El Mito Del Leviatán - Bernardo Tobar

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EL MITO DEL LEVIATÁN
DE LA FICCIÓN DEL ESTADO A LA EMPANCIPACION EN
SOCIEDADES LIBRES
Por
Bernardo Tobar
 
Marzo, 2021
A Cristina, siempre alumbrando
mi camino, incluyendo el trazado
en estas páginas, por ello tan suyas
como mías.
 
 
I. EL REY DESNUDO

II. LA LIBERTAD
La libertad es indelegable
La libertad es voluntad
De dónde viene la libertad
El derecho a la identidad
Libertad y diversidad social
Autogobierno

III. EL MITO DEL ESTADO


Platón y el Gran Hermano
Bolívar, el primer dictador
Servidumbre ancestral
El influjo hispano
El vicio inherente del poder político
No hubo liberalismo
Adicción al crecimiento
Acumulación de poder
La religión del Estado benefactor
La inmunidad del político
¿Quién ejerce el poder?

IV. MIEDOS Y DOGMAS.


El mito, savia de lo colectivo
La resignación de la idolatría
La llave del potencial
Mitos sobre la inequidad
Egoísmo y equidad
La falacia de la desigualdad sistémica
La injusticia de la igualdad
Pruebas al canto
La era del individuo
El Papa Borgia y Maquiavelo
Padrecito, no Gracias.
La fuerza del riesgo
Policía del pensamiento
La Empresa, vector social.
Utilidad razonable, muletilla del socialismo
La trampa del modelo
Más ladrillos al muro…
Bálsamo de los mediocres
Ilusión del reino

V: DISRUPCIÓN
Transformación radical
El individuo y la revolución tecnológica
Caos Prolífico
La clave de la vida: el genoma
Misteriosa fluidez
Inteligencia Artificial
Blockchain: monedas y leyes sin bandera
Acceso a capital
Computación de borde.
Convergencia y accesibilidad.
Tecnología y acceso universal
Disrupción total
De lo lineal a lo exponencial; del conocimiento a la autonomía.
Lo malo, lo feo y lo bello
Tiranobot
Intuición y estética

VI: DE LA SERVIDUMBRE A LA EMANCIPACION


El germen totalitario
Finalidad inventada
El hombre en estado de servidumbre
A pesar del Estado
Bien común en el orden espontáneo
Más algoritmos, menos política
¿Tendrá futuro el gobierno?
Disrupción en la política
Maquiavelo y el caos como chantaje
Espejismo del orden establecido
El poder de la innovación libre
Vocación global
Castillo de Naipes

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA
Prólogo
 
Esta obra indaga sobre la libertad, su fuente, su potencial, su lugar
en la trascendencia individual y en la construcción de la sociedad.
En general no solemos pensar en la libertad hasta que está en
riesgo o se la pierde, como la salud, que la damos por descontada
hasta que se quebranta. Y quizás el mayor enemigo que le sale al
paso es la pobre y generalizada concepción que el hombre tiene de
su libre albedrío, herramienta poco útil, según ciertas creencias,
ante un plan predestinado o la suerte, o de maniobra limitada, según
otras taras culturales, frente a las maquinaciones y conspiraciones
de los enemigos externos, empezando por el vecino con su jardín
siempre más verde.
 
Para muchos ese jardín del otro, florido y abundante, explica la
precaria condición del suyo. Es una inclinación cómoda, y por ello
extendida, la de evadir la responsabilidad de la propia circunstancia
y tranquilizar la conciencia culpando al sistema por la buena estrella
de unos que, les gusta creerlo, se alcanza merced al sacrificio de
otros. Esa mentalidad, ese vacío de autonomía, es terreno propicio
para ocupación por el poder político que se ejerce desde el Estado,
limitando la libertad en grado creciente, progresivo. Lo que nos lleva
a una pregunta: ¿puede la especie humana convivir y realizar su
destino sin gobierno político, puede organizarse en sociedades que
no trasladen a una autoridad central el rol de dirigirlas? ¿Es posible,
en suma, una sociedad sin Estado? ¿Es el Estado inevitable o un
mito que podemos sustituir por otro que rescate la libertad humana
en lugar de someterla a servidumbre?
 
Las limitaciones a la libertad originadas en la autoridad política han
justificado a lo largo de la historia innumerables y abultados
volúmenes de filosofía, economía, ciencia política, teología,
psicología social, antropología,  tratados sobre la naturaleza
humana y, más recientemente, ciencias cognitivas. Solo en las
últimas décadas y especialmente en los últimos años en que nuevas
tecnologías han permitido aproximarse a los misterios de la mente, a
los hallazgos de la biología evolutiva, a entender mejor la relación
entre la herencia genética y los comportamientos de las personas,
es que nos percatamos del divorcio entre las construcciones
ideológicas y la vocación natural del hombre. Es lugar común que la
ciencia política debe construirse a partir de una teoría de la
naturaleza del hombre y su vocación social, a cuyo servicio se debe;
sin embargo, como revela Steven Pinker, el pensamiento político se
asienta sobre fabricaciones que tienen siglos, sobre nociones
superadas de la naturaleza humana. 
 
El Estado contemporáneo es heredero, en sus premisas básicas –
autoridad, territorio, pueblo y fin- de los imperios de Oriente y Roma,
formados cuando la esclavitud era un concepto aceptado –
Aristóteles sostenía que hay hombres nacidos para mandar y otros,
para obedecer, incluyendo en esta última categoría a las mujeres- y
tiempo antes de que los teólogos del medioevo se pusieran de
acuerdo en reconocer que los nativos de las Indias, como se
conocía a América, tenían alma, como cualquier ser humano. Hoy
estas ideas nos parecen trogloditas, pero toleramos la estructura
política parasitaria a la que dieron lugar. Si algo intento es provocar
una indagación en búsqueda de formas de organización asentadas
sin concesiones sobre la libertad individual, dejando atrás a su
mayor enemigo, el Estado, ese Leviatán que se ha edificado a golpe
de hechos consumados y embustes cívicos antes que por la
operación de elegantes teorías jurídicas.
 
No pretende ser esta obra un volumen más de esa prolífica y erudita
bibliografía, que además abunda en la justificación del Estado, no
obstante discrepancias de grados, matices y rol, y mira con desdén
academicista las pocas y aisladas voces que se plantean una
sociedad sin el Leviatán de Hobbes. Por eso tampoco he querido
encorsetar las páginas e ideas que siguen con la estructura y la
secuencia de un libro de texto, y las he dejado fluir con las licencias
metodológicas más propias de un ensayo. O de un conjunto de
ensayos. Habría cuajado en el género y estilo que busco si esta
obra logra parecerse a una tarde de conversación con un
interlocutor curioso e incisivo.
 
Tras mucho tiempo e innumerables lecturas empecé a escribir estas
páginas a fines del 2016 y terminé un primer borrador en 2018.
Desde entonces han transcurrido dos años para releerlo y corregirlo,
lo que he podido hacer con las luces de quienes revisaron
generosamente el manuscrito, y el acicate de los sucesos que han
ocurrido en medio de lo que parece un nuevo ciclo de convulsión
que ensombrece varias democracias de occidente. En este período
se produjo en Cataluña un referéndum independentista seguido de
unas protestas violentas que hacían pensar que se habría fracturado
profundamente un sentido de solidez institucional y convivencia
ordenada inimaginable hace tan solo una década, cuando Barcelona
era todavía una de las ciudades con mejor calidad de vida en el
Mundo. Y no es el único ejemplo en la Unión Europea, paraíso del
estado social donde el activismo juega con fuego frente al papel
inflamable de una democracia que pierde adhesiones entre los más
jóvenes a velocidad alarmante, la misma con la que ganan
popularidad las propuestas autoritarias.
 
Otro tanto ocurrió en Santiago, capital chilena, el país más próspero,
institucionalizado y con los mejores índices de bienestar en América
Latina –educación, reducción de la pobreza, tasas de empleo,
salario mínimo, el primero en el mundo en términos de acceso de la
población a la vacuna del Covid-, convertido no obstante, de la
noche a la mañana, en un escenario de protesta social violenta que
puso en jaque al sistema. Quito, mi ciudad, sufrió poco antes que
Santiago un asedio criminal, que forzó a sus habitantes  a defender
con sus propios medios casas y vecindarios, en medio de una
movilización indígena que sirvió de caballo de Troya para un intento
de golpe de estado con tufo colectivista que estuvo a punto de
concretarse. Los líderes del socialismo bolivariano vaticinan –
¿porque lo planifican?- que la mecha también se prenderá en otras
capitales de la región. Mientras tanto los partidarios de las tesis
contrarias a la libertad y al progreso que proclama el Foro de Sao
Paulo, hoy rebautizado como Grupo de Puebla, han logrado el poder
en México, intentaron renovarlo con fraude en Bolivia y lo han
recuperado en Argentina, país que estuvo entre las primeras
economías hace un siglo y que hoy es virtualmente un estado
fallido, casi tan condenado al peronismo como Cuba lo está al
castrismo.
 
Para cuando había perdido la cuenta de las relecturas para
actualizar estas páginas con estos hechos contemporáneos que,
desde mi óptica, revelan un patrón confirmatorio de las tesis que
presento, tuve que ponerlas a prueba frente al escenario de
pandemia desatado por el temible coronavirus, que ha paralizado a
toda la humanidad, alterando quizás para siempre ciertos modos de
interacción y acelerando todavía más, si cabe, el impacto de las
tecnologías exponenciales en la radical transformación de la
sociedad y sus instituciones. Pues así como los actos terroristas del
2001 justificaron serias restricciones a los derechos individuales y la
correlativa irrupción del poder público en terrenos antes protegidos
por las altas murallas de las libertades civiles, sin duda este suceso
histórico contra la bioseguridad y la salud general engrosará las filas
de los enemigos que, según los estatistas de cualquier color político,
la sociedad no puede hacer frente sin renovados, fortalecidos y
centralizados poderes públicos.
 
¿El combate contra los agentes que atacan la bioseguridad prueba
que no es posible subsistir sin Estado o podía la sociedad haber
hecho frente a la pandemia de manera autónoma, recurriendo a los
mecanismos de la colaboración voluntaria? Como en todos los
demás aspectos de la convivencia humana analizados en esta obra,
mi sospecha es no tiene por qué ser menos eficaz la cooperación
libre en la búsqueda de la salud que en la consecución de otros
fines sociales. Y de hecho la pandemia fue agravada por las
decisiones e intervención de los poderes estatales: lo fue por la falta
de transparencia y oportunidad del gobierno Chino, en cuyo territorio
cobró el virus sus primeras víctimas; o por las acciones y omisiones
de la política norteamericana, uno de los países con más muertes
en el mundo por coronavirus en relación con el número de
habitantes, a pesar de su desarrollada institucionalidad pública,
fenómeno que también se pudo observar en tantos otros países con
políticas intervencionistas; y qué decir de la errática y contradictoria
gestión del organismo público internacional, la Organización Mundial
de la Salud, cuyas recomendaciones variaron en direcciones
opuestas en medidas clave. Por contraste, fueron jugadores del
mundo empresarial los que habían alertado insistentemente de los
peligros de una pandemia desde hace años, y fue ese mundo regido
por la libertad y el afán de lucro el que le dio a la humanidad en
meses los tratamientos y vacunas que los reguladores públicos
usualmente tardan años en aprobar. Pero escribo en medio de la
pandemia, cuando las vacunas están en proceso de administrarse,
así que falta mucho para un desenlace y para hacer análisis con
perspectiva sobre este tema. Lo que sí tengo claro es que cada vez
que la autoridad asume una función y una garantía frente a la
sociedad, ésta baja la guardia y, asumiendo que las instituciones
públicas cumplirán con su promesa de bienestar -para algo se paga
impuestos-, omite tejer sus propias redes de protección.
 
El creciente desencanto frente a la democracia ocurre, vaya
paradoja, en una época de progreso sin precedentes. Contra la
creencia generalizada y el ruido alarmista de los medios, se ha
reducido la pobreza de manera significativa al punto que se ha
debido modificar la vara para medirla, pues hoy casi todos los
segmentos de la población tienen acceso a bienes y servicios que
eran lujo de ricos hace algunas décadas. Hans Rosling demuestra,
con abundante evidencia, que la noción de la brecha entre pobres y
ricos es más una creencia anclada en las estadísticas de los años
60, que una conclusión sostenible en la actualidad. Este progreso ha
sido empujado por las economías sin modelo –la libertad económica
no es un “modelo”, es un principio, como el respeto al otro-, que han
logrado hacer realidad la ingeniería genética, la conectividad digital
masiva, la inteligencia artificial, la robótica, energías limpias,
radicales transformaciones para la salud, la educación, la
generación de riqueza, con la particularidad –y en esto radica la
novedad tanto o más que en las mismas tecnologías- de que esta
reciente revolución industrial está en la dirección de lograr el acceso
universal a recursos, por la reducción de costos. Un iPhone 5, a un
precio de US$ 100 o menos en el mercado tiene 2.7 veces más
capacidad de procesamiento que la más poderosa computadora del
año 1985, que se vendía por US$ 32 millones. El fenómeno de la
digitalización acerca cada día a más personas, a millones de ellas, a
las herramientas necesarias para alcanzar el bienestar.
 
¿Cómo se explica entonces, a la luz del éxito de las sociedades más
libres, y del fracaso de los socialismos o estatismos, que las
generaciones más jóvenes, aquellas que se han ganado la etiqueta
de las mejor preparadas, adhieran cada vez menos a la democracia
y exijan del Estado más intervención? En Chile esto sucede a
menos de 50 años del experimento comunista de Allende, y a
menos de tres décadas de una exitosa implantación del principio de
libertad económica en su constitución. ¿Es corta memoria histórica,
ausencia de formación política, infiltración cuidadosa y planificada
del socialismo bolivariano y sus huestes para erosionar los sistemas
e implantar su modelo?
 
Es cierto que la historia, realidades y dinámicas en Barcelona, París,
Caracas o Buenos Aires son distintas entre sí. En la capa más
superficial puede decirse que en Cataluña hay un anhelo separatista
en parte de su población; en Latinoamérica, en general, está el
problema del desempleo elevado; en Chile, por contraste, hay quien
afirma que la protesta se asemeja a la de cualquier país
desarrollado: piden más. Pero en todas hay un denominador común:
hay una distancia cada vez más grande entre las demandas
ciudadanas y el grado en que las satisface el Estado, el “sistema”.
Todos reclaman algo más cada día del Estado –pocos reclaman
más libertad, autodeterminación; las mayorías, intromisión-, del que
se han acostumbrado a recibir, y éste tiene cada vez menos
capacidad de realizar su promesa de bienestar. Es un círculo vicioso
que se retroalimenta con cada nueva elección o revolución.
 
Así se profundiza una dependencia parasitaria, pues el Estado, ya
hipertrofiado, continúa expandiéndose para cubrir la creciente
demanda ciudadana por más servicios gratuitos, bonos, pensiones,
ayudas, subsidios, a golpe de imponer mayores cargas tributarias y
burocráticas y de intensificar el funcionamiento de su imprenta de
billetes. América Latina, según un reciente estudio del BID, gasta en
sueldos de funcionarios estatales 29% del presupuesto total del
sector público, cuando la media de los países de la OCDE es de
24%.  El Estado se ha convertido en el mayor lastre para el futuro de
la región. Y el activismo le pide ampliar todavía más sus tentáculos.
 
Estos son los temas y preguntas de este libro, cuya línea
argumental es la mutilación de la libertad que supone el crecimiento
insaciable de un Estado que tiene más probabilidad de colapsar por
su propio peso que por la autodeterminación de sus habitantes,
cuyo inveterado miedo a la libertad los ha hecho en buena parte
actores y cómplices de su propia servidumbre.
 
 
 
 
 
 
Introducción
Entre otras cuestiones relacionadas, estas páginas cuestionan la
legitimidad del poder político para forzar la conducta de las personas
y plantean si el estado-nación se justifica en la era actual; y si hay
alternativas, si las sociedades pueden organizarse y progresar sin
autoridades centralizadas ni tutores públicos. Las corrientes
generalizadas de la ciencia política no lo consideran posible y ven al
Estado como una entidad indispensable, ya como mal necesario
según la vertiente liberal, ya como el gestor o garante del bienestar,
para los socialismos. No resulta digerible la tesis de una sociedad
sin gobierno al sistema de creencias común, forjado tras siglos de
culto al mito de la autoridad y su misión. Sin esta, se sostiene, se
quebraría el concierto social, se acentuarían las inequidades y
reinaría el caos. La historia, como veremos, desmiente esta tesis, y
más bien abunda en lecciones de que el caos y la descomposición
son hijos del poder, en tanto que los avances para enfrentar los
mayores desafíos de la humanidad han tenido lugar al margen de la
ordenación estatal, cuando no a pesar de ésta.
 
Cuando nos acercamos al hombre, al individuo y no al ser
mimetizado en la colectividad, a la persona sin los colores de una
bandera nacional, sin militancia, afiliación gremial ni distintivo
corporativo o confesión religiosa, cuando lo contemplamos en su
humanidad más esencial se descubren aspiraciones y motivaciones
comunes a pesar de diferencias genéticas, culturales o de otra
índole: la necesidad de realizar su identidad y el impulso de crecer
en todo sentido, fuente de todos los sueños infantiles;   y nace
equipado para lograrlo, sin más miedos innatos que al ruido y a
caer. Ese niño pide, explora y hace cuanto y donde le place, pero
conforme crece se llena de miedos, al fracaso, al rechazo, al
abandono, a lo desconocido, a no encajar; y sus sueños, otrora
brillantes, atrevidos, elevados, se recortan, mutilan y esconden a la
sombra de sus temores de adulto; su confianza y amor han trocado
en aprensión y dudas, en tanto crecen las barreras mentales que ha
dejado levantar a su imaginación, tan susceptible a los moldes y
patrones de conducta aceptados por la mayoría y a los dogmas de
los que se sirve la autoridad, ya religiosa, política o la que fuere,
para asegurar su influencia.
El mismo sistema educativo ha prestado su concurso para uniformar
el pensamiento, indoctrinar, premiar la memorización y castigar al
que transgrede la convención, al que difiere, al que se atreve por
territorio no oficializado. La sociedad se siente más cómoda con
miembros dóciles que con personas independientes, que divergen; y
al individuo también le termina resultando más fácil cantar en coro
que escribir su propia música. La inclinación a adaptarse a la
mayoría, a encajar en la corriente, hace parte de la naturaleza
humana tanto como el deseo de individuación: es decisión personal
cuál tendencia se alimenta. Pero en la realidad abundan aquellos,
los individuos mimetizados en la masa, y escasean éstos, pues la
autonomía individual exige más esfuerzo, más riesgos, más
soledades.
 
Galileo Galilei se salvó por los pelos de una condena fatal,
retractación mediante, por exponer una teoría que no encajaba con
el dogma. El fenómeno no murió en la Edad Media, pues las
sociedades contemporáneas siguen inventando ídolos y elevando
altares que exigen el sacrificio de la autonomía personal en nombre
de religiones seculares, profecías de caudillos, teóricos de
ideologías redentoras, planificadores del concierto social, con toda
la parafernalia e iconografía que corresponde a un credo
omnisciente e integrador, incluyendo oráculos, monaguillos y
sacristanes reclutados en las filas del deporte, celebridades
mediáticas, héroes del statu quo o heraldos de la moda política.
 
Pero también hay personas que logran mantener su independencia,
se sobreponen a los miedos y deciden no dejar que un tercero,
menos un burócrata autoritario con pretensiones mesiánicas,
interfiera en el destino personal que han diseñado para sí mismas.
Esta obra es también una observación de las fuentes que nutren
esas características, así como la medida en que el telón cultural de
fondo, propio de cada tiempo y sociedad, las estimula o inhibe. Y la
forma en que una sociedad concibe el rol de la autoridad es uno de
los factores que más inciden en su idiosincrasia.  
 
Freud, como buena parte de los pensadores de su tiempo, afirmó
que la voluntad humana está dominada por las pasiones y
complejos. Desarrolló un modelo para explicar su teoría de la
psiquis en la cual el yo está en constante e inconsciente tensión con
el ello –expresión de las pulsiones y deseos- y el superyó –la
síntesis del complejo de Edipo y de las censuras paternas-. No hay
como exigir demasiado de esta personalidad freudiana, y si alguien
podría ser culpado por el condicionado potencial de una voluntad
deprimida, amén de la propia y deficiente naturaleza humana, 
serían los padres o quienes ejercen autoridad en las etapas
tempranas. Sea como fuere hay una inclinación usual para
encontrar un enemigo, para fabricarlo si es necesario, para tener un
agente externo al que pueda culparse de la propia suerte. Y para
salvar a las mayorías de los demonios que acechan se precisa de
una autoridad que asegure la armonía social y le de dirección. Tal es
la mentalidad del subdesarrollo.
 
Atando cabos históricos se encuentra una correspondencia temporal
entre estas teorías psicológicas y la aceptación que tuvieron a fines
del Siglo XIX –en el auge profesional y académico de Freud- y en
buena parte del siglo siguiente las doctrinas políticas que abogaban
por un papel rector del Estado para dirigir y corregir los excesos y
descontroles de la libertad humana. Esta tendencia además tenía ya
tracción histórica y pretensiones academicistas desde que
Maquiavelo, a fines de la Edad Media, teorizó sobre la maldad
intrínseca del hombre y la correlativa necesidad de que el Príncipe
acumulara poder; y antes de la era cristiana, ya Platón y Aristóteles
sustentaban la supremacía natural del Estado. La misma conclusión
defendía el filósofo inglés Hobbes en el Siglo XVII, considerando
que los hombres se hallarían en constante guerra entre sí de no
estar sometidos a un poder común. Con evidente desconocimiento
de la realidad de las culturas ancestrales, apunta como ejemplo de
esa condición de salvajismo a los pueblos en varios lugares de
América, cuya ausencia de gobierno común los lleva a vivir
embrutecidos[1]. Añade Hobbes que también los reinos y gobiernos
soberanos entretienen posiciones de potencial conflicto entre ellos,
pero como defienden la industria de sus súbditos, no se sigue de
aquello “la miseria que acompaña la libertad de los hombres en
particular”[2].
 
Cuatro siglos más tarde, ¿qué tienen en común las proclamas de los
políticos y gobiernos autoritarios, los populismos, los socialismos
estatistas –expresión redundante, como veremos luego-, los
nacionalismos de cualquier signo? La construcción de enemigos, de
fuerzas externas o poderes fácticos a los que se responsabiliza de
todos los males, de la imposibilidad de las personas para solucionar
sus problemas –porque otros son los culpables de su suerte-, lo que
a su vez justifica, dice el guión imperante, que los pueblos depositen
mayor poder en las instituciones estatales, alimentando el incesante
crecimiento de los ineficientes y cada vez más corruptos aparatos
burocráticos.  
 
En América Latina han tenido significativa influencia dos fuerzas en
la configuración de la cultura: el Estado y la Iglesia, que en alguna
etapa llegaron a una dependencia recíproca tan estrecha que no se
podía saber dónde terminaban las instituciones civiles y dónde
comenzaban las eclesiásticas. En medio de estos hallazgos
continúo preguntándome, como muchos, ¿por qué mi país, o
cualquier otro de América Latina para el efecto –excepción parcial,
tal vez, de Chile, si no termina cayendo ante el socialismo-, no logra
desarrollar su potencial? ¿Por qué siguen las economías de esta
parte del Mundo girando en torno a productos y servicios de poco
valor agregado?  ¿Por qué Venezuela, a pesar de su riqueza y
tradición institucional, dejó incubar una dictadura que la destrozó en
pocos años? ¿Y Argentina, que en la primera mitad del siglo pasado
estaba entre las primeras potencias mundiales, destino de
migrantes, foco cultural del hemisferio, reconocida por sus
excelentes universidades, hoy es poco más que un estado fallido,
donde los menos, que trabajan privadamente, soportan a los más,
que viven del aparato público? ¿Por qué Brasil, a pesar del tamaño
de su mercado interno, destaca más por la corrupción sofisticada de
sus empresas emblemáticas y líderes políticos que por cualquier
otra cosa? Y no olvidemos que Chile también fue presa del
socialismo en 1970 y se asemejaría a una Cuba o una Venezuela si
el proceso no hubiera sido interrumpido abruptamente.  Hoy sus
generaciones jóvenes, que nacieron en una economía pujante y
liberal, quizás no tienen el olfato de sus padres para reconocer a
distancia la amenaza autoritaria que se esconde detrás de las
promesas mal llamadas progresistas.
 
En el verano de 2015 visité  una compañía financiera en Stuttgart,
Alemania, con un grupo de colegas para repasar el clima de
inversión y de negocios en América Latina, específicamente de
Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y Brasil, destinos de
posibles operaciones futuras de nuestro anfitrión.  Entonces se nos
recordó que el PIB de Alemania era superior al de todos los países
latinoamericanos antes citados, no obstante que la población de
éstos es 5.4 veces mayor. Y Alemania tuvo que surgir de las cenizas
a las que quedó reducida con la Segunda Guerra Mundial y no logró
reunificarse hasta que cayó el Muro de Berlín en 1989.  Hoy es el
sostén político y económico de la Unión Europea.
 
¿Qué sobra o qué falta en la cultura latinoamericana para que no
seamos, en general, tan productivos como los alemanes, tan
rentables como los suizos, tan sobresalientes como los judíos o tan
innovadores como en Silicon Valley? ¿Por qué las tasas de
desempleo son tan elevadas en América Latina? ¿Por qué siguen
soplando vientos estatistas no obstante los casi cinco millones de
venezolanos que han debido huir de esa fábrica de miseria, de esa
trituradora de derechos humanos en que la ha convertido el
socialismo bolivariano? ¿Por qué las economías de la región de
Oriente Medio, a pesar de sus permanentes conflictos armados, o
del África Subsahariana, han crecido recientemente varias veces
más que el promedio latinoamericano? Chile, cuya constitución es
rabiosamente liberal –como correspondía tener luego del socialismo
de Allende y la dictadura de Pinochet-, tiene la tasa que más se
acerca al pleno empleo en la región. Las evidencias de lo que
funciona y de lo que no son numerosas, lo han sido a lo largo de la
historia. Sin embargo, apenas un 57% apoya la democracia en
América Latina, 10 puntos menos que hace 15 años.
 
A mi me rebela esta constatación, pues nada, excepto los límites
que la cultura ha edificado en el imaginario colectivo y la
interferencia de la autoridad separa a las sociedades del bienestar
del que son capaces.  En este recetario de la idiosincrasia faltan
ingredientes y sobran otros, pero de algo estoy convencido, que
tenemos un exceso de Estado, una presencia invasiva de la
autoridad política no solo en sus medios de intervención directos,
como la ley, la regulación, el permiso previo, el control legal, sino en
la cultura, en el sistema de creencias.  El Estado es en sí mismo una
religión, con sus dogmas y rituales.
 
Y no debería sorprender, si repasamos la historia. Los pueblos
ancestrales se organizaban en comunidades, con patriarcas que
concertaban matrimonios, determinaban el rol de cada individuo en
el conjunto y hasta la participación que podían tener en el fruto
colectivo del trabajo. Sobre esta base continuó edificando una
cultura sobre el poder el Tahuantinsuyo, un régimen imperial como
cualquier otro, con su propia mitología para validar la filiación
sobrenatural de sus príncipes, cuyo mando era hereditario y amplio
sobre las colectividades a su servicio, una conquista a la que
seguiría la auspiciada por la monarquía Española. Se suele tratar el
legado del período colonial sin discriminar e identificar los positivos
aportes que hubo durante el régimen de los Austrias, cuando
España oponía el derecho natural a la pretensión ilimitada del
derecho divino de los reyes. Las instituciones de esta primera fase
del período hispánico fueron lamentablemente erosionadas desde
que la corona Española cayo bajo la influencia de la dinastía
francesa y su absolutismo.  Continuó entonces el régimen de
servidumbre, con distinto signo, se repartían tierras y privilegios al
arbitrio del monarca, abonando la semilla del mercantilismo de
Estado que es posible trazar a tiempos precolombinos, y
convirtiendo la relación del individuo con el poder en un laberinto de
papeles, reverencias y salutaciones que ponen en evidencia una
histórica condición de sumisión.
 
Son varios siglos en los que resaltan estos elementos comunes, el
poder excesivo de la autoridad política y la correlativa degradación
de la autonomía individual. Y a diferencia de la inspiración en el Bill
of Rights que definió el carácter de la independencia en
Norteamérica, colocando por encima de todo el reconocimiento del
derecho y la libertad de las personas –no de las colectividades o,
peor, de las organizaciones políticas-, en el Hemisferio Sur de
nuestro variopinto continente Americano el ánimo libertario fue
capitalizado por el primer dictador de las nacientes repúblicas:
Simón Bolívar. No la leyenda de Bolívar que nos contaron en los
años de escuela, sino el Bolívar de carne y hueso a quien Santander
y muchos otros líderes que combatieron por la independencia lo
acusaron de abjurar de la Constitución de Cúcuta, de corte liberal,
para empujar la denominada Constitución de Bolivia, inspirada en
las aspiraciones totalitarias e imperiales de Napoleón, a quien el
“libertador” admiraba. En efecto, esta constitución que Bolívar llegó
a imponer por algunos años concentraba en él los poderes, con
carácter vitalicio.
 
La independencia de España, por lo tanto, no se tradujo en mayores
derechos y libertades para las personas, sino en la sustitución de los
representantes de la Corona por criollos ávidos de ejercer el poder
con más énfasis si cabía, sin rendición de cuentas a ultramar. La
historia del período republicano no es muy republicana que
digamos, pues las nuevas repúblicas no tenían de tales mucho más
que una etiqueta sin sustento histórico ni cultural, apenas un título
decorativo que les atribuían los papeles de sus cartas políticas; y
por ello es un período, hasta nuestros días, marcado por dictaduras,
gobiernos autoritarios, caudillismo, inestabilidad, populismos,
democracias fallidas, con un Estado siempre en crecimiento y
expansión. Este libro profundiza en este fenómeno e intenta
demostrar la caducidad de la construcción estado-nación y analizar
los elementos y fuerzas que están originando formas inéditas de
organización de la sociedad donde, quizás por primera vez en
muchos siglos, la autonomía y libertad personales tendrán el rol
central.
 
Sería equivocado pensar que la trampa del poder y el yugo estatal
son propios de sociedades menos desarrolladas, pues el incesante
crecimiento de la función pública y su interferencia en el libre
desenvolvimiento de personas y comunidades son efectos de la
lógica del poder, tiene su causa  en el diseño mismo de la sociedad
política soberana. Los gobiernos y las instituciones políticas no
tienen la capacidad para impulsar transformaciones positivas, pero
han acumulado un poder excesivo, suficiente para arruinarlo todo
con un plumazo regulatorio, una declaratoria de guerra o un
mensaje de doscientos caracteres. Muchos presidentes hacen más
daño con lo que dicen o callan que firmando decretos.
 
El elemento común a todos los Estados contemporáneos es la
progresiva traslación de funciones legislativas hacia el ejecutivo. Los
reglamentos y regulaciones expedidos por decreto o por decisión de
agencias reguladoras tienen tanto peso práctico en mandar, prohibir
o permitir como cualquier ley expedida por un congreso o asamblea
legislativa. Hace rato se esfumó la línea que reservaba a la ley el
efecto general vinculante de una norma, y más que el camino
trazado por la constitución y la ley, en la vida cotidiana pesa el
laberinto levantado por una burocracia hipertrofiada. El ciudadano
vive expuesto a una promiscuidad legislativa obscena y se ha
llegado a un absurdo grado de dependencia del capricho del
príncipe. Esto obedece a la  dinámica del crecimiento parasitario del
Estado, que le es inherente por vicio estructural, fenómeno que
analizo en esta obra.
 
Siempre he tenido alergia a las imposiciones, sean de ideas,
sistemas, creencias. La historia de la humanidad registra la
repetición de este fenómeno, de esta suerte de absolutismo, de
moldes conceptuales a los que nos vemos forzados por alguna
autoridad  y sus doctrinantes, que pretenden poseer el acceso
monopólico a los pozos de la verdad. En la Edad Media en algunos
reinos europeos la Inquisición perseguía a los herejes, apartarse del
credo oficial podía pagarse con la vida, pensar fuera de los
convencionalismos era una de las aventuras más riesgosas. Hoy el
Estado, hasta en los países que fueron bastión de las libertades,
intenta proclamar desde los púlpitos institucionales cuáles son las
fuentes de la verdad, a quiénes debemos creer, de quienes hay que
desconfiar, qué moneda debemos utilizar y en qué bóvedas digitales
depositarla, quiénes son los enemigos a combatir, y expande
incesantemente el ámbito de las conductas que quedan atrapadas
en los límites regulatorios.
 
No, el dogma y el ícono no ha sido solo religiosos; algunas
ideologías se han elevado a sí mismas a la categoría de un credo,
han pretendido ser el camino de la salvación del hombre, y en esa
medida han justificado su imposición por la fuerza, como sucedió
con las dictaduras comunistas de los últimos cien años. ¡San Marx!
Pero se engaña a sí mismo quien piense que la democracia, por sí
sola, abre el camino de la libertad a las sociedades, pues en
muchos países es la herramienta que legitima a su verdugo. La
democracia como forma de gobierno del Estado social se traduce,
en último término, en despotismo de mayorías. Desde que se
permite al poder restringir las libertades, la democracia traslada una
autoridad excesiva a las masas, por el solo hecho de que hacen
mayoría. Que no exista una forma satisfactoria de transferencia del
poder desde la libertad personal hacia el Estado –la democracia es
la menos mala de las alternativas- ya debía llevarnos a cuestionar
hace tiempo la figura de una sociedad sometida a un gobierno
político.
 
De esta mayoría –convenientemente manipulada- derivan los
colectivismos autoritarios la legitimación política –aunque no moral-
necesaria para imponer sistemas y modelos no solo de gobierno,
legislación y administración de justicia, sino también económicos,
educativos, familiares. Hay cartas políticas de Ripley que regulan,
aunque usted no lo crea, hasta el modelo de lo que constituye el
buen vivir. Pero las sociedades se han acostumbrado tanto a que un
Estado dicte, en su Constitución, patrones de conducta, empezando
por lo económico, que apenas se cuestionan si no es una amenaza
a una libertad fundamental que el tejido que debería armarse con los
intercambios libres y espontáneos de las personas sea el monótono,
monocromático y unidireccional resultado que permiten construir los
telares oficiales.
 
Uno de los fenómenos culturales más peligrosos es la habituación,
pues las anomalías y los absurdos terminan aceptándose por fuerza
de la repetición.  Mientras más extendida es la práctica, más cerca
la trampa de considerarla inevitable, de inútil cuestionamiento, parte
del paisaje o de la naturaleza de las cosas. ¡Así es la vida en el
trópico! Al cabo de un tiempo hasta los sentidos dejan de reaccionar,
de diferenciar el perfume del hedor, la autenticidad de la farsa, la
belleza de la apariencia, la libertad de las cadenas. Y el hedor, la
farsa, la apariencia y las cadenas pasan a ser lo normal. Nada más
normal que el encantamiento de las mayorías con el poder y la
resignación frente a las limitaciones que supone, como si fueran el
precio inevitable de la civilización, de la convivencia, de la equidad.
 
La alegoría de la caverna, presentada por Platón en su República,
es una imagen útil para entender que mucho de lo que se considera
real, inevitable, el único orden posible, es una farsa, un montaje, la
prisión a la que puede conducirnos un sistema de creencias que no
osamos cuestionar. El fenómeno de la caverna descubre   a
personas que desde muy pequeñas viven encadenadas de tal modo
que no han podido moverse, mirar hacia atrás ni conocer que hay
otra dimensión, afuera, llena de luz. En un extremo de la cueva
flamean llamas y se apostan personas que, cual titiriteros,
manipulan objetos cuya sombra es proyectada en la pared opuesta,
la única dentro del ángulo de visión de los cautivos, para quienes la
única  “realidad” es su condición y lo que sucede en la pared
poblada de perfiles oscuros. Uno de los cautivos es desatado y
forzado a dejar su posición y en el camino se resiste, teme lo
desconocido y al alcanzar la salida y ser cegado por la luz natural,
experimenta gran incomodidad, se frota los ojos y no alcanza a
entender lo que ve, árboles y objetos reales: cree que son una
ilusión. Al aceptar la nueva realidad, en la que se encuentra libre, a
la luz del sol, regresa para rescatar a los demás, prisioneros de la
oscuridad, y les habla de ese otro mundo, abierto, de horizontes
ilimitados, del perfume del bosque, del calor del sol y la belleza de la
luna –esta sazón romántica no corresponde al relato de Platón y es
una licencia que  me he tomado-, y plantea la fuga. Pero los
cautivos le consideran loco y acaban con su vida. Cuanta
semejanza entre la ilusoria condición de las sombras de la cueva y
la manipulación de íconos de que se sirve la autoridad política.
Platón, es cierto, no pensaba en el Estado al reflexionar sobre las
sombras de la cueva, pues lo describió como el ideal de
organización política, en un asombroso parecido con la sociedad
perfecta vigilada por el Gran Hermano que parodia Orwell.
 
Los ideólogos del Estado, sin embargo, no imaginaban las
dramáticas implicaciones respecto de la forma en que las
sociedades se  reorganizarían y de las formas de autogobierno que
posibilitan las nuevas tecnologías.  Hay una transformación en
curso, que opera día a día, al margen de la nación-estado. A
analizarlo dedico todo un capítulo, para cuya validación viajé a
Silicon Valley, epicentro de cuanto está sucediendo en innovación.
Quise constatar en las aulas, laboratorios y corredores de
Singularity University y Stanford el estado de las tecnologías
exponenciales, y descubrir en la conversación cara a cara con los
expertos, académicos, inversionistas, emprendedores y otros
actores de uno de los centros de innovación más dinámicos del
mundo, las revelaciones, primicias, dudas y matices que solo se
descubren en el contacto personal, respirando el aire, pisando el
terreno, estrechando manos.
 
La tecnología es solo puerta de entrada al análisis, pues como
afirmó Heidegger al reflexionar sobre su esencia, es el potencial
humano develado por ella lo que interesa, y no tengo duda que
estamos cruzando el umbral hacia una era en que las personas
tendrán acceso a un poder que antes solo se podía concebir en
manos de gobiernos y grandes corporaciones, en la que el ser
humano dará un salto sin precedentes en su capacidad de enfrentar
los más grandes desafíos y de construcción de una sociedad
radicalmente distinta, abierta.
 
Antes de entrar de lleno en materia, una advertencia final. Este no
es un ensayo sobre ciencia política –disciplina que manejo a diario
por mi profesión de abogado- ni la defensa de una ideología.
Combato toda forma de organización que impone desde un centro
de poder un modelo de convivencia y búsqueda de la felicidad a sus
miembros; creo que cada persona debe tener la más amplia libertad
posible para edificar su vida conforme con su visión. La tesis de este
libro se construye a partir de la consideración de la libertad de la
persona humana, de su esencia y su destino trascendente, de su
potencial creativo para transformar el mundo. Creo que las
ideologías, sean del signo que sean, deben abandonar la pretensión
de dictarle al hombre su camino y de organizarle el bienestar desde
el poder. Como lo describo en detalle,   todo el potencial adquirido
para la resolución de los mayores desafíos de la humanidad se ha
logrado sin el poder político, cuando no a pesar de éste.
 
De esto trata esta obra, de activar la libertad personal para romper
las creencias que mantienen en expansión constante el yugo
estatal,  de por qué este modelo de organización política va a
colapsar, de cómo es posible la convivencia social y el progreso sin
rectores ni tutores públicos.
 
Finalmente notar que, aunque mi contexto es América Latina, tan
diversa en ciertos aspectos y, a la vez, con marcados rasgos
comunes, reincidencias y ecos en materia política, la emancipación
por la que abogo en estas páginas no tiene límite geográfico, la
servidumbre impuesta por la expansión estatal no conoce banderas,
como tampoco el ejercicio de la autonomía personal.
 
 
 
 
 
I. EL REY DESNUDO
El Estado, cualquiera sea el signo político de las autoridades de
turno, responde a una dinámica de expansión parasitaria: aunque en
grado diferente, en todas las jurisdicciones ha desbordado su
función más allá de lo que resulta necesario o saludable para
asegurar el mayor desarrollo de los derechos de las personas; y
continúa avanzando hacia más intervención, traducida en menos
libertades y más tributos para financiarla, sin progresar en la
realización del bien común, finalidad que hipotéticamente justifica su
existencia y la cesión de derechos desde la persona, la familia y la
sociedad, en este orden, a favor de las instituciones políticas.   Aún
peor, la hipertrofia del Estado y su apetito por planificar, dirigir y
controlar cada vez más ámbitos, usurpando correlativamente la
capacidad de decisión de sus titulares originarios, las personas, ha
pasado a ser parte estructural de un sinnúmero de problemas para
cuya resolución  los beneficiarios del poder logran expandirlo cada
vez más, retroalimentando un círculo vicioso.
 
Esta expansión del Estado no ocurre de espaldas a los ciudadanos,
sino en la mayoría de los casos con su contribución entusiasta,
omisión cómplice o al menos ignorancia irresponsable. Atrás
quedaron los tiempos en que las dictaduras se instalaban por las
armas, aunque todavía las haya de esta catadura, pues el juego
político ha logrado refinar los mecanismos de manipulación y
propaganda a tal punto que las grandes mayorías acuden alegres a
las urnas a cederle con su voto a la autoridad la llave de su destino
personal. Y sería poco objetivo endosar semejante estafa cívica solo
a la inigualable capacidad para forjar mitos y hacer falsas promesas
de los políticos, que en cierto sentido se limitan a bailar al compás
de la cultura predominante. Hay una comodidad colectiva que lleva
a las personas a golpear las puertas de las autoridades,
planificadores públicos y tutores de la Nomenklatura frente a
cualquier problema o demanda. Es muy tentadora la garantía que
vende el Estado benefactor frente al riesgo de ejercer la libertad y
asumir el autogobierno.
 
El Estado, esa ficción jurídica como se denomina técnicamente en
derecho, es una invención reciente frente a la evolución de la
humanidad. El Homo Sapiens empieza su andar sobre el Planeta
hace decenas de miles de años, pero el Estado con el que soñaba
Platón –pesadillas más bien, como veremos- en los hechos nacía
como sistema político desde los imperios de Oriente, Egipto y más
tarde Roma, que perfilaron los elementos que definen al Estado
moderno, basado en la jurisdicción centralizada de una autoridad
sobre un territorio delimitado y su población, y en una finalidad que
trasciende los intereses de las sociedades menores que lo
componían. Fuera de estos imperios la mayor parte de los pueblos
continuaban organizados en tribus, señoríos étnicos o ciudades-
estado, y las confederaciones indígenas se formaban para combatir
enemigos comunes, sin implicar cesión de autoridad de modo
permanente a una jefatura central. En el Nuevo Mundo el fenómeno
imperial, precursor del Estado moderno,  tuvo lugar en los siglos
previos a la conquista española. Pero incluso entonces, como
durante el régimen colonial, la finalidad colectiva no atendía al bien
común de sus miembros, sino a la mayor gloria del propio imperio. 
 
Si ha de atenderse a las primeras sociedades políticas de
organización centralizadora –atenuada por el federalismo en este
caso- cuya finalidad se orientó a la protección de las libertades
individuales y la prosperidad de las personas en lugar de a la
preservación y expansión del imperio, no fue sino hasta 1776 que
surgió la primera democracia liberal con la declaración de
independencia de los Estados Unidos.
 
La revolución francesa ocurrió pocos años más tarde, y aunque
significó el fin del absolutismo monárquico, el golpe de estado de
Napoleón Bonaparte, que se hizo con el poder en 1799 y se
proclamó luego emperador, impediría que la semilla liberal
germinase al mismo tiempo que en Norteamérica. Napoleón
gobernaría hasta 1814, antes de exiliarse en la Isla de Elba, de la
que escapó para restablecer su jefatura por un breve interregno
conocido como los Cien Días, luego de los cuales se restablecería a
Luis XVIII como rey de Francia hasta su muerte en 1824, aunque
esta vez como monarca constitucional, el último que hubo en esa
nación. Pero no solamente fueron Napoleón o la restauración
borbónica las que marcaron en Francia un curso político tan
diferente al de los Estados Unidos, sino también las mismas ideas
de Russeau, que contribuyeron a sustituir el mito del derecho divino
de los reyes por el mito del derecho divino del pueblo o la soberanía
popular –la voz del Pueblo es la voz de Dios…-, inaugurando una
nueva forma de servidumbre, el despotismo de las mayorías, origen
del Estado de bienestar.
 
Indagando más al Este en el Viejo Mundo se encuentran regiones
enteras que pasaron del absolutismo monárquico a dictaduras
comunistas, cambiando una élite aristocrática e inepta por una
burocrática y tan inepta como aquella, pero manteniendo la
servidumbre y las restricciones sobre el individuo, como Rusia y
buena parte de los pueblos eslavos, que apenas ensayaron formas
democráticas de gobierno a partir de la caída del Muro de Berlín. En
esas regiones la inveterada sumisión ante la mano férrea de un
autócrata ha ofrecido un terreno cultural mal abonado para que
prosperen formas de organización liberales, lo que explica en buena
medida la popularidad actual de sus líderes más autoritarios.
 
Introduciendo la obra de Tocqueville, Enrique González Pedrero
comenta un hecho singular en la historia, que mientras en Europa se
ponían en práctica deliberadamente las tesis de los ideólogos, en
América los colonos del May Flower y las comunidades que fueron
surgiendo desde 1620 construyeron un gobierno atendiendo
espontáneamente a la razón para establecer la sociedad política en
lugar de experimentar con las teorías filosóficas acerca del origen
histórico y fin del Estado. “Los hombres se agrupaban y se daban un
gobierno libremente, considerando a ese gobierno como su
representante. El contrato social se había realizado y a partir de él
se forjaría la conciencia política de los Estados Unidos”[3], conciencia
que Thomas Jefferson resumiría en los siguientes términos: “…que
a todos les confiere su creador ciertos derechos inalienables entre
los cuáles están la vida, la libertad y la consecución de la felicidad;
que para garantizar esos derechos, los hombres instituyen
gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los
gobernados”[4], consentimiento que, añade el autor de la cita, puede
ser revocado para organizar los poderes de la forma que mejor
garantice su seguridad y felicidad. En suma, para configurar esta
forma de organización política  la sociedad norteamericana y sus
líderes pusieron la razón al servicio de la libertad individual, mientras
en Europa continental se la ponía al servicio de las abstracciones
teóricas.
 
Cuán lejos está esta concepción, que no solo fija el origen y límite
del poder político, sino que también trasluce que no es la única
forma de garantizar los derechos de las personas, de aquella noción
de Hobbes, que contaminó Europa, según la cual el Estado
trasciende a los individuos, que pasan a ser meros átomos del
cuerpo social, el Leviathan que se niega a obedecerlos para
imponer un nuevo orden que, como quería Platón, sirve para
fortalecer los lazos del Estado. Aunque por distintos motivos que
Platón o Hobbes, Aristóteles también argumentó que el Estado era
la forma de organización política a la que conducía el orden natural
de las cosas: cae sobre la sociedad como la fruta madura de los
árboles.
 
***
 
El sistema de creencias nos impone, como si fuera parte de un
credo, la figura de un Estado permanente, hasta sagrado para
algunos idólatras. Sin embargo, en tan poco tiempo, en términos
históricos, ya han desaparecido –por disolución, ruptura, división,
incumplimiento de su promesa-, más de un tercio de los estados que
originalmente conformaron la Organización de las Naciones Unidas.
Y en años recientes empiezan a multiplicarse los estados fallidos,
muchos de ellos sumidos en crisis humanitarias de proporciones
abismales a pesar de albergar enorme riqueza natural. El invento no
está funcionando.
 
Desde fines del Siglo XVIII las sociedades políticas se plantean
límites al  absolutismo monárquico, a la dependencia de reinos
ajenos y distantes, a la necesidad de organizar un gobierno
supeditado a los derechos de las personas, eje de la Ilustración, que
desplazó a la divinidad, al poder hereditario, a reyes legitimados por
autoridades religiosas o simplemente por la fuerza de sus ejércitos.
Estos valores de la Ilustración tienen como norte la defensa de las
libertades individuales, en especial de la que permite al ser humano
emanciparse y edificarse a sí mismo sin sometimiento al dictado de
la autoridad.
 
En un ensayo publicado en 1784 bajo el título “What is
Enlightenment”, Kant lo resume como la liberación del hombre del
tutelaje bajo el cual se ha colocado a sí mismo por la falta de
determinación y coraje para usar su razón sin la dirección de otros[5].
Aunque Kant ponía énfasis en la emancipación del dogma y el
despotismo religioso, no dejó de anotar las implicaciones políticas
de su exhorto, afirmando que el espíritu de la libertad debía
doblegar los obstáculos externos erigidos por los gobiernos, incluso
en nombre de la paz y estabilidad de la comunidad: “El hombre por
sí mismo superará gradualmente la barbarie con tal que artificios
deliberados no lo retengan en ella.”[6] Esta tesis, enraizada en la
libertad como esencia existencial del hombre, es manifiestamente
opuesta a la de Hobbes, que reclamaba un poder común para evitar
que el hombre se destruyera a sí mismo en libertad.
 
Pero así como la Edad Media no concebía naciones sin
consagración divina, con el péndulo llegaría Marx para quien todo
fue materialismo, aunque en esencia su doctrina, según veremos,
tiene tanto carácter religioso como cualquier credo confesional. El
manifiesto comunista giró en torno a la plusvalía, a la propiedad de
los medios de producción, a la necesidad de acabar con su
concentración por la fuerza del proletariado y confiar la generación,
administración y distribución de la riqueza al Estado, la “sociedad
perfecta” según Hegel. Así la república, que adquirió en América del
Norte aquella configuración democrática que tanto fascinó a Alexis
de Tocqueville, empezó a pagar con libertades el ascenso de un
Estado orientado, más que a la preservación y aumento de los
derechos de las personas, a servir de atajo y botín a élites
advenedizas, que desde entonces han tenido secuestrada la
voluntad de los ciudadanos a cuento de que trabajan por el bien
común.
 
En nombre del bienestar colectivo, del igualitarismo, de la justicia
social y hierbas parecidas este Estado contemporáneo llega, en
casos cada vez más numerosos, a extremos propios del
absolutismo monárquico, aunque el acceso al poder no necesite
legitimarse en el derecho hereditario o en la unción clerical; basta, a
los políticos actuales, manipular la democracia y sus sistemas
electorales y de representación para acceder a funciones que por
diseño excluyen a los más capaces del liderazgo político. Los
excluyen por varias razones, desde el cortoplacismo electoral hasta
la naturaleza de la función pública, en la que no existe auténtica
rendición de cuentas que haga responsables a sus titulares del error
o acierto de sus acciones u omisiones. No me refiero a las cuentas
sobre el uso de fondos públicos, cuestión obvia, sino a las cuentas
sobre los resultados de la gestión. Un funcionario estatal puede ser
muy honesto en la administración de los fondos que dispone, pero
muy torpe o errado en sus decisiones desde el punto de vista del
impacto que causan: acciones que disparan el riesgo país a la par
que la tasa de interés del endeudamiento público suponen una
pérdida económica para los ciudadanos, pero en la evaluación
colectiva podrían merecer nota alta si la propaganda gubernamental
es efectiva. Los contribuyentes que terminan financiando la cuenta
de una indemnización que el Estado debe pagar por una acción
confiscatoria no tienen capacidad de sentar en el banquillo al político
que en su día fue aplaudido como héroe por enarbolar la bandera
para justificar una nacionalización.
 
Por otra parte, no hay métrica para una evaluación consistente,
pues los indicadores de gestión dependen de la visión política de
turno: el partido que llega al poder con el objetivo de estatizar la
producción petrolera evaluará su desempeño por el grado de
recuperación de una supuesta soberanía energética, aunque con
ello condene a esa industria a un estancamiento productivo, con la
consiguiente pérdida de ingresos para financiar el crecimiento y el
desarrollo. En la empresa privada quien no haya sido capaz de
aumentar la producción de sus líneas de negocio en un período de
tiempo no tiene futuro; en la política es probable que lo reelijan. Un
ambiente donde los buenos no se distinguen de los malos por los
resultados de la gestión sino por la capacidad de vender quimeras y
escabullir el bulto culpando a alguien más cuando la cuenta sale
excesiva, se convierte en el mundo ideal del mediocre. 
 
Es uno de tantos mitos el de la rendición de cuentas en la gestión
pública. El Estado y sus instituciones son inmunes al escrutinio. Los
políticos no temen equivocarse ensayando teorías –o los más
torpes, practicando las que ya han fracasado- con el dinero de los
contribuyentes, no tienen piel en riesgo en el juego.
 
El otro aspecto que ahuyenta a los mejores de la gestión pública es
la omnipresencia del Estado y la promesa excesiva que conlleva. De
una economía y moral deprimidas por sucesivas guerras y por la
miseria de los totalitarismos, el mundo ha girado a un extremo en el
que se tocan las puertas del Estado de bienestar para que financie
hasta la distribución de preservativos en las escuelas.   Basta leer el
baratillo de garantías que contemplan las cartas políticas del
bienestar para darse cuenta que a los contribuyentes los tienen
financiando un imposible y un absurdo. Y es imposible no solo por la
dificultad, sino porque los olmos no dan peras. Desde que el Estado
se arroga la potestad de dirigir, planificar y construir el bienestar de
las personas, usurpándoles la arquitectura de su destino, limitando
el tamaño o la índole de sus sueños individuales,  se ha destruido
por diseño la propulsión social. El exceso de funciones que la
sociedad ha transferido al Estado y sus instituciones, o que éstos
han usurpado a espaldas de sus constituyentes, configura la mayor
estafa cívica en siglos.
 
Desde la revolución bolchevique en 1917 hasta la caída del Muro de
Berlín en 1989, seguida del colapso en dominó de la Unión Soviética
y otros países comunistas, fue el Siglo XX el tiempo del
totalitarismo, que en un momento pintó de rojo más de la mitad del
mapa mundial. Esta proporción no se ha reducido en nuestros días
si ponemos del lado de las sociedades sin libertad no solamente a
las dictaduras abiertas sino también a los Estados que preservan la
democracia o cierto orden constitucional y algunos derechos en el
papel,  pero los reducen en la práctica a una caricatura merced al
control burocrático para su ejercicio.
 
Detrás de esta invasión del poder político hay ideología, pero
también hay una complacencia generalizada, un estado de
indolencia colectiva y comodidad cultural, pues la usurpación de
libertades y la traslación de decisiones desde las personas y la
sociedad a la autoridad política no sería posible sin complejos y
taras en quienes consienten en la servidumbre. Este inveterado
acomodo personal ya lo denunció Kant, quien reclamaba, ya lo
vimos, coraje a las personas para que se emancipen y reivindiquen
el gobierno de sí mismas;  Freud, sin embargo, ofreció la disculpa
perfecta: el hombre se debate en un estado de conciencia limitado
por sus complejos y pulsiones sexuales.  En esencia  fue, la del
psicoanálisis, una cómoda tesis para descargar las culpas fuera de
la voluntad personal, noción que tuvo también en la filosofía su
correspondencia. Todas las teorías conspirativas, como aquella de
que América Latina es tercer mundo por causa del primero, tienen
origen en estas deformaciones psicológicas y culturales,
idiosincrasia sobre cuya materia prima se fraguan luego ciertas
ideologías.
 
Y si el hombre en su individualidad no tiene, en esta psicología del
complejo, la capacidad para decidir sobre su destino, como sostenía
Freud, los filósofos que lo coreaban y los ideólogos del materialismo
colectivista, y menos aún para ocuparse de los demás en medio de
sus pasiones desordenadas y las circunstancias que lo despojan del
control de su vida, alguien más tiene que asumir la tarea de conducir
la sociedad hacia el bienestar colectivo: el Estado y un puñado de
tecnócratas iluminados, tan prevalidos de su autoridad para decidir
sobre bienes, fortunas y vocaciones como los zares, sultanes,
jeques y monarcas decimonónicos.
 
No es casualidad que las tesis    que piden el fortalecimiento del
estado –no hay expansión que les parezca suficiente- vayan
siempre precedidas o sazonadas con diatribas contra el capital, la
“pobreza estructural”, la desigualdad, la dependencia de los
poderosos –ricos y naciones por igual- o cualquier otra figura que
cargue las responsabilidades sobre el otro, el enemigo imaginario
que los mal llamados progresistas y los populismos inventan para
justificar mayor intervención estatal. Por eso los socialismos son, en
lo superficial y durante un tiempo,  populares, pues es natural la
tendencia humana de acomodarse pensando que la causa de la
frustración personal no está en las propias acciones y decisiones,
que poco se puede hacer para cambiar la suerte –Freud,
nuevamente-, que la culpa la tiene una infancia traumática, el
complejo de Edipo, el profesor de escuela abusivo, el jefe
explotador, la abuela insensible o la embajada norteamericana. 
 
Por este camino el Estado ha llegado, desde Alaska a la Patagonia,
España a China, unos en más grado que otros, a absorber poderes
que asfixian a la sociedad y doblegan la iniciativa de las personas,
cuyos recursos mutilan para financiar guerras, sostener fuerzas
militares y seguir armándolas, aumentando paradójicamente el
riesgo de los conflictos para cuya disuasión se establecen en primer
término, pagar legisladores y reguladores que inventan permisos
previos para lo que se les ocurre, que pasan leyes para normar
industrias que la tecnología ya ha dejado obsoletas, emplear
tecnócratas que discuten años sobre políticas públicas de espaldas
a sus destinatarios, rescatar compañías quebradas con dinero de
los contribuyentes que debía canalizarse a combatir la pobreza, y
fondear sistemas judiciales tan poco confiables o lentos que las
personas han debido ingeniarse métodos alternativos de solución de
conflictos, algunos muy exitosos gestionados con inteligencia
artificial, prodigio tecnológico que, como todas las grandes
invenciones que han cambiado la historia, nace de la iniciativa
privada librada a su propio riesgo.
 
¿Seguridad social? Está quebrada. Lo saben bien las nuevas
generaciones, que ya no quieren aportar altísimas primas para
alimentar un sistema que no podrá pagar sus pensiones de retiro en
algunos años y cuyos recursos se colocan en bonos u obligaciones
estatales para compensar la gestión irresponsable de las finanzas
públicas. No hay banco central o reserva federal que, teniendo
moneda propia, no la fabrique sin más sustento que el papel y la
tinta que emplean en su impresión, o simplemente la haga aparecer
por birlibirloque tecnológico en alguna cuenta electrónica. 
 
Pero este estado de cosas, como todo lo que está corroído desde su
raíz, puede precipitarse a su fin; sociedades abiertas están en curso,
a cuya descripción y fenómeno dedicaré algunos análisis más
adelante. Las siguientes páginas cuestionan, comparten las
preguntas que me han guiado en las reflexiones que presento, y
espero sirvan a quien las lea para hallar sus propias respuestas.  
 
Contrasto también en esta obra los resultados positivos para el
bienestar  personal y el progreso de la mayoría que han logrado
culturas que le han apostado a la psicología de la abundancia, a la
confianza en el potencial de cada persona, diseñando formas de
convivencia orientadas a estimular esas posibilidades individuales
antes que a limitarlas, a liberar la iniciativa personal, a generar
trampolines antes que obstáculos, aceleradores en lugar de frenos,
libertades más que límites, que reconocen a cada persona el
derecho de llegar hasta el hito de sus sueños, sin que ningún
burócrata o planificador le cuestione haber logrado demasiado.
 
 
 
 
II. LA LIBERTAD
Libertad significa aceptar por propia voluntad
las posibilidades de mi existencia.
 
Benedicto XVI
 
 
Indagar sobre la libertad implica preguntarse por qué el hombre
debería obedecer a otros. ¿Qué origen tiene la potestad que otros,
la tribu, el clan, la comunidad, la mayoría, en último término la
autoridad política, puede ejercer sobre la persona, forzándola a
hacer lo que sin esa imposición no haría? ¿Existe esa fuente que
legitima la coacción de un gobierno para forzar la conducta de los
individuos o la presuponemos, la damos por sentada, admitiendo
como válida, sin exploración ni pruebas, cualquiera de las teorías
que se han construido para justificar las limitaciones a la libertad que
implica la existencia del Estado? A muchos esta indagación les
podrá parecer de dudosa utilidad práctica, pasatiempo filosófico,
pues las cosas son como son y no como uno quisiera que sean. Y
son como son porque no se indaga ni cuestiona, pero a quienes
valoramos la libertad como el más preciado de los bienes y vemos la
intromisión de la autoridad como su mayor amenaza no nos es
posible esquivar la pregunta. Hay sin duda otras amenazas, muchas
fuerzas que intentan prevalecer sobre la libertad personal, como la
corriente de la masa, la cultura de la cancelación o la discriminación
positiva que logran las minorías, la organización colectiva, los
poderes asimétricos del mercado, los dogmas religiosos, la presión
mediática, incluso eso que llaman corrección política o, en la orilla
políticamente incorrecta, el crimen organizado, el terrorismo, las
mafias. Pero solo el Estado reúne más arsenal que todas esas
fuerzas juntas para invadir el ya limitado territorio de la soberanía
personal, con el agravante de que también hace las leyes con las
que legitima la usurpación e impone obligaciones. Es una invasión
legalizada.  
 
La pregunta fundamental que queda planteada ha merecido
respuestas para todos los gustos, que en su gran mayoría apelan a
algún absoluto, alguna ley que suponen inexorable, de origen divino,
natural o histórico, aunque también hay otras con menos vuelos
filosóficos,  que simplemente asumen que el hombre es demasiado
estúpido o ignorante para alcanzar la felicidad sin que las leyes,
impuestas por unos pocos superdotados, le obliguen a procurarla
donde realmente se encuentra. Platón descubrió unas virtudes
absolutas y en su método de la abstracción idealizó al Estado como
el único contexto en que el hombre podría realizarlas, como la
felicidad, que en su sistema solo surge cuando la persona ocupa el
puesto asignado por un rey filósofo en el concierto social, no
necesariamente el puesto que elegiría o le placería como individuo,
un fenómeno muy parecido al de la satisfacción de la organización
militar, que proviene de cumplir, sin cuestionamiento ni elección, la
misión encomendada por los generales. Aristóteles dudaba de que
las verdades se pudieran deducir o descubrir especulando sobre
esa dimensión celestial a la que se elevaba la mirada intelectual de
su maestro y adoptó el camino opuesto, el de la observación de los
fenómenos concretos y terrenales para inducir leyes generales o
verdades filosóficas, llegando no obstante a la misma conclusión,
que el Estado es la ordenación derivada de la misma naturaleza,
cuyas leyes inmanentes producen individuos nacidos para obedecer,
la gran mayoría, y unos pocos privilegiados con superioridad innata
para el mando.
 
Otros creyeron descubrir un hilo conductor en el devenir histórico,
una dialéctica cuya síntesis no podía ser otra que el Estado. La
vertiente con más resonancia de este historicismo la perfeccionó,
sobre base Hegeliana y acentos redentores reciclados del
Cristianismo, Marx, quien profetizó un paraíso terrenal sin clases
para cuya preservación, dada su dirección contraria al carácter
predatorio del hombre, habría de asumir el poder el proletariado,
versión utópica y metafórica de la dictadura del partido único.
Hobbes consideró que en libertad el hombre se destruiría a sí
mismo y había que ponerlo, como a un insolvente o menor incapaz,
bajo la protección y tutoría del Leviathan. Hallaba en la naturaleza
humana tres elementos que, según su tesis, llevaban
inevitablemente a la discordia o al conflicto: competencia,
inseguridad y gloria. Por el primero invadía  para obtener ganancia;
por el segundo, seguridad; y por el tercero, para alcanzar la gloria[7].
Que se pensara así en los tiempos anteriores a la Ilustración no
debería sorprender; lo curioso es que perviven estas nociones en
todas las ideologías actuales que justifican el rol del Estado. Como
anota Pinker, la ciencia política enseña que las ideologías se
asientan en teorías sobre la naturaleza humana, pero las doctrinas
políticas en uso llevan más de trecientos años desfasadas respecto
de los hallazgos de la biología evolutiva.[8] No es que Hobbes
estuviera del todo equivocado en su observación del hombre,   que
no es un ángel bajado del cielo, altruista, generoso y dedicado al
servicio de los demás por encima de sus propios intereses. Lo que
sucede es que no necesita serlo para coexistir saludablemente en
sociedad sin un policía de conducta; el interés individual –por la
ganancia, la seguridad, el prestigio, o la superación personal- es lo
que mantiene la tensión social en equilibrio, y el rasgo evolutivo más
destacado para realizarlo, parte de la naturaleza humana, es un
ethos de reciprocidad.[9] Volveré más de una vez sobre esta noción
de que entre el interés propio y el interés de los otros no hay, en un
contexto de libertad, conflicto, sino el impulso que favorece el
intercambio.
 
Retomando el hilo, antes de la Ilustración el alma necesitada de
salvación se entregaba sin reparos a la autoridad eclesial, la que a
su vez ungía al monarca de su agrado o conveniencia como al
elegido de Dios. La desobediencia al soberano equivalía a desafiar
la voluntad divina. Larga vida al rey y vida eterna al súbdito eran,
pues, dos caras de la misma moneda. La Revolución Francesa no
emancipó al individuo de este yugo religioso, solo sustituyó el
derecho divino de los reyes por ese becerro de oro llamado
soberanía popular, instaurando así el despotismo de las mayorías.
 
Aunque diferían respecto del origen, esencia y alcance de la
libertad, la mayoría de pensadores en el Siglo XVIII coincidían en
que debía limitarse para garantizar la convivencia social, proteger a
los más débiles o forzar la unidad en el Estado, la necesidad del
poder político se daba por sentada, de modo que las discrepancias
se decantaban finalmente por una cuestión de grado antes que de
sustancia, a saber dónde debía trazarse la línea entre la libertad y el
poder. Algunos, en la confianza de los frutos espontáneos de la
naturaleza humana, favorecían la libertad y limitaban el poder; lo
contrario hacían los discípulos de Hobbes, cuya pobre concepción
del hombre impedía dejarlo a su arbitrio. El punto es que una
libertad sin control o límites ejercidos por la autoridad política se
consideraba por muchos incompatible con las necesidades de la
convivencia colectiva, y hasta nuestros días se plantea la libertad y
la equidad o justifica social como conceptos opuestos para cuya
conciliación es indispensable la intervención del Estado, conclusión
que refuto a lo largo de esta obra.
 
Russeau tuvo la originalidad de intuir que libertad y fin social, el
llamado a ser realizado por la autoridad, no eran incompatibles, sino
ramificaciones con raíz común, pero en su alquimia conceptual
subsumió la libertad como parte de la voluntad  de la asamblea,
extremo al que etiquetó con el sugestivo nombre de soberanía
popular. Su argumentación es que se trata de dos vertientes, la
libertad individual y la voluntad general, de una verdad mayor,
absoluta, y en la medida en que los fines individuales y los
colectivos se buscan y realizan según las leyes de la naturaleza,
única y armónica fuente de ambos, no hay posibilidad lógica de
conflicto. Russeau estaba fuertemente influenciado por el
Calvinismo, pero los dogmas de fe no estaban de moda entre los
intelectuales del Siglo de la Luz, así que apeló a la naturaleza,
cuyos fenómenos ya Tomás de Aquino y otros teólogos habían
considerado como válido puente para interpretar los designios
providenciales[10], llegando a un  resultado muy cercano al producido
por la aplicación del dogma religioso. Esta es la lógica que, según
Isaiah Berlin[11], siguió Russeau para presentar la libertad individual y
la autoridad como elementos compatibles, entrelazados, no
haciendo necesario  trazar una línea que los divida. Para sostener
esta conclusión paradójica, habida cuenta de que para Russeau la
libertad era un valor absoluto, no susceptible de cesión o sacrificio,
se trasladan al campo de la filosofía política las premisas de una
religión monoteísta, aunque la fuente de las verdades absolutas
viene a ser, como se sostenía comúnmente en la Ilustración, la
naturaleza y no un Dios condenado al exilio por la autoridad de la
razón. En esta construcción la libertad, aunque absoluta,
inseparable de la esencia humana, está ordenada hacia fines
dictados por leyes naturales inamovibles, y como la naturaleza es
armonía –según se predicaba entonces- las leyes que determinan lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto y separan cualquier otro dilema
son las mismas para uno y todos los demás hombres. Cuando al
arbitrio de su voluntad una persona se orienta en una dirección que
no resulta adecuada a las leyes de la naturaleza, no estaría
ejerciendo su libertad, no conforme a su naturaleza, sino
apartándose de ella –construcción de Russeau con un paralelismo
evidente a la usada por la Iglesia para conciliar dogma y libertad
frente al pecado-. Y, para guinda del pastel, la libertad individual está
ordenada naturalmente a la convergencia en la voluntad general,
pues no cabe que si la naturaleza es una y armónica, lo que quiere
un miembro conforme con la naturaleza no coincida y se funda, se
diluya con lo que quieren todos los demás si actúan conforme la
naturaleza. Así surge la asamblea, la comunidad, síntesis y
expresión soberana de la libertad.  Esta última conclusión ya tiene
tufo totalitario, con la diferencia de que el Leviathan está para
encauzar al hombre contra su naturaleza defectuosa, mientras el
Estado de Russeau es el destino al que confluye el hombre
realizando su naturaleza virtuosa.
 
Otras corrientes también se apoyaron en una ley inalterable, una
dialéctica inapelable, un determinismo movido por fuerzas y
procesos superiores al hombre, y en este sentido el Marxismo tiene
todos los elementos de una religión secular, que profetizó una
sociedad sin clases, un paraíso de igualdad sin conflicto al que
ascendería el hombre nuevo, liberado, redimido. También en esta
construcción la verdad es una sola, y en tanto los individuos y
colectividades adhieren al dogma, la coincidencia entre autoridad y
felicidad individual se da por sentada.
 
La soberanía popular como origen de la autoridad es otra
presunción abstracta, que ninguna relación guarda con la realidad,
en la que las asambleas y comunidades, conforme aumentan en
escala,  pierden identidad, concierto y el mínimo de intereses
comunes indispensable para una precaria forma de consenso. La
Revolución Francesa terminó con el absolutismo con aquello de la
separación de poderes, pero no dio una respuesta satisfactoria a la
pregunta inicial: ¿por qué el hombre debe obedecer a otros?
 
La teoría del contrato social prometía resolver la cuestión, pues
sugiere que la autoridad del Estado ha surgido de un pacto, del
consentimiento de los titulares originarios del poder, los individuos,
quienes preservan la libertad para revocarlo si no se cumplen los
fines asociativos. La dificultad estriba, nuevamente, en que tal pacto
no existe en la gran mayoría de los casos, o si existió, vinculó
apenas a la generación de ciudadanos cuyos representantes,
extralimitando su delegación, como suele ocurrir en materia política,
celebraron una convención fundacional.  El hecho es que la inmensa
mayoría de las personas nacen un día y, sin haberlo consentido ni
saberlo siquiera –como podrían si son recién nacidos, aunque
tampoco les consultan cuando adultos-, traen bajo el brazo no ya el
pan nuestro de cada día, sino un pagaré firmado a la orden del
servicio de rentas internas y la promesa de jurar la bandera que
simboliza todas las cargas y deberes que les impone el lugar de
nacimiento, que a estas alturas del crecimiento del Estado
benefactor incluye una distribución per cápita de una abultada
deuda pública. Como es imposible que todas las personas en cada
generación consientan en el contrato social, menos aun de manera
informada y cabal, hay que inventarlo, asumirlo, tejiendo ficciones y
elaboradas teorías. Hay que hacerse a la idea de que los llamados
padres de la patria tenían más prerrogativas sobre los hijos de la
patria que sus padres biológicos, y que sus promesas fundacionales
se traspasan de generación en generación a todos los hijos, propios
y ajenos. ¿Y de dónde derivaron los padres de la patria, partícipes
del pacto social primigenio, si alguna vez lo hubo, semejantes
privilegios? ¿Quién les otorgó los poderes necesarios para obligar a
otros a unos extremos que, aun cuando reflejen vagamente el sentir
de la mayoría –convenientemente manipulada por la propaganda,
no olvidemos- no reflejan el consentimiento informado, menos aún el
de todos y cada uno de los obligados por el pacto? ¿Acaso esta
teoría no es, una vez eliminado el velo de la ficción legal, un mero
juego de palabras, un eufemismo para tranquilizar conciencias
evadiendo el fenómeno real, esto es la fuerza de los hechos
consumados? Muchas ficciones a las que recurre el derecho no
tienen  una justificación conceptual, menos una raíz filosófica, sino
tan solo un carácter utilitario, práctico. Al igual que la doctrina del
pacto social, que supone un hecho inexistente –el pacto en sí-, la
ley, porque así lo dice una norma escrita, se presume conocida por
todos y su ignorancia no justifica el incumplimiento. Aunque el
conocimiento real de la ley se limita a quienes la practican, la
sociedad no podría funcionar ni habría lugar a responsabilidad legal
sin esta presunción de un hecho inexistente. El contrato social es
también eso, una presunción indispensable y utilitarista para
justificar la ficción legal del Estado y legitimar la autoridad, pero una
presunción que pone en evidencia la inexistencia del hecho
fundacional y que, a diferencia de la presunción de conocimiento de
la ley, indispensable para que funcione el sistema, viene a ser una
presunción en la raíz misma del sistema, en su semilla. Si algo
existe podemos consentir en obviar y presuponer algunos elementos
necesarios para su funcionamiento, pero no cabe hacer lo mismo
para darle vida a lo inexistente.
 
Como las teorías son abstracciones y apenas topan nuestras fibras
sensibles, mucho menos aquellas que lucen –peligroso espejismo-
tan distantes del interés práctico e inmediato como el origen y
justificación del poder político, no se les presta mayor atención.
Ahora bien, suponga el lector que se opone a cualquier forma de
violencia armada y no admite por principio la guerra, menos aún la
necesidad de hacerla para distraer la atención sobre la política
interna levantando ánimos en torno a un enemigo forjado,  pero el
Estado lo ha convocado, amparado en la ley, a empuñar las armas y
desplazarse al frente de batalla a morir o matar. ¿Razones de
Estado? Veamos otro caso, tomado también de la realidad. Suponga
el lector que es agnóstico o musulmán, ciudadano y contribuyente
ejemplar, pero la constitución le exige ser católico para poder ejercer
los derechos políticos. ¿Lícito? Y este otro, en nombre de la moral y
las buenas costumbres el gobierno impone un patrón educativo y un
modelo pedagógico general, sometiendo por tanto a su hijo a una
enseñanza contraria a la que usted elegiría de tener la opción.
¿Bien común? Y este, emprende usted en la producción de un bien
no sometido a control de precios, pues el mercado es libre, pero con
el cambio de gobierno se dicta una ley que faculta a la autoridad a
fijar precios, privándole de la utilidad que tuvo en mente cuando
decidió invertir. O igual perjuicio resulta de la decisión del Estado de
subsidiar a la competencia. ¿Intervención regulatoria? Suponga que
es un empleado con desempeño extraordinario y recibe bonos
cuantiosos, pero una nueva ley obliga al empleador a participar las
utilidades con todos los trabajadores y a distribuirlas por igual,
situación financiera que impide al empleador seguirle pagando
bonos por desempeño. ¿Protección social? Suponga finalmente
que, dadas las decisiones de su Estado frente a la comunidad de
Estados, tiene que obtener visa para desplazarse a muchos países,
permiso sujeto a exigencias discriminatorias, ya por límite de
ingresos u otra causa. ¿Soberanía?
 
Estos casos y otros tantos son parte de una realidad a la que
muchos ciudadanos están habituados a pesar de que ilustran el
absurdo que supone el ejercicio de un poder que en origen no es
más que hechos consumados y un poco de humo y espejos. Porque
el mismo poder con que se dicta una medida inocua o
moderadamente nociva es el que luego se ejerce para conculcar o
limitar significativamente las libertades. Una vez que se acepta que
otro tiene el poder sin importar de qué fuente deriva, sin validar las
teorías que aparentemente lo justifican, ha quedado abierta la
puerta al usurpador.
 
¿De qué fuente deriva el Estado su soberanía legislativa, su fuerza
para dictar y forzar el cumplimiento de la Ley? De la Constitución,
norma suprema. ¿Y cuál es el origen de la norma suprema, acaso
un pacto social, una asamblea fundacional o constituyente, las
tablas que recibió Moisés? Cualquiera sea la forma sacramental
utilizada para sancionar la carta política y elevarla oficialmente a la
categoría de norma suprema, alguien tuvo que haberla redactado y
promovido, en su texto final, a la aprobación, de modo que en su
concepción la norma suprema es obra de muy pocos. La fórmula
retórica que normalmente emplean las propias constituciones
menciona que la soberanía radica en el “pueblo”, lo que para fines
prácticos se traduce en una mayoría votando a favor del texto. ¿Y
de dónde obtiene el pueblo o la mayoría, que en su gran mayoría,
necesaria redundancia, no ha leído ni entiende el texto por el que
vota, la facultad para obligar a los que no consienten? ¿Si todavía
no hay norma constituyente, de qué código deriva la mayoría su
poder legal para aprobar una norma constituyente? ¿Por qué
mayoría simple y no dos tercios, o por qué dos tercios y no mayoría
simple;  y cómo se calcula, del total de votos posibles o sólo de los
válidos? Pues de las matemáticas, Pitágoras, que dos son más que
uno, sentido común, que de otro modo no existirían Estados ni
leyes. Como se ve, es un argumento circular, en la que el Estado
existe porque una constitución lo proclama, pero si la constitución no
está aprobada aún, y por lo tanto el Estado no existe ni tiene
súbditos, no hay pueblo que tenga derecho a votar, y aun así se
presume, por necesidad práctica, que lo haga alegando una
pertenencia a un colectivo todavía sin bandera.
 
Es que el origen del Estado no es jurídico, no hay tal pacto social.
En algunos casos tiene justificación histórica, como sucede con el
Estado de Israel. ¿Cuántos pueblos pueden, como el judío, exhibir
una identidad tan arraigada en su historia, en su tradición, en su
cosmovisión, como para haber subsistido sin territorio hasta a
formación de su Estado en 1948? Pero esta es una excepción que
confirma la regla. En el origen de los Estados no hay más
justificación que la expresión de los vencedores, el resultado de las
sumas y restas de los despojos y botines militares,  o el capricho de
unas élites políticas a las que correspondió en la ruleta histórica la
tarea de trazar unas líneas sobre mapas de tierras que no eran las
suyas. En muchos casos quedaron atrapados en esas fronteras
caprichosas pueblos sin idioma,  historia ni destino común, tanto
como quedaron en otros separadas comunidades antes
hermanadas.
 
Se dice que sin el Estado se impondría la ley del más fuerte. ¿Y qué
es el Estado sino la más irreductible expresión de esa ley?
 
Como no hallo respuesta posible al por qué debería el hombre
obedecer a otro, reformulo la pregunta antes de seguir: ¿Deberá el
hombre obedecer a quien no ha cedido la atribución de mandar
sobre sus bienes y derechos? Ah, se dirá que entonces la
consecuencia es el caos, una situación sin orden ni concierto en la
que prevalece el más fuerte. Pero esta respuesta es inadmisible,
pues aunque la consecuencia fuese el caos, y asumiendo para el
análisis que este fuese negativo –tema que analizaré en otra
sección-, se estaría utilizando un estado de conveniencia, el orden,
como justificación para limitar un valor esencial, la libertad. Hay que
seguir alimentando el mito y la mentira colectiva a cualquier precio,
convirtiendo al caos en otro enemigo a combatir. Pero la ausencia
de un orden preconcebido, de un plan con sus objetivos y límites,
deja en entera libertad a las personas para que construyan sus
propios objetivos y orienten sus esfuerzos en la dirección que elijan.
Por ello los grandes saltos de la humanidad se han dado al margen
o en contra de la dirección política. Buena parte de las reflexiones
que comparto en esta obra están orientadas a demostrar que el
caos se resuelve eficientemente en libertad dando paso al orden
espontáneo,   en tanto se exacerba con la intromisión del poder,
pues la dinámica social configura un sistema complejo y la
interferencia en una de sus manifestaciones trae consigo
consecuencias imprevisibles en otras, que terminan interrumpiendo
el flujo social, su savia, su propulsión. No es que, para ciertos
efectos, se pueda prescindir de reglas ni de árbitros que las hagan
cumplir, pero ni aquellas ni estos deben nacer necesariamente del
Estado.
 
La libertad es indelegable
 
La libertad, como la vida, es indelegable, exige ejercicio personal.
Nadie puede pedir a otro que viva por aquel, ni tampoco cederle
libertades para que las ejerza en su beneficio. Y muchas gestas
históricas por alcanzar la libertad se han perdido porque se ha
querido delegar a otros su conquista. Para entenderlo mejor les
invito a dar un corto paseo por algunas esquinas de la historia a fin
de añadir nervio e impulso vital a un concepto que quedaría
incompleto discurriendo solamente por la árida abstracción.   En su
momento asistí a la presentación de “Náufragos en Tierra”, de Oscar
Vela, una historia novelada sobre la revolución cubana, construida a
partir del testimonio del cubano César Gómez, quien contó lo que
sigue. Desembarcó del Granma junto a Castro y los barbudos,
protagonizó con estos la destitución del tirano de turno y fue uno de
los primeros disidentes al percatarse de que habían sustituido una
dictadura por otra. Con envidiable lucidez y memoria viajó hasta los
inicios del Siglo XIX para que comprendiéramos la larga y frustrada
lucha de su pueblo por la libertad e independencia, anhelo que no
se ha podido concretar hasta nuestros días.
 
En cada hito del relato de César Gómez flotaba sorda la pregunta,
¿por qué los cubanos no han logrado encontrar la llave de su
libertad? A la que sigue otra reflexión, ¿por qué los venezolanos de
momento –un momento que dura ya casi dos décadas- la
perdieron? ¿Por qué en Chile se la entregaron en 1970 a un político
suscrito a las mismas ideas políticas que profesaba Fidel Castro en
Cuba, Mao en China, todo a imagen y semejanza del marxismo que
implantó Lenin en la Unión Soviética? ¿Acaso otras naciones no se
han librado de correr la misma suerte por un pelo electoral?
 
Y la libertad, como la sobriedad, no necesariamente se pierde de un
solo golpe, hay grados de servidumbre como los hay de adicción.
Un psicólogo social comparaba el efecto del discurso y la
propaganda de los gobiernos mal llamados progresistas de las
últimas décadas con una droga utilizada para privar al sujeto de
voluntad de modo que cumpla dócilmente lo que se le exige, con el
beneficio añadido de que luego no recuerda nada; igual que la
memoria colectiva, que también suele diluirse ante el encantamiento
revolucionario. Ecuador,  Argentina o Brasil no han llegado al
extremo de Venezuela, pero tampoco la mayoría de venezolanos se
imaginaba durante los inicios del gobierno de Chávez que en uno de
los países más ricos del planeta, el suyo, sería en pocos años un
lujo obtener pan, agua o medicinas, o que la mayor amenaza a su
seguridad personal provendría, como en la Nicaragua de Ortega, de
sicarios a órdenes del poder que golpean y matan impunemente a
plena luz del día a quienes osan rebelarse.
 
A pesar de que la historia registra suficientes lecciones  sobre el
futuro que les espera a las sociedades que le dan carta blanca a sus
líderes, especialmente los de inclinación estatista, las mayorías son
seducidas una y otra vez, al punto que apenas un tercio de la
población mundial vive en condiciones relativas de libertad. Si la
censura a la expresión libre es un termómetro fiable de la salud
democrática, piénsese que apenas un 5% de la población en
América Latina goza de este derecho sin condicionamiento o
vigilancia del Estado –cifra tomada de Efecto Naím-.
 
Cuando se indaga en las particularidades de la revolución Cubana,
del comunismo soviético o chino, del fascismo en Italia, del nacional-
socialismo de Alemania,  y de tantos otros procesos que han
desembocado en totalitarismos o al menos servidumbres
edulcoradas, de fachada democrática, a fin de descubrir algún
denominador común, cuando se observa que cada caso tiene
vectores y un contexto histórico, cultural y geográfico diferente a
cualquiera de los otros, es inevitable sospechar que la explicación
no se halla donde con frecuencia se la busca. La historia, la ciencia
social, la antropología, la política intentan explicar el
comportamiento de los protagonistas, esto es de los liberadores
devenidos en verdugos, sus huestes, los activistas y cuantos
jugaron algún papel notorio –que no es lo mismo que notable-,
empuñando un arma, escribiendo un manifiesto, liderando una
marcha, firmando decretos, pronunciando la sentencia que luego se
ejecuta frente a un paredón o bajo la guillotina.  Poco se dice, sin
embargo, de la acción u omisión del ciudadano común, de esa
colectividad a la que nadie pregunta pero en cuyo nombre los
vencedores decapitan unas élites para instalar otras, las más de las
veces peores que las defenestradas, porque a la improvisación
añaden la urgencia de un rencor contenido y la pretensión infantil de
la redención. Y la redención no llega porque, como sostuvo Kant, el
hombre ha consentido desde antes en renunciar al gobierno de sí
mismo en beneficio de otros; no se lo arrebataron en todos los
casos, lo fue perdiendo en el tiempo por inercia o comodidad.  Se
cumple la ley kantiana de las revoluciones: solo sustituyen un yugo
por otro, porque al hombre le cuesta asumir la responsabilidad de su
propia liberación.   Fromm afirma que es una ilusión común, la más
peligrosa de todas, asumir que los autoritarismos se hacen por la
fuerza y que la población es apenas una víctima involuntaria del
terror.[12]
 
Aquí está una de las claves del asunto, en la falta de voluntad de
cada ciudadano para responsabilizarse de sí mismo, e impedir así
que otros decidan su futuro; el poder llena cuanto vacío deja la
iniciativa personal. Este acomodo inveterado del individuo medio,
que teme equivocarse, que rehúye poner a prueba su potencial, que
evita riesgos, traslada progresiva y sordamente a una autoridad las
decisiones y la solución de sus problemas. Así el poder ha mutado
en una obra de teatro, donde cuenta lo que se urde tras bastidores y
se ejecuta en el escenario, con el aplauso de palcos y galerías; en
tanto la mayoría de la gente está afuera, ajena a cuanto acontece en
el traspatio de la comedia política, sin imaginar que ha de pagar con
libertades su indolencia, al tiempo que los protagonistas se rifan a
puerta cerrada vidas, bienes y destinos colectivos, como si fuera un
juego –planificación centralizada llaman a este ejercicio-.  ¿No es
esta, con sus distinciones de grados y matices, una adecuada
descripción del sistema de gobierno contemporáneo y de la
situación del común de la gente frente al poder? ¿Acaso sucede otra
cosa en las democracias más desarrolladas, donde el público
ausente apenas tiene derecho a votar por el actor más popular?
 
