Alberto Vergara

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Alberto Vergara: “Más que abiertas, las

venas de América latina hoy están


saturadas”
El politólogo peruano analiza en su obra más reciente,
‘Repúblicas defraudadas’, el estancamiento de la región y los
últimos movimientos de protesta

RENZO GÓMEZ VEGA


Lima - 07 AGO 2023 - 01:30 ART

“Durante dos siglos hemos cantado a la igualdad en nuestros himnos […], pero su ejercicio
efectivo ha sido una y otra vez incompleto. O de plano defraudado”, sostiene al comienzo
de su último libro Alberto Vergara, politólogo y académico peruano. El trabajo, presentado
en Bogotá, Buenos Aires y Lima, asume el reto de comprender el hastío ciudadano de la
región. El autor responde a las preguntas de EL PAÍS desde el lugar en el que se gestó este
ensayo: su casa en un piso 22, en Ciudad de Panamá, desde donde no ha parado de viajar
por América Latina.

Pregunta. Martín Caparrós se propuso averiguar qué somos hoy los latinoamericanos


con Ñamérica, ¿usted con Repúblicas defraudadas que ha buscado?

Respuesta. Caparrós tiene los quilates, y no hablemos de la prosa, para plantearse la


pregunta ontológica ¿qué somos? Yo solo podía acercarme a la cuestión de ¿cómo
estamos? El libro encuentra que, objetivamente, en América Latina estamos atascados y,
subjetivamente, estamos molestos. Una molestia que proviene de órdenes que pretenden ser
republicanas y que cotidianamente defraudan esa promesa oficial.

P. Usted aborda asuntos muy sensibles como las cuestiones raciales, la escasísima
probabilidad de la movilidad social y pone en discusión la idea de la clase media.

R. Me propuse mostrar los diversos nudos que impiden el bienestar en nuestros países. Más
que abiertas, las venas de América latina hoy están saturadas. Los economistas nos sitúan
en la trampa de ingresos medios, los politólogos hablan de las instituciones de calidad
media, y yo sugiero la existencia de repúblicas a medias. Sociedades que, como el
personaje del maestro Rubén Blades, sin ser esclavas tampoco están en libertad. Me parecía
importante subrayar nuestras segregaciones sociales, la organización de nuestras ciudades,
nuestro capitalismo, nuestros sistemas de salud y educación. En fin, todos esos ámbitos
deficientes construyen el atasco y producen malestar, y a veces rabia también.
P. ¿Cómo es eso de que nuestras calles nos revelan las fallas de la promesa republicana?

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R. Es que un orden republicano en teoría es uno que niega a los estamentos, que reniega de
la posibilidad de que el lugar de nacimiento anticipe lo que uno será o tendrá en la vida.
Lamentablemente en América Latina el lugar de nacimiento predice mucho. Y la forma
cómo funcionan nuestras ciudades profundiza esas disparidades. Las horas que invierte
alguien de la periferia para llegar a su trabajo comparado al recorrido que hacen las clases
acomodadas termina siendo un factor de desigualdad ciudadana. Por ejemplo, si tú debes
hacer cinco horas diarias de transporte público y yo solo una, es evidente que yo tendré más
tiempo para desarrollar mi proyecto de vida que tú.

P. Menciona que el 90% de los grupos empresariales latinoamericanos más poderosos son
grupos familiares. ¿Cuál es su poder real?

R. No tenemos plutocracias. Además, el nivel de influencia de las élites económicas varía
mucho según los países. Lo que señalo es que tenemos un capitalismo incompetente. En
dos sentidos, uno sin la capacidad de generar buen empleo para las mayorías. El tipo de
capitalismo que tenemos, poco sofisticado, donde el sector formal da poco buen empleo,
mientras que el informal genera mucho mal empleo. Con ese capitalismo poco competitivo
y poco productivo es difícil tener sociedades cohesionadas o democracias robustas.

P. ¿Cuál es la salida para ese capitalismo que describe?

R. No lo sé realmente. Mi punto es que el debate sobre el capitalismo en América Latina ha


sido muy débil, por no decir ausente. Y hay que comenzar a conversar sobre eso, sobre las
relaciones entre nuestras estructuras productivas y la vida política. Carlos Pagni, por
ejemplo, en su libro reciente sobre el conurbano bonaerense va en la dirección correcta
cuando señala que la degradación económica de las clases medias está directamente
relacionada con ciertas formas de hacer política, con ciertas posibilidades de la política.
Pero de eso hablamos muy poco en la región.

