Prueba de Redacción

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Prueba de redacción - 1

Luis Fernando Effio Pangalima.


Nombre

Fecha
14/07/22
Lea el artículo y coméntelo en un texto de máximo 200
palabras (20 líneas aproximadamente).
¿Qué opinión general tiene de esta columna de opinión?
Instrucciones
¿Está de acuerdo con lo manifestado por el autor: “cuanto
más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos
seremos.”?

Revisado por Dirección

Más información, menos conocimiento


Mario Vargas Llosa, diario La República, 31 de julio del 2011

Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo


indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su
generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática
de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios
online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las
nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas
publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su
concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que
leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un
recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y
el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando
mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se
ha convertido en un esfuerzo”.

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus
ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de
Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo
de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows:
What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo
Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado
fascinado, asustado y entristecido.

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Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera
acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria
aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información
y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres
humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a
la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.

Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande
en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el
descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura
de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y
aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall
McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los
medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia
sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se
refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes
experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una
extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.

Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al
servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo,
siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de
aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que,
ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una
información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a
especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una
persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance
un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.

No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una
prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una
manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar,
renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él.
No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y
sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina,
dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y
activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha
llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si
pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas
diligentes máquinas?

No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo
de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido.
No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor
rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los
libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de
marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar
la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles,
profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos
lean libros enteros”.

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Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote.
Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer
prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de
hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los
acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de
modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión,
paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer,
gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve
superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda
fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con
facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos
lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas,
claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores
prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio
cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos
alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso,
sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito
estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van
Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la
solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para
construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea
nuestro ordenador, más tontos seremos.

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los
argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y
de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos
que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de
atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que
la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es
imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción
terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta
segunda vez lo hacemos mejor.

Ensayo:

Muchos estudios indican que un hipotético Homero recitaba-o cantaba- los miles de versos de
La Ilíada de memoria, lo cual tiene sentido, porque en ese momento histórico no se contaba
con la tal vez tecnología comunicativa más importante hasta ahora: la escritura. En la
actualidad la memoria del poeta helénico resulta increíble, pero tampoco parece que sea una
facultad que se aprecie mucho, dado que las necesidades de la vida contemporáneas no
parecen necesitar de tal esfuerzo nemotécnico.

Algo relevante es que la columna de Vargas losa parece asimilar o equiparar la inteligencia con
la memoria. Además, cuando se refiere a “estructuras estables de conocimientos”, parece
mostrar una visión estática de la inteligencia o del conocimiento. Esta puede haber sido la
visión predominante por muchos años en muchos sectores, pero las capacidades humanas
deben ser puestas en contexto, por lo cual se pude considerar que lo que se ha entendido

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como inteligencia, capacidad cognitiva o incluso inteligencia puede variar mucho por las
circunstancias históricas o sociales.

Luego hay aspectos sobre una romanización de la lectura, lo que puede relacionarse con la
idea de leer (solo) por placer. En este sentido, el texto muestra una visión normativa del placer
o gozo que implica la lectura. No obstante, cuando hay muchas situaciones en las cuales la
lectura es sobre todo indispensable más que placentera, como cuando se da como parte del
trabajo. En ese sentido, tiene sentido la opinión del filósofo O’Shea, quien, siendo
probablemente un académico, la lectura es la materia prima de su trabajo, no necesariamente
una actividad placentera. En este

Finalmente, se podría plantear la pregunta ¿la tecnología es mala? Para responder, más allá de
adoptar una posición tecnófoba o muy optimista de la tecnología, se podría considerar el
fenómeno de la lectura desde un punto de vista estructural, es decir, histórica y
sociológicamente. Mi posición, no obstante, es que la aplicación de herramientas tecnológicas
para el aprendizaje y la lectura tiene posibilidades cognitivas y epistemológicas muy
interesantes que merecen ser exploradas y evaluadas. No obstante, tampoco podría ser tan
optimista acerca de las implicancias o intereses involucrados en que la sociedad en general
adopte una manera de aprender y saber que se vuelva hegemónica. Es decir, tal vez a Elon
Musk si le entusiasme mucho que adoptemos tecnologías que sean ofrecidas por y para él.

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