Tarascon
Tarascon
Tarascon
de
Tarascón
Alphonse Daudet
(1840-1897)
0á
Tartarín deTarascón
Alphonse Daudet
IV. ¡Ellos!..........................................................................................15
X. Antes de la marcha.....................................................................35
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XI. ¡Estocadas señores, estocadas!... ¡Alfilerazos, no!.................37
XIII. La salida..................................................................................44
V. ¡Pim! ¡Pam!..................................................................................67
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XI. Sidi Tart’ri ben Tart’ri...............................................................89
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Episodio primero: en Tarascón
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ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo
daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la
ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas
a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de
admiración.
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O bien:
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II. Vistazo general sobre la buena ciudad de
Tarascón. Los cazadores de gorras
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¡Muy tentadores son, sin embargo, los lindos collados
tarasconeses, perfumados de mirto, espliego y romero! Y
aquellas hermosas uvas moscateles, henchidas de azúcar, que
se escalonan a orillas del Ródano, ¡son tan endemoniadamente
apetitosas!... Sí; pero detrás está Tarascón, y, entre la gentecilla
de pelo y pluma, Tarascón tiene malísima fama. Hasta las aves
de paso lo han señalado con una cruz muy grande en sus
cuadernos de ruta, y cuando los patos silvestres bajan hacia la
Camargue, formando grandes triángulos, y divisan de lejos los
campanarios de la ciudad, el que va delante empieza a gritar
muy fuerte: "Ojo" ¡Tarascón! ¡Ahí está Tarascón!", y la bandada
entera da un rodeo.
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—Pero veamos —me diréis—, si tan rara es la caza en
Tarascón, ¿qué hacen todos los domingos los cazadores
tarasconeses?
—¿Qué hacen?
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Como cazador de gorras, Tartarín no tenía rival. Todos los
domingos por la mañana salía con una gorra nuevecita; todos
los domingos por la tarde volvía con un pingajo. En la casita del
baobab el desván estaba lleno de tan gloriosos trofeos. Por eso
todos los tarasconeses le proclaman maestro, y como Tartarín se
sabía de corrido el código del cazador, como había leído todos
los tratados y manuales de todas las cazas posibles, desde la
caza de la gorra hasta la del tigre de Birmania, aquellos señores
le habían convertido en juez cinegético y le tomaban por árbitro
en sus discusiones.
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III. ¡Na! ¡Na! ¡Na! Prosigue el vistazo general sobre
la buena ciudad de Tarascón
La del registrador:
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Costecalde, por ejemplo, nunca se les ocurriría cantar la de los
Bezuquet, ni a los Bezuquet cantar la de los Costecalde. Y, no
obstante, figuraos si las conocerán, después de cuarenta años
que llevan cantándoselas. Pero ¡nada!, cada cual guarda la suya,
y todos tan contentos.
¡Todas!
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algo... Entonces, después de un silencio, madame Bezuquet, la
madre del boticario, empezaba a cantar, acompañándose:
Roberto, mi bien,
dueño de mi amor,
ya ves mi terror,
ya ves mi terror.
Perdón para ti,
perdón para mí.
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"Acabo de cantar el dúo de 'Roberto el Diablo' en casa de los
Bezuquet."
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IV. ¡Ellos!
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chaqueta de fustán, los cargadores del Ródano se inclinaban
respetuosamente, y, mirando con el rabillo del ojo los bíceps
gigantescos que subían y bajaban por los brazos del héroe, se
decían muy bajito unos a otros, con admiración:
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excitación. Rifles, lazos y flechas le gritaban: "¡Batalla, batalla!"
El viento de los grandes viajes soplaba en las ramas de su
baobab y le daba malos consejos. Y para remate, allí estaban
Gustavo Aimard y Fenimore Cooper...
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Pero, ¡ay!, en vano los llamaba, los desafiaba el intrépido
tarasconés... Ellos jamás acudían... ¡Caramba! ¿Qué se les había
perdido a ellos en Tarascón?
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V. Cuando Tartarín iba al casino
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Abierta la puerta, salía Tartarín, miraba rápidamente a
derecha e izquierda, cerraba la puerta con dos vueltas de llave
y... andando.
