Curso - EL CREDO
Curso - EL CREDO
Curso - EL CREDO
«EL CREDO»
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Objetivos del curso:
Se buscará combinar lo expuesto aquí con ejemplos prácticos brindados por el ponente. Para
ello, se aconseja que se invite a un ponente que tenga un amplio conocimiento de la doctrina
católica, y que sea a su vez capaz de transmitirla de una manera sencilla. Es bueno que se
incentiven las preguntas por parte de los participantes del curso.
Las sesiones serán de dos horas. A cada sesión corresponde un Tema del curso. Se
recomienda una sesión semanal, para que el participante pueda desarrollar por escrito el
respectivo Cuestionario que aparece al final de cada Tema.
Contenido:
Tema 1:
o El Credo: símbolo de nuestra fe
Tema 2:
o Creo en Dios, Padre Todopoderoso
o Creador del cielo y de la tierra
Tema 3:
o Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios
o «Nuestro Señor»
o Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nación de Santa
María virgen
Tema 4:
o «...Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado»
o «Jesucristo descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los
muertos»
o «Jesucristo subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre
Todopoderoso»
o «Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos»
Tema 5:
o Creo en el Espíritu Santo
o «Creo en la Santa Iglesia Católica»
Tema 6:
o La comunión de los santos
o «Creo en el perdón de los pecados
o «Creo en la resurrección de la carne»
o «Creo en la vida eterna»
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Tema 1
No nos es posible conocer realmente lo que no amamos, como tampoco podemos amar
aquello que no conocemos. ¿Cómo podríamos conocer a una persona sólo de oídas o porque
leyó algo sobre ella? Para poder amar, es preciso primero conocer, y conocer bien. Sólo el
amor hace que alguien revele a otra su intimidad, lo que hay en su corazón. Pero, ¿cómo
conocerá alguien a una persona si no la ama de verdad?
Conocer las verdades fundamentales de nuestra fe católica nos servirá de mucho para hacer
crecer nuestro amor a Dios, a la Iglesia y a nuestros hermanos. Además, nos permitirá
vislumbrar con mayor claridad el plan de Dios para el hombre y para cada uno de nosotros en
particular.
No basta con creer, hay que saber dar razón de nuestra esperanza. Puede que uno esté
convencido de sus creencias, pero: ¿qué ocurriría si alguien nos pidiera una explicación
valedera del porqué creemos en eso? ¿Cómo podremos estar alertas para advertir una posible
desviación de nuestra doctrina católica apenas ésta se produce? ¿Estamos capacitados para
defender las verdades de nuestra fe ante tantas doctrinas que intentan desvirtuar la fuerza y la
verdad del Evangelio de Jesucristo?
No basta con creer. Hay que saber ayudar a creer y mantener sin adulteración la fe que
profesamos y el mensaje que anunciamos.
Hoy, más que nunca, amar a Dios debe significar también amar nuestra fe y lo que la Iglesia
nos enseña. Y no podremos amar lo que no conocemos bien. El depósito de la fe que hemos
recibido tras veinte siglos de evangelización, tiene un valor tan grande que no podemos
exponerlo a alteraciones o malas interpretaciones. Tiene un valor tan grande, que merece
conocerlo y tratar de entenderlo lo mejor posible. Y sobre todo, tratar de vivirlo, para demostrar
así que vivimos lo que creemos, y creemos lo que predicamos.
«Yo creo»
«Yo creo» es la primera palabra de un cristiano. Ser cristiano es ser creyente, no tanto un
título adoptado por tradición. Al bautizado se le hacen tres preguntas: ¿«Crees en Dios Padre
todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios? ¿Crees en el Espíritu Santo?». A estas tres
preguntas, contesta: «creo». Esa triple afirmación de fe se opone positivamente a la triple
renuncia anterior: «Renuncio a Satanás, a su servicio, a sus obras». La fe en Dios nos debe
hacer capaces de renunciar a aquello que se opone a la vivencia de nuestra fe. La fe es un
acto vital, de toda la persona, que es sinónimo de confianza: «Sé de quién me he fiado».
Confiar significa abandonarse totalmente y sin condiciones. Y fe es también una gracia: «La fe
es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él» (Cat. Nº 153).
Al proclamar el Credo de nuestra fe, delante de la alusión a cada una de las divinas Personas y
sólo ante ellas, decimos «creo en»: «Creo en el Padre, creo en el Hijo, creo en el Espíritu
Santo». Que es lo mismo que decir: «Me confío a, me entrego a, espero en, me apoyo en».
Podemos creer una información, aceptar una verdad o doctrina, podemos creer a muchas
personas, aceptar su autoridad, dar crédito a las palabras que dicen. En cambio, al decir «creo
en», nos estamos refiriendo a esa actitud en que se pone en juego, se arriesga y se entrega la
propia persona con una confianza que reta toda decepción.
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«Yo te creo»
Decir «yo creo» significa no solamente el «creo en ti», creo en Dios, sino «te creo», creo en esa
palabra que me has dicho, creo a Dios que me ha dado su Palabra, ha entrado en diálogo
conmigo, se me ha manifestado, se me ha revelado. La fe, este «yo creo», no es el resultado
del esfuerzo pensante del hombre, sino que es el fruto del diálogo de Dios con los hombres, en
el que Él tiene la iniciativa gratuita y misericordiosa.
Cuando digo «creo», confieso a un Dios que está antes que yo y antes que todos nosotros. La
fe no es lo que yo me imagino, sino lo que oigo y me es dado y me cuestiona interiormente.
Si digo el «yo creo» bautismal, estoy diciéndolo como una fe «cristiana». Creer cristianamente
significa relacionarme personalmente con el Dios de la salvación y de la misericordia
manifestada en Jesucristo.
Si creo como cristiano, esto significa que tengo que entender a Dios y vivir mi fe de acuerdo al
mensaje del Evangelio, tal como nos lo reveló Jesucristo. Tengo que ver a Dios como ese
Padre que Jesús nos mostró a través de sus enseñanzas, y cumplir los mandamientos que
Cristo nos dio. Si soy cristiano, tengo que reproducir en mí la imagen de Jesucristo, hasta llegar
a decir: «No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Si soy cristiano, tengo
que hacer de Jesús mi único Salvador y Señor, y creer que Él es el Camino, la Verdad y la
Vida.
Finalmente, si cuando digo «yo creo» estoy haciendo el acto más personal de mi existencia, al
mismo tiempo e inseparablemente estoy afirmando que este «yo creo» es en Iglesia y como
Iglesia. Creemos a través de la Iglesia, vinculados a su propia historia y participando de su
experiencia. Creo dentro de la Iglesia, siendo parte de ella: a pesar de mi miseria y limitaciones
para creer y entender, puedo conservar una fe, una confianza absoluta y humilde, gracias a la
Iglesia, creyente y oyente de la Palabra.
No puedo creer en Dios más que eclesialmente, porque es eclesialmente que se me ha hecho
presente ese Dios encarnado en Jesús. Sin la corriente viva de los testigos de Jesucristo y de
su resurrección, sin la Iglesia, no llegaría hasta mí, hasta nosotros, el anuncio del designio
salvífico escondido desde la eternidad en Dios.
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela.
Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se
ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la
fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar
a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes.
Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener
la fe de los otros. (Cat. Nº 166)
Los símbolos de la fe
Hoy se sabe que se demoró mucho tiempo para redactar el Credo. Este «mucho tiempo»
significa aproximadamente tres siglos para llegar a su forma definitiva.
La parte esencial del Credo se fundamenta en la enseñanza y el testimonio de los apóstoles.
Ellos convivieron con Jesús y en razón de ello:
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— a pesar del miedo, vieron morir a Jesús en el calvario;
— después, vivieron la alegría de la resurrección y la venida del Espíritu Santo.
En base al testimonio de los apóstoles, es que se fue redactando el texto de lo que hoy
conocemos como el Símbolo de los Apóstoles.
Decir «yo creo» es decir «yo confieso, yo proclamo» la grandeza y el poder de Dios.
Decir «yo creo» es hacer una profesión de fe en Dios y en sus gestos de salvación.
Decir «yo creo» es comprometerse en aquello que se afirma no sólo por la palabra,
sino también en el estilo de vivir.
Decir «yo creo» es reconocer a Dios. (Es importante el prefijo «re». Creer no es sólo
conocer, es, sobre todo, reconocer, es decir, aceptar lo conocido no sólo con la
cabeza, sino también con toda la existencia).
Decir «yo creo» es optar con seguridad por alguien; pero esto no elimina los momentos
de duda que puedan existir. Nada ni nadie puede suprimir la libertad de Dios y la
libertad de los hombres.
Decir «yo creo» es decir ser discípulo, seguidor de ALGUIEN.
Decir «yo creo» es dejar a un lado unas seguridades que vienen de otra parte y tomar
como única seguridad a Aquel en quien creo.
Decir «yo creo» es decir yo me asiento por encima de todo en Dios y sólo en Él
encuentro solidez y consistencia.
Decir «yo creo» es vivir confiado en una ROCA que no falla.
Cuestionario
1. ¿Por qué consideras que es importante conocer y profundizar las verdades que
profesamos?
2. ¿Qué es lo que hizo que creas en el Señor como lo haces ahora?
3. ¿En qué radica la diferencia de decir «Creo en Dios» para un cristiano con respecto a
quienes no lo son: judíos, musulmanes, etc.?
4. Algunos dicen con frecuencia: «Yo me las entiendo a solas con Dios», «a mí Jesús me
dice algo, pero de la Iglesia no quiero saber nada». ¿Qué respuesta das a estas
objeciones desde el apartado «Yo creo eclesialmente»?
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Tema 2
«CREO EN DIOS,
PADRE TODOPODEROSO»
«Creo en Dios»
— es creer que Él nos da y sustenta cada instante de nuestra vida, de una manera providente;
— es estar del lado de la Vida, estar dispuestos a darla, comunicarla y defenderla con palabras
y obras;
— es no conformarse con el mal, sino intervenir para que se cumpla el Plan de Dios;
— es vivir confiando en aquel Dios que «demuestra su poder en nosotros y que puede realizar
mucho más de lo que pedimos o imaginamos» (Ef 3, 20) y que, por lo tanto, puede y quiere
utilizarnos como sus instrumentos;
— es aceptar el desafío de asumir la misión que nos da el Señor, aun cuando seamos
conscientes de nuestra debilidad, pues sabemos que su gracia «nos basta» (2 Co 12, 9).
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ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (Cf Is 66, 13; Sal 131, 2) que
indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El
lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera
los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que
los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la
maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios trasciende la distinción humana de los
sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende también la paternidad y la maternidad
humanas (Cf Sal 27, 10), aunque sea su origen y medida (Cf Ef 3, 14; Is 49, 15): Nadie es
padre como lo es Dios (Cat Nº 239).
El pueblo de Israel durante su travesía por el desierto, experimentó quién era Dios, que, como
padre, les había guiado, había hecho brotar el agua de la roca; les había servido el maná en
medio del desierto; les había proporcionado carne; y, además, había sido su aliado para
combatir a los enemigos.
Este pueblo de Israel había llegado a descubrir que Dios era un padre para ellos como pueblo;
pero todavía no había descubierto a Dios como padre a nivel personal. Esta fue la gran
revelación de Jesús: Dios es nuestro padre, el padre de cada uno de nosotros. Ese Padre
bueno que está metido dentro de nuestra historia personal.
La parábola del hijo pródigo viene a echar por los suelos la imagen de un dios pagano, que, a
través de los siglos, hemos mantenido en nuestro corazón, los que nos llamamos cristianos.
Ese padre de la parábola deja abierta la puerta de su casa las 24 horas del día para que
cuando vuelva el muchacho la encuentre abierta. Ese Padre respeta la libertad de sus hijos que
optan por alejarse; no se queda en la casa tramando la venganza, sino con el ansia del retorno
de su hijo. Al volver su hijo, no piensa en desquitarse con una bien estudiada reprimenda, sino
que lo abraza, se preocupa de que le pongan sandalias y manto, y , para que el joven no se
sienta mal, le prepara una fiesta.
Por ello la importancia de creer únicamente en el Dios que nos reveló Jesús, pues sólo Él lo
conocía y nos podía decir cómo era. Los demás dioses, presentados por los seres humanos,
no son sino caricaturas ridículas del único Dios de Jesucristo.
Jesús nos enseñó que no debíamos andar agobiados por las preocupaciones propias de
nuestro diario vivir; que el Padre del cielo velaba por las aves y por los lirios del campo, con
mayor razón tendría sus ojos puestos sobre nosotros que somos sus hijos. Este es uno de los
mensajes más consoladores del Evangelio.
Jesús no quiere que nos sintamos aplastados por las circunstancias adversas; quiere que
sepamos levantar nuestros ojos hacia el cielo y recordar que hay un Padre que ya conoce
nuestras dificultades y que con su «tiempo misterioso» está pendiente de nosotros. Pero Jesús
también advirtió que ese Padre no quiere hijos haraganes. Nos dio «talentos» para ponerlos a
fructificar. A los hombres Dios les dijo: «Crezcan y multiplíquense; dominen la tierra» (Gn 1,
28). Los hombres fueron nombrados administradores del mundo.
Dios no quiere que con el pretexto de que Él es nuestro Padre, nos crucemos de brazos y
queramos que Él nos resuelva todos nuestros problemas. A eso Jesús lo llamó «enterrar el
talento».
Vivir ante Dios en actitud de niños: «Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios
como niño, no entrará en él» (Mc 10, 15).
Confiar ante el futuro incierto, apoyado en el cuidado de Dios: «Así que no os
preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene
bastante con su propio agobio» (Mt 6, 34).
Vivir como hermanos con los demás, pues Dios es Padre de todos: «... vosotros sois
todos hermanos... uno solo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23, 8–9).
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«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra»: tres cosas se afirman en estas primeras palabras
de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a todo lo que existe fuera de El. Sólo Él es
creador (el verbo «crear» -en hebreo «bara»- tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de
lo que existe (expresada por la fórmula «el cielo y la tierra») depende de Aquel que le da el ser
(Cat. Nº 290).
El relato de los primeros capítulos del Génesis es claro en rechazar el politeísmo –multitud de
dioses, según las creencias de pueblos antiguos–. Existe un solo Dios poderoso que crea el
universo. También niega claramente el panteísmo –creer que todo lo creado es parte de Dios–.
