CULLER Jonathan La Poetica Estructuralista

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■ M Í

Jonathan Culler

Lapoética estructuralista
El estructuralismo, la lingüística
H y el estudio dela literatura

EDITORIAL ANAGRAMA
Jonathan Culler

La poética
estructuralista
El estructuralismo, la lingüística
y el estudio de la literatura

E D ITO RIAL AN AG RAM A


BARCELONA
Título de la edición original:
S tru c tu ra lis t poetics
R outledge & K egan Paul
L ondres, 1975

T raducción:
C arlos Manzano

Maqueta de la colección:
A rgente y M um brú

Portada:
Julio Vivas

© Jo n a th a n C uller, 1975

© EDITORIAL ANAGRAMA, 1978


Calle de la Cruz, 44
Barcelona-34

ISB N 84-339-0056-0
D epósito legal: B. 36611 - 1978

P rin ted in S pain

G ráficas D iam ante, Z am ora 83, Barcelona-18


P/V (

PREFACIO
O J&J

¿Para qué sirve la crítica literaria? ¿Cuál es su misión y cuál


su valor? A medida que el número de estudios interpretativos au­
menta hasta el punto de que la lectura de lo que se ha escrito
sobre cualquier autor de primera fila se convierte en una tarea
impracticable, semejantes cuestiones se plantean con mayor insis­
tencia a quien se ocupa del estudio de la literatura, aunque sólo
sea porque ha de decidir cómo distribuir su tiempo disponible.
¿Por qué debe leer y escribir crítica?
Desde luego, en un sentido la respuesta es obvia: en el pro­
ceso de la educación literaria la crítica es a un tiempo un fin y un
medio, la culminación natural del estudio de un autor y el instru­
mento para la formación literaria. Pero, si bien la función que le
ha correspondido desempeñar a la crítica en el sistema educativo
sirve para explicar la cantidad de escritos críticos, no contribuye
mucho a justificar esa actividad en sí misma. Tampoco la defensa
humanista tradicional de la educación literaria —que afirma que
lo que aprendemos no es la literatura ni cómo leerla, sino el mun­
do y cómo interpretarlo— constituye una defensa suficiente de
la crítica como modo de conocimiento independiente.
Si existe una crisis en la crítica literaria, se debe indudable­
mente a que pocos de los muchos que escriben sobre literatura
tienen el deseo de defender su actividad o argumentos para ha­
cerlo. Y de ello es responsable en alguna medida el clima crítico
predominante en Inglaterra y Norteamérica. La erudición histórica,
que en un tiempo fue el modo de crítica predominante, indepen­
dientemente de sus otras deficiencias, podía defenderse como in­
tento de aplicar al texto información suplementaria e inaccesible y,

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de ese modo, facilitar su comprensión. Pero la ortodoxia legada por
el N ew Criticism, que centra su atención en «el texto en sí mis­
mo», que valora ese encuentro y las interpretaciones resultantes, es
más difícil de defender. Una crítica intrínseca o inmanente, que, en
principio, si no en la práctica, requiere sólo el texto de un poema
y el Oxford English Dictionnary, ofrece una versión mucho más
completa y penetrante de lo que cada lector hace por sí mismo.
Al no citar conocimiento especial decisivo del que se pudiera de­
rivar su autoridad, la crítica interpretativa parece defenderse me­
jor como instrumento pedagógico que ofrece ejemplos de inteligen­
cia para estimular a los demás. Pero de esa clase de ejemplos no
se necesitan muchos.
Así, pues, ¿qué hemos de decir de la crítica? ¿Qué otra cosa
puede hacer? Mi tesis en este libro es la de que, a la hora de
intentar revitalizar la crítica y liberarla de una función exclusiva­
mente interpretativa, a la hora de desarrollar un programa que la
justificaría como modo de conocimiento y nos permitiría defender­
la con pocas salvedades, podría sernos útil examinar la obra de los
estructuralistas franceses. No es que su crítica sea, a su vez, un
modelo que pueda o deba importarse e imitarse reverentemente,
sino que mediante una lectura de las obras estructuralistas pode­
mos inferir una apreciación de la crítica como disciplina cohe­
rente y de los fines a que podría encaminarse. Es decir, que un
encuentro con dichas obras puede permitirnos ver lo que la crítica
podría hacer, aun en los casos en que las propias obras no acaben
de satisfacernos.
El tipo de estudio literario que el estructuralismo nos ayuda
a concebir no sería primordialmente interpretativo; no ofrecería un
método cuya aplicación a las obras literarias produjera significados
nuevos y hasta entonces imprevistos. Más que una crítica que des­
cubre o asigna significados, sería una poética que se esfuerza por
definir las condiciones del significado. Al prestar nueva atención
a la actividad de la lectura, intentaría especificar cómo tratamos
de dar sentido a los textos, cuáles son las operaciones interpreta­
tivas en que la propia literatura, como institución, se basa. Así
como el hablante de una lengua ha asimilado una gramática com­
pleja que le permite leer una serie de sonidos o letras como una

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oración con significado, así también el lector de la literatura ha
adquirido, mediante sus encuentros con obras literarias, un domi­
nio implícito de las diferentes convenciones semióticas que le per­
miten leer series de oraciones como poemas o novelas dotados de
forma y significado. El estudio de la literatura, por oposición a la
lectura cuidadosa y al comentario de las obras individuales, pa­
saría a ser un intento de entender las convenciones que hacen po­
sible la literatura. El objetivo principal de este libro es mostrar
que semejante poética surge del estructuralismo, indicar lo que ya
se ha conseguido y esbozar lo que podría llegar a ser.

Mi trabajo sobre este tema comenzó cuando, con motivo de


mi doctorado en Oxford, -emprendí una tesis sobre El estructura­
lismo: el desarrollo d e los m o d elo s lingüísticos y su aplicación a
los estudios literarios. Deseaba investigar los fundamentos teóricos
de la crítica francesa contemporánea y determinar qué clase de
crítica sería provechoso ensayar. Aunque este libro es una versión
ampliada, reorganizada y reescrita de dicha tesis, todavía conserva
los vestigios de su doble objetivo, que condujeron a una serie de
opciones que pueden requerir explicación. En primer lugar, exis­
ten tantas obras de Crítica literaria que podrían llamarse «estruc-
turalistas», que el intento de realizar un examen completo habría
dado como resultado un libro muy amplio y desenfocado. Si había
que organizar ese corpus de crítica y dirigirlo hacia un futuro,
parecía más importante designar y analizar un centro que trazar
una frontera. Como se ha insistido una y otra vez en la deuda del
estructuralismo para con la lingüística, y como en Francia y en
otros sitios muchos autores han sostenido la importancia de los
métodos lingüísticos en los estudios literarios, adoptamos ese pro­
blema como tema central. El resultado es una descripción del es­
tructuralismo basada, al menos en primer término, en las posibles
relaciones entre los estudios literarios y los lingüísticos.
La primera parte del libro estudia el alcance y las limitacio­
nes de los métodos lingüísticos y pasa revista a los diferentes
modos como han intentado los estructuralistas aplicar los modelos
lingüísticos al estudio de la literatura. Debate lo que la lingüística
puede hacer y lo que no e intenta mostrar que los relativos éxitos
y fracasos de los diferentes enfoques estructuralistas dependen es­
trechamente de sus interpretaciones del modelo lingüístico.
En esa sección no he intentado escribir una historia de la in­
fluencia de la lingüística. Indudablemente tiene importancia el
hecho de que la «iniciación» lingüística de Roland Barthes se pro­
dujera en Alejandría en 1950 mediante los buenos oficios de
A. J. Greimas y que leyera a Viggo Bróndal antes de leer a Saus-
sure, pero la reconstrucción de biografías intelectuales detalladas
habría distraído la atención que habría que prestar a la cuestión
de cómo pueden los modelos lingüísticos reorganizar la crítica y
cuál es su validez. No obstante, el hecho de que me centre en
el estructuralismo impide que este libro sirva de descripción ex­
haustiva de los usos de la lingüística, en los estudios literarios,
pues, aunque creo que mis conclusiones se pueden generalizar,
no he intentado considerar las propuestas sobre el uso de la lin­
güística que se han hecho fuera de los círculos estructuralistas.
La segunda parte del libro pasa a ocuparse del que considero
el mejor uso de la lingüística: como modelo que sugiere cómo debe
organizarse una poética. Después de esbozar una noción de la com­
petencia literaria y de trazar diferentes tipos de convención y de
modos de naturalización, intento indicar cómo enfocaría o ha
enfocado una poética estructuralista la lírica y la novela. Los lecto­
res a quienes sólo interesen las contribuciones positivas del es­
tructuralismo preferirán saltarse los capítulos 2 a 5 y centrar su
atención en la dicha sección.
En ella es donde mi propia orientación produce sus efectos más
obvios. Aunque en la exposición se traslucirá cuáles son las obras
de crítica que considero más valiosas, no las he analizado ni
evaluado una por una, sino que las he usado como fuentes en que
beber en mi estudio de los problemas literarios. Por otro lado,
aunque espero no haber incurrido en el error de no entender a los
estructuralistas en sus propios términos, en muchas ocasiones he
discrepado de dichos términos y he organizado mis comentarios en
consecuencia. A quien ponga objeciones al hecho de que yo coloque
las obras críticas en una perspectiva que sus autores podrían recha­
zar, no puedo decirle sino que lo he hecho en un intento de aumen­

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tar su valor y no de quitárselo y que, en cualquier caso, el tipo de
reestructuración o reinterpretación que he emprendido está justi­
ficado ampliamente por las teorías expuestas en las obras que
puedo deformar.
Por último, no he intentado distinguir sistemáticamente en
esa sección lo que los propios estructuralistas han propuesto de
lo que la consideración de la literatura en la perspectiva estructu-
ralista me ha llevado a concebir, ni de lo que los elementos de la
obra de críticos de otras tradiciones que podrían contribuir al
avance de la poética estructuralista. Como dice Heidegger,

J e grosser das Denkwerk eines Denkers ist, das sich kei-


n e sw eg s mit d e m Umfang und d e r Anzahl seiner Schriften
deckt, um s o reich er ist das in d iesem Denkwerk Ungeaach-
te, d.h. jenes, ivas erst und allein durch d ieses Denkwerk
ais das N och-nicht-Gedachte heraufkommt.

(Cuanto mayor es el pensamiento de un autor —que no


tiene nada que ver con la extensión y el número de sus
escritos— más rico es lo no pensado en su obra intelectual:
es decir, lo que surge en primer lugar y exclusivamente a
través de su pensamiento como todavía-no-pensado.)

Dice mucho en su favor el hecho de que el estructuralismo haga


posible ver nuevas virtudes en otras críticas y organizarías en
formas nuevas.

Gran parte del material de este libro lo he usado en confe­


rencias sobre el estructuralismo y la semiología pronunciadas en
el Departamento de Lingüística de la Universidad de Cambridge.
Deseo expresar mi agradecimiento a J. L. M. Trim, director del
Departamento, por invitarme a hablar de esos problemas, y a mis
oyentes, que, mediante sus objeciones, comentarios o preguntas,
me ayudaron a clarificar y revisar. También me gustaría dar las
gracias al señor J. Bosquet de la École nórmale supérieure, al
Dr. Roger Fowler de la Universidad de East Anglia, al profesor
John Holloway de la Universidad de Cambridge, al profesor Frank

11
Kermode del University College, Londres, al Dr. David Robey
de la Universidad de Oxford y a los organizadores de la confe­
rencia Gregynog sobre crítica contemporánea, por invitarme a
debatir esas cuestiones con auditorios interesados. Estoy en gran
deuda para con todos aquellos que han leído y montado partes
del manuscrito en diferentes etapas: Jean-Marie Benoist, el pro­
fesor A. Dwight Culler, el profesor Alison Fairlie, la Dra. Verónica
Forrest-Thompson, Alan Jackson, el profesor Frank Kermode,
Colin MacCabe, el Dr. Philip Pettit y el Dr. John Rutherford.
Deseo expresar mi agradecimiento especial a los examinadores de
mi tesis doctoral leída en Oxford, el profesor John Weightman y el
Dr. Richard Sayce, por sus pertinentes críticas y sugerencias, y al
profesor Stephen Ullmann, quien accedió generosamente a super­
visar la investigación sobre un tema que podría haber parecido
bastante discutible y fue una fuente constante de información,
consejo y amistad.

Selivyn C ollege, Cambridge


Ju nio d e 1973.
Primera parte
El estructuralismo y
los modelos lingüísticos
CAPITULO 1

EL FUNDAMENTO LINGÜISTICO

Tout dit dans l ’infini q uelque ch o se a quelqu’un *


\
H ugo

No se puede definir el estructuralismo examinando las formas


como se ha usado el término; eso sólo conduciría a la desespera­
ción. Desde luego, puede ser que el término haya sobrevivido a su
utilidad. El hecho de llamarse a sí mismo estructuralista fue siem­
pre un gesto polémico, una forma de llamar la atención y de aso­
ciarse con otros cuya obra era importante; lo único que demostra­
ría el estudio de semejantes gestos con seriedad y atención erudi­
tas sería que los rasgos comunes de todo lo que se ha llamado
«estructuralista» son verdaderamente demasiado comunes. Esa es
la conclusión que se saca, por ejemplo, de Le Structuralisme de
Jean Piaget, que muestra que las matemáticas, la lógica, la física, la
biología y todas las ciencias sociales hace tiempo que se ocupan de
la estructura y, por tanto, ya estaban practicando el «estructura­
lismo» antes de la llegada de Lévi-Strauss. Pero ese uso del término
deja sin explicar un hecho importante: ¿por qué, en ese caso,
pareció nuevo y estimulante el estructuralismo francés? Aun
cuando se lo deseche como otra moda parisina, ya eso basta
para indicar algunas características sorprendentes y proporciona
* «Todo en el infinito dice algo a alguien.»

15
razones prima facie para suponer que en algún sitio existe algo
específicamente estructuralista. Así, que, en lugar de rechazar
el término por considerarlo irremediablemente vago, lo que de­
bemos hacer es determinar qué significado hay que conferirle
para que desempeñe un papel en un discurso coherente en tanto
que denominación de un movimiento intelectual particular cen­
trado en torno a la obra de unas cuantas figuras de importancia,
la principal de las cuales, en el dominio de los estudios literarios,
es Roland Barthes.
El propio Barthes definió en cierta ocasión el estructuralismo,
«en su versión más especializada y, en consecuencia, más perti­
nente», como un modo de análisis de los artefactos culturales que
se origina en los métodos de la lingüística contemporánea (Science
versus literature, p. 897). Esa concepción puede apoyarse tanto en
textos estructuralistas, como el artículo precursor de Lévi-Strauss
L'analyse structurale en linguistique et an thropologie} que soste­
nía que siguiendo el ejemplo del lingüista el antropólogo podría
reproducir en su propia disciplina la «revolución fonológica»,
como en la obra de los adversarios más serios y competentes del
estructuralismo. Para atacar al estructuralismo, afirma Paul Ri-
coeur, hay que centrar la discusión en sus fundamentos lingüísti­
cos (Le Conflit des interprétations, p. 80). La lingüística no es
sólo un estímulo y una fuente de inspiración, sino también un
modelo metodológico que unifica los proyectos —de otro modo,
diversos— de los estructuralistas. Según Barthes, la significación
ha sido su preocupación esencial; «he emprendido una serie de
análisis estructurales que se proponen definir una serie de ‘lengua­
jes’ no lingüísticos» (Essais critiques, p. 155). La continuidad de su
obra procede del intento de analizar diferentes prácticas como
lenguajes.
Además, y ésta es una de sus mayores virtudes, esa definición
plantea varias cuestiones obvias: ¿por qué han de ser los métodos
de la lingüística contemporánea pertinentes para el análisis de otros
fenómenos sociales y culturales? ¿Qué métodos son pertinentes?
¿Cuáles son los efectos de usar la lingüística como modelo? ¿Qué
clase de resultados nos permite alcanzar? Para debatir el estruc­
turalismo hay que definir tanto la promesa como las limitaciones

16
de ese uso de la lingüística, especialmente estas últimas, pues,
como dice Barthes, el deseo de indagar los límites del modelo
lingüístico no es una forma de prudencia, sino un reconocimiento
de «le lieu central de la recherche». Sin embargo, a pesar de su
posición central, los estructuralistas no han ofrecido una descrip­
ción satisfactoria de los usos de la lingüística, y ésa es una de las
lagunas que este estudio intenta llenar.

La idea de que la lingüística ha de ser útil para estudiar otros


fenómenos culturales se basa en dos concepciones fundamentales:
primero, la de que los fenómenos sociales y culturales no son
objetos o acontecimientos simplemente materiales, sino también
objetos o acontecimientos con significado y, por tanto, signos; y
segunda, la de que no tienen esencia, sino que los define una red
de relaciones, tanto internas como externas. Puede ponerse el acen­
to en una u otra de esas proposiciones —así es como se podría dis­
tinguir, por ejemplo, semiología y estructuralismo— , pero, de
hecho, son inseparables, pues al estudiar los signos hay que inves­
tigar él sistema de relación que permite la producción del signifi­
cado, y, recíprocamente, la única forma de determinar las relacio­
nes pertinentes entre los especímenes concretos es la de conside­
rarlos signos.
De modo, que el estructuralismo se basa, en primer término,
en la comprensión de que, si la acción o las producciones humanas
tienen un significado, debe de haber un sistema subyacente de
distinciones y convenciones que hace posible ese significado. Ante
una ceremonia nupcial o un partido de fútbol, por ejemplo, el
observador de una cultura en que éstos no existieran podría pre­
sentar una descripción objetiva de las acciones que se producen,
pero sería incapaz de captar su significado, por lo que no estaría
tratándolas como fenómenos sociales o culturales. Las acciones son
significativas sólo con relación a un conjunto de convenciones ins­
titucionales. Si hay dos postes se puede introducir entre ambos
un balón con el pie, pero sólo se puede marcar gol dentro de
un marco institucionalizado. Como dice Lévi-Strauss en su Intro-
áuction a l ’o eu v r e d e Marcel Mauss, «las acciones particulares de
los individuos nunca son simbólicas por sí mismas; son los elemen­
tos a partir de los cuales se construye un sistema simbólico, que ha
de ser colectivo» (p. xvi). El significado cultural de cualquier
acto u objeto va determinado por todo un sistema de reglas con­
secutivas: reglas que, más que regular el comportamiento, io que
hacen es crear la posibilidad de formas particulares de compor­
tamiento. Las reglas del inglés permiten que secuencias de sonidos
tengan significado; hacen posible articular oraciones gramati­
cales o agramaticales. De forma análoga, diferentes reglas sociales
hacen posible casarse, marcar un gol, escribir un poema, ser
maleducado. En ese sentido es en el que la cultura se compone
de un conjunto de sistemas simbólicos.
Cuando tomamos como objeto de estudio, no fenómenos físi­
cos, sino artefactos o acontecimientos con significado, las carac­
terísticas que definen los fenómenos se convierten en los rasgos
que distinguen unos de otros y les permiten estar dotados de signi­
ficado dentro del sistema simbólico del que proceden. El objeto
está, a su vez, estructurado y se define mediante su lugar en la
estructura del sistema, lo que explica la tendencia a hablar de
« estructuralismo ».
Pero, ¿por qué había de pensarse que la lingüística, el estudio
de un sistema particular y bastante distintivo, proporciona méto­
dos para investigar cualquier sistema simbólico? Ferdinand de
Saussure consideró este problema cuando llegó a postular una
ciencia de la «semiología», una ciencia general de los signos, que
todavía no existía, pero cuyo lugar, como él dijo, estaba asegu­
rado de antemano. Si consideramos los ritos y las costumbres como
signos, aparecerán bajo una nueva luz, y, según él, la lingüística
debía ser la fuente de la iluminación, «le patrón général de toute
sómiologie». En el caso de los signos no lingüísticos siempre existe
el peligro de que sus significados parezcan naturales; hay que con­
siderarlos con cierto distanciamiento para ver que sus significados
son, de hecho, los productos de una cultura, el resultado de conje­
turas y convenciones compartidas. Pero en el caso de los signos lin­
güísticos la base convencional o «arbitraria» es evidente y, en conse­
cuencia, al tomar la lingüística como modelo podemos eludir el
error corriente de suponer que los signos que parecen naturales

18
a quienes los usan tienen un significado intrínseco y no requieren
explicación. La lingüística, concebida para estudiar el sistema de las
reglas subyacentes al habla, obligará por su propia naturaleza al
analista a prestar atención a la base convencional de los fenómenos
que está estudiando (Cours d e linguístique gér.érale, pp. 33-5
y 100-1).
No carecería de fundamento la sugerencia de que el estruc­
turalismo y la semiología son idénticos. La existencia de los dos
términos se debe en parte a un accidente histórico, como si cada
disciplina hubiera tomado primero ciertos conceptos y métodos de
la lingüística estructural, con lo se que hubiera convertido en
un modo de análisis estructural, y sólo entonces hubiese com­
prendido que se había convertido o estaba convirtiéndose rápida­
mente en una rama de esa semiología que Saussure había imagina­
do. Así, Lévi-Strauss, cincuenta años después de que su artículo
sobre el análisis estructural en la lingüística y en la antropología
hubiera fundado su clase de estructuralismo, aprovechó la ocasión
de su nombramiento como miembro del Collége de France para
definir la antropología como «la ocupante auténtica del domi­
nio de la semiología» y para rendir homenaje a Saussure por haber
anticipado sus conclusiones (Le$on inaugúrale, pp. 14-15). Como
me estoy ocupando de la función y eficacia de los modelos
lingüísticos y no estoy escribiendo una historia del estructuralis­
mo, estos cambios de terminología son de poca importancia y no
hay necesidad de distinguir los encabezamientos bajo los cuales
podrían haberse adoptado. Así pues, si prefiero hablar de «estruc­
turalismo» y no de «semiología» no es tanto porque distinga una
teoría de la otra cuanto porque «estructuralismo» designa la obra
de un grupo restringido de teóricos y escritores franceses, mien­
tras que «semiología» podría referirse a cualquier obra que estudie
los signos.

Afirmar que los sistemas culturales pueden tratarse provecho­


samente como «lenguajes» es sugerir que los entenderemos mejor
si los estudiamos en los términos proporcionados por la lingüística
y los analizamos de acuerdo con los procedimientos usados por

19
los lingüistas. De hecho, la gama de conceptos y métodos que los
estructuralistas han considerado útiles es bastante limitada y sólo
media docena de lingüistas merece la calificación de influencia de­
terminante. Naturalmente, el primero es Ferdinand de Saussure,
quien abordó resueltamente la heterogénea masa de los fenómenos
lingüísticos y, reconociendo que el progreso sólo es posible si se
aísla un objeto de estudio apropiado, distinguió los actos de
habla (la parole) y el sistema de una lengua (la langue). Esta últi­
ma es el objeto distintivo de la lingüística. Siguiendo el ejemplo de
Saussure y centrándose en el sistema subyacente a los sonidos
del habla, miembros del círculo lingüístico de Praga —en parti­
cular, Jakobson y Trubetzkoy— realizaron lo que Lévi-Strauss
llamó la «revolución fonológica» y proporcionaron el que para los
estructuralistas posteriores fue el modelo más claro del método
lingüístico. Al distinguir el estudio de los sonidos efectivos del
habla (la fonética) y la investigación de los aspectos del sonido
que son funcionales en una lengua particular (la fonología), Tru­
betzkoy afirmó que «la fonología debe investigar qué diferencias
fónicas de la lengua estudiada van unidas a diferencias de sig­
nificado, cómo se relacionan mutuamente esos elementos o rasgos
distintivos y de acuerdo con qué reglas se combinan para formar
palabras y frases» (Principes d e phonologie, pp. 11-12). La fono­
logía fue importante para los estructuralistas porque mostró la
naturaleza sistemática de los fenómenos más familiares, distinguió
el sistema de su realización y no se centró en las características
substantivas de los fenómenos individuales, sino en los rasgos
diferenciales abstractos que podían definirse en función de las
relaciones.
Hjelmslev y la escuela de Copenhague insistieron todavía más
en la naturaleza formal de los sistemas lingüísticos: en principio,
la descripción de una lengua no tenía por qué hacer referencia a la
sustancia fónica o gráfica en que sus elementos pueden realizarse.
Pero la influencia de Hjelmslev pudo deberse más a su insis­
tencia en que su «glosemática» proporcionaba un marco teórico
que todas las disciplinas humanísticas debían adoptar, si deseaban
llegar a ser científicas. «A priori parece una tesis válida en general
la de que para cada p r o c e s o existe un sistema correspondiente, por

20
el cual el proceso puede analizarse y describirse mediante un núme­
ro limitado de premisas» (P rolegom ena to a T h eory o f L angm ge,
p. 9). Esta tesis pasó a ser uno de los axiomas del método estruc­
turalista.
Emile Benveniste fue otra figura influyente. Aunque sus Pro
b lém es d e linguistique générale no se publicaron hasta 1966, los
artículos que contiene ese libro ya eran conocidos como análisis
incisivos de una gama amplia de temas lingüísticos. No sólo
proporcionó a los estructuralistas descripciones lúcidas del signo
y de los niveles y relaciones de la lingüística; sus análisis de una
serie de subsistemas —los pronombres personales y los tiempos
verbales— fueron adoptados directamente por los estructuralistas
en sus estudios de la literatura.
Por último, hemos de decir unas palabras sobre Noam Chom-
sky. Aunque unos pocos estructuralistas han adoptado algunos
de sus términos en su obra reciente, la gramática generativa no
desempeña un papel en el desarrollo del estructuralismo. Lo que
sí ofrece, y lo que le confiere su importancia en esta discusión, es
una exposición de claridad ejemplar. Es decir, que la teoría del
lenguaje de Chomsky nos permite ver lo que los lingüistas estruc­
turales estaban haciendo realmente, las consecuencias de su prác­
tica, y hasta qué punto eran engañosas e insuficientes sus descrip­
ciones de la disciplina. Aunque dentro de la propia lingüística las
diferencias entre el enfoque de Chomsky y el de sus predecesores
son extraordinariamente importantes, en el nivel de la generali­
dad que interesa a quienes acuden a la lingüística en busca de mo­
delos que aplicar en otros dominios, la obra de Chomsky puede
considerarse como una exposición explícita del programa implícito
en la lingüística como disciplina, pero hasta entonces no expre­
sado adecuada ni coherentemente. Así, pues, las referencias a
Chomsky en la exposición que sigue no están destinadas a señalar
puntos en que influyó en los estructuralistas, sino sólo a clari­
ficar conceptos básicos y procedimientos analíticos que incluyen
el «modelo lingüístico» que los estructuralistas han adoptado.

21
Langue, parole

La distinción básica en que se basa la lingüística moderna, y


que es igualmente decisiva para la empresa estructuralista en otros
dominios, es la separación por parte de Saussure de la langue y la
parole. La primera es un sistema, una institución, un conjunto
de reglas y normas interpersonales, en tanto que la segunda com­
prende las manifestaciones efectivas del sistema en el habla y en
la escritura. Desde luego, es fácil confundir el sistema con sus
manifestaciones, concebir el inglés como el conjunto de expresio­
nes inglesas. Pero el aprendizaje del inglés no consiste en aprender
de memoria un conjunto de expresiones; consiste en dominar un
sistema de reglas y normas que hacen posible producir y enten­
der expresiones. Saber inglés es haber asimilado el sistema de la
lengua. Y la tarea del lingüista no es estudiar expresiones en sí
mismas; estas últimas le interesan sólo en la medida en que apor­
tan testimonios sobre la naturaleza del sistema subyacente, la
lengua inglesa.
Dentro de la propia lingüística existen desacuerdos sobre qué
es lo que corresponde precisamente a la langue y qué a la parole:
sobre si, por ejemplo, una descripción del sistema lingüístico debe
especificar los rasgos acústicos y articulatorios que distinguen un
fonema de otro (/p/ es «sordo» y /b/ «sonoro»), o si los rasgos
de «sonoro» y «sordo» deben considerarse en la parole como
manifestaciones de lo que, en la propia langue, es una distinción
formal y abstracta. Semejantes debates no tienen por qué interesar
al estructuralista, excepto en la medida en que indican que la
estructura puede definirse en diferentes niveles de abstracción.2 Lo
que sí le interesa es un par de distinciones que la diferenciación
de la langue con respecto a la p a role está destinada a abarcar:
entre regla y comportamiento y entre lo funcional y lo no fun­
cional.
La distinción entre regla y comportamiento es decisiva para
cualquier estudio que se ocupe de la producción o comunicación
de significado. Al investigar los fenómenos físicos podemos for­
mular leyes que no son otra cosa que compendios directos de
comportamiento, pero en el caso de los fenómenos sociales y cul­

22 .
turales la regla está siempre a cierta distancia del comportamien­
to real y esa separación es un espacio de significado potencial. El
establecimiento de la regla más simple, por ejemplo «los miembros
de este club no pisarán las grietas del pavimento» puede deter­
minar comportamiento en algunos casos, pero lo que determina
sin lugar a dudas es significado: la colocación de los pies sobre el
pavimento, que anteriormente carecía de significado, significa
ahora bien acatamiento de la regla bien desviación con respecto
a ella y, por consiguiente, una actitud hacia el club y su autoridad.
En los sistemas sociales y culturales el comportamiento puede
desviarse frecuente y considerablemente de la norma sin impug­
nar su existencia. De hecho, muchas promesas no se cumplen, pero
sigue existiendo una regla en el sistema de los conceptos morales
en el sentido de que las promesas deben cumplirse; aunque, natu­
ralmente, en caso de que uno nunca haya cumplido promesa algu­
na, pueden surgir dudas sobre si entendió la institución de la pro­
mesa si había asimilado sus reglas.
En lingüística la distinción entre regla y comportamiento se
expresa de la forma más conveniente mediante los términos de
Chomsky de com petencia y actuación, que corresponden, respec­
tivamente, a langue y parole. El comportamiento efectivo no es
un reflejo directo de la competencia por una serie de razones
diversas. La lengua inglesa no se agota en sus manifestaciones.
Contiene oraciones potenciales que nunca se han pronunciado,
pero a las cuales asignaría significado y estructura gramatical; al­
guien que haya aprendido inglés posee, por su capacidad para en­
tender oraciones con que nunca se tropezará, una competencia
que sobrepasa su actuación. Además, la actuación puede desviarse
de la competencia: podemos pronunciar oraciones cuya agramatica-
lidad reconoceríamos, si volviéramos a oírlas: bien accidentalmen­
te, al cambiar nuestro pensamiento, bien deliberadamente, para
obtener efectos especiales. La competencia se refleja en el juicio
emitido sobre la expresión o en el hecho de que la regla violada
sea responsable en parte del efecto alcanzado.
La descripción de la langue o competencia es la representación
explícita, mediante un sistema de reglas o normas, del saber im­
plícito poseído por quienes operan con éxito dentro del sistema.

23
No tienen por qué ser conscientes de dichas reglas y, de hecho,
en la mayoría de los casos no lo serán, pues el dominio o
competencia auténticos entraña generalmente una comprensión
intuitiva de las reglas que permite la acción o el entendimiento
sin una reflexión explícita. Pero no por ello dejan de ser reales
las reglas: el dominio supone la capacidad sistemática. El silvi­
cultor experto no puede explicar cómo distingue, a distancia, di­
ferentes especies de árboles, pero, en la medida en que no se trata
de una adivinación fortuita, su capacidad podría definirse en
principio como un programa que emplea un número limitado de
variables funcionales.
Aunque las reglas de una langue pueden ser inconscientes,
tienen correspondencias empíricas: en el caso del lenguaje se
manifiestan en la capacidad del hablante para entender expre­
siones, para reconocer las oraciones bien construidas o las incorrec­
tas, para detectar la ambigüedad, para percibir las relaciones de
significado entre las oraciones, etc. El lingüista intenta construir
un sistema de reglas que expliquen ese conocimiento medianse
su reproducción formal. Así —y éste es el detalle importante— , las
propias expresiones ofrecen al lingüista pocos elementos que pueda
usar. El hecho de que se hayan pronunciado una serie de oracio­
nes determinadas carece de importancia. Necesita saber, además,
lo que significan para los hablantes de la lengua, si están bien
construidas, si son ambiguas —y, en caso afirmativo, de qué
modo— y qué cambios alterarían su significado o las volverían
agramaticales. La competencia que el lingüista investiga no es
tanto el propio comportamiento cuanto el conocimiento que corres­
ponde a dicho comportamiento. Para que otras disciplinas procedan
de forma análoga, deben identificar un conjunto de hechos por ex­
plicar —es decir, aislar algunos aspectos del conocimiento en cues­
tión— y después determinar qué reglas o convenciones deben pos­
tularse para explicarlos.
El segundo criterio fundamental que interviene en la distin­
ción entre langue y parole es la oposición entre lo funcional y lo
no funcional. Si hablantes de edades, sexos y regiones diferentes
pronuncian la oración inglesa T he cat is on th e mat («El gato está
sobre el felpudo»), los sonidos efectivos pronunciados variarán

24
considerablemente, pero esas variaciones no serán funcionales
dentro del sistema lingüístico dél inglés en el sentido de que no
alterarán la oración. Las pronunciaciones, por diferentes que sean
sus sonidos, son variantes libres de una misma oración. Ahora
bien, si un hablante altera el sonido de modo particular y dice
The hat is on th e mat («El sombrero está sobre el felpudo»), la
diferencia entre /k/ y /h/ es funcional en el sentido de que pro­
duce una oración diferente con un significado distinto. Una descrip­
ción del sistema fonológico de una lengua debe especificar las dis­
tinciones funcionales en el sentido de que en esta lengua se usan
para diferenciar signos.
Este aspecto de la distinción entre langue y parole es pertinente
para cualquier disciplina que se ocupe del uso social de los obje­
tos materiales, pues en semejantes casos hay que distinguir los
propios objetos materiales del sistema de rasgos distintivos funcio­
nales que determinan la pertenencia a una clase y hacen posible el
significado. Trubetzkoy cita el estudio etnológico del vestido como
un proyecto análogo a la descripción de un sistema fonológico
(P rincipes d e ph on ologie, p. 19). Muchos de los rasgos de los ves­
tidos físicos que serían de gran importancia para el que los lleva
puestos carecen de interés para el etnólogo, quien se ocupa exclu­
sivamente de aquellos rasgos que están dotados de significado
social. El largo de la falda podría ser un rasgo diferencial impor­
tante en el sistema de la moda de una cultura, en tanto que el
material de que están hechas no. El contraste entre colores claros
y oscuros podría transmitir un significado social general, en tanto
que la diferencia entre azul oscuro y marrón no. El etnólogo, al
aislar esas distinciones por las cuales los vestidos se convierten
en signos, está intentando reconstruir el sistema de rasgos y nor­
mas que lo miembros de esa sociedad han asimilado.

Las relaciones

Al separar lo funcional de lo no funcional para reconstruir


el sistema subyacente, no nos interesan tanto las propiedades de
los objetos o acciones individuales cuanto las diferencias que el

. 4 3 7?8 25
( 43 i)
sistema emplea y dota de significado. De eso procede el segundo
principio fundamental de la lingüística: el de que la langtie es un
sistema de relaciones y oposiciones cuyos elementos deben defi­
nirse en términos formales, diferenciales. Para Lévi-Strauss una de
las lecciones más importantes de la «revolución fonológica» fue
su negativa a tratar los términos como entidades independientes
y el hecho de que se centrara en las relaciones entre los términos
(A nthropologie structurale, p. 40). Saussure había sido todavía
más categórico: dans la langue il n’y a q ue d es d iffér en ces sans
term es positifs (Cours, p. 166). Las unidades no son entidades
positivas, sino los nudos de una serie de diferencias, de igual
modo que un punto matemático no tiene contenido, sino que se
define por sus relaciones con otros puntos.
Así, para Saussure la identidad de dos especímenes de una uni­
dad lingüística (dos pronunciaciones del mismo fonema o mor­
fema) no era una identidad de sustancia, sino sólo de forma. Ese
es uno de sus principios más importantes e influyentes, aunque
también es uno de los más difíciles de comprender. A título de
ilustración, observa que tenemos la impresión de que el Expreso
Ginebra-París de las 8,25 de la tarde es el mismo tren cada día,
a pesar de que la locomotora, los vagones y el personal pueden ser
diferentes. Eso se debe a que el tren de las 8,25 no es una sustan­
cia, sino una forma, definida por sus relaciones con otros trenes.
Sigue siendo el de las 8,25 aunque salga veinte minutos más tarde,
siempre que mantenga su diferencia con el de las 7,25 y el de
las 9,25. Aunque puede que no seamos capaces de concebir el
tren excepto en sus manifestaciones físicas, su identidad como
hecho social y psicológico es independiente de dichas manifesta­
ciones (i b ' t d p. 151). De forma semejante, por tomar un ejemplo
del sistema de la escritura, podemos escribir la letra t de muchas
formas distintas, siempre que preservemos su valor diferencial.
No existe una sustancia positiva que la defina; el requisito prin­
cipal es el de que se mantenga distinta de las demás letras con que
podría confundirse, como 4 f, b, i, k.
La noción de identidad relacional es crucial para el análisis
semiótico o estructural de toda clase de fenómenos sociales y cultu­
rales, porque, al formular las reglas del sistema, hemos de identi­

26
ficar las unidades en que operan las reglas y descubrir así cuándo
cuentan como especímenes de la misma unidad dos objetos o
acciones. También es crucial porque constituye una ruptura con
la noción de identidad histórica o evolutiva. La locomotora y los
vagones que un día determinado constituyen el Expreso Ginebra-
París de las 8,25 podrían haber formado unas horas antes el
Expreso Berna-Ginebra de las 4,50, pero esa identidad histórica
y material no es pertinente para el sistema de los trenes: el de
las 8,25 ocupa el mismo lugar en el sistema, independientemente
de la procedencia histórica de sus componentes. En el caso dei
lenguaje podemos decir con Saussure que, a la hora de intentar
reconstruir el sistema subyacente, las relaciones pertinentes son
las que son funcionales en el sistema, tal como opera en un momen­
to determinado. Las relaciones entre las unidades individuales y
sus antecedentes históricos no son pertinentes, en el sentido de
que no definen las unidades como elementos del sistema. El estu­
dio sincrónico de la lengua es un intento de reconstruir el sistema
como un todo funcional, de determinar, si podemos decirlo así, lo
que interviene en el hecho de saber inglés en un momento deter­
minado, mientras que el estudio diacrónico de la lengua es un
intento de trazar la evolución histórica de sus elementos a través
de diferentes etapas. Los dos deben mantenerse separados, para
que el punto de vista diacrónico no falsifique nuestra descripción
sincrónica. Por ejemplo, históricamente el substantivo francés pas
(«paso») y el adverbio de negación pas derivan de la misma fuen­
te, pero esa relación carece de función en el francés moderno, en
el que son dos palabras distintas que actúan de formas diferen­
tes. Intentar incorporar la identidad histórica a la gramática pro­
pia sería falsificar la identidad relacional y, en consecuencia, el
valor que cada una de las palabras tiene en la lengua, tal como
ahora se habla. La lengua es un sistema de especímenes relacio­
nados entre sí y la identidad de dichos especímenes se define
mediante el lugar que ocupan en el sistema y no por su historia.
Si la lengua es un sistema de relaciones, ¿cuáles son dichas
relaciones? Consideremos la palabra inglesa b ed («cama»). La iden­
tidad de sus diferentes manifestaciones fonéticas depende, en
primer lugar, de la diferencia entre su estructura fonológica y las

27
de bread («pan»), bled («sangrado»), ben d («curva»), abeá («acos­
tado»), d eb («debutante»). Además, los fonemas que lo componen
son, a su vez, conjuntos de rasgos diferenciales: la vocal puede
pronunciarse de distintas formas, siempre que se distinga de la de
bad («malo»), bud («brote»), bid («pedir»), bade («pidió»); y las
consonantes deben diferenciarse de las de b et («apuesta»), h eg
(«implorar»), bell («campana»), f e d («alimentó»), led («condujo»),
red («rojo»), w e d («mojado»), etc. En otro nivel, bed se define
por sus relaciones con otras palabras: las que contrastan con ella,
en el sentido de que podrían sustituirla en diferentes contextos
(table [«m esa»], chair [« silla »], flo o r [«p iso »], gro u n d [«sue­
lo »], etc.) y aquellas con las que puede combinarse en una se­
cuencia (th e [« e l» ], a [« u n » ], so ft [«suave»], is [« e s » ], lo w
[«b ajo »], o ccu p ied [«ocupado»], etc.). Por último, está relacio­
nada con constituyentes petrenecientes a un nivel superior: puede
hacer de núcleo de una frase nominal, de sujeto u objeto de la
oración.
Esas relaciones son de dos clases. Como dice Benveniste, «las
relaciones entre elementos del mismo nivel son distributivas; las
que existen entre elementos de niveles diferentes son integradoras»
(P rob lém es d e linguistique générale, p. 124). Estas últimas pro­
porcionan los criterios más importantes para definir las unidades
lingüísticas. Los rasgos fonológicos distintivos se identifican por
su capacidad para crear y diferenciar fonemas, que son las unida­
des inmediatamente superiores a ellos en la escala. Los fonemas se
reconocen por su función de constituyentes de los morfemas; y los
morfemas se distinguen de acuerdo con su capacidad para entrar
en construcciones gramaticales de nivel superior y completarlas.
Así, pues, Benveniste indujo a definir la forma de una unidad como
su composición en función de los constituyentes del nivel inferior,
y el sens o significado de una unidad es su capacidad para inte­
grar una unidad de nivel superior. La oración es la unidad
máxima, cuya forma es su estructura de constituyentes. El «signi­
ficado» de dichos constituyentes es la contribución que hacen a la
creación de la oración —su función como constituyentes de ésta—
y su forma, a su vez, es su propia estructura de constituyentes.
Aunque no hay razón para suponer que otros sistemas correspon­

28
dan al lenguaje por el número y naturaleza de sus niveles, el aná­
lisis estructural da por sentado que será posible analizar unidades
mayores en sus constituyentes hasta que al final se llegue a un
nivel de distinciones funcionales mínimas. Desde luego, la idea
de que las unidades de un nivel deben reconocerse por su capa­
cidad de integración y de que dicha capacidad es su sen s tiene una
validez intuitiva en la crítica literaria, donde el significado de un
detalle es su contribución a una configuración mayor.
Para volver explícita la capacidad de integración de un ele­
mento hay que definir sus relaciones con otros especímenes del
mismo nivel. Esas relaciones distributivas son de dos tipos. Las
relaciones sintagmáticas se refieren a la posibilidad de combina­
ción: dos especímenes pueden estar en relación de entrañe, com­
patibilidad o incompatibilidad recíprocos o no recíprocos. Las re­
laciones paradigmáticas, que determinan la posibilidad de subs­
titución, son especialmente importantes en el análisis de un sistema.
El significado de un espécimen depende de las diferencias entre
él y otros especímenes que podrían haber ocupado el mismo
puesto en una secuencia determinada. Usando el ejemplo de Saus-
sure, aunque en el habla el francés m outon y el inglés s h eep pue­
den usarse con la misma significcaión (al ser T h ere’s a sh eep sinóni­
mo de Voilá un m o u to n ), esas palabras tienen valores diferentes
en sus respectivos sistemas lingüísticos, ya que s h e e p contrasta
con m'utton, mientras que m ou ton no se define mediante un con­
traste correspondiente. El análisis de cualquier sistema reque­
rirá que especifiquemos las relaciones paradigmáticas (contrastes
funcionales) y las relaciones sintagmáticas (posibilidades de com­
binación).
A pesar de la importancia de las relaciones en el análisis de
un sistema lingüístico se puede ser escéptico en cierto sentido en
relación con la frecuente afirmación, hecha por primera vez por
Saussure, de que la lengua es un sistema en el que tou t s e tien t:
en que todo está relacionado inextricablemente con todo lo demás.
Hjelmslev admite que «la famosa máxima, según la cual todo
está relacionado en el sistema de una lengua, se ha aplicado con
frecuencia de forma demasiado rígida, mecánica y absoluta» (Essais
linguistiques, p. 114). Pero se trata de una máxima absoluta; y,

29
como observa Oswald Ducrot, una afirmación tan absoluta del
carácter sistemático de la lengua puede encubrir la desesperación
ante el hecho de no ser capaz de descubrir el sistema (Le structu-
ralisme en linguistique, p. 59). Cuando estructuralistas como Lévi-
Strauss, atraídos por el rigor del principio de Saussure, proponen
como requisito metodológico elemental que un análisis estructural
revele un sistema «de elementos tal, que la modificación de uno
cualquiera entrañe la modificación de todos los demás», están
fijándose en un objetivo raras veces alcanzado en la propia lingüís­
tica.3 Si desapareciera del inglés la palabra rnutton, se producirían
como consecuencia ciertas modificaciones locales: el valor de sh eep
cambiaría radicalmente; b e e f («carne de vaca»), pork («carne de
cerdo»), veal («carne de ternera»), etc., pasarían a ser ligeramente
anómalas con la desaparición de un miembro de su clase paradig­
mática; oraciones como The sh eep is to o h ot to eat («El cordero
está demasiado caliente como para comer» o bien «El cordero está
demasiado caliente como para comerlo») pasarían a ser ambiguas,
dado el nuevo valor de sh eep ; pero sectores amplios de la lengua
no se verían afectados de forma perceptible. El ejemplo de la lin­
güística no tiene por qué inducirnos a esperar la solidaridad com­
pleta de todos los sistemas. La relaciones son importantes por lo
que pueden explicar: los contrastes significativos y las combinacio­
nes permitidas o prohibidas.
En realidad, las relaciones que son más importantes en el aná­
lisis estructural son las más simples: las oposiciones binarias.
Independientemente de cualesquiera otros resultados que haya pro­
ducido el modelo lingüístico, es indudable que ha estimulado a
los estructuralistas a pensar en términos binarios, a buscar opo­
siciones funcionales en cualquier material que estén estudiando.
Desde luego, los contrastes pueden ser discretos o continuos:
si susurro que he comprado un gran fish («pescado») en el merca­
do, el oyente puede no estar seguro de si he dicho fish o dish
(«plato»), pero sabe que ha sido una u otra cosa y no algo inter­
medio; sin embargo, puedo alargar la vocal de hig («grande») en
una escala continua para recalcar el tamaño de mi adquisición.
El lugar de los fenómenos continuos en la lingüística ha sido una
cuestión muy debatida, pero ha habido tendencia a relegarlos a un

30
lugar de poca importancia, si no a excluirlos totalmente de
la langue. «Si encontramos contrastes en escala continua en las
cercanías de lo que estamos seguros es la lengua», observa Hoc-
kett, «los excluimos de ella».4 Cualesquiera que sean los derechos
del caso lingüístico, para el semiólogo o el estructuralista interesa­
do en el uso social de los fenómenos materiales la reducción de
lo continuo a lo discreto es un paso metodológico de primera im­
portancia. La interpretación siempre se lleva a cabo en términos
discretos: o bien se ha alargado la vocal de big de forma signifi­
cativa o bien no se la ha alargado; la anchura es un fenómeno
continuo, pero si un traje está de moda a causa de la anchura
de sus solapas, entonces se debe a que una distinción discreta
entre lo ancho y lo estrecho tiene importancia. El tiempo es infi­
nitamente subdivisible, pero decir la hora es darle una interpre­
tación discreta. Por otra parte, la realidad psicológica de las cate­
gorías discretas parece indiscutible: aunque todo el mundo sabe
que el espectro de los colores es un continuum, dentro de una
cultura las personas tienen tendencia a considerar los colores indi­
viduales como clases naturales.
Al reducir lo continuo a lo discreto, recurrimos a oposiciones
binarias como procedimientos elementales para establecer las clases
distintivas. El análisis fonológico, que para muchos estructura-
listas hizo de modelo propio de la lingüística, estaba basado en
una reducción del continuum fónico o rasgos distintivos, cada uno
de los cuales «extraña una opción entre dos términos de una opo­
sición que ostenta una propiedad diferencial específica, que difiere
de las propiedades de todas las demás oposiciones». Al defender
el principio binario, Jakobson y Halle sostienen que es preferible
metodológicamente en el sentido de que puede expresar cualquiera
de las relaciones que podrían comunicarse con otros términos y
conduce a una simplificación tanto del marco como de la descrip­
ción; pero también sugieren que las oposiciones binarias son inhe­
rentes a las lenguas, a la vez como las primeras operaciones que un
niño aprende a realizar y como el código más «natural» y económi­
co (Fundamentáis o f Language, pp. 4 y 47-9). Los estructuralistas
han seguido en general a Jakobson y han adoptado la oposición
binaria como operación fundamental de la mente humana básica
para la producción de significado: «esa lógica elemental que es el
común denominador más pequeño de cualquier pensamiento».5
Pero ya se trate de un principio del propio lenguaje o sólo de un
recurso analítico óptimo, la diferencia es pequeña. Lo único que
señalaría su lugar como operación fundamental del pensamiento
humano y, por tanto, de los sistemas semióticos humanos sería su
primacía metodológica. El estructuralista podría aceptar simple­
mente la conclusión de Householder de que hay poca razón para
oponerse a un análisis totalmente binario, siempre que se estipule
alguna medida para distinguir las oposiciones privativas naturales
de las construcciones puramente teóricas (Linguistic Speculations,
p. 167).
La ventaja del binarismo, pero también su peligro principal,
estriba en el hecho de que nos permite clasificar cualquier cosa.
Dados dos especímenes, siempre podemos encontrar algún aspecto
en que difieran y, en consecuencia, colocarlos en una relación de
oposición binaria. Lévi-Strauss observa que uno de los problemas
más importantes que surgen al usar las oposiciones binarias es
el de que la simplificación conseguida al colocar dos especímenes
en oposición mutua produce como consecuencia complicaciones en
otro lugar, porque los rasgos distintivos en torno a los cuales giran
las distintas oposiciones serán muy diferentes cualitativamente. Si
oponemos A a B y X a Y, los dos casos pasan a ser semejantes
porque cada uno de ellos entraña la presencia y la ausencia de
un rasgo determinado, pero su semejanza es engañosa en el sentido
de que los rasgos en cuestión pueden ser de clases muy diferentes.
No obstante, es posible, prosigue Lévi-Strauss, «que en lugar de
una dificultad metodológica nos encontremos en este caso ante
un límite inherente a la naturaleza de ciertas operaciones intelec­
tuales, cuya debilidad y también su fortaleza consisten en que
pueden ser lógicas, al tiempo que permanecen arraigadas firme­
mente en lo cualitativo» (La P en sée sauvage, p. 89).
Indudablemente, la fuerza y la debilidad son inseparables. Las
oposiciones binarias pueden usarse para ordenar los elementos
más heterogéneos, y por eso precisamente es por lo que es tan
frecuente en la literatura: cuando se colocan dos cosas en opo­
sición mutua, el lector se ve obligado a explotar las semejanzas

32
y las diferencias cualitativas, a hacer una conexión para obtener un
significado de la disyunción. Pero la propia flexibilidad y poder
del binarismo dependen de que lo que organizan son distin­
ciones cualitativas, y, si dichas distinciones no son pertinen­
tes para la cuestión que se está tratando, en ese caso las oposicio­
nes binarias pueden ser muy engañosas, precisamente porque pre­
sentan una organización ficticia. La moraleja es muy simple: hay
que resistirse a la tentación de usar las oposiciones binarias mera­
mente para idear estructuras elegantes. Si A se opone a B y X se
opone a Y, en ese caso, a la hora de buscar una unificación, podría­
mos reunir esas oposiciones en una homología de cuatro térmi­
nos y decir que A es a B lo que X es a Y (en el sentido de que
la relación es de oposición en ambos casos). Pero la simetría formal
de semejantes homologías no garantiza que sean pertinentes en
forma alguna: si A fuera «negro» y B «blanco», X «macho» e
Y «hembra», en ese caso la homología de A: B ::X :Y podría ser
completamente ficticia y carente de pertinencia para el sistema que
estamos estudiando. La propia homología es, en lógica binaria, una
posible extrapolación a partir del par de oposiciones, pero su
valor no puede separarse del de los rasgos cualitativos de opo­
sición que pone en relación. Las estructuras pertinentes son aque­
llas que permiten a los elementos funcionar como signos.

Los signos

Si, como han sostenido Saussure y otros, los métodos y con­


ceptos lingüísticos pueden usarse al analizar otros sistemas de sig­
nos, una cuestión preliminar y obvia es la de qué constituye
un signo y si diferentes tipos de signos no deben estudiarse,
de hecho, en formas diferentes. Se han propuesto distintas tipo­
logías de signos, la más elaborada la de C. S. Peirce, pero de entre
las numerosas y delicadas categorías destacan tres clases fundamen­
tales porque requieren enfoques diferentes: el icono, el índice y
el signo propiamente dicho. Todos los signos constan de un signi-
fiant y de un signifié, que son, hablando de forma aproximada,
la forma y el significado; pero las relaciones entre signifiant y

33
2. — L A P O É T I C A
signifié son diferentes en esos tres tipos de signos. El icono supo­
ne semejanza efectiva entre signifiant y signifié: un retrato signifi­
ca la persona cuyo retrato es no sólo por convención arbitraria
sino también por parecido. En un índice la relación entre los dos
es casual: el humo significa fuego en la medida en que el fuego
es su causa: las nubes significan lluvia, si son el tipo de nubes
que producen lluvia. En el signo propiamente dicho, tal como
Saussure lo entendía, la relación entre significante y significado
es arbitraria o convencional: arbre significa «árbol» no por seme­
janza natural o conexión casual, sino en virtud de una ley.
Los iconos difieren marcadamente de los demás signos. Aunque
tienen una base cultural y convencional —se dice que algunos
pueblos primitivos no se reconocen a sí mismos ni reconocen a
otras personas en las fotografías y, en consecuencia, no las inter­
pretarían como iconos— , eso es difícil de establecer o definir.
El estudio de la forma como el dibujo de un caballo representa un
caballo tal vez incumba más propiamente a una teoría filosófica de
la representación que a una semiología basada en la lingüística.
Los índices son, desde el punto de vista del semiólogo, más
rebeldes. Si los coloca dentro de su dominio, corre peligro de
adoptar todo el saber humano como de su incumbencia, pues
todas las ciencias que intentan establecer relaciones de causalidad
entre los fenómenos podrían considerarse como estudios de los
índices. La medicina, por ejemplo, intenta, entre otras cosas, rela­
cionar las enfermedades con los síntomas y, de ese modo, inves­
tiga los síntomas como índices. La meteorología estudia y recons­
truye un sistema para poner en relación las condiciones atmosfé­
ricas con sus causas y consecuencias e interpretarlas, así, como
signos. La economía investiga el sistema de fuerzas creador de
fenómenos de superficie, que se convierten, a su vez, en índices
de las condiciones y las tendencias económicas. Toda una gama de
disciplinas intenta descifrar el mundo natural o el humano; los
métodos de dichas disciplinas son diferentes y no hay razón para
pensar que se beneficiarían susíancialmeníe al verse colocadas bajo
el estandarte de una semiología imperialista.
Por otro lado, no podemos excluir los índices enteramente del
dominio del análisis estructural o semiológico, pues en primer

34
lugar cualquier índice puede convertirse en un signo convencional.
Los ojos rasgados son un índice de extracción oriental por el hecho
de que la relación es causal, pero, tan pronto como esa conexión
la hace una sociedad, un sector puede usar ese índice como un
signo convencional. De hecho, la mayoría de los signos motivados,
en los que existe una conexión entre el significante y el signifi­
cado, pueden considerarse como índices que una sociedad ha con-
vencionalizado. En cierto sentido, un Rolls-Royce es un índice
de riqueza en el sentido de que hay que ser rico para comprar
uno, pero el uso social lo ha convertido en un signo convencional.
Su significado es mítico, además de causal.6 En segundo lugar,
dentro de los dominios de las ciencias particulares los significados
de los índices cambian con las configuraciones del saber. Los sín­
tomas médicos se interpertan de forma diferente de un período al
siguiente y existen cambios en lo que se reconoce como un síntoma.
Así, al semiólogo o al estructuralista le resulta posible estudiar el
regará m édical de los diferentes períodos: la convención que deter­
mina el discurso científico de un período y permite interpretar
los índices.7 Al semiólogo no le interesan los índices en sí mismos
ni la relación causal «real» entre el índice y el significado, sino
la interpretación de los índices dentro de un sistema de conven­
ciones, ya sea el de la ciencia, el de una cultura popular o el de
la literatura.
Este principio tiene consecuencias importantes. En su lección
inaugural en el College de France Lévi-Strauss declaró que la an­
tropología era una rama de la semiología en el sentido de que los
fenómenos que estudia son signos: un hacha de piedra, «para el
observador capaz de entender su uso, representa la herramienta
diferente que otra sociedad emplearía para el mismo fin» (Legón
inaugúrale, p. 16). Esto es algo sospechoso. Si el hacha está rela­
cionado con una sierra de acero o con un fusil, puede convertirse
en el índice de un nivel cultural determinado (la tribu en cues­
tión carece de tecnología del metal) y el antropólogo puede inter­
pretarlo como tal, pero no está realizando una investigación semio-
lógica. Si deseara el hacha como signo, se vería obligado a conside­
rar su significado para los miembros de la tribu. O bien, podría in­
vestigar el modo como los antropólogos interpretan índices de
ese tipo (las convenciones que rigen el discurso antropológico). En
los dos últimos casos estarían trabajando a partir de los juicios e
interpretaciones de los nativos o de los antropólogos e intentando
reconstruir el sistema o la competencia subyacente a dichos jui­
cios, pero en el primer caso lo que está haciendo es colocar el
hacha en una cadena causal y tratándola como un índice exclu­
sivamente.
Si el semiólogo estudia los índices, se enredará en la investiga­
ción de relaciones causales que son de incumbencia de una multi­
tud de ciencias distintas. Su propio dominio es, como insistió
Saussure, el de los signos convencionales, en que no hay razón in­
trínseca o «natural» por la que un signifiant y un signifié particula­
res deban estar vinculados. A falta de conexiones intrínsecas ele-
mento-a-elemento, no puede intentar explicar los signos indivi­
duales de forma fragmentaria, sino que debe explicarlos revelando
el sistema internamente coherente de que derivan. No existe co­
nexión inevitable entre la secuencia fonológica inglesa relate y el
concepto asociado con ella, pero dentro del sistema morfológico
del inglés relate («relacionar») es a relation («relación») lo que díc­
tate («dictar») es a dictation («dictado»), narrate («narrar») a nar-
ration («narración»), etc. Precisamente porque los signos indivi­
duales son inmotivados, el lingüista debe intentar reconstruir el
sistema, que es lo único que proporciona motivación.
El signo es la unión de un signifiant y un signifié, los cuales
son —los dos— formas más que substancias. El signifiant se
define bastante fácilmente como una forma que tiene un signifi­
cado: no la propia sustancia fónica o gráfica, sino aquellos rasgos
relaciónales, funcionales en el sistema en cuestión, por los que
pasa a ser un componente del signo. Pero el signifié es más escurri­
dizo. El problema no es el de «¿qué es el significado?»: si lo
fuera, no podríamos esperar respuesta en ningún caso. La difi­
cultad surge porque los lingüistas tienen formas diferentes de
hablar de los signifiés. Al hablar del signo, pueden usar fórmulas
como la de Saussure —«la combinación de un concepto y una
imagen acústica» o «el recto y el reverso de una página de pa­
pel»— que sugiere que para cada signifiant hay un concepto positi­
vo particular oculto tras él. Sin embargo, cuando debaten los sig-

36
niñeados de las palabras y de las oraciones, generalmente los lin­
güistas no hablan de ese modo: pueden hablar de los diferentes
usos de una palabra, de su gama de significados potenciales, del
contenido parafraseable de una oración, de su fuerza potencial
como expresión, sin dar a entender que para cada secuencia fono­
lógica exista un concepto definible vinculado a ella, un significado
inscrito en ella de forma invisible. Entonces, ¿qué debe hacer el
semiólogo al analizar otros sistemas de signos? ¿Qué clase de
signifié está buscando?
En su Introduction a la sém iologie Georges Mounin sugiere
que el semiólogo debe limitar sus investigaciones a los casos en
que los significantes tienen conceptos claramente definidos unidos
a ellos por un código comunicativo. Al distinguir entre interpreta­
ción y descodificación, sostiene que los índices se interpretan y los
signos se descodifican: «la descodificación es unívoca para todos
los receptores que posean el código de comunicación» (p. 14). Su
caso paradigmático es algo así como el código Morse o las señales
de tráfico, casos en los que se puede buscar un significante en
un libro del código y descubrir su significado. Pero semejante
enfoque es muy inadecuado para el estudio de las lenguas natura­
les u otros sistemas complejos: no se toma una idea y se aplica un
logaritmo para codificarlo; más que descodificar las oraciones, lo
que hacen los oyentes es interpretarlas. La concepción de Mounin
parece basarse en una teoría del lenguaje muy discutible y resulta
condenada por las conclusiones que le obliga a sacar: la literatura
no es un sistema de signos porque no podemos hablar de codifi­
cación y descodificación mediante códigos fijos.
Este enfoque del signifié, del que Mounin es simplemente el
representante extremo, procede de lo que Jacques Derrida llama
una «metafísica de la presencia», que anhela una verdad detrás de
cada signo: un momento de plenitud original en que la forma y el
significado estaban presentes simultáneamente para la concien­
cia y no podían distinguirse. Aunque la disociación es un hecho
de nuestro estado poslapsariano, se da por sentado que todavía
debemos pasar a través del significante hasta llegar al significado
que es la verdad y el origen del signo y del que el significante no
es sino la marca visible, la concha exterior. Aun cuando esta con­

37
cepción parece apropiada para el habla, su inadecuación resulta evi­
dente tan pronto como reflexionamos sobre la escritura, y espe­
cialmente la literatura, en que una superficie organizada de signifi­
cantes promete insistentemente significado, pero en que la noción
de un significado pleno, original y determinado que el texto «ex­
presa» es profundamente problemática. La poesía ofrece el ejem­
plo de una serie de significantes cuyo significado es un espacio
vacío, pero circunscrito, que puede llenarse de diferentes modos;
pero lo mismo es aplicable al lenguaje ordinario, si bien esto puede
quedar obscurecido por el hecho de que el propio signo sirve de
nombre para el signifié. El signo p e rro tiene un significado que
podemos llamar el concepto «perro», pero que se debe a una
determinación positiva menos de lo que podríamos desear: su
contenido es difícil de especificar, dado que tiene una serie de
consecuencias.
Como dice Peirce, el signo tiene un carácter fundamentalmente
incompleto, en el sentido de que siempre debe haber «alguna ex­
plicación o argumento» que permita la utilización del signo. El
signifié no puede captarse directamente, sino que requiere un «in­
terpretante» en forma de otro signo (para «perro» el interpretante
puede ser un signo como canino, o una paráfrasis, o una especifi­
cación de las relaciones con otros significados como «gato»,
«lobo», etc.). El signo y la explicaión juntos componen otro signo
y, como la explicación será un signo, probablemente requerirá una
aplicación adicional» (C ollected Papers, II, pp. 136-7). Como diría
Derrida, no existe un significado pleno, sólo d ifféra n ce (diferencia,
en los dos sentidos de d iferir: «retardar» y «distinguirse»): el sig­
nificado sólo puede captarse como el efecto de un proceso interpre­
tativo o productivo en que se citan interpretantes para delimitarlo.
Ese proceso es lo que Peirce llama «desarrollo». Es corriente que
sepamos el significado de una palabra sin poder formularlo, y la
prueba de ese conocimiento es nuestra capacidad para desarrollar
el signo; conseguir, por ejemplo, decir lo que no significa. «La
gramática de la palabra ‘conoce’ está relacionada, evidentemente,
con la de ‘puede’, ‘es capaz de’. Pero también está emparentada
estrechamente con la de ‘entiende’. (‘Dominio’ de una técnica.)» 8
En cualquier sistema que sea más complejo que un código —en

38
cualquier sistema que pueda producir significado en lugar de refe­
rirse simplemente a significados que ya existan— hay dos formas
de concebir el significant y el signifié. Podemos aceptar la prima­
cía del signifiant, como la forma dada, y considerar el signifié
como lo que se puede desarrollar a partir de él pero sólo puede
expresarse mediante otros signos. Podemos partir del signifié con­
siderando cualesquiera signos que circunscriban o designen efectos
de significado como desarrollos de un signifié cuyo signifiant corres­
pondiente debemos descubrir y también su conjunto de convencio­
nes pertinentes. Ya identifiquemos el significado como el sentido
prometido por un significante o como un efecto cuyo significante
debe buscarse, el detalle decisivo es no limitar el estudio de los
signos a situaciones semejantes a las del código en las que signifi­
cados ya definidos están relacionados unívocamente con signifi­
cantes. Semejante enfoque «conduciría a una concepción norma­
tiva de la función significadora que no podría tratar la multipli­
cidad de prácticas significantes, aun cuando no las convirtiera en
casos patológicos que hubiese que reprimir» (Kristeva, Le langage,
c e t tnconnu, p. 26).

Los procedimientos de descubrimiento

El intento de tratar otros sistemas culturales como lenguajes


podría depender simplemente de la hipótesis de que esos concep­
tos básicos de langue y parole, de relaciones y oposiciones, de
signifiant y signifié, pudieran usarse con provecho al estudiar otros
fenómenos. Pero podría depender también de la tesis más con­
vincente de que la lingüística proporciona un procedimiento, un
método de análisis, que puede aplicarse con éxito en otros domi­
nios. Cuando Barthes habla del estructuralismo como «esencial­
mente una actividad, es decir, la secuencia ordenada de determi­
nado número de operaciones mentales», toma como base diferentes
métodos para aislar y clasificar unidades que proceden de la lin­
güística (Essais critiques, p. 214). Cuando Paul Garvin escribe que
«el análisis estructural puede aplicarse a cualquier objeto de la
cognición que pueda concebirse legítimamente como una estruc-

39
tura y para el que puedan descubrirse apropiados puntos de partida
analíticos», da a entender, independientemente de otras cuestio­
nes que da por sentadas, que la lingüística proporciona un algorit­
mo qu dirigirá con éxito el análisis, si se cumplen determinadas
condiciones [On Linguistic M ethod, p. 148).
Los lingüistas pueden haber dado motivo para semejante acti­
tud mediante sus sugerencias de que la misión de la teoría lin­
güística es desarrollar «procedimientos de descubrimiento»: «pro­
cedimientos formales por los cuales se puede partir de la nada y
llegar a una descripción completa del modelo de una lengua».9 Un
procedimiento de descubrimiento sería un método mecánico —una
serie de pasos definida explícitamente— para construir efectiva­
mente una gramática, a partir de un corpus de oraciones. Si se
definiera apropiadamente, permitiría alcanzar resultados idénticos
(y correctos) a dos lingüistas que trabajaran independientemente
sobre los mismos datos.
La mayoría de los procedimientos propuestos eran operacio­
nes de segmentación y clasificación: formas de dividir una ex­
presión en morfemas y los morfemas en fonemas y de clasificar
después esos elementos considerando su distribución. Algunos lin­
güistas estructurales, como Bloch y Trager, insistieron en que los
procedimientos fueran enteramente formales —basados exclusiva­
mente en la forma sin recurrir al significado— a partir de la
suposición de que eso hacía más objetivo el análisis. Sin embargo,
por lo general se admitían las pruebas sobre la semejanza o dife­
rencia de significado: /b/ y /p/ son unidades distintas y opues­
tas porque cuando una sustituye a la otra en distintos contextos
se producen como resultado diferencias de significado.
Pero los intentos de desarrollar procedimientos de descubri­
miento plenamente explícitos no han dado resultado. Después de
citar «repetidos fracasos», Chomsky sostiene que «es muy discu­
tible que ese objetivo pueda ser alcanzable de forma interesante,
y sospecho que cualquier intento en ese sentido conducirá a un
laberinto de procedimientos analíticos cada vez más complejos que
no proporcionarán respuestas para muchas preguntas sobre la es­
tructura lingüística» (Syntactic Structures, pp. 52-3). Lo importan­
te para los estructuralistas no es la imposibilidad de alcanzar ese

40
objetivo, dado que sólo los procedimientos más generales serían
prestados, sino la afirmación de Chomsky de que los intentos de
elaborar procedimientos de descubrimiento van fundamentalmente
mal encaminados y plantean problemas falsos. Pues si, como él
sugiere, la fijación en ese objetivo puede producir una compleji­
dad injustificada del tipo erróneo, eso puede perfectamente tener
consecuencias para el análisis estructural en otros dominios.
En primer lugar, la búsqueda de procedimientos de descubri­
miento nos induce a centrarnos en las formas de identificar auto­
máticamente los hechos que ya conocemos y no en los modos de
explicarlos. Un procedimiento de descubrimiento adecuado no
debe dar por sentado un conocimiento previo de la lengua, y, como
observan Bloch y Trager, «si no supiéramos nada del inglés, tar­
daríamos algún tiempo en ver que Joh n ran («John corrió») y
Joh n stu m bled («John tropezó») son frases de un tipo de cons­
trucción diferente del de John B row n y John Smith» (Outline o f
Linguistic Analysis, p. 74). No sólo perdemos tiempo inútilmente,
sino que, además, para idear procedimientos objetivos de des­
cubrir hechos sobre el lenguaje, hemos de introducir requisitos
que complican e incluso- deforman la descripción. Por ejemplo,
si los morfemas deben identificarse mediante un procedimiento ob­
jetivo y formal, en ese caso hemos de exigir que cada morfema
tenga una forma fonémica especificable (de lo contrario, la identi­
ficación de morfemas sería una cuestión de juicios intuitivos y
«subjetivos»). Pero esa regla vuelve problemática la relación en­
tre take («coger») y took («cogió»). ¿Cómo podemos «descubrir»
el morfema de pasado en took ? 10 La preocupación adecuada del
lingüista debería ser la de idear las reglas morfofonémicas más
generales y potentes que rijan la forma de v er b o + pasado%y debe­
ría ser ese problema y no la necesidad de descubrir objetivamente
el morfema de pasado en took lo que determine su tratamiento
de la palabra.
Sin embargo, más importante todavía es que un interés por
los procedimientos de descubrimiento puede conducir a una fala­
cia básica y peligrosa:

Parece ser opinión común que para justificar una des-

41

¡>
cripción gramatical es necesario y suficiente mostrar algún
procedimiento explícito (de preferencia, puramente formal)
por el cua pudiera haberse construido mecánicamente dicha
descripción a partir de los datos. Considero muy extraña
esa opinión... Indudablemente, existen procedimientos per­
fectamente generales y directos para llegar a las descrip­
ciones más infundadas: por ejemplo, podemos definir un
m orfem a de modo perfectamente general, directo y formal,
sin mezclar niveles, como cualquier secuencia de tres fone­
mas. Está claro que es necesario justificar de algún modo el
propio procedimiento. (Chomsky, A Transformational Ap-
proach to Syntax, p. 241.)

Esto es característico de los análisis estructurales en cualquier


dominio y no debe olvidarse. Un procedimiento de descubrimien­
to puede ser un recurso heurístico útil, pero, por bien que se lo
defina, no garantiza la corrección ni la pertinencia de sus resul­
tados. De cualquier modo que se obtengan éstos, hay que ponerlos
a prueba: «una descripción lingüística es una hipótesis y, como
ocurre con las hipótesis en las demás ciencias, la forma de llegar
a ella carece de pertinencia en relación con su verdad» (Househol-
der, Linguistic Speculations, p. 137).
Entonces, ¿cómo se ponen a prueba las gramáticas? Si un
procedimiento de descubrimiento rudimentario produce una des­
cripción de un corpas, ¿cómo se evalúa dicha descripción? Hemos
de disponer de algo con respecto a lo cual verificarla, y eso es, pre­
cisamente, nuestro conocimiento de la lengua. Exigiríamos, por
ejemplo, que una gramática identifique correctamente took como
el pretérito de take, que especifique la relación de significado entre
The en em y d estro y ed th e city («El enemigo destruyó la ciudad»)
y The city was d estro y ed by the en em y («La ciudad fue destruida
por el enemigo») y que explique las funciones diferentes de John
en John is easy to please («Es fácil agradar a John») y John is
ea ger to please («John está deseoso de agradar»). En resumen,
nuestra competencia lingüística nos proporciona un conjunto de
hechos relativos a la lengua, y una gramática debe explicar esos
hechos, para alcanzar la adecuación descriptiva. Como dice Chom-

42
sky, al enunciar el principio fundamental del análisis lingüístico,
«sin referencia a ese conocimiento tácito no existe una materia
como la lingüística descriptiva. No hay nada respecto de lo que
sus enunciados descriptivos puedan ser verdaderos o falsos» (Some
controversial questions in phonological theory, p. 103). Hemos de
empezar por un conjunto de hechos sin explicar, procedentes de la
competencia lingüística de los hablantes, y construir hipótesis para
explicarlos.
Aunque los lingüistas estructurales hablaban con frecuencia de
tal modo, que parecía que su misión era simplemente la de des­
cribir un corpus de datos y sufrían a ese respecto las consecuencias
de una teoría inadecuada, su propia obra no quedó invalidada, pues
no se deshicieron de su competencia lingüística y, en consecuencia,
tenían capacidad para discernir una descripción correcta. Bernard
Pottier insiste en la necesidad del «sentido común» a la hora de
eliminar los resultados ridículos, como una analogía morfémica
entre p rin ce («príncipe)»: princeling («principito»):: b o y («mu­
chacho»): boiling («hirviendo»), que podríamos producir, si nos
pusiéramos a buscar pautas en un corpus de datos (Systématique
d es élém en ts d e relation, p. 41). Ese sentido común no es otra
cosa que la competencia lingüística, y podemos sospechar que
siempre se ha tenido en cuenta.
En segundo lugar, aunque en teoría pueden haberse basado en
el estudio de un corpus, las gramáticas siempre fueron generativas
en el sentido de que superaban el corpus y predecían la gramati-
calidad o agramaticalidad de las oraciones no contenidas en él.
Hjelmslev es completamente explícito con respecto a este punto:
«Exigimos a cualquier teoría lingüística que nos permita descri­
bir de modo autoconsecuente y exhaustivo no sólo un texto danés
determinado, sino también todos los demás textos daneses, y no
sólo todos los textos daneses determinados, sino también todos
los textos daneses concebibles o posibles» (P rolegom en a, p. 16).
No explicó cómo debía alcanzarse ese objetivo, y en ese sentido
su teoría es inadecuada; pero su hipótesis debió a ser la de que, al
construir una gramática, tendríamos en cuenta nuestro conoci­
miento de la lengua y no formularíamos reglas que excluyeran
oraciones posibles. Tomemos un ejemplo concreto: el estudio por

43
parte de Martin Joos del verbo inglés está basado explícitamente
en el corpus e intenta avanzar lo más rigurosamente posible; pero
da por sentado que su descripción será válida para el verbo inglés
en general, que volverá explícito «lo que cualquier hablante in­
glés nativo de ocho años de edad sabe ya».11
Por último, los lingüistas estructurales reconocieron efectiva­
mente que había que verificar sus resultados con respecto al co­
nocimiento que los hablantes tienen de la lengua, aunque puede
que ese criterio no formara parte explícitamente de su teoría.
Zellig Harris observa, por ejemplo, que «una de las ventajas prin­
cipales de trabajar con hablantes nativos sobre trabajar con textos
escritos... es la oportunidad de verificar las formas, de obtener la
repetición de las expresiones, de poner a prueba la productividad
de relaciones morfémicas particulares, etcétera» (M ethods in Struc-
tural Linguistics, p. 12). En este caso vemos vacilación, como si se
tratara simplemente de una ventaja práctica en lugar de una nece­
sidad teórica, pero en otros lugares reconoce que «el criterio para
la capacidad de substitución de los segmentos es la acción del ha­
blante nativo; su uso de ellos o su aceptación de nuestro uso de
ellos» (p. 31). Aunque hubo autores americanos que disentían, esas
opiniones estaban muy difundidas en la lingüística europea: el cri­
terio de la prueba de conmutación en fonología, por ejemplo, era
no tanto un procedimiento de descubrimiento formal cuanto una
forma de poner a prueba hipótesis sobre las oposiciones fonoló­
gicas con respecto al conocimiento de la lengua por parte de un
hablante.
Todo esto equivale a decir que, a pesar de sus formulaciones
teóricas diferentes, la lingüística estructural puede verse en una
perspectiva chomskiana como una investigación de la competen­
cia lingüística, cuyos resultados, independientemente de cómo se
hayan obtenido, deben ponerse a prueba en función de dicha com­
petencia. Aunque puede que hablaran como si su misión fuese
la de analizar un corpus cerrado de expresiones, está claro que los
lingüistas esperaban que su gramática tuviera validez también para
otras expresiones y que, en consecuencia, fuese «generativa». Y,
evidentemente, tampoco creían que cualquier procedimiento rigu­
roso fuera a dar simplemente resultados válidos. Quizás a causa del

44
deseo de usar lo que consideraban métodos «científicos», no
estaban dispuestos a tomar de su competencia lingüística un con­
junto de hechos relativos al lenguaje por explicar, sino que, más
que nada, intentaron desarrollar procedimientos formales que «re­
descubrirían» dichos hechos y en ese proceso iluminarían el siste­
ma lingüístico. Ese conocimiento previo desempeñó un papel im­
portante a la hora de impedirles producir descripciones ridiculas,
y así, en efecto, se dio por sentada siempre la primacía de los
testimonios sobre la competencia lingüística. En ese sentido, la
lingüística estructural presupuso por lo menos parte del marco
general dentro del cual la gramática generativa ha colocado actual­
mente la investigación lingüística.

«Generativa» o «transformacional»

Hasta aquí he hablado de gramática «generativa» y no de gra­


mática «transformacional», y por razones poderosas. Las gramáticas
deben ser, y han sido siempre, generativas, en el sentido de que sus
reglas se aplicaban a secuencias que no formaban parte de un
corpus particular. Simplemente no eran explícitas: cualquiera que
haya consultado una gramática pedagógica sabe que muchas veces
no puede deducir de ella si una oración particular está bien cons­
truida, a pesar del deseo del autor de proporcionar las reglas para
la lengua en cuestión. Es lógico esperar que quienes tomen la
lingüística como modelo para el estudio de otros sistemas hagan sus
gramáticas lo más «explícitas» posible. Pero las gramáticas no
han sido transformacionales, y no hay razón para imponer ese
requisito a los estructuralistas. La necesidad de u n , componente
transformacional en la gramática chomskyana va determinada por
una serie de consideraciones diferentes, pero las propias transfor­
maciones son recursos técnicos específicos destinados a tomar una
forma generada por un conjunto de reglas (de la estructura pro­
funda) y cambiarlo, mecánicamente, en la forma que se está obser­
vando. Indudablemente, en otros sistemas, no lingüísticos, se des­
cubrirán fenómenos análogos, pero, hasta que no se vuelvan más
explícitas las reglas de esos sistemas, el intento de formular

45
transformaciones probablemente no induzca sino a confusión.
Lévi-Strauss, por ejemplo, usa el término para referirse a lo que
propiamente son relaciones paradigmáticas entre dos secuencias ob­
servadas: la «privación de la comida suministrada por una herma­
na» en un mito se «transforma» en otro en «privación de una
madre que suministraba comida» y en «absorción de anti-comida
(gas intestinal) ‘suministrado’ por una abuela» en un tercero {Le
Cru et le cuit, p. 71). Semejantes transformaciones no tienen nada
que ver con la gramática transformacional.
En general, no parece inapropiado decir que los intentos de
usar las transformaciones en otros sectores llegarán a ser interesan­
tes sólo cuando se haya formulado algún tipo de reglas básicas
con suficiente precisión como para ofrecernos un conjunto de es­
tructuras profundas bien definidas que han de ponerse en relación
de forma rigurosa con formas superficiales observadas. No hay
mucha razón para pensar en reglas transformacionales hasta que no
conozcamos qué problemas específicos deberían resolver, pues di­
chos problemas son los que determinan la forma de las reglas.
Entretanto, la precipitación con que los bobos aceptan la propues­
ta de Ruwet de que se consideran todos los poemas de amor como
transformaciones de la proopsición «Te amo» se debe simplemente
a la moda (Langage, musique, poésie, pp. 197-9).
Un factor que en años recientes ha tentado a los estructura-
listas a convertirse a la gramática transformacional es la idea de
que es más «dinámica». En tanto que la lingüística estructural era
analítica y reducía una oración determinada a sus constituyentes,
se considera que el modelo de Chomsky es sintético y representa
la producción efectiva de las expresiones (nuevas y antiguas) por
el hablante: «la gramática generativa presenta, en sus fundamentos
teóricos, la ventaja con respecto a los enfoques analíticos del len­
guaje de introducir un punto de vista sintético que presenta el acto
de habla como un proceso generativo».12 Pero, como ha subra­
yado Chomsky repetidas veces, no es así; la gramática genera
descripciones estructurales, pero no representa el proceso efec­
tivo de generación de las oraciones.

Para evitar lo que ha sido un continuo malentendido, quizá

46
valga la pena reiterar que una gramática generativa no es
un modelo para un hablante o un oyente... Cuando decimos
que una gramática genera una oración con determinada des­
cripción estructural, queremos decir simplemente que la gra­
mática asigna dicha descripción estructural a la oración. [As­
p e e ts o f th e T heory o f Syntax, p. 9.)

De hecho, podríamos decir que el componente básico de una


gramática transformacional, que empieza por reescribir Oración
como Frase nominal + frase verbal y a continuación analiza cada
uno de esos componentes constituyentes, es analítico exactamente
de la misma forma que las gramáticas de estructura de frase de la
lingüística estructural.
Lo importante de la gramática transformacional para el estruc-
turlista no es un «dinamismo» especulativo ni un mecanismo
transformacional específico, sino su clarificación de la naturaleza
de la investigación lingüística: la misión no es describir un corpus
de datos sino explicar hechos relativos a la lengua construyendo
una representación formal de lo que interviene en el hecho de co­
nocer una lengua. A la luz de esa sugerencia, ahora ha de ser posi­
ble ofrecer una exposición preliminar del alcance y las limitacio­
nes de la lingüística como modelo para el estudio de otros sis­
temas.

Consecuencias e inferencias

En un artículo sobre La structure, le mot, e t l ’évén em en t, Paul


Ricoeur saca a partir de una discusión del modelo lingüístico una
serie de conclusiones sobre los límite del análisis estructural.
Según él, el método es válido en casos en que podemos (a) trabajar
sobre un corpus cerrado; (b) establecer inventarios de elementos;
(c) colocar dichos elementos en relaciones de oposición; y (d) esta­
blecer un cálculo de combinaciones posibles. Sostiene que el análi­
sis estructural sólo puede producir taxonomías, y la nueva y diná­
mica concepción por parte de Chomsky de la estructura «anuncia
el fin del estructuralismo concebido como ciencia de las taxono-

47
transformaciones probablemente no induzca sino a confusión.
Lévi-Strauss, por ejemplo, usa el término para referirse a lo que
propiamente son relaciones paradigmáticas entre dos secuencias ob­
servadas: la «privación de la comida suministrada por una herma­
na» en un mito se «transforma» en otro en «privación de una
madre que suministraba comida» y en «absorción de anti-comida
(gas intestinal) ‘suministrado’ por una abuela» en un tercero (Le
Cru et le cuit, p. 71). Semejantes transformaciones no tienen nada
que ver con la gramática transformacional.
En general, no parece inapropiado decir que los intentos de
usar las transformaciones en otros sectores llegarán a ser interesan­
tes sólo cuando se haya formulado algún tipo de reglas básicas
con suficiente precisión como para ofrecernos un conjunto de es­
tructuras profundas bien definidas que han de ponerse en relación
de forma rigurosa con formas superficiales observadas. No hay
mucha razón para pensar en reglas transformacionales hasta que no
conozcamos qué problemas específicos deberían resolver, pues di­
chos problemas son los que determinan la forma de las reglas.
Entretanto, la precipitación con que los bobos aceptan la propues­
ta de Ruwet de que se consideran todos los poemas de amor como
transformaciones de la proopsición «Te amo» se debe simplemente
a la moda (Langage, musique, poésie, pp. 197-9).
Un factor que en años recientes ha tentado a los estructura-
listas a convertirse a la gramática transformacional es la idea de
que es más «dinámica». En tanto que la lingüística estructural era
analítica y reducía una oración determinada a sus constituyentes,
se considera que el modelo de Chomsky es sintético y representa
la producción efectiva de las expresiones (nuevas y antiguas) por
el hablante: «la gramática generativa presenta, en sus fundamentos
teóricos, la ventaja con respecto a los enfoques analíticos del len­
guaje de introducir un punto de vista sintético que presenta el acto
de habla como un proceso generativo».12 Pero, como ha subra­
yado Chomsky repetidas veces, no es así; la gramática genera
descripciones estructurales, pero no representa el proceso efec­
tivo de generación de las oraciones.

Para evitar lo que ha sido un continuo malentendido, quizá

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valga la pena reiterar que una gramática generativa no es
un modelo para un hablante o un oyente... Cuando decimos
que una gramática genera una oración con determinada des­
cripción estructural, queremos decir simplemente que la gra­
mática asigna dicha descripción estructural a la oración. [As-
p e cts o f th e T heory o f Syntax, p. 9.)

De hecho, podríamos decir que el componente básico de una


gramática transformacional, que empieza por reescribir Oración
como Frase nominal + fra se verbal y a continuación analiza cada
uno de esos componentes constituyentes, es analítico exactamente
de la misma forma que las gramáticas de estructura de frase de la
lingüística estructural.
Lo importante de la gramática transformacional para el estruc-
turlista no es un «dinamismo» especulativo ni un mecanismo
transformacional específico, sino su clarificación de la naturaleza
de la investigación lingüística: la misión no es describir un corpus
de datos sino explicar hechos relativos a la lengua construyendo
una representación formal de lo que interviene en el hecho de co­
nocer una lengua. A la luz de esa sugerencia, ahora ha de ser posi­
ble ofrecer una exposición preliminar del alcance y las limitacio­
nes de la lingüística como modelo para el estudio de otros sis­
temas.

Consecuencias e inferencias

En un artículo sobre La structure, le mot, e t l’évén em en t, Paul


Ricoeur saca a partir de una discusión del modelo lingüístico una
serie de conclusiones sobre los límite del análisis estructural.
Según él, el método es válido en casos en que podemos (a) trabajar
sobre un corpus cerrado; (b) establecer inventarios de elementos;
(c) colocar dichos elementos en relaciones de oposición; y (d) esta­
blecer un cálculo de combinaciones posibles. Sostiene que el análi­
sis estructural sólo puede producir taxonomías, y la nueva y diná­
mica concepción por parte de Chomsky de la estructura «anuncia
el fin del estructuralismo concebido como ciencia de las taxono-

47
mías, de los inventarios cerrados, y de las combinaciones atestigua­
das» (Le Conflit d es interprétations, pp. 80-1).
Pero Trubetzkoy, en los comienzos de la fonología, refutó
la idea de que la lingüística estructural fuera una ciencia taxo­
nómica. Impugnando la afirmación de Arvo Sotavalta de que
los fonemas eran comparables a clases zoológicas o botánicas, sos­
tuvo que, a diferencia de las ciencias naturales, la lingüística se
ocupa del uso social de los objetos materiales y, por consiguiente,
no puede agrupar simplemente especímenes en una clase basándose
en las semejanzas observadas. Ha de intentar determinar qué se­
mejanzas y diferencias son funcionales en la lengua (Principes d e
ph on ologie, pp. 12-13). Podemos clasificar los animales de diferen­
tes formas: según el tamaño, el hábitat, la estructura de los huesos,
la filogenia. Esas taxonomías serán más o menos motivadas según
la importancia concedida a esos rasgos en una teoría, pero no existe
una taxonomía correcta}1 Un animal particular puede clasificarse
correcta o incorrectamente con respecto a una taxonomía determi­
nada, pero la propia taxonomía no puede ser correcta ni errónea.
Sin embargo, en fonología estamos intentando determinar qué ras­
gos diferenciales son realmente funcionales en la lengua, y debe­
mos verificar las clases que establezcamos por su capacidad para
explicar hechos atestiguados por la competencia lingüística. Desde
luego, el análisis lingüístico puede producir agrupaciones de poco
interés o valor explicativo, pero esa clase de fallos no son impu­
tables al propio modelo lingüístico.
Además, como he sugerido, no podemos oponer la lingüística
estructural y la gramática generativa, como hace Ricoeur. Esta
última, exceptuando diferencias importantes de tipo técnico, ha
vuelto explícito y coherente el programa que siempre estuvo im­
plícito en aquélla. La lingüística siempre ha intentado descubrir
las reglas de la langue y eso siempre entrañará segmentación, cla­
sificación y la formulación de oposiciones y reglas de combinación.
Tampoco es exacto decir, como hace Ricouer, que el estruc­
turalismo es resueltamente antifenomenológico, en el sentido de
que se ocupa solamente de las relaciones entre los propios fenóme­
nos y no de la relación del sujeto con los fenómenos. Pues la pro­
pia expresión, como objeto material, no ofrece asidero para el aná­

48
lisis: para reconstruir el sistema de reglas que hacen que esté bien
construida gramaticalmente y le permiten tener significado, hemos
de ocuparnos de los juicios del hablante sobre su significado y gra-
maticalidad. Las disciplinas estructuralistas, escribe Fierre Vers-
traeten en su Esquisse pou r u ne critique d e la raison structuraliste,
analizan el objeto «teniendo en cuenta los propios criterios de inte­
ligibilidad que el objeto entraña» (p. 73). Se ocupan de las nor­
mas por las cuales los objetos se convierten en fenómenos cultura­
les y, por esa razón, en signos. La lingüística intenta formalizar el
conjunto de reglas que, para los hablantes, constituyen su lengua,
y en ese sentido el estructuralismo ha de producirse dentro de la
fenomenología: su misión es explicar lo que va dado fenome-
nológicamente en la relación del sujeto con sus objetos culturales.14
Aun así, el análisis estructural ofrece un tipo particular de ex­
plicación. No intenta, como podría hacer la fenomenología, al­
canzar un entendimiento empático: reconstruir una situación como
podría haberla captado conscientemente un sujeto individual y, en
consecuencia, explicar por qué escogió éste una línea de acción
particular. La explicación estructural no coloca una acción en una
cadena causal ni hace derivar de ella el proyecto por el que el
sujeto significa un mundo; relaciona el objeto o la acción con un
sistema de convenciones que le atribuyen su significado y lo dis­
tinguen de otros fenómenos de significados diferentes. Algo se
explica mediante el sistema de distinciones que le confiere su
identidad.
Para Lévi-Strauss, la lección más importante de la «revolución
fonológica» fue el paso «del estudio de los fenómenos conscientes
al de su infraestructura inconsciente» (A nthropologie stru ctu rde,
p. 40). Un hablante no conoce conscientemente el sistema fono­
lógico de su lengua, pero debemos postular dicho conocimiento
para explicar el hecho de que interprete dos secuencias acústica­
mente diferentes como especímenes de la misma palabra y distin­
ga secuencias que son muy semejantes acústicamente pero repre­
sentan palabras diferentes. La necesidad de postular distinciones
y reglas que operan en un nivel inconsciente para explicar he­
chos relativos a objetos sociales y culturales ha sido uno de los
axiomas más importantes que los estructuralistas han sacado de
la lingüística.
Y es precisamente ese axioma el que conduce a lo que algunos
consideran la consecuencia más importante del estructuralismo: su
rechazo de la idea del «sujeto».15 Toda una tradición de diserta­
ciones sobre el hombre ha considerado el yo como un sujeto cons­
ciente. Descartes, en la formulación más categórica de esa posi­
ción, sostuvo que «Hablando estrictamente, sólo soy algo que
piensa» (res cogitans). Otros han sido más reacios a conceder la
res, pero han hecho del yo un sujeto fenomenológico activo que
confiere significado al mundo. Pero, una vez que el sujeto conscien­
te se ve privado de su función como fuente de significado —una
vez que se explica el significado en función de sistemas convencio­
nales que pueden escapar a la comprensión del sujeto consciente—
ya no puede identificarse al yo con la conciencia. Se «disuelve» al
hacerse cargo de sus funciones por una serie de sistemas inter­
personales diferentes que operan a través de él. Las ciencias huma­
nas, que empiezan por convertir al hombre en un objeto de cono-
cimento, descubren, a medida que avanza su labor, que el «hom­
bre» desaparece bajo el análisis estructural. «El objetivo de las
ciencias humanas», escribe Lévi-Strauss, «no es constituir al hom­
bre, sino disolverlo» (La P en sée sauvage, p. 326). Michel Fou-
cault sostiene en Les M ots et Jes chases «que el hombre es sim­
plemente una invención reciente, una figura que todavía no tiene
dos siglos de edad, un simple pliegue en nuestro conocimiento, y
que desaparecerá tan pronto como ese conocimiento haya descu­
bierto una nueva forma» (p. 15).
Podríamos responder que eso sólo es cierto para los franceses,
cuya concepción cartesiana del hombre es tal, que el descubri­
miento del inconsciente había de destruirla; pero responder inme­
diatamente de ese modo sería errar el blanco, pues la tesis no es
que no existe el «hombre». Es, más que nada, que la distinción
entre el hombre y el mundo es variable, depende de la configura­
ción del conocimiento en un período determinado. Se ha hecho
en función de la conciencia: según eso, el mundo es todo menos
la conciencia. Lo que las ciencias humanas han hecho ha sido des­
menuzar y separar lo que presuntamente pertenece al sujeto pen­

50
sante, hasta que cualquier noción del yo basada en él se vuelve
problemática.
Una vez más, el lenguaje es el caso preferente, ejemplar. Des­
cartes citó el uso del lenguaje por parte del hombre como testi­
monio primordial de la existencia de otras mentes y consideró la
incapacidad de los animales para usar el lenguaje creativamente
como prueba de que eran organismos puramente mecánicos, que
no pensaban. También Saussure vio la capacidad del hablante para
producir nuevas combinaciones de signos como una expresión de
«libertad individual» que escapaba a las reglas de un sistema inter­
personal (Cours, p. 172-3). De hecho, concebimos el habla como el
ejemplo primordial de la individualidad; parece el único sector en
que el sujeto consciente podría dominar.
Pero resulta fácil reducir ese dominio. Las expresiones de un
hablante son entendidas por otros exclusivamente porque están
ya contenidas virtualmente dentro de la lengua. Die Sprache
spricht, afirma Heidegger,16 nicht d er Mensch. Der M ensch spricht
nur, indem er geschicklich d er Sprache entspricht. («La lengua
es la que habla, no el hombre. El hombre habla sólo en la medida
en que ‘se acomoda’ diestramente a la lengua.») Una gramática
genrativa avanza un poco en el camino de la formalización de esa
concepción. La construcción de un sistema de reglas con capacidad
generativa infinita convierte incluso la creación de oraciones nue­
vas en un proceso regido por reglas que escapan al sujeto.
Desde luego, no se puede negar la existencia ni la actividad de
los individuos. A pesar de que el pensamiento piensa, el habla
habla y la escritura escribe, en cada caso, como dice Merleau-
Ponty, entre el nombre y el verbo hay un vacío que saltamos cuan­
do pensamos, hablamos o escribimos (Signes, p. 30). Los indivi­
duos escogen cuándo hablar y qué decir (si bien esas posibilidades
son creación de otros sistemas), pero esos actos los hace posibles
una serie de sistemas que el sujeto no controla.