P. Las protestas más significativas en América Latina han carecido de liderazgos definidos.
¿A qué se debe?

R. Es que es más fácil bloquear lo que nos desagrada que construir lo que queremos.
Porque muchas veces ni siquiera sabemos lo que queremos. Por ejemplo, en mi país, el
Perú, ni siquiera estamos de acuerdo sobre las cosas más elementales de una democracia,
sobre la vigencia y efectividad de los derechos humanos.

P. Usted explica que la ciudadanía es parte del problema republicano porque un gran
porcentaje de ella tiene arraigado el clientelismo y el caudillismo. ¿Por qué considera que
es una paradoja de nuestras democracias?
R. Es la gran paradoja. La democracia solo puede funcionar confiando en la ciudadanía, en
cuanto dejamos de confiar en ella nos acercamos a cualquier tipo de autoritarismo. Pero
muchas veces, no se puede negar, la ciudadanía apoya la emergencia de caudillos que
justamente le retiran el poder a la ciudadanía, que socavan la democracia. Los peruanos
amaban a [Alberto] Fujimori, los venezolanos votaron cinco veces masivamente por [Hugo]
Chávez y cuando quisieron deshacerse del chavismo ya no tenían el poder para hacerlo. Es
la paradoja: el ciudadano es el gran activo de la democracia, pero a veces también puede
traicionarla.

P. Casi cuarenta de las cincuenta ciudades con más homicidios del mundo son
latinoamericanas. ¿Cómo hemos llegado a este punto?

R. Como en todo, hemos llegado de a poquito. El crimen, la violencia y el miedo a sufrirla


es lo que más recorta la libertad de la ciudadanía latinoamericana. Pero es importante
comprender que el crimen y la violencia no son fenómenos únicamente penales, tienen
raíces múltiples. Un libro muy reciente de Andreas Feldman y Juan Pablo Luna muestra
bien cómo esos fenómenos están relacionados con problemas de desarrollo más amplios.
Ese es un poco el espíritu de mi libro también, la interrelación de nuestros cuellos de
botella.

P. La violencia afecta más a las mujeres. Entre el 60% y 70% de las mujeres denuncia
haber sufrido algún tipo de violencia de género.

R. No importa qué problema tomes en América Latina, casi siempre la situación es peor
para las mujeres. En parte por eso el capítulo en el que explico qué es un ciudadano, lo
hago a partir de dos casos de mujeres que son los personajes principales de dos películas
clásicas latinoamericanas: La historia oficial (Argentina, 1985) y Roma (México, 2018).

P. ¿No hay libertad posible a la vista?

R. Esa es una pregunta con un componente filosófico importante. Creo que en nuestras
condiciones es más posible una libertad liberal, digamos, una en la que algunos
efectivamente disfrutan de la libertad mientras las mayorías no; desde una perspectiva
republicana, la libertad de unos pocos y la tiranía del estamento heredado para las mayorías,
no se parece a la libertad.

P. ¿Puede América Latina escapar de su atasco?

R. En el libro parafraseo un verso de Jaime Sabines: yo no vengo a entretenerlos con la


esperanza. Como bloque regional parece difícil. De manera separada, algunos países tienen
mayores posibilidades de liberarse del atasco que otros. Me da la impresión de que todos
pueden, pero solo algunos podrán.
LLA NACIÓN

40 años de democracia. Un fracaso


económico colectivo con pocos ganadores
 2 mayo, 2023

En cuatro décadas, casi la única política de Estado fue la creación de nuevos pobres, al
tiempo que el país pasó por dos crisis terminales; ahora, se asoma a una tercera

Este año se cumplen 40 años de democracia. Con sus matices, la alternancia a través del
voto, la división de poderes, la no proscripción y la libertad de opinión fueron la norma. El
péndulo cívico militar que caracterizó el funcionamiento del país desde el golpe de Estado
de 1930 fue erradicado a partir de 1983.

Pero el orden institucional conseguido convivió con una tendencia muy mediocre de la
economía, sobre la que se monta un ciclo extraordinariamente pronunciado de ilusión y
desencanto (Gerchunoff y Llach). Sacando la tragedia de Venezuela, la economía argentina
es la que menos creció en una región que creció poco desde 1980. Pero a diferencia de otros
países, que aprovecharon el escenario de dólar débil y precios altos de las commodities en
la primera década de este siglo para terminar de construir sus monedas y sistemas
financieros que intermedien el ahorro a la inversión, la Argentina volvió a recrear en los
últimos veinte años una tasa de inflación que supera hoy los tres dígitos.

