4 Poemas de Jorge Suárez

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4 POEMAS DE JORGE SUÁREZ

Con el surgimiento de una crítica literaria idónea y sistemática sin duda alguna recién
empezará a ser valorada la obra de poetas como Jorge Suárez (La Paz, 1932- 19), pues
la usencia de dicha crítica y su reemplazo por los panegíricos y las antologías de magos
no nos ha permitido tener una clara visión de la lírica boliviana para ubicar en sus
diversos valores en un justo lugar.
Como lo puede demostrar esta breve selección de poemas que publica CANATA, la
poesía de Suárez tiene una sorprendente versatilidad: en Bolivia es uno de los raros
cultores de la poesía epigramática (“Los melodramas de políticos idénticos”, 1960,
“¡Hoy! Fricasé”, 1953, en coautoría con Félix Rospigliosi), y al mismo tiempo ha
incursionado con mucha fortuna en otras formas clásicas de la poesía española como el
soneto (“Sonetos con infinito”, 1977, la elegía (“Elegía a un recién nacido”, 1964), la
oda (“Oda al Padre Unga”, 1977), o el verso libre moderno. Sin embargo de que en gran
mediad su talento fue volcado en el periodismo comprometido con la lucha política
liberadora, su formación clásica le ha dado, como a pocos poetas, una conciencia lúcida
sobre la verdadera proyección que debe tener el lenguaje literario frente al mundo que
vivimos. Con esa conciencia Jorge Suárez expresa un anhelo de aparente humildad:
“escribir pemas que tengan el valor de una herramienta”.
Los cuatro poemas que reproducimos corresponden al libro inédito “El pastor en la
niebla”.

LA CAIDA
No es la caída lenta de las hojas,
ni el estrépito azul de los metales,
ni el fragor de las piedras.
No es la explosión trizando la ventana,
no abate muros rígidos,
ni fulmina esqueletos.
No deja en torno suyo la rosa de la sangre,
ni el jardín de las vísceras expuesto
sobre las avenidas.
No altera brizna alguna,
no es oída por nadie,
no permite cenizas de adoración posible.
Gravita en sí, callada,
sin gravedad, sin peso,
repercute en sí misma,
conmociona su propia levadura.
Fuera mejor que tenga su pólvora precisa,
su claro fulminante,
para dejarnos rotos,
cadáveres ausentes de su caída eterna.
Es haber levantado un edificio adentro
que luego se nos cae,
se nos baja en el alma.
Y es llevar para siempre sus materiales puros
tendidos en la plaza vital de nuestro cráneo,
pesándonos los ámbitos
de nuestra ciudadela.
Ni siquiera es la muerte.
Porque a veces forjamos alrededor de un sueño
la meta de los vuelos
y el límite del agua,
sobre nimia ternura
proclamamos la música
total del universo,
en la punta de un ala sustentamos
monumentos de plomo.
Pero se apaga el sueño,
se apaga la ternura,
se va el aire, se va
sin acordarse,
se va el viento, se va,
y se va sin llevarse
los árboles crecidos.
Es la caída lenta de las hojas.
Es el árbol interno
que devora su propio laberinto de pájaros.
No es el azul fragor de los metales.
El corazón , andarivel profundo,
bota su carga y vuela a recogerla
sobre su propio abismo.
Luego vienen los siglos del minuto, sin tregua.
En un segundo vasto que el tiempo diafaniza
repercuten los años y los días
y transcurren los aros solares y las lunas
y los círculos negros
y los círculos claros
que preceden al vértigo;
luego somos un turbio farol que se desploma
en los ámbitos solos
de nuestra ciudadela.