El Génesis nos presenta a Dios «distinto» de sus creaturas que un día comenzaron a existir.
Es, pues, un rechazo contra la adoración que se rinde alas criaturas –personas, animales,
cosas, astros–, puesto que sólo existe un Dios que es el Señor del mundo y de la historia.
Hoy, a pesar del paso de los siglos, sigue existiendo el politeísmo y el panteísmo a través de
formas diversas a las de los hombres de tiempos pasados. En la actualidad los nuevos
«dioses» son el dinero, el poder, la apariencia, las obsesiones sexuales, los falsos criterios del
mundo, astros, horóscopos, amuletos... Son millones de personas que se postran ante esos
dioses que le quitan a Dios el primer lugar en sus vidas.
Dios creó el mundo para manifestar y comunicar su gloria. La gloria para la que Dios creó a sus
criaturas consiste en que tengan parte en su verdad, su bondad y su belleza (Cat. Nº 310; ver
también Nº 295).
Dios no es un dios egoísta, que crea al hombre y al mundo para su deleite personal, sino un
Dios bondadoso que les fabrica un bello escenario a sus hijos para que sean felices; por eso
les dice: «Dominen la tierra».
Dios no sólo realizó su actividad creadora en los dos primeros capítulos del Génesis y luego
ésta se detuvo. Dios, como Creador que es, siempre está creando, incesantemente, siempre
está haciendo «cosas nuevas». Va renovando su creación, la cual se rige por las leyes que Él
le dio en su infinita sabiduría. Y la naturaleza sí que sabe respetar esas leyes. Nosotros, que
somos la obra máxima de la creación de Dios, ¿respetamos esas leyes?
El hombre fue formado «de la tierra». El origen del hombre viene de Dios, quien pudo servirse
de la materia para formarlo. Nada entonces de intentar «divinizar» al hombre. Sólo Dios es
divino. Es el «Alfarero» quien va dando figura al barro. No es el hombre el que «crea» a Dios.
El Génesis también nos narra que Dios «sopló su aliento de vida en las narices del hombre» (2,
7). En determinado momento, Dios infunde vida al hombre –a la materia–. Dios, por tanto, es el
autor de la vida.
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A su «imagen y semejanza»
El hombre es descrito como imagen de Dios. Dios es Espíritu; no se trata aquí de una «imagen
física» de Dios. Se refiere el autor a la «personalidad» que Dios le concede al hombre, distinto
de los animales, el cosmos y las plantas.
En la antigüedad, cuando el rey no podía llegar a algún lugar, se llevaba su «imagen» y se la
colocaba en un lugar destacado para indicar la presencia espiritual del rey. El hombre, en el
pensamiento de la Biblia, es la «imagen de Dios»: hace las veces de Dios aquí en la tierra. El
Nuevo Testamento los presenta al hombre como «administrador» de los talentos que se le
confiaron para que los multiplique. No somos dueños del universo, sino simplemente
«administradores» a quienes un día se nos pedirá cuentas de los talentos que se le confiaron.
«Endiosarse» es olvidarse que se es «administrador», para pretender quedarse con la
propiedad «ajena».
El hombre, como imagen de Dios, no es una simple metáfora, sino una realidad de largo
alcance. Quiere decir que todo hombre lleva «algo de Dios» dentro de sí. También el borracho,
el drogadicto y el asesino. También nuestro enemigo más acérrimo. Lo bueno que hagamos a
los demás, se lo estamos haciendo a Dios:
En verdad les digo que cuanto hicieron a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí
me lo hicieron (Mt 25, 40).
Dios no creó al hombre para que fuese su «esclavo», sino su hijo. Le entregó un bello
escenario para que pudiera realizarse en plenitud aquí en la tierra y llegara a la eternidad
dichosa. Como muestra de que somos hijos de Dios, se nos ha dado la experiencia del Espíritu
Santo que, dentro de nosotros, clama a Dios:
Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un
espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15–16).
Vivamos, entonces, como verdaderos hijos de Dios, y no como esclavos. Es así que
cumpliremos el designio de Dios de reproducir la imagen de su Hijo, Jesucristo:
Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo,
para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos... (Rm 8, 29).
La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato
bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que «Dios formó al
hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser
viviente» (Gn 2, 7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios (Cat. Nº 362).
A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así S. Pablo ruega para que nuestro
«ser entero, el espíritu, el alma y el cuerpo» sea conservado sin mancha hasta la venida del
Señor (1 Ts 5, 23). La Iglesia enseña que esta distinción no introduce una dualidad en el alma.
«Espíritu» significa que el hombre está ordenado desde su creación a su fin sobrenatural, y que
su alma es capaz de ser elevada gratuitamente a la comunión con Dios (Cat. Nº 367).
Cuestionario
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Tema 3
«CREO EN JESUCRISTO,
HIJO ÚNICO DE DIOS»
El centro de nuestra fe: Cristo
El cuerpo central de nuestra fe y, por tanto de nuestro credo, es la aceptación del enviado por
el Padre, Jesucristo nuestro Señor.
Tantos son los que dicen que saben algo o mucho sobre Jesús. Pero de lo que aquí se trata no
es de saber todo o poco sobre Jesús, sino de profundizar en lo que significa decir: «creo en
Jesucristo».
Hoy en día hay tantas corrientes religiosas y para-religiosas que hablan de un Jesús lleno de
cualidades, pero que finalmente es un hombre más. Uno de los tantos que destacaron en la
historia de la humanidad. Pero vamos a ver en este tema quién es Jesús en realidad. Porque
sin tener a Jesús como único centro, no tiene razón de ser nuestro cristianismo:
Jesús quiere decir en hebreo: «Dios salva». El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo
de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y
definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (Cf. Jn 3, 18;
Hch 4, 12) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los
hombres por la Encarnación de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido».
No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque El cumple perfectamente la misión divina
que esa palabra significa. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función
de sacerdote, profeta y rey.
Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús a quien ustedes han crucificado (Hch 2, 36).
Nosotros somos cristianos justamente porque, por la gracia de Dios, hemos recibido el Espíritu
Santo, nos hemos convertido y confesamos con nuestra boca y nuestra vida que Jesús es el
Cristo, que ha cumplido fielmente su misión y eso nos ha salvado. Él, que es el Hijo, se hizo
uno de nosotros, se unió a nosotros como en una boda, y quedamos emparentados con Dios:
también nosotros somos ahora hijos.
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Hijo único de Dios
La fe cristiana nos dice que Jesús no es un portador del reinado de Dios y, en ese sentido, por
la función mesiánica que ejerce, un «hijo de Dios». Es el único Hijo, el único que ha sido
investido del poder de Dios, el único realizador de su reinado. Es el único camino, toda y la
única verdad que Dios nos comunica, el único cauce por el que Dios nos da la vida.
Pero alguno podrá preguntarse, al escuchar la frase «el único Hijo de Dios»: ¿qué somos
entonces nosotros? ¿En qué quedamos? ¿Somos o no somos hijos de Dios en verdad?
Pues ciertamente Jesucristo es el único Hijo de Dios y por eso mismo el heredero único de todo
lo que fue creado:
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella
estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto
existe (Jn 1, 1–3; ver también Colosenses 1, 15ss).