El “con la democracia no solo se vota, sino también se come, se cura y se educa” que
proyectó Alfonsín en su discurso ante el Congreso en el arranque de su gestión no se
cumplió. Casi que la única política de Estado en estos años fue la creación de nuevos
pobres y una economía cada vez más dual con un “Estado presente” que compensa con
transferencias directas la disfuncionalidad creciente de una economía mediocre en términos
colectivos.

Contrastes perversos

El deterioro colectivo convivió con oportunidades individuales/sectoriales que han


permitido, no uno, sino múltiples procesos de “acumulación originaria”. Estos últimos
fueron producto de la transferencia de ingresos coordinada por la inconsistencia de la
política distributiva y los diversos esquemas de financiamiento del déficit fiscal adoptados
(deuda y/o emisión monetaria) que llevaron a las sucesivas crisis, por el devenir de las
propias crisis y por los mecanismos de política utilizados para salir de ellas. Casi que hasta
podría decirse que la Argentina tiene un “proceso de acumulación originaria” por gobierno.
“Tenemos un Estado de bienestar trucho que no se financia y una sociedad fragmentada”

A diferencia de otras sociedades, donde el establecimiento del contrato social sin discutir el
origen del capital establece las reglas de funcionamiento para el desarrollo, en la Argentina
las acusaciones cruzadas sobre el origen de los males terminan dándose en simultáneo con
nuevos esquemas de transferencias groseras en un loop infinito que, desde la vuelta a la
democracia hasta hoy, acumula dos crisis terminales mientras estamos comprando todos los
boletos para una nueva crisis, en una economía que lleva casi cinco años a la deriva desde
que se detonó la toma de ganancias a principios de 2018.

En 2023, otra vez una transición, esta vez en una economía “encepada” con un Banco
Central cada día más descapitalizado, pone en riesgo el poco ahorro de los argentinos
depositado en el sistema financiero, frente a un gobierno dispuesto a todo para postergar la
corrección y parte de la oposición apuntando a que esta se produzca durante la gestión
actual. En el medio, un candidato con promesas de ajuste indoloro, “porque lo va a pagar la
casta”, y de salarios en dólares “como Ecuador” detrás de una dolarización mágica,
empieza a conseguir votos de una sociedad hastiada por la crisis permanente, la inflación y
la inseguridad, reduciendo en la transición aún más las chances de cooperación que evite
una nueva crisis.

En 1989/1990 y más tarde en 2001/2002, las crisis fueron muy costosas en términos
colectivos (ruptura de contratos incluida: Plan Bonex en 1989 y corralito en 2001), pero
también terminaron convirtiéndose en oportunidades, dada la reacción de la política (tardía,
pero reacción al fin) frente a una sociedad que demandaba soluciones rápidas a la
hiperinflación en la primera y a la megarrecesión en la segunda.

En 1989/1990 la pauta era Bernardo Neustadt explicando en el horario central por qué
frente al Estado corporativo doña Rosa no tenía teléfono, sufría cortes de luz y tenía baja
intensidad de gas durante el invierno, mientras pagaba precios de los bienes muy caros en
una economía groseramente protegida, y avalando una reforma del Estado sin precedentes
en el pasado. Reforma del Estado que derivó en un aumento de la productividad, que no
alcanzó para compensar el atraso cambiario, producto del inflexible esquema monetario
adoptado en 1991 y las subas de tarifas en dólares, cuando el mundo dejó de acompañar.
Sobre todo cuando, al no haberse graduado el país, las condiciones de refinanciación de la
deuda, contraída compulsivamente para normalizar el default con bancos de la deuda
heredada del gobierno militar y las deudas previsionales y de proveedores de Alfonsín, no
terminaron de mejorar. Y fundamentalmente, con una sociedad que no toleró el aumento
del desempleo inicial, causado por el salto en la productividad mencionado. Desempleados
que no pudieron ser reabsorbidos por una economía que se estancó en 1998, cuando el
escenario de dólar fuerte global generó una sucesión de crisis en países emergentes que
culminaron en el colapso de la convertibilidad a fines de 2001, justo cuando el FMI le soltó
la mano al país. La devaluación de Brasil en 1999 fue el inicio del fin de ese plan.
“Fuimos y vinimos con reformas estructurales que hoy se vuelven a poner sobre la mesa”

En 2001/2002, la clase media reaccionó pateando las puertas de los bancos frente al
corralito, que impedía retirar los depósitos que empezaban a licuarse frente al salto
cambiario (el dólar pasó de $1 a $4) e inflacionario que siguió a la salida de la
convertibilidad (en 2002 la inflación llegó al 40%). El desempleo saltó al 25% de la
población activa, la pobreza escaló a más del 50% y el “que se vayan todos” se convirtió en
el clamor popular de vastos sectores de la sociedad afectados por el alto desempleo y la
licuación de los ingresos. Para cuando se impuso el corralito, ya se habían ido de los bancos
más de 23.000 millones de dólares, que salieron de las reservas del BCRA y terminaron por
magnificar el salto cambiario posterior.

