridad de una cláusula contractual.

La STS de 29 de enero de 2015 (y la STS de 16 de abril de 2015) ha resumido la doctrina


jurisprudencial del siguiente modo: “[c]on carácter general debe indicarse que todo
fenómeno interpretativo tiene por objeto la atribución de sentido o de significado a
una determinada declaración. Esta labor, con la debida diferenciación, puede
proyectarse sobre la formulación abstracta de un deber jurídico, supuesto de la
interpretación normativa, o bien, sobre la interpretación de concretas declaraciones
de voluntad, supuesto de la interpretación negocial. Pero, en cualquier caso, y esto es
lo relevante, debe precisarse que la labor del intérprete no puede realizarse desde una
libertad absoluta en la búsqueda o atribución de sentido, sino que, por el contrario, su
labor está sujeta a las reglas de hermenéutica que exige el proceso interpretativo. Con
ello, se pone de relieve que no sólo se incumple esta exigencia cuando la
interpretación se realiza de un modo arbitrario, prescindiendo de cualquier regla o
criterio hermenéutico al respecto, sino también cuando el desarrollo del curso
interpretativo, aunque presentando visos de razonabilidad, se aparta del proceder
lógico-jurídico que se deriva de los criterios o reglas que informan el proceso

38
Arts. 5:101 a 5: 107 PECL; y arts. 4.1 a 4.7 Principios UNIDROIT.

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interpretativo. Pues bien, en este contexto, y con relación a la interpretación de los
actos y negocios jurídicos, la reciente doctrina jurisprudencial de esta Sala se ha
ocupado de establecer una suerte de directrices acerca del fenómeno interpretativo
que conviene tener en consideración. En esta línea, una síntesis de estas directrices
puede quedar expuesta de la siguiente manera:
i) En primer lugar, debe destacarse que en el proceso interpretativo de los contratos la
averiguación o búsqueda de la voluntad real o efectivamente querida por las partes se
erige como principio rector de la labor interpretativa, de forma que las demás reglas
confluyen a su alrededor bien complementándola, bien supliéndola, pero nunca
limitándola o alterándola.
La aplicación de este principio rector comporta una delimitación del proceso
interpretativo que también interesa puntualizar. En efecto, en primer término, debe
señalarse que la búsqueda o averiguación de la intención común de las partes se
proyecta, necesariamente, sobre la totalidad del contrato celebrado, considerado
como una unidad lógica y no como una mera suma de cláusulas; de modo que el
análisis o la interpretación sistemática constituye un presupuesto lógico-jurídico de
todo proceso interpretativo (también denominada canon hermenéutico de la
totalidad, art. 1286 CC). En segundo término, y en estrecha relación con la anterior,
debe señalarse el carácter instrumental que presenta la interpretación literal del
contrato que se infiere del criterio gramatical del mismo ( párrafo primero del art.
1281 CC); de forma que no puede ser valorada como un fin en sí misma considerada, o
como un dogma del proceso interpretativo, pues la atribución del sentido objeto de la
interpretación, y de ahí la unidad lógica del artículo citado, conforme a su segundo
párrafo, sigue estando en la voluntad realmente querida por partes contratantes. Esta
consideración, ha sido especialmente destacada por la doctrina jurisprudencial) de
esta Sala, entre otras, STS de 18 de junio de 2012, precisándose el hecho del necesario
proceso interpretativo aunque los términos resulten claros, pues dicha claridad no
determina, por ella sola, que dichos términos resulten literalmente unívocos en el
contexto interpretativo del contrato celebrado. En este sentido, profundiza la citada
sentencia declarando, entre otros extremos, que: "... el sentido literal, como criterio
hermenéutico, destaca por ser el presupuesto inicial del fenómeno interpretativo, esto
es, el punto de partida desde el que se atribuye sentido a las declaraciones realizadas,
se indaga la concreta intención de los contratantes y se ajusta o delimita el propósito
negocial proyectado en el contrato. Desde esta perspectiva general, su aplicación o
contraste puede llevar a dos alternativas. En la primera, cuando los términos son claros
y no dejan duda alguna sobre la intención querida por los contratantes, la
interpretación literal es el punto de partida y también el punto de llegada del
fenómeno interpretativo; de forma que se impide, so pretexto de la labor
interpretativa, que se pueda modificar una declaración que realmente resulta clara y
precisa. En la segunda, la interpretación literal colabora decisivamente en orden a
establecer la cuestión interpretativa, esto es, que el contrato por su falta de claridad,
contradicciones, vacíos, o la propia conducta de los contratantes, contenga
disposiciones interpretables, de suerte que el fenómeno interpretativo deba seguir su
curso, valiéndose para ello de los diferentes medios interpretativos a su alcance, para
poder dotarlo de un sentido acorde con la intención realmente querida por las partes y
de conformidad con lo dispuesto imperativamente en el orden contractual". En este
contexto, y en tercer término, debe señalarse que esta valoración subjetiva del
contrato celebrado es la que se sigue con la denominada interpretación integradora
del mismo (arts. 1282 y 1283 CC).
ii) En segundo lugar, en orden a esta síntesis del marco de las directrices del proceso
interpretativo, debe tenerse en cuenta que la reciente doctrina jurisprudencial de esta

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Sala también ha resaltado el papel básico que juegan los principios de conservación del
contrato y de buena fe contractual (arts. 1284, 1289 y 1258 CC, respectivamente).
En relación a la conservación del contrato debe señalarse que se ha puntualizado su
función interpretativa tras el reconocimiento de esta regla no sólo como un criterio de
interpretación, sino también como un auténtico principio general del Derecho; [STS
(Pleno) de 15 de enero de 2013]. Destacándose su alcance general, como canon
hermenéutico de la totalidad del contrato, con proyección en el tratamiento de la
eficacia contractual que se derive. En los términos de la citada Sentencia de esta Sala:
"Siguiendo esta línea, la cuestión se vislumbra de un modo más nítido si nos
preguntamos por el alcance sistemático que posibilita el ámbito conceptual de la
figura, particularmente del principio de conservación de los contratos o "favor
contractus". Este principio no solo se ha consolidado como un canon hermenéutico
que informa nuestro ordenamiento jurídico, con múltiples manifestaciones al
respecto, sino también como un elemento instrumental decisivo en la construcción de
un renovado Derecho Contractual Europeo conforme a lo dispuesto en los principales
textos de armonización, como la Convención de Viena, los Principios de Derecho
Europeo de la Contratación (PECL) y, particularmente, la propuesta de Anteproyecto
de Ley de Modernización del Código Civil en materia de Obligaciones y Contratos. De
modo que tal y como hemos señalado en las recientes Sentencias de 28 junio y 10
septiembre de 2012, precisamente en el marco del contrato de Ia compraventa, la
conservación de los contratos se erige como un auténtico principio informador de
nuestro sistema jurídico que comporta, entre otros extremos, el dar una respuesta
adecuada a las vicisitudes que presenta la dinámica contractual desde la preferencia y
articulación de los mecanismos que anidan en la validez estructural del contrato y su
consiguiente eficacia funcional, facilitando el tráfico patrimonial y su seguridad
jurídica".
Con relación al principio de buena fe no solo se ha destacado su papel típico en el
plano diferenciado de la integración del contrato (art. 1258 CC), sino que también se
ha reforzado su función como criterio decisivo en materia de interpretación y
ejecución del contrato STS de 14 de enero de 2014]".

Nos encontramos con una pluralidad de reglas sobre interpretación en el Código Civil,
lo que, de aplicarse todas simultáneamente, puede conducir a resultados
contradictorios. Es necesario, por tanto, jerarquizar esos criterios en sus elementos
básicos para determinar, en caso de conflicto, cuál debe prevalecer.

Ante todo, debe destacarse que el criterio del párrafo primero del art. 1281 CC,
conforme al cual “[s]i los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la
intención de los contratantes, se estará al sentido literal de sus cláusulas”,
tradicionalmente conocido como “in claris non fit interpretatio” (las cuestiones claras
no requieren interpretación), resulta contradictorio porque, para determinar que
existe esa claridad sobre los términos contractuales y esa falta de duda acerca de la
intención de las partes, ya se debe haber producido una actividad interpretativa sobre
las reglas contractuales.

El principal criterio rector de la interpretación aparece recogido en el párrafo segundo


del art. 1281 CC, en la medida que otorga prevalencia a la “intención evidente de los
contratantes” por encima de las palabras concretamente utilizadas por éstos. Ello
significa que el principal criterio que debe presidir la interpretación en nuestro Código
Civil es la averiguación de esa voluntad conjunta de los contratantes. Esa intención de

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los contratantes puede establecerse, como dice el art. 1282 CC, atendiendo
principalmente a sus actos coetáneos y posteriores al contrato (y aunque no lo
explicita esa norma también cabe acudir a sus actos anteriores: por ejemplo,
borradores o intercambio previo de mensajes).

Las cláusulas de contrato completo o cláusulas de restricción probatoria (“merger


clauses”), cuya inclusión no es infrecuente, pretenden que un contrato no pueda ser
interpretado, suplementado o contradicho mediante declaraciones o acuerdos
anteriores. Se quiere evitar la injerencia de las negociaciones o tratos previos
anteriores a la conclusión del contrato.

También obedece a esta línea de prevalencia de la voluntad contractual el art. 1283


CC, en la medida que confiere preponderancia a esa voluntad a pesar de que los
términos empleados por los contratantes sean de carácter general: no se han de
entender comprendidos en un contrato “cosas distintas y casos diferentes de aquellos
sobre que los interesados se propusieron contratar”.

Según la STS de 13 de diciembre de 2007, “la labor interpretativa del negocio jurídico
está ordenada a indagar el sentido de una declaración de voluntad expresiva de un
interno querer y la regla instrumental básica para efectuar la exégesis está contenida
en el párrafo primero del art. 1281 CC, a cuyo tenor el intérprete ha de atenerse al
sentido literal de lo manifestado siempre que el texto se ofrezca con la claridad que la
norma exige, puesto que las palabras son el medio de revelar el pensamiento, y es de
toda evidencia que el sentido gramatical de las palabras empleadas en la redacción del
contrato pone de manifiesto que los compradores se obligaban respecto de los
vendedores a satisfacer el principal garantizado con la hipoteca más los intereses de
un año, sin comprometerse al pago de otras cantidades que excedieran de las
anteriores”.

Con claridad, el art. 1284 CC responde al criterio de conservación del contrato, puesto
que, entre los diversos sentidos que admita una cláusula, se inclina por aquel más
adecuado para que produzca efectos. El art. 1285 CC establece un criterio de
interpretación de carácter sistemático, al propiciar una interpretación conjunta de las
cláusulas del contrato. La naturaleza y el objeto del contrato contribuyen también a
precisar cuál de las diferentes acepciones de una palabra debe ser preferida en sede
de interpretación (art. 1286 CC): la norma se refiere a las palabras polisémicas y
formuladas por escrito (no se aplica a los contratos verbales: STS de 18 de diciembre
de 2006).

La STS de 1 de octubre de 2009 señala que el art. 1284 CC sólo es aplicable cuando la
norma contractual tiene varios sentidos y la intención de las partes no ha podido
precisarse mediante los elementos de interpretación de los arts. 1281 y 1282 CC.

Según la STS de 30 de diciembre de 2003, “[e]l art. 1285 CC se puede calificar,


siguiendo a la doctrina científica, como el canon hermenéutico de la totalidad del área
contractual. Además es doctrina jurisprudencial consolidada que el referido precepto
proclama el principio de interpretación sistemática, el cual tiene un discutible valor, ya
que la intención, que es el espíritu del contrato, es indivisible, no pudiendo
encontrarse en una cláusula aislada de las demás, sino en el todo orgánico que
constituye. Abundando más en este criterio, la jurisprudencia advierte la necesidad de

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no separar las estipulaciones principales de aquéllas subordinadas, complementarias o
eventuales, así como no está a la denominación de las cláusulas generales y especiales
dada por las partes, sino al contenido de las mismas”.

Y la STS de 12 de junio de 2003 indica que, según el art. 1286 CC, “la interpretación ha
de venir inferida, conforme al sentido propio y ordinario de las palabras en el lenguaje
utilizado en la contratación mercantil, con preferencia a la significación semántica del
académico, y siempre dentro del contexto literal de los documentos en que haya sido
empleada la palabra en cuestión e incluso atendido el sentido finalista de los negocios
jurídicos que se constaten en tales documentos”.

En el art. 1287 CC aparecen consagradas dos funciones de los usos: una interpretativa
y otra integrativa. La primera función permite corregir las ambigüedades de los
contratos (por ejemplo, se emplea como unidad de medida del terreno rústico el
jornal, que tiene una extensión distinta en Cataluña y en la Comunidad Valenciana). La
segunda función colma la omisión de cláusulas no previstas (en el mismo sentido que,
como veremos, plantea el art. 1258 CC).

El día 30 de agosto de 1985, el toro denominado “Burlero” causó la muerte del diestro
José Cubero, “El Yiyo”, en la plaza de toros de Colmenar Viejo. Cuando se procedía al
despiece de la res, separada ya la cabeza del cuerpo, pero encontrándose intacta,
irrumpió un gran número de personas y sin que el matarife pudiera impedirlo, se la
llevaron. La cabeza se encontraba, disecada, en posesión de la empresa adjudicataria
de la plaza. Quienes habían firmado con esa empresa un contrato de compraventa
relativa a la carne de las reses a lidiar durante esa Feria reclamaron la propiedad de la
cabeza disecada de “Burlero”. La empresa alegaba que en el contrato se aludía a la
carne limpia, omitiéndose las vísceras, piel, patas y cabeza. Pero la STS de 13 de
noviembre de 1992 confirma la relevancia del art. 1287 CC y que había quedado
acreditado que era “costumbre habitual en el mundo del toro”, el que la compraventa
de la carne de los toros a lidiar incluyera el todo del animal, vísceras, cabeza y
despojos; “y no se diga que de ser así había de reivindicar todas las cabezas de los
toros lidiados en la feria porque lo que no consta es que se privase a los compradores
del resto de ellas y flaco favor se haría a los adjudicatarios de la feria si se les obligase,
a partir de hoy, a retirar para sí y por sus propios medios las tan repetidas vísceras,
cabezas y despojos, contrariando lo que es costumbre habitual”.

Según la STS de 11 de julio de 2007, “[e]l art. 1287 CC se inserta en una larga tradición
que considera como reglas interpretativas las generales o usos externos a las partes; se
trata de prácticas que personas en la misma situación y circunstancias que las propias
partes consideran aplicables en sus contratos y que deben usarse para interpretarlo,
excepto cuando no sean razonables en el concreto caso; se trata de comportamientos
interpretativos generalizados y objetivos”.

Mencionado ya el art. 1288 CC, como derivación del principio de buena fe, sólo queda
por poner de manifiesto la cláusula de cierre interpretativo que establece el art. 1289
CC. Dado que, a pesar del abanico de reglas interpretativas, no cabe excluir la
imposibilidad de concretar la verdadera voluntad de las partes, es necesario prever
qué solución se debe aplicar en tales casos. El Código Civil establece una sensata
distinción:

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a) Si las dudas irresolubles recaen sobre elementos accidentales del contrato, es
necesario, a su vez, subdistinguir: si se trata de un contrato gratuito, se debe
aplicar el criterio de la menor transmisión de derechos (por ejemplo, en una
donación de un bien inmueble en la que se discute si también se han donado
algunos bienes elementos muebles que se encontraban en ese inmueble: habrá
que entender que la donación tiene el menor alcance posible); en cambio, si se
trata de un contrato oneroso, con un criterio más oscuro, el Código Civil se
inclina por la mayor reciprocidad de intereses, esto es, por la mayor
conmutatividad o equilibrio entre las prestaciones.
b) Si las dudas irresolubles recaen sobre elementos esenciales del contrato (por
ejemplo, no se puede llegar a saber cuál de las diversas parcelas que en una
urbanización son propiedad del promotor ha sido vendida a los adquirentes,
por determinado precio), el Código Civil considera que dicho contrato es nulo.

El problema interpretativo radica en determinar cuándo nos encontramos ante


elementos accidentales o esenciales del contrato, porque esa calificación incide en su
régimen jurídico.

La conexión de este art. 1289 CC con el principio de conservación del contrato se


constata al comprobar cómo, a pesar de la existencia de dudas irresolubles, siempre
que las mismas recaigan sobre elementos accidentales, se mantiene la vigencia del
contrato.

Curiosamente la regla de cierre del art. 59 CCom es de un alcance bien diferente, y


responde a un principio favorable al deudor: “Si se originaren dudas que no puedan
resolverse […], se decidirá la cuestión a favor del deudor”.

Cuando el contrato se articula a través de condiciones generales de la contratación es


necesario matizar los criterios interpretativos para poner de manifiesto el desequilibrio
existente entre el predisponente y el adherente. Por ello, una atención especial se
dedica a los criterios de interpretación en el caso de condiciones generales de la
contratación. Todo el art. 6 LCGC se ocupa de esta cuestión ofreciendo diversas reglas:
- Prevalecen las condiciones particulares del contrato sobre las condiciones
generales, salvo que éstas sean más beneficiosas para el adherente. Se
considera que, en principio, las condiciones particulares reflejan más
adecuadamente la voluntad de las partes.
- Las dudas en la interpretación de las condiciones generales se deben resolver a
favor del adherente. Se trata, como es evidente, de un criterio similar al del art.
1288 CC. El art. 80.2 TRLGDCU consagra también la prevalencia de la
interpretación favorable al consumidor, puesto que “en caso de duda sobre el
sentido de una cláusula prevalecerá la interpretación más favorable al
consumidor”.
- Supletoriamente, se debe acudir a las reglas de interpretación del Código Civil.

No se ha plasmado legalmente la regla de la condición más importante, que confiere


prevalencia a la condición de mayor transcendencia en la economía contractual o que
constituye el núcleo básico de las prestaciones contractuales.

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Debe recordarse en fin que tiene la consideración de abusiva la cláusula que reserve a
favor del empresario facultades de interpretación del contrato (art. 85.3 TRLGDCU).

4.3. La calificación contractual.

La calificación de un contrato constituye una operación mucho más compleja que la


mera subsunción de una concreta relación contractual en un esquema legal
predeterminado. Se trata de determinar cuál es el régimen jurídico que corresponde a
la operación económica articulada por las partes, en función de los pactos establecidos
entre ellas. Para ello, es necesario precisar qué es lo que han querido las partes y cuál
es el verdadero alcance de los criterios legales.

Por lo pronto, se debe resaltar que el análisis de la reglamentación contractual puede


conducir tanto a la inserción de lo acordado en un régimen típico como a la
constatación del carácter atípico de lo querido por las partes. La calificación del
contrato como operación de identificación de las reglas legales al supuesto negocial
constituye una cuestión de la máxima transcendencia porque al determinar el régimen
jurídico que será aplicable a ese contrato conforma el contenido de derechos y
obligaciones de las partes.

Así, una cesión de uso de un inmueble para vivienda, con la obligación del cesionario
de proceder a su completa rehabilitación y total reforma, sin que por ello pague renta
alguna, puede (entre otras posibilidades) ser calificado como un arrendamiento de
vivienda con prestación en especie (la rehabilitación) o como un contrato atípico de
cesión de uso por obra (“ad meliorandum”). La diferencia en la calificación supondrá la
aplicación o no, por ejemplo, de las cláusulas de protección del arrendatario en cuanto
a la duración o la renta.

En orden a la calificación del contrato, la jurisprudencia ha afirmado reiteradamente


que “los contratos son lo que son y no lo que digan las partes contratantes que son”,
con lo que se establece la libertad de los Tribunales de calificar el contrato con arreglo
a su verdadero contenido más allá de las denominaciones empleadas por las partes.

Aunque convenga con mi amigo Alejandro que le cedo en comodato mi coche durante
un año, y Alejandro acepte esta calificación, si incluimos la obligación de Alejandro de
pagarme 100 euros al mes por ese uso, el contrato no es comodato, sino
arrendamiento (art. 1741 CC).

Una regla similar a estos criterios jurisprudenciales puede verse en el art. 3.II de la Ley
de Venta a Plazos de Bienes Muebles, que incluye en el ámbito de aplicación de esa
Ley a “los actos o contratos, cualquiera que sea su forma jurídica o la denominación
que las partes les asignen, mediante las cuales las partes se propongan conseguir los
mismos fines económicos que con la venta a plazos”; o en el art. 9 de la Ley de
Represión de la Usura, que también extiende su aplicación a “toda operación
sustancialmente equivalente a un préstamo de dinero, cualesquiera que sean la forma
que revista el contrato y la garantía que para su cumplimiento se haya ofrecido”.

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4.4. La integración contractual.

Como es fácil imaginar, cuando las partes negocian la celebración de un contrato no


analizan, discuten y llegan a un acuerdo sobre todas las vicisitudes y cuestiones que
pueden llegar a imaginarse. Las partes suelen preocuparse de establecer aquellos
extremos a los que confieren más relevancia y no se dedican a pactar acerca de
aspectos que, en muchas ocasiones, no dejarán de ser hipótesis que no llegan a
cumplirse.

Si una persona se decide a arrendar un local para instalar una tienda de ropa, los
aspectos que sin duda más le van a importar (y que negociará y pactará con el
propietario) serán la duración del contrato y la cuantía de la renta. Es posible que en el
contrato se incluyan cláusulas sobre la realización de obras, sobre los gastos generales
del edificio o sobre la facultad de subarrendar. Pero es perfectamente posible que ni
propietario ni arrendadatario den importancia, en el momento de celebración del
contrato, a esas cuestiones. Y entonces se plantea la duda, al cabo de unos meses:
¿qué tipo de obras puede realizar el arrendatario sin autorización del propietario?
¿Quién debe asumir los gastos generales del edificio? ¿Necesita el arrendatario
permiso del propietario para subarrendar una parte del local a una amiga que desea
instalar un pequeño puesto de bisutería?

La actitud de los contratantes que no se preocupan de prever todas y cada una de las
hipótesis que pueden acontecer es racional y sensata: negociar es caro (implica costes
de tiempo y dinero) y no tiene lógica despilfarrar esos recursos en pactar cuestiones
que quizá nunca se verifiquen.

Frente a otros modelos jurídicos, que exigen incorporar al contrato un sinnúmero de


previsiones, en nuestro ordenamiento contamos con un instrumento que permite
colmar las lagunas de previsión de los contratantes. Otras lagunas pueden surgir por la
declaración de invalidez de una concreta cláusula. La integración contractual es el
mecanismo por el cual se ofrecen soluciones de reglamentación a las carencias que
presentan los contratos, sea porque las partes nada han previsto, sea porque lo
previsto por las partes ha devenido ineficaz.