La libertad es voluntad
 
Ontológicamente la libertad es, sin duda, consustancial al ser
humano, no un accesorio del que puede ser privado sin quebrantar
su esencia.  Sin embargo, su fuerza depende, como la de cualquier
otro atributo existencial, de un ejercicio constante. La razón que no
se cuestiona, la memoria que no trabaja, la imaginación que no se
deja volar, igual que una extremidad ociosa, se vuelve inútil; se tiene
pero de poco sirve. Con la libertad sucede lo mismo, se alimenta de
la conquista frecuente de las metas que son posibles gracias a ella,
y enferma en la medida en que renunciamos a perseguirlas. Y así
como se reduce su potencial con la inacción o la renuncia, crece y
expande nuestro horizonte con su ejercicio; podemos agrandar
nuestra libertad, o condenarla a la atrofia.
 
Interesa entonces profundizar en el fenómeno de la realización de la
libertad, en la transformación de ese atributo esencial del hombre en
poder para decidir y concretar opciones, en acción. La libertad es
poder solo en la medida en que se acepta el riesgo que conlleva
ejercerla.
 
La libertad no es más que hipótesis mientras el individuo no decide
responsabilizarse de sí mismo. Realizar una posibilidad de la
existencia supone un acto de voluntad, como advierte Benedicto
XVI[13], y por lo tanto un ejercicio continuo de conquista del propio
ser. Desde una vertiente opuesta concluye otro tanto Nietzsche, que
entiende la libertad “como algo que se tiene y no se tiene a la vez,
que se quiere, que se conquista”[14] y se pregunta “¿Qué es la
libertad? Es la voluntad de tomar responsabilidad sobre uno mismo.”
Sin voluntad de acción las posibilidades de la existencia se esfuman
y la libertad queda reducida a un título incobrable, a un apelativo
desustanciado e inocuo.
 
Como la libertad constituye el atributo definitorio de la esencia
humana, realizarlo a cabalidad entraña el mayor desafío que se le
plantea al hombre en su existencia. Además del peso de la
responsabilidad, que lleva a muchos a evadirla, la psicología ha
indagado si junto al impulso de libertad no convive oculto en la
naturaleza humana un instinto de servidumbre. Este es el tema
central de “Miedo a la libertad”, una de las obras más importantes de
Erich Fromm, publicada en 1947, pocos años después del fin de la
Segunda Guerra mundial. Este psicólogo judío-alemán nació y vivió
en Alemania hasta que Hitler se hizo con el poder, y fue por lo tanto
parte del espíritu germano en el cual echó raíces y floreció el culto al
Tercer Reich, como también testigo cercano de la instauración del
fascismo en Italia y el totalitarismo marxista en Rusia. Por eso abre
su libro con estas preguntas: “¿Puede la libertad volverse una carga
demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla?
¿Cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una
meta ansiada, mientras que para otros no es más que una
amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad,
un anhelo instintivo de sumisión? Y si esto no existe, ¿cómo
podemos explicar la atracción que sobre tantas personas ejerce
actualmente el sometimiento a un líder?”[15]
 
Fromm ubica el origen clave de estos fenómenos sociales en los
factores psicológicos, concretamente en una deficiente
individuación, esto es el proceso mediante el cual la persona, que
nace y se desarrolla en su infancia en un contexto de dependencia
total, pues necesita de sus padres para alimentarse, de autoridades
familiares y educativas que le dirigen marcando la línea entre el bien
y el mal, lo conveniente, lo razonable, lo válido, lo útil y lo que no lo
es, va conforme crece tomando  conciencia de su yo hasta que
asume completamente su identidad y adquiere independencia.
Como el proceso implica despojarse de lazos que “otorgan a la vez
la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de estar
arraigado en alguna parte”, asumir una “soledad”, este corte
figurativo del cordón umbilical lleva aparejado el miedo, sentimiento
que algunos dominan y superan para “hace crecer la fuerza del yo”,
en tanto que a otros mantiene paralizados en una zona de
comodidad, cuando no en el terreno de la patología.
 
Para Fromm la naturaleza humana es un producto cultural, y  el
entorno social y la idiosincrasia ejercen una influencia considerable
en potenciar o interferir en su emancipación: “toda sociedad se
caracteriza por determinado nivel de individuación...”[16] Cita como
un período histórico de gran intensidad en cuanto a la conciencia de
individuación al comprendido entre la Reforma y los inicios del Siglo
XX, lo cual coincide con la época en que las ideas liberales tuvieron
mayor acogida. Sobre este rasgo cultural observa Tocqueville en su
viaje en 1831 que el “habitante de los Estados Unidos aprende
desde su nacimiento que hay que apoyarse sobre sí mismo para
luchar contra los males y las molestias de la vida; no arroja sobre la
autoridad social sino una mirada desconfiada e inquieta, y no hace
un llamamiento a su poder más que cuando no puede evitarlo. Esto
comienza a sentirse desde la escuela…”[17]
 
El miedo a la libertad está en el corazón de la relación entre el
hombre y la autoridad, en el origen mismo de la autoridad, porque
esta no existiría o tendría una función muy limitada cuanto mayor
fuese el ejercicio de la libertad personal. Cuando observamos a
sociedades víctimas de los abusos del poder, cuestionamos a los
gobernantes, protestamos contra el sistema, demandamos un
cambio de dirección, pero perdemos de vista la causa remota, la
omisión cómplice de los gobernados. El poder es un virus que ataca
a sociedades enfermas, que han dejado de alimentar sus libertades
y conquistar sus posibilidades, dejando desatendido un amplio
horizonte que la autoridad ocupa a sus anchas. El estado de
servidumbre no inicia con el primer decreto de un jefe de Estado
autoritario, sino con la renuncia de la sociedad y de sus miembros a
valerse por sí mismos.  
 
 
De dónde viene la libertad
 
Si el hombre descendiera del mono, solamente por efecto de la
selección natural de las especies, no tendría más libertad que una
atracción viviente de zoológico ni más trascendencia que un tiradito
limeño con ají panca, por memorable que sea.
 
En algún punto de su historia el hombre adquiere conciencia de su
racionalidad, es decir de su capacidad para concebir en abstracto
las consecuencias de sus acciones así como de las opciones a su
disposición. Porque hay libertad el hombre puede decidir entre
varias opciones; porque hay razón, el hombre las identifica. Razón y
libertad son, pues, dos caras de la misma moneda existencial; pero
las monedas no tienen solo dos lados, son tridimensionales.
 
Al inicio el hombre utilizó esta capacidad para sobrevivir, mejorar
sus condiciones de vida, descubriendo y aplicando el fuego,
inventando la rueda. Con el tiempo desarrolló un juicio crítico para
indagar acerca de su propia esencia, la razón y causa de su
existencia, su destino, las posibilidades para realizarlo, si existe una
línea moral que divida el bien del mal y el origen de ésta.
 
Y he aquí el dilema: en uso de su razón el hombre identifica como
posible su origen sobrenatural  y lo elige como válido; o bien
identifica entre varias opciones la causa meramente evolutiva y la
escoge como explicación de su existencia. En este último supuesto,
la razón no es más que un accidente biológico, el destino del
hombre deja de ser trascendente, y la libertad no tiene más
contenido que el conferido por la convención, por las leyes o la
moda del momento. El hombre, en esta teoría, es apenas una
especie más dentro de la extensa fauna en constante evolución, que
por alguna misteriosa mutación logró desarrollar ciertos rasgos que
le permitieron dominar a las demás. Darwin puede haberles dado
argumento para celebrar a los agnósticos, pero su teoría debilita la
esencia de la libertad, don de la creación anterior a las
convenciones y leyes. El Estado no otorga derechos humanos,  que
son anteriores a la ficción legal y al reconocimiento que de las leyes
naturales hace el derecho positivo.
 
Sin detenerse más en el contrapunto Creación-Evolución, que no es
en absoluto tema de este libro, el dilema planteado demuestra que
la libertad, en cuanto don de origen sobrenatural, no puede ser
quebrantada por los convencionalismos humanos, que han de
limitarse a reconocerla y protegerla. En tanto que la libertad de
rango darwiniano o sin filiación sobrenatural puede ser condicionada
o incluso desconocida por las convenciones, especialmente cuando
en la lógica evolutiva lo que importa es la supervivencia de la
especie –del colectivo-, aún sacrificando al individuo. El Holocausto
es quizás el ejemplo más horrendo que ha vivido la historia de lo
que pueden producir las tesis que no reconocen la dignidad y
libertad esencial, de origen divino, de toda persona humana.
 
A pesar del dilema, en la práctica hay ateos libertarios, cristianos
marxistas o musulmanes que niegan el derecho de la mujer al
paraíso, pero son combinaciones de agua y aceite, fusiones
incompatibles y pegadas con la baba de la creencia antes que por la
reflexión consciente, una suerte de cuadratura del círculo. Un caso
claro fue la teología de la liberación nacida de ciertos sectores de la
Iglesia Católica[18] , cuyos postulados sirvieron de inspiración a
tantos socialismos en América Latina.
 
La premisa que sigo en esta obra es, queda claro, el de la libertad
humana como atributo esencial, de origen sobrenatural, la tercera
dimensión que junta las dos caras de la moneda existencial. No
hace falta suscribir un credo religioso determinado para reconocer la
jerarquía de la libertad, tan solo tener la predisposición para aceptar
que el hombre no vino de la nada, no floreció espontáneamente
como los hongos, como afirmaba Hegel.
 
Quiénes somos, cuál es nuestra esencia, a qué o a quién nos
debemos, cuál es el camino para trascender, cuáles las
motivaciones más profundas y los sueños más anhelados. Antes
que ciudadano envuelto en una bandera, uniformado por los
símbolos patrios, de la nación que fuere, la persona humana es un
ser nacido libre. La única filiación sagrada de la persona es con su
familia, y antes, para los creyentes, con Dios.  Las demás son
asociaciones voluntarias, forzadas o aleatorias, sin más rango que
el que surge de la convención y de las leyes que origina. La libertad
es consustancial a la naturaleza humana; la nacionalidad, la calidad
de ciudadano, son ficciones, como el Estado que les da origen. Y
una ficción que atrapa por accidente, según se haya nacido a un
lado u otro de la frontera. 
 
El derecho a la identidad
 
La trascendencia es un camino solitario, individual, de elecciones
personales, aunque se logre mediante la entrega a los demás,
siempre que sea voluntaria; la entrega forzosa no tiene mérito
alguno ni aporta, por ello, genuina satisfacción. Trasciende quien
elige su destino, quien le da sentido y dirección a su propia
existencia y actúa en consecuencia. Y esas decisiones individuales
tienen efecto en lo espiritual, en lo familiar, en la salud, en lo
material, en todo. En esencia, la vida del ser humano es un camino
para definirse a sí mismo y construir un destino personalísimo,
irrepetible.  Vivir es realizar la propia identidad. El hombre en estado
de trascendencia se sabe único; al contrario, en la mediocridad se
conforma con parecerse a los demás, se diluye y asimila a la masa,
muere progresivamente, pues ha renunciado a sí mismo.
 
Todos los hombres tienen la misma esencia y están destinados a
realizar su identidad individual, y la libertad es el único estado en
que pueden lograrlo. En esto radica la igualdad natural, igualdad en
potencia diríamos, que debe reconocerse y protegerse. Pero la
igualdad que busca ecualizar a los seres humanos en los frutos de
sus elecciones, en el resultado material de su realización personal,
es una igualdad de realización, artificiosa, bastarda, contraria a la
naturaleza humana, que busca imponer un límite, un destino
uniforme y colectivo para lo que, por designio connatural, es único y
personal.
 
El hombre vive en constante esfuerzo por diferenciarse de los
demás o, lo que es lo mismo, por alcanzar su identidad. En este
camino vital por trascender, la igualdad es una injusticia, un
contravalor social que interfiere en el proceso de individuación, un
ordenamiento artificioso que erosiona el sentido existencial del ser
humano. Sin embargo el colectivismo ha erigido la igualdad en valor
social, en dogma.
 
Libertad y diversidad social
 
 
El hombre, en libertad, puede realizar una identidad y vivir una vida
única, irrepetible, diferente a la de cualquier otro, decidiendo lo que,
desde su personal visión del mundo y su posición en él, considera
trascendente, verdadero, bello, meritorio, digno de atención y
esfuerzo, justo, necesario, inevitable, censurable, condenable, feo,
innoble o lo que fuere, orientando sus actos y exploraciones en
consecuencia. El tiempo, único recurso sin retorno ni reposición
posible, es un cincel cotidiano con el que cada uno modela su
personalidad y sus obras, y sus omisiones; nadie lo emplea igual
que otro. El ángulo desde el cual se contempla y aprecia la realidad
no es el mismo para dos personas aunque estén paradas juntas, y
el mismo objeto que en una es procesado mentalmente como
estímulo de alegría, entusiasmo, desafío, en otra puede ser un
obstáculo imaginario que paraliza y deprime. Algunos facilitan la
arquitectura de su destino emulando a alguien, otros echan mano
negativamente de un modelo, edificándose por oposición, otros
exploran su propio camino, y aun hay quienes toman el día como
venga y se dejan guiar por la corriente, entre las infinitas
posibilidades para descubrir la propia identidad y vivirla. Y unos la
vivirán a medio gas, conformes, otros no pararán de vivir y otros
tantos malvivirán. Cada individuo expande así no solo el propio
horizonte sino las posibilidades para los demás, quienes pueden
aprovechar el fruto de la originalidad, tanto si ha madurado en una
experiencia luminosa como si exhibe las crudas lecciones del
fracaso, pues los grandes experimentos y logros se arman a base
de prueba, error e iteración antes que de visiones proféticas.
 
John Stuart Mill, uno de los mejores abogados que tuvo la
individualidad y la libertad, destacó el valor para los demás que
tienen los individuos originales, independientes, libres, que se
resisten a los pocos “moldes que la sociedad suministra para evitar
a sus miembros la molestia de formar su propio carácter[19]”, pues
ellos son los que evitan que las prácticas sociales pierdan sustancia
y se reduzcan a lo mecánico, a una tradición vaciada de toda fuerza
que no sea su reiteración, vulnerable a cualquier turbulencia con
aires renovadores. Y también son los responsables por desmontar
diques y obstáculos que traban el desarrollo social, desnudando
mitos, interpelando creencias, abriendo trocha por caminos sin
cartografía. Aunque no son muchos los que logran con sus
experimentos, si son adoptados por otros, mejorar las prácticas
establecidas, constituyen estos pocos “la sal de la tierra; sin ellos la
vida humana se convertiría en una piscina estancada.”[20]
 
A mayor individualidad, mayor será la riqueza de una sociedad que
se nutre de experiencias y formas de vivir diversas, tanto más si son
opuestas o contradictorias, pues la divergencia es a las ideas lo que
el ejercicio es al cuerpo, es la tensión que las mantiene activas,
frescas, vigentes, afirmándose las que se validan en el terreno del
cuestionamiento, replegándose las que son superadas, en una
dinámica de renovación intelectual constante. Esta diversidad social,
a su vez, descubre mucho más oportunidades de realización a los
individuos, potenciando su libertad. Por ello, añade Mill, “quienes
tienen miedo de ser libres son tan enemigos de sí mismos como de
los demás”[21]. ¿Cuáles eran las posibilidades del hombre promedio
en el medioevo en Occidente, acaso algo más que continuar el oficio
del padre y profesar rigurosamente, sin beneficio de inventario, los
dogmas religiosos predominantes o rendir pleitesía, ante cualquier
circunstancia, a una aristocracia despótica y parasitaria? ¿Acaso la
libertad no radicaba en creer a pie juntillas en los dogmas de fe so
pena de condenarse a las calderas de Dante? ¿Cuáles, en la misma
época, las posibilidades de vida de la mujer, tratada como propiedad
del padre antes de que la potestad se transfiriera al marido escogido
por aquél? Hasta hace una generación o dos era la cara aspiración
de familias contar entre sus hijos a un sacerdote, un militar, un
médico y un abogado, y los matrimonios concertados, ya vía orden
directa e inapelable como hace siglos, ya mediante los premios y
castigos sutilmente administrados para orientar a conveniencia las
voluntades, como hasta hace no mucho, condicionaban y limitaban
las opciones personales.  
 
Es un hecho que la sociedad ha crecido en diversidad, ampliando al
mismo tiempo las opciones individuales, pero los condicionamientos
sociales no son cosa del pasado. De tiempo en tiempo surgen
grupos que quieren imponer sus verdades y dogmas a los demás y
logran generar corrientes culturales que arrastran a las masas e
intimidan a quienes se resisten a la marea; son los mismos grupos
que, no contentos con practicar libremente sus creencias, quieren
forzar a los demás al mismo credo, secular o sobrenatural, ya sea
mediante la influencia en la opinión y la censura predominante o
bien logrando leyes para el efecto. En muchos casos la censura de
la comunidad obra más violencia moral que un mandato legal. Estos
intentos de la sociedad por homogeneizar y uniformar la conducta
de los individuos bajo patrones universales, sustentados en unas
verdades absolutas –aunque lo fueran- y afirmaciones dogmáticas,
reducen drásticamente las elecciones personales y son tan
siniestras para la plena vigencia de la libertad individual y la
diversidad social como los edictos de un monarca despótico.
Autogobierno
 
Si algo define lo esencialmente humano y preserva la humanidad en
cada persona es la libertad. ¿Qué es el hombre sin libertad o con
una libertad calificada, limitada, condicionada, supeditada a los
dictados de otro? Como la libertad nos hace humanos, lo que la
restringe nos deshumaniza, nos roba la esencia.
 
¿De qué libertad hablo? Libertad  del hombre para diseñar la
arquitectura del edificio personal y construirlo con las ideas,
momentos, memorias y logros de su predilección,
responsabilizándose del costo consiguiente; libertad para identificar
y realizar su identidad y orientarla hacia un destino; libertad para
desarrollar su mayor potencial en todos los órdenes de la vida;
libertad para elegir, producir, aceptar y rechazar ideas,
conocimiento, creencias y para actuar en consecuencia; libertad
para crear, trabajar, producir y multiplicar los talentos y decidir sobre
el destino de los beneficios; libertad para poseer, adquirir y disponer
de la propiedad en cualquier forma, sin condicionamientos; libertad
para asociarse, formar familia, emprender con o sin fines de lucro;
libertad para desplazarse sin pedir permiso ni rendir cuentas a las
autoridades de las razones de su tránsito. Libertad para elegir si
pertenece a alguna sociedad política –incluyendo un estado-nación,
pues la autodeterminación es derecho del individuo, no del
colectivo- o si deja de hacerlo.  Y todo esto y cualquier otra
manifestación de la libertad implica un ejercicio sin interferencia ni
estorbo físico o moral de terceros, cualquiera su rango o autoridad.
 
Esta enunciación no es exhaustiva, pues la libertad está llamada a
expresarse de tantas maneras cuantas sea capaz el hombre de
develar; tampoco responde su orden a prioridad o jerarquía, pues la
libertad es una, sin colores, grados o atenuantes, o dejaría de ser
libertad para convertirse en graciosa concesión de la autoridad, de
la ley, de la costumbre, de la comunidad, de la moda.
 
Como todo ser humano es igualmente libre, el límite en el ejercicio
de estos derechos es la libertad de los demás. Así, el hombre no
puede pretender un derecho a expresarse,  asociarse,  trabajar, o
enriquecerse sin límite alguno si no reconoce y respeta idéntico
derecho en todos y cada uno de los miembros de la sociedad. Es la
libertad de todos la que modera, regula y concilia los derechos de
cada uno. El límite en el ejercicio surge, pues, de la propia esencia
de la libertad individual;  no son el interés general, la función social o
la utilidad pública bienes superiores a la libertad humana, y por lo
tanto no pueden oponerse como límite o argumento para restringirla.
 
Este principio de elemental reciprocidad es el más poderoso
elemento auto-regulador de la conducta social y está en la base de
las reglas morales de todos los tiempos, desde el código de
Hammurabi inscrito en piedra en Babilonia hace 3800 años y su
conocida lex talionis –ojo por ojo, diente por diente-, la primera ley
de Jesucristo, amar al prójimo como a uno mismo, hasta la máxima
de Kant según la cual ha de obrarse en tal forma que el acto pueda
servir de ejemplo para legislarlo con alcance universal. Taleb recoge
estas enseñanzas explicitando un acento implícito en las citadas
normas pero de imprescindible relieve: “no trates a otros en una
forma que no te gustaría ser tratado por ellos”, y hace notar que,
además de la simetría moral que conlleva, comunica la advertencia
de no meterse en asuntos ajenos.[22] Se trata simplemente de otra
manifestación de la libertad: el derecho  a conducir los propios
asuntos sin intromisión de terceros, libertad que implica abstenerse
de interferir en los asuntos propios de los demás, ya sea
directamente, activando los mecanismos de presión, censura o
coerción social o golpeando las puertas de los reguladores.
 
Por la misma razón no son aceptables las limitaciones a la libertad o
a su ejercicio que la sociedad o la autoridad fundan en una fe,
credo, religión secular o las creencias y tradiciones de la mayoría. Y
a veces de la minoría, pues a caballo de la moda, la corrección
política y de la noción invertida de discriminación –a la que el
derecho, en otra ficción original, etiqueta de “discriminación
positiva”-, el individuo se ha visto constreñido y forzado por
imposiciones legales que responden a la particular visión de grupos
aislados, pero poderosos y efectistas en su cabildeo y presión
mediática.
 
No se trata de negar la validez en la hora histórica de postulados y
principios que tienen una vocación universal, como los mismos
derechos humanos, con la libertad a la cabeza, que no tendrían
mayor fuerza “si no se acepta previamente que el hombre por sí
mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es
sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y
normas que hay que descubrir, no que inventar”[23], es decir valores
y normas –Ratzinger usa el término normas porque propone, con
razón, que no solo derechos sino también obligaciones se derivan
de la naturaleza humana- que la sociedad o la autoridad no crean,
tan solo deben limitarse a reconocer y proteger. Ni abogo  por el
relativismo, que es apenas una forma de evadir compromisos o de
rendirse ante la más inútil de las arrogancias, la intelectual, que
niega todo lo que no comprende o comprueba. Al contrario, la
constatación que he citado conlleva una pregunta inevitable, que
indaga sobre la fuente de esos derechos que hacen del hombre lo
que es. Si tales derechos no tuviesen un origen absoluto, si no
participaran de una verdad incuestionable, tampoco tendría el
hombre más argumento para demandar su observancia que el
recogido por un legislador de coyuntura y quedaría al arbitrio del
derecho positivo, de las veleidades del poder.
 
Pero la discusión que planteo no es acerca de si existen o no
verdades incuestionables, tema ajeno a esta obra, sino una de
jurisdicción: no corresponde a los tribunales terrenales, a los
legisladores ni a las autoridades políticas ni a ningún alma mortal la
atribución de inmiscuirse en la esfera de las creencias personales y
las conductas consiguientes, o forzarlas en dirección alguna o
sancionar a quien reniega en idea o acto de un dogma religioso o de
una verdad considerada incuestionable por la corriente de moda,
como la verdad de la naturaleza racional y armónica que cobró valor
axiomático durante la Ilustración, para citar un ejemplo. Y al hablar
de dogma incluyo no solo los religiosos, que los hay para todos los
gustos, pues ciertas verdades para los católicos constituyen una
herejía para los judíos o musulmanes y viceversa; incluyo también
los que carecen de filiación o pertenencia divina, como el axioma del
derecho natural que se abrió paso en el Siglo XVIII, la soberanía del
pueblo que Russeau elevó a mandato inexorable, la profecía
marxista de un paraíso igualitario, sin clases, porque así estaba
previsto que sucediera según las leyes del materialismo histórico, o
cualquier otra construcción que intenta reducir la vida humana al rol
dictado por un planificador omnisciente, ya sea que habite en las
nubes, en un palacio de gobierno o que funja de oráculo de la tribu.
Como afirma Ratzinger, “hemos visto que en la religión hay
patologías altamente peligrosas que hacen necesario considerar la
luz divina de la razón como una especie de órgano de control… [y]
también hay patologías de la razón, una arrogancia de la razón que
no es menos peligrosa…”[24]
 
¿Dónde se traza la línea entre el bien y el mal, entonces? ¿Con qué
criterio se tipifican crímenes en las leyes y se discrimina lo justo de
lo injusto? El Estado y sus instituciones han fallado
escandalosamente en esta materia.  En el medioevo la ley atribuía a
tribunales de la Inquisición el juzgamiento y muerte de los infieles, y
permitía al marido encerrar a la mujer adúltera de por vida, sanción
sin aplicación recíproca en el caso inverso; y los “nobles” tenían el
derecho de yacer con la esposa de sus campesinos en la noche de
bodas. La esclavitud no fue abolida de modo general hasta el Siglo
XX.  En la India la práctica homosexual fue delito castigado con 10
años de prisión hasta el 2018, y en varios países orientales continúa
siéndolo, mientras en América Latina no es hace mucho que esta
figura penal se suprimió de algunos códigos. John Stuart Mill
mocionó en 1867, por primera vez en la historia de Inglaterra y sin
éxito, una ley que permitiera votar a la mujer, derecho que no se
reconoció hasta 1929 en igualdad de condiciones que al hombre. En
Arabia Saudita se detenían hasta hace poco a mujeres por
demandar públicamente el derecho a conducir un vehículo, y
continúan muriendo decapitados los sentenciados por crímenes
políticos, tipo penal configurado con la participación en una protesta.
La respuesta a la línea que divide lo justo de lo injusto, lo permisible
de lo punible para fines de convivencia social –no para efectos de la
salvación del alma eterna- hay que buscarla, nuevamente, en el
principio de reciprocidad de los derechos, en la necesidad de
proteger la libertad de todos. La muerte de una persona es punible
porque quebranta su derecho a la vida. La difamación que hace uno
ejerciendo su derecho a la expresión debe ser sancionada porque
perjudica la libertad de otro a gozar de una identidad sin mancha. El 
abuso de una posición dominante en el mercado merece corrección
legal porque menoscaba el derecho de otro a ejercer sin trabas su
libertad económica, sea la del competidor y su derecho a incursionar
en el mercado, sea la del consumidor y su derecho a elegir entre
ofertas diversas.
 
Se dirá que todo esto logra explicar la interacción de sujetos
individuales de derechos, pero no alcanza para configurar el
contenido del bien común, pero este no se alimenta ni está
conectado con la función social o lo que se denomina interés
general, que son argucias para justificar las limitaciones a la libertad
impuestas no ya en beneficio de otras personas, sino del poder, su
preservación y expansión; un auténtico bien común no es más que
la expresión y garantía de las libertades individuales. Este aspecto
lo desarrollo en el Capítulo V, pero dejo planteada la conclusión para
hacer notar que, tanto en materia de derechos personales como de
salud social –bien común-, un ordenamiento jurídico podría bien
construirse a partir del reconocimiento de la libertad individual, y en
los sistemas más avanzados, incluyendo los que cabe esperar que
florezcan en el futuro, esta construcción no está ni estará en manos
de legisladores sino de los propios actores y protagonistas de las
relaciones sociales con efecto legal. Este fenómeno no es nuevo,
así se ha construido el sistema del common law; lo inédito será la
construcción exponencial de semejante entramado de normas
espontáneamente creadas por los sujetos de la relación gracias a
las nuevas tecnologías, tema al que también dedico una sección
completa más adelante.
 
Para cerrar el argumento en esta parte resta concluir que las
personas tienen el derecho y además la posibilidad práctica de
ejercer la libertad, hacerse responsables de ella y adoptar en
consecuencia el gobierno de sí mismas y, por extensión, el derecho
de las familias, las comunidades y las sociedades a gobernarse. El
corolario es que hay que identificar que órbita de decisión
corresponde a las personas, a las familias, a las comunidades y a
las sociedades más amplias. Como el rol de las comunidades y
sociedades no puede ser otro que el que le hayan trasladado
libremente las personas y familias que lo forman, cada comunidad y
sociedad tendrán más o menos límites en este ámbito de
administración social –hay que ir desechando desde la terminología
la noción de gobierno delegado y limitarlo a una función
administrativa-, cuya base, origen y fundamento está en la persona
y la sociedad nuclear, la familia.
 
Hablar de libertad individual es en rigor una tautología, pues por
definición la libertad es individual, hace la esencia de lo humano,
como ya se analizó. Si las sociedades, los colectivos, las empresas,
los sindicatos, las comunidades, las agrupaciones de cualquier
naturaleza ejercen un derecho de libertad, es en tanto las personas
comunican tal condición a los vehículos asociativos que han
escogido para realizar su potencial individual. En el individuo la
libertad es esencia; fuera de él, es convención, creación legal, una
extensión necesaria para asegurarle la realización de su
personalidad a través de las múltiples manifestaciones de la
actividad creadora.  Este es un rasgo esencial del sistema liberal,
que estatuye la protección de la libertad como el fin máximo del
Estado, principio que tiene como corolario que hay interés público
en todo lo que contribuya a levantar y lograr tal libertad.  
 
De modo que la libertad es condición preexistente, esencia que
define a la persona humana, don sobrenatural, inseparable de la
vida. La ley es apenas una convención, como todo lo que se deriva
de ella, incluyendo el Estado y cualquier otra forma de organización
política de la sociedad.
 
El Estado es una sociedad que, como toda persona moral, como
toda ficción jurídica, se forma y existe para el cumplimiento de una
finalidad, llámese el bien común de la ciencia política clásica, el
buen vivir del colectivismo Aymara, que inspiró algunos socialismos
contemporáneos en América Latina, o “el aseguramiento de las
Bendiciones de la Libertad”[25] síntesis admirable de la misión
fundacional que originó la Constitución de los Estados Unidos. Para
el cumplimiento de estos fines los miembros de la sociedad
consienten en otorgar a la autoridad cierto poder y acuerdan pagar
tributos. Este es el cimiento de todo edificio estatal de arquitectura
republicana, a diferencia de los estados teocráticos del Medio
Oriente o de las naciones socialistas, donde la gloria colectiva o al
Estado mismo constituyen la finalidad. 
 
No hace sentido prolongar la existencia de una sociedad política que
no fue consentida en origen y que deja de cumplir sus fines, lo hace
inadecuadamente o, peor aún, termina siendo uno de los principales
obstáculos para el ejercicio de la libertad. El problema no se
resuelve cambiando gobiernos, acto tan inútil para evitar el
naufragio como cambiar al capitán de un barco que, por estructura,
peso y diseño, no es apto para navegar en los acelerados y
cambiantes mares de la era contemporánea.  Ciertamente las
naciones,  al menos en su concepción ortodoxa, están atadas a
territorios, y éstos no desaparecen; sin embargo los estados se
disuelven y sus antiguos territorios terminan formando parte de
nuevas sociedades políticas; o bien parte del territorio, aunque
formalmente siga bajo la soberanía de un estado, en los hechos
está sometido a los códigos no escritos impuestos por los carteles
de la droga y el crimen organizado, los pactos sucios que describe
Rachel Kleinfeld en A Savage Order.
 
Y aunque los territorios, elemento que la doctrina clásica considera
esencial a la conformación de la sociedad política[26], sean estáticos,
la historia, incluida la más reciente, registra pueblos enteros
desplazándose para huir de estados fallidos, cuya inhabilidad
extrema para atender al bien común, garantizar la libertad y
someterse a la regla de derecho los convirtió en presa de grupos
terroristas, algunos de ellos inconformes solo con los beneficios de
la droga o el petróleo y dispuestos a formar nuevos estados. Y en
América Latina   ha sido denunciada ya una narco-dictadura,
engrosando la lista cada vez más amplia de los estados fallidos,
calificativo reservado a países cuyo extremo de deterioro
institucional hace poco factible su retorno a una senda de progreso
común.
 
Pero no hay que esperar a llegar a extremos de deterioro para
plantearse opciones positivas y nuevas formas de organización que
sustituyan al estado-nación contemporáneo, destinado a colapsar.
En estas páginas exploro formas de organización menos pesadas,
sin grasa institucional, sin iluminados en el poder que repartan
recetas para el desarrollo, obligando al ciudadano a consumirlas,
indigestarse y pagar  la cuenta. En suma, hay que pensar en una
sociedad donde sea posible la plena emancipación del individuo.  
 
 
III. EL MITO DEL ESTADO
 
Platón y el Gran Hermano
El Estado, como hemos dicho, es una ficción de reciente factura en
la historia de la humanidad. La primera asociación fue la familia y la
unión de varias en fratrías y sucesivamente en tribus dio lugar
durante miles de años al tejido social necesario para el desarrollo de
la persona.
 
El primer embrión político, la familia patriarcal, fue asociación
originada en el parentesco y cohesionada especialmente por una
identidad cultural, de signo religioso, “un rito común que funde
espiritualmente a todos sus miembros.”[27] Hasta las tribus,
asentadas en villas o aldeas, el culto común seguiría siendo la
esencia de la finalidad asociativa. Pero para los griegos no era
suficiente que la sociedad tuviera reglas de convivencia basadas en
el derecho del otro sino que había que ordenarla de modo que los
ciudadanos no queden “libres para que hagan con sus facultades el
uso que les acomode,  sino servirse de ellos con el fin de fortificar
los lazos del Estado.”[28] Ni más, ni menos: el hombre al servicio del
Estado, que Aristóteles colocaría por encima de la familia y del
individuo.
 
Aunque los habitantes de las sociedades anteriores a la ciudad-
estado tuvieran un elevado sentido de la cultura, del comercio, de la
regla de derecho y la justicia, de la felicidad, del culto a los dioses,
de lo que hacía falta para el desarrollo en comunidad, no lo tenían
uniformado, cortado por el molde de una autoridad centralizada
como pretendía Platón, unidad que hasta su discípulo, Aristóteles,
calificó de aspiración exagerada[29] y la reformuló de modo que,
reconociendo que no todos los hombres son iguales, debían sin
embargo fijarse límites consistentes con la unidad y superioridad
que este filósofo atribuía al Estado. Hay diferencias notables en la
aproximación de estos pensadores respecto de ciertos elementos de
la sociedad política, pero coinciden en considerar al Estado como la
organización última, completa, que se basta a sí misma, y para cuya
existencia saludable hay que lograr la unidad de los miembros, lo
cual no es posible sino a costa de sus libertades y neutralizando la
posibilidad de la disensión civil.
 
En las sociedades prepolíticas había tribus y tribunos, y patriarcas
que guiaban espiritualmente a sus familias, cuyas luces tenían
fuente en identidades compartidas, tradiciones comunes al grupo,
propias de cada clan o curia, y de allí derivaban su fuerza, no de la
amenaza coercitiva de una maquinaria estatal de justicia. Si un valor
social se esparcía, era por concurrencia espontánea o pertenencia,
por identidad familiar o cultural, a la curia o tribu cuyo jefe expresaba
la creencia común, mas no por la regla de un gobernante, de un rey
filósofo, como aspiraba Platón. Éste en todo caso consideraba que
las virtudes que hacían al filósofo y futuro gobernante podían
cultivarse y eran, en la mayoría de los casos, un reflejo de los
mismos valores de la ciudad perfecta, mientras para su discípulo,
Aristóteles, el mando, como el Estado mismo, era un hecho natural:
“la naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación,
ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer… Ha
querido (la naturaleza) que el ser dotado de razón y de previsión
mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus
facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como
esclavo.”[30] No es solo una visión que valida la división del trabajo y
los roles en la sociedad de aquella época, sino la constatación con
pretensiones científicas de una supuesta ley natural, y por lo tanto
inmutable. Lo reitera en varias partes de su “Política”, en la que
también sostiene que por ley natural el esclavo y la mujer son
inferiores al “señor”, como también lo es que el Estado sea superior
a la familia y al hombre.   Sostuvo algo análogo en la relación de los
sexos: “el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar,
aquél para obedecer.”[31]
 
No extraña, entonces, que Aristóteles haya concebido al Estado al
siguiente tenor: “Así, el Estado procede siempre de la naturaleza, lo
mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél;
porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es
cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo
desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de
un hombre, de un caballo, o de una familia. Puede añadirse que
este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de
los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una
felicidad. De donde se concluye, evidentemente, que el Estado es
un hecho natural,”[32] y su bien supremo “es la unión de sus
miembros, porque evita toda disensión civil; y Sócrates, en verdad,
no se descuida en alabar la unidad del Estado…”[33] Hay, como se
ve, algunos puntos cuestionables en esta argumentación, el primero
de los cuales es que la conclusión parte de una premisa que ya la
asumía –el Estado procede de la naturaleza-, suposición que, por
defecto de la referencia circular, queda muy lejos de ser
demostrada. Otro aspecto curioso es el reconocimiento, en el que
coincido, de que el mayor bien de los seres es bastarse a sí
mismos; pero si esto es así, ¿por qué arrebatarles tal posibilidad
entregándosela al Estado? Tampoco logra Aristóteles desprenderse
del ideal de unidad que tanto critica en otros pasajes de su obra.
 
En Platón, digámoslo para darle contexto a su construcción, se
funde una visión teológica con una política, tanto como en
Aristóteles ésta resulta inseparable de la naturaleza. La alegoría de
la caverna la emplea Platón para explicar cómo el alma se acerca a
la luz, que proviene de los dioses, y justificar el rol de los filósofos en
la fundación  y rectoría de la ciudad. El alma del auténtico filósofo,
llamado a gobernar, ha sido iluminada al elevarse fuera de las
tinieblas de la cueva hacia la divinidad –o es dictado de la
naturaleza en orden a su conservación, según Aristóteles-, y para
procurar ese bien a los miembros de la ciudad perfecta[34] es preciso
alinearlos y organizar a cada cual en su oficio y posición en la
orquesta para garantizar una alabanza armónica, una sincronía tal
que todos en la sociedad “canten lo mismo y en perfecto unísono los
más débiles, los más fuertes y los de en medio…”[35] Es una
concepción de asombroso parecido a la imagen de hombres
resucitados, cantando a coro las alabanzas a Dios junto con los
ángeles, santos y querubines, solo que, al menos en la religión
cristiana, Jesucristo separó nítidamente los fines terrenales de la
autoridad política frente al Reino de los Cielos: dad al César lo que
es del César, y a Dios lo que es de Dios.
 
Esta no es solo una figura literaria, pues Platón hace decir a
Sócrates que debe la autoridad conseguir que cada ciudadano
realice aquello para lo que está mejor capacitado, no
necesariamente lo que elija libremente; y orientarlo hacia la felicidad
general de todos, es decir una felicidad compartida, a despecho de
la felicidad personal que los miembros pudieran haber alcanzado de
permitírseles volar a sus anchas. Sin proponérselo, Platón es uno de
los mejores defensores de las teocracias de todos los tiempos, no el
ideólogo de los valores republicanos, como muchos han creído.
 
A tal punto llega esta obsesión por la unidad que la autoridad debe
controlar lo que dicen escritores, poetas, historiadores, artistas,
profesores, para suprimir todo aquello que daña al Estado, a sus
mitos, a sus héroes: “Sólo a los magistrados supremos pertenece el
poder mentir, a fin de engañar al enemigo o a los ciudadanos para
bien de la república,”[36] frase que luce más propia de Maquiavelo
que de un filósofo griego. Con este contexto se entiende por qué
calificó Nietzsche al Estado como “el más frío de todos los
monstruos fríos. Y miente fríamente, siendo su mentira ésta: ‘Yo, el
Estado, soy el pueblo’… Hombres destructivos arman trampas para
atrapar multitudes y las llaman Estado.”[37]
 
Aunque el pensamiento divergente, la oposición crítica, el debate y
la diversidad argumental hacen la riqueza de las interacciones
sociales y son la savia de la innovación, la academia, la democracia
o la misma libertad humana, evitarlo fue factor crítico del tipo de
gobierno que propuso Platón. No se si George Orwell se inspiró en
estos pasajes de La República cuando imaginó el estado totalitario
que describe en su ficción “1984”, pero a esta ingrata tarea de
eliminar registros, alterar noticias y acomodar la historia de modo
consistente con los intereses y mitos del Gran Hermano se dedicaba
precisamente su personaje principal, Winston Smith, desde el
Ministerio de la Verdad, ¡el Gran Hermano te vigila! Y también se
parece la planificación fundacional de la sociedad perfecta que
propone este clásico de la filosofía a la misión que se cumple desde
la  Sala de Predestinación Social en la novela de Aldous Huxley,
aunque en esta parodia de un mundo feliz se echan mano de
métodos mucho más traumáticos que la iluminación pedagógica a la
que apelaba Sócrates.  
 
La secular y creciente dependencia del hombre frente a la autoridad
política no es solo resultado de la inercia viciosa del poder, que no
conoce ni sobrevive a otra dinámica que la de su propia expansión.
Kant, según el análisis de Michel Foucault, pensaba que las
personas se reducen a sí mismas a un estado de minoría de edad,
calificado así por el traslado a otro de decisiones que les
corresponden en origen, debido a “una especie de déficit en la
relación de autonomía [del hombre] consigo mismo. La pereza y la
cobardía –Foucault utiliza la expresión “miedo” en otra parte- son las
que nos llevan a no otorgarnos la decisión, la fuerza y el coraje de
tener con nosotros mismos la relación de autonomía que nos
permita servirnos de nuestra razón y nuestra moral.”[38] Kant da tres
ejemplos concretos de este estado de minoría de edad frente a la
autoridad: “el de los oficiales que dicen a sus soldados: no razonen,
obedezcan; el del sacerdote que dice a los fieles: no razonen, crean,
y el del funcionario fiscal que dice: no razonen, paguen.”[39] Y como
no se ha razonado ni por consiguiente cuestionado la naturaleza,
legitimidad, finalidad o alcance del sistema tributario, se ha llegado
al absurdo generalizado de que la recaudación fiscal no tiene
relación ni proporción alguna con el bien común o la eficiencia y
grado con que se realiza. El tributo es, como en la época del César,
una exacción a la que el imperio cree tener derecho por el solo
hecho de serlo, de ahí que los gobiernos jamás hagan una rendición
de cuentas del modo en que gastan una tajada significativa de lo
que produce cada ciudadano ni se sientan llamados a justificar los
incrementos fiscales. Cuando estiran los pies más allá de las
sábanas, exceso que sucede sin remedio, cada tanto, se limitan a
pasar el sombrero de la colecta frente al contribuyente, a quien para
colmo de las ironías llaman mandante, no obstante que ha quedado
reducido a un sujeto pasivo de cargas que no tiene fuerza legal de
resistir. Y buena parte del arca fiscal paga una burocracia que hace
poco y obstaculiza mucho; y crece, porque no hay autoridad o
institución que armados del poder de regular no lo ejercite hasta el
límite de sus competencias o más allá. Así se expande
parasitariamente una gestión pública que precisa más burocracia, lo
que supone más necesidades fiscales, con lo cual volvemos al
sombrerito…
 
Esta construcción de la minoría de edad de Kant está
estrechamente relacionada, como complemento y relación causal,
con su crítica de la razón pura, según la cual las personas pueden y
deben usar su entendimiento y su conciencia para regir su conducta,
para el gobierno de sí mismos, sin hacer depender ese
entendimiento del dictamen de otro –de ahí la pureza del análisis
racional-. Hasta aquí el diagnóstico, pues la receta para la liberación
encuentra, para Kant, un obstáculo levantado por la propia
costumbre y sumisión consentida: “acostumbrados al yugo, no
toleran la libertad y la liberación que se les otorga.”[40] Foucault nos
hace ver cómo de este argumento deriva Kant su ley sobre las
revoluciones, “que quienes las hacen vuelven a caer
necesariamente bajo el yugo de aquellos que han querido
liberarlos.”[41] Podemos ver la prueba de este concepto en las
escisiones y refundaciones de países que han duplicado los
miembros de la ONU desde su fundación, procesos que iniciaron
con el deseo de liberarse de un yugo y acabaron fabricando otro
similar, de vuelta al Estado, con otra bandera y otro nombre, pero la
misma concepción política del poder.
 
Estas reflexiones de la mano de Foucault van muy en la línea de la
definición que Nietzsche formuló acerca de la libertad: es la voluntad
de responsabilizarse del propio destino.
***
 
Aunque los filósofos griegos teorizaron mucho sobre la república y
los elementos que la ciencia social tomaría como definitorios del
estado-nación,  esta forma de organización política, hoy extendida
por todo el planeta, no surgió en Occidente, sino en Oriente y
Egipto, cuya expansión imperial exigía una “rígida organización
centralizadora”.[42] A diferencia de la ciudad-estado, donde hay culto
común y por lo tanto el factor de cohesión reside en la necesidad
cultural de los habitantes y está delimitada por éstos, en el estado-
nación la autoridad central se justifica por una necesidad del poder
político: garantizar el orden necesario y canalizar los recursos para
la expansión del impero. El bien común no es la finalidad del Estado
–otro mito de la ciencia política-; lo es su propia supervivencia.
 
Mientras en la ciudad-estado el territorio no era tan importante como
la ciudad misma y su dinámica, y la población era de tal dimensión
que todavía existían lazos culturales entre sus miembros, los
imperios juntaron territorios y pueblos de diversa cultura, religión,
idioma, raza o cosmovisión, muchas veces sin más identidad común
o factor de cohesión a la postre que la autoridad que les habían
impuesto y las fronteras que delimitarían su tránsito libre. Para
prolongar esta sumisión habría que construir mitos y elevarlos a
creencia a fuerza de repetición y de propaganda oficial, de modo
que la población llegara a la percepción de hallarse frente a un valor
cívico compartido, a un destino unificador, a una finalidad común
irrealizable sin el Estado, ya representado en la gloria del imperio o
su contrapartida, la lucha anti-imperialista, la tierra prometida por
Dios, la supremacía de la rasa aria, el reino del centro del mundo –
no podía faltar un mito de tales proporciones en la milenaria cultura
China-, o la redención del proletariado, que para casi todos los
gustos hay registro histórico. 
 
La subsistencia del imperio pasó a depender, entonces, de la
jurisdicción territorial y del ejercicio de una autoridad férrea. Ante la
falta de objetivos originados en una identidad compartida, que no
existió, la obediencia civil no tuvo más justificación que el crudo
peso del gobierno, con potestades sancionatorias en una mano, la
del garrote, y en otra, la de la zanahoria, el cetro simbolizando el
mito, la promesa colectiva que encarna el Estado. Con esos vicios
se configuró el estado moderno.
 
***
Bolívar, el primer dictador
 
De la antigüedad y la filosofía pasemos a la historia más reciente y
la cultura. Desempolvar algunos eventos relevantes acerca del
Estado y la evolución de las ideas e instituciones desde la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776, la
primera república que vio nacer América, pasando por la Revolución
Francesa y sus semillas políticas, la independencia de las colonias
Españolas en el resto del continente americano y su infancia
durante el siglo XIX –estado del que no salen algunas repúblicas
hasta hoy-, el sustrato jerárquico de los pueblos ancestrales, la
monarquía Inca, la diferente dirección política que se perfiló en la
Europa Continental y, dentro de ésta, de España, frente a la
tradición liberal de Inglaterra, el caudillismo que dominó América
Latina durante todo el siglo pasado y que perdura hasta nuestros
días,  entre otros episodios y fenómenos, iluminará la reflexión sobre
el grado en que se ha negado la libertad en la configuración del
Estado contemporáneo. Entender este pasado servirá también para
proyectar las tesis que sobre el futuro esbozo en el último capítulo.
 
Podría pensarse que la independencia de los imperios europeos  y
el consiguiente nacimiento de las repúblicas en América marcó un
punto de inflexión para el respeto de las libertades y la
institucionalización de los valores republicanos –que no tienen que
ver con las nociones constructivistas  de Platón, como quedó dicho-,
pero lejos de este ideal se hallaron los países que estuvieron bajo el
dominio español, cuyo camino fue muy diferente al que siguieron las
antiguas colonias británicas. Mientras la  Constitución de Estados
Unidos, que continúa vigente, se inspiró en el Bill of rights, fraguado
en la tradición liberal anglosajona, esencialmente orientada a
proteger las libertades individuales y a establecer los límites al poder
político, los actuales territorios de Panamá, Venezuela, Colombia,
Ecuador, Bolivia y Perú tuvieron que lidiar, desde la Constitución de
Cúcuta de 1821 con que surgió la Gran Colombia, con las
pretensiones de Simón Bolívar de sustituir esa carta política con la
denominada Constitución de Bolivia, que le aseguraba al
“Libertador” una presidencia vitalicia y amplios poderes, en esencia
dictatoriales.
 
En una carta dirigida a Simón Bolívar con fecha 14 de Noviembre de
1826, redactada por Vicente Azuero y firmada por varias
autoridades e intelectuales encabezados por Francisco de Paula
Santander, se califica la pretensión de Bolívar plasmada en el
proyecto de Constitución de Bolivia -que el Libertador quiso imponer
en toda la región-, como una “monarquía despótica”, una
reproducción de los vicios del imperio francés bajo Bonaparte,
donde son “perseguidos o anulados sus grandes genios, las
asambleas primarias reducidas a una miserable farsa, el cuerpo
legislativo hecho el eco de Napoleón, la libertad de prensa
anonadada, los escritores prostituidos al poder y fastidiando al
mundo con monótonas adulaciones, y la nación entera gimiendo
bajo el peso de un conquistador ambicioso.”[43]
 
La citada carta defiende con pasión, profundidad doctrinal y claridad
expositiva la libertad y la forma de organización política liberal y le
recuerda a Bolívar que esos fueron los ideales que los guiaron en la
luchas por la independencia, ideas que el Libertador también
suscribió en su momento al bendecir la Constitución de Cúcuta, de
la que abjuró pocos años más tarde para imponer otra que le
convirtiera en emperador criollo. Al advertirle a Bolívar sobre la
oposición de los firmantes a sus aspiraciones dictatoriales, le hacen
notar también la diferencia grande que ha empezado a marcarse en
América del Sur con lo sucedido en el Norte:  “Ingleses fueron los
que poblaron las Colonias del norte y los que fundaron la República
de los Estados Unidos. ¡Cuán lejos estuvieron estos dichosos
republicanos de restablecer el poder ejecutivo vitalicio y hereditario
de su patria primitiva!”[44]
 
Lo cierto es que los pensadores liberales de la época no lograron
que sus tesis prevalezcan y el origen de las primeras repúblicas en
América Latina giró en torno a una mera traslación del centro del
poder antes que a una emancipación de los ciudadanos. Una
cuestión de línea de autoridad, de autonomía de gobierno, la
sustitución de representantes de la Corona por líderes criollos ocupó
más atención que el establecimiento de un verdadero régimen de
libertades civiles, que aun cuando pasaron al papel de varias
constituciones con ciertos rasgos republicanos y toques cosméticos,
no fueron asimilados entonces ni han acabado de hacerlo hasta el
presente.
 
En la letra y poco más quedó la organización republicana, cuya
esencia era evitar el abuso de los poderes públicos mediante
contrapesos y división de funciones en la clásica distribución de
competencias ejecutivas, legislativas y judiciales, cuyo fin último es
defender la libertad y el derecho de las personas y generar un orden
que les permitiera desarrollarse en paz. En la práctica, sin embargo,
nada cambió gran cosa y las sociedades continuaron la cultura, los
valores y los hábitos sociales arraigados luego de varios siglos de
vida colonial y precolombina. A estos se añadió, patente del nuevo
mundo iberoamericano,    un desprecio por el valor de las
instituciones –Bolívar empezó el mal ejemplo-, un irrespeto por la
regla de derecho, del rule of law, que constituye la piedra angular
sobre la que se han edificado las sociedades más desarrolladas y
prósperas. En la época actual esta maleabilidad de la norma jurídica
a pretexto de ponderarla cuando hay derechos o intereses en
conflicto ya no es solo un vicio cultural, sino que ha sido
institucionalizada en varias cartas políticas que han seguido la
doctrina del denominado neoconstitucionalismo, tema tangencial a
esta discusión y que merece estudio aparte.
Y producto de esta poca valoración de la ley y de los nuevos
espacios de ambición política que abrió la independencia, germinó
pronto la semilla del autoritarismo que fue sintetizada en aquella
frase famosa de los quiteños, proclamada tan pronto quedó
inaugurada la fase republicana: “¡Último día del despotismo y
primero de lo mismo!”[45]
 
América Latina –no me refiero a Brasil en este ensayo- se debatió
buena parte del Siglo XIX intentando tejer la piel de las nacientes
repúblicas y estabilizar fronteras en constante movimiento;
sofocando invasiones, escisiones, ambiciones de élites locales en
pugna constante; equivocando la forma de relación entre criollos,
mestizos y aborígenes –que hasta la segunda mitad del Siglo XX
continuaba siendo de abuso, perdiendo siglos de integración
mutuamente enriquecedora-; un militarismo creciente y
políticamente gravitante ante la frecuencia de las guerras,
levantamientos, invasiones y como respuesta a la debilidad
institucional; soñando con armar estados-nación sin que hubiese
nacionalidad compartida, que se tuvo que modelar en buena medida
con la influencia y de la mano de la jerarquía eclesial, pues la fe
católica, sembrada con prescindencia de la voluntad de los nuevos y
putativos fieles si era necesario, parecía el único o cuando menos el
más poderoso factor de coincidencia de una población heterogénea.
 
***
 
Servidumbre ancestral
 
Otra vertiente de la cultura en América Latina, frecuentemente
omitida o subestimada en el análisis, se nutre de las instituciones y
formas de gobierno de los pueblos aborígenes, especialmente de la
región Andina y su área de influencia. La población indígena es
minoritaria en relación con los mestizos y otros grupos raciales, pero
esta proporción es poco indicativa, porque muchos de los que se
consideran nativos están plenamente integrados y fundidos racial y
culturalmente al común de la gente, así como la sangre y tradición
aborigen hace parte, en un grado u otro, de todos los habitantes que
han hecho de América su hogar. La influencia de las prácticas
ancestrales trasciende el número y se respira en el ambiente, se
desprende de la misma geografía escarpada, quebradiza, arrugada
e imponente a la que le rindieron culto, cual deidades, los antiguos;
se transmite con las recetas de cocina y los ingredientes de la tierra,
las relaciones de trabajo en el campo, las palabras y dichos que han
saltado a las dos orillas del cauce idiomático, se percibe en el
contacto cotidiano con el abanico multicolor de usos y costumbres
de la región. Es el terroir, esa combinación de tierra, agua,
minerales, vientos, cambios climáticos, altitud, posición respecto del
Sol, ánimo de la gente que le habla y le canta a la vid, y tantos otros
factores propios de un enclave geográfico y sabor cultural que
hacen que la misma cepa tenga en Colchagua, Chile, un carácter
particular y diferente a la que tendría en Napa, California.
 
Los pueblos ancestrales, pre-incaicos, estaban organizados en
señoríos étnicos, conocidos como curacazgos o cacicazgos, sin
territorio fijo o sin que la estabilidad territorial fuera elemento
indispensable para la configuración del pueblo, el cual estaba
fundado sobre una identidad étnica de algunos clanes y grupos de
parentesco antes que sobre cualquier otra consideración. No eran
sociedades centralizadas y ningún jefe podía ejercer poder ilimitado
sobre los demás. “La autoridad étnica aparece, casi siempre, con
carácter hereditario, provista de un halo aristocrático, pero carece de
un aparato formal y legal de represión forzada… Aunque son
desconocidas la propiedad privada y la forma empresarial de un
comercio de mercado, existe un control sobre los medios de
producción, una organización despótica de la fuerza de trabajo y es
patente una diferenciación social basada más en la pertenencia a
clanes que a clases sociales.”[46]  
 
Otros autores son también consistentes en señalar que los pueblos
ancestrales se organizaban en tribus regidas al estilo monárquico, y
que establecían alianzas mayores o confederaciones solo para
luchar contra enemigos comunes, sin institucionalizar una jefatura
central.[47]
 
A esta forma de organización ancestral se sobrepuso el
Tahuantinsuyo, imperio que surgió en el Perú y se expandió al norte
y sur de la región Andina, de estructura vertical, jerárquica, y poder
político amplísimo y hereditario. La posición social y económica que
podían alcanzar los habitantes no se debía tanto a su mérito
personal cuanto a su pertenencia a una casta, que las había más
privilegiadas que otras en función de su linaje y habilidad para lograr
el favor del monarca. Rostworowski, relatando la historia con
Sarmiento de Gamboa y Betanzos, comenta como el Inca reinante
redistribuyó tierras para premiar a sus seguidores y asegurar que no
hubiera mezcla entre los “señores” llamados a habitar en el Cusco.
“A los antiguos habitantes que no eran incas los obligaron a
instalarse en lugares más alejados.”[48] En América Latina el
complejo clasista y excluyente no tiene, como se suele creer,
patente colonial, sino raíz cultural en el legado de los pueblos
ancestrales. Quizás uno de los elementos más ilustrativos del grado
del poder que ejercía el Inca, además de su potestad para decidir
sobre propiedades y destinos, era la complacencia con que se
recibía el acomodo de la historia, pues era “costumbre cusqueña de
omitir intencionalmente de sus cantares, narraciones, pinturas o
quipus, todo episodio si su recuerdo molestaba y no era deseado
por el nuevo señor. Llegaban al extremo de suprimir a ciertos incas
que habían reinado y entonces acomodaban los sucesos de
acuerdo con los propios criterios del gobernante de turno. El silencio
y la omisión era la forma de cambiar el curso de la “historia” que
disgustaba a algún inca reinante…”[49] Esta tradición es menos
mística de lo que sugieren sus relatores, pues no solo ha impedido
contar con un registro más confiable del pasado de muchas culturas,
sino que priva a las sociedades de un instrumento histórico para
auditar al poder. La historia suele hacerse de sucesivos retornos,
decía Tobar Donoso[50], y no deja de asombrar el parecido de estas
artes incas con las que se construían mitos o eliminaban hechos o
noticias inconvenientes, con las recetas de Platón para controlar lo
que los hombres desde la infancia debían oír a fin de  uniformar el
pensamiento civil[51], las astucias de Maquiavelo para preservar y
ampliar el poder del Príncipe, o la maquinaria de propaganda de
Goebbels para encubrir un genocidio, cuyo denominador común es
la preservación y expansión del poder político.
 
En todo este devenir casi no tiene cabida la libertad personal,
fundamento a partir de la cual puede construirse una sociedad
saludable.    Desde los pueblos aborígenes, pasando por la
conquista Inca, el dominio colonial Español hasta las parodias de
repúblicas independientes, las sociedades de América Latina han
vivido en una condición de servidumbre, esto es de marcada
dependencia de la autoridad política, en una cultura en la que el
mérito, iniciativa y potencial individuales quedaban superados,
diluidos, asfixiados, omitidos por las jerarquías, rigideces e
hipocresías de una sociedad rendida ante los fuegos fatuos del
poder, sus privilegios y sus negociaciones tras bastidores. El guión
continúa, apenas se han sustituido emperadores, caciques y
cortesanos por élites burocráticas y hábiles traficantes de favores y
prebendas del Estado, a cuya sombra evaden la luz de la
competencia abierta y transparente; el emprendimiento y el tejido
empresarial auténtico todavía son frágiles, históricamente
incipientes y vulnerables en exceso a los caprichos de la política. Es
la enfermedad a la que se condena cualquier sociedad que renuncia
al destino diverso y autónomo de sus miembros para conformarse
con un norte colectivo y unificado por una autoridad con amplios
poderes.
 
Esta es la matriz cultural que ha colocado al hombre en esa
condición que Kant calificó de minoría de edad, de la cual no le libró
la independencia, porque la liberación jamás llega de la misma
autoridad que impone el yugo, sino de una decisión personal para la
que hace falta coraje. La independencia fue, como se ha visto,
último día del despotismo y primero de lo mismo.
 
El influjo hispano
 
No sería objetivo saltar desde el legado autoritario y colectivista de
los pueblos aborígenes al inicio de la época republicana sin tomar
nota de los positivos aportes del período Hispánico, especialmente
durante el reinado de los Austrias que llegó a su fin hacia 1700.
Desde inicios del Siglo XVIII la Corona española, ya en manos de
los Borbón, adoptaría instituciones propias del absolutismo francés,
que terminarían erosionando las bases sobre las que originalmente
se organizó el gobierno en las colonias americanas. “España había
sido guía de Europa durante dos siglos; y su obra gigantesca le
había causado prematura postración, una suerte de leucemia difícil
de curar en individuos y pueblos. En el juego de los factores
políticos, Francia toma, desde mediados de la décimo séptima
centuria, en el equilibrio europeo, el puesto vacante por la
decadencia de los Austrias.”[52]
 
Hasta que empezó a sentirse el influjo francés y las formas y estilos
de gobierno fueron adaptándose a la noción del Derecho Divino de
los Reyes que impulsaría Luis XIV, las instituciones hispánicas en
América tuvieron como guía y límite el derecho natural que,
conforme con la doctrina católica, reconocía al hombre una libertad
y derechos anteriores a la ley. Dejemos hablar a Tobar Donoso,
estudioso incomparable de la temática:
“El Derecho Divino de los Reyes, tan opuesto al derecho
natural, no tuvo cabida en España; doctrina protestante,
elaborada a modo de máquina de guerra, se la mantuvo como
tal hasta el triunfo de la Reforma…
Ariete de la Contrarreforma, España no se contagió de
semejantes miasmas antipolíticos.” Y explica, en respuesta a
John F. Fagg, por qué en España no alcanzaría el derecho
divino de la monarquía la perfección que en la Francia de Luis
XIV: “No lo alcanzó, porque nunca nació en los países
cristianos, en que el bien común era el eje central de la vida
política. Felipe III aprobó expresamente la doctrina de Suárez
contra Jacobi.”[53]
Podría especularse sobre la esencia del poder político en la España
pre-borbónica, pero el asunto queda en gran parte zanjado con la
validación oficial que hace Felipe III de la obra de Suárez y
Belarmino, que había sentado las bases del Derecho Público de
España en torno a los siguientes principios: todo hombre es hijo de
Dios y dueño, por lo tanto, de su libertad nativa, no nacida de la ley;
ningún individuo tiene privilegio congénito sobre los demás; el poder
político también es derivación del derecho natural y encuentra en
éste sus límites. El Rey se legitima por su acción en beneficio del
bien común y no por el privilegio aristocrático de la sucesión en el
mando.
 
Otro principio que se sostenía en España es “el derecho del pueblo
a cambiar la forma de gobierno y a resistir al Poder injusto. Martín
de Azpilcueta, célebre canonista (1491 -1586), que vivió en tiempo
de Felipe II y tío de San Francisco Xavier, llegó a escribir: ‘Nunca el
pueblo deja de tal modo su autoridad en manos de un hombre que
no la conserve como en potencia y puede recuperarla en acto ante
ciertas y determinadas circunstancias’. Belarmino y Suárez harán
suya expresamente esta doctrina…”[54]
 
La aplicación de estos principios al Derecho Hispanoamericano
supuso el respeto a la dualidad política de que se habló en líneas
anteriores, esto es el  reconocimiento de que las comunidades
americanas tenían su propia organización, costumbres e
instituciones, sobre las cuales la Corona edificó las suyas, anulando
solo aquellas que consideraba incompatibles con el Derecho
Natural. Esta visión se aplicó también durante el proceso de
conquista, que no se puede explicar solo por las armas o la
caballería de las tropas españolas, varias veces superadas en
número por ejércitos Incas que luchaban en su propio terreno. Los
peninsulares lograron sumar el apoyo clave de pueblos y tribus
locales –notablemente, de los Cañaris en el sur del actual Ecuador-
a quienes el Tahuantinsuyo había sometido bajo un mando
centralista, férreo y despótico, tan absolutista como el que luego
sobrevendría desde Europa con los aires de la monarquía francesa.
 
Mención especial merece el tratamiento jurídico del indio, que “tiene
tutela privativa, protección especialísima, autoridades particulares,
defensa propia. La Ley proclama la existencia de dos Repúblicas en
la nación.”[55] La siguiente disposición resume claramente la visión
de la Corona sobre los derechos de los indios:
“Ordenamos y mandamos que sean castigados con mayor
rigor los españoles que injuriaren u ofendieren, o maltrataren a
los indios, que si los mismos delitos se cometieren contra los
españoles, y los declaramos por delitos públicos.”[56]
 
La institución de la Castilla medieval, la encomienda, se aplicó
deformada en América y fue instrumento de abusos y explotación,
es cierto; pero tal extremo fue más producto de la ambición de los
encomenderos, librados en los primeros años del descubrimiento a
sus propios arbitrios, que de las directrices emanadas desde la
Península. Ya en 1512, a instancias de Fray Bartolomé de Las
Casas, llegó la primera reivindicación jurídica del indio a través de
las denominadas Leyes de Burgos y su posterior Aclaración. Como
no fueran suficientes, volvió de Las Casas a arremeter contra la
encomienda, buscando su eliminación definitiva y el reconocimiento
pleno de los derechos del indio. Su alegato se llamo “Brevísima
relación de la destrucción de las Indias”, estimado por Carlos I al
punto de declarar corrompido por el oro al Consejo de Indias y
promulgar, entre 1542 y 1543, las Leyes Nuevas, que prohibían toda
esclavización, libertad para todos los indios, la supresión de
encomiendas de autoridades y entidades religiosas o amos crueles,
así como la amortización de las encomiendas subsistentes y la
prohibición de otorgar nuevas. Además se declaraba el derecho de
los indios a la propiedad, a tener hacienda y comerciar. Tal fue el
efecto de esta legislación protectora de los indios que Gonzalo
Pizarro en el Perú intentaría resistirlas desatando una guerra civil.
Lo cierto es que Fray Bartolomé “consiguió un triunfo en orden a la
humanización de las conquistas, que tras la pacificación de 1548 se
denominaron pronto descubrimiento y población; la abolición de la
esclavitud y la tutela del buen trato a los indios.”[57]
 
De cualquier manera, el trato al indio y los abusos de la conquista,
presentes en toda empresa de este tipo, no son materia de esta
obra. Lo que interesa es demostrar el papel que jugó la libertad
individual y la concepción de los límites al poder que informaron al
Derecho Español y su aplicación en América durante el reinado de
los Austrias.
 
A partir del Siglo XVIII se torcerían las instituciones bajo el influjo
francés. Esta nueva dirección se tradujo no solo en formas
despóticas de gobierno que también se trasladarían al continente
americano, sino además en la creciente influencia de personajes
ajenos a España, y por lo tanto extraños a la relación que hasta
entonces había existido entre la Península y sus jurisdicciones
americanas: “Aun antes de que Napoleón apareciera omnipotente
en el escenario, y de que América pensase en desobedecer las
órdenes del francés, ya los propios validos trataban tardíos planes
para conjurar los peligros que traía el menosprecio de la dualidad
que había constituido, con su igual alcurnia y sus derechos
equipolentes en el designio teleológico de la  Conquista, este
Continente”.[58]
 
A la par de la centralización política se impusieron controles al
comercio y se reforzaron los monopolios estatales en beneficio de la
Metrópoli, intentando detener la caída drástica de la economía
española, muy deteriorada por las guerras que tuvo que sufragar en
Europa para defender sus posesiones y por la competencia de otras
potencias que habían inaugurado ya formas capitalistas de
industrialización, mientras en la Península todavía apuntalaban el
edificio en ruinas de la encomienda feudal.
 
Esto causó, naturalmente, el debilitamiento de las industrias
americanas, hasta entonces florecientes, y la ruptura de la relación
entre la Corona y sus colonias americanas en dos mundos
irreconciliables.
 
El vicio inherente del poder político
 
El fenómeno no está reservado a los países en desarrollo; el poder
replica sus vicios donde se encuentre. Decía al inicio de esta
sección que la dirección política de Europa continental luego de la
Revolución Francesa no fue la misma que en el Reino Unido. En
Francia pasaron “de creer en el mito del derecho divino de los reyes
a creer en el mito de la soberanía del pueblo”[59], lo que trasladó del
monarca a las masas la dictadura sobre las personas, mientras que
los ingleses, más flemáticos y prudentes, afianzaban las libertades
individuales entre sus tradiciones más acendradas. Otro tanto puede
decirse de la diferencia entre Francia, donde las ideas y las obras
proscritas allende su frontera sur ya circulaban en el Siglo XVI con
liberalidad e irreverencia, y España, mucho menos permeable a la
Ilustración y más dependiente de las disposiciones de la Santa
Sede, cuya Inquisición –muestra significativa del ángulo de su
censura- prohibió en 1792 un clásico del pensamiento liberal, La
riqueza de las naciones de Adam Smith, que circulaba libremente en
el resto de Europa. De hecho hasta la segunda mitad del Siglo XX el
Index Librorvm Prohibitorum restringía en la tierra de Cervantes
obras de obligada consulta para quien buscara cultivarse
medianamente en las artes y las ciencias.   Esta influencia se
extendió a la América hispanohablante.
 
El Siglo XIX es el de una América Latina en pugna interna y externa
continua, en constante tensión por la heterogeneidad de visiones,
culturas, etnias, empleando mucha energía intentando hacer país,
en modificación y sustitución constante de constituciones, al vaivén
de los vientos de coyuntura y el capricho de los poderosos de turno,
el derrocamiento de gobiernos constituidos legalmente, el prurito de
refundarlo todo a cada tanto, expresado en asambleas
constituyentes que intentan borrar el pasado sin percatarse que con
el menosprecio de la historia se condenan a repetir sus peores
vicios.
 
En el siglo XIX las nacientes repúblicas apenas empezaban a tomar
conciencia de su propia identidad, o a fabricarla en la mayoría de los
casos. Es lo que Harari denomina    un “orden imaginario”[60],
comunidades que no tienen verdadera identidad ni rasgos comunes
a una supuesta nacionalidad, pero fingen tenerla, actúan como si la
tuvieran. Fue una época marcada por las distintas posiciones acerca
de la religión y su papel en la sociedad civil, y por las disputas de
poder de las élites que desplazaron a los delegados de la Corona,
antes que por la construcción de valores liberales e instituciones
para la libertad. Por eso cambiaban constituciones a cada tanto,
para acomodar las cuotas institucionales de poder según las
coyunturas. Y en esas estábamos cuando volteó la esquina el Siglo
XX y media humanidad experimentaba el comunismo inspirado por
Marx y Engels y llevado a la práctica por Lenin; por ello el Siglo XX
fue marcado, en gran parte, por la epidemia de dictaduras que
atravesó de vergüenza el Hemisferio desde México hasta la
Patagonia, patología social de la que no salimos del todo, como lo
demuestran Cuba, Venezuela y, en forma menos obvia, también
otros países,  y que constituye, lamentablemente, buena parte de la
historia de las repúblicas latinoamericanas, si es cabe llamarles
tales, con las excepciones del caso.
 
El fenómeno es generalizado, aunque haya casos extremos como el
de Cuba, que logró la derrota del ejército colonial Español en 1898
solo para dar paso a un co-gobierno en el que la embajada
Norteamericana tendría la última palabra; ese fue el precio por el
apoyo determinante para la victoria militar contra el ejército realista.
Cuando finalmente la Isla rompió con la dependencia externa,
tampoco se abrió la puerta de la libertad, cuyo candado quedó en
manos de Fulgencio Batista, depuesto décadas más tarde por la
revolución cubana de 1959, cuyo líder instalaría un régimen 
totalitario, comunista, que perdura hasta nuestros días. Aquí
podemos ver también la importancia del mito, pues Fidel Castro
había sido militante liberal y las ideas de Marx no formaban parte de
su leitmotiv revolucionario, pero si había de permanecer en el poder
indefinidamente, concentrando todas las funciones, tenía que
construir un enemigo externo que tuviera la mayor caja de
resonancia, y elección mejor que los Estados Unidos no había para
el efecto.   Así despachó varios pájaros de un solo golpe, pues a la
adhesión y simpatías internacionales que suelen convocar los
enfrentamientos desiguales del tipo Goliat versus David, sumó la
heroicidad que acompaña automáticamente a este último y añadió el
apoyo de los rusos, de cuya avanzada marxista convirtió a la Isla en
cabeza de playa para América. El mito pasó a ser el propio Fidel,
que se la pasó construyendo un monumento a sí mismo a costa de
la miseria y esclavitud de los cubanos.
 
***
 
El hecho es que en buena parte de América Latina continúa vigente
un mercantilismo de estado, un esquema donde los favores y
privilegios del poder concertados tras bastidores se imponen sobre
el mérito y la competencia libre, en suma una variante combinada de
absolutismo y servidumbre, aunque en lugar de monarquías y su
corte tengamos jefes de estado y élites burocráticas cuyas
veleidades intervencionistas condicionan los derechos del
ciudadano.
 
Aunque otras naciones americanas no han llegado a tales extremos,
el fenómeno es similar en el sentido de que el sistema republicano,
orientado a defender al individuo contra el abuso del poder y a
garantizarle sus libertades ha tenido poca vigencia práctica y ha sido
secuestrado reincidentemente por socialismos autoritarios,
dictaduras, nacionalismos, mercantilismos. Aun cuando el poder no
estaba abiertamente concentrado por un dictador, lo estaba por un
caudillo, ese fenómeno omnipresente en la política de América
Latina hasta nuestros días y cuyo efecto es, como en las dictaduras
manifiestas, la sustitución de la norma de derecho por el capricho
personal de la autoridad, el complejo mesiánico de quien se siente
predestinado a gobernar facilitado por la complicidad de una cultura
rebañega. Aunque el caudillo no hace tabla rasa de la ley, al menos
en su vigencia formal, aparente, en la práctica se mueve al margen
de los límites legales, vuelve gris la línea que divide los poderes
públicos y ejerce de gran árbitro de las sociedades, vaciando de
contenido las instituciones y aplastando los principios bajo el peso
de su ego.
 
No hubo liberalismo
 
No ha tenido oportunidad el liberalismo, mucho menos un ejercicio
libertario. Han sido en América Latina excepcionales los períodos de
ejercicio republicano, esto es de vigencia efectiva del Estado de
Derecho, división de funciones, independencia judicial y gobierno al
servicio de las libertades. Salvo brotes esporádicos y presentes más
en el discurso que en los hechos, arrancados antes de enraizar, el 
auténtico liberalismo –que no se reduce al libre mercado, que es su
consecuencia y no su causa- no ha tenido mayor espacio en esta
región del Mundo. El denominado Consenso de Washington y las
tesis liberales que empujaron Reagan y Thatcher apenas toparon
las capas superficiales de la institucionalidad y cultura
latinoamericanas. O europeas. Con excepción de la Constitución de
Chile aprobada en el contexto de su retorno a la democracia en
1990, que con pocos cambios subsiste hasta la actualidad, y que
prohíbe al Estado incursionar en actividades económicas salvo que
una ley con mayoría calificada así lo autorice, estableciendo la regla
general de libertad económica,  exigiendo también una ley para
afectar la propiedad privada, y cuyo sistema de seguridad social se
funda en la capitalización de cuentas individuales y no en la estafa
piramidal a que conducen los sistemas mal llamados solidarios[61],
en el resto de América Latina la funesta combinación de
instituciones mercantilistas y socialistas no ha sido removida. Y
también Chile parece condenada a cerrar su breve ventana de
libertad bajo la presión de las huestes autocalificadas de
progresistas, si llegan a materializar la asamblea constituyente,
caballo de Troya que tan hábilmente han utilizado los socialismos
para imponer sus agendas y modelos.
 
Una significativa muestra de esta cultura refractaria al cambio liberal
es la subsistencia de los sistemas públicos y obligatorios de
seguridad social. Otro ejemplo son las leyes de protección laboral
aprobadas durante el Siglo XX antes de la caída del Muro de Berlín,
cuando buena parte de la intelectualidad se hallaba seducida por
Marx, aplaudía a los barbudos del Granma y seguía con expectación
los supuestos progresos industriales y sociales de la Unión
Soviética, que apenas fueron montajes de una extraordinaria
propaganda oficial. El comunismo avanzaba como la nueva
promesa redentora y llegó a teñir de rojo buena parte del mapa
mundial. En este contexto cultural se promulgaron las leyes de
protección social que subsisten hasta hoy, con retoques que no
afectan lo esencial –¡los derechos de los trabajadores son
intocables!-.
 
Yo sostengo que la existencia de oportunidades de trabajo es el más
importante derecho laboral de una persona. Pero las leyes de
protección social no están orientadas a estimular el florecimiento de
esas oportunidades, sino la defensa del trabajo para quien ya lo
tiene a costa de quienes permanecen desocupados por falta de
nuevas inversiones. El punto que deseo enfatizar, sin embargo, es
que subsisten leyes e instituciones que nacieron bajo un contexto
cultural y empresarial que ha cambiado radicalmente. La corta
ventana de aire neoliberal a fines del Siglo pasado puede haber
empujado al suelo algunos objetos con poco sustento, como
empresas públicas quebradas que fueron privatizadas, pero el resto
del mobiliario y los cimientos del edificio institucional no han sufrido
cambio.
 
Subsisten normas relativas a la estabilidad y jubilación patronal
concebidas cuando el promedio de vida de una compañía S&P 500
era de 65 años. Hoy es menos de 15. El modelo industrial de
principios del siglo pasado tardaba décadas en dar un salto
incremental; hoy los modelos de negocio dan saltos exponenciales
en pocos años. Una patente garantizaba una posición en el mercado
durante 20 años en promedio, hoy queda obsoleta una tecnología
antes que una oficina de patentes haya tramitado su petición. Antes
se hablaba de dependencia laboral y el capital tenía la última
palabra; hoy existen relaciones de colaboración y el talento es el
recurso más difícil de conseguir. Antes la movilidad social demoraba
lo que un salto generacional; hoy tenemos innumerables ejemplos
de compañías incubadas en un garaje que en pocos años valen
miles de veces más que bien asentados negocios tradicionales a los
que desplazan. Abundan los estudios que estiman que dos de cada
tres trabajos conocidos hoy en día no existirán en pocos años. Antes
solo el Estado emitía moneda y los bancos prestaban dinero; hoy
circulan con poder liberatorio criptomonedas sin bandera oficial que
financian nuevos emprendimientos.
 
Toda esta transformación tiene a la libertad individual e iniciativa
privada como su motor y a un orden gestado por sus propios actores
–no gobierno alguno- como su contexto. Pero la lógica con la que se
legisla y regula continúa invariable, pensando que la ingeniería
social, el constructivismo desde el Estado –de derecha o de
izquierda- y la tutoría pública tuvieran alguna relevancia. Basta leer
las declaraciones de un político en la prensa hace 100 años:
cambiando los nombres y fechas podría emplearse el mismo titular
para dar la noticia hoy.
 
 
Adicción al crecimiento
 
De modo que en la actualidad casi todas las naciones sufren los
efectos de la hipertrofia estatal, la promiscuidad regulatoria, la
corrupción resultante del intervencionismo, todo financiado con
dinero de los contribuyentes, las primeras víctimas -¡ironías del
estado benefactor!- del monstruo que alimentan. Además de la
carga fiscal, nunca suficiente para saciar el apetito del omnipresente
Leviathan, el endeudamiento público implica que la mayor parte de
los ciudadanos nace, gracias a las decisiones de los políticos en el
poder, con un pasivo a cuestas. Aunque no deban pagarlo
directamente, el perjuicio se traduce en monedas devaluadas,
presupuestos públicos cada vez más altos y cada vez más
insuficientes, más impuestos y menos oportunidades para progresar.
La cuestión de fondo, con independencia del debate de los
economistas sobre deuda buena o mala, es que quienes toman las
decisiones no tienen piel en el juego, no pagan las consecuencias
de sus errores, cuya cuenta se la pasan a los contribuyentes; y a los
pensionistas, porque también echan mano los administradores de la
cosa pública de los fondos previsionales; y a los jóvenes, cuyas
oportunidades de empleo o emprendimiento quedan limitadas por la
desconfianza empresarial o la asfixia regulatoria.
 
***
 
Sí existen algunos estados que tienen algunos de los componentes
que reclama la libertad económica, como Estados Unidos,
Inglaterra, Suecia, Suiza, Chile, Nueva Zelanda, Australia, Singapur
y poco más. Pero aun en varios de estos países se observan ya los
síntomas de una dependencia creciente y peligrosa de la autoridad.
 
En la superficie parece contradictorio, inexplicable, que en la época
en que los jóvenes se suman a la noción de ciudadanía universal,
que no conoce fronteras, que abraza la diversidad y promueve un
intercambio indiscriminado, sean estas mismas generaciones –ver el
estudio de Foa y Mounk- las que permitan el relativo éxito electoral
de nacionalismos, que constituyen una seria amenaza para la
libertad y la movilidad humana, a la par que se debilitan las
adhesiones al sistema democrático. El fenómeno de fondo es, sin
embargo, la frustración creciente por la torpeza de los regímenes
políticos para resolver los problemas, torpeza e incapacidad que no
están necesariamente en las personas que ejercen el poder, sino en
el mismo diseño de la sociedad política, las falsas garantías que
promete, el rol de la autoridad. En este umbral de la historia aspirar
a mejoras de los sistemas de gobierno político es como tener al
alcance un aparato digital que transforma dictados en texto y
empeñarse, no obstante, en reentrenar  taquígrafos o utilizar la
máquina de escribir que vio a la luz hace tres siglos.
 
 
Acumulación de poder
 
La división de poderes públicos y el sistema de pesos y contrapesos
tiene ya limitada vigencia, cuando no meramente declarativa, pues
la función ejecutiva ha concentrado funciones por varias vías
institucionales, para no hacer mención a las vías no escritas, como
la influencia que indirectamente otorga al gobierno el tener en su
poder decisiones que pueden incidir en el futuro no solo de
organizaciones y empresas, sino de industrias en su conjunto. En
muchas ocasiones no le hace falta al gobierno sancionar un cambio
de ley, pues los mensajes presidenciales pueden generar o destruir
confianza, o introducir suficiente incertidumbre como para alterar las
decisiones de los agentes económicos. Aún en las democracias más
maduras y estables, los mensajes en campaña de los candidatos
logran tal efecto que basta el anuncio del resultado electoral para
mover en un sentido u otro los índices bursátiles, con billonarias
pérdidas para unos y ganancias para otros.  Planes para
construcción de plantas industriales en México, que hubieran
ofrecido decenas de miles de empleos a potenciales migrantes,
fueron cancelados con el solo anuncio de un muro fronterizo,
añadiendo presión a la emigración que se quiere evitar con
toneladas de concreto; ironías de la política. Y si hay gente
dispuesta a emigrar en busca de oportunidades, es porque sus
propios países también han levantado muros que obstaculizan su
propio crecimiento, muros a veces invisibles, culturales, regulatorios,
más difíciles de atravesar que los de concreto. En materia de
inmigración no se pueden cargar las tintas sobre las políticas de los
países receptores cuando el problema se origina en las taras de los
gobiernos y culturas de origen. Cada cultura tiene el gobierno que
se merece.
 
¿Es aceptable que un gobierno haya acumulado tanto poder como
para que los ciudadanos esperen un resultado electoral con la
angustia que cabe respecto de las decisiones que alteran el curso
de la vida? ¿O que tengan de tiempo en tiempo que jugarse en las
calles la vida, la integridad personal y la libertad para defenderla
contra los abusos de la autoridad? En una sociedad saludable el
resultado electoral no debería alterar el ánimo de los habitantes, el
cambio de gobierno no debería incidir en el curso de sus vidas.
 
En Quito, Buenos Aires, Kiev, Caracas o Barcelona, y en cientos de
ciudades y pueblos que los noticieros no registran, la libertad no
puede darse por descontada, y las calles se transforman con
frecuencia en el único escenario que queda para defenderla. Lo
curioso es que la amenaza ya no proviene, como en la Antigüedad o
en la Edad Media, de ejércitos extranjeros o imperios en expansión,
sino de los propios gobiernos y de una cultura que los hace
posibles, en la medida en que el ciudadano busca “la disciplina, la
uniformidad y la dependencia respecto del Líder”, para emplear las
palabras con que John Dewey, filósofo norteamericano, critica su
propio escenario.
 
***
 
Escribir es un viaje por destinos que recorremos varias veces, y
apenas empezaba la tercera vuelta por este capítulo para corregirlo
o enriquecerlo con nuevos sucesos cuando el parlamento Catalán
declaraba la independencia y convocaba al proceso constituyente
de la naciente república de Cataluña. Y horas después el gobierno
Español destituía a las autoridades y disolvía el parlamento
catalanes, al tiempo que varios presidentes europeos se
apresuraban a respaldar la decisión de su colega de la Moncloa, en
obvia acción profiláctica ante posibles brotes independentistas casa
adentro.
 
No hay la perspectiva temporal suficiente para aventurar un juicio
sobre el fenómeno de Cataluña, pero la historia se repite y aplicando
sus lecciones se pueden barruntar las fuerzas y vectores que
tomarán fuerza si el conflicto sigue la misma lógica que lo ha llevado
a este punto, esto es un diálogo de sordos entre políticos catalanes
y españoles en concurso por el tamaño de sus partes soberanas,
donde no es posible descubrir si el objetivo es lograr mayor
autonomía para los ciudadanos catalanes o, como me temo,
trasladar poder y tributos desde las actas y arcas de Madrid a las de
Barcelona, batalla que según parece se ha decantado en esta fase
por la unidad nacional, que en el plano de la institucionalidad se
sellaría con la elección de nuevas autoridades catalanas.
 
Sin embargo, nadie ha preguntado a los catalanes si lo que quieren
es elegir nuevas autoridades, nuevos pilotos para el mismo vehículo
institucional, o si en la esencia de su disconformidad empieza a
tomar forma un deseo, quizás no articulado ni verbalizado en forma
acabada, por romper con la institucionalidad misma y ensayar una
forma distinta de organización de la sociedad, en suma un nuevo
pacto social que reivindique para las personas la autonomía que hoy
está secuestrada por los políticos, tanto locales como nacionales. Lo
cierto es que la reacción del gobierno nacional ha sido la de zanjar
con la letra de la ley la amenaza de ruptura del orden constitucional,
sin que se aprecien, desahoguen y canalicen debidamente los
auténticos reclamos de los ciudadanos, que continuarán bullendo
como en olla de presión hasta que salte por los aires la tapa formal
del ordenamiento jurídico.  
 
No se si el colapso del sistema estatal de organización política surja
en Barcelona, San Francisco, Edinburgo, Sao Paulo, Nueva Delhi,
Shangai, Hong Kong o cualquier otra localidad cuyos habitantes
sientan que el costo de su camisa de fuerza estatal no es
compatible con el beneficio de una autonomía y proyección
universales. De pronto el brote libertario podría originarse en
ciudades con menos grasa y prejuicios institucionales y más agilidad
para transformarse. La mayor probabilidad la veo, sin embargo, de
la mano de comunidades digitales, que se forman y crecen
espontáneamente en torno a objetivos y valores. Al fin y al cabo lo
más probable es que el pasaporte, al igual que la moneda, estén en
Blockchain.
 