Oportunidades perdidas

En ambos casos, el ordenamiento de la política (Alfonsín y Menem en 1989 y Alfonsín y


Duhalde en 2002), la capacidad para pasar por el Congreso leyes ómnibus que permitieron
sentar las bases para la estabilización y la “vista gorda” de la Corte Suprema de Justicia a la
ruptura de contratos en medio de las crisis financieras coincidieron con ciclos globales que
hubieran permitido alargar el horizonte de las decisiones en un país acostumbrado a
maximizar el corto plazo.

Sin embargo, un poco por mala suerte (el mundo no acompañó para siempre), un poco por
“errores técnicos” que suponían un contexto y acompañamiento político que no se dio, un
poco por mala praxis (por el propio accionar de los lobbies y/o decisiones voluntaristas que
ex post terminaron siendo erradas) y un poco porque las propias demandas de la sociedad
fueron cambiando cuando se hacían evidentes los costos inmediatos tras las soluciones de
política encaradas, ninguno de los dos esquemas fueron duraderos.

Es más, el esquema de los años 2000 termina sobrerreaccionando al esquema de los 90 que,
a su vez, había sobrerreaccionado al esquema de los 80.

Pasamos de una economía cerrada en los 80 a una economía abierta en los 90 y a una
economía cerrada en los 2000, que, al día de hoy, con un cepo gigante que coordina una
brecha cambiaria de más del 100%, convive con una grosera dispersión de precios parecida
a la de los 80, cuando Neustadt le hablaba a doña Rosa. Al mismo tiempo, volvimos a
recrear el déficit fiscal de los 80, aunque con una presión tributaria y un nivel de gasto que
duplican a los de entonces.

El mundo es bien distinto al de los 80, pero las discusiones actuales tragicómicamente se
parecen. Lo patológico es que en el medio fuimos y vinimos con las reformas estructurales
(laboral, previsional, tributaria, apertura y desregulación) que hoy se vuelven a poner sobre
la mesa. Fuimos y vinimos con privatizaciones y estatizaciones, con políticas tarifarias
convenientes al gobierno de turno, incluyendo cambios de manos entre privados que
coordinaron derrotas en tribunales internacionales con grandes costos para el Estado.

El empate hegemónico (Portantiero) no es neutral. Como se mencionó antes, la oportunidad


perdida en términos colectivos convive con enormes oportunidades en términos
individuales. La búsqueda constante de cobertura y/o el aprovechamiento de grandes
desarbitrajes frente a este particular ciclo económico de un sector privado adaptado a operar
en un país en crisis permanente ha llevado a transferencias de ingresos incluso mayores a
las originadas en los métodos lícitos e ilícitos con los que se relacionan el sector público y
el privado.

Tanto mayor que las empresas locales se han vuelto nuevamente maximizadoras de flujos,
casi sin importarles el valor de las compañías. Empresas en las que el gerente financiero y
el de relaciones públicas se han vuelto otra vez más importantes que los que manejan el
negocio real.

La contracara es un ahorro de los argentinos acumulado en el exterior que en promedio


equivale a casi el 70% del PIB. Mientras tanto, el tamaño del crédito bancario en la
Argentina alcanza a solo 5% del PIB y coexiste con un stock de capital interno originado en
señales de muy corto plazo que buscan la “oportunidad” y no necesariamente buscan
“maximizar la productividad”. Financiamos al resto del mundo, y en simultáneo
financiamos con recursos del erario público la acumulación de capital privado sin pedir
nada a cambio.

El ahorro en “ladrillos”, en “macetas” y/o el “consumir ahorrando” como método


protectivo de las clases medias, en un país que acumula cinco signos monetarios que
quitaron catorce ceros al peso actual desde la creación del BCRA, en 1935, y que en 2023
vuelve a tener una inflación de tres dígitos, muestra un claro ejemplo del daño que provoca
la destrucción de la moneda a una sociedad.