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escrutando la sombra, husmeando como un lebrel y pegando el
oído a la tierra, al modo indio... Los pasos se acercaban. Las
voces se distinguían mejor... No había dudas, ellos llegaban... Ya
estaban ellos allí, Y Tartarín, echando fuego por los ojos, con el
pecho jadeante, recogíase en sí mismo, como un jaguar, y se
disponía a dar el salto, lanzando su grito de guerra... pero, de
pronto, del seno de la sombra salían amables voces tarasconesas
que le llamaban tranquilamente:
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VI. Los dos Tartarines
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¡Don Quijote y Sancho Panza en el mismo hombre! ¡Malas
migas debían hacer! ¡Qué de luchas! ¡Qué de rasguños!...
Hermoso diálogo para escrito por Luciano, o por Saint
Evremond, el de estos dos Tartarines, el Tartarín Quijote y el
Tartarín Sancho. Tartarín Quijote exaltándose al leer los relatos
de Gustavo Aimard, y exclamando: "¡Me marcho!" Tartarín
Sancho pensando sólo en el reuma y diciendo: "¡Me quedo!"
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VII. Los europeos de Shangai. El alto comercio. Los
tártaros.
¿Será quizá Tartarín de Tarascón un impostor?
Espejismo
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embargo, aquella historia le honró mucho. Haber estado a
punto de ir a Shangai o haber ido, para Tarascón era casi lo
mismo. A fuerza de hablar del viaje de Tartarín, acabaron por
creer que ya estaba de vuelta, y por la noche, en el casino, todos
aquellos señores le pedían noticias de la vida en Shangai, de las
costumbres, del clima, del opio y del alto comercio.
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pero cree que la dice... Para él, su mentira no es mentira, es una
especie de espejismo.
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VIII. Las fieras de Mitaine. Un león del Atlas en
Tarascón. Terrible y solemne entrevista
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Costecalde! Tan grande e imprevista era la emoción, que
ninguno sabía decir palabra...
cara.
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barraca de Mitaine tomándola por asalto, razón por la cual la
señora de Mitaine, mujer muy gorda, estaba contentísima... En
traje cabileño, desnudos los brazos hasta el codo, con ajorcas de
hierro en los tobillos, un látigo en una mano y un pollo vivo,
aunque desplumado, en la otra, la ilustre dama hacía los
honores de la barraca a los tarasconeses, y como también ella
tenía "músculos dobles", su éxito fue casi tan grande como el de
las fieras, sus pupilas.
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corva tirante y apoyados los brazos en el rifle; del otro, el león,
un león gigantesco, de barriga en la paja, parpadeante, como
embrutecido, con su enorme jeta de peluca amarilla,
descansando sobre las patas delanteras... Los dos, impasibles,
mirándose.
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IX. Singulares efectos del espejismo
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estaba cansado de cazar gorras y que, sin tardar, iba a ponerse
en persecución de los grandes leones del Atlas...
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El tarasconés quiso leer, ante todo, los relatos de los grandes
viajeros africanos, las narraciones de Mungo-Park, de Caillé, del
doctor Livingstone, de Enrique Duveyrier.
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ver en la oscuridad a un hombre misterioso, paseo arriba y
paseo abajo, detrás de la barraca.
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X. Antes de la marcha
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Entonces, de codos en el mantel, metiendo la nariz en la taza
de moka, el héroe, con voz conmovida, iba refiriendo todos los
peligros que en aquel país le esperaban: largos acechos sin luna,
charcas pestilentes, ríos envenenados por la hoja de la adelfa,
nieves, soles ardientes, escorpiones, plagas de langosta...
Contaba también las costumbres de los grandes leones del
Atlas, su manera de luchar, su vigor fenomenal y su ferocidad
en la época del celo.
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XI. ¡Estocadas señores, estocadas!... ¡Alfilerazos, no!
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—¿Cuándo?... ¿Cuándo es la marcha?
La escopeta de Gervasio
la cargaban noche y día;
siempre la estaban cargando
y el tiro nunca salía.
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que el favor popular pasaba a otras, y aquello le hacía sufrir
horriblemente.