La religión del Estado benefactor
 
He descrito casos que ilustran la expansión del poder político, ahora
explicaré cómo sucede. Uno de los mecanismos principales es la
capacidad de expedir normas generalmente vinculantes de la
administración pública, a través de reglamentos del ejecutivo,
acuerdos ministeriales y disposiciones de incontables organismos
públicos de regulación y control, que proliferan conforme el Estado
expande su ámbito de intervención. Regular es una tentación a la
que excepcionalmente resiste quien ostenta el poder, y una vez
expedida la normativa y creadas las funciones e instituciones
necesarias para administrarla, se vuelve casi imposible dar marcha
atrás, hacerlas desaparecer; al contrario, se ejercen las funciones al
límite, solo para encontrar que resultan insuficientes. Los
legisladores consiguen votos prometiendo leyes y hasta emplean
como indicador de su gestión el número de proyectos normativos
que han visto la luz gracias a su firma; a ningún político se le ocurre
proponer la eliminación de leyes, al contrario, tener una que lleva su
firma es como haberse erigido un monumento en el registro oficial.
Los tentáculos normativos aumentan incesantemente y se logran
entonces atribuciones adicionales –excepcionalmente da el poder
un salto hacia atrás, para solo acometer dos más hacia delante- ,
que nuevamente se ejercen al límite o más allá. Y así
sucesivamente, en una dinámica parasitaria y viciosa.
 
Frente a esta inclinación natural a ejercer el poder político
disponible, actúa cómplice una sociedad que se ha acostumbrado a
esperar del Estado, que lo invita a actuar y a intervenir cada vez que
surge un desafío o problema del que no quiere hacerse
responsable; para algo paga impuestos. El hombre promedio ha
descargado en el diseño burocrático la seguridad de su jubilación, 
la estabilidad de su empleo, la provisión de salud y educación, la
garantía de un ambiente saludable y seguro, al fin y al cabo todo
esto se ha comprometido a garantizar el Estado junto a una lista
interminable de promesas en que se asienta el entramado
regulatorio e institucional, pues la creación y existencia de cada
institución y atribución del poder está justificada, según la falsa o al
menos ingenua exposición de motivos de la norma que la origina, en
la necesidad de cumplir alguna garantía. Así el poder se agazapa
tras la garantía de seguridad para escudriñar la vida e intimidad
personal, tras la garantía de jubilación para imponer la estafa del
seguro social obligatorio, cuyos fondos mal invierte o distrae para
otros fines; a la protección, en fin, de cualquier causa etiquetada
bajo el bien común para someter el ejercicio de la libertad en
cualquier campo a complejas limitaciones y condiciones
burocráticas.
 
Como en cualquier otro fenómeno humano, también en la expansión
del poder opera la ley del retorno marginal decreciente. Una dosis
de intervención puede tener en un inicio apreciables efectos –los
queridos por el interventor, no necesariamente los que necesita la
sociedad-, pero conforme se aumenta la dosis el efecto decae y
eventualmente es contraproducente. Además los sistemas que
configuran las interacciones humanas en un contexto social y
económico amplio, culturalmente diverso, son complejos, fruto de
una incesante y espontánea creación y transformación, de factores
en tensión, de fuerzas locales y globales, de los efectos de lo
contingente, de lo imprevisto e imprevisible, de la misma volatilidad
y emoción personal. Por eso han fracasado todos los intentos de
manipular los sistemas humanos desde el poder, alterando sus
flujos espontáneos, intentando ajustar la realidad a moldes
concebidos en los laboratorios de la ideología. La sociedad no es
perfecta, las personas no lo son. ¿Por qué empeñarse en la
arquitectura de la perfección en lugar de respetar el orden
espontáneo de la libertad? Quizás porque, como anota Karl Popper
al refutar las premisas del paraíso socialista, “debemos reconocer
que las profecías pretendidamente científicas suministran, a gran
número de gente, una válvula de escape. En efecto, nos
proporcionan un desahogo de nuestras responsabilidades
presentes, en un paraíso futuro, y nos brindan el complemento
adecuado de este paraíso al insistir en el desamparo del individuo
frente a lo que nos presentan como las fuerzas económicas
abrumadoras y demoníacas del momento actual.”[62]
 
 
La inmunidad del político
 
Además de que el Estado no logra cumplir la promesa del bien
común y  más bien la erosiona conforme se expande para lograrlo,
lo que se le escamotea al ciudadano promedio es que la factura de
todo este control, papeleo y obstrucción la termina pagando él
mismo, mientras erigen estatuas a los causantes del fiasco. Se
tiende a creer que la cuenta de los experimentos estatistas la pagan
los más ricos por aquello de la tributación progresiva, pero el que
tiene mucho pierde algo mientras el que tiene poco pierde todo,
especialmente la oportunidad. El empresario para quien la carga y el
riesgo laboral –por poner un ejemplo, aplicable a otras materias- es
excesivo en una jurisdicción, la sobrevuela y aterriza su negocio en
un ecosistema menos gravoso. El gran perdedor termina siendo el
ciudadano que hubiera tenido una oportunidad de trabajo que el
burócrata ahuyentó. Lo mismo se aplica en cualquier otro caso de
obstrucción o demora regulatoria.
 
La falacia mayor detrás de esta lógica de intervención estatal es que
los miembros de la sociedad, llevados por el afán de lucro y guiados
exclusivamente por su propio interés y egoísmo, terminarían
destruyéndose. Hobbes fue, fue luego de Platón y Aristóteles, el
más agudo defensor de esta tesis, que inspira todo constructivismo.
La historia refuta esta proposición, pues el desastre ha ocurrido
donde más ha intervenido o planificado el poder político, y
viceversa, el progreso y bienestar individual y colectivo han florecido
donde más ha existido libertad y el Estado apenas se nota. Ante
esta constatación los socialistas modernos, cuidadosos de no
replicar los totalitarismos marxistas, proponen grados de
intervención y planificación estatal que no anulen la libertad –sí, una
cuadratura del círculo- pero la lógica parasitaria del poder, cuya
dinámica de expansión inexorable ha quedado ya expuesta, hace
que entre la planificación moderada, incluso a título de
supletoriedad, y el totalitarismo no haya sino una diferencia
cuantitativa, de grado, de consumación en el tiempo, mas no de
concepto. Instalada la semilla de la intervención se convertirá tarde
o temprano, casi sin que lo adviertan los súbditos de un Estado, en
un entramado totalitario y asfixiante.
 
Y hay que afirmarlo contundentemente, los beneficios hipotéticos de
una intervención moderada jamás logran lo que solo es posible en
libertad y mediante un orden consentido, esto es generado
espontáneamente por los actores con piel en el juego y no impuesto
por una autoridad que no enfrenta consecuencias directas si se
equivoca. Es precisamente el encuentro del vector del interés de
quien da con el vector del interés de quien recibe –interacción que
no se agota en una transacción comercial- la fórmula espontánea
que origina un orden en el que los intereses de las partes quedan
satisfechos. En una sociedad libre y competitiva –no igualitaria-, el
afán de lucro es el motor del propio interés y al mismo tiempo el
límite frente al interés del otro. El justo precio del intercambio no
tiene relación con el costo del objeto transado, sino con la libertad
de decisión: justo precio es el que las partes libremente acuerdan. 
 
La pretensión de perfeccionar el orden social desde la planificación
de un modelo que se impone a todos es una arrogancia, sea un
modelo económico, de desarrollo, educativo, de seguridad social, de
buen vivir o lo que fuere. El laicismo del Estado contemporáneo es
un espejismo, pues los planificadores han elevado su credo a
normas jurídicas que todos están obligados a practicar, y desde que
el rol del Estado ha mutado de garante de la paz y administrador de
servicios básicos comunes al de gran conductor del destino de las
personas, señor de la guerra, soberano de todos los dominios, ha
quedado el hombre sometido a una nueva forma de idolatría. El
Estado benefactor es el nuevo dios al que le rinde culto la persona
diluida en la igualdad colectiva. Y como todo dios y su corte, es
inmune al escrutinio y cualquier pérdida o sacrificio quedan
justificados.
 
 
¿Quién ejerce el poder?
 
En este contexto de crecimiento parasitario del poder e hipertrofia
del aparato estatal también los jefes de estado y las cabezas del 
ejecutivo ven reducido su margen de acción. Las estructuras
institucionales son tan absurdas, sobredimensionadas,
superpuestas, contradictorias y complejas que han quedado
descoyuntadas de un eje de acción y se mueven, en gran medida,
como tentáculos autónomos que han afianzado sus propios feudos y
lógicas de intervención. La infinidad de permisos, aprobaciones,
registros y licencias que son necesarios para adelantar un proyecto
de cualquier índole está en manos de funcionarios de tercera línea
para abajo en la cadena de mando, usualmente más estables en su
carrera que quienes transitoriamente figuran como titulares del
poder y cuyas órdenes se diluyen en el entramado de filtros y
multiplicidad de actores que meten mano en cualquier asunto. Es
esa burocracia secundaria, menos visible, enquistada en los nudos
de una gran telaraña de normas y atribuciones cruzadas,
sobrepuestas, inconsistentes, de la que depende directamente que
una petición se mueva a la siguiente fase, en un laberinto tan
indescifrable que es imposible avanzar sin el favor extracurricular
del servidor de turno. ¿Es concebible, aceptable, que un proyecto de
construcción urbana deba demorar dos años en promedio hasta
conseguir la licencia que le permita iniciar? ¿Qué el traspaso de un
inmueble tarde meses, al igual que la consecución de todos los
registros y autorizaciones que le permitan emitir la primera factura a
una nueva compañía comercial? ¿Que un nuevo sistema de entrega
de medicamentos a comunidades remotas no pueda entrar en
funcionamiento, mientras la enfermedad sigue cobrando víctimas
mortales, porque las instituciones competentes no atinan cómo
regular el tráfico aéreo de drones? ¿Acaso algún político o
funcionario público ha debido pagar alguna vez por las
consecuencias de las pérdidas que provocan al sistema estas
instituciones y figuras regulatorias?
 
Esta normativa secundaria es en realidad la que prevalece, es el
laberinto que el ciudadano debe atravesar para lograr el
reconocimiento de un derecho que el legislador declara –cuando lo
hace-, pero el burócrata condiciona. En algunas jurisdicciones el
propietario de un inmueble podría dividirlo y transferirlo cumpliendo
tres a cinco pasos que no deberían tomar más de una semana, si se
aplicara lo que dispone la ley -actos jurídicos que de instaurarse un
sistema en Blockchain tomarían pocos segundos, los mismos que
son necesarios para comprar un libro digital en Amazon.com-, pero
la normativa secundaria ha convertido este elemental ejercicio del
derecho individual, sea de propiedad o de otra especie, en un
tortuoso proceso que puede tardar meses o años. Esta particular
muestra de una pesadilla kafkiana no es la excepción; en términos
generales América Latina ocupa puestos vergonzosos por su
complejidad regulatoria y dificultad para emprender y desarrollar
empresas. Lo demuestra un estudio del Banco Mundial con datos
levantados a junio del 2016[63] que clasifica a las economías de 190
países según el grado de facilidad para hacer negocios que supone
el ambiente regulatorio. México, Colombia y Perú, los mejores de la
región, ocuparon los puestos  47, 53 y 54, respectivamente, 
mientras los países con PIB per cápita más alto ocupan los primeros
20 puestos en cuanto a facilidad para hacer negocios. Ecuador
ocupa el puesto 114, Argentina 116, Brasil 123, Nicaragua 127,
Bolivia 149, Venezuela 187. El estudio citado permite observar una
correlación entre un ambiente regulatorio amigable y simple y un
mayor crecimiento de la economía y el empleo, dos pilares sin los
cuales no hay bienestar posible; e inversamente, un esquema difícil
de navegar no solamente se traduce en menos oportunidades de
negocio sino en más corrupción. 
 
La administración pública no solo ha tomado un rol que antes le
pertenecía exclusivamente al cuerpo legislativo, sino que también
resuelve conflictos originados en la relación entre el estado, sus
instituciones y los administrados. Aunque en teoría siempre cabe la
posibilidad de impugnar estos actos jurisdiccionales de la
administración ante tribunales judiciales, tienen un impacto tan
severo y provocan un perjuicio inmediato sobre una amplia gama de
actividades, ya empresariales, educativas, no gubernamentales, que
una dilatada controversia judicial no logra restablecer en la práctica
los efectos del abuso. Justicia que tarda no es justicia, va el dicho. Y
esta potestad jurisdiccional de la burocracia es tan extendida como
los ámbitos de intervención del Estado en la vida de las personas,
de la familia, de la empresa.
 
A esto se suma el peso del Estado en las economías, sea a través
de mecanismos de regulación y control en constante expansión, o
directamente a través de empresas de propiedad o controladas por
el gobierno, filiación que le otorga ventajas abiertas o inconfesables
para hacer negocios o bien excluye abiertamente la competencia de
los sectores económicos que el Estado se reserva. Esto genera un
escenario absurdo por definición, pues muchos agentes económicos
pasan a depender, directa o indirectamente, de decisiones de
negocio que no responden a dinámicas empresariales sino a la
política. El resultado es harto conocido y afecta los números y el
crecimiento, pero sobre todo desplaza el mérito por favores, las
competencias profesionales por afinidades ideológicas, mientras
subyuga a buena parte de la sociedad que calla para no perder la
tajada del festín que le ofrece la coyuntura. Pan para hoy y hambre
para mañana. Venezuela tuvo pan y circo cuando inició la dictadura
chavista; antes de que finalice la larga pesadilla socialista-
bolivariana ya empezó a sentir hambre; mientras escribo estas
líneas muere.
 
Y están los mecanismos de incidencia en la designación de jueces o
en la suerte de los juicios. La independencia judicial, al igual que la
independencia legislativa, es una línea hipotética que se evanesce
conforme crece el peso real, no escrito, del gobierno. Una muestra
de esa sumisión al poder es la tardía y lenta intervención de la
justicia ante los recientes escándalos de corrupción en América
Latina, que seguirían ocultos e inmunes a la presión ciudadana de
no haber mediado el celo de la prensa independiente.
 
***
 
¿Y por qué hay corrupción en primer lugar? El lado oscuro hace
parte de la naturaleza humana, faceta que algunos alimentan y la
mayoría mantiene inerme. Pero en el sector público aflora como
mala hierba, porque el crecimiento parasitario del Estado ha
generado las condiciones necesarias y suficientes. Cada permiso
previo, puesto de control administrativo, requisito levantado
artificiosa y ambiguamente, no hace más que aumentar las
probabilidades de que alguien trafique facilidades, tentación tanto
mayor cuando, además de administrar controles y licencias, el
Estado paga obras con dinero de los contribuyentes o gestiona
empresas en las que los administradores no tienen que rendirle
cuentas a ningún accionista. Es como el mito de que la soberanía
radica en el pueblo o que los recursos públicos pertenecen a los
ciudadanos, proclamas sin más valor que el retórico, pues los
contribuyentes jamás aprueban un presupuesto ni tienen capacidad
legal de pedir cuentas sobre la administración de los recursos. Hay
tanta distancia entre el ciudadano común y una administración
pública gigantesca que para la rendición de cuentas existe, vaya
paradoja, otra institución pública, designada y supervisada,
nuevamente, por el poder político.
 
Definido como “la capacidad de dirigir o impedir las acciones
actuales o futuras de otros grupos o individuos”,[64] el poder necesita
ejercerse y expandirse para afianzarse, para sobrevivir, y hacerlo
está también en la naturaleza humana, especialmente de quienes se
postulan para alcanzarlo. La fundamental deformación del político
de carrera es que piensa que la gente lo necesita, que sin su guía y
dirección, sin su capacidad para forzar a otros a hacer lo que de otro
modo no harían, no sabrían encontrar o construir el camino y no les
sería posible alcanzar el bienestar.  
 
El poder crece, ahí su esencia; pero nunca es suficiente, ahí su
condena. Explica Naím en “El fin del poder” que éste, a pesar de su
crecimiento, se ha degradado, está disperso, diseminado y
descompuesto, y que llega a resultar ineficaz en la medida en que 
otros actores no gubernamentales adquieren suficiente influencia
como para entorpecer la acción del estado: “La imagen de Gulliver
atado al suelo por miles de minúsculos liliputenses capta bien la
situación de los gobiernos en estos tiempos.”[65]    Sin embargo es
precisamente en estos tiempos de ineficacia estatal, de degradación
del poder que la humanidad, de la mano de emprendedores,
científicos, inversionistas, y tantos agentes libres de un ecosistema
caótico de innovación -¡maravilloso caos!- ha sido capaz de dar un
salto histórico hacia inconcebibles cotas de bienestar que el
concierto de las naciones y su burocracia no han sido capaces de
gestar. A pesar del bombardeo noticioso que contamina nuestra
percepción, las cifras y hechos demuestran que vivimos en la era
más pacífica de la historia, donde el exceso de azúcar mata más
gente que la pólvora; donde las personas que están técnicamente
debajo de la línea de pobreza cuentan con servicios que solo eran
accesibles a los ricos hace décadas; con un nivel global de
alfabetización superior al 80%; con  billones de personas
conectadas a la red digital, y otro tanto integrándose
aceleradamente en poco tiempo y, por lo tanto, con el potencial de
acceder a la más poderosa herramienta productiva en la Cuarta
Revolución Industrial, un teléfono móvil, que ofrece 1000 veces más
capacidad de procesamiento que las computadoras del Pentágono
hace 15 años, a un costo asequible a las grandes mayorías, con una
acelerada convergencia de aplicaciones que hasta permitirán
diagnósticos médicos sin desplazamiento a centros de salud, todo
gracias al crecimiento exponencial de la tecnología; un mundo en el
que las epidemias, la disponibilidad de alimentos –ya se cultiva
carne en laboratorio, sin tener que criar ganado- son desafíos
resueltos, y cuando no llegan a la población no es por escasez,
estado de la técnica, ausencia del recurso, sino precisamente
porque algún gobierno se interpone, como en el actual caso de
Venezuela. Un mundo en el que, mientras los jefes de estado
danzan, se toman fotos y juegan al tira y afloja con los acuerdos
internacionales para combatir el cambio climático, el ecosistema
caótico continúa mejorando las tecnologías que sustituirán la
dependencia de los combustibles fósiles con energías limpias,
renovables, distribuidas, descentralizadas. El poder político sigue
marchando en el mismo terreno respecto de las regulaciones a la
explotación de minerales mientras el ecosistema caótico se prepara
para explorar recursos en la Luna o en otros planetas.
 
Es cierto que el margen de maniobra de los jefes de estado,
especialmente en las democracias más maduras, es limitado para
incidir positivamente en el cambio. El Estado es, como ya he dicho,
una de las víctimas de su propia hipertrofia institucional y los
funcionarios públicos honestos están atrapados en el laberinto
normativo y regulatorio como cualquier ciudadano común. Sin
embargo, el poder del Estado para provocar un desastre es
excesivo: puede endeudarse, léase endeudarnos, hipotecar el futuro
de las nuevas generaciones, fabricar dinero con aire, incrementar
impuestos, añadir lodo al pantano regulatorio, terminar tratados y
aislar al país del mundo, o decretar una guerra que segará la vida
de decenas de miles, muchos de ellos sus compatriotas. Y gracias a
los cuellos de botella que han generado para el libre ejercicio de la
libertad, pueden instalar un peaje debajo de la mesa para lucrar de
los negocios en los que el Estado interviene como agente, regulador
o simplemente con su omnipresencia intimidatoria. En ese sentido,
no veo la degradación del poder como un síntoma de caos y
anarquía que debe corregirse, sino como un signo de los tiempos, la
señal de una transformación saludable en curso, tras cuyo paso
ninguna institución será reconocible.
 
Esta transformación se acelera, es verdad, gracias al potencial
tecnológico, pero el fenómeno no es nuevo ni estrictamente
tecnológico. Ya lo dijo Nietzsche, los “grandes períodos de la
civilización son períodos de decadencia política: lo que ha sido
grande como civilización, ha sido apolítico, incluso anti-político.”[66]
 
 
IV. MIEDOS Y DOGMAS.
 
 Por eso los animales aprenden a dominarse y a simular,
hasta el punto de que algunos, por ejemplo,
adaptan sus colores al color ambiente (gracias a la llamada
“función cromática”), se hacen los muertos o toman las
formas y los colores de otro animal…
Así el individuo se esconde bajo la generalidad del
concepto “hombre” o en la sociedad, o se adapta
a príncipes, estamentos, partidos u opiniones del tiempo o de su entorno.
 
Friedrich Nietzsche, Aurora.
 
El Estado, dicen, es indispensable. Hasta para Karl Popper, bastión del pensamiento
liberal y gran defensor de las sociedades abiertas, era un mal necesario, aunque su
obra la publicó en 1945, cuando no existían todavía las herramientas tecnológicas
que posibilitarían a las sociedades nuevas formas de organización.  Es inconcebible,
dicen, una sociedad sin un gobierno que la dirija, que corrija los excesos de unos e
intervenga para superar las deficiencias de otros, realizando la justicia social,
dictando leyes que separan lo bueno de lo malo. Porque, dicen, la riqueza de unos
implica la pobreza de otros. El bien común está por encima del derecho de las
personas. Estas son solo algunas muestras del amplio catálogo de premisas que se
aceptan como principios inamovibles.
 
Todos estos postulados y tantos otros de similar factura han adquirido, a fuerza de
repetición, de la supresión sistemática de la crítica, de la propaganda orquestada
por los curadores de la religión oficial, la categoría de dogmas. Porque alrededor del
Estado se ha levantado un culto, todo un simbolismo ritual, similar al de cualquier
sistema religioso. El hombre tiende por comodidad, por seguridad a mimetizarse en
la creencia, a pesar de su falacia. Y eso que se llama cultura cívica alimenta
incesantemente la reverencia de las personas a los símbolos soberanos, rodilla en
tierra para jurar y besar una bandera, rito indigno al que no es posible resistirse sin
arriesgar una expulsión de la escuela y de la sociedad políticamente correcta. Se ha
sustituido una corona real por un blasón oficial, pero no ha cambiado el gesto de
sumisión, que simboliza una degradación de la libertad personal frente al rango
supremo del poder político. Aristóteles condenó al individuo a la servidumbre de
quienes habían nacido para mandar a través del Estado. 
 
Hegel llegó a decir que el Estado es la síntesis perfecta de la persona –tesis- y la
sociedad –antítesis-, la realidad de la idea ética, fundamento del totalitarismo y de
una visión dialéctica, ordenada inexorablemente hacia un desenlace histórico, que
Marx recicló en forma de una lucha de clases que culminaría con la dictadura del
proletariado. A pesar de que esta doctrina ha reducido a la miseria humana y
material a cuantas sociedades la han aplicado, sigue presente, de forma más o
menos evidente, en muchas cartas políticas y en el mensaje de los populismos de
cualquier signo: políticos que, una vez encumbrados en el timón institucional, se
creen con la autoridad de dirigir la vida de las personas como si la sociedad
estuviera conformada por irresponsables, por menores de edad, legalmente
incapaces, apenas fragmentos del colectivo.  
 
El mito, savia de lo colectivo
 
En su obra sobre la historia de la humanidad Harari comenta que la capacidad para
la ficción fue el factor crítico que le permitió al Homo Sapiens ser la única especie
humana que sobrevivió y se extendió a todos los continentes, mientras
desaparecieron sus primos, los homo neanderthalensis, erectus, soloensis,
desovenis y floresiensis. Recientes descubrimientos siguen ampliando esta
genealogía y parece que el catálogo no está cerrado.  Antes de la revolución
cognitiva nuestros ancestros podían convivir, según los científicos, en tribus
formadas por 150 individuos en promedio, número mágico y máximo, cuya
superación llevaba a pugnas, desorden, muerte o escisión. Para formar grupos
mayores hacía falta un sentido de propósito colectivo; así nacieron los mitos: 
“Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una
iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre
mitos comunes que solo existen en la imaginación colectiva de la gente… Los
estados se fundamentan en mitos nacionales comunes. Dos serbios que nunca se
hayan visto antes pueden arriesgar su vida para salvar el uno al otro porque ambos
creen en la existencia de la nación serbia, en la patria serbia y en la bandera
serbia”[67]. Y añadiría a la lista, creen también en el derecho de esa nación ficticia a
cobrarles tributos para financiar esa realidad imaginada.
 
La religión, es cierto, también se nutre de mitos, que la autoridad política obligaba a
honrar en su tiempo, y todavía lo hace en ciertos países. Pero donde no se
confunde la religión con la ley, los individuos preservan la libertad de renegar de la
creencia. El mito político y la creencia religiosa son categorías muy diferentes,
antagónicas incluso. La fe es inseparable del destino trascendente del hombre, que
desde que existe se pregunta sobre su origen, su esencia, su razón de existir, y ante
la infinitud de la respuesta, frente a lo inefable, con el instinto aguzado ante el
abismo, el vacío existencial de la negación o el escepticismo, presiente a Dios e
intenta conocerlo y acercarse a su misterio valiéndose de alegorías, metáforas,
mitos. “El mito, al igual que el arte, expresa un tipo de realidad del único modo en
que puede ser expresada. Por esencia, es refractario a cualquier tentativa
racionalizadora, y su verdad paradójica desafía a todas las categorías de la lógica
aristotélica o dialéctica.”[68]
 
Dios no sería la fuente última de la libertad si se hubiera manifestado  de manera tan
incontrovertible, general y patente que no le quedara a la humanidad más remedio
que rendirse ante el hecho divino, eliminando por consiguiente la opción de creer.
Frente al Sol no tenemos elección: ahí está al mediodía, tostándonos la piel nos
guste o no, irreductible e indiferente a nuestra resistencia o placer. Pero Dios no
entra a la casa si no le abrimos la puerta, aunque nos la haya regalado. Por eso le
dijo Jesucristo a Santo Tomás “tu crees porque me has visto; dichosos los que creen
sin haber visto.” Porque el Creador ha querido preservarnos la libertad y la dicha,
que consiste precisamente en la generosidad para atesorar aquello que no será
posible comprar ni con todas las monedas de ciencia y conocimiento acumuladas a
lo largo de la historia. El de la fe es un tesoro compartido, sin posible monopolio.
 
Y por eso unos deciden creer en tanto a otros les basta con saberse parientes de los
orangutanes y prefieren no indagar más allá de las explicaciones que la ciencia
puede demostrar, de los límites del pensamiento racional, como si todas las
realidades y dimensiones -¡vaya arrogancia!- estuviesen al alcance de un intelecto
separado por porciones marginales del código genético del mono que alumbró al
Australopithecus. Cada vez que el conocimiento asciende en la escalera de las
teorías científicas nos demuestra al mismo tiempo cuán ciego estuvo en el peldaño
precedente. Porque basta un caso que contradiga una teoría “científica” para
restarle validez, sin importar cuán representativa sea la muestra que sustente su
hipotética corrección. Esto ya lo enseñó Karl Popper desde la filosofía y Stephen
Hawking desde la física.[69]
 
Abrazar una creencia sobrenatural supone sacrificios, esfuerzos, renuncias, y por
ello la tentación, que rasga la naturaleza humana desde su origen, de convertirse en
el propio dios, en juez que acepta con beneficio de inventario lo que entiende  y le
conviene, y desecha lo demás. Esta comodidad unida a la arrogancia de la razón
explican en buena medida tanto el materialismo como las religiones a la carta,
confeccionadas con fragmentos y retazos a la medida de las preferencias de turno,
un espejismo apenas, pues cuando el principio, el valor, la regla se vacía de raíz
sobrenatural, no tiene otro sostén que la bendición de la moda o la imposición de las
masas, la peor de las esclavitudes.
 
Con Sabato nos preguntamos: “¿Qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? Ya que
no se ha liberado de cultos y altares. El altar permanece, pero ya no es el lugar del
sacrificio y la abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la reverencia a
los grandes dioses de la pantalla.”[70]
 
El mito del Estado es una fabricación destinada a sostener la necesidad del poder
político, mientras que en materia de fe el mito responde a una necesidad libre de
cada persona por trascender. Porque nada obliga a creer en Dios y la sanción a los
descreídos no disuade, intimida ni persuade al que ha dejado de creer. La fe en el
Creador y sus consecuencias se resuelven, en último término, en una esfera íntima,
personal, mística, donde cada quien reina con absoluta soberanía –lo que no quiere
decir que la fe personal no se comunique y tenga efecto sobre los demás-. Aunque
en materia religiosa hay, como en otras manifestaciones humanas, rigores rituales,
exhibicionismo hipócrita, el peso de los convencionalismos, lo cierto es que las
personas abandonan su bandera confesional con más facilidad y menos riesgo
social del que supone cambiarse de hinchada futbolística. Rectificar la doctrina
política en cambio se tilda de incoherencia –aunque nada hay más inteligente que
cuestionarse a sí mismo y hacerlo con éxito-, mas la moda premia con el glamoroso
título de librepensador a quien deserta y declara con Nietzsche que dios ha muerto,
sin enterarse siquiera del verdadero sentido que este filósofo alemán quiso darle a
su expresión. Sea como fuere, lo cierto es que en el hambre y en la fe manda
libérrimo cada uno sobre sus dominios.
 
En contraste, el Estado impone nacionalidad y bandera a todos cuantos nacen bajo
el presupuesto y el imperio de su ley. El Estado es esa sociedad política, esa ficción
legal que vincula forzosa y casi irremediablemente a sus nacionales, que apenas
tienen opciones para renunciar al credo oficial y afiliarse a una sociedad que
responda mejor a sus aspiraciones personales. ¿Acaso la gente tiene libertad de
elegir la sociedad política a la que quisiera pertenecer, cuya cultura acepta como
contexto para la formación de sus hijos, cuya cuota de membresía –léase impuestos
o tasa de servidumbre- le parece razonable y justificada? A diferencia de la fe, cuyo
abandono o cambio supone un diálogo con uno mismo, sin papeleo ni permiso
oficial, renunciar una nacionalidad es imposible sin que otra sea concedida, a riesgo
de quedar apátrida, perdido en el limbo de un sistema que no reconoce al ciudadano
universal, salvo como adorno tan retórico como vacío de toda utilidad en el sistema
internacional de naciones, como lo demuestran nuevos muros que se levantan en
una repetición demencial de los mayores errores históricos incurridos, como no, a
nombre del “interés nacional”. El nacionalismo ha sido una afrenta a la libertad y
dignidad humanas.
 
El sistema internacional de estados soberanos es en cierto sentido una condena a
sus habitantes, una condena a la inmovilidad –salvo con fines turísticos-, a vivir en
cajas culturales, a la separación de la humanidad mediante fronteras artificiosas, a
una creatividad fragmentada y ciega, muros que ya no permiten saber en qué lado
quedó el mundo libre, barreras comerciales que protegen a los mediocres de
quienes lo saben hacer mejor, impidiendo a otros realizar al máximo su potencial. El
hombre libre, sin embargo, siempre termina superando a los políticos y a los jefes de
estado, y ha logrado ingeniar y construir una realidad paralela, desregulada y sin
fronteras, tema que desarrollamos en otro capítulo.
 
La resignación de la idolatría
 
La creencia imperante ha llevado a las personas a adoptar frente a la existencia del
Estado y sus imposiciones la resignación que cabe frente a los designios
providenciales o las catástrofes naturales. Nada se puede hacer, salvo rezar, ante
un tsunami que arrasa con la población costera, un terremoto que sega miles de
vidas o un aguacero torrencial que destruye el producto en ciernes de la cosecha
futura. La misma impotencia y conformidad exhibe la sociedad ante decretos
abusivos, tributos confiscatorios, leyes que van progresivamente erosionando la
libertad, mientras continúan financiando con sus impuestos el crecimiento y
expansión de la misma estructura que los paraliza, a pesar de saber que buena
parte de éstos servirán para seguir engordando a una burocracia inútil y
contraproducente, empleada en tramitar permisos y autorizaciones que no deberían
existir en un mundo libre. Pero no se rebelan o si lo hacen es apenas para pedir el
cambio del gobernante o la dirección política del modelo, cuando el problema es la
trampa del modelo- cualquiera sea su dirección-, la existencia misma del Estado, su
naturaleza parasitaria, el vicio inherente a su estructura que lo lleva siempre a
expandir los tentáculos regulatorios y los espacios de intervención y de poder
mientras se reducen, en proporción inversa, las libertades personales.
 
Pero antes hay que desmontar la creencia, porque la gente mira al Estado, sus
instituciones, sus leyes, sus tributos, la guerra, como el peso ineludible que
acompaña al nacimiento, como una realidad tan inmodificable como la Tierra girando
alrededor del Sol, igual que la contingencia que resulta de un fenómeno natural.
 
Las creencias son poderosas, filtran nuestra concepción del mundo y nos llevan a
aceptar como verdades muchos mitos, alimentados desde fuentes cívicas, políticas,
familiares, religiosas, convencionalismos, actitudes. Es manifiesta la diferente
aproximación y valoración social de la riqueza que tienen, por ejemplo, las
sociedades protestantes, de línea calvinista, frente a las culturas católicas de
América Latina, donde la abundancia se describe en diminutivo y en tono de
disculpa, como si el logro material fuese una afrenta a la sociedad. Aquellas culturas
pusieron más énfasis en la metáfora evangélica sobre la multiplicación de los
talentos; éstas, en que más difícil es a un rico entrar en el Reino de los Cielos que a
un camello atravesar el ojo de una aguja.
 
Estas son las creencias que forman el marco cultural de las sociedades. El estado
actual de cosas es más fruto de los rasgos culturales, de actitud de las personas,
que de ausencia de recursos o desigualdades estructurales, como argumentan los
constructivismos. En realidad los recursos abundan, siempre, especialmente los que
causan el mayor impacto en los resultados, los intangibles –la visión, la creatividad,
la actitud-; solo que el ángulo de visión, sesgado por la cultura o ciego desde la zona
de seguridad, de la comodidad mediocre, impide verlos y acceder al pozo de esa
riqueza humana inacabable. La clave que abre la bóveda del talento a la innovación
es el riesgo, la decisión para dejar la seguridad en pos de un horizonte desconocido.
 
¿Qué perfiles está contribuyendo a modelar el sistema de creencias, acaso el de
personas dispuestas a tomar riesgos y buscar resultados? Estos son la minoría,
pues varios estudios e investigaciones coinciden en que la mayoría se compone de
personas que prefieren la seguridad –por ejemplo la estabilidad de un empleo a la
volatilidad de un emprendimiento- o la seducción del poder, de posiciones que
nutren la vanidad, la posibilidad de imponer sobre otros su voluntad. Por eso hay
tanto político.
 
Recordemos que el Estado se edificó, además, sobre la premisa de la escasez, la
finitud de los recursos frente al crecimiento demográfico, y por lo tanto la necesidad
de que una autoridad modere los afanes predatorios que conducirían a los más
fuertes a beneficiarse a costa de los débiles.  Dicho así, sin mayor indagación, este
parece un postulado sensato, pero se asienta sobre falacias en los hechos y en los
conceptos. En cuanto a éstos, la riqueza jamás se logra, o al menos no perdura, con
la apropiación predatoria, sino con la circulación, con la multiplicación. Quien
acumula capital no lo preserva bajo tierra, como el siervo incompetente de la
parábola de los talentos, sino que lo reinvierte o lo pone a disposición, a cambio de
un interés, de terceros, quienes entonces logran acceso a un recurso que no habría
existido de hallarse distribuido igualitariamente. El otro concepto, que desarrollo con
detalle en estas páginas, es que en los casos en que un arbitraje es necesario para
corregir algún abuso que la libre competencia no es capaz de eliminar, hay infinidad
de mecanismos ajenos al poder político que lo logran con eficiencia, hoy más que
nunca con las nuevas tecnologías.
 
En cuanto a los hechos, estamos viviendo una era de abundancia. Esta constatación
se ha vuelto más patente con los avances de la ciencia y la tecnología,  no porque la
materia se haya multiplicado sino porque se descubrieron nuevas formas de acceso
y aprovechamiento, o las que existían a un gran costo han sido mejoradas hasta
volverlas accesibles al común de las personas. Y detrás de esta evolución científica
está, nuevamente, la actitud del hombre, la curiosidad, la búsqueda incesante de
algo distinto, la ambición por conquistar nuevos horizontes, la negativa a rendirse
ante lo que parece inviable.
 
La llave del potencial
 
En el verano de 2015 visitamos  una compañía financiera en Stuttgart, Alemania,
con un grupo de colegas para repasar el clima de inversión y de negocios en
América Latina, específicamente en Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y
Brasil. Nuestro anfitrión alemán aprovechó  para deslizar una lección implícita en las
cifras que refrescó para darle contexto al diálogo: el PIB de Alemania era superior al
de todos los países latinoamericanos antes citados, no obstante que la población de
éstos es 5.4 veces mayor. No me gustan las tablas porque interrumpen al hilo
argumental y ensucian el pensamiento, pero algunos datos merecen la excepción.
Cifras del 2015 según el Banco Mundial:
 
 
PAIS PIB EN MILLONES DE US$ POBLACION (MILLONES)
Alemania    3.363.446,82     81.41
Brasil      1.774.724,82     207.8
Argentina        583.168,57        43.42
Chile             240.796,39       17.95
Perú         189.111,14     31.38
Ecuador        100.176,81     16.14
Colombia        292.080,16     48.23

 
En suma un país europeo con algo más de territorio que Ecuador genera más
riqueza que las cinco economías más importantes de América del Sur,  no obstante
que su población es 5.4 veces menos que la suma de los países americanos
mencionados. Invito al lector a reflexionar por unos instantes en esta realidad.
 
¿Qué hace del alemán en general una persona tan productiva? ¿Qué había llevado
a Alemania a alcanzar el desarrollo humano y la generación de riqueza que la
colocaba entre las potencias mundiales, sostén político y financiero de la Unión
Europea? ¿Cómo alcanzó en un tiempo relativamente corto esos resultados, luego
de quedar materialmente destruida por la Segunda Guerra Mundial, moralmente
sacudida por los horrores de Hitler y fragmentada hasta la caída del Muro de Berlín
en 1989, cuando inició la reunificación con la Alemania Oriental, región quebrada
moral y materialmente bajo la dominación Soviética? 
 
El alemán, según parece, no pierde el tiempo. Tiene siempre un plan y lo ejecuta
prolijamente. A juzgar por su industria, no tolera nada por debajo de un estándar y
alimentan un espíritu muy competitivo: el alemán es el estándar en ciertas
industrias. Tiene una cultura de negocios en la que prevalece la exactitud y la
confianza, nada de idas y vueltas ni circunloquios. Y mucho trabajo y disciplina. 
Finalmente, las lecciones de la guerra y la experiencia del comunismo, que partió el
país por la mitad, los disuaden de entretener ideas peligrosas otra vez –al menos
por ahora, pues los enemigos de las sociedades abiertas vuelven por ciclos-. Todos
estos son rasgos culturales, notas del denominado espíritu alemán, que guardan
mucha similitud con la receta que la psicología asertiva aplica al entrenamiento de
los deportistas de élite: ambición de metas, confianza en el logro, no conformarse
con nada por debajo del potencial, plan detallado, ejecución disciplinada, pasión por
llegar hasta el final.
 
 
 
Se escucha con frecuencia que la educación es la clave para que las sociedades se
encaminen hacia destinos de mayor libertad y progreso, al tiempo que las emancipa 
de tutores y curadores públicos y las vuelve menos susceptibles a las promesas de
los políticos en permanente competencia electoral, ese circo democrático que
legitima gobiernos, en la mayoría de los casos ungiendo a personajes sin más
mérito que su capacidad de encantamiento colectivo. Es obvio que la educación es
indispensable, como la salud o la seguridad, para que el hombre “pueda” desarrollar
su potencial. Otra cosa es que “quiera” desarrollarlo, que sea consciente de su
capacidad o la construya si es necesario, que tenga ambición de metas y asuma la
responsabilidad de alcanzarlas; todo esto es menos cuestión de educación cuanto
de formación, de carácter y actitud, de forma de ver y enfrentar la vida, sus desafíos
y oportunidades.
 
A veces hace falta una verdadera crisis, llegar al borde del abismo para abandonar
el metro cuadrado de las creencias y atreverse a mirar fuera del paradigma, y
entonces el cambio de enfoque, de actitud, la transformación sucede súbitamente,
sin necesidad de capacitaciones, de expertos reales o presuntos en materias vitales
o lentos procesos de educación. La historia está llena de ejemplos de personas 
indoblegables en sus sueños y dispuestas al riesgo que logran lo imposible a pesar
de iniciar el viaje sin recursos materiales ni académicos. Como abundan también
doctores en economía que suscriben el igualitarismo colectivista por complejo
cultural, por desconfianza vital.
 
Hablo de esa diferencia de enfoque y actitud que hace ver a  unos un vaso medio
vacío y a otros, uno medio lleno –o abundante incluso[71]-. Esa diferencia de
percepciones, reacciones y acciones frente al mismo estímulo, objeto o escenario, el
programa mental que filtra ante la misma situación las oportunidades para unos y los
obstáculos para otros, se forja en la fragua de las decisiones personales, aunque el
contexto incida. Todos somos hijos de nuestro tiempo y cultura, como enseña Eric
Fromm, pero si en una misma familia los hijos toman destinos tan distintos es, en
último término, por sus elecciones individuales. Y adoptar o cambiar una creencia
para crecer personalmente es también fruto de una decisión personal, aunque el
diálogo interior afianza estas nociones  como creencias de manera imperceptible,
inconsciente. El niño formado en un hogar creyente no sabrá en qué momento las
prácticas religiosas pasaron a formar parte de su sistema de creencias, pero llegará
un momento en que las pase por el tamiz de la maduración, por el cuestionamiento
que acompaña al crecimiento personal y adopte, entonces, una decisión consciente
de mantener, modificar o sustituir esa creencia.
 
Las barajas que nos reparte la vida no son necesariamente buenas o malas, pues el
potencial de la mano dependerá de la actitud y visión personal frente al juego
existencial. Freud y varios pensadores de su tiempo ignoraron esta capacidad
humana –no obstante ser inherente al orangután desde el momento que mutó en
Homo Sapiens-   y consideraron que la circunstancia no solo influenciaba sino que
tenía un efecto determinante sobre la conducta del hombre. No es mera
coincidencia que tomaran fuerza las ideologías socialistas en el mismo período
histórico en que se extendía esta noción determinista, fatalista diríamos, que
enfatiza los límites externos sobre el potencial individual o el designio providencial
sobre la decisión personal, visión freudiana que redujo al hombre casi a una
marioneta de sus pulsiones sexuales y taras. El rasgo común es evidente: el
hombre, llevado por sus complejos, condicionado por su circunstancia e instintos
incontrolables, se convierte en lobo del hombre; hay que ponerlo bajo la tutela,
protección y guía de la autoridad pública, y así llegó el totalitarismo a ocupar buena
parte mapa mundial hasta la caída del Muro de Berlín en 1989.
 
Aún hoy no falta quien sigue sosteniendo que al hombre le queda poco margen de
maniobra, aunque ya no por los arrebatos sexuales de Freud, o la condena clasista
de Marx, sino por su herencia genética. Puede ser que la impronta genética
determine el estilo, hasta el método inconsciente que se aplica al amarrar los
cordones de los zapatos o hacer el nudo de la corbata o la capacidad mental; sin
embargo, lo que hacemos con ella es producto de la decisión. Así lo creía Víctor
Frankl, quien sufrió en carne propia la reclusión y miseria en un campo de 
concentración, circunstancia que no le impidió preservar un objetivo trascendente y
sembrar durante su cautiverio las semillas de un árbol de vida que lo encumbraría
como uno de los psicólogos más influyentes y positivos del siglo pasado,
construyendo a partir de su experiencia la teoría de que es el sentido existencial –
logos- el que dirige la conducta humana. Y esto, mala noticia para quienes
acostumbran echarle la culpa a otros de sus males, no depende de la raza, de la
circunstancia de vida, de la clase social, la combinación de cromosomas o los
desórdenes libidinosos: es el resultado de una elección personal, posible aún en las
circunstancias más extremas. “Las experiencias de la vida en un campo (de
concentración) demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección...
incluso en aquellos crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física…al
hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades
humanas, la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para
decidir su propio camino.”[72] Elección de la actitud personal para responsabilizarse
del propio destino, bellas palabras que coinciden con la definición de libertad de
Nietzsche: la voluntad para hacerse responsable de uno mismo.[73]
 
Se dirá que Frankl era una excepción, y que fue su temple extraordinario el que le
permitió elegir contra todo pronóstico; la relación causal, sin embargo, es la
contraria, como lo cuenta él mismo: fue la decisión de enfrentar el desafió la que lo
volvió excepcional.
 
Es un lugar común que la mejora de la educación es el elemento clave para el
desarrollo personal y social. Yo veo la clave, más bien, en las llaves que
desbloquean el potencial de cada individuo, en aquellos rasgos que hacen que unos
pocos sobresalgan de un grupo numeroso que recibe la misma formación. Cada año
se gradúan de colegios y universidades millones de personas, pero solo una
fracción se emancipa de cualquier forma de dependencia. En América Latina me
sirvo al punto del caso mexicano, por su estadística[74] con menos margen de error
relativo, dado el número de muestras, 342000 personas ocupadas como abogados
en 2016: de cada 100, 59 son asalariados, 32 trabajan por su cuenta y 9 son
empleadores. Esta es una proporción que, con las pocas variaciones del caso, se
observa también en otros estudios: un 60% ocupa un extremo del perfil, el de la
seguridad, mientras que en el otro extremo, el del emprendedor y empresario, hay
menos de un 10%.
 
Lo que distingue un perfil del otro no es el grado de preparación, la acumulación de
conocimientos, las notas académicas o el coeficiente intelectual –váyase a saber el
criterio utilizado para su métrica-, que sin duda proporcionan una ventaja, mas no la
decisiva. Quienes incursionan y logran mantenerse por la senda del emprendimiento
y la creación de empresa están equipados con ciertas competencias y talentos
ajenos a la disciplina escolástica y a los contenidos de las mallas curriculares
típicas, talentos que no se imprimen en las aulas de clase y para los que apenas
existen métodos de evaluación en el sistema educativo imperante. Peor aún,
muchos de esos atributos que distinguen a los seres independientes, como el juicio
crítico, el pensamiento divergente o el temple para abrir trocha fuera de los límites,
terminan penalizados por una cultura formativa que privilegia la memorización, el
adulo y la reverencia de los íconos establecidos. Entre esos íconos la sociedad
contemporánea ha incluido una serie de convenciones de corrección política -para
preservar un sistema de inmunidad especial de grupos hipersensibles- que coartan
la imaginación, la improvisación y hasta el humor, cualidades que también exige el
liderazgo creativo.
 
Así que la educación, como la salud y la buena alimentación, son condiciones
básicas, un mínimo para una sociedad de oportunidades, pero no es el elemento
diferenciador entre una sociedad que progresa y una que cae víctima, con su propia
complicidad, del autoritarismo, tanto menos en la medida en que el Estado incide
arteramente en el sistema educativo a través de un entramado de permisos,
licencias, intervención regulatoria y otros instrumentos para uniformar contenidos,
imponer premios y castigos según el grado de culto a la autoridad de turno, censurar
lo que se aparta del credo oficial, en suma indoctrinar y lavar el cerebro colectivo.
Por eso hay que mirar con lupa y sospecha toda promesa de educación gratuita y
objetar la que vaya acompañada de cualquier forma de monopolio público, ya sea
en la rectoría, en la gestión, en la ejecución. Y a salir corriendo si además pretende
la planificación.
 
No, el conocimiento por sí solo no es antídoto y el sistema educativo puede
convertirse, según cómo se administre, en el semillero de las taras culturales y
complejos que inspiran el miedo a la libertad y llevan a las sociedades a renunciarla
bajo la sombra protectora del estado social, el estado benefactor. Por ello importa
tanto o más ocuparse de la idiosincrasia, ese conjunto de rasgos culturales propios
de una comunidad y sus miembros, que en las sociedades prósperas se nutre del
mérito, del sentido de independencia, de la libertad como el principal valor humano
frente a cualquier forma de sumisión. En las sociedades en que se multiplican los
ejemplos de personas que logran sus objetivos, que son capaces de sobreponerse a
la adversidad y tomar riesgos, que abren trocha por terrenos desconocidos y
conquistan horizontes insospechados, se va generando una sensación de confianza,
un ambiente que promueve la iniciativa libre y reconoce sus resultados, tanto mejor
cuanto más sobresalientes. Los logros extraordinarios hacen parte del lenguaje
cultural, son naturales, fluidos, no anomalías que se morigeran con diminutivos o
exaltan con estridencias guerreras, del tipo “sí se puede”, extremos ambos que
reflejan un profundo complejo. Este ambiente, sin límite para soñar y crecer, atrae
talento, lo estimula, lo empuja a soñar, a emprender sin miedo al fracaso y, a veces,
a fracasar sin miedo a intentarlo nuevamente.
 
Lo contrario también sucede. Hay sociedades cuyos rasgos culturales las hacen
más cerradas que otras al progreso, a ideas nuevas o diferentes, menos dispuestas
a la evolución y el cambio constante, que prefieren la seguridad al riesgo aunque la
recompensa sea menor, que resienten el éxito ajeno, que se inclinan a
responsabilizar a otros por su propia suerte. 
 
Y en esta materia nada tiene tanto impacto como la familia, pues estos rasgos se
alimentan, las más de las veces sin conciencia, desde el hogar: la actitud frente a
los desafíos, la necesidad de tomar riesgos, la celebración del mérito personal, del
pensamiento independiente, el sentido de la responsabilidad –empezando por el
diseño del propio destino personal-, la seguridad en sí mismos, la confianza en el
potencial personal y el servicio trascendente a los demás, se forjan en casa. Es ahí
donde empieza a sembrarse la confianza en la capacidad de logro o a mutilarla
antes de que entre en acción. Observo y veo pocos padres empujando a sus hijos a
extender sus alas y volar solos, a tomar sus propios riesgos, a soñar fuera de la
provincia y sus cajas de pensamiento, a cuestionar paradigmas y moldes,
especialmente los más caros al sistema de creencias imperante. ¿Cuántas veces la
autoridad paterna se esconde tras el dogma para esquivar una pregunta incómoda?
En lugar del acicate asertivo que invita a los jóvenes a pensar por sí solos, a buscar
y construir su propia identidad, a diferir de la autoridad, a emanciparse en suma –
ese proceso que Eric Fromm denomina individuación-, se instala con frecuencia la
idea de formarse con el norte de un buen empleo en lugar del horizonte de
generación de empleos, y la deslegitimación del éxito ajeno, a veces por el solo
hecho de ser excesivo, a pesar de que las sociedades con salud cultural deberían
aspirar permanentemente a lo extraordinario.  Así se gesta el 60% de perfiles
mimetizados en la masa frente a un 10% de emprendedores. Los padres tenemos la
extraordinaria e insustituible oportunidad y misión de modelar estos rasgos de
carácter, especialmente en aquellos primeros años cuando la plasticidad neuronal
está en el punto más apto.  
***
 
 
El Estado es, antes que cualquier otra cosa, un mito enraizado en la cultura, en el
sistema de creencias. No obstante la quiebra moral del estado y su valor
secundario, instrumental, frente a la libertad personal, lo contrario sostienen la
cultura y sus fetiches –y sus leyes-, obligado a jóvenes a arrodillarse cada año ante
una bandera nacional, a besarla, jurarla, a que a nombre de este símbolo elevado a
rango casi sagrado empuñen luego un arma y maten a otro, como si ninguno, ni
quien dispara ni quien muere, tuviera libertad ni derecho a vivir en estas guerras
ordenadas por jefes de estado.
 
La capacitación para matar es quizás la única pagada enteramente por casi todos
los países, excepto quizás por los pocos que han logrado prescindir de un ejército.
Basta tener edad y enrolarse en la armada y lo demás, uniforme, entrenamiento,
vivienda, comida, armas, corre por cuenta de los contribuyentes. Paradójicamente,
salvar vidas y preservar la salud es una de las profesiones más difíciles y costosas.
Igualmente, el número de muertos en combate le ganará al heroico soldado una
medalla, mientras a quien libra la batalla contra la pobreza, haciendo empresa y
generando empleo, nuestras sociedades lo miran con una mezcla de envidia y
sospecha. En América Latina los que toman riesgos para construir la obra social
más importante, esto es la generación de empleo, son con raras excepciones
omitidos por la historia, mientras abundan plazas y estatuas en homenaje a
generales que nos llevaron a la guerra, dictadores, libertadores farsantes o
mediocres, personajes sin historia y caracteres oscuros sin más mérito que el de
haber ganado elecciones. También hay de este lado excepciones, pero si verbo,
algo de carisma y el respaldo de las élites eran suficientes hace cien años para
colocarse una banda presidencial, en la era de las redes sociales logran victorias
políticas personajes sin ideas ni respeto por los hechos, siempre que puedan
construir la imagen y dominar twitter.
 
 
Mitos sobre la inequidad  
 
El concepto de la inequidad, y por lo tanto, la necesidad de reducirla, es el
argumento central que se utiliza para seguir defendiendo la intervención del Estado.
Los defensores del Estado social o benefactor no están conformes con la igualdad
ante la ley –concepto generalmente aceptado en Occidente- ni les basta una
igualdad de oportunidades y aspiran a una distribución equitativa de la riqueza o, en
fraseología socialista, de los medios de producción. El sistema tributario se organiza
con carácter progresivo –sube la tasa impositiva, no solo el valor absoluto, para
practicar una exacción mayor a quienes más ganan- para producir esta corrección
social. En esta lógica no importa que la riqueza de unos sea legítima, resultado de
su mérito, y que la mala fortuna de otros –concepto relativo- sea resultado de sus
equivocadas decisiones o de la falta de esfuerzo. Lo que importa es la diferencia de
ingresos entre unos y otros, desigualdad que es ofensiva al igualitarismo que
promueven como un valor social el colectivismo y sus variantes, que quisieran en lo
posible ver a todos los hombres cortados por la misma rasante. Excepto, claro, a los
individuos al frente del poder. Exponiendo la invalidez de la profecía marxista, esto
es del advenimiento de la sociedad sin clases o socialista, Karl Popper comenta que
luego de la victoria del proletariado y la eliminación de la burguesía lo más probable
es que “aquellos que tienen prácticamente el poder en el momento de la victoria –
aquellos jefes revolucionarios que hayan sobrevivido a la lucha por el poder y las
diversas purgas, junto con las respectivas camarillas- pasen a formar la nueva clase
gobernante de la nueva sociedad, una suerte de nueva aristocracia o burocracia
que, por lo demás, procurará seguramente ocultar este hecho.”[75] ¿Hay acaso
alguna revolución o autoritarismo revolucionario que haya escapado a este sino en
la historia?
 
En una sociedad de hombres libres la desigualdad es consustancial, es una
consecuencia inevitable de la diferencia en las decisiones y mérito individuales.
Algunos añadirían la suerte como factor, aunque ya Borges advertía que llamamos
azar a la ignorancia para comprender la complejidad de la causalidad. En una
sociedad libre la igualdad es la peor de las injusticias, pues arrebata a las personas
su fruto, su misma identidad en beneficio de una entelequia colectiva. Y digo
identidad en mayúsculas, pues las decisiones que una persona toma en su vida y
sus consecuencias, en todos los órdenes –la pareja que elige, los valores que
inculca en sus hijos, las oportunidades que construye-, van perfilando su identidad a
lo largo de la vida.  Esto ya lo vimos en el derecho a realizar la propia identidad, en
el primer capítulo, y no hace falta desarrollarlo nuevamente, pero sí enfatizar que la
consecuencia material, crematística, resulta de uno de los más caros talentos del ser
humano: visión, capacidad de trabajo, creatividad. En suma, no se puede defender
la libertad humana –es decir propia de la persona considerada como individuo- y al
mismo tiempo promover el igualitarismo.
 
Otra cosa muy distinta es defender de modo general determinadas condiciones
mínimas de modo que los miembros de una sociedad puedan competir y aprovechar
las oportunidades del progreso. Tales condiciones son principalmente educación,
salud, alimentación, seguridad. No cabe duda que ninguna persona puede sentirse
ajena a los compromisos que general la convivencia social, uno de los cuales es
asegurar para todos la misma libertad de la que uno quiere gozar, libertad que
queda vaciada para el que padece hambre, enfermedad o carece de condiciones
para vivir con dignidad. Y en el plano económico, no se puede hablar de un mercado
libre si unos quedan limitados a competir con una mano atada a la espalda mientras
otros van armados hasta los dientes.
 
En este sentido la equidad social no es freno ni contrapunto de la libertad, sino
causa y al mismo tiempo efecto de ésta. Así como no se consigue llevar a las
sociedades por caminos contrarios a la esencia de la persona humana sin la
coerción de leyes y actos de autoridad –como por ejemplo para imponer el
igualitarismo-, la fuerza externa y la violencia física o moral no son indispensables
para orientarla hacia fines compatibles con la libertad,  que constituyen una
expresión o corolario de ésta, incluso una exigencia para su vigencia y ejercicio.
Platón, Hobbes, Hegel, Marx y los constructivistas de cualquier signo –es decir
quienes abrazan la pretensión de que la sociedad hay que construirla a partir de un
diseño, de un modelo holístico cuyo prototipo es el Estado-, presuponen que el
hombre librado a sus designios, a su egoísmo natural, solo vela por su interés a
costa del interés del otro, y por consiguiente la equidad social solo se consigue
obligándolos desde el poder. La contradicción intrínseca del paraíso socialista que
según la profecía marxista advendría una vez que el proletariado hubiera abolido a
la clase burguesa es que quedaría compuesto por seres tan humanos como los de
antes, y nada habría garantizado la conversión al tipo angelical de todos los
proletarios al unísono, que movidos cada cual según sus intereses y talentos
hubieran producido nuevas diferenciaciones y clases sociales, dando lugar a
renovadas desigualdades -salvo que el método histórico y su dialéctica se hubieran
interrumpido-; para evitarlas no queda, en la lógica del socialismo sin clases, otra
opción que suprimir la manzana de la discordia, eliminando de raíz la propiedad
privada y represando el impulso creativo y de prosperidad con un dique legal
imposible de mantener sin un gobierno perenne que responda y obre según el único
dogma de la nueva religión secular.  El socialismo promete la equidad social, pero
escamotea a los legos que el precio para lograrlo es la dictadura sin fin. Así sucedió
por décadas en todos los países que aplicaron la fórmula. Socialismo democrático
es, pues, una contradictio in terminis.
 
Y, como veremos a continuación, la fórmula que concibe la equidad social como
producto del intervencionismo no tiene asidero en la realidad. 
 
Egoísmo y equidad
 
Hans Rosling, médico de profesión, dedicó su vida a investigar y enseñar, y luego de
sus conferencias, asentadas sobre hechos y datos sólidos, se sorprendía de que su
audiencia, compuesta por universitarios y en general público culto, educado e
incluso experto, seguía anclada a visiones de la realidad incompatibles con las
estadísticas que acababa de mostrar. Antes de impartir sus clases o presentaciones
completaba un cuestionario para medir el grado de conocimiento de la audiencia,
hallando constantemente que el rango de acierto con respuestas de elección
múltiple –tres por cada pregunta- no era superior al que los chimpancés habrían
logrado si tomaban al azar bananas marcadas con la letra correspondiente a cada
respuesta, aplicando el cálculo de probabilidades. Rosling quedó tan intrigado por el
fenómeno, por el desconocimiento “sistemático” de la realidad, que se dedicó a
investigarlo y le dedicó un libro a su hallazgo, que tituló Factfulness. En él explica
este autor sueco que los hechos no pasan de la retina ocular al córtex porque el
piloto automático de nuestra conciencia está condicionado evolutivamente para
exagerar el drama de la realidad como mecanismo de defensa ante la adversidad,
fenómeno que Daniel Kahneman desarrolla en detalle en una obra sencilla y muy
ilustrativa[76].  
 
Explicaciones aparte, lo cierto es que hay una tendencia generalizada a pensar que
el mundo no ha progresado tanto como los hechos demuestran. La mayoría de la
población mundial vive en países con ingresos medios, en los últimos 20 años ha
disminuido a la mitad la población en extrema pobreza, la expectativa mundial de
vida es de 70 años, a la mitad ha caído en el último siglo el porcentaje de gente que
muere por desastres naturales, 80% de los niños de hasta un año han sido
vacunados, igual porcentaje de la población mundial tiene acceso a electricidad. En
1965 la mayoría de la población mundial vivía bajo los estándares que calificaban a
las naciones en desarrollo; para 2017, “85% de la humanidad está ya dentro de la
caja que se solía etiquetar como el mundo desarrollado”[77], solo un 6% de la
población mundial sigue en el mundo en desarrollo y el porcentaje restante está en
transición ascendente. Sin embargo, el “instinto de la brecha”, como lo llama
Rosling, lleva a la gente a considerar usualmente que la riqueza se ha concentrado
en pocas manos en perjuicio de una población pobre que crece.  Esta simplemente
no es la realidad. Los ricos de hoy son inmensamente más que los de antaño, cierto,
pero la generación de riqueza ha ido de la mano de la reducción significativa de la
pobreza. “Hoy en día, la mayoría se ubica en el medio. No hay brecha entre
Occidente y los demás, entre desarrollado y en desarrollo, entre ricos y pobres. Y
todos deberíamos dejar de usar las simples categorías duales que sugieren que sí la
hay.”[78] La equidad, insisto, no está reñida con la libertad económica, y la relación de
causalidad es recíproca, aunque se empeñe en negarlo la creencia imperante a
pesar de la evidencia frente a nuestros ojos. La humanidad ha superado la prueba
de la historia sembrando,  en su autonomía e interés, las mejores dinámicas para
tender las redes de protección que necesita la convivencia. 
 
En la misma época de la revolución tecnológica a la que dedico el capítulo siguiente,
florecen causas como las de Giving Pledge[79], una organización promovida por
billonarios, cuyos miembros contribuyen con una parte significativa de su riqueza en
beneficio de causas filantrópicas, sin contar con los fondos que muchos de estos
donantes asignan a sus propias fundaciones y a las causas que lideran
individualmente, varias de ellas con más impacto que varios programas estatales de
salud. Lo más notable es que en el origen de este compromiso no hay una
imposición estatal, una política pública ni una ley, sino la autonomía individual. Lo
que más me sorprendió cuando visité por primera vez la New York Public Library,
además de su belleza arquitectónica y la calidad de sus colecciones, es que no es
pública, es decir no pertenece al Estado. Surgió a fines del Siglo XIX de la
combinación de dos colecciones privadas, Astor y Lenox –ésta incluía la primera
Biblia de Gutenberg que llegó a América-,  con el fondo legado por Samuel J. Tilden
para instituir una biblioteca de acceso libre a tono con la importancia cultural que
había adquirido Nueva York. De modo que el fenómeno no es nuevo y florece con
más probabilidad allí donde la idiosincrasia local no está esperando que la autoridad
resuelva sus problemas y necesidades en lugar de tomar responsabilidad y pasar a
la acción. La cultura fomentada por el estado de bienestar adormece el impulso
social bajo la sombra de una institucionalidad garantista.
 
En la página que Rosling creó –gapminder.org- no solo se encuentran estadísticas
que desmienten la noción de la brecha, sino también su evolución histórica, y
segmentando regiones, países y trazando tendencias hasta determinados
momentos históricos es posible descubrir una constante: ahí donde la autoridad
interviene menos y la sociedad se mueve más libremente hay más crecimiento y
mejores indicadores de equidad social, conclusión corroborada por su opuesto, la
pobre condición a la que son relegadas las naciones que son presa de la
planificación centralizada, de ambientes regulatorios pesados, de intervencionismo
estatal cuando no de autoritarismo y dictadura.
 
Por estas razones, y por los datos que he dado con apoyo de Rosling y otros hechos
a los que me refiero más adelante, no acepto como inevitable o si quiera
conveniente en todos los casos la intervención del Estado para lograr la equidad
social, cuando más bien ha sido la autoridad política la causa de escandalosas
tragedias humanitarias precisamente allí donde más poder ha concentrado. La
planificación centralizada China fue la causante directa de que en 1960 murieran de
hambre entre 15 y 40 millones de personas –según Rosling no se conoce la cifra
exacta, el gobierno la ocultó-; otro tanto sucedió a manos de la dictadura de Lenin
contra los ucranianos, aunque todavía los historiadores no se ponen de acuerdo si
fue por la torpeza burocrática o por retaliación deliberada, y mientras escribo estas
páginas la Venezuela del socialismo bolivariano atraviesa la peor crisis humanitaria
de su historia; la que un día fue hogar del núcleo institucional y la pujanza para la
integración económica andina –fracasada desde hace rato, por cierto-, hoy es una
prisión de la que escapan sus ciudadanos para sobrevivir.
 
La sociedad y su libre iniciativa ha creado los medios para que la población mundial
no muera por falta de alimentos ni le falten terapias y medicinas para combatir
enfermedades que antes resultaban fatales. Las epidemias pueden considerarse
cosa del pasado y la red digital ha puesto a disposición, sin costo, herramientas para
educarse y compartir conocimiento con las que no hubieran soñado las escuelas
más lujosas hace apenas una década. Si todavía queda en el mundo gente sin
acceso a salud, alimentación y educación no es por ausencia de opciones, recursos
o tecnología, sino por la interferencia perniciosa de los Estados, donde la lógica del
poder se antepone a cualquier consideración humana. ¿Y es a este dios secular, el
Estado, el Gran Hermano de Platón, emponzoñado por Machiavelo, aupado a
Leviathan por Hobbes, el Frankenstein totalitario de Hegel y Marx, el botín máximo
de todo aspirante a dictador, al que queremos confiar el bien común, la rectoría de la
equidad social? ¡El gato de despensero!
 
 
La falacia de la desigualdad sistémica
 
Además de la cuestión de la desigualdad, que no necesariamente implica bajo la
perspectiva del mérito individual una injusticia a corregir, sostienen los planificadores
que es provocada por la forma como está estructurada la sociedad y para combatirla
se necesita, por consiguiente, un modelo holístico, en enfoque sistemático. Estos
diagnósticos y prescripciones de laboratorio tienen poco que ver con la realidad, que
no es el resultado de alguna mano poderosa que arma los engranajes de la
sociedad y controla la voluntad de sus agentes para  incluirlos o excluirlos siguiendo
algún patrón conspirativo. Y como no lo es, tampoco sirven, salvo para coartar las
libertades, los intentos para encajonar el funcionamiento de la sociedad y sus
miembros bajo sistemas preconcebidos.
 
Las sociedades son el resultado de un complejo entramado cuya dinámica operativa
se origina en el pensamiento, voluntad y acción de cada individuo. Nadie se levanta
en las mañanas para salir a un gran campo de fútbol, al que confluyen todos los
demás miembros de la nación, para ocupar la posición y obrar según la estrategia
dictadas por un director técnico, en un juego cuya cancha está trazada y las reglas y
jueces, establecidos por un organismo rector. Sucede lo opuesto, cada individuo teje
vínculos y forma asociaciones con personas de intereses similares o propósitos
compartidos, para darle vida a su propio juego, bajo un orden autónomo, originando
un vector que puede resultar neutro, contributivo u opuesto al de otro núcleo
asociativo. Y como los seres humanos no son monotemáticos ni se acaba su interés
en un solo campo de acción, cada uno teje tantas redes y abre distintos espacios de
desarrollo para satisfacer sus necesidades culturales, sentimentales, económicas,
deportivas o lo que fuere, muchos de los cuales  inciden en los otros círculos y se
retroalimentan, y lo hace según sus personalísimas motivaciones, emociones,
pensamientos o caprichos. Cada nodo de esta impredecible red, de imposible
diseño, refractaria a todo intento de moldearla según un modelo preestablecido, se
añade a  una sucesión de pactos, acuerdos, convenciones, usos y costumbres, las
más de las veces implícitos, que se van multiplicando exponencialmente hasta
configurar una trama social cuya fisonomía colectiva e imagen total en nada se
parece a la imagen de cada nodo, de cada interacción. La sociedad no es una
estructura fractal que replique el aspecto de sus miembros o sus iteraciones sin
importar la escala.
 
No solo que esta es la dinámica social básica en la realidad, y por lo tanto el flujo
natural que los intervencionistas deberían resistir la tentación de distorsionar con
fórmulas universales, homogeneizadoras, que terminan ensombreciendo la riqueza
y variedad que solo logra el impulso social espontáneo y libre.[80]
 
La injusticia de la igualdad
 
Resuelto el tema de la falacia sistémica, volvamos al de la inequidad como
justificación y demanda de justicia social que debe ser impuesta por el Estado a
través de leyes e intervenciones de la autoridad. Aparte de la ambigüedad del
concepto de igualdad, que si se tratase específicamente de la igualdad esencial del
ser humano y su reconocimiento legal, noción indiscutible, ¿no es acaso la igualdad
la peor de las injusticias?
 
La igualdad es una noción con variadas implicaciones, y no todas conciliables entre
sí. La igualdad del Manifiesto Comunista no es la misma con la que nació la
república Francesa luego de su revolución. Jesucristo jamás habló de la igualdad
como un valor. Aunque todos seamos iguales en cuanto hijos de Dios –o iguales en
esencia y dignidad humana-, la morada celestial hay que ganársela, lo mismo que
las notas en la escuela, las medallas en el deporte, la confianza, la riqueza, la
credibilidad, el respeto. Todas son consecuencias de una acción, no arbitrarios
beneficios de un sistema injusto. Insisto, donde hay sociedades libres no hay
sistema, que por el contrario se forja, y uno oprobioso, en la medida en que la
autoridad política dicta una dinámica y un curso distinto al que tendría el flujo natural
de la interacción humana.
 
Nada es gratis. Es una ley universal, superior a la voluntad del hombre, metafísica
diríamos: la ley de la acción y reacción. Pero el socialismo en cualquiera de sus
grados pretende planificar la causalidad, forzar resultados incompatibles con sus
causas, mutilar el potencial del esfuerzo personal, pues parte significativa de su
producto se lo lleva el estado para ser, en teoría, redistribuida en beneficio de la
justicia social, el antídoto de la inequidad. Eso dicen.
 
Sobre la inequidad se han publicado múltiples y extensos tratados, ensayos e
investigaciones que, según la definición que se adopte, arrojan conclusiones
opuestas: unos afirman que ha crecido en las últimas décadas, otros, que se ha
reducido en el mismo período. Ya vimos con Rosling lo que dicen las cifras. Escapa
al enfoque y propósito de estas páginas revisar la validez de definiciones sobre las
que expertos y tecnócratas discrepan, pero sí me interesa notar que detrás de las
definiciones hay un direccionamiento conceptual que se intenta probar, en una
suerte de referencia circular que se sirve a sí misma.
 
Lo explico: para quien observa bajo el anhelo de una sociedad sin clases, la
inequidad debe medirse tomando en cuenta, entre otros indicadores, la diferencia
entre el ingreso de los más ricos y el de los más pobres. Bajo esta métrica la
“inequidad” habría crecido, sencillamente porque los ricos lo son mucho más hoy
que durante la mayor parte del Siglo XX; bajo este enfoque no importa que
centenares de millones de pobres hayan dejado de serlo. Si, por el contrario, se
mide la inequidad en función del desarrollo de los más pobres, los indicadores
apuntan a una reducción global de la inequidad. Pero a muchos les sigue
incomodando la mejora notable de la situación si todavía hay por ahí algunos que
han conseguido bastante más.
 
Como se ve, detrás de estos conceptos está una discusión de fondo, doble: la
primera cuestión, el “qué”, si la igualdad es o no el destino natural del hombre,
discusión que muchos saltan inadvertidamente al entrar directamente al análisis de
la inequidad, escenario que encajona el debate. Mi posición quedó expuesta al
analizar las implicaciones de la libertad en el primer capítulo: es esencial a la
condición humana la construcción de la identidad individual, y como cada individuo
es único, y lo son sus logros, la igualdad importa una negación de un derecho
humano. La segunda cuestión, el “cómo” -que supone haber aceptado ya que una
determinada forma de igualdad material es un valor social-, si buscarla  potenciando
las oportunidades de todos en libertad, o hacerlo redistribuyendo el ingreso de
quienes más riqueza logran, operación que irónicamente se denomina justicia social.
Esta última fórmula parte de la premisa de que los pobres no tienen el potencial para
resolver sus problemas, que éstos son  estructurales y provocados –nuevamente, la
falacia sistémica-, en buena medida por los pocos que acumulan, que la riqueza de
unos no se pudiera lograr sino a expensas de la pobreza de otros, que se necesita
de un tutor público que vele por las mayorías y se apropie, al estilo Robin Hood, de
la riqueza de los menos para distribuirla entre los más. Esta lógica, cuajada al
observar las condiciones de la economía, la empresa y la situación de los obreros
en la Europa de principios del Siglo XIX, habría que contrastarla –lo hago en varias
partes de esta obra- frente al desarrollo humano y material que ha experimentado el
mundo de la mano del mercado y la autonomía individual, los enemigos de la
equidad según los defensores del estado social. Otra raíz que alimentó la necesidad
del Estado benefactor fue la disponibilidad finita de los recursos de la que habló
Thomas Malthus a fines del Siglo XVIII, matemática demográfica según la cual no
hay como asegurar el acceso a los recursos a toda la población sin limitar la
acumulación de éstos por unos pocos. La Historia se ha encargado, con hechos, de
refutar la predicción de Malthus de que el aumento de los recursos para la
supervivencia de la humanidad no alcanzarían frente al crecimiento de la población,
teoría que añadió un acento de pretensiones científicas a las doctrinas que
abogaban por una intervención del Estado para asegurar una distribución equitativa,
que se suponían limitados y, eventualmente, insuficientes.
 
Si la Revolución Industrial ya demostraba a fines del Siglo XVIII la capacidad de la
humanidad para superar estos desafíos, asistimos en décadas recientes a saltos
exponenciales, sin precedentes, de una evolución tecnológica que ha destruido por
completo el paradigma de la finitud. Cierto, Malthus no podía imaginar que en el
Siglo XXI la humanidad estaría prospectando el espacio en busca de minerales.
 
Terminan de configurar este concepto de la justicia social, según la doctrina
predominante, la noción de que la inequidad es producto de una organización social
determinada -la causa estructural-, la afirmación sobre la creciente desproporción de
los ingresos de quienes se ubican en los extremos de los estratos productivos y la
hipótesis de que la “disparidad en las oportunidades y en el ingreso tenderá a
profundizarse”[81] con la globalización y la economía del conocimiento. Todo esto
forma parte, además, del sistema de creencias –casi dogmas- a pesar de que los
hechos desmienten estas premisas, como nos enseña Rosling.
 
Antes de seguir, admitamos que la formulación del concepto de justicia social  tuvo
su origen en la observación de las condiciones precarias y abusivas de las
relaciones laborales durante la Revolución Industrial, que fueron denunciadas por
varios pensadores ingleses de la época antes que Marx, situación que explicó
entonces la intervención de la ley y la autoridad para corregir los abusos; el
problema es que con el tiempo este mecanismo de “corrección” se ha enquistado
como un elemento estructural de las ideologías, incluso de las llamadas de
“derecha” –que no niegan la necesidad, aunque difieren en énfasis-, a pesar de que
las relaciones de empresa han evolucionado de modo positivo e impensado y no
tienen hoy ninguna semejanza con las prácticas de siglos pasados. El punto es que
hoy en día en los mercados más libres se dan fórmulas de colaboración entre
personas, relaciones de empresa, esquemas de creación de riqueza, mecanismos
de compensación de las contribuciones personales, que no tienen nada en común
con la realidad que dio lugar hace cien años a los conceptos, axiomas y leyes de
protección social. Lo más sintomático de esta distorsión es que justamente en los
países con regímenes más autoritarios, menos libres, más proteccionistas, es donde
el empleo crece menos que la población económicamente activa o se ofrece en
condiciones precarias.
 
En fin, no comparto la noción que contrapone libertad y equidad e inventan fórmulas
para conciliarlas, pues ambos son conceptos recíprocamente dependientes.
También vimos que la riqueza se crea, no cambia de manos simplemente -de ahí el
continuo crecimiento de las economías- sino que se multiplica, que en su origen no
tiene más semilla que una idea, un sueño y sí, ánimo de lucro, ¡bendito ánimo de
lucro!
 
Y abundaré a renglón seguido en las pruebas de que la equidad social ha
evolucionado positivamente en las economías más libres, mientras que ha
retrocedido o se ha estancado en las más intervenidas. Con esto no quiero insinuar,
insisto, que una sociedad deba prescindir de auténticas redes e instrumentos de
protección para que la libertad de todos goce de salud, pero no comparto la tesis
que afirma que tales redes e instrumentos solo puedan nacer del Estado.
 
 
Pruebas al canto
 
Un mito frecuente que se usa como ejemplo de las supuestas bondades del estado
de bienestar se relaciona con los países escandinavos, que la propaganda de la
intelligentisa ha etiquetado de socialistas. Karl Aiginger, profesor del Instituto
Austríaco de Investigación Económica, en un estudio sobre el modelo sueco afirma
que por décadas Suecia perdió su liderazgo en ingreso per cápita al tiempo que se
reducía el crecimiento del empleo. El costo del estado de bienestar y los altísimos
impuestos reducían el crecimiento y ponían en peligro la competitividad. Luego de
una severa crisis en los 90, “Suecia se embarcó en una notable estrategia de
reforma de la política fiscal, incrementando la flexibilidad del mercado laboral y
estimulando la inversión hacia el futuro. Los incentivos son cambiados en la
dirección de promover flexibilidad y adaptarse proactivamente a los cambios
inherentes a la globalización.”[82] En suma, Suecia relajó su presión fiscal e
intervención regulatoria para potenciar la natural dinámica de la sociedad.
 
El detalle se puede encontrar en un informe preparado por Ernst & Young en
2012[83],  que confirma la reforma tributaria profunda llevada a cabo a inicios de los
90 por Suecia,  reduciendo significativamente las tasas de impuesto a la renta
corporativa hasta llevarlas a 26.3%, y de 30% de tasa a las ganancias de capital o
dividendos distribuidos a los accionistas, siendo esta última fija y no progresiva, a
diferencia de la tasa que se aplica a otro tipo de impuestos sobre ingresos
personales y que, en el caso del puro rentismo puede ser más alta que las
anteriores. Este es un nivel impositivo inferior en términos absolutos al de muchos
países en desarrollo, y menor todavía en términos relativos, considerando los
beneficios que Suecia entrega a sus habitantes. Esta reforma le ha permitido a
Suecia recuperar su crecimiento, no solo del PIB sino también del empleo y
colocarse en el segundo puesto de los países más innovadores según el índice
2017 de Bloomberg[84], que mide la inversión corporativa en investigación y
desarrollo y la atracción de compañías de tecnología listadas en bolsa, entre otros
factores. No solo crece la riqueza y el empleo, que además gira en torno a industrias
de alto valor.
 
Algunas evidencias más que Hans Rosling expuso en 2006[85], estadística relevante
al análisis en cuestión[86]:
 
Para el  2003 la mayoría de países se ubicó, junto a las naciones más
desarrolladas, en el cuadrante estadístico de mayor expectativa de vida y
familias más cortas, con excepción de algunos países árabes y de África, que
tuvo un retroceso significativo en longevidad por la epidemia del VIH surgida
años antes. La mayoría de los países en desarrollo se encontraba en 1962 en
el cuadrante de familias largas y con poca expectativa de vida. En la
evolución de estos resultados se observa una coincidencia entre el momento
de aceleración del cambio de este indicador de desarrollo social y la década
de los 80 y  90, cuando cobró fuerza el neoliberalismo con Reagan en
Estados Unidos y Thatcher en el Reino Unido, China vivía las reformas para
liberalizar su economía impulsadas por Deng Xiaoping, México se unía a
Estados Unidos y Canadá en un Tratado de Libre Comercio, caía el Muro de
Berlín, se desintegraba la Unión Soviética, se extendía la tan temida
globalización.
 
Para el 2003 Asia, la región con más habitantes en la pobreza 20 años antes,
había logrado mover a cientos de millones fuera de ella. En términos de
mortalidad infantil, con excepción de África y del Sur de Asia, todas las
demás regiones se ubicaron en esa fecha en el rango de 95-99.4% de
sobrevivencia. Cuando se ve la estadística aún más segmentada, estados del
África Sub-Sahariana como la República de Mauricio, el primero en eliminar
las barreras comerciales de su economía, se separa notablemente de los
indicadores de su región para mostrar un 98% en el índice de sobrevivencia
infantil y un PIB per cápita de US$ 15,000. Como lo afirma Rosling, hay una
correlación fuerte entre el ingreso de las familias y la mortalidad infantil.
 
Lo mismo se observa al segmentar los países árabes, donde encontramos
vecinos ubicados en los extremos de la estadística, en la pobreza y con altas
tasas de mortalidad infantil, Yemen, y con indicadores muy cercanos a los de
países OECD tanto en mortalidad cuanto en PIB per cápita, Emiratos Árabes
Unidos. Se dirá que su “suerte” se debe a la riqueza natural, pero estando
mucho más abajo que Venezuela en producción petrolera, mantiene un
sistema económico liberal que ha permitido la diversificación de su economía,
mientras en aquella, bastión del socialismo latinoamericano, se vive una crisis
humanitaria mientras escribo estas líneas.
 
En América Latina se da el mismo efecto. Chile es el país con la economía
más liberal de toda la región y está, con distancia de sus vecinos, cercano a
los países OECD, con una tasa de supervivencia infantil de 99.2%.
 
En 1960 Corea del Sur y Brasil estaban en posiciones comparables en
supervivencia infantil, aunque aquella con un PIB per cápita inferior; sin
embargo para 2003 la nación más pequeña, pero de economía libre,
comparte las tasas de mortalidad de los países más desarrollados de la
OECD, así como un PIB per cápita significativamente superior –más del
doble para 2015- al gigante Latinoamericano, un lamentable caso este último
de corrupción y de mercantilismo de Estado, las dos caras de la misma
moneda. ¿Mera coincidencia o relación causal?
 
En los Estados Unidos de Norteamérica el 99% de quienes viven por debajo de la
línea de la pobreza tienen electricidad, agua, servicios sanitarios y un refrigerador;
95% tienen televisión, un teléfono 88%, un vehículo el 71%, y 70% gozan de aire
acondicionado. Hace 100 años Henry Ford y Cornelius Vanderbilt, dos ejemplos de
los más ricos de la época, no tenían acceso a todos estos beneficios.[87]
 
En los últimos cien años el promedio de tiempo de vida de la humanidad se ha
duplicado, la mortalidad infantil se ha reducido diez veces, el ingreso per cápita
promedio se ha elevado tres veces, el costo de la alimentación se ha reducido en 10
veces, en 20 el de la electricidad, en 100 el del transporte y las comunicaciones son
1000 veces más baratas; el alfabetismo ha crecido de 25% a más del 80% de la
población mundial[88].
 
David Rothkopf ofrece datos adicionales sobre la reducción de la inequidad y afirma
que el “verdadero progreso se produjo cuando la globalización ganó tracción hace
50 años. De acuerdo con el Banco Mundial, el (PIB per cápita) aumentó de un
promedio ajustado global de $449.63 en 1960 a más de $10,000 en 2015. El
resultado es que el porcentaje de la población mundial que vive en la pobreza ha
caído del 94% en 1820 a menos del 10% hoy en día.”[89]
 
Esto de la inequidad es un concepto que se vende fácilmente aunque está levantado
sobre varios mitos, como lo demuestran las cifras.
 
Además, gracias a la posibilidad de monetización del conocimiento, de lo intangible,
hoy quienes conciben ideas innovadoras logran en pocos años mucho más de lo
que antes exigía varias generaciones. La globalización y la economía del
conocimiento han permitido una movilidad social sin precedentes, así como la
oportunidad de prosperar sin tener necesariamente recursos materiales en la línea
de partida.
 
Algunas mediciones de inequidad –que ya suponen un preconcepto, según
expliqué- tampoco toman en cuenta que en la actualidad las oportunidades de lograr
riqueza material  también se han multiplicado y son accesibles a muchas más
personas. El incremento de la movilidad social y la democratización de los
mecanismos de generación de riqueza se deben a un mercado más dinámico y a la
lógica inherente al crecimiento exponencial de la tecnología antes que a fórmulas
mágicas impuestas desde el poder. Y si bien la disrupción tecnológica ha acentuado
en los últimos años la curva ascendente en el acceso de cada vez más personas al
bienestar, al emprendimiento, a la salud, a la educación, desde hace décadas es
posible seguir estadísticamente el efecto positivo sobre estos y otros índices de
desarrollo humano que han tenido las medidas de apertura de los mercados.
Cualquiera puede verificarlo en gapminder.org, que permite apreciar la evolución en
el tiempo de uno o más indicadores en conjunto, por país o región, si además se da
el trabajo de investigar las decisiones políticas que precedieron a la evolución
estadística. Compruébese, por ejemplo, que sucedió en China desde que Deng
Xiaoping inició la liberalización de la economía; y en el mismo país, cómo la
introducción de leyes “occidentales” de propiedad intelectual con el cambio de
milenio empieza a convertirlo en uno de los mayores productores de patentes
electrónicas, según Thompson Reuters. Para el 2013 el BGI-Shenzhen, antes
denomidado Beijing Genomics Institute, se había convertido en uno de los centros
más grandes del mundo secuenciadores de genoma y potente competidor
internacional en la industria de la biotecnología, con una visión de convertirse en un
“bio-Google”[90] -aunque en lo personal siempre tomo con beneficio de inventario los
datos sobre China, por la opacidad de su sistema de información y la censura que
sigue imponiendo su gobierno acerca de lo que puede publicarse-. O el efecto, ya
descrito ampliamente, que provocó en Suecia una profunda reforma para reducir la
carga tributaria empresarial, luego de años de decrecimiento del empleo y
estancamiento tecnológico. Esta herramienta de seguimiento de la data dura –
algunos se resisten al valor de los conceptos hasta que les presentan la prueba
matemática- permite apreciar también las diferencias en regiones con la misma
cultura, composición étnica e historia que se escinden en un punto al adoptar una
dirección económica distinta, e invariablemente es la zona con economía abierta y
mercados más libres la que despunta en todos los indicadores.
 
La era del individuo
 
¿Por qué digo que la democratización del acceso está en la dinámica intrínseca de
las nuevas tecnologías? ¿Por qué afirmo que entramos a una era de mayor
autonomía personal al margen del Estado?
 
Aunque en el ecosistema empresarial moderno no tienen cabida las categorías
conceptuales que Marx elaboró –con independencia de que las haya capturado con
acierto o falacia-, y que sus teorías son tan impertinentes al presente argumento
como lo sería analizar los nuevos desafíos de la astronomía a fuerza de cuestionar
los dogmas que llevaron al Santo Oficio a refutar la teoría copernicana, es un hecho
que las premisas de El Capital siguen colándose en el debate, ya anónimamente o
con reivindicación de paternidad moral. Y en mérito de esta constatación no dejaré
pasar la ocasión para proponer un pensamiento o dos al respecto.
 