La falta de horizonte de largo plazo convive además con instituciones y reglas de juego que
incorporan capas tectónicas de decisiones tomadas en medio de urgencias y negociaciones,
impulsadas en muchos casos por lobbies sectoriales, sindicales, provinciales y de
movimientos sociales que, sin un norte colectivo, buscan soluciones individuales.

Una vez adquiridos, estos “derechos” son casi imposible de desarmar, y su acumulación a
lo largo de los años termina siendo, además de profundamente inequitativa, no financiable.
Al mismo tiempo, deriva en mayores costos de producción local, que en un mundo cada
vez más global en el capital y en el trabajo genera asimetrías crecientes.
En el medio, tenemos una sociedad cada vez más empobrecida, donde los sectores medios
se fueron escapando de los bienes públicos, recreando mercados privados en salud,
educación, seguridad, que se superponen con los regímenes públicos que tienden a ser
desfinanciados y, en simultáneo, captados por los diversos lobbies que se apropian de un
Estado que cada vez provee bienes públicos de menor calidad.

Tenemos un Estado de bienestar trucho que no se financia, una sociedad fragmentada con
productividades diferentes y derechos diferentes que clama en simultáneo por más Estado y
por menos Estado.

Como dijo Andrés Malamud en su presentación en el coloquio de IDEA unos años atrás,
“para prosperar, las sociedades requieren democracia, instituciones, uno que la pegue y otro
que la continúe”. En 40 años mantuvimos la democracia, mientras las instituciones tienden
a herrumbrarse frente a un péndulo infernal. Apurémonos a buscar consensos que permitan
alargar el horizonte y dar gobernabilidad, para avanzar en un programa de estabilización
que evite que el “que se vayan todos”, convertido hoy en “la casta tiene miedo”, termine
poniendo en riesgo la democracia antes de que sea demasiado tarde.

Marina DalPoggetto es economista


El puñal
Por José Natanson
El triunfo de Javier Milei revela cambios sociales que recién estamos
empezando a comprender. Una sociedad astillada, golpeada por la
crisis económica y la pandemia, que manifiesta su bronca pero que
también expresa un deseo de reseteo profundo, una necesidad de
shock.

¿Quién había reparado en la nueva clase burguesa antes de que las cabezas de Luis XVI y
María Antonieta terminaran guillotinadas? ¿O en los trabajadores excluidos recién llegados
del interior antes de que cruzaran los puentes el 17 de octubre de 1945? Las
transformaciones sociales son lentas y se tramitan silenciosamente, son corrientes
subterráneas que no resulta fácil intuir, hasta que un día irrumpen, y entonces todos dicen:
claro, es obvio, tenía que pasar.

Por eso, para empezar a entender los resultados de las PASO de ayer creo que, más que
pensar en grandes cambios ideológicos del electorado (“giro conservador”,
“derechización”), hay que analizar el estado de la sociedad en su modo más puro, ir a ver lo
más abajo posible. Y no hace falta un doctorado en sociología para notar que la sociedad
argentina está astillada, partida en mil pedazos luego de una década de estancamiento, de
una economía que no funciona, ni resuelve, ni muestra una salida, de una configuración
política polarizada que ya no le sirve a nadie, de años de pandemia e inflación. Si no hubo
en este tiempo una rebelión que arrasara con todo de un único golpe fulminante, como
ocurrió en 1989 y 2001, fue porque las políticas asistenciales cumplen un rol de contención
eficaz, porque los movimientos sociales canalizan el descontento y porque la democracia
sigue funcionando, como si la sociedad, que hace dos años ya había enviado una señal de
alerta batiendo el récord de abstención, esta vez hubiera estado esperando que llegara el
momento electoral mientras afilaba pacientemente el puñal, para finalmente hundirlo en el
cuerpo del sistema.

Desilusionada pero no violenta, la sociedad argentina se siente protagonista de un enorme


fracaso colectivo, lo que quizás explique que valore tanto los pocos éxitos simbólicos que
encuentra a mano (el Mundial, la película Argentina, 1985 como el recuerdo de algo que
salió bien). No estalla, pero revienta para adentro todos los días. ¿Dónde lo vemos? En el
aumento de la violencia intra-familiar, en la multiplicación de pequeños conflictos sin
sentido que rápidamente terminan en pelea feroz, en el incremento del consumo de drogas y
alcohol y el abuso de psicofármacos (la venta de clonazepam y alprazolam aumentó tres
veces, en el primer caso, y cinco, en el segundo, más que la del promedio de los
medicamentos en el último año). Las relaciones, con las personas y las instituciones, se
rompen: el vínculo escolar de cientos de miles de chicos quedó interrumpido por la
pandemia y nunca se recuperó; un informe del Observatorio de Psicología Social Aplicada
de la UBA registró un deterioro inédito de las relaciones de pareja y un aumento de los
conflictos familiares.

No sólo la crisis y la pandemia, también la digitalidad está cambiando a la sociedad, sobre


todo a las generaciones más jóvenes. Se multiplican los “trabajos” en servicios de reparto y
apps de transporte, los empleos a comisión (por ejemplo, en telemarketing), y las
oportunidades que ofrece la economía de plataforma para la creación de pequeños
emprendimientos comerciales. Los referentes de éxito de esta nueva etapa no son líderes
que construyen grandes organizaciones o gestas colectivas, sino individuos: una sociedad
de ídolos sueltos, de millonarios gracias a la especulación con criptomonedas, influencers
que facturan vía YouTube y referentes del trap y del hip hop que ya no apuestan al trabajo
común de la banda (de cumbia, de rock) sino al talento individual de un artista que lo único
que necesita para triunfar es un teléfono. Se trata, en todos los casos, de iniciativas
individuales –a lo sumo familiares o de grupos muy pequeños– sostenidas en las ideas de
libertad, pequeña propiedad, flexibilidad horaria, creatividad y emprendedorismo. El
paradigma meritocrático del esfuerzo individual, la autosuperación y el riesgo. Como si la
“sociedad del riesgo” de Ulrich Beck se hubiera internalizado en clave positiva: todos ellos
arriesgan (su inversión, su salud, su vida pedaleando para una entrega) y miran con
desconfianza a quienes consideran que no lo hacen.

Frente a esta nueva realidad social, tanto el peronismo como esa sensibilidad difusa que
llamamos “progresismo” tienen poco que decir, y entonces fracasan. La idea de que las
elecciones se ganan aumentando las jubilaciones o subiendo el piso del impuesto a las
ganancias se demostró falsa: hay una parte del drama que no se resuelve con más gasto, que
no entra en el IFE, la suma fija o el “plan platita”. ¿Qué tiene el peronismo para ofrecerles a
estas nuevas realidades? Su clásico discurso protector, su visión del Estado como igualador
social y su apelación a la acción colectiva de sindicatos o movimientos sociales tienen poco
que ver con las vidas sufridas, atomizadas y entrecortadas de cada vez más personas, para
quienes el liberalismo es menos una ideología que una realidad que emerge a partir de la
posición que ocupan en la economía; un efecto, como sostiene Pablo Seman, de su lugar en
la estructura del capitalismo. Si el clásico discurso popular del peronismo puede sonar
pasado de moda, el discurso progresista aparece directamente hueco. O peor aún: como una
excusa para encubrir los privilegios.

Insisto entonces con esto: si en algún lugar hay que buscar una explicación acerca de los
resultados de ayer el batacazo de Javier Milei, el triunfo de Patricia Bullrich en la interna de
Juntos por el Cambio, el tercer lugar d–el peronismo– es a ras del suelo. Es tiempo de
sociólogos (o de antropólogos) más que de politólogos. Hay que ir a mirar ahí, a la feria de
ropa usada, al maxikiosco 24 horas, al grupito que se reúne en la esquina (“La cantina de
los pobres”, como decía célebremente el policía de The Wire). Por eso al final resultaron
más exactas las respuestas espontáneas de los laburantes que pasaban por la estación de
Constitución y reaccionaban ante el notero de Crónica que las mil encuestas previas.
La sociedad había castigado al kirchnerismo (en 2015), al
macrismo (en 2019) y al Frente de todos (en 2021), y esta
vez buscó algo completamente nuevo, la marca más rara
que se ofrecía en la góndola, el vehículo más bizarro para
gritar la ferocidad de su bronca…
Era, hasta cierto punto, lógico: la sociedad había castigado al kirchnerismo (en 2015), al
macrismo (en 2019) y al Frente de todos (en 2021), y esta vez buscó algo completamente
nuevo, la marca más rara que se ofrecía en la góndola, el vehículo más bizarro para gritar la
ferocidad de su bronca, como si buscara más que decir algo: que le crean. Y sin embargo,
no es sólo rechazo sordo lo que explica el crecimiento de Milei. Si el macrismo fue en
esencia una coalición antiperonista, Milei es eso, pero es más que eso. ¿Hay un voto de
esperanza? Digamos que hay una expectativa. Tras una década de empate político, de la
esterilidad de la “hegemonía imposible”, Milei dice, claro y fuerte, que él sí puede, que las
cosas que promete –dolarización, menos impuestos– son factibles. Las retomó en su
discurso de ayer a la medianoche, que puede haber sonado afiebrado y distópico (que lo
fue), pero que también fue auténtico (Milei es auténtico), que buscó mostrar un programa y
que fue el más ideológico de todos, con referencias a los próceres del liberalismo (Alberto
Venegas Lynch, el mismo Alberdi) y una serie de propuestas bastante concretas. El ascenso
de Milei expresa una voluntad de impugnación fuerte del sistema y de rechazo al
gradualismo, pero también el deseo de un reseteo profundo, de un shock.

