Aristóteles - Pólitica
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POLÍTICA
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Librodot POLITICA Aristóteles 2
ÍNDICE Y SUMARIO
POLÍTICA
LIBRO PRIMERO
LIBRO SEGUNDO
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de los éforos; defectos en la institución del Senado; defectos en la institución del reina-
do.-Organización viciosa de las comidas comunes.-Los almirantes tienen demasiado po-
der.-Esparta, según Platón, sólo ha desarrollado la virtud guerrera. Organización defec-
tuosa de las rentas públicas.
LIBRO TERCERO
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Los artesanos no pueden ser ciudadanos en un Estado bien constituido; excepciones di-
versas a este principio; posición de los artesanos en las aristocracias y en las oligarquías;
necesidades a que los Estados deben someterse a veces.-Concepto definitivo del ciuda-
dano.
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cos; la quinta, en fin, es aquella en que el rey es dueño absoluto del poder, a la manera
que lo es el padre en el seno de la familia.
LIBRO CUARTO
TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA
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Condiciones militares que debe reunir: la ciudad debe ser marítima; medios seguros de
sacar partido de la proximidad del mar; peligros de la preocupación exclusiva del comer-
cio marítimo; precauciones que el legislador debe tomar para que las relaciones maríti-
mas no perjudiquen al buen orden de la ciudad.
CAPÍTULO VI.-De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos en la repú-
blica perfecta
Caracteres diversos de los pueblos según el clima; diversidad de sus instituciones polí-
ticas.-Superioridad incontestable de la raza griega; un pueblo debe tener a la vez inteli-
gencia y valor; papel notable que desempeña el corazón en la vida humana.
CAPÍTULO XII.-De las cualidades que los ciudadanos deben tener en la república per-
fecta
Condiciones generales de la felicidad; influencia de la naturaleza, de los hábitos y de la
razón; unión necesaria de estos tres elementos para constituir la felicidad del individuo y
de la ciudad; es preciso suponer que se dan reunidos en la ciudad perfecta.
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LIBRO QUINTO
DE LA EDUCACIÓN EN LA CIUDAD PERFECTA
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LIBRO SEXTO
DE LA DEMOCRACIA Y DE LA OLIGARQUÍA.-DE LOS TRES
PODERES: LEGISLATIVO, EJECUTIVO Y JUDICIAL
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CAPÍTULO XI.-Teoría de los tres poderes en cada especie de gobierno: poder legisla-
tivo
Teoría de los tres poderes: legislativo o de la asamblea general, ejecutivo o de los ma-
gistrados y judicial o de los tribunales. Organización del poder legislativo; sus formas
diversas en la democracia y en la oligarquía.-De las sentencias judiciales encomendadas a
la decisión de la asamblea general; vicios del sistema actual.
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LIBRO SÉPTIMO
DE LA ORGANIZACION DEL PODER EN LA DEMOCRACIA
Y EN LA OLIGARQUÍA
LIBRO OCTAVO
TEORÍA GENERAL DE LAS REVOLUCIONES
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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I
Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en
vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen
nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por tanto, que todas las aso-
ciaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes
debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas
las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.
No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistra-
do, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer que toda la diferencia
entre éstos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño nú-
mero de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno
más grande el magistrado o el rey; es de suponer, en fin, que una gran familia es en abso-
luto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que
el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súb-
dito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio
nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto
a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. In-
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dagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en
qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios científicos
para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar. En esto, como en todo, remontar-
se al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el camino más se-
guro para la observación.
Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada
el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no
hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y
en las plantas1 existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.
1 Algunos comentadores, al ver que Aristóteles atribuía a las plantas este deseo, han
creído que conocía la diferencia de sexos en los vegetales. Saint-Hilaire.
porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y per-
manente es la familia, y Corondas ha podido decir de los miembros que la componen
«que comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo
hogar».
La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no
son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia,
porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mama-
do la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los primeros Estados
se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales
Estados se formaron con elementos habituados a la autoridad real, puesto que en la fami-
lia el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente
el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido decir4:
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Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos. En su origen
todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión se-
gún la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en
otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de
atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya.
2. Véase la Ifigenia de Eurípides, v. 1400.
3. Verso de Hesíodo, Las obras y los días, v. 403.
4. Odisea, IX, 104, 115.
La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede decir-
se así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vi-
da, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociacio-
nes, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y
lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se
dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia.
Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de
los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad. De donde se conclu-
ye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmen-
te sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del
azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él
pueden aplicarse aquellas palabras de Homero5:
El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra,
porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.
5. Ilíada, IX, 63.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás anima-
les que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la natura-
leza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente.
Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los
demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y co-
municárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y,
por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los
animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimien-
tos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada
individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez des-
truido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura
analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no
es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y pueden
realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede decirse ya que sean las mis-
mas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba
claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si
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CAPÍTULO II
DE LA ESCLAVITUD
Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el
Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto que
el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía doméstica son
precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos
y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas es preciso ante todo someter a
examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primitivas y simples de
la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estu-
diarse separadamente estos tres órdenes de individuos para ver lo que es cada uno de
ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor, después la autoridad
conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para expresar esta relación
del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay
una palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse
un cuarto, que ciertos autores confunden con la administración doméstica, y que, según
otros, es cuando menos un ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la
propiedad, que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos, desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones
necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, si podemos descubrir en esta materia
ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde
con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos hablado
al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturale-
za; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturale-
za ninguna diferencia entre ellos; y que, por último, la esclavitud es inicua, puesto que es
obra de la violencia6.
Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la ciencia de la pose-
sión forma igualmente parte de la ciencia doméstica, puesto que sin las cosas de primera
necesidad los hombres no podrían vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí que, así
como las demás artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos especiales para
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llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente los suyos. Pero entre los
instrumentos hay unos que son inanimados y otros que son vivos; por ejemplo, para el
patrón de una nave, el timón es un instrumento sin vida y el marinero de proa un instru-
mento vivo, pues en las artes al operario se le considera como un verdadero instrumento.
Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no es más que un instru-
mento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos y el esclavo una propiedad
viva; sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el primero de todos. Si cada ins-
trumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quiere, adivinada, trabajar por
sí mismo, como las estatuas de Dédalo7 o los trípodes de Vulcano8, «que se iban solos a
las reuniones de los dioses»; si las lanzaderas tejiesen por sí mismas; si el arco tocase so-
lo la cítara, los empresarios prescindirían de los operarios y los señores de los esclavos.
Los instrumentos propiamente dichos son instrumentos de producción; la propiedad, por
el contrario, es simplemente para el uso. Así, la lanzadera produce algo más que el uso
que se hace de ella; pero un vestido, una cama, sólo sirven para este uso. Además, como
la producción y el uso difieren específicamente, y estas dos cosas tienen instrumentos que
son propios de cada una, es preciso que entre los instrumentos de que se sirven haya una
diferencia análoga. La vida es el uso y no la producción de las cosas, y el esclavo sólo
sirve para facilitar estos actos que se refieren al uso. Propiedad es una palabra que es pre-
ciso entender como se entiende la palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, sino
que pertenece de una manera absoluta a una cosa distinta de ella misma. Lo mismo suce-
de con la propiedad; el señor es simplemente señor del esclavo, pero no depende esen-
cialmente de él; el esclavo, por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depen-
de de éste absolutamente. Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que pue-
de ser. El que por una ley natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser
hombre, pertenece a otro, es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto que
hombre, se convierte en una propiedad, y como propiedad es un instrumento de uso y
completamente individual.
6. Teopompo, historiador contemporáneo de Aristóteles, refiere (Ateneo, lib. VI, pág.
265) que los Quiotes fueron los que introdujeron la costumbre de comprar los esclavos, y
que el oráculo de Delfos, al tener conocimiento de semejante crimen, declaró que los
Quiotes se habían hecho merecedores de la cólera de los dioses. Esto sería una especie de
protesta del cielo contra este abuso de la fuerza. S. H., pág. 12.
7. Platón habla de este talento de Dédalo en el Eutifrón y en el Menón.
8 Ilíada, XVIII, 376.
Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y si,
sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un
hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas
cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son emi-
nentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destinados, unos
a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos casos. La autoridad
se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen o a quienes ella rige.
La autoridad vale más en los hombres que en los animales, porque la perfección de la
obra está siempre en razón directa de la perfección de los obreros, y una obra se realiza
dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos dos elementos, la obedien-
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cia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de muchas cosas que conspi-
ren a un resultado común, aunque por otra parte estén separadas o juntas. Esta es una
condición que la naturaleza impone a todos los seres animados, y algunos rastros de este
principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos sin vida: tal es, por ejemplo, la
armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos separaría demasiado de nuestro
asunto.
Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmente
aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la natu-
raleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y no en
los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfectamente
sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hombres corrup-
tos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano sobre el alma,
precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente contrario a la na-
turaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la existencia de una autori-
dad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado; el alma manda al cuerpo
como un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como un magistrado, como un
rey; porque, evidentemente, no puede negarse que no sea natural y bueno para el cuerpo
el obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser el obedecer a la razón y a la
parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder, que se muestra entre estos diver-
sos elementos, sería igualmente funesta para todos ellos. Lo mismo sucede entre el hom-
bre y los demás animales: los animales domesticados valen naturalmente más que los
animales salvajes, siendo para ellos una gran ventaja, si se considera su propia seguridad,
el estar sometidos al hombre. Por otra parte, la relación de los sexos es análoga; el uno es
superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer.
Esta es también la ley general que debe necesariamente regir entre los hombres. Cuan-
do es un inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bru-
to respecto del hombre, y tal que es la condición de todos aquellos en quienes el empleo
de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser, se es
esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de que acabamos de
hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es
esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a
hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la mues-
tra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pueden ni aun comprender la
razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo demás, la utilidad de los anima-
les domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género. Unos y
otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de
nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los
hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las
obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de
doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las
funciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de
la paz.
Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de
hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero lo cierto
es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su apariencia corporal,
como lo son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los menos
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hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto, hablando del cuerpo, con
más razón lo sería hablando del alma; pero es más difícil conocer la belleza del alma que
la del cuerpo.
Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros
naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa.
Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna ver-
dad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser reducido a
esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención en virtud de la
que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; derecho que mu-
chos legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman muchas veces los oradores políti-
cos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede emplear la vio-
lencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo9.
9. En la guerra del Peloponeso se degollaba a los prisioneros, y lo refiere Tucídides co-
mo si fuera el hecho más indiferente. Lib. I, cap. XXX; lib. II, cap. V.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La causa
de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es que la virtud tiene
derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y que la victoria supone
siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer, por tanto, que la
fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión estriba realmente so-
bre la noción del derecho, colocado por los unos en la benevolencia y la humanidad y por
los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos argumentaciones contrarias son
en sí igualmente débiles y falsas; porque podría creerse, en vista de ambas, tomadas sepa-
radamente, que el derecho de mandar como señor no pertenece a la superioridad del méri-
to.
Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre las
apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta del hecho de la
guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el principio de la guerra misma pue-
de ser injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de otra manera, los
hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta por efecto del hecho
de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como prisioneros de guerra. Y así, los par-
tidarios de esta opinión10 tienen el cuidado de aplicar este nombre de esclavos sólo a los
bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto equivale a averiguar lo que
se llama esclavitud natural; y esto es, precisamente, lo que hemos preguntado desde el
principio.
10. En la República aconseja Platón a los griegos que no reduzcan a esclavitud a los
griegos y sí sólo a los bárbaros.
Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que
otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las personas de que
acabamos de hablar se creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes; pero, por el
contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; suponen, pues,
que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es condicionalmente. Así,
la Helena de Teodectes exclama:
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CAPÍTULO III
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Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo nuestro
método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición de los bienes.
La primera cuestión que debemos resolver es si la ciencia de adquirir es la misma que
la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una ciencia auxiliar. Si no es más que
esto último, ¿lo será al modo que el arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte de te-
jer? ¿O como el arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servicios de
estas dos artes subsidiarias son realmente muy distintos: lo que suministra la primera es el
instrumento, mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo por materia la sus-
tancia que sirve para fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se sirve el fabricante,
el metal que emplea el estatuario. Esto prueba que la adquisición de los bienes no se con-
funde con la administración doméstica, puesto que la una emplea lo que la otra suminis-
tra. ¿A quién sino a la administración doméstica pertenece usar lo que constituye el pa-
trimonio de la familia?
Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta administración, o si es una
ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee esta ciencia debe conocer las fuentes de la
riqueza y de la propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza abrazan
objetos muy diversos. En primer lugar, puede preguntarse si el arte de la agricultura, y en
general la busca y adquisición de alimentos, están comprendidas en la adquisición de bie-
nes, o si forman un modo especial de adquirir. Los modos de alimentación son extrema-
damente variados, y de aquí esta multiplicidad de géneros de vida en el hombre y en los
animales, ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos; variaciones que son, preci-
samente, las que diversifican la existencia de los animales. En el estado salvaje unos vi-
ven en grupos, otros en el aislamiento, según lo exige el interés de su subsistencia, porque
unos son carnívoros, otros frugívoros y otros omnívoros. Para facilitar la busca y elección
de alimentos es para lo que la naturaleza les ha destinado a un género especial de vida. La
vida de los carnívoros y la de los frugívoros difieren precisamente en que no gustan por
instinto del mismo alimento, y en que los de cada una de estas clases tienen gustos parti-
culares.
Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos de exis-
tencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que sin pena y sin trabajo
se alimentan de la carne de los animales que crían. Sólo que, viéndose precisados sus ga-
nados a mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo vivo. Otros
subsisten con aquello de que hacen presa, pero no del mismo modo todos; pues unos vi-
ven del pillaje12 y otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de los estanques o de los
lagos, o en las orillas de los ríos o del mar, y otros cazan las aves y los animales bravíos.
Pero los más de los hombres viven del cultivo de la tierra y de sus frutos.
12. Como observa Tucídides (lib. I, cap. V), el hacer esto no era una cosa deshonrosa
en los primeros tiempos de la Grecia.
Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre sólo tie-
ne necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir, para atender a su subsistencia, al
cambio ni al comercio: nómada, agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay pueblos
que viven cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando del uno lo
necesario para llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y salteadores, cultivadores
y cazadores, y lo mismo sucede con los demás que abrazan el género de vida que la nece-
sidad les impone.
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Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los animales
a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar todo su desarrollo. Cier-
tos animales en el momento mismo de la generación producen para el nacido el alimento
que habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí mismo. En este
caso se encuentran los vermíparos13 y los ovíparos. Los vivíparos llevan en sí mismos,
durante un cierto tiempo, los alimentos de los recién nacidos, pues no otra cosa es lo que
se llama leche. Esta posesión de alimentos tiene igualmente lugar cuando los animales
han llegado a su completo desarrollo, y debe creerse que las plantas están hechas para los
animales, y los animales para el hombre. Domesticados, le prestan servicios y le alimen-
tan; bravíos, contribuyen, si no todos, la mayor parte, a su subsistencia y a satisfacer sus
diversas necesidades, suministrándole vestidos y otros recursos. Si la naturaleza nada
hace incompleto, si nada hace en vano14, es de necesidad que haya creado todo esto para
el hombre.
13. Sin duda, Aristóteles se refiere a aquellos insectos cuyos huevos son demasiado pe-
queños para poderse descubrir a la simple vista.
14. Principio de las causas finales de que Aristóteles hace un uso muy frecuente.
La guerra misma es, en cierto modo, un medio natural de adquirir, puesto que com-
prende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que, nacidos para obedecer,
se niegan a someterse; es una guerra que la naturaleza misma ha hecho legítima.
He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la economía domés-
tica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo, so pena de no poder reunir los
medios indispensables de subsistencia, sin los cuales no se formarían ni la asociación del
Estado ni la asociación de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la única ri-
queza verdadera, y todo lo que el bienestar puede aprovechar de este género de adquisi-
ciones está bien lejos de ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón:
Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las demás ar-
tes. En efecto, no hay arte cuyos instrumentos no sean limitados en número y extensión; y
la riqueza no es más que la abundancia de los instrumentos domésticos y sociales.
Existe, por tanto, evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a los je-
fes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto cuáles eran sus fuentes.
Resta ahora este otro género de adquisición que se llama, más particularmente y con ra-
zón, la adquisición de bienes, y respecto de la cual podría creerse que la fortuna y la pro-
piedad pueden aumentarse indefinidamente. La semejanza de este segundo modo de ad-
quisición con el primero es causa de que ordinariamente no se vea en ambos más que un
solo y mismo objeto. El hecho es que ellos no son ni idénticos, ni muy diferentes; el pri-
mero, es natural, el otro no procede de la naturaleza, sino que es más bien el producto del
arte y de la experiencia. Demos aquí principio a su estudio.
Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de la misma
manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un zapato puede a la vez servir para
calzar el pie o para verificar un cambio. Por lo menos puede hacerse de él este doble uso.
El que cambia un zapato por dinero o por alimentos, con otro que tiene necesidad de él,
emplea bien este zapato en tanto que tal, pero no según su propio uso, porque no había
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sido hecho para el cambio. Otro tanto diré de todas las demás propiedades; pues el cam-
bio, efectivamente, puede aplicarse a todas, puesto que ha nacido primitivamente entre
los hombres de la abundancia en un punto y de la escasez en otro de las cosas necesarias
para la vida. Es demasiado claro que en este sentido la venta no forma en manera alguna
parte de la adquisición natural. En su origen, el cambio no se extendía más allá de las
primeras necesidades, y es ciertamente inútil en la primera asociación, la de la familia.
Para que nazca es preciso que el círculo de la asociación sea más extenso. En el seno de
la familia todo era común; separados algunos miembros, se crearon nuevas sociedades
para fines no menos numerosos, pero diferentes que los de las primeras, y esto debió ne-
cesariamente dar origen al cambio. Este es el único cambio que conocen muchas naciones
bárbaras, el cual no se extiende a más que al trueque de las cosas indispensables; como,
por ejemplo, el vino que se da a cambio de trigo.
Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un modo de
adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la satisfacción de nuestras ne-
cesidades naturales. Sin embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el origen
de la riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se transformaron, desen-
volviéndose mediante la importación de los objetos de que se carecía y la exportación de
aquellos que abundaban, la necesidad introdujo el uso de la moneda, porque las cosas in-
dispensables a la vida son naturalmente difíciles de transportar.
Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser útil por sí
misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron el
hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se fi-
jaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se las
marcó con un sello particular, que es el signo de su valor. Con la moneda, originada por
los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de adquisi-
ción excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la experien-
cia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de ganancias
considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene principalmente por
objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de multiplicar los
bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia. Esta es la causa de que se supon-
ga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia de dinero, como que sobre el
dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este dinero no es en sí mismo
más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor que el que le da la ley, no la
naturaleza, puesto que una modificación en las convenciones que tienen lugar entre los
que se sirven de él, puede disminuir completamente su estimación y hacerle del todo in-
capaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades. En efecto, ¿no puede suceder que
un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de los objetos de primera necesidad?, y ¿no
es una riqueza ridícula aquella cuya abundancia no impide que el que la posee se muera
de hambre?15. Es como el Midas de la mitología, que, llevado de su codicia desenfrenada,
hizo convertir en oro todos los manjares de su mesa.
Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el origen
de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición naturales, obje-
to de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bienes, no de
una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que son precisos
por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el dinero es el
elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama de adquisición
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parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar sus curas hasta
el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que aspiran y preten-
den alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los medios que les con-
ducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas de límite. Lejos de
esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propone, puesto que su fin
es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si el arte de esta riqueza no
tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto es muy diferente. Y así po-
dría creerse, a primera vista, que toda riqueza, sin excepción, tiene necesariamente lími-
tes. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario: todos los negociantes ven acre-
centarse su dinero sin traba ni término.
15. Montesquieu observa que las inmensas cantidades de oro y plata del Nuevo Mundo
no impidieron que España cayera en la miseria, ocasionada por una multitud de causas.
Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a que ambas
aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acrecenta-
miento indefinido del dinero y la otra otro muy diverso. Esta semejanza ha hecho creer a
muchos que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están firmemen-
te persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la
suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocuparse únicamen-
te del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo límites el deseo de
la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacerle, medios que no tiene.
Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren también en busca de goces
corporales, y como la propiedad parece asegurar estos goces, todo el cuidado de los hom-
bres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta segunda rama de adquisición de
que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de una excesiva abundancia, se buscan
todos los medios que pueden procurarla. Cuando no se pueden conseguir éstos con adqui-
siciones naturales, se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban
destinadas por la naturaleza. Y así, el agenciar dinero no es el objeto del valor, que sólo
debe darnos una varonil seguridad; tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina,
que deben darnos, aquél la victoria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas profesiones
se ven convertidas en un negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si
todo debiese tender a él.
Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo superfluo;
habiendo hecho ver lo que son estos medios y cómo pueden convertirse para nosotros en
una necesidad real. En cuanto al arte que tiene por objeto la riqueza verdadera y necesa-
ria, he demostrado que era completamente diferente del otro, y que no es más que la eco-
nomía natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte que, lejos de
ser infinito como el otro, tiene, por el contrario, límites positivos.
Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a saber, si la
adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de familia y del jefe del Estado.
Ciertamente, es indispensable suponer siempre la preexistencia de estos bienes. Así como
la política no hace a los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da y se li-
mita a servirse de ellos, en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos los primeros
alimentos que proceden de la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y después queda a
cargo del jefe de familia disponer de estos dones como convenga hacerlo; así como el
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fabricante no crea la lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus cualidades y sus de-
fectos y conocer la que puede o no servir.
También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma parte
del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto que los miembros
de la familia necesitan tanto la salud como el alimento o cualquier otro objeto indispen-
sable para la vida. He aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe del Estado
deben ocuparse de la salud de sus administrados, por otra parte este cuidado compete, no
a ellos, sino al médico. De igual modo lo relativo a los bienes de la familia bajo cierto
punto compete a su jefe, pero bajo otro no, pues no es él y sí la naturaleza quien debe
suministrarlos. A la naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la primera materia. A
la misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado, pues en efecto, todo ser
recibe los primeros alimentos del que le transmite la vida; y he aquí por qué los frutos y
los animales forman una riqueza natural, que todos los hombres saben explotar.
Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir, comercial y do-
méstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla con no menos motivo desprecia-
da16, por no ser natural y sí sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para execrar la
usura, porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el
destino para que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio, y el interés que de
él se saca, le multiplica, como lo indica claramente el nombre que le da la lengua griega.
Los padres, en este caso, son absolutamente semejantes a los hijos. El interés es dinero
producido por el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la más contraria a la
naturaleza.
16. Platón ha explicado con gran claridad y con más moderación que Aristóteles las
causas del desprecio en que cayó, en general, el comercio.
CAPÍTULO IV
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Hay un tercer género de riqueza, que está entre la riqueza natural y la procedente del
cambio, que participa de la naturaleza de ambas y procede de todos aquellos productos de
la tierra que, no obstante no ser frutos, no por eso dejan de tener su utilidad: es la explo-
tación de los bosques y la de las minas, que son de tantas clases como los metales que se
sacan del seno de la tierra.
Estas generalidades deben bastarnos. Entrar en pormenores especiales y precisos puede
ser útil a cada una de las industrias en particular; mas para nosotros sería un trabajo im-
pertinente. Entre los oficios, los más elevados son aquellos en que interviene menos el
azar; los más mecánicos los que desfiguran el cuerpo más que los demás; los más serviles
los que más ocupan; los más degradados, en fin, los que requieren menos inteligencia y
mérito17.
Algunos autores han profundizado estas diversas materias. Cares de Paros y Apolodoro
de Lemnos18, por ejemplo, se han ocupado del cultivo de los campos y de los bosques.
Las demás cosas han sido tratadas en otras obras, que podrán estudiar los que tengan inte-
rés en estas materias. También deberán recoger las tradiciones esparcidas sobre los me-
dios que han conducido a algunas personas a adquirir fortuna. Todas estas enseñanzas son
provechosas para los que a su vez aspiren a conseguir lo mismo. Citaré lo que se refiere a
Tales de Mileto19, a propósito de una especulación lucrativa que le dio un crédito singu-
lar, honor debido sin duda a su saber, pero que está al alcance de todo el mundo. Gracias
a sus conocimientos en astronomía pudo presumir, desde el invierno, que la recolección
próxima de aceite sería abundante, y al intento de responder a algunos cargos que se le
hacían por su pobreza, de la cual no había podido librarle su inútil filosofía, empleó el
poco dinero que poseía en darlo en garantía para el arriendo de todas las prensas de Mile-
to y de Quíos; y las obtuvo baratas, porque no hubo otros licitadores. Pero cuando llegó el
tiempo oportuno, las prensas eran buscadas de repente por un crecido número de cultiva-
dores, y él se las subarrendó al precio que quiso. La utilidad fue grande; y Tales probó
por esta acertada especulación que los filósofos, cuando quieren, saben fácilmente enri-
quecerse, por más que no sea este el objeto de su atención. Se refiere esto como muestra
de un grande ejemplo de habilidad de parte de Tales; pero, repito, esta especulación per-
tenece en general a todos los que están en posición de constituir en su favor un monopo-
lio. También hay Estados que en momentos de apuro han acudido a este arbitrio, atribu-
yéndose el monopolio general de todas las ventas. En Sicilia un particular empleó las
cantidades que se le habían dado en depósito en la compra de todo el hierro que había en
las herrerías, y luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de distintos puntos, co-
mo era el único vendedor de hierro, sin aumentar excesivamente el precio, lo vendía sa-
cando cien talentos de cincuenta. Informado de ello Dionisio20, le desterró de Siracusa,
por haber ideado una operación perjudicial a los intereses del príncipe, aunque permitién-
dole llevar consigo toda su fortuna. Esta especulación, sin embargo, es en el fondo la
misma que la de Tales; ambos supieron crear un monopolio. Conviene a todos, y también
a los jefes de los Estados, tener conocimiento de tales recursos. Muchos gobiernos tienen
necesidad, como las familias, de emplear estos medios para enriquecerse; y podría decirse
que muchos gobernantes creen que sólo de esta parte de la gobernación deben ocuparse.
17. Esta clasificación de los oficios parece intercalada y extraña al pensamiento general
del autor, que continúa desenvolviéndose en el párrafo siguiente.
18. Cares de Paros era contemporáneo de Aristóteles. Apolodoro de Lemnos vivía tam-
bién en la misma época. Varrón. De re rustica, lib. I, cap. VIII.
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19. Tales de Mileto, jefe de la escuela jónica y uno de los siete sabios de Grecia. Repú-
blica, de Platón, lib. X.
20. Dionisio el Antiguo, que reinó desde 406 a 367 a. de J. C.
CAPÍTULO V
tiene razón en añadir que es también rey de ellos, porque un rey debe a la vez ser superior
a sus súbditos por sus facultades naturales, y ser, sin embargo, de la misma raza que
ellos; y esta es precisamente la relación entre el más viejo y el más joven, entre el padre y
el hijo.
21. Amasis hizo de una aljofaina de oro una estatua de un dios, que bien pronto fue
adorada por los egipcios; y contando a los principales de éstos la historia de la aljofaina,
les dijo que él también, antes de llegar a ser rey, había sido un oscuro ciudadano, pero
que desde que había ascendido al trono había merecido el respeto y el homenaje de sus
súbditos.
22. Ilíada, I, 544.
No hay para qué decir que se debe poner mayor cuidado en la administración de los
hombres que en la de las cosas inanimadas, en la perfección de los primeros que en la
perfección de las segundas, que constituyen la riqueza, y más cuidado en la dirección de
los seres libres que en la de los esclavos. La primera cuestión respecto al esclavo es la de
saber si, además de su cualidad de instrumento y de servidor, se puede encontrar en él
alguna otra virtud, como la sabiduría, el valor, la equidad, etc., o si no se debe esperar
hallar en él otro mérito que el que nace de sus servicios puramente corporales. Por ambos
lados ha lugar a duda. Si se suponen estas virtudes en los esclavos, ¿en qué se diferencia-
rán de los hombres libres? Si lo contrario, resulta otro absurdo no menor, porque al cabo
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son hombres y tienen su parte de razón. Una cuestión igual, sobre poco más o menos,
puede suscitarse respecto a la mujer y al hijo. ¿Cuáles son sus virtudes especiales? ¿La
mujer debe ser prudente, animosa y justa como un hombre? ¿El hijo puede ser modesto y
dominar sus pasiones? Y en general, el ser formado por la naturaleza para mandar y el
destinado a obedecer, ¿deben poseer las mismas virtudes o virtudes diferentes? Si ambos
tienen un mérito absolutamente igual, ¿de dónde nace que eternamente deben el uno man-
dar y el otro obedecer? No se trata aquí de una diferencia entre el más y el menos; autori-
dad y obediencia difieren específicamente, y entre el más y el menos no existe diferencia
alguna de este género. Exigir virtudes al uno y no exigirlas al otro sería aún más extraño.
Si el ser que manda no tiene prudencia, ni equidad, ¿cómo podrá mandar bien? Si el ser
que obedece está privado de estas virtudes, ¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es
intemperante y perezoso, faltará a todos sus deberes. Evidentemente es necesario que
ambos tengan virtudes, pero virtudes tan diversas como lo son las especies de seres desti-
nados por la naturaleza a la sumisión. Esto mismo es lo que hemos dicho ya al tratar del
alma. La naturaleza ha creado en ella dos partes distintas: la una destinada a mandar, la
otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la una está dotada de razón
y privada de ella la otra. Esta relación se extiende evidentemente a los otros seres, y res-
pecto de los más de ellos la naturaleza ha establecido el mando y la obediencia. Así, el
hombre libre manda al esclavo de muy distinta manera que el marido manda a la mujer y
que el padre al hijo; y, sin embargo, los elementos esenciales del alma se dan en todos
estos seres, aunque en grados muy diversos. El esclavo está absolutamente privado de vo-
luntad; la mujer la tiene, pero subordinada; el niño sólo la tiene incompleta. Lo mismo
sucede necesariamente respecto a las virtudes morales. Se las debe suponer existentes en
todos estos seres, pero en grados diferentes, y sólo en la proporción indispensable para el
cumplimiento del destino de cada uno de ellos. El ser que manda debe poseer la virtud
moral en toda su perfección. Su tarea es absolutamente igual a la del arquitecto que orde-
na, y el arquitecto en este caso es la razón. En cuanto a los demás, deben estar adornados
de las virtudes que reclamen las funciones que tienen que llenar.
Reconozcamos, pues, que todos los individuos de que acabamos de hablar tienen su
parte de virtud moral, pero que el saber del hombre no es el de la mujer, que el valor y la
equidad no son los mismos en ambos, como lo pensaba Sócrates23, y que la fuerza del
uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión. Otro tanto digo de todas las demás
virtudes, pues si nos tomamos el trabajo de examinarlas al por menor, se descubre tanto
más esta verdad. Es una ilusión el decir, encerrándose en generalidades, que «la virtud es
una buena disposición del alma» y la práctica de la sabiduría, y dar cualquiera otra expli-
cación tan vaga como esta. A semejantes definiciones prefiero el método de los que, co-
mo Gorgias, se han ocupado de hacer la enumeración de todas las virtudes. Y así, en re-
sumen, lo que dice el poeta de una de las cualidades de la mujer:
es igualmente exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que no sentaría bien en
el hombre.
Siendo el niño un ser incompleto, evidentemente no le pertenece la virtud, sino que de-
be atribuirse ésta al ser completo que le dirige. La misma relación existe entre el señor y
el esclavo. Hemos dejado sentado que la utilidad del esclavo se aplicaba a las necesidades
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de la existencia, así que su virtud había de encerrarse en límites muy estrechos, en lo pu-
ramente necesario para no descuidar su trabajo por intemperancia o pereza. Pero admitido
esto, podrá preguntarse: ¿deberán entonces los operarios tener también virtud, puesto que
muchas veces la intemperancia los aparta del trabajo? Pero hay una grande diferencia. El
esclavo participa de nuestra vida, mientras que el obrero, por lo contrario, vive lejos de
nosotros, y no debe tener más virtud que la que exige su esclavitud, porque el trabajo del
obrero es en cierto modo una esclavitud limitada. La naturaleza hace al esclavo, pero no
hace al zapatero ni a ningún otro operario. Por consiguiente, es preciso reconocer que el
señor debe ser para el esclavo la fuente de la virtud que le es especial, bien que no tenga,
en tanto que señor, que comunicarle el aprendizaje de sus trabajos. Y así se equivocan
mucho los que rehúsan toda razón a los esclavos, y sólo quieren entenderse con ellos
dándoles órdenes25, cuando, por el contrario, deberían tratarles con más indulgencia aún
que a los hijos. Basta ya sobre este punto.
23. Platón expone esta doctrina en la República, lib. V, y en el Menón.
24. Este verso es tomado del Ayax, de Sófocles, 291.
25. Aristóteles parece que critica en esto a Platón. Véanse las Leyes, libro VI.
En cuanto al marido y la mujer, al padre y los hijos y la virtud particular de cada uno de
ellos, las relaciones que les unen, su conducta buena o mala, y todos los actos que deben
ejecutar por ser loables o que deben evitar por ser reprensibles, son objetos todos de que
es preciso ocuparse al estudiar la Política. En efecto, todos estos individuos pertenecen a
la familia, así como la familia pertenece al Estado, y como la virtud de las partes debe
relacionarse con la del conjunto, es preciso que la educación de los hijos y de las mujeres
esté en armonía con la organización política, como que importa realmente que esté orde-
nado lo relativo a los hijos y a las mujeres para que el Estado lo esté también. Este es ne-
cesariamente un asunto de grandísima importancia, porque las mujeres componen la mi-
tad de las personas libres, y los hijos serán algún día los miembros del Estado.
En resumen, después de lo que acabamos de decir sobre todas estas cuestiones, y pro-
poniéndonos tratar en otra parte las que nos quedan por aclarar, demos aquí fin a una dis-
cusión que parece ya agotada, y pasemos a otro asunto; es decir, al examen de las opinio-
nes emitidas sobre la mejor forma de gobierno.
LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO I
Puesto que nuestro propósito consiste en indagar cuál es entre todas las asociaciones
políticas la que deberán preferir los hombres dueños de escoger una a su gusto, habremos
de estudiar, a la vez, la organización de los Estados que pasan por ser los que tienen me-
jores leyes y las constituciones imaginadas por los filósofos, limitándonos a las más nota-
bles. Por este medio descubriremos lo que cada una de ellas puede encerrar de bueno y de
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poder no lo sería menos, si fuese posible; pero allí donde es incompatible con la igualdad
natural de todos los ciudadanos, y donde, además, es justo que el poder, ya sea un honor,
ya una carga, se reparta entre todos, es preciso imitar, por lo menos, esta perpetuidad me-
diante el turno en el poder cedido a los iguales por los iguales, que a su vez lo recibieron
antes de aquéllos. Entonces es cuando cada uno manda y obedece alternativamente como
si fuese un hombre distinto, y cada vez que se obtienen los cargos públicos, se puede lle-
var la alternativa hasta ejercer ya uno, ya otro cargo.
1. Puede verse aquí claramente la diferencia entre ciudad y nación. La ciudad es el Es-
tado, es la sociedad civil constituida con todas las leyes necesarias para su armonía y
existencia. La nación es la agregación, la reunión de los hombres en cuerpo, pero sin ins-
trucciones fijas, sin relaciones determinadas y constantes que los mantengan políticamen-
te unidos entre sí. La verdadera sociedad política es la primera.
De aquí se debe concluir que la unidad política está bien lejos de ser lo que se imagina
a veces, y que lo que se nos presenta como el bien supremo del Estado es su ruina. El
bien para cada cosa es precisamente lo que asegura su existencia.
Desde otro punto de vista, esta aspiración exagerada a la unidad del Estado no tiene na-
da de ventajosa. Una familia se basta mejor a sí misma que un individuo, y un Estado me-
jor aún que una familia, puesto que de hecho el Estado no existe realmente sino desde el
momento en que la masa asociada puede bastarse y satisfacer todas sus necesidades. Lue-
go, si la más completa suficiencia es también la más apetecible, una unidad menos cerra-
da será necesariamente preferible a una unidad más compacta. Pero esta unidad extrema
de la asociación que se estima como la primera de las ventajas no resulta, como se nos
asegura, de que unánimemente digan todos los ciudadanos al hablar de un solo y mismo
objeto: «esto es mío o esto no es mío», prueba infalible, si hemos de creer a Sócrates2, de
la perfecta unidad del Estado. La palabra todos tiene aquí un doble sentido: si se aplica a
los individuos tomados separadamente, Sócrates obtendrá entonces mucho más de lo que
pide, porque cada uno dirá hablando de un mismo niño y de una misma mujer: «he aquí
mi hijo, he aquí mi esposa», y otro tanto dirá respecto a las propiedades y de todo lo de-
más. Pero, dada la comunidad de mujeres y de hijos, esta expresión no convendrá tampo-
co a los individuos aislados, y sí sólo al cuerpo entero de los ciudadanos, y la propiedad
misma pertenecerá, no a cada uno tomado aparte, sino a todos colectivamente. Todos es
en este caso un equívoco evidente: todos, en su doble acepción significa tanto lo uno co-
mo lo otro, lo par como lo impar, lo cual no deja de ser ocasión de que se introduzcan en
la discusión de Sócrates argumentos muy controvertibles. Este acuerdo de todos los ciu-
dadanos en decir lo mismo es, por una parte, muy hermoso, si se quiere, pero imposible;
y por otra, prueba la unanimidad lo mismo que otra cosa.
2. Véase Platón, República, lib. V.
El sistema propuesto ofrece todavía otro inconveniente, que es el poco interés que se
tiene por la propiedad común, porque cada uno piensa en sus intereses privados y se cui-
da poco de los públicos, sino es en cuanto le toca personalmente, pues en todos los demás
descansa de buen grado en los cuidados que otros se toman por ellos, sucediendo lo que
en una casa servida por muchos criados, que unos por otros resulta mal hecho el servicio.
Si los mil niños de la ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como hijos suyos, sino co-
mo hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien poco lo que se cuidarán
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de semejantes criaturas. Si un niño promete, cada cual dirá: «es mío», y si no promete,
cualesquiera que sean los padres a quienes, por otra parte, deba su origen conforme a la
nota de inscripción, se dirá: «es mío o de cualquier otro», y estas razones se alegarán y
estas dudas se suscitarán para los mil y más hijos que el Estado puede encerrar, puesto
que será igualmente imposible saber de quién es el hijo y si ha vivido después de su na-
cimiento.
¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al hablar de cada
uno de ellos: «he aquí mi hijo», o es preferible lo que el uso actualmente tiene estableci-
do? Hoy uno llama hijo a un niño que otro llama hermano, o primo hermano, o compañe-
ro de fratria o de tribu3, según los lazos de familia, de sangre, de unión o de amistad con-
traídos directamente por los individuos o por sus mayores. Ser sólo primo bajo este con-
cepto vale mucho más que ser hijo a la manera de Sócrates.
Pero, hágase lo que se quiera, no podrá evitarse que algunos ciudadanos, por lo menos,
tengan sospecha de quiénes sean sus hermanos, sus hijos, sus padres, sus madres, y les
bastarán para reconocerse indudablemente las semejanzas tan frecuentes entre los hijos y
sus padres. Los autores que han escrito lo que han visto en sus viajes alrededor del mun-
do refieren hechos análogos: en algunos pueblos de la alta Libia, donde existe la comu-
nidad de mujeres, se reparten los hijos según su parecido; y lo mismo sucede entre las
hembras de los animales, de los caballos y de los bueyes, algunas de las cuales producen
hijos exactamente iguales al macho; por ejemplo, la yegua de Farsalia llamada la Justa 4.
3. Fratria era en Atenas una subdivisión de la tribu.
4. Aristóteles cita este hecho también en su Historia de los animales, lib. VII, cap. VI.
No será tampoco fácil librarse de otros inconvenientes que produce esta comunidad, ta-
les como los ultrajes, los asesinatos voluntarios o cometidos por imprudencia, los alterca-
dos y las injurias, cosas que son mucho más graves si se cometen contra un padre, una
madre, o parientes muy próximos, que contra extraños; y, sin embargo, han de ser mucho
más frecuentes necesariamente entre gentes que ignoran los lazos que los unen. Por lo
menos, cuando se conocen, es posible la expiación legal, la cual se hace imposible cuan-
do no se conocen.
No es menos extraño, cuando se establece la comunidad de los hijos, prohibir a los
amantes sólo el comercio carnal, y no el amor mismo y todas esas familiaridades verda-
deramente vergonzosas5 entre el padre y el hijo, el hermano y el hermano, so pretexto de
que estas caricias no traspasen los límites del amor. No es, asimismo, menos extraño
prohibir el comercio carnal sólo por el temor de que se haga el placer demasiado vivo, sin
dar la menor importancia a que tenga lugar entre un padre y un hijo o entre hermanos.
Si la comunidad de mujeres y de hijos parece a Sócrates más útil para el orden de los
labradores que para el de los guerreros, guardadores del Estado, es porque destruiría todo
lazo y todo acuerdo en esta clase, que sólo debe pensar en obedecer y no en intentar revo-
luciones.
En general, esta ley de la comunidad producirá necesariamente efectos completamente
opuestos a los que leyes bien hechas deben producir, y precisamente por el motivo mismo
que inspira a Sócrates sus teorías sobre las mujeres y los hijos. A nuestros ojos, el bien
supremo del Estado es la unión de sus miembros, porque evita toda disensión civil; y Só-
crates, en verdad, no se descuida en alabar la unidad del Estado, que a nuestro parecer, y
también según él, no es más que el resultado de la unión entre los ciudadanos6. Aristóte-
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les, en su tratado sobre el amor, dice, precisamente, que la pasión, cuando es violenta, nos
inspira el deseo de identificar nuestra existencia con la del objeto amado y de constituir
con él un solo ser. En este caso es de toda necesidad que las dos individualidades, o, por
lo menos, una de ellas, desaparezcan; mas en el Estado en que esta comunidad preva-
leciera, se extinguiría toda benevolencia recíproca; el hijo pensará en todo menos en bus-
car a su padre, y al padre sucedería lo mismo respecto de su hijo. Y así como la dulzura
de unas gotas de miel desaparece en una gran cantidad de agua, de igual modo la afec-
ción, que nace de tan queridos nombres, se perderá en un Estado en que será completa-
mente inútil que el hijo piense en el padre, el padre en el hijo, y los hermanos en sus her-
manos. Hay en el hombre dos grandes móviles de solicitud y de amor, que son la propie-
dad y la afección; y en la República de Platón no tienen cabida ni uno ni otro de estos
sentimientos. Este cambio de los hijos que pasan, a seguida de su nacimiento, de manos
de los labradores y de los artesanos, sus padres, a las de los guerreros, y, recíprocamente,
presenta también dificultades en la ejecución. Los que los lleven del poder de los unos al
de los otros, sabrán, a no dudar, qué hijos dan y a quiénes los dan. Entonces será cuando
se reproducirán los graves inconvenientes de que hablé antes. Aquellos ultrajes, aquellos
amores criminales, aquellos asesinatos, contra los que no pueden servir ya de garantía los
lazos de parentesco, puesto que los hijos que pasen a las otras clases de ciudadanos no
conocerán, entre los guerreros, ni padres, ni madres, ni hermanos, y los hijos que entren
en la clase de guerreros se verán también desligados de todo lazo de unión con el resto de
la ciudad.
Hagamos aquí alto en lo relativo a la comunidad de las mujeres y de los hijos.
5. Se advertirá que Aristóteles no presenta muy fielmente el pensamiento de Platón, el
cual no ha dicho precisamente esto. República, libros III y V.
6. Zenón de Cío, fundador del Estoicismo, decía: «el amor es el dios que contribuye a
garantizar la salvación del Estado».
CAPÍTULO II
La primera cuestión que se presenta después de la anterior es la de saber cuál debe ser,
en la mejor constitución posible del Estado, la organización de la propiedad, y si debe
admitirse o desecharse la comunidad de bienes. Se puede, por otra parte, examinar este
punto independientemente de lo que ha podido estatuirse sobre las mujeres y los hijos.
Respetando en esto la situación actual de las cosas y la división admitida por todo el
mundo, se pregunta si en lo concerniente a la propiedad, la mancomunidad7 debe exten-
derse al suelo o solamente al usufructo. Así, suponiendo que se posee el suelo indivi-
dualmente, ¿se deberán reunir los frutos para consumirlos en común, como lo practican
algunas naciones? O, por lo contrario, siendo la propiedad y el cultivo comunes, ¿se divi-
dirán los frutos entre los individuos, especie de mancomunidad, que también existe, se-
gún se dice, en algunos pueblos bárbaros, o bien, las propiedades y los frutos deben ser
igualmente comunes? Si el cultivo está confiado a manos extrañas, la cuestión es distinta
y la solución más fácil; pero si los ciudadanos trabajan personalmente, es mucho más
embarazosa. No estando igualmente repartidos el trabajo y el goce, necesariamente se
suscitarán reclamaciones contra los que gozan y reciben mucho, trabajando poco, de parte
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de los que reciban poco y trabajen mucho. Entre los hombres son, en general, las relacio-
nes permanentes de vida y de comunidad muy difíciles, pero lo son más aún en la materia
que nos ocupa. Basta ver lo que pasa en las reuniones ocasionadas por los viajes y pe-
regrinaciones; en ellas el más fortuito y fútil accidente es suficiente para provocar una
disensión. ¿Nos irritamos principalmente contra aquellos de nuestros criados cuyo servi-
cio es personal y constante?