Marx llegó a decir, al vuelo de una construcción antojadiza y artificiosa de la teoría
del valor, que en el proceso de producción el dueño del capital se apropia sin
retribución de la plusvalía generada por el valor de uso del trabajo convertido en
mercancía, “plusvalía que al obrero le ha costado trabajo y al capitalista no le ha
costado nada y que, sin embargo, es legítima propiedad del segundo”[91]. Tal la
piedra angular de toda la teoría, a la que por otra parte Marx no somete a la prueba
del absurdo, que se demuestra con sencillez: según la descomposición imaginaria
del valor en los varios elementos que se le ocurrieron al autor del Manifiesto
Comunista, seguiría existiendo una apropiación gratuita y por lo tanto abusiva del
valor generado por el trabajo incluso si el ejercicio arrojara pérdida para los
accionistas de la empresa. Aunque hubiese el trabajador recibido el salario
adecuado a su contribución, el empresario estaría todavía en deuda con aquel por la
plusvalía, aun en el evento de quiebra. Y esa deuda, resumiendo la lógica de El
Capital, no es exigible a pesar de tener justificación económica, porque las leyes de
apropiación capitalista fueron hechas para cohonestar la usurpación.
 
Por otra parte, en la raíz de la tesis que inspiró socialismos variopintos,
totalitarismos y toda forma de gobierno anclada en el dogma de la indispensable
intervención del estado para corregir los vicios del mercado –o abolirlo por completo,
en la propuesta de Marx y Engels-, no se considera el elemento fundamental del
sistema de producción que denominaron capitalista: el valor del riesgo.
 
Capitalismo no es, desde luego, la etiqueta correcta para designar un sistema de
libre intercambio económico, porque el capital es una consecuencia, apenas una
ramificación, no la raíz ni el elemento definitorio,  que es siempre la libertad
personal. Si el capitalismo estaría definido por la libertad de mercado y la propiedad
privada, no precisaría de modelo alguno, de ningún sistema que lo sustente, pues
ambas cosas serían el resultado natural de una fuerza anterior: la libertad individual.
Es la visión de las personas, su iniciativa, liderazgo, arrojo, tenacidad, riesgo, la
locura si se quiere, la que marca el paso, abre camino, crea lo que no existe –
incluyendo el capital-, y conquista el horizonte que no se ve. No cambiaron el mundo
los billonarios; hicieron billones porque cambiaron el mundo.
 
En la historia reciente, el 2007 fue un año prolífico, un punto de inflexión para lo que
se ha dado en llamar la Cuarta Revolución, por el cambio drástico del modelo
industrial y de generación de riqueza, por el poder que coloca en manos de la
persona. Fue el año en que salió al mercado el primer iPhone, se creó In Vitro Meat
Consortium para generar carne a partir de células madre –cumpliéndose así una
premonición de Winston Churchill en 1932[92]-, Stanford University fabrica Junior, el
primer vehículo auto-dirigido por inteligencia artificial. Es la década que vio surgir
todos los elementos que relegaron el valor económico y geopolítico del petróleo: hoy
el recurso más importante es la información. Es la década en que irrumpió la
organización exponencial, permitiendo a emprendedores desprovistos de capital, sin
más infraestructura que un garaje doméstico, pero armados con ideas de alto
impacto y potencial de transformación, la generación de empresas que en pocos
años desplazaron a firmas tradicionales asentadas en crecimientos generacionales.
En suma, la más reciente revolución tecnológica está dotando al individuo de un
poder inédito, que cambiará radicalmente el mapa de la organización social que
conocemos.
 
 
El Papa Borgia y Maquiavelo
 
Ciudadano verdaderamente libre es aquel que
no depende del gobierno ni le debe nada.
Vigila tu vida y no renuncies por nada a tu albedrío; no imites
a esos malos comediantes que sólo pueden cantar en el coro.
 
Alfred de Vigny
 
 
El refranero abunda en exaltaciones de la libertad al precio de la vida si es preciso;
es lo que nos hace humanos.  Y, sin embargo, es también un fenómeno frágil, con el
poder como su amenaza mayor. El hilo conductor de la historia es la lucha del
hombre contra el poder político; los regímenes opresivos no cesan en su embestida.
En la actualidad cerca de 50 países están gobernados por dictaduras abiertas. El
número crece si añadimos aquellas naciones con autoritarismos consagrados
constitucionalmente, donde los velos democráticos se corren a la menor briza
dejando al descubierto la concentración de poder, o aquellos en los que se
manipulan sin pudor los sistemas electorales y se eligen presidentes
indefinidamente, ya sea en nombre de socialismos igualitarios, religiones seculares
o dogmas de fe, como sucede con las teocracias. Y aún sin estos extremos
autoritarios, las libertades individuales han quedado condicionadas, reducidas a una
caricatura de derechos esperando bendición burocrática.
 
Esta cifra crece conforme se profundiza en el examen del respeto a ciertos derechos
humanos fundamentales, pues la libertad no se agota en el derecho a elegir
gobernantes o a disfrutar de cierto espacio para el desarrollo material. Si
aumentamos a la lista países donde no se tolera la crítica, se persigue a la prensa, 
las opciones para informarse están controladas, el intercambio sin censura de ideas
sobre cualquier tema es peligroso o la parodia se paga con prisión por un delito de
ofensa a la majestad del poder, habría que limitar la cuenta del llamado mundo libre
a ciertas poblaciones de América, Europa, Oceanía y algunos países más. Esto es
alrededor del 35% de la población mundial, dependiendo del criterio para colocar la
vara, vive en condiciones relativas de libertad. Según Efecto Naím, 95% de la
población de América Latina vive en “países con prensa no libre o parcialmente
libre”.
 
Y apenas hemos empezado a desentrañar la dimensión de la servidumbre, porque
aun en las democracias percibidas, muchas veces sin beneficio de inventario, como
el modelo liberal, la influencia que ha llegado a tener un jefe de estado es excesiva.
Un gafe del señor Trump, o de cualquier otro presidente norteamericano para efecto
del análisis, y se desploman las bolsas de valores, se esfuman los ahorros de un
grupo de jubilados, pierden empleos miles de habitantes de la India, abortan
proyectos en México o el mundo entero puede ser colocado al borde de una
conflagración nuclear por la respuesta impulsiva de un dictador norcoreano. Los
gobernantes juegan un ajedrez que no entienden a costa de los contribuyentes,
poniendo en riesgo la vida y el futuro de las personas, apenas piezas de un tablero
movido por “altos” intereses -“razones de estado” los denominan- que poco tienen
que ver con la libertad y sus derechos.  
 
A propósito del fin del Estado y la justificación para preservar su poder, estabilidad y
avance sin importar la ética de los medios empleados, ni su impacto sobre vidas,
honras o bienes personales, desde hace siglos varios reyes, emperadores,
dictadores, gobernantes y aspirantes a serlo consultan con frecuencia y se jactan de
citar una obra que alecciona sobre el uso de la violencia y el indispensable
abandono de las promesas cuando su mantenimiento podría conducir a la pérdida
del poder, y en la que se pueden encontrar pasajes de la siguiente factura:  “Desde
que un príncipe se ve en la precisión de obrar según la índole de los brutos, los que
ha de imitar son el león y la zorra… Es necesario, por consiguiente, ser zorra, para
conocer los lazos, y león, para espantar a los lobos; pero los que toman por modelo
al último animal no entienden sus intereses. Cuando un príncipe dotado de
prudencia advierte que su fidelidad a las promesas redunda en su perjuicio, y que
los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni puede, ni siquiera debe
guardarlas, a no ser que consienta en perderse. Y obsérvese que, si todos los
hombres fuesen buenos, este precepto sería detestable. Pero como son malos, y no
observan su fe respecto del príncipe … Nunca faltan razones legítimas a un príncipe
para cohonestar la inobservancia de sus promesas… El que mejor supo obrar como
zorra, tuvo mejor acierto.”[93]
 
¡Zorros de la política! No sorprendería un guión semejante en una parodia sobre el
poder representada en un teatro de variedades, en la ironía de un crítico hilarante o
en una pesadilla de Mafalda, personaje del que se valió el humorista gráfico Quino
para criticar el estado de las cosas; pero el texto citado, redactado por Nicolás
Maquiavelo en el año 1513, contiene una de las enseñanzas fundamentales de una
obra a la que acudieron con frecuencia Federico el Grande de Prusia, Napoleón
Bonaparte y, sospecho sin temor a equivocarme, muchos dictadores y jefes
autoritarios del último siglo.
 
Algunos historiadores han llegado a considerar el impacto de El Príncipe como uno
de los acontecimientos que cambiaron el curso de la historia[94], no solo por las tesis
que sustituyeron la ética pública por el interés de Estado, sino también porque  el
manual de política del florentino respondió a una práctica institucional de la época,
que justificó en la misma preservación y expansión del poder el ejercicio de la
autoridad, empezando por la religiosa. Protegido por su padre, Rodrigo de Borgia, a
la sazón papa Alejandro VI, Cesar Borgia empleó todos los medios a su alcance
para expandir sus dominios en el centro de Italia, llegando incluso a urdir la muerte
de varios enemigos políticos, suceso al que Maquiavelo, emisario diplomático de
aquél, le dedicó un libro elogioso.  
 
De modo que cuando escuche, querido lector, que alguna intervención estatal se
justifica en el bien común, ya sabrá usted reconocer que en el fondo lo que existe es
la razón del príncipe, la necesidad de preservar y ampliar el poder. Si algo asegura
el Estado benefactor es el bienestar de quienes ejercen el poder.
 
Padrecito, no Gracias.  
 
 
El pueblo llano se refería al monarca ruso como el padrecito Zar, y dado que la
lógica de la sumisión y dependencia del poder no cambió en absoluto con la
revolución rusa, más bien se agravó al límite con la dictadura comunista, Lenin y sus
sucesores también fueron honrados con similar apelativo, en reconocimiento de que
eran señores y dueños de vidas y posesiones. Estos padrecitos, hombres nuevos y
purificados que continuarían la redención profetizada por Marx,  ordenaron fusilar a
800.000 disidentes entre 1921 y 1953, según los registros puntualmente levantados
por Stalin. Lástima que la eficiencia con que la Nomenklatura cumplía con las
purgas y eliminaba a los herejes que abjuraban del paraíso socialista les falló a la
hora de la planificación centralizada y la colectivización del agro, ocasionando una
hambruna que mato entre millón y medio y cinco millones de personas[95], aunque se
especula que no todo se debió a la  torpeza burocrática y que la rebeldía de los
ucranianos predispuso el ánimo del padrecito Stalin.
 
El asesinato y la prisión de disidentes a manos de sicarios, mercenarios y fuerzas
gubernamentales o comandadas en su nombre no ha cesado en el Siglo XXI, como
nos recuerdan las tragedias que en estos días ocurren en Venezuela y Nicaragua,
para citar los ejemplos más cercanos que enlutan cada día al continente Americano,
dos países con tanta concentración del poder que los mecanismos institucionales
que podrían parar la debacle no existen o no tienen en la práctica ninguna fuerza.
Papel mojado.
 
Las dictaduras no son, como se suele creer, anomalías, desviaciones
excepcionales, sino el destino al que fácilmente pueden llegar los pueblos que se
colocan a sí mismos en el camino de la redención estatal, de algún padrecito que
promete combatir enérgicamente a los enemigos de los pobres con tal que le
entreguen el poder necesario. Este tipo de gobiernos jamás facilita las condiciones
para que los pobres dejen de serlo de modo sostenible, pues sin pobres ya no se
justificaría el discurso mesiánico ni el poder que se expande para, supuestamente,
protegerlos.
 
El camino a la servidumbre se construye paso a paso, sutilmente, de modo que la
expansión del poder se recibe como un beneficio o al menos un mal necesario en la
coyuntura. Basta con enarbolar la bandera del bien común, a cuyo título   muchos
estados contemporáneos han ampliado sus tentáculos regulatorios y telarañas de
control hasta un grado que disuade a quienes empujan el sistema, esto es los
contribuyentes, a los emprendedores, a la empresa, a los talentos, generando un
beneficio social  discutible, y aprovechando realmente a unos pocos, los
administradores del sistema, los únicos cuyo empleo parece estar garantizado y
constantemente en ascenso. Todos los días hay empresas que crecen, o que se
reducen o cierran sus puertas; es la dinámica natural de quienes generan riqueza, el
riesgo del libre juego, de ponerse en acción para lograr algo. Pero los Estados, salvo
coyunturas, no reducen funcionarios públicos ni cierran sus puertas, son inmunes a
la quiebra; su curva histórica es siempre ascendente, en presupuesto, gasto público,
funcionarios, para administrar un sistema en constante inercia expansiva: más leyes,
más regulaciones, más permisos previos, más intervención en la convivencia social,
más, cada vez más…
 
Sistemas de protección social en expansión que, por otra parte, no tienen un
beneficio concreto, o el que haya, decrece o se hace negativo conforme el Estado
amplía su intervención. En materia productiva, la ley del retorno marginal
decreciente significa que el aumento de un factor de producción tiene un impacto
determinado, que será menor si aumenta nuevamente el mismo factor mientras todo
lo demás permanece constante. Como la economía de una empresa, un país o una
región tienen una capacidad de absorción limitada de recursos, el aumento de éstos
superará un punto en el que el beneficio será cada vez menor hasta llegar a ser
negativo.
 
La inversión social de los Estados no es una excepción a esta ley. Hay sistemas de
garantía social que logran el efecto contrario, como sucede con la protección de la
estabilidad laboral, porque el mayor beneficio para una persona en capacidad de
trabajar es tener opciones de trabajo, así en plural y potencial, en tanto las leyes de
la materia se enfocan en la preservación del trabajo concreto, el singular y actual.
¿De qué le sirve a un desempleado que el sistema le garantice la estabilidad de un
trabajo que no tiene?
 
No solo que de nada le sirve, sino que es una de las causas de su desempleo, pues
en economías sin tasas de crecimiento superiores a la presión demográfica, la
estabilidad agrava el riesgo de quienes generan fuentes de trabajo, impide a las
empresas ajustarse a los ciclos, les dificulta sobrevivir en épocas de crisis. Y, por el
contrario, en economías exitosas, en crecimiento, la estabilidad no es necesaria,
pues las personas tienen el mayor beneficio laboral posible: opciones de trabajo.
 
En los ámbitos más diversos se observa, como en el laboral, el anacronismo de las
estructuras estatales, que continúan aplicando normas que pudieron haber tenido
justificación en las décadas que siguieron a la Revolución Industrial, cuando el
mundo de la producción podía dividirse entre dueños y proletarios, condenados
estos últimos a pocos oficios manuales, limitada o inexistente oferta educativa,
analfabetismo, un puñado de profesiones a las que solo podían acceder unos pocos
a jubilarse o morir en el mismo lugar de trabajo, en empresas cuyos ciclos de
crecimiento y maduración podían tomar varias generaciones. No faltan leyes
otorgando el derecho a los trabajadores a recibir una pensión de jubilación de las
empresas donde han trabajado durante cierto tiempo, usualmente 25 años; al
margen de la distorsión evidente que supone esta doble jubilación en sistemas
donde los propios trabajadores y empleadores han contribuido a financiar las
pensiones de jubilación de los sistemas de seguridad social, baste notar que nada
está más lejos de las aspiraciones culturales de las nuevas generaciones que
permanecer dos o tres décadas en la misma empresa, en un mundo globalizado que
no solo ofrece oportunidades de movilidad laboral impensables hace solo 20 o 30
años, sino cada vez más posibilidades de colaboración independiente o
emprendimientos autónomos.
 
En nuestros días no solo las personas sino también las empresas están sometidas a
unos ciclos y dinámicas incompatibles con modelos rígidos de relacionamiento;
Richard Foster, profesor de Yale, citado en Bold, afirma que en 1920, un siglo más
tarde de la Revolución Industrial, el promedio de vida de una compañía listada entre
las primeras 500 del índice S&P era de 67 años; ahora se ha reducido a 15 años.
Para el 2020, según Foster, más del 75% de las compañías del S&P 500 habrán
sido fundadas dentro de los diez años precedentes[96]. Esto es movilidad social.
 
En la base de las legislaciones de protección laboral, como en muchas normas
sociales, se encuentran elementos que la realidad ha transformado radicalmente
desde hace un Siglo, cuando América Latina se vio seducida por las instituciones
mal llamadas progresistas. Una de las distinciones más caras a la construcción de la
llamada justicia social está en la división entre capital y trabajo, así como la noción
de dependencia personal, supuestos que la realidad ha superado o ha dejado
relegados a un segmento cada vez más reducido del mundo productivo. Dedico un
análisis más completo a estos fenómenos más adelante, pero baste ahora apuntar
que la confluencia de consumidores y partes interesadas –stakeholders- dotados
con poder gracias a la voz que logran a través de las redes sociales, de
herramientas originadas en nuevas tecnologías, que no solamente potencian la
capacidad productiva sino que posibilitan relaciones de intercambio que rompen los
patrones tradicionales –plataformas de colaboración abierta, economías
compartidas, crowdsourcing-; la conectividad y la globalización, que aproximan al
creador y al usuario sin necesidad de intermediarios; la desmonetización de
modelos de negocio establecidos; el mismo aumento exponencial de la capacidad
de las computadoras –inteligencia artificial, machine learning,  robótica-, así como la
intersección y convergencia de tecnologías que para Ray Kurzweil implican un salto
evolutivo del ser humano[97], son solo algunos elementos que relegan la clásica
división de los factores de producción a categorías de referencia histórica, pero tan
inapropiadas al momento actual como lo serían los códigos de conducción de un
landó enganchado a cuatro caballos a la programación de automóviles no tripulados
de Google.
 
En pocos años la mayoría de actividades humanas que hoy describimos como
trabajos no serán las que conocemos, la organización empresarial no será la actual,
ni las relaciones de asociación y colaboración responderán a la inflexible y oxidada
tipología de las leyes laborales y societarias vigentes. Como propone Rosling, es
hora de abandonar las rígidas categorías duales, de extremos opuestos, de ver el
mundo en blanco y negro, ricos y pobres, empleadores y trabajadores, siempre
distanciados por una brecha que existe en el imaginario colectivo pero que no
responde a la realidad actual, ni menos a la futura.
 
La fuerza del riesgo
 
Hay algo pernicioso en ciertas normas de protección social, y es el desequilibrio de
las cargas y el impacto sobre la cultura de superación que suponen sistemas en los
que deja de regir la dinámica del mérito, ese factor de simetría en las relaciones,
esta sí una auténtica noción de equidad, que surge en la responsabilidad propia y se
apaga con la regulación[98]. A los empresarios malos los castigan los consumidores y
clientes, quienes dejan de comprar sus productos, y las redes sociales, que inciden
sobre su reputación, así como sus inversionistas, que tienen la opción de llevar su
capital a otras empresas. Pero una sociedad en la que unos tienen que cargar con el
peso del riesgo, jugar enteramente bajo las reglas del mérito y además financiar las
redes de protección social, mientras otros reciben ciertos beneficios sin importar lo
que pase –derechos irrenunciables, por ejemplo-, es una sociedad inequitativa y
está condenada a disolverse o ya lo está aunque le impida notarlo el espejismo de
un Estado que solo se mantiene en pie por la coacción de sus instituciones.
 
Las personas elevan notablemente su desempeño cuando están comprometidas
con los resultados de su acción, y no me refiero por compromiso a una adhesión
noble, desinteresada, como la que surge de la vocación de los galenos, la entrega a
causas humanitarias, la milla extra que recorre un empleado porque cree en la
causa de su equipo o la fe religiosa. No, me refiero a algo más prosaico y con
causalidad directa y terrenal, al vínculo que somete a una persona a las
consecuencias de sus errores o aciertos, vínculo que Taleb llama “skin in the game”
y dedica todo un libro a explicar. Quien corre para salvarse de una mordida canina
es muy probable que rompa todas sus marcas personales; y hay más brillantez en la
ejecución del músico que, fuera de la seguridad de su sala de ensayo, debe
enfrentar el juicio determinante de una audiencia que ha pagado por verlo; en la del
médico que debe reanimar en contados minutos al único piloto de la nave aérea en
la que viaja; en la del innovador que somete a la insobornable prueba del favor del
mercado la validez de sus ideas.  Lo contrario sucede con quienes pueden
escudarse  en privilegios,  derechos irrenunciables y garantías, y que gozan por lo
tanto de cierto grado de inmunidad y pueden darse el lujo del desempeño mediocre,
pues los premios y castigos se han transferido a otros. Al extremo de esta categoría
se ubica la burocracia, la institución que está por definición exonerada de las
consecuencias de sus decisiones.[99] ¿No es un absurdo que quienes nada tienen
que perder pretendan regular el desempeño de quienes corren riesgos personales?
 
 
***
 
Respecto de la cultura subyacente al Estado benefactor se da una paradoja que
tendría a Marx tirándose de los pelos con su concepto de la alienación del hombre
subyugado por la lógica del mercado.  Recordemos que el autor del Manifiesto
Comunista, que siguió a Engels en sus fórmulas radicales, no dijo mayor cosa sobre
los mecanismos institucionales para el funcionamiento de una sociedad controlada
por el proletariado, figura que los populistas de nuestros tiempos suelen expresar
como un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. ¡Zorros de la política,
nuevamente! Nos queda decir con Nietzsche que el Estado miente cuando dice “Yo,
el Estado, soy el pueblo.”[100]
 
Como observa Muller, la estigmatización de las ganancias de capital, la exaltación
del fruto que se logra, literalmente, solo con el sudor de la frente  y la redención
gloriosa del proletariado –“el reino es de los pobres”- que hacen el corazón de la
tesis marxista, responden a cierta visión del Cristianismo[101] –contraria,
notablemente, a la del Protestantismo-. Hasta la figura de desprendimiento de los
bienes para distribuirlos entre los miembros de la comunidad según las necesidades
de cada uno tiene su origen en los Hechos de los Apóstoles. Marx recicló estos
pasajes evangélicos con nuevo lenguaje pero, al igual que las fuentes que le
inspiraron, mantiene su tesis en un plano alegórico, sin llegar a concretar la forma
que semejantes conceptos tomarían en la estructuración de un Estado y sus
instituciones.
 
Ya sabemos a lo que condujeron los experimentos marxistas: a la quiebra moral y
material de las sociedades que los practicaron. Queriendo evitar tales extremos, los
“socialismos reales”, que sobreviven a medio camino entre la preocupación social y
la inevitabilidad del mercado, han aplicado una fórmula que repite una de las peores
pesadillas de Marx: la alienación del individuo, que para el crítico alemán resultaba
del sacrificio de los intereses del proletariado por las fuerzas del mercado, de la
angustia que a todo ser humano le producía poder encajar en alguno de los nichos
que el capitalismo le tenía reservado. Para resolverlo, el Manifiesto propone
entregar al proletariado el poder, pero el Estado de Bienestar hace exactamente lo
opuesto: los individuos pierden cada vez más el control de su destino en la misma
proporción en que aumenta su dependencia del Estado y sus redes. Si en la primera
mitad del Siglo XIX las opciones estaban limitadas por el mercado y guiadas por el
afán de lucro, dos siglos más tarde el hombre se pregunta en qué manual
burocrático o regulación estatal está escrita su opción profesional, justificado su
bono solidario, censurado su derecho de información y expresión, o deslegitimado el
beneficio económico de su esfuerzo. Vivimos el síndrome de la política pública: el
ciudadano promedio pide una para casi todo. El peso del Estado ha erosionado la
capacidad de la sociedad de imaginarse y plantearse sus propias soluciones sin
depender de la autoridad.
 
Es una sociedad que no quiere asumir responsabilidades y hace plantones para
exigirle a la autoridad que tome cartas en el asunto. En cualquier asunto, desde la
regulación de las plataformas tecnológicas que conectan a usuarios con propietarios
independientes –Uber, Cabify, AirBnb- hasta el cambio climático. Es una cultura de
activismo cómodo, donde la responsabilidad individual se agota con la toma de vías
públicas bandera en ristre en lugar de imaginar soluciones y emprender; o por lo
menos no interferir en el camino de quienes sí toman el riesgo de hacerlo. Porque
las respuestas para proteger la naturaleza o lograr el acceso universal a la salud y
educación no se originan en los pasillos de la ONU, en las proclamas vacías de los
políticos, o en las declaraciones sonoras de los pactos diplomáticos, sino en el
talento de innovadores dispuestos a dejarse la piel en el juego empresarial, en la
construcción de herramientas y tecnologías concretas.
 
Pero el activismo, por contraste, solo consigue alimentar la telaraña normativa, que
a su vez sirve a la acumulación de poder político, haciendo el juego a la arrogancia
de unos pocos que suponen estar en posesión de la verdad y consideran a los
demás muy estúpidos como para dejarlos explorar por sí mismos el camino, sin la
guía iluminada del estadista. En el Estado benefactor la persona sufre una capitis
diminutio, su poder de elección se ve reducido, el tamaño de sus sueños acotado
por la vara que el Estado considera razonable, haciendo realidad esa condición que,
como quedó anotado antes, Kant calificó  de “minoría de edad”, en la que el hombre
deja de ejercer su juicio crítico y hacerse cargo de su propio gobierno para depender
de una autoridad.  Por un lado hay un ciudadano resignado, que omite hacerse
cargo de su propia dirección; y por otro, una autoridad política que toma ventaja del
vacío para ampliar constantemente su esfera de acción en nombre de distribuir la
riqueza, pagar la deuda social,  lograr la igualdad formal y material, o simplemente
lucrar del poder. Mitos y absurdos.
 
Como niños de escuela primaria, que nadie se sienta mal porque el otro tiene un
escritorio más grande y vistas al patio. Hablando de estudiantes, ¿qué pasaría en
una escuela en la que las notas extraordinarias se ajustan para compensar a los
menos aventajados, de modo que todos pasen el año? Muy simple: solo quedarían
los mediocres, lo mismo alumnos que profesores y autoridades. Lo propio sucede en
las sociedades que penalizan a los mejores, deslegitiman las élites o no cultivan el
desempeño extraordinario ni celebran sus resultados, en todos los órdenes, como
un valor social.
 
Policía del pensamiento
 
Llevemos la discusión al plano de los beneficios inmateriales, donde se pueden
observar mejor los impactos sobre el poder personal que supone la intervención
estatal a título de protección.  El debate sobre la libertad de expresión, que enfrenta
a gobiernos autoritarios que reclaman censura y medios de comunicación que
exigen garantías al ejercicio de su oficio, olvida sentar en la mesa al que debería
tener la última palabra: el lector, la audiencia, el autor de contenidos, calidades que
gracias a las nuevas tecnologías confluyen en el ciudadano corriente, al que le basta
un teléfono móvil y conexión a la red.  Porque el usuario tiene derecho a leer o
escuchar el medio de su elección, aunque al aspirante a censor público le parezcan
sus contenidos deplorables, y con independencia de que en realidad lo sean.  ¿Por
qué tiene el Estado que dictar códigos deontológicos a los que deben ceñirse los
medios de comunicación, es decir normas que responden a la ética del poder? El
código que debe prevalecer es el que exige la audiencia, que siempre tiene la
opción de apagar el receptor o cambiar de emisora. ¿Que la protección de los más
débiles, de audiencias sin criterio formado? Excusas. Los padres han de tener
criterio sobre lo que sus hijos menores pueden ver y asimilar y, si han de ser
enteramente responsables, no cabe renunciar a esa función a favor de una
secretaría pública de contenidos.
 
Y por esta vía hemos construido sociedades ascéticas, ultra sensibles, tan hipócritas
como políticamente correctas, sin callo anímico y por ende aburridas al extremo.
Aquellas escenas llenas de estética y humo de las propagandas de cigarrillos o
cervezas están hoy generalmente prohibidas, cuando en las películas de la época
de oro del cine que ahora desempolvamos para apreciar la actuación auténtica, sin
efectos especiales, trampas tecnológicas o escenarios manipulados por
computadora, resultaba anómalo que los personajes principales no acometan sus
tabacos con chupadas constantes. Ya no hay tabacos en las pantallas de los medios
tradicionales censurados por la ley, pero abundan las chupadas, en vivo y alta
definición en miles de páginas de Internet que cualquier menor puede ubicar con la
ayuda del navegador de Google y su teléfono inteligente.  Es solo uno de tantos
ejemplos que ponen en evidencia la inutilidad de la acción estatal y la necesidad de
que las personas dejen de reclamar políticas públicas, leyes, controles, censores y
asuman nuevamente la responsabilidad de lo que pasa a su alrededor. Y que cada
cual imprima el grado de tolerancia y los filtros éticos que le dicte su conciencia, sin
que la aliene el poder político.
 
La Empresa, vector social.
 
Una ramificación de la libertad personal es la libertad de empresa, que no es otra
cosa que la disposición de las opciones empresariales a los individuos que han
escogido tal vehículo para edificar un futuro, para generar riqueza, para la
construcción social. Sí, construcción social, porque el emprendimiento –que si es
exitoso se transforma en empresa- está movido por el afán del ser humano de
multiplicar sus talentos, de construir y crear, de ser útil, impulso vital que canalizado
a través de la actividad empresarial abre oportunidades para que otros también
encuentren un espacio para desarrollarse. No hay mayor obra social que la
generación de empleo y el tejido empresarial es la institución que directamente lo
multiplica. Hacer empresa es, en sí mismo, el mayor acto de responsabilidad social.
 
La empresa tiene un ciclo, que empieza con un negocio unipersonal o limitado al
círculo familiar, un emprendimiento, destinado a crecer y multiplicarse si es exitoso –
a reintentar, reinventarse, mejorar, si no lo es-, a veces aceleradamente como es el
caso de las organizaciones exponenciales, propiciando en el camino la creación de
otras empresas afines, integrando mercados, diversificando, potenciando
oportunidades, abriéndose a la bolsa y los mercados de valores, con liderazgos que
trascienden personalismos, configurando eventualmente un grupo corporativo. Estos
grupos son la flota insignia de una sociedad, que marca el rumbo, aumenta el
horizonte del mercado, incluyendo el laboral, y defiende a la economía de la
volatilidad, los ciclos y otras amenazas. De su salud general, que implica la de sus
inversionistas y trabajadores, depende en buena medida un ecosistema donde
existan excedentes de capital, apetito por tomar riesgos, atracción de talento, en
suma un ambiente propicio para nuevos emprendimientos y reinversiones.  Y como
las empresas son en esencia grupos humanos intentando descifrar y conquistar el
futuro, también florece a su alrededor la academia, la investigación y la ciencia.
¿Acaso no están las mejores universidades en los países con los grupos
corporativos más saludables?
 
Es una alquimia imposible una política que pretenda estimular al pequeño mientras
se hostiga al grande, es lo mismo que decirle a los futuros Messi del mundo
empresarial que recibirán todo el apoyo en las escuelas de fútbol y para jugar en las
categorías inferiores, pero que ni se les ocurra aspirar a la liga de campeones,
donde la cancha estará inclinada en su contra, el juez los mirará con sospecha y les
descontará los goles extraordinarios para repartírselos entre el sindicato de árbitros.
 
Fundar empresa exige, en primer término, la decisión de construir el propio destino y
aceptar todos los riesgos y responsabilidades inherentes, y demanda disciplina,
trabajo, confianza, la rara predisposición para rodearse de gente que sobrepase al
fundador en capacidad y talento y la todavía más excepcional cualidad que
descubre y potencia lo mejor en cada miembro del equipo. Y demanda visión, esa
genialidad que, como apuntó Shopenhauer, descubre el objetivo que nadie más ve.
Las empresas no crecen gracias a un buen producto –que a lo sumo puede generar
un ciclo de éxito, insuficiente para sostenerse en el tiempo-, sino gracias a una
adecuada cultura organizacional, que edifica sobre sí misma constantemente. Los
buenos productos existen porque hay gente talentosa orientada en la dirección
correcta, potenciándose mutuamente. El líder empresarial –no necesariamente el
administrador, que tiene un camino marcado, el del día a día- no es un multiplicador
de dinero, un mago de las finanzas, un predador con olfato crematístico, sino un
gran movilizador social, no solo por los empleos que contribuye a crear, sino por la
capacidad de contagiar sueños, de inventar y materializar oportunidades, de
convocar voluntades –el sueño empresarial siempre es compartido- en torno a
objetivos de mediano y largo plazo.  Una sociedad que abraza un ecosistema
empresarial, asentado sin concesiones sobre la libertad individual, no solo afianza
las bases para su prosperidad económica sino también los cimientos culturales en
los que mejor se desarrollan los valores más caros del ser humano: responsabilidad,
respeto, confianza, desempeño extraordinario, sobre todo libertad, el más preciado
de todos los bienes.
 
De todo hay en la viña del Señor y también hay empresas enfermas y empresarios
que no juegan con la verdad, que toman atajos para conseguir resultados, que
merced a alianzas oscuras con el establishment consiguen del Estado privilegios y
excepciones regulatorias que alcanzan a otros. Antes de seguir precisaré términos,
pues los negocios que sobreviven gracias a licencias estatales de excepción, que no
están expuestas a la competencia o solo marginalmente, monopolios protegidos, no
merecen el calificativo de empresas –no en el sentido que este término se emplea
en esta obra- y son apenas franquicias mercantilistas, hijas de ese clientelismo de
Estado que nada tiene que ver con la libertad económica; al contrario, es fruto y
cómplice del intervencionismo. En cuanto a las prácticas de empresas que enferman
y operan por la senda de la trampa y no del mérito, como aquella fabricante de
vehículos que engañó al mercado respecto del nivel de emisiones, otra que maquilló
balances, y esa que sobornó a burócratas,  resultan tan incompatibles con el flujo de
su propia supervivencia que no tardan en salir a la luz ni de ser extirpadas por el
propio ecosistema. El tejido empresarial, que relaciona consumidores, empleados,
proveedores, inversionistas, estudiantes, todos conectados, sensibles al pulso
bursátil y a las vibraciones de las redes sociales, vive de la confianza, del buen
nombre, de la presuposición generalizada de que se dice lo que se hace, se vende
lo que parece que se exhibe, se logra lo que dice el balance. El mundo no podría
funcionar si necesitase de un policía que verificara, antes de cada transacción, la
veracidad de las condiciones.  Y un ejecutivo que decide tomar un atajo no tarda en
experimentar el retiro de un inversionista, la denuncia de un colaborador o la repulsa
implacable del mercado. Cuando la dinámica motriz es el mérito y la competencia,
las malas prácticas tienen muy limitado carrete. El mejor árbitro y moderador del
afán de lucro es el mismo afán de lucro, a diferencia de lo que ocurre con el poder,
que constituye la dinámica y motivación de la política, disociada de las
consecuencias de sus aciertos o errores, sin riesgo en juego o no uno lo
suficientemente inmediato y concreto como para que el poder no prefiera ocultarlo
bajo la alfombra de la vanidad, su inseparable compañera. A fin de cuentas, en la
política el antídoto del riesgo es el poder, que por ello se vuelve un fin en sí mismo.
 
Utilidad razonable, muletilla del socialismo
 
Con frecuencia se mira con simpatía el derecho de las personas –en tanto no
rebasen la barra de la medianía económica- mientras se desconfía del  derecho de
las empresas, especialmente de las grandes corporaciones. En último análisis las
restricciones impuestas a la acción de la empresa se traducen en limitaciones a la
libertad de las personas por cuya voluntad y convergencia tal empresa existe y se
orienta a un fin. Las empresas son creación de las personas, resultado de su
iniciativa, de su libertad individual puesta en acción, y por lo tanto no es coherente
aceptar la libertad en cuanto derecho humano y degradar la libertad de empresa a
un plano accesorio, a un suceso material y económico, pues la libertad de
conciencia, de expresión, de trabajo, de asociarse con fines productivos o con
cualquier otro fin legítimo, son todas ramificaciones de la misma raíz esencial.
 
No es menos contradictoria esta posición que sospecha de la libertad de empresa –
expresión social del principio de libertad económica- o de lo que sus detractores
llaman sus excesos para justificar limitaciones cuando la generación de riqueza
supera un umbral. Una cosa, absolutamente saludable para el florecimiento de
nuevas empresas y para preservar un ambiente de emprendimiento abierto a todos
los que decidan tomar el riesgo, es penalizar el ejercicio abusivo de quienes han
adquirido una posición dominante en el mercado; otra, muy distinta, es intentar
ponerle cotas al enriquecimiento, castigar  el éxito empresarial por el solo hecho de
serlo, y para justificarlo se han logrado instalar inadvertidamente en el imaginario
colectivo nociones con atractivo superficial, con cierto gancho argumental, como
aquella de la utilidad razonable, el justo precio, el comercio justo, que no son sino la
puerta disimulada por la que las ideologías del intervencionismo y el poder político
de turno se cola en medio del libre juego de las personas para erigirse en árbitro de
lo legítimo.
 
¿Justo precio? Quien haya comprado haya experimentado el juego de la
negociación en un mercado popular, en el gran bazar de Estambul o en una
adquisición importante sabe que lo justo no se mide por una utilidad razonable –
¿razonable para quien, para la autoridad?- sobre el costo del objeto , sino por la
autonomía de la libertad al concretar la transacción. La única justicia es la que
respeta la libertad de las personas para acordar el valor de un intercambio. Y si una
de las partes actúa desde una posición de ventaja, por ejemplo ocultando
información que hubiera incidido en la decisión, están para asistirlo las normas
relativas a la responsabilidad contractual. Históricamente donde mejor han
funcionado estas herramientas de corrección y sanción han sido en los sistemas
legales de tradición anglosajona, pues la regla de derecho, según lo desarrollo más
adelante, no nace de la autoridad, sino de los miembros de la comunidad, que la van
configurando con la práctica y la costumbre, el common law. Así se arma un cuerpo
legal que responde a la noción de equidad, pues es creado por los actores directos
del intercambio, por quienes tienen riesgo en juego, y no por una burocracia o
legislatura ajena a la dinámica que pretende regular.
 
En el trasfondo de estas nociones limitativas de la libertad está esa deformación
cultural muy presente en América Latina, esa falsa lógica que opone equidad social
y afán de lucro, cuando ambos son elementos que se nutren recíprocamente,
componentes indispensables del mismo círculo virtuoso. Tratarlos como si fueran el
agua y el aceite supone una imposible alquimia conceptual,  similar a la cuadratura
del círculo. Pero cuando se le habla al hígado importan poco las demostraciones, los
conceptos y las matemáticas. Las tesis mal llamadas progresistas, que ven en el
lucro un potencial enemigo de la justicia social, son populares, apelan más
fácilmente a la emoción colectiva, a los resentimientos, a los complejos, a la
necesidad de echarle la culpa a otro por la propia situación, entregándole la solución
también a otro, al líder mesiánico, evadiendo las responsabilidades personales. La
mayoría no quiere que le hablen de sus obligaciones, de sus oportunidades; quiere
que le garanticen el bienestar, y qué mejor si llega por la autoridad del Estado a
costa, suponen, del dinero de quienes lo producen, sin saber que la cuenta la
terminan pagando siempre los más pobres.
 
La pobreza tiene, en efecto, una causa estructural, evidente en los sistemas
socialistas, que suprimen las libertades. Pero cuando no hay esta limitación externa
a la voluntad personal, hay que buscar la causa en las ataduras mentales, en la
psicología individual y colectiva, en las barreras culturales. Ciertamente hay
deficiencias educativas que dificultan a muchos a abrirse a las oportunidades, a las
posibilidades del conocimiento, pero el mayor obstáculo está en la negación
personal: quien se ha formado en la creencia de que siempre es más verde el jardín
del vecino, que unos nacen con estrella y otros, estrellados, que la prosperidad está
reservada a unos privilegiados por cuya causa, además, no surgen los menos
favorecidos, que ciertas metas no están al alcance, el miedo al fracaso que lleva a
muchos a preferir la zona de comodidad conocida en lugar del riesgo de emprender
por terrenos inexplorados o, peor aún, aquella interpretación religiosa según la cual
más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el paraíso, no va a
aventurarse más allá de sus horizontes imaginarios, de las barreras que un sistema
de creencias ha levantado artificiosamente en su mente, aunque acumule todos los
títulos universitarios posibles.
 
Como afirma Hans Rosling, –que ha contribuido con datos a desmontar mitos sobre
salud pública, demografía, crecimiento económico y distribución de la riqueza-, el
problema no es de ignorancia, de falta de conocimiento, sino el exceso de ideas
preconcebidas[102].
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La trampa del modelo
 
Los ideólogos que inventan doctrinas cómodamente sentados en una biblioteca,
desconectados del mundo real, muchas veces sin entender ni haber experimentado
el riesgo de un emprendimiento, el proceso de generar riqueza y crear empleo,
arman modelos para todos los gustos, pero los modelos, aún los mejor orientados,
desconocen –y por eso fallan- que la conducta humana, la vocación de libertad del
hombre y sus variadas e insospechadas potencialidades no pueden ser atrapadas
en trajes cívicos de talla única ni en manuales de dialéctica colectiva o en
ingenierías sociales inspiradas en determinismos históricos que solo existen en la
imaginación de sus autores. Con esa agudeza intuitiva que caracteriza a las madres,
a la de Marx no se le escapó esta sospecha cuando criticaba a su hijo: “¡Si tan solo
hubiera hecho algo de capital en lugar de escribir sobre él!”[103]
 
Joseph Ratzinger, al exponer que la libertad es constitutiva de la existencia humana,
afirma que “no hemos sido organizados y predeterminados por un modelo concreto.
La libertad existe para que cada uno pueda diseñar personalmente su vida y, con su
propia afirmación interna, recorrer el camino que responda a su naturaleza.”[104] Si
esta libertad y autonomía son válidas para los creyentes, convencidos de que Dios
es el fin trascendente y preocupados ni más ni menos que de la salvación eterna de
sus almas, resulta una anomalía que para fines más prosaicos, esos que ocupan la
cotidianidad de la vida y sus afanes terrenales, esa libertad y autonomía sean
mutiladas y cedidas progresivamente a un Estado que pretende encarnar un destino
histórico determinado.
 
Sin embargo, es una creencia extendida la necesidad de que una autoridad regule a
la sociedad. Para estar claros, no estoy contra la existencia de reglas, pues hay
interacciones que las necesitan y la convivencia social precisa de efectos jurídicos
previsibles para determinadas conductas. Lo que me parece una deformación
cultural es la idea de que se necesita una norma para todo, tanto como la noción de
que solo al Estado le compete dictarla.  
 
Hay infinidad de situaciones que florecen en el vacío legislativo y que, no obstante la
incidencia que pueden tener sobre la convivencia y el destino de las sociedades, se
desarrollan espontáneamente, con normas que van creándose en el proceso por sus
partícipes de manera autónoma; es el fenómeno de la auto-regulación. Solo
pensemos que el conocimiento y la información son los recursos más importantes de
la economía actual y la vida cotidiana, y que la innovación para aprovecharlos se
desarrolla a tal velocidad que tecnologías, modelos de negocio, relaciones de
colaboración, formas contractuales, mecanismos de comunicación y tantos otros
elementos quedan obsoletos antes de que los cuerpos legislativos y las autoridades
regulatorias entiendan siquiera los rudimentos de los fenómenos y algoritmos
subyacentes, no se diga ya que se anticipen a sus implicaciones con tal suficiencia
como para capturarlos normativamente, para apresarlos bajo un modelo regulatorio.
El solo proceso de formación, sanción y maduración de las leyes, incluyendo la
formación de jueces, supone un ciclo más largo, en la gran mayoría de los casos,
que el de la innovación, maduración y obsolescencia de los procesos que intentan
regular. 
 
Hace poco la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos halló
inconstitucional, por violar el derecho a la libertad de expresión, una ley expedida
por el Estado de Carolina del Norte que restringía el acceso a redes sociales a
determinadas personas[105].  Con independencia del análisis del caso a la luz de la
llamada Primera Enmienda, debate poco pertinente a la línea argumental que nos
ocupa, es notable que la Corte, al objetar la legislación estatal, vuelve a dejar en
manos de los protagonistas, esto es las personas que crean, gestionan, usan y
participan en los sitios de Internet, el establecimiento de las reglas del juego. Y lo
hace no obstante que la ley en cuestión tenía como objetivo defender a los menores
frente a potenciales amenazas de usuarios con un prontuario de agresión sexual,
protección que los gobiernos tienen la irresistible tentación de abrazar con
entusiasmo y sin beneficio de inventario. En uno de los primeros casos en que se
analiza la libertad de expresión en el espacio virtual, la Corte además advierte
contra los peligros de intentar regular a ritmo legislativo un ámbito que avanza y se
transforma a ritmo exponencial: aunque ya nos percatamos de que la “Era
Cibernética constituye una revolución de proporciones históricas, no podemos
todavía apreciar sus dimensiones totales ni su vasto potencial para transformar
cómo pensamos, nos expresamos y definimos lo que queremos ser. Las fuerzas y
vectores del Internet son tan nuevos, tan poderosos y de tan largo alcance que las
cortes deben estar conscientes de que lo que digan hoy podría ser obsoleto
mañana.”[106]
 
La aceleración exponencial del desarrollo tecnológico de nuestros días no es el
fenómeno que causa la inadecuación de los modelos estatales de regulación y
control frente a la ilimitada capacidad creativa del hombre librado a sus propios
designios, es tan solo el factor que pone en evidencia una anomalía que estuvo
presente siempre, aunque la menor velocidad relativa de los acontecimientos le
permitía pasar inadvertida a visiones poco agudas.  Prueba de ello es que desde la
Edad Media hasta nuestros días los sistemas jurídicos que mejor funcionan son los
que mayor cabida han dado a la auto-regulación. El Derecho Anglosajón es célebre
por su riqueza, por su aplicación consistente, por la confianza que genera, por la
solidez y el respeto del rule of law, el principal fundamento sobre el que se asienta la
sociedad inglesa y sus instituciones, y sin embargo su mayor fuente es la
costumbre, la tradición, los usos y prácticas que los individuos van configurando en
sus intercambios espontáneos. Este fenómeno no se limita al derecho comercial o al
derecho privado como podrían pensar quienes no conciben en derecho público otra
cosa que una norma expresamente contemplada en un código, pues en Inglaterra
no existe una carta política escrita, no se puede hallar un cuerpo legal aprobado por
el legislativo que contenga todas las normas esenciales y supremas del
ordenamiento jurídico que en los sistemas continentales y latinos se conoce como
una constitución.
 
Y tampoco es exacto pensar que en esa jurisdicción son los jueces –autoridades
estatales al fin y al cabo- quienes crean derecho, pues si bien las sentencias tienen
una función evidente en el enriquecimiento de la norma, en pulir sus matices,
discriminar supuestos, suplir vacíos, la raíz del  common law está en el caso, en esa
relación que las partes configuran y gobiernan con normas creadas bajo la
autonomía de su voluntad, reglas que dan vida al case law.  Como se ve, la
distinción entre el common law y el derecho civil latino no es solo de sistema, no
obedece únicamente a un diferente enfoque constitucional, sino que se remonta a
una concepción filosófica distinta sobre la libertad individual, que preserva de modo
general, en el sistema anglosajón, la autonomía de las partes, verdaderas creadoras
del derecho, frente al sistema latino que transmutó la autonomía, radicada en las
personas, por la soberanía, ejercida en materia normativa solamente por el órgano
legislativo, función del Estado. Esta configuración del sistema jurídico explica, entre
otros factores culturales, por qué los países de tradición anglosajona o al menos
marcada influencia inglesa se han mantenido a través de los tiempos como el
destino preferido de las personas que buscan expandir el horizonte de su propio
potencial.
 
 
Pero ni aún Inglaterra u otras jurisdicciones apreciadas como los últimos bastiones
de la libertad escapan al crecimiento parasitario del Estado, que también en las
sociedades más eficientes y prósperas empieza a producir demasiados funcionarios
llenando papeles frente a quienes hacen realmente girar al mundo y avanzar a las
sociedades, a quienes aceptan el riesgo de crear algo nuevo o mejor, a quienes
convierten una idea en una realidad que mejora la vida de los demás. La diferencia
entre el intelectual vacío es que no pone a prueba sus tesis fuera del mundo
académico, mientras quienes empujan su idea hacia algo tangible obtienen la
prueba del concepto: funciona y ganas;  no funciona, pierdes. A los ideólogos de
todo signo les encanta inventar modelos y a los políticos, llevarlos a cabo, mientras
le pasan la cuenta del fracaso a los contribuyentes, a quienes les cobran más, y a
los más débiles del tejido social, a quienes privan de oportunidades y futuro.
 
La auténtica libertad es, por definición, la ausencia de modelos, que implican, como
en aquellos juguetes para armar, elementos preestablecidos, un manual de
instrucciones, una “hoja de ruta” –según la jerga tecnócrata-, una secuencia o, como
dirían en los centros de planificación pública, “encadenamientos” productivos –
nunca mejor calificados-, apenas piezas y mecanismos disponibles en las perchas
de las políticas públicas,  dispuestas por algún iluminado que imaginó a la
colectividad como un rebaño homogéneo que ha de moverse, cantar y ejecutar al
son de una partitura.  Es la trampa del modelo.
 
El modelo socialista es, efectivamente y por definición, un modelo, es decir un
sistema  que pretende implantarse desde el Estado hacia abajo a través de largas,
casi reglamentarias cartas políticas, leyes para casi todas las manifestaciones de la
convivencia social, una maraña indescifrable de políticas públicas y, por supuesto,
mucho poder concentrado en el Ejecutivo. No puede funcionar este modelo de otro
modo, sin coacción, sin imposición normativa y gubernamental, pues los hombres
libres se inclinan por conductas que no solamente son incompatibles con las recetas
del socialismo, sino incluso deslegitimadas o penalizadas por éste; por ello en el
socialismo abundan los límites y controles en lugar de libertades y estímulos.
 
Pero hablar de un modelo liberal o neoliberal es un contrasentido, pues un modelo,
cualquiera que sea, es por definición contrario a una visión  que abraza la libertad
personal como su raíz  acepta y celebra la aleatoriedad y la iniciativa individual
como elementos esenciales y positivos de la interacción social. Nassim Taleb explica
cómo la eliminación de la aleatoriedad y la volatilidad mediante políticas que se
imponen desde arriba y complicados sistemas ha llevado a las economías al borde
del colapso. “Esta es la tragedia de la modernidad: como los padres neuróticamente
sobreprotectores, aquellos que tratan de ayudar son los que nos causan el mayor
daño.”[107] Los hijos –y todos los que existimos, lo somos-, maduran y desarrollan su
potencial en la medida en que hallan su propio camino y se hacen cargo de su
destino. Nadie crece como persona ni encuentra su curso vital si continúa asido a la
mano de sus padres; entonces, ¿por qué negaríamos este poder y esta posibilidad
de la naturaleza humana permitiendo que los ciudadanos, ya emancipados, sean
sometidos a otra forma de tutoría, ejercida por un puñado de burócratas que ocupa
su tiempo inventando límites, controles, permisos previos?
 
Hablaré más en otra parte sobre el concepto y potencial de blockchain, la tecnología
subyacente en el proceso de creación e intercambio de criptomonedas y de cada
vez más aplicaciones en diversas áreas, incluyendo la gestión de catastros de
propiedades inmobiliarias, que ya no necesitarán de funcionarios públicos para
certificar la cadena de dominio, o de contratos digitales cuya autenticidad no
dependerá del sello de un notario, y de cláusulas incorporadas en registros digitales
encriptados y conectadas a instrucciones o encargos fiduciarios y cuentas
monetarias que se ejecutan automáticamente, sin la intervención de jueces,
mediación de fiduciarios ni farragosos papeleos y burócratas. Esta tecnología es uno
de tantos ejemplos de cómo las personas libradas a sus propios designios han
superado el paradigma de la regulación estatal o de la intervención de un
funcionario público, generando un proceso que la sabiduría convencional declaraba
inconcebible en manos privadas: la creación de una moneda. Porque el poder
liberatorio no surge de un decreto, y la prueba es que a la hora de escribir estas
líneas solo un lunático aceptaría bolívares emitidos por el gobierno Venezolano.
 
Trátese de la moneda o de cualquier otro efecto de comercio, contrato o intercambio
en general, el factor clave, el elemento determinante de la fluidez transaccional es la
confianza, y lo que hace que algunas monedas, sentencias judiciales o actos
legislativos, para mencionar tres productos típicos del poder político, difieran en
valor práctico de una jurisdicción a otra –el valor hipotético legal es similar en todas
partes, - no está en el protocolo con que las instituciones públicas construyen la
solemnidad oficial, en la longitud de la Constitución,  en la coacción institucional o en
el tamaño y poder de las fuerzas armadas, sino en la percepción autónoma de los
usuarios de estos sistemas. Ciertos Estados no alcanzan a generar confianza
respecto de sus leyes, sentencias, actos de gobierno, monedas o la promesa del
bien común, al extremo que sus propios ciudadanos prefieren, en cuanto les sea
legalmente posible –o incluso, al margen de la ley como en los movimientos
migratorios-, elegir las de otros países o, como en el caso del arbitraje como método
de solución de conflictos o el Bitcoin en materia de intercambio,  escoger reglas,
sentencias, monedas nacidas de la libertad creativa y la autonomía personal.
 
 
 
 
 
Más ladrillos al muro…
 
Cada nueva pieza de legislación, cada nueva puntada regulatoria con que la
burocracia hace más difícil y pesado atravesar la telaraña normativa es un ladrillo
que se añade al muro que separa a la persona humana de su espacio de conquista
personal.
 
Con independencia del signo político de los gobernantes de turno, izquierdas o
derechas, estatismos, neoliberalismos o sinuosas medias tintas o terceras vías, hay
una constante, un patrón que habla del vicio estructural que aplasta al fin del día las
buenas intenciones de los oficiales de paso o realiza los sueños más preciados de la
planificación centralista, populismos y autoritarismos de cualquier tendencia: cada
vez hay más regulaciones, más interferencia de la autoridad pública en los más
variados órdenes de la vida social, familiar y personal, mientras se reduce, en
proporción inversa, tanto el espacio para las decisiones libres, para la iniciativa
personal, como la solidez de la frontera institucional que debería proteger al
individuo contra la invasión del poder político.
 
Las primeras cartas políticas o constituciones de las naciones occidentales 
contemplaban normas limitadas a la organización y funcionamiento de los poderes
públicos –usualmente legislativo, ejecutivo y judicial- y al reconocimiento y
protección de los derechos y libertades individuales. Pero el Estado degeneró en
botín, porque solo hay una tentación que supera al dinero: la vanidad, y ninguna
prenda la alimenta tanto como la banda presidencial, la foto colgando en cada
oficina pública. Además, para quienes aspiran al dinero y no lo logran en el juego
libre, no hay mejor atajo para lograrlo que el poder político.
 
Esto sucede incluso en aquellos países que han sido tradicionalmente considerados
como ejemplos de democracias maduras y bastiones de la libertad, no se diga en
otras regiones dominadas por el caudillismo y seducidas  con frecuencia suicida por
los populismos.
 
No se logrará mayor cosa haciendo ajustes a la democracia, apenas un instrumento,
un medio de elección, de participación ciudadana, un antibiótico, un mecanismo de
alternabilidad, de renovación, de trasplante sanguíneo para un cuerpo cuyo cáncer
reside en le médula espinal. La gente puede continuar cambiando gobiernos,
reformando constituciones, alimentando revoluciones, creyendo puerilmente en
caudillos, en mesías políticos que se adueñan de un micrófono, o logra levantar una
imagen en las redes sociales, pero poco se habrá logrado mientras la sociedad siga
organizándose en torno a la misma columna vertebral del Estado.
 
Como el discurso imperante ha conseguido que la mayoría crea que sus
responsabilidades deben ser, en un grado u otro, asumidas progresiva y
paternalmente por el Estado –en los Estados Unidos una política demócrata acaba
de proclamar que  “nuestra garantía” de a tener una casa está por encima del
“privilegio” de otros a realizar una utilidad-, las personas han dejado de reivindicar
sus libertades y se han convertido, inconscientemente quizás, en parte del círculo
vicioso, pues el signo de los tiempos es la exigencia, el activismo, la demanda para
que la autoridad política resuelva sus problemas. Muy bien estaría el activismo si se
empleara en lograr que el Estado dejara en paz a las personas, que sacase sus
narices de asuntos que no deben ser de su incumbencia, que se abstuviera de
arbitrar en la sociedad como lo hacía la Iglesia en el Medioevo. ¡Y está la tara
cultural de exigir una ley para todo!, cuando los vacíos legales son los últimos
resquicios de expresión de la autonomía de la voluntad personal, de una creatividad
libre de moldes, no limitada o condicionada a autorizaciones previas o bendiciones
oficiales.
 
No es de extrañar, por lo tanto, que la métrica con que evalúan y exhiben el
resultado de su gestión los legisladores sea el número de leyes que han impulsado
o que se han tramitado por su iniciativa. No logro encontrar un caso de un Congreso
que haya expedido una ley de simple y corto articulado consistente en una
derogatoria de cuanta basura legal se ha acumulado durante décadas, una caja de
Pandora jurídica que ha degradado la regla de derecho a una telaraña impredecible,
inextricable, apenas una caricatura cuyos perfiles quedan, por esa misma razón,
expuestos a los humores y arbitrios de la autoridad o juez de turno.
 
Todo diputado se esfuerza por dejar su marca estampada en una nueva pieza de
restricciones a la libertad. Porque la ley manda o prohíbe; para lo que está permitido
no se necesita ley en el ámbito privado, y aquello de regular o reglamentar es tan
solo un eufemismo que encubre el traslado de la competencia normativa al príncipe
de turno, así como la intención, la obsesión de introducir condiciones, matices,
límites a lo que de otro modo estaría sujeto, en cada negocio jurídico, a las
condiciones, matices, límites, plazos y demás términos que las partes libremente
acuerden para ese evento específico. Por eso el poder es paralizante, pero también
es paralizado por su propia naturaleza parasitaria, porque los gobiernos e
instituciones públicas tampoco escapan a sus manipulaciones y obsesiones
regulatorias; al final también se fríen en su propia mantequilla, aunque le pasan la
factura de los daños al contribuyente.
 
Cada necesidad creada de intervención pública, cada permiso previo, cada
regulación que obliga al ciudadano a pedir una autorización, incluso lograr algo tan
sencillo como un registro, una diligencia de mero trámite, expande el feudo del
burócrata involucrado, que gracias a la complejidad y opacidad del sistema
administra plazos a su antojo y despacha sus obligaciones como si fueran favores y
privilegios. Se dirá que hay servidores públicos decentes, y los hay, como hubo
reyes y señores feudales intachables, pero esa virtud personal no elimina la
oprobiosa dinámica que supone la intromisión del poder público en asuntos que se
desenvolverían muchísimo mejor sin su concurso, en iniciativas que florecen a pesar
de éste, pero a destiempo, con desgaste innecesario y al costo de oportunidades
perdidas, cuando no de corrupción. En la época que vivimos la corrupción se ha
extendido y profundizado al extremo y con razón se atribuye el festín impúdico a la
ausencia de valores, a una sociedad permisiva, a la falta de instituciones, pero poco
o nada se dice sobre la causa originaria, esto es el gato fungiendo  de despensero,
  tanta autorización oficial empleada como cuello de botella, dificultades que se
inventan para vender soluciones, sin ninguna rendición de cuentas o
responsabilidad por el mal uso del dinero de los contribuyentes.
 
El mal es parte de la naturaleza humana y aflora también en el intercambio privado,
pero es una expresión incompatible con el ecosistema de mercado, que el propio
sistema inmunológico de la empresa suprime por una razón tan simple como
poderosa: el afán de lucro. Sí, cada dólar que infla el gasto para pagar
transacciones por debajo de la mesa erosiona la utilidad del accionista, reduce el
capital de trabajo para pagar empleados o su posible participación en las utilidades
en los países con dicho esquema o en empresas donde los colaboradores tienen
acciones. En estas sociedades, regidas por el ánimo de lucro -¡bendito ánimo de
lucro!-, el centavo se cuida por definición, y los administradores que engañan a las
partes interesadas son despedidos sin más contemplaciones. El presidente de un
país, en cambio, es casi inamovible, y usar irresponsablemente el dinero de los
contribuyentes es una realidad aceptada, parte del mal necesario al que nos hemos
habituado: el Estado. Al fin y al cabo son políticos. ¿Hay como despedir un
presidente por construir un muro con impuestos que habrían financiado escuelas u
hospitales? ¿Es posible destituirlo por sancionar un impuesto confiscatorio? ¿O por
pedirle contribuciones especiales a los ciudadanos para cubrir las pérdidas
ocasionadas por un terremoto luego de haberse gastado todos los fondos de
reserva para contingencias? Quizás sí en algún simulacro abstracto y sutil propio de
los laboratorios académicos, o en algún excepcional arrebato de la historia, pero en
el mundo de las conveniencias políticas semejantes planteamientos están, por regla
general, fuera de toda discusión.   En sociedades secuestradas por lo políticamente
correcto, por hipocresías y puritanismo más probable es sentar a un jefe de estado
en el banquillo de los acusados por un lío de faldas que por meterle mano a la
justicia.
 
Se dirá en respuesta que frente al funcionario público que cobra un soborno está
una empresa que lo paga. Pero en la empresa este intercambio es una anomalía, y
las que provocan o caen en el juego de la corrupción hacen parte del mercantilismo
de Estado, no del juego libre del mercado. No hay que confundir negociantes que,
cual cortesanos de una monarquía, logran privilegios del rey a cambio de
compensar las necesidades de éste, con el intercambio libre, en un sistema
competitivo, donde la única autoridad es la regla de derecho, igual para todos, y el
único premio posible se logra haciendo más para el cliente con menos gasto.
 
El Estado moderno es un vehículo que transporta a la sociedad en dirección tan
equívoca y caprichosa como las veleidades de sus timoneles, ya girando sobre su
propio eje y con frecuencia cada vez más alarmante, despeñándose al tomar
caminos cuyos puentes hacia el futuro han sido destruidos. ¿Democracia?
¿Aceptaría usted, estimado lector, embarcarse en un viaje en bus conducido por un
piloto incompetente aunque votado como favorito por la mayoría de los pasajeros? 
Lo curioso es que es exactamente eso lo que ha construido la sociedad para un
viaje del que depende su posibilidad de realización: un gran vehículo, pesado,
costosísimo, lento, conducido por políticos sin más mérito que el de haber
conquistado el favor de la masa.
 
No. La solución no es solo bajarse del autobús. Hay que inhabilitarlo y parquearlo en
un museo. No necesita transporte colectivo una sociedad libre, cuyos miembros
deciden a dónde ir y cómo llegar.
 
El Estado es hoy como un gran buque trasatlántico, con itinerario planificado e
inamovible, cuyo capitán y tripulación marcan el rumbo, dictan el menú, las horas de
comer, dormir, salir de excursión, siempre por sendas definidas y al paso del guía,
todo en grupos, sin que el pasajero tenga mayores opciones a pesar que paga el
barco, el sueldo del capitán, el combustible y todo lo demás. Pero a diferencia de la
industria de turismo masivo por mar, que ofrece varias opciones de buques,
programas a bordo, destinos y, por último, la posibilidad de rechazarlos todos para
aventurarse a lomo de camello por senda inexplorada, el buque de esta metáfora es
el único disponible, y cambiar de hogar flotante supone arriesgar la vida en una
precaria balsa para alcanzar las costas de la Florida o las de Europa Mediterránea,
como hacen cubanos, venezolanos, sirios, africanos y cuantos abandonan sus
barcos escorando del lado equivocado del mar de la historia, sin atinar a los vientos
de libertad en popa.
 
Bálsamo de los mediocres
 
Ninguna proclama ideológica puede contradecir el peso de un hecho evidente:
millones de personas cada año arriesgan su vida, seguridad, integridad y las pocas
posesiones, todas sus posesiones, en pos de ganar libertad, mientras la
intelligentsia sigue defendiendo las políticas intervencionistas que, suponen, no han
sido aplicadas debidamente, causando una debacle que con toda probabilidad
habrían evitado los expertos de laboratorio.
 
La intención que un presidente norteamericano adelanta para levantar un muro en la
frontera con México es un contrasentido, cierto, cuando la caída del Muro de Berlín
demostró que ni toda la propaganda socialista y la fuerza de los ejércitos
comandados por el totalitarismo logró al final evitar su derrumbamiento. Sí, un
absurdo; pero lo que no se apunta es la causa que lleva a tantas personas a buscar
refugio o futuro en estados más libres. Se critica la política migratoria de los estados
anfitriones, pero se calla sobre las políticas de asfixia de los países de origen, que
privan de oportunidades a sus ciudadanos.
 
¿Podrán seguir diciendo los socialistas que la globalización, el capitalismo, las
imposiciones desde los centros geopolíticos de poder son la causa principal del
subdesarrollo luego de que Venezuela, el país más rico en recursos en toda América
Latina, bendecido –o maldecido sería más adecuado decir- con una de las mayores
reservas de petróleo del planeta, llegó al extremo de una crisis humanitaria, donde
resulta un lujo conseguir pan o leche para casi toda su población?   Venezuela es
apenas la repetición de lo que aconteció en Cuba, a cuyo dictador comunista tanto
alabaron los latinoamericanos llamados a sí mismos progresistas –sí, tal cual,
¡progresistas!, tan hábiles para echarse títulos y etiquetas-, de la debacle que se
inició con Allende en Chile de finales de los 60, de la Unión Soviética de Lenin y
Stalin y de cuanto país inspiró sus políticas en la destructiva contraposición de
clases de Marx y su antídoto, el igualitarismo.
 
La historia ha dado ya suficientes lecciones de que para llegar a estos extremos
miserables no solo sirven las revoluciones traumáticas, sino también, y con más
eficacia si se quiere, las estrategias de profundización gradual del intervencionismo,
expandiendo el poder público mientras se preserva una democracia aparente,
convocando a cada tanto el pueblo que, seducido con la promesa del castigo a sus
enemigos, vota mayoritariamente por engrosar la soga con la que será
eventualmente asfixiado. Es el espejismo de un estado benefactor –bálsamo de los
mediocres-, una deidad en la cual descargar culpas y responsabilidades y esperar el
milagro de la salvación. De ahí no hay más de medio paso a la limitación severa de
libertades y la inversamente proporcional expansión del control estatal, y otro medio
hacia una nueva forma de absolutismo, para cuya extinción definitiva parecen no
haber bastado la guillotina de la Revolución Francesa, las luchas por la
emancipación de las colonias, la sangre derramada en la Primavera de Praga, la
caída del Muro de Berlín, o el absoluto fracaso del socialismo en cuanto país se ha
aplicado[108]. Es cuestión de idiosincrasia, está en la naturaleza humana: el dilema
del vaso medio lleno o medio vacío. Quien se amamanta de este último y además
acepta en su sistema de creencias, merced a la propaganda y las taras culturales,
que el vecino con el jardín más verde es quien le escamoteó la otra mitad, será con
mucha probabilidad presa de ese espejismo.
 
La telaraña normativa es más acusada en los países de raigambre latina, herederos
de las costumbres y usos de la Corona Española. América Latina sigue siendo el
continente del permiso previo, el reino del papel, el paraíso de trámites y
tramitadores, del patronazgo de las instituciones públicas sobre la vida y milagros de
los ciudadanos comunes y corrientes.
 
Hasta morirse resulta complicado sin papeles en orden. Hay una verdadera
fascinación con esto de la escritura, el sello, el certificado, la copia a color, la partida,
hasta llegar a la expresión máxima de la jerarquía documental y evidencia del favor
burocrático, la autorización, sin la cual los derechos esenciales del individuo son
apenas súplicas, tímidos engendros legales sin carta de nacimiento, deseos sin
reconocimiento oficial. Muchos de estos permisos ya se instrumentan digitalmente,
pero apenas se ha facilitado el medio; en lo fundamental hay más regulaciones y
permisos cada vez.
 
Y cada permiso, para que valga la pena el esfuerzo de conseguirlo, tiene su propia
historia: solicitud en forma y contenido predeterminados, para evitar el absurdo de
que los particulares pidan lo que quieren sino solamente lo que la autoridad está
dispuesta a concederles, la sumilla de fulano previo paso del expediente al escritorio
de perencejo, que coteja certificado del departamento ese, integra informe de la
secretaría aquella, inventa al paso cualquier otro trámite incidental -para evitar
cualquier impresión de facilismo-, cafecito con el encargado de levantar el archivo al
tope de los incontables documentos y prioridades que inundan la oficina del jefe,
quien a su vez tiene un jefazo y así, sucesivamente, hasta que el calvario del trámite
es suficiente para expiar todas las culpas, y así reconocido por el responsable de
firmar, sellar, certificar y bendecir.
 
Para quienes defendemos la libertad humana como la raíz de toda organización,
incluyendo al Estado, fuente de su finalidad y límites, es inevitable constatar como el
contrato social, asumido, sustentado en ficciones, es una doctrina que justifica una
estafa cívica. Entre el hipotético consentimiento del ciudadano medio en cuanto a
cesión de sus libertades y las atribuciones que poco a poco ha ido acumulando el
Estado hay una distancia insalvable, un abismo abierto a fuerza de los hechos
consumados. Ha sido una progresiva conquista del poder político y una expansión
inercial y parasitaria del ámbito regulatorio, sin que los ciudadanos se hayan
percatado ni consentido. El voto en las urnas se ha convertido en un cheque en
blanco que los políticos giran sobre la cuenta de libertades individuales
sobregirándola, y han usado el poder así obtenido para seguir tejiendo un andamiaje
legal que los mantenga inmunes a toda responsabilidad. El político puede
equivocarse cuanto quiera con tal que siga siendo capaz de mantener el
encantamiento sobre una masa crítica y boba de electores. 
 
Ilusión del reino
 
En el origen de este indescifrable vericueto del trámite esta el reino. No se puede
reinar si los particulares, pobres individuos librados a la ilusión de su libertad, no
necesitarían de tutela o control estatal para hacer las cosas que se supone deberían
estar libres de tal interferencia en primer término. Semejante aspiración de siervos
con iniciativa se resuelve inventando permisos, cosa fácil ahora que abundan los
pretextos a guisa de derechos colectivos, derechos de la naturaleza, en fin derechos
de cualquier nomenclatura tecnocrática y políticamente correcta y  atractiva que se
anteponen y condicionan a los simples derechos de las personas. Así, personas sin
más, sin calificativo, sin género, sin número, sin filiación gremial o tribal, tal como
Dios las trajo al mundo, a su imagen y semejanza, originarias e iguales en su
dignidad y derechos y no obstante últimas en la cadena legal.
 
Porque, volviendo a dónde estábamos, exactamente eso son los permisos y
autorizaciones, cadenas legales. ¿Que derecho de propiedad? decírselo al
municipio que demora una eternidad en autorizar un fraccionamiento, un plan de
urbanización o hasta planifica calles en propiedad privada sin que el dueño se
entere; ¿qué libertad de industria? enterarse de las decenas de pasos y semanas
necesarios para dejarla operativa y en condiciones de recibir al primer cliente;  ¿qué
libertad individual?, por supuesto, luego de una cruzada épica en pos del favor
comunitario que haría palidecer al Aquiles de Homero. ¿Morirse?, otro tanto, si la
cédula no está vigente o el certificado de defunción no lleva el sello pertinente, lo
mismo dejan al occiso en el camastro a servir de alimento de los buitres. Porque el
gustito por el puto papel, la reverencia dócil ante el tráfago oficial, no es solamente
cosa de burócratas, es una tara general.
 
Es el chip colonial. América Latina se apresuró a escribir constituciones
republicanas, que algo tomaron de la Declaración de Independencia norteamericana
y mucho los ideales de libertad, fraternidad e igualdad de la Revolución Francesa –
el mito de la soberanía del pueblo-, aunque luego de muchos cambios y salvo Chile
a la hora de escribir estas líneas, de la libertad quedó poco y de la igualdad,
demasiado. Pero fueron solo textos políticos, proclamas, porque culturalmente
América Latina todavía no le da, sin tapujos, sin taras, sin complejos, de frente y
abiertamente, espacio pleno a la libertad. Lo vimos al repasar la historia, la matriz
cultural es de servidumbre y autoritarismo.
 
América Latina tiene una idiosincrasia marcada por esta deformación, lo que explica
su historia común de predilección por los caudillos, los populismos autoritarios, las
dictaduras,  ya las que abiertamente se escudaron en la fuerza militar en buena
parte del Siglo XX, o las que, en el Siglo actual, aunque guardando ciertas formas y
ropajes democráticos, ejercen el poder sin contrapesos, vaciando instituciones,
legislando por decreto, imponiendo sentencias judiciales, persiguiendo a los
disidentes, acallando la crítica. 
 
Y no es un rasgo cultural latinoamericano, solamente, ni reciente en términos
históricos, el que hace a las sociedades presa fácil de tiranías, aunque haya culturas
mejor preparadas para evitar sus garras. Van Doren analiza la caída de la
“República” romana, y con ella la inauguración de una época en que la libertad fue
sacrificada en beneficio de mayores poderes públicos, pues, según afirma, “la
libertad no tenía ninguna posibilidad de prosperar en esa situación. Demasiado
pocos creían que podía sobrevivir, o siquiera querían que sobreviviese, pues una
forma de gobierno republicana plantea una serie de deberes a sus ciudadanos que
una tiranía no les exige (una tiranía plantea otro tipo de exigencias).”[109]  En esos
tiempos la tensión no era entre libertad e igualdad o justicia social, sino entre
libertad y paz, pues los imperios en constante expansión, enfrascados en batallas
permanentes, nutrían con mercenarios sus ejércitos, hombres que ganaban para sí
mismos y especialmente para las personas de quienes dependían
permanentemente, prestigio y poder con sus triunfos en el campo de batalla, armas
de las que abusaban casa adentro durante los recesos de las campañas militares
extranjeras. Muchos de aquellos soldados estaban bajo la autoridad de
comerciantes que podían reclutarlos y financiarlos en los períodos de paz para
ponerlos a disposición de las autoridades cuando hacía falta a cambio de favores
políticos, puro mercantilismo de Estado.
 
Otro tanto se observa durante el apogeo de las monarquías europeas, que
entregaban a feudo propiedades a “nobles” a cambio de fidelidad, tributos y
contribución con hombres para la defensa de las causas reales. Estos soldados, sin
filiación institucional, no estaban al servicio de los súbditos comunes, a quienes
acaso convertían en blanco de su intimidación cuando hacía falta para beneficiar a
los señores feudales de quienes dependían. La consecuencia era obvia, el monarca
justificaba su poder absoluto en la necesidad de defender a la población de la
violencia. El enemigo real o imaginario ha sido siempre un vector importante del
círculo vicioso del poder, de los políticos mesiánicos, de los dictadores, de los
populismos de hoy, de las monarquías de antaño.
 
 
V: DISRUPCIÓN
 
La tecnología no es por lo tanto mero instrumento. La
tecnología es una manera de revelar…
Es el reino de la revelación...
 
Martin Heidegger
 
 
Transformación radical
 
He analizado varios factores que han conducido a la expansión
parasitaria del poder y sus efectos perniciosos sobre la libertad.
También he querido demostrar que el Estado y la correlativa
servidumbre que impone no es una fórmula inevitable, un mal
necesario, el precio forzoso para convivir en paz, seguridad y
equidad, para lograr el bien común. En este capítulo introduzco un
elemento que no suele considerarse, al menos no con efecto
significativo, en los análisis sobre la organización de la sociedad y el
rol del Estado: el impacto de la innovación y las nuevas tecnologías.
Qué está sucediendo en esta materia, por qué es relevante a la
discusión que nos concierne, y de qué manera está transformando
la autonomía individual y la vida social, quebrando de raíz las
instituciones políticas, son algunas de las cuestiones que abordo en
las siguientes páginas.
 
La humanidad asiste en estos años a la transformación más
profunda y veloz en su historia. Si se hubieran comprimido en una
década los cambios ocurridos en el siglo pasado, la película que
veríamos todavía no tendría el ritmo de vértigo y el dramatismo que
nos presenta la década en curso. El genoma, esto es el código que
rige el organismo humano, seguía siendo un misterio hasta 2003,
cuando fue secuenciado por primera vez, y para fines de esa
década la edición del código seguía siendo materia de especulación
académica y pruebas en laboratorio; hace pocos años la tecnología
CRISPR ya hizo posible la corrección de código en embriones,
librándolos de ciertas enfermedades congénitas. Conforme se sigan
descubriendo las alteraciones genéticas responsables de tantas
otras patologías, se hará posible su cura mediante la edición del
ADN.
 
El área de la ciencia que se denomina inteligencia artificial (IA) ha
vivido por décadas confinada a las páginas de los libros de texto y
las tesis doctorales, para pasar en pocos años a guiar vehículos,
comprar y vender valores en bolsa, extraer conceptos de
colecciones gigantescas de información no estructurada, aprender
en minutos a traducir expresiones a otros idiomas, diagnosticar
enfermedades, para mencionar una corta muestra.  
 
La invención de Blockchain ha eliminado la necesidad de
intermediarios, fedatarios y arbitrajes que introducían confiabilidad
en intercambios que sin aquellos no se hubieran realizado. Estos
terceros, agentes de lo que se denomina la fe pública –y también de
la confianza en transacciones privadas, como el depósito de
moneda en un banco- incluyendo funcionarios estatales,
registradores, notarios, controladores, certificadores y verificadores
de cualquier clase, subsisten por el peso de la costumbre, la
comodidad de la creencia y la inercia del poder, pero en rigor la
sociedad podría operar sin su intervención, y ya lo está haciendo en
ámbitos cada vez más variados. Blockchain permite transformar
ejércitos de tramitadores moviendo papeles y ejecutando pasos de
complejos procesos organizacionales, en el sector público y privado
por igual, en tropas de contratos inteligentes (Smart Contracts),
denominados así porque incorporan funciones que se ejecutan
según su diseño, sin intervención humana ulterior. Blockchain es
además inmune al fraude y la falsificación, por la naturaleza
distribuida de sus bases de datos y el encadenamiento de cada
bloque transaccional con el que le precede y con el que le sigue.
 
La aceleración exponencial, esto es la progresión geométrica
constante de más capacidad a menor costo, y las nuevas
herramientas de comunicación  están logrando otro fenómeno
inédito, el acceso universal a muchas tecnologías. Desde el 2000
hasta el 2018 el número de usuarios de Internet ha crecido en
1.066%, y hoy en día más del 55% de la población mundial está
conectada a la red y dos tercios cuenta con un teléfono móvil. Un
iPhone 5, a un precio de US$ 100 o menos en el mercado tiene 2.7
veces más capacidad de procesamiento que una supercomputadora
Cray-2, la más poderosa y veloz de su tiempo, que se vendía por
US$ 32 millones en 1985.
 
Otro fenómeno es la evanescencia de las fronteras entre
tecnologías de distinta naturaleza. No había mucho diálogo o
funcionalidad compartida, por ejemplo, entre la biología y la
computación, o entre la ciencia médica y la inteligencia artificial, o
entre todas estas y el mundo de la física y las leyes de la materia.
Cada una se estudiaba por separado y confinaban los
descubrimientos a sus propios nichos funcionales. Hoy la
convergencia global de mentes y tecnologías favorece la
transmisión instantánea de conocimiento al universo de unidades
computacionales conectadas. CRISPR no sería posible si la
ingeniería genética no hubiera podido ejecutarse en el ámbito de los
códigos binarios, ni la terapia molecular tendría las aplicaciones que
facilita el diseño a escala nano de robots que viajan por el torrente
sanguíneo, ni se podrían imprimir en tres dimensiones prótesis para
implantes diseñadas en un laboratorio a miles de kilómetros de
distancia. Imaginen que cuando un estudiante aventajado en una
clase de 30 alumnos tiene una epifanía, sus colegas quedan
iluminados al mismo tiempo, alcanzando todos simultáneamente un
nuevo peldaño en la escalera del conocimiento. Algo similar ocurre
con la comunidad científica global, gracias a la hiper-conectividad
digital, especialmente porque la investigación de soluciones a través
de plataformas abiertas es una tendencia con tracción masiva.
 
 
El individuo y la revolución tecnológica
 
Las revoluciones tecnológicas habían servido hasta el Siglo XX
sobre todo para aumentar la maquinaria de coerción estatal,
acentuar el poderío militar, ampliar las herramientas de vigilancia
sobre los ciudadanos, sofisticar los mecanismos de intervención
política en la vida civil. También sirvieron para mejorar la salud y la
medicina, impactar positivamente en la comunicación y traer
innumerables beneficios para el hombre común, quien, sin embargo,
no es más libre, sino menos. Salvo algunas industrias y ámbitos de
la vida social que sufrieron mejoras exponenciales (v.gr 10x), en
general la tecnología ofreció saltos incrementales (10%). Esto ya lo
vimos. Con la invención de la imprenta se posibilitó la divulgación
más amplia del conocimiento, pero hasta hace poco los gobiernos
de muchos países dictaminaban lo que se podía leer, quién estaba
habilitado por el estado para informar, y el contenido que no vería la
luz por la censura, ya velada e indirecta o patente, absurdo que
sigue vigente en más regímenes de lo que se piensa. El mismo
invento ha servido para que los estados impriman billetes sin más
respaldo de valor que la tinta y el papel con que los fabrican,
institucionalizando así una práctica confiscatoria. Cada unidad
monetaria que fabrican los bancos centrales sin una contrapartida
de valor erosiona el poder de compra de las personas comunes. El
efecto es el mismo que sustraerles sin permiso dinero de los
bolsillos; es una exacción fiscal sin necesidad de crear una ley
tributaria. Y sin el cuello de botella que supone un texto
mecanografiado, también han aprovechado los reguladores para
multiplicar por cientos de miles los instrumentos normativos. Solo en
los Estados Unidos las páginas del Código Federal de Regulaciones
han aumentado de 19000 en 1950 a 185000 en el 2016.[110] El
crecimiento del aparato estatal medido por porcentaje del gasto
fiscal respecto del PIB, aunque ha crecido en todo el mundo, no
cuenta toda la historia, pues tanto más erosiona la libertad la
multiplicación de los tentáculos regulatorios.
 
Como los contribuyentes no tienen en la práctica, pese a lo que
digan los cuerpos legales, ningún mecanismo efectivo para lograr la
rendición de cuentas, han debido resignarse a ver como los
presupuestos públicos crecen incesantemente para financiar
sistemas de seguridad nacional y burocracias celosamente
empeñadas en regular e inventar controles para cuanta materia se
les ocurre.  Como siguen armándose los ejércitos de aquí, también
deben armarse los de la orilla geopolítica opuesta, con el irónico
resultado de que la estrategia disuasiva termina elevando la tensión
bélica. Es una espiral viciosa que en el camino sacrifica la intimidad
y privacidad personal, frente a la cual los organismos de seguridad
pública y defensa nacional parecen no tener límite. Subyace en esas
dinámicas una jugosa industria que lucra de la venta de armas y
tecnologías de ataque y defensa, una maquinaria burocrática
convenientemente aceitada por aquella y los ideólogos de la farsa,
lobistas y funcionarios de turno, que para consumo y aceptación
popular logran maquillar las verdaderas razones de la guerra con
proclamas patrióticas y doctrinas de seguridad nacional.
 
Esta lógica no está funcionando más. Los poderes públicos están
llegando a un punto en el que, por mucho que gasten y se
esfuercen,  no pueden hacer frente a las nuevas amenazas, cada
vez menos convencionales. Hace rato que este enfoque de la
seguridad también sufre los efectos de la ley del retorno marginal
decreciente. Con ingeniería genética puede diseñarse un arma
química a medida de un individuo, que podría terminar con su vida,
influir en su voluntad o incapacitarle. Una persona política con
capacidad de decisión o influencia tendría que vivir literalmente en
una burbuja para ser inmune a semejante riesgo o mitigarlo.  No
hará falta una amenaza nuclear o una acción de fuerza
convencional para influir en la conducta de un gobernante. La
concentración de poder que los sistemas actuales han permitido en
los gobiernos    ya no es más una ventaja para la seguridad
ciudadana, sino su mayor vulnerabilidad.
 
¿Cómo se defiende un sistema de la concentración de poder en una
de sus piezas? Restándole poder, distribuyéndolo, haciéndolo
innecesario, eliminando el monopolio del arbitraje social. Dicho
positivamente, devolviendo autonomía al individuo, dirección en la
que están convergiendo las nuevas tecnologías.
 
En efecto, la revolución tecnológica de este siglo está creando un
escenario muy distinto. Cuando se inventaron los centros de
cómputo en la segunda mitad del siglo pasado se habría esperado
que los procedimientos administrativos se hicieran más eficientes y
por lo tanto que menos tiempo y recursos se emplearan en rutinas y
procesos de poco valor, tendencia que debía acelerarse conforme
los centros de cómputo dieran paso a computadoras personales y
redes distribuidas. Y así sucedió en la mayoría de organizaciones,
menos en la función pública. La regla es que las burocracias han
crecido con desproporción y despropósito pasmoso; veamos un
ejemplo muy ilustrativo: usualmente son las administraciones
tributarias las que más énfasis han puesto en la automatización de
procesos, pues de ello depende una eficiente recaudación y el
financiamiento de la supervivencia del aparato estatal; pero con la
automatización también proliferaron los tributos, pues si antes era
trabajoso administrar dos o tres tipos de impuestos, con la
tecnología se hizo más fácil administrar decenas.  Y con el aumento
de la recaudación, la multiplicación de procesos, controles y la
necesidad de continuar profundizando la presión fiscal, aumentaron
también las burocracias. Este fenómeno de crecimiento parasitario
ya lo describimos en detalle.
 
¿Qué hace pensar que será distinto con las tecnologías que han
visto la luz en la última década? Imaginemos que en lugar de un
ejército de manos moviendo papeles o archivos digitales bajo el
comando de un jefe tendremos un ejército de Smart Contracts
ejecutando funciones pre-configuradas. Tales funciones incluirán
transacciones de transferencia de papeles, valores y cualquier otro
activo digitalizado, como monedas electrónicas, títulos de propiedad
inmobiliaria, acciones de compañías mercantiles. Todo el proceso de
gestión de un libro de acciones y accionistas, de asientos e
inscripciones de traspasos, de emisión de certificados, de entrega y
tradición de éstos de un cedente a un cesionario, estaría registrado
y tendría lugar en bases de datos distribuidas, que no necesitan ni
son susceptibles de una gestión centralizada o monopolio. Estos 
registros digitales y distribuidos hacen el  Blockchain.
 
Hay competencias y habilidades que no serán –al menos asumamos
que no- replicadas por ordenadores, pero el reconocimiento de
texto, imágenes y cualquier información digital, su clasificación,
gestión, archivo, recuperación –lo que llamamos memoria-, el
análisis predictivo de datos y muchas otras tareas a las que se
dedica el 95% del tiempo humano en la vida de empresas e
instituciones, están ya siendo ejecutadas por algoritmos de
inteligencia artificial –AI, por su acrónimo Inglés-. El 5% restante es
empatía, habilidad comunicacional, estrategia de negociación, entre
otras cualidades esencialmente humanas. ¿Cuánto de lo que hace
el aparato estatal está en el 95% y cuánto, en el 5%?
 
