CULLER Jonathan La Poetica Estructuralista
CULLER Jonathan La Poetica Estructuralista
CULLER Jonathan La Poetica Estructuralista
Jonathan Culler
Lapoética estructuralista
El estructuralismo, la lingüística
H y el estudio dela literatura
EDITORIAL ANAGRAMA
Jonathan Culler
La poética
estructuralista
El estructuralismo, la lingüística
y el estudio de la literatura
T raducción:
C arlos Manzano
Maqueta de la colección:
A rgente y M um brú
Portada:
Julio Vivas
© Jo n a th a n C uller, 1975
ISB N 84-339-0056-0
D epósito legal: B. 36611 - 1978
PREFACIO
O J&J
7
de ese modo, facilitar su comprensión. Pero la ortodoxia legada por
el N ew Criticism, que centra su atención en «el texto en sí mis
mo», que valora ese encuentro y las interpretaciones resultantes, es
más difícil de defender. Una crítica intrínseca o inmanente, que, en
principio, si no en la práctica, requiere sólo el texto de un poema
y el Oxford English Dictionnary, ofrece una versión mucho más
completa y penetrante de lo que cada lector hace por sí mismo.
Al no citar conocimiento especial decisivo del que se pudiera de
rivar su autoridad, la crítica interpretativa parece defenderse me
jor como instrumento pedagógico que ofrece ejemplos de inteligen
cia para estimular a los demás. Pero de esa clase de ejemplos no
se necesitan muchos.
Así, pues, ¿qué hemos de decir de la crítica? ¿Qué otra cosa
puede hacer? Mi tesis en este libro es la de que, a la hora de
intentar revitalizar la crítica y liberarla de una función exclusiva
mente interpretativa, a la hora de desarrollar un programa que la
justificaría como modo de conocimiento y nos permitiría defender
la con pocas salvedades, podría sernos útil examinar la obra de los
estructuralistas franceses. No es que su crítica sea, a su vez, un
modelo que pueda o deba importarse e imitarse reverentemente,
sino que mediante una lectura de las obras estructuralistas pode
mos inferir una apreciación de la crítica como disciplina cohe
rente y de los fines a que podría encaminarse. Es decir, que un
encuentro con dichas obras puede permitirnos ver lo que la crítica
podría hacer, aun en los casos en que las propias obras no acaben
de satisfacernos.
El tipo de estudio literario que el estructuralismo nos ayuda
a concebir no sería primordialmente interpretativo; no ofrecería un
método cuya aplicación a las obras literarias produjera significados
nuevos y hasta entonces imprevistos. Más que una crítica que des
cubre o asigna significados, sería una poética que se esfuerza por
definir las condiciones del significado. Al prestar nueva atención
a la actividad de la lectura, intentaría especificar cómo tratamos
de dar sentido a los textos, cuáles son las operaciones interpreta
tivas en que la propia literatura, como institución, se basa. Así
como el hablante de una lengua ha asimilado una gramática com
pleja que le permite leer una serie de sonidos o letras como una
8
oración con significado, así también el lector de la literatura ha
adquirido, mediante sus encuentros con obras literarias, un domi
nio implícito de las diferentes convenciones semióticas que le per
miten leer series de oraciones como poemas o novelas dotados de
forma y significado. El estudio de la literatura, por oposición a la
lectura cuidadosa y al comentario de las obras individuales, pa
saría a ser un intento de entender las convenciones que hacen po
sible la literatura. El objetivo principal de este libro es mostrar
que semejante poética surge del estructuralismo, indicar lo que ya
se ha conseguido y esbozar lo que podría llegar a ser.
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tar su valor y no de quitárselo y que, en cualquier caso, el tipo de
reestructuración o reinterpretación que he emprendido está justi
ficado ampliamente por las teorías expuestas en las obras que
puedo deformar.
Por último, no he intentado distinguir sistemáticamente en
esa sección lo que los propios estructuralistas han propuesto de
lo que la consideración de la literatura en la perspectiva estructu-
ralista me ha llevado a concebir, ni de lo que los elementos de la
obra de críticos de otras tradiciones que podrían contribuir al
avance de la poética estructuralista. Como dice Heidegger,
11
Kermode del University College, Londres, al Dr. David Robey
de la Universidad de Oxford y a los organizadores de la confe
rencia Gregynog sobre crítica contemporánea, por invitarme a
debatir esas cuestiones con auditorios interesados. Estoy en gran
deuda para con todos aquellos que han leído y montado partes
del manuscrito en diferentes etapas: Jean-Marie Benoist, el pro
fesor A. Dwight Culler, el profesor Alison Fairlie, la Dra. Verónica
Forrest-Thompson, Alan Jackson, el profesor Frank Kermode,
Colin MacCabe, el Dr. Philip Pettit y el Dr. John Rutherford.
Deseo expresar mi agradecimiento especial a los examinadores de
mi tesis doctoral leída en Oxford, el profesor John Weightman y el
Dr. Richard Sayce, por sus pertinentes críticas y sugerencias, y al
profesor Stephen Ullmann, quien accedió generosamente a super
visar la investigación sobre un tema que podría haber parecido
bastante discutible y fue una fuente constante de información,
consejo y amistad.
EL FUNDAMENTO LINGÜISTICO
15
razones prima facie para suponer que en algún sitio existe algo
específicamente estructuralista. Así, que, en lugar de rechazar
el término por considerarlo irremediablemente vago, lo que de
bemos hacer es determinar qué significado hay que conferirle
para que desempeñe un papel en un discurso coherente en tanto
que denominación de un movimiento intelectual particular cen
trado en torno a la obra de unas cuantas figuras de importancia,
la principal de las cuales, en el dominio de los estudios literarios,
es Roland Barthes.
El propio Barthes definió en cierta ocasión el estructuralismo,
«en su versión más especializada y, en consecuencia, más perti
nente», como un modo de análisis de los artefactos culturales que
se origina en los métodos de la lingüística contemporánea (Science
versus literature, p. 897). Esa concepción puede apoyarse tanto en
textos estructuralistas, como el artículo precursor de Lévi-Strauss
L'analyse structurale en linguistique et an thropologie} que soste
nía que siguiendo el ejemplo del lingüista el antropólogo podría
reproducir en su propia disciplina la «revolución fonológica»,
como en la obra de los adversarios más serios y competentes del
estructuralismo. Para atacar al estructuralismo, afirma Paul Ri-
coeur, hay que centrar la discusión en sus fundamentos lingüísti
cos (Le Conflit des interprétations, p. 80). La lingüística no es
sólo un estímulo y una fuente de inspiración, sino también un
modelo metodológico que unifica los proyectos —de otro modo,
diversos— de los estructuralistas. Según Barthes, la significación
ha sido su preocupación esencial; «he emprendido una serie de
análisis estructurales que se proponen definir una serie de ‘lengua
jes’ no lingüísticos» (Essais critiques, p. 155). La continuidad de su
obra procede del intento de analizar diferentes prácticas como
lenguajes.
Además, y ésta es una de sus mayores virtudes, esa definición
plantea varias cuestiones obvias: ¿por qué han de ser los métodos
de la lingüística contemporánea pertinentes para el análisis de otros
fenómenos sociales y culturales? ¿Qué métodos son pertinentes?
¿Cuáles son los efectos de usar la lingüística como modelo? ¿Qué
clase de resultados nos permite alcanzar? Para debatir el estruc
turalismo hay que definir tanto la promesa como las limitaciones
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de ese uso de la lingüística, especialmente estas últimas, pues,
como dice Barthes, el deseo de indagar los límites del modelo
lingüístico no es una forma de prudencia, sino un reconocimiento
de «le lieu central de la recherche». Sin embargo, a pesar de su
posición central, los estructuralistas no han ofrecido una descrip
ción satisfactoria de los usos de la lingüística, y ésa es una de las
lagunas que este estudio intenta llenar.
18
a quienes los usan tienen un significado intrínseco y no requieren
explicación. La lingüística, concebida para estudiar el sistema de las
reglas subyacentes al habla, obligará por su propia naturaleza al
analista a prestar atención a la base convencional de los fenómenos
que está estudiando (Cours d e linguístique gér.érale, pp. 33-5
y 100-1).
No carecería de fundamento la sugerencia de que el estruc
turalismo y la semiología son idénticos. La existencia de los dos
términos se debe en parte a un accidente histórico, como si cada
disciplina hubiera tomado primero ciertos conceptos y métodos de
la lingüística estructural, con lo se que hubiera convertido en
un modo de análisis estructural, y sólo entonces hubiese com
prendido que se había convertido o estaba convirtiéndose rápida
mente en una rama de esa semiología que Saussure había imagina
do. Así, Lévi-Strauss, cincuenta años después de que su artículo
sobre el análisis estructural en la lingüística y en la antropología
hubiera fundado su clase de estructuralismo, aprovechó la ocasión
de su nombramiento como miembro del Collége de France para
definir la antropología como «la ocupante auténtica del domi
nio de la semiología» y para rendir homenaje a Saussure por haber
anticipado sus conclusiones (Le$on inaugúrale, pp. 14-15). Como
me estoy ocupando de la función y eficacia de los modelos
lingüísticos y no estoy escribiendo una historia del estructuralis
mo, estos cambios de terminología son de poca importancia y no
hay necesidad de distinguir los encabezamientos bajo los cuales
podrían haberse adoptado. Así pues, si prefiero hablar de «estruc
turalismo» y no de «semiología» no es tanto porque distinga una
teoría de la otra cuanto porque «estructuralismo» designa la obra
de un grupo restringido de teóricos y escritores franceses, mien
tras que «semiología» podría referirse a cualquier obra que estudie
los signos.
19
los lingüistas. De hecho, la gama de conceptos y métodos que los
estructuralistas han considerado útiles es bastante limitada y sólo
media docena de lingüistas merece la calificación de influencia de
terminante. Naturalmente, el primero es Ferdinand de Saussure,
quien abordó resueltamente la heterogénea masa de los fenómenos
lingüísticos y, reconociendo que el progreso sólo es posible si se
aísla un objeto de estudio apropiado, distinguió los actos de
habla (la parole) y el sistema de una lengua (la langue). Esta últi
ma es el objeto distintivo de la lingüística. Siguiendo el ejemplo de
Saussure y centrándose en el sistema subyacente a los sonidos
del habla, miembros del círculo lingüístico de Praga —en parti
cular, Jakobson y Trubetzkoy— realizaron lo que Lévi-Strauss
llamó la «revolución fonológica» y proporcionaron el que para los
estructuralistas posteriores fue el modelo más claro del método
lingüístico. Al distinguir el estudio de los sonidos efectivos del
habla (la fonética) y la investigación de los aspectos del sonido
que son funcionales en una lengua particular (la fonología), Tru
betzkoy afirmó que «la fonología debe investigar qué diferencias
fónicas de la lengua estudiada van unidas a diferencias de sig
nificado, cómo se relacionan mutuamente esos elementos o rasgos
distintivos y de acuerdo con qué reglas se combinan para formar
palabras y frases» (Principes d e phonologie, pp. 11-12). La fono
logía fue importante para los estructuralistas porque mostró la
naturaleza sistemática de los fenómenos más familiares, distinguió
el sistema de su realización y no se centró en las características
substantivas de los fenómenos individuales, sino en los rasgos
diferenciales abstractos que podían definirse en función de las
relaciones.
Hjelmslev y la escuela de Copenhague insistieron todavía más
en la naturaleza formal de los sistemas lingüísticos: en principio,
la descripción de una lengua no tenía por qué hacer referencia a la
sustancia fónica o gráfica en que sus elementos pueden realizarse.
Pero la influencia de Hjelmslev pudo deberse más a su insis
tencia en que su «glosemática» proporcionaba un marco teórico
que todas las disciplinas humanísticas debían adoptar, si deseaban
llegar a ser científicas. «A priori parece una tesis válida en general
la de que para cada p r o c e s o existe un sistema correspondiente, por
20
el cual el proceso puede analizarse y describirse mediante un núme
ro limitado de premisas» (P rolegom ena to a T h eory o f L angm ge,
p. 9). Esta tesis pasó a ser uno de los axiomas del método estruc
turalista.
Emile Benveniste fue otra figura influyente. Aunque sus Pro
b lém es d e linguistique générale no se publicaron hasta 1966, los
artículos que contiene ese libro ya eran conocidos como análisis
incisivos de una gama amplia de temas lingüísticos. No sólo
proporcionó a los estructuralistas descripciones lúcidas del signo
y de los niveles y relaciones de la lingüística; sus análisis de una
serie de subsistemas —los pronombres personales y los tiempos
verbales— fueron adoptados directamente por los estructuralistas
en sus estudios de la literatura.
Por último, hemos de decir unas palabras sobre Noam Chom-
sky. Aunque unos pocos estructuralistas han adoptado algunos
de sus términos en su obra reciente, la gramática generativa no
desempeña un papel en el desarrollo del estructuralismo. Lo que
sí ofrece, y lo que le confiere su importancia en esta discusión, es
una exposición de claridad ejemplar. Es decir, que la teoría del
lenguaje de Chomsky nos permite ver lo que los lingüistas estruc
turales estaban haciendo realmente, las consecuencias de su prác
tica, y hasta qué punto eran engañosas e insuficientes sus descrip
ciones de la disciplina. Aunque dentro de la propia lingüística las
diferencias entre el enfoque de Chomsky y el de sus predecesores
son extraordinariamente importantes, en el nivel de la generali
dad que interesa a quienes acuden a la lingüística en busca de mo
delos que aplicar en otros dominios, la obra de Chomsky puede
considerarse como una exposición explícita del programa implícito
en la lingüística como disciplina, pero hasta entonces no expre
sado adecuada ni coherentemente. Así, pues, las referencias a
Chomsky en la exposición que sigue no están destinadas a señalar
puntos en que influyó en los estructuralistas, sino sólo a clari
ficar conceptos básicos y procedimientos analíticos que incluyen
el «modelo lingüístico» que los estructuralistas han adoptado.
21
Langue, parole
22 .
turales la regla está siempre a cierta distancia del comportamien
to real y esa separación es un espacio de significado potencial. El
establecimiento de la regla más simple, por ejemplo «los miembros
de este club no pisarán las grietas del pavimento» puede deter
minar comportamiento en algunos casos, pero lo que determina
sin lugar a dudas es significado: la colocación de los pies sobre el
pavimento, que anteriormente carecía de significado, significa
ahora bien acatamiento de la regla bien desviación con respecto
a ella y, por consiguiente, una actitud hacia el club y su autoridad.
En los sistemas sociales y culturales el comportamiento puede
desviarse frecuente y considerablemente de la norma sin impug
nar su existencia. De hecho, muchas promesas no se cumplen, pero
sigue existiendo una regla en el sistema de los conceptos morales
en el sentido de que las promesas deben cumplirse; aunque, natu
ralmente, en caso de que uno nunca haya cumplido promesa algu
na, pueden surgir dudas sobre si entendió la institución de la pro
mesa si había asimilado sus reglas.
En lingüística la distinción entre regla y comportamiento se
expresa de la forma más conveniente mediante los términos de
Chomsky de com petencia y actuación, que corresponden, respec
tivamente, a langue y parole. El comportamiento efectivo no es
un reflejo directo de la competencia por una serie de razones
diversas. La lengua inglesa no se agota en sus manifestaciones.
Contiene oraciones potenciales que nunca se han pronunciado,
pero a las cuales asignaría significado y estructura gramatical; al
guien que haya aprendido inglés posee, por su capacidad para en
tender oraciones con que nunca se tropezará, una competencia
que sobrepasa su actuación. Además, la actuación puede desviarse
de la competencia: podemos pronunciar oraciones cuya agramatica-
lidad reconoceríamos, si volviéramos a oírlas: bien accidentalmen
te, al cambiar nuestro pensamiento, bien deliberadamente, para
obtener efectos especiales. La competencia se refleja en el juicio
emitido sobre la expresión o en el hecho de que la regla violada
sea responsable en parte del efecto alcanzado.
La descripción de la langue o competencia es la representación
explícita, mediante un sistema de reglas o normas, del saber im
plícito poseído por quienes operan con éxito dentro del sistema.
23
No tienen por qué ser conscientes de dichas reglas y, de hecho,
en la mayoría de los casos no lo serán, pues el dominio o
competencia auténticos entraña generalmente una comprensión
intuitiva de las reglas que permite la acción o el entendimiento
sin una reflexión explícita. Pero no por ello dejan de ser reales
las reglas: el dominio supone la capacidad sistemática. El silvi
cultor experto no puede explicar cómo distingue, a distancia, di
ferentes especies de árboles, pero, en la medida en que no se trata
de una adivinación fortuita, su capacidad podría definirse en
principio como un programa que emplea un número limitado de
variables funcionales.
Aunque las reglas de una langue pueden ser inconscientes,
tienen correspondencias empíricas: en el caso del lenguaje se
manifiestan en la capacidad del hablante para entender expre
siones, para reconocer las oraciones bien construidas o las incorrec
tas, para detectar la ambigüedad, para percibir las relaciones de
significado entre las oraciones, etc. El lingüista intenta construir
un sistema de reglas que expliquen ese conocimiento medianse
su reproducción formal. Así —y éste es el detalle importante— , las
propias expresiones ofrecen al lingüista pocos elementos que pueda
usar. El hecho de que se hayan pronunciado una serie de oracio
nes determinadas carece de importancia. Necesita saber, además,
lo que significan para los hablantes de la lengua, si están bien
construidas, si son ambiguas —y, en caso afirmativo, de qué
modo— y qué cambios alterarían su significado o las volverían
agramaticales. La competencia que el lingüista investiga no es
tanto el propio comportamiento cuanto el conocimiento que corres
ponde a dicho comportamiento. Para que otras disciplinas procedan
de forma análoga, deben identificar un conjunto de hechos por ex
plicar —es decir, aislar algunos aspectos del conocimiento en cues
tión— y después determinar qué reglas o convenciones deben pos
tularse para explicarlos.
El segundo criterio fundamental que interviene en la distin
ción entre langue y parole es la oposición entre lo funcional y lo
no funcional. Si hablantes de edades, sexos y regiones diferentes
pronuncian la oración inglesa T he cat is on th e mat («El gato está
sobre el felpudo»), los sonidos efectivos pronunciados variarán
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considerablemente, pero esas variaciones no serán funcionales
dentro del sistema lingüístico dél inglés en el sentido de que no
alterarán la oración. Las pronunciaciones, por diferentes que sean
sus sonidos, son variantes libres de una misma oración. Ahora
bien, si un hablante altera el sonido de modo particular y dice
The hat is on th e mat («El sombrero está sobre el felpudo»), la
diferencia entre /k/ y /h/ es funcional en el sentido de que pro
duce una oración diferente con un significado distinto. Una descrip
ción del sistema fonológico de una lengua debe especificar las dis
tinciones funcionales en el sentido de que en esta lengua se usan
para diferenciar signos.
Este aspecto de la distinción entre langue y parole es pertinente
para cualquier disciplina que se ocupe del uso social de los obje
tos materiales, pues en semejantes casos hay que distinguir los
propios objetos materiales del sistema de rasgos distintivos funcio
nales que determinan la pertenencia a una clase y hacen posible el
significado. Trubetzkoy cita el estudio etnológico del vestido como
un proyecto análogo a la descripción de un sistema fonológico
(P rincipes d e ph on ologie, p. 19). Muchos de los rasgos de los ves
tidos físicos que serían de gran importancia para el que los lleva
puestos carecen de interés para el etnólogo, quien se ocupa exclu
sivamente de aquellos rasgos que están dotados de significado
social. El largo de la falda podría ser un rasgo diferencial impor
tante en el sistema de la moda de una cultura, en tanto que el
material de que están hechas no. El contraste entre colores claros
y oscuros podría transmitir un significado social general, en tanto
que la diferencia entre azul oscuro y marrón no. El etnólogo, al
aislar esas distinciones por las cuales los vestidos se convierten
en signos, está intentando reconstruir el sistema de rasgos y nor
mas que lo miembros de esa sociedad han asimilado.
Las relaciones
. 4 3 7?8 25
( 43 i)
sistema emplea y dota de significado. De eso procede el segundo
principio fundamental de la lingüística: el de que la langtie es un
sistema de relaciones y oposiciones cuyos elementos deben defi
nirse en términos formales, diferenciales. Para Lévi-Strauss una de
las lecciones más importantes de la «revolución fonológica» fue
su negativa a tratar los términos como entidades independientes
y el hecho de que se centrara en las relaciones entre los términos
(A nthropologie structurale, p. 40). Saussure había sido todavía
más categórico: dans la langue il n’y a q ue d es d iffér en ces sans
term es positifs (Cours, p. 166). Las unidades no son entidades
positivas, sino los nudos de una serie de diferencias, de igual
modo que un punto matemático no tiene contenido, sino que se
define por sus relaciones con otros puntos.
Así, para Saussure la identidad de dos especímenes de una uni
dad lingüística (dos pronunciaciones del mismo fonema o mor
fema) no era una identidad de sustancia, sino sólo de forma. Ese
es uno de sus principios más importantes e influyentes, aunque
también es uno de los más difíciles de comprender. A título de
ilustración, observa que tenemos la impresión de que el Expreso
Ginebra-París de las 8,25 de la tarde es el mismo tren cada día,
a pesar de que la locomotora, los vagones y el personal pueden ser
diferentes. Eso se debe a que el tren de las 8,25 no es una sustan
cia, sino una forma, definida por sus relaciones con otros trenes.
Sigue siendo el de las 8,25 aunque salga veinte minutos más tarde,
siempre que mantenga su diferencia con el de las 7,25 y el de
las 9,25. Aunque puede que no seamos capaces de concebir el
tren excepto en sus manifestaciones físicas, su identidad como
hecho social y psicológico es independiente de dichas manifesta
ciones (i b ' t d p. 151). De forma semejante, por tomar un ejemplo
del sistema de la escritura, podemos escribir la letra t de muchas
formas distintas, siempre que preservemos su valor diferencial.
No existe una sustancia positiva que la defina; el requisito prin
cipal es el de que se mantenga distinta de las demás letras con que
podría confundirse, como 4 f, b, i, k.
La noción de identidad relacional es crucial para el análisis
semiótico o estructural de toda clase de fenómenos sociales y cultu
rales, porque, al formular las reglas del sistema, hemos de identi
26
ficar las unidades en que operan las reglas y descubrir así cuándo
cuentan como especímenes de la misma unidad dos objetos o
acciones. También es crucial porque constituye una ruptura con
la noción de identidad histórica o evolutiva. La locomotora y los
vagones que un día determinado constituyen el Expreso Ginebra-
París de las 8,25 podrían haber formado unas horas antes el
Expreso Berna-Ginebra de las 4,50, pero esa identidad histórica
y material no es pertinente para el sistema de los trenes: el de
las 8,25 ocupa el mismo lugar en el sistema, independientemente
de la procedencia histórica de sus componentes. En el caso dei
lenguaje podemos decir con Saussure que, a la hora de intentar
reconstruir el sistema subyacente, las relaciones pertinentes son
las que son funcionales en el sistema, tal como opera en un momen
to determinado. Las relaciones entre las unidades individuales y
sus antecedentes históricos no son pertinentes, en el sentido de
que no definen las unidades como elementos del sistema. El estu
dio sincrónico de la lengua es un intento de reconstruir el sistema
como un todo funcional, de determinar, si podemos decirlo así, lo
que interviene en el hecho de saber inglés en un momento deter
minado, mientras que el estudio diacrónico de la lengua es un
intento de trazar la evolución histórica de sus elementos a través
de diferentes etapas. Los dos deben mantenerse separados, para
que el punto de vista diacrónico no falsifique nuestra descripción
sincrónica. Por ejemplo, históricamente el substantivo francés pas
(«paso») y el adverbio de negación pas derivan de la misma fuen
te, pero esa relación carece de función en el francés moderno, en
el que son dos palabras distintas que actúan de formas diferen
tes. Intentar incorporar la identidad histórica a la gramática pro
pia sería falsificar la identidad relacional y, en consecuencia, el
valor que cada una de las palabras tiene en la lengua, tal como
ahora se habla. La lengua es un sistema de especímenes relacio
nados entre sí y la identidad de dichos especímenes se define
mediante el lugar que ocupan en el sistema y no por su historia.
Si la lengua es un sistema de relaciones, ¿cuáles son dichas
relaciones? Consideremos la palabra inglesa b ed («cama»). La iden
tidad de sus diferentes manifestaciones fonéticas depende, en
primer lugar, de la diferencia entre su estructura fonológica y las
27
de bread («pan»), bled («sangrado»), ben d («curva»), abeá («acos
tado»), d eb («debutante»). Además, los fonemas que lo componen
son, a su vez, conjuntos de rasgos diferenciales: la vocal puede
pronunciarse de distintas formas, siempre que se distinga de la de
bad («malo»), bud («brote»), bid («pedir»), bade («pidió»); y las
consonantes deben diferenciarse de las de b et («apuesta»), h eg
(«implorar»), bell («campana»), f e d («alimentó»), led («condujo»),
red («rojo»), w e d («mojado»), etc. En otro nivel, bed se define
por sus relaciones con otras palabras: las que contrastan con ella,
en el sentido de que podrían sustituirla en diferentes contextos
(table [«m esa»], chair [« silla »], flo o r [«p iso »], gro u n d [«sue
lo »], etc.) y aquellas con las que puede combinarse en una se
cuencia (th e [« e l» ], a [« u n » ], so ft [«suave»], is [« e s » ], lo w
[«b ajo »], o ccu p ied [«ocupado»], etc.). Por último, está relacio
nada con constituyentes petrenecientes a un nivel superior: puede
hacer de núcleo de una frase nominal, de sujeto u objeto de la
oración.