7. Platón, República, lib. V.
Además de este primer inconveniente, la comunidad de bienes tiene otros todavía ma-
yores. Yo prefiero, y mucho, el sistema actual, completado por las costumbres públicas y
sostenido por buenas leyes. Reúne las ventajas de los otros dos; quiero decir, de la man-
comunidad y de la posesión exclusiva. La propiedad en este caso se hace común en cierta
manera, permaneciendo al mismo tiempo particular; las explotaciones, estando todas ellas
separadas, no darán origen a contiendas; prosperarán más, porque cada uno las mirará
como asunto de interés personal, y la virtud de los ciudadanos arreglará su aplicación, de
conformidad con el proverbio: «entre amigos, todo es común». Aún hoy se encuentran
rastros de este sistema en algunas ciudades, lo cual prueba que no es imposible; sobre to-
do en los Estados bien organizados o existe en parte o podría fácilmente completarse. Los
ciudadanos, poseyéndolo todo personalmente, ceden o prestan a sus amigos el uso común
de ciertos objetos. Y así en Lacedemonia cada cual emplea los esclavos, los caballos y los
perros de otros, como si le perteneciesen en propiedad, y esta mancomunidad se extiende
a las provisiones de viaje cuando la necesidad sorprende a uno en despoblado.
Es por tanto evidentemente preferible que la propiedad sea particular, y que sólo me-
diante el uso se haga común. Guiar a los espíritus en el sentido de esta benevolencia
compete especialmente al legislador.
Por lo demás, es poco cuanto se diga de lo gratos que son la idea y el sentimiento de la
propiedad. El amor propio8, que todos poseemos, no es un sentimiento reprensible; es un
sentimiento completamente natural, lo cual no impide que se combata con razón el ego-
ísmo, que no es ya este mismo sentimiento, sino un exceso culpable; a la manera que se
censura la avaricia, si bien es cosa natural, si puede decirse así, que todos los hombres
aprecien el dinero. Es un verdadero encanto el favorecer y socorrer a los amigos, a los
huéspedes, a los compañeros, y esta satisfacción sólo nos la puede proporcionar la pro-
piedad individual. Este encanto desaparece cuando se quiere establecer esa exagerada
unidad del Estado, así como se arranca a otras dos virtudes la ocasión de desenvolverse;
en primer lugar, a la continencia, puesto que es una virtud respetar por prudencia la mujer
de otro; y en segundo, a la generosidad, que es imposible sin la propiedad individual,
porque en semejante república el ciudadano no puede mostrarse nunca liberal, ni ejercer
ningún acto de generosidad, puesto que esta virtud sólo puede nacer con motivo del des-
tino que se dé a lo que se posee.
El sistema de Platón tiene, lo confieso, una apariencia verdaderamente seductora de fi-
lantropía. A primer golpe de vista encanta por la maravillosa y recíproca benevolencia
que parece deber inspirar a todos los ciudadanos, sobre todo cuando se quiere formar el
proceso9 de los vicios de las constituciones actuales, suponiendo proceder éstos de no ser
común la propiedad; por ejemplo, los pleitos que ocasionan los contratos, las conde-
naciones por falsos testimonios, las viles adulaciones a los ricos; cosas todas que depen-
den, no de la posesión individual de los bienes, sino de la perversidad de los hombres. En
34
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efecto, ¿no tienen los asociados y propietarios comuneros muchas más veces pleitos entre
sí que los poseedores de bienes personales, y eso que el número de los que puedan provo-
car estas querellas en las asociaciones es mucho menor comparativamente que el de los
poseedores de propiedades particulares? Por otra parte, sería justo enumerar no sólo los
males, sino también las ventajas que la comunión de bienes impide; a mi parecer, la exis-
tencia es con ella completamente impracticable. El error de Sócrates nace de la falsedad
del principio de que parte. Sin duda, el Estado y la familia deben tener una especie de
unidad, pero no una unidad absoluta. Con esta unidad, llevada a cierto punto, el Estado ya
no existe; o si existe, su situación es deplorable porque está siempre en vísperas de no
existir. Esto equivaldría a intentar hacer un acorde con un solo sonido, o un ritmo con una
sola medida. Por medio de la educación es como conviene atraer a la comunidad y a la
unidad al Estado, que es múltiple, como ya he dicho, y me sorprende que, pretendiendo
introducir en el Estado la educación, y mediante ella la felicidad, se imagine poderlo con-
seguir por tales medios, más bien que por las costumbres, la filosofía y las leyes. Deberá
tenerse presente que en Lacedemonia y en Creta el legislador ha fundado sabiamente la
comunidad de bienes sobre las comidas públicas.
8. Este elogio del amor se encuentra también en Platón, Leyes, lib. V.
9. Platón, República, lib. V.
35
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mentos de policía, de mercados y de otras materias tan poco importantes como éstas; y,
sin embargo, no se cuida de dar educación más que a sus guerreros.
Por otra parte, deja a los labradores la propiedad de las tierras a condición de entregar
los productos de ellas; pero es muy de temer que estos propietarios sean mucho más in-
dóciles y mucho más altivos que los ilotas, los penestes10 o tantos otros esclavos. Sócra-
tes, por lo demás, nada ha dicho acerca de la importancia relativa de todas estas cosas.
También ha hablado de otras muchas que tenía bien cerca, tales como el gobierno, la
educación Y las leyes especiales para la clase de labradores; porque no es ni más fácil ni
menos importante saber cómo se ha de organizar ésta para que la comunidad de guerreros
pueda subsistir a su lado. Supongamos que para los labradores se establezca la co-
munidad de mujeres con la división de bienes: ¿quién será el encargado de la administra-
ción doméstica, así como lo están los maridos de la agricultura? ¿A cargo de quién corre-
rá aquélla una vez admitida entre los labradores la comunidad igual de las mujeres y de
los bienes? Ciertamente, es muy extraño que se vaya a buscar una comparación entre los
animales para probar que las funciones de las mujeres deben ser absolutamente las mis-
mas que las de los maridos, a quienes, por otra parte, se prohíbe toda ocupación en el in-
terior de la casa.
10. Esclavos de la Tesalia.
El establecimiento de las autoridades tal como lo propone Sócrates, ofrece también mu-
chos peligros: las quiere perpetuas, y esto sólo bastaría para ocasionar guerras civiles has-
ta entre los hombres menos celosos de su dignidad, y con más razón entre los belicosos y
de corazón ardiente. Pero esta perpetuidad es indispensable en la teoría de Sócrates.
«Dios no derrama el oro unas veces en el alma de los unos, otra en la de los otros, sino
siempre en las mismas almas.» Y así Sócrates sostiene que en el momento mismo del na-
cimiento, Dios pone en el alma de unos oro, en la de otros plata, y bronce y hierro en el
alma de los que deben ser artesanos y labradores.
Tuvo por conveniente prohibir toda clase de placeres a sus guerreros, sin dejar por eso
de sostener que el deber del legislador es hacer dichoso al Estado todo; pero el Estado
todo no podrá ser dichoso cuando la mayor parte o algunos de sus miembros, si no todos,
están privados de esa dicha. Y es que la felicidad no se parece a los números impares, la
suma de los cuales puede tener esta o aquella propiedad que no tenga ninguna de sus par-
tes. En punto a felicidad, pasan las cosas de otra manera. Y si los mismos defensores de
la ciudad no son dichosos, ¿quién aspirará a serlo? Al parecer, no serán los artesanos ni la
masa de obreros consagrados a trabajos mecánicos.
He aquí algunos de los inconvenientes de la República preconizada por Sócrates, y aún
podría indicar algunos otros no menos graves.
CAPÍTULO III
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Sin duda alguna, los diálogos de Sócrates son eminentemente notables, y están llenos
de elegancia, de originalidad y de imaginación; pero era difícil, quizá, que fuese todo en
ellos igualmente preciso. Y así, no hay que engañarse, se necesitaría toda la campiña de
Babilonia u otra llanura inmensa para esta multitud, que debe alimentar cinco mil ociosos
salidos de su seno, sin contar aquella otra multitud de mujeres y de servidores de toda
especie. Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, pero no deben
tocarse los límites de lo imposible.
Sócrates afirma que en materia de legislación no deben perderse nunca de vista dos co-
sas: el suelo y los hombres. Pudo añadir también los Estados vecinos, a no ser que niegue
al Estado toda existencia política exterior. En casos de guerra es preciso que la fuerza mi-
litar esté organizada, no sólo para defender al país, sino también para luchar en el exte-
rior. Aun admitiendo que la vida del Estado y la de los individuos no sea habitualmente la
guerrera, siempre es necesario hacerse temible a los enemigos no sólo cuando invaden el
suelo, sino también cuando lo han evacuado.
En cuanto a los límites asignables a la propiedad, podría exigirse que fuesen otros que
los que señala Sócrates, y, sobre todo, que fuesen más precisos y más claros. «La propie-
dad, dice, debe ser la bastante para satisfacer las necesidades de una vida sobria», que-
riendo decir con esto lo que se entiende ordinariamente por una existencia cómoda, ex-
presión que tiene, ciertamente, un sentido más amplio. Una vida sobria puede ser muy
penosa; «sobria y liberal» hubiera sido una definición mucho mejor. Si una de estas dos
condiciones falta, se cae en el lujo o en el sufrimiento. El empleo de la propiedad no
permite otras cualidades; no podrían referirse a ella la dulzura ni el valor, pero sí podrían
referirse la moderación y la liberalidad, que son necesariamente las virtudes que se pue-
den mostrar al hacer uso de la fortuna.
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También es un gran error, cuando se llega hasta dividir los bienes en partes iguales, no
establecer nada sobre el número de los ciudadanos y el dejarles que procreen sin limita-
ción alguna, abandonando al azar que el número de las uniones estériles compense el de
los nacimientos, cualquiera que él sea, so pretexto de que en el estado actual de las cosas
este equilibrio parece establecerse naturalmente. Está muy distante de ser exacto este cál-
culo. En nuestras ciudades nadie se queda desnudo, porque las propiedades se dividen
entre los hijos, cualquiera que sea su número. Admitiendo, por lo contrario, que sean in-
divisas, todos los hijos, salvo un número igual al de éstas, sean pocos o muchos, se que-
darían sin poseer nada. Lo más prudente sería limitar la población y no la propiedad, de-
terminando un máximum del cual no se pudiera pasar, fijar el que habría de tenerse en
cuenta a la par de la proporción eventual de los hijos que mueren y la esterilidad de los
matrimonios. Dejándolo al azar, como hacen en los más de los Estados, sería una causa
inevitable de miseria en la República de Sócrates y la miseria engendra las discordias ci-
viles y los crímenes. Al intento de prevenir estos males, uno de los legisladores más anti-
guos, Fidón de Corinto, quería que el número de familias y de ciudadanos fuese inmuta-
ble, aun cuando los lotes primitivos hubiesen sido desiguales. En las Leyes, precisamente,
sucede lo contrario. Más adelante diremos nuestra opinión sobre este punto.
Tampoco se determina, en el tratado de las Leyes, la diferencia entre gobernantes y go-
bernados. Sócrates se limita a decir que la relación entre unos y otros será la misma que
entre la urdimbre y la trama, hechas ambas de distintas lanas. Por otra parte, puesto que
permite el acrecentamiento de bienes muebles hasta el quíntuplo13, ¿por qué no deja tam-
bién alguna amplitud respecto de los bienes raíces? Es preciso tener también en cuenta si
acaso que la separación de las habitaciones es un falso principio en punto a la economía
doméstica. Sócrates no da a sus ciudadanos menos de dos habitaciones completamente
aisladas; y es ciertamente muy difícil sostener constantemente dos casas.
13. Platón dice el cuádruplo
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quía, como lo prueba el modo de instituir los magistrados. Dejar que la suerte escoja en-
tre los candidatos elegidos tanto pertenece a la oligarquía como a la democracia; pero im-
poner a los ricos la obligación de presentarse en las asambleas y de nombrar en ellas las
autoridades y ejercer todas las funciones políticas, eximiendo a los demás ciudadanos de
estos deberes, es una institución oligárquica. También prueba lo mismo el llamar a ocu-
par el poder principalmente a los ricos y reservar las más altas funciones a los que figuran
en los puestos más elevados del censo. La elección de su senado tiene también un ca-
rácter oligárquico. Todos los ciudadanos, sin excepción, están obligados a votar, pero han
de escoger los magistrados en la primera clase del censo, nombrar en seguida un número
igual de la segunda clase y luego otros tantos de la tercera. Con la diferencia de que los
ciudadanos de la tercera y cuarta clase son libres de votar o no votar, y en las elecciones
del cuarto censo y de la cuarta clase el voto no es obligatorio sino para los ciudadanos de
las dos primeras. En fin, Sócrates quiere que se repartan todos los elegidos en número
igual para cada clase de censo. Este sistema dará lugar necesariamente al predominio de
los ciudadanos que pagan más, pues que muchos de los que son pobres se abstendrán de
votar, porque no se les puede obligar a ello.
No es esta, por tanto, una constitución en la que se combinen el elemento monárquico y
el democrático, y basta con lo dicho para convencerse de ello, y aún resultará más claro
cuando más tarde tratemos de esta especie particular de constitución. Aquí sólo añadiré
que tiene peligros el escoger los magistrados en una lista de candidatos elegidos. Basta
entonces que algunos ciudadanos, aunque sean pocos, quieran concertarse para que pue-
dan constantemente disponer de las elecciones.
Termino aquí mis observaciones sobre el sistema desenvuelto en el tratado de las Leyes.
14. En la República, Platón se inclina evidentemente a la aristocracia, que en su opinión
es el gobierno de los mejores. República, lib. VIII.
CAPÍTULO IV
39
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es que, fijando la parte alícuota de las fortunas, es indispensable fijar también el número
de hijos. Si el número de éstos no está en relación con la propiedad, será preciso violar
muy pronto la ley; y, aparte de esto, es peligroso que tantos ciudadanos pasen del bienes-
tar a la miseria, porque, en este caso, es muy difícil que dejen de tener el deseo de provo-
car revoluciones.
Este influjo de la igualdad de bienes en la asociación política ha sido comprendido por
algunos de los antiguos legisladores, como lo muestran, por ejemplo, las leyes de Solón y
la ley que prohíbe la adquisición ilimitada de tierras. De conformidad con este mismo
principio, ciertas legislaciones, como la de Locres, prohiben la venta de los bienes, a me-
nos de una desgracia perfectamente justificada, o prescriben el mantenimiento inalterable
de los lotes primitivos. La abrogación de una ley de este género en Léucade15 cambió la
constitución haciéndola completamente democrática, porque desde aquel acto se pudieron
obtener las magistraturas sin las condiciones del censo que antes se exigían. Pero esta
igualdad misma, si se la supone establecida, no impide que el límite legal de las fortunas
pueda ser o demasiado lato, lo cual produciría en la ciudad el lujo y la molicie, o dema-
siado limitado, lo cual sería muy molesto para los ciudadanos. Y así no basta que el legis-
lador haga que las fortunas sean iguales, sino que es preciso que procure sean de debidas
proporciones. Pero nada se ha adelantado con haber fijado esta medida perfecta para to-
dos los ciudadanos, puesto que lo importante es no nivelar las propiedades, sino nivelar
las pasiones, y esta igualdad sólo resulta de la educación establecida mediante buenas le-
yes.
Faleas podría responder que esto es precisamente lo que él ha dicho, porque, a su pare-
cer, las bases de todo Estado son la igualdad de fortuna y la igualdad de educación. Pero
¿en qué consistirá esta educación? Esto es lo que importa saber. Tiene que ser una y la
misma para todos, pero puede ser una y la misma para todos los ciudadanos, y, sin em-
bargo, ser tal, que dé por resultado una insaciable sed de riquezas o de honores, o ambas
cosas a la vez. Además, las revoluciones nacen lo mismo de la desigualdad en los hono-
res que de la desigualdad de fortuna. Lo único que varía es la clase de pretendientes. La
multitud se rebela a causa de la desigualdad de las fortunas, y los hombres superiores se
indignan con la repartición igual de los honores. Es lo que dice el poeta:
Esto consiste en que los hombres se ven arrastrados al crimen no sólo por carecer de lo
necesario, lo cual Faleas cree evitar por medio de la igualdad de bienes, medio excelente,
en su opinión, de impedir que un hombre robe a otro hombre para no morirse de frío o de
hambre, sino que se ven arrastrados también por la necesidad de dar amplitud a su deseo
de gozar en todos sentidos. Si estos deseos son desordenados, los hombres apelarán al
crimen para curar el mal que los atormenta; y yo añado que no sólo por esta razón se pre-
cipitarán por semejante camino, sino que lo harán también si el capricho se lo sugiere,
por el simple motivo de no ser perturbado en sus goces. ¿Y cuál será el remedio para es-
tos tres males? En primer lugar, la propiedad, por pequeña que sea, después, el hábito del
trabajo, y, por último, la templanza. Mas el que quiera encontrar la felicidad en sí mismo,
no tiene que buscar el remedio en otra parte que en la filosofía, porque los demás placeres
no pueden tener lugar sin el intermedio de los hombres. Lo superfluo, y no lo necesario,
es lo que hace que se cometan los grandes crímenes. No se usurpa la tiranía para librarse
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de la intemperie, y por el mismo motivo las grandes distinciones están reservadas, no pa-
ra el que mata a un ladrón, sino para el homicida de un tirano.
15. Léucade, colonia de Corinto, fundada bajo el reinado de Periandro el Tirano.
16. Es tomado con una pequeña variante de la Ilíada, cap. IX, v. 319.
Y así el expediente político propuesto por Faleas sólo es una garantía contra los críme-
nes de poca importancia.
Por otra parte, las instituciones de Faleas sólo afectan al orden y a la felicidad interiores
del Estado, y era preciso proponer también un sistema de relaciones con los pueblos ve-
cinos y con los extranjeros. El Estado tiene, precisamente, necesidad de una organización
militar, y Faleas no dice sobre esto ni una sola palabra. Igual olvido ha cometido respecto
a las rentas públicas; deben alcanzar, no sólo para satisfacer las necesidades interiores,
sino también para evitar los peligros de fuera. Y así no sería conveniente que su abundan-
cia provocase la codicia de vecinos más poderosos que los poseedores, que serían dema-
siado débiles para rechazar un ataque, ni que su escasez impidiese sostener la guerra co-
ntra un enemigo igual en fuerzas y en número. Faleas guardó silencio sobre este punto, y
es preciso convencerse de que la extensión de los recursos es un punto importante en po-
lítica. El verdadero límite es, quizá, que el vencedor no encuentre jamás medios de in-
demnización de los gastos de la guerra en la riqueza del pueblo conquistado, y que ésta
no pueda producir ni aun a enemigos más pobres lo que por este motivo hayan gastado.
Cuando Autofradates puso sitio a Atarnea, Éubolo17 le aconsejó que calculara el tiempo y
el dinero que iba a gastar en la conquista del país, y considerara si no le resultaría mayor
ventaja en abandonar el sitio, prometiendo por su parte evacuar inmediatamente a Atar-
nea, previo el pago de una indemnización muy inferior a aquellos gastos. La advertencia
hizo reflexionar a Autofradates, y desistió inmediatamente de su empeño. La igualdad de
fortuna entre los ciudadanos sirve perfectamente, lo confieso, para prevenir las disensio-
nes civiles; pero, a decir verdad, este medio no es infalible, porque los hombres superio-
res se irritarán al verse reducidos a tener lo mismo que todos, y esto será con frecuencia
causa de turbaciones y revueltas. Además, la avidez de los hombres es insaciable; al
pronto se contentan con dos óbolos18, pero una vez que han formado un patrimonio, sus
necesidades aumentan sin cesar, hasta que sus aspiraciones no conocen límites; y aunque
la naturaleza de la codicia consiste precisamente en no tener límites, los más de los hom-
bres sólo viven para intentar saciarla. Vale más, por tanto, remontarse al principio de es-
tos desarreglos, y en lugar de nivelar las fortunas, hacer de modo que los hombres mode-
rados por temperamento no quieran enriquecerse, y que los malos no puedan hacerlo; y el
mejor medio es hacer que éstos, estando en minoría, no puedan ser dañosos, y no oprimir-
los.
Fáleas se ha equivocado también al llamar igualdad de fortunas a la repartición igual de
tierras, única de que se ocupa; porque la fortuna comprende también los esclavos, los ga-
nados, el dinero y toda la propiedad que se llama mueble. La ley de igualdad debe exten-
derse a todas las cosas, o, por lo menos, es preciso someterlas a ciertos límites regulares,
o bien no estatuir absolutamente nada respecto a la propiedad. Su legislación, por lo de-
más, parece hecha teniendo en cuenta tan sólo un Estado poco extenso, puesto que todos
los artesanos deben ser propiedad del Estado, sin formar en él una clase accesoria de ciu-
dadanos. Si los obreros encargados de todos los trabajos pertenecen al Estado, es preciso
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que sea bajo las condiciones establecidas para los de Epidamno19 o para los de Atenas por
Diofanto20.
Lo que hemos dicho de la constitución de Faleas basta para formar juicio de sus venta-
jas y de sus defectos.
17. Autofradates era sátrapa de Lidia. El sitio de Atarnea tuvo lugar en 362 a. de J. C.,
al fin del reinado de Artajerjes Mnemón.
18. El salario de los jueces en Atenas fue al principio un óbolo, después dos, y, por úl-
timo, Pericles lo subió a tres.
19. Epidamno, hoy Durazzo, en el mar Adriático.
20. Diofanto era arconte de Atenas en la Olimpiada 96, 394 años a. de J. C.
CAPÍTULO V
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21. Hipódamo, famoso arquitecto que fue el primero que imaginó la división de las ciu-
dades en calles regulares, y lo aplicó, no sólo al Pireo, en cuyo punto una calle llevaba su
nombre, sino también a la ciudad de Rodas tal como existía en tiempo de Estrabón. Véase
la geografía de éste, lib. XVI, pág. 622.
Tales son, poco más o menos, las disposiciones principales de la constitución de Hipó-
damo.
Desde luego, se tropieza con la dificultad que ofrece una clasificación de ciudadanos,
en la que labradores, artesanos y guerreros toman una parte igual en el gobierno: los pri-
meros, sin armas; los segundos sin armas y sin tierras; es decir, casi esclavos de los terce-
ros, que están armados. Más aún, es imposible que entren todos a participar de las fun-
ciones públicas. Es necesario sacar de la clase de los guerreros los generales y los guardas
de la ciudad, y, por decirlo así, todos los principales funcionarios. Pero si los artesanos y
los labradores son excluidos del gobierno de la ciudad, ¿cómo podrían tener amor a la
patria? Si se objeta que la clase de los guerreros será más poderosa que las otras dos, ob-
servemos por el pronto que esto no es fácil, porque no serán numerosos; pero si son los
más fuertes, ¿a qué viene dar al resto de los ciudadanos derechos políticos y hacerlos due-
ños del nombramiento de magistrados? ¿Qué papel hacen, por otra parte, los labradores
en la república de Hipódamo? Los artesanos ya se concibe que son indispensables como
en todas partes, y pueden, lo mismo que en los demás Estados, vivir de su oficio. Pero en
cuanto a los labradores, si se les supone encargados de proveer a la subsistencia de los
guerreros, podría con razón hacérseles miembros del Estado; pero aquí, en esta república,
por el contrario, son dueños de las tierras que les pertenecen en propiedad, y sólo las cul-
tivan para su provecho.
Si los guerreros cultivan personalmente las tierras públicas destinadas a su sostenimien-
to, la clase de guerreros no será entonces distinta de la de los labradores; y, sin embargo,
el legislador pretende distinguirlos. Si hay otros ciudadanos, además de los guerreros y
los labradores, que posean en propiedad bienes raíces, estos ciudadanos formarán en el
Estado una cuarta clase sin derechos políticos y extraña a la constitución. Si se encomien-
da a los mismos ciudadanos el cultivo de las propiedades públicas y de las particulares,
no se sabrá precisamente lo que cada uno deberá cultivar para satisfacer las necesidades
de las dos familias, y, en este caso, ¿por qué no dar desde el principio a los labradores un
solo y mismo lote de tierra que sea bastante para su propio sostenimiento y para producir
lo que habrán de suministrar a los guerreros? Todos estos puntos de la constitución de
Hipódamo ofrecen graves dificultades.
Su ley relativa a los juicios no es mejor, pues, al permitir a los jueces dividir sus fallos
y no dictarlos de una manera absoluta, los convierte en simples árbitros. Este sistema
puede ser admisible, aun siendo numerosos los jueces, en las sentencias arbitrales discu-
tidas en común por los que las han de dictar, pero no puede aplicarse a los tribunales; y,
así, los más de los legisladores han tenido gran cuidado de prohibir toda comunicación
entre los jueces. ¿Qué confusión no resultaría en un negocio de interés si el juez conce-
diese una suma que no fuese completamente igual a la que reclama el demandante? Éste
reclama veinte minas, y un juez concede diez; otro más, otro menos, este cinco, aquel
cuatro, y estas divergencias ocurrirán a cada momento, concediendo uno la suma toda y
negándola otros. ¿Cómo conciliar todas estas opiniones? Por lo menos absolviendo o
condenando, en absoluto, el juez no corre el riesgo de ser perjuro, puesto que de una ma-
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a algunos evidentemente; porque hay una gran diferencia entre estos dos sistemas. Mas
terminemos aquí estas consideraciones, que tendrán su lugar propio en otra parte.
22. Aristóteles, en esta como en otras cuestiones, expone el pro y el contra, pero no dice
claramente lo que piensa, que es precisamente lo que interesa saber.
CAPÍTULO VI
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con Venus, porque todos los guerreros son naturalmente inclinados al amor del uno o del
otro sexo.
23. La Argólide estaba al noroeste de la Laconia; la Mesenia al oeste, y la Arcadia al
noroeste. Por los demás puntos, la Laconia confinaba con el mar.
Los lacedemonios no han podido evitar esta condición general, y en tanto que su poder
ha durado, sus mujeres han decidido muchos negocios. ¿Y qué más da que las mujeres
gobiernen en persona, o que los que gobiernan lo hagan arrastrados por ellas? El resulta-
do siempre es el mismo. Teniendo una audacia que es completamente inútil en las cir-
cunstancias ordinarias de la vida y sólo buena en la guerra, las lacedemonias no han sido
menos perjudiciales a sus maridos cuando han llegado los momentos de peligro. La inva-
sión tebana24 lo ha demostrado bien. Inútiles como siempre, causaron ellas más desórde-
nes en la ciudad que los enemigos mismos.
Causas hubo para que en Lacedemonia se desatendiese desde el principio la educación
de las mujeres. Los hombres, ocupados por mucho tiempo en expediciones exteriores du-
rante las guerras contra la Argólide y más tarde contra la Arcadia y la Mesenia, y educa-
dos en la vida de los campos, escuela de tantas virtudes, fueron después de la paz materia
a propósito para la reforma del legislador. En cuanto a las mujeres, Licurgo, después de
haber intentado, según se dice, someterlas a las leyes, se vio obligado a ceder ante su re-
sistencia y abandonar los proyectos que tenía. Y así, cualquiera que haya sido su influen-
cia más tarde, a ellas es a las que es preciso atribuir únicamente este vacío de la constitu-
ción. Nuestras indagaciones tienen, por lo demás, por fin, no el elogio o la censura de to-
do cuanto se presente, sino el examen de las cualidades y defectos de los gobiernos. Re-
petiré, sin embargo, que el desarreglo de las mujeres además de ser una mancha para el
Estado, arrastra a los ciudadanos al amor desordenado de las riquezas.
Otro defecto que se puede añadir a los que se acaban de señalar en la constitución de
Lacedemonia, es la desproporción de las propiedades: unos poseen bienes inmensos,
otros no tienen casi nada; así que el territorio está en manos de pocos. La falta, en este
caso, está en la ley misma. La legislación ha considerado con razón como cosas deshon-
rosas la compra y la venta de un patrimonio; pero ha permitido disponer arbitrariamente
de los bienes, sea por donación entre vivos, sea por testamento25. Y, sin embargo, en am-
bos casos la consecuencia es la misma. Además, las mujeres poseen las dos quintas partes
de las tierras, porque muchas de ellas son herederas únicas o se han constituido en su fa-
vor crecidas dotes. Hubiera sido preferible abolir enteramente el uso de las dotes, o
haberles fijado una tasa muy baja y lo más módica posible. En Esparta, por el contrario,
uno puede casar a su única heredera con quien quiera, y si el padre muere sin haber dis-
puesto nada, el tutor puede a su elección casar la pupila; de donde resulta que un país que
es capaz de presentar mil quinientos jinetes y treinta mil infantes, apenas cuenta mil
combatientes.
Los hechos mismos han demostrado bien claramente el vicio de la ley en este punto; el
Estado no ha podido soportar ni un solo revés26, y la falta de hombres ha causado su rui-
na. Se asegura que bajo los primeros reyes, para evitar este grave inconveniente que las
dilatadas guerras debían producir, se dio el derecho de ciudad a extranjeros; y los espar-
tanos, se dice, eran entonces diez mil, poco más o menos. Que este hecho sea verdadero o
inexacto, poco importa; lo mejor sería procurar una población guerrera al Estado, hacien-
do las fortunas iguales. Pero la misma ley relativa al número de hijos es contraria a esta
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mejora. El legislador, con el fin de aumentar el número de los espartanos, ha hecho cuan-
to puede hacerse para que los ciudadanos procreen todo lo posible. Según la ley, el padre
de tres hijos está exento de hacer guardias; y el ciudadano que tiene cuatro está exento de
todo impuesto. No era difícil prever que aumentando el número de los ciudadanos y sub-
sistiendo la misma división territorial, no se hacía otra cosa que aumentar el número de
desgraciados.
24. La invasión de Laconia por Epaminondas tuvo lugar en el año cuarto de la Olim-
piada 102, 367 a. de J. C.
25. La ley que esto dispuso no pertenece a Licurgo, sino a un éforo llamado Epitades.
26. Alusión a la batalla de Leuctra, 371 a. de J. C.
La institución del senado está también muy lejos de ser perfecta. Compuesto de hom-
bres de edad madura y cuya educación parece una prenda de su mérito y virtud, debería
creerse que esta asamblea era una garantía para el Estado. Pero dejar a ciertos hombres
durante toda su vida la decisión de las causas importantes es base de una institución cuya
utilidad puede ponerse en duda, porque la inteligencia tiene su ancianidad como el cuer-
po, y el peligro es tanto mayor cuanto que la educación de los senadores no ha impedido
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que el mismo legislador desconfiara de su virtud. Se ha visto que hombres revestidos con
esta magistratura se han dejado corromper y han sacrificado al favor los intereses del Es-
tado; así que más seguro habría sido no hacer irresponsables, como lo son en Esparta. Se-
ría un error pensar que la suprema inspección de los éforos garantice la responsabilidad
de todos los magistrados, porque es conceder demasiado al poder de aquéllos, y no es,
por otra parte, en este sentido en el que nosotros deseamos la responsabilidad. Es preciso
añadir que la elección de los senadores es, en su forma, tan pueril como la de los éforos, y
no puede aprobarse que el ciudadano, que es digno del desempeño de una función públi-
ca, se presente a solicitarla en persona. Las magistraturas deben confiarse al mérito, ya
las acepte, ya las renuncie el que lo tenga. Pero en este punto el legislador se ha guiado
por el principio que resalta en toda su constitución. Excitando la ambición de los ciuda-
danos es como se procede a hacer la elección de los senadores, porque nunca se solicita
una magistratura sino por ambición; y sin embargo, los más de los crímenes voluntarios
que cometen los hombres no tienen otro origen que la ambición y la codicia.
En cuanto al reinado, en otra parte examinaré si es una institución funesta o ventajosa
para los Estados. Pero en verdad que la organización que aquél ha recibido y conserva
aún en Lacedemonia 29 no guarda proporción con la elección vitalicia de cada uno de los
dos reyes. El mismo legislador ha puesto en duda su virtud, y sus leyes prueban que des-
confiaba de su probidad. Y así los lacedemonios los han obligado con frecuencia a ir a las
expediciones militares acompañados por enemigos personales; y la discordia de los dos
reyes la consideraban ellos como una salvaguardia del Estado.
29. Es sabido que los dos reyes de Esparta fueron tomados siempre por orden de pri-
mogenitura de las dos ramas de los heraclidas, después que los dorios conquistaron el Pe-
loponeso en el siglo XII a. de J. C.
Las comidas comunes, que llaman ellos fidicias, han sido igualmente mal organizadas
por culpa de su fundador; pues los gastos deberían correr a cargo del Estado, como en
Creta. En Lacedemonia, por el contrario, cada uno debe llevar la parte prescrita por la
ley, por más que la extrema pobreza de algunos ciudadanos no le permita hacer ese gasto.
La intención del legislador ha sido completamente defraudada; quería hacer de las comi-
das comunes una institución completamente popular, y gracias a la ley no es nada de esto.
Los más pobres no pueden tomar parte en estas comidas; y, sin embargo, desde tiempo
inmemorial, el derecho político sólo se adquiere mediante esta condición, y la pierde todo
el que no se halla en situación de soportar esta carga.
Con razón se ha criticado la ley relativa a los almirantes, porque es un origen de disen-
siones, puesto que equivale a crear, al lado de los reyes, que son generales vitalicios del
ejército de tierra, otro reinado casi tan poderoso como el suyo.
Se puede hacer al sistema en conjunto del legislador el mismo cargo que Platón le ha
hecho en sus Leyes30: el de tender exclusivamente a desenvolver una sola virtud: el valor
guerrero. No niego la utilidad del valor para llegar a la dominación, pero Lacedemonia,
que se ha sostenido mientras ha hecho la guerra, ha perdido el poder por no saber gozar
de la paz y por no haberse dedicado a ejercicios más elevados que los de los combates.
Una falta no menos grave es que, reconociendo que las conquistas deben ser el premio de
la virtud y no de la cobardía, idea ciertamente muy justa, los espartanos han llegado a
considerar a aquéllas como cosa superior a la virtud misma, lo cual es mucho menos lau-
dable.
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CAPÍTULO VII
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La organización de las comidas en común está mejor dispuesta en Creta que en Lace-
demonia. En Esparta cada cual debe suministrar la cuota que la ley señala, so pena de
verse privado de sus derechos políticos, como ya he dicho. En Creta, la institución se
aproxima mucho más a la mancomunidad. De los frutos que se recogen y de los ganados
que se crían, ya pertenezcan al Estado o ya provengan de los tributos pagados por los
siervos, se hacen dos partes, una destinada al culto de los dioses y a los funcionarios pú-
blicos, y otra para las comidas comunes, en las que son alimentados a expensas del Esta-
do hombres, mujeres y niños.
Los propósitos del legislador son excelentes respecto de las ventajas de la templanza y
del aislamiento de las mujeres cuya fecundidad teme; pero ha establecido el comercio de
unos hombres con otros"; disposición cuyo valor, bueno o malo examinaremos más tarde,
pues aquí me limito a decir que la organización de las comidas comunes en Creta es evi-
dentemente superior a la de Lacedemonia.
32. Esta era la llaga asquerosa de la Grecia, siendo los cretenses los primeros que die-
ron el ejemplo. Los que hayan leído las obras de Platón habrán advertido que si bien
combate este horrible vicio, no se atreve a legislar directamente para extirparle, porque lo
considera profundamente arraigado en las costumbres.
La institución de los cosmos es inferior, si es posible, a la de los éforos; tiene todos sus
vicios, puesto que los cosmos son también gentes de un mérito muy vulgar. Pero no tiene
en Creta las ventajas que Esparta ha sabido sacar de esta institución. En Lacedemonia, la
prerrogativa que concede al pueblo esta suprema magistratura, nombrada por sufragio
universal, le obliga a amar la constitución; en Creta, por lo contrario, los cosmos son to-
mados de ciertas familias privilegiadas y no de la universalidad de los ciudadanos; y,
además, es preciso haber sido cosmo para entrar en el senado. Esta última institución pre-
senta los mismos defectos que en Lacedemonia; la irresponsabilidad de estos puestos vi-
talicios constituye un poder exorbitante; y aquí aparece también el inconveniente de
abandonar las decisiones judiciales al arbitrio de los senadores, sin imponerles leyes es-
critas. La aquiescencia pasiva del pueblo excluido de esta magistratura no prueba el méri-
to de la constitución. Los cosmos no tienen como los éforos ocasión de dejarse ganar; na-
die va a su isla a comprarlos.
Para remediar los vicios de su constitución, los cretenses han imaginado un expediente
que contradice todos los principios de gobierno, y que es violento hasta el absurdo. Los
cosmos se ven muchas veces depuestos por sus propios colegas o por simples ciudadanos
que se sublevan contra ellos. Los cosmos tienen también la facultad de abdicar cuando les
parezca; lo cual debía someterse a la ley más bien que al capricho individual, que no es
ciertamente una regla segura. Pero lo que es todavía más funesto para el Estado es la sus-
pensión absoluta de esta magistratura, cuando algunos ciudadanos poderosos, que se unen
al efecto, derriban a los cosmos para sustraerse por este medio a los juicios de que están
amenazados. El resultado de todas estas perturbaciones es que la Creta, a decir verdad, en
lugar de tener un gobierno sólo tiene una sombra de él; que la violencia es la única cosa
que allí reina, y que continuamente los facciosos llaman a las armas al pueblo y a sus
amigos, y, reconociendo a uno como jefe, provocan la guerra civil para llevar a cabo una
revolución. ¿En qué difiere un desorden semejante del anonadamiento provisional de la
constitución y de la disolución absoluta de todo vínculo político? Un Estado perturbado
de esta manera es fácilmente presa del que quiera o pueda atacarlo. Repito que sólo la
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situación aislada de la Creta ha podido hasta ahora salvarla; este aislamiento ha hecho lo
que no hicieron las leyes, que, además, proscriben a los extranjeros, siendo esta la causa
de que mantengan los siervos en el deber, mientras que los ilotas se sublevan continua-
mente. Los cretenses no han extendido su poder en el exterior; y la guerra que los extran-
jeros han llevado recientemente a la isla ha dejado ver la debilidad de sus instituciones.
No diré más sobre el gobierno de Creta.
CAPÍTULO VIII
Cartago33 goza, al parecer, todavía de una buena constitución, más completa que la de
otros Estados en muchos puntos y semejante en ciertos conceptos a la de Lacedemonia.
Estos tres gobiernos de Creta, de Esparta y de Cartago tienen grandes relaciones entre sí,
y son muy superiores a todos los conocidos. Los cartagineses, en particular, poseen insti-
tuciones excelentes, y lo que prueba el gran mérito de su constitución es que, a pesar de
la parte de poder que concede al pueblo, nunca ha habido en Cartago cambios de gobier-
no, y, lo que es más extraño, jamás ha conocido ni las revueltas ni la tiranía.
Citaré algunas de las analogías que hay entre Esparta y Cartago. Las comidas en común
de las sociedades políticas se parecen a las fidicias lacedemonias: los Ciento Cuatro re-
emplazan a los éforos, aunque la magistratura cartaginesa es preferible, en cuanto sus
miembros, en lugar de salir de las clases oscuras, se toman de entre los hombres más vir-
tuosos. Los reyes y el senado se parecen mucho en las dos constituciones, pero Cartago,
que es más prudente y no toma sus reyes de una familia única, tampoco los toma de todas
indistintamente, y remite a la elección y no a la edad el que sea el mérito el que ocupe el
poder. Los reyes, que poseen una inmensa autoridad, son muy peligrosos cuando son me-
dianías, y en este concepto en Lacedemonia han causado mucho mal.
33. Aristóteles es el único escritor de la Antigüedad que ha dado una idea un poco ex-
tensa del gobierno cartaginés. El odio romano borró todos sus recuerdos y hasta se igno-
raba el punto que ocupaba la ciudad. Véase el discurso que precede al Periplo de Hannón
del señor Campomanes, impreso en Madrid en 1756.
Las desviaciones de los principios señalados y criticados tantas veces son comunes a
todos los gobiernos que hasta ahora hemos examinado. La constitución cartaginesa, como
todas aquellas cuya base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan pronto del
lado de la demagogia como del de la oligarquía: por ejemplo, el reinado y el senado,
cuando su dictamen es unánime, pueden decidir ciertos negocios y sustraer otros al cono-
cimiento del pueblo, que sólo tiene derecho a decidir en caso de disentimiento. Pero
cuando este caso llega, puede no sólo hacer que los magistrados expongan sus razones,
sino también fallar como soberano, y cada ciudadano puede tomar la palabra sobre el ob-
jeto puesto a discusión; prerrogativa que no hay que buscar en otras constituciones. Por
otra parte, dar a las Pentarquías, encargadas de una multitud de asuntos importantes, la
facultad de constituirse por sí mismas; permitirles nombrar la primera de todas las magis-
traturas, la de los Ciento; concederles un ejercicio más amplio que el de todas las demás
funciones, puesto que los pentarcas, después de dejar el cargo o siendo simples candida-
tos, son siempre igualmente poderosos; todas estas son instituciones oligárquicas. De otro
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CAPÍTULO IX
Entre los hombres que han publicado un sistema sobre la mejor constitución los hay
que jamás manejaron los negocios públicos, habiendo sido simples particulares, y ya
hemos citado todo lo que de los mismos merecía alguna atención. Otros han sido legisla-
dores, ya en su propio país, ya en países extranjeros, y ellos mismos han gobernado. En-
tre éstos, unos se han limitado a dictar leyes y otros han fundado también Estados. Licur-
go y Solón, por ejemplo, ambos dictaron leyes y fundaron gobiernos.
Ya hemos examinado la constitución de Lacedemonia. En cuanto a Solón34, es un gran
legislador a los ojos de los que le atribuyen haber destruido la omnipotencia de la oligar-
quía, haber puesto fin a la esclavitud del pueblo y haber constituido la democracia nacio-
nal mediante un debido equilibrio de instituciones, que son oligárquicas en lo relativo al
senado del areópago,
aristocráticas en punto a la elección de los magistrados, y democráticas en lo referente a
la organización de los tribunales. Pero también es cierto que Solón conservó en la misma
forma que los encontró el senado del areópago y el principio de elección para los magis-
trados, y lo único que hizo fue crear el poder del pueblo, abriendo el camino de las fun-
ciones judiciales a todos los ciudadanos. En este sentido se le echa en cara el haber des-
truido el poder del senado y el de los magistrados elegidos, haciendo la judicatura, desig-
nada por la suerte, dueña y soberana del Estado. Una vez establecida esta ley, las adula-
ciones de que era objeto el pueblo, como si fuera un verdadero tirano, dieron origen a que
se pusiera al frente de los negocios la democracia tal como reina en nuestros días. Efialto
mermó las atribuciones del areópago, y lo mismo hizo también Pericles, que llegó hasta
fijar un salario a los jueces; y siguiendo el ejemplo de ambos, cada demagogo ensalzó la
democracia más y más, hasta el punto en que la vemos hoy. Pero no es de creer que haya
sido esta la primera intención de Solón, pues estos caminos sucesivos han sido más bien
accidentales. Y así, el pueblo, orgulloso por haber conseguido la victoria naval en la gue-
rra Médica, descartó de las funciones públicas a los hombres virtuosos, para poner los
negocios del Estado en manos de demagogos corruptos. Solón sólo había concedido al
pueblo la parte indispensable del poder, es decir, la elección de los magistrados y el dere-
cho de obligarles a que le dieran cuenta de su conducta, porque sin estas dos prerrogati-
vas el pueblo es esclavo u hostil. Pero todas las magistraturas fueron dadas por Solón a
los ciudadanos distinguidos y a los ricos poseedores de quinientos modios de renta, a los
zeugitas y a la tercera clase, compuesta de caballeros; la cuarta, que era la de los merce-
narios, no tenía acceso a ningún cargo público.
34. Solón murió hacia el año 559 a. de J. C., a la edad de ochenta años.
Zaleuco35 dio leyes a los locrios apizefirios; y Carondas de Catania, a su ciudad natal y
a todas las colonias que fundó Calcis en Italia y en Sicilia. A estos dos nombres, algunos
autores añaden el de Onomácrito 36, el primero, según ellos, que estudió
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la legislación con fruto. Aunque Locrio había estudiado la legislación de Creta, adonde
había ido para aprender el arte de los adivinos. Se añade que fue amigo de Tales, de quien
fueron discípulos Licurgo y Zaleuco, así como Carondas lo fue de Zaleuco; mas para
hacer todas estas aserciones, es preciso confundir de un modo muy extraño los tiempos.
Filolao de Corinto37, que fue el legislador de Tebas, era de la familia de los Baquíades,
y cuando Diocles, el vencedor en los juegos olímpicos, de quien era amante, se vio preci-
sado a huir de su patria para sustraerse a la pasión incestuosa de su madre Alcione, Filo-
lao se retiró a Tebas, donde ambos terminaron sus días. Todavía hoy se encuentran allí
sus sepulcros, el uno frente al otro, viéndose desde el uno el territorio de Corinto, y no
desde el otro. Si hemos de creer la tradición, los mismos Diocles y Filolao lo ordenaron
así en sus testamentos; el primero, resentido a causa de su destierro, no quiso que desde
su tumba se pudiera ver la llanura de Corinto; y el segundo, por lo contrario, lo deseó. Tal
es la historia de su residencia en Tebas. Entre las leyes que Filolao dio a esta ciudad, cita-
ré las que conciernen a los nacimientos, y que aún se llaman leyes fundamentales. Lo
verdaderamente peculiar de este legislador es el haber ordenado que el número de perte-
nencias fuese siempre inmutable.
35. No se sabe de fijo en qué época vivió Zaleuco; ordinariamente se supone que fue en
el siglo VIII a. de J. C.
36. Algunos autores suponen que Onomácrito vivió en el siglo X a. de J. C.
37. Según Müller (Die Dorier, tit. II, pág. 200), Filolao vivió hacia la Olimpiada 13,
730 a. de J. C.
En cuanto a Carondas, lo único digno de especial mención es su ley contra los testigos
falsos, siendo el primero que se ocupó de esta clase de delitos; pero en razón de la preci-
sión y claridad de sus leyes, supera hasta a los legisladores de nuestros días. La igualdad
de fortunas es el principio que desenvolvió particularmente Faleas. Los principios espe-
ciales de Platón son la comunidad de mujeres y de hijos, la de los bienes y las comidas en
común de las mujeres. En sus obras es de notar también la ley contra la embriaguez; la
que confiere a los hombres sobrios la presidencia de los banquetes; la que en la educación
militar prescribe el ejercicio simultáneo de ambas manos, para que no resulte una inútil y
puedan utilizarse las dos. Dracón también hizo leyes, pero fue para un gobierno ya consti-
tuido, y nada tienen de particular ni de memorables como no sea un rigor excesivo y la
gravedad de las penas. Pítaco hizo leyes, pero no fundó gobierno, y la disposición pecu-
liar de él es la de castigar con doble pena las faltas cometidas durante la embriaguez.