CARTA DE AMOR

Las pomas
de luz
que iluminaron
El árbol de tu casa.
la brisa
frutal
que amanecía
Lavando tu ventana.
el cielo
que tanto amó
tu sombra
pequeñita
en la tierra.
Les pregunto a las piedras
la memoria que guardan
de tu paso.
les imploro a las rosas
me digan algo sobre
tu primera sonrisa.
a los muros les pido
me devuelvan ahora tu sombra
que bebieron cuando hubo
Luna llena en tu huerto.
ando ya medio triste
queriendo hallar tu voz
adormilada
en la rúbrica gris
de alguna golondrina.
Pero nadie
me cuenta
nada…

La nube al verme así


se compadece
y me dice
uno que otro recuerdo blanco
de tu infancia
y me llora
una que otra congoja
que tu habrás ya llorado.
Qué ingenuo soy, qué niño
y que feliz de hallarte
junto al río
que yo también
amaba
y qué miedo el que tengo
al pensar que las aguas
suelen cambiar de arenas.
Porque, a decir verdad,
yo tengo tanta
nieve cuajada en mí,
nieve tan honda,
que necesita el sol
que tú me ofreces.

Por eso tengo pena,


tengo un poco de pena en cada cosa
y una pena mayor cuando recuerdo
que tuve ayer miedo de amarte
y miedo inmenso de perderte.

Los sauces
ya están llorando mi solitaria muerte.
Los ríos
quizá ya están lavando las playas del olvido.
Las hojas secas
quizá ya están formando sur cortejo amarillo.
Pero en nosotros queda la respuesta.
En nosotros está darle fulgor al astro,
para que alumbre mansamente,
darle a la brisa trinos
para que se alboroce
junto a nuestros aleros.
Es así que los sauces, los ríos
las hojas secas del otoño,
deben ser lo que son:
sauces,
ríos,
hojas que el viento lleva.
Deben ser lo que son
porque nosotros
llevamos en el alma
la permanente primavera.

Y tenemos los ojos limpios de toda hierba


y los oídos prestos a todo trino
y las manos
casi ya recogieron las espigas.
Y tenemos tan alto el corazón que amamos
y anhelamos el día
—en que así como tú me dijiste una tarde—
habrá instante en que sea
que ya no estemos solos
y nuestra soledad
ya compartida
esté poblada de nosotros.

Yo quisiera escribir poemas


que tengan el valor de una herramienta,
juntar al amor nuestro
ese amor que se amplía
y quisiera poblar el mundo
de inquietud y de rosas,
de trabajo y de cielo,
de trigales y niños,
de justicia y luciérnagas.
Quisiera que así sea.
quisiera paz cuando se parte
la blancura del pan al medio día.

Yo ya no sufro tanto como afirmo…


y estoy lleno de amarte, recordando
las pomas que alumbraron el árbol de tu casa,
la brisa en tu ventana,
los muros y rosales que no quieren contarme
tus humildes secretos,
y el cielo al que le pido
me repita una vez, nada más que una vez,
por un momento,
el ala de tu sombra en mi camino,
el ala de tu sombra,
el ala mía.

BALADA DEL VELERO

Un día tú, velero de pureza,


llegaste a mí sobre la mar en sombra;
yo era un rendido náufrago del alba,
un trágico viajero hacia la muerte.

Tú, solamente, que por altos mares,


lejos de mí, vencieras la tormenta,
velero de ilusión, velero mío,
pudiste amarme navegando muerto.

Sobre las ondas marejó la vida,


en lo profundo, peces de ternura
te sintieron cruzar hacia mi encuentro,
bajo un alegre vuelo de gaviotas.

Tu que has bebido la interior marea,


mordida en la jauría del oleaje,
isla de amor que navegaste sola,
junto a mí detuviste la borrasca.

Inútiles mis redes pensativas


ambularon las aguas del encuentro;
siempre vigía de la mar en furia,
lejos de ti, bajo la niebla, sólo.

Inútil pasajero hacia la muerte,


proa de soledad, navío triste;
por aterrados vértigos de espuma
mármoles de hiel inconmovible.

Tú solamente, viajera loca,


leve juguete de la marejada;
velero de pasión, velero mío;
pudiste amarme navegando muerto.

NADA

Como la espuma fue, que se deshace


en la misma corola en que florece,
nube y el viento en que se desvanece,
fuego y el humo de su desenlace.

En un todo fugaz, beso que nace


y ya es marea de pasión que crece;
que nace, crece, que desaparece
en una sola enloquecida frase.

No fue tristeza y fue (sólo un instante


a punto de llorar), y si sonrisa
fue apenas un destello alucinante

en un cielo marchándose de prisa.


Ardió, es verdad, se levantó llameante
y ni siquiera se volvió ceniza.

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