La escopeta de Gervasio
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Hermosas palabras, dignas de la Historia, cuyo único defecto
era el ir dirigidas a aquellos minúsculos fouchtras, no más altos
que sus cajas de limpiabotas e hidalgos incapaces de coger una
espada.
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XII. De lo que se dijo en la casita del baobab
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cuales temblaban las menudas ramas de su jardincito; y luego,
acercándose al bizarro comandante, le cogió la mano, la
estrechó con energía, y con voz que nadaba en lágrimas, pero
estoico, le dijo:
TARTARÍN DE TARASCÓN
Caja de armas
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de esparadrapos, árnica, alcanfor y vinagre de los cuatro
ladrones.
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XIII. La salida
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Delante de la casa del baobab, dos grandes carros. De cuando
en cuando se abría la puerta, dejando ver algunas personas que
se paseaban gravemente en el jardincito. Unos hombres salían
con baúles, cajas, sacos de noche, y los amontonaban en los
carros.
Era él...
—¡Es un teur!...
—¡Lleva gafas!...
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monte al cinto, la cartuchera en el vientre, y en la cadera un
revólver que se balanceaba en la funda de cuero. Queda
enumerado todo...
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El expreso París-Marsella no había llegado aún. Tartarín y su
estado mayor entraron en las salas de espera, y para evitar la
aglomeración de gente, el jefe de la estación mandó cerrar las
verjas.
—¡Viva Tartarín!
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—¡Adiós a todos!... —murmuró el grande hombre, y en las
mejillas del bizarro comandante Bravidá dio un beso simbólico
a su querido Tarascón.
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XIV. El puerto de Marsella. ¡Embarque! ¡Embarque!
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todo aquello comido por el agua del mar, devorado,
chorreando, mohoso... De trecho en trecho, entre los barcos,
pedazos de mar, como grandes cambiantes manchados de
aceite... Entre aquel enredijo de vergas, nubes de gaviotas que
ponían preciosas manchas en el cielo azul, y grumetes que se
llamaban unos a otros en todas las lenguas.
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de quesos de Holanda, que las genovesas teñían de rojo con las
manos.
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maestral, que recogía todos aquellos ruidos, todos aquellos
clamores, los echaba a rodar, los sacudía, los confundía con su
propia voz, y componiendo con todo ello una música loca,
salvaje y heroica, como la gran charanga del viaje, que daba
ganas de marcharse lejos, muy lejos…, de tener alas.
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EPISODIO SEGUNDO: EN EL PAÍS DE LOS TEURS
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estado de gorro de dormir, hundido hasta las orejas en una
cabeza de enfermo, descolorida y convulsa...
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marsellés, que tenía familia en Argel y en Marsella y respondía
al alegre nombre de Barbassou.
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II. ¡A las armas! ¡A las armas!
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Ya conocía Tartarín a aquellos piratas... Eran ellos, aquellos
famosos ellos que con tanta frecuencia había buscado por las
noches en las calles de Tarascón. Al cabo se decidían a venir...
—¿Qué?
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Barbassou le paró al vuelo, y, agarrándole de la faja, le dijo:
—¡Cargadores!
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Cinco minutos después, la barcaza llegaba a tierra, y Tartarín
ponía el pie en aquel muelle berberisco en que, trescientos años
antes, un galeote español llamado Miguel de Cervantes, bajo el
látigo de la chusma argelina, preparaba cierta sublime novela
que había de llamarse el Quijote.
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III. Invocación a Cervantes. Desembarco.
¿Dónde están los teurs? No hay teurs. Desilusión
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Aturdido por todo aquel tumulto, el pobre Tartarín iba,
venía, echaba pestes, juraba, se agitaba, corría detrás de sus
equipajes, y no sabiendo cómo hacerse entender por aquellos
bárbaros, los arengaba en francés, en provenzal y aun en latín,
latín macarrónico: Rosa, rosae; bonus, bona, bonum..., todo lo que
sabía... Trabajo perdido. Nadie le escuchaba... Felizmente, un
hombrecito con túnica de cuello amarillo y armado de largo
bastón intervino, como un dios de Homero, en la contienda y
dispersó toda aquella chusma a bastonazos. Era un guardia
municipal argelino. Con mucha cortesía invitó a Tartarín a que
fuese al hotel De Europa, y lo confió a unos mozos de aquel
hotel, que le llevaron junto con sus equipajes en varias
carretillas.