Por otra parte, las tecnologías no son ya compartimentos estancos,
herramientas con distintos fines, un destornillador que usamos para
aflojar un tornillo, un martillo para fijar un clavo, un foco para
alumbrar. Convergen, como ya anotamos. Computadoras,
algoritmos, dispositivos periféricos como teléfonos, iPad, sensores,
están conectados e intercambian información cada fracción de
segundo. Están desapareciendo o difuminándose las fronteras entre
la robótica, la inteligencia artificial, la medicina sintética, la
biotecnología, la nanotecnología, Blockchain, la impresión 3D, la
computación cuántica. Lo que pueden lograr combinadas no solo es
la suma, sino una multiplicación y aceleración exponencial. Un
organismo regulador de medicamentos convencional vive en el
mundo de las fronteras y los controles de precios, pero tiene en la
práctica poca o nula capacidad para interferir en un intercambio para
enviar por Internet el código de un medicamento diseñado a partir
del ADN de un individuo, y destinado a ser fabricado en su
impresora 3D personal.
 
Las infraestructuras de uso público y los medios de transporte serán
una combinación de computadoras sobre ruedas o bajo hélices e
infinidad de sensores y procesadores periféricos que intercambiarán
información y se auto-gestionarán sin necesidad de policías de
tránsito. Las condiciones de clima, tráfico y otros factores para la
seguridad vial, así como las alertas, restricciones u opciones
consiguientes estarán mucho más eficientemente procesadas por
estas máquinas interconectadas que por centros de gestión
burocrática o normativa estática.
 
La cuestión, para estar claros de una vez, no es solo una de
eficiencia. Es sobre todo de autonomía: la sociedad cuenta hoy con
herramientas tecnológicas que le permiten gestionar sus
intercambios en todos los órdenes sin el arbitraje monopólico de una
autoridad política.
 
Caos Prolífico
 
Invito al lector a maravillarse, como me sucedió a mi, al descubrir los
horizontes que ha conquistado la libertad creativa en años recientes,
a una velocidad tal que he debido reescribir secciones enteras que
narraban promesas que hoy, cuando corrijo este manuscrito, ya son
una realidad. Y cuando este libro vea la luz, mucho más se habrá
inventado, nuevas tecnologías que hoy están en boceto,
embrionarias o que apenas somos capaces de barruntar y que en
cuestión de meses o pocos años se habrán añadido al vasto arsenal
a disposición de la humanidad para enfrentar sus más grandes
desafíos, incluyendo la forma de organizarse sin intermediarios ni
tutores, emancipándose de la autoridad política.
 
Al iniciar este itinerario sobre algunos hitos tecnológicos quiero
adelantar, entre las varias constataciones que siguen, un par de
observaciones. La primera responde a aquel comentario de que la
orientación del desarrollo tecnológico tiende a profundizar la
inequidad. No repetiré lo dicho respecto de la noción misma de
inequidad, ni tampoco voy a negar que ciertas tecnologías no
estarán en sus primeras generaciones al alcance del común de los
mortales, como la edición del código genético del ser humano o los
cohetes para vuelos comerciales a Marte, que para todo hay
mercado. Dicho esto, es difícil no apreciar que una de las
consecuencias principales de las nuevas tecnologías ha sido reducir
los costos de las herramientas a una fracción y multiplicar su
capacidad, permitiendo el acceso a sus beneficios a más personas
cada vez, a billones incluso. El tiempo de vida promedio del ser
humano se ha duplicado, el ingreso promedio per-cápita se ha
triplicado, la mortalidad infantil se ha reducido 10 veces al igual que
el costo de la comida; el costo de la electricidad se ha reducido en
20 veces, en 100 el del transporte, en 1000 el de las
comunicaciones. Actualmente 4.5 billones de personas tienen un
teléfono móvil, y la masiva penetración del Internet implica acceso a
más información de la que disponía el presidente de un miembro del
G20 hace dos décadas. No alcanzo a ver ningún otro desarrollo con
tantas implicaciones para la equidad social.
 
La segunda observación tiene que ver con el caos del que han
emergido estas innovaciones, que han resultado de la convergencia
espontánea de fuerzas, tecnologías y talentos, sin un orden, planes,
políticas ni normas preestablecidas, las que más bien, dada la
obsolescencia y el carácter limitativo que está en el diseño de los
cuerpos regulatorios, ha dificultado  e impedido que otras tantas
soluciones lleguen al mercado. En la raíz de estas innovaciones
está la libre iniciativa y el riesgo para navegar por aguas sin
cartografía; y están los emprendedores, la dinámica empresarial a
todo vapor. La teoría que afirma que un terreno y unas reglas de
juego establecidas por el poder público son indispensables para
convivir y progresar queda invalidada –falseada como diría Karl
Popper- por la demostración que nos ha dado en la realidad cada
salto científico y tecnológico. Ya decía Nietzsche que los grandes
períodos de la civilización son apolíticos o anti-políticos.
 
 
No trata este capítulo del poder que proviene del conocimiento,
causalidad obvia, sino del fenómeno que hace radicar este nuevo
potencial, antes reservado a gobiernos y grandes corporaciones, en
el hombre, en cuanto individuo, gracias en parte a la revelación
tecnológica, que no es lo mismo que la tecnología. Digo en parte
porque hay una dinámica anterior al resultado tecnológico, una
suerte de caos y ausencia de referencias que ha liberado el
potencial creativo en forma inédita. Enfatizo también la distinción
entre la revelación y la tecnología que le sirve de pasaporte, porque
el poder que adquiere la persona en este nuevo hito de las
transformaciones no depende de cuanto puede lograr hoy en día
gracias a los avances científicos disponibles, sino de cuanto aspira a
conquistar una vez que la tecnología le ha descubierto horizontes
que estaban fuera de su radar.
 
Veamos un ejemplo. La tecnología, como describo más adelante,
permite editar el código genético, y según su estado de desarrollo,
esta recodificación logra cosas hoy y promete otras en el futuro. Hoy
es posible la cura de ciertas enfermedades originadas en la
mutación de un gen, mediante la intervención en óvulo y esperma, o
en el embrión; mañana la ingeniería molecular podría resolver el
cáncer, evitar el Alzheimer, prevenir la diabetes, o fabricar un órgano
defectuoso a partir de células del propio paciente, corrigiendo la
secuencia correspondiente del genoma, para su reemplazo sin
necesidad de donantes. Si añadimos a las capacidades de la
ingeniería genética la gestión mediante inteligencia artificial de la
data originada en otros factores personales de salud, como la
alimentación, la flora, el ejercicio, la actitud, el resultado sería una
convergencia mutuamente potenciadora de tecnologías con
posibilidades impensables. Lo importante es que, con
independencia de estos hitos concretos, algunos actuales y otros
potenciales, el hombre ha incluido en su horizonte un territorio que
antes estaba oculto, y ha redefinido su método de conquista: si
hasta ahora se hubiera conformado con morir dignamente, con
sucumbir a enfermedades terminales del modo menos doloroso
posible, con sobrellevar estoicamente una condición fisiológica
insuperable, a partir de ahora muchas de estas fatalidades pasarán
a ser dolencias menores y pasajeras, y la salud dejará de ser
asociada con hospitales, quirófanos y químicos. Estamos frente a
una transformación radical del sistema de creencias en materia de
vida y salud. En realidad, asistimos a un proceso de ruptura de
muchos
convencionalismos sobre los que se asienta la convivencia social.
 
Por eso me pareció pertinente abrir este capítulo citando la frase de
Heidegger, la esencia de la tecnología es la revelación, y a la par
que devela una nueva dimensión de conquista para el individuo,
expone la pérdida de relevancia de la autoridad y del límite territorial
como elementos indispensables de la sociedad política. ¿Subsistirá
la nación-estado, cuyos elementos esenciales son el territorio y la
autoridad? Los otros dos elementos son el humano y el bien común,
pero estos pudieron realizarse durante decenas de miles de años
antes de que la creación de imperios en Egipto, Oriente y
posteriormente en Roma  hiciera necesario poner un vasto territorio
bajo el régimen centralizado de una autoridad política.
 
¿Qué conexión tiene este nuevo reino revelado por la tecnología
con la forma de organización de las sociedades políticas actuales?
Exploraremos cómo las tecnologías exponenciales en convergencia
han causado, o están en curso de hacerlo, la ruptura de paradigmas
y convenciones en todos los órdenes, desde  el modelo establecido
de organización institucional, el proceso de generación de riqueza,
lo que consideramos factores y medios de producción, la
concepción de la seguridad, educación, medicina y salud, el acceso
a recursos, las formas de colaboración y asociación personal, el
concepto de trabajo hasta el origen de las normas y la moneda.
¿Por qué habría de ser el estado-nación y las instituciones del poder
público las únicas construcciones sociales que permanezcan
inmunes a la ruptura, especialmente cuando estas transformaciones
se han producido, como ya se ha visto, al margen de las
maquinaciones políticas y de las recetas de las élites burocráticas?
 
Según la teoría clásica de la ciencia política es el territorio el
elemento que define la relación de un grupo humano con la
jurisdicción del Estado, haciendo del ius soli el estatuto principal de
la nacionalidad, conjuntamente con el ius sanguinis, derivado de la
filiación; pero la convivencia avanza hacia relaciones, intercambios y
conexiones que transforman la dimensión espacial, esa
fragmentación arbitraria impuesta por las fronteras políticas. La fase
embrionaria de este desarrollo fue el Internet, actualmente
convertida en lo que se conocen como redes sociales, estadio que
madura y crece exponencialmente hacia formas de asociación
dinámicas, fluidas, construidas a partir de la negociación
espontánea de intereses, de intercambios libres, ajenas por
completo a los moldes homogéneos y unificadores que exigían una
autoridad central. 
 
Parece evidente es que si la singularidad[111] –o lo que sin
pretensiones evolutivas se denomina la Cuarta Revolución
Industrial- cambiará radicalmente la expectativa de vida humana, la
salud, la educación, el comercio global, los trabajos que hoy
conocemos, las categorías clásicas de los factores de producción, la
moneda de intercambio, la accesibilidad a estos recursos, la
cantidad de gente no solo conectada a la red sino asistida por
inteligencia artificial, la necesidad de energía fósil –que hoy sostiene
las petro-dictaduras-, no es sensato pensar que el único elemento
de la sociedad actual que sobreviva sin mayor cambio esta marea
exponencial de transformación sea el Estado, sus instituciones, su
rol, si alguno le quedaría. El poder centralizado, es decir el poder
político, todavía vigente en el papel o en la coacción institucional, se
ha degradado, resulta inútil o es un estorbo para que el ser humano
realice su potencial en la siguiente dimensión de la escalera
evolutiva.  
 
La clave de la vida: el genoma
 
¿Y qué nos está revelando la tecnología? Un futuro de abundancia,
de riqueza de posibilidades, que dota a la especie humana, como
nunca antes en la historia, de la capacidad de resolver sus mayores
desafíos y de hacerlo sin la mediación del poder. Hace poco más de
medio siglo uno de los fundadores de Intel, Gordon Moore, todavía
no había formulado la célebre ley que lleva su nombre, según la cual
la capacidad de procesamiento de los circuitos semiconductores
habría de duplicarse cada cierto período –cada año o dos-,
progresión exponencial que hoy se confirma en las más variadas
tecnologías. La lógica exponencial de la innovación reduce
constantemente el costo de las tecnologías, lo que aumenta la
accesibilidad a sus recursos y beneficios.  Ray Kurzweil, uno de los
inventores y científicos que más ha reflexionado sobre este tema y
mejor registro de aciertos exhibe en sus predicciones, se plantea
este futuro muy cercano y la abundancia, en términos existenciales,
evolutivos, partiendo de una premisa simple en su formulación, pero
de vastas implicaciones: todo lo que existe es en esencia
información, desde los átomos que componen una roca, el código
genético de una persona (una secuencia expresada con cuatro
letras, a,c,t,g), o el código binario que dirige el funcionamiento de
una computadora. Los códigos ordenados hacia un propósito, como
la supervivencia en el caso de la biología, o algún criterio de
desempeño o resultado en el caso de las computadoras, definen un
objeto o elemento de la naturaleza y lo distinguen de otros de la
misma especie, y en algunos casos basta una diferencia marginal
en la secuencia del código para separar dos especies, como sucede
entre el hombre y el chimpancé. La capacidad para modificar estos
códigos, para instrumentar esa modificación con
supercomputadoras interconectadas que se reprograman a sí
mismas, nos llevará a un estadio de saturación inteligente de las
cosas.
 
Respecto del genoma, estas variaciones o mutaciones de código
respondían a la dinámica evolutiva, la influencia ambiental, o
condicionantes del propio código genético; hoy la tecnología revela
el potencial de la especie humana para modificar códigos a
voluntad, de manera controlada. Enfermedades que se originan en
un defecto genético o en una mutación o desorden sobreviniente,
podrán prevenirse o corregirse como se hace con un virus
informático: sustituyendo o reprogramando la secuencia de código
alterado. “We can now engineer the Human Race” no es la línea
cliché que pronuncia un alienígena en una película futurista ni la
fábrica social que ridiculiza Huxley en su ficción “Un Mundo Feliz”, 
sino el título de la edición de Mayo/Junio de 2015 del MIT
Technology Review, que describe el estado de la tecnología que se
aplica a la edición de código genético y sus implicaciones. Editando
el código de las células que forman el huevo y el esperma, o las del
embrión, es posible corregir enfermedades o defectos genéticos en
el ser humano y su descendencia, o proteger contra infecciones, el
Alzheimer, el envejecimiento, influir en las características físicas o el
potencial mental[112], o eliminar genes responsables de ciertas
formas de cáncer, autismo, hemofilia.  
 
Para tener una idea del crecimiento exponencial en esta materia
 recordemos que Craig Venter logró por primera vez en el mundo en
2003, con una inversión de US$ 300 millones en un emprendimiento
privado, la secuencia completa del genoma humano. Para el 2010
creó la primera forma  de vida derivada de una computadora[113]: el
primer cromosoma sintético capaz de replicarse y transmitir el
código escrito por su creador. Para el 2012 se había ya desarrollado
CRISPR-Cas9, la tecnología que permite editar el código genético.
En muy pocos años la humanidad pasó de leer e interpretar el
genoma a editarlo.
 
Para el 2007 el costo de secuenciar el genoma se había reducido
300 veces, esto es a US$ 1 Millón, $60.000 para el 2008, $5,000
para 2011. En los próximos años caerá a menos de $100[114].
Paralelamente, el conocimiento biológico es ahora susceptible de un
acceso tan libre y universal que decenas de organizaciones están
transformando la ingeniería genética en cosa de pasatiempo[115],
especialmente porque la biología sintética ha permitido llevar la
edición de código genético del campo molecular al digital,
traduciendo las cuatro letras que componen el alfabeto del genoma
en código binario, a partir del cual es posible reescribir, copiar,
cortar, pegar y editar con programas funcionalmente similares a un
procesador de palabra; el resultado se envía a un laboratorio que
transforma la información electrónica en material biológico.
 
Pensemos que en lugar de cirugías y quimioterapia, que equivale a
soltar una bomba en una manzana para destruir una habitación en
una casa, provocando daño colateral en órganos sanos y vaciando
las cuentas del paciente, se aplica terapia molecular exclusivamente
en las células afectadas. Al ritmo que aceleran estas tecnologías
mientras se reduce su costo, el combate el cáncer no tendrá más
trauma médico, logístico ni financiero que un dolor de muela. Desde
la óptica del genoma, el cáncer es una variación de código genético
que incide sobre el funcionamiento del sistema inmunológico, y la
cura pasa por reprogramarlo.
 
Insectos portadores de la malaria, dengue y otras enfermedades
serán modificados genéticamente para que la picadura inmunice.
  La medicina será diseñada a la medida del ADN personal y
suministrada a través de alimentos funcionales, como una manzana
genéticamente modificada. La función de la enzima responsable por
el exceso del ácido úrico podrá ser corregida ingiriendo vino
producido a partir de uvas editadas, y el exceso de colesterol
mediante el consumo de carne roja de una raza de ganado
reprogramada para el efecto o de células cultivadas en un
laboratorio. Y siempre está la solución directa, una actualización del
sistema operativo, ingeniería genética para prevenir la diabetes o la
insuficiencia renal. En lugar de fármacos viajarán constantemente
por el torrente sanguíneo microscópicos dispositivos a escala nano
dotados con tanques de almacenamiento, capacidad computacional,
inteligencia artificial, robótica, comunicados con el cerebro y con un
centro de monitoreo, corrigiendo los niveles de ciertas sustancias en
la sangre, disparando alertas, diagnosticando y llevando la solución
directamente a las células afectadas. Mientras algunas de estas
soluciones llegan a nuestro alcance, hay ya en el mercado
tecnología de tratamiento celular para superar las incompatibilidades
en el trasplante de órganos.
 
Preocupa a muchos que el acceso al ADN abre también las
posibilidades a su edición con fines criminales, mas ¿qué tecnología
no ha tenido tal potencial  a lo largo de la historia? ¿Y van a dejar de
usarla los malos, que de cualquier manera viven al margen de la ley,
porque los burócratas limiten a los buenos según las razones de
Estado?  Las prohibiciones no hacen más que estimular e incentivar
al crimen organizado. En la práctica ciertos organismos de
seguridad que suelen marcar la pauta en estas materias parecen
empezar a reconocer que no es con restricciones normativas ni con
un policía parado en cada esquina que se debe hacer frente a esta
amenaza, y el paradigma parece, por fin, estar cambiando hacia lo
que, en mi opinión, será el estándar del futuro: dejar que la propia
comunidad tome responsabilidad. Al respecto Steven Kotler cita a
una fuente interna del FBI: “Fue muy claro que el FBI no se disponía
a jugar al Gran Hermano sobre las ciencias de la vida. No es
nuestro mandato y no es posible. Todo el conocimiento lo tiene la
comunidad científica. Nuestro rol debe estar en superar la
educación. Necesitamos crear una cultura de seguridad en la
comunidad de biología sintética en torno a la ciencia responsable, a
fin de que los investigadores por sí mismos entiendan que serán los
guardianes del futuro.”[116]
 
 
Otra objeción común contra esta tecnología es que la modificación
genética del ser humano implica, desde una perspectiva
trascendental, alterar el designio providencial o las leyes de la
naturaleza. Tiffany Vora, profesora de Biología Digital de Singularity
University, responde con pasión a esta crítica y nos recuerda que la
humanidad ha estado manipulando su genética desde que existe,
aunque ignorante de las consecuencias; hoy se le ofrece la
oportunidad de hacerlo de modo controlado.[117]    
 
En lo personal observo las posibilidades de la ingeniería genética
como un talento más que se nos ha puesto en las manos y que
estamos llamados a explotar en lugar de enterrarlo y devolverlo sin
intereses. Subyace en este tipo de objeciones aquella noción
fatalista, servil, y al mismo tiempo cómoda acerca del rol humano
frente al destino, que se considera un yugo impuesto por la mano
divina que el hombre ha de resignarse a sobrellevar;  frente a
semejante idea hay infinidad de textos bíblicos que convocan al
hombre a un destino luminoso, y que ofrecen la intervención
amorosa del Creador para sortear cualquier obstáculo en la medida
en que haya fe y trabajo. “Si tuvieras la fe del tamaño de un grano
de mostaza…” No he encontrado palabras más inspiradas para
iluminar la reflexión sobre este tema que las de    Pico Della
Mirandola[118], Oratio de hominitis dignitate, que transcribo a
continuación:
 
“No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna
que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto, aquella

función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu deseo y

designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por las leyes

que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar limitado por barrera
ninguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he confiado. Te puse en el

centro del mundo con el fin de que pudieras observar desde allí todo lo que existe

en el mundo. No te hice celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que

–casi libre y soberano artífice de ti mismo- te plasmaras y te esculpieras en la

forma que te hubieras elegido. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores que

son los brutos; podrás –de acuerdo con la decisión de tu voluntad- regenerarte

hacia las cosas superiores que son divinas.”

 
Sea como fuere, no puedo menos que estar en absoluto desacuerdo
con cualquier iniciativa para zanjar el dilema entregándoselo al
poder público o a la mayoría, odiosa forma de dictadura por su
fachada democrática, en lugar de dejar a las personas la decisión
libre sobre lo que consideran, en su particular caso, compatible con
sus convicciones éticas, morales o religiosas.
 
 
Misteriosa fluidez  
 
 
En poco más de una década, si Kurzweil acierta una vez más en sus
predicciones, ingeriremos nanorobots que se desplazarán por el
torrente sanguíneo y el sistema nervioso completando el trabajo del
sistema inmunológico, llevando terapia molecular a las células
afectadas, combatiendo enfermedades autoinmunes, desórdenes
degenerativos, desequilibrios químicos en la sangre, enviando
reportes a centros virtuales de monitoreo, en suma llevando a cabo
una intervención personalizada, ajustada a la medida y condiciones
de cada cuerpo, y mínimamente invasiva, al menos si la
comparamos con el trauma de las cirugías, los efectos secundarios
de los farmacéuticos o la devastación de la quimioterapia,
procedimientos y productos que hoy se consideran la norma. Si
muchos ven en la tecnología un factor antinatural que nos
desconecta, estos avances científicos apuntan más bien hacia una
integración fácil de las máquinas con la biología.
 
El hombre tiende a reducir la realidad a cuanto percibe y racionaliza.
Dejando a un lado la dimensión metafísica y la elevación espiritual,
los sensores biológicos apenas captan una diminuta porción del
mundo que nos rodea,  cuyas inacabables fronteras seguimos
descubriendo cada minuto gracias a la ciencia. No somos capaces,
en general, de percibir cuanto sucede en nuestro interior, ni tampoco
lo que existe a nivel cósmico; estamos atrapados, a nivel sensorial,
en una minúscula capa intermedia, la de la interacción inmediata
con el universo circundante, el paisaje, los espacios que ocupamos,
las personas, el plato de comida sobre la mesa, el agua que sale del
grifo, el vehículo que está por doblar la esquina, el sonido que emite
el motor que lo propulsa. Sin embargo, no escuchamos ni sentimos
la operación de nuestros órganos internos, como la explosión
sináptica que forma pensamientos y nos impulsa mentalmente;
también se nos escapa el cosmos y las dimensiones que Einstein
describe en su teoría de la relatividad.
 
Aun respecto de esta capa intermedia, de este espacio y tiempos
inmediatos que delimitan nuestra realidad sensorial, solo captamos
una trillonésima parte de los estímulos físicos, muchos de los cuales
sí son percibidos por otras formas de vida. Por ejemplo en materia
de radiación electromagnética podemos sintonizar la frecuencia en
la que rebotan las señales que los sensores de la visión
descomponen en colores, pero se nos escapa la frecuencia inferior,
la del espectro radioeléctrico e infrarrojo, así como la superior, las
radiaciones ultravioleta, rayos X, Gamma. Sabemos cuando se
enciende la luz en una habitación, pero no estamos equipados con
los receptores biológicos que nos permiten sentir los rayos
disparados por una máquina de radiografías que atraviesan nuestra
piel.
 
La pregunta que me hago con David Eagleman es por qué
conformarnos con esta versión fragmentada y diminuta de la
realidad circundante si la creatividad humana –la tecnología- puede
ampliar nuestra experiencia. Y añado, al margen de la neurociencia
y las posibilidades de la tecnología, una inquietud existencial:
¿acaso no ha sido dotado el hombre con un potencial creativo
precisamente para conquistar, entre otras metas, estos mundos
paralelos? ¿Intentarlo es desafiar las leyes de la naturaleza o más
bien realizar la vocación de la especie? ¿No está llamado, en
función de los talentos recibidos, a explotarlos para mejorar su
experiencia de modo expandir su legado más allá de los límites
conocidos?  Este impulso vital no es nuevo ni sería la primera vez
que la especie humana desafía sus propios límites. ¿Qué otra cosa,
si no, es la historia de la transportación, desde los vehículos a
motor, los submarinos, la aviación hasta los cohetes espaciales,
para mencionar una muestra, que el deseo de dominar fronteras que
la biología no puede remontar sin extender la experiencia humana
con máquinas?
 
Hay una resistencia común, una inclinación natural a considerar las
máquinas biónicas, es decir aquellas que son construidas a partir de
principios biológicos para emular la dinámica humana, como la
robótica, las prótesis inteligentes o las simulaciones
computacionales de redes neuronales de las que hablaremos a
continuación, como elementos extraños a la naturaleza del hombre,
postizos, dudosas réplicas que compensan o parodian pobremente
las funciones innatas. Pero sin estas máquinas la humanidad no
sería lo que es, continuaría recluida en sus confines, incomunicada.
En cierto sentido, el desafío actual no es diferente, solo que la
dimensión a conquistar, a diferencia del cielo visible, está oculta a
nuestros sentidos, y que en lugar de valernos de máquinas que
logran lo que los pájaros o los delfines, la historia nos exige, según
parece, que expandamos las funciones humanas.
 
Estamos acostumbrados a utilizar aparatos para compensar
sentidos perdidos, pero en la vida cotidiana resulta anómalo
emplearlos para potenciar funciones en perfecto estado, aunque la
manera en que las leyes de la física se comunican con las leyes
biológicas evidencie una fluidez asombrosa, como si hablaran el
mismo lenguaje. El micrófono de un implante auditivo capta un
sonido cuya versión digital es reconstruida sin más por el oído
interno; un implante en la retina lleva la señal de una cámara digital
directamente al nervio óptico y el cerebro se las arregla para
reproducir la imagen captada en el otro extremo por un sensor
electrónico. En esencia el cerebro opera mediante el intercambio de
descargas electro-químicas, principio a partir del cual los expertos
explican en parte el misterio que, sea que lo desentrañemos o no,
permite a la mente humana interactuar naturalmente con esos
aparatos que llamamos artificiales.
 
La tesis de Eagleman es que el cerebro tiene una habilidad para
reconocer patrones de información y formar sentido a partir de
señales periféricas, sin importar de dónde provengan, y para
probarlo desarrolla en su laboratorio experimentos de sustitución
sensorial. Uno de estos consiste en un programa que convierte
ondas sonoras –palabras- en patrones de vibración que se envían
vía bluetooth a un chaleco que las transmite por la espalda del
usuario. En el caso de un paciente nacido totalmente sordo,
bastaron 8 horas de práctica para que su cerebro empezara a
transformar en palabras las vibraciones percibidas por la espalda. El
próximo paso será la adición sensorial, de modo que cada cual
pueda ampliar su experiencia del mundo circundante –lo que
equivale a ampliar el mundo de la experiencia- a través de
receptores distintos a los sentidos biológicos o los mismos
optimizados.[119]
 
Esta misteriosa fluidez en la comunicación hombre-máquina
propone una perspectiva inusitada respecto de la tecnológica, que
estamos acostumbrados a concebir solo como herramienta,
extensión artificial de la biología, ya se trate de una simple llave de
tuercas que se vale del principio de palanca para aumentar la fuerza
natural que de un algoritmo que resuelve cálculos complejos. Hoy la
tecnología es, ante todo, un detonante de la libertad personal.
 
Inteligencia Artificial
 
Para el matemático John McCarthy todo aspecto del aprendizaje o
cualquier otra función de la inteligencia pueden en principio ser
descritos con tal precisión como pare ser emulados por una
máquina, y sobre esta convicción convocó a un grupo de expertos
en 1956 al “Dartmouth Summer Research Project on Artificial
Intelligence”, que debía trazar los fundamentos de la Inteligencia
Artificial (IA).  Esta analogía se basa en la ciencia cognitiva que
formuló la teoría computacional de la mente, que afirma que el
razonamiento, inteligencia, imaginación y creatividad son formas de
procesamiento de información.[120]
 
Como el funcionamiento del cerebro intenta ser emulado por las
máquinas, habría que preguntarse qué es la inteligencia humana,
¿es acaso un proceso que se enmarca enteramente en las reglas de
la lógica y de las operaciones matemáticas, que la emoción empaña
cuando altera en el camino decisiones que de otro modo hubieran
sido más “racionales”? ¿Entiende la ciencia suficientemente cómo
funciona el cerebro para darnos luz sobre esta inquietud? Y aunque
la ciencia llegue a cotas de conocimiento que ahora ignoramos,
siempre serán, como dice Hawking, “verdades provisionales”,
vigentes hasta tanto una nueva prueba no contradiga la tesis. La
cuestión es fascinante; y también ajena a nuestro tema, pues lo que
interesa aquí es constatar ciertos resultados y entender el potencial,
antes que desviarnos hacia una indagación propia de la teoría del
conocimiento, que ha tenido a filósofos y psicólogos en constante
debate desde tiempos antiguos.
 
Durante décadas esta emulación artificial de la inteligencia humana
ha eludido a los investigadores y muchas de las compañías
fundadas para desarrollar y explotar esta tecnología han quedado
fuera de juego. Es la fase que en la jerigonza de la innovación se
conoce como decepción, porque los prototipos parecen no tener
futuro comercial o las funciones no cumplen con las expectativas.
También es esta fase la antesala de la disrupción, la que Kodak y
muchas otras compañías no reconocieron. Generalmente se ignora
que fueron los técnicos de esta misma compañía quienes
desarrollaron las primeras cámaras digitales y las pusieron a
consideración de sus directorios, pero el gigante de la fotografía no
percibió la disrupción que se ocultaba dentro de un prototipo
demasiado grande para su manejo comercial ni tampoco le pareció
buena idea echar a rodar un negocio que podría competir y reducir
las ventas de su línea tradicional, en la que estaban cómodamente
sentados mirando el mercado desde una posición dominante.
 
Uno de los problemas que los mecanismos (hardware) existentes en
su momento para la implementación de modelos algorítmicos no
permitían solucionar fue uno tan simple como la denominada
disyuntiva excluyente (exclusive XOR), que alude a una de las
opciones que en lógica existe para una premisa disyuntiva, es decir
una en la que dos proposiciones distintas son igualmente válidas,
pero solo una de ellas puede ser verdadera a un tiempo: para llegar
al aeropuerto tomaré el tren o el bus[121].  Un algoritmo se programa
de tal manera que cuando una respuesta es correcta se activa la
neurona artificial cuando alcanza un valor determinado, denominado
umbral, pero en el caso citado se duplicarían los valores necesarios
para alcanzar el umbral, impidiendo saber si se tomó un tren o un
bus.
 
Teóricamente se hallaba la solución en la hipótesis de una red
neuronal compuesta de varias capas, pero no se sabía como
entrenar semejante red hasta que Hinton propuso en 1986 el
sistema de propagación inversa –que comento más adelante-, y los
modelos para implementar esas redes neuronales fueron
desarrollados años más tarde, pues de poco sirve resolver la parte
abstracta del problema, el modelo algorítmico, si no se logra al
mismo tiempo mejorar la infraestructura o hardware que permita la
implementación práctica de la tesis. Lo que importa notar aquí, con
independencia del funcionamiento exacto de las redes neuronales y
los distintos modelos algorítmicos –para lo cual hay literatura
especializada, y estas líneas no lo son- es que varias soluciones
teóricas que se han ido desarrollando en varios años, hasta décadas
como ha sucedido con la matemática que nutre la inteligencia
artificial, han encontrado en años recientes modelos de
implementación práctica, que también son objeto de una mejora
acelerada al mismo ritmo que progresa la capacidad de
procesamiento computacional.
 
Veamos como han progresado en el tiempo los modelos de
implementación con algunos ejemplos. En 1996 la computadora
Deep Blue derrotó al campeón mundial de ajedrez, Gary Kasparov. 
Fue un hito importante, y aunque el contendiente humano lo calificó
como el fin de la humanidad, todavía no implicaba reconocimiento
de lenguaje ni el manejo de más información de la que supone,
frente a cada escenario en un tablero, el número de combinaciones
posibles para la próxima jugada, que Deep Blue administró con
eficacia utilizando lo que se conoce como fuerza bruta, que consiste
en barajar todas las posibilidades hasta encontrar la mejor; es el
mismo método utilizado para descifrar claves o mensajes
encriptados con procesadores lo suficientemente potentes como
para probar las combinaciones posibles en milisegundos. Además
de fuerza bruta, Deep Blue también fue alimentada con estrategias y
patrones de reconocimiento, pero nada comparado a lo que en 2011
desplegó Watson, otra creación de IBM, para triunfar en “Jeopardy!”,
prueba que implica reconocimiento de lenguaje natural, complejo,
ambiguo, y la capacidad de formar asociaciones entre piezas de
información aparentemente inconexas, es decir extrayendo
conceptos de colecciones no estructuradas de información. Pocos
años más tarde otra computadora, AlphaGo, diseñada por
DeepMind, filial de Google, derrotó al campeón Lee Se-dol en una
partida de “Go”, un juego milenario originado en China que se
considera mucho más complejo que el ajedrez[122]. Más
recientemente un programa denominado Lengpudashi, creado en
Pittsburgh, barre a todos sus oponentes humanos, lo mismo
campeones del juego, inversionistas, o celebridades, en el poker en
partidas que se llevan a cabo en Haikou, capital de la isla de
Hainan, y que son seguidas por millones en línea. A diferencia del
ajedrez, que supone un número finito de combinaciones posibles
para la próxima jugada y expone todas las piezas activas sobre el
tablero, en esta versión del Texas hold ‘em el algoritmo debe sortear
las dificultades de un juego con cartas ciegas.
 
¿Cómo lo han logrado? Algunos de los conceptos fundamentales de
la Inteligencia Artificial tienen ya tiempo, como la matemática
subyacente, pero el aumento de la capacidad computacional los ha
llevado del papel y la teoría a la práctica y la explotación comercial
en años recientes. Geofrey Hinton, como ya se dijo, ideó la forma de
replicar en el ambiente digital las redes neuronales (neural
networks), que se construyen a partir de unidades computacionales
que reproducen la excitación o activación de una neurona cerebral.
Una multiplicidad de unidades computacionales forman una capa o
nivel de la red, y varias capas completan el sistema. La capa inferior
recibe el estímulo, que se procesa en sucesivas asociaciones,
simulando la sinapsis cerebral, hasta que la capa superior entrega el
resultado. Según el grado de activación o respuesta a la información
alimentada, cada unidad computacional arroja un número,   de
manera similar al grado de respuesta de una neurona cerebral, en
relación con un estímulo; ese número transforma cada elemento o
componente discreto de la información en matemáticas y se
configura lo que los entendidos en la materia denominan un espacio
vectorial complejo, y a partir de allí sucede la magia. En su
expresión más simple, el estímulo inicial (entrada), por ejemplo una
imagen, un texto, un sonido, va produciendo una imagen vectorial
en cada capa o nivel, que a su vez está conectado con otra capa
superior, que recibe y propaga estímulos a la capa subsiguiente y 
así sucesivamente hasta llegar a la capa última (la salida). En este
nivel solo hay dos unidades, una para el sí y otra para el no a la
pregunta planteada.
 
Ahora bien, esta simulación computacional de la actividad cerebral
necesita ser entrenada, programada, igual que un niño que todavía
no asocia un objeto con una palabra, o un conjunto de palabras con
un concepto.  Al inicio se alimenta el sistema en la entrada con una
imagen -por ejemplo una pelota de golf-, y las unidades
computacionales se activan aleatoriamente en función de las
diferencias detectadas en la imagen; así por ejemplo, si el sistema
activa determinadas unidades con valores matemáticos altos según
el grado de brillantez de un punto en la imagen, arrojará valores
inferiores sobre aquellos puntos más oscuros. Una capa detectará,
entonces, contrastes, otra discriminará formas o asociaciones de
estas, otra estará dedicada a las texturas, y así habrán tantas capas
según el grado de exactitud y sofisticación que se quiera lograr en el
reconocimiento de la imagen. Como el sistema no está al inicio
debidamente sintonizado,  es posible que en la última capa se active
la unidad computacional que dice "no es pelota de golf", cuando sí lo
es. Al corregir este error en el nivel de salida, se pueden identificar
las conexiones de la capa inferior que condujeron al resultado
equivocado, y así sucesivamente hasta llegar a la capa inicial, lo
que Hinton denominó propagación inversa (backpropagation). El
afinamiento del sistema depende de la cantidad de data, de modo
que  mientras más imágenes recibe, más grado de acierto se logra.
 
James Somers[123] explica que si alimentáramos una red neuronal
con todo el texto de la Wikipedia, cada palabra originaría una lista
de números indicativos del grado de excitación de cada unidad
computacional de la capa correspondiente, de manera que
podríamos asimilar cada uno de esos números con coordenadas o
vectores en un espacio complejo. Si se entrena al sistema con el
método de propagación inversa para que las palabras contiguas en
páginas de la Wikipedia aparezcan con coordenadas similares,
sucede algo sorprendente: palabras con significados análogos
empiezan a aparecer en el mismo punto del espacio. Esta ubicación
de palabras y su relación con otras ubicadas en espacios cercanos
a partir de estas coordenadas numéricas explica el principio de las
asociaciones neuronales, la base del proceso de pensamiento. De
allí que Hinton defina al pensamiento humano como una “danza de
vectores”.
 
Esta es la lógica detrás de las aplicaciones de Inteligencia Artificial
que han hecho posible vehículos sin conducción humana,
ordenadores que detectan cáncer, dispositivos que traducen
instantáneamente lenguaje hablado e infinidad de sistemas basados
en el reconocimiento, clasificación e identificación de patrones de
cualquier colección de información, sea texto, imagen, sonido o
cualquier otra susceptible de ser capturada por sensores
electrónicos o conectores. Según se programen estos algoritmos,
sirven para interpretar información y ofrecer diagnósticos médicos,
para construir evidencias útiles en procesos legales a partir de
patrones de información ocultos en archivos indigeribles, para el
diseño tridimensional de complejas obras de arquitectura y su
cálculo estructural, para análisis de información de mercado y
ejecución automática de órdenes bursátiles, análisis predictivo de
cualquier clase y un sinnúmero de aplicaciones adicionales ya
existentes.
 
Hoy en día más de dos tercios de las operaciones en las bolsas de
valores más importantes del mundo no pasan por el escritorio de
ningún analista ni esperan la decisión de un bróker: las deciden
computadoras. Nanette Brynes, en un artículo publicado en Febrero
de 2017 en el MIT Technology Review, informa que la nómina de
600 agentes de bolsa que trabajaban desde la oficina de Nueva
York del Goldman Sachs en el año 2000 se había reducido a dos; la
tarea la realizan ahora ordenadores apoyados por un equipo de 200
ingenieros de sistemas.
 
Sin embargo, entrenar una red neuronal digital supone un proceso
ineficiente comparado con el cerebro humano, que necesita apenas
un contacto con una pelota de golf para reconocerla sin error en el
futuro, mientras que la máquina necesita miles de imágenes y estará
expuesta a errores si la muestra difiere en matices, especialmente
de objetos que no son similares dependiendo del ángulo –las
pelotas sí lo son-, o si se presenta de manera que haya que
discriminar elementos ajenos al objeto principal. En la conducción
de vehículos las máquinas tenían hasta hace poco problemas para
distinguir una señal de tránsito parcialmente oculta tras las ramas de
un árbol o decorada con un grafiti, elementos que el cerebro
humano discrimina instantáneamente.
 
En realidad la Inteligencia Artificial basada en las redes neuronales y
la propagación inversa, con lo sorprendente de algunas de sus
aplicaciones, sigue siendo una forma muy básica de simulación, y lo
es porque todavía la complejidad de las operaciones mentales sigue
siendo un misterio. Para desentrañarlo hay algunas iniciativas en
curso, una de ellas denominada MICrONS, acrónimo para Machine
Intelligence from Cortical Networks, dedicada a reconstruir todas las
células cerebrales, diagramar las conexiones de cada una con el
resto de la red y correlacionarlas con información acerca de las
situaciones que disparan determinadas neuronas e influyen en
otras. Todo esto se realiza abriendo una pequeña ventana en el
cerebro de un roedor para iluminar la corteza cerebral con láser, de
modo que las proteínas fluorescentes previamente introducidas en
el cerebro brillen en contacto con iones de calcio, que a su vez
surgen en abundancia cuando una célula dispara. Todo esto es
registrado por herramientas a nano-escala capaces de mapear con
detalle lo que sucede en una célula respecto de otra contigua.[124]
Capturar esta clase de información no era posible con las
herramientas disponibles hace una década. Este es otro ejemplo de
la convergencia de capacidad computacional, neurociencia,
nanotecnología, entre otras disciplinas, para mejorar
exponencialmente la inteligencia artificial.
 
Para algunos críticos la Inteligencia Artificial todavía está lejos de
materializar su mayor promesa y algunos dudan que pueda llegar a
equipararse con la inteligencia humana.  Ray Kurzweil, por el
contrario, está convencido que para el 2029 no se podrá distinguir
entre las dos, afirmación que sustenta en la disponibilidad de
herramientas que ahora permiten una ingeniería reversa para
decodificar los principios de operación cerebral así como en el
aumento exponencial de la capacidad computacional, que permitirán
en poco tiempo emular completamente los procesos mentales[125],
con el beneficio añadido de las fortalezas únicas a la máquina,
especialmente la interconexión a cuanta información fluye por las
redes, la reprogramación de sí misma y la capacidad de extraer al
segundo la información almacenada bajo cualquier criterio de
búsqueda, función que la memoria humana consigue cada vez con
mayor dificultad, según descansa  en las memorias digitales.
 
Kurzweil va mucho más a fondo; en una obra que publicó en 1999
ya describía la “conexión íntima” entre la inteligencia biológica y uno
de sus productos, la inteligencia artificial, y al plantearse la cuestión
de si los implantes cerebrales con capacidad computacional serían
una extensión de la mente, como una lupa de aumento del
entendimiento, o se integrarían en el yo, de modo que la conciencia
no pudiera distinguir qué pensamiento tuvo origen biológico y cual
raíz digital, afirmó esto último[126]. Habrá una fusión, en la que
concibe a las máquinas del futuro como descendientes evolutivos
del hombre.
 
Si la teoría de Kurzweil es acertada, usar implantes
computacionales en el cerebro –o cualquier otra forma de
integración de la inteligencia artificial a nuestro sistema biológico- no
será una opción, sino una necesidad para la supervivencia. Cuando
las máquinas alcancen el nivel de inteligencia que les permita
acceder y reescribir su propio código y mejorar sus propias
capacidades creativas incesantemente, sin intervención humana, el
mundo empezará a cambiar de una manera que resultará
ininteligible al hombre desprovisto de su alter ego digital.
 
Michio Kaku, en su obra La Física del Futuro, modera esta
apreciación acerca de la posible fusión hombre-máquina. Por una
parte estima que la singularidad de la que habla Kurzweil ocurriría
hacia fin de siglo, pero sobre todo introduce una reflexión basada en
la condición humana antes que en las posibilidades de la ciencia,
condición que denomina el principio del hombre de las cavernas. La
“arquitectura de nuestros cerebros es la del cazador recolector
primitivo que surgió de África hace más de 100.000 años. Nuestros
más profundos deseos, nuestras apetencias y nuestras querencias
se forjaron en las praderas africanas mientras huíamos de los
depredadores, perseguíamos la caza, recogíamos forraje en las
selvas, buscábamos pareja y nos divertíamos en torno al fuego de
un campamento.” [127] De ahí que Kaku opina que dejaremos que la
inteligencia artificial llegue al punto de mejorar las capacidades
humanas, pero no a fusionarse al extremo que resulte irreconocible
el hombre-máquina de su predecesor inmediato: el hombre de las
cavernas.
 
Mientras este futuro se va develando a la vuelta de la esquina del
tiempo, sea en la forma singular que anticipa Kurzweil o sin las
consecuencias evolutivas que niegan científicos moderados, es ya
incuestionable el efecto de las nuevas tecnologías en la demolición
de paradigmas y creencias que se consideraban inmutables hasta
hace pocos años. En la edición de Noviembre 30, 2017, del MIT
Technology Review, Brian Bergstein abre la presentación editorial
con una referencia al Loebner Prize, un concurso que pone a
humanos frente a una computadora para entretener un diálogo a
través de texto con dos interlocutores invisibles, uno de los cuales
es un humano, y otro, un programa de ordenador –chatbot-; el
programador cuyo chatbot es con más frecuencia confundido con un
humano gana el premio. El concurso tiene un premio adicional que
va para el humano que pasó por chatbot el menor número de veces.
Lo paradójico del asunto es que conforme las computadoras
asuman tareas que hoy ejecutan personas de carne y hueso, más
crítico será para estas últimas rescatar lo que las hace humanas. En
un futuro en el que las computadoras estarán a cargo de infinidad de
funciones, el factor humano volverá a cobrar relevancia, lo que no
deja de ser una excelente noticia.
 
Desde industrias directamente impactadas por la digitalización,
positiva o negativamente según la dirección que llevaban en relación
con la ola de cambio y su posición en la curva exponencial, como la
fotografía y en general la industria gráfica, las comunicaciones,
cine,  televisión, música, actividades en las que el producto se
desmaterializa, hasta industrias que necesitan ladrillo y mortero en
algún punto de la cadena –como Airbnb, que ofrece alojamiento sin
poseer una sola habitación-, pero donde es posible desmaterializar
algún componente crítico, sea en la producción, en la cadena de
suministro, en las ventas, en el financiamiento-, la Inteligencia
Artificial añade a la disrupción propia de la digitalización una
dinámica que altera en sus fundamentos la relación del hombre
consigo mismo, con las cosas y con las instituciones. Porque el acto
esencial de disfrute de una fotografía, de una obra musical o de un
libro sigue siendo en esencia el mismo sea que acariciemos las
cubiertas forradas en cuero de una novela histórica cuyos aromas
parecen evocar la época que la narración representa y hasta el tinte
descolorido de las hojas acentúa la pátina del tiempo, dándole más
credibilidad al relato si cabe, que si la leemos en un iPad,
impersonal y frío dispositivo que, gracias a su conexión con la nube,
brinda acceso ubicuo a incontables bibliotecas. Innegable, la
disponibilidad de material de lectura se ha multiplicado millones de
veces al tiempo que el costo de acceso se ha reducido a una
fracción o ha desaparecido para muchos títulos, lo cual supone un
cambio positivo y radical en la democratización de la cultura y la
información. Pero la obra sigue siendo la misma.
 
Con la Inteligencia Artificial se modifican y eventualmente
desaparecen procesos, que actualmente son la base de la
arquitectura de toda organización, sea política o empresarial. Toda
función y responsabilidad de una persona existe solo dentro de un
proceso y en relación con los resultados o salidas que tal proceso
está llamado a producir. Fuera del proceso la relación entre las
personas puede cumplir muchos fines sociales y de enriquecimiento
personal, pero deja de ser en rigor institucional, al menos bajo el
modelo vigente de la arquitectura organizacional.  Los vehículos sin
conducción humana son un excelente ejemplo de este concepto,  la
transportación es una de las industrias  con más impacto en varios
órdenes críticos de la vida social y económica de los países,
empezando porque es una de las mayores fuentes de demanda de
combustibles fósiles,   responsable de contaminación y alta
contribución al PIB, medio ineludible en la actividad rutinaria de casi
toda persona. En varias ciudades importantes un paro de
conductores suele ser la mayor pesadilla de las autoridades, y el
costo y condiciones del servicio público  gravita en las preferencias
políticas. La calidad de vida en las ciudades está determinada, entre
sus variables más importantes, por el tráfico vehicular y los tiempos
de desplazamiento. En fin, necesitaríanse varios volúmenes para
describir los impactos de una industria que hoy demanda mucha
supervisión, controles, regulaciones y administración de tensiones
muy sensibles y conflictos que enfrentan a gobiernos y gremios a
costa de usuarios y contribuyentes. Ahora figurémonos que todos
los medios de transporte público prescinden de conductores, lo
mismo taxis que autobuses, metros y tranvías. Drones. No solo se
habría desmaterializado un componente crítico del proceso de
transporte, la necesidad de un conductor de carne y hueso, lo cual
ya es bastante y elimina una serie de procesos relacionados, como
la capacitación, pruebas técnicas y psicológicas, control y
expedición de licencias de conducción; la administración de
recursos humanos, pago de horas extras; eliminación de raíz de
paros y huelgas, que no sean las de usuarios, los únicos con
genuino derecho a protestar. Todo esto, sin embargo, es solo la
punta de una montaña de posibilidades sumergida en las
profundidades de la abundancia tecnológica. Como Deep Blue,
Watson o AlphaGo, que formaron sentido con información no
estructurada para movilizar piezas en un tablero, responder un
cuestionario que implica manejo muy avanzado de lenguaje natural
complejo, ambiguo, cargado de humor o ironía, o suministrar
diagnósticos médicos, varios primos de Watson o Deep Blue
conectados a la red conducirán los vehículos que llenarán las calles
y autovías del mañana, procesando e intercambiando en
milisegundos información con sus colegas digitales acerca de todas
las señales que captan en las vías, velocidad promedio, accidentes,
crímenes o situaciones fuera de lo normal captadas al paso,
computando proyecciones de congestión en determinadas vías y
horas, recalculando itinerarios, anticipando, por la velocidad y
cercanía a una luz roja, que no se va a detener el vehículo que se
aproxima por la intersección –seguramente conducido por algún
humano distraído con su teléfono inteligente-. El propio vehículo
estará dotado de sensores en todos sus componentes funcionales,
eliminando la posibilidad de la negligencia humana a la hora de
ignorar un testigo de avería que se enciende en el tablero de
instrumentos, y el mantenimiento programado será, en efecto,
programado entre dos ordenadores que intercambian información y
fijan la fecha y hora en el calendario que menor incomodidad cause
al usuario según toda la información acerca del uso del vehículo que
han levantado y los datos personales que compartamos con nuestro
conductor digital, como fechas de viaje, eventos especiales. No
tendremos que tomar el teléfono o enviar un correo electrónico para
programar una cita en el taller mecánico; tan solo recibiremos un
recordatorio anticipado de que no tendremos a disposición ese
vehículo durante unas horas. Tampoco habrá que llevarlo al taller,
irá solo. Y contaremos con un vehículo alternativo, pues otra de las
consecuencias de estas tecnologías será la sustitución del modelo
de propiedad del vehículo para uso individual por uno de acceso
bajo demanda al servicio de transporte. Incluso si decidimos, por el
puro placer de conducir, según reza el lema de una conocida marca
alemana, sentarnos al volante de un vehículo propio, el primo de
Deep Mind, invisible y ubicuo, estará virtualmente sentado de
copiloto impartiendo las alertas e indicaciones que hagan el viaje
más eficiente y seguro, y tomando el control en caso necesario.
Habrá como tomarse una copa de vino de más.
 
Y si la conducción de un vehículo parece sorprendente, funciones
tan complejas como las de un juez han sido probadas con éxito por
Inteligencia Artificial. No me refiero solamente a los algoritmos para
resolución de disputas en línea o a sistemas de análisis,
clasificación documental e identificación de patrones de información,
que son programas auxiliares a la inteligencia biológica, sino a
ordenadores que han realizado toda la tarea, esto es el análisis de
información y evidencia hasta la expedición de la sentencia. En un
artículo publicado en Octubre de 2016[128], Andrew Griffin da cuenta
de que una inteligencia artificial revisó los expedientes completos de
584 casos de la Corte Europea de Derechos Humanos y emitió una
resolución que coincidió con la expedida por los jueces en casi
todos los casos.
 
Es de esperar que estos cambios se produzcan con algo de trauma
y turbulencia, empujados por algunos visionarios e ignorados o
cuestionados por los escépticos. Si los del gremio taxi voltearon e
incendiaron un vehículo Uber en alguna ciudad, o se entendieron
con el alcalde de otra para generarle al potencial competidor
barreras regulatorias de entrada al mercado, habrá llanto y rechinar
de dientes de algunos operadores tradicionales. Pero estos cambios
son irresistibles, es solo cuestión de tiempo. Las autoridades de
transporte también verán vaciadas sus funciones y resistirán, como
contraria a la creencia predominante, que pueda existir un servicio
tan importante para la comunidad que no necesite regulación ni
control. Salvo que algún ministro de transporte pretenda disputarle
al director de Inteligencia Artificial de Alphabet la programación de
los algoritmos que hacen posible al vehículo conducirse a sí mismo.
O peor aún, pretenda expedir alguna bendita política pública a la
que deban conformarse los modelos matemáticos. La disrupción
institucional que podemos anticipar en la industria del ejemplo
podemos observarla en casi cualquier otra actividad. Y el “casi” de la
línea precedente responde a mera prudencia metodológica antes
que a una sospecha fundada de que pueda quedar inmune a la
radical transformación algún ámbito de la convivencia social.
 
Todavía hay quien sospecha que nos separan décadas hasta que se
materialicen y masifiquen estos cambios pero todas las fuerzas para
lograrlo están en movimiento. Evangelos Simoudis, experto
reconocido en big data, ex-director de Inteligencia de Negocios en
IBM, se pregunta por qué GM pagó en el 2016 US$ 1000 millones
por Cruise Automation, una compañía de 40 empleados basada en
Silicon Valley que desarrolla tecnología para vehículos auto-
conducidos; o que Toyota haya anunciado la inversión de similar
cifra para investigación en inteligencia artificial, o que casi todos los
grandes fabricantes de autos hayan establecido un centro de
tecnología en Silicon Valley, y dedica su reciente obra “The big data
opportunity in our driverless future” a responderlo y explicarnos por
qué opina que vamos a un futuro de carros eléctricos, autónomos,
auto-conducidos y conectados a la red.[129]
 
Blockchain: monedas y leyes sin bandera
 
Las monedas surgieron de la convención comercial –es decir de la
libertad individual de intercambio- antes que la autoridad política
asumiera el rol de acuñarlas y dictaminar cuáles podían circular con
poder liberatorio en su jurisdicción. Las sociedades acordaron en
distintas épocas, sin necesidad de decreto oficial, qué mercancías
usar como instrumentos de intercambio, desde sal en Abyssinia,
ciertas conchas en la India, tabaco en Virginia o azúcar en algunas
colonias Inglesas. Luego se extendió el uso de metales hasta que la 
dificultad de pesarlos y tasarlos se resolvió mediante una estampa
oficial, dando así origen a la moneda moderna.[130] De manera que la
moneda no tiene origen  en la potestad pública, sino en la
costumbre comercial, que a su vez se asienta en la libertad
individual; y la intervención de la autoridad, que resolvió un
problema logístico, esto es evitar en cada transacción el pesaje y
tasado del metal empleado, dio paso desde los primeros imperios a
un fenómeno que no existiría sin la emisión oficial de moneda: la
devaluación.  “Pues en cada país del mundo, creo yo, la avaricia e
injusticia de príncipes y estados soberanos, abusando la confianza
de los súbditos, ha disminuido gradualmente la cantidad real de
metal que contenía originalmente la moneda. El As romano, en las
últimas épocas de la República, fue reducido a la vigésima cuarta
parte de su valor original, y en lugar de pesar una libra, vino a pesar
solo la mitad de una onza.”[131] Adam Smith ofrece varios ejemplos
adicionales de cómo en Inglaterra, Escocia o Francia las
obligaciones continuaron pagándose al valor nominal originalmente
pactado pero con moneda devaluada. En la actualidad en todo el
mundo los bienes se adquieren con mucha más moneda –varias
veces más- de la que nominalmente representaba su valor de
compra en el pasado. Es la consecuencia de sustituir con un decreto
lo que de otro modo sería el resultado de la evaluación del mercado.
La práctica de los romanos en la Antigüedad, de mantener la
denominación pero  reducir la cantidad del metal, y por lo tanto el
valor real de la moneda, no es distinta en sus efectos que la práctica
de todos los estados modernos de imprimir billetes sin una
contrapartida de valor, función que en algún momento cumplió el oro
guardado en las bóvedas de las reservas federales y los bancos
centrales. Otra expresión de este fenómeno de manipulación estatal
de la moneda es la diferencia entre los US$ 84 trillones de dinero
total circulante en el mundo, incluyendo depósitos en la banca, y
US$ 31 trillones, que es el total de billetes y monedas emitidos
oficialmente. Dicho de otra manera, en algún momento de la cadena
de emisión y circulación de moneda oficial se sumaron cifras en los
registros electrónicos como por arte de birlibirloque.  ¡Y son los
mismos evangelistas de la intervención estatal y los defensores del
statu quo quienes cuestionan la confiabilidad de las criptomonedas!
[132]

 
Las tecnologías están permitiendo a los agentes económicos y a los
partícipes directos del intercambio recuperar la autonomía que
tuvieron para la creación y aceptación de moneda antes que los
poderes públicos interfirieran. Al igual que el oro o la plata se usaron
como moneda en la historia antes de que los monarcas así lo
dispusieran, hoy las monedas digitales o criptomonedas se crean y
circulan con poder liberatorio ante la mirada atónita de los bancos
de reserva y los ministerios de economía. Las criptomonedas crecen
por un elemento de confianza, que es como surgieron
históricamente los primeros instrumentos de intercambio. 
 
Con la importancia como prueba de concepto que tienen las
criptomonedas, al introducir en el mercado a partir de la innovación
y la autonomía personal un elemento que ha estado reservado por
siglos a la potestad pública, son apenas la punta del iceberg en
comparación con las posibilidades que ofrece la tecnología que las
hizo posibles, Blockchain.
 
Esta tecnología, en términos muy simplificados, constituye un
registro de información o base de datos distribuida, que se arma en
bloques o paquetes, cuya primera operación está matemáticamente
conectada con el bloque precedente, y cuya última operación
constituye la premisa matemática del bloque siguiente. Como cada
bloque se distribuye a decenas o centenares de miles de nodos, la
información que se almacena en Blockchain no es susceptible de
corromperse por los ataques que pueden sufrir las bases de datos
gestionadas de modo centralizado; y como cada bloque está
conectado matemáticamente con el anterior, es posible verificar la
evolución y consistencia de la información hasta su origen, sin
necesidad de tomar por veraz la palabra de un certificador o
custodio, como sucede con las bases administradas.  
 
Esto explica cómo, de la misma forma que es posible verificar
cuánta criptomoneda tiene una persona en su monedero digital y
rastrear su origen y efectuar una transferencia, es posible verificar la
existencia, consistencia y origen de cualquier otro activo digital, y
transferirlo sin intermediación ni autenticación por un fedatario.
Estos registros o activos pueden ser de cualquier clase, y le
permitirían a un comprador en una tienda de comida en Hamburgo
verificar con su teléfono inteligente, a partir de un código, la
variedad, el nacimiento, crianza, alimentación, cosecha,
procesamiento, empaquetado, transporte y distribución de un grupo
de camarones originarios de Ecuador, con las fechas y otros datos
asociados[133]; tanto como le permitirían al propietario de cualquier
bien mueble o inmueble transferirlo sin necesidad de certificaciones
oficiales que aseguren la cadena de dominio, que notarios
autentiquen el contrato o registradores públicos inscriban la tradición
o entrega. Porque los atributos y propiedades de Blockchain antes
indicados hacen posible que el registro digital sea, por ejemplo, un
contrato que crea derechos y obligaciones, y que tales instrucciones
se ejecuten sin acción o intervención adicional de las partes en la
medida en que hayan sido incorporadas en el código del programa
al momento de escribir el contrato. Un ejemplo sencillo de este tipo
de contrato sería la compraventa de un inmueble o de un título
acción de una sociedad mercantil, que hoy exigen la inscripción en
un registro llevado manualmente y la intervención de terceros, sean
notarios, registradores o gerentes que anotan el traspaso en un
libro, mientras el pago de la transacción se deposita en la cuenta de
un agente fiduciario o del comprador o vendedor, total o
parcialmente, según el grado de confianza entre las partes. Un
Smart Contract puede programarse para que la transferencia de un
bien se haga con un clic –operación que registra la firma
electrónica-, quede archivado en una base inmune, y active al
mismo tiempo la función de transferencia monetaria de la
contraparte.
 
El registro y cadena de bloques de información sucesiva que
almacena Blockchain son en sí mismos la prueba que buscaría un
proceso de debida diligencia legal aplicado a transacciones e
historial de actos jurídicos ejecutados del modo convencional.
 
Aquí una metáfora ilustrativa: suponga el lector que asistió en Julio
de 2016 a la Bombonera, el mítico estadio del equipo argentino
Boca Juniors donde el equipo ecuatoriano visitante, Independiente
del Valle, sumó tres goles  contra el anfitrión, conquistando el paso a
la final a la Copa Libertadores en presencia de unas cincuenta mil
personas que al final del partido, tan desencantadas como el
protagonista del tango de Juan Carlos Cobián, se llevaron las
cuentas grabadas en el alma: Boca 2, Independiente 3. Aunque no
todo el aforo se hubiera quedado hasta el final sufriendo la derrota y
contabilizando hasta el último gol, cosa improbable en una hinchada
argentina tan fiel a su equipo, todavía quedarían en la hipótesis
decenas de miles para atestiguar el resultado. Cada persona que
asistió al estadio se llevaría consigo la cuenta final, la que por lo
tanto sería muy difícil alterar salvo que se lograse reunir luego a
todos y cada uno de los asistentes para convencerlos, quizás
mediante hipnosis colectiva, que el resultado fue distinto, que ganó
Boca, que la pesadilla solo estuvo en su imaginación. El problema
añadido es que los partidos se transmiten en vivo por televisión, y
aunque pasásemos por alto la condición de anonimato bajo la cual
la mayoría ingresa a un estadio y por lo tanto la bajísima posibilidad,
estadísticamente improbable, de convocar a todos a un tiempo y
lugar para practicar la hipnosis, no habría forma de saber quién más
registró el resultado al otro lado de las pantallas. No hay manera de
deshacer la pesadilla, como bien saben los hinchas del Boca que
miraron el partido, ya en la Bombonera, en su casa o en un remoto
boliche.
 
Esto es blockchain. Un registro de datos, cálculos u operaciones
sobre tales datos distribuido y almacenado en miles o millones de
computadoras, que aseguran la información mediante complejas
operaciones de cómputo y algoritmos de cifrado, a fin de volverlos
inmunes a la hipnosis de los piratas informáticos o a la copa de más,
la del olvido. Esta sincronización matemática de los resultados
distribuidos en un sinnúmero de ordenadores garantiza la
autenticidad del registro así como el traspaso del registro mediante
un simple clic.      Por ello cuando Juan exhibe su monedero
electrónico nadie duda que los cien Bitcoin que registra su cuenta
son efectivamente cien y le pertenecen, y cuando transfiere
cincuenta de esas unidades a Jorge en pago de un servicio, todos
los ordenadores a los cuales se distribuye el registro coincidirán que
han salido cincuenta de la cuenta de Juan y ha ingresado la misma
cantidad a la de Jorge. Comparemos esta operación en Blockchain
de transferencia de un activo digital que involucra dos partes,
originador y beneficiario, que toma un par de clics y apenas
segundos, con una transferencia bancaria convencional entre partes
ubicadas en distintos países: esta toma 72 horas en promedio,
involucra varios intermediarios en el proceso además del banco
originador y el receptor,  complejos y costos sistemas de
compensación y liquidación y muchas personas administrándolos. 
 
Lo que se puede hacer con el registro electrónico de una moneda
sirve para la gestión de cualquier otra información y para procesar
transferencias de cualquier tipo de bienes y derechos susceptibles
de digitalización o de representación digital.
 
Blockchain es, por lo mismo, mucho más que un sistema que
habilita las criptomonedas, es una tecnología que permite almacenar
en una bóveda virtual cualquier objeto susceptible de ser
digitalizado. Transforma la Internet de una red de intercambio de
información en una de generación, almacenamiento y circulación de
valor.  Además la tecnología implica, por su arquitectura estructural,
la ausencia, la imposibilidad incluso, de gestión, control o cualquier
otra forma de dirección, sea por un gestor privado o por una
autoridad pública, haciendo inmune el intercambio espontáneo de la
sociedad a cualquier forma de supervisión, intervención o
manipulación, la tentación irresistible de los reguladores,
autoridades y gobiernos. Es una tecnología que elimina la
intermediación y recupera la autonomía de las partes.
 
No hay que confundir la veracidad del registro con el riesgo
especulativo inherente a toda operación de mercado; dicho de otro
modo, que una moneda digital soportada por Blockchain suba de
cotización por encima de las nubes o se desplome a profundidades
infernales no tiene nada que ver con la validez y existencia de este
activo virtual, sino únicamente con el comportamiento de los
agentes económicos. Si alguien compra una entrada para la
semifinal de la copa mundial de fútbol en US$500 con seis meses
de anticipación, ha adquirido el derecho a ocupar un asiento
específico durante el partido en cuestión en el estadio designado;
una vez conocidos los resultados y los equipos que saltarán a la
cancha, el mismo billete podría venderse en el mercado en diez
veces el precio original de compra si se tratase de los equipos más
populares; o en diez veces menos, en el caso de los poco
conocidos; y en ambos casos nadie acusaría a los organizadores de
fraude o estafa, pues el estadio, la fecha, la localidad y el asiento
específico son los mismos, y no ha variado el derecho a ocuparlo,
en exactamente las mismas condiciones, esto es sentado, en la
zona de palco, con la barra de refrescos a diez metros y el baño a
veinte. A estas variaciones la economía, tan dada a etiquetar y
reducir a modelos los fenómenos del intercambio espontáneo,
denomina burbujas, sobrecalentamiento, especulación, sobre o
subvaloraciones y hierbas semejantes, pero nada hay más libre y
justo que el valor acordado por agentes que consienten sin presión
–las tarifas o precios fijados por regulación o autoridad presionan a
una de las partes- sobre la base de información transparente y
compartida. A la fecha de compra de la entrada ni vendedor ni
comprador podían saber –dejemos de lado para no enturbiar el
análisis los vericuetos tras bastidores del deporte de masas- qué
equipos se enfrentarían. Las criptomonedas sufren el desprestigio
del establishment, para quienes la existencia de una moneda que no
está intermediada ni por la banca tradicional ni por el Estado supone
una amenaza existencial –para ambos- que debe desacretidarse,
restringirse o prohibirse sin más. El punto es que, en cuanto
tecnología detonante de la libertad personal, y con independencia
del éxito en el mercado de Bitcoin, Ether o cualquier otra moneda
digital, Blockchain es quizás la innovación más relevante desde la
invención del Internet. Y aunque la alquimia de los reguladores
podría llevarles a imaginar que hasta pueden modificar la ley de la
gravedad con un decreto, esta tecnología es lo más inmune a la
regulación que cabe aspirar.
 
Llegará el día en que en la República de Absurdistán se sustituyan
los registros de papel de propiedades inmuebles, con sus firmas y
sellos, todo tan susceptible a la adulteración, al deterioro o la
voluntad del funcionario de turno, por registros digitales en
plataformas Blockchain, y entonces no habrá necesidad de un
certificado del registrador de la propiedad para probar la cadena de
dominio o registrar el traspaso, ni de la intervención de un notario
público para solemnizar una compraventa. Un proceso que toma
varias semanas o meses y consume mucho dinero de los
contribuyentes para financiar la operación de registros de la
propiedad, catastros municipales, oficinas de cobro de impuestos y
su corte de servidores auxiliares y tramitadores habría sido
sustituido por uno que se concluye en segundos sin intermediación
alguna de la autoridad pública o sus fedatarios. Incluso en el mismo
acto electrónico de traspaso podrían incluirse instrucciones auto-
ejecutables para los pagos necesarios, incluyendo la transferencia
del precio, de modo que con un clic se habrían consentido,
perfeccionado y ejecutado varias operaciones que concluyen con
una transferencia simultánea de dominio inmobiliario y dinero.  El
proceso de adquirir un inmueble será tan expedito como la compra
de un libro electrónico en Amazon.com.
 
En todo esto la dificultad no es tecnológica, pues las herramientas
mencionadas están comercialmente disponibles, a costos cada vez
más asequibles, y es cuestión de poco tiempo para que los
problemas de escalabilidad de Blockchain sean resueltos, conforme
crece exponencialmente la capacidad computacional; el gran
desafío es el cambio del sistema de creencias, la transformación de
la mentalidad del hombre de las cavernas de Kaku. Tiene mucho
arraigo cultural la suposición de  que solo un papel oficial, fabricado
por encargo del Estado, tiene el valor de moneda. Pero moneda es
cualquier efecto cuyo valor de intercambio es aceptado por el
mercado. Por ello el Bolívar emitido por Venezuela no sirve como
moneda, aunque venga con todos los sellos oficiales. La otra
barrera la levantan los propios administradores del sistema, que
pierden poder. 
 
Blockchain deroga el paradigma de la regulación centralizada, del
control, de la necesidad de un árbitro que establezca reglas, fije
límites y las haga cumplir, y lo hace en una de las materias más
caras a la soberanía de los Estados, como la emisión de moneda.
Ya vimos lo que puede hacerse también en materia de registros
públicos, actos notariales, contratos auto-ejecutables. ¿Qué otras
instituciones de la actual estructura política de las sociedades
pueden ser sustituidas por plataformas Blockchain en combinación
con Inteligencia Artificial y Big Data? Para mencionar un ejemplo
entre muchos, una candidata que, con las variaciones propias de
cada jurisdicción, cumple todos los requisitos es la institución de la
licencia gubernamental, sea en forma de permiso previo, registro,
catastro, autorización ex-post, auditorías y renovaciones, que
condicionan infinidad de actos, desde la matriculación de un
vehículo, la validez de un contrato, la aprobación de planos para una
construcción civil, el registro de un producto comercial, la fundación
de una entidad legal o compañía mercantil hasta la obtención o
transferencia de una concesión minera. Como he dicho en otro
capítulo, muchas de estas licencias no deberían existir en la medida
en que someten a la bendición burocrática el ejercicio de libertades
que deberían ejercerse sin restricción alguna -¿qué tiene que decir
un funcionario público respecto de la transferencia de un derecho de
propiedad o del ejercicio del derecho de asociación?-, pero para los
actos que requieran la conformidad con alguna norma o criterio para
satisfacer el legítimo interés de otros miembros de la comunidad –no
el capricho del regulador de turno-, la tecnología puede hacer toda
la tarea.
 
Las máquinas pueden reconocer imágenes y confrontarlas con los
criterios y limitaciones de las normas y estándares constructivos
alimentados al algoritmo, de modo que bastaría con cargar planos a
través de un portal digital para en segundos, de no existir
inconsistencias, obtener un código de aprobación que se archive en
un registro Blockchain, de modo que los inversionistas,
constructores y potenciales compradores puedan verificar al instante
la “licencia” virtual e iniciar sin retraso el proyecto. Conozco bien la
situación de algunas capitales latinoamericanas donde este proceso
tarda con suerte y hábil gestión política más de un año o dos,
entorpeciendo y eventualmente haciendo abortar proyectos,
impidiendo la generación de fuentes de empleo, evaporando la
posibilidad de recaudar hasta los mismos impuestos que la ciudad
podría cobrar si se diera curso oportuno a los flujos de inversión,
que sobrevuelan, evitan aterrizar y finalmente encuentran destino en
jurisdicciones menos hostiles. Por ello no sorprende que en el último
índice de innovación de Bloomberg no aparezca ningún país
latinoamericano entre los primeros cincuenta.
 
Lo dicho respecto de imágenes que deben guardar conformidad con
una norma o criterio es igualmente aplicable a textos. En una época
en que las peticiones pueden completarse en formularios virtuales,
la información se digitaliza y los ordenadores ya entienden y
procesan no solamente el lenguaje escrito sino también el hablado
resulta absurdo supeditar la validez de actos a la intervención de un
ejército de oficinistas y sus cambios de humor.
 
No solo la verificación del cumplimiento de normas y estándares
podría estar automatizado, sino la misma vigencia y expedición de
tales normas. Blockchain, como quedó dicho, es el vehículo perfecto
para el registro, contabilización y verificación, con menos
posibilidades de adulteración que ningún otro sistema conocido, del
consentimiento de los miembros que optan por unirse a una
comunidad monetaria digital. Esa comunidad puede tener, además o
con independencia de la moneda, otros efectos, valores e intereses
en común, como una identidad normativa, por ejemplo. Así como
Ethereum o Bitcoin resultan de un proceso de adhesión libre,
espontánea –gente que prefiere una moneda digital al fraude
legalizado de la emisión hecha de aire y tinta de los bancos
centrales-, reglas jurídicas también pueden ser el producto de una
propuesta normativa nacida de la iniciativa privada para quienes
decidan aceptarlas. Así, una persona podría tener en un registro
Blockchain su monedero, y también –¿por qué no?- un registro de
su identidad normativa, su codex, es decir el estatuto personal
compuesto del conjunto de normas que ha decidido aceptar y que
por consiguiente lo obligan, y del mismo modo que un vendedor
puede tener certeza del crédito financiero de su contraparte en
transacciones de moneda digital, también podría tener certeza del
código de conducta que dicho comprador ha aceptado y que
constituyen el marco dentro del cual se le pueden exigir
obligaciones. Por lo demás la naturaleza jurídica de dicho estatuto
tiene raigambre, en su aspecto capital, en el common law, de
manera que las posibilidades tecnológicas no están divorciadas en
esta materia de los principios jurídicos.
 
 
Acceso a capital
 
Otra aplicación de Blockchain con significativas implicaciones
sociales, que está emergiendo con fuerza, es el acceso al capital y a
oportunidades de inversión a la base y capas medias de la pirámide.
El acceso a crédito en el sistema financiero tradicional está limitado
a quienes pueden demostrar una determinada capacidad de gestión
como de endeudamiento, no solo por la prudencia con que el banco,
un intermediario a fin de cuentas del dinero de los depositantes,
debe evaluar el riesgo de incumplimiento del potencial deudor, sino
también por las barreras formales en que se traducen la
intervención, regulación y control de las autoridades políticas y la
presión, incesante y en expansión continua, de las normas sobre
cumplimiento, prevención de lavado de activos, transparencia fiscal
y otros conceptos rimbombantes, aparentemente generados para
combatir el crimen y la evasión fiscal, pero que terminan sometiendo
lo mismo a cuentahabientes honorables que a narcotraficantes a los
mismos estándares de escrutinio. El sigilo bancario es, para fines
prácticos, una institución de protección de la privacidad y libertad
económica de las personas que ha quedado sepultada por la
voracidad burocrática. Detrás de este complejo sistema regulatorio y
de la multiplicación de los tentáculos de intervención pública en
realidad hay más de auto-supervivencia del Estado que de combate
al ilícito, pues por el crecimiento parasitario del aparato público se
precisa cada vez más dinero de los contribuyentes para financiarlo.
Y a todo esto las instituciones financieras tradicionales deben
añadir, por el modelo de administración de bases centralizadas, los
problemas de fraude y seguridad de la información que supone, la
infraestructura existente de intercambio transaccional y la gestión de
complejos procesos, su propia burocracia, que finalmente la paga el
deudor –y sus consumidores o accionistas- en tasas de interés y
comisiones más elevadas. No necesita mucha más explicación esta
ineficiencia creciente que conlleva la combinación de la
intermediación financiera y la expansión viciosa del control político.
 
Blockchain introduce, por diseño de la tecnología, un sistema sin
intermediación, que conecta directamente a quien necesita capital
con quien lo tiene, a escala global. Un inmueble, proyecto
empresarial, derecho existente o futuro o cualquier otro bien,
tangible o no, incluso un valor representativo de un índice bursátil o
paquete accionario, puede vincularse a un Smart Contract en
Blockchain, y los derechos asociados pueden descomponerse en
activos fraccionarios –denominados tokens en el lenguaje del oficio-
que pueden ser adquiridos y comercializados a través de esta
plataforma virtual. Si los activos fraccionarios se denominan en
unidades equivalentes, por ejemplo, a US$ 1,00 cada uno, tendrían
acceso a la oportunidad de inversión no solamente los denominados
inversionistas acreditados, asentados en la cúspide de la pirámide,
sino también las personas comunes, ampliando significativamente
las fuentes de capital a disposición de emprendedores.
 
Hoy en día los ciudadanos de países que no son miembros de las
treinta economías con más ingreso per cápita, o que no son
nacionales o residentes de los países donde están las bolsas más
importantes –Nueva York, Toronto, Tokio, Londres, Hong Kong,
Shangai, Frankfurt y unas pocas más - solo pueden adquirir
acciones de las compañías más valiosas y con mayor potencial de
crecimiento si cumplen exigencias de riqueza personal y otras de
carácter formal fuera del alcance del ciudadano común, limitado a
las poquísimas opciones de sus bolsas locales. Blockchain rompe
este paradigma y facilita el acceso a capital a quien lo necesita, y la
inversión a cualquiera con un excedente, por módico que sea,
potenciando la integración de billones de personas a la dinámica
empresarial.
 
Computación de borde.
 
Si una computadora sobre ruedas o vehículo sin conductor tuviera
que enviar a un cerebro digital en la nube –es decir a un centro de
procesamiento remoto, ubicado en las dunas de Nevada, entre los
fiordos escandinavos o bajo el centro urbano de Tel-Aviv- una señal
captada por sus múltiples sensores, por ejemplo la información de
un niño cruzando la calle, el tiempo de respuesta -o latencia, en el
lenguaje del oficio- sería excesivo para las maniobras que tienen
que ejecutarse instantáneamente. Para resolver este problema la
infraestructura está trasladando a los dispositivos periféricos –
vehículos, drones, robots, implantes coronarios, móviles de
cualquier clase, etc.- determinada capacidad de procesamiento,
incluyendo procesos de inteligencia artificial, aunque el
entrenamiento del algoritmo, alimentado con una nueva incidencia o
iteración, ocurra en la nube, que luego envía la actualización al
dispositivo periférico; es lo que se denomina edge computing.  
 
Me arruinaría el día pensar que la compleja mezcla y sutil
afinamiento de aromas y sabores necesarios para sintonizar un vino
con la impronta del terroir, la identidad de su cepa y el carácter más
personal que aporta la crianza, que distingue los aromas primarios,
secundarios y terciarios de esta obra de arte, la única que se bebe,
pueda confiarse a un winebot equipado con los más avanzados
sistemas sensoriales de medición de acidez, fruta, madera,
temperatura o grado de maduración tánica. No me entusiasma que
ese día llegue, pero mientras tanto, para funciones menos
espirituosas, que modifican la manera en que ejecutamos nuestras
actividades cotidianas y las hacen mucho más fáciles, o
simplemente las hacen sin nuestra intervención, hay toda una
explosión tecnológica de sensores que detectan señales de todo
tipo, incluyendo sonido, imágenes, temperatura, humedad,
gravedad, altitud, emisiones, signos vitales y en suma cualquier
clase de información, que es codificada y procesada en la periferia,
en tanto se envía a través de redes a potentes ordenadores que
evalúan la respuesta y mejoran la iteración próxima. En algunas
ciudades los sistemas de detección y análisis de ruido pueden
discriminar y aislar señales de crímenes en progreso o siniestros,
disparando respuestas e intervenciones de equipos especializados
con mayor velocidad y confiabilidad que el sistema 911.
 
Aunque la preparación de mi filete o la cata del vino no estoy
preparado para confiársela a Watson ni a ninguno de sus
descendientes, no me molestaría instalar sensores en mi bodega o
adquirir una refrigeradora “inteligente” y conectarlos a una
plataforma que procese mis preferencias cárnicas y tendencias de
consumo, emita las órdenes de compra al supermercado y registre
la entrega de los productos en drones que se desplazan hasta la
puerta de mi casa. Esto liberaría el tiempo que necesito para
preparar con toda tranquilidad un caldo en condiciones para el
cocido, a partir de hueso, carne con mucha grasa y verduras, sin
tener que echar mano de los cubos de sabor elaborados en serie.
Además ahorraría gasolina, neumáticos, repuestos,
desplazamientos y consiguientemente pagaría menos por las primas
de seguro del vehículo, cuyos sensores registrarán la información
relativa a los hábitos de manejo, velocidad, desgaste de materiales,
infracciones de tránsito, uso inadecuado del carril izquierdo,
estacionamiento en sitios prohibidos y un largo etcétera. Adiós
retenes policiales y odiosos reductores de velocidad, que en mi
tierra llamamos “chapas acostados”.[134]  
 
Con la tecnología ya a disposición –sensores, nanotecnología,
implantes, conectividad, inteligencia artificial- se podría transformar
radicalmente la intervención penal tradicional, que recluye a todos
los ofensores en una prisión sin discriminar las causas ni su
peligrosidad.  Se podrían activar los códigos que impidan a un
infractor de tránsito conducir un vehículo por un tiempo determinado,
o encenderlo jamás bajo la influencia de las drogas.  Con tecnología
también se puede lograr determinadas sanciones para personas que
deben ser impedidas, según el delito cometido, de realizar ciertas
actividades, o circular fuera de un perímetro o cerca de otro, o de
ejercer determinadas responsabilidades. Para los sujetos más
peligrosos, la máxima seguridad no necesitaría ya manifestarse en
las limitaciones físicas de los centros de reclusión, sino en implantes
internos monitoreados por la red. Un marcapasos puede ser usado
remotamente para producir una descarga eléctrica que inmovilice a
su portador, o más. En fin, las posibilidades parecen no tener más
límite que la imaginación.
 
Convergencia y accesibilidad.
 
Gracias a la digitalización, distintas tecnologías convergen en un
lenguaje común, binario, y se potencian mutuamente, lo cual a su
vez acelera el crecimiento exponencial y, consecuentemente, reduce
costos. El acceso a muchas tecnologías ya no está restringido a
corporaciones con presupuestos de 8 o más dígitos; de hecho las
innovaciones más disruptivas y con más impacto se han originado
de la mano de start-ups promovidas por un equipo de pocas
personas, algunas ideas poderosas, mucha perseverancia y apenas
el capital semilla de los amigos y la familia para pagar el consumo
de energía de las computadoras y poco más. El capital de riesgo
vendría luego, usualmente cuando la visión y las ideas iniciales
habían incubado hasta madurar en el prototipo de un producto
concreto y rentable.  La historia de Microsoft, que empezó en un
pequeño garaje en Albuquerque en 1975, en 1976 vendía algo más
de $16,000 y en 25 años se había convertido en una de las más
grandes compañías de tecnología, era excepcional en el mundo
empresarial de fines del Siglo pasado; en contraste, la década en
curso ha visto muchos emprendimientos de garaje convertirse en
pocos años en unicornios, la etiqueta reservada para compañías
que superan el billón de dólares de valor de capitalización de
mercado. CB Insights da cuenta de 308 de tales compañías a Enero
de 2018.[135] 
 
Esta dinámica y accesibilidad ha alterado las reglas de la
competencia, y una posición dominante en el mercado ya no
constituye, al menos no en el mismo grado, la barrera de entrada
que suponía hace solo veinte años. Por otra parte, conforme el
mercado se ha trasladado significativamente al espacio digital, hace
mucho sentido comercial para quienes lideran la innovación
tecnológica licenciar sus productos bajo la modalidad de pago por
uso (Software as a Service o SaaS) a unos costos que permitan la
penetración exponencial de sus plataformas y la proliferación de
casos de uso.
 
Uno de tantos ejemplos basados en la facilitación del acceso a
través de modelos de negocio SaaS es Watson de IBM. Esta
computadora ganó en Febrero de 2011 el concurso de conocimiento
“Jeopardy!” marcando un logró que por décadas los científicos
habían tratado en el campo de la inteligencia artificial (“IA”): una
máquina que pueda entender preguntas planteadas en lenguaje
natural y contestarlas. Y al hablar de lenguaje humano la dificultad
que supone “Jeopardy!” para una computadora no solo estriba en
convertir palabras a partir de voces naturales, sino en poseer “la
habilidad para desenredar afirmaciones complejas y con frecuencia
ambiguas”[136], además de la capacidad de extraer informaciones y
formar asociaciones de vastas y dispersas fuentes de datos, otra de
las características propias de la inteligencia humana.
 
En el 2013 IBM puso a Watson a disposición en la nube como una
plataforma para apoyar proyectos basados en IA, iniciativa
acompañada de un fondo de US$100 millones de capital de riesgo
para emprendedores. Uno de tales proyectos es Modernizing
Medicine, una start-up que desarrolló una plataforma disponible a
través de iPad para registro e intercambio de resultados –sin revelar
nombres de pacientes- de tratamientos dermatológicos alimentada
por los profesionales que se suscribían. Este emprendimiento invitó
a Watson como socio en 2014; para entonces el ganador de
“Jeopardy!” había sido alimentado con todo el material que un
estudiante debe digerir para graduarse de la facultad de medicina,
de modo que el resultado de la asociación elevó el grado de acierto,
tiempo de respuesta, nivel de confiabilidad y fuentes de sustento de
los diagnósticos y tratamientos. El resultado expone además el
cambio fundamental que le espera a la práctica de la medicina.[137]
 
Y en general para la práctica de cualquier otra área profesional. Un
estudio de Grace, Salvatier y otros actualizado a 2018, que se
puede encontrar en el archivo digital auspiciado por Cornell
University[138], concluye que la IA se desempeñará mejor que los
humanos en varias actividades en los próximos diez años, y en
muchos otros dominios en las décadas siguientes. Cita entre tales
casos la traducción de idiomas para 2024, ensamblar legos 2025,
escribir ensayos académicos 2026 -hoy en día ya escriben artículos
de opinión para medios-, manejar camiones 2027, trabajar en
tiendas minoristas 2031, escribir un NY best seller 2049, hasta
practicar cirugías 2053. Si nos guiamos por lo sucedido en los
últimos años, en que la innovación ha ocurrido con frecuencia antes
que las predicciones de tiempo, tiene base pensar que muchos de
estos desarrollos se materializarán más aceleradamente de lo que
suponen los científicos que participaron en el estudio.
 
Algunas de estas actividades o sus partes ya son ejecutadas en la
actualidad por IA, como las aplicaciones para traducción con
reconocimiento de lenguaje natural, artículos que aparecen en
revistas especializadas, vehículos de pasajeros auto-conducidos. La
mayor parte de las órdenes de compra y venta de acciones en las
bolsas de valores no son decididas por personas. Con frecuencia
me preguntan sobre el futuro de la profesión legal, que he
practicado por décadas. Si se desagrega el servicio en sus
diferentes componentes, a saber lectura, investigación,
levantamiento documental, identificación de datos y hechos críticos,
coincidencias o patrones, ensamblaje de documentos legales,
preparación de contratos, veremos que ya existe tecnología para
automatizar todas estas tareas. Varias plataformas digitales que se
multiplican día a día ofrecen estos servicios, incluyendo algoritmos
que, en función de las pretensiones de las partes en conflicto y sus
posiciones y perfil, utilizan análisis predictivo para construir
propuestas de conciliación que tienen un altísimo margen de
aceptación final. Si matriculamos a Watson en la facultad de
derecho de Harvard y le enchufamos a la nube de cuerpos legales,
precedentes jurisprudenciales, ensayos académicos, opiniones, será
también posible que nos responda acerca de la norma que debe
aplicarse a un supuesto factual, o proyecte la probabilidad de que un
juez o jurado falle a favor o en contra dado su perfil,  historial y hasta
la hora del día en que se emite la sentencia. En la profesión legal,
como en muchas otras, hay mucho tiempo empleado en procesar
información  -leer documentos, identificar piezas relevantes, analizar
imágenes de laboratorio-, y tiempo marginal dedicado a formar
sentido de la información procesada, evaluar riesgos, resolver o
prevenir un problema y, sobre todo, comunicar persuasivamente la
solución a quien la necesita. El procesamiento de información, los
análisis predictivos, la extracción conceptual, la teoría de juego, la
elaboración básica de documentos, todo el proceso de pelar las
capas de la fruta para dejarnos a la vista la semilla y el corazón, por
así decirlo, estará a cargo de algoritmos de inteligencia artificial; los
profesionales del futuro tendrán que concentrarse y desarrollar las
facultades esencialmente humanas, buscando el ejercicio paralelo
de ambos hemisferios del cerebro, cultivando la empatía, el humor y
el don de la palabra tanto como las reglas de la lógica cartesiana. Y,
sí, habrá que desempolvar y enfatizar nuevamente las matemáticas,
el lenguaje indispensable para entender a los nuevos colegas
virtuales.
 