Aparentemente la solución inmediata debería ser recurrir a lo que las partes hubieran
previsto de haberse enfrentado a esa laguna de regulación (es la lllamada
autointegración). Pero esa solución no parece adecuada: todo recurso a lo que las
partes hubieran decidido en el momento de la celebración del contrato no pasa de ser
una mera elucubración, ante la constatación de que, una vez planteado el problema,
cada parte intentará que prevalezca la solución más favorable a sus intereses.

Por ello, se acude a completar ese déficit de regulación con unos elementos externos a
los propios contratantes (por lo que se denomina heterointegración) y que vienen
expuestos claramente en el art. 1258 CC. Esos elementos son la buena fe, el uso y la
ley39.
39
El art. 4.8 Principios UNIDROIT menciona, entre otros factores de integración, el sentido común (vid.
asimismo art. 5.1.12 Principios UNIDROIT).

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Según la STS de 17 de enero de 1986, del art. 1258 CC se desprende que “en todo
contrato, sobre todo en los bilaterales, se da o prevé un núcleo propio, que es el
contenido en sus cláusulas explícitas o bien en las implícitas, que aparecen o se
manifiestan en el desarrollo del mismo. Y hay también otras vinculaciones, que son las
consecuencias naturales derivadas de aquéllas, en cierto modo complementos
necesarios o útiles para la total realización del convenio, para que tenga realidad plena
la traducción o paso de lo en él previsto a la realidad (consumación del contrato). Esas
consecuencias o subsecuencias que completan el programa contractual hallan su
fundamento vinculante o en el mismo contrato, en sus indicaciones explícitas o
implícitas, o en la norma o principio general de la buena fe, que impide el perjuicio
como el beneficio injustificado, aparte de las derivadas del uso o de la ley, es decir, el
ajuste o equivalencia de las prestaciones. Se exige, por supuesto, una íntima relación
de dependencia -una natural consecuencia- entre lo más o menos previsto y sus post-
deberes o post-obligaciones que surgen «naturaliter modo» del propio cumplimiento
contractual”.

Ahora bien, advierte Á. Carrasco que el art. 1258 CC es una norma inflacionaria, a la
que se recurre en multitud de resoluciones judiciales, en ocasiones sin otra finalidad
que la de servir de apoyo redundante a un argumento ya producido por otra vía o para
obtener un criterio de decisión que debería haberse producido por otra vía.

Con carácter previo, es necesario tener en cuenta dos consideraciones:

a) el art. 1258 CC establece con toda claridad que el vínculo derivado del
contrato no se limita a aquello sobre lo que las partes expresamente se han
pronunciado (lo “expresamente pactado), sino que hay otros elementos a los
que las partes están obligados aunque no exista pacto al respecto.

b) como también dice el art. 1258 CC, la integración del contrato debe
modalizarse en función de un elemento básico, cual es la naturaleza del
contrato. Esa naturaleza del contrato (por ejemplo, su carácter oneroso o
gratuito) condiciona también la forma en que deben colmarse las imprevisiones
de las partes.

Los elementos que el art. 1258 CC enumera para completar la reglamentación


contractual no son datos rígidos e intemporales, o que vengan predefinidos por el
Código Civil, sino que constituyen en buena medida cláusulas generales a concretar en
función de las circunstancias de cada relación contractual.

Según J.R. García Vicente, la aplicación de las diferentes fuentes de integración tiene
un distinto alcance: mientras que respecto a la ley y a los usos la tarea del aplicador es
la búsqueda de aquellas normas o usos que puedan regir el contrato “conforme a su
naturaleza”, en el caso de la buena fe en sentido objetivo es el propio Juez el que
elabora la regla, pues como modelo abstracto necesita concreción a través sobre todo
de la elaboración de grupos de casos y consiguientes reglas.

También señala J.R. García Vicente que, sensatamente, el art. 1258 CC no establece un
rango o jerarquía entre los distintos medios de integración. La razón se conecta con el
propio sentido de cada una de tales fuentes: el Juez recurrirá sucesivamente, en razón

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de la naturaleza del contrato, a las fuentes “expresas”, sean los usos, en primer lugar,
en razón de su especialidad (por ejemplo, art. 277.II CCom); y luego al Derecho
dispositivo, que se referirá al tipo o tipos contractuales afectados (en el que cabe
encajar también los usos). Por último, recurrirá a la fuente que exige la elaboración de
una regla concreta: la buena fe en sentido objetivo.

La buena fe, que también aparece, con un carácter más general, en el art. 7.1 CC, debe
ser entendida como un estándar de conducta40: un modo de proceder de los
contratantes tendente a la cooperación honesta. Se trata pues de un elemento que
debe presentar un carácter objetivo (comportamiento justo y adecuado) y no
meramente subjetivo (creencia o situación psicológica del contratante). La buena fe se
traduce en una serie de deberes y permite propugnar que los contratantes han de
intentar facilitar el cumplimiento y la mayor satisfacción de los intereses contractuales;
que han de procurar minimizar el impacto de ciertos riesgos (por ejemplo deber de
mitigar el daño); que los deberes de información, lealtad o fidelidad entre las partes se
modulan en función del tipo de contrato; o que cada parte debe evitar el daño
personal de la otra parte, velando por su seguridad.

Para conocer cómo debe entiende la jurisprudencia la buena fe del art. 1258 CC resulta
muy útil la STS de 12 de julio de 2002: “La buena fe a que se refiere el art. 1258 es un
concepto objetivo, de comportamiento honrado, justo, leal... [..] que opera en relación
íntima con una serie de principios que la conciencia social considera como necesarios,
aunque no hayan sido formulados por el legislador, ni establecidos por la costumbre o
el contrato […] Supone una exigencia de comportamiento coherente y de protección
de la confianza ajena […]; de cumplimiento de las reglas de conducta ínsitas en la ética
social vigente, que vienen significadas por los valores de honradez, corrección, lealtad
y fidelidad a la palabra dada y a la conducta seguida […] Aplicando en concreto el
instituto al campo contractual, integra el contenido del negocio en el sentido de que
las partes quedan obligadas no sólo a lo que se expresa de modo literal, sino también a
sus derivaciones naturales, de tal modo que impone comportamientos adecuados para
dar al contrato cumplida efectividad en orden a la obtención de los fines propuestos
...”.

Un ejemplo podemos encontrarlo en la STS de 20 de noviembre de 2009, en la que se


reputa contraria a la buena fe, en una permuta de solar por obra, la conducta del
propietario de los terrenos no urbanizables que, descontento con lo acordado, incurrió
en una total falta de colaboración en la modificación urbanística que debía preceder a
la edificación, propiciando que la aprobación definitiva del plan no se produjera sino
25 años después del contrato de permuta.

Con rotundidad, dice el art. 65 TRLGDCU que “[l]os contratos con los consumidores se
integrarán, en beneficio del consumidor, conforme al principio de buena fe objetiva,
también en los supuestos de omisión de información precontractual relevante”.

El uso presenta ciertas dificultades en su delimitación por la pluralidad de funciones


que se le asignan a lo largo del Código Civil (arts. 1.3.II, 1258 y 1287 CC). En el ámbito
del art. 1258 CC, el uso constituye la práctica habitual o el modo normal de proceder
en los contratos de determinada clase. Téngase en cuenta que, en cambio, en el art.
40
Arts. 1:201 y 1: 202 PECL.

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1287 CC al uso se le atribuye tanto la función interpretativa como la integradora
(supliendo la omisión de cláusulas que ordinariamente suelen incluirse). Una aplicación
de esta función integradora del uso se encuentra también en el art. 708.2 LEC, cuando
permite solventar la indeterminación de algunos elementos no esenciales de un
contrato, “conforme a lo que sea usual en el mercado o en el tráfico jurídico”.
Un ejemplo jurisprudencial puede verse en la STS de 9 de octubre de 1981: uso sobre
la distribución del riesgo de autenticidad de una obra de arte entre comerciantes; o en
la STS de 16 de febrero de 2007: posibilidad de que los honorarios profesionales del
abogado sean fijados a través de la aplicación de los baremos colegiales.

La ley a la que hace referencia el art. 1258 CC consiste fundamentalmente en la norma


dispositiva, esto es, a la que se aplica supletoriamente, en defecto de pacto de las
partes. Si las partes han pactado en un determinado sentido, la regla dispositiva no
entra en juego. Ello no debe hacer pensar, sin embargo, en la irrelevancia en la
reglamentación contractual de las normas imperativas; antes al contrario, su
importancia se detecta en dos momentos: a) constituyen un límite a la autonomía de
la voluntad (art. 1255 CC); y b) el contenido de la norma imperativa también resulta
aplicable a falta de pacto entre las partes (art. 1258 CC).

Señala Á. Carrasco que la norma dispositiva se caracteriza por: a) subordinar su efecto


a la prevalencia de un pacto en contrario; y b) aunque no lo exprese, puede ser
excluida o modificada por los contratantes solo si, en primer término, la norma no está
dictada para proteger a una parte del contrato (que resultaría desprotegida en caso de
admitirse la libertad de pacto); en segundo lugar, los efectos de la norma pueden ser
repartidos entre las partes que desean el pacto en contrario; y por último, no
pretenden regular más intereses que los de las partes.

Aunque no se menciona en el art. 1258 CC, la publicidad constituye un elemento


fundamental a los efectos de integración de la reglamentación contractual. La
vinculación contractual no se limita a lo expresamente pactado y a los elementos
mencionados en el art. 1258 CC, sino que se proyecta también al contenido de la
publicidad efectuada por una u otra de las partes. Este criterio aparece reflejado en el
art. 61.2 TRLGDCU, que establece que:

“El contenido de la oferta, promoción o publicidad, las prestaciones propias de cada


bien o servicio, las condiciones jurídicas o económicas y garantías ofrecidas serán
exigibles por los consumidores y usuarios, aún cuando no figuren expresamente en el
contrato celebrado o en el documento o comprobante recibido y deberán tenerse en
cuenta en la determinación del principio de conformidad con el contrato”.

Sólo se excluye el caso en que las cláusulas del propio contrato sean más favorables al
consumidor que las publicitadas (art. 61.3 TRLGDCU).

La exigibilidad de las características incluidas en la oferta, promoción y publicidad


también se establecía en el art. 3.2 del Real Decreto de 21 de abril de 1989 sobre
información a suministrar en la compraventa y arrendamiento de vivienda.

En esta materia, inciden profundamente las modificaciones introducidas por la Ley


29/2009, de 30 de diciembre, por la que se modifica el régimen legal de la

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Competencia Desleal y de la Publicidad para la mejora de la protección de los
consumidores y usuarios.

Aunque estas normas se refieren a los contratos con consumidores y usuarios, el


criterio jurisprudencial tiene un sentido más general: fundamentalmente desde la STS
de 27 de enero de 1977 se ha admitido, como derivación de la buena fe, que la
publicidad era también un elemento integrador del contrato.

En consecuencia, si un promotor edita folletos publicitarios de un edificio en los


que incluye una zona comunitaria con piscina y jardines, aunque en los
contratos o en el título constitutivo del edificio no haga referencia a esos
elementos de esparcimiento y no existan en la realidad (o existan pero tengan
carácter privativo), los adquirentes, sean o no consumidores, podrán exigir al
promotor que la vivienda o el local disponga de esos servicios o sean
compensados por su inexistencia.

Una función muy importante del art. 1258 CC se plantea en los casos de condiciones
generales y cláusulas abusivas.

Las condiciones generales no incorporadas (art. 7 LCGC) o nulas (art. 8 LCGC) también
generan una laguna en la reglamentación contractual y se hace necesario colmarla.
Conforme al art. 10.2 LCGC, “[l]a parte del contrato afectada por la no incorporación o
por la nulidad se integrará con arreglo a lo dispuesto por el art. 1258 CC y disposiciones
en materia de interpretación contenidas en el mismo”. La remisión al art. 1258 CC para
la integración del contrato resulta plausible, pero no ocurre lo mismo con la remisión a
las reglas de interpretación, porque supone una cierta confusión del alcance de uno y
otro mecanismo.

Este mismo planteamiento se predicaba de las cláusulas abusivas, que son nulas y se
tienen por no puestas (art. 83.1 TRLGDCU), con lo que pueden generar una laguna en
la reglamentación contractual dispuesta por las partes. Para solventar ese problema, el
ant. art. 83.2 TRLGDCU imponía, con una cierta redundancia, que “[l]a parte del
contrato afectada por la nulidad se integrará con arreglo a lo dispuesto por el artículo
1258 del Código Civil y al principio de buena fe objetiva”. Pero, por aplicación de los
criterios jurisprudenciales comunitarios (STJUE de 14 de junio de 2012), la norma ha
sido modificada y se ha suprimido el segundo apartado, generándose la duda de la
determinación del modo de colmar la laguna contractual.

Por influencia de la práctica jurídica anglosajona, es frecuente que en los contratos de


cierta relevancia, especialmente de adquisición de empresas, se incluyan las
denominadas “manifestaciones y garantías” (“Representations & Warranties”). En los
sistemas inglés y estadounidense esta inclusión se explica por la falta de reglas legales
que completen los pactos de las partes: en este punto se aprecia el diferente alcance
de las normas dispositivas y de los criterios de integración.

Las expresiones utilizadas no deben confundirnos: no se trata en sentido técnico de


garantías que proporciona una parte a la otra. Una parte efectúa una manifestación o
declaración sobre un hecho o una circunstancia vinculado con el contrato y garantiza

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que lo manifestado es cierto a determinada fecha y, en su caso, lo seguirá siendo
durante un periodo.

Por ejemplo, que la sociedad objeto de la adquisición está debidamente constituída


que la sociedad ha cumplido regular y debidamente sus obligaciones fiscales; o que no
existen procesos judiciales o administrativos pendientes o abiertos contra la sociedad.

¿Qué consecuencias produce el incumplimiento de estas “manifestaciones y


garantías”? Normalmente, el propio contrato prevé un mecanismo para calcular un
reajuste del precio o el pago de una indemnización en caso de incumplimiento. La
principal función radica, pues, en asignar a la parte que efectúa esas manifestaciones
los riesgos previstos por ese conjunto de declaraciones, creencias o predicciones, con
independencia de que la otra parte los hubiera podido descubrir durante el proceso de
“due diligence”.

F. Gómez Pomar ha señalado los siguientes efectos positivos derivados de la inclusión


de cláusulas de manifestaciones y garantías:

a) Permite eliminar casi por entero el riesgo- de que la contingencia negativa se


considere única y meramente vicio oculto, con los consiguientes inconvenientes en
términos de plazos de caducidad y de limitación de los remedios a la estimatoria y la
redhibitoria, salvo que se pueda acreditar la mala fe del vendedor (art. 1486 CC).

b) Permite mitigar los riesgos de una “due diligence” poco efectiva.

c) Permite alejar el riesgo de que una contingencia negativa pueda considerarse no


afectante al objeto principal del contrato.

d) En caso de resultar aconsejable para el comprador la calificación de la contingencia


como vicio oculto y el sometimiento a su régimen, la inclusión de una manifestación y
garantía explícita del vendedor relativa a un evento o ircunstancia determinado puede
tener un doble efecto positivo para el interés del comprador: de un lado, eludir la
presunción de conocimiento del comprador experto “ex” art. 1484 “in fine” CC; de
otro, facilitar la prueba de que el vendedor debe ser equiparado a un vendedor de
mala fe.

e) Permite, por último, concretar alguno de los atractivos generales de la libertad


contractual, señaladamente el de adaptar la previsión de hechos y circunstancias
relevantes para las partes, y sus consecuencias jurídicas, a las preferencias de las
partes y a lo que, si no ha habido anomalías en el proceso de formación y expresión de
la libertad contractual, supone la creación de valor conjunto para las partes derivado
de la operación.

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5. LA EFICACIA DEL CONTRATO

5.1. Preliminar

En el planteamiento del Código Civil, el contrato es identificado como una de las


fuentes de las obligaciones (art. 1089 CC). De acuerdo con esta perspectiva, cabría
pensar que, en lo que se refiere a los efectos del contrato, bastaría con remitirnos a lo
ya apuntado respecto a las relaciones obligatorias.

La regla básica en nuestro sistema es que el contrato sólo tiene efectos jurídico-
obligatorios (crea, modifica o extingue relaciones obligatorias). Como se desprende del
art. 609.III CC, no tiene, en cambio, por regla general, efectos jurídico-reales (la
transmisión de la propiedad, por ejemplo, no se produce con el mero contrato).

Sin embargo, este planteamiento, sin ser falso, resulta manifiestamente incompleto. El
contrato impone una vinculación entre las partes y diseña entre las mismas una
reglamentación que presidirá en adelante su comportamiento.

Téngase en cuenta que, como se desprende del art. 1258 CC, la reglamentación
contractual no se limita a aquello que las partes expresamente han acordado 41, sino
que se conforma a través de otros elementos y factores. Los extremos que configuran
esa reglamentación contractual son, jerárquicamente estructurados, los siguientes:

1) Las normas imperativas.


2) Las reglas derivadas de la autonomía privada de las partes.
3) Las normas dispositivas, los usos y los criterios derivados de la buena fe
contractual.

Por ello, resulta más apropiado el planteamiento que, siquiera con una expresión más
gráfica que precisa, recoge el art. 1091 CC, al establecer que “[l]as obligaciones que
nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben
cumplirse al tenor de los mismos”. Este art. 1091 CC consagra con claridad que el
efecto primordial del contrato es el establecimiento de un vínculo jurídico, por el que
las partes deben observar el contenido de esa reglamentación contractual.

5.2. La eficacia básica del contrato: la vinculación de las partes.

Como consecuencia inmediata del contrato, las partes deben observar un determinado
comportamiento, en función de la reglamentación contractual42. Por consiguiente,
surge para las partes un deber de respeto u observancia del contrato. Ello no sólo
significa que cada parte debe ajustar su comportamiento a lo previsto en el contrato,
sino que, en caso de no proceder de ese modo, la otra parte dispondrá de una
pretensión para exigir el cumplimiento de esa reglamentación contractual.

41
Art. 6:102 PECL.
42
Art. 1.3 Principios UNIDROIT.

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Por ejemplo, en caso de que el depositario no restituya al depositante la cosa
depositada cuando éste se la pida, tal y como le impone el art. 1766 CC, el depositante
podrá interponer una demanda contra el depositario exigiendo el cumplimiento de lo
previsto en el contrato.

La eficacia del contrato significa que el mismo despliega las consecuencias jurídicas
que le son propias y que le ha asignado el ordenamiento, en función de sus
características causales.

La vinculación entre las partes derivada del contrato implica que como regla general
no puede ser suprimida por voluntad de una sola de las partes del contrato. Este
criterio se confirma en la medida que dejar en manos de una de las partes el
mantenimiento de la vigencia del contrato sería contrario a la interdicción de la
arbitrariedad, que se prevé en el art. 1256 CC, al decir que “[l]a validez y el
cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al arbitrio de uno de los
contratantes”. Ni siquiera un órgano judicial puede ignorar el vínculo contractual.

Ahora bien, este criterio general de irrevocabilidad de la vinculación contractual no


rige en dos supuestos:

- cuando las partes de común acuerdo, consienten en dar por extinguido el


vínculo contractual (mutuo disenso).

Recuérdese que el contrato no sólo constituye relaciones obligatorias, sino que


también puede extinguirlas.

- cuando, excepcionalmente, se admite la relevancia de la voluntad unilateral,


tratándose de relaciones de duración indefinida o basadas en la confianza, o de
relaciones en que se pretende proteger especialmente a una de las partes.

Por ejemplo, el contrato de mandato puede extinguirse por revocación del mandante a
su voluntad (art. 1732 CC). Y se reconoce un derecho de desistimiento en favor de los
consumidores en determinadas relaciones contractuales.

5.3. La eficacia básica del contrato: la relatividad del contrato.

Como lógica consecuencia de la consideración del contrato como acto de autonomía


privada, el contrato limita sus efectos a las partes que lo otorgan y no afecta a
terceros.

Si el contrato afectara a personas distintas de sus autores, dejaría de ser una


manifestación de autonomía privada, y pasaría a ser una regla heterónoma.

Dice la STS de 19 de junio de 2006 que el art. 1257 CC ”establece el principio general
de acuerdo con el que los contratos sólo producen efecto entre las partes que los
otorgan, de modo que «en general no puede afectar lo estipulado en todo contrato a

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quien no intervino en su otorgamiento» (STS de 23 julio 1999, así como la de 9
septiembre 1996). Por ello, «si el contrato es considerado como una manifestación de
la autonomía privada en orden a la reglamentación de los propios intereses, resulta
claro que dicha reglamentación ha de afectar, en línea de principio tan sólo a la esfera
jurídica de sus autores, porque sólo respecto de ellos por hipótesis la autonomía
existe»”.

Los efectos del contrato sólo se proyectan como regla general en la esfera jurídica de
quienes son partes del mismo. Con meridiana claridad, éste es el principio sentado por
el art. 1257.I CC: “[l]os contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan
y sus herederos…”. Lógicamente, ello exige distinguir quién merece la consideración
como parte de un contrato y quién no.

Podemos considerar como partes del contrato:

a) A las personas que lo han otorgado, es decir, las que han emitido las
declaraciones de voluntad o han realizado los comportamientos constitutivos
del negocio, siendo además titulares de los intereses reglamentados por el
contrato. En caso de que el contrato se realice mediante representante, parte
del contrato es el representado o “dominus negotii”.
b) A los herederos de los otorgantes, por cuanto los herederos ocupan el lugar
que en las relaciones contractuales ostentaban sus causantes (arts. 659 y 660
CC). El propio art. 1257.I CC establece como excepción a esa vinculación de los
herederos que “los derechos y obligaciones que proceden del contrato no sean
transmisibles, o por su naturaleza, o por pacto, o por disposición de la ley”.
c) A los que, mediante cesión o subrogación, pasan a ocupar la posición de parte
del contrato.

El principal problema se plantea en cuanto a las personas que han adquirido un bien o
derecho de la persona que era parte del contrato, pero sin que produjera
expresamente cesión o subrogación en el contrato (causahabientes).