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abandonaron las fuerzas. La salida de Tarascón, el puerto de
Marsella, la travesía, el príncipe montenegrino, los piratas, todo
se confundía dándole vueltas en la cabeza... Hubo que subirle a
su cuarto, desarmarle, desnudarle... Y aun se trató de avisar al
médico. Pero en cuanto echó la cabeza en la almohada empezó
a roncar tan alto y de tan buena gana que el fondista consideró
innecesarios los socorros de la ciencia, y todos se retiraron
discretamente.
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IV. El primer acecho
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Armóse, pues, a toda prisa, se enrolló a la espalda la tienda
de campaña, cuyo mástil le subía más de un pie por encima de
la cabeza, y rígido como una estaca bajó a la calle. Allí, sin
querer preguntar el camino a nadie, para no dejar traslucir sus
proyectos, dio media vuelta a la derecha, siguió hasta el
extremo los porches de Bab-Azún, en los cuales, desde el fondo
de sus negras tiendas, nubes de judíos argelinos, emboscados
en los rincones como arañas, le veían pasar; atravesó la Plaza
del Teatro, entró en el arrabal y, por fin, llegó a la polvorienta
carretera de Mustafá.
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¿Camellos ya? Pues los leones no andarían lejos; y, en efecto,
al cabo de cinco minutos vio llegar hacia donde él estaba, con
las escopetas al hombro, toda una tropa de cazadores de leones.
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Y como tenía prisa de volver a casa, se juntó a sus
compañeros a grandes zancadas.
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V. ¡Pim! ¡Pam!
"¡Be!... ¡Be!..."
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con tal fuerza, que aquel corderillo acabó por parecer un buey...
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cabalmente cuando llueve a cántaros, gozan en haceros
jugarretas por el estilo... Así le ocurrió al tarasconés con la
tienda y, cansado de luchar, la arrojó al suelo y se acostó encima
de ella, jurando como buen provenzal que era.
"Esta gente está loca —se decía—. ¡Mire usted que plantar
alcachofas teniendo por vecino al león!... Porque yo no he soñado... Los
leones vienen hasta aquí... Ahí está la prueba..."
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campo de avena... Hierba pisada, un charco de sangre, y en
medio del charco, tendido de costado, con una ancha herida en
la cabeza, un... ¡Adivinad lo que era!...
—¡Cáscaras, un león!...
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VI. Llegada de la hembra. Terrible combate. A la buena
pieza
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vieja... En vano procuró el desventurado darle a entender cómo
había acaecido el suceso: que había tomado a Negrillo por un
león... La vieja creyó que quería burlarse de ella, y lanzando
enérgicos juramentos, cayó sobre el héroe a paraguazos.
Tartarín, algo confuso, se defendió como pudo, parando los
golpes con la carabina. El hombre sudaba, resoplaba, saltaba,
gritando:
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—¿Y los leones? —preguntó Tartarín.
—¿Los leones?
—Lo que es yo, nunca los he visto... Y ya hace veinte años que
vivo en la provincia. No obstante, creo haber oído contar... Me
parece que los periódicos... Pero es mucho más lejos; allá, en el
sur...
A LA BUENA PIEZA
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VII. Historia de un ómnibus, de una
mora y de un rosario de jazmines
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parecían haberse entristecido. Oíaseles reír y charlar bajo sus
máscaras, y no dejaban de mascar golosinas.
—¡Cógenos! ...
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velos con gracia salvaje. La vecina de Tartarín fue la última que
se levantó, y al levantarse, su rostro pasó tan cerca de la cara
del héroe, que lo rozó con su aliento, verdadero aroma de
juventud, de jazmín, de almizcle y de golosinas.
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VIII. ¡Dormid, leones del Atlas!