Sobrevivirán quienes enfoquen su talento en desentrañar el
funcionamiento de la norma y sus raíces no escritas antes que en
relatar enciclopédicamente su ropaje lingüístico, y quienes cultiven
un dominio de las esencias de otras disciplinas para poder integrar
propuestas con valor estratégico. Más que el conocimiento legal, el
valor de los abogados estará dado por su habilidad para leer a la
gente, para negociar, para integrar otras disciplinas en la concepción
de sus estrategias, y para engranar con sus clientes del modo que
estos quieran y cuando quieran. La rentabilidad de estos negocios,
hasta ahora basada en un esquema jerárquico, piramidal, de
muchas horas hombre en tareas rutinarias en los dos tercios
inferiores de la pirámide me recuerda a Kodak y su monopolio de la
fotografía impresa y de todos los componentes relacionados antes
de ser eliminada totalmente del mercado por una solución
digitalizada, desmaterializada y un modelo económico basado en
transferir el poder al usuario a la fracción del costo. Cierto, todavía
hay fotógrafos profesionales, melómanos como yo que coleccionan
discos de vinilo y también se necesitarán abogados asistidos por su
IA para manejar aquellos asuntos que exijan una construcción ad-
hoc, a la medida de un fin muy específico.
 
El sistema de organización social, sea empresarial o gubernamental
y toda su actividad se basa en la actualidad en una arquitectura de
procesos y funciones que exigen complicados sistemas y muchas
horas en gestión, procesos que corren en sus propios
compartimentos estancos, contabilidad por aquí, operaciones allá,
gestión de proyectos acá, innovación acullá. Hasta hace no mucho
las tecnologías de la información fueron medios para que las
personas interactuaran con los procesos y para automatizar sus
funciones rutinarias; por contraste, la inteligencia artificial
transformará procesos estáticos, aislados y preestablecidos en
esquemas integrados en cambio continuo y automático, con mínima
o nula intervención humana en la fase de ejecución, aunque
subsistirá en la fase de diseño.  Si añadimos Blockchain a la
ecuación, se habrá invertido el énfasis en la aplicación de la energía
humana, que hoy se malgasta en rutina, trámite y papeleo, y se
emplea marginalmente en pensamiento creativo.
 
También dejarán de existir muchos procesos. El sistema financiero
convencional, para citar un ejemplo que topa la vida de muchas
personas y la de toda organización, incluyendo el Estado, opera
sobre una infraestructura que exige en transferencias
transnacionales la intervención del banco de origen y del banco de
destino, y en el medio, bancos corresponsales y sistemas de pago,
conciliación y liquidación a ambos lados de la frontera, lo que resulta
en un promedio de 3 días para mover dinero de una cuenta personal
a otra, comisiones de cinco o seis participantes y elevados gastos
burocráticos para gestionar registros centralizados. Blockchain
prescinde de toda esta infraestructura y de los intermediarios, y
permite operaciones directas de transferencia de moneda en
segundos.
 
Tecnología y acceso universal
 
 
En todas las secciones de este capítulo he intentado demostrar
cómo y por qué las nuevas tecnologías  están cada vez más al
alcance del hombre común; la dinámica de la innovación, que
sucede de espaldas a todo plan, financiamiento, política pública o
dirección desde el Estado, ha contribuido significativamente a
eliminar esa brecha que, como demuestra Hans Rosling, está en la
visión distorsionada del mundo, más no en la realidad. En algunos
países en desarrollo pueden contabilizarse más suscriptores a la
telefonía celular que habitantes. En América Latina 7.6% de la
población usaba un Smartphone en 2011, 39.1% en 2017 y se
proyecta una penetración de 43.2% en el 2018[139]. Me refiero al
teléfono móvil conectado a la red y provisto de aplicaciones cuyo
desarrollo combinado tomó años y billones de dólares en
investigación y desarrollo, y que a la fecha es la extensión más
poderosa y universal de las capacidades cognitivas del hombre, es
un dispositivo que, como lo anotamos en otra sección, a un precio
de US$ 100 o menos en el mercado ofrece varias veces más
capacidad de procesamiento que una supercomputadora Cray-2, la
más poderosa y veloz de su tiempo, que se vendía por US$ 32
millones en 1985; es un dispositivo que nos permite acceder en
segundos a un repositorio virtual donde se almacena el 99.9% de
toda la información disponible en el mundo, pues apenas 0,007%
queda todavía solo en papel; y participar en foros, discusiones y
diálogos acerca de cualquier tema, lo que supone que frente a las
respuestas de la academia cualquiera tiene hoy la opción de
explorar las lecciones de quienes han probado sus ideas en el
terreno práctico, fuente invaluable si se considera que la mayor
parte de las invenciones a lo largo de la historia no nacieron de una
fórmula mágica descubierta en un laboratorio académico como
resultado de un proceso estructurado de razonamiento, sino de la
prueba, error e iteración en ambientes libres de ideas
preconcebidas.
 
Dos personas sin idioma común pueden entenderse con
aplicaciones de traducción simultánea con reconocimiento de voz; la
comunicación es instantánea. Todo esto es posible además en la
era en que la información es más valiosa que el capital o la
propiedad inmobiliaria lo eran hace medio siglo. Aun omitiendo la
infinidad de aplicaciones adicionales disponibles y en crecimiento
incesante, la mayoría sin costo, bastaría las que he mencionado
para demostración del salto cualitativo y universal –no son lujo de
ricos- de la especie para dominar una de las herramientas más
críticas para la generación de riqueza y bienestar.
 
Algún economista mencionaba que, sin control gubernamental, las
empresas tienden siempre a subir los precios para maximizar el
retorno de los inversionistas, y en refutación argumenté algo que los
empresarios saben muy bien a pesar de lo que digan las teorías
económicas: su única posibilidad de supervivencia y crecimiento en
un mercado cada vez más competitivo es maximizar la experiencia
de sus clientes y consumidores. Las empresas que tienen éxito, que
siguen proyectándose al futuro tienen como centro dinámico a sus
clientes, pues solo en la medida en que estos continúen y aumenten
sus interacciones con la empresa los accionistas podrán celebrar
beneficios de manera sostenible. Esto es tan obvio que poca
explicación adicional amerita. El abuso de posiciones monopólicas,
que efectivamente puede conducir a aumentos de precios, no es
resultado de la libertad en el mercado, sino de su distorsión, y la
corrección viene justificada por la necesidad de favorecer la libertad
de emprendimiento y competencia, que los monopolios erosionan;
así que también frente a estas excepciones y anomalías lo que se
busca es restablecer la libertad, no restringirla. Entonces se me
pidió ofrecer ejemplos, y expuse este efecto de la reducción de
precio y aumento de capacidad de las tecnologías; se me objetó la
tecnología como una muestra poco relevante, porque la gente no
vive en una computadora ni se alimenta de microprocesadores.
 
¡¿Poco relevante?! Este último es un argumento curioso, porque en
la medida en que la tecnología forma parte de casi todo proceso
empresarial, la constante debe ser una reducción de costos y
aumento de eficiencias, y por lo tanto la reducción del precio final al
consumidor -sin reducir la rentabilidad o incluso aumentándola- si se
quiere sobrevivir en el mercado. Debate aparte, lo más probable es
que también las casas o la comida se impriman con ordenadores, de
modo que la vivienda y la alimentación se convertirán en una rama
de la industria tecnológica. Mientras que las tecnologías son
deflacionarias, la incesante impresión de moneda por los gobiernos
es la causante del incremento histórico de precios de ciertos activos.
 
Mientras releo estas líneas como parte de la corrección del
manuscrito, Bloomberg anuncia que en el verano de 2019 se
construirá con impresión 3D la primera villa en algún lugar de
Latinoamérica, para campesinos que viven con menos de US$ 200
al mes[140]. Las paredes y la estructura estarán terminadas en 24
horas, esto es treinta veces menos tiempo que el que tomaría
completar el papeleo burocrático para transferir la propiedad o
financiar la misma casa. En algunas ciudades de Latinoamérica
estos procesos pueden tardar meses. Solo el proceso de aprobación
de planos por las autoridades municipales, allí donde se exige este
paso absurdo, tomará varias veces más que la edificación de una
estructura con esta tecnología. Este es otro ejemplo de las
profundas implicaciones sociales que tiene la transformación digital.
 
La impresión tridimensional (3D) consiste en la producción de
objetos mediante un proceso de adición de capas de determinados
materiales. En lugar de enviar físicamente un producto de un punto
a otro separado en el espacio, a veces con fronteras, aranceles y
barreras comerciales de por medio, lo que se transmite digitalmente
es la versión binaria del objeto, alcanzando el destino en segundos
dependiendo de la velocidad de la red, donde es fabricado mediante
un proceso de impresión en tres dimensiones. Del material de
impresión depende lo que se puede fabricar; la industria inició con
plástico y no duda que podrá eventualmente imprimir material
biológico.
 
En 2010 Scott Summit entregaba prótesis de extremidades
diseñadas por los clientes y producidas enteramente con 3D. Align
Technology imprime en 3D 65000 frenos bucales de plástico
transparente cada día, la alternativa a los frenos de metal. En 2014
empezaron a equiparse estaciones espaciales con impresoras 3D
para producir repuestos in-situ que de otro modo tendrían altísimos
costos de reemplazo y tiempos de espera por la logística. Para 2025
se estima que en las estaciones espaciales se imprimirán
componentes electrónicos. Boeing imprime en 3D más de
doscientas piezas para sus plataformas aeronáuticas, y Planetary
Resources imprime en 3D la mayor parte de sus equipos de
prospección espacial para futura explotación mineral fuera de la
Tierra.  Ya hay exitosos emprendimientos para fabricación de
juguetes y otros objetos comerciales. En 2014, en el International
Manufacturing Technology Show de Chicago, el equipo de Local
Motors imprimió en un día un vehículo completo.[141]  Es una
tecnología que sustituye el proceso de fabricación,  altera los
modelos de negocio y las cadenas de suministro y de agregación de
valor.
 
Ya se fabrica en laboratorio carne y proteína animal a partir del
cultivo de células, y la biología sintética permite traducir  a código
binario el ADN de material vivo. Es cuestión te tiempo para que la
impresión 3D se use también en la producción de alimentos y
órganos para trasplantes. O que en un solo día se pueda imprimir
una casa y habitarla al día siguiente. Los vehículos del futuro
cercano no estarán dotados de ordenadores; serán ordenadores con
ruedas, o hélices. Las viviendas también serán ordenadores con
sensores y paredes, intersección del IoT, de la impresión 3D, de
tecnologías de energía renovable y limpia, entre otras.
 
 
Disrupción total
 
Como se ve, no parece haber ámbito social o industrial –y
consecuentemente político- que vaya a quedar al margen de una
transformación radical o que, sencillamente, vaya a desaparecer o al
menos quedar en desuso. Hemos hablado de servicios, veamos lo
que sucederá con los recursos, las industrias relacionadas, la
democratización en el acceso, el cambio de paradigmas de equidad
social. Hemos escuchado que el agua sería el recurso escaso que
agitaría las próximas guerras, pero la tecnología ha producido
máquinas del tamaño de una refrigeradora mediana para desalinizar
1000 litros diarios de agua a menos de US$0,02/litro. Era lugar
común, al menos para un sector importante de la crítica política, que
la globalización acentuaría las disparidades sociales, pero la
tecnología que ha resultado del flujo libre de ideas, personas y
capitales, de la conexión digital global, de la convergencia
tecnológica y científica que empuja el crecimiento exponencial, de
emprendedores sin más límites que el horizonte de sus propios
sueños, que han podido verlos florecer sin capital inicial ni más
infraestructura que un garaje prestado, ha hecho posible la
democratización en el acceso a medios productivos, salud,
información y muchos otros beneficios. Hoy el lugar común nos
muestra un campesino en la selva amazónica o una artesana en
Mongolia contestando una llamada en un dispositivo que es un
millón de veces más barato y varias veces más poderoso que una
supercomputadora de los años setenta, que solo poseía IBM o un
gobierno.[142] Las tecnologías LOC (acrónimo por su Inglés Lab-on-a-
Chip), incorporadas a dispositivos del tamaño de un teléfono móvil,
tienen el potencial de resolver pruebas de laboratorio y funciones
diagnósticas muy costosas que debían ser ejecutadas por personal
médico especializado, inaccesibles en muchos lugares del mundo
donde no hay transporte confiable ni médicos a la mano, y que
ofrecerán a los pacientes la posibilidad de hacerse pruebas de
sangre, saliva, orina in situ y obtener decenas de diagnósticos en
materia de minutos y a una fracción del costo. Esta tecnología es,
en opinión del Dr. McDevitt, profesor de Rice University, la solución
para un sistema de salud pública que estará quebrado en algunos
años[143], es decir que la globalización y la tecnología no solo han, en
efecto, democratizado el acceso a la salud sino que podrían, vaya
paradoja, mitigar el impacto de la quiebra inminente de sistemas
financiados bajo la lógica del Estado de bienestar.  La información
capturada de estas pruebas LOC mediante dispositivos conectados
al Internet, procesada a través de Inteligencia Artificial, producirá
diagnósticos tan finos y confiables como los que cabría esperar de
una junta médica, con alta probabilidad de que estos beneficios
sean desmonetizados, como los servicios de los millones de
usuarios de otras plataformas digitales globales.
 
Varias compañías compiten por posicionar drones, globos y satélites
para ofrecer gratis a bajísimo costo el acceso a Internet a cada ser
humano sobre el Planeta[144]. Imaginemos las posibilidades para la
educación personalizada que se abre con contenidos gestionados
por Inteligencia Artificial, Big Data, tutoriales de video, realidad
virtual, realidad aumentada, sin el costo de tiempo en
desplazamiento,  ni la pesada gestión de establecimientos
educativos, o su supervisión por un ejército de burócratas
censurando contenidos o aprobando programas académicos. El
cambio mayor en materia educativa será, entre muchos otros
beneficios, en calidad y disponibilidad de programas, accesibilidad
universal, eliminación de intermediarios e infraestructura costosa y,
sobre todo, en devolverle a la persona el poder para construir un
currículo académico no solo mejor adaptado a su perfil personal,
sino también disponible con la misma flexibilidad y velocidad con
que cambia el mundo. Es la migración de un sistema vertical dirigido
o supervisado en mayor o menor grado por una autoridad estatal
hacia un sistema distribuido, auto-regulado por los partícipes
directos del proceso educativo.
 
Singularity University (SU), fundada en Silicon Valley en 2009 por
algunos visionarios y apoyada por Google, Nasa, Cisco y Autodesk,
entre otras empresas,   es una de las primeras instituciones
educativas que responde a esta visión exponencial del progreso en
la época actual, mientras que el sistema educativo tradicional y las
instituciones de la organización política están concebidas bajo una
mentalidad lineal, la que ha sido forjada durante decenas de miles
de años de evolución, pero que no es suficiente para la
supervivencia ahora.
 
De lo lineal a lo exponencial; del conocimiento a la
autonomía.
 
Las matemáticas que las separan van así: se necesitan 30 pasos
lineales para llegar del 1 al 30; pero 30 pasos exponenciales nos
llevan del 1 al 1.073.741.824 -esto es 2 a la potencia de 30-.[145]   
Las ideologías y la ciencia política que encontramos en todos los
libros de texto fueron la respuesta a épocas de grandes privaciones
materiales y espirituales –pues aún los ricos de hace cien años no
poseían los lujos del ciudadano medio de hoy-,  concebidas a la luz
de una vela, que es desde luego encantadora y hasta mística, pero
pobre en iluminación; tan pobre que Galileo Galilei escapó por los
pelos de ser condenado a la hoguera santa por sostener que la
Tierra giraba alrededor del Sol, noción que la formuló un filósofo
pitagórico cuatro siglos antes de la era Cristiana, y que no hubo de
ser aceptada generalmente por la ciencia sino hasta el Siglo XIX. La
primera máquina mecanográfica data de principios del siglo XVIII, y
se necesitaron casi trecientos años para que la sustituyera la
escritura digital. La propiedad inmobiliaria y el capital han sido por
siglos –los que vieron nacer las visiones políticas que perduran
hasta nuestros días, matices más, acentos menos, mucho reciclaje-
la principal fuente de solvencia y garantía de éxito empresarial, así
como la categoría que invariablemente se contraponía al trabajador,
único elemento de un aparente dilema social reducido a dos
extremos desiguales, capital o trabajo; la propiedad e intercambio de
valores y bienes muebles y la actividad industrial tuvieron menos
tiempo en auge, unos cien años. Los últimos veinte años han visto el
nacimiento y maduración  de la era del conocimiento, donde prima el
valor de la información, de una marca, una patente, un secreto
industrial, la posesión de intangibles, desde acuerdos para controlar
redes de distribución, cadenas de suministro hasta derivados en
bolsa; es la era en la que deja cien veces más margen la gestión de
la franquicia de Starbucks que el cultivo del grano de café. Pero
incluso hasta este punto, a pesar de la notable aceleración de la era
del conocimiento, el modelo seguía en su mayor parte una
progresión lineal, donde el aumento del resultado final dependía del
incremento de los factores de producción, a saber más
establecimientos, más tiendas, más unidades productivas, más
camiones y barcos para abastecer la necesidad logística, más
materia prima. Y más regulaciones estatales.
 
Pero desde el año 2007, fecha de confluencia de emprendimientos
que cambiarían el panorama, hemos pasado de escribir en un
teclado a dictarle mensajes en lenguaje natural a un ordenador que
los transforma en texto; o a traducción simultánea en lenguaje
hablado. Muy pocos años pasarán hasta que la próxima generación
de aparatos móviles, seguramente incorporados a prendas de uso
personal o conectados directamente al neocortex, imperceptibles
nanoestructuras  fungiendo de broches o diminutos implantes
incorporados a la función sináptica del cerebro, que además de
transformar a texto nuestros monólogos, programar las citas tan
pronto las concertemos con el interlocutor, descargar el archivo que
necesitamos examinar, ejecutar la transferencia monetaria –sin
intermediación bancaria, muy probablemente-, grabarán nuestros
pensamientos y los transformarán en notas que al final de la noche
esperarán en una laptop la edición final.
 
Este impacto de la tecnología en la convivencia y en la accesibilidad
o democratización de los recursos no es nuevo, aunque antes
tomaba siglos y ahora, días.  Diamandis cuenta que Napoleón III
invitó a cenar al Rey de Siam (hoy Tailandia), y se le sirvió en
cubiertos de aluminio, mientras el anfitrión utilizaba utensilios de oro
y la tropa, de plata.  El aluminio, casi inaccesible a la sazón, costaba
más que el oro o el platino, razón por la cual la punta del
Monumento Washington en la ciudad de ese nombre fue construida
de aluminio.  La electrolisis lo hizo tan barato que ahora se lo usa
como si fuera material desechable. 
 
Como veíamos al analizar la industria de los vehículos auto-
conducidos y sus implicaciones para esa y muchas otras industrias,
estamos frente a una revolución que, si bien resulta posible gracias
a la tecnología, no se agota en la consecuencia tecnológica, sino
que incide en los modelos de negocio, las funciones institucionales,
en el enfoque del usuario respecto de sus necesidades, en una
transformación de los roles humanos y el contenido de las
relaciones. Así como la audiencia es hoy también productora de
noticias, los empleados tendrán que reinventarse en
emprendedores, mientras negocios, instituciones y organizaciones
políticas perderán funciones que la disrupción tecnológica habrá
hecho innecesarias.
 
Debo advertir nuevamente que no pretendo sumarme sin beneficio
de inventario a quienes nos presentan el aspecto más positivo y la
forma más radical de transformación de la sociedad por lo que se
conoce como la Singularidad. La discusión acerca de las
posibilidades y los límites de las tecnologías más disruptivas se la
dejamos a los expertos en la materia,  varias de cuyas obras más
relevantes a esta discusión he identificado en mis notas al pie para
quienes quieran ampliar el estudio de estos temas.  Lo que interesa
aquí es destacar que, sea que se cumplan en toda su extensión las
predicciones de los gurús o que lleguemos en el futuro cercano a
medio camino, lo recorrido habrá sido suficiente para transformar la
forma en que enfocamos la salud, el trabajo, la relación con los
demás y con las instituciones de la sociedad, la generación de
riqueza, la educación, así como la velocidad y la simplicidad a la que
sucederán estos eventos.
 
En cuanto al impacto sobre la degradación del poder político y sus
instituciones y su contrapartida, la recuperación de la libertad y
poder de la persona, tema central de la obra, quienes han llegado a
este punto de la lectura habrán notado mi insistencia en una
premisa: el mundo de la política y los elementos que hacen y
justifican al Estado continúan su negocio como si esas estructuras y
paradigmas fueran los únicos inmunes al cambio, mientras todo
alrededor se transforma. No dejo de sociar la suerte que le espera a
la megafauna pública con la extinción de las principales especies de
grandes mamíferos en la época del Holoceno, especialmente en los
lugares más poblados por el Homo Sapiens. En esencia fue un
problema de adaptación al cambio climático acelerado por la
presencia del hombre moderno. Metafóricamente hablando, el
Estado continúa avanzando a paso de mamut en su intento por
planificar, regular y controlar a personas y empresas que habitan ya
en otra dimensión, donde suceden las cosas exponencialmente y
gracias a la iniciativa privada, donde el hombre y la máquina se
potencian mutuamente para cruzar un umbral históricamente
singular.
 
 
Lo malo, lo feo y lo bello
 
 
Hay que poner en perspectiva el futuro que nos presenta la
tecnología y reconocer que, mientras transforma el mundo y origina
oportunidades insospechadas, también origina riesgos inéditos.
¿Qué gran paso de la humanidad, que nueva herramienta, que
adelanto científico no los supone? Las redes virtuales permiten
escudarse detrás de las pantallas y usar trincheras anónimas para
tirar piedras escondiendo la mano. La conversación personal o el
teléfono que hacía puente en la distancia, transmitiendo al menos el
calor y el color de las voces, ha perdido  vigencia frente al chat; y la
lectura, al menos en las generaciones nacidas con el siglo que
corre, se enfoca más en los cortos de imágenes y textos de
Instagram y Twitter y otras plataformas, y menos en libros. Los
jóvenes deben hacer un esfuerzo extraordinario consigo mismos y
frente a las prácticas de su generación para encontrar espacios de
quietud y lectura reflexiva. En España, país con buenos hábitos de
lectura, ha decaído entre 2006 y 2016[146] la cifra absoluta de
publicaciones para niños y jóvenes, a pesar del aumento de la
población en el mismo período. Otros países con hábitos más
débiles han retrocedido a mayor velocidad. No debe sorprender,
todos hemos sido testigos del carácter adictivo de las pantallitas
digitales, convertidas en la mayor fuente de distracción de la
atención mental, en el mayor enemigo del flujo, ese estado de
potencia liberadora, de intensa aplicación de todos los sentidos a
una actividad.   
 
Por otra parte están los dilemas éticos. Ratzinger coloca la bomba
atómica y la ingeniería genética –“el hombre como producto”- al tope
de la lista de los riesgos a los que conduce el ejercicio de la razón y
la ciencia sin orientación moral, sin valores que fijen límites. Y están
las amenazas para la seguridad, como la fabricación de armas
biológicas para ser usadas contra personas a partir de su ADN, para
citar uno entre innumerables ejemplos. La forma torcida y malévola
con la que se puede usar la ciencia y la tecnología no está menos
potenciada por la imaginación que sus aplicaciones para el
progreso. También están los daños colaterales, por así decirlo, que
toda disrupción trae consigo, y que dejará mal parados a quienes no
se anticipen o al menos se adapten, a quienes piensen que no va a
suceder o que sucederá en una órbita lejana, tan disociada de su
realidad que apenas cambiará sus vidas. Pero este es el riesgo
existencial, ha sido así desde el inicio de los tiempos y continuará
siéndolo, no hay conquista sin costo ni avance sin riesgo. Es cierto
que las consecuencias e implicaciones prácticas tienen hoy un
grado de impacto mucho mayor, inusitado, pero también dan lugar a
mayor autonomía personal, a la reivindicación de la libertad y la
responsabilidad consiguiente. Y a insospechadas y abundantes
oportunidades de progreso.
 
Muchos de los riesgos de la tecnología son en realidad debilidades
culturales y de valores, y más bien la misma automatización y la
eliminación de trabajos y tareas que serán ejecutados por robots y el
tiempo de ocio resultante “nos permitirá recuperar el arte de la
conversación, la lectura y la buena música, y la desesperanza dará
paso a posibilidades inimaginables hoy en día.”[147]
 
Otra amenaza que la tecnología empuja es la posibilidad de la
ciencia como valor último. Harari explica en Homo Deus por qué la
conquista de la felicidad y la inmortalidad[148] serán los nuevos
objetivos de la humanidad. Hace siglos poblaciones enteras eran
diezmadas por epidemias o hambrunas, vulnerables a la forma de
producir y procesar alimentos y al estado de la medicina. Cuando
llegaron las primeras flotas españolas a México, en menos de un
año la peste redujo de 22 a 14 millones su población. Hasta antes
de las reformas económicas que emprendió Deng Xiaoping, el
hambre asediaba China y causó una de las más numerosas muertes
colectivas. La llamada peste negra redujo a la cuarta parte la
población de Eurasia, y a la mitad la de Florencia. En la actualidad
la desnutrición ya no se debe a la escasez de alimentos, y las
vacunas han permitido hacer frente a las epidemias; la estupidez
humana o la política, sin embargo, impide que millones de personas
reciban los beneficios que, desde una perspectiva científica y
económica, podrían estar al alcance de todos.
 
Insisto, no culpemos a la tecnología, cuya esencia es, según lo dijo
Heidegger, revelar. Lo que haga el ser humano con las nuevas
herramientas a disposición es su decisión. El problema es qué hace
este descendiente de Adán o ejemplar mejorado del chimpancé con
el potencial que le descubre la ciencia. La energía atómica puede
movilizar ciudades, pero también puede destruirlas de un plumazo;
el automóvil aceleró el progreso de la sociedad en su tiempo –hoy
está atorado en el tráfico y es causante de emisiones y consumo de
combustibles fósiles-, pero también se empleó para robar bancos,
tanto como la tecnología la emplean hackers en la actualidad para
todo tipo de crímenes, desde suplantar una identidad, develar
secretos, incidir en una campaña política, limpiar una cuenta
bancaria o tomar el control de infraestructuras de servicios críticos.
 
Sobre el futuro de los trabajos sugiero consultar la obra de Andrés
Oppenheimer, “¡Sálvese quien pueda!”, fruto de una investigación
específica sobre el fenómeno con la seriedad y rigurosidad que le
caracteriza, en la que contrasta a los tecno-utópicos y a sus
contradictores y nos entrega una conclusión que parece bastante
objetiva y balanceada: “Ocurrirá lo mismo que ha ocurrido después
de la Revolución agrícola y luego de la Revolución industrial: tras un
período de transición que dejará en un principio un balance laboral
negativo, las cosas se reacomodarán para mejorar.”[149]  En suma,
una transformación positiva en el largo plazo, con nuevas
oportunidades para el desarrollo personal, pero caracterizada en su
fase inicial por la destrucción de muchos empleos, más acusada en
las regiones con economías menos sofisticadas, más dependientes
de la manufactura y otras actividades con poco valor agregado.
Oppenheimer da cuenta de la poca visión de los líderes en América
Latina, que apenas se informan o entienden de las implicaciones de
las nuevas tecnologías, a las que miran como curiosidades y no
como la fuerza que ha condenado a la bancarrota a gigantes
corporativos de la noche a la mañana, que ha disparado
exponencialmente el crecimiento de compañías que en pocos años
se proyectaron desde un garaje prestado a manejar ingresos
superiores a los del PIB de muchas naciones del continente.
 
Este efecto negativo inicial también puede ser la oportunidad para
activar inusuales mecanismos de contribución y protección social al
margen del Estado. Frente a la erosión laboral de la automatización,
Bill Gates ha propuesto que los robots paguen un tributo y
Zuckerberg entretiene la idea de un ingreso universal mínimo para
quienes sean impactados por el desempleo. Esto último podría ser
financiado con la contribución que propone aquél.  Son ideas
interesantes si se las lleva fuera de la decisión y administración
estatal, mas desastrosas y regresivas si se transforman en nuevos
mecanismos de exacción, burocracia adicional o se materializan en
subsidios, que no son eficientes y derivan con facilidad en una
gestión clientelar y alimenta la cultura del Estado de bienestar, esa
en la cual la gente no renuncia a sus derechos, pero sí a su futuro,
que lo abandona en manos de los planificadores. En esta obra
planteo, en el contexto de sociedades locales y abiertas, con
estatuto jurídico propio, autónomo, configurado consensualmente
por sus miembros en ejercicio de la libertad individual –common law-
un sistema de contribución a los fines sociales ejecutado
enteramente a través de Blockchain. Este sería el ambiente ideal
para darle forma concreta a las sugerencias mencionadas.
 
A las acertadas conclusiones de Oppenheimer añadiría solamente
unas observaciones en el contexto del rol del Estado y las
instituciones políticas frente a la libertad humana, tema central de
estas páginas. La primera, obviedad factual, es que la
automatización es indetenible, es una ola que ya adquirió las
dimensiones de un tsunami y no hace sentido emplear energías
resistiéndose, negando la realidad o golpeando las puertas de los
reguladores para que contengan o reorienten el fenómeno a gusto
de los agoreros del desastre, oposición política que de cualquier
manera, en términos generales, podemos dar por descontada, pues
si hay algo susceptible de ser barrido por la tecnología es la función
burocrática así como muchas decisiones de la política. Esas
energías estarían mejor canalizadas explorando las oportunidades
que se abren  aprovechando la fuerza de la ola. En lugar de montar
una barrera para detener los vientos, inventar un molino que los
transforme en energía. La presencia del Estado como una fuente de
protección o auxilio es un espejismo peligroso, pues la esperanza en
su hipotética intervención para regular, reorientar o mitigar el
fenómeno pueden demorar o restarle impulso a iniciativas
personales que se activan con intensidad cuando no hay remedios
fáciles a la mano.
 
La segunda observación tiene que ver con un cambio de paradigma.
Lo que se anota como las debilidades de la automatización, a saber
la reducción de trabajos estables y permanentes o la pérdida
consiguiente de beneficios sociales atados a la dependencia, tienen
una contrapartida, el aumento de la autonomía personal, la
flexibilidad, la recuperación del control sobre el destino profesional.
Esta independencia es el sueño de toda persona cuya ansia de
libertad supera su instinto de sumisión y sus miedos, para utilizar
palabras de Erich Fromm.  En tercer lugar, enfatizo una noción que
ya trato en otras páginas, y es que la automatización producirá dos
efectos, uno es el de la pérdida de los trabajos –según los informes
citados por Oppenheimer, 47% de los empleos en Estados Unidos
serán reemplazados por robots e inteligencia artificial en la próxima
década o dos, y el porcentaje será mucho mayor en países en
desarrollo-, y otro es la caducidad de un concepto, el del empleo en
relación de dependencia, que subsistirá marginalmente. Dicho de
otro modo, quienes hoy se ven como empleados deberán empezar a
reimaginarse como emprendedores, microempresarios,
colaboradores independientes y a pensar su relación bajo la lógica,
los riesgos y las oportunidades que conlleva tratar con un cliente, un
socio, un usuario, no un empleador. Quizás tanto o más importante
que la reeducación y el aprendizaje de nuevas competencias y
habilidades para adaptarse a un mundo en el que dos de cada tres
profesiones, trabajos y oficios son todavía desconocidos será el
cambio de un rasgo cultural muy arraigado, que lleva a dos tercios
de la población a mirarse en el espejo de la dependencia, a concebir
la dinámica empleado-patrono como su opción más confortable o la
única, y a esperar que los denominados beneficios sociales sigan
brotando de una fuente cuyos mecanismos de funcionamiento van a
ser transformados o desplazados. De los 67 años de promedio que
tenía una empresa típica del índice S&P hasta hace pocas
décadas,  a los 15 años de vida que tendrán la mayoría en poco
tiempo, se añade un fenómeno de aplicación cada vez más
extendida, el de las organizaciones flash –también referidas por
Oppenheimer-, que se arman rápidamente para llevar adelante un
proyecto y se disuelven una vez ejecutado, al estilo de las
producciones cinematográficas.
 
Los cambios que producirá la robótica y la inteligencia artificial no se
concretarán en una gran ola de transformación para dar paso al
reacomodo de las piezas una vez pasado el temporal, sino que
continuarán incesantemente, al mismo ritmo con que las máquinas
se reprograman a sí mismas y prosiguen sus saltos exponenciales.
Nos enfrentamos a una realidad en la que lo único constante será el
cambio y la necesidad continua de adaptarse. Los líderes y las
nuevas élites no serán quienes mejor se adapten, lo que supone
reaccionar con agilidad, sino quienes abracen su propia visión de
cómo impactar y crear su propio futuro. El mayor reto no será
aprender sino desaprender, descargar las ideas preconcebidas y las
anclas de conocimiento que operan como un lastre.
 
Finalmente una constatación, también ya realizada, de que las
capacidades que serán útiles en el mundo del mañana serán las que
nos definen como humanos, las que no pueden ser replicadas por
los robots, como la empatía, la comunicación, la negociación, la
improvisación, la imaginación, la creatividad, la intuición y la
estética, a los que me referiré más adelante. Antes quiero comentar
en la siguiente sección un tema que anota un historiador en relación
con el potencial efecto de la tecnología sobre la conciencia humana
y las democracias liberales.
 
Tiranobot
 
En “21 Lessons for the 21st Century” Harari se plantea un escenario
mucho más alarmante que la transitoria erosión de empleos o
incluso el destino de muchos desempleados para quienes va a ser
muy difícil en la práctica aprender las competencias más
sofisticadas de la nueva era, dada su escasa formación de base o la
ausencia de impulso, por la pérdida del propósito existencial que
puede haberse encontrado en el oficio cotidiano, súbitamente
extinguido por la automatización.
 
Corremos el riesgo, según Harari, de una traslación de las
decisiones personales a asistentes digitales, degradando el nivel de
conciencia y autonomía de los individuos, como también las
decisiones descentralizadas del sistema democrático podrían
concentrarse en un centro autoritario de poder, gracias a la
inteligencia artificial. El soviet supremo, por citar un ejemplo
aplicable a otras dictaduras, administró la Unión Soviética con la
torpeza necesaria para sembrar su propia desintegración, agravar la
condición de servidumbre de la era zarista y condenar a su gente a
la miseria en gran parte, según esta tesis, por ausencia de datos o
información suficiente y veraz, sobre cuya base se tomaban
decisiones aconsejadas por la política, no por la libertad, el
bienestar, el progreso. Cité también el caso chino páginas atrás,
cuya planificación centralizada fue la causa, según varios
historiadores, de una masiva muerte por hambre. En la medida en
que las nuevas tecnologías suponen la disponibilidad de extensas
bases de datos, de información que los servicios de inteligencia
gubernamental capturan sobre rasgos personales –ADN, retina,
identidad, historial médico-, preferencias, relaciones, destinos,
lecturas, navegación digital, desplazamiento físico, mensajes,
seguidores y sujetos de seguimiento en las redes sociales o
cualquier otra actividad -las posibilidades son tan amplias como
permite la tecnología imaginar-, los gobiernos autoritarios tendrán
todas las herramientas en sus manos para manipular, orientar
comportamientos sociales o lavar el cerebro y controlar la conducta
de las masas, asegurando el favor popular necesario. También la
inteligencia artificial permitirá gestionar la política con resultados
materiales positivos, de modo que el bienestar ya no sea monopolio
de las democracias liberales sino también un objetivo plausible de
una dictadura. Este es, en resumen, el argumento en que se apoya
Harari para sostener que la Inteligencia Artificial podría empujar el
péndulo a favor de  las tiranías[150].
 
Para alimentar la reflexión he querido exponer esta tesis que difiere
de mi proposición, pues en estas páginas sostengo que las nuevas
tecnologías abren inmensas posibilidades de emancipación
individual y serán el mayor antídoto contra el poder, cuando no el
detonante de su colapso, antes que una herramienta para su
preservación y crecimiento. Harari es un escritor muy persuasivo y
relieva una situación real y sombría, la capacidad de manipulación y
control social que pueden ejercer los gobiernos con las nuevas
tecnologías, y que ya ejercen en buena medida. Pero los gobiernos
podrán exacerbar sus mecanismos de intervención y hasta acertar
gracias a la Inteligencia Artificial en sus decisiones de control
político; lo que no podrán hacer es crear bienestar, pues esto no
depende de un cerebro, por inteligente que sea, sino  de la
diversidad de voluntades de los individuos libres, por equivocadas
que nos puedan parecer.
 
Harari se equivoca al reducir la causa diferencial del progreso del
sistema liberal y del comunista a un mecanismo de procesamiento
de data, que antes de la tecnología actual, siguiendo su
pensamiento, estaba mejor servido por la balanceada contribución
de diversas personas e instituciones en el sistema democrático,
pero conducía a errores graves en un contexto de concentración de
poder. Esto cambia con las tecnologías: “De hecho, AI hace a los
sistemas centralizados mucho más eficientes que a los dispersos,
pues el aprendizaje computacional funciona mejor según la mayor
información que puede analizar.”[151]
 
Platón, como hemos dicho en varias ocasiones, concebía un Estado
totalitario, regido por un rey filósofo que debía organizar a toda la
sociedad y sus miembros según un plan central, inspirado por la
divinidad, que asignaba a cada individuo el rol que encajara en el
concierto general de modo que “canten lo mismo y en perfecto
unísono los más débiles, los más fuertes y los de en medio…”[152] En
esta concepción no importaban las elecciones ni la felicidad
personal, que debían supeditarse a la necesidad de cohesión del
Estado. Lo que importaba era la felicidad colectiva.  Es verdad que
una Inteligencia Artificial sentada en el trono de la computación
cuántica haría el mejor rey filósofo, pero seguiría siendo el Estado
de Platón, de Hobbes o de Marx.
 
Las democracias liberales no fueron más exitosas en crear riqueza y
darle a la mayoría una tajada de un pastel más voluminoso y
suculento porque procesaban información mejor que las tiranías,
sino por hacer lo contrario, por abstenerse de procesar información
con el objeto de impartir recetas generales, porque el sistema
limitaba la tentación de todo político de interferir en la dinámica
social, concepto desarrollado a profundidad a lo largo de esta obra.
Esas democracias liberales, por otra parte, han dejado de ser
liberales salvo excepciones, pues en Oriente y Occidente se han
difuminado, cuando las hubo, las líneas que separaban las
funciones del Estado y establecían contrapesos y controles al poder,
que en un grado u otro es más concentrado –cuestión de titularidad-
y mucho más amplio –cuestión de alcance- en la actualidad de lo
que fue en su origen.
 
Que los gobiernos, liberales o socialistas, democráticos o
autoritarios, vean aumentar las herramientas de intervención en la
sociedad y sus poderes policiales con las nuevas tecnologías no es
un fenómeno nuevo ni inesperado. La realidad del Siglo XX,
paralelamente a la expansión del poder estatal, fue la creciente
influencia de los grupos económicos monopólicos y de los sindicatos
y organizaciones colectivas de presión y activismo –Argentina está
actualmente paralizada por estas últimas, que impiden cualquier
reforma que limite sus privilegios-, y ambos se han nutrido
recíprocamente del mercantilismo de Estado, aquellos
asegurándose de que desde el poder político se protejan sus
posiciones y se erijan barreras regulatorias de entrada a la
competencia, estos preservando su costosísima intermediación,
mientras el poder nutría su dinámica clientelar, crítica a la hora de
financiar campañas y movilizar electores. El gran perjudicado de
este entente tripartito ha sido el del ciudadano común, el
consumidor, el contribuyente, que termina finalmente pagando la
cuenta de los privilegios, del despilfarro y de un mercado con menos
alternativas de elección de las que habrían en competencia abierta.
La probabilidad de que el Estado aumente su poder con las nuevas
tecnologías no hace más que confirmar una de las tesis
fundamentales de esta obra: que el poder político constituye la
mayor amenaza para las libertades.
 
Lo que no estaba en el tablero hasta años recientes es, por un lado,
un individuo con poder y potenciado por la transformación
tecnológica, lo que ha generado una dinámica social basada en la
autonomía personal sin precedentes y ajena a las categorías sobre
las que se diseñó la arquitectura del poder y las instituciones
políticas; y por otro, la disrupción en la política que esas
transformaciones provocan. La información  ya dejó de ser un activo
de los gobiernos y está en manos de cualquiera. 
 
 
Intuición y estética
 
Hawking, Popper y Einstein nos advirtieron de la futilidad de buscar
en la ciencia la respuesta a todo, o de tomar sus teorías o
comprobaciones como verdades últimas; no son más que puntos de
apoyo en la progresión del conocimiento. Como el método científico
exige demostración, toda proposición en sus dominios debe ser
tenida como válida mientras una posterior observación experimental
no la contradiga. “Toda teoría física es siempre provisional, en el
sentido de que es únicamente una hipótesis: nunca se puede
probar… Cada vez que se observa que nuevos experimentos
coinciden con las predicciones de la teoría esta sobrevive, y nuestra
confianza aumenta; pero si alguna observación nueva no
concuerda, debemos abandonar o modificar la teoría.”[153]
 
Las teorías científicas y las herramientas de la tecnología no son
buenas ni malas en sí mismas, no son susceptibles de calificación
moral, solo son comprobaciones con carácter provisional de las
causas y efectos de fenómenos concernientes a la materia en el
mundo de la física, de la biología, en suma de la naturaleza. El
sentido moral está fuera de la materia y pertenece al dominio de la
voluntad, y solo surge cuando hay posibilidad y capacidad de
elección. Por lo tanto no hay dirección moral sin libertad. La
tecnología solo descubre las opciones de la libertad, la razón las
discrimina y la voluntad las selecciona y concreta. Es en esta
actividad de concreción que se realiza o destruye un valor moral.
 
De lo que se sigue que la ciencia y la moral son los dos pilares
motrices de los que depende el movimiento del hombre. Sin la
ciencia marcharíamos sobre el mismo terreno, o a ciegas, a saltitos
sobre una extremidad; sin la moral no sabríamos si cada paso que
damos fortalece o debilita nuestra libertad, fuente de todo sentido
moral, haciéndonos más humanos o deshumanizándonos,
acercándonos o distanciándonos de la felicidad. No voy a
incursionar en el debate acerca de la moral laica, inspirada
exclusivamente en la razón, o religiosa, fundada en la fe, tema que
nos llevaría lejos del análisis que nos concierne, y que no merece
ser tratado parentéticamente. Lo que importa enfatizar es que las
acciones tienen consecuencias éticas, cualquiera sea la fuente de la
que se sirva una persona para definir el sentido moral de aquellas, y
que resulta sabia la propuesta de Ratzinger de enfrentar a las dos
en un diálogo que las enriquezca mutuamente, de reconocer “la
esencial relación complementaria entre razón y fe” que ilumine “los
valores y las normas que en cierto modo todos los hombres conocen
e intuyen.”[154] Este es un llamado de quien fue Papa de la Iglesia
Católica y uno de sus más sólidos teólogos a abandonar la fe del
carbonero, esa aceptación pasiva e irreflexiva que no indaga, y que
por ende en nada contribuye a enriquecer los postulados de la fe,  a
enderezarlos o a reafirmarlos si amerita.  “Hemos visto que en la
religión hay patologías altamente peligrosas que hacen necesario
considerar la luz divina de la razón.”[155]
 
También nos recuerda la función de la intuición, que alguien ha
definido como razonamiento tan instantáneo que no  alcanzamos a
formar conciencia de su ocurrencia antes de que la conclusión nos
asalte disfrazada de presentimiento.  En algunos casos esa agilidad,
ese thinking fast de Kahneman, puede deberse a asociaciones
neuronales tan bien entrenadas que la conciencia las procesa en
piloto automático, o elementos de una ecuación mental guardada en
la memoria, que por los patrones comunes el cerebro los aplica a la
situación presente sin esfuerzo. Y también hay esa sensación
indescriptible, inasible, pero presente, de que algo encaja, fluye, de
que produce una armonía estética. La manifestación más elevada y
perceptible de esta belleza argumental, que seduce en ocasiones
sin explicación o, quizás, porque no la tiene, no la necesita, es la
poesía. Hay una cierta belleza en las ideas que tienen validez, y
percibirlo pasa las más de las veces por un sentido de la estética
que por los filtros de la razón –“nulla ethica sine aesthetica”-. San
Agustín, en unos diálogos rescatados por Diderot[156], pregunta a un
observador si le gusta la edificación que tiene ante su mirada, y ante
la respuesta afirmativa repregunta: ¿es bella porque te gusta o te
gusta porque es bella?  Con tan sencilla cuestión plantea un dilema
filosófico fascinante, esto es si la belleza es algo objetivo, que aflora
cuando el objeto reúne ciertos elementos, o si solo está en la mente
del sujeto que observa, según sus criterios  subjetivos. Esta
exploración tiene implicaciones significativas para la teoría del
conocimiento, pues con independencia del buen o mal gusto del
espectador, si la belleza está sujeta a ciertas leyes que le son
propias y elementos intrínsecos –por ejemplo proporción, armonía,
ubicación-, el sentido estético vendría a ser un poderoso detector de
la presencia de principios que nutren la razón, pero qué esta no
puede todavía explicar. Alexis Carrel nos recuerda, en esta línea,
que “A través de la contemplación de la belleza sobrehumana, los
místicos y los poetas pueden alcanzar la verdad final.”[157] John
Keats afirmó que belleza y verdad eran la misma cosa.
 
Kant ofrece un ejemplo de estos principios anteriores, por así
decirlo, a la razón y al criterio subjetivo, como el canon de la lógica,
que en su parte analítica dicta cómo ejercer la razón con
prescindencia del contenido[158]. La armonía es un canon análogo en
materia estética. También Kant se refirió a los imperativos morales
que son identificables a priori, y anidan en la conciencia humana
antes de que la razón pura se ejercite en torno a un fin práctico.
 
Einstein pensaba que el método científico puede llevarnos solo
hasta donde lo permite su estructura lógica, pero es la intuición la
que origina los saltos cualitativos del conocimiento. Si esto es así
respecto del entendimiento de cuanto nos rodea, con mayor razón lo
será de nuestra esencia interior y de su conexión con el infinito. La
razón es un ancla, que nos ayuda a no ser arrastrados por las
corrientes ni las modas; pero también nos impide elevarnos para
alcanzar con la visión un horizonte más lejano. Hay que dominar a la
razón, no  someternos a ella. Einstein   añadía que “los grandes
maestros morales de la humanidad fueron, en cierto modo, genios
artísticos del arte de vivir.”  
 
La evolución del arte refleja la búsqueda de la verdad, y se anticipa
a ella. La imaginación, la intuición, la sensibilidad a las emociones
más sutiles, van destellando luces y marcando un camino imposible
de descubrir con la lógica pura, que no es más que método al que
aquellos aportan un sustrato, un contenido inicial en forma de luz. La
sociedad marcó de locos a quienes cuestionaron los dogmas, los
mitos, las creencias, a quienes se adelantaron a los tiempos, y
tuvieron el valor de perseguir sueños inexplicables y navegar aguas
peligrosas, atraídos por la belleza del horizonte.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
VI: DE LA SERVIDUMBRE A LA
EMANCIPACION
 
 
El germen totalitario
 
Antes de la revolución cognitiva nuestros ancestros convivían en
grupos de 150 personas como máximo, número que aun en la
actualidad se admite como óptimo en las formaciones militares para
asegurar una actuación eficiente con autonomía de mando. Es el
tamaño de una comunidad donde es todavía posible el conocimiento
mutuo, la cercanía espacial y la presencia de ciertos elementos
comunes que configuran un sentido de identidad y de propósito
compartido sobre bases más concretas. Superado este  número,
solo las abstracciones, los ideales, el sentido de trascendencia, la
creencia en Dios, puede lograr que millones abracen prácticas y
sacrificios comunes. Pero las abstracciones mencionadas son, salvo
momentos oscuros de la historia que penalizaban a los disidentes,
de aceptación libre, constituyen objetivos frente a los cuales reina la
autonomía personal. Pero hay otro orden de cosas, precisamente
las que caen bajo la esfera del poder político, donde las
abstracciones o los mitos son forzados. 
 
Las sociedades evolucionaron durante decenas de miles de años
sin organizarse siguiendo el modelo que hoy conocemos como
Estado, fenómeno reciente puesto en perspectiva histórica, no lo
exigía ni la relación demográfica con el medio físico ni los fines,
valores y gestión de la convivencia de las familias patriarcales, las
tribus, los pueblos ancestrales, las primeras ciudades. Y no porque
eran rústicas, primarias en sus necesidades, pues varias culturas
antiguas   llegaron a cotas de sofisticación y conocimiento
sorprendentes, hasta inexplicables en algunas de sus ejecutorias.
Con el surgimiento de los imperios, cuya existencia y expansión,
tanto territorial como demográfica, exigió una jefatura con amplios
poderes, se configuraron sociedades políticas que se bastaban a sí
mismas o lo suponían las teorías que surgieron para justificarlas. El
legado de sus elementos, esto es autoridad, fin, territorio y pueblo,
configuraría el estado-nación moderno, que por unos siglos se ha
considerado el mejor modelo posible, o el único incluso, para lograr
la ordenación de la sociedad y el bien común.
 
Este fenómeno es importante retener, el de la dinámica imperial en
la configuración de la autoridad política unificadora, férrea, central.
Hoy la teoría –enfatizo el término teoría, muy distante de su
realización práctica- justifica en el bien común la existencia del
Estado, pero en la realidad histórica fue la guerra, la conquista, el
sometimiento forzoso de nuevos territorios y poblaciones  lo que
exigió este tipo de organización política con su gobierno totalizante,
militar y sus mecanismos de coerción. No era el progreso humano,
el desarrollo social, la creación de condiciones que permitieran
elevarse a las personas a nuevas cotas de coexistencia prolífica lo
que motivaba el ejercicio de la autoridad sino su mayor gloria, poder
y el enriquecimiento de las élites que la cortejaban; el pueblo llano
no importaba, la prueba está en que la esclavitud, la servidumbre y
las formas más oprobiosas de sumisión al poder apenas empezaron
a corregirse parcialmente en el Siglo XX. ¿Ha cambiado este
fenómeno? La guerra se sigue haciendo, no ya para desplazar
fronteras que han quedado en buena parte establecidas y
aceptadas, pero sí para controlar otras posiciones tan estratégicas
hoy para el poder como lo fueron en el medioevo las
circunscripciones territoriales. En lugar de conquistar un territorio e
imponer el gobierno del invasor, es más eficaz controlar tras
bastidores el gobierno ajeno o, si esto no es posible, debilitarlo y
condicionarlo apoyando o financiando y armando a sus enemigos
naturales, sin importar que sean otros gobiernos, ejércitos oficiales,
milicias o grupos terroristas en etapa germinal, hasta forzar un
cambio favorable de las condiciones. Para este ajedrez bélico se
destina un promedio mundial de 2.16% del PIB según datos del
Banco Mundial[159] a 2017,   algo menos de la mitad del gasto en
educación. Este promedio ha caído de un 8% en relación con el PIB
mundial desde 1960, en pleno auge de la Guerra Fría, pero en el
mismo período el PIB mundial ha crecido, a precios actuales, de
US$1366 Billones a US$ 80.684 Billones.  Haga usted las cuentas,
el gasto militar anual, a precios actuales, ha crecido 16 veces desde
entonces. ¡Hoy el gasto militar anual es superior al PIB de todos los
países en 1960! 
 
¿Cómo se explica semejante factura sin una guerra entre países en
las últimas décadas? ¿El avance hacia la paz y la seguridad no
queda contradicho por la creciente inversión para hacer la guerra?
El argumento es que gran parte del gasto militar se justifica en
estrategias disuasivas, una medición constante de fuerzas fuera del
cuadrilátero, sálvese quien pueda si entran en él. La paradoja es
que tanto arsenal en constante expansión constituye la mayor
provocación y el mayor riesgo para la seguridad. Una bodega llena
de pólvora puede detonar por no otra razón que por su propio
exceso. El punto en análisis, sin embargo, nada tiene que ver con
estrategia militar, sino con la comprobación de que la lógica del
poder y la necesidad de la autoridad que demandó la organización
imperial y su expansión hace muchos siglos siguen  actuando hoy
en día, aunque con rostros diferentes. Sigue siendo la construcción
del enemigo, real o imaginario, el instrumento más eficaz de
persuasión colectiva y justificación de un Estado en expansión, ya
sea para defender a los pobres frente a los ricos, a los usuarios
frente a las corporaciones, a las minorías frente a las mayorías -o
viceversa, según los aires culturales del momento- ya, en fin, para
defender al hombre de cualquier amenaza, sea por contingencias de
salud, desempleo, vejez, riesgos naturales o, sobre todo, de las
estupideces que cometería si se le permite obrar en libertad.  El
imperio ya no se ejerce necesariamente contra otro país, el nuevo
territorio de conquista  es el espacio usurpado a la libertad personal.
 
 
Finalidad inventada
 
 
La creencia prevaleciente es que un gran árbitro, juez y regulador es
indispensable para mantener la cohesión social, proteger a los
menos favorecidos, corregir los desequilibrios, trazar la línea que
divide al bien permisible del mal punible, en suma realizar eso que
denominan bien común, interés general, orden público, bienestar
colectivo, buen vivir, según se adopte una posición liberal, centrista
o socialista. Como he analizado en otras secciones, son apenas
diferencias de grado pero no de sustancia, pues las distintas
corrientes parecen coincidir en que el estado-nación y su gobierno
son necesarios y debaten apenas donde trazar la línea que delimita
la frontera entre la autoridad y la libertad. Pero aun quienes afirman
que la sola idea de una sociedad sin Estado ni instituciones políticas
constituye una fantasía admiten que el ordenamiento jurídico existió
antes de que el poder político quedara concentrado en las manos de
gobiernos centralizados.[160] Este es un hecho histórico que abre
necesariamente la pregunta de por qué la sociedad no sería capaz
en la actualidad de prescindir del gobierno político para darse, como
en el pasado, una regla de derecho para organizar su convivencia.
 
No he querido abrir la discusión sobre la emancipación del hombre y
la sociedad sin antes haber dedicado varias partes de esta obra a
demostrar algunas proposiciones que conviene recordar para
avanzar en el análisis, y cuya sustentación puede consultarse en
capítulos anteriores. El Estado y las instituciones políticas no han
orientado a lo largo de la historia cambios y progresos significativos
ni han llevado la iniciativa en el establecimiento de instituciones
jurídicas para garantizar el bien común o la equidad social. Esto no
ocurre necesariamente porque los políticos sean torpes o ímprobos
–aunque ya hemos visto que el poder no atrae a los mejores, por
regla general- sino, en buena medida, porque la misma arquitectura
del juego político lo inhibe, los incentivos y sanciones en el poder
están dictados por la alternancia democrática y el éxito electoral, sin
lugar para las grandes empresas transformadoras, cuyos resultados
no se ven en los cortos plazos de la política; y los que no necesitan
del favor popular porque hallaron la manera de mantenerse en el
timón es porque ya se allanaron al poder como su objetivo, no al
servicio. Otra razón, entre muchas que he analizado extensamente,
es la misma expansión del poder y su efecto paralizante.
 
Así que el Estado y sus instituciones no han sido agentes del
cambio; al contrario, han reaccionado, usualmente tarde y a medias,
a la presión de las ideas y dinámicas que la sociedad y
especialmente sus élites -no me refiero a las clases dominantes,
sino a las élites genuinas-, activaron en su flujo espontáneo y
diverso. Derechos humanos básicos de los que habló Locke a fines
del Siglo XVII, la igualdad de sexos que abogó John Stuart Mill un
siglo más tarde, la igualdad del ser humano que defendieron los
enciclopedistas instigando la revolución francesa, la misma libertad
esencial del hombre creado a imagen y semejanza de Dios de la
que hablan los textos bíblicos desde antes de la era Cristiana, no
hallaron alguna concreción por el poder público hasta bien entrado
el Siglo XX.  Y muchas de estas conquistas sufren en la hora actual
un marcado retroceso, un retorno al autoritarismo de la mano de
esos gobiernos e instituciones políticas a los que ingenuamente se
ha confiado la responsabilidad por el bienestar social. El 2009 fue el
cuarto año consecutivo desde 1973 –fecha de la primera medición
sistemática por Freedom House- en que las libertades declinaron
alrededor del mundo.[161]
 
La mayor amenaza para la seguridad y la paz mundial proviene de
esos mismos Estados que se han armado nuclearmente hasta los
dientes empleando tributos que se suponían destinados al bien
común, así como de grupos irregulares, perfectos candidatos a
terroristas que eventualmente se graduaron de tales con el
financiamiento, el entrenamiento y las armas que la lógica estatal
de  la guerra y la geopolítica facilita.
 
La equidad social y la libertad individual no son, como lo he
demostrado, fines antagónicos, sino expresiones de la misma
esencia, que se retroalimentan mutuamente: cuestiones éticas
aparte, es más difícil emprender exitosamente en un ambiente
socialmente deprimido que en un mercado rebosante de
compradores con capacidad adquisitiva. Cuando se trata de la
dinámica empresarial, del sistema complejo que configura en su
libertad de asociación e intercambio, la salud de uno no queda
garantizada por mucho tiempo sin la salud del conjunto. Por ello no
debe sorprender que las sociedades más abiertas y menos
intervenidas por la autoridad sean consistentemente las que mejor
se desempeñan en los dos aspectos. Y las crisis financieras que
han transferido la pérdida a quien no debía pagarla se han
producido no por falta de regulación y control, que es
abundantísima, sino por la falsa sensación de garantía y
confiabilidad en los actores financieros que produce la
omnipresencia del árbitro público. Aún más, esa misma regulación y
control, gracias a la ambigüedad y los resquicios indescifrables que
produce la compleja superposición normativa e institucional, han
permitido a los causantes de la debacle, negociantes
inescrupulosos, transferir impunemente sus responsabilidades a los
más débiles del sistema, pequeños ahorristas que lo perdieron todo.
“La regulación, aunque parece un remedio en el papel, solo
exacerba el problema porque facilita el ocultamiento del riesgo”[162] y,
añadiría, inhibe de hacer los deberes adecuadamente a quien va a
confiar su dinero a otro.
 
La institución clave del Estado benefactor, la seguridad social
pública y obligatoria, protección contra la adversidad de los más
débiles, está técnicamente quebrada o camino de estarlo según los
cálculos actuariales, por la sencilla razón de que la pensión de los
retirados se sostiene sobre el aporte de los empleados que aportan,
y la curva demográfica hace que cada vez haya menos personas
activas soportando la carga de las inactivas, fenómeno que se
agrava con el aumento de la expectativa de vida. Llegará un punto,
en pocos años, donde los nuevos en la base de la pirámide no
tengan ninguna posibilidad matemática de cobrar cuando se jubilen,
como sucede con las estafas piramidales. No es mala suerte, es un
pésimo diseño y una prueba más de que el Estado y sus
autoridades, a pesar de saberlo, no son capaces de resolver; la
lógica del poder y los intereses creados en torno las obligaciones
que ha prometido, sin base, el Estado benefactor, inmovilizan,
intimidan y extirpan cualquier posibilidad de solución antes que
florezca. Los gobiernos se conforman con profundizar el mal al
extremo de tomar recursos de los fondos sociales, técnicamente
quebrados, para financiar el crecimiento de un aparato público
insaciable.
 
Sobre la salud, la educación y la conservación ambiental, áreas
potenciadas de manera inédita por las nuevas tecnologías, también
ha quedado demostrado que la innovación libre, en la orilla de los
emprendedores, ha conquistado un horizonte que transformará
positivamente la vida de billones de personas, poniendo al alcance
del hombre común oportunidades y opciones que los planificadores
públicos y organismos de salud no hubieran imaginado en sus más
febriles arrebatos de ficción.
 
Recuerdo también lo dicho respecto de la construcción de un
ordenamiento jurídico sin intervención de las instituciones políticas,
donde la noción deformada de soberanía estatal sea desplazada por
la autonomía personal, autora de una regla de derecho tejida
espontáneamente, enriquecida y matizada por la práctica, al mismo
estilo del common law, aunque exponencialmente potenciada por
las nuevas tecnologías. Sobre tema, dada su relevancia, ahondaré
más adelante.
 
¿Qué finalidad justifica la existencia del Estado que no pueda estar
mejor atendida –como en buena medida ya lo está en los hechos-
por los miembros de una sociedad emancipada de tutores públicos,
planificadores y autoridades? Y antes que la indicada pregunta, otra
que indaga más en la justificación misma del orden y la finalidad
colectiva, dos presupuestos que suelen colarse en el análisis sin
beneficio de inventario, cual axiomas: ¿es necesaria una finalidad
colectiva, existe en la realidad o la inventamos para legitimar otra
ficción, la necesidad de una autoridad?
 
En Argentina la finalidad más compartida, por ejemplo, consiste en
llegar a la final del torneo mundial de fútbol, levantar la copa y
llevarla a la capital del tango. Si suben los impuestos, baja el índice
de desempleo o crece el PIB no hay mayor cambio en el ánimo
colectivo, que se derrumba, sin embargo, si el equipo pierde en el
juego deportivo. Pero este objetivo es estacional, excepcional, como
cuando se declara la guerra y todos cierran filas tras el comandante
en jefe, o se incendia la casa del vecino y todos deponen sus
rencillas y acuden a combatir el fuego con lo que tengan a mano, o
como sucede con los linchamientos, en que la voluntad colectiva
suprime el discernimiento e identifica a los individuos con la masa
en torno a objetivos que jamás hubieran concebido siquiera de
manera autónoma. De modo permanente, en la realidad cotidiana,
es la rivalidad entre los hinchas del Boca, del River, del
Independiente y los demás equipos con tracción popular la que
divide a los ciudadanos y marca sus pasiones encontradas, ni más
ni menos como sucede frente a una elección política. Entonces ya
no hay más finalidad nacional compartida, apenas intereses en
juego, bandos enfrentados empujando su propia agenda. Lo dicho
respecto de los argentinos es replicable en todo país de América
Latina. Y en el mundo.
 
¿Hay algo más allá del fútbol que despierte tanto fervor colectivo, un
sentido genuino de pertenencia o identidad compartida con algo?
Algunos dirían que la historia, pero ésta no es más que política
contada en otro tiempo, es la narración, con frecuencia inexacta,
parcial y sesgada por el ángulo del relator, cuando no ficticia, de la
tensión o el conflicto entre buenos y malos, conservadores y laicos,
ricos y pobres, la autoridad y el pueblo, colonizadores y aborígenes.
No puede haber identidad común en torno a la historia como fuente
del hecho pasado, pues no es la descripción completa, veraz y
abarcadora de cuanto configura una sociedad, la que no puede ser
retratada por sus aristas más visibles, como la política, la guerra, o
la conquista, ni a través de intentos generalizadores que no parten
ni capturan ni entienden la dinámica esencial, la de los individuos y
el entramado que van tejiendo movidos por sus propios deseos,
emociones, aspiraciones y voluntades, sin concierto preestablecido,
fenómeno que queda oculto al historicismo. El relato del hecho
histórico es fragmentado, enfrentado, segmentado, y apelará a cada
ciudadano de manera muy diferente según su propio tiempo y
condición. A mi me molesta que Bolívar haya traicionado a
Francisco de Miranda, porque sospecho que la independencia se
habría asentado sobre otras ideas si la culminaba este último, pero
muchos pagarían una fortuna por tener una réplica de la espada del
Libertador, que para los ciudadanos andinos que se conformaron
con la versión oficial de los hechos es un héroe, figura que preside
salones, museos, plazas, portadas. Ironías de la historia, el primer
dictador de la América Latina emancipada de España le dio nombre
a la revolución bolivariana que sumió a Venezuela en la peor crisis
que haya conocido. 
 
Si el fin de la sociedad no surge de una identidad nacional y menos
de la historia, cuya fiabilidad es siempre discutible si nos atenemos
a   la costumbre de Pachacutec y las recetas de Platón para
acomodarla a la conveniencia del poder, ni tampoco ganar la copa
mundial de fútbol justifica imponer tributos –aunque muchos
fanáticos los pagarían sin asco-, ¿a qué aspiración común echamos
mano para seguir financiando el mito del Estado?
 
Para justificar al Estado, si se atiende a la raíz filosófica y no a las
diferencias menos esenciales, se pueden hallar básicamente dos
escuelas de pensamiento, las de línea liberal, con sus variantes y
matices, que se asientan en la libertad individual y justifican la
autoridad política en tanto instrumento para garantizarla, y las
estatistas, que relegan al hombre a una pieza del sistema,
condicionado a lo colectivo y sometido a su gran administrador, el
Estado, la síntesis de la totalidad social. Platón y Aristóteles tuvieron
esta concepción totalitaria y se pueden trazar hasta Grecia las
primeras transiciones del tribalismo a la sociedad occidental[163], que
nació bajo el influjo de estas ideas. Aunque los clásicos referidos
concebían, a diferencia del socialismo marxista, una sociedad con
castas y clases coronada por una versión elitista de la autoridad, el
filósofo rey de Platón o la aristocracia aristotélica compuesta por
hombres superiores nacidos para gobernar, en ambas concepciones
prevalece una construcción totalizadora, en la que el individuo se
diluye y sólo el Estado puede encarnar y sintetizar lo que Hegel
siglos más tarde apodaría como la realidad de la idea ética[164], a la
que la sociedad está ordenada por designios inmunes a la voluntad
de sus miembros ya sea para alcanzar los valores absolutos de los
clásicos, o bien por efecto de la dialéctica de Hegel o para cumplir la
profecía del determinismo histórico de Marx. 
 
Para un auténtico liberal el Estado no es indispensable, la libertad
individual sí. Para un totalitario, no puede haber sociedad sin
Estado, pues este resulta de leyes naturales, históricas o divinas
inexorables.
 
Inspirados en estas ideas totalitarias se fueron configurando los
primeros imperios hasta llegar a los absolutismos monárquicos de la
Edad Media, sin que se discutieran reformas que limitasen
sistemáticamente al poder en beneficio de las libertades. El
liberalismo apenas empezó a tomar forma con Locke y Adam Smith
y su mayor fruto se concentró en el siglo XVIII, el que vio rodar las
cabezas del absolutismo monárquico bajo la guillotina, aflorar la
independencia de Norteamérica y concretar la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano en 1789. Si bien Russeau
parece asentar su pensamiento en una concepción absoluta la
libertad individual, elabora un sistema que, en cuanto a sus efectos
antes que sus argumentos, está en el extremo del Leviathan de
Hobbes, funde la voluntad individual con la colectiva y somete al
conjunto al seguimiento de leyes inmanentes de la naturaleza, cuyo
intérprete y administrador viene a ser el Estado. Por eso Isaiah
Berlin califica a Russeau como “uno de los más siniestros y más
formidables enemigos de la libertad en toda la historia del
pensamiento moderno.”[165]
 
Como se ve, la ventana que la historia abrió para concretar las ideas
liberales no duró mucho, pues el mundo volvió nuevamente a
establecer formas de servidumbre, de nuevo cuño esta vez bajo la
inspiración de Marx y Engels, cuyas ideas dieron forma al
totalitarismo soviético en 1917; siguieron otros estatismos de diversa
factura, como el fascismo en Italia en 1922 –el Estado es lo
absoluto, los individuos, lo relativo-, el nacional socialismo alemán
en 1933, el comunismo en China desde 1949, y luego, ya en
América Latina, Cuba en 1959, Chile 1970, Venezuela desde 1999,
para mencionar los casos más evidentes, pues hay muchos más en
la actualidad donde subsiste la fachada democrática pero sin
vigencia efectiva de las libertades. Las estadísticas ya las he
anotado antes.
 
En respuesta a estas dos escuelas opuestas, liberalismo y
estatismo, surgió –según sus teóricos- como síntesis dialéctica la
doctrina del bien común, finalidad para cuya ordenación y
realización existe el Estado. Aunque esta posición reconoce la
dignidad esencial de la persona humana e intenta rescatar la
libertad individual y conciliarla con la salud colectiva, tampoco deja
margen para la existencia de una sociedad sin Estado, al que
predica como la sociedad política perfecta, vehículo insustituible del
bien común.
 
Bien común que, por obra de la mitificación, deja de ser extensión
de la persona y garantía concreta de sus derechos en el contexto
social de la convivencia y muta en una difusa abstracción,
deliberadamente general y ambigua, de la que se sirve el Estado, en
último término, en su propio beneficio, pues el bien común ha
trocado en la puerta de entrada, la justificación cosmética de la
expansión del poder y su ejercicio limitativo y contrario a los
derechos individuales para beneficio de un bien mayor que nadie
acaba de precisar. El caso más extendido, y por ello aceptado ya
casi sin reservas, es el cambio de ley, que altera y en ocasiones
cada vez más frecuentes vacía el sustento de los derechos o las
condiciones de su ejercicio, o la expropiación por causa de “utilidad
pública”, a cuyo título se perpetra cualquier abuso. El Estado, en
nombre de la soberanía, se proclama a sí mismo señor absoluto
cuando usurpa la potestad para alterar leyes que constituyen la
base jurídica de los derechos individuales, no obstante que esa
soberanía la tiene con carácter fiduciario, pues su titularidad
originaria reside en las personas. El derecho de propiedad, para
mencionar uno fundamental, queda reducido a una mera franquicia
estatal si su preservación está sujeta al cumplimiento de alguna
función social que la autoridad evalúa con discrecionalidad,
nuevamente en nombre del bien común, dogma de esta religión
secular que deifica al Estado, investido del monopolio de la
salvación colectiva.
 
¿En qué, si no, podría apoyarse la expansión del poder, ese objetivo
colectivo para cuya realización las personas renuncian libertades y
se someten al poder de un Estado, al que además financian con una
parte significativa del producto de su trabajo y riqueza, si no fuera en
los mitos? Hay que construirlos; para las teocracias de oriente
medio la tarea fue sencilla, pues el poder político y el religioso están
fundidos. Las monarquías europeas eran ungidas por la Iglesia,
cuyo consentimiento en la sucesión real era indispensable para la
legitimación del heredero en el trono, rol que durante el reinado Inca
en América correspondió a los ayllus custodios, la élite cuyo linaje
podía asociarse, por obra de la leyenda, a alguna deidad. Jorge
Ortiz atisba una semilla de color democrático florecer el 15 de Junio
de 1215, cuando excomulgado por la Santa Sede y privado de
recursos para sostener la corona, el rey Juan de Inglaterra tuvo que
firmar la Carta Magna, que en esencia le garantizaba el apoyo de
los señores feudales a cambio de libertades. “Con ella, la autoridad
del monarca había quedado limitada y fracturada la doctrina del
derecho divino de los reyes…”[166] Cuando se desmoronó en Francia
la monarquía inventaron con la ayuda de Russeau otro mito, el de la
soberanía radicada en el pueblo, ficción por partida doble, pues
¿qué mismo es el “pueblo”, esa masa heterogénea de perfectos
desconocidos que acuden a rayar un papelito, las más de las veces
con profundo desconocimiento de las implicaciones?  ¡Despotismo
de mayorías!
 
Insisto en la cuestión, ¿hay finalidad colectiva? Cosa distinta, como
ha quedado expuesto, es que hayan objetivos comunes a la
mayoría, como la justicia, la seguridad, el ambiente, la
infraestructura, el acceso universal a determinados servicios. Pero
este criterio no sirve para justificar al Estado, que nada tiene que
hacer ni ha hecho, por ejemplo, respecto del aire, que sin embargo
es un bien indispensable para la vida. Estos, por otra parte, son
bienes comunes a todo ser humano, que no deben tener bandera, ni
asociarse a un grupo social o étnico particular, por numeroso que
sea.  La necesidad de un bien común no implica que deba ser
gestionado por una autoridad política, y  no debe serlo si hay otras
alternativas que no implican servidumbre, sometimiento o
degradación de la libertad personal.
 
El capítulo anterior describe cómo la tecnología está revelando el
potencial del ser humano para resolver los grandes desafíos de la
humanidad sin intervención del Estado, y en muchos casos, a pesar
de éste. Aun en democracias sofisticadas, institucionalmente sólidas
y con suficientes recursos en las arcas fiscales, aquellos proyectos
estratégicos para el futuro como la decodificación del genoma o la
innovación de fuentes de energía para la preservación de la
naturaleza han sido concretadas por la libre iniciativa y continúan su
salto exponencial sin dirección, financiamiento ni incentivo estatal.
Otra tanto puede decirse de la democratización en el acceso a
información y aplicaciones médicas que están transformando los
paradigmas acerca de la salud y la educación, para mencionar
desafíos sociales que los teóricos del estatismo no concebían que
pudieran interesar siquiera al sector privado, o que pudieran
lograrse al margen de la intervención, planificación o dirección
pública. En todos estos casos, para retomar el hilo de esta sección,
no es ni la finalidad colectiva escrita en una constitución o política
pública, ni un orden impuesto por la autoridad para forzar a la
comunidad a dirigir su iniciativa y recursos en una dirección
determinada la que ha logrado el prodigio. Ha sucedido
exactamente lo contrario: es la inexistencia de un orden, de un
marco predeterminado, es la situación de caos y libertad la que ha
permitido y potenciado esfuerzos en torno a innovaciones con
impacto global de talentos curiosos e inconformes, ávidos de lograr
algo grande, dispuestos a tomar riesgos.  Esta contribución
espontánea de recursos, mentes e iniciativas dispersas por el
planeta, que trascendieron y desbordaron la dimensión política de
su regulación provinciana  para hacer realidad una idea; este es el
signo de los tiempos, una convergencia que desborda los límites de
las fronteras nacionales y sus regulaciones. ¿Qué regulación, qué
orden cabe entonces, acaso formar un solo organismo político con
autoridades globales? ¿El Leviathan de Hobbes a escala planetaria?
El mundo va en la dirección exactamente opuesta, escéptico de las
recetas con vocación universal dictadas por los gurús de eso que se
llama orden internacional –orden que en realidad no existe con esa
generalización que muchos pretenden- asiste al florecimiento de
órdenes fragmentados, y no por ello sin interdependencia, que
expresan mejor la autonomía, intereses y fines de sus miembros y
de las comunidades que forman libremente.  
 
Preguntémonos, otra vez, ¿cuál es la finalidad colectiva? ¿Acaso la
paz y la seguridad, cuya mayor amenaza proviene de los estados y
sus ejércitos, de las dictaduras, de las mafias y sus acuerdos bajo la
mesa con los poderes de turno? Consideremos estos datos: en
2015 ocurrieron en Brasil más muertes violentas que en Siria, país
sumido en un conflicto bélico, y en la actualidad cerca del 83% de
las muertes violentas tienen lugar fuera de zonas de guerra[167], es
decir en países con etiqueta de “normales”. ¿Cómo sucede tal
cosa? Rachel Kleinfeld empieza su obra A Savage Order con la
siguiente cita de la periodista Yolanda Figueroa, asesinada en
México en 1996: “Es imposible mover toneladas de cocaína, lavar
miles de millones de dólares, y mantener una organización
clandestina de cientos de personas armadas sin un sistema de
protección política y policial.” Kleinfeld aporta un enfoque novedoso
al constatar cómo  terminan en la misma cama los políticos y los
capos del crimen organizado, pues la violencia termina siendo una
estrategia de gobierno, de preservación del poder, que se expresa
en “pactos sucios, centralización, y vigilancia”[168].
 
¿Quizás se pueda hallar la finalidad compartida en el progreso
material, tan ausente en los estatismos, que fabrican miseria,
mientras las sociedades más prósperas son las menos intervenidas
por la autoridad? ¿En el bienestar, mutilado por las fronteras
políticas, que acortan horizontes e inhiben la movilidad social? ¿En
la igualdad, tan contraria a la esencial vocación del hombre a
realizar su propia identidad y que en el aspecto material solo existe
en las naciones que han igualado a sus habitantes hacia abajo con
coerción? ¿En la  felicidad, como si ésta pudiera gestarse con
decretos? ¿En la justicia, cuando en la mayor parte del mundo los
organismos judiciales están condicionados por la misma autoridad
que abusa de los derechos de los ciudadanos y éstos acuden cada
vez con mayor frecuencia a mecanismos alternativos de solución de
conflictos? ¿Independencia judicial, cuando la promesa de una
decisión imparcial estará mejor servida por algoritmos de
inteligencia artificial que por humanos colgando de los hilos
invisibles del poder que los nomina y protege? ¿Ley, a pesar del
éxito de la auto-regulación y de la solidez del common law, creado
autónomamente? ¿Orden, ante la evidencia de progreso y
prodigiosa convergencia, colaboración y co-creación alcanzados en
contextos caóticos y libres? ¿Dónde han alcanzado mayor brillo las
sociedades, en la China de Mao, la Rusia de Stalin, la Cuba de
Castro, la Venezuela de Chaves, la Argentina de Perón y Kirchner, o
en Londres o Silicon Valley, cuyos emprendimientos cambiaron la
historia y están generando un futuro con abundancia de
posibilidades?
 
 
 
El hombre en estado de servidumbre
 
Quien me acompañó hasta este punto sabe ya que el liberalismo
tuvo auge durante una ventana de tiempo corta, el siglo XVIII, que
presenció la independencia de Estados Unidos y la Revolución
Francesa, dos fenómenos hermanados en el tiempo pero distantes
en sus causas y consecuencias: aquél nació para limitar el rol de la
autoridad y garantizar los derechos y libertades personales; ésta
continuó debatiéndose entre el imperio de Napoleón y la
restauración borbónica, que instaló una monarquía constitucional
hasta el primer cuarto del Siglo XIX para dar paso, como hemos
dicho, al mito del derecho divino del pueblo en sustitución del
derecho divino de los reyes. La Ciudad Luz no le apostó a la libertad
tanto como a la igualdad.    En Occidente, los países de tradición
latina no tuvieron en esta materia una fusión feliz, pues la rígida y
vertical organización política de la monarquía Española, siempre de
la mano de la Iglesia en una época en que prevaleció su discurso
intimidatorio, centrado en el pecado y el infierno, se sumó al legado
imperial sobre los Andes del Tahuantinsuyo, una pirámide de base
feudal, élite hereditaria y poderes absolutos en la cabeza. En suma,
la libertad personal no ocupa una posición central en la conciencia
política de América Latina. 
 
Es sobre este sistema de creencias y concepción del poder que
nacieron los estados latinoamericanos al romper con la Corona,
adoptando como repúblicas poco más que la etiqueta sobre el papel
de sus constituciones, pues en la práctica continuaron bajo formas
invasivas y omnipresentes de gobierno, estructuras sociales rígidas
y jerárquicas y una cultura marcada por la servidumbre en todos los
niveles, como lo delata un lenguaje hinchado de preámbulos,
circunloquios, adornos y excusas, una tendencia a pedir permiso
para todo, abusar del diminutivo y regodearse en los títulos y
salutaciones.  La constitución de corte republicano, no la de Platón
sino la república de Franklin, Jefferson, Washington, la que
admiraba Tocqueville, nunca le sentó bien a los criollos del
hemisferio Sur, la élite política, que querían para sí los privilegios
que antes tenían los delegados de la monarquía y los príncipes
indios; y tampoco a los mestizos, cuya cuota de sangre colectivista
no les permitía entender los beneficios de la iniciativa y autonomía
personal. Aquí está el sustrato antropológico y cultural de una
sociedad que se piensa con diminutivos, que habla en voz baja de la
libertad individual y canta a pecho abierto a los íconos colectivos.
Esta es la raíz histórica que explica tanto cambio de cartas políticas
así como, en buena medida, el fenómeno del caudillismo: el miedo a
la libertad se refugia en un gobierno de mano dura. Por eso observa
Alexis de Tocqueville que el sistema federal que tan bien funciona
en Norteamérica, no dio resultado en México a pesar de que
“tomaron por modelo y copiaron casi íntegramente la constitución de
los angloamericanos, sus vecinos. Pero al trasladar la letra de la ley,
no pudieron trasponer al mismo tiempo el espíritu que la vivifica …
Actualmente todavía, México se ve arrastrado sin cesar de la
anarquía al despotismo militar y del despotismo militar a la
anarquía.”[169] Lo más curioso de esta observación hecha por
Tocqueville en 1831 es que con pocos ajustes sigue siendo una
descripción bastante aproximada no solo de México sino también de
muchos países latinoamericanos durante buena parte del Siglo XX.
 
Las instituciones anglosajonas, también lo vimos, tuvieron en origen
una concepción distinta de la libertad personal,  y por ello han
logrado un desarrollo notable y han sido cuna precisamente de las
innovaciones que han traído al mundo hasta el umbral histórico en el
que se encuentra. Sin embargo, tampoco los países que se forjaron
en esta tradición escapan hoy a los efectos del crecimiento
parasitario de sus gobiernos e instituciones políticas. Los
populismos, autoritarios por definición, ya dejaron de ser anomalías
de las repúblicas bananeras, narco-dictaduras y socialismos para
convertirse en titulares domésticos del New York Times, Le Parisien
o el The Times de Londres.
 
En un estudio publicado en el Journal of Democracy, Roberto Stefan
Foa y Yascha Mounk comparten hallazgos sorprendentes respecto
de una progresiva pérdida de apoyo a la democracia entre los más
jóvenes. La proposición de si es “esencial” vivir en un país
gobernado democráticamente –entendida no solamente como un
régimen con elecciones libres y transparentes, sino como un
sistema en el que la participación de los ciudadanos es efectiva para
lograr cambios importantes en la política pública- es aprobada en los
Estados Unidos por aproximadamente el 75% de los encuestados
nacidos en la década de 1930, y la adhesión cae en picada
conforme sube la fecha de nacimiento, achicándose a 50%  de los
nacidos en 1960 hasta algo más del 30% de los nacidos en los 80.
La cifra es algo más del 43% para los encuestados nacidos en
Europa en la misma década, y también en tendencia decreciente.
En suma, la democracia no es vista como un valor esencial por la
mayoría de la generación “Y”, los millennials.  Paralelamente ha
caído la participación electoral y anda por los suelos la identificación
con los partidos políticos en casi todas las democracias
establecidas.[170] Mientras los partidos que promueven posiciones
ideológicas están en retirada, proliferan movimientos atados a
proclamas prácticas, monotemáticas y coyunturales, caldo de cultivo
propicio al éxito de los populismos, basados en crear enemigos
puntuales y culparlos de los males mayores, para cuyo combate
solicitan poder con carta blanca, la que termina teñida de rojo como
enseña la historia.
 
Los autores del estudio  revelan un patrón inverso en China, India y
el África Subsahariana, lo que podría explicarse por la implantación
relativamente reciente de ciertas instituciones democráticas en esas
regiones: quienes conservan la memoria de la guerra y los
totalitarismos valoran más las instituciones liberales que los jóvenes
que nacieron en Occidente en una época de paz, bonanza y libertad
relativa con la que no soñaban sus padres o abuelos, muchos de los
cuales tuvieron que derramar sangre para preservarla o
reconquistarla. Ya que mencioné a China y sus reformas, debe
añadirse que Xi Xinping patrocina el retorno a un estado policial y
omnipresente, donde los pocos medios de información
independientes han sido clausurados o censurados,  la literatura
occidental filtrada o prohibida y el flujo digital interrumpido: las redes
sociales, los servicios de comunicación y mensajería digital no son
accesibles sin censura al lado oriental de la Gran Muralla. Aunque
se ha promocionado mucho la reforma económica de las últimas
décadas, un crecimiento basado en la innovación y las tecnologías
exponenciales no se logra sin la posibilidad de intercambio libre de
ideas, sin un ambiente de emprendimiento inmune a los arbitrios de
los mandamases del partido político único y sobre todo, sin la
diversidad social que proviene de una cultura que celebra la
individuación, esto es la autonomía del individuo para diseñar su
identidad y proyectarla sin limitaciones en la dirección de su
elección. En China la dirección del partido único tiende a
homogeneizar al ciudadano bajo el molde predilecto de la
Nomenklatura.
 
Los jóvenes, dueños del futuro,  expresan su desencanto en
manifestaciones contra el sistema. El fenómeno subyacente es la
indignación contra un modelo que ofrece lo que ha perdido toda
capacidad de cumplir, porque el Estado no es más el vehículo
idóneo para llevarlo a cabo. Desde el Estado se puede desatar un
conflicto armado, pero no se puede gestar el bienestar. Sí, los
presidentes pueden precipitar una guerra, y si no hubiera locos que
juegan con ella, tampoco habría necesidad de jefes de estado que
luego se empeñen en lograr la paz que la lógica estatal
desencadenó en primera instancia. No es de extrañar que la
frustración contra la torpeza política se refleje en una caída
dramática en la adhesión a los valores democráticos, trasladando un
renovado apoyo a regímenes autoritarios, capaces de romper las
ataduras institucionales para actuar con más eficacia. Las
generaciones nacidas o educadas tras la caída del Muro de Berlín y
el fin de la guerra fría, que han vivido bajo la ilusión del bienestar,
poco saben que detrás de esa promesa de actuación eficaz,
garantista y salvadora y, más recientemente, xenófoba y
nacionalista, se embosca la peor amenaza para las libertades y la
profundización de la inoperancia pública.
 
Foa y Mounk constatan con su investigación esta progresiva pérdida
de confianza de los ciudadanos en la capacidad de los gobiernos
para entregar lo que prometen y afirman que la suposición
generalmente aceptada de que las democracias maduras y ricas no
están en riesgo de ruptura ya no se sostiene en la realidad.  Está en
duda creciente la capacidad del Estado para realizar el bien común
o lo que sea que ofrezca el sistema constitucional en cuestión. El
Estado ha crecido hasta un extremo en el que su propio peso le
impide moverse y responder al reto que en algún momento de la
historia pudo haberlo justificado. Bauman, que admite
nostálgicamente con Bordoni que el Estado ya no es capaz de
cumplir su misión, halla la causa de esta crisis en el divorcio de la
política, entendida como la capacidad de decidir un curso de acción,
del poder, esto es la capacidad de forzar la conducta de los
ciudadanos hacia el curso de acción decidido, divorcio del que culpa
en buena medida a la globalización, pues por un lado la política se
ha cedido a órganos supranacionales que deciden sin tener
instrumentos de coerción, y por otro, el flujo libre de capitales y
comercio propaga los efectos de un problema surgido en Japón a
Europa o América[171]. Esta tesis traslada las culpas de la
incapacidad estatal a fuerzas externas, cuando en realidad están
casa adentro y en la propia naturaleza de la autoridad política. El
origen último de la crisis de los Estados y de las sociedades
encerradas en ellos es la pretensión misma de dirigir la sociedad, 
de capturar y reducir su dinámica esencial, basada en las
motivaciones, emociones, intereses y decisiones de los individuos,
siempre impredecibles, diversas, contradictorias, a modelos de
organización que el poder se empecina en imponer. Con
independencia de que se la quiera guiar hacia la derecha o la
izquierda, el Estado se asienta, en un grado u otro, sobre un modelo
de orden universal –esto es, aplicable a todas las personas-, que
lleva al absurdo de transferir a una élite burocrática el diseño de
buena parte de las interacciones sociales, que quedan privadas de
la potencia creativa que solo es posible preservando la
espontaneidad que le es consustancial, reconociendo la riqueza de
la divergencia y dejando a quienes cargan con las consecuencias de
sus decisiones que preserven toda la libertad para tomarlas.
 