Pero, a pesar de ser el Hijo único de Dios y, por tanto, heredero único también,
...sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los
hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 7–8).
Por el bautismo, vivimos de su vida (Gal 3, 37). Y somos una sola cosa con él (Gal 3, 27), que
es el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En él podemos llamar a Dios «Padre»
(Rm 8, 14–15) y somos herederos de la gloria que el Padre le preparó:
Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con
él, para ser también con él glorificados (Rm 8, 17).
Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro: .... el mundo, la vida, la
muerte, el presente, el futuro, todo es nuestro; y nosotros, de Cristo y Cristo de Dios (1 Co 3,
21–23).
– luchar contra la ambición de poseerlo todo, contra el ansia de poder y de dominio que vive en
el corazón del hombre;
– reconocer en él al heredero único y que en él también nosotros somos herederos;
– proclamar que todos fuimos beneficiados con su herencia, que no son sólo unos pocos los
privilegiados;
– anunciar que en él todos nos hacemos hijos de Dios y hermanos entre nosotros;
– aprender a repartir y compartir, pues todo lo recibimos por gracia.
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«NUESTRO SEÑOR»
La palabra «Señor» con la que los cristianos confesamos nuestra fe en Jesús, es justamente la
misma que se emplea para traducir al griego («Kyrios») el pronombre hebreo de Dios (YHWH).
Por eso, decir que Jesús es Señor es decir que Jesús es Dios. En el encuentro con Jesús
resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Y decir que Jesús
es «nuestro Señor» es decir que no reconocemos otro señorío sobre nosotros fuera del suyo,
que es el que nos salva.
¿Cómo decir «Jesús es Señor», sin dejar que el Espíritu nos ponga a su servicio? ¿Cómo no
recordarnos cada día y contar a los otros que servirle es reinar?
En la ceremonia del lavatorio de los pies, Jesús muestra cómo él es el Señor. Al celebrar la
Pascua con sus discípulos, les lavó los pies. Lavó sus pies para que tomaran conciencia de
que la grandeza del hombre está en servir y no en ser servido:
Ustedes me llaman “el Maestro” y “el Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y
el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Porque
les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes (Jn 13,
13–15).
El que llama a Jesús «Señor» de su vida, no puede tener otros «señores», pues «nadie puede
servir a dos señores» (Mt 6, 24). Jesús tiene que ser el único Señor de nuestra vida, de todas
sus áreas. No podemos «reservarnos» nada para nosotros mismos. Estamos sometidos a él, a
su señorío, pues él tiene toda la autoridad sobre nuestra vida:
Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y
sobre la historia (Cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su
libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor
Jesucristo: César no es el «Señor» (Cf. Mc 12, 17). «La Iglesia cree... que la clave, el centro y
el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro» (GS 10, 2; cf. 45, 2). (Cat.
Nº 450)
El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es
creer en su divinidad. «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu
Santo» (1 Co 12, 3). (Cat. Nº 455)
¿Está la voluntad de Cristo en primer lugar de nuestra vida? ¿Estamos dispuestos a vivir el
plan que él tiene para nosotros, aunque ello conlleve renunciar a nuestros proyectos
personales?
Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó
de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con
la boca se confiesa para conseguir la salvación (Rm 10, 9–10).
Hagamos un acto de fe en Cristo y proclamémoslo con nuestros labios y con nuestra vida que
Él es nuestro único Señor. Renunciemos, también, a todo aquello que no permite a Jesús ser el
Señor de nuestra vida: el pecado, el mal, el egoísmo, el materialismo y las sensualidades, las
ansias de poder, de placer, de sobresalir sobre los demás, toda relación con prácticas de
esoterismo y ocultismo (lectura de cartas, consulta de adivinos, horóscopos, espiritismo, etc.).
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«JESUCRISTO FUE CONCEBIDO
POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU
SANTO
Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN»
El Verbo se encarnó:
Dice la Palabra que Jesús «es el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En él
fuimos creados.
Por ser la manifestación de Dios, Jesús nace del Espíritu de Dios, o sea, del mismo amor. Por
eso, su nombre completo no es sólo Jesús, que significa el «salvador del pueblo». Es también
Emmanuel, porque de hecho es Dios-para-nosotros, Dios-con-nosotros (Mt 1, 21–23).
Jesús de Nazaret es verdadero hombre. Un hombre que vivió en todo la condición humana,
menos el pecado:
Es también verdadero Dios: no un Dios disfrazado en forma humana fuera de nuestra realidad.
Es el enviado de Dios: el que revela al Padre, la manifestación máxima de Dios entre los
hombres.
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Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...
La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (Cf. Jn 16, 14-15). El
Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra
divina, él que es «el Señor que da la vida», haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre
en una humanidad tomada de la suya (Cat. Nº 485).
En la concepción milagrosa de Jesús, se da el encuentro fraterno del hombre con Dios, que es
amor. Creer en Jesucristo, «concebido por obra y gracia del Espíritu Santo», es participar de la
familia de Dios. Y esta familia de Dios supera los lazos de la carne y de la sangre y de la
voluntad del hombre (Jn 1, 12–13).
Tratemos de profundizar qué significa para nuestra vida el hecho de que Jesús nació de la
Virgen María, entrando así definitivamente en la historia humana, actuando y conduciéndola
por la fuerza del Espíritu Santo.
Y la Iglesia afirma que Jesús nació de María. No afirma que el Hijo de Dios sólo apareció en
forma humana. Tampoco afirma que él fue hombre solamente en el corto espacio de su
existencia terrena, o sea, cuando estuvo físicamente presente en medio de sus discípulos y
dejó de ser hombre al volver al Padre después de su ascensión para sentarse a la derecha de
Dios Padre. Cuando la Iglesia dice que Jesús nació de una mujer, afirma que Jesús en verdad
nació de María de Nazaret y se hizo definitivamente uno de nosotros. Jesucristo fue
verdaderamente hombre durante su vida terrena y continúa siendo hombre glorificado por el
Padre que lo exaltó y le dio un nombre por encima de todo nombre.
María es verdaderamente «Madre de Dios» porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho
hombre, que es Dios mismo (Cat. Nº 509).
María «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen
después del parto, Virgen siempre» [S. Agustín]: ella, con todo su ser, es «la esclava del Señor» [Lc 1,
38] (Cat. Nº 510).
El lugar de primer orden que ocupa en el evangelio la Virgen María es por su estrecha relación
con la obra redentora de Jesús. Dios siempre se vale de las personas para llegar a los
hombres. El evangelio señala que Dios no obliga a María a ocupar el papel que le ha sido
asignado en la historia de la salvación. Le pide su consentimiento. Y María, previendo las
dificultades que le traería la aceptación, dice simplemente: «He aquí la esclava del Señor; que
se haga en mí según tu palabra». Desde ese momento, la Virgen María pasó a ser la
«cooperadora principal» de Jesús en la obra de la redención. No porque ella lo hubiera
«merecido», sino porque fue escogida por Dios para esa misión:
La Virgen María «colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres» (Cat. Nº
511; LG 56).
Confesar que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María
Virgen, es creer en el poder que ha desplegado Dios para salvarnos. El nacimiento virginal de
Jesús es un signo viviente de que Dios nos renueva a los hombres desde la raíz y hace nuevas
todas las cosas.
Cuestionario
1. ¿Qué significado tiene para nosotros el hecho de ser «coherederos» con Cristo?
2. ¿Por qué Jesús tiene que ser el único Señor de nuestra vida?
3. Explica con tus propias palabras que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero
hombre.
4. Escribe una pequeña oración en que le agradeces a María por haber aceptado ser la
madre de nuestro Salvador.
14
Tema 4
No es, pues, Jesús un mito o leyenda de los que se cuentan desde siempre: «Había una vez un
hombre...». No. Tampoco es Jesús un superhombre, una proyección de las ansias de grandeza
del hombre y de su sed de poder.
En el tiempo de la vida pública de Jesús, la Palestina estaba bajo el dominio político y militar
del imperio romano. A pesar de gozar de una cierta libertad, los judíos eran controlados por los
romanos y no podían contrariar los intereses del imperio.
Por su parte, las autoridades judías no estaban mayormente interesadas en cambiar las cosas
pues la alianza con los romanos les era muy ventajosa. Esto garantizaba al sumo sacerdote y a
su consejo un relativo poder de decisión en asuntos relacionados con la política interna.
Con la muerte de Herodes el grande, su reino quedó dividido en tres partes: Arquelao se quedó
con Samaría y Judea; Galilea y Perea fueron para Herodes Antipas, y Felipe asumió el
gobierno de Iturea y Traconítide. Pero Arquelao fue luego depuesto y tanto Samaría como
Judea pasaron a depender directamente de Roma.
Para gobernar estas regiones, Roma eligió procuradores. Poncio Pilato es el quinto procurador
romano que gobernó Judea y Samaría del 26 al 36, tiempo en que surge Jesús de Nazaret.
Las funciones del procurador eran bien claras: la primera era mantener aquella región bajo el
control de los romanos; además, poner orden en las cosas, reprimir rebeliones y silenciar a la
«oposición».
Además, era él quien nombraba al sumo sacerdote –y tenía poder de destituirlo–. El sumo
sacerdote era la autoridad religiosa y política suprema, después del procurador romano. Por
último, Poncio Pilato tenía el poder de condenar a muerte a los que cometieran delitos políticos.
15
El Sanedrín
Toda la administración y la política interna estaba en manos de los judíos, a través del
Sanedrín. Éste era un Consejo integrado por setenta miembros, todos ellos pertenecientes a
las clases privilegiadas de los sacerdotes, los fariseos y los escribas. La presidencia del
Sanedrín siempre correspondía al sumo sacerdote, que en tiempo de Jesús, era Caifás.
Este Sanedrín era también la corte suprema de justicia, después de Roma. Podía decidir sobre
todas las cuestiones, menos condenar a muerte a una persona por delito político.
Es por ello que los jefes de los sacerdotes, escribas y fariseos procuraban envolver a Poncio
Pilato en el caso de Jesús, diciendo que él era un subversivo que incitaba al pueblo a la
revolución.
Así, de intriga religiosa, el caso de Jesús pasó a ser una intriga política: de blasfemia pasó a
delito político. En otras palabras: de subversivo de orden religioso, Jesús pasa a ser
considerado un subversivo de orden político.
La cruz no es, como muchos piensan, señal de resignación, de sumisión y aceptación pasiva
del sufrimiento. Por el contrario, ella es señal de no aceptación del mal, del egoísmo, raíz de
todo sufrimiento. Jesús murió por no haberse conformado.
La muerte del Hijo de Dios no fue una muerte fingida. Este artículo del Credo es crudamente
explícito para evitar malos entendidos. Jesús fue crucificado, es decir, fue ejecutado en
cumplimiento de una sentencia dictada por un tribunal oficial. Y, tras morir –como morimos los
hombres–, fue sepultado. Su muerte no fue una «representación». Los evangelios no quieren
dejar dudas al respecto: Jesús murió realmente. Juan dice:
Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de
los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo
vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también
ustedes crean. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará
hueso alguno (Jn 19, 33–36).
San Pablo afirma que, para los judíos, el mensaje de un Salvador clavado en la cruz es un
escándalo, una blasfemia y, para los paganos, es simplemente una locura:
16
...nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la
debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1 Co 1, 23–25).
Aunque a algunos parezca chocante, al confesar este artículo del Credo, estamos proclamando
el amor que Dios tiene a los hombres y le estamos dando gracias porque nos reconocemos
beneficiarios de su amor. La muerte de Cristo en la cruz no significa entonces que un hombre
haya aplacado con su muerte la ira de un Dios ofendido. Significa más bien que Dios ha
tomado la iniciativa de reconciliar al hombre consigo (2 Co 5, 19–20).
La expresión «descendió a los infiernos» no es para decirnos de una forma literaria que Jesús
murió, pues ello ya quedó dicho anteriormente, y sería entonces redundante. Entonces, ¿qué
nos quiere decir esta frase?
Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para «que los muertos oigan la voz del Hijo
de Dios y los que la oigan vivan» (Jn 5, 25). Jesús, «el Príncipe de la vida» (Hch 3, 15), aniquiló
«mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la
muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 14-15). En adelante, Cristo
resucitado «tiene las llaves de la muerte y del Hades» (Ap l, 18) y «al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10). (Cat. Nº 635)
Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos.
Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido (Cat. Nº 637).
Cristo descendió a la mansión de los muertos para salvar a los que estaban perdidos y sin
esperanza. Cristo es la garantía de que los que mueren también resucitarán (1 Co 15, 12–22).
Esta es la gran noticia, la buena nueva que surge tanto en el mundo de los vivos como en el
mundo de los muertos.
La salvación que Jesucristo nos ofrece no es privilegio de unos cuantos escogidos. Ella se
extiende a todos y a cada uno de los hombres, dondequiera que vivan, más allá de los límites
de espacio y tiempo, para todas las condiciones humanas. Jesús es así el Salvador de todos
los hombres.
Todo lo que Jesús hizo –su predicación, sus milagros, su muerte– tiene su valor sólo cuando es
iluminado por la luz de la Pascua. Si no supiéramos que Jesús ha resucitado, no tendríamos
17
fundamento para decir que es el Hijo eterno de Dios, o que por él Dios nos perdona los
pecados.
«Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido
en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la
verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana
como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los
documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al
mismo tiempo que la Cruz (Cat. Nº 638).
La frase del Credo «al tercer día resucitó...» nos remarca que Jesús cumplió de manera plena
lo que reiteradamente había prometido (Mt 12, 40; 16, 21; 17, 22–23; 20, 17–19; Lc 9, 22; 13,
31–33; 18, 31–33).
Nadie presenció la resurrección de Jesús. Todo lo que un investigador puede encontrar son los
relatos de los primeros discípulos, a quienes fue concedido el ver a Jesús resucitado. Eso es
precisamente lo que hallamos en el Nuevo Testamento.
«¡Qué noche tan dichosa -canta el «Exultet» de Pascua-, sólo ella conoció el momento en que
Cristo resucitó de entre los muertos!». En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento
mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió
físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad
de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece
menos al centro del Misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (Cf Jn 14, 22) sino a sus discípulos, «a los
que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el
pueblo» (Hch 13, 31). «Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres
Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús» (Hch 13, 32-33). La
Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la
primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la
Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte
esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz (Cat. Nº 647).
Jesús no ha fracasado. ¡Ha triunfado! ¡Ha resucitado victorioso! El amor de Dios es más fuerte
que la injusticia de los hombres y más fuerte que la muerte.
Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su
Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que
nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria
sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial
porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus
discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere
una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su
Resurrección (Cat. Nº 654).
18
«JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,
Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS,
PADRE TODOPODEROSO»
La ascención de Jesús a los cielos no nos quiere dar a entender que él hizo una especie de
viaje espacial. Se refiere a la glorificación de Jesús en los cielos. La subida de Jesús al Padre
es un modo de hablar de la gloria de Jesús, vivo en el seno de Dios.
«Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de
Dios» (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección
como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su
cuerpo disfruta para siempre (Cf Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en
los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (Cf Hch 10, 41) y les instruye sobre el
Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (Cf Mc 16, 12;
Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible
de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (Cf Hch 1, 9) y por el cielo (Cf Lc
24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (Cf Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56).
(Cat. Nº 659)
Lo que Lucas describe no es un hecho material, sino una experiencia de fe: Jesús está
plenamente glorificado junto al Padre.
Pero no nos quedemos, como los discípulos «mirando el cielo» (Hch 1, 11). Anunciemos a este
mundo incrédulo que Jesús está vivo, y construyamos activamente el Reino de Dios, aquel
reino de justicia y de paz querido por él.
Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la
visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y
todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca
pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles
se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Nicea-
Constantinopla). (Cat. Nº 664)
Otra mala pasada que puede jugarnos nuestra imaginación es que, al repetir en el Credo lo de
«está sentado a la derecha de Dios», nos figuremos a Jesucristo como un jubilado, disfrutando
de un merecido descanso, después de los trabajos y padecimientos de su vida terrestre.
Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por
nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo
(Cat. Nº 667).
19
«DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A
VIVOS Y MUERTOS»
Volverá en gloria
«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La
Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la
autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El
está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus
pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Cf Ef 4, 10; 1 Co
15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación
encuentran su recapitulación, su cumplimiento trascendente (Cat. Nº 668).
Este artículo se refiere a la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Él vendrá con gloria,
tal como lo prometió. Pero esta parusía no tenemos que imaginarla como catastrófica ni como
algo que tengamos que temer. Nada de eso.
El llamado «fin del mundo» será la culminación de la gesta salvífica de Jesucristo, el cierre
perfecto, un «bajar el telón» de una obra maravillosa en donde se instaurarán los cielos nuevos
y la tierra nueva (2 Pe 3, 13), y su reino no tendrá fin. No es, pues, como muchos piensan, una
destrucción violenta por parte de Dios de su propia creación. Mucho menos, algo que debamos
temer. Todo lo contrario. Para el creyente en Cristo, esta parusía debe ser deseada con todas
nuestras fuerzas, pues así serán destruidos el mal, la injusticia, el pecado:
Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres.
Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios-con-ellos, será su Dios. Y
enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas,
porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 3–4).
Por ello, debemos unirnos al Espíritu para decir juntos: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).
La última palabra no la tiene el poder del mal. La tiene Jesucristo, nuestro Señor. Y él vendrá
como Juez el último día para poner las cosas en su sitio. Entonces apartará a quienes viven
oponiéndose al reinado de su Padre, y reconocerá como discípulos suyos a quienes viven con
sus mismos sentimientos, realizando, aun sin saberlo, el reinado de su Padre.
Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los
corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este
derecho por su Cruz (Cat. Nº 679).
Juzgar, en sentido bíblico, no significa «condenar». Condenar es cosa del hombre, no de Dios.
Él vino a «juzgar», es decir, a sacar nuestras máscaras, para que aparezca el verdadero rostro
de cada uno. Juzgar significa revelar la verdad de cada uno. Delante de Jesús, ningún disfraz
servirá.
¿Cuándo volverá Jesús? Nadie lo sabe, ni nos toca saberlo. Pero debemos estar preparados y,
lo más importante: preparar su venida.
Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Cf Ap 22, 20), aun
cuando a nosotros no nos «toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su
autoridad» (Hch 1, 7). (Cat. Nº 673)
Cuestionario
1. ¿Por qué se afirma que todos somos responsables del padecimiento de Cristo en la
cruz?
2. ¿Qué hubiese ocurrido con el mensaje cristiano si Jesús no hubiera resucitado?
3. ¿Cómo te imaginas la entrada gloriosa de Cristo en el cielo en su Ascensión?
20
4. Redacta una oración en que le pides a Jesús que adelante su venida.
Tema 5
En la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo que no los
dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo, quien sería su «Consolador»,
que estaría siempre «en ellos», que les recordaría todo lo que él les había enseñado, y que los
llevaría a toda la verdad.
El Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en ustedes»,
les dijo Jesús (Jn 14, 17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora, ya no sería algo externo
sino interno, estaría «dentro de ellos».
El día de Pentecostés, los discípulos precisamente tuvieron por primera vez la experiencia de
sentir la presencia de Dios «en ellos». Nunca más los creyentes se sintieron desamparados ni
en medio de las luchas más difíciles. Estaban plenamente seguros de que el Espíritu Santo los
«consolaba» y los «iba guiando a toda la verdad».
El Espíritu Santo es quien hace fecunda la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Es quien
nos hace comprender su Palabra y que la podamos vivir. Es también quien nos une con el
Padre y con el Hijo en oración, nos mueve a alabar a Dios y a proclamarlo Señor de nuestras
vidas:
«Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6).
Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con
Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos
precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la
Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y
personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia (Cat. Nº 683).
21
Decía san Agustín, refiriéndose al Espíritu Santo: «Él habita en lo más profundo de nosotros, al
punto de estar más cerca de nosotros, más íntimo a nosotros que nosotros mismos».
Es este Espíritu quien desde lo más profundo de nuestro ser va intercediendo por nosotros
«con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Y esa acción en nuestro interior hace que se manifieste el
fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
dominio de sí (Ga 5, 22–23).
Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas
de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, «que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria» (Símbolo de Nicea-Constantinopla). (Cat. Nº 685)
Nuestro lenguaje humano muchas veces no alcanza a expresar con éxito ciertas acciones de
tipo espiritual. Es por ello que acudimos frecuentemente a imágenes para poder dar una leve
idea de ellas. La Biblia emplea este recurso para describir la acción del Espíritu Santo en la
vida de las personas. En ella encontramos abundantes imágenes que nos revelan cuál es la
acción del Espíritu Santo en el alma de la persona que se deja controlar por él. El Catecismo de
la Iglesia Católica (Nº 694–701) recoge estas imágenes bíblicas del Espíritu Santo:
El agua. El agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina
se nos da en el Espíritu Santo.
La unción. Cristo [«Mesías» en hebreo] significa «Ungido» del Espíritu de Dios. ...
Jesús es constituido «Cristo» por el Espíritu Santo
El fuego. Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo.
La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del
Espíritu Santo. Ver: la Anunciación (Lc 1, 35) y la Transfiguración (Lc 9, 34-35).
El sello. La imagen del sello indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo
en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden.
La mano. Mediante la imposición de manos de los apóstoles el Espíritu Santo nos es
dado.
El dedo. «Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios» (Lc 11, 20).
La paloma. El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados,
tal como lo hizo con Jesús en su bautismo.
Creer que la Iglesia es «Santa» y «Católica», y que es «Una» y «Apostólica» (como añade el
Símbolo Niceno-constantinopolitano) es inseparable de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia
Santa («Credo... Ecclesiam»), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus
obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su
Iglesia (Cat. Nº 750).
22
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo (Rm 12, 5; 1 Co 12, 12–13.27; Ef 5, 29–30; ver también
Lumen Gentium, Nº 7). Es incoherente decir que amamos a Cristo (la cabeza) y no amamos a
la Iglesia (su cuerpo).
Todos nosotros fuimos creados para la comunión, para vivir en unión con otras personas. No
corresponde a nuestra vocación el vivir solitarios, cerrados a las necesidades de los demás.
Estamos llamados a abrirnos y a comprometernos con los hermanos, a vivir no para nosotros
mismos, sino para los otros. Y a vivir nuestra fe no sólo en una dimensión individual, sino sobre
todo eclesial. Cristiano sin Iglesia no existe.
Creo en la Iglesia porque creo en el Espíritu Santo que la guía, que la lleva a la conversión, que
la renueva incesantemente, que la lleva a despojarse de toda mentira e hipocresía. Creo en la
Iglesia porque Jesucristo prometió estar con sus discípulos hasta el fin de los tiempos.
Muchos utilizan la palabra «iglesia» para referirse al templo o al lugar en donde se realizan
actos de culto. También, se asocia esta palabra sólo a la Jerarquía (el Papa, los obispos y
sacerdotes), a la Iglesia como institución que promulga decretos y defiende sus dogmas.
Pero...
La constitución dogmática Lumen Gentium (sobre la Iglesia) del Concilio Vaticano II, dedica su
segundo capítulo a señalar que la Iglesia es el Pueblo de Dios, el pueblo mesiánico:
Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la
palabra de Dios vivo (cf. 1Pe 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,
5-6), son hechos por fin “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de
adquisición ... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios” (1 Pe 2, 9-10). (LG, Nº
9)
Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,
20).
Poco importa si el lugar donde se congregan los creyentes es una catedral, una sencilla capilla
o una casa. Si hay fe entre quienes se reúnen, están siendo una Iglesia viva, un templo vivo de
Dios, pues por la fe en Cristo y por el bautismo somos Iglesia. Lo más importante no es tanto
ir a la Iglesia, sino ser Iglesia, pues ella es Comunidad.
Es también la Iglesia, como la llamó Juan XXIII, «Madre y Maestra». La madre perfecta no
existe, pero esta Madre, que es la Iglesia, no es perfecta porque está cargada con nuestros
pecados. Somos nosotros quienes «afeamos» su rostro con nuestro comportamiento, con
nuestra conducta mediocre y ambivalente. La Iglesia somos todos nosotros, y si alguno de
nosotros falta, está dejando un vacío imposible de llenar. Pero a la madre, con sus defectos y
virtudes, hay que amarla con todo el corazón, y dejarse educar por ella.
23
Iglesia soy yo, tú, todos nosotros. Iglesia es la parroquia, la comunidad por la cual sufres y
luchas. Iglesia es el grupo de oración, el club de madres, los franciscanos, los dominicos, el
apostolado de la oración, el coro de la misa, los sacerdotes, las religiosas, los agentes
pastorales... Iglesia es tu familia, los hermanos que se reúnen para orar y compartir la Palabra
de Dios. Iglesia es toda esa maravillosa variedad de personas y agrupaciones que, en la unidad
del Espíritu Santo, profesan una misma fe y confiesan a un mismo Señor: Jesucristo.
El Catecismo de la Iglesia Católica (Nº 754–757) nos describe las imágenes bíblicas de la
Iglesia:
El redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Cf. Jn 10, 1-10). Es también el rebaño
cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció.
Es labranza o campo de Dios (Cf. 1 Co 3, 9). El labrador del cielo la plantó como viña
selecta (Cf. Mt 21, 33-43). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los
sarmientos, es decir, a nosotros.
Construcción de Dios (Cf 1 Co 3, 9). Los apóstoles construyen la Iglesia sobre el
fundamento, que es Cristo (Cf 1 Co 3, 11), que le da solidez y cohesión.
«La Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4, 26), y se la describe como la
esposa inmaculada del Cordero inmaculado (Cf Ap 19, 7; 21, 2.9).
Todo bautizado como profeta está llamado a anunciar de obra y de palabra la buena nueva de
Dios; ésa es nuestra misión profética. Como sacerdote debe orar no individualmente y sólo por
sí mismo, sino comunitariamente y por todos los demás; esta es nuestra misión sacerdotal.
Como rey, todo cristiano debe ser en la sociedad, protagonista de un servicio desinteresado,
notable sobre todo, en el servicio a aquellos que no nos pueden pagar; es nuestra misión regia.
Los carismas
Hemos compartido que en la Iglesia existe, por obra del Espíritu Santo, una gran diversidad. Y
esta diversidad es producto de la variedad de carismas que el Espíritu ha suscitado en toda la
Iglesia.
Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen
directa o indirectamente una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de
la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo (Cat. Nº 799).
24
Estos carismas han de ser acogidos con gratitud y humildad, y deben ejercerse siempre en
comunión con nuestros pastores:
Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos
los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad
apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza
siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se
ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es
decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (Cf 1 Co 13). (Cat. Nº 800).
Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los
Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que “distribuye sus dones a
cada uno según quiere” (1Co 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso
gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios
provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas
palabras: “A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad” (1Co
12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el
hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos
con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente,
ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino que el
juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a
quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno
(cf. 1Tes 5,19-21). (LG, 12)
Cuestionario
1. Redacta una oración en la que le pides al Espíritu Santo que renueve tu vida y te lleve
a toda la verdad.
2. Redacta una oración en la que le pides al Espíritu Santo que renueve y santifique su
Iglesia.
3. ¿Cómo responderías a alguien que te dice: «Yo no creo en la Iglesia porque allí no me
han amado»?
4. ¿Por qué es necesario para el cristiano vivir su fe eclesialmente?
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Tema 6
Si los santos estamos unidos, es porque, por encima de cualquier otra diferencia, tenemos en
común el participar en las cosas santas, en los bienes de la salvación. «Comunión de los
santos» es otra manera de llamar al pueblo de Dios.
Nuestra Iglesia no tiene fronteras: cielo, purgatorio y tierra estamos injertados en el «Cuerpo
Místico» de Jesús, nos sentimos un solo ser y compartimos nuestros bienes espirituales. Todos
nos sentimos aunados por los méritos de Jesús y por eso nos «intercomunicamos». Pedimos a
los santos del cielo que se unan a nuestra oración como le pedimos a nuestro amigo que rece
por nosotros en un momento especial de nuestra vida. También oramos por nuestros difuntos.
Si alguno de ellos murió en gracia de Dios, pero todavía le falta alguna purificación, le
ofrecemos nuestras oraciones para que cuanto antes pueda estar junto al Señor.
Los tres estados de la Iglesia son: la Iglesia militante (los que peregrinan aquí en la tierra), la
Iglesia purgante (los difuntos en proceso de purificación), y la Iglesia triunfante (los ya
glorificados en el cielo).
Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la
tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza
celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión
está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen
oídos atentos a nuestras oraciones (Cat. Nº 962).
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«CREO EN EL PERDON DE LOS PECADOS»
El hombre, por sí mismo, nunca hubiera podido liberarse del pecado, el sufrimiento y la muerte.
Felizmente, Dios se ha acercado a nosotros en su Hijo hecho hombre. Gracias a Jesucristo, el
destino de los hombres no está ya determinado por el pecado, por más que éste siga presente
y activo en la humanidad, sino por la salvación que Dios nos ofrece gratuitamente en Cristo.
El perdón de los pecados es la aurora de la salvación futura, la luz que el futuro de la salvación
de Dios arroja sobre la vida presente. En medio de esta noche oscura, de esta historia de
pecado, que es la historia de la humanidad, Dios nunca abandona a sus hijos. Es allí cuando
resuena la voz de Dios:
Aunque una madre se olvide de su hijo pequeño, Dios no puede olvidar a su pueblo (Is 49, 15).
Creer en la remisión de los pecados es creer que el mal, el pecado, no tendrá la última palabra.
Creer en el perdón de los pecados significa que, a pesar de la infidelidad de su pueblo, la
misericordia y la compasión de Dios son para siempre, y Dios no desprecia el corazón
arrepentido y perdona la culpa del que lo busca con sinceridad de corazón.
No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan
perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su
arrepentimiento sea sincero» (Catech. R. 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los
hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera
que vuelva del pecado (Cf Mt 18, 21-22). (Cat. Nº 982)
Jesús quiso ceder a la Iglesia este ministerio del perdón. Fue el día más grande de la historia,
el día de la Resurrección, cuando Jesús se apareció a sus apóstoles y, después de entregarles
el don del Espíritu Santo, les dijo:
A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y a quienes no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar (Jn 20, 23).
La Iglesia comprendió de manera clara que el Señor le entregaba el ministerio del perdón.
Nosotros lo llamamos sacramento de la Reconciliación (o Penitencia). Cuando un pecado
mortal rompe nuestra amistad con Dios, acudimos a este sacramento; allí es Jesús mismo
quien se hace presente, a través del sacerdote, para decirnos: «Yo te absuelvo de tus
pecados». Por medio de la confesión, Dios Padre nos restituye la vestidura de gracia que nos
fue regalada en el bautismo.
El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores
cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra (S. Ambrosio).
Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los
arcángeles... Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo (S. Juan
Crisóstomo). (Cat. Nº 983)
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«CREO EN LA RESURRECCION DE LA
CARNE»
Creer en la resurrección de la carne significa que nuestra vida no termina dentro de un
sepulcro. Nosotros nacemos para vivir, no para morir. Como Jesús de Nazaret, seremos
resucitados por el poder de Dios.
Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su
Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11).
¿Qué es resucitar?
Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida
incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha
resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día (Cat. Nº 1016).
Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación (Jn 5, 29).
Cada uno resucitará con su propio cuerpo, pero glorificado. Un cuerpo totalmente animado y
poseído por el Espíritu, dador de Vida y, por tanto, incorruptible, glorioso y fuerte:
Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39);
pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El «todos resucitarán con su propio
cuerpo, que tienen ahora» (Cc. de Letrán IV), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo
de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44). (Cat. Nº 999).
La resurrección será en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG
48). La resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía –segunda venida–
de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del
cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
Afirmar la fe en la resurrección de la carne no es sólo creer en «la otra vida», significa también
creer que esta vida nuestra, gracias a Dios, se impondrá sobre la muerte.
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«CREO EN LA VIDA ETERNA»
El juicio particular
Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio
particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para
siempre (Cat. Nº 1022).
Para quienes vivimos en el camino del Señor, el juicio no debe ser motivo de terror, sino de
confianza. Recordemos para esto la promesa que nos hizo Jesús:
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque
no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios (Jn 3, 17–18).
La vida eterna (el cielo) y la muerte eterna (el infierno) ya comienzan aquí. Creer en la vida
eterna es creer que el reino de Dios ya está en medio de nosotros, y que es nuestra la tarea de
construirlo.
El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mt 12, 30).
Es un error grande el imaginarse al purgatorio como un «infierno chiquito». Otro error es pensar
que todos necesariamente deben pasar por el purgatorio. No es así. La persona que ha llegado
a una debida maduración espiritual ingresará inmediatamente al cielo.
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque
están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de
obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios (Cat. Nº 1054).
El purgatorio, más que como una amenaza, lo debemos mirar como una muestra más de la
misericordia de Dios que comprende nuestra debilidad. Dios no quiere la condenación de
nadie.
Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión
voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final (Cat. Nº 1037).
El juicio final
Hoy en día, hemos tergiversado las cosas: a lo bueno se le llama malo; muchos malvados son
exhibidos como ejemplares y exitosos; el débil y honesto sale perdiendo frecuentemente, sobre
todo cuando acude a los tribunales humanos. Pero el día del Juicio Final, todo quedará en el
lugar preciso, pues sólo habrá un juez: Dios mismo.
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Es por ello que los primeros cristianos, lejos de temer la segunda venida de Jesús, oraban
incesantemente para que ésta se produzca, clamando: «¡Ven, Señor!». Y para los que creemos
en Cristo, será un día de celebración.
La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch 24, 15),
precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán
su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal,
para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de
todos sus ángeles... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los
unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su
derecha, y las cabras a su izquierda... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida
eterna» (Mt 25, 31. 32. 46). (Cat. Nº 1038)
El Catecismo de la Iglesia nos da una bella definición de lo que es la «vida eterna»: es reinar
con Cristo.
Al fin de los tiempos, el Reino de Dios llegará a su plenitud. Entonces, los justos reinarán con
Cristo para siempre, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo material será
transformado. Dios será entonces «todo en todos» (1 Co 15, 28), en la vida eterna (Cat. Nº
1060).
El cómo será esa vida bienaventurada, no lo sabemos. Muchos se esfuerzan por imaginarse
algo tan sublime, pero lo cierto es que recién lo entenderemos cuando lo vivamos. Ésa es
nuestra más grande esperanza.
Sólo cabe apuntar que quizás el pasaje más hermoso de la Sagrada Escritura es el que nos
describe el Apocalipsis, de aquel momento sin fin al cual todos hemos sido invitados a disfrutar.
Nos referimos a las Bodas del Cordero, esa gran celebración como no hubo ni habrá otra igual:
Y salió una voz del trono, que decía: «Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le
teméis, pequeños y grandes.»
Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el
fragor de fuertes truenos. Y decían: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el
Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria,
porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha
concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura; el lino son las buenas acciones de
los santos» (Ap 19, 5–8).
«Amén»
Así pues, el «Amén» final del Credo recoge y confirma su primera palabra: «Creo». Creer es
decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente
de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad (Cat. Nº 1064).
Cuestionario
1. ¿Cómo responderías a alguien que te dice: «Yo me confieso directamente con Dios»?
2. ¿Cómo deberíamos vivir para estar confiados en el momento de nuestra muerte de que
iremos directamente al cielo?
3. ¿Qué le dirías al Señor en el último minuto de tu vida?
4. ¿Cómo la voluntad de Dios se puede hacer «amén» en tu vida?
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