Las investigaciones del psicoanálisis, de la lingüística, de la


antropología han «descentrado» el sujeto en relación con
las leyes de su deseo, las formas de su lenguaje, las reglas

51
de sus acciones, o el juego de su discurso mítico e imagina­
tivo (Foucault, L’A rchéologie du savoir, p. 22),

y, como se ve depuesto de su función de centro o fuente, el yo


acaba pareciendo cada vez más una construcción, el resultado de
sistemas de convención. El discurso de una cultura pone límites
al yo; la idea de la identidad personal aparece en contextos so­
ciales; el «yo» no está dado, sino que llega a existir, en una
imagen especular que empieza en la infancia, como aquello que
otros ven y a lo cual se dirigen.17
¿Cuáles son los efectos de esa reorientación filosófica? ¿Cómo
configura la desaparición del sujeto el proyecto estructuralista? Las
consecuencias más obivas y pertinentes son cambios en los requi­
sitos del entendimiento. El análisis estructural no sólo abandona
la búsqueda de causas externas; además, se niega a convertir el
sujeto pensante en una causa explicativa. El yo ha sido durante
mucho tiempo uno de los principios más importantes de la inteli­
gibilidad y de la unidad. Podíamos suponer que un acto o un texto
eran signos cuyo significado pleno radicaba en la conciencia del
sujeto. Pero, si el yo es una construcción y un resultado, ya no
puede servir de fuente. En el caso de la literatura, por ejemplo,
podemos fabricar un «autor», calificar de «proyecto» cualquier
unidad que encontremos en los'textos producidos por un hombre
particular. Pero, como dice Foucault, la unidad del autor, lejos
de estar dada a priori, se constituye mediante operaciones parti­
culares (L’A rchéologie, p. 35). De hecho, incluso en el caso de una
sola obra, ¿cómo podría ser su fu en te el autor? La escribió, indu­
dablemente; la compuso; pero puede escribir poesía o historia o
crítica sólo dentro del contexto de un sistema de convenciones ca-
pacitadoras que constituyen y delimitan las variedades de un dis­
curso. Dar a entender un significado es postular reacciones de
un lector imaginado que haya asimilado las convenciones perti­
nentes. «Los poemas sólo pueden hacerse a partir de otros poe­
mas», dice Northrop Frye, pero no se trata simplemente de una
cuestión de influencia literaria. Un texto puede ser un poema sólo
porque existen ciertas posibilidades dentro de la tradición; está
escrito en relación con otros poemas. Una oración del inglés puede

52
tener sentido sólo en virtud de sus relaciones con otras oracio­
nes dentro de las convenciones de la lengua. La intención comuni­
cativa presupone convenciones de lectura a las que el autor puede
oponerse, que puede transformar, pero que son las condiciones de
posibilidad de su discurso.
Entender un texto no es preguntar «¿qué se ha dicho en lo que
se ha dicho?», pero no por las razones aducidas con más frecuen­
cia por los críticos ingleses y americanos. Decir que un poema se
convierte en un objeto autónomo una vez que abandona la pluma
del autor es, en un sentido, precisamente lo contrario de la posición
estructuralista. El poema sólo puede crearse en relación con otros
poemas y convenciones de lectura. Es lo que es en virtud de esas
relaciones, y su carácter no cambia con la publicación. Si su signi­
ficado cambia posteriormente, se debe a que entra en nuevas rela­
ciones con textos posteriores: nuevas obras que modifican el pro­
pio sistema literario.
Pero, aunque el estructuralismo puede buscar siempre el siste­
ma que hay tras el fenómeno, las convenciones constitutivas que
hay tras cada acto individual, no puede prescindir del sujeto indivi­
dual. Puede que ya no sea el origen del significado, pero el
significado ha de pasar a través de él. Las estructuras y las rela­
ciones no son propiedades objetivas de los objetos externos; sur­
gen sólo en un proceso estructurante. Y, aunque puede que el
individuo no origine ni cree siquiera ese proceso —asimila sus
reglas como parte de su cultura— , éste se produce a través de
él, y sólo podemos obtener testimonios de él considerando sus
juicios e intuiciones.
La lingüística es la guía más segura para la compleja dialéc­
tica del sujeto y el objeto con la que el estructuralismo tropieza
inevitablemente, pues en el caso del lenguaje tres cosas están cla­
ras: primera, todos hemos «dominado» un sistema extraordinaria­
mente complejo de reglas y normas que hace posible una gama de
comportamientos, y, sin embargo, no entendemos plenamente qué
es eso que hemos aprendido, qué es lo que compone nuestra com­
petencia lingüística. Segunda, evidentemente existe algo que ana­
lizar; el sistema no es una quimera del analista entusiasta. Y, por
último, cualquier descripción del sistema debe evaluarse por su

53
capacidad para explicar nuestros juicios sobre el significado y la
ambigüedad, las construcciones correctas y las que no lo son. Pre­
cisamente porque podemos comprender esas proposiciones en el
caso del lenguaje es por lo que la lingüística proporciona un méto­
do analógico que puede guiar las investigaciones sobre sistemas
semióticos más obscuros y especializados.
En resumen, podríamos decir que la lingüística no proporciona
un procedimiento de descubrimiento que, si se sigue de forma
automática, dé resultados correctos. Sea cual fuere el procedimien­
to que utilicemos, los resultados deben verificarse por su capacidad
para explicar los hechos relativos al sistema en cuestión, y, así, la
misión del analista no es simplemente describir un corpus sino
también explicar la estructura y significado que especímenes del
corpus tienen para quienes han asimilado las reglas y normas del
sistema. Al estudiar signos que, independientemente de su «nato
ralidad» aparente, tienen una base convencional, intenta recons­
truir las convenciones que permiten a los objetos o fenómenos
físicos tener significado; y esa reconstrucción le exigirá que formu­
le las distinciones y relaciones pertinentes entre los elementos,
así como las reglas que rigen su posibilidad de combinación.
La misión básica es volver lo más explícitas posible las con­
venciones responsables de la producción de los efectos atestigua­
dos. La lingüística no es hermenéutica. No descubre lo que sig­
nifica una secuencia ni produce una nueva interpretación de ella,
sino que intenta determinar la naturaleza del sistema subyacente
al fenómeno.
CAPITULO 2

EL DESARROLLO DE UN METODO:
DOS EJEMPLOS

th e palé p o le o f resem b lan ces


E x perienced y e t n ot w ell seen ; o f h ow
M uch ch o o sin g is th e final c h o ice m ade up,
And w h o shall speak it? *
W a l l a c e St e v e n s

Para observar las consecuencias prácticas de la aplicación de


los modelos lingüísticos a otros dominios podríamos examinar dos
proyectos que son ejemplares en formas diferentes. S ysfém e d e la
rnode de Roland Barthes ha merecido el elogio de otros estructu­
ralistas por su «rigor metodológico»: «sería difícil imaginar una
ilustración mejor del método semiológico».1 Esa obra, basada en
la lingüística más explícitamente que sus libros sobre la litera­
tura, ilustra las dificultades que surgen cuando intentamos usar
la lingüística de un modo particular y, por esa razón, ofrece un
aviso al que debería prestarse atención a la hora de realizar otros
intentos. Además, Barthes ve una estrecha analogía entre moda y
literatura:

ambas son lo que yo llamaría sistemas homeostáticos: es de­


cir, sistemas cuya función no es comunicar un significado
objetivo, externo, que exista antes del sistema, sino simple­

* el pálido polo de las semejanzas, sentido pero todavía no visto del


todo; ¿de cuántas selecciones se compone la opción final y quién la ex­
presará?

55
mente crear un equilibrio que funcione, un movimiento de
significación... Si se prefiere, no significan «nada»; su esen­
cia radica en el proceso de significación, no en lo que sig­
nifican. (Essais critiq u es, p. 156.)

El segundo ejemplo, las M y th o lo giq u es2 de Lévi-Strauss, es


el análisis estructural inás extenso jamás emprendido, y las afini­
dades evidentes entre mito y literatura hacen que sus procedimien­
tos sean pertinentes para cualquier examen del estructuralismo en
la crítica literaria.

El lenguaje de la moda

La moda es un sistema social basado en la convención. Si la


ropa no tuviera importancia social, la gente llevaría lo que le
pareciese más confortable y compraría ropa nueva sólo cuando hu­
biera de tirar la vieja. Al conferir significado a ciertos detalles
—calificándolos de elegantes o de apropiados para ciertas ocasio­
nes y actividades—, el sistema de la moda refuerza las distinciones
entre los vestidos y acelera el proceso de substitución: c ’e st le
sen s qui fait vendre. Al semiólogo le interesan los mecanismos por
los que se produce ese significado.
Para estudiar el funcionamiento de ese sistema, Barthes decidió
centrarse en los epígrafes colocados debajo de las fotografías en
las revistas de modas (la m o d e écr ite), porque el lenguaje de los
epígrafes aísla los rasgos que hacen que un vestido particular co­
rresponda a la moda, orienta la percepción y divide los fenómenos
continuos en categorías discretas. La anchura de las solapas de los
trajes forman un con tinu u m , pero si el epígrafe habla de las so­
lapas anchas de un traje determinado, introduce un rasgo distintivo
para caracterizar los que están a la m ode. La descripción es, como
dice Barthes, un in stru m en t d e stru ctu ration : el lenguaje nos per­
mite pasar de los objetos materiales a las unidades de un sistema
de significación, al resaltar, mediante el proceso de denominación,
un significado que estaba meramente latente en el objeto (S ystém e
d e la m od e, p. 26).

56
El modelo lingüístico de Barthes exige reunir un corpus de
datos correspondientes a un estado sincrónico del sistema y, des­
de luego, la moda es eminentemente apropiada para semejante
tratamiento, dado que cambia abruptamente una vez al año, cuan­
do los diseñadores presentan sus nuevas colecciones. Tomando
epígrafes de los números correspondientes a un año de Elle y Jar-
din d es M odes, Barthes crea un corpus manejable que espera con­
tenga las diferentes posibilidades del sistema en esa etapa.
¿Qué hay que hacer con el corpus? ¿Cuáles son los efectos
que hay que explicar? Resultan ser bastante complejos. Considé­
rense los dos epígrafes: Les im prim es triom p h en t aux cou rses
(«Los estampados triunfan en las carreras») y Une p etite ganse
fait l’éléga n ce («Un cordoncillo es lo que da elegancia»). Podemos
identificar una serie de sign ifiés diferentes que producen. En pri­
mer lugar, la presencia de im prim es y gan se en los epígrafes nos
dice que esos rasgos están de moda. En un segundo nivel, la com­
binación de im prim és y cou rses significa que son apropiados para
esa situación social particular. Por último, hay «un nuevo signo
cuyo significante es la expresión completa de la moda y cuyo sig­
nificado es la imagen del mundo y de la moda que la revista tiene
o desea transmitir» (p. 47). La retórica de esos dos epígrafes da
a entender, por ejemplo, que el cordoncillo no sólo ha recibido
la calificación de «elegante», sino que de hecho produce la elegan­
cia, y que los estampados son los agentes decisivos y activos de
los triunfos sociales (son tus vestidos los que triunfan, no tú).
Esos significados son connotaciones, indudablemente; pero no por
eso son fenómenos fortuitos ni personales. El término «connota­
ción» es engañoso, si sugiere que son asistemáticos y periféricos.
Podríamos definir las connotaciones, más que nada, como significa­
dos producidos por convenciones distintas de las que se dan en las
lenguas naturales. Como oración del francés, Les im prim és triom ­
p h en t aux co u rses significa que los estampados triunfan en las ca­
rreras, pero como epígrafe tiene otros significados producidos por
el sistema de la moda.
Pero, ¿qué hemos de hacer con esos significados? Barthes dis­
tingue, muy apropiadamente, dos niveles del sistema: el «código
de la vestimenta», en que van expresados los rasgos pertinentes

57
de los vestidos que están de moda, y el «sistema retórico», que
incluye los otros elementos de la oración. Al estudiar este último,
podemos investigar la visión del mundo presentada por los epígra­
fes (los significados del sistema retórico) o los procedimientos me­
diante los cuales se comunica dicha visión (el propio proceso de
significación). Los problemas metodológicos graves surgen en el ni­
vel más básico del código de la vestimenta. En éste todas las se­
cuencias tienen el mismo significado: la presencia de un espécimen
en un epígrafe significa que está de moda. Y sobre el proceso de
significación hay poco que decir: el hecho de que la fotografía
figure en una revista de modas es lo que conecta el significante y
el significado M ode.
El problema que ofrece un campo para la investigación deta­
llada es el de qué elementos de la secuencia son pertinentes en
el nivel deí código de la vestimenta y cuáles son retóricos. En Une
p etite gan se fait l ’éléga n ce, ¿determina p etite el carácter de moda
de «cordoncillo» o está usado por sus connotaciones retóricas (hu­
milde, sencillo, bonito)? En La vraie tunique ch in o ise pía te et
fen d u e, ¿es vraie un intensificador retórico? Para responder a es­
tas preguntas, hay que investigar las reglas de la moda que ope­
ran en ese año determinado. Tomando secuencias que describan
como «bien construidos» los vestidos que están de moda, nos
preguntamos cuáles son las reglas que producen esas secuencias,
pero no producirían secuencias que describieran vestidos que
no se estilasen en esa época. La línea de investigación que sugiere
el modelo lingüístico es reducir las secuencias a sus constituyentes
y escribir reglas de combinación que expliquen los epígrafes bien
construidos.
Para hacerlo, se necesita información sobre los vestidos que
no se estilan. Sin ella, igual que el lingüista que intentara construir
una gramática a partir de un corpus de oraciones bien construidas
exclusivamente, no se sabe qué cambios en la secuencia la vol­
verían mal construida y, en consecuencia, no se pueden determi­
nar sus rasgos pertinentes. Si el corpus habla de una V este en cuir
a co l tailleur, no podemos decir si la prenda en cuestión se ajusta
a la moda por el cuero, por el cuello o por la combinación de
ambos.

58
La solución obvia sería atener se a los juicios de quienes conocen
la moda y han llegado a dominar el sistema de algún modo, pero
Barthes parece dar por sentado que un análisis estructural rigu­
roso de un corpus excluye eso. En un momento determinado in­
tenta resolver el problema de l a pertinencia con un argumento
enormemente engañoso:
cualquier descripción de u n vestido está supeditada a un
fin, que es el de manifestar o, mejor aún, transmitir la
Moda... alterar una secuencia de la moda (por lo menos en
su terminología), imagina*', por ejemplo, un corsé que se
abroche p o r delan te y no J>or detrás, equivale a pasar de lo
que se estila a lo que no s e estila (pp. 32-3).
Pero de eso no se desprende: que cada término descriptivo de­
signe un rasgo sin el cual el vestido no estaría de moda. Como
Barthes piensa que su misión es describir el corpus, pasa por alto
el problema primordial de determ inar qué elementos de las se­
cuencias comprenden distinciones funcionales. Dando por sentado
que la lingüística proporciona u o procedimiento de descubrimiento
de algún tipo, no intenta resolver un problema empírico obvio.
De hecho, su estrategia es l a de pasar por alto. Dice que no
le interesa lo que estaba de meada aquel año particular, sino sólo
los mecanismos generales del si stema y, en consecuencia, no pro­
porciona reglas que distingan l o que se estilaba de lo que no se
estilaba. Es de lamentar esa dec isión, en primer lugar porque hace
que su proyecto en conjunto s e a bastante obscuro. ¿Por qué es­
coger un estado sincrónico, si t»n o no está interesado en describir
dicho estado? Si sólo nos in teresa la moda en general, en ese caso
necesitamos con toda seguridad testimonios de otros años, en que
figurarán registradas combinaciones diferentes, no fuera a ser que
confundiésemos las particularidades de la moda de un año con las
propiedades generales del sisterma. Al parecer, la elección de un
corpus va determinada sólo po r la afirmación del lingüista de la
prioridad de la descripción sincrónica y el deseo de dar una im­
presión de fidelidad y rigor.
En segundo lugar, la negatiw a a investigar lo que está de moda
y lo que no lo está hace que s u S resultados sean imprecisos. Sostie­

59
ne, por ejemplo, que p e tite en p etite ga n se es retórico porque
gra nd e gan se no figura en el corpus y, por consiguiente, p etite no
figura en oposición alguna. Pero la oposición podría ser precisa­
mente la existente entre p etites gan ses que estaban de moda y
grandes gan ses que no lo estaban y, por esa razón, no figuraban
en las revistas de modas. Esas cuestiones no pueden zanjarse ba­
sándose en razones puramente distributivas.
Por último, sus resultados no pueden verificarse. Si la función
del sistema es transmitir la moda, en ese caso hay que describirla
desempeñando esa función exclusivamente, y se podría evaluar el
análisis recurriendo a los testimonios de otras secuencias pertene­
cientes al mismo año o de los juicios de los entendidos en modas
y viendo si las reglas de Barthes distinguían con éxito lo que
estaba de moda de lo que no lo estaba. A falta de ese proyecto,
simplemente no hay forma de verificar la adecuación de sus des­
cripciones.
Entonces, ¿qué hace Barthes al describir el corpus? La descrip­
ción más completa sería una lista de las secuencias que aparecen,
pero, como eso carecería de interés, lo que hace es reducirlas a
una serie de esquemas sintácticos y establecer un número de cla­
ses paradigmáticas correspondientes a posiciones sintácticas: «en
primer lugar hemos de determinar las unidades sintagmáticas (o de
secuencia) del vestido escrito y después cuáles son las oposicio­
nes sistemáticas (o virtuales)» (p. 69).
El estudio de la distribución de los especímenes conduce a
Barthes a postular una estructura sintagmática básica que conste
de tres posiciones: «objeto», «apoyo» y «variante». En Un chan-
dail a c o l jerm é, chandail («jersey») es el objeto, fer m é («cerra­
do») es la variante y c o l («cuello») es el apoyo de la variante. Esa
estructura tiene validez intuitiva, en el sentido de que, al hablar
de un vestido que está de moda, podemos perfectamente tender a
nombrarlo, a identificar la parte en cuestión y a especificar el rasgo
que le hace estar de moda. El esquema está sujeto a varias modi­
ficaciones: en cein tu re a pan la variante efectiva, «existente», no
va expresada; en C ette a n n ée les co is sero n t ou verts objeto y apo­
yo van fundidos. De hecho, no hay secuencia concebible que no
pueda describirse mediante uno de los esquemas modificados que

60
enumera, y su afirmación de que el modelo «está justificado en la
medida en que nos permite explicar todas las secuencias de acuer­
do con determinadas modificaciones regu lares» (p. 74), no es una
hipótesis convincente sobre la forma de los epígrafes de la moda.
Más interesante y pertinente es el intento de establecer clases
paradigmáticas de especímenes que pueden ocupar esas tres posi­
ciones sintagmáticas. En primer lugar, toda una serie de especí­
menes, como falda, blusa, cuello, guantes, pueden hacer de objeto
o de apoyo. Barthes llama «especies» a los especímenes que pueden
ocupar cualquiera de las posiciones, y sostiene que un análisis dis­
tributivo nos permite agruparlas en sesenta gen era o «tipos» dife­
rentes. Los vestidos o partes de vestidos que son incompatibles
sintagmáticamente —que no pueden combinarse como elementos
de una indumentaria particular— van colocados en contraste pa­
radigmático dentro de un mismo tipo. Cada paradigma es un re­
pertorio de especímenes opuestos en contraste, de los que sólo uno
puede escogerse en la misma ocasión: «un vestido y un traje de
esquiar, a pesar de ser muy diferentes formalmente, pertenecen al
mismo tipo, puesto que hay que escoger entre ellos» (p. 103). Los
tipos de Barthes parecen adecuados como representación de las
incompatibilidades sintagmáticas: dos miembros de un mismo tipo
no aparecerán como objeto y apoyo en una misma secuencia. Pero
una descripción correcta debe especificar las relaciones de coapa­
rición con mucho mayor detalle. Por ejemplo, si un miembro del
tipo «cuello» es el apoyo, en ese caso el objeto debe pertenecer
a un conjunto limitado de tipos: aproximadamente, los vestidos
que tengan cuellos. Y, a la inversa, si «cuello» es el objeto, en
ese caso el apoyo ha de tomarse de «material», «ribete», «corte»,
«motivo», «color», etc.
Sería de esperar que, si la división en tipos es correcta, sean
esan clases las unidades en que operan esas reglas de combinación.
Pero no parece probable que sirvan las categorías de Barthes. Ves­
tido, traje de esquiar y bikini van colocados en una misma clase
paradigmática, pero como objetos tomarían apoyos muy diferentes.
Si necesitáramos un conjunto de clases totalmente diferente para
escribir reglas de combinación, en ese caso las que propone Barthes
no tienen demasiada justificación.

61
Las variantes aparecen clasificadas de acuerdo con el mismo
principio: «siempre que hay incompatibilidad sintagmática hay un
sistema de oposiciones significativas establecido, es decir, un para­
digma» (p. 119). Un cuello no puede ser a un tiempo abierto y
cerrado, pero puede ser a la vez ancho y abierto. Las compatibili­
dades e incompatibilidades de ese tipo le inducen a postular trein­
ta grupos de variantes que no pueden realizarse simultáneamente
sobre el mismo apoyo. No obstante, no usa esas clases para for­
mular reglas explícitas de combinación.
Parece que la lingüística ha inducido a Barthes a pensar erró­
neamente que el análisis distributivo podía producir un conjunto
de clases que no tienen por qué justificarse mediante una función
explicativa. Pero, aun sin eficacia explicativa, sus inventarios serían
interesantes como ejemplos de lo que el análisis distributivo puede
alcanzar, si procede rigurosamente. Ahora bien, en lugar de deter­
minar qué especímenes no van nunca en el corp u s predicados del
mismo apoyo, se refiere a compatibilidades e incompatibilidades
determinadas por la naturaleza de los propios vestidos. Hablando
estrictamente, si su corpus contiene cuellos marrones y cuellos
abiertos, pero no cuellos marrones y abiertos, debería colocar
«marrón» y «abierto» dentro de una clase paradigmática; no lo
hace porque sabe que, en realidad, los cuellos pueden ser a la vez
abiertos y marrones.
La incapacidad de Barthes para atenerse a su programa teó­
rico ilustra las dificultades inherentes al análisis distributivo.
Si estuviera intentando determinar qué especímenes eran compa­
tibles e incompatibles según las modas de un año determinado,
necesitaría recurrir a información exterior al corpus, dado que
la ausencia de una combinación particular en el corpus no signi­
ficaría necesariamente que no estuviese de moda. Si no le interesan
las combinaciones permitidas por la moda en un año determinado,
sino sólo las compatibilidades e incompatibilidades generales de
los vestidos, no debería haber escogido su corpus a partir de un
solo año; pero, aun disponiendo de un corpus más amplio, ten­
dría que recurrir a información suplementaria para anotar combi­
naciones que físicamente son perfectamente posibles (chaquetas de
pijama y pantalones de esquiar) pero no aparezcan en el corpus

62
por no haber estado nunca de moda. Así, pues, en cualquiera de los
casos, el analista ha de ir más allá del corpus hasta la información
proporcionada por quienes entienden de modas o de ropa. Ese
conocimiento de las compatibilidades y de las incompatibilidades
—como la competencia de los hablantes nativos— es el objeto
auténtico del análisis y habría que centrar la atención en él di­
rectamente en lugar de recurrir a él de manera ocasional y subrep­
ticia.
Así, pues, se trata de una descripción confusa, incompleta e
inverificable del código de la vestimenta que no puede servir ni
siquiera de espécimen de análisis formal. No ofrece un sistema de
reglas que especifiquen lo que está de moda; tampoco intenta un
análisis distributivo riguroso de un corpus. Barthes, confundido
por el modelo lingüístico, emprendió su tarea precisamente por el
camino equivocado y después no estuvo dispuesto a seguir un
método formal hasta el final. No se preocupó de decidir qué era lo
que estaba intentando explicar y se detuvo sin haber explicado
nada.
Es en extremo importante mencionar el fracaso de Barthes en
razón de la tendencia tanto de los críticos como de los admiradores
a aceptar su obra como un modelo de procedimiento estructura-
lista. La perniciosa ignorancia de la opinión de Roger Poole: «pero
hay que reconocer que el S ystém e es un ejemplo de análisis co­
rrecto» lo único que puede hacer es conducir a un entendimiento
equivocado del estructuralismo.3 El comentario de Barthes es mu­
cho más apropiado: «Pasé por un sueño eufórico de cientifismo»
(R épon ses, p. 97). Apenas puede sorprender que un modelo lin­
güístico percibido en un sueño eufórico diera resultados confusos
e inadecuados.

Afortunadamente, el examen que hace Barthes del nivel retó­


rico del sistema es más pertinente y está más logrado que su des­
cripción del código de la vestimenta. ¿Cuáles son las consecuencias
de la forma como se presentan las secuencias de la moda? ¿Qué
se puede descubrir sobre el sistema a partir de una investiga­
ción de sus procesos de significación? Así como el rasgo más

63
importante de un poema puede no ser su significado, sino la forma
de producirse dicho significado, así también la estrategia retórica
de la moda es más interesante que las propias modas. Uno de los
rasgos más sorprendentes del sistema es la variedad de procedi­
mientos concebidos para «motivar» sus signos: «evidentemente,
como la Moda es tiránica y sus signos arbitrarios, tiene que con­
vertirlos en hechos naturales o leyes racionales» (p. 265). En pri­
mer lugar, el sistema asigna funciones a los vestidos al afirmar su
«carácter práctico» (Una chaqu eta d e lin o para las n o ch es frías
d el vera n o) sin explicar por qué han de ser más apropiados que
los vestidos que no están de moda. Además, puede usar descrip­
ciones detallistas (Un im p erm ea b le para lo s p a seos n octu rn os por
lo s m u elles d e Calais) que, por ser tan contingentes las funciones
que proponen, incluso inútiles, parecen las más «naturales».

La propia precisión de la referencia al mundo es la que vuel­


ve irreal la función; en eso encontramos la paradoja del arte
de la novela: cualquier moda así detallada se vuelve irreal,
pero, al mismo tiempo, cuanto más contingente es la función,
más «natural» parece. Así, la literatura sobre la moda regresa
al postulado del estilo realista, según el cual una acumula­
ción de detalles pequeños y precisos confirma la verdad de
la cosa representada (p. 268).

Por último, el sistema puede usar varias formas sintácticas


para naturalizar sus signos. Los tiempos de presente y de futuro
convierten decisiones arbitrarias sobre lo que estará de moda en
hechos que existen pura y simplemente por derecho propio o son
resultado de un proceso natural inescrutable (E ste verano los v es­
tid os serán d e sed a; Los estam pados ganan en las carreras). Los
verbos reflexivos convierten los propios vestidos en agentes de su
elegancia (L es ro b es se fo n t lo n gu es; Le vison n oir s ’a ffirm e [«Los
vestidos se están volviendo largos»; «El visón negro se está impo­
niendo»]). Las decisiones arbitrarias sobre lo que estará de moda
quedan encubiertas en una retórica que no nombra los agentes
responsables, que toma los efectos y, ocultando sus causas, los
trata como hechos que se han observado o como fenómenos que

64
se desarrollan de acuerdo con un proceso independiente y autóno­
mo. La esencia de la moda como sistema semiótico estriba en la
energía con que naturaliza sus signos arbitrarios.
Pero esa energía es duplicada por la insistencia con que la
moda produce constantemente distinciones, sin que haya otras uti­
litarias que estén en correlación con ellas. Desde luego, no tiene
que haber diferencias importantes entre el estilo de un año y el
del siguiente, para que la gente no se niegue a cambiar. Y, en
consecuencia, la moda debe dar importancia a las modificaciones
más triviales: C ette an n ée les é to fe s v elu es su ccéd en t aux éto ffe s
poilues. No importa que una tela «peluda» tenga las mismas pro­
piedades que una «velluda» ni que sólo noten las diferencias ob­
servables quienes están al corriente de la moda. Lo que la moda
valora es la propia distinción más que su contenido. Pero la pro­
liferación de distinciones vacías aumenta los significados potencia­
les de un modo que niega valor intrínseco al vestido material: la
elegancia radica en la descripción más que en el propio objeto.

Así, el sistema de la moda ofrece la espléndida paradoja de


un sistema semántico cuyo único fin es debilitar el signifi­
cado que elabora de forma tan lujuriante... sin contenido,
se convierte así en el espectáculo a que los hombres se invi­
tan a sí mismos del poder que tienen para hacer que lo in­
significante signifique. De modo que la moda se convierte
en una forma ejemplar del acto de significación y de esa
forma coincide con la esencia de la literatura, que consiste
en hacernos leer el sign ifica n te de las cosas en lugar de su
significado (p. 287).

En ese nivel es en el que el estudio de la moda es especial­


mente gratificador y sugiere algo de la naturaleza paradójica de los
sistemas semióticos. Una sociedad, como muestran esta y otras
obras de Barthes, dedica tiempo y recursos considerables a la ela­
boración de sistemas destinados «a cargar de significado el mun­
do», a convertir los objetos en signos. Pero, por otro lado, parece
que «los hombres despliegan igual energía para enmascarar la
naturaleza sistemática de sus creaciones y reconvertir la relación

65
3. — L A P O É T I C A
semántica en una natural o racional» (p. 285). Pero, por otro lado,
la propia energía empleada en la proliferación y naturalización
de los signos —el deseo de hacer que todo signifique y, aún así,
volver intrínsecos e inherentes todos esos significados— debilita
finalmente el significado concedido a los objetos. Esos dos proce­
sos que intentan afirmar de modo opuesto el significado, creán­
dolo y naturalizándolo, contribuyen a lo que se convierte efectiva­
mente en una actividad autónoma. Al absorber y debilitar las dos
fuerzas contribuyentes, el proceso de la significación se convierte
en una operación autónoma del significado. Para comprender que
semejantes paradojas no son exclusivas de la moda basta con pen­
sar cómo ha servido la consigna unitaria del ‘realismo’ para justi­
ficar cambios en el artificio literario y cómo ha conducido a la crea­
ción de mundos autónomos el deseo de hacer que lo real signifique.

La lógica mitológica

Los cuatro volúmenes de las M yth ologiq u es de Lévi-Strauss


constituyen el ejemplo más extenso e impresionante de análisis es­
tructural hasta la fecha. La propia grandeur del proyecto —un in­
tento de reunir los mitos de Norteamérica y Sudamérica, de mos­
trar sus relaciones con el fin de ofrecer la prueba de los poderes
unificadores de la mente humana y la unidad de sus productos—
hace de ella una obra que no podemos aspirar a evaluar ni descri­
bir, siquiera, en poco espacio. Pero podemos enfocarla con ambi­
ciones más limitadas: ver de qué modo podría el modelo lingüís­
tico animar y apoyar un análisis del discurso narrativo.
La investigación del mito forma parte de un proyecto a largo
plazo que usa el material etnográfico para estudiar las operaciones
fundamentales de la mente humana. En el nivel consciente y es­
pecialmente en el inconsciente, según Lévi-Strauss, la mente es un
mecanismo estructurador que confiere forma a cualquier clase de
material que encuentre a mano. En tanto que las civilizaciones oc­
cidentales han desarrollado categorías abstractas y símbolos mate­
máticos para facilitar las operaciones intelectuales, otras culturas
usan una lógica cuyos procedimientos son semejantes, pero cuyas

66
categorías son más concretas y, por tanto, metafóricas. Tomemos
un ejemplo puramente hipotético: en lugar de decir que dos gru­
pos son semejantes, pero distintos y, sin embargo, no rivales, po­
drían llamar al primero «jaguares» y al segundo «tiburones».
En sus obras La P en sée sa uva ge y T otém ism e, Lévi-Strauss
intentó mostrar que les antropólogos no han sido capaces de
explicar numerosos hechos relativos a los pueblos primitivos
porque no han entendido la lógica rigurosa subyacente a ellos.
Las explicaciones atomistas y funcionalistas fracasan en gran can­
tidad de casos y hacen que los otros pueblos parezcan excesivamen­
te primitivos y crédulos. Si un clan tiene un animal particular
como tótem no es necesariamente porque le atribuya importancia
económica o religiosa. El sentimiento de referencia o los tabús par­
ticulares conectados con un tótem pueden ser resultados más que
causas. «Decir que a un clan A se le hace ‘descender’ del oso y
a un clan B del águila es simplemente una forma concreta y abre­
viada de exponer la relación entre A y B como análoga a la rela­
ción entre las dos especies» (L e T otém ism e au jou rd’hui, p. 44).
Explicar un tótem es analizar su lugar en un sistema de signos. El
oso y el águila son agentes lógicos, signos concretos, con los que
se hacen afirmaciones sobre los grupos sociales.
Se han elegido los mitos como sector para un «experimento
decisivo» en la investigación de su lógica concreta porque en la
mayoría de las actividades es difícil decir qué regularidades del
sistema se deben a operaciones mentales comunes y cuáles a cons­
tricciones externas. Pero, en el dominio de la mitología, todas las
constricciones son internas; en principio en un mito puede ocurrir
cualquier cosa, de modo que, si podemos descubrir un sistema sub­
yacente, dicho sistema, según Lévi-Strauss, puede atribuirse a la
propia mente:

si fuera posible mostrar también en este caso que la aparen­


te arbitrariedad de los mitos, la supuesta libertad de inspi­
ración, el proceso de invención aparentemente incontrolado,
significan la existencia de leyes que operan en un nivel más
profundo, en ese caso la conclusión sería ineludible... si la
mente humana está determinada incluso en su creación de

67
mitos, a fortio ri está determinada también en otras esferas.
{Le Cru et le cuit, p. 18.)

Así, pues, el primer postulado es el de que los mitos son la


parole de un sistema simbólico cuyas unidades y reglas de com­
binación pueden descubrirse. «La experiencia prueba que el lin­
güista puede elaborar la gramática de la lengua que está estudian­
do a partir de una cantidad de oraciones ridiculamente pequeña»,
y, de forma semejante, el antropólogo ha de poder presentar una
descripción del sistema a partir del estudio de un corpus limi­
tado (ibid., p. 15). El ejemplo de la fonología sugiere que las
estructuras estudiadas no tienen por qué ser conocidas por nin­
guno de los participantes, que los elementos aislados no tienen
por qué tener significado intrínseco, sino que su importancia pue­
de proceder enteramente de sus relaciones mutuas y que las opera­
ciones de segmentación y de clasificación deben conducirnos a un
sistema de términos.
En un ensayo anterior sobre La stru ctu re d es m yth es en que
se propuso seguir los métodos de la fonología, Lévi-Strauss se
preguntaba cómo se podían reconocer y determinar los constituyen­
tes del mito y llegó a la conclusión de que no eran términos indivi­
duales de relación, sino «haces de relaciones». Si se llama al fo­
nema «haz de rasgos distintivos», se debe a que un fonema indi­
vidual participa en una serie de oposiciones a la vez, pero en la
práctica el haz de Lévi-Strauss es un conjunto de especímenes
que comparten un mismo rasgo funcional. No existe un procedi­
miento automático para aislar los haces o «mitemas» y, en conse­
cuencia, Lévi-Strauss ha de partir de una hipótesis sobre el signi­
ficado de un mito, si desea descubrir en él un conjunto de mite-
mas que expliquen dicho significado. Postula que los mitos expli­
can o reducen una contradicción al poner en relación sus dos tér­
minos con otro par de especímenes en una homología de cuatro
términos. Dado ese sign ifié bastante formal y abstracto, sabemos
qué buscar al analizar un mito y podemos identificar, como hace
Lévi-Strauss, los cuatro mitemas agrupando los especímenes bajo
cuatro encabezamientos de modo que cada grupo posea un rasgo
común que pueda formar parte de la estructura homológica. El

68
mito de Edipo, por ejemplo, aparece tratado del modo siguiente
( A nthropologie structurale, p. 236):

A B C D
Cadmo busca a Los espartanos Cadmo mata al Labdacos
su hermana Eu- se matan dragón inválido
ropa
Edipo se casa Edipo mata a Edipo «mata» a Layo =
con Yocasta Layo la Esfinge zurdo
Antígona entie- Etéocles mata a Edipo =
rra a su herma- su hermano Po­ de pies
no Polinice línice hinchados

Los acontecimientos de la primera columna comparten el ras­


go de sobreestimar el parentesco (rapports d e p a ren té su r-estim és)
y, por esa razón, contrastan con el parricidio y el fratricidio de la
segunda columna (ra pports d e p a ren té so u s-estim és). La tercera
columna se ocupa del hecho de que se mata a los monstruos anó­
malos, que son semihumanos y nacidos de la tierra. Destruirlos,
dice Lévi-Strauss, equivale a negar el origen autóctono del hom­
bre; mientras que la última columna muestra la persistencia de
orígenes autóctonos en la incapacidad, típica, al parecer, del hom­
bre ctónico, para caminar correctamente. Según se cree, el hom­
bre nació de la tierra, pero los individuos nacen de la unión del
hombre y la mujer. El mito pone en relación esa oposición con
la oposición entre sobreestimación y subestimación de los lazos de
parentesco, las cuales se observan en la vida social, y, de ese
modo, lo vuelve, al parecer, más aceptable: «la experiencia puede
refutar la teoría del origen autóctono, pero la vida social verifica
la cosmología en el sentido de que ambas exhiben la misma es­
tructura contradictoria» (ibid., p. 239).
El método es insatisfactorio por una serie de razones. En pri­
mer lugar, al tomar los mitos individualmente no proporciona for­
mas evidentes de ponerlos en relación unos con otros. En segundo
lugar, la necesidad de seleccionar los acontecimientos que encajen
en la estructura propuesta lo vuelve bastante arbitrario: se omite

69
una serie de especímenes importantes. Pero, por último, lo más
importante es que no hace avanzar realmente nuestra comprensión
de la lógica del mito: la única lógica revelada es la de la estruc­
tura homologa postulada por adelantado y una lógica elemental
de la pertenencia a ciertas clases. En consecuencia, cuando em­
prende un estudio del mito a gran escala, Lévi-Strauss abandona
—si bien no lo rechaza explícitamente— el enfoque anterior. En
particular, el intento de descubrir una homología de cuatro térmi­
nos dentro de cada mito o detrás de él da preferencia a una com­
paración de los mitos destinada a revelar la lógica de los «códigos»
que usan.
Un código es un conjunto de objetos o categorías procedentes
de un solo sector de la experiencia y relacionados entre sí de for­
ma que se convierten en herramientas lógicas útiles para expresar
otras relaciones. «El objetivo de este libro», escribe Lévi-Strauss
en la introducción a su primer volumen, «es mostrar que las ca­
tegorías empíricas —como lo ‘crudo’ y lo ‘cocido’, lo ‘fresco’ y
lo ‘podrido’, lo ‘humedecido’ y lo ‘quemado’...— pueden hacer
de herramientas conceptuales para elaborar nociones abstractas y
combinarlas en proposiciones» (Le Cru et le cu it, p. 9). Así, pues,
podemos concebir su tarea como la de explicar la presencia de dis­
tintos especímenes o acontecimientos en mitos identificando los
códigos de que proceden y mostrando lo que expresan dichos có­
digos. Nuestros ejemplos más familiares de ese procedimiento pro­
ceden de la crítica literaria. Podríamos decir, por ejemplo, que en
su soneto CXLIV, T w o lo v e I h a ve o f co m fo rt and despair, Shakes­
peare toma la oposición básica bueno/malo y la explora en una
serie de códigos: el religioso (ángel/diablo, santo/maligno), el
moral (pureza/orgullo) y el físico (hermoso/demacrado). Explicar
la presencia de cualquiera de esos especímenes equivale a mostrar
que el código procedente de un sector particular de la experiencia
forma parte de una oposición binaria cuya función es expresar un
contraste temático subyacente.
En el caso de la literatura sabemos más o menos cómo proce­
der. Sabemos que en nuestra cultura el cabello obscuro y el cabe­
llo rubio se oponen o que ángel y demonio contrastan en el có­
digo religioso, y captamos los significados que el poema transmite,

70
de modo que podemos comprobar nuestra explicación de los deta­
lles por su pertinencia en relación con dichos significados. Sin em­
bargo, en el caso de los mitos la situación es completamente dife­
rente: para construir el contexto cultural que proporciona claves
para la naturaleza de los posibles códigos es necesario considerable
esfuerzo y perspicacia, y empezamos sin una apreciación firme del
significado que nos permitiría evaluar la descripción de los mitos.
Así, pues, el análisis ha de descubrir tanto la estructura como el
significado. Ese requisito produce lo que Lévi-Strauss llama un
movimiento en espiral, en que un mito es usado para elucidar otro,
y eso conduce a un tercero, que, a su vez, sólo puede interpre­
tarse cuando se lee a la luz del primero, etc. El resultado final
ha de ser un sistema coherente en que cada mito vaya estudiado y
entendido en sus relaciones con los demás: «el contexto de cada
mito acaba por componerse cada vez más de otros mitos» (Du
M iel aux cen d res, p. 305). Para explicar un espécimen o aconteci­
miento de un mito particular, el analista ha de considerar no sólo
sus relaciones con otros elementos de dicho mito, sino que, además,
ha de intentar determinar cómo se relaciona con otros elementos
que aparezcan en contextos semejantes en otros mitos.
Lévi-Strauss argüiría que su procedimiento es análogo al estu­
dio de un sistema lingüístico: en ambos casos se comparan secuen­
cias sintagmáticas para construir clases paradigmáticas y se exa­
minan otras clases con el fin de determinar las oposiciones perti­
nentes entre miembros de cada paradigma. Desde el punto de vista
del analista, sostiene, una sola cadena sintagmática carece de sig­
nificado: lo que hemos de hacer es o bien «dividir la cadena sin­
tagmática en segmentos que puedan superponerse y con respecto
a los cuales podamos mostrar que constituyen otras variaciones
sobre un tema único», que fue el procedimiento seguido en su en­
sayo anterior, o bien «oponer toda una cadena sintagmática en­
tera, es decir, un mito completo, a otros mitos o segmentos de
mitos». Sea cual fuere el procedimiento elegido, el efecto es subs­
tituir una cadena sintagmática única por un conjunto paradigmá­
tico, cuyos miembros adquieren entonces importancia por el sim­
ple hecho de que se oponen mutuamente {Le Cru et le cuit,
p. 313).
La lingüística enseña que dos especímenes pueden tomarse
como miembros de una clase paradigmática sólo cuando pueden
substituirse mutuamente en un contexto determinado. Si tuvié­
ramos dos versiones de un mito que difiriesen en un punto de­
terminado, en ese caso, mediante la comparación de los dos ele­
mentos divergentes, podríamos descubrir casos en que diferirían y,
si supiéramos si las dos versiones del mito tenían el mismo signifi­
cado o significados diferentes, habríamos descubierto un caso bien
de variación libre bien de oposición funcional que habría que in­
cluir en una descripción del sistema. Y, a la inversa, si tuviéramos
varios mitos con el mismo significado, los compararíamos para des­
cubrir las semejanzas formales responsables de dicho significado.
En los casos en que así es, el método de Lévi-Strauss parece irre­
cusable y sus argumentos convincentes. Por ejemplo, cita ritos
folklóricos de Inglaterra y de Francia en que, cuando una her­
mana menor se casaba antes que una mayor, a esta última se la
alzaba y se la colocaba en el horno en un caso, se la obligaba a
bailar descalza en otro y, en un tercer caso, se le exigía que co­
miera una ensalada de cebollas, raíces y clavo. Lévi-Strauss sos­
tiene que no debemos intentar interpretar esas costumbres por se­
parado y que sólo conseguiremos entenderlas, si las ponemos en re­
lación y descubrimos sus rasgos comunes (i b i d p. 341). El para­
digma usa la oposición entre lo crudo y lo cocido para codificar
la distinción entre naturaleza y cultura. El rito expresa la condi­
ción natural, no socializada de la hermana mayor (bailando descal­
za, comiendo una ensalada cruda) o bien se la socializa con una
«cocción» simbólica.
Aunque no intervenga en él el mito propiamente dicho, este
ejemplo ilustra varios problemas cruciales para el análisis del mito.
En primer lugar, el análisis parece confirmado por la «plausibi-
lidad» del significado atribuido a los ritos. Sabemos bastante so­
bre la cultura occidental de la que esos ejemplos proceden como
para prescribir ciertas condiciones que una interpretación viable
debe cumplir: que no se desee la soltería de la hermana mayor y
que lo que se le exija sea bien un castigo simbólico bien una cura
simbólica. De ese modo, es nuestra competencia la que hace de
criterio muy general en función del cual deben verificarse las expli­

72
caciones. En segundo lugar, evidentemente tiene importancia que
los grupos en cuestión sepan en qué ocasión deben practicar esos
ritos particulares, pues al conocer la ocasión sabemos ya algo de lo
que significa el rito. Así, pues, no necesitamos investigar lo que la
gente piensa realmente de los ritos o qué explicaciones ofrecería
a su vez, a no ser, naturalmente, que ofreciera explicaciones que
fuesen aplicables también a los otros casos. El sistema operativo
puede funcionar de forma perfectamente inconsciente: las opinio­
nes de la gente de que esos ritos son apropiados para esas oca­
siones son correspondencias empíricas suficientes como para que
demos por sentada la existencia de un sistema. Por último, los tér­
minos usados en la explicación —«crudo», «cocido», «naturaleza»,
«cultura»— quedan justificados no sólo por el hecho de que pare­
cen aplicarse a esa gama de casos particular, sino también por su
pertinencia y aplicabilidad también a otros fenómenos. No son tér­
minos ad h o c inventados para las ocasiones, sino distinciones gene­
rales cuya importancia está documentada en otros casos. En resu­
men, ese ejemplo del método de Lévi-Strauss funciona porque en­
focamos los hechos con una firme presunción de unidad y sentido
de las condiciones de explicación plausible, incluyendo un conoci­
miento por lo menos rudimentario de los significados de los ritos
y de los términos explicativos que podrían ser pertinentes para
ellos.
Pero supongamos que tres casos no «coincidieran» de forma
tan evidente: supongamos, por ejemplo, que se nos presentasen
tres clases de relatos cortos en que intervinieran bodas: en el pri­
mero los invitados exclaman durante las festividades: «¡Después
te toca a ti, Ursula!» y alzan a la hermana mayor hasta el horno;
en el segundo, la hermana mayor se quita los zapatos y baila des­
calza en torno a los recién casados; en el tercero, el padre dice:
«Tú no tendrás pastel de bodas hasta que no encuentres novio»,
y da a la hija una ensalada de lechuga y cebolla. Cada cuento con­
tendría un rasgo curioso que exigiría explicación, pero no sería
evidente que requirieran una explicación común, y al crítico que
intentase elucidar un acontecimiento comparándolo con los otros
podría acusársele perfectamente de demasiado ingenioso. Ese es
el problema que plantean continuamente los análisis de Lévi-

73
Strauss: si dos mitos coinciden en algún sentido —si tienen el
mismo significado o desempeñan la misma función— , en ese caso
es probable que cualesquiera semejanzas formales que puedan des­
cubrirse sean pertinentes; pero, si no coinciden, el análisis resulta
discutible en extremo. Dos especímenes pueden compararse por di­
ferentes razones; ¿qué razones ofrecerán relaciones pertinentes?
Considérese, por ejemplo, la primera comparación de Le Cru
e t le cuit. El mito 1 puede resumirse así:

Un muchacho viola a su madre y como castigo se le asignan


varias misiones difíciles, que lleva a cabo con la ayuda de
animales, aves, etc. El padre, irritado, propone una expe­
dición para capturar papagayos y, cuando el muchacho está
a medio camino del risco, quita la escala y lo deja desampa­
rado. El muchacho consigue trepar por una enredadera hasta
la cima del risco y, después de una serie de privaciones y des­
gracias, regresa disfrazado a su pueblo. Esa noche una tor­
menta apaga todos los fuegos de la aldea excepto el de su
abuela. Para vengarse de su padre, el muchacho hace que
éste organice una cacería y, convirtiéndose en un venado,
carga contra el padre y lo arroja a un lago donde es devo­
rado por los peces, excepto los pulmones, que flotan en la
superficie y se convierten en plantas acuáticas. En otra ver­
sión envía viento y lluvia para castigar a la tribu del padre
(PP- 43-5).

Lévi-Strauss compara éste con otro mito de la misma tribu:

AI contemplar la violación de su madre, un muchacho se la


cuenta a su padre, quien mata a los dos participantes. Bus­
cando a su madre muerta, el muchacho se convierte en un
pájaro cuyas deyecciones, al caer sobre el hombro del padre,
hacen que le crezca en él un árbol. El padre, humillado, anda
errante, y en todos los sitios donde se detiene se forman
lagos; recíprocamente, el árbol va encogiendo hasta que llega
a desaparecer. El padre permanece en esos parajes agrada­
bles, rodeando su poste tribal dedicado a su propio padre,

74
y fabricando adornos y sonajeros que entrega a los miembros
de su antigua tribu (ibid., pp. 56-8).

Podemos observar distintas relaciones entre los dos mitos en


niveles diferentes de abstracción. Por ejemplo, podríamos consi­
derarlos de estructura semejante, exceptuando ciertas inversiones
de sus términos. Colocando los términos invertidos entre parénte­
sis, tendríamos: la participación (no participación) en la violación
de su madre crea relaciones hostiles (no hostiles) entre un mucha­
cho y su padre, que conducen al aislamiento del hijo (del padre)
de la tribu por las fuerzas humanas (naturales). Sin embargo,
Lévi-Strauss percibe un paralelismo diferente:

Cada cuento entraña un héroe tugare que crea bien agua de


origen celestial después de haberse trasladado hacia arriba
(trepando por una enredadera que cuelga) bien agua de ori­
gen terrestre después de haber sido empujado hacia abajo
(inclinándose a medida que el árbol que sostiene va crecien­
do). Además, el agua celestial es dañina... mientras que el
agua terrenal es benéfica... el primer héroe se ve separado
involuntariamente de su aldea por la malevolencia de su
padre; el segundo se separa voluntariamente de su aldea, im­
pulsado por sentimientos afectuosos hacia su padre (ibid.,
p. 58).

Ambas propuestas abarcan sólo unos pocos detalles de cada


mito (Lévi-Strauss usa otros en una comparación posterior) y tra­
tan los detalles como manifestaciones de categorías más generales.
Evidentemente, mediante semejantes métodos podrían presentar­
se otros grupos de relaciones, y su condición depende de los fun­
damentos de la comparación particular. Para alguien formado en
la literatura occidental, la oposición entre el movimiento hacia
arriba y el movimiento hacia abajo sugerida por Lévi-Strauss pa­
rece bastante artificiosa, dado que el rasgo llamativo del apuro del
padre en el segundo relato no es el propio movimiento hacia abajo
en sí, sino el hecho de que le árbol crezca a partir de su hombro
y le haga inclinarse. Ahora bien, la interpretación de Lévi-Strauss

75
está justificada en parte por la documentación etnográfica. Los bo-
roro distinguen tres clases originales de plantas: las enredaderas
que cuelgan, el árbol jatoba y las plantas de las marismas, que
corresponden, respectivamente, a los elementos del cielo, de la tie­
rra y del agua. La oposición entre la enredadera que cuelga en el
primer mito y el árbol jatoba que crece del hombro del padre en
el segundo puede muy bien ser pertinente como expresión de la
oposición entre arriba y abajo, cielo y tierra. Semejante informa­
ción proporciona bases para la comparación, porque se refiere a la
forma como los miembros de la tribu en cuestión podrían inter­
pretar sus mitos. Una vez establecidas esas bases, resulta posible
elaborar relaciones entre los mitos.
En ese caso, podríamos distinguir tres situaciones analíticas
diferentes. Dados dos mitos con significados o funciones diferen­
tes, ha de ser posible establecer relaciones entre ellos. Y, a la in­
versa, cuando tomamos dos mitos de la misma cultura y dispone­
mos de información sobre las distinciones usadas en dicha cultura,
tenemos también bases para la comparación. Pero cuando, como
ocurre con frecuencia, Lévi-Strauss compara dos mitos correspon­
dientes a culturas diferentes y sostiene que su significado procede
de las relaciones existentes entre ellos, su análisis puede volverse
muy problemático realmente. No existe una razón a priori para
pensar que los mitos tengan algo que ver entre sí.
En un capítulo anterior de L’origin e d es m anieres d e table, por
ejemplo, Lévi-Strauss recopila una serie de mitos procedentes de
las regiones más diversas de Norteamérica y de Sudamérica que
contienen el motivo de la fem m e-cram p on , una mujer que se ata
literalmente a un hombre. Como varios de dichos mitos relacio­
nan a esa mujer con el sapo de una forma o de otra, Lévi-Strauss
se cree justificado para añadir a ese grupo otros mitos que con­
tienen el motivo de la mujer-sapo.

Disponemos de dos paradigmas, el de la fem m e-cram p on y


el de la mujer-sapo, cuya zona de distribución es Norteamé­
rica y Sudamérica. En cada hemisferio los paradigmas van
asociados mutua e independientemente. De hecho, hemos
mostrado que aquí y allá la fem e-cram p on es un sapo. Aho-

76
ra podemos entender la razón de su unión: uno dice explíci­
tamente lo que el otro dice metafóricamente. La fem m e-
cram pon se ata físicamente y de la forma más abyecta a la
espalda de su portador, que es su marido o alguno a quien
desea hacer su marido. La mujer-sapo, una madrastra ofen­
siva, o con frecuencia una amante entrada en años incapaz
de resignarse a la marcha de su galán, evoca un tipo de mu­
jer que, como diríamos nosotros mismos, «se pega», dando
en este caso a la expresión su significado figurado (p. 57).

Nuestro autor sostiene que mediante la comparación de esos


mitos es como podemos determinar su estructura subyacente y, por
tanto, su significado. Algunos mitos expresarán porciones de la
estructura que otros no expresen. Pero, desde luego, ese ejercicio
de idear un esquema común que representa el significado de este
grupo de mitos depende de la hipótesis previa de que todos tienen
el mismo significado.
Según Lévi-Strauss, afirman que es reprobable y peligroso con­
fundir las diferencias físicas entre las mujeres con los rasgos espe­
cíficos que distinguen a los hombres de los animales o a una espe­
cie animal de otra. Las mujeres, tanto si son bellas como si son
feas, son todas humanas y merecen un marido (p. 60). Ahora bien,
si supiéramos por la documentación etnográfica que todos esos mi­
tos tienen el mismo significado, Lévi-Strauss podría afirmar per­
fectamente haberlo descubierto; o, si los mitos procediesen todos
de una misma cultura, en ese caso estaría justificado buscar una
explicación única para las diferentes fem m e-cram pon. Pero en este
caso no hay una razón particular para pensar que el motivo tenga
significado semejante en cada cultura o mito.
Por consiguiente, está claro que en el nivel más general los
problemas y procedimientos de Lévi-Strauss son bastante diferentes
de los del lingüista. Lévi-Strauss está intentando mostrar que los
mitos correspondientes a culturas diferentes coinciden efectivamen­
te, como la parole de una lengua mitológica general; pero el lin­
güista tiene que probar que las oraciones del inglés deben tratarse
como un grupo. Sabe que existe una gramática del inglés porque
los hablantes de la lengua se entienden entre sí y utilizan diferen-

77
das formales para comunicar significados diferentes. El lingüista
puede descubrir qué diferencias funcionales están en correlación
con diferencias de significado y son responsables de éstas com­
parando y analizando secuencias, porque tiene información sobre
los juicios de los hablantes y sobre el significado de las oraciones.
La comparación entre b et («apuesta») y b ed («cama») revela una
oposición funcional que se usa para comunicar dos signihcados di­
ferentes. Lévi-Strauss sostiene que el significado se revela median­
te la comparación de los mitos, pero las diferencias entre dos mitos
procedentes de culturas diferentes no se usan para comunicar nada.
Más que ninguna otra cosa, la falta de datos sobre el signi­
ficado es lo que invalida la analogía con la lingüística, pues en el
estudio del lenguaje no se pueden disociar lo estructural y lo se-
miológico: las estructuras pertinentes son las que permiten que se­
cuencias funcionen como signos. La falta de perspectiva semioló-
gica conduce a Lévi-Strauss a centrar su atención en lo estructural,
a encontrar pautas y modos de organización en su material, pero
sin pruebas sobre el significado es difícil mostrar que dichas pau­
tas sean más pertinentes que otras. Aunque ha tomado de la lin­
güística unos cuantos principios básicos —el de que los fenómenos
sociales pueden estar regidos por un sistema subconsciente, el de
que el analista debe intentar establecer clases paradigmáticas con
el fin de determinar los rasgos distintos de los miembros del pa­
radigma, el de que las relaciones entre los términos son más im­
portantes que los propios términos— , la ausencia de algo que co­
rresponda a la competencia lingüística, que proporcionaría los da­
tos por explicar y un criterio en función del cual verificar los re­
sultados, es una diferencia tan crucial, que no podemos convenir
con Jean Viet en que lo que inspira confianza en el método de
Lévi-Strauss es el ejemplo proporcionado por la lingüística es­
tructural.4 En este caso, como en el de S ystém e d e la m ode, po­
demos observar la insuficiencia de una interpretación particular
de la lingüística estructural: la idea de que al estudiar un corpus
podemos descubrir la gramática o lógica de un sistema mediante
la división y comparación de formas puede inducir a pasar por alto
el problema básico de determinar con precisión lo que hay que
explicar.

78
Pero las dificultades de Lévi-Strauss no se deben, como las
de Barthes, a la inadvertencia o a la confusión metodológica. Po­
dría haberse propuesto estudiar el sistema de los mitos en una
sociedad particular y haber intentado aislar las diferencias funcio­
nales dentro de dicha sociedad. Pero ha escogido deliberada­
mente otra perspectiva: la de la mitología en general. En su
estudio anterior del parentesco se había enfrentado a un pro­
blema semejante: las sociedades atribuyen significados muy dife­
rentes a sus reglas matrimoniales, pero el antropólogo no puede
limitarse a aceptar esos significados y hacer la vista gorda ante las
relaciones subyacentes que percibe entre las reglas de sociedades
diferentes. Cuando describe y compara los sistemas de parentesco
como procedimientos para garantizar la circulación de las mujeres
y crear la solidaridad social —cuando usa ese significado general
para fundamentar su análisis de sistemas particulares— , las con­
clusiones y el propio enfoque no pueden justificarse, como él
dice, inductivamente. «Lo que aquí nos interesa no son los he­
chos, sino su importancia. La pregunta que me formulé fue la del
sign ificado de la prohibición del incesto (lo que el siglo xvm ha­
bría llamado su ‘espíritu’)» (Le^on inaugúrale, p. 28). El objeto
de estudio no es el significado de una regla para la sociedad que
la cumple, sino el significado de los propios fenómenos en sus re­
laciones. En el caso de la mitología el quid de la cuestión estriba
en eso también. Cuando Lévi-Strauss dice que los mitos resuelven
oposiciones hemos de preguntarnos si la oposición se resuelve para
el m ito, o, de hecho, para lo s n a tivos .5 Lévi-Strauss ha escogido
resueltamente la primera: «De modo que no me propongo mos­
trar cómo piensan los hombres en mitos, sino cómo piensan los
mitos en los hombres sin que éstos lo sepan» (co m m en t les m yth es
se p en sen t dans les hom m es, et a leu r insu) {Le Cru e t le cuit,
p. 20).
Para justificar esa elección hemos de explicar por qué las afir­
maciones sobre el significado no se pueden reducir a asertos sobre
las reacciones de los individuos, y en este sentido la literatura pro­
porciona una analogía útil. Existe un sentido en el que la resolu­
ción de oposiciones que se produce en una metáfora es la idea
del propio poema y no la idea de un grupo de lectores. La razón

79
es que los textos tienen significado para quienes saben cómo leer­
los, quienes, en sus encuentros con la literatura, han asimilado las
convenciones que constituyen la literatura como institución y me­
dio de comunicación. En los términos de la literatura o de la poe­
sía es como los poemas tienen significado, y podríamos decir, pa­
rafraseando a Lévi-Strauss, que la misión del crítico es mostrar
com m en t la littérature s e p en se dans les hom m es.
De hecho, esa analogía proporciona la clave tanto para una
comprensión favorable del proyecto de Lévi-Strauss como para una
identificación de sus dificultades. Pues lo que le interesan no son
los significados que los mitos puedan tener para los individuos que
sólo conozcan los mitos de su sociedad, sino los significados que
los mitos podrían tener dentro del sistema global de los mitos:
dentro de la mitología como institución. En ese sentido su pro­
yecto es tan justificable como el del crítico moderno que no in­
tenta reconstruir el significado que podría haber tenido un poema
para un público del siglo xvn, sino que explora los significados
que puede tener ahora, dentro de una institución de la literatura
enormemente enriquecida. Pero mientras que la institución de la
literatura se ve fomentada y mantenida por la educación literaria
y rñientras que la literatura tiene muchos lectores expertos que co­
nocen la gama de sus productos, la institución de la mitología
lleva una existencia insegura y de pocas personas podría decirse
que han asimilado su sistema. Por expresarlo de la forma más sim­
ple, sabemos cómo leer la literatura, pero no sabemos cómo leer
los mitos. Y eso es crucial, porque, aun cuando los significados de
los mitos o de los poemas pueden no ser reducibles a los juicios
de los individuos, dichos juicios son los únicos testimonios que te­
nemos sobre la naturaleza de las convenciones que funcionan den­
tro de las instituciones para producir significado. Para descubrir
cómo funciona la literatura hemos de pensar cómo leemos los poe­
mas; sobre eso tenemos testimonios, pero sabemos poco sobre
cómo leer los mitos.
De hecho, la pregunta que parece haberse formulado Lévi-
Strauss es «¿Cómo puede el mito tener un significado?».
«¿Cuáles son las convenciones y procedimientos de lectura que
permitirían a la institución de la mitología volverse tan real y pre­

80
sente como la institución de la literatura?» Está intentando ense­
ñarse a sí mismo y a sus lectores el lenguaje del mito, que hasta
ahora no tiene hablantes nativos. Está creando, por decirlo así,
una teoría de la lectura: postulando diferentes códigos y operacio­
nes lógicas que nos permitirán leer un mito en relación con otro
y producir un sistema coherente del que surgirá el significado. Eso
es claramente lo que ha ocurrido en el caso de la fem m e-cram pon.
Por ser como es un estructuralista demasiado bueno como para co­
meter el error elemental de dar por sentado que un elemento deter­
minado ha de tener el mismo significado en contextos diferentes,
su uso del motivo como recurso de conexión representa la tesis de
que esos mitos llegan a ser interesantes e inteligentes cuando se
los lee unos en función de otros, co m o si tuvieran el mismo sig­
nificado. Si los procedimientos que desarrolla consiguen hacer in­
teligibles los mitos se deberá indudablemente a una concordancia
entre el método y el objeto. Y dicha concordancia ilustrará lo que,
al fin y al cabo, era el objetivo general de su proyecto: el carácter
específico de las operaciones de la mente y la unidad de sus pro­
ductos, ya sean mitos o teorías del mito.

No hay mucha diferencia entre el hecho de que en este libro


el pensamiento de los indios sudamericanos tome forma a
través de las operaciones de mi pensamiento y el hecho de
que sea mi pensamiento el que tome forma a través del suyo.
Lo que importa es que la mente humana, independientemen­
te de la identidad de quienes sean sus representantes por el
momento despliegue aquí una estructura cada vez más inte­
ligible a partir de la progresión de ese movimiento doble­
mente reflejo de dos pensamientos influyéndose mutuamente
(ibid., p. 21).

Las técnicas de interpretación que desarrolla manifestarán, na­


turalmente, e iluminarán las operaciones de la mente.
Considerada como una teoría de la lectura, la descripción del
mito por parte de Lévi-Strauss ofrece al estudioso de la literatura
ese raro espectáculo de un intento de inventar y verificar las con­
venciones para la lectura del discurso narrativo. Puesto que el mito

81
y la literatura comparten, como mínimo, una «lógica de lo con­
creto», debemos considerar sus propuestas relativas a la lectura del
mito como hipótesis sobre operaciones semiológicas que puede que
se realicen intuitivamente en la lectura de la literatura.
De su examen de los códigos, por ejemplo —culinario, gusta­
tivo, olfativo, astronómico, acústico, zoológico, sociológico, cos­
mológico—, surge la hipótesis de que los elementos de un texto
adquieren significado como resultado de oposiciones en las que
se han organizado diferentes sectores de experiencia y que, una
vez reconocidas por un lector que haya asimilado los códigos perti­
nentes, pueden ponerse en correlación con otras oposiciones más
abstractas. Si la heroína de un relato aparece vestida de blanco,
puede atribuirse un significado a ese detalle porque la oposición
entre blanco y negro es un agente lógico codificado. Ampliada a la
literatura, la obra de Lévi-Strauss sobre los códigos podría inducir
a afirmar que lo que denominamos ‘connotaciones’ no son signi­
ficados asociados de forma atomista a términos individuales, sino
el resultado de contrastes dentro de los códigos, de que depende
al final el proceso de interpretación simbólica.
El análisis de «sol» y «luna» es un ejemplo apropiado. Lévi-
Strauss ve esa oposición como un agente mitológico poderoso con
gran potencial semántico: «mientras siga siendo una oposición, el
contraste entre sol y luna puede significar casi cualquier cosa». El
significado de sol no está determinado por propiedad real efectiva
o intrínseca alguna del objeto, sino por el hecho de que contrasta
con luna y de que ese contraste se puede poner en correlación con
otros. Así, la distinción puede ser sexual: el sol será masculino y
la luna femenina, o viceversa; pueden ser marido y mujer, hermana
y hermano. O pueden ser del mismo sexo, dos mujeres o dos
hombres opuestos por el carácter o por el poder.6 Aunque los
mitos pueden perfectamente explotar los contrastes binarios con
más libertad que la literatura, la facilidad con que los poetas usan
día y n o ch e para expresar una serie de oposiciones diversas sugiere
que no se debe limitar la teoría de Lévi-Strauss al dominio de la
mitología.7
El principio básico en que se basa el análisis de los códigos
es la noción fundamentalmente saussureana de que la materia es

82
sólo el instrumento de significación, no el propio significante.
«Para que pueda desempeñar esa función, primero hemos de redu­
cirla, conservando sólo unos pocos de sus elementos que son idó­
neos para expresar contrastes y formar pares en oposición» (Le
Cru et le cuit, pp. 346-7). Fundamentalmente, se trata de una
hipótesis sobre el proceso estructurador de la lectura que, para
hacer que el texto signifique, organiza sus elementos en series en
oposición que después pueden ponerse en correlación con otras
oposiciones. Dicho proceso tiene una consecuencia extraordinaria­
mente importante: la extracción de los rasgos pertinentes deja un
residuo que puede organizarse, a su vez, en diferentes oposiciones,
que producen el tipo de plurivalencia o ambigüedad que muchos
han considerado la característica esencial del lenguaje literario.
A causa del principio mismo en virtud del cual están construidos
los códigos, al leer es posible multiplicar los códigos que podrían
ser pertinentes para cualquier discurso particular.
Otro aspecto de la teoría de Lévi-Strauss es la tesis de que
existen algunos contrastes semánticos básicos cuya expresión cons­
tituye la misión de los diferentes códigos. Al analizar los mitos
generalmente considera las afirmaciones sobre las relaciones de pa­
rentesco o sociales como los significados más importantes, pero
no intenta justificar esa preferencia y observa, de hecho, que «ca­
rece de sentido aislar niveles semánticos preferentes en los mi­
tos» (ibid., p. 347). No sólo va implícito en su teoría de los
códigos, sino que, además, lo confirma la analogía con la litera­
tura. No puede haber duda de que, al leer poemas o novelas, es­
tablecemos una jerarquía de rasgos semánticos. Podemos interpre­
tar las afirmaciones sobre el tiempo atmosférico como metáforas
correspondientes a estados de la mente, pero nadie ha interpretado
nunca las afirmaciones sobre los estados de ánimo como metáforas
correspondientes al tiempo atmosférico. Podríamos decir que la
oposición entre el buen tiempo y el malo no se reconoce como
fundamental en sí misma y, en consecuencia, se interpreta en el
sentido de que expresa algún otro contraste más importante. Una
de las misiones de la crítica podría ser la de determinar qué rasgos
semánticos gozan de esa condición privilegiada y parecen hacer de
sign ifiés fundamentales de los símbolos.

83
Precisamente porque trata materiales que no nos son familiares
—textos pertenecientes a culturas diferentes de la nuestra— , la
obra de Lévi-Strauss expone algunos de los problemas básicos de
la lectura que en otros casos puede no convertirse en objeto de
reflexión explícita, ya que los resuelve una experiencia cultural
más rica. La propia singularidad de los mitos que cita, la dificul­
tad de alcanzar lo que ordinariamente consideraríamos una com­
prensión satisfactoria revela claramente hasta qué punto depen­
demos —en la lectura de textos pertenecientes a la cultura oc­
cidental— de una serie de códigos y convenciones de las que no
somos plenamente conscientes. El carácter extraño inicial del mito
se atenúa un pocó cuando Lévi-Strauss lo contrapone a otros mi­
tos y proporciona los códigos que permiten a sus elementos sig­
nificar y encajar dentro de pautas; y ese proceso de naturalización
del mito sirve de imagen de las operaciones que estamos acos­
tumbrados a realizar en relación con nuestros propios textos de
creación literaria. Volver explícitas esas operaciones, describir el
proceso estructurador, los códigos empleados y los fines que orien­
tan la actividad, ha de ser más fácil en el caso de la literatura
que en el del mito, dado que en los juicios de los lectores expertos
hay abundantes testimonios de cómo funciona. Es decir, que hay
más «hablantes nativos» de esa «lengua» y, al contrario que Lévi-
Strauss, no tenemos necesidad de inventar un método de lectura,
al tiempo que investigamos.

Estos dos ejemplos confirman algunas de las conclusiones pre­


liminares sobre la aplicación de modelos lingüísticos al estudio
de otros sistemas culturales. Ambos demuestran que la lingüística
no proporciona un procedimiento de descubrimiento que pudiera
seguirse mecánicamente y que los intentos de usarla como si lo pro­
porcionara efectivamente pueden inducir a pasar por alto el pro­
blema básico de determinar lo que deseamos explicar. S ystém e d e
la m od e muestra la indeterminación que resulta de proponerse
simplemente describir un corpus en lugar de formular las reglas
de un sistema generativo que representaría «competencia» de algún
tipo. M yth ologiq u es no encuentra precisamente esa dificultad, pero

84
se ve perjudicada por el hecho de que hasta ahora existen muy
pocos testimonios sobre los significados de los especímenes en el
sistema general que pretende reconstruir. En ninguno de los dos
casos existe un corpus le oraciones que proporcione al analista
testimonios suficientes. Este necesita recurrir a juicios sobre la se­
mejanza y la diferencia de significado, sobre las construcciones
correctas y las que no lo son, para hacer algo más que identificar
pautas. Tanto Barthes como Lévi-Strauss parecen formular rela­
ciones y pautas sin tener en cuenta suficientemente su valor ex­
plicativo, y por esa razón ninguno de ellos ofrece un modelo de
lo que debe ser el análisis estructural.
En el estudio de la literatura debe ser posible, en teoría, elu­
dir la mayoría de esos problemas, pero, como vamos a ver, muchas
de las mismas dificultades surgen a causa de interpretaciones equi­
vocadas sobre concepciones erróneas de la naturaleza y la efica­
cia de los métodos lingüísticos.

85
CAPITULO 3

LOS ANALISIS POETICOS DE JAKOBSON

I w ish ed beauty to b e co n sid ered as


regu larity or lik eness tem p ered by
irregu larity or d iffer en ce *
G e r a r d M a n l e y H o p k in s

Para cualquier interesado en aplicar los métodos lingüísticos


al estudio de la literatura un procedimiento obvio sería usar las
categorías de la lingüística para describir el lenguaje de los textos
literarios. Si la literatura es, como dice Valéry, «una especie de
extensión y aplicación de ciertas propiedades del lenguaje»,1 el
lingüista podría contribuir a los estudios literarios mostrando qué
particularidades de la lengua aparecen explotadas en textos par­
ticulares y cómo van ampliadas y reorganizadas. La afirmación
de que esa actividad podría ser fundamental para el estudio de
la literatura forma parte de una posición general compartida por
los formalistas rusos; y el enlace entre esos grupos —el hombre
que ha contribuido más que nadie a confirmar esa afirmación—
es Román Jakobson, cuyas formulaciones teóricas y análisis prác­
ticos son los textos básicos de esa variedad de estructuralismo que
intenta aplicar las técnicas de la lingüística estructural directamen­
te al lenguaje de los poemas.

* «Deseo que se considere la belleza como regularidad o semejanza


moderada por la irregularidad o la diferencia.»

86
Como la literatura es ante todo lenguaje y como el estructu­
ralismo es un método basado en la lingüística, el punto de encuen­
tro más probable, como observa Genette, es el del propio material
lingüístico (F igures, p. 149). El lingüista podría analizar las estruc­
turas fonológicas, sintácticas y semánticas de las oraciones de los
poemas, pero quedaría para el crítico la tarea de analizar las fun­
ciones especiales que ese material lingüístico adquiere cuando se lo
organiza como poema. Sin embargo, Jakobson insiste en que esas
restricciones a la función de la lingüística «se basan en un prejuicio
anticuado que priva a la lingüística de su objetivo fundamental, es
decir, el estudio de la forma verbal en relación con sus funciones,
o bien cede al análisis lingüístico sólo una de las diversas fun­
ciones del lenguaje: la función referencial» (Q uestions d e poéti-
que, p. 485). Todos los ejemplos lingüísticos desempeñan por lo
menos una de las seis funciones: la referencial, la emotiva, la fá-
tica, la conativa, la metalingüística y la poética. Y el lingüista no
puede pasar por alto una de esas seis, si pretende llegar a una
teoría completa del lenguaje. En realidad, para Jakobson la poética
es una parte integrante de la lingüística y puede definirse como
«el estudio lingüístico de la función poética en el contexto de los
mensajes verbales en general y en la poesía en particular» (ibid.,
p. 486).
En cada acto de habla

el em isor envía un m en saje al recep tor. Para ser eficaz el


mensaje requiere un con tex to al que se hace referencia, que
el receptor pueda captar, y que sea bien verbal bien capaz
de verbalizarse; un có d ig o total, o por lo menos parcialmen­
te, común al emisor y al receptor; y, por último, un co n ­
tacto, un canal físico y una conexión psicológica entre el
emisor y el receptor, que permita a ambos entrar y mante­
nerse en comunicación. (L inguistics and P oetics, p. 353).

El hecho de enfocar uno de esos factores produce una fun­


ción lingüística particular, y la función poética aparece definida
como « [e l hecho de] enfocar el mensaje en sí mismo». Natural­
mente, por «mensaje» Jakobson no entiende «contenido de una

87
proposición» (esto lo subraya la función referencial del lenguaje),
sino simplemente la expresión en sí misma como forma lingüís­
tica. En palabras de Mukarovsky, «la función del lenguaje poético
consiste en la colocación en primer plano, al máximo, de la ex­
presión».2 La colocación en primer plano puede realizarse de di­
versas formas, pero para Jakobson la técnica principal es el uso
de un lenguaje profundamente pautado. Eso explica su famosa de­
finición del criterio lingüístico mediante el cual se debe identificar
la función poética: «La función poética proyecta el principio de
equivalencia desde el eje de la selección hasta el eje de la com­
binación» (L inguistics and P oetics, p. 358). O, en una versión pos­
terior: «Podríamos declarar que en poesía la semejanza se su­
perpone a la contigüidad, y por esa razón ‘la equivalencia asciende
a la categoría de recurso constitutivo de la oración’» (P oetry o f
gram m ar and gram m ar o f p oetry, p. 602). En otras palabras, el
uso poético del lenguaje entraña la colocación en sucesión de ele­
mentos que están relacionados fonológica o gramaticalmente. Las
pautas formadas por la repetición de elementos similares será a
un tiempo más común y más perceptible en la poesía que en
otros tipos de lenguaje.
Según Jakobson, el análisis lingüístico de un texto puede reve­
lar esas pautas:

Cualquier descripción imparcial, atenta, exhaustiva, total, de


la selección, distribución e interrelación de diversas clases
morfológicas y construcciones sintácticas en un poema deter­
minado sorprende al propio autor del examen con simetrías
y antisimetrías impresionantes, estructuras equilibradas, acu­
mulación eficaz de formas equivalentes y contrastes sobre­
salientes y, por último, con rígidas restricciones en el reper­
torio de los constituyentes morfológicos y sintácticos usados
en el poema, eliminaciones que, por otro lado, nos permiten
seguir la magistral interacción de las construcciones actua­
lizadas (ibid., p. 603).

Este pasaje sorprendente y optimista sugiere que, si seguimos


pacientemente los procedimientos del análisis lingüístico —y los

88
seguimos mecánicamente con el fin de evitar la parcialidad—, po­
demos producir un inventario completo de las pautas del texto.
La tesis parece ser, primero, que la lingüística proporciona un
algoritmo para la descripción exhaustiva e imparcial de un texto
y, segundo, que ese algoritmo de la descripción lingüística cons­
tituye un procedimiento de descubrimiento para las pautas poé­
ticas, en el sentido de que, si se sigue correctamente, producirá
una descripción de las pautas que están presentes objetivamente en
el texto. Dichas pautas sorprenderán al propio analista, pero como
los procedimientos que las han revelado son objetivos y exhaus­
tivos, aquél puede gozar de la sorpresa del descubrimiento y no
tiene por qué preocuparse de la condición ni de la pertinencia de
esos resultados inesperados.
No obstante, hay razones poderosas para preocuparse. Dejando
de lado de momento la pertinencia de las pautas descubiertas de
ese modo, hemos de impugnar seriamente la tesis de que la lin­
güística proporciona un procedimiento determinado para la des­
cripción exhaustiva e imparcial. Desde luego, una gramática de
una lengua asignará descripciones estructurales a cada oración, y,
si la gramática es explícita, dos analistas que la usen asignarán
la misma descripción a una oración determinada; pero, una vez que
superamos esa etapa y emprendemos un análisis distributivo de
un texto, entramos en un dominio de extraordinaria libertad, en
el que una gramática, por explícita que sea, ya no proporciona un
método determinado. Podemos producir categorías distributivas
casi ad Ubitum. Podríamos empezar, por ejemplo, estudiando la
distribución de los substantivos y distinguir los que eran comple­
mentos de verbos de los que eran sujetos. En la siguiente etapa,
podríamos distinguir los que eran complementos de verbos en sin­
gular y los que eran complementos de verbos en plural, y después
podríamos subdividir cada una de esas clases según el tiempo de
los verbos. Ese proceso de diferenciación progresiva puede produ­
cir una cantidad casi ilimitada de clases distributivas, y así, si
deseamos descubrir una pauta de simetría en un texto, siempre
podemos producir alguna clase cuyos miembros estarán dispuestos
apropiadamente. Si deseamos mostrar, por ejemplo, que la primera
y última estrofas de un poema están relacionadas mediante una

89
distribución semejante de algún elemento lingüístico, siempre po­
demos definir una categoría tal, que sus miembros estén distri­
buidos simétricamente entre las dos estrofas. No hace falta decir
que esas pautas están presentes «objetivamente» en el poema, pero
no sólo por esa razón tienen importancia.
Nadie ha contribuido tanto como Jakobson a mostrar la im­
portancia del paralelismo sintáctico y de los tropos gramaticales
en la poesía, y aquí no ponemos en cuestión ese aspecto de su obra.
La afirmación que impugnamos es a un tiempo más específica y
más universal: la de que el análisis lingüístico nos permite identi­
ficar, como rasgo distintivo del uso poético del lenguaje, la forma
como van relacionados los pareados o las estrofas mediante la dis­
tribución simétrica de las unidades gramaticales. Un examen del
análisis por parte de Jakobson de uno de los poemas de S pleen de
Baudelaire mostrará que, con un poco de inventiva, se pueden des­
cubrir simetrías de todas clases e ilustrará el carácter espacioso de
algunas de las pautas identificadas de ese modo:

I Quand le ciel has et lou rd p e s e co m m e un co u v ercle


Sur l’esp rit gém issant en p roie aux lo n g s ennuis,
Et q u e d e l’horizon em brassant tou t le c e r c le
II nous v er se un jou r neñr plus triste q u e les nuits;

I I Quand la terre est ch a n gée en un ca ch ot hum ide,


Oü l ’E spérance, co m m e u n e chauve-sou ris,
S’en va battant les m urs d e son aile tim ide
Et se cogn an t la te te a d es p la fon ds pou rris;

I II Quand la p lu ie étalant ses im m en ses train ées


D’u ne vaste prison im ite les barreaux,
Et qu’un p eu p le m u et d ’in fám es araignées
Vient ten d re ses filets au fo n d d e n os cerveaux ,

IV D es clo ch es tou t a co u p sautent a v ec fu rie


Et lan cen t v ers le c ie l un affreux hurlem ent,
Ainsi que d es esp rits errants et sans patrie
Qui s e m etten t a gein d re opiniátrem ent.

90
V Et d e lon gs corbillards, sans tam bours ni m usique,
D éfilen t len tem en t dans m on am e; VEspoir,
Vaineu, pleu re, et VAngoisse atroce, d esp otiq u e,
Sur m on crá n e in clin é plante son drapeéu noir.

(C uando el cielo bajo y cargado pesa com o una tapa


so b re el espíritu que g im e presa d e largas penas,
y d esd e el horizonte, abarcando tod o el círcu lo,
n os o fr e c e un día n eg ro m ás triste que las n och es;

C uando la tierra s e co n v ier te en un calabozo húm edo,


d o n d e la Esperanza, co m o un m urciélago,
se va ba tien do su tím ida ala con tra los m uros
y golp eá n d ose la cabeza con tra tech o s p od rid os;

Cuando la lluvia d esp lega n d o sus in m en sos regu ero s


d e una vasta prisión im ita los barrotes,
y una m u chedu m bre m uda d e infam es arañas
v ien e a ten d er sus red es en el fon d o d e n u estros cereb ros,

D e rep en te saltan cam panas con furia


y lanzan al cielo un horrible alarido,
co m o espíritu s errantes y sin patria
q u e se pon en a gem ir obstinadam ente

y largos en tierros, sin tam bores ni música,


desfilan len ta m en te en m i alm a; la Esperanza,
ven cida, llora, y la A ngustia atroz, despótica,
so b re m i cráneo inclinado planta su bandera n egra .)

La técnica básica de Jakobson al analizar los poemas con­


siste en dividirlos en estrofas y mostrar que la distribución si­
métrica de los elementos gramaticales organiza las estrofas en dis­
tintas agrupaciones, especialmente las estrofas pares e impares, las
anteriores y las posteriores, las exteriores y las interiores.3 En su
estudio de Spleen observa la distribución de las formas prono­
minales. Una lista completa por estrofas sería la siguiente: I: II,

91
nous\ II: s ’, son, se; III: ses, ses, nous; IV: se, qui\ V: mon,
tnon, son. La simetría no es evidente, si bien podríamos decir,
desde luego, que la primera y la cuarta estrofas están enlazadas y
separadas de las restantes por el hecho de que las dos primeras
contienen dos formas gramaticales y las segundas tres. Pero Jakob­
son prefiere tipos de organización más simétricos y sostiene, en
cambio, que las estrofas impares se distinguen de las pares en
virtud de que sólo las primeras contienen pronombres de primera
persona (n ou s en la primera, n os en la tercera, y dos m on en la
quinta) (Q uestions d e p oétiq u e, p. 421). Podemos encontrar fá­
cilmente otras pautas en el material: III, que contiene adjetivos
pronominales plurales (ses, ses, n o s), se distingue, como estrofa
central, de las demás, que no contienen ninguno; III y IV, que
no contienen pronombres propiamente dichos, sino sólo adjetivos
pronominales (posesivos), contrastan con I, II y IV, que sí con­
tienen pronombres personales ordinarios. Pero Jakobson no cita
ninguno de esos contrastes, ya que lo que le interesa sobre todo
es la simetría de los versos impares frente a los pares.
Otra pauta que enlaza las estrofas impares es, según Jakobson,
la distribución de los calificativos. La distribución de los adjetivos
es la siguiente: I: has, lourd, lon gs, tout, noir, triste (6); II: hu-
m ide, son, tim ide, pourris (4); III: ses, im m enses, vaste, m uet,
infam es, ses, n os (7); IV: affreux, errants (2); V: lon gs, mon,
a troce, despotiq ue, m on, incliné, son, noir (8). En este caso no
hay simetría inicial pero con un poco de ingenio podemos descu­
brir pautas. En primer lugar, Jakobson sostiene que cuatro subs­
tantivos en cada una de las estrofas van modificados directamente
por un adjetivo o participio, pero, para producir esas figuras omi­
te los adjetivos posesivos de la clase de los adjetivos, suprime tou t
de la lista de los adjetivos, a pesar de que en este caso es clara­
mente una forma adjetiva,4 y añade gém issant, lo que en el mejor
de los casos es una decisión discutible, pues no parece probable
que gém issan t modifique directamente a esprit, sino que es el ver­
bo de una frase participial que tomada en conjunto modifica
a esprit. Además, Jakobson sugiere que los participios adjetivos
(p a rticip es ép ith etes) están distribuidos simétricamente en las es­
trofas impares: I: gém issa n t; III: étalant-, V: incliné. Ahora bien,

92
si étalant fuera realmente un calificativo directo, Jakobson se vefía
obligado a añadir pluie, al que modifica, a la lista de substantivos
con calificadores directos, que le da cuatro en la primera estrofa,
cinco en la tercera y cuatro en la quinta... simetría no tan satis­
factoria como su figura original de cuatro en cada una. En res­
puesta a esa crítica,5 Jakobson admite que étalant no es calificador
directo, pero sostiene que puede clasificarse con ellos porque es
«simplemente una etapa menos avanzada de la transformación del
verbo en adjetivo». Desde luego, eso es absolutamente cierto, pero
si admite étalant basándose en eso, ha de incluir también vaincu,
que está por lo menos tan próximo a la condición de adjetivo, y
encontraría enormes dificultades para justificar la exclusión del
participio em brassant, que es también una «etapa menos avanzada
de la transformación del verbo en adjetivo».
Guando pasa a ocuparse de la distribución de los propios cali­
ficadores, consigue una simetría magnífica al ampliar la clase para
que incluya los adverbios de modo y seguir excluyendo los adje­
tivos posesivos y el adjetivo tout. Las estrofas impares contienen
ahora cada una tres calificadores, ya que se ha omitido son de la
segunda y se ha añadido opiniátrem ent a la cuarta. Las estrofas
externas contienen seis, dado que gém issant ha substituido a tout
en la primera y se ha añadido len tem en t a la quinta, después de
la exclusión de m on y son. Y la estrofa del medio, con la omisión
de ses y nos, contiene ahora bien cuatro bien cinco, según se con­
serve o no étalant (Q uestions d e poétiq u e, p. 422).
Por poco prometedora que sea la distribución de las catego­
rías gramaticales más obvias, parece que podemos encontrar for­
mas de producir simetría. Pero la cuestión no estriba en que por
su celo a la hora de mostrar figuras equilibradas Jakobson trate
la gramática descuidadamente: ese subterfugio sería de poco interés
y, en cualquier caso, no impugnaría el propio método. Más que
nada, lo que ocurre es que la forma de proceder de Jakobson in­
dica la debilidad e incluso falta de pertinencia de ese tipo de si­
metría numérica. Conceder importancia a esa clase de equilibrio
numérico significa, por ejemplo, que el poema está mejor orga­
nizado si interpretamos gém issan t como calificativo o si nos con­
dicionamos a nosotros mismos para considerar calificativos los ad-

93
verbios de modo, pero no los adjetivos posesivos. Si convenimos
en que el hecho de reconocer el carácter auténtico de esos elemen­
tos no debilita el poema ni altera su efecto, hemos rechazado, en
esencia, la afirmación de Jakobson de que esa pauta que él percibe
hace una contribución importante a la unidad y a la poeticidad
del texto. No ofrece argumentos para convencernos de la impor­
tancia de la simetría numérica, ni las propias pautas contribuyen
a una convicción de esa clase.
Además de descubrir pautas que enlazan las estrofas de los
poemas en una diversidad de combinaciones, en general Jakobson
se propone mostrar que el verso o versos centrales del texto se
distinguen de algún modo del resto, como si un poema bien cons­
truido requiriera un centro identificable en torno al cual gira. En
S pleen hay pocas pruebas en favor del aislamiento de los dos
versos centrales.

D’u n e va ste prison im ite les barreaux,


Et qu’un p eu p le m u et d ’in fam es araignées,

y, aunque señala algunas semejanzas entre esos dos versos, su


afirmación de que se distinguen del resto del poema depende de
un argumento sobre la distribución de las formas gramaticales
transitorias (formas verbales impersonales y adjetivos adverbiales):
«notamos en la primera mitad de S pleen cinco participios de pre­
sente y en la segunda mitad un par de infinitivos seguidos de
dos adverbios y, finalmente, de dos participios ahora pasivos, mien­
tras que los dos versos centrales no llevan ninguna forma tran­
sitoria» (p. 429).
Se trata de un argumento extraordinariamente curioso, por
la simple razón de que los dos primeros versos de la segunda
estrofa y los tres primeros versos de la cuarta estrofa carecen tam­
bién de formas transitorias, de modo que ese criterio apenas
basta para distinguir los dos versos centrales del resto del poema,
poema. Pero el detalle es interesante precisamente porque el deseo
de Jakobson de usar un argumento tan especioso parece dar a en­
tender que es en extremo importante encontrar alguna pauta distri­
butiva que haga resaltar el centro del poema, y puede que no este­

94
mos equivocados al atribuirle la afirmación implícita de que Sp ie en
sería un poema mejor, o por lo menos mejor organizado, si
los versos centrales fueran, de hecho, los únicos carentes de for­
mas transitorias. La sugerencia parece ser que, si introdujéramos
formas transitorias en los tres primeros versos de la cuarta estrofa,
que ahora carece de ellos tanto como los versos centrales de la
tercera, la prominencia de esta última se vería intensificada y la
organización del poema fortalecida. La sustitución de tou t a cou p
por el adjetivo adverbializado su b item en t y el cambio del adjetivo
errants, no transitorio, por un participio con un complemento
apropiado (por ejemplo, errant sans com p a gn ie en lugar de errants
et sans patrie) introducen dos nuevas formas transitorias y hacen
que el poema se ajuste más fielmente a la pauta de organización que
Jakobson desearía ver en él. Pero es dudoso que los cambios de
esa clase en la cuarta estrofa consigan alterar el efecto de los ver­
sos centrales de la tercera estrofa. Y si pensamos que la intro­
ducción de esas formas transitorias no hace destacar con mayor
claridad los dos versos centrales del poema y contrastar con el
resto del mismo, en ese caso estamos rechazando implícitamente la
tesis de Jakobson sobre la importancia de esa pauta distributiva
particular.
Las afirmaciones de Jakobson sobre la pertinencia de diversas
pautas se ven debilitadas en primer lugar por el hecho de que
la presencia de factores (como la cuestión de si deberíamos inter­
pretar gém issan t como calificativo) que tienen poca relación con
los efectos del poema y, en segundo lugar, por el hecho de que
las categorías lingüísticas son tan numerosas y flexibles, que pode­
mos usarlas para encontrar testimonios prácticamente para cual­
quier forma de organización. Si tomamos la estrofa como la uni­
dad básica, un poema de cinco estrofas como S pleen puede orga­
nizarse en una infinidad de formas: las estrofas impares pueden
oponerse a las pares (1, 3, 5/2, 4), las externas a las internas
(1, 5/2, 3, 4), y las centrales a las periféricas (3/1, 2, 4, 5).
Además, hay cuatro divisiones lineales (1/2, 3, 4, 5), (1, 2/3,
4, 5), (1, 2 3/4, 5) y (1, 3, 3, 4/5). No obstante, no es difícil
mostrar que, según los criterios de un análisis jakobsoniano, el
poema contiene también esas estructuras.

95
En primer lugar la estructura (1/2, 3, 4, 5): la estrofa primera
se distingue claramente de las otras cuatro restantes por el hecho
de que es la única estrofa que contiene pronombres personales no
reflexivos, que van colocados juntos para mayor énfasis (il nous
v erse un jou r noir).
En segundo lugar, la estructura (1, 2/3, 4, 5). Si observamos
la distribución de las formas verbales, descubrimos una simetría
que enlaza las dos primeras estrofas y las hace resaltar del resto
del poema. Ambas estrofas contienen dos verbos en forma per­
sonal (I: p ese, v er se; II: est ch a n gée, va) y dos participios de
presente (I: gém issant, em brassant; II: battant, cogn a n t), pero no
otras formas verbales. Esa simetría ordenada se opone al desorden
de las tres últimas estrofas que contienen, además de formas
personales distribuidas simétricamente, una diversidad de parti­
cipios de presente, participios pasivos e infinitivos.
Esas categorías y simetrías no son menos naturales y eviden­
tes que la de Jakobson, y nos vemos obligados a sacar la conclu­
sión bien de que el poema está organizado de cualquiera de las
siete formas posibles bien de que el método de Jakobson nos per­
mite descubrir en un poema cualquier tipo de organización que
busquemos. Si adoptamos la segunda conclusión, de ello se des­
prende que las estructuras que descubrimos en un poema por esos
métodos carecen de la pertinencia de las características distintivas,
ya que podríamos haber encontrado otras estructuras usando mé­
todos diferentes.
Sin embargo, podría ser que Jakobson no pusiera objeciones
a semejante conclusión. De hecho, a pesar de sus numerosas expo­
siciones teóricas y análisis de poemas concretos, no está del todo
claro qué afirmaciones haría en favor de su método analítico. Si
lo que mantiene es que el análisis lingüístico nos permite descu­
brir precisamente qué formas de organización, de entre todas las
estructuras posibles, aparecen actualizadas en un poema determi­
nado, en ese caso podemos impugnar su tesis mostrando que no
hay tipo de organización que no pueda encontrarse en un poema
particular. Por otro lado —y quizás esto sea probable, dado que
tiende a encontrar las mismas simetrías organizativas en los dife­
rentes poemas que analiza— , su posición puede ser más que nada

96
la de que, como la función poética convierte la equivalencia en el
recurso constitutivo de la secuencia, podemos encontrar innume­
rables simetrías en un poema, y que ese hecho precisamente es el
que distingue la poesía de la prosa.
Para rebatir ese argumento necesitaríamos simplemente mos­
trar que usando los métodos analíticos de Jakobson podemos en­
contrar las mismas simetrías de impar y par, externo e interno,
anterior y posterior en un texto en prosa determinado. Si tomamos,
por ejemplo, la primera página del P ostscriptu m a Q uestions d e
p o étiq u e de Jakobson y, dejando de lado la primera oración, que
es excepcionalmente corta, tomamos las cuatro oraciones siguien­
tes como unidades, podemos descubrir simetrías y antisimetrías
sorprendentes que enlazan y oponen las unidades de todas las for­
mas idóneas (p. 485).

I D’un co te, la S cience du langage, evidem m 'ent a p p elée a


étu d ier les sign es verbaux dans tou s leu rs arragem ents
e t fon ction s, n ’e st pas en d roit d e n ég lig er la fonction
poétique qu e se tro u v e co p rése n te dans la p a role d e tout
étre humain d es sa p rem iére en fa n ce et qui jo u e un role
capital dans la stru ctu ration du discours.
II C ette fo n ctio n co m p o rte une attitu de in tro vertie a l’é-
gard d es sign es verbaux dans leu r unión du signifiant et
du sign ifié et elle adquiert u ne position dom inante dans
le lan gage poétiq u e.
I II C elui-ci ex ige d e la part du lin gu iste un exam en parti-
cu liérem en t m éticuleux , d ’autant plu s q u e le v er s pa-
rait appartenir aux p h én om én es universaux d e la cu ltu re
hum aine.
IV Saint A ugustin ju geait m ém e q u e sans ex p érien ce en
p o étiq u e on serait a p ein e capable d e rem plir les de-
voirs d ’un gram m airien d e valeur.

[(I) Por un lado, la ciencia del lenguaje, evidentemente


destinada a estudiar los signos verbales en todas sus dispo­
siciones y funciones, no tiene derecho a pasar por alto la
función poética, que está presente en el habla de todos los

97
4. — L A P O É T I C A
seres humanos desde su primera infancia y que desempeña un
papel capital en la estructuración del discurso. (II) Dicha
función entraña una actitud introvertida hacia los signos ver­
bales en su unión del significante y del significado y adquie­
re una posición dominante en el lenguaje poético. (III) Éste
exige por parte del lingüista un examen particularmente me­
ticuloso, con tanta mayor razón cuanto que el verso parece
ser uno de los fenómenos universales de la cultura huma­
na. (IV) San Agustín creía incluso que sin experiencia en
poética apenas podríamos desempeñar los deberes de un gra­
mático competente.]

Las unidades impares están relacionadas con las pares y se


oponen a ellas en virtud del hecho de que los únicos adjetivos
adverbializados del pasaje están distribuidos simétricamente en las
oraciones impares (I: évid em m en t; III: pa rticuliérem ent). En las
oraciones pares no hay adverbios de esa clase.
Las oraciones exteriores están relacionadas mutuamente y se
oponen a las interiores por la distribución de los verbos en forma
personal: en primer lugar, cada una de las oraciones exteriores
contiene un verbo principal (I: est; IV: ju geait), mientras que
las interiores contienen dos, enlazados por una conjunción copu­
lativa o una conjunción comparativa de carácter más copulativo
que adversario (II: co m p o r te... e t... acq u iert; III: ex ige... d ’au-
tant plus q u e... parait); en segundo lugar, los únicos verbos en
cláusulas subordinadas figuran en las oraciones exteriores, ocupan­
do posiciones inversas como el verbo principal en I (est) y el verbo
subordinado en IV (serait).
Las dos primeras oraciones van enlazadas y se distinguen de
las otras dos por una serie de pautas. Las primeras contienen los
únicos adjetivos posesivos del pasaje (I: leurs, sa; II: leur). Los
sujetos de todos los verbos en forma personal de las primeras son
femeninos gramaticalmente (I: la Science, la fon ction p o étiq u e;
II: C ette fon ction , elle), mientras que los de las segundas son
maculinos (III: Celui-ci, le v ers; IV: Saint A ugustin, on). Las ora­
ciones tercera y cuarta están enlazadas por la distribución de los
sustantivos: no sólo contienen el mismo número (seis, por oposi­

98
ción a catorce y nueve en la primera y en la segunda), sino que,
además, su distribución por número y género es rigurosamente si­
métrica (un masculino plural y ningún femenino plural en la
tercera, pero dos masculinos singulares y tres femeninos singu­
lares en la cuarta). Las cuatro conjunciones copulativas están limi­
tadas a las dos primeras oraciones, una vez más en distribución
simétrica, dos en cada una de ellas (I: et, et; II: et, et).
Indudablemente, podríamos descubrir otras simetrías y antisi­
metrías, si deseáramos seguir examinando. Éstas deben bastar para
ilustrar la posibilidad de aislar, en prosa que no sea especialmente
poética, «simetrías y antisimetrías inesperadas y sorprendentes,
acumulación eficaz de formas equivalentes, y contrastes sobresa­
lientes». Esta clase de simetría por sí sola no puede servir de
característica definidora de la función poética del lenguaje.
El mismo tipo de problemas encontramos en el nivel de las
pautas fónicas. Nuestras ideas sobre lo que hace que un verso
sea eufónico o logrado o de cómo contribuyen las modulaciones
fonológicas de un verso a otro a los efectos de un poema son de
lo más toscas; y está claro que la lingüística debe prestar alguna
ayuda en esto. Pero la sugerencia de que los métodos del análisis
fonológico nos ofrecen un procedimiento para descubrir las pautas
poéticas da por sentadas más cuestiones de las que resuelve. Indu­
dablemente, la lingüística ofrece un primer paso: reescribir el poe­
ma o estrofa como una serie de matrices de rasgos distintivos.
Pero la lingüística no nos dice cómo seguir adelante a partir de
eso. ¿Qué contará como relación de equivalencia? ¿Cuántos ras­
gos distintivos han de compartir dos fonemas para que los consi­
deremos relacionados? ¿Hasta qué punto deben estar alejados dos
fonemas para que su relación se produzca? Y ¿es proporcional
esa distancia al número de rasgos distintivos que comparten o bien
depende de consideraciones sintácticas y semánticas? El método
lingüístico por sí mismo no proporciona una respuesta a esas pre­
guntas, y argumentos procedentes de la lingüística pueden perfec­
tamente oponerse a lo que sabemos es verdad. Por ejemplo, al
analizar el verso de Racine Le jou r n’est pas plu s pu r q u e le fon d
d e m on coeu r, Nicolás Ruwet afirma que la lingüística nos autori­
za a considerar sólo los elementos léxicos al determinar las pautas

99
fónicas, con lo que limita su descripción a las relaciones entre los
sonidos de jour, pur, fo n d y co eu r (L angage, m uslque, p o ésie,
p. 213). Pero cualquier escolar sabe que la aliteración de pas,
plus, pu r y la asonancia de le fo n d d e tnon son decisivas para la
pauta fónica del verbo, como podemos ver si alteramos los ele­
mentos no léxicos para producir un verso con resonancias dife­
rentes, como: Le jou r n ’e s t g u ére si pu r q u e le fo n d d ’un tel coeu r.
En su análisis de S pleen Jakobson insiste con toda razón en
la intensidad del juego fonético y expone numerosos ejemplos de
repeticiones, en muchos casos entre versos muy alejados. Pero
no nos hace avanzar hacia una teoría general de las relaciones per­
tinentes y no pertinentes entre los sonidos. Ni siquiera en los
casos en que la lingüística proporciona procedimientos perfecta­
mente comprobados para clasificar y describir los elementos de un
texto resuelve el problema de lo que constituye una pauta y, en
consecuencia, no proporciona un método para descubrir las pautas.
A fortiori, no proporciona un procedimiento para el descubrimien­
to de pautas poéticas.

Si rechazamos las afirmaciones de Jakobson de que la lingüís­


tica proporciona un procedimiento analítico determinado para des­
cubrir la organización de textos poéticos y de que las pautas así
descubiertas son necesariamente pertinentes en virtud de su presen­
cia «objetiva» en el texto, todavía podemos salvar gran parte de
su teoría, pues es primordialmente la importancia concedida a la
simetría numérica lo que conduce a la postulación indiscriminada
de estructuras. Para colocar otros aspectos de sú obra en una pers­
pectiva que les confiara su valor propio, podríamos dar una inter­
pretación diferente a la definición de la función poética. Pues,
como resultará evidente a la luz de los procedimientos analíticos
de Jakobson, la repetición de constituyentes semejantes puede ob­
servarse en cualquier texto y, por esa razón, no puede servir por
sí misma de rasgo distintivo de la función poética.
De hecho, cuando Jakobson analiza versos individuales o fra­
ses particulares en lugar de poemas completos, no se limita a adver­
tir las pautas distributivas, sino que, además, explica la función
poética con respecto al efecto de dichas pautas. El lema I like Ike

100
(«Me gusta Ike» —Eisenhower— ) revela un grado elevado de
repetición poética, y dicha repetición tiene también una función:
presenta «una imagen paronomásica del sujeto amante envuelto
por el objeto amado» (L inguistics and P oetics, p. 357). La rela­
ción indisoluble entre I, like y Ike rugiere que es perfectamente
natural, inevitable incluso, que me guste Ike. Podríamos decir,
usando el propio ejemplo de Jakobson como guía, que estamos
ante un ejemplo de la función poética sólo cuando podemos señalar
efectos que podrían explicarse como resultado de proyecciones
particulares del principio de equivalencia desde el eje de selección
hasta el eje de combinación.
Podemos encontrar pruebas en favor de esa interpretación más
convincente en las exposiciones teóricas de Jakobson. Aunque la
rima es un primer ejemplo primordial de repetición fonológica,
«sería una simplificación exagerada e incorrecta tratar la rima me­
ramente desde el punto de vista del sonido. La rima entraña nece­
sariamente la relación semántica entre las unidades que riman»
(ibid., p. 367). Y una vez más, «En poesía, cualquier semejanza
fónica sobresaliente se valora con respecto a la semejanza y/o
desemejanza en significado» (p. 372). Precisamente, la «tendencia
hacia el mensaje» en la poesía, por oposición a las orientaciones
con que enfocamos variedades de prosa discursiva, es la que con­
fiere a la repetición fonológica esa función de plantear la cuestión
de la relación semántica. Así, el lector de la oración anterior no
saca consecuencias semánticas de la repeticióin fonológica en ap-
proa ch es ... prore («enfocamos ... prosa»), pero la rima en la pri­
mera estrofa de S pleen entre en n uis y nuits impone una posible
conexión semántica. De forma semejante, en la primera estrofa de
La G éan te de Baudelaire:

Da tem p s q u e la N ature en sa v e r v e puissante


C on cevait cha q u é jou r d es en fan ts m onstrueux,
J ’eu sse a im é v iv re auprés d ’u n e jeu n e géan te,
C om m e aux pied s d ’u n e rein e un chat voluptueux.

(En la época en que la Naturaleza en su poderosa inspiración


concebía cada día niños monstruosos,

101
me habría gustado vivir junto a una joven gigante,
como a los pies de una reina un gato voluptuoso),

aunque los nombres que m onstrueux y volu ptu eu x modifican están


en una relación diferente, la rima entre los dos adjetivos supone
una asociación estrecha de lo monstruoso y lo voluptuoso que no
está fuera de lugar en absoluto en el poema.
En un momento determinado Jakobson afirma de forma total­
mente explícita que

la equivalencia de sonido, proyectada en la secuencia como su


principio constitutivo, entraña inevitablemente equivalencia
semántica, y en cualquier nivel lingüístico cualquier constitu­
yente de dicha secuencia sugiere una de dos experiencias
correlativas que Hopkins define claramente como «compa­
ración por semejanza» y «comparación por desemejanza»
(ibid., pp. 368-9).

La insistencia en la «experiencia» sugerida por la equivalencia


constituye un rasgo saludable que con demasiada frecuencia está
ausente en sus análisis prácticos. Raras veces estamos seguros
exactamente de qué clase de experiencias corresponde sugerir a la
distribución simétrica de las formas gramaticales transitorias o de
los nombres modificados por calificativos directos. No parece im­
procedente sugerir que las pautas descubiertas son pertinentes sólo
cuando pueden ponerse en correlación con alguna experiencia que
expliquen, pero en esto pisamos un sendero mal señalado. Michael
Riffaterre sostiene, por ejemplo, que muchas de las pautas de
Jakobson abarcan componentes que el lector no puede percibir
y que, en consecuencia, permanecen ajenos a la estructura poética
(D escribing p o etic stru ctu re, p. 207). Pero su «ley de la percepti­
bilidad», como él la llama, apenas puede hacer avanzar la argu­
mentación ni proporcionar una forma de distinguir las estructuras
poéticas de las no poéticas, por la simple razón de que constituye
una estrategia extraordinariamente torpe señalar una pauta parti­
cular y después afirmar que no se la puede percibir. Como tampoco
podemos considerar como criterio propio lo que los lectores han

102
percibido, en primer lugar porque los lectores no saben necesaria­
mente qué constituyentes o pautas pueden haber contribuido a
los efectos experimentados, en segundo lugar porque no deseamos
eliminar por razones de principio la posibilidad de que un crítico
nos señale algo que no hayamos observado en el texto, pero cuya
importancia estamos dispuestos a conceder, y en tercer lugar por­
que habría que establecer reglas bastante arbitrarias para excluir
a Jakobson y otros como él de la compañía de los lectores cuyas
percepciones sirven de criterio de perceptibilidad.
Además, el propio Jakobson no afirma que las estructuras en
cuestión se perciban conscientemente: pueden funcionar perfec­
tamente en un nivel subliminal, según él, sin decisiones deliberadas
ni conocimiento consciente por parte del autor o del lector (Q ues-
tion s d e p oétiq u e, p. 292). Desde luego, todavía más difícil es
argumentar sobre lo que podría tener efecto subliminal que sobre
lo que podría ser perceptible, pero creo que Jakobson no está in­
tentando mediante su formulación eludir todas las posibilidades
de falsificación. Al replicar a la objeción de que el lector no perci­
be esas relaciones complejas entre elementos gramaticales, sostie­
ne que

los hablantes emplean un sistema complejo de relaciones gra­


maticales inherentes a su lengua sin poder aislarlas ni defi­
nirlas, tarea que queda reservada al análisis lingüístico. Como
quienes escuchan música, el lector del soneto se deleita con
sus estrofas, y, aun cuando experimente y sienta la concordan­
cia de los dos cuartetos y los dos tercetos, ningún lector ca­
rente de preparación especial podrá determinar los agentes
latentes de dicha concordancia (ibid., p. 500).

La afirmación de la primera oración expresa la cuestión per­


fectamente. Los hablantes de una lengua experimentan el signi­
ficado de las oraciones y saben si son gramaticales o agramati-
cales, si bien no pueden explicar el complejo sistema de las rela­
ciones gramaticales que producen esos efectos. Pero la única causa
de que los lingüistas tengan algo que explicar es el hecho de que
los hablantes tengan esas experiencias. El análisis gramatical más

103
elegante se vería rechazado, si no hiciera contribución alguna al
proyecto de explicar la gramaticalidad de las oraciones y las rela­
ciones de significado entre sus componentes. Cuando Jakobson
emplea esa analogía y habla de «la capacidad [de los lectores] para
captar los efectos inmediata y espontáneamente sin aislar racio­
nalmente los procesos por los que se producen», deja claro que
su teoría no queda fuera del dominio de la verificación. Su opinión
de que las pautas gramaticales son importantes le obliga a afirmar
que tiene consecuencias, con lo que coloca el problema en un nivel
en que por lo menos es posible discutir. La función poética no
deja de ser una función comunicativa, y para verificar si las pautas
aisladas son de hecho responsables de efectos particulares podemos
intentar modificar aquéllas para ver si cambian éstos. Desde
luego, no siempre es fácil verificar tesis de este modo, dado que
los efectos pueden ser difíciles de captar o aislar; pero cuanto
más difícil resulta percibir cambios de efecto, menos plausible es
la afirmación de que ciertas pautas desempeñan un papel decisivo
en el texto poético.
En sus formulaciones teóricas Jakobson se muestra con fre­
cuencia bastante explícito sobre los efectos de los recursos grama­
ticales. Subraya que el paralelismo sintáctico, como dice Hopkins,
engendra —o se convierte en— paralelismo de pensamiento, y
muestra que lo mismo es aplicable en gran medida al paralelismo
fonológico pronunciado {L inguistics and P oetics, pp. 368-72).
Según dice, la yuxtaposición de categorías gramaticales en contraste
puede compararse con el «montaje dinámico» en el cine:

un tipo de montaje que, por ejemplo, en la definición de


Spottiswoode, usa la yuxtaposición de tomas o secuencias en
contraste para generar ideas en la mente del espectador, que
dichas tomas o secuencias no transmiten por sí mismas. (P oe­
try o f grammar, p. 604.)

Esto sugiere que la función del análisis gramatical podría ser


la de explicar cómo es que en casos particulares se generan ideas
en las mentes de los lectores que no se habrían generado, si se
hubieran usado otras combinaciones de tipos gramaticales o fono­

104
lógicos. En otras palabras, en lugar de intentar usar el análisis lin­
güístico como una técnica para descubrir pautas en un texto, po­
dríamos partir de los datos sobre los efectos del lenguaje poético e
intentar formular hipótesis que explicaran dichos efectos. El propio
Jakobson es muy aficionado a usar la lingüística de ese modo como
una herramienta crítica: cuando se le pide, no que analice todo un
poema, sino que explique un efecto particular, aventaja a la mayo­
ría de los críticos literarios. Así, cuando en la conferencia de India­
na sobre el estilo en el lenguaje John Lotz preguntó por qué el
título del poema de I. A. Richards H arvard Yard in April/April
in H arvard Yard era muy superior a su inverso, April in H arvard
Y ard ¡H arvard Yard in April, Richards balbuceó una respuesta
poco convincente, pero Jakobson acudió en su socorro con una
explicación precisa e indudablemente correcta: la de que, mientras
que en el primer caso las seis sílabas tónicas van todas separadas
unas de otras por sílabas átonas, «un orden invertido de las dos
oraciones anularía su continuidad rítmica con un choque de dos
sílabas tónicas: ...Y a rd ¡H a rva rd...» y destruiría la simetría que
coloca un énfasis en la primera y última sílabas del verso (Sebeok,
S tyle in Language, p. 24). Podríamos añadir que el orden inver­
tido produciría la monotonía de seis vocales idénticas (o ligera­
mente diferentes, según la pronunciación) en sucesión inmediata.
Las afirmaciones de ese tipo pueden verificarse cambiando las vo­
cales y las pautas de acentos, como en May in M em orial C ou rt¡
M em orial Court in May que parece por lo menos tan efectivo
poéticamente como M em orial C ourt in May ¡M ay in M em orial
Court.
Pero si usamos la lingüística como herramienta crítica de ese
modo, ¿cómo afecta eso a la definición de la función poética?
Deja de ser la clave para un método de análisis, y se convierte en
una hipótesis sobre las convenciones de la poesía como institución
y en particular sobre el tipo de atención al lenguaje que a poetas
y lectores les está permitido prestar. La definición de Jakobson
supondría, por ejemplo, que una de las cosas que hacen los lec­
tores de poesía, y que se les permite hacer, cuando se encuentran
ante un paralelismo fonético o gramatical sorprendente, es intentar
colocar los dos elementos en una relación semántica y considerar­

105
los como equivalentes o bien como opuestos. Samuel Levin, cuya
teoría de los «acoplamientos» está sacada directamente de la obra
de Jakobson, ha explorado las consecuencias semánticas de los pa­
ralelismos no semánticos que acoplan dos elementos. Cuando lee­
mos el verso de Pope A sou l as fu ll o f w orth as vo id o f p rid e («Un
alma tan llena de valía como falta de orgullo»), damos por sentado
que orgullo es un vicio. Ese efecto es producido por el tipo de
atención que prestamos al paralelismo en la poesía: puesto que
fu ll o f w orth («llena de valía») y vo id o f p rid e («falta de orgullo»)
van en relación gramatical estricta y muestran correspondencia
estructural, suponemos que son bien equivalentes bien opuestos en
significado (tanto de una buena calidad como de la otra o tanto
de una buena cualidad como de una mala). Optamos por la equi­
valencia, dado que el contexto parece ser elogioso. Y como fu ll
(«lleno») y vo id («vacío») son equivalentes por la posición y antó­
nimos, w orth («valía») y p rid e («orgullo»), que son también equi­
valentes por la posición, han de volverse antónimos para que
queden satisfechas nuestras expectativas sobre el paralelismo de
los constituyentes más amplios (L inguistic S tructures in P oetry,
p. 30). Sin embargo, lo que confirma realmente este análisis es
el hecho de que la interpretación alternativa es considerar el orgu­
llo como una virtud indiscutible, con lo que se conservan los
efectos del paralelismo, en lugar de decir que el orgullo no es
ni virtud ni vicio.
Para ver la fuerza de esas expectativas podríamos considerar
un caso en que no queden satisfechas y en que ese hecho produzca
una sensación de incoherencia. El soneto El D esdichado de Gérard
de Nerval comienza con una declaración de pérdida y una iden­
tidad definida negativamente: J e suis le ténébreux —le v eu f—>
V inconsolé («Soy el tenebroso, el viudo, el inconsolado»). Los
tercetos ofrecen una serie de identidades posibles y algunos de los
testimonios pertinentes:

Suis-je A mour ou P h éb u s? ... Lusignan o u Biron?


M on fro n t est ro u g e en co r du baiser d e la rein e;
J ’ai r e v é dans la g r o tte ou n age la sirén e...

106
Et j ’ai deux fo ts vainqueur tra versé l'A chéron:
M odulant tou r a tou r sur la ly re d ’O rphée
Les soupirs d e la sainte e t les cris d e la fée.

(¿Soy Amor o Febo?... ¿Lusignan o Biron? Mi frente está


todavía roja del beso de la reina; he soñado en la gruta
donde nada la sirena... Y por dos veces he atravesado vic­
toriosamente el Aqueronte: modulando sucesivamente en la
lira de Orfeo los suspiros de la santa y los gritos del hada.)

En el primer verso el paralelismo gramatical estricto establece


expectativas que deben verificarse en el nivel semántico. Como
las dos preguntas son equivalentes por la posición, podríamos
suponer que la elección entre Amor y Febo es paralela a la exis­
tente entre Lusignan y Biron y, en consecuencia, que Amor y
Lusignan comparten algún rasgo que los diferencia de Febo y
Biron (si bien, como señala Léon Cellier, un quiasmo que opu­
siera Amor y Biron a Febo y Lusignan sería posible teóricamente).6
Pero es extraordinariamente difícil descubrir rasgos distintivos
apropiados. Si, como Jacques Geninasca, quien somete el soneto a
un exhaustivo análisis jakobsoniano, damos por sentado el parale­
lismo gramatical y suponemos que debe de haber un paralelo se­
mántico, podemos ejercitar gran ingenio al escoger entre los Birons
conocidos de la historia y entre las aventuras de Febo (Analyse
stru ctu rd e d e s Chiméres d e Nerval, pp. 49-100). Pero ese intento
se opone a los testimonios proporcionados por el resto del soneto,
en que hay una oposición pronunciada entre el mundo clásico, por
un lado (Amor, Febo), y el mundo de las leyendas medievales
francesas, por otro (Lusignan, Biron). Como la cita de esos dos
pares va seguida directamente por dos versos que continúan esa
oposición (el beso de la reina y la gruta de la sirena), podemos
sacar la conclusión de que el primer verso de los tercetos gira en
torno a esa oposición también, pero que, al agrupar sus elementos
así, de un modo que establece expectativas que no quedan satis­
fechas, a un tiempo refuerza la impresión de que la búsqueda de
una identidad viable no puede lograrse mediante la clara forma del
o bien/o bien y promueve una fusión en lugar de un aislamiento

107
de las categorías: las alternativas propuestas por la sintaxis no
son distintivas de forma significativa y las opciones que el resto del
poema manifiesta no son tan excluyentes mutuamente como para
ir enlazadas y separadas por una disyuntiva o. Si consideramos
que la teoría de Jakobson se refiere al proceso de la lectura,
ayuda a explicar los efectos poéticos de ese tipo.
De hecho, en esa perspectiva, como teoría de las operaciones
que las figuras gramaticales pueden inducir a los lectores a rea­
lizar, es más útil considerar la descripción por parte de Jakobson
del lenguaje poético. Decir que hay muchos paralelismos y repeti­
ciones en los textos literarios tiene poco interés en sí mismo y
menos valor explicativo. La cuestión decisiva es qué efectos pueden
tener las pautas, y no podemos acercarnos a una respuesta a menos
que incorporemos dentro de nuestra teoría una descripción de
cómo abordan y estructuran los lectores los elementos de un texto.
Un ejemplo final de la utilidad de la teoría de Jakobson y de
las dificultades que encuentra al aplicarla incorrectamente, puede
tomarse de su análisis del soneto CXXIX de Shakespeare.

T h’ex pense o f Spirit in a w aste o f sham e


I s lu st in action, and till action, lust
Is perju red , m urderous, blood y, fu ll o f blame,
Savage, ex trem e, rude, cru el, n ot to trust,
E njoyed no so o n er but d esp ised straight,
Past reason hunted, and no so on er had,
Past reason hated, as a sw a llow ed bait,
On p u rp ose laid to make th e taker mad.
Mad in pursuit, and in p ossession so,
A bliss in p roof, and p roved , a very w oe,
B efo re a jol p rop osed , behin d a dream.
All this te w orld w ell knows, y e t n on e k now s w ell
T o shun th e h eaven that leads m en to this hell.

(La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto


de vergüenza; la lujuria, hasta que es satisfecha, es perjura,
asesina, sanguinaria, vergonzosa, salvaje, excesiva, grosera, cruel
e indigna de confianza.

108
Apenas se ha gustado de ella se la desprecia, se la persigue
contra toda razón; y no bien saciada, contra toda razón se la
odia, como un incentivo colocado expresamente para hacer locos
a los que en ella se dejan coger.
Es una locura cuando se la persigue, y una locura cuando
se la posee; excesiva al haberse tenido, al tenerse y en vías de
tener; felicidad en la prueba y verdadero dolor probada; en
principio, una alegría propuesta; después, un sueño. Todo el
mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar
el cíelo que conduce a los hombres a este infierno.) *

Al enfocar el soneto desde un punto de vista lingüístico, Jakob­


son descubre un ejemplo de paralelismo gramatical y saca de él
conclusiones semánticas:

Sólo las estrofas impares presentan hipotaxis y acaban


en estructuras «progresivas» de muchos niveles, por ejemplo,
construcciones con varios grados de subordinadas, cada una
de ellas pospuesta al constituyente subordinante:

II A) hated («odiada») B) as a sw a llow ed bait («incenti­


vo») C) on p ro p o se laid («colocado expresamente») D) to
make («hacer») E) th e taker («el que se deja coger»)
F) mad («loco»).
IV A) n on e k now s w ell («nadie sabe») B) to shun («evitar»)
C) th e heaven («el cielo») D) that lead s («que condu­
ce») E) tnen («hombres») F) to this h ell («a este in­
fierno).

Los penúltimos constituyentes de ambas estructuras progre­


sivas son los únicos nombres animados del soneto (II th e
taker, IV m en), y ambas construcciones acaban con los úni­
cos tropos substantivos: bait y taker, h ea ven y h ell en lugar
de séptimo cielo y tormento infernal (Shakespeare’s Verbal
Art in Th’Expence of Spirit, p. 21.)

* Trad. castellana de Astrana Marín.

109
Dado ese paralelismo, Jakobson sostiene que el primer verso
centrífugo del soneto «presenta al héroe, th e taker», que es ma­
nifiestamente una víctima, y que «el verso centrífugo final aporta
la revelación del malévolo culpable, th e h ea ven that leads m en to
this h ell («el cielo que conduce a los hombres a este infierno»),
con lo que revela por qué es perjura la alegría propuesta y colocado
el incentivo» (i h i d p. 18).
A partir de un paralelismo estructural Jakobson deduce la
equivalencia de los constituyentes individuales. Por eso, pone en
relación on p u rp ose laid («colocado expresamente») con th e heaven
(«el cielo») y sugiere que el séptimo cielo es el culpable de haber
colocado el incentivo deliberadamente. La interpretación errónea
procede de una confusión con respecto a la naturaleza y función
del paralelismo. El lector no considera la estructura gramatical
del soneto aisladamente, ni le permite que anule otras considera­
ciones. Toma los rasgos sintácticos junto con otros rasgos y, así,
ha de encontrar un paralelo temático y gramatical evidente entre
to make th e taker mad («volver loco al que se deja coger») y leads
m en to this hell («conduce a los hombres a este infierno»): el
segundo es una versión generalizada del primero. Esa relación de
equivalencia sugiere que lo que quiera que vuelve loco al que se
deja coger ha de estar relacionado con lo que conduce a los hom­
bres a ese infierno y, en consecuencia, que bait («incentivo») es
el equivalente en el segundo cuarteto de «cielo» en el pareado.
Así pues, la interpretación natural es considerar h eaven («cielo»)
como la visión de bliss («felicidad») y jo y p rop o sed («alegría pro­
puesta») que pone el cebo al que se deja coger) y no como tropo
de h ea ven ’s so vereign («séptimo cielo»),
Jakobson, pensando en términos distributivos, considera la po­
sición el factor decisivo: puesto que on p u rp ose laid («colocado
expresamente») precede a to make («hacer»), Jakobson lo relaciona
con h eaven («cielo»), que precede directamente a that leads («que
conduce»). Pero el lector sólo haría esa conexión en el caso de que
enfocara el poema sin prestar la menor atención a las relaciones
lógicas y temáticas. La posición desempeña un papel efectivamente,
pero no de la forma que da a entender Jakobson; está subordinada
a las consideraciones temáticas. El lector puede advertir que la

110
frase on p u rp ose laid, que aparece entre bait y to tnake, no tiene
un constituyente correspondiente a ella en el verso final del sone­
to. Se ha violado el paralelismo lógico, y eso tiene considerable
importancia: el tono vituperioso y acusatorio de on p u rp ose laid
ha desaparecido cuando llegamos al pareado. La lascivia ya no es
past reason hated («odiada contra la razón») con una pasión que
induce a acusaciones casuales e indirectas. Se nos sugiere que la
culpa no es de un reo desconocido que haya colocado ese incen­
tivo expresamente, sino de los propios hombres que no pueden
pasar de un tipo de conocimiento a otro: de co n o cer a saber. La
estructura gramatical refuerza ese efecto al hacernos advertir que,
cuando llegamos al pareado, un constituyente particular ha sido
reprimido o superado.
La interpretación errónea de Jakobson es muy instructiva
porque muestra claramente que una hipótesis equivocada invalida
la aplicación de su teoría. La disposición con que acepta su inter­
pretación sugiere que cree que es correcta porq u e se ha llegado
a ella mediante el análisis lingüístico. Si damos por sentado que
la lingüística proporciona un método para el descubrimiento de
pautas poéticas, en ese caso es probable que no seamos capaces
de ver las formas como funcionan realmente las pautas gramati­
cales en los textos poéticos, por la sencilla razón de que los
poemas, en virtud de que se los lee como poemas, contienen
estructuras diferentes de las gramaticales, y la interacción resul­
tante puede conferir a las estructuras gramaticales una función
que no es en absoluto la que el lingüista esperaba. Sólo partiendo
de los efectos del poema e intentando ver cómo contribuyen y
ayudan las estructuras gramaticales a explicar dichos efectos pode­
mos evitar los errores resultantes de considerar el análisis grama­
tical como un método interpretativo.
Pues, incluso en su propio dominio, la misión de la lingüística
no es la de decirnos qué significan las oraciones; al contrario, es
la de explicar cómo es que tienen los significados que los hablantes
de una lengua les atribuyen. Si el análisis lingüístico llegara a pro­
poner significados que los hablantes de la lengua no pudieran
aceptar, sería el lingüista quien no estaría en lo cierto, no los
hablantes. Lo mismo en gran medida es aplicable al estudio de

111
la función poética del lenguaje: los efectos poéticos constituyen los
datos que hay que explicar. Jakobson ha hecho una contribución
importante a los estudios literarios al llamar la atención sobre las
variedades de las figuras gramaticales y sus funciones potenciales,
pero sus propios análisis están viciados por la creencia de que la
lingüística proporciona un procedimiento de descubrimiento auto­
mático para las pautas poéticas y por su incapacidad para advertir
que la misión fundamental es mostrar cómo surgen las estructuras
poéticas de la multiplicidad de las estructuras lingüísticas poten­
ciales.

112
CAPITULO 4

GREIMAS Y LA SEMANTICA ESTRUCTURAL

Mais si le langage ex prim e autant par


c e qui est en tre les m ots q u e par les
m ots? Par c e qu’il n e dit pas q u e par
c e qu’il dit? *
M e r l e a u -P o n t y

Podríamos esperar que la semántica fuera la rama de la lin­


güística que a los críticos literarios les pareciera más útil. Si exis­
te un dominio en que los métodos de la descripción lingüística
podrían aplicarse provechosamente, es el del significado. ¿Qué
crítico no sueña en algún momento con una forma científica­
mente rigurosa de caracterizar el significado de un texto, de de­
mostrar con instrumentos de idoneidad probada que ciertos signi­
ficados son posibles y otros imposibles? Y aun cuando la teoría
semántica no bastara para explicar todos los significados observa­
dos en la literatura, ¿no constituiría por lo menos una etapa pri­
mordial en la teoría literaria y en el método crítico, al indicar
qué significados deben caracterizarse mediante reglas suplemen­
tarias? Si la semántica pudiera proporcionar una descripción de la
estructura semántica de un texto, no hay duda de que sería de
gran utilidad para los críticos, aun cuando no fuese una panacea.
Esas esperanzas, por bien fundadas que estuvieran, han sido
vanas. La semántica no ha llegado todavía a poder caracterizar
* «Pero, ¿y si el lenguaje expresa tanto por lo que queda entre las
palabras como por las palabras? ¿Por lo que no «dice» como por lo que
«dice»?

113
el significado de un texto y apenas ha alcanzado los objetivos
más modestos que se ha fijado. Katz y Fodor, quienes, como la
mayoría de los gramáticos transformacionales, no se caracterizan
precisamente por la modestia de sus afirmaciones teóricas, consi­
deran que la misión de la semántica es describir aspectos seleccio­
nados de la competencia de un hablante: su capacidad para deter­
minar el significado literal de las oraciones, para reconocer las
oraciones sinónimas y para rechazar las interpretaciones anóma­
las. Sólo les interesa el significado de las oraciones, no el de las
pronunciaciones ni el del discurso conexo, y no intentan caracte­
rizar con detalle el significado de las cadenas que se alejan de la
norma (es decir, las metafóricas).1 El crítico literario que espera
que la semántica pueda hacer una contribución sustancial a la
comprensión del significado en la literatura convendrá indudable­
mente con la opinión de Uriel Weinreich de que «se ocupan
de una parte extraordinariamente limitada de la competencia se­
mántica», y de que «es muy dudoso que tengan el menor sentido
teorías semánticas que sólo sean válidas para casos especiales del
habla: a saber, la prosa trivial, sin humor» (E xplorations in Seman-
tic T heory, pp. 397-9).
El crítico preferiría una teoría más ambiciosa, aun cuando
fuera menos sistemática; y, por esa razón, es sorprendente que
la S ém antique stru ctu rale de A. J. Greimas haya recibido tan
poca atención,2 pues intenta explicar el significado verbal de
todas clases, incluido el de las metáforas, de las oraciones en el
discurso conexo e incluso la tota lité d e sign ifica ro n de un texto
o de un conjunto de textos. Partiendo de los significados de las
palabras o de los elementos léxicos, Greimas intenta formular,
reglas y conceptos para explicar los significados producidos cuan­
do se combinan en oraciones o en textos completos; y su libro
concluye con un estudio «el mundo imaginativo» del novelista
Georges Bernanos, «un ejemplo de descripción casi completa,
realizada sobre un corpus determinado, especificando los procedi­
mientos usados, y proponiendo, al final, modelos definitivos de
organización para un microuniverso semántico» (S ém antique stru c­
turale, p. 222). Si, como da a entender este pasaje, la teoría de
Greimas proporcionara efectivamente un algoritmo para la descrip­

114
ción semántica y temática de un corpus literario, sería verdadera­
mente de extraordinario valor; y, en lugar de suscitar esperanzas
falsas, más vale que digamos ahora mismo que esa clase de afirma­
ciones no están justificadas. No obstante, mediante el examen de
las dificultades con que tropieza su teoría, de su forma de fallar,
podemos confiar en arrojar alguna luz sobre las posibilidades y li­
mitaciones de las teorías semánticas de esa clase. La obra de Grei-
mas es sólo el ejemplo más ambicioso de una forma particular de
aplicar los modelos lingüísticos a la descripción de un lenguaje li­
terario, y hemos de intentar determinar hasta qué punto es posible
explicar el significado en la literatura a partir de la hipótesis de
que los rasgos semánticos mínimos se combinan de acuerdo con las
reglas para producir efectos semánticos en gran escala.
Una teoría semántica ha de aspirar a la adecuación tanto des­
criptiva como operativa; es decir, que debe usar conceptos que
puedan definirse en función de las técnicas u operaciones y debe
explicar hechos relativos al significado atestiguados intuitivamente.
Una teoría de la descripción adecuada sólo es operativamente ade­
cuada, si es suficientemente explícita como para que lingüistas di­
ferentes, usando su mecanismo, alcancen los mismos resultados o,
de forma más precisa, como para que se programe un computador
a fin de usar sus técincas a la hora de producir descripciones. Si se
formulara la teoría como un conjunto de instrucciones que produ­
jesen interpretaciones, su adecuación descriptiva dependería de la
«corrección» de dichas interpretaciones. En el estado actual de la
semántica cualquier teoría fallará por lo menos en uno de estos
sentidos: o bien usará un metalenguaje coherente y explícito, pero
fallará a la hora de explicar ciertos efectos semánticos, o bien desa­
rrollará conceptos que especifiquen los efectos por explicar pero
que, a su vez, no estén definidos explícitamente en términos ope­
rativos. El problema inicial a la hora de evaluar la teoría de Grei-
mas —y que quizás explique por qué, a pesar de su fama de estruc-
turalista destacado, se ha escrito tan poco sobre él— es que no hay
seguridad sobre el sentido de sus fallos. Cuando introduce un
nuevo concepto lo define tanto en función de otros conceptos de
la teoría como en función de los efectos semánticos que está des­
tinado a explicar, pero con frecuencia esas dos definiciones no coin-

115
ciclen y tenemos que escoger cuál ha de ser la especificación deci­
siva. ¿Es su teoría un conjunto de conceptos trabados que no con­
sigue explicar una serie de efectos semánticos, o es, más que nada,
una especificación de aspectos de la competencia semántica cuyos
términos deben recibir una definición operativa más adecuada? En
cualquier caso, su ejemplo ilustra con considerable claridad la di­
ficultad de llenar el vacío entre los rasgos semánticos de las pala­
bras y los significados de las oraciones o de los textos.

Toda la base de la teoría de Greimas, como cualquier semán­


tica seria, es una oposición entre «inmanencia» y «manifestación»:
entre un «mapa» conceptual de los posibles rasgos del mundo, in­
dependientemente de cualquier lengua, y las agrupaciones efectivas
de dichos rasgos en las palabras y oraciones de una lengua. El
plano de la inmanencia consta de rasgos semánticos mínimos o
«semas» que son el resultado de oposiciones (masculino/femenino,
viejo/joven, humano/animal, etc.). Los elementos léxicos o «lexe-
mas» de una lengua particular manifiestan ciertas combinaciones
de dichos rasgos: m ujer, por ejemplo, combina una forma fonoló­
gica y los semas «hembra» y «humana», que son el resultado de
oposiciones inmanentes. Cualquier teoría semántica requerirá un
conjunto jerárquicamente organizado de rasgos semánticos, pero
nadie se ha acercado siquiera a ese objetivo, ya que nos exigiría
confeccionar una lista ordenada de todos los atributos posibles. No
obstante, la condición mínima de adecuación para un análisis en
semas se enuncia de forma muy simple: para dos elementos léxi­
cos cualesquiera que difieran en significado ha de haber uno o más
semas que expliquen esa diferencia.
Como el significado de un elemento léxico puede variar de un
contexto a otro, Greimas postula que la representación semántica
de un lexema consta de un núcleo invariable (le noyau sém ique),
compuesto de uno o más semas, y de una serie de semas contex­
túales, cada uno de los cuales se manifestará sólo en contextos
específicos. Para determinar la composición semántica de un ele­
mento léxico particular, consideramos todas las acepciones o «seme-
mas» que el lexema tiene en un corpus e inferimos, como compo-

116
nentes del noyau sém ique, los rasgos compartidos por todos los
sememas. Las variaciones en significado se reducen a una serie
de semas contextúales alternativos. Esa primera etapa de descrip­
ción, en el análisis de los lexemas en función de los rasgos semán­
ticos, puede considerarse como la formalización de un diccionario
de la lengua. Todas las teorías semánticas descansan sobre una
base de esa clase, y en ese nivel la obra de Greimas no es parti­
cularmente descriptiva. La cuestión crucial, es: dada alguna repre­
sentación del significado de las palabras, ¿cómo hemos de expli­
car los significados de las oraciones y las secuencias de las ora­
ciones?
El caso más elemental es la combinación de un sujeto y un
verbo o de un adjetivo y un nombre. ¿Cómo explicará la semán-
tiva el hecho de que bark tenga un significado diferente en T he
d o g barked at m e («El perro me ladró») y T he man barked at m e
(«El hombre me gritó») o que el sentido de colo u rfu l no sea el
mismo en a colo u rfu l d ress («un vestido de colores») y a colou rfu l
character («un personaje pintoresco»)? Un hablante que conozca
el significado de las palabras individuales no tiene dificultad para
inferir el significado correcto a partir de sus combinaciones. ¿Qué
representación de esa capacidad puede ofrecer la lingüística? Grei­
mas sostiene que la elección, entre los semas contextúales unidos
a un elemento léxico va determinada por la presencia de uno de
esos semas en el otro elemento. Así, el lexema bark tendría como
núcleo algo así como «un sonido vocal agudo» y como variantes
contextúales los rasgos «humano» y «animal». Seleccionamos cual­
quiera de esos rasgos, «humano» o «animal», que esté presente en
el sujeto del verbo (p. 50). Si así fuera, el proceso de determinar
la acepción correcta por pares de palabras podría representarse
como un procedimiento explícito: búsquese cada lexema en el dic­
cionario y escríbase su especificación semántica; después, tómense
cada uno de los semas contextúales del primer lexema por turno
y véase si están presentes en el segundo lexema: si es así, reténga­
selos; si no, abandóneselos.
Indudablemente, algún proceso de este tipo funciona en la com­
petencia semántica, pero la formulación de Greimas tropieza con'
varias dificultades. En primer lugar, ni siquiera funciona en el caso

117
del espécimen léxico que cita como ejemplo: a b oyer («ladrar, gri­
tar, hostigar») contiene el núcleo «una clase de grito» y los semas
contextúales «animal» y «humano», de modo que Le ch ien aboie
aprés le fa cteu r significa «El perro ladra al cartero» y L’enfant
aboie aprés sa m ere significa «El niño clama por su madre». Pero
la selección no siempre funciona de esa forma simple: aunque los
policías son humanos, La p ó lice ab oie aprés le crim in el no significa
que clamen por él, lanzando gritos humanos, sino que lo persi­
guen con la tenacidad de lebreles que lo han olfateado y van tras
sus pasos. Para explicar efectos de ese tipo, la teoría ha de volverse
mucho más compleja, pues en su estado presente sólo puede ex­
plicar las acepciones metafóricas que ha incorporado a las palabras
en el nivel léxico. En Ese h om b re es un león , ejemplo que Grei-
mas cita, el significado metafórico correcto se produce sólo si
hemos incluido en el artículo del diccionario correspondiente al
lexema leó n los semas contextúales opuestos de «humano» y «ani­
mal», de modo que la presencia de un sujeto humano puede selec­
cionar los rasgos «humano», «valiente», etc. Eso significa, por
ejemplo, que cada término animal o vegetal que se puede usar para
insultar o elogiar a un ser humano ha de tener ese significado
metafórico inscrito en el léxico como una de sus variantes contex­
túales. Sin embargo, el caso del lenguaje poético parece indicar
tanto la futilidad de intentar incorporar a un léxico todos los posi­
bles significados metafóricos (dado que siempre se producen nue­
vas metáforas) como el carácter innecesario de semejante procedi­
miento (dado que las nuevas metáforas pueden entenderse). Más
adelante consideraremos otras formas de explicar los significados
metafóricos; por el momento la cuestión es simplemente que el
intento de Greimas de avanzar desde las unidades mínimas hasta
las unidades mayores tropieza con dificultades, porque ha de in­
tentar incorporar en los niveles inferiores todos los significados que
podrían encontrarse en los niveles superiores.
Otro problema que procede de la misma causa es la constric­
ción general impuesta a los sememas por la teoría de Greimas:
para asignar los significados correctos a colo u rfu l d ress y colo u rfu l
character hemos de inventar algún rasgo que esté presente tanto
en colo u rfu l como en d ress y otro que esté presente tanto en co-

118
lou rfu l como en character, y como la distinción entre d ress y cha-
ra cter que causa los significados diferentes de co lo u rfu l parece ser
«objeto físico» frente a «humano», el artículo léxico correspon­
diente a colo u rfu l ha de especificar como parte de su significado
las alternativas «objeto físico» y «humano». Eso, en el mejor de
los casos, es contrario a la evidencia y preferiríamos algún tipo de
regla generalizable que indicara cómo se comporta un conjunto de
adjetivos ante los especímenes que lleven esos rasgos; pues «huma­
no» no parece ser parte de un significado de co lo u rfu l en el sentido
de que «humano» y «objeto físico» formen parte de dos signifi­
cados alternativos de corta d or (alguien que corta/algo que corta).
No obstante, para la teoría de Greimas es decisivo que las acep­
ciones correctas se seleccionen mediante una repetición efectiva de
los semas, pues los semas que se repiten así en un texto se deno­
minan «clasemas» y son responsables en gran medida de la cohe­
rencia de los textos. Así como la repetición de los semas conduce
a la formación de clasemas, así también la repetición de clasemas
en un texto permite al lector identificar un nivel de coherencia
o una «isotopía» que lo unifica.

Esa concepción de los clasemas, como elementos cuya ca­


racterística es repetirse, puede tener un valor explicativo
preciso, aunque sólo sea al hacer más comprensible el con­
cepto —todavía vago, pero muy necesario— de totalidad sig­
nificativa (tota lité d e sign ifica tion )... Vamos a intentar mos­
trar, mediante el uso del concepto de isotopía, cómo es que
textos enteros están situados en niveles semánticos homo­
géneos, cómo es que el siginficado global de un conjunto de
significantes, en lugar de postularse a priori, puede interpre­
tarse como una propiedad estructural real de manifestación
lingüística (p. 53).

Si consiguiera mostrar el modo de obtener el significado total


de un texto mediante operaciones definibles a partir de un con­
junto de significantes, su obra sería verdaderamente de gran im­
portancia para el crítico literario; pero, desgraciadamente, la
idea de que la repetición de clasemas conduce a una forma parti­

119
cular de unidad sencillamente no se ve confirmada por los ejemplos
que cita.
Según él, los chistes proporcionan testimonios excelentes del
funcionamiento de las isotopías, ya que el chiste es una forma que
muestra deliberadamente las operaciones lingüísticas que abarca la
comprensión y juega con ellas. En una fiesta nocturna espléndi­
da y elegante un invitado comenta a otro, Ah! b elle soirée, hein?
R epas m agnifique, et puis jo lies toilettes, hein ? («¡Espléndida
velada!, ¿verdad? Comida magnífica, y además vestidos (lavabos)
bonitos, ¿eh?»). A lo que el otro da la siguiente respuesta ines­
perada: Qa, je n ’en sais rien ... je n’y suis pas alié («Eso no lo
sé... no los he visitado») (p. 70). Greimas afirma, con toda razón,
que la primera parte del chiste, que presenta la situación, esta­
blece un contexto y nivel de coherencia y que la respuesta del se­
gundo hablante «destruye su unidad al oponer de repente una se­
gunda isotopía a la primera». Indudablemente, eso es lo que ocu­
rre, pero es difícil ver cómo podría explicarse eso como resultado
de la repetición de los clasemas. La acepción «vestidos» para toi­
le tte s va determinada por rasgos del contexto bastante más sutiles
que el tipo de clasema comentado anteriormente. Para ver que
ningún rasgo de brillante so irée m ondaine es suficiente por sí
mismo para determinar esa acepción de toilettes, basta con que
invirtamos el chiste y hagamos que el primer hablante pregunte:
Ou so n t les to ilettes? o A vez-vous vu les to ilettes? , y el segundo
responda: «Están alrededor de usted». En este caso el lector se­
lecciona los significados correctos sin dificultad, a pesar de que el
lema «servicio» o lo que sea no se relaciona con ninguna cosa de
la introducción al chiste. Sabe que no vamos a preguntar dónde
están los vestidos en una fiesta nocturna elegante.
Es extraordinariamente importante que una teoría del discurso
pueda explicar la capacidad de los lectores para escoger entre acep­
ciones alternativas y establecer niveles de coherencia, pero el pro­
ceso abarca algunas nociones bastante complejas de vraisem blance
e idoneidad que no parece que puedan representarse mediante
una lista de los clasemas que aparecen más de una vez en un trozo
determinado de texto. Greimas parece reconocerlo, cuando escribe
en un capítulo posterior que

120
la necesidad de que un retícu lo cultural resuelva las dificul­
tades relativas al descubrimiento de las isotopías... pone en
cuestión la propia posibilidad del análisis semántico objetivo.
Pues el hecho de que en el estado de conocimiento presente
sea difícil imaginar semejante rejilla que satisficiera los re­
quisitos de un análisis mecánico indica que la propia descrip­
ción todavía depende, en gran medida, de las decisiones sub­
jetivas del analista (p. 90).

En otras palabras, Greimas ve que el esquema propuesto


no es en sí mismo un procedimiento para el análisis semántico.
Las isotopías, para poder captar verdaderamente los niveles de
coherencia de un texto, no pueden identificarse automáticamente
mediante la anotación de las repeticiones de clasemas. Sin embar­
go, representan efectivamente un aspecto importante de la com­
petencia del lector —aspecto que requiere explicación indudable­
mente—• y más abajo vamos a comentar detalladamente el uso del
concepto.
Una vez identificadas las diferentes isotopías de un texto, en
teoría podemos dividir un texto en sus estratos isotópicos. Como
observa Greimas con pesar, ese procedimiento va determinado
todavía en gran parte por las percepciones subjetivas del analista,
pero afirma que poniendo mucho cuidado y volviendo atrás repe­
tidas veces en el texto podemos confiar en evitar omisiones
(pp. 145-6). Desde luego, eso da por sentado que conocemos lo
que estamos buscando, lo que dista mucho de estar claro. Por ejem­
plo, Greimas ha identificado lo que llama las isotopías básicas: la
«práctica», que es una manifestación de la «cosmológica» o mun­
do exterior, y la «mítica» que se refiere al mundo «noológico» o
interior (p. 120). El ejemplo que ilustra esa distinción —a heavy
sack («un saco pesado») frente a a heavy co n scien ce («una con­
ciencia culpable»)— es bastante claro, e indudablemente la distin­
ción podría hacerse en gran cantidad de casos, especialmente en
aquellos en que dos sentidos de una palabra van en correlación
con referencias interiores y exteriores. Pero existen innumerables
casos en que la distinción no parece pertinente — ¿cómo decidir
si las oraciones de esta página son prácticas, míticas o ambas co­

121
sas?— o en que se consigue poco intentando fragmentar un sig­
nificado unitario (La p ó lice a b oie aprés le crim in el es a un tiempo
interior y exterior sin ser ambigua). Greimas parece dar por senta­
do que las frases estarán ya marcadas con los clasemas pertinentes,
in téro cep tiv e y ex téro cep tive, para cuando lleguemos a esta etapa,
pero eso lo único que hace es transferir el problema a un nivel
inferior. El procedimiento tiene una validez intuitiva evidente: al
interpretar un poema, por ejemplo, extraeremos y relacionaremos
unas con otras todas las secuencias emparentadas con un clasema
como hum ano para determinar qué significados se agrupan en tor­
no a ese núcleo semántico. Pero Greimas no se ha acercado siquie­
ra a una definición formal de la operación: ¿qué longitud tiene una
secuencia, por ejemplo?
El paso siguiente en la descripción semántica es la normali­
zación de series que se han construido aislando las secuencias per­
tenecientes a una única isotopía. Se trata esencialmente de un pro­
ceso de reducir las oraciones a una serie de sujetos y predicados
que recibirán una forma constante de modo que puedan relacio­
narse mutuamente, y, por decirlo así, sumarse. Todo lo referente
al acto de la enunciación se elimina en primer lugar: los pronom­
bres de primera y segunda persona (que quedan sustituidos por
«el hablante» y «el oyente»), todas las referencias al tipo del men­
saje, los deícticos, en la medida en que son dependientes de la si­
tuación del hablante y no simplemente de otras partes del men­
saje (pp. 153-4). Después se reduce cada secuencia a un conjunto
de frases nominales (actan tes) y un predicativo que es bien un
verbo bien un adjetivo predicativo (Greimas los llama predicados
«dinámico» y «estático» o fu n cio n es y califica cion es). Los predica­
dos pueden incluir también agentes modales y un elemento ad­
verbial de algún tipo (aspecto). Los actan tes o grupos nominales
desempeñarán uno de estos seis papeles diferentes: sujeto, objeto,
emisor, destinatario, oponente y ayudante. Así pues, una sola
oración contendrá hasta seis actantes, una función o calificación,
y posiblemente un agente modal y un elemento adverbial.
Una función de ese esquema es hacer la estructura de la ora­
ción homologa aproximadamente a la «trama» del texto. La histo­
ria de una búsqueda, por ejemplo, tendrá un sujeto y un objeto,

122
oponentes y ayudantes, y quizás otros actantes cuya función sea
dar o recibir. De forma ideal, dicha trama podría concebirse como
una suma ordenada y distintiva de las relaciones de actantes ma­
nifestadas en las oraciones que van situadas en la isotopía apro­
piada. Sin embargo, está claro que no podríamos transcribir sim­
plemente las oraciones en esa notación y combinar los resultados,
pues el protagonista no será el sujeto de todas las oraciones, como
tampoco ocuparán necesariamente otros personajes en las oracio­
nes los papeles de actantes temáticamente apropiados.
En el capítulo 9 vamos a tratar de la aplicación del modelo del
actante al análisis de la narrativa, pero ésta no es su única fun­
ción. También ofrece una representación, aunque de nuevo tal
vez más en teoría que en la práctica, del proceso de interpretación
que, por la hipótesis que esa notación supone, entraña recorrer
el texto y agrupar los diferentes papeles de actante en que un
grupo nominal particular aparece, la serie de calificaciones añadi­
das a grupos nominales particulares y la serie de funciones o accio­
nes que se combinan para formar la acción de un texto. No sabe­
mos si un análisis realizado desde ese punto de vista ofrecía una
representación pertinente del proceso de síntesis semántica, ya
que al parecer no ha habido ningún intento sistemático de trans­
cribir un texto de acuerdo con esas fórmulas y después mostrar
cómo funcionaría un proceso formalizado de síntesis.3 Pero parece
haber dos obstáculos importantes. En primer lugar, en el nivel
de la propia oración, los debates relativos a la gramática del caso,
que es formalmente análoga al enfoque de Greimas en el sentido
de que hace de la oración un predicado con una constelación de
expresiones nominales en diferentes posiciones lógicas, muestran
que el número de papeles de actante que se requieren para repre­
sentar las relaciones entre los constituyentes de la oración no
puede determinarse sin considerable experimentación empírica.4
Greimas da muy pocos ejemplos para mostrar la adecuación de su
modelo de la oración. Y, en segundo lugar, no da indicaciones sobre
cómo trataría su modelo todos los problemas de relaciones entre
oraciones que convierten el análisis del discurso en una actividad
tan intimidante y todavía no formalizada. Aun suponiendo que se
aislaran los trozos isotópicos del discurso, seguirían sin resolverse

123
todos los problemas de formalizar las relaciones anafóricas y de
presuposición.3
Greimas afirma explícitamente que su «normalización» del tex­
to nos ayuda a «descubrir con mayor facilidad sus redundancias
y articulaciones estructurales» (p. 158), y en su último capítulo
intenta determinar la estructura del «universo imaginario» del no­
velista Georges Bernanos como forma de ilustrar su método de
la descripción semántica. Desgraciadamente, no toma los propios
textos para mostrar cómo podríamos partir de los rasgos semánti­
cos y a continuación determinar clasemas, isotopías y, por último,
estructuras globales del significado. Basa su estudio en una tesis
leída en Estambul por Tahsin Yücel sobre L’im aginaire d e Berna­
nos, cuyos resultados, afirma de modo bastante candoroso, «no nos
permiten elu dir las dificultades que cualquier descripción entraña»
(p. 222). Eso es cierto sólo en el sentido de que no las supera,
y el lector que desee ver cómo podemos «normalizar» un texto
y después, mediante un procedimiento bien definido, determinar
sus articulaciones y redundancias estructurales, es perfectamente
consciente de que verdaderamente no se han eludido las dificulta­
des de semejante enfoque. No se nos presenta analizado ningún
trozo de texto, por corto que sea.
Greimas sostiene que su procedimiento es el siguiente: escoge
como isotopía básica la oposición entre vida y m u erte e infiere a
partir del corpus todas las calificaciones situadas en dicha isotopía.
Tomando los especímenes que califican la vida, los reducimos a un
conjunto limitado de sememas y después, mediante un segundo
proceso de extracción, reunimos todos los contextos en que cada
uno de ellos aparece. Así, pues, lo que está haciendo es un aná­
lisis distributivo del tipo más tradicional. Si, por ejemplo, esta­
mos ante una oración como La vida es bella, en la segunda extrac­
ción preguntamos qué otros grupos nominales del texto van califi­
cados por b ello, y así obtenemos una clase de especímenes que son
equivalentes con respecto a ese rasgo distributivo particular. Ana­
listas menos diestros tropezarían indudablemente con oraciones
como María es herm osa o Ese v estid o es herm oso, con lo que se
verían obligados a poner en relación vida con María y vestid o, pero
por alguna razón Greimas no obtiene disposiciones irritantes de

124
ese tipo y descubre, al contrario, la equivalencia distributiva de vie
(«vida»), fe u («fuego») y p i e («gozo»), que como clase se oponen a
m orí («muerte»), eau («agua») y en n ui («hastío»). Después puede
pasar a determinar las calificaciones que aparecen con los cuatro
términos nuevos, «y así sucesivamente hasta que se haya agotado
el corpus, es decir, hasta que la última extracción (n) usando el
último inventario (n-1) no haga aparecer nuevas calificaciones»
(p. 224). Ese rigor espurio no sería tan censurable, si Greimas se
dignara indicar mediante un solo ejemplo cómo propone tratar
oraciones como las que contienen los primeros ejemplos de v ie en
Sous le so leil d e Satan de Bernanos: «Era el momento del poeta
que destiló vida en su cabeza para extraer su esencia secreta, per­
fumada, envenenada». «Todavía cavila melancólicamente sobre el
paraíso perdido de la vida burguesa.» «El Marqués de Cardigan
llevaba en el mismo lugar la vida de un rey sin reino.» No está
nada claro qué especímenes extraería el procedimiento de Greimas
como calificaciones de vida.
Los rasgos semánticos que Greimas infiere a partir de su
serie de inventarios van dispuestos en un sistema de oposiciones
que representan las asociaciones de vida y muerte. O, mejor, los
resultados de proyectar esa oposición fundamental en otras esfe­
ras semánticas que captan en forma de disyunciones correspondien­
tes: transparente versu s opaco, caliente versu s frío, ligereza versu s
pesadez, ritmo versu s monotonía, etc. Los cuadros tienen conside­
rable validez intuitiva, ya que las propias oposiciones son inhe­
rentes a la estructura semántica de la lengua y los valores asig­
nados a los polos de las oposiciones no parecen ajenos a las ex­
centricidades del mundo imaginario de Bernanos. Pero la cues­
tión crucial es cómo podría defenderse un análisis de esa clase.
¿Cuál es la diferencia, por ejemplo, entre el carácter de los resul­
tados que Greimas ha obtenido y el de análisis más tradicionales
de las imágenes como el realizado, por ejemplo, por Jean-Pierre
Richard? 6 Es decir, ¿qué se consigue intentando obtener la estruc­
tura de un mundo imaginativo a partir de un análisis del discurso
realizado de forma presuntamente formal y rigurosa y no a partir
de la consideración más intuitiva de conjuntos de imágenes? Grei­
mas no da una respuesta directa, pero podríamos suponer que se

125
todos los problemas de formalizar las relaciones anafóricas y de
presuposición.3
Greimas afirma explícitamente que su «normalización» del tex­
to nos ayuda a «descubrir con mayor facilidad sus redundancias
y articulaciones estructurales» (p. 158), y en su último capítulo
intenta determinar la estructura del «universo imaginario» del no­
velista Georges Bernanos como forma de ilustrar su método de
la descripción semántica. Desgraciadamente, no toma los propios
textos para mostrar cómo podríamos partir de los rasgos semánti­
cos y a continuación determinar clasemas, isotopías y, por último,
estructuras globales del significado. Basa su estudio en una tesis
leída en Estambul por Tahsin Yücel sobre L’im aginaire d e Berna­
nos, cuyos resultados, afirma de modo bastante candoroso, «no nos
permiten elu dir las dificultades que cualquier descripción entraña»
(p. 222). Eso es cierto sólo en el sentido de que no las supera,
y el lector que desee ver cómo podemos «normalizar» un texto
y después, mediante un procedimiento bien definido, determinar
sus articulaciones y redundancias estructurales, es perfectamente
consciente de que verdaderamente no se han eludido las dificulta­
des de semejante enfoque. No se nos presenta analizado ningún
trozo de texto, por corto que sea.
Greimas sostiene que su procedimiento es el siguiente: escoge
como isotopía básica la oposición entre vida y m u erte e infiere a
partir del corpus todas las calificaciones situadas en dicha isotopía.
Tomando los especímenes que califican la vida, los reducimos a un
conjunto limitado de sememas y después, mediante un segundo
proceso de extracción, reunimos todos los contextos en que cada
uno de ellos aparece. Así, pues, lo que está haciendo es un aná­
lisis distributivo del tipo más tradicional. Si, por ejemplo, esta­
mos ante una oración como La vida es bella, en la segunda extrac­
ción preguntamos qué otros grupos nominales del texto van califi­
cados por bello, y así obtenemos una clase de especímenes que son
equivalentes con respecto a ese rasgo distributivo particular. Ana­
listas menos diestros tropezarían indudablemente con oraciones
como María es herm osa o Ese v estid o es h erm oso, con lo que se
verían obligados a poner en relación vida con María y vestid o, pero
por alguna razón Greimas no obtiene disposiciones irritantes de

124
ese tipo y descubre, al contrario, la equivalencia distributiva de vie
(«vida»), fe u («fuego») y ]oie («gozo»), que como clase se oponen a
m o rí («muerte»), eau («agua») y en n ui («hastío»). Después puede
pasar a determinar las calificaciones que aparecen con los cuatro
términos nuevos, «y así sucesivamente hasta que se haya agotado
el corpus, es decir, hasta que la última extracción (n) usando el
último inventario (n-1) no haga aparecer nuevas calificaciones»
(p. 224). Ese rigor espurio no sería tan censurable, si Greimas se
dignara indicar mediante un solo ejemplo cómo propone tratar
oraciones como las que contienen los primeros ejemplos de v ie en
Sous le so leil d e Satan de Bernanos: «Era el momento del poeta
que destiló vida en su cabeza para extraer su esencia secreta, per­
fumada, envenenada». «Todavía cavila melancólicamente sobre el
paraíso perdido de la vida burguesa.» «El Marqués de Cardigan
llevaba en el mismo lugar la vida de un rey sin reino.» No está
nada claro qué especímenes extraería el procedimiento de Greimas
como calificaciones de vida.
Los rasgos semánticos que Greimas infiere a partir de su
serie de inventarios van dispuestos en un sistema de oposiciones
que representan las asociaciones de vida y muerte. O, mejor, los
resultados de proyectar esa oposición fundamental en otras esfe­
ras semánticas que captan en forma de disyunciones correspondien­
tes: transparente versu s opaco, caliente versu s frío, ligereza versu s
pesadez, ritmo versu s monotonía, etc. Los cuadros tienen conside­
rable validez intuitiva, ya que las propias oposiciones son inhe­
rentes a la estructura semántica de la lengua y los valores asig­
nados a los polos de las oposiciones no parecen ajenos a las ex­
centricidades del mundo imaginario de Bernanos. Pero la cues­
tión crucial es cómo podría defenderse un análisis de esa clase.
¿Cuál es la diferencia, por ejemplo, entre el carácter de los resul­
tados que Greimas ha obtenido y el de análisis más tradicionales
de las imágenes como el realizado, por ejemplo, por Jean-Pierre
Richard? 6 Es decir, ¿qué se consigue intentando obtener la estruc­
tura de un mundo imaginativo a partir de un análisis del discurso
realizado de forma presuntamente formal y rigurosa y no a partir
de la consideración más intuitiva de conjuntos de imágenes? Grei­
mas no da una respuesta directa, pero podríamos suponer que se

125
limitaría a afirmar que cuenta con una mayor objetividad, como
virtud necesaria de un estudio exhaustivo de las calificaciones.
Pero, como puede atestiguar cualquiera que haya intentado seme­
jante tarea incluso con respecto a un texto corto en prosa, los in­
ventarios sistemáticos producen disposiciones que no parecen perti­
nentes para los fines a que van encaminados y que generalmente
quedan eliminados en las presentaciones finales de las pautas. La
disposición de vida y b u rgu esía, por ejemplo, no aparece en nin­
guna parte del esquema de Greimas, a pesar de que la encontra­
mos en la oración de S ous le so leil d e Satan citada más arriba; y
probablemente la razón sea que Greimas la ha eliminado por los
mismos motivos que inducirían al estudioso de las imágenes más
impresionista a no tenerla en cuenta en primer lugar. Para con­
vencernos de la superioridad del método de Greimas no sólo
necesitaríamos ver el funcionamiento sobre los textos mismos
de los procedimientos de extracción, de modo que apreciáramos de
algún modo su rigor efectivo; necesitaríamos también una explica­
ción de cómo se llevó a cabo la selección de las disposiciones per­
tinentes.
Según Greimas, un conjunto de diez categorías basta para des­
cribir el universo mítico de Bernanos (p. 246). Verificamos esa afir­
mación determinando si cualquier cosa que consideremos una ex­
posición verdadera de ese mundo imaginativo puede representarse
como una relación entre dichas categorías y si las relaciones entre
categorías, tal como las define Gremias, son tales, que excluyen ex­
posiciones del mundo imaginativo que consideremos falsas. Pero,
aun cuando los resultados de Greimas pasaran esa prueba con
todo éxito, eso les conferiría simplemente el carácter de una
exposición crítica lograda. La afirmación de mayor alcance que
Greimas desearía hacer, la sugerencia de que su teoría proporciona
un procedimiento determinado para la descripción del significado,
no puede comprobarse sin ejemplos precisos de procedimientos
descriptivos y formalización de las reglas del análisis. Nadie espe­
raría que Greimas, en el estado actual de conocimientos, hu­
biera alcanzado esa etapa, y está claro que no lo ha hecho; pero su
forma de fracasar, inspira dudas sobre la viabilidad del propio pro­
yecto: puede ser imposible, en principio y también en la práctica,

126
construir un modelo que obtenga el significado de un texto o de
un conjunto de textos a partir del significado de los elementos
léxicos.

Si deseamos aprovechar el ejemplo de Greimas, la mejor estra­


tegia es invertir su perspectiva y, partiendo de la suposición de
que el significado de los textos no se puede obtener automática­
mente a partir de los significados de los elementos léxicos, centrar
la atención en las lagunas de la teoría de Greimas, que nos ayudan
a definir, en virtud del entorno en que aparecen, las considera­
ciones suplementarias que requeriría una teoría adecuada de la lec­
tura. Examinando los eslabones rotos en la cadena algorítmica
de Greimas podemos ver lo que hace falta aportar desde fuera del
dominio de la semántica lingüística para completar la cadena.
Hasta ahora se han identificado tres regiones problemáticas:
procedimientos para explicar la selección de las acepciones en el
nivel cinemático en que dos o más especímenes léxicos van unidos
en una frase, métodos para identificar isotopías o niveles de cohe­
rencia y formas de explicar la organización del significado por
encima del nivel isotópico o, en otras palabras, dentro del propio
texto como universo semántico. Aunque los conceptos de la teoría
de Greimas clasifican y, por tanto, identifican las operaciones que
hemos de suponer realizan los lectores, no hacen progresar dema­
siado su explicación.
La dificultad para explicar nuestra capacidad para seleccionar
acepciones en el nivel de la frase queda ilustrada con mayor fuer­
za por la metáfora. El sistema de Greimas requiere, como hemos
observado más arriba, que los elementos léxicos que pueden ser­
vir de vehículo de una metáfora lleven el potencial metafórico in­
corporado a sus artículos léxicos, de modo que, por ejemplo, la
producción de la acepción correcta para Este h om b re es un leó n de­
pende de la presencia del sema contextual hum ano en el artículo
léxico correspondiente a león. No sólo es ese requisito excesiva­
mente engorroso y contrario a la evidencia; además, tiene la desgra­
ciada consecuencia de entrañar la supresión de rasgos semánticos de
que puede depender el sentido de la metáfora. Pues llamar a al-
guien león no es simplemente decir que es valiente; es dar a enten­
der también que su arrojo tiene un carácter animal. Ahora bien, ese
efecto se pierde si incorporamos al artículo léxico correspondiente a
león una oposición entre los semas contextúales hum ano y animal
tal, que la selección de uno excluya el otro. En el verso de Donne,
For I am ev e r y dead thin g («Pues soy todas las cosas muertas»),
que reúne lo animado y lo inanimado, tenemos un efecto que el
mecanismo semántico que nos obliga a seleccionar tanto para el
sujeto como para el predicado bien el clasema anim ado bien el
clasema inanimado, pero no los dos, no puede captar. La identifica­
ción con lo inanimado tiene sentido sólo si el I («yo») "onserva
parte de su carácter animado.
La capacidad de los lectores para encontrar acepciones metafó­
ricas para las disposiciones más sorprendentes indica la futilidad
de intentar explicar las metáforas en el nivel del léxico y sugiere,
más que nada, que debemos intentar definir las operaciones semán­
ticas que la interpretación metafórica entraña. Naturalmente, son
extraordinariamente complejas: en la oración G olf plays John («El
golf juega a John»), un ejemplo canónico de la violación de las
restricciones de selección, sabemos que plays requiere un sujeto ani­
mado y, por eso, asignamos el rasgo animado a golf. Pero no sólo
eso: al rechazar el significado de play que recibe un objeto directo
humano (con el que competir) privamos a Joh n de parte de su con­
dición humana y lo convertimos en objeto de la actividad (sólo
cuando se está tan degradado como para convertirse en objeto pue­
de el inanimado g o lf convertirse en sujeto que se entrena y juega
con la víctima inanimada). Los requisitos de coherencia metafórica
producen reajustes en el valor semántico de los tres términos, de
modo que no podemos representar el proceso simplemente como el
de la alineación del contenido semántico de un término junto al
de otro. Si así fuera, mantendríamos el contenido de play y John
y simplemente refundiríamos el de golf, lo que produciría G olf
co m p etes w ith Joh n («El golf compite con John»), En cambio,
nuestro conocimiento de las relaciones ordinarias entre play y g o lf
establece una estructura esperada en que moldeamos los términos
redistribuidos, inviertiendo los papeles que asignaríamos a John y
g o lf en Joh n plays g o lf («John juega al golf»). Los rasgos semánti-

128
eos que se añaden a cada elemento en el proceso de la interpre­
tación metafórica no eliminan los anteriores, a los que se opo­
nen, sino que coexisten con ellos, produciendo una tensión entre
lo animado y lo inanimado dentro de cada elemento léxico que
es la fuente de la agudeza que pueda tener la metáfora.
Greimas parece reconocer la importancia de conservar los se­
mas contradictorios, cuando propone la noción de isotopías positi­
vas y negativas (pp. 99-100). Cuando el narrador de un poema
se compara con un barco ebrio, el clasema hum ano que establece
la isotopía «positiva» sigue siendo dominante, mientras que el cla­
sema no hum ano, presente pero reprimido, establece una isotopía
negativa. Sin embargo, en el caso de un loco que piensa que es
un candelabro, el clasema no hum ano, que establece la isotopía
negativa, sería dominante.
La conservación de los semas no dominantes es un progreso
considerable, pero todavía no es un análisis adecuado del proceso
por el que se seleccionan acepciones. Sería necesario, por ejemplo,
alguna representación del modo de escoger el clasema dominante.
En las metáforas de la forma A es B, que distan de ser las más
complejas e interesantes, los rasgos semánticos del primer térmi­
no dominan generalmente, pero Una p oderosa fortaleza es nuestro
Dios no significa que adoremos el castillo como si fuera un dios.
En las metáforas genitivas, el A de B, los rasgos del primer tér­
mino que no coinciden con los del segundo quedan suprimidos
generalmente, pero una vez más no siempre es así: D e su s ojos en ­
cendidos/L ágrim as rojas salieron. En casos como éstos los rasgos
del contexto son los decisivos, y no hay razón para pensar que la
selección de las acepciones pueda explicarse como un reajuste auto­
mático de clasemas anterior al establecimiento o identificación de
isotopías o niveles de coherencia.
«La principal dificultad de la lectura», escribe Greimas, «con­
siste en descubrir la isotopía del texto y en mantenerse en ese ni­
vel» (p. 99). La teoría literaria y la semántica se enfrentan al
mismo problema: «la lucha contra el carácter logomáquico de los
textos, la búsqueda de condiciones que establezcan objetivamente
las isotopías que permiten la lectura, es una de las primeras preo­
cupaciones de la descripción semántica en sus fases iniciales» (Du

129
5. — L A P O É T I C A
sens, p. 93-4). Al leer un texto, recibimos una impresión sobre
lo que trata; aislamos un campo semántico en que una serie de
elementos recaen como tema del texto y, por tanto, como punto
central de referencia con el que hay que relacionar, de ser posi­
ble, los otros elementos que encontremos. Pero, como observa Grei­
mas, podemos escoger al azar una serie de elementos en un texto
considerarlos como un conjunto, y construir alguna teoría que los
abarque a todos: «siempre es posible reducir un inventario, to­
mado por separado, a un semema construido» (S ém antique struc-
turale, p. 167). En ese caso, ¿qué es lo que impide que la activi­
dad del lector sea totalmente arbitraria, aunque lógica? Idealmen­
te, la descripción explícita de las isotopías de un texto «debe ex­
plicar todas las acepciones coherentes posibles. Sin llegar hasta el
extremo de enumerar explícitamente cada acepción, definiría las
condiciones de cada una de ellas».7 Para que ese fin sea posible
siquiera remotamente, hemos de formular algunas reglas para ex­
plicar el hecho de que para un texto determinado no sea válida
cualquier isotopía concebible. ¿Cuáles son, entonces, «las condi­
ciones para establecer objetivamente las isotopías»?
En algunos casos simples podríamos aceptar la tesis de Grei­
mas de que la repetición de un clasema particular basta para expli­
car la isotopía. El segundo Spie en de Baudelaire, J ’ai plus d e sou-
ven irs q u e si j ’avais m ille ans, comienza con una secuencia para-
táctica de oraciones, cada una de las cuales contiene una forma
pronominal en primera persona del singular, y en cada caso la rela­
ción entre el pronombre y el predicado es la del continente con el
contenido. Así, cuando el lector llegue al verso, J e suis un vieux
b ou d oir plein d e ro ses fa n ées («Soy un viejo tocador lleno de rosas
marchitas»), intentará, como dice Greimas, «de forma más o menos
consciente, inferir a partir de la descripción ‘física’ del tocador
todos los semas que pueden desarrollar y mantener la segunda iso­
topía, que se ha postulado desde el principio, del espacio interior
del poeta» (i b i d p. 97).
Pero en otros casos es mucho más difícil explicar lo que ocurre
o cómo llega a imponerse una isotopía. Franfois Rastier ha apli­
cado la teoría de Greimas a Salut de Mallarmé en un análisis que
muestra la validez intuitiva del concepto de isotopía, pero también

130
los tremendos problemas que entraña la tarea de especificar cómo
se aísla.

Salut
Ríen, c e t te écu m e, v ier g e vers
A n e d ésign er q u e la co-upe;
T elle loin se n ote une trou pe
D e sirén es, tnainte a l’en vers.

Nous naviguons, ó m es d ivers


Amis, m oi déjá su t la p o u p e
Vous l ’avant fastueux qui co u p e
Le flo t d e fo u d res e t d ’h ivers;

Une iv resse b elle m ’en ga ge


Sans craindre m ém e so n tangage
De p o rter d eb o u t c e salut

Solitude, récif, éto ile


A n ’im p orte c e qui valut
Le blanc so u ci d e n o tre toile.

(Salud
Nada, esta espum a, virgen verso
para designan só lo la cop a ;
así a lo lejo s se ahoga una tropa
d e sirenas, m uchas al revés.

N avegam os, m is d iverso s


am igos, y o ya en la popa
vo so tro s la proa fastu osa q u e corta
la oleada d e ra yos y d e in viern os;

una bella em briaguez m e incita


sin tem er siquiera su ca b eceo,
a o fr e c e r este brindis

131
soledad, a rrecife, estrella
a lo q u e quiera q u e valiera
la blanca p reocu p a ción d e nuestra tela.)

«La labor del lector», escribe Rastier, «consiste en enumerar


y nombrar de forma metalingüística los semas que caracterizan
la isotopía escogida» (S ystém atique d es isotop ies, p. 88). Cualquier
elemento que pueda interpretarse como relacionado de algún modo
con el campo semántico general que rodea al concepto se saca
del texto y se le da una interpretación que completa esa isotopía.
Por ejemplo: «rien = estos versos (connota la modestia requerida
a los hablantes); écu m e = burbujas de champán; v ier g e vers — un
brindis ofrecido por primera vez...» (p. 86). Una segunda isotopía
es la de la navegación (por ejemplo, salut — salvado del mar;
écu m e — la espuma de las olas). Y, por último, postula un tercer
'nivel, «que podemos designar mediante la palabra escritu ra»
(P- 92).
Pero esas isotopías no son simplemente el resultado de clasi­
ficaciones que se hayan repetido. Entre otras cosas, porque al cons­
truir aquéllas el lector necesita conocer el sistema semiótico que
define los ritos de los banquetes. Para poder extraer «modestia»
de rien, «champán» de écu m e y «mantel» de toile, ha de conocer
lo que sucede en los banquetes y tener un profundo deseo de leer
el poema en ese sentido. Además, para poder interpertar el poema
como referido a la escritura, se necesitan muchos testimonios pro­
cedentes de otros poemas de Mallarmé, que vinculan, por ejemplo,
la escritura y la negatividad {rien). Esta última isotopía no puede
ser el resultado de la repetición de rasgos, dado que el único ele­
mento del texto que se relaciona directamente con ella es vier g e
vers. Es decir, que, si imaginamos un lector que sepa francés, pero
no tenga experiencia de la poesía ni de sus convenciones y que
a fo rtio ri no conozca los poemas de Mallarmé, es imposible creer
que encontrase, al leer este poema, una serie de elementos que pro­
ponen reiteradamente se interprete el poema como relativo a
la escritura. Por otro lado, el lector de poesía experimentado sabe
que los poemas, especialmente los poemas de Mallarmé, probable­

132
mente traten de la poesía, que ni los banquetes ni los viajes por
mar sirven de isotopías finales satisfactorias, en el sentido de que
los banquetes siempre celebran algo y los viajes por mar son
tradicionalmente metáforas correspondientes a otros tipos de bús­
queda. Sólo por poseer conocimiento de esa clase —sólo por enfo­
car el poema con modelos implícitos de esa clase— es por lo que
puede interpretar el poema como relativo a la escritura.
La importancia de las expectativas de los lectores con respecto
a la poesía está todavía más clara en otro caso comentado por
Rastier. «En T he W indhover, de Gerard Manley Hopkins, ningún
interpretante semántico nos permite interpretar otra cosa que la
isotopía evidente que podemos formular toscamente como ‘un
halcón levanta el vuelo y después desciende en picado’» (p. 100).
Entonces, ¿cómo es que no satisface a los lectores esa interpreta­
ción? ¿Qué es lo que les permite «seguir adelante»? Comprome­
tido como está con la concepción de que los niveles de coheren­
cia se manifiestan por una repetición de rasgos, Rastier se ve obli­
gado a sostener que

la presencia... de gran cantidad de lexemas de origen ex­


tranjero, franceses la mayoría, indica un carácter extranjero
cuyas connotaciones, para un inglés, son aristocráticas y, para
un jesuita, sagradas (por el origen latino); eso explica el des­
cubrimiento de una segunda isotopía resumida toscamente
como «Cristo se eleva a los cielos y baja a tierra» (p. 100).

Naturalmente, de ese criterio se desprendería que podríamos


interpretar cualquier texto que contenga muchas palabras de
origen latino como un tema sagrado. Por «objetivo» que sea seme­
jante procedimiento, falla por el simple cómputo de la adecuación
empírica. Además, la hipótesis es totalmente innecesaria. El lector
de poesía sabe que cuando se emplea semejante energía metafórica
en un ave, esta criatura resulta exaltada y se convierte en metáfo­
ra, así que, en cualquier caso, dicho lector buscaría analogías que
generalicen y capten el esplendor del «pandeo»; y si la isotopía re­
ligiosa no se ofreciera en la búsqueda interpretativa, podría quedar
justificada por expectativas generales relativas al autor, cuyos poe-

133
mas exigen por lo menos un ensayo de interpretación religiosa.
Como muestra el ensayo de análisis de Rastier, no hay razón para
creer que el proceso de construir niveles de coherencia pueda ex­
plicarse sin referencia a algunos modelos literarios generales que
guíen el enfoque del texto por parte del lector.
Al comentar un ejemplo de un tipo diferente, un chiste tomado
de Freud, Greimas demuestra que, incluso en textos en prosa
compuestos de oraciones bien construidas perfectamente compren­
sibles, el proceso de lectura puede consistir en captar un rasgo par­
ticular del texto y construir sobre él una hipótesis conceptual com­
pleja para la cual existen en realidad muy pocos testimonios en
la lengua, si bien todo el mundo coincidiría en que la interpre­
tación es correcta.

Un tratante de caballos ofrece un caballo a un cliente:


—Si toma usted este caballo y sale a las cuatro de la
mañana, a las seis y media estará en Presburgo.
— ¿Y que voy a hacer a las seis y media de la mañana
en Presburgo?

El lector reconoce que hay un conflicto de isotopías entre la


observación del vendedor y la del cliente y que eso es lo que pro­
duce el chiste. Pero en realidad el texto en sí contiene muy pocos
testimonios en favor de esa interpertación. El lector no sabe dónde
se produce el intercambio, ni si el viaje hasta Presburgo es largo o
corto ni en qué tiempo podría recorrer esa distancia un caballo
veloz. Así, pues, existen pocas razones objetivas para la reacción
natural y correcta de considerar la observación del vendedor como
un ejemplo de la velocidad del caballo. El factor decisivo, aunque
Greimas no lo mencione, probablemente sea la conclusión del tex­
to. Si las observaciones del vendedor y del cliente estuvieran en
el mismo nivel isotópico, el texto no concluiría donde lo hace,
pero, como se interrumpe tan repentinamente, ha de haber sufi­
ciente significado en las pocas oraciones presentadas y dicho signi­
ficado probablemente sea generado por una estructura opositiva.
Para que el pasaje tenga un mínimo de interés, ha de haber un
contraste entre la afirmación del vendedor y la respuesta del

134
cliente, y esa expectativa es lo bastante intensa como para hacer­
nos rechazar las interpretaciones plausibles con el fin de descubrir
un conflicto. Podemos considerar que la breve exposición intro­
ductoria establece una isotopía que sugiere que lo que sigue será
una afirmación relativa al caballo hecha por el vendedor y que,
dados nuestros modelos culturales, se referirá a alguna cualidad
positiva del caballo. Así, cuando encontramos en la oración siguien­
te la oposición entre salida y llegada, eso determina, según Grei­
mas, «la elección de una de las variables dentro de la clase de las
cualidades positivas de los caballos de montar» (S ém antique struc-
turale, p. 92). Entonces podemos interpretar la observación del
cliente como un malentendido —ridículo o deliberado— y pode­
mos hacerlo con tal confianza que podremos reír de una de las
dos figuras.
Este caso proporciona pruebas suficientes de que las isotopías
no se producen mediante la simple repetición de rasgos semánti­
cos y de que puede ser engañoso concebir los textos como «tota­
lidades orgánicas». Su unidad no se debe tanto a los rasgos intrín­
secos de sus partes cuanto al propósito totalizador del proceso
interpretativo: la fuerza de las expectativas que inducen a los lec­
tores a buscar determinadas formas de organización en un texto y a
encontrarlas. Una teoría semántica que explique la coherencia de
los textos no puede desconocer los modelos que permiten la pro­
ducción y organización del contenido.
De vez en cuando Greimas reconoce que, de hecho, no puede
pasar automáticamente de niveles inferiores a niveles superiores,
que un problema con el que tropieza «pone en tela de juicio una
vez más la condición diacrónica de la descripción considerada
como procedimiento». Aunque teóricamente ha de ser posible
primero reducir el texto a una serie de sememas y después mos-
rar cómo se combinan dichos sememas para formar clasemas, iso­
topías y, por último, el contenido estructurado que es el «signifi­
cado global» del texto, de hecho, está claro que «la reducción pre­
supone la representación hipotética de estructuras que hay que
describir, pero esa estructuración, a su vez, para llevarse a cabo
con éxito, presupone una reducción completa» (i b i d p. 167).
Desde el punto de vista de Greimas ese tipo de inferencia recí-

135
proca es un obstáculo para la formulación de un algoritmo descrip­
tivo, pero para el crítico se trata de una especificación útil de la
importancia de las representaciones hipotéticas de estructuras para
el proceso de comprensión. Como dice Merleau-Ponty, el signifi­
cado del conjunto no se debe a una suma de los significados de las
partes; sólo a la luz de hipótesis sobre el significado del conjunto
puede definirse el significado de las partes. La comprensión n’est
pas une série d ’in du ctions — C’est Gestaltung e t Rückgestaltung...
Cela v eu t dire: il y a germination d e c e qui va avoir été com pris
(«no es una serie de inducciones —es la postu lación y nueva pos­
tulación de totalidades... Es decir, que hay una germ in ación de lo
S}ue va a ha berse comprendido») [Le V isible e t 1’invisible, p. 243).
intentamos una reducción en función de nuestra hipótesis y, si ésta
í*o da resultado, probamos otra. La descripción semántica ha de
Proporcionar una representación de la actividad estructuradora
*íel lector.
Las hipótesis estructurales para el reconocimiento del signi­
ficado son extraordinariamente importantes en todos los niveles,
Pero especialmente una vez hayamos reconocido isotopías y deba­
mos organizar los semas en contenido. Aunque Greimas no pro­
pone un procedimiento formal, sí que ofrece una serie de sugeren­
cias sobre las con d ition s d e la saisie d u sen s («las condiciones para
la percepción del sentido»).
Nuestro autor sostiene, que al construir los objetos culturales
Ia mente está sometida a diferentes constricciones que definen las
^Condiciones de existencia para los objetos semióticos». La más
^p o rtan te de éstas es la «estructura elemental de la significa-
cl^ n », que reviste la forma de una homología de cuatro términos
—A :—B) y «proporciona un modelo semiótico destinado
a explicar las articulaciones iniciales del significado dentro de un
m<crouniverso semántico» (Du sens, p. 161). Como el significado
es diacrítico, cualquier significado depende de oposiciones, y esa
es truc tur a de cuatro términos relaciona un elemento tanto con su
inverso como con su contrario (negro:blanco:: no-negro: no-blanco).
configuración básica es aplicable también, según Greimas, a la
reR>resentación más simple del significado de un texto en conjunto,
capta como una correlación entre dos pares de términos opues­

13*
tos. Esa estructura puede ser bien estática bien dinámica, según
se interprete el texto sintagmática o paradigmáticamente: es decir,
como narración o como lírica.
«Para tener significado, una narración ha de formar un todo
dotado de significado y, por consiguiente, está organizada como
una estructura semántica elemental» en que una oposición temporal
está en correlación con la oposición temática homologa: avant\
a p rés::co n ten u in versé-.con ten u p o sé (ibid., p. 187). En otras pala­
bras, la relación entre estado inicial y estado final está en corre­
lación con la oposición entre una situación temática inicial o pro­
blema y una conclusión temática o resolución. Hablando aproxi­
madamente, la tesis es la de que el lector sólo puede captar el récit
como un todo acomodándolo a esa estructura y relacionando un
desarrollo temático con el desarrollo de la trama. Y, naturalmente,
esa expectativa estructural contribuye a hacer posible la interpre­
tación de los incidentes o los acontecimientos u oraciones indivi­
duales del texto.
Sin embargo, la lírica puede captarse con frecuencia como un
todo sin referencia alguna a un desarrollo temporal; no tiene por
qué haber paso de A a B. Según Greimas, la poesía moderna en
particular es la «manifestación discursiva de una taxonomía». El
lector se encuentra frente a frases o imágenes, enlazadas de forma
discursiva elemental, de las cuales ha de deducir rasgos que puede
usar para organizar el texto en clases en oposición. Los sememas
del discurso poético «llevan, por un lado, los semas que constituyen
la isotopía poética y, por otro, hacen de repetidores sémicos, es
decir, de lugares en que se produce la substitución de los semas».
Los elementos pasan a ser equivalentes con respecto a la estruc­
tura poética e intercambian rasgos semánticos, y la combinación
particular de semas que cualquier palabra lleva pasa a ser mucho
menos importante que los rasgos que hacen de eslabones entre
palabras y, por tanto, de bases de las clases semánticas del poema.
Es más importante, por ejemplo, que los semas flu idez y lum ino­
sidad se usen para enlazar palabras y para establecer oposiciones
dotadas de significado que el hecho de que se manifiesten ambos
en el semema cielo o lago. «Eso sólo puede explicarse, si conside­
ramos la producción de clases sémicas homologas como hecho pri-

137
mordía! y la estructura semémica de la manifestación lingüística
como secundario» (Sém antique structurale, pp. 135-6).
Así, que, de acuerdo con la hipótesis de Greimas, la estructura
fundamental de un poema será un par de clases semánticas que en
su oposición mutua estén en correlación con otro par de clases, de
modo que produzcan una interdependencia temática. La mayor
constricción a la formación de clases temáticas es la de que sean
binarias: «un inventario de elementos no puede reducirse a una
clase ni denotarse por un solo semema excepto en la medida en
que se consttiuya y nombre otro inventario al mismo tiempo»
(ibid., p. 167). Y la razón es muy simple: clasificar una serie de
elementos juntos es afirmar que algún rasgo que comparten es per­
tinente para el significado del poema; si dicho rasgo es pertinente
efectivamente es a causa de la oposición entre él y otro rasgo
que sea, a su vez, el común denominador de otra clase. Van Dijk,
aplicando los métodos de Greimas al análisis de un poema, llega
a una conclusión semejante: «Podemos postular que la aparición
de un sema temático requiere la existencia de un sema temático
opuesto que lo acompaña».8 Las constricciones binarias rigen el
proceso de construcción temática.
Además, no bastará cualquier oposición. No quedamos satis­
fechos necesariamente con una interpretación de un poema sólo
porque hayamos conseguido poner en correlación dos oposiciones.
Los modelos culturales nos permiten interpertar de cara a fines
sentidos intuitivamente que nos dicen bajo qué condiciones pode­
mos considerar que lo que hemos hecho es suficiente. Según Grei­
mas, la interpretación figurada

consiste en conservar en el proceso de extracción sólo aque­


llos semas que sean pertinentes para la construcción de mo­
delos. Así, la descripción del lenguaje poético abandonará,
por ejemplo, las figuras de ático y sótan o y conservará sólo
los semas alto y bajo, útiles para la construcción de seme­
mas axiológícos... como eu foria d e las alturas y «disforia»
d e las profu n dida des {ibid., p. 138).

Como lo «axiológico» se define como una isotopía «mítica»

138
(relativa al mundo interior) manifestada en calificaciones (y, por
tanto, aproximadamente, descripción evaluadora), la sugerencia es
la de que la interpretación figurada en un proceso de descubrir
oposiciones que pueden ponerse en correlación con valores opues­
tos. No buscamos simplemente oposiciones en un poema, sino que
buscamos aquellas oposiciones a las que el poema parece conferir
algún valor, de modo que estas últimas pueden hacer de segunda
oposición de una homología de cuatro términos. Así, Van Dijk,
al analizar un poema de Du Bouchet, descubre dos clases temáticas,
pa ysage y maison, que están en correlación con valores opuestos,
lo que es más satisfactorio que una interpretación que ponga
pa ysage y m aison en relación con hierba y alfom bra, pongamos por
caso. Para explicar la producción del significado podemos per­
fectamente vernos obligados a postular, como dice Greimas, «una
jerarquía de isotopías semánticas, unas más ‘profundas’ que otras»,9
pero el problema de la profundidad y predominio relativos será, por
lo menos en parte, una cuestión específicamente literaria.

Aunque algunos de esos conceptos van a resultar útiles en


nuestras exposiciones posteriores sobre la poética, sentimos la ten­
tación de decir que la auténtica contribución de Greimas estriba
en los problemas que aborda y en las dificultades con que tro­
pieza. La convincente hipótesis sobre la descripción semántica que
intenta verificar es la de que, si las palabras y las oraciones se
transcriben en función de los rasgos semánticos, ha de ser posi­
ble definir una serie de oposiciones que conduzcan, de forma algo­
rítmica, desde esos rasgos mínimos hasta una serie de interpreta­
ciones para el texto en conjunto. Pero, si, como han afirmado
algunos, la capacidad del lector para reconocer las isotopías no
puede representarse como un proceso en que se advierte qué
clasemas están repetidos, la noción de un algoritmo para la descrip­
ción semántica queda en tela de juicio. El análisis lingüístico no
proporciona un método gracias al cual pueda deducirse el signi­
ficado de un texto a partir del significado de sus componentes.
Y la razón no es simplemente que las oraciones tengan significa­
dos diferentes en distintos contextos: ése es simplemente el pro-

139
blema del que partimos. La dificultad es, más que nada, la de que
el contexto que determina el significado de una oración es algo
más que las demás oraciones del texto; es un complejo de conoci­
miento y expectativas de distintos grados de especificidad, una es­
pecie de competencia interpretativa que en principio podría des­
cribirse, pero que en la práctica resulta extraordinariamente refrac­
taria. Pues consta, por un lado, de distintas hipótesis sobre la
coherencia y los modelos generales de la organización semántica y,
por otro lado, de las expectativas relativas a tipos particulares de
textos y al tipo de interpretación que requieren. Si escribimos
un editorial de periódico en una página como un poema, los ras­
gos semánticos de sus elementos siguen siendo los mismos en un
sentido, pero están sujetos a un tratamiento interpretativo dife-
tente y se ven organizados en niveles isotópicos diferentes; y una
teoría que intente obtener el significado de un texto a partir del
significado de sus constituyentes, por clara y explícita que sea, no
podrá explicar las diferencias de esa clase.
Tanto Jakobson como Greimas parten de la hipótesis de que el
análisis lingüístico proporciona un método para descubrir las pau­
tas o significados de los textos literarios, y, aunque los problemas
con que tropiezan son diferentes, las lecciones que ofrecen sus
ejemplos son sustancialmente las mismas: que la aplicación directa
de las técnicas de la descripción lingüística puede ser un enfoque
útil, si parte de los efectos literarios e intenta explicarlos, pero no
sirve por sí misma como método de análisis literario. La razón es
simplemente que tanto el autor como el lector aportan al texto algo
más que un conocimiento de la lengua y esa experiencia adicional
—expectativas sobre las formas de la organización literaria, mode­
los implícitos de estructuras literarias, práctica en la construcción y
verificación de hipótesis sobre obras literarias— es lo que nos guía
en la percepción y construcción de pautas pertinentes. La misión
de la poética es descubrir la naturaleza y las formas de ese saber
suplementario: pero antes de considerar lo que se ha hecho y se
podría hacer en ese sector hemos de examinar otra forma como
se ha usado la lingüística en la crítica literaria estructuralista-.

140
CAPITULO 5

LAS METAFORAS LINGÜISTICAS EN LA CRITICA

T em o q u e no n os libram os
d e D ios porq u e todavía creem os
en la gram ática
N ie t z s c h e

Si no aplicamos las técnicas de descripción lingüística directa­


mente al lenguaje de la literatura, ¿cómo podemos usar la lingüís­
tica en la crítica? Barthes ha observado que «el 'estructuralismo
ha surgido de la lingüística y en la literatura encuentra un objeto
que ha surgido, a sy vez, del lenguaje», pero, ¿cómo afecta ese
«surgimiento» a la relación entre el estudio del lenguaje y el estu­
dio de la literatura? La respuesta de Barthes es indiscutiblemen­
te ambigua: por un lado, sugiere que «en todos los niveles, ya sea
el del argumento, el del discurso o el de las palabras, la obra lite­
raria ofrece al estructuralismo la imagen de una estructura perfec­
tamente homologa con la del propio lenguaje»; pero, por otro lado,
ve el estructuralismo como un intento «de fundar una ciencia de
la literatura o, para ser más exactos, una lingüística del discurso
cuyo objeto es el ‘lenguaje’ de las formas literarias, captado en
muchos niveles» (S cien ce versu s literature, pp. 897-8).
En otras palabras, existe clara vacilación sobre cuál es la ana­
logía pertinente y fructífera: ¿es la obra literaria individual como
una lengua o es la literatura en conjunto como una lengua? En
el primer caso, la analogía descansa en el hecho de que una serie
de conceptos lingüísticos pueden aplicarse por extensión o en

141
forma metafórica a las obras literarias: podemos hablar de una
obra como un sistema, cuyos elementos se definen por sus rela­
ciones, de relaciones sintagmáticas y paradigmáticas, de secuen­
cias cuyas funciones en la obra corresponden a las de los nombres,
verbos y adjetivos en la oración. En el segundo caso, la analogía
es más convincente y más interesante: como la propia literatura es
un sistema de signos y en ese sentido como una lengua, postula­
mos una poética que estudie la literatura como los estudios lingüís­
ticos estudian la lengua, guiándose por la lingüística siempre que
parezca posible.
Parte de la vacilación puede deberse a la ambigüedad del pro­
pio modelo lingüístico, tal como se lo presentó en la época anterior
a Chomsky. En la medida en que se definía la lingüística estructu­
ral como una forma de analizar un corpus de datos, ofrecía pautas
con relación a lo que podrían considerar legítimamente un corpus
quienes intenten aplicar los métodos lingüísticos en otros domi­
nios. ¿Por qué no obras de un autor, obras sobre un tema particu­
lar o incluso una obra particular concebida como un corpus de
estrofas, capítulos u oraciones? Podría haberse interpretado fácil­
mente el modelo en el sentido de que justificaba el estudio de
cualquier corpus.
Cualesquiera que sean sus causas, la vacilación produce dos con­
cepciones diferentes del proyecto estructuralista. Si postulamos
una homología global entre lingüística y poética, de ello se des­
prende que nuestra misión no es elucidar el significado de las
obras individuales, como tampoco es misión del lingüista estudiar
las oraciones individuales y decirnos lo que significan, sino estudiar
las obras como manifestaciones de un sistema literario y mostrar
cómo permiten las convenciones de dicho sistema que las obras
tengan significado. Si, por otro lado, postulamos una analogía entre
una lengua y una obra individual o grupo de obras, el análisis
de la obra ya no es un medio para un fin sino el propio fin.
Nuestra misión es desmembrarla y entenderla, de igual modo que
la misión del lingüista es entender la lengua que está estudiando;
y, para ese fin, podemos recurrir a cualesquiera conceptos lingüís­
ticos que nos parezcan útiles.
En C ritique et v ér ité Barthes denominó esas dos actividades

142
«ciencia de la literatura» y «crítica» y reconoció que la primera
era la aplicación más apropiada del modelo lingüístico, pero que
la segunda, por su intento de producir o definir el significado de
una obra, estaba próxima a la misión tradicional de la crítica
(pp. 56-75). Los estructuralistas no han dejado de hacer crítica,
si bien su objetivo ha sido menos la interpretación que lo que
Barthes llama «transformaciones ordenadas» de la obra, por las
cuales llega «a flotar por encima del lenguaje primario de la
obra un segundo lenguaje, una cohesión de signos» (p. 64). Antes
de la poética propiamente dicha, debemos examinar brevemente
este tipo de crítica y especialmente las formas como orientación
lingüística y semiótica del estructuralismo inspiran el estudio de
los textos individuales.
Desde ese punto de vista podemos distinguir dos categorías
generales en que pueden agruparse las obras críticas. El primer
tipo, basado en la metáfora que hace de una obra o de un grupo
de obras una lengua, trata su objeto como un sistema cuyas reglas
y formas deben elucidarse. La crítica de ese tipo tiene notables
afinidades con estudios más tradicionales que tratan las obras indi­
viduales como «totalidades orgánicas» o las obras de un autor
determinado como variantes de un proyecto único, pero quizá
pueda distinguírsela por el esp rit d e sy stém e que la anima y su
deseo de establecer relaciones que no están basadas en la identi­
dad de la substancia, sino en la homología de las diferencias. El se­
gundo enfoque no considera la obra como una lengua, sino como
un lugar en que se llevan a cabo análisis teóricos y prácticos de len­
guas. Se estudia la obra como vehículo de una teoría implícita del
lenguaje o de otros sistemas semánticos y en función de eso se la
interpreta.

La obra como sistema

La obra de Barthes Sur R eciñe, que trataba la tragedia raci-


niana «como un sistema de unidades y funciones» (p. 9), entra
dentro de la primera categoría. Aunque, a causa del violento ataque
de Picard contra ella en N ou velle critiq u e ou n o u v elle im posture,

143
se convirtió en el foco de la controversia sobre la N ouvelle critiq u e
a mediados de la década de 1960, apenas puede citársela como un
análisis estructural ejemplar. El propio Barthes reconoce que repre­
senta un momento de transición entre la crítica temática y el es­
bozo de un sistema. Aun así, precisamente porque en cierto sen­
tido guarda las distancias con respecto a la crítica temática de
un tipo más fenomenológico, contribuye a indicar el carácter de
la crítica estructuralista.
En su anterior estudio de Michelet, al aislar los temas de la
sequedad, el calor, la fecundidad, la vacuidad, la plenitud, la vague­
dad, etc., Barthes parecía inclinado a identificar la estructura de
un mundo imaginativo con las obsesiones del escritor como sujeto:
«en primer lugar hemos de mostrar la coherencia de este hombre...
descubrir la estructura de una existencia (no digo «de una vida»),
una temática, por decirlo así o, mejor aún, una red organizada de
obsesiones» (M ichelet par lui-m ém e, p. 5). La perspectiva es la de
críticos fenomenológicos como Jean-Pierre Richard, Jean Starobins-
ki y J. Hillis Miller, cuyos estudios temáticos van dirigidos explí­
citamente hacia «cómo experimenta fel escritor] el mundo y cómo
se experimenta a sí mismo en relación con él» e insiste en que
debemos «investigar las estructuras objetivadas como expresión de
una conciencia estructuradora».1 Sin embargo, en Sur R acine Bar­
thes ya no desea convertir al sujeto individual en la fuente de
las estructuras que descubre en las obras. Al interpretar las tra­
gedias individuales como momentos de un sistema, se interesa por
las estructuras comunes que pueden derivarse de ellos y que hacen
de oposiciones funcionales y de reglas de combinación del sistema.
Ahora bien, como adopta un «lenguaje un tanto psicoanalítico»,
el carácter distintivo de su orientación queda desdibujado y su
estudio del «hombre raciniano» podría presentarse sin demasiada
dificultad como una descripción del universo temático de Racine.
Lo que he intentado exponer, escribe,

es una especie de antropología raciniana, que es a un tiem­


po estructural y analítica: estructural en esencia, porque la
tragedia aparece tratada aquí como un sistema de unidades
(las «figuras») y funciones; analítico en su presentación,

144
porque me parecía que sólo un lenguaje como el del psico­
análisis, que es capaz de captar el miedo del mundo, sería
apropiado para un encuentro con el hombre aprisionado
(PP- 9-10).

A pesar de que los conceptos lingüísticos desempeñan un


papel poco importante en el propio análisis, el modelo lingüístico
ofrece una metáfora estructural para la organización de la obra.
La primera parte, dice Barthes, es de naturaleza paradigmática
—analiza los diferentes papeles y funciones de la tragedia reciniana
considerada como un sistema— y la segunda parte es sintagmá­
tica —toma los elementos paradigmáticos y muestra cómo se com­
binan en sucesión en el nivel de las obras individuales— (p. 9).
Sin embargo, más importante es el hecho de que el modelo lin­
güístico sugiera que lo que Barthes debe buscar es relaciones y
oposiciones y no rasgos o temas sustantivos que se repiten a lo
largo de todas las obras. Así, cuando sostiene que hay tres «espa­
cios» formales en Racine —la Cámara o sede del poder, la Anti-
Cámara donde los personajes esperan y se enfrentan, y el Exterior,
que es la localización de la muerte la fuga y los acontecimientos—,
la tesis no es que cada una de las obras contenga, específicamente,
una cámara y una anticámara y no otros espacios aparte del mundo
exterior, sino, más que nada, que las dos oposiciones, la existente
entre la sede efectiva del poder y el espacio en que las personas
hablan, y la existente entre el lugar en que los personajes están
aislados y el mundo exterior que existe sólo en potencia como un
espacio en el que otras cosas suceden, desempeñan una función
fundamental en la producción de la situación trágica. El espacio en
que se encuentran los personajes es, funcionalmente, una Anti-
Cámara: «atrapada entre el mundo, el lugar de la acción, y la
Cámara, el lugar del silencio, la Anticámara es el lugar del len­
guaje» cuya cerca impone el destino trágico (pp. 15-19).
De forma semejante, cuando Barthes escribe que la historia
de la horda primitiva —en que los hijos rivales se unen y matan
al padre que los ha dominado y les ha impedido tomar esposa—
«es la suma del teatro de Racine», no está afirmando que cada
tragedia contenga, independientemente, una expresión de ese tema,

145
sino que su teatro encuentra su unidad y «llega a ser coherente
sólo en el nivel de esa antigua leyenda», que puede estar repri­
mida y transformada en muchas obras individuales (p. 21). Si la
tragedia raciniana es un sistema, en ese caso, para analizarla,
es necesario que podamos determinar las oposiciones funcionales y,
para ello, hemos de captar el «centro» del sistema, que funciona
como principio dei nclusión y exclusión. Probablemente Barthes
haya postulado que el centro es la propia tragedia y después se
haya preguntado cuáles son las oposiciones y relaciones que origi­
nan la tragedia. Al descubrir que son tres —la relación de auto­
ridad, la relación de rivalidad y la relación de amor— se encuen­
tra en condiciones de determinar qué papeles producen las dife­
rentes combinaciones de dichas relaciones.
Aunque ni su argumentación ni su análisis son todo lo claros
que podríamos desear, la importancia concedida al mito de la
horda primitiva depende del hecho de que, según él, manifiesta la
relación de autoridad que vuelve problemático el amor (un caso
de desobediencia o de incesto) y la relación de rivalidad entre quie­
nes están sometidos a la autoridad. Así, pues, contiene las opo­
siciones básicas que producen los papeles del teatro raciniano.
Los propios personajes «reciben sus diferencias, no de su posición
en el mundo, sino de su lugar en la configuración general de fuer­
zas que los aprisiona» y, según él, dicha configuración se compone
de diferentes combinaciones de las tres relaciones fundamentales
(P- 21).
Aunque Sur R acins adolece de un lenguaje psicoanalítico en­
gañoso, de una oscuridad metodológica innecesaria y del estilo lacó­
nico de quien está deleitándose con la oportunidad de decir cosas
escandalosas sobre el mayor clásico francés, la mayoría de los ata­
ques contra el libro se han basado en una incapacidad para apre­
ciar la naturaleza formal de la propuesta de Barthes. Picard, por
ejemplo, da por sentado que la relación de autoridad debe de
ser de sustancia idéntica en cada una de las obras y le resulta muy
fácil mostrar que «bajo el mismo epígrafe descriptivo y explica-
torio Barthes agrupa realidades extraordinariamente diversas»
{N ouvelle critiq u e ou n ou vella im posture, p. 40). Naturalmente, ése
es el sentido de ese concepto relacional: las diferentes obras ex­

146
presan de formas distintas lo que, desde el punto de vista de la
situación trágica, es una sola función. En cada caso el contraste
que produce la situación dramática y define los papeles de los pro­
tagonistas es la oposición entre quien ejerce la autoridad y quien
está sometido a ella. Dichas funciones —y en esto estriba tanto
el interés del análisis de Barthes como el vestigio del modelo lin­
güístico— no se definen por identidad de substancia, sino por la
presencia de una oposición que se considera funcional en el sistema
en conjunto.
En sus ensayos sobre Sade, utiliza más la lingüística como
fuente de metáforas. Una vez más el objeto del análisis es el
corpus de las obras de un autor, pero en este caso el «centro» del
sistema no es un producto del desarrollo temático de cada obra,
como lo era en el caso de Racine. Las narraciones de Sade tienen
lo que Barthes llama una «estructura rapsódica»: el desarrollo
en el tiempo es el resultado de la naturaleza lineal del texto
más que una necesidad íntima interior, y relatar la historia es
«yuxtaponer segmentos repetitivos y móviles» (Sade, Fourier, Lo-
yola, pp. 143-4). En consecuencia, el sistema es un inmenso
paradigma de secuencias que están bien construidas como miem­
bros del sistema en el sentido de que organizan y codifican lo
erótico. Analizar los segmentos es determinar los elementos fun­
cionales mínimos y ver cómo se combinan: il y a u ne gram m aire
érotiq u e d e Sade (u n e porn ogram m aire) —a v ec s e s ér o tém es et
ses r eg les d e com binaison («existe una gramática erótica de Sade
(una pornogramática): con sus ero temas y sus reglas de combi­
nación») (p. 169). La unidad mínima es la postura, «la combina­
ción más pequeña posible, ya que une sólo una acción y su punto
de aplicación». Además de las posturas sexuales, existen diferentes
«agentes» como los lazos de parentesco, la posición social y las
variables psicológicas. Las posturas pueden combinarse para for­
mar «operaciones» o cuadros eróticos compuestos, y cuando las
operaciones reciben un desarrollo temporal se convierten en «epi­
sodios» (pp. 33-4).
Según Barthes, todas esas unidades

están sujetas a regias de combinación o de composición.

147
Dichas reglas permitirían fácilmente una formalización del
lenguaje erótico, análoga a las «tres estructuras» usadas por
los lingüistas... En la gramática de Sade hay dos reglas prin­
cipales: existen, por decirlo así, procedimientos regulares por
los que el narrador moviliza las unidades de su «léxico» (pos­
turas, figuras, episodios). La primera es una regla de exhaus-
tividad: en una «operación» deben realizarse el mayor núme­
ro posible de posturas simultáneamente... La segunda es una
regla de reciprocidad... todas las funciones pueden intercam­
biarse, todo el mundo puede ser, a su vez, actor y víctima,
flagelador y flagelado, coprófago y «coprofagizado», etc.
Esta regla es fundamental, en primer lugar porque convier­
te el erotismo de Sade en un lenguaje auténticamente formal,
en el que sólo hay clases de acciones y no grupos de indivi­
duos, lo que simplifica mucho la gramática... y, en segundo
lugar, porque nos impide dividir la sociedad de Sade de
acuerdo con papeles sexuales (pp. 34-5).

De hecho, la diferencia entre amos y víctimas radica en la


apropiación por parte de los primeros de un segundo código, que
es el del habla, especialmente en las largas disertaciones que ocupan
cualquier espacio no ocupado por operaciones y episodios. Pero,
según Barthes, «el código de la frase y el de la figura (erótica) se
enlazan continuamente y forman una sola línea, a lo largo de la
cual el libertino avanza con la misma energía» (p. 37). El habla,
un modo de orden, transforma las acciones en delitos al nombrar­
las, las imágenes en escenas al detallarlas, y las escenas en discur­
so al escribirlas. La escritura de Sade, usando el código erótico
como recurso generativo, toma el propio lenguaje y lo contamina:
«la contaminación delictiva afecta a todos los estilos del discurso»
al introducir en ellos momentos de paradigmas eróticos; de ese
modo asegura la fuerza de su transgresión, pues «la sociedad nunca
puede reconocer un modo de escribir que esté vinculado efectiva­
mente al delito y al sexo» (p. 39).
En este caso la lingüística sirve de modelo, desde luego, pero
quizá sea menos importante a la hora de determinar un procedi­
miento analítico que a la de ofrecer un conjunto de términos que,

148
por estar ya unidos por una teoría, pueden crear coherencia cuan­
do se usen como la lengua a la que se vierte en la traducción ana­
lítica. La coherencia es, por decirlo así, preconcebida, al conferir
la seducción de un sistema a lo que esencialmente es una interpre­
tación que subraya el orden y la exhaustividad combinatoria de la
visión de Sade.
Otro ejemplo, quizá superior, de la crítica que obtiene un
sistema a partir de un corpus es el estudio que hace Genette de
las imágenes del barroco en su ensayo L’or tom b e so u s le fer. Este
se distingue de las descripciones usuales de las imágenes por su
insistencia en que en la poesía barroca «las cualidades están orga­
nizadas en diferencias, las diferencias en contrastes, y el mundo
sensible está polarizado de acuerdo con las leyes estrictas de una
especie de geometría del material» (F igures, p. 30). En tanto que
los poemas de Ronsard y de los poetas anteriores avanzan hacia
una fusión de las categorías, «la poesía barroca, por el contrario,
parece resistirse por vocación a cualquier asimilación de ese tipo»:
en un verso como L’o r to m b e sou s le fe r («El oro cae bajo el
hierro»), los metales aparecen usados «por su función más super­
ficial y abstracta: una especie de valencia definida por un sistema
de oposiciones discontinuas» (pp. 31-3). En este sistema el oro
se opone al hierro, lo que confiere al verso una especie de rigor
natural, pero, aparte de eso, las cualidades de los dos metales
o las posibles connotaciones de los dos términos no son usadas
por el poema: cada término es simplemente una sinécdoque que
permite al poema expresar en el código de las imágenes el signifi­
cado: «El trigo cae bajo la hoz».
El análisis de Genette le permite producir un diagrama del sis­
tema de oposiciones de acuerdo con el cual unos quince términos
quedan organizados, con lo que pone en funcionamiento el concep­
to lingüístico de un sistema de términos cuyo valor es puramente
formal y diferencial. Una vez más, las nociones de sistema, de opo­
sición binaria, de rasgo distintivo y de término relacional son las
importantes.
En un ensayo titulado C om m ent lire? Todorov habla de una
operación llamada «figuración», que consiste en considerar un
texto o grupo de textos como un sistema determinado por una

149
figura o estructura particular que funcione en diferentes niveles.
Cita como ejemplo el estudio de Boris Eichenbaum sobre la poe­
tisa rusa Anna Ajmatova: «en todos los niveles esta obra poética
observa la figura del oxímoron... se refleja no sólo en los detalles
estilísticos, sino también en el tema». El narrador que el poeta
proyecta es simultáneamente pecador apasionado y monja piadosa;
«el relato lírico cuyo centro es ella progresa mediante antítesis,
paradojas; elude la formulación psicológica, se vuelve extraño por
la incoherencia de los estados mentales. La imagen se vuelve enig­
mática, perturbadora» (P oétiq u e d e la prose, p. 249). El descubri­
miento de semejantes homologías es, naturalmente, una técnica
familiar a la crítica, pero quizá los estructuralistas están más
deseosos de convertir el rasgo que buscan a través de los niveles
de un texto o conjunto de textos en una estructura formal.
Un buen ejemplo de ese enfoque es el ensayo de Genette
sobre Saint Amant y el barroco que considera la figura de la inver­
sión como el recurso fundamental del sistema. La dicción poética
que hace de las aves «peces del aire» no es un fenómeno aislado;
deriva de la concepción general de un universo reversible en que
una cosa es la imagen especular de otra. El océano, por ejemplo,
es simétrico al cielo; no sólo refleja el mundo natural, sino que,
además, contiene bajo su superficie otro mundo invertido. En
M óise sa u vé de Saint Amant el paso a través del Mar Rojo ofrece
la ocasión para la descripción de

una palabra que es nueva y virginal en lugar de extranjera,


respuesta y réplica a nuestro mundo, con mayor colorido...
más inquietante por su familiaridad que por su rareza, que se
ofrece al pueblo judío a un tiempo como un recordatorio del
Edén y como una anticipación de la tierra prometida. {Figu­
res, pp. 15-16.)

Para Saint-Amant, «todas las diferencias son semejanzas por


sorpresa, el Otro es una versión paradójica del Mismo», y el uni­
verso barroco está estructurado tan rígidamente, que lo extraño,
lo nuevo, lo maravilloso sólo pueden imaginarse y presentarse
como una inversión de las combinaciones de términos ordinarias.

150
Esa tesis sorprendente es el resultado del deseo de llegar a una
formulación sistemática.
Otro ejemplo de ese procedimiento, que ilustra lo poco que
puede diferir la crítica supuestamente estructuralista de otros
modos más familiares, es la obra de Todorov sobre los relatos cor­
tos de Henry James. Según él, hay una propiedad estructural parti­
cular que comparten los relatos, una «figura que organiza tanto los
temas como la sintaxis, tanto la composición del relato como el
punto de vista». El secreto del relato de James, que puede descu­
brirse en diferentes niveles, es «precisamente la existencia de un
secreto esencial, de algo no nombrado, de una fuerza ausente y
todopoderosa que pone en marcha el mecanismo presente de la
narración» (P oétiq u e d e la p rose, p. 153). Cuando le invitaron a
dar una conferencia sobre el estructuralismo y el estudio de la
literatura en Oxford, Todorov usó ese etudio como ejemplo,2 pero
podemos decir que la búsqueda de una pauta constante en las
obras de un autor no es un enfoque característico del estructura­
lismo. Cuando deja de usar la lingüística como recurso heurístico,
la crítica estructuralista pierde gran parte de su carácter distin­
tivo.

La obra como proyecto semiótico

El segundo enfoque, que entraña una aplicación más extensa


de los conceptos lingüísticos, no postula una analogía entre un
conjunto de obras y una lengua, sino que considera la propia obra
como la investigación de un sistema semiológico e intenta formu­
lar de forma más explícita las visiones que proporciona. Barthes
ha afirmado, por ejemplo, que uno de los rasgos más importantes
del teatro de Brecht es su demostración de que «el arte revolu­
cionario ha de admitir la arbitrariedad de los signos, ha de admitir
cierto ‘formalismo’ en el sentido de que ha de tratar la forma de
acuerdo con el método apropiado, que es un método semiológico»
(Essais critiques, p. 87). El propio Brecht es el semiólogo, el que
revela una teoría particular del signo en su práctica del distancia-
miento estético y en su uso del vestuario y del decorado: «lo que

151
postula toda la dramaturgia brechtiana es que, al menos hoy, el
arte dramático, más que expresar lo real, tiene que significarlo.
Por eso, es necesario que haya alguna distancia entre el signifi­
cante y el significado».
Un ejemplo más plenamente desarrollado es el estudio de Bar­
thes sobre Loyola, a quien considera un «logoteta o fundador de
un lenguaje». Siguiendo en parte el modelo de las lenguas natu­
rales, Loyola aísla un espacio semiológico, divide su material en
articulaciones discretas y proporciona un orden o sintaxis para las
combinaciones de los signos. «La invención de un lenguaje, tal es
el objeto de los E jercicios espiritu ales»; Loyola desea construir
un «lenguaje de la interrogación» mediante el cual el practicante
puede encontrar algo que decir a Dios, «codificar» su petición
de la forma adecuada para que reciba el consejo divino. «La enor­
me e insegura labor de un logotécnico o constructor de lenguajes»
abarca la producción de reglas generales que generen expresiones
espirituales bien construidas y conviertan la oración en una activi­
dad ordenada, pero interminable. Para ese fin hay una prolifera­
ción de oposiciones y categorías sintagmáticas, to p o i y esrtucturas
narrativas, que «proceden de la necesidad de ocupar todo el terri­
torio de la mente y refinar de ese modo los canales a través de los
cuales la petición del practicante es articulada y adoptada por la
energía del habla» (Sade, F ourier, Loyola, pp. 7-8, y 50-9).
Si la obra de Loyola puede considerarse la invención de un
sistema semiótico devoto, A la rech erch e du tem p s p erd u de Proust
puede interpretarse como una descripción de la iniciación semiótica
del narrador. La obra de Proust, escribe Gilíes Deleuze en su
brillante P roust et les sign es, «no se basa en la exposición del
recuerdo, sino en el aprendizaje de los signos» (p. 9). El narrador
tropieza con signos del mundo social, signos de amor, signos del
mundo tangible y signos de arte que asimilan y transforman los
otros. Deleuze no se limita a estudiar la forma como el narrador
aprende a reconocer e interpretar esos signos y a situarse en los
diferentes dominios de la experiencia que aquéllos estructuran:
obtiene a partir de la novela una teoría general de los rasgos que
distinguen a esos cuatro tipos de signo y que explican las dife­
rentes reacciones y experiencias del narrador. Los criterios funcio­

152
nales son el tipo de apoyo material, los recursos que permiten la
interpretación, la respuesta emocional característica, el tipo de
significado que producen, las facultades que intervienen en la in­
terpretación, la estructura temporal del signo y, por último, la re­
lación de signo y esencia (pp. 102-7). La explotación plena de esas
distinciones produce un metalenguaje que consigue mejor que nin­
gún otro relacionar las especulaciones teóricas de la novela con los
diferentes tipos de acción y experiencia que revela la narración pro­
gresiva; y así la interpretación de Deleuze no es simplemente una
descripción del pensamiento semiológico implícito de Proust, sino
también una soberbia integración de la investigación de los signos
por parte del narrador proustiano y su producción de los signos
en el discurso de la novela.
Muchas de la visiones de Deleuze quedan confirmadas por el
estudio del langage in d irect en Proust por parte de Genette. La
R ech erch e es una descripción del dominio progresivo por parte del
narrador de los lenguajes indirectos mediante los cuales las per­
sonas expresan y ocultan el yo. El J e vou s gro n d e de Madame Ver-
durin significa «Se lo agradezco» en lugar de «Le regaño a usted»;
«las figuras de la retórica mundana, como todas las figuras, son
formas declaradas de la mentira, presentadas como tales, y se espe­
ra que se las descifre de acuerdo con un código reconocido por
ambas partes» (F igures II, pp. 251-2). Los gestos constituyen
también un lenguaje que hay que aprender y que revela una com­
plejidad semiótica precisa: tan pronto como el significado de un
gesto queda codificado, deja de ser significado «verdadero» o natu­
ral y el gesto puede indicar, por encima de todo, un deseo
de producir la impresión esperada. Marcel, en espera de que le
presenten a las jeu n es filies en fleu r, se prepara para exhibir «el
tipo de mirada interrogante que no revela sorpresa, sino deseo de
parecer sorprendido: así de malos actores o de consumados fisiono-
mistas somos».3 Lo mismo ocurre con muchos actos significadores.
El signo convencional hecho con el índice

acaba indicando casi invariablemente lo opuesto de lo que


supuestamente significa; en casos extremos las relación cau-
sal queda invertida incluso, para mayor detrimento de la in­

153
tención significadora... Marcel parece sorprendido, luego no
lo está (p. 267).

Descubrimos « un lenguaje que ‘revela’ lo que no dice...


precisamente porque no lo dice».
Así pues, Genette descubre en Proust una doble crítica semió­
tica: por un lado, nos muestra la imposibilidad del intento de
identificar el s¡gno y el referente (los lugares no son nunca como
las palabras indujeron al narrador a imaginar); por otro lado, el
paso de significante a significado está sujeto a las mediaciones más
engañosas. Pero la obra de arte, como acto semiótico, compensa
esos dos modos de dislocación al adoptarlos como tema y al con­
vertir esas dos lagunas en el espacio de la exploración literaria.
O, si no, la crítica estructuralista puede tratar la obra, no como
un análisis de otros sistemas semióticos, sino como una investiga­
ción del propi0 lenguaje. Al elaborar en la práctica de su escritura
una crítica y subversión de los códigos de comunicación ordinarios,
la obra ofrece al crítico ocasión para teorizar su práctica y pro­
pone, como interpretación de la obra, una descripción de las aven­
turas del significado en el texto. Esa clase de estudios son bastan­
te comunes, pues se combinan fácilmente con la investigación gene­
ral de las propiedades del discurso literario, pero de entre las
obras que funcionan primordialmente como estudios de textos par­
ticulares, podríamos citar A m biviolen ces de Stephen Heath y Ray-
m ond R oussel Michel Foucault.
La primera somete Finnegans Wake a lo que parece el único
tipo de interpretación que puede abarcar tanto una explicación
detallada de las oraciones como una síntesis temática general:
considera el problema que el texto plantea (es «ilegible») como
su solución. La ilegibilidad, la violenta ambivalencia de la obra, no
es un obstáculo que pueda superarse mediante la traducción sen­
sata a un lenguaje interpretativo, sino la señal de un proyecto temá­
tico que determina la práctica de la escritura. La obra emprende
una «teatralización del lenguaje», una colocación de la obra en
primer plano en la red de sus relaciones diferenciales potenciales.
El significante ya no es una forma transparente a través de la
cual accedemos al significado; aparece exhibido como un objeto

154
por derecho propio que lleva las huellas de significados posibles:
sus relaciones con otras palabras, sus relaciones con los diferen­
tes tipos de discurso que presionan a su alrededor. La multipli­
cidad de esas relaciones hace del significado, no algo ya realizado
y en espera de que se lo exprese, sino un horizonte, una perspec­
tiva de producción semiótica. En lugar de un uso comunicativo
del lenguaje, Joyce presenta «una elaboración del lenguaje en que
los límites de la comunicación se deshacen, quedan expuestos y
fracturados en el juego del significante, cuyas producciones per­
miten un vislumbre del ‘latido del significado’» (p. 65). Esto, es­
cribe Joyce, is nat language in any sin se o f th e w orld ; es el o tro
del lenguaje, su complemento reprimido, ahora liberado en pági­
nas en que puede reproducirse libremente: birth o f an otion, fo r
inkstands, Stay us w h er efo r e in ou r sea rch fo r tigh teou sn ess. El
juego de letras produce un juego de significado y somete cuales­
quiera ideas claras y precisas aparentemente exteriores al len­
guaje, como accesorios del mundo, a una indeterminación de dislo­
cación y contradicción. Finnegans Wake, escribe Heath, es la cons-
tru ction d ’u n e écritu re qui sillon n e le lan gage (les langues), fah-
sant sans c e s s e hascu ler le sign ifié dans le signifiant, p o u r a tout
m om en t, trou ver le áram e du langage, sa p rod ttctíon («la cons­
trucción de una escritura que surca el lenguaje (las lenguas), pro­
duciendo un balanceo incesante desde el significado hasta el sig­
nificante, para encontrar a cada momento el drama del lenguaje,
su producción») (p. 71). Ese drama representado en el nivel de
la oración se convierte, por obra de la acción del lenguaje del críti­
co, tanto en teoría semiótica de la obra como en su resultado temá­
tico: aquellas categorías que podrían contribuir a la ilusión de un
mundo en que el significado ya esté dado como algo que hay que
recuperar y no como una actividad que hay que ejercer se desar­
ticulan y se ponen en movimiento.
El equivalente más próximo a Joyce en la literatura francesa
quizá sea Raymond Roussel, y la interpretación de Foucault apor­
ta temas comparables. Para purificar sus textos, para darles un
orden que no era el de una intención comunicativa, Roussel recu­
rrió a procedimientos formales que podían servir de recursos ge­
nerativos. Haciendo retruécanos sobre una frase para producir

155
otra (un ejemplo inglés sería T he sotis raise m eat («Los hijos
recogen carne») y T he su n ’s rays m eet («El encuentro de los
rayos del sol»), después escribe un relato para unirlas. L ocus
Solus es el juego definitivo de esa clase: la historia de máquinas
inventadas para crear un mundo que es creado, a su vez, por el
mecanismo lingüístico. Así, la máquina que, como» reacción ante
las menores variaciones atmosféricas, recoge dientes y los deposita
en un complicado mosaico que representa a un caballero, es pro­
ducida, a su vez, por el retruécano a partir de d em o iselle a pré-
tendan ts («una muchacha con pretendientes») para producir de-
m oisette a reitre en d en ts («pisón para caballero en dientes»).
Semejantes procedimientos convierten el texto en un sistema ce­
rrado que es una auténtica parodia del lenguaje como sistema de
diferencias. Por otro lado, el texto manifiesta, en sus retruécanos
sin sentido, «una diferencia acumulada en su seno, de forma úni­
ca, dual, ambigua, minotaurina»; y, por otro lado, revela el juego
infinito de las diferencias por el cual una palabra nos remite a
otras palabras en lugar de enlazar directamente con un mundo:
«esa maravillosa cualidad que hace el lenguaje rico en su pobreza»
(R aym ond R oussell, p. 23). La obra de Roussel muestra que la
respuesta de la imaginación al lenguaje, cuando se muestra éste
libremente como un sistema de diferencias, permite la produc­
ción de tantos significados, que llega a destruir la noción de
signos positivos y concretos. «Inventor de un lenguaje que habla
por sí solo (...) abrió al lenguaje literario un espacio extraño,
que podríamos llamar lingüístico, si no fuera la imagen inver­
tida, el uso irreal, encantado y mítico del espacio lingüístico»
(pp. 209-10). Una vez más, las nociones del sistema lingüístico
se despliegan en la interpretación, cuando el crítico descubre que
los textos más radicales sólo pueden unificarse como un tipo es­
pecial de proyecto lingüístico subversivo.
Naturalmente, en obras más tradicionales pueden encontrarse
proyectos lingüísticos menos subversivos. En esos casos la orien­
tación lingüística del estructuralismo induce al crítico a centrar la
atención, como estrategia interpretativa, en el papel concedido al
lenguaje en una obra particular y a hacer de la teoría del lenguaje
que descubre una parte importante de su tema. En L’o r g ie lan-

156
ga giére Josette Rey-Debove explora las formas en que el signo se
convierte en un objeto erótico en Les fem m es savantes de Moliere.
Per Aage Brandt examina el papel y las connotaciones del habla
en Don Juan ou la fo r c é d e la parole. Michel Arrivé estudia a
Jarry como un escritor fascinado por problemas del signo en Les
langages d e Jarry. Todorov dedica una parte de U ttératu re et sig-
nification a la carta como medio significador en L es Liaisons dan-
g ereu ses e incluye en P oétiq u e d e la p ro se una serie de artículos,
que ilustran tanto las virtudes como los defectos de ese' enfoque,
sobre el lenguaje en La O disea, Las m il y una n o ch es y A dolphe
de Constant.
En su estudio de La O disea intenta aducir testimonios lingüís­
ticos para convertir las mentiras de Ulises en el rasgo central del
texto. La distinción entre én on ciation (la acción de hablar) y énan­
e é (la propia expresión) se manifiesta, según sugiere, en una opo­
sición entre la p a role action (el habla como acción) y la parole
récit (el habla como narración); después, en un paso bastante cues­
tionable, identifica esos modos de lenguaje con las expresiones
performativas y constativas: el habla como narración deriva del
mundo del discurso constativo, mientras que el habla como acción
siempre es performativa (P oétiq u e d e la p rose, pp. 71-2). Resulta
que no se trata de una nueva formulación metafórica inocua, sino
de un intento de hacer entrar en juego las cualidades de las ex­
presiones performativas y constativas para volver anómalas las
mentiras o la pa role fein te:

por un lado, tiene por fuerza que pertenecer al modo cons­


tativo: sólo lo constativo puede ser verdadero o falso; lo
performativo escapa a esas categorías. Por otro lado, hablar
para mentir no es hablar para hacer constar (co n sta ter), sino
para actuar: cualquier mentira es necesariamente performa­
tiva. El habla fingida es a un tiempo narración y acción
(P- 72).

Pero también lo son otros actos del habla. Producir una


expresión constativa es realizar un acto, y la mentira no es un
caso especial. Si al vender un coche a alguien, le digo que tiene una

157
nueva transmisión, estoy realizando un acto de persuasión (hablar
para actuar), tanto si la afirmación es verdadera como si es falsa,
y el hecho de que esté usándolo para persuadir no le impide de
ningún modo ser verdadero o falso. Las expresiones performati-
vas, tal como las definió Austin, son afirmaciones que, a su vez,
realizan los actos a que se refieren: así, en «te prometo pagarte
diez libras», el acto de prometer es la expresión de la oración.4
Las mentiras no son performativas en ese sentido; son afirmacio­
nes que resultan ser falsas. Y, aunque pueden perfectamente de­
sempeñar un papel primordial en el texto, el argumento lingüístico
es pura ofuscación.
Las otras conclusiones de Todorov se refieren primordialmen­
te al valor asignado al habla en las obras que está estudiando. En
La O disea, «la sumisión corresponde al silencio, el habla va uni­
da a la rebelión»; «hablar es asumir una responsabilidad y, por
tanto, correr un peligro» (pp. 69-70). Por otro lado, en Las mil
y una n och es «la narración equivale a la vida; la ausencia de na­
rración, a la muerte» y, por esa razón, por extensión, «el hombre
es sólo un relato; cuando la narración deja de ser necesaria, puede
morir» (pp. 86-7). Esa identificación de un personaje con su habla
aparece también en A dolphe, que, como muestra Todorov en uno
de sus mejores artículos, contiene una sutil teoría del lenguaje.
Como en Las m il y una n och es, «la muerte no es otra cosa que la
incapacidad para hablar», pero en este caso el habla es una fuerza
trágica también: «Constant se opone a la idea de que las palabras
designan cosas de forma adecuada», pues hablar es bien alterar los
sentimientos de que hablamos bien producir sentimientos que fin­
gimos en el habla; así, el habla falsa se vuelve verdadera y el ha­
bla supuestamente verdadera se vuelve falsa. La estructura para­
dójica de ese fenómeno, según él, es homologa a la del deseo, tal
como aparece presentado en Adolphe-. «las palabras suponen la
ausencia de las cosas, de igual modo que el deseo supone la ausen­
cia de su objeto... Ambos conducen a un callejón sin salida: el de
la comunicación, el de la felicidad. Las palabras son a las cosas lo
que el deseo es al objeto de deseo» (p. 116).
El interés por el lenguaje, unido a una inclinación por la abs­
tracción, puede inducir a la formulación de esquemas de este tipo

158
que sirven de interpretaciones temáticas de la obra en cuestión.
Sin embargo, el valor de semejantes conclusiones e interpretacio-
ns es totalmente independiente del modelo lingüístico que puede
haber servido de fuente de metáforas o de recurso heurístico.
Como los ejemplos anteriores deben mostrar ampliamente, la lin­
güística no proporciona un método para la interpretación de las
obras literarias. Puede proporcionar un foco general, bien sugi­
riendo al crítico que busque las diferencias y las oposiciones que
puedan ponerse en correlación y organizarse como un sistema que
genere los episodios o formas del texto, bien ofreciendo un con­
junto de conceptos en que puedan enunciarse interpretaciones. Am­
bos casos tienen sus peligros. En el segundo, el prestigio de la
lingüística puede inducir al crítico a creer que la simple aplicación
de etiquetas lingüísticas a aspectos del texto es necesariamente
una actividad útil, pero, naturalmente, cuando se los usa metafó­
ricamente o aisladamente, esos términos no gozan de carácter pre­
ferente y no son necesariamente más reveladores que otros con­
ceptos que el crítico podría introducir o crear. En el primer caso,
si bien podría argüirse que cualquier factor que ayude al crítico a
aumentar la gama de relaciones que pueda percibir es de valor
prtm a facie, el descubrimiento de estructuras formales es un pro­
ceso infinito y, para ser fructífero, debe basarse en una teoría del
funcionamiento del texto literario. Una obra tiene una estructura
sólo en función de una teoría que especifica su forma de funcio­
nar, y formular esa teoría es la misión de la poética.
Segunda parte
La poética

6 . — LA POÉTICA
CAPITULO 6

m
LA
?COMPETENCIA LITERARIA

Entender una oración significa


entender una lengua. Entender
una lengua significa dominar
una técnica
WlTTGENSTEIN

Cuando un hablante de una lengua oye una secuencia fonética,


puede atribuirle un significado porque aporta al acto de comunica­
ción un asombroso repertorio de conocimiento consciente e incons­
ciente. El dominio de los sistemas fonológico, sintáctico y semán­
tico de su lengua le permite convertir el sonido en unidades dis­
cretas, reconocer palabras y asignar una descripción e interpreta­
ción estructural a la oración resultante, aun cuando sea total­
mente nueva para él. Sin ese conocimiento implícito, sin esa gra­
mática interiorizada, la secuencia de sonidos no le dice nada. No
obstante, sentimos inclinación a decir que la estructura fonológica
y gramatical y el significado son propiedades de la expresión, y
no hay inconveniente en hablar de ese modo, siempre que se re­
cuerde que son propiedades de la expresión con respecto a una
gramática particular esclusivamente. Otra gramática asignaría pro­
piedades diferentes a la secuencia (según la gramática de una
lengua diferente, por ejemplo, carecería de sentido). Hablar de la
estructura de una oración es dar a entender necesariamente una
gramática interiorizada que le confiere dicha estructura.
También tenemos tendencia a concebir el significado y la es-
tructura como propiedades de obras literarias, y desde un punto
de vista es correcto: cuando a la secuencia de palabras se le da el
tratamiento d e una obra literaria, tiene esas propiedades. Pero esa
salvedad sugiere la importancia de la analogía lingüística. La obra
tiene estructura y significado porque se la interpreta de una forma
particular, porque esas propiedades potenciales, latentes en el pro­
pio objeto, son actualizadas por la teoría del discurso aplicada en
el acto de leer. «¿Cómo podemos descubrir la estructura sin la
ayuda de un modelo metodológico?», pregunta Barthes (Critique
et vérité, p. 19). Leer un texto como literatura no es hacer tabula
rasa de nuestra propia mente y acercarnos a él sin ideas preconce­
bidas; debemos aportarle una comprensión implícita de la opera­
ción del discurso literario que nos dice lo que hemos de buscar.
Quien carezca de ese conocimiento, quien no esté versado en
absoluto en literatura ni esté familiarizado con las convenciones
por las cuales se lee la ficción se sentirá completamente descon­
certado ante un poema. Su conocimiento del lenguaje le permitirá
entender frases y oraciones, pero no sabrá —en sentido totalmente
literal— qué h a cer con esa extraña concatenación de frases. Será
incapaz de leerla com o literatura —como decimos enfáticamente a
quienes pretenden usar las obras literarias para otros fines— , por
carecer de la compleja «competencia literaria» que permite a
otros hacerlo. No ha interiorizado la «gramática» de la literatura
que le permitiría convertir las secuencias lingüísticas en estruc­
turas y significados lingüísticos.
Si la analogía parece menos que exacta es porque en el caso
de la lengua es mucho más evidente que la comprensión depende
del dominio de un sistema. Pero el tiempo y la energía dedicados
a la formación literaria en las escuelas y en las universidades indica
que la comprensión de la literatura depende también de la expe­
riencia y del dominio. Como la literatura es un sistema semiótico
de esgundo orden cuya base es una lengua, el conocimiento de la
lengua nos hará avanzar algo en el encuentro con los textos lite­
rarios, y puede resultar difícil especificar con precisión en qué
momento pasa la comprensión a depender de nuestro conoci­
miento suplementario de la literatura. Pero la dificultad para trazar
una línea divisoria no oculta la palpable diferencia entre la com­

164
prensión del lenguaje de un poema, en el sentido de que podríamos
traducirlo aproximadamente a otra lengua, y la comprensión del
poema. Si sabemos francés, podemos traducir Salut de Mallarmé
(véase el capítulo 4), pero esa traducción no es una síntesis temá­
tica —no lo que normalmente llamaríamos «comprensión del poe­
ma»— y, para identificar los diferentes niveles de coherencia y
ponerlos en relación bajo el encabezamiento sinóptico o tema de
la «indagación literaria» hay que tener considerable experiencia de
las convenciones para la lectura de la poesía.
La forma más fácil de comprender la importancia de dichas
convenciones es tomar un artículo periodístico o una oración proce­
dente de una novela y escribirlo en la página como un poema (véa­
se el capítulo 8). Las propiedades asignadas a la oración por una
gramática del inglés no sufren variación, y los diferentes signifi­
cados que adquiere el texto no pueden atribuirse, por tanto, a
nuestro conocimiento de la lengua, sino que hay que atribuirlas a
las convenciones especiales para la lectura de la poesía que nos in­
ducen a considerar la lengua de forma nueva, a atribuir carácter
pertinente a propiedades de la lengua que antes no se aprovecha­
ban, a someter el texto a una serie diferente de operaciones inter­
pretativas. Pero también podemos mostrar la importancia de dichas
convenciones midiendo la distancia entre el lenguaje de un poema
y su interpretación crítica: distancia entre la que tienden un puente
las convenciones de la lectura que incluyen la institución de la
poesía. Cualquiera que conozca el inglés, entiende el lenguaje
del poema de Blake A h! S un-flow er:
■ i ,;.'
Ah, Sun-flow er, w eary o f tim e,
W ho cou n test th e step s o f th e Sun,
Seeking a fter that sw e e t gold en clim e
W here th e tra veller’s jou rn ey is d on e:

W here th e Y outh p in ed aw ay w ith desire,


And th e palé Virgin sh rou d ed in sn ow
Arise from th eir gra ves, and aspire
W here m y S un-flow er w ish es to go.
(Ah, Girasol, cansado d el tiem po,
q ue cu en tas lo s pasos d el sol
en busca d e esa d u lce región áurea
d on d e acaba la jornada d el via jero:

d o n d e el J o v en con su m id o p or el d e seo
y la pálida V irgen cu bierta d e n iev e
salen d e sus tum bas y anhelan
el lugar a q ue d esea ir m i G irasol.)

Pero existe cierta distancia entre una comprensión de la lengua


y la declaración temática con que un crítico concluye su comen­
tario sobre el poema: «La acometida dialéctica de Blake contra el
ascetismo es más que certera. No se trasciende la Naturaleza negan­
do su exigencia primordial de sexualidad. Al contrario, se cae total­
mente en el monótono círculo de sus aspiraciones cíclicas».1 ¿Cómo
se llega a semejante interpretatión? ¿Cuáles son las operaciones
que conducen desde el texto hasta esa representación de la com­
prensión? La convención primordial es lo que podríamos llamar la
regla de la pertinencia: léase el poema como si expresara una acti­
tud relativa a algún problema referente al hombre y/o a su rela­
ción con el universo. Así pues, el girasol recibe el valor de
un símbolo y las metáforas de «contar» y «buscar» se conside­
ran no simplemente como indicaciones figuradas de la tendencia
de la flor a girar siguiendo el curso del sol sino como agentes
metafóricos que convierten el girasol en un ejemplo de las aspira­
ciones humanas captadas por esas dos estrofas. Las convenciones
de la coherencia metafórica —las de que debemos intentar produ­
cir coherencia mediante las transformaciones semánticas en los ni­
veles tanto del contenido como del vehículo— les inducen a opo­
ner el tiempo a la eternidad y a convertir that s w e e t gold en clim e
(«esa dulce región áurea») tanto en el crepúsculo que señala el
fin del ciclo temporal diario como en la eternidad de la muerte,
cuando th e tra veller’s jou rn ey is d o n e («acaba la jornada del via­
jero»). La identificación de crepúsculo y muerte está justificada,
además, por la convención que nos permite inscribir el poema en
una tradición poética. Sin embargo, más importante es la conven­

166
ción de la unidad temática, que nos obliga a atribuir al joven y a
In virgen de la segunda estrofa un papel que justifique su elección
como ejemplos de aspiración; y, como el rasgo semántico que com­
parten es una represión de la sexualidad, hemos de encontrar un
modo de integrar eso al resto del poema. La curiosa estructura sin­
táctica, con tres cláusulas cada una de las cuales depende de un
w b ere («donde»), proporciona una forma de hacerlo:

El Joven y la Virgen han repudiado su sexualidad para ganar


la morada alegórica del cielo concedido convencionalmente.
Al llegar allí, se alzan de sus tumbas para verse atrapados
en el mismo ciclo cruel de los anhelos; están simplemente
en el crepúsculo y aspiran a ir a donde el Girasol busca
su reposo, que es precisamente donde ya están.2

Semejantes interpretaciones no son el resultado de asociaciones


subjetivas. Son públicas y pueden discutirse y justificarse en
relación con las convenciones de la lectura de poesía. Dichas con­
venciones son los constituyentes de la institución de la literatura,
y en esa perspectiva podemos ver que puede perfectamente
ser engañoso hablar de los poemas como de totalidades armónicas,
o de organismos naturales autónomos, completos en sí mismos y
portadores de un rico significado inmanente. Al contrario, el en­
foque semiológico sugiere que se conciba el poema como una
expresión que tiene significado sólo en relación con un sistema de
convenciones que el lector ha asimilado. Si otras convenciones
fueran aplicables, su gama de significados potenciales sería dife­
rente.
La literatura, como dice Genette, «como cualquier otra activi­
dad intelectual, se basa en convenciones que, con algunas excep­
ciones, no conoce» (F igures, p. 258). Podemos concebir dichas
convenciones no sólo como el conocimiento implícito del lector,
sino también como el conocimiento implícito de los autores.
Escribir un poema o una novela es comprometerse inmediata­
mente con una tradición literaria o, por lo menos, con cierta
idea del poema o de la novela. La actividad es posible gracias
a la existencia del género, contra el que, indudablemente, puede

167
escribir el autor, cuyas convenciones puede intentar subvertir,
aunque no por ello deja de ser el contexto dentro del cual se
realiza su actividad, tan indudablemente como que el hecho de no
cumplir una promesa es posible gracias a la institución de la pro­
mesa. Las elecciones de palabras, de oraciones, de modos dife­
rentes de presentación, se harán a partir de sus efectos; y la idea
de efecto presupone modos de lectura que no son casuales ni
fortuitos. Aun cuando el autor no piense en los lectores, él mismo
es un lector de su propia obra y no quedará satisfecho con ella
a menos que pueda leerla de modo que produzca efectos. Nos
parecería muy extraño que un poeta dijera: «cuando reflexiono
sobre el girasol tengo un sentimiento particular, que llamaré p
y que creo puede asociarse con otro sentimiento que llamaré q», y
después escribiera: «si p, en ese caso q» como un poema sobre
el girasol. Eso no sería un poema, porque ni siquiera el propio
poeta puede leer los significados de esa serie de signos. Puede con­
siderar que se refieren a los sentimientos en cuestión, pero eso es
otro asunto muy diferente. Su texto no explora, ni evoca ni utiliza,
siquiera, los sentimientos, y no puede leerlo como si así fuera. Para
experimentar cualquiera de las satisfacciones de haber escrito un
poema, ha de crear un orden de palabras que pueda leer de acuer­
do con las convenciones de la poesía: no puede limitarse a asignar
significado, sino que, además, debe hacer posible, para él y para
los demás, la producción de significado.
«Toda obra», escribió Valéry, «es obra de muchas cosas y no
sólo de un autor»; y propuso que se sustituyera la historia literaria
por la poética, que estudiaría «las condiciones de existencia y de
desarrollo de la literatura». De entre todas las artes, es «la única
en que la convención desempeña el papel más importante», e inclu­
so los autores que pueden haber pensado que sus obras se debían
exclusivamente a la inspiración personal y a la aplicación del genio

habían desarrollado, sin sospecharlo, todo un sistema de há­


bitos y nociones que eran fruto de su experiencia e indispen­
sables para el proceso de producción. Por poco que sospe­
charan todas las definiciones, todas las convenciones, la
lógica y el sistema de combinaciones que la composición pre-

168
supone, por muy convencidos que estuvieran de que no
debían nada al instante mismo, su obra ponía en juego
necesariamente todos esos procedimientos y esas operacio­
nes inevitables del intelecto.3

Las convenciones de la poesía, la lógica de los símbolos, las


operaciones de la producción de efectos poéticos, no son simple­
mente propiedad de los lectores, sino que son la base de las
formas literarias. Sin embargo, por una serie de razones diver­
jas, es más fácil estudiarlas como operaciones realizadas por los
lectores que como contexto institucional dado por sentado por
los autores. Las afirmaciones que los autores hacen sobre el proce-
lo de composición son notoriamente problemáticas, y existen pocas
formas de determinar lo que suelen dar por sentado, en tanto que
los significados que los lectores atribuyen a las obras literarias y
los efectos que experimentan son más accesibles a la observación.
Así, pues, las hipótesis sobre las convenciones y operaciones que
producen esos efectos pueden verificarse no sólo por su capacidad
para explicar los efectos en cuestión, sino también por su capaci­
dad para explicar los efectos experimentados en esos casos, cuan­
do se las aplique a otros poemas. Además, cuando estamos investi­
gando el proceso de lectura, podemos hacer modificaciones en el
lenguaje de un texto para ver cómo cambian los efectos litera­
rios, mientras que esa clase de experimentación no es posible si
estamos investigando las convenciones dadas por sentadas por los
autores, quienes ni están a nuestra disposición para comunicar sus
reacciones ante los efectos de modificaciones propuestas en sus
textos. Como sugiere el ejemplo de la gramática transformacional^
la mejor forma de producir una representación formal del conoci­
miento implícito tanto de los hablantes como de los oyentes es
presentar las oraciones a uno mismo o a los colegas y después for­
mular reglas que expliquen los juicios de los oyentes sobre el sig­
nificado, la construcción correcta, la que no lo es, la estructura
constituyente, y la ambigüedad.
Así pues, hablar, como voy a hacerlo, de competencia literaria
como conjunto de convenciones para leer los textos literarios no
es dar a entender en modo alguno que los autores sean idiotas

169
congénitos que se limitan a producir cadenas de oraciones, mien­
tras que toda la obra creativa la hacen los lectores, que disponen
de remedios habilidosos para elaborar dichas oraciones. Puede pare­
cer que los estudios estructuralistas fomentan esa concepción por
el hecho de que no aíslan ni elogian el «arte consciente» de un
autor, pero la razón es simplemente que en ésta, como en la mayo­
ría de las actividades humanas de alguna complejidad, la divi­
soria entre lo consciente y lo inconsciente es enormemente varia­
ble, imposible de identificar y carente del menor interés.
«¿C uándo sabes jugar al ajedrez? ¿Todo el tiempo? ¿O sim­
plemente mientras estás haciendo una jugada? ¿Y tod o el ajedrez
durante una jugada?»4 Al conducir un coche, ¿es consciente o
inconscientemente como nos mantenemos en el lado que debemos
de la carretera, cambiamos de velocidad, frenamos, cambiamos las
luces? Preguntar de qué es consciente o inconsciente un autor es
tan inútil como preguntar qué reglas del inglés aplican consciente­
mente los hablantes y cuáles cumplen inconscientemente. El domi­
nio puede ser en gran medida inconsciente o puede haber llegado
a un grado de elaboración teórica profundamente consciente, pero
en ambos casos es dominio. Tampoco impugnamos en modo algu­
no el talento de un autor al hablar de su dominio como capacidad
para construir artefactos que resultan ser extraordinariamente ri­
cos, cuando se los somete a la operación de la lectura.
La misión de una poética estructuralista, tal como Barthes la
define, sería volver explícito el sistema subyacente que hace po­
sibles los efectos literarios. No sería una «ciencia del contenido»
que, al modo hermenéutico, propusiera interpretaciones para las
obras,

sino una ciencia de las condiciones del contenido, es decir,


de las formas. Lo que le interesarán serán las variaciones de
significado generadas y, por decirlo así, capaces de ser gene­
radas por las obras; no interpretará los símbolos, sino que
describirá su polivalencia. En resumen, su objeto no será
los significados plenos de la obra, sino, al contrario, el signi­
ficado vacío que soporta todos aquéllos. (C ritique e t vérité,
P- 57.)

170
Jin ese sentido el estructuralismo efectúa una importante inver-
lión de perspectiva al conceder prioridad a la misión de formular
UiiH teoría completa del discurso literario y al asignar un lugar
lecundario a la interpretación de los textos individuales. Cuales­
quiera que sean los beneficios de la interpretación para quienes
|h ejerzan, dentro del contexto de la poética pasa a ser una activi­
dad auxiliar subordinada -—una forma de usar las obras literarias—
por oposición al estudio de la propia literatura como una institu­
ción. Decir esto no es condenar en modo alguno la interpretación,
Como la analogía lingüística debe revelar con toda claridad. A la
mayoría de las personas les interesa usar el lenguaje para comu­
nicar más que estudiar el complejo sistema lingüístico que subyace
h la comunicación, y no tienen por qué sentir amenazados sus
Intereses por quienes hacen del estudio de la competencia lingüís­
tica una disciplina autónoma y coherente. De forma semejante, una
poética estructuralista afirmaría que el estudio de la literatura en­
traña sólo indirectamente el acto crítico de colocar una obra en
situación, al interpretarla como un gesto de un tipo particular y
atribuirle, así, un significado. La misión es, más que nada, cons­
truir una teoría del discurso literario que explicara las posibili­
dades de interpretación, los «significados vacíos» que sirven de
soporte a diversos significados plenos, pero que no permiten que
se atribuya pura y simplemente cualquier significado a la obra.
Esto no haría falta decirlo, si la crítica interpretativa no hubie­
ra intentado persuadirnos de que el estudio de la literatura signi­
fica la elucidación de las obras individuales. Pero en ese contexto
cultural es importante reflexionar sobre lo que se ha perdido o ha
quedado desdibujado en la práctica de una crítica interpretativa que
trata cada obra como un artefacto autónomo, un todo orgánico
todas cuyas partes contribuyen a una declaración temática com­
pleja. La idea de que la misión de la crítica es revelar la unidad
temática es un concepto posromántico, cuyas raíces en la teoría
de la forma orgánica son, como mínimo, ambiguas. La unidad or­
gánica de una planta no es fácil de traducir a la unidad temática,
y estamos dispuestos a admitir que se permita a la observación
botánica comparar una planta con otra, aislando semejanzas y dife­
rencias, o extenderse sobre la organización formal sin invocar in-

171
mediatamente un objetivo teológico o una unidad temática. Tampo­
co las disertaciones sobre la literatura han estado siempre tan en­
tregadas imperiosamente a la interpretación. En épocas anteriores
a aquella en que el poema se convirtió preeminentemente en el
acto de un individno y en que se rememoraba la emoción con so­
siego, solía ser posible estudiar su interacción con normas de la
retórica y del género, la relación de sus rasgos formales con las
de la tradición, sin sentirse obligado inmediatamente a presentar
una interpretación que demostrara su importancia temática. No
era necesario pasar del poema al mundo, sino que se lo podía
explorar dentro de la institución de la literatura, poniéndolo en
relación con la tradición e identificando las continuidades y dis­
continuidades formales. Que eso fuera posible puede decirnos algo
importante sobre la literatura o, por lo menos, incitarnos a reflexio­
nar sobre la posibilidad de hacer que disminuya el predominio
de la interpretación en el discurso crítico.
Esa disminución es importante porque, si el analista aspira a
entender cómo funciona la literatura, debe, como dice Northrop
Frye, emprender la tarea de «formular las leyes generales de la
experiencia literaria y, en resumen, escribir como si estuviera con­
vencido de que existe una estructura de conocimiento, totalmen­
te inteligible y accesible, relativa' a la poesía, que no es la propia
poesía, ni la experiencia de ella, sino la poética» (A natomy o f Crt-
ticism , p. 14). Pocos autores han hecho una defensa tan enérgica
de la poética como Frye, pero en su perspectiva, como muestra
el pasaje que acabamos de citar, la relación entre la poesía, la
experiencia de la poesía y la poética sigue estando algo oscura,
y esa oscuridad afecta a sus formulaciones posteriores. Sus co­
mentarios sobre los modos, símbolos, mitos y géneros conducen
a la produción de taxonomías que captan parte de la riqueza de
la literatura, pero el carácter de sus características taxonómicas
es curiosamente indeterminado. ¿Cuál es su relación con el discur­
so literario y con la actividad de la lectura? ¿Son las cuatro esta­
ciones de primavera, verano, otoño e invierno recursos para cla­
sificar las obras o categorías literarias en que se basa la experien­
cia de la lteratura? Tan pronto como nos preguntamos por qué
han de preferirse esas categorías a las de otras taxonomías posi­

172
bles, resulta evidente que ha de haber algo implícito en el sistema
teórico de Frye que requiere se lo explicite.
El modelo lingüístico proporciona una ligera reorientación que
vuelve manifiesto lo que se necesita. El estudio del sistema lin­
güístico pasa a ser teóricamente coherente cuando dejamos de pen­
sar que nuestro objetivo es especificar las propiedades de los obje­
tos en ¡un corpus y centramos nuestra atención, por el contrario,
en la misión de formular la competencia interiorizada que permite
a, los objetos tener las propiedades que tienen para quienes han
llegado a dominar el sistema. Para descubrir y caracterizar las
estructuras hay que analizar el sistema que asigna descripciones
estructurales a los objetos en cuestión, y, de ese modo, una taxo­
nomía literaria se basaría en una teoría de la lectura. Las catego­
rías pertinentes son las que se requieren para explicar la gama
de significados aceptables que pueden tener las obras para los lec­
tores de literatura.
Desde luego, la noción de competencia literaria o de un siste­
ma literario es anatema para los críticos que ven en ella un ata­
que a las características espontáneas, creativas y afectivas de la
literatura. Además, podrían argüir, el propio concepto de com­
petencia literaria, que incluye la presunción de que podemos dis­
tinguir a los lectores competentes de los incompetentes, es objeta­
ble precisamente por las razones que inducen a proponerlo: la pos­
tulación de una norma para lectura «correcta». En otras activida-
ds humanas en que existen criterios claros para el éxito y el fra­
caso, como el ajedrez o el alpinismo, podemos hablar de compe­
tencia e incompetencia, pero la riqueza e influencia de la litera­
tura dependen precisamente de que no es una actividad de ese
tipo y de que la apreciación es diversa, personal y no sujeta a la
legislación normativa de presuntos expertos.
Sin embargo, me parece que esa clase de argumentos no dan
en el blanco. A nadie se le ocurriría negar que las obras litera­
rias, como la mayoría de los objetos de la atención humana, pue­
den gozarse por razones que tienen poco que ver con la compren­
sión y el dominio: que se puede entender de forma garrafalmente
equivocada los textos y, aun así, apreciarlos por diversas razones
personales. Pero rechazar la noción de comprensión errónea como

173
una imposición legislativa es dejar sin explicar la experiencia co­
mún de que se nos muestre en qué estábamos equivocados, de
comprender un error y ver por qué era un error. Aunque la
aquiescencia puede equivaler ocasionalmente a doblegarse a rega­
ñadientes ante una autoridad superior, nadie sostendría que siem­
pre ha sido así: más frecuente es que sintamos que efectivamente
se nos ha mostrado el camino hacia una comprensión más plena
de la literatura y de los procedimientos de lectura. Si la distin­
ción entre el entendimiento acertado y el equivocado no fuera per­
tinente, si ninguna de las partes de una discusión creyera en dicha
distinción, tendría poco sentido comentar las obras literarias, dis­
cutirlas y mucho menos escribir sobre ellas.
Además, no se puede descartar a la ligera los derechos de las
escuelas y universidades a impartir una formación literaria. Creer
que toda la institución de la educación literaria no es sino un
fraude gigantesco sería excesivo incluso para una persona muy cré­
dula, pues, desgraciadamente, está más que claro que el conoci­
miento de una lengua y cierta experiencia del mundo no bastan
para convertir a alguien en un lector perspicaz y competente. Para
llegar a serlo, hay que estar familiarizado con algún dominio de la
literatura y en muchos casos disponer de alguna forma de direc­
ción. El tiempo y el esfuerzo dedicados a la formación literaria
por generaciones de estudiantes y profesores crea una firme pre­
sunción de que hay algo que aprender, y los profesores no vacilan
a la hora de juzgar el progreso de sus alumnos en una competen­
cia literaria general. La mayoría afirmaría, con razón indudablemen­
te, que sus exámenes están destinados no sólo a determinar si sus
estudiantes han leído diversas obras, sino también a comprobar su
grado de competencia.
«Cualquiera que haya estudiado seriamente la literatura», sos­
tiene Northrop Frye, «sabe que el proceso mental que entraña
es tan coherente y progresivo como el estudio de la ciencia. Se
produce una formación de la mente semejante exactamente, y se
desarrolla una sensación semejante de unidad del objeto» {ibid.,
pp. 10-11). Si eso parece exagerado, se debe indudablemente a que
lo que es explícito en la enseñanza de una ciencia suele quedar
implícito en la enseñanza de la literatura. Pero está claro que el

174
estudio de un poema o de una novela facilita el estudio del siguien­
te: adquirimos no sólo puntos de comparación, sino también una
apreciación de cómo hay que leer. Desarrollamos una serie de
cuestiones que la experiencia muestra que son apropiadas y pro­
ductivas y criterios para determinar si son productivas en un caso
determinado; adquirimos capacidad para juzgar las posibilidades
de la literatura y cómo deben distinguirse dichas posibilidades.
Podemos hablar, si queremos, de extrapolación de una obra a
otra, con tal de que no ocultemos con ello el hecho de que el
proceso de extrapolación es precisamente lo que requiere explica­
ción. Explicar la extrapolación, explicar cuáles son las cuestiones
y distinciones formales cuya pertinenica aprende el estudiante,
sería formular una teoría de la competencia literaria. Para dar el
menor sentido al proceso de educación literaria y a la propia
crítica debemos dar por sentado, como sostiene Frye, la posibili­
dad de «una teoría de la literatura coherente y comprensiva, ló­
gica y científicamente organizada, parte de la cual aprende incons­
cientemente el estudiante a medida que avanza, pero cuyos prin­
cipios fundamentales todavía no conocemos» (p. 11).
Es fácil ver por qué, desde esa perspectiva, la lingüística ofrece
una analogía metodológica atractiva: una gramática, como dice
Chomsky, «puede considerarse como una teoría de la lengua», y la
teoría de la literatura de que habla Frye puede considerarse como
la «gramática» o competencia literaria que los lectores han asimi­
lado, pero de la cual pueden no ser conscientes. Volver explícito lo
implícito es la misión tanto de la lingüística como de la poética, y la
gramática generativa ha insistido todavía más en dos requisitos
fundamentales para las teorías de ese tipo: que formulen las reglas
como operaciones formales (ya que lo que están investigando no
es una inteligencia que dé por sentada la comprensión usual de la
aplicación de las reglas, sino aquélla que ha de hacer éstas lo más
implícitas posible) y que sean verificables (han de reproducir, por
decirlo así, hechos documentados de la competencia semiótica).
¿Puede darse ese paso en la crítica literaria? El mayor obstácu­
lo parece ser el de determinar qué es lo que contará como testi­
monio de la competencia literaria. En lingüística no es difícil iden­
tificar hechos que una gramática adecuada debe explicar: aunque

175
podemos tener necesidad de hablar de.«grados de gramaticalidad»,
podemos presentar listas de oraciones que están indiscutiblemente
bien construidas y oraciones que indiscutiblemente no lo están.
Además, tenemos suficiente capacidad para juzgar intuitivamente
las relaciones de paráfrasis como para poder decir aproximadamen­
te lo que significa una oración para los hablantes de una lengua.
Sin embargo, en el estudio de la literatura la situación es conside­
rablemente más compleja. Las nociones de obras literarias «bien
construidas» o «inteligibles» son notoriamente problemáticas, y
puede resultar difícil garantizar un acuerdo respecto de lo que de­
bería contar como «comprensión» apropiada de un texto. El
hecho de que los críticos discrepen tan ampliamente en sus inter­
pretaciones podría parecer que debilita cualquier noción de una
competencia literaria general.
Pero, para superar ese obstáculo aparente, basta con que nos
preguntemos qué es lo que queremos que explique una teoría de la
literatura. No podemos exigirle que explique el significado «co­
rrecto» de una obra, ya que es evidente que no creemos que para
cada obra exista una sola interpretación correcta. No podemos exi­
girle que trace una divisoria clara entre la obra bien construida y la
que no lo está, si estamos convencidos de que no existe semejante
divisoria. En realidad, lo que sí requiere explicación es el sorpren­
dente hecho de que una obra pueda tener diversos significados y
no precisamente cualquier significado, o el de que algunas obras
den una impresión de rareza, incoherencia, incomprensibilidad.
El modelo no entraña que haya de haber unanimidad en fun­
ción de un criterio particular. Sugiere solamente que hemos de
designar una serie de hechos, del tipo que sean, que parezcan
requerir explicación y después construir un modelo de la compe­
tencia literaria que los explique.
Los hechos pueden ser de muchos tipos: que determinada
oración en prosa tenga significados diferentes, si se la escribe como
un poema; que los lectores sean capaces de reconocer la trama de
una novela, que algunas interpretaciones simbólicas de un poema
sean más plausibles que otras, que T he W aste Land o U lysses
parecieran extraños en un tiempo y ahora parezcan inteligibles. La
poética, como dice Barthes, no se refiere tanto a la propia obra

176
como a su inteligibilidad (C ritique et vérité. p. 62) y, en conse­
cuencia, los casos problemáticos —la obra que a unos les parece
inteligible y a otros incoherente, o la obra que se interpreta de
forma diferente en dos períodos distintos— proporcionan los tes­
timonios más decisivos sobre el sistema de las convenciones ope­
rativas. Cualquier obra puede volverse inteligible, si inventamos
convenciones apropiadas: el poema más oscuro puede interpretarse
en caso de que exista una convención que nos permita sustituir
cada elemento léxico por una palabra que empiece con la misma
letra del alfabeto y escogida de acuerdo con las peticiones ordi­
narias de coherencia. Existen muchas otras convenciones extrañas
que podrían ser operativas si la institución de la literatura fuera
diferente, y, por eso, la dificultad para explicar ciertas obras pro­
porciona testimoinos sobre la naturaleza limitada de las conven­
ciones efectivamente vigentes en una cultura. Además, si una obra
difícil pasa a ser inteligible posteriormente es porque se han
desarrollado nuevas formas de leer que satisfacen la exigencia fun­
damental del sistema: la exigencia de sentido. La comparación de
interpretaciones antiguas y nuevas iluminará el cambio en la insti­
tución de la literatura.
Como en la lingüística, no existe un procedimiento automá­
tico de obtener información sobre la competencia, pero no esca­
sean los hechos que hay que explicar.5 Examinar el comportamien­
to de los lectores serviría de poco, ya que lo que nos interesa
no es la propia actuación sino el conocimiento tácito o competen­
cia que subyace a ella. La actuación puede no ser un reflejo
directo de la competencia, pues el comportamiento puede verse
influido por multitud de factores irrelevantes: puedo no haber
prestado atención en un momento determinado, puedo haberme
dejado despistar por asociaciones puramente personales, puedo
haber olvidado algo importante correspondiente a una parte ante­
rior del texto, puedo haber cometido lo que reconocería como
error, si me lo indicaran. Lo que nos interesa es el conocimiento
tácito que el reconocimiento de un error mostraría más que el
propio error, y, así, aunque hiciéramos dichos exámenes, no por
ello dejaríamos de tener que juzgar si las reacciones particulares
eran de hecho reflejo de la competencia. La cuestión no es lo

177
que los lectores reales hacen, sino lo que un lector ideal debe saber
implícitamente para leer e interpretar obras de modo que conside­
remos aceptable, de acuerdo con la institución de la literatura.
Naturalmente, el lector ideal es una construcción teórica, y
quizá la mejor forma de concebirlo sea como una representa­
ción de la noción fundamental de aceptabilidad. La poética, escri­
be Barthes, «describiría la lógica de acuerdo con la cual se engen­
dran los significados de una forma que pueda ser aceptada por la
lógica simbólica del hombre, de igual modo que las oraciones del
francés son aceptadas por las intuiciones lingüísticas de los fran­
ceses» (Critique e t vérité, p. 63). Aunque no existe un procedi­
miento automático para determinar qué es aceptable, eso no im­
porta, pues nuestras propuestas quedarán suficientemente verifi­
cadas por la aceptación o rechazo de nuestros lectores. Si los lec­
tores no aceptan los hechos que nos proponemos explicar en el
sentido de que guarden alguna relación con su conocimiento y expe­
riencia de la literatura, nuestra teoría tendrá poco interés; y, en
consecuencia, el analista ha de convencer a sus lectores de que los
significados o efectos que está intentando explicar son efectiva­
mente apropiados. Podríamos decir que el significado de un poema
dentro de la institución de la literatura no es la reacción inmedia­
ta y espontánea de los lectores individuales, sino los significados
que estén dispuestos a aceptar a un tiempo como plausibles y
justificables, cuando se expliquen. «Pregúntate: ¿cómo in du cim os
a alguien a comprender un poema o un tema? La respuesta a esta
pregunta nos dice cómo hay que explicar el significado en este
caso».6 Los senderos por los que el lector se ve conducido hasta
la comprensión son precisamente los de la lógica de la literatura:
los efectos tienen que relacionarse con el poema de tal modo que
el lector vea que la conexión es correcta en función de su propio
conocimiento de la literatura.
Así, pues, nunca subrayaremos con suficiente insistencia que
cualquier crítico, cualquiera que sea su capacidad de persuasión,
encuentra los problemas de la competencia literaria tan pronto
como empieza a hablar o a escribir sobre las obras literarias, y
que da por sentadas nociones de aceptabilidad y formas comunes
de leer. El crítico no escribiría si no pensara que tiene algo nuevo

178
que decir sobre un texto y, sin embargo, da por supuesto que su
interpretación no es un fenómeno idiosincrásico y fortuito. Salvo
en el caso de que piense que está relatando a otros las aventuras
de su propia subjetividad, sostiene que su interpretación está re­
lacionada con el texto de un modo que supone aceptarán los lecto­
res, una vez que se les indiquen esas relaciones: o bien aceptarán su
interpretación como una versión explícita de lo que sienten intui­
tivamente o bien reconocerán a partir de su propio conocimiento
de la literatura la corrección de las operaciones que conducen al
crítico desde el texto hasta la interpretación. De hecho, la posi­
bilidad de la controversia crítica depende de nociones compartidas
sobre lo aceptable y lo inaceptable, un terreno común que no
es otra cosa que los procedimientos de lectura. El crítico debe
tomar decisiones invariablemente sobre lo que de hecho puede
darse por sentado, lo que debe defenderse explícitamente y lo que
constituye una defensa aceptable. Debe mostrar a sus lectores que
los efectos que observa entran dentro del ámbito de una lógica
implícita que se supone aceptan; de modo que en su propia prác­
tica aborda los problemas que una poética esperaría volver explí­
citos.
S even T ypes o f A m biguity, de William Empson, es una obra
de una tradición no estructuralista que muestra considerable co­
nocimiento de los problemas de la competencia literaria e ilustra
hasta qué punto nos aproximamos a una formulación estructura-
lista, si empezamos a reflexionar sobre ellos. Aun cuando Empson
se contentara con presentar su obra como una exhibición de inge­
nio a la hora de descubrir ambigüedades, su empresa seguiría re­
gida por concepciones de plausibilidad. Pero, naturalmente, quiere
hacer una defensa más explícita de su análisis y descubre que hacer­
lo entraña una posición muy parecida a la recomendada más arriba:

He empleado continuamente un método de análisis que


franquea el abismo que separa dos formas de pensar; que
produce con cierto ingenio un posible conjunto de signi­
ficados alternativos y después afirma que es captado en el
preconsciente del lector por un esfuerzo innato del intelecto.
Esto ha de parecer muy dudoso; pero es que los hechos rela­

179
tivos a la aprehensión de la poesía son en cualquier caso muy
extraordinarios. El mejor modo de juzgar semejante hipóte­
sis es hacerlo en función de su modo de funcionar en detalle
(P- 239).

La poesía tiene efectos complejos que son extraordinariamente


difíciles de explicar, y el analista descubre que su mejor estrategia
es dar por sentado que los efectos que se propone explicar se han
transmitido al lector y después postular ciertas operaciones gene­
rales que podrían explicar dichos efectos y efectos análogos en
otros poemas. A quienes protestan contra semejantes hipótesis
podríamos responder, con Empson, que el criterio es el de ver si
conseguimos explicar efectos que el lector acepta, cuando se le in­
dican. La hipótesis no es peligrosa en absoluto, pues el analista
«ha de convencer al lector de que conoce aquello de lo que está
hablando» —hacerle ver la oportunidad de los efectos en cues­
tión— y «ha de inducir al lector a ver que la causa que nombra
produce, de hecho, el efecto experimentado; de lo contrario, no
parecerá que tengan nada en común el uno con el otro» (p. 249).
Si se consigue que el lector acepte tanto los efectos en cuestión
como la explicación, habrá ayudado a validar lo que, en esencia,
es una teoría de la lectura.
«He pretendido mostrar cómo funciona un intelecto capaci­
tado adecuadamente cuando lee los versos, cómo han funcionado
esos intelectos capacitados adecuadamente que no han entendido
en absoluto su propio funcionamiento» (p. 248). Esas afirma­
ciones sobre la competencia literaria no se deben verificar median­
te exámenes de las reacciones de los lectores ante los poemas,
sino por la aquiescencia del lector para con los efectos que el ana­
lista intenta explicar y la eficacia de sus hipótesis explicativas en
otros casos.
El autoconocimiento y la franqueza de Empson, así como su
brillantez, es lo que hace que su obra sea inestimable para los
estudiosos de poética; siente poco respeto por la piedad poética
de que los significados están siempre presentes implícita y obje­
tivamente en el lenguaje del poema y, de ese modo, puede ocu­

180
parse de las operaciones que producen significados. Al comentar
la traducción de un fragmento chino,

S w iftly th e years, b ey o n d recall.


Solem n th e stilln ess o f this sp rin g m orning.
(V elozm ente lo s años, en terrados en el olvido.
S olem ne la calm a d e esta mañana prim averal.)

observa que

esos versos son lo que normalmetne llamaríamos poesía sólo


en virtud de su densidad; se hacen dos afirmaciones, como
si estuvieran en conexión, y el lector se ve obligado a con­
siderar sus relaciones por sí mismo. Se deja que sea él quien
invente la razón por la que habían de seleccionarse esos he­
chos para un poema; inventará diversas razones y las orde­
nará en su mente. Creo que ése es el hecho fundamental rela­
tivo al uso poético del lenguaje (p. 25).

En realidad, se trata de un hecho esencial, y debemos apresu­


ramos a indicar lo que da a entender: la lectura de poesía es un
proceso regido por reglas de producción de significados; el poema
ofrece una estructura que hay que llenar y, en consecuencia, in­
tentamos inventar algo, guiados por una serie de reglas formales
derivadas de nuestra experiencia de la lectura de poesía, que a
un tiempo hacen posible la invención y le imponen límites. En este
caso el rasgo más evidente de la competencia literaria es el propó­
sito de totalidad del proceso interpretativo: los poemas deben tener
coherencia, y, por esa razón, hay que descubrir un nivel semántico
en que dos versos puedan ponerse en correlación. Un punto de
contacto evidente es el contraste entre sw iftly («velozmente») y
stilln ess («calma») y existe una condición primordial a la «inven­
ción»: cualquier interpretación debe conseguir caudal temático a
partir de esa oposición. Además, years («años») en la primera
oración y this m orning («esta mañana») en la segunda, situados
en la dimensión del tiempo, proporcionan otra oposición y punto
de contacto. El lector podría confiar en encontrar una interpreta­

181
ción que ponga en relación esos dos pares de contrastes. Si así ocu­
rre efectivamente, se debe indudablemente a que la experiencia
de la lectura de poesía conduce al reconocimiento implícito de la
importancia de las oposiciones binarias como recursos temáticos:
al interpretar un poema, buscamos términos que puedan colocarse
en un eje semántico o temático y que se opongan entre sí.
La estructura resultante o «significado vacío» sugiere que el
lector intente relacionar la oposición entre sw iftly y stillness con
dos formas de concebir el tiempo y saque algún tipo de conclu­
sión temática a partir de la tensión entre las dos oraciones. Parece
perfectamente posible producir de ese modo una interpretación que
sea «aceptable» en términos de lógica poética. Por un lado, to­
mando una visión panorámica amplia, podemos considerar que la
duración de la vida humana es una unidad de tiempo y los años
pasan velozmente; por otro lado, tomando como unidad el momen­
to de la conciencia, podemos pensar en la dificultad de experi­
mentar el tiempo, salvo de modo discontinuo, en la calma de
una manecilla de reloj cuando las miramos. S w iftly th e yea rs («Ve­
lozmente los años») supone un punto de vista desde el que pode­
mos considerar el paso del tiempo, y la velocidad del paso queda
compensada por lo que Empson llama «la respuesta de la estabi­
lidad del autoconocimiento» implícita en esa concepción de la
vida (p. 24). This m orn in g («esta mañana») supone otras maña­
nas —una discontinuidad de la experiencia reflejada en la capaci­
dad de separar y nombrar— y, por consiguiente, una estabilidad
que da tanto más valor a «calma». Así, ese proceso de estructu­
ración binaria puede conducirnos a encontrar tensión dentro de
cada uno de los versos y también entre los dos. Y, como los con­
trastes temáticos deben relacionarse con valores opuestos, nos
vemos inducidos a reflexionar sobre las ventajas y desventajas
de esas dos formas de concebir el tiempo. Naturalmente, se pue­
den sacar conclusiones diversas. La tesis no es que lectores com­
petentes vayan a coincidir en una interpertación, sino simple­
mente que ciertas expectativas sobre la poesía y la forma de leer
poesía guían el proceso interpertativo e imponen limitaciones se­
veras al conjunto de interpertaciones aceptables o plausibles.
El ejemplo de Empson indica que tan pronto como reflexio-

182
nnmos seriamente sobre la naturaleza del argumento crítico y sobre
U relación de la interpretación con el texto nos acercamos a los
problemas que aborda la poética, en el sentido de que hemos de
Justificar nuestra interpretación situándola dentro de las conven­
ciones de plausibilidad definidas por un conocimiento generaliza­
do de la literatura. Desde el punto de vista de la poética, lo que
requiere explicación no es tanto el texto mismo cuanto la posibi­
lidad de leer e interpretar el texto, la posibilidad de efectos litera­
rios y comunicación literaria. Explicar las nociones de aceptabili­
dad y plausibilidad en que se basa la crítica es, como subraya
J.-C. Gardin, la misión primordial del estudio sistemático de la
literatura.

Ese es, en cualquier caso, el único tipo de objetivo que


una «ciencia» puede establecer para sí misma, aun cuando
se trate de una ciencia de la literatura: las regularidades
reveladas por fenómenos naturales corresponden, en el domi­
nio literario, a ciertas convergencias de percepción para los
miembros de una cultura determinada. ( S em antic analysis
p ro ced u res in th e scien ces o f man, p. 33).

Pero hay que insistir en que, aun cuando el analista mostrara


poco interés en las nociones de aceptibilidad y se propusiese simple­
mente explicar de forma sistemática su propia interpretación de la
literatura, los resultados serían de considerable importancia para
la literatura. Si comenzara por anotar sus propias interpretaciones
y reacciones ante las obras literarias y consiguiese formular un
conjunto de reglas explícitas que explicaran el hecho de que pre­
sente esas interpertaciones y no otras, dispondríamos de la base
para una explicación de la competencia literaria. Se podrían hacer
ajustes para incluir otras interpretaciones que parecieran acepta­
bles y para excluir cualesquiera otras interpretaciones que parecie­
sen totalmente personales e idiosincrásicas, pero existen toda clase
de razones para esperar que otros lectores puedan reconocer por­
ciones substanciales de su propio conocimiento tácito en su descrip­
ción. Al fin y al cabo, ser lector experto de literatura es haber
adquirido una capacidad para juzgar lo que puede hacerse con las

183

!
obras literarias y, por tanto, haber asimilado un sistema que es en
gran medida interpersonal. Existen pocas razones para preocuparse
en principio por la validez de los hechos que nos proponemos
explicar; el único riesgo que corremos es el de la pérdida de tiem­
po. Lo importante es empezar aislando un conjunto de hechos
y después construir un modelo para explicarlos, y, aunque los es­
tructuralistas muchas veces no han hecho eso en su propia prác­
tica, por lo menos va implícito en el modelo lingüístico: «La lin­
güística puede aportar a la literatura el modelo generativo que es
el principio de todas las ciencias, ya que se trata de usar determi­
nadas reglas para explicar resultados particulares» (Barthes, Cri­
tiqu e e t vérité, p. 58).

Como la poética es esencialmente una teoría de la lectura, crí­


ticos de cualquier credo que han intentado exponer explícitamente
lo que están haciendo han hecho alguna contribución a ella y, de
hecho, en muchos casos tienen más cosas que ofrecer que los pro­
pios estructuralistas. Lo que el estructuralismo proporciona efec­
tivamente es una inversión de la perspectiva crítica y un marco
teórico dentro del cual puede organizarse y aprovecharse la obra
de otros críticos. Al dar prioridad a la tarea de formular una teoría
de la competencia literaria y al relegar la interpretación crítica a
un papel secundario, nos induce a reformular como convenciones
de la literatura y operaciones de la lectura lo que otros podrían
considerar como hechos relativos a los textos literarios. En lugar
de decir, por ejemplo, que los textos literarios son ficticios, podría­
mos citar eso como una convención de la interpretación literaria y
decir que leer un texto como literatura es leerlo como ficción.
A primera vista, semejante inversión puede parecer trivial, pero la
de reformular las proposiciones sobre el discurso poético o nove­
lesco como procedimientos de lectura es una reorientación decisiva
por una serie de razones, en la que radican los poderes revitaliza-
dores de una poética estructuralista.
En primer lugar, el de subrayar la dependencia de la literatura
con respecto a modos particulares de lectura es un punto de par­
tida más firme y más honrado que el habitual en la crítica. A dife-

184
renda de otros teóricos, no necesitamos esforzarnos por encontrar
una propiedad objetiva del lenguaje que distinga lo literario de lo
no literario, sino que simplemente podemos partir del hecho de
que podemos leer textos como literatura y después preguntarnos
qué operaciones entraña eso. Naturalmente, las operaciones serán
diferentes según los géneros, y con respecto a esto podemos decir,
en virtud del mismo modelo, que los géneros no son variedades
especiales del lenguaje, sino conjuntos de expectativas que per­
miten a las oraciones de una lengua convertirse en signos de tipos
diferentes en un sistema literario de segundo orden. La misma ora­
ción puede tener un significado diferente según el género en que
aparezca. Tampoco nos perturba, como ha de ocurrirle a un teó­
rico que trabaje sobre las propiedades distintivas del lenguaje
literario, el hecho de que los límites entre lo literario y lo no
literario o entre un género y otro cambien de una época a otra.
Al contrario, el cambio en las formas de lectura ofrece algunos de
los mejores testimonios sobre las convenciones operativas en perío­
dos diferentes.
Segundo, al intentar volver explícito lo que hacemos cuando
leemos o interpretamos un poema, adquirimos considerable auto-
conocimiento y conocimiento de la naturaleza de la literatura como
institución. Mientras demos por sentado que lo que hacemos es
natural, es difícil adquirir comprensión alguna de ella y, por tanto,
también definir las diferencias entre nosotros y nuestros predece­
sores o sucesores. La lectura no es una actividad inocente. Está
cargada de artificio, y negarse a estudiar nuestros propios modos
de leer es pasar por alto una fuente principal de información so­
bre la actividad literaria. Al ver la literatura como algo animado
por conjuntos especiales de convenciones podemos alcanzar más
fácilmente una apreciación de su peculiaridad, su diferencia, por
decirlo así, con respecto a otros modos de discurso sobre el
mundo. Estas diferencias estriban en el funcionamiento del signo
literario: en la forma de producirse el significado.
Tercero, la voluntad de considerar la literatura como una ins­
titución compuesta de una serie de operaciones interpretativas nos
vuelve más receptivos hacia los textos más provocativos e innova­
dores, que son precisamente los más difíciles de tratar de acuerdo

185
con los modos de comprensión heredados. La conciencia de las
hipótesis de las que partimos, la capacidad para volver explícito
lo que estamos intentando, hacen que sea más fácil ver dónde y
cómo se resiste el texto a nuestros intentos de atribuirle sentido
y cómo, por su negativa a acomodarse a nuestras expectativas, con­
duce a ese cuestionamiento del yo y de los modos sociales ordi­
narios de comprensión que ha sido siempre el resultado de la litera­
tura más grande. Mis lectores, dice el narrador al final de A la
rech er ch e du tem ps perdu, se convertirán en les p rop res lecteu rs
d ’eux-m ém es: en mi libro se leerán a sí mismos y sus propios lími­
tes. ¿Qué modo mejor de facilitar una lectura de uno mismo que
el de intentar volver explícita nuestra apreciación de lo compren­
sible y de lo incomprensible, de lo importante y de lo insignifi­
cante, de lo ordenado y lo caótico? Al ofrecer secuencias y combi­
naciones que escapan a nuestra comprensión habitual, al someter
el lenguaje a una dislocación que fragmenta los signos ordinarios
de nuestro mundo, la literatura pone en tela de juicio los límites
que ponemos al yo como recurso u orden y nos permite, dolorosa
o gozosamente, acceder a una expansión del yo. Pero eso requiere,
para conseguirlo plenamente, cierto conocimiento de los mode­
los interpretativos que dan forma a nuestra cultura. El estructu­
ralismo, por su interés en las aventuras del signo, ha estado ex­
traordinariamente abierto a la obra revolucionaria, y ha encon­
trado en las resistencias de ésta a las operaciones de la lectura la
confirmación de que los efectos literarios dependen de esas con­
venciones y de que la evolución literaria avanza mediante el des­
plazamiento de las convenciones antiguas de la lectura y el desa­
rrollo de otras nuevas.
Y así, finalmente, la inversión por parte del estructuralismo
de la perspectiva puede conducir a un modo de interpretación
basado en la propia poética, en que se lee la obra en contraste con
las convenciones del discurso y en que la obra coincide con nues­
tros procedimientos para dar sentido a las cosas o los destruye.
Aunque, naturalmente, no sustituye las interpretaciones temáticas
ordinarias, evita la exclusión prematura —la precipitación impro­
pia desde la palabra hasta el mundo— y se mantiene dentro del
sistema literario durante el mayor tiempo posible. Al insistir en

186
que la literatura es algo diferente de una afirmación sobre el
mundo, establece, por último, una analogía entre la producción o
lectura de signos en la literatura y en otros sectores de la experien­
cia y estudia las formas como explora y dramatiza la primera las
limitaciones de la segunda. En ese tipo de interpretación, el signifi­
cado de la palabra es lo que revela al lector, mediante las acroba­
cias en que le hace participar, en relación con los problemas
de su condición, como hom o significans, creador y lector de signos.
Así pues, la noción de competencia literaria acaba haciendo de
base de una interpretación reflexiva.

Las páginas que siguen tienen la doble función de indicar y


valorar la obra que los propios estructuralistas han hecho a propó­
sito de diferentes aspectos del sistema literario y de proponer sec­
tores en que la investigación podría ser fructífera. El programa
teórico ha atraído más atención y esfuerzo que lo que podríamos
llamar los axiomas de medio alcance, y, así, lo mejor será consi­
derar lo que se ofrece como un marco en que podrían encajar las
investigaciones de muchos críticos —no sólo estructuralistas— , y
no como una presuntuosa descripción de la propia «competencia
literaria».

187

r
CAPITULO 7

CONVENCION Y NATURALIZACION

(S to o p ) if yo u are abcedm inded, to


this claybook , w hat cu rios o f sign s
(p lea se sto o p ), o in this allaphbed!
Can y o u red e (sin ce W e and T hou
had it ou t already) its w orld ?
JOYCE

Ecriture, lecture

«Hoy la cuestión esencial ya no es la del escrito r y la obra»,


escribe Philippe Sollers, «sino la de la escritu ra y la lectura»
(L ogiques, pp. 237-8). Los conceptos de écritu re y lectu r e se han
colocado en primer plano para dejar de prestar atención al autor
como fuente y a la obra como objeto y enfocarlos en cambio, en
dos redes de convenciones en correlación: la escritura como insti­
tución y la lectura como actividad. La insistencia en la relación
del autor con su obra puede inducirnos a concebir la literatura
como una versión del acto de habla comunicativo, dotado con más
permanencia de lo habitual, y a pasar por alto las particularida­
des de la escritura. Pero como señaló Thibaudet hace mucho
tiempo, el punto de partida para un estudio de la literatura debe
ser el reconocimiento de que no es simplemente lenguaje, sino,
especialmente en nuestros días, un conjunto de textos escritos e
impresos en libros.1

188
La crítica y la historia literaria cometen con frecuencia el
error de colocar en la misma serie o mezclar como si fueran
del mismo orden lo hablado, lo cantado y lo leído. La litera­
tura se produce como una función del Libro, y, sin embargo,
pocas cosas hay a las que el hombre amante de la lectura
preste menos atención que el Libro.

La presentación física de un texto le atribuye una estabilidad


que lo separa del circuito ordinario de la comunicación en que
ge produce el habla, y esa separación tiene consecuencias importan­
tes para el estudio de la literatura. Si con frecuencia no se atribuye
toda su importancia a dichas consecuencias, se debe, como ha sos­
tenido Jacques Derrida, a que la asimilación de la escritura al
habla, la palabra escrita no puede concebirse de ese modo. Platón
occidental. Concebir la palabra escrita simplemente como un re­
gistro de la palabra hablaba no es sino una versión de una «meta­
física de la presencia» que sitúa la verdad en lo que está inme­
diatamente presente a la conciencia con la menor mediación posi­
ble. Así, el co g ito cartesiano, en que el yo está inmediatamente pre­
sente para sí mismo, se considera la prueba básica de la existencia,
y las cosas percibidas directamente reciben prioridad apodíctica.
Las nociones de verdad y de realidad se basan en el anhelo de
un mundo que no hubiera conocido la caída y en el que no habría
necesidad de los sistemas mediadores del lenguaje y de la percep­
ción, sino que cada cosa sería lo que es, sin un abismo que separe
la forma del significado.2 De acuerdo con ese modelo, la inter­
pretación consiste en volver presente lo que está ausente, en res­
taurar una presencia original que es la fuente y la verdad de la
forma en cuestión. De modo, que la tendencia es a tratar un
texto como si fuera hablado y a intentar avanzar por entre las
palabras para recuperar el significado que estaba presente en la
mente del hablante en el momento de la pronunciación, para deter­
minar lo que estaba pensando el hablante.
Por apropiado que pueda parecer ese modelo con respecto al
habla, la palabra escrita no puede concebirse de ese modo. Platón
condenó la escritura, porque la palabra escrita quedaba desvincu­
lada y liberada de la presencia comunicativa, que era la única que

189
podía ser la fuente del significado y de la verdad.3 Pero esa distan­
cia, esa independencia de la palabra escrita, es uno de los rasgos
constitutivos de la literatura.

Escribir es producir una marca que constituye, a su vez,


una especie de mecanismo productivo, al que mi ausencia, en
principio, no impedirá funcionar y provocar lectura, entre­
garse a la lectura y a la reescritura... Para que la escritura
sea escritura ha de seguir «actuando» y siendo legible, aun
cuando el que llamamos autor de la escritura esté provisional­
mente ausente o no haya dejado de mantener lo que ha es­
crito, lo que ha firmado... La situación del escritor o sus-
criptor es, con respecto a la escritura, fundamentalmente la
misma que la del lector. Ese desplazamiento esencial, que
es propio de la escritura como estructura de repetición, es­
tructura desconectada de cualquier clase de responsabilidad
o de la conciencia como autoridad última, huérfana y sepa­
rada desde el nacimiento del apoyo del padre, es, de hecho,
lo que Platón condenó en el Fedro. (Derrida, M arges d e la
ph ilosophie, p. 376.)

Podríamos decir que el significado de una oración no es una


forma ni una esencia, presente en el momento de su producción y
situada detrás de ella como una verdad que hay que recuperar,
sino la serie de desarrollos a que da origen, tal como la deter­
minan las relaciones pasadas y futuras entre las palabras y las con­
venciones de los sistemas semióticos. Algunos textos son más
«huérfanos» que otros, porque las convenciones de la lectura no
son suficientemente firmes para proporcionar un padrastro. Leer
un discurso político, por ejemplo, es someterse a una teleología,
considerar el texto como regido por un fin comunicativo que re­
construimos con la ayuda de las convenciones del discurso y de
las instituciones pertinentes. Pero la literatura, al poner en pri­
mer plano el propio texto, da rienda suelta a la «deriva esencial»
y a la productividad autónoma del lenguaje. La escritura entraña
una différa n ce, que Derrida escribe con a para realzar la diferen­
cia perceptible sólo dentro del lenguaje escrito y para subrayar

190
Im relación entre diferir (en el sentido de «postergar») y diferen-
|if. La palabra escrita es un objeto por derecho propio: diferente
í los significados a los que difiere en un juego de diferencias
pp. 3-29). Si en el lenguaje sólo hay diferencias y no térmi-
los positivos, en la literatura es donde menos causas existen para
Élctener el juego de las diferencias recurriendo a una intención co-
■junicativa determinada que haga de verdad u origen del signo.
Al contrario, decimos que un poema puede significar muchas cosas.
Derrida quiere hacer avanzar su argumentación un paso más
y, después de haber sostenido que no se puede dar a la escritura
un tratamiento basado en el modelo del habla, mostrar que los
rasgos que ha aislado previamente en la escritura están también
presentes en el habla, que, en consecuencia, debe concebirse de
•cuerdo con el nuevo modelo de la escritura (ibid., pp. 377-81.)
Pero ese paso posterior es un punto puramente lógico que quien
se ocupe de los hechos sociales puede permitirse pasar por alto:
a pesar de que Derrida muestra que debemos concebir el habla
como ur. ^ especie de escritura, podemos detener el funcionamien­
to de sus conceptos diciendo, simplemente, que dentro de la cultu­
ra occidental hay diferencias cruciales entre las convenciones de
la comunicación oral y las de la literatura que merecen estudio,
cualquiera que sea su base ideológica. Substituir una metafísica de
la presencia por una metafísica de la ausencia, invertir la rela­
ción entre habla y escritura de modo que la escritura englobe el
habla, es perder la distinción que transmite un hecho de nuestra
cultura. La comunicación se produce efectivamente. Muchos casos
lingüísticos están situados firmemente en el circuito de la comu­
nicación. Esta página, por ejemplo, exige que se la lea, no como
un juego infinito de diferencias que posponga el significado, sino
como un acto comunicativo que explique al lector mi opinión
sobre la propia comunicación de Derrida. Recurre a convenciones
de lectura que son diferentes de las de la poesía lírica.
Para estudiar la escritura, y especialmente los modos de escri­
tura literarios, hay que centrarse en las convenciones que guían el
juego de las diferencias y el proceso de construcción de significa­
dos. Barthes subraya que todos los modos de escritura tienen una
monumentalidad que es ajena al lenguaje hablado: «la escritura
es un lenguaje solidificado que lleva una existencia independien­
te» y cuya misión no es tanto la de contener una idea o dar acceso
a ella cuanto la de «imponernos, mediante la sólida unidad y las
sombras de sus signos, la imagen de una forma lingüística cons­
truida antes de que fuera inventada. Lo que opone una escritura
al habla es que la primera siempre p a rece simbólica» (Le D egré
zéro d e l ’écritu re, p. 18). La escritura tiene parte del carácter de
una inscripción, una marca ofrecida al mundo y que promete, por
su solidez y aparente autonomía, significado que se ve diferido
momentáneamente. Precisamente por esa razón requiere interpre­
tación, y nuestros modos de interpretación son esencialmente for­
mas de construir circuitos comunicativos en que podemos enca­
jarla.
Así, la distinción entre habla y escritura se convierte en la
fuente de la paradoja fundamental de la literatura: nos sentimos
atraídos por la literatura porque evidentemente es algo diferente
de la comunicación ordinaria; sus características formales y ficti­
cias revelan una rareza, una fuerza, una organización, una perma­
nencia que son ajenas al habla ordinaria. No obstante, el impulso
a asimilar esa fuerza y esa permanencia o a dejar que la organi­
zación formal surta efecto en nosotros exige convertir la literatura
en una comunicación, reducir su rareza, y recurrir a convenciones
suplementarias que le permitan, por decirlo así, hablarnos. La dife­
rencia que parecía la fuente del valor se convierte en una distan­
cia que hay que salvar mediante la actividad de la lectura y de la
interpretación. Si no queremos permanecer boquiabiertos ante
inscripciones monumentales, hemos de recuperar o naturalizar lo
extraño, lo formal, lo ficticio.
Y el primer paso en el proceso de naturalizar la literatura o
devolverle el carácter de función comunicativa es convertir la pro­
pia écritu re en un concepto genérico y de época. Así es como usa
Barthes el término en una de sus primeras obras, Le D egré zéro
d e l’écritu re, en la que reconocía la correlación entre la aparente
monumentalidad y autonomía de la escritura y las convenciones
institucionales que la sitúan. A diferencia de su lengua, que un
autor hereda, y de su estilo, que Barthes define como una red
personal y subconsciente de obsesiones verbales, una écritu re o

192
modo de escribir es algo que un autor adopta: una función que
infunde a su lengua, un conjunto de convenciones institucionales
dentro del cual puede producirse la actividad de la escritura. Así,
por ejemplo, Barthes afirma que desde el siglo xvn hasta comien­
zos del siglo xix la literatura francesa empleó una única écritu re
classique, caracterizada primordialmente por su confianza en una
estética representativa de la representación (p. 42). Leer es esen­
cialmente adoptar o construir una referencia y, cuando Madame de
Lafayette escribe a propósito del Conde de Tende que, al ente­
rarse de que su mujer había quedado en cinta de otro hombre,
il pensait d ’abord tou t c e qu ’il était naturel d e p en ser en ce tte
occasion («pensó en primer lugar todo lo que era natural pensar
en esas circunstancias»), revela la inmensa confianza en sus lec­
tores que ese modo de escribir entraña.4 El lenguaje necesita sólo
hacer ademanes hacia el mundo. Siglo y medio después Balzac ofre­
ce más información sobre aquello hacia lo que está haciendo ade­
manes, pero muestra el mismo tipo de confianza en la función de
representación de su escritura: Eugéne de Fastignac era un d e ces
jeu n es g en s fa gon n és au travail par le m alheur («uno de esos jóve­
nes moldeados en el trabajo por la desgracia»); el Barón Hulot era
un d e c e s h om m es don t les yeux s ’anim ent a la v u e d ’une jolie
fem m e («uno de esos hombres cuyos ojos se animan a la vista de
una mujer bonita»). Entender el lenguaje de un texto es reconocer
el mundo a que se refiere.
Además, dada esa función, las características formales se con­
vierten en ornamentos que, si no oscurecen la referencia, no afec­
tan al significado. La retórica clásica define una serie de opera­
ciones que nos permiten pasar de la superficie textual, con sus
metáforas y sinécdoques, a los significados que son esencialmente
referencias. El verso de La Fontaine Sur les ailes du tem p s la
tristesse s ’e n v o le («Sobre las alas del tiempo vuela la tristeza»)
significa, nos dice un retórico, que la tristeza no dura.5 Sabemos
que eso es lo que significa porque sabemos que en el mundo el
tiempo no tiene alas ni la tristeza vuela; y, al realizar la traducción
que la teoría retórica requiere, aislamos el ornamento que sirve de
decoración. De hecho, podríamos decir que los debates sobre la
retórica y la educación de expresiones particulares en géneros

193
7. — LA P O É T I C A
específicos son posibles sólo porque existen diferentes formas de
decir la misma cosa: la figura es un ornamento que no perturba
la función de representación del lenguaje.6
Ese modo de escritura depende en gran medida de la capacidad
de los lectores para analizarlo y reconocer el mundo común que
sirve de punto de referencia; y, en consecuencia, los cambios en la
situación social, que manifiestan claramente que el mundo no es
uno, debilitan la écritu re. Ya no podemos decir «pensó lo que
era natural en semejante ocasión» sin escribir una oración oscura
y problemática; y resulta evidente que, a la falta de ese funda­
mento referencial carente de ambigüedad, un cambio de expresión
es un cambio de pensamiento. Pasa a ser necesaria una serie de
diversas estrategias interpretativas y, en consecuencia, Barthes
identifica una gama de écritu res m odernes. En cada caso «lo que
es necesario captar no es el idiolecto del autor sino el de la insti­
tución (la literatura)» (S tyle and Its Im age, p. 8).
Desde luego, podemos multiplicar el número de écritu res hasta
que produzcamos tantas distinciones como parezcan necesarias
para explicar las diferentes formas como hay que los textos, los
diferentes contratos que la institución de la literatura pone a nues­
tra disposición. Dichas distinciones han de tener en cuenta tanto
los cambios históricos de un período a otro como las diferencias
entre géneros en un período determinado. Fontaníer, por ejemplo,
sostiene que los tropos son generalmente más idóneos en poesía
que en prosa, porque, igual que la poesía, son «hijos de la ficción»
y porque la poesía aspira más a agradar que a instruir sobre el
m undo real (Les figu res du discours, p. 180). En otras palabras,
la institución de la literatura permite una relación diferente entre
texto y mundo en el caso de la poesía y, así, vuelve apropiados
ciertos tipos de naturalización u operaciones de lectura que no se
admiten en la prosa. Los tropos pueden ser absurdos literalmente,
pero con ello denotan una intensidad de pasión o vivacidad de ima­
ginación que es la prerrogativa del narrador poético. La «extrava­
gancia» poética se vuelve natural y legible mediante la convención
del género y, por esa razón, los tropos son más apropiados en la
oda, la épica y la tragedia (ibid., p. 181).
Podríamos decir que un género es una función convencional del

194
lenguaje, una relación particular con el mundo que sirve de norma
o expectativa para guiar al lector en su encuentro con el texto.

Verdaderamente, es esa palabra (novela, poema) colo­


cada en la cubierta del libro la que (por convención) pro­
duce, programa u «origina» genéticamente nuestra lectura.
En este caso tenemos (con el género «novela», «poema») una
palabra m aestra que desde el principio reduce la compleji­
dad, reduce el encuentro textual, al convertirlo en una fun­
ción del tipo de lectura ya implícita en la ley de dicha pala­
bra. (Pleynet, La p o ésie d o it avoir p o u r b u t..., p. 95-6.)

Leer un texto como tragedia es darle un marco que permite


que aparezca el orden y la complejidad. De hecho, una descrip­
ción de los géneros debería ser un intento de definir las clases
que han sido funcionales en los procesos de lectura y escritura,
los conjuntos de expectativas que han permitido a los lectores
naturalizar los textos y conferirles una relación con el mundo o,
si preferimos considerarlo de otro modo, las funciones posibles de
la lengua que estaban a disposición de los escritores en cualquier
época. Como observa Claudio Guillén, «los órdenes teóricos de
la poética deben considerarse, en cualquier momento de su his­
toria, como códigos esencialmente intelectuales que el escritor
afronta mediante su escritura» (L iterature as System , p. 390).
En otras palabras, un género no es simplemente una clase taxo­
nómica. Si agrupamos obras basándonos en las semejanzas obser­
vadas, disponemos de hecho de taxonomías puramente empíricas
del tipo de las que han contribuido a desprestigiar la noción de
género. Una taxonomía, para tener valor teórico, ha de estar mo­
tivada; pero parece haber considerable confusión con respecto al
tipo de motivación requerida. Por ejemplo, al criticar la descrip­
ción de los géneros de Northrop Frye, Todorov sostiene que sin
una teoría coherente «seguimos presos de prejuicios transmitidos
de siglo en siglo y de acuerdo con los cuales (éste es un ejemplo
imaginario) existe un género como la comedia, cuando en realidad
eso podría ser una pura ilusión» (In trodu ction a la littératu re fan-
tastique, p. 26). Pero una teoría que demuestra que no existe una

195
cosa como la comedia no es en absoluto la que se necesita. Desde
luego, no está claro qué significaría semejante afirmación ni cómo
verificarse, pero en cualquier caso podemos afirmar que cualquier
teoría que condujera a esa conclusión probaría con ello su propia
inadecuación, de igual modo que cualquier teoría que «probara»
que El rey Lear no es una tragedia estaría equivocada. Para que
una teoría de los géneros sea algo más que una taxonomía, ha
de intentar explicar cuáles son los rasgos constitutivos de las
categorías funcionales que han regido la lectura y la escritura de
la literatura. La comedia existe gracias a que leer algo como un&
comedia entraña expectativas diferentes de las que entraña la
lectura de algo como una tragedia o como una épica.
En realidad, para ser justos con Todorov, hemos de decir que
en su estudio de la littéra tu re fantastique fundamenta efectivamen­
te su género en las operaciones de la lectura. Podemos aislar un
conjunto de obras en que el lector se ve forzado a vacilar entre
una explicación naturalista y otra sobrenatural de los fenómenos
curiosos. «Lo fantástico ocupa ese espacio de incertidumbre; tan
pronto como elegimos una de las dos respuestas, abandonamos lo
fantástico y entramos en un género vecino, lo extraño o lo sobrena­
tural» (p. 29). La existencia de dicho género quedaría confirma­
da, por ejemplo, por el reconocimiento general de que existen rela­
tos, como T he Turn o f th e Screiv, que nos exigen permanecer en
ese estado de incertidumbre en lugar de asimilarlos como ejemplos
de lo extraño, pero explicable o de lo sobrenatural de modo explí­
cito. Cuando reconocemos esa producción de la incertidumbre como
una función posible del lenguaje y dejamos de dar por sentado que
el «significado real» ha de ser bien una explicación natural bien
una explicación sobrenatural, hemos contribuido a la constitu­
ción de un género nuevo. Y lo hemos hecho mediante la acepta­
ción de la posibilidad de un tipo de significado o relación del
texto con el mundo que previamente podríamos haber sentido in­
clinación a desechar en favor de otras opciones.
Como debe quedar claro gracias a ese ejemplo, lo que califi­
camos de convenciones de un género o una écritu re son esencial­
mente posibilidades de significado, formas de naturalizar el texto y
conferirle un lugar en el mundo que nuestra cultura define. Asimi­

196
lar o interpretar algo es introducirlo dentro de los modos de orden
que la cultura pone a nuestra disposición, y eso suele hacerse ha­
blando de ello en un modo de discurso que una cultura considere
natural. Ese proceso recibe diferentes nombres en la escritura es-
Iructuralista: recuperación, naturalización, motivación, vraisem bla-
blisation. «Recuperación» subraya la noción de recobro, de puesta
gn uso. Puede definirse como el deseo de eliminar la paja, de hacer
que todo sea grano, de no dejar que escape nada al proceso de
asimilación; de modo que es un componente fundamental de los
estudios que afirman la unidad orgánica del texto y la contribu­
ción de todas sus partes a sus significados o efectos. «Naturaliza­
ción» subraya el hecho de que lo extraño o lo que se aparta de la
norma queda introducido dentro de un orden discursivo y de ese
modo se le hace parecer natural. «Motivación», que fue el término
usado por los formalistas rusos, es el proceso de justificar elemen­
tos dentro de la propia obra mostrando que no son arbitrarios ni
incoherentes, sino totalmente comprensibles desde el punto de
vista de las funciones que podemos nombrar. V raisemblablisation
(«verosimilización») subraya la importancia de los modelos cultu­
rales de lo vraisem blable («verosímil») como fuentes de significado
y de coherencia.
Cualquiera que sea el nombre que demos al proceso, es una de
las actividades básicas de la mente. Al parecer, podemos hacer
que todo signifique. Si se programara un ordenador para producir
secuencias fortuitas de oraciones inglesas, podríamos dar sentido
a los textos que produjera imaginando una serie de funciones y
contextos diferentes. Si todo lo demás fracasase, podríamos leer
una secuencia de palabras sin orden aparente en el sentido de
que significara el absurdo o el caos y después, atribuyéndole una
relación alegórica con el mundo, considerarla como una asevera­
ción sobre la incoherencia y el absurdo de nuestras lenguas. Como
muestra el ejemplo de Beckett, siempre podemos hacer que lo
carente de significado signifique mediante la producción de un
contexto adecuado. Y habitualmente nuestros contextos no tienen
por qué ser tan extremos. Gran parte de la obra de Robbe-Grillet
puede recuperarse, si la leemos como las meditaciones o el habla
de un narrador patológico, y ese marco ofrece a los críticos un

197

1
asidero para que puedan discutir las connotaciones de la patología
particular en cuestión. Ciertas dislocaciones en los textos poéticos
pueden leerse como signos de un estado profético o extático o
como indicaciones de un d érég lem en t d e tou s les sen s propio de
Rimbaud. Colocar el texto en semejantes marcos es volverlo legi­
ble e inteligible. Cuando Eliot dice que la poesía moderna ha de
ser difícil a causa de las discontinuidades de la cultura moderna,
cuando William Carlos Williams sostiene que su pie variable es
necesario en un mundo posteinsteiniano en que se ponen en cues­
tión toda clase de órdenes, cuando Humpty-Dumpty dice a Alicia
que slithy significa lith e («flexible») y slim y («legamoso»), todos
ellos están ejerciendo la recuperación o la naturalización.
Los dos capítulos siguientes van a investigar las convenciones
particulares que subyacen en la lírica y la novela, pero antes de
pasar a ocuparnos de esos modos especiales debemos examinar to­
dos los diferentes niveles en que se lleva a cabo la naturalización
y los modelos culturales y literarios que vuelven legibles los tex­
tos. El común denominador de esos distintos niveles es la noción
de correspondencia: naturalizar un texto es ponerlo en relación
con un tipo de discurso o modelo que ya sea, en algún sentido,
natural y legible. Algunos de dichos modelos no tienen rasgo algu­
no específicamente literario, sino que son simplemente el recipien­
te de lo vraisem blable, mientras que otros son convenciones espe­
ciales usadas en la naturalización de las obras literarias. Sin embar­
go, podemos subrayar su semejanza funcional agrupándolos todos,
como han hecho en ocasiones los estructuralistas, bajo el encabeza­
miento de lo vraisam blable.
En la introducción al número especial de C om m unications de­
dicado a ese tema, Todorov ofreció tres definiciones: primera, «lo
vraisem blable es la relación de un texto particular con otro texto
general y difuso que podríamos llamar ‘opinión’». Segunda, lo
vraisem blable es aquello que una tradición hace idóneo o espe­
rado en un género particular: «hay tantas versiones de vraisem ­
blable como géneros». Y, por último,

podemos hablar de lo vraisem blable de una obra en la me­


dida en que intenta hacernos creer que se ajusta a la realidad

198
y no a sus leyes propias. En otras palabras, lo vraisem blable
es la máscara que oculta las propias leyes del texto y que
debemos considerar una relación con la realidad (pp. 2-3).

Aceptar estos tres significados no es intentar alcanzar la pro­


fundidad a costa de ambigüedad; existen razones válidas para agru­
parlos bajo un solo encabezamiento, pues en cada caso vraisem -
blance («verosimilitud»), es «un principio de integración entre un
discurso y otro o varios otros».7 Es importante afirmar que la re­
lación de una obra con otros textos de un género o con determina­
das espectativas sobre los mundos ficticios es un fenómeno del
mismo tipo —o un problema del mismo orden— que su relación
con el mundo interpersonal del discurso ordinario. Desde el punto
de vista de la teoría literaria, la segunda es también un texto. «De
lo único que se trata es del mundo»; éste es un conjunto de pro­
posiciones».8 Y, aunque Wittgenstein no se refería a un conjunto
de proposiciones consideradas verdaderas por todo el mundo, su
posición contribuye a indicar por qué podríamos desear hablar de
una realidad dada socialmente como de un texto.
Así, lo vraisem blable es la base del importante concepto es­
tructuralista de in tertex tu alité: la relación de un texto particular
con otros textos. Julia Kristeva escribe que «todos los textos
toman forma a la manera de un mosaico de citas, todos los tex­
tos son una absorción y transformación de otros textos. La noción
de intertextualidad pasa a ocupar el lugar de la noción de inter-
subjetividad» (Sem iotiké, p. 146). Una obra sólo puede leerse en
conexión con otros textos o en contraste con ellos, lo que propor­
ciona una rejilla a través de la cual se la lee y estructura estable­
ciendo expectativas que nos permiten seleccionar los rasgos sobre­
salientes y conferirles una estructura. Y, por esa razón, la intersub-
jetividad —el conocimiento compartido que se aplica en la lec­
tura— es una función de esos otros textos.

Ce moi qui s'a p p roch e du tex te est déja lu i-m ém e une


pluralité d ’autres tfixtes, d e co d es infinis, oü plu s exacte-
m en t: p erdu s (don s Vorigine se p erd )... La su b jectivité est
une im age p lein e, d on t on su p p ose q u e j ’en co m b re le texte,

199
mais don t la p lén itu de, truquée, n’est q u e le sillage d e tous
les co d es qui m e fon t, en so rte q u e ma su b jectivité a finale-
m en t la gén éra lité m ém e d es stéréotyp es.

(El y o que se acerca al texto es ya en sí una pluralidad


de otros textos, de códigos infinitos o, más exactamente:
perdidos (cuyo origen se pierde)... La subjetividad es una
imagen llena, con la que supuestamente lleno el texto, pero
cuya plenitud, trucada, no es sino la estela de todos los códi­
gos que me componen, de modo que mi subjetividad tiene, al
final, la generalidad misma de los estereotipos.) (Barthes,
S/Z, pp. 16-17.)

Aunque es difícil descubrir las fuentes de todas las nociones


o expectativas que componen el «yo» o el lector, la subjetividad
no es tanto un núcleo personal cuanto una intersubjetividad, la
huella o la estela dejada por la experiencia de los textos de todas
clases. Caracterizar los diferentes niveles de lo vraisem bable es
definir los distintos modos de examinar una obra o ponerla en
contacto con otros textos v, por tanto, aislar las manifestaciones
diferentes de esa intersubjetividad textual que asimila y naturaliza
la obra.
Podríamos distinguir cinco niveles de vraisem blance, cinco mo­
dos de poner en contacto un texto con otro texto para que ayude
a volverlo inteligible y definirse en relación con dicho texto. En
primer lugar está el texto dado socialmente, lo que se considera
el «mundo real». Segundo, aunque en algunos casos difícil de
distinguir del primero, es un texto cultural general: conocimiento
compartido que los participantes reconocerían como parte de la
cultura y, por tanto, sujeto a corrección o modificación, pero que,
aun así, hace de especie de «naturaleza». Tercero, están los
textos o convenciones de un género, una vraisem blance específica­
mente literaria y artificial. Cuarto, lo que podríamos llamar la
actitud natural hacia lo artificial, en que el texto cita y expone
explícitamente vraisem blance del tercer tipo para reforzar su pro­
pia autoridad. Y, por último, está la vraisem blance compleja de las
intertextualidades específicas, en que una obra toma otra como base

200
O punto de partida y debe asimilarse en relación con ella. En
(«da nivel existen modos de motivar o justificar el artificio de las
formas atribuyéndole un significado.

Lo «real»

El primer tipo de vraisem blan ce es el uso del «texto de la


actitud natural de una sociedad (el texto de l ’habitude), totalmente
familiar y, por esa propia familiaridad difusa, desconocido como
texto».9 La mejor forma de definirlo es como un discurso que no
requiere justificación porque parece derivar directamente de la
Cltructura del mundo. Decimos de las personas que tienen mentes
y cuerpos, que piensan, imaginan, recuerdan, sienten dolor, aman
y odian, etc., y no tenemos que justificar semejante discurso adu­
ciendo argumentos filosóficos. Es sencillamente el texto de la ac­
titud natural, por lo menos en la cultura occidental y, por tanto,
vraisem blable. Cuando un texto usa dicho discurso, es inteligible
(le forma inherente y, cuando se desvía de dicho discurso, la ten­
dencia del lector es a volver a traducir sus «metáforas» a ese len­
guaje natural. Los paradigmas más elementales de la acción se si­
túan en ese nivel: si alguien se echa a reír, tarde o temprano dejará
de reír; si inicia un viaje, o bien llegará a su destino o bien aban­
donará el viaje. Si un texto no menciona explícitamente esas termi­
naciones, le damos beligerancia y las damos por sentadas como
parte de su inteligibilidad. Si las viola explícitamente, nos vemos
obligados a situar la acción en otro mundo, fantástico (que, natu­
ralmente, es una forma de proporcionar un contexto que vuelve
Inteligible el texto al volverlo vraisem blable).
El reconocimiento del primer nivel de vraisem blance no tiene
por qué depender de la afirmación de que la realidad es una con­
vención producida por el lenguaje. De hecho, el peligro de esa pos­
tura es el de que se puede interpretar de modo demasiado general.
Así, Julia Kristeva sostiene que cualquier cosa que se exprese en
una oración gramatical pasa a ser vraisem blable, dado que el len­
guaje constituye el mundo (Sem iotiké, pp. 215 y 208-45). Más
apropiado sería decir, con Barthes, que cualesquiera que sean los

201
significados que una oración libere, siempre parece como si debiera
de estar diciéndonos algo simple, coherente y verdadero, y que esa
presunción inicial constituye la base de la lectura como proceso de
naturalización (S/Z, p. 16). «John recortó su idea y se la ató a la
tibia» cobra cierta vraisem blan ce a partir de su expresión como
oración gramatical, y nos vemos inducidos a intentar inventar un
contexto o a ponerlo en relación con un texto que lo vuelva inte­
ligible, pero no es vraisem blable del modo como lo sería «John
está triste», ya que no forma parte del texto de la actitud natural,
cuyos especímenes están justificados por la simple observación:
«pero los X son así».

La vraisemblance cultural

En segundo lugar, existe una gama de estereotipos culturales


o conocimiento aceptado que una obra puede usar pero que no
gozan de la misma posición privilegiada que los elementos del
primer tipo, en el sentido de que la propia cultura los reconoce
como generalizaciones. Cuando Balzac escribe que el Conde de
Lanty era p etit, laid et grélé, so m b re co m m e un Espagnol, ennu-
yeux com m e un banquier («pequeño, feo y picado de viruelas,
sombrío como un español, aburrido como un banquero»), está
usando dos tipos diferentes de vraisem blance. Los adjetivos son
inteligibles como cualidades que es de todo punto natural y po­
sible que alguien posea (en tanto que «era pequeño, verde y de­
mográfico» violaría la vraisem blance de primer orden y nos exi­
giría construir un mundo muy curioso, realmente). Sin embargo,
las dos comparaciones connotan referencias culturales y estereoti­
pos culturales que se aceptan como vraisem blable dentro de la
cultura («sombrío como un italiano» y «aburrido como un pintor»
sería invraisem blable desde ese punto de vista) pero que todavía
pueden impugnarse: un banquero no tiene por qué ser aburrido,
y junto con el estereotipo aceptamos esa posibilidad. La mayoría
de los elementos del segundo nivel funcionan de ese modo: los
conocemos como generalizaciones o categorías culturales que pue­
den simplificar exageradamente pero que por lo menos hacen que

202
el mundo sea inteligible en principio y, en consecuencia, hacen de
lengua a la que se vierte en el proceso de naturalización.
Proust habla del propietario de un café que «siempre compa­
raba todo lo que oía o leía con determinado texto con el que
ya estaba familiarizado y cuya admiración se despertaba, si no
encontraba diferencias».10 Gran parte de la vraisem blan ce de una
obra procede del hecho de que cite esa «voz colectiva y anónima,
cuyo origen es un conocimiento humano general» (Barthes, S/Z,
p. 25). Y en ese nivel es en el que se sitúa el concepto tradicional
de vraisem blance. Barthes observa, por ejemplo, que la R etórica
de Aristóteles es esencialmente una codificación de un lenguaje
social general, con todas las máximas y top oi que contribuyen a
una lógica aproximada de las acciones humanas y permiten al ora­
dor, por ejemplo, razonar a partir de la acción hasta el motivo o a
partir de la apariencia hasta la realidad. «Puede parecer muy ca­
tegórico (e indudablemente falso) decir que los jóvenes se irritan
con mayor rapidez que los viejos», pero hacerlo significa volver
vraisem blable nuestro argumento: «las pasiones son recursos lin­
güísticos dados de antemano con los que el orador debe estar sen­
cillamente familiarizado... la pasión no es otra cosa que lo que
la gente dice sobre ella: pura intertextualidad» (U an cien n e rhéto-
rique, p. 212). Al estudiar ese nivel de vraisem blance en Balzac,
Barthes observa que es como si el autor tuviera a su disposición
siete u ocho manuales que contuviesen el conocimiento que cons­
tituye la cultura burguesa popular: un manual de medicina prác­
tica (con nociones de las diferentes enfermedades y condiciones),
un tratado psicológico rudimentario (proposiciones aceptadas de
forma general sobre el amor, el odio, el miedo, etc.), un compen­
dio de ética cristiana y estoica, una lógica, una antología de pro­
verbios y máximas sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, las
mujeres, etc., e historias de la literatura y del arte que proporcio­
nan tanto un conjunto de referencias culturales como un reperto­
rio de tipos (personajes) que pueden servir de ejemplos. «Aunque
pueden ser de procedencia enteramente libresca, esos códigos, me­
diante una inversión propia de la ideología burguesa, que con­
vierte la cultura en naturaleza, sirven de fundamento de lo real,
de la ‘Vida’» {S/Z, p. 211).

203
El hecho de citar ese discurso social general es una forma de
fundamentar una obra en la realidad, de establecer una relación
entre las palabras y el mundo que hace de garantía de inteligibili­
dad; pero más importantes son las operaciones que permite. Cuan­
do un personaje de una novela realiza una acción, el lector puede
atribuirle un significado basándose en ese caudal de conocimiento
humano que establece conexiones entre la acción y el motivo, el
comportamiento y la personalidad. Cuando Balzac nos dice que
Sarrasine «se levantó con el sol, fue a su estudio y no apareció
hasta la noche», naturalizamos esa acción interpretándola como
una manifestación directa de carácter y la interpretamos como «ex­
cesos» (en función de la jornada de trabajo normal) y como un
compromiso artístico (en función de los estereotipos culturales y
psicológicos). Cuando, al salir del teatro, se ve «agobiado por una
tristeza inexplicable», podemos explicarlo como la señal cultural
de su extrema entrega. Esas operaciones colocan la notación del
texto en un contexto de coherencia y, mediante esa tautología
fundamental de la ficción que nos permite inferir el carácter a par­
tir de la acción y después sentirnos satisfechos por el modo de
concordar la acción con el carácter, lo vuelven vraisem blable.
Las concepciones del mundo que son eficaces en ese nivel con­
trolan también lo que se ha llamado el «umbral de la pertinen­
cia fundamental, la que separa lo narrable de lo no narrable; las
secuencias situadas por debajo de él se dan por sentadas» (Heath,
Structuration o f th e N ovel-Text, p. 75). Existe un nivel de gene­
ralidad en que hablamos ordinariamente de nuestro compromiso
con el mundo: «caminamos hasta la tienda» en lugar de «alzar el
pie izquierdo cinco centímetros del suelo, al tiempo que oscilamos
hacia adelante y, desplazando nuestro centro de gravedad para
que el pie toque el suelo, colocando primero el tacón, damos un
paso con la punta del pie derecho, etc.». Esta última descripción,
que queda por debajo del nivel de pertinencia funcional, es un
ejemplo de lo que los formalistas rusos llamaron «extrañamiento».
El proceso de la lectura naturaliza y reduce ese carácter extraño
reconociendo y nombrando: ese pasaje describe el «caminar». Des­
de luego, el hecho de que esas operaciones sean necesarias para
la lectura produce un excedente de significado potencial que ha de

204
justificarse e interpretarse en otro nivel, pero el umbral de per­
tinencia funcional hace de fundamento «natural» o punto de par­
tida firme a partir del cual podemos alcanzar otros significados.
Una larga descripción de un montaje barroco de planos y junturas
se vuelve inteligible al sacar la conclusión de que se trata de la
descripción de una mecedora y después preguntarnos por qué ha­
bía de describirse la mecedora de ese modo inhabitualmente de­
tallado. Un fundamento natural permite la identificación de lo
extraño.
En ese nivel la vraisem blance entraña lo que un autor recien­
te, refiriéndose al realismo, llama la «distancia media»: una óptica
que ni nos coloca demasiado cerca del objeto ni nos alza demasiado
por encima de él, sino que lo contempla precisamente del modo
como lo hacemos ordinariamente en la vida cotidiana. Lo que de­
termina la distancia media, escribe, es una de las funciones más
familiares de todas las literaturas: «la creación ficticia de personas,
de personajes y vidas individuales moldeados con lo que en cual­
quier época todo el mundo considera que constituye cierta integri­
dad y coherencia».11 Se pueda o no —como cree dicho autor— con­
siderar eso como el fin de la literatura, indudablemente es el subs­
trato de la literatura: la mayoría de los efectos literarios, particu­
larmente en la prosa narrativa, dependen de que los lectores tra­
ten de relacionar lo que el texto les dice con un nivel de preocu­
paciones humanas ordinarias, con las acciones y reacciones de los
personajes construidos de acuerdo con modelos de integridad y
coherencia.
En el que quizá sea el mejor artículo sobre la vraisem blance
de ese tipo, Gérard Genette observa que en las discusiones del
siglo xvn la vraisem blance es lo que hoy llamaríamos una ideolo­
gía: «un corpus de máximas y prejuicios que constituye tanto una
visión del mundo como un sistema de valores». Una acción está
justificada por su relación con una máxima general, y «esa rela­
ción de inferencia funciona también como un principio de expli­
cación: lo general determina y, por tanto, explica lo particular;
entender k conducta de un personaje, por ejemplo, es referirla a
una máxima aceptada, y esa referencia se considera como un paso
del efecto a la causa». En El Cid Rodrigo desafía al conde porque

205
«nada puede impedir a un hijo noble vengar el honor de su padre»,
y su acción se vuelve inteligible cuando se relaciona con esa má­
xima. Sin embargo, en La P rin cesse d e C léves la confesión de la
heroína a su marido es invraisem blable («inverosímil») e ininte­
ligible para el siglo xvn, porque es «una acción sin una máxima»
(F igures II, pp. 73-5).
El corpus de máximas puede bien darse por sentado implícita­
mente en un texto (como lo «natural» dentro de la cultura) bien
citarse y ofrecerse explícitamente. En el segundo caso se trata
de lo que Genette llama un vraisem blable artificiel: el texto mis­
mo realiza las operaciones de naturalización, pero al mismo tiempo
insiste en que las leyes o explicaciones que ofrece son las leyes
del mundo. Una oración que en principio sea invraisem blable, como
«La marquesa mandó llamar su carruaje y después se fue a la
cama» (in vraisem blable porque se aparta de una lógica aceptada
de las acciones humanas), puede naturalizarse mediante adiciones
que la intriducirían en el recinto de los modelos culturales acep­
tados: «pues era extraordinariamente caprichosa» (en que la califi­
cación vuelve inteligible la desviación) o «pues, como todas las
mujeres que nunca han encontrado oposición a sus deseos, era
extraordinariamente caprichosa» (lo que produce la máxima perti­
nente) {ibid., pp. 98-9). La novela balzaciana, con su proliferación
de cláusulas pedagógicas y categorías generalizadas, es el mejor
ejemplo de ese tipo de texto, que describe los personajes y las ac­
ciones al tiempo que crea el caudal de conocimiento social que
justifica sus descripciones y las vuelve inteligibles. Pero, desde
luego, si esa vraisem blan ce artificial parece pronunciadamente di­
ferente de la que los modelos culturales y sociales vuelven natural,
la relegaremos al tercer nivel y la calificaremos de vraisem blance
puramente literaria de un mundo imaginativo particular.

Los modelos de un género

El tercer nivel o conjunto de modelos entraña efectivamente


una inteligibilidad específicamente literaria: un conjunto de normas
con las que pueden ponerse en relación los textos y en virtud de

206
las cuales se vuelven significativos y coherentes. Un tipo de nor­
ma es la invocada al hablar del mundo imaginativo de un autor:
permitimos a las obras que hagan contribuciones a un mundo se-
miautónomo, cuyas leyes no son exactamente las del nuestro pero
que, aún así, tiene leyes y regularidades que hacen que las accio­
nes y los acontecimientos que se producen dentro de él sean
inteligibles y vraisem blable. Nuestro sentido intuitivo de esa vrai­
sem b la n ce es extraordinariamente potente: sabemos, por ejemplo,
que sería totalmente inapropiado que uno de los protagonistas de
Corneille dijera: «Estoy harto de todos estos problemas y voy a
hacer de platero en una ciudad de provincias». Las acciones son
plausibles o no en relación con las normas de un grupo de obras, y
reacciones que serían totalmente inteligibles en una novela prous-
tiana serían extraordinariamente extrañas e inexplicables en Balzac.
Fuera de contexto, Papá Goriot es un personaje desmesuradamente
exagerado que no tiene sentido; pero, en función de las leyes del
universo balzaciano, es inteligible de forma inmediata. De hecho,
podríamos decir que en ese nivel de vraisem blance hemos de iden­
tificar series de convenciones constitutivas que permiten la escri­
tura de diferentes clases de novelas o poemas. Las novelas de
Henry James, por ejemplo, se basan en la convención de que los
seres humanos son sensibles a ramificaciones increíblemente suti­
les de las situaciones interpersonales y de que, cualesquiera que
sean sus dificultades, suelen apreciar esa sutileza y procuran
no violarla mediante la grosería del lenguaje directo. Las novelas
de Balzac no podrían haberse escrito como lo fueron, de no haber
sido por dos convenciones: primera, la convención de la determi­
nación, la de que el mundo es fundamentalmente inteligible y de
que todo lo que ocurre puede explicarse recurriendo a ciertos tipos
de modelos; y segunda, la de que en un estado sincrónico de la
sociedad la fuerza determinante es la energía, de la que cada in­
dividuo posee una cantidad particular (que puede atesorar o gas­
tar), además de la que puede sacar de los demás.12 Podríamos de­
cir que las novelas de Flaubert son posibles gracias a la convención
de que nada puede resistir la ironía excepto la inocencia completa,
que es el residuo dejado por la ironía. Y así, si, al leer M adame
B ovary sentimos que Emma está verdaderamente condenada al

207
fracaso, no es porque se haya presentado un análisis convincente,
sino porque hemos llegado a acostumbrarnos a la prosa de Flau-
bert. Sabemos que la intensidad de la aspiración recibirá su mere­
cido, pero que las formas particulares de aspiración pasarán a la
fuerza por el crisol de la ironía, a la que no pueden sobrevivir ex­
cepto como pura forma.13
Desde luego, podríamos considerar dichas convenciones como
teorías o visiones del mundo, como si la misión de las novelas
fuera expresarlas, pero ese enfoque no sería en absoluto una apre­
ciación correcta de las propias novelas o de la experiencia de leer­
las, pues corresponde a la naturaleza de dichas convenciones que
queden inexpresadas, ya que en general son indefendibles o por
lo menos no plausibles en tanto que teorías explícitas. Y no lee­
mos las novelas para descubrir semejantes teorías; más que nada,
hacen de medios para otros fines que son las propias novelas.
Hablar de mitos que son necesarios para que la novela llegue a
ser o de recursos formales que generan la novela puede ser más
útil que hablar de teorías que es función de la novela expresar.
Los primeros se naturalizan en el nivel del sistema literario, mien­
tras que las segundas se naturalizan en función de un proyecto
biográfico o comunicativo.
Este último es, desde luego, un modo de naturalización ex­
traordinariamente familiar, y podríamos darle una matización lite­
raria que justificaría su inclusión en el nivel de la vraisem blance
al decir que nuestro modelo de la literatura como forma expresiva
pero no didáctica nos permite explicar los textos literarios en fun­
ción de teorías implícitas o redes de obsesiones a las que no esta­
ríamos dispuestos a conceder la misma importancia en los textos
discursivos no literarios. Si explicamos la muerte de Charles en
M adame B ovary diciendo que las obras de juventud de Flaubert
revelan una obsesión por la idea de que podríamos causar nues­
tra propia muerte mediante una negación puramente intelectual
de la vida, estamos dando a entender que la literatura está conec­
tada de forma más estrecha con el yo inconsciente que otras formas
de escritura. Si explicamos las mujeres castradoras de Balzac, que
han de convertir a los hombres en niños sumisos antes de poder
amarlos, examinando las propias relaciones de Balzac con sus aman-

208
tea, estamos afirmando de nuevo que en este caso hay un canal
más directo entre el texto y las estructuras afectivas personales
que el que se da en el caso de otras formas. Es decir, que estamos
postulando, como convención constitutiva de la institución de la
literatura, que el texto guarda determinada relación con su autor
y que, por esa razón, puede naturalizarse o volverse inteligible
poniendo en relación sus elementos con una vraisem blance psico­
lógica particular.
Intimamente afín a este tipo de naturalización, si bien depende
menos de la idea de un autor empírico, es el que depende de la
creación de p erson a e narrativos. Como objeto lingüístico el texto
es extraño y ambiguo. Reducimos su carácter extraño leyéndolo
como la expresión de un narrador particular, de modo que los mo­
delos de actitudes humanas plausibles y de personalidades cohe­
rentes pueden volverse operativos. Además, extrapolando a partir
de la figura postulada podemos contarnos a nosotros mismos rela­
tos empíricos que hacen que los elementos del texto sean inteligi­
bles y justificados: el narrador está en una situación particular y
está reaccionando ante ella, de modo que lo que dice puede leerse
dentro de una economía general de las acciones humanas y juzgarse
mediante la lógica de dichas acciones. Está razonando, elogiando,
protestando, describiendo, analizando o meditando, y el poema en­
contrará su coherencia en el nivel de la acción.
De forma más general, podríamos decir que nuestra noción de
la gama de los actos de habla posibles que un texto literario po­
dría realizar es la propia base de la naturalización literaria, porque
nos proporciona un conjunto de objetivos que podrían determinar
la coherencia de un texto particular. Una vez que postulamos un
objetivo (elogio de una amante, meditación sobre la muerte, etc.),
disponemos de un punto de enfoque que rige la interpretación de
la metáfora, la organización de las oposiciones y la identificación
de los rasgos formales pertinentes. Y está claro que en este caso
estamos ocupándonos de convenciones literarias, pues nuestras
ideas sobre la literatura no permiten que un acto de habla cual­
quiera haga de determinante de un poema. Es perfectamente po­
sible escribir un poema para invitar a un amigo a cenar, pero, si
admitimos el poema dentro de la institución de la literatura, con

209
ello nos comprometemos a leerlo como una declaración que tiene
coherencia en otro nivel. Así, In vitin g a F riend to Supper, de Ben
Jonson, se convierte en la evocación de un estilo de vida par­
ticular y se interpreta en el sentido de que mediante el tono y
postura del verso pone en práctica los valores que apoyan y re­
comienden ese modo de vida. La invitación se convierte en un
recurso formal y no en el centro temático, y lo que podría haberse
explicado como elementos de una invitación recibe otra función.
Pero las formas de producir coherencia pueden parecer algo
alejadas de las nociones ordinarias de vraisem blance, y como van
a constituir la parte principal de los dos capítulos siguientes, por
el momento podemos limitarnos a observar que son recursos me­
diante los cuales se naturalizan los textos y pasar a ocuparnos del
último conjunto de convenciones que funcionan en ese nivel de
vraisem blance-. las del género.
El propio Aristóteles reconoció que cada género designa como
aceptables ciertos tipos de acción al tiempo que excluye otros: la
tragedia y la comedia pueden presentar a los hombres mejor y peor
de lo que son sin violar la vraisem blance, porque cada género
constituye una vraisem blan ce especial propia. La función de las
convenciones del género consiste esencialmente en establecer un
contrato entre el escritor y el lector para hacer que determinadas
expectativas funcionen y permitir así tanto la admisión de los
modos aceptados de inteligibilidad como la desviación con res­
pecto a ellos; «se trata esencialmente de volver el texto lo más
p ercep tib le posible; podemos ver cuál es el papel que esa concep­
ción atribuye a las nociones de género y de modelo: el de los ar­
quetipos, de modelos en parte abstractos que sirven de guía para
el lector» (Genot, L’écritu re libératrice, p. 49). Una afirmación
se interpretará de forma diferente según se encuentre en una oda
o en una comedia. El lector prestará diferente atención a los per­
sonajes según esté leyendo una tragedia o una comedia que espera
acabe en múltiples bodas.
El relato policíaco es un ejemplo particularmente bueno de la
fuerza de las convenciones del género: la hipótesis de que los per­
sonajes son psicológicamente inteligibles, de que el crimen tiene
una solución que tarde o temprano se revelará, de que se presen-

210
titán las pruebas pertinentes pero la solución será de alguna com­
plejidad, son todas esenciales para el disfrute de esa clase de
libros. De hecho, esas convenciones son especialmente interesan­
tes a causa del gran espacio que conceden a lo no pertinente.
Sólo en el nivel de la solución se requiere coherencia: todo lo que
te desvíe o sea sospechoso debe explicarse mediante la resolución
que produce la clave para la pauta «real», pero todos los demás
detalles pueden dejarse de lado en ese punto por insignificantes.
Las convenciones hacen posible la aventura de descubrir y produ­
cir una forma, de descubrir la pauta entre una masa de detalles, y
lo hacen estipulando hacia qué tipo de pauta avanzamos al leer.
Desde luego, se violan con frecuencia las espectativas que en­
cierran las convenciones del género. Su función, como la de todas
las reglas constitutivas, es hacer posible el significado proporcio­
nando términos para clasificar las cosas que encontremos. Lo que
resulta inteligible gracias a las convenciones del género es con fre­
cuencia menos interesante que lo que se resiste o escapa al enten­
dimiento genérico, por lo que no debe sorprender que aparezca,
por encima y contra la vraisem blan ce del género, otro nivel de
vraisem blan ce cuyo recurso fundamental es exponer el artificio de
las convenciones y expectativas genéricas.

Lo natural de modo convencional

El cuarto nivel entraña una afirmación implícita o explícita


de que no estamos siguiendo la convención literaria ni produciendo
textos que encuentren su inteligibilidad en el nivel de la vraisem ­
blance genérica. Pero, naturalmente, como se acostumbra a decir
en relación con esto, las formas que semejantes tesis adoptan son
también convenciones literarias. Las introducciones a las novelas
del siglo x v i i i que explican cómo llegó el diario o manuscrito al
poder del narrador, el uso de los narradores externos que atesti­
guan la verdad del relato contado por otro son, desde luego, con­
venciones por derecho propio que juegan con la oposición de ver­
dad y ficción. Alternativamente, el narrador puede limitarse a su
conocimiento de las convenciones de la vraisem blance literaria e

211
insistir en que la improbabilidad de lo que está relatando garantiza
su autenticidad. Balzac emplea considerable energía discursiva para
esa causa:

Con frecuencia ocurre que ciertas acciones de la vida


humana parecen literalmente invraisem blables, a pesar de ser
verdaderas. Pero ¿acaso no es así porque casi nunca nos
paramos a iluminar psicológicamente nuestras acciones es­
pontáneas y a explicar las razones de origen misterioso que
las hicieron necesarias? (E ugénie G randet, capítulo 3).

Lo improbable queda calificado y con ello quedan desmonta­


das las objeciones, cuando el narrador recurre a las nociones co­
munes de explicación y misterio: sugiere que, si el lector es un
hombre razonable como el narrador, no se verá perturbado por
lo improbable y permitirá que la franqueza del autor y su explica­
ción le convenzan de su autenticidad.
Jacq u es le fataliste ofrece otra versión de ese audaz paso me-
talingüístico que convierte la desviación con respecto a la norma
literaria en un criterio de vraisem blance. Jacques y su amo se en­
cuentran con un grupo de hombres armados de horcas y porras:

Supondréis que eran la gente de la posada, sus criados


y los bandidos de quienes he hablado... Supondréis que ese
pequeño ejército va a acometer a Jacques y a su amo, que ha­
brá una refriega sangrienta... y entra enteramente dentro de
mi poder hacer que todo eso ocurra; pero ¡adiós a la verdad
del relato!... Es evidente que no estoy escribiendo una no­
vela, ya que desprecio lo que un novelista nunca dejaría de
usar. Quien considere lo que escribo como verdad quizá esté
menos equivocado que quien lo considere falso. (Edición
Garnier, pp. 504-5).

El narrador anuncia su libertad con respecto a las expectativas


del género y ofrece la incoherencia de su récit (la aparición de ese
grupo de hombres no desempeña ninguna función en la trama)
como prueba de su veracidad.

212
Pero, como sugiere ya este ejemplo, semejante procedimiento
está a un paso de distancia de la mimesis. La referencia a la ca­
pacidad del escritor para poner por escrito lo que le gusta (il ne
tiendrait qu’á m oi q u e tou t cela n ’drrivát) podría ampliarse fácil­
mente hasta la afirmación de que el orden auténtico no es el de
las convenciones de un género, sino el del propio acto narrativo,
cuya libertad está regida sólo por los límites del lenguaje. Reite­
radamente, el narrador propone líneas de desarrollo contradictorias,
subrayando su capacidad para escoger una u otra: «¿Qué me im­
pide hacer que el amo se case y que le pongan cuernos, enviar a
Jacques a las colonias?» «¿Qué me impide producir una riña
violenta entre esos tres personajes?» «Depende de mí exclusiva­
mente que os haga esperar un año, dos años, tres años, para la
historia de los amores de Jacques, separándolo de su amo y ha­
ciendo que sucedan a ambos los accidentes que me plazca.» 14 El
abandono de la necesidad novelística a cambio de la libertad del
acto de escribir puede entrañar el recurso a los niveles primero
y segundo de vraisem blance que especifican las posibilidades de la
acción. Pero esos niveles van recogidos en una vraisem blan ce su­
perior o nivel de inteligibilidad, que es el de la propia escritura.
El texto encuentra su coherencia al ser interpretado como un ejer­
cicio de lenguaje y de producción de significado por parte del
narrador. Naturalizarlo en ese nivel es leerlo como una aseveración
sobre la escritura de novelas, una crítica de la ficción mimética,
una ilustración de la producción de un mundo por el lenguaje.
Naturalmente, la negación de las convenciones del género no
nos lleva tan lejos necesariamente. Constituye un recurso común
en los relatos policíacos que los personajes comenten las conven­
ciones del relato policíaco y que comparen el orden de esa forma
con el desorden que perciben en el caso en que participan. Pero
generalmente esas conversaciones no inducen al lector a pensar
que se hayan pasado por alto las convenciones del género; más que
nada, funcionan como ironía dramática. Una sirvienta histérica
despierta a la señora Bantry para decirle que hay un cadáver en
la biblioteca y ésta despierta a su incrédulo marido: «¡Qué ton­
tería... No puede ser... Te has dejado impresionar por esa novela
policíaca que estabas leyendo... En los libros siempre se encuen-

213
tran cadáveres en las bibliotecas. Nunca he conocido un caso así
en la vida real.» 15 La actitud del coronel no es absurda empírica­
mente, pero no la consideramos un comentario sobre el artificio de
la novela. Al contrario, reímos de su confianza en sí mismo, su re­
curso equivocado a la vraisem blance, y esperamos con interés el
momento de la revelación, pues, como lectores de los relatos poli­
cíacos, sabemos que habrá efectivamente un cadáver en la biblio­
teca.
Ese juego limitado con las convenciones genéricas es una ver­
sión de lo que Empson, en un análisis brillante, llama «pseudopa-
rodia para desarmar a la crítica»: el texto muestra su conciencia
del propio artificio y convención, no para pasar a un modo nuevo
carente de artificio, sino para convencer al lector de que sabe exis­
ten otras formas de considerar la cuestión y, en consecuencia, se
puede confiar en él, en el sentido de que no deformará las cosas
al seguir otra dirección.16 Así, los numerosos poemas que contienen
referencias despectivas a lo artificial de la poesía —desde los isa-
belinos hasta Marianne Moore— no intentan superar las conven­
ciones de la poesía ni atribuir al lenguaje una función diferente,
sino simplemente prevenir una posible objeción por parte del lec­
tor (a su vez, el lector no tiene por qué pensar lo que el narrador
ha admitido explícitamente y de ese modo puede enfocar su aten­
ción en otra cosa) y hacer acopio de autoridad adicional (el narra­
dor es completamente consciente de las posibles actitudes hacia la
poesía y, por eso, se puede suponer que tenga razones válidas
para escribir en verso). En On Lucy C oun tesse o f B edford, de
Ben Jonson, las hipérboles del elogio poético aparecen citadas ex­
plícitamente («arrebatado oportunamente por una pasión conte­
nida», comienzo, «al modo de los poetas», a imaginar la más di­
vina criatura posible), y ese elogio no queda invalidado por el
aparente rechazo de la elaboración poética:

Such tuhen I m eant to faine, and w ish ed to see,


M y M use bad, Bedford w rite, and that ivas she.

(Así, cau tivo ya d e la fantasía y sus im ágenes,


Mi p erversa m usa escrib ió Bedford, y era ella.)

214

I
Pero esos versos finales sí que afectan al proceso de natura­
lización: pasamos de un nivel de vraisem blance (la lírica del elo­
gio) a otro (el acto de elogio, en relación con sus modos conven­
cionales) y leemos el poema como un elogio más fervoroso pre­
cisamente porque puede dar por sentadas las convenciones con con­
ciencia de su fragilidad. De forma semejante, P oetry de Marianne
Moore, con su famoso th ere a re things that are im portant beyond
all this fid d le («hay cosas que son más importantes que este vio­
lín»), no entraña un rechazo ni una revelación de las convenciones
del género, especialmente porque el «violín» queda admirablemen­
te de manifiesto en su elaborada forma silábica; pero sí que trasla­
da el proceso de naturalización a otro nivel al forzarnos a conside­
rar, para volver inteligible el poema, la relación entre el signifi­
cado de afirmaciones como 1, too, dislike it («también a mí me
desagrada») en el discurso ordinario y su transmutación por el
contexto poético.
La mejor forma de explicar ese nivel de vraisem blance y natu­
ralización puede ser la de decir que la apelación a las convencio­
nes del género o la oposición a ellas produce un cambio en el
modo de lectura. Nos vemos forzados a lanzar más lejos nuestra
red para incluir algo más que el tercer nivel de vraisem blance e
inteligibilidad y debemos permitir que la oposición dialéctica que
el texto presenta produzca como resultado una síntesis en un ni­
vel superior en que los motivos de la inteligibilidad son diferentes.
Leemos el poema o la novela como un aserto sobre los poemas o
las novelas (dado que, mediante su oposición, ha obscurecido ese
tema). Interpretarlo es ver cómo usa diferentes tipos de contenido
o recursos para hacer un aserto sobre la ordenación imaginativa
del mundo que se produce en la literatura. Esperamos que el tex­
to tenga coherencia desde ese punto de vista, y, naturalmente, una
vez más tenemos modelos de lo vraisem blable en ese nivel que
ayudan al proceso interpretativo: un repertorio de funciones tra­
dicionales de la literatura y de actitudes hacia ella (el texto se
vuelve inteligible en ese nivel cuando encontramos dichas actitu­
des en él) y una apreciación del modo de leer los elementos o
imágenes particulares como ejemplos del proceso literario. Al leer
muchos textos modernos, ese nivel de vraisem blance y naturali­

215
zación pasa a ser el más importante, y en cierto sentido presenta
la ventaja de ser menos reductivo que los otros, pues no necesita
resolver una dificultad, sino que puede reconocer que lo que re­
quiere interpretación es la existencia de una dificultad antes que la
propia dificultad.

Todas las obras son claras a condición de que localice­


mos el ángulo desde el que lo borroso se vuelve tan natural
que pasa desapercibido: en otras palabras, con tal de que
determinemos y repitamos la operación conceptual, con fre­
cuencia de un tipo muy especializado y limitado, en que el
propio estilo se origina. Así, la oración de Gertrude Stein:
A d o g that y o u h a ce n ev er had has sig h ed («Un perro que
nunca has tenido ha suspirado») es transparente en el nivel
de la pura formación de oraciones. (Jameson, M etacom m en-
tary, p. 9.)

En lugar de interpretarla podríamos describirla como un ejem­


plo de la capacidad de las palabras para-.crear pensamiento o de la
peculiar fuerza dislocadora de ese agente lingüístico que carece de
existencia en la naturaleza: la negación.
Las observaciones de Fredric Jameson que acabamos de citar
describen muy bien el proceso. Es un proceso de naturalización
en el sentido de que lo que parecía difícil o extraño resulta na­
tural (algo borroso tan natural, que pasa desapercibido) mediante
la localización de un nivel apropiado de vraisem blance. Y ese nivel
es un repertorio de proyectos. Hasta las lecturas más radicales de
las obras literarias proponen un proyecto desde cuya posición ven­
tajosa lo borroso pasa a ser claro y natural: el proyecto de ilus­
trar o establecer la práctica de la escritura.17 En el gran juego hege-
liano de la interpretación, en el que cada lector se esfuerza por
alcanzar el círculo situado más al exterior que abarca todos los
demás pero no queda abarcado a su vez, ese nivel de vraisem ­
bla n ce goza, por lo menos en nuestro momento de la historia,
de una posición privilegiada a causa de su capacidad para asimilar
y transformar otros niveles. Pero no por ello deja de ser un modo
de naturalización convencional, y los intentos de organizarlo para

216
que se sitúe más allá de la ideología y la convención nos hacen
traspasar, como razonaremos en el capítulo 10, los límites del sen­
tido totalmente.

La parodia y la ironía

El quinto nivel de naturalización puede considerarse una va­


riante local y especializada del cuarto. Cuando un texto cita o pa­
rodia las convenciones de un género, lo interpretamos pasando a
otro nivel de interpretación en que ambos términos de la oposi­
ción pueden juntarse gracias al propio tema de la literatura. Pero
el texto que parodia una obra particular requiere un modo de
lectura algo diferente. Si bien hay que tener presentes al mismo
tiempo dos órdenes —el orden del original y el punto de vista
que socava el original— , eso no conduce generalmente a la sín­
tesis ni a la naturalización en otro nivel sino a una exploración de
la diferencia y la semejanza. De hecho, la función desempeñada
por el cuarto nivel de vraisem blan ce lo desempeña en este caso el
propio concepto de parodia, que hace de recurso poderoso de na­
turalización. Al llamar parodia a algo estamos especificando cómo
debe hacerse, liberándonos de las exigencias de la seriedad poética,
y volviendo inteligibles los curiosos rasgos de la parodia. La alite­
ración asombrosa, el incisivo ritmo anapéstico y la ausencia de
contenido en la autoparodia de Swinburne, N ephelidia, quedan
recuperados inmediatamente y reciben significado, cuando lo lee­
mos como una parodia: los leemos como imitaciones y exagera­
ciones de rasgos del original.
Para evitar lo burlesco, la parodia ha de captar parte del espí­
ritu del original así como imitar sus recursos formales y producir
mediante una ligera variación —habitualmente de elementos léxi­
cos— una distancia entre la vraisem blance del original y la suya
propia. «Comprendo cómo funciona este poema; observad qué fácil
es mostrar el carácter ampuloso de este poema; sus efectos son
imitables y, por tanto, artificiales; su logro es frágil y depende
de que se tomen en serio las convenciones de la lectura.» Ese es
esencialmente el espíritu de la parodia. Indudablemente, parte de
dicho efecto se debe a que la parodia es una imitación y a que,
al volver explícito su modelo, niega implícitamente que deba leer­
se como un aserto serio de sentimientos sobre problemas o situa­
ciones reales, con lo que nos libera de un tipo de vraisem blance
usado para reforzar las lecturas metafóricas de los poemas.
Chard W hitlow , de Henry Reed, una de las mejores parodias
de Eliot, usa versos que en Eliot recibirían naturalización metafó­
rica apropiada pero que aquél coloca en un contexto que nos in­
duce a leerlos de forma diferente:

As w e g e t old er w e d o n o t g e t any you n ger.


S easons return, and today I am fifty -five,
And this tim e last yea r I w as fifty-fou r,
And this tim e next yea r I shall b e sixty-tw o.
And I can n ot say I sh ou ld like ( t o speak fo r m yself)
T o s e e m y tim e o v er again - if yo u can cali it tim e:
F iagetin g uneasily u nder th e draughty stair,
Or cou n tin g sleep less n igh ts in th e cro w d ed tube.

(A m edida que en v ejecem o s no n os v o lv em o s más jóven es.


V uelven las estacion es, y h oy ten g o cin cu en ta y cin co años,
Y tal día co m o h oy d el año pasado tenía cin cu en ta y cu atro,
Y tal día com o h o y d el año q u e vien e ten d ré sesen ta y dos.
Y (hablando por m í) n o p u ed o d ecir que m e gustaría
Ver v o lv er m i tiem po, si s e lo p u ed e llamar tiem po:
A gitarse inquieto bajo la estrella en el aire,
O con ta r n o ch es d e in som nio en el m etro abarrotado.)

La serie de las edades impone una lectura literal del primer


verso, con lo que impide que la tautología encuentre su función
en otro nivel, como parece ocurrir en Four Q uartets (As w e grow
o ld er/ T he w orld b eco m es stra n ger [«A medida que envejece­
mos, el mundo se vuelve más extraño»]). Y, así, a tim e («el
tiempo») en if you can cali it tim e, sólo se le permite oscilar al
borde de la exploración metafísica antes de volver a caer tamba­
leándose en la trivialidad cómica. En otros contextos los dos últi­
mos versos podrían funcionar como imágenes no empíricas pode­

218
rosas, pero aquí nos vemos detenidos ante el absurdo de las imá­
genes empíricas... de esa forma de pasar nuestro tiempo real­
mente. Y el brillante verso T he w in d w ithin a w in d unable to
speak fo r w in d («El viento dentro de un viento incapaz de ha­
blar por el viento»), que parodia el comienzo de la sección quinta
de Ash W ednesday (S till is th e unspoken w ord , th e W ord un-
h ea rd J T h e W ord w ith ou t a w ord, th e W ord w ithin ¡T h e w orld
and fo r th e w orld [«Fija está la Palabra no pronunciada, la Pala­
bra no oída, / La Palabra sin palabras, la palabra dentro/ del
mundo y para el m undo»]) refuerza, mediante la substitución de
w ind, la sugerencia de pomposidad que hace de función integra-
dora de la parodia. Mientras que las pomposidades superficiales
de Four Q uartets (And w hat y o u ow n is w hat y o u d o n o t own/
And w h ere you are is w h ere y o u are n ot [«Y lo que posees es lo
que no posees / Y donde estás es donde no está s»]) se sitúan
y moderan mediante cambios inmediatos a otro modo que puede
leerse como comentario indirecto (T h e w ou n d ed su rgeo n p lies th e
Steel¡T h at q u estion s th e d istem p ered part [«E l cirujano herido
aplica el acero / que interroga la parte enferma»]), la vraisem ­
blance de la parodia insiste en una lectura literal que revela la
distancia entre la interpretación natural y lo que la poesía de
Eliot requiere cuando se la toma en serio.
La parodia entraña la oposición entre dos modos de vraisem ­
blance, pero, a diferencia del cuarto caso, sus oposiciones no con­
ducen a la síntesis en un nivel superior. Más que nada, queda
afirmado temporalmente el predominio de la vraisem blan ce del
propio autor de la parodia. En este sentido, la parodia se parece
a la ironía (si bien en otros sentidos son muy diferentes: pues la
ironía depende de efectos semánticos más que formales). Kierke-
gaard sostiene que el irónico auténtico no desea ser entendido y,
aunque los irónicos auténticos pueden ser raros, por lo menos po­
demos decir que la ironía siempre ofrece la posibilidad del malen­
tendido. Ninguna oración es irónica p er se. El sarcasmo puede
contener incoherencias internas que vuelvan de todo punto evi­
dente su intención e impidan que se lo lea excepto de un modo,
pero para que una oración sea propiamente irónica ha de ser posi­
ble algún grupo de lectores que la interpreten de modo totalmente

219
literal. De lo contrario, no hay contraste entre el significado aparen­
te y el supuesto ni espacio para el juego irónico. La ironía situa-
cional o dramática presupone con toda evidencia dos órdenes en
contraste: el orden postulado por el orgulloso protagonista se re­
vela como mera semejanza, cuando cae en el orden contrario de la
justicia poética. La afirmación proléptica de un orden queda so­
cavada por consecuencias que consideramos «apropiadas» en el sen­
tido de que derivan de un orden diferente, si bien no necesaria­
mente preferible.
Así, pues, la ironía situacional es un modo de recuperación exis-
tencial que usamos para hacer inteligible el mundo, cuando la in­
teligibilidad que alguien ha postulado anteriormente resulta ser fal­
sa. «Eso es exactamente lo que tenía que ocurrir», decimos cuan­
do empieza a llover en el preciso instante en que iniciamos una
comida en el campo, comprendiendo que sería tristemente cómico
esperar que el universo se ajustara a nuestros planes pero prefi-
rindo sugerir, aunque sea en broma, que no nos es del todo indife­
rente, sino que actúa de acuerdo con un orden contrario que po­
dríamos captar: frustrará nuestros planes sistemáticamente. De
modo, que la ironía dramática en la literatura entraña el contraste
entre la visión del mundo que tiene el protagonista y el orden con­
trario que el lector, armado de presciencia, puede captar.
La ironía verbal comparte esa estructura opositiva pero es bas­
tante más compleja e interesante, pues habitualmente no suele ir
indicada por los acontecimientos que nos colocan ante la ironía
situacional (ni por el «poco sabía él que...» y «si por lo menos
hubiera yo comprendido q u e...» que anuncian la ironía dramática).
La percepción de la ironía verbal depende de un conjunto de ex­
pectativas que permiten al lector percibir la incongruencia de un
nivel manifiesto de vraisem blan ce en el que el significado literal
de una oración podría interpretarse y construir una lectura iró­
nica alternativa que concuerde con la vraisem blance que está cons­
truyendo para el texto. A veces no es difícil identificar el juego
entre dos niveles de expectativas. Balzac escribe que Sarrasine, al
llegar a su primera cita con Zambinella, avait esp éré une cham bre
mal écla irée, sa m a itresse auprés d ’un brasier, un jaloux a deux
pas, la m ort e t l’am our, d es co n fid en ces éch a n gées a voix basse,

220
co eu r a coeu r, d es baisers périlleux («había esperado encontrar
una habitación mal alumbrada, su amante junto a un brasero, un
rival celoso a dos pasos, el amor y la muerte, confidencias inter­
cambiadas en voz baja, de corazón a corazón, besos peligrosos»).
La superabundancia de detalles, la heterogeneidad del catálogo de
la enumeración —la mezcla de lo específico y de lo general— anun­
cian que el autor hace esas observaciones con cierto distancia-
miento narrativo, que las cita como fragmentos de otro «texto»
al que está dando un tratamiento irónico. El «código de la pasión»,
conjunto de estereotipos culturales, «fundamenta lo que, según
se nos dice, siente Sarrasine» (Barthes, S/Z, p. 145). Para Sarra-
sine ése es el nivel eficaz de vraisem blan ce, el tipo de coheren­
cia y de inteligibilidad a que aspira; pero el texto sugiere una
lectura irónica de ese nivel al proponer, implícitamente, otra vrai­
sem blan ce de la que supuestamente contiene más elementos de
verdad: las expectativas de Sarrasine son descabelladas y noveles­
cas; las habitaciones bien alumbradas y la ausencia de rivales ce­
losos no son improbables.
Cuando no podemos localizar las fuentes precisas de la vrai­
sem blan ce tratada irónicamente, el proceso de la ironía es más
complejo. En la conversación ordinaria las expectativas operativas
proceden de un conocimiento compartido de contextos externos:
conociendo tanto a George como a Harry, podemos sacar la con­
clusión de que lo que George acaba de decir sobre Harry, no
concuerda con el texto de las actitudes justificables sobre Harry, de
que podemos suponer que George está familiarizado con dicho
texto, y, por tanto, que lo que ha dicho debe interpretarse iróni­
camente. La declaración se naturaliza al interpretarse irónicamen­
te, y eso puede ocurrir aun sin pensar que George puede estar
«citando» con inflexión irónica una declaración descabellada de
cualquier otra persona. En el caso de la literatura las expectativas
cooperantes dependen en grado todavía más complejo de la expe­
riencia social y cultural.
Cuando Flaubert escribe que durante su enfermedad Emma
Bovary tuvo una visión de arrobamiento y pureza celestiales a los
que decidió aspirar, su lenguaje no ofrece indicaciones decisivas de
ironía:

221
Elle vou lu t d even ir u n e sainte. Elle ach eta d es chapelets,
elle porta d es am u lettes; elle souhaitait avoir dans sa cham ­
bre, au ch e v et d e sa con ch e, un reliquaire en ch á ssé d ’ém e-
raudes, pou r le baiser to u s les soirs.

(Quería llegar a ser una santa, Compró rosarios, se puso


amuletos; deseaba tener en su habitación, a la cabecera de
su cama, un relicario con esmeraldas engastadas, para besar­
lo todas las noches.) (II, xiv.)

¿Cómo reconocemos la ironía en este caso? ¿Qué es lo que


provoca y apoya la suposición de que esas palabras deben leerse
con cierta indiferencia y con una exploración de las posibles ac­
titudes hacia ellas?
En primer lugar, recurrimos a modelos generales de comporta­
miento humano que suponemos compartir con el narrador: no se
decide pura y simplemente alcanzar la santidad, del mismo modo
que se decide llegar a ser enfermera o monja; y, aun cuando la san­
tidad fuera un objeto adecuado para una decisión, la forma de
llegar a ella no sería comprar los objetos propios de una santa.
Además, es de suponer que nuestro modelo de santidad choque con
las formas concretas que adopta el deseo de Emma: las esmeraldas
en un relicario no garantizan el progreso del alma ni debe comprar­
se aquél para poder besarlo. Pero, para que tenga algún sentido
nuestro recurso a esos modelos, hemos de estar dispuestos a acep­
tar que en el texto hay esbozada una actitud plausible: la de que
para algunas personas, entre ellas Emma, el texto, cuando se lee
literalmente, es perfectamente aceptable.
Así, la ironía parece depender, por lo menos en primera ins­
tancia, de la referencialidad del texto: nuestro primer paso en la
recuperación es dar por sentado que se refiere a un mundo con
el que estamos familiarizados y que, en consecuencia, estamos en
condiciones de juzgarlo; pues, si fuera fantasía o cuento de hadas,
o si se refiriese a una tribu de Borneo, no dispondríamos de cri­
terios mediante los cuales reconocer lo inapropiado y autoindul-
gente. Indudablemente, ésa es la razón por la que se ha conside­
rado la novela como la forma más propicia para la ironía. Al

222
remitirnos constantemente a un mundo cuya realidad afirma, con­
fiere pertinencia a nuestros modelos de comportamiento humano
y nos permite detectar el carácter absurdo de significados apa­
rentes.
Pero incluso en esa etapa inicial existe una dialéctica entre el
texto y el mundo, pues nuestro sentido de la ironía se ve forta­
lecido, quizá provocado incluso, por el hecho de que a partir de
los testimonios dados esperamos que Emma sea una mujer ridicula
e indulgente consigo misma: un nivel de coherencia establecido
por el texto sirve de poín t d e rep ér e con el que intentemos rela­
cionar cualquier observación sobre sus ideas y acciones.
Dado nuestro conocimiento del mundo y nuestro conocimien­
to del mundo de la novela, estamos en condiciones de detectar iro­
nía siempre que el texto ofrezca juicios con los que no coincida­
mos d siempre que, con aparente imparcialidad, no emita un jui­
cio en casos en que consideremos sería adecuado hacerlo. Pero,
naturalmente, hemos de habernos formado una impresión sobre
la vraisem blance narrativa —un nivel de coherencia en el que
habitualmente funciona la prosa de Flaubert— de modo que po­
damos determinar si el texto es realmente irónico o si, por el con­
trario, está describiendo sin ironía proyectos sobre los cuales, con
nuestro saber superior, podemos emitir un juicio irónico.
Así, pues, el tipo de vraisem blan ce o inteligibilidad que, en una
lectura irónica, oponemos al de las actitudes de Emma se com­
pone de una diversidad de factores que tendemos a agrupar de
forma bastante precipitada bajo el ambiguo epígrafe de «contex­
to»: nuestros modelos de vraisem blance en el nivel del comporta­
miento humano, que proporcionan criterios de juicio; nuestras ex­
pectativas sobre el mundo de la novela, que sugieren cómo deben
interpretarse los detalles relativos a las acciones y los personajes
y, en consecuencia, contribuyen a ofrecernos algo que juzgar; las
afirmaciones aparentes que hacen las oraciones cuya incongruencia
recuperamos al leerlas irónicamente; y, por último, nuestra apre­
ciación de los procedimientos habituales del texto— una vraisem ­
blance irónica— que justifica nuestra actividad y nos da segurida­
des en el sentido de que estamos participando en un juego a que
nos invita el texto.

223
Hasta ese proceso complejo entraña, esencialmente, la subs­
titución de un significado aparente por un significado «verdadero»,
que justificamos basándonos en que con ello el texto se vuelve más
coherente. De hecho, esa necesidad de un segundo nivel de vrai­
sem blan ce, una lectura «verdadera», le parece a Barthes el rasgo
más desafortunado de la ironía, pues detiene el juego del signi­
ficado. Según él, es extraordinariamente difícil socavar o criticar
el estereotipo sin recurrir a otro estereotipo, que es el de la pro­
pia ironía. C om m ent ép in gler la b étise sans s e décla rer in telligen t?
C om m ent un c o d e peut-il a voir barre su r un autre sans ferm er
abu sivem en t le plu riel d es co d es? («¿Cómo podemos acusar de
la estupidez sin declararnos inteligentes? ¿Cómo puede un có­
digo aventajar a otro sin cerrar abusivamente el plural de los có­
digos?») {S/Z, p. 212). ¿Cómo puede el ironizador criticar un
punto de vista o una actitud por ser demasiado limitados sin
afirmar la integridad y verdad de su propia concepción?
Verdaderamente, se trata de una cuestión crucial, pues de la
descripción ofrecida hasta aquí podría parecer que la naturaliza­
ción irónica tiene pretensiones más grandiosas que las cosas que
rebaja. En el momento en que proponemos que un texto signifique
algo diferente de lo que parece decir, introducimos, como recursos
hermenéuticos que deben conducirnos hasta la verdad del texto,
modelos que están basados en nuestras expectativas sobre el texto
y sobre el mundo. El cínico podría decir que la ironía es la forma
última de recuperación y naturalización, con lo que nos asegura­
mos de que el texto dice lo que queremos oír. Reducimos lo ex­
traño o incongruente, e incluso actitudes con las que no estamos
de acuerdo, dándole el calificativo de irónico y haciendo que con­
firme, en lugar de defraudar, nuestras expectativas.
Pero también podríamos invertir esa definición y, enfocando
su faceta menos cínica, decir que al calificar de irónico un texto
indicamos nuestro deseo de evitar la exclusión prematura, de per­
mitir al texto surtir efecto lo más plenamente que pueda, de con­
cederle beligerancia permitiéndole contener cualesquiera dudas que
se nos ocurran al leerlo. Es decir, que, una vez establecidas las
expectativas de la ironía, podemos emprender lecturas irónicas que
no conduzcan a una certeza o «actitud verdadera» que pueda opo­

224
nerse a la declaración aparente del texto, sino sólo a una vraisem ­
blance formal o nivel de coherencia formal que es el de la pro­
pia incertidumbre irónica. Lo que se contrapone a la apariencia
no es la realidad, sino la pura negatividad de la ironía ininterrum­
pida.
En Stephen Crane, por ejemplo, encontramos muchos ejemplos
de incongruencias superficiales: violaciones del registro, que ten­
demos a suponer irónicas; pero es extraordinariamente difícil lo­
calizar afirmación encubierta alguna tras ellas. Cuando se nos dice
en T he O pen Boat que «muchos hombres deben de tener una
bañera mayor que el barco que aquí surcó el mar» podemos identi­
ficar la ironía de la inversión: el barco es del tamaño de una ba­
ñera y, como una bañera, está lleno de agua, pero las bañeras están
destinadas a mantener el agua dentro y los barcos a mantener el
agua fuera. Pero eso de que «muchos hombres deben de» dice algo
extraño que resulta difícil situar: una frase que parece connotar
sólo indiferencia por parte del narrador, renuencia a hacerse res­
ponsable de la prosa. «Aquellas olas eran bruscas y altas de modo
ilícito y bárbaro y cada cresta de espuma era un problema para
la navegación del barquichuelo.» También en este caso existe un
problema fundamental de tono, una sugerencia de ironía; pero las
olas son bárbaramente altas: ¿estamos dispuestos realmente a sos­
tener que el narrador está haciendo un guiño irónico a los hom­
bres del barco, haciéndoles pensar que las olas son ilícitamente
bruscas y rebajando el carácter egocéntrico de esa visión? ¿Revela
realmente la litotes ligeramente pomposa «un problema para la na­
vegación del barquichuelo» su dificultad para gobernarlo e impe­
dir que se hunda? Podríamos multiplicar los ejemplos casi indefi­
nidamente, y la única solución satisfactoria es naturalizar esas ex­
trañas observaciones en el nivel de una ironía dudosa.
Barthes dice que Flaubert:

en maniant u ne iron ie fra p p ée d ’in certitu d e, o p ere un ma-


laise salutaire d e V écriture: il n ’a rréte pas le jeu d es co d es
(o u l’a rréte m al) , en so rte q u e ( c ’est la sans d o u te la preuve
d e l ’écritu re) on ne sait jamais s’il est responsable de ce
qu’il écrit ( s ’il y a un su jet derriére son la n g a g e); car l’étre

225
8 . — LA POÉTICA
d e l’écritu re ( le sen s d u travail qui la co n stitu e) est d ’em-
p é ch er d e jarnais rép on d re a c e t t e q u estion : Qui parle?

(al manejar una ironía marcada por la incertidumbre, produ­


ce un malestar saludable de la escritura: no detiene el juego
de los códigos (o lo detiene mal), de modo que (ésa es segu­
ramente la prueba de la escritura) nunca s e sabe si es res­
p on sable d e lo q u e escrib e (si hay un sujeto tras su lengua­
je); pues el ser de la escritura (el sentido del trabajo que la
constituye) es impedir que se pueda responder nunca a esta
pregunta: ¿Q uién habla?) (5/Z, p. 146.)

Eso es precisamente lo que parece que encontramos en Gra­


ne: incapaces de detener el juego del significado y de componer
el texto, ni siquiera sus fragmentos, en el sentido de que alguien
con actitudes identificables lo pronuncie desde una posición iden-
tificable, nos vemos forzados a reconocer que el acto de escribir,
de salirse del circuito comunicativo del habla, ha tenido éxito, y
que el nivel de vraisem blan ce en que el relato se vuelve coherente
es el de la propia ironía como proyecto. Podríamos decir que la
dislocación narrativa revela el lenguaje como una especie de des­
tino indiferente, que puede poner a prueba todo con un distancia-
miento y una indiferencia que son de una crueldad injustificada.
El paso del lector por las olas de esa ironía es una travesía de
descubrimiento, indudablemente, en el sentido de que se le hace
poner a prueba todas las formas de rebajar la experiencia de los
hombres en el barco y pasar por las diferentes pomposidades me­
diante las que el lenguaje desdibuja la experiencia o la vuelve frá­
gil y vulnerable a la mofa. Ofrecer una lectura en ese nivel es
naturalizar elementos del texto confiriéndoles una función en esa
pauta, pero dicha pauta no es tanto un precipitado positivo de
ironía cuanto la acción de la propia ironía como medio de vaci­
lación.

Naturalizar en esos distintos niveles es volver el texto inte­


ligible poniéndolo en relación con los diferentes modelos de cohe-

226
renda. Aunque en la jerga estructuralista se tiende a considerar
lit naturalización como algo negativo, es una función inevitable de
U lectura; y por lo menos puede valer la pena observar que, cuan­
do los formalistas rusos —cuya obra sobre este tema no han re­
chazado los estructuralistas— hablaban de naturalización bajo el
encabezamiento de «motivación», la consideraban algo muy posi­
tivo realmente. Un elemento estaba motivado, si tenía una función
en el texto, literario, y en principio todos los elementos de una obra
de arte lograda debían estar motivados. La función más humilde
era la «motivación realista»: si en la descripción de una habitación
aparecen elementos que no nos dicen nada sobre un personaje y
no desempeñan papel alguno en la trama, esa propia ausencia de
significado les permite anclar el relato en lo real mediante el sig­
nificado: esto es la realidad. Como observa Barthes, esa función se
basa en la hipótesis, profundamente arraigada en la cultura occi­
dental, de que pura y simplemente el mundo está ahí y, en conse­
cuencia, la mejor forma de denotarlo es hacerlo mediante objetos
cuya única función es estar ahí (L’e ffe t d e réel, p. 87). Los for­
malistas rusos identificaron también la «motivación de la compo­
sición», en que un elemento queda justificado por su contribución
a la estructura de la trama o al retrato de un personaje, y la «mo­
tivación artística», en que un elemento o recurso contribuye a
efectos artísticos especiales, de los cuales aquel del que hablaron
con mayor frecuencia fue el «extrañamiento» o renovación de la
percepción.19 Pero, como debe de haber quedado ya claro, esas
variedades de motivación representan formas diferentes de natu­
ralizar el texto, de relacionarlo con modelos de inteligibilidad: la
motivación realista abarca mis niveles primero y segundo de vrai­
sem blance-, la motivación de la composición, el segundo y el ter­
cero; y la motivación artística, el segundo, el tercero, el cuarto y
el quinto. La crítica valora la motivación en la medida en que
considera su misión la construcción de un simulacro coherente e
inteligible del texto.
La insatisfacción estructuralista con respecto a la naturalización
no entraña la capacidad de superarla: no podemos eludir la natu­
ralización, si pretendemos hablar de las obras literarias- lo único
que podemos hacer es posponerla y asegurarnos de que se produce

227
en un nivel superior y más formal. Sin embargo, existe el deseo
de eludir la exclusión prematura, de permitir que el propio texto
se diferencie del lenguaje ordinario, de garantizar el máximo al­
cance al juego de los rasgos formales y de las incertidumbres se­
mánticas. En lugar de intentar resolver las dificultades para produ­
cir temas o declaraciones por parte de un personaje sobre un pro­
blema particular, podemos intentar preservar dichas dificultades or­
ganizando el texto como una ilustración de determinados proble­
mas. En el nivel más alto son problemas del propio lenguaje.
El examen del proceso de lectura como naturalización produ­
ce, naturalmente, una disposición hacia ese tipo de crítica, porque,
si hemos tomado conciencia de las diferentes operaciones naturali-
zadoras que entrañan la lectura y la crítica, prestaremos renovada
atención al modo como resiste el texto las operaciones que preten­
demos realizar sobre él y al modo como supera el significado que
podemos descubrir en cualquier nivel de vraisem blance. En con­
secuencia, los rasgos más interesantes de un texto —los rasgos
sobre los cuales puede preferir extenderse la crítica estructuralis­
ta— se convierten en aquellos mediante los cuales afirma su ca­
rácter distintivo, su diferencia con respecto a lo que ya tratan los
modelos culturales de la literatura como institución. Pero éste es
un tema que hemos de dejar para el último capítulo. Todavía hay
mucho que decir sobre la propia poética antes de pasar a una crí­
tica que se derive de la poética. Si los estructuralistas se han apre­
surado demasiado a superar los sistemas de convención, no esta­
mos obligados a seguir su ejemplo, especialmente porque las viola­
ciones de las normas que les interesan sólo son posibles gracias a
normas que se han puesto a investigar detalladamente con dema­
siada impaciencia. Ahora hemos de intentar exponer la labor que
se ha hecho con respecto a los sistemas de la lírica y de la novela
e indicar los casos en que hay que trabajar más.

228
CAPITULO 8

LA POETICA DE LA LIRICA

H eavenly hurt it g iv es us —
W e can fin d no scar,
B ut internal d ifferen ce,
W here th e M eanings are
E m i l y D ic k in s o n

Si tomamos un ejemplo de vulgar prosa periodística y lo es­


cribimos en una página como un poema lírico, rodeado de inti­
midantes márgenes de silencio, las palabras siguen siendo las mis­
mas pero sus efectos para los lectores quedan alterados substan­
cialmente.1

H ier su r la N añónale sep t


Une au tom ob ile
R oulant a cen t a l ’h eu re s ’est je t é e
Sur un platane
Ses quatre occu pa n ts on t é té
Tués.

(Ayer en la nacional siete un automóvil que corría a cien


kilómetros por hora se estrelló contra un plátano. Sus cua­
tro ocupantes resultaron muertos.)

La escritura de ese texto como un poema hace entrar en jue­

229
go un nuevo conjunto de expectativas, un conjunto de conven­
ciones que determinan cómo debe leerse la secuencia y qué clase
de interpretaciones pueden derivarse de ello. El fait d ivers se con­
vierte en una tragedia menor pero ejemplar. «Ayer», por ejemplo,
adquiere una fuerza completamente diferente: al referirse ahora
al conjunto de «ayeres» posibles, sugiere un acontecimiento co­
mún, casi casual. Es probable que demos una importancia nueva
a la premeditación de s ’est je t e e (literalmente, «se arrojó») y a la
pasividad de «sus ocupantes», definidos en relación con su auto­
móvil. La falta de detalles o de explicación connota cierto absur­
do, y el estilo neutro, de repertorio, se interpretará indudablemen­
te como comedimiento y resignación. Podríamos observar incluso
un ingrediente de intriga después de s ’est je t é e y descubrir trivia­
lidad en el posible retruécano a partir de platane (plat = «llano»)
y en el carácter final de la palabra aislada tués.
Esto es claramente diferente del modo de interpretar la prosa
periodística, y esas diferencias sólo pueden explicarse por las ex­
pectativas con que nos acercamos a la poesía lírica, las convencio­
nes que rigen sus posibles modos de significación: el poema es
atemporal (a eso se debe la fuerza nueva de «ayer»); está com­
pleto en sí mismo (a eso debe la importancia de la ausencia de
explicación); debe tener coherencia en un nivel simbólico (a eso
se debe la nueva interpretación de s ’est je t é e y de ses occu p a n ts);
expresa una actitud (eso explica el interés en el tono como pos­
tura deliberada); sus disposiciones tipográficas pueden recibir in­
terpretaciones espaciales o temporales («intriga» o «aislamiento»).
Cuando leemos el texto como un poema, nuevos efectos pasan a
ser posibles, aunque las convenciones del género producen una
nueva gama de signos.
Esas operaciones interpretativas no son estructuralistas en sen­
tido alguno; son en gran medida las que los lectores y los críticos
aplican con mayor sutileza a poemas de mayor complejidad. Pero
la tosquedad del ejemplo tiene la virtud de subrayar hasta qué
punto se basa la lectura e interpretación de poemas en una teoría
implícita de la lírica. «No se olvide», escribe Wittgenstein, «que
un poema, aunque esté compuesto en el lenguaje de la informa­
ción, no se usa en el juego lingüístico en cuestión».2 Pero no basta

230
en absoluto con recordar eso; hay que preguntarse cuál es la natu­
raleza del juego lingüístico en cuestión.
La poesía se encuentra en el centro de la experiencia literaria
porque es la forma que afirma con mayor claridad el carácter es­
pecífico de la literatura, su diferencia con respecto al discurso
ordinario de un individuo empírico sobre el mundo. Los rasgos
específicos de la poesía tienen la función de diferenciarla del habla
y alterar el circuito de la comunicación dentro del que se inscribe.
Como nos dicen las teorías tradicionales, la poesía es fabricación;
escribir un poema es un acto muy diferente del de hablar con un
amigo, y el orden formal de la poesía —las convenciones del final
de los versos, de los ritmos y de las pautas fonéticas— contribu­
yen a hacer que el poema sea un objeto impersonal, cuyos «yo»
y «tú» son construcciones poéticas. Pero el hecho de que un texto
sea un poema no es el resultado necesario de sus propiedades lin­
güísticas, y los intentos de basar una teoría de la poesía en una
descripción de las propiedades especiales del lenguaje de los poe­
mas parecen condenados al fracaso.
Cleanth Brooks, por ejemplo, propuso una teoría del discurso
poético en su famosa frase, «el lenguaje de la poesía es el lengua­
je de la paradoja» (T he W ell-W rought Urn, p. 3). Por su propia
naturaleza el discurso poético es ambiguo e irónico, revela tensión,
especialmente en sus modos de calificación; y la lectura atenta,
junto con el conocimiento de las connotaciones, nos permitirá des­
cubrir la tensión y la paradoja de todos los poemas logrados. Así,
en el verso de Gray, T he sh ort and sim ple annals o f th e p o o r («Los
cortos y simples anales del pobre»), podemos notar una tensión
entre las connotaciones habituales de «anales» y los rasgos semán­
ticos del contexto «cortos», «simples» y «los pobres» (p. 102).
Aunque Brooks y otros han encontrado tensión y paradoja en
poesía de todas las clases, la teoría fracasa como descripción de la
naturaleza de la poesía porque podemos encontrar tensión seme­
jante en cualquier clase de lenguaje. La obra de Quine From a
L ogical P oint o f View raras veces se confunde con un poema,
pero su primera oración reza así: «Una cosa curiosa del problema
ontológico es su simplicidad». Existe tensión entre las asociacio­
nes de «ontológico» y la afirmación de simplicidad, especialmente

231
porque el ensayo nos muestra que dista de ser simple. Además,
existe una ironía sutil en el uso de la palabra «cosa», generalmen­
te asociada con los objetos físicos, pero usada en este caso para
lo que es ontológicamente problemático: un hecho o propiedad
relacional. De hecho, la tensión en este ejemplo parece mayor
que en el verso de Gray; y el crítico que quiera aceptar a Gray
como poeta y excluir a Quine de esa cofradía se verá obligado,
creo yo, a decir que la tensión es pertinente en el primer caso de
un modo que no lo es en el segundo, que debemos prestar aten­
ción al primero pero no tenemos por qué prestar atención al
segundo.
Desde luego, si se usara la oración de Quine en un juego lin­
güístico diferente, absorbido por convenciones diferentes, la iro­
nía pasaría a ser dominante temáticamente:

Desde un punto de vista lógico


Una cosa
cu riosa
d e l problem a
o n to ló g ico
es
su
sim plicidad

La disposición tipográfica produce un tipo diferente de aten­


ción y libera parte de la energía verbal potencial de «cosa», «es»
y «simplicidad». Estamos ocupándonos menos de una propiedad
del lenguaje (la ironía o la paradoja intrínsecas) que de una estra­
tegia de la lectura, cuyas operaciones más importantes se aplican
a objetos verbales dispuestos como los poemas aun cuando sus
pautas métricas y fonéticas no sean evidentes.
Desde luego, eso no equivale a negar la importancia de las
pautas formales. Como ha subrayado Jakobson, en el discurso poé­
tico la equivalencia se convierte en el recurso constitutivo de la
secuencia, y la coherencia fonética o rítmica es uno de los recursos
más importantes que distancian la poesía de las funciones comuni­
cativas del habla ordinaria. El poema es una estructura de sig­

232
nificantes que absorbe y reconstituye el significado. La primacía
de la disposición formal en pautas permite a la poesía asimilar
los significados que tienen las palabras en otros casos de la lengua
y someterlas a una nueva organización. Pero la significación de
las pautas formales es, a su vez, en sí misma una expectativa con­
vencional, el resultado tanto como la causa de un tipo de atención
específica con respecto a la poesía. Como sostiene Robert Graves,3

No «oímos», cuando leemos prosa normal; sólo en poesía


prestamos atención al metro y a las variaciones rítmicas a
partir de él. Los autores de v ers lib re confían en que sus
tipógrafos llamen nuestra atención sobre lo que se llama
«cadencia» o «relación rítmica» (que no es fácil de seguir)
que podría habernos pasado desapercibida si se hubiera es­
crito en prosa; como verá el lector, esta oración hace burla
con el pulgar en la nariz.

Al leer poesía, estamos dispuestos no sólo a reconocer pautas


formales sino también a hacer de ellas algo más que un ornamen­
to unido a las expresiones comunicativas; y así, como dice Genette,
la esencia de la poesía radica no en el propio artificio verbal, aun­
que éste sirve de catalizador, sino, de forma más simple y profun­
da, en el tipo de lectura ( a ttitu d e d e lectu re) que el poema im­
pone a sus lectores:

una actitud motivadora que, más allá o más acá de los ras­
gos prosódicos o semánticos, concede a la totalidad o a par­
te del discurso esa presencia intransitiva y existencia abso­
luta que Eluard llama «prominencia poética» ( l ’év id en ce
p o étiq u e). En este caso el lenguaje poético parece revelar su
auténtica «estructura», que no es la de una form a particular
definida por sus atributos específicos sino la de un estado,
un grado de presencia e intensidad a la que, por decirlo así,
se puede llevar cualquier secuencia, con tal de que se haya
creado a su alrededor ese m argen d e silen cio que la aísla en
medio del habla ordinaria (pero no como una desviación).
(F igures II, p. 150.)

233
Esto quiere decir que ni las pautas formales ni la desviación
lingüística del verso bastan para producir la estructura o estado
auténticos de la poesía. El tercer factor, decisivo, que puede ope­
rar eficazmente, aun en ausencia de los otros, es el de la expec­
tativa convencional, el del tipo de atención que recibe la poesía
en virtud de su posición dentro de la institución de la literatura.
Analizar la poesía desde el punto de vista de la poética es espe­
cificar lo que interviene en esas expectativas convencionales que
hacen que el lenguaje poético esté sujeto a una teleología o fina­
lidad diferente de la del habla ordinaria y cómo contribuyen esas
expectativas o convenciones a los efectos de recursos formales y
de los contextos externos que la poesía asimila.

Distancia y deixis

En primer lugar, existe el hecho de la distancia y de la im­


personalidad. Leer un poema de un poeta que no sea un conocido
nuestro es muy diferente de la lectura de una de sus cartas. Esta
última se inscribe directamente en un circuito comunicativo y de­
pende de contextos externos cuya pertinencia no podemos negar
aunque los ignoremos. El «yo» de la carta es un individuo empí­
rico, como lo es el «tú» a quien se dirige; se escribió en un mo­
mento determinado y en una situación a la que se refiere; e inter­
pretar la carta es aducir dichos contextos para leerla como un he­
cho temporal e individual. El poema no está relacionado con el
tiempo del mismo modo, ni tiene la misma naturaleza interperso­
nal. Aunque en el acto de interpretarlo podemos recurrir a con­
textos externos, contándonos a nosotros mismos relatos empíricos
(una mañana el poeta estaba en la cama con su amante y, cuando
el sol le despertó y le indico que era hora de levantarse y de
dedicarse a sus asuntos, dijo: B usie oíd fo o le, unruly S unne...
[«V iejo atareado y necio, inquieto S o l...»]), pero sabemos que
esos relatos son construcciones ficticias que empleamos como recur­
sos interpretativos. La situación a la que recurrimos no es la del
acto lingüístico efectivo sino la de un acto lingüístico que conside­
ramos está imitando el poema: directa o desviadamente. Recu-

234
Mimos a modelos de la personalidad y del comportamiento huma-
§01 para construir referentes para los pronombres, pero sabemos
lie nuestro interés por el poema depende del hecho de que es algo
3 líerente del registro de un acto de habla empírico. Y si decimos
que la lírica no se oye propiamente, sino que se oye por casúa-
lldad, no nos hacemos la ilusión de estar escuchando por el ojo de
U cerradura; simplemente estamos usando esa ficción como re­
curso interpretativo. En realidad, el hecho de que desarrollemos
IM S estrategias para superar la impersonalidad del discurso poé­
tico es la confirmación más pronunciada de dicha impersonalidad.
La mejor forma de observar ese aspecto de la función poética
Cl hacerlo mediante las formas en que nuestras expectativas con
respecto a la lírica alteran los efectos de los deícticos. Los deíc-
tlcos son rasgos «orientadores» de la lengua que se relacionan con
la situación en que se produce la expresión, y para nuestros fines
los más interesantes son los pronombres de primera y segunda per­
sona (cuyo significado en el discurso ordinario es «el hablante»
y «la persona a la que éste se dirige»), los artículos y demostrativos
•nafóricos que se refieren a un contexto externo y no a otros ele­
mentos del discurso, los adverbios de lugar y de tiempo cuya
referencia depende de la situación en que se produce la expresión
(«aquí», «allí», «ahora», «ayer») y los tiempos verbales, especial­
mente el presente no intemporal. La importancia de dichos deícti­
cos como recursos técnicos en poesía no puede sobreestimarse, y
en nuestro deseo de hablar de un personaje poético reconocemos
desde el principio que dichos deícticos no van determinados por
una situación real en la que se produzca la expresión, sino que
funcionan a cierta distancia de ella. Cuando los cuatro primeros
P oetical S k etches de Blake (To Spring, To Sum m er, To Autumn
y To W inter) se dirigen a cada estación por turno y le piden que
acelere o difiera su visita, no aceptamos eso simplemente como
el contexto del discurso (Blake está dirigiéndose a las estaciones),
sino que reconocemos que semejante procedimiento es un recurso
cuyas consecuencias deben incorporarse dentro de nuestra inter­
pretación del poema. ¿Cómo podemos construir un «yo» poético
que se dirija a las estaciones y qué podemos hacer con el «tú» al
que se dirige? Como escribe Geofrey Hartman,

235
Si bien llamar a las estaciones es un acto gratuito o ritual,
ayuda a colocar en primer plano el p a th o s lírico, el o r e ro­
tu n do de su estilo. En este caso la voz se llama a sí misma,
evoca imágenes de su poder anterior. Blake se entrega a una
continua reminiscencia de dicho poder al ofrecernos un pas­
tich e espléndido de ecos y temas procedentes d<_ la Biblia,
los clásicos, e incluso la tradición de la oda elevada del si­
glo x v i i i . Todo es dicción poética, pero dicción poética en
busca de su verdad, que es la identidad, ahora perdida, del
espíritu poético y profético. (B eyon d Formalism, p. 194.)

Los deícticos no nos remiten a un contexto externo, sino que


nos fuerzan a construir una situación ficticia en que se produce
la expresión, a dar vida a una voz y a una fuerza a las que aquélla
se dirige, y eso nos exige considerar la relación de la que podrían
extraerse las características de la voz y de la fuerza y concederle
un lugar central dentro del poema. Las convenciones que nos per­
miten abandonar una situación real del discurso para substituirla
por un modo invocativo-profético vuelven a colocar este último
marco en el poema como un ejemplo de la energía de anticipación
que caracteriza al espíritu poético: un espíritu que puede prever
aquello que requiere. Nuestra capacidad para percibir el espíritu se
debe en parte a las convenciones que sacan el poema de un cir­
cuito ordinario de la comunicación.
Encontramos fenómenos de ese tipo en una gama de casos en
que los efectos temáticos específicos pueden ser muy diferentes.
Si no fuera por las expectativas convencionales, nos perturbaría
descubrir que el «yo» de T he C loud («La nube»), de Shelley, es
una nube en realidad; si las convenciones fueran menos potentes,
nos contentaríamos simplemente con haber identificado la situa­
ción en que se produce la expresión. Pero, como el «yo» es una
construcción poética, debemos reintroducir en el poema nuestra
identificación preliminar, y hemos he intentar determinar qué sig­
nifica hacer hablar una nube, qué clase de «yo» encubre el poema
y conceder a la respuesta un lugar central en nuestra interpreta­
ción. A necdote o f a Jar, de Wallace Stevens, nos ofrece un solo
deíctico con el que trabajar: el «yo» del primer verso.

236
I p la ced a jar in T en n essee,
And round it was, upon a hill.

(C oloq ué una jarra en T enn essee,


una jarra redonda, so b re una colin a.)

Cualquier hablante que el lector añada o imagine será una


construcción poética. Su identidad depende de la importancia del
significado concedido a la acción de colocar la jarra en Tennessee,
en el sentido de que ha de tratarse de alguien capaz de ser el
agente de la acción. Y el hecho de que el deíctico aparezca en el
poema indica que la acción tiene su importancia y debe integrarse
a cualquier interpretación.
Toda una tradición poética usa deícticos espaciales, temporales
y personales para forzar al lector a construir un personaje medi­
tativo. El poema aparece presentado como el discurso de un ha­
blante que, en el momento de hablar, se encuentra ante una es­
cena particular, pero, aun cuando esa afirmación aparente sea bio­
gráficamente auténtica, queda absorbida y transformada por la
convención poética, con lo que permite cierto tipo de desa­
rrollo temático. El drama será el de la propia mente, cuando se
enfrenta a estímulos externos, y el lector ha de tener en cuenta
el abismo entre objeto y sentimiento, aunque sólo sea para que la
fusión que el poema puede establecer se considere un éxito. T he
Eolian Harp de Coleridge afirma su contexto con pronombres de
primera y segunda persona, verbos en presente, e indicaciones de
tiempo y lugar:

M y p en siv e Sara' th y s o ft cheek reclin ed


Thus on m in e arm, m ost so oth in g s w e e t it is
to sit b esid e ou r C ot ( . . . )
And w atch th e clou d s ( . . . )
H ow ex quisite th e scen ts
S natched fro m y o n b ean -field ! ( ...)

[/M elancólica Sara!, co n tu suave m ejilla así apoyada


en m i brazo, ¡q u é agradable y sed an te es

237
sen tarse ju n to a nuestra cabaña ( . ..)
y con tem pla r las n u b es ( . . . )
¡Q u é ex quisitos lo s p erfu m es
arrebatados a tu h u erto ! ( ...) ]

El ambiente es un punto de partida para la labor de la ima­


ginación, pero el lector ha de convertir la situación en un caso
de seguridad, serenidad, satisfacción; pues, después de que el in­
seguro panteísmo cede ante los escrúpulos religiosos, el poema
regresa a sus deícticos (this cot, and th ee, heart-hon ou red Maid!
[«¡esta cabaña y tú, gloriosa V irgen!»]) fijándose en su situación
de discurso. Aunque no haya un regreso explícito semejante en
T intern A bbey, de Wordsworth, la función de los deícticos es la
misma en gran medida, y el lector no ha de considerar la situación
que los primeros versos le refuerzan a construir como un marco
externo, sino como la asimilación proléptica de la estructura temá­
tica principal: la asimilación por parte de la imaginación de los
pormenores del mundo y su reacción ante ellos. De forma seme­
jante, en A mong S chool Children, de Yeats, el primer verso, I walk
th rou gh th e lon g sch oolroom q u estion in g («Atravieso la larga clase
preguntando»), y el posterior, I look upon o n e ch ild o f t ’oth er
th ere («Miro a este niño o a aquel otro»), no sólo nos ofrecen la
situación del discurso, sino que, además, nos fuerzan a construir un
narrador poético que pueda satisfacer las exigencias temáticas del
resto del poema.
En resumen, incluso en poemas que aparecen presentados os­
tensiblemente como declaraciones personales hechas en ocasiones
particulares, las convenciones de la lectura nos permiten evitar
considerar ese marco como una cuestión puramente biográfica y
construir un contexto referencial de acuerdo con las exigencias de
coherencia que impone el resto del poema. La situación ficticia del
discurso debe construirse de modo que tenga una función temá­
tica. Esos cambios en la lectura de los deícticos que las convencio­
nes poéticas producen no son menos evidentes en poemas en que
el «yo» del hablante queda implícito. Leda and th e Swan de Yeats
contiene un número inhabitual de artículos definidos anafóricos
en sus primeros versos:

238
A suelden b low : th e grea t w in gs beating still
A bove th e sta ggerin g girl, th e th igs ca ressed
By th e dark w ebs, h er nape cau ght in his bilí,
H e holds h er h elp less breast upan his breast.
H ow can th ose terrified va gu e fin g ers push
T he fea th ered glory from h er loosen in g thighs?

(Una ráfaga repentina: las grandes alas ba tien do todavía


so b re la tem blorosa m uchacha, lo s m u slos acariciados
p o r las obscuras m em branas, su nuca atrapada en el p ico
[ d e él,
qu e su jeta con tra su p ech o el in d efen so p ech o d e ella.
¿C óm o p u ed en eso s aterrorizados e im p recisos d ed o s apartar
el p lu m ífero esp len d or d e sus m uslos que ya ced en ? )

La función ordinaria de dichos artículos no resulta destrui­


da: hemos de construir una referencia para ellos (las alas del cis­
ne, la muchacha en la escena, sus muslos, las obscuras membra­
nas de las patas del cisne, etc.).5 Pero no podemos decir simple­
mente que el poeta esté mirando la escena o una representación
de ella y que, en consecuencia, la esté dando por sentada, porque
ese uso de los deícticos es el resultado de una opción (sabe que
los lectores no estarán viendo la escena); así, que hemos de consi­
derar las consecuencias de adoptar semejante postura, de convertir
el acontecimiento en una escena relativamente estática usada como
punto de partida para las preguntas sobre el saber y el poder,
sobre la relación de la encarnación y el determinismo histórico.
O también, cuando un poema como On m y first D aughter, de Ben
Jonson, comienza con un adverbio de lugar.

H ere lies to each h er parents ruth,


Mary, th e d a u gh ter o f their you th

(«A quí yace, para aflicción d e sus padres,


M ary, la hija d e su ju ven tu d .» )

el deíctico no nos ofrece primordialmente una localización espa­

239
cial, sino que, tan pronto como hemos identificado su referencia
a la tumba, nos revela el tipo de acto ficticio ante el que nos en­
contramos y, en consecuencia, cómo hemos de interpretar el poe­
ma. Funciona como el tradicional siste viator del epitafio y, como
las convenciones de la poesía nos han acostumbrado a separar la
situación ficticia del acto empírico de enunciación, podemos leer
el poema como epitafio y entender el paso del m y del título al
th eir del segundo verso. Aunque las «inscripciones» de ese tipo
constituyen un subgénero de la poesía estrechamente relacionado
con el epigrama, el distanciamiento enunciativo que las convencio­
nes de la deixis poética hacen posible nos permite concebir la
poesía lírica en general como un enfoque de la inscripción, si bien
se trata de una inscripción que cuenta una historia figurada de su
propia génesis.
Desde luego, la poesía contemporánea aprovecha la imperso­
nalidad para fines más destructivos. El juego con los pronombres
personales y con las obscuras referencias deícticas que impiden al
lector construir un acto enunciativo coherente es una de las formas
principales de poner en cuestión el mundo ordenado que el cir­
cuito ordinario da por sentado. Un solo ejemplo de John Ashbery
ilustrará muy bien las dificultades que surgen, cuando las incerti-
dumbres referenciales ponen obstáculos a la construcción de un
contexto enunciativo funcional.6

T hey dream only o f A merica


To b e lo st am ong th e thirteen mittion piilars o f grass:
«T his h o n ey is d eliciou s
Though it burns the throat.»
And hiding from darkness in barns
T hey can b e grow n u p s n ow
And th e m u rd erer’s ash tray is m o re easily—
T he lake a lilac cube.
(« S ólo sueñan co n A mérica
y p erd erse en tre lo s tr ece m illones d e p ed esta les d e hierba:
‘Esta m iel es deliciosa
aunque queme la garganta.’

240
Y esco n d ién d o se d e la ob scu rida d en lo s pajares
ya p u ed en ser adultos
y el cen icer o d el a sesin o e s m ás fá cilm en te:
el la go un cu b o lila.»)

Encontramos dificultad para componer una escena o situación


porque demasiadas cosas se dan por sentadas: T hey («ellos»), th e
th irteen m illion pillars («los trece millones de pedestales»), This
h o n ey («esta miel»), el mismo u otro T hey, T he m u rd erer’s ash
tray («el cenicero del asesino») y T he lake («el lago»). Se nos
incita a convertirlos en datos objetivos de una única situación y a
hacer que parezcan condenados al fracaso. Pero en este caso po­
demos observar los efectos de nuestras expectativas, porque po­
demos producir lecturas lanzando algunas hipótesis. Si el T hey del
verso primero es el mismo T hey del verso sexto, y si este último
rige hiding («escondiéndose») en el verso quinto, en ese caso
podemos decir que soñar con América es una forma adulta de es­
conderse de la obscuridad, un deseo de perderse en las hojas de
hierba de Whitman que ahora han pasado a estar institucionaliza­
das: pedestales numerosos pero que se pueden contar. Y si supo­
nemos que el asesino no cuadra en esa situación particular, sino
que procede de otro contexto, podemos relacionar esa forma de
esconderse con el rito tranquilizador de ocultamiento y descubri­
miento evocado por el fragmento paroxístico de un relato policíaco
(la ceniza del asesino como clave). Si consideramos que This en el
verso tercero no se refiere a un contexto externo, sino al sueño
del primer verso, podemos decir que soñar con América es una
experiencia agridulce; o si consideramos los versos tercero y cuar­
to como una cita yuxtapuesta procedente de otro contexto pode­
mos convertirlo en un ejemplo de la experiencia de los adultos,
que han aprendido a valorar lo dulce a pesar de su regusto pos­
terior. Contrapuesto a esa agitación humana va el lago (¿qué
lago?), coincidente fonéticamente con su descripción (th e lake a
lilac cu b e), cristalino y oponiendo resistencia a los intentos de re­
lacionarlo con otros elementos de una situación.
Las conexiones son múltiples y tenues, especialmente porque

241
la plétora de deícticos nos impide construir una situación discur­
siva y determinar sus constituyentes primordiales. Esos objetos
provocan una exploración de nuestras formas de ordenar más útil
de lo habitual, exploración que no comenzaría, naturalmente, si
no fuera por las convenciones iniciales que nos permiten construir
personajes ficticios para satisfacer las exigencias de coherencia y
pertinencia internas. «Al leer hemos de tomar conciencia de lo
que escribimos inconscientemente en nuestra lectura», dice Philip-
pe Sollers (L ogiques, p. 220). Nuestra «escritura inconsciente» es
un intento de ordenar y naturalizar el texto, que en poemas como
el de Ashbery es desafiado y cuestionado.
Nuestro recurso más importante para ordenar es, desde luego,
la noción de la persona o el sujeto hablante, y el proceso de lectura
se ve especialmente perturbado cuando no podemos construir un
sujeto que haga de fuente de la expresión poética. Así, pues, hay
una plausibilidad inicial en la afirmación de Julia Kristeva de
que el lenguaje poético entraña un paso constante del sujeto al
no sujeto, y de que «en ese o tro espacio en que la lógica del habla
es inestable, el sujeto se disuelve y en lugar del signo se instituye
la colisión de significantes que se anulan recíprocamente» (S em io-
tiké, p. 273). Pero, como han mostrado los ejemplos antes cita­
dos, el sujeto individual empírico es lo único que se disuelve, o
mejor, se desplaza, trasladado a un modo diferente e impersonal.
El personaje poético es una construcción, una función del lenguaje
del poema, pero, aun así, desempeña el papel unificador del suje­
to individual, y hasta poemas que dificultan la construcción de un
personaje poético se basan para sus efectos en que el lector haya
de construir una situación enunciativa. Como sostiene Henri Mesc-
honnic en un artículo acertado sobre Kristeva, es más fructífero
subrayar la impersonalidad de la escritura y el significado produ­
cido por el intento de construir un personaje ficticio que hablar
de la desaparición del sujeto (P our la poétiq u e, II, p. 54). Ni
siquiera en poemas como el de Ashbery está bloqueado definiti­
vamente el proceso naturalizador: podemos cambiar las referencias
de los deícticos a otro modo y decir que los versos son fragmentos
del lenguaje que podrían usarse referencialmente, pero que en este
caso están simplemente inscritos (la mano que escribe, después

242
de haberlo escrito, sigue adelante) y que la situación enunciativa es
la de la lengua elaborándose en fragmentos que se juntan y ordenan
mediante pautas formales. Si seguimos este camino, todavía pode­
mos postular, como función unificadora, un personaje poético
cuyo habla anuncia, como escribe Ashbery en otro lugar,7

that th e carnivorous
W ay o f th e se lin es is to d ev o u r th eir ow n nature, leavin g
N othing but a b itter im pression o f absen ce, w h ich as w e
knoiv in v o lv es p resen ce but still.
N everth eless th ese are fu ndam ental absen ces, stru gglin g to
g e t up and b e o f f th em selves.

(q u e el carnívoro
M étodo d e esto s verso s es d evora r su propia naturaleza, no de-
ajando
Sino una amarga im presión d e ausencia, q u e com o
sabem os entraña presen cia aunque sosegada.
Aun así, son ausencias fundam entales, q u e se esfuerzan por
alzarse y m archarse.)

Las totalidades orgánicas

La segunda convención fundamental de la lírica es lo que


podríamos llamar expectativa de totalidad o coherencia. Natural­
mente, está relacionada con la convención de la impersonalidad.
Los actos de habla ordinarios no tienen por qué ser totalidades
autónomas porque son partes de situaciones complejas en las que
colaboran y de las que obtienen significado. Pero si la propia
situación enunciativa de un poema es una construcción que debe
reintroducirse en el poema como uno de sus componentes, podemos
ver por qué han seguido los críticos generalmente a Coleridge
al insistir en que el poema auténtico es «aquel cuyas partes se
sostienen y se explican unas a otras» (Biographia Literaria, capí­
tulo XIV). Naturalmente, se ha impugnado esa idea, especial-

243
mente como criterio de excelencia: «un poema es más como un
árbol de Navidad que un organismo, dice John Crowe Ransom.8
Pero, aun cuando adoptemos su metáfora, puede resultarnos difícil
abandonar la idea de una totalidad armónica: algunos árboles de
Navidad están más logrados que otros, y sentimos inclinación a
pensar que la simetría y la disposición armoniosa de los adornos
contribuye algo al éxito.
Sin embargo, el detalle crucial es que aunque neguemos la ne­
cesidad de que un poema sea una totalidad armónica, usamos esa
idea en la lectura. La comprensión es necesariamente un proceso
teleológico y una apreciación de la totalidad es el fin que rige ese
proceso. Idealmente, deberíamos poder explicar todos los elemen­
tos de un poema y, de entre las explicaciones totales, deberíamos
preferir las que mejor consigiueran relacionar los elementos unos
con otros en lugar de ofrecer explicaciones separadas y sin relación.
Y los poemas logrados como fragmentos o ejemplos de totalidad
incompleta dependen para su éxito del hecho de que nuestra in­
clinación a la totalidad nos permita reconocer sus lagunas y dis­
continuidades y atribuirles un valor temático. Por ejemplo, Papy-
rus de Pound

S prin g...
T oo lo n g ...
G on gu la ...

(P rim a vera ...


D em asiado larga...
G o n g u la ...),

no es en sí mismo una totalidad armónica: la solidaridad de las


vocales y de las consonantes no consigue imponer una continuidad
semántica. Hemos de leerlo como un fragmento, lo que, de hecho,
nos invitan a hacer los puntos suspensivos. Pero lo enfocamos con
la presunción de continuidad (la hipótesis, por ejemplo, de que las
cuatro palabras son parte de una única afirmación) y podemos ex­
trapolarlo para leerlo como un poema de amor (Gongula como

244
una persona a la que se dirige el autor), considerando los vacio»
como figuras de la anticipación y de la falta de integridad. Es decir,
que interpretar el poema es dar por sentada una totalidad y des­
pués dar sentido a los vacíos, ya sea explorando formas de com­
pletarlos o atribuyéndoles significado como vacíos.
Las ideas de totalidad revisten diferentes formas en los escri­
tos estructuralistas. Ya hemos hablado de la insistencia de Jakob­
son en que los poemas revelen una rigurosa simetría en el nivel
de las pautas fonéticas y gramaticales. La teoría de Greimas sobre
la poesía lírica como manifestación discursiva de una taxonomía
entraña la tesis de que el lector avanza hacia una comprensión
del poema construyendo clases temáticas y de que lo que está
buscando es una homología de cuatro términos en que dos clases
opuestas van en correlación con valores opuestos. Naturalmente,
se trata de una hipótesis sobre las convenciones de la lectura, el
tipo de objetivo hacia el que vamos avanzando al leer. Todorov
habla de la lectura como «figuración» en que intentamos descubrir
una estructura central o recurso generativo que rige todos los
niveles del texto. Y Barthes dice que en la poesía moderna «las
palabras producen una continuidad formal de la que emana gra­
dualmente una densidad intelectual o emocional sin ellas». Sin
embargo, las palabras individuales contienen todos los sentidos y
relaciones potenciales entre los cuales tendría que escoger el dis­
curso comunicativo, por lo que «instituyen un discurso lleno de
lagunas y destellos, lleno de ausencias y de signos voraces, sin
una intención prevista y fija» {Le D egré zéro d e l’écritu re, pp. 34
y 38). El concepto de totalidad es fundamental porque sólo en
función de él podemos definir la acción de la poesía moderna: la
incapacidad para realizar, salvo momentánea y débilmente, la conti­
nuidad prometida por las pautas formales. Como cualquier inte­
resado en el acto de la lectura, Barthes ha de dar por sentado el
impulso hacia la fusión y la totalidad como una expectativa que
con frecuencia quedará defraudada por la acción de la propia lite­
ratura, pero que, por una serie de razones distintas, es la fuente
de los efectos que prefiere describir.
La forma más fácil de observar el propósito de totalidad del
proceso interpretativo es en el caso de los poemas en que hay una

245
discontinuidad aparente. El poema lírico de Thomas Nashe Adieu,
fa rew ell ea rth’s bliss, concluye con la siguiente estrofa:

Haste, th erefo re, ea ch d e g r ee


T o w elco m e destin y.
H eaven is o u r heritage,
Earth but a p la yer’s sta ge;
M ount w e u n to th e sky.
I am sick, I tnust die.
Lord, h a ve m ercy on us.

(A celera, p u es, cada paso


para recib ir al destino.
El c ie lo e s n uestra herencia,
la tierra só lo un escen a rio;
ascendam os a lo s cielos.
E stoy en ferm o, d e b o morir.
Señor, ten piedad d e n oso tros.)

Cada uno de los tres últimos versos carece en sí mismo de


ambigüedad, pero se vuelven ambiguos, como dice Empson, en
virtud de que el lector da por sentado que están relacionados.
Hemos de intentar reconciliarlos haciéndoles encajar en una es­
tructura que funcione como una totalidad. Desde luego, existen
diferentes formas de hacerlo —diferentes interpretaciones de los
tres últimos versos— pero podemos distinguirlas mediante los di­
ferentes modelos que usan. En primer lugar, si el modelo es la
dialéctica elemental de tesis, antítesis y síntesis, podemos decir
que la exaltación arrogante del místico aparece contrapuesta al
mero terror del hombre natural y que el tercer verso transforma
esa oposición en una humildad cristiana. O, si el modelo es la
serie unida por un común denominador, podemos sostener «que
la experiencia que comunican es demasiado intensa como para
concebirla como una serie de contrastes; que podemos reconciliar
los elementos diferentes; que no somos conscientes de su dife­
rencia sino sólo de la grandeza de la imaginación que los ha reu­
nido» (S even T ypes o f A m biguity, pp. 15-16). Por último, toman-

246
do como modelo la oposición que no se transforma sino que se
reduce mediante un cambio a otro modo, podríamos decir que el
último verso actúa como una evasión de la contradicción de los
dos versos anteriores al pasar del dominio del sentimiento y del
juicio al de la fe. Si otras interpretaciones parecen menos satisfac­
torias que ésta, se debe indudablemente a que no consiguen alcan­
zar estructuras que se corresponden con uno de nuestros modelos
elementales de totalidades.
En el ejemplo de Nashe los modelos de unidad nos ayudan a
relacionar tres elementos distintos y paralelos en una secuencia
paratáctica, pero también pueden usarse para descubrir estruc­
tura en un poema que ya esté unificado, si bien de forma algo
refractaria, gracias a su sintaxis compleja.
Soupir
M on am e vers ton fro n t ou reve, ó calm e soeur,
Un au tom n e jo n ch é d e ta ch es d e rousseur,
Et v ers le ciel errant d e ton o eil angélique
M onte, co m m e dans un jardín m élancolique,
Fidéle, un blanc jet d ’eau sou p ire vers l’Azur!
—Vers l’Azur attend ri d ’O ctoh re pdle e t pur
Qui m ire aux grands bassins sa lan geu r in fin ie
Et laisse, su r l ’eau m o rte ou la fa u v e a gon ie
D es feu illes er re au v e n t e t creu se au fro id sillón,
Se trainer le so leil jaune d ’un lon g rayón.
Suspiro
(M i alma hacia tu fren te, d o n d e sueña, oh calm a hermana,
Un o toñ o cu b ierto d e pecas,
Y hacia el cielo erran te d e tu o jo an gélico,
Sube, co m o en un jardín m elancólico,
Fiel, un blanco su rtidor aspira al azur.
—Hacia el azur en tern ecid o d e o ctu b re pálido y pu ro
Q ue refleja en lo s gra n d es estan q ues su languidez infinita
Y deja, so b re el agua m uerta d o n d e la leonada agonía
De las hojas vaga co n el v ien to y cava un fr ío surco,
A rrastrarse el so l am arillo d e un largo rayo.)

247
Como dice Hugh Kenner, Mallarmé produce un único efecto,
y «el truco de la mezcla era hacer divagar a los elementos a
partir de una oración medular que los mantiene firmemente rela­
cionados unos con otros y permite al intelecto del lector exten­
derse sobre ellos» (S om e P ost-S ym bolist S tructures, pp. 391-2).
Pero para entender el efecto y captar el poema como un todo he­
mos de clasificar sus elementos en estructuras que se oponen a la
organización sintetizadora de la sintaxis. La primera podría ser la
oposición entre lo vertical y lo horizontal: la aspiración del alma
y de la fuente blanca, por un lado, contra el agua «muerta» del es­
tanque, la agonía de las hojas muertas, el frío curso de su vagabun­
deo horizontal. Esa oposición proporciona una coherencia temática
elemental, pero deja sin explicar algunos rasgos del poema y, para
integrarlos, hemos de recurrir a otro modelo. Un otoño cubierto
de pecas «sueña» en la frente de la mujer, y el azur al que el
surtidor blanco aspira se refleja en el estanque del surtidor, de
modo que en ambos casos el fin de la aspiración es una transfor­
mación del punto de partida. Lo de arriba y lo de abajo se oponen
sólo para quedar conectados por el movimiento vertical de la aspi­
ración, que es también, naturalmente, el acto sintetizador del
poema (el poema crea conexiones en un acto de homenaje y de
aspiración). Pero una vez más podríamos desear superar esa estruc­
tura dialéctica y observar que el alma sólo está subiendo, sin lle­
gar, y que una fuente no alcanza el cielo, sino que vuelve a caer
en el estanque. Además, en la medida en que el «cielo errante de tu
ojo angélico» se identifica con el azur, el largo rayo de un sol que
se pondrá no puede permanecer separado de la mirada de la mu­
jer. Así, pues, puede que deseemos estructurar materiales previa­
mente organizados, colocarlos en lo que es más o menos una ho­
mología de cuatro términos, y decir que la mujer es al otoño lo
que la aspiración del alma es a su fracaso inevitable y no mencio­
nado. Llegará el invierno y el sol se pondrá.
La aspiración a la totalidad del proceso interpretativo puede
considerarse como la versión literaria de la ley gestá ltica de Prág-
nanz: la de que hay que preferir la organización más rica compa­
tible con los datos.9 La investigación en el terreno de la percep­
ción artística ha confirmado la importancia de los modelos o ex­

248
pectativas estructurales que nos permiten clasificar, seleccionar y
organizar lo que percibimos,10 y parece haber razones válidas para
suponer que, si al leer e interpretar poemas estamos buscando
unidad, debemos tener por lo menos nociones rudimentarias de
lo que contaría como unidad. Los modelos más básicos parecen
ser la oposición binaria, la transformación dialéctica de una opo­
sición binaria, el desplazamiento de una oposición no resuelta
mediante un tercer término, la homología de cuatro términos, la
serie unida por un denominador común, y la serie con un térmi­
no final trascendente o compendiador. Constituye una hipótesis
por lo menos plausible la de que el lector no se sentirá satisfecho
con una interpretación, a no ser que organice un texto de acuerdo
con uno de estos modelos formales de unidad.

Tema y epifanía

La tercera convención o expectativa que rige la lírica, estre­


chamente relacionada con la idea de unidad, es la de significación.
Escribir un poema es reclamar significación de algún tipo para la
construcción verbal que producimos, y el lector enfoca el poema
con la suposición de que, por breve que parezca, ha de contener,
por lo menos implícitamente, riquezas potenciales que lo hagan
digno de atención. De modo que la lectura de un poema se con­
vierte en el proceso de descubrir formas de conferirle significa­
ción e importancia, y en ese proceso recurrimos a una diversidad
de operaciones que han llegado a formar parte de la institución
de la poesía. Desde luego, algunos poemas líricos anuncian explíci­
tamente su interés por temas que ocupan un lugar central en la
experiencia humana, pero muchos no; y en estos casos es en los
que hemos de emplear convenciones formales especiales.
La primera podría enunciarse como «intento de leer cualquier
poema lírico descriptivo y breve como un momento de epifanía».
Si un objeto o situación es el foco de un poema, eso indica, por
convención, que es especialmente importante: está en «correlación
objetiva» con una emoción intensa o es la localización de un mo­
mento de revelación. Esto es aplicable en particular a los poemas

249
imaginistas, al haiku y a otros poemas breves que permiten a la
forma lírica afirmar su importancia. El poema de Pound In a Sta-
tion o f th e M etro,

T he apparition o f th ese fa ces in th e cro w d ;


P etáis on a w et, black bough.

(La aparición d e eso s rostros en la m ultitud;


P étalos en una rama n egra y m ofada.),

pide que se lo considere como una percepción de la «visión inte­


rior», un momento de revelación en que se capta la forma y la
superficie se vuelve profundidad. Procedimientos semejantes in­
tervienen en la lírica de William Carlos Williams. Una nota deja­
da en la mesa de una cocina que rezara: «Esto es simplemente
para decir que me he comido las ciruelas que había en la nevera
y que probablemente habías guardado para desayunar. Perdóname,
estaban deliciosas: tan dulces y tan frías» sería un gesto bonito;
pero cuando se escribe en la página como un poema la conven­
ción de significación entre en juego.11 Privamos al poema de las
funciones pragmática y circunstancial de la nota (conservando sim­
plemente esa referencia a un contexto como una afirmación im­
plícita de que ese tipo de experiencia es importante) y, en conse­
cuencia, debemos proporcionar una nueva función que justifique
el poema. Dada la oposición entre la comida de los dulces y las
reglas sociales que viola, podemos decir que el poema como nota
se convierte en una fuerza mediadora, al reconocer la prioridad de
las reglas pidiendo perdón, pero al afirmar también, mediante el
empuje de las últimas palabras, que la experiencia tiene también
sus derechos y que el orden de las relaciones personales (la rela­
ción entre el «yo» y el «tú») ha de reservar un lugar para dicha
experiencia. Podemos ir más lejos incluso y decir que el mundo
de las notas y del desayuno es también el mundo del lenguaje,
que no puede asimilar ni hacer frente a esos momentos en que,
como dice Valéry, le fru it s e fo n d e en jouissance. El valor afirmado
por la comida de las ciruelas es algo que trasciende el lenguaje
y que el poema sólo puede captar negativamente (como aparente

250
insignificancia), razón por la cual debe ser el poema tan disperso,
superficial y trivial.
Naturalmente, semejantes operaciones no están limitadas a la
lectura de la poesía moderna. La lírica se ha basado siempre en la
hipótesis implícita de que se ha de conceder mayor importancia
a aquello a lo que se cante como una experiencia particular. Con­
sidérese uno de los A mours de Ronsard:

M ignonne, levez-vou s, vo u s étes paresseu se,


Ja la gaie alou ette au ciel a fred on n é,
Et ja le rossign ol frisq u em en t jargonné,
D essus l’ép in e assis, sa com plain te am oureuse.
D ebout done, allons vo ir l'h erb elette p erleu se,
Et v o tr e beau rosier d e bou ton s cou ron n é,
Et v o s o eillets aim és auxquels aviez d on n é
H ier au soir d e l ’eau, d ’une main si soign eu se.
H ier en vo u s cou chant, vo u s m e fites p ro m esse
D’étr e plus tó t q u e m oi c e matin év eillée,
Mais le som m eil vo u s tien t en ca re tou t sillée.
lan, je vo u s punirai du p e ch é d e paresse,
J e vais baiser cen t fo ts v o tr e oeil, v o tr e tétin,
Afin d e vo u s ap pren d re a vo u s le v e r matin.

(D espierta ya, g ra d o silla, y n o seas perezosa,


mira que ya gorjea en el cielo la gozosa alondra
y canta a legrem en te el ru iseñor
so b re las matas su am orosa queja.
Ea, en pie, vayam os a mirar las perladas hierbecillas,
tu h erm o so rosal coron ado d e capullos
y tus caros cla veles, a yer tarde p o r tu m ano
cu idadosam en te refresca d os.
A yer m e p ro m etiste al acosta rte
estar antes q ue y o en p ie p o r la mañana,
p ero el su eñ o aún te tien e dom eñada.
Vara castigarte, lan, p o r tu pereza,
cien v e c e s besaré tus ojos, tus pezones,
y asi aprenderás a m adrugar.)

251
Si lo sacamos de un contexto empírico sobreentendido, pode­
mos leerlo como una versión pastoril que afirma el valor de una
visión matutina del amor, una ternura juguetona a la que da carác­
ter inocente y, sin embargo, delicadamente sensual la identifica­
ción de la mujer y la naturaleza. Para llegar a una lectura que
justifique el poema, hemos de transformar su contenido (riego de
las flores, enseñar a madrugar, etc.) en constituyentes de un eth os
generalizado.
Otra convención de tipo diferente, especialmente útil en el caso
de poemas oscuros o mínimos en que el hecho de que aparezcan
presentados como poemas es la única cosa de la que podemos estar
seguros, es la regla de que los poemas son significativos, si se
pueden leer como reflexiones sobre los problemas de la propia
poesía o exploraciones de ellos. El famoso poema de un verso de
Apollinaire es un excelente ejemplo apropiado:

Chantre
Et l’unique cord ea u d es trom p ettes marines.

(Cantor
Y el ú n ico co rd el d e las trom petas m arinas.)

En ausencia de cualquier otro sujeto significativo, hemos de


aprovechar el hecho de que «cantor» es una metáfora tradicional
para referirse a «poeta». Como, según Jean Cohén, la coordi­
nación en poesía relaciona dos elementos en función de un sujeto
implícito,12 hemos de intentar construir el sujeto implícito que
vincula cantor e instrumento, y el candidato obvio es algo como
«poesía» o «actividad artística». La estructura binaria del alejan­
drino sugiere que relacionemos las dos frases nominales y re­
calcando el retruécano { cord ea u ¡cor d ’eau —trompa de agua—)
y la ambigüedad de tro m p ettes m arines (trompas marinas/trompe-
tas marinas) podemos volverlas equivalentes. Interpretando esos
juegos de palabras y creación de equivalentes como sinécdoque
por actividad poética en general, y recurriendo a la convención
básica que nos permite relacionar lo que el poema dice con su
condición de poema, podemos producir una interpretación unifi­

252
cada: la de que el poema tiene un solo verso, porque la trompa
marina tiene una sola cuerda, pero que la ambigüedad funda­
mental del lenguaje permite al poeta hacer música con un solo
verso. Semejante interpretación depende de tres convenciones ge­
nerales —la de que un poema debe estar unificado, la de que debe
ser significativo temáticamente y la de que esa significación pue­
de adoptar la forma de una reflexión sobre la poesía— y cuatro
operaciones interpertativas generales: que hay que intentar esta­
blecer relaciones binarias de oposición o equivalencia, que hay
que buscar e integrar los retruécanos y las ambigüedades, que
hay que interpretar los elementos como sinécdoques (o metáforas,
etc.) para alcanzar el nivel de generalidad requerido y que lo que
un poema dice puede ponerse en relación con el hecho de que es
un poema.
La convención de que los poemas pueden leerse como declara­
ciones sobre la poesía es extraordinariamente potente. Si un poema
parece totalmente trivial, es posible considerar la trivialidad como
una declaración sobre la trivialidad y, en consecuencia, sacar una
sugerencia de que la poesía no puede superar el lenguaje, que es
inevitablemente distinto de la experiencia inmediata o, alternativa­
mente, que la poesía debe celebrar los objetos del mundo mediante
el simple procedimiento de nombrarlos. La capacidad de dicha
convención para asimilar cualquier cosa y dotarla de significación
puede conferirle una naturaleza dudosa, pero su importancia pue­
den atestiguarla, por ejemplo, la mayoría de los escritos críticos
sobre Mallarmé y Valéry. Existe un sentido en el que toda la poe­
sía figurativa —toda la poesía que no aparece presentada como pro­
duciéndose totalmente dentro de la propia mente— es alegórica:
una alegoría del acto poético y la asimilación y transformación que
realiza.13
Naturalmente, existen otras convenciones sobre el tipo de signi­
ficación que se puede descubrir en los poemas, pero en general
ésas se convierten en propiedad de escuelas particulares. Una
convención biográfica indica al lector que vuelva significativo el
poema descubriendo en él el testimonio de una pasión, idea o
reacción y, por tanto, leyéndolo como un gesto cuya significación
estriba en el contexto de una vida. Existen convenciones psicoa-

253
nalíticas y sociológicas análogas. Los partidarios del N ew Criticism,
que intentaba leer cada poema desde su propio punto de vista, sus­
tituían convenciones de significación más explícitas por un huma­
nismo liberal común (si bien la noción de tensiones equilibradas
o resueltas era extraordinariamente importante 14), con lo que des­
plegaban lo que R. S. Crane llama un «conjunto de términos de
reducción» hacia el que debía avanzar el análisis de la ambivalen­
cia, la tensión, la ironía y la paradoja: «muerte y vida, bien y mal,
amor y odio, armonía y conflicto, orden y desorden, eternidad y
tiempo, realidad y apariencia, verdad y falsedad... emoción y
razón, complejidad y simplicidad, naturaleza y arte» {The Langua-
g e s o f Criticism and th e S tru ctu re o f P oetry, pp. 123-4). Esas opo­
siciones funcionan como modelos rudimentarios del tipo de sig­
nificación temática que el lector intenta encontar en los poemas.
Por otro lado, una crítica estructuralista, a diferencia de una poé­
tica estructuralista que no aspira a la interpretación, tiende a usar
como modelos de significación nociones del lenguaje, de la propia
literatura y del signo. El acto crítico logrado mostrará lo que el
poema da a entender sobre la naturaleza del signo y del propio
acto poético. Desde luego, no hay forma de escapar de esos mode­
los totalmente, por la sencilla razón de que debemos tener una
idea, por poco definida que esté, del fin al que tendemos con la
lectura.

Resistencia y recuperación

En ese nivel, en el que la noción de la «significación última»


de una obra adquiere importancia, encontramos el pluralismo crí­
tico. Pero antes de esa etapa hay operaciones comunes de lectu­
ra que hacen posible el descubrimiento de diferentes tipos de sig­
nificación y que pueden definirse como modos de naturalización.
Las convenciones de impersonalidad, unidad y significación pre­
paran el terreno, por decirlo así, para la lectura de la poesía y
determinan la orientación general de la lectura, pero en la elabo­
ración del propio texto intervienen convenciones especiales y lo­
cales.

254
«El poema debe oponer resistencia a la inteligencia/Casi con
éxito», dice Wallace Stevens; y su carácter distintivo estriba en
dicha resistencia: no necesariamente la resistencia de la oscuridad,
pero por lo menos la resistencia de las pautas y las formas cuya
pertinencia semántica no es evidente de forma inmediata. Podemos
considerar la crítica de este siglo como un intento de aumentar la
gama de los rasgos formales a los que puede atribuirse pertinen­
cia y de encontrar formas de analizar sus efectos en función del
significado. Pero, naturalmente, la lectura de la poesía siempre ha
entrañado operaciones destinadas a hacer volver inteligible lo poé­
tico, y la poética siempre ha intentado, aunque sólo fuera implícita­
mente, especificar la naturaleza de dichas operaciones.
La retórica, por ejemplo, «venerable antepasada» del estruc­
turalismo, fue esencialmente un intento «de analizar y clasificar
las formas del habla y de volver inteligible el mundo del lenguaje»
(Barthes, S cien ce versu s literature, p. 897). La teoría retórica
intentaba justificar diferentes rasgos de las obras literarias nom­
brando1as y especificando qué figuras eran apropiadas para gé­
neros particulares. Según Genette, la animaba el deseo «de des­
cubrir en el segundo nivel del sistema (la literatura) la transparen­
cia y rigor que ya caracterizaban al primero (la lengua)» (F igures,
p. 220). De hecho, parece probable que el desprestigio en que ha
caído la retórica —o había caído hasta que los estructuralistas in­
tentaron resucitarla— se debió a un malentendido con respecto
a su función. Como no podemos recorrer un texto y calificar las
figuras retóricas sin haber entendido ya el texto, el análisis retóri­
co, como disciplina clasificatoria, puede parecer perfectamente una
actividad estéril y auxiliar que no hace contribución importante al­
guna a la crítica. Pero una teoría semiológica o estructuralista de
la lectura nos permite invertir la perspectiva y considerar la for­
mación retórica como una forma de proporcionar al estudiante una
serie de modelos formales que puede usar en la interpretación de
las obras literarias. Cuando se tropiece con el veso de Malherbe,

Le fe r mieux em p lo y é cu lü vera la terre

(El hierro m ejor em p lea d o cultivará la tierra ),

255
descubrirá que las figuras retóricas con que está familiarizado de­
finen una serie de operaciones que puede realizar con fe r hasta
que descubra que la mejor lectura (la más vraisem blable) es la
que entraña dos sinécdoques (hierro —» arma; hierro —> arado).
Aunque los estructuralistas no han concedido toda la importancia
que habrían podido conceder a esto, sus análisis dan a entender
que las figuras retóricas son instrucciones sobre cómo naturalizar el
texto pasando de un significado a otro —desde lo «desviado» a lo
integrado— y calificando esa transformación de apropiada para
un modo poético particular. Cuando un amante es «muerto» por
la mirada de su amada, el lector ha de realizar una transfc-mación
semántica para volver inteligible el texto; de lo contrario, como
Helena en Faust, parte II, confundirá la galantería hiperbólica con
la tragedia; pero también debe reconocer el desvío semántico del
texto como una forma genérica de elogio. La figura retórica, dice
Genette, «no es otra cosa que una conciencia de la figura, y su
existencia depende totalmente de que el lector sea o no conscien­
te de la ambigüedad del discurso que tiene delante» {ibid.., p. 216).
Existe una figura retórica, cuando el lector percibe un problema en
el texto y adopta determinadas medidas regidas por reglas para
idear una solución.
La mejor forma de ilustrar la productividad de las operaciones
retóricas es tomar una frase y ver cómo permiten las diferentes
figuras desarrollarla. Si un poema empezara por: «Cansado del
roble, vagué...», podríamos someter «roble» a una diversidad de
operaciones semánticas que conduzcan a una gama más amplia de
significados potenciales. El G roupe d e Liég e ha hecho mucho por
formalizar las operaciones retóricas, y, si seguimos el análisis de su
R h étoriq u e gén éra le, podremos comprender por qué constituyen
las figuras retóricas la base de la interpretación. Según dicho aná­
lisis, existen dos tipos de «descomposición» usados al construir
las figuras semánticas: el todo puede dividirse en sus partes (árbol:
tronco, raíces, ramas, hojas, etc.), o una clase puede dividirse en
sus miembros (árbol: roble, sauce, olmo, castaño, etc.). La figura
retórica más básica, la sinécdoque, a un tiempo usa esas relacio­
nes y nos permite pasar de la parte al todo, del todo a la parte,
del miembro a la clase y de la clase al miembro. Esas cuatro ope­

256
raciones, aplicadas al «roble», producen una diversidad de lec­
turas:

parte —»■todo: bosque, jardín, puerta, mesa, etc. (cosas


que contienen roble o están hechas de él),
todo —>parte: hoja, tronco, bellota, raíces, etc.
miembro —»■clase: árbol, cosas duras, cosas altas, organis­
mos inanimados, etc.
clase —» miembro: roble común, encina, acebo, etc.

Naturalmente, sólo unos pocos de esos significados serían posi­


bles en el contexto, y es evidente que las operaciones generaliza-
doras son las más importantes; muchas veces el paso del vehículo
al contenido equivale a considerar el vehículo como miembro de
una clase general. Sin embargo, quizá sea más adecuado describir
el paso de la clase al miembro o del todo a la parte como recono­
cimiento de referencia que como interpretación figurada: en «el
viejo árbol» interpretamos «roble» por «árbol» sólo cuando el
contexto indica que el árbol en cuestión es efectivamente un roble.
Pero, aun así, existen casos en que volvemos inteligible un tropo
observando que una acción o condicción predicada de un todo per­
tenece sólo a una parte: «el Estado estaba irritado» significa que
el gobierno o los dirigentes del Estado estaban irritados.
La metáfora es una combinación de dos sinécdoques: pasa de
un todo a una de sus partes y a otro todo que contiene dicha
parte, o de un miembro a una clase general y después vuelve
a otro miembro de dicha clase. Partiendo de nuevo de «roble»,
tenemos:

miembro —> clase —> miembro


roble —» cosas altas —» cualquier persona u objeto altos,
cosas resistentes, cualquier persona robusta u
objeto resistente
todo —» parte —> todo
roble —» ramas —> cualquier cosa con ramas
raíces —» cualquier cosa cosa con raíces

257
9 . — LA POÉTICA
El paso del miembro a la clase y al miembro es el procedi­
miento más común de interpretar las metáforas.
De las otras dos formas de combinar un par de sinécdoques,
el paso de la clase al mismo miembro y a la clase de nuevo gene­
ralmente es ilícito; no se le ha hecho el honor de atribuirle un
nombre y a las interpretaciones que siguieran ese modelo se las
consideraría muy discutibles: la clase de los perros tiene miembros
que también son miembros de la clase de los animales pardos,
pero (salvo en circunstancias extraordinariamente inhabituales, no
podemos considerar que «me gustan los perros» signifique «me
gustan los animales pardos». Sin embargo, la cuarta posibilidad
—el paso de la parte al todo y a la parte de nuevo— es metoni­
mia: en «George ha estado persiguiento esas faldas», las faldas
y la muchacha están relacionadas como partes de un todo concep­
tual o visual; en otros casos la causa puede substituir al efecto
o viceversa porque ambos son partes de un único proceso.
El repertorio de las figuras retóricas hace de conjunto de ins­
trucciones que los lectores pueden aplicar, cuando tropiezan con un
problema en el texto, si bien en algunos casos lo importante no
es tanto las propias operaciones cuanto la seguridad que las cate­
gorías retóricas ofrecen al lector: la seguridad de que lo que
parece extraño es en realidad perfectamente aceptable dado que
es expresión figurada de algún tipo y, por tanto, comprensible.
Si sabemos que la hipérbole, la litotes, el zeugma, la silepsis, el
oxímoron, la paradoja y la ironía son posibles, no nos sorprenderá
encontrar palabras o frases a las que haya que dar el tratamiento
que esas figuras sugieren. Podemos restarle énfasis a la hipérbole
o añadírselo a la litotes, atribuir dos significados a una sola pala­
bra en un zeugma, diferenciar los significados de dos casos de
una palabra en la silepsis, dar por sentada la verdad de la expre­
sión e intentar encontrar formas de salir de la contradicción en el
oxímoron y en la paradoja e invertir un significado literal en el
caso de la ironía.15 Desde luego, los lectores ya »o aprenden a
realizar esas operaciones al aprender a nombrar las figuras retó­
ricas, pero los procesos de comprensión en que llegan a ser exper­
tos son muy semejantes a los que Fontanier recomienda para la
identificación de los tropos:

258
examínese si la oración en conjunto, o cualquiera de las pro­
posiciones que la componen o, por último, cualquiera de las
palabras que están al servicio de la expresión, no deberían
interpretarse en un sentido diferente al del significado literal
y normal; o si no se habría unido a este último otro que
fuera precisamente el que se quisiera dar a entender prin­
cipalmente. En ambos casos es un tropo... ¿cuál es su espe­
cie?... eso depende de su forma particular de significar o
expresar o de la relación que constituye su base. ¿Se basa
en un parecido entre dos objetos? Entonces es una metáfora.
(Les F igures du discou rs, p. 234.)

Identificamos frases que requieren transformaciones semán­


ticas y consideramos qué tipo de paso está justificado en cada
caso; el conjunto de pasos posibles se compone en parte del con­
junto de figuras retóricas.
Naturalmente, es esencial subrayar que la comprensión de la
poesía no es simplemente un proceso de sustituir lo que carece de
sentido por lo que tiene sentido. Nuestras convenciones nos indu­
cen a esperar y a valorar la coherencia metafórica y a preservar
así los vehículos de las figuras retóricas y a estructurarlas al tiempo
que investigamos los posibles significados. La obra de Empson
sobre la ambigüedad ha proporcionado admirable respaldo a la
tesis de que los efectos poéticos dependen en gran medida de la
interacción de diferentes significados a medio formar derivados de
una consideración del lenguaje figurativo, y de que el valor debe
localizarse en el proceso exploratorio más que en una conclusión
semántica. Citando versos de H amlet, III iii,

but tis n ot so ab ove;


T here is no sh u fflin g, th ere th e A ction lies
In his tru e Nature, and w e o u rselves com p elled
E ven to th e teeth and foreh ea d o f ou r faults
T o g iv e in evid en ce,

(p er o no es así en lo alto;
n o valen su bterfu gios, allí la acción se m uestra

259
en su auténtica naturaleza, y n oso tros n os v em o s obligados
hasta los d ien tes y la fr e n te d e nuestras faltas
a ren d irn os a la evid en cia )

observa que en «los dientes y la frente de nuestras faltas» «lo


único que recibimos es dos partes del cuerpo y el Día del Juicio;
la imaginación del lector tiene que asociarlos. No hay un signi­
ficado inmediato, y a pesar de ello tenemos una impresión de
urgencia y de sentido práctico...» Indudablemente, eso se debe a
«la sensación de que las propias palabras, en semejante contexto,
incluyen, como parte del modo de aprehenderlas, la posibilidad
de destellos de fantasía» en diferentes direcciones (S even T ypes,
p. 92). Desde luego, las metáforas que usan construcciones de geni­
tivo son de las más potentes, dado que «el X de Y» puede expre­
sar muchas relaciones diferentes.16 Y en este caso, aunque puede
que deseemos decir que, dada la forma «obligados hasta la X de
nuestras faltas a rendirnos a la evidencia», el significado principal
ha de ser algo como «los aspectos más decididos, impuros, esen­
ciales, de nuestras faltas», para permitir que las metáforas conser­
ven toda su fuerza, hemos de dejar que nos afecten forzando una
exploración implícita de la relación de nuestros dientes y nuestra
frente con nuestras faltas: «Una fren te, además de ser un blanco
para los golpes, se usa tanto para sonrojarse como para fruncir el
ceño... Los dientes, además de ser un arma ofensiva, se usan para
hacer confesiones, y constituye una señal de desprecio... recibir un
golpe en ellos... la fr e n te oculta el cerebro donde se planea la
falta, mientras que los d ien tes se usan para llevarla a cabo»
{ibid., p. 91). Podríamos decir que la obra de Empson se basa
en una doble convicción: la de que los efectos literarios pueden ex­
plicarse en función del significado, con lo que la paráfrasis es el re­
curso analítico básico, y de que, aun así, hemos de preservar la
mayor cantidad de significado literal de las metáforas que podamos
ofreciendo traducciones simultáneas en direcciones diferentes.
Las contradicciones, obscuridades o desviaciones aparentes con
respecto a los requisitos de la lógica ordinaria son medios poten­
tes, como dice Empson, de forzar al lector «a adoptar una acti­
tud poética hacia las palabras». Para Empson, esa actitud hacia la

260
palabra es una atención explicativa, un proceso de invención orde­
nado en que la actividad puede ser más importante que los resul­
tados pero en que los resultados pueden ordenarse. Para los estruc-
turalistas, la ordenación discursiva es menos importante; tienden
a concebir la poesía como una forma de liberar la palabra de las
constricciones que le impone el orden discursivo y no como una
forma de imponer nuevas constricciones: la palabra «centellea con
libertad infinita y está lista para irradiar hacia mil relaciones incier­
tas y posibles».17 Por eso, a los estructuralistas les resulta difícil
escribir sobre poemas particulares excepto para razonar que ilus­
tran la forma como la poesía socava las funciones del lenguaje
ordinario. Sin embargo y afortunadamente, la «labor del signifi­
cante» en la que los estructuralistas insisten tanto no produce sim­
ple desorden, sino que absorbe y reordena los contextos semán­
ticos, y una de las funciones principales de la crítica ha sido natu­
ralizar ese proceso intentando explicar el valorsemántico o los
efectos semánticos de diferentes tipos de organización formal.
El rasgo más obvio de la organización formal de la poesía es
la división en versos y estrofas. Hay que conceder algún tipo de
valor a la pausa al final del verso, el espacio entre estrofas, y una
estrategia es la de considerar la forma poética como una mimesis:
las pautas representan lagunas espaciales o temporales que pue­
den tematizarse e integrarse en el significado del poema. Así, en
el Libro I de Paradise Lost el pasaje que cuenta el mito clásico
de la caída de Satán puede leerse como forma imitativa:

and h o w h e fell
Frorn H eaven, th ey fabled, Áhrown by angry J o v e
S heer o ’er th e crystal ba ttlem en ts: frorn tnorn
To n oon h e fell, fro m n oon to d e w y eve,
A su m m er’s day; and w ith th e settin g sun
D ropped from th e zenith like a falling star,
On L em nos th e A egean isle. (versos 740-6)

(y có m o cayó
d el cielo, refiere la fábula, arrojado p or el irritado J o v e
p or so b re lo s cristalinos m uros: d e la mañana

261
al m ediodía cayó, d el m ediodía a la víspera cu bierta d e rocío
d e un día d e veran o; y al p o n erse el sol
se d esp lom ó, d esd e el cén it, co m o estrella q u e su cu m be,
so b re L em nos, isla d el E geo.)

Las pausas entre «cayó/del Cielo», «de la mañana/al me­


diodía» y «ponerse el sol/se desplomó» son las que generalmente
se consideran particularmente expresivas, al representar las lagunas
espaciales mediante el espacio tipográfico. O, por tomar un ejem­
plo más moderno, en Mr E dwards and th e S pider («El señor
Edwards y la araña»), una pausa de estrofa separa una preposi­
ción de su objeto:

Faith is tryin g to d o unthout


faith.

(La f e está in tentan do prescin d ir de/la fe.)

Un crítico ilustra la naturalización de los rasgos formales co­


mentando que «la tipografía imita fielmente la decadencia de la
Fe y su conversión en fe, y, sin embargo, sugiere una paradoja:
la de que ‘la Fe’ se convierte en ‘fe’ (las menores hipótesis provi­
sionales en que se respalda cualquier vida) con dificultad y a
través (apenas a través) de la gran distancia que el vacío entre la
estrofa establece».18 Así, pues, leer es naturalizar en función de los
contextos externos: dar por sentado que el espacio tipográfico re­
produce un espacio en el mundo o por lo menos un vacío en los
procesos mentales. La poesía de esa clase da por sentado que los
lectores emprenderán ese tipo de naturalización: da por sentado
que semejantes procedimientos forman parte de la institución de
la poesía.19
Otra forma de naturalizar las terminaciones de los versos que
no pasa tan rápidamente de la palabra al mundo se basa en lo
que podríamos llamar la fenomenología de la lectura. La pausa al
final del verso representa una pausa en la lectura y, por esa razón,
produce la ambigüedad sintáctica: intentamos componer en un
todo la secuencia que precede a la pausa y luego, después de saltar

262
por encima de la pausa, descubrimos que la construcción no esta­
ba completa en realidad y que a los elementos que preceden a la
pausa hay que atribuirles una función diferente en el nuevo todo.
El Libro IV de Paradise Lost ofrece un ejemplo especialmente
claro:

Satan, n ow first inflam ed w ith rage, carne dow n ,


T he T em pter ere th ’A cuser o f rnankind,
T o w reck on in n ocen t frail man his loss

(Satán, inflam ado ahora d e rabia, d escen d ió,


T entador antes que A cusador d e la humanidad,
para descarga r so b re el h om b re frá gil e in o cen te su pérdida»);

en esta pausa, «su pérdida» se interpreta como la caída del hom­


bre, pero con el siguiente verso debemos reajustar las conclusiones
temáticas y sintácticas:
Í
O f that first Battle, and his flig h t to Hell.

(d e aquella prim era Batalla y su huida al In fiern o.) (versos 9-12)

Como dice John Hollander en el estudio más completo y pers­


picaz del tema, «el propio encabalgamiento revelado revela, a su
vez, el auténtico antecedente, pero la ambigüedad del pronombre
refleja el hecho de que, en el poema la pérdida de Satán no es
semejante a la de Adán, sino una causa de ella» (S en se Variously
Drawn Out, p. 207). O también, en el Libro III, los versos Then
fe e d on thou ght, that voluntary m ove/ H arm onious n um bers (Nu­
trido así d e pensam ientos, que voluntariam ente m u even / m elo­
d io sos n ú m eros) (versos 37-8), producen la «duda de si sólo se
mueven las palabras o alguna otra cosa», y así nos hacen ver que
los números «son los propios pensamientos, vistos con un aspec­
to nuevo; la colocación de m o v e («mueven») que produce la mo­
mentánea incertidumbre sobre su función gramatical, vincula «pen­
samientos» y «números» en una relación mucho más estrecha que
la causa y el efecto».20

263
Ese tipo de naturalización se produce en un nivel diferente,
y muchos dirían más apropiado que el primero, pues permite a la
organización del poema absorber y reestructurar los significados en
lugar de considerar esa organización como la representación de
un estado de cosas. Indudablemente, en ese nivel es en el que
hay que situar la mayoría de los intentos de estudiar el ritmo y
las pautas de sonidos, pues a pesar de la interesante obra de Ivan
Fónagy sobre la asociación de sensación fónicas y visuales o tácti­
les,21 el análisis de la poesía no puede avanzar demasiado, si se
limita a los efectos miméticos (onomatopeya) y al simbolismo fóni­
co. Aunque esas cuestiones son muy obscuras, parece que en lugar
de intentar pasar directamente de la forma al significado de ese
modo deberíamos explicar las convenciones que permiten a los ras­
gos formales organizar las estructuras semánticas y, de ese modo,
tener un significado de tipo más indirecto. Existen tres operacio­
nes que podemos realizar. La primera es justificar una figura
fonética o rítmica como modo de subrayar o poner de relieve una
forma particular y de recalcar así su significado. En el verso de
Baudelaire, J e sen tís ma g o r g e serré par la main terrib le d e l’hys-
térie (Sentí mi garganta apretada por la terrible mano de la histe­
ria), la palabra final une sonidos que van dispersos por todo el
verso y de ese modo hace de recapitulación. To th e E vening Star
de Blake pide a esa «brillante antorcha de amor» que
sca tter th y silver d ew
On ev e r y flo w er tbat sh uts its s w eet ey es
In tim ely sleep. Let th y ivest w ind sleep on
T he Lake; speak silen ce w ith thy glim m erin g eyes,
(esp a rce tu ro cío d e plata
so b re cada flo r q u e cierra sus d u lces ojos
en op ortu n o sueño. Q ue tu vien to d el o e ste duerm a so b re
el la go; habla en silen cio con tus brillantes ojos),
y la pauta métrica de In tim ely sleep. Let thy w est w ind sleep on,
en que on recibe el acento final y, por esa razón, pasa a significar
«siga durmiendo», intensifica la imagen del viento que duerme
sobre el lago y continúa durmiendo.

264
La segunda operación consiste en usar pautas métricas o foné­
ticas para producir lo que Samuel Levin llama «acoplamientos»,
en que el paralelismo en el sonido o en el ritmo engendra o se
convierte en paralelismo de significado. En La D orm euse, de Valé-
ry, el poema se centra en el primer verso de la sextina, D orm euse,
amas d o ré d ’om b res et d ’abandons, y al principio podríamos sentir
la tentación de decir que la eufonía es una metáfora para refe­
rirse a la belleza experimentada por el espectador al observar a la
«Durmiente, dorado amasijo de sombras y de abandonos». Pero la
pauta fonética conecta Dor, doré, d ’om bres, dons, y la palabra
que rima en el verso siguiente, d on s («dones»), con lo que pone
en relación un conjunto de elementos semánticos —dormir, oro,
sombras, dones— y plantea la posibilidad de la fusión. Además,
amas comprende am e («alm a»), que aparece dos veces en posición
tónica en el soneto, y am ie, que se refiere a la durmiente. Como
dice Geoffrey Hartman, la sílaba am recorre el poema producien­
do el acoplamiento de esos elementos, y esa presencia de am e en
amas es la que «nos conduce al tema fundamental del poema: el
de que la belleza de las cosas es independiente de nuestro sentido
de lo humano», el alma está a un tiempo presente y ausente en el
«amasijo» {amas) y se encuentra en su apogeo cuando está oculta
y ejerce una atracción estética más que sentimental.22
O, por tomar un ejemplo de acoplamiento rítmico, en T he
R eturn («El regreso»), de Pound, una intensa figura rítmica une
los versos que nos dicen cómo fueron los dioses en un tiempo:

G óds o f th e w ín g éd sh ó e!
W íth them th e s'dver hóunds
sn íffin g th e trace o f atr!

(« ¡D ioses d e alados p ies!


¡C on ello s a rgén teo s p erro s
husm ean e l rastro d el a ire!» )

No tenemos por qué preocuparnos de la identidad de esos


lebreles; lo importante es la coherencia o continuidad proporcio­
nada por el ritmo que une esos tres versos y opone su firmeza

265
al vacilante y desconsolado movimiento del regreso de los dioses: 23

ah, s e e th e ten ta tive


M ovem ents, and th e slo w feet,
T he trou b le in th e p a ce and th e uncertain
W avering!
See, th ey return, on e, and by on e

(¡ah, con tem pla lo s vacilantes


m ovim ien tos, lo s q u ed os pasos,
el azotado andar y el in cierto
saludo!
M íralos: regresa n : uno, lu eg o o tro )

Por último, en casos en que ninguna de esas dos operaciones


puede realizarse con seguridad —en que los efectos temáticos espe­
cíficos de las pautas prosódicas o fonéticas son difíeles de discer­
nir— podemos recurrir a la convención de unidad y simetría y jus­
tificar los rasgos formales en función de ella. Los atractivos de la
poesía carente de sentido se deben en gran medida, indudable­
mente, a la satisfacción de ver surgir el orden de lo semánticamen­
te desordenado, y podemos naturalizar esa clase de poemas conside­
rándolos simplemente de este modo: como artificio que somete el
lenguaje a otro orden, cuyos propósitos no podemos captar del
todo, pero que por lo menos es un orden alternativo y en virtud de
ese hecho exclusivamente arroja una luz oblicua sobre el orden de
otras lenguas. El famoso verso de Max Jacob, Dahlia, dahlia, que
Dalila lia no asimila el contexto externo ni lo transforma, como
nuestros ejemplos anteriores: la idea de Dalila atando dalias es
muy poco pertinente. Más que nada, tenemos una solidaridad foné­
tica que usa fragmentos de significado (el hecho de «atar» es im­
portante) para sugerir la falta de pertinencia de otro significado.
En ese sentido el surrealismo no está muy alejado de la poesía de
lo sublime. Considérese la última estrofa final de T he C loud («La
nube») de Shelley:

266
I am th e da u gh ter o f Earth and W ater,
And th e nursling o f th e Sky;
I pass th rou gh th e p o res o f th e ocea n and S hores;
I cha n ge, but I cannot die.
For a fter th e rain w h en witk n ev er a stain
T he pavilion o f H eaven is bare,
And th e ivinds and sunbeam s witk their con vex gleam s
Build u p th e blue d o m e o f air,
I silen tly laugh at m y ow n cen otaph,
And ou t o f th e cavern s o f rain,
Like a ch ild fro m th e w om b, like a g h o st fro m th e tom b,
I arise and unbuild it again.

(S oy la hija d e la T ierra y el Agua


y la amamantada d el C ielo;
m e hundo en los p o ros d el océa n o y las riberas
aunque cam bio, no p u ed o morir.
P ues d esp u és de la lluvia, cuando inmaculada
queda desnuda la b óved a celeste,
y los vien to s y los rayos sola res d e reflejo s con vex os
edifican la cúpula azul d el éter,
m e río en silen cio d e m i p rop io cen ota fio
y d e las grutas d e la lluvia,
co m o niño d e la tum ba uterina, corno fantasm a d e la tumba,
m e leva n to para echarla abajo otra vez.)

Donald Davie considera este poema «arruinado por la expre­


sión arbitraria», refiriéndose a la falta de coherencia semántica:
«océanos y riberas», por ejemplo, es, según él, «inconcebible en
el habla y en la prosa».24 Podríamos presentar algunos argumentos
para defender a Shelley, pero creo que al final tendríamos que
reconocer nuestra derrota, pues es evidente que sh o res {«riberas»)
va determinado por la rima con p o res («poros»), cen ota p h («ceno­
tafio») por la rima con laugh («reír») y que en este caso no inter­
viene una cosmología coherente. «Shelley ¿anza su poema en una
tonalidad elevada, para avisarnos que no esperemos buen gusto
y sentido prosaico», dice Davie, y en esas expectativas pode-

267
mos ver la intervención de una convención de la lírica: el uso de
un orden prosódico y fonético para elevarnos y alejarnos de los
contextos empíricos e imponer otro orden que podemos llamar,
precisamente, lo sublime.
Naturalizamos esa clase de poemas de modo formal y abstracto
mostrando qué rasgos diferentes cooperan en las pautas que ayudan
a afirmar la monumentalidad e impersonalidad de la poesía, pero
también podemos proporcionar un contexto general en que pasan
a ser significativos diciendo que su función es alejarse de la «dis­
tancia media» del realismo y afirmar, como dice Wallace Stevens,
que «la alegría del lenguaje es nuestro señor» y que la creación
de ficciones es una actividad digna.

Si les rnots n 'étaien t q u e sign es


tim b res-p oste su r les ch o ses
qu ’es-ce qu ’il en resterait
p o u ssiéres
g estes
tem p s perdu
il n ’y aurait ni jo ie ni p ein e
par c e m on d e farfelu

(Si las palabras fueran só lo sign os


sello s so b re las cosas
qu é quedaría
p o lvo
g esto s
n o habría ni alegría ni pena
en este m undo lo co .)

Los estructuralistas han trabajado relativamente poco con la


poesía, como habrá indicado indudablemente la escasez de citas
procedentes de sus escritos, y con la excepción del monumental
Essai d e p o étiq u e m éd iéva le de Paul Zumthor, cuyo propósito
es reconstruir las convenciones de la poesía en la época medieval,
no ha habido intento alguno de presentar una descripción siste­
mática de las operaciones de lectura ni de las presuntas convencio­

268
nes de la lírica. En consecuencia, nos vemos obligados a tomar del
estructuralismo un sistema teórico y a completarlo con elementos
procedentes de los escritos de críticos pertenecientes a otras tra­
diciones que han estudiado la lírica con mejor resultado. Pero,
naturalmente, como ya he sugerido, la reorganización de los estu­
dios críticos de ese modo puede ser en sí misma un paso adelante,
en el sentido de indicar qué problemas requieren mayor profundi-
zación si deseamos llegar a un entendimiento de las convenciones
de la poesía. En el caso de la novela, de la que ahora pasamos a
ocuparnos, los propios estructuralistas tienen bastantes más cosas
que decir, y el próximo capítulo puede adoptar una forma más
propiamente expositiva.
CAPITULO 9

POETICA DE LA NOVELA

L’h om m e poursuit n oir sur blanc


M alla rm é

Le rom án, escribe Philippe Sollers, est la m aniere don t ce tte


so ciété se parle. Más que ninguna otra forma literaria, más quizá
que ningún otro tipo de escritura, la novela sirve de modelo por
el que la sociedad se concibe a sí misma, de discurso en el cual
y a través del cual articula el mundo. E indudablemente ésa es
la razón por la que los estructuralistas han centrado su atención
en la novela. En ella es donde pueden estudiar más fácilmente el
proceso semiótico en su objetivo más pleno: la creación y organi­
zación de signos no sólo para producir significado, sino también
para producir un mundo humano cargado de significado. Pues la
convención básica que rige la novela —y que, a fortiori, rige las
novelas que se proponen violarla— es nuestra expectativa de que
la novela produzca un mundo. Las palabras deben estar ordenadas
de tal manera, que mediante la actividad de la lectura surja un
modelo del mundo social, modelos de la personalidad individual,
de las relaciones entre el individuo y la sociedad, y, lo más impor­
tante quizá, del tipo de significación que esos aspectos del mundo
pueden revestir. «Nuestra identidad», prosigue Sollers, «depende
de la novela, de lo que los otros piensan de nosotros, de lo que
nosotros pensamos de nosotros mismos, de la forma de moldearse
nuestra vida imperceptiblemente en un todo. ¿Cómo nos ven los

270
demás, si no como personajes de una novela?» (L ogiques, p. 228).
La novela es el agente semiótico primordial de inteligibilidad.

Llsibilité, illisibilité

La forma como participar las novelas en la producción de signi­


ficado sería en sí misma un objeto de investigación suficientemen­
te válido, pero el propio hecho de que la novela esté convencio­
nalmente vinculada con el mundo, cosa que no ocurre en el caso
de la poesía, le confiere una gama de funciones críticas que han
interesado a los estructuralistas más todavía. Precisamente por­
que el lector espera poder reconocer un mundo, la novela que lee
se convierte en un lugar en que se puede «desconstruir», exponer
e impugnar los modelos de inteligibilidad. En poesía las desvia­
ciones con respecto a lo vraisem blable son fáciles de recuperar
como metáforas que deben traducirse o como momentos de una
actitud visionaria o profética; pero en la novela las expectativas
convencionales hacen que esas desviaciones sean más inquietantes
y, en consecuencia, potencialmente más potentes; y es ahí, en los
márgenes de la inteligibilidad, donde se ha centrado el interés es­
tructuralista. En S/Z, Barthes inicia su estudio sobre Balzac con
una distinción entre textos legibles e ilegibles: entre los que son
inteligibles en función de los modelos tradicionales y los que pue­
den escribirse {le scrip tib le), pero que todavía no sabemos cómo
leer (p. 10). Y aunque el propio análisis de Barthes sugiere que esa
distinción no es una forma útil de clasificar textos —cualquier
novela «tradicional» de algún valor criticará o por lo menos inves­
tigará modelos de inteligibilidad y cualquier texto radical será legi­
ble e inteligible desde algún punto de vista—, por lo menos indi­
ca la oportunidad y fecundidad de tomar el juego de la inteligi­
bilidad como punto focal de nuestro análisis. Aun cuando la novela
no se proponga explícitamente socavar nuestras nociones de cohe­
rencia y significación, mediante su uso creativo de dichas nocio­
nes participa en lo que Husserl llamaría la «reactivación» de mo­
delos de inteligibilidad: lo que se considera natural llega hasta la
conciencia y se revela como proceso, como construcción.1 Dada la

271
gama de novelas de que disponemos, sería extrordinariamente
sorprendente que pudiéramos evitar reconocer, incluso al leer
textos anteriores al siglo xx, que connotan y nos obligan a desple­
gar modelos diferentes de personalidad, causalidad y significación.
Aun en los casos en que las propias novelas no pongan en cues­
tión los modelos en que se basan, la variedad de modelos que se
presentarán ante un lector desempeña una función crítica al pro­
vocar comparación y reflexión.
La distinción entre texto legible y texto ilegible, entre la
novela «tradicional» o «balzaciana» y la novela moderna (habitual­
mente representada por el n ouveau rom án), entre —y éste es el
avatar más reciente— lo que Barthes llama el tex te d e plaisir y el
tex te d e jouissance, ha sido tan fundamental en los estudios es­
tructuralistas sobre la novela, que, a pesar de su utilidad al indu­
cir a centrar la atención en los modos de orden y de inteligibili­
dad, amenaza con establecer una oposición deformada que entorpe­
cería gravemente nuestro estudio de la novela. Afortunadamente,
el propio Barthes admite implícitamente que se trata de conceptos
funcionales más que de clases de textos. Según observa, algunas
personas parecen desear un texto que fuera plenamente moderno y
propiamente ilegible, «un texto sin sombra, separado de la ideolo­
gía dominante», pero sería «un texto sin fertilidad, sin productivi­
dad, un texto estéril» que no produciría nada. «El texto necesita
su sombra (...) alguna ideología, alguna mimesis, algún tema.»
Necesita por lo menos focos, vetas, sugerencias de ese tipo: la
subversión requiere un ch ia roscu ro (Le Plaisir du tex te, p. 53).
Y, a la inversa, el texto «legible» o tradicional no puede ser, sin
volverse estéril, totalmente predecible e inteligible de forma evi­
dente; ha de desafiar al lector de algún modo e inducir a una
nueva interpertación del yo y del mundo. Al hablar del nouveau
rom án como ruptura radical con la novela «balzaciana», Stephen
Heath cita la afirmación de Michel Butor de que el nouveau román,
mediante su práctica de la escritura, revela el mundo como una
serie de sistemas de articulación: «el sistema de significación den­
tro del libro será una imagen del sistema de significados dentro
del cual se ve atrapado el lector en su vida diaria» (T he N ouveau
Román, p. 39). Pero, desde luego, todas las defensas de la novela

272
han dado por sentado que existía una relación de ese tipo: que
los significados experimentados al leer una novela tendrían rela­
ción con la propia vida del lector y le permitirían considerarla de
modos nuevos. A pesar de su oposición a los modelos de inteligi­
bilidad y de coherencia, la novela radical se basa en el vínculo
entre el texto y la experiencia ordinaria del mismo modo que
las novelas tradicionales.
Como reconoce Barthes, hay dos formas en que podríamos con­
cebir esa oposición que los estructuralistas han convertido en su
recurso crítico básico. Podríamos decir que entre el texto tradicio­
nal y el moderno, entre el placer del tex te d e plaisir y el goce del
tex te d e jouissance, sólo hay una diferencia de grado: el segundo
es simpleemnte una etapa posterior y más libre del primero;
Robbe-Grillet se desarrolla a partir de Flaubert. Pero, por otro
lado) podríamos decir que el placer y el goce son fuerzas parale­
las que no se encuentran y que el texto modernista no es un
desarrollo histórico lógico, sino la huella de una ruptura o escán­
dalo, de modo que el lector que disfruta con ambos no está sinte­
tizando en sí mismo una continuidad histórica, sino viviendo una
contradicción, experimentando un yo dividido (Le Plaisir du texte,
pp. 35-6). Pero quizá deberíamos ir más lejos que Barthes y
decir que los hechos que le incitan a proponer esas dos con­
cepciones indican que no estamos tanto ante un proceso histó­
rico en que un tipo de novela sustituya a otra cuanto ante una
oposición que siempre ha existido dentro de la novela: una tensión
entre lo inteligible y lo problemático. Como observa Julia Kriste-
va, desde sus mismos comienzos la novela ha contenido las semillas
de la antinovela y se ha construido en oposición a diferentes nor­
mas (Le tex te du román, pp. 175-6). Indudablemente, es sorpren­
dente que cuando los estructuralistas escriben sobre los textos clási­
cos acaben descubriendo lagunas, incertidumbres, ejemplos de sub­
versión y otros rasgos que es demasiado fácil considerar como
específicamente modernos. Reconocer que en ese sentido existe una
continuidad dentro de la novela —entre Flaubert y Robbe-Grillet,
entre Sterne y Sollers— no nos obliga a abandonar la noción de
jou issa nce como un arrebato de dislocación producido por rupturas
o violaciones de la inteligibilidad.

273
Si organizamos nuestro enfoque de la novela de ese modo,
volvemos aplicables los textos estructuralistas a la novela en con­
junto y no sólo a una clase particular de textos modernistas, y
centramos el estudio de la novela en los modelos de coherencia
y de inteligibilidad que emplea e impugna. Sin embargo, antes de
pasar a ocuparnos de dichos modelos, debemos considerar la teoría
estructuralista general de la novela como jerarquía de sistemas.
Existen tres dominios o subsistemas en que los modelos cultura­
les son particularmente importantes: la trama, el tema y el perso­
naje. Sin embargo, antes de pasar a ocuparnos de dichos modelos,
debemos considerar la teoría estructuralista general de la novela
como jerarquía de sistemas, las convenciones básicas de la ficción
narrativa que ese enfoque identifica, y las distinciones y catego­
rías que se han aplicado en el propio estudio de la narración.
Si aplicamos a la novela el principio de Benveniste de que «el
significado de una unidad lingüística puede definirse como su capa­
cidad para integrar una unidad de un nivel superior», podemos
decir que las unidades del discurso novelístico deben identificar­
se por su función en una estructura jerárquica. Entender un texto,
dice Bearthes.

no sólo es seguir el desenvolvimiento de la historia, es tam­


bién identificar distintos niveles, proyectar los vínculos hori­
zontales de la secuencia narrativa en un eje implícitamente
vertical; leer una narración no sólo es pasar de una palabra
a otra, es también pasar de un nivel a otro. (In trodu ction
a l’analyse structiurale des récits, p. 5.)

Aunque se ha prestado muy poca atención a la forma como los


lectores pasan de un nivel a otro, la importancia de los nive­
les en los sistemas lingüísticos ha conducido a la hipótesis de
que para realizar un análisis estructural en otros sectores «prime­
ro hemos de distinguir varios niveles descriptivos y colocarlos
en la perspectiva de una jerarquía o de integración» {ibid.). Las
convenciones del género pueden considerarse como expectativas
sobre niveles y su integración; el proceso de la lectura es el de
reconocer implícitamente elementos de un nivel particular e inter­

274
pretarlos como tales. Como ilustración, podemos examinar dos
niveles que están muy separados: un nivel de detalles triviales y un
nivel del acto de habla narrativo.

Los contratos narrativos

Si la convención básica que rige la novela es la expectativa con


respecto a que los lectores, a través de su contacto con el texto,
puedan reconocer un mundo que éste produce o al que se refiere,
ha de ser posible identificar por lo menos algunos elementos del
texto cuya función sea confirmar dicha expectativa y afirmar la
orientación representacional o mimética de la ficción. En el nivel
más elemental desempeña esa función lo que podríamos llamar re­
siduo descriptivo: elementos cuyo único papel aparente en el texto
es el de denotar una realidad concreta (gestos triviales, objetos in­
significantes, diálogo superfluo). En una descripción de una habi­
tación los elementos no recogidos e integrados por códigos simbóli­
cos o temáticos (elementos que no nos dicen nada sobre el habi­
tante de la habitación, por ejemplo) y que no tienen una función
en la trama producen lo que Barthes llama «efecto de realidad»
(l’e ffe t d e réel): privados de cualquier otra función, se convierten
en unidades integradas al significar «somos lo real» (L’e ffe t d e
r é e l pp. 87-8). De este modo, la pura representación de la rea­
lidad se convierte, como dice Barthes, en una resistencia al signi­
ficado, un caso de la «ilusión referencial», de acuerdo con la cual
el significado de un signo no es otra cosa que su referente.
Los elementos de ese tipo confirman el contrato mimético
y garantizan al lector que puede interpretar el texto como relativo
a un mundo real. Desde luego, es posible perturbar ese contrato
bloqueando el proceso de reconocimiento, impidiéndonos pasar a
un mundo a través del texto, y haciéndonos leer el texto como un
objeto verbal autónomo. Pero semejantes efectos sólo son posibles
gracias a la convención de que las novelas se refieren a algo efec­
tivamente. La famosa descripción por parte de Robbe-Grillet de un
pedazo de tomate, que nos dice primero que es perfecto y después
que es defectuoso, juega con el hecho de que al principio dicha

275
descripción parece tener una función puramente relacional, que
queda perturbada cuando la escritura introduce incertidumbres y
de ese modo desvía nuestra atención desde un supuesto objeto has­
ta el propio proceso de la escritura (Les G om m es, III, iii). O tam­
bién, en el párrafo inicial de Dans le lab yrin th e de Robbe-Grillet,
la descripción del tiempo parece establecer al principio un contex­
to («Fuera está lloviendo»), pero cuando la siguiente oración in­
troduce una contradicción («Fuera brilla el sol»), nos vemos obli­
gados a advertir que la única realidad en cuestión es la de la
propia escritura que, como dice Jean Ricardou, usa el concepto de
un mundo para desplegar sus propias leyes.2
Si el proceso de reconocimiento no queda bloqueado en ese
nivel, entonces el lector dará por sentado que el texto está hacien­
do ademanes hacia un mundo que puede identificar y, después de
asimilar dicho mundo, intentará volver a pasar del mundo al texto
para componer lo que ha identificado y darle significado. El segun­
do paso en el ciclo de la lectura puede quedar perturbado, si el
texto emprende una excesiva proliferación de elementos cuya fun­
ción parece puramente referencial. Las enumeraciones o descrip­
ciones de objetos que no parecen determinadas por objetivo temá­
tico alguno permiten al lector reconocer un mundo, pero le impi­
den componerlo y le dejan con significados defectuosos o incom­
pletos que siguen aplicándose al mundo o a su propia experiencia
en virtud de un reconocimiento previo. El carácter fundamental
de un discurso auténticamente «realista» o referencial es, como
dice Philippe Hamon, negar el relato o volverlo imposible al pro­
ducir un vacío temático (u ne tkém atique vid e) (Qu’est-ce qu’u ne
d escrip tion ? , p. 485). Considérese, por ejemplo, la descripción por
parte de Flaubert de la escena que se ofrece a Bouvard y Pécuchet,
cuando se levantan la primera mañana y miran por la ventana
de su casa de campo recién adquirida:

Directamente enfrente estaban los campos, a la derecha un


pajar y el campanario de una iglesia, y a la izquierda una
hilera de álamos.
Dos senderos principales, en forma de cruz, dividían el
jardín en cuatro partes. Las legumbres estaban dispuestas

276
en los arriates, donde se alzaban, aquí y allá, cipreses enanos
y árboles frutales. A un lado un camino emparrado conducía
a un cenador; al otro un muro sostenía escaleras; y, por de­
trás, una cerca con celosía daba al campo. Al otro lado del
muro había un huerto; detrás del cenador, matorrales; al
otro lado de a cerca, un senderito. (capítulo 2)

Resulta difícil descubrir un objetivo temático para esta des­


cripción. Las oraciones nos conducen a través de un jardín y reve­
lan, al final de su aventura, un huerto, unos matorrales, un sende­
rito. La manía de la precisión produce u ne thém a tiq u e vide. Al
bloquear el acceso a los conceptos, Flaubert muestra su maestría
en lo que Barthes llama el lenguaje indirecto de la literatura: «la
mejor forma de ser indirecto un lenguaje es que se refiera lo más
constantemente posible a las cosas mismas y no a sus conceptos,
pues el significado de un objeto siempre fluctúa, a diferencia del
de un concepto» (Essais critiq u es, p. 232.). Al recurrir a esa fun­
ción referencial, Flaubert produce descripciones que parecen deter­
minadas exclusivamente por un deseo de objetividad y de ese modo
inducen al lector a construir un mundo que considera real, pero
cuyo significado le resulta difícil captar.
La función referencial puede afirmarse mediante detalles des­
criptivos, pero también depende en gran medida de la postura
narrativa connotada por el texto. La dificultad para leer una
novela como Edén, Edén, Edén, de Fierre Guyotat, deriva en
parte de que no podemos identificar narrador alguno, por lo que
no sabemos cómo situar su lenguaje. Si pudiéramos leerla como
la descripción por parte de un hablante de una situación, real
o imaginada, avanzaríamos algo hacia su organización; pero, en
lugar de eso, tenemos una oración que dura doscientas cincuenta
y cinco páginas, «como si se tratara de representar, no escenas
imaginadas, sino la escena del lenguaje, de modo que el modelo
de esa nueva mimesis ya no es las aventuras de un protagonista
sino las aventuras del significante: lo que le ocurre».3 Sin embargo,
existen pocas novelas de esa clase. En la mayoría de los casos pode­
mos ordenar el texto como discurso de un narrador explícito
o implícito que nos cuenta acontecimientos en un mundo. Sartre

277
sostiene que la novela del siglo xix se cuenta desde el punto de
vista del orden. Ya desempeñe el papel de analista social o de un
individuo que rememora, apagada toda clase de pasión, el narra­
dor ha dominado el mundo y cuenta a una concurrencia civilizada
de oyentes una serie de acontecimientos que ahora pueden compo­
nerse y nombrarse (Q u’est-ce q u e la littéra tu re? , pp. 172-3).
Quizá sea ése el caso más simple, en que el narrador se iden­
tifica a sí mismo y al auditorio que se le une para examinar los
acontecimientos del pasado; pero incluso en los casos en que falta
el marco del cuento relatado junto al fuego, gracias a lo que
Barthes llama «el códico mediante el cual narrador y lector son
significados a lo largo de toda la historia misma»,4 podemos con­
vertir el texto en una comunicación sobre un mundo situado con
respecto al narrador y al lector. Por ejemplo, en la primera página
de Silas M arner de George Eliot se nos dice que «en la época en
que los husos zumbaban en plena actividad en las alquerías...
podían verse, en distritos muy alejados de las sendas, o en las
entrañas de las colinas, ciertos hombres pálidos y diminutos». Los
artículos determinados y el «podían verse» afirman una situación
objetiva, que se sitúa a distancia del narrador y de los lectores,
a quienes hay que decir que en aquellos tiempos la superstición
rondaba a cualquier persona de aspecto singular. A medida que
empieza a surgir la imagen del narrador, se va esbozando la de un
lector imaginario. La narración indica lo que hay que contarle a
éste, cómo podría haber reaccionado él, qué deducciones o cone­
xiones debe aceptar. Así, en T he M ayor o f C asterbridge, de Hardy,
las oraciones que afirman la objetividad de la escena indican lo
que el lector podría haber observado, si hubiera estado presente:
«Sin embargo, lo que era realmente peculiar en el avance de
aquella pareja y habría llamado la atención de cualquier obser­
vador casual que de otro modo no se habría fijado en ellos, era el
perfecto silencio que guardaban». Hay intentos de establecer la
realidad de la escena deduciendo información a partir de ella,
como si el narrador no disfrutara de conocimiento especial, sino
que fuese un observador como el lector:

no podía dudarse de que el hombre y la mujer estaban casa-

278
dos y eran los padres de la niña que llevaban en brazos.
Ninguna otra relación habría explicado la atmófera de vieja
familiaridad que el trío llevaba consigo como un nimbo mien­
tras bajaba por el camino. (Capítulo 1)

De modo semejante, los tics estilísticos de la prosa de Balzac


son casi todos ellos formas de evocar y solidificar el contrato con
el lector, insistiendo en que el narrador es sólo una versión más
informada del lector y en que comparten el mismo mundo a que
se refiere el lenguaje de las novelas. Los demostrativos seguidos
de cláusulas de relativo (era una de esas mujeres que...; en uno
de esos días en que...; la fachada está pintada con ese color que
da a las casas parisinas...) crean categorías al tiempo que dan a
entender que el lector las conoce ya y puede reconocer el tipo de
persona u objeto de que habla el narrador. Los observadores ob­
jetivados actúan como personajes para el lector y sugieren cómo
habría reaccionado ante el espectáculo que se le está presentando:
«Por la forma como el capitán aceptó la ayuda del coche­
ro al bajar del carruaje podía haberse dicho que tenía cincuenta
años de edad» (on eü t recon n ü le quinquagénaire). Esa clase de
construcciones afirman que los significados extraídos de la escena
son propiedad común del narrador y del lector: totalmente vrai-
sem blables. La falda de Madame Vauquer resu m e le salón, la salle
a m anger, le jardinet, an n on ce la cu isin e et fait p ressen tir les pen-
sionnaires («resume el salón, el comedor, el jardincito, anuncia la
cocina y hace presentir a las residentes). Fait p ressen tir ¿para
quién? ¿Para quién anuncia o encapsula esas cosas? No para el na­
rrador solmente, que no aceptará la responsabilidad de esa sínte­
sis, sino para el lector que, como persona familiarizada con el
gran texto social, se supone que es capaz de hacer esas conexiones.
«¿Quién habla aquí?» pregunta Barthes, cuando se nos dice que
«Zambinella, com o si fuera presa del terror...» No es un narra­
dor omnisciente. «Lo que se oye aquí es la voz desplazada que el
lector otorga, por poder, a la narración... es específicamente la voz
de la lectura» (S/Z, p. 157).
Las novelas se vuelven problemáticas, cuando la voz de la lectu­
ra es inaudible. En La Ja lou sie de Robbe-Grillet, por ejemplo, las

279
descripciones no se realizan de acuerdo con lo que un lector adver­
tiría o podría sacar en conclusión, si estuviera presente, y en con­
secuencia resulta imposible organizar el texto como comunicación
entre un «yo» implícito y un «tú» implícito. «Casi todas las afir­
maciones», dice Empson, «dan por sentado de ese modo que
sabemos algo, pero no todo sobre la cuestión tratada y nos dirían
algo diferente, si supiéramos más» (S even T ypes, p. 4). Cuando un
texto actúa como si el lector no estuviese familiarizado con las
mesas preparadas para cenar —cuando presenta descripciones sin
tener en cuenta el «orden de lo notable»— el lector ha de dar por
sentado que está intentando decirle más y encuentra dificultad para
descubrir cuál es en realidad «la cuestión tratada». Hay un exce­
dente de significado potencial y una falta de foco comunicativo.
Las novelas que se ajustan a las expectativas miméticas dan
por sentado que los lectores pasarán del lenguaje al mundo, y,
como hay diferentes formas de referirse a la misma cosa, pueden
admitir una diversidad de retóricas. Al comienzo de Le P ére
G oriot, por ejemplo, el narrador de Balzac pasa a lo que es explí­
citamente una reflexión sobre su relato, y tan pronto como la ima­
gen del «carro de la civilización» ha conducido a un desarrollo
metafórico apropiado, atropellando corazones, partiéndolos y con­
tinuando su «gloriosa marcha», se nos asegura que la propia histo­
ria no contiene exageración alguna: Sachez-le: c e áram e n ’est ni
u ne fiction , ni un rom án: «Todo es cierto». Y unas páginas des­
pués, tras una descripción dickensiana del «olor del albergue»,
que es exhuberancia lingüística desesperada más que un intento
de precisión, nos asegura la realidad o indescriptibilidad de su refe­
rente: «quizá podría describirse, si se inventara un procedimiento
para sopesar las nauseabundas partículas elementales aportadas por
las nubes catarrales distintivas de cada huésped, joven o viejo».
Parece decir: no os dejéis engañar por mi lenguaje. Sea cual fuere
su elaboración, sólo es un gesto para remitiros a un mundo.
Esa clase de textos hacen una distinción interna entre relato
y presentación, entre objeto referencial y la retórica del narra­
dor. Al emplear esa oposición en sus estudios de las novelas, los
estructuralistas han seguido el ejemplo de la lingüística basándose
en la distinción de Benveniste entre «dos sistemas distintos y com­

280
plementarios... el de la historia (l ’h isto ire) y el del discurso (dis-
co u rs)» (P rob lém es d e lin guistiq u e gen éra le, p. 238). Decir que
una obra Üteraria es a un tiempo historia y naración parece intui­
tivamente justo: al leer E x ercices d e style, de Raymond Queneau,
por ejemplo, reconocemos que la misma historia se ha contado
de noventa y cinco formas diferentes. Pero el paso de la distin­
ción lingüística a la literaria se ha cargado de dificultades sorpren­
dentes que llaman la atención sobre algunos aspectos interesantes
de la narración.
Benveniste basa su distinción en el sistema de los tiempos ver­
bales: la diferencia entre el perfecto y el indefinido (passé sim ple
o p a ssé d éfin i) es la de que el primero establece un vínculo entre
el acontecimiento pasado y el presente en que hablamos del acon­
tecimiento (por ejemplo, John ha comprado un coche). «Como el
tiempo presente, el perfecto pertenece al sistema lingüístico del
discurso, ya que su referencia temporal es al momento del habla,
mientras que la referencia del indefinido es al momento del aconte­
cimiento.- (ib id ., p. 244). La distinción crucial es la existente entre
formas que contienen alguna referencia a la situación de la enun­
ciación y formas que no la contienen. En consecuencia, los pro­
nombres de primera y segunda persona quedan excluidos del sis­
tema de l'histoire, como también los deícticos que dependen para
su significado de la situación o enunciación (ahora, aquí, hace dos
años, etc.).
Esto no es todavía una distinción entre un relato y su modo de
presentación, porque un relato podría contarse en el modo de l ’his­
toire. Como ejemplo, Benveniste cita un pasaje de Gambara de
Balzac:

Después de dar un paseo por las arcadas, el joven miró al


cielo y luego a su reloj, hizo un gesto de impaciencia, entró
en un estanco, encendió un cigarro puro, se colocó delante
de un espejo y miró su atuendo, algo más esmerado de lo
que las leyes del gusto permiten en Francia. Se ajustó el
cuello y el negro chaleco de terciopelo, que iba cruzado por
una de esas cadenas anchas que. hacen en Génova; después,
echándose al hombro izquierdo de un solo movimiento el

281
abrigo forrado de terciopelo y dejándolo colgar en él con
elegantes pliegues, continuó su paseo, sin permitir que le
distrajeran las miradas de los transeúntes. Cuando las luces
de las tiendas empezaron a encenderse y la noche le pareció
suficientemente obscura, se dirigió hacia la plaza del Palais
Royal como alguien que temiera ser reconocido, pues se
mantuvo por el lado de la plaza hasta la fuente, para poder
entrar en la calle Froidmanteau sin ser visto desde los coches
de caballos.

Aparte de un verbo en tiempo presente («de lo que las leyes


del gusto permiten en Francia»), este pasaje no contiene ninguno
de los signos lingüísticos del discurso: «verdaderamente, ya ni
siquiera hay un narrador», dice Benveniste. «Nadie habla aquí; los
acontecimientos parecen contarse por sí solos» (ibid., p. 241).
Esto puede ser cierto desde un punto de vista lingüístico, pero
el lector de literatura habrá reconocido una voz narrativa: «una
de esas cadenas anchas que hacen en Génova» connota una rela­
ción de complicidad y conocimiento compartido entre el narra­
dor y el lector; «como alguien que temiera ser reconocido, pues...»
nos da un narrador que infiere un estado de ánimo a partir de
una acción y supone que el lector aceptará la conexión, tal como
la describe. Si tuviéramos que separar la historia de cualquier clase
de señales de un narrador personal tendríamos que excluir, como
dice Genette, hasta la menor observación general o el menor adje­
tivo valorativo, la más discreta comparación, el más modesto «qui­
zás», la más inofensiva conexión lógica, todos los cuales correspon­
den al discou rs más que a la histoire (F igures II, p. 67).
Todorov dice que Benveniste ha identificado «no sólo las carac­
terísticas de los dos tipos de habla, sino también dos aspectos
complementarios de cualquier habla» (P oétiq u e d e la p rose, p. 39),
y aunque eso puede parecer un intento evasivo de usar ambas op­
ciones, una negativa a considerar lo que la distinción entraña real­
mente, existe un sentido en el que se trata de un comentario opor­
tuno. Podemos distinguir dos modos de lenguaje —las oraciones
que contienen referencias a la situación de enunciación y a la sub­
jetividad del habla y las que no—, pero también sabemos que

282
cualquier secuencia es a un tiempo una afirmación y un acto enun­
ciativo. Por mucho que se esfuerce un texto por ser historia pura
en términos de Benveniste, seguirá conteniendo rasgos que carac­
terizan una postura narrativa particular. El propio p assé sim ple
hace de signo formal de lo literario (en el sentido de que gene­
ralmente se lo excluye del habla) y «connota un mundo construido,
elaborado, independiente, reducido a sus líneas significativas» y no
una realidad densa, confusa, abierta, arrojada ante el lector. Si el
texto anuncia que la m arquise so rtit á cin q heures, el narrador está
guardando distancias, ofreciéndonos un puro acontecimiento des­
pojado de su densidad existencial. Por usar esa forma, la novela,
dice Barthes, convierte la vida en destino y la duración en tiempo
orientado y significativo {Le D egré zéro d e l'écritu re, p. 26). Ade­
más, la inmensa variación en los personajes narrativos es conse­
cuencia de las diferencias en el grado de conocimiento o de pre­
cisión manifestado en la descripción. Compárese «encendió un
cigarrillo» con «tomando un cilindro blanco de la cajetilla y colo­
cando uno de sus extremos entre los labios, alzó una maderita
encendida hasta una pulgada por debajo del otro extremo del cilin­
dro». Aunque esas dos oraciones son h istoire desde el punto de
vista de Benveniste, connotan posturas narrativas diferentes en
virtud de sus relaciones con el «umbral de pertienencia funcional»
de nuestro segundo nivel de vraisem blance.
Pero la adaptación más confusa del análisis de Benveniste es
el intento de Barthes en su In tro d u ctio n a l’analyse stru ctu rale d es
récits de distinguir entre narración «personal» y narración «im­
personal». Según dice, la primera no puede reconocerse exclusiva­
mente por la presencia de pronombres de primera persona; exis­
ten relatos o secuencias escritos en la tercera persona que son «en
realidad manifestaciones de la primera persona». ¿Cómo podemos
saber de cuál se trata? Basta con que reescribamos la secuencia,
sustituyendo é l por yo, y, si eso no entraña otras alteraciones, se
trata de una secuencia de narración personal (p. 20). Así, «él entró
en un estanco» puede reescribirse como «yo entré en un estanco»,
mientras que «pareció agradado con el aire distinguido que le
daba su uniforme» se convierte en la incongruente «parecí agra­
dado con el aire distinguido que me daba mi uniforme», que

283
supone un narrador esquizofrénico. Los ejemplos que se resisten
a la reescritura son apersonales. Según Barthes, ése es el modo
tradicional del récit, que usa un sistema temporal basado en el
pretérito indefinido y destinado a excluir el presente del hablante.
«En el récit, dice Benveniste, nadie habla.»
Esto es de lo más confuso. De acuerdo con los criterios de Ben­
veniste, «entró en un estanco» es impersonal. El rasgo que vuelve
impersonal el segundo ejemplo de Barthes es el «pareció», que
indica un juicio por parte del narrador y convertiría la oración, de
acuerdo con los cirterios de Genette, ya que no explícitamente con
los de Benveniste, en un ejemplo de discou rs y no de histoire.
Barthes ha invertido casi enteramente las categorías al tiempo que
afirmaba seguir el ejemplo de Benveniste. Lo que impide a una ora­
ción ser reescrita en primera persona es la presencia de elementos
que implícitamente identifican al narrador con alguien diferente
del personaje citado en la oración, y así la señal del narrador se
convierte, por una curiosa paradoja, en el criterio de un modo «im­
personal» de discurso. El análisis de Barthes indica la comple­
jidad de la subjetividad en la narración y la utilidad de distinguir
entre el caso en que ningún otro punto de vista que no sea el del
protagonista va señalado (que llama personal) y aquel en que
otro narrador va indicado (impersonal), pero la distinción apenas
puede justificarse haciendo referencia al análisis lingüístico de
Benveniste. La lingüística puede haber sido una fuerza germinativa,
pero lo que se cosecha con frecuencia tiene poco parecido con lo
que se sembró.
La identificación de los narradores es una de las primeras for­
mas de naturalizar la ficción. La convención de que en un texto
el narrador habla a sus lectores hace apoyo para las operaciones
interpretativas que se ocupan de lo extraño o aparentemente insig­
nificante. En la medida en que la novela es, como dice George
Eliot, «una descripción fiel de los hombres y de las cosas, tal como
han quedado reflejados en mi mente», el lector puede tratar cual­
quier cosa anómala como el efecto de la visión del narrador.
En el caso de la narración en primera persona, opciones para las
que el lector puede no encontrar otra explicación pueden inter­
pretarse como excesos que revelan la individualidad del narrador

284
y como síntomas de sus obsesiones. Pero incluso en los casos en
que no hay narrador que se describa a sí mismo podemos explicar
casi cualquier aspecto de un texto postulando un narrador cuyo
carácter están destinados a reflejar o revelar los elementos en cues-
'ón. Así, La Jalousie, de Robbe-Grillet, puede recuperarse, como
ha hecho Bruce Morrissette, postulando un narrador obsesionado
por sospechas paranoicas, con lo que se explican ciertas fijaciones
de la descripción; Dans le labyrin th e puede naturalizarse leyéndolo
como el habla de un narrador que padezca amnesia.5 El texto más
incoherente podría explicarse suponiendo que es el habla de un
narrador delirante. Desde luego, semejantes operaciones pueden
aplicarse a una extensa gama de textos modernos, pero las obras
más radicales se proponen convertir esa clase de recuperación en
una imposición arbitraria de sentido y mostrar al lector hasta qué
punto depende su lectura de modelos de inteligibilidad. Como ha
demostrado admirablemente Stephen Heath, la forma de actuar
de esas novelas es volverse completamente triviales al quedar
naturalizadas y mostrar al lector a qué precio ha conseguido la
inteligibilidad (T he N ouveau Román, pp. 137-45). En palabras de
Barthes, la escritura pasa a ser escritura auténtica sólo cuando nos
impide responder a la pregunta «¿quién está hablando?».
No obstante, hemos desarrollado estrategias poderosas para
impedir que los textos se conviertan en escritura, y en los casos en
que nos resulte difícil postular un único narrador podemos recu­
rrir a la convención literaria moderna —vuelta explícita por Henry
James y los numerosos críticos que han sugerido su ejemplo— del
punto de vista. Si no podemos componer el texto atribuyendo
todo a un único narrador, podemos descomponerlo en escenas o
episodios y atribuir significado a detalles considerándolos como
lo advertido por un personaje que estuviera presente en aquel
momento. Dicha convención puede considerarse como una estrate­
gia desesperada para humanizar la escritura y hacer de la persona­
lidad el punto focal del texto; y, de hecho, es digno de mención
que los autores que con mayor frecuencia se leen de ese modo son
aquellos que, como Flaubert, logran una impersonalidad que hace
que resulte difícil atribuir el texto a un narrador caracterizable.
R. J. Sherrington, que es uno de los defensores más extremos

285
de ese tipo de recuperación, nos dice, por ejemplo, que los pasa­
jes de M adame B ovary que describen las visitas de Charles a la
granja donde conoce por primera vez a Emma emplean un punto
de vista limitado en el sentido de que «sólo se mencionan los
detalles que se imponen a la conciencia de Charles». Al entrar en
la cocina, advierte que los postigos están cerrados; «naturalmente,
ese hecho le hace fijarse en los haces de luz que se filtran
a través de los postigos y bajan por la chimenea hasta caer sobre
las cenizas del hogar». Como Emma está de pie junto al hogar, «en­
tonces ve a Emma y nota sólo una cosa en ella: ‘gotitas de sudor
en sus hombros desnudos’». ¡Qué característico de Charles! Lleno
de admiración por el arte de Flaubert al referir sólo lo que Charles
advierte, Sherrington olvida explicar qué debemos deducir sobre
el carácter de Charles a partir del hecho de que entre las oraciones
que describen los haces de luz y a Emma aparezca una que revela
considerable interés por el comportamiento y la muerte de las
moscas: «Las moscas, en la mesa, subían y bajaban por los lados
de los vasos que se habían usado y zumbaban al ahogarse en el
fondo, en los posos de sidra.» 6 Si intentamos atribuir esa obser­
vación a Charles, estamos recuperando detalles mediante un argu­
mento circular: las moscas aparecen descritas porque son lo que
Charles advirtió; sabemos que son lo que Charles advirtió porque
son lo que aparece descrito.
En realidad, eso es simplemente otra versión de la justifica­
ción representacional que pocos lectores sutiles de novelas se per­
mitirían emplear ahora: la de que un pasaje particular queda jus­
tificado o explicado por el hecho de que describe el mundo. Se
trata de una determinación tan débil —de acuerdo con ese criterio
todo lo vraisem blable está igualmente justificado—, que ha deja­
do de usarse en serio; y el concepto de punto de vista limitado
ofrece una determinación que es casi igualmente débil. La prueba
de su insuficiencia es que, cuando estudiamos novelas como Lo que
M aisie sabía, que derivan del proyecto explícito de «ofrecerlo todo,
la situación completa que la rodea, pero de ofrecerlo sólo a través
de las ocasiones y conexiones de su proximidad y de su atención»,
no nos contentamos con sostener que las oraciones están justifi­
cadas porque nos dicen lo que Maisie sabía, sino que exigimos

286
que contribuyan a pautas de conocimiento y formen un drama
de inocencia. La identificación de los narradores es una estrategia
interpretativa importante, pero por sí sola no puede llevarlos muy
lejos.

Los códigos

En su In trod u ction a l ’analyse stru ctu rale d es récitz, Barthes


identifica, además de la narración, otros dos niveles de la novela:
el del personaje y el de las funciones. Este último es el más hete­
rogéneo, pero también el más fundamental, porque representa los
elementos básicos de la novela abstraídos de su presentación narra­
tiva y antes de su reorganización mediante las operaciones sinteti-
zadoras de la lectura. También está nombrada de forma inadecuada,
ya que «función» se usa para referirse a un tipo particular de
unidad encontrado en ese nivel, y sería preferible que nos refirié­
ramos a él con el término usado en S/Z y que lo llamáramos el
nivel de las lexias. Una lexia es una unidad mínima de lectura, un
trozo de texto que se aísla por tener un efecto o función específi­
cos diferentes del de trozos de texto cercanos. De modo, que podría
ser cualquier cosa, desde una sola palabra a una breve serie de
oraciones. Así, pues, el nivel de las lexias sería el nivel de nuestro
contacto primario con el texto, en que se separan y clasifican los
elementos para atribuirles distintas funciones en niveles de organi­
zación superiores.
A la hora de estudiar las unidades básicas y sus modos de
combinación disponemos de una diversidad de propuestas a las
que recurrir, y es necesario seleccionar y ordenar un poco insen­
siblemente para dar forma a la descripción que sigue. En el que
es el estudio más detallado de la organización de las lexias, Barthes
distingue cinco «códigos» que se aplican en la lectura de un texto,
cada uno de los cuales es una «perspectiva de citas» o un modelo
semántico general que nos permite seleccionar los elementos perte­
necientes al espacio funcional que el código designa. Es decir,
que los códigos nos permiten identificar elementos y clasificarlos
juntos de acuerdo con funciones particulares. Cada código es «una

287

*
de las voces de que está tremado el texto». Identificar un elemen­
to como unidad del código es tratarlo como le jalón d ’u n e digres-
sion virtu elle v ers le reste d ’un ca ta logu e (TEnlévement ren v o ie
a tou s les en lév em en ts d é ja écr its); las unidades son autant d ’é-
clats d e c e q u elq u e ch o se qui a tou jou rs é t é déja lu, vu, fait,
v écu : le c o d e est le sillón d e c e déja («las marcas de una digresión
virtual hacia los otros miembros de un catálogo [el Rapto se re­
fiere a todos los raptos ya escritos]; las unidades son otros tantos
destellos de ese algo que ya se ha leído, visto, hecho, vivido: el
código es la estela de ese ya) (S/Z, pp. 27-8). Seleccionar lexias
es atribuirles un lugar en las clasificaciones establecidas por nues­
tra experiencia de otros textos y del discurso sobre el mundo.
Para Barthes, como para Lévi-Strauss, los códigos van deter­
minados por su homogeneidad —agrupan elementos de un mismo
tipo— y por su función explicativa. Por consiguiente, el número
de códigos identificados puede variar según la perspectiva esco­
gida y la naturaleza de los textos que estemos analizando. Y, de
hecho, los cinco códigos aislados en S/Z no parecen exhaustivos
ni suficientes. El có d ig o p roa irético rige la construcción de la nove­
la por parte del lector. El có d igo h erm en éu tica entraña una lógica
de pregunta y respuesta, enigma y solución, intriga y peripecia.
Estos son componentes indudables de la novela y ambos pueden
situarse en el dominio de la estructura de la trama. El có d igo sém i-
co proporciona modelos que permiten al lector reunir rasgos se­
mánticos relativos a las personas y desarrollar caracteres, y el cód i­
g o sim b ólico guía la extrapolación desde el texto hasta las lecturas
simbólicas y temática. Por último, existe lo que Barthes llama el
có d ig o referen cia l, constituido por el ambiente cultural a que remi­
te el texto. Este es quizá el más insatisfactorio de todos los
códigos, pues, si bien es posible recorrer el texto, como hace
Barthes, seleccionando todas las referencias específicas a objetos
culturales (aquella mujer era como una estatua griega) y al saber
estereotipado (por ejemplo, los proverbios), ésas distan de ser las
únicas manifestaciones de «una voz colectiva y anónima, cuyo ori­
gen es el saber humano», y su función primordial es poner en juego
modelos de lo vraisem blable y verificar el contrato ficticio. Como
ya hemos hablado de los distintos niveles de vraisem blance, pode­

288
mos dejar de lado ese código y pasar a ocuparnos de los proble­
mas de diferenciación de los otros cuatro, si bien deberíamos ob­
servar de pasada que la ausencia de cualquier código relativo a la
narración (la capacidad del lector para reunir elementos que ayuden
a caracterizar al narrador y a colocar el texto en una especie de
circuito comunicativo) es un defecto de gran importancia en el
análisis de Barthes.
Al hablar de los modos de aislar los elementos y conferirles
una función, Barthes recurre a la distinción de Benveniste entre
relaciones distribucionales y relaciones integrativas para distinguir
dos tipos de unidad: las que se definen por su relación con otros
elementos del mismo tipo que aparezcan anterior o posteriormente
en el texto (distribucionales) y aquellas cuya importancia deriva,
no de un lugar en la secuencia, sino del hecho de que el lector las
toma y las agrupa con elementos análogos en clases paradigmáti­
cas que reciben significado en un nivel superior de integración
(integrativas) (In trodu ction a l ’analyse stru ctu rale d es récits,
pp. 5-8). Así, si un personaje en una novela compra un libro, ese
episodio puede funcionar de una de dos formas. Puede ser, como
dice Barthes, «un elemento que madure posteriormente, en el mis­
mo nivel»: al leer el libro el lector se entera de algo crucial y,
así, la significación de la compra es su consecuencia. O bien, el
acontecimiento puede no tener consecuencias importantes, pero
puede hacer de conjunto de rasgos semánticos potenciales que
se pueden tomar y usar, en otro nivel, para la construcción del
personaje o de una lectura simbólica.
La distinción corresponde a la división de Greimas en predi­
cados dinámicos (o funciones) y predicados estáticos (o califica­
ciones). Y podemos decir que los códigos proairético y hermenéu-
tico rigen el reconocimiento de los predicados dinámicos, cuya
distribución secuencial en el texto es crucial, mientras que los ele­
mentos del código sémico y simbólico no forman tanto secuencias
cuanto conjuntos de rasgos (o calificaciones) que se combinan en
niveles superiores. La distinción tiene considerable validez intuitiva
como representación de los diferentes papeles que podemos atri­
buir a ias lexias de una novela, pero se ha prestado relativamente
poca atención precisamente al problema básico de cómo decidir,

289
1 0. — LA POÉTICA
incluso retrospectivamente, si un elemento particular debe tra­
tarse como función o como calificación (o dividido en dos com­
ponentes, cada une de los cuales desempeña un papel). Julia Kris-
teva, que usa los términos ad jon cteu r p réd ica tif y ad jon cteu r quali-
tatif, en lugar de función y calificación, observa que la secuencia
que, en su opinión, inaugura la acción de P etit ]éhan d e Saintré
«no es diferente de los asertos que desempeñan el papel de adjonc­
teu r qualitatif». Las propiedades de las propias oraciones, como
oraciones aisladas, no son decisivas en modo alguno. Entonces,
¿cómo podemos explicar las diferencias de efecto? Esta autora sos­
tiene que debemos recurrir a distintos modelos sociales que hacen
destacar determinadas clases de acción. El discurso social de un
período hará que determinadas acciones sean importantes, notables,
dignas de un relato, y así podemos decir que el papel de un predi­
cado dinámico.

será desempeñado por cualquier elemento que, en el espacio


intertextual del que se lo tome, corresponda a las afirmacio­
nes dominantes del discurso social a que pertenece el texto.
No es casualidad que en ]éhan d e Saintré el papel de adjunto
p red ica tivo recaiga en oraciones tomadas del discurso de los
duelos y de la guerra. Esos son los significantes principales
del discurso social en el período en torno a 1456... En ese
contexto cualquier otro tipo de discurso (comercio, la feria,
libros antiguos, la corte) pasa a una posición secundaria y
sólo puede ser clasificatorio... no tiene capacidad para for­
mar un relato. (Le T exte du román, pp. 121-3.)

Hay algo de verdad en esto; los modelos culturales juzgarán


determinadas acciones más importantes que otras y si dichas ac­
ciones aparecen en un texto es probable que hagan una contribu­
ción a la trama. Pero si la tesis de Kristeva fuera cierta, de ella se
seguiría que, dado un conocimiento de la cultura de la época, el
lector podría reconocer el primer predicado o acción dinámicos
de la trama tan pronto como lo encontrase, y no parece que así
sea. No podemos limitarnos a enumerar las acciones que en una
época determinada corresponderían a la trama, pues las acciones

290
tendrán funciones diferentes en relatos diferentes. Su papel de­
pende de la economía de la narración más que de clase alguna
de propiedades intrínsecas o determinadas culturalmente y, para
estudiar cómo se les asignan papeles en la trama, hemos de pasar
a ocuparnos del analyse stru ctu rale d u récit o estudio de la estruc­
tura de la trama.

La trama

Según Barthes, las secuencias de acciones constituyen la arma­


dura del texto legible o inteligible. Proporcionan un orden que
es a un tiempo secuencial y lógico y, por esa razón, son uno de los
objetos preferidos del análisis estructural [S/Z, p. 210). Además,
es evidente que en ese dominio hay una especie de competencia
literaria que estudiar y explicar. Los lectores pueden decir que
dos textos son versiones de la misma historia, que una novela y
una película tienen la misma trama. Pueden resumir las tramas y
comentar la adecuación de los resúmenes de tramas. Y, por tanto,
parece razonable pedir a la teoría literaria que dé alguna explica­
ción de esa noción de trama, cuya adecuación parece indiscutible
y que usamos sin dificultad. Una teoría de la estructura de la
trama debe proporcionar una representación de la capacidad de
los lectores para identificar las tramas, para compararlas y para
captar su estructura.
El primer paso que debemos dar —con respecto al cual todos
los analistas de la trama parecen coincidir— es el de postular la
existencia de un nivel autónomo de estructura de la trama subya­
cente a la manifestación lingüística real. Un estudio de la trama no
puede ser un estudio de los modos como se combinan las oracio­
nes, pues dos versiones de la misma trama no tienen por qué tener
oraciones comunes, ni quizá tengan por qué tener tampoco estruc­
turas lingüísticas profundas comunes. Pero tan pronto como se
enuncia la cuestión en estos términos, resulta evidente la dificul­
tad de la tarea. La de explicar cómo se combinan las oraciones
para formar el discurso coherente es ya una empresa intimidante,
pero en ella las unidades con las que se trabaja por lo menos están

291
dadas de antemano. Las dificultades se multiplican en el estudio
de la trama porque el analista a un tiempo ha de determinar cuá­
les contarán como unidades elementales de la narración e inves­
tigar sus formas de combinarse. No es de extrañar que en cierta
ocasión Barthes observara que

ante la infinitud de tramas, la multiplicidad de puntos de


vista desde los que podemos hablar sobre ellas (histórico,
psicológico, sociológico, etnológico, estético, etc.), el analista
se encuentra casi en la misma posición que Saussure ante la
diversidad de fenómenos lingüísticos e intentando extraer
a partir de esa aparente anarquía un principio de clasifica­
ción y un punto de enfoque para la descripción. (Introduc-
tion a Vanalyse structurale d es récits, pp. 1-2.)

. Aun así, es patente que el análisis de la estructura de la trama


ha de ser posible teóricamente, pues, si no lo fuera, tendríamos
que admitir que la trama y nuestras impresiones de ella son fenó­
menos fortuitos, idiosincrásicos. Y, evidentemente, no es así. Pode­
mos decir con cierta seguridad si el resumen de una trama es exac­
to, si un episodio particular es importante para la trama y, si es
así, qué función desempeña, si una trama es simple o compleja,
coherente o incoherente, si sigue modelos familiares o contiene
efectos inesperados. Indudablemente, esas nociones no están defi­
nidas explícitamente. Podemos decir que tienen la vaguedad apro­
piada para su función. En casos particulares podemos vacilar a la
hora de decir si una secuencia desempeña un papel importante en
una trama o si el resumen de una trama es correcto realmente,
pero nuestra capacidad para reconocer casos limítrofes, para prede­
cir cuándo y dónde es probable que se produzcan discordancias,
muestra precisamente que sabemos efectivamente de qué estamos
hablando: que estamos trabajando con conceptos cuyo valor inter­
personal entendemos.
Nuestra capacidad para comentar y verificar afirmaciones sobre
las tramas nos proporciona razones poderosas para presumir que
la estructura de la trama es analizable en principio. Además, las
propias tramas parecen estar ordenadas en lugar de ser secuen­

292
cias fortuitas de acciones; como dice Barthes, «existe un abismo
entre el proceso aleatorio más complejo y la lógica combinatoria
más simple, y nadie puede combinar o producir una trama sin hacer
referencia a un sistema implícito de unidades y reglas» (ibid., p. 2).
Pero, cuando examinamos propuestas relativas a ese sistema
implícito de unidades y reglas, es probable que nos sintamos con­
fusos, no sólo por su diversidad sino también por su falta de pro­
cedimientos explícitos para valorar los enfoques opuestos. Cada
teoría, obligada a definir por sí misma las unidades de la trama, se
convierte en un sistema independiente en función del cual puede
describirse cualquier trama, y no ha habido muchos intentos de
explicar cómo podría verificarse un sistema particular cualquiera.
Indudablemente, ese estado de cosas se debe en parte a la
interpretación por parte de los estructuralistas del modelo lingüís­
tico. Los lingüistas que los estructuralistas han leído no dedicaron
demasiado tiempo al estudio de las condiciones que debe reunir un
análisis lingüístico, y su concentración en procedimientos de seg­
mentación y de clasificación y en el desarrollo de unidades estruc­
turales abstractas parece haber inducido a los estructuralistas a
suponer que, si un metalenguaje parecía coherente lógicamente, si
sus categorías eran el resultado de tina investigación sistemática,
ya fuera deductiva o inductiva, y si podían usarse para describir
cualquiera trama, no hacía falta ninguna otra justificación.
Pero, desde luego, existen muchos metalenguajes posibles que
tengan cierta coherencia lógica y que podrían usarse para describir
cualquier texto: las tramas podrían analizarse en función de «ac­
ciones logradas», «acciones fracasadas» y «acciones que ni están
logradas ni fracasadas, sino que mantienen el relato»; o también,
en función de «acciones que destruyen el equilibrio», «acciones
que restablecen el equilibrio», «acciones que intentan destruir el
equilibrio» y «acciones que intentan restablecer el equilibrio».
Podrían inventarse muchos metalenguajes análogos, y, si sus cate­
gorías fueran suficientemente generales, sería difícil encontrar tra­
mas a las que no se las pudiera aplicar.
De hecho, la única forma de evaluar una teoría de la estruc­
tura de la trama es determinar hasta qué punto se corresponde
la descripción que permite con nuestra apreciación intuitiva de
las tramas de los relatos en cuestión y hasta qué punto excluye
las descripciones que son incorrectas de forma manifiesta. La ca­
pacidad de un lector para identificar y resumir las tramas, para
agrupar tramas semejantes, etc., proporciona un conjunto de hechos
que hay que explicar; y sin ese conocimiento intuitivo que mos­
tramos siempre que referimos o comentamos una trama, no hay
modo de evaluar una teoría de la estructura de la trama porque
no hay nada con respecto a lo cual pueda ser correcta o equi­
vocada.
Vladimir Propp, cuya precursora obra sobre la M orfología d el
cu en to ha servido de punto de partida para el estudio estructura-
lista de la trama, parece haber comprendido la importancia de
esa perspectiva metodológica. Según dice, los cuentos que está
estudiando fueron clasificados por investigadores porque «poseen
una construcción particular que se siente inmediatamente y que
determina su categoría, aun cuando no seamos conscientes de ello».
La estructura del cuento es «introducida subconscientemente»
como base de la clasificación y debe volverse explícita o «trasla­
darse a rasgos normales, estructurales» (pp. 5-6). Invoca incluso
la lingüística para justificar su procedimiento:

Una criatura viva es un hecho concreto, la gramática es su


substrato abstracto. Esos substratos constituyen la base de
muchos fenómenos vivos; y precisamente en eso centra la
ciencia su atención. Ni un solo hecho concreto puede expli­
carse sin un estudio de esas bases abstractas (p. 14).

Los análisis particulares sugieren que los «hechos concretos»


a que recurre se refieren a las intuiciones de los lectores. El pre­
decesor de Propp, Veselovsky, había sostenido, en un análisis es­
tructural rudimentario, que una trama se componía de m otivos,
como «un dragón rapta a la hija del rey». Pero, según Propp, ese
motivo puede descomponerse en cuatro elementos, cada uno de
los cuales puede variarse sin alterar la trama. Podría substituirse el
dragón por una bruja, un gigante, o cualquier otra fuerza malvada;
la hija, por cualquier ser querido; el rey, por otros padres o posee­
dores; y el rapto, por cualquier versión de la desaparición. La

294
tesis es que para los lectores la unidad funcional de la trama es un
paradigma con distintos miembros, cualquiera de los cuales puede
elegirse para un relato particular, de igual modo que el fonema es
una unidad funcional que puede manifestarse de distintos modos
en las expresiones reales efectivas. Para Propp, los cuentos fol­
klóricos populares tienen dos tipos de contenido: el primero son
pa peles que pueden desempeñar una diversidad de personajes, y el
segundo, que constituye la trama, son funciones.
Una función es «un acto de personajes dramáticos, que se defi­
ne desde el punto de vista de su importancia para el transcurso
de la acción del cuento en conjunto» (p. 20). Esta definición es
el rasgo crucial del análisis de Propp: se pregunta qué otras accio­
nes podrían substituir una acción particular de un relato sin alterar
su papel en el cuento en conjunto, y la clase general que incluye
todas esas acciones sirve de nombre de la función en cuestión.
Una función «no puede definirse sin tener en cuenta el lugar que
ocupa en el proceso de la narración» porque las acciones idénticas
pueden tener papeles muy diferentes en dos relatos distintos y, por
tanto, deben quedar incluidas en funciones diferentes. El protago­
nista podría construir un enorme castillo bien para cumplir con
una tarea difícil que se le haya asignado, bien para protegerse de
un villano, o para celebrar su matrimonio con la hija del prínci­
pe. En cada caso la acción sería conmutable con acciones diferen­
tes, tendría relaciones diferentes con las que la precedieron y la
siguieron y, en resumen, sería un ejemplo de una función diferente.
Trabajando con un corpus de cien cuentos, Propp aísla treinta
y una funciones que forman un conjunto ordenado y cuya presen­
cia o ausencia en cuentos particulares puede servir de base de una
clasificación de las tramas. Así, «se forman cuatro clases inmediata­
mente»: desarrollo a través de una lucha y una victoria, desarrollo
mediante la ejecución de una misión difícil, desarrollo mediante
ambas cosas y desarrollo a través de ninguna de ellas (p. 92). Pero
esas conclusiones se refieren a las propiedades de su corpus y son
menos importantes para nuestros fines que las discusiones que
su análisis ha provocado.
Claude Bremond, en un ataque que pone en cuestión la noción
de estructura usada en el análisis de Propp, sostiene que cada fun-

295
ción debería abrir un conjunto de consecuencias alternativas. La
definición por parte de Propp de una función entraña «la imposi­
bilidad de concebir que una función pueda abrir una alternativa:
puesto que se define por sus consecuencias, no hay forma de que
consecuencias opuestas puedan resultar de ella» (Le m essage nar-
ratif, p. 10). Al leer una novela tenemos la impresión de que en
cualquier momento dado hay diferentes formas como podría conti­
nuar la historia y podríamos suponer que un análisis de la estruc­
tura de la trama debería proporcionar una representación de ese
hecho. Además, Bremond invoca el modelo lingüístico para apoyar
su argumento, afirmando que Propp está trabajando a partir del
punto de vista de la parole, no de la la n gu e:

Pero, si pasamos del punto de vista de los actos de habla,


que usa constricciones terminales (el fin de la oración deter­
mina la elección de las primeras palabras), al del sistema lin­
güístico (el comienzo de la oración determina su final), queda
invertida la dirección de inferencia. Hemos de construir
nuestras secuencias de funciones partiendo del term inus a
quo, que en el lenguaje general de las tramas abre una red
de posibilidades, y no del term inus ad quem , en relación con
el cual los actos de habla particulares de los cuentos rusos
hacen su selección entre posibilidades (ibid., p. 15).

Bremond parece dar por sentado que, si concebimos la lengua


como un sistema, sabemos que la primera palabra de una oración
impone restricciones a lo que puede seguir, pero deja abierta
una multitud de posibilidades, mientras que, si consideramos una
expresión completa, podemos decir que las primeras palabras te­
nían que escogerse para alcanzar el fin particular. Pero sea cual
fuere la verdad encerrada en esa concepción, parece tener poco
que ver con la estructura. Tanto si estamos hablando de la estruc­
tura de una oración como si estamos hablando de la estructura de
una lengua, descubriremos que las relaciones de inferencia entre
partes de una estructura funcionan en ambas direcciones. Los
verbos imponen determinadas restricciones a los sujetos y a los
objetos, los objetos a los verbos, etc. Ninguna gramática comien­

296
za con una lista de elementos que puedan aparecer en posición
inicial ni enumera después los que pueden seguir a cada uno de
ellos. De hecho, lejos de apoyar la concepción de Bremond, la
analogía lingüística indica que el análisis estructural se refiere
a la determinación recíproca entre elementos de la secuencia en
conjunto.
La cuestión en litigio es crucial. Para Propp, la función de un
elemento va determinada por su relación con el resto de la secuen­
cia. Las funciones no son simplemente acciones, sino también los
papeles que la acción desempeña en el récit en conjunto. Es cierto
que, si el héroe combate efectivamente con el villano, gran parte
del interés para el lector puede depender de la incertidumbre del
resultado; pero podemos decir también que se trata de incerti­
dumbre sobre la función de la lucha. El lector no conoce su im­
portancia y su lugar en el cuento hasta que no conoce el resultado.
Bremond sostiene que esa concepción teleológica de la estructura es
inaceptable; pero, al contrario, ésa es precisamente la concepción
de la estructura requerida. «La esencia de cualquier función»,
dice Barthes, «es, por decirlo así, su semilla, lo que permite plan­
tar en el cuento un elemento que madurará más adelante» (Intro-
d u ction a l ’analyse st'ructurale d es récits, p. 7). La trama está sujeta
a determinación teleológica: ciertas cosas ocurren para que el récit
se desarrolle como lo hace. Esa determinación teleológica es lo
que Genette llama

esa paradójica lógica de la fición que nos exige definir cada


elemento, cada unidad del relato, por sus cualidades funcio­
nales, es decir, entre otras cosas por su correlación con otra
unidad, y explicar la primera (en el orden del tiempo narra­
tivo) mediante la segunda, y así sucesivamente. (F igures II,
P- 94.)

La alternativa sería un análisis que se refiriera a las acciones,


no a las funciones, e intentase especificar todas las consecuencias
posibles de cualquier acción. Semejante teoría no podría explicar
qué diferencia representa para un relato en conjunto el hecho de
que una acción tenga una consecuencia en lugar de otra, pues esa

297
diferencia es precisamente un cambio en la función de la primera
acción. En resumen, no podemos aislar unidades de la trama sin
considerar las funciones que desempeñan. Ese ha sido un rasgo
fundamental y es igualmente básico para el análisis estructural
de la literatura.
En realidad, podríamos decir que la prueba del argumento
estriba en el hecho de que una teoría como la de Bremond, que
se centra en las posibles alternativas, se vería obligada a asignar
descripciones diferentes a una narración épica de las aventuras de
Ulises, en que el narrador mencionara continuamente episodios
posteriores o el resultado final de la trama, y a una descripción
de las mismas aventuras en que no hubiese anticipación narrativa.
En la primera la gama de elección narrativa es reducida (sí el
narrador ha enunciado que Ulises llegará a Itaca, no puede hacer
que Polifemo mate a Ulises), mientras que en la segunda habría
muchas bifurcaciones. Pero por definición las dos historias tienen
la misma trama. De hecho, Bremond parece haber confundido las
operaciones del código hermenéutico con las del código proairé-
tico. Los elementos de este último deben definirse retrospectiva­
mente, mientras que los del primero se reconocen prospectivamen­
te, como una perspectiva de intriga o misterio. Si decimos unas
palabras sobre el código hermenéutico, estaremos mejor prepara­
dos para regresar a la estructura de la trama propiamente dicha.
«Hacer el inventario hermenéutico», escribe Barthes, «será
distinguir los diferentes términos formales mediante los cuales se
aísla, plantea, formula, dilata y finalmente resuelve un enigma»
{S/Z, p. 26). Aunque Barthes se centra primordialmente en los
misterios, podríamos colocar bajo ese epígrafe cualquier cosa que,
al avanzar por el texto desde el comienzo hasta el final, parezca
insuficientemente explicada, plantee problemas, provoque el deseo
de conocer la verdad. Dicho deseo actúa como una fuerza estruc-
turadora, al inducir al lector a buscar rasgos que pueda organi­
zar como respuestas parciales a las preguntas que se haya hecho;
desde ese punto de vista resulta más importante el código her­
menéutico. Aunque con él queda excluido un interés o curiosidad
generalizados —el deseo, digamos, de saber lo que ocurrirá a los
personajes que nos interesan—, ésa no parece una consecuencia

298
desafortunada porque, al comentar la estructura de un relato, de­
beríamos poder distinguir el deseo de seguir el relato o de cono­
cer el final de lo que ordinariamente consideraríamos como intriga
propiamente dicha, en que se plantea un problema específico y
seguimos leyendo no simplemente para enterarnos de más cosas,
sino también para descubrir la respuesta pertinente. El deseo de
ver lo que ocurre a continuación no actúa por sí mismo como
una importante fuerza estructuradora, mientras que el deseo de ver
resuelto un enigma o problema conduce efectivamente a organizar
secuencias para hacer que satisfagan.
Los momentos de elección o bifurcación de que habla Bre­
mond pueden concebirse como puntos de la trama en que la
propia acción plantea un problema de identificación y clasificación.
Después de una grave disputa, el protagonista y la protagonista
pueden bien reconciliarse bien separarse, y la intriga que el lector
podría sentir en semejantes momentos es, estructuralmente, un
deseo de saber si la disputa debe clasificarse como una prueba
para el amor o como un fin del amor. Aunque la propia acción
puede aparecer presentada con toda la claridad que pudiera desear,
todavía no sabe su función en la estructura de la trama. Y hasta
que no se resuelve el enigma o el problema, no pasa de un enten­
dimiento de la acción a un entendimiento o representación de la
trama.
Barthes no habla de las incertidumbres de la trama, a pesar
de que entran dentro del objetivo del código hermenéutico. Se
ocupa primordialmente de los misterios de la identidad. Los títu­
los tienden a ser enigmas de esa clase: hasta el capítulo sexto no
nos enteramos de si M iddlem arch es una persona, una familia, una
casa, una ciudad o una metáfora temática. Títulos como T he W ings
o f th e D ove («Las alas de la paloma»), In tru d er in th e D ust («In­
truso en el polvo»), Vanity Fair («La feria de las vanidades»),
T ender is th e N ight («Tierna es la noche») imponen un tipo parti­
cular de atención, mientras intentamos determinar de qué modo
se aplican a la novela y la organizan en función de un tema dado
a entender. Los deícticos con referencias desconocidas que apare­
cen en los comienzos de las novelas contribuyen también a un
ritmo hermenéutico. T he S hort H appy L ife o f Francis M acom her,

299
de Hemingway, comienza con una oración hermenéuticamente po­
tente que plantea una serie de problemas: «Era la hora de comer
y todos estaban sentados bajo el doble toldo verde de la tienda-
comedor fingiendo que nada había ocurrido.»
La mayoría de los casos que Barthes considera, entrañan pro­
blemas sobre los que los personajes o el narrador llaman la aten­
ción: « ‘Pero, ¿quién es? Quiero enterarme’, dijo ella enérgica­
mente»; «Nadie sabía de dónde procedía la familia Lanty»; o, de
forma más sutil, «Pronto la exageración propia de los miembros de
la alta sociedad provocó y construyó las ideas más divertidas, las
afirmaciones más raras, los relatos más ridículos sobre aquel per­
sonaje misterioso», en que la sugerencia de que dichas historias
no han de tomarse en serio, no hacen sino intensificar la curio­
sidad del lector. Los tres primeros constituyentes del proceso her-
menéutico son lo que Barthes llama la thém atisation, en que se
menciona el objeto del enigma; la position, indicación de que
existe efectivamente un problema o misterio; la form ulation, en
que aparece formulado como un enigma. La tercera operación
puede realizarla el propio texto o el lector, pero la sugerencia de
Barthes es que emprender una lectura hermenéutica es hacer que
ese modelo se refiera al texto.
Los siguientes constituyentes del proceso hermenéutico son
más importantes, pues en ellos seguimos y nos vemos afectados por
«la considerable labor que ha de realizar el discurso para d eten er
el enigma, para mantenerlo abierto» (S/Z, p. 82). Sólo cuando se
mantiene un problema se convierte en una fuerza estructuradora
importante, al hacer que el lector organice el texto en relación con
él y que lea las secuencias a la luz de la pregunta a la que están
intentando dar respuesta. Tenemos, en primer lugar, la p rom esse
d e répon se, cuando el narrador o un personaje indica que se dará
una respuesta o que el problema no es insoluble; le leurre, una
respuesta que puede ser estrictamente verdadera, pero que está
destinada a confundir; l’éq u ivoq u e, una respuesta ambigua, que
complica más el misterio y recalca su interés; le b locage, una admi­
sión de derrota, la afirmación de que el misterio es insoluble; la
rép o n se su spen d u e, en que algo interrumpe un momento de descu­
brimiento; la rép on se p a rtid let en que se llega a conocer alguna

300
verdad, pero perdura el misterio; y, por último, le dévoilem cn t,
que el narrador, el personaje o el lector acepta como solución
satisfactoria {S/Z, pp. 91-2 y 215-16).
Este es un modelo de los diferentes papeles que los lectores
pueden atribuir a los elementos de un texto, una vez que participan
en un proceso hermenéutico. No avanza demasiado por el camino
de proporcionar una teoría de las estructuras hermenéuticas, ya que
no especifica detalladamente cómo pasan los elementos a ser con­
siderados como enigmas y, por tanto, cómo empieza el proceso
hermenéutico. Pero el análisis de Barthes tiene por lo menos el
mérito de llamarnos la atención sobre el modo como conducen los
enigmas a una estructuración del texto. Todorov ha sostenido que
los relatos cortos de Henry James están organizados en gran me­
dida del mismo modo: la respuesta perpetuamente aplazada, el
secreto que nunca se revela, proporciona-una perspectiva en que
el lector puede imponer un orden a elementos heterogéneos. O po­
dríamos pensar en el modo como un enigma estructura Edipo
rey. «La Voz de la Verdad, puesta en juego por el código herme­
néutico, puede coincidir al final con la de la propia historia, pero
dos relatos con tramas idénticas podrían tener efectos muy dife­
rentes si las estructuras hermenéuticas fueran diferentes.

Si Bremond desaprueba el hecho de que Propp centre su aten­


ción en las funciones definidas teleológicamente en lugar de
en las acciones empíricas que podrían tener consecuencias diferen­
tes, Greimas y Lévi-Strauss sostienen que hay que reprochar a
Propp el descubrimiento de la forma «demasiado cerca del nivel
de observación empírica». En lugar de pasar de las acciones de los
cuentos individuales a los nombres ligeramente más abstractos
de sus treinta y una funciones, debería haber considerado las condi­
ciones estructurales generales que un relato debe satisfacer y haber
enunciado sus funciones como manifestaciones o transformaciones
de estructuras más fundamentales. La clase de los récits drama-
tisés, dentro de la cual entran los cuentos populares y probable­
mente la mayoría de las novelas, se define en sus niveles más ele­
mentales como una homología de cuatro términos en que se pone

301
en correlación una oposición temporal (situación inicial/situación
final) con una situación temática (contenido invertido/contenido
resuelto).7 Para que una secuencia cuente como trama hemos de
poder aislar, no simples acciones, sino acciones que contribuyan
a una modificación temática. Esos aspectos del paso de una
situación inicial a la situación final que ayudan a producir un con­
traste entre un problema y su resolución son los componentes de
la trama.
Desde luego, todas las funciones de Propp tienen una fuerza
temática de ese tipo, pero un conjunto de treinta y una funciones
tiene que parecer por fuerza una serie arbitraria, y es mucho más
satisfactorio estructuralmente para el analista poder convertirlas
en transformaciones de tres o cuatro elementos básicos. En su ar­
tículo L’analyse m orp h ologiq u e d es co n tes russes, Lévi-Strauss
reduce el número de funciones agrupando las que están emparen­
tadas lógicamente («así, podemos considerar la ‘violación’ como
lo contrario de la ‘prohibición’ y esta última como la transforma­
ción negativa del ‘mandato’»), pero Greimas, sin demasiada expli­
cación, da la misma clasificación a cualquier grupo de funciones
para las que pueda inventar un término que las abarque y saca la
conclusión de que hay tres tipos de secuencias. «Al no poder em­
prender verificaciones exhaustivas en este caso, vamos a decir sim­
plemente, como hipótesis, que podemos identificar tres tipos de
sintagma narrativo» (Du sen s, p. 191). Desgraciadamente, no dice
cómo propondría verificar esa hipótesis ni qué afirma la hipó­
tesis.
Los tres tipos de secuencia son les syn ta gm es p erform an ciels
(relativos a la ejecución de misiones, hazañas, etc.), les syn ta gm es
con tra ctu els, que dirigen la situación hacia determinado fin (uno
decide hacer algo o se niega a hacerlo), y les syn ta gm es disjonc-
tion nels, que entrañan movimientos o desplazamientos de distintos
tipos. La última categoría es especialmente frágil e inútil. Aunque
las salidas y las llegadas son de importancia evidente, la teoría de
Greimas lo conduce a producir una homología oponiendo «salida»
a «llegada de incógnito» y «llegada» a «regreso». Y cuando analiza
la estructura de un mito particular el resultado es una confusión
mayor: describe seis «disyunciones» como «salida + movimiento»

302
(ya sea «horizontal», «horizontal rápido», «ascendente» o «des­
cendente»), una como «regreso negativo» y una como «regreso
positivo» (ib id ., pp. 200-9). No está claro lo que se propone alcan­
zar con semejante análisis. Si representa la tesis de que la direc­
ción y la velocidad del movimiento son más importantes a la hora
de determinar la función de un episodio que las razones de su
movimiento, entonces lo único que podemos decir es que el movi­
miento de su propio pensamiento no ofrece testimonios. Si un
protagonista huye del malvado horizontal y rápidamente, eso es
bastante diferente de competir en una carrera pedestre, pero fun­
cionalmente es semejante a subir a un árbol, despacio y vertical­
mente, para esconderse y escapar.
Los syn ta gm es p erform a n ciels incluyen la mayoría de elementos
que ordinariamente se clasificarían como componentes de la trama,
pero no hay intento de justificar la categoría misma ni sus divi­
siones (batallas y pruebas). Ahora bien, como el propio Greimas
se apresura a señalar, un análisis que transcribe el texto de acuer­
do con su metalenguaje extrae «sólo lo que se esp era en virtud del
conocimiento de las propiedades formales del modelo narrativo»
(ibid., pp. 198-9). El hecho de que la transcripción sea mucho
más formal de lo que nosotros mismos ofreceríamos como resumen
de una trama no es en sí misma una consideración decisiva, pero
nos obliga a preguntarnos por qué hay que considerar válido el
propio modelo.
La única respuesta posible sería que sus categorías dan a enten­
der hipótesis importantes sobre la estructura narrativa, pero esa
afirmación sería difícil de mantener, especialmente en relación con
la primera y tercera categorías. La segunda (syn ta gm es con trac­
tuéis) es más prometedora: da a entender que las situaciones por
sí mismas no son fundamentales para la trama, sino que lo que bus­
camos son situaciones que contengan un contrato implícito o la
violación de un contacto. En opinión de Greimas, la mayoría de
los relatos pasan de un contrato negativo a uno positivo (del
alejamiento de la sociedad a la reintegración en la sociedad) o de
un contrato positivo a la ruptura de dicho contrato. Aunque esa
distinción no es fácil de hacer —la mayoría de las novelas entra­
ñan una resolución de algún tipo, aun cuando resulte de la ruptura

303
de un contrato implícito— , nos llama la atención sobre un aspec­
to importante de la estructura de la trama que ya va bosquejada
en el modelo de la narración como paso de contenido invertido a
contenido resuelto.
En su obra sobre Les Liaisons dangereu ses, Todorov intentó
usar el modelo homológico de Lévi-Strauss para describir la trama:
«se postula que la teoría representa la proyección sintagmática de
una red de relaciones paradigmáticas» y que debemos reconstruir
dicha red en forma de una homología de cuatro clases. Aunque
le resultó posible distribuir los acontecimientos en cuatro colum­
nas, de modo que cada columna formara una clase en la estructura
homológica —al modo del análisis por parte de Lévi-Strauss del
mito de Edipo—, Todorov sacó la conclusión de que «había un
peligroso margen de arbitrariedad» en el proceso de elegir o des­
cribir acciones para que encajaran dentro de la estructura (Liítéra-
ture et signification, pp. 56-7). Probablemente esa dificultad surja
porque la estructura homológica, tal como Lévi-Strauss la había
formulado entonces, no tenía en cuenta el desarrollo lineal del
relato, sino que daba por sentado que se repetirían distintas rela­
ciones a lo largo del relato. La trama en conjunto tendría la misma
estructura que una serie de cuatro acciones o episodios, o por lo
menos la homología que representara su estructura tendría que ser
tan abstracta que se la encontraría repetida en diferentes partes
del relato.
Para conservar la especificidad de las secuencias individuales
y el movimiento hacia adelante de la trama en conjunto, Todorov
intentó en su G rammaire du D écam éron desarrollar un metalen-
guaje que pudiera aplicarse a todos los niveles de generalidad, pero
que no nos obligase a encajar a la fuerza acciones en un molde
semántico particular. Aísla tres «categorías primarias» que llama
«nombre propio», «adjetivo» y «verbo». El primero representa
personajes y, desde el punto de vista de la estructura de la trama,
son simplemente sujetos de oraciones sin propiedades internas.
Los adjetivos, análogos a las «calificaciones» de Greimas y a los
«adjuntos calificadores» de Kristeva, se dividen en estados (va­
riantes de la oposición feliz/infeliz), propiedades (virtudes/defec-
tos) y condiciones (masculino/femenino, judío/cristiano, de origen

304
elevado/de origen bajo). Existen tres tipos de «verbos»: modificar
la situación, cometer un delito de algún tipo y castigar. Además,
cualquier oración estará en uno de cinco modos: el indicativo
(acciones que se han producido realmente), el «obligatorio» («una
voluntad codificada y colectiva que constituye la ley de una socie­
dad»), el optativo (lo que los personajes desearían que hubiera
ocurrido), el condicional (si tú haces X, yo haré Y) y el predic-
tivo (en ciertas circunstancias aparecerá X) (pp. 27-49).
Las razones para escoger esas categorías son probablemente
que Todorov desea tomar en serio su modelo lingüístico a la hora
de escribir una «gramática de la narración» y que las categorías
basadas en la oración canónica pueden usarse para reescribir tanto
las oraciones del propio texto como las oraciones del resumen de
la trama. Observa que «las estructuras siguen siendo las mismas,
cualquiera que sea el nivel de abstracción» (p. 19), pero eso es
verdad sólo porque las descripciones en cualquier nivel abarcan
oraciones y, por tanto, predicados. No hay indicaciones de cómo
pasa el lector de las oraciones que contienen adjetivos y verbos
a los resúmenes de la trama en que secuencias enteras van repre­
sentadas por adjetivos o verbos. El hecho de que las mismas cate­
gorías se usen en ambos niveles crea una conexión entre ellos sin
elucidar el proceso de síntesis.
¿Qué argumentos pueden aducirse en favor de semejante me-
talenguaje? Todorov sugiere que al poner en conexión la estructu­
ra narrativa con las estructuras lingüísticas sus categorías pueden
ayudar a entender la naturaleza de la narración: on comprendra
mieux le récit si l ’on sait que le person n a ge est un nom, Vaction
un v erb e («se entenderá mejor el relato si se sabe que el personaje
es un nombre y la acción un verbo») (p. 84). Pero la semejanza
entre verbo y acción es de todo punto evidente y no puede cons­
tituir la justificación de un metalenguaje: como tampoco lo pueden
los intentos, faltos de convicción, por parte de Todorov, de sos­
tener que sus categorías han de ser válidas porque están sacadas
de la «gramática universal» (pp. 14-17).
Si su metalenguaje llega a justificarse, lo será por la validez
intuitiva de las distinciones que sus categorías connotan y de las
agrupaciones de trama que establecen. En primer lugar, la división

305
de los verbos en tres clases sugiere que hay dos tipos de trama:
la que entraña modificación de la situación y aquella en que hay
transgresión y castigo (o falta de castigo); pero no acabamos de
ver por qué ha de particularizarse la segunda como un caso espe­
cial. ¿Por qué no admitir como tipos distintos secuencias que en­
trañen una búsqueda o decisión que hay que tomar? En vista de
esa anomalía, John Rutherford ha propuesto que se omitan la
transgresión y el castigo y que la culpabilidad resultante de la
transgresión se considere como un predicado adjetivo (cometer
un crimen es modificar una situación y cambiar los adjetivos que
describen nuestro estado).8 Indudablemente, eso es una mejora,
pero reduce las afirmaciones que hace la teoría. El rasgo constitu­
tivo de una trama es ahora la modificación de una situación —tesis
que no se ha impugnado en serio desde que Aristóteles la enunció
por primera vez— y los atributos o cualidades comprendidos en
la trama son los que quedan modificados por la acción central.
Esta parece una tesis válida, pero modesta: al leer una novela
o relato corto, podemos presentar una serie de adjetivos que se
aplican a los personajes principales, pero hasta que no se produz­
ca algo que señale la modificación efectiva o esperada de uno
de esos atributos, no sabemos cuáles son pertinentes para la
trama.
Una tesis más rotunda y más discutible del sistema de catego­
rías se refiere a los cambios que serían necesarios para que un
relato pase de una estructura de la trama a otra. En uno de los
cuentos de Boccaccio, Peronella oye volver a su marido y hace
esconderse a su amante en un tonel. Dice a su marido que es un
presunto comprador que está examinando el tonel y, mientras
el marido limpia el tonel, ellos siguen con sus retozos. La trans­
cripción por parte de Todorov de esa trama puede traducirse del
modo siguiente: «X comete una fechoría y la consecuencia social­
mente requerida es que Y castigue a X; pero X desea eludir el
castigo y, por lo tanto, actúa para modificar la situación, con el
resultado de que Y cree que ella no ha cometido un delito y, en
consecuencia, no la castiga, a pesar de que ella sigue con su acción
inicial» (p. 63). Según la teoría de Todorov, la estructura de la
trama o se ve afectada por la forma como Peronella actúa para

306
modificar ia situación. El cuento tendría la misma estructura si ellu
no hubiera usado artimaña alguna y hubiese dicho simplemente
a su amante que se marchara y volviese más tarde. Si eso parece
inaceptable, es porque nuestros modelos culturales hacen de «la
artimaña» o «el engaño» un recurso estructural básico de la narra­
ción (los relatos en que intervienen artimañas se consideran dife­
rentes de aquellos en que no intervienen) y nos gustaría ver repre­
sentado ese hecho. Sin embargo, nótese que, según la teoría de
Todorov, la estructura del relato quedaría alterada, si Peronella
hubiera predicho a su amante, al esconderlo, en el tonel, que
podía hacer creer a su marido que se trataba de un cliente. Si el
lector opina que ese cambio altera la estructura de la trama menos
que el cambio que entraña despedir al amante y no emplear arti­
maña alguna, está impugnando implícitamente la teoría contenida
en el metalenguaje de Todorov.
De modo semejante, Todorov se ve obligado a asignar la misma
descripción estructural a un relato en que a X le parece remolón
su amigo Y y se lo echa en cara tan expresivamente, que éste
se corrige, y a otro relato en que X se enamora de la esposa de Y
y la seduce. En el primer caso X actúa para modificar un atributo
y lo consigue; en el segundo caso, «el atributo en cuestión es el
estado de la relación sexual en que se encuentran» (él desea que
ella cambie su atributo de no ser su amante y consigue producir
esa modificación). Una vez más tenemos la curiosa situación de que
el segundo cuento recibe la misma estructura que el primero y se
distingue de un tercero en que X se enamora de la esposa de Y,
predice a un amigo que es capaz de seducirla y la seduce. Esos
resultados se deben a la ubicuidad del verbo del tipo A: cualquier
cosa que modifique una situación recibirá la misma descripción
estructural, de modo que las principales diferencias en la estruc­
tura de la trama que la teoría identifica son las debidas a cambios
de modo. Como observa Claude Bremond, «nos gustaría pensar
que los supuestos contenidos semánticos del verbo A son sólo los
substitutos provisionales de funciones sintácticas que hay que iden­
tificar», y que un estudio posterior nos permitirá diferenciar tra­
mas en que las situaciones resulten modificadas de forma radical­
mente diferente.9

307
El problema básico parece ser el de que Todorov no ha consi­
derado qué hechos debe explicar su teoría y, por tanto, no ha consi­
derado la adecuación de las agrupaciones implícitas que establece.
Concibe su gramática como el resultado del estudio cuidadoso de
un corpus y, por tanto, como una descripción de dicho corpus, pero
no ha intentado mostrar por qué ha de ser preferible esa descrip­
ción a otras. Su desinterés por el proceso de lectura en que se
reconocen y sintetizan las tramas le deja sin objeto que explicar.
Pero por lo menos sus categorías están suficientemente definidas
como para que podamos aplicarlas efectivamente y ver qué conse­
cuencias tienen, cosa que no se puede decir con respecto a muchas
otras teorías.
El enfoque por parte de Kristeva de la descripción de la trama
en Le tex te du rom án comienza de forma semejante, tomando
sus categorías básicas de la lingüística. Según ella, las secuencias
narrativas son análogas a los sintagmas nominales y verbales en
la oración canónica y, por lo tanto, las categorías primarias son el
verbo (adjunto predicativo), el adjetivo (adjunto calificativo), el
«identificador» (un indicador espacial, temporal o modal unido a
un predicado) y el sujeto o «actante». Con esas categorías cons­
truye lo que llama «el modelo aplicativo para la generación de
clases de complejos narrativos en la estructura secuencial de la
novela» {le m o d éle applicatif d e la gén éra tion d es com p lex es nar-
ratifs en classes narratives dans la stru ctu re phrastique du rom án)
(pp. 129-30). El modelo genera descripciones estructurales me­
diante operaciones recursivas de combinación. Ha de haber por
lo menos un verbo, pero, aparte de eso, la gramática combina
términos con completa libertad: puede aparecer cualquier número
de verbos; cualquier número de adjetivos, con o sin identifica-
dores, puede aparecer en cualquier punto de la oración; y los
identificadores, sin restricción de número, pueden ir unidos a
verbos y adjetivos. No hace falta decir que el modelo no constituye
una hipótesis convincente sobre la estructura de la novela.
Kristeva sostiene que su modelo establece una tipología de
ocho estructuras diferentes, pero, de hecho, casi todos los récits
pertenecerán a su primer tipo: una serie de acciones y calificaciones
con algunos identificadores espaciales, temporales y modales. Po­

308
dríamos perfectamente encontrar ejemplos de su tercer tipo (que
contiene sólo un personaje y acciones), de su cuarto tipo (que no
contiene sino una sola acción además de calificaciones e identifica-
dores) o de su sexto tipo (que consta exclusivamente de acciones
realizadas por distintos personajes), si bien serían rarezas y excep­
ciones y no formas importantes de la prosa narrativa. Pero los
otros cuatro tipos parecen imposibles, más que simplemente raros.
En los tipos dos y cinco los adjetivos no llevan identificadores,
aunque, desde luego, hasta la presentación más neutral («el hom­
bre alto ...») proporciona identificaciones modales (él es alto). En
los tipos siete y ocho no hay personajes, simplemente acciones con
o sin identificadores, lo que parece sacarnos totalmente del domi­
nio de la ficción narrativa (p. 132). De hecho, es extraordinaria­
mente difícil sacar hipótesis significativa alguna a partir del mo­
delo de Kristeva. Las categorías no establecen por sí mismas agru­
paciones pertinentes de tramas y no hay un intento de justificarlas
excepto por referencia a un modelo lingüístico. Y, desde luego,
Kristeva ha substituido las constricciones sintácticas y las estruc­
turas de la lengua por combinaciones libres de elementos. Su hipó­
tesis parece haber sido la de que, si todas las secuencias pueden
describirse en un metalenguaje procedente de la lingüística, las des­
cripciones y el metalenguaje han de tener por fuerza interés y valor,
pero su propio ejemplo basta para mostrar que no es así.
Si tanto los intentos de Greimas y de Lévi-Strauss de avanzar
hacia abajo a partir de una homología de cuatro términos como
los intentos de Kristeva de avanzar hacia arriba a partir de los
constituyentes de la oración parecen inadecuados como modelos
de la estructura de la trama, ¿qué tipo de enfoefue debemos apo­
yar? Para que pueda alcanzar aunque sea una adecuación rudi­
mentaria, ha de tener en cuenta el proceso de la lectura, de modo
que, en lugar de dejar las lagunas que encontramos en los enfo­
ques de Greimas y de Todorov, proporcione alguna explicación
de la forma como se construyen las tramas a partir de las acciones
y episodios que encuentra el lector. Es decir, que ha de considerar
qué tipo de hechos está intentando explicar. Por ejemplo, en Eve-
line, de Joyce, un cuento de D ubliners que Seymour Chatman ha

309
intentado analizar desde el punto de vista estructuralista, pode­
rnos dar una jerarquía de resúmenes de trama apropiados:

(1) Eveline va a fugarse y a empezar una nueva vida, pero


en el último minuto se niega.
(2) Después de haber decidido fugarse con Frank y comenzar
una nueva vida, Eveline reflexiona sobre su pasado y presente y se
pregunta si debe ir hasta el final. Decide hacerlo, pero en el
último momento cambia de opinión.
(3) Eveline ha quedado en fugarse a Argentina con Frank y co­
menzar una nueva vida, pero la tarde de su marcha se sienta ante
la ventana y se pone a mirar la calle donde siempre ha vivido,
mientras pasa revista a la recuerdos felices de su infancia, su sen­
sación de apego y su deber para con su familia frente a la bru­
talidad presente de su padre, su atracción hacia Frank y la nueva
vida que éste le dará. Llega a la conclusión de que debe escapar
y de que se fugará, pero cuando está a punto de subir a bordo
del barco con él, siente una reacción violenta, casi física, y se
niega a marchar.

Evidentemente, podríamos no estar de acuerdo con algunos


detalles de estos resúmenes, pero en general serían aceptables
como descripciones de la trama. Para llegar a estos resúmenes ex­
cluimos gran cantidad de cosas, y casi todo el mundo estaría de
acuerdo en lo que hay que excluir. Por ejemplo, en el segundo
párrafo se nos dice: «El hombre del último portal pasó camino
de casa.» Se trata de una acción, pero quedaría excluida de cual­
quier descripción de la trama. Y la razón es simplemente que no
tiene consecuencias. Cuando leemos el cuento por primera vez,
no sabemos qué papel asignar a esa frase, pero, cuando en las si­
guientes oraciones no se vuelve a hacer mención del hombre, saca­
mos la conclusión de que no es por sí mismo un elemento de la
trama, sino sólo una ilustración de la observación casual de Eveline
que pasará a formar parte de la trama bajo el epígrafe de «refle­
xiones», por ejemplo.
En su In trod u ction a i’analyse stru ctu rale d es récits, Barthes
distingue entre «núcleos» que se enlazan mutuamente para formar

310
la trama y «catalizadores» y «satélites» que van unidos a los nú­
cleos, pero no establecen oraciones por sí mismos. Esta distinción
servirá como representación de parte del proceso de lectura, si la
modificamos de dos modos. En primer lugar, los núcleos y los
satélites no son necesariamente frases separadas en el texto.
El núcleo puede ser perfectamente una abstracción manifestada
por una serie de frases que pueden considerarse sus satélites.
Seymour Chatman considera la frase «En un tiempo había ahí
un campo en que» como el segundo núcleo de E veline, pero esa
frase no pertenece a la secuencia de la acción; es simplemente una
manifestación del núcleo «reflexiones».10 En segundo lugar, núcleo
y satélite son términos puramente relaciónales: lo que en un
nivel de la estructura de la trama es un núcleo pasará a ser un
satélite en otro, y una secuencia de núcleos puede, a su vez,
ser abarcada por una unidad temática. Cuando Eveline recuerda
lo que Frank y ella hacían cuando eran novios, esas acciones, aun­
que pueden organizarse como núcleos y satélites, son mani­
festaciones de una unidad mayor que podemos llamar algo así
como «noviazgo feliz» y que, en otro nivel, se convierte en
parte de la unidad temática: «características positivas de la vida
con Frank».
¿Qué es lo que determina ese proceso de identificación de
núcleos y satélites? En S/Z Bartthes recurre a los modelos cultu­
rales en busca de una respuesta:
Quien lea el texto recoge retazos de información bajo los
nombres genéricos de acciones (Paseo, Asesinato, Cita), y
ese nombre es el que crea la secuencia. La secuencia llega
a existir sólo en el momento en que podemos nombrarla y
porque podemos nombrarla; se desarrolla de acuerdo con el
ritmo de ese proceso de nombrar, que busca y confirma
(p. 26).
En el nivel más bajo podemos decir que, cuando el narrador
de Balzac lleva a Sarrasine a una «orgía», avisa al lector que
la secuencia siguiente debe leerse en función de un modelo de la
orgía, cuyos momentos o elementos serán ilustrados metoními-
camente por una serie de acciones: una muchacha derrama vino,

311
un hombre se queda dormido, se pronuncian chistes, blasfemias,
maldiciones; y las operaciones sintácticas que producen la serie son
abarcadas por un proceso paradigmático que confiere significado
a los constituyentes en el nivel del modelo cultural (S/Z, p. 163).
Propp parece haber reconocido la importancia de esos este­
reotipos culturales al dar a muchas de sus funciones nombres que
figuraban ya en la experiencia de los lectores (Lucha con el mal­
vado, Rescate del protagonista, Castigo del malvado, Misión difí­
cil, etc.). Aunque Bremond afirma que «la misión, el contrato, el
error, la trampa, etc., son categorías universales» usadas para iden­
tificar las tramas en la narración narrativa, podríamos decir tam­
bién que las propias novelas han contribuido substancialmente a
nuestra apreciación de los acontecimientos importantes en la vida
de las personas, los acontecimientos suficientemetne potentes para
constituir un relato. Y, así, la primera oración de E veline, «Estaba
sentada a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Tenía
la cabeza apoyada en los visillos, y el olor a cretona polvorienta
impregnaba su nariz», nos obliga a esperar algo que nos dé una
clave con respecto al nombre apropiado. ¿Está «esperando» algo
en particular? ¿Está «negándose» a hacer algo? ¿Está «pensando»
o «tomando una decisión»? Nuestros modelos culturales están es­
perando, pero todavía no sabemos a qué aspectos recurrir.
«¿Qué sabemos de las secuencias proairéticas?» pregunta Bar­
thes al final de S/Z:

que nacen de cierto poder de la lectura, que intentan nom­


brar con un término suficientemente trascendental una se­
cuencia de acciones, que, a su vez, proceden de un patrimo­
nio de la experiencia humana; que la tipología de esas uni­
dades proairéticas parece incierta, o, por lo menos, que no
podemos conferirle otra lógica que la de lo probable, la del
mundo organizado, la de lo ya-hecho o ya -escrito; pues el
número y el orden de los términos son variables, ya que
unos derivan de un depósito práctico de comportamiento
trivial y ordinario (llamar a una puerta, concertar una reu­
nión), y otros proceden de un corpus escrito de modelos no­
velísticos (p 209).

312
Pero no tenemos por qué renunciar tan pronto ni dejar el
modelo en ese estado atomístico, pues al escoger los nombres
que aplicar, el lector se guía por fines estructurales que le con­
fieren un sentido de aquello hacia lo que avanza. En el caso de
E veline, por ejemplo, después de identificar el primer núcleo, «re­
flexiones», esperamos un núcleo estructuralmente más importante,
pues sabemos que las propias reflexiones no fundamentarán un
relato, sino que habrán de ponerse en relación con un problema,
decisión o acción central sobre los que el personaje esté reflexio­
nando. Y cuando tropezamos con la oración «Había aceptado mar­
charse, abandonar su hogar. ¿Era juicioso hacerlo?», podemos
dejar que esa pregunta haga de recurso estructurador más impor­
tante. Las reflexiones y reminiscencias que preceden y siguen van
organizadas de acuerdo con su relación con la pregunta, y nues­
tra apreciación de lo que podría hacer de estructura completa
nos hace esperar tanto una respuesta a la pregunta como un acto
que ejecute la decisión. Una vez hemos identificado la estructura
del récit, sabemos qué tratamiento dar a cualesquiera núcleos y
satélites, que postulemos después. Ilustran lo que Greimas llama­
ría el paso de contenido invertido a contenido resuelto, de un
contrato a otro: la conformidad de Eveline para fugarse con
Frank, que anula su contrato con su madre, es afirmada por
una decisión, pero invalidada por la acción final que restablece
el primer contrato.
Naturalmente, los fines hacia los que avanzamos al sintetizar
una trama son nociones de estructuras temáticas. Si decimos que
la jerarquía de núcleos está regida por el deseo del lector de alcan­
zar un nivel de organización en que se capte la trama en con­
junto de forma satisfactoria y si consideramos que esa forma es
lo que Greimas y Lévi-Strauss llaman homología de cuatro tér­
minos, Todorov la modificación de una situación y Kristeva la
transformación, disponemos por lo menos de un principio general
cuyos efectos pueden investigarse en los niveles inferiores. El
lector ha de organizar la trama como el paso de un estado a
otro y ese paso o movimiento ha de ser tal que sirva de represen­
tación de un tema. Hay que convertir el final en una transforma­
ción del comienzo, de modo que el significado pueda sacarse a

313
partir de la percepción de la semejanza y de la diferencia. Y eso
impone constricciones a nuestra forma de nombrar el comienzo y
el final. Podemos intentar establecer una serie causal coherente,
en que episodios distintos se interpreten como etapas hacia un fin,
o un movimiento dialéctico en que los episodios estén relacionados
como contrarios cuya oposición contiene el problema que hay que
resolver. Y esas mismas constricciones se aplican en niveles inferio­
res de la estructura. Al componer un estado inicial y otro final,
el lector recurrirá a una serie de acciones que puede organizar
como una secuencia causal, de modo que lo que se nombra como
el estado que la estructura temática más amplia requiere es, a su
vez, un desarrollo lógico, o puede interpretar una serie de episo­
dios como ilustraciones de una condición común que hace de es­
tado inicial o final en la estructura total.
Al intentar especificar las formas temáticas que rigen la orga­
nización de las tramas en sus niveles más abstractos, podríamos
recurrir a una teoría de las tramas arquetípicas o canónicas, como
la de Northrop Frye. Sus cuatro m yth oi —de Primavera, Verano,
Otoño e Invierno— son a un tiempo tramas estereotipadas y
estructuras temáticas o visiones del mundo. Al m yth os de la pri­
mavera corresponde la trama cómica del amor triunfante: una
sociedad restrictiva pone obstáculos, pero los superamos y pasa­
mos a un estado de sociedad nuevo e integrado. Las tramas trá­
gicas del otoño entrañan una alteración negativa del contrato: los
obstáculos triunfan, los contrarios (ya sean humanos, naturales
o divinos) se cobran la revancha y, si hay reconciliación o reinte­
gración, es en forma de sacrificio o en otro mundo. El m yth os del
verano tiene como trama preferida la narración fantástica de la
búsqueda, con su viaje peligroso, la lucha crucial y la exaltación
del héroe protagonista; y el m yth os del invierno invierte al modo
irónico la trama de esta última: las búsquedas fracasan, la socie­
dad no resulta transformada y el protagonista ha de enterarse de
que no hay escape del mundo excepto mediante la locura o la
muerte (A nathomy o f C riticism , pp. 158-239). Las formas de este
tipo sirven de modelos que ayudan a los lectores a identificar
y organizar las trampas: la apreciación de lo que constituirá una

314
tragedia o una comedía nos permite nombrar núcleos para vol­
verlos temáticamente pertinentes.
Si los estructuralistas emprendieran investigaciones de esos
problemas, encontrarían un ilustre predecesor en el formalista ruso
Victor Sklovsky, que es uno de los pocos que han comprendido
que el estudio de La con stru ctio n d e la n o u v elle e t du román
debe ser un intento de explicar las intuiciones estructurales de
los lectores estudiando sus expectativas formales. ¿Qué es lo que
necesitamos, se pregunta, para sentir que un relato está completo?
En algunos casos tenemos la sensación de que un relato no ha
acabado realmente. ¿A qué se debe esa impresión? ¿Qué tipo de
estructura satisface nuestras expectativas formales? (pp. 170-1).
Sklovsky investiga algunos de los tipos de paralelismo que pare­
cen producir tramas satisfactorias estructuralmente: el paso de una
relación entre los personajes a la relación opuesta, de un problema
a su solución, de una acusación o descripción falsa de la situación
a una rectificación. Pero sus conclusiones más interesantes se re­
fieren a la novela por episodios y sus posibles finales. General­
mente, lo que se requiere es un epílogo que, al diferenciarse de
la serie, la cierra y nos muestra cómo leerla. Una descripción de
la situación del protagonista diez años después nos revelará si
la serie debe interpretarse como etapas de su decadencia, de su
pérdida de la ilusión, de su aceptación de su mediocridad, etc.
Pero también existe lo que Sklovsky llama el «final ilusorio», caso
extremo que ilustra perfectamente el poder de las expectativas
formales del lector y el ingenio que se usará para producir una
sensación de terminación. «Generalmente se trata de descripciones
de la naturaleza o del tiempo que proporcionan material para esos
finales ilusorios... Este nuevo motivo se inscribe como paralelo al
relato precedente, gracias a lo cual el cuento parece acabado»
(pp. 176-7).
Una descripción del tiempo puede proporcionar una conclu­
sión satisfactoria porque el lector le da una interpretación de metá­
fora o de sinécdoque y después lee esa declaración temática sobre
el fondo de las acciones mismas. Como ejemplo, Sklovsky cita un
breve pasaje de Le Diable boiteux en que un transeúnte, que se
detiene para ayudar a un hombre mortalmente herido en una p^lea,

315
queda detenido a su vez. «Ruego al lector que invente incluso
una descripción de la noche en SeviUa o del cielo indiferente y
que la añada a ese pasaje» (p. 177). E, indudablemente, tiene
razón; semejante descripción daría al relato una estructura satis­
factoria porque el cielo indiferente presenta una imagen temática
que puede interpretarse en el sentido de que identifica y con­
firma el papel del acontecimiento precedente en la trama. Al con­
firmar la ironía del relato, aísla, como estructura dominante de la
trama, el movimiento irónico de la acción.
Sklovsky parece haber comprendido que el análisis de la es­
tructura de la trama debe ser un estudio del proceso estructurador
por el cual toman forma las tramas, y sabía que uno de los mejo­
res modos de descubrir qué normas intervienen era alterar el
texto y considerar cómo cambia su efecto. Barthes ha obser­
vado que el analista de la narrativa ha de ser capaz de imaginar
«contratextos», posibles deslices del texto, cualquier cosa que fuera
escandalosa en la narración (L’analyse stru ctu rale du récií, p. 23).
Eso le ayudaría a identificar las normas funcionales. Así, pues, la
misión del analista no es la de desarrollar una taxonomía de tra­
mas o metalenguajes nuevos para su transcripción, pues existe un
número infinito de semejantes taxonomías y metalenguajes. Como
dice Barthes, debe de explicar «el metalenguaje dentro del propio
lector», el lenguaje de la trama que está dentro de nosotros (In tro-
du ction a l’analyse stru ctu rale d es récits, p. 14).

Tema y símbolo

Los estructuralistas no los han presentado como objetos de


investigación distintos. La razón puede ser pura y simplemente que
el tema no es resultado de un conjunto específico de elementos,
sino el nombre que damos a las formas de unidad que podemos
discernir en el texto o a los modos de conseguir que los códigos se
junten y tengan coherencia. Las estructuras últimas del código pro-
airético, como revela claramente el modelo de Greimas y Lévi-
Strauss, son temáticas, y podríamos decir que la trama no es sino
la proyección temporal de las estructuras temáticas. Los hom­

316
bres nacen, viven y mueren in m ed iis rebu s; «para dar sentido n
su duración necesitan concordancias ficticias con principios y fi­
nes» (Kermode, T he S en se o f an Ending, p. 7). Para elaborar algo
lo convertimos en una historia de modo que sus partes puedan
disponerse en una sucesión ordenada. Esa estructura temporal pone
en juego una especie de inteligibilidad que es esencial para el
funcionamiento de la novela: por tema no entendemos generalmen­
te una ley general que la novela proponga o el tipo de conoci­
miento que nos permitiría predecir qué ocurrirá en situaciones
como las presentadas. Como subraya W . B. Gallie en otro contex­
to, captar el tema de una novela es haber seguido la historia. Seguir
una historia no es igual que seguir un argumento: el hecho de que
se siga con éxito no entraña la capacidad para predecir la con­
clusión deductiva, sino sólo una apreciación del «nexo principal
de continuidad lógica» que vuelve inteligibles sus elementos.11
Pero para producir unidad, resolución, continuidad, hay que
extrapolar a partir de elementos del texto, asignándoles una fun­
ción general. ¿Qué significa para Louisa en Hard T im es («Tiempos
difíciles») que la descubren mirando por el agujero de un árbol?
Eso depende de lo que consideremos representa ese hecho y de
cómo caractericemos el eth o s de los Gradgrinds: claramente, se
está apartando de la ley de su padre, pero ¿es culpable simple­
mente de curiosidad o de curiosidad con respecto a objetos particu­
lares? ¿Qué significa el hecho de que Fanny Assingham rompa
el tazón de oro, uno de los pocos acontecimientos de T he G olden
B ow l («El tazón de oro»)? Una vez más, tenemos que generalizar
la función del tazón para poder aplicar al mismo acontecimiento
algunos de los nombres que Maggie, Fanny y el Príncipe se abs­
tienen de emplear. El problema de la extrapolación temática está
relacionado muy estrechamente con el de la lectura simbólica: ¿me­
diante qué lógica podemos generalizar a partir de un objeto o
acontecimiento y hacer que signifique?
Las convenciones de la lectura de novelas proporcionan dos
operaciones básicas que podríamos llamar recu p era ción em pírica
y recu p era ción sim bólica. La primera está basada en la extrapola­
ción causal: si se describe el elegante vestido de un personaje,
podemos recurrir a modelos estereotipados de la personalidad y

317
decir que, si va vestido así, es porq u e es un petimetre o un dandy
y establecer una relación de signos entre la descripción y este
último significado. Aunque esa clase de extrapolación da mejor re­
sultado en las novelas que en otros modos de experiencia, porque
nos acercamos al texto con la hipótesis de que cualquier cosa ob­
servada sea probablemente notable y significativa, los significados
derivados de las conexiones causales son convencionales de forma
menos evidente y más difíciles de estudiar que ios producidos por
recuperación simbólica. Ese proceso se produce en los casos en que
las conexiones causales están ausentes o en que aquellas a las que
podríamos recurrir parecen insuficientes para explicar la insisten­
cia con que se habla en el texto de un objeto u acontecimiento,
o incluso en los casos en que no sabemos qué hacer con un detalle.
Probablemente no estaríamos dispuestos a dar por sentada una
conexión causal entre una complexión perfecta o defectuosa y un
carácter moral perfecto o defectuoso, pero el código simbólico
admite esa clase de asociaciones y nos permite considerar lo pri­
mero como señal de lo segundo. O bien, no hay conexión causal
entre los bigotes y la maldad, pero el código simbólico nos permite
establecer una relación de signos.
Esa clase de extrapolaciones son extraordinariamente curiosas,
especialmente porque la lectura simbólica no es una asociación li­
bre, sino un proceso regido por reglas cuyos límites son extraordi­
nariamente difíciles de establecer. La torpeza a la hora de abordar
los símbolos es una de las señales más claras de un trabajo esco­
lar deficiente, pero pocos autores han llegado muy lejos a la
hora de explicar qué debe aprender el lector para adquirir gracia.
Los estructuralistas no han conseguido explicar la distinción entre
lecturas simbólicas aceptables y no aceptables, pero la obra de
Barthes sobre el código simbólico sí que ofrece algunas sugeren­
cias sobre los mecanismos básicos de ese tipo de recuperación.
El recurso formal en que se basa el código simbólico es la antí­
tesis. Si el texto presenta dos elementos —personajes, situaciones,
objetos, acciones— de un modo que sugiera oposición, en ese
caso se abre al lector «todo un espacio de substitución y variación»
(Barthes, S/Z, p. 24). La presentación de dos heroínas, una more­
na y otra rubia, pone en acción un experimento de extrapolación

318
en que el lector pone en correlación esa oposición con oposiciones
temáticas que podría manifestar: malo/bueno, prohibido/permi-
tido, activo/pasivo, latino/nórdico, sexualidad/pureza. El lector
puede pasar de una oposición a otra, ensayándolas, inviniéndolas
incluso, y determinando cuáles son pertinentes para estructuras
temáticas más amplias que abarquen otras antítesis presentadas en
el texto. Así, la primera manifestación del código simbólico en
Sarrasine encuentra al narrador sentado en una ventana con una
fiesta elegante en una de sus manos y un jardín en la otra. La opo­
sición, como ocurre con tanta frecuencia en Balzac, se desarrolla
explícitamente de distintas formas, a medida que el narrador in­
dica posibles lecturas simbólicas: danza de la muerte/danza de
la vida, naturaleza/hombre, frío/caliente, silencio/ruido. El pro­
pio narrador se convierte en el punto focal de la antítesis, y su
posición en la ventana se interpreta como fundamentalmente am­
bigua, peligrosamente distanciada: «Verdaderamente, mi pierna
estaba helada por una de esas corrientes de aire que te congelan
la mitai" del cuerpo, mientras la otra mitad siente el calor húme­
do del salón» {ibid., p. 33).
Las oposiciones sugeridas en ese pasaje se conservan y se utili­
zan en el siguiente caso importante del código simbólico, el con­
traste entre un hombre viejo y arrugado y una mujer joven y bella:
«relacionados con la antítesis de interior y exterior, de caliente y
frío, de vida y muerte, el viejo y la joven están separados por la
más inflexible de las barreras: la del significado» {ibid., p. 71).
Sentados uno junto a otro, presentan una condensación simbólica
(«verdaderamente se trataba de la vida y la muerte»), pero cuando
la joven se aproxima y toca al viejo se produce «el paroxismo de
la transgresión». Su fascinación y repulsión, su reacción excesiva
cuando lo toca, indican una «barrera de significado», subrayan la
importancia de la oposición exclusiva, y exigen al lector emprender
una lectura simbólica que aproveche la oposición y le conceda un
lugar en una estructura simbólica más amplia.
Desde luego, interpretar una oposición es producir lo que Grei­
mas llama la estructura elemental del significado: una homología
de cuatro términos. Pero el proceso no tiene por qué detenerse
ahí, ya que el segundo par de térmios puede servir de punto de

319
partida para una extrapolación posterior. Es sorprendente lo poco
del contenido original que hace falta preservar en esas transfor­
maciones semánticas. Lévi-Strauss ha sostenido a partir de su
vasto corpus de mitos que, a pesar de que el sol y la luna no se
pueden usar para significar cualquier cosa, mientras se los coloque
en oposición, no hay límites para otros contrastes que pueden
expresar (aunque, naturalmente, la gama de significados posibles
en un texto determinado estará limitada estrictamente) (Le sex e
d es astres, p. 1168). En las novelas, la mayoría de las operaciones
simbólicas siguen los modelos de la metonimia o de la sinécdoque
—la extrapolación por contigüidad o por asociación en h forma
de recuperación simbólica que está relacionada de forma más estre­
cha con la recuperación empírica—, pero también encontramos
ejemplos de la transferencia simbólica que Lévi-Strauss ha estu­
diado, en que a dos términos puestos en relación por alguna cuali­
dad que comparten se les hace oponerse después y significar la
presencia y ausencia de dicha cualidad. Asar y cocer son dos
formas de cocinar y, por tanto, culturales, pero la oposición entre
ellas (exposición directa al fuego frente a exposición mediada por
un objeto cultural, la olla) puede usarse para manifestar, dentro
del propio sistema cultural, el contraste entre cultura y naturaleza.12
La mujer joven y el hombre viejo de Sarrasine son seres humanos
vivos, pero ese rasgo semántico que los pone en relación, por
estar quizá «en el ambiente», puede convertirse en un aspecto del
contraste, cuando se los opone: vida y muerte. Dos hombres, si se
los opone, pueden contener el contraste entre masculino y femeni­
no o entre lo humano y lo animal. Esas operaciones semánticas
son extraordinariamente curiosas e indudablemente compensarían
un estudio más profundo.
El estudio de los códigos por parte de Lévi-Strauss sugiere que
la interpretación simbólica consiste en pasar de las antítesis del
texto a las oposiciones más básicas de otros códigos sociales, psi­
cológicos o cósmicos. En ese caso, la pregunta crucial pasaría a ser:
¿qué se quiere decir con eso de «más básicos»? ¿Hacia dónde
avanza la interpretación simbólica? ¿Cuáles son las constricciones
al tipo de significado que estamos dispuestos a atribuir a los
símbolos? Barthes habla del significado como de

320
una fuerza que intenta subyugar a otras fuerzas, a otros signi­
ficados, a otros lenguajes. La fuerza del significado depende
de su grado de sistematización: el significado más potente es
aquel cuyo sistema incluye el mayor número de elementos,
hasta el punto de que parece abarcar todo lo notable del uni­
verso semántico (S/Z, p. 160).

Los significados más débiles tienen que dar paso a significados


más potentes, más abstractos, que abarquen una parte mayor de
la experiencia captada en el texto. Barthes sugiere que la fuente
de esa potencia —aquello hacia lo que avanza la interpretación
simbólica— es el cuerpo humano: «el campo simbólico está ocu­
pado por un solo objeto, del que deriva su unidad (y del que
nosotros obtenemos la capacidad de nombrar...). Dicho objeto es
el cuerpo humano» (S/Z, p. 220). El cuerpo es la localización del
deseo, y convertirlo en el ocupante principal del campo simbólico
sería dar preferencia a ciertas interpelaciones psicoanalíticas. Pero,
de hecho, en S/Z, como en Le Plaisir du tex te, Barthes usa el
cuerpo y la sexualidad como metáfora para una diversidad de
fuerzas simbólicas. El texto es erótico en el sentido de que com­
promete y tienta. Su atractivo último es el de un objeto que atrae
mi deseo y escapa a él. Y convertir el cuerpo en el centro del
campo simbólico no es sino decir que es una imagen de la
fuerza que en última instancia subyuga otros significados. Incluso
en Sarrasine, donde la castración es un tema explícito, Barthes no
permite que el cuerpo como tal domine la estructura temática, sino
que lo convierte en una serie de códigos en que va representado el
peligro de destruir las distinciones de que depende el funcionamien­
to de distintas economías (lingüística, sexual, monetaria) (S/Z,
pp. 221-2).
Pero, si bien no podemos decir que la interpretación simbólica
se encamine siempre hacia el cuerpo, no por ello deja de haber
constricciones intuitivas al tipo de significado que deseamos atri­
buir a los símbolos. Si alguien interpretara el contraste entre
baile y jardín en las primeras líneas de Sarrasine como una oposi­
ción entre caliente y frío, sería insatisfactorio: desde luego, no
porque la correlación no sea válida, sino porque semejante inter-

321
1 1 . — LA POÉTICA
prefación no es suficientemente rica como para contar como una
configuración propiamente dicha del cham p sym boliq u e. Nos gusta­
ría decir: «¿Por qué ca lien te y frío ? » , y pasar de eso a algo como
la pasión humana y su ausencia, la vida y la muerte, el hombre y la
naturaleza, para satisfacer las exigencias de la fuerza simbólica.
Un crítico temerario que deseara enunciar dichas exigencias po­
dría adaptar las conclusiones a que llega Todorov en su Introduc-
tion a la littératu re fantastique, en que, al agrupar los temas que ha
observado, distingue los «temas del yo » , que se refieren a «la rela­
ción entre el hombre y el mundo, el sistema de percepción y de
conocimiento», y los «temas del tú», que se refieren «a la relación
del hombre con su deseo y, por tanto, con su inconsciente»
(p. 146). La importancia de esas categorías radica en las hipóte­
sis que han de subyacer en ellas: las de que en su nivel literario
más básico los temas sólo pueden exponerse en estos términos,
como nociones de la relación del individuo con el mundo y consigo
mismo. Y la hipótesis correspondiente sería la de que nuestra apre­
ciación sobre cuándo detener la generalización a partir de los sím­
bolos va determinada por nuestro conocimiento de las estruc­
turas y de los elementos que entran dentro de ese paradigma gene­
ral y que, en consecuencia, son dignos de desempeñar el papel de
sym b olisés en relación con los símbolos. Eso podría explicar por
qué habla Greimas de interpretación simbólica como un proceso de
construcción de «sememas axiológicos... como eu foria d e las altu­
ras y 'disforia’ d e las profu n didades», pues la relación temática más
general entre la conciencia y sus objetos es de atracción y rechazo
y las experiencias evaluadoras primarias, que entran también dentro
del dominio del cuerpo, son las de la felicidad y la infelicidad. Bar­
bara Smith ha mostrado que «las alusiones a cualquiera de las fases
‘naturales’ de reposo de nuestras vidas y experiencias —el sueño,
la muerte, el invierno, etc.— tienden a dar fuerza de conclusión,
cuando aparecen como rasgos terminales en un poema» (P oetic
C losure, p. 102). Parece probable que un conjunto análogo de
experiencias humanas primarias hagan de fases de reposo en el
proceso de interpretación simbólica o temática.
Barthes lo expresa del modo contrario: una vez que se detie­
ne el proceso de extrapolar y de nombrar, se crea un nivel de

322
comentario definitivo, la obra queda cerrada o acabada, y el lenr
guaje en que las transformaciones semánticas terminan se vuelve
«natural»: la verdad o el secreto de la obra {S/Z, p. 100). Hemos
descubierto, como la poco feliz jerga crítica, de qué «trata real­
mente» la obra. Desde luego, a veces la propia obra nos dice
dónde detenernos, se cierra al ofrecer un comentario definitivo
sobre su tema, pero ni siquiera en sos casos tenemos por qué
detenernos en ese lugar: podemos seguir para llegar a otros
que proporcionen nuestras convenciones de la lectura. Puede
ser que nos detengamos cuando sintamos haber alcanzado la ver­
dad o el lugar de máxima fuerza y no, como sugiere Barthes, que
cualquier lugar en que nos detengamos se convierta en el de la
verdad; si bien las alternativas no seexcluyen mutuamente, como
es natural.
Muchas obras impugnan ese proceso de naturalización, nos im­
piden pensar que la práctica de las lecturas simbólicas es eminente­
mente natural. Aunque dichas obras son de dos tipos muy diferen­
tes, ambos pueden calificarse de alegóricos más que de simbólicos.
La alegoría suele concebirse como una forma que exige comentario
y en parte proporciona el suyo propio, pero, como reconoció
Coleridge en su famosa definición, también subraya la artificialidad
del comentario, la diferencia entre significado aparente y significa­
do último 13:

Así, que podemos definir la escritura alegórica sin miedo a


equivocarnos como el empleo de un conjunto de agentes e
imágenes con acciones y acompañamientos correspondientes,
para expresar, de forma velada, bien cualidades o concepcio­
nes morales de la mente que no sean en sí mismas objetos de
los sentidos, bien otras imágenes, agentes, acciones, fortunas
y circunstancias, con lo que en todos los casos la diferencia
se presenta al ojo o a la imaginación, mientras el parecido se
sugiere a la mente.

En el texto simbólico, se hace parecer natural el proceso de


interpretación. Como dijo Goethe al distinguir lo simbólico de lo
alegórico, se hace que lo general sea inherente a lo particular, con

323
lo que apreciamos su fuerza e importancia sin abandonar el plano
de los pormenores y, así, experimentamos a través de la literatura,
como no se cansan de decirnos los apologistas del símbolo, una
unidad o armonía orgánica raras veces encontrada en el mundo:
una fusión de lo concreto y de lo abstracto, de la apariencia y de
la realidad, de la forma y del significado. El símbolo debe conte­
ner todo el significado que producimos en nuestras transformacio­
nes semánticas. Es un signo natural en que sign ifian t y sign ifié
van fundidos indisolublemente, no un signo arbitrario o conven­
cional en que vayan unidos por la autoridad o el hábito humanos.
Por otro lado, la alegoría subraya la diferencia entre niveles, os­
tenta el abismo que debemos salvar para producir significado, con
lo que despliega la actividad de la interpretación con toda su con-
vencionalidad. O bien presenta un relato empírico que por sí solo
no parece un objeto digno de atención y da a entender que, para
producir tipos de significación que la tradición nos incita a desear,
debemos traducir el resultado a otro modo, o bien presenta un as­
pecto enigmático, al tiempo que pone obstáculo incluso a ese tipo
de traducción y nos obliga a leerla como una alegoría del proceso
interpretativo. Ese primer tipo abarca desde la parábola, su ver­
sión más simple, hasta las alegorías largas y complejas de Dante,
Spencer, Blake, pero en cada caso el nivel apropiado de interpre­
tación se identifica y justifica mediante una autoridad externa:
nuestro conocimiento de los temas cristianos o la visión de Blake
nos permite identificar significados alegóricos satisfactorios. El se­
gundo tipo se produce cuando las autoridades externas son débiles
o cuando no sabemos cuál debe aplicarse. Si la obra tiene senti­
do será como una alegoría, pero no podemos descubrir un nivel
en que pueda basarse la interpretación, con lo que nos quedamos
con una obra que, como F innegans Wake, L ocus Solus e incluso
Salambó de Flaubert, ostenta la diferencia entre significante y
significado y parece adoptar como tema implícito las dificultades
o la agudeza de la interpretación.14 Podríamos decir que la alegoría
es el modo que reconoce la imposibilidad de fusionar lo empírico
y lo eterno, con lo que aclara la relación simbólica al subrayar la
separación entre los dos niveles, la imposibilidad de vincular­
los excepto momentáneamente y sobre un fondo de disociación y

324
la importancia de proteger cada nivel y el nexo potencial entre
ambos confiriéndole carácter arbitrario. Sólo la alegoría puede
hacer la conexión de modo consciente y exento de confusiones.

El personaje

El personaje es, de los aspectos importantes de la novela, aquel


al que el estructuralismo ha prestado menor atención y ha estudia­
do con menos éxito. Aunque para muchos lectores el personaje
constituye la fuerza totalizadora más importante de la ficción —to­
dos los elementos de la novela existen para ilustrar el personaje
y su desarrollo— , un enfoque estructuralista ha tendido a expli­
carlo como un prejuicio ideológico y no a estudiarlo como un
hecho de la lectura.
Las razones no son difíciles de encontrar. Por un lado, el
eth o s general del estructuralismo se opone a las nociones de in­
dividualidad y de rica coherencia psicológica que con frecuencia se
aplican a la novela. La insistencia en los sistemas interpersonal y
convencional que pasan a través del individuo, que lo convierten
en un espacio en que las fuerzas y los acontecimientos se encuen­
tran y no en una esencia individuada, conduce a un rechazo de una
concepción frecuente del personaje en la novela: la de que la
mayoría de los personajes logrados y «vivos» son totalidades autó­
nomas ricamente perfiladas, que se distinguen claramente de los
demás por características físicas y psicológicas. Los estructuralis­
tas dirían que la idea de personaje es un mito.
Por otro lado, ese argumento se funde con frecuencia con una
distinción histórica. Si, como dice Foucault, el hombre no es otra
cosa que un pliegue en nuestro conocimiento que desaparecerá en
su forma presente tan pronto como cambie la configuración del
saber, apenas debe sorprender que un movimiento que afirma
haber participado en ese cambio considere la noción del personaje
rico y autónomo como la estrategia recuperadora de otra época.
A los personajes de las obras de Virginia Woolf, Faulkner, Natha-
lie Serraute y Robbe-Grillet no se les puede tratar de acuerdo con

325
los modelos del siglo x ix ; son nudos en la estructura verbal de la
obra, cuya identidad es relativamente precaria.
Cada uno de esos argumentos indica un detalle válido, pero
quizá sea importante mantenerlos separados para que no se desdi­
buje esa validez. Ha habido un cambio en las novelas, que tanto la
teoría como la práctica de la lectura han de afrontar. Las expecta­
tivas y procedimientos de asimilación apropiados para las novelas
del siglo xix con sus esencias psicológicas individuales fracasan
ante los protagonistas anónimos de la narrativa moderna o los
protagonistas picarescos de novelas anteriores. Pero, tal como
muestra la polémica contra la novela «balzaciana», sostenida con
tanto brío por Sarraute y Robbe-Grillet, el efecto de esos textos
modernos con sus protagonistas relativamente anónimos depende
de las expectativas tradicionales relativas al personaje que la novela
expone y socava. Lo que podríamos llamar los «protagonistas pro­
nominales» de Les fru its d ’o r de Sarraute o de N om bres de Sollers
no funcionan como retratos, sino como etiquetas que, en su nega­
tiva a convertirse en personajes plenos, entrañan una crítica de las
concepciones de la personalidad. En M artereau de Sarraute, por
ejemplo, el protagonista epónimo comienza como una presencia
sólida, pero a medida que la novela avanza «el firme perfil de su
carácter empieza a desdibujarse hasta que acaba flotando también
en el mismo mar de anonimato que los otros... La disolución de
Martereau es la esencia de la novela: el arabesco de la individuali­
dad es desechado ante los propios ojos del lector para dar paso,
en los términos de Nathalie Sarraute, a un estudio profundamente
realista de la vida impersonal» (Heath, T he N ouveau Román,
p. 52).
Una vez equipados con esa distinción histórica entre formas
de tratar al personaje, podemos leer muchas novelas anteriores
de modo diferente. Aunque es posible considerar L’E ducation sen-
tim en tale como un estudio del personaje, colocar a Frédéric Mo-
reau en el centro e inferir del resto de la novela un rico retrato
psicológico, ahora estamos por lo menos en condiciones de pregun­
tarnos si es ése el mejor modo de proceder. Cuando enfocamos la
novela de ese modo, encontramos una ausencia o vacío en el
centro, cosa de la que se quejaba Henry James. La novela no

3.26
se limita a retratar una personalida trivial, sino que muestra una
pronunciada falta de interés por las que podríamos esperar que
fueran las preguntas más importantes: ¿cuál es la cualidad y valor
precisos del amor de Frédéric por la señora Arnoux? ¿Por Rosa-
nette? ¿Por la señora Dambreuse? ¿Qué es lo que aprende y qué
lo que se le escapa en su educación sentimental? Como lectores
y críticos, podemos dar respuestas a esas preguntas, y eso es indu­
dablemente lo que los modelos tradicionales del personaje nos pres­
criben hacer. Pero, si lo hacemos, nos comprometemos a naturali­
zar el texto e ignorar o reducir el carácter extraño de sus lagunas
y silencio.15
Si la distinción histórica del estructuralismo es válida, su críti­
ca general de la noción de personaje tiene también la virtud de
hacernos reflexionar de nuevo sobre la noción de personajes ricos
y «que parecen vivos» que ha desempeñado un papel tan impor­
tante en la crítica. Al sostener que los personajes mejor descri­
tos y mejor individuados no son, de hecho, los más realistas, el
estructuralista impugna esa defensa de la novela tradicional que
se basa en las nociones de veracidad y de reconocibilidad empírica.
Una vez que dudamos de que los retratos más vividos y detallados
sean los que parecen más vivos, podemos considerar otras posibles
justificaciones y estamos en mejor posición para estudiar el artifi­
cio inevitable en la construcción de los personajes. «El personaje
que admiramos como resultado de la atención amorosa es algo cons­
truido mediante convenciones tan arbitrarias como cualesquiera
otras, y la única esperanza de recuperar un arte es reconocerlo
como arte» (Price, T he O ther S elf, p. 293).
Un análisis de la base convencional de la caracterización se
centraría en el hecho de que «las dimensiones del personaje que
el novelista presenta van determinadas por algo más que por su
amor hacia la realidad de otras personas» (ibid., p. 297). Lo
que se nos dice sobre los personajes difiere mucho de un nove­
lista a otro, y aunque indudablemente es decisivo para la impre­
sión de vraisem blance que tengamos la sensación de que podrían
haberse aportado otros detalles, hemos de leer una novela supo­
niendo que se nos ha dicho todo lo que necesitamos saber: que la
significación es inherente precisamente a esos niveles en que el

327

f
novelista se centra. Cuando superamos la noción de verosimilitud,
estamos en condiciones de considerar como fuente importante
de interés la produción de los personajes. ¿Qué sistema de con­
venciones determina las nociones de plenitud e integridad opera­
tivas en una novela o tipo de novela determinados y rige la selec­
ción y organización de los detalles?
Los estructuralistas no han trabajado mucho sobre los mo­
delos convencionales de personaje usados en novelas diferentes.
Se han ocupado más de desarrollar y perfeccionar la teoría de
Propp de los papeles o funciones que los personajes deben asu­
mir. «El análisis estructural, preocupado por no definir al perso­
naje en función de las esencias psicológicas, ha intentado hasta
ahora, mediante distintas hipótesis, definir al personaje como
un ‘participante’ y no como un ‘ser’».16 Pero puede tratarse per­
fectamente de un paso demasiado rápido de un extremo a otro,
pues los papeles propuestos son tan reductivos y tan dependientes
directamente de la trama, que nos dejan con un inmenso residuo,
cuya organización debería intentar explicar el análisis estructural
en lugar de pasarla por alto.
Propp aisló siete papeles asumidos por los personajes en
los cuentos folklóricos: el malvado, el ayudante, el donador (que
proporciona agentes mágicos), la persona buscada y su padre, el
expedidor (que envía al héroe en pos de aventuras), el héroe
y el falso héroe. No pretendió afirmar la universalidad de ese con­
junto de papeles, pero Greimas ha tomado su hipótesis como
prueba de que «un pequeño número de términos actanciales
basta para explicar la organización de un microuniverso». Con el
propósito de proporcionar un conjunto de reglas universales o
actantes, Greimas extrapola a partir de su descripción de la es­
tructura de la oración para producir un modelo actancial que,
según afirma, forma la base de cualquier «espectáculo» semántico,
ya sea oración o relato. Nada puede ser un todo significante, a
no ser que pueda captarse como una estructura actancial (Se-
m ántique structurale, pp. 173-6).
El modelo de Greimas consta de seis categorías colocadas en
relación sintáctica y temática mutua:

328
destin ateu r —> o b jet —» destinataire
t
adjuvant —> sujef, —> opposan t

Centra su atención en el objeto deseado por el sujeto y situado


entre el destin ateu r («emisor») y el destinataire («destinatario»).
El propio sujeto tiene como proyección suya al adjuvant («ayudan­
te») y al opposant («oponente») {ibid., p. 180). Cuando los pa­
peles de Propp se reparten de este modo, obtenemos el siguiente
diagrama:

expedidor —» persona buscada —> héroe


t
Donador y —» héroe <— malvado y
ayudante falso héroe

Una objeción inicial podría ser la de que la relación entre


emisor y destinatario no parece ser, intuitivamente, de la misma
naturaleza primaria que las demás relaciones. No es difícil admi­
tir que en todos los récits interviene un personaje que busca algo
y encuentra ayuda y oposición internas y extremas. Pero la afirma­
ción de que la relación entre un emisor y un destinatario es de
la misma naturaleza básica requiere alguna justificación. Greimas
no ofrece ninguna.
Además, es sorprendente que precisamente en ese punto no
sea capaz de sacar apoyo empírico alguno de Propp, cuyo análi­
sis, según cree, confirma el suyo. Ninguno de los siete papeles de
Propp corresponde al del destinatario, y Greimas se ve obliga­
do a sostener que el cuento popular tiene la peculiaridad de que
el héroe es a un tiempo sujeto y destinatario. Pero eso parece
contradecir la afirmación de que el expedidor es el emisor, pues
en general el expedidor no da nada al héroe, es el papel del ayu­
dante o del padre de la persona buscada, que al final puede conce­
der al héroe el objeto de su búsqueda. En vista de ese problema,
parece probable que cualquiera que use el modelo para estudiar
una diversidad de relatos necesitará ejercitar considerable ingenio
para descubrir emisarios y destinatarios apropiados.

329
Greimas afirma que su modelo nos permitirá establecer una
tipología de relatos agrupando juntos los relatos en que los mismos
papeles van fundidos en un solo personaje. Pero semejante tipolo­
gía no nos llevaría muy lejos. Por ejemplo, Greimas sostiene que
en el cuento follkórico popular el sujeto y el destinatario van fun­
didos, pero eso es aplicable a cualquier cuento en que el protago­
nista desee algo y al final lo reciba o no lo reciba. De ese modo,
todos los cuentos populares y todas las novelas irían clasificados
juntos y se distinguirían de cualquier otra historia en que vayan
fundidos en uno o más personajes ambivalentes. Pero ésa parece
una cuestión delicada, una distinción de grado más que de clase.
Todas estas especulaciones son muy provisionales, pero, como
Greimas ofrece pocas pruebas de cómo funcionaría su modelo en
la práctica, lo único que podemos hacer es esperar que los ejem­
plos que ideemos ilustren las dificultades del modelo y no la in­
competencia para aplicarlo. El principio parece ser el de que, si la
incertidumbre sobre los representantes de cada papel en una nove­
la particular representa un problema o decisión temática, la difi­
cultad para aplicar el modelo cuenta como prueba a su favor y no
en contra (el modelo localiza correctamente un problema temá­
tico). Sin embargo, si el tema es relativamente claro, pero difícil
de formular en función del modelo, en ese caso esas dificul­
tades cuentan contra la hipótesis de Greimas. Para M adame Bo-
vary podríamos proponer: sujeto — Emma, objeto — la felici­
dad, expedidor — la literatura romántica, destinatario — Emma,
ayudante — Léon, Rodolphe, oponente — Charles, Yonville,
Rodolphe. En este caso la dificultad a la hora de decidir si Ro­
dolphe (y quizá Léon) deben contar como ayudantes solamente o
como ayudantes y oponentes no parece corresponder a un pro­
blema temático de la novela Podemos decir pura y simplemen­
te que Emma intenta encontrar la felicidad con cada uno de ellos
y fracasa, pero eso es difícil de exponer en función del modelo
de Greimas. Para T iem pos d ifíciles podríamos proponer: suje­
to — Louisa, objeto — la existencia digna, emisario — ¿Grad-
grind?, destinatario — Louisa, ayudante — Sissy Jupes, ¿la fan­
tasía?, oponente •— Bounderby, Coketown, el utilitarismo. Podría­
mos decir que la fantasía inextinguida es un ayudante, pero tam-

330
bien podríamos decir que Gradgrind es el emisor y que Gradgrind
es un oponente, a pesar de su amor por su hija. Una vez más, esa
indecisión no parece representar un problema temático; sólo cuan­
do se introduce la noción de «emisor» surgen dificultades; y eso
parece contar contra el modelo.
Probablemente, al leer una novela usemos algunas hipótesis
relativas a los posibles papeles. Intentamos determinar al princi­
pio de la novela cuáles son los personajes a los que debemos
prestar más atención y, después de haber identificado un perso­
naje principal, colocar a los demás en relación con él. Pero, si
lo que se afirma es que intentamos llenar inconscientemente esos
seis papeles, distribuyendo a los personajes entre ellos, lo único
que podemos hacer es lamentar que no se hayan aducido pruebas
para mostrar que así es.
En su análisis de Les Liáisons da n gereu ses, Todorov intentó
usar el modelo de Greimas considerando el deseo, la comunica­
ción y la participación —los tres ejes del modelo actancial—
como las relaciones básicas entre los personajes. A continuación
formuló ciertas «reglas de acción» que rigen dichas relaciones en
esa novela: por ejemplo, si A ama a B, intenta hacer que B le
ame; si A descubre que ama a B, en ese caso tratará de negar u
ocultar ese amor.17 Sin embargo, en su G rammaire du D écamé-
ron, rechaza explícitamente la tipología de los actantes. Toman­
do la oración como modelo (como hace Greimas también, natural­
mente), sostiene que «el sujeto gramatical carece siempre de pro­
piedades internas; éstas sólo pueden proceder de su conjunción
momentánea con un predicado» (p. 28). Así, pues, propone tratar
a los personajes como nombres propios a los que se atribuyen
ciertas cualidades en el curso de la narración. Los personajes no
son héroes, malvados ni ayudantes; son simplemente sujetos de
un grupo de predicados que el lector suma, a medida que avanza.
Todorov no ofrece pruebas para respaldar esa opinión, y
hemos de sacar la conclusión de que la pregunta fundamental sigue
sin respuesta: ¿es que al leer nos limitamos a sumar acciones y
atributos de un pers«naje individual, extrayendo de ellos una
concepción de la personalidad y del papel, o nos guiamos en ese
proceso por expectativas formales sobre los papeles que hay que

331
llenar? ¿Nos limitamos a observar lo que hace un personaje o
intentamos encajarlo en una de las ranuras de una serie limitada?
La inadecuación del modelo de Greimas podría inclinarnos a es­
coger la primera respuesta, pero indudablemente sería preferible
esperar que se pudiera producir un modelo mejor de papeles fun­
cionales y que éste pudiese permitirnos elegir la segunda. Como
sostiene Northrop Frye,

Todos los personajes que parecen vivos, tanto en el teatro


como en la narrativa, deben su solidez a la adecuación del
tipo de repertorio que corresponde a su función dramática.
Ese tipo de repertorio no es el personaje, pero es tan nece­
sario para el personaje como el esqueleto para el sector que
lo interpreta. (A natomy o f Criticism , p. 172.)

Las categorías de Frye, que parecen mucho más prometedoras


que las de Greimas, están elaboradas en relación con los cuatro
m yth oi genéricos de primavera, verano, otoño e invierno. En la
comedia, por ejemplo, tenemos el contraste entre el eirott o el
que se rebaja a sí mismo y el alazon o impostor, que forma la
base de la acción cómica, y el existente entre el bufón y el patán,
que polariza el talante cómico. Para cada una de esas catego­
rías podemos identificar distintas figuras de repertorio, de las que
nuestros códigos culturales contienen modelos: para el alazon el
senex iratus o padre severo, el m iles gloriosu s o bravucón, el peti­
metre o fanfarrón, el pedante. La tesis no es, como deja claro
Frye, que cada personaje de una obra teatral o de una novela
encaje precisamente en una de esas categorías, sino que esos mo­
delos guían la percepción y la creación de los personajes, con lo
que nos permiten componer la situación cómica y atribuir a cada
uno un papel inteligible.
Aunque Barthes no elabora una tipología amplia como la de
Frye, su estudio del personaje y del código sémico en S/Z tiene
que ver con los procesos por los que, durante la actividad de la
lectura, se combinan e interpretan diferentes detalles para formar
personajes. En su análisis del texto de Balzac selecciona en cada
oración o pasaje los elementos que podemos considerar contribu-

332
yen a la caracterización en virtud de que nuestros códigos cultu­
rales nos permiten obtener connotaciones apropiadas a partir de
ellos. Cuando se nos dice que Sarrasine de joven «ponía extraor­
dinario ardor en el juego» y que en las peleas «si era el más débil,
mordía», podemos asimilar directamente ese «ardor» y el exceso
de «extraordinario» como marcas de su carácter; pero el mor­
der requiere una explicación: puede considerarse como «exceso»
en función de las reglas del combate limpio, o como«feminidad»
en función de otros estereotipos culturales y psicológicos (p. 98).
Ese proceso de nombrar connotaciones —de moldearlas de forma
que pueda usárselas después— a es crucial para el proceso de la
lectura.

Decir que Sarrasine es «alternativamente activo y pasivo»


es obligar al lector a encontrar en su personaje algo «que
no cuadra», obligarle a nombrar ese algo. Así comienza un
proceso de nombrar: leer esesforzarse por nombrar; es
hacer que las oraciones del texto experimenten una trans­
formación semántica (pp. 98-9).

Ese hecho de nombrar es siempre aproximativo e inseguro.


Pasamos de nombre a nombre a medida que el texto arroja más
rasgos semánticos y nos invita a agruparlos y componerlos. Recu-
ler d e nom en n om ¿ partir d e la b u tée sign ifia n te («retroceder
de nombre a nombre a partir del estribo significante»): ése es el
proceso de totalización que entraña la lectura (p. 100). Cuando
conseguimos nombrar una serie de semas, se establece una pauta
y se forma un personaje. Sarrasine, por ejemplo, es el lugar de
encuentro de la turbulencia, la capacidad artística, la indepen­
dencia, la violencia, el exceso, la feminidad, etc. (p. 197). El nom­
bre propio proporciona una especie de refugio, una garantía de
que esas cualidades, recogidas de todo el texto, pueden relacionar­
se unas con otras y formar un todo que es mayor que la suma de
sus partes: «el nombre propio permite al personaje existir fuera
de los rasgos semánticos, a pesar de que la suma de éstos lo cons­
tituye totalmente» (p. 197). El nombre propio permite al lector
postular su existencia.

333
El proceso de seleción y organización de semas está regido
por una ideología del personaje, modelos implícitos de coherencia
psicológica que indican qué clase de cosas son posibles como
rasgos de personaje, cómo pueden coexistir y formar conjuntos
dichos rasgos, o por lo menos qué rasgos coexisten sin difi­
cultad y cuáles se oponen necesariamente y, al hacerlo, produ­
cen tensión y ambigüedad. Desde luego, hasta cierto punto esas
nociones proceden de la experiencia no literaria, pero no debe­
mos subestimar el hecho de que en cierta medida, por pequeña
que sea, son convenciones literarias. Los modelos que Frye cita,
por ejemplo, dependen para su coherencia y eficacia del hecho de
que son resultado de experiencia literaria y no empírica; por eso,
están más ordenados y más listos para participar en la produc­
ción del significado. Si una de las funciones de la novela es la de
convencernos de la existencia de otras mentes, en ese caso ha de
servir como fuente de nuestras nociones del personaje; y podría­
mos sostener con Sollers que le discou rs rom anesque se ha con­
vertido en nuestro saber social anónimo, el instrumento de nues­
tra percepción de los demás, los modelos mediante los cuales los
convertimos en personas (L ogiques, p. 228). Sea cual fuere su
papel fuera de la novela, nuestros modelos del bravucón, el joven
amante, el subordinado intrigante, el hombre sabio, el malvado
—modelos polivalentes con oportunidad para la variación, indu­
dablemente^— son construcciones literarias que facilitan el pro­
ceso de selección de los rasgos semánticos para llenar plenamen­
te o dar contenido a un nombre propio. Podemos extraer nuevos
rasgos a medida que leemos e inferimos otros a continuación, por­
que un personaje no es, p a ce Todorov, un conglomerado de
rasgos, sino un «conjunto dirigido o teleológico» basado en mode­
los culturales.18
Para entender el funcionamiento del código sémico, necesi­
tamos un esbozo completo de los estereotipos literarios que pro­
porcionan sus modelos elementales de coherencia, pero aun en ese
caso el código seguiría en gran medida abierto. Tan pronto como
el perfil básico de un personaje empieza a surgir en el proceso de
la lectura, podemos recurrir a cualquiera de los lenguajes desarro­
llados para el estudio del comportamiento humano y empezar

334
a estructurar el texto en esos términos. Como subraya Barthes, el
sema es simplemente un punto de partida, una avenida de sig­
nificado; no podemos decir qué hay al final del camino: «todo
depende del nivel en que detengamos el proceso de nombrar»
(SfZ , pp. 196-7). Pero por lo menos debe ser posible trazar las
direcciones que puede seguir el significado y sus modos generales
de progresión.

En éste, como en otros casos, el estructuralismo no ofrece un


modelo desarrollado de un sistema literario, pero por los proble­
mas que ha planteado y las formulaciones que ha ensayado, pro­
porciona por lo menos un marco dentro del cual puede producirse
la reflexión sobre la novela como forma semiótica. Al centrar
la atención en la forma como coincide con nuestras expectativas y
les opone resistencia, en sus momentos de orden y de desorden,
en su interación entre reconocimiento y dislocación, abre paso
a una teoría de la novela que sería una descripción de los place­
res y las dificultades de la lectura. En lugar de la novela como
mimesis tenemos la novela como una estructura que juega con
modos diferentes de ordenar y permite al lector entender cómo da
sentido al mundo.

335
Tercera parte
Perspectivas
CAPITULO 10

«M AS ALLA» DEL ESTRUCTURALISMO; TEL QUEL

Un sy stém e est u n e es p e cie d e dam nation


qui nous p o u sse a u n e abjuration p erp étu elle;
il en fau t tou jou rs in ven ter
un autre, et c e t t e fa tigu e est un cru el
ch á tim en t *
B a u d e l a ir e

Aunque los estructuralistas de todas las creencias sostendrían


que la lectura es una actividad estructuradora y que debemos
estudiar los procesos por los que se produce el significado, muchos
impugnarían la visión del estructuralismo presentado en la Par­
te II de este libro. En particular, podrían desear contraponerle la
idea de que hay que estudiar la lectura como un proceso regido
por reglas o como la expresión de un tipo de «competencia li­
teraria». Para los teóricos asociados a la revista T el Q uel, el pro­
grama que he presentado podría parecer una castración ideoló­
gica de todo que lo que el estructuralismo tenía de vital y radi­
cal: un intento de convertirlo en una disciplina analítica que estu­
die y describa el status quo en lugar de una fuerza activa que
libere las prácticas semióticas de la ideología que las contiene.
Su argumentación podría rezar así:
El aspecto de la teoría del lenguaje de Chomsky que

* Un sistema es una especie de condenación que nos lanza a una ab­


juración perpetua; siempre hay que inventar otro, y esa fatiga es un castigo
cruel.»

339
invoca usted en su descripción del estructuralismo es pre­
cisamente el que nosotros hemos rechazado. La noción de
«competencia lingüística» de éste y su uso de las «intuicio­
nes» del hablante nativo convierten al sujeto individual en
punto de referencia, la fuente del significado, el centro de
la creatividad, y confieren una condición privilegiada a un
conjunto particular de reglas que rigen las oraciones que
aquél considera bien construidas. El concepto de compe­
tencia literaria es un modo de conceder preeminencia a cier­
tas convenciones arbitrarias y de excluir del dominio del
lenguaje todas las violaciones auténticamente creativas y
productivas de dichas reglas.
En consecuencia, no es probable que aceptemos la no­
ción de competencia literaria, que sería más prescriptiva y
represiva todavía. La ideología de nuestra cultura fomenta
una forma particular de leer la literatura, y, en lugar de
impugnarla, lo que usted hace es volverla absoluta y tra­
ducirla a un sistema de reglas y de operaciones que consi­
dera usted como normas de racionalidad e inaceptabilidad.
Es cierto que en sus primeras etapas el estructuralismo con­
tembló la posibilidad de un «sistema literario» que asignara
una descripción estructural a cada texto; pero esa propues­
ta, que es la única que justificaría que se hablase de com­
petencia literaria, está reconocida ahora como un error. Los
textos pueden leerse de muchas formas; cada texto con­
tiene en su interior la posibilidad de un conjunto infinito de
estructuras, y dar preferencia a una estableciendo un siste­
ma de reglas para generarlas es una iniciativa flagrantemen­
te prescriptiva e ideológica.

La tesis sería que el tipo de poética que Barthes propuso en


C ritique et vérité —un análisis de la inteligibilidad de las obras,
de la lógica mediante la cual se producen los significados acep­
tables— ha quedado rechazada o trascendida en favor de un en­
foque más «abierto» que subraya la libertad creativa tanto del
autor como del lector. Hablando de un cambio en el estructura­
lismo, que en su obra corresponde al paso de In trod u ction á l ’ana­

lto
ly se stru ctu rale d es récits (1966) a S/Z (1970), Barthes obser­
va que
en el primer texto recurrí a una estructura general de la que
se derivarían análisis de textos contingentes... En S/Z in­
vertí esa perspectiva: en ese libro rechacé la idea de un
modelo trascendente para varios textos (y, por tanto y con
mayor razón, de un modelo que trascendiera cualquier texto)
para postular que cada texto es de algún modo su propio
modelo, en otras palabras, que cada texto ha de conside­
rarse en su diferencia, y «diferencia» ha de entenderse en
este caso precisamente en un sentido nietzscheano o derri-
dano. Expresémoslo de otro modo: el texto se ve atravesado
por códigos incesantemente y de cabo a rabo, pero no es la
consumación de un código (del código narrativo, por ejem­
plo), no es la parole de una lan gue narrativa. (A Conversa-
tion w ith R oland Barthes, p. 44.)

Ese argumento es curioso, por parecerse tanto, aparte de la


diferencia de terminología, a los ataques al estructuralismo desde
las posiciones más tradicionales. Los que se oponen a la idea
de poética lo hacen en nombre de la singularidad de cada obra
literaria y del empobrecimiento crítico resultante de conside­
rarla como un ejemplo del sistema literario: la heterogeneidad
de los lectores y de las obras, las posibiildades de innovación lite­
raria, nos impiden incluir en una sola teoría las formas de la
literatura y los significados que puede producir. Ninguna ciencia
puede agotar las modalidades del genio creativo.
En realidad, eso no está muy alejado de la sugerencia de Bar­
thes de que cada texto es su propio modelo, un sistema por sí
solo. No tiene una estructura única, asignada por un sistema lite­
rario, ni contiene un significado codificado que un conocimiento
de los códigos literarios nos permitiría descifrar. La lectura ha de
centrarse en la diferencia entre textos, las relaciones de proximi­
dad y distancia, de cita, negación, ironía y parodia. Esa clase de
relaciones son infinitas y actúan para diferir cualquier signifi­
cado final.
No obstante, el argumento de Barthes parece fundamental-

341
mente ambiguo. No se limita a preservar la noción de código, que
entraña conocimiento colectivo y normas compartidas; en S/Z
el concepto alcanza su pleno desarrollo: los códigos se refieren
a todo lo que ya se ha escrito, leído, visto, hecho. El texto se ve
atravesado por códigos incesantemente, que son la fuente de
otros significados, sus significados. El texto puede no tener una
estructura asignada por una gramática de la narrativa, pero eso
se debe a que las operaciones de la lectura le permiten estar estruc­
turado de distintas formas. Si el texto tiene una pluralidad de sig­
nificados es porque no contiene en sí un significado, sino que
implica al lector en el proceso de producción de significado de
acuerdo con una variedad de procedimientos apropiados. Rechazar
el concepto de sistema basándose en que los códigos interpreta­
tivos que nos permiten leer el texto producen una pluralidad de
significados es un curioso non sequitur, pues el hecho de que sea
posible una diversidad de significados y estructuras es la prueba
más contundente que tenemos de la complejidad e importancia
de la práctica de la lectura. Si cada texto tuviera un solo signifi­
cado, en ese caso sería posible sostener que dicho significado
es inherente a él y que no depende de un sistema general, pero
el hecho de que haya un conjunto abierto de significados posibles
indica que estamos ocupándonos de procesos interpretativos de
considerable potencia que requieren estudio. Es difícil evitar la
conclusión de que las teorías del grupo de T el Q uel y los argu­
mentas que podrían aducir contra las nociones de sistema lite­
rario y de competencia literaria presuponen, de hecho, esas no­
ciones que afirman haber rechazado.
Para mostrar que es así y que es extraordinariamente difícil
superar el tipo de estructuralismo que hemos delineado en capí­
tulos anteriores, vamos a tener que examinar detalladamente los
intentos de autotranscendencia de T el Quel. Donde mejor apare­
cen expuestas las razones para intentar superar el estructuralismo
es en L’"Ecriture e t la d iffé r e n ce de Jacques Derrida.
En primer lugar, en el estudio de la literatura la noción de
estructura tiene un carácter teleológico: la estructura va determi­
nada por un fin particular; se reconoce como una configuración
que contribuye a dicho fin. «¿Cómo podemos percibir un todo

342
organizado, si no es partiendo de su fin o propósito?» (p. 44). A
no ser que hayamos postulado alguna «causa final» transcendente
o significado último para la obra, no podemos descubrir su es­
tructura, pues la estructura es aquello por lo que el fin se hace
presente a lo largo de toda la obra. El analista de la estructura
tiene la misión de mostrar la obra como una configuración en que
el tiempo pasado y el tiempo futuro apuntan a un fin que está
siempre presente. Derrida escribe:

On n ou s a ccord era qu’il s ’agit ici d e la m étaphysiq u e im-


p licite d e tou t strueturalism e ou d e to u t g e s t e structuraliste.
En particulier, u n e lectu r e stru ctu rale p résu p p o se toujours,
fait tou jou rs appel, dans son m om en t p ropre, a c e t te simul-
ta n éité th éo lo giq u e du livre.

(Se nos concederá que en este caso estamos ante la meta­


física implícita en cualquier clase de estructuralismo o de
gesto estructuralista. En particular, una lectura estructural
presupone siempre, en su momento oportuno —y recurre
siempre a— esa simultaneidad teológica del libro) (p. 41).

En ese sentido el estudio de la estructura está regido por «un


paso que consiste en darle un centro, en referirlo a un momento
de ‘presencia’ de un origen definitivo». Ese centro encuentra y
organiza la estructura, permitiendo cierta combinación de elemen- ,
tos y excluyendo otros: «el centro clausura el juego que inicia y
hace posible... El concepto de una estructura centrada es de hecho
el del juego limitado o fundado» (pp. 409-10). Podríamos sos­
tener que esa clausura testimonia la presencia de una ideología.
Esa noción no es difícil de ilustrar. Cuando hablamos de la
estructura de una obra literaria, lo hacemos desde determinada
posición ventajosa: partimos de nociones del significado o de los
efectos de un poema e intentamos identificar las estructuras res­
ponsables de dichos efectos. Las posibles configuraciones o pautas
que no hagan contribuciones quedan rechazadas por carecer de
pertinencia. Es decir, que una comprensión intuitiva del poema
hace de «centro», que rige el juego de las formas: es a un tiem-

343
po un punto de partida —que nos permite identificar estructu­
ras— y un principio limitador.
Pero conceder a un principio, cualquiera que éste sea, esa
condición privilegiada, convertirlo en el primer motor, a su vez
inmóvil, es un paso patentemente ideológico. Las nociones de
significado o efectos de un poema particular van determinadas por
los hechos contingentes de la historia de los lectores y por los
distintos conceptos críticos e ideológicos de actualidad en ese mo­
mento. ¿Por qué habría de permitirse que esos productos cul­
turales —lo que a los lectores se les ha enseñado sobre la lite­
ratura— permanezcan fuera del juego de la estructura, limitando
sin verse limitados a su vez? El hecho de convertir cualquier efec­
to postulado en el punto fijo de nuestro análisis tiene por fuerza
que parecer una iniciativa dogmática y prescriptiva que refleja un
deseo de verdades absolutas y significados transcendentes.
La condición de esa clase de centros llegó a verse impugnada
seriamente, escribe Derrida, «en el momento en que la teoría em­
pezó a considerar la naturaleza estructurada de las estructuras»
(p. 411). La noción de un sy stém e d écen tré llegó a parecer muy
atractiva. ¿No podríamos alterar y desplazar el centro durante el
análisis del propio sistema? Aunque todavía necesitaríamos un pun­
to de partida, ¿no podría incluir el movimiento del análisis una
crítica de ese centro que lo desplazó del papel de postulado no
examinado? Así, el estructuralismo y la semiología llegaron a ser
definidos como una actividad cuyo valor radicaba en la avidez
con que escrutaba sus postulados:
La semiótica no puede desarrollarse sino como una crítica
de la semiótica... La investigación en semiótica sigue sien­
do una investigación que no descubre al final de su bús­
queda otra cosa que sus pasos ideológicos, para reconocerlos,
para negarlos y para empezar de nuevo (Kristeva, Sem iotiké,
pp. 30-1).
Aunque no está claro cómo afectaría ese programa de Kriste­
va al análisis semiológico real, por lo menos podemos imaginar
cómo podría tratarse el lenguaje como un sy stém e d écen tré. Hace
tiempo que los lingüistas han tomado como punto de partida

344
ciertos usos «normales» del lenguaje: la expresión en oraciones
gramaticalmente bien constituidas de intenciones comunicativas de­
terminadas. Así, según sostiene Derrida, la reflexión sobre el len­
guaje se ha producido dentro de una metafísica del lo g o s que con­
cede primacía al sign ifié y ve el signifiant como una notación a
través de la cual pasamos para alcanzar el pensamiento. Los mo­
dos especiales como produce la literatura el significado se deja­
ron de lado como técnicas de connotación. Si los examinamos
seriamente —podrían sostener los estructuralistas— encontraremos
multitud de casos en que el significante no manifiesta un signi­
ficado, sino que lo sobrepasa, ofreciéndose a sí mismo como un
excedente que engendra un juego de significación. Para percibir
ese exceso, hemos de considerar los usos normales del lenguaje
como el «centro», pero, una vez que hemos captado los fenómenos
que dicho centro excluye, hemos de desplazar el centro de su pa­
pel, como lo que fundamenta y rige el juego de la estructura lin­
güística, y eso puede hacerse tomando en serio la teoría de Saus­
sure de la naturaleza diacrítica del significado y su argumento de
que en el sistema lingüístico «sólo hay diferencias sin términos
positivos». Si el significado está en función de las diferencias en­
tre términos y cada término no es sino un nudo de relaciones di­
ferenciales, cada término nos remite a otros términos de los que
difiere y con los que guarda algún tipo de relación. Esas relacio­
nes son infinitas y todas ellas tienen la posibilidad de producir
significado.
En ese caso, según ese argumento, no podríamos identificar
los significados que la lengua produce ni usar eso como concepto
normativo para regir nuestro análisis, pues el hecho sobresaliente
del lenguaje es el de que sus modos de producir significado son
ilimitados y el de que el poeta sobrepasa cualquier clase de lími­
tes normativos. Por amplio que sea el espectro de posibilidades
en que basemos un análisis, siempre es posible superarlas; la or­
ganización de las palabras en configuraciones que oponen resis­
tencia a los métodos de lectura heredados nos fuerza a experimen­
tar y a poner en juego nuevos tipos de relaciones a partir del
infinito conjunto de posibilidades del lenguaje. Como dice Ma­
llarmé,1

345
les m ots, d ’eux -m ém es, s ’ex altent a m ainte fa cette recon n u e
la plus rare ou valant p ou r Vesprit, cen tre d e su spen s vibra-
to ire; qui les perqoit in dépen dam m en t d e la su ite ordinaire,
p rojetés, en parois d e g ro tle, tant q u e du re leu r m ob ilité ou
prin cipe, étant c e qui n e s e dit pas du discou rs: prom p ts
tnus, avant ex tinction, a u ne récip ro cité d e feux distante
ou p r ésen tée d e biais co m m e con tin gen ce.

(Las palabras, por sí mismas, se exaltan a la condición de


faceta reconocida como la más rara o de valor para la in­
teligencia, centro de suspensión vibratorio, que las perci­
be independientemente de la sucesión ordinaria, proyecta­
das, en paredes de gruta, mientras dura su movilidad o
principio, al ser lo que no se dice del discurso: listas todas,
antes de la extinción, para una reciprocidad de fuegos dis­
tante o presentada oblicuamente como contingencia.)

Así, con la récip ro cité d e feu x distante ou p r ésen tée d e biais


com m e co n tin g en ce, la frase Un cou p d e d és («Una tirada de da­
dos») nos da, en una chispa móvil y contingente, las diferencias
que hacen resaltar a co u p de co u («cuello»), co ú t («costo»), cou p e
(«copa»), co u p er («cortar»); la serie un («uno»), deux («dos»),
d es («unos»); la metátesis d es coups. El verso puede abrir en lo
que Julia Kristeva llama la m ém oire in fin ie d e la sign ifian ce el
juego de todas las cosas que no es pero que se relacionan con ella
como espejos oblicuos y distantes. Podemos leer en la frase las
huellas de otras secuencias de las que se diferencia y contra las
que pide se la contraste.
A ese texto de posibilidades infinitas que hace de substrato
para cualquier texto real lo llama «geno-texto»:

el geno-texto puede considerarse como un recurso que con­


tiene toda la evolución histórica del lenguaje y las distintas
prácticas significadoras que puede tener. Las posibilidades
de cualquier lenguaje del pasado, presente o futuro van da­
das en él, antes de quedar ocultas o reprimidas en el feno-
texto. (Sem iotik é, p. 284.)

346
En su opinión, ése es el único tipo de concepto que puede
hacer de centro para el análisis del lenguaje poético, pues es el
único que incluye (por definición) todas las posibles variedades
de significación que los poetas y los lectores pueden inventar.
Cualquier otra noción en que intentáramos fundar nuestro análisis
quedaría debilitada tan pronto como se desarrollaran nuevos pro­
cedimientos que excluyese.
Pero, como corolario directo de esa definición, se desprende
que el «geno-texto» es un concepto vacío, una ausencia en el cen­
tro. No podemos usarlo para fin alguno, dado que nunca podemos
saber lo que contiene, y su efecto consiste en impedirnos rachazar
siempre cualquier propuesta sobre la estructura verbal de un tex­
to. Cualquier combinación o relación está ya presente en el geno-
texto y, por lo tanto, una posible fuente de significado. No hay
punto desde el que se pudiera rechazar una propuesta. A falta de
noción primitiva alguna de los significados o efectos de un texto
(cualquier juicio de ese tipo representaría, en su opinión, una ex­
clusión insidiosa que intentaría establecer una norma), no hay nada
que limite el juego del significado. Como dice Derrida, «la ausen­
cia de un significado último abre un espacio ilimitado para el
juego de la significación» (L’E criture et la d iféren ce, p. 411). El
miedo a que los conceptos que rigen el análisis del significado se
vieran atacados como premisas ideológicas ha inducido a los teó­
ricos de T el Q uel a intentar, por lo menos en principio, prescindir
de ellos.
El efecto práctico primordial de esa reorientación es el de
subrayar la naturaleza activa y productiva de la lectura y elimi­
nar las nociones de la obra literaria como «representación» y «ex­
presión». La interpretación no consiste en recuperar un significado
que esté oculto tras la obra y haga de centro que rija su estruc­
tura; antes bien, es un intento de observar y participar en el juego
de los significados posibles a que el texto da acceso. En otras pa­
labras, la crítica del lenguaje tiene la función de liberarnos de
cualquier anhelo nostálgico de un significado original o transcen­
dente y de prepararnos para aceptar Vaffirmation n ietzschéen ne,
1‘affirm ation jo y eu se du jeu du m on d e et d e l’in n o cen ce du d e v e ­
nir, ra jfirm a tion í ’un m on d e d e sign es sans faute, sans vérité,

347
sans origine, o ffe r t a une in terprétation a ctiv e («la gozosa afirma­
ción nietzscneana del juego del mundo y de la inocencia del por­
venir, la afirmación gozosa de un mundo de signos sin falta, sin
verdad, sin origen, ofrecido a una interpretación activa»). Existen,
prosigue Derrida, dos tipos de interpretación: «una intenta desci­
frar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se halla
fuera del dominio de los signos y de su juego, y experimenta la
necesidad de interpretar como una especie de exilio», una exclusión
de la plenitud original que busca; la otra acepta su función prác­
tica y creativa y avanza gozosamente sin mirar atrás {ibid., p. 427).
En un nivel no es difícil ver el atractivo de ese enfoque, que
intenta substituir la angustia del regreso infinito por el placer de
la creación infinita. Dado que no hay justificación última y ab­
soluta para sistema alguno o para interpretaciones que broten de
él, intentamos valorar la propia actividad de interpretación, o la
actividad de la elaboración teórica, y no resultados que pudieran
obtenerse. No hay nada a lo que deban corresponder los resulta­
dos; y, por eso, en lugar de concebir la interpretación como un
juego en el mundo, cuyos resultados podrían ser interesantes si se
acercaran a alguna verdad exterior al juego, hemos de reconocer
que la actividad de la escritura, en su sentido derrideano más am­
plio de «producción de significado», es el juego d el mundo.
Nou s som m es d o n e d ’en tr ée d e jen dans le d even ir-im m o
tiv é du sy m b o le... U im m otivation d e la tra ce d o it é tr e main-
tenant en ten d u e co m m e una opération et non co m m e un
état, com m e un m o u v em en t actif, une dé-m otivation, non
co m e une sPructure donn ée.
(Así, pues, desde el principio mismo estamos en el devenir
—inmotivado del símbolo... Ahora la inmotivación de la
huella debe entenderse como una operación y no como un
estado, como un movimiento activo, una desmotivación, no
como una estructura dada.) (De la gram m atologie, p. 74.)
Es decir, que debemos liberarnos de esa ficción logocéntrica o
teológica que, al tiempo que reconoce la naturaleza arbitraria del
signo; concibe los signos como establecidos de una vez por todas,

348
por decreto, y, en adelante, regidos por convenciones estrictas. El
hecho de que la forma no sea un determinante necesario y sufi­
ciente del significado es una condición constante de la producción
de significado. El signo tiene una vida propia que no está regida
por arché o telo s alguno, origen o causa final, y las convenciones
que rigen el uso en tipos particulares de discurso son epifenóme­
nos: son, a su vez, productos culturales transitorios. «¿Puedo de­
cir bububu y significar: ‘Si no llueve, iré a dar un paseo’?», se
pregunta Wittgenstein.
«Sólo en una lengua puedo significar algo mediante algo.» 2
Es cierto, en el sentido de que no puedo usar bububu para expre­
sar o comunicar ese significado. Sin embargo, puedo establecer,
como el propio Wittgenstein ha hecho, una relación entre los dos,
y ahora, de forma bastante irónica, hay una lengua en que bububu
es atravesado por «Si no llueve, iré a dar un paseo». No es tanto
que bububu haya recibido un significado cuanto que en el deven ir-
im m otivé su sym b o le ha llegado a ostentar la huella de un posi­
ble significado. En resumen, el problema del lenguaje no es sólo
un problema de expresión y comunicación, modelos estos inade­
cuados para los fenómenos más complejos e interesantes con que
nos tropezamos. Como dice Derrida, es un problema de inscrip­
ción y producción, de las «huellas» ostentadas por las secuencias
y los desarrollos verbales que pueden provocar. La forma verbal
no nos remite simplemente a un significado, sino que abre un
espacio en que podemos relacionarlo con otras secuencias cuyas
huellas ostenta.
Pero, cualesquiera que sean los atractivos de esa concepción,
tiene sus dificultades prácticas. El análisis de los fenómenos cul­
turales debe producirse siempre en algún contexto, y en cualquier
momento concreto la producción de significado en una cultura está
regida por convenciones. En la época en que Wittgenstein estaba
analizando el problema del significado y la intención, no se podía
decir bububu y significar «Si no llueve, iré a dar un paseo», in­
dependientemente de que así fuera o no en la actualidad. El se-
miólogo puede estudiar las reglas implícitas que permiten a los
lectores dar sentido a los textos —que definen la gama de inter­
pretaciones aceptables— y puede intentar cambiar esas reglas, pero

349
se trata de empresas diferentes que sólo los hechos de la historia
cultural nos prescribirían separar.
Un solo ejemplo ilustrará el problema: la adopción por los
teóricos de T el Q uel de los anagramas de Saussure. Saussure es­
taba convencido de que los poetas latinos ocultaban regularmente
nombres propios clave en sus versos, y dedicó mucho tiempo al
descubrimiento de esos anagramas. Pero consideraba de crucial
importancia la cuestión de la intención, y sus dudas a ese respecto
—no pudo encontrar referencias a esa práctica y la información
estadística que obtuvo no fue concluyente— le hicieron dejar iné­
ditas sus especulaciones.3 Kristeva y otros, a quienes no preocu­
pan las intenciones, han visto en la obra de Saussure una teoría
que subrayaba la materialidad del texto (el signifiant como com­
binación de letras) y postulaba «la expansión de una función sig-
nificadora particular, que prescinde de la palabra y del signo como
unidades básicas del significado, a lo largo de todo el material sig-
nificador de un texto dado» (S em iotik é, p. 293). El texto es un
espacio en que las letras, accidentalmente dispuestas en una direc­
ción, pueden agruparse de forma diferente para revelar una diver­
sidad de pautas latentes.
Está claro que ésa es una posible técnica interpretativa: si
permitimos al analista que encuentre anagramas de palabras clave
que enriquezcan su lectura del texto, le ofrecemos un procedimien­
to eficaz para producir significado. Pero también está claro que
por el momento las constricciones «ideológicas» nos impiden leer
de ese modo. Si intentamos eliminar dichas constricciones, sólo
podemos hacerlo utilizando otros principios que a su modo son
igualmente ideológicos. Por ejemplo, Kristeva sostiene que Saus­
sure estaba «equivocado» al buscar sólo nombres propios en los
anagramas.4 Si se refiere a que podemos encontrar otros anagra­
mas en los textos, indudablemente está en lo cierto, pero basán­
donos en eso podríamos decir que está equivocada al buscar sola­
mente anagramas de palabras francesas y excluir, así, «arbitraria­
mente» los anagramas de palabras alemanas que podemos encon­
trar en textos franceses o los anagramas de cadenas carentes de
sentido que podemos encontrar en cualquier texto {Un co u p d e
d es como anagrama de d eep n u d ocu s).

350
Además, y éste es el punto importante, los anagramas pueden
usarse para producir significado sólo en caso de que recurramos
a las técnicas interpretativas actuales para tratar lo que quiera
que descubra ese modo de lectura. Al descubrir un anagrama de
rire en B rise m arine, de Mallarmé, podemos utilizarlo porque sa­
bemos lo que podríamos hacer, si la propia palabra apareciera en
el poema. Ha de haber formas particulares de relacionar el ana­
grama con el texto, para que resulte algún significado de la ope­
ración.
Cuando Kristeva analiza efectivamente parte de un texto, pa­
rece, de hecho, estar empleando principios de pertinencia proce­
dentes de procedimientos de lectura comunes. Así, al analizar la
oración Un co u p d e d és jamais n ’abolira le hasard, a pesar de su
afirmación de que «esta oración debe leerse en el registro de reso­
nancias que hacen de cada palabra un punto en que puede leerse
un número infinito de significados», no usa demasiado esas po­
sibilidades infinitas. Lo más cerca que llega de un anagrama es la
extracción de bol, lira, ira y lyra de abolira, y de nihgún modo
recurre a «todos los lenguajes del pasado y del futuro» presunta­
mente contenidos en el geno-texto. Aunque usa imágenes proce­
dentes de otros poemas para mostrar que la palabra cou p, «me­
diante una serie de retiradas, extensiones, escapes, podría aportar
al proceso de la lectura todo un corpus temático que mora en el
texto», pasa por alto asociaciones tan obvias como cou , coü t, cou ­
pe, etc., que podrían conducir a una diversidad de direcciones
{Sémanalyse et- p rod u ction d e sens, pp. 229-31). Para realizar algo
que se parezca a un análisis, se ve obligada a desplegar conven­
ciones de lectura completamente restrictivas. Sin ellas la interpre­
tación sería imposible.
De hecho, precisamente a causa de la libertad ilimitada que
su teoría garantiza, es tanto más importante para ella aplicar al­
gunos principios de pertinencia, aunque sólo sea para determinar
cuál de las relaciones del infinito conjunto posible va a usar. Y
necesita alguna forma de integrar lo que se ha seleccionado. El in­
tento de «liberar» el proceso de lectura de las constricciones im­
puestas por una teoría particular de la cultura nos exige reintro-
ducir algunas reglas bastante potentes para aplicarlas a las com­

351
binaciones o contrastes producidos por la extracción y asociación
casuales. Cualquier cosa puede ponerse en relación con cualquier
otra cosa, indudablemente: una vaca es como la tercera ley de la
termodinámica en que ninguna de las dos es una papelera, pero
poco se puede hacer con eso. Sin embargo, otras relaciones sí
que tienen potencial temático, y la cuestión crucial es la de qué
es lo que rige su selección y desarrollo. Aun «vaciado» por una
teoría radical, el centro se llenará inevitablemente a medida que
el analista siga opciones y ofrezca conclusiones. Siempre funcionará
algún tipo de competencia literaria o semiótica, y la necesidad de
ella será mayor, si se amplía la gama de relaciones de que haya de
tratar.
Podría ser que Kristeva no negara eso; podría decir simple­
mente que el centro nunca está fijo, siempre se construye y des­
construye con una libertad que la teoría busca como fin en sí
misma.
En cada momento de su desarrollo la semiótica ha de teo­
rizar su objeto, su propio método y la relación entre ellos;
así pues, se teoriza a sí misma y se convierte, al retroceder
sobre sí, en la teoría de su práctica científica... Como lugar
de interacción entre distintas ciencias y proceso teórico siem­
pre en desarrollo, la semiótica no puede reificarse como cien­
cia, y mucho menos como la ciencia. Antes bien, es una di­
rección para la investigación, siempre abierta, una empresa
teórica que retrocede sobre sí misma, una perpetua auto­
crítica. (S em iotik é, p. 30.)
Esta tesis invoca sin el menor reparo lo que podríamos lla­
mar el mito de la inocencia del devenir: el de que el cambio conti­
nuo, como un fin en sí mismo, es la libertad, y de que nos libera de
las exigencias que podrían hacerse a un estado particular del sis­
tema. El argumento podría rezar así: si, como han mostrado Bar­
thes y Foucault, nuestro mundo social y cultural es el producto
de sistemas simbólicos, ¿no deberíamos negar cualquier condición
privilegiada a las convenciones erigidas por las instituciones opre­
sivas del momento y afirmar gozosamente para nosotros el dere­
cho a producir significado ad libitum , con lo que garantizaría­

352
mos mediante el proceso de autotrascendencia la invulnerabilidad
a cualquier crítica basada en criterios positivistas y puesta a nues­
tro nivel desde fuera?
Esa visión tiene sus fallos. En primer lugar, aunque es cierto
que el estudio de cualquier conjunto de convenciones quedará
invalidado en parte por el conocimiento que resulta de ese estudio
(cuanto más conscientes somos de las convenciones, más fácil es
intentar cambiarlas), no podemos eludir ese hecho recurriendo a
la autotrascendencia. Aun cuando la semiología se niegue a reifi-
carse como ciencia, no por ello escapa a la crítica. Independiente­
mente del pasado y del futuro de la disciplina, cualquier análisis
particular se produce en una etapa particular, es un objeto con
premisas y resultados; y la posibilidad de negar dichas premisas
en el momento siguiente no hace que la evaluación sea imposible
o inapropiada.
En segundo lugar, la noción de libertad en la creación de sig­
nificado parece ilusoria. Como el propio Foucault se apresura a
señalar, las reglas y conceptos que subyacen a la producción
de significado —«tantos recursos infinitos para la creación de
discurso»— son simultánea y necesariamente «principios de cons­
tricción, y es probable que no podamos explicar su papel posi­
tivo y productivo teniendo en cuenta su función restrictiva y
constrictiva» (L'Ordre du discou rs, p. 38). Una cosa puede tener
significado sólo si hay otros significados que no puede tener. Po­
demos hablar de modos de leer un poema, sólo si hay otros mo­
dos imaginables e inapropiados. Sin reglas restrictivas no habría
significado alguno.
De hecho, el propio Derrida, que nunca se apresura a ofrecer
propuestas positivas, es profundamente consciente de la imposi­
bilidad de escape, de las restricciones impuestas por el propio len­
guaje y los conceptos en que puede exponerse el escape:

De c e langage, il fa u t d on e ten ter d e s ’affranchir. Non pas


tenter d e s ’en affranchir, car c ’est im p ossible sans oublier
n otre histoire. Mais en rever. Non pas d e s ’en affranchir,
c e qui n ’aurait aucun sen s e t nous priverait d e la lum iére
du sens. Mais d e lui résister le plu s loin possible.

353
1 2 . — LA POÉTICA
(Así, pues, debemos intentar liberarnos de ese lenguaje. No
intentar liberarnos de él, pues es imposible sin olvidar nues­
tra historia. Pero soñar con ello. No con liberarnos de él,
pues no tendría el menor sentido y nos privaría de la luz del
significado. Sino con ofrecerle resistencia lo más lejos posi­
ble.) (L’E criture e t la d ifféren ce, p. 46.)

La liberación de nuestra ideología más penetrante, de nues­


tras convenciones de significado, «carece de sentido» porque he­
mos nacido en un mundo de significado y ni siquiera podemos
rehuir sus exigencias sin reconocerlas al mismo tiempo. Y, aun
cuando pudiéramos, nos encontraríamos en medio de un barboteo
sin sentido, privado de la lu m iére du sen s que hace posible la
discusión. Lo que hemos de hacer es im aginar que nos liberamos
de las convenciones operativas para ver con mayor claridad las
propias convenciones.
Sea cual sea el tipo de libertad que los miembros de T el Q uel
consigan para sí mismos, se basará en la convención y consistirá
en un conjunto de procedimientos interpretativos. Existe una di­
ferencia crucial entre la producción de significado y la asignación
arbitraria de significado, entre desarrollo plausible y asociación
fortuita. Buscan lo primero en lugar de lo segundo —no estarían
dispuestos a afirmar que sus análisis no son mejores que cualquier
otro— y en esa medida están obligados a trabajar dentro de las
convenciones. De hecho, la idea de que podemos «mostrar», como
lo intenta Sollers, el carácter revolucionario de la écritu re de Dante
o identificar el auténtico lugar de Lautréamont en la historia de
la literatura francesa significa que aceptamos ciertos criterios de
argumentación y plausibilidad.
Lo que T el Q uel está proponiendo, en realidad, es un cambio
en la competencia semiótica más que su superación; la introduc­
ción de algunos procedimientos nuevos y creativos de lectura. Pero
por la propia naturaleza de las cosas sólo pueden avanzar paso a
paso, recurriendo a los procedimientos que los lectores usan efec­
tivamente, frustrando algunos de ellos para que se desarrollen
algunas formas nuevas de producir significado, y sólo entonces
prescindiendo de otros. Están en gran medida en la posición de

354
Idi marineros de Von Neurath, intentando reconstruir su barco en
medio del océano, pero, en lugar de comprender que eso debe
lunene madero a madero, sostienen que se puede desguazar el
barco entero; la diferencia es que en el océano real se hunde uno.
Así, que lo que me gustaría afirmar es que, si bien el estructu-
l'HÜsmo no puede escapar de la ideología ni proporcionar sus pro­
pio* fundamentos, eso tiene poca importancia porque los críticos del
rstructuralismo, y particularmente de la poética estructuralista, no
pueden hacerlo y a través de sus estrategias de evasión conducen
h posiciones insostenibles. O quizá deberíamos decir, más modes­
tamente, que cualquier ataque a la poética estructuralista basado
en la afirmación de que no puede captar los distintos modos de
significación de la literatura fallará, a su vez, a la hora de pro­
porcionar una alternativa coherente. De hecho, tanto la crítica tra-
dicionalista ingenua, que afirma la singularidad de la obra de arte
y la inadmisibilidad de las teorías generales, como el sutil sémana-
ly se de T el Quel, que intenta teorizar una autotrascendencia per­
petua, fracasa de forma análoga. Ambos dan a entender que el
proceso de interpretación es fortuito: la primera por omisión (al
negarse a aceptar las teorías semióticas generales) y el segundo por
glorificación explícita de lo aleatorio.
Al contrario, hemos de sostener que la gama de significados
que un verso puede contener depende de que numerosos signifi­
cados sean manifiestamente imposibles, y que preguntar por qué
razón se excluyen otros significados y buscar como respuesta algo
más que una reformulación de las convenciones operativas es sa­
lirse de la cultura para pasar a un sector en que no hay signifi­
cados en absoluto. Como dice Barthes, el lector está gu id é par les
con train tes fo rm elles du sen s; on n e fait pas le sen s n ’im porte
com m en t (si vou s en doutez, essayez) [«guiado por las constric­
ciones formales del significado; no se hace el significado de cual­
quier manera (si lo dudáis, intentadlo»] (C ritique e t vérité, p. 65).
Un detalle simple, tal vez, pero que últimamente se ha pasado por
alto injustamente. Hemos de responder también que la posibili­
dad de cambio depende de algún concepto de la identidad, que
ahora debe haber convenciones operativas para la producción de
significado, para que cambien mañana, y que, en consecuencia, has­

355
ta nuestra apreciación de la posibilidad de cambio indica que hay
sistemas simbólicos interpersonales que estudiar. En lugar de inten­
tar salir de la ideología, hemos de permanecer resueltamente den­
tro de ella, pues tanto las convenciones que hay que analizar como
las n ocion es d e en ten d im ien to s e hallan d en tro d e ella. Si hay
círcu lo, es el propio círculo de la cultura.
CAPITULO 11

CONCLUSION: EL ESTRUCTURALISMO Y LAS


CARACTERISTICAS DE LA LITERATURA

L 'endroit le plu s érotiq u e d ’un corp s


ti‘est-il pas lá oü le vétement báille? *
B a r t h es

«Creo que el nombre de estructuralismo debería reservarse


hoy para un movimiento metodológico que reconoce específica;
mente su vínculo directo con la lingüística», observa Barthes. «En
mi opinión, sería el criterio de definición más preciso» (Une pro-
blém atique du sens, p. 10). La definición es apropiada, pero, como
habrán mostrado los capítulos anteriores, muy poco precisa. Los
enfoques que podría incluir son extraordinariamente diversos, tan­
to en su concepción de la crítica como en su uso de la lingüística.
De hecho, parece que la lingüística ha afectado a la crítica fran­
cesa de tres formas distintasííXnte todo, como ejemplo de una
disciplina «científica», sugirió a los críticos que el deseo de ser
riguroso y sistemático no entrañaba necesariamente intentos de ex­
plicación causal. Un elemento podía explicarse por su lugar en una
red de relaciones más que en una cadena de causa y efecto. Por
eso, el modelo lingüístico ayudó a justificar el deseo de abando­
nar la historia literaria y la crítica biográfica; y, si bien la idea
de que se estaba haciendo crítica científica indujo en ocasiones a

* «¿Acaso no es el lugar más erótico de un cuerpo aquel en que el


vestido bosteza?»

357
adoptar una actitud arrogante, la conclusión de que la literatura
se podía estudiar como un sy stém e qui n e con n ait q ue so n ordre
p rop re 1 —un sistema que sólo conoce su orden propio— ha sido
eminentemente saludable, al garantizar a los franceses algunos de
los beneficios del N ew C riúcism angloamericano sin inducir al error
de convertir el texto individual en un objeto autónomo que deba
enfocarse con una tabula rasa.
”2 } En segundo lugar, la lingüística proporcionó una serie de con­
ceptos que podían usarse ecléctica y metafóricamente al analizar
las obras literarias: significante y significado, lan gu e y parole, re­
laciones sintagmáticas y paradigmáticas, los niveles de un sistema
jerárquico, las relaciones distribucionales e integradoras, la natu­
raleza diacrítica o diferencial del significado, y otras nociones sub­
sidiarias como los sh ifters o las expresiones performativas. Desde
luego, esos conceptos pueden emplearse con habilidad o con inep­
titud; por sí mismos, en virtud de su origen lingüístico, no produ­
cen una visión introspectiva. Pero el uso de esos términos puede
ayudarnos a identificar relaciones de distintos tipos, tanto reales
como virtuales, dentro de un solo nivel o entre niveles, que son
responsables de la producción del significado.
Si no se usan eclécticamente esos conceptos, sino que se los
considera constituyentes de un modelo lingüístico, tenemos un ter­
cer modo como la lingüística puede afectar a la crítica literaria:
proporcionar un conjunto de instrucciones generales para la inves­
tigación semiótica. La lingüística indica cómo debemos emprender
el estudio de los sistemas de signos. Este es un argumento más
convincente sobre la pertinencia de la lingüística que los de los
otros dos casos, y es la orientación que, según hemos considerado
aquí, caracteriza al estructuralismo propiamente dicho.
Pero dentro de 'esa perspectiva general hay modos diferentes
de interpretar el modelo lingüístico y de aplicarlo al estudio de la
literatura. En primer lugar, existe el problema de si los métodos
lingüísticos deben aplicarse directa o indirectamente. Como la
literatura es, a su vez, lenguaje, es por lo menos plausible que las
técnicas lingüísticas, cuando se apliquen directamente a los textos
de poemas, novelas, etc., puedan ayudar a explicar su estructura y
significado. ¿Es realmente ésa una misión que la lingüística puede

358
cumplir, o hemos de aplicar sus métodos indirectamente desarro­
llando otra disciplina, análoga a la lingüística, para estudiar la for­
ma y el significado literarios? En segundo lugar, está la cuestión
de si la lingüística, aplicada directa o indirectamente, proporciona
un «procedimiento de descubrimiento» o método preciso de aná­
lisis que conduzca a corregir las descripciones estructurales o si
ofrece sólo un marco general para la investigación semiótica que
especifique la naturaleza de sus objetos, la condición de sus hipó­
tesis y sus modos de evaluación.
Si se combinan esos dos conjuntos de alternativas, propor­
cionan un resumen esquemático de cuatro posiciones diferentes. La
primera afirma que la lingüística proporciona un procedimiento de
descubrimiento que puede aplicarse directamente al lenguaje de la
literatura y que revelará las estructuras poéticas. Los análisis dis-
tribucionales de Jakobson entran dentro de este apartado, y he in­
tentado mostrar que sus inadecuaciones demuestran la necesidad
de rechazar ese uso particular de la lingüística. En lugar de dar por
sentado que la descripción lingüística revelará los efectos literarios,
debemos partir de los propios efectos y después buscar una expli-,
cación en la estructura lingüística.
Greimas parte de la hipótesis de que la lingüística, y en par­
ticular la semántica, debe poder explicar el significado de todas cla­
ses, incluido el significado literario. Pero, como muestran con toda
claridad sus intentos de desarrollar esa semántica, la lingüística
no proporciona un algoritmo para el descubrimiento de los efectos
semánticos. De hecho, las conclusiones principales que se despren­
den de un estudio de su teoría son las de que el significado en lite­
ratura no puede explicarse mediante un método que avance desde
las unidades más pequeñas hasta las mayores; aunque la organiza­
ción semántica última de un texto puede ser especificable en tér­
minos lingüísticos, el proceso por el que se alcanzan dichos efectos
entraña algunas expectativas complejas y operaciones semánticas.
De modo que la obra de Greimas puede colocarse en la segunda
categoría. Demuestra que, aunque la lingüística no proporciona un
procedimiento para el descubrimiento de la estructura litera­
ria, algunas de las complejas operaciones de la lectura pueden
identificarse por lo menos en parte mediante un intento de aplicar

359
las técnicas lingüísticas directamente al lenguaje de la literatura.
Pasando de la aplicación directa a la indirecta de los modelos
lingüísticos, encontramos dos posiciones análogas a las de Jakob­
son y Greimas. La primera da por sentado que la lingüística pro­
porciona procedimientos de descubrimiento que pueden aplicarse,
por analogía, a cualquier corpus de datos semióticos. Los proble­
mas con que tropieza Barthes en S ystém e d e la m o d e indican que
esa forma de basarse en los modelos lingüísticos puede conducir a
una incapacidad para determinar lo que se está intentado explicar.
En el estudio de la literatura esa actitud caracteriza a la Gram-
m aire du D écam éron, de Todorov, y otras obras críticas que dan
por sentado que si aplicamos las categorías lingüísticas metafóri­
camente a un corpus de texto produciremos resultados que son
tan válidos como una explicación de un sistema lingüístico, o que
las operaciones de segmentación y clasificación, aplicadas a un cor-
pus de relatos, producirán una «gramática» de la narración o de
la estructura de la trama. Cuando se usa de ese modo, el modelo
lingüístico hace posible una gran diversidad de descripciones es­
tructurales, y en ocasiones los estructuralistas han intentado de­
fender su uso del modelo afirmando que los resultados de la in­
determinación metodológica son de hecho propiedades de las pro­
pias obras literarias: si pueden descubrirse muchas estructuras es
porque la obra tiene una diversidad de estructuras. Naturalmente,
esa orientación puede conducir a una rigurosa falta de pertinencia.
Cualquier principio o conjunto de categorías procedente de la lin­
güística puede usarse como un procedimiento de descubrimiento,
a partir de la hipótesis de que su uso como procedimiento de des­
cubrimiento está justificado por la analogía lingüística; y así se
rechaza, elude o desconoce el problema de la evaluación.
Ese problema sólo puede resolverse si pasamos a la cuarta
posición y usamos la lingüística, no como método de análisis, sino
como modelo general para la investigación semiológica. Indica
cómo debemos emprender la construcción de una poética que sea
a la literatura lo que la lingüística al lenguaje. Ese es el uso más
apropiado y eficaz del modelo lingüístico y presenta la ventaja
particular de convertir la lingüística en fuente de claridad meto­
dológica y no de vocabulario metafórico. El papel de la lingüística

360
es insistir en que hay que construir un modelo para explicar la
forma y el significado de las oraciones para los lectores expertos,
que hay que empezar aislando un conjunto de hechos por expli­
car, y que hay que verificar las hipótesis por su capacidad para
explicar esos efectos.
La propuesta de que la competencia literaria es el objeto de la
poética encontrará alguna resistencia basada en que cualquier cosa
que se parezca a la competencia que pudiéramos identificar sería
demasiado indeterminada, variable y subjetiva como para servir de
base para una disciplina coherente. Esas objeciones están justifica­
das en parte, e indudablemente sérá difícil seguir un camino inter­
medio, evitando, por un lado, los peligros de un enfoque experi­
mental o sociopsicológico que tomaría demasiado en serio la actua­
ción efectiva e indudablemente idiosincrásica de los lectores indi­
viduales, y, por otro lado, los peligros de un enfoque pura­
mente teórico, cuyas normas postuladas podrían tener poca re­
lación con lo que los lectores hacen realmente. Pero, a pesar de
esa dificultad, el caso es que, a no ser que rechacemos las activi­
dades de la enseñanza y de la crítica, es inevitable alguna concep-
cepción de las normas interpersonales y de los procedimientos
de la lectura. La noción de formación literaria o de argumentación
crítica tiene sentido sólo si la lectura no es un proceso idiosincrá­
sico y fortuito. Hacer que alguien entienda un texto o una inter­
pretación requiere puntos de partida comunes y operaciones men­
tales comunes. El desacuerdo con respecto a un texto es de interés
sólo porque damos por sentado que el acuerdo es posible y que
cualquier desacuerdo tendrá motivos que puedan reconocerse. En
realidad, notamos las diferencias de interpretaciones precisamente
porque damos por sentado el acuerdo como el resultado natural
de un proceso comunicativo basado en convenciones compartidas.
Así, pues, debe quedar claro que la noción de competencia no
conduce, como podrían temer algunos estructuralistas, a una reha­
bilitación del sujeto individual como fuente de significado. El úni­
co sujeto en cuestión es una construcción abstracta e interpersonal:
Ce n’e st plu s je qui lit\: le tem p s im p erson n el d e la régularité, d e
la grille, d e la l’hartm m ie s ’enípare d e c e je d isp ersé d'avoir lu:
alors on lit («Ya no soy y o quien lee: el tiempo impersonal de la

361
No existe método estructuralista tal, que, aplicado a un texto,
nos descubra automáticamente su estructura. Pero existe una es­
pecie de atención que podríamos llamar estructuralista: un deseo
de aislar códigos, de nombrar los diferentes lenguajes con los que
yentre los que juega el texto, superar el contenido manifiesto
hasta llegar a una serie de formas y después convertir esas formas
uoposiciones o modos de significación en la esencia del texto.
«No podemos comenzar el análisis de un texto», dice Barthes en
un artículo titulado Par otf co m m en cer? ,

sin antes examinar semánticamente (el contenido), ya sea


temático, simbólico o ideológico. El (inmenso) trabajo que
queda por hacer consiste en seguir esos primeros códigos,
identificar sus términos, esbozar sus secuencias, pero tam­
bién en postular otros códigos que se vislumbran en la pers­
pectiva del primero. En resumen, si exigimos el derecho a
comenzar con cierta condensación de significado es porque
el movimiento del análisis, con su infinita prolongación, con­
siste en destrozar el texto, la primera nebulosa de signifi­
cado, la primera imagen de contenido. Lo que está en juego
en el análisis estructural no es la verdad del texto, sino su
pluralidad; la tarea no consiste en partir de las formas para
percibir, clarificar o formular el contenido (en ese caso, no
habría necesidad de un método estructuralista), sino, al con­
trario, en esparcir, posponer, desencajar, descargar el sig­
nificado mediante la acción de una disciplina formal. {Le
D egré zéro d e l ’écritu re, p. 155.)

En Sarrasine de Balzac, por ejemplo, el contenido inicial con­


siste en el contrato amoroso del narrador con una bella mujer
(ésta le concede una cita para oír el relato), la explicación de la
fortuna de Lanty que el relato ofrece, y la aventura del joven es­
cultor que se enamora de una cantante de ópera, sin saber que
ella/él es un eunuco. Ese contenido se «desconstruye», se descom­
pone en los distintos códigos que recorren el texto, y después la
acción de dichos códigos se convierte en el tema principal de aná­
lisis. ¿Cómo se produce el significado? ¿Qué resistencia encuen-

362
regularidad, de la rejilla, de la armonía se ampara de ese y o dis­
perso por haber leído: entonces s e lee) (Kristeva, C om m ent parler
el la littérature, p. 48). El sujeto que lee está constituido por una
serie de convenciones, las rejillas de la regularidad y de la inter-
subjetividad. El «yo» empírico queda disperso entre esas conven­
ciones que usurpan su lugar en el acto de la lectura. En realidad,
precisamente porque la competencia no es coextensiva al sujeto in­
dividual se requiere esa noción.
¿Cuál es el papel de una poética estructuralista? En cierto
sentido su misión es humilde: volver lo más explícito posible lo
que conocen implícitamente todos aquellos que se ocupen de la
literatura lo suficiente como para interesarse por la poética. Visto
así, no es hermenéutico; no propone interpretaciones sorprenden­
tes ni resuelve debates literarios; es la teoría de la práctica de la
lectura.
Pero es evidente que el estructuralismo e incluso la poética
estructuralista ofrecen también una teoría de la literatura y un
modo de interpretación, aunque sólo sea al centrar la atención en
ciertos aspectos de las obras literarias y en características particu­
lares de la literatura. El intento de entender cómo damos sentido
a un texto nos induce a concebir la literatura, no como represen­
tación o comunicación, sino como una serie de formas que obede­
cen a la producción de significado y le oponen resistencia. El
análisis estructural no avanza hacia un significado ni descubre el
secreto de un texto. La obra, como dice Barthes, es como una
cebolla,
una construcción de capas (o niveles, o sistemas) cuyo cuer­
po no contiene al final ni corazón ni meollo ni secreto ni
principio irreductible, nada más que la infinitud de sus pro­
pias envolturas, que no envuelve otra cosa que la unidad de
sus propias superficies. (S tyle and its Im age, p. 10.)
Leer es participar en el juego de un texto, localizar zonas de
resistencia y transparencia, aislar formas y determinar su conteni­
do y después considerar ese contenido, a su vez, como una forma
con su propio contenido, seguir, en resumen, la interacción de la
superficie y la envoltura.

363
tra? ¿Qué significado podemos encontrar en el propio proceso de
significación? ¿Qué nos dicen las formas del relato sobre las aven­
turas del significado?

il est m ortel, dit le tex te, d e le v e r le trait séparateur, la


barre paradigm atique qui p erm et au sen s d e fon ction n er
( c ’e st le m ur d e l ’a n tith ése), a la v ie d e se rep rod m re ( c ’est
l’op p osition d es sex es), aux biens d e se p ro teg er ( c ’est la
r é g le d e con tra t). En som m e, la n o u v elle représente (n ou s
som m es dans un art du lisib le) un effo n d rem en t gén éra lisé
d es éco n o m ies... C ette m éton ym ie, en abolissant las barres
paradigm atiques, abolit le p o u v oir d e substituer légalement,
qui fo n d e le se n s ... Sarrasine rep résen te le trou b le m ém e d e
la représen tation, la circu lation d é r é g lé e ( pandém iq u e) des
sign es, d es sexes, d es fortu n es.

(«es mortal, dice el texto, alzar el guión de separación, la


barra paradigmática que permite al significado funcionar (es
el muro de la antítesis), a la vida reproducirse (es la oposi­
ción de los sexos), a los bienes protegerse (es la regla de
contrato). En resumen, el relato rep resen ta (estamos en un
arte de lo legible) un hundimiento generalizado de las eco­
nomías... Esa metonimia, al abolir las barras paradigmáticas,
anula el poder de su bstituir legalm en te, que fundamenta el
sentido... Sarrasine representa el propio problema de la re­
presentación, la circulación descompuesta (pandémica) de los
signos, de los sexos, de las fortunas.) {S/Z, pp. 221-2.)

Ese es el tipo de recuperación última hacia el que la crítica


estructuralista se dirige: leer el texto como una exploración de la
escritura, de los problemas de articulación de un mundo. Así,
pues, la crítica pasa a centrarse en el juego de lo legible y lo ile­
gible, en el papel de las lagunas, del silencio, de la opacidad.
Aunque puede considerarse ese enfoque como una versión del
formalismo, el intento de convertir el contenido en forma y des­
pués leer la significación del juego de las formas no refleja un de­
seo de fijar el texto y reducirlo a una estructura, sino un intento

364
de captar su fuerza. La fuerza, el poder de cualquier texto, hasta
el más descaradamente mimético, radica en esos momentos que
superan nuestra capacidad para categorizar, que chocan con nues­
tros códigos interpretativos pero, aún así, parecen ciertos. Las pa­
labras de Lear: Pray you , u n d o this bu tton ; thank you , sir («Os
lo ruego, desabrochadme este botón; gracias, señor») es un res­
quicio, un desplazamiento modal que nos deja con dos bordes y
un abismo abierto entre ellos; el «rosado albor de una apoteosis»
de Milly Theale ante el retrato de Bronzino —«M illy se reco­
noció exactamente en palabras que no tenían nada que ver con
ella. ‘Nunca seré mejor que esto’»— son algunos de esos inters­
ticios en que hay un cruce de lenguajes y una sensación de que el
texto se nos está escapando en varias direcciones a la vez. Definir
semejantes momentos, hablar de su fuerza, sería identificar los có­
digos que encuentran resistencia ahí y delinear los vacíos dejados
por un cambio de lenguaje.
La ficción narrativa puede mantener juntos en un mismo espa­
cio una diversidad de lenguajes, niveles de enfoque, puntos de
vista, que serían contradictorios en otro tipo de discurso organi­
zado hacia un fin empírico particular. El lector aprende a habérse­
las con esas contradicciones y se convierte, como dice Barthes, en
un protagonista de las aventuras de la cultura; su placer proce­
de de «la cohabitación de lenguajes, que funcionan unos junto
a otros» {Le Plaisir du tex te, p. 10). Y el crítico, cuya tarea es
revelar y explicar ese placer, como el aspecto afortunado de Babel,
un conjunto de voces, identificables o inidentificables, que rozan
unas con otras y producen a un tiempo deleite e mcertidumbre.
En la sección 7 d e T he O pen B oat de Crane, por ejemplo, des­
pués de que se nos dice que la naturaleza era «indiferente, com­
pletamente indiferente», encontramos uno de esos curiosos pasa­
jes que seduce y escapa: *

Quizá sea plausible que un hombre en esa situación, impre­


sionado por la despreocupación del universo, vea los innu­
merables errores de su vida y haga que le sepan mal en su
mente y desee otra oportunidad. Una distinción entre lo
correcto y lo falso le parece absurdamente clara, entonces,

365
en esa nueva ignorancia al borde de la tumba, y entiende que,
si se le diera otra oportunidad, corregiría su conducta y
sus palabras, y sería mejor y más brillante en una presenta­
ción o tomando el té.

¿Ironía virulenta? ¿O un intento de dejar que la ironía diga


lo que tenga que decir y después salvar lo que quede? ¿Quién dice
«plausible», «absurdamente», «ignorancia»? ¿Por qué «entiende»
en lugar de «cree»? ¿Corresponde alguna otra cosa a «entiende»?
Y, sobre todo, ¿de dónde procede la última frase? Podemos in­
tentar seleccionar los distintos momentos del lenguaje o podemos
preferir leer en ese pasaje la dificultad de superar lo que Barthes
llama el «apagarse de las voces»: se empujan unas a otras, pero
ofrecen pocos asideros para el proceso de naturalización.
Así, los enigmas, los vacíos, los cambios, se convierten en una
fuente de placer y de valor. «Ni la cultura ni su destrucción es eró­
tica», dice Barthes, sino sólo la grieta entre ellas, el espacio en
que sus bordes se frotan:

c e n ’est pas la v io len ce qui im pression n e le plaisir; la des-


tru ction n e l’in téresse pas; c e qu’il veu t, c ’e st le lieu d ’une
p erte, c ’est la faille, la cou pu re, la déflation, le fading qui
saisit le su jet au co eu r d e la jouissance.

(«no es la violencia lo que impresiona al placer; la destruc­


ción no le interesa; lo que quiere es el lugar de una pérdida,
la falla, el corte, la deflación, el fading que se apodera del
sujeto en pleno goce».) (lib d ., p. 15.)

Por eso, no es sorprendente que a pesar de su expresada


admiración por los textos más modernos y radicales, los estruc­
turalistas hayan tenido más éxito en sus análisis de obras que
contienen amplias porciones de «sombra» («un poco de ideolo­
gía, un poco de mimesis, algún sujeto»), obras que hacen consi­
derable uso de los códigos tradicionales y en que, por tanto, pue­
den localizar momentos de indeterminación, de incertidumbre, de
exceso. Precisamente la obra tradicional, la obra que no podría

366
escribirse en la actualidad, es la que más puede beneficiarse de la
crítica, y la crítica que obtiene el mayor éxito es la que presta
atención a su rareza, despertando en ella un drama cuyos actores
son todas esas hipótesis y operaciones que hacen del texto la obra
de una época. No se salva a Balzac volviéndolo actual —leyéndolo,
por ejemplo, como un crítico de la sociedad capitalista—, sino sub­
rayando su rareza: la inmensa confianza pedagógica, la fe en la
inteligibilidad, la concepción preindividualista del personaje, el
convencimiento de que la retórica puede convertirse en un ins­
trumento de verdad; en resumen, la diferencia de su enfoque de
los problemas del significado y del orden.
Una crítica que se centre en las aventuras del significado quizá
sea más adecuada que cualquier otra para la que debería ser la
misión más importante de la crítica: la de volver interesante el
texto, la de combatir el aburrimiento que acecha detrás de todas
las obras, esperando instalarse en ella, si la lectura se extravía o
zozobra, II n ’y a pas á ’en n u i sin cére, dice Barthes. En última ins­
tancia, no podemos aburrirnos sinceramente, porque el aburri­
miento llama la atención sobre ciertos aspectos de la obra (sobre
modos particulares de fracaso) y nos permite volver interesante el
texto averiguando cómo y por qué aburre. U ennui n ’est pas loin de
la jou issa n ce: il est la jou issa n ce im e d es riv es du plaisir («El abu­
rrimiento no queda lejos del goce: es el goce visto desde las ori­
llas del placer») {ibid., p. 43). Un texto aburrido no consigue ser
lo que deseamos; si fuéramos capaces de convertirlo en un desafío
a nuestro deseo, de localizar un ángulo desde el que pudiéramos
verlo como rechazo o dislocación, en ese caso sería un tex te d e
ju oissa n ee; pero, cuando lo vemos desde las orillas del placer y
nos negamos a aceptar su desafío, se convierte simplemente en
ausencia de placer. Una crítica semiológica debe conseguir reducir
las posibilidades de aburrimiento enseñándonos a encontrar desa­
fíos y peculiaridades en obras que sólo la perspectiva del placer
volvería aburridas.
Generalmente la crítica pasa por alto el aburrimiento. Un mo­
delo que nos permite hablar de él o lo convierte en el fondo
sobre el cual se produce la lectura aporta una nota realista y salu­
dable. Entre otras cosas, porque los diferentes ritmos de la

367
lectura, que afectan a la estructuración del texto, parecen resultar
del imperativo más apremiante: el deseo de escapar al aburri­
miento: «Si lees despacio, si lees todas y cada una d e las palabras
de una novela de Zola, se te caerá el libro de las manos» {ibid.,
p. 23). Al leer una novela del siglo xix, hay momentos en que
aceleramos la marcha y otros en que la aflojamos, y el ritmo de
nuestra lectura es un reconocimiento de la estructura: podemos
pasar rápidamente por sobre las descripciones y conversaciones
cuyas funciones identificamos; esperamos algo más importante,
punto en que aflojamos el ritmo de lectura. Si invirtiéramos dicho
ritmo, indudablemente llegaríamos a aburrirnos. Con un texto mo­
derno que no podemos organizar como las aveuturas de un perso­
naje, no podemos dar saltos ni regular la velocidad del mismo modo
sin tropezar con la opacidad y el aburrimiento; hemos de leer más
despacio, saboreando el drama de la oración, explorando las inde­
terminaciones locales, y desarrollando el proyecto general que pro­
mueven o resisten: n e pas d évo rer, ne pas avaler, mais brouter,
ton d re a v ec m inutie {ibid., pp. 23-4). No podemos devorar ni engu­
llir, sino que debemos pacer, mordisqueando cuidadosamente cada
bocado de hierba. Una crítica basada en una teoría de la lectura
debería tener por lo menos la virtud de estar dispuesta a pregun­
tarse, en relación con la obra que esté estudiando, qué operaciones
de lectura serán más apropiadas para reducir el aburrimiento y
para despertar el drama latente en todos los textos.
De hecho, es de suponer que el estructuralismo intentará,
como dice Barthes, elaborar una estética basada en el placer del
lector («las consecuencias serían enormes»).2 Cualesquiera que
fueran sus otros resultados, indudablemente conduciría a la des­
trucción de los distintos mitos de la literatura. Ya no necesitaría­
mos convertir la unidad orgánica en un criterio de valor, sino
que podríamos permitirle funcionar simplemente como una hipó­
tesis de lectura, pues seríamos más conscientes de que con fre­
cuencia nuestro placer procede del fragmento, del detalle incon­
gruente, del exceso encantador de ciertas descripciones y elabora­
ciones, de la oración construida cuya elegancia sobrepasa su fun­
ción o de los defectos en un plan grandioso. Podríamos no necesi­
tar ya dar por sentado que todas las palabras y oraciones de un

368
texto merecen leerse con igual cuidado porque el autor las haya
seleccionado, sino que podríamos reconocer que nuestro placer y
admiración puede depender de un ritmo de lectura variable. Si no
veneráramos la obra literaria tanto, podríamos gozar de ella bas­
tante más, y no hay camino más seguro para el goce de ese tipo que
una crítica que intente volver explícitas las convenciones de la
lectura y los costes y beneficios de aplicarlas a distintas obras.
Pero el placer no es el único valor a cuyo servicio podría estar
un estudio estructuralista de la literatura. Es un concepto que hizo
su aparición bastante tarde en las discusiones estructuralistas, como
si sólo se pudiera ofrecer como valor, una vez que se ha defendido
la posición en otros términos. La tesis básica sería la de que una
crítica que estudia la producción del significado arroja luz sobre
una de las actividades humanas más fundamentales, que se produ­
ce en el propio texto y en el encuentro del lector con el texto.
El hombre no es simplemente h o m o sapiens, sino también hom o
sign ifica n s: un ser que da sentido a las cosas. La literatura ofrece
un ejemplo o imagen de la creación del significado, pero eso es
sólo la mitad de su función. Como ficción, guarda una relación pe­
culiar con el mundo; el lector es quien debe completar, reordenar,
introducir los signos en el dominio de la experiencia. De ese modo,
expone todos los rasgos desafortunados y todas las incertidumbres
del signo e invita al lector a participar en la producción del signi­
ficado para superarlos o por lo menos reconocerlos. La primera
oración de una novela, por ejemplo, es algo muy extraño: «Emma
Woodhouse, bella, inteligente, y rica, con un hogar cómodo y un
carácter alegre, parecía reunir algunas de las mejores gracias de la
vida; y en los casi veintiún años que había vivido en el mundo
había conocido muy pocas aflicciones y disgustos.» Esta oración
ofrece una imagen de confianza, de plenitud de significado y de
organización; pero, al imsmo tiempo, está incompleta; el lector ha
de hacer algo con ella, ha de reconocer la insuficiencia del lenguaje
por sí solo, y ha de intentar introducirla dentro de un orden de
signos para que pueda satisfacer. La literatura ofrece la mejor de
las ocasiones para explorar las complejidades de orden y de signi­
ficado.
El proyecto estructuralista o semiológico está regido por un

369
doble imperativo, intelectual y moral. N ous n e so m m es riett d ’autre,
en d ern iére analyse, q u e n o tre sy stém e écritu re/ lectu re, escribe
Sollers (L ogiques, p. 248). En última instancia, no somos otra
cosa que nuestro sistema de lectura y escritura. Nos leemos y enten­
demos a nosotros mismos a medida que seguimos las operaciones
de nuestro entendimiento y, Jo que es más importante, a medida
que experimentamos los límites de dicho entendimiento. Cono­
cerse a sí mismo es estudiar los procesos intersubjetivos de articula­
ción e interpretación por los que surgimos como una parte del
mundo. Quien no escribe, diría Sollers —quien no aborda acti­
vamente ese sistema ni trabaja sobre él—, se ve «escrito» por el
sistema. Se convierte en el producto de una cultura que lo esquiva.
Y así, como dice Barthes, «el problema ético fundamental es reco­
nocer los signos donde quiera que estén; es decir, no confundir los
signos con los fenómenos naturales y proclamarlos en lugar de ocul­
tarlos» (Une problém atiq u e du sen s, p. 20). El estructuralismo ha
logrado revelar muchos signos; ahora su misión debe ser la de or­
ganizarse de forma más coherente para explicar cómo funcionan di­
chos signos. Ha de intentar formular las reglas de sistemas particu­
lares de convenciones y no limitarse a afirmar su existencia. El mo­
delo lingüístico, aplicado adecuadamente, puede indicar cómo pro­
ceder, pero no puede hacer mucho más. Ha ayudado a proporcionar
una perspectiva, pero todavía entendemos muy poco nuestra for­
ma de leer.
NOTAS

Capítulo 1, El fundamento lingüístico

1. C. Lévi-Strauss, Anthropologie structurale. El artículo se publicó por


primera vez en Word en 1945.
2. Cf. N. C. W. Spence, «A hardy perennial: the problem of la langue
and la parole».
3. Véase Lévi-Strauss, op. cit., p. 306; y Dan Sperber, «Le structura-
lisme en anthropologie», pp. 222-3.
4. C. Hockett, A Manual of Phonology, p. 17. Cf. N. Chomsky, Lan-
guage and Mind (Trad. esp.: El lenguaje y el entendimiento, Barcelona,
Seix-Barral, 1971), p. 61; y M. Halle, «The strategy of phonemics», p. 198.
5. C. Lévi-Strauss, Le Totétnisme aujourd’hui. p. 130. Cf. A. J. G.
Greimas, Sémantique structurale, pp. 18-25.
6. Véase R. Barthes, Mythologies, pp. 193-247.
7. Véase M. Foucault, Naissance de la clinique.
8. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations (Oxford, 1963),
p. 59.
9. C. Hockett, «A formal statement of morphemic analysis», p. 27. Cf.
B. Bloch y G. L. Trager, Outline of Linguistic Analysis, p. 68; y N. Choms­
ky, «A Transformational Approach to Syntax», p. 212.
10. Véase N. Chomsky, ibid., p. 221; C. Hockett, «Two models of
grammatical description», pp. 223-4; y un análisis general del problema en
Chomsky, Current Issues in Linguistic Tbeory, pp. 75-95.
11. M. Joos, The Englisb Verb (Madison, Wisc., 1964), p. 3.
12. J. Kristeva, Semiotiké, p. 281; cf. p. 174.
13. Cari Hempel, «Fundamentáis of Taxonomy», en Aspects of Scien-
tific Explanation (Nueva York, 1965), pp. 137-54.
14. Véase J. Culler, «Phenomenology and structuralism».
15. Véase E. Donato, «Of structuralism and literature», p. 558; y J.-M.
Benoist, «The end of structuralism», pp. 40-53.
16. M. Heidegger, Der Satz vom Grund (Pfuilingen, 1957), p.161.
17. Véase J. Lacan, Ecrits, pp. 93-100.

371
Capítulo 2. El desarrollo de un método: dos ejemplos

1. T. Todorov, «De la sémiologie á la rhétorique», p. 1323. Cf. J. Kris­


teva, Semiotiké, pp. 60-89.
2. Vol. 1: Le Cru et le cuit; vol. 2: Du Miel aux cendres-, vol. 3:
L’Origine des manieres de table-, vol. 4: L’Homme nu.
3. R. Poole, «Structures and materials», p. 21. Cf. Todorov, op. cit.
4. J. Viet, Les Méthodes structuralistes dans les Sciences sociales, p. 78.
Se refería al primer método de Lévi-Strauss.
5. J. A. Boon, From Symbolism to Structuralism, p. 97. Véase un co­
mentario en mi recensión, The Human Context 5: 1 (1973).
6. C. Lévi-Strauss, L ’Origine des manieres de table, p. 160, y «Le
sexe des astres», p. 1168.
7. Véase G. Genette, Figures II, pp. 101-22.

Capítulo 3. Los análisis poéticos de Jakobson

1. P. Valéry, Oeuvres, ed. Jean Hytier (París, 1957) I, p. 1440.


2. J. Mukarovsky, «Standard Language and Poetic Language», p. 19.
El concepto deriva del formalismo ruso.
3. Véanse ejemplos en Questions de poétique, pp. 285-483; N. Ruwet,
Language, musique, poésie, pp. 151-247; J. Geninasca, Analyse structurale
des Chiméres de Nerval. El ejemplo comentado es «Une microscopie du
dernier Spleen dans les Fleurs du Mal», de Questions de poétique.
4. Véase M. Grevisse, Le Bon Usage, 8.a edición (París, 1964), p. 378.
5. J. Culler, «Jakobson and the linguistic analysis of literary texts»,
p. 56. La respuesta de Jakobson está en Questions de poétique, pp. 496-7.
6. L. Cellier, «Oü en sont les recherches sur Gérard de Nerval», Ar­
chives des lettres modernes 3 (mayo de 1957), p. 24. Cf. Cellier, «Sur un
vers des Chiméres», Cahiers du Sud 311 (1952).

Capítulo 4. Greimas y la semántica estructural

1. J. Katz y J. Fodor, «The Structure of a Semantic Theory», Cf. Katz,


«Semi-Sentences».
2. El mejor análisis, aunque no menciona los problemas literarios, es
el de E. U. Grosse, «Zur Neuorientierung der Semantik bei Greimas». La
recensión de J.-C. Coquet, «Questions de sémantique structurale», no es
crítica. Véase también la recensión de Stephen Ullmann en Lingua, 18
(1967).
3. Pero véase C. Zilberberg, «Un essai de lecture de Rimbaud»;
J.-C. Coquet, «Combinaison et transformation en poésie», y «Problémes de
l’analyse structurale du récit. L'Etranger d’Albert Camus».
4. Véase C. J. Fillmore, «The Case for Case»; J. M. Anderson, «Er-

372
gative and nominative in English», Journal of Linguistics, 4 (1968); y
M. A. K. Halliday, «Notes on transitivity and theme in English», ibid., 3
(1967) y 4 (1968).
5. Véase T. A. Dijk, «Some problems of generative poetics»; I. Bellert,
«On a condition of the coherence of texts»; L. Lonzi, «Anaphore et récit»;
y W. Kummer, «Outlines of a model for a grammar of discourse», Poetics, 3
(1972).
6. Véase J.-P. Richard, L’Univers imaginaire de Mallarmé (París, 1961);
y Paysage de Chateaubriand (París, 1967).
7. F. Rastier, «Systématique des isotopies», p. 96. Identifica correcta­
mente el fin, pero no lo alcanza.
8. T. A. van Dijk, «Sémantique structurale et analyse thématique»,
p. 41. Cf. P. Madsen, «Poétiques de contradictions».
9. A. J. Greimas, Essais de sémiotique poétique, p. 19. Desgraciada­
mente, Greimas no analiza este problema.

Capítulo 5. Las metáforas lingüísticas en la crítica

1. J.-P. Richard, Poésie et profondeur (París, 1955), p. 9; J. Staro-


binski, «Remarques sur le structuralisme», p. 277.
2. Véase su contribución a Structuralism: An Introduction, ed. Robey.
3. M. Proust, A la recherche du temps perdu, ed. Clarac y Ferré (Pa­
rís, 1954), I, p. 855.
4. J. L. Austin, «Performative-Constative», en Philosophy and Ordi-
nary Language, ed. C. Catón (Urbana, 111., 1963). Cf. E. Benveniste, Pro-
blémes de linguistique générale, pp. 269-76.

Capítulo 6. La competencia literaria

1. Harold Bloom, The Visionary Company (Nueva York, 1961), p. 42.


2. Ibid.
3. P. Valéry, Oeuvres, II, pp. 629 y I, pp. 1439-41.
4. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, p. 59.
5. Véase N. Chomsky, Aspects of the Theory of Syntax, p. 19.
6. L. Wittgenstein, op. cit., p. 144.

Capítulo 7. Convención y naturalización

1. A. Thibaudet, Physiologie de la critique (París, 1930), p. 141.


2. J. Derrida, De la grammatologie p. 23. Cf. La Voix et le phéno-
méne, passim.
3. Platón, Fedro. Cf. J. Derrida, «La pharmacie de Platón», en La
Dissémination.

373
4. Mme. de Lafayette, «La Comtesse de Tende», en Romans et nou-
velles, ed. E. Magne (París, 1961), p. 410.
5. Domairon, Rhétorique frangaise, citado por G. Genette, Figures,
p. 206.
6. Véase Genette, op. cit., pp. 205-21; M. Foucault, Les Mots et les
choses, pp. 57-136; y J. Culler, «Paradox and the language of moráis in
La Rochefoucauld».
7. G. Genot, «L’écriture libératrice», p. 52. Cf. J. Kristeva, Semiotiké,
pp. 211-16.
8. Ludwig Wittgenstein, Tracialus Logicus-Philosopbicus (Londres,
1961).
9. S. Heath, «Structuration of the Novel-Text», p. 74. Cf. The Nou-
veau Román, p. 21.
10. M. Proust, A la recherche du temps perdu, II, p. 406.
11. J. P. Stern, On Realism (Londres, 1973), p. 121.
12. Cf. F. Jameson, «La Cousine Bette and allegorical realism», p. 244.
13. Véase J. Culler, Vlaubert: The Uses of Uncertainty, capítulo II,
sección e.
14. Véase T. Kavanagh, The Vacant Mirror, passim.
15. Agatha Christie, The Body in the Library, cap. I.
16. W. Empson, Sorne Versions of Pastoral (Hammondsworth, 1966),
p. 52.
17. Véase S. Heath, The Nouveau Román, passim-, y Kristeva, op. cit.,
pp. 174-371.
18. Parodies, ed. D. Macdonald (Londres, 1964), p. 218.
19. Véase B. Tomashevsky, «Thematics», pp. 78-92.

Capítulo 8. Poética de la lírica

1. Véase G. Genette, Figures II, pp. 150-1.


2. Ludwig Wittgenstein, Zettel (Oxford, 1967), p. 28.
3. Robert Graves, The Common Asphodel (Londres, 1949), p. 8.
4. Véase R. Jakobson, «Shifters, Verbal Categories, and the Russian
verb»,*en Selected Writings, II, pp. 130-47; E. Benveniste, Problemes de
linguistique générale, pp. 225-66, y J. Lyons, Introduction to Theoretical
Linguistics pp. 275-81.
5. Véase M. A. K. Halliday, «Descriptive Linguistics in Literary Stu-
dies», pp. 57-9.
6. John Ashbery, The Tennnis Court Oath (Middletown, Conn., 1962),
p. 13.
7. John Ashbery, Rivers and Mountains (Nueva York, 1967), p. 39.
8. J. C. Ransom, «Art worries the naturalists», Kenyon Review, 7
(1945), pp. 294-5.
9. Kurt Koffka, Principies of Gestalt Psychology (Nueva York, 1935),
p. 110.

374
10. E. H. Gombrich, A rt and Illusion (Londres, 1959).
11. Véase William Carlos Williams, Collected Earlier Poems (Norfolk,
Conn., 1951), p. 354.
12. J. Cohén, Structure du langage poétique, pp. 165-82. Naturalmen­
te, lo mismo es aplicable a otros tipos de paralelismo poético.
13. Véase P. de Man, Blindness and Insight, p. 185.
14. Véase W. K. Wimsatt, The Verbal Icón (Lexington, Ky, 1954),
pp. 98-100.
15. Véase J. Culler, «Paradox and the language of moráis in La Ro-
chefoucault».
16. Véase C. Brooke-Rose, A Grammar of Mataphor, pp. 146-205.
17. R. Barthes, Le Degré zéro de l’écriture, p. 37. Véase el pasaje de
Mallarmé, «Quant au livre», citado en el capítulo 10.
18. Gabriel Pearson, «Lowell’s Marble Meanings», en The Survival
of Poetry, ed. M. Dodsworth (Londres, 1970), p. 74. Véase V. Forrest-
Thompson, «Levels in poetic convention».
19. El mejor análisis de la convención y la naturalización en poesía es
V. Forrest-Thompson, Poetic Artífice.
20. Donald Davie, «Syntax as Music in Paradise Lost», en The Living
Milton, ed. F. Kermode (Londres, 1960), p. 73. Cf. Christopher Ricks,
Milton’s Grand Style (Oxford, 1963).
21. I. Fónagy, Die Metaphern in der Phonetik (La Haya, 1963). Cf.
T. Todorov, «Le sens des sons».
22. G. Hartman, The Unmediated Vision (Nueva York, 1966), p. 103.
23. Véase H. Kenner, «Some Post-Symbolist Structures», p. 392.
24. D. Davie, Purity of Diction in English Verse (Londres, 1967),
p. 137.
25. Tristan Tzara, 40 chansons et déchansons (Montpellier, 1972), nú­
mero 5.

Capítulo 9. Poética de la novela

1. Véase S. Heath, The Nouveau Román, pp. 187-8.


2. J. Ricardou, Problémes du nouveau román, p. 25. Cf. Heath, op.
cit., pp. 146-9.
3. R. Barthes, «Ce qu’il advient au signifiant», prefacio a Pierre
Guyotat, Edén, Edén, Edén (París, 1970), p. 9.
4. R. Barthes, «Introduction á l’analyse structurale des récits», p. 919.
Cf. G. Prince, «Introduction á l’étude du narrataire».
5. B. Morrissette, Les Romans de Robbe-Grillet (París, 1963). Cf. Heath,
op. cit., pp. 118-21.
6. R. J. Sherrington, Three Novéis by Flaubert (Oxford, 1970), p. 83.
Cf. J. Culler, Flaubert, II, sección c.
7. C. Lévi-Strauss, «L’analyse morphologique des contes russes» y A. J.
Greimas, Du sens, p. 187.
8. J. Rutherford, «The Structure of Narrative» (manuscrito inédito),
Queen’s College, Oxford.
9. C. Bremond, «Observations sur la Grammaire du Décaméron»,
p. 207. Todorov acepta esta observación.
10. S. Chatman, «New ways of analysing narrative structure», p. 6.
Chatman distingue efectivamente entre «núcleos implícitos» y «núcleos ex­
plícitos». Véase otro análisis en J. Culler, «Defining Narrative Units».
11. W. B. Gallie, Philosopby and Historical XJnderstanding (Londres,
1964), p. 26, y pp. 22-50 passitn.
12. C. Lévi-Strauss, «Le triangle culinaire»; Le Cru et le cuit p. 344;
y L’Origine des manieres de table, p. 249.
13. Coleridge, Miscellaneous Criticism, ed. T. Raysor (Londres, 1936),
p. 30.
14. Véase J. Culler, Flaubert, cap. III, sección c; y P. de Man, «The
Rhetoric of Temporality», en Interpretation: Theory and Practice, ed. C.
Singleton (Baltimore, 1969), pp. 173-209.
15. Cf. J. Culler, Flaubert, cap. II, secciones d y e.
16. Barthes, «Introduction á l’analyse structurale des récits», p. 16.
Cf. T. Todorov, Grammaire du Décaméron, pp. 27-30.
17. T. Todorov, Littérature et signification, pp. 58-64. Cf. S. Chatman,
«On the formalist-structuralist theory of character».
18. S. Chatman, «The structure of fiction», p. 212. Cf. C. Bremond,
Logique du récit, passim.

Capítulo 10. Más allá del estructuralismo: T el Q uel

1. S. Mallarmé, «Quant au livre», Oeuvres completes, ed. Mondor y


Jean-Aubry (París, 1945), p. 386.
2. Ludwig Wittgenstein, Pbilosophical Investigations, p. 18.
3. Véase J. Starobinski, Les Mots sous les mots: les anagrammes de
Ferdinand de Saussure.
4. J. Kristeva, Semiotiké, p. 293. Cf. «Linguistique et littérature» (Co­
loquio de Cluny), pp. 69-71.

Capítulo 11. Conclusión: el estructuralismo y las características


de la literatura

1. Véase F. de Saussure, Cours, p. 43.


2. R. Barthes, Le Plaisir du texte, p. 94. Véase un esbozo de las va­
riedades (neurosis) de la lectura en pp. 99-100.

376
INDICE

Prólogo ........................................................................................... 7

P r im e r a pa r t e
El e st r u c t u r a l ism o y l o s m o d e l o s l in g ü ís t ic o s

Capítulo 1
El fundamento lingüístico.......................................................... 15
Langue, p a r o l e .................................................................. 22
Las r e la c io n e s .................................................................. 25
Los s i g n o s ........................................................................... 33
Los procedimientos de descubrimiento . . . . 39
«Generativa» o «transformacional»................................. 43
Consecuencias e in f e r e n c ia s .......................................... 47

Capítulo 2
El desarrollo de un método: dos ejemplos . . . . 55
El lenguaje de la m o d a .................................................. 56
La lógica m itoló gica.......................................................... 66

Capítulo 3
Los análisis poéticos de Jakobson.......................................... 86

377
Capítulo 4
Greimas y la semántica estru ctu ral............................................113

Capítulo 5
Las metáforas lingüísticas en la c r ític a ...................................141
La obra como sistem a.............................................................143
La obra como proyecto sem iótico...................................151

S egunda parte
L a poética

Capítulo 6
La competencia lit e r a r ia .............................................................163

Capítulo 7
Convención y n atu ralizació n .................................................... 188
Ecriture, le c t u r e ......................................................................188
Lo « r e a l » .............................................................................. 201
La vraisemblance c u ltu r a l....................................................202
Los modelos de un g én ero .................................................... 206
Lo natural de modo convencional...................................211
La parodia y la iro n ía .............................................................217

Capítulo 8
La poética de la lír ic a ......................................................................229
Distancia y d e ix is ..................................................................... 234
Las totalidades o rg á n ic as....................................................243
Tema y e p ifa n ía ..................................................................... 249
Resistencia y recuperación....................................................254

Capítulo 9
Poética de la novela ......................................................................270
Lisibilité, illisibilité . . ............................................271
Los contratos n a rra tiv o s .................................................... 275

378
Los có d ig o s...........................................................287
La tram a............................................................................. 291
Tema y sím bolo...................................................316
El personaje . . . . . . . . . . 325

T ercera parte
P e r sp e c t iv a s

Capítulo 10
«Más allá» del estructuralismo: Tel Quel . . . . 339

Capítulo 11
Conclusión: el estructuralismo y las características de la
literatura................................................................... 357

N o t a s ............................................................................371

579
COLECCIÓN ARGUMENTOS

1 Hans Magnus Enzensberger


D etalles
2 Roger Vailland
L acios. Teoría del libertino
3 Georges Mounin
S a u ssu re . P resen tació n y texto s
4 Barrington Moore, Jr.
Poder político y te o ría so cial
5 Paolo Caruso
C o n v ersacio n es con L évi-Strauss, Foucault y Lacan
6 Roger Mucchielli
Introducción a la p sico lo g ía estru c tu ra l
7 Jürgen Habermas
R e sp u e stas a M arcu se
8 André Glucksmann
El D iscurso de la G uerra
9 Georges Mounin
C la v e s p ara la lin g ü ístic a
10 Marthe Robert
A c erca de Kafka. A cerca de Freud
11 Wilhelm Reich
R eich h abla d e Freud
12 Edmund Leach
Un mundo en explosión
13 Timothy Raison
Los p ad res fun dado res d e la cie n c ia so cial
14 Renato de Fusco
A rq u itectu ra com o « m a s s m édium »
Prólogo de O rio l Bohigas
15 Jean-Michel Palmier
Introducción a W ilhelm Reich.
Ensayo so b re el nacim iento del freudo-m arxism o
Prólogo de Ramón G a rcía
16 Wolfgang Abendroth y Kurt Lenk
Introducción a la c ie n c ia po lítica
17 Gilíes Deleuze
N ietzsche y la filo so fía
18 Joseph M . Gillman
P rosperidad en c r is is .
C rítica del k eyn esian ism o
Prólogo de Joan Esteban M arqu illas
19 Giorgio C. Lepschy
La lin g ü ístic a estru c tu ra l
20 Roland Barthes y otros
La teo ría
21 B. Trnka y otros
El C írculo de Praga
Prólogo de Joan A. Argente
22 G ilíes Deleuze
P roust y los sig n o s
23 Georges Mounin
Introducción a la sem io lo g ía
24 Didier Deleule
La p sico lo g ía, mito cien tífico
Prólogo de Ramón G a rcía
25 Raymond Bellour
El libro d e los otros
27 Georges Mounin
C la v e s para la se m á n tica
28 Xavier Rubert de Ventos
La e s té tic a y s u s h e re jía s
II Premio Anagrama de Ensayo
29 Guy Rosolato
E nsayos so b re lo sim bólico
30 Otto Jespersen
La filo so fía de la g ram ática
31 Karl Marx, Friedrlch Engels
C a rta s so b re la s c ie n c ia s d e la n atu raleza y la s
m ate m á tic as
32 Domlnique Lecourt
B achelard o ei d ía y la noche.
Un en sa yo a la luz del m aterialism o d ialéctico
33 Eduardo Subirats
Utopía y sub versió n
34 Antonio Escohotado
De p h ysis a p o lis. La evolución d el pensam iento
filosófico g rieg o d e sd e T ales a S ó c ra te s
35 Jenaro Talens
El e sp a cio y la s m á sc a ra s.
Introducción a la le c tu ra de C ernuda
36 Sebastián Serrano
E lem entos de lin g ü ístic a m atem ática
III Premio Anagrama de Ensayo
37 Harry Belevan
Teoría d e lo fan tástic o
38 Juliet Mitchell
P sic o an álisis y fem inism o
39 Armando Verdiglione (ed.)
Locura y so cied ad se g re g a tiv a
40 Eugenio Trías
El a r tis ta y la ciudad
IV Premio Anagrama de Ensayo
41 j. M. Castellet
L iteratura, id eo lo gía y p olítica
42 Pierre Raymond
La h isto ria y la s c ie n c ia s
Seguido de
Cinco c u e stio n e s so b re la h isto ria d e la s m atem áticas
43 O scar Masotta
E nsayos lacan ian o s
44 Georges Canguilhem
El conocim iento d e la vida
45 Jacques Lacan
P sic o an álisis. Radiofonía & T elevisión
46 Emmon Bach
Teoría sin tá c tic a
Prólogo de Sebastián Serrano
47 Sebastián Serrano
Lógica, lin g ü ístic a y m atem á ticas
48 José Luis Pardo
T ran sv e rsale s. Texto so b re los Textos
49 Roger Dadoun
C ien flo res para W ilhelm Reich
50 Eugenio Trías
M editación so b re e l poder
51 Sigmund Freud - Georg Groddeck
C orrespondencia
52 Norman Dixon
S o b re la p sico lo g ía d e la inco m p eten cia m ilitar
53 Giorgio Colli
D esp ués de N ietzsche
54 Antonio Escohotado
H isto rias de fam ilia
C uatro m itos so b re sex o y deber
55 Jordi Llovet
Por una e s té tic a e g o ísta
(E squirosem ia)
VI Premio Anagrama de Ensayo
56 Jonathan Cuiier
La p o ética e stru c tu ra lista

En preparación:

Sigmund Freud
E scritos so b re la co caín a
Pierre Legendre
El am or del cen so r.
Ensayo so b re el orden dogm ático
Richard Ellman
Ja m e s Jo yce
E ste lib ro se te rm in ó de im p rim ir
en el m es de m a rzo d e 1979
en G ráficas D iam ante
Z am ora, 83, B arcelona -18

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