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Decir que nuestro Tartarín atravesaba sin emoción aquella
ciudad formidable sería mentir. Por el contrario, estaba muy
conmovido, y en aquellas oscuras callejuelas, poco más anchas
que su barriga, el hombre avanzaba con todo género de
precauciones, ojo avizor y el dedo en el gatillo del revólver. Lo
mismo que en Tarascón cuando iba al casino. A cada paso
esperaba recibir por la espalda un asalto de eunucos y jenízaros;
pero el deseo de ver a su dama le daba una audacia y una
fuerza de gigante.
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Y lo que le solía ocurrir era que le echasen un jarro de agua
fría o unas cáscaras de naranjas y de higos chumbos...
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IX. El príncipe Gregory de Montenegro
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duro familiar... Entonces, mientras dura la partida, hay un
centelleo de ojos hebraicos vueltos hacia la mesa, ojos terribles
de imán negro, que hacen estremecerse en el tapete a las
monedas de oro y acaban por atraerlas suavemente como con
un hilo...
—¡Caballero!...
—¿Qué hay?...
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Desgraciadamente, el título de alteza, que tanto había
ofuscado al buen tarasconés, no produjo la menor impresión en
el oficial de cazadores con quien el príncipe tenía el altercado.
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—Señor Barbarín...
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En suma: que el tal Gregory era un buen príncipe.
Saboreando el rosado vino de Crescia, escuchó pacientemente a
Tartarín, que le habló de su mora, y aun llegó a asegurarle que
la encontraría pronto, puesto que él conocía a todas aquellas
damas.
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X. Dime el nombre de tu padre y te diré el nombre
de esta flor
—¡Ah! ¡Diantre!...
Un rato de silencio.
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—Escribir a la dama pidiéndole una cita; nada más.
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—¡Pues vamos a comprar pipas inmediatamente! —dijo
Tartarín lleno de ardor.
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cigarrillos. Era el famoso Alí, el hermano de marras. Al ver
llegar a los dos visitantes, dio dos golpes en el postigo y se
retiró discretamente.
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XI. Sidi Tart’ri ben Tart’ri
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Como la dama no sabía una palabra de francés, ni Tartarín una
palabra de árabe, la conversación languidecía algunas veces, y
el charlatán tarasconés se vio reducido a hacer penitencia por
las intemperancias de lenguaje de que fue culpable en la botica
de Bezuquet y en casa de Costecalde el armero.
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El príncipe Gregory iba todas las noches a hablar un poco de
Montenegro libre... Con su infatigable complacencia, aquel
amable señor desempeñaba en la casa las funciones de
intérprete, y aun en ocasiones las de intendente, si era preciso, y
todo ello por nada, por gusto... Fuera del príncipe, Tartarín no
recibía más que teurs.
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Baya dejaba al punto la guitarra, y con sus ojazos vueltos hacia
el almuédano, parecía beber la oración con delicia. Mientras
duraba el canto, permanecía allí, trémula, extasiada, como una
Santa Teresa de Oriente... Tartarín, conmovido, la veía orar, y
pensaba para sí que debía de ser muy bella y grande aquella
religión que causaba semejantes embriagueces de fe.
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XII. Nos escriben de Tarascón
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—¿Que Baya no sabe francés?... Pero ¿de dónde se ha caído
usted?...
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trozo de El Semáforo. Al desdoblar el periódico le saltó a la vista
el nombre de su ciudad natal:
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—¡Al león! ¡Al león!
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EPISODIO TERCERO: EN LA TIERRA DE LOS LEONES
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arrabales, las meriendas a orillas del Ródano, en fin,
multitud de recuerdos.
—¿Quién me llama?
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usted; pero en cuanto se ha puesto usted a roncar, lo he
reconocido en el acto.
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se lanzaba a lo alto con el grito de: "¡Arrea! ¡Arrea!"
Entonces, mis cuatro caballos arrancaban al ruido de los
cascabeles, los ladridos y las tocatas; se abrían las ventanas,
y todo Tarascón miraba con orgullo la diligencia correr por
la carretera real. ¡Qué hermosa carretera, señor Tartarín!