Esas relaciones son de dos clases. Como dice Benveniste, «las
relaciones entre elementos del mismo nivel son distributivas; las
que existen entre elementos de niveles diferentes son integradoras»
(P rob lém es d e linguistique générale, p. 124). Estas últimas pro
porcionan los criterios más importantes para definir las unidades
lingüísticas. Los rasgos fonológicos distintivos se identifican por
su capacidad para crear y diferenciar fonemas, que son las unida
des inmediatamente superiores a ellos en la escala. Los fonemas se
reconocen por su función de constituyentes de los morfemas; y los
morfemas se distinguen de acuerdo con su capacidad para entrar
en construcciones gramaticales de nivel superior y completarlas.
Así, pues, Benveniste indujo a definir la forma de una unidad como
su composición en función de los constituyentes del nivel inferior,
y el sens o significado de una unidad es su capacidad para inte
grar una unidad de nivel superior. La oración es la unidad
máxima, cuya forma es su estructura de constituyentes. El «signi
ficado» de dichos constituyentes es la contribución que hacen a la
creación de la oración —su función como constituyentes de ésta—
y su forma, a su vez, es su propia estructura de constituyentes.
Aunque no hay razón para suponer que otros sistemas correspon
28
dan al lenguaje por el número y naturaleza de sus niveles, el aná
lisis estructural da por sentado que será posible analizar unidades
mayores en sus constituyentes hasta que al final se llegue a un
nivel de distinciones funcionales mínimas. Desde luego, la idea
de que las unidades de un nivel deben reconocerse por su capa
cidad de integración y de que dicha capacidad es su sen s tiene una
validez intuitiva en la crítica literaria, donde el significado de un
detalle es su contribución a una configuración mayor.
Para volver explícita la capacidad de integración de un ele
mento hay que definir sus relaciones con otros especímenes del
mismo nivel. Esas relaciones distributivas son de dos tipos. Las
relaciones sintagmáticas se refieren a la posibilidad de combina
ción: dos especímenes pueden estar en relación de entrañe, com
patibilidad o incompatibilidad recíprocos o no recíprocos. Las re
laciones paradigmáticas, que determinan la posibilidad de subs
titución, son especialmente importantes en el análisis de un sistema.
El significado de un espécimen depende de las diferencias entre
él y otros especímenes que podrían haber ocupado el mismo
puesto en una secuencia determinada. Usando el ejemplo de Saus-
sure, aunque en el habla el francés m outon y el inglés s h eep pue
den usarse con la misma significcaión (al ser T h ere’s a sh eep sinóni
mo de Voilá un m o u to n ), esas palabras tienen valores diferentes
en sus respectivos sistemas lingüísticos, ya que s h e e p contrasta
con m'utton, mientras que m ou ton no se define mediante un con
traste correspondiente. El análisis de cualquier sistema reque
rirá que especifiquemos las relaciones paradigmáticas (contrastes
funcionales) y las relaciones sintagmáticas (posibilidades de com
binación).
A pesar de la importancia de las relaciones en el análisis de
un sistema lingüístico se puede ser escéptico en cierto sentido en
relación con la frecuente afirmación, hecha por primera vez por
Saussure, de que la lengua es un sistema en el que tou t s e tien t:
en que todo está relacionado inextricablemente con todo lo demás.
Hjelmslev admite que «la famosa máxima, según la cual todo
está relacionado en el sistema de una lengua, se ha aplicado con
frecuencia de forma demasiado rígida, mecánica y absoluta» (Essais
linguistiques, p. 114). Pero se trata de una máxima absoluta; y,
29
como observa Oswald Ducrot, una afirmación tan absoluta del
carácter sistemático de la lengua puede encubrir la desesperación
ante el hecho de no ser capaz de descubrir el sistema (Le structu-
ralisme en linguistique, p. 59). Cuando estructuralistas como Lévi-
Strauss, atraídos por el rigor del principio de Saussure, proponen
como requisito metodológico elemental que un análisis estructural
revele un sistema «de elementos tal, que la modificación de uno
cualquiera entrañe la modificación de todos los demás», están
fijándose en un objetivo raras veces alcanzado en la propia lingüís
tica.3 Si desapareciera del inglés la palabra rnutton, se producirían
como consecuencia ciertas modificaciones locales: el valor de sh eep
cambiaría radicalmente; b e e f («carne de vaca»), pork («carne de
cerdo»), veal («carne de ternera»), etc., pasarían a ser ligeramente
anómalas con la desaparición de un miembro de su clase paradig
mática; oraciones como The sh eep is to o h ot to eat («El cordero
está demasiado caliente como para comer» o bien «El cordero está
demasiado caliente como para comerlo») pasarían a ser ambiguas,
dado el nuevo valor de sh eep ; pero sectores amplios de la lengua
no se verían afectados de forma perceptible. El ejemplo de la lin
güística no tiene por qué inducirnos a esperar la solidaridad com
pleta de todos los sistemas. La relaciones son importantes por lo
que pueden explicar: los contrastes significativos y las combinacio
nes permitidas o prohibidas.
En realidad, las relaciones que son más importantes en el aná
lisis estructural son las más simples: las oposiciones binarias.
Independientemente de cualesquiera otros resultados que haya pro
ducido el modelo lingüístico, es indudable que ha estimulado a
los estructuralistas a pensar en términos binarios, a buscar opo
siciones funcionales en cualquier material que estén estudiando.
Desde luego, los contrastes pueden ser discretos o continuos:
si susurro que he comprado un gran fish («pescado») en el merca
do, el oyente puede no estar seguro de si he dicho fish o dish
(«plato»), pero sabe que ha sido una u otra cosa y no algo inter
medio; sin embargo, puedo alargar la vocal de hig («grande») en
una escala continua para recalcar el tamaño de mi adquisición.
El lugar de los fenómenos continuos en la lingüística ha sido una
cuestión muy debatida, pero ha habido tendencia a relegarlos a un
30
lugar de poca importancia, si no a excluirlos totalmente de
la langue. «Si encontramos contrastes en escala continua en las
cercanías de lo que estamos seguros es la lengua», observa Hoc-
kett, «los excluimos de ella».4 Cualesquiera que sean los derechos
del caso lingüístico, para el semiólogo o el estructuralista interesa
do en el uso social de los fenómenos materiales la reducción de
lo continuo a lo discreto es un paso metodológico de primera im
portancia. La interpretación siempre se lleva a cabo en términos
discretos: o bien se ha alargado la vocal de big de forma signifi
cativa o bien no se la ha alargado; la anchura es un fenómeno
continuo, pero si un traje está de moda a causa de la anchura
de sus solapas, entonces se debe a que una distinción discreta
entre lo ancho y lo estrecho tiene importancia. El tiempo es infi
nitamente subdivisible, pero decir la hora es darle una interpre
tación discreta. Por otra parte, la realidad psicológica de las cate
gorías discretas parece indiscutible: aunque todo el mundo sabe
que el espectro de los colores es un continuum, dentro de una
cultura las personas tienen tendencia a considerar los colores indi
viduales como clases naturales.
Al reducir lo continuo a lo discreto, recurrimos a oposiciones
binarias como procedimientos elementales para establecer las clases
distintivas. El análisis fonológico, que para muchos estructura-
listas hizo de modelo propio de la lingüística, estaba basado en
una reducción del continuum fónico o rasgos distintivos, cada uno
de los cuales «extraña una opción entre dos términos de una opo
sición que ostenta una propiedad diferencial específica, que difiere
de las propiedades de todas las demás oposiciones». Al defender
el principio binario, Jakobson y Halle sostienen que es preferible
metodológicamente en el sentido de que puede expresar cualquiera
de las relaciones que podrían comunicarse con otros términos y
conduce a una simplificación tanto del marco como de la descrip
ción; pero también sugieren que las oposiciones binarias son inhe
rentes a las lenguas, a la vez como las primeras operaciones que un
niño aprende a realizar y como el código más «natural» y económi
co (Fundamentáis o f Language, pp. 4 y 47-9). Los estructuralistas
han seguido en general a Jakobson y han adoptado la oposición
binaria como operación fundamental de la mente humana básica
para la producción de significado: «esa lógica elemental que es el
común denominador más pequeño de cualquier pensamiento».5
Pero ya se trate de un principio del propio lenguaje o sólo de un
recurso analítico óptimo, la diferencia es pequeña. Lo único que
señalaría su lugar como operación fundamental del pensamiento
humano y, por tanto, de los sistemas semióticos humanos sería su
primacía metodológica. El estructuralista podría aceptar simple
mente la conclusión de Householder de que hay poca razón para
oponerse a un análisis totalmente binario, siempre que se estipule
alguna medida para distinguir las oposiciones privativas naturales
de las construcciones puramente teóricas (Linguistic Speculations,
p. 167).
La ventaja del binarismo, pero también su peligro principal,
estriba en el hecho de que nos permite clasificar cualquier cosa.
Dados dos especímenes, siempre podemos encontrar algún aspecto
en que difieran y, en consecuencia, colocarlos en una relación de
oposición binaria. Lévi-Strauss observa que uno de los problemas
más importantes que surgen al usar las oposiciones binarias es
el de que la simplificación conseguida al colocar dos especímenes
en oposición mutua produce como consecuencia complicaciones en
otro lugar, porque los rasgos distintivos en torno a los cuales giran
las distintas oposiciones serán muy diferentes cualitativamente. Si
oponemos A a B y X a Y, los dos casos pasan a ser semejantes
porque cada uno de ellos entraña la presencia y la ausencia de
un rasgo determinado, pero su semejanza es engañosa en el sentido
de que los rasgos en cuestión pueden ser de clases muy diferentes.
No obstante, es posible, prosigue Lévi-Strauss, «que en lugar de
una dificultad metodológica nos encontremos en este caso ante
un límite inherente a la naturaleza de ciertas operaciones intelec
tuales, cuya debilidad y también su fortaleza consisten en que
pueden ser lógicas, al tiempo que permanecen arraigadas firme
mente en lo cualitativo» (La P en sée sauvage, p. 89).
Indudablemente, la fuerza y la debilidad son inseparables. Las
oposiciones binarias pueden usarse para ordenar los elementos
más heterogéneos, y por eso precisamente es por lo que es tan
frecuente en la literatura: cuando se colocan dos cosas en opo
sición mutua, el lector se ve obligado a explotar las semejanzas
32
y las diferencias cualitativas, a hacer una conexión para obtener un
significado de la disyunción. Pero la propia flexibilidad y poder
del binarismo dependen de que lo que organizan son distin
ciones cualitativas, y, si dichas distinciones no son pertinen
tes para la cuestión que se está tratando, en ese caso las oposicio
nes binarias pueden ser muy engañosas, precisamente porque pre
sentan una organización ficticia. La moraleja es muy simple: hay
que resistirse a la tentación de usar las oposiciones binarias mera
mente para idear estructuras elegantes. Si A se opone a B y X se
opone a Y, en ese caso, a la hora de buscar una unificación, podría
mos reunir esas oposiciones en una homología de cuatro térmi
nos y decir que A es a B lo que X es a Y (en el sentido de que
la relación es de oposición en ambos casos). Pero la simetría formal
de semejantes homologías no garantiza que sean pertinentes en
forma alguna: si A fuera «negro» y B «blanco», X «macho» e
Y «hembra», en ese caso la homología de A: B ::X :Y podría ser
completamente ficticia y carente de pertinencia para el sistema que
estamos estudiando. La propia homología es, en lógica binaria, una
posible extrapolación a partir del par de oposiciones, pero su
valor no puede separarse del de los rasgos cualitativos de opo
sición que pone en relación. Las estructuras pertinentes son aque
llas que permiten a los elementos funcionar como signos.
Los signos
33
2. — L A P O É T I C A
signifié son diferentes en esos tres tipos de signos. El icono supo
ne semejanza efectiva entre signifiant y signifié: un retrato signifi
ca la persona cuyo retrato es no sólo por convención arbitraria
sino también por parecido. En un índice la relación entre los dos
es casual: el humo significa fuego en la medida en que el fuego
es su causa: las nubes significan lluvia, si son el tipo de nubes
que producen lluvia. En el signo propiamente dicho, tal como
Saussure lo entendía, la relación entre significante y significado
es arbitraria o convencional: arbre significa «árbol» no por seme
janza natural o conexión casual, sino en virtud de una ley.
Los iconos difieren marcadamente de los demás signos. Aunque
tienen una base cultural y convencional —se dice que algunos
pueblos primitivos no se reconocen a sí mismos ni reconocen a
otras personas en las fotografías y, en consecuencia, no las inter
pretarían como iconos— , eso es difícil de establecer o definir.
El estudio de la forma como el dibujo de un caballo representa un
caballo tal vez incumba más propiamente a una teoría filosófica de
la representación que a una semiología basada en la lingüística.
Los índices son, desde el punto de vista del semiólogo, más
rebeldes. Si los coloca dentro de su dominio, corre peligro de
adoptar todo el saber humano como de su incumbencia, pues
todas las ciencias que intentan establecer relaciones de causalidad
entre los fenómenos podrían considerarse como estudios de los
índices. La medicina, por ejemplo, intenta, entre otras cosas, rela
cionar las enfermedades con los síntomas y, de ese modo, inves
tiga los síntomas como índices. La meteorología estudia y recons
truye un sistema para poner en relación las condiciones atmosfé
ricas con sus causas y consecuencias e interpretarlas, así, como
signos. La economía investiga el sistema de fuerzas creador de
fenómenos de superficie, que se convierten, a su vez, en índices
de las condiciones y las tendencias económicas. Toda una gama de
disciplinas intenta descifrar el mundo natural o el humano; los
métodos de dichas disciplinas son diferentes y no hay razón para
pensar que se beneficiarían susíancialmeníe al verse colocadas bajo
el estandarte de una semiología imperialista.
Por otro lado, no podemos excluir los índices enteramente del
dominio del análisis estructural o semiológico, pues en primer
34
lugar cualquier índice puede convertirse en un signo convencional.
Los ojos rasgados son un índice de extracción oriental por el hecho
de que la relación es causal, pero, tan pronto como esa conexión
la hace una sociedad, un sector puede usar ese índice como un
signo convencional. De hecho, la mayoría de los signos motivados,
en los que existe una conexión entre el significante y el signifi
cado, pueden considerarse como índices que una sociedad ha con-
vencionalizado. En cierto sentido, un Rolls-Royce es un índice
de riqueza en el sentido de que hay que ser rico para comprar
uno, pero el uso social lo ha convertido en un signo convencional.
Su significado es mítico, además de causal.6 En segundo lugar,
dentro de los dominios de las ciencias particulares los significados
de los índices cambian con las configuraciones del saber. Los sín
tomas médicos se interpertan de forma diferente de un período al
siguiente y existen cambios en lo que se reconoce como un síntoma.
Así, al semiólogo o al estructuralista le resulta posible estudiar el
regará m édical de los diferentes períodos: la convención que deter
mina el discurso científico de un período y permite interpretar
los índices.7 Al semiólogo no le interesan los índices en sí mismos
ni la relación causal «real» entre el índice y el significado, sino
la interpretación de los índices dentro de un sistema de conven
ciones, ya sea el de la ciencia, el de una cultura popular o el de
la literatura.
Este principio tiene consecuencias importantes. En su lección
inaugural en el College de France Lévi-Strauss declaró que la an
tropología era una rama de la semiología en el sentido de que los
fenómenos que estudia son signos: un hacha de piedra, «para el
observador capaz de entender su uso, representa la herramienta
diferente que otra sociedad emplearía para el mismo fin» (Legón
inaugúrale, p. 16). Esto es algo sospechoso. Si el hacha está rela
cionado con una sierra de acero o con un fusil, puede convertirse
en el índice de un nivel cultural determinado (la tribu en cues
tión carece de tecnología del metal) y el antropólogo puede inter
pretarlo como tal, pero no está realizando una investigación semio-
lógica. Si deseara el hacha como signo, se vería obligado a conside
rar su significado para los miembros de la tribu. O bien, podría in
vestigar el modo como los antropólogos interpretan índices de
ese tipo (las convenciones que rigen el discurso antropológico). En
los dos últimos casos estarían trabajando a partir de los juicios e
interpretaciones de los nativos o de los antropólogos e intentando
reconstruir el sistema o la competencia subyacente a dichos jui
cios, pero en el primer caso lo que está haciendo es colocar el
hacha en una cadena causal y tratándola como un índice exclu
sivamente.
Si el semiólogo estudia los índices, se enredará en la investiga
ción de relaciones causales que son de incumbencia de una multi
tud de ciencias distintas. Su propio dominio es, como insistió
Saussure, el de los signos convencionales, en que no hay razón in
trínseca o «natural» por la que un signifiant y un signifié particula
res deban estar vinculados. A falta de conexiones intrínsecas ele-
mento-a-elemento, no puede intentar explicar los signos indivi
duales de forma fragmentaria, sino que debe explicarlos revelando
el sistema internamente coherente de que derivan. No existe co
nexión inevitable entre la secuencia fonológica inglesa relate y el
concepto asociado con ella, pero dentro del sistema morfológico
del inglés relate («relacionar») es a relation («relación») lo que díc
tate («dictar») es a dictation («dictado»), narrate («narrar») a nar-
ration («narración»), etc. Precisamente porque los signos indivi
duales son inmotivados, el lingüista debe intentar reconstruir el
sistema, que es lo único que proporciona motivación.
El signo es la unión de un signifiant y un signifié, los cuales
son —los dos— formas más que substancias. El signifiant se
define bastante fácilmente como una forma que tiene un signifi
cado: no la propia sustancia fónica o gráfica, sino aquellos rasgos
relaciónales, funcionales en el sistema en cuestión, por los que
pasa a ser un componente del signo. Pero el signifié es más escurri
dizo. El problema no es el de «¿qué es el significado?»: si lo
fuera, no podríamos esperar respuesta en ningún caso. La difi
cultad surge porque los lingüistas tienen formas diferentes de
hablar de los signifiés. Al hablar del signo, pueden usar fórmulas
como la de Saussure —«la combinación de un concepto y una
imagen acústica» o «el recto y el reverso de una página de pa
pel»— que sugiere que para cada signifiant hay un concepto positi
vo particular oculto tras él. Sin embargo, cuando debaten los sig-
36
niñeados de las palabras y de las oraciones, generalmente los lin
güistas no hablan de ese modo: pueden hablar de los diferentes
usos de una palabra, de su gama de significados potenciales, del
contenido parafraseable de una oración, de su fuerza potencial
como expresión, sin dar a entender que para cada secuencia fono
lógica exista un concepto definible vinculado a ella, un significado
inscrito en ella de forma invisible. Entonces, ¿qué debe hacer el
semiólogo al analizar otros sistemas de signos? ¿Qué clase de
signifié está buscando?
En su Introduction a la sém iologie Georges Mounin sugiere
que el semiólogo debe limitar sus investigaciones a los casos en
que los significantes tienen conceptos claramente definidos unidos
a ellos por un código comunicativo. Al distinguir entre interpreta
ción y descodificación, sostiene que los índices se interpretan y los
signos se descodifican: «la descodificación es unívoca para todos
los receptores que posean el código de comunicación» (p. 14). Su
caso paradigmático es algo así como el código Morse o las señales
de tráfico, casos en los que se puede buscar un significante en
un libro del código y descubrir su significado. Pero semejante
enfoque es muy inadecuado para el estudio de las lenguas natura
les u otros sistemas complejos: no se toma una idea y se aplica un
logaritmo para codificarlo; más que descodificar las oraciones, lo
que hacen los oyentes es interpretarlas. La concepción de Mounin
parece basarse en una teoría del lenguaje muy discutible y resulta
condenada por las conclusiones que le obliga a sacar: la literatura
no es un sistema de signos porque no podemos hablar de codifi
cación y descodificación mediante códigos fijos.
Este enfoque del signifié, del que Mounin es simplemente el
representante extremo, procede de lo que Jacques Derrida llama
una «metafísica de la presencia», que anhela una verdad detrás de
cada signo: un momento de plenitud original en que la forma y el
significado estaban presentes simultáneamente para la concien
cia y no podían distinguirse. Aunque la disociación es un hecho
de nuestro estado poslapsariano, se da por sentado que todavía
debemos pasar a través del significante hasta llegar al significado
que es la verdad y el origen del signo y del que el significante no
es sino la marca visible, la concha exterior. Aun cuando esta con
37
cepción parece apropiada para el habla, su inadecuación resulta evi
dente tan pronto como reflexionamos sobre la escritura, y espe
cialmente la literatura, en que una superficie organizada de signifi
cantes promete insistentemente significado, pero en que la noción
de un significado pleno, original y determinado que el texto «ex
presa» es profundamente problemática. La poesía ofrece el ejem
plo de una serie de significantes cuyo significado es un espacio
vacío, pero circunscrito, que puede llenarse de diferentes modos;
pero lo mismo es aplicable al lenguaje ordinario, si bien esto puede
quedar obscurecido por el hecho de que el propio signo sirve de
nombre para el signifié. El signo p e rro tiene un significado que
podemos llamar el concepto «perro», pero que se debe a una
determinación positiva menos de lo que podríamos desear: su
contenido es difícil de especificar, dado que tiene una serie de
consecuencias.
Como dice Peirce, el signo tiene un carácter fundamentalmente
incompleto, en el sentido de que siempre debe haber «alguna ex
plicación o argumento» que permita la utilización del signo. El
signifié no puede captarse directamente, sino que requiere un «in
terpretante» en forma de otro signo (para «perro» el interpretante
puede ser un signo como canino, o una paráfrasis, o una especifi
cación de las relaciones con otros significados como «gato»,
«lobo», etc.). El signo y la explicaión juntos componen otro signo
y, como la explicación será un signo, probablemente requerirá una
aplicación adicional» (C ollected Papers, II, pp. 136-7). Como diría
Derrida, no existe un significado pleno, sólo d ifféra n ce (diferencia,
en los dos sentidos de d iferir: «retardar» y «distinguirse»): el sig
nificado sólo puede captarse como el efecto de un proceso interpre
tativo o productivo en que se citan interpretantes para delimitarlo.
Ese proceso es lo que Peirce llama «desarrollo». Es corriente que
sepamos el significado de una palabra sin poder formularlo, y la
prueba de ese conocimiento es nuestra capacidad para desarrollar
el signo; conseguir, por ejemplo, decir lo que no significa. «La
gramática de la palabra ‘conoce’ está relacionada, evidentemente,
con la de ‘puede’, ‘es capaz de’. Pero también está emparentada
estrechamente con la de ‘entiende’. (‘Dominio’ de una técnica.)» 8
En cualquier sistema que sea más complejo que un código —en
38
cualquier sistema que pueda producir significado en lugar de refe
rirse simplemente a significados que ya existan— hay dos formas
de concebir el significant y el signifié. Podemos aceptar la prima
cía del signifiant, como la forma dada, y considerar el signifié
como lo que se puede desarrollar a partir de él pero sólo puede
expresarse mediante otros signos. Podemos partir del signifié con
siderando cualesquiera signos que circunscriban o designen efectos
de significado como desarrollos de un signifié cuyo signifiant corres
pondiente debemos descubrir y también su conjunto de convencio
nes pertinentes. Ya identifiquemos el significado como el sentido
prometido por un significante o como un efecto cuyo significante
debe buscarse, el detalle decisivo es no limitar el estudio de los
signos a situaciones semejantes a las del código en las que signifi
cados ya definidos están relacionados unívocamente con signifi
cantes. Semejante enfoque «conduciría a una concepción norma
tiva de la función significadora que no podría tratar la multipli
cidad de prácticas significantes, aun cuando no las convirtiera en
casos patológicos que hubiese que reprimir» (Kristeva, Le langage,
c e t tnconnu, p. 26).
39
tura y para el que puedan descubrirse apropiados puntos de partida
analíticos», da a entender, independientemente de otras cuestio
nes que da por sentadas, que la lingüística proporciona un algorit
mo qu dirigirá con éxito el análisis, si se cumplen determinadas
condiciones [On Linguistic M ethod, p. 148).
Los lingüistas pueden haber dado motivo para semejante acti
tud mediante sus sugerencias de que la misión de la teoría lin
güística es desarrollar «procedimientos de descubrimiento»: «pro
cedimientos formales por los cuales se puede partir de la nada y
llegar a una descripción completa del modelo de una lengua».9 Un
procedimiento de descubrimiento sería un método mecánico —una
serie de pasos definida explícitamente— para construir efectiva
mente una gramática, a partir de un corpus de oraciones. Si se
definiera apropiadamente, permitiría alcanzar resultados idénticos
(y correctos) a dos lingüistas que trabajaran independientemente
sobre los mismos datos.
La mayoría de los procedimientos propuestos eran operacio
nes de segmentación y clasificación: formas de dividir una ex
presión en morfemas y los morfemas en fonemas y de clasificar
después esos elementos considerando su distribución. Algunos lin
güistas estructurales, como Bloch y Trager, insistieron en que los
procedimientos fueran enteramente formales —basados exclusiva
mente en la forma sin recurrir al significado— a partir de la
suposición de que eso hacía más objetivo el análisis. Sin embargo,
por lo general se admitían las pruebas sobre la semejanza o dife
rencia de significado: /b/ y /p/ son unidades distintas y opues
tas porque cuando una sustituye a la otra en distintos contextos
se producen como resultado diferencias de significado.
Pero los intentos de desarrollar procedimientos de descubri
miento plenamente explícitos no han dado resultado. Después de
citar «repetidos fracasos», Chomsky sostiene que «es muy discu
tible que ese objetivo pueda ser alcanzable de forma interesante,
y sospecho que cualquier intento en ese sentido conducirá a un
laberinto de procedimientos analíticos cada vez más complejos que
no proporcionarán respuestas para muchas preguntas sobre la es
tructura lingüística» (Syntactic Structures, pp. 52-3). Lo importan
te para los estructuralistas no es la imposibilidad de alcanzar ese
40
objetivo, dado que sólo los procedimientos más generales serían
prestados, sino la afirmación de Chomsky de que los intentos de
elaborar procedimientos de descubrimiento van fundamentalmente
mal encaminados y plantean problemas falsos. Pues si, como él
sugiere, la fijación en ese objetivo puede producir una compleji
dad injustificada del tipo erróneo, eso puede perfectamente tener
consecuencias para el análisis estructural en otros dominios.