Por ejemplo, Cristina, que había reparado su moto en el taller de Carlos, la vende
después a Carolina. La reparación, como desgraciadamente comprueba más tarde
Carolina, fue realizada muy defectuosamente. ¿Puede Carolina dirigirse directamente
contra Carlos, por incumplimiento contractual, a pesar de que no fue parte en el
contrato de obra (la reparación) que vinculaba a Cristina y Carlos?

Como regla general, cabe entender que los causahabientes no quedan vinculados por
el contrato anterior (no pueden reclamar su cumplimiento, pero tampoco se puede
reclamar contra ellos), por aplicación del principio de relatividad de los contratos.

Con carácter demasiado general dice la STS 13 de febrero de 1997, “[e]l principio de la
relatividad de los contratos, en cuanto a sus límites subjetivos, ha sido mitigado en su
rigidez por la doctrina de esta Sala, al admitir que las obligaciones y los derechos
dimanantes de los mismos transciende a los causahabientes de uno de los
contratantes a título particular por actos «inter vivos» que se introducen en la relación
jurídica creada, mediante negocio posterior celebrado con el primitivo contratante”.

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Ahora bien, es preciso tener en cuenta que esta regla general conoce dos excepciones,
de diverso alcance:

- Por un lado, en determinados supuestos, se prevé legalmente la vinculación del


causahabiente a las relaciones contractuales de la persona de quien deriva su
posición (por ejemplo, quien adquiere un inmueble sometido a la legislación
arrendaticia urbana o rústica puede verse obligado a respetar el contrato
celebrado por su transmitente)
- Por otro lado, sin demasiada claridad, la jurisprudencia admitió que el
adquirente de una finca reclamara contra el contratista por los vicios de la
construcción, a pesar de que en el contrato de obra eran parte el contratista y
el promotor (esta posibilidad ya aparece ahora legalmente prevista en la Ley
38/1999, de 5 noviembre, de Ordenación de la Edificación).

5.4. La eficacia del contrato respecto a los terceros.

La noción de tercero en cuanto a los efectos del contrato puede tener un doble
sentido:

a) En sentido amplio, será tercero toda persona que no sea parte del contrato. Se
trata de una noción absolutamente negativa y carente de relevancia por su
extraordinaria amplitud.
b) En sentido estricto, será tercero toda persona que entra en relación con un
contrato o con quienes son parte del mismo, sin ser parte de dicho contrato.

Conviene observar que también son terceros las personas presentes en el acto de
celebración del contrato que no sean parte contractual, como los testigos o el Notario
autorizante.

El principio de relatividad del contrato supone que el contrato no despliega ninguna


eficacia en la esfera jurídica de los terceros. Esta regla puede extraerse del art. 1257.I
CC, que, al establecer la eficacia contractual respecto de las partes y sus herederos,
implícitamente niega que pueda afectar a otras personas.

Esta relatividad de los efectos del contrato suele expresarse con máximas jurídicas
como “res inter alios acta” o “aliis nec nocet nec prodest”.

Indica la STS de 26 de mayo de 1995, que “los contratos sólo producen efecto entre los
que los otorgan y sus herederos y frente a terceros constituyen «res inter alios acta»,
lo que implica que, en principio, no actúan ni en su contra ni en su beneficio, si bien no
cabe desconocer que producen efectos reflejos, con eficacia jurídica indirecta para
ellos --los terceros-- sí los conocen, lo que en aras de la buena fe, le impide celebrar
con alguna de las partes otro contrato que resulte incompatible o frustre el fin
pretendido con el primer contrato, siendo de respetar igualmente la apariencia del
tráfico jurídico”.

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Ahora bien, este principio de relatividad no puede ignorar que, en algunos casos, la
interdependencia de las relaciones jurídicas, que es característica del tráfico actual,
supone la repercusión de ciertos contratos en terceros. No siempre esa repercusión
tendrá la misma intensidad, ni se someterá a los mismos requisitos. ¿En qué casos
puede llegar a plantearse esa repercusión contractual en quienes no fueron parte del
mismo?

a) Concurrencia de varios acreedores sobre un mismo patrimonio. Es evidente


que la posibilidad de satisfacción plena de los créditos que una persona ostenta
dependerán de los créditos que otras personas ostenten contra el mismo
deudor, en virtud de relaciones contractuales independientes.

b) Doble venta (art. 1473 CC). Uno de los dos compradores verá incumplido su
contrato precisamente por el cumplimiento de un contrato del que no es parte.

c) Sucesión de trasmisiones “inter vivos” de derechos reales. Puede acontecer


que se pierda la propiedad sobre un determinado objeto porque sea anulado o
resuelto el contrato por el que lo había adquirido la persona que lo había
transmitido.

d) Contratos conexos. En caso de subcontrato, las vicisitudes del contrato base


repercutirán en las del subcontrato, a pesar de que una de las partes de éste
nada tiene que ver con el contrato base.

e) Asunción de garantías. El garante no es parte del contrato garantizado (arts.


1822 y 1823 CC) y, sin embargo, las vicisitudes de dicho contrato le afectan de
forma clara: por ejemplo, el incumplimiento del afianzado implica su obligación
de cumplir la deuda.

De todo ello resulta que, más matizadamente, el efecto vinculante se produce sólo
entre las partes, pero los terceros no pueden ignorar que se ha producido el contrato:
el contrato es, en principio, oponible a terceros. Esa oponibilidad requiere la certeza
de su existencia y su publicidad (arts. 1227, 1230, 1280, 1526 y 1865 CC).

Como decía la STS de 1 de abril de 1977, “el principio de la relatividad de los contratos,
que se suele enunciar brevemente proclamando que las convenciones sólo producen
efecto entre las partes contratantes, y no perjudican ni benefician a los terceros, es
mucho más complicado de lo que su formulación aparenta, puesto que la palabra
«tercero» adolece de gran imprecisión, ya que no sólo excluye a los contratantes
mismos y a las personas representadas por ellos, sino que, además, según nuestro
Código Civil excluye también a los herederos de los que los otorgan, es decir, a los
causahabientes, bien a título universal, bien a título singular --legado, compraventa,
donación-- por lo que únicamente quedan marcados de la eficacia de los contratos los
terceros que son completamente extraños a los contratantes, o sea, los llamados
«penitus extranei»; consiguientemente, y por virtud de la regla «nemo plus juris ad
alium transferre potest quam ipse habet», el causahabiente a título particular está
ligado por los contratos celebrados por el causante de la transmisión con anterioridad
a ésta, siempre que influyan en el contenido del derecho transmitido”.

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5.5. El contrato en favor de tercero43.

El art. 1257.II CC contempla, aunque de manera insuficiente, el llamado "contrato en


favor de tercero", es decir, el que da lugar al nacimiento de un crédito en favor de
persona distinta de las partes44.

No entran en esta categoría el beneficio obtenido por un tercero de un contrato al que


es ajeno (por ejemplo, obligación contractual de no edificar respecto a un sujeto, pero
que beneficia a todos los vecinos), o la prestación en favor de tercero que carece de
derecho para reclamarla (por ejemplo, la serenata para la novia).

Se trata por tanto de aquel supuesto de hecho en que una persona (estipulante)
contrata con otra (promitente), que este último realice una prestación a favor de un
tercero, llamado beneficiario. Hay que resaltar que este esquema puede responder a
cualquier tipo negocial. No es una concreta categoría contractual, sino que se puede
aplicar a una pluralidad de contratos (seguros, renta vitalicia, transporte, alimentos,
etc.).

Por ejemplo, en un seguro de vida se designa como beneficiario al hijo del asegurado;
se constituye en una entidad financiera una renta vitalicia por una persona en favor de
su esposa; se envía un paquete a portes pagados desde Valencia a Santander; un padre
celebra un contrato de alimentos para que una empresa especializada preste
asistencia a su hijo con discapacidad.

Dos son las principales consecuencias que se derivan del art. 1257.II CC. Por un lado,
permite despejar cualquier asomo de duda acerca de la admisibilidad de la categoría.
Por otro, precisa la transcendencia del consentimiento del beneficiario. Menor
relevancia hay que darle, en cambio, a la referencia a que se trate de “alguna
estipulación” del contrato: nada impide que la totalidad de las prestaciones beneficien
al tercero.

En la STS de 23 de octubre de 1995, una sociedad cede una finca suya a otra entidad, a
cambio de que ésta proceda a su urbanización y construcción a sus expensas. En el
contrato se estipula a favor de los terceros (los socios de la sociedad cedente) un
derecho a percibir en metálico u obra edificada 15% de los beneficios obtenidos por la
construcción proyectada.

La perfección del contrato en favor de tercero requiere el consentimiento del


promitente y del estipulante. Y desde ese momento es exigible la prestación en favor
del tercero. No es necesario para la perfección de ese contrato el consentimiento del
beneficiario. No se trata, pues, de un negocio trilateral.

43
LECTURA COMPLEMENTARIA: K. Lyczkowska, “Terceros en el contrato: análisis del casos del art. 1257
II CC”, Aranzadi Civil, 2008, núm. 6, pgs. 2227 y ss.
44
Art. 6:110 PECL; y art. 5.2.1 Principios UNIDROIT.

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Entonces, ¿qué sentido tiene el consentimiento del beneficiario, al que alude el art.
1257.II CC? La aceptación del beneficiario actúa como límite a la facultad de
revocación de la estipulación en su favor: una vez producida esa aceptación, ya no
puede revocarse. La aceptación se configura como una declaración de voluntad
unilateral y recepticia que debe ser puesta en conocimiento del promitente, y que
nada impide sea también comunicada al estipulante.

Entre promitente, estipulante y beneficiario pueden verificarse las siguientes


relaciones:

a) Relación de cobertura (relación entre estipulante y promitente). Son los efectos


típicos del contrato celebrado, aunque la prestación sea a favor del beneficiario.

Hasta la aceptación del beneficiario, el promitente y el estipulante pueden modificar


(por ejemplo, designando otro beneficiario, que puede ser el propio estipulante) o
extinguir el contrato. Tras la aceptación del beneficiario, el promitente y el estipulante
ya no pueden incidir en el derecho del beneficiario.

b) Relación causal o de valuta (relación entre estipulante y beneficiario). Esta relación


explica por qué el estipulante desea favorecer al beneficiario: puede ser una “causa
donandi”, una “causa credendi” o una “causa solvendi”. Esta relación no afecta al
promitente, pero determina las consecuencias que el negocio producirá entre el
estipulante y el beneficiario (por ejemplo, en caso de “causa donandi”, se aplicará el
régimen de donaciones).

c) Relación entre promitente y beneficiario. La principal consecuencia de la


estipulación en favor de tercero es que el beneficiario puede exigir al promitente el
cumplimiento de la prestación. Se hace necesario identificar qué excepciones puede
alegar el promitente frente a la reclamación del beneficiario. El promitente puede

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oponer eficazmente las excepciones derivadas de las condiciones objetivas del derecho
del beneficiario y las derivadas del contrato mismo del que el beneficiario deriva su
derecho. En cambio, no son oponibles las excepciones derivadas de cualquier otra
relación entre promitente y estipulante y las derivadas de la relación entre beneficiario
y estipulante.

5.6. El contrato para persona que se designará45.

Esta modalidad carece de regulación en el Código Civil, aunque ha tenido una cierta
difusión en el tráfico jurídico, sobre todo el relativo a la compraventa inmobiliaria.

La STS de 21 de noviembre de 1997 habla de “un contrato atípico, que ha surgido con
gran énfasis en la vida comercial y económica actual, con el fin de evitar operaciones
reduplicadas y sobre todo para evitar o soslayar diversas actuaciones impositivas”.

Esta modalidad tuvo cierta difusión en las subastas judiciales, donde el bien puede
adjudicarse al ejecutante con reserva de cesión del remate (art. 647.3 LEC). Dice la STS
de 16 de junio de 2008 que “[e]sta modalidad de contrato, prevista expresamente en
alguna de las legislaciones cercanas a la nuestra […] no está regulada en nuestro
Código Civil, lo que no significa que no sea permitida por su art. 1255 […], tanto mas si
variantes de la misma se han consolidado en el proceso de ejecución –arts. 647.3 de la
vigente Ley de Enjuiciamiento Civil y 1499.3 de la de 1.881 –“.

Se considera “contrato para persona que se designará” aquel supuesto de hecho en


que una persona (estipulante) se reserva la facultad de elegir (“electio”), dentro de un
plazo, a un tercero que lo sustituya en su posición contractual, quedando vinculado
con la otra parte del contrato (promitente), y desligado el estipulante.

Tres amigos deciden arrendar un local para instalar un negocio. Pretenden constituir
una sociedad limitada para gestionar la empresa, pero aún no han concluido los
trámites. Para asegurar el local, aunque no puedan ocuparlo hasta pasados unos
meses, celebran inmediatamente el contrato de arrendamiento a nombre de los tres,
reservándose la posibilidad de que el contrato definitivo se otorgue a nombre de la
sociedad limitada.

La RDGRN de 11 de junio de 2015 indica que “[c]on base en ese principio de libertad
contractual, la doctrina científica y la jurisprudencia […] admiten que las partes
incluyan en el contrato –normalmente de compraventa– la cláusula «para persona por
designar», de suerte que uno de los contratantes –estipulante– se reserva la facultad
de identificar, en un momento posterior, a un tercero, por el momento indeterminado,
para que ocupe su posición en la relación contractual, quedando aquél desligado de la
misma con eficacia retroactiva. Desde el momento de la celebración del contrato
queda establecida la relación contractual entre el promitente –vendedor– y el
estipulante –comprador– y solo efectuada la designación de tercero sustituye este al
elector como si nunca hubiera intervenido. Se trata de un contrato caracterizado

45
LECTURA COMPLEMENTARIA: J.R. de Verda, “Reflexiones sobre el momento de la perfección y la
invalidez del contrato celebrado en favor de persona que se designará: a propósito de la sentencia del
Tribunal Supremo de 2 de marzo de 2007”, Revista Jurídica del Notariado, 2008, núm. 68, pgs. 507 y ss.

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porque una de las partes queda identificada alternativamente: el estipulante o la
persona que él designe. Y se diferencia del denominado contrato en favor de tercero al
que se refiere el párrafo segundo del art. 1257 CC porque en esta modalidad
contractual típica el tercero favorecido adquiere un verdadero derecho sin haber
intervenido en el contrato ni convertirse en parte contractual. Aunque el denominado
«contrato para persona por designar» o «contrato para persona que se designará» no
se regula en el Código Civil, apareció ya en los siglos XIV y XV (en Francia e Italia,
respectivamente) para ahorrar en el pago de tributos feudales y favorecer la
contratación mercantil; y actualmente es una categoría recogida, por ejemplo, en el
Derecho foral («Contrato con facultad de subrogación» –ley 514 de la Compilación del
Derecho Civil Foral de Navarra–), en el «Codice civile italiano» («contratto per persona
da nominare» –artículos 1401 a 1405–) o en el Código Civil portugués («contrato para
pessoa a nomear» –artículos 452 a 456–). Asimismo, una variante de la figura se ha
consolidado en el proceso de ejecución, al admitirse en las subastas públicas las
posturas reservándose la facultad de ceder el remate a un tercero (art. 647.3 de la
vigente Ley de Enjuiciamiento Civil)”.

Este esquema puede responder a cualquier tipo negocial, siempre que sea admisible la
sustitución. No es tampoco, como el contrato en favor de tercero, una categoría
contractual concreta, sino un esquema aplicable a una diversidad de relaciones
contractuales, aunque habitualmente se emplea en contratos de compraventa.

Dice la STS de 2 de marzo de 2007 que se trata “no de un contrato propio de


compraventa, sino del negocio jurídico que en la doctrina y legislación extranjera
(Código Italiano, art. 1404), y foral (Compilación navarra, ley 514 --"contrato con
facultad de subrogación"--), se conoce con el nombre (por ser incardinable entre
aquéllos a los que por la primera se les llama de "transmisión o traspaso de alguno de
los sujetos iniciales de la relación jurídica negocial") de "contrato per persona
nominando", o de "designación de un tercero" con el que se perfeccionará el mismo, y
dado que es clara dicha figura, en Derecho procesal (LEC’1881, art. 1499), puesto que
tiene significación específica en las "cesiones de remate" realizadas en las "subastas
públicas" de bienes embargados al deudor, con una finalidad concreta (permitida en su
momento en la ley), de evitar una doble imposición tributaria, caso de considerarse
dos ventas sucesivas; finalidad trasladada, con la admisión de esta figura […] a las
compraventas de viviendas, principalmente por las promotoras inmobiliarias a los
particulares, antes o durante su construcción, principalmente, facilitando así una
especie de financiación particular de la edificación: igualmente se produce esta figura
en la adquisición de automóviles nuevos a concesionarios de marcas, en lo
fundamental, con entrega a éstas, como parte del precio, del anterior vehículo, usado,
del comprador”.

La perfección del contrato se produce con el consentimiento del estipulante y del


promitente, sin que en ese momento sea necesario el consentimiento de la persona
que se designará en un momento posterior.

Es importante resaltar que no existen dos contratos sucesivos, sino un solo contrato
con contratantes alternativamente determinados que produce un “iter” contractual
con dos fases, la anterior a la “electio” y la posterior, con arreglo al siguiente esquema.

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Estipulante Promitente

Ejercicio
de la “electio”

Persona
Promitente
designada

La “electio”, que es el acto por el que el estipulante designa la persona que le sustituye
en el contrato, debe comunicarse al promitente y contar con el consentimiento de la
persona designada. Debe efectuarse en el plazo pactado y, en cualquier caso, antes del
cumplimiento del contrato.

La falta de ejercicio de la “electio” supone la definitiva vinculación del estipulante. El


ejercicio de la “electio” supone la vinculación de la persona designada y la
desvinculación del promitente.

5.7. Contrato con promesa del hecho de un tercero.

Carente de regulación en el Código Civil, el contrato con promesa del hecho de un


tercero es aquel contrato en la cual una de las partes contratantes (promitente) se
obliga frente a la otra (promisario) a que un tercero entregue alguna cosa o preste
algún servicio. Esta modalidad ha gozado de cierta difusión por la frecuencia con la que
los profesionales actúan a través de fórmulas societarias.

Por ejemplo, una empresa desea contratar los servicios de un consultor, Luis
Vidaurreta Ximénez, y éste le indica que contrate con la mercantil Luis Vidaurreta
Ximénez, S.L. En el contrato se establece que los servicios de consultoría serán
prestados de forma directa y personal precisamente por Luis Vidaurreta Ximénez.

LA SAP de Barcelona de 24 de noviembre de 2000 define la promesa del hecho de


tercero como “contrato atípico en nuestro ordenamiento positivo, por el que el
promitente asume frente al promisario el riesgo de que el tercero no cumpla,
garantizando al acreedor que su interés será satisfecho, lo que coincide con la
previsión contenida en el art. 1381 del Código italiano...”.

El promitente asume frente al promisario el riesgo de que el tercero no cumpla, pero el


promitente no actúa como representante del tercero (porque entonces ese tercero no
sería tal, sino que sería parte del contrato) y tampoco se compromete a realizar la

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prestación en lugar del tercero. La prestación del promitente constituye, pues, una
prestación de garantía.

En cuanto a los efectos de la promesa, pueden señalarse dos fases distintas. Antes de
que el tercero acepte cumplir lo prometido, el promitente soporta el riesgo de que el
tercero rehuse. Después de la aceptación del tercero, el promitente queda liberado de
su obligación.

Una amplia exposición de la figura puede verse en la SAP de Pontevedra de 30 de


mayo de 2001. Define la promesa del hecho de tercero como “aquella estipulación en
la cual una de las partes contratantes se obliga frente a la otra a que un tercero no
interviniente en el contrato, entregue alguna cosa o preste algún servicio --en el caso
enjuiciado, cada una de las partes se obliga frente a la otra a que los terceros
concurrieran con ellas a la constitución de la sociedad--. En el Derecho Romano dicha
estipulación se consideró nula en virtud de la idea de que la obligación constituye una
restricción de la libertad, por lo cual el obligado sólo podía someter su propia
conducta. Sin embargo, en el Derecho Común, por la gran influencia que sobre esta
materia ejerció el Derecho Canónico, se admitió la validez de la promesa del hecho
ajeno, sobre todo a través del refuerzo del juramento mediante el cual podía hacerse
eficaz una promesa que no fuera ilícita o inmoral. A partir de este momento no se
discute ya la validez de la figura --en nuestro ordenamiento jurídico, su validez se
puede sustentar con claridad en lo establecido en los arts. 1088, 1089, 1091, 1254,
1255 y 1271 CC--, sino la determinación del contenido de la misma y en particular de la
obligación del promitente. Esta obligación del promitente puede configurarse -- de
hecho se configura- como una obligación de hacer que, como es sabido, consiste
siempre en un determinado comportamiento o en un determinado despliegue de
energía llevado a cabo por el deudor. Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que dentro
de las obligaciones de hacer, la doctrina distingue dos tipos diversos, según que lo
comprometido por el deudor (promitente) y aquello a lo que el acreedor tiene derecho
estribe o no en la consecución de un determinado resultado, hablándose en el primer
caso, de una "obligación de resultado», y en el segundo, de una "obligación de
actividad», «de diligencia» o "de medios» --istinción ésta, de gran trascendencia
práctica, pues mientras en los supuestos de obligación de actividad, el deudor
compromete únicamente su esfuerzo y por consiguiente cumple cuando este esfuerzo
ha sido desarrollado, en los supuestos de obligación de resultado, el deudor
compromete no solo su actividad, sino también el resultado que ha de obtenerse de
ella, por lo que solo habrá cumplimiento cuando tal resultado se consiga-. Teniendo
presente esta distinción, y habida cuenta que, como ha argumentado la doctrina
científica, de calificarse la prestación del promitente como de simple actividad, aparte
de la imprecisión en que queda esta prestación, se produce un evidente
desconocimiento del derecho del acreedor --cuyo interés no queda satisfecho con la
pura actividad del promitente, sino con el resultado de la misma-; ha de configurarse,
finalmente, la prestación del promitente en estos supuestos, siguiendo, asimismo, a la
más prestigiosa doctrina científica, como una obligación de resultado. Esta
configuración determina que la obligación del promitente quedará cumplida cuando el
tercero acepte cumplir, es decir, acepte entregar la cosa o prestar el servicio contenido
en la estipulación --en el caso enjuiciado, concurrir con las contratantes a la
constitución de la sociedad--; y habrá incumplimiento cuando tal aceptación no llegue
a realizarse, en cuyo caso, y de conformidad con lo establecido en el art. 1101 CC, el
promitente quedaría sujeto a la indemnización de los daños y perjuicios causados al
promisario. En definitiva, en virtud de este tipo de estipulaciones, el promitente se

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obliga frente al promisario, a procurar el hecho del tercero y subsidiariamente a
indemnizar los daños y perjuicios que se produzcan en el caso de que el tercero no
cumpla; lo que, al mismo tiempo, viene a determinar, como señala la doctrina
científica más prestigiosa que la prestación del promitente se configure, además, como
una prestación de garantía, ya que el promitente lo que en definitiva asume frente al
promisario es el riesgo de que el tercero no cumpla, asegurando a aquél --acreedor o
promisario-- que su interés será satisfecho. Por tanto, los efectos de la denominada
"promesa del hecho de un tercero” pueden contemplarse desde dos puntos de vista o
desde dos fases distintas: antes y después de que el tercero acepte cumplir lo
prometido. Antes de que el tercero acepte, el promitente soporta el riesgo de que
aquél rehuse y solamente queda liberado en los casos de incapacidad o muerte del
tercero. Cuando el tercero acepta cumplir, el promitente queda liberado de su
obligación”.

5.8. El contrato en daño de tercero.

Se habla de contrato en daño de tercero para identificar aquellos supuestos en que la


celebración de un contrato perjudica a una persona (tercero) que no es parte del
mismo.

Para evitar que una pequeña empresa informática pueda, gracias a un novedoso
programa, obtener una posición de importancia en el mercado, otra empresa se dirige
a todos los que habían adquirido ese producto, ofreciéndoles un producto similar, pero
de menor calidad, a un precio muy inferior, y otras ventajas comerciales.

Dice la STS de 11 de octubre de 2013 que “nos encontramos ante la figura del
denominado contrato en daño de tercero en la que ambos contratantes concertaron
su voluntad negocial con el específico propósito de perjudicar la adquisición del primer
comprador, no inscrita, mediante la realización de una segunda venta que
formalmente posibilitase su inscripción registral. Desde esta perspectiva o calificación
jurídica, cuando el propósito de las partes se concierta en orden a ocasionar un daño,
el contrato indisolublemente presenta una causa ilícita constitutiva de causa torpe
(art. 1306 CC) que acarrea su nulidad. Nulidad o ineficacia estructural que no solo
puede ser ejercitada en toda su extensión por el tercero perjudicado, sino que también
se diseña con un régimen específico en orden al efecto restitutorio que provoca la
nulidad y a la posible eficacia obligacional resultante, de forma que se excepciona la
primera (ninguno de los contratantes podrá repetir lo que hubiese dado o entregado),
y se anula la segunda (ninguno de los contratantes podrá reclamar el cumplimiento de
la contraprestación ofrecida), art. 1306, regla 1ª; ente otras, SSTS de 25 de enero de
2013 y 25 de febrero de 2013”.

No se trata, evidentemente, de una modalidad contractual, sino una patología


contractual. Pero para que pueda hablarse contrato en daño de tercero debe darse
una lesión inmediata y directa de los derechos del tercero, sin que baste con que un
contrato cause efectos desfavorables a un tercero.

Ciertamente, si en el local contiguo a un pequeño establecimiento de frutería, se


instala una cadena de supermercados, con unos precios y calidades mejores a los de
ese establecimiento, el titular del establecimiento resultará perjudicado por el

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contrato que ha permitido la instalación de esa cadena, pero no se lesiona derecho
subjetivo alguno.

A la hora de determinar las consecuencias jurídicas del contrato en daño de tercero, es


necesario distinguir dos hipótesis:

a) Si la finalidad de causar un daño a tercero es común a ambas partes del


contrato, nos hallamos ante un supuesto de causa ilícita, que supone la nulidad
de dicho contrato. Esa nulidad puede ser instada por el tercero perjudicado.
b) Si la finalidad de causar un daño a tercero sólo concurre en una de las partes,
siendo desconocida para la otra, causalmente el contrato es válido, pero no
puede descartarse que el contrato en daño a tercero sea nulo por contradicción
con una norma imperativa, especialmente las que tutelan la competencia (Ley
3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal; y Ley 15/2007, de 3 de julio,
de Defensa de la Competencia).

La posición del tercero perjudicado difiere en función de si estaba previamente


vinculado, o no, con alguna de las partes del contrato celebrado con la finalidad de
perjudicarle:

a) Si el tercero perjudicado y uno de los contratantes eran partes de otro


contrato, el tercero podrá dirigirse contra el contratante con el que se hallaba
vinculado, por responsabilidad contractual (art. 1101 CC) y contra el otro
contratante, por responsabilidad extracontractual (art. 1902 CC).

Recuérdese que conforme al art. 14.1 de la Ley 3/1991, de 10 de enero, de


Competencia Desleal, “[s]e considera desleal la inducción a trabajadores, proveedores,
clientes y demás obligados, a infringir los deberes contractuales básicos que han
contraído con los competidores”.

Doña Eva compra un piso en construcción a BELADAR. BELADAR alegaba imposibilidad


de construcción de los pisos por causa de fuerza mayor y consideró resuelto ese
contrato. BELADAR trasmite los terrenos donde se iba a construir, sin cargas y sin
referencia alguna a los contratos privados de compraventa, a MASAL. La STS de 26 de
junio de 2012 indica que, al otorgarse el contrato entre BELADAR y MASAL en daño de
tercero, son “oponibles los contratos de compraventa de los actores al tercero que los
conocía cuando se subroga en la posición de BELADAR […], generando con ello un
perjuicio a los actores en cuanto acreedores, debiendo aplicarse los arts. 1295 y 1298
por expreso reenvío del art. 1124 CC”.

b) Si el tercero perjudicado no tenía vinculación contractual con ninguno de los


contratantes, puede reclamar, con fundamento en la responsabilidad
extracontractual contra ambos contratantes (art. 1902), cuya responsabilidad
será solidaria.

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5.9. El subcontrato.

El subcontrato es el contrato dependiente de otro anterior de su misma naturaleza, en


el que uno de los contratantes, en vez de asumir o disfrutar personalmente las
prestaciones derivadas del contrato, acuerda con un tercero la asunción el disfrute de
esas prestaciones, tanto en lo que se refiere a derechos como obligaciones, sea total sea
parcialmente.

Con carácter general, el Código Civil no regula el subcontrato, pero no desconoce la


figura por cuanto existen diferentes aplicaciones del mismo en relación con diversos
tipos de contrato. Podemos encontrar casos de subcontrato en relación con el
arrendamiento de cosas (arts. 1550, 1551 y 1552 CC), el contrato de obra (art. 1597
CC; esta problemática ha dado lugar incluso a la Ley 32/2006, de 18 de octubre,
reguladora de la Subcontratación en el Sector de la Construcción) y el mandato (arts.
1721 y 1722 CC). De gran transcendencia práctica son los casos de subcontrato
previstos en la legislación arrendaticia: arrendamiento de vivienda (art. 8 LAU),
arrendamiento para uso distinto del de vivienda (art. 32 LAU) y arrendamiento rústico
(art. 23 LAR).

Por ejemplo, un empleado de banca arrienda una vivienda con tres habitaciones, y
subarrienda dos de esas habitaciones a unos estudiantes. El arrendamiento de vivienda
se celebra entre el empleado de banca (como arrendatario) y el propietario (como
arrendador); y el subarriendo entre el empleado de banca (como subarrendador) y los
estudiantes (como subarrendatarios).

La característica principal del subcontrato estriba en que genera una nueva relación
contractual, manteniendo el contrato entre las partes originarias, a diferencia de la
cesión de contrato que, como veremos, supone la transferencia de una posición
contractual, con lo que se sustituye a una de las partes originarias.

El esquema del subcontrato puede describirse como sigue:

Contratante A Contratante B

Prestación

Contratante B Contratante C

Prestación

Subcontrato

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El problema fundamental que se plantea en torno al subcontrato estriba en
determinar las consecuencias que las vicisitudes del subcontrato puede tener en el
contrato originario, y viceversa.

Con carácter general, debe decirse que el contrato originario es inmune a las
vicisitudes del subcontrato. La extinción del subcontrato no afecta a la vigencia del
contrato originario. En cambio, las vicisitudes del contrato originario sí afectan al
subcontrato en la medida que éste depende de aquél.

Si el contrato entre el propietario del piso y el empleado de banca se resuelve, los


estudiantes carecen de una pretensión al mantenimiento en el uso de las habitaciones
que tenían alquiladas.

¿Hasta qué punto es admisible que quienes no son parte del mismo contrato puedan
dirigirse una contra otra? ¿Puede quien no es parte del contrato originario reclamar
contra quien sólo es parte de ese contrato? En algunos supuestos, se admite el
ejercicio de la acción directa (arts. 1552, 1597 y 1722 CC), aunque no se considera
posible su aplicación analógica a otros casos. En cualquier caso, los interesados
siempre podrán hacer valer sus derechos a través de la acción subrogatoria (art. 1111
CC).

Si el empleado de banca deja de pagar la renta, el propietario no puede, en principio,


exigírsela a los estudiantes, a pesar de que estos le adeuden al empleado la renta por
las habitaciones.

En relación con el art. 1597 CC, la STS de 31 de diciembre de 2002 señala que “el
subcontrato constituye un contrato independiente y autónomo, que genera relaciones
jurídicas entre las partes que en ellos interviene, el subcontratante y subcontratista,
salvo la acción directa en los supuestos que previene el art. 1597 CC”.

5.10. La cesión de contrato.

La cesión del contrato supone la transmisión a un tercero (cesionario) de la íntegra


posición contractual de uno de los contratantes (cedente). Como consecuencia de la
cesión, el cedente se desprende de los derechos y las obligaciones contractuales, que
son asumidos por el cesionario.

Sintetiza la STS de 29 de mayo de 2015 que la cesión de contrato es “el negocio


jurídico concluido entre las partes contractuales y un tercero, cuya finalidad es sustituir
a una de ellas por dicho tercero” y se “destaca la necesidad de la conjunción de tres
voluntades contractuales”.

También carente de regulación general en el Código Civil 46, el fundamento de esta


posibilidad se encuentra en el principio de autonomía privada del art. 1255 CC,
supeditado, claro está, a la transmisibilidad del contenido contractual. Por el contrario,
la cesión del contrato sí está prevista en determinadas relaciones contractuales:
46
Arts. 9.3.1 a 9.3.7 Principios UNIDROIT.

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arrendamiento de vivienda (art. 8 LAU), arrendamiento para uso distinto del de
vivienda (art. 32 LAU) y arrendamiento rústico (art. 23 LAR).

Según la STS de 8 de junio de 2007, “el rasgo que más claramente distingue la cesión
del contrato de la cesión de créditos o la asunción de deuda es el de versar sobre un
contrato de prestaciones recíprocas, razón por la cual se exige la conjunción de tres
voluntades contractuales (las de cedente, cesionario y cedido) como determinante de
su eficacia […], habiéndose inclinado la jurisprudencia por esta figura más que por la
cesión de crédito y la asunción de deuda simultáneas […] En suma, como señala la
sentencia de esta Sala de 29 de junio de 2006, la esencia de la cesión del contrato es la
sustitución de uno de sus sujetos y la permanencia objetiva de la relación contractual,
implicando la transmisión de la relación contractual en su integridad y, por tanto, que
al nuevo sujeto pasen no sólo las obligaciones sino también los derechos del
primitivo”.

Conforme a la STS de 25 de febrero de 2013, la “atipicidad de la figura de la cesión de


contrato requiere de una necesaria concreción y diferenciación de otras figuras
próximas en el tratamiento de su peculiar eficacia y estructura negocial, caso del ya
citado contrato en favor de tercero y de la cesión de crédito, propiamente dicha. En
este sentido debe puntualizarse que la configuración básica de la cesión de contrato
atiende a tres criterios, principalmente. En primer lugar, en atención a su función
económica y social y a la causa eficiente o concreta el objetivo pretendido, la base del
negocio de la cesión de contrato (STS de 20 de noviembre de 2012) se proyecta sobre
el propósito común de las partes de transmitir al cesionario el contenido contractual
de la relación negocial del cedente a los efectos de subrogarle en su misma posición
contractual, de forma unitaria e íntegra, en el entramado de derechos y obligaciones
dimanantes del contrato cedido. En segundo lugar, y a diferencia del contrato en favor
de tercero y de la cesión de crédito, el objeto de la cesión de contrato se limita o se
circunscribe al estricto marco de la reglamentación o contenido contractual dispuesto
en el contrato cedido, sin alcanzar su propia ejecución o cumplimiento, de manera que
no se atribuye al cesionario, de forma directa, un derecho subjetivo de exigir las
prestaciones contractuales, ni tampoco se articula la transmisión de un derecho de
crédito previamente adquirido. En tercer lugar, y a diferencia de la cesión de crédito,
por aplicación de la regla de la eficacia relativa de los contratos, la cesión de contrato
requiere del consentimiento del promitente cedido, cuestión que puede venir
causalizada en el mismo contrato cedido, o realizarse posteriormente mediante el
correspondiente negocio de aceptación de la cesión de contrato proyectada”.

La cesión de contrato puede obedecer a una pluralidad de causas, sin que se


identifique con un tipo contactual concreto.

Por ejemplo, una empresa ha arrendado un local, por veinte años y una renta muy
baja. Otra empresa desea instalarse en la zona y negocia con la primera empresa la
cesión del contrato de arrendamiento para ocupar aquel local, por el tiempo que le
resta al contrato y con la renta que se pagaba (conforme al art. 32 LAU, la renta
aumentará un 20%, pero el arrendador no puede impedir, si nada se indicó en el
contrato, la cesión).

Parece obvio que la primera empresa estará dispuesta a ceder su contrato de


arrendamiento sólo si la segunda le abona una cantidad dineraria (cesión onerosa),

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pero puede suceder también que la segunda no abone nada y que la primera se
conforme con el ahorro que le supone el no pagar la renta (cesión gratuita).

En cuanto a su naturaleza jurídica, siempre se ha cuestionado cómo era posible que se


produjera la transmisión de derechos y obligaciones derivados del contrato. Al
respecto se han formulado diversas teorías:

a) La teoría atomista consideraba que no se trataba sino de la cesión de cada uno de los
créditos y de cada una de las obligaciones contractuales. No había un único negocio,
sino una serie de negocios diferentes que se presentaban coligados entre sí.
b) La teoría unitaria, por el contrario, señalaba que existía una transferencia única,
referida a una posición contractual, que se transfería como un todo. No se refería sólo
a los puros derechos y a las puras obligaciones, sino a cualesquiera efectos
contractuales.
c) Por último, se distingue entre el título y el objeto de la transferencia, y se indica que la
unidad está en el título, y no en el objeto de la transferencia. Ahora bien, las partes
quieren también el mantenimiento en vigor del viejo contrato sin novación extintiva.

La cesión del contrato se produce con arreglo al siguiente esquema:

Para la perfección del contrato, es necesaria la concurrencia de tres consentimientos:


el del cedente, el del cesionario y el del contratante cedido. Se trata, pues, de un
negocio plurilateral.

Conviene resaltar que el consentimiento del contratante cedido (el que permanece en
el contrato originario) no es un simple requisito de eficacia, sino un elemento que
afecta a la existencia de la cesión.

La justificación de esta relevancia del consentimiento del contratante cedido es fácil de


comprender: el cesionario no sólo asume los créditos, sino también las deudas. Y el
cambio de deudor siempre requiere consentimiento del acreedor (art. 1205 CC).

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En cuanto a los efectos de la cesión del contrato, es preciso distinguir tres planos
distintos:

a) Efectos entre cedente y cesionario. Es cuestión discutida si el cedente está obligado


a garantizar al cesionario la existencia y la validez del contrato cedido (art. 1528 CC). En
cualquier caso, la responsabilidad del cedente ante el cesionario puede enfocarse no
como consecuencia de una obligación de garantía, sino como consecuencia de la
ineficacia del negocio de cesión.

Salvo pacto expreso, el cedente no garantiza al cesionario el cumplimiento del


contrato por parte del contrante cedido.

b) Efectos entre cedido y cesionario. Como consecuencia de la cesión, asumen,


recíprocamente, la figura de partes del contrato cedido y la totalidad de los
correspondientes derechos y obligaciones derivados del mismo.

En cuanto a las excepciones oponibles por el contratante cedido frente al cesionario,


se consideran admisibles las derivadas del propio contrato objeto de cesión; e
inadmisibles las derivadas de cualquier otra relación entre cedente y cedido, salvo que
éste se las hubiera reservado expresamente al consentir la cesión.

c) Efectos entre cedido y cedente. El cedente, salvo que exista manifestación en


contrario, queda liberado de las obligaciones procedentes del contrato que se cede.
Ahora bien, esta liberación no tiene efecto retroactivo (eficacia “ex nunc” y no “ex
tunc”).

Un problema especial se plantea en torno a las garantías del contrato originario.


¿Cómo afecta la cesión a las garantías prestadas en relación con el contrato originario?
La solución más adecuada pasa por diferenciar quién prestó dichas garantías: a) si las
garantías fueron prestadas por un tercero, debe entenderse que esas garantías se
extinguen por la cesión, salvo que el garante consienta su mantenimiento; b) si las
garantías han sido prestadas por el contratante cedente, debe entenderse que
subsisten tras la cesión, salvo que el contratante cedido admita la liberación del
garante.

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6. LA INEFICACIA DEL CONTRATO

6.1. Preliminar: ineficacia e invalidez del contrato47.

Normalmente, los contratos despliegan los efectos que les son típicos, conforme han
sido diseñados por el ordenamiento jurídico o las partes. Acontece, sin embargo, que,
en ocasiones, los contratos por diversas circunstancias pueden no producir esos
efectos. Se habla entonces de ineficacia del contrato para identificar esas situaciones
en las que el contrato no despliega efectos, no despliega los efectos correspondientes
a su naturaleza o no despliega todos los efectos inicialmente previstos.

Doctrinalmente se discute si esa categoría de la ineficacia es o no distinta, y en su caso


qué puntos de contacto puede presentar, con la invalidez del contrato. La invalidez del
contrato pretende situarse en un plano distinto al de la producción de efectos, ya que
toma en consideración si del contrato en cuestión surge o no el vínculo contractual: se
dice, desde esta perspectiva, que el contrato inválido no vincula a las partes, al negarse
la fuerza jurídica vinculante del contrato.

Y se suelen identificar las causas de invalidez con la falta o el vicio de un elemento


esencial del contrato, o con la contradicción con una norma imperativa.

Así planteada, no parece que la discusión sea demasiado provechosa: el vínculo


contractual también es un efecto del contrato, y si de un contrato no surge ese vínculo,
mal podrán derivarse otros efectos. Con ello, resulta que todo contrato inválido es
ineficaz. Ahora bien, como veremos, existen otras causas de ineficacia que no se basan
en la negación de la existencia del vínculo jurídico contractual. Por lo tanto, debemos
concluir que la invalidez implica ineficacia del contrato, pero no siempre la ineficacia se
basa en la invalidez del contrato. En el fondo, pues, de lo que se trata es determinar las
diferentes formas de ineficacia (provengan o no de invalidez) que pueden incidir en un
contrato.

¿Cuáles son las situaciones que pueden suponer la ineficacia del contrato? La
ineficacia no tiene un tratamiento unitario en el Código Civil, que además emplea una
terminología no siempre demasiado precisa. Por ello, ha sido la doctrina la que se ha
esforzado en perfilar esas situaciones.

Al tratarse de una categoría fundamentalmente doctrinal, debe tenerse en cuenta que


pueden existir diferencias entre las enumeraciones efectuadas por los diversos
autores:

a) La nulidad.
b) La anulabilidad.
c) La rescisión.
d) La resolución.
47
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.Pasquau, Nulidad y anulabilidad del contrato, Civitas, 1997, y J.
Delgado; y M.Á. Parra, De las nulidades de los contratos, 2003 [disponible en
http://www.unizar.es/derecho/nulidad/nulcontratos.htm: consultado el 1 de abril de 2010].

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e) La denuncia.
f) El mutuo disenso.

Á. Carrasco ofrece un enfoque distinto de la ineficacia inicial y alude las siguientes clases:
contratos incompletos; contratos inaptos para el fin pretendido por las partes; contratos
inoponibles o ineficaces frente al tercero que de modo natural debería estar afectado por
dicho contrato; contratos anulables por alguna de las causas del art. 1301 CC; contratos
carentes de los requisitos del art. 1261 CC; contratos nulos por simulación; contratos
contrarios a norma imperativa o incursos en causa ilícita.

Una vez efectuada esta enumeración, conviene indicar que en la doctrina, para poner
de relieve las coincidencias y las diferencias entre cada una de esas situaciones, se
acostumbra a distinguir entre clases de ineficacia.

Se distingue entre una ineficacia originaria y sobrevenida, según la causa concurra en


el momento de celebración del contrato o aparezca en un momento posterior.
También se diferencia entre una ineficacia estructural, cuando la causa de ineficacia
afecta a la propia estructura del contrato, es decir, a sus elementos esenciales, o
funcional, cuando la causa de la ineficacia no se encuentra en la estructura, sino en el
desarrollo del contrato. Se habla de ineficacia total, cuando afecta a la totalidad del
contrato, y parcial, cuando sólo incide en algunas cláusulas o partes del contrato,
manteniendo la validez del resto (y suscitando un problema de integración
contractual). La ineficacia puede ser también absoluta o relativa; la primera es general
por lo que cualquier persona interesada puede impugnar el contrato; la segunda
supone que se deja en manos de determinadas personas la eficacia o ineficacia del
contrato. La ineficacia puede ser automática o provocada, en función de que la
ineficacia opere cuando concurran determinados requisitos, con independencia de la
voluntad de los interesados, o, por el contrario, a la concurrencia de esos requisitos se
deba añadir una manifestación de voluntad de quien esté legitimado. Por último, la
ineficacia puede ser sanable o insanable, según quepa la posibilidad de propiciar la
eficacia del contrato, o la ineficacia sea irreversible.

Prescindimos ahora del análisis de la resolución del contrato, porque ha sido analizada
con ocasión del incumplimiento de las relaciones obligatorias sinalagmáticas. Y antes
de entrar en el análisis de cada una de esas categorías, es necesario previamente cuál
es el planteamiento del Código Civil en torno a los casos de ineficacia que derivan de
supuestos de invalidez, esto es, la nulidad y la anulabilidad.

6.2. Los tipos de invalidez: el tratamiento de la nulidad y la anulabilidad


en el Código Civil.

En vano se buscará en el Código Civil una exposición de qué debe entenderse por
nulidad y anulabilidad. El Código Civil, aunque ni la jurisprudencia ni la doctrina
mayoritaria hayan asumido ese planteamiento, parece asentar la distinción
fundamental en otras dos categorías: la inexistencia y la nulidad.

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No debemos caer en la confusión de pensar que la nulidad de la que habla el Código
civil equivale sin más a la nulidad que construye la jurisprudencia. Veremos a
continuación que esa nulidad del Código Civil está más cerca de lo que la
jurisprudencia denomina anulabilidad, y que la inexistencia del Código Civil se
aproxima a la nulidad jurisprudencial.

Como señala Á. Carrasco, está firmemente asentado jurisprudencial y doctrinalmente


un sistema dual de nulidades. Es una distinción que se impuso a partir de la década de
los treinta del siglo XIX, por influencia doctrinal alemana e italiana, y que redujo el
espectro jurídico de las nulidades a esa dicotomía.

Hablamos de inexistencia porque el Código Civil, en el art. 1261, dice que “[n]o hay
contrato sino cuando concurren” el consentimiento, el objeto y la causa. En
consecuencia, si en un contrato falta uno de esos requisitos (esenciales, según la
rúbrica del Capítulo II de ese Título), no hay contrato, esto es, nos encontramos ante
una mera apariencia de contrato (inexistencia de contrato).

Veremos también que, para acentuar la confusión, la inexistencia es una categoría que
la jurisprudencia suele emplear en ocasiones para acompañar a la nulidad y la
anulabilidad. Y, para la jurisprudencia, inexistencia es algo distinto que para el Código
Civil.

En cambio, cuando en un contrato sí concurren esos requisitos, pero adolece “de


alguno de los vicios que los invalidan con arreglo a la Ley”, conforme señala el art.
1300 CC, ese contrato puede ser anulado. Observemos que esa previsión se encuentra
en un Capítulo que el Código Civil dedica a la “nulidad de los contratos” y que en ese
articulado sólo se habla de nulidad y no se menciona la anulabilidad.

En consecuencia, el diseño legal se articula con arreglo a esas dos categorías


(inexistencia y nulidad), pero desde bien temprano la jurisprudencia prefirió inclinarse
por las de nulidad y anulabilidad, modificando el contenido de cada una de ellas.

Dice la STS de 10 de abril de 2001 que “en sede de ineficacia de los contratos resultan
perfectamente diferenciables los conceptos de inexistencia o nulidad radical, de una
parte, y de nulidad relativa o anulabilidad, de otra. En el primero se comprenden los
supuestos en que o falta alguno de los elementos esenciales del contrato que enumera
el art. 1261 CC, o el mismo se ha celebrado vulnerando una norma imperativa o
prohibitiva. El segundo se reserva para aquellos otros en que en la formación del
consentimiento de los otorgantes ha concurrido cualquiera de los llamados vicios de la
voluntad (error, violencia, intimidación o dolo). Sin embargo, el Código Civil carece de
un tratamiento preciso de la ineficacia contractual, pues: a) Se echa en falta una
regulación sistemática de la nulidad radical o absoluta, a la que por lo general la
doctrina asimila la inexistencia. b) El vocablo "nulidad" que figura en la rúbrica del
Capítulo IV, del Título II de su Libro Cuarto y en los arts. 1300, 1301 y 1302 ha de
entenderse que se refiere únicamente a la nulidad relativa o anulabilidad, pues el
primero de dichos preceptos parte de la base de que los contratos que pueden ser
anulados a través del ejercicio de la acción que se regula en los otros dos, son aquellos
"en que concurran los requisitos que expresa el art. 1261". c) Los arts. 1305 y 1306, por
su parte, aluden sin duda alguna a casos de nulidad de pleno derecho o absoluta. d)

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Finalmente, otros preceptos, como los arts. 1307 y 1308 son de común aplicación a
ambas especies de nulidad”.

Ciertamente, el diseño legal del Código Civil presentaba un problema de importancia:


no había previsión alguna acerca del régimen jurídico del contrato en el que no
concurrían los requisitos esenciales (los arts. 1300 y ss. CC debían referirse a los
contratos en los que sí concurrían esos requisitos esenciales, pero viciados). Acaso
pudiera pensarse que ese contrato (o esa mera apariencia de contrato) no podía tener
ningún efecto, y por ello no era necesario prever su régimen jurídico. Pero la realidad
demuestra que incluso los contratos en los que falta alguno de esos requisitos
esenciales pueden ser ejecutados y cumplidos, con lo que sí se plantea la necesidad de
determinar quién puede ejercitar las acciones correspondientes, en qué plazo y con
qué efectos.

Todo ello explica que la jurisprudencia buscara acomodo para ese régimen jurídico en
las reglas previstas para la nulidad de los contratos, aun teniendo que forzar la
terminología hasta un extremo en que la confusión resulta ingobernable. Los términos
literales empleados por el Código Civil resultan de escasa ayuda pues debe analizarse a
qué tipo de invalidez se refiere cada supuesto de hecho para poder calificarlo
adecuadamente.

Un elemento sobrevenido acentúa la confusión. En las sucesivas reformas del Código


Civil, el legislador ha intentado utilizar las categorías de nulidad y anulabilidad en un
sentido más técnico, o al menos, más cercano al seguido por la jurisprudencia (véase,
por ejemplo, el art. 1322 CC). En consecuencia, en el propio texto del Código Civil nos
encontraremos con casos en los que los términos están utilizados en un sentido
técnico adecuado y otros en los que deberemos prescindir de su literalidad.

La importante labor jurisprudencial en orden a la construcción de las categorías de


nulidad y anulabilidad ha desembocado en la decantación de una serie de criterios
distintivos entre ambas figuras en punto a la legitimación (quién y contra quién se
puede ejercitar la acción), el plazo de ejercicio y los efectos de las acciones. Una vez
calificado el supuesto como nulidad o anulabilidad, esta doctrina jurisprudencial se
aplica, por lo general, en su integridad, prescindiendo en ocasiones de los matices que
impone cada supuesto concreto.

El planteamiento jurisprudencial presenta la ventaja de su simplicidad (o nulidad o


anulabilidad), pero en ese punto radica también su principal defecto, pues a veces
omite las particularidades de cada caso de ineficacia. Como ha dicho J.R. García
Vicente, la distinción entre nulidad y anulabilidad tiene dos efectos relevantes: por un
lado, sirve para describir y justificar su respectivo régimen jurídico aunque también
para advertir sus puntos de fuga y las modulaciones que la jurisprudencia formula a
partir de premisas aparentemente seguras. Por otro, para hallar el criterio que subyace
a la distinción, necesario para asignar a los llamados «casos dudosos» (aquellos en los
que el legislador no se ha pronunciado expresamente por el tipo de invalidez) uno u
otro régimen, toda vez que parece razonable recurrir para resolver este problema a la
respectiva “finalidad de la norma” (art. 4.1 CC) antes que a una (inexistente y
probablemente innecesaria) regla general. La discrecionalidad del legislador y las
concepciones técnicas e incluso ideológicas sobre el contrato y su validez obligan a

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adoptar un punto de vista flexible para resolver la cuestión y no empecinarse en
construcciones congruentes y homogéneas pero alejadas de una razonable
composición de los intereses.

Como criterio general, siquiera aproximativo, se considera que la nulidad es la


categoría que corresponde a la protección del interés público, y que, por el contrario,
la anulabilidad se acomoda mejor a las situaciones en que se pretende tutelar un
interés privado. Por eso, se la denomina también “nulidad de protección”.

Este planteamiento se comprueba inmediatamente en la distinta legitimación activa


que se predica de cada acción: más amplia en la nulidad, sustancialmente más
reducida en la anulabilidad.

El problema se plantea en aquellos casos en que el ordenamiento establece la


invalidez del contrato, sin precisar si se trata de nulidad o de anulabilidad. ¿Cómo
resolver los casos dudosos, carentes de un criterio legal expreso? Para delimitar
cuándo es aplicable uno u otro régimen se ha propuestos diversos criterios: los
elementos estructurales afectados; la intensidad de la gravedad de la irregularidad
negocial; la finalidad perseguida por el legislador al sancionar la infracción de una
regla; la naturaleza (pública o privada) del interés protegido por la norma; o la
preferencia de la nulidad absoluta, por ser la regla en caso de contravención de norma
imperativa (art. 6.3 CC).

J. Delgado y Mª.Á. Parra sugieren que en el terreno de la protección de consumidores y


usuarios el mecanismo de la anulabilidad de los contratos se extenderá por ser
preferible al de la nulidad de pleno derecho, precisamente porque aquél está diseñado
para proteger a una de las partes contratantes frente a la otra.

Tanto por lo que se refiere a la nulidad como a la anulabilidad se distinguen dos


acciones diferentes:

- La acción declarativa. Mediante esta acción se pretende que el tribunal declare


la concurrencia de un supuesto de invalidez, con lo cual carecerá de
fundamento cualquier pretensión que exija el cumplimiento del contrato.

- La acción de repetición o de restitución. Con esta acción se pretende que las


prestaciones ejecutadas (sean de dar, hacer o no hacer), con fundamento en el
contrato inválido sean restituidas a quien dio cumplimiento a ese contrato.

La preocupación del Código Civil, en sus arts. 1300 y ss., es fundamentalmente el


régimen jurídico de la acción de restitución. La acción declarativa no tiene plasmación
alguna en el Código Civil por cuanto su construcción técnica es de origen posterior al
Código Civil.

Es muy importante tener en cuenta las diferencias entre los acciones de invalidez (en
particular, de nulidad y de anulabilidad) y los remedios frente al incumplimiento.
Teóricamente la distinción es sencilla: los supuestos de nulidad y de anulabilidad
derivan de defectos o carencias estructurales en los elementos esenciales del contrato,
mientras que los remedios frente al incumplimiento presuponen que en el contrato no

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hay defecto o carencia, pero en su desarrollo se ha producido alguna suerte de
patología (esto es, parten de la validez del contrato y ese contrato se ha incumplido).

Sin negar esta premisa, no se puede ocultar que tanto las acciones de invalidez como
los remedios frente al incumplimiento son activados cuando el contratante que está
legitimado para su ejercicio detecta que la operación económica articulada mediante
el contrato tiene efectos negativos o puede tenerlos en un futuro. Esta similitud es
especialmente clara si se compara las acciones de invalidez con la resolución por
incumplimiento. Aunque sus presupuestos son distintos, tanto las acciones de
invalidez como la resolución por incumplimiento pretenden básicamente la
desvinculación de los contratantes y la restitución de las prestaciones efectuadas;
además, en ocasiones, tanto unas como otra, pueden verse acompañadas por una
indemnización de daños. Por ello, no es de extrañar que los demandantes puedan
plantear una de estas acciones como principal y la otra como subsidiaria (por ejemplo,
se solicita en la demanda la anulación del contrato por error, y, subsidiariamente --si
no prospera la anulación--, que sea resuelto por incumplimiento, añadiéndose, en
ambos casos, la indemnización de los daños causados).

6.3. La nulidad del contrato.

La nulidad es, sin duda, la sanción más intensa que se diseña por el ordenamiento en
relación con la ineficacia de un contrato. Teóricamente implica que un contrato no
produzca ninguna clase de efectos, sin necesidad de que esa ineficacia sea declarada
por un órgano judicial.

Los caracteres de la nulidad del contrato, son, según expone la doctrina y la


jurisprudencia, los siguientes:

a) Se trata de una ineficacia causada por un defecto estructural del contrato,


fundamentalmente la carencia de alguno de sus elementos esenciales o la
infracción de normas imperativas o de la moral y el orden público.

b) Supone una absoluta carencia de efectos.

c) Tiene un alcance “ipso iure”, sin necesidad de pronunciamiento judicial. La


sentencia que reconoce la nulidad tiene carácter declarativo, con una eficacia
“ex tunc”, pues nunca ha producido efectos.
Por ello, hay que establecer reglas de restitución y de liquidación de la
situación anterior. La cuestión estriba en determinar qué transcendencia tiene
a esos efectos la imputación de la causa de la invalidez.

d) Puede ser apreciada de oficio por los tribunales y puede ser alegada tanto por
vía de acción como de excepción.
No se aplica procesalmente, por tanto, el principio dispositivo o de justicia
rogada: los tribunales no pueden admitir la validez de un contrato que
contradiga el ordenamiento jurídico básico. Y por eso el art. 408.2 LEC
establece una regla especial para el caso en que se alegue la nulidad.

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De todos modos, la apreciación de oficio encaja mal en las características del
proceso civil y presenta problemas de compatibilidad con la tutela judicial
efectiva (art. 24 CE).

La STS de 24 de abril de 1996 (y la STS de 5 de mayo de 2008) señala que “[l]a


jurisprudencia civil admite la posibilidad de declarar de oficio, la nulidad radical
o absoluta de las relaciones contractuales, pero ha precisado de forma bien
delimitada los supuestos en los que procede y justifica, para evitar el peligro de
proliferación de nulidades excesivas en aquellas cuestiones que entran en el
ámbito de la autonomía de la voluntad y que deben de dejarse a la iniciativa e
interés de las partes” e indica que el ordenamiento procesal “no impide a los
Tribunales decidir «ex officio» […] la ineficacia o inexistencia de los negocios
radicalmente nulos, en los supuestos en los que sus cláusulas puedan amparar
hechos delictivos o ser manifiesta y notoriamente ilegales, contrarias a la
moral, al orden público, ilícitas o constitutivas de débito y hacen que los
Tribunales constaten la ineficacia más radical de determinada relación
obligatoria. Por [el] contrario, no procede declarar de oficio la nulidad de
aquellos contratos no afectados de vacío y cuya apariencia jurídica correcta
merezca el debido respeto, mientras no fueren impugnados en forma o
eficazmente, dando así oportunidad a la otra parte para su defensa…”.

e) Presenta un carácter definitivo e imprescriptible, sin posibilidad de


subsanación, ni convalidación.
Sí se admite la “conversión” del contrato nulo, que supone una calificación
distinta del contrato.

Trasladando estas notas a las clases de ineficacia, la nulidad se delimita como una
ineficacia estructural, absoluta, automática e insanable, y puede ser total o parcial.

No existe unanimidad doctrinal y jurisprudencial en la identificación de las causas de


nulidad, pero pueden señalarse los siguientes supuestos:

a) La falta de consentimiento, objeto o causa (art. 1261 CC).


b) La indeterminación o ilicitud del objeto (art. 1271 y ss. CC).
c) La ilicitud de la causa (art. 1275 CC).
d) La falta de forma cuando sea necesaria con carácter sustancial.
e) La contravención de norma imperativa (art. 6.3 CC) o la vulneración de los otros
límites de la autonomía privada (art. 1255 CC: moral u orden público).

La contravención de norma imperativa o prohibitiva sólo comporta la nulidad de pleno


derecho, si la norma vulnerada no establece un efecto distinto para el caso de
contravención (art. 6.3 CC).

En la doctrina se enumeran otras causas de nulidad como la falta de consentimiento


unánime de los comuneros en la disposición de la cosa común; o los negocios
celebrados sin poder o por quien carece de poder suficiente (art. 1259 CC).

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Para perfilar el régimen jurídico de la acción de nulidad contractual, es necesario
mencionar diversos extremos.

En cuanto a la legitimación activa (quién puede solicitar mediante demanda la nulidad


del contrato), corresponde a cualquier persona que ostente un interés legítimo. Por
ello, también pueden instarla las partes o sus herederos, aunque hayan causado la
nulidad (no rige en este punto la doctrina de los actos propios).

Señala J.R. García Vicente que la regla de la legitimación activa amplia tiene dos
restricciones evidentes en sede jurisprudencial: por un lado, la sujeción de su ejercicio
a la buena fe en sentido objetivo, en donde cobra especial vigor la regla “nemo
auditur” y que tiene por efecto material la negación de la regla; por otro lado, la
inaplicación a algunos grupos de casos, como ocurre con los préstamos usurarios en
los que no se admite que el prestamista pueda impugnar el contrato o en los casos de
defectos formales imputables a una parte que trata de eludir el cumplimiento del
contrato (o los riesgos de incumplimiento) con el recurso a la nulidad del contrato.

Por lo que se refiere a la legitimación pasiva (contra qué personas debe dirigirse la
demanda), es necesario demandar a todos los que han sido parte en el contrato cuya
nulidad se pretende, y a todos los que deriven derechos del contrato que se impugna.

¿Cuál es el plazo de ejercicio de la acción? Es necesario recordar la distinción apuntada


entre acción de declaración y de restitución. La acción de declaración tiene carácter
imprescriptible: el paso del tiempo no puede conferir validez al contrato que no la
tenía inicialmente. Ahora bien, la acción de restitución está sometida al plazo general
de prescripción de cinco años (art. 1964 CC, como consecuencia de la Ley 42/2015, de
6 de octubre), sin que quepa excluir la posibilidad de que las cosas objeto del contrato
nulo sean usucapidas por el transcurso de los plazos legales.

Si concurren terceros merecedores de protección (adquirentes de buena fe y a título


oneroso: arts. 464 CC y 34 LH), no será posible que las cosas objeto del contrato sean
restituida “in natura”.

Aunque como hemos dicho el contrato nulo no produce efectos jurídicos, y por lo
tanto parece que no sería necesario analizar las consecuencias de la nulidad, en la
práctica sí que es posible que, con base en un contrato nulo, las partes hayan
efectuado diversas prestaciones. Por ello, es necesario determinar qué sucede con
esas prestaciones efectuadas (en cuanto a las no efectuadas, la constatación de la
inexistencia del vínculo contractual evita su cumplimiento).

En cuanto a los efectos de la nulidad, la jurisprudencia aplica básicamente las


previsiones de los arts. 1303 y ss. CC. En consecuencia:

- Los contratantes deben restituirse recíprocamente las prestaciones efectuadas,


con sus frutos e intereses (art. 1303 CC).

Es evidente que, con su referencia a la cosa y el precio, el art. 1303 CC está pensando
en un contrato de compraventa, como prototipo.

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La STS de 13 de marzo de 2012, relativa a la imposición de quienes contrataran el
suministro de los canales y servicios digitales por satélite del uso oneroso de un
instrumento accesorio no solicitado --el descodificador--, ha matizado el alcance del
art. 1303 CC y ha indicado que “vinculan los arts. 1303 CC y 12.2 LCGC a la nulidad del
contrato o de alguna cláusula abusiva una propia "restitutio in integrum", como
consecuencia de haber quedado sin validez el título de la atribución patrimonial a que
dieron lugar --"quod nullum est nullum producit effectum" (lo que es nulo no produce
ningún efecto)--, dado que ésta se queda sin causa que la justifique, al modo de lo que
sucedía con la "condictio indebiti " […] Se trata del resultado natural de la propia
nulidad de la reglamentación negocial que impuso el cumplimiento de la prestación
debida por el adherente --"solvens"--. No obstante, la "restitutio" no opera con el
automatismo que le atribuye la recurrente. Antes bien, el fundamento de la regla de
liquidación de la reglamentación contractual declarada nula que contienen los
artículos identificados en los dos motivos y por la que se pretende conseguir que las
partes afectadas vuelvan a la situación patrimonial anterior al contrato, no es otro que
evitar que una de ellas se enriquezca sin causa a costa de la otra […] y ésta es una
consecuencia que no siempre se deriva de la nulidad. Es el caso, por ejemplo, de
relaciones integradas por obligaciones recíprocas de ejecución continuada o sucesiva
que han funcionado durante un tiempo sin desequilibrio económico para ninguna de
las partes […], tanto más si la prestación de una de ellas no puede ser restituida. Por lo
tanto, pese a la constancia de que la atribución no tuvo causa, la condena a restituir
dependerá de que se haya producido el enriquecimiento”.

La cuestión de la retroactividad de la nulidad ha alcanzado una especial relevancia, al


considerarse nulas las cláusulas suelo en los préstamos hipotecarios. ¿Deben las
entidades financieras restituir (o compensar) las cantidades abonadas hasta la
declaración de nulidad como consecuencia de la aplicación de esas cláusulas suelo? En
la STS de 9 de mayo de 2013 se indicó que los efectos restitutorios de las prestaciones
derivados de la falta de validez del título de la atribución patrimonial, al haber
quedado ésta sin causa que la justifique, debían limitarse en el caso de la abusividad,
por falta de transparencia, de las cláusulas suelo objeto de aquel procedimiento en
que se ejercitaba una acción colectiva, de modo que no afectara a los actos
consumados, esto es, a las cantidades ya pagadas hasta el momento de la apreciación
de la abusividad de la cláusula, por razón de las peculiares circunstancias que
concurrían en relación a la abusividad apreciada. Esa era la razón de que, utilizando
una expresión suficientemente expresiva, se hablara de limitar la "retroactividad" de
los efectos de la declaración de nulidad. Esta solución se justificaba, entre otras
razones, por exigencias del principio de seguridad jurídica, dado que se trataba de
cláusulas en principio lícitas, cuya inclusión en los contratos a interés variable
respondía a razones objetivas (en particular, el coste del dinero, constituido
mayoritariamente por recursos minoristas, depósitos a la vista y a plazo, con elevada
inelasticidad a la baja a partir de determinado nivel del precio del dinero, y los gastos
de estructura necesarios para producir y administrar los préstamos, que son
independientes del precio del dinero), y que no se trataba de cláusulas inusuales o
extravagantes, cuya utilización había sido tolerada largo tiempo por el mercado, y cuya
abusividad no era intrínseca sino que derivaba exclusivamente de su falta de
transparencia. Se aducía también que la Ley 2/1994, de 30 de marzo, sobre
Subrogación y Modificación de Préstamos Hipotecarios, permitía al prestatario la
sustitución del acreedor. Y, por último, se declaraba también que la "retroacción" de
los efectos de la apreciación de abusividad hasta el momento mismo de suscripción del
préstamo hipotecario (o más exactamente, el momento en que la limitación a la
bajada del interés comenzó a ser efectiva) generaría el riesgo de trastornos graves con

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trascendencia al orden público económico. La STS de 29 de abril de 2015 ha
confirmado esta doctrina, aplicándola a un caso en que el ejercicio de la acción no era
colectivo, sino individual.

Ya se han planteado ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por diversas


Audiencia Provinciales cuestiones prejudicial relativas a si la limitación de efectos
retroactivos de la nulidad de la cláusula suelo es compatible con el Derecho
comunitario.

- La restitución debe efectuarse en principio “in natura”, mediante la devolución


de los mismos bienes que fueron objeto del contrato. Si esta restitución “in
natura” no es posible (por ejemplo, se habían prestado servicios), debe
restituirse el equivalente pecuniario (art. 1307 CC).

- La obligación de restitución tiene carácter recíproco y debe ser cumplida


simultáneamente (art. 1308 CC).

- Además el Código Civil dicta reglas específicas (arts. 1305 y 1306 CC) para unos
supuestos muy concretos de nulidad: la causa torpe, distinguiendo en función
de dos factores: a) si la causa torpe es o no constitutiva de delito o falta; b) si la
causa torpe es común a ambos contratantes o no.

La STS de 25 de enero de 2013 declara que “el art. 1305 CC establece una excepción al
principio de "restitutio in integrum" establecido en el art. 1303 CC en los casos en que
la nulidad radical de los contratos se funde en causa ilícita, por ser el hecho que la
sustenta un delito o falta común a ambos contratantes. El legislador introduce una
sanción civil en los casos de que la nulidad provenga de la comisión de un delito (art.
1305) o por causa torpe (art. 1306), ambos del CC, siempre que el delito o culpa sea
común a ambos contratantes. El reprochable proceder de los contratantes es
sancionado por el ordenamiento jurídico con la imposibilidad de ejercer cualquier
acción entre sí, independientemente de los efectos que pudiera haber causado la
nulidad. En realidad, a lo que se refieren estos preceptos es más bien al adagio " in pari
causa turpitudinis cessat repetitio " o la imposibilidad de pedir el cumplimiento ni la
restitución por parte de aquel contratante que puede considerarse culpable de la
licitud. El recurrente pretende suavizar el rígido sistema del art. 1305 CC, dado que el
contrato estaba cumplido y que si se retrotraen los efectos para el vendedor,
recuperando los bienes, en función de la nulidad acordada, también debería el
comprador recuperar lo abonado para cancelar los préstamos hipotecarios, pues de lo
contrario se violaría el art. 1303 CC, y se provocaría enriquecimiento injusto. Sin
embargo, el legislador no deja margen a la benevolencia o al restablecimiento del
equilibrio prestacional, pese a que ello pudiera provocar el enriquecimiento de una de
las partes, y ello porque ambos incurrieron en delito, y quien a ello se arriesga debe
tener claro que la norma no ampara el desequilibrio económico que provocó su actuar
torticero. Dicho rigor no puede mitigarse en aras a una interpretación extensiva o
equilibradora de los riesgos, pues la conducta del recurrente en cuanto causante de
ilícito delictivo merece una respuesta contundente pues ha incurrido en una de los
comportamientos rechazados por la sociedad a través de la ley y por ello se tipifica
como delito. La infracción de una norma penal, cual es la que prohíbe alzar los bienes
para defraudar a los acreedores, debe ser sancionada y a dicho ocultamiento colaboró
el hoy recurrente adquiriendo los bienes a precio inferior al de mercado, que se

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traducía en el importe pendiente de pago de los préstamos hipotecarios […] [E]l art.
1305 CC no hace excepción alguna, por lo que no procede el ejercicio de acciones
contractuales o extracontractuales, y no se debe acceder a las acciones fundadas en la
responsabilidad extracontractual […] No podemos olvidar que la reprobación civil del
art. 1305 CC no solo tiene un efecto punitivo sino también esencialmente disuasorio,
que este Tribunal no puede descartar ni eludir”.

- No hay reglas generales relativas a las consecuencias de la nulidad de un


contrato en aquellos otros contratos vinculados con el declarado nulo (la
propagación de la invalidez).

En el plano de los efectos, es preciso analizar si es admisible una nulidad parcial del
contrato. El principio de conservación del contrato conduce a que, en la medida que
sea posible, la nulidad no afecte a la totalidad del contrato, sino sólo a algunas partes
del mismo. De acuerdo con este criterio, debería producirse una nulidad simplemente
parcial cuando fuera razonable. Pero también resulta defendible pensar que la
voluntad de las partes es un todo y no puede mutilarse y alterarse, y que por tanto no
cabe sino una nulidad que no sea siempre total.

La nulidad parcial sólo se puede aceptarse, a falta de admisión legal (en el Código Civil
se encuentran aplicaciones de la misma: arts. 1476 y 1691 CC), si es conforme con la
voluntad real o presumible de las partes. El problema que a continuación se suscita es
cómo colmar ese déficit de regulación derivado de la nulidad parcial. Si la norma que
ha determinado la nulidad parcial no establece una regla sustitutiva, se deben aplicar
los criterios de integración del art. 1258 CC.

Un supuesto de ineficacia parcial es el relativo a la no incorporación o nulidad de


condiciones generales de la contratación (art. 10 LCGC) o a la declaración del carácter
abusivo de una cláusula (art. 83.1 TRLGDCU).

En algunas ocasiones, el Tribunal Supremo ha hablado de inexistencia contractual para


referirse a aquellos contratos que no reúnen los requisitos del art. 1261, con lo que
reservaba la denominación de nulidad de pleno derecho para los contratos contrarios
a las leyes, en el sentido del art. 6.3 CC. Ahora bien, de esa distinción terminológica no
se suelen extraer consecuencias jurídicas relevantes.

La categoría de la inexistencia del acto o contrato fue introducida en Francia como


consecuencia de una necesidad práctica coyuntural. En la antigua doctrina francesa se
había consolidado la regla “pas de nullité sans texte”. Una vez promulgado el Código
Civil francés se constató que, por su obviedad, había casos de nulidad no recogidos en
la Ley, como el del matrimonio entre personas del mismo sexo. La doctrina solventó el
problema afirmando que en esos casos el matrimonio no es fuera nulo, es que ni
siquiera existía. Como han señalado J. Delgado y Mª.Á. Parra, la inexistencia no es una
categoría dogmática distinta de la de nulidad, sino un simple instrumento dialéctico,
útil en algún caso para forzar los límites, verdaderos o supuestos, de una regulación
dada sobre la nulidad.

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6.4. La anulabilidad del contrato.

La anulabilidad del contrato constituye un tipo de ineficacia que se pone a disposición


de determinadas personas para facilitar la protección de determinados intereses, que se
consideran dignos de tutela, con lo que esas personas tienen la facultad de producir la
ineficacia del contrato. No sólo existe una limitación subjetiva en cuanto a las personas
legitimadas para interponerla, sino que también existe una limitación temporal en
cuanto al ejercicio de esa facultad de impugnación.

En la doctrina se ha discutido ampliamente qué calificación merece un contrato


aquejado de causa de anulabilidad: si la acción se ejercita, el contrato será inválido; si
no se ejercita, el contrato será definitivamente válido. ¿Y cómo debe calificarse en
tanto el legitimado no ha interpuesto la acción de anulación, pero dispone de plazo
para interponerla? Se han mantenido al respecto diversas tesis, y en función de cuál se
acoja esa ineficacia podrá adscribirse a una u otra clase de ineficacia. Parece razonable
entender que la sentencia derivada de un proceso de anulación tiene carácter
constitutivo, por lo que hasta ese momento el contrato ha sido válido. En
consecuencia, se trata de una ineficacia que puede calificarse de estructural (porque
deriva de un vicio o defecto que concurre en el proceso de formación del contrato) y
provocada (porque depende de la decisión de la persona legitimada para ello).

La regulación de la anulabilidad se contiene, conforme ha señalado la jurisprudencia,


en los arts. 1300 y ss. CC, a pesar de que la terminología empleada en ese lugar y en
otros por el Código Civil no puede ser tenida como precisa y rigurosa.

Dice la STS de 27 de febrero de 1997 que “[e]l capítulo del Código Civil en que se
encuentran enclavados los artículos que se dicen infringidos [arts. 1300, 1301, 1302 y
1306], regula la nulidad de los contratos, pero para centrar la cuestión hay que
proclamar que la terminología empleada en la normativa referenciada es muy
imprecisa, por eso se ha discutido si cuando en dichos artículos se habla de nulidad, ha
de entenderse la misma como de inexistencia contractual, de nulidad ‘ab radice’ o de
simple anulabilidad. Dicha cuestión, ya prácticamente ha sido solventada por la
doctrina, y por una constante jurisprudencia de esta Sala, que entiende que la tacha
reflejada por dichos artículos ha de entenderse como de anulabilidad en el sentido de
una clase de invalidez dirigida a la protección de un determinado sujeto, de manera
que únicamente él puede alegarla y así mismo optar por convalidar el contrato
anulable mediante confirmación”.

Los caracteres de la anulabilidad del contrato, son, según la mayoría de la doctrina y la


jurisprudencia, los siguientes:

a) Se trata de una ineficacia causada por un defecto estructural del contrato.

b) El contrato produce efectos mientras no sea anulado: la sentencia es


constitutiva aunque sus efectos sean retroactivos; en consecuencia, si la
sentencia anula el contrato, el contrato carece de efectos desde su celebración,
y no sólo desde la sentencia.

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c) No puede ser apreciada de oficio y es necesario que sea alegada por la parte
legitimada por vía de acción.
El art. 408 LEC sólo se refiere a la alegación como excepción de la nulidad, por
lo que parte de la doctrina considera que ello excluye que la anulabilidad
pueda hacerse valer del mismo modo. En cualquier caso, este planteamiento
tropieza con un problema básico, porque la calificación de una ineficacia como
nulidad o anulabilidad puede ser una cuestión que sólo se resuelva con la
sentencia. Por ello, J. Delgado y Mª.Á. Parra, consideran preferible la
interpretación que sugiere que la alegación por el demandado de hechos
determinantes de la falta de validez del contrato, con independencia de que se
trate de nulidad absoluta o de anulabilidad, permite al actor solicitar contestar
como si se hubiera formulado reconvención.

La jurisprudencia exige que la anulabilidad se presente como demanda o como


reconvención, sin que baste su alegación como excepción: STS de 14 de
noviembre de 2006, que resume la doctrina jurisprudencial.

d) El contrato anulable es confirmable, con lo que deviene definitivamente válido.

Las causas de anulabilidad pueden deducirse, básicamente, de lo dispuesto en el art.


1301 CC:
a) Los defectos de capacidad: personas con capacidad modificada judicialmente y
menores de edad (art. 1263 CC).
b) Los vicios de la voluntad (art. 1265 CC).
c) La falta de consentimiento del cónyuge, cuando sea preciso.

La doctrina subraya que hay otros casos de anulabilidad en el Derecho español, tanto en el
ámbito del Código Civil como en otras leyes. Piénsese, por ejemplo, en las normas sobre
impugnación de acuerdos de la junta de propietarios en régimen de propiedad horizontal
(art. 18 LPH); en los contratos de crédito al consumo (arts. 16 y 21 de la Ley 16/2011, de 24
de junio); o en los contratos a distancia o celebrados fuera de establecimiento mercantil
(art. 100 TRLGDCU).

El régimen jurídico de la acción de anulabilidad (o anulación) contractual se deriva de


lo dispuesto en los arts. 1300 y ss.

En cuanto a la legitimación activa, en la medida que se trata de un mecanismo de


protección de determinados intereses, sólo está legitimada la persona que es titular
del concreto interés que se pretende proteger. Conforme al art. 1302 CC, están
legitimados:
a) En los casos de anulación por vicios del consentimiento, la persona que ha
sufrido el vicio.
b) En los casos de anulabilidad por falta de capacidad, la persona que sufra el
defecto de capacidad, cuando alcance la plena capacidad, y hasta ese momento
sus representantes legales. El art. 293 CC legitima al curador del pródigo y al
propio pródigo, remitiéndose al art. 1301 CC.
c) En los casos de anulación por falta de consentimiento conyugal, el cónyuge
cuyo consentimiento se ha omitido.

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Del mismo art. 1302 CC, se extrae también una regla negativa en orden a la
legitimación activa: no pueden pretender la anulación las demás partes del contrato.
Aunque el Código Civil sólo se refiere a los casos de anulación por vicios del
consentimiento y falta de capacidad, la doctrina extiende ese criterio a los casos de
falta del consentimiento conyugal.

El art. 1302 CC se refiere a los “obligados principal o subsidiariamente” en virtud del


contrato, como legitimados para impugnar.

La doctrina identifica como obligados subsidiarios a los fiadores o garantes y, con más
dudas, a los codeudores solidarios.

Desde el punto de vista de la legitimación pasiva, la acción de anulación debe dirigirse


contra todas las otras personas que hubieran sido parte del contrato anulado, y contra
todos los que deriven derechos del contrato que se impugna.

Significativamente, el Código Civil omite toda referencia a la posición del contratante


que no puede impugnar, acaso por pensar que su actuación es culposa. Pero esta
premisa no es cierta (por ejemplo, contrato con incapaz no aparente). Su situación es
delicada e incierta porque está a expensas de la decisión de su contraparte: la doctrina
ha propuesto que, para disipar esa incertidumbre, pueda requerir a su contraparte
para que confirme o impugne el contrato.

Por lo que se refiere al plazo de ejercicio, el art. 1301 CC establece un plazo de cuatro
años. La cuestión más discutida es si ese plazo es de prescripción o de caducidad. La
mayoría de la doctrina considera que se trata de un plazo de caducidad (y no de
prescripción), si bien entiende que ese plazo se predica de la acción restitutoria, pero
no de la declarativa que es imprescriptible.

La fijación de un plazo temporal se justifica en la medida que la impugnación queda al


arbitrio de uno de los contratantes y debe establecerse un límite a esa impugnabilidad.
A pesar de la importancia práctica de la cuestión, el Código Civil no se llega a
pronunciar sobre la cuestión pues no fue receptor de la distinción entre prescripción y
caducidad. Desde el punto de vista de la protección del contratante legitimado para
impugnar, la prescripción le resulta más beneficiosa. Pero la caducidad elimina la
incertidumbre de modo más rotundo.

Como resume la SAP de Santa Cruz de Tenerife de 21 de noviembre de 2012, “[e]n


cuanto a si el plazo establecido en el art. 1301 CC es de prescripción o es de caducidad,
ciertamente, la jurisprudencia no es unánime al respecto, sin embargo, las sentencias
más modernas se inclinan por considerar que es un plazo de prescripción y no de
caducidad, así la STS de 1 de febrero de 2002 señaló que "[l]o que resulta decisivo para
el rechazo es que el plazo de cuatro años que fija el art. 1301 no ha sido entendido por
la jurisprudencia unánime como efectivo plazo de caducidad, y así lo decidió la STS de
27 de febrero de 1997, al declarar que el plazo de cuatro años para ejercicio de la
acción de nulidad es un plazo de prescripción y no de caducidad". Y la [STS] de 27 de
febrero de 1997 sentó que "[p]ero es más, y este es un argumento definitivo, la acción
de anulabilidad que en su caso ha esgrimido la parte recurrente, está afectada por el
instituto de la prescripción, pues ya se ha recalcado que no se da el caso de una
nulidad absoluta, sino el simple ejercicio de una acción de anulabilidad, y hay que

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declarar que el plazo de cuatro años que establece el art. 1301 CC es un plazo de
prescripción y no de caducidad […]". También mantienen las Sentencias más modernas
de la Audiencias Provinciales que el plazo establecido en el artículo 1301 no es de
caducidad, sino de prescripción […] Esta Sala se inclina también por considerar que se
trata de un plazo de prescripción y no de caducidad, teniendo en cuenta el sistema de
cómputos que efectúa el precepto y que la anulabilidad no puede apreciarse de oficio,
por lo que lógicamente la extemporaneidad de la acción debe también ser alegada, sin
que pueda ser apreciada de ofició, característica esencial en la caducidad”.

Cuestión distinta es la posibilidad de alegar, sin sujeción a plazo, la anulabilidad del


contrato cuando por la otra parte se reclama el cumplimiento del mismo.

Por ejemplo, un comprador sufre una intimidación relevante por un tercero, y cuando
la intimidación desaparece, se lo comunica al vendedor, antes de ser cumplido el
contrato; transcurridos diez años desde la desaparición de la intimidación, y sin que el
contrato se hubiera ejecutado, el vendedor exige el pago del precio al comprador. El
comprador podrá alegar la concurrencia de vicio en el consentimiento, aunque
procesalmente deberá hacerlo mediante reconvención, y no como mera excepción.

Para el cómputo del plazo de ejercicio, es necesario diferenciar los diversos supuestos
de anulación, porque el Código Civil establece para cada caso un “dies a quo”:
a) En los casos de anulación por intimidación o violencia, el plazo comienza el día
en que hubiera cesado el vicio.

b) En los casos de anulación por error, dolo o falsedad de la causa, el plazo


comienza con la consumación del contrato, es decir, cuando se han ejecutado
totalmente las prestaciones a cargo de ambas partes.

La cuestión ha sido especialmente relevante en los contratos financieros


complejos. La STS de 12 de enero de 2015 ha indicado que en los contratos
bancarios, financieros o de inversión, la consumación del contrato a efectos de
determinar el momento inicial del plazo de ejercicio de la acción de anulación
de contrato por error o dolo, no puede quedar fijada antes de que el cliente
haya podido tener conocimiento de la existencia de dicho error o dolo; dicho
día será, por tanto, cuando se produzca en el desarrollo de la relación
contractual un acontecimiento que permita la comprensión real de las
características y riesgo del producto que se ha adquirido mediante un
consentimiento viciado.

Esta interpretación reduce las consecuencias de la calificación del plazo como


de prescripción o de caducidad.

La “falsedad de la causa” del art. 1301 CC no equivale a la “causa falsa” del art.
1276 CC. La “causa falsa” justifica la nulidad del contrato. La “falsedad de la
causa” se reconduce a la anulabilidad: se trata de una causa viciada con error,
como ocurre, por ejemplo, en quien contrata teniendo como motivo principal
algo que no existe (error en los motivos). La dificultad de distinguir este caso
del error vicio es irrelevante, ya que su régimen jurídico es el mismo.

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c) En los casos de anulación por falta de capacidad, el plazo se inicia para el
menor o la persona con capacidad modificada judicialmente desde que se
alcanza la mayoría de edad o se recupera la plena capacidad, respectivamente.
Téngase en cuenta que mientras que llega ese momento, la acción puede ser
ejercitada por sus representantes legales.

d) En los casos de anulación por falta de consentimiento conyugal, el plazo


comienza desde el día de la disolución de la sociedad conyugal o del
matrimonio, salvo previo conocimiento suficiente de ese contrato.

Los efectos de la anulación están previstos en los arts. 1303, 1304, 1307 y 1308 CC, y
de los mismos se extraen las siguientes pautas:

- Los contratantes deben restituirse recíprocamente las prestaciones efectuadas,


con sus frutos e intereses (art. 1303 CC).

El Código Civil no aborda, sin embargo, el régimen de los gastos, mejoras o


provechos distintos a los frutos o intereses, ni condiciona la restitución a la
conducta de las partes (por ejemplo, imputabilidad de la causa de nulidad).

La STS de 15 de abril de 2009 resume la doctrina jurisprudencial sobre el art.


1303 CC: “[l]a STS de 6 de julio de 2005, por remisión a la anterior de 11 de
febrero de 2003, relaciona extensamente la jurisprudencia en relación al art.
1303 CC, en el que se establece que declarada la nulidad de una obligación, los
contratantes deben restituirse recíprocamente las cosas que hubiesen sido
materia del contrato, con sus frutos, y el precio con los intereses. Recuerda la
antedicha Sentencia que «el precepto, que tiene como finalidad conseguir que
las partes afectadas vuelvan a tener la situación personal y patrimonial
anterior al evento invalidador […], evitando el enriquecimiento injusto de una
de ellas a costa de la otra […] --llegar hasta donde se enriqueció una parte y
hasta donde efectivamente se empobreció la otra-), es aplicable a los
supuestos de nulidad radical o absoluta, no sólo a los de anulabilidad o nulidad
relativa […] y opera sin necesidad de petición expresa, por cuanto nace de la
ley […] Por consiguiente cuando el contrato hubiese sido ejecutado en todo o
en parte procede la reposición de las cosas al estado que tenían al tiempo de la
celebración […], debiendo los implicados devolverse lo que hubieren recibido
por razón del contrato […] El art. 1303 CC se refiere a la devolución de la cosa
con sus frutos [..] y el precio con sus intereses […], norma que parece ideada
en la perspectiva de la compraventa, pero que no obsta su aplicación a otros
tipos contractuales». En lo que aquí ahora interesa, matiza la STS de 26 de julio
de 2000 que «el precepto anterior puede resultar insuficiente para resolver
todos los problemas con traducción económica derivados de la nulidad
contractual por lo que puede ser preciso acudir a la aplicación de otras normas
[…], de carácter complementario, o supletorio, o de observancia analógica,
tales como los preceptos generales en materia de incumplimiento de
obligaciones (arts. 1101 y ss.) y los relativos a la liquidación del estado
posesorio (arts. 452 y ss.), sin perjuicio de tomar en consideración también el
principio general de derecho que veda el enriquecimiento injusto»”.

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- En los casos de anulación por defecto de capacidad, la persona que sufre el
defecto de capacidad sólo está obligada a restituir en la medida en que se
hubiera enriquecido con la cosa o precio recibido (art. 1304 CC).

El enriquecimiento debe ser entendido como el beneficio experimentado por


el patrimonio del incapaz o con capacidad limitada. No basta con que hayan
ingresado en su patrimonio, sino que se debe haber producido un efectivo
incremento. En particular, si lo que ha recibido el incapaz es una cantidad
pecuniaria se debe atender a la inversión efectuada con ese dinero.

La SAP de Baleares de 12 de junio de 2000 señala que “[l]a obligación de


restitución de los menores e incapacitados se produce únicamente en la
medida en que la prestación que hubiesen recibido en virtud del negocio
anulado les hubiese producido un efectivo enriquecimiento. El
enriquecimiento de que habla este precepto, debe entenderse como un
aumento real o como un beneficio experimentado por el patrimonio del menor
o incapacitado o cuando se haya evitado un gasto, o cuando haya venido a
satisfacer una necesidad de la persona o del patrimonio del menor. Por ello, no
basta que los bienes objeto del contrato hayan ingresado en el patrimonio del
menor o incapaz, sino que es menester que hayan determinado un incremento
patrimonial o haya versado sobre cosas necesarias o útiles al menor. En
especial, cuando la prestación recibida por el incapaz sea una prestación
pecuniaria habrá de atenderse a la inversión dada al dinero. Un gasto realizado
en forma útil o no prudente, exime de la restitución, no así cuando haya
habido un empleo beneficioso y prudente por el incapaz de aquello que
recibió. El Tribunal Supremo en sus Sentencias de 22 de octubre de 1894
señala que habrá de acreditarse cumplidamente por el que afirma el
enriquecimiento que la suma recibida por el menor ha producido aumento o
beneficio en su patrimonio. Que no basta que el valor haya sido entregado al
incapaz, porque éste, por su defecto mental o su vicio, ha podido dilapidarlo o
destruirlo, en provecho para él –STS de 15 de febrero de 1952--. Ha de
probarse, por tanto, el incremento o beneficio causado en su patrimonio
mediante una inversión provechosa o un justificado empleo en la satisfacción
de sus necesidades – STS de 9 de febrero de 1949—“. Al destinarse el importe
del préstamo concertado con la entidad bancaria y el incapaz a la compra de
un equipo informático, en principio se considera una inversión provechosa y
un justificado empleo del importe del préstamo en la satisfacción de su
necesidad.

La SAP de Barcelona de 23 de diciembre de 2004 aborda el caso de una póliza


de préstamo suscrita por quien no había sido todavía declarado incapacitado.
Dice la Sentencia que el art. 1304 CC “es aplicable a la nulidad que proceda de
la menor edad y de la incapacitación judicialmente declarada, pero la doctrina
y la jurisprudencia, ante la falta de previsión del Código, ha entendido que
debe extenderse este beneficio a los casos en que la anulación se produce por
un defecto de consentimiento que encuentre su fundamento en la incapacidad
natural de entender y querer, aunque dicha incapacidad no se haya declarado
previamente […] En cuanto a qué daba entenderse como "enriquecimiento", si
bien en sentido técnico enriquecimiento existe desde que la atribución
patrimonial realizada por la otra parte ingresa en el patrimonio del incapaz,
cualesquiera que sean las vicisitudes posteriores por las que atraviese, la

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doctrina y la jurisprudencia lo han interpretado en el sentido de que no debe
atenderse sólo al ingreso en su patrimonio, sino a la posterior inversión que se
haya producido en aquél. Así, la STS 9 febrero 1949, que hizo un estudio
detallado del tema, estableció que "el art. 1304 CC, con antecedentes en el
antiguo privilegio de restitución «in integrum», acogido en las legislaciones
romana y patria en favor de incapacitados, viene siendo interpretado por la
doctrina jurisprudencial, de acuerdo con nutrida doctrina científica, en el
sentido de que el enriquecimiento de incapacidad que le obliga a restituir lo
que hubiese recibido por razón del contrato nulo que se celebró, no se
produce por la mera entrega de cantidad que se le haya hecho, sino por el
incremento o beneficio causado en su patrimonio mediante una inversión
provechosa o un justificado empleo en la satisfacción de sus necesidades,
incumbiendo la prueba del enriquecimiento así entendido al contratante
capaz, como excepción de la norma general de reposición de las cosas al ser y
estado que tenían antes del contrato, establecida en el art. 1303 del mismo
Código" […] Es pues a la propia demandada [la entidad bancaria] a quien
incumbía probar el enriquecimiento del incapaz, según la doctrina antes
referida […] [H]a sido la propia demandada la que ha aportado documentación
de la que resulta que el dinero objeto del préstamo no redundó en beneficio
del incapaz, sino que lo fue sólo de su esposa, pues se empleó en la adquisición
de utillaje para el negocio de bar adquirido exclusivamente por aquélla, en
cuya explotación nada ha tenido que ver Don Eugenio, no constando tampoco
que dicha explotación le haya reportado algún beneficio, ni durante la vida en
común, ni como consecuencia de la separación, cuyo convenio regulador se
firmó antes de que hubiesen transcurrido seis meses de la celebración del
mencionado contrato. Por tal razón, forzoso es concluir, por aplicación del art.
1304 CC, que Don Eugenio no vendrá obligado a restituir a la demandada
ninguna cantidad”.

- La restitución debe efectuarse en principio “in natura”, mediante la devolución


de los mismos bienes que fueron objeto del contrato. Si esta restitución “in
natura” no es posible (por ejemplo, se han transmitido bienes a terceros a los
que no se puede exigir la restitución), debe restituirse el equivalente pecuniario
(art. 1307 CC).

- La obligación de restitución tiene carácter recíproco y debe ser cumplida


simultáneamente (art. 1308 CC).

- No se aplican, en cambio, a la anulabilidad los arts. 1305 y 1306 CC, relativos a


la causa torpe.

Una característica del contrato anulable, a diferencia del contrato nulo, estriba en que
es susceptible de confirmación. La confirmación del contrato anulable se regula, con
un cierto detalle, en los arts. 1309 y ss. CC 48. Debe entenderse por confirmación la
declaración unilateral de voluntad de quien está legitimado para el ejercicio de la
acción de anulación, por la que convalida el contrato, extinguiéndose desde entonces
la misma. Todo contrato anulable es confirmable, y sólo quien puede anular el
contrato puede confirmarlo, puesto que, como dice el art. 1312 CC, “no necesita el

48
Art. 4:114 PECL; y art. 3.12 Principios UNIDROIT.

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concurso de aquel de los contratantes a quien no correspondiese ejercitar la acción de
nulidad”.

Para que sea eficaz la confirmación, es necesario (arts. 1310 y 1311 CC) que concurran
ciertos requisitos:

a) Contrato anulable.
b) Conocimiento de la causa de anulación.
c) Cese de la causa de anulación.

La confirmación puede llevarse a cabo de diversas formas: expresa o tácita, según


indica el art. 1311 CC. Este mismo precepto señala que “hay confirmación tácita
cuando, con conocimiento de la causa de nulidad y habiendo ésta cesado, el que
tuviese derecho a invocarla ejecutase un acto que implique necesariamente la
voluntad de renunciarlo”. Se discute doctrinalmente si la caducidad de la acción de
anulación constituye o no un supuesto de confirmación tácita. Aunque los efectos de
esa caducidad y de la confirmación tácita son similares, responden a figuras
técnicamente diferentes y con fundamentos diversos.

Es causa de extinción de la acción de anulación la pérdida dolosa o negligente de las


cosas objeto del contrato, imputables a quien podía ejercitar la acción (art. 1314 CC).

La transcendencia del art. 1314 CC y la relevancia de la confirmación tácita se han


constatado cuando quienes adquirieron obligaciones subordinadas, que fueron objeto
de canje forzoso por acciones de las entidades financieras, vendieron esas acciones.
¿La venta voluntaria de las acciones impide el ejercicio de la anulación de la
suscripción de las obligaciones subordinadas por error?

El criterio mayoritario parece inclinarse por rechazar la aplicación de esa norma. La


SAP de Madrid de 30 de junio de 2015, reiterando una doctrina anterior, indica que
“[e]n relación con la venta efectuada por la parte demandante como acto de
«confirmación» […] [L]a confirmación tácita se manifiesta, pues, a través de hechos
concluyentes, esto es, mediante una conducta no directamente orientada a
exteriorizar la voluntad de confirmar el negocio, pero de la que se infiere clara e
inequívocamente la existencia de la misma; no parece bastar, en cambio, una objetiva
contradicción entre el comportamiento del contratante y el ejercicio de la acción de
anulación. La locución «que implique necesariamente», de la que se sirve el legislador,
ha sido interpretada por el Tribunal Supremo en el sentido de que deba mediar un
«enlace preciso y directo» […]) entre el comportamiento desplegado y la voluntad de
confirmar el negocio. Se precisa por la jurisprudencia la inesquivable concurrencia de
los requisitos normativamente exigidos: a) que la causa de anulabilidad haya cesado
[…] y, b) que la causa de nulidad sea conocida por quien realiza la conducta que se
pretende confirmatoria […] Nótese que sin hallarse adornados de esta calidad los
hechos de que trate no serían concluyentes. El conocimiento de la causa de la nulidad
constituye una necesidad de todo punto lógica, pues mal puede desearse confirmar un
negocio que se ignora ser impugnable, ni sería válida la confirmación afectada del
mismo vicio que el contrato a que se refiere. Parece claro que no basta con el solo
conocimiento del vicio o irregularidad del negocio sino que es necesario, además,
conocer que determina una causa de invalidez del mismo y la posibilidad del ejercicio

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del derecho [a la] anulación, como se desprende de la literalidad de la propia norma.
Por otra parte, como quiera que la confirmación precisa la cesación del vicio causante,
en el momento en el cual la parte actora aceptó el canje que se le ofertó en modo
alguno pudo comportar una voluntad deliberadamente orientada a convalidar el
negocio originariamente viciado ni tampoco a renunciar a la acción de anulación. Y si
bien es cierto que en el presente caso no resulta de aplicación el art. 1314 CC atendido
que no se trata de que ora las originarias participaciones preferentes adquiridas por la
demandante, ora las acciones por las que aquellas fueron posteriormente canjeadas,
ciertamente no se puedan restituir a la entidad demandada como consecuencia de
haber salido de las esfera jurídica-patrimonial de la actora, pero no obedece a dolo o
culpa del actor sino precisamente al canje obligatorio de las participaciones; a su vez,
la venta de las acciones se equivale a pérdida de la cosa por dolo o culpa del actor, por
cuanto que ordena la venta con el propósito de enjugar o minimizar la pérdida
patrimonial experimentada. Y tampoco puede concluirse que esa venta comportase un
inequívoco acto de confirmación tácita del contrato en cuanto que si bien no consta
una simultánea declaración de voluntad explícita de reserva y conservación de las
acciones de nulidad o resarcitoria de los perjuicios experimentados con el negocio
irregularmente celebrado […], es lo cierto que tampoco se ha constatado en las
actuaciones que esa venta represente un absolutamente concluyente e
incontrovertible del que «necesariamente» en expresión del art. 1314 CC, se derive la
voluntad de doña Berta de renunciar, debiendo atenderse a las circunstancias del caso
concreto examinado para deducir si una determinada actuación puede considerarse
como purificadora de un vicio contractual […] En el presente caso debe aplicarse la
anterior doctrina y por tanto, no existe confirmación, sino que la parte pretendía evitar
más pérdidas en la inversión. La venta no supuso una confirmación del contrato sino la
intención de minimizar las pérdidas que tenían”.

La SAP de Salamanca de 15 de julio de 2015 ha entendido, en cambio, que “la venta


libre y voluntaria realizada por los demandantes al Fondo de Garantía de Depósitos de
las acciones que en virtud del canje obligatorio recibieron en sustitución de las
obligaciones subordinadas inicialmente suscritas ha de considerarse como un acto de
confirmación tácita, ya que no puede sostenerse que en tal momento desconocieran
ya los actores el error padecido sobre la verdadera naturaleza de la inversión realizada
y los riesgos inherentes a la misma, toda vez que estos riesgos (riesgos de pérdidas y
falta de liquidez) se habían ya materializado en su propio perjuicio. Lo que asimismo
determina la inaplicación de la doctrina de la propagación de la ineficacia del contrato
[…], al faltar el presupuesto de la misma, cual es la existencia de un previo contrato
invalido e ineficaz, al haber quedado convalidado el inicial contrato de suscripción de
las obligaciones subordinadas por la posterior venta libre y voluntaria de las acciones al
Fondo de Garantía de Depósitos”.

En cuanto a los efectos de la confirmación, el Código Civil ofrece dos reglas, una que
pone el acento en la situación del contrato, y otra que se fija en la acción de anulación.
Por una parte, el art. 1313 CC establece que “[l]a confirmación purifica al contrato de
los vicios de que adoleciera desde el momento de su celebración”. Y, por otra, el art.
1309 CC señala que “[l]a acción de nulidad queda extinguida desde el momento en que
el contrato haya sido confirmado válidamente”. Como consecuencia de ello, puede
afirmarse que la confirmación tiene efectos retroactivos desde la celebración del
contrato.

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6.5. La rescisión del contrato49.

La rescisión del contrato está prevista fundamentalmente en los arts. 1290 y ss. CC, y
esa regulación presenta el inconveniente de unificar la disciplina de dos figuras que
históricamente se encontraron diferenciadas: por un lado, los mecanismos de
restitución en protección de menores, incapaces y otros sujetos; y, por otro, los
supuestos de fraude de acreedores. La rescisión se presenta, pues, como un efecto,
derivado de la concurrencia de una serie heterogénea de causas.

Tiene gran relevancia, aunque su estudio no sea oportuno aquí, el ejercicio de acciones
rescisorias en caso de concurso de acreedores: arts. 71 a 75 de la Ley 22/2003, de 9 de
julio, Concursal.

La rescisión constituye un remedio jurídico tendente a la reparación de un resultado


injusto o contrario a Derecho (lesión o fraude) que un contrato válido origina a
determinadas personas, siempre que se den los requisitos legales, mediante el cese
sobrevenido de su eficacia. Puede configurarse, pues, como un supuesto de ineficacia
funcional y provocada.

Es necesario plantearse el sentido de la rescisión del contrato en el Código Civil. La


regulación de la rescisión resulta, a primera vista, desconcertante: ¿cómo es posible
que sean ineficaces contratos que el propio Código Civil califica de válidos y en los que
no se ha producido ninguna clase de incumplimiento? De ello puede deducirse
inmediatamente el riesgo que supone la admisión de esta categoría: si se extiende en
demasía la posibilidad de impugnar contratos válidos no incumplidos, se pone en
cuestión la seguridad del tráfico.

En consecuencia, la rescisión sólo puede operar con carácter excepcional (por eso el
art. 1294 CC establece su carácter subsidiario), cuando concurran en un contrato
circunstancias que, para el ordenamiento jurídico, merezcan un reproche de tal calibre
que ese contrato deba ser expulsado del tráfico.

Como veremos a continuación, los dos grandes grupos de causas de rescisión que
reconoce el Código Civil son la lesión y el fraude de acreedores. Además se prevé la
rescisión en caso de venta de cosas litigiosas y otros supuestos legalmente
reconocidos.

La lesión supone básicamente que el contrato produce un desequilibrio económico


entre las partes, en perjuicio de una de ellas. El problema de conferir relevancia a la
lesión contractual estriba en que el Código Civil, consecuente con su ideología liberal,
renuncia a valorar la justicia del precio de los bienes o servicios: las partes
contractuales son libres para determinar el precio que estimen oportuno para esos
bienes y servicios. Todo intercambio, libremente pactado, se considera justo. El
resultado de este enfoque es que, a diferencia de otros ordenamientos, no cabe en el
Código Civil con carácter general la rescisión por lesión, es decir, no cabe impugnar un
49
LECTURA COMPLEMENTARIA: J.A. Martín, La rescisión del contrato (En torno a la lesión contractual y
el fraude de acreedores), J.M. Bosch, 1995.

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contrato libre y voluntariamente celebrado, por muy perjudicial que sea para una de
las partes.

Este enfoque del Código Civil, que prescinde por completo del equilibrio contractual en
los contratos libre y válidamente concertados, contrasta con el Derecho del consumo,
donde sí es relevante el desequilibrio importante" en los derechos y obligaciones de
las partes que se deriven del contrato para la consideración como abusiva de una
cláusula.

El Código Civil sólo admite la rescisión por lesión cuando además concurren
circunstancias que merecen una especial protección: cuando se trata de contratos
celebrados por los tutores o los representantes del ausente, sin autorización judicial, y
se haya producido una lesión en más de la cuarta parte del valor de las cosas objeto
del contrato. El art. 1293 CC subraya ese carácter excepcional de esta rescisión, al
indicar que, salvo los mencionados, ningún otro contrato se rescindirá por lesión.

La excepcionalidad de esta previsión se ha traducido en una nula aplicación práctica de


los casos de rescisión por lesión admitidos por el Código Civil.

Debe destacarse que, en caso de rescisión por lesión, el legitimado para impugnar el
contrato es el representado por los tutores o el ausente, es decir, la persona que ha
sufrido la lesión y de cuyo patrimonio ha salido el bien y a cuyo patrimonio debe
retornar si esa trasmisión se rescinde.

El fraude de acreedores merece un enfoque completamente distinto. El ordenamiento


pretende reaccionar frente a aquellos contratos en cuya virtud el deudor disminuye su
patrimonio en perjuicio de sus acreedores. La satisfacción del crédito depende de la
solvencia del deudor, y ésta depende de la consistencia de su patrimonio. El deudor
puede disponer de sus bienes, pero si lo hace en perjuicio de sus acreedores, éstos
pueden, como hemos visto al analizar la acción pauliana o revocatoria, impugnar esos
contratos o actos de disposición.

Como es evidente, la relevancia de la categoría depende del alcance que se dé a la


noción de perjuicio y, entre otros factores, a la exigencia de un determinado elemento
subjetivo en la actuación del deudor. La cuestión ha sido ampliamente tratada al
estudiar la acción pauliana.

La rescisión por fraude equivale a la acción revocatoria o pauliana, prevista en el art.


1111 CC. Puede cuestionarse la necesidad de una doble previsión normativa, sobre
todo cuando el coste de incluir el fraude de acreedores como causa de rescisión
motiva el desdibujamiento de la categoría de la rescisión.

Un elemento adicional contribuye a emborronar el panorama: muchos supuestos de


fraude de acreedores son abordados procesalmente con un enfoque diverso. Se
plantean como casos de nulidad contractual (por causa ilícita), de simulación o de
negocio fiduciario. La consecuencia es que casos similares son calificados por el
Tribunal Supremo de forma diversa, movido probablemente por el planteamiento de
las partes en sus demandas.

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Debe destacarse que, en caso de rescisión por fraude, el legitimado para impugnar el
contrato es el acreedor perjudicado, que no ha sido parte en el contrato que se
pretende rescindir. Y, si el contrato se rescinde por fraude, no tiene por qué verse
beneficiado directamente, ya que el bien debería retornar en principio al patrimonio
del que salió, que es el de su deudor. Sin embargo, el criterio mayoritario estima que
no se produce un reingreso de los bienes en el patrimonio del deudor sino que se
permite al acreedor que ejercitó la acción el cobro sobre tales bienes.

Los caracteres que presenta la rescisión son los siguientes:

a) La rescisión afecta a contratos válidamente celebrados (art. 1290 CC).


Dado que la rescisión se predica de contratos válidos, este dato permite
establecer su diferente alcance respecto de las acciones de nulidad y de
anulabilidad. En la práctica, sin embargo, se acostumbran a ejercitar las
diversas acciones de modo alternativo o subsidiario, ante la incertidumbre
respecto a la calificación que admitirá el órgano judicial.
Señala la STS de 20 de octubre de 2005 que “[e]l patrimonio del deudor es
garantía común de los acreedores, pero conservando este la facultad de
disponer, esta disposición puede hacerse en fraude de los legítimos intereses
de sus acreedores. La acción tiende a hacer efectivo éste derecho para
proteger el crédito, desde el momento en que se produce, configurándose
como una acción de tipo rescisorio, puesto que deja sin efecto actos o
contratos que originariamente fueron válidos”.

b) El contrato despliega su eficacia en tanto no sea rescindido.

c) La rescisión no opera automáticamente, sino que requiere que sea instada por
la parte legitimada.

d) La rescisión tiene carácter subsidiario: sólo se puede instar cuando se carezca


de otro remedio (art. 1294 CC).

A la misma idea responden los arts. 1291.3º y 1111 CC, cuando señala que la
acción revocatoria o pauliana sólo puede ejercitarse “después de haber
perseguido todos los bienes de que esté en posesión el deudor”.

Recuerda la STS de 19 de julio de 2005 que “[l]a nota más característica de la


acción rescisoria es su subsidiariedad entendida cual remedio para el acreedor
cuando se carezca de otro cauce para obtener la satisfacción de su crédito, lo
que denota, como presupuesto fáctico necesario, la concurrencia de una
situación de insolvencia en el deudor, la que, atendiendo a la consolidada
doctrina jurisprudencial al respecto, no tiene que ser absoluta, sino que es
suficiente la existencia de una notable disminución patrimonial que impide al
acreedor percibir su crédito o que el reintegro del mismo le sea sumamente
dificultoso”.

e) La acción de rescisión caduca a los cuatro años (art. 1299 CC).

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Las causas de rescisión aparecen enunciadas en el art. 1291 CC y pueden
sistematizarse del siguiente modo:

a) Casos de rescisión por lesión:


a. Contratos celebrados por los tutores sin autorización judicial, siempre
que las personas a quienes representen hayan sufrido lesión en más de
la cuarta parte del valor de las cosas que hubiesen sido objeto de
aquéllos.
b. Contratos celebrados por los representantes de los ausentes sin
autorización judicial (art. 1296 CC), siempre que las personas a quienes
representen hayan sufrido lesión en más de la cuarta parte del valor de
las cosas que hubiesen sido objeto de aquéllos.

b) Casos de fraude de acreedores (arts. 1291.3º y 1111 CC).

El Código Civil facilita la acreditación del fraude presumiendo que existe cuando se
trata de enajenaciones gratuitas o cuando se efectúan por persona contra la que se
había pronunciado sentencia condenatoria o se había expedido mandamiento de
embargo de bienes (art. 1297 CC).

Como señala la STS de 19 de julio de 2005, “[l]a acción pauliana tiene actualmente un
carácter de cierto objetividad, a pesar de exigir un requisito tan subjetivo como es el
«consilium fraudis». Se configura en nuestro derecho como acción de tipo rescisorio,
puesto que deja sin efecto actos o contratos que originariamente fueron válidos, y
derivado de ese carácter es de observar que la defraudación que comete el deudor al
disponer de sus bienes en perjuicio de sus acreedores puede o no ser dolosa o
intencional, bastando con que se produzca el perjuicio por mera negligencia o
impremeditadamente. Y de ahí que, al no ser necesario un «animus nocendi» o de
perjudicar a los acreedores, pueda concebirse desde un punto de vista objetivo el
carácter de acción rescisoria de la acción pauliana […]Frente a la concepción rigurosa
que configuraba la exigencia como la intención o propósito de perjudicar al acreedor, y
por contra de quienes mantienen un criterio objetivista neto en el sentido de que
habrá de estarse al resultado producido con total abstracción del ánimo o intención
del deudor, la doctrina predominante y la jurisprudencia siguen una orientación
intermedia consistente en que basta demostrar el resultado producido y que éste fue
conocido o debido conocer por el deudor («scientia fraudis»)”.

c) Contratos relativos a cosas litigiosas, cuando hubiesen sido celebrados por el


demandado sin conocimiento y aprobación de las partes litigantes o de la
autoridad judicial competente.

Se pretende preservar el derecho que sobre dicha cosa pudiera tener el demandante,
que ostentará legitimación activa para impugnar el acto, evitando que salga del
patrimonio del demandado. Como dice la STS de 9 de octubre de 2007, “[l]a finalidad
de tal facultad rescisoria para la parte demandante tiende a impedir que la sentencia
que recaiga en el pleito sobre la cosa litigiosa no se pueda hacer efectiva o cumplirse
(sentencia de 9 abril 1999) o, lo que es lo mismo, evitar una defraudación potencial de
derechos de un tercero: el demandante que espera ser beneficiado por la decisión
judicial que ponga fin al litigio a que se encuentra sometida la cosa (sentencia de 28
septiembre 2000), habiendo declarado también esta Sala que la cosa se considera

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litigiosa desde que se interpone la demanda referida a ella (sentencia de 31 diciembre
1997)”.

Según la STS de 24 de mayo de 2010, “[l]a rescisión que se puede producir cuando se
vende una cosa objeto de un litigio, fue una novedad del Código civil y como afirma la
jurisprudencia, "con ella se trata de evitar una defraudación potencial de los derechos
de un tercero, el demandante, que espera ser beneficiado por la decisión judicial que
ponga fin al litigio a que se encuentra sometida la cosa" […] Se trata por tanto, de una
acción que pretende prevenir la posible inutilidad del litigio cuando la cosa que es
objeto del mismo ha sido enajenada y, en consecuencia, eliminada de la litis. Los
requisitos para que se produzca serán tres: i) que el contrato celebrado entre el
propietario demandado y el tercero se refiera a la cosa que es objeto del pleito; ii) se
requiere además, que se haya celebrado por el demandado, siendo indiferentes al
demandante los pactos a que hayan llegado las partes en relación a la litigiosidad por
ser ‘res inter alios acta’, y iii) que la enajenación haya tenido lugar sin el conocimiento
del demandante o sin la autorización judicial. Ello implica que no es suficiente para
evitar la rescisión, que la venta del demandado al tercero se haya realizado con
publicidad, sino que requiere el conocimiento del demandante o a falta del mismo,
autorización judicial. La existencia de un litigio sobre la propiedad de una cosa no
elimina la facultad de disposición de su dueño; ante el dilema de conservar la cosa en
previsión de la solución final del pleito que recae sobre ella y el ejercicio de la facultad
de disponer, la ley establece diversos sistemas de protección: o bien la adopción de
medidas cautelares, o bien la rescisión de las transmisiones efectuadas en el periodo
de litigiosidad. Las medidas cautelares son previas y tienen como finalidad enervar la
buena fe de terceros adquirentes, evitando con ello la aplicación del art. 1295 CC
cuando se trata del ejercicio de la acción de rescisión. Pero cuando estas medidas no
se han adoptado, la ley prevé aun un sistema de protección del demandante que
vence en el pleito, permitiéndole pedir la rescisión de aquellos actos de disposición
efectuados. La rescisión prevista en el art. 1291, 4º CC constituye un supuesto
semejante a la acción pauliana, de modo que rescindido el título del comprador, le
queda al demandante perjudicado la posibilidad de obtener satisfacción con las cosas
enajenadas o bien, si ello no es posible, obtener la compensación prevista en el art.
1295.3 CC”.

d) Otros supuestos en que se prevea legalmente.

Hay que destacar que la terminología del Código Civil es en este punto enormemente
confusa (siempre prefirió la elegancia literaria a la precisión técnica) y a lo largo del Código
nos encontramos ante expresiones cuyo auténtico sentido resulta difícil de delimitar.

Por ejemplo, en el art. 1486 CC se habla en su primer párrafo de “desistir” y en su segundo


párrafo se identifica esa posibilidad con la “rescisión”. Sin embargo, ¿es una acción
rescisoria el desistimiento en el contrato de obra que menciona el art. 1594 CC? También
se habla expresamente de rescisión en relación con las arras penitenciales (art. 1454 CC). Y
en los arts. 1469, 1479, 1483 o 1556 CC se alude expresamente a rescisión, cuando el
Código Civil parece construir esos remedios como casos de resolución.

Todo ello conduce a la dificultad de identificar en qué casos el Código Civil prevé
auténticos mecanismos rescisorios.

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La enumeración de las causas de rescisión previstas en el Código Civil tiene una
consecuencia adicional, que, para mayor claridad, manifiesta el art. 1293 CC, al decir
que “[n]ingún contrato se rescindirá por lesión, fuera de los casos mencionados en los
números 1º y 2º del artículo 1291”. La idea general que consagra el Código Civil pone
de manifiesto la exclusión de la posibilidad de impugnar el contrato porque el precio
pactado sea sustancialmente inferior al valor de la cosa o servicio objeto del contrato.
El criterio del Código Civil es congruente con su planteamiento liberal, evitando
además los graves inconvenientes que tiene la determinación del valor objetivo de los
bienes. Las partes, en ejercicio de su autonomía privada y en el marco de una
economía de mercado (art. 38 CE), fijan libremente el precio (art. 13 7/1996, de 15
enero, de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista). En el fondo, la admisión
general de la rescisión por lesión constituye un privilegio de los transmitentes de
bienes inmuebles (L. Díez-Picazo).

En cuanto al régimen jurídico de la acción de rescisión, debemos diferenciar diversas


cuestiones.

La legitimación activa depende de cuál sea la causa de la rescisión:

a) Casos de rescisión por lesión: están legitimados los representados por los
tutores, o los ausentes.
b) Casos de fraude de acreedores: están legitimados los acreedores perjudicados
por el contrato o acto fraudulento.
c) Contratos relativos a cosas litigiosas: están legitimados los terceros que
mantienen un pleito sobre dicha cosa.

La legitimación pasiva también difiere según los supuestos. La rescisión se debe dirigir
contra quienes fueron parte del contrato impugnado, y también contra quienes
deriven derechos de dicho contrato. Parece prudente demandar también al tutor o
representante del ausente, a los efectos de establecer su responsabilidad conforme al
art. 1295.III CC.

El plazo de ejercicio de la acción de rescisión es de cuatro años (art. 1299 CC). Dicho
plazo es de caducidad (y no de prescripción). El Código Civil precisa desde cuándo se
computa los cuatro años en caso de personas sujetas a tutela (desde que cesa la
incapacidad) y de los ausentes (desde que se conozca su domicilio).

En cuanto a los efectos de la rescisión, los arts. 1295 y 1298 CC permiten establecer las
siguientes reglas:

- Los contratantes deben restituirse recíprocamente las prestaciones efectuadas,


con sus frutos e intereses (art. 1295.I CC).
-
- La restitución debe efectuarse “in natura”, mediante la devolución de los
mismos bienes que fueron objeto del contrato. Si esta restitución “in natura”
no es posible (por ejemplo, las cosas se hallan legalmente en poder de terceros

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de buena fe), se deben indemnizar los daños y perjuicios (art. 1295.II y III, y
1298 CC).

- La obligación de restitución tiene carácter recíproco y debe ser cumplida


simultáneamente.
Literalmente, el art. 1295.I CC dice que “sólo podrá llevarse a efecto cuando el que la
haya pretendido pueda devolver aquello a que por su parte estuviese obligado”. Esta
precisión que no aparece, por ejemplo, en el art. 1308 CC plantea el problema de
determinar si el ejercicio de la acción está supeditado necesariamente al cumplimiento
de esta condición. Parte de la doctrina considera que, de no darse esa circunstancia,
no puede ejercitarse la rescisión. Resulta en cualquier caso paradójico que se afirme
esa consecuencia, cuando la imposibilidad de devolución por parte del demandado
sólo supone que deba indemnizar los daños y perjuicios. Parece, pues, más razonable
aplicar el mismo criterio (restitución del equivalente) cuando sea el demandante quien
no pueda proceder a la devolución “in natura”.

- Los terceros adquirentes que hayan procedido de buena fe no se ven afectados


por la rescisión del contrato (art. 1295.II CC).

J.A. Martín Pérez ha destacado que la aplicación de los criterios del art. 1295 CC a los
supuestos de fraude de acreedores constituye un equívoco derivado de la unificación
operada por el Código Civil entre los diversos mecanismos rescisorios. El acreedor
defraudado, al solicitar la rescisión, se dirige contra un contrato que sería para él “res inter
alios facta”, si no fuera porque se realiza para perjudicar sus derechos. El acreedor
defraudado no pretende que su deudor recupere el objeto del contrato, sino que se prive
de eficacia a ese contrato fraudulento, restituyendo las cosas al estado que tenían al
tiempo de la celebración, pero sólo en la parte necesaria para que los acreedores
defraudados puedan hacer efectivos sus créditos.

Como señala J.R. García Vicente, el efecto de la rescisión por fraude tiene alguna
complejidad sobre todo de orden procesal, puesto que no produce efectos restitutorios
entre el deudor enajenante y el tercero (es inaplicable en esta sede el artículo 1295 I CC,
propio de la rescisión por lesión). El acreedor puede comportarse como si el bien formara
parte del patrimonio del deudor o, para las garantías, estuviera libre de la afección, y hasta
el límite del perjuicio padecido, de manera que cabe la rescisión parcial.

Esta limitación de los efectos de la rescisión por fraude es probablemente una de las
razones que explica la tendencia de los interesados en tratar de recurrir a otras categorías,
de efectos más intensos, como la simulación o la nulidad por causa ilícita, que evitan esa
limitación de efectos.

En el Derecho civil autonómico, a diferencia de lo expuesto en relación con el Código


Civil, contamos, por razones históricas, con una admisión general de la rescisión por
lesión.

La rescisión por lesión en el Derecho catalán aparece regulada en los arts. 321 a 325
de la Compilación de Derecho Civil de Catalunya. La rescisión es posible cuando se
trate de enajenación de bienes inmuebles y se produzca una lesión superior a la mitad
del precio justo (“ultra dimidium”).

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Pueden rescindirse los contratos de compraventa, permuta o cualquier otro contrato
oneroso, salvo que se haya efectuado mediante subasta, tenga carácter aleatorio o
afecte a bienes litigiosos (art. 321).

La acción de rescisión tiene carácter personal, es transmisible a los herederos y caduca


a los cuatro años desde la celebración del contrato (art. 322).

En cuanto a los efectos, el art. 324 se remite al art. 1295 CC, aunque excluye la
restitución de los frutos o los intereses anteriores a la reclamación judicial, e impone el
abono de los gastos extraordinarios de conservación o refacción y las mejoras útiles.

Se permite que el adquirente evite la rescisión si paga en dinero al enajenante la


diferencia de precio o valor lesivos, con los intereses, a contar desde la consumación
del contrato (art. 325).

La rescisión por lesión en el Derecho navarro aparece regulada en las Leyes 499 a 507
de la Compilación de Derecho Foral de Navarra o Fuero Nuevo. La rescisión es posible
cuando se haya sufrido lesión enorme, a causa de un contrato oneroso que hubiere
aceptado por apremiante necesidad o inexperiencia. Se considera que es lesión
enorme el perjuicio de más de la mitad del valor de la prestación, estimada al tiempo
del contrato. Si el perjuicio excediere de los dos tercios de aquel valor, la lesión se
entenderá enormísima (Ley 499). A diferencia del Derecho catalán, la rescisión
también cabe respecto de contratos cuyo objeto sean bienes muebles (Ley 501). Sin
embargo, no puede pedir la rescisión por lesión quien, profesional o habitualmente, se
dedique al tráfico de las cosas objeto del contrato o fuere perito en ellas (Ley 500).

La acción rescisoria por lesión enorme prescribe a los diez años, y la rescisoria por
lesión enormísima, a los treinta (Ley 33). Es personal y transmisible a los herederos
(Ley 504).

La rescisión puede evitarse en todo caso mediante el abono de una indemnización


consistente en el complemento del precio, valor o estimación más los intereses legales
(Ley 506).

6.6. La denuncia del contrato50.

Aludimos a la denuncia del contrato para identificar aquellos supuestos en los que se
permite la extinción del contrato por voluntad unilateral de una de las partes del
contrato, y sin necesidad de alegación de causa alguna. Queda, pues, en manos de uno
de los contratantes determinar sobrevenidamente la ineficacia “ex nunc” del contrato.
Si la denuncia afecta a una relación plurilateral puede suponer la extinción parcial sólo
para el que desiste, pero no necesariamente para los restantes miembros de la
relación.
50
LECTURA COMPLEMENTARIA: S. Espiau, “La resolución unilateral del contrato: estudio
jurisprudencial”, Aranzadi Civil, 1998, núm. 1, pgs. 113 y ss.; y B. Sainz Cantero, “El desistimiento ad
nutum en los contratos con consumidores tras la Ley 44/2006 y el Texto Refundido 1/2007 de la Ley
General para la Defensa de Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias”, Actualidad Civil,
2008, núm. 9.

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La terminología resulta en este punto sumamente confusa y en el Código Civil y en
otros textos legales se emplean expresiones como renuncia, desistimiento u otras
similares, dificultando la identificación de cada concreto supuesto.

Según las STS de 24 de junio de 2010 y 5 de junio de 2009, "la doctrina jurisprudencial
ha confirmado la facultad de la resolución unilateral "ad nutum" en los contratos de
servicios por tiempo indefinido, tanto en los supuestos en que las partes han omitido
cualquier condicionamiento a dicha facultad resolutoria, por ejemplo, el respeto de un
plazo de preaviso o una indemnización por su inobservancia (SSTS de 12 de mayo de
1997 y 28 de octubre de 1998), como en los casos en que sí se han adoptado
condicionantes a la libre resolución del contrato (SSTS de 19 de diciembre de 1991 y 30
de marzo de 1992); como ha determinado la última sentencia citada, el contrato de
arrendamiento de servicios se encuadra en un grupo de contratos en que las
relaciones tienen en cuenta el principio "intuitu personae", y puede resolverse por
voluntad unilateral de cualquiera de las partes, de manera que sólo podría ejercitarse
la acción resolutoria o de cumplimiento del contrato si ello se produjese en contra de
lo pactado, con indemnización de daños y perjuicios cuando se prevea en el propio
pacto para caso de cese, y en el mismo sentido se han manifestado las SSTS de 25 de
marzo y 20 de julio de 1995".

Esta facultad de denuncia contractual no está admitida en nuestro ordenamiento con


carácter general. Sólo se acepta en determinadas relaciones contractuales,
caracterizadas por su duración indefinida (arts. 1700.4º y 1705 CC), por un predominio
de la confianza entre las partes (art. 1732 CC) o por su gratuidad (art. 1732 CC). En
otras ocasiones se admite porque el interés contractual de quien desiste puede
satisfacerse sin excesivo daño para las otra parte (art. 1594 CC); o porque se quiere
proteger a quien quizás ha adoptado una decisión poco meditada (por ejemplo, en
Derecho del consumo). O se configura como un mecanismo para evitar las
vinculaciones perpetuas (art. 1583 CC). No hay una razón homogénea para justificar
esa admisión.

La STS de 29 de abril de 1998 indicó que la resolución unilateral “no es lícita a no ser
que se trate de contrato «intuitu personae», basado en la confianza, en cuyo caso la
resolución unilateral lleva consigo la indemnización de daños y perjuicios, que
solamente se excluye si se prueba suficientemente una causa grave que justifique la
extinción del contrato”.

Según la STS de 12 de mayo de 1997, “[l]a falta de señalamiento de un plazo concreto


de duración del contrato, permite, de acuerdo con una doctrina jurisprudencial
aplicable a toda clase de contratos de duración indefinida, la resolución unilateral del
contrato, sin perjuicio de las consecuencias indemnizatorias cuando la resolución del
vínculo se hubiere producido en forma abusiva que produzca de manera necesaria
daños y perjuicios a la otra parte, o si implica un aprovechamiento del trabajo ajeno,
que ha de ser compensado para que no pueda existir calificación del enriquecimiento
injusto”.

Hay que tener en cuenta que la diversidad de situaciones repercute en la diversidad de


su régimen jurídico (preaviso, indemnización, retroactividad de la ineficacia). Pero con
carácter general, puede indicarse que la denuncia debe efectuarse mediante una

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declaración de voluntad unilateral de carácter recepticio, que debe ser puesta en
conocimiento de las restantes partes de la relación contractual.

Aunque la facultad de denuncia del contrato opera “ad nutum”, sin necesidad de
alegar causa o justificación alguna, es necesaria que se realice con una antelación
razonable y conforme a las exigencias de la buena fe. Una denuncia intempestiva o de
mala fe puede dar lugar a la indemnización de los daños y perjuicios ocasionados a la
otra parte.

Según la STS de 24 de junio de 2010, “[l]a omisión del preaviso no genera daños de
modo necesario, conforme a reiterada jurisprudencia relativa a todo incumplimiento
de obligaciones contractuales […] No se trata, por tanto, de un daño que no necesita
prueba pues no resulta de lo debido, dado que no está reconocida en el contrato. El
daño deriva de la repercusión que la resolución unilateral del contrato ha podido tener
como consecuencia de las circunstancias concurrentes…”.

La STS de 23 de diciembre de 2010 parece establecer la regla inversa: “[c]on carácter


general, cuando concurre al "intuitu personae", se admite el desestimiento unilateral,
con indemnización de daños y perjuicios […], salvo causa justificada”.

Tiene carácter abusivo la cláusula que autorice al empresario a resolver los contratos
de duración indefinida en un plazo desproporcionadamente breve o sin previa
notificación con antelación razonable. Pero son admisibles las cláusulas en las que se
prevea la resolución del contrato por incumplimiento o por motivos graves, ajenos a la
voluntad de las partes, que alteren las circunstancias que motivaron la celebración del
contrato (art. 85.4 TRLGDCU).

Los efectos de la denuncia del contrato no son retroactivos, sino para el futuro (“ex
nunc”), quedando extinguida la relación desde el instante de la notificación o de la
fecha futura que en la misma se indique.

En tiempos recientes, especialmente con la finalidad de intensificar la protección de


consumidores y usuarios, se acostumbra a prever la posibilidad de que los mismos
ejerzan el denominado desistimiento de un contrato ya perfeccionado.

Un intento de ofrecer un régimen común para esa facultad de desistimiento se


contiene en los arts. 68 a 79 TRLGDCU.

Conforme al art. 68.1 TRLGDCU, “es la facultad del consumidor y usuario de dejar sin
efecto el contrato celebrado, notificándoselo así a la otra parte contratante en el plazo
establecido para el ejercicio de ese derecho, sin necesidad de justificar su decisión y
sin penalización de ninguna clase”. Son nulas las cláusulas que impongan al
consumidor y usuario una penalización por el ejercicio de su derecho de desistimiento.

La facultad de desistimiento no está sujeta a forma alguna (art. 70 TRLGDCU) y el


consumidor dispone de un plazo mínimo de catorce días naturales para su ejercicio
(art. 71 TRLGDCU51).

51
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.

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El ejercicio del derecho de desistimiento, regulado en el art. 74 TRLGDCU, supone que
las partes deben restituirse recíprocamente las prestaciones de acuerdo con lo
dispuesto en los arts. 1303 y 1308 CC. El consumidor no debe rembolsar cantidad
alguna por la disminución del valor del bien, que sea consecuencia de su uso conforme
a lo pactado o a su naturaleza, o por el uso del servicio; y, en cambio, tiene derecho al
rembolso de los gastos necesarios y útiles que hubiera realizado en el bien.

Este derecho de desistimiento de origen legal se prevé en diferentes relaciones


contractuales: por ejemplo, contratación a distancia y contratos celebrados fuera de
establecimiento mercantil (arts. 102 a 108 TRLGDCU); contratos relativos a la
adquisición de aprovechamiento por turno de bienes inmuebles (art. 12 de la Ley
4/2012, de 6 de julio, de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso
turístico, de adquisición de productos vacacionales de larga duración, de reventa y de
intercambio y normas tributarias); o servicios financieros a distancia (art. 10 de la Ley
22/2007, de 11 de julio, sobre comercialización a distancia de servicios financieros
destinados a los consumidores).

6.7. El mutuo disenso contractual.

El mutuo disenso consiste en un acuerdo de voluntades de las partes orientado a dejar


sin efecto o concluir una relación contractual existente. Al amparo del principio de
autonomía privada, las partes acuerdan la extinción de la relación (del mismo modo
que pueden en cualquier momento modificar su contenido). Dado que se efectúa de
mutuo acuerdo, no se requiere la concurrencia de causa o requisito alguno.

El mutuo disenso puede proyectarse a cualquier tipo de contrato.

Según la STS 22 de octubre de 2013, “nada obsta a que la figura del mutuo disenso
opere no solo en el arrendamiento de obra sino también en la compraventa, pues, en
suma, solo constituye una manifestación de voluntad concurrente y concorde, pero no
necesariamente simultánea en un contrato como el de compraventa que al igual que el
de arrendamiento de obra es bilateral y recíproco en las prestaciones. Ningún
precepto legal impide que los otorgantes de la compraventa, puedan abandonar sus
pretensiones, antes de su consumación, de forma pactada o concurrente. El
desistimiento unilateral, sin causa y sin acuerdo tiene una respuesta sancionatoria
específica, cuando se hayan pactado arras, en el art. 1454 CC. Dicho desistimiento
concurrente y concorde, pero no expresado en unidad de acto, no contraviene el art.
1255 CC ni supone dejar el cumplimiento de un contrato al arbitrio de una de las
partes pues son ambas las que pretenden la resolución (art. 1256 CC), constituyendo
un modo de extinguir el contrato, con la consiguiente restitución recíproca de las
prestaciones”.

Es necesario que el acuerdo extintivo cumpla los requisitos generales de todo contrato
(art. 1261 CC) y que quienes lo otorgan estén legitimados para ello.

Como dicen las STS de 15 de diciembre de 2004 y 5 de diciembre de 2013, “el mutuo
disenso es un contrato extintivo o cancelatorio por el que las partes que han celebrado

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anteriormente otro, acuerdan («contrarius consensus») que la regulación puesta en
vigor con él pierda vigencia y como contrato que es, debe reunir los elementos
esenciales de todos los negocios jurídicos de esa naturaleza (art. 1261 CC)”.

El alcance de la ineficacia depende de lo acordado por las partes, que pueden convenir
la extinción de la relación con efectos retroactivos o no, siempre dejando a salvo los
derechos de terceros.

No puede identificarse el mutuo disenso con el incumplimiento recíproco: como señala


la STS de 5 de diciembre de 2013, “[l]a recíproca imputación de incumplimientos
contractuales, y el ejercicio por una de las partes de la acción resolutoria con petición
de indemnización de daños y perjuicios, excluye la existencia de un mutuo disenso”.

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