Ancha, bien conservada, con sus mojones kilométricos, sus
montoncitos de grava regularmente espaciados, y a derecha
e izquierda lindas llanuras de olivares y viñedos... Además,
ventorros de diez en diez pasos, paradas de cinco en cinco
minutos... ¿Y los viajeros? ¡Qué buenas personas! Alcaldes y
curas que iban a Nimes a ver al prefecto o al obispo;
honrados pañeros que regresaban del Mazet como Dios
manda; colegiales de vacaciones, aldeanos de blusa
bordada, afeitaditos aquella misma mañana, y arriba, en la
imperial, ustedes, los señores cazadores de gorras, siempre
de tan buen humor y cantando cada cual la suya, por la
noche, al resplandor de las estrellas, cuando volvían a casa...
Y ahora, ¡cuán diferente!... ¡Dios sabe las gentes que llevo!
Montones de infieles que no se sabe de dónde vienen y que
me llenan de bichos; negros, beduinos, soldadotes,
aventureros de todos los países, colonos harapientos que me
apestan con sus pipas, y, a todo esto, hablando una lengua
que no hay quien la entienda. Además, ¡ya ve usted cómo
me tratan! ¡Nunca me cepillan, nunca me lavan!... ¡Untarme
los ejes! ¡Ni por asomo!... En lugar de aquellos caballetes,
buenos y tranquilos, estos caballitos árabes, que tienen el
demonio en el cuerpo, se pelean y se muerden, bailan como
cabras al correr y me rompen las varas a coces... ¡Ay!, ¡ay!...
¿Ve usted?... Ya empiezan... ¿Y las carreteras? Por aquí aún
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es soportable, porque estamos cerca del Gobierno; pero allá
lejos..., nada, ni siquiera camino. Vamos como podemos a
través de montes y llanos, entre palmeras enanas y
lentiscos... Ni una parada fija. Nos detenemos donde al
conductor le place, unas veces en una granja, otras veces en
otra. Hay ocasiones en que ese bribón me hace dar un rodeo
de dos leguas para ir a casa de un amigo a tomar ajenjo o
champoreau... Después, ¡arrea, postillón! Hay que recuperar
el tiempo perdido. El sol abrasa, el polvo quema. ¡Arrea!
Tropezón por aquí, vuelco por allá... ¡Arrea! ¡Arrea!
Pasamos ríos a nado, me constipo, me mojo, me ahogo...
¡Arrea! ¡Arrea! ¡Arrea! Luego, por la noche toda chorreando
—buena cosa para mi edad y mi reuma—, tengo que dormir
a la intemperie, en el patio del parador, abierto a todos los
vientos. Después, chacales y hienas vienen a husmear mis
arcones, y los merodeadores, que temen al relente, se
calientan en mis departamentos... Ahí tiene usted la vida
que llevo, señor Tartarín, y la que he de llevar hasta el día
en que, quemada por el sol, o podrida por las humedades
de las noches, caiga —porque no podré hacer otra cosa— en
una revuelta de esta carretera infame, para que los árabes
pongan a hervir su alcuzcuz con los despojos de mi viejo
esqueleto...
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II. Pasa un señor bajito
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—¿Le asombra esto? —preguntó, mirando también cara a
cara al caballero.
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Pero el señor bajito no se inmutó:
El caballero se sonrió.
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Y levantando la cabeza, añadió con heroico ademán, que
inflamó los corazones de ambas cocottes:
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Dicho esto, el señor bajito saludó, cerró la portezuela y se
fue riendo, con su cartera y su paraguas.
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III. Un convento de leones
Dos días de tumbos y dos noches sin pegar los ojos para
mirar por la portezuela y ver si en los campos o en las
cunetas de la carretera aparecía la sombra formidable del
león, tantos insomnios, bien merecían algunas horas de
descanso. Además, ¿por qué no decirlo?, desde el
contratiempo habido con Bombonnel, el leal tarasconés, a
pesar de sus armas, su gesto terrible y su gorro encarnado,
sentíase molesto ante el fotógrafo de Orleansville y de las
dos señoritas del 3o. de húsares.