Fue Hobbes, como quedó expuesto, quien sostuvo que el hombre
en “estado de naturaleza”, es decir libre, empujado por sus intereses
y codicia, estaba condenado a vivir en guerra constante,
autodestructiva, contra los demás, y justificó en ese presupuesto la
necesidad de un orden político que supeditara los derechos
individuales a los fines superiores expresados en el Estado. Esta
noción de sometimiento de los individuos a la ordenación estatal y
sus fines superiores ya la formularon Platón en su obsesión por las
abstracciones y más tarde Aristóteles, y también Maquiavelo, Hegel,
Russeau y Marx, entre otros. Semejante tesis no se compadece con
la esencia de la libertad humana, cuestión que he analizado
extensamente y sobre la que no insistiré aquí, mas retomando la
cuestión sobre la incapacidad de los Estados para realizar su
finalidad y cumplir las prestaciones a cambio de las cuales obligan a
los ciudadanos a sufragar su existencia, resulta curioso que los
análisis salten la primera pregunta: ¿está llamado el Estado –o
cualquier otra forma de orden político centralizado- a realizar el
baratillo de promesas falsas que adornan sus cartas políticas? ¿Es
función de una autoridad política proteger a las personas contra el
riesgo existencial? ¿La cesión de funciones a una autoridad no es
más bien reflejo del miedo de las mayorías a hacerse responsables
de su destino?
 
 
 
A pesar del Estado
 
La humanidad ha dado un salto significativo, sobre todo en las
últimas dos décadas, colocándose en el umbral de una dimensión
de posibilidades y oportunidades abundantes. Y lo ha logrado por la
iniciativa y la convergencia espontánea de las personas libradas a
su capricho, al impulso de sus sueños, de su deseo de trascender o
simplemente multiplicar el patrimonio de su familia. Porque en un
mundo libre todos añaden algo, el emprendedor movido por una
idea que puede transformar positivamente la vida de muchos
necesita que arriesgue en su proyecto un heredero al que no le
interesa otra cosa que aumentar su fortuna; no todos precisan
recluirse en un monasterio tibetano para descubrir su halo místico,
que a muchos les basta con innovar, generar empleo y descubrirnos
un horizonte de oportunidades.
 
Nunca en la historia ha existido, como en estos años, tanto capital y
medios de generación de riqueza en manos privadas. Semejante
escenario, la peor pesadilla de quienes se oponen a la globalización
y de los defensores de la intervención estatal a guisa de corregir
desequilibrios e inequidades, ha sacado de la pobreza a centenares
de millones de personas, ha reducido a una fracción el costo de las
tecnologías, ha democratizado su acceso y ha empujado la salud y
la medicina a un terreno que existía solo en la ciencia ficción.
 
En este salto de la humanidad los gobiernos han quedado al margen
–con alguna excepción que confirma la regla-, han sido superados
por los acontecimientos, incluso cuando han hecho lo posible por
impedirlos. Como el estado de bienestar desestimula el lucro, ya sea
prohibiendo el que le parece excesivo o castigándolo con impuestos
elevadísimos para, supuestamente, redistribuirlo, las nuevas
fronteras tecnológicas se alcanzaron en las economías más libres y
abiertas.   Porque la investigación y desarrollo son, por definición, de
muy alto riesgo; y nadie toma riesgos altos si no tiene la posibilidad
de capturar beneficios igualmente extraordinarios. Matemáticas
elementales.
 
La libre iniciativa ha terminado imponiéndose a prohibiciones,
dogmas, prejuicios y obstáculos de toda índole, empezando por el
sistema de creencias.  “Esta cámara no debe dar luz verde a
científicos locos que quieren jugar con el don de la vida”[172],
argumentaba un congresista en apoyo de la ley impulsada por el
Presidente de los Estados Unidos en 2001 para prohibir
determinados desarrollos de la biotecnología, generando una
barrera legal que dificultó investigaciones relacionadas con la
ingeniería genética.
 
El ejemplo que precede es muy pertinente por dos aspectos en
especial: la interferencia política no está confinada a países del tipo
Absurdistán y el poder acumulado por las autoridades públicas es
excesivo aún en las democracias más liberales; o tenidas por tales.
Otro aspecto es que la prohibición recayó sobre una de las áreas de
la ciencia con mayor potencial para destrabar una transformación
radical, retrasando algunos años un desarrollo científico que se dio
de todos modos, como se ha visto. ¿Hasta cuando la iniciativa libre
debe continuar pidiéndole autorización al político para innovar? ¿Por
qué debe ser el estado el que fije y arbitre las fronteras de lo
posible? ¿Por qué se le entrega a la mayoría o al poder la batuta del
dogma? En este como en la gran mayoría de temas el poder debe
quedar en manos de cada persona: la que quiera depositar en un
banco de células madre material que le permita generar un órgano
para reemplazarlo en caso necesario, debe estar en la libertad de
hacerlo. Igual libertad debe tener para rehusar la edición de células
de un embrión, aunque sea para corregir una enfermedad
congénita, la pareja cuyo credo vea en el procedimiento un
quebranto del don divino de la vida. Lo que no está bien es que
éstos impongan su credo a los otros, ni viceversa, ni mucho menos
que usen al Estado como policía del pensamiento y la moral,
dictando las leyes que materializan tales imposiciones. Por eso
desconfío de los grupos de activismo, que en la mayoría de los
casos no persiguen mayores libertades, sino prohibiciones y
controles para los demás.
 
Otro caso que ilustra la inadecuación de la estructura estatal, aún de
las naciones más avanzadas, para intervenir con gestión o capital
en el desarrollo científico, fue el proyecto del genoma iniciado por el
Departamento de Energía de los Estados Unidos en 1990 con un
presupuesto de US$ 3 Billones. Habían transcurrido ocho años sin
mayores progresos cuando en 1998 Celera, una compañía privada,
entró en competencia, logrando la secuencia completa del genoma
humano a una fracción del presupuesto. Y el procedimiento para
secuenciar el genoma, convertirlo en código binario, editarlo usando
una computadora y reconvertirlo en material biológico,
genéticamente modificado o corregido,  toma ya menos tiempo que
constituir una compañía en la república latinoamericana de
Absurdistán.
 
En la recientes cumbres políticas se hicieron visibles las diferencias
en torno al Acuerdo de París sobre cambio climático, que los jefes
de estado se empeñan en llevar adelante como si de ellos
dependiera la solución. ¡Vaya ilusión! Sea lo que fuere que discutan
y firmen, las soluciones concretas están llegando desde la orilla del
emprendimiento y la empresa, que están demostrando su potencial
para resolver desafíos que hoy se estancan en los escritorios
burocráticos, en muchos casos gracias al cabildeo de los grupos de
presión interesados en mantener el statu quo. Mientras tanto, en
medio del caos y desafiando en muchos casos regulaciones
obsoletas,  la libre iniciativa avanza a saltos exponenciales  y nos
ofrece tecnologías capaces de terminar con la era de los
combustibles fósiles antes que se agoten las reservas de petróleo.
 
El Estado ha construido, merced a su promiscuidad regulatoria y
complejo de control, un laberinto que el ciudadano medio, esto es
sin conexión o protección política, pocas veces consigue atravesar,
y si lo logra es a costa de energía, tiempo y recursos que hubieran
estado mejor empleados en cualquier otra empresa u objetivo.
Muchos proyectos se quedan en el tintero y abortan antes de iniciar
por esta causa. También el Estado y las instituciones públicas están
atrapadas en el laberinto, víctimas de su invento. Las regulaciones
que se eliminan, cosa que sucede muy excepcionalmente, son al
poco tiempo sustituidas y multiplicadas por un exceso de manos
empleadas por el sector público que no tienen nada mejor que
hacer. Es la lógica parasitaria del poder: si la sociedad le otorga a
alguien el poder de regular, no cabe la menor duda que lo va a
utilizar. Extralimitándose, pues al político de turno jamás le parecen
suficientes sus atribuciones. Así se crean condiciones, permisos y
límites al ejercicio de la libertad y se multiplican organismos,
agencias e instituciones encargados de administrarlos. Una vez
creados, dotados de presupuesto y personal, rara vez desaparecen;
al contrario, usan su poder regulatorio para ampliar su órbita de
intervención. Los miembros del establishment, que no son solo
políticos profesionales sino también cuantos dependen del favor o la
licencia de la corte, incluyendo negociantes que no compiten,
también retroalimentan lo que hace del poder, y la relación con éste,
una posición de ventaja: más leyes, más controles, más
regulaciones, más licencias que otorgar, en suma más interferencia
en la vida de los súbditos. Un complejo sistema de administración
de favores e intercambio de privilegios.
 
Recordemos la definición latina de ley: expresión de la voluntad
soberana que manda, prohíbe o permite.  La definición anglosajona
se refiere a las normas que una comunidad –no las instituciones
políticas- reconoce aplicables a las acciones de sus miembros. Esta
tiene un acento en  la autonomía de las personas; aquella, en la
sumisión del ciudadano y la soberanía del poder. Una concepción de
Estado que manda frente a uno que protege el orden creado por los
ciudadanos. La noción de servidumbre habita hasta en el lenguaje
con que se han definido las instituciones, sobre todo en el sistema
continental europeo y sus herederos.
 
De modo que la humanidad, bajo un esquema de iniciativa libre, al
margen del Estado, ha dado el salto que describimos en el capítulo
anterior. La visión, el capital, el talento, la ejecución, el riesgo y el
logro han estado en la orilla de los emprendedores, no sobre la
mesa de los planificadores, los reguladores, los legisladores, los
órganos públicos de control o los activistas, todos gente sin piel en
el juego de la evolución social. Cuando han intervenido ha sido más
bien para ponerle trabas a ciertas investigaciones, convertir dogmas
y prejuicios en leyes, ampliar su esfera de intervención y obtener
una buena tajada del éxito de los súbditos a título de impuestos. No
digo que ocasionalmente no haya ocupado un puesto de poder
político un extraño al establishment, con buenas intenciones y la
visión correcta, que consiguió empujar alguna reforma o reducir
alguna carga, pero son intervenciones esporádicas, aisladas, que no
alcanzan a corregir la dirección que por inercia histórica y vicio
estructural lleva el Estado.    Los emprendedores, investigadores,
academia, mercados de capital, financistas, inversionistas ángeles o
demonios y todos cuantos hacen el ecosistema del emprendimiento
lo han logrado sin el Estado y a pesar de éste.
 
Y si el Estado no ha sido relevante en la era del conocimiento, lo
será menos en hora actual, la de la emancipación. De haber
descifrado el genoma humano y poder leerlo, tarea reservada a
corporaciones con muchos recursos, la humanidad ha pasado en
pocos años a poder escribirlo y editarlo, poniendo las herramientas
al alcance de cualquier persona con curiosidad, buena conexión a la
red y recursos modestos. La humanidad ha cruzado el umbral que
separaba la ciencia ficción de la realidad; la ingeniería genética, la
biología sintética y en general las ciencias de la vida han puesto en
manos del hombre la clave de la salud y la vida. Muchas terapias
que rompen el paradigma y transforman radicalmente la concepción
de la medicina están hoy disponibles comercialmente. El crecimiento
exponencial ha reducido los costos de estos beneficios científicos,
ampliando su capacidad, revelando potencial, democratizando el
acceso. De la misma forma que un iPhone 5 con más capacidad de
procesamiento que la supercomputadora Cray-2, la más poderosa
en 1985, que se vendía por US$ 32 millones, está hoy al alcance de
personas con ingresos similares a la línea técnica de pobreza,
también lo están medios digitales de producción, nuevos contenidos
educativos y lo estarán dispositivos móviles de diagnóstico. Si la
salud y la educación no están pronto al alcance de los menos
privilegiados no será por falta de ejecutorias de una sociedad
autopropulsada, sino por interferencia política. Dígase lo que se
quiera, este no es el resultado de un plan concebido e impuesto por
el poder político, que más bien opera como un obstáculo para la
innovación; es el producto de fuerzas, acciones y decisiones
espontáneas, libres, adoptadas por infinidad de actores sin otro
impulso que sus propias motivaciones –pasión, lucro, realizar un
sueño, lograr independencia, cambiar el mundo-, actores con sus
propios intereses y dispersos en varias jurisdicciones, y no obstante
colaboradores, sin proponérselo, de un fenómeno de convergencia
sin precedentes, caracterizado por la intersección de tecnologías y
su recíproco potenciamiento. Se puede especular cuanto sea sobre
filosofía política, mas, como diría Karl Popper, la prueba de validez
de una teoría la aporta la realidad. La libertad individual no solo es
desde una perspectiva moral el bien más preciado sino también el
que mejor funciona para la construcción social, para el bien común,
lo que me lleva a la siguiente reflexión.
 
Bien común en el orden espontáneo
 
Con independencia de la orientación ideológica del bien común o
finalidad colectiva, esta doctrina supone que hay una finalidad que
no es propia del Estado sino de la “pluralidad una”, bien que
tampoco resulta de la suma de bienes o finalidades individuales.
Esta distinción es capital, pues el titular del bien común no es el
Estado y podría incluso argumentarse que tampoco la colectividad,
pues si esta no existe sin sus miembros tampoco puede reivindicar
bienes que no existen en sus constituyentes o que no le han sido
transferidos por éstos, a título fiduciario y en su garantía. “El bien
común es armonía, ajuste, síntesis, de los diversos bienes o
aspiraciones de las miembros de la sociedad”,[173] tiene en
consecuencia su raíz y su límite en dichos bienes individuales y,
como precisa Tobar Donoso utilizando la distinción filosófica de la
esencia y la forma, el bien común es la forma que en el orden social
toma la esencia del bien individual, y por consiguiente el bien común
no es independiente de los bienes individuales de la persona
humana, sino su mayor garantía. Un ejemplo claro de este concepto
es la seguridad jurídica, es decir la existencia de una regla de
derecho predecible, cierta, que permite evaluar las consecuencias o
efectos de una acción, y por lo tanto es garantía del respeto a un
derecho individual –bien particular-, seguridad que si se quebranta,
ya sea por cambios constantes, regulaciones superpuestas que le
restan claridad, discrecionalidad burocrática en su aplicación,
legislación inconsulta –como las leyes que se dictan para apagar
incendios sin consultar la voz determinante de los bomberos- falta
de probidad o preparación de los jueces, provoca la lesión del
“ambiente” legal, debilita el ordenamiento jurídico –bien común-
aunque todavía esa lesión no se haya traducido en la afectación de
un derecho individual.
 
El ejemplo expuesto sirve también para apreciar que la existencia
del Estado y de la autoridad que le es consustancial no
necesariamente garantiza el bien común de la seguridad jurídica;
por el contrario, constituye en la actualidad, en la gran mayoría de
casos, la principal causa de su degradación por la incesante
generación de leyes –la mayoría inadecuadas, dada la desconexión
e incapacidad de los legislativos frente a las transformaciones
aceleradas que experimenta el mundo-, la expansión de las
regulaciones y controles y la hipertrofia del aparato burocrático.
Como enseña la historia, ni el derecho tiene su fuente única en el
poder estatal y sus órganos, ni la resolución de conflictos precisa de
jueces investidos por la autoridad política; de hecho los
ordenamientos más eficientes son aquellos que se han desarrollado
al margen de la normativa estatal a la par que florecen métodos
alternativos y plataformas digitales para la resolución de conflictos.
 
De modo que coincido en un bien común cuya sustancia deriva del
bien individual que busca garantizar, un bien común que no
descansa en la colectividad sino en la propia definición de la libertad
individual y en la noción de simetría o equidad –equidad en las
relaciones-: el derecho a la libertad de uno, ya sea en sus
expresiones inmateriales o interiores, como el diseño de la propia
vida, la elección del destino personal, la realización de la identidad,
o en sus manifestaciones más externas, como la expresión de lo
que se piensa o el acceso discrecional a lo que piensan otros, la
asociación, el trabajo, la multiplicación de talentos, la generación de
riqueza, la propiedad o cualquier otro derecho implica el respeto y
observancia de los mismos derechos cuando otro los ejerce. El bien
común es en este contexto la garantía de que el derecho de uno se
ejerce sin quebranto del mismo derecho de otro, es la protección
que permite a cada persona ejercer los mismos derechos que los
demás. Esto lo desarrollé con amplitud en la sección de
Autogobierno, Capítulo I.
 
Pero este es un terreno en el que conviene andar con los ojos muy
abiertos, porque matices y sutiles variaciones bastan para
desnaturalizar el bien común y debilitar su vínculo esencial con los
bienes personales para darle una patente autónoma, como si
existiese al margen de tales bienes o pudiesen entrar en conflicto.
En realidad si un bien individual entra en conflicto con el bien común
es porque se pretende ejercerlo fuera de sus límites, por ejemplo
cuando se abusa de un derecho; mas en la medida en que se ejerce
conforme con su naturaleza y fines, el bien común no interpondrá
límites sino que servirá de protección.
 
¿Cuándo se desnaturaliza el bien común? Cuando no se origina en
los bienes personales ni surge con la finalidad básica de
garantizarlos, sino que surge para justificar al Estado o asignar
poder a grupos colectivos. Estas son las doctrinas que consideran -
como Aristóteles-, que la causa primigenia del Estado o la sociedad
política es la naturaleza, o bien Dios, y que los hombres apenas
concretan –causa próxima o inmediata- este designio anterior,
natural o providencial, mediante alguna de las formas
fundacionales.  La consecuencia de estas concepciones es que la
autoridad y el fin vienen a ser consustanciales al Estado, porque no
cabe que exista una sociedad sin objeto ni gobierno. El defecto de
esta construcción es su carácter circular, tautológico,  tanto para
justificar al Estado, como para explicar el bien común: es el bien que
pertenece a la pluralidad unificada, dicen. Pero la pluralidad, la
suma de individuos variopintos, dispersos, no estaría unificada si no
fuese por una ordenación impuesta por la autoridad central, en
ejecución del poder estatal.  Luego, si no hubiese poder estatal
tampoco existiría la pluralidad unificada, y sin esta, no cabría hablar
de una finalidad colectiva, pues estaríamos frente al espejismo de
una colectividad inexistente. El Estado y este bien común de
vertiente totalitaria responden al dilema del huevo y la gallina. ¿Hay
Estado para realizar un fin común o, más bien, hay fin común
porque hay el Estado? Como lo dije, el bien común que surge del
bien individual y se justifica en la garantía que ofrece para su
realización, es un bien que pertenece a las personas, y con carácter
fiduciario, a la sociedad, no al Estado, y no precisa de la autoridad
política para realizarse:  es apenas un mal administrador con humos
de señor y dueño.
 
 
Más algoritmos, menos política
 
 
Como lo demuestra Hans Rosling en su obra Factfulness, hay una
tendencia generalizada a ignorar la realidad, los hechos, a aferrarse
a ideas preconcebidas y cifras sin sustento que dominan la visión
sobre el mundo, la sociedad y sus desafíos[174]. Si en algún ámbito
esta distorsión es más acusada es en la política, donde pesa lo
efectista más que lo eficiente, la opinión pública, la coyuntura y el
respaldo popular más que los  resultados en el largo plazo, y es
desde esta perspectiva velada, cortoplacista, reducida a lo que es
posible y no a lo que es conveniente –la política es el arte de lo
posible, repiten sus operadores profesionales- que se toman
decisiones. Los gobiernos y las instituciones políticas navegan con
un mapa desactualizado, una brújula que ha perdido el norte y una
consola de mando disfuncional, abundante en lecturas imprecisas o
radicalmente equivocadas. El resultado de este viaje demencial son
las olas migratorias de todos los tiempos, para quienes logran
escapar del infierno que han generado los gobernantes, las
hambrunas provocadas por la planificación central, la ausencia de
medicinas por la interferencia política, y sobre todo la falta de
oportunidad para ejercer la individualidad a plenitud. Salvo
contadísimas excepciones, la mayoría de naciones están muy por
debajo de su potencial, y no por falta de talento o capacidad de
trabajo de su gente, aunque sí por su miedo, y por la intromisión del
poder político.
 
Contra esta toxicidad del juego político se ha inventado un antídoto
poderoso, la data, que administrada por inteligencia artificial vuelve
superfluas casi todas las tareas de la función pública. No todas,
pues las hay esencialmente humanas que, por esa misma razón,
deben volver a sus titulares, las personas en cuyo beneficio se
organiza cualquier sistema de convivencia.  Una constitución puede
proclamar el cuidado de la naturaleza como objetivo del Estado,
mientras otro gobierno niega la evidencia del calentamiento global, y
otro justifica en la inequidad un esquema impositivo para
redistribución de la riqueza. La data nos permite ver los hechos tal
cual son, sin traductores ni censores oficiales,  identificar los
verdaderos desafíos y, lo que es más importante, sus causas. Hoy la
data sorteada por la fría e insobornable inteligencia artificial nos
revela los patrones comunes a las sociedades con mayor ingreso
per cápita, tiempo libre, gastos en salud y correlación de estos
indicadores con el grado de regulación, ambiente para hacer
negocios, libertad individual, control e intervención estatal. ¿Para
qué financiar con impuestos una maquinaria estatal encargada de
combatir la pobreza si la data revelase, por ejemplo, que son las
regulaciones impuestas por esa burocracia la causa principal de la
ausencia de fuentes de trabajo e innovación? Llegará el día, más
pronto que tarde, en que Blockchain o tecnologías similares
permitan gestionar un sistema de contribución de los miembros de
una comunidad –hoy mal llamado tributo, porque es más una tasa
de servidumbre- para financiar la inversión en bienes comunes con
total transparencia, verificabilidad del recurso invertido y eficiencia al
margen de intermediarios innecesarios u oscuros.
 
Como un precursor de lo que podría ser la sociedad del futuro, en
forma paralela a la sociedad calificada por su bandera o localidad –
los franceses, los peruanos, los barceloneses, los indios- se
desarrollan espontáneamente otras sociedades y comunidades
cohesionadas por objetivos prácticos y más particulares, más
lejanos de las abstracciones totalizadoras y más conectados con los
intereses concretos de sus miembros. Uno de los pensamientos
clave de Taleb en Skin in the Game, lo que el mismo califica como el
mensaje profundo de su libro, es que la escala altera la índole de las
soluciones haciendo peligrosos los universalismos –lo que sirve en
una dimensión micro no necesariamente funciona en lo macro-, es
decir la pretensión, tan propia de la economía y las ciencias
sociales, de reducirlo todo a patrones y categorías, construir
modelos abstractos e imponerlos a todos los miembros de un
sistema complejo –la sociedad lo es-. La razón filosófica ya se ha
analizado, todo intento unificador erosiona la individualidad y la
diversidad social, obstruye los flujos creativos y condena a las
sociedades a la mediocridad o a la miseria. Lo uniforme es
incompatible con la libertad individual. Y a nivel práctico los
universalismos suprimen de un plumazo los matices, variantes,
originalidades, experimentos y hasta los errores –según la visión del
regulador- que hacen tan rica la dinámica social y sin los cuales la
humanidad no daría los saltos de progreso de que ha sido capaz,
saltos fuera del guión por definición.
 
Este fenómeno consensual de asociación particular, fragmentaria,
conectada a objetivos específicos antes que a identidades ficticias o
nacionalidades impuestas se ha hecho posible gracias a las
opciones de  conectividad que ofrecen las nuevas tecnologías. Hoy
estas comunidades, algunas en estado embrionario, sin más
funcionalidad que un foro, como Twitter, otras más avanzadas, como
Facebook, que es una federación de pequeñas comunidades,
aunque sin funcionalidad política, y tantas otras, innumerables, con
propósito profesional, comercial, educativo, comparten información y
facilitan procesos productivos, educativos, científicos. Con la adición
de Blockchain la red pasa a ser además un mecanismo de creación,
depósito y circulación de valor –moneda, títulos valores, acciones de
compañías, registros inmobiliarios-, y solo es cuestión de tiempo
para que, aprovechando esa funcionalidad, también la identidad y el
estatuto jurídico personal –cuestión que desarrollo en otra sección-
estén anclados a una comunidad de elección personal y no a un
pasaporte oficial. El aspecto más relevante de este potencial
desarrollo es la construcción, cimentada en la autonomía y
consentimiento personal, real y no asumido o ficticio, de
ordenamientos jurídicos que regulen la interacción de estas
comunidades, que también conquistarán espacios hasta hace poco
vedados por el poder público. La moneda fue la primera muestra,
hoy ya son contratos y funciones públicas, y esto es solo una
fracción del potencial.
 
Como he anotado, la mayor parte de esa gestión de la convivencia
hoy usurpada por la función pública, sometida a un fárrago
regulatorio, a una interferencia en lo micro usando herramientas
macro, que se ejerce a través de pesados procesos burocráticos
que no añaden valor alguno al individuo ni al bien común, pasará a
estar gestionada, en cuanto sea útil, por inteligencia artificial
sustentada en hechos, y en lugar de un ejército de funcionarios
públicos administrando procesos tendremos una colección de
contratos inteligentes que se ejecutan en Blockchain de manera
descentralizada y sin administradores.
 
No a todos les gusta este fenómeno, pero no por ello deja de ser
real. A Umberto Eco, comentando las sociedades líquidas a las que
se refiere Bauman, le incomoda que se debilite “una entidad que
garantizaba a los individuos la posibilidad de resolver de una forma
homogénea los distintos problemas de nuestro tiempo … al no
haber puntos de referencia, todo se disuelve en una especie de
liquidez.”[175] A mi, al contrario, me entusiasma al extremo la
eliminación de un molde homogéneo para enfrentar los desafíos
dando paso al potencial del pensamiento divergente. Abandonar la
costumbre y la creencia de un mundo bajo un “modelo de orden” –
para usar las palabras de Eco- supone cuestionar un paradigma
levantado desde la Antigüedad. Ya lo analizamos, para los filósofos
griegos, igual que para Maquiavelo, Hobbes, Hegel, Marx, Stalin,
Hitler, Castro o Chávez –me excuso por referirme en la misma línea
a pensadores, mercenarios, prestidigitadores, asesinos y dictadores
vulgares-, era un imperativo ordenar a la sociedad según moldes y
darle dirección desde el Estado, entidad que dejó de ser instrumento
del bien común para convertirse en el objetivo, la finalidad misma de
la voluntad colectiva. Estado y bien común se funden como si fueran
una y la misma cosa. Fortalecer los lazos del Estado debía ser la
mayor obligación civil del ciudadano, según los diálogos de Platón.
Lo opuesto pensaron Locke, John Stuart Mill, Kant, Nietzsche,
Smith, Lincoln, Hayek, Juan Pablo II o Benedicto XVI, que pidieron
al hombre no tener miedo y hacerse cargo del destino que
corresponda a su naturaleza personal.
 
La cuestión, en suma, es evolucionar de la dependencia política a la
autonomía personal; de la gestión pública a la plataforma digital;
desde el molde impuesto desde el poder a la regla gestada desde la
libertad.
 
¿Tendrá futuro el gobierno?
 
Enfaticemos una idea para evitar confusiones: la tecnología no es la
solución a los males de la administración pública ni a los desafíos de
la humanidad, es una herramienta que potencia de manera inédita la
capacidad del hombre para organizarse y solucionar muchos
problemas que han permanecido sin respuesta adecuada. La fuente
del nuevo poder es, como siempre ha sido, la libertad personal, que
la tecnología revela en un potencial mayor al que se percibía hasta
hace pocos años. La vocación del hombre es alcanzar el mayor
gobierno de sí mismo y la mayor autonomía posible para construir
su identidad, para realizar su mejor versión, sin modelos de orden,
manuales de instrucciones ni dictados desde el poder o la mayoría;
en esto consiste la transformación de la sociedad y en esa libertad y
afán de identidad personalísima radica el vector más potente del
futuro; la tecnología revela ese potencial y lo hace posible, pero no
es la raíz de la transformación. Hasta el año 2006, la evolución fue
linear; a partir de entonces se ha vuelto exponencial, cuya dinámica
no es solo una ley que afirma el aumento del exponente en la ratio
de aceleración de la innovación, sino también una nueva forma de
ver el mundo, de entender las posibilidades y de enfrentar los
desafíos; es un nuevo y magnífico elemento cultural que marca una
mentalidad de abundancia, de confianza en las posibilidades, al otro
extremo de una idiosincrasia de limitaciones, que esconde su temor
al fracaso bajo la sombra de la autoridad.
 
En un mundo linear asentado sobre verdades incuestionadas y un
modelo de orden que unificaba a todos los habitantes de un territorio
por el mero hecho de su ubicación geográfica, la autoridad política
era una necesidad: alguien debía administrar el orden bajo coerción
de la potestad estatal. La dinámica exponencial es hija del caos, no
tanto como desorden, sino más bien en su acepción matemática de
impredecibilidad y ausencia de moldes que limiten el potencial
creativo, los resultados posibles. Todos y cada uno de los saltos
tecnológicos que describí en el capítulo anterior nacieron de ese
caos, de la audacia para imaginar soluciones fuera de los moldes de
pensamiento, del riesgo de aventurarse por aguas y profundidades
inexploradas, sin carta de navegación. Todos supusieron realidades
que se adelantaron y desbordaron a legisladores, reguladores y
planificadores, en varios casos incluso desafiando normas
existentes que iban a contramano de la innovación. El hombre no
necesita tutores públicos.
 
Si en la era de los imperios la expansión de éstos era una finalidad
de la sociedad política, y en la era del estado de bienestar el bien
colectivo se definía en relación con el acceso universal a ciertos
servicios, justicia social, redistribución de la riqueza –otra cuestión
es que los hayan podido llevar a la realidad-, en la era actual los
miembros de la sociedad convergen espontáneamente en torno a
objetivos que los identifican más allá del mito de la unidad social y
de las fronteras nacionales, y generan  asociaciones cuya misión
guarda vínculo más cercano y auténtico con su personal visión de la
convivencia y de la trascendencia en la vida. El fenómeno no es
nuevo, pero sí más profundo; no es inédito porque el hombre ha
buscado desde siempre integrarse a círculos y asociaciones que
respondan a sus intereses, anhelos y vocaciones, que le permitan
desarrollar su naturaleza social, desde la casa del pequeño Marcos,
más tarde convertido en evangelista, donde se reunían Jesucristo y
los doce a poner las bases de las primeras comunidades cristianas;
los cafés de París donde se daban cita pensadores, poetas y
artistas de la época a soñar e instigar el fin del absolutismo; la
academia de Madrid, que luchaba por llevar a España las luces
filosóficas que se estaban esparciendo en el norte de Europa;
clubes de Londres y Nueva York, donde se planificaban las rutas
marítimas de expansión comercial; hasta foros ejecutivos,
sociedades literarias, históricas, gremios, colegios profesionales,
órdenes de templarios, cofradías del vino, partidarios del fútbol,
asociaciones de todo tipo. La trascendencia es un camino
personalísimo, refractario al impulso homogeneizador de los
cánones cívicos, que implica jugar con las cartas que ha repartido la
vida a cada cual, ejercitar los talentos para provocar un impacto
positivo en la vida de los demás. Algunos logran expresar su
mensaje pintando, otros influencian desde un escenario y otros
abrazan la misión de hacer empresa, crear empleo y riqueza; otros,
en fin, se dedican a rezar, tejen lazos de colaboración recíproca
invisibles, propagan la clave de la salvación del alma o acuden el
domingo al estadio a jugarse la vida –en algunos casos literalmente-
por su equipo favorito. Ya se ha dicho que si hay algo más poderoso
y unificador de voluntades que cualquier causa de Estado –
generalmente ficticia, siempre impuesta- es el compromiso de un
hincha con su club deportivo.
 
Otro aspecto de esta fluidez asociativa es que no hay fuente única
de satisfacción de la vocación social ni es necesario encontrarla en
el café de la esquina; el horizonte se está ampliando conforme las
sociedades trasponen las fronteras políticas y aumenta la
conectividad. Salvo, quizás, para las personas que se entregan a
una vocación religiosa y encuentran en la ordenación sacerdotal un
vehículo suficiente para su trascendencia existencial, la mayoría
necesita convivir con órdenes diversos. Pero hay que decirlo, para
los padres que se han tomado en serio el serlo, la empresa de
mayor trascendencia en su vida es la familia, y el fruto más
importante, los hijos. La persona se realiza en esta unidad social
cuyo núcleo es esta órbita, familiar e íntima, amplificada por
auténticos amigos y delimitada por la sociedad periférica próxima, la
comunidad estudiantil para el profesor; la empresarial para el
emprendedor y sus colaboradores; los editores, críticos y lectores,
anónimos estos, para el escritor. Más allá de estas fronteras
asociativas da lo mismo tomar un avión para escuchar un concierto
en Madrid y hacer parte, en cuerpo y alma, intensamente, en estado
de flujo como diría Csikszentmihalyi, de esa comunidad tan efímera
como vivificante, que vibra al son de una composición sublime.
Cuando leo acerca de la finalidad del Estado, esa que hacen
memorizar a los niños en las clases de educación cívica en la
escuela, a fuer de embutirles libros de cuestionable validez histórica,
presentarles una bandera para que la reverencien cual ofrenda
sagrada y disciplinarlos para que acepten dócilmente cuanto afirma
la autoridad escolar, no puedo menos que contrastar esta ficción,
este mito, con la realidad de una familia y sus códigos y valores no
escritos, y no obstante tan presentes en la conducta personal,
innatos si cabe. La familia es la asociación más hermosa de la que
es capaz el hombre, la que exige más amor, generosidad y
renuncia, y es también a la que tiende naturalmente la especie.
Basta constatar esta sencilla realidad cotidiana para ver cuán
artificiosa fue la teoría de Hobbes, que presuponiendo un instinto
autodestructivo del hombre librado a su “estado de naturaleza”,
concibió el Leviatán, el Estado como única respuesta para forzar la
cooperación y convivencia colectiva.
 
Retomando el fenómeno asociativo, antiguo como se ve, es más
profundo hoy por las posibilidades  que ofrece la tecnología y sobre
todo por una cultura que se abre a la diversidad como nunca antes,
por fuerza de la interacción y del contacto. No me refiero a las redes
sociales, que en cierta forma son un espejismo de comunidad, con
individuos aislados y engullidos por sus pantallas digitales. Hago
relación, más bien, a la concurrencia en la conversación global, al
acortamiento de tiempos y distancias, a la  evanescencia de
fronteras políticas y barreras culturales que limitaban la fusión en
familias, comunidades o empresas a individuos similares, a pájaros
de la misma pluma, a los confines de la provincia. Hoy son lugar
común la libertad religiosa dentro de núcleos íntimos; jerarquías,
honores y títulos que se diluyen ante el mérito; parejas de distinta
nacionalidad que se unen como si hubieran sido vecinos; reuniones
sociales donde habla tanto el abuelo como el nieto; la creciente
influencia de la mujer en funciones antes reservadas al sexo
opuesto. Pero eran anomalías hasta hace pocos años, y aún lo son
en ciertos ambientes y culturas. La comunicación digital, con los
muchos defectos y peligros de las redes sociales –¿qué invento,
qué nuevo desarrollo no ha supuesto un riesgo en la historia?- tiene
una virtud manifiesta, la de ofrecernos información y acercarnos a
culturas, la de generar una conversación que se construye con
diversas visiones y perspectivas, la de ilustrarnos cómo unas
sociedades viven de espaldas a las creencias que son vitales en
otras. Si el conocimiento nos permite acercarnos a la verdad, es
apenas en plan especulativo y a un fragmento de esta, un fragmento
sesgado por el ángulo de visión. Por eso Nietzsche afirmaba:
“Verdad es el tipo de error sin el cual un determinado tipo de seres
vivos no podría vivir. Lo que decide en último término es el valor
para la vida.”[176]
 
***
 
Me cuesta trabajo imaginar cuál podría ser el rol de la autoridad en
el futuro. No me refiero a la sustitución de las repúblicas por formas
de gobierno asociadas más a la ciudad que a la nación, más
conectadas con la realidad de las comunidades locales que con la
ficción de una identidad común, que den paso a una
desconcentración de competencias hoy radicadas en anquilosados y
paquidérmicos órganos centralizados, federales o supranacionales
hacia particiones distritales, provinciales o municipales,
supuestamente más ágiles y dotadas de mayor autonomía, lo cual
sería apenas  un cambio de grado mas no de esencia en la
distribución del poder político, que muchos suponen seguirá
existiendo. Y es probable que en el proceso de implosión de los
estados nacionales la historia vea aumentar la relevancia, de
manera transitoria, de ciudades-estado y otras fórmulas semejantes:
serán puentes entre lo existente y el futuro, más no un destino, al
que todavía no podemos ponerle nombre.  La realidad de muchas
ciudades de América Latina es que tienen, relativamente, tanta
grasa e ineficiencia como los gobiernos centrales, y por la economía
de escala quedarían expuestas a menores fuentes de
financiamiento y recursos en un régimen que fragmentara la unidad
económica del conjunto si mantienen la pretensión de asumir las
competencias que hoy ejerce una autoridad central. También habría
excepciones, como Sao Paulo o San Francisco, cuyo PIB per cápita
está por encima del promedio nacional respectivo. El problema, sin
embargo, continuará, porque estas fórmulas apenas modifican la
organización de las finanzas y el esquema de titularidad de poderes
públicos, sin transformar lo de fondo: la recuperación de la libertad
personal y el consecuente traslado de poder y responsabilidad
desde las instituciones del poder público, nacional o seccional, a los
individuos. Esto último no es lo mismo ni debe confundirse con
“participación ciudadana”, tibio mecanismo que apenas sirve para
generar una ilusión de protagonismo en el ejercicio de poderes que
siguen estando en manos de los políticos y las instituciones
públicas. Eufemismo para mantener el encantamiento sobre una
audiencia candorosa.
 
En estas páginas se propone otra discusión, que no es de grado
sino de esencia. Que cuestiona si el estado y el poder político
tendrán un rol gravitante y positivo en la construcción del futuro, que
intenta resolver la pregunta de si son posibles las sociedades sin
Estado.  La iniciativa privada y la aleatoriedad han sido las fuerzas
principales que han llevado  a la humanidad hasta este umbral
histórico y continúan empujando los límites de lo posible, dinámicas
que desafían los fundamentos del poder público. ¿Habrán formas de
gobierno? La sola idea del fin del Estado, la implosión de los
sistemas conocidos de organización de la autoridad política o el
desmoronamiento de los muros regulatorios le resulta indigerible a
la mayoría; la gente está tan acostumbrada al paradigma contrario
que no  concibe una convivencia sin alguna forma de gobierno
político, sin instituciones que dicten reglas y autoridades que las
hagan cumplir. Y la crisis irreversible del Estado, su degradación e
incapacidad estructural para cumplir la promesa hecha a sus
ciudadanos, es admitida aún por los defensores del Estado “social”,
llamado a garantizar al individuo un seguro contra la adversidad,
para emplear términos de Bauman, quien se pregunta “¿qué fuerza
–si es que hay alguna- será capaz de ocupar el espacio/papel que
ese agente del cambio social ha dejado vacante?”[177] Recordemos,
el Estado no ha sido un agente de cambio social; cuanto más un
intermediario, un intérprete tardío y corto de las tendencias y
corrientes originadas y promovidas desde la sociedad y sus élites. 
Y el seguro contra la adversidad no viene gratis, sino al precio de
una cuota material y, sobre todo, de cesión de espacios de libertad:
si las personas quieren que otro les asegure contra los riesgos de
vivir, deben estar dispuestas a someterse a su control y dirección. Y
a que les mientan.
 
***
 
Quien observe de cerca cómo funciona actualmente el intercambio
cultural, empresarial, educativo o social de un número cada vez más
creciente de ciudadanos del mundo interconectados a través de las
redes digitales, dando vida a esquemas impensados de
colaboración virtual, modelos de negocio disruptivos, tutoriales
educativos en línea, noticias e información circulando sin la
intermediación de los medios de comunicación tradicionales o la
censura de los gobiernos, contratos inteligentes que se ejecutan a
través de blockchain, junto con transacciones en moneda
electrónica, se percatará de que ya hay un universo paralelo que se
desarrolla, prospera y crece al margen de la regulación estatal y del
control político. El Estado puede que todavía sobreviva,  pero como
una etiqueta sobre un cascarón cada vez más vaciado de poder y
función, en inversa proporción a las facetas de la sociedad que se
desarrollan gracias a su autonomía.
 
La nueva tecnología aparece en intervalos cada vez más acelerados
y, por la constante innovación, se vuelve obsoleta también en pocos
años, cuando los reguladores políticos apenas empiezan a
entenderla. A propósito de este fenómeno Thomas Friedman
expone el ejemplo de la institución de patentes, que otorga un
derecho exclusivo por un tiempo limitado, pero en el período de
varios años que tarda su tramitación por la oficina pública la
invención habrá probablemente quedado desplazada por una nueva.
No hay manera de resolver esta desconexión a menos que, con
Friedman, pidamos que los gobiernos operen a la velocidad de la
Ley de Moore[178], lo que sería tanto como pedir a Napoleon
Bonaparte que baje de su caballo vestido con casaca militar,
sombrero imperial, botas hípicas e intente aconsejarle a Jeff Bezos
que use drones. Lo cierto es que si algún obstáculo enfrenta la
innovación es la burocracia y la constante expansión de su laberinto
normativo.
 
Disrupción en la política
 
El poder político no está menos expuesto que cualquier otro modelo
institucional a la disrupción tecnológica y a la autonomía del
individuo que le es inherente. El hecho es que las personas tienen
acceso directo a cada vez más recursos, más asequibles para
transformar sus vidas, y conforme aumenta esta autonomía
personal, pierde sentido el rol de la autoridad pública. Las
sociedades virtuales ya existen y están en pleno desarrollo, y es en
esa dimensión donde suceden con frecuencia creciente los
intercambios fundamentales de la vida cotidiana, y sin embargo no
hemos enviado al museo de las ideologías muchas propuestas que
pueden haber tenido alguna justificación coyuntural hace siglos,
pero que son totalmente ajenas a la dinámica de las relaciones en la
era de la aceleración exponencial de la ciencia y la tecnología y su
penetración global a pesar de todas las barreras que se erigen
desde la política. La idea más obsoleta en este sentido es el Estado,
que subsiste cual animal antediluviano incapaz de moverse a la
velocidad de la innovación,  anclado en axiomas vaciados por la
nueva dinámica humana.  La tecnología ha sido una suerte de
fuerza de gravedad que atrae a billones de usuarios a formas de
convivencia más libre, sin la necesidad de que los ideólogos,
doctrinantes y líderes políticos se reúnan a puerta cerrada y decidan
dejar de meter sus narices en la vida y destino de las personas.
 
El gobierno no tiene, por estructura, fines, limitaciones inherentes a
la sociedad política, y por su propia degradación parasitaria que lo
ha convertido, tomando prestada la metáfora de Moisés Naim, en
Gulliver atado por los Liliputenses, la capacidad de regular y mucho
menos de controlar o dirigir lo que sucede en una nueva dimensión
de la vida humana construida a partir de la libertad y la autonomía
del individuo. ¿Alguien abriría una cuenta en Facebook si tiene que
ser supervisada por los servicios secretos? ¿Si el servicio de Uber
fuera regulado como los taxis tradicionales, tendrían hoy los
usuarios esa alternativa más segura y confiable? ¿Alguien compra
en Amazon o Alibaba porque alguna autoridad verificó el estado de
los productos o fijó los precios de venta? ¿Habría la posibilidad de
conseguir habitaciones  a través de Airbnb si algún ministerio de
turismo tuviera que otorgar una licencia previa de ocupación, como
en los hoteles tradicionales?  ¿Necesitaron las criptomonedas
alguna ley, el sello de algún banco de reserva o la pertenencia a
alguna bandera para convertirse, por generación espontánea y la
genialidad creativa, en moneda con poder liberatorio en los
mercados? ¿Puede un censor público detener la circulación de un
tuit denunciando corrupción? ¿Acaso a las nuevas generaciones les
importa un rábano que alguna ley de protección laboral se aplique a
los intercambios que se generan en las nuevas plataformas de
colaboración virtual que conectan a personas dispersas en varias
jurisdicciones? ¿Se aplica siquiera la noción de empleo a la
actividad de las personas que contribuyen a la creación de las
plataformas abiertas como Hadoop, que compiten con los sistemas
de Google?  ¿Acaso fue el Protocolo de Kyoto o la Convención de
París sobre cambio climático o la política pública de algún gobierno
la que llevó a empresas innovadoras a producir tecnología para
desalinizar el agua del océano o generar energía solar a una
fracción del costo de energías convencionales y contaminantes? ¿Y
que alguien me diga si todo esto es el resultado de la visión de
algún burócrata iluminado o más bien de la convergencia
espontánea de personas ejerciendo el más libre albedrío?  
 
El Estado no solamente no es indispensable sino que ya no es
viable, al menos en los países –que son la mayoría- que permitieron
que de garante y facilitador de libertades transmute en árbitro,
regulador y controlador de la vida social. Este fenómeno de fractura
y colapso de los estados-nación no es nuevo, aunque antes se
decantó por la vía equivocada: formar nuevos, muchos de los cuales
no son muy distintos que sus predecesores, por la lógica parasitaria
del poder público. Para el 2013, las banderas, himnos, fronteras
soberanas se cuadruplicaron desde la fundación de la Organización
de las Naciones Unidas en 1946.  “Fronteras se derrumban a
velocidad sin precedente porque los gobiernos y los ciudadanos no
entienden que la tecnología impacta a diario, cambia su futuro.”[179]
Hoy asistimos al fenómeno inverso, en el que ya no se forman
nuevos estados, dando paso a otro tipo de sociedades: Bitcoin o
Ethereum jamás estarán representadas en la Naciones Unidas,
porque no tienen bandera oficial. Ni la necesitan. Crecerá o
desaparecerá su valor de intercambio por la confianza de las
personas que la utilicen en el comercio. Está claro que el proceso de
emisión tecnológica de una moneda ofrece más confianza que el
proceso de emisión política. ¿Y por qué no habría de suceder lo
mismo con la resolución de conflictos legales o con la expedición de
la ley? En materia normativa ya describí cómo en algunas regiones
siempre estuvo vigente un sistema de adopción y creación
autónoma de reglas jurídicas por los protagonistas del intercambio,
como sucede en el common law, y cada día aparecen nuevas
plataformas virtuales de resolución de conflictos, como Cyber-Settle,
cuyos algoritmos han realizado propuestas de conciliación
aceptadas en más de 200.000 reclamos de seguros por un valor de
$1.6 billones.
 
Ya se ha dicho que las criptomonedas son apenas una muestra de
las innumerables aplicaciones de Blockchain. Y he explicado
también que, por constituir un mecanismo distribuido y
descentralizado, inmune a todo intento de administración, que hace
posible la generación, depósito y circulación de valores, nada impide
que títulos inmobiliarios, certificados de acciones y otros títulos
valores así como estatutos corporativos abandonen el reino de
papel, de notarías, catastros públicos, fedatarios y más
intermediarios del poder público para vivir en la nube virtual y ser
objeto de transacciones también codificadas en Blockchain -Smart
contracts-. Compañías podrán crearse cumpliendo el mismo
proceso que hoy se sigue para configurar una cuenta de Bitcoin o
Ether; los actos, votos y decisiones de todos los órganos de
gobierno corporativo podrán instrumentarse por esta vía, cuya
verificación automática hará innecesaria gran parte de la debida
diligencia que hoy acompaña toda transacción comercial de riesgo.
Un aspecto particularmente estimulante de esta tecnología será la
posibilidad de que, junto a monedas, títulos y actos con efecto
jurídico, el titular de una cuenta pueda además registrar el particular
código de normas que profesa o a las que adhiere y que se
convierten en el estatuto jurídico personal, que añadirá puntos –
tokens- cada vez que honre la norma y los sustraerá en el caso
opuesto. Las implicaciones son innumerables y de enorme impacto,
desde la edificación de un ordenamiento jurídico al estilo del
common law, que se compone de normas y prácticas aceptadas por
las partes en ejercicio de su autonomía y no de leyes impuestas por
el poder a título de soberanía, la facilidad de verificación de las
reglas de derecho aplicables a una relación, hasta la sustitución de
los actuales mecanismos de evaluación de la confiabilidad de un
agente, como el historial crediticio. Blockchain hace innecesaria la
verificación de la confiabilidad de los agentes en las transacciones,
lo que supondrá una revolución en la dinámica y velocidad de las
relaciones sociales.
 
También imagino, continuando esta línea de reflexión, que sobre la
base de los diversos ordenamientos jurídicos que vayan
acompañando el proceso de formación espontánea de comunidades
virtuales –virtuales solo porque se instrumentan en este medio, no
porque sus miembros no tengan conexión, presencia real y objetivos
concretos- se podrán configurar nuevas identidades, nuevas en
tanto no estarán calificadas por la pertenencia de iure a una bandera
oficial o jurisdicción política sino por la adhesión libre a un conjunto
de normas fundamentales que expresen el sentir, la visión y las
aspiraciones de sus miembros. Un pacto social verídico, no
inventado ni asumido por la doctrina, que puede incluir una
obligación específica de contribución para financiar el objeto social
así como un consentimiento para arbitrar disputas. Una sociedad
que, mejorando la práctica de los suizos, podría consultar
decisiones importantes y obtener las respuestas de sus miembros
inmediatamente a través de voto emitido por Blockchain, inviolable y
verificable, con la ventaja añadida de que este sistema no necesita
administradores, ejecutores, mediadores ni intermediarios. Las
instrucciones son autoejecutables y verificables desde su origen
hasta su destino, como toda las operaciones relacionadas, desde el
pago de las contribuciones sociales hasta su aplicación a los
objetivos consentidos, así como la activación de mecanismos de
arbitraje en caso necesario. A esto me refería cuando mencioné la
posibilidad de un nuevo pasaporte, anclado al estatuto jurídico
fundamental que cada persona decide adoptar. Ya en 1945 Karl
Popper vislumbró, según sus palabras, una “sociedad abstracta”, en
la que no está presente la característica de un grupo concreto de
individuos o sistema de grupos concretos, en la que podrían “surgir
un nuevo tipo de relaciones personales, pues éstas pueden trabarse
libremente y no se hallan determinadas por las contingencias del
nacimiento; y con esto surge un nuevo individualismo.”[180] Aunque
este filósofo no adelantaba este concepto en el contexto de
sociedades que desplazaran la pertenencia del hombre a una
estado-nación, una organización basada en la autonomía personal y
una nueva dimensión del “individualismo” apuntan en una dirección
evidente.
 
Es ya una realidad, según expuse en la sección sobre Inteligencia
Artificial, la aplicación exitosa de esta tecnología a la resolución de
conflictos, que puede materializar la imparcialidad que simboliza la
venda en los ojos con que se representa a la respetable dama que
sostiene la balanza de la justicia.  Se acabarán las sentencias
condimentadas por las múltiples causas de discriminación o abuso
de poder, o tejidas por la mano de la corrupción, vicios que siguen
vigentes a pesar del millar de normas que teóricamente existen para
evitarlo. La sociedad, en todas partes, estará mejor servida
acudiendo a arbitrajes, mediaciones, conciliaciones y otros métodos
de resolución de conflictos administrados por instituciones ajenas al
gobierno o a su influencia.
 
Conforme las transacciones legales se ejecuten cada vez más en el
espacio virtual –operaciones digitales, firmas electrónicas,
ensamblaje documental automático, contratos embebidos en
blockchain, computación en nube, big data-, toda la información y
pruebas necesarias para construir y evaluar un caso estarán al
alcance inmediato de quien posea las claves para acceder a los
centros de almacenamiento digital y abrir documentos protegidos. El
proceso de revisión documental, filtrado y evaluación de la
pertinencia de piezas y documentos al caso en cuestión ya es en
varias partes del mundo llevado a cabo por computadoras. Con
árbitros y jueces electrónicos, al factor confianza se unirá la calidad
del servicio, pues procesos que hoy duran años se podrán resolver
en días. ¿Alguien rehusaría semejante opción para continuar
acudiendo a una corte porque la sala de audiencias está decorada
con una bandera y el retrato del jefe de gobierno?
 
Maquiavelo y el caos como chantaje
 
Fue Maquiavelo con El Príncipe quien teorizó lo que posiblemente
era hasta entonces una práctica de gobierno sin mayor raigambre
doctrinaria, y esbozó lo que más tarde los corifeos del poder
denominaron razón de estado.  Bajo esta tesis los países llegaron a
sacrificar vidas humanas y lo siguen haciendo en la actualidad, cada
vez que intervienen o provocan un conflicto armado o asfixian a sus
propios ciudadanos, como en Cuba, Venezuela o Corea del Norte.
Es una de las expresiones más odiosas del mito: morir o matar en
defensa de posesiones soberanas; porque así como no hay acto de
amor más grande que dar la vida por otras personas, no hay
deformación más absurda del poder que segar la vida de otras
personas por “razones de estado”. No pretendo decir que en la
actualidad un jefe de estado deba evitar toda forma de intervención
armada sin importar las circunstancias; lo que constato es que aun
un estadista razonable, persuadido de los principios humanistas,
puede verse forzado a la guerra. Es la lógica a la que estamos
avocados por haber depositado tantas atribuciones y recursos en la
función pública, por haber permitido y alimentado, en la acción y la
omisión, un orden mundial cimentado en el estado-nación; tal es el
desenlace al que nos conducen los jefes de países al andar
comparando el tamaño de sus partes soberanas.
 
La cuestión es que la configuración del Estado contemporáneo y la
exorbitante expansión de poder público, sea que esté concentrado
en la función ejecutiva o distribuido en varias instituciones, se erige
sobre una creencia que la articuló Macquiavelo sin pudor: la maldad
humana generalizada, que hace necesarios la dirección y el control.
Justificó la crueldad del gobernante y la existencia de un ejercicio
policial del poder “…en atención a la perversidad ingénita de nuestra
condición…”[181]
 
Puesto en términos modernos, de similar cuño es la concepción de
la justicia social impuesta por la autoridad, como necesaria
corrección de los males que provocan las personas libradas a su
afán de lucro.  Debería llamar la atención la suposición de que el
hombre tiende al mal mientras más cerca está de su condición
natural, la libertad, pero si se desprenden las capas de maquillaje
argumental, se puede descubrir esta premisa en la base de todas
las ideologías que solo conciben la convivencia merced el arbitraje y
control de la autoridad política.
 
Ya reflexioné en la sección sobre el estado de bienestar y sus
falacias que semejante premisa no es acertada ni sustentable en los
hechos, de modo que no me voy a repetir; tan solo enfatizo
nuevamente que el error está en considerar peligroso el afán de
lucro, como si fuera un impulso de signo social negativo, que tiene
que ser moderado y limitado a la medida de algún dogma, cuando
mirando en profundidad tiene, como la equidad social, la misma raíz:
la libertad individual. Y amén de esta  filiación esencial, es el riesgo
empresarial el que crea riqueza, multiplica recursos, genera empleo,
en suma, logra la magia de ofrecerle a la sociedad las
oportunidades de desarrollo que permiten a los demás sumarse al
progreso.
 
No obstante estas evidencias y esta hermandad del interés
crematístico con cualquier otro derecho humano –por ejemplo la
libertad de conciencia o la autonomía contractual-, hijos de la misma
fuente, la cultura ha deformado la percepción colectiva, que mira
con aprehensión a quien osa levantarse sobre la vara de la
medianía material. En América Latina, aquejada de titulitis, se
exhiben con pompa y preámbulo los diplomas oficiales,
condecoraciones políticas o certificados académicos, economista
fulano, licenciado mengano, magister perengano, mientras se
esconden o se topan tangencialmente y en diminutivo los logros
empresariales. Los parques y plazas, igual que los salones
formales, despliegan estatuas, bustos y retratos de dudosos héroes
militares y nombres de la historia política y también honran, aunque
en emplazamientos más modestos, a personajes reconocidos en los
círculos culturales. En contraste, los líderes empresariales están
relegados al olvido y no son tenidos, en el imaginario popular, como
modelos a emular, al menos no abiertamente; al contrario,
pertenecen al bando de los ricos, de los pocos que acumulan, dicen
sofistas y socialistas, en perjuicio de las mayorías.
 
El afán de lucro, como el dinero en que se traduce, no es mejor ni
peor que la finalidad a la que se aplica. En lo personal no creo que
sea positivo destinar recursos a financiar una vigilancia estatal
generalizada sobre las personas a pretexto de combatir el crimen,
que es exactamente lo que hacen muchos países con el fruto de los
contribuyentes; en cambio encuentro estupendo que algunos
empresarios tengan excedentes suficientes como para reinvertir en
el desarrollo de tecnologías exponenciales, financiar una cruzada
para transformar la salud o la educación –otra de las actividades
ancladas en el paradigma lineal-, para destinar capital de riesgo a
emprendimientos enfocados en la producción de energías limpias y
asequibles, libres de emisiones[182], o que Watson y un fondo de
capital de riesgo se hagan accesibles a emprendedores que quieran
aprovechar el potencial de este socio virtual para seguir empujando
las fronteras de lo posible.
 
Y las causas que hasta hace poco pertenecían al dominio de los
estados y organismos internacionales, como las Naciones Unidas o
el Banco Mundial, hoy proliferan de la mano de empresarios.
DonorsChoose.org, Crowdrise, Kiva son solo algunos de los
innumerables ejemplos. Esta última se convirtió en un mecanismo
de microcrédito sin tasas de interés y con un porcentaje de
recuperación del 98%; para el 2011 había colocado casi $1000
millones, a razón de un crédito cada 17 segundos.[183] Kickstart, otro
emprendimiento social apoya a la fecha a negocios que suman el
0.6% del PIB de Kenya y el 0.25% del PIB de Tanzania.[184]
 
El interés de crear o multiplicar riqueza hace parte, para quien así
elija, del desarrollo de la personalidad, tanto como cualquier otro
derecho originado en la dignidad y libertad de la persona humana.
Pero hay algo más, el innegable aporte social de los
emprendedores, de quienes toman riesgo empresarial, que son los
principales protagonistas de un ambiente libre donde florece el
empleo. Si la proliferación de fuentes de empleo es el mayor
beneficio social, son los emprendedores y empresarios los líderes
sociales por excelencia. Vemos nuevamente cómo el interés general
es una expresión del interés personal puesto en acción.
 
Y a diferencia de Maquiavelo, creo que la mayoría de la gente hace
el bien lo mejor que puede; no podemos construir sistemas a partir
de las excepciones. Lo mejor de las personas aflora en libertad, no
bajo la servidumbre o el control; y el sentido de realización personal,
de satisfacción por un objetivo alcanzado, tiene otro sabor y cobra
plenitud cuando responde a un compromiso asumido libremente, no
a un plan de algún iluminado que cree saber lo que nos conviene. Si
el joven que se emancipa no está dispuesto a permitirle a sus
padres que interfieran en su camino, que le dicten la carrera a
seguir, que le señalen su modelo de desarrollo personal, que le
regalen lo que siente que debe lograr con esfuerzo propio, ¿por qué
habría de someterse a cualquier forma de tutoría pública, por qué
habría de conformarse con un seguro contra la adversidad
financiado con dinero de los demás?
 
El dilema que se nos presenta usualmente, falaz disyuntiva, es que
la limitación de la libertad por la autoridad es necesaria para evitar
que la sociedad degenere en caos.   “Un mundo en el cual todos
tienen el poder suficiente para impedir las iniciativas de los demás,
pero en el que nadie tiene poder para imponer una línea de
actuación, es un mundo donde las decisiones no se toman, se
toman demasiado tarde o se diluyen hasta resultar ineficaces. Sin la
previsibilidad y la estabilidad que derivan de normas y autoridades
legítimas y ampliamente aceptadas por la sociedad, reinaría un caos
que sería fuente de inmenso sufrimiento humano”[185].
 
Esta preocupación se origina en la constatación que el autor citado
hace respecto de que el poder se está degradando, fragmentando y
que la “imagen de Gulliver atado al suelo por miles de minúsculos
liliputenses capta bien la situación de los gobiernos en estos
tiempos: gigantes paralizados por una multitud de micropoderes.”[186]
Y en esto coincidimos, gobiernos gigantes, ineficaces,
degradados… Pero este fenómeno que a Naím le inquieta, lo veo yo
como un síntoma de la emancipación de la sociedad. Es un signo de
los tiempos. ¿Es necesario el poder para evitar el caos y la
anarquía? El hecho es que sin ese caos, sin la ausencia de un
orden preestablecido, la humanidad no hubiera dado el salto que he
descrito a lo largo de estas páginas, un progreso que se desató y
conquistó en la orilla opuesta a la de la regulación estatal, en un
espacio sin cartografía ni puntos de referencia estables.
 
En la misma medida en que se “impone una línea de actuación” de
alcance universal, es decir a todos los súbditos del poder estatal en
cuestión, se reduce el impulso social, que se movilizaría a todo
vapor si sus miembros podrían moverse en la dirección de su
elección personal. Es desde el respeto a la diversidad, a la
divergencia, a la coexistencia de visiones diferentes, incluso
contradictorias –y visión equivale aquí a dirección- que las
comunidades preservan su salud y su riqueza humana. Otra cosa es
que hayan normas jurídicas concebidas –y limitadas a este solo
objetivo- para que el ejercicio de la libertad de uno sea consistente
con el ejercicio de la libertad de otro.
 
El caos destructivo es más bien el resultado de vectores y
presencias impuestos sobre los diversos y variados conciertos
sociales, vectores ajenos al intercambio espontáneo, es el fruto de
la intromisión desde el universalismo de la ley y la potestad del
regulador en complejos sistemas tejidos a partir de la interacción
espontánea de los individuos y la infinidad de relaciones que se
engranan o desengranan según la libertad y el impredecible ánimo
de los agentes; si algo han constatado estadísticamente las teorías
del comportamiento económico es que las decisiones a nivel micro
tienen mucho más de emocionales que de racionales. Esa
pretensión de instituir el orden desde el poder distorsiona la mano y
el flujo que cada director de orquesta podría desarrollar con su
propio equipo, o la libertad creativa de un solista, impidiendo la
armonía. La fuerza que mueve a la sociedad y a las personas en
una dirección determinada siempre es anterior al poder y sus
dictados. Es parte de la naturaleza humana: siempre hay más
determinación y trascendencia en los compromisos libremente
adquiridos que en los impuestos por los padres, los profesores, la
Iglesia o la Ley.
 
La noción que ofrece la autoridad como antídoto a un caos que se
presupone destructivo se la debemos en gran parte a Hobbes, quien
no concebía la ley sin que se acordase previamente qué autoridad
tendría el poder de expedirla,[187] construcción que era indispensable
a su teoría de que en una jurisdicción guiada por el reino de Dios, la
política pública y la ley formaban parte de la religión.[188]
Paradójicamente, la separación entre autoridad y ley surgió en la
misma tierra que vio nacer a Hobbes, pues en la institución inglesa
del common law los jueces reconocen y aplican las normas
concebidas por los propios sujetos de la relación jurídica. De modo
que la ausencia de una autoridad política o de pronunciamiento y
sanción oficial no impide que se forme un orden legal. En Inglaterra
no existe un compendio escrito de normas supremas que en la
tradición latina conforman una constitución. La autonomía de las
personas en la generación de normas de derecho vinculantes es un
fenómeno viejo y exitoso hasta nuestros días. La tecnología ha
hecho posible extender este fenómeno hacia otras áreas antes
monopolizadas por el poder público, como la creación privada de
monedas sin bandera ni sello oficial que circulan con poder
liberatorio y aceptación creciente en los mercados. 
 
Este fenómeno tiene una explicación conceptual sencilla, confianza,
que surge de la cultura –hay sociedades que presuponen la
credibilidad del otro, y las hay que dudan hasta de su sombra-, del
conocimiento de una persona, de la credibilidad de una institución,
de un desempeño consistente a través del tiempo o, cuando nada
de esto está presente, de la seguridad que aporta la tecnología. Al
igual que en el common law, donde la tradición y la práctica
consistentes le han dado solidez a la generación normativa aunque
no se asienta en las actas oficiales de un parlamento, en el caso de
las criptomonedas la confianza surge de un proceso digital, de
tecnología que tiene la ventaja de asegurar hechos con
independencia de los agentes que intervienen en el intercambio, que
pueden ser desconocidos entre ellos.  
 
Si lo consideramos con detenimiento, las relaciones humanas en los
más variados ámbitos se basan en la palabra y no en la verificación,
incluso para las decisiones más importantes. No conozco todavía el
caso de una novia que haya condicionado su decisión de casarse a
la revisión del registro de antecedentes policiales, la conclusión de
un proceso estilo conoce a tu cliente o el análisis del código
genético del futuro progenitor. Los padres no eligen la escuela para
sus hijos luego de verificar con expertos los planos estructurales del
edificio escolar,  los planes de contingencia o las evaluaciones
psicológicas de los profesores, y generalmente, para los más
acuciosos, una entrevista y una revisión de la información en la web
bastan para simbolizar con un apretón de manos la prenda mutua
de confianza, entregada tanto por los padres como a por la
institución educativa que acepta la influencia que ejercerá el nuevo
alumno en la comunidad estudiantil. Y así se cierran también los
negocios importantes, aunque los abogados intervengan luego en el
papeleo y la debida diligencia. A los clientes no les piden prueba de
fondos en la entrada de un restaurante con estrellas Michelin antes
de asignarles una mesa y servirles el menú de degustación, ni hay
necesidad de una declaración judicial para probar que no se ha
usado un producto que se quiere devolver en una tienda, y todos los
días la gente comparte con desconocidos un vagón de metro o un
avión, a pesar de que excepcionalmente han servido como
vehículos para ataques terroristas. La sociedad quedaría paralizada
si adoptara de modo general protocolos diseñados a la medida de la
desconfianza que originan los casos excepcionales en que la
conducta humana defrauda. El hombre necesita de la sociedad para
realizarse;  su inclinación natural le lleva, por lo tanto, a respetar y
proteger los elementos que permiten esa convivencia.
 
El estado y sus instituciones, sin embargo, se han organizado en
base a la premisa opuesta, mutilando un pedazo de autonomía
social cada vez que una ley o el simple capricho del mandamás de
turno exigen un control, una verificación documental, un permiso
previo, una licencia oficial. Esta supervisión no está reservada a
casos que excepcionalmente exigirían algún tipo de intervención en
defensa del interés general, o de la ficción que esa etiqueta
encubre, sino que ha llegado a penetrar dominios en los que la
autonomía personal debería prevalecer hasta tanto no invada o
perjudique un derecho ajeno, en cuyo caso deberían intervenir
jueces o árbitros y no tutores públicos, y bastarían las sencillas
leyes de responsabilidad extracontractual o delitos civiles –tort
laws­- y no las reglamentarias maquinaciones de la burocracia. En la
filosofía que informa el rol omnipresente del Estado contemporáneo,
el verbo reconocer ha sido ampliamente sustituido por el de aprobar:
la autoridad ya no se limita a garantizar los derechos de las
personas, que con frecuencia creciente quedan condicionados en su
ejercicio a la aprobación oficial, privilegios del rey. Desde el primer
momento en que usualmente se pone en ejecución la libertad de
asociación y de empresa, la existencia legal de una compañía
mercantil –uno de los actos más simples en concepto- está
supeditada a la autorización de la función pública, aunque hay que
mencionar que en algunos estados más liberales, los menos,
apenas hay que cumplir con una formalidad registral, que no
depende de la voluntad del poder. Y luego licencias para todo,
registros de productos, aprobaciones especiales para determinadas
actividades económicas, incluso, en varios casos, fijación de tarifas,
límites de ganancias o abiertamente la exclusión del ejercicio de
ciertas industrias que el Estado se reserva, otra vez, argumentando
el mito del interés general.
 
Lo mismo sucede con la libertad de expresión, tan incómoda a los
gobernantes y cada vez más amenazada, censurada o abiertamente
prohibida. Y este es otro buen ejemplo del espacio que ha logrado
conquistar la libre iniciativa gracias a la aceleración tecnológica,
pues si los medios tradicionales están sujetos a licencias, controles
y regulaciones que pretenden, desde el poder, sentar los límites de
la ética periodística, las redes sociales han transformado al receptor
pasivo de información y noticias en un protagonista del debate, autor
de contenidos, testigo de los hechos que difunde al instante, crítico
con capacidad de resonancia viral, con mayor alcance incluso que el
de las audiencias decrecientes de la radio, televisión y prensa
tradicionales. El poder que la tecnología coloca en manos del
individuo,  que le permite decidir a quien escucha y cree o ser él
mismo comunicador de un contenido, desborda todo intento de
censura gubernamental.
 
Pensemos por un momento que los suscriptores de Facebook,
Twitter, Whatsapp y de cuanta red virtual florece cada día no han
evaluado la regulación o control públicos  para confiar a estas
plataformas digitales información personal y sensible, y que todo el
intercambio sucede en un contexto auto-regulado enteramente por
contratos digitales que se perfeccionan legalmente con un clic. Las
instituciones políticas han sentado a Facebook en el banquillo
cuando la información que controla ha sido aprovechada en
campañas electorales, interfiriendo, se alega, en el juego de la
política, pero poco se interesaron cuando las prácticas de esta red
social comprometían solo la privacidad de sus usuarios, privacidad
que los gobiernos violan permanentemente argumentando razones
de seguridad, tributarias o cualquier otra que puedan esconder bajo
el paraguas del bien común.
 
La información que se añade a la red a cada minuto no solo crece
en volumen sino en relevancia, y además de los datos personales
usuales los dispositivos digitales van incorporando tecnología de
reconocimiento de voz, huellas dactilares, rostros, retinas, la
posición que registran los GPS y, muy pronto, la secuencia genética
del usuario así como el historial médico, conforme la biotecnología y
la medicina sintética vayan ampliando la gama de aplicaciones
disponibles para teléfonos celulares. ¿Están más seguros esos
datos gracias al caos de la auto-regulación que si se permite al Gran
Hermano legislar y controlar a la medida de la razón de estado? Sin
duda.
 
Además hay que enfrentar la realidad. Si hoy una farmacia ubicada
en la esquina del barrio o en el centro comercial está sometida a un
sinfín de regulaciones y controles, desde la autorización de
funcionamiento del local, la habilitación profesional de los
dependientes, el inventario de drogas autorizadas y hasta los
precios de los medicamentos, en un futuro no muy lejano un
habitante de Nueva Delhi tomará con su dispositivo móvil o Lab-on-
a-chip diseñado en Silicon Valley y fabricado en China, una muestra
de sangre, DNA o material biológico mediante una aplicación
diseñada por un emprendedor en Argentina, que será codificado
mediante un traductor de información molecular a alfabeto binario
made in Ecuador y enviado digitalmente en un registro de Ethereum
desarrollado en Rusia  a un laboratorio en Alemania, los resultados
analizados por una inteligencia artificial ubicua –que está en la
“nube”, dondequiera que eso signifique- y el tratamiento –por
ejemplo una dosis de medicina sintética, una secuencia de
corrección de código genético, una vacuna- enviado nuevamente
por correo electrónico para su impresión 3D y posterior aplicación al
paciente. Para terminar de darle contexto al ejemplo, cada uno de
los elementos tecnológicos que intervienen en el proceso son fruto
de la convergencia y colaboración de un sinnúmero de personas,
empresas y fuentes, no de empleados de una compañía específica
en el sentido tradicional que empleo y compañía tienen en la cultura
linear.
 
¿Qué estado pretendería reclamar jurisdicción para una intervención
médica de esta naturaleza, que rebasa fronteras, que se ubica en
varias partes y en ninguna a la vez, que se descompone en
operaciones discretas, casi en su totalidad desmaterializadas, cuyo
producto final ha sido diseñado específica y únicamente para el
paciente y para ese uso en el tiempo? ¿Es posible siquiera justificar
la necesidad, la viabilidad o la utilidad hipotética de la regulación y
control públicos para tales operaciones? ¿Y en qué quedará la
jurisdicción soberana de los estados nacionales cuando la
tecnología posibilite la explotación de minerales en la Luna o en otra
dimensión extraterrestre? La misma noción del control e
intervención del estado al que está acostumbrada la sociedad en
general no es más que un espejismo. La aceleración tecnológica y
la autonomía individual solo desnudan esta realidad.
 
Ahora muchos jefes de estado y legisladores aspiran a extender la
aplicación de las regulaciones al espacio digital y a sus usuarios,
pero las leyes orientadas al control son por definición incompatibles
con la dinámica, la variabilidad, la ausencia de tipologías y
categorías fijas, la mutación permanente que son propias de la
innovación exponencial y el intercambio digital. Y mientras los
estados tardan en el mejor de los casos años para idear, preparar,
redactar, debatir, aprobar y sancionar una reforma legislativa
cumpliendo los pesados y complejos procedimientos parlamentarios
–y está bien que sean pesados y complejos, pues la ley idealmente
debe concebirse para gozar de estabilidad en el tiempo, no para
cambiarse al vaivén de la irresponsabilidad política-, las personas
inventan constantemente nuevas formas de interacción que dejan
obsoletas las regulaciones tan pronto se expiden. Es ciertamente un
alivio que la ley nacida de la soberanía estatal sea un instrumento
cada vez más inocuo de intervención en la sociedad virtual, de
modo que los actores y usuarios de esta dimensión ajena a los
espacios territoriales que suelen definir la jurisdicción puedan hacer
mejor uso de su autonomía.
 
A la luz de las tecnologías que he descrito en el capítulo anterior,
reflexionemos una vez más sobre el poder personal.   Blockchain
permitió la creación y circulación de monedas con poder liberatorio,
sin ningún banco de reserva oficial de por medio. La misma
tecnología se usará en ciudades para la gestión de catastros de
propiedades y registros documentales, que se ampliarán volviendo
innecesaria la intervención de municipios, registros públicos de la
propiedad, notarios y fedatarios públicos. Vehículos eléctricos y
auto-dirigidos por inteligencia artificial desplazarán el modelo de
propiedad por uno de uso compartido bajo demanda, con vastas
implicaciones para todo el modelo actual de energía fósil y rol de la
autoridad: sistemas de auto-generación, redes de energía
distribuidas, crecimiento exponencial de la energía fotovoltaica,
baterías de almacenamiento domésticas, y una infinidad de
elementos que configurarán espontáneamente nuevos sistemas de
energía gestionados en una parte significativa por los propios
usuarios, haciendo correlativamente inútil la intervención pública y
poniendo fin a la dependencia del recurso petrolero, la
intermediación de la autoridad en el acceso al servicio,  la regulación
y control que ahora se justifica en dicho carácter y la necesidad de
administrar o supervisar grandes plantas e infraestructuras de
distribución. 
 
El rol de la autoridad perderá relevancia, quedará vaciado, como
podríamos imaginar que hubiera quedado el de una hipotética
agencia reguladora de la industria de la fotografía en tiempos de
Kodak ante el surgimiento de la fotografía digital y la desaparición
de las cámaras. ¿Ministerio del transporte, secretaría de movilidad,
agencias de regulación y control del transporte público, ministerios
de energía…?
 
Pero los súbditos se han acostumbrado a este estado de cosas, a la
omnipresencia estatal, como si fuera lo ordinario, en armonía con la
ordenación natural de la sociedad, tan inmodificable como las leyes
cósmicas que dictan la rotación del planeta o su posición en el
sistema solar. No se plantean siquiera otra opción si la realidad está
confinada a las sombras que se proyectan en la caverna de Platón. 
Es casi una petición de principio, como se suele designar al
cuestionamiento de las premisas filosóficas primeras de toda
construcción, preguntarse sobre la validez del orden público
establecido, la justificación de los impuestos o su destino a financiar
la guerra y todo tipo de abusos cometidos en nombre de la razón de
estado.
 
Estoy convencido que a la persona humana se le abre a partir de
este umbral de la historia un camino hacia la recuperación de su
autonomía, y la ciencia y la tecnología están poniendo en sus
manos el poder para lograrlo, un poder que no supieron reivindicarle
desde las ideologías, al menos no con consecuencias prácticas,
pues no han faltado libertarios y pensadores que han advertido
contra la servidumbre que supone el Estado interventor, que no
obstante siguió creciendo y ampliando parasitariamente sus
tentáculos.
 
La implosión será aún más severa en aquellas repúblicas del tipo
Absurdistán que han organizado un modelo de gestión soberano de
industrias ancladas en los recursos naturales, la energía, la salud,
precisamente las que serán objeto de mayor disrupción. La
desmaterialización y la reducción de la escala de las cosas como
resultado de la biotecnología y la nanotecnología también pondrán
al alcance técnico y económico de las personas una amplia gama de
productos y servicios sin la huella ambiental que hoy supone el
modelo de la energía fósil y la dependencia de los recursos
naturales. Como dije en otra sección, es muy probable que este
proceso espontáneo de convergencia y crecimiento  exponencial de
la tecnología, emancipación de los individuos e incorporación a la
red global de billones de personas haga realidad la sustentabilidad
mientras la diplomacia estatal continúa discutiendo la
implementación del Acuerdo de París y otros instrumentos
internacionales que habrán sido superados por la aceleración de un
ambiente de innovación que emerge al margen de las oficinas
públicas de planificación.
 
La desmaterialización y desmonetización de productos y servicios
que se incorporan a teléfonos digitales y la conectividad a la gran
red global ofrece mejoras en productividad, comunicación
instantánea, acceso virtual a nuevos mercados, educación a la
carta, hasta aplicaciones de diagnóstico médico, pero sobre todo le
ofrece a cuanta persona pueda disponer de un teléfono celular la
oportunidad de hacer oír su voz, participar activamente en la
discusión global y convertirse en actor de sus propias soluciones.
No solo que un campesino en África tendrá acceso a un diagnóstico
en minutos sin acudir a un centro médico –inexistente en muchos
casos-, sino que pasará a tener un rol relevante en el proceso al
tomarse una muestra de saliva, operar el escáner de su dispositivo
móvil, acceder directamente a los resultados de laboratorio y
mediante impresoras 3D de material biológico fabricar el
medicamento, una pieza dental o una prótesis, experiencia que
destraba oportunidades para ofrecer servicios en su comunidad. No
hace falta mencionar que en el ejemplo mencionado diagnósticos,
exámenes, medicamentos, terapias, prótesis, incluso órganos para
trasplantes, estarán disponibles en horas en localidades a las que el
modelo tradicional tardaría meses en llegar con medicamentos a un
costo prohibitivo.
 
Como se ve, la autonomía personal no tiene por qué estar
restringida, como en las observaciones que suscitó la revolución
industrial de principios del Siglo XIX, a quienes tienen los recursos
para aprovechar el potencial de su libre albedrío, mientras que la
base de la pirámide social, los  4 billones de personas que viven con
menos de dos dólares al día, quedan excluidos de los beneficios de
una libertad que, sin base económica, es poco más que quimérica.
Pero aún en esa hipótesis, es mejor esa libertad, aunque limitada en
la práctica para algunos, porque aumenta incesantemente las
oportunidades de progreso del conjunto, a diferencia de lo que
ocurre con una pérdida de libertad general, que anula las opciones
de progreso. El punto es que esta es la línea de pensamiento que
originó el concepto de justicia social y el estado de bienestar: los
pobres deben ser responsabilidad del estado.  Esta noción, que una
circunstancia histórica llevó a muchos a aceptar como una
necesidad innegable, no es válida en la hora actual. De hecho la
asistencia gubernamental no contribuyó a reducir la pobreza de
modo sustentable, objetivo que no se arregló con subsidios ni
asistencialismos sino con oportunidades de empleo, que florecen en
proporción inversa a la intervención de la autoridad política. Por otra
parte, la afirmación, en el contexto de la justicia social, de que la
libertad tiene poco sentido para los más pobres mientras quedan
sus beneficios reservados a los de arriba de la pirámide, encierra
una doble falacia: la primera, me valgo de una metáfora nutricional,
es que la posibilidad de alimentarse de unos aprovechando la salud
de su metabolismo, no debe ser limitada porque otros, con menos
capacidad, apenas pueden asimilar los alimentos.  La segunda es la
suposición de que la escasez de recursos conlleva una mutilación
del libre albedrío, cuando las barreras mayores a la superación
personal son culturales, obstáculos que cada cual deja a su mente
inventar y, por supuesto, el ambiente hostil generado por el Estado.
 
Si antes bastaron reformas liberales de ciertas economías para
rescatar a millones de la pobreza, como en China, Corea del Sur,
Singapur, Alemania reunificada, Chile, mientras los sistemas de
planificación centralizada y control estatal continuaron fabricando
miseria, hoy en la era de la autonomía personal estamos más cerca
que nunca de hacer realidad la propuesta con la que C.K. Prahalad
abre su obra: “…si dejamos de pensar en los pobres como víctimas
o como carga, y empezamos a reconocerlos como empresarios
creativos y con capacidad de recuperación, y como consumidores
con sentido de valor, se abrirá un mundo de oportunidades.”[189] No
creo que culturalmente esté la sociedad ni cerca de cambiar su
creencia predominante acerca de la pobreza y sus causas, como
aspiraba Prahalad, pero es un hecho que la tecnología está
confiriendo un poder a la base de la pirámide con las herramientas
necesarias para que, a pesar del paradigma, sea un segmento de la
población que disfrute del beneficio de la autonomía tanto como
cualquier otro.
 
Vaciada de contenido la función pública en sus ámbitos periféricos,
hacia los que expandió su acción en los últimos cien años,
especialmente a través de atribuciones añadidas al Ejecutivo y
proliferación de agencias y órganos de regulación y control, haré
una síntesis de lo que ya se a dicho respecto de su rol central, que
se expresa en la división tradicional de poderes: legislativo, judicial,
ejecutivo.
 
Al observar la vida e instituciones de los Estados Unidos en 1831 y
destacar en general las bondades del sistema federativo, que
favorecía las libertades al evitar la concentración de poder en el
Ejecutivo, notaba Alexis de Tocqueville un defecto, la aparente
debilidad de la autoridad central para enfrentar una guerra si los
estados de la Unión, merced a una soberanía fraccionada,
rehusaban en contribuir con recursos y hombres; aunque aclaraba
que en la práctica el defecto importaba poco, pues la posición
geográfica y extensión de la Unión reducía la confrontación bélica a
una mera hipótesis.    El publicista francés no tenía razón de saber
cómo evolucionaría institucionalmente la Unión ni que los conflictos
armados no estarían limitados a la proximidad territorial en la era de
la aviación un siglo después, como tampoco que a inicios del siglo
XXI la tecnología estaría a punto de permitir a un dictador
norcoreano disparar una ojiva nuclear que alcanzase el otro extremo
del Planeta.
 
Me sirvo de esta reflexión para enfrentar de entrada una objeción
que podría  estar en la mente de liberales y estatistas por igual, esto
es ¿cómo proteger a la sociedad de la amenaza de un conflicto si se
desmantela o desaparece la autoridad política? Yo sostengo que las
mayores amenazas en materia de seguridad, especialmente la
nuclear, no existirían si no hubiera estados nacionales que defender
o jefes de estado que no tienen nada mejor que hacer que
compararse con sus pares el tamaño de sus partes soberanas a
costa de los contribuyentes. Porque hubo imperios y hoy estados-
nación tenemos ejércitos; y así como, a nivel nacional, una sociedad
puede ser llevada a la miseria porque hay una estructura estatal con
tanto poder que, colocada en las manos equivocadas, precipita la
autodestrucción, como en el caso reciente de Venezuela,  la lenta
agonía del peronismo de la que no convalece aún Argentina, o la
corrupción rampante en Brasil, para mencionar al vuelo muestras de
una lista interminable, también ocurre otro tanto a nivel
internacional, pues es alta la probabilidad de que en el sistema de
estados soberanos aparezca algún desquiciado dictador
pretextando la amenaza a la soberanía  para tener a media
humanidad pendiendo de un hilo. 
 
De acuerdo, no podemos cambiar la historia y hemos llegado a
donde estamos; pero sí podemos evitar repetirla dándole más
instrumentos y poder a los jefes políticos, insistiendo así en la receta
que originó este  desbarajuste en primer lugar. Como decía Einstein,
locura es pretender resultados diferentes haciendo lo mismo de
siempre.
 
Espejismo del orden establecido
 
Para muchos el Mundo se ha vuelto cada vez más complejo,
caótico, impredecible, volátil, inseguro. Eso parece, y en la
dimensión política de las cosas, es así; pero en el mundo de las
transformaciones reales sucede algo diferente. En el orden político 
hay un proceso de descomposición, que no es reciente pero se está
acelerando. Ya lo dije en otra parte, dos tercios de los estados que
conforman la ONU no existían hasta la primera mitad del Siglo XX, y
en el origen de ese fenómeno está una constante histórica: pueblos
y sociedades que rompen con la autoridad y su abuso y fundan
nuevas sociedades políticas. El remedio, sin embargo, ha sido
inadecuado,  porque a pesar de los ajustes, cambios periféricos y
matices, se replicó en esencia el mismo modelo de organización
política, el estado-nación, cuya dinámica parasitaria los lleva a la
misma condición de servidumbre y abuso que intentaron dejar
atrás:  cediendo libertades y transfiriendo poder a autoridades
políticas que prometen resolver sus problemas. Y la historia se
repite: una promiscuidad normativa que transforma una vía
despejada para el ejercicio de las libertades en un laberinto
indescifrable; la progresiva intromisión de los poderes públicos en
cada vez más ámbitos de la vida social; más burocracia para
gestionar gobiernos en constante expansión; más tributos, deuda
pública y emisión de moneda fabricada con aire para financiarlo.
 