Algo habrá que reconocerle al libertario. Hubo inteligencia estratégica detrás de su triunfo,
tal como revelan cinco decisiones que logró sostener a lo largo de la campaña. La primera
es construirse como el candidato de la anti-política apelando a la gesta contra la “casta”, un
concepto importado de Podemos que supo explotar mejor que nadie. La segunda, que se
deriva de la anterior, es no ingresar a Juntos por el Cambio, como sí lo hicieron José Luis
Espert y Ricardo López Murphy, cuidándose al mismo tiempo de no atacar ni a Macri ni a
Bullrich, y concentrando sus invectivas en Horacio Rodríguez Larreta. La tercera, que
apareció en su discurso de ayer, es la reivindicación de Menem y Cavallo como artífices del
último plan anti-inflacionario exitoso, una operación simbólica audaz que ubica a Milei en
el grupo de líderes de extrema derecha que bucean en el pasado para encontrar su lugar en
el presente: el Tea Party como antecedente de Donald Trump, Vox y el franquismo, José
Antonio Kast y el pinochetismo, Jair Bolsonaro y la dictadura brasilera. La cuarta, sumar a
su neoliberalismo económico los votos de la reacción conservadora, el rechazo que generan
los avances en materia de género, diversidad y pluralismo en amplios sectores sociales. Y la
quinta, que comenzó en los últimos dos meses, cuando dejó de hablar de la compraventa de
órganos para concentrarse en sus dos o tres hits (dolarización, crítica del Estado,
impugnación de la política), es trabajar es una desdiabolización de su figura que la haga
tolerable, o al menos audible, para amplios sectores sociales, el mismo camino que en su
momento siguieron Marine Le Pen, tomando distancia del fascismo de su padre, Georgia
Meloni, enviando señales tranquilizadoras a la Unión Europea, y Jair Bolsonaro, buscando
el apoyo de la centroderecha tradicional.
Concluyamos.

La victoria de Milei, que se extendió por casi todo el país y por casi todos los estratos
sociales, se completa con el triunfo de Bullrich en la interna de Juntos por el Cambio.
Expresión de la crisis de la centroderecha tradicional que ya se había manifestado en países
como Brasil o Chile, Bullrich entendió mejor que su rival hacia dónde soplaba el viento,
descartó las construcciones superestructurales (esa impúdica exhibición de dirigentes en la
que se había convertido la campaña de Rodríguez Larreta) y ofreció una propuesta nítida: la
candidata ultra que juega dentro de un partido tradicional y que resulta, por lo tanto, más
confiable. Si Milei es Bolsonaro, Bullrich quiere ser Trump. El cuadro termina de
componerse con la derrota del peronismo, la peor de su historia. Como el electorado quedó
dividido en tercios (o cuartos, si consideramos el voto en blanco y la abstención), cualquier
cosa puede pasar. Por debajo de la política hay una sociedad muy diferente a la que
construyeron la crisis del 2001, el kirchnerismo y el gradualismo de Macri, una sociedad
nueva que recién estamos empezando a conocer.
La dolarización es un caso extremo
de arreglo monetario
08/06/2023 10:44

 Clarín.com
 Economía
Actualizado al 08/06/2023 10:44

Durante las últimas semanas vimos una reversión al debate sobre


dolarización, tema que ya se había discutido con anterioridad, hacia fines de
la década de 1990, quizás con mayor rigor técnico, pero con menor exposición
en la sociedad.
La dolarización es un caso extremo de arreglo monetario, en general,
consecuente de un proceso inflacionario persistente e intenso que, a su vez, se
deriva de desequilibrios de larga trayectoria. Así, se reemplaza la moneda
nacional por otra, en este caso el dólar estadounidense, a los efectos de que
funcione también como medio de pago y unidad de cuenta en toda la
economía, pues previamente y en la mayoría de los casos, el orden
espontáneo del mercado había posibilitado la utilización de esta moneda
como reserva de valor, lógicamente los incentivos fueron el deterioro de la
moneda nacional debido al régimen de inflación e incertidumbre derivada.
Algunos economistas que brindan argumentos aislados y no tan claros,
refrendados en la idea de que todo lo que no funcione se debe suprimir.
Imaginemos la idea de que en una calle no funcione una luminaria, entonces
deberíamos suprimir las luminarias de todo el barrio. Esto trasladado al
argumento sobre el cierre del Banco Central. Contrariamente, economistas
con mayor consistencia postulan como una de las opciones para solucionar la
problemática económica argentina enfocan el tema esencialmente sobre el
plano monetario y, naturalmente, sobre la inflación. Es en este aspecto es
donde comienzan a surgir algunos interrogantes que, si bien son planteados en
algunos casos, en otros se exponen de forma marginal.
Uno de esos aspectos que debemos notar es si con esta dinámica
económica y nivel de stocks (deuda externa total, déficit fiscal, reservas
internacionales, entre otros) sería posible implementar una reforma
monetaria extrema. Con las condiciones iniciales actuales la potencial
solución de dolarizar no sería sustentable. Imaginemos si habiendo optado por
dolarizar, la economía no podría persistir en la dinámica de deuda actual, el
sector público debería ajustarse notoriamente y las exportaciones deberían
diversificarse parta crecer en cantidad y calidad. Efectivamente, de poder
lograr esas correcciones, por cierto deseadas desde mitad del siglo pasado,
serían al menos desde un programa macroeconómico de largo plazo con
reformas estructurales que tenga mayor alcance que solo el sector monetario.
Simultáneamente, nos deberíamos preguntar si a este nivel de productividad,
implementando una moneda de una economía desarrollada, podríamos
sustentar el crecimiento de exportaciones y lograr superávit comercial y de
Cuenta Corriente del Balance de Pagos. Naturalmente, los argumentos de la
segunda mitad de la década de 1990 sobre algunas causas del deterioro de la
Convertibilidad, nos debería circunscribirnos a la posibilidad de la pérdida de
competitividad y deterioro del sector externo. Argumento no menor en una
economía aún más globalizada que en el final del siglo XX y teniendo en
cuenta que posiblemente este aspecto conviviría con la dificultad estructural
de modificar el sesgo cortoplacista de la política fiscal. Lo vimos en la década
de 1990 cuando en lugar de corregir el déficit fiscal, el sector público optó por
financiarlo el endeudamiento externo.

En el actual nivel de interconexión financiera mundial las crisis, aun siendo


temporales, irrumpen con mayor frecuencia. Dolarizar implica el abandono de
la política monetaria lo cual plantea la anulación del instrumento natural ante
crisis financieras o, simplemente, ante eventos de frenazos súbitos de los
flujos financieros los cuales no necesariamente se originen en la economía
local. Imaginemos una corrección cambiaria y de las condiciones financieras
en un país socio comercial, los efectos de transmisión potenciales que tendrían
en la economía local con este nivel de productividad y desarrollo, pueden ser
de magnitud. Un evento similar podría darse a lo ocurrido en el año 1999
luego de la depreciación de la moneda de Brasil.
Otro de los aspectos fundamentales es que en cualquiera de los escenarios
elegidos, el nivel de desacuerdo, falta de cohesión y descoordinación del
sector político, donde los incentivos parecen esencialmente individuales, es
una restricción determinante, una cuasi imposibilidad. El poder de gestión
política debe generarse no en la unilateralidad de los votos, sino en los
acuerdos de todo el espectro político. Esto es quizás lo que nos diferencia de
los países vecinos, al observar el desempeño económico relativo. En efecto,
sin acuerdos seguiremos en la misma dinámica.
Por lo tanto, si bien la demanda de estabilidad en la sociedad se intensifica, las
alternativas de solución deberían situarse primeramente en programas de
corrección que generen condiciones de sustentabilidad. Asimismo, las
condiciones para una dolarización efectiva se deben dar pari passu la
implementación de esa moneda, es decir, se deben implementar las
correcciones. A su vez, es determinante afirmar que sin un programa de
estabilización y de productividad inclusiva (impulso a la productividad con
inclusión social), cualquier arreglo monetario que se intente gestionar no
dispondría de condiciones de sustentabilidad necesarias. Aquí no debería
omitirse la necesidad de un curso de desarrollo económico que suelte amarras
al cortoplacismo y populismo económico, sobre el cual no se discute
seriamente desde principios de la segunda mitad del siglo pasado.
*Economista investigador del IAE Business School, Universidad Austral.

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