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Bajó el león la cabeza al oír esta exclamación y cogiendo
con la boca una escudilla de madera puesta en la acera
delante de él, la tendió humildemente hacia Tartarín, que
estaba inmóvil de estupor. Un árabe que pasaba por allí
echó una moneda de cobre en el platillo; el león movió la
cola... Entonces, Tartarín lo comprendió todo. Vio lo que la
emoción le había impedido ver al principio, esto es, la
multitud agrupada alrededor del pobre león, ciego y
domesticado, y dos negrazos armados de garrotes, que lo
paseaban por la ciudad como un saboyano pasea su
marmota.
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chicos con un ademán, levantó a Tartarín, le cepilló, le quitó
el polvo y le sentó, falto de aliento, en un poyo.
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perdida por culpa de ellos, el león que conducen los
devoraría inmediatamente.
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IV. La caravana en marcha
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que es el príncipe quien lo dice—, no se necesita una gran
cabeza, ni aun siquiera cabeza. Basta un quepis, un buen
quepis galoneado, reluciente, en la punta de un garrote,
como el birrete de Gessler.
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—Opino —dijo el príncipe, tratando inútilmente de
disolver una pastilla de pemmican en una cacerola
perfeccionada de triple fondo— …opino que desde esta
noche prescindamos de los negros... Cabalmente, cerca de
aquí hay un mercado árabe, y lo mejor que podríamos hacer
sería detenernos allí y comprar algunos borriquillos...
Y añadió hipócritamente:
El príncipe sonrió.
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—Lo mismo da —replicó Tartarín de Tarascón—; me
parece que, con los burros, nuestra caravana no había de
resultar favorecida en su aspecto... Me gustaría algo más
oriental... Por ejemplo..., si pudiéramos encontrar un
camello...
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calvo, de mirada triste, con su larga cabeza de beduino y su
giba, que, aflojada por largos ayunos, se caía
melancólicamente de un lado.
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Pero ¡que si quieres!..., el camello se había disparado y
nada podía detenerle ya. Cuatro mil árabes corrían tras él,
descalzos, gesticulando, riendo como locos y haciendo
brillar al sol seiscientos mil dientes blancos...
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V. El acecho de noche en un bosque de adelfas
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azucarado. Cadíes libertinos y borrachos, asistentes que
fueron de un general Yusuf cualquiera, que se embriagan de
champaña con lavanderas mahonesas, y arman comilonas
de carnero asado, mientras delante de sus tiendas toda la
tribu revienta de hambre y disputa a los lebreles las sobras
de la francachela señorial.
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abiertos. Paraban en las casas de los agas, palacios
extravagantes, granjas enormes, blancas, sin ventanas, en
donde estaban revueltos narguiles y cómodas de caoba,
alfombras de Esmirna y lámparas de aceite, cofres de cedro
llenos de cequíes turcos, relojes de pared con personajes
pintados, estilo Luis Felipe... Por todas partes daban a
Tartarín fiestas espléndidas, diffas, fantasías... Gums enteros
hacían hablar la pólvora y lucir los albornoces al sol en
honor suyo. Después, cuando la pólvora había hablado,
acudía el aga y presentaba la cuenta... ¡Y a esto le llamaban
hospitalidad árabe!
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Al principio, el héroe creyó soñar... Pero al cabo de un
instante, siempre lejos, aunque más claros, se repitieron los
rugidos; y aquella vez, mientras por todos los rincones del
horizonte se oía ladrar a los perros de los aduares, la giba
del camello, sacudida por el terror, hizo resonar, temblando,
las conservas y las cajas de armas.
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Llegó la noche. El color de rosa de la naturaleza se volvió
morado y luego azul oscuro... Abajo, entre las guijas del río,
brillaba como un espejo de mano una charquita de agua
clara. Era el abrevadero de las fieras. En la pendiente de la
otra orilla veíase vagamente el sendero blanco, trazado por
sus patazas entre los lentiscos. Aquella pendiente misteriosa
daba escalofrío. Afiádase a esto el hormigueo vago de las
noches africanas, roce de ramas, aterciopelado andar de
animales vagabundos, agudos ladridos de chacales, y
encima, en el cielo, a ciento o doscientos metros, grandes
bandadas de cuervos, que pasan gritando como niños a
punto de ser degollados: confesaréis que había motivo para
conmoverse.
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[...]
[...]
Silencio.
[...]
[...]
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VI. ¡Por fin!