Las sociedades han dado muchas muestras de fatiga y hartazgo,
aunque no son necesariamente conscientes de las causas. Hay un
clamor contra la corrupción, por ejemplo, que la autoridad capitaliza
para expandir sus controles, no obstante que al hacerlo incrementa
los cuellos de botella burocráticos que profundizan el mal que se
finge mitigar. Otro tanto sucede, en términos generales, con la
incapacidad del Estado para la realización del denominado bien
común, que los populistas aprovechan para ganar elecciones
blandiendo banderas nacionalistas y proclamas redentoras, cuando
las fronteras cerradas y el ejercicio autoritario del poder no hacen
más que profundizar una estructura que inhibe la creación libre de
oportunidades de progreso.  Y si hablamos de seguridad, en la era
estadísticamente más pacífica de la historia –hoy muere al año más
gente por exceso de azúcar que por ataques terroristas o conflictos
armados-, gobiernos cómplices con el crimen organizado y sus
políticas intervencionistas, generadoras de miseria, son
responsables de más muertes violentas que las que ocurren
anualmente en zonas de conflicto bélico declarado.  Y, para
alimentar la viciosa paradoja, es el mismo poder político que agita el
avispero el que, financiado con la tasa de servidumbre ciudadana, 
utiliza a capricho la llave de la puerta trasera para filtrarse en los
hogares, comunicaciones e información privada con la excusa de
combatir la inseguridad cuya semilla en muchos casos sembraron o
abonaron, y cuyo dimensión magnifican con propaganda para
moverse a sus anchas en los espacios dejados por el miedo.  Este
descontento y frustración ciudadana adopta cualquier manifestación
anti-sistema que tenga a la mano, poniendo en cuestión incluso los
valores democráticos, como ya vimos.
 
El apoyo creciente a las causas independentistas, separatistas, las
tensiones que apuntan a la fragmentación en lugar de la integración,
ya sea respecto de organizaciones supranacionales como la Unión
Europea, de uniones regionales de libre comercio o al interior de
algunos estados nacionales, tienen origen en el descrédito de las
instituciones del actual orden político, que se mueven –cuando se
mueven- en una dirección y a un ritmo incompatibles y
contradictorios con la dinámica libre de las sociedades que intentan
regular. Hasta ahora algunos líderes nacionalistas y autoritarios han
conseguido cierta tracción capitalizando esta reacción ciudadana,
pero no hacen más que pescar a río revuelto, pues estamos
llegando al umbral de tolerancia al abuso de la autoridad y a una
realización generalizada de la incompetencia estructural del poder
político, provenga de un jefe de estado, de una comisión
supranacional o de una organización hemisférica o mundial. ¿De
qué le han servido la OEA o la ONU a los ciudadanos de Venezuela,
que mueren literalmente de hambre y  de sed junto a una de las
fuentes más ricas del planeta, despojados de toda libertad y
seguridad por su propio gobierno, privados de futuro por
generaciones? 
 
El poder de la innovación libre
 
Sí, en la dimensión política campea la incertidumbre, el abuso, la
inseguridad. Mientras tanto, en la dimensión real, de carne y hueso
y no de papel y decretos, las sociedades avanzan a pesar de los
gobiernos, aunque no lo comenten los principales medios noticiosos;
la tragedia –aun hipotética-, el escándalo o el conflicto consiguen
más audiencia que cualquier avance científico, por relevante que
sea para la vida de las personas. Nuevas tecnologías se ponen al
alcance de un número creciente de personas, billones incluso,
gracias a la comunicación digital, abriendo oportunidades de
emprendimiento, crecimiento y prosperidad  en todas las capas de la
pirámide social. Desde educación, ambiente hasta salud, los
avances médicos permitirían, de no haber interferencia política, que
las epidemias, hambrunas y mortalidad infantil fueran cosa de la
historia. La convergencia de poblaciones de todas las regiones y
condiciones sociales y económicas a la conversación global digital,
el acceso a plataformas alternativas a la bancarización e
intermediación financiera, que están al alcance de los segmentos de
la población que no tienen acceso a la banca tradicional, energía
cada vez más barata y distribuida, el cercano fin de la era de los
combustibles fósiles y su efecto ambiental, la edición del genoma
humano, entre muchos otros logros extraordinarios, se originan en la
autonomía creativa del sector privado, cuyo vector principal es la
libertad individual y su vocación existencial  a superarse, a
conquistar nuevas fronteras, a evolucionar.  Las relaciones de
colaboración, de co-creación, la convergencia tecnológica, las
plataformas abiertas que propulsan y aceleran la innovación, estas
comunidades y enjambres vivientes no serían posibles sin la libertad
individual. Ninguna ley ha tenido que obligarles a compartir sus
recursos y conocimiento. Al contrario, allí donde existen normas que
intentan forzar la colaboración, no florecen este tipo de
intercambios.
 
Los políticos debaten sobre el cambio climático, disparan leyes y
regulaciones a ritmo frenético, con el mismo acierto con que un niño
vendado los ojos intenta darle a una piñata,  reglas que, en la
mayoría de los casos, se interponen en la innovación, elevan a
deidades la bandera nacional y las tasas de servidumbre –léase
tributos-, inventan permisos y censuras, incluso contra el elemental
derecho a informarse y a comunicar, idean nuevos muros, cierran
fronteras y continúan hipotecando el futuro de las nuevas
generaciones emitiendo moneda en devaluación constante y
contratando deuda pública para financiar sistemas hipertrofiados,
paralizados y paralizantes. Mientras todo eso sucede en los
corredores de los edificios gubernamentales, en el mundo real hay
emprendedores, científicos, académicos, inventores, inversionistas y
todos los demás vectores libres de un prolífico y caótico ambiente
auto-regulado que le está entregando a la humanidad las
herramientas y recursos para enfrentar los más grandes desafíos y
contribuir a la generación de un futuro de abundancia de
oportunidades para las grandes mayorías.    El caos y la volatilidad
son excelentes acicates de la innovación, que impulsan a jugadores
libres a moverse en diferentes direcciones, a cambiar las reglas del
juego, llevándolo a otras dimensiones. 
 
Naturalmente hay fuerzas que lucran del statu-quo e intentan
preservarlo a toda costa.    Hace no mucho afirmó el CEO de una
respetable institución financiera que Bitcoin y las criptomonedas
eran un fraude y que despediría de su organización a quien las
comprara, “por idiota”. Días después Bitcoin rompía el umbral de los
US$ 5,000 por unidad, multiplicando por 9 veces el valor que tenía
solo 12 meses antes, y la Directora del Fondo Monetario
Internacional, Christine Lagarde, declaraba que las criptomonedas
eventualmente desplazarían el rol de los bancos centrales y
pondrían fin a la intermediación financiera tal cual se conoce hoy en
día así como al modelo fragmentario de la banca. Lagarde nos
recordaba que “hasta hace no mucho algunos expertos sostenían
que jamás serían adoptadas las computadoras personales, y que las
tabletas solo serían usadas como costosas bandejas de café”[190]. Es
lo que pasa con los expertos: la reiterada concentración en su
práctica habitual también estrecha su ángulo de visión.
 
¿El mundo se ha vuelto más completo? Sí, en muchos aspectos; en
otros no tanto, y quizás incluso va camino de simplificarse. La
percepción de complejidad está agudizada por el cambio súbito, por
el desmoronamiento de muchas creencias, dogmas y
convencionalismos, anclas culturales sin las cuales las personas se
sienten a la deriva, sin norte, límites ni puntos de referencia claros y
estables.  Antes los fenómenos que alteraban la vida social –la
invención de la imprenta o del Internet, en lo tecnológico, la
revolución francesa o la segunda guerra mundial, en lo político-
dejaban a su paso nuevos paradigmas que perduraban hasta el
siguiente ciclo de transformación; hoy la única constante es el
cambio sin solución de continuidad. En el mundo empresarial esto
se expresa en la corta vida promedio de compañías –menos de 15
años- que hasta hace no mucho se prolongaban por generaciones.
En este escenario donde todas las variables externas están en
permanente movimiento, se desempeñarán mucho mejor las
personas con sólidos procesos de individuación y conciencia de su
identidad y del poder de su autonomía. Y la pasarán mucho peor las
culturas que se resistan a emanciparse y sigan dependiendo de
tutores públicos.
***
Mirado en profundidad, en muchos aspectos vamos hacia una era
de simplicidad, precisamente porque las tecnologías –más sobre
esto líneas abajo-, eliminan o vuelven invisibles, innecesarios, tanto
procesos como intermediarios, cadenas burocráticas, regulaciones,
así como la necesidad misma de una autoridad que las administre.
Bitcoin, como lo he mencionado más de una vez, puede o no tener
el éxito que se especula, pero lo importante para el análisis es que
aporta una prueba patente del concepto: la moneda ha sido
considerada una de las expresiones de la soberanía de un país, y su
emisión, función indelegable del poder público, tanto como un
indispensable instrumento de otra función estatal, la política
monetaria. Y he aquí una moneda que circula con poder liberatorio
en creciente volumen de transacciones comerciales a escala global,
que no ha sido emitida por ningún banco central, que no obedece a
ninguna regulación, decreto o validación oficial, desafiando así las
premisas de las teorías económicas predominantes.  Esta moneda
es producto de la iniciativa privada, libre, auto-regulada; y, no
obstante, circula en el mercado. “Y sin embargo, se mueve”, frase
que la tradición oral atribuye haberla pronunciado  Galileo Galilei
luego de abjurar su teoría copernicana ante el tribunal del Santo
Oficio.
 
Lo divertido de este fenómeno, como todos los derivados de las
nuevas tecnologías, es que no habrían sido suficientes equipos de
filósofos y académicos gastando neuronas desde un tanque de
pensamiento, con presupuesto generoso y los mejores estrategas
de la comunicación, para desmontar muchos de los pilares y mitos
sobre los que se asienta y ordena la sociedad actual. Si la
genialidad y la audacia –y sospecho que en esta ejecutoria fue más
importante ésta que aquélla- no desarrollaba Blockchain y habilitaba
tecnológicamente las criptomonedas, y si éstas no eran abrazadas
libremente por agentes económicos  en volúmenes suficientes como
para crear una masa monetaria que ni el FMI puede a estas alturas
ignorar, con seguridad veríamos a muchos “expertos” teorizando
sobre la invalidez o la inviabilidad de un modelo monetario sin
gobierno soberano de por medio. 
 
La iniciativa privada está innovando a un ritmo sin precedentes, con
resultados extraordinarios, muchos de ellos inconcebibles hace muy
pocos años. La red digital ya no es solo una autopista de
información, sino una plataforma de colaboración universal, donde
convergen mentes y tecnologías diversas que se nutren
recíprocamente; y es además una dimensión donde ya se crea,
deposita y circula valor.    Las tecnologías exponenciales, basadas
en la digitalización, tienen por su propio diseño una tendencia a
aproximarse a costo cero mientras se multiplica y democratiza su
acceso. Es en este preciso fenómeno donde está la mayor
oportunidad global: en integrar a un futuro de abundancia de
posibilidades a las grandes mayorías, y enriquecer con esa
dinámica la innovación futura.
 
Se multiplican cada día los intercambios sin intermediarios,
cualquiera sea su rol,   compradores o vendedores, comunicadores
o receptores, dueños de habitaciones y vehículos para arrendar o
huéspedes y pasajeros, profesores o alumnos. Pensemos por un
minuto en  la comunicación social y en el derecho a la información.
Como en Uber y Airbnb y todos los negocios basados en la
digitalización, se produce un fenómeno poderoso: consumidor y
productor se conectan a través de una plataforma digital, sin
intermediarios, facilitadores ni censores. Se acabaron los días en
que un equipo de estrategas sentados en el consejo editorial de un
periódico o canal de noticias debatía horas sobre qué publicar y en
que tono, o qué límites no se debían cruzar para evitar la censura o
persecución gubernamental.
 
Y el control político sobre la comunicación es tan viejo y tan
extendido geográficamente como el gobierno mismo, aun en las
democracias más maduras y relativamente libres, como lo demostró
Nixon y la amenaza de su administración con retirar la licencia al
Washington Post si publicaba el escándalo de Watergate. Esta
interferencia del poder hace que actualmente en Occidente apenas
5% de la población goce de prensa libre; el resto está sometido a
determinada forma de censura política o no existe. Si no hubiesen
alternativas digitales que ofrecen a todos la posibilidad de ser
comunicadores y usuarios al mismo tiempo, sin pedirle licencia a
nadie, el derecho a expresarse o a informarse sería apenas una
proclama sin efecto real. La misma lógica, mutatis mutandis, se
aplica a todos los demás derechos frente al control político, ya se
trate de la libertad económica o cualquier otra: las tecnologías le
ofrecen al individuo y a la sociedad la capacidad de ejercer sus
libertades de forma más amplia y acelerada.
 
La tecnología ha devuelto al usuario el poder de decidir que noticias
lee, a quién cree, cuándo, o de elegir ser parte activa de la
generación de una información de interés. Sí, por un tiempo más no
faltarán jefes de gobierno autoritarios o convencidos, por alguna
deformación psicológica, de ser depositarios de la verdad, que
intentarán erigirse en árbitros del bien y el mal, en oráculos del
destino, y decretar qué medios de comunicación siguen operando –
naturalmente los que se acomodan a la verdad oficial y a los datos
alternativos- y cuáles se clausuran; y qué versión deben los
ciudadanos creer, y qué textos y doctrinas se deben seguir en las
escuelas o cuánto es la ganancia razonable en un intercambio para
que el excedente, como la verdad, quede en manos del Estado. 
 
Esta acumulación parasitaria de atribuciones públicas, como lo
hemos explicado, acusa en la actualidad la incapacidad del Estado
para cumplir la promesa que justifica su existencia. Su propio peso
le impide moverse. Las autoridades políticas y funcionarios públicos
son también víctimas de la trampa regulatoria, atados de pies y
manos por infinidad de normas contradictorias y sometidos
constantemente a la amenaza que supone la aplicación de las leyes
sobre responsabilidad. Semejante esquema paraliza a los honestos
y crea oportunidades para los que no lo son, que por el precio
adecuado encuentran la manera de destrabar los piñones del
oxidado sistema.  Siempre me sorprende que cuando se habla de
corrupción poco se dice de su mayor causa: el exceso regulatorio, la
institución del permiso previo, el creciente peso del Estado en la
economía. No es que no existan corruptos en el sector privado, pero
en este ambiente no es buen negocio serlo, los casos se detectan
pronto y las medidas son drásticas. A diferencia de los accionistas
de una empresa, que no quieren perder dinero, auditan las finanzas
y cambian a los administradores ineficientes, a los contribuyentes
nadie les rinde cuentas y las tajadas inconfesables en los negocios
del Estado son gajes del oficio.
 
Retomando el impacto de la innovación privada, Peter Diamandis -
TED[191] “Abundance is our Future”-, observa que se ha cumplido la
Ley de Moore[192] con independencia de la guerra, la escasez o la
bonanza, haciendo comunes a casi todos los segmentos de la
población servicios y bienes que eran hasta hace pocas décadas
lujos de personas adineradas. El tiempo de vida promedio del ser
humano se ha duplicado, el ingreso promedio per-cápita se ha
triplicado, la mortalidad infantil se ha reducido 10 veces al igual que
el costo de la comida; el costo de la electricidad se ha reducido en
20 veces, en 100 el del transporte, en 1000 el de las
comunicaciones.
 
La alfabetización global ha crecido del 25% a más del 80%. Hoy la
mayoría de quienes se encuentran técnicamente por debajo de la
línea de pobreza tienen acceso a electricidad, servicios básicos,
televisión, comunicación celular, incluso vehículos, objetos
accesibles solo por los más ricos hace pocas décadas. Un teléfono
digital  le ofrece al ciudadano común más información de la que
estaba disponible al Presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica hace menos de dos décadas.
 
Y apenas vemos las primeras espumas de una gigantesca ola de
cambio.   En poco tiempo veremos que la reprogramación de
códigos genéticos hace innecesaria cierta cirugía y la quimioterapia;
en el 2012 ya estaban en pruebas desalinizadores del tamaño de
una pequeña refrigeradora con suficiente capacidad para
transformar en potable el agua de mar para el consumo de un
hogar;  la energía fotovoltaica y alternativa pondrá fin la era del
petróleo antes de que se vacíen los reservorios –como acabó la
Edad de Piedra sin que se agote el mineral-; la impresión
tridimensional a manos del usuario desplazará la compra de muchos
productos, generando disrupción respecto del modelo mismo de las
cadenas de suministro; estarán disponibles aplicaciones celulares
para diagnosticar enfermedades conectadas a centros de monitoreo
médico, que transformarán el modelo y el costo de acceso a los
servicios de salud; abundante conocimiento y material de consulta
compartido sin costo en las redes digitales, abriendo impensables
oportunidades a la educación, robótica, nanotecnología, inteligencia
artificial…
 
En 2000 la población mundial era de 6 billones, con una penetración
del 6% de usuarios de Internet; 7 billones en el 2010 con 23% de
penetración, y se estima que para el 2020, con una población
aproximada de 7.5 billones, la penetración estará en el 66%. Esto
significa 3 billones de personas que se habrían sumado en esta
década a la conversación digital global. La lista sigue y es
abundante en oportunidades. No se trata solamente de saltos
tecnológicos que sustituirán el paradigma de la sostenibilidad,
basado en el axioma del agotamiento, por uno de abundancia,
basado en la ilimitada capacidad de innovar, sino de un mundo en el
que los individuos libres adquieran un potencial que antes solo
podía pensarse en manos de estados y grandes corporaciones.
 
Vocación global
 
Es un error creer que la globalización fue, como la llamaron en los
90, el resultado de un nuevo orden económico mundial diseñado por
un puñado de líderes influyentes. No deja de sorprenderme la
arrogancia de los políticos para atribuirse la autoría de sucesos que
responden a la convergencia espontánea del hombre común en
torno a una maratón, en cuya línea de partida se apostan aquellos
para cortar una cinta y tomarse una foto, como si las energías que
cada corredor despliega respondieran al plan iluminado de una élite
burocrática. Un fenómeno de tanto alcance mundial, que en muy
pocos años desató un potencial de intercambio impensado, no se
causa por decreto o por la convención de algunos diplomáticos en
torno a una mesa de negociación, en la que apenas podrían darse el
crédito de haber levantado la compuerta de un dique que contenía la
marea de voluntades que se precipitaron al mar de oportunidades
apenas les dieron algún espacio de libertad.
 
La globalización fue fruto del caos, de ese bendito desorden cuya
dinámica no depende de un sistema o de fuerzas deliberadamente
puestas en una dirección por diseño, sino de algo más simple,
connatural y por ello poderoso, indetenible: el impulso espontáneo
de personas en libertad, su inclinación vital al relacionamiento con el
otro, al intercambio, a la realización de una vocación universal. 
 
Vista la Tierra desde arriba, desde el “cielo” en una foto satelital, no
se distinguen fronteras, a diferencia de las marcadas en los mapas
políticos.  En esas fotos está la constatación de lo natural, de lo
obvio, y aún así, tan distinto de lo que nos hemos acostumbrado a
considerar como la realidad a través de los textos escolares, la
historia escrita por los vencedores, los mapas oficiales. Las líneas
que dividen a los países son el resultado de la convención política,
de la imposición forzosa, de la conquista, la invasión, la ruptura,
aparecen con la independencia y la formación de los estados tanto
como cambian con su disolución. Han sido la piel del poder, pero
jamás la frontera de la libertad.
 
La globalización causa alergia a los defensores de la planificación e
intervención estatal, así como a los nacionalistas, cuyo afán de
acumulación de poder va a contramano de las cesiones
indispensables que exige la interdependencia.    La globalización
implica  una reformulación del concepto de soberanía –que los
poderes públicos usan tanto para evadir la interferencia externa
como para imponer a sus habitantes leyes abusivas-, liberación de
barreras comerciales, mayor exposición al escrutinio de la
comunidad internacional, ampliación de los mercados y, por lo tanto,
más oportunidades de crecimiento personal y empresarial así como
mayor comunicación entre culturas diversas. Todo esto apela
positivamente al individuo que valora su libertad y busca nuevos
horizontes, pero constituye una amenaza tanto para el ejercicio del
poder político, que las interpreta como el tejido de una camisa de
fuerza, como para los grupos económicos que le temen a la
competencia y han florecido gracias a los favores y privilegios
otorgados por los gobernantes de turno.
 
Es cierto que hay dos mundos de la globalización, uno en el que se
desenvuelven libremente las personas, y el otro, el que expresa la
voluntad política de los Estados. En este último se firman y
denuncian tratados, se levantan y eliminan barreras arancelarias, se
quitan y ponen controles fronterizos, se levantan y derriban muros.
Todo a costa de los contribuyentes. Y este mundo dificulta, incide,
facilita excepcionalmente, dura coyunturalmente, pero al final del día
el dique político cede ante la marea humana.
 
Porque en el mundo de carne y hueso, del intercambio real,  la
globalización sigue y se profundiza cada día, a pesar de las trabas
burocráticas: las personas se informan de cuanto sucede al otro
lado del mundo –el primer paso para romper con las creencias de la
provincia-, se consumen los productos que la percha digital ofrece
sin distingo de nacionalidad, se tejen lazos comerciales, se exploran
y conquistan nuevos mercados, la gente emigra, contra todo riesgo
y pronóstico, en busca de oportunidades, crece el número de
parejas que combinan diversas razas, religiones, visiones, historias,
y de niños que, conectados a una conversación digital que
trasciende los mapas políticos, configuran una identidad que no es
posible reducir a un símbolo oficial, a una bandera, al nichos
artificioso y arbitrario de las fronteras estatales, a los moldes de
conducta dictados por algún ministerio o dogma. La diversidad
social se nutre de la apertura hacia otras culturas, de comunicación
sin barreras en todos los aspectos. En este sentido, la globalización
expresa una vocación humana, y las fronteras políticas, un
anacronismo.
 
Y una vocación que acompaña al hombre desde que existe. El
Homo Sapiens poblaba sólo una región al este de África hace
150.000 años; desde hace 70.000 años, en la medida en que
tomaba forma la revolución cognitiva, el desarrollo del lenguaje y la
formación de culturas, se desplazaron por la península Arábiga al
continente Euroasiático, viajaron en barcas a Australia y más tarde
entraron por lo que hoy es Alaska al continente Americano[193]. Ahora
sus descendientes se mueven por cada rincón de la Tierra y juegan
con la idea de habitar otros planetas.
 
Castillo de Naipes
 
 
“Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos.”
 
Jorge Luis Borges, 1970
 
 
La expansión de todos los imperios precedió su desplome. El
estado-nación actual también responde a la lógica imperial, pero
ahora la ejerce sobre todo casa adentro, contra sus súbditos,
conquistando y usurpando el territorio de la libertad personal.
 
¿Va a desplomarse el Estado? Esta sociedad política perfecta,
calificación predicada por los teóricos de la ficción que la origina,
está en varios sentidos fracturada, fallida, herida de gravedad, en
tanto otras formas de asociación, por lo pronto apolíticas, están
volviendo las funciones públicas innecesarias; pero la presencia y
alcances de aquélla están por todas partes, sus tentáculos han
penetrado en grado inverosímil hasta en los más recónditos
resquicios de la vida personal y la coexistencia social; admito que es
difícil imaginar que todo eso pueda evanescerse o cómo. Están
atados al Estado la nacionalidad e identidad personal, desde el
hecho del nacimiento; los parques abiertos donde jugamos de niños
le pertenecen, al igual que los ríos y las playas donde vacacionan
unos y pescan otros; suya es el agua que tomamos y controla la
energía que nos alumbra y calienta, la que propulsa las máquinas;
autoriza las escuelas y colegios donde acudimos en exploración de
verdades y conocimiento, donde nos indoctrinan para arrodillarnos y
jurar una bandera y reverenciar los íconos patrios cual deidades; los
bancos donde empezamos a depositar el dinero desde nuestros
primeros ahorros están bajo su supervisión constante; fabrica la
moneda que utilizamos para el intercambio y la devalúa a capricho
para sus fines fiscales aunque con ello mutile nuestra capacidad
adquisitiva; puede expropiar nuestras propiedades, si se le antoja
que sirven a un fin estatal; se lleva una comisión importante de cada
consumo, cada compra, cada movimiento comercial que realizamos;
no estaremos casados con todos los efectos legales ni habilitados
para practicar la profesión escogida o iniciar la construcción de una
vivienda sin la solemnidad impartida por  sus burócratas; buena
parte del producto del trabajo anual va a parar a sus arcas, sin
contar con el tiempo necesario para rellenar formularios  y cumplir
con sus exigencias; nos fija límites respecto de la forma que deben
adoptar o los beneficios que pueden resultar de nuestras
interacciones con los demás; le damos cuenta a su policía
migratoria de a dónde vamos y por qué, tanto en el origen como en
el destino, cuando nos permiten el desplazamiento. Podría rellenar
varias cuartillas más enunciando un verdadero catálogo del absurdo
pero no es necesario, ahora todos entienden de lo que hablo, lo
sufren en carne propia.
 
¿Cómo va a consentir este usurpador, que además dicta las leyes
con las que legaliza la invasión y tiene bajo su mando a la policía,
los ejércitos, los jueces y todas las herramientas de coerción, que
supervisa nuestros movimientos y hurga en nuestra intimidad, en
replegarse, achicarse, empobrecerse y dejarnos en paz? ¿Qué
relevancia va a tener en el futuro? Ray Kurzweil, para quien la
respuesta será función de la revolución tecnológica, se limita a
comparar la suerte que le espera a los gobiernos con el destino de
las máquinas de escribir: ahí siguen, pero sin funciones.  
 
Los cambios que introduzca en el futuro la tecnología determinarán
en gran medida el destino estatal, sin duda; otras claves hay que
buscarlas en el pasado, para descubrir hasta dónde es el Estado
capaz de adaptarse para sobrevivir. Cuatro elementos conforman el
Estado según coinciden la mayoría de tratadistas, pueblo, territorio,
autoridad y fin. He analizado extensamente los dos últimos, que son
dos caras de la misma moneda, pues solo se justifica la autoridad si
tiene una misión que cumplir a nombre de la sociedad política y para
beneficio de sus miembros, y he intentado demostrar que no existe
una finalidad común, es decir una que constituya proyección y
exigencia de una identidad, historia o destino común; la autoridad
existe para beneficio de sí misma y mayor expansión del Estado,
aunque inventa y mitifica un bien común para justificarse, y lo hace
colocando al bien común como un objetivo contrario, de signo
opuesto, a la libertad individual, colisión que hace necesario un
árbitro social que logre la conciliación. Argumento falaz, pues ha
quedado expuesto por qué el derecho individual y el bien común y la
equidad social son expresiones del mismo principio, la libertad.
Además he analizado por qué algunos objetivos de interés común
no necesitan de la autoridad política para concretarse, y más bien se
han realizado con más éxito cuanto menor ha sido la intervención
gubernamental.  En realidad el estado-nación es producto de los
hechos consumados, no el resultado de la voluntad o necesidad de
sus miembros, es la continuación de su precursor imperial, y lo que
ha sucedido es que a lo largo del tiempo los ideólogos del poder han
debido encontrar un rol e inventar doctrinas que justificasen la
existencia de la autoridad y su coerción sobre la libertad individual.
 
También he analizado el primer elemento, el humano, y he concluido
que tampoco existe por regla general un pueblo que responda a la
noción unificadora de nación, a una identidad común, que comulgue
con la misma versión de la historia o que esté atravesado por algún
rasgo compartido de carácter trascendente, que solo aflora cuando
el equipo nacional de fútbol disputa la copa mundial. Los pueblos
son cualquier cosa menos homogéneos, están surcados por
diferencias religiosas, compuestos por pluralidad de razas y
orígenes, divididos en sus costumbres, aspiraciones, cosmovisiones
e intereses. El sentido de familia,  el carácter religioso y las
tradiciones en la mesa que profesa un norteamericano de origen
italiano o judío afincado en Nueva York se asemejan más al las de
un catalán que a las de un compatriota originario de los estados
centrales. Si esta comunidad heterogénea y dispersa de seres
humanos contribuyen a las mismas arcas fiscales y cantan el mismo
himno es porque el Estado los convoca inapelablemente en torno a
esas obligaciones, no por voluntad propia ni por proyectar una
nacionalidad inexistente. Quizás Israel sea un caso de excepción.
 
La heterogeneidad y divergencia de visiones e intereses no es un
hecho que lamentar, por otra parte, sino todo lo contrario, es la
fuente de la mayor riqueza social, el multiplicador del abanico
multicolor de oportunidades que se abren para potenciar la libertad
individual, que de otro modo quedaría condicionada por contados
moldes grises.
 
Despejados estos tres elementos nos queda el ingrediente físico.
Las raíces sobre las que se ha edificado el estado-nación no son
susceptibles de trasplante al nuevo terreno del progreso social, por
las razones que a continuación expongo. El Estado se construye a
partir de un territorio, es uno de sus elementos fundacionales
indispensables, sobre el cual reclama y ejerce jurisdicción, y por
extensión sobre la porción contigua del mar. Las aguas no
sometidas a jurisdicción específica son libres, constituyen océanos
internacionales. Esta noción de territorio y jurisdicción, conviene
tenerlo presente, es vieja y aunque quedó universalmente
configurada como la base de la constitución y organización de las
repúblicas desde los Siglos XVII y XVIII, se originó con los imperios.
Desde entonces y hasta antes del Internet la jurisdicción territorial
no presentaba mayor inconveniente ni vacío, pues la mayoría de los
casos sometidos al derecho estaban conectados espacialmente con 
un territorio determinado, ya por ser el lugar donde se había
celebrado un contrato, donde se encontraba el bien objeto del
negocio jurídico o donde tenían su domicilio legal los sujetos de
derecho. Habían casos de excepción para la aplicación
extraterritorial de la ley, cuando un Estado consideraba que
determinadas relaciones jurídicas, ya por la nacionalidad de las
partes o la ubicación de un inmueble u otras consideraciones,
debían quedar ordenadas a sus propias leyes a pesar de que los
actos subyacentes tuvieran lugar en otro territorio. Como estos
casos tenían puntos de conexión con más de una jurisdicción, se
originaban conflictos de ley, pues dos o más Estados podían, con
arreglo a sus propias leyes, pretender el juzgamiento del mismo
caso. Para resolver estos conflictos existen las denominadas
normas de remisión, ya en el derecho interno de los países o en
tratados internacionales, que buscan asignar jurisdicción según el
punto de conexión más relevante, lo que en último término queda
librado a la casuística: ¿en un delito de lavado de activos originado
en el país A, cuyos fondos se depositan  en el país B, utilizando los
servicios de intermediación financiera del país C, dónde está el
punto de conexión más relevante? Las normas de remisión,
dependiendo del caso y su naturaleza, pueden originar posiciones
irreconciliables de las legislaciones enfrentadas. No hace falta decir
que muchos de estos problemas suelen desembocar en
juzgamientos paralelos en varios países, ninguno de los cuales está
dispuesto a renunciar jurisdicción.
 
Con el Internet, la conectividad y la desagregación de la cadena de
valor corporativa e industrial, que potencian la colaboración de
personas dispersas en múltiples jurisdicciones en torno a un objetivo
o proyecto, el problema escala a dimensiones inmanejables desde
la lógica de la intervención estatal. Los productos ya no siguen un
proceso lineal dentro de un espacio único de fabricación. En
distintos actores y jurisdicciones queda, respecto del mismo
producto, distribuido el diseño, la ingeniería, los materiales, el
ensamblaje, el embalaje, el transporte, la comercialización, la
atención al consumidor. Con la impresión 3D la misma noción de
fabricación abre varias posibilidades: ¿es responsable del producto
quien elaboró la receta –el código digital que dirige el
funcionamiento de la impresora-, el que suministra el material de
impresión, el que activa la impresión en su casa, el que fabricó la
impresora, todos ellos? La desmaterialización y digitalización de
infinidad de operaciones las sustrae de una conexión espacial
particular, y si a este fenómeno del Internet le añadimos el de
Blockchain, que permite la generación, depósito en bóvedas
virtuales y circulación de valor, y en cuyo ambiente se tejerán
estatutos jurídicos, el nuevo common law, se celebrarán,
instrumentarán, archivarán y ejecutarán contratos – con ejecuciones
automáticas, pues la prestación contractual será parte de un código
de programación-, estatutos societarios, registros de bienes,
acciones mercantiles, títulos valores y otros efectos de comercio,
incluyendo criptomonedas, estaremos muy pronto ante un universo
de relaciones jurídicas de alta significación e impacto que en rigor
no se consienten, perfeccionan, validan ni ejecutan en ningún
territorio determinado. Y la ficción a la que los juristas recurren en
estos casos, esto es a reconocerle un efecto jurídico a un evento
que no ha ocurrido, como si hubiese tenido lugar, será de muy poca
utilidad, como lo explico más adelante.
 
Para guinda del pastel consideremos que el hombre está ya
proyectando sus emprendimientos o dirigiéndolos al espacio
extraterrestre, literalmente. ¿Qué país puede pretender reclamar
jurisdicción sobre la explotación de minerales extraídos de la Luna,
o regular el cultivo de cannabis en un planeta lejano –o cocaína,
para el efecto-, o impedir un suicidio asistido con fines eutanásicos o
la ingeniería genética de un embrión en un centro espacial
domiciliado junto a las estrellas? 
 
En el papel inventarán los abogados soluciones para seguir
forzando la columna vertebral del Estado más allá de su naturaleza
y de sus posibilidades reales de intervención, que para eso están las
ficciones, las presunciones y pasarán leyes que establezcan, por
ejemplo –algunas las hay-, que también el espectro radioeléctrico,
necesario para la transmisión digital, está bajo su atribución, o que
la matrícula del cohete –de algún lado tiene que despegar-
determina la jurisdicción sobre los materiales que transporte, que
quien confía las decisiones a una inteligencia artificial es el
responsable, o que Marte es colonia egipcia porque las pirámides se
orientan directamente a su constelación –no se si lo está, pero el
ejemplo sirve-. Si se inventaron que el Estado existe como resultado
de un contrato social que nunca hubo, estas maquinaciones serían
apenas minucias que cualquier registro oficial aguanta. El detalle,
sin embargo, es que si se afirma jurisdicción sobre el espacio
radioeléctrico, una transmisión digital típica habría cruzado la
jurisdicción de muchos países, dejando el circuito de tránsito como
el menos relevante de los puntos de conexión, o expuesto a una
competencia mutuamente excluyente y caótica de jurisdicciones. En
el nuevo ambiente en que se desarrolla el negocio jurídico y de cara
a la explotación del espacio extraterrestre, los intentos de los
Estados por establecer jurisdicción fuera de los límites naturales de
su territorio se anularán recíprocamente. La soberanía, que ningún
país quiere renunciar, será el aguijón que los neutralice con su
propio veneno.
 
En suma, la organización política de la sociedad bajo el modelo de
un Estado  que la controla, la dirige, la arbitra, le planifica el
bienestar y hasta se lo garantiza, se sostiene en el contexto histórico
actual y en las nuevas dimensiones del intercambio social por
inercia y por miedo. ¿Abandonará el hombre el miedo a ser libre
para sacudirse el yugo? ¿Caerá el estado-nación como un castillo
de naipes engullido por la tormenta de la ola de transformaciones?
¿O colapsará por su propio peso y la quiebra moral y fiscal, que
hacen inviable su sostenimiento? ¿Seguirá existiendo, como las
máquinas de escribir de Kurzweil, pero cada vez más vaciado de
funciones conforme la sociedad continúe su progreso en un
ambiente al que el gobierno no tendrá estructura jurídica ni
posibilidad práctica de alcanzar?  ¿Exacerbará su poder,
atrincherándose en la soberanía usurpada para acabar, en la
competencia excluyente, anulado por su propio veneno?  ¿Logrará
parte de la humanidad emanciparse en sociedades abiertas
mientras otra parte continuará en condición de servidumbre? ¿Es
concebible una implosión parcial de las instituciones políticas o una
vez derribado el primer muro caerán todos en dominó? ¿En ejercicio
de la autodeterminación de la que Von Mises habló hace casi un
siglo los actuales estados se fragmentarán en miles de
microestados, centrados en la ciudad antes que en el país? ¿Será el
sustituto una figura de empresa de servicios de gobernanza, en
competición libre con otras del mismo género, a la que adhieren los
habitantes voluntariamente como apunta Juan Pina?[194] Quién
puede saberlo.
 
Kurzweil estima que el hombre podrá recrear la inteligencia biológica
y fusionar el neocortex con su par computacional en el 2029, en
tanto que Michio Kaku, otra autoridad en la materia, sitúa la fecha de
la singularidad a finales de siglo[195]. En cualquier hipótesis estamos
hablando de diferencias menores desde la perspectiva de un salto
evolutivo. Por otro lado, como ya hemos descrito, no hacen falta
inteligencias artificiales de nivel humano para que la sociedad
prescinda, con esa asistencia tecnológica, de infinidad de procesos
que la mantienen sometida al control e intermediación de la
autoridad política, cuyas decisiones usualmente no tienen más base
que el sesgo ideológico y el prejuicio.
 
¿Será entonces que, potenciada la inteligencia humana, conectada
a la nube y a cuanta información está disponible, iluminado el
razonamiento –billones de veces sobre su capacidad actual-,
concluye la especie que el Estado es un anacronismo, un
instrumento inútil o contraproducente, y sin mayor trauma ni disenso
queda disuelto y reducido a las páginas de historia, y las cartas
políticas van a adornar, junto con los pergaminos de la antigüedad,
las vitrinas de los museos?
 
Lo que sí se puede ver con claridad es que la libertad continuará
alimentando una ola de transformaciones cada vez más radicales,
inverosímiles, insospechadas, y si no ha podido el Estado
controlarla al inicio de la curva de aceleración –que algunos colocan
hace aproximadamente diez años-, menos podrá en el futuro
inmediato, con todas las tecnologías y sus vectores subyacentes en
convergencia y algo más de 4 Billones de personas adicionales
conectadas a Internet desde que salió al mercado el primer iPhone.
 
Con el tiempo, dijo Borges, mereceremos que no haya gobiernos.
Solo nos preguntamos cuándo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EPÍLOGO  
 
“…porque nunca en absoluto hubo para el hombre y para la
sociedad humana nada más intolerable que la libertad.
¿Y ves Tú esas piedras en este árido y abrasado desierto?...
Pues conviértelas en pan, y detrás de Ti
correrá la Humanidad como un rebaño, agradecida y dócil…”
El gran inquisidor, Dostoyevski,
 
Entiendo por sociedad abierta la que se asienta sin concesiones
sobre la libertad personal, estimula la realización del potencial
individual y celebra la diversidad social que resulta de las diferentes
visiones, experiencias y destinos individuales.    Perjudican estos
valores las restricciones a la libertad, los universalismos, la
homogeneización, los modelos sociales, los dogmas, las
imposiciones de la mayoría, de minorías privilegiadas o de la
autoridad, y también las personas que le temen a la libertad, pues
renuncian a su propia emancipación y contribuyen a mantener la
condición de servidumbre.
 
A estas alturas de la lectura no es pertinente preguntarse si la
humanidad o una parte de ella puede emanciparse de la autoridad
para dar paso a una sociedad abierta; la cuestión es si quiere. Si
está dispuesta a aceptar los riesgos que conlleva responsabilizarse
del propio destino. No se necesita que todos asuman un signo
emprendedor respecto de su propia existencia, pero si es necesario
que se construya y preserve el ambiente que hace posible que
florezcan los espíritus independientes, dispuestos a asumir el riesgo
y abrir camino a los demás.
 
Estoy convencido de la viabilidad de una sociedad sin Estado y de
su profunda justificación filosófica, y considero que también desde
una perspectiva histórica ha llegado la hora de que el hombre se de
una oportunidad. Una constatación que me asalta con insistencia,
claridad y fuerza según releo, reviso, reflexiono otra vez más, corrijo
y vuelvo a leer este trabajo a punto de su final es que el hombre no
se da el crédito suficiente por sus ejecutorias autónomas,
diseñadas, construidas y materializadas al margen del orden
establecido, sin tutores públicos o contra la corriente predominante.
Si la conducta del hombre se hubiera conformado a las directrices
del poder en todo tiempo, seguiríamos pensando que el Sol gira
alrededor de la Tierra, la esclavitud no se habría abolido y no
habrían más de 4 billones de personas conectadas al Internet,
accediendo a más información de la que disponía el jefe de una
potencia soberana a inicios de este Siglo. No es cierto que la
autoridad ha generado el orden y ha conducido a los pueblos hacia
el progreso, pues al indagar en la historia y levantar las capas de la
información superficial se descubre que el poder político solo
recogía y transformaba en leyes las propuestas que habían sido
gestadas y largamente acariciadas por la sociedad y sus élites –
insisto, por élites me refiero a las genuinas, no a los cortesanos de
todos los tiempos ni a las clases dominantes, más preocupadas de
preservar su statu quo que de promover transformaciones
disruptivas-. El gran árbitro social, la autoridad política, ha sido,
como ya examiné a lo largo de esta obra, apenas un intérprete
torpe, tardío y corto del mandato civil, aunque se ha movido con
extraordinaria eficacia y agilidad al implantar dictaduras, desatar
guerras y practicar genocidios. En esto ha sido insuperable.
 
El Estado benefactor es una religión secular, la nueva deidad,
mientras el hombre parece tener pobre opinión de sí mismo, de su
capacidad para ser libre. Se nos repite constantemente, lo mismo
desde los púlpitos que desde los balcones políticos, que el hombre
es imperfecto, débil, predador de sus congéneres, egoísta, pecador,
potencialmente un agente nocivo para la sociedad si no se entrega
en las manos providenciales o acepta el rol de un gran árbitro social.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… Hobbes no tenía
más que echar mano de la fraseología calvinista para configurar su
visión apocalíptica de la naturaleza humana, a la que había que
corregir y guiar desde el Estado. Esta reiteración de la naturaleza
corrompida del hombre, la fractura de fábrica que supone la ofensa
original de Adán, está fijación obsesiva e intimidante en el pecado y
la condenación no constituyen, bajo ningún criterio, un mensaje
animador, potenciador, reconfortante, que reafirme la grandeza
esencial del hombre ni le estimule  a construir un destino glorioso al
que, en uso de su libre albedrío, está llamada una persona creada a
imagen y semejanza de Dios. La educación convencional, al menos
hasta hace pocos años, también lleva su parte en esta cruzada por
amoldar intelectos y suprimir la divergencia –lo que conduce a
fortalecer la autoridad-, en un ambiente que premia la repetición y
obliga a reverenciar los íconos.
 
Sí es posible emanciparse hacia una sociedad abierta y el hombre
tiene toda la capacidad para hacerlo, según lo avala un registro
histórico de maravillosas ejecutorias. Pero esta posibilidad solo
puede concretarse en la medida en que no se pretenda sustituir a la
autoridad política por otro árbitro de la sociedad. No se trata de
cambiar un modelo de organización por otro, sino de admitir la
posibilidad de caminar sin modelo, de establecer los puntos de
referencia apelando a la autonomía individual como el motor de toda
construcción social, de celebrar la pluralidad en la existencia de
múltiples asociaciones y comunidades, cada una cohesionada por el
consentimiento real en lugar de la resignación que supone la
entelequia vertebrada en la homogeneidad de la sociedad política
centralizadora.
 
El mayor obstáculo hacia la emancipación no es, como pudiera
pensarse, el poder, ni tampoco es la educación su detonante, pues
abundan los doctores en los laboratorios de socialismos y
totalitarismos. Recordemos que quienes dominaban la intelligentsia
cultural en el Siglo XX se maravillaron ante la propaganda del
comunismo soviético, aplaudieron la dictadura de Castro en Cuba
incluso décadas después de su implantación y lloraron a Perón,
Allende y Chávez. Hoy esa propaganda se apoya en las muletillas
de la inequidad y del cambio climático, y tiene seducida a  buena
parte de la población joven, que culpa al capitalismo de ambos 
males, sin percatarse que al hacerlo condena su propia libertad.
 
Lo que más inhibe la emancipación es la ausencia de decisión
personal en un contexto de masificación que tolera mal a quienes
difieren y toman riesgos. Si bien la libertad la usurpa el poder
político y sus jugadores, tanta o más responsabilidad por la
condición de servidumbre la tiene cada persona: la libertad es
voluntad para ser libre, no un título unido al nacimiento que
mantiene su potencia y eficacia sin importar cómo se lo ejerce o
defiende. La libertad sin ejercicio efectivo y constante se atrofia,
empequeñece, deviene en una licencia mediocre, sometida al
capricho de la autoridad –y de la mayoría- frente a la cual se la ha
resignado. Se transforma en rasgo colectivo y contamina la cultura.
 
La libertad personal no es el elemento más saliente de la conciencia
política de América Latina o de la Europa continental, según hemos
visto, pero no es un rasgo fatal, invariable de la cultura. La
personalidad se cimenta casa adentro, en el núcleo familiar, y la
eliminación de los enemigos y barreras imaginarias, las ideas
preconcebidas, los miedos y todos los obstáculos fabricados
mentalmente que inhiben al hombre de su más trascendental
emprendimiento, esto es la construcción de su identidad y el
desarrollo de su mayor potencial, son una opción al alcance de
quien quiera tomar el riesgo de ser libre, una opción que se activa
con una decisión personal. Los seres independientes, quienes
eligen sus propias metas y perseveran en ellas, sin rendirse ante la
adversidad, aprendiendo de sus errores, sin transferir las culpas a
otros, confiando en su potencial, admitiendo la diversidad y la
divergencia como el mejor contexto para el desarrollo de la propia
identidad,   no se hacen en las aulas de clase. La educación es
importante, proporciona una ventaja, pero no la diferencia decisiva;
y en su estado actual tiene más bien gran culpa en indoctrinar el
conformismo, premiar la repetición, inhibir el juicio crítico y forzar la
convergencia en torno a los íconos, símbolos y convencionalismos
de la cultura, del poder, de la propaganda y la moda.
 
En el “El gran inquisidor” Dostoyevksi imagina un diálogo entre un
anciano sacerdote del Siglo XVI con Dios, que ha decidido bajar
nuevamente en forma humana, no ya para  la segunda venida
triunfal del fin de los tiempos sino para una visita corta, de pasada, a
la ciudad de Sevilla, donde resucita a una niña y derrama amor y
misericordia al tiempo que el Santo Oficio alimentaba las hogueras
de la purificación. El Inquisidor, importunado por la inesperada
presencia de Dios que puede dar al traste con el monopolio del
pecado, el castigo y el perdón que administran sus representantes
en la Tierra, le hace tomar preso y le condena a la hoguera, aunque
no llega a ejecutar la sentencia.
 
En la celda el Inquisidor le cuestiona a Dios haber confiado en que
los hombres apreciarían la libertad y la ejercerían a plenitud y le
pregunta “¿es que no pensaste que [el hombre] acabaría
rechazando y poniendo en tela de juicio  tu propia imagen y tu
verdad, si lo cargabas con peso tan terrible como la libertad de
elección?”[196], cuando lo cierto es que ante la factura existencial que
supone producir y distribuir el pan de la Tierra “acabarán por traer su
libertad y echarla a nuestros pies y decirnos: ‘Mejor será que nos
impongáis vuestro yugo, pero dadnos de comer’.” Perfecta
descripción de la lógica subyacente del Estado benefactor.
 
El Inquisidor de este cuento se refiere a los hombres que descargan
sus culpas en la autoridad para obtener el perdón y sentirse seguros
al continuar pecando con la venia institucional –en cierto sentido la
confesión funciona como la tarjeta de crédito siempre que no se
rebase el límite del pecado capital, pues a los ojos de los fieles
ofrece cierto margen para la falta siempre que se pague el tributo
confesional dentro de un plazo prudencial- como a niños, cuya
felicidad depende de que  la autoridad les defina un camino cierto y
les garantice el pan de la Tierra. Es el seguro contra la adversidad –
en palabras de Bauman-, en esta figura del Estado social que vino a
sustituir en la era contemporánea a la Iglesia en su función de guía y
salvación. No es coincidencia que las cartas políticas modernas se
parezcan más a un credo que a una pieza de derecho. Kant, como
vimos, llama a esta condición humana el estado de “minoría de
edad”, en el cual la persona ha resignado a ejercer el gobierno de sí
misma. Explica tal estado Erich Fromm desde una perspectiva
psicológica, afirmando que junto al ansia de libertad coexiste en la
naturaleza humana un impulso de sumisión. Los autoritarismos y
totalitarismos no se pueden explicar solo por la imposición violenta o
la engañifa del populismo sin considerar el miedo a la libertad que,
por acción u omisión, vuelve a las poblaciones cómplices cuando no
protagonistas de su situación de servidumbre.
 
“… el pueblo siempre sale inocente. El pueblo, que a menudo es vil
y cobarde e insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo,
nunca lo riñen ni le afean su conducta, sino que invariablemente lo
ensalzan, cuando poco suele tener de ensalzable, el de ningún sitio.
Es sólo que se ha erigido en intocable y hace las veces de los
antiguos monarcas despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la
prerrogativa de la veleidad impune, no responde de lo que vota ni de
a quién elige, de lo que apoya, de lo que calla y otorga o impone y
aclama. ¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del
fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y
Croacia? ¿Qué culpa del stalinismo en Rusia ni del maoísmo en la
China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es
castigado (naturalmente no va a castigarse a sí mismo; de sí mismo
se compadece y apiada). El pueblo no es sino el sucesor de
aquellos reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de
cabezas, es decir, descabezado. Cada una de ellas se mira en el
espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de hombros:
‘Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me
engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena
fe, pobre hombre ingenuo’. Sus crímenes están tan repartidos que
se desdibujan y diluyen, y así los autores anónimos están en
disposición de cometer los siguientes, en cuanto pasan unos años y
nadie se acuerda de los anteriores.”[197]
 
La solución a este estado de servidumbre no vendrá, no puede venir
de la mano de las instituciones del sistema, más interesadas en su
propia supervivencia, ni de las categorías ideológicas existentes,
que a pesar del signo contrario de sus tesis han coincidido y han
fijado sus límites dentro del modelo de orden del Estado, y por lo
tanto han contribuido, aunque en grado distinto, a la hipertrofia y
omnipresencia de la autoridad política, despojando en proporción
inversa de libertades a los ciudadanos. A la imagen de Moises Naím
de que el Estado actual es como Guilliver atado por los Liliputenses,
habría que añadir que estos últimos tampoco pueden moverse
mientras están ocupados sosteniendo al gigante, evitando que se
les venga encima, que arrase con todo en un braceo torpe de su
agigantada envergadura.
 
La invitación es a pensar fuera del modelo de orden, sin la
pretensión de sustituir una caja de pensamiento por otra ni caer en
la arrogancia de presentar otro modelo, pues si hay algún principio
al que convergen todos los argumentos expuestos en estas páginas
es que un modelo con aspiración universal, aplicable a todos los
miembros de una sociedad en un lugar y tiempo concretos, es
incompatible tanto con la libertad individual como con la salud social,
cuya riqueza depende de la diversidad, no de la homogeneización.
Cuando la ley deja de ser solo el límite y la garantía de que los
derechos de unos no entran en colisión con los de otros y se
convierte en el instrumento que utiliza el poder para forzar patrones
de conducta, la luz que fluye del intercambio espontáneo queda
eclipsada bajo la sombra de los paraguas regulatorios. El Estado
benefactor los justifica como protección de la adversidad, pero
solapa su carácter erosivo sobre la iniciativa personal y la riqueza
social.
 
La cuestión no es quién ejercerá ciertas funciones hoy en manos de
las instituciones políticas, sino descubrir que muchas de esas
atribuciones son innecesarias y hasta contraproducentes para la
libertad individual y la salud social. Hay que empezar por aceptar
que el Estado no es –dudo que alguna vez lo fuera-, por vicio
estructural, la forma de organización de la sociedad con capacidad
para realizar el bien común. La misma noción de bien común,
idealizada, sobrevaluada y mitificada para mantener al alza el
financiamiento del estado social es en la actualidad poco más que
una falsa promesa que solapa una continua estafa cívica.
 
La sociedad, cada vez más ajena y distante al circo del poder, ha
seguido construyendo, con más fuerza las últimas décadas gracias
a las herramientas tecnológicas, un camino de progreso paralelo,
dando vida a nuevos pactos sociales y asociaciones, desbordando
límites fronterizos y los horizontes impuestos por la miopía de la
política pública,   tan distante a la realidad y la convivencia libre.
Están en entredicho los mitos de la identidad nacional, detrás de la
cual hubo una historia falseada, una verdad oficial, cambiante según
el humor de los oficiales de turno; así como hubo fronteras nacidas
de la fuerza, del capricho de un monarca colonial, o del simple
reparto a gusto de los líderes e intereses de coyuntura, dejando
sometidos a un mismo régimen a pueblos sin ninguna historia o
tradición común como también lo opuesto, seccionando y separando
razas y culturas hermanas, como sucedió en Oriente Medio, para
distribuir territorios según las conveniencias de las potencias
soberanas al mando.
 
Y así como al margen de la jurisdicción de los Estados y el alcance
de los reguladores públicos emergen mercados financieros,
monedas y nuevas herramientas de captación de capital, los pactos
sociales espontáneos han tejido formas de colaboración ajenas a los
códigos laborales, formas de asociación empresarial desconocidas
en las leyes societarias, ingeniería genética inconcebible para los
reguladores de la salud. En poco tiempo los derechos de propiedad
sobre bienes y valores de cualquier clase, sean inmobiliarios,
acciones u otros títulos valores, estarán registrados en Blockchain, y
su comercio y traspaso se hará con una pulsación. No se trata solo
de que la tecnología habrá simplificado operaciones, eliminando
pasos y trámites innecesarios; se trata, en especial, de que la nueva
dinámica prescinde de la función estatal y de la necesidad de
intermediarios.
 
El Estado, mientras tanto, exacerba sus potestades,   como
demuestran los intentos de los gobiernos por controlar la
información hasta en las democracias maduras, y esto ocurre a
pesar del poder que ha adquirido cada individuo para acceder a
información pulverizando la censura oficial. Lo que está sucediendo
culturalmente con la información y el derecho a expresarse puede
ser el fenómeno que se replique en otros órdenes, como el derecho
a emprender, a educarse, a asociarse: personas potenciadas por la
tecnología, prescindiendo de intermediarios, decidiendo el contenido
de su programa educativo, accediendo a bienes y servicios en la
percha digital, colaborando con otras personas ubicadas en lugares
distantes en emprendimientos, proyectos, iniciativas. La misma
noción de trabajo o empleo, que implica dependencia, está siendo
desplazada por una de colaboración independiente, flexible, ágil.
Con el paradigma del pensamiento linear, muchos se preguntan,
desempolvando los temores que despertó la revolución industrial, si
los robots dejarán sin empleo a muchos. En la lógica exponencial lo
más probable es que suceda lo contrario, muchas personas no
estarán trabajando, en el sentido tradicional de este término,
mientras su propio alter-ego digital desempeña la tarea.
 
La mutación del orden político está expresándose en escisiones y
fragmentaciones. Los estados nacionales y las estructuras
supranacionales creadas por aquellos fueron la tendencia los
últimos cincuenta años. Ambos estamentos son fabricaciones del
poder político. El proceso de extinción del Estado no será, no hace
falta mencionarlo, resultado de decisiones deliberadas de las
mismas instituciones y del establishment que apoyan su expansión.
He intentado transmitir mi visión del futuro, pero lejos de mi ánimo o
capacidades el jugar a adivino. Lo que parece evidente es que un
mundo de relaciones sociales y económicas está desarrollándose en
una dimensión paralela, donde florecen nuevas asociaciones que
muy pronto trascenderán de plataformas de intercambio a
comunidades con estatuto jurídico. Los individuos que le están
dando vida a estas nuevas formas de resolver objetivos sociales y
enfrentar los grandes desafíos de la humanidad no le pidieron
permiso a la autoridad para incluir estos temas en una agenda
pública y empujarla desde el poder; simplemente están provocando
el cambio desde fuera del Estado y, en la mayoría de las veces, a
pesar de éste. En este sentido, todos los Estados son ya fallidos.
 
Estas transformaciones no van a suceder sin trauma, lo cual es una
obviedad, y las autoridades políticas y el establishment harán uso de
todos los recursos a su disposición para preservar a capa y espada
el statu quo. Hay ya varias señales de esta resistencia, incluyendo el
resurgir de populismos, autoritarismos y nacionalismos, ya de
izquierda o derecha; el intento de regular e intervenir, con
mentalidad linear, en las dinámicas exponenciales; las admoniciones
de la banca tradicional respecto de las criptomonedas, que con
independencia de su posible éxito o colapso, marcan un antes y un
después en la intermediación financiera, y el rol de los Estados
respecto a la moneda; hasta el intento de controlar capitales y flujos
mediante la agudización de las cargas tributarias, la criminalización
de conductas y un sistema de espionaje estatal etiquetado de
intercambio de información para evitar el fraude fiscal. China ha
prohibido las ofertas al mercado de criptomonedas (ICO, o Initial
Coin Offering), y en Venezuela un “minador”[198] puede terminar
preso. Sin embargo, hay tres billones de personas adicionales que
se habrán conectado a la plataforma digital en los próximos años
que tendrán acceso a esa dimensión en la que el Estado no es
relevante. ¿Qué peso tendría un decreto que obligue a comprar
música grabada en discos de vinilo en un estanco con licencia
estatal cuando miles de millones de usuarios descargan su música
directamente de perchas digitales? Si un laudo expedido por una
Inteligencia Artificial conlleva su ejecución automática mediante el
traspaso automático de dinero a la cuenta de la parte ganadora o
activos representados en registros Blockchain, ¿qué necesidad
habría de una ley reconozca la validez de dicha resolución o que
algún juez nacional se encargue de ejecutarla?
 
La transformación es solo una cuestión de tiempo, accesibilidad y
masa crítica, todo lo cual puede ocurrir de la noche a la mañana con
la adecuada tecnología a disposición. Algún día, no muy lejano, se
acabará la cuerda de la exacción tributaria y billones de personas
exigirán responsabilidades concretas a los funcionarios públicos y a
los líderes políticos por el destino del dinero que se extrae del
bolsillo del ciudadano para gastarlo, en su mayor parte, en engordar
un sistema de instituciones que inventan cada día como hacerle la
vida más difícil en los hechos mientras le prometen el bien común y
un baratillo de garantías. Hoy las administraciones no tratan a los
contribuyentes como las partes interesadas ante quienes deben
rendir cuentas, sino como a fuentes de sangre fresca que hay que
exprimir hasta donde sea posible. Víctimas de la insaciable sed del
vampiro. Del más frío de los monstruos, el Estado, como diría
Nietzsche.
 
Imagino estas nuevas asociaciones que podrían desplazar al Estado
como   un puerto y no un barco. Hoy las personas están atrapadas
por las fronteras, aguas a los cuatro costados, sujetas a la dirección
elegida a capricho del capitán o por imposición de las mayorías
despóticas, navegando con frecuencia alarmante por los cursos
equivocados de la historia. Por oposición, un puerto  permite a las
personas soñar con sus propios horizontes,  aventurarse a la mar
sin permisos ni reverencias, navegar lo inexplorado, conquistar sus
destinos y clavar en ellos la bandera de su impronta única,
irrepetible, personalísima. La bandera que eleva, no la que exige
sumisión, rodilla en tierra.
BIBLIOGRAFÍA
 
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Cultura Económica, 2ª. Ed., 13ª. Reimpresión, México, 2005
2. Yuval Noah Harari, 21 Lessons for the 21st Century, Kindle,
2018
3. Manuel Kant, Crítica de la Razón Pura, Porrúa, 16ª. Ed., 2015
4. Manuel Kant, What is Enlightenment, The Perfect Library, 1784
5. Santo Tomás de Aquino, La monarquía, Tecnos, 4ª. Ed.,
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6. Isaiah Berlin, Freedom and its Betrayal: Six Enemies of
Human Liberty, Princeton University Press, 2014, Kindle Ed
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12.                     Nassim Nicholas Taleb, Skin in the Game, Random
House, New York, 2018
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16.                     Fray Bartolomé de Las Casas, Destrucción de las
Indias, Ed. Biblioteca Nacional de Madrid, 1981, T. I
17. Platón, La República, Ed. Panamericana, 17ª. Ed.,
                   

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18.                     Aristóteles, Política, Mestas Ediciones, Madrid, 2016
19.                     Michel Foucault, El Gobierno de Sí y de los Otros,
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20.                     Francisco de Paula Santander, Cartas a Bolívar, Vol. 6,
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21.                     Carlos Freile, Historia Esencial del Ecuador, Academia
Ecuatoriana de Historia Eclesiástica, Quito, 2010
22.                     Moreno Yánez y otros, Historia del Ecuador,
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24.                     María Rostworowski, Estructuras andinas del Poder.
Ideología religiosa y política, Kindle
25. Harari, Sapiens, de animales a dioses, Kindle Ed.
                   

26.                     Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos,

Paidos, Barcelona 2017, Trad. Eduardo Loedel


27.                     Moisés Naím, El Fin del Poder, Debate, Bogotá, 2013.
28.                     Friedrich Nietzsche, Twilight of the Idols, Kindle
29.                     Andrés Openheimer, Sálvese Quien Pueda, Debate,
2018
30.                     Ernesto Sabato, La resistencia, Kindle. Ed
31.                     Stephen Hawking, A brief history of time, Kindle
32. Pinker, Steven, The Blank Slate: a denial of human
                   

nature, Penguin Books, 2002


33. Frankl, el hombre en busca de sentido
                   

34.                     Daniel Kahneman, Thinking Fast and Slow, Kindle

35.                     Hans Rosling, Factfulness, Sceptre, London, 2018

36.                     Borja Cevallos, Rodrigo, Enciclopedia de la Política

37.                     Karl Aiginger, The Swedish Economic Model: lessons to

be learned
38.                     Enrst & Young, Corporate Dividend and Capital Gains
Taxation: A comparison of Sweden to other member nations of
the OECD and EU, and BRIC countries, October 2012
39.                     Peter Diamandis, Steven Kotler, Abundance is our
Future, Kindle
40.                     Karl Marx, El Capital I, Kindle
41.                     Nicolas Maquiavelo, El Príncipe, Kindle
42.                     César Vidal, Momentos Cumbre de la Historia, EDAF,
Madrid, 2009
43.                     Juan Eslava Galán, Historia de la revolución rusa
contada para escépticos, Planeta, Barcelona, 2017
44.                     Diamandis, Kotler, Bold, Kindle
45.                     Ray Kurzweil, The Singularity is Near: When Humans
Transcend Biology, Kindle
46.                     Jerry Z. Muller, The Mind and the Market. Capitalism in
Modern European Thought., Anchor Books, New York, 2003
47.                     Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Debate, 2000
48.                     Nassim Nicholas Taleb, Antifragile. Things That Gain
From Disorder, Random House, New York, 2012
49.                     Charles Van Doren, Breve Historia del Saber, Planeta,
Barcelona 2006
50.                     Martin Heidegger
51.                     Steven Kotler, Tomorrowland: Our Journey From
Science Fiction to Science Fact, Kindle
52. David Eagleman, The Brain: The Story of You, Kindle
                   

53.                     Ray Kurzweil, The Age of Spiritual Machines: When

computers exceed human intelligenge, Kindle, 1999


54.                     Evangelos Simoudis, The Big Data Opportunity in Our
Driverless Future, Kindle ed., 2017
55.                     Yuval Noah Harari, Homo Deus, Debate, 2016
56.                     Denis Diderot, Investigaciones Filosóficas sobre el
origen y la naturaleza de lo bello, Ed. Orbis, Barcelona, 1984
57.                     Carrel, Alexis, La incógnita del hombre
58.                     Francis Fukuyama, The Origins of Political Order,
Farrar, Strauss and Giroux, New York, 2012
59.                     Jorge Ortiz, Historias del Mundo, Debate, Bogotá, 2016
60.                     Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk, The Danger of
Deconsolidation: The Democratic Disconnect, Journal of
Democracy, Julio 2016, Vol. 27, N. 3
61.                     Zygmunt Bauman, Modernidad Líquida, Kindle
62. Umberto Eco, De la estupidez a la locura, Lumen, 2016
                   

63.                     Martin Heidegger, Ejercitación en el Pensamiento

Filosófico, Herder, Barcelona, 2011


64.                     Bauman y Bordoni, Estado de crisis, Paidos, 1ª. Ed.,
2016
65.                     Thomas Friedman, Thank you for being late: an
optimist’s guide to thriving in the age of accelerations, Kindle
66. Juan Enríquez Cabot, Mientras el Futuro te Alcanza,
                   

Ed. Grijalvo, 2005, México


67.                     Thomas Hobbes, Leviathan (Oxford World’s Classics),
Kindle
68. Thomas Hobbes, Leviathan, Hacket Publishing
                   

Company, Inc., Indianapolis, 1994.


69.                     C. K. Prahalad, La oportunidad de negocios en la base
de la pirámide, Ed. Norma, Trad. E. Sánchez, Bogotá, 2006
70.                     Fiodor Dostoyevski, El gran inquisidor, Santillana,
Madrid, 2013
71.                     Javier Marías, Berta Isla, Alfaguara, 2017
72.                     Ethem Alpaydin, Machine Learning, MIT press,
Cambridge, 2016
73.                     Rachel Kleinfeld, A Savage Order, Kindle, 2018
74.                     Juan Pina, Adiós al Estado-Nación, Unión Editorial,
Madrid, 2019
 
 
 
 
 
[1]
Thomas Hobbes, Leviathan, Hacket Publishing Company, Inc.,
Indianapolis, 1994, p. 77
[2]
Idem, p. 78. Trad. libre del autor.
[3]
Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, Fondo de
Cultura Económica, 2ª. Ed., 13ª. Reimpresión, México, 2005, p. 15
[4]
Idem, p. 15
[5]
Immanuel Kant, What is Enlightenment, The Perfect Library,
Kindle, loc 13 de 125.
[6]
Idem, loc 102 de 125. Trad. libre del autor.
[7]
Thomas Hobbes, Leviathan (with selected variants from the Latin
edition of 1668), Hacket Publishing Company, Inc., Indianapolis,
1994, p. 76.
[8]
Steven Pinker, The Blank Slate, Penguin, New York, 2003, p. 305. 
[9]
Idem., p. 294.
[10]
Santo Tomás de Aquino, La monarquía, Tecnos, 4ª. Ed., Madrid,
2007, p. 63
[11]
Isaiah Berlin, Freedom and its Betrayal: Six Enemies of Human
Liberty, Princeton University Press, 2014, Kindle Ed., p. 39
[12]
Erich Fromm, El Miedo a la Libertad, Paidos, Barcelona, 2012, p.
29
[13]
Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Debate, 2000, p. 89
[14]
Friedrich Nietzsche, Obras Inmortales, III, Booktrade, Barcelona,
2014, p. 1161.
[15]
Erich Fromm, Miedo a la libertad, Paidos, 2012, p. 30.
[16]
Idem., p. 52
[17]
Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, Fondo de
Cultura Económica, 12ª. Ed., México, 2005, p. 206.
[18]
Doctrina descalificada por contraria a la esencia de la Fe Católica
por Joseph Ratzinger, cuando Prefecto por la Congregación para la
Doctrina de la Fe
 
[19]
John Stuart Mill, The Basic Writings of John Stuart Mill: On
Liberty, The subjection of Women and Utilitarianism, The Modern
Library, NY, 2002, Kindle Ed., loc 1336. Traducción libre del autor.
 
[20]
John Stuart Mill, The Basic Writings of John Stuart Mill: On
Liberty, The subjection of Women and Utilitarianism, The Modern
Library, NY, 2002, Kindle Ed., loc 1326 de 6616.
[21]
John Stuart Mill, Op. Cit., loc 168 of 6616
[22]
Nassim Nicholas Taleb, Skin in the Game, Op. Cit., p. 19
[23]
Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, Dialéctica de la
Secularización, Encuentro, Madrid, 2006, p. 63
[24]
Ratzinger, Op. Cit., pp. 66 y 67.
[25]
El original en Inglés dice, en lo sustancial: “…promote the general
Welfare, and secure the Blessings of Liberty to ourselves and our
Posterity…”
[26]
En esta obra exploramos cómo las nuevas tecnologías pueden
desbloquear la aspiración humana de pertenecer a comunidades o
naciones con las que se sienta más identificado.
[27]
Julio Tobar Donoso, Elementos de Ciencia Política, Educ, 4ª. Ed.,
Quito, 1981, p. 57.
[28]
Platón, La República, Ed. Panamericana, 17ª. Ed., Bogotá, 2016,
p. 274.
[29]
Aristóteles, Política, Mestas Ediciones, Madrid, 2016, p. 67.
[30]
Idem, p. 36.
[31]
Idem., 44
[32]
Idem., p. 38
[33]
Idem. p. 70.
[34]
Algunas traducciones de La República se refieren a la ciudad,
mientras que otras, al Estado.
[35]
Idem., p. 141 de 387.
[36]
Platón, Op. Cit., p. 94
[37]
Friedrich Nietzsche, Obras Inmortales, Ed. Olmak Trade S.L.,
Barcelona, 2014, Tomo II, p. 450.
[38]
Michel Foucault, El Gobierno de Sí y de los Otros, Fondo de
Cultura Económica de Argentina, 1ra. Ed., 2009, p. 49.
[39]
Idem., p. 51
[40]
Idem., p. 50
[41]
Idem. P 50
[42]
Tobar Donoso, Op. Cit., p. 59
[43]
Francisco de Paula Santander, Cartas a Bolívar, Vol. 6,
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2011, p. 61.
[44]
Idem., p. 62
[45]
Carlos Freile, Historia Esencial del Ecuador, Academia
Ecuatoriana de Historia Eclesiástica, Quito, 2010, p. 107.
[46]
Moreno Yánez y otros, Historia del Ecuador, Universidad Andina
Simón Bolívar, 2ª. Ed., Quito, 2015, p. 38.
[47]
Manuel María Borrero, España en Quito, 1969, p. 18
[48]
María Rostworowski, Estructuras andinas del Poder. Ideología
religiosa y política, Kindle, loc 1444.
[49]
Idem., loc. 1435
[50]
Julio Tobar Donoso, Le Legislación Liberal y la Iglesia Católica en
el Ecuador, Quito, 2001, p. 39
[51]
Platón, La República, Op. Cit., p. 89: “Tales son, en orden a la
naturaleza de los dioses, los discursos que conviene, a mi parecer,
que oigan y que no oigan desde la infancia hombres, cuyo principal
fin debe ser el honrar a los dioses y a sus padres y mantener entre
sí la concordia, como un bien para la sociedad.”
[52]
Tobar Donoso, Julio, Las Instituciones del Período Hispánico,
especialmente en  la Presidencia de Quito, Ed. Ecuatoriana, Quito,
1974, p. 413.
[53]
Idem., p. 192.
[54]
Idem., p. 194.
[55]
Idem, p. 196.
[56]
Idem, p. 198.
[57]
Fray Bartolomé de Las Casas, Destrucción de las Indias, Ed.
Biblioteca Nacional de Madrid, 1981, T. I., p. XIV.  Esta cita así como
la descripción de las leyes promulgadas en defensa del indio son
tomadas del estudio introductorio que hace Francisco Cardona
Castro a la obra de Las Casas, publicada en París en 1822, que la
obra en referencia reproduce en edición facsimilar. Este estudio
hace notar los excesos y exageraciones del autor respecto de la
realidad de la conquista, relatos salpimentados por su pasión en la
defensa indígena y la necesidad de mover conciencias. De estilo
panfletario, dieron munición a los enemigos de España en Europa y
América contribuyeron a forjar la Leyenda Negra.
[58]
Tobar Donoso, Instituciones..., Op. Cit., p. 415.
[59]
Harari, Op. Cit., loc 608 de 8043.
[60]
Yuval Noah Harari, “Sapiens, De animales a dioses”.
[61]
Los sistemas de aportación a fondos solidarios de seguridad
social están técnicamente quebrados o camino de estarlo según los
cálculos actuariales, por la sencilla razón de que la pensión de los
retirados se sostiene sobre el aporte de los empleados, y la curva
demográfica hace que cada vez haya menos personas activas
soportando la carga de las inactivas. Llegará un punto, en pocos
años, donde los nuevos en la base de la pirámide no tengan
ninguna posibilidad matemática de cobrar cuando se jubilen, ni más
ni menos que un scam, solo que este es obligatorio por ley. Esto sin
contar con otros agravantes del desfinanciamiento, como la
prolongación de la expectativa de vida de los mayores, la
desastrosa administración de los fondos públicos de seguridad
social o el asalto que de sus cuentas hacen los gobernantes de
turno para seguir financiando un Estado en crecimiento incontenible.
[62]
Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidos,
Barcelona 2017, Trad. Eduardo Loedel, p. 354.
[63]
http://espanol.doingbusiness.org/rankings
[64]
Moisés Naím, El Fin del Poder, Kindle, p. 419
[65]
Idem, p. 1826
[66]
Friedrich Nietzsche, Twilight of the Idols, Kindle, p. 644.
Traducción libre del autor.
[67]
Yuval Noah Harari, Sapiens. De animales a dioses: Una breve
historia de la humanidad. Kindle Ed., loc 497 de 8043.
[68]
Ernesto Sabato, La resistencia, Kindle. Ed., loc 376 de 959.
[69]
Stephen Hawking, A brief history of time, Kindle, loc. 209.
Traducción libre.
[70]
Ernesto Sabato, La resistencia, Kindle. Ed., loc 376 de 959.
[71]
La abundancia de recursos y oportunidades que nos presenta un
mundo aproximándose a la “Singularidad”, tema que desarrollo en
otra sección.
[72]
Frankl, el hombre en busca de sentido, 1157 de 2228
[73]
Nietzsche, Op. Cit., Loc.1036 de 1732.
[74]
Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Julio 2016.
[75]
Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidos, Trad.
Eduardo Loedel, Barcelona, 2017, p. 353.
[76]
Daniel Kahneman, en su obra Thinking Fast and Slow, explica
que el piloto automático es el estado en el que el cerebro toma
decisiones rápidas, sin que tengamos conciencia del proceso
mental. Esto sucede porque se domina una tarea –pone el ejemplo
del conductor experto que puede mantener una conversación
mientras realiza maniobras, mientras el aprendiz debe mantener sus
cinco sentidos en la vía-, y porque el cerebro ha desarrollado fuertes
conexiones neuronales como resultado de la evolución,
especialmente las dirigidas a evadir el peligro inminente, el que no
da tiempo a pensar antes que se materialice. Es una noción similar
a la que propone Rosling al referirse al instinto a exagerar el drama
de la realidad, instinto útil frente al peligro.
[77]
Hans Rosling, Factfulness, Sceptre, London, 2018, p. 27
[78]
Idem. Trad. libre del autor.
[79]
givingpledge.org
[80]
Una excelente explicación del efecto pernicioso de las
denominadas políticas públicas se encuentra en la obra de Nassim
Nicholas Taleb, Skin in the Game, Random House, New York, 2018,
p. 8
[81]
Idem.
[82]
Karl Aiginger, The Swedish Economic Model: lessons to be
learned. Traducción libre del autor.
[83]
Enrst & Young, Corporate Dividend and Capital Gains Taxation: A
comparison of Sweden to other member nations of the OECD and
EU, and BRIC countries, October 2012, p. 5
[84]
https://www.bloomberg.com/news/articles/2017-01-17/sweden-
gains-south-korea-reigns-as-world-s-most-innovative-economies
[85]
http://www.ted.com/talks/hans_rosling_shows_the_best_stats_you
_ve_ever_seen#t-463604
[86]
Para quienes tengan interés en explorar estas estadísticas por sí
mismos, visitar gapminder.org
[87]
Peter Diamandis, Steven Kotler, Abundance is our Future, page
13 of 388, Kindle edition.
[88]

http://www.ted.com/talks/peter_diamandis_abundance_is_our_future
[89]
“The Case for Optimism”, publicado en gt.foreignpolicy.com.
Traducción libre del autor.
[90]
MIT Technology Review, Edición Marzo/Abril 2013
[91]
Karl Marx, El Capital I, Kindle, loc. 14684 de 21353
[92]
Dijo entonces Churchill que en 50 años dejaremos el absurdo de
criar una gallina entera para comer la pechuga o el ala para criar
separadamente las partes en un medio adecuado. Abundance, Op.
Cit., p. 112.
[93]
Nicolas Maquiavelo, El Príncipe, Kindle, p. 1155.
[94]
César Vidal, Momentos Cumbre de la Historia, EDAF, Madrid,
2009, p. 142
[95]
Juan Eslava Galán, Historia de la revolución rusa contada para
escépticos, Planeta, Barcelona, 2017, p. 354 y siguientes.
[96]
Diamandis, Kotler, Bold, Kindle, p. 15
[97]
Una descripción completa del fenómeno se encuentra en su obra
The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology.
[98]
Nassim Nicholas Taleb, Skin in the Game, Random House, New
York, 2018, p. 32.
[99]
Taleb, Idem., p. 12
[100]
Nietzsche, Op. Cit., p. 450.
[101]
Jerry Muller, The Mind and the Market: Capitalism in Western
Thought, Kindle. P. 167
[102]

http://www.ted.com/talks/hans_rosling_shows_the_best_stats_you_v
e_ever_seen#t-120101
[103]
Jerry Z. Muller, The Mind and the Market. Capitalism in Modern
European Thought., Anchor Books, New York, 2003, Página 170 de
388. Traducción libre del autor.
[104]
Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo, Debate, 2000, p.89
[105]
scotusblog.com  Caso Packingham v. North Carolina
[106]
Traducción libre del autor.
[107]
Nassim Nicholas Taleb, Antifragile. Things That Gain From
Disorder, Random House, New York, 2012 (Kindle Ed. 344 de 9315).
Traducción libre del autor.
[108]
Es un error creer que los países escandinavos sean socialistas o
que sigan un modelo igualitario. Impuestos elevados son, en efecto,
un elemento común a los socialismos democráticos, pero por sí
solos no configuran un sistema socialista, en la medida en que las
libertades individuales se preserven.
[109]
Charles Van Doren, Breve Historia del Saber, Planeta, Barcelona
2006, pp. 132-133.
[110]
Bloomberg. https://www.bloomberg.com/opinion/articles/2019-02-
06/measuring-the-growth-or-shrinkage-of-government?
utm_medium=email&utm_source=newsletter&utm_term=190206&ut
m_campaign=sharetheview
[111]
Término acuñado por Ray Kurzweil, autor de The Singularity is
near, para referirse al momento evolutivo en el que hombre y
máquina se fusionan.
[112]
MIT Technology Review, Vol.118, No. 3, p. 28
[113]
Peter Diamandis y Steven Kotler, Abundance: The future is better
than you think, Kindle, Op. Cit., p. 60.
[114]
Steven Kotler, Tomorrowland, Kindle, 2015, p. 228
[115]
Idem., p. 229
[116]
Steven Kotler, Tomorrowland: Our Journey From Science Fiction
to Science Fact, Kindle, p. 236 de 287. Traducción libre del autor.
[117]
Notas tomadas por el autor de una presentación de Tiffany Vora
en Singularity University en Septiembre de 2017.
[118]
Citado por Erich Fromm en “Miedo a la Libertad”, Op. Cit., p. 22
[119]
Una completa descripción de la operación cerebral se encuentra
en David Eagleman, The Brain: The Story of You, Kindle. De
especial interés es el capítulo II, relaltivo a la limitada percepción
sensorial de la realidad circundante.
[120]
Steven Pinker, The blank slate, Penguin Books, 2003, p. 34
[121]
Ethem Alpaydin, Machine Learning, MIT press, Cambridge,
2016, p. 91 y ss.
[122]
bbc.com “AlphaGo vs. Lee: la máquina venció al humano”, 12 de
Marzo de 2016.
[123]
MIT Technology Review, edición de Noviembre 30 2017, p. 28 y
ss.
[124]
Más sobre esto en MIT Technology Review, edición del 30 de
Noviembre de 2017, p. 58
[125]
Ray Kurzweil, Op. Cit., p. 25 de 652.
[126]
Ray Kurzweil, The Age of Spiritual Machines: When computers
exceed human intelligenge, Kindle, 1999, 2739 de 9437.
[127]
Michio Kaku, La Física del Futuro: Cómo la ciencia determinará
el destino de la Humanidad, Kindle, loc. 2659 de 8687.
[128]
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tech/news/ai-judge-robot-european-court-of-human-rights-law-verdicts-artificial-intelligence-
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[129]
Evangelos Simoudis, The Big Data Opportunity in Our Driverless
Future, Kindle ed., 2017, Loc. 143 de 2302.
[130]
Adam Smith, An Inquiry Into the Nature and Causes of the
Wealth of Nations, Modern Library, New York, 1937, p. 23
[131]
Idem, p. 27, Trad. libre del autor.
[132]
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and-all-o/f-4a2a5d5dec%2Fbusinessinsider.com
[133]
IBM tiene un producto sobre Blockchain para este preciso objeto,
denominado Food Trust
[134]
En Ecuador “chapa” es la expresión de la calle para designar a
un agente de policía.
[135]
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[139]
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[140]
https://www.bloomberg.com/news/videos/2019-05-11/world-s-
first-3d-printed-village-video
 
[141]
Bold, Op. Cit., pp. 32-33
[142]
Bold, Op. Cit. Loc 67 de 6426.
[143]
Citado en Abundance… p. 23 de 388.
[144]
Bold, Op. Cit. P. 14 de 317.
[145]
David Rowan, On the exponential curve: inside Singularity
University, publicado en Wired, edición de Mayo 2013.
[146]
www.statista.com
[147]
Andrés Openheimer, Sálvese Quien Pueda, Debate, 218, p. 331.
[148]
Yuval Noah Harari, Homo Deus, Debate, 2016, Barcelona, p. 33
y siguientes.
[149]
Andrés Oppenheimer, ¡Sálvese quien pueda!, Debate, 2018,
p.330
[150]
Yuval Noah Harari, 21 Lessons for the 21st Century, Kindle,
2018, p. 66 de 373.
[151]
Idem. Traducción libre del autor.
[152]
Platón, Op. Cit, p. 141 de 387.
[153]
Stephen Hawking, A Brief History of Time, Kindle Ed., 208 de
2769. Traducción libre del autor.
[154]
Ratzinger, Joseph y Jürgen Habermas, Dialéctica de la
Secularización, Ed. Encuentro, Madrid, 2006, p. 68 Esta edición
contiene una formidable exposición de las dos vertientes, y de cómo
potenciarlas en conjunto.
[155]
Idem., p. 66
[156]
Denis Diderot, Investigaciones Filosóficas sobre el origen y la
naturaleza de lo bello, Ed. Orbis, Barcelona, 1984. Este ensayo fue
parte originalmente de un artículo incluido en la Enciclopedia, cuya
dirección e inspiración general le cupo a este célebre filósofo
francés.
[157] Carrel, Alexis, La incógnita del hombre, op. Cit., p. 136.
[158]
Manuel Kant, Crítica de la Razón Pura, Porrúa, 16ª. Ed., 2015, p.
440.
[159]
datos.bancomundial.org
[160]
Francis Fukuyama, The Origins of Political Order, Farrar, Strauss
and Giroux, New York, 2012, p. 22
[161]
Fukuyama, Op. Cit., p. 4
[162]
Taleb, Skin in the Game, Op. Cit., p.22
[163]
Karl Popper, Op. Cit., p. 187
[164]
Hegel fue, según Popper, el puente entre los clásicos griegos y
Marx.
[165]
Berlin, Op. Cit., p. 52
[166]
Jorge Ortiz, Historias del Mundo, Debate, Bogotá, 2016, p. 159.
[167]
Rachel Kleinfeld, A Savage Order, Kindle, 2018, p. 4. Traducción
libre del autor.
[168]
Idem, p. 15
[169]
Alexis de Tocqueville, Op. Cit., p. 159.
[170]
Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk, The Danger of
Deconsolidation: The Democratic Disconnect, Journal of Democracy,
Julio 2016, Vol. 27, N. 3, p. 10
[171]
Bauman y Bordoni, Op. Cit.
[172]

http://www.elmundo.es/elmundo/2001/08/01/ciencia/996624044.html
[173]
Tobar Donoso, Op. Cit., p. 159
[174]
Un comentario sobre este fenómeno se encuentra en el Capítulo
III.
[175]
Umberto Eco, De la estupidez a la locura, Lumen, 2016, p. 10
 
[176]
Martin Heidegger, Ejercitación en el Pensamiento Filosófico,
Herder, Barcelona, 2011, p. 30. Heidegger explica el significado de
esta sentencia de Nietzsche, imposible en apariencia, pero válida
cuando consideramos que el hombre no está en contacto con la
esencia, con lo que es, a cuyo conocimiento solo aspira
especulativamente.
[177]
Bauman y Bordoni, Estado de crisis, Paidos, 1ª. Ed., 2016, p. 37.
[178]
Thomas Friedman, Thank you for being late: an optimist’s guide
to thriving in the age of accelerations, Kindle edition, loc. 529 de
8796.
[179]
Juan Enríquez Cabot, Mientras el Futuro te Alcanza, Ed. Grijalvo,
2005, México D.F., p. 15
[180]
Karl Popper, Op. Cit., p. 191
[181]
Maquiavelo, Op. Cit., loc 1108 de 1828.
[182]
Es la misión de Breakthrough Energy Ventures, constituida
inicialmente con un fondo de $1 billon por Bill Gates, Jeff Bezos,
Richard Branson y Jack Ma.
[183]
Abundance…, Op. Cit., p. 129
[184]
Idem.
[185]
Idem, loc 461 de 7012.
[186]
Moisés Naím, El fin del Poder, Kindle, loc. 1836 de 2012.
[187]
Thomas Hobbes, Leviathan (Oxford World’s Classics), Kindle
p.84 de 521: “… nor can any laws be made, till they have agreed
upon the person that shall make it.”
[188]
Idem., p. 78 de 521. Hobbes fue uno de los teóricos del
absolutismo, doctrina que sostenía que el gobernante no debía tener
más límites que la ley divina.
[189]
C. K. Prahalad, La oportunidad de negocios en la base de la
pirámide, Ed. Norma, Trad. E. Sánchez, Bogotá, 2006
[190]
https://fee.org/articles/imf-head-predicts-the-end-of-banking-and-
the-triumph-of-cryptocurrency/
[191]

http://www.ted.com/talks/peter_diamandis_abundance_is_our_future
[192]
Moore, fundador de Intel, estableció con base empírica la ley
relativa al   crecimiento exponencial de las tecnologías, con el efecto
de una reducción en el precio a medida que las prestaciones
aumentan. Afirmó en 1965 que la capacidad de procesamiento de
las computadoras se duplicaría cada año, mientras su precio se
reduciría a la mitad.
[193]
Yuval Noah Harari, Sapiens. De animales a dioses. Una breve
historia de la humanidad, Kindle Ed., loc 273 de 8043.
[194]
Juan Pina, Adiós al Estado-Nación, Unión Editorial, Madrid,
2019, p. 55
[195]
Michio Kaku, La Física del Futuro: Cómo la Ciencia determinará
el destino de la Humanidad, Kindle, loc. 2670 de 8587.
[196]
Fiodor Dostoyevski, El gran inquisidor, Santillana, Madrid, 2013,
p. 22.
[197]
Javier Marías, Berta Isla, Alfaguara, 2017, p. 324. Y podríamos
preguntar por la culpa del pueblo con relación al chavismo,
peronismo, kirchnerismo…
[198]
El minero es el responsable de un grupo de potentes
ordenadores conectados a los nodos de Blockchain que recibe una
unidad de criptomoneda cada vez que resuelve un problema
computacional originado en una transacción. Su rol en la validación
y verificación de bloques transaccionales es crítico para la dinámica
de la criptomoneda.

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