En primer lugar, la búsqueda de procedimientos de descubri
miento nos induce a centrarnos en las formas de identificar auto
máticamente los hechos que ya conocemos y no en los modos de
explicarlos. Un procedimiento de descubrimiento adecuado no
debe dar por sentado un conocimiento previo de la lengua, y, como
observan Bloch y Trager, «si no supiéramos nada del inglés, tar
daríamos algún tiempo en ver que Joh n ran («John corrió») y
Joh n stu m bled («John tropezó») son frases de un tipo de cons
trucción diferente del de John B row n y John Smith» (Outline o f
Linguistic Analysis, p. 74). No sólo perdemos tiempo inútilmente,
sino que, además, para idear procedimientos objetivos de des
cubrir hechos sobre el lenguaje, hemos de introducir requisitos
que complican e incluso- deforman la descripción. Por ejemplo,
si los morfemas deben identificarse mediante un procedimiento ob
jetivo y formal, en ese caso hemos de exigir que cada morfema
tenga una forma fonémica especificable (de lo contrario, la identi
ficación de morfemas sería una cuestión de juicios intuitivos y
«subjetivos»). Pero esa regla vuelve problemática la relación en
tre take («coger») y took («cogió»). ¿Cómo podemos «descubrir»
el morfema de pasado en took ? 10 La preocupación adecuada del
lingüista debería ser la de idear las reglas morfofonémicas más
generales y potentes que rijan la forma de v er b o + pasado%y debe
ría ser ese problema y no la necesidad de descubrir objetivamente
el morfema de pasado en took lo que determine su tratamiento
de la palabra.
Sin embargo, más importante todavía es que un interés por
los procedimientos de descubrimiento puede conducir a una fala
cia básica y peligrosa:
41
¡>
cripción gramatical es necesario y suficiente mostrar algún
procedimiento explícito (de preferencia, puramente formal)
por el cua pudiera haberse construido mecánicamente dicha
descripción a partir de los datos. Considero muy extraña
esa opinión... Indudablemente, existen procedimientos per
fectamente generales y directos para llegar a las descrip
ciones más infundadas: por ejemplo, podemos definir un
m orfem a de modo perfectamente general, directo y formal,
sin mezclar niveles, como cualquier secuencia de tres fone
mas. Está claro que es necesario justificar de algún modo el
propio procedimiento. (Chomsky, A Transformational Ap-
proach to Syntax, p. 241.)
42
sky, al enunciar el principio fundamental del análisis lingüístico,
«sin referencia a ese conocimiento tácito no existe una materia
como la lingüística descriptiva. No hay nada respecto de lo que
sus enunciados descriptivos puedan ser verdaderos o falsos» (Some
controversial questions in phonological theory, p. 103). Hemos de
empezar por un conjunto de hechos sin explicar, procedentes de la
competencia lingüística de los hablantes, y construir hipótesis para
explicarlos.
Aunque los lingüistas estructurales hablaban con frecuencia de
tal modo, que parecía que su misión era simplemente la de des
cribir un corpus de datos y sufrían a ese respecto las consecuencias
de una teoría inadecuada, su propia obra no quedó invalidada, pues
no se deshicieron de su competencia lingüística y, en consecuencia,
tenían capacidad para discernir una descripción correcta. Bernard
Pottier insiste en la necesidad del «sentido común» a la hora de
eliminar los resultados ridículos, como una analogía morfémica
entre p rin ce («príncipe)»: princeling («principito»):: b o y («mu
chacho»): boiling («hirviendo»), que podríamos producir, si nos
pusiéramos a buscar pautas en un corpus de datos (Systématique
d es élém en ts d e relation, p. 41). Ese sentido común no es otra
cosa que la competencia lingüística, y podemos sospechar que
siempre se ha tenido en cuenta.
En segundo lugar, aunque en teoría pueden haberse basado en
el estudio de un corpus, las gramáticas siempre fueron generativas
en el sentido de que superaban el corpus y predecían la gramati-
calidad o agramaticalidad de las oraciones no contenidas en él.
Hjelmslev es completamente explícito con respecto a este punto:
«Exigimos a cualquier teoría lingüística que nos permita descri
bir de modo autoconsecuente y exhaustivo no sólo un texto danés
determinado, sino también todos los demás textos daneses, y no
sólo todos los textos daneses determinados, sino también todos
los textos daneses concebibles o posibles» (P rolegom en a, p. 16).
No explicó cómo debía alcanzarse ese objetivo, y en ese sentido
su teoría es inadecuada; pero su hipótesis debió a ser la de que, al
construir una gramática, tendríamos en cuenta nuestro conoci
miento de la lengua y no formularíamos reglas que excluyeran
oraciones posibles. Tomemos un ejemplo concreto: el estudio por
43
parte de Martin Joos del verbo inglés está basado explícitamente
en el corpus e intenta avanzar lo más rigurosamente posible; pero
da por sentado que su descripción será válida para el verbo inglés
en general, que volverá explícito «lo que cualquier hablante in
glés nativo de ocho años de edad sabe ya».11
Por último, los lingüistas estructurales reconocieron efectiva
mente que había que verificar sus resultados con respecto al co
nocimiento que los hablantes tienen de la lengua, aunque puede
que ese criterio no formara parte explícitamente de su teoría.
Zellig Harris observa, por ejemplo, que «una de las ventajas prin
cipales de trabajar con hablantes nativos sobre trabajar con textos
escritos... es la oportunidad de verificar las formas, de obtener la
repetición de las expresiones, de poner a prueba la productividad
de relaciones morfémicas particulares, etcétera» (M ethods in Struc-
tural Linguistics, p. 12). En este caso vemos vacilación, como si se
tratara simplemente de una ventaja práctica en lugar de una nece
sidad teórica, pero en otros lugares reconoce que «el criterio para
la capacidad de substitución de los segmentos es la acción del ha
blante nativo; su uso de ellos o su aceptación de nuestro uso de
ellos» (p. 31). Aunque hubo autores americanos que disentían, esas
opiniones estaban muy difundidas en la lingüística europea: el cri
terio de la prueba de conmutación en fonología, por ejemplo, era
no tanto un procedimiento de descubrimiento formal cuanto una
forma de poner a prueba hipótesis sobre las oposiciones fonoló
gicas con respecto al conocimiento de la lengua por parte de un
hablante.
Todo esto equivale a decir que, a pesar de sus formulaciones
teóricas diferentes, la lingüística estructural puede verse en una
perspectiva chomskiana como una investigación de la competen
cia lingüística, cuyos resultados, independientemente de cómo se
hayan obtenido, deben ponerse a prueba en función de dicha com
petencia. Aunque puede que hablaran como si su misión fuese
la de analizar un corpus cerrado de expresiones, está claro que los
lingüistas esperaban que su gramática tuviera validez también para
otras expresiones y que, en consecuencia, fuese «generativa». Y,
evidentemente, tampoco creían que cualquier procedimiento rigu
roso fuera a dar simplemente resultados válidos. Quizás a causa del
44
deseo de usar lo que consideraban métodos «científicos», no
estaban dispuestos a tomar de su competencia lingüística un con
junto de hechos relativos al lenguaje por explicar, sino que, más
que nada, intentaron desarrollar procedimientos formales que «re
descubrirían» dichos hechos y en ese proceso iluminarían el siste
ma lingüístico. Ese conocimiento previo desempeñó un papel im
portante a la hora de impedirles producir descripciones ridiculas,
y así, en efecto, se dio por sentada siempre la primacía de los
testimonios sobre la competencia lingüística. En ese sentido, la
lingüística estructural presupuso por lo menos parte del marco
general dentro del cual la gramática generativa ha colocado actual
mente la investigación lingüística.
«Generativa» o «transformacional»
45
transformaciones probablemente no induzca sino a confusión.
Lévi-Strauss, por ejemplo, usa el término para referirse a lo que
propiamente son relaciones paradigmáticas entre dos secuencias ob
servadas: la «privación de la comida suministrada por una herma
na» en un mito se «transforma» en otro en «privación de una
madre que suministraba comida» y en «absorción de anti-comida
(gas intestinal) ‘suministrado’ por una abuela» en un tercero {Le
Cru et le cuit, p. 71). Semejantes transformaciones no tienen nada
que ver con la gramática transformacional.
En general, no parece inapropiado decir que los intentos de
usar las transformaciones en otros sectores llegarán a ser interesan
tes sólo cuando se haya formulado algún tipo de reglas básicas
con suficiente precisión como para ofrecernos un conjunto de es
tructuras profundas bien definidas que han de ponerse en relación
de forma rigurosa con formas superficiales observadas. No hay
mucha razón para pensar en reglas transformacionales hasta que no
conozcamos qué problemas específicos deberían resolver, pues di
chos problemas son los que determinan la forma de las reglas.
Entretanto, la precipitación con que los bobos aceptan la propues
ta de Ruwet de que se consideran todos los poemas de amor como
transformaciones de la proopsición «Te amo» se debe simplemente
a la moda (Langage, musique, poésie, pp. 197-9).
Un factor que en años recientes ha tentado a los estructura-
listas a convertirse a la gramática transformacional es la idea de
que es más «dinámica». En tanto que la lingüística estructural era
analítica y reducía una oración determinada a sus constituyentes,
se considera que el modelo de Chomsky es sintético y representa
la producción efectiva de las expresiones (nuevas y antiguas) por
el hablante: «la gramática generativa presenta, en sus fundamentos
teóricos, la ventaja con respecto a los enfoques analíticos del len
guaje de introducir un punto de vista sintético que presenta el acto
de habla como un proceso generativo».12 Pero, como ha subra
yado Chomsky repetidas veces, no es así; la gramática genera
descripciones estructurales, pero no representa el proceso efec
tivo de generación de las oraciones.
46
valga la pena reiterar que una gramática generativa no es
un modelo para un hablante o un oyente... Cuando decimos
que una gramática genera una oración con determinada des
cripción estructural, queremos decir simplemente que la gra
mática asigna dicha descripción estructural a la oración. [As
p e e ts o f th e T heory o f Syntax, p. 9.)
Consecuencias e inferencias
47
transformaciones probablemente no induzca sino a confusión.
Lévi-Strauss, por ejemplo, usa el término para referirse a lo que
propiamente son relaciones paradigmáticas entre dos secuencias ob
servadas: la «privación de la comida suministrada por una herma
na» en un mito se «transforma» en otro en «privación de una
madre que suministraba comida» y en «absorción de anti-comida
(gas intestinal) ‘suministrado’ por una abuela» en un tercero (Le
Cru et le cuit, p. 71). Semejantes transformaciones no tienen nada
que ver con la gramática transformacional.
En general, no parece inapropiado decir que los intentos de
usar las transformaciones en otros sectores llegarán a ser interesan
tes sólo cuando se haya formulado algún tipo de reglas básicas
con suficiente precisión como para ofrecernos un conjunto de es
tructuras profundas bien definidas que han de ponerse en relación
de forma rigurosa con formas superficiales observadas. No hay
mucha razón para pensar en reglas transformacionales hasta que no
conozcamos qué problemas específicos deberían resolver, pues di
chos problemas son los que determinan la forma de las reglas.
Entretanto, la precipitación con que los bobos aceptan la propues
ta de Ruwet de que se consideran todos los poemas de amor como
transformaciones de la proopsición «Te amo» se debe simplemente
a la moda (Langage, musique, poésie, pp. 197-9).
Un factor que en años recientes ha tentado a los estructura-
listas a convertirse a la gramática transformacional es la idea de
que es más «dinámica». En tanto que la lingüística estructural era
analítica y reducía una oración determinada a sus constituyentes,
se considera que el modelo de Chomsky es sintético y representa
la producción efectiva de las expresiones (nuevas y antiguas) por
el hablante: «la gramática generativa presenta, en sus fundamentos
teóricos, la ventaja con respecto a los enfoques analíticos del len
guaje de introducir un punto de vista sintético que presenta el acto
de habla como un proceso generativo».12 Pero, como ha subra
yado Chomsky repetidas veces, no es así; la gramática genera
descripciones estructurales, pero no representa el proceso efec
tivo de generación de las oraciones.
46
valga la pena reiterar que una gramática generativa no es
un modelo para un hablante o un oyente... Cuando decimos
que una gramática genera una oración con determinada des
cripción estructural, queremos decir simplemente que la gra
mática asigna dicha descripción estructural a la oración. [As-
p e cts o f th e T heory o f Syntax, p. 9.)
Consecuencias e inferencias
47
mías, de los inventarios cerrados, y de las combinaciones atestigua
das» (Le Conflit d es interprétations, pp. 80-1).
Pero Trubetzkoy, en los comienzos de la fonología, refutó
la idea de que la lingüística estructural fuera una ciencia taxo
nómica. Impugnando la afirmación de Arvo Sotavalta de que
los fonemas eran comparables a clases zoológicas o botánicas, sos
tuvo que, a diferencia de las ciencias naturales, la lingüística se
ocupa del uso social de los objetos materiales y, por consiguiente,
no puede agrupar simplemente especímenes en una clase basándose
en las semejanzas observadas. Ha de intentar determinar qué se
mejanzas y diferencias son funcionales en la lengua (Principes d e
ph on ologie, pp. 12-13). Podemos clasificar los animales de diferen
tes formas: según el tamaño, el hábitat, la estructura de los huesos,
la filogenia. Esas taxonomías serán más o menos motivadas según
la importancia concedida a esos rasgos en una teoría, pero no existe
una taxonomía correcta}1 Un animal particular puede clasificarse
correcta o incorrectamente con respecto a una taxonomía determi
nada, pero la propia taxonomía no puede ser correcta ni errónea.
Sin embargo, en fonología estamos intentando determinar qué ras
gos diferenciales son realmente funcionales en la lengua, y debe
mos verificar las clases que establezcamos por su capacidad para
explicar hechos atestiguados por la competencia lingüística. Desde
luego, el análisis lingüístico puede producir agrupaciones de poco
interés o valor explicativo, pero esa clase de fallos no son impu
tables al propio modelo lingüístico.
Además, como he sugerido, no podemos oponer la lingüística
estructural y la gramática generativa, como hace Ricoeur. Esta
última, exceptuando diferencias importantes de tipo técnico, ha
vuelto explícito y coherente el programa que siempre estuvo im
plícito en aquélla. La lingüística siempre ha intentado descubrir
las reglas de la langue y eso siempre entrañará segmentación, cla
sificación y la formulación de oposiciones y reglas de combinación.
Tampoco es exacto decir, como hace Ricouer, que el estruc
turalismo es resueltamente antifenomenológico, en el sentido de
que se ocupa solamente de las relaciones entre los propios fenóme
nos y no de la relación del sujeto con los fenómenos. Pues la pro
pia expresión, como objeto material, no ofrece asidero para el aná
48
lisis: para reconstruir el sistema de reglas que hacen que esté bien
construida gramaticalmente y le permiten tener significado, hemos
de ocuparnos de los juicios del hablante sobre su significado y gra-
maticalidad. Las disciplinas estructuralistas, escribe Fierre Vers-
traeten en su Esquisse pou r u ne critique d e la raison structuraliste,
analizan el objeto «teniendo en cuenta los propios criterios de inte
ligibilidad que el objeto entraña» (p. 73). Se ocupan de las nor
mas por las cuales los objetos se convierten en fenómenos cultura
les y, por esa razón, en signos. La lingüística intenta formalizar el
conjunto de reglas que, para los hablantes, constituyen su lengua,
y en ese sentido el estructuralismo ha de producirse dentro de la
fenomenología: su misión es explicar lo que va dado fenome-
nológicamente en la relación del sujeto con sus objetos culturales.14
Aun así, el análisis estructural ofrece un tipo particular de ex
plicación. No intenta, como podría hacer la fenomenología, al
canzar un entendimiento empático: reconstruir una situación como
podría haberla captado conscientemente un sujeto individual y, en
consecuencia, explicar por qué escogió éste una línea de acción
particular. La explicación estructural no coloca una acción en una
cadena causal ni hace derivar de ella el proyecto por el que el
sujeto significa un mundo; relaciona el objeto o la acción con un
sistema de convenciones que le atribuyen su significado y lo dis
tinguen de otros fenómenos de significados diferentes. Algo se
explica mediante el sistema de distinciones que le confiere su
identidad.
Para Lévi-Strauss, la lección más importante de la «revolución
fonológica» fue el paso «del estudio de los fenómenos conscientes
al de su infraestructura inconsciente» (A nthropologie stru ctu rde,
p. 40). Un hablante no conoce conscientemente el sistema fono
lógico de su lengua, pero debemos postular dicho conocimiento
para explicar el hecho de que interprete dos secuencias acústica
mente diferentes como especímenes de la misma palabra y distin
ga secuencias que son muy semejantes acústicamente pero repre
sentan palabras diferentes. La necesidad de postular distinciones
y reglas que operan en un nivel inconsciente para explicar he
chos relativos a objetos sociales y culturales ha sido uno de los
axiomas más importantes que los estructuralistas han sacado de
la lingüística.
Y es precisamente ese axioma el que conduce a lo que algunos
consideran la consecuencia más importante del estructuralismo: su
rechazo de la idea del «sujeto».15 Toda una tradición de diserta
ciones sobre el hombre ha considerado el yo como un sujeto cons
ciente. Descartes, en la formulación más categórica de esa posi
ción, sostuvo que «Hablando estrictamente, sólo soy algo que
piensa» (res cogitans). Otros han sido más reacios a conceder la
res, pero han hecho del yo un sujeto fenomenológico activo que
confiere significado al mundo. Pero, una vez que el sujeto conscien
te se ve privado de su función como fuente de significado —una
vez que se explica el significado en función de sistemas convencio
nales que pueden escapar a la comprensión del sujeto consciente—
ya no puede identificarse al yo con la conciencia. Se «disuelve» al
hacerse cargo de sus funciones por una serie de sistemas inter
personales diferentes que operan a través de él. Las ciencias huma
nas, que empiezan por convertir al hombre en un objeto de cono-
cimento, descubren, a medida que avanza su labor, que el «hom
bre» desaparece bajo el análisis estructural. «El objetivo de las
ciencias humanas», escribe Lévi-Strauss, «no es constituir al hom
bre, sino disolverlo» (La P en sée sauvage, p. 326). Michel Fou-
cault sostiene en Les M ots et Jes chases «que el hombre es sim
plemente una invención reciente, una figura que todavía no tiene
dos siglos de edad, un simple pliegue en nuestro conocimiento, y
que desaparecerá tan pronto como ese conocimiento haya descu
bierto una nueva forma» (p. 15).
Podríamos responder que eso sólo es cierto para los franceses,
cuya concepción cartesiana del hombre es tal, que el descubri
miento del inconsciente había de destruirla; pero responder inme
diatamente de ese modo sería errar el blanco, pues la tesis no es
que no existe el «hombre». Es, más que nada, que la distinción
entre el hombre y el mundo es variable, depende de la configura
ción del conocimiento en un período determinado. Se ha hecho
en función de la conciencia: según eso, el mundo es todo menos
la conciencia. Lo que las ciencias humanas han hecho ha sido des
menuzar y separar lo que presuntamente pertenece al sujeto pen
50
sante, hasta que cualquier noción del yo basada en él se vuelve
problemática.
Una vez más, el lenguaje es el caso preferente, ejemplar. Des
cartes citó el uso del lenguaje por parte del hombre como testi
monio primordial de la existencia de otras mentes y consideró la
incapacidad de los animales para usar el lenguaje creativamente
como prueba de que eran organismos puramente mecánicos, que
no pensaban. También Saussure vio la capacidad del hablante para
producir nuevas combinaciones de signos como una expresión de
«libertad individual» que escapaba a las reglas de un sistema inter
personal (Cours, p. 172-3). De hecho, concebimos el habla como el
ejemplo primordial de la individualidad; parece el único sector en
que el sujeto consciente podría dominar.
Pero resulta fácil reducir ese dominio. Las expresiones de un
hablante son entendidas por otros exclusivamente porque están
ya contenidas virtualmente dentro de la lengua. Die Sprache
spricht, afirma Heidegger,16 nicht d er Mensch. Der M ensch spricht
nur, indem er geschicklich d er Sprache entspricht. («La lengua
es la que habla, no el hombre. El hombre habla sólo en la medida
en que ‘se acomoda’ diestramente a la lengua.») Una gramática
genrativa avanza un poco en el camino de la formalización de esa
concepción. La construcción de un sistema de reglas con capacidad
generativa infinita convierte incluso la creación de oraciones nue
vas en un proceso regido por reglas que escapan al sujeto.
Desde luego, no se puede negar la existencia ni la actividad de
los individuos. A pesar de que el pensamiento piensa, el habla
habla y la escritura escribe, en cada caso, como dice Merleau-
Ponty, entre el nombre y el verbo hay un vacío que saltamos cuan
do pensamos, hablamos o escribimos (Signes, p. 30). Los indivi
duos escogen cuándo hablar y qué decir (si bien esas posibilidades
son creación de otros sistemas), pero esos actos los hace posibles
una serie de sistemas que el sujeto no controla.
51
de sus acciones, o el juego de su discurso mítico e imagina
tivo (Foucault, L’A rchéologie du savoir, p. 22),
52
tener sentido sólo en virtud de sus relaciones con otras oracio
nes dentro de las convenciones de la lengua. La intención comuni
cativa presupone convenciones de lectura a las que el autor puede
oponerse, que puede transformar, pero que son las condiciones de
posibilidad de su discurso.
Entender un texto no es preguntar «¿qué se ha dicho en lo que
se ha dicho?», pero no por las razones aducidas con más frecuen
cia por los críticos ingleses y americanos. Decir que un poema se
convierte en un objeto autónomo una vez que abandona la pluma
del autor es, en un sentido, precisamente lo contrario de la posición
estructuralista. El poema sólo puede crearse en relación con otros
poemas y convenciones de lectura. Es lo que es en virtud de esas
relaciones, y su carácter no cambia con la publicación. Si su signi
ficado cambia posteriormente, se debe a que entra en nuevas rela
ciones con textos posteriores: nuevas obras que modifican el pro
pio sistema literario.
Pero, aunque el estructuralismo puede buscar siempre el siste
ma que hay tras el fenómeno, las convenciones constitutivas que
hay tras cada acto individual, no puede prescindir del sujeto indivi
dual. Puede que ya no sea el origen del significado, pero el
significado ha de pasar a través de él. Las estructuras y las rela
ciones no son propiedades objetivas de los objetos externos; sur
gen sólo en un proceso estructurante. Y, aunque puede que el
individuo no origine ni cree siquiera ese proceso —asimila sus
reglas como parte de su cultura— , éste se produce a través de
él, y sólo podemos obtener testimonios de él considerando sus
juicios e intuiciones.
La lingüística es la guía más segura para la compleja dialéc
tica del sujeto y el objeto con la que el estructuralismo tropieza
inevitablemente, pues en el caso del lenguaje tres cosas están cla
ras: primera, todos hemos «dominado» un sistema extraordinaria
mente complejo de reglas y normas que hace posible una gama de
comportamientos, y, sin embargo, no entendemos plenamente qué
es eso que hemos aprendido, qué es lo que compone nuestra com
petencia lingüística. Segunda, evidentemente existe algo que ana
lizar; el sistema no es una quimera del analista entusiasta. Y, por
último, cualquier descripción del sistema debe evaluarse por su
53
capacidad para explicar nuestros juicios sobre el significado y la
ambigüedad, las construcciones correctas y las que no lo son. Pre
cisamente porque podemos comprender esas proposiciones en el
caso del lenguaje es por lo que la lingüística proporciona un méto
do analógico que puede guiar las investigaciones sobre sistemas
semióticos más obscuros y especializados.
En resumen, podríamos decir que la lingüística no proporciona
un procedimiento de descubrimiento que, si se sigue de forma
automática, dé resultados correctos. Sea cual fuere el procedimien
to que utilicemos, los resultados deben verificarse por su capacidad
para explicar los hechos relativos al sistema en cuestión, y, así, la
misión del analista no es simplemente describir un corpus sino
también explicar la estructura y significado que especímenes del
corpus tienen para quienes han asimilado las reglas y normas del
sistema. Al estudiar signos que, independientemente de su «nato
ralidad» aparente, tienen una base convencional, intenta recons
truir las convenciones que permiten a los objetos o fenómenos
físicos tener significado; y esa reconstrucción le exigirá que formu
le las distinciones y relaciones pertinentes entre los elementos,
así como las reglas que rigen su posibilidad de combinación.
La misión básica es volver lo más explícitas posible las con
venciones responsables de la producción de los efectos atestigua
dos. La lingüística no es hermenéutica. No descubre lo que sig
nifica una secuencia ni produce una nueva interpretación de ella,
sino que intenta determinar la naturaleza del sistema subyacente
al fenómeno.
CAPITULO 2
EL DESARROLLO DE UN METODO:
DOS EJEMPLOS
55
mente crear un equilibrio que funcione, un movimiento de
significación... Si se prefiere, no significan «nada»; su esen
cia radica en el proceso de significación, no en lo que sig
nifican. (Essais critiq u es, p. 156.)
El lenguaje de la moda
56
El modelo lingüístico de Barthes exige reunir un corpus de
datos correspondientes a un estado sincrónico del sistema y, des
de luego, la moda es eminentemente apropiada para semejante
tratamiento, dado que cambia abruptamente una vez al año, cuan
do los diseñadores presentan sus nuevas colecciones. Tomando
epígrafes de los números correspondientes a un año de Elle y Jar-
din d es M odes, Barthes crea un corpus manejable que espera con
tenga las diferentes posibilidades del sistema en esa etapa.