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Durante un minuto, bajo el fondo abrasado del cielo
africano, hubo una especie de tremendos fuegos artificiales:
sesos saltando, sangre humeante y vellones rojos
desparramados. Después, todo cesó, y Tartarín
distinguió...... dos negrazos furiosos que corrían hacia él,
con los garrotes levantados. ¡Los dos negros de Milianah!
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estofa, los legajos que huelen a ajenjo, las corbatas blancas
moteadas de champoreau; conoció los procuradores, los
adjuntos, los agentes de negocios, todas aquellas langostas
de papel sellado, hambrientas y flacas, que le comen al
colono hasta las correas de las botas y lo desmenuzan hoja
por hoja, como un plantío de maíz…
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Vendió los puñales, los kris malayos, las llaves inglesas...
Un tendero de comestibles le compró las conservas
alimenticias. Un farmacéutico, lo que quedaba del
esparadrapo. Hasta las botas de montar pasaron, detrás de
la tienda de campaña perfeccionada, al puesto de un
baratillero, que las elevó a la categoría de curiosidades
cochinchinas... Pagado todo, no le quedó a Tartarín más que
la piel del león y el camello. Embaló cuidadosamente la piel
y la expidió a Tarascón, a nombre del bizarro comandante
Bravidá —luego veremos lo que fue de este fabuloso
despojo. Respecto al camello, contaba con él para regresar a
Argel; pero no montándolo, sino vendiéndolo para pagar la
diligencia. El animal, por desgracia, tenía difícil colocación,
y nadie ofreció por él ni un ochavo.
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más hondo. Luego, el pobre animal no exigía gasto alguno;
se alimentaba con nada. Pero, al cabo de algunos días, el
tarasconés empezó a cansarse de llevar siempre pegado a
los talones un compañero melancólico que tantas
desventuras le recordaba. A esto vino a añadirse el
desabrimiento; le molestaba indeciblemente aquella tristeza,
aquella giba, aquel andar de palomino atontado. En una
palabra: le tomó tirria y no pensaba más que en la manera
de deshacerse de él; pero el animal, terne que terne...
Tartarín trató de perderle; pero el camello le volvía a
encontrar; trató de correr, pero el camello corría más... Le
gritaba "¡Vete!", tirándole piedras. El camello se detenía y le
miraba con tristeza; después, al cabo de un rato, volvía a
ponerse en marcha y acababa por alcanzarle. Tartarín tuvo
que resignarse.
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Entonces, aliviado de un gran peso, el héroe salió de su
escondrijo y entró en la ciudad por un sendero apartado
que corría a lo largo de las tapias de su huerto.
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VII. Catástrofes sobre catástrofes
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Barbassou no se inmutó, sino que, riendo a más y mejor, le
dijo:
—¡Capitán!
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—¡En Tarascón! —Exclamó Tartarín, súbitamente
iluminado—. Por eso no conocía más que una parte de la
ciudad...
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—¡No ha de quedar por eso! —respondió el capitán riendo
—. El Zuavo sale mañana, y si usted quiere, yo le repatrio...
¿Le parece a usted bien, colega?... Pues ya no hay más que
una cosa que hacer... Aún quedan algunas botellitas de
champaña, media empanada...; siéntese ahí, y
¡fuera rencores!...
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—Ni una palabra, señor cura —dijo el tarasconés, que
tenía una idea...—. ¡Ea, pronto! ¡Dame el turbante, la
pelliza!...
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VIII. ¡Tarascón! ¡Tarascón!
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Tú eres el último turco; yo soy el último camello... ¡No nos
separaremos jamás, oh gran Tartarín!"
Los dos días que duró la travesía los pasó Tartarín solo en
su camarote, y no porque la mar estuviese mala, ni la chechia
tuviese mucho que padecer, sino porque el diablo de
camello, en cuanto aparecía su amo en el puente, tenía para
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con él asiduidades ridículas. Nunca se vio a un camello que
de tal manera comprometiese a una persona.
---
—¡Tarascón!... ¡Tarascón!...
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No hubo más remedio que bajar.
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escalera de la estación. Por un instante, Tarascón creyó que
volvía su Tarasca.
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