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MÓDULO 4
TEORÍA GENERAL
DEL CONTRATO
RAFAEL VERDERA
Como sucede con tantas otras instituciones, el contrato puede ser abordado desde una
pluralidad de perspectivas. Es evidente que, en este terreno, la perspectiva normativa
resulta la fundamental: se trata de comprender cuál es la caracterización normativa
que recibe en la actualidad la noción de contrato. Pero igualmente resulta oportuno
que, siquiera brevemente, se ofrezcan algunas pinceladas del contrato desde un
enfoque histórico y económico.
Los presupuestos sobre los que asienta el Derecho de contratos en el Código Civil son:
Es sabido que en el ámbito de la teoría general del contrato las reformas operadas en
el Código Civil español han sido de carácter secundario. Ello puede trasmitir la falsa
impresión de que el sistema jurídico apenas ha experimentado variaciones y que nos
regimos por las mismas pautas que hace más de cien años.
1
LECTURA COMPLEMENTARIA: L. Díez-Picazo, “El sentido histórico del Derecho civil”, Revista General de
Legislación y Jurisprudencia, 1962, pgs. 595 y ss.; y Derecho y masificación social. Tecnología y derecho
privado (Dos esbozos), Civitas, 1979.
2
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.
3
LECTURA COMPLEMENTARIA: J. Alfaro, “Los costes de transacción”, Estudios jurídicos en homenaje al
profesor Aurelio Menéndez, vol. 1, Civitas, 1996, pgs. 131 y ss.; y F. Gómez, “European Contract Law and
Economic Welfare: A View from Law and Economics”, Indret, 1/2007 [www.indret.com: consultado el 1
de abril de 2010].
Ha expuesto C. Paz-Ares, con un amplio apoyo doctrinal, que existe un acuerdo casi
universal en que el derecho de los contratos (la masa de reglas legales que
reglamentan el cambio privado) desarrolla tres funciones capitales: (i) especificar qué
acuerdos son vinculantes jurídicamente y cuáles no (regla de la inalienabilidad); (ii)
definir los derechos y los deberes que crean los contratos que siendo exigibles,
permanecen ambiguos (regla de la propiedad); y (iii) indicar las consecuencias del
incumplimiento no justificado (regla de la responsabilidad). Esas funciones se
corresponden con los dos distintos elementos que integran la noción de contrato: (i) la
planificación racional de la transacción con anticipación cuidada de las muchas
contingencias futuras que son previsibles; y (ii) la existencia de sanciones legales
reales, o potenciales, que estimulan la efectiva realidad de la prestación o que
establecen una compensación para caso de incumplimiento; elementos ambos que
integran la definición del contrato como aquel tipo de relación social, cuya función es
asegurar la predictibilidad y la seguridad en las transacciones negociales. A partir de
estas bases, emergen ya los objetivos del derecho contractual en la óptica peculiar del
análisis económico del Derecho, que, para C. Paz-Ares, se cifrarían en la disuasión
(función de seguridad) y en la información (función de predictibilidad), dispuestas de
tal forma que se asegurase la maximización conjunta del valor del cambio (la llamada
«operación del mercado»). Ambos objetivos (por lo demás, inseparables) perseguirían
la función más general de minimizar los costes de transacción.
Ahora bien, como también indica J. Alfaro, la especialización reduce los costes de
producción y fomenta el desarrollo económico de una sociedad. Pero no lo hace gratis:
surgen otros costes derivados de la necesidad de llevar a cabo los intercambios.
Obsérvese por tanto que la noción económica abarca menos fenómenos que la jurídica y
que esta noción económica pone el acento en las acciones futuras y las circunstancias que
rodean a dicho contrato (F. Gómez Pomar).
¿Cuáles son las funciones que desarrolla el Derecho contractual, desde esta
perspectiva? Entre otras, pueden señalarse las siguientes:
Los costes de transacción son los costes necesarios para que se produzca el
intercambio: se trata básicamente, de costes de información, de negociación y
conclusión del contrato, y de supervisión del cumplimiento, incluyendo en particular
las reglas aplicables para la previsión de posibles incumplimientos de las partes.
Evidentemente, si los costes de transacción superan los beneficios que pueden
derivarse del contrato, éste no se celebrará. Justamente la empresa como organización
surge como un mecanismo de minimización de los costes de transacción, al internalizar
los intercambios (R. Coase).
En el siglo XIX podía afirmarse con razonable seguridad que los elementos necesarios
para el completo conocimiento del Derecho de la contratación se encontraban
compendiados en el Código Civil y en el Código de Comercio.
Tanto el Código Civil como el Código de Comercio responden a una estructura similar:
unas disposiciones generales (arts. 1254 a 1314 CC; y arts. 50 a 63 CCom); y unas reglas
específicas en función de cada tipo de contrato.
4
LECTURA COMPLEMENTARIA: L. Díez-Picazo, “¿Una nueva doctrina general del contrato?”, Anuario de
Derecho Civil, 1993, pgs. 1709 y ss.; y F. Rivero, “Cien años de jurisprudencia sobre contratos en
especial”, Revista crítica de derecho inmobiliario, 1995, núm. 626, pgs. 9 y ss.
Es, por lo demás, cada vez más frecuente que las Sentencias del Tribunal Supremo
hagan referencia a principios, criterios o reglas con esa vocación de
internacionalización de las soluciones.
Esa referencia a la actitud cada vez más receptiva de nuestro Tribunal Supremo en
relación con los modelos de unificación internacional permite poner de relieve la
A modo de recapitulación conviene recordar que como decía L. Díez-Picazo, “[e]n los
años setenta y ochenta de este siglo [XX], hemos asistido a un nuevo auge de la
libertad económica, que ha supuesto un duro mentís para los augures de la decadencia
o de la muerte del contrato. Estos años han dado lugar a un renacimiento
esplendoroso de la figura central del contrato como instrumento básico de las
relaciones económicas. Se ha consagrado como principio de la libre competencia y se
ha ido produciendo la supresión de las regulaciones que coartaban la libertad
contractual. Ello ha supuesto la multiplicación de los contratos atípicos, que, del
campo estricto del intercambio de bienes, han ido trasladando el centro de gravedad
del sistema económico y de la contratación al campo de los servicios, en los que se ha
ido produciendo una cada vez más acentuada diferenciación (consultoría,
comprobación de contabilidades o auditoría, servicios informáticos, asesoramiento de
especies diferentes, nuevas formas de comisión y de agencia). Han ido apareciendo
también formas inéditas de lo que hoy se llama en la jerga empresarial productos
financieros y las entidades de crédito han ido abandonando sus tradicionales campos
de trabajo y ocupando otros nuevos. Desde el punto de vista jurídico, el problema no
es nuevo, porque los contratos atípicos han sido conocidos de antiguo. Su legitimidad,
por lo general, es indiscutible y la labor de una jurisprudencia constructiva consiste, en
este punto, en reconocer legitimidad social a toda esta masa de nuevos contratos que
han penetrado en el tráfico y dar solución a los problemas que se puedan plantear a
través de las conocidas tesis de la combinación y de la absorción, o, dicho de otro
modo, a través de los principios rectores de las obligaciones”.
Como critica M.P. García Rubio, este planteamiento expansivo, que no tiene
equivalente en el ámbito del Derecho privado comparado, es, además de equívoco,
profundamente contradictorio pues incluye las relaciones entre empresarios y entre
particulares y empresarios y deja únicamente fuera las de los particulares entre sí
cuando nadie puede sensatamente negar que los particulares también participan en el
mercado, incluso cuando se relacionan con otros particulares; siempre lo han hecho y
últimamente lo hacen aún más a través del comercio electrónico, por ejemplo. En
realidad, como subraya M.P. García Rubio, la Propuesta está transida, hasta la
obsesión, por el deseo de blindar el carácter mercantil del régimen de las obligaciones
b) Pero el problema surge también en otros ámbitos, donde las diferencias de régimen
son más acusadas. Se debe precisar cuándo la prestación de servicios debe ser
calificada como contrato de trabajo (el contrato de trabajo era inicialmente un subtipo
del contrato de servicios) o cuándo los contratos del sector público se someten o no al
Derecho privado (no todo contrato del sector público tiene carácter administrativo,
sino que puede tener carácter privado). La cuestión en este punto no sólo es de
identificación de la normativa aplicable, sino también de la jurisdicción competente
(art. 9 LOPJ).
b.2) Simplificadamente, conforme a los arts. 2 y 3 del Real Decreto Legislativo 3/2011,
de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos
del Sector Público básicamente son contratos del sector público los contratos
onerosos, cualquiera que sea su naturaleza jurídica, que celebren La Administración
General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas y las
Entidades que integran la Administración Local; las entidades gestoras y los servicios
El art. 18 del Real Decreto Legislativo 3/2011 admite que los contratos del sector
público pueden tener carácter administrativo o carácter privado. Son administrativos
los contratos de obra, concesión de obra pública, gestión de servicios públicos,
suministro, y servicios, así como los contratos de colaboración entre el sector público y
el sector privado; y los contratos de objeto distinto a los anteriormente expresados,
pero que tengan naturaleza administrativa especial por estar vinculados al giro o
tráfico específico de la Administración contratante o por satisfacer de forma directa o
inmediata una finalidad pública de la específica competencia de aquélla (art. 19). Son
privados los celebrados por los entes, organismos y entidades del sector público que
no reúnan la condición de Administraciones Públicas; y los celebrados por una
Administración Pública que tengan por objeto servicios financieros, la creación e
interpretación artística y literaria o espectáculos, y la suscripción a revistas,
publicaciones periódicas y bases de datos (art. 20). El orden jurisdiccional civil será el
competente para resolver las controversias que surjan entre las partes en relación con
los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos privados. Este orden
jurisdiccional será igualmente competente para conocer de cuantas cuestiones
litigiosas afecten a la preparación y adjudicación de los contratos privados que se
celebren por los entes y entidades sometidos a esta Ley que no tengan el carácter de
Administración Pública, siempre que estos contratos no estén sujetos a una regulación
armonizada (art. 21.2).
Con arreglo a esos elementos, puede deducirse que el concepto de contrato que
subyace en el planteamiento del Código Civil, es un concepto clásico que lo contempla
como un acuerdo de voluntades de dos o más personas, dirigido a crear obligaciones
entre ellas.
Esta concepción clásica debe ser matizada por cuanto no responde adecuadamente a
una serie de objeciones:
Por ello, debe asignársele un valor relativo al art. 1258 CC, cuando indica que
“[l]os contratos se perfeccionan por el mero consentimiento…”. Hay que
interpretar ese consentimiento en el sentido del art. 1262 CC, esto es,
concurso de la oferta y la aceptación sobre la cosa y la causa.
Conviene además tener en cuenta que, aun en ese sentido estricto, la palabra contrato
(al igual que sucede con la palabra obligación) encierra un cierto equívoco, pues con
ella podemos estar refiriéndonos a cuestiones diversas, aunque conexas:
Á. Carrasco ha subrayado que el contrato ocupa, en el sistema del Código Civil, una
posición paradójica. Se subestima la importancia del contrato, al concebirlo como una más
de las posibles fuentes de las obligaciones. Bajo la aparente neutralidad de la regulación
general de la obligación, la mayoría de sus reglas sólo tienen sentido si se parte de su
origen contractual. Ante todo, la relevancia del contrato deriva de su importancia
estadística. Ni la ley, ni el hecho injusto tienen la flexibilidad suficiente para originar
obligaciones tan variadas como las que contempla el Código Civil. El testamento sí
presenta esa flexibilidad, pero es estadísticamente menos frecuente, y su función
primordial es el reparto de activos “mortis causa”, siendo marginales los casos de
obligaciones testamentarias.
5
Art. 1:102 PECL; y art. 1.1 Principios UNIDROIT.
Las normas imperativas pueden limitar la libertad contractual de una doble manera: a)
mediante la prohibición de determinados pactos (por ejemplo, art. 1691 CC), o incluso,
en ocasiones, un cierto tipo contractual (por ejemplo, art. 1654 CC, relativo al contrato
de subenfiteusis); b) mediante la imposición de cierto contenido al contrato, de
manera que los pactos por los que se pretenda alterar dicho contenido legal deberán
considerarse nulos (por ejemplo, duración mínima del contrato de arrendamiento de
vivienda: art. 9 LAU).
La moral como límite de la libertad contractual. Más difícil resulta precisar qué debe
entenderse por moral a estos efectos. Resulta claro que no puede acogerse un
significado religioso de la misma, y que debe intentar reconducirse al conjunto de
convicciones éticas imperantes en una determinada sociedad en cierto momento
histórico. Se trata, pues, de un concepto indeterminado y de contenido variable
históricamente.
El Juez debe tratar de establecer cuáles son esas convicciones éticas predominantes y
utilizarlas como canon para enjuiciar la admisibilidad de un determinado
comportamiento. Obviamente el Juez no puede sustituir la valoración de la opinión
colectiva por la que profese personalmente.
La noción de orden público cobra una especial relevancia en el ámbito del Derecho
internacional privado (art. 12.3 CC). La STS de 11 de febrero de 2002 ha indicado que el
orden público “aparece integrado por principios de Derecho nacional reputados
intangibles dentro del territorio de la soberanía estatal”.
También es una noción crucial en el arbitraje. Conforme al art. 41.1.f) LA, uno de los
escasos motivos para que prospere la acción de anulación del laudo es que sea
contrario al orden público. La STSJ de Madrid de 28 de enero de 2015 ha dicho,
conformando una doctrina ya reiterada y de consecuencias imprevisibles para el éxito
de los arbitrajes, que “el orden público susceptible de protección ex art. 41.1.f) LA
comprende tanto la tutela de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en
el Capítulo II del Título I de la Constitución, como, por imperativo incluso del Derecho
de la Unión Europea, lo que se ha dado en llamar "orden público económico", en el
que se incluyen ciertos reglas básicas y principios irrenunciables de la contratación en
supuestos de especial gravedad o singularmente necesitados de protección […] Hoy no
cabe dudar, a la vista de la jurisprudencia del TJUE y del Pleno de la Sala Primera del
Tribunal Supremo en su S. de 20 de enero de 2014, de que, dentro de ese concepto
jurídico indeterminado denominado "orden público", ha de incluirse el "orden público
económico", que se prevé en normas imperativas y en principios básicos de
inexcusable observancia en supuestos necesitados de especial protección. Ejemplos
señeros de esas normas imperativas son las que regulan con carácter estructural las
libertades propias del Derecho comunitario (v.gr., la libre competencia) […] Paradigma
destacado del principio que integra el orden público económico es el principio general
de buena fe en la contratación, expresamente recogido hoy, como se cuida de señalar
la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, en los Principios de Derecho Europeo de
Contratos (The Principles of European Contract Law –PECL-- cuyo art. 1:201 bajo la
rúbrica "Good faith and Fair dealing" ("Buena fe contractual"), que dispone como
deber general: "Each party must act in accordance with good faith and fair dealing"
("Cada parte tiene la obligación de actuar conforme a las exigencias de la buena fe").
Claramente el orden público no se puede sin más identificar con las normas
imperativas, puesto que entonces se produciría una redundancia carente de sentido.
Por ello, se sugiere la asimilación del orden público con los principios fundamentales y
rectores de la comunidad.
La STS de 5 de febrero de 2002 dijo que “esta Sala tiene declarado, respecto al orden
público, que está constituido por los principios jurídicos, públicos y privados, políticos,
morales y económicos, que son absolutamente obligatorios para la conservación del
orden social en el pueblo y en una época determinada (STS de 5 de abril de 1966 y 31
de diciembre de 1979), y de otra, una notable concepción de la doctrina científica
aprecia como tal los principios o directivas que en cada momento informan las
instituciones jurídicas; asimismo, una moderna posición de la ciencia jurídica señala
que el orden público constituye la expresión que se le da a la función de los principios
generales del derecho en el ámbito de la autonomía privada, consistente en limitar su
desenvolvimiento en lo que los vulnere, y que, básicamente, hoy han de tenerse en
cuenta, como integrantes del orden público, los derechos fundamentales reconocidos
en la Constitución. Respecto al orden público económico, un importante parecer
doctrinal se refiere a esta figura como consecuencia de la intervención del Estado en la
vida económica, la cual se manifiesta a través de normas imperativas y de los
principios básicos del orden económico, aunque no se hayan traducido en normas de
aquella categoría, que deben limitar la autonomía privada en el sentido de que no
puede desenvolverse en contra de los mismos; se define así el orden público
económico como el conjunto de reglas obligatorias en las relaciones contractuales
concernientes a la organización económica, las relaciones sociales y la economía
interna de los contratos”.
Hay que tener en cuenta, en fin, aplicaciones concretas de esos planteamientos. El art.
10 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y
hombres, establece que “[l]os actos y las cláusulas de los negocios jurídicos que
constituyan o causen discriminación por razón de sexo se considerarán nulos y sin
efecto, y darán lugar a responsabilidad a través de un sistema de reparaciones o
indemnizaciones que sean reales, efectivas y proporcionadas al perjuicio sufrido, así
como, en su caso, a través de un sistema eficaz y disuasorio de sanciones que prevenga
la realización de conductas discriminatorias”.
a) Los contratos forzosos son aquellos que limitan la libertad de las partes de contratar
o no. Como consecuencia de una decisión normativa, las partes, o al menos una de
ellas, se ven obligadas a celebrar un determinado tipo de contrato (por ejemplo,
contratación obligatoria de un seguro para los propietarios de vehículos a motor: art. 2
del Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el Texto
Refundido de la Ley sobre Responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos
a motor; o de una garantía contra ciertos daños vinculados con la edificación: arts. 19 y
disp. adic. 2ª LOE). Puede que la autoridad estatal establezca el contenido de ese
contrato o puede que lo deje a la libertad de las partes.
La STS de 29 de abril de 2015 admite que “[e]s un hecho notorio que en determinados
sectores (bancario, seguros, suministros de energía, teléfono e internet, primera venta
de vivienda, etc.) la contratación de las empresas y profesionales con los consumidores
y usuarios se realiza mediante el uso de condiciones generales de la contratación
predeterminadas e impuestas por la empresa o el profesional. Quien pretende obtener
los productos o servicios en estos sectores deberá aceptar las condiciones generales
impuestas por el oferente o renunciar a contratar con él. Tal circunstancia no solo
resulta corroborada por la constatación empírica, sino que responde también a la
propia lógica de la contratación en masa, que no sería posible si cada contrato hubiera
de ser negociado individualmente”.
7
LECTURA COMPLEMENTARIA: J. Alfaro, Las condiciones generales de la contratación: estudio de las
disposiciones generales, Civitas, 1991.
La STS de 9 de mayo de 2013, sobre las cláusulas suelo en préstamos con garantía
hipotecaria, efectúa una aplicación de ese control de transparencia. Dado que las
cláusulas suelo forman parte inescindible del precio que debe pagar el prestatario,
definen el objeto principal del contrato y deberían quedar exentas un control sobre su
carácter abusivo. Pero la cláusula suelo sí puede ser sometida a control de
transparencia que la Sentencia sitúa en un doble nivel. En primer lugar, un inicial
control de inclusión al contrato: la información que se facilita cubre las exigencias
positivas de oportunidad real de conocimiento por el adherente, y las negativas de no
ser ilegibles, ambiguas, oscuras e incomprensibles (art. 7 LCGC). En segundo lugar, en
relación con contratos con consumidores, se requiere que el adherente conozca o
pueda conocer con sencillez, tanto la carga económica que realmente supone para él
el contrato celebrado, esto es, la onerosidad o sacrificio patrimonial realizada a cambio
de la prestación económica que se quiere obtener; como la carga jurídica del mismo,
es decir, la definición clara de su posición jurídica tanto en los presupuestos o
elementos típicos que configuran el contrato celebrado, como en la asignación o
distribución de los riesgos de la ejecución o desarrollo del mismo. Este control exige
que la información suministrada permita al consumidor percibir que se trata de una
cláusula que define el objeto principal del contrato, que incide o puede incidir en el
contenido de su obligación de pago y tener un conocimiento real y razonablemente
completo de cómo juega o puede jugar en la economía del contrato.
Ésta es una de las razones que justifican el sometimiento de las condiciones generales
a control. La predisposición equivale a redacción previa. Se trata de un concepto
cercano, pero no plenamente coincidente con el de “cláusula no negociada
individualmente”, aunque en la realidad práctica acostumbren a ir unidos. No siempre
que exista un borrador o minuta redactado unilateralmente existirá predisposición.
La doctrina considera que éste es el más discutible de los requisitos, puesto que
quedan fuera del control de la Ley las cláusulas redactadas para un único contrato. Se
trata de una Ley de condiciones generales, y no de cláusulas predispuestas.
Todos esos elementos deben darse cumulativamente para que pueda hablarse
de condiciones generales. En sentido negativo, son irrelevantes cuestiones
formales como la autoría material de las cláusulas, la apariencia externa o la
extensión. Por ello, también un contrato manuscrito o muy breve puede
quedar sometido al ámbito de aplicación de la Ley de Condiciones Generales de
la Contratación.
La STS de 29 de abril de 2015 recuerda que “para que se acepte que las cláusulas de
los contratos celebrados con los consumidores en estos sectores de la contratación no
tienen el carácter de condiciones generales, o de cláusulas no negociadas, y se excluya
el control de abusividad, no basta con incluir en el contrato predispuesto un epígrafe
de "condiciones particulares" o menciones estereotipadas y predispuestas que afirmen
su carácter negociado (sobre la ineficacia de este tipo de menciones predispuestas por
el predisponente, vacías de contenido real al resultar contradichas por los hechos, nos
hemos pronunciado en las sentencias núm. 244/2013, de 18 abril, y 769/2014, de 12
de enero de 2015) ni con afirmar sin más en el litigio que la cláusula fue negociada
individualmente. Para que se considere que la cláusula fue negociada es preciso que el
profesional o empresario explique y justifique las razones excepcionales que llevaron a
que la cláusula fuera negociada individualmente con ese concreto consumidor, en
contra de lo que, de modo notorio, es habitual en estos sectores de la contratación y
responde a la lógica de la contratación en masa, y que se pruebe cumplidamente la
existencia de tal negociación y las contrapartidas que ese concreto consumidor obtuvo
por la inserción de cláusulas que favorecen la posición del profesional o empresario. Si
tales circunstancias no son expuestas y probadas, carece de sentido suscitar la
cuestión del carácter negociado de la cláusula, como se ha hecho en este caso, y como
se hace con frecuencia en este tipo de litigios, porque carece manifiestamente de
fundamento…”.
Y añade esta STS de 30 de abril de 2015 que “[v]arias conclusiones pueden extraerse
de lo expuesto. La primera, que en nuestro ordenamiento jurídico la nulidad de las
cláusulas abusivas no se concibe como una técnica de protección del adherente en
general, sino como una técnica de protección del adherente que tiene la condición
legal de consumidor o usuario, esto es, cuando este se ha obligado con base en
cláusulas no negociadas individualmente. Una segunda conclusión sería que, en
nuestro ordenamiento jurídico las condiciones generales insertas en contratos en los
que el adherente no tiene la condición legal de consumidor o usuario, cuando reúnen
los requisitos de incorporación, tienen, en cuanto al control de contenido, el mismo
régimen legal que las cláusulas negociadas, por lo que sólo operan como límites
externos de las condiciones generales los mismos que operan para las cláusulas
negociadas, fundamentalmente los previstos en el art. 1255 CC, y en especial las
normas imperativas, como recuerda el art. 8.1 LCGC. Por último, el art. 1258 CC […]
contiene reglas de integración del contrato, en concreto la relativa a la buena fe, de
modo que en el cumplimiento y ejecución del contrato pueda determinarse lo que se
ha denominado el "contenido natural del contrato". Pero con base en este precepto no
puede pretenderse que se declare la nulidad de determinadas condiciones generales
que deban ser expulsadas de la reglamentación contractual y tenidas por no puestas, y
que, en su caso, puedan determinar la nulidad total del contrato”.
Dado el sentido del art. 5.5 LCGC y su ubicación sistemática, resulta preferible afirmar
la no incorporación al contrato de esas condiciones generales.
a) Son nulas de pleno derecho las condiciones generales que contradigan en perjuicio
del adherente lo dispuesto en la Ley de Condiciones Generales, o en cualquier otra
8
La Ley 3/2014, de 27 de marzo, ha suprimido los requisitos de inclusión en casos de contratación
telefónica o electrónica.
b) También son nulas de pleno derecho las condiciones generales que sean abusivas,
cuando el contrato se haya celebrado con un consumidor (art. 8.2 LCGC; vid. también
art. 83.1 TRLGDCU).
9
LECTURA COMPLEMENTARIA: A. Serra, Cláusulas abusivas en la contratación (En especial, las cláusulas
limitativas de Responsabilidad), Aranzadi, 2002, 2ª. ed.
10
Modificado por Ley 17/2014, de 30 de septiembre, por la que se adoptan medidas urgentes en
materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial; y por Ley 11/2013, de 26 de julio, de
medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo.
Como puede comprobarse este precepto conecta el carácter abusivo de las cláusulas
con la buena fe y el equilibrio entre las partes, dos conceptos jurídicos genéricos e
indeterminados. Por ello, la definición legal de cláusula abusiva desarrolla esos
criterios: “Se considerarán cláusulas abusivas todas aquellas estipulaciones no
negociadas individualmente y todas aquéllas prácticas no consentidas expresamente
que, en contra de las exigencias de la buena fe causen, en perjuicio del consumidor y
usuario, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes que
se deriven del contrato” (art. 82.1 TRLGDCU).
b) El carácter abusivo puede predicarse tanto de las cláusulas como las prácticas no
consentidas expresamente.
Por ejemplo, a falta de prueba por parte del operador de que la reactivación de la línea
le ocasiona unos costes que ascienden a esa cuantía, la imposición de un pago
adicional de veinte euros por la reactivación del servicio suspendido por el retraso
«unos días» en el pago de una pequeña cantidad (treinta euros) ha de calificarse como
práctica abusiva en cuanto impone al consumidor el pago de una indemnización
desproporcionadamente alta por el incumplimiento de sus obligaciones.
11
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.
La fórmula general del art. 82 TRLGDCU por sí sola ya es suficiente para llevar a cabo
una ponderación del carácter abusivo de una determinada cláusula. Sin embargo, con
la intención de aumentar la protección de los consumidores, se prevé lo que se
denomina una “lista negra” de cláusulas que deben ser calificadas como abusivas, sin
necesidad de mayores valoraciones.
Aunque la pretensión legislativa es que se trate de una “lista negra” de cláusulas (el
art. 82.4 TRLGDCU dice que ”en todo caso” son abusivas), en la práctica muchas de
ellas incorporan criterios indeterminados (“excesivamente largo o insuficientemente
determinado”, “desproporcionadamente breve”, “antelación razonable”,
“desproporcionadamente alta”, “obstáculos onerosos o desproporcionados”, etc.) que
deberán ser analizados casuísticamente por los tribunales, reduciendo
sustancialmente el automatismo de su consideración como cláusula abusiva.
Sin que se puedan detallar ahora todos los supuestos concretos de cláusulas abusivas
(hay casi cuarenta cláusulas, y en algunas de ellas se contienen varios tipos de
situaciones), podemos dejar constancia de los diversos grupos de casos (aunque la
clasificación legal sea en ocasiones un tanto discutible):
O en otros ámbitos: cláusula que impone al usuario del aparcamiento el pago del día
completo en caso de pérdida del ticket; cláusula en contratos de mantenimiento de
ascensores que impone una duración de 10 años; o en contratos de telefonía móvil que fija
un “compromiso de permanencia” de 12 meses (con decisiones jurisprudenciales
diferentes); o cláusula de limitación de responsabilidad por pérdida o daño de la película
de revelado, que se limita a decretar la sustitución de la misma por otra.
Nos encontramos entonces ante un problema similar al expuesto en relación con las
condiciones generales de la contratación no incorporadas o nulas, puesto que se hace
necesario completar los aspectos carentes de regulación como consecuencia de
aquella nulidad.
El ATJUE de 11 de junio de 2015 (caso Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, S.A.) parece
dar un paso más: "1) Los arts. 6, apartado 1, y 7, apartado 1, de la Directiva 93/13/CEE
[…] deben interpretarse en el sentido de que no se oponen a normas nacionales que
prevean la facultad de moderar los intereses moratorios en el marco de un contrato de
préstamo hipotecario, siempre que la aplicación de tales normas nacionales: no
prejuzgue la apreciación del carácter «abusivo» de la cláusula sobre intereses
moratorios por parte del juez nacional que conozca de un procedimiento de ejecución
hipotecaria relacionado con dicho contrato, y no impida que ese mismo juez deje sin
aplicar la cláusula en cuestión en caso de que llegue a la conclusión de que es
«abusiva» en el sentido del art. 3, apartado 1, de la citada Directiva". Por lo tanto, sí se
admite una facultad judicial de moderación, bajo determinadas circunstancias.
a) Por los vínculos obligatorios que nacen del contrato. Los contratos son unilaterales
cuando nacen obligaciones únicamente a cargo de una de las partes; y son bilaterales
o sinalagmáticos, cuando nacen obligaciones recíprocas a cargo de ambas partes.
b) Por las atribuciones patrimoniales derivadas del contrato. Los contratos son
onerosos cuando existen atribuciones patrimoniales a cargo de ambas partes; y son
gratuitos cuando existen atribuciones patrimoniales a cargo de una sola de las partes.
El art. 1274 CC plantea la posible existencia de un tercer tipo de contrato, los contratos
remuneratorios, caracterizados porque se remunera un servicio o beneficio. La
donación remuneratoria. Dice el art. 619 CC que “[e]s también donación la que se hace
a una persona por sus méritos o por los servicios prestados al donante, siempre que no
constituyan deudas exigibles…”. Pero nos encontramos en el ámbito de los contratos
gratuitos.
d) Por el modo en que se pacta su contenido. Los contratos por negociación son
aquellos en que las partes discuten o se encuentran en posición de discutir el
contenido del contrato; en cambio, los contratos por adhesión son aquellos en los que
existe una previa prerredacción unilateral del contrato por una parte y la otra sólo
puede aceptarlo o rechazarlo.
Aunque tradicionalmente el paradigma han sido los contratos por negociación, los
contratos por adhesión, mediante el empleo de condiciones generales de la
contratación, crecen exponencialmente.
e) Por los requisitos exigidos para su perfección. Los contratos son consensuales
cuando se perfeccionan por el mero acuerdo de voluntades; son formales cuando,
para su perfección, exigen, además del acuerdo, una determinada forma especial; y
son reales, cuando su perfección requiere, además del acuerdo, la entrega de la cosa
objeto del contrato.
Por ejemplo, es consensual la compraventa (art. 1450 CC); formal, la donación (arts.
632 y 633 CC); y real, el depósito (art. 1758 CC).
En la medida que todo contrato requiere ser manifestado de algún modo, todo
contrato es formal. Pero este calificativo se reserva para aquellos supuestos en que el
ordenamiento asigna determinados efectos a la verificación de ciertos requisitos en
cuanto al modo de manifestación de las partes o de la celebración del contrato.
f) Por el número de partes que intervienen. Los contratos son bilaterales, cuando
intervienen dos partes (ésta es la regla general y no puede existir un contrato en el que
intervenga una sola parte); y son plurilaterales cuando en el contrato intervienen más
de dos partes.
Los ejemplos básicos de contrato plurilateral son la sociedad (art. 1665 CC) y los
contratos asociativos.
g) Por su previsión y regulación normativa. Los contratos son típicos cuando están
previstos y regulados por el ordenamiento jurídico; son, en cambio, atípicos, cuando o
bien no están ni siquiera mencionados por el ordenamiento, o bien están
mencionados, pero no aparecen regulados por el ordenamiento.
En Derecho español, la atipicidad puede ser diferente en función del ámbito del que se
predique: por ejemplo, el contrato de permuta de solar por obra futura es atípico en el
ámbito estatal, pero típico en el Derecho catalán (Ley catalana 23/2001, de 31 de
diciembre, de cesión de finca o de edificabilidad a cambio de construcción futura).
Y permite configurar el régimen supletorio (art. 4.3 CC) de otras regulaciones de los
contratos, sean mercantiles (arts. 2 y 50 CCom) o del Sector Público (arts. 19.2 y 20 del
Real Decreto Legislativo 3/2011).
El art. 1261 CC permite superar la visión del contrato como un mero acuerdo de
voluntades (puesto que, si así fuera, no serían necesarios ni el objeto ni la causa). Sin
embargo, no resulta nada sencillo precisar el sentido de la exigencia de un objeto
contractual y mucho menos de la causa del contrato: comprobaremos más adelante la
dificultad de deslindar adecuadamente la calificación de determinados supuestos. La
aparente sencillez del art. 1261 CC se difumina cuando debe calificarse una
determinada patología de la estructura del contrato.
Por ejemplo, los contratos celebrados en fraude de acreedores han sido caracterizados
como patológicos, entre otros, desde el punto de vista del consentimiento, del objeto
o de la causa. Los criterios jurisprudenciales son confusos porque en buena medida los
planteamientos de los interesados no ofrecen la suficiente limpieza.
Los preceptos sobre forma (arts. 1278 a 1280 CC) están situados en un Capítulo
diferente al de los requisitos esenciales para la validez, y tienen como rúbrica “[d]e la
eficacia de los contratos”.
Conforme al art. 1263 CC, “[n]o pueden prestar consentimiento: 1º Los menores no
emancipados, salvo en aquellos contratos que las leyes les permitan realizar por sí
mismos o con asistencia de sus representantes, y los relativos a bienes y servicios de la
vida corriente propios de su edad de conformidad con los usos sociales. 2º Los que
tienen su capacidad modificada judicialmente, en los términos señalados por la
resolución judicial”. La norma ha sido modificada por la Ley 26/2015, de 28 de julio, de
modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia.
Debe tenerse en cuenta que los arts. 61 y ss. de la Ley 15/2015, de 2 de julio, de la
Jurisdicción Voluntaria, se ocupan de la regulación de los casos en que el
representante legal del menor o persona con capacidad modificada judicialmente o el
administrador de un patrimonio protegido necesite autorización o aprobación judicial
para la validez de actos de disposición, gravamen u otros que se refieran a sus bienes o
derechos o al patrimonio protegido. No se trata obviamente de actos realizados por los
menores o las personas con capacidad modificada judicialmente, o con discapacidad,
sino por sus representantes legales (arts. 166 y 271 CC) o por el administrador de un
patrimonio protegido (art. 5 de la Ley 41/2003, de 18 de noviembre, de protección
patrimonial de las personas con discapacidad), pero que inciden en el patrimonio de
aquéllos.
12
LECTURA COMPLEMENTARIA: R. López, La capacidad contractual del menor, Dykinson, 2001.
Por lo que respecta a los contratos celebrados por los menores, la STS de 10 de junio
de 1991 sienta los criterios básicos, pero lo hace al analizar un caso muy particular. Un
menor sufrió un grave accidente al utilizar un remonte en una estación de esquí. La
estación de esquí se encontraba en situación de insolvencia y no podía hacer frente a
la indemnización. Pero la estación tenía suscrito un seguro de responsabilidad civil por
daños extracontractuales y el menor demanda a la compañía de seguros para que le
abone la indemnización por el accidente. La aseguradora se niega alegando que la
póliza solo cubría daños extracontractuales y los daños se le habían producido al
menor en el desarrollo de un contrato (de transporte, como consecuencia de la
adquisición del “forfait” de la estación). El menor alega entonces que ese contrato era
inválido porque lo celebró siendo menor. El Tribunal Supremo, que finalmente
condena a la compañía de seguros con base en otros argumentos, indica que
considerar que los menores de edad carecen de capacidad de obrar para celebrar
ciertos contratos (en ese caso, en una estación de esquí), es una “tesis inaceptable por
contraria a los usos sociales imperantes en la actualidad ya que resulta incuestionable
que los menores de edad no emancipados vienen realizando en la vida diaria
numerosos contratos para acceder a lugares de recreo y esparcimiento o para la
adquisición de determinados artículos de consumo, ya directamente en
establecimientos abiertos al público, ya a través de máquinas automáticas, e incluso de
transporte en los servicios públicos, sin que para ello necesite la presencia inmediata
de sus representantes legales, debiendo entenderse que se da una declaración de
voluntad tácita de éstos que impide que tales contratos puedan considerarse
inexistentes, teniendo en cuenta «la realidad social del tiempo en que han de ser
aplicadas (las normas), atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de
aquéllas» (art. 3.1 CC), y siendo la finalidad de las normas que sancionan con la
inexistencia o anulabilidad de los contratos celebrados por los menores, una finalidad
protectora del interés de éstos, es evidente que en esa clase de contratos la misma se
hace innecesaria”.
Por lo que respecta a los contratos celebrados por los representantes legales de los
menores, el criterio es más reciente (pero también más cuestionable). En el caso
abordado por la STS de 5 de febrero de 2013, los padres de Raúl Baena, que entonces
tenía 13 años, celebraron en su nombre con el F.C. Barcelona un contrato de jugador
no profesional y, simultáneamente, un precontrato de trabajo (de jugador profesional)
con una cláusula de desistimiento de 3.489.000 euros, que debía hacerse efectivo al
cumplir el joven los 18 años de edad. Al cumplir el jugador la mayoría de edad, no
entendiéndose con el Barcelona, fichó por el R.C.D. Español de Barcelona, ante lo cual
el club azulgrana reclamó el pago de la cláusula penal pactada. El Tribunal Supremo
declara la nulidad del precontrato de trabajo celebrado por los padres en nombre del
menor, basándose en los principios de protección del interés superior del menor y del
de libre desarrollo de la personalidad. También menciona como argumentos, para
justificar su decisión, el orden público en materia laboral y la cesión futura de los
derechos de imagen del menor para cuando sea, en su caso, jugador profesional.
Dice el Tribunal Supremo que “el componente axiológico que anida en la tutela del
interés superior del menor viene íntimamente ligado al libre desarrollo de su
13
La Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la
adolescencia, introduce también una larga serie de factores que deben ponderarse para determinar cuál
es el interés superior del menor, modificando así los apartados 2 y 3 del art. 2 LOPJM: “2. A efectos de la
interpretación y aplicación en cada caso del interés superior del menor, se tendrán en cuenta los
siguientes criterios generales, sin perjuicio de los establecidos en la legislación específica aplicable, así
como de aquellos otros que puedan estimarse adecuados atendiendo a las circunstancias concretas del
supuesto: a) La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción
de sus necesidades básicas, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas. b) La
consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar
progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de
determinación de su interés superior. c) La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un
entorno familiar adecuado y libre de violencia. Se priorizará la permanencia en su familia de origen y se
preservará el mantenimiento de sus relaciones familiares, siempre que sea posible y positivo para el
menor. En caso de acordarse una medida de protección, se priorizará el acogimiento familiar frente al
residencial. Cuando el menor hubiera sido separado de su núcleo familiar, se valorarán las posibilidades
y conveniencia de su retorno, teniendo en cuenta la evolución de la familia desde que se adoptó la
medida protectora y primando siempre el interés y las necesidades del menor sobre las de la familia. d)
La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma
del menor, así como la no discriminación del mismo por éstas o cualesquiera otras condiciones, incluida
la discapacidad, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad. 3. Estos criterios se ponderarán
teniendo en cuenta los siguientes elementos generales: a) La edad y madurez del menor. b) La
necesidad de garantizar su igualdad y no discriminación por su especial vulnerabilidad, ya sea por la
carencia de entorno familiar, sufrir maltrato, su discapacidad, su orientación e identidad sexual, su
condición de refugiado, solicitante de asilo o protección subsidiaria, su pertenencia a una minoría
étnica, o cualquier otra característica o circunstancia relevante. c) El irreversible efecto del transcurso
del tiempo en su desarrollo. d) La necesidad de estabilidad de las soluciones que se adopten para
promover la efectiva integración y desarrollo del menor en la sociedad, así como de minimizar los
riesgos que cualquier cambio de situación material o emocional pueda ocasionar en su personalidad y
desarrollo futuro. e) La preparación del tránsito a la edad adulta e independiente, de acuerdo con sus
capacidades y circunstancias personales. f) Aquellos otros elementos de ponderación que, en el
supuesto concreto, sean considerados pertinentes y respeten los derechos de los menores. Los
anteriores elementos deberán ser valorados conjuntamente, conforme a los principios de necesidad y
proporcionalidad, de forma que la medida que se adopte en el interés superior del menor no restrinja o
limite más derechos que los que ampara”.
El art. 1263.1º CC establece dos ámbitos en los que el menor no emancipado puede
prestar consentimiento contractual:
a) Contratos que las leyes les permitan realizar por sí mismos o con asistencia de
sus representantes. Esta previsión entronca con la antigua redacción del art.
162.II.1º CC que excluía de la representación legal de los padres “[l]os actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las
Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”. La
actual redacción del art. 162.II.1º CC es distinta: “Los actos relativos a los
derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con su madurez, pueda
ejercitar por sí mismo. No obstante, los responsables parentales intervendrán
en estos casos en virtud de sus deberes de cuidado y asistencia”. Téngase en
cuenta que la norma se refiere (al igual que el art. 162.II.1º CC) a una
intervención de los padres no representativa: si representan al hijo, no cabe
hablar de actuación del menor por sí mismo.
b) Contratos relativos a bienes y servicios de la vida corriente propios de su edad
de conformidad con los usos sociales. La solución consagrada por el art.
1263.1º CC no excluirá, sin embargo, los problemas interpretativos. Obsérvese
la concurrencia de un buen número de cláusulas generales o indeterminadas, a
la hora de precisar si el contrato realizado por el menor no emancipado será
válido o no: “bienes y servicios de la vida corriente”, “propios de su edad” o
“usos sociales”.
El contrato del menor será, sin embargo, nulo no por un problema de capacidad para
contratar, sino de falta de consentimiento, si el menor, por su falta de edad, no pudo
prestar efectivamente su consentimiento (por ejemplo, donación de un bien por parte
de un menor de tres años).
El Código Civil no solventa el régimen de los contratos celebrados por incapaces que
no hayan sido incapacitados. Con arreglo al esquema del Código Civil, en esas personas
concurre capacidad para contratar, pero la doctrina admite la impugnación de esos
contratos: se discute, sin embargo, si esos contratos son nulos por falta absoluta de
consentimiento, o simplemente anulables, como sucede con los contratos de los
incapacitados afectados por la incapacitación.
14
LECTURA COMPLEMENTARIA: P. Escribano, “La anulabilidad de los actos de los incapaces. Especial
referencia a las personas discapacitadas”, NUL. Estudios sobre invalidez e ineficaciaNulidad de los actos
jurídicos, 2006 [disponible en http://www.codigo-civil.info/nulidad/lodel/document.php?id=237:
consultado el 1 de abril de 2010].
Ejemplos de esas prohibiciones pueden verse en los arts. 1459 y 1677 CC.
Por ejemplo, para ser donatario basta con no estar especialmente incapacitado por la
ley para ello (art. 625 CC).
c)La voluntad o intención común de los dos contratantes. Si no existe esa zona
de coincidencia, hay disenso y no contrato.
Sin ese consentimiento común (que el art. 1254 CC identifica con un consentimiento
en obligarse), no existe el contrato.
Como indica J.R. García Vicente, cualquier declaración de voluntad puede manifestarse
de distintos modos, y todos ellos tienen un valor equivalente, salvo que una norma
expresamente acoja uno de ellos de modo exclusivo. Esta equivalencia entre las
diferentes formas de manifestar la voluntad tiene un hondo sentido práctico: la
realidad de las relaciones económicas, su dinámica más o menos informal y la
confianza que se suscita en su desenvolvimiento, invita a no restringir los modos de
manifestación de la voluntad y a aceptar las conductas significativas. Por eso son
excepcionales las normas que exigen una forma “expresa” para manifestar la voluntad,
y su sede común son las normas que protegen a alguna parte contractual, como es el
caso del Derecho del consumo.
Obviamente, las partes también pueden acordar en el curso de sus negociación que
sólo serán relevantes aquellas manifestaciones que se declaren de determinado modo.
La relevancia del silencio como declaración de voluntad se mueve entre dos tesis
extremas, la que considera que el silencio entraña siempre aceptación, y la que
considera que el silencio nunca supone manifestación de voluntad. Obviamente, la
doctrina y la jurisprudencia se inclinan por una solución intermedia según la cual el
silencio supone manifestación de voluntad, cuando dada una determinada relación
Más recientemente, la STS de 25 de marzo de 2010 ha confirmado una vez más que “la
regla qui tacet consentire videtur no tiene en modo alguno una valor absoluto –STS de
7 de diciembre de 1989, 28 de junio de 1993 y 22 de noviembre de 1994, entre
muchas--, razón por la que la sentencia de 23 de octubre de 2008 puso de relieve que
el problema no está en decidir si el silencio puede ser expresión de un consentimiento,
sino en determinar en qué condiciones debe ser interpretado como tácita
manifestación del mismo. Ello sentado, ningún dato se afirma concurrente en la
declaración de hechos probados contenida en la sentencia recurrida que permita
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atribuir al silencio y a la inactividad de la fabricante demandada, ante la referencia a la
exclusividad contenida en el documento de aceptación de la oferta de contrato, el
valor de una conducta expresiva, esto es, de una aceptación de la supuesta
contraoferta de exclusividad. Se trató, por tanto y en todo caso, de un silencio
inexpresivo --que, por cierto, fue acompañado con la conducta de la fabricante, que,
además de no ofertarla, nunca cumplió la supuesta exclusiva –“.
Sabemos ya que en todo contrato deben concurrir al menos dos partes (entendidas
como una o varias personas o un conjunto de personas que polarizan o agrupan
diferentes intereses jurídicos). Como es evidente, cada parte expresa su propio
consentimiento contractual. El problema que se plantea con la denominada
autocontratación es determinar si es admisible que esos consentimientos
contractuales (tantos como partes) sean emitidos por una misma persona, actuando
en su caso como representante de otra u otras partes.
Es posible que una persona actúe en su propio nombre y como representante de otra;
o que actúe como representante de una y como representante de otra.
No existe en el Código Civil una regulación general del autocontrato, sino tan solo
alusiones esporádicas a esa figura (arts. 163.II.2º, 221.2º, y 1459.1º, 2º y 3º CC, y 257
CCom). Superada una etapa en la que, por razones fundamentalmente dogmáticas, se
negaba la validez del autocontrato (porque no concurría la duplicidad de
consentimientos propia del contrato), el criterio actual no consiste en un rechazo
absoluto, ni en una admisión general de la figura: la validez o la invalidez del
autocontrato se hace depender de la existencia de un conflicto de intereses entre el
representante y quienes son representados por éste.
Así ocurrirá en las operaciones que se refieren a bienes cuyo precio no puede ser
modificado por el representante: es irrelevante que el contrato sea celebrado por el
representante, por el representado o por un tercero.
Aunque son diversos los supuestos que pueden suscitarse de desconexión entre la
voluntad y la declaración, el Código Civil no ofrece una regulación general de esos
supuestos, siendo cuestionable que todos deban sin más reconducirse a la falta de
consentimiento del art. 1261.1º CC.
Se trata de los supuestos de los casos planteados en las aulas universitarias como
ejemplos, o las situaciones manifiestamente jocosas.
Como criterio básico, la voluntad así declarada carece de efectos, aunque se cuestiona
esa solución si el destinatario no percibe esa falta de seriedad.
Por ejemplo, en la parte final de un formulario informatizado, una parte clica por error
en la casilla “Acepto”, cuando en realidad quería clicar en la de “No acepto”.
Dice la STS de 13 de julio de 2012 que “en el error obstativo hay una falta de voluntad,
porque o bien no se quería declarar y se hizo, o bien se produce un lapsus que da lugar
a una discrepancia entre la voluntad interna y su declaración”. Y señala la STS de 25 de
febrero de 1995 que es un error “no influyente en la formación de la voluntad sino con
efectos en la declaración y transmisión de la misma, que no se correspondió con la
realmente existente”.
Como indica M.J. Marín, esta divergencia puede afectar a los sujetos (persona
interpuesta, testaferro), al objeto (se dice que se compra el piso X, y se quiere comprar
el Y), o lo que es más común, a la causa (se dice que se vende, y verdaderamente se
dona).
La simulación también puede ser enfocada como un problema causal, por la expresión
de una causa falsa, y, en su caso, por la ocultación de otra verdadera (art. 1275 CC).
Apunta M.J. Marín que este acuerdo simulatorio consiste en un pacto --previo
o simultáneo al contrato aparente-- en el que las partes, de mutuo acuerdo,
deciden la operación en su conjunto, fijando cuál será el contrato aparente y
cuál, en su caso, el contrato disimulado. El contenido y función del acuerdo
simulatorio varía en la simulación absoluta y en la relativa. En la simulación
absoluta (por ejemplo, compraventa fingida), es preciso que, antes o
simultáneamente a las respectivas declaraciones de comprar y vender, las
partes se hayan puesto de acuerdo para emitir unas declaraciones de voluntad
contrarias a su verdadera intención, o sea la de no concluir contrato alguno (ni
15
LECTURA COMPLEMENTARIA: P. Salvador; y J.M. Silva, Simulación y deberes de veracidad (Derecho
civil y derecho penal: dos estudios de dogmática jurídica), Civitas, 1999.
Por ejemplo, un padre con malas relaciones con sus hijos quiere donar un importante
paquete de acciones (que es casi todo su patrimonio) a su joven amante. Para evitar
las restricciones derivadas de la protección de la legítima sucesoria, simula con su
amante la venta de sus acciones por un precio que manifiesta recibido con
anterioridad. ¿Quién y bajo qué condiciones puede atacar la venta de las acciones?
¿Puede hacerlo el padre, si su joven amante le abandona, tras recibir las acciones? Y, si
se demuestra la ineficacia de la venta, ¿es válida la trasmisión como donación?
Por ejemplo, una persona que necesita con urgencia dinero pacta con un prestamista
la venta de su piso. Se acuerda que si, en el plazo de un año, el vendedor inicial puede
restituir el precio, más unos sustanciosos intereses, el comprador le revenderá su piso.
Si el vendedor inicial no consigue el dinero, el comprador hará suyo definitivamente el
piso. Las partes no quieren una venta, sino un préstamo con una garantía de suficiente
intensidad.
Por ejemplo, para evitar que su piso sea embargado por sus acreedores, se vende ese
piso a una persona de confianza y se pacta un arrendamiento en favor del vendedor. El
vendedor no se quiere desprender del piso y no paga ninguna renta a su amigo.
Por ejemplo, una persona quiere donar un valioso cuadro a otra, pero por motivos
fiscales, acuerdan aparentar que la transmisión se efectúa mediante compraventa.
16
Art. 6:103 PECL.
Como señala J.R. García Vicente, en la regulación de los vicios de voluntad (arts. 1265 a
1270 CC) se debaten las “reglas de juego mínimas del Derecho de contratos”, esto es,
bajo qué condiciones puede exigirse la vinculación o la fuerza de ley de las promesas
porque hay una decisión libre y consciente que las sustenta, que es la justificación
última de la vinculación. Las reglas sobre los vicios del consentimiento pretenden
proteger la libertad de decisión del contratante, apéndice de su más amplia libertad
contractual. En particular en el error y el dolo se afecta a la “libertad de saber” y en la
violencia y la intimidación a la “libertad de querer”. Lo que importa es tutelar el
procedimiento de formación de la voluntad y no los resultados que ésta arroje, de
modo que la frustración de ciertas expectativas o la celebración de malos negocios
está fuera de su ámbito. Son reglas mínimas de manera que los casos de las zonas
grises no merecen la misma respuesta; son, podría decirse, riesgos propios del sistema,
de modo que hay ciertas restricciones admisibles a la libertad y consciencia de las
decisiones contractuales y por ello los contratos que las soportan no deben ser
invalidados. En algunos casos, singularmente en el error, puede incluso enfocarse su
efecto sobre el contrato como un modo de distribuir los riesgos de una información
defectuosa (o de su simple ausencia) sobre los hechos y circunstancias relevantes para
contratar. En sentido propio la noción de vicio de la voluntad no es más que un criterio
que agrupa los vicios, pero que carece de unidad interna: ni siempre se protege la
voluntad de la misma manera ni la voluntad prevalece en todos los casos. Por ello, la
conclusión a la que llega J.R. García Vicente es que, si la protección que proporcionan
las normas sobre vicios de la voluntad es un “mínimo”, debe admitirse un margen de
presiones negociales lícitas o de omisiones informativas, más aún en nuestra sociedad
competitiva, y no cabe tacharlas simplemente de conductas contrarias a la moral o
ética imperantes. El objeto de las normas sobre vicios no debe ser impedir el
aprovechamiento de toda situación de debilidad del prójimo, pese a su posible
inmoralidad, porque la debilidad y desigualdad en los poderes de negociación de los
contratantes forman el sustrato económico del Derecho de contratos contemporáneo.
En los últimos años la doctrina de los vicios del consentimiento ha experimentado una
inusitada relevancia como consecuencia de la masiva difusión por parte de las
entidades crediticias de diversos productos financieros, de complejos y en ocasiones
oscuros perfiles a clientes minoristas, como swaps, bonos estructurados, notas
estructuradas, valores convertibles en acciones, participaciones preferentes, deuda
subordinada, cédulas hipotecarias etc. Las características de estos contratos, teniendo
en cuenta el interés de los clientes de declararlos ineficaces y recuperar su dinero, han
No recoge nuestro Código Civil otros supuestos como la anulación por obtención de un
beneficio excesivo o ventaja injusta en situaciones de dependencia, relaciones de
confianza, dificultades económicas o urgencia, imprevisión o falta de experiencia, i
tampoco el denominado terror ambiental18.
El error como vicio de la voluntad 1920 consiste en una falsa o inexacta representación
mental de la realidad, fáctica o jurídica, que afecta al proceso de formación de la
voluntad interna y que opera como presupuesto para la realización del contrato. Se
trata, pues, de un problema de falta de información o de información defectuosa y se
debe delimitar cuál de las partes del contrato debe asumir el riesgo derivado de ese
error.
Indica J.R. García Vicente que los casos más comunes de error son los errores sobre las
cualidades físicas y económicas del objeto del contrato (utilidad, rendimiento,
características, existencia de pasivos ocultos) o sobre sus condiciones jurídicas
(titulación, edificabilidad, existencia de licencias) lo que conduce en no pocas
ocasiones a su concurrencia con pretensiones propias de la responsabilidad
contractual en sentido amplio, sean las generales o bien las específicas contempladas
para el contrato de compraventa, las acciones edilicias o la rescisoria por gravámenes
ocultos, o las previstas en la Ley del Suelo.
Para que el error pueda invalidar el contrato, se requiere que concurran ciertos
caracteres:
18
Art. 4:109 PECL; y art. 3.10 Principios UNIDROIT.
19
Arts. 4:103 y 4: 104 PECL; y arts. 3.4 a 3.6 Principios UNIDROIT.
20
LECTURA COMPLEMENTARIA: J.R. de Verda, Error y responsabilidad en el contrato, Tirant lo Blanch,
1999.
Dice la STS de 17 de julio de 2006 que “para que el error, como vicio de la voluntad
negocial, sea invalidante del consentimiento es preciso, por una parte, que sea
sustancial o esencial, que recaiga sobre las condiciones de la cosa que principalmente
hubieran dado motivo a la celebración del contrato, o, en otros términos, que la cosa
carezca de alguna de las condiciones que se le atribuyen, y precisamente de la que de
manera primordial y básica motivó la celebración del negocio atendida la finalidad de
éste […]; y, además, y por otra parte, que sea excusable, esto es, no imputable a quien
los sufre y no susceptible de ser superado mediante el empleo de una diligencia media,
según la condición de las personas y las exigencias de la buena fe, con arreglo a la cual
el requisito de la excusabilidad tiene por función básica impedir que el ordenamiento
proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esa protección por su
conducta negligente, ya que en tal caso ha de establecerse esa protección a la otra
parte contratante que la merece por la confianza infundida por esa declaración […] El
carácter esencial del error apreciado se deriva del hecho de que el mismo recae sobre
la calificación urbanística de la finca objeto de la compraventa, y, en consecuencia,
sobre su grado de edificabilidad, con la subsiguiente incidencia en su valor económico
[…] [D]adas las circunstancias expuestas, no puede afirmarse con rotundidad que con
el empleo de una diligencia media hubiera podido conocer con certeza la recalificación
urbanística de la finca objeto de la compraventa con anterioridad a la celebración de
ésta, recalificación que no devino definitiva sino hasta su aprobación por el Consejo de
Gobierno…”.
Para supuestos especiales, se prevén requisitos adicionales: “no podrá una de las
partes oponer el error de hecho a la otra siempre que ésta se haya apartado por la
transacción de un pleito comenzado” (art. 1817.II CC).
El error sobre el negocio (por ejemplo, una parte cree estar vendiendo un ciclomotor, y
la otra cree que se lo está regalando) supone la inexistencia del contrato, puesto que
no existe coincidencia de voluntades, sino disenso (art. 1262 CC).
El error sobre los motivos (por ejemplo, compro una determinada vivienda porque
creo que es posible unirla a otra, cuando arquitectónicamente es imposible) es
irrelevante, salvo que sea determinante del contrato y conocido por la otra parte.
Por ejemplo, acuerdo con Antonio López que me haga un retrato por 500.000 euros,
pensando que estoy contratando con el famoso pintor y resulta que estoy contratando
con un joven estudiante de Bellas Artes, escasas dotes y nula experiencia, pero, eso sí,
del mismo nombre y apellido.
Por ejemplo, se compran 135 cajas de vino de Jumilla a 72 euros y se indica que el
precio total es de 8.720 euros (en lugar de 9.720 euros).
El dolo consiste, según el art. 1269 CC, en la utilización por parte de un contratante de
“palabras o maquinaciones insidiosas” que inducen al otro contratante a celebrar un
contrato que, sin ellas, no hubiera hecho. Además, el art. 1270 CC exige que el dolo sea
grave y no sea recíproco, e indica que el dolo incidental sólo obliga a indemnizar los
daños y perjuicios causados.
A partir de estos preceptos pueden perfilarse las características del dolo como vicio de
la voluntad:
a) El dolo puede consistir tanto en una conducta activa como pasiva (dolo por
omisión o reticencia dolosa). Aunque el art. 1269 CC habla de “palabras o
maquinaciones”, la jurisprudencia admite la relevancia de la reticencia
dolosa.
21
Art. 4:107 PECL; y art. 3.8 Principios UNIDROIT.
e) El dolo debe haber sido empleado por un contratante. El dolo del tercero es
irrelevante, aunque no excluya la anulación por error y la responsabilidad
del tercero.
f) El dolo recíproco carece de relevancia (art. 1270.I CC): ambas partes deben
actuar conforme a la buena fe.
Dice el Tribunal Supremo que “[s]e plantea aquí, por primera vez en la jurisprudencia,
una cuestión que había presentado la doctrina hace poco más de medio siglo, que es el
ejercicio de acciones derivadas del dolo. Sobre si cabe, primero, la acción de anulación
de contrato y reclamación de indemnización de daños y perjuicios (acumulación de dos
acciones), segundo, la acción de anulación, sin reclamación de indemnización (una sola
acción) y, tercero, la acción de reclamación de indemnización de daños y perjuicios, sin
ejercitar la acción de anulación (una sola acción, es el caso presente). La respuesta
debe ser afirmativa, tanto porque no hay norma que excluya cualquiera de las tres
posibilidades, como porque sí hay una norma aplicable a un caso similar de ineficacia,
que es la resolución que contempla el art. 1124 CC, que admite como perfectamente
compatibles y, al tiempo, independientes, la acción de resolución y la de
resarcimiento, que pueden ser ejercitadas conjunta o independientemente, sin que la
posibilidad de ineficacia excluya la indemnización, ni viceversa, ni la acumulación. En el
presente caso, no se ha pedido la nulidad de negocio jurídico alguno, sino se ha
ejercitado la acción de indemnización de daños y perjuicios por una actuación dolosa
de los demandados y tales perjuicios son la falta de posibilidad de cobro de aquel
crédito que fue cedido con sus intereses”.
¿Debe ser una amenaza de carácter antijurídico? ¿Qué sucede si se amenaza con el
ejercicio de acciones judiciales y se consigue así la celebración de un contrato? En
principio, la amenaza debe ser hecha contra Derecho: no concurre en el ejercicio,
correcto y no abusivo, de un derecho. Pero existe amenaza, según la jurisprudencia, si
se quiere conseguir más de lo que concede el propio derecho o se consigue una
ventaja adicional.
La amenaza no tiene por qué proceder del otro contratante, ya que, según el art. 1268
CC, puede proceder de un tercero (y, en su caso, cabrá reclamar contra el tercero por
los daños causados). La intimidación afecta al contrato con independencia de quien la
haya causado.
Ahora bien, el Código Civil no resuelve el supuesto del llamado “miedo o terror
ambiental” que si históricamente se planteó en situaciones bélicas o pre-bélicas,
puede ahora darse en lugares controlados por mafias o grupos terroristas.
Para intentar delimitar los respectivos conceptos se han ofrecido diversas teorías. Se
ha sugerido que la violencia supone el empleo de la fuerza (“vis absoluta” o
“ablativa”), mientras que la intimidación significa la existencia de miedo o temor
derivado de una amenaza (“vis compulsiva”). La relación entre ambas sería, pues, de
causa (violencia) a efecto (intimidación). Pero en ambos casos la consecuencia es la
anulabilidad del contrato.
Desde otra perspectiva, se ha planteado que la violencia supone una falta absoluta de
consentimiento (“arrancar el consentimiento”), mientras la intimidación constituye un
simple vicio del consentimiento. En consecuencia, la violencia sería causa de nulidad y
la intimidación supuesto de anulabilidad.
Por ejemplo, una persona toma la mano de otra y le hace firmar un documento.
Pero en cualquier caso el régimen que diseña el Código Civil en los arts. 1300 y ss.,
donde explícitamente se refiere a la violencia, aproxima esa situación a los vicios del
consentimiento.
Al igual que sucede con la intimidación, la violencia no tiene por qué proceder del otro
contratante, ya que, según el art. 1268 CC, puede proceder de un tercero.
Según las diversas interpretaciones, el objeto del contrato se ha podido identificar con:
a) las obligaciones asumidas por las partes; b) las prestaciones o conductas que deben
desarrollar las partes; c) las cosas o servicios que sean objeto de las prestaciones de las
partes.
Hemos de tener en cuenta que los arts. 1271 a 1273 CC no definen el objeto del
contrato, sino que simplemente establecen sus requisitos: existe, pues, un criterio de
libertad siempre que se cumplan esos requisitos. Por ello, puede ser objeto del
contrato cualquier bien susceptible de valoración económica que corresponda al
intento de los contratantes: las cosas u objetos corporales, las energías naturales, las
creaciones del ingenio, las situaciones de poder o de deber de las personas, el
comportamiento de las personas, el dinero, las “universitates rerum”, los títulos
valores, etc.
Por ejemplo, la STS de 16 de mayo de 2006 calificó como nula por falta de objeto la
venta de plazas de garaje que excedían de la superficie de que disponía el promotor-
vendedor.
Los requisitos que deben concurrir en el objeto del contrato, conforme a los arts. 1271
a 1273 CC, son los siguientes: posibilidad, licitud y determinación. Esos requisitos no
tienen el mismo alcance en relación con todos los casos: como veremos a
continuación, es necesario tener en cuenta la diferente naturaleza de las cosas y de los
servicios. En esos preceptos los requisitos aparecen configurados más bien en sentido
negativo (qué casos no pueden ser objeto del contrato), antes que precisando los
caracteres que sí deben reunir.
El art. 1272 CC, al establecer que “[n]o podrán ser objeto de contrato las cosas o
servicios imposibles”, se está refiriendo a una imposibilidad originaria, total y
duradera. En tal caso, el contrato es nulo de pleno derecho.
No resuelve el Código Civil en esta sede qué sucede con la imposibilidad parcial
(aunque aplicando el criterio del art. 1460.II CC, cabe pensar en una opción entre
desistir del contrato o rebajar proporcionalmente el precio o la contraprestación).
El art. 1271.I CC admite rotundamente que puedan ser objeto del contrato las cosas
futuras. Sólo el art. 1271.II CC recoge una regla restrictiva en relación con la herencia
futura (criterio restrictivo que no comparten los derechos civiles autonómicos).
También limita el alcance de la donación respecto de bienes futuros (entendiendo por
tales aquellos de que el donante no puede disponer al tiempo de la donación) el art.
635 CC.
Admitido que pueden ser objeto del contrato las cosas o servicios futuros, es necesario
tener en cuenta que deberán reunir los otros requisitos del objeto del contrato, en
especial su determinabilidad. Ese carácter futuro no exonera del cumplimiento de esas
exigencias.
La licitud presenta perfiles diferentes según se predique de las cosas o de los servicios.
En cuanto a los servicios, el art. 1271.III CC requiere que “no sean contrarios a las leyes
o a las buenas costumbres” (lo cual se aproxima en buena medida a lo previsto con
carácter general por el art. 1255 CC como límite de la autonomía privada).
Esa referencia a las “buenas costumbres” como toda cláusula general plantea
delicados problemas de aplicación. Por ejemplo, ¿es lícito un contrato que imponga a
una persona la prestación de servicios sexuales? ¿es lícito un contrato que obligue a
una persona desempeñar una actividad que ponga en serio riesgo su vida o su
integridad?
En cuanto a las cosas, la licitud se concreta en que no sean “extra commercium”. ¿Qué
bienes están fuera del comercio de los hombres, como subraya el art. 1271.I CC?
Pueden citarse los siguientes: los bienes de dominio público (art. 334 CC); las cosas no
susceptibles de apropiación por considerarse cosas comunes a todos o por quedar
fuera del ámbito de apropiación del individuo (art. 333 CC, “a contrario”); y los bienes
La ilicitud del objeto tiene una regla especial en cuanto a sus efectos en el art. 1305 CC.
Por último, el Código Civil exige que el objeto del contrato cumpla el requisito de la
determinación. La exigencia de certeza en el objeto también se encuentra en el art.
1261 CC. La falta de certeza sobre el objeto impide que pueda saberse sobre qué versa
el acuerdo entre las partes (art. 1262.I CC).
La regla básica es el art. 1273 CC, conforme al cual “[e]l objeto de todo contrato debe
ser una cosa determinada en cuanto a su especie. La indeterminación en la cantidad
no será obstáculo para la existencia del contrato, siempre que sea posible
determinarla sin necesidad de nuevo convenio entre los contratantes”.
Por aplicación del art. 1256 CC (y de los arts. 1449 y 1690.IICC) no puede quedar en
manos de uno de los contratantes la fijación del objeto debido, de su calidad o
cantidad. Pero nada impide que se deje al criterio de un tercero (arts. 1447 y 1690.I
CC).
La STS de 23 de febrero de 2007 considera que “[e]l art. 1271, párrafo primero, CC
admite la posibilidad de que el objeto del contrato sea una cosa futura. No importa
que la cosa no tenga existencia real en el momento de celebrar el contrato, sino basta
una razonable probabilidad de existencia. Ello no es incompatible con la certeza, la
cual se refiere a la determinación o identificabilidad, no a la existencia (arts. 1273,
1445, 1447 CC). La falta de determinación deja el contrato al arbitrio de cada uno de
los contratantes, por lo que afecta al principio de la «necessitas» que es esencia de la
obligación. El objeto está determinado cuando consta individualizado o existen
elementos suficientes para conocer su identidad de modo que no hay duda sobre la
realidad objetiva sobre las que las partes quisieron contratar. La determinación supone
que hay identificabilidad, de modo que el objeto no puede confundirse con otros
distintos, el acreedor conoce lo que puede exigir y el deudor lo que tiene que entregar
para cumplir su obligación. La jurisprudencia admite que es suficiente la
«determinabilidad», la cual hace referencia a una situación en que no hay
determinación inicial, en el momento de perfeccionarse el vínculo, pero si cabe la
determinación posterior, siempre que no sea necesario un nuevo convenio o acuerdo
entre los contratantes para su fijación.
Para ello es preciso que el contrato contenga en sus disposiciones previsiones, criterios
o pautas que permitan la determinación […] Cuando se trata de una cosa genérica –
cosa determinada por su género (STS de 21 de octubre de 2003)–, cuya calidad y
circunstancias no se hubieran expresado, el acreedor no podrá exigirla de la calidad
superior, ni el deudor entregarla de la inferior (art. 1167 CC). Se trata de un
supuesto de relativa indeterminación del objeto que no es obstáculo para la existencia
del contrato (STS de 21 de octubre 1992 y 16 de marzo de 1998). El tema es
problemático cuando la compraventa de cosa futura (y con esto no queremos decir
que la compraventa de cosa futura sea un precontrato, –S. 11 de febrero 1976 –,
aunque lógicamente cabe el precontrato de cosa futura) versa sobre un piso. La STS
de 17 de febrero de 1998 señala que la obligación asumida por la constructora de
entregar «un piso» no supone una cosa determinada sino total y absolutamente
indeterminada, lo que supone indeterminación del objeto de la compraventa. En
cambio, la STS de 10 de marzo de 1990 dice que «si evidentemente en el contrato
[litigioso] uno de sus objetos –el piso– no viene concretado en su superficie, ni otras
características esenciales como tipo de construcción, calidad, etc., ello no implica la
necesidad de que se produzca sobre ello un nuevo convenio entre los contratantes,
determinante de una equivalencia de falta de objeto «ex» art. 1273 CC «, al ser posible
la determinación «en cuanto se previene en el contrato que será el que elija D. M. de
entre los que construya D. J. en la obra que habría de llevar a cabo como consecuencia
de la adquisición del inmueble a que se viene haciendo referencia, lo que genera
adecuada determinación regida por el meritado art. 1273 CC».
También indica la STS de 25 de abril de 2003 que “[e]l objeto del contrato está
determinado cuando consta individualizado, o existen elementos suficientes para
conocer su identidad, de modo que no hay duda sobre la realidad objetiva contractual,
conocida y querida por los contratantes. La doctrina jurisprudencial ha venido
destacando en sede de determinación (art. 1.273 CC) que ha de estar hecha de forma
que no pueda confundirse con otros distintos, ni quedar al arbitrio de uno de los
contratantes, ni que haya necesidad de un nuevo acuerdo para su fijación […].
También ha señalado esta Sala que es suficiente la «determinabilidad», que permite
reputar como cierto el objeto del contrato siempre que sea posible determinarlo con
Probablemente sea la causa una de las cuestiones más oscuras de todo el Derecho de
la contratación. El Código Civil utiliza la causa en tantos y tan diferentes ámbitos que se
hace extraordinariamente difícil precisar su sentido.
Limitando la cuestión a la causa del contrato, la doctrina ofrece lecturas tan diferentes
de la misma que nos encontramos incluso con quienes niegan su exigencia. Esas
doctrinas sobre la causa contractual tratan, en el fondo, de dar respuesta a dos
grandes interrogantes: por un lado, cómo dotar de sentido autónomo a ese requisito;
y, por otro, determinar hasta qué punto la frustración de los motivos no plasmados en
condiciones contractuales o la ilicitud de esos motivos puede afectar a la validez del
contrato.
Según la concepción subjetiva, causa es el fin inmediato que se proponen alcanzar los
contratantes, lo cual permite tener en cuenta las motivaciones individuales de las
partes. Pero no precisa cuándo deben tenerse en cuenta esas motivaciones
individuales y cuándo no.
Por último, una concepción intermedia, que aúna el enfoque subjetivo y objetivo, ve
en la causa la función económico-social del contrato en cuanto coincide con la
voluntad concreta de las partes y con los fines que persiguen.
Según recuerda la STS de 21 de julio de 2003, “esta Sala desde antiguo viene
distinguiendo la causa de los contratos, de carácter objetivo, de los móviles subjetivos
que impulsan a los contratantes. Así establece la STS de 3 de febrero de 1981 que «aun
operando en el campo de la causa concreta del contrato ésta ha de ser separada del
móvil meramente individual y oculto que abriga cualquiera de los otorgantes de lo que
es propiamente el móvil incorporado a la causa y como tal integrado en el acuerdo
bilateral, ya que por mucho que se acentúe el aspecto o criterio subjetivista siempre
será menester, para llegar a causalizar una finalidad concreta que el propósito de que
se trate venga perseguido por ambas partes y trascienda al acto jurídico como
elemento determinante de la declaración de voluntad en concepto de móvil impulsivo
[…] de suerte que la causa no puede ser confundida con el fin individual (mero interés
o motivo) que anima a cada contratante en su proceder, y en consecuencia para que
los móviles subjetivos de los otorgantes repercutan en la plenitud del negocio, como
tiene previsto el ordenamiento positivo en determinadas hipótesis, será necesario que
tales determinantes, conocidas por ambos intervinientes, hayan sido elevadas a
presupuesto determinante del pacto concreto, operando a manera de causa impulsiva
[…] Finalmente, como explica la STS de 1 de abril de 1998 […] «a la vista del art. 1274
CC se ha mantenido reiteradamente que la causa, como elemento esencial del negocio
jurídico y, por ende, del contrato, es un concepto objetivo. El móvil subjetivo es, en
principio, una realidad extranegocial, a no ser que las partes lo incorporen al negocio
como una cláusula o como una condición. Sin embargo, puede darse el caso de que el
Pero esta norma utiliza criterios que son incongruentes: mientras en los contratos
onerosos se busca un elemento objetivo, en los gratuitos se acude a un elemento
puramente subjetivo y psicológico como es la mera liberalidad. Además, esa distinción
entre "contratos remuneratorios" y "contratos de pura beneficencia" es falsa y
arbitraria, pues ambos son sólo subtipos del género donación (art. 622 CC). El criterio
del art. 1274 CC para los contratos onerosos sólo sirve para los que sean
sinalagmáticos y conmutativos. Existen en fin numerosos supuestos cuya causa no
encaja en el ámbito del art. 1274 CC: los contratos de cooperación o división, el
convenio arbitral, etc.
De los arts. 1275 y 1276 CC, se puede deducir que los requisitos de la causa son la
existencia, la veracidad y la licitud.
La falta de causa determina la nulidad radical del contrato: “[l]os contratos sin causa
[…] no producen efecto alguno” (art. 1275 CC). Ahora bien, se ha de tener en cuenta
que, conforme al art. 1277 CC, “[a]unque la causa no se exprese en el contrato, se
presume que existe y que es lícita mientras el deudor no pruebe lo contrario”.
La licitud de la causa aparece perfilada en el art. 1275 CC: “[e]s ilícita la causa cuando
se opone a las leyes o a la moral”. Y este mismo precepto establece que los contratos
con causa ilícita no producen efecto alguno, es decir, son nulos de pleno derecho.
La ilicitud de la causa tiene reglas especiales en cuanto a los efectos de la nulidad: arts.
1305 y 1306 CC.
¿Cuándo puede decirse que una causa es ilícita? Una causa debe ser considerada ilícita
cuando la finalidad perseguida por las partes es contraria a las concepciones morales
imperantes, cuando resulta contraria al orden público económico o cuando pretende
un fraude de ley o de acreedores.
Probablemente la ilicitud de la causa sea el aspecto que con más frecuencia se plantea
ante los tribunales.
La STS 19 de febrero de 2009, que analiza un pacto por el que dos socios acordaron
repartirse los ingresos derivados de una actividad empresarial lícita de tal modo que
no se abonaran las obligaciones tributarias, considera que “las infracciones de carácter
fiscal que puedan producirse con ocasión de la conclusión de negocios jurídicos de
carácter civil no tiñen de ilegalidad a tales negocios, en cuanto la ilicitud no alcanza a
las prestaciones realizadas o comprometidas por las partes, sin perjuicio de que los
órganos judiciales pongan de manifiesto los hechos a la Administración Tributaria a los
efectos que procedan […] En definitiva habría de ser considerado como contrato con
causa ilícita --por opuesta a la ley-- aquél cuyas prestaciones estuvieran ordenadas a
procurar la defraudación fiscal pero no el convenio cuya finalidad es --como en este
caso-- el reparto de beneficios, aunque en ellos se incluyan cantidades a las que no
correspondería tal calificación”. Y recuerda la doctrina jurisprudencial conforme a la
cual “la ilicitud causal que prevé el art. 1275, conforme a reiterada doctrina
jurisprudencial, supone la concurrencia de causa, pero resulta viciada por oponerse a
las Leyes o a la moral en su conjunto, cualesquiera que sean los medios empleados
para lograr tal finalidad, elevándose el móvil a la categoría de causa en sentido
jurídico, ya que aquél imprime a la voluntad la dirección finalista ilícita y reprobable del
convenio […], descansando a su vez la ilicitud de la causa en la finalidad negocial
inmoral o ilegal común a todas las partes...”.
Los negocios abstractos son aquellos cuya causa carece de relevancia y que produce
sus efectos desvinculado de la causa. Por el contrario, los negocios causales son
aquellos en los que la existencia y la licitud de la causa operan como un presupuesto
de su validez y eficacia.
En Derecho español, rige un principio causalista (arts. 1261.1º, 1262.I y 1275 CC), con
carácter imperativo. El art. 1277 CC no justifica la admisión de los contratos abstractos,
pues constituye una abstracción meramente procesal (que distribuye la carga de la
prueba).
Dice la STS de 1 de marzo de 2002 que “[e]n nuestro Derecho todo reconocimiento de
deuda ha de ser causal, en el sentido de que ha de tener causa porque, como regla
general, no se admite el negocio abstracto, pero puede ocurrir que la causa no está
indicada o lo esté solamente de forma genérica; o bien que se halle plenamente
expresada, en cuyo caso resulta perfectamente conocida la fuente u origen de la
obligación y la función negocial a que responde. En la primera hipótesis, a la que se le
suele denominar reconocimiento de deuda abstracto o formal, es de aplicación el art.
1277 CC, con arreglo al que se presume que la causa existe y que es lícita mientras el
deudor no pruebe lo contrario, y la doctrina jurisprudencial consistente en que, en
virtud de una abstracción procesal, se dispensa de probar al titular del derecho de
crédito objeto de reconocimiento y se hace recaer el «onus probandi» sobre el
obligado. En la técnica procesal se razona que se produce una inversión o
desplazamiento de la carga de la prueba como consecuencia de la presunción legal (de
naturaleza «iuris tantum»), aunque un sector doctrinal prefiere hablar de regla
especial de prueba por no concurrir en la construcción legal todos los elementos
estructurales que configuran la presunción. En el segundo caso, cuando la causa se
halla plenamente expresada (lo que es independiente de si es o no verdadera –real–),
y en el que se alude al reconocimiento de deuda como causal, no es de aplicación el
art. 1277 CC porque la presunción o regla que éste contiene resulta innecesaria”.
Puede verse un supuesto en la STS de 13 de julio de 2009: “[e]l objeto del proceso
versa sobre la existencia o no de una pluralidad negocial de carácter fiduciario --fiducia
"cum amico"--. Se reclama una cantidad de dinero como devolución de un préstamo e
intereses suscitándose la controversia en torno a si el contrato de mutuo fue simulado
por pertenecer el dinero al padre de la aparente prestamista, socio único de la entidad
aparente prestataria, al proceder el bien fungible controvertido de la venta de un
cuadro que si bien fue puesto a nombre de la hija en el inventario administrativo, sin
embargo se trataba de una titularidad meramente formal porque nunca dejó de
pertenecer al padre la titularidad real, obedeciendo la situación creada a la
oportunidad por el titular, por motivos aquí y ahora irrelevantes, de dispersar ciertos
bienes de su patrimonio entre los hijos, sin ánimo de atribución definitiva […]
Ciertamente en el caso nos encontramos ante una "fiducia cum amico" cuyo
precedente histórico se halla en las Instituciones de Gayo (II, 60, "sed fiducia
contrahitur aut cum creditore pignoris iure, aut cum amico quo tutius nostrae res apud
eum sint") y cuya posibilidad y validez, salvo finalidad fraudulenta, ha sido reconocida
por la jurisprudencia de esta Sala […] En esta modalidad de fiducia el fiduciario no
ostenta la titularidad real pues no es un auténtico dueño, teniendo solo una titularidad
formal, sin perjuicio del juego del principio de la apariencia jurídica. El dominio sigue
perteneciendo al fiduciante en cuyo interés se configura el mecanismo jurídico, lo que
acentúa la nota de la confianza”.
Por ejemplo, Diana que ha contraído numerosas deudas y tiene problemas de liquidez,
decide solicitar un crédito a Elena. Elena se muestra dispuesta a concedérselo, pero le
exige que Diana le venda una valiosa finca de naranjos, por un precio equivalente al
crédito. Acuerdan que cuando Diana le devuelva el crédito (más los intereses), Elena le
restituirá la propiedad de la finca.
Puede verse un supuesto, entre otros muchos, en la STS de 26 de abril de 2001: “lo que
realizaron las partes fue el típico negocio de transmisión de propiedad en garantía, a
Según la teoría del doble efecto, el fiduciario deviene plenamente dueño de los bienes
transmitidos (efecto real), pero con la obligación (que opera exclusivamente “inter
partes”) de restituir la propiedad al fiduciante una vez cumplida la finalidad por la cual
los recibió (efecto obligatorio). Pero esta duplicidad de efectos no es lo que quieren las
partes, ni tiene amparo en el Derecho positivo.
Los negocios indirectos son aquellos en los que las partes intentan conseguir un
resultado característico de un tipo contractual por un medio, válido y querido por las
partes, pero distinto del que el ordenamiento predispone para obtener aquel
resultado.
Por ejemplo, en lugar de efectuar la donación de una valiosa joya se vende por el
precio de un euro (venta por precio irrisorio).
De la forma en relación con los contratos, se puede hablar en dos sentidos distintos. En
un sentido amplio, forma equivale a exteriorización de la voluntad, esto es, el tránsito
de la voluntad interna a la declaración. Desde esta perspectiva, todo contrato tiene
una forma, por lo que no permite establecer diferencias entre los diversos contratos.
En sentido estricto, en cambio, forma equivale a medio concreto y determinado que el
ordenamiento jurídico o la voluntad de los particulares exige para la exteriorización de
la voluntad: se trata, por tanto, de un plus añadido a la propia exteriorización de la
voluntad que sólo se predica de determinados contratos. Éste será el sentido al que
dedicaremos nuestra atención a partir de ahora.
Por lo tanto, no puede identificarse forma con documento. El documento puede ser la
forma legalmente exigida, pero la forma puede no ser un documento. Ni el Código Civil
ni la Ley de Enjuiciamiento Civil definen el documento. En el art. 26 CP se indica que es
documento, a los efectos del Código penal, “todo soporte material que exprese o
incorpore datos, hechos o narraciones con eficacia probatoria o cualquier otro tipo de
relevancia jurídica”. El art. 299.1 LEC menciona expresamente, entre los medios de
prueba, los documentos públicos y los documentos privados. Pero, evidenciando que
presupone que el documento se plasma en papel, debe admitir, en el art. 299.2 LEC,
también “los medios de reproducción de la palabra, el sonido y la imagen, así como los
instrumentos que permiten archivar y conocer o reproducir palabras, datos, cifras y
operaciones matemáticas llevadas a cabo con fines contables o de otra clase,
relevantes para el proceso”. Recuérdese que, según el art. 23.3 de la Ley 34/2002, de
11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico,
“[s]iempre que la Ley exija que el contrato o cualquier información relacionada con el
mismo conste por escrito, este requisito se entenderá satisfecho si el contrato o la
información se contiene en un soporte electrónico”. Además, la Ley 59/2003, de 19 de
diciembre, de firma electrónica, establece que “[s]e considera documento electrónico
la información de cualquier naturaleza en forma electrónica, archivada en un soporte
electrónico según un formato determinado y susceptible de identificación y
tratamiento diferenciado” (art. 3.5) y que ese documento electrónico puede ser
soporte de “a) Documentos públicos, por estar firmados electrónicamente por
funcionarios que tengan legalmente atribuida la facultad de dar fe pública, judicial,
notarial o administrativa, siempre que actúen en el ámbito de sus competencias con
los requisitos exigidos por la ley en cada caso. b) Documentos expedidos y firmados
electrónicamente por funcionarios o empleados públicos en el ejercicio de sus
funciones públicas, conforme a su legislación específica. c) Documentos privados” (art.
3.6).
Las clases de documentos públicos se enumeran en los arts. 1216 CC y 317 LEC y su
fuerza probatoria en los arts. 1218 CC y 319 LEC. Las clases de documentos privados se
enumeran en el art. 324 LEC y su fuerza probatoria en el art. 326 LEC (y en los arts.
1225 y ss. CC). La razón de la duplicidad normativa se encuentra en que los
documentos no cumplen exclusivamente una función probatoria o de carácter
procesal.
¿Cuáles son las razones por las que el ordenamiento exige una determinada forma en
relación con un contrato? La pregunta nos aproxima a las funciones de la forma
contractual, que son las diversas justificaciones que pueden impulsar a prever esa
exigencia y que dan lugar a que se pueda hablar, en general de una transcendencia “ad
utilitatem” de la forma contractual.
e) Facilitación de la publicidad del contrato haciendo que sea reconocible por los
terceros.
a) La forma “ad solemnitatem” se exige como requisito esencial para la validez del
contrato: sin esa forma “ad solemnitatem”, no hay contrato (por ejemplo, art.
633 CC).
d) La forma “ad probationem” se requiere como medio de prueba, sin que afecte
a su validez o eficacia. El contrato existe y es válido sin esa forma, pero sólo se
puede demostrar con la forma “ad probationem” (esta perspectiva probatoria
puede verse, por ejemplo, en el art. 51.I CCom).
Ahora bien, este criterio general contrasta con el sentido del art. 1280 CC que exige
para una amplia gama de actos, que consten en documento público y para todos los
contratos con prestaciones superiores a nueve euros, que consten en documento
privado. La redacción utilizada en ese precepto parece imperativa (“[d]eberán
constar...”, “[t]ambién deberán hacerse constar…”), pero su aplicación literal conduce
a un sistema desmesuradamente formalista y obstaculizador del tráfico jurídico. Por
ello, la jurisprudencia ha flexibilizado su transcendencia (de hecho, prácticamente lo
ha derogado) a través de una interpretación combinada con el art. 1279 CC.
En realidad, el art. 1280 CC sólo tiene sentido en un sistema en el que la forma sea
requisito esencial del contrato, como sucedía en el Proyecto de Código Civil de 1851,
del cual proviene.
El art. 1279 CC, a cuyo tenor “[s]i la ley exigiere el otorgamiento de escritura u otra
forma especial para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato, los
contratantes podrán compelerse recíprocamente a llenar aquella forma desde que
hubiese intervenido el consentimiento y demás requisitos necesarios para su validez”,
constituye por tanto el mecanismo para excluir la relevancia del art. 1280 CC.
Esta interpretación vacía de sentido la referencia del Código Civil a la forma como
necesaria "para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato" y se fija sobre
todo en la referencia a otra parte del precepto ("podrán compelerse“). En conclusión,
se reduce el art. 1280 CC a una simple forma “ad probationem”.
Uno de los ámbitos donde mayor extensión están alcanzando las exigencias formales
es el relativo a la legislación de consumidores o usuarios, por eso se llega a hablar de
un neoformalismo en el Derecho del consumo 25. La forma pretende aquí aumentar la
protección de los consumidores, aunque debe tenerse en cuenta que esas exigencias
formales no pueden acabar perjudicando a los propios consumidores.
Algunos ejemplos de esta tendencia son el art. 16.1 de la Ley 16/2011, de 24 de junio,
de contratos de crédito al consumo (conforme al art. 21 de esa Ley, la consecuencia
25
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.M. Heras, “La forma de los contratos: el neoformalismo en el
derecho de consumo”, Revista de Derecho Privado, 2005, núm. 3, pgs. 27 y ss.; y E. Arroyo, “¿Qué es
forma en el derecho contractual comunitario de consumo?”, Anuario de Derecho Civil, 2008, pgs. 519 y
ss.
Aunque no se apliquen sólo a consumidores, dado que son los sujetos más habituales,
estas exigencias formales se contienen en otras normas: art. 6.1 de la Ley 28/1998, de
13 de julio, de Ventas a Plazos de Bienes Muebles; y arts. 11 y 31 de la Ley 4/2012, de 6
de julio, de contratos de aprovechamiento por turno de bienes de uso turístico, de
adquisición de productos vacacionales de larga duración, de reventa y de intercambio
y normas tributarias.
3.1. Preliminar
Aunque en la realidad jurídica nos encontramos ante una enorme variedad de formas
de preparar, concluir y ejecutar los contratos, en todo contrato suelen distinguirse
diferentes fases, de desigual importancia, teniendo en cuenta las particulares
circunstancias que rodean a cada contrato:
a) Fase de preparación. Se trata del periodo en que las partes discuten, negocian y
perfilan el acuerdo que conviene a sus respectivos intereses: se intercambian
borradores, añaden o eliminan cláusulas, ponderan las ventajas y los
inconvenientes de las distintas posibilidades.
Conviene observar que la realidad nos ofrece contratos en los que la fase de
preparación o de formación del contrato resulta muy breve y de escasa
transcendencia, normalmente porque esos contratos responden a operaciones
económicas poco relevantes (por ejemplo, cuando tomamos un periódico de los varios
dispuestos en el quiosco y abonamos su importe). Hablamos en tales casos de
supuestos de formación instantánea. En cambio, aludimos a formación progresiva para
referirnos a aquellos supuestos en los que la fase de preparación reviste una gran
importancia, por cuanto la decisión de las partes exige conocer detalladamente las
características económicas y jurídicas de la operación, a través de una información
obtenida directamente o por colaboración de la otra parte.
26
Art. 2:101 PECL; y art. 2.1.1 Principios UNIDROIT.
Durante esta fase de preparación del contrato, no existe entre las partes una relación
jurídica en sentido estricto, pero se discute si por el hecho de iniciar estas
negociaciones las partes asumen ciertos deberes.
No cabe duda de que las partes deben negociar de buena fe y que, en cierto casos, se
asume un deber de protección de la integridad física de los negociadores o de los
bienes objeto de negociación (piénsese, por ejemplo, en el vendedor de automóviles
que permite al conductor inexperto probar un vehículo de gran potencia). Más dudoso
es que las partes asuman un deber de confidencialidad 27 de la propia existencia de la
negociación y de la información obtenida en el curso de la misma. En caso de que se
establezca expresa o tácitamente, el carácter confidencial de esa negociación y de la
información obtenida, no podrá ser revelada a terceros. Por último, tampoco resulta
fácil precisar hasta dónde llegar el deber de informar a la otra parte: como regla
general, cada parte debe procurarse su propia información (deber de autoinformarse);
pero se debe dar respuesta a las solicitudes expresas y concretas de información
efectuadas por la otra parte (si a esta solicitud no se da respuesta o se da una
respuesta incompleta o errónea, nos encontraríamos ante la posible causación de un
vicio del consentimiento de la otra parte).
27
Art. 2:302 PECL; y art. 2.1.16 Principios UNIDROIT.
“1. Antes de que el consumidor y usuario quede vinculado por un contrato u oferta
correspondiente, el empresario deberá facilitarle de forma clara y comprensible, salvo
que resulte manifiesta por el contexto, la información relevante, veraz y suficiente
sobre las características principales del contrato, en particular sobre sus condiciones
jurídicas y económicas.
2. Serán relevantes las obligaciones de información sobre los bienes o servicios
establecidas en esta norma y cualesquiera otras que resulten de aplicación y, además:
a) Las características principales de los bienes o servicios, en la medida adecuada al
soporte utilizado y a los bienes o servicios.
b) La identidad del empresario, incluidos los datos correspondientes a la razón social,
el nombre comercial, su dirección completa y su número de teléfono y, en su caso, del
empresario por cuya cuenta actúe.
c) El precio total, incluidos todos los impuestos y tasas. Si por la naturaleza de los
bienes o servicios el precio no puede calcularse razonablemente de antemano o está
sujeto a la elaboración de un presupuesto, la forma en que se determina el precio así
como todos los gastos adicionales de transporte, entrega o postales o, si dichos gastos
no pueden ser calculados razonablemente de antemano, el hecho de que puede ser
necesario abonar dichos gastos adicionales.
En toda información al consumidor y usuario sobre el precio de los bienes o servicios,
incluida la publicidad, se informará del precio total, desglosando, en su caso, el
importe de los incrementos o descuentos que sean de aplicación, de los gastos que se
repercutan al consumidor y usuario y de los gastos adicionales por servicios accesorios,
financiación, utilización de distintos medios de pago u otras condiciones de pagos
similares.
d) Los procedimientos de pago, entrega y ejecución, la fecha en que el empresario se
compromete a entregar los bienes o a ejecutar la prestación del servicio.
e) Además del recordatorio de la existencia de una garantía legal de conformidad para
los bienes, la existencia y las condiciones de los servicios posventa y las garantías
comerciales.
f) La duración del contrato, o, si el contrato es de duración indeterminada o se
prolonga de forma automática, las condiciones de resolución. Además, de manera
expresa, deberá indicarse la existencia de compromisos de permanencia o vinculación
de uso exclusivo de los servicios de un determinado prestador así como las
penalizaciones en caso de baja en la prestación del servicio.
g) La lengua o lenguas en las que podrá formalizarse el contrato, cuando no sea aquella
en la que se le ha ofrecido la información previa a la contratación.
h) La existencia del derecho de desistimiento que pueda corresponder al consumidor y
usuario, el plazo y la forma de ejercitarlo.
i) La funcionalidad de los contenidos digitales, incluidas las medidas técnicas de
protección aplicables, como son, entre otras, la protección a través de la gestión de los
derechos digitales o la codificación regional.
j) Toda interoperabilidad relevante del contenido digital con los aparatos y programas
conocidos por el empresario o que quepa esperar razonablemente que conozca, como
son, entre otros, el sistema operativo, la versión necesaria o determinados elementos
de los soportes físicos.
k) El procedimiento para atender las reclamaciones de los consumidores y usuarios, así
como, en su caso, la información sobre el sistema extrajudicial de resolución de
conflictos prevista en el artículo 21.4.
Esta norma debe completarse con el art. 20 TRLGDCU, en relación con la información
necesaria en la oferta comercial de bienes y servicios.
Con carácter general, las partes son libres iniciar y apartarse, sin alegar causa alguna,
de la fase de preparación del contrato. La existencia de tratos preliminares no obliga a
las partes a concluir el contrato. Este criterio resulta absolutamente sensato. Si cada
vez que existieran tratos preliminares, las partes tuvieran que contratar, todos se
pensarían extraordinariamente iniciar esos tratos, lo que, en el fondo, reduciría el
número de intercambios.
Dado que el criterio básico es la libertad de abandonar sin necesidad de causa alguna
esos tratos preliminares, no surge, con carácter general, la obligación de indemnizar a
la parte perjudicada por ese abandono29.
Según la STS de 15 de octubre de 2011, “[e]s cierto que las partes, del mismo modo
que son libres de entablar negociaciones dirigidas a la formación de los contratos,
también lo son para, una vez iniciadas, abandonarlas en cualquier momento, sin
responder por ello. Sin embargo, quienes intervienen en los llamados tratos previos
han de acomodar su comportamiento a la buena fe, esto es, al modelo de conducta
admisible en la situación de que se trate. La buena fe opera como un imperativo que
condiciona y, al fin, limita aquella libertad”.
28
LECTURA COMPLEMENTARIA: M. Medina, “La ruptura injustificada de los tratos preliminares: notas
acerca de la naturaleza de la responsabilidad precontractual”, Revista de Derecho Privado, 2005, núm. 3,
pgs. 79 y ss.
29
Art. 2:301 PECL; y art. 2.1.15 Principios UNIDROIT.
Los requisitos para que opere la responsabilidad precontractual también han sido
establecidos jurisprudencialmente. Según la STS de 14 de junio de 1999, es necesario
que concurran los siguientes requisitos:
Como dice Á. Carrasco, oferta y aceptación son los nombres técnicos con que se
denominan la declaración de quien toma la iniciativa contractual definitiva y de quien
se suma a ella mediante su aprobación, cerrando con la segunda el proceso de
celebración del contrato.
Una mera comunicación comercial (“el nuevo Bar Tolo abre sus puertas con los
mejores precios y productos”) o una invitación a formular ofertas (“se vende piso”) no
constituyen oferta en sentido propio y, por tanto, no pueden ser objeto de aceptación.
Tampoco es oferta una propuesta que incluya indicaciones del tipo “salvo
confirmación”, “sin compromiso” u otras análogas mediante las que el oferente se
30
Art. 2:201 PECL; y art. 2.1.2 Principios UNIDROIT.
Dice la STS de 30 de marzo de 2010 que “[l]a oferta, en cuanto declaración unilateral
de voluntad que emiten una o varias personas para proponer a otra u otras la
conclusión de un contrato, debe exteriorizar la voluntad del oferente de quedar
obligado caso de aceptarla el destinatario --al que, además, debe ser dada a conocer,
como recepticia que es-- y ha de contener los elementos necesarios del contrato
proyectado, ya que está previsto que éste se perfeccione con la sola aceptación”.
La oferta puede perder su eficacia por las siguientes razones: por ser rechazada o
alterada por el destinatario; por haberse agotado el plazo concedido para su
aceptación; por haber sido retirada o revocada antes de la aceptación; y, conforme a la
jurisprudencia, por muerte o incapacidad sobrevenida del oferente, salvo que el
La STS de 23 de marzo de 1988 sostuvo que el fallecimiento del oferente de una fianza
suponía la extinción de la oferta, puesto que los efectos de la oferta no se trasmitían a
los herederos, pero es una solución criticada doctrinalmente. J.R. García Vicente
entiende que la muerte del oferente no extingue la oferta, salvo que se refiera a una
prestación personalísima o “intuitu personae”.
La oferta puede ser retirada antes de que llegue al círculo de control del destinatario y
revocada antes de que se produzca la aceptación. Además de los casos de oferta
irrevocable, la revocación queda excluida cuando pueda razonablemente entenderse,
atendidas las circunstancias, que la oferta está sujeta a un plazo de vigencia o
duración.
Aunque pueda encontrarse un criterio distinto en el art. 14.2 del Convenio de Viena
sobre Compraventa internacional de mercaderías, el art. 9.1 de la Ley 7/1996, de 15
enero, de Ordenación del Comercio Minorista, equipara la oferta al público con una
verdadera oferta contractual.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el criterio de esta Ley no afecta a quienes
efectúen ofertas al público sin tratarse de establecimientos comerciales; y que, como
prevé el segundo apartado de esa norma, en caso de insuficiencia de existencias debe
atenderse a un criterio temporal.
La venta en pública subasta, que se encuentra regulada en los arts. 56 y ss. de la Ley
7/1996, de 15 enero, de Ordenación del Comercio Minorista, presenta unos perfiles
propios desde la perspectiva de la oferta. Este tipo de venta se configura legalmente
como una oferta, pública e irrevocable, de venta de un bien a favor de quien ofrezca,
mediante el sistema de pujas y dentro del plazo concedido al efecto, el precio más alto
por encima de un mínimo, ya se fije éste inicialmente o mediante ofertas
descendentes realizadas en el curso del propio acto.
31
LECTURA COMPLEMENTARIA: S. Durany, “Sobre la necesidad de que la aceptación coincida en todo
con la oferta: el espejo roto”, Anuario de Derecho Civil, 1992, pgs. 1011 y ss.
¿Qué caracteres debe reunir esa declaración para ser considerada una aceptación de la
oferta? La aceptación debe ser completa y exacta, esto es, debe coincidir con el
contenido de la oferta formulada precedentemente.
La exigencia de plena coincidencia entre oferta y aceptación se conoce como “regla del
espejo” (“the mirror-image rule”): para que la contestación de una oferta constituya
aceptación ha de coincidir en todos los términos con la primera sin ninguna variación;
cualquier modificación convierte la aceptación en una contraoferta. La aceptación
debe ser exacta como el reflejo de la oferta en un espejo. La calificación de una
aceptación con modificaciones o con reservas como una nueva oferta (contraoferta) se
denomina regla de “la última palabra”.
¿Qué valor debe atribuirse a la aceptación tardía? Como regla general, debe
entenderse que el oferente no queda vinculado. Pero el problema estriba en
determinar si puede atribuirle alguna transcendencia. Parte de la doctrina considera la
aceptación tardía como una contraoferta, que deberá ser aceptada. Pero otra se
inclina por considerar que el oferente no acepta una contraoferta, sino que convalida
la aceptación tardía. Esta última es la solución del art. 21 del Convenio de Viena sobre
Compraventa internacional de mercaderías, siempre que el oferente, sin demora,
informe verbalmente de ello al destinatario o le envíe una comunicación en tal
sentido.
Con carácter general, la aceptación puede manifestarse de cualquier modo, salvo que
se imponga legalmente otro criterio, o así lo haya exigido la oferta o hayan pactado
previamente las partes. La aceptación puede manifestarse de forma expresa o tácita,
incluso cabe admitir la posibilidad de que el silencio, en función de las circunstancias,
sea considerado como una aceptación. La aceptación tácita exige que los actos del
destinatario de la oferta puedan ser entendidos como conformidad con la oferta, lo
cual habrá de valorar casuísticamente en función de las circunstancias concurrentes.
Por ejemplo, el titular de un restaurante efectúa un pedido de vino y licores con una
serie de condiciones y precio (lo cual constituye la oferta) a su proveedor habitual, un
distribuidor de bebidas alcohólicas, con una cierta urgencia pues se aproximan las
32
Art. 2:204 PECL; y art. 2.1.6 Principios UNIDROIT.
Esta posibilidad está prevista explícitamente en el art. 18.3 del Convenio de Viena
sobre Compraventa internacional de mercaderías: “si en virtud de la oferta de
prácticas que las partes hayan establecido entre ellas o de los usos, el destinatario
puede indicar su asentimiento ejecutando un acto relativo, por ejemplo, a la
expedición de las mercaderías o al pago del precio, sin comunicación al oferente, la
aceptación surtirá efecto en el momento en que se ejecute ese acto…”.
Sin embargo, este criterio peca de rigidez y resulta más oportuno ponderar el alcance
de las modificaciones introducidas por el destinatario de la oferta, teniendo en cuenta
su transcendencia en la economía del contrato. Conviene precisar que la calificación de
las modificaciones como sustanciales o no, es cuestión que puede suscitar dudas
interpretativas.
El Código Civil da por supuesto que los contratos que se perfeccionan de modo
simultáneo no plantean problemas en este ámbito, ya que la declaración de cada parte
es conocida de modo inmediato por la otra.
La cuestión tiene ahora una solución normativa, coincidente tanto en el Código Civil
(art. 1262) como en el Código de Comercio (art. 54). Conforme a esos preceptos, de
redacción idéntica, “hay consentimiento desde que el oferente conoce la aceptación o
desde que, habiéndosela remitido el aceptante, no pueda ignorarla sin faltar a la
buena fe”.
El criterio legal supone, por tanto, la yuxtaposición de una doble teoría: la del
conocimiento (que protege claramente al oferente, como destinatario de la
aceptación) y la de la recepción, matizada por el criterio de la buena fe (que matiza esa
protección, por lo que se denomina de “cognición atemperada”). A pesar de sus
dificultades probatorias, este criterio de la recepción tiene preferencia sobre el del
conocimiento (una vez que el oferente no puede ignorar la aceptación, conforme a la
buena fe, es indiferente que efectivamente la conozca o no).
34
Art. 1:303 PECL; y art. 1.10 Principios UNIDROIT.
Como indica el Anexo de esa Ley, se entiende por “contrato celebrado por vía
electrónica” o “contrato electrónico”, “todo contrato en el que la oferta y la
aceptación se transmiten por medio de equipos electrónicos de tratamiento y
almacenamiento de datos, conectados a una red de telecomunicaciones”.
Una persona llama por teléfono desde Sevilla a otra que se encuentra en Tarragona
para formularle una oferta de venta de una parcela. En el curso de la conversación
telefónica, la oferta de Sevilla es aceptada inmediatamente por el comprador, la
persona de Tarragona. La misma problemática puede suscitarse si el intercambio de
oferta y aceptación entre Tarragona y Sevilla se produce por carta, y existe un lapso
temporal entre una y otra. En todos esos casos, hay que determinar dónde se entiende
celebrado el contrato (Sevilla o Tarragona).
Frente a las diversas posibilidades existentes, tanto el art. 1262 CC como el art. 54
CCom se inclinan, con carácter general, por la relevancia del lugar en que se hizo la
oferta: “Hallándose en lugares distintos el que hizo la oferta y el que la aceptó [...] [e]l
contrato, en tal caso, se presupone celebrado en el lugar en el que se hizo la oferta”.
Ciertamente, cuando los contratantes se ubican en lugares distintos, la regla del art.
1262.II CC no deja de ser una ficción, necesaria para zanjar el conflicto.
Para los contratos electrónicos, el art. 29 de la Ley 34/2002, de 11 julio, establece una
regla especial:
“Los contratos celebrados por vía electrónica en los que intervenga como parte un
consumidor se presumirán celebrados en el lugar en que éste tenga su residencia
habitual.
Los contratos electrónicos entre empresarios o profesionales, en defecto de pacto
entre las partes, se presumirán celebrados en el lugar en que esté establecido el
prestador de servicios”.
3.8. El precontrato35.
a) Un acuerdo por el que las partes se obligan a negociar de buena fe, incluyendo
cláusulas de confidencialidad y exclusividad. Son los llamados “acuerdos de
intenciones”, muy frecuentes en el mundo de los negocios, cuando la
operación reviste cierta complejidad.
b) Un acuerdo con términos abiertos 36, cuando las partes han llegado a acuerdos
firmes sobre determinados aspectos del contrato, pero no sobre su totalidad.
Las partes se obligan a continuar negociando de buena fe. El alcance de ese
acuerdo con términos abiertos puede variar en función de si hay consenso
sobre las cuestiones esenciales del contrato o sólo sobre aspectos secundarios.
c) Un acuerdo sobre la celebración futura de un contrato entre las partes. Ese
acuerdo desempeña una función preliminar o preparatoria respecto al contrato
que se establecerá entre las partes, y que las partes se obligan a celebrar. Se
pretende conseguir una vinculación inmediata y diferir los efectos del contrato
a un momento posterior.
Los problemas con los que se enfrenta esta figura son múltiples. Pero desde un punto
de vista práctico las cuestiones básicas son dos:
36
Art. 2.1.14 Principios UNIDROIT
El art. 1862 CC se limita a decir que la promesa de constituir prenda o hipoteca sólo
tiene efectos entre las partes de esa promesa, sin que pueda afectar a terceros, pero
no aclara los efectos que produce entre las partes.
El defecto de estas teorías radica en que pretenden unificar el régimen jurídico del
precontrato cuando, como hemos señalado, esas situaciones se caracterizan por su
heterogeneidad. No todos los precontratos responden a un mismo propósito y
voluntad de las partes. Las partes no desean la eficacia inmediata del contrato, pero
existen diversas posibilidades respecto al futuro.
Éste es el planteamiento que parece más acertado, teniendo ahora un cierto refrendo
mediante el criterio instaurado por el art. 708 LEC. Esta norma, que se ocupa de la
posibilidad de que, a través de una demanda, se solicite una condena a emitir una
declaración de voluntad, distingue tres hipótesis distintas, con efectos radicalmente
diferentes:
4.1. Preliminar
37
LECTURA COMPLEMENTARIA: L.F. Ragel, “Principios y criterios legales de la interpretación del
contrato”, Aranzadi Civil, 2010, núm. 21, pgs. 15 y ss.
El principio de conservación del contrato, entre una lectura que supone privar al
contrato o a cierta cláusula de efectos y otra lectura que le permite producirlos,
implica que se debe optar por esta última
38
Arts. 5:101 a 5: 107 PECL; y arts. 4.1 a 4.7 Principios UNIDROIT.
Nos encontramos con una pluralidad de reglas sobre interpretación en el Código Civil,
lo que, de aplicarse todas simultáneamente, puede conducir a resultados
contradictorios. Es necesario, por tanto, jerarquizar esos criterios en sus elementos
básicos para determinar, en caso de conflicto, cuál debe prevalecer.
Ante todo, debe destacarse que el criterio del párrafo primero del art. 1281 CC,
conforme al cual “[s]i los términos de un contrato son claros y no dejan duda sobre la
intención de los contratantes, se estará al sentido literal de sus cláusulas”,
tradicionalmente conocido como “in claris non fit interpretatio” (las cuestiones claras
no requieren interpretación), resulta contradictorio porque, para determinar que
existe esa claridad sobre los términos contractuales y esa falta de duda acerca de la
intención de las partes, ya se debe haber producido una actividad interpretativa sobre
las reglas contractuales.
Según la STS de 13 de diciembre de 2007, “la labor interpretativa del negocio jurídico
está ordenada a indagar el sentido de una declaración de voluntad expresiva de un
interno querer y la regla instrumental básica para efectuar la exégesis está contenida
en el párrafo primero del art. 1281 CC, a cuyo tenor el intérprete ha de atenerse al
sentido literal de lo manifestado siempre que el texto se ofrezca con la claridad que la
norma exige, puesto que las palabras son el medio de revelar el pensamiento, y es de
toda evidencia que el sentido gramatical de las palabras empleadas en la redacción del
contrato pone de manifiesto que los compradores se obligaban respecto de los
vendedores a satisfacer el principal garantizado con la hipoteca más los intereses de
un año, sin comprometerse al pago de otras cantidades que excedieran de las
anteriores”.
Con claridad, el art. 1284 CC responde al criterio de conservación del contrato, puesto
que, entre los diversos sentidos que admita una cláusula, se inclina por aquel más
adecuado para que produzca efectos. El art. 1285 CC establece un criterio de
interpretación de carácter sistemático, al propiciar una interpretación conjunta de las
cláusulas del contrato. La naturaleza y el objeto del contrato contribuyen también a
precisar cuál de las diferentes acepciones de una palabra debe ser preferida en sede
de interpretación (art. 1286 CC): la norma se refiere a las palabras polisémicas y
formuladas por escrito (no se aplica a los contratos verbales: STS de 18 de diciembre
de 2006).
La STS de 1 de octubre de 2009 señala que el art. 1284 CC sólo es aplicable cuando la
norma contractual tiene varios sentidos y la intención de las partes no ha podido
precisarse mediante los elementos de interpretación de los arts. 1281 y 1282 CC.
Y la STS de 12 de junio de 2003 indica que, según el art. 1286 CC, “la interpretación ha
de venir inferida, conforme al sentido propio y ordinario de las palabras en el lenguaje
utilizado en la contratación mercantil, con preferencia a la significación semántica del
académico, y siempre dentro del contexto literal de los documentos en que haya sido
empleada la palabra en cuestión e incluso atendido el sentido finalista de los negocios
jurídicos que se constaten en tales documentos”.
En el art. 1287 CC aparecen consagradas dos funciones de los usos: una interpretativa
y otra integrativa. La primera función permite corregir las ambigüedades de los
contratos (por ejemplo, se emplea como unidad de medida del terreno rústico el
jornal, que tiene una extensión distinta en Cataluña y en la Comunidad Valenciana). La
segunda función colma la omisión de cláusulas no previstas (en el mismo sentido que,
como veremos, plantea el art. 1258 CC).
El día 30 de agosto de 1985, el toro denominado “Burlero” causó la muerte del diestro
José Cubero, “El Yiyo”, en la plaza de toros de Colmenar Viejo. Cuando se procedía al
despiece de la res, separada ya la cabeza del cuerpo, pero encontrándose intacta,
irrumpió un gran número de personas y sin que el matarife pudiera impedirlo, se la
llevaron. La cabeza se encontraba, disecada, en posesión de la empresa adjudicataria
de la plaza. Quienes habían firmado con esa empresa un contrato de compraventa
relativa a la carne de las reses a lidiar durante esa Feria reclamaron la propiedad de la
cabeza disecada de “Burlero”. La empresa alegaba que en el contrato se aludía a la
carne limpia, omitiéndose las vísceras, piel, patas y cabeza. Pero la STS de 13 de
noviembre de 1992 confirma la relevancia del art. 1287 CC y que había quedado
acreditado que era “costumbre habitual en el mundo del toro”, el que la compraventa
de la carne de los toros a lidiar incluyera el todo del animal, vísceras, cabeza y
despojos; “y no se diga que de ser así había de reivindicar todas las cabezas de los
toros lidiados en la feria porque lo que no consta es que se privase a los compradores
del resto de ellas y flaco favor se haría a los adjudicatarios de la feria si se les obligase,
a partir de hoy, a retirar para sí y por sus propios medios las tan repetidas vísceras,
cabezas y despojos, contrariando lo que es costumbre habitual”.
Según la STS de 11 de julio de 2007, “[e]l art. 1287 CC se inserta en una larga tradición
que considera como reglas interpretativas las generales o usos externos a las partes; se
trata de prácticas que personas en la misma situación y circunstancias que las propias
partes consideran aplicables en sus contratos y que deben usarse para interpretarlo,
excepto cuando no sean razonables en el concreto caso; se trata de comportamientos
interpretativos generalizados y objetivos”.
Mencionado ya el art. 1288 CC, como derivación del principio de buena fe, sólo queda
por poner de manifiesto la cláusula de cierre interpretativo que establece el art. 1289
CC. Dado que, a pesar del abanico de reglas interpretativas, no cabe excluir la
imposibilidad de concretar la verdadera voluntad de las partes, es necesario prever
qué solución se debe aplicar en tales casos. El Código Civil establece una sensata
distinción:
Así, una cesión de uso de un inmueble para vivienda, con la obligación del cesionario
de proceder a su completa rehabilitación y total reforma, sin que por ello pague renta
alguna, puede (entre otras posibilidades) ser calificado como un arrendamiento de
vivienda con prestación en especie (la rehabilitación) o como un contrato atípico de
cesión de uso por obra (“ad meliorandum”). La diferencia en la calificación supondrá la
aplicación o no, por ejemplo, de las cláusulas de protección del arrendatario en cuanto
a la duración o la renta.
Aunque convenga con mi amigo Alejandro que le cedo en comodato mi coche durante
un año, y Alejandro acepte esta calificación, si incluimos la obligación de Alejandro de
pagarme 100 euros al mes por ese uso, el contrato no es comodato, sino
arrendamiento (art. 1741 CC).
Una regla similar a estos criterios jurisprudenciales puede verse en el art. 3.II de la Ley
de Venta a Plazos de Bienes Muebles, que incluye en el ámbito de aplicación de esa
Ley a “los actos o contratos, cualquiera que sea su forma jurídica o la denominación
que las partes les asignen, mediante las cuales las partes se propongan conseguir los
mismos fines económicos que con la venta a plazos”; o en el art. 9 de la Ley de
Represión de la Usura, que también extiende su aplicación a “toda operación
sustancialmente equivalente a un préstamo de dinero, cualesquiera que sean la forma
que revista el contrato y la garantía que para su cumplimiento se haya ofrecido”.
Si una persona se decide a arrendar un local para instalar una tienda de ropa, los
aspectos que sin duda más le van a importar (y que negociará y pactará con el
propietario) serán la duración del contrato y la cuantía de la renta. Es posible que en el
contrato se incluyan cláusulas sobre la realización de obras, sobre los gastos generales
del edificio o sobre la facultad de subarrendar. Pero es perfectamente posible que ni
propietario ni arrendadatario den importancia, en el momento de celebración del
contrato, a esas cuestiones. Y entonces se plantea la duda, al cabo de unos meses:
¿qué tipo de obras puede realizar el arrendatario sin autorización del propietario?
¿Quién debe asumir los gastos generales del edificio? ¿Necesita el arrendatario
permiso del propietario para subarrendar una parte del local a una amiga que desea
instalar un pequeño puesto de bisutería?
La actitud de los contratantes que no se preocupan de prever todas y cada una de las
hipótesis que pueden acontecer es racional y sensata: negociar es caro (implica costes
de tiempo y dinero) y no tiene lógica despilfarrar esos recursos en pactar cuestiones
que quizá nunca se verifiquen.
Aparentemente la solución inmediata debería ser recurrir a lo que las partes hubieran
previsto de haberse enfrentado a esa laguna de regulación (es la lllamada
autointegración). Pero esa solución no parece adecuada: todo recurso a lo que las
partes hubieran decidido en el momento de la celebración del contrato no pasa de ser
una mera elucubración, ante la constatación de que, una vez planteado el problema,
cada parte intentará que prevalezca la solución más favorable a sus intereses.
Por ello, se acude a completar ese déficit de regulación con unos elementos externos a
los propios contratantes (por lo que se denomina heterointegración) y que vienen
expuestos claramente en el art. 1258 CC. Esos elementos son la buena fe, el uso y la
ley39.
39
El art. 4.8 Principios UNIDROIT menciona, entre otros factores de integración, el sentido común (vid.
asimismo art. 5.1.12 Principios UNIDROIT).
Ahora bien, advierte Á. Carrasco que el art. 1258 CC es una norma inflacionaria, a la
que se recurre en multitud de resoluciones judiciales, en ocasiones sin otra finalidad
que la de servir de apoyo redundante a un argumento ya producido por otra vía o para
obtener un criterio de decisión que debería haberse producido por otra vía.
a) el art. 1258 CC establece con toda claridad que el vínculo derivado del
contrato no se limita a aquello sobre lo que las partes expresamente se han
pronunciado (lo “expresamente pactado), sino que hay otros elementos a los
que las partes están obligados aunque no exista pacto al respecto.
b) como también dice el art. 1258 CC, la integración del contrato debe
modalizarse en función de un elemento básico, cual es la naturaleza del
contrato. Esa naturaleza del contrato (por ejemplo, su carácter oneroso o
gratuito) condiciona también la forma en que deben colmarse las imprevisiones
de las partes.
Según J.R. García Vicente, la aplicación de las diferentes fuentes de integración tiene
un distinto alcance: mientras que respecto a la ley y a los usos la tarea del aplicador es
la búsqueda de aquellas normas o usos que puedan regir el contrato “conforme a su
naturaleza”, en el caso de la buena fe en sentido objetivo es el propio Juez el que
elabora la regla, pues como modelo abstracto necesita concreción a través sobre todo
de la elaboración de grupos de casos y consiguientes reglas.
También señala J.R. García Vicente que, sensatamente, el art. 1258 CC no establece un
rango o jerarquía entre los distintos medios de integración. La razón se conecta con el
propio sentido de cada una de tales fuentes: el Juez recurrirá sucesivamente, en razón
La buena fe, que también aparece, con un carácter más general, en el art. 7.1 CC, debe
ser entendida como un estándar de conducta40: un modo de proceder de los
contratantes tendente a la cooperación honesta. Se trata pues de un elemento que
debe presentar un carácter objetivo (comportamiento justo y adecuado) y no
meramente subjetivo (creencia o situación psicológica del contratante). La buena fe se
traduce en una serie de deberes y permite propugnar que los contratantes han de
intentar facilitar el cumplimiento y la mayor satisfacción de los intereses contractuales;
que han de procurar minimizar el impacto de ciertos riesgos (por ejemplo deber de
mitigar el daño); que los deberes de información, lealtad o fidelidad entre las partes se
modulan en función del tipo de contrato; o que cada parte debe evitar el daño
personal de la otra parte, velando por su seguridad.
Para conocer cómo debe entiende la jurisprudencia la buena fe del art. 1258 CC resulta
muy útil la STS de 12 de julio de 2002: “La buena fe a que se refiere el art. 1258 es un
concepto objetivo, de comportamiento honrado, justo, leal... [..] que opera en relación
íntima con una serie de principios que la conciencia social considera como necesarios,
aunque no hayan sido formulados por el legislador, ni establecidos por la costumbre o
el contrato […] Supone una exigencia de comportamiento coherente y de protección
de la confianza ajena […]; de cumplimiento de las reglas de conducta ínsitas en la ética
social vigente, que vienen significadas por los valores de honradez, corrección, lealtad
y fidelidad a la palabra dada y a la conducta seguida […] Aplicando en concreto el
instituto al campo contractual, integra el contenido del negocio en el sentido de que
las partes quedan obligadas no sólo a lo que se expresa de modo literal, sino también a
sus derivaciones naturales, de tal modo que impone comportamientos adecuados para
dar al contrato cumplida efectividad en orden a la obtención de los fines propuestos
...”.
Con rotundidad, dice el art. 65 TRLGDCU que “[l]os contratos con los consumidores se
integrarán, en beneficio del consumidor, conforme al principio de buena fe objetiva,
también en los supuestos de omisión de información precontractual relevante”.
Sólo se excluye el caso en que las cláusulas del propio contrato sean más favorables al
consumidor que las publicitadas (art. 61.3 TRLGDCU).
Una función muy importante del art. 1258 CC se plantea en los casos de condiciones
generales y cláusulas abusivas.
Las condiciones generales no incorporadas (art. 7 LCGC) o nulas (art. 8 LCGC) también
generan una laguna en la reglamentación contractual y se hace necesario colmarla.
Conforme al art. 10.2 LCGC, “[l]a parte del contrato afectada por la no incorporación o
por la nulidad se integrará con arreglo a lo dispuesto por el art. 1258 CC y disposiciones
en materia de interpretación contenidas en el mismo”. La remisión al art. 1258 CC para
la integración del contrato resulta plausible, pero no ocurre lo mismo con la remisión a
las reglas de interpretación, porque supone una cierta confusión del alcance de uno y
otro mecanismo.
Este mismo planteamiento se predicaba de las cláusulas abusivas, que son nulas y se
tienen por no puestas (art. 83.1 TRLGDCU), con lo que pueden generar una laguna en
la reglamentación contractual dispuesta por las partes. Para solventar ese problema, el
ant. art. 83.2 TRLGDCU imponía, con una cierta redundancia, que “[l]a parte del
contrato afectada por la nulidad se integrará con arreglo a lo dispuesto por el artículo
1258 del Código Civil y al principio de buena fe objetiva”. Pero, por aplicación de los
criterios jurisprudenciales comunitarios (STJUE de 14 de junio de 2012), la norma ha
sido modificada y se ha suprimido el segundo apartado, generándose la duda de la
determinación del modo de colmar la laguna contractual.
5.1. Preliminar
La regla básica en nuestro sistema es que el contrato sólo tiene efectos jurídico-
obligatorios (crea, modifica o extingue relaciones obligatorias). Como se desprende del
art. 609.III CC, no tiene, en cambio, por regla general, efectos jurídico-reales (la
transmisión de la propiedad, por ejemplo, no se produce con el mero contrato).
Sin embargo, este planteamiento, sin ser falso, resulta manifiestamente incompleto. El
contrato impone una vinculación entre las partes y diseña entre las mismas una
reglamentación que presidirá en adelante su comportamiento.
Téngase en cuenta que, como se desprende del art. 1258 CC, la reglamentación
contractual no se limita a aquello que las partes expresamente han acordado 41, sino
que se conforma a través de otros elementos y factores. Los extremos que configuran
esa reglamentación contractual son, jerárquicamente estructurados, los siguientes:
Por ello, resulta más apropiado el planteamiento que, siquiera con una expresión más
gráfica que precisa, recoge el art. 1091 CC, al establecer que “[l]as obligaciones que
nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben
cumplirse al tenor de los mismos”. Este art. 1091 CC consagra con claridad que el
efecto primordial del contrato es el establecimiento de un vínculo jurídico, por el que
las partes deben observar el contenido de esa reglamentación contractual.
Como consecuencia inmediata del contrato, las partes deben observar un determinado
comportamiento, en función de la reglamentación contractual42. Por consiguiente,
surge para las partes un deber de respeto u observancia del contrato. Ello no sólo
significa que cada parte debe ajustar su comportamiento a lo previsto en el contrato,
sino que, en caso de no proceder de ese modo, la otra parte dispondrá de una
pretensión para exigir el cumplimiento de esa reglamentación contractual.
41
Art. 6:102 PECL.
42
Art. 1.3 Principios UNIDROIT.
La eficacia del contrato significa que el mismo despliega las consecuencias jurídicas
que le son propias y que le ha asignado el ordenamiento, en función de sus
características causales.
La vinculación entre las partes derivada del contrato implica que como regla general
no puede ser suprimida por voluntad de una sola de las partes del contrato. Este
criterio se confirma en la medida que dejar en manos de una de las partes el
mantenimiento de la vigencia del contrato sería contrario a la interdicción de la
arbitrariedad, que se prevé en el art. 1256 CC, al decir que “[l]a validez y el
cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al arbitrio de uno de los
contratantes”. Ni siquiera un órgano judicial puede ignorar el vínculo contractual.
Por ejemplo, el contrato de mandato puede extinguirse por revocación del mandante a
su voluntad (art. 1732 CC). Y se reconoce un derecho de desistimiento en favor de los
consumidores en determinadas relaciones contractuales.
Dice la STS de 19 de junio de 2006 que el art. 1257 CC ”establece el principio general
de acuerdo con el que los contratos sólo producen efecto entre las partes que los
otorgan, de modo que «en general no puede afectar lo estipulado en todo contrato a
Los efectos del contrato sólo se proyectan como regla general en la esfera jurídica de
quienes son partes del mismo. Con meridiana claridad, éste es el principio sentado por
el art. 1257.I CC: “[l]os contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan
y sus herederos…”. Lógicamente, ello exige distinguir quién merece la consideración
como parte de un contrato y quién no.
a) A las personas que lo han otorgado, es decir, las que han emitido las
declaraciones de voluntad o han realizado los comportamientos constitutivos
del negocio, siendo además titulares de los intereses reglamentados por el
contrato. En caso de que el contrato se realice mediante representante, parte
del contrato es el representado o “dominus negotii”.
b) A los herederos de los otorgantes, por cuanto los herederos ocupan el lugar
que en las relaciones contractuales ostentaban sus causantes (arts. 659 y 660
CC). El propio art. 1257.I CC establece como excepción a esa vinculación de los
herederos que “los derechos y obligaciones que proceden del contrato no sean
transmisibles, o por su naturaleza, o por pacto, o por disposición de la ley”.
c) A los que, mediante cesión o subrogación, pasan a ocupar la posición de parte
del contrato.
El principal problema se plantea en cuanto a las personas que han adquirido un bien o
derecho de la persona que era parte del contrato, pero sin que produjera
expresamente cesión o subrogación en el contrato (causahabientes).
Por ejemplo, Cristina, que había reparado su moto en el taller de Carlos, la vende
después a Carolina. La reparación, como desgraciadamente comprueba más tarde
Carolina, fue realizada muy defectuosamente. ¿Puede Carolina dirigirse directamente
contra Carlos, por incumplimiento contractual, a pesar de que no fue parte en el
contrato de obra (la reparación) que vinculaba a Cristina y Carlos?
Como regla general, cabe entender que los causahabientes no quedan vinculados por
el contrato anterior (no pueden reclamar su cumplimiento, pero tampoco se puede
reclamar contra ellos), por aplicación del principio de relatividad de los contratos.
Con carácter demasiado general dice la STS 13 de febrero de 1997, “[e]l principio de la
relatividad de los contratos, en cuanto a sus límites subjetivos, ha sido mitigado en su
rigidez por la doctrina de esta Sala, al admitir que las obligaciones y los derechos
dimanantes de los mismos transciende a los causahabientes de uno de los
contratantes a título particular por actos «inter vivos» que se introducen en la relación
jurídica creada, mediante negocio posterior celebrado con el primitivo contratante”.
La noción de tercero en cuanto a los efectos del contrato puede tener un doble
sentido:
a) En sentido amplio, será tercero toda persona que no sea parte del contrato. Se
trata de una noción absolutamente negativa y carente de relevancia por su
extraordinaria amplitud.
b) En sentido estricto, será tercero toda persona que entra en relación con un
contrato o con quienes son parte del mismo, sin ser parte de dicho contrato.
Conviene observar que también son terceros las personas presentes en el acto de
celebración del contrato que no sean parte contractual, como los testigos o el Notario
autorizante.
Esta relatividad de los efectos del contrato suele expresarse con máximas jurídicas
como “res inter alios acta” o “aliis nec nocet nec prodest”.
Indica la STS de 26 de mayo de 1995, que “los contratos sólo producen efecto entre los
que los otorgan y sus herederos y frente a terceros constituyen «res inter alios acta»,
lo que implica que, en principio, no actúan ni en su contra ni en su beneficio, si bien no
cabe desconocer que producen efectos reflejos, con eficacia jurídica indirecta para
ellos --los terceros-- sí los conocen, lo que en aras de la buena fe, le impide celebrar
con alguna de las partes otro contrato que resulte incompatible o frustre el fin
pretendido con el primer contrato, siendo de respetar igualmente la apariencia del
tráfico jurídico”.
b) Doble venta (art. 1473 CC). Uno de los dos compradores verá incumplido su
contrato precisamente por el cumplimiento de un contrato del que no es parte.
De todo ello resulta que, más matizadamente, el efecto vinculante se produce sólo
entre las partes, pero los terceros no pueden ignorar que se ha producido el contrato:
el contrato es, en principio, oponible a terceros. Esa oponibilidad requiere la certeza
de su existencia y su publicidad (arts. 1227, 1230, 1280, 1526 y 1865 CC).
Como decía la STS de 1 de abril de 1977, “el principio de la relatividad de los contratos,
que se suele enunciar brevemente proclamando que las convenciones sólo producen
efecto entre las partes contratantes, y no perjudican ni benefician a los terceros, es
mucho más complicado de lo que su formulación aparenta, puesto que la palabra
«tercero» adolece de gran imprecisión, ya que no sólo excluye a los contratantes
mismos y a las personas representadas por ellos, sino que, además, según nuestro
Código Civil excluye también a los herederos de los que los otorgan, es decir, a los
causahabientes, bien a título universal, bien a título singular --legado, compraventa,
donación-- por lo que únicamente quedan marcados de la eficacia de los contratos los
terceros que son completamente extraños a los contratantes, o sea, los llamados
«penitus extranei»; consiguientemente, y por virtud de la regla «nemo plus juris ad
alium transferre potest quam ipse habet», el causahabiente a título particular está
ligado por los contratos celebrados por el causante de la transmisión con anterioridad
a ésta, siempre que influyan en el contenido del derecho transmitido”.
Se trata por tanto de aquel supuesto de hecho en que una persona (estipulante)
contrata con otra (promitente), que este último realice una prestación a favor de un
tercero, llamado beneficiario. Hay que resaltar que este esquema puede responder a
cualquier tipo negocial. No es una concreta categoría contractual, sino que se puede
aplicar a una pluralidad de contratos (seguros, renta vitalicia, transporte, alimentos,
etc.).
Por ejemplo, en un seguro de vida se designa como beneficiario al hijo del asegurado;
se constituye en una entidad financiera una renta vitalicia por una persona en favor de
su esposa; se envía un paquete a portes pagados desde Valencia a Santander; un padre
celebra un contrato de alimentos para que una empresa especializada preste
asistencia a su hijo con discapacidad.
Dos son las principales consecuencias que se derivan del art. 1257.II CC. Por un lado,
permite despejar cualquier asomo de duda acerca de la admisibilidad de la categoría.
Por otro, precisa la transcendencia del consentimiento del beneficiario. Menor
relevancia hay que darle, en cambio, a la referencia a que se trate de “alguna
estipulación” del contrato: nada impide que la totalidad de las prestaciones beneficien
al tercero.
En la STS de 23 de octubre de 1995, una sociedad cede una finca suya a otra entidad, a
cambio de que ésta proceda a su urbanización y construcción a sus expensas. En el
contrato se estipula a favor de los terceros (los socios de la sociedad cedente) un
derecho a percibir en metálico u obra edificada 15% de los beneficios obtenidos por la
construcción proyectada.
43
LECTURA COMPLEMENTARIA: K. Lyczkowska, “Terceros en el contrato: análisis del casos del art. 1257
II CC”, Aranzadi Civil, 2008, núm. 6, pgs. 2227 y ss.
44
Art. 6:110 PECL; y art. 5.2.1 Principios UNIDROIT.
Esta modalidad carece de regulación en el Código Civil, aunque ha tenido una cierta
difusión en el tráfico jurídico, sobre todo el relativo a la compraventa inmobiliaria.
La STS de 21 de noviembre de 1997 habla de “un contrato atípico, que ha surgido con
gran énfasis en la vida comercial y económica actual, con el fin de evitar operaciones
reduplicadas y sobre todo para evitar o soslayar diversas actuaciones impositivas”.
Esta modalidad tuvo cierta difusión en las subastas judiciales, donde el bien puede
adjudicarse al ejecutante con reserva de cesión del remate (art. 647.3 LEC). Dice la STS
de 16 de junio de 2008 que “[e]sta modalidad de contrato, prevista expresamente en
alguna de las legislaciones cercanas a la nuestra […] no está regulada en nuestro
Código Civil, lo que no significa que no sea permitida por su art. 1255 […], tanto mas si
variantes de la misma se han consolidado en el proceso de ejecución –arts. 647.3 de la
vigente Ley de Enjuiciamiento Civil y 1499.3 de la de 1.881 –“.
Tres amigos deciden arrendar un local para instalar un negocio. Pretenden constituir
una sociedad limitada para gestionar la empresa, pero aún no han concluido los
trámites. Para asegurar el local, aunque no puedan ocuparlo hasta pasados unos
meses, celebran inmediatamente el contrato de arrendamiento a nombre de los tres,
reservándose la posibilidad de que el contrato definitivo se otorgue a nombre de la
sociedad limitada.
La RDGRN de 11 de junio de 2015 indica que “[c]on base en ese principio de libertad
contractual, la doctrina científica y la jurisprudencia […] admiten que las partes
incluyan en el contrato –normalmente de compraventa– la cláusula «para persona por
designar», de suerte que uno de los contratantes –estipulante– se reserva la facultad
de identificar, en un momento posterior, a un tercero, por el momento indeterminado,
para que ocupe su posición en la relación contractual, quedando aquél desligado de la
misma con eficacia retroactiva. Desde el momento de la celebración del contrato
queda establecida la relación contractual entre el promitente –vendedor– y el
estipulante –comprador– y solo efectuada la designación de tercero sustituye este al
elector como si nunca hubiera intervenido. Se trata de un contrato caracterizado
45
LECTURA COMPLEMENTARIA: J.R. de Verda, “Reflexiones sobre el momento de la perfección y la
invalidez del contrato celebrado en favor de persona que se designará: a propósito de la sentencia del
Tribunal Supremo de 2 de marzo de 2007”, Revista Jurídica del Notariado, 2008, núm. 68, pgs. 507 y ss.
Este esquema puede responder a cualquier tipo negocial, siempre que sea admisible la
sustitución. No es tampoco, como el contrato en favor de tercero, una categoría
contractual concreta, sino un esquema aplicable a una diversidad de relaciones
contractuales, aunque habitualmente se emplea en contratos de compraventa.
Es importante resaltar que no existen dos contratos sucesivos, sino un solo contrato
con contratantes alternativamente determinados que produce un “iter” contractual
con dos fases, la anterior a la “electio” y la posterior, con arreglo al siguiente esquema.
Ejercicio
de la “electio”
Persona
Promitente
designada
La “electio”, que es el acto por el que el estipulante designa la persona que le sustituye
en el contrato, debe comunicarse al promitente y contar con el consentimiento de la
persona designada. Debe efectuarse en el plazo pactado y, en cualquier caso, antes del
cumplimiento del contrato.
Por ejemplo, una empresa desea contratar los servicios de un consultor, Luis
Vidaurreta Ximénez, y éste le indica que contrate con la mercantil Luis Vidaurreta
Ximénez, S.L. En el contrato se establece que los servicios de consultoría serán
prestados de forma directa y personal precisamente por Luis Vidaurreta Ximénez.
En cuanto a los efectos de la promesa, pueden señalarse dos fases distintas. Antes de
que el tercero acepte cumplir lo prometido, el promitente soporta el riesgo de que el
tercero rehuse. Después de la aceptación del tercero, el promitente queda liberado de
su obligación.
Para evitar que una pequeña empresa informática pueda, gracias a un novedoso
programa, obtener una posición de importancia en el mercado, otra empresa se dirige
a todos los que habían adquirido ese producto, ofreciéndoles un producto similar, pero
de menor calidad, a un precio muy inferior, y otras ventajas comerciales.
Dice la STS de 11 de octubre de 2013 que “nos encontramos ante la figura del
denominado contrato en daño de tercero en la que ambos contratantes concertaron
su voluntad negocial con el específico propósito de perjudicar la adquisición del primer
comprador, no inscrita, mediante la realización de una segunda venta que
formalmente posibilitase su inscripción registral. Desde esta perspectiva o calificación
jurídica, cuando el propósito de las partes se concierta en orden a ocasionar un daño,
el contrato indisolublemente presenta una causa ilícita constitutiva de causa torpe
(art. 1306 CC) que acarrea su nulidad. Nulidad o ineficacia estructural que no solo
puede ser ejercitada en toda su extensión por el tercero perjudicado, sino que también
se diseña con un régimen específico en orden al efecto restitutorio que provoca la
nulidad y a la posible eficacia obligacional resultante, de forma que se excepciona la
primera (ninguno de los contratantes podrá repetir lo que hubiese dado o entregado),
y se anula la segunda (ninguno de los contratantes podrá reclamar el cumplimiento de
la contraprestación ofrecida), art. 1306, regla 1ª; ente otras, SSTS de 25 de enero de
2013 y 25 de febrero de 2013”.
Por ejemplo, un empleado de banca arrienda una vivienda con tres habitaciones, y
subarrienda dos de esas habitaciones a unos estudiantes. El arrendamiento de vivienda
se celebra entre el empleado de banca (como arrendatario) y el propietario (como
arrendador); y el subarriendo entre el empleado de banca (como subarrendador) y los
estudiantes (como subarrendatarios).
La característica principal del subcontrato estriba en que genera una nueva relación
contractual, manteniendo el contrato entre las partes originarias, a diferencia de la
cesión de contrato que, como veremos, supone la transferencia de una posición
contractual, con lo que se sustituye a una de las partes originarias.
Contratante A Contratante B
Prestación
Contratante B Contratante C
Prestación
Subcontrato
Con carácter general, debe decirse que el contrato originario es inmune a las
vicisitudes del subcontrato. La extinción del subcontrato no afecta a la vigencia del
contrato originario. En cambio, las vicisitudes del contrato originario sí afectan al
subcontrato en la medida que éste depende de aquél.
¿Hasta qué punto es admisible que quienes no son parte del mismo contrato puedan
dirigirse una contra otra? ¿Puede quien no es parte del contrato originario reclamar
contra quien sólo es parte de ese contrato? En algunos supuestos, se admite el
ejercicio de la acción directa (arts. 1552, 1597 y 1722 CC), aunque no se considera
posible su aplicación analógica a otros casos. En cualquier caso, los interesados
siempre podrán hacer valer sus derechos a través de la acción subrogatoria (art. 1111
CC).
En relación con el art. 1597 CC, la STS de 31 de diciembre de 2002 señala que “el
subcontrato constituye un contrato independiente y autónomo, que genera relaciones
jurídicas entre las partes que en ellos interviene, el subcontratante y subcontratista,
salvo la acción directa en los supuestos que previene el art. 1597 CC”.
Según la STS de 8 de junio de 2007, “el rasgo que más claramente distingue la cesión
del contrato de la cesión de créditos o la asunción de deuda es el de versar sobre un
contrato de prestaciones recíprocas, razón por la cual se exige la conjunción de tres
voluntades contractuales (las de cedente, cesionario y cedido) como determinante de
su eficacia […], habiéndose inclinado la jurisprudencia por esta figura más que por la
cesión de crédito y la asunción de deuda simultáneas […] En suma, como señala la
sentencia de esta Sala de 29 de junio de 2006, la esencia de la cesión del contrato es la
sustitución de uno de sus sujetos y la permanencia objetiva de la relación contractual,
implicando la transmisión de la relación contractual en su integridad y, por tanto, que
al nuevo sujeto pasen no sólo las obligaciones sino también los derechos del
primitivo”.
Por ejemplo, una empresa ha arrendado un local, por veinte años y una renta muy
baja. Otra empresa desea instalarse en la zona y negocia con la primera empresa la
cesión del contrato de arrendamiento para ocupar aquel local, por el tiempo que le
resta al contrato y con la renta que se pagaba (conforme al art. 32 LAU, la renta
aumentará un 20%, pero el arrendador no puede impedir, si nada se indicó en el
contrato, la cesión).
a) La teoría atomista consideraba que no se trataba sino de la cesión de cada uno de los
créditos y de cada una de las obligaciones contractuales. No había un único negocio,
sino una serie de negocios diferentes que se presentaban coligados entre sí.
b) La teoría unitaria, por el contrario, señalaba que existía una transferencia única,
referida a una posición contractual, que se transfería como un todo. No se refería sólo
a los puros derechos y a las puras obligaciones, sino a cualesquiera efectos
contractuales.
c) Por último, se distingue entre el título y el objeto de la transferencia, y se indica que la
unidad está en el título, y no en el objeto de la transferencia. Ahora bien, las partes
quieren también el mantenimiento en vigor del viejo contrato sin novación extintiva.
Conviene resaltar que el consentimiento del contratante cedido (el que permanece en
el contrato originario) no es un simple requisito de eficacia, sino un elemento que
afecta a la existencia de la cesión.
Normalmente, los contratos despliegan los efectos que les son típicos, conforme han
sido diseñados por el ordenamiento jurídico o las partes. Acontece, sin embargo, que,
en ocasiones, los contratos por diversas circunstancias pueden no producir esos
efectos. Se habla entonces de ineficacia del contrato para identificar esas situaciones
en las que el contrato no despliega efectos, no despliega los efectos correspondientes
a su naturaleza o no despliega todos los efectos inicialmente previstos.
¿Cuáles son las situaciones que pueden suponer la ineficacia del contrato? La
ineficacia no tiene un tratamiento unitario en el Código Civil, que además emplea una
terminología no siempre demasiado precisa. Por ello, ha sido la doctrina la que se ha
esforzado en perfilar esas situaciones.
a) La nulidad.
b) La anulabilidad.
c) La rescisión.
d) La resolución.
47
LECTURA COMPLEMENTARIA: M.Pasquau, Nulidad y anulabilidad del contrato, Civitas, 1997, y J.
Delgado; y M.Á. Parra, De las nulidades de los contratos, 2003 [disponible en
http://www.unizar.es/derecho/nulidad/nulcontratos.htm: consultado el 1 de abril de 2010].
Á. Carrasco ofrece un enfoque distinto de la ineficacia inicial y alude las siguientes clases:
contratos incompletos; contratos inaptos para el fin pretendido por las partes; contratos
inoponibles o ineficaces frente al tercero que de modo natural debería estar afectado por
dicho contrato; contratos anulables por alguna de las causas del art. 1301 CC; contratos
carentes de los requisitos del art. 1261 CC; contratos nulos por simulación; contratos
contrarios a norma imperativa o incursos en causa ilícita.
Una vez efectuada esta enumeración, conviene indicar que en la doctrina, para poner
de relieve las coincidencias y las diferencias entre cada una de esas situaciones, se
acostumbra a distinguir entre clases de ineficacia.
Prescindimos ahora del análisis de la resolución del contrato, porque ha sido analizada
con ocasión del incumplimiento de las relaciones obligatorias sinalagmáticas. Y antes
de entrar en el análisis de cada una de esas categorías, es necesario previamente cuál
es el planteamiento del Código Civil en torno a los casos de ineficacia que derivan de
supuestos de invalidez, esto es, la nulidad y la anulabilidad.
En vano se buscará en el Código Civil una exposición de qué debe entenderse por
nulidad y anulabilidad. El Código Civil, aunque ni la jurisprudencia ni la doctrina
mayoritaria hayan asumido ese planteamiento, parece asentar la distinción
fundamental en otras dos categorías: la inexistencia y la nulidad.
Hablamos de inexistencia porque el Código Civil, en el art. 1261, dice que “[n]o hay
contrato sino cuando concurren” el consentimiento, el objeto y la causa. En
consecuencia, si en un contrato falta uno de esos requisitos (esenciales, según la
rúbrica del Capítulo II de ese Título), no hay contrato, esto es, nos encontramos ante
una mera apariencia de contrato (inexistencia de contrato).
Veremos también que, para acentuar la confusión, la inexistencia es una categoría que
la jurisprudencia suele emplear en ocasiones para acompañar a la nulidad y la
anulabilidad. Y, para la jurisprudencia, inexistencia es algo distinto que para el Código
Civil.
Dice la STS de 10 de abril de 2001 que “en sede de ineficacia de los contratos resultan
perfectamente diferenciables los conceptos de inexistencia o nulidad radical, de una
parte, y de nulidad relativa o anulabilidad, de otra. En el primero se comprenden los
supuestos en que o falta alguno de los elementos esenciales del contrato que enumera
el art. 1261 CC, o el mismo se ha celebrado vulnerando una norma imperativa o
prohibitiva. El segundo se reserva para aquellos otros en que en la formación del
consentimiento de los otorgantes ha concurrido cualquiera de los llamados vicios de la
voluntad (error, violencia, intimidación o dolo). Sin embargo, el Código Civil carece de
un tratamiento preciso de la ineficacia contractual, pues: a) Se echa en falta una
regulación sistemática de la nulidad radical o absoluta, a la que por lo general la
doctrina asimila la inexistencia. b) El vocablo "nulidad" que figura en la rúbrica del
Capítulo IV, del Título II de su Libro Cuarto y en los arts. 1300, 1301 y 1302 ha de
entenderse que se refiere únicamente a la nulidad relativa o anulabilidad, pues el
primero de dichos preceptos parte de la base de que los contratos que pueden ser
anulados a través del ejercicio de la acción que se regula en los otros dos, son aquellos
"en que concurran los requisitos que expresa el art. 1261". c) Los arts. 1305 y 1306, por
su parte, aluden sin duda alguna a casos de nulidad de pleno derecho o absoluta. d)
Todo ello explica que la jurisprudencia buscara acomodo para ese régimen jurídico en
las reglas previstas para la nulidad de los contratos, aun teniendo que forzar la
terminología hasta un extremo en que la confusión resulta ingobernable. Los términos
literales empleados por el Código Civil resultan de escasa ayuda pues debe analizarse a
qué tipo de invalidez se refiere cada supuesto de hecho para poder calificarlo
adecuadamente.
Es muy importante tener en cuenta las diferencias entre los acciones de invalidez (en
particular, de nulidad y de anulabilidad) y los remedios frente al incumplimiento.
Teóricamente la distinción es sencilla: los supuestos de nulidad y de anulabilidad
derivan de defectos o carencias estructurales en los elementos esenciales del contrato,
mientras que los remedios frente al incumplimiento presuponen que en el contrato no
Sin negar esta premisa, no se puede ocultar que tanto las acciones de invalidez como
los remedios frente al incumplimiento son activados cuando el contratante que está
legitimado para su ejercicio detecta que la operación económica articulada mediante
el contrato tiene efectos negativos o puede tenerlos en un futuro. Esta similitud es
especialmente clara si se compara las acciones de invalidez con la resolución por
incumplimiento. Aunque sus presupuestos son distintos, tanto las acciones de
invalidez como la resolución por incumplimiento pretenden básicamente la
desvinculación de los contratantes y la restitución de las prestaciones efectuadas;
además, en ocasiones, tanto unas como otra, pueden verse acompañadas por una
indemnización de daños. Por ello, no es de extrañar que los demandantes puedan
plantear una de estas acciones como principal y la otra como subsidiaria (por ejemplo,
se solicita en la demanda la anulación del contrato por error, y, subsidiariamente --si
no prospera la anulación--, que sea resuelto por incumplimiento, añadiéndose, en
ambos casos, la indemnización de los daños causados).
La nulidad es, sin duda, la sanción más intensa que se diseña por el ordenamiento en
relación con la ineficacia de un contrato. Teóricamente implica que un contrato no
produzca ninguna clase de efectos, sin necesidad de que esa ineficacia sea declarada
por un órgano judicial.
d) Puede ser apreciada de oficio por los tribunales y puede ser alegada tanto por
vía de acción como de excepción.
No se aplica procesalmente, por tanto, el principio dispositivo o de justicia
rogada: los tribunales no pueden admitir la validez de un contrato que
contradiga el ordenamiento jurídico básico. Y por eso el art. 408.2 LEC
establece una regla especial para el caso en que se alegue la nulidad.
Trasladando estas notas a las clases de ineficacia, la nulidad se delimita como una
ineficacia estructural, absoluta, automática e insanable, y puede ser total o parcial.
Señala J.R. García Vicente que la regla de la legitimación activa amplia tiene dos
restricciones evidentes en sede jurisprudencial: por un lado, la sujeción de su ejercicio
a la buena fe en sentido objetivo, en donde cobra especial vigor la regla “nemo
auditur” y que tiene por efecto material la negación de la regla; por otro lado, la
inaplicación a algunos grupos de casos, como ocurre con los préstamos usurarios en
los que no se admite que el prestamista pueda impugnar el contrato o en los casos de
defectos formales imputables a una parte que trata de eludir el cumplimiento del
contrato (o los riesgos de incumplimiento) con el recurso a la nulidad del contrato.
Por lo que se refiere a la legitimación pasiva (contra qué personas debe dirigirse la
demanda), es necesario demandar a todos los que han sido parte en el contrato cuya
nulidad se pretende, y a todos los que deriven derechos del contrato que se impugna.
Aunque como hemos dicho el contrato nulo no produce efectos jurídicos, y por lo
tanto parece que no sería necesario analizar las consecuencias de la nulidad, en la
práctica sí que es posible que, con base en un contrato nulo, las partes hayan
efectuado diversas prestaciones. Por ello, es necesario determinar qué sucede con
esas prestaciones efectuadas (en cuanto a las no efectuadas, la constatación de la
inexistencia del vínculo contractual evita su cumplimiento).
Es evidente que, con su referencia a la cosa y el precio, el art. 1303 CC está pensando
en un contrato de compraventa, como prototipo.
- Además el Código Civil dicta reglas específicas (arts. 1305 y 1306 CC) para unos
supuestos muy concretos de nulidad: la causa torpe, distinguiendo en función
de dos factores: a) si la causa torpe es o no constitutiva de delito o falta; b) si la
causa torpe es común a ambos contratantes o no.
La STS de 25 de enero de 2013 declara que “el art. 1305 CC establece una excepción al
principio de "restitutio in integrum" establecido en el art. 1303 CC en los casos en que
la nulidad radical de los contratos se funde en causa ilícita, por ser el hecho que la
sustenta un delito o falta común a ambos contratantes. El legislador introduce una
sanción civil en los casos de que la nulidad provenga de la comisión de un delito (art.
1305) o por causa torpe (art. 1306), ambos del CC, siempre que el delito o culpa sea
común a ambos contratantes. El reprochable proceder de los contratantes es
sancionado por el ordenamiento jurídico con la imposibilidad de ejercer cualquier
acción entre sí, independientemente de los efectos que pudiera haber causado la
nulidad. En realidad, a lo que se refieren estos preceptos es más bien al adagio " in pari
causa turpitudinis cessat repetitio " o la imposibilidad de pedir el cumplimiento ni la
restitución por parte de aquel contratante que puede considerarse culpable de la
licitud. El recurrente pretende suavizar el rígido sistema del art. 1305 CC, dado que el
contrato estaba cumplido y que si se retrotraen los efectos para el vendedor,
recuperando los bienes, en función de la nulidad acordada, también debería el
comprador recuperar lo abonado para cancelar los préstamos hipotecarios, pues de lo
contrario se violaría el art. 1303 CC, y se provocaría enriquecimiento injusto. Sin
embargo, el legislador no deja margen a la benevolencia o al restablecimiento del
equilibrio prestacional, pese a que ello pudiera provocar el enriquecimiento de una de
las partes, y ello porque ambos incurrieron en delito, y quien a ello se arriesga debe
tener claro que la norma no ampara el desequilibrio económico que provocó su actuar
torticero. Dicho rigor no puede mitigarse en aras a una interpretación extensiva o
equilibradora de los riesgos, pues la conducta del recurrente en cuanto causante de
ilícito delictivo merece una respuesta contundente pues ha incurrido en una de los
comportamientos rechazados por la sociedad a través de la ley y por ello se tipifica
como delito. La infracción de una norma penal, cual es la que prohíbe alzar los bienes
para defraudar a los acreedores, debe ser sancionada y a dicho ocultamiento colaboró
el hoy recurrente adquiriendo los bienes a precio inferior al de mercado, que se
En el plano de los efectos, es preciso analizar si es admisible una nulidad parcial del
contrato. El principio de conservación del contrato conduce a que, en la medida que
sea posible, la nulidad no afecte a la totalidad del contrato, sino sólo a algunas partes
del mismo. De acuerdo con este criterio, debería producirse una nulidad simplemente
parcial cuando fuera razonable. Pero también resulta defendible pensar que la
voluntad de las partes es un todo y no puede mutilarse y alterarse, y que por tanto no
cabe sino una nulidad que no sea siempre total.
La nulidad parcial sólo se puede aceptarse, a falta de admisión legal (en el Código Civil
se encuentran aplicaciones de la misma: arts. 1476 y 1691 CC), si es conforme con la
voluntad real o presumible de las partes. El problema que a continuación se suscita es
cómo colmar ese déficit de regulación derivado de la nulidad parcial. Si la norma que
ha determinado la nulidad parcial no establece una regla sustitutiva, se deben aplicar
los criterios de integración del art. 1258 CC.
Dice la STS de 27 de febrero de 1997 que “[e]l capítulo del Código Civil en que se
encuentran enclavados los artículos que se dicen infringidos [arts. 1300, 1301, 1302 y
1306], regula la nulidad de los contratos, pero para centrar la cuestión hay que
proclamar que la terminología empleada en la normativa referenciada es muy
imprecisa, por eso se ha discutido si cuando en dichos artículos se habla de nulidad, ha
de entenderse la misma como de inexistencia contractual, de nulidad ‘ab radice’ o de
simple anulabilidad. Dicha cuestión, ya prácticamente ha sido solventada por la
doctrina, y por una constante jurisprudencia de esta Sala, que entiende que la tacha
reflejada por dichos artículos ha de entenderse como de anulabilidad en el sentido de
una clase de invalidez dirigida a la protección de un determinado sujeto, de manera
que únicamente él puede alegarla y así mismo optar por convalidar el contrato
anulable mediante confirmación”.
La doctrina subraya que hay otros casos de anulabilidad en el Derecho español, tanto en el
ámbito del Código Civil como en otras leyes. Piénsese, por ejemplo, en las normas sobre
impugnación de acuerdos de la junta de propietarios en régimen de propiedad horizontal
(art. 18 LPH); en los contratos de crédito al consumo (arts. 16 y 21 de la Ley 16/2011, de 24
de junio); o en los contratos a distancia o celebrados fuera de establecimiento mercantil
(art. 100 TRLGDCU).
La doctrina identifica como obligados subsidiarios a los fiadores o garantes y, con más
dudas, a los codeudores solidarios.
Por lo que se refiere al plazo de ejercicio, el art. 1301 CC establece un plazo de cuatro
años. La cuestión más discutida es si ese plazo es de prescripción o de caducidad. La
mayoría de la doctrina considera que se trata de un plazo de caducidad (y no de
prescripción), si bien entiende que ese plazo se predica de la acción restitutoria, pero
no de la declarativa que es imprescriptible.
Por ejemplo, un comprador sufre una intimidación relevante por un tercero, y cuando
la intimidación desaparece, se lo comunica al vendedor, antes de ser cumplido el
contrato; transcurridos diez años desde la desaparición de la intimidación, y sin que el
contrato se hubiera ejecutado, el vendedor exige el pago del precio al comprador. El
comprador podrá alegar la concurrencia de vicio en el consentimiento, aunque
procesalmente deberá hacerlo mediante reconvención, y no como mera excepción.
Para el cómputo del plazo de ejercicio, es necesario diferenciar los diversos supuestos
de anulación, porque el Código Civil establece para cada caso un “dies a quo”:
a) En los casos de anulación por intimidación o violencia, el plazo comienza el día
en que hubiera cesado el vicio.
La “falsedad de la causa” del art. 1301 CC no equivale a la “causa falsa” del art.
1276 CC. La “causa falsa” justifica la nulidad del contrato. La “falsedad de la
causa” se reconduce a la anulabilidad: se trata de una causa viciada con error,
como ocurre, por ejemplo, en quien contrata teniendo como motivo principal
algo que no existe (error en los motivos). La dificultad de distinguir este caso
del error vicio es irrelevante, ya que su régimen jurídico es el mismo.
Los efectos de la anulación están previstos en los arts. 1303, 1304, 1307 y 1308 CC, y
de los mismos se extraen las siguientes pautas:
Una característica del contrato anulable, a diferencia del contrato nulo, estriba en que
es susceptible de confirmación. La confirmación del contrato anulable se regula, con
un cierto detalle, en los arts. 1309 y ss. CC 48. Debe entenderse por confirmación la
declaración unilateral de voluntad de quien está legitimado para el ejercicio de la
acción de anulación, por la que convalida el contrato, extinguiéndose desde entonces
la misma. Todo contrato anulable es confirmable, y sólo quien puede anular el
contrato puede confirmarlo, puesto que, como dice el art. 1312 CC, “no necesita el
48
Art. 4:114 PECL; y art. 3.12 Principios UNIDROIT.
Para que sea eficaz la confirmación, es necesario (arts. 1310 y 1311 CC) que concurran
ciertos requisitos:
a) Contrato anulable.
b) Conocimiento de la causa de anulación.
c) Cese de la causa de anulación.
En cuanto a los efectos de la confirmación, el Código Civil ofrece dos reglas, una que
pone el acento en la situación del contrato, y otra que se fija en la acción de anulación.
Por una parte, el art. 1313 CC establece que “[l]a confirmación purifica al contrato de
los vicios de que adoleciera desde el momento de su celebración”. Y, por otra, el art.
1309 CC señala que “[l]a acción de nulidad queda extinguida desde el momento en que
el contrato haya sido confirmado válidamente”. Como consecuencia de ello, puede
afirmarse que la confirmación tiene efectos retroactivos desde la celebración del
contrato.
La rescisión del contrato está prevista fundamentalmente en los arts. 1290 y ss. CC, y
esa regulación presenta el inconveniente de unificar la disciplina de dos figuras que
históricamente se encontraron diferenciadas: por un lado, los mecanismos de
restitución en protección de menores, incapaces y otros sujetos; y, por otro, los
supuestos de fraude de acreedores. La rescisión se presenta, pues, como un efecto,
derivado de la concurrencia de una serie heterogénea de causas.
Tiene gran relevancia, aunque su estudio no sea oportuno aquí, el ejercicio de acciones
rescisorias en caso de concurso de acreedores: arts. 71 a 75 de la Ley 22/2003, de 9 de
julio, Concursal.
En consecuencia, la rescisión sólo puede operar con carácter excepcional (por eso el
art. 1294 CC establece su carácter subsidiario), cuando concurran en un contrato
circunstancias que, para el ordenamiento jurídico, merezcan un reproche de tal calibre
que ese contrato deba ser expulsado del tráfico.
Como veremos a continuación, los dos grandes grupos de causas de rescisión que
reconoce el Código Civil son la lesión y el fraude de acreedores. Además se prevé la
rescisión en caso de venta de cosas litigiosas y otros supuestos legalmente
reconocidos.
Este enfoque del Código Civil, que prescinde por completo del equilibrio contractual en
los contratos libre y válidamente concertados, contrasta con el Derecho del consumo,
donde sí es relevante el desequilibrio importante" en los derechos y obligaciones de
las partes que se deriven del contrato para la consideración como abusiva de una
cláusula.
El Código Civil sólo admite la rescisión por lesión cuando además concurren
circunstancias que merecen una especial protección: cuando se trata de contratos
celebrados por los tutores o los representantes del ausente, sin autorización judicial, y
se haya producido una lesión en más de la cuarta parte del valor de las cosas objeto
del contrato. El art. 1293 CC subraya ese carácter excepcional de esta rescisión, al
indicar que, salvo los mencionados, ningún otro contrato se rescindirá por lesión.
Debe destacarse que, en caso de rescisión por lesión, el legitimado para impugnar el
contrato es el representado por los tutores o el ausente, es decir, la persona que ha
sufrido la lesión y de cuyo patrimonio ha salido el bien y a cuyo patrimonio debe
retornar si esa trasmisión se rescinde.
c) La rescisión no opera automáticamente, sino que requiere que sea instada por
la parte legitimada.
A la misma idea responden los arts. 1291.3º y 1111 CC, cuando señala que la
acción revocatoria o pauliana sólo puede ejercitarse “después de haber
perseguido todos los bienes de que esté en posesión el deudor”.
El Código Civil facilita la acreditación del fraude presumiendo que existe cuando se
trata de enajenaciones gratuitas o cuando se efectúan por persona contra la que se
había pronunciado sentencia condenatoria o se había expedido mandamiento de
embargo de bienes (art. 1297 CC).
Como señala la STS de 19 de julio de 2005, “[l]a acción pauliana tiene actualmente un
carácter de cierto objetividad, a pesar de exigir un requisito tan subjetivo como es el
«consilium fraudis». Se configura en nuestro derecho como acción de tipo rescisorio,
puesto que deja sin efecto actos o contratos que originariamente fueron válidos, y
derivado de ese carácter es de observar que la defraudación que comete el deudor al
disponer de sus bienes en perjuicio de sus acreedores puede o no ser dolosa o
intencional, bastando con que se produzca el perjuicio por mera negligencia o
impremeditadamente. Y de ahí que, al no ser necesario un «animus nocendi» o de
perjudicar a los acreedores, pueda concebirse desde un punto de vista objetivo el
carácter de acción rescisoria de la acción pauliana […]Frente a la concepción rigurosa
que configuraba la exigencia como la intención o propósito de perjudicar al acreedor, y
por contra de quienes mantienen un criterio objetivista neto en el sentido de que
habrá de estarse al resultado producido con total abstracción del ánimo o intención
del deudor, la doctrina predominante y la jurisprudencia siguen una orientación
intermedia consistente en que basta demostrar el resultado producido y que éste fue
conocido o debido conocer por el deudor («scientia fraudis»)”.
Se pretende preservar el derecho que sobre dicha cosa pudiera tener el demandante,
que ostentará legitimación activa para impugnar el acto, evitando que salga del
patrimonio del demandado. Como dice la STS de 9 de octubre de 2007, “[l]a finalidad
de tal facultad rescisoria para la parte demandante tiende a impedir que la sentencia
que recaiga en el pleito sobre la cosa litigiosa no se pueda hacer efectiva o cumplirse
(sentencia de 9 abril 1999) o, lo que es lo mismo, evitar una defraudación potencial de
derechos de un tercero: el demandante que espera ser beneficiado por la decisión
judicial que ponga fin al litigio a que se encuentra sometida la cosa (sentencia de 28
septiembre 2000), habiendo declarado también esta Sala que la cosa se considera
Según la STS de 24 de mayo de 2010, “[l]a rescisión que se puede producir cuando se
vende una cosa objeto de un litigio, fue una novedad del Código civil y como afirma la
jurisprudencia, "con ella se trata de evitar una defraudación potencial de los derechos
de un tercero, el demandante, que espera ser beneficiado por la decisión judicial que
ponga fin al litigio a que se encuentra sometida la cosa" […] Se trata por tanto, de una
acción que pretende prevenir la posible inutilidad del litigio cuando la cosa que es
objeto del mismo ha sido enajenada y, en consecuencia, eliminada de la litis. Los
requisitos para que se produzca serán tres: i) que el contrato celebrado entre el
propietario demandado y el tercero se refiera a la cosa que es objeto del pleito; ii) se
requiere además, que se haya celebrado por el demandado, siendo indiferentes al
demandante los pactos a que hayan llegado las partes en relación a la litigiosidad por
ser ‘res inter alios acta’, y iii) que la enajenación haya tenido lugar sin el conocimiento
del demandante o sin la autorización judicial. Ello implica que no es suficiente para
evitar la rescisión, que la venta del demandado al tercero se haya realizado con
publicidad, sino que requiere el conocimiento del demandante o a falta del mismo,
autorización judicial. La existencia de un litigio sobre la propiedad de una cosa no
elimina la facultad de disposición de su dueño; ante el dilema de conservar la cosa en
previsión de la solución final del pleito que recae sobre ella y el ejercicio de la facultad
de disponer, la ley establece diversos sistemas de protección: o bien la adopción de
medidas cautelares, o bien la rescisión de las transmisiones efectuadas en el periodo
de litigiosidad. Las medidas cautelares son previas y tienen como finalidad enervar la
buena fe de terceros adquirentes, evitando con ello la aplicación del art. 1295 CC
cuando se trata del ejercicio de la acción de rescisión. Pero cuando estas medidas no
se han adoptado, la ley prevé aun un sistema de protección del demandante que
vence en el pleito, permitiéndole pedir la rescisión de aquellos actos de disposición
efectuados. La rescisión prevista en el art. 1291, 4º CC constituye un supuesto
semejante a la acción pauliana, de modo que rescindido el título del comprador, le
queda al demandante perjudicado la posibilidad de obtener satisfacción con las cosas
enajenadas o bien, si ello no es posible, obtener la compensación prevista en el art.
1295.3 CC”.
Hay que destacar que la terminología del Código Civil es en este punto enormemente
confusa (siempre prefirió la elegancia literaria a la precisión técnica) y a lo largo del Código
nos encontramos ante expresiones cuyo auténtico sentido resulta difícil de delimitar.
Todo ello conduce a la dificultad de identificar en qué casos el Código Civil prevé
auténticos mecanismos rescisorios.
a) Casos de rescisión por lesión: están legitimados los representados por los
tutores, o los ausentes.
b) Casos de fraude de acreedores: están legitimados los acreedores perjudicados
por el contrato o acto fraudulento.
c) Contratos relativos a cosas litigiosas: están legitimados los terceros que
mantienen un pleito sobre dicha cosa.
La legitimación pasiva también difiere según los supuestos. La rescisión se debe dirigir
contra quienes fueron parte del contrato impugnado, y también contra quienes
deriven derechos de dicho contrato. Parece prudente demandar también al tutor o
representante del ausente, a los efectos de establecer su responsabilidad conforme al
art. 1295.III CC.
El plazo de ejercicio de la acción de rescisión es de cuatro años (art. 1299 CC). Dicho
plazo es de caducidad (y no de prescripción). El Código Civil precisa desde cuándo se
computa los cuatro años en caso de personas sujetas a tutela (desde que cesa la
incapacidad) y de los ausentes (desde que se conozca su domicilio).
En cuanto a los efectos de la rescisión, los arts. 1295 y 1298 CC permiten establecer las
siguientes reglas:
J.A. Martín Pérez ha destacado que la aplicación de los criterios del art. 1295 CC a los
supuestos de fraude de acreedores constituye un equívoco derivado de la unificación
operada por el Código Civil entre los diversos mecanismos rescisorios. El acreedor
defraudado, al solicitar la rescisión, se dirige contra un contrato que sería para él “res inter
alios facta”, si no fuera porque se realiza para perjudicar sus derechos. El acreedor
defraudado no pretende que su deudor recupere el objeto del contrato, sino que se prive
de eficacia a ese contrato fraudulento, restituyendo las cosas al estado que tenían al
tiempo de la celebración, pero sólo en la parte necesaria para que los acreedores
defraudados puedan hacer efectivos sus créditos.
Como señala J.R. García Vicente, el efecto de la rescisión por fraude tiene alguna
complejidad sobre todo de orden procesal, puesto que no produce efectos restitutorios
entre el deudor enajenante y el tercero (es inaplicable en esta sede el artículo 1295 I CC,
propio de la rescisión por lesión). El acreedor puede comportarse como si el bien formara
parte del patrimonio del deudor o, para las garantías, estuviera libre de la afección, y hasta
el límite del perjuicio padecido, de manera que cabe la rescisión parcial.
Esta limitación de los efectos de la rescisión por fraude es probablemente una de las
razones que explica la tendencia de los interesados en tratar de recurrir a otras categorías,
de efectos más intensos, como la simulación o la nulidad por causa ilícita, que evitan esa
limitación de efectos.
La rescisión por lesión en el Derecho catalán aparece regulada en los arts. 321 a 325
de la Compilación de Derecho Civil de Catalunya. La rescisión es posible cuando se
trate de enajenación de bienes inmuebles y se produzca una lesión superior a la mitad
del precio justo (“ultra dimidium”).
En cuanto a los efectos, el art. 324 se remite al art. 1295 CC, aunque excluye la
restitución de los frutos o los intereses anteriores a la reclamación judicial, e impone el
abono de los gastos extraordinarios de conservación o refacción y las mejoras útiles.
La rescisión por lesión en el Derecho navarro aparece regulada en las Leyes 499 a 507
de la Compilación de Derecho Foral de Navarra o Fuero Nuevo. La rescisión es posible
cuando se haya sufrido lesión enorme, a causa de un contrato oneroso que hubiere
aceptado por apremiante necesidad o inexperiencia. Se considera que es lesión
enorme el perjuicio de más de la mitad del valor de la prestación, estimada al tiempo
del contrato. Si el perjuicio excediere de los dos tercios de aquel valor, la lesión se
entenderá enormísima (Ley 499). A diferencia del Derecho catalán, la rescisión
también cabe respecto de contratos cuyo objeto sean bienes muebles (Ley 501). Sin
embargo, no puede pedir la rescisión por lesión quien, profesional o habitualmente, se
dedique al tráfico de las cosas objeto del contrato o fuere perito en ellas (Ley 500).
La acción rescisoria por lesión enorme prescribe a los diez años, y la rescisoria por
lesión enormísima, a los treinta (Ley 33). Es personal y transmisible a los herederos
(Ley 504).
Aludimos a la denuncia del contrato para identificar aquellos supuestos en los que se
permite la extinción del contrato por voluntad unilateral de una de las partes del
contrato, y sin necesidad de alegación de causa alguna. Queda, pues, en manos de uno
de los contratantes determinar sobrevenidamente la ineficacia “ex nunc” del contrato.
Si la denuncia afecta a una relación plurilateral puede suponer la extinción parcial sólo
para el que desiste, pero no necesariamente para los restantes miembros de la
relación.
50
LECTURA COMPLEMENTARIA: S. Espiau, “La resolución unilateral del contrato: estudio
jurisprudencial”, Aranzadi Civil, 1998, núm. 1, pgs. 113 y ss.; y B. Sainz Cantero, “El desistimiento ad
nutum en los contratos con consumidores tras la Ley 44/2006 y el Texto Refundido 1/2007 de la Ley
General para la Defensa de Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias”, Actualidad Civil,
2008, núm. 9.
Según las STS de 24 de junio de 2010 y 5 de junio de 2009, "la doctrina jurisprudencial
ha confirmado la facultad de la resolución unilateral "ad nutum" en los contratos de
servicios por tiempo indefinido, tanto en los supuestos en que las partes han omitido
cualquier condicionamiento a dicha facultad resolutoria, por ejemplo, el respeto de un
plazo de preaviso o una indemnización por su inobservancia (SSTS de 12 de mayo de
1997 y 28 de octubre de 1998), como en los casos en que sí se han adoptado
condicionantes a la libre resolución del contrato (SSTS de 19 de diciembre de 1991 y 30
de marzo de 1992); como ha determinado la última sentencia citada, el contrato de
arrendamiento de servicios se encuadra en un grupo de contratos en que las
relaciones tienen en cuenta el principio "intuitu personae", y puede resolverse por
voluntad unilateral de cualquiera de las partes, de manera que sólo podría ejercitarse
la acción resolutoria o de cumplimiento del contrato si ello se produjese en contra de
lo pactado, con indemnización de daños y perjuicios cuando se prevea en el propio
pacto para caso de cese, y en el mismo sentido se han manifestado las SSTS de 25 de
marzo y 20 de julio de 1995".
La STS de 29 de abril de 1998 indicó que la resolución unilateral “no es lícita a no ser
que se trate de contrato «intuitu personae», basado en la confianza, en cuyo caso la
resolución unilateral lleva consigo la indemnización de daños y perjuicios, que
solamente se excluye si se prueba suficientemente una causa grave que justifique la
extinción del contrato”.
Aunque la facultad de denuncia del contrato opera “ad nutum”, sin necesidad de
alegar causa o justificación alguna, es necesaria que se realice con una antelación
razonable y conforme a las exigencias de la buena fe. Una denuncia intempestiva o de
mala fe puede dar lugar a la indemnización de los daños y perjuicios ocasionados a la
otra parte.
Según la STS de 24 de junio de 2010, “[l]a omisión del preaviso no genera daños de
modo necesario, conforme a reiterada jurisprudencia relativa a todo incumplimiento
de obligaciones contractuales […] No se trata, por tanto, de un daño que no necesita
prueba pues no resulta de lo debido, dado que no está reconocida en el contrato. El
daño deriva de la repercusión que la resolución unilateral del contrato ha podido tener
como consecuencia de las circunstancias concurrentes…”.
Tiene carácter abusivo la cláusula que autorice al empresario a resolver los contratos
de duración indefinida en un plazo desproporcionadamente breve o sin previa
notificación con antelación razonable. Pero son admisibles las cláusulas en las que se
prevea la resolución del contrato por incumplimiento o por motivos graves, ajenos a la
voluntad de las partes, que alteren las circunstancias que motivaron la celebración del
contrato (art. 85.4 TRLGDCU).
Los efectos de la denuncia del contrato no son retroactivos, sino para el futuro (“ex
nunc”), quedando extinguida la relación desde el instante de la notificación o de la
fecha futura que en la misma se indique.
Conforme al art. 68.1 TRLGDCU, “es la facultad del consumidor y usuario de dejar sin
efecto el contrato celebrado, notificándoselo así a la otra parte contratante en el plazo
establecido para el ejercicio de ese derecho, sin necesidad de justificar su decisión y
sin penalización de ninguna clase”. Son nulas las cláusulas que impongan al
consumidor y usuario una penalización por el ejercicio de su derecho de desistimiento.
51
Modificado por Ley 3/2014, de 27 de marzo.
Según la STS 22 de octubre de 2013, “nada obsta a que la figura del mutuo disenso
opere no solo en el arrendamiento de obra sino también en la compraventa, pues, en
suma, solo constituye una manifestación de voluntad concurrente y concorde, pero no
necesariamente simultánea en un contrato como el de compraventa que al igual que el
de arrendamiento de obra es bilateral y recíproco en las prestaciones. Ningún
precepto legal impide que los otorgantes de la compraventa, puedan abandonar sus
pretensiones, antes de su consumación, de forma pactada o concurrente. El
desistimiento unilateral, sin causa y sin acuerdo tiene una respuesta sancionatoria
específica, cuando se hayan pactado arras, en el art. 1454 CC. Dicho desistimiento
concurrente y concorde, pero no expresado en unidad de acto, no contraviene el art.
1255 CC ni supone dejar el cumplimiento de un contrato al arbitrio de una de las
partes pues son ambas las que pretenden la resolución (art. 1256 CC), constituyendo
un modo de extinguir el contrato, con la consiguiente restitución recíproca de las
prestaciones”.
Es necesario que el acuerdo extintivo cumpla los requisitos generales de todo contrato
(art. 1261 CC) y que quienes lo otorgan estén legitimados para ello.
Como dicen las STS de 15 de diciembre de 2004 y 5 de diciembre de 2013, “el mutuo
disenso es un contrato extintivo o cancelatorio por el que las partes que han celebrado
El alcance de la ineficacia depende de lo acordado por las partes, que pueden convenir
la extinción de la relación con efectos retroactivos o no, siempre dejando a salvo los
derechos de terceros.