Como los delitos son más frecuentes en este estado que el de sano juicio, consultó en esto
más la utilidad general de la represión que la indulgencia a que es acreedor un hombre
ebrio. Andródamas de Regio, legislador de Calcis, en Tracia, dictó leyes sobre el asesi-
nato y sobre las hijas que son herederas únicas; sin embargo, no puede citarse de él nin-
guna institución que le pertenezca en propiedad.
Tales son las consideraciones que nos ha sugerido el examen de las constituciones exis-
tentes y de las que han imaginado algunos escritores.
LIBRO TERCERO
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CAPÍTULO I
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asamblea pública, y con objeto de precisar esta idea adopto la palabra magistratura en
general y llamo ciudadanos a todos los que gozan de ella. Esta definición del ciudadano
se aplica mejor que ninguna otra a aquellos a quienes se da ordinariamente este nombre.
1. El registro público que llevaban en Atenas los lexiarcas.
Sin embargo, es preciso no perder de vista que en toda serie de objetos en que éstos son
específicamente desemejantes puede suceder que sea uno primero, otro segundo, y así
sucesivamente, y que, a pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de comunidad
por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo indirecta. En igual forma, las
constituciones se nos presentan diversas en sus especies, éstas en último lugar, aquéllas
en el primero; puesto que es imprescindible colocar las constituciones falseadas y corrup-
tas detrás de las que han conservado toda su pureza. Más adelante diré lo que entiendo
por constitución corrupta. Entonces el ciudadano varía necesariamente de una constitu-
ción a otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente el ciudadano
de la democracia. Esto no quiere decir que no pueda ser ciudadano en cualquier otro régi-
men, pero no lo será necesariamente. En algunas constituciones no se da cabida al pue-
blo; en lugar de una asamblea pública encontramos un senado, y las funciones de los jue-
ces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede en Lacedemonia, donde los éforos se
reparten todos los negocios civiles, donde los gerontes conocen en lo relativo a homici-
dios, y donde otras causas pueden pasar a diferentes tribunales; y como en Cartago, don-
de algunos magistrados tienen el privilegio exclusivo de entender en todos los juicios.
Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este sentido. Fuera de
la democracia, no existe el derecho común ilimitado de ser miembro de la asamblea pú-
blica y juez. Por lo contrario, los poderes son completamente especiales; porque se puede
extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de ellas la facultad de deli-
berar sobre los negocios del Estado y de entender en los juicios; y esta misma facultad
puede aplicarse a todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego, evidentemente, es ciu-
dadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal voz
deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el Estado de que es miembro; y por Estado
entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso
para satisfacer las necesidades de la existencia.
En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre ciudadano y de madre
ciudadana, no bastando una sola de estas condiciones. Algunos son más exigentes y quie-
ren que tengan este requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta definición,
que se cree tan sencilla como republicana, nace otra dificultad: la de saber si este tercero
o cuarto ascendiente es ciudadano.
Así Gorgias de Leoncio2, ya por no saber qué decir o ya por burla, pretendía que los
ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios que no tenían otro oficio que este y
que fabricaban larisios como un alfarero hace pucheros. Para nosotros, la cuestión habría
sido muy sencilla; serían ciudadanos si gozaban de los derechos enunciados en nuestra
definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de una madre ciudadana es una
condición que no se puede razonablemente exigir a los primeros habitantes, a los funda-
dores de la ciudad.
Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han sido declarados
ciudadanos a consecuencia de una revolución, como lo hizo Clístenes después de la ex-
pulsión de los tiranos de Atenas, introduciendo de tropel en las tribus a los extranjeros y a
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los esclavos domiciliados. Respecto de éstos, la verdadera cuestión está en saber no si son
ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente. Es cierto que aun en este concepto podría
preguntarse si uno es ciudadano cuando lo es injustamente, equivaliendo en este caso la
injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder que vemos todos los días ciuda-
danos injustamente elevados al ejercicio de las funciones públicas, y no por eso son me-
nos magistrados a nuestros ojos, por más que no lo sean justamente. El ciudadano, para
nosotros, es un individuo revestido de cierto poder, y basta, por tanto, gozar de este poder
para ser ciudadano, como ya hemos dicho, y en este concepto los ciudadanos hechos tales
por Clístenes lo fueron positivamente.
2. Gorgias de Leoncio, sofista contemporáneo de Pericles, y cuyo nombre lleva uno de
los diálogos de Platón.
Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los mismos indivi-
duos. Entonces, ¿es posible sostener, en tanto que la raza de los habitantes sea la misma,
que el Estado es idéntico, a pesar de la continua alternativa de muertes y de nacimientos,
lo mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por más que sus ondas
se renueven y corran perpetuamente? ¿O más bien debe decirse que sólo los hombres
subsisten y que el Estado cambia? Si el Estado es efectivamente una especie de asocia-
ción; si es una asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución, mudan-
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CAPÍTULO II
La cuestión que viene después de la anterior es la de saber si hay identidad entre la vir-
tud del individuo privado y la virtud del ciudadano, o si difieren una de otra. Para proce-
der debidamente en esta indagación, es preciso, ante todo, nos formemos idea de la virtud
del ciudadano.
El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A bordo, aunque cada
cual tenga un empleo diferente, siendo uno remero, otro piloto, éste segundo, aquél el en-
cargado de tal o de cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes que
constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno de ellos, todos, sin
embargo, concurren a un fin común, es decir, a la salvación de la tripulación, que todos
tratan de asegurar, y a que todos aspiran igualmente. Los miembros de la ciudad se pare-
cen exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus destinos, la prosperidad
de la asociación es su obra común, y la asociación en este caso es el Estado. La virtud del
ciudadano, por tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero como el Estado reviste
muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su perfección no puede ser una; la
virtud, que constituye al hombre de bien, por el contrario, es una y absoluta. De aquí,
como conclusión evidente, que la virtud del ciudadano puede ser distinta de la del hom-
bre privado.
También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista diferente, que se relacio-
na con la indagación de la república perfecta. En efecto, si es imposible que el Estado
cuente entre sus miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo, llenar
escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo cual supone siempre alguna
virtud, como es no menos imposible que todos los ciudadanos obren idénticamente, desde
este momento es preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud política y
la virtud privada. En la república perfecta, la virtud cívica deben tenerla todos, puesto que
es condición indispensable de la perfección de la ciudad; pero no es posible que todos
ellos posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en esta ciudad modelo que
todos los ciudadanos han de ser necesariamente hombres de bien. Más aún: el Estado se
forma de elementos desemejantes, y así como el ser vivo se compone esencialmente de
un alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto; la familia, del marido y de la mu-
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jer; la propiedad del dueño y del esclavo, en igual forma todos aquellos elementos se en-
cuentran en el Estado acompañados también de otros no menos heterogéneos, lo cual im-
pide necesariamente que haya unidad de virtud en todos los ciudadanos, así como no
puede haber unidad de empleo en los coros, en los cuales uno es corifeo y otro bailarín de
comparsa.
Es, por tanto, muy cierto que la virtud del ciudadano y la virtud tomada en general no
son absolutamente idénticas. Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del
buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado digno del mando
que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil: porque la habilidad no es menos necesaria
que la virtud para el hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los hom-
bres destinados a ejercer el poder una educación especial; y realmente vemos a los hijos
de los reyes aprender particularmente la equitación y la política. Eurípides mismo, cuan-
do dice:
parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del buen magistrado es
idéntica a la del hombre de bien, y si se permanece siendo ciudadano en el acto mismo de
obedecer a un superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser entonces absolu-
tamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la virtud de cierto y determinado
ciudadano, puesto que la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que
los gobierna; y este era, sin duda, el pensamiento de Jasón5 cuando decía: «Que se mori-
ría de miseria si cesara de reinar, puesto que no había aprendido a vivir como simple par-
ticular.» No se estima como menos elevado el talento de saber, a la par, obedecer y man-
dar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace consistir or-
dinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe ser patrimonio del
hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son condiciones indispensables en
el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas absolu-
tamente iguales. Deben concederse estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el
que manda no deben aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer
ambas cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He
aquí cómo se prueban estas dos aserciones.
4. Verso de una pieza de Eurípides, titulada Eolo, que no ha llegado hasta nosotros.
5. Tirano de Feres, en Tesalia.
Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, sólo es relativo a
las necesidades indispensables de la vida; no exige que el mismo ser que manda sea ca-
paz de trabajar. Más bien exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás toca al
esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar todo el servicio
doméstico. Las especies de esclavos son tan numerosas como lo son los diversos oficios;
y podrían muy bien comprenderse en ellos los artesanos, que viven del trabajo de sus ma-
nos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los obreros de las profesiones
mecánicas; y he aquí por qué en algunos Estados han sido excluidos los obreros de las
funciones públicas, las cuales no han podido obtener sino en medio de los excesos de la
democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni el buen ciudadano,
tienen necesidad de saber todos estos trabajos, como los saben los hombres destinados a
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la obediencia, a no ser cuando de ello les resulte una utilidad personal. En el Estado no se
trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, que se ejerce sobre
seres libres e iguales por su nacimiento. Esta es la autoridad política que debe tratar de
conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo; así como se aprende a
mandar un cuerpo de caballería siendo simple soldado; a ser general, ejecutando las órde-
nes de un general; a conducir una falange, un batallón, sirviendo como soldado en éste o
en aquélla. En este sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y verda-
dera escuela del mando es la obediencia6.
No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión son muy diversos,
bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia y del
mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder
que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el hombre de bien, y si la
ciencia y la equidad con relación al mando son distintas de la ciencia y la equidad
respecto de la obediencia, puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto mis-
mo que obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, no pueden ser
constantemente las mismas, sino que deben variar de especie, según que obedezca o que
mande. Del mismo modo, el valor y la prudencia difieren completamente de la mujer al
hombre. Un hombre parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente; y
una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la que muestra el hombre
que sabe conducirse como es debido. Así también en la familia, las funciones del hombre
y las de la mujer son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél en adquirir, y el de
ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las
demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no
es virtud del súbdito; la virtud propia de éste es una justa confianza en su jefe; el ciuda-
dano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciudadano que manda es como el
artista que debe servirse del instrumento.
Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la virtud política y la vir-
tud privada son idénticas o diferentes, en qué se confunden y en qué se separan una de
otra.
6. Era uno de los preceptos de Solón.
CAPÍTULO III
Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es uno realmente ciuda-
dano sino en tanto que pueda entrar a participar del poder público, o debe comprenderse a
los artesanos entre los ciudadanos? Si se da este título también a individuos excluidos del
poder público, entonces el ciudadano no tiene, en general, la virtud y el carácter que no-
sotros le hemos asignado, puesto que de un artesano se hace un ciudadano. Pero si se nie-
ga este título a los artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No pertenecen, cierta-
mente, ni a la clase de extranjeros, ni a la de los domiciliados. Puede decirse, en verdad,
que en esto no hay nada de particular, puesto que ni los esclavos ni los libertos pertene-
cen tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero, ciertamente, no se debe elevar
a la categoría de ciudadanos a todos los individuos de que el Estado tenga necesidad. Y
así, los niños no son ciudadanos como los hombres; éstos lo son de una manera absoluta,
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aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda, pero imperfectos. En otro tiempo,
en algunos Estados, todos los artesanos eran esclavos o extranjeros; y en la mayor parte
de aquéllos sucede hoy lo mismo. Pero una constitución perfecta' no admitiría nunca al
artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que el artesano sea también ciudadano, enton-
ces la virtud del ciudadano, tal como la hemos definido, debe entenderse con relación, no
a todos los hombres de la ciudad, ni aun a todos los que tienen solamente la cualidad de
libre, sino tan sólo respecto de aquellos que no tienen que trabajar necesariamente para
vivir. Trabajar para un individuo en las cosas indispensables de la vida es ser esclavo;
trabajar para el público es ser obrero y mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna
atención para que la cuestión sea perfectamente clara una vez que se la presenta en esta
forma. En efecto, siendo diversas las constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo
han de ser tanto como aquéllas; y esto es cierto sobre todo con relación al ciudadano con-
siderado como súbdito. Por consiguiente, en una constitución, el obrero y el mercenario
serán de toda necesidad ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna ma-
nera; por ejemplo, en el Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el cual el honor
de desempeñar las funciones públicas está reservado a la virtud y a la consideración; por-
que el aprendizaje de la virtud es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las
oligarquías, el mercenario no puede ser ciudadano, porque el acceso a las magistraturas
sólo está abierto a los que figuran a la cabeza del censo; pero el artesano puede llegar a
serlo, puesto que los más de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda
función al que diez años antes no había cesado de ejercer el comercio. Casi todos los go-
biernos han declarado ciudadanos a hombres extranjeros; y en algunas democracias el
derecho politico puede adquirirse por la línea materna. Así también, generalmente, se han
dictado leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha nacido de la escasez de ver-
daderos ciudadanos, y todas estas leyes no tienen otro origen que la falta de hombres8.
Cuando, por el contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar, los ciudada-
nos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son ciudadanos sólo por la
línea materna, y, en fin, sólo se admiten aquellos cuyo padre y cuya madre eran ciudada-
nos.
Hay, por tanto, indudablemente, diversas especies de ciudadanos, y sólo lo es plena-
mente el que tiene participación en los poderes públicos. Si Homero pone en boca de
Aquiles estas palabras:
es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad cuando no participa de las funciones
públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar estas diferencias políticas, se hace única-
mente al intento de halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domicilio.
Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del hombre de bien y la
virtud del ciudadano son idénticas, y en qué difieren; hemos hecho ver que en un Estado
el ciudadano y el hombre virtuoso no son más que uno; que en otro se separan; y, en fin,
que no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político, que
es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses comunes.
7. Toda esta teoría, que parece tan falsa, se desprende de los principios antes sentados
sobre la necesidad de que los ciudadanos tengan tiempo de sobra.
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CAPÍTULO IV
Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿Hay
una o muchas constituciones políticas? Si existen muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su
número y sus diferencias? La constitución es la que determina con relación al Estado la
organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y el soberano
de la ciudad es en todas partes el gobierno; el gobierno es, pues, la constitución misma.
Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las oligarquí-
as, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice que las constitu-
ciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas dis-
tinciones podemos hacer respecto de todas las demás.
Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al Estado, y cuáles son las
diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen sobre el
individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo
hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la autoridad del señor, que el
hombre es por naturaleza sociable, con lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la
necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide que
cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo de encontrar
en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el
fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, aunque
sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es, sin duda, una de las
perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en ella otra cosa que la se-
guridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de males que
ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. Ved, en efecto, hasta qué punto
sufren la miseria la mayor parte de los hombres por el simple amor de la vida; la natura-
leza parece haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables.
Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos géneros de poder de que queremos
hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de discusión de nuestras obras exotéricas.
Bien que el interés del señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente
la voz de la naturaleza la que le asigna a aquéllos el puesto que ambos deben ocupar, el
poder del señor tiene, sin embargo, por objeto directo la utilidad del dueño mismo, y por
fin accidental la ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder del
señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, sobre la mujer, sobre la fami-
lia entera, poder que hemos llamado doméstico, tiene por objeto el interés de los adminis-
trados, o, si se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun cuando este
poder esté constituido principalmente en bien de los administrados puede, según sucede
en muchas artes, como en la medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en
ventaja del que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los jóvenes a
quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de los tripulantes. El fin a que as-
piran así el gimnasta como el piloto es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega
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el caso de que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja común ac-
cidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como discípulo, a pesar de su cuali-
dad de profesor. En los poderes políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos,
que son todos semejantes, constituye la base de aquéllos, todos tienen el derecho de ejer-
cer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos consideran, y es natural, esta alterna-
tiva como perfectamente legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus
intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de aquél; pero, más tarde, las
ventajas que proporcionan el poder y la administración de los intereses generales inspiran
a todos los hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la continuidad
en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una enfermedad de que se viesen
atacados, no serían más codiciosos en retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.
Luego, evidentemente10, todas las constituciones hechas en vista del interés general son
puras porque practican rigurosamente la justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el
interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una co-
rrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder del señor sobre el es-
clavo, siendo así que la ciudad no es más que una asociación de hombres libres.
10. Véanse las Leyes, lib. IX, y la República, lib. I.
CAPÍTULO V
Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le
llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal
que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya
porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro
fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría go-
bierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la ge-
nérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denominación
son muy exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de una mi-
noría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se excep-
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túa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las masas; como lo prueba
el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la guerrera; y
todos los que tienen armas son en él ciudadanos.
Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado12; la oligar-
quía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es
una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene
en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Nin-
guno de estos gobiernos piensa en el interés general.
Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia de
cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando observa-
mos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho práctico, se
debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir ningún detalle
ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz.
12. Voltaire, al comentar a Montesquieu, dice: «La monarquía y el despotismo son dos
hermanos que tienen entre sí tanta semejanza, que muchas veces se toma el uno por el
otro».
La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno solo, que reina como señor sobre
la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la demagogia,
por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una ob-
jeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del Estado, se compone
de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y, recíprocamente, si da la
casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin em-
bargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno
de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No
se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y
mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están
en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para el Estado en que los pobres,
que están en mayoría, son los señores. Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de consti-
tución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los
pobres forman la minoría; siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que haya-
mos dejado de comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero la
razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas
completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en las democracias; porque
los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera
la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que
distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y don-
dequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligar-
quía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos
cierto, repito, que generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la ri-
queza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones
políticas entre ricos y pobres.
Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la demago-
gia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto dere-
cho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no es el
derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece de de-
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recho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo
mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de todos,
sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los individuos, se
corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son
jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho limitado a
algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Mo-
ral, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así
cuando se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace
de que se juzga muy mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros
son expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un
lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo;
de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen absolutamente igua-
les. Por ambos lados se olvida lo capital.
Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación
de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los par-
tidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería equitativo que
el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la misma parte que el que hubie-
re suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones
sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la existencia material de todos
los asociados, sino también su felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse
entre esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no forman asociación
por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío. La asociación política no tiene tampoco
por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones
mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos
y los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían
ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus convenios
sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una guerra co-
mún; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para todas estas re-
laciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad
de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los comprendidos
en estos tratados, y atentos sólo a precaver recíprocamente todo daño. Pero como la vir-
tud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo
quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que
merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra ma-
nera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos leja-
nos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la ley entonces sería una me-
ra convención; y no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, «otra cosa que una garantía
de los derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personales
de los ciudadanos». La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento lo-
calidades diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto13; cier-
tamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun
suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo
que se considera como el más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto
número de hombres que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo,
que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la jus-
ticia mutua que deben observar en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpin-
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teros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues
bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra,
esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en
este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una
asociación es tal que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo una
simple liga contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la
unión no son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego, eviden-
temente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de los de-
rechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas condiciones pre-
liminares son indispensables para que la ciudad exista; pero aun suponiéndolas reunidas,
la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, para
bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia
completa que se baste a sí misma.
13. Megara estaba 210 estadios, cerca de ocho leguas, distante de Corinto.
Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de domicilio y sin el
auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha dado lugar en los Estados a las alianzas de
familia, a las fratrias, a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se reúnen los ciuda-
danos. La fuente de todas estas instituciones es la benevolencia, sentimiento que arrastra
al hombre a preferir la vida común; y siendo el fin del Estado el bienestar de los ciu-
dadanos, todas estas instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no es más que
una asociación en la que las familias reunidas por barrios deben encontrar todo el desen-
volvimiento y todas las comodidades de la existencia; es decir, una vida virtuosa y feliz.
Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los indi-
viduos, y no sólo la vida común. Los que contribuyen con más a este fondo general de la
asociación tienen en el Estado una parte mayor que los que, iguales o superiores por la
libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política; y mayor también
que la que corresponda a aquellos que, superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos,
sin embargo, en mérito.
Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los pobres
opiniones tan opuestas sobre el poder, no han encontrado ni unos ni otros más que una
parte de la verdad y de la justicia.
CAPÍTULO VI
DE LA SOBERANÍA
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para el Estado. Este pretendido derecho no puede ser, ciertamente, otra cosa que una pa-
tente injusticia.
Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será necesariamente justo; empleará
la violencia, porque será más fuerte, del mismo modo que los pobres lo eran respecto de
los ricos. ¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si se conducen
como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud y la despojan, ¿esta expoliación
será justa? Entonces también se tendrá por justo lo que hacen los primeros.
Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e iniquidades.
¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los negocios en manos
de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a envilecerse a todas las demás clases,
que quedan excluidas de las funciones públicas; el desempeño de éstas es un verdadero
honor, y la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja necesariamente a los
demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre solo, a un hombre superior? Pero esto es
exagerar el principio oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas una mayoría más
considerable aún. Además se cometería una falta grave si se sustituyera la soberanía de la
ley con la soberanía de un individuo, siempre sometido a las mil pasiones que agitan a
toda alma humana. Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya demo-
crática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De ninguna manera. Los mismos
peligros que acabamos de señalar subsistirán siempre.
En otra parte volveremos a tratar este punto.
Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres distinguidos, que están
siempre en minoría, puede parecer una solución equitativa y verdadera de la cuestión,
aunque aún no resuelva todas las dificultades. Puede, en efecto, admitirse que la mayoría,
cuyos miembros tomados separadamente14 no son hombres notables, está, sin embargo,
por cima de los hombres superiores, si no individualmente, por lo menos en masa, a la
manera que una comida a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a
sus solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud y de ilustra-
ción, y todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene manos, pies,
sentidos innumerables, un carácter moral y una inteligencia en proporción. Por esto la
multitud juzga con exactitud las composiciones musicales y poéticas; éste da su parecer
sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la obra. El
hombre distinguido, tomado individualmente, se dice, difiere de la multitud, como la be-
lleza difiere de la fealdad, como un buen cuadro producto del arte difiere de la realidad,
mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los rasgos de belleza desparramados por
todas partes, lo cual no impide que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro
cuerpo mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra cualquiera parte
del cuerpo. No afirmaré que en toda multitud o en toda gran reunión sea ésta la diferencia
constante entre la mayoría y el pequeño número de hombres distinguidos; y ciertamente
podría decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más de un caso semejante dife-
rencia es imposible; porque podría aplicarse la comparación hasta a los animales, pues
¿en qué, pregunto, se diferencian ciertos hombres de los animales? Pero la aserción, si se
limita a una multitud dada, puede ser completamente exacta.
14. Es la soberanía popular claramente expuesta.
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de los hombres libres y de la masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los ciudada-
nos la constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito ordinarios. Es peli-
groso confiarles las magistraturas importantes; por falta de equidad y de luces serán in-
justos en unos casos y se engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones no es tam-
poco oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y privados de toda dis-
tinción pública, cuenta necesariamente en su seno otros tantos enemigos. Pero puede de-
járseles el derecho de deliberar sobre los negocios públicos y el derecho de juzgar. Así
Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y la censura de los ma-
gistrados, negándoles absolutamente las funciones individuales. Cuando están reunidos,
la masa percibe siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres dis-
tinguidos, sirve al Estado a la manera que, mezclando manjares poco escogidos con otros
delicados, se produce una cantidad más fuerte y más provechosa de alimentos. Pero los
individuos tomados aisladamente son incapaces de formar verdaderos juicios.
A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntar si, cuando se trata de
juzgar del mérito de un tratamiento curativo, no es imprescindible acudir a la misma per-
sona que sería capaz de curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir,
acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede aplicarse a todas las
demás artes y a todos los casos en que la experiencia desempeña el principal papel. Lue-
go si los jueces naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las
demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio ordenado, el que lo
prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. Puede decirse que todas las artes tienen, co-
mo la medicina, parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se concede a la
ciencia teórica que a la instrucción práctica.
A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse la misma obje-
ción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá, tienen las luces necesarias para elegir
bien. Al geómetra corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilotos;
porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo aprendizaje, no por
eso las harán mejor los ignorantes que los hombres entendidos. Y así por esta misma ra-
zón no debe dejarse a la multitud ni el derecho de elegir los magistrados ni el derecho de
exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es muy exacta, si tene-
mos en cuenta las razones que antes expuse, a no ser que supongamos una multitud com-
pletamente degradada. Los individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los
sabios, convengo en ello; pero reunidos todos, o valen más, o no valen menos. El artista
no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y en todos aquellos casos en que se puede
conocer muy bien su obra sin poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede
ser estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará todavía el que la habita;
esto es, el jefe de familia. De igual modo el timonel de un buque conocerá mejor el méri-
to de los timones que el carpintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el
mejor juez de un festín15.
Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la primera objeción.
He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se dirá, para dar a la
muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los ciudadanos distinguidos. Nada es su-
perior a este derecho de elección y de censura, que muchos Estados, como ya he dicho,
han concedido a las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la asamblea
pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están abiertos, mediante un censo mo-
derado, a los ciudadanos de todas edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesore-
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ro, de general, y para las demás magistraturas importantes, se exige que ocupen un puesto
elevado en el censo.
La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá las cosas no estén
mal en la forma en que se encuentran. No es el individuo, juez, senador, miembro de la
asamblea pública, el que falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de
los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su triple carácter de se-
nador, de juez y de miembro de la asamblea general. Desde este punto de vista es justo
que la multitud tenga un poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el se-
nado y el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la que poseen in-
dividualmente en su minoría todos los que desempeñan los cargos más eminentes. No
diré más sobre esta materia. Pero en cuanto a la primera cuestión que sentamos, relativa a
la persona del soberano, la consecuencia más evidente que se desprende de nuestra dis-
cusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas en la razón16, y que el
magistrado, único o múltiple, sólo debe ser soberano en aquellos puntos en que la ley no
ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los
pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas en la razón, y nues-
tra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que las leyes son de toda necesidad lo que
son los gobiernos: malas o buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro.
Por lo menos, es de toda evidencia que las leyes deben hacer relación al Estado, y una
vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes son necesariamente buenas en los
gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corruptos.
15. En Platón se encuentran ideas análogas. República, lib. X.
16. En otros términos, la soberanía de la razón.
CAPÍTULO VII
Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el primero de los bienes de-
be ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El
bien en política es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se cree, comúnmente,
que la justicia es una especie de igualdad; y esta opinión vulgar está hasta cierto punto de
acuerdo con los principios filosóficos de que nos hemos servido en la Moral. Hay acuer-
do, además, en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a que se aplica, y se
conviene también en que la igualdad debe reinar necesariamente entre iguales; queda por
averiguar a qué se aplica la igualdad y a qué la desigualdad, cuestiones difíciles que cons-
tituyen la filosofía política.
Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse desigualmente y en razón de la
preeminencia nacida de algún mérito; permaneciendo, por otra parte, en todos los demás
puntos perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado completamente se-
mejantes; y que los derechos y la consideración deben ser diferentes cuando los indivi-
duos difieren. Pero si este principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la estatura u
otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser superior en poder polí-
tico. ¿No es este un error manifiesto? Algunas reflexiones, deducidas de las otras ciencias
y de las demás artes, lo probarán suficientemente. Si se distribuyen flautas entre varios
artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte, no se darán los mejo-
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res instrumentos a los individuos más nobles, puesto que su nobleza no les hace más
hábiles para tocar la flauta; sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al
artista que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es aún bastante
claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un hombre muy distinguido en el
arte de tocar la flauta lo es mucho menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, to-
mada cada una aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y que en es-
tos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus rivales mucho más que los supera
él como profesor; pues sostengo que en este caso a él es a quien pertenece el instrumento
superior. De otra manera sería preciso que la ejecución musical sacase gran provecho de
la superioridad en nacimiento y en fortuna; y, sin embargo, estas circunstancias no pue-
den proporcionar en este orden el más ligero adelanto.
Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja cualquiera podría
ser comparada con otra; y porque la talla de tal hombre excediese la de otro, se seguiría
como regla general que la talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la li-
bertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se distingue por su virtud, se
coloca en general la talla muy por cima de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas
aparecerán entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede sobrepujar
a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que bastará fijar la proporción entre estos
grados para obtener la igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay una imposibili-
dad radical, es claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a derechos políticos,
repartir el poder según toda clase de desigualdades. El que los unos sean ligeros en la ca-
rrera y los otros muy pesados no es una razón para que en política los unos tengan más y
los otros menos; en los juegos gimnásticos es donde deberán apreciarse estas diferencias
en su justo valor; aquí no deben entrar en concurrencia otras cosas que las que contribu-
yen a la formación del Estado. Es muy justo conceder una distinción particular a la no-
bleza, a la libertad, a la fortuna; porque los individuos libres y los ciudadanos que tienen
la renta legal17 son los miembros del Estado; y no existiría el Estado si todos fuesen po-
bres o si todos fuesen esclavos. Pero a estos primeros elementos es preciso unir eviden-
temente otros dos: la justicia y el valor guerrero, de que el Estado no puede carecer; por-
que si los unos son indispensables para su existencia, los otros lo son para su prosperidad.
Todos estos elementos, por lo menos los más de ellos, pueden disputarse con razón el
honor de constituir la existencia de la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la
virtud es a las que debe atribuirse su felicidad.
Además, como la igualdad y la desigualdad completas son injustas tratándose de indi-
viduos que no son iguales o desiguales entre sí uno en un solo concepto, todos los go-
biernos en que la igualdad y la desigualdad están establecidas sobre bases de este género,
necesariamente son gobiernos corruptos. También hemos dicho más arriba que todos los
ciudadanos tienen razón en considerarse con derechos, pero no la tienen al atribuirse de-
rechos absolutos: como, por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una gran parte del
territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en las transacciones
comerciales; y los nobles y los hombres libres, clases muy próximas entre sí, porque a la
nobleza corresponde realmente más la ciudadanía que al estado llano, siendo muy esti-
mada en todos los pueblos, y además porque descendientes virtuosos deben, según todas
las apariencias, tener virtuosos antepasados, puesto que la nobleza no es más que un mé-
rito de raza. Ciertamente, la virtud puede, en nuestra opinión, levantar su voz con no me-
nos razón; la virtud social es la justicia, y todas las demás vienen necesariamente después
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de ella y como consecuencias. En fin, la mayoría también tiene pretensiones que puede
oponer a las de la minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa,
más rica Y mejor que la minoría.
17. Según la cual se clasificaba a los ciudadanos en el censo.
CAPÍTULO VIII
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Esta cuestión interesa a todos los gobiernos, sin exceptuar ninguno, ni aun los buenos.
Los gobiernos corruptos emplean estos medios movidos por un interés particular; pero no
se emplean menos en los gobiernos que se guían por el interés general. Se puede poner
más claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de las otras ciencias
y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que no guarde proporción con las otras
partes de la figura, aun cuando este pie fuese mucho más bello que el resto; el carpintero
de marina no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es desproporcionada; y el maes-
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tro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte y más hermosa que todas las
que forman el resto del coro. Así que no es imposible que los monarcas en este punto es-
tén de acuerdo con los Estados que rigen, si realmente no apelan a este expediente sino
cuando la conservación de su propio poder interesa al Estado.
Y así los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades bien reconocidas, no
carecen por completo de toda equidad política. Es, ciertamente, preferible que la ciudad,
gracias a las instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda excusar
este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano el timón del Estado, puede,
en caso de necesidad, apelar a este medio de reforma. Por lo demás, no han sido estos los
móviles que hasta ahora han motivado tal medida; en el ostracismo no se ha tenido en
cuenta el verdadero interés de la república, sino que se ha mirado simplemente como un
arma de partido.
En los gobiernos corruptos, como el ostracismo sirve a un interés particular, es por esto
mismo evidentemente justo; pero también es no menos evidente que no es de una justicia
absoluta. En la ciudad perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad en
cualquier concepto que no sean el mérito, la riqueza o la influencia, no puede causar em-
barazo; pero ¿qué puede hacerse contra la superioridad de la virtud? Ciertamente no se
dirá que es preciso desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este respecto.
Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia; porque esto sería dar un
jefe al mismo Júpiter. El único camino que naturalmente deben, al parecer, seguir todos
los ciudadanos, es el de someterse de buen grado a este grande hombre y tomarle por rey
mientras viva.
CAPÍTULO IX
Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al estudio del reinado,
que hemos clasificado entre los buenos gobiernos. ¿La ciudad o el Estado bien constitui-
do debe, en interés suyo, ser gobernado por un rey? ¿No existe un gobierno preferible a
éste, que si es útil a algunos pueblos, no puede serlo a otros muchos? Tales son las cues-
tiones que vamos a examinar. Pero indaguemos, ante todo, si el reinado es simple o si es
de muchas y diferentes especies. Es fácil reconocer que es múltiple, y que sus atribucio-
nes no son idénticas en todos los Estados. Así, el reinado en el gobierno de Esparta pare-
ce ser el más legal, pero no constituye un señorío absoluto. El rey dispone soberanamente
sólo en dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando está fuera del territorio
nacional, y en los asuntos religiosos. El reinado, comprendido de esta manera, no es ver-
daderamente más que un generalato inamovible, investido de poderes extraordinarios. No
tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso, exceptuado también entre los an-
tiguos: en las expediciones militares, en el ardor del combate. Homero nos lo dice: Aga-
menón, cuando delibera, deja pacientemente que le insulten; pero cuando marcha al ene-
migo, su poder llega hasta tener el derecho de matar, y exclama:
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19. Ilíada, cap. II, v. 301, y cap. XV. El verso último no se encuentra en los poemas de
Homero.
Esta primera especie de reinado no es más que un generalato vitalicio; puede ser así
hereditario como electivo.
Después de esta, debo hablar de una segunda especie de reinado, que encontramos esta-
blecido en algunos pueblos bárbaros; y que, en general, tiene, poco más o menos, los
mismos poderes que la tiranía, bien sea aquél legítimo y hereditario. Hay pueblos que,
arrastrados por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más pronun-
ciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los asiáticos que entre los euro-
peos, soportan el yugo del despotismo sin pena y sin murmurar; y he aquí por qué los rei-
nados que pesan sobre estos pueblos son tiránicos, si bien descansan, por otra parte, sobre
las sólidas bases de la ley y de la sucesión hereditaria. He aquí también por qué la guardia
que rodea a estos reyes es verdaderamente real, y no como la guardia que tienen los tira-
nos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad de un rey; mientras que el
tirano sólo confía la suya a extranjeros; y esto consiste en que en el primer caso la obe-
diencia es legal y voluntaria, y en el segundo, forzosa. Los unos tienen una guardia de
ciudadanos; los otros una guardia contra los ciudadanos.
Después de estas dos especies de monarquías viene una tercera, de la que encontramos
ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama esimenetia20. Es, a decir verdad, una
tiranía electiva, distinguiéndose del reinado bárbaro, no en que no es legal, sino sólo en
que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas veces por vida, y otras por
un tiempo dado o hasta un hecho determinado. Así es cómo Mitilene eligió a Pítaco21 pa-
ra rechazar a los desterrados que mandaban Antiménides y Alceo, el poeta. El mismo Al-
ceo nos dice en uno de sus Escolios que Pítaco fue elevado a la tiranía, y echa en cara a
sus conciudadanos el haberse valido de un Pítaco, enemigo de su país, para convertirle en
tirano de esta ciudad, que no siente el peso de sus males, ni el peso de su deshonra, y que,
al parecer, no se cansa de tributar alabanzas a su asesino. Los esimenetas antiguos o ac-
tuales tienen del despotismo el poder tiránico que se pone en sus manos, y del reinado la
elección libre que los crea.
20. Dionisio de Halicarnaso compara los arminetes con los dos dictadores romanos.
21. Pítaco, tirano de Mitilene hacia el año 600 a. de J. C., y uno de los siete sabios de
Grecia.
Una cuarta especie de reinado es la de los tiempos heroicos, consentida por los ciuda-
danos y hereditaria por la ley. Los fundadores de estas monarquías, que tanto bien hicie-
ron a los pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria, reuniéndolos o
conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron nombrados reyes por reconocimien-
to, y transmitieron el poder a sus hijos. Estos reyes tenían el mando supremo en la guerra
y hacían todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los pontífices, y además
de tener estas dos prerrogativas, eran jueces soberanos en todas las causas, ya sin prestar
juramento, ya dando esta garantía. La fórmula del juramento consistía en levantar el cetro
en alto22. En tiempos más remotos el poder de estos reyes abrazaba todos los negocios
políticos, interiores y exteriores, sin excepción; pero, andando el tiempo, sea por el aban-
dono voluntario de los reyes, sea por las exigencias de los pueblos, este reinado se vio
74
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reducido casi en todas partes a la presidencia de los sacrificios, y en los puntos donde me-
reció llevar todavía este nombre sólo conservó el mando de los ejércitos fuera del territo-
rio del Estado.
Hemos reconocido cuatro clases de reinado: uno, el de los tiempos heroicos, libremente
consentido, pero limitado a las funciones de general, de juez y de pontífice; el segundo, el
de los bárbaros, despótico y hereditario por ministerio de la ley; el tercero, el que se llama
esimenetia, y que es una tiranía electiva; el cuarto, en fin, el de Esparta, que, propiamente
hablando, no es más que un generalato perpetuamente vinculado en una raza. Estos cua-
tro reinados son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto reinado, en el que un
solo jefe dispone de todo, en la misma forma que en otros puntos dispone el cuerpo de la
nación, el Estado, de la cosa pública. Este reinado tiene grandes relaciones con el poder
doméstico, y así como la autoridad del padre es una especie de reinado en la familia, así
el reinado de que aquí hablamos es una administración de familia, aplicada a una ciudad,
a una o muchas naciones.
22. Ilíada, cap. VII, v. 412, y cap. X, v. 321.
CAPÍTULO X
Nosotros realmente sólo debemos considerar dos formas de reinado: la quinta, de que
acabamos de hablar, y el reinado de Lacedemonia. Los otros están comprendidos entre
estos dos extremos, y son, o más limitados en su poder que la monarquía absoluta, o más
extensos que el reinado de Esparta. Nos circunscribimos a los dos puntos siguientes: pri-
mero si es útil o funesto al Estado tener un general perpetuo, ya sea hereditario o electivo;
segundo, si es útil o funesto al Estado tener un dueño absoluto.
La cuestión de un generalato de este género es asunto propio de leyes reglamentarias
más bien que de la constitución, puesto que todas las constituciones podrían admitirlo
igualmente. Y así no me detendré en el reinado de Esparta.
En cuanto a la otra clase de reinado, forma una especie de constitución aparte, y voy a
ocuparme de él especialmente y tratar todas las cuestiones a que puede dar lugar.
El primer punto que en esta indagación importa saber es si es preferible poner el poder
en manos de un individuo virtuoso o encomendarlo a buenas leyes. Los partidarios del
reinado, que lo consideran tan beneficioso, sostendrán, sin duda alguna, que la ley, al dis-
poner sólo de una manera general, no puede prever todos los casos accidentales, y que es
irracional querer someter una ciencia, cualquiera que ella sea, al imperio de una letra
muerta, como aquella ley de Egipto que no permite a los médicos obrar antes del cuarto
día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo hacen cuando este término no ha
pasado aún. Luego, evidentemente, la letra y la ley no pueden por estas mismas razones
constituir jamás un buen gobierno. Pero esta forma de resoluciones generales es una ne-
cesidad para todos los que gobiernan, y su uso es, en verdad, más acertado en una natura-
leza exenta de pasiones que en la que está esencialmente sometida a ellas. La ley es im-
pasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada.
Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para resolver en casos particulares. En-
tonces se admite, evidentemente, que al mismo tiempo que él es legislador, hay también
leyes que cesan de ser soberanas en los puntos que callan, pero que lo son en los puntos
75
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de que hablan. En todos los casos en que la ley no puede decidir o no puede hacerlo equi-
tativamente, ¿debe someterse el punto a la autoridad de un individuo superior a todos los
demás, o a la de la mayoría? De hecho, hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las asam-
bleas públicas, y todos sus decretos recaen sobre casos particulares. Cada uno de sus
miembros, considerado aparte, es inferior, quizá, si se le compara con el individuo de que
acabo de hablar; pero el Estado se compone precisamente de esta mayoría, y una comida
en que cada cual lleva su parte es siempre más completa que la que pudiera dar por sí so-
lo uno de los convidados. Por esta razón, la multitud, en la mayor parte de los casos, juz-
ga mejor que un individuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran cantidad es
siempre menos corruptible, como se ve, por ejemplo, en una masa de agua, y la mayoría,
por la misma razón, es mucho menos fácil de corromper que la minoría. Cuando el indi-
viduo está dominado por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se
falsea, pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda la mayoría se enfure-
ciese o se engañase. Supóngase, por otra parte, una multitud de hombres libres, que no se
separan de la ley sino en aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no
sea cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la mayoría de ella
se compone de hombres virtuosos, como individuos y como ciudadanos; y pregunto en-
tonces: ¿un solo hombre será más incorruptible que esta mayoría numerosa, pero proba?
¿No está la ventaja, evidentemente, de parte de la mayoría? Pero se dice: la mayoría pue-
de amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Mas se olvida que hemos supuesto en
todos los miembros de la mayoría tanta virtud como en este individuo único. Por consi-
guiente, si se llama aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos, y reinado al
de uno solo, la aristocracia será ciertamente para estos Estados muy preferible al reinado,
ya sea absoluto su poder, ya no lo sea, con tal que se componga de individuos que sean
tan virtuosos los unos como los otros. Si nuestros antepasados se sometieron a los reyes,
sería, quizá, porque entonces era muy difícil encontrar hombres eminentes, sobre todo en
Estados tan pequeños como los de aquel tiempo; o acaso no admitieron a los reyes sino
por puro reconocimiento, gratitud que hace honor a nuestros padres. Pero cuando el Esta-
do tuvo muchos ciudadanos de un mérito igualmente distinguido, no pudo tolerarse ya el
reinado; se buscó una forma de gobierno en que la autoridad pudiese ser común, y se es-
tableció la república. La corrupción produjo dilapidaciones públicas, y dio lugar, muy
probablemente, como resultado de la indebida estimación dada al dinero, a las oligarquí-
as. Éstas se convirtieron muy luego en tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en
demagogias. La vergonzosa codicia de los gobernantes, que tendía sin cesar a limitar su
número, dio tanta . fuerza a las masas, que pudieron bien pronto sacudir la opresión y
hacerse cargo del poder ellas mismas. Más tarde, el crecimiento de los Estados no permi-
tió adoptar otra forma de gobierno que la democracia.
Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia del reinado: ¿cuál debe ser
la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que quizá también ellos habrán de reinar? Cierta-
mente, si han de ser tales como muchos que se han visto, semejante sucesión hereditaria
será bien funesta23. Pero el rey, se dirá, será árbitro de no transmitir el reinado a su raza.
En este caso, graves peligros tiene esta confianza, porque la posición es muy resbaladiza,
y semejante desinterés exigiría un heroísmo de que no es capaz el corazón humano. Tam-
bién preguntaremos si, para ejercer su poder, el rey que pretende dominar debe tener a su
disposición una fuerza armada, capaz de contrarrestar y someter a los rebeldes; o, en otro
caso, cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que reine con arreglo a las leyes, y
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que no las sustituya nunca con su arbitrio personal, aun así será preciso que disponga de
cierta fuerza para proteger las mismas leyes. Es cierto que, tratándose de un rey tan per-
fectamente ajustado a la ley, la cuestión se resuelve bien pronto: debe tener, en verdad,
una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de suerte que sea el rey más poderoso
que cada ciudadano en particular o que cierto número de ciudadanos reunidos; y también
de manera que sea él más débil que todos juntos. En esta proporción nuestros mayores
arreglaban las guardias que concedían, al poner el Estado en manos de un jefe que llama-
ban esimeneta o tirano. Partiendo de esta base también, cuando Dionisio pidió guardias,
un siracusano aconsejó en la asamblea del pueblo que se le concedieran.
23. Véase el libro VIII, cap. VIII.
CAPÍTULO XI
La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca puede hacer todo
lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí. Ninguno de los reinados que se llaman le-
gales constituye, repito, una especie particular de gobierno, puesto que se puede estable-
cer dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que en la aristo-
cracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a un solo individuo, y hay una ma-
gistratura de este género en Epidamno y en Opunto24, donde, sin embargo, los poderes
del jefe supremo son menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado absoluto25, es
decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le parece, muchos
sostienen que la naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de uno solo sobre todos
los ciudadanos, puesto que el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que
entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben ser necesariamente
idénticos. Si es en el orden físico perjudicial dar alimento igual y vestidos iguales a hom-
bres de constitución y estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata
de los derechos políticos; y, a la inversa, la desigualdad entre iguales no es menos irra-
cional.
24. Opunto, ciudad de la Lócrida.
25. Juliano, siendo emperador y señor absoluto del imperio romano, acordandose de
que era filósofo, aprueba este pasaje.
Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos
perfectamente igual y alternativa; porque esto es, precisamente, lo que procura hacer la
ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los
ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos,
sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las ma-
gistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistratura suprema a
un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él.
A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá
nunca más que ella; una ley que ha sabido enseñar convenientemente a los magistrados
puede muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los
casos en que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de corregir todos los
defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que admite una mejora posible.
77
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Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par que
las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia;
porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres
cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es la inteligencia sin
las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más arriba de las ciencias no parece concluyente;
es peligroso atenerse en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los hom-
bres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad a prescribir un trata-
miento irracional; a lo más, tendrá en cuenta los honorarios que le ha de valer la curación.
En política, por lo contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un fu-
nesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el médico se ha dejado ganar por los enemi-
gos para atentar a la vida del enfermo, se acude a los preceptos escritos. Más aún, el mé-
dico enfermo llama para curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en pre-
sencia de otros gimnastas; creyendo unos y otros que juzgarían mal si fuesen jueces en
causa propia, por no poder ser desinteresados. Luego, evidentemente, cuando sólo se as-
pira a obtener la justicia es preciso optar por un término medio, y este término medio es
la ley. Por otra parte, hay leyes fundadas en las costumbres que son mucho más podero-
sas e importantes que las leyes escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad
de un monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que
en estas leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres. Pero un solo hom-
bre no puede verlo todo con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en nume-
rosos funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente establecer esta reparti-
ción del poder desde el principio que dejarlo a la voluntad de un solo individuo? Además,
queda siempre en pie la objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuo-
so merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más
aún. Así dice el poeta:
Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de fallar soberana-
mente, como lo hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que no se
cree que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omni-
potencia en los puntos que ella decide28; pero precisamente por lo mismo que la ley sólo
puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia y se pregunta si,
en igualdad de circunstancias, no es preferible sustituir su soberanía con la de un indivi-
duo, puesto que disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación especial
es una cosa completamente imposible. No se niega que en tales casos sea preciso some-
terse al juicio de los hombres: lo que se niega únicamente es que deba preferirse un solo
individuo a muchos, por que cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, puede,
guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente. Pero podría parecer ab-
surdo el sostener que un hombre que para formar juicio sólo tiene dos ojos y dos oídos, y
para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión de individuos con
órganos mucho más numerosos. En el estado actual, los monarcas mismos se ven preci-
78
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sados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con
los amigos del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son amigos del
monarca no obrarán conforme a las intenciones de éste; y si son sus amigos, obrarán, por
el contrario, en bien de su interés y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone
necesariamente semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos compartan su
poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser igual entre iguales.
26. Ilíada, cap. X, v. 224.
27. Ilíada, cap. II, v. 372.
28. A Platón le parece la ley inferior a un legislador ilustrado.
Tales son, sobre poco más o menos, las objeciones que se hacen al reinado.
Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá menos. El poder del
señor, así como el reinado o cualquier otro poder político justo y útil, es conforme con la
naturaleza, mientras que no lo es la tiranía, y todas las formas corruptas de gobierno son
igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho prueba que, entre indivi-
duos iguales y semejantes, el poder absoluto de un solo hombre no es útil ni justo, siendo
del todo indiferente que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la
carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan virtuosos o tan de-
pravados como él, o, en fin, que sea completamente superior a ellos por su mérito. Sólo
exceptúo un caso que voy a decir, y que ya he indicado antes.
Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de monárquico, aristo-
crático y republicano. Un pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar la
autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores que exige la dominación
política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias para te-
ner la constitución política que conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar la
autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo republicano es
aquel en que por naturaleza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente obedecer y
mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe
corresponderle.
Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo cualquiera, sobresale mos-
trando una virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciu-
dadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al supremo poder,
y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es justo, no sólo porque así lo re-
conozcan los fundadores de las constituciones aristocráticas, oligárquicas y también de-
mocráticas, que unánimemente han admitido los derechos de la superioridad, aunque es-
tén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta superioridad, sino también por las razo-
nes que hemos expuesto anteriormente. No es equitativo matar o proscribir mediante el
ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel común, porque la
parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en este caso, es precisamente esta virtud tan
superior a todas las demás. No queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y
reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo.
Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto sus diversas espe-
cies, sus ventajas y sus peligros, según los pueblos a que se aplica, y después de haber
estudiado las formas que reviste.
CAPÍTULO XII
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De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la mejor debe ser nece-
sariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el Estado en que se encuentra por fortuna
una gran superioridad de virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de los
demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que los unos sepan obedecer tan bien
como los otros mandar, movidos siempre por un fin noble. Se ha demostrado preceden-
temente que en el gobierno perfecto la virtud privada era idéntica a la virtud política;
siendo no menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes que consti-
tuyen al hombre de bien se puede constituir igualmente un Estado, aristocrático o monár-
quico; de donde se sigue que la educación y las costumbres que forman al hombre virtuo-
so son sobre poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república o
al jefe de un reinado.
Sentado esto, veamos de tratar de la república perfecta, de su naturaleza, y de los me-
dios de establecerla. Cuando se la quiere estudiar con todo el cuidado que merece, es pre-
ciso... 29.
29. En ninguna de las tres ediciones que tenemos a la vista, la de Basilea, la de Lyón y
la de París, de Ginés Sepúlveda, se halla la frase «cuando se la quiere», que pone en su
traducción M. Barthélemy Saint-Hilaire; y en ninguna aparece este capítulo independien-
te, sino que va unido al que le precede. Ginés Sepúlveda termina así el capítulo: de hac
enim hoc in loco necesse est ut res poscit disputare, que si bien no es la misma frase de
M. Saint-Hilaire, se halla en ella implícitamente el pensamiento.
LIBRO CUARTO1
CAPÍTULO I
DE LA VIDA PERFECTA
Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que
reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo
nuestra preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es el go-
bierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los ciudada-
nos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfecta felicidad,
compatible con su condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el género de vida
preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o diferen-
te para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber demostrado suficiente-
mente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más
que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede negar, porque es
absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres
clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consis-
tiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a
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un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver
volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber,
que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y
que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo co-
mo un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene
en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni
sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por
poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás
bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la canti-
dad en que los poseamos.
1. Generalmente colocado el séptimo.
A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en esta
ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse las vir-
tudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conservados éstos
mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la virtud, o
ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de
las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del
amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo
estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres
respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfecta-
mente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o
instrumento; y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia
nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los
bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si se puede
hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante todo, esencialmente bellas. En gene-
ral, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan para conocer la
superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación directa con la dis-
tancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales estudiamos.
Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a noso-
tros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en
una relación análoga. Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo
son apetecibles en interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para
ella, mientras que el alma nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bie-
nes. Por tanto, estimaremos como punto perfectamente sentado que la felicidad está
siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas,
y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios, cuya felicidad suprema no de-
pende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de
su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesa-
riamente en que las circunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que
son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o
por efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resul-
ta que el Estado más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La
felicidad no puede acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prospe-
ran sino a condición de ser virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se
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producen en el Estado con la misma extensión y con las mismas formas que en el indivi-
duo; y por lo mismo que el individuo las posee es por lo que se le llama justo, sabio y
templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos de
tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo posible,
pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la vida, así para
el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble grado de
virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a
este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más
tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado.
CAPÍTULO II
Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por ele-
mentos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en
que estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la ri-
queza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como
es rico; si se estima que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiráni-
co, el Estado será tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el hom-
bre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el
más afortunado. Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra atención. En primer lu-
gar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios del Esta-
do, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y en se-
gundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el que
admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que,
haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión in-
teresa a la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias indivi-
duales; y como precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan,
dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que constituirá el ob-
jeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano,
sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar
mejor su felicidad. Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, mu-
chos se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obliga-
ción exterior y consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que es
digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nuestros
días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra de estas ocupaciones: la
política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque todo indivi-
duo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino que les
parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una horrible
injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa de ser
injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce. Según
una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende que
la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas
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sus formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los nego-
cios generales de la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de
la otra, persisten y sostienen que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la
dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes
van encaminadas por entero a hacer la conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio
de esta confusión general que presentan casi en todas partes los materiales legislativos, se
ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación. Así en Lacedemonia y en Cre-
ta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no están hechos sino
para la guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen el ma-
yor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los
tracios, los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por
ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han
hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si
no había dado muerte a algún enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes,
corría la copa de mano en mano, pero no podía ser tocada por el que no había muerto a
alguno en el combate. En fin, los iberos, raza belicosa2, plantan sobre la tumba del gue-
rrero tantas estacas de hierro como enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros
pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o sancionados por las costum-
bres.
2. Que tenía fama de valerosa hasta entre los mismos romanos.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado
pueda nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos
o no en soportar el yugo. ¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocu-
parse de una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos los medios,
no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las leyes, porque el mismo triunfo puede
no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El médico y
el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que tiene en cura, éste
a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confunde el poder políti-
co con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno para sí
mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia
para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo,
excepto cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si
este principio es verdadero sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados
a estar sometidos a un señor, y no indistintamente sobre todos; a la manera que para un
festín o un sacrificio se va a la caza, no de hombres, sino de animales que se pueden cazar
a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de comer. Pero un Estado, en verdad, si
se descubriese el medio de aislarle de todos los demás podría ser dichoso por sí mismo,
con la sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes. En una ciudad
semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie de-
be ni siquiera suponer en ella. Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por
magníficas que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio
para que aquél se realice. El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la
ciudad toda, a los diversos individuos que la componen, y a todos los demás miembros de
la asociación, la parte de virtud y de bienestar que les pueda pertenecer, modificando, se-
gún los casos, el sistema y las exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos,
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la legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga mantener y los debe-
res que deba cumplir respecto de ellos. Esta materia se tratará más adelante como ella
merece, cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.
CAPÍTULO III
DE LA VIDA POLÍTICA
Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse esencialmente en la
vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la vida. Exa-
minemos las dos opiniones contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políti-
cas y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da una gran
preferencia, difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro, se pone,
por lo contrario, la vida política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede
ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénticas. Estas
opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir como un hombre
libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en tan-
to que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los pormeno-
res de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error creer que toda autori-
dad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre hombres libres y la
que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hombre libre y la
naturaleza del esclavo, como ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se
incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad só-
lo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sabios se proponen siempre en sus
acciones fines tan numerosos como dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: «un poder absoluto es el ma-
yor de los bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas accio-
nes. Así, siempre que pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a
otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones que nacen
de la filiación, de la paternidad, de la amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser
sacrificado, porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo y en este caso el
bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo». Esta objeción sería verdadera cuando
más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez el bien supremo; pe-
ro como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente falsa. Para
hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a
la mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las
leyes de la virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. Entre
criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque
es la que constituye la semejanza y la igualdad. La desigualdad entre iguales y la dispari-
dad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza, y nada de lo que es contra naturale-
za puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea superior por su mérito, y cuyas facul-
tades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien, éste es el que debe tomarse
por guía, y al que es justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no basta; es preciso,
además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es verdadero, y si la felici-
dad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los in-
dividuos en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida activa
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deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad de relación con los demás hom-
bres, y que los únicos pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que propo-
nen resultados positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos acti-
vos son más bien las reflexiones y las meditaciones completamente personales, que no
tienen otro objeto que su propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi
una acción; la idea de actividad se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador
que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario
con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al
Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa me-
diante las relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tan-
to puede decirse de todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea;
porque de otra manera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su
acción no tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos.
Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para
los hombres reunidos y para el Estado en general.
CAPÍTULO IV
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loso. Ahí están los hechos para probar que es muy difícil, y quizá imposible, organizar
una ciudad demasiado populosa4; y ninguna de aquellas cuyas leyes han merecido tantas
alabanzas ha tenido, como puede verse, una excesiva población. El razonamiento viene
en apoyo de la observación. La ley es la determinación de cierto orden; las buenas leyes
producen necesariamente el buen orden; pero el orden no es posible tratándose de una
gran multitud. El poder divino, que abraza el universo entero, sería el único que podría en
ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de la armonía del número con la ex-
tensión; y la perfección para el Estado consistirá necesariamente en reunir una justa ex-
tensión y un número conveniente de ciudadanos. Pero la extensión de los Estados está
sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los animales, las plantas, los
instrumentos. Cada cosa, para poseer todas las propiedades que le son propias, no debe
ser ni desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal caso, o ha
perdido completamente su naturaleza especial, o se ha pervertido. Una nave de una pul-
gada tendría tanto de nave como una de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será
completamente inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. Lo
mismo sucede respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede satisfacer sus necesi-
dades, lo cual es una condición esencial de la ciudad; demasiado extensa, se basta a sí
misma, pero no como ciudad, sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobier-
no. En medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué Esténtor
podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada la ciudad en el momento
mismo en que la masa políticamente asociada puede proveer a todas las necesidades de su
existencia. Más allá de este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero
esta progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos harán ver fácilmente
cuáles deben ser. En la ciudad los actos políticos son de dos especies: autoridad, obe-
diencia. El magistrado manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir
las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se conozcan y se aprecien
mutuamente. Donde estas condiciones no existen, las elecciones y las sentencias jurídicas
son necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución tomada a la ligera
es funesta, y evidentemente no puede menos de serlo, recayendo sobre una masa tan
grande. Por otra parte, será muy fácil a los domiciliados y a los extranjeros usurpar el de-
recho de ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud reunida. Pue-
de, pues, sentarse como una verdad que la justa proporción para el cuerpo político5 con-
siste, evidentemente, en que tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean ca-
paces de satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos que puedan
sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son nuestros principios sobre la exis-
tencia del Estado.
3. Este es uno de los más antiguos testimonios, además del de Platón en el Fedro, que la
Antigüedad nos ha dejado acerca de Hipócrates.
4. Dividida la Grecia en ciudades independientes y soberanas, no podía concebir cómo
podría ser bien gobernado un Estado vasto y populoso, cuestión que el sistema represen-
tativo ha venido a resolver.
5. Esta solución general está tomada de Platón. Las Leyes, lib. V.
CAPÍTULO V
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Los principios que acabamos de indicar respecto a la población del Estado pueden, has-
ta cierto punto, aplicarse al territorio. El más favorable, sin contradicción, es aquel cuyas
condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la independencia del Estado, por-
que precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de producciones. Po-
seer todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie, he aquí la verdadera in-
dependencia. La extensión y la fertilidad del territorio deben ser tales que todos los ciu-
dadanos puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y sobrios.
Después examinaremos el valor de este principio con más precisión, cuando tratemos, en
general, de la propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestio-
nes muy controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en este punto en uno
u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia o en un lujo desenfrenado.
Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna dificultad. Los tácticos,
con cuyo dictamen debe contarse, exigen que sea de difícil acceso para el enemigo y de
salida cómoda para los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la masa de
sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un terreno fácil de observar
no es menos fácil de defender. En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es posible
elegirlo, es preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que
debe exigirse es que todos los puntos puedan prestarse mutuo auxilio, y que el transporte
de géneros, maderas y productos manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la
de saber si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena organización del Es-
tado. Este contacto con extranjeros, educados bajo leyes completamente diferentes, es
perjudicial al buen orden, y la población constituida por esta multitud de mercaderes que
van y vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también rebelde a toda disciplina
política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, no hay duda alguna de que, aten-
diendo a la seguridad y a la abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la
ciudad y al resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se resiste mejor
una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la vez, por mar y por tierra auxilios de
los aliados; y si no se puede batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo,
se puede hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se pueden
ocupar ambos.
El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es decir, importar lo que
el país no produce y exportar las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer el co-
mercio, sólo debe pensar en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil
de todas las naciones6 no tiene otro origen que la codicia, y el Estado, que debe buscar en
otra parte elementos para su riqueza, no debe entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero
en algunos países y en algunos Estados la rada y el puerto hecho por la naturaleza están
maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual, sin estar muy distante, aun-
que sí separada, domina el puerto con sus murallas y fortificaciones. Gracias a esta situa-
ción, la ciudad se aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son
útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición legislativa podrá alejar todo
peligro, designando especialmente los ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohi-
birse esta comunicación con los extranjeros.
6. Esta reprobación del comercio hecho por el Estado es consecuencia de los principios
establecidos en el libro I, al final del cap. III.
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En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe, hasta cierto punto, ser
poderoso por mar, y esto no sólo en vista de sus necesidades interiores, sino también con
relación a sus vecinos, a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y por tierra,
según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser proporcionada al género
de existencia de la ciudad. Si esta existencia es por completo de dominación y de rela-
ciones políticas, es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones análogas a las
empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no tiene necesidad de esta po-
blación enorme compuesta por las gentes de mar, que no deben ser jamás miembros de la
ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las
dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército de tierra. Dondequiera
que las gentes del campo y los labradores abundan, hay necesariamente gran número de
marinos. Algunos Estados nos suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Hera-
clea, por ejemplo, aunque su ciudad es muy pequeña comparada con otras, no por eso de-
ja de equipar numerosas galeras.
No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio del Estado, sus puer-
tos, sus ciudades, su relación con el mar y sus fuerzas navales.
CAPÍTULO VI
Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político; veamos ahora qué
cualidades naturales se requieren en los miembros que lo componen. Puede formarse una
idea de ellas con sólo echar una mirada sobre las ciudades más célebres de la Grecia y
sobre las diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en climas fríos7,
hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero son en verdad inferiores en inteli-
gencia y en industria; y si bien conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente in-
disciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En Asia, por el contrario, los
pueblos tienen más inteligencia y aptitud para las artes, pero les falta corazón, y perma-
necen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que topográficamente
ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de ambas. Posee a la par inteligencia y
valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia y constituir buenos gobiernos, y
sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el universo. En el seno mismo de la
Grecia los diversos pueblos presentan entre sí desemejanzas análogas a las que acabamos
de indicar: aquí predomina una sola cualidad; allí todas se armonizan en una feliz combi-
nación. Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez inteli-
gencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la vir-
tud. Algunos escritores políticos exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a
quienes conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es el que
produce en nosotros la afección; el corazón es la facultad del alma que nos obliga a amar.
En prueba de ello podría decirse que el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mu-
cho más contra los amigos que contra los desconocidos. Arquíloco8, cuando quiere que-
jarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice:
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En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte de este mismo prin-
cipio: el corazón es imperioso y no sabe someterse. Pero los autores que he citado más
arriba hacen mal en exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente tenerla
con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea con el crimen; y, repito, se
irritan más contra los amigos cuando creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera
es perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que tal conducta pueda
producir, se cree perder, además, una benevolencia con que con razón se contaba. De
aquí aquel pensamiento del poeta:
Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su número y sus cualidades
naturales, y al determinar la extensión y las condiciones del territorio, nos hemos ence-
rrado dentro de los límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en simples
consideraciones teóricas la misma precisión que en las observaciones de los hechos que
nos suministran los sentidos
CAPÍTULO VII
Así como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay identidad entre todos
los elementos del cuerpo entero, aunque sean esenciales a su existencia, en igual forma se
puede, evidentemente, no contar entre los miembros de la ciudad a todos los elementos de
que tiene, sin embargo, una necesidad indispensable; principio igualmente aplicable a
cualquiera otra asociación que sólo haya de formarse de elementos de una sola y misma
especie. Los asociados deben tener necesariamente un punto de unidad común, ya sean,
por otra parte, en razón de su participación en ella iguales o desiguales: por ejemplo, los
alimentos, la posesión del suelo o cualquier otro objeto semejante. Pueden hacerse dos
cosas, la una en vista de la otra, ésta como medio, aquélla como fin, sin que haya entre
ellas más de común que la acción producida por la una y recibida por la otra. Esta es la
relación que hay en un trabajo cualquiera entre el instrumento y el obrero. La casa no tie-
ne, ciertamente, nada que pueda ser común a ella y al albañil, y, sin embargo, el arte del
albañil no tiene otro objeto que la casa' En igual forma, la ciudad tiene necesidad segura-
mente de la propiedad, pero la propiedad no es ni remotamente parte esencial de la ciu-
dad, por más que de la propiedad formen parte como elementos seres vivos. La ciudad no
es más que una asociación de seres iguales, que aspiran en común a conseguir una exis-
tencia dichosa y fácil. Pero como la felicidad es el bien supremo; como consiste en el
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CAPÍTULO VIII
Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si todas estas fun-
ciones deben pertenecer sin distinción a todos los ciudadanos. Tres cosas son en este caso
posibles: o que todos los ciudadanos sean a la vez e indistintamente labradores, artesanos,
jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función tenga sus hombres es-
peciales; o, en fin, que unas pertenezcan necesariamente a algunos individuos en particu-
lar y otras a la generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a cualquier
Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían suponer diversas combinaciones,
admitir o no a todos los ciudadanos en todos los empleos, y conferir ciertas funciones
como privilegio. Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En las
democracias todos los derechos son comunes, y lo contrario sucede en las oligarquías.
El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que garantiza al cuerpo so-
cial el mayor grado de felicidad. Ahora bien, la felicidad, según hemos dicho, es insepa-
rable de la virtud; y así, en esta república perfecta, en la que la virtud de los ciudadanos
será una verdad en toda la extensión de la palabra y no relativamente a un sistema dado,
aquéllos se abstendrán cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de toda es-
peculación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la virtud. Tampoco se dedicarán
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a la agricultura, pues se necesita tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para ocu-
parse de la cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera sobre los
negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos que deben, al parecer, constituir
esencialmente la ciudad. Las dos funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en ma-
nos separadas o reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta pregunta es
clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta cierto punto reunidas; separadas,
porque ,-,¡den edades diferentes y necesitan la una prudencia, la otra v,Dor; reunidas, por-
que es imposible que gentes que tienen la fuerza en su mano y que pueden usar de ella se
resignen a una perpetua sumisión. Los ciudadanos armados son siempre árbitros de
mantener o de derribar el gobierno. No hay más remedio que confiar todas esas funciones
a las mismas manos, pero atendiendo a las diversas épocas de la vida, como la misma na-
turaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la juventud, y la prudencia de la
edad madura, deben distribuirse las atribuciones conforme a este principio, tan útil como
equitativo, como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito.
Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que componen estas dos
clases, porque el desahogo en la vida está reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo
son esencialmente. En cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene
ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud, lo cual es una
consecuencia evidente de nuestros principios. La felicidad reside exclusivamente en la
virtud, y para que pueda decirse que una ciudad es dichosa es preciso tener en cuenta no a
algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción. Y así las propieda-
des pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y los labradores serán necesariamente
esclavos, o bárbaros, o siervos.
En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los pontífices, cuya posi-
ción en el Estado está bien señalada. Un labrador, un obrero, no pueden alcanzar nunca el
desempeño de las funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el servicio
de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos partes, la una guerrera, la otra
deliberante, y es conveniente a la vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a
los ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe encomendarse el cuida-
do del sacerdocio.
Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del Estado, las partes que
realmente componen la ciudad. Ésta no puede, por un lado, carecer de labradores, de arte-
sanos y de mercenarios de todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante
son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes divisiones del Estado se
distinguen también entre sí, la una por la perpetuidad y la otra por el carácter alternativo
de las funciones.
CAPÍTULO IX
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respecto a Creta se remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más re-
mota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a un cierto ítalo, que lle-
gó a ser rey de la Enotria, el que los enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos,
y que el nombre de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de Europa, comprendida
entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre sí una medida jornada11. Se añade
que ítalo hizo agricultores a los enotrios, que antes eran nómadas, y que entre otras insti-
tuciones les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay cantones que conservan esta
costumbre, a la par que algunas leyes de ítalo. Esta costumbre existía entre los ópicos,
habitantes de las orillas de la Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de auso-
nios; y también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado Sirteis, en las
costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo demás, es sabido que los caonios eran
también de origen enotrio.
Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La división de los ciudadanos
por clases viene de Egipto, pues el reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. De-
be creerse, por lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear estas
instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor decir, una infinidad de veces.
Por lo pronto, la misma necesidad ha sugerido precisamente los medios de satisfacer las
primeras exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los perfeccionamientos y
la abundancia han debido, según todas las apariencias, desenvolverse en la misma pro-
porción; y es, por tanto, una consecuencia muy lógica el creer esta ley aplicable igual-
mente a las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y el Egipto está ahí
para probarlo. Nadie negará su prodigiosa antigüedad12, y en todos los tiempos ha tenido
leyes y una organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros predecesores en
todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en novedades, sino en los puntos en que
nos han dejado vacíos que llenar.
9. Mil ochocientos años, por lo menos, a. de J. C., debió de vivir Sesostris.
10. Minos, se supone que vivió 1,400 años a. de J. C.
11. Ciento sesenta estadios, según Estrabón.
12. Los astrónomos modernos creen haber probado, en vista de diversos monumentos
auténticos, que las observaciones positivas de los egipcios se remontaban a 3.285 años
antes de la Era cristiana.
Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que llevan las armas y
tienen derechos políticos, y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión del terri-
torio, que los labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos aquí
de la división de las propiedades y del número y especie de labradores. Hemos rechazado
ya la comunidad de tierras, admitida por algunos autores; pero hemos declarado que la
benevolencia de unos ciudadanos para con los otros debía hacer común el uso de aqué-
llas, para que todos tuvieran, al menos, segura su subsistencia. Se mira generalmente el
establecimiento de las comidas en común como perfectamente provechoso a todo Estado
bien constituido. Más tarde diremos por qué adoptamos nosotros también este principio;
pero es preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un puesto en aquéllas, y
es difícil que los pobres, si han de concurrir con la parte fijada por la ley, puedan, ade-
más, atender a todas las demás necesidades de su familia. Los gastos del culto divino son
también una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en dos por-
ciones, una para el público, otra para los particulares, y subdividirse ambas en otras dos.
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La primera porción se subdividirá para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de
las comidas públicas. En cuanto a la segunda, se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo
ciudadano a un mismo tiempo fincas en la frontera y en las cercanías de la ciudad, esté
igualmente interesado en la defensa de las dos localidades. Esta repartición, equitativa en
sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su unión más íntima contra los ene-
migos comunes de los Estados vecinos. Donde no está establecida esta repartición, a los
unos inquieta muy poco la guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una ver-
gonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la fronte-
ra de toda deliberación sobre las agresiones enemigas, por considerarlos directamente in-
teresados, y no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos que
obligan a dividir el territorio en la forma que hemos dicho. En cuanto a los que deben cul-
tivarlo, si cabe elegir, deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos
de la misma nación, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos condicio-
nes serán excelentes para el trabajo, y no pensarán en rebelarse. Después es conveniente
mezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cua-
lidades que aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al pro-
pietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos el trato que debe
darse a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como recompensa
de sus trabajos13.
13. Esto prueba claramente que Aristóteles no era un partidario ciego de la esclavitud,
como lo demostró en su testamento, dando libertad a todos sus esclavos.
CAPÍTULO X
DE LA SITUACIÓN DE LA CIUDAD
No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y marítima, y en rela-
ción, en cuanto sea posible, con todos los puntos del territorio, puesto que ya lo hemos
dicho más arriba. En cuanto a la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben
tenerse en cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición al Levante
y a los vientos que de allí soplan es la más sana de todas; la exposición al Mediodía viene
en segundo lugar, y tiene la ventaja de que el frío en invierno es más soportable. Desde
otros puntos de vista, el asiento de la ciudad debe ser también escogido teniendo en cuen-
ta las ocupaciones que en el interior de ella tengan los ciudadanos y los ataques de que
pueda ser objeto. Es preciso que, en caso de guerra, los habitantes puedan fácilmente sa-
lir, y que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en ella como en bloquearla. La
ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes naturales en bastante cantidad, y a
falta de ellas conviene construir vastos y numerosos aljibes destinados a guardar las
aguas pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante la guerra se interrumpan
las comunicaciones con el resto del país. Como la primera condición es la salud de los
habitantes, y ésta resulta, en primer lugar, de la situación y posición de la ciudad que
hemos expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables, este último punto exige tam-
bién la más severa atención. Las cosas que obran sobre el cuerpo con más frecuencia y
más amplitud tienen también mayor influjo sobre la salud; y en este caso se encuentra
precisamente la acción natural del aire y de las aguas. Y así, en cualquier punto donde las
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CAPÍTULO XI
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Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan espléndidos como sea
preciso y servirán, a la vez, para las comidas públicas de los principales magistrados y
para la celebración de todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han querido
que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse desde todos los cuarteles que le
rodean, será tal como lo exige la dignidad de los personajes que tiene que albergar. Al pie
de la eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que esté la plaza públi-
ca, construida como la que se llama en Tesalia Plaza de la Libertad. No se consentirá
nunca que esta plaza se manche dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la entra-
da en ella a los artesanos, a los labradores y a todo individuo de esta clase, a menos que el
magistrado expresamente los llame. También es preciso que el aspecto de este lugar sea
agradable, puesto que será allí donde los hombres de edad madura se dedicarán a los ejer-
cicios gimnásticos, porque hasta desde este punto de vista deben separarse los ciudadanos
según su edad, y algunos magistrados asistirán a los juegos de la juventud, así como los
de madura edad asistirán algunas veces a los de los magistrados. La presencia del magis-
trado inspira verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que es propio del corazón
del hombre libre. Lejos de esta plaza, y bien separada de ella, estará la destinada al tráfi-
co, debiendo ser este sitio de fácil acceso para todas las mercancías que se transporten,
procedentes del mar y del interior del país.
15. Pericles fue el primero que se sirvió de estas máquinas en el sitio de Samos el año
cuatro de la Olimpiada 84, 441 a. de J. C.
CAPÍTULO XII
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Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades deben poseer los
miembros que componen la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado estén per-
fectamente asegurados. El bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos condicio-
nes: primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que sea posible rea-
lizar los actos que a él conducen. También puede suceder que estas dos condiciones se
encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es excelente, y no se tie-
nen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos necesarios pa-
ra alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse, a la vez, sobre el fin y so-
bre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que
debe curar el mal, como carece de los recursos necesarios para la curación que se propo-
ne. En todas las artes y en todas las ciencias es preciso que el fin y los medios que puedan
conducir a él sean igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean
la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido y a otros no el conseguirlo, lo cual es
resultado ya de las circunstancias, ya de la naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante
ciertas condiciones que fácilmente pueden reunir los individuos afortunados y difí-
cilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun supuestas todas las faculta-
des requeridas, extraviarse y apartarse del camino desde los primeros pasos. Puesto que
nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la administración
perfecta del Estado, y que esta administración perfecta es la que habrá de asegurar la ma-
yor suma de felicidad a todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué
consiste esta felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer que
esta obra no carece de toda utilidad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica
completa de la virtud, no relativa, sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se
refiere a las necesidades precisas de la vida; por absoluta, la que se refiere únicamente a
lo bello y al bien. Y así, en la esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo
del culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de necesidad, es decir, que no
es bueno sino en cuanto es necesario; y sería ciertamente preferible que los individuos y
el Estado pudiesen pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen por
fin la gloria y el perfeccionamiento moral, son bellos en un sentido absoluto. De estos dos
órdenes de actos, el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepa-
ra y opera directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la
miseria, la enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de con-
sistir en las cosas contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre
virtuoso diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes ab-
solutos; y no hay necesidad de añadir que debe saber también hacer de estos bienes un
uso absolutamente bello y bueno. De esto último ha nacido la opinión vulgar de que la
felicidad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una preciosa
pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.
De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador debe tener de an-
temano ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí mismo
algunos.
Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo
dispone; porque hemos admitido que el azar era a veces el único dueño de las cosas; pero
no es el azar el que asegura la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre.
El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte del gobierno
lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, todos los ciudadanos deben tomar parte en el
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gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres en la virtud. Cier-
tamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la par, sin ocuparse de
los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el resultado de la virtud de
todos los particulares.
Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y virtuoso: la natu-
raleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso que la naturaleza haga que nazcamos
formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después
es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además, los dones
de la naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las costumbres, que
puede ejercer sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos los
animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; algunas especies, pocas,
están también sometidas al imperio del hábito; el hombre es el único que lo está a la ra-
zón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que estas tres cosas se ar-
monicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las costumbres, cuando
cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho mediante qué condiciones
los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la obra del legislador; lo demás
corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las lecciones de los maestros.
CAPÍTULO XIII
Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los su-
bordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las
cuestiones que debe resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha
trazado la línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y
la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad
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conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni fomentar la vanidad de na-
die, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años la misma pre-
rrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas,
y, por consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según opi-
nión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora bien, la
autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee, o en interés de
aquel sobre quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor so-
bre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres. Además,
las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que se han dictado como por
los resultados mismos que producen. Muchos servicios que se consideran exclusivamente
como domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres que los realizan. El mérito o el
vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción misma como en los motivos que la
inspiran y en el fin de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la vir-
tud del hombre perfecto, y hemos añadido que el ciudadano debía obedecer antes de
mandar; de todo lo cual concluimos que al legislador toca educar a los ciudadanos en la
virtud, conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna.
El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin po-
seerla, es capaz, por lo menos, de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las virtudes
que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la propone-
mos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el fin mismo a
que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor,
lo cual es tan evidente en las producciones del arte como en las de la naturaleza, y en este
caso el objeto mejor es la parte racional del alma.
Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontra-
mos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa. Como
es consiguiente, la división que aplicamos a esta parte del alma se aplica igualmente a los
actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos de la
parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las
dos partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las cosas es preci-
so preferir siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado.
La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los
actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello.
Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos
conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la
paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo
útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes en
vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo en cuenta el fin más
elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profe-
siones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo
para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso
saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este
sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que
permanezcan sometidos a jefes. Los gobiernos de la Grecia, que hoy pasan por ser los
mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer no han dirigido sus
instrucciones a la consecución de un fin superior, ni dictado sus leyes, ni encaminado la
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educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han inclinado,
no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y son más capaces de satisfa-
cer la ambición. Autores más modernos han sostenido poco más o menos las mismas opi-
niones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al fundador
que la ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. Basta la razón para
condenar estos principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se
han encargado de probar su falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los
hombres en general a la conquista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos
los que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre
legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su república ha sabido lle-
gar a ejercer una vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, to-
do el mundo conviene en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No
es cosa extraordinaria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pu-
diendo, sin obstáculo, atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su
felicidad? Esto consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre políti-
co debe esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más con-
forme a la virtud que mandar a esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Esta-
do ni por muy hábil a un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos
de la conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo pensará evidente-
mente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como pueda hacerse
dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias,
sin que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de
ellos emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El
legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos,
así respecto del público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, no debe
ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino,
primero, para no ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan sólo en
interés de los súbditos, y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres que a los
destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de manera que así sus le-
yes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la paz y el reposo,
y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado, ha sido la
salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su poderío, la victoria les ha
sido fatal, pues, al modo del hierro, han perdido su temple tan pronto como han tenido
paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad.
Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los individuos,
y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen, por necesidad, un
fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo repito, la
paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes que afianzan el
reposo y el bienestar son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que
durante el trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones
indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, de-
be ser prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio: «No hay reposo pa-
ra los esclavos». Cuando no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le
ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso;
prudencia y templanza en ambas situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo.
La guerra da forzosamente justicia y prudencia a los hombres que se embriagan y pervier-
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ten en medio de las ventajas y de los goces del reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor
necesidad de justicia y de prudencia cuando se está a la cima de la prosperidad y se goza
de todo lo que excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo que con los bienaven-
turados que los poetas nos representan en las islas Afortunadas; cuanto más completa es
su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar
en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes, evidentemente, no
son menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. Si es vergonzoso
no saber aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la
paz y ostentar valor y virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza pro-
pia de un esclavo durante la paz y el reposo. No debe entenderse la virtud como la enten-
día Lacedemonia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de distinta manera
que todos los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud espe-
cial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son superiores a los que procura la gue-
rra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el go-
ce mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos
bienes inapreciables.
Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las cos-
tumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos deben
haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación de la ra-
zón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias es-
tén en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en bus-
ca del mejor fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo
demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la generación se remonta a un ori-
gen cuyo objeto es completamente diferente. En el hombre, el verdadero fin de la natura-
leza es la razón y la inteligencia, únicos objetos que se deben tener en cuenta cuando se
trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la generación de los ciudadanos, ya a la
formación de sus costumbres. Así como el alma y el cuerpo, según hemos dicho, son muy
distintos, así el alma tiene dos partes no menos diferentes: una irracional, otra dotada de
razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio de la primera el ins-
tinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimiento del cuerpo precede al del alma, la forma-
ción de la parte irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil convencerse de
ello; la cólera, la voluntad, el deseo se manifiestan en los niños apenas nacen; el razona-
miento y la inteligencia no aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más
tarde. Es de necesidad ocuparse del cuerpo antes de pensar en el alma; y después del
cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que en definitiva no se forme el instinto sino
para servir a la inteligencia ni se forme el cuerpo sino para servir al alma.
CAPÍTULO XIV
Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciuda-
danos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de los
padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para
contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la duración probable de su
unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de
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los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos cuan-
do la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferencias en las uniones son
origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a causa de la relación
que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es con-
veniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la grati-
tud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es completamente vana, no
pudiendo los padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco
conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros incon-
venientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que
a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la fa-
milia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar,
casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. Como
la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los
hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades extremas
puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones prematuras
son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de animales, el empa-
rejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces hem-
bras y de formas raquíticas. La especie humana está necesariamente sometida a la misma
ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se
unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto
también resulta otro peligro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben
con más frecuencia. Así se dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la
frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy
pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían dar». La unión en una edad más adelan-
tada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han
sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento ardiente.
Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su crecimiento daña al desarrollo del
cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más
allá del cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en
los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos límites, el momento
de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear
convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. De esta ma-
nera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como
debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la
declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nues-
tros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. En cuanto al momento
mismo de la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos
resultados de su propia experiencia, creen que la época más favorable es el invierno. Es
preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas han dicho sobre la genera-
ción. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto a la salud,
y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En general el viento del Norte es, se-
gún ellos, preferible al del Mediodía.
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No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres
para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto profunda-
mente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocuparnos
de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea atlético, ni para las
faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente que sea
valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término me-
dio entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo
que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo
género, como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos
dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente aplicables a las mu-
jeres que a los hombres. Las madres, durante el embarazo, atenderán con cuidado a su
propio régimen, y se guardarán bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramen-
te. El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos los días al
templo17 para implorar el favor de los dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su
cuerpo necesita la actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la cal-
ma más perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su se-
no, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar18 de los que hay que educar, conven-
drá que la ley prohiba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y en
cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos
matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente impuestos a la po-
blación, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la sensi-
bilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende absolutamente
sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
17. Un pensamiento análogo encontramos en las Leyes de Platón, lib. III.
18. La exposición es el depósito de la criatura en un lugar donde pueda ser recogida; el
abandono es el desamparo en un paraje en el que debe morir. Aristóteles, y más aún Pla-
tón, se muestran en esta materia bien poco humanos. Véase el libro V de la República.
Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la
unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá ce-
sar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres in-
completos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad irre-
mediable. Se debe cesar de engendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha ad-
quirido todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos
poetas que miden la vida por septenarios, coincide generalmente con los cincuenta años.
Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este tér-
mino, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por consideraciones
no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el
grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno
sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado
para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad
que merece.
CAPÍTULO XV
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Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad del alimento que se
les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los
animales, así como el de todas las naciones que hacen un estudio particular de los tempe-
ramentos propios para la guerra, nos prueba que el alimento más sustancial y que más
conviene al cuerpo es la leche, y que es preciso abstenerse de dar vino a los niños por te-
mor a las enfermedades que engendra.
Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad en sus movimien-
tos; y para evitar que sus miembros, tan delicados, no se deformen, algunas naciones se
sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a estos pequeños cuerpos un
desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más tierna infancia, a las
impresiones del frío '9, costumbre que no es menos útil para la salud que para los trabajos
de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la costumbre de bañar a
sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, que es lo que hacen los celtas.
19. Véase lo que dice Platón en su República, lib. VIII.
Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que comiencen desde la más
tierna edad, teniendo cuidado de proceder por grados; así, el calor natural de los niños
hace que arrostren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los cuida-
dos que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que sigue a ésta y que
se extiende hasta los cinco años, no se puede exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas
fatigas violentas que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad ne-
cesaria para evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se les debe excitar al movi-
miento empleando diversos medios, sobre todo el juego, los cuales no deben ser indignos
de hombres libres, ni demasiado penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los
magistrados encargados de la educación, y que se llaman pedónomos, vigilen con el ma-
yor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen a estos tiernos oídos. Todo esto debe
hacerse a fin de prepararles para los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos
deben ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más
avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se compriman los gritos y las lágri-
mas de los niños, cuando son un medio de desarrollo y un género de ejercicio para el
cuerpo. Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un penoso es-
fuerzo, y los niños también se aprovechan de esta contención cuando gritan. Entre otras
muchas cosas, los pedónomos cuidarán también de que los niños se comuniquen lo me-
nos posible con los esclavos, ya que hasta los siete años han de permanecer necesaria-
mente en la casa paterna. Mas, no obstante esta circunstancia, conviene alejar de sus mi-
radas y de sus oídos toda palabra y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El le-
gislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obscenidad en las palabras, como lo
hace con cualquier otro vicio. El que se permite decir cosas deshonestas está muy cerca
de permitirse ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda palabra y
toda acción de este género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero demasiado jo-
ven para ser admitido en las comidas en común, se permite una palabra, una acción
prohibida, que se le castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de edad
ya madura, que se le pene como a un vil esclavo con castigos convenientes a su edad,
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LIBRO QUINTO1
CAPÍTULO I
CONDICIONES DE LA EDUCACIÓN
No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de los
objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la educación ha
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sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las leyes
deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, y en que las costum-
bres particulares de cada ciudad afianzan el sostenimiento del Estado, por lo mismo que
han sido ellas mismas las únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costum-
bres democráticas conservan la democracia, así como las costumbres oligárquicas con-
servan la oligarquía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más se afianza el Esta-
do.
1. Colocado generalmente el octavo.
Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos resultados, nociones
previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el ejercicio de la vir-
tud. Como el Estado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe ser necesa-
riamente una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la educación de-
be ser objeto de una vigilancia pública y no particular, por más que este último sistema
haya generalmente prevalecido, y que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el
método que le parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe
aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño de sí mis-
mo, siendo así que todos pertenecen al Estado2, puesto que constituyen sus elementos y
que los cuidados de que son objeto las partes deben concordar con aquellos de que es ob-
jeto el conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los lacedemonios. La educa-
ción de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema importancia. En nuestra opi-
nión, es de toda evidencia que la ley debe arreglar la educación, y que ésta debe ser pú-
blica. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser esta educación, y el méto-
do que conviene seguir. En general, no están hoy todos conformes acerca de los objetos
que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo
que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta; Ni aun se
sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del co-
razón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión. No se
sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse exclusivamente a las cosas de uti-
lidad real, o si debe hacerse de ella una escuela de virtud, o si ha de comprender también
las cosas de puro entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus partidarios, y
no hay aún nada que sea generalmente aceptado sobre los medios de hacer a la juventud
virtuosa; pero siendo tan diversas las opiniones acerca de la esencia misma de la virtud,
no debe extrañarse que lo sean igualmente sobre la manera de ponerla en práctica.
2. Platón llevó hasta la exageración este principio, que era fundamental en los antiguos
gobiernos.
CAPÍTULO II
Es un punto incontestable que la educación debe comprender, entre las cosas útiles, las
que son de absoluta necesidad, pero no todas sin excepción. Debiendo distinguirse todas
las ocupaciones en liberales y serviles, la juventud sólo aprenderá, entre las cosas útiles,
aquellas que no tiendan a convertir en artesanos a los que las practiquen. Se llaman ocu-
paciones propias de artesanos todas aquellas, pertenezcan al arte o a la ciencia, que son
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El ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la felicidad; porque éstos son
bienes que alcanzan no los que trabajan, sino los que viven descansados. No se trabaja
sino para llegar a un fin que aún no se ha conseguido, y, según opinión de todos los hom-
bres, el bienestar es, precisamente, el fin que debe conseguirse, no mediante el dolor, sino
en el seno del placer. Es cierto que el placer no es uniforme para todos, pues cada uno le
imagina a su manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el individuo, más
pura es la felicidad que él imagina y más elevado su origen. Y así es preciso confesar que
para ocupar dignamente el tiempo de sobra hay necesidad de conocimientos y de una
educación especial; y que esta educación y estos estudios deben tener por objeto único al
individuo que goza de ellos, lo mismo que los estudios que tienen la actividad por objeto
deben ser considerados como necesidades y no tomar nunca en cuenta a los demás. Nues-
tros padres no han incluido la música en la educación a título de necesidad, porque no lo
es; ni a título de cosa útil, como la gramática, que es indispensable en el comercio, en la
economía doméstica, en el estudio de las ciencias y en una multitud de ocupaciones polí-
ticas; ni como el dibujo, que nos capacita para juzgar mejor las obras de arte; ni como la
gimnástica, que da salud y vigor; porque la música no posee, evidentemente, ninguna de
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estas ventajas. En la música sólo han encontrado una digna ocupación para matar el ocio,
y esto han tenido en cuenta en la práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de
un hombre libre, éste es la música. Hornero es del mismo dictamen cuando pone en boca
de uno de sus héroes estas palabras:
CAPÍTULO III
Se debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso enseñar a los jóvenes, no
como cosas útiles o necesarias, sino como cosas dignas de ocupar a un hombre libre, co-
mo cosas que son bellas. ¿Hay sólo una ciencia de esta clase?, ¿hay muchas?, ¿cuáles
son?, ¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de cuestiones que examinaremos más
tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es que la opinión de los antiguos sobre los ob-
jetos esenciales de la educación coincide con la nuestra, y que de la música pensaban ab-
solutamente lo mismo que nosotros. Añadiremos, también, que si la juventud debe adqui-
rir conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a causa de la utilidad espe-
cial de estos conocimientos, sino también porque facilitan la adquisición de otros mu-
chos. Otro tanto debe decirse del dibujo. Se aprende éste, no tanto para evitar los errores
y equivocaciones en las compras y ventas de muebles y utensilios, como para formar un
conocimiento más exquisito de la belleza de los cuerpos. Por otra parte, esta preocupa-
ción exclusiva de la idea de utilidad no conviene ni a almas nobles ni a hombres libres.
Se ha demostrado que se debe pensar en formar las costumbres antes que la razón, y el
cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue que es preciso someter los jóvenes al arte
de la pedotribia y a la gimnástica7: aquélla para procurar al cuerpo una buena constitu-
ción; ésta para que adquiera soltura. En los gobiernos, que parecen ocuparse con especial
cuidado de la educación de los jóvenes, se intenta las más veces hacer de ellos atletas, lo
cual perjudica tanto a la gracia como al crecimiento del cuerpo. Los espartanos8 evitan
esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los jóvenes, los hacen feroces con el
pretexto de hacerlos valientes. Pero, lo repito, no hay que fijarse en su solo fin exclusi-
vamente, y en éste menos que en cualquier otro. Si sólo se intenta inspirar valor, tampoco
se consigue por este medio. El valor, lo mismo en los animales que en los hombres, no es
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patrimonio de los más salvajes, sino que lo es, por el contrario, de los que reúnen la dul-
zura y la magnanimidad del león. Algunas tribus de las orillas del Ponto Euxino, los
aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato y son antropófagos; otras nacio-
nes, situadas más al interior, tienen hábitos semejantes, y a veces todavía más horribles;
y, sin embargo, no son más que bandoleros y no tienen verdadero valor. Ahí están los
mismos lacedemonios, que debieron al principio su superioridad a sus hábitos de ejerci-
cio y de fatiga, y que hoy son sobrepujados por muchos pueblos en la gimnástica y hasta
en el combate; y es que su superioridad descansaba no tanto en la educación de su juven-
tud, como en la ignorancia de sus adversarios en gimnástica.
7. La primera tenía por fin fortalecer el cuerpo, atendiendo a la salud; y la segunda, los
ejercicios fuertes necesarios para tirar las armas, embridar un caballo, batirse y adquirir
otros hábitos guerreros. (Ginés Sepúlveda.)
8. Esparta no dejó ni un solo monumento en ningún ramo de las artes ni en las ciencias,
por preocuparse tanto de los ejercicios del cuerpo, descuidando los del espíritu. Un decre-
to de los reyes y de los éforos prescribió a Timoteo, bajo pena de destierro, que quitara
cuatro cuerdas a su lira, porque sus sonidos afeminados corrompían a los jóvenes espar-
tanos.
CAPÍTULO IV
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Ya hemos expuesto acerca de la música algunos principios dictados por la razón; cree-
mos conveniente volver sobre esta discusión y desarrollarla más, a fin de suministrar al-
guna dirección a las indagaciones ulteriores que otros podrán hacer sobre esta materia.
Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál es su verdadera utilidad. ¿Es sólo un
juego? ¿Es un puro pasatiempo, como el sueño y los placeres de la mesa, entretenimien-
tos poco nobles en sí mismos, sin duda, pero que, como ha dicho Eurípides,
CAPÍTULO V
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Ante todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe ser excluida?; ¿qué
es realmente de los tres caracteres que se le atribuyen?; ¿es una ciencia, un juego o un
simple pasatiempo? Es posible la duda, porque la música presenta igualmente estos tres
caracteres. El juego no tiene otro objeto que la distracción; pero es preciso que ésta sea
agradable, porque es un remedio para las penalidades del trabajo. También es preciso que
el pasatiempo, honesto como es, sea agradable, porque el bienestar sólo existe mediante
estas dos condiciones; y la música, según parecer de todo el mundo, es un delicioso pla-
cer, aislado o acompañado por el canto. Museo lo ha dicho10:
10. Museo, poeta que vivió cuatro o cinco siglos, por lo menos, antes de Aristóteles.
Y así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda diversión, como un verdadero
goce. Este motivo bastaría por sí solo para incluirla en la educación. Todo lo que procura
placeres inocentes y puros puede concurrir al fin de la vida, y, sobre todo, puede ser un
medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el objeto supremo de la vida, pero
tiene con frecuencia necesidad de descanso y de diversiones; y aunque no fuera más que
por el sencillo placer que causa, siempre se sacaría buen partido de la música tomándola
como un pasatiempo. Los hombres hacen a veces del placer el fin capital de la vida; el fin
supremo, cuando el hombre lo consigue, procura también, si se quiere, placer; pero no es
el placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija en otro, y se confunde las
más de las veces con lo que debe ser el objeto de todos nuestros esfuerzos. Este fin esen-
cial de la vida no debe buscarse a causa de los bienes que puede darnos; y, de igual modo,
los placeres de que aquí se trata se buscan, no por los resultados que deban producir, sino
a causa de lo que les ha precedido, es decir, del trabajo y las penalidades. He aquí, sin
duda, por qué se cree encontrar la verdadera felicidad en estos placeres, que, sin embargo,
no la proporcionan.
En cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la música, no por sí
misma, sino como un utilísimo medio de descanso, puede preguntarse, aun aceptándola,
si la música es verdaderamente cosa tan secundaria, y si no se le puede asignar un fin más
noble que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no pueda esperarse de ella otra cosa que
este vano placer que excita en todos los hombres? Porque no se puede negar que causa un
placer físico que encanta sin distinción a todas las edades y a todos los caracteres. ¿O es
cosa que debe averiguarse si ejerce algún influjo en los corazones y en las almas? Para
demostrar su poder moral, bastaría probar que puede modificar nuestros sentimientos. Y,
ciertamente, los modifica. Véase la impresión que producen en los oyentes las obras de
tantos músicos, sobre todo de Olimpo11. ¿Quién negará que entusiasma a las almas? ¿Y
qué es el entusiasmo más que una modificación puramente moral? Basta, para renovar las
vivas impresiones que la música nos proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompa-
ñamiento o sin la letra.
11. Olimpo se supone que vivía hacia el siglo X a. de J. C.
La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar, amar,
aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estudio y de
nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer
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en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas. Ahora bien, nada hay tan podero-
so como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto
como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimien-
tos del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demos-
trar cómo la simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del al-
ma; y cuando en presencia de simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de la ale-
gría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de la realidad. Si al
ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia que tiene delante de sus ojos, se
consideraría ciertamente dichoso si llegara a contemplar a la persona misma, cuya ima-
gen tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen
ni poco ni mucho las impresiones morales; el sentido de la vista lo hace suavemente y por
grados, y las imágenes a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar so-
bre los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, una imitación de
las afecciones morales; no es más que el signo revestido con la forma y el color que ellas
toman, limitándose a las modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pe-
ro cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás
se aconsejará a la juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden
recomendar las de Polignoto12 o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.
La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensaciones
morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan a la par
que cada una de ellas y las siguen en sus modificaciones. Al oír una armonía lastimosa,
como la del modo llamado mixolidio13, el alma se entristece y se comprime; otras armo-
nías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos hay otra que
proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer,
causa esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de entusiasmo.
Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien comprendidas por los filósofos que
han tratado de esta parte de la educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de
los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el alma, los
otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos más o menos vulgares, de
mejor o peor gusto.
Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral de la
música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer que
la música forme parte de la educación de los jóvenes. Este estudio guarda también una
perfecta analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con paciencia lo que
le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y el ritmo
parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener
que el alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa14.
12. Ginés Sepúlveda recuerda la impresión moral que despertó en él la vista del famoso
grupo de Laocoonte, que vio en el Vaticano; pág. 254, de su comentario.
13. Sepúlveda dice que los modos o tonos son siete: hipodorio, hipofrigio, hipolidio,
dorio, frigio, lidio y mixolidio, a los que algunos añaden el hipermixolidio.
14. Aristóteles combate esta opinión en el Tratado del alma.
CAPÍTULO VI
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Pero ¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la música vocal y la ins-
trumental? Esta es una cuestión que ya indicamos antes, y que ahora vamos a tratar. No
se puede negar que la influencia moral de la música varía necesariamente mucho, según
que se practique o no personalmente, porque es imposible, o, por lo menos, muy difícil
ser buen juez en cosas que uno no practica por sí mismo. Además, la infancia necesita
una ocupación manual. El mismo sonajero de Arquitas15 no fue mala invención, puesto
que, haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna co-
sa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo instante. El sonajero es
un juguete excelente para la primera edad, y el estudio es el sonajero de la edad que si-
gue; y aunque no sea más que por esto, nos parece evidente que es preciso enseñar tam-
bién a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra parte, determinar
hasta dónde debe extenderse este estudio en las diferentes edades, para que no exceda los
límites debidos, a fin de poder rechazar las objeciones de los que pretenden que la música
sólo puede crear virtudes vulgares. Por lo pronto, puesto que para juzgar bien en este arte
es preciso practicarlo por sí mismo, concluyo de aquí que es necesario que los jóvenes
aprendan a ejecutar la música. Más tarde podrán abandonar este trabajo personal, pero
entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es debido de las obras de mérito,
gracias a los estudios que han hecho cuando eran jóvenes. En cuanto al inconveniente que
se pone a veces a la ejecución musical diciendo que ella reduce al hombre al papel de
simple artista, basta para contestar a este cargo precisar lo que conviene exigir en punto al
talento de ejecución musical a los hombres que hayan de formarse en la virtud política;
qué cantos y qué ritmos se les debe obligar a aprender y qué instrumentos deben estudiar.
Todas estas distinciones son muy importantes, puesto que, mediante ellas, se puede res-
ponder a los que hablan de aquel supuesto inconveniente, porque no niego que cierta cla-
se de música produce el mal efecto que se denuncia. Es preciso, pues, evidentemente, re-
conocer que el estudio de la música no debe perjudicar en nada a la carrera ulterior que se
emprenda; que no debe degradar el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la guerra
o de las ocupaciones políticas; en fin, que no debe ser un obstáculo a que a la sazón se
practiquen los ejercicios del cuerpo, ni más tarde se adquieran los conocimientos serios.
Para que el estudio de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de aspirar ni
a formar discípulos que hayan de presentarse en los concursos solemnes de artistas, ni a
enseñar a los jóvenes esos vanos prodigios de ejecución que en nuestros días han comen-
zado por introducirse en los conciertos, y que han pasado después a la esfera de la educa-
ción común. De estas delicadezas del arte sólo debe tomarse lo necesario para sentir toda
la belleza de los ritmos y de los cantos, y tener para apreciar la música un sentimiento
más completo que el vulgar que produce hasta en algunas especies de animales, así como
en la muchedumbre de esclavos y de niños.
15. Arquitas de Tarento, filósofo pitagórico, era un poco anterior a Aristóteles.
Con arreglo a los mismos principios se han de elegir los instrumentos para esta parte de
la educación. Es preciso proscribir la flauta y los instrumentos de que sólo se sirven los
artistas, como la cítara y los que a ella se parecen; y admitir solamente los que son pro-
pios para formar el oído y desenvolver generalmente la inteligencia. La flauta, por otra
parte, no es instrumento moral16; sólo es buena para excitar las pasiones, y se debe limitar
112
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su uso a aquellas circunstancias en que nos proponemos corregir más bien que instruir.
Además, otro de los inconvenientes de la flauta, desde el punto de vista de la educación,
es que impide el uso de la palabra mientras se la estudia. No sin razón han renunciado a
ella hace mucho tiempo los jóvenes y los hombres libres, por más que en un principio se
les obligara a estudiarla. Tan pronto como nuestros padres pudieron gustar las dulzuras
del ocio, como resultado de su prosperidad, se consagraron con un ardor magnánimo a la
virtud, y, orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de sus victorias en la Guerra
Médica, cultivaron todas las ciencias con más pasión que discernimiento y elevaron el
arte de la flauta a la dignidad de ciencia. Se vio en Lacedemonia a un corista dar el tono
al coro, tocando él mismo la flauta; y en Atenas este gusto se hizo tan nacional que no
había hombre libre que no aprendiese este arte; como lo prueba bien el cuadro que Trasi-
po consagró a los dioses cuando tomó a su cargo la representación de una de las comedias
de Ecfantides. Pero la experiencia hizo que bien pronto se desechara la flauta, cuando se
reflexionó con más detenimiento sobre lo que podía contribuir o perjudicar a la virtud. Se
proscribieron también muchos de los antiguos instrumentos, los pectides17, los barbito-
nos, los que sólo excitan en los oyentes ideas voluptuosas, los heptágonos, los trígonos y
los sambucos, y todos los que exigen un extremado ejercicio de la mano. Una antigua
tradición mitológica, que es muy razonable, proscribe asimismo la flauta, diciéndonos
que Minerva, que la había inventado, no tardó en abandonarla. Se ha dicho también, con
mucha gracia, que la antipatía de la diosa a este instrumento procedía de que afeaba el
semblante; pero puede creerse que Minerva rechazaba el estudio de la flauta porque no
sirve para perfeccionar la inteligencia, ya que, realmente, Minerva es a nuestros ojos el
símbolo de la ciencia y del arte.
16. La misma declaración hace Platón sin que se sepa la causa de este anatema contra la
flauta, que tenía en su favor la autoridad de la misma Minerva.
17. Todos estos instrumentos eran de cuerda. Véase la República de Platón, lib. III.
CAPÍTULO VII
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otra? Como todas estas cuestiones han sido, a nuestro parecer, muy discutidas por algu-
nos músicos de profesión y por algunos filósofos que practicaron la misma enseñanza de
la música, recomendamos los exactos pormenores de sus obras a todos los que quieran
profundizar esta materia; y ya que aquí tratamos de la música sólo desde el punto de vista
del legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamentales.
Admitimos la división de los cantos hecha por algunos filósofos, y distinguimos, como
ellos, el canto moral, el animado y el apasionado. Dentro de la teoría de estos autores,
cada uno de estos cantos corresponde a una armonía especial, que es análoga a él. Par-
tiendo de estos principios creemos que de la música se puede sacar más de un género de
utilidad, puesto que puede servir a la vez para instruir el espíritu y para purificar el alma.
Decimos aquí, en general, que puede purificar el alma, pero ya trataremos este punto con
más claridad en nuestros estudios sobre la Poética18. En tercer lugar, la música puede em-
plearse como un solaz y servir para distraer el espíritu y procurarle descanso después del
trabajo. Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las armonías, pero con fines
diversos en cada una de ellas. Para el estudio se escogerán las más morales; y para los
conciertos, en lo que uno oye pero no toca, se escogerán las animadas y apasionadas. Es-
tas impresiones que ciertas almas experimentan de un modo tan poderoso, alcanzan a to-
dos los hombres, aunque en grados diversos; porque todos, sin excepción, se ven arras-
trados por la música a la compasión, al temor, al entusiasmo. Algunos se dejan dominar
más fácilmente que otros por estas impresiones; y así puede verse cómo, después de
haber oído una música que ha conmovido su alma, se tranquilizan de repente al escuchar
los cantos sagrados, que vienen a ser para ésta una especie de curación y purificación mo-
ral. Estos cambios bruscos tienen lugar también necesariamente en aquellas almas que se
dejan arrastrar por el encanto de la música a la compasión, al terror, o a cualquier otra
pasión. Cada oyente se siente conmovido, según que estas sensaciones han influido más o
menos en él; pero todos han experimentado una especie de purificación y se sienten ali-
viados de este peso por el placer que han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos
que purifican el alma nos producen una alegría pura; y deben dejarse estas armonías y
estos cantos tan impresionables a los músicos que tocan en el teatro. Pero los oyentes son
de dos especies; unos que son libres e ilustrados, y otros, artesanos y groseros mercena-
rios, que tienen necesidad de juegos y espectáculos para descansar de sus fatigas. Como
en estas naturalezas inferiores el alma se ha torcido y separado de su debido camino, tiene
necesidad de armonías tan degradadas como ella y de cantos de un color falso y de una
rudeza que no pierden jamás. Cada cual sólo encuentra placer en lo que responde a su
naturaleza, y he aquí por qué concedemos a los artistas que han de disputarse el premio el
derecho de acomodar la música a los groseros oídos de los que deben escucharla.
18. Aristóteles trata sucintamente esta cuestión en el capítulo VI de la Poética.
Pero en la educación, lo repito, sólo se admitirán los cantos y las armonías que tiene un
carácter moral, como, por ejemplo, según hemos dicho ya, la armonía dórica. También es
preciso aceptar cualquiera otra que propongan los versados en la teoría filosófica o en la
enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón19, al no admitir más que el
modo frigio al lado del dórico, incurre en una equivocación tanto más extraña cuanto que
ha proscrito el estudio de la flauta. Es el modo frigio en las armonías poco más o menos
lo que la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos producen igualmente en el alma
sensaciones impetuosas y apasionadas. La poesía misma lo prueba bien, porque en los
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cantos que consagra a Baco y en todas sus producciones análogas a éstas exige, ante todo,
el acompañamiento de la flauta. En los cantos frigios es donde particularmente tiene lugar
este género de poesía, por ejemplo, el ditirambo, cuyo carácter completamente frigio na-
die desconoce. Las gentes versadas en estas materias citan de esto muchos ejemplos, en-
tre otros, el de Filóxeno20, el cual, después de haber intentado componer su ditirambo, las
Fábulas, según el modo dórico, se vio obligado, por la naturaleza misma de su poema, a
emplear el modo frigio, único que convenía bien en aquel caso.
En cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más gravedad que todas
las demás, y que su tono es más varonil y más moral. Partidarios declarados, como lo
somos nosotros, del principio que busca siempre el término medio entre los extremos,
sostendremos que la armonía dórica, que es la que tiene este carácter entre todas las de-
más, debe ser evidentemente enseñada con preferencia a la juventud. Dos cosas deben
tenerse aquí presentes: lo posible y lo oportuno; porque lo posible y lo oportuno son prin-
cipios que deben guiar a todos los hombres; pero la edad de los individuos es la única que
puede determinar lo uno y lo otro. A los hombres fatigados por la edad les sería muy difí-
cil modular cantos vigorosamente sostenidos, y la naturaleza misma les inspira más bien
modulaciones suaves y dulces. Así es que algunos autores que se han ocupado de la músi-
ca han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber proscrito las armonías dulces de
la educación, con el pretexto de que sólo eran propias de la embriaguez. Sócrates se ha
equivocado al creer que tenía que ver con la embriaguez, cuyo carácter consiste en una
especie de frenesí, mientras que el dé los cantos no es más que el de una dulce dejadez.
Cuando llega la época próxima a la edad senil es bueno estudiar las armonías y los cantos
de esta especie, y hasta creo que se podría encontrar entre ellos uno que convendría per-
fectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez, la decencia y la instrucción; y, a nuestro
juicio, tal sería con preferencia a cualquiera otro el modo lidio. Y así en punto a edu-
cación musical, se requieren esencialmente tres cosas: primero, evitar todo exceso; se-
gundo, hacer lo que sea posible, y, finalmente, hacer lo que sea oportuno.
19. Véanse todas estas cuestiones en la República, lib. III.
20. Filóxeno de Citera, cerca de Creta, era contemporáneo de Suidas, el cual da razón
de haber sido aquél el primero que escribió ditirambos. Ginés Sepúlveda, pág. 259.
LIBRO SEXTO1
DE LA DEMOCRACIA Y DE LA OLIGARQUÍA.
DE LOS TRES PODERES: LEGISLATIVO,
EJECUTIVO Y JUDICIAL
CAPÍTULO I
En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a abra-
zar completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar por su
parte todo cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la ciencia de los
ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben modificarse
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Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar cuál es la mejor
forma de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones sería
tan perfecto cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exterior; y,
por otra parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los diversos pue-
blos, a los más de los cuales no podrá, probablemente, darse una constitución perfecta. Y
así, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es el mejor relativamente a los
elementos que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legislador y el verdadero
hombre de Estado. Puede añadirse que deben, también, ser capaces de emitir su juicio
sobre una constitución que hipotéticamente se someta a su examen, y designar, en virtud
de los datos que se les suministren, los principios que la harían viable desde su origen y le
asegurarían, una vez establecida, la más larga duración posible. Aquí supongo, como se
ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización perfecta, aunque sin carecer
completamente, por otra parte, de los elementos indispensables, que no hubiese sacado
todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen aún mucho que perfeccionar.
Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitu-
ción que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las ciu-
dades, es preciso confesar que las más de las veces los escritores políticos, aun dando
pruebas de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque no basta
imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un gobierno practicable, que pue-
da aplicarse fácilmente a todos los Estados. Lejos de esto, en nuestros días sólo se nos
presentan constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o cuando se inspiran
en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a Lacedemonia o a otro Estado cualquie-
ra, a costa de todos los demás que existen en la actualidad. Cuando se propone una cons-
titución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente en ejecución, partiendo de
la situación de los Estados actuales. En política, por lo demás, no es más fácil reformar
un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvidar lo sabido que aprender por
primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, además de las cualidades que acabo de
indicar, debe ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya constituido; tarea
que sería para él completamente imposible si no conociera todas las formas diversas de
gobierno; pues es, en verdad, un error grave creer, como sucede comúnmente, que no hay
más que una especie de democracia y una sola especie de oligarquía. A este indispensable
conocimiento del número y combinaciones posibles de las diversas formas políticas es
preciso acompañar también el estudio de las leyes, que son en sí mismas más perfectas, y
de las que son mejores con relación a cada constitución; porque las leyes deben ser
hechas para las constituciones, y no las constituciones para las leyes, principio que reco-
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nocen todos los legisladores. La constitución del Estado tiene por objeto la organización
de las magistraturas, la distribución de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en
una palabra, la determinación del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por
el contrario2, distintas de los principios esenciales y característicos de la constitución, son
la regla a que ha de atenerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de
los delitos que se cometan atentando a estas leyes. Es, por tanto, absolutamente necesario
conocer el número y las diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para
poder dictar leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a
todas las democracias, porque son muchas sus especies y no una sola.
2. Una cosa es la constitución y otra las leyes que de ella emanan. Ginés Sepúlveda en
su comentario.
CAPÍTULO II
En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido tres especies de
constituciones puras: el reinado, la aristocracia y la república; y otras tres especies que
son desviaciones de las primeras: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo es
de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. Hemos hablado ya de la aristo-
cracia y del reinado; porque tratar de un gobierno perfecto era tanto como tratar de estas
dos formas, puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa virtud.
Además, hemos explicado las diferencias entre la aristocracia y el reinado, y hemos dicho
lo que constituye especialmente el reinado. Resta que hablemos del gobierno que recibe
el nombre común de república, y de las otras constituciones, la oligarquía, la demagogia
y la tiranía.
Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de degradación. El peor de to-
dos será seguramente el que es la corrupción del primero y más divino de los buenos go-
biernos. Ahora bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna realidad, o
descansa necesariamente en la absoluta superioridad del individuo que reina. Por tanto, la
tiranía será el peor de todos los gobiernos, como que es el más distante del gobierno per-
fecto. En segundo lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la aristocracia; y por últi-
mo, la demagogia, que es el más soportable de los malos gobiernos. Un escritor3 ha trata-
do de esto antes que nosotros; pero su punto de vista difería del nuestro, puesto que, ad-
mitiendo que todos estos gobiernos eran regulares y que lo mismo la oligarquía que los
demás podían ser buenos, ha declarado que la demagogia era el menos bueno de los bue-
nos gobiernos y el mejor de los malos. Nosotros, por el contrario, consideramos radical-
mente malas estas tres especies de gobierno, y nos guardamos bien de afirmar que esta
oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan sólo que es menos mala. Mas prescin-
damos por el momento de esta divergencia de opinión.
3. Platón.
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es, entre todas las formas políticas, la que puede convenir a la generalidad de los Esta-
dos? Indagaremos después cuál de las constituciones inferiores es preferible para un pue-
blo dado, porque, evidentemente, según sean éstos, la democracia es mejor que la oligar-
quía y viceversa. Luego, una vez adoptada la oligarquía o la democracia, ¿cómo deben
organizarse según el grado en que lo sean? Y, para terminar, después de haber pasado
rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde sea conveniente, procuraremos
designar las causas más comunes de la caída y de la prosperidad de los Estados, sea en
general con relación a todas las constituciones, sea en particular con relación a cada una
de ellas.
CAPÍTULO III
Lo que hace que sean múltiples las formas de las constituciones es, precisamente, la
multiplicidad de los elementos que constituyen siempre al Estado. En primer lugar, todo
Estado se compone de familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hombres
necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo entre los ricos que
entre los pobres, hay unos que tienen armas y otros que no las tienen. En el pueblo encon-
tramos labradores, mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superiores hay muchos
grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos extensas. El sosteni-
miento de los caballos, por ejemplo, es un gasto que, en general, sólo los ricos pueden
soportar. Así es que en los antiguos tiempos todos los Estados cuya fuerza militar estaba
constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La caballería era entonces la única
arma que se conocía para atacar a los pueblos vecinos, como lo atestigua la historia de
Eretria Calcis, de Magnesia, situada a orillas del Meandro, y de muchas otras ciudades de
Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es preciso unir las que proceden del na-
cimiento, de la virtud y de tantas otras circunstancias que hemos indicado al tratar de la
aristocracia y al enumerar los elementos indispensables de todo Estado. Pues bien, estos
elementos pueden tomar parte en el poder, sea en su totalidad, sea en mayor o menor nú-
mero. De aquí se sigue evidentemente que las especies de constituciones deben ser por
necesidad tan diversas como estos mismos elementos lo son entre sí, y según sus especies
diferentes. La constitución no es otra cosa que la repartición regular del poder, que se di-
vide siempre entre los asociados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud
de cierto principio de igualdad común; es decir, que se puede dar una parte a los ricos y
otra a los pobres, o dar a todos derechos comunes, de manera que las constituciones serán
necesariamente tan numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes
del Estado, en razón de su superioridad respectiva y de sus diferencias.
Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas partes, a la manera que
se reconocen dos clases de vientos, los del norte y los del mediodía, de los cuales son los
demás como derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía, porque se
supone que la aristocracia no es más que una forma de la oligarquía con la cual se con-
funde, así como lo que se llama república no es más que una forma de la democracia a
manera que el viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del viento del me-
diodía. Algunos autores han llevado la comparación más lejos. En la armonía, dicen, no
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se reconocen más que dos modos fundamentales, el dórico y el frigio; y, según este sis-
tema, todas las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de estos dos modos.
Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que comúnmente se adop-
tan prefiriendo la que nosotros hemos dado como más verdadera y exacta. Según noso-
tros, no hay más que dos constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada, de la
cual todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos los modos se
derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las constituciones se derivan de la
constitución modelo; y son oligárquicas si el poder está concentrado y es más despótico;
democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y son más suaves.
Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente la democracia
en la soberanía del número; porque en las mismas oligarquías, y puede decirse que en to-
das partes, la mayoría es siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste tampo-
co en la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil trescientos
ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan de todo poder político a los otros
trescientos, que aunque pobres, son tan libres como los otros e iguales en todo, excepto
en la riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es democrático? Y en
igual forma, si los pobres, estando en minoría, son superiores políticamente a los ricos,
aunque estos últimos sean más numerosos, tampoco se podrá decir que esta sea una oli-
garquía, si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno. Ciertamente, es
más exacto decir que hay democracia allí donde la soberanía reside en todos los hombres
libres, y oligarquía, donde pertenece exclusivamente a los ricos. Que los pobres estén en
mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias secundarias; pero la mayoría
es libre, y es la minoría la que es rica. Si el poder se repartiera según la estatura y la her-
mosura, como se dice que se hace en Etiopía, resultaría una oligarquía, porque la hermo-
sura y la elevada estatura son condiciones muy poco comunes. No sería error menos gra-
ve el fundar únicamente los derechos políticos sobre bases tan deleznables. Como la de-
mocracia y la oligarquía encierran muchas clases de elementos, es preciso proceder con
cautela en este punto. No hay democracia allí donde cierto número de hombres libres que
están en minoría mandan sobre una multitud que no goza de libertad. Citaré a Apolonia4,
situada en el golfo jónico, y a Tera5. En estas dos ciudades pertenecía el poder a algunos
ciudadanos de nacimiento ilustre, que eran los fundadores de las colonias, con exclusión
de la inmensa mayoría. Tampoco hay democracia cuando la soberanía reside en los ricos,
ni aun suponiendo que al mismo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace tiempo en
Colofón6, donde antes de la guerra de Lidia los más de los ciudadanos poseían fortunas
considerables. No hay verdadera democracia sino allí donde los hombres libres, pero po-
bres, forman la mayoría y son soberanos. No hay oligarquía más que donde los ricos y los
nobles, siendo pocos en número, ejercen la soberanía.
4. Apolonia era una colonia de Corinto.
5. Tera, pequeña isla próxima a Creta.
6. Colofón, ciudad de Jonia.
Estas consideraciones bastan para probar que las constituciones pueden ser numerosas y
diversas, y por qué lo son. A esto debe añadirse que hay muchas especies en las constitu-
ciones de que hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo nacen? Es lo
que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que antes hemos expuesto.
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Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte, sino de muchas;
pues bien, cuando en historia natural se quieren conocer todas las especies del reino ani-
mal, se comienza por determinar los órganos indispensables de todo animal; por ejemplo,
algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que reciben y digieren los
alimentos, como la boca y el estómago, y, además, el aparato locomotor de cada especie.
Suponiendo que no haya más órganos que éstos, pero que fuesen semejantes entre sí, esto
es que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el aparato de la locomo-
ción no se pareciesen, el número de las combinaciones de los mismos que se dieran en la
realidad daría lugar a otras tantas especies distintas de animales; porque es imposible que
una misma especie tenga un mismo órgano, boca u oído, de muchas y diferentes clases.
Todas las combinaciones posibles de estos órganos bastarán para constituir especies nue-
vas de animales, y estas especies serán, precisamente, tan múltiples cuanto puedan serlo
las combinaciones de los órganos indispensables.
Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos aquí; porque el Esta-
do, como he dicho muchas veces, se compone, no de un solo elemento, sino de elementos
muy numerosos.
De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las subsistencias para la
sociedad; de otro, los artesanos forman otra clase dedicada a todas las artes sin las cuales
la ciudad no podría existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de adorno y de
las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de los comerciantes, en otros
términos, la de los que venden y compran en los grandes mercados y establecimientos;
una cuarta clase se compone de mercenarios, una quinta de guerreros, clase tan indispen-
sable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse de las invasiones y evitar el
caer en la esclavitud; porque ¿es posible suponer que un Estado, verdaderamente digno
de este nombre, pueda nunca ser considerado como esclavo por naturaleza? El Estado se
basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no.
En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera ingeniosa, pero insu-
ficiente. Sócrates da en ella por sentado que el Estado se compone de cuatro clases com-
pletamente indispensables: tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encontrando des-
pués esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por último, el negociante y
el mercader, y con esto cree que ha llenado todos los vacíos de su plan primitivo. Así que
a sus ojos todo Estado se forma solamente para satisfacer las necesidades materiales, y no
en primer término para un fin moral7, el cual, según Platón, no es más indispensable que
los zapateros y labradores. Sócrates ni aun quiere la clase de guerreros, sino para el mo-
mento en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se encuentre en contacto y en
guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas cuatro clases o más de asociados que
enumera Platón, es absolutamente preciso que haya un individuo que administre justicia y
regule los derechos de cada uno; y si se admite que en el ser animado el alma es la parte
esencial con preferencia al cuerpo, ¿no deberá reconocerse también que sobre estos ele-
mentos necesarios para la satisfación de las necesidades inevitables de la existencia se
encuentra también en el Estado la clase de guerreros y la de los árbitros de la justicia so-
cial? ¿Y no debe añadirse a estas dos la clase que decide los intereses generales del Esta-
do, atribución especial de la inteligencia política? Que todas estas funciones estén aisla-
das y repartidas entre ciertos individuos o que se ejerzan todas por las mismas manos,
poco importa a nuestro razonamiento, porque muchas veces la función del guerrero y la
del labrador se encuentran reunidas; pero si es preciso admitir como elementos del Estado
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a los unos y a los otros, no es, en verdad, el elemento guerrero el menos necesario. A és-
tas añado yo una séptima clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos,
que es la de los ricos; después, una octava, la de los administradores de Estado, de aque-
llos que se consagran al desempeño de las magistraturas, puesto que el Estado no puede
existir sin magistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean capaces de
mandar a los demás y que se consagren a este servicio público, sea por toda la vida, sea
temporal y alternativamente. Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de
hablar, que decide los negocios generales y juzga en las contiendas particulares.
7. Esta crítica no es exacta, porque Platón sólo habla de la sociedad material (prima ci-
vitas), y el fin moral se encuentra en su República y en sus Leyes. Ginés Sepúlveda, pág.
217.
Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa organización de todos
estos elementos, lo será igualmente que haya entre todos los hombres llamados al poder
cierto número de ellos que estén dotados de virtud.
Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin inconveniente acumularse
y que un mismo individuo puede ser a la vez guerrero, labrador, artesano, juez y senador.
Además, todos los hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces de desem-
peñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se pueden acumular son la po-
breza y la riqueza, y por esto los ricos y los pobres son las dos porciones más distintas del
Estado. Por otra parte, como ordinariamente los pobres están en mayoría y los ricos en
minoría, se les considera como dos elementos políticos completamente opuestos. Conse-
cuencia de esto es que el predominio de los unos o de los otros constituye la diferencia
entre las constituciones, que por tanto quedan, al parecer, reducidas solamente a dos: la
democracia y la oligarquía.
Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de constituciones, y hemos ex-
presado la causa; y ahora vamos a probar que hay también muchas especies de democra-
cias y de oligarquías.
CAPÍTULO IV
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Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se obtienen con arreglo a
una renta, que de ordinario es muy moderada. Los empleos en esta democracia deben ser
accesibles a todos los que tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En
una tercera especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no se pone en du-
da obtienen las magistraturas, pero la ley reina soberanamente. En otra, basta para ser
magistrado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la soberanía a la ley. Una
quinta especie tiene las mismas condiciones, pero traspasa la soberanía a la multitud, que
reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto
es debido a la influencia de los demagogos.
En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre
a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos
sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdade-
ro monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no individualmente, sino
en cuerpo. Homero10 ha censurado la multiplicidad de jefes, pero no puede decirse si qui-
so hablar, como hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de un poder repartido en-
tre muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto como el pueblo es mo-
narca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y se hace déspota, y des-
de entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su
género lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos encontramos los mismos
vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones
populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador
tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del ti-
rano, el otro cerca del pueblo corrupto. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los
derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque su pro-
pio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos
soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle. Por otra parte, todos
los que creen tener motivo para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo
del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los poderes legales quedan
destruidos. Con razón puede decirse que esto constituye una deplorable demagogia, y que
no es realmente una constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la sobera-
nía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios generales, como el magistrado
decide los negocios particulares en la forma prescrita por la constitución. Si la democra-
cia es una de las dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se resuelve
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de plano mediante decretos populares no es, a decir verdad, una democracia, puesto que
tales decretos no pueden nunca dictar resoluciones de carácter general legislativo.
He aquí lo que teníamos que decir sobre las formas diversas de la democracia.
10. Homero, Ilíada, cap. II, v. 204.
CAPÍTULO V
Tales son las formas diversas de oligarquía y de democracia. Es preciso, sin embargo,
añadir aquí una observación importante, y es que muchas veces, aunque la constitución
no sea democrática, el gobierno, efecto de la tendencia de las costumbres y de los espíri-
tus, es popular; y recíprocamente en otros casos, aunque la constitución legal sea más
bien democrática, la tendencia de las costumbres y de los espíritus es oligárquica. Pero
esta discordancia es casi siempre el resultado de una revolución, y nace de que se evita
hacer innovaciones bruscas; y prefiriendo contentarse con usurpaciones progresivas y de
poca consideración, se dejan en pie las leyes anteriores; pero los jefes de la revolución no
son por eso menos dueños del Estado.
Es una consecuencia evidente de los principios antes sentados que no hay otras especies
de democracias y de oligarquías que las que hemos dicho. En efecto, necesariamente, los
derechos políticos han de pertenecer a todas las partes del pueblo enumeradas más arriba,
o sólo a algunas de ellas con exclusión de las demás. Cuando los agricultores y los hom-
bres de mediana fortuna son soberanos en el Estado, éste debe ser regido por la ley, pues-
to que los ciudadanos ocupados en los trabajos a que deben su subsistencia no tienen el
tiempo de sobra necesario para dedicarse a los negocios públicos; ellos se remiten para
esto a la ley, y no se reúnen en la asamblea política sino en los casos absolutamente in-
dispensables. Por lo demás, los derechos pertenecen, sin ninguna distinción, a todos los
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tro principales constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas consti-
tuciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la llamada aristocracia. Una
quinta forma política es aquella que recibe el nombre genérico de todas las demás, y que
se llama comúnmente república; como es muy rara, pasa desapercibida a los ojos de los
autores que pretenden enumerar las especies diversas de gobierno y que sólo reconocen
las cuatro que acabamos de indicar, como ha hecho Platón en sus dos repúblicas12.
Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que hemos tratado pre-
cedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia sólo se aplica verdaderamente con
toda exactitud al Estado compuesto de ciudadanos que son virtuosos en toda la extensión
de la palabra, y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este Estado es el
único en que el hombre de bien y el buen ciudadano se confunden en una identidad abso-
luta. En todos los demás sólo se tiene la virtud que está en relación con la constitución
particular bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas que, diferencián-
dose de la oligarquía y de lo que se llama república, reciben el nombre de aristocracias;
estos son los sistemas en que los magistrados son escogidos tomando en cuenta el mérito,
por lo menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se aleja de la oligarquía y de
la república, y toma el nombre de aristocracia; y es que, en efecto, no hay necesidad de
que la virtud sea el objeto especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciuda-
danos tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la aristocracia. Así pues,
cuando la riqueza, la virtud y la multitud tienen derechos políticos, la constitución puede
ser todavía aristocrática, como en Cartago; y cuando la ley se limita, como en Esparta, a
los dos últimos elementos, la virtud y la multitud, la constitución es una mezcla de demo-
cracia y de aristocracia. Y así, la aristocracia, además de su primera y más perfecta espe-
cie, tiene también las dos formas que acabamos de decir, y hasta una tercera que presen-
tan todos los Estados que se inclinan más que la república propiamente dicha hacia el
principio oligárquico.
12. La República y las Leyes.
CAPÍTULO VI
No nos quedan ya más que dos gobiernos de que ocuparnos: del que se llama vulgar-
mente república y de la tiranía. Si coloco aquí la república, aunque no sea un gobierno
degradado, como no lo son tampoco las aristocracias de que acabamos de hablar, lo hago
porque, a decir verdad, todos los gobiernos sin excepción no son más que corrupciones de
la constitución perfecta. Pero se clasifica ordinariamente la república entre estas aristo-
cracias; ella da, como éstas, origen a otras formas menos puras aún, como dije al princi-
pio. La tiranía debe, necesariamente, ocupar el último puesto, porque no es un verdadero
gobierno; lo es menos aún que cualquiera otra forma política; y nuestras indagaciones
sólo tienen por fin el estudio de los gobiernos. Después de haber indicado los motivos de
nuestra clasificación, pasemos al examen de la república. Ahora conoceremos mejor su
verdadero carácter, después del examen que hemos hecho de la democracia y de la oli-
garquía; porque la república no es más que una combinación de estas dos formas.
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CAPÍTULO VII
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constituirse. Esta indagación tendrá, además, la ventaja de que mediante ella podremos
fijar claramente los límites de la oligarquía y de la democracia; porque, tomando algunos
principios de estas dos constituciones tan opuestas, hemos de formar la república como se
forma un símbolo amistoso, uniendo las partes separadas13.
13. «Como el escote que hacen los amigos para un convite», Ginés Sepúlveda en su
comentario. Saint-Hilaire dice «que este símbolo u objeto de reconocimiento es una cosa
compuesta de dos partes, que pueden fácilmente separarse primero y unirse después. Dos
personas que se amaban tiernamente partían entre sí el símbolo, como prenda de fidelidad
y como recuerdo»; costumbre delicada y muy antigua, que subsiste aún hoy en algunos
pueblos.
Hay tres modos posibles de combinación y de mezcla. En primer lugar, puede reunirse
la legislación de la oligarquía y la de la democracia relativa a una materia dada, por
ejemplo, al poder judicial. Así en la oligarquía se condena al rico a una multa si no con-
curre al tribunal, y no se da nada al pobre cuando concurre; en las democracias, por el
contrario, hay indemnización para los pobres y no hay multa para los ricos. La reunión de
ambas es un término medio y común de estas instituciones diversas: multa para los ricos,
indemnización para los pobres; y esta institución nueva es republicana, porque no es más
que la mezcla de las otras dos. Este es el primer modo de combinación. El segundo con-
siste en tomar un término medio entre las disposiciones adoptadas por la oligarquía y las
de la democracia. En un lado, por ejemplo, el derecho de entrar en la asamblea política se
adquiere sin ninguna condición de riqueza, o, por lo menos, con arreglo a un censo mode-
rado; en otro, por el contrario, se exige una renta extremadamente elevada; el término
medio consiste en no adoptar ninguna de estas dos tasas y tomar el medio proporcional
entre las dos.
En tercer lugar, se puede tomar, a la vez, de la ley oligárquica y de la democrática. Y
así el uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución democrá-
tica. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como no exigir renta
para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo es oligárquico. La
aristocracia y la república aceptarán estas dos disposiciones, tomando de la oligarquía la
elección y de la democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse la
oligarquía y la democracia.
Mas para que el resultado de estas combinaciones sea una mezcla perfecta de oligarquía
y de democracia, es preciso que al Estado, producto de la misma, se le pueda llamar indi-
ferentemente oligárquico o democrático, porque esto es evidentemente lo que se entiende
por una mezcla perfecta. Ahora bien, el término medio tiene esta cualidad, porque en él
se encuentran los dos extremos. Se puede citar como ejemplo la constitución de Lace-
demonia. Por una parte, muchos afirman que es una democracia, porque, efectivamente,
se descubren en ella muchos elementos democráticos; por ejemplo, la educación común
de los hijos, que es exactamente la misma para los de los ricos que para los de los pobres,
educándose aquéllos precisamente como podrían serlo éstos; la igualdad, que continúa
hasta en la edad siguiente y cuando son ya hombres, sin distinción alguna entre el rico y
el pobre; después, la igualdad perfecta en las comidas en común; la identidad de trajes,
que hace que el rico ande vestido como un pobre cualquiera; en fin, la intervención del
pueblo en las dos grandes magistraturas, la de los senadores, que son por él elegidos, y la
de los éforos, que salen de su seno. Por otra parte, se sostiene que la constitución de Es-
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parta es una oligarquía, porque realmente encierra muchos elementos oligárquicos; así los
cargos públicos son todos electivos y no se confiere ni uno solo a la suerte; y algunos
magistrados, pocos en número, acuerdan soberanamente el destierro o la muerte, aparte
de otras instituciones no menos oligárquicas.
Una república en la que se combinan perfectamente la oligarquía y la democracia debe
parecer, a la vez, una y otra cosa, sin ser precisamente ninguna de las dos. Debe poder
sostenerse por sus propios principios, y no mediante auxilios extraños; y cuando digo que
ha de sostenerse por sí misma, no entiendo que deba hacerlo rechazando de su seno la
mayor parte de los que quieren participar del poder, cosa que puede alcanzar lo mismo un
gobierno bueno que uno malo, sino consiguiendo el acuerdo unánime de todos los ciuda-
danos, ninguno de los cuales querrá mudar de gobierno.
No hay para qué llevar más adelante estas observaciones sobre los medios de constituir
la república y todas las demás formas políticas llamadas aristocráticas.
CAPÍTULO VIII
Nos falta hablar de la tiranía, de que debemos ocuparnos, no porque merezca que nos
detengamos en ella mucho tiempo, sino tan sólo para completar nuestras indagaciones, en
las cuales debe ser comprendida, puesto que la hemos incluido entre las formas posibles
de gobierno. Hemos tratado antes del reinado, fijándonos sobre todo en el reinado pro-
piamente dicho, es decir, en el reinado absoluto; y hemos hecho ver sus ventajas y sus
peligros, su naturaleza, su origen y sus aplicaciones diversas. En el curso de estas consi-
deraciones sobre el reinado hemos indicado dos formas de tiranía, porque estas dos for-
mas se aproximan bastante al reinado, y tienen, como ésta, en la ley su fundamento.
Hemos dicho que algunas naciones bárbaras escogen jefes absolutos, y que en tiempos
muy remotos los griegos se sometieron a monarcas de este género, llamados esimenetas.
Entre estos poderes había, por otra parte, algunas diferencias: eran reales, en cuanto debí-
an a la ley y a la voluntad de los súbditos su existencia; pero eran tiránicos en cuanto su
ejercicio era despótico y completamente arbitrario. Queda una tercera especie de tiranía,
que, al parecer, merece más particularmente este nombre, y que corresponde al reinado
absoluto. Esta tiranía no es otra que la monarquía absoluta, la cual, sin responsabilidad al-
guna y sólo en interés del señor, gobierna a súbditos que valen tanto o más que él sin
consultar para nada los intereses particulares de los mismos. Este es un gobierno de vio-
lencia, porque no hay corazón libre que sufra con paciencia una autoridad semejante.
Creemos haber dicho bastante sobre la tiranía, el número de sus formas y las causas que
las producen.
CAPÍTULO IX
¿Cuál es la mejor constitución? ¿Cuál es la mejor organización para la vida de los Esta-
dos en general y de la mayoría de los hombres, dejando a un lado aquella virtud que es
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superior a las fuerzas ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige dispo-
siciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar tampoco en una constitución
ideal, sino limitándonos, respecto de los individuos, a la vida que los más de ellos pueden
hacer, y respecto de los Estados, a aquel género de constitución que casi todos ellos pue-
den darse? Las aristocracias vulgares, de que deseamos hablar aquí, o están fuera de las
condiciones de la mayor parte de los Estados existentes, o se aproximan a eso que se lla-
ma república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la república como si formasen
un solo y mismo género; los elementos del juicio que hemos de formar sobre ambas son
perfectamente idénticos.
Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad consiste en el ejercicio fá-
cil y permanente de la virtud, y que la virtud no es más que un medio entre dos extremos,
se sigue de aquí, necesariamente, que la vida más sabia es la que se mantiene en este jus-
to medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que cada cual puede con-
seguir.
Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la excelencia o los
vicios del Estado o de la constitución, porque la constitución es la vida misma del Estado.
Todo Estado encierra tres clases distintas: los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos muy
pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término medio entre aque-
llos dos extremos. Puesto que se admite que la moderación y el medio es en todas las co-
sas lo mejor, se sigue evidentemente que en materia de fortuna una propiedad mediana
será también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que ninguna otra
someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se da oídos con gran dificultad cuando
se goza de alguna ventaja extraordinaria en belleza, en fuerza, en nacimiento o en rique-
za; o cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el primer caso, el orgullo
que da una posición tan brillante arrastra a los hombres a cometer los mayores atentados;
en el segundo, la perversidad se inclina del lado de los delitos particulares; los crímenes
no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad. Las dos clases extremas, negli-
gentes en el cumplimiento de sus deberes políticos en el seno de la sociedad o en el sena-
do, son igualmente peligrosas para la ciudad.
También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva superioridad que propor-
cionan el influjo de la riqueza, lo numeroso de los partidarios o cualquiera otra circuns-
tancia, ni quiere ni sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina en la
casa paterna; el lujo en medio del cual ha vivido constantemente no le permite obedecer
ni aun en la escuela. Por otra parte, una extrema indigencia no degrada menos. Y así, la
pobreza impide saber mandar y sólo enseña a obedecer a modo de esclavo; la extrema
opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y sólo le enseña a
mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces es cuando no se ven en el Estado
otra cosa que señores y esclavos, ningún hombre libre. De un lado, celos y envidia; de
otro, vanidad y altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia recíproca y de
esta fraternidad social que es consecuencia de la benevolencia.
¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un instante! Lo que princi-
palmente necesita la ciudad son seres iguales y semejantes, cualidades que se encuentran,
ante todo, en las situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor gobernado
cuando se compone de estos elementos, que, según nosotros, forman su base natural. Es-
tas posiciones medias son también las más seguras para los individuos: no codician, como
los pobres, la fortuna de otro, y su fortuna no es envidiada por nadie, como la de los ricos
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Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciudada-
nos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase me-
dia es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos, que cada
una de ellas separadamente. Inclinándose de uno a otro lado, restablece el equilibrio e
impide que se forme ninguna preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja
que los ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus
necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes fortunas al lado de la extrema indi-
gencia, estos dos excesos dan lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura o a la
tiranía; pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada o de una oligarquía
extrema con más frecuencia que del seno de las clases medias y de las clases inmediatas a
éstas. Más tarde diremos el porqué, cuando hablemos de las revoluciones.
14. Focílides de Mileto, poeta gnómico, era contemporáneo de Solón, y uno de los más
antiguos moralistas de la Grecia, acaso el más antiguo.
Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana es que sus poseedores son los
únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las fortunas regulares son numerosas, hay
muchos menos disturbios y disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades deben su
tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en ellas tan numerosas. En las
pequeñas, por el contrario, la masa entera se divide muy fácilmente en dos campos sin
otro alguno intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ricos. Por esto también
la propiedad mediana hace que las democracias sean más tranquilas y más durables que
las oligarquías, en las que aquélla está menos extendida y tiene menos poder político,
porque aumentando el número de pobres, sin que el de las fortunas medias se aumente
proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápidamente a su ruina.
Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos principios, que los
buenos legisladores han salido de la clase media. Solón se encontraba en este caso, como
lo atestiguan sus versos; Licurgo pertenecían a esta clase, puesto que no era rey15; con
Carondas y con otros muchos sucede lo mismo.
15. Puede negarse esta aserción de Aristóteles, porque Licurgo, sin ser rey, pertenecía a
las clases elevadas, puesto que a falta de su sobrino Carilao, de quien fue tutor, debía su-
bir al trono.
Esto debe, igualmente, hacernos comprender la razón de que la mayor parte de los go-
biernos son o demagógicos u oligárquicos, y es porque, siendo en ellos las más de las ve-
ces rara la propiedad mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los pobres, estando
igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para sí solos y constitu-
yen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo frecuentes entre los pobres y los ricos
las sediciones y las luchas, nunca descansa el poder, cual quiera que sea el partido que
triunfe de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos comunes. Como el poder
es el premio del combate, el vencedor que se apodera de él crea necesariamente uno de
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los dos gobiernos extremos, la democracia o la oligarquía. Así, los mismos pueblos que
han tenido alternativamente la suprema dirección de los negocios de la Grecia sólo han
consultado a su propia constitución para hacer predominar en los Estados a ellos someti-
dos, ya la oligarquía, ya la democracia, celosos siempre de sus intereses particulares y
nada de los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha visto nunca entre estos dos extre-
mos una verdadera república, o, por lo menos, se ha visto raras veces y siempre por muy
poco tiempo. Sólo ha habido un hombre16 entre los que en otro tiempo alcanzaron el po-
der, que haya establecido una constitución de este género. Desde muy atrás los hombres
políticos han renunciado a buscar la igualdad en los Estados; o tratan de apoderarse del
poder, o se resignan a la obediencia cuando no son los más fuertes.
Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno y lo que constituye
su excelencia.
En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de las democracias y
de las oligarquías admitidas por nosotros, es fácil ver en qué orden deben ser clasificadas,
una primero, otra después, y así sucesivamente, según que son mejores o menos buenas y
en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto. Necesariamente, serán tanto
mejores cuanto más se aproximan al término medio, y tanto peores, cuanto más se alejen
de él. Exceptúo siempre los casos especiales; quiero decir, aquellos en que tal constitu-
ción, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena que otra para un pueblo dado.
16. No se sabe a quién se refiere.
CAPÍTULO X
Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las anteriores, y que se re-
fiere a la especie y naturaleza de los gobiernos en relación a los pueblos que hayan de
gobernarse. Hay un primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la por-
ción de la ciudad que quiere el mantenimiento de las instituciones debe ser siempre más
fuerte que la que quiere el trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso distinguir
dos cosas: la cantidad y la calidad de los ciudadanos. Por calidad entiendo la libertad, la
riqueza, las luces, el nacimiento; por cantidad entiendo la preponderancia numérica. La
calidad puede estar en una parte de los elementos políticos, y la cantidad encontrarse en
otra; y así las gentes de nacimiento oscuro pueden ser más numerosas que las de naci-
miento ilustre; los pobres más numerosos que los ricos, sin que la superioridad del núme-
ro pueda compensar la diferencia en calidad. Conviene mucho tener en cuenta todas estas
relaciones proporcionadas. En dondequiera que, aun teniendo en cuenta esta relación, la
multitud de los pobres tiene la superioridad, la democracia se establece naturalmente con
todas sus combinaciones diversas, según la importancia relativa de cada parte del pueblo.
Por ejemplo, si los labradores son los más numerosos, tendremos la primera de las demo-
cracias, si lo son los artesanos y los mercaderes, tendremos la última; las demás especies
se clasifican igualmente entre estos dos extremos. Dondequiera que la clase rica y distin-
guida supera en calidad más que en número, la oligarquía sé constituye de la misma ma-
nera con todos sus matices según la tendencia particular de la masa oligárquica que pre-
domina. Pero el legislador no debe tener en cuenta más que la propiedad mediana. Si
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hace leyes oligárquicas, esta propiedad es la que ha de tener presente, si hace leyes de-
mocráticas, también en ellas debe tener cabida esta propiedad. Una constitución no se
consolida sino donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases extremas,
o, por lo menos, que cada una de ellas. Los ricos nunca urdirán tramas temibles de con-
cierto con los pobres; porque ricos y pobres temen igualmente el yugo a que se someterí-
an mutuamente. Si quieren que haya un poder que represente el interés general, sólo po-
drán encontrarlo en la clase media. La desconfianza recíproca que se tienen mutuamente
les impedirá siempre aceptar un poder alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y
el árbitro en este caso es la clase media. Cuanto más perfecta sea la combinación política
según la que se constituya el Estado, tanto más serán las probabilidades de permanencia
que ofrezca la constitución. Casi todos los legisladores, hasta los que han querido fundar
gobiernos aristocráticos, han cometido dos errores casi iguales: primero, al conceder de-
masiado a los ricos, y después al engañar a las clases inferiores. Con el tiempo, resulta
necesariamente de un bien falso un mal verdadero; porque la ambición de los ricos ha
arruinado más Estados que la ambición de los pobres. Los especiosos artificios con que
se pretende engañar al pueblo en política hacen referencia a cinco cosas: a la asamblea
general, a las magistraturas, a los tribunales, a la posición de las armas y a los ejercicios
de gimnasia ". Respecto a la asamblea general, se da a todos los ciudadanos el derecho de
asistir a ella; pero se tiene cuidado de imponer una multa a los ricos, si no concurren, o
por lo menos es mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pagan los pobres;
respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que tienen la renta legal, la facultad de
no aceptarlas, y se deja libre esta facultad a los pobres; respecto a los tribunales, se impo-
ne una multa a los ricos que se abstienen de juzgar y se concede la impunidad a los po-
bres, o si no la multa es enorme para aquéllos y casi nula para éstos, como sucede en las
leyes de Carondas. A veces basta estar inscrito en los registros civiles para tener entrada
en la asamblea general y en el tribunal; pero, una vez inscrito, si uno falta a estos dos de-
beres, está expuesto a que le impongan una multa terrible, que tiene por objeto hacer que
los ciudadanos se abstengan de inscribirse; no estando inscrito, no se forma parte en-
tonces ni de la asamblea ni del tribunal. El mismo sistema de leyes rige respecto del uso
de armas y de los ejercicios gimnásticos; se permite a los pobres estar sin armas; se casti-
ga con multa a los ricos que no las tienen; y en cuanto a los gimnasios, nada de multa a
los pobres, y multa a los ricos que no asisten a ellos; éstos concurren por temor a la mul-
ta; aquéllos jamás se presentan, porque no tienen este temor. Tales son los ardides pues-
tos en práctica por las leyes en las condiciones oligárquicas.
17. Actualmente no nos damos cuenta de la importancia política que los legisladores
antiguos daban a la gimnástica. Los gobiernos se cuidan hoy muy poco de que las gene-
raciones nazcan contrahechas y raquíticas. La higiene pública en nuestros días es un ramo
de policía que llama poco la atención, mientras que entre los antiguos era un asunto cons-
titucional. La fuerza física es quizá menos necesaria en la actual civilización; pero la sa-
lud es siempre asunto de interés. Por lo demás, en todo lo que toca al individuo, los dere-
chos del gobierno, tan extensos en otro tiempo, son hoy casi nulos, lo cual es quizá una
desgracia. Es indudable que si la gimnasia llegase a renacer entre nosotros, como parecen
anunciarlo algunos ensayos muy laudables, la ley debería arreglar su uso en los estable-
cimientos públicos, como ha arreglado los estudios en los liceos y ciertos ejercicios cor-
porales en las escuelas militares. Barthélemy Saint-Hilaire.
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CAPÍTULO XI
Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno por uno, remontán-
donos a los principios mismos en que descansan todos.
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En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el legislador, si es entendido,
ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente. Una vez bien organizadas estas tres par-
tes, el Estado todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente diferen-
ciarse sino en razón de la organización diferente de estos tres elementos. El primero de
estos tres elementos es la asamblea general, que delibera sobre los negocios públicos; el
segundo, el cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de nombra-
miento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo judicial18.
La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la guerra, y a la cele-
bración y ruptura de tratados; hace las leyes, impone la pena de muerte, la de destierro y
la confiscación, y toma cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir necesariamente
uno de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el cuerpo político, o enco-
mendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o más magistraturas especiales; o dis-
tribuirlas, atribuyendo unas a todos los ciudadanos y otras a algunos solamente.
18. Montesquieu, al exponer esta teoría de los tres poderes (lib. XI, cap. VI), olvidó re-
cordar que era de Aristóteles. B. S.
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gárquico como el primero. Pero si la minoría, dueña soberana de los negocios generales,
se constituye por sí misma, haciéndose hereditaria y sobreponiéndose a las leyes, tendre-
mos necesariamente el último grado de la oligarquía.
Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se pone en manos de al-
gunos magistrados, quedando encomendado a la masa de los ciudadanos el derecho de
intervenir en las cuentas generales del Estado, y estos magistrados tienen la decisión de
los demás negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por la suerte, el gobier-
no es aristocrático o republicano. Si se acude a la elección para ciertos negocios y para
otros a la suerte, ya entre todos, ya entre los candidatos incluidos en una lista, o si la elec-
ción y la suerte recaen sobre la universalidad de los ciudadanos, entonces el sistema es,
en parte, republicano y aristocrático, y en parte, puramente republicano.
Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la organización del cuerpo
deliberante, y cada gobierno lo organiza según las relaciones que acabamos de indicar.
En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se cree hoy más digno
de este nombre que todos los demás, en otros términos, en la democracia en que la volun-
tad del pueblo está por encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno, en interés de las
deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las oligarquías. La oligarquía se
sirve de la multa para obligar a concurrir al tribunal a aquellos cuya presencia estima ne-
cesaria. La democracia, que da una indemnización a los pobres que desempeñan funcio-
nes judiciales, debería seguir el mismo método respecto de las asambleas generales. Con-
viene a la deliberación que tomen parte en ella todos los ciudadanos en masa, para que se
ilustre la multitud con las luces de los hombres distinguidos y éstos aprovechen lo que
por instinto sabe la multitud. También podría tomarse un número igual de votantes por
una y por otra parte, procediéndose después a su designación por elección o por suerte.
En fin, en el caso en que el pueblo supere excesivamente en número a los hombres políti-
camente capaces, podría concederse la indemnización, no a todos, sino sólo a tantos po-
bres como sean los ricos, y eliminar a todos los demás.
En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos individuos de entre
la generalidad, o constituir una magistratura, que por cierto existe ya en algunos Estados,
y cuyos miembros se llaman comisarios o guardadores de las leyes. La asamblea pública
en este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos magistrados. Este es un
medio de dar a las masas voz deliberativa en los negocios, sin que puedan atentar en lo
más mínimo a la constitución. También es posible conceder al pueblo únicamente el de-
recho de sancionar las disposiciones que se le presenten, sin que pueda decidir nunca en
sentido contrario. Por último, se puede conceder a las masas voz consultiva, dejando la
decisión suprema a los magistrados.
En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al adoptado al pre-
sente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe ser soberana cuando absuelve y no
cuando condena, debiendo recurrirse en este último caso a los magistrados. El sistema
actual es detestable; la minoría puede soberanamente absolver; pero cuando condena, ab-
dica de su soberanía y tiene siempre cuidado de someter el fallo al juicio del pueblo ente-
ro.
No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero soberano del Esta-
do.
CAPÍTULO XII
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inconveniente en confiar a una misma persona muchas funciones a la vez, con tal que es-
tas funciones no sean por su naturaleza contrarias. La escasez de ciudadanos obliga nece-
sariamente a multiplicar las atribuciones conferidas a cada empleo, pudiendo entonces
compararse los empleos públicos a esos instrumentos que prestan usos distintos y que
sirven al mismo tiempo de lanza y de antorcha.
Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos indispensables en todo Es-
tado y el de los que, sin ser absolutamente necesarios, son, sin embargo, convenientes.
Partiendo de este dato será fácil descubrir cuáles son los que se pueden reunir sin peligro
en una sola mano. También deberán distinguirse con cuidado aquellos de que puede en-
cargarse un mismo magistrado según las localidades, y aquellos que en todas partes po-
drían reunirse sin inconvenientes. Y así, en cuanto a policía urbana, ¿debe establecerse un
magistrado especial para la vigilancia del mercado público y otro magistrado para otro
lugar, o basta un solo magistrado para toda la ciudad? La división de las atribuciones
¿debe hacerse teniendo en cuenta las cosas o las personas? Me explicaré: ¿es preciso que
un funcionario, por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y otros de la inspec-
ción de las mujeres y de los niños?
Examinando el punto con relación a la constitución, puede preguntarse si la clase de
funciones es en cada sistema político diferente, o si es en todas partes idéntica. Así, ¿en la
democracia, en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las magistraturas eleva-
das son las mismas aunque no estén confiadas a individuos iguales y ni siquiera semejan-
tes? ¿No varían según los diversos gobiernos? ¿En la aristocracia, por ejemplo, no están
en manos de las personas ilustradas; en la oligarquía, en las de los hombres ricos; y en la
democracia, en las de los hombres libres? ¿No deben algunas magistraturas organizarse
sobre estas diversas bases? ¿No hay casos en que es bueno que sean las mismas, y casos
en que es bueno que sean diferentes? ¿No conviene que, teniendo las mismas atribucio-
nes, sea su poder unas veces restringido y otras muy amplio?
Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de un sistema: tal es
la de las comisiones preparatorias19 tan contrarias a la democracia que reclama un senado.
Ni tampoco es menos cierto que se necesitan funcionarios análogos encargados de prepa-
rar las deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo. Pero si estos funcionarios
son pocos, la institución es oligárquica; y como los comisarios no pueden ser nunca mu-
chos, la institución pertenece esencialmente a la oligarquía. Pero dondequiera que existen
simultáneamente una comisión y un senado, el poder de los comisarios está siempre por
encima del de los senadores. El senado procede de un principio democrático; la comisión,
de un principio oligárquico. El poder del senado queda también reducido a la nulidad en
aquellas democracias en que el pueblo se reúne en masa para decidir por sí mismo todos
los negocios. El pueblo toma ordinariamente este cuidado cuando es rico, o cuando con
una indemnización se retribuye su presencia en la asambleal general; entonces, gracias al
tiempo desocupado de que dispone, se reúne frecuentemente y juzga de todo por sí mis-
mo. La pedonomía, la gineconomía y cualquiera otra magistratura especialmente encar-
gada de vigilar la conducta de los jóvenes y de las mujeres son instituciones aristocráticas
y no tienen nada de populares; pues ¿cómo se va a prohibir a las mujeres pobres salir de
sus casas? Tampoco tiene nada de oligárquica; porque ¿cómo se puede impedir el lujo a
las mujeres en la oligarquía?
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19. Aristóteles quiere sin duda recordar aquí la especie de relatores establecidos por la
Oligarquía de los Cuatrocientos en Atenas, en el primer año de la Olimpiada 92, 411 años
a. de J. C.-B. S.
De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la elegibilidad para
todas las magistraturas concedida a todos los ciudadanos, sea por suerte, sea por elección;
o, simultáneamente, designando para una función por suerte y para otra por elección. Si
son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino sucesivamente, y el nom-
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CAPÍTULO XIII
De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta hablar de los tribuna-
les. Seguiremos los mismos principios al hacer el estudio de sus diversas modificaciones.
Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres puntos: su personal,
sus atribuciones, su modo de formación. En cuanto al personal, los jueces pueden tomarse
de la universalidad o sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto a las atribuciones, los
tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al modo de formación, pue-
den ser creados por elección o a la suerte.
Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de tribunales. Son ocho: pri-
mera, tribunal para entender en las cuentas y gastos públicos; segunda, tribunal para co-
nocer de los daños causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los atentados co-
ntra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las demandas de indemnización,
tanto de los particulares como de los magistrados; quinta, tribunal que ha de conocer en
las causas civiles más importantes; sexta, tribunal para las causas de homicidio; séptima,
tribunal para los extranjeros. El tribunal que entiende en las causas de homicidio puede
subdividirse, según que unos mismos jueces o jueces diferentes conozcan del homicidio
premeditado o involuntario, según que el hecho es o no confesado, aunque haya duda so-
bre el derecho del acusado. En el tribunal criminal puede admitirse una cuarta subdivisión
para los homicidas que vengan a purgar su contumacia; tal es, por ejemplo, en Atenas el
tribunal de los Pozos22. Por lo demás, estos casos judiciales se presentan muy raras veces,
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hasta en los Estados muy grandes. El tribunal de los extranjeros puede dividirse según
que conoce de las causas entre extranjeros y nacionales. En fin, la octava y última especie
de tribunal entenderá en todas las causas de menor cuantía, cuyo valor sea de una a cinco
dracmas o poco más. Estas causas, por ligeras que sean, deben ser sustanciadas como las
demás, y no pueden someterse a la decisión de los jueces ordinarios.
22. Lugar situado cerca del Pireo a la orilla del mar. Cuando un desterrado, acusado du-
rante su ausencia de un nuevo crimen, quería justificarse, se colocaba en una nave frente
a los Pozos, y desde allí se defendía delante de los jueces sentados en la ribera, a la que
no podía acercarse. Saint-Hilaire, pág. 357.
LIBRO SÉPTIMO1
CAPÍTULO I
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Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan en el Estado la
asamblea deliberante, o sea el soberano, las magistraturas y los tribunales; hemos demos-
trado cómo la organización de estos elementos se modifica según los principios mismos
de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la caída y estabilidad de los
gobiernos, y hemos dicho cuáles son las causas que producen la una y aseguran la otra.
Pero como hemos reconocido muchos matices en la democracia y en los demás gobier-
nos, creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado a un lado, y de-
terminar el modo de organización más ventajoso y especial de cada uno de ellos. Exami-
naremos, además, todas las combinaciones a que pueden dar lugar los diversos sistemas
de que hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros, pueden alterar el
principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, a la aristocracia oligárquica, o
lanzar las repúblicas a la demagogia. Ved lo que yo entiendo que son estas combinacio-
nes compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han sido aún estudiadas: cons-
tituidas la asamblea general y la elección de los magistrados según el sistema oligárquico,
la organización judicial puede ser aristocrática; o, también, organizados oligárquicamente
los tribunales y la asamblea general, la elección de los magistrados puede serlo de una
manera completamente aristocrática. Podría suponerse todavía algún otro modo de com-
binación, con tal que las partes esenciales del gobierno no estén constituidas según un
sistema único.
1. Colocado generalmente el sexto.
Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo puede consen-
tir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según los casos, las ventajas de los demás
sistemas. Pero no basta saber cuál es el sistema que debe, según las circunstancias, prefe-
rirse para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio de establecer tal
o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta cuestión. Hablemos, en primer lugar, de
la democracia, y nuestras explicaciones bastarán para hacer comprender bien la forma
política diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se llama oligarquía.
No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios democráticos, ni tampoco
ninguna de las consecuencias que de ellos se desprenden; porque de su combinación na-
cen los matices de la democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi opinión
son dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como ya he dicho, es
la variedad misma de las clases que la componen: por un lado, los labradores; por otro,
los artesanos; por aquel los mercaderes. La combinación del primero de estos elementos
con el segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una democracia mejor o
peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a la segunda causa, hela aquí: las institu-
ciones que se derivan del principio democrático y que parecen una consecuencia peculiar
de los mismos, cambian completamente mediante sus diversas combinaciones la natura-
leza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos numerosas en este Estado,
más en aquel, o, en fin, encontrarse reunidas en otro. Importa conocerlas todas sin excep-
ción, ya se trate de establecer una constitución nueva, ya de reformar una antigua. Los
fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en torno de su principio general todos
los especiales que de él dependen; pero se engañan en la aplicación, como ya he hecho
observar2 al tratar de la destrucción y prosperidad de los Estados. Expongamos ahora las
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bases en que se apoyan los diversos sistemas, los caracteres que presentan ordinariamen-
te, y el fin a cuya realización aspiran.
2. Téngase en cuenta lo dicho en la nota anterior. (Aristóteles trata estos temas en el li-
bro quinto, que Patricio de Azcárate coloca el octavo.)
El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría
creerse que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin
constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el
mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con
relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue
como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisio-
nes de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del prin-
cipio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres
son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayo-
ría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los parti-
darios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es
la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto
es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el
segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el ciu-
dadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obedece es a condición de mandar
él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad.
Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las únicas combina-
ciones de que es susceptible son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser electores
y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos
los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen expe-
riencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza, y si la hay
ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos
muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando, sin embargo, las funciones mi-
litares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos, por lo menos todos aquellos
a que se puede imponer esta condición. Todos los ciudadanos deben ser jueces en todos,
o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las
cuentas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en los convenios parti-
culares. La asamblea general debe ser soberana en todas las materias, o por lo menos en
las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias, dejándoselo
sólo en cosas insignificantes. El senado es una institución muy democrática allí donde la
universalidad de los ciudadanos no puede recibir del tesoro público una indemnización
por su asistencia a las asambleas; pero donde se da este salario el poder del senado queda
reducido a la nulidad. El pueblo, una vez rico, merced al salario que le da la ley, todo lo
quiere avocar a sí, como queda dicho en la parte de este tratado que precede inmediata-
mente a ésta. Pero, previamente, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean
retribuidos; asamblea general, tribunales, magistraturas inferiores; o, por lo menos, es
preciso retribuir a los magistrados, jueces, senadores, miembros de la asamblea y funcio-
narios que están obligados a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son el
nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento
humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear nin-
gún cargo vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este privilegio en me-
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dio de la revolución democrática, es preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en
lugar de hacerlo por elección.
Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden directa-
mente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad perfecta
de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del número, con-
dición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que
los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino
que lo sean todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro medio
más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.
Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso distribuir los ciudada-
nos de manera que la renta que posean mil de entre ellos sea igual a la que tengan otros
quinientos distintos, y conceder entonces a la suma de los primeros tantos derechos como
a los segundos? O, en otro caso, si se desecha esta especie de igualdad, ¿se debe tomar de
entre los quinientos de una parte y los mil de la otra un número igual de ciudadanos, los
cuales tendrán el derecho de elegir los magistrados y de asistir a los tribunales? ¿Es este
el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o es preciso dar la preferen-
cia al que no tiene absolutamente en cuenta otra cosa que el número? Al decir de los par-
tidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la mayoría; y si
nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la justicia está en la decisión
de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y
otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los principios oligárquicos condu-
cen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los
demás ricos juntos, es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, que este
individuo sea soberano, porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios de-
mocráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa
del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar.
Para encontrar una igualdad que uno y otro partido puedan admitir, es preciso buscarla en
el principio mismo en que ambos fundan su derecho político, pues que por una y otra par-
te se sostiene que la voluntad de la mayoría debe ser soberana. Admito este principio, pe-
ro le pongo una limitación. El Estado se compone de dos partes, los ricos y los pobres;
pues que la decisión de unos y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay di-
sentimiento, que prevalezca el dictamen de los que sean más numerosos o de aquellos
que tengan más renta. Supongamos que son diez los ricos y veinte los pobres; que seis
ricos piensan de una manera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que
disienten, a los quince pobres, y los cinco pobres que quedan a los seis ricos. Pues bien,
digo yo que debe prevalecer el dictamen de aquellos cuya renta acumulada, la de los po-
bres y la de los ricos, sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más
embarazoso que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los votos en la asamblea
pública o en el tribunal. Entonces se deja que decida la suerte, o se apela a cualquier otro
expediente del mismo género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de alcanzar
la verdad en punto a igualdad y justicia, siempre será este recurso mucho menos trabajoso
que el convencer a gentes que son bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes de-
seos. La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de
esto.
CAPÍTULO II
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De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es la que he puesto
en primer lugar en las consideraciones que acabo de presentar; y es también la más anti-
gua de todas. Digo que es la primera, atendiendo a la división que he indicado en las cla-
ses del pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los labradores; y
así la democracia3 se establece sin dificultad dondequiera que la mayoría vive de la agri-
cultura y de la cría de ganados. Como no es muy rica, trabaja incesantemente y no puede
reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se dedica a los trabajos
que le proporcionan el alimento, y no envidia otros bienes que éstos. Trabajar vale más
que gobernar y mandar allí donde el gobierno y el mando no proporcionan grandes pro-
vechos; porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los honores. Prueba de ello
es que antiguamente nuestros mayores soportaron la tiranía que sobre ellos pesaba, y hoy
mismo se sufren sin murmurar las oligarquías existentes, con tal que cada cual pueda en-
tregarse libremente al cuidado de sus intereses sin temor a las expoliaciones. Entonces se
hace rápidamente fortuna, o por lo menos se evita la miseria. Muchas veces se ve que el
simple derecho de elegir los magistrados y de intervenir en las cuentas basta para satisfa-
cer la ambición de los que pueden tenerla, puesto que en más de una democracia, la ma-
yoría, sin tomar parte en la elección de los jefes y dejando el ejercicio de este derecho a
algunos electores tomados sucesivamente en la masa de ciudadanos, como se hace en
Mantinea, la mayoría, digo, se muestra satisfecha porque es soberana respecto de las de-
liberaciones. Preciso es reconocer que esta es una especie de democracia y Mantinea4 era
en otro tiempo un Estado realmente democrático. En esta especie de democracia, de que
ya he hablado anteriormente, es un principio excelente y una aplicación bastante general
el incluir entre los derechos concedidos a todos los ciudadanos la elección de los magis-
trados, el examen de cuentas y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones
elevadas condiciones de elección y de riqueza, acomodando este último requisito a la im-
portancia misma de los empleos, o también prescindiendo de esta condición de la renta
respecto de todas las magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar
cumplidamente el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte cuando se constituye
conforme a estos principios. De esta manera, el poder pasa siempre a las manos de los
más dignos, y el pueblo no recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes
voluntariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta combinación basta también
para satisfacer a los hombres distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la
autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente gobernarán con equi-
dad, porque son responsables de su gestión ante ciudadanos de otra clase distinta de la
suya. Siempre es bueno para el hombre que haya alguno que le tenga a raya y que no le
permita dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia ilimitada de la vo-
luntad individual no puede ser una barrera contra los vicios que cada uno de nosotros lle-
va en su seno. De aquí resulta necesariamente para los Estados la inmensa ventaja de que
el poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen faltas graves, y que el pueblo
no está degradado y envilecido. Esta es sin duda alguna la mejor de las democracias. ¿Y
de dónde nace su perfección? De las costumbres mismas del pueblo por ella regido. Casi
todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelentes para hacer que el pueblo fuera agri-
cultor. O limitaban de una manera absoluta la posesión individual de las tierras, fijando
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Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la democracia es el pueblo
pastor que vive del producto de sus ganados. Este género de vida se aproxima mucho a la
agrícola; y los pueblos pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de la
guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de soportar las fatigas
de campaña. En cuanto a las clases diferentes de éstas, y de que se componen casi todas
las demás especies de democracias, son muy inferiores a las dos primeras; su existencia
aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las ocupaciones habituales de los
artesanos, de los mercaderes y de los mercenarios. Sin embargo, es preciso observar que,
bullendo esta masa sin cesar en los mercados y calles de la ciudad, se reúne sin dificultad,
si puede decirse así, en asamblea pública. Los labradores, por el contrario, diseminados
como están por los campos, se encuentran raras veces y no sienten tanto la necesidad de
reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal manera que los campos destinados al
cultivo estén muy distantes de la ciudad, en este caso se puede establecer fácilmente una
excelente democracia y hasta una república. La mayoría de los ciudadanos se vería en-
tonces precisada a emigrar de la ciudad e iría a vivir al campo, y podría estatuirse que la
turba de mercaderes no pudiera reunirse nunca en asamblea general sin que estuviera pre-
sente la población agrícola.
Tales son los principios en que debe descansar la institución de la primera y mejor de
las democracias. Se puede, sin dificultad, deducir de aquí la organización de todas las
demás, cuyas degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo, hasta lle-
gar a aquella que es preciso excluir siempre.
En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la universalidad de los ciuda-
danos toma parte en el gobierno, no es dado a todos los Estados sostenerla; y su existen-
cia es muy precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a mantenerla.
Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas que destruyen esta forma política
y los demás Estados republicanos. Para establecer esta especie de democracia y transferir
todo el poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran generalmente inscribir en
la lista civil el mayor número de personas que les es posible; comprendiendo sin vacilar
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en el número de ciudadanos, no sólo a los que son dignos de este título, sino también a
todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son sólo por un lado, quiero decir, por
la línea paterna o por la materna. Todos estos elementos son buenos para formar un go-
bierno bajo la dirección de tales hombres. Estos son los medios que están por completo al
alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan cuidado de no hacer uso de ellos sino
hasta conseguir que las clases inferiores superen en número a las clases elevadas y a las
clases medias; que se guarden bien de pasar de aquí, porque traspasando este límite se
crea una multitud indisciplinada y se exaspera a las clases elevadas, que sufren muy difí-
cilmente el imperio de la democracia. La revolución de Cirene no reconoció otras causas.
No se nota el mal mientras es ligero; cuando se aumenta, entonces llama la atención de
todos.
Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los medios de que se va-
lió Clístenes en Atenas para fundar el poder popular, y que aplicaron igualmente los de-
mócratas de Cirene. Es preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fratrias, es
preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas religiosas poco frecuentes, pero
públicas; es preciso, en fin, amalgamar cuanto sea posible las relaciones de unos ciuda-
danos con otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones anteriores. Todas
las arterias de los tiranos pueden tener cabida en esta democracia; por ejemplo, la des-
obediencia permitida a los esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la licencia de las muje-
res y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad de vivir como le aco-
mode. Con esta condición, serán muchos los que quieran sostener un gobierno semejante,
porque los hombres, en general, prefieren una vida sin orden ni disciplina a una vida or-
denada y regular.
CAPÍTULO III
No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno democrático la única
ni la mayor dificultad la de instituir o crear el gobierno; lo es mucho mayor el saber
hacerlo duradero. Un gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres
días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la prosperidad y de la ruina
de los Estados se pueden deducir de este examen garantías de estabilidad política, descar-
tando con cuidado todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o tácitas
que encierren todos los principios en que descansa la duración de los Estados. Es preciso,
además, guardarse bien de tomar por democrático u oligárquico todo lo que fortifique en
el gobierno el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo fijarse más en lo
que contribuya a que el Estado tenga la mayor duración posible. Hoy los demagogos, pa-
ra complacer al pueblo, hacen que los tribunales acuerden confiscaciones enormes.
Cuando se tiene amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema completamente opues-
to, haciendo que la ley disponga que los bienes de los condenados por crímenes de alta
traición no pasen al tesoro público, sino que se consagren a los dioses. Este es el medio
de corregir a los culpables, que no resultan de este modo menos castigados, y de impedir
al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar en estos casos, condene tan fre-
cuentemente a los acusados sometidos a su jurisdicción. Es necesario, además, evitar la
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multiplicidad de estos juicios públicos imponiendo fuertes multas a los autores de falsas
acusaciones, porque ordinariamente los acusadores atacan más bien a la clase distinguida,
que a la gente del pueblo. Es preciso que todos los ciudadanos sean tan adictos como sea
posible a la constitución, o, por lo menos, que no miren como enemigos a los mismos so-
beranos del Estado.
Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en los Estados muy po-
pulosos, en los cuales es difícil reunir asambleas públicas sin pagar a los que a ellas con-
curren. Además, las clases altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene rentas
propias; porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de contribucio-
nes especiales, sea por confiscaciones que acuerdan tribunales corruptos. Pues bien, todas
estas son causas de perdición en muchas democracias. Allí donde el Estado no tiene ren-
tas es preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y los miembros de los
tribunales sean muy numerosos, pero congregándose para administrar justicia muy pocos
días. Este sistema tiene dos ventajas: primera, que los ricos no tendrán que temer grandes
gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres a quienes haya de darse el salario
judicial; y segunda, que así la justicia será mejor administrada, porque los ricos nunca
gustan de abandonar sus negocios por muchos días, y sólo se avienen a dejarlos por algu-
nos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso guardarse de imitar a los demagogos de
nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el sobrante de los ingresos y toman parte como
los demás en la repartición; pero las necesidades continúan siendo siempre las mismas,
porque socorrer de este modo a la pobreza es querer llenar un tonel sin fondo. El amigo
sincero del pueblo tratará de evitar que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte
siempre a la democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea perma-
nente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públi-
cas para repartirlos de una sola vez entre los pobres, sobre todo si las porciones indivi-
duales que se habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo
menos, para el establecimiento de un comercio o de una explotación agrícola. Si no pue-
den alcanzar a la vez a todas estas distribuciones, se procederá por tribus o conforme a
cualquier otra división. Los ricos deben necesariamente en este caso contribuir al soste-
nimiento de las cargas precisas del Estado; pero que se renuncie a exigir de ellos gastos
que no reportan utilidad. El gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios
análogos, ganarse el afecto del pueblo; así envía constantemente a algunos a las colonias
a que se enriquezcan. Las clases elevadas, si son hábiles e inteligentes, procurarán ayudar
a los pobres y facilitarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, asimis-
mo, estas clases en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder a los pobres el uso común
de las propiedades, se ha granjeado este gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte,
ha hecho que fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a la suer-
te, valiéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener los cargos públicos, y de la
elección para que éstos sean bien desempeñados. También se puede obtener el mismo
resultado haciendo que los miembros de una misma magistratura sean designados los
unos por la suerte y los otros por la elección.
Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el planteamiento de la demo-
cracia.
CAPÍTULO IV
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Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que preceden, cuáles son los
de la institución oligárquica. Para cada especie de oligarquía será preciso tomar lo opues-
to a lo concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla. Esto es, sobre
todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las oligarquías, la cual se aproxima
mucho a la república propiamente dicha. El censo debe ser vario, más alto para unos, más
bajo para otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de utilidad indispensa-
ble, más elevado para las magistraturas de primer orden. Desde el momento en que se
posee la renta legal se deben obtener los empleos; y el número de individuos del pueblo
que en virtud del censo hayan de entrar en el poder debe estar combinado de manera que
la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea más fuerte que la que no los
tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que lo más distinguido del pueblo sea admitido a
participar del poder.
Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía que sucede a esta
primera especie. En cuanto al matiz oligárquico que corresponde al último matiz de la
democracia y que, como ella, es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta más
prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente constituidos, las naves bien
construidas y perfectamente tripuladas con marinos hábiles pueden cometer, sin riesgo de
perecer, la más graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya deterioradas y
puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden, por el contrario, soportar los meno-
res errores. Lo mismo sucede con las constituciones políticas: cuanto más malas son, tan-
tas más preocupaciones exigen.
En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso de su población.
El derecho del número reemplaza entonces al derecho del mérito. La oligarquía, por el
contrario, no puede vivir y prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi
toda la masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos, mercenarios y
comerciantes, y siendo necesarias para la guerra cuatro clases de gente armada: ca-
ballería, infantería pesada, infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado para la
cría de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy poderosamente: por-
que la caballería, que es la base de la defensa nacional, exige siempre para su sosteni-
miento muchos recursos. Donde la infantería pesada es muy numerosa puede muy bien
establecerse la segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada se compone
generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el contrario, la infantería ligera y la
gente de mar son elementos completamente democráticos. En los Estados en que estos
dos elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en nuestros días, están
en baja cuando se enciende la guerra civil. Para poner remedio a este mal, puede imitarse
la conducta de los generales que en el combate procuran mezclar con la caballería y la
infantería pesada5 una sección proporcionada de tropas menos pesadas. En las sediciones,
los pobres muchas veces superan a los ricos, porque, armados más a la ligera, pueden
combatir con ventaja contra la caballería y la infantería pesada. Por tanto, la oligarquía,
que toma su infantería ligera de las últimas clases del pueblo, se crea ella misma un ele-
mento adverso. Es preciso, por el contrario, aprovechándose de la diversidad de edades y
sacando partido así de los de más edad como de los más jóvenes, hacer que los hijos de
los oligarcas se ejerciten desde los primeros años en todas las maniobras de la infantería
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ligera, y dedicarlos desde que salen de la infancia a los más rudos trabajos, como si fue-
ran verdaderos atletas.
5. Hoplitas.
La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos al pueblo, sea me-
diante el establecimiento del censo legal, como ya he dicho, sea como hace la constitu-
ción de Tebas, exigiendo que se haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de toda
ocupación liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por su mérito
pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno, ya estén fuera de él. En cuanto
a las principales magistraturas, reservadas necesariamente a los que gozan de los dere-
chos políticos, será preciso prescribir los gastos públicos que para obtenerlas deberán
hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder alcanzar los empleos, y en medio
de sus recelos perdonará sin dificultad a los que deben comprar tan caro el honor de des-
empeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer sacrificios magníficos y
construir algunos monumentos públicos; entonces el pueblo, que tomará parte en los ban-
quetes y las fiestas, y verá la ciudad espléndidamente dotada de templos y edificios, de-
seará el sostenimiento de la constitución; y esto será para los ricos un soberbio testimonio
de los gastos que hubieren hecho. En la actualidad, los jefes de las oligarquías, lejos de
obrar así, hacen precisamente todo lo contrario: buscan el provecho con el mismo ardor
que los honores; y puede decirse con verdad que estas oligarquías no son más que demo-
cracias reducidas a algunos gobernantes.
Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias y las oligarquías.
CAPÍTULO V
Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el número de las diver-
sas magistraturas, sus atribuciones y las condiciones necesarias para su desempeño. Ante-
riormente hemos dicho algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede existir sin
ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no podría ser bien gobernado
sin magistraturas que garanticen el buen orden y la tranquilidad. También es necesario,
como ya he dicho, que los cargos sean pocos en los pequeños Estados y numerosos en los
grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pueden acumularse y cuáles los
que son incompatibles.
Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el primer objeto de vigilan-
cia es el mercado público, que debe estar bajo la dirección de una autoridad que inspec-
cione los contratos que se celebren y su exacta observancia. En casi todas las ciudades
sus miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus mutuas necesi-
dades, siendo esta, quizá, la más importante garantía de bienestar que al parecer han de-
seado obtener los miembros de la ciudad al reunirse en sociedad. Otra cosa que viene
después de ésta, y que tiene con ella estrecha relación, es la conservación de las propie-
dades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen interior de la ciudad, el
sostenimiento y la reparación de los edificios deteriorados y de los caminos públicos, el
reglamento relativo a los deslindes de cada propiedad, para prevenir las disputas, y ade-
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más todas las materias análogas a éstas. Todas estas son funciones, como se dice ordina-
riamente, de policía urbana. Ahora bien, siendo muy variadas en los Estados muy pobla-
dos se pueden distribuir entre muchas manos. Así, hay arquitectos especiales para las mu-
rallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto. Hay otra magistratura análoga a
aquélla y de igual modo necesaria, que tiene a su cargo las mismas obligaciones, pero con
relación a los campos y al exterior de la ciudad. Los funcionarios que la desempeñan se
llaman inspectores de los campos o conservadores de los bosques. Ya tenemos aquí tres
órdenes de funciones indispensables. Una cuarta magistratura, que no lo es menos, es la
que debe percibir las rentas públicas, custodiar el tesoro del Estado y repartir los caudales
entre los diversos ramos de la administración pública. Estos funcionarios se llaman recep-
tores o tesoreros. Otra clase de funcionarios está encargada del registro de los actos que
tienen lugar entre los particulares, y de las sentencias dictadas por los tribunales, siendo
estos mismos los que deben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces
esta última magistratura se divide en otras muchas, pero sus atribuciones son siempre es-
tas mismas que acabo de enumerar. Los que desempeñan estos cargos se llaman archive-
ros, escribanos, conservadores, o se designan con otro nombre semejante.
La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria y también la más
delicada de todas, está encargada de la ejecución de las condenas judiciales, de la prose-
cución de los procesos y de la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo penosa es
la animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran utilidad, no se en-
cuentra quien la quiera servir o, por lo menos, quien quiera desempeñarla con toda la se-
veridad que exigen las leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensable, porque
sería inútil administrar justicia si las sentencias no se cumpliesen, y la sociedad civil sería
tan imposible sin la ejecución de los fallos como lo sería sin la justicia que los dicta. Pero
es bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistratura única. Es preciso
repartirlas entre los miembros de los diversos tribunales y según la naturaleza de las ac-
ciones y de las -reclamaciones judiciales. Además, las magistraturas que son extrañas al
procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las causas en que figuran jóvenes,
las ejecuciones deberán confiarse con preferencia a los magistrados jóvenes. En cuanto a
los procedimientos que afectan a los magistrados públicos, debe procurarse que la magis-
tratura que ejecuta sea distinta de la que ha condenado; que, por ejemplo, los inspectores
de la ciudad ejecuten las providencias de los inspectores de los mercados, así como las
providencias de los primeros deberán ejecutarse por otros magistrados. La ejecución será
tanto más completa cuanto más débil sea la animadversión que excite contra los agentes
encargados de la misma. Se duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas
manos la condenación y la ejecución; y cuando se extiende a todas las cosas las funciones
de juez y de ejecutor, dejándolas siempre en unas mismas manos, se provoca la execra-
ción general. Muchas veces se distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor,
como sucede en Atenas con el tribunal de los Once6. Esta separación de funciones es
oportuna, y deben discurrirse medios a propósito para hacer menos odioso el destino de
carcelero, el cual es tan necesario como todos los demás de que hemos hablado. Los
hombres de bien se resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso con-
fiarle a hombres corruptos, porque se debería más bien guardarlos a ellos que no enco-
mendarles la guarda de los demás. Importa, por tanto, que la magistratura encargada de
estas funciones no sea la única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la ju-
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ventud y los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las diversas magis-
traturas deberán encargarse sucesivamente de estos penosos cuidados.
6. El tribunal de los Once estaba encargado de la guarda de los detenidos y de la ejecu-
ción de las sentencias en los juicios criminales. Para formarle, cada tribu daba un magis-
trado, y a estos diez primeros se agregaba un secretario. Saint-Hilaire, pág. 387.
Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la ciudad.
En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables, pero que son de un
orden más superior, porque exigen un mérito reconocido, y sólo la confianza es la que
motiva su obtención. De esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad y a to-
dos los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra, es preciso
velar igualmente por la guarda de las puertas y de las murallas, y por su sostenimiento.
También es preciso formar los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los diversos
cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas estas atribuciones son
más o menos numerosas según las localidades; así en las pequeñas ciudades un solo fun-
cionario puede cuidar de todas estas cosas. Los magistrados que desempeñan estos em-
pleos se llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Estado tiene caballería,
infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de mar, cada grupo de éstos tiene pre-
cisamente funcionarios especiales, llamados jefes de la marinería, de la caballería, de las
falanges; o también, siguiendo la subdivisión de estos primeros cargos, se les llama jefes
de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de cualquier otro cuerpo que sea sólo una
parte de los primeros. Todas estas funciones son ramas de la administración militar, que
encierra todos los matices que acabamos de indicar. Manejando de continuo algunas ma-
gistraturas, y podría decirse quizá todas, los fondos públicos, es absolutamente preciso
que el que recibe y depura las cuentas de los demás esté totalmente separado de éstos, y
no tenga exclusivamente otro cuidado que aquél. Los funcionarios que desempeñan este
cargo se llaman ya interventores, ya examinadores, identificadores o agentes del tesoro.
Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas, porque de ella de-
penden las más de las veces la fijación y la recaudación de los impuestos, está la magis-
tratura que preside la asamblea general en los Estados en que el pueblo es soberano. Para
convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios especiales. Se les llama ya
comisarios preparadores, porque preparan las deliberaciones, ya senadores, sobre todo en
los Estados en que el pueblo decide en última instancia.
Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas.
Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los precedentes, que es el
relativo al culto de los dioses, el cual está a cargo de los pontífices e inspectores de las
cosas sagradas, que cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de otros obje-
tos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es única, y esto es lo más co-
mún en los Estados pequeños; otras se divide en muchos cargos, completamente distintos
del sacerdocio, que están confiados a los ordenadores de las fiestas religiosas, a los ins-
pectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas. Después viene otra magistra-
tura totalmente distinta, a la cual está confiado el cuidado de todos los sacrificios públi-
cos que la ley no encomienda a los pontífices, y cuya importancia sólo nace de su carác-
ter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el nombre de arcontes, allá el de
reyes, en otra parte el de pritaneos.
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En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al Estado tienen por
objeto el culto, la guerra, las contribuciones y gastos públicos, los mercados, la policía de
la ciudad, los puertos y los campos, así como también los tribunales, las convenciones
entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de los juicios, la custodia de
los penados, el examen, comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y por últi-
mo, las deliberaciones sobre los negocios generales del Estado.
En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia general no impide el buen
orden, es donde principalmente se establecen magistraturas encargadas de velar por las
mujeres y los jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumplimiento de
las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de la vigilancia en los jue-
gos solemnes, en las fiestas de Baco y en todos los de la misma naturaleza. Algunas de
estas magistraturas son evidentemente contrarias a los principios de la democracia; por
ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la imposibilidad de tener
esclavos, los pobres se ven precisados a asociar a sus trabajos a sus mujeres e hijos; y de
los tres sistemas de magistraturas, entre las que se distribuyen mediante la elección las
funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes, comisarios, senadores, el pri-
mero es aristocrático; el segundo, oligárquico, y el tercero, democrático.
En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las funciones públicas.
LIBRO OCTAVO1
CAPÍTULO I
Todas las partes del asunto de que nos proponemos tratar aquí están, si puede decirse
así, casi agotadas. Como continuación de todo lo que precede, vamos a estudiar, de una
parte, el número y la naturaleza de las causas que producen las revoluciones en los Esta-
dos, los caracteres que revisten según las constituciones y las relaciones que más gene-
ralmente tienen los principios que se abandonan con los principios que se adoptan; de
otra, indagaremos cuáles son, para los Estados en general y para cada uno en particular,
los medios de conservación; y, por último, veremos cuáles son los recursos especiales de
cada uno de ellos. Hemos enunciado ya la causa primera a que debe atribuirse la diversi-
dad de todas las constituciones, que es la siguiente: todos los sistemas políticos, por di-
versos que sean, reconocen ciertos derechos y una igualdad proporcional entre los ciuda-
danos, pero todos en la práctica se separan de esta docrina. La demagogia ha nacido casi
siempre del empeño de hacer absoluta y general una igualdad que sólo era real y positiva
en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres se ha creído que debían serlo de
una manera absoluta. La oligarquía ha nacido del empeño de hacer absoluta y general una
desigualdad que sólo es real y positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres
desiguales en fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin limita-
ción alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el poder político con to-
das sus atribuciones fuera repartido por igual; los otros, apoyados en esta desigualdad,
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Librodot POLITICA Aristóteles 153
sólo han pensado en aumentar sus privilegios, porque esto equivalía a aumentar la des-
igualdad. Todos los sistemas, bien que justos en el fondo, son, sin embargo, radicalmente
falsos en la práctica. Y así los unos como los otros, tan pronto como no han obtenido, en
punto a poder político, todo lo que tan falsamente creen merecer, apelan a la revolución.
Ciertamente, el derecho de insurrección a nadie debería pertenecer con más legitimidad
que a los ciudadanos de mérito superior, aunque jamás usen de este derecho; realmente,
la desigualdad absoluta sólo es racional respecto a ellos2. Lo cual no impide que muchos,
sólo porque su nacimiento es ilustre, es decir, porque tienen a su favor la virtud y la ri-
queza de sus antepasados a que deben su nobleza, se crean en virtud de esta sola desi-
gualdad muy por encima de la igualdad común.
1. Colocado generalmente el quinto.
2. Aristóteles hace constantemente estas reservas en favor del genio.
Tal es la causa general, y también puede decirse el origen de las revoluciones y de las
turbulencias que ellas ocasionan. En los cambios que producen proceden de dos maneras.
Unas veces atacan el principio mismo del gobierno, para reemplazar la constitución exis-
tente con otra, sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la democracia, o al contrario; o
la república y la aristocracia muna u otra de aquéllas; o las dos primeras a las dos segun-
das. Otras, la revolución, en vez de dirigirse a la constitución que está en vigor, la con-
serva tal como la encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedores es a gober-
nar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de este género son muy
frecuentes en los Estados oligárquicos y monárquicos. A veces la revolución fortifica o
relaja un principio; y así, si rige la oligarquía, la revolución la aumenta o la restringe; si la
democracia, la fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en cualquier otro sistema. A ve-
ces, por último, la revolución sólo quiere quitar una parte de la constitución, por ejemplo,
fundando o suprimiendo una magistratura dada; como cuando, en Lacedemonia, Lisandro
quiso, según se asegura, destruir el reinado, y Pausanias3, la institución de los éforos. De
igual modo, en Epidamno sólo se alteró un punto de la constitución, sustituyendo el sena-
do a los jefes de las tribus. Hoy mismo basta el decreto de un solo magistrado para que
todos los miembros del gobierno estén obligados a reunirse en asamblea general; y en
esta constitución el arconte único es un resto de oligarquía. La desigualdad es siempre, lo
repito, la causa de las revoluciones, cuando no tienen ninguna compensación los que son
víctimas de ella. Un reinado perpetuo entre iguales es una desigualdad insoportable; y en
general puede decirse que las revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Esta
igualdad tan ansiada es doble4. Puede entenderse respecto del número y del mérito. Por la
del número entiendo la igualdad o identidad en masa, en extensión; por la del mérito en-
tiendo la igualdad proporcional. Y así, en materia de números, tres es más que dos, como
dos es más que uno; pero proporcionalmente cuatro es a dos como dos es a uno. Dos,
efectivamente, está con cuatro en la misma relación que uno con dos; es la mitad en am-
bos casos. Puede estarse de acuerdo sobre el fondo mismo del derecho y diferir sobre la
proporción en que debe concederse. Ya lo dije antes: los unos, porque son iguales en un
punto, se creen iguales de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales bajo un
solo concepto, quieren ser desiguales en todos sin excepción.
3. Pausanias murió el año cuarto de la Olimpiada 75, 477 años a. de J. C.
4. Esta distinción, muy importante en política, como lo es en cualquiera otra materia, es
de Platón. Véase las Leyes, lib. VI, pág. 317.
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De aquí procede que la mayor parte de los gobiernos son oligárquicos o democráticos.
La nobleza y la virtud son el patrimonio de pocos; y las cualidades contrarias, el de la
mayoría. En ninguna ciudad pueden citarse cien personas de nacimiento ilustre, de virtud
intachable; pero casi en todas partes se encontrarán masas de pobres. Es peligroso preten-
der constituir la igualdad real o proporcional con todas sus consecuencias; los hechos es-
tán ahí para probarlo. Los gobiernos cimentados en esta base jamás son sólidos, porque es
imposible que el error que se cometió en un principio no produzca a la larga un resultado
funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al número con la igualdad rela-
tiva al mérito. Sea lo que fuere, la democracia es más estable y está menos sujeta a tras-
tornos que la oligarquía. En los gobiernos oligárquicos la insurrección puede nacer de dos
puntos, según que la minoría oligárquica se insurreccione contra sí misma o contra el
pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la minoría oligárquica. El pueblo no
se insurrecciona jamás contra sí propio, o, por lo menos, los movimientos de este género
no tienen importancia. La república en que domina la clase media, y que se acerca más a
la democracia que a la oligarquía, es también el más estable de todos estos gobiernos.
CAPÍTULO II
Puesto que queremos estudiar de dónde nacen las discordias y trastornos políticos,
examinemos, ante todo, en general, su origen y sus causas. Todas estas pueden reducirse,
por decirlo así, a tres principales, que nosotros indicaremos en pocas palabras y que son:
la disposición moral de los que se rebelan, el fin de la insurrección y las circunstancias
determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudadanos. Ya hemos
dicho lo que predispone en general los espíritus a una revolución; y esta causa es la prin-
cipal de todas. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, cuando conside-
rándose iguales se ven sacrificados por los privilegiados; ya por el deseo de la des-
igualdad y predominio político, cuando, no obstante la desigualdad en que se suponen, no
tienen más derechos que los demás, o sólo los tienen iguales, o acaso menos extensos.
Estas pretensiones pueden ser racionales, así como pueden también ser injustas. Por
ejemplo, uno que es inferior se subleva para obtener la igualdad; y una vez obtenida la
igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la disposición del espíritu de los
ciudadanos que inician las revoluciones. Su propósito, cuando se insurreccionan, es al-
canzar fortuna y honores, o también evitar la oscuridad y la miseria; porque con frecuen-
cia la revolución no ha tenido otro objeto que el librar a algunos ciudadanos o a sus ami-
gos de alguna mancha infamante o del pago de una multa.
En fin, en cuanto a las causas e influencias particulares que determinan la disposición
moral y los deseos que hemos indicado, son hasta siete, y, si se quiere, más aún. Por lo
pronto, dos son idénticas a las causas antes indicadas, por más que no obren aquí de la
misma manera. El ansia de riquezas y de honores, de que acabamos de hablar, puede en-
cender la discordia, aunque no se pretenda adquirir para sí semejantes riquezas ni honores
y se haga tan sólo por la indignación que causa ver estas cosas justa o injustamente en
manos de otro. A estas dos primeras causas puede unirse el insulto, el miedo, la superio-
ridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la
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ciudad. También se puede, desde otro punto de vista, contar como causas de revoluciones
las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y, en fin, la diversidad de origen.
Se ve sin la menor dificultad y con plena evidencia toda la importancia política que
pueden tener el impulso y el interés, y cómo estas dos causas producen revoluciones.
Cuando los que gobiernan son insolentes y codiciosos, se sublevan las gentes contra ellos
y contra la constitución que les proporciona tan injustos privilegios, ya amontonen sus
riquezas a costa de los particulares, ya a expensas del público. No es más difícil com-
prender la influencia que pueden ejercer los honores y cómo pueden ser causa de revuel-
tas. Se hace uno revolucionario cuando se ve privado personalmente de todas aquellas
distinciones de que se colma a los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando, sin guardar
la debida proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir verdad, sólo
hay justicia cuando la repartición del poder está en relación con el mérito particular de
cada uno.
La superioridad es igualmente un origen de discordias civiles en el seno del Estado o
del gobierno mismo, cuando hay una influencia preponderante, sea de un solo individuo,
sea de muchos, porque, ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía oli-
gárquica. Y así, en algunos Estados se ha inventado contra estas grandes fortunas políti-
cas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso en Argos y en Atenas. Pero vale más
prevenir desde su origen las superioridades de este género que curarlas con semejantes
remedios, después de haberlas dejado producirse.
El miedo causa sediciones cuando los culpables se rebelan por temor al castigo, o cuan-
do, previendo un atentado, los ciudadanos se sublevan antes de ser ellos víctimas de él.
De esta manera, en Rodas los principales ciudadanos se insurreccionaron contra el pueblo
para sustraerse a los fallos que se habían dictado contra ellos.
El desprecio también da origen a sediciones y a empresas revolucionarias; en la oligar-
quía, cuando la mayoría excluida de todos los cargos públicos reconoce la superioridad
de sus propias fuerzas; y en la democracia, cuando los ricos se sublevan a causa del des-
dén que les inspiran los tumultos populares y la anarquía. En Tebas, después del combate
de los enófitos5, fue derrocado el gobierno democrático porque su administración era de-
testable; en Megara la demagogia fue vencida por su misma anarquía y sus desórdenes.
Lo mismo sucedió en Siracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Rodas antes de la defec-
ción.
5. Esta batalla, en la que fueron derrotados los atenienses por los tebanos, se dio el año
cuarto de la Olimpiada 80, 458 años a. de J. C.
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demagogia reemplazó a la república, suceso que tuvo lugar poco después de la guerra
Médica. Argos, después de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que fue destruido
su ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a conceder el derecho de ciuda-
danía a los siervos. En Atenas, las clases distinguidas perdieron parte de su poder porque
tuvieron que servir en la infantería, después de las pérdidas que experimentó esta arma en
las guerras contra Lacedemonia. Las revoluciones de este género son más raras en las
democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el número de los ricos
crece y las fortunas aumentan, la democracia puede degenerar en oligarquía violenta o
templada.
En las repúblicas, la cábala basta para producir, hasta sin movimientos tumultuosos, el
cambio de la constitución. En Herea, por ejemplo, se abandonó el procedimiento de la
elección por el de la suerte, porque la primera sólo había servido para elevar al poder a
intrigantes.
La negligencia también puede causar revoluciones cuando llega hasta tal punto que se
deja ir el poder a manos de los enemigos del Estado. En Orea7 fue derrocada la oligarquía
sólo porque Heracleodoro había sido elevado a la categoría de magistrado, lo cual dio
origen a que éste sustituyera la república y la democracia al sistema oligárquico.
A veces tiene lugar una revolución como resultado de pequeños cambios; con lo cual
quiero decir que las leyes pueden sufrir una alteración capital mediante un hecho que se
considera como de poca importancia, y que apenas se percibe. En Ambracia8, por ejem-
plo, el censo, al principio, era muy moderado, y al fin se le abolió por entero, tomando
como pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o casi tanto como no tener ninguno.
6. La batalla de que habla aquí Aristóteles tuvo lugar el año cuarto de la Olimpiada 76,
473 años a. de J. C., seis años después de la batalla de Platea.
7. Colonia ateniense, en la Etolia.
8. Colonia de Corinto, en el mar jonio.
La diversidad de origen puede producir también revoluciones hasta tanto que la mezcla
de las razas sea completa; porque el Estado no puede formarse con cualquier gente, como
no puede formarse en una circunstancia cualquiera. Las más veces estos cambios políti-
cos han sido consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a los extranjeros do-
miciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién llegados. Los aqueos se unieron a los
trezenos para fundar Síbaris; pero habiéndose hecho éstos más numerosos, arrojaron a los
otros, crimen que más tarde los sibaritas debieron expiar. Y éstos no fueron, por lo de-
más, mejor tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto que se les arrojó
porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio, como si les hubiese perte-
necido en propiedad. En Bizancio, los colonos recién llegados se conjuraron secretamente
para oprimir a los ciudadanos, pero fueron descubiertos y batidos y se les obligó a retirar-
se. Los antiseos, después de haber recibido en su seno a los desterrados de Quíos, tuvie-
ron que libertarse de ellos dándoles una batalla. Los zancleos fueron expulsados de su
propia ciudad por los samios, que ellos habían acogido. Apolonia del Ponto Euxino tuvo
que sufrir las consecuencias de una sedición, por haber concedido a colonos extranjeros
el derecho de ciudad. En Siracusa, la discordia civil no paró hasta el combate, porque
después de derrocar la tiranía, se habían convertido en ciudadanos los extranjeros y los
soldados mercenarios. En Amfipolis, la hospitalidad dada a los colonos de Calcis fue fa-
tal para la mayoría de los ciudadanos, que fueron expulsados de su territorio.
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CAPÍTULO III
El verdadero objeto de las revoluciones es siempre muy importante, por más que el
hecho que la ocasione pueda ser fútil; nunca se apela a la revolución, sino por motivos
muy serios. Las cosas más pequeñas, cuando afectan a los jefes del Estado, son quizá de
la mayor gravedad. Puede verse lo que sucedió hace tiempo en Siracusa. Una cuestión de
amor, que arrastró a dos jóvenes a la insurrección, produjo un cambio en la constitución.
Uno de ellos emprendió un viaje, y el otro, aprovechando su ausencia, supo ganar el cari-
ño de la joven a quien aquél amaba. Éste, a su vuelta, queriendo vengarse, consiguió se-
ducir a la mujer de su rival, y ambos, comprometiendo en la querella a los miembros del
gobierno, dieron lugar a una revolución. Es preciso, por tanto, vigilar desde el origen con
el mayor cuidado esta clase de querellas particulares, y apaciguar los ánimos tan pronto
como surgen entre las personas principales y más poderosas del Estado. Todo el mal está
en el principio, porque como dice aquel sabio proverbio: «Una cosa comenzada, está me-
dio hecha.» En todas las cosas, la más ligera falta, cuando radica en la base, reaparece
proporcionalmente en todas las demás partes de la misma. En general, las divisiones que
se suscitan entre los principales ciudadanos, se extienden al Estado entero, que concluye
bien pronto por tomar parte en ellas. Hestiea nos ofrece un ejemplo de ello poco después
de la guerra Médica. Dos hermanos se disputaban la herencia paterna, y el más pobre pre-
tendía que su hermano había ocultado el dinero y el tesoro que había descubierto su pa-
dre, y comprometieron en esta querella, el pobre a todo el pueblo, y el rico, que lo era
mucho, a todos los ricos de la ciudad. En Delfos, una querella que tuvo lugar con ocasión
de un matrimonio causó las turbulencias que duraron tan largo tiempo. Un ciudadano, al
ir al lado de la que había de ser su esposa, tuvo un presagio siniestro, y con este motivo se
negó a tomarla por mujer. Los parientes, heridos por este desaire, ocultaron en su equipa-
je algunos objetos sagrados mientras él hacía un sacrificio, y, descubierto que fue, le con-
denaron a muerte como sacrílego. En Mitilene, la sedición verificada con ocasión de al-
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gunas jóvenes herederas fue el origen de todas las desgracias que después ocasionaron y
de la guerra contra los atenienses, en la que Paqués se apoderó de Mitilene. Un ciudadano
rico, llamado Timófanes, había dejado dos hijas; y Doxandro, que no había podido con-
seguirlas para sus hijos, inició la sedición, excitando la cólera de los atenienses, de cuyos
negocios estaba encargado en aquel punto. En Focea9, el matrimonio de una rica heredera
fue también lo que produjo la querella entre Mnaseo, padre de Mnesón, y Eutícrates, pa-
dre de Onomarco, y como consecuencia la guerra sagrada tan funesta a los focenses. En
Epidauro, un asunto matrimonial produjo asimismo un cambio en la constitución. Un
ciudadano había prometido su hija a un joven, cuyo padre, siendo magistrado, condenó al
padre de la prometida al pago de una multa; y para vengarse éste de lo que consideraba
como un insulto, hizo que se sublevaran todas las clases de la ciudad que no tenían dere-
chos políticos.
9. Focea, véase a Diod. Sic., lib. XVI, pág. 425, segundo año de la Olimpiada 106, 367
años a. de J. C. Corresponde a la época del nacimiento de Alejandro.
Para ocasionar una revolución que convierta el gobierno en una oligarquía, en una de-
mocracia o en una república, basta que se concedan honores o atribuciones exageradas a
cualquier magistratura o a cualquier clase de Estado. La consideración excesiva que ob-
tuvo el Areópago en la época de la guerra Médica pareció dar demasiada fuerza al go-
bierno. Y en otro sentido, cuando la flota, cuya tripulación estaba compuesta de gente del
pueblo, consiguió la victoria de Salamina y conquistó para Atenas, a la vez que la pre-
ponderancia marítima, el mando de la Grecia, la democracia no dejó de sacar provecho de
esto. En Argos, los principales ciudadanos, orgullosos con el triunfo que alcanzaron en
Mantinea10 contra los lacedemonios, quisieron aprovecharse de esta circunstancia para
echar abajo la democracia. En Siracusa11, el pueblo, que consiguió por sí solo la victoria
sobre los atenienses, sustituyó la democracia a la república. En Calcis, el pueblo se hizo
dueño el poder desde el momento en que quitó la vida al tirano Foxos al mismo tiempo
que a los nobles. En Ambracia, el pueblo arrojó igualmente al tirano Periandro y a los
conjurados que conspiraban contra él, atribuyéndose a sí mismo todo el poder. Es preciso
tener en cuenta que, en general, todos los que han adquirido para su patria algún nuevo
poder, sean particulares o magistrados, tribus u otra parte de la ciudad, cualquiera que
ella sea, son para el Estado un foco perenne de sedición. O se rebelan los demás contra
ellos por la envidia que tienen a su gloria; o ellos, enorgullecidos con sus triunfos, inten-
tan destruir la igualdad que ya no quieren.
Es también origen de revoluciones la misma igualdad de fuerzas entre las partes del Es-
tado, que parecen entre sí enemigas; por ejemplo, entre los ricos y los pobres, cuando no
hay entre ellos una clase media, o es poco numerosa la que hay. Pero tan pronto como
una de las dos partes adquiere una superioridad incontestable y perfectamente evidente, la
otra se libra muy bien de arrostrar inútilmente el peligro de una lucha. Por esto, los ciu-
dadanos que se distinguen por su mérito nunca provocan, por decirlo así, las sediciones,
porque están siempre en una excesiva minoría relativamente a la generalidad.
10. La batalla de Mantinea, en la que pereció Epaminondas, tuvo lugar el segundo año
de la Olimpiada 104, 362 años a. de J. C.
11. La derrota de los atenienses en Siracusa corresponde al cuarto año de la Olimpiada
91, 412 años a. de J. C.
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Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas y todas las circunstancias de los
desórdenes y de las revoluciones en los diversos sistemas de gobierno.
Las revoluciones proceden empleando ya la violencia, ya la astucia. La violencia puede
obrar desde luego y de improviso, o bien la opresión puede venir paulatinamente; y la
astucia puede obrar también de dos maneras, pues primero, valiéndose de falsas prome-
sas, obliga al pueblo a consentir en la revolución, y no recurre sino más tarde a la fuerza
para sostenerla contra su resistencia. En Atenas, los Cuatrocientos12 engañaron al pueblo,
persuadiéndole de que el Gran Rey suministraría al Estado medios para continuar la gue-
rra contra Esparta, y como les saliera bien este fraude, procuraron retener el poder en sus
manos. En segundo lugar, la simple persuasión basta a veces para que la astucia conserve
el poder con el consentimiento de los que obedecen, así como fue bastante para que lo
adquiriesen.
Podemos decir que, en general, las causas que hemos indicado producen revoluciones
en los gobiernos de todos los géneros.
12. La creación de los Cuatrocientos tuvo lugar el primer año de la Olimpiada 92, 411
años a. de J. C.
CAPÍTULO IV
Veamos ahora a qué especies de gobiernos se aplica especialmente cada una de estas
causas, teniendo en cuenta la división que acabamos de hacer.
En la democracia las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de los
demagogos. Con relación a los particulares, los demagogos con sus perpetuas denuncias
obligan a los mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común peligro aproxima a
los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos públicos, procuran arrastrar a la
multitud a la sublevación. Fácil es convencerse de que esto ha tenido lugar mil veces.
En Cos13, los excesos de los demagogos produjeron la caída de la democracia, poniendo
a los principales ciudadanos en la necesidad de coligarse contra ella. En Rodas, los de-
magogos, que administraban los fondos destinados al pago de los sueldos, impidieron sa-
tisfacer el préstamo que se debía a los comandantes de las galeras, los cuales, para evitar
las vejaciones de los tribunales, no tuvieron otro recurso que conspirar y derrocar al go-
bierno popular. En Heraclea, poco tiempo después de la colonización, los demagogos
también ocasionaron la destrucción de la democracia. Con sus injusticias precisaron a los
ciudadanos ricos a abandonar la ciudad; pero se reunieron todos los expatriados, volvie-
ron a la ciudad y arrancaron al pueblo todo su poder. En Megara desapareció poco más o
menos la democracia de la misma manera. Los demagogos, para multiplicar las confisca-
ciones, condenaron a destierro a muchos de los principales ciudadanos, con lo cual en
poco tiempo llegó a ser crecido el número de los desterrados; pero éstos volvieron de
nuevo a la ciudad, y, después de derrotar al pueblo en batalla campal, establecieron un
gobierno oligárquico. La misma fue en Cumas la suerte de la democracia, que destruyó
Trasímaco. Estos hechos y otros muchos demuestran que el camino que habitualmente
siguen las revoluciones en la democracia es el siguiente: o los demagogos, queriendo
congraciarse con la multitud, llegan a irritar a las clases superiores del Estado a causa de
las injusticias que con ellas cometen, pidiendo el repartimiento de tierras y haciéndoles
159
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Librodot POLITICA Aristóteles 160
que corran a su cargo todos los gastos públicos, o se contentan con calumniarlos, para
obtener la confiscación de las grandes fortunas. Antiguamente, cuando un mismo perso-
naje era demagogo y general, el gobierno degeneraba fácilmente en tiranía, y casi todos
los antiguos tiranos comenzaron por ser demagogos. Estas usurpaciones eran en aquel
tiempo mucho más frecuentes que lo son hoy, por una razón muy sencilla: en aquella
época, para ser demagogo, era indispensable proceder de las filas del ejército, porque en-
tonces no se sabía todavía utilizar hábilmente la palabra. En la actualidad, gracias a los
progresos de la retórica, basta saber hablar bien para llegar a ser jefe del pueblo; pero los
oradores no se convierten nunca o raras veces en usurpadores, a causa de su ignorancia
militar.
13. Patria de Hipócrates.
Lo que hacía también que fueran las tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en el
nuestro, era que se concentraban poderes enormes en una sola magistratura, como sucedía
con el pritaneo de Mileto, donde el magistrado que estaba revestido de tal autoridad re-
unía numerosas y poderosas atribuciones. También debe añadirse que en aquella época
los Estados eran muy pequeños. Ocupado el pueblo en las labores del campo, que le pro-
porcionaban la subsistencia, dejaba que los jefes nombrados por él alcanzaran la tiranía a
poco que fueran hábiles militares. Para realizar su propósito, les bastaba ganarse la con-
fianza del pueblo; y para ganarla, les bastaba declararse enemigos de los ricos. Véase lo
que hizo Pisístrato en Atenas cuando excitó a la rebelión contra los habitantes de la llanu-
ra; véase lo que hizo Teágenes en Megara, después que hubo degollado los rebaños de los
ricos, que sorprendió a orillas del río. Acusando a Dafneo14 y a los ricos, Dionisio consi-
guió que se decretara a su favor la tiranía. El odio que profesó a los ciudadanos opulentos
le sirvió para ganar la confianza del pueblo, que le consideraba como su amigo más sin-
cero.
A veces una forma más nueva de democracia sustituye a la antigua. Cuando los em-
pleos son de elección popular y no es necesario para obtenerlos condición alguna de ri-
queza, los que aspiran al poder se hacen demagogos, y todo su empeño se cifra en hacer
al pueblo soberano absoluto, hasta por cima de las leyes. Para prevenir este mal, o por lo
menos hacerle menos frecuente, deberá procurarse que el nombramiento de los magistra-
dos se haga separadamente por tribus, en vez de reunir al pueblo en asamblea general.
Tales son, sobre poco más o menos, las causas que producen las revoluciones en los Es-
tados democráticos.
14. Dafneo era general de los siracusanos. Dionisio lo hizo asesinar en el tercer año de
la Olimpiada 93, 360 años a. de J. C.
CAPÍTULO V
En la oligarquías, las causas más ostensibles de trastorno son dos: una es la opresión de
las clases inferiores, que aceptan entonces al primer defensor, cualquiera que él sea, que
se presente en su auxilio; la otra, más frecuente, tiene lugar cuando el jefe del movimien-
to sale de las filas mismas de la oligarquía. Esto sucedió en Naxos15 con Lígdamis16, que
supo convertirse bien pronto en tirano de sus conciudadanos.
160
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Librodot POLITICA Aristóteles 161
En cuanto a las causas exteriores que derrocan la oligarquía, pueden ser muy diversas.
A veces los oligarcas mismos, aunque no los que ocupan el poder, producen el cambio,
cuando la dirección de los negocios está concentrada en pocas manos, como en Marsella,
en Istros, en Heraclea y en otros muchos Estados. Los que estaban excluidos del gobierno
se agitaban hasta conseguir el goce simultáneo del poder, primero, para el padre y el pri-
mogénito de los hermanos y, después, hasta para los hermanos más jóvenes. En algunos
Estados la ley prohíbe al padre y a los hijos ser al mismo tiempo magistrados; en otros se
prohíbe también serlo a dos hermanos, uno más joven y otro de más edad. En Marsella la
oligarquía se hizo más republicana; en Istros, concluyó por convertirse en democracia; en
Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se extendió hasta tal punto, que se componía de seis-
cientos miembros. En Cnido17 la revolución nació de una sedición provocada por los
mismos ricos en su propio seno, porque el poder no salía de algunos ciudadanos, y por-
que el padre, como acabo de decir, no podía ser juez al mismo tiempo que su hijo, y de
los hermanos sólo el mayor podía ocupar los puestos públicos. El pueblo, aprovechándo-
se de la discordia de los ricos y escogiendo un jefe entre ellos, supo apoderarse bien pron-
to del poder, quedando victorioso, porque la discordia hace siempre débil al partido en
que se introduce. En Eritrea18, bajo la antigua oligarquía de los Basílides, a pesar de la
exquisita solicitud de los jefes del gobierno, cuya falta única consistía en ser pocos, el
pueblo, indignado con la servidumbre, echó abajo la oligarquía.
15. Una de las Cícladas.
16. Hacia la Olimpiada 67, 510 años a. de J. C.
17. Esta colonia de Esparta estaba sometida a una oligarquía muy poderosa.
18. Colonia ateniense en la Jonia.
Entre las causas de revolución que las oligarquías abrigan en su seno debe contarse el
carácter turbulento de los oligarcas, que se hacen demagogos, porque la oligarquía tiene
también sus demagogos, que pueden serlo de dos maneras. En primer lugar, el demagogo
puede encontrarse entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que sean; y así, en
Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y Frínico hizo el mismo
papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los miembros de la oligarquía hacerse
jefes de las clases inferiores, como en Larisa 19, donde los guardadores de la ciudad se
hicieron los aduladores del pueblo, que tenía el derecho de nombrarles. Esta es la suerte
de todas las oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el poder exclusivo
de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos cargos, sin dejar de ser privile-
gio de las grandes fortunas y de algunas clases, están, sin embargo, sometidos a la elec-
ción de los guerreros o del pueblo. Puede servir de ejemplo la revolución de Abidós20.
También es este el peligro que amenaza a las oligarquías cuando los mismos miembros
del gobierno no constituyen los tribunales, porque entonces la importancia de las provi-
dencias judiciales da lugar a que se halague al pueblo y a que se eche por tierra la consti-
tución, como en Heraclea del Ponto. En fin, esto sucede también cuando la oligarquía in-
tenta concentrarse demasiado, porque los oligarcas, que reclaman para sí la igualdad, no
tienen más remedio que llamar al pueblo en su auxilio.
Otra causa de revolución en las oligarquías puede nacer de la mala conducta de los oli-
garcas, que han dilapidado su propia fortuna en medio de sus excesos. Una vez arruina-
dos, sólo piensan en la revolución, y entonces, o se apoderan por sí mismos de la tiranía,
o la preparan para otros, como Hiparino la preparó para Dionisio en Siracusa. En Amfí-
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Librodot POLITICA Aristóteles 162
polis, el falso Cleotino supo introducir en la ciudad colonos de Calcis, y una vez esta-
blecidos en ella, los lanzó contra los ricos. En Egina, el deseo de reparar las pérdidas de
fortuna del individuo que dirigió la conspiración contra Cares21, fue la causa de haber
querido cambiar la forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar la constitución, los
oligarcas arruinados roban el tesoro público, y entonces, o la discordia se introduce en sus
filas, o la revolución sale de las de los ciudadanos, que repelen a los ladrones por la fuer-
za. De esta clase fue la revolución de Apolonia del Ponto.
Cuando hay unión en la oligarquía, corre ésta poco riesgo de destruirse a sí propia, y la
prueba la tenemos en el gobierno de Farsalia. Los miembros de aquella oligarquía, aun-
que en excesiva minoría, saben, gracias a su sabia moderación, mandar sobre grandes
masas.
Pero la oligarquía está perdida cuando dentro de su seno nace otra oligarquía. Esto tiene
lugar cuando, estando el gobierno todo compuesto sólo de una débil minoría, los miem-
bros de ésta no tienen todos parte en las magistraturas soberanas, de lo cual es testimonio
la revolución de Elis22, cuya constitución, muy oligárquica, no permitía la entrada en el
senado más que a un escasísimo número de oligarcas, porque noventa de estos puestos
eran vitalicios, y las elecciones, limitadas y entregadas a las familias poderosas, no eran
mejores que en Lacedemonia.
19. Ciudad de Tesalia.
20. Colonia de Mileto en el Helesponto.
21. General ateniense que fue vencido en Queronea en el año 389 a. de J. C.
22. Capital de la Eólida.
La revolución lo mismo tiene lugar en las oligarquías en tiempo de guerra que en tiem-
po de paz. Durante la guerra, el gobierno se arruina a causa de su desconfianza respecto
del pueblo del cual se ve precisado a valerse para rechazar al enemigo. Entonces, o el jefe
único, en cuyas manos se pone el poder militar, se apodera de la tiranía, como Timófanes
en Corinto; o si los jefes del ejército son muchos, crean para sí una oligarquía por medio
de la violencia. A veces, por temor a estos dos escollos, las oligarquías han concedido
derechos políticos al pueblo, cuyas fuerzas estaban precisadas a emplear.
En tiempo de paz, los oligarcas, a consecuencia de la desconfianza que recíprocamente
se inspiran, encomiendan la guarda de la ciudad a soldados que ponen a las órdenes de un
jefe que no pertenece a ningún partido político, pero que con frecuencia sabe hacerse
dueño de todos. Esto es lo que en Larisa hizo Simo, bajo el reinado de los Aleuadas, que
le habían encomendado el mando; y lo que sucedió en Abidós, bajo el reinado de las aso-
ciaciones, una de las cuales era la de Ifíades.
Muchas veces la sedición reconoce como causa las violencias que los mismos oligarcas
ejercen unos sobre otros. Los enlaces y los procesos les dan ocasión bastante para trastor-
nar el Estado. Ya hemos citado algunos hechos del primer género. En Eretria, Diágoras
acabó con la oligarquía de los caballeros, por creerse desairado con motivo de sus legíti-
mas pretensiones de matrimonio. La providencia de un tribunal causó la revolución de
Heraclea; y una causa de adulterio, la de Tebas. El castigo era merecido, pero el medio
fue sedicioso, lo mismo el seguido en Heraclea contra Euetion, que el empleado en Tebas
contra Arquias. El encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que ambos fueron
expuestos al público en la picota.
162
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Muchas oligarquías se han perdido a causa del exceso de su propio despotismo, y han
sido derrocadas por miembros del gobierno mismo, quejosos por haber sido objeto de al-
guna injusticia. Esta es la historia de las oligarquías de Cnido y de Quíos23. A veces un
hecho puramente accidental produce una revolución en la república y en las oligarquías.
En estos sistemas se exigen condiciones de riqueza para entrar en el senado y formar par-
te de los tribunales y para el ejercicio de las demás funciones. Ahora bien, el primer cen-
so se ha fijado con frecuencia atendiendo a la situación del momento, de lo cual ha resul-
tado que correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía, y a las clases
medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más general, como resultado de
la paz o de cualquiera otra circunstancia favorable, entonces las propiedades, si bien son
las mismas, aumentan mucho en valor, y pasan con exceso la renta legal o el censo, de tal
manera que todos los ciudadanos concluyen por poder aspirar a todos los destinos. Esta
revolución se verifica, ya por grados y poco a poco, sin apercibirse de ello, ya más rápi-
damente.
Tales son las causas de las revoluciones y de las sediciones en las oligarquías, debiendo
añadirse que en general las oligarquías y las democracias pasan a los sistemas políticos de
la misma especie con más frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y así, las democra-
cias y las oligarquías legales se hacen oligarquías y democracias violentas, y viceversa.
23. Isla situada cerca de las costas de Asia Menor.
CAPÍTULO VI
En las aristocracias la revolución puede proceder, en primer lugar, de que las funciones
públicas son patrimonio de una minoría demasiado reducida. Ya hemos visto que esto
mismo era un motivo de trastorno en las oligarquías; porque la aristocracia es una especie
de oligarquía; pues en una como en otra el poder pertenece a las minorías, si bien éstas
tienen en uno y otro caso caracteres diferentes. Por esta razón, a veces se considera la
aristocracia como una oligarquía. El género de revolución de que hablamos se produce
necesariamente sobre todo en tres casos. El primero, cuando está excluida del gobierno
una masa de ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales en mérito a todos
los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se llamaban partenios, y cuyos
padres no valían menos que los demás espartanos. Como se descubriera una conspiración
entre ellos, el gobierno les envió a fundar una colonia en Tarento. En segundo lugar, ocu-
rre la revolución cuando hombres eminentes y que a nadie ceden en mérito se ven ultra-
jados por gentes colocadas por cima de ellos: esto sucedió con Lisandro, a quien ofendie-
ron los reyes de Lacedemonia. Por último, cuando se excluye de todos los cargos a un
hombre de corazón como Cinadón, que intentó tan atrevida empresa contra los espartanos
bajo el reinado de Agesilao.
La revolución, en las aristocracias, nace igualmente de la miseria extrema de los unos y
de la opulencia excesiva de los otros; y estas son consecuencias bastante frecuentes de la
guerra. Tal fue la situación de Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo atestigua
el poema de Tirteo24, llamado la Eunomía, algunos ciudadanos, arruinados por la guerra,
habían pedido el repartimiento de tierras. En ocasiones la revolución tiene lugar en la
aristocracia porque hay algún ciudadano que es poderoso, y que pretende hacerse más
163
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Librodot POLITICA Aristóteles 164
con el fin de apoderarse del gobierno para sí solo. Es lo que se dice que intentaron, en
Esparta, Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra Médica, y Hannon en
Cartago.
24. Es sabido que Tirteo fue enviado a Lacedemonia por Atenas en la segunda guerra
de Mesenia, hacia el año 284 a. de J. C. Conocemos algunas de sus admirables poesías,
pero no se conserva nada del poema de que habla aquí Aristóteles.
Lo más funesto para las repúblicas y las aristocracias es la infracción del derecho polí-
tico, consagrado en la misma constitución. Lo que causa la revolución entonces es que,
en la república, el elemento democrático y el oligárquico no se encuentran en la debida
proporción; y, en la aristocracia, estos dos elementos y el mérito están mal combinados.
Pero la desunión se muestra sobre todo entre los dos primeros elementos, quiero decir, la
democracia y la oligarquía, que intentan reunir las repúblicas y la mayor parte de las aris-
tocracias. La fusión absoluta de estos tres elementos es precisamente lo que hace a las
aristocracias diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o menos estabilidad;
porque se incluyen entre las aristocracias todos los gobiernos que se inclinan a la oligar-
quía, y entre las repúblicas todos los que se inclinan a la democracia. Las formas demo-
cráticas son las más sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que domina, y esta
igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da. Los ricos, por el
contrario, cuando la constitución les garantiza la superioridad política, sólo quieren satis-
facer su orgullo y su ambición. Por lo demás, de cualquier lado que se incline el principio
del gobierno, degeneran siempre la república en demagogia y la aristocracia en oli-
garquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios, que sólo piensan en el
acrecentamiento de su poder. O también sucede todo lo contrario, y la aristocracia dege-
nera en demagogia cuando los más pobres, víctimas de la opresión, hacen que predomine
el principio opuesto; y la república en oligarquía, porque la única constitución estable25 es
la que concede la igualdad en proporción del mérito y sabe garantizar los derechos de to-
dos los ciudadanos.
25. Es preciso unir este pasaje a otros muchos anteriores y que disculpan com-
pletamente a Aristóteles de los cargos que tantas veces y tan injustamente se le han diri-
gido. Es difícil reclamar la igualdad en términos más positivos. Por desgracia, la igual-
dad, tal como la entendieron siempre los antiguos, sólo era una deplorable injusticia, pues
que al lado de los ciudadanos estaban los esclavos. B. S.-H., pág. 427.
El cambio político de que acabo de hablar se verificó en Turio; en primer lugar, porque,
teniendo en cuenta que las condiciones de riqueza exigidas para obtener los cargos públi-
cos eran demasiado elevadas, fueron disminuidas éstas y aumentado el número de las
magistraturas; y en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar del deseo del
legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque la constitución, que era com-
pletamente oligárquica, les permitía enriquecerse cuanto quisieran. Pero el pueblo, ague-
rrido en los combates, se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que le oprimían y
redujo las propiedades de todos los que las tenían excesivas.
Esta mezcla de oligarquía, que encierran todas las aristocracias, es precisamente lo que
facilita a los ciudadanos el hacer fortunas inmensas. En Lacedemonia todos los bienes
raíces están acumulados en unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos pueden con-
ducirse allí absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia según convenga a
164
Librodot
Librodot POLITICA Aristóteles 165
su interés personal. Lo que perdió a la república de Locres fue el haber permitido que
Dionisio se casara allí. Semejante catástrofe nunca hubiera tenido lugar en una democra-
cia, ni en una aristocracia prudente y templada.
Las más veces las revoluciones se realizan en las aristocracias sin que nadie se aperciba
de ello y mediante una destrucción lenta e insensible. Recuérdese que, al tratar del princi-
pio general de las revoluciones, dijimos que era preciso contar entre las causas que las
producen, las desviaciones, hasta las más ligeras, de los principios. Se comienza por des-
preciar un punto de la constitución, que al parecer no tiene importancia; después se llega
con menos dificultad a mudar otro, que es un poco más grave; hasta que por último se
llega a mudar su mismo principio y por entero. Citaré de nuevo el ejemplo de Turio. Una
ley limitaba a cinco años las funciones de general; algunos jóvenes belicosos, que go-
zaban de un gran influjo entre los soldados y que, mirando con desprecio a los gobernan-
tes, creían poder suplantarlos fácilmente, intentaban ante todo reformar esta ley y obtener
del sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declarara la perpetuidad de
los empleos militares. Al principio, los magistrados, a quienes tocaba de cerca la cues-
tión, y que se llamaban cosenadores, quisieron resistirlo; mas, imaginando que esta con-
cesión garantizaría la estabilidad de las demás leyes, cedieron, como todos; y cuando más
tarde quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes, y la república se convirtió
bien pronto en una oligarquía violenta en manos de los que habían intentado la primera
innovación.
Puede decirse en general de todos los gobiernos que sucumben, ya por causas internas
de destrucción, ya por causas exteriores; como, por ejemplo, cuando tienen a sus puertas
un Estado constituido conforme a un principio opuesto al suyo26, o bien cuando este
enemigo, por distante que esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre Esparta y Atenas;
los atenienses destruían por todas partes las oligarquías, mientras que hacían lo mismo los
lacedemonios con todas las constituciones democráticas.
Tales son, sobre poco más o menos, las causas de los trastornos y de las revoluciones
en las diversas especies de gobiernos republicanos.
26. Según este principio no podrían subsistir gobiernos absolutos en la Europa occiden-
tal sin dar lugar a guerras.
CAPÍTULO VII
Veamos ahora cuáles son, para los Estados en general y para cada uno de ellos en parti-
cular, los medios de conservación. Es cosa evidente que si conocemos las causas que
arruinan los Estados, debemos conocer igualmente las causas que los conservan. Lo con-
trario produce siempre lo contrario, y la destrucción es lo opuesto a la conservación.
En todos los Estados bien constituidos, lo primero de que debe cuidarse es de no dero-
gar ni en lo más mínimo la ley, y evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra
ella ni en poco ni en mucho. La ilegalidad mina sordamente al Estado, al modo que los
pequeños gastos muchas veces repetidos concluyen por minar las fortunas. No se hace
alto en las pérdidas que se experimentan, porque no se hacen los gastos en grande; esca-
pan a la observación y engañan al pensamiento, como lo hace esta paradoja de los sofis-
165
Librodot
Librodot POLITICA Aristóteles 166
tas: «si cada parte es pequeña, el todo debe ser también pequeño», idea que es a la vez en
parte verdadera y en parte falsa, porque el conjunto, el todo mismo, no es pequeño; pero
se compone de partes que son pequeñas. En este caso es preciso prevenir el mal desde el
origen. En segundo lugar, es necesario no fiarse de estos ardides y sofismas que se urden
contra el pueblo; pues ahí están los hechos para condenarlos altamente. Ya hemos dicho
antes27 lo que entendíamos por sofismas políticos, por estos manejos que pasan por inge-
niosos. Pero es preciso convencerse de que muchas aristocracias y también muchas oli-
garquías deben su duración, no tanto a la bondad de la constitución, como a la prudente
conducta que observan los gobernantes, así con los simples ciudadanos como con sus co-
legas, los cuales procuran cuidadosamente evitar toda injusticia respecto a los que están
excluidos de los empleos, pero sin dejar nunca de contar con los jefes para la dirección de
los negocios; se guardan de herir las preocupaciones relativas a la consideración social de
los ciudadanos que aspiren a obtenerla, y de lastimar a las masas en sus intereses materia-
les; y sobre todo conservan en las relaciones que mantienen entre sí y con los que toman
parte en la administración formas completamente democráticas; porque, entre iguales,
este principio de igualdad, que los demócratas creen encontrar en la soberanía del mayor
número, es no sólo justo, sino también útil. Así pues, si los miembros de la oligarquía son
numerosos, será bueno que muchas de las instituciones que la constituyen sean puramen-
te populares; que, por ejemplo, las magistraturas sólo duren seis meses, para que todos
los oligarcas, que son iguales entre sí, puedan desempeñarlas por turno. Por lo mismo que
son iguales, forman una especie de pueblo; y esto es tan cierto, que, como ya he dicho,
pueden salir de su propio seno los demagogos. Esta breve duración de las funciones es
además un medio de prevenir en las aristocracias y en las oligarquías la dominación de
las minorías violentas. Cuando se desempeñan por poco tiempo las funciones públicas, no
es tan fácil causar el mal como cuando se permanece en ellas mucho tiempo. La duración
demasiado prolongada del poder es únicamente la que causa la tiranía en los Estados oli-
gárquicos y democráticos. O son ciudadanos poderosos los que aspiran a la tiranía, aquí
los demagogos, allí los miembros de la minoría hereditaria; o son magistrados investidos
de un gran poder después de haberlo disfrutado por mucho tiempo.
27. Lib. VI, cap. X.
Los Estados se conservan no sólo porque las causas de destrucción están distantes, sino
también a veces porque son inminentes; pues entonces el miedo obliga a ocuparse con
doble solicitud del despacho de los negocios públicos. Así, los magistrados que se intere-
san por el sostenimiento de la constitución deben a veces, suponiendo próximos peligros
que son lejanos, producir pánicos de este género, para que los ciudadanos velen y estén
alerta por la noche, y no descuiden la vigilancia de la ciudad. Además es preciso prevenir
siempre las luchas y disensiones de los ciudadanos poderosos por medios legales, y estar
a la mira de los que son extraños a las mismas, antes que tomen parte en ellas personal-
mente. Pero el reconocer de este modo los síntomas del mal no es propio de espíritus vul-
gares; tal perspicacia sólo es propia del hombre de Estado.
Para impedir en la oligarquía y en la república las revoluciones que la cuantía del censo
puede producir, cuando permanece fija en medio del aumento general del numerario,
conviene revisar las cuotas comparándolas con las del pasado todos los años en los Esta-
dos en que el censo es anual, y cada tres o cinco en los grandes Estados. Si las rentas se
han aumentado o disminuido comparativamente a las que han servido primero de base a
166
Librodot
Librodot POLITICA Aristóteles 167
la concesión de derechos políticos, es preciso poder en virtud de una ley elevar o rebajar
el censo: elevarlo proporcionadamente al nivel que tenga la riqueza pública, si ésta ha
aumentado; y reducirlo de igual modo, si ha disminuido. Si no se toma esta precaución en
los Estados oligárquicos y republicanos, bien pronto se establecerá aquí la oligarquía, allí
el gobierno hereditario y violento de una minoría; o la demagogia sucederá a la república,
y la república o la demagogia a la oligarquía.
Un punto igualmente importante en la democracia y en la oligarquía, en una palabra, en
todo gobierno, es cuidar de que no surja en el Estado alguna superioridad desproporcio-
nada; así como dar a los cargos públicos poca importancia y mucha duración más bien
que conferirles de golpe una autoridad muy extensa; porque el poder es corruptor, y no
todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio de la prosperidad. Si no ha
podido organizarse el poder sobre estas bases, debe por lo menos guardarse bien de reti-
rarle toda la autoridad de una vez y tan imprudentemente como se le había dado; es preci-
so, por el contrario, ir restringiéndolo poco a poco. Pero es sobre todo por medio de las
leyes como conviene evitar la formación de estas superioridades temibles, que se apoyan
ya en la gran riqueza, ya en las fuerzas de un partido numeroso. Cuando no se ha podido
impedir su formación, es preciso trabajar para que vayan a probar sus fuerzas al extranje-
ro. Por otra parte, como las innovaciones pueden introducirse, en primer término, en las
costumbres de los particulares, debe crearse una magistratura encargada de vigilar a todos
aquellos cuya vida no guarde conformidad con la constitución28: en la democracia, con el
principio,democrático; en la oligarquía, con el oligárquico. Esta institución es aplicable a
todos los demás gobiernos. Por la misma razón es preciso no perder de vista el acrecen-
tamiento de prosperidad y de fortuna que pueden adquirir las diversas clases de la socie-
dad; mal que se puede prevenir poniendo el poder y la gestión de los negocios en manos
de los elementos opuestos del Estado, y al hablar de elementos opuestos me refiero de un
lado a los hombres distinguidos y al vulgo, y de otro a los pobres y a los ricos. Debe pro-
curarse: o confundir en una unión perfecta a pobres y a ricos, o aumentar la clase media,
que sólo así se impiden las revoluciones que nacen de la desigualdad.
28. Platón sólo propuso esto respecto a los magistrados, pero organiza con mucho cui-
dado la responsabilidad del poder, de que Aristóteles no habla.
Veamos otro punto capital en todo Estado. Es preciso que, valiéndose de la legislación
o empleando cualquier otro medio poderoso, se impida que los cargos públicos enriquez-
can a los que los ocupan. En las oligarquías, sobre todo, esta medida es de la más alta im-
portancia. A la masa de los ciudadanos no irrita tanto el verse excluida de los empleos,
exclusión que quizá está compensada con la ventaja de poderse dedicar a sus propios ne-
gocios, como le indigna el pensar que los magistrados puedan robar los caudales públi-
cos, porque entonces tienen un doble motivo de queja, puesto que se ven privados a la
vez del poder y de las utilidades que él proporciona. Una administración pura, si es posi-
ble establecerla, es el único medio para hacer que coexistan en el Estado la democracia y
la aristocracia, es decir, para poner en acuerdo las respectivas pretensiones de los ciuda-
danos distinguidos y de la multitud. En efecto, el principio popular es la facultad de poder
obtener los empleos concedida a todos: el principio aristocrático consiste en confiarlos
sólo a los ciudadanos eminentes. Esta combinación podrá ser realizada si los empleos no
pueden ser lucrativos. Entonces los pobres, como nada podrían ganar, no querrán el po-
der, y se ocuparán con preferencia de sus intereses personales; los ricos podrán aceptar el
poder, porque ninguna necesidad tienen de aumentar con la riqueza pública la propia. De
167
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esta manera, además, los pobres se enriquecerán dedicándose a sus propios negocios, y
las clases altas no se verán obligadas a obedecer a gente sin fundamento.
Por lo demás, para evitar la dilapidación de las rentas públicas, que se obligue a cada
cual a rendir cuentas en presencia de todos los ciudadanos reunidos, y que se fijen copias
de aquéllas en las fratrias, en los cantones y en las tribus; y para que los magistrados sean
íntegros, que la ley procure recompensar con honores a los que se distingan como buenos
administradores.
En las democracias es preciso impedir, no sólo el repartimiento de los bienes de los ri-
cos, sino hasta que se haga esto con los productos de aquéllos; lo cual se hace en algunos
Estados por medios indirectos. También es conveniente no conceder a los ricos, aun
cuando lo pidan, el derecho de subvenir a aquellos gastos públicos que son muy costosos,
pero que no tienen ninguna utilidad real, tales como las representaciones teatrales, las
fiestas de las antorchas29 y otros gastos del mismo género. En las oligarquías, por el con-
trario, debe ser muy eficaz la solicitud del gobierno por los pobres, a los cuales es preciso
conceder aquellos empleos que son retribuidos. También debe castigarse toda ofensa
hecha por los ricos a los pobres con más severidad que las que se hagan los ricos entre sí.
El sistema oligárquico tiene también gran interés en que las herencias se adquieran sólo
por derecho de nacimiento y no a título de donación, y que no puedan nunca acumularse
muchas. Por este medio, en efecto, las fortunas tienden a nivelarse y son más los pobres
que llegan a adquirir medios de vivir.
29. Carreras ecuestres, en las que pasaban las antorchas encendidas de mano en mano, y
cuya explicación se halla en el poema de Lucrecio.
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cualidades eminentes puede tener pasiones desenfrenadas. Si los hombres, hasta cuando
se trata de sus propios intereses, que estiman y conocen, no se sirven muy bien a sí pro-
pios, ¿quién responde de que, cuando se trata de intereses públicos, no harán lo mismo?
En general, conforme a nuestras teorías, todo lo que contribuye mediante la ley al sos-
tenimiento del principio mismo de la constitución es esencial a la conservación del Esta-
do. Pero lo que más importa, como repetidas veces hemos dicho, es hacer que sea más
fuerte la parte de los ciudadanos que apoya al gobierno que el partido de los que quieren
su caída. Es preciso, sobre todo, guardarse mucho de despreciar lo que en la actualidad
todos los gobiernos corruptos desprecian, que es la moderación y la mesura en todas las
cosas. Muchas instituciones que en apariencia son democráticas son precisamente las que
arruinan la democracia; y muchas instituciones que parecen oligárquicas destruyen la oli-
garquía. Cuando se cree haber encontrado el principio único verdadero en política, se le
lleva ciegamente hasta el exceso, en lo cual se comete un grosero error. En el rostro
humano, la nariz, aunque se separe de la línea recta, que es la forma más bella, y se
aproxime un tanto a la aguileña o a la roma, puede, sin embargo, tener un aspecto bastan-
te bello y agradable; pero si se lleva al exceso esta desviación, por lo pronto se quitaría a
esta facción las proporciones que debe tener y perdería, al cabo, toda apariencia de nariz,
a causa de sus propias dimensiones, que serían monstruosas, y de las dimensiones excesi-
vamente pequeñas de las facciones que la rodean; observación que lo mismo podría apli-
carse a cualquier otra parte de la cara. Lo mismo sucede absolutamente con toda clase de
gobiernos. La democracia y la oligarquía, al alejarse de la constitución perfecta, pueden
constituirse de manera que puedan sostenerse; pero si se exagera el principio de la una o
de la otra, al pronto se convertirán en malos gobiernos y concluirán por no ser siquiera
gobiernos. Es preciso que el legislador y el hombre de Estado sepan distinguir, entre las
medidas democráticas u oligárquicas, las que conservan y las que destruyen la demo-
cracia o la oligarquía. Ninguno de estos dos gobiernos puede existir ni subsistir sin ence-
rrar en su seno ricos y pobres. Pero cuando llega a establecerse la igualdad en las fortu-
nas, la constitución tiene que cambiar; y al querer destruir las leyes hechas teniendo en
cuenta ciertas superioridades políticas, se destruye con ellas la constitución misma. Las
democracias y las oligarquías cometen en esto una falta igualmente grave. En las demo-
cracias, en que la multitud puede hacer soberanamente las leyes, los demagogos, con sus
continuos ataques contra los ricos, dividen siempre la ciudad en dos campos, mientras
que deberían en sus arengas sólo ocuparse del interés de los ricos; lo mismo que en las
oligarquías el gobierno sólo debía tener en cuenta el interés del pueblo. Los oligarcas de-
berían, sobre todo, renunciar a prestar juramento del género de los que prestan actual-
mente; porque he aquí los que en nuestros días hacen en algunos Estados: Yo seré enemi-
go constante del pueblo; le haré todo el mal que pueda.
Sería preciso hacer lo contrario, y, cambiando de disfraz, decir resueltamente en los ju-
ramentos de esta especie: No haré nunca daño al pueblo.
El punto más importante30 entre todos aquellos de que hemos hablado respecto de la es-
tabilidad de los Estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la educa-
ción al principio mismo de la constitución. Las leyes más útiles, las leyes sancionadas
con aprobación unánime de todos los ciudadanos, se hacen ilusorias si la educación y las
costumbres no corresponden a los principios políticos, siendo democráticas en la demo-
cracia y oligárquicas en la oligarquía; porque es preciso tener entendido que si un solo
ciudadano vive en la indisciplina, el Estado mismo participa de este desorden. Una edu-
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cación conforme a la constitución no es la que enseña a hacer todo lo que parezca bien a
los miembros de la oligarquía o a los partidarios de la democracia; sino que es la que en-
seña a poder vivir bajo un gobierno oligárquico o bajo un gobierno democrático. En las
oligarquías actuales, los hijos de los que ocupan el poder viven en la molicie, mientras
que los hijos de los pobres, endurecidos con el trabajo y la fatiga, adquieren el deseo y la
fuerza para hacer una revolución. En las democracias, sobre todo en las que están consti-
tuidas más democráticamente, el interés del Estado está muy mal comprendido, porque se
forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según la opinión común, los dos ca-
racteres distintivos de la democracia son la soberanía del mayor número y la libertad. La
igualdad es el derecho común; y esta igualdad consiste en que la voluntad de la mayoría
sea soberana. Desde entonces libertad e igualdad se confunden en la facultad que tiene
cada cual de hacer lo que quiera: «todo a su gusto», como dice Eurípides. Este es un sis-
tema muy peligroso, porque no deben creer los ciudadanos que vivir conforme a la cons-
titución es una esclavitud; antes, por el contrario, deben encontrar en ella protección y
una garantía de felicidad.
Hemos enumerado casi todas las causas de revolución y de destrucción, de prosperidad
y de estabilidad en los gobiernos republicanos.
30. Para conocer la importancia que Aristóteles daba a la educación, basta ver que con-
sagró a ella libro y medio de su obra.
CAPÍTULO VIII
Queda que veamos cuáles son las causas más frecuentes de trastorno y de conservación
en la monarquía. Las consideraciones que habremos de hacer respecto del destino de los
reinados y tiranías se aproximan mucho a las que hemos indicado con relación a los Esta-
dos republicanos. El reinado se aproxima a la aristocracia, y la tiranía se compone de los
elementos de la oligarquía extrema y de la demagogia, así que para los súbditos es el más
funesto de los sistemas, porque está formado de dos malos gobiernos y reúne las faltas y
los vicios de ambos.
Por lo demás, estas dos especies de monarquía son completamente opuestas hasta en su
mismo punto de partida. El reinado se establece por las clases altas, a las cuales está obli-
gado a defender contra el pueblo, y el rey sale del seno mismo de estas clases elevadas,
entre las que se distingue aquél por su virtud superior, por las acciones brillantes que ésta
le inspira o por la fama no menos merecida de su raza. El tirano, por el contrario, sale del
pueblo y de las masas para ponerse enfrente de los ciudadanos poderosos, de cuya opre-
sión está obligado a defender al pueblo. Todo esto se justifica con hechos. Puede decirse
que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han ganado la confianza del
pueblo calumniando a los principales ciudadanos. Algunas tiranías se han formado de
esta manera cuando los Estados eran ya poderosos. Otras más antiguas no han sido sino
reinados que violaban todas las leyes del país, aspirando a una autoridad despótica. Otras
han sido fundadas por hombres que en virtud de una elección han llegado a las primeras
magistraturas, porque, en otro tiempo, el pueblo confería por largo tiempo todos los gran-
des empleos, todas las funciones públicas. Otras, en fin, han salido de los gobiernos oli-
170
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gárquicos, que fueron bastante imprudentes para investir a un solo individuo con atribu-
ciones políticas de la más alta importancia. Gracias a estas circunstancias, la usurpación
ha sido cosa fácil para todos los tiranos, pues les ha bastado querer para serlo, a causa de
poseer con antelación el poder real o el que proporciona una alta consideración. De ello
son ejemplo Fidón de Argos y todos los demás tiranos que comenzaron por ser reyes; to-
dos los tiranos de Jonia y Falaris, que habían obtenido ambos elevadas magistraturas; Pa-
necio en Leoncium, Cipseles en Corinto, Pisístrato en Atenas, Dionisio en Siracusa, y
tantos otros que, como ellos, han salido de la demagogia.
El reinado, repito, se clasifica al lado de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el
premio de la consideración personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de grandes
servicios hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los que han
hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran bastante poderosos pa-
ra poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción: los unos por haber evitado con sus
victorias que el pueblo cayera en esclavitud, como Codro; otros por haberles devuelto su
libertad, como Ciro; y otros por haber fundado el Estado mismo y ser poseedores del te-
rritorio; como los reyes de los espartanos, de los macedonios y de los molosos. El rey tie-
ne la misión especial de velar por que los que poseen no experimenten daño alguno en su
fortuna, ni el pueblo ningún ultraje en su honor. El tirano, por el contrario, como he dicho
ya más de una vez, no tiene en cuenta los intereses comunes y sí sólo el suyo personal. La
aspiración del tirano es el goce; la del rey, la virtud. Así también en punto a ambición, el
tirano piensa principalmente en el dinero; el rey, antes que nada, en el honor. La guardia
de un rey se compone de ciudadanos; la de un tirano, de extranjeros.
Por lo demás, es muy fácil ver que la tiranía tiene todos los inconvenientes de la demo-
cracia y de la oligarquía. Como ésta, sólo piensa en la riqueza, que es la única que verda-
deramente puede garantirle la felicidad de su guardia y los placeres del lujo. La tiranía
también desconfía de las masas y les arranca el derecho de llevar armas. Hacer daño al
pueblo, alejar a los ciudadanos de la población, dispersarlos, son procedimientos comu-
nes a la oligarquía y a la tiranía. De la democracia adopta la tiranía el sistema de guerra
continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para destruirlos, los
destierros a que se les condena, pretextando que son facciosos y enemigos del poder;
porque sabe bien la tiranía que de las filas de las clases altas han de salir las conspiracio-
nes contra ella, urdidas por unos con el fin de hacerse dueños del poder en provecho pro-
pio, y por otros para sustraerse a la esclavitud que los oprime. Esto era lo que significaba
el consejo de Periandro a Trasíbulo; aquella nivelación de las espigas desiguales quería
decir que era preciso deshacerse de los ciudadanos eminentes.
Todo lo que acabo de decir prueba claramente que las causas de las revoluciones deben
ser, sobre poco más o menos, las mismas en las monarquías que en las repúblicas. La in-
justicia, el miedo, el desprecio han sido casi siempre causa de las conspiraciones de los
súbditos contra los monarcas. Sin embargo, la injusticia las ha causado con menos fre-
cuencia que el insulto, y algunas veces menos que las expoliaciones individuales. El fin
que se proponen los conspiradores en las repúblicas es el mismo que en los Estados so-
metidos a un tirano o a un rey, y tienen lugar las revoluciones porque el monarca está
colmado de honores y de riquezas que todos los demás envidian.
Las conspiraciones se dirigen ya contra la persona que ocupa el poder, ya contra el po-
der mismo. El sentimiento producido por un insulto arrastra sobre todo a las primeras, y
como el insulto puede ser de muchos géneros, el resentimiento a que da lugar puede tener
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otros tantos caracteres diferentes. En los más de los casos la cólera, cuando conspira, sólo
piensa en la venganza, porque la cólera no es ambiciosa. De lo cual es un testimonio la
suerte de los Pisistrátidas: habían deshonrado a la hermana de Harmodio; Harmodio
conspiró para vengar a su hermana, y Aristogitón para sostener a Harmodio. La conspi-
ración tramada contra Periandro, tirano de Ambracia, no tuvo otro origen que una chanza
del tirano, que en una orgía preguntó a uno de sus queridos si le había hecho madre. Pau-
sanias mató a Filipo porque éste había permitido que le insultaran los partidarios de Ata-
lo. Derdas conspiró contra Amintas el Pequeño, que se había alabado de haber gozado la
flor de su juventud. El Eunuco mató a Evágoras de Chipre, cuyo hijo le había hecho el
ultraje de robarle la mujer. Muchas conspiraciones no han tenido otra causa que los aten-
tados de los monarcas contra la persona de algunos de sus súbditos. De este género fue la
conspiración urdida contra Arquelao por Crateo, que miraba con horror las indignas rela-
ciones que le ligaban a aquél; así que para llevar a cabo la rebelión se aprovechó del pri-
mer pretexto, aunque era menos grave que el motivo dicho. Arquelao, después de haberle
prometido una de sus hijas, faltó a su palabra, casando las dos que tenía, una con el rey
Elimea, de resultas de la derrota que sufrió en la guerra contra Sirra y Arrebeus, y la otra,
que era más joven, con Amintas, hijo de dicho rey, contando por este medio apaciguar
todo resentimiento entre Crateo y el hijo de Cleopatra. Pero el verdadero motivo de su
enemistad fue la indignación que causaban a este joven los lazos vergonzosos que le liga-
ban con el rey. Helanócrates de Larisa entró en la conspiración a consecuencia de un ul-
traje semejante. Al ver Helanócrates que el tirano, que había abusado de su juventud, no
le permitía volver a su patria, aunque se lo había prometido, se convenció de que esta in-
timidad del rey no procedía de una verdadera pasión, y que sólo había tenido el propósito
de deshonrarle. Parrón y Heráclides, ambos de tonos, mataron a Cotis para vengar a su
padre; y Adamas hizo traición a Cotis para vengarse de la mutilación vergonzosa que le
había hecho sufrir en su infancia.
Muchas veces se conspira a impulsos de la cólera producida por los malos tratamientos
de que uno ha sido personalmente objeto. Ha habido hasta magistrados y miembros de las
familias reales que han quitado la vida a los tiranos, o por lo menos han conspirado, mo-
vidos por resentimientos de este género. En Mitilene, por ejemplo, los pentálides, que
tenían gusto en recorrer la ciudad dando palos a los que encontraban, fueron degollados
por Negacles, auxiliado por algunos amigos; y más tarde Esmerdis mató a Pentilo, que le
había maltratado, a cuya venganza le impulsó su mujer. Si en la conspiración contra Ar-
quelao, Decámnico, lleno de furor, se hizo jefe de los conjurados, siendo el primero en
excitarlos, fue porque Arquelao le había entregado al poeta Eurípides, quien hizo que le
azotaran cruelmente por haberse burlado de lo mal que le olía el aliento. A muchos mo-
narcas han costado semejantes ultrajes la vida o el reposo. El miedo, que hemos indicado
como una causa de trastornos en las repúblicas, no lo es menos en las monarquías. Así
Artabanes mató a Jerjes sólo por el temor de que llegara a su noticia que había hecho col-
gar a Darío, a pesar de la orden en contrario que había recibido; pues Artabanes había
alimentado al pronto la esperanza de que Jerjes habría olvidado esta prohibición, que
había hecho en medio de un festín. El desprecio produce también revoluciones en los Es-
tados monárquicos. Sardanápalo fue muerto por uno de sus súbditos, el cual, si hemos de
creer la tradición, le había visto con la rueca en la mano en medio de sus mujeres. Admi-
tiendo que este hecho sea falso respecto a Sardanápalo, puede muy bien ser verdadero
con relación a otro cualquiera. Dión no conspiró contra Dionisio el Joven sino a causa del
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desprecio que le inspiraba al ver que todos sus súbditos hacían de él tan poco caso, y que
estaba sumido en una continua embriaguez. Motivos de este género son los que prin-
cipalmente mueven a veces a los amigos del tirano a obrar contra éste; la confianza que
tienen con él les inspira el desdén y la esperanza de ocultar sus conspiraciones. Con fre-
cuencia, cuando uno se cree en posición de hacer suyo el poder, cualquiera que sea la
manera, el despreciar al tirano es ya conspirar contra él, porque cuando uno es poderoso
y, teniendo conciencia de sus fuerzas, desprecia el peligro, fácilmente se decide a obrar.
Muchas veces los generales no tienen otros motivos para conspirar contra los reyes que se
sirven de ellos. Por ejemplo, Ciro destronó a Astiages, cuya conducta y cuya autoridad
despreciaba, como que había renunciado a desempeñar por sí el poder, para entregarse a
todos los excesos del placer. Seutes el Tracio conspiró también contra Amódoco, de
quien era general. Pueden reunirse muchos motivos de ese género para determinar las
conspiraciones. A veces la codicia se une al desprecio, de lo cual es un ejemplo la conspi-
ración de Mitrídates contra Ariobarzanes. Estos sentimientos obran poderosamente en
aquellos hombres de carácter atrevido que han sabido obtener al lado de los monarcas un
elevado cargo militar. El valor, cuando cuenta con el auxilio de recursos poderosos, se
convierte en audacia; y cuando se unen estos dos motivos de decisión se conspira porque
se cree seguro el éxito.
Las conspiraciones por deseos de gloria tienen un carácter distinto de las que hasta aquí
hemos examinado. No desconocen como móviles ni el afán de inmensas riquezas, ni el
ansia de los honores supremos que goza el tirano, y que tantas veces son ocasión de que
se conspire contra él. No son las consideraciones de este género las que toma en cuenta el
hombre ambicioso al afrontar los peligros de la conspiración. Abandona a los demás los
motivos viles y bajos de que acabamos de hablar; pero así como se aventuraría a intentar
una empresa inútil con tal que le diera renombre y celebridad, así conspira contra el mo-
narca, ávido, no de poder, sino de gloria. Los hombres de este temple son excesivamente
raros, porque tales resoluciones suponen siempre un desprecio absoluto de la vida, si lle-
ga el caso de que la empresa se malogre. El único pensamiento de que en tales casos se
debe estar animado es el que animaba a Dión; pero es difícil que pueda tener cabida en
muchos corazones. Dión, cuando marchó contra Dionisio, sólo tenía consigo algunos sol-
dados, y les arengó diciendo que cualquiera que fuera el resultado, a él le bastaba haber
dado principio a esta empresa, y que aun cuando muriese en el momento de tocar el terri-
torio de Sicilia, su muerte sería siempre honrosa.
La tiranía puede ser derrocada, como cualquier otro gobierno, por un ataque exterior
que venga de un Estado más poderoso que ella y constituido bajo un principio completa-
mente opuesto. Es claro que este gobierno vecino, a causa de la oposición misma de su
principio, sólo espera el momento oportuno para atacar; y cuando se puede, se hace siem-
pre lo que se desea. Los Estados fundados en principios diferentes son siempre enemigos:
la democracia, por ejemplo, es enemiga de la tiranía, tanto como el alfarero puede serlo
del alfarero, como dice Hesíodo; lo cual no impide que la demagogia, llevada al extremo,
sea también una verdadera tiranía. El reinado y la aristocracia son enemigos a causa del
diferente principio que les sirve de base. Los lacedemonios han seguido el sistema cons-
tante de derrocar las tiranías, como lo hicieron igualmente los siracusanos mientras fue-
ron regidos por un buen gobierno.
La tiranía encuentra en su propio seno otra causa de ruina cuando la insurrección pro-
cede de los mismos de quienes ella se vale. De ello son ejemplos la caída de la tiranía
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De las dos pasiones que son con más frecuencia causa de las conspiraciones contra las
tiranías, el odio y el desprecio, los tiranos son siempre, por lo menos, acreedores al uno,
que es el odio. Pero el desprecio que inspiran produce con frecuencia su caída. Lo prueba
el que los que han ganado personalmente el poder han sabido conservarlo, y que los que
lo han recibido por herencia, casi todos lo han perdido muy pronto. Degradados por los
excesos y desórdenes de su vida, caen fácilmente en el desprestigio y proporcionan nu-
merosas y excelentes ocasiones a los conspiradores. También puede colocarse la cólera al
lado del odio, puesto que éste como aquélla impulsan a cometer acciones completamente
semejantes, sólo que la cólera es todavía más activa que el odio, porque conspira con tan-
to más ardor cuanto que la pasión no reflexiona. Sobre todo, el resentimiento producido
por un insulto es el que excita en los corazones los arrebatos de la cólera, como lo mues-
tra la caída de Pisistrátidas y de otros muchos. Sin embargo, el odio es más temible. La
cólera va siempre acompañada de cierto sentimiento de dolor, que no deja lugar a la pru-
dencia; la aversión no tiene dolor que la turbe en sus empresas.
Resumiendo diremos que todas las causas de las revoluciones que hemos asignado a la
oligarquía exagerada y a la demagogia extrema, se aplican igualmente a la tiranía, porque
tales formas de gobierno son verdaderas tiranías repartidas entre muchas manos.
El reinado tiene que temer mucho menos los peligros de fuera, y es lo que garantiza su
duración. En ella misma es donde deben buscarse las causas de su destrucción, que pue-
den reducirse a dos: la conjuración de los agentes de que se vale y la tendencia al despo-
tismo, cuando los reyes pretenden aumentar su poder hasta a costa de las leyes.
En nuestros días no vemos que se formen reinados, y los que se forman son más bien
monarquías absolutas y tiranías que reinados. El verdadero reinado es un poder libremen-
te consentido con prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo mis-
mo en general, y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar exclusiva-
mente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta asentimiento a la crea-
ción de un reinado; y si alguno intenta reinar, valiéndose de la astucia o de la violencia,
se le mira al momento como un tirano. En los reinados hereditarios es preciso añadir otra
causa especial de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo son por
herencia se hacen bien pronto despreciables32, y no se les consiente ningún poder excesi-
vo, teniendo en cuenta que poseen, no una autoridad tiránica, sino una simple dignidad
real. Es muy fácil derrocar un reinado, porque no hay rey desde el momento que no se lo
quiere tener; mientras que el tirano, por lo contrario, se impone a pesar de la voluntad ge-
neral.
Tales son las principales causas de ruina para las monarquías, dejando a un lado algu-
nas otras parecidas a estas.
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32. Es preciso cerrar los ojos a la luz para pretender que Aristóteles en su Política quiso
adular como cortesano a Alejandro, cuando el derecho hereditario de éste se avenía muy
mal con los principios independientes de su maestro.
CAPÍTULO IX
Por lo que hace a las tiranías, se sostienen de dos maneras absolutamente opuestas; la
primera es bien conocida y empleada por casi todos los tiranos. A Periandro de Corinto se
atribuyen todas aquellas máximas políticas de que la monarquía de los persas nos presen-
ta numerosos ejemplos. Ya hemos indicado algunos de los medios que la tiranía emplea
para conservar su poder hasta donde es posible. Reprimir toda superioridad que en torno
suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas en común y
las asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la cultura; es decir,
impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo; poner obstáculos a
los pasatiempos y a todas las reuniones que proporcionan distracción al público, y hacer
lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los unos a los otros, porque
las relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre ellos una mutua confianza.
Además, saber los menores movimientos de los ciudadanos, y obligarles en cierta manera
a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar siempre al corriente de lo que
hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimi-
dad: tales son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros, medios
tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber todo lo que dicen y
todo lo que hacen los súbditos; tener espías semejantes a las mujeres que en Siracusa se
llaman delatoras; enviar, como Hierón, gentes que se enteren de todo en las sociedades y
en la reuniones, porque es uno menos franco cuando se teme el espionaje, y si se habla,
todo se sabe; sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna
unos amigos con otros, e irritar al pueblo contra las clases altas, que se procura tener des-
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unidas. A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobre-
cer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por
otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiem-
po para conspirar. Con esta mira se han elevado las pirámides de Egipto, los monumentos
sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter
Olímpico34 por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos que
tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento del pueblo.
Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía en Siracu-
sa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propieda-
des. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles
la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en
los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque
sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los
que, sobre todo, están en posición de hacerlo.
Los vicios que presenta la democracia extrema se encuentran también en la tiranía: el
permiso a las mujeres, en el interior de las familias, para que hagan traición a sus mari-
dos, y la licencia a los esclavos para que denuncien a sus dueños; porque el tirano nada
tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con tal que se les deje
vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y de la demagogia. El pueblo también a
veces hace de monarca; y por esto el adulador merece una alta estimación, lo mismo de la
multitud que del tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para él un
verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos, que no hacen otra
cosa que adular perpetuamente. Y así, la tiranía sólo quiere a los malvados, precisamente
porque gusta de la adulación, y no hay corazón libre que se preste a esta bajeza. El hom-
bre de bien sabe amar, pero no adula. Además, los malos son útiles para llevar a cabo
proyectos perversos; pues «un clavo saca otro clavo», como dice el proverbio. Lo propio
del tirano es rechazar a todo el que tenga un alma altiva y libre, porque cree que él es el
único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo que cerca de él producirían la mag-
nanimidad y la independencia de otro cualquiera anonadaría esta superioridad de señor
que la tiranía reivindica para sí sola. El tirano35 aborrece estas nobles naturalezas, que
considera atentatorias a su poder. También es costumbre del tirano convidar a su mesa y
admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a ciudadanos; porque éstos son a sus
ojos enemigos, mientras que aquéllos no tienen ningún motivo para hacer nada contra su
autoridad.
34. Este templo tenía cuatro estadios o 760 metros de circunferencia; no se concluyó
hasta el reinado del emperador Adriano.
35. A seguida de hacer este retrato del tirano, que es lo mejor que se ha escrito en esta
materia, Aristóteles condena formalmente todos estos manejos de la tiranía. Esta es una
nueva prueba de la injusticia de las acusaciones que se han hecho a su Política.
Todas estas maniobras y otras del mismo género que la tiranía emplea para sostenerse
son profundamente perversas.
En resumen, se las puede clasificar desde tres puntos de vista principales, que son los
fines permanentes de la tiranía: primero, el abatimiento moral de los súbditos, porque las
almas envilecidas no piensan nunca en conspirar; segundo, la desconfianza de unos ciu-
dadanos respecto de otros, porque no se puede derrocar la tiranía mientras los ciudadanos
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no estén bastante unidos para poder concertarse; y así es que el tirano persigue a los
hombres de bien como enemigos directos de su poder, no sólo porque éstos rechazan todo
despotismo como degradante, sino porque tienen fe en sí mismos y obtienen la confianza
de los demás, y además son incapaces de hacer traición ni a sí mismos ni a nadie; por úl-
timo, el tercer fin que se propone la tiranía es la extenuación y el empobrecimiento de los
súbditos; porque no se emprende ninguna cosa imposible, y por consiguiente el derrocar a
la tiranía, cuando no hay medios de hacerla. Por tanto, todas las precauciones del tirano
pueden clasificarse en tres grupos, como acabamos de indicar, pudiendo decirse que to-
dos sus medios de salvación se agrupan alrededor de estas tres bases: producir la descon-
fianza entre los ciudadanos, debilitarles y degradarlos moralmente.
Tal es, pues, el primer método de conservación para las tiranías.
En cuanto al segundo, los cuidados que él pide son radicalmente opuestos a todos los
que acabamos de indicar. Pueden deducirse muy bien de lo que hemos dicho sobre las
causas que arruinan a los reinados; porque lo mismo que el reinado compromete su auto-
ridad queriendo hacerla más despótica, así la tiranía asegura la suya, haciéndola más real.
Sólo que hay aquí un punto esencial que ésta no debe olvidar: hay que tener siempre la
fuerza necesaria para gobernar, no sólo con el asentimiento público, sino también a pesar
de la voluntad general. Renunciar a esto sería renunciar a la tiranía misma; pero una vez
asegurada esta base el tirano puede en todo lo demás conducirse como un verdadero rey,
o, por lo menos, tomar diestramente todas las apariencias de tal.
Ante todo, aparentará que se ocupa de los intereses públicos, y no disipará locamente
las ricas ofrendas que el pueblo le ofrece haciendo tanto sacrificio y que el tirano saca de
las fatigas y del sudor de sus súbditos, para prodigarlas a cortesanos, extranjeros y artistas
codiciosos. El tirano rendirá cuenta de los ingresos y de los gastos del Estado, cosa que,
por cierto, algún tirano ha hecho; porque esto tiene la ventaja de parecer más bien un ad-
ministrador que un déspota; no debiendo temer, por otra parte, que falten nunca fondos al
Estado mientras sea dueño absoluto del gobierno. Si tiene que viajar lejos de su residen-
cia, vale más tener ya empleado de este modo su dinero que dejar tras de sí tesoros acu-
mulados; porque entonces aquellos a cuya custodia él se confía no se sentirán tentados
por sus riquezas. Cuando el tirano hace expediciones teme más a los que le acompañan
que a los demás ciudadanos, porque aquéllos le siguen en su marcha, mientras que éstos
se quedan en la ciudad. Por otra parte, al exigir los impuestos y tributos es preciso que
indique que lo hace consultando el interés de la administración pública y con el solo obje-
to de proporcionarse recursos para el caso de una guerra; en una palabra, debe aparecer
como el guardador y tesorero de la fortuna pública y no de la suya personal.
El tirano no debe ser inaccesible, y en las entrevistas con sus súbditos debe mantenerse
grave, para inspirar, no temor, pero sí respeto. Esto es muy delicado porque el tirano está
siempre expuesto al desprestigio, y para inspirar respeto debe procurar mucho adquirir
tacto político y en este concepto crearse una inatacable reputación, aunque sea descui-
dando otras condiciones. Además, debe guardarse mucho de insultar a la juventud de uno
y otro sexo, e impedir cuidadosamente que lo hagan los que lo rodean; y las mujeres de
que disponga deben mostrar la misma reserva con las demás mujeres, porque las quere-
llas femeninas han perdido a más de un tirano. Si gusta del placer, que no se entregue a él
nunca como lo hacen ciertos tiranos de nuestra época, los cuales, no contentos con sumir-
se en los placeres desde que amanece y durante muchos días seguidos, quieren, además,
hacer alarde de su prostitución a la vista de todos los ciudadanos, para que admiren de
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35. Véase el retrato que ha hecho Platón del tirano al final del libro VIII y principios
del IX de la República.
Por lo demás, nos parece inútil entrar en más pormenores. El objeto esencial de este ca-
pítulo es bien evidente. Es preciso que el tirano aparezca ante sus súbditos no como dés-
pota, sino como un administrador, como un rey; no como un hombre que hace su propio
negocio, sino como un hombre que administra los negocios de los demás. Es preciso que
en su conducta muestre moderación y no cometa excesos. Es preciso que admita a su tra-
to a los ciudadanos distinguidos, y que con sus maneras se capte el afecto de la multitud.
De este modo podrá, con infalible seguridad, no sólo hacer su autoridad más bella y más
querida, porque sus súbditos serán mejores y no estarán envilecidos, y por su parte no
excitará odios y temores, sino hacer también más durable su autoridad. En una palabra, es
preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nun-
ca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede ser. Y, sin embargo, y a pesar de
todas estas precauciones, los gobiernos menos estables son la oligarquía y la tiranía.
La tiranía más larga fue la de Ortógoras y sus descendientes en Sición, que duró cien
años; y duró porque supieron manejar hábilmente a sus súbditos y someterse ellos mis-
mos en muchas cosas al yugo de la ley. Clístenes evitó el desprestigio gracias a su capa-
cidad militar, y puso todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando, según se
dice, hasta coronar con sus propias manos al juez que falló contra él y en favor de su an-
tagonista; y si hemos de creer la tradición, la estatua que se halla en la plaza pública es la
de este juez independiente. También se cuenta que Pisístrato consintió que le citaran ante
el Areópago. La más larga tiranía que viene en seguida es la de los Cipsélides en Corinto,
que duró setenta y tres años y seis meses. Cipsélides reinó treinta años, y Periandro cua-
renta y cuatro. Psamético, hijo de Gordio, reinó tres años. Aquellas mismas causas man-
tuvieron también por tan largo tiempo la tiranía de Cipsélides, porque era demagogo y
durante todo su reinado no quiso nunca tener satélites. Periandro era un déspota, pero era
un gran general. Después de estas dos primeras tiranías, es preciso poner en tercer lugar
la de los Pisistrátidas en Atenas, pero ésta tuvo ciertos intervalos. Pisístrato, mientras
permaneció en el poder, se vio obligado a apelar por dos veces a la fuga, y en treinta y
tres años sólo reinó realmente diecisiete, que con dieciocho que reinaron sus hijos hacen
treinta y cinco. Vienen después las tiranías de Hierón y de Gelón en Siracusa. Esta última
no fue larga, y entre ambas duraron dieciocho años. Gelón murió en el octavo año de su
reinado; Hierón reinó diez años; Trasíbulo fue derrocado a los once meses. Tomadas en
conjunto, puede decirse que las más de las tiranías han tenido una brevísima existencia.
Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas de destrucción que amenazan a los
gobiernos republicanos y a las monarquías, y tales son los medios de salvación que pue-
den mantenerlos.
CAPÍTULO X
Sócrates habla también en la República de las revoluciones, pero no trata bien esta ma-
teria. No fija ninguna causa especial de las mismas en la república perfecta, en el gobier-
no modelo. A su parecer, las revoluciones proceden che que nada en este mundo puede
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subsistir eternamente, y que todo debe mudar pasado cierto tiempo; y añade que «aque-
llas perturbaciones cuya raíz, aumentada en una tercera parte más cinco, da dos armonías,
sólo comienzan cuando el número ha sido geométricamente elevado al cubo, mediante a
que la naturaleza crea entonces seres viciosos y radicalmente incorregibles»38. Esta últi-
ma parte de su razonamiento no es quizá falsa, porque hay hombres naturalmente incapa-
ces de educación y de hacerse virtuosos. Pero ¿por qué esta revolución de que habla Só-
crates se aplicaría a esa república que nos presenta como perfecta, más especialmente que
a otro cualquier Estado o a cualquier otra cosa? ¿Es que en este instante que asigna a la
revolución universal hasta las cosas que no han comenzando a existir a la par mudarán,
sin embargo, a la vez? ¿Es que un ser nacido el primer día de la catástrofe estará com-
prendido en ella lo mismo que los demás? Podría también preguntarse por qué la repúbli-
ca perfecta de Sócrates pasa, al cambiar, al sistema lacedemonio. Un sistema político,
cualquiera que él sea, se transforma más ordinariamente en el que es diametralmente
opuesto a él que en el que es más próximo. Otro tanto puede decirse de todas las revolu-
ciones que admite Sócrates cuando asegura que el sistema lacedemonio se transforma en
oligarquía, la oligarquía en demagogia, y ésta, por último, en tiranía. Pero lo que sucede
es, precisamente, todo lo contrario. La oligarquía, por ejemplo, sucede a la demagogia
con más frecuencia que la monarquía. Además, Sócrates no dice si la tiranía está o no ex-
puesta a tener revoluciones, ni dice las causas que producen éstas, ni habla del gobierno
que reemplaza a aquélla. Se concibe sin dificultad este silencio, que no le costaba gran
trabajo guardar; debía quedar este punto completamente oscuro, porque, dadas las ideas
de Sócrates, es preciso que de la tiranía se pase a esa primera república perfecta, que él ha
concebido, único medio de recorrer el círculo sin fin de que habla. Pero la tiranía sucede
también a la tiranía, de lo cual es testimonio la de Clístenes, sucediendo a la de Mirón en
Sicione. La tiranía puede también convertirse en oligarquía, como aconteció con la de
Antileón en Calcis; o en demagogia, como la de Gelón en Siracusa; o en aristocracia,
como la de Carilao en Lacedemonia, y como sucedió en Cartago 39. La oligarquía de otro
lado se convierte en tiranía, que es lo que sucedió en otro tiempo con la mayor parte de
las oligarquías sicilianas. Recuérdese también que en Leoncium a la oligarquía sucedió la
tiranía de Panecio; en Gela, la de Cleandro; en Reges, la de Anaxilas, y que podrían citar-
se muchas más. También es un error creer que la oligarquía nazca de la codicia y de las
ocupaciones mercantiles de los jefes de Estado. Más importa averiguar el origen de la
opinión de los hombres que tienen gran fortuna, los cuales creen que no es justa la igual-
dad política entre los que tienen y los que no tienen. Casi en ninguna oligarquía los ma-
gistrados pueden dedicarse al comercio, y la ley se lo prohíbe. Pero más aún: en Cartago,
que es un Estado democrático, los magistrados comercian, y, sin embargo, el Estado no
ha experimentado ninguna revolución.
37. Aristóteles comienza su obra con una crítica de las teorías de Platón y la termina
con otra.
38. Ginés Sepúlveda dice que este pasaje es oscurísimo, y que ni Teón el Anciano, que
procura dar solución a todos los pasajes de esta especie, ni Jámblico, ni el mismo Santo
Tomás han podido descifrar este problema. Sin embargo, el modo de explicarse Aristóte-
les hace creer que para él era inteligible y soluble. Véase lo que a propósito de esta frase,
cuya oscuridad se ha hecho proverbial, dice Cousin en su traducción de Platón, tomo X,
pág. 322, y M. Saint-Hilaire en la de Aristóteles, Política, pág. 472.
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39. Esto está en contradicción con lo que Aristóteles dice en otros párrafos. Quizá aquí
debería decir Calcedonia y no Cartago. En sabido que estas dos palabras se confunden
muchas veces en griego. B. S.-H.
También es muy singular el suponer que en la oligarquía el Estado se divide en dos par-
tidos, el de los pobres y el de los ricos; ¿es que, por ventura, es esta condición más propia
de la oligarquía que de la república de Esparta, por ejemplo, o de cualquier otro gobierno
cuyos ciudadanos no poseen una fortuna igual o no son todos igualmente virtuosos? Aun
suponiendo que nadie se empobrezca, el Estado no por eso deja de pasar menos de la oli-
garquía a la demagogia, si la masa de los pobres se aumenta; y de la democracia a la oli-
garquía, si los ricos se hacen más poderosos que el pueblo, según que los unos se aban-
donan y que los otros se aplican al trabajo. Sócrates desprecia todas estas diversas causas
que producen las revoluciones, para fijarse en una sola, al atribuir la pobreza exclusiva-
mente a la mala conducta y a las deudas, como si todos los hombres o casi todos naciesen
de la opulencia. Es este un error grave; y lo cierto es que los jefes de la ciudad, cuando
han perdido su fortuna, pueden apelar a la revolución; y que cuando ciudadanos oscuros
pierden la suya, el Estado no se conserva por eso menos tranquilo. Estas revoluciones no
dan lugar a la demagogia con más frecuencia que a cualquier otro sistema. Basta una ex-
clusión política, una injusticia, un insulto, para que tenga lugar una insurrección y un
trastorno en la constitución, sin que las fortunas de los ciudadanos se resientan en lo más
mínimo. La revolución muchas veces no reconoce otro motivo que esta facultad que se
concede a cada cual de vivir como le acomode, facultad cuyo origen atribuye Sócrates a
un exceso de libertad. En fin, en medio de estas numerosas especies de oligarquías y de
democracias, Sócrates habla de sus revoluciones como si cada una de aquéllas fuese úni-
ca en su género40.
40. He aquí en resumen el juicio crítico de dos historiadores de la filosofía que han al-
canzado una justa celebridad: Tennemann y Enrique Ritter; y hacemos la cita de ambos,
porque de los dos unidos resulta un juicio completo. Tennemann, tomo III, pág. 325, di-
ce: «Aristóteles ha acumulado en este libro de la Política un tesoro de experiencia y de
conocimiento de los hombres que será eternamente aplicable y útil.» Ritter, tomo III, pág.
317, dice: «La Política, como todas las obras de este filósofo, puede compararse a esas
obras de arte en que se observan una gran ejecución en los pormenores y la tendencia a
desenvolver de todos lados una extraordinaria riqueza de pensamiento, pero que son im-
perfectas desde el punto de vista de la variedad y de la grandeza de la concepción.»
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