¿Qué hay que hacer con el corpus? ¿Cuáles son los efectos
que hay que explicar? Resultan ser bastante complejos. Considé
rense los dos epígrafes: Les im prim es triom p h en t aux cou rses
(«Los estampados triunfan en las carreras») y Une p etite ganse
fait l’éléga n ce («Un cordoncillo es lo que da elegancia»). Podemos
identificar una serie de sign ifiés diferentes que producen. En pri
mer lugar, la presencia de im prim es y gan se en los epígrafes nos
dice que esos rasgos están de moda. En un segundo nivel, la com
binación de im prim és y cou rses significa que son apropiados para
esa situación social particular. Por último, hay «un nuevo signo
cuyo significante es la expresión completa de la moda y cuyo sig
nificado es la imagen del mundo y de la moda que la revista tiene
o desea transmitir» (p. 47). La retórica de esos dos epígrafes da
a entender, por ejemplo, que el cordoncillo no sólo ha recibido
la calificación de «elegante», sino que de hecho produce la elegan
cia, y que los estampados son los agentes decisivos y activos de
los triunfos sociales (son tus vestidos los que triunfan, no tú).
Esos significados son connotaciones, indudablemente; pero no por
eso son fenómenos fortuitos ni personales. El término «connota
ción» es engañoso, si sugiere que son asistemáticos y periféricos.
Podríamos definir las connotaciones, más que nada, como significa
dos producidos por convenciones distintas de las que se dan en las
lenguas naturales. Como oración del francés, Les im prim és triom
p h en t aux co u rses significa que los estampados triunfan en las ca
rreras, pero como epígrafe tiene otros significados producidos por
el sistema de la moda.
Pero, ¿qué hemos de hacer con esos significados? Barthes dis
tingue, muy apropiadamente, dos niveles del sistema: el «código
de la vestimenta», en que van expresados los rasgos pertinentes
57
de los vestidos que están de moda, y el «sistema retórico», que
incluye los otros elementos de la oración. Al estudiar este último,
podemos investigar la visión del mundo presentada por los epígra
fes (los significados del sistema retórico) o los procedimientos me
diante los cuales se comunica dicha visión (el propio proceso de
significación). Los problemas metodológicos graves surgen en el ni
vel más básico del código de la vestimenta. En éste todas las se
cuencias tienen el mismo significado: la presencia de un espécimen
en un epígrafe significa que está de moda. Y sobre el proceso de
significación hay poco que decir: el hecho de que la fotografía
figure en una revista de modas es lo que conecta el significante y
el significado M ode.
El problema que ofrece un campo para la investigación deta
llada es el de qué elementos de la secuencia son pertinentes en
el nivel deí código de la vestimenta y cuáles son retóricos. En Une
p etite gan se fait l ’éléga n ce, ¿determina p etite el carácter de moda
de «cordoncillo» o está usado por sus connotaciones retóricas (hu
milde, sencillo, bonito)? En La vraie tunique ch in o ise pía te et
fen d u e, ¿es vraie un intensificador retórico? Para responder a es
tas preguntas, hay que investigar las reglas de la moda que ope
ran en ese año determinado. Tomando secuencias que describan
como «bien construidos» los vestidos que están de moda, nos
preguntamos cuáles son las reglas que producen esas secuencias,
pero no producirían secuencias que describieran vestidos que
no se estilasen en esa época. La línea de investigación que sugiere
el modelo lingüístico es reducir las secuencias a sus constituyentes
y escribir reglas de combinación que expliquen los epígrafes bien
construidos.
Para hacerlo, se necesita información sobre los vestidos que
no se estilan. Sin ella, igual que el lingüista que intentara construir
una gramática a partir de un corpus de oraciones bien construidas
exclusivamente, no se sabe qué cambios en la secuencia la vol
verían mal construida y, en consecuencia, no se pueden determi
nar sus rasgos pertinentes. Si el corpus habla de una V este en cuir
a co l tailleur, no podemos decir si la prenda en cuestión se ajusta
a la moda por el cuero, por el cuello o por la combinación de
ambos.
58
La solución obvia sería atener se a los juicios de quienes conocen
la moda y han llegado a dominar el sistema de algún modo, pero
Barthes parece dar por sentado que un análisis estructural rigu
roso de un corpus excluye eso. En un momento determinado in
tenta resolver el problema de l a pertinencia con un argumento
enormemente engañoso:
cualquier descripción de u n vestido está supeditada a un
fin, que es el de manifestar o, mejor aún, transmitir la
Moda... alterar una secuencia de la moda (por lo menos en
su terminología), imagina*', por ejemplo, un corsé que se
abroche p o r delan te y no J>or detrás, equivale a pasar de lo
que se estila a lo que no s e estila (pp. 32-3).
Pero de eso no se desprende: que cada término descriptivo de
signe un rasgo sin el cual el vestido no estaría de moda. Como
Barthes piensa que su misión es describir el corpus, pasa por alto
el problema primordial de determ inar qué elementos de las se
cuencias comprenden distinciones funcionales. Dando por sentado
que la lingüística proporciona u o procedimiento de descubrimiento
de algún tipo, no intenta resolver un problema empírico obvio.
De hecho, su estrategia es l a de pasar por alto. Dice que no
le interesa lo que estaba de meada aquel año particular, sino sólo
los mecanismos generales del si stema y, en consecuencia, no pro
porciona reglas que distingan l o que se estilaba de lo que no se
estilaba. Es de lamentar esa dec isión, en primer lugar porque hace
que su proyecto en conjunto s e a bastante obscuro. ¿Por qué es
coger un estado sincrónico, si t»n o no está interesado en describir
dicho estado? Si sólo nos in teresa la moda en general, en ese caso
necesitamos con toda seguridad testimonios de otros años, en que
figurarán registradas combinaciones diferentes, no fuera a ser que
confundiésemos las particularidades de la moda de un año con las
propiedades generales del sisterma. Al parecer, la elección de un
corpus va determinada sólo po r la afirmación del lingüista de la
prioridad de la descripción sincrónica y el deseo de dar una im
presión de fidelidad y rigor.
En segundo lugar, la negatiw a a investigar lo que está de moda
y lo que no lo está hace que s u S resultados sean imprecisos. Sostie
59
ne, por ejemplo, que p e tite en p etite ga n se es retórico porque
gra nd e gan se no figura en el corpus y, por consiguiente, p etite no
figura en oposición alguna. Pero la oposición podría ser precisa
mente la existente entre p etites gan ses que estaban de moda y
grandes gan ses que no lo estaban y, por esa razón, no figuraban
en las revistas de modas. Esas cuestiones no pueden zanjarse ba
sándose en razones puramente distributivas.
Por último, sus resultados no pueden verificarse. Si la función
del sistema es transmitir la moda, en ese caso hay que describirla
desempeñando esa función exclusivamente, y se podría evaluar el
análisis recurriendo a los testimonios de otras secuencias pertene
cientes al mismo año o de los juicios de los entendidos en modas
y viendo si las reglas de Barthes distinguían con éxito lo que
estaba de moda de lo que no lo estaba. A falta de ese proyecto,
simplemente no hay forma de verificar la adecuación de sus des
cripciones.
Entonces, ¿qué hace Barthes al describir el corpus? La descrip
ción más completa sería una lista de las secuencias que aparecen,
pero, como eso carecería de interés, lo que hace es reducirlas a
una serie de esquemas sintácticos y establecer un número de cla
ses paradigmáticas correspondientes a posiciones sintácticas: «en
primer lugar hemos de determinar las unidades sintagmáticas (o de
secuencia) del vestido escrito y después cuáles son las oposicio
nes sistemáticas (o virtuales)» (p. 69).
El estudio de la distribución de los especímenes conduce a
Barthes a postular una estructura sintagmática básica que conste
de tres posiciones: «objeto», «apoyo» y «variante». En Un chan-
dail a c o l jerm é, chandail («jersey») es el objeto, fer m é («cerra
do») es la variante y c o l («cuello») es el apoyo de la variante. Esa
estructura tiene validez intuitiva, en el sentido de que, al hablar
de un vestido que está de moda, podemos perfectamente tender a
nombrarlo, a identificar la parte en cuestión y a especificar el rasgo
que le hace estar de moda. El esquema está sujeto a varias modi
ficaciones: en cein tu re a pan la variante efectiva, «existente», no
va expresada; en C ette a n n ée les co is sero n t ou verts objeto y apo
yo van fundidos. De hecho, no hay secuencia concebible que no
pueda describirse mediante uno de los esquemas modificados que
60
enumera, y su afirmación de que el modelo «está justificado en la
medida en que nos permite explicar todas las secuencias de acuer
do con determinadas modificaciones regu lares» (p. 74), no es una
hipótesis convincente sobre la forma de los epígrafes de la moda.
Más interesante y pertinente es el intento de establecer clases
paradigmáticas de especímenes que pueden ocupar esas tres posi
ciones sintagmáticas. En primer lugar, toda una serie de especí
menes, como falda, blusa, cuello, guantes, pueden hacer de objeto
o de apoyo. Barthes llama «especies» a los especímenes que pueden
ocupar cualquiera de las posiciones, y sostiene que un análisis dis
tributivo nos permite agruparlas en sesenta gen era o «tipos» dife
rentes. Los vestidos o partes de vestidos que son incompatibles
sintagmáticamente —que no pueden combinarse como elementos
de una indumentaria particular— van colocados en contraste pa
radigmático dentro de un mismo tipo. Cada paradigma es un re
pertorio de especímenes opuestos en contraste, de los que sólo uno
puede escogerse en la misma ocasión: «un vestido y un traje de
esquiar, a pesar de ser muy diferentes formalmente, pertenecen al
mismo tipo, puesto que hay que escoger entre ellos» (p. 103). Los
tipos de Barthes parecen adecuados como representación de las
incompatibilidades sintagmáticas: dos miembros de un mismo tipo
no aparecerán como objeto y apoyo en una misma secuencia. Pero
una descripción correcta debe especificar las relaciones de coapa
rición con mucho mayor detalle. Por ejemplo, si un miembro del
tipo «cuello» es el apoyo, en ese caso el objeto debe pertenecer
a un conjunto limitado de tipos: aproximadamente, los vestidos
que tengan cuellos. Y, a la inversa, si «cuello» es el objeto, en
ese caso el apoyo ha de tomarse de «material», «ribete», «corte»,
«motivo», «color», etc.
Sería de esperar que, si la división en tipos es correcta, sean
esan clases las unidades en que operan esas reglas de combinación.
Pero no parece probable que sirvan las categorías de Barthes. Ves
tido, traje de esquiar y bikini van colocados en una misma clase
paradigmática, pero como objetos tomarían apoyos muy diferentes.
Si necesitáramos un conjunto de clases totalmente diferente para
escribir reglas de combinación, en ese caso las que propone Barthes
no tienen demasiada justificación.
61
Las variantes aparecen clasificadas de acuerdo con el mismo
principio: «siempre que hay incompatibilidad sintagmática hay un
sistema de oposiciones significativas establecido, es decir, un para
digma» (p. 119). Un cuello no puede ser a un tiempo abierto y
cerrado, pero puede ser a la vez ancho y abierto. Las compatibili
dades e incompatibilidades de ese tipo le inducen a postular trein
ta grupos de variantes que no pueden realizarse simultáneamente
sobre el mismo apoyo. No obstante, no usa esas clases para for
mular reglas explícitas de combinación.
Parece que la lingüística ha inducido a Barthes a pensar erró
neamente que el análisis distributivo podía producir un conjunto
de clases que no tienen por qué justificarse mediante una función
explicativa. Pero, aun sin eficacia explicativa, sus inventarios serían
interesantes como ejemplos de lo que el análisis distributivo puede
alcanzar, si procede rigurosamente. Ahora bien, en lugar de deter
minar qué especímenes no van nunca en el corp u s predicados del
mismo apoyo, se refiere a compatibilidades e incompatibilidades
determinadas por la naturaleza de los propios vestidos. Hablando
estrictamente, si su corpus contiene cuellos marrones y cuellos
abiertos, pero no cuellos marrones y abiertos, debería colocar
«marrón» y «abierto» dentro de una clase paradigmática; no lo
hace porque sabe que, en realidad, los cuellos pueden ser a la vez
abiertos y marrones.
La incapacidad de Barthes para atenerse a su programa teó
rico ilustra las dificultades inherentes al análisis distributivo.
Si estuviera intentando determinar qué especímenes eran compa
tibles e incompatibles según las modas de un año determinado,
necesitaría recurrir a información exterior al corpus, dado que
la ausencia de una combinación particular en el corpus no signi
ficaría necesariamente que no estuviese de moda. Si no le interesan
las combinaciones permitidas por la moda en un año determinado,
sino sólo las compatibilidades e incompatibilidades generales de
los vestidos, no debería haber escogido su corpus a partir de un
solo año; pero, aun disponiendo de un corpus más amplio, ten
dría que recurrir a información suplementaria para anotar combi
naciones que físicamente son perfectamente posibles (chaquetas de
pijama y pantalones de esquiar) pero no aparezcan en el corpus
62
por no haber estado nunca de moda. Así, pues, en cualquiera de los
casos, el analista ha de ir más allá del corpus hasta la información
proporcionada por quienes entienden de modas o de ropa. Ese
conocimiento de las compatibilidades y de las incompatibilidades
—como la competencia de los hablantes nativos— es el objeto
auténtico del análisis y habría que centrar la atención en él di
rectamente en lugar de recurrir a él de manera ocasional y subrep
ticia.
Así, pues, se trata de una descripción confusa, incompleta e
inverificable del código de la vestimenta que no puede servir ni
siquiera de espécimen de análisis formal. No ofrece un sistema de
reglas que especifiquen lo que está de moda; tampoco intenta un
análisis distributivo riguroso de un corpus. Barthes, confundido
por el modelo lingüístico, emprendió su tarea precisamente por el
camino equivocado y después no estuvo dispuesto a seguir un
método formal hasta el final. No se preocupó de decidir qué era lo
que estaba intentando explicar y se detuvo sin haber explicado
nada.
Es en extremo importante mencionar el fracaso de Barthes en
razón de la tendencia tanto de los críticos como de los admiradores
a aceptar su obra como un modelo de procedimiento estructura-
lista. La perniciosa ignorancia de la opinión de Roger Poole: «pero
hay que reconocer que el S ystém e es un ejemplo de análisis co
rrecto» lo único que puede hacer es conducir a un entendimiento
equivocado del estructuralismo.3 El comentario de Barthes es mu
cho más apropiado: «Pasé por un sueño eufórico de cientifismo»
(R épon ses, p. 97). Apenas puede sorprender que un modelo lin
güístico percibido en un sueño eufórico diera resultados confusos
e inadecuados.
63
importante de un poema puede no ser su significado, sino la forma
de producirse dicho significado, así también la estrategia retórica
de la moda es más interesante que las propias modas. Uno de los
rasgos más sorprendentes del sistema es la variedad de procedi
mientos concebidos para «motivar» sus signos: «evidentemente,
como la Moda es tiránica y sus signos arbitrarios, tiene que con
vertirlos en hechos naturales o leyes racionales» (p. 265). En pri
mer lugar, el sistema asigna funciones a los vestidos al afirmar su
«carácter práctico» (Una chaqu eta d e lin o para las n o ch es frías
d el vera n o) sin explicar por qué han de ser más apropiados que
los vestidos que no están de moda. Además, puede usar descrip
ciones detallistas (Un im p erm ea b le para lo s p a seos n octu rn os por
lo s m u elles d e Calais) que, por ser tan contingentes las funciones
que proponen, incluso inútiles, parecen las más «naturales».
64
se desarrollan de acuerdo con un proceso independiente y autóno
mo. La esencia de la moda como sistema semiótico estriba en la
energía con que naturaliza sus signos arbitrarios.
Pero esa energía es duplicada por la insistencia con que la
moda produce constantemente distinciones, sin que haya otras uti
litarias que estén en correlación con ellas. Desde luego, no tiene
que haber diferencias importantes entre el estilo de un año y el
del siguiente, para que la gente no se niegue a cambiar. Y, en
consecuencia, la moda debe dar importancia a las modificaciones
más triviales: C ette an n ée les é to fe s v elu es su ccéd en t aux éto ffe s
poilues. No importa que una tela «peluda» tenga las mismas pro
piedades que una «velluda» ni que sólo noten las diferencias ob
servables quienes están al corriente de la moda. Lo que la moda
valora es la propia distinción más que su contenido. Pero la pro
liferación de distinciones vacías aumenta los significados potencia
les de un modo que niega valor intrínseco al vestido material: la
elegancia radica en la descripción más que en el propio objeto.
65
3. — L A P O É T I C A
semántica en una natural o racional» (p. 285). Pero, por otro lado,
la propia energía empleada en la proliferación y naturalización
de los signos —el deseo de hacer que todo signifique y, aún así,
volver intrínsecos e inherentes todos esos significados— debilita
finalmente el significado concedido a los objetos. Esos dos proce
sos que intentan afirmar de modo opuesto el significado, creán
dolo y naturalizándolo, contribuyen a lo que se convierte efectiva
mente en una actividad autónoma. Al absorber y debilitar las dos
fuerzas contribuyentes, el proceso de la significación se convierte
en una operación autónoma del significado. Para comprender que
semejantes paradojas no son exclusivas de la moda basta con pen
sar cómo ha servido la consigna unitaria del ‘realismo’ para justi
ficar cambios en el artificio literario y cómo ha conducido a la crea
ción de mundos autónomos el deseo de hacer que lo real signifique.
La lógica mitológica
66
categorías son más concretas y, por tanto, metafóricas. Tomemos
un ejemplo puramente hipotético: en lugar de decir que dos gru
pos son semejantes, pero distintos y, sin embargo, no rivales, po
drían llamar al primero «jaguares» y al segundo «tiburones».
En sus obras La P en sée sa uva ge y T otém ism e, Lévi-Strauss
intentó mostrar que les antropólogos no han sido capaces de
explicar numerosos hechos relativos a los pueblos primitivos
porque no han entendido la lógica rigurosa subyacente a ellos.
Las explicaciones atomistas y funcionalistas fracasan en gran can
tidad de casos y hacen que los otros pueblos parezcan excesivamen
te primitivos y crédulos. Si un clan tiene un animal particular
como tótem no es necesariamente porque le atribuya importancia
económica o religiosa. El sentimiento de referencia o los tabús par
ticulares conectados con un tótem pueden ser resultados más que
causas. «Decir que a un clan A se le hace ‘descender’ del oso y
a un clan B del águila es simplemente una forma concreta y abre
viada de exponer la relación entre A y B como análoga a la rela
ción entre las dos especies» (L e T otém ism e au jou rd’hui, p. 44).
Explicar un tótem es analizar su lugar en un sistema de signos. El
oso y el águila son agentes lógicos, signos concretos, con los que
se hacen afirmaciones sobre los grupos sociales.
Se han elegido los mitos como sector para un «experimento
decisivo» en la investigación de su lógica concreta porque en la
mayoría de las actividades es difícil decir qué regularidades del
sistema se deben a operaciones mentales comunes y cuáles a cons
tricciones externas. Pero, en el dominio de la mitología, todas las
constricciones son internas; en principio en un mito puede ocurrir
cualquier cosa, de modo que, si podemos descubrir un sistema sub
yacente, dicho sistema, según Lévi-Strauss, puede atribuirse a la
propia mente:
67
mitos, a fortio ri está determinada también en otras esferas.
{Le Cru et le cuit, p. 18.)
68
mito de Edipo, por ejemplo, aparece tratado del modo siguiente
( A nthropologie structurale, p. 236):
A B C D
Cadmo busca a Los espartanos Cadmo mata al Labdacos
su hermana Eu- se matan dragón inválido
ropa
Edipo se casa Edipo mata a Edipo «mata» a Layo =
con Yocasta Layo la Esfinge zurdo
Antígona entie- Etéocles mata a Edipo =
rra a su herma- su hermano Po de pies
no Polinice línice hinchados
69
una serie de especímenes importantes. Pero, por último, lo más
importante es que no hace avanzar realmente nuestra comprensión
de la lógica del mito: la única lógica revelada es la de la estruc
tura homologa postulada por adelantado y una lógica elemental
de la pertenencia a ciertas clases. En consecuencia, cuando em
prende un estudio del mito a gran escala, Lévi-Strauss abandona
—si bien no lo rechaza explícitamente— el enfoque anterior. En
particular, el intento de descubrir una homología de cuatro térmi
nos dentro de cada mito o detrás de él da preferencia a una com
paración de los mitos destinada a revelar la lógica de los «códigos»
que usan.
Un código es un conjunto de objetos o categorías procedentes
de un solo sector de la experiencia y relacionados entre sí de for
ma que se convierten en herramientas lógicas útiles para expresar
otras relaciones. «El objetivo de este libro», escribe Lévi-Strauss
en la introducción a su primer volumen, «es mostrar que las ca
tegorías empíricas —como lo ‘crudo’ y lo ‘cocido’, lo ‘fresco’ y
lo ‘podrido’, lo ‘humedecido’ y lo ‘quemado’...— pueden hacer
de herramientas conceptuales para elaborar nociones abstractas y
combinarlas en proposiciones» (Le Cru et le cu it, p. 9). Así, pues,
podemos concebir su tarea como la de explicar la presencia de dis
tintos especímenes o acontecimientos en mitos identificando los
códigos de que proceden y mostrando lo que expresan dichos có
digos. Nuestros ejemplos más familiares de ese procedimiento pro
ceden de la crítica literaria. Podríamos decir, por ejemplo, que en
su soneto CXLIV, T w o lo v e I h a ve o f co m fo rt and despair, Shakes
peare toma la oposición básica bueno/malo y la explora en una
serie de códigos: el religioso (ángel/diablo, santo/maligno), el
moral (pureza/orgullo) y el físico (hermoso/demacrado). Explicar
la presencia de cualquiera de esos especímenes equivale a mostrar
que el código procedente de un sector particular de la experiencia
forma parte de una oposición binaria cuya función es expresar un
contraste temático subyacente.
En el caso de la literatura sabemos más o menos cómo proce
der. Sabemos que en nuestra cultura el cabello obscuro y el cabe
llo rubio se oponen o que ángel y demonio contrastan en el có
digo religioso, y captamos los significados que el poema transmite,
70
de modo que podemos comprobar nuestra explicación de los deta
lles por su pertinencia en relación con dichos significados. Sin em
bargo, en el caso de los mitos la situación es completamente dife
rente: para construir el contexto cultural que proporciona claves
para la naturaleza de los posibles códigos es necesario considerable
esfuerzo y perspicacia, y empezamos sin una apreciación firme del
significado que nos permitiría evaluar la descripción de los mitos.
Así, pues, el análisis ha de descubrir tanto la estructura como el
significado. Ese requisito produce lo que Lévi-Strauss llama un
movimiento en espiral, en que un mito es usado para elucidar otro,
y eso conduce a un tercero, que, a su vez, sólo puede interpre
tarse cuando se lee a la luz del primero, etc. El resultado final
ha de ser un sistema coherente en que cada mito vaya estudiado y
entendido en sus relaciones con los demás: «el contexto de cada
mito acaba por componerse cada vez más de otros mitos» (Du
M iel aux cen d res, p. 305). Para explicar un espécimen o aconteci
miento de un mito particular, el analista ha de considerar no sólo
sus relaciones con otros elementos de dicho mito, sino que, además,
ha de intentar determinar cómo se relaciona con otros elementos
que aparezcan en contextos semejantes en otros mitos.
Lévi-Strauss argüiría que su procedimiento es análogo al estu
dio de un sistema lingüístico: en ambos casos se comparan secuen
cias sintagmáticas para construir clases paradigmáticas y se exa
minan otras clases con el fin de determinar las oposiciones perti
nentes entre miembros de cada paradigma. Desde el punto de vista
del analista, sostiene, una sola cadena sintagmática carece de sig
nificado: lo que hemos de hacer es o bien «dividir la cadena sin
tagmática en segmentos que puedan superponerse y con respecto
a los cuales podamos mostrar que constituyen otras variaciones
sobre un tema único», que fue el procedimiento seguido en su en
sayo anterior, o bien «oponer toda una cadena sintagmática en
tera, es decir, un mito completo, a otros mitos o segmentos de
mitos». Sea cual fuere el procedimiento elegido, el efecto es subs
tituir una cadena sintagmática única por un conjunto paradigmá
tico, cuyos miembros adquieren entonces importancia por el sim
ple hecho de que se oponen mutuamente {Le Cru et le cuit,
p. 313).
La lingüística enseña que dos especímenes pueden tomarse
como miembros de una clase paradigmática sólo cuando pueden
substituirse mutuamente en un contexto determinado. Si tuvié
ramos dos versiones de un mito que difiriesen en un punto de
terminado, en ese caso, mediante la comparación de los dos ele
mentos divergentes, podríamos descubrir casos en que diferirían y,
si supiéramos si las dos versiones del mito tenían el mismo signifi
cado o significados diferentes, habríamos descubierto un caso bien
de variación libre bien de oposición funcional que habría que in
cluir en una descripción del sistema. Y, a la inversa, si tuviéramos
varios mitos con el mismo significado, los compararíamos para des
cubrir las semejanzas formales responsables de dicho significado.
En los casos en que así es, el método de Lévi-Strauss parece irre
cusable y sus argumentos convincentes. Por ejemplo, cita ritos
folklóricos de Inglaterra y de Francia en que, cuando una her
mana menor se casaba antes que una mayor, a esta última se la
alzaba y se la colocaba en el horno en un caso, se la obligaba a
bailar descalza en otro y, en un tercer caso, se le exigía que co
miera una ensalada de cebollas, raíces y clavo. Lévi-Strauss sos
tiene que no debemos intentar interpretar esas costumbres por se
parado y que sólo conseguiremos entenderlas, si las ponemos en re
lación y descubrimos sus rasgos comunes (i b i d p. 341). El para
digma usa la oposición entre lo crudo y lo cocido para codificar
la distinción entre naturaleza y cultura. El rito expresa la condi
ción natural, no socializada de la hermana mayor (bailando descal
za, comiendo una ensalada cruda) o bien se la socializa con una
«cocción» simbólica.
Aunque no intervenga en él el mito propiamente dicho, este
ejemplo ilustra varios problemas cruciales para el análisis del mito.
En primer lugar, el análisis parece confirmado por la «plausibi-
lidad» del significado atribuido a los ritos. Sabemos bastante so
bre la cultura occidental de la que esos ejemplos proceden como
para prescribir ciertas condiciones que una interpretación viable
debe cumplir: que no se desee la soltería de la hermana mayor y
que lo que se le exija sea bien un castigo simbólico bien una cura
simbólica. De ese modo, es nuestra competencia la que hace de
criterio muy general en función del cual deben verificarse las expli
72
caciones. En segundo lugar, evidentemente tiene importancia que
los grupos en cuestión sepan en qué ocasión deben practicar esos
ritos particulares, pues al conocer la ocasión sabemos ya algo de lo
que significa el rito. Así, pues, no necesitamos investigar lo que la
gente piensa realmente de los ritos o qué explicaciones ofrecería
a su vez, a no ser, naturalmente, que ofreciera explicaciones que
fuesen aplicables también a los otros casos. El sistema operativo
puede funcionar de forma perfectamente inconsciente: las opinio
nes de la gente de que esos ritos son apropiados para esas oca
siones son correspondencias empíricas suficientes como para que
demos por sentada la existencia de un sistema. Por último, los tér
minos usados en la explicación —«crudo», «cocido», «naturaleza»,
«cultura»— quedan justificados no sólo por el hecho de que pare
cen aplicarse a esa gama de casos particular, sino también por su
pertinencia y aplicabilidad también a otros fenómenos. No son tér
minos ad h o c inventados para las ocasiones, sino distinciones gene
rales cuya importancia está documentada en otros casos. En resu
men, ese ejemplo del método de Lévi-Strauss funciona porque en
focamos los hechos con una firme presunción de unidad y sentido
de las condiciones de explicación plausible, incluyendo un conoci
miento por lo menos rudimentario de los significados de los ritos
y de los términos explicativos que podrían ser pertinentes para
ellos.
Pero supongamos que tres casos no «coincidieran» de forma
tan evidente: supongamos, por ejemplo, que se nos presentasen
tres clases de relatos cortos en que intervinieran bodas: en el pri
mero los invitados exclaman durante las festividades: «¡Después
te toca a ti, Ursula!» y alzan a la hermana mayor hasta el horno;
en el segundo, la hermana mayor se quita los zapatos y baila des
calza en torno a los recién casados; en el tercero, el padre dice:
«Tú no tendrás pastel de bodas hasta que no encuentres novio»,
y da a la hija una ensalada de lechuga y cebolla. Cada cuento con
tendría un rasgo curioso que exigiría explicación, pero no sería
evidente que requirieran una explicación común, y al crítico que
intentase elucidar un acontecimiento comparándolo con los otros
podría acusársele perfectamente de demasiado ingenioso. Ese es
el problema que plantean continuamente los análisis de Lévi-
73
Strauss: si dos mitos coinciden en algún sentido —si tienen el
mismo significado o desempeñan la misma función— , en ese caso
es probable que cualesquiera semejanzas formales que puedan des
cubrirse sean pertinentes; pero, si no coinciden, el análisis resulta
discutible en extremo. Dos especímenes pueden compararse por di
ferentes razones; ¿qué razones ofrecerán relaciones pertinentes?
Considérese, por ejemplo, la primera comparación de Le Cru
e t le cuit. El mito 1 puede resumirse así:
74
y fabricando adornos y sonajeros que entrega a los miembros
de su antigua tribu (ibid., pp. 56-8).
75
está justificada en parte por la documentación etnográfica. Los bo-
roro distinguen tres clases originales de plantas: las enredaderas
que cuelgan, el árbol jatoba y las plantas de las marismas, que
corresponden, respectivamente, a los elementos del cielo, de la tie
rra y del agua. La oposición entre la enredadera que cuelga en el
primer mito y el árbol jatoba que crece del hombro del padre en
el segundo puede muy bien ser pertinente como expresión de la
oposición entre arriba y abajo, cielo y tierra. Semejante informa
ción proporciona bases para la comparación, porque se refiere a la
forma como los miembros de la tribu en cuestión podrían inter
pretar sus mitos. Una vez establecidas esas bases, resulta posible
elaborar relaciones entre los mitos.
En ese caso, podríamos distinguir tres situaciones analíticas
diferentes. Dados dos mitos con significados o funciones diferen
tes, ha de ser posible establecer relaciones entre ellos. Y, a la in
versa, cuando tomamos dos mitos de la misma cultura y dispone
mos de información sobre las distinciones usadas en dicha cultura,
tenemos también bases para la comparación. Pero cuando, como
ocurre con frecuencia, Lévi-Strauss compara dos mitos correspon
dientes a culturas diferentes y sostiene que su significado procede
de las relaciones existentes entre ellos, su análisis puede volverse
muy problemático realmente. No existe una razón a priori para
pensar que los mitos tengan algo que ver entre sí.
En un capítulo anterior de L’origin e d es m anieres d e table, por
ejemplo, Lévi-Strauss recopila una serie de mitos procedentes de
las regiones más diversas de Norteamérica y de Sudamérica que
contienen el motivo de la fem m e-cram p on , una mujer que se ata
literalmente a un hombre. Como varios de dichos mitos relacio
nan a esa mujer con el sapo de una forma o de otra, Lévi-Strauss
se cree justificado para añadir a ese grupo otros mitos que con
tienen el motivo de la mujer-sapo.
76
ra podemos entender la razón de su unión: uno dice explíci
tamente lo que el otro dice metafóricamente. La fem m e-
cram pon se ata físicamente y de la forma más abyecta a la
espalda de su portador, que es su marido o alguno a quien
desea hacer su marido. La mujer-sapo, una madrastra ofen
siva, o con frecuencia una amante entrada en años incapaz
de resignarse a la marcha de su galán, evoca un tipo de mu
jer que, como diríamos nosotros mismos, «se pega», dando
en este caso a la expresión su significado figurado (p. 57).
77
das formales para comunicar significados diferentes. El lingüista
puede descubrir qué diferencias funcionales están en correlación
con diferencias de significado y son responsables de éstas com
parando y analizando secuencias, porque tiene información sobre
los juicios de los hablantes y sobre el significado de las oraciones.
La comparación entre b et («apuesta») y b ed («cama») revela una
oposición funcional que se usa para comunicar dos signihcados di
ferentes. Lévi-Strauss sostiene que el significado se revela median
te la comparación de los mitos, pero las diferencias entre dos mitos
procedentes de culturas diferentes no se usan para comunicar nada.
Más que ninguna otra cosa, la falta de datos sobre el signi
ficado es lo que invalida la analogía con la lingüística, pues en el
estudio del lenguaje no se pueden disociar lo estructural y lo se-
miológico: las estructuras pertinentes son las que permiten que se
cuencias funcionen como signos. La falta de perspectiva semioló-
gica conduce a Lévi-Strauss a centrar su atención en lo estructural,
a encontrar pautas y modos de organización en su material, pero
sin pruebas sobre el significado es difícil mostrar que dichas pau
tas sean más pertinentes que otras. Aunque ha tomado de la lin
güística unos cuantos principios básicos —el de que los fenómenos
sociales pueden estar regidos por un sistema subconsciente, el de
que el analista debe intentar establecer clases paradigmáticas con
el fin de determinar los rasgos distintos de los miembros del pa
radigma, el de que las relaciones entre los términos son más im
portantes que los propios términos— , la ausencia de algo que co
rresponda a la competencia lingüística, que proporcionaría los da
tos por explicar y un criterio en función del cual verificar los re
sultados, es una diferencia tan crucial, que no podemos convenir
con Jean Viet en que lo que inspira confianza en el método de
Lévi-Strauss es el ejemplo proporcionado por la lingüística es
tructural.4 En este caso, como en el de S ystém e d e la m ode, po
demos observar la insuficiencia de una interpretación particular
de la lingüística estructural: la idea de que al estudiar un corpus
podemos descubrir la gramática o lógica de un sistema mediante
la división y comparación de formas puede inducir a pasar por alto
el problema básico de determinar con precisión lo que hay que
explicar.
78
Pero las dificultades de Lévi-Strauss no se deben, como las
de Barthes, a la inadvertencia o a la confusión metodológica. Po
dría haberse propuesto estudiar el sistema de los mitos en una
sociedad particular y haber intentado aislar las diferencias funcio
nales dentro de dicha sociedad. Pero ha escogido deliberada
mente otra perspectiva: la de la mitología en general. En su
estudio anterior del parentesco se había enfrentado a un pro
blema semejante: las sociedades atribuyen significados muy dife
rentes a sus reglas matrimoniales, pero el antropólogo no puede
limitarse a aceptar esos significados y hacer la vista gorda ante las
relaciones subyacentes que percibe entre las reglas de sociedades
diferentes. Cuando describe y compara los sistemas de parentesco
como procedimientos para garantizar la circulación de las mujeres
y crear la solidaridad social —cuando usa ese significado general
para fundamentar su análisis de sistemas particulares— , las con
clusiones y el propio enfoque no pueden justificarse, como él
dice, inductivamente. «Lo que aquí nos interesa no son los he
chos, sino su importancia. La pregunta que me formulé fue la del
sign ificado de la prohibición del incesto (lo que el siglo xvm ha
bría llamado su ‘espíritu’)» (Le^on inaugúrale, p. 28). El objeto
de estudio no es el significado de una regla para la sociedad que
la cumple, sino el significado de los propios fenómenos en sus re
laciones. En el caso de la mitología el quid de la cuestión estriba
en eso también. Cuando Lévi-Strauss dice que los mitos resuelven
oposiciones hemos de preguntarnos si la oposición se resuelve para
el m ito, o, de hecho, para lo s n a tivos .5 Lévi-Strauss ha escogido
resueltamente la primera: «De modo que no me propongo mos
trar cómo piensan los hombres en mitos, sino cómo piensan los
mitos en los hombres sin que éstos lo sepan» (co m m en t les m yth es
se p en sen t dans les hom m es, et a leu r insu) {Le Cru e t le cuit,
p. 20).
Para justificar esa elección hemos de explicar por qué las afir
maciones sobre el significado no se pueden reducir a asertos sobre
las reacciones de los individuos, y en este sentido la literatura pro
porciona una analogía útil. Existe un sentido en el que la resolu
ción de oposiciones que se produce en una metáfora es la idea
del propio poema y no la idea de un grupo de lectores. La razón
79
es que los textos tienen significado para quienes saben cómo leer
los, quienes, en sus encuentros con la literatura, han asimilado las
convenciones que constituyen la literatura como institución y me
dio de comunicación. En los términos de la literatura o de la poe
sía es como los poemas tienen significado, y podríamos decir, pa
rafraseando a Lévi-Strauss, que la misión del crítico es mostrar
com m en t la littérature s e p en se dans les hom m es.
De hecho, esa analogía proporciona la clave tanto para una
comprensión favorable del proyecto de Lévi-Strauss como para una
identificación de sus dificultades. Pues lo que le interesan no son
los significados que los mitos puedan tener para los individuos que
sólo conozcan los mitos de su sociedad, sino los significados que
los mitos podrían tener dentro del sistema global de los mitos:
dentro de la mitología como institución. En ese sentido su pro
yecto es tan justificable como el del crítico moderno que no in
tenta reconstruir el significado que podría haber tenido un poema
para un público del siglo xvn, sino que explora los significados
que puede tener ahora, dentro de una institución de la literatura
enormemente enriquecida. Pero mientras que la institución de la
literatura se ve fomentada y mantenida por la educación literaria
y rñientras que la literatura tiene muchos lectores expertos que co
nocen la gama de sus productos, la institución de la mitología
lleva una existencia insegura y de pocas personas podría decirse
que han asimilado su sistema. Por expresarlo de la forma más sim
ple, sabemos cómo leer la literatura, pero no sabemos cómo leer
los mitos. Y eso es crucial, porque, aun cuando los significados de
los mitos o de los poemas pueden no ser reducibles a los juicios
de los individuos, dichos juicios son los únicos testimonios que te
nemos sobre la naturaleza de las convenciones que funcionan den
tro de las instituciones para producir significado. Para descubrir
cómo funciona la literatura hemos de pensar cómo leemos los poe
mas; sobre eso tenemos testimonios, pero sabemos poco sobre
cómo leer los mitos.
De hecho, la pregunta que parece haberse formulado Lévi-
Strauss es «¿Cómo puede el mito tener un significado?».
«¿Cuáles son las convenciones y procedimientos de lectura que
permitirían a la institución de la mitología volverse tan real y pre
80
sente como la institución de la literatura?» Está intentando ense
ñarse a sí mismo y a sus lectores el lenguaje del mito, que hasta
ahora no tiene hablantes nativos. Está creando, por decirlo así,
una teoría de la lectura: postulando diferentes códigos y operacio
nes lógicas que nos permitirán leer un mito en relación con otro
y producir un sistema coherente del que surgirá el significado. Eso
es claramente lo que ha ocurrido en el caso de la fem m e-cram pon.
Por ser como es un estructuralista demasiado bueno como para co
meter el error elemental de dar por sentado que un elemento deter
minado ha de tener el mismo significado en contextos diferentes,
su uso del motivo como recurso de conexión representa la tesis de
que esos mitos llegan a ser interesantes e inteligentes cuando se
los lee unos en función de otros, co m o si tuvieran el mismo sig
nificado. Si los procedimientos que desarrolla consiguen hacer in
teligibles los mitos se deberá indudablemente a una concordancia
entre el método y el objeto. Y dicha concordancia ilustrará lo que,
al fin y al cabo, era el objetivo general de su proyecto: el carácter
específico de las operaciones de la mente y la unidad de sus pro
ductos, ya sean mitos o teorías del mito.
81
y la literatura comparten, como mínimo, una «lógica de lo con
creto», debemos considerar sus propuestas relativas a la lectura del
mito como hipótesis sobre operaciones semiológicas que puede que
se realicen intuitivamente en la lectura de la literatura.
De su examen de los códigos, por ejemplo —culinario, gusta
tivo, olfativo, astronómico, acústico, zoológico, sociológico, cos
mológico—, surge la hipótesis de que los elementos de un texto
adquieren significado como resultado de oposiciones en las que
se han organizado diferentes sectores de experiencia y que, una
vez reconocidas por un lector que haya asimilado los códigos perti
nentes, pueden ponerse en correlación con otras oposiciones más
abstractas. Si la heroína de un relato aparece vestida de blanco,
puede atribuirse un significado a ese detalle porque la oposición
entre blanco y negro es un agente lógico codificado. Ampliada a la
literatura, la obra de Lévi-Strauss sobre los códigos podría inducir
a afirmar que lo que denominamos ‘connotaciones’ no son signi
ficados asociados de forma atomista a términos individuales, sino
el resultado de contrastes dentro de los códigos, de que depende
al final el proceso de interpretación simbólica.
El análisis de «sol» y «luna» es un ejemplo apropiado. Lévi-
Strauss ve esa oposición como un agente mitológico poderoso con
gran potencial semántico: «mientras siga siendo una oposición, el
contraste entre sol y luna puede significar casi cualquier cosa». El
significado de sol no está determinado por propiedad real efectiva
o intrínseca alguna del objeto, sino por el hecho de que contrasta
con luna y de que ese contraste se puede poner en correlación con
otros. Así, la distinción puede ser sexual: el sol será masculino y
la luna femenina, o viceversa; pueden ser marido y mujer, hermana
y hermano. O pueden ser del mismo sexo, dos mujeres o dos
hombres opuestos por el carácter o por el poder.6 Aunque los
mitos pueden perfectamente explotar los contrastes binarios con
más libertad que la literatura, la facilidad con que los poetas usan
día y n o ch e para expresar una serie de oposiciones diversas sugiere
que no se debe limitar la teoría de Lévi-Strauss al dominio de la
mitología.7
El principio básico en que se basa el análisis de los códigos
es la noción fundamentalmente saussureana de que la materia es
82
sólo el instrumento de significación, no el propio significante.
«Para que pueda desempeñar esa función, primero hemos de redu
cirla, conservando sólo unos pocos de sus elementos que son idó
neos para expresar contrastes y formar pares en oposición» (Le
Cru et le cuit, pp. 346-7). Fundamentalmente, se trata de una
hipótesis sobre el proceso estructurador de la lectura que, para
hacer que el texto signifique, organiza sus elementos en series en
oposición que después pueden ponerse en correlación con otras
oposiciones. Dicho proceso tiene una consecuencia extraordinaria
mente importante: la extracción de los rasgos pertinentes deja un
residuo que puede organizarse, a su vez, en diferentes oposiciones,
que producen el tipo de plurivalencia o ambigüedad que muchos
han considerado la característica esencial del lenguaje literario.
A causa del principio mismo en virtud del cual están construidos
los códigos, al leer es posible multiplicar los códigos que podrían
ser pertinentes para cualquier discurso particular.
Otro aspecto de la teoría de Lévi-Strauss es la tesis de que
existen algunos contrastes semánticos básicos cuya expresión cons
tituye la misión de los diferentes códigos. Al analizar los mitos
generalmente considera las afirmaciones sobre las relaciones de pa
rentesco o sociales como los significados más importantes, pero
no intenta justificar esa preferencia y observa, de hecho, que «ca
rece de sentido aislar niveles semánticos preferentes en los mi
tos» (ibid., p. 347). No sólo va implícito en su teoría de los
códigos, sino que, además, lo confirma la analogía con la litera
tura. No puede haber duda de que, al leer poemas o novelas, es
tablecemos una jerarquía de rasgos semánticos. Podemos interpre
tar las afirmaciones sobre el tiempo atmosférico como metáforas
correspondientes a estados de la mente, pero nadie ha interpretado
nunca las afirmaciones sobre los estados de ánimo como metáforas
correspondientes al tiempo atmosférico. Podríamos decir que la
oposición entre el buen tiempo y el malo no se reconoce como
fundamental en sí misma y, en consecuencia, se interpreta en el
sentido de que expresa algún otro contraste más importante. Una
de las misiones de la crítica podría ser la de determinar qué rasgos
semánticos gozan de esa condición privilegiada y parecen hacer de
sign ifiés fundamentales de los símbolos.
83
Precisamente porque trata materiales que no nos son familiares
—textos pertenecientes a culturas diferentes de la nuestra— , la
obra de Lévi-Strauss expone algunos de los problemas básicos de
la lectura que en otros casos puede no convertirse en objeto de
reflexión explícita, ya que los resuelve una experiencia cultural
más rica. La propia singularidad de los mitos que cita, la dificul
tad de alcanzar lo que ordinariamente consideraríamos una com
prensión satisfactoria revela claramente hasta qué punto depen
demos —en la lectura de textos pertenecientes a la cultura oc
cidental— de una serie de códigos y convenciones de las que no
somos plenamente conscientes. El carácter extraño inicial del mito
se atenúa un pocó cuando Lévi-Strauss lo contrapone a otros mi
tos y proporciona los códigos que permiten a sus elementos sig
nificar y encajar dentro de pautas; y ese proceso de naturalización
del mito sirve de imagen de las operaciones que estamos acos
tumbrados a realizar en relación con nuestros propios textos de
creación literaria. Volver explícitas esas operaciones, describir el
proceso estructurador, los códigos empleados y los fines que orien
tan la actividad, ha de ser más fácil en el caso de la literatura
que en el del mito, dado que en los juicios de los lectores expertos
hay abundantes testimonios de cómo funciona. Es decir, que hay
más «hablantes nativos» de esa «lengua» y, al contrario que Lévi-
Strauss, no tenemos necesidad de inventar un método de lectura,
al tiempo que investigamos.
84
se ve perjudicada por el hecho de que hasta ahora existen muy
pocos testimonios sobre los significados de los especímenes en el
sistema general que pretende reconstruir. En ninguno de los dos
casos existe un corpus le oraciones que proporcione al analista
testimonios suficientes. Este necesita recurrir a juicios sobre la se
mejanza y la diferencia de significado, sobre las construcciones
correctas y las que no lo son, para hacer algo más que identificar
pautas. Tanto Barthes como Lévi-Strauss parecen formular rela
ciones y pautas sin tener en cuenta suficientemente su valor ex
plicativo, y por esa razón ninguno de ellos ofrece un modelo de
lo que debe ser el análisis estructural.
En el estudio de la literatura debe ser posible, en teoría, elu
dir la mayoría de esos problemas, pero, como vamos a ver, muchas
de las mismas dificultades surgen a causa de interpretaciones equi
vocadas sobre concepciones erróneas de la naturaleza y la efica
cia de los métodos lingüísticos.
85
CAPITULO 3
86
Como la literatura es ante todo lenguaje y como el estructu
ralismo es un método basado en la lingüística, el punto de encuen
tro más probable, como observa Genette, es el del propio material
lingüístico (F igures, p. 149). El lingüista podría analizar las estruc
turas fonológicas, sintácticas y semánticas de las oraciones de los
poemas, pero quedaría para el crítico la tarea de analizar las fun
ciones especiales que ese material lingüístico adquiere cuando se lo
organiza como poema. Sin embargo, Jakobson insiste en que esas
restricciones a la función de la lingüística «se basan en un prejuicio
anticuado que priva a la lingüística de su objetivo fundamental, es
decir, el estudio de la forma verbal en relación con sus funciones,
o bien cede al análisis lingüístico sólo una de las diversas fun
ciones del lenguaje: la función referencial» (Q uestions d e poéti-
que, p. 485). Todos los ejemplos lingüísticos desempeñan por lo
menos una de las seis funciones: la referencial, la emotiva, la fá-
tica, la conativa, la metalingüística y la poética. Y el lingüista no
puede pasar por alto una de esas seis, si pretende llegar a una
teoría completa del lenguaje. En realidad, para Jakobson la poética
es una parte integrante de la lingüística y puede definirse como
«el estudio lingüístico de la función poética en el contexto de los
mensajes verbales en general y en la poesía en particular» (ibid.,
p. 486).
En cada acto de habla
87
proposición» (esto lo subraya la función referencial del lenguaje),
sino simplemente la expresión en sí misma como forma lingüís
tica. En palabras de Mukarovsky, «la función del lenguaje poético
consiste en la colocación en primer plano, al máximo, de la ex
presión».2 La colocación en primer plano puede realizarse de di
versas formas, pero para Jakobson la técnica principal es el uso
de un lenguaje profundamente pautado. Eso explica su famosa de
finición del criterio lingüístico mediante el cual se debe identificar
la función poética: «La función poética proyecta el principio de
equivalencia desde el eje de la selección hasta el eje de la com
binación» (L inguistics and P oetics, p. 358). O, en una versión pos
terior: «Podríamos declarar que en poesía la semejanza se su
perpone a la contigüidad, y por esa razón ‘la equivalencia asciende
a la categoría de recurso constitutivo de la oración’» (P oetry o f
gram m ar and gram m ar o f p oetry, p. 602). En otras palabras, el
uso poético del lenguaje entraña la colocación en sucesión de ele
mentos que están relacionados fonológica o gramaticalmente. Las
pautas formadas por la repetición de elementos similares será a
un tiempo más común y más perceptible en la poesía que en
otros tipos de lenguaje.
Según Jakobson, el análisis lingüístico de un texto puede reve
lar esas pautas:
88
seguimos mecánicamente con el fin de evitar la parcialidad—, po
demos producir un inventario completo de las pautas del texto.
La tesis parece ser, primero, que la lingüística proporciona un
algoritmo para la descripción exhaustiva e imparcial de un texto
y, segundo, que ese algoritmo de la descripción lingüística cons
tituye un procedimiento de descubrimiento para las pautas poé
ticas, en el sentido de que, si se sigue correctamente, producirá
una descripción de las pautas que están presentes objetivamente en
el texto. Dichas pautas sorprenderán al propio analista, pero como
los procedimientos que las han revelado son objetivos y exhaus
tivos, aquél puede gozar de la sorpresa del descubrimiento y no
tiene por qué preocuparse de la condición ni de la pertinencia de
esos resultados inesperados.
No obstante, hay razones poderosas para preocuparse. Dejando
de lado de momento la pertinencia de las pautas descubiertas de
ese modo, hemos de impugnar seriamente la tesis de que la lin
güística proporciona un procedimiento determinado para la des
cripción exhaustiva e imparcial. Desde luego, una gramática de
una lengua asignará descripciones estructurales a cada oración, y,
si la gramática es explícita, dos analistas que la usen asignarán
la misma descripción a una oración determinada; pero, una vez que
superamos esa etapa y emprendemos un análisis distributivo de
un texto, entramos en un dominio de extraordinaria libertad, en
el que una gramática, por explícita que sea, ya no proporciona un
método determinado. Podemos producir categorías distributivas
casi ad Ubitum. Podríamos empezar, por ejemplo, estudiando la
distribución de los substantivos y distinguir los que eran comple
mentos de verbos de los que eran sujetos. En la siguiente etapa,
podríamos distinguir los que eran complementos de verbos en sin
gular y los que eran complementos de verbos en plural, y después
podríamos subdividir cada una de esas clases según el tiempo de
los verbos. Ese proceso de diferenciación progresiva puede produ
cir una cantidad casi ilimitada de clases distributivas, y así, si
deseamos descubrir una pauta de simetría en un texto, siempre
podemos producir alguna clase cuyos miembros estarán dispuestos
apropiadamente. Si deseamos mostrar, por ejemplo, que la primera
y última estrofas de un poema están relacionadas mediante una
89
distribución semejante de algún elemento lingüístico, siempre po
demos definir una categoría tal, que sus miembros estén distri
buidos simétricamente entre las dos estrofas. No hace falta decir
que esas pautas están presentes «objetivamente» en el poema, pero
no sólo por esa razón tienen importancia.
Nadie ha contribuido tanto como Jakobson a mostrar la im
portancia del paralelismo sintáctico y de los tropos gramaticales
en la poesía, y aquí no ponemos en cuestión ese aspecto de su obra.
La afirmación que impugnamos es a un tiempo más específica y
más universal: la de que el análisis lingüístico nos permite identi
ficar, como rasgo distintivo del uso poético del lenguaje, la forma
como van relacionados los pareados o las estrofas mediante la dis
tribución simétrica de las unidades gramaticales. Un examen del
análisis por parte de Jakobson de uno de los poemas de S pleen de
Baudelaire mostrará que, con un poco de inventiva, se pueden des
cubrir simetrías de todas clases e ilustrará el carácter espacioso de
algunas de las pautas identificadas de ese modo:
90
V Et d e lon gs corbillards, sans tam bours ni m usique,
D éfilen t len tem en t dans m on am e; VEspoir,
Vaineu, pleu re, et VAngoisse atroce, d esp otiq u e,
Sur m on crá n e in clin é plante son drapeéu noir.
91
nous\ II: s ’, son, se; III: ses, ses, nous; IV: se, qui\ V: mon,
tnon, son. La simetría no es evidente, si bien podríamos decir,
desde luego, que la primera y la cuarta estrofas están enlazadas y
separadas de las restantes por el hecho de que las dos primeras
contienen dos formas gramaticales y las segundas tres. Pero Jakob
son prefiere tipos de organización más simétricos y sostiene, en
cambio, que las estrofas impares se distinguen de las pares en
virtud de que sólo las primeras contienen pronombres de primera
persona (n ou s en la primera, n os en la tercera, y dos m on en la
quinta) (Q uestions d e p oétiq u e, p. 421). Podemos encontrar fá
cilmente otras pautas en el material: III, que contiene adjetivos
pronominales plurales (ses, ses, n o s), se distingue, como estrofa
central, de las demás, que no contienen ninguno; III y IV, que
no contienen pronombres propiamente dichos, sino sólo adjetivos
pronominales (posesivos), contrastan con I, II y IV, que sí con
tienen pronombres personales ordinarios. Pero Jakobson no cita
ninguno de esos contrastes, ya que lo que le interesa sobre todo
es la simetría de los versos impares frente a los pares.
Otra pauta que enlaza las estrofas impares es, según Jakobson,
la distribución de los calificativos. La distribución de los adjetivos
es la siguiente: I: has, lourd, lon gs, tout, noir, triste (6); II: hu-
m ide, son, tim ide, pourris (4); III: ses, im m enses, vaste, m uet,
infam es, ses, n os (7); IV: affreux, errants (2); V: lon gs, mon,
a troce, despotiq ue, m on, incliné, son, noir (8). En este caso no
hay simetría inicial pero con un poco de ingenio podemos descu
brir pautas. En primer lugar, Jakobson sostiene que cuatro subs
tantivos en cada una de las estrofas van modificados directamente
por un adjetivo o participio, pero, para producir esas figuras omi
te los adjetivos posesivos de la clase de los adjetivos, suprime tou t
de la lista de los adjetivos, a pesar de que en este caso es clara
mente una forma adjetiva,4 y añade gém issant, lo que en el mejor
de los casos es una decisión discutible, pues no parece probable
que gém issan t modifique directamente a esprit, sino que es el ver
bo de una frase participial que tomada en conjunto modifica
a esprit. Además, Jakobson sugiere que los participios adjetivos
(p a rticip es ép ith etes) están distribuidos simétricamente en las es
trofas impares: I: gém issa n t; III: étalant-, V: incliné. Ahora bien,
92
si étalant fuera realmente un calificativo directo, Jakobson se vefía
obligado a añadir pluie, al que modifica, a la lista de substantivos
con calificadores directos, que le da cuatro en la primera estrofa,
cinco en la tercera y cuatro en la quinta... simetría no tan satis
factoria como su figura original de cuatro en cada una. En res
puesta a esa crítica,5 Jakobson admite que étalant no es calificador
directo, pero sostiene que puede clasificarse con ellos porque es
«simplemente una etapa menos avanzada de la transformación del
verbo en adjetivo». Desde luego, eso es absolutamente cierto, pero
si admite étalant basándose en eso, ha de incluir también vaincu,
que está por lo menos tan próximo a la condición de adjetivo, y
encontraría enormes dificultades para justificar la exclusión del
participio em brassant, que es también una «etapa menos avanzada
de la transformación del verbo en adjetivo».
Guando pasa a ocuparse de la distribución de los propios cali
ficadores, consigue una simetría magnífica al ampliar la clase para
que incluya los adverbios de modo y seguir excluyendo los adje
tivos posesivos y el adjetivo tout. Las estrofas impares contienen
ahora cada una tres calificadores, ya que se ha omitido son de la
segunda y se ha añadido opiniátrem ent a la cuarta. Las estrofas
externas contienen seis, dado que gém issant ha substituido a tout
en la primera y se ha añadido len tem en t a la quinta, después de
la exclusión de m on y son. Y la estrofa del medio, con la omisión
de ses y nos, contiene ahora bien cuatro bien cinco, según se con
serve o no étalant (Q uestions d e poétiq u e, p. 422).
Por poco prometedora que sea la distribución de las catego
rías gramaticales más obvias, parece que podemos encontrar for
mas de producir simetría. Pero la cuestión no estriba en que por
su celo a la hora de mostrar figuras equilibradas Jakobson trate
la gramática descuidadamente: ese subterfugio sería de poco interés
y, en cualquier caso, no impugnaría el propio método. Más que
nada, lo que ocurre es que la forma de proceder de Jakobson in
dica la debilidad e incluso falta de pertinencia de ese tipo de si
metría numérica. Conceder importancia a esa clase de equilibrio
numérico significa, por ejemplo, que el poema está mejor orga
nizado si interpretamos gém issan t como calificativo o si nos con
dicionamos a nosotros mismos para considerar calificativos los ad-
93
verbios de modo, pero no los adjetivos posesivos. Si convenimos
en que el hecho de reconocer el carácter auténtico de esos elemen
tos no debilita el poema ni altera su efecto, hemos rechazado, en
esencia, la afirmación de Jakobson de que esa pauta que él percibe
hace una contribución importante a la unidad y a la poeticidad
del texto. No ofrece argumentos para convencernos de la impor
tancia de la simetría numérica, ni las propias pautas contribuyen
a una convicción de esa clase.
Además de descubrir pautas que enlazan las estrofas de los
poemas en una diversidad de combinaciones, en general Jakobson
se propone mostrar que el verso o versos centrales del texto se
distinguen de algún modo del resto, como si un poema bien cons
truido requiriera un centro identificable en torno al cual gira. En
S pleen hay pocas pruebas en favor del aislamiento de los dos
versos centrales.
94
mos equivocados al atribuirle la afirmación implícita de que Sp ie en
sería un poema mejor, o por lo menos mejor organizado, si
los versos centrales fueran, de hecho, los únicos carentes de for
mas transitorias. La sugerencia parece ser que, si introdujéramos
formas transitorias en los tres primeros versos de la cuarta estrofa,
que ahora carece de ellos tanto como los versos centrales de la
tercera, la prominencia de esta última se vería intensificada y la
organización del poema fortalecida. La sustitución de tou t a cou p
por el adjetivo adverbializado su b item en t y el cambio del adjetivo
errants, no transitorio, por un participio con un complemento
apropiado (por ejemplo, errant sans com p a gn ie en lugar de errants
et sans patrie) introducen dos nuevas formas transitorias y hacen
que el poema se ajuste más fielmente a la pauta de organización que
Jakobson desearía ver en él. Pero es dudoso que los cambios de
esa clase en la cuarta estrofa consigan alterar el efecto de los ver
sos centrales de la tercera estrofa. Y si pensamos que la intro
ducción de esas formas transitorias no hace destacar con mayor
claridad los dos versos centrales del poema y contrastar con el
resto del mismo, en ese caso estamos rechazando implícitamente la
tesis de Jakobson sobre la importancia de esa pauta distributiva
particular.
Las afirmaciones de Jakobson sobre la pertinencia de diversas
pautas se ven debilitadas en primer lugar por el hecho de que
la presencia de factores (como la cuestión de si deberíamos inter
pretar gém issan t como calificativo) que tienen poca relación con
los efectos del poema y, en segundo lugar, por el hecho de que
las categorías lingüísticas son tan numerosas y flexibles, que pode
mos usarlas para encontrar testimonios prácticamente para cual
quier forma de organización. Si tomamos la estrofa como la uni
dad básica, un poema de cinco estrofas como S pleen puede orga
nizarse en una infinidad de formas: las estrofas impares pueden
oponerse a las pares (1, 3, 5/2, 4), las externas a las internas
(1, 5/2, 3, 4), y las centrales a las periféricas (3/1, 2, 4, 5).
Además, hay cuatro divisiones lineales (1/2, 3, 4, 5), (1, 2/3,
4, 5), (1, 2 3/4, 5) y (1, 3, 3, 4/5). No obstante, no es difícil
mostrar que, según los criterios de un análisis jakobsoniano, el
poema contiene también esas estructuras.
95
En primer lugar la estructura (1/2, 3, 4, 5): la estrofa primera
se distingue claramente de las otras cuatro restantes por el hecho
de que es la única estrofa que contiene pronombres personales no
reflexivos, que van colocados juntos para mayor énfasis (il nous
v erse un jou r noir).
En segundo lugar, la estructura (1, 2/3, 4, 5). Si observamos
la distribución de las formas verbales, descubrimos una simetría
que enlaza las dos primeras estrofas y las hace resaltar del resto
del poema. Ambas estrofas contienen dos verbos en forma per
sonal (I: p ese, v er se; II: est ch a n gée, va) y dos participios de
presente (I: gém issant, em brassant; II: battant, cogn a n t), pero no
otras formas verbales. Esa simetría ordenada se opone al desorden
de las tres últimas estrofas que contienen, además de formas
personales distribuidas simétricamente, una diversidad de parti
cipios de presente, participios pasivos e infinitivos.
Esas categorías y simetrías no son menos naturales y eviden
tes que la de Jakobson, y nos vemos obligados a sacar la conclu
sión bien de que el poema está organizado de cualquiera de las
siete formas posibles bien de que el método de Jakobson nos per
mite descubrir en un poema cualquier tipo de organización que
busquemos. Si adoptamos la segunda conclusión, de ello se des
prende que las estructuras que descubrimos en un poema por esos
métodos carecen de la pertinencia de las características distintivas,
ya que podríamos haber encontrado otras estructuras usando mé
todos diferentes.
Sin embargo, podría ser que Jakobson no pusiera objeciones
a semejante conclusión. De hecho, a pesar de sus numerosas expo
siciones teóricas y análisis de poemas concretos, no está del todo
claro qué afirmaciones haría en favor de su método analítico. Si
lo que mantiene es que el análisis lingüístico nos permite descu
brir precisamente qué formas de organización, de entre todas las
estructuras posibles, aparecen actualizadas en un poema determi
nado, en ese caso podemos impugnar su tesis mostrando que no
hay tipo de organización que no pueda encontrarse en un poema
particular. Por otro lado —y quizás esto sea probable, dado que
tiende a encontrar las mismas simetrías organizativas en los dife
rentes poemas que analiza— , su posición puede ser más que nada
96
la de que, como la función poética convierte la equivalencia en el
recurso constitutivo de la secuencia, podemos encontrar innume
rables simetrías en un poema, y que ese hecho precisamente es el
que distingue la poesía de la prosa.
Para rebatir ese argumento necesitaríamos simplemente mos
trar que usando los métodos analíticos de Jakobson podemos en
contrar las mismas simetrías de impar y par, externo e interno,
anterior y posterior en un texto en prosa determinado. Si tomamos,
por ejemplo, la primera página del P ostscriptu m a Q uestions d e
p o étiq u e de Jakobson y, dejando de lado la primera oración, que
es excepcionalmente corta, tomamos las cuatro oraciones siguien
tes como unidades, podemos descubrir simetrías y antisimetrías
sorprendentes que enlazan y oponen las unidades de todas las for
mas idóneas (p. 485).
97
4. — L A P O É T I C A
seres humanos desde su primera infancia y que desempeña un
papel capital en la estructuración del discurso. (II) Dicha
función entraña una actitud introvertida hacia los signos ver
bales en su unión del significante y del significado y adquie
re una posición dominante en el lenguaje poético. (III) Éste
exige por parte del lingüista un examen particularmente me
ticuloso, con tanta mayor razón cuanto que el verso parece
ser uno de los fenómenos universales de la cultura huma
na. (IV) San Agustín creía incluso que sin experiencia en
poética apenas podríamos desempeñar los deberes de un gra
mático competente.]
98
ción a catorce y nueve en la primera y en la segunda), sino que,
además, su distribución por número y género es rigurosamente si
métrica (un masculino plural y ningún femenino plural en la
tercera, pero dos masculinos singulares y tres femeninos singu
lares en la cuarta). Las cuatro conjunciones copulativas están limi
tadas a las dos primeras oraciones, una vez más en distribución
simétrica, dos en cada una de ellas (I: et, et; II: et, et).
Indudablemente, podríamos descubrir otras simetrías y antisi
metrías, si deseáramos seguir examinando. Éstas deben bastar para
ilustrar la posibilidad de aislar, en prosa que no sea especialmente
poética, «simetrías y antisimetrías inesperadas y sorprendentes,
acumulación eficaz de formas equivalentes, y contrastes sobresa
lientes». Esta clase de simetría por sí sola no puede servir de
característica definidora de la función poética del lenguaje.
El mismo tipo de problemas encontramos en el nivel de las
pautas fónicas. Nuestras ideas sobre lo que hace que un verso
sea eufónico o logrado o de cómo contribuyen las modulaciones
fonológicas de un verso a otro a los efectos de un poema son de
lo más toscas; y está claro que la lingüística debe prestar alguna
ayuda en esto. Pero la sugerencia de que los métodos del análisis
fonológico nos ofrecen un procedimiento para descubrir las pautas
poéticas da por sentadas más cuestiones de las que resuelve. Indu
dablemente, la lingüística ofrece un primer paso: reescribir el poe
ma o estrofa como una serie de matrices de rasgos distintivos.
Pero la lingüística no nos dice cómo seguir adelante a partir de
eso. ¿Qué contará como relación de equivalencia? ¿Cuántos ras
gos distintivos han de compartir dos fonemas para que los consi
deremos relacionados? ¿Hasta qué punto deben estar alejados dos
fonemas para que su relación se produzca? Y ¿es proporcional
esa distancia al número de rasgos distintivos que comparten o bien
depende de consideraciones sintácticas y semánticas? El método
lingüístico por sí mismo no proporciona una respuesta a esas pre
guntas, y argumentos procedentes de la lingüística pueden perfec
tamente oponerse a lo que sabemos es verdad. Por ejemplo, al
analizar el verso de Racine Le jou r n’est pas plu s pu r q u e le fon d
d e m on coeu r, Nicolás Ruwet afirma que la lingüística nos autori
za a considerar sólo los elementos léxicos al determinar las pautas
99
fónicas, con lo que limita su descripción a las relaciones entre los
sonidos de jour, pur, fo n d y co eu r (L angage, m uslque, p o ésie,
p. 213). Pero cualquier escolar sabe que la aliteración de pas,
plus, pu r y la asonancia de le fo n d d e tnon son decisivas para la
pauta fónica del verbo, como podemos ver si alteramos los ele
mentos no léxicos para producir un verso con resonancias dife
rentes, como: Le jou r n ’e s t g u ére si pu r q u e le fo n d d ’un tel coeu r.
En su análisis de S pleen Jakobson insiste con toda razón en
la intensidad del juego fonético y expone numerosos ejemplos de
repeticiones, en muchos casos entre versos muy alejados. Pero
no nos hace avanzar hacia una teoría general de las relaciones per
tinentes y no pertinentes entre los sonidos. Ni siquiera en los
casos en que la lingüística proporciona procedimientos perfecta
mente comprobados para clasificar y describir los elementos de un
texto resuelve el problema de lo que constituye una pauta y, en
consecuencia, no proporciona un método para descubrir las pautas.
A fortiori, no proporciona un procedimiento para el descubrimien
to de pautas poéticas.
100
(«Me gusta Ike» —Eisenhower— ) revela un grado elevado de
repetición poética, y dicha repetición tiene también una función:
presenta «una imagen paronomásica del sujeto amante envuelto
por el objeto amado» (L inguistics and P oetics, p. 357). La rela
ción indisoluble entre I, like y Ike rugiere que es perfectamente
natural, inevitable incluso, que me guste Ike. Podríamos decir,
usando el propio ejemplo de Jakobson como guía, que estamos
ante un ejemplo de la función poética sólo cuando podemos señalar
efectos que podrían explicarse como resultado de proyecciones
particulares del principio de equivalencia desde el eje de selección
hasta el eje de combinación.
Podemos encontrar pruebas en favor de esa interpretación más
convincente en las exposiciones teóricas de Jakobson. Aunque la
rima es un primer ejemplo primordial de repetición fonológica,
«sería una simplificación exagerada e incorrecta tratar la rima me
ramente desde el punto de vista del sonido. La rima entraña nece
sariamente la relación semántica entre las unidades que riman»
(ibid., p. 367). Y una vez más, «En poesía, cualquier semejanza
fónica sobresaliente se valora con respecto a la semejanza y/o
desemejanza en significado» (p. 372). Precisamente, la «tendencia
hacia el mensaje» en la poesía, por oposición a las orientaciones
con que enfocamos variedades de prosa discursiva, es la que con
fiere a la repetición fonológica esa función de plantear la cuestión
de la relación semántica. Así, el lector de la oración anterior no
saca consecuencias semánticas de la repeticióin fonológica en ap-
proa ch es ... prore («enfocamos ... prosa»), pero la rima en la pri
mera estrofa de S pleen entre en n uis y nuits impone una posible
conexión semántica. De forma semejante, en la primera estrofa de
La G éan te de Baudelaire:
101
me habría gustado vivir junto a una joven gigante,
como a los pies de una reina un gato voluptuoso),
102
percibido, en primer lugar porque los lectores no saben necesaria
mente qué constituyentes o pautas pueden haber contribuido a
los efectos experimentados, en segundo lugar porque no deseamos
eliminar por razones de principio la posibilidad de que un crítico
nos señale algo que no hayamos observado en el texto, pero cuya
importancia estamos dispuestos a conceder, y en tercer lugar por
que habría que establecer reglas bastante arbitrarias para excluir
a Jakobson y otros como él de la compañía de los lectores cuyas
percepciones sirven de criterio de perceptibilidad.
Además, el propio Jakobson no afirma que las estructuras en
cuestión se perciban conscientemente: pueden funcionar perfec
tamente en un nivel subliminal, según él, sin decisiones deliberadas
ni conocimiento consciente por parte del autor o del lector (Q ues-
tion s d e p oétiq u e, p. 292). Desde luego, todavía más difícil es
argumentar sobre lo que podría tener efecto subliminal que sobre
lo que podría ser perceptible, pero creo que Jakobson no está in
tentando mediante su formulación eludir todas las posibilidades
de falsificación. Al replicar a la objeción de que el lector no perci
be esas relaciones complejas entre elementos gramaticales, sostie
ne que
103
elegante se vería rechazado, si no hiciera contribución alguna al
proyecto de explicar la gramaticalidad de las oraciones y las rela
ciones de significado entre sus componentes. Cuando Jakobson
emplea esa analogía y habla de «la capacidad [de los lectores] para
captar los efectos inmediata y espontáneamente sin aislar racio
nalmente los procesos por los que se producen», deja claro que
su teoría no queda fuera del dominio de la verificación. Su opinión
de que las pautas gramaticales son importantes le obliga a afirmar
que tiene consecuencias, con lo que coloca el problema en un nivel
en que por lo menos es posible discutir. La función poética no
deja de ser una función comunicativa, y para verificar si las pautas
aisladas son de hecho responsables de efectos particulares podemos
intentar modificar aquéllas para ver si cambian éstos. Desde
luego, no siempre es fácil verificar tesis de este modo, dado que
los efectos pueden ser difíciles de captar o aislar; pero cuanto
más difícil resulta percibir cambios de efecto, menos plausible es
la afirmación de que ciertas pautas desempeñan un papel decisivo
en el texto poético.
En sus formulaciones teóricas Jakobson se muestra con fre
cuencia bastante explícito sobre los efectos de los recursos grama
ticales. Subraya que el paralelismo sintáctico, como dice Hopkins,
engendra —o se convierte en— paralelismo de pensamiento, y
muestra que lo mismo es aplicable en gran medida al paralelismo
fonológico pronunciado {L inguistics and P oetics, pp. 368-72).
Según dice, la yuxtaposición de categorías gramaticales en contraste
puede compararse con el «montaje dinámico» en el cine:
104
lógicos. En otras palabras, en lugar de intentar usar el análisis lin
güístico como una técnica para descubrir pautas en un texto, po
dríamos partir de los datos sobre los efectos del lenguaje poético e
intentar formular hipótesis que explicaran dichos efectos. El propio
Jakobson es muy aficionado a usar la lingüística de ese modo como
una herramienta crítica: cuando se le pide, no que analice todo un
poema, sino que explique un efecto particular, aventaja a la mayo
ría de los críticos literarios. Así, cuando en la conferencia de India
na sobre el estilo en el lenguaje John Lotz preguntó por qué el
título del poema de I. A. Richards H arvard Yard in April/April
in H arvard Yard era muy superior a su inverso, April in H arvard
Y ard ¡H arvard Yard in April, Richards balbuceó una respuesta
poco convincente, pero Jakobson acudió en su socorro con una
explicación precisa e indudablemente correcta: la de que, mientras
que en el primer caso las seis sílabas tónicas van todas separadas
unas de otras por sílabas átonas, «un orden invertido de las dos
oraciones anularía su continuidad rítmica con un choque de dos
sílabas tónicas: ...Y a rd ¡H a rva rd...» y destruiría la simetría que
coloca un énfasis en la primera y última sílabas del verso (Sebeok,
S tyle in Language, p. 24). Podríamos añadir que el orden inver
tido produciría la monotonía de seis vocales idénticas (o ligera
mente diferentes, según la pronunciación) en sucesión inmediata.
Las afirmaciones de ese tipo pueden verificarse cambiando las vo
cales y las pautas de acentos, como en May in M em orial C ou rt¡
M em orial Court in May que parece por lo menos tan efectivo
poéticamente como M em orial C ourt in May ¡M ay in M em orial
Court.
Pero si usamos la lingüística como herramienta crítica de ese
modo, ¿cómo afecta eso a la definición de la función poética?
Deja de ser la clave para un método de análisis, y se convierte en
una hipótesis sobre las convenciones de la poesía como institución
y en particular sobre el tipo de atención al lenguaje que a poetas
y lectores les está permitido prestar. La definición de Jakobson
supondría, por ejemplo, que una de las cosas que hacen los lec
tores de poesía, y que se les permite hacer, cuando se encuentran
ante un paralelismo fonético o gramatical sorprendente, es intentar
colocar los dos elementos en una relación semántica y considerar
105
los como equivalentes o bien como opuestos. Samuel Levin, cuya
teoría de los «acoplamientos» está sacada directamente de la obra
de Jakobson, ha explorado las consecuencias semánticas de los pa
ralelismos no semánticos que acoplan dos elementos. Cuando lee
mos el verso de Pope A sou l as fu ll o f w orth as vo id o f p rid e («Un
alma tan llena de valía como falta de orgullo»), damos por sentado
que orgullo es un vicio. Ese efecto es producido por el tipo de
atención que prestamos al paralelismo en la poesía: puesto que
fu ll o f w orth («llena de valía») y vo id o f p rid e («falta de orgullo»)
van en relación gramatical estricta y muestran correspondencia
estructural, suponemos que son bien equivalentes bien opuestos en
significado (tanto de una buena calidad como de la otra o tanto
de una buena cualidad como de una mala). Optamos por la equi
valencia, dado que el contexto parece ser elogioso. Y como fu ll
(«lleno») y vo id («vacío») son equivalentes por la posición y antó
nimos, w orth («valía») y p rid e («orgullo»), que son también equi
valentes por la posición, han de volverse antónimos para que
queden satisfechas nuestras expectativas sobre el paralelismo de
los constituyentes más amplios (L inguistic S tructures in P oetry,
p. 30). Sin embargo, lo que confirma realmente este análisis es
el hecho de que la interpretación alternativa es considerar el orgu
llo como una virtud indiscutible, con lo que se conservan los
efectos del paralelismo, en lugar de decir que el orgullo no es
ni virtud ni vicio.
Para ver la fuerza de esas expectativas podríamos considerar
un caso en que no queden satisfechas y en que ese hecho produzca
una sensación de incoherencia. El soneto El D esdichado de Gérard
de Nerval comienza con una declaración de pérdida y una iden
tidad definida negativamente: J e suis le ténébreux —le v eu f—>
V inconsolé («Soy el tenebroso, el viudo, el inconsolado»). Los
tercetos ofrecen una serie de identidades posibles y algunos de los
testimonios pertinentes:
106
Et j ’ai deux fo ts vainqueur tra versé l'A chéron:
M odulant tou r a tou r sur la ly re d ’O rphée
Les soupirs d e la sainte e t les cris d e la fée.
107
de las categorías: las alternativas propuestas por la sintaxis no
son distintivas de forma significativa y las opciones que el resto del
poema manifiesta no son tan excluyentes mutuamente como para
ir enlazadas y separadas por una disyuntiva o. Si consideramos
que la teoría de Jakobson se refiere al proceso de la lectura,
ayuda a explicar los efectos poéticos de ese tipo.
De hecho, en esa perspectiva, como teoría de las operaciones
que las figuras gramaticales pueden inducir a los lectores a rea
lizar, es más útil considerar la descripción por parte de Jakobson
del lenguaje poético. Decir que hay muchos paralelismos y repeti
ciones en los textos literarios tiene poco interés en sí mismo y
menos valor explicativo. La cuestión decisiva es qué efectos pueden
tener las pautas, y no podemos acercarnos a una respuesta a menos
que incorporemos dentro de nuestra teoría una descripción de
cómo abordan y estructuran los lectores los elementos de un texto.
Un ejemplo final de la utilidad de la teoría de Jakobson y de
las dificultades que encuentra al aplicarla incorrectamente, puede
tomarse de su análisis del soneto CXXIX de Shakespeare.
108
Apenas se ha gustado de ella se la desprecia, se la persigue
contra toda razón; y no bien saciada, contra toda razón se la
odia, como un incentivo colocado expresamente para hacer locos
a los que en ella se dejan coger.
Es una locura cuando se la persigue, y una locura cuando
se la posee; excesiva al haberse tenido, al tenerse y en vías de
tener; felicidad en la prueba y verdadero dolor probada; en
principio, una alegría propuesta; después, un sueño. Todo el
mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar
el cíelo que conduce a los hombres a este infierno.) *
109
Dado ese paralelismo, Jakobson sostiene que el primer verso
centrífugo del soneto «presenta al héroe, th e taker», que es ma
nifiestamente una víctima, y que «el verso centrífugo final aporta
la revelación del malévolo culpable, th e h ea ven that leads m en to
this h ell («el cielo que conduce a los hombres a este infierno»),
con lo que revela por qué es perjura la alegría propuesta y colocado
el incentivo» (i h i d p. 18).
A partir de un paralelismo estructural Jakobson deduce la
equivalencia de los constituyentes individuales. Por eso, pone en
relación on p u rp ose laid («colocado expresamente») con th e heaven
(«el cielo») y sugiere que el séptimo cielo es el culpable de haber
colocado el incentivo deliberadamente. La interpretación errónea
procede de una confusión con respecto a la naturaleza y función
del paralelismo. El lector no considera la estructura gramatical
del soneto aisladamente, ni le permite que anule otras considera
ciones. Toma los rasgos sintácticos junto con otros rasgos y, así,
ha de encontrar un paralelo temático y gramatical evidente entre
to make th e taker mad («volver loco al que se deja coger») y leads
m en to this hell («conduce a los hombres a este infierno»): el
segundo es una versión generalizada del primero. Esa relación de
equivalencia sugiere que lo que quiera que vuelve loco al que se
deja coger ha de estar relacionado con lo que conduce a los hom
bres a ese infierno y, en consecuencia, que bait («incentivo») es
el equivalente en el segundo cuarteto de «cielo» en el pareado.
Así pues, la interpretación natural es considerar h eaven («cielo»)
como la visión de bliss («felicidad») y jo y p rop o sed («alegría pro
puesta») que pone el cebo al que se deja coger) y no como tropo
de h ea ven ’s so vereign («séptimo cielo»),
Jakobson, pensando en términos distributivos, considera la po
sición el factor decisivo: puesto que on p u rp ose laid («colocado
expresamente») precede a to make («hacer»), Jakobson lo relaciona
con h eaven («cielo»), que precede directamente a that leads («que
conduce»). Pero el lector sólo haría esa conexión en el caso de que
enfocara el poema sin prestar la menor atención a las relaciones
lógicas y temáticas. La posición desempeña un papel efectivamente,
pero no de la forma que da a entender Jakobson; está subordinada
a las consideraciones temáticas. El lector puede advertir que la
110
frase on p u rp ose laid, que aparece entre bait y to tnake, no tiene
un constituyente correspondiente a ella en el verso final del sone
to. Se ha violado el paralelismo lógico, y eso tiene considerable
importancia: el tono vituperioso y acusatorio de on p u rp ose laid
ha desaparecido cuando llegamos al pareado. La lascivia ya no es
past reason hated («odiada contra la razón») con una pasión que
induce a acusaciones casuales e indirectas. Se nos sugiere que la
culpa no es de un reo desconocido que haya colocado ese incen
tivo expresamente, sino de los propios hombres que no pueden
pasar de un tipo de conocimiento a otro: de co n o cer a saber. La
estructura gramatical refuerza ese efecto al hacernos advertir que,
cuando llegamos al pareado, un constituyente particular ha sido
reprimido o superado.
La interpretación errónea de Jakobson es muy instructiva
porque muestra claramente que una hipótesis equivocada invalida
la aplicación de su teoría. La disposición con que acepta su inter
pretación sugiere que cree que es correcta porq u e se ha llegado
a ella mediante el análisis lingüístico. Si damos por sentado que
la lingüística proporciona un método para el descubrimiento de
pautas poéticas, en ese caso es probable que no seamos capaces
de ver las formas como funcionan realmente las pautas gramati
cales en los textos poéticos, por la sencilla razón de que los
poemas, en virtud de que se los lee como poemas, contienen
estructuras diferentes de las gramaticales, y la interacción resul
tante puede conferir a las estructuras gramaticales una función
que no es en absoluto la que el lingüista esperaba. Sólo partiendo
de los efectos del poema e intentando ver cómo contribuyen y
ayudan las estructuras gramaticales a explicar dichos efectos pode
mos evitar los errores resultantes de considerar el análisis grama
tical como un método interpretativo.
Pues, incluso en su propio dominio, la misión de la lingüística
no es la de decirnos qué significan las oraciones; al contrario, es
la de explicar cómo es que tienen los significados que los hablantes
de una lengua les atribuyen. Si el análisis lingüístico llegara a pro
poner significados que los hablantes de la lengua no pudieran
aceptar, sería el lingüista quien no estaría en lo cierto, no los
hablantes. Lo mismo en gran medida es aplicable al estudio de
111
la función poética del lenguaje: los efectos poéticos constituyen los
datos que hay que explicar. Jakobson ha hecho una contribución
importante a los estudios literarios al llamar la atención sobre las
variedades de las figuras gramaticales y sus funciones potenciales,
pero sus propios análisis están viciados por la creencia de que la
lingüística proporciona un procedimiento de descubrimiento auto
mático para las pautas poéticas y por su incapacidad para advertir
que la misión fundamental es mostrar cómo surgen las estructuras
poéticas de la multiplicidad de las estructuras lingüísticas poten
ciales.
112
CAPITULO 4
113
el significado de un texto y apenas ha alcanzado los objetivos
más modestos que se ha fijado. Katz y Fodor, quienes, como la
mayoría de los gramáticos transformacionales, no se caracterizan
precisamente por la modestia de sus afirmaciones teóricas, consi
deran que la misión de la semántica es describir aspectos seleccio
nados de la competencia de un hablante: su capacidad para deter
minar el significado literal de las oraciones, para reconocer las
oraciones sinónimas y para rechazar las interpretaciones anóma
las. Sólo les interesa el significado de las oraciones, no el de las
pronunciaciones ni el del discurso conexo, y no intentan caracte
rizar con detalle el significado de las cadenas que se alejan de la
norma (es decir, las metafóricas).1 El crítico literario que espera
que la semántica pueda hacer una contribución sustancial a la
comprensión del significado en la literatura convendrá indudable
mente con la opinión de Uriel Weinreich de que «se ocupan
de una parte extraordinariamente limitada de la competencia se
mántica», y de que «es muy dudoso que tengan el menor sentido
teorías semánticas que sólo sean válidas para casos especiales del
habla: a saber, la prosa trivial, sin humor» (E xplorations in Seman-
tic T heory, pp. 397-9).
El crítico preferiría una teoría más ambiciosa, aun cuando
fuera menos sistemática; y, por esa razón, es sorprendente que
la S ém antique stru ctu rale de A. J. Greimas haya recibido tan
poca atención,2 pues intenta explicar el significado verbal de
todas clases, incluido el de las metáforas, de las oraciones en el
discurso conexo e incluso la tota lité d e sign ifica ro n de un texto
o de un conjunto de textos. Partiendo de los significados de las
palabras o de los elementos léxicos, Greimas intenta formular,
reglas y conceptos para explicar los significados producidos cuan
do se combinan en oraciones o en textos completos; y su libro
concluye con un estudio «el mundo imaginativo» del novelista
Georges Bernanos, «un ejemplo de descripción casi completa,
realizada sobre un corpus determinado, especificando los procedi
mientos usados, y proponiendo, al final, modelos definitivos de
organización para un microuniverso semántico» (S ém antique stru c
turale, p. 222). Si, como da a entender este pasaje, la teoría de
Greimas proporcionara efectivamente un algoritmo para la descrip
114
ción semántica y temática de un corpus literario, sería verdadera
mente de extraordinario valor; y, en lugar de suscitar esperanzas
falsas, más vale que digamos ahora mismo que esa clase de afirma
ciones no están justificadas. No obstante, mediante el examen de
las dificultades con que tropieza su teoría, de su forma de fallar,
podemos confiar en arrojar alguna luz sobre las posibilidades y li
mitaciones de las teorías semánticas de esa clase. La obra de Grei-
mas es sólo el ejemplo más ambicioso de una forma particular de
aplicar los modelos lingüísticos a la descripción de un lenguaje li
terario, y hemos de intentar determinar hasta qué punto es posible
explicar el significado en la literatura a partir de la hipótesis de
que los rasgos semánticos mínimos se combinan de acuerdo con las
reglas para producir efectos semánticos en gran escala.
Una teoría semántica ha de aspirar a la adecuación tanto des
criptiva como operativa; es decir, que debe usar conceptos que
puedan definirse en función de las técnicas u operaciones y debe
explicar hechos relativos al significado atestiguados intuitivamente.
Una teoría de la descripción adecuada sólo es operativamente ade
cuada, si es suficientemente explícita como para que lingüistas di
ferentes, usando su mecanismo, alcancen los mismos resultados o,
de forma más precisa, como para que se programe un computador
a fin de usar sus técincas a la hora de producir descripciones. Si se
formulara la teoría como un conjunto de instrucciones que produ
jesen interpretaciones, su adecuación descriptiva dependería de la
«corrección» de dichas interpretaciones. En el estado actual de la
semántica cualquier teoría fallará por lo menos en uno de estos
sentidos: o bien usará un metalenguaje coherente y explícito, pero
fallará a la hora de explicar ciertos efectos semánticos, o bien desa
rrollará conceptos que especifiquen los efectos por explicar pero
que, a su vez, no estén definidos explícitamente en términos ope
rativos. El problema inicial a la hora de evaluar la teoría de Grei-
mas —y que quizás explique por qué, a pesar de su fama de estruc-
turalista destacado, se ha escrito tan poco sobre él— es que no hay
seguridad sobre el sentido de sus fallos. Cuando introduce un
nuevo concepto lo define tanto en función de otros conceptos de
la teoría como en función de los efectos semánticos que está des
tinado a explicar, pero con frecuencia esas dos definiciones no coin-
115
ciclen y tenemos que escoger cuál ha de ser la especificación deci
siva. ¿Es su teoría un conjunto de conceptos trabados que no con
sigue explicar una serie de efectos semánticos, o es, más que nada,
una especificación de aspectos de la competencia semántica cuyos
términos deben recibir una definición operativa más adecuada? En
cualquier caso, su ejemplo ilustra con considerable claridad la di
ficultad de llenar el vacío entre los rasgos semánticos de las pala
bras y los significados de las oraciones o de los textos.
116
nentes del noyau sém ique, los rasgos compartidos por todos los
sememas. Las variaciones en significado se reducen a una serie
de semas contextúales alternativos. Esa primera etapa de descrip
ción, en el análisis de los lexemas en función de los rasgos semán
ticos, puede considerarse como la formalización de un diccionario
de la lengua. Todas las teorías semánticas descansan sobre una
base de esa clase, y en ese nivel la obra de Greimas no es parti
cularmente descriptiva. La cuestión crucial, es: dada alguna repre
sentación del significado de las palabras, ¿cómo hemos de expli
car los significados de las oraciones y las secuencias de las ora
ciones?
El caso más elemental es la combinación de un sujeto y un
verbo o de un adjetivo y un nombre. ¿Cómo explicará la semán-
tiva el hecho de que bark tenga un significado diferente en T he
d o g barked at m e («El perro me ladró») y T he man barked at m e
(«El hombre me gritó») o que el sentido de colo u rfu l no sea el
mismo en a colo u rfu l d ress («un vestido de colores») y a colou rfu l
character («un personaje pintoresco»)? Un hablante que conozca
el significado de las palabras individuales no tiene dificultad para
inferir el significado correcto a partir de sus combinaciones. ¿Qué
representación de esa capacidad puede ofrecer la lingüística? Grei
mas sostiene que la elección, entre los semas contextúales unidos
a un elemento léxico va determinada por la presencia de uno de
esos semas en el otro elemento. Así, el lexema bark tendría como
núcleo algo así como «un sonido vocal agudo» y como variantes
contextúales los rasgos «humano» y «animal». Seleccionamos cual
quiera de esos rasgos, «humano» o «animal», que esté presente en
el sujeto del verbo (p. 50). Si así fuera, el proceso de determinar
la acepción correcta por pares de palabras podría representarse
como un procedimiento explícito: búsquese cada lexema en el dic
cionario y escríbase su especificación semántica; después, tómense
cada uno de los semas contextúales del primer lexema por turno
y véase si están presentes en el segundo lexema: si es así, reténga
selos; si no, abandóneselos.
Indudablemente, algún proceso de este tipo funciona en la com
petencia semántica, pero la formulación de Greimas tropieza con'
varias dificultades. En primer lugar, ni siquiera funciona en el caso
117
del espécimen léxico que cita como ejemplo: a b oyer («ladrar, gri
tar, hostigar») contiene el núcleo «una clase de grito» y los semas
contextúales «animal» y «humano», de modo que Le ch ien aboie
aprés le fa cteu r significa «El perro ladra al cartero» y L’enfant
aboie aprés sa m ere significa «El niño clama por su madre». Pero
la selección no siempre funciona de esa forma simple: aunque los
policías son humanos, La p ó lice ab oie aprés le crim in el no significa
que clamen por él, lanzando gritos humanos, sino que lo persi
guen con la tenacidad de lebreles que lo han olfateado y van tras
sus pasos. Para explicar efectos de ese tipo, la teoría ha de volverse
mucho más compleja, pues en su estado presente sólo puede ex
plicar las acepciones metafóricas que ha incorporado a las palabras
en el nivel léxico. En Ese h om b re es un león , ejemplo que Grei-
mas cita, el significado metafórico correcto se produce sólo si
hemos incluido en el artículo del diccionario correspondiente al
lexema leó n los semas contextúales opuestos de «humano» y «ani
mal», de modo que la presencia de un sujeto humano puede selec
cionar los rasgos «humano», «valiente», etc. Eso significa, por
ejemplo, que cada término animal o vegetal que se puede usar para
insultar o elogiar a un ser humano ha de tener ese significado
metafórico inscrito en el léxico como una de sus variantes contex
túales. Sin embargo, el caso del lenguaje poético parece indicar
tanto la futilidad de intentar incorporar a un léxico todos los posi
bles significados metafóricos (dado que siempre se producen nue
vas metáforas) como el carácter innecesario de semejante procedi
miento (dado que las nuevas metáforas pueden entenderse). Más
adelante consideraremos otras formas de explicar los significados
metafóricos; por el momento la cuestión es simplemente que el
intento de Greimas de avanzar desde las unidades mínimas hasta
las unidades mayores tropieza con dificultades, porque ha de in
tentar incorporar en los niveles inferiores todos los significados que
podrían encontrarse en los niveles superiores.
Otro problema que procede de la misma causa es la constric
ción general impuesta a los sememas por la teoría de Greimas:
para asignar los significados correctos a colo u rfu l d ress y colo u rfu l
character hemos de inventar algún rasgo que esté presente tanto
en colo u rfu l como en d ress y otro que esté presente tanto en co-
118
lou rfu l como en character, y como la distinción entre d ress y cha-
ra cter que causa los significados diferentes de co lo u rfu l parece ser
«objeto físico» frente a «humano», el artículo léxico correspon
diente a colo u rfu l ha de especificar como parte de su significado
las alternativas «objeto físico» y «humano». Eso, en el mejor de
los casos, es contrario a la evidencia y preferiríamos algún tipo de
regla generalizable que indicara cómo se comporta un conjunto de
adjetivos ante los especímenes que lleven esos rasgos; pues «huma
no» no parece ser parte de un significado de co lo u rfu l en el sentido
de que «humano» y «objeto físico» formen parte de dos signifi
cados alternativos de corta d or (alguien que corta/algo que corta).
No obstante, para la teoría de Greimas es decisivo que las acep
ciones correctas se seleccionen mediante una repetición efectiva de
los semas, pues los semas que se repiten así en un texto se deno
minan «clasemas» y son responsables en gran medida de la cohe
rencia de los textos. Así como la repetición de los semas conduce
a la formación de clasemas, así también la repetición de clasemas
en un texto permite al lector identificar un nivel de coherencia
o una «isotopía» que lo unifica.
119
cular de unidad sencillamente no se ve confirmada por los ejemplos
que cita.
Según él, los chistes proporcionan testimonios excelentes del
funcionamiento de las isotopías, ya que el chiste es una forma que
muestra deliberadamente las operaciones lingüísticas que abarca la
comprensión y juega con ellas. En una fiesta nocturna espléndi
da y elegante un invitado comenta a otro, Ah! b elle soirée, hein?
R epas m agnifique, et puis jo lies toilettes, hein ? («¡Espléndida
velada!, ¿verdad? Comida magnífica, y además vestidos (lavabos)
bonitos, ¿eh?»). A lo que el otro da la siguiente respuesta ines
perada: Qa, je n ’en sais rien ... je n’y suis pas alié («Eso no lo
sé... no los he visitado») (p. 70). Greimas afirma, con toda razón,
que la primera parte del chiste, que presenta la situación, esta
blece un contexto y nivel de coherencia y que la respuesta del se
gundo hablante «destruye su unidad al oponer de repente una se
gunda isotopía a la primera». Indudablemente, eso es lo que ocu
rre, pero es difícil ver cómo podría explicarse eso como resultado
de la repetición de los clasemas. La acepción «vestidos» para toi
le tte s va determinada por rasgos del contexto bastante más sutiles
que el tipo de clasema comentado anteriormente. Para ver que
ningún rasgo de brillante so irée m ondaine es suficiente por sí
mismo para determinar esa acepción de toilettes, basta con que
invirtamos el chiste y hagamos que el primer hablante pregunte:
Ou so n t les to ilettes? o A vez-vous vu les to ilettes? , y el segundo
responda: «Están alrededor de usted». En este caso el lector se
lecciona los significados correctos sin dificultad, a pesar de que el
lema «servicio» o lo que sea no se relaciona con ninguna cosa de
la introducción al chiste. Sabe que no vamos a preguntar dónde
están los vestidos en una fiesta nocturna elegante.
Es extraordinariamente importante que una teoría del discurso
pueda explicar la capacidad de los lectores para escoger entre acep
ciones alternativas y establecer niveles de coherencia, pero el pro
ceso abarca algunas nociones bastante complejas de vraisem blance
e idoneidad que no parece que puedan representarse mediante
una lista de los clasemas que aparecen más de una vez en un trozo
determinado de texto. Greimas parece reconocerlo, cuando escribe
en un capítulo posterior que
120
la necesidad de que un retícu lo cultural resuelva las dificul
tades relativas al descubrimiento de las isotopías... pone en
cuestión la propia posibilidad del análisis semántico objetivo.
Pues el hecho de que en el estado de conocimiento presente
sea difícil imaginar semejante rejilla que satisficiera los re
quisitos de un análisis mecánico indica que la propia descrip
ción todavía depende, en gran medida, de las decisiones sub
jetivas del analista (p. 90).
121
sas?— o en que se consigue poco intentando fragmentar un sig
nificado unitario (La p ó lice a b oie aprés le crim in el es a un tiempo
interior y exterior sin ser ambigua). Greimas parece dar por senta
do que las frases estarán ya marcadas con los clasemas pertinentes,
in téro cep tiv e y ex téro cep tive, para cuando lleguemos a esta etapa,
pero eso lo único que hace es transferir el problema a un nivel
inferior. El procedimiento tiene una validez intuitiva evidente: al
interpretar un poema, por ejemplo, extraeremos y relacionaremos
unas con otras todas las secuencias emparentadas con un clasema
como hum ano para determinar qué significados se agrupan en tor
no a ese núcleo semántico. Pero Greimas no se ha acercado siquie
ra a una definición formal de la operación: ¿qué longitud tiene una
secuencia, por ejemplo?
El paso siguiente en la descripción semántica es la normali
zación de series que se han construido aislando las secuencias per
tenecientes a una única isotopía. Se trata esencialmente de un pro
ceso de reducir las oraciones a una serie de sujetos y predicados
que recibirán una forma constante de modo que puedan relacio
narse mutuamente, y, por decirlo así, sumarse. Todo lo referente
al acto de la enunciación se elimina en primer lugar: los pronom
bres de primera y segunda persona (que quedan sustituidos por
«el hablante» y «el oyente»), todas las referencias al tipo del men
saje, los deícticos, en la medida en que son dependientes de la si
tuación del hablante y no simplemente de otras partes del men
saje (pp. 153-4). Después se reduce cada secuencia a un conjunto
de frases nominales (actan tes) y un predicativo que es bien un
verbo bien un adjetivo predicativo (Greimas los llama predicados
«dinámico» y «estático» o fu n cio n es y califica cion es). Los predica
dos pueden incluir también agentes modales y un elemento ad
verbial de algún tipo (aspecto). Los actan tes o grupos nominales
desempeñarán uno de estos seis papeles diferentes: sujeto, objeto,
emisor, destinatario, oponente y ayudante. Así pues, una sola
oración contendrá hasta seis actantes, una función o calificación,
y posiblemente un agente modal y un elemento adverbial.
Una función de ese esquema es hacer la estructura de la ora
ción homologa aproximadamente a la «trama» del texto. La histo
ria de una búsqueda, por ejemplo, tendrá un sujeto y un objeto,
122
oponentes y ayudantes, y quizás otros actantes cuya función sea
dar o recibir. De forma ideal, dicha trama podría concebirse como
una suma ordenada y distintiva de las relaciones de actantes ma
nifestadas en las oraciones que van situadas en la isotopía apro
piada. Sin embargo, está claro que no podríamos transcribir sim
plemente las oraciones en esa notación y combinar los resultados,
pues el protagonista no será el sujeto de todas las oraciones, como
tampoco ocuparán necesariamente otros personajes en las oracio
nes los papeles de actantes temáticamente apropiados.
En el capítulo 9 vamos a tratar de la aplicación del modelo del
actante al análisis de la narrativa, pero ésta no es su única fun
ción. También ofrece una representación, aunque de nuevo tal
vez más en teoría que en la práctica, del proceso de interpretación
que, por la hipótesis que esa notación supone, entraña recorrer
el texto y agrupar los diferentes papeles de actante en que un
grupo nominal particular aparece, la serie de calificaciones añadi
das a grupos nominales particulares y la serie de funciones o accio
nes que se combinan para formar la acción de un texto. No sabe
mos si un análisis realizado desde ese punto de vista ofrecía una
representación pertinente del proceso de síntesis semántica, ya
que al parecer no ha habido ningún intento sistemático de trans
cribir un texto de acuerdo con esas fórmulas y después mostrar
cómo funcionaría un proceso formalizado de síntesis.3 Pero parece
haber dos obstáculos importantes. En primer lugar, en el nivel
de la propia oración, los debates relativos a la gramática del caso,
que es formalmente análoga al enfoque de Greimas en el sentido
de que hace de la oración un predicado con una constelación de
expresiones nominales en diferentes posiciones lógicas, muestran
que el número de papeles de actante que se requieren para repre
sentar las relaciones entre los constituyentes de la oración no
puede determinarse sin considerable experimentación empírica.4
Greimas da muy pocos ejemplos para mostrar la adecuación de su
modelo de la oración. Y, en segundo lugar, no da indicaciones sobre
cómo trataría su modelo todos los problemas de relaciones entre
oraciones que convierten el análisis del discurso en una actividad
tan intimidante y todavía no formalizada. Aun suponiendo que se
aislaran los trozos isotópicos del discurso, seguirían sin resolverse
123
todos los problemas de formalizar las relaciones anafóricas y de
presuposición.3
Greimas afirma explícitamente que su «normalización» del tex
to nos ayuda a «descubrir con mayor facilidad sus redundancias
y articulaciones estructurales» (p. 158), y en su último capítulo
intenta determinar la estructura del «universo imaginario» del no
velista Georges Bernanos como forma de ilustrar su método de
la descripción semántica. Desgraciadamente, no toma los propios
textos para mostrar cómo podríamos partir de los rasgos semánti
cos y a continuación determinar clasemas, isotopías y, por último,
estructuras globales del significado. Basa su estudio en una tesis
leída en Estambul por Tahsin Yücel sobre L’im aginaire d e Berna
nos, cuyos resultados, afirma de modo bastante candoroso, «no nos
permiten elu dir las dificultades que cualquier descripción entraña»
(p. 222). Eso es cierto sólo en el sentido de que no las supera,
y el lector que desee ver cómo podemos «normalizar» un texto
y después, mediante un procedimiento bien definido, determinar
sus articulaciones y redundancias estructurales, es perfectamente
consciente de que verdaderamente no se han eludido las dificulta
des de semejante enfoque. No se nos presenta analizado ningún
trozo de texto, por corto que sea.
Greimas sostiene que su procedimiento es el siguiente: escoge
como isotopía básica la oposición entre vida y m u erte e infiere a
partir del corpus todas las calificaciones situadas en dicha isotopía.
Tomando los especímenes que califican la vida, los reducimos a un
conjunto limitado de sememas y después, mediante un segundo
proceso de extracción, reunimos todos los contextos en que cada
uno de ellos aparece. Así, pues, lo que está haciendo es un aná
lisis distributivo del tipo más tradicional. Si, por ejemplo, esta
mos ante una oración como La vida es bella, en la segunda extrac
ción preguntamos qué otros grupos nominales del texto van califi
cados por b ello, y así obtenemos una clase de especímenes que son
equivalentes con respecto a ese rasgo distributivo particular. Ana
listas menos diestros tropezarían indudablemente con oraciones
como María es herm osa o Ese v estid o es herm oso, con lo que se
verían obligados a poner en relación vida con María y vestid o, pero
por alguna razón Greimas no obtiene disposiciones irritantes de
124
ese tipo y descubre, al contrario, la equivalencia distributiva de vie
(«vida»), fe u («fuego») y p i e («gozo»), que como clase se oponen a
m orí («muerte»), eau («agua») y en n ui («hastío»). Después puede
pasar a determinar las calificaciones que aparecen con los cuatro
términos nuevos, «y así sucesivamente hasta que se haya agotado
el corpus, es decir, hasta que la última extracción (n) usando el
último inventario (n-1) no haga aparecer nuevas calificaciones»
(p. 224). Ese rigor espurio no sería tan censurable, si Greimas se
dignara indicar mediante un solo ejemplo cómo propone tratar
oraciones como las que contienen los primeros ejemplos de v ie en
Sous le so leil d e Satan de Bernanos: «Era el momento del poeta
que destiló vida en su cabeza para extraer su esencia secreta, per
fumada, envenenada». «Todavía cavila melancólicamente sobre el
paraíso perdido de la vida burguesa.» «El Marqués de Cardigan
llevaba en el mismo lugar la vida de un rey sin reino.» No está
nada claro qué especímenes extraería el procedimiento de Greimas
como calificaciones de vida.
Los rasgos semánticos que Greimas infiere a partir de su
serie de inventarios van dispuestos en un sistema de oposiciones
que representan las asociaciones de vida y muerte. O, mejor, los
resultados de proyectar esa oposición fundamental en otras esfe
ras semánticas que captan en forma de disyunciones correspondien
tes: transparente versu s opaco, caliente versu s frío, ligereza versu s
pesadez, ritmo versu s monotonía, etc. Los cuadros tienen conside
rable validez intuitiva, ya que las propias oposiciones son inhe
rentes a la estructura semántica de la lengua y los valores asig
nados a los polos de las oposiciones no parecen ajenos a las ex
centricidades del mundo imaginario de Bernanos. Pero la cues
tión crucial es cómo podría defenderse un análisis de esa clase.
¿Cuál es la diferencia, por ejemplo, entre el carácter de los resul
tados que Greimas ha obtenido y el de análisis más tradicionales
de las imágenes como el realizado, por ejemplo, por Jean-Pierre
Richard? 6 Es decir, ¿qué se consigue intentando obtener la estruc
tura de un mundo imaginativo a partir de un análisis del discurso
realizado de forma presuntamente formal y rigurosa y no a partir
de la consideración más intuitiva de conjuntos de imágenes? Grei
mas no da una respuesta directa, pero podríamos suponer que se
125
todos los problemas de formalizar las relaciones anafóricas y de
presuposición.3
Greimas afirma explícitamente que su «normalización» del tex
to nos ayuda a «descubrir con mayor facilidad sus redundancias
y articulaciones estructurales» (p. 158), y en su último capítulo
intenta determinar la estructura del «universo imaginario» del no
velista Georges Bernanos como forma de ilustrar su método de
la descripción semántica. Desgraciadamente, no toma los propios
textos para mostrar cómo podríamos partir de los rasgos semánti
cos y a continuación determinar clasemas, isotopías y, por último,
estructuras globales del significado. Basa su estudio en una tesis
leída en Estambul por Tahsin Yücel sobre L’im aginaire d e Berna
nos, cuyos resultados, afirma de modo bastante candoroso, «no nos
permiten elu dir las dificultades que cualquier descripción entraña»
(p. 222). Eso es cierto sólo en el sentido de que no las supera,
y el lector que desee ver cómo podemos «normalizar» un texto
y después, mediante un procedimiento bien definido, determinar
sus articulaciones y redundancias estructurales, es perfectamente
consciente de que verdaderamente no se han eludido las dificulta
des de semejante enfoque. No se nos presenta analizado ningún
trozo de texto, por corto que sea.
Greimas sostiene que su procedimiento es el siguiente: escoge
como isotopía básica la oposición entre vida y m u erte e infiere a
partir del corpus todas las calificaciones situadas en dicha isotopía.
Tomando los especímenes que califican la vida, los reducimos a un
conjunto limitado de sememas y después, mediante un segundo
proceso de extracción, reunimos todos los contextos en que cada
uno de ellos aparece. Así, pues, lo que está haciendo es un aná
lisis distributivo del tipo más tradicional. Si, por ejemplo, esta
mos ante una oración como La vida es bella, en la segunda extrac
ción preguntamos qué otros grupos nominales del texto van califi
cados por bello, y así obtenemos una clase de especímenes que son
equivalentes con respecto a ese rasgo distributivo particular. Ana
listas menos diestros tropezarían indudablemente con oraciones
como María es herm osa o Ese v estid o es h erm oso, con lo que se
verían obligados a poner en relación vida con María y vestid o, pero
por alguna razón Greimas no obtiene disposiciones irritantes de
124
ese tipo y descubre, al contrario, la equivalencia distributiva de vie
(«vida»), fe u («fuego») y ]oie («gozo»), que como clase se oponen a
m o rí («muerte»), eau («agua») y en n ui («hastío»). Después puede
pasar a determinar las calificaciones que aparecen con los cuatro
términos nuevos, «y así sucesivamente hasta que se haya agotado
el corpus, es decir, hasta que la última extracción (n) usando el
último inventario (n-1) no haga aparecer nuevas calificaciones»
(p. 224). Ese rigor espurio no sería tan censurable, si Greimas se
dignara indicar mediante un solo ejemplo cómo propone tratar
oraciones como las que contienen los primeros ejemplos de v ie en
Sous le so leil d e Satan de Bernanos: «Era el momento del poeta
que destiló vida en su cabeza para extraer su esencia secreta, per
fumada, envenenada». «Todavía cavila melancólicamente sobre el
paraíso perdido de la vida burguesa.» «El Marqués de Cardigan
llevaba en el mismo lugar la vida de un rey sin reino.» No está
nada claro qué especímenes extraería el procedimiento de Greimas
como calificaciones de vida.
Los rasgos semánticos que Greimas infiere a partir de su
serie de inventarios van dispuestos en un sistema de oposiciones
que representan las asociaciones de vida y muerte. O, mejor, los
resultados de proyectar esa oposición fundamental en otras esfe
ras semánticas que captan en forma de disyunciones correspondien
tes: transparente versu s opaco, caliente versu s frío, ligereza versu s
pesadez, ritmo versu s monotonía, etc. Los cuadros tienen conside
rable validez intuitiva, ya que las propias oposiciones son inhe
rentes a la estructura semántica de la lengua y los valores asig
nados a los polos de las oposiciones no parecen ajenos a las ex
centricidades del mundo imaginario de Bernanos. Pero la cues
tión crucial es cómo podría defenderse un análisis de esa clase.
¿Cuál es la diferencia, por ejemplo, entre el carácter de los resul
tados que Greimas ha obtenido y el de análisis más tradicionales
de las imágenes como el realizado, por ejemplo, por Jean-Pierre
Richard? 6 Es decir, ¿qué se consigue intentando obtener la estruc
tura de un mundo imaginativo a partir de un análisis del discurso
realizado de forma presuntamente formal y rigurosa y no a partir
de la consideración más intuitiva de conjuntos de imágenes? Grei
mas no da una respuesta directa, pero podríamos suponer que se
125
limitaría a afirmar que cuenta con una mayor objetividad, como
virtud necesaria de un estudio exhaustivo de las calificaciones.
Pero, como puede atestiguar cualquiera que haya intentado seme
jante tarea incluso con respecto a un texto corto en prosa, los in
ventarios sistemáticos producen disposiciones que no parecen perti
nentes para los fines a que van encaminados y que generalmente
quedan eliminados en las presentaciones finales de las pautas. La
disposición de vida y b u rgu esía, por ejemplo, no aparece en nin
guna parte del esquema de Greimas, a pesar de que la encontra
mos en la oración de S ous le so leil d e Satan citada más arriba; y
probablemente la razón sea que Greimas la ha eliminado por los
mismos motivos que inducirían al estudioso de las imágenes más
impresionista a no tenerla en cuenta en primer lugar. Para con
vencernos de la superioridad del método de Greimas no sólo
necesitaríamos ver el funcionamiento sobre los textos mismos
de los procedimientos de extracción, de modo que apreciáramos de
algún modo su rigor efectivo; necesitaríamos también una explica
ción de cómo se llevó a cabo la selección de las disposiciones per
tinentes.
Según Greimas, un conjunto de diez categorías basta para des
cribir el universo mítico de Bernanos (p. 246). Verificamos esa afir
mación determinando si cualquier cosa que consideremos una ex
posición verdadera de ese mundo imaginativo puede representarse
como una relación entre dichas categorías y si las relaciones entre
categorías, tal como las define Gremias, son tales, que excluyen ex
posiciones del mundo imaginativo que consideremos falsas. Pero,
aun cuando los resultados de Greimas pasaran esa prueba con
todo éxito, eso les conferiría simplemente el carácter de una
exposición crítica lograda. La afirmación de mayor alcance que
Greimas desearía hacer, la sugerencia de que su teoría proporciona
un procedimiento determinado para la descripción del significado,
no puede comprobarse sin ejemplos precisos de procedimientos
descriptivos y formalización de las reglas del análisis. Nadie espe
raría que Greimas, en el estado actual de conocimientos, hu
biera alcanzado esa etapa, y está claro que no lo ha hecho; pero su
forma de fracasar, inspira dudas sobre la viabilidad del propio pro
yecto: puede ser imposible, en principio y también en la práctica,
126
construir un modelo que obtenga el significado de un texto o de
un conjunto de textos a partir del significado de los elementos
léxicos.
128
eos que se añaden a cada elemento en el proceso de la interpre
tación metafórica no eliminan los anteriores, a los que se opo
nen, sino que coexisten con ellos, produciendo una tensión entre
lo animado y lo inanimado dentro de cada elemento léxico que
es la fuente de la agudeza que pueda tener la metáfora.
Greimas parece reconocer la importancia de conservar los se
mas contradictorios, cuando propone la noción de isotopías positi
vas y negativas (pp. 99-100). Cuando el narrador de un poema
se compara con un barco ebrio, el clasema hum ano que establece
la isotopía «positiva» sigue siendo dominante, mientras que el cla
sema no hum ano, presente pero reprimido, establece una isotopía
negativa. Sin embargo, en el caso de un loco que piensa que es
un candelabro, el clasema no hum ano, que establece la isotopía
negativa, sería dominante.
La conservación de los semas no dominantes es un progreso
considerable, pero todavía no es un análisis adecuado del proceso
por el que se seleccionan acepciones. Sería necesario, por ejemplo,
alguna representación del modo de escoger el clasema dominante.
En las metáforas de la forma A es B, que distan de ser las más
complejas e interesantes, los rasgos semánticos del primer térmi
no dominan generalmente, pero Una p oderosa fortaleza es nuestro
Dios no significa que adoremos el castillo como si fuera un dios.
En las metáforas genitivas, el A de B, los rasgos del primer tér
mino que no coinciden con los del segundo quedan suprimidos
generalmente, pero una vez más no siempre es así: D e su s ojos en
cendidos/L ágrim as rojas salieron. En casos como éstos los rasgos
del contexto son los decisivos, y no hay razón para pensar que la
selección de las acepciones pueda explicarse como un reajuste auto
mático de clasemas anterior al establecimiento o identificación de
isotopías o niveles de coherencia.
«La principal dificultad de la lectura», escribe Greimas, «con
siste en descubrir la isotopía del texto y en mantenerse en ese ni
vel» (p. 99). La teoría literaria y la semántica se enfrentan al
mismo problema: «la lucha contra el carácter logomáquico de los
textos, la búsqueda de condiciones que establezcan objetivamente
las isotopías que permiten la lectura, es una de las primeras preo
cupaciones de la descripción semántica en sus fases iniciales» (Du
129
5. — L A P O É T I C A
sens, p. 93-4). Al leer un texto, recibimos una impresión sobre
lo que trata; aislamos un campo semántico en que una serie de
elementos recaen como tema del texto y, por tanto, como punto
central de referencia con el que hay que relacionar, de ser posi
ble, los otros elementos que encontremos. Pero, como observa Grei
mas, podemos escoger al azar una serie de elementos en un texto
considerarlos como un conjunto, y construir alguna teoría que los
abarque a todos: «siempre es posible reducir un inventario, to
mado por separado, a un semema construido» (S ém antique struc-
turale, p. 167). En ese caso, ¿qué es lo que impide que la activi
dad del lector sea totalmente arbitraria, aunque lógica? Idealmen
te, la descripción explícita de las isotopías de un texto «debe ex
plicar todas las acepciones coherentes posibles. Sin llegar hasta el
extremo de enumerar explícitamente cada acepción, definiría las
condiciones de cada una de ellas».7 Para que ese fin sea posible
siquiera remotamente, hemos de formular algunas reglas para ex
plicar el hecho de que para un texto determinado no sea válida
cualquier isotopía concebible. ¿Cuáles son, entonces, «las condi
ciones para establecer objetivamente las isotopías»?
En algunos casos simples podríamos aceptar la tesis de Grei
mas de que la repetición de un clasema particular basta para expli
car la isotopía. El segundo Spie en de Baudelaire, J ’ai plus d e sou-
ven irs q u e si j ’avais m ille ans, comienza con una secuencia para-
táctica de oraciones, cada una de las cuales contiene una forma
pronominal en primera persona del singular, y en cada caso la rela
ción entre el pronombre y el predicado es la del continente con el
contenido. Así, cuando el lector llegue al verso, J e suis un vieux
b ou d oir plein d e ro ses fa n ées («Soy un viejo tocador lleno de rosas
marchitas»), intentará, como dice Greimas, «de forma más o menos
consciente, inferir a partir de la descripción ‘física’ del tocador
todos los semas que pueden desarrollar y mantener la segunda iso
topía, que se ha postulado desde el principio, del espacio interior
del poeta» (i b i d p. 97).
Pero en otros casos es mucho más difícil explicar lo que ocurre
o cómo llega a imponerse una isotopía. Franfois Rastier ha apli
cado la teoría de Greimas a Salut de Mallarmé en un análisis que
muestra la validez intuitiva del concepto de isotopía, pero también
130
los tremendos problemas que entraña la tarea de especificar cómo
se aísla.
Salut
Ríen, c e t te écu m e, v ier g e vers
A n e d ésign er q u e la co-upe;
T elle loin se n ote une trou pe
D e sirén es, tnainte a l’en vers.
(Salud
Nada, esta espum a, virgen verso
para designan só lo la cop a ;
así a lo lejo s se ahoga una tropa
d e sirenas, m uchas al revés.
131
soledad, a rrecife, estrella
a lo q u e quiera q u e valiera
la blanca p reocu p a ción d e nuestra tela.)
132
mente traten de la poesía, que ni los banquetes ni los viajes por
mar sirven de isotopías finales satisfactorias, en el sentido de que
los banquetes siempre celebran algo y los viajes por mar son
tradicionalmente metáforas correspondientes a otros tipos de bús
queda. Sólo por poseer conocimiento de esa clase —sólo por enfo
car el poema con modelos implícitos de esa clase— es por lo que
puede interpretar el poema como relativo a la escritura.
La importancia de las expectativas de los lectores con respecto
a la poesía está todavía más clara en otro caso comentado por
Rastier. «En T he W indhover, de Gerard Manley Hopkins, ningún
interpretante semántico nos permite interpretar otra cosa que la
isotopía evidente que podemos formular toscamente como ‘un
halcón levanta el vuelo y después desciende en picado’» (p. 100).
Entonces, ¿cómo es que no satisface a los lectores esa interpreta
ción? ¿Qué es lo que les permite «seguir adelante»? Comprome
tido como está con la concepción de que los niveles de coheren
cia se manifiestan por una repetición de rasgos, Rastier se ve obli
gado a sostener que
133
mas exigen por lo menos un ensayo de interpretación religiosa.
Como muestra el ensayo de análisis de Rastier, no hay razón para
creer que el proceso de construir niveles de coherencia pueda ex
plicarse sin referencia a algunos modelos literarios generales que
guíen el enfoque del texto por parte del lector.
Al comentar un ejemplo de un tipo diferente, un chiste tomado
de Freud, Greimas demuestra que, incluso en textos en prosa
compuestos de oraciones bien construidas perfectamente compren
sibles, el proceso de lectura puede consistir en captar un rasgo par
ticular del texto y construir sobre él una hipótesis conceptual com
pleja para la cual existen en realidad muy pocos testimonios en
la lengua, si bien todo el mundo coincidiría en que la interpre
tación es correcta.
134
cliente, y esa expectativa es lo bastante intensa como para hacer
nos rechazar las interpretaciones plausibles con el fin de descubrir
un conflicto. Podemos considerar que la breve exposición intro
ductoria establece una isotopía que sugiere que lo que sigue será
una afirmación relativa al caballo hecha por el vendedor y que,
dados nuestros modelos culturales, se referirá a alguna cualidad
positiva del caballo. Así, cuando encontramos en la oración siguien
te la oposición entre salida y llegada, eso determina, según Grei
mas, «la elección de una de las variables dentro de la clase de las
cualidades positivas de los caballos de montar» (S ém antique struc-
turale, p. 92). Entonces podemos interpretar la observación del
cliente como un malentendido —ridículo o deliberado— y pode
mos hacerlo con tal confianza que podremos reír de una de las
dos figuras.
Este caso proporciona pruebas suficientes de que las isotopías
no se producen mediante la simple repetición de rasgos semánti
cos y de que puede ser engañoso concebir los textos como «tota
lidades orgánicas». Su unidad no se debe tanto a los rasgos intrín
secos de sus partes cuanto al propósito totalizador del proceso
interpretativo: la fuerza de las expectativas que inducen a los lec
tores a buscar determinadas formas de organización en un texto y a
encontrarlas. Una teoría semántica que explique la coherencia de
los textos no puede desconocer los modelos que permiten la pro
ducción y organización del contenido.
De vez en cuando Greimas reconoce que, de hecho, no puede
pasar automáticamente de niveles inferiores a niveles superiores,
que un problema con el que tropieza «pone en tela de juicio una
vez más la condición diacrónica de la descripción considerada
como procedimiento». Aunque teóricamente ha de ser posible
primero reducir el texto a una serie de sememas y después mos-
rar cómo se combinan dichos sememas para formar clasemas, iso
topías y, por último, el contenido estructurado que es el «signifi
cado global» del texto, de hecho, está claro que «la reducción pre
supone la representación hipotética de estructuras que hay que
describir, pero esa estructuración, a su vez, para llevarse a cabo
con éxito, presupone una reducción completa» (i b i d p. 167).
Desde el punto de vista de Greimas ese tipo de inferencia recí-
135
proca es un obstáculo para la formulación de un algoritmo descrip
tivo, pero para el crítico se trata de una especificación útil de la
importancia de las representaciones hipotéticas de estructuras para
el proceso de comprensión. Como dice Merleau-Ponty, el signifi
cado del conjunto no se debe a una suma de los significados de las
partes; sólo a la luz de hipótesis sobre el significado del conjunto
puede definirse el significado de las partes. La comprensión n’est
pas une série d ’in du ctions — C’est Gestaltung e t Rückgestaltung...
Cela v eu t dire: il y a germination d e c e qui va avoir été com pris
(«no es una serie de inducciones —es la postu lación y nueva pos
tulación de totalidades... Es decir, que hay una germ in ación de lo
S}ue va a ha berse comprendido») [Le V isible e t 1’invisible, p. 243).
intentamos una reducción en función de nuestra hipótesis y, si ésta
í*o da resultado, probamos otra. La descripción semántica ha de
Proporcionar una representación de la actividad estructuradora
*íel lector.
Las hipótesis estructurales para el reconocimiento del signi
ficado son extraordinariamente importantes en todos los niveles,
Pero especialmente una vez hayamos reconocido isotopías y deba
mos organizar los semas en contenido. Aunque Greimas no pro
pone un procedimiento formal, sí que ofrece una serie de sugeren
cias sobre las con d ition s d e la saisie d u sen s («las condiciones para
la percepción del sentido»).
Nuestro autor sostiene, que al construir los objetos culturales
Ia mente está sometida a diferentes constricciones que definen las
^Condiciones de existencia para los objetos semióticos». La más
^p o rtan te de éstas es la «estructura elemental de la significa-
cl^ n », que reviste la forma de una homología de cuatro términos
—A :—B) y «proporciona un modelo semiótico destinado
a explicar las articulaciones iniciales del significado dentro de un
m<crouniverso semántico» (Du sens, p. 161). Como el significado
es diacrítico, cualquier significado depende de oposiciones, y esa
es truc tur a de cuatro términos relaciona un elemento tanto con su
inverso como con su contrario (negro:blanco:: no-negro: no-blanco).
configuración básica es aplicable también, según Greimas, a la
reR>resentación más simple del significado de un texto en conjunto,
capta como una correlación entre dos pares de términos opues
13*
tos. Esa estructura puede ser bien estática bien dinámica, según
se interprete el texto sintagmática o paradigmáticamente: es decir,
como narración o como lírica.
«Para tener significado, una narración ha de formar un todo
dotado de significado y, por consiguiente, está organizada como
una estructura semántica elemental» en que una oposición temporal
está en correlación con la oposición temática homologa: avant\
a p rés::co n ten u in versé-.con ten u p o sé (ibid., p. 187). En otras pala
bras, la relación entre estado inicial y estado final está en corre
lación con la oposición entre una situación temática inicial o pro
blema y una conclusión temática o resolución. Hablando aproxi
madamente, la tesis es la de que el lector sólo puede captar el récit
como un todo acomodándolo a esa estructura y relacionando un
desarrollo temático con el desarrollo de la trama. Y, naturalmente,
esa expectativa estructural contribuye a hacer posible la interpre
tación de los incidentes o los acontecimientos u oraciones indivi
duales del texto.
Sin embargo, la lírica puede captarse con frecuencia como un
todo sin referencia alguna a un desarrollo temporal; no tiene por
qué haber paso de A a B. Según Greimas, la poesía moderna en
particular es la «manifestación discursiva de una taxonomía». El
lector se encuentra frente a frases o imágenes, enlazadas de forma
discursiva elemental, de las cuales ha de deducir rasgos que puede
usar para organizar el texto en clases en oposición. Los sememas
del discurso poético «llevan, por un lado, los semas que constituyen
la isotopía poética y, por otro, hacen de repetidores sémicos, es
decir, de lugares en que se produce la substitución de los semas».
Los elementos pasan a ser equivalentes con respecto a la estruc
tura poética e intercambian rasgos semánticos, y la combinación
particular de semas que cualquier palabra lleva pasa a ser mucho
menos importante que los rasgos que hacen de eslabones entre
palabras y, por tanto, de bases de las clases semánticas del poema.
Es más importante, por ejemplo, que los semas flu idez y lum ino
sidad se usen para enlazar palabras y para establecer oposiciones
dotadas de significado que el hecho de que se manifiesten ambos
en el semema cielo o lago. «Eso sólo puede explicarse, si conside
ramos la producción de clases sémicas homologas como hecho pri-
137
mordía! y la estructura semémica de la manifestación lingüística
como secundario» (Sém antique structurale, pp. 135-6).
Así, que, de acuerdo con la hipótesis de Greimas, la estructura
fundamental de un poema será un par de clases semánticas que en
su oposición mutua estén en correlación con otro par de clases, de
modo que produzcan una interdependencia temática. La mayor
constricción a la formación de clases temáticas es la de que sean
binarias: «un inventario de elementos no puede reducirse a una
clase ni denotarse por un solo semema excepto en la medida en
que se consttiuya y nombre otro inventario al mismo tiempo»
(ibid., p. 167). Y la razón es muy simple: clasificar una serie de
elementos juntos es afirmar que algún rasgo que comparten es per
tinente para el significado del poema; si dicho rasgo es pertinente
efectivamente es a causa de la oposición entre él y otro rasgo
que sea, a su vez, el común denominador de otra clase. Van Dijk,
aplicando los métodos de Greimas al análisis de un poema, llega
a una conclusión semejante: «Podemos postular que la aparición
de un sema temático requiere la existencia de un sema temático
opuesto que lo acompaña».8 Las constricciones binarias rigen el
proceso de construcción temática.
Además, no bastará cualquier oposición. No quedamos satis
fechos necesariamente con una interpretación de un poema sólo
porque hayamos conseguido poner en correlación dos oposiciones.
Los modelos culturales nos permiten interpertar de cara a fines
sentidos intuitivamente que nos dicen bajo qué condiciones pode
mos considerar que lo que hemos hecho es suficiente. Según Grei
mas, la interpretación figurada
138
(relativa al mundo interior) manifestada en calificaciones (y, por
tanto, aproximadamente, descripción evaluadora), la sugerencia es
la de que la interpretación figurada en un proceso de descubrir
oposiciones que pueden ponerse en correlación con valores opues
tos. No buscamos simplemente oposiciones en un poema, sino que
buscamos aquellas oposiciones a las que el poema parece conferir
algún valor, de modo que estas últimas pueden hacer de segunda
oposición de una homología de cuatro términos. Así, Van Dijk,
al analizar un poema de Du Bouchet, descubre dos clases temáticas,
pa ysage y maison, que están en correlación con valores opuestos,
lo que es más satisfactorio que una interpretación que ponga
pa ysage y m aison en relación con hierba y alfom bra, pongamos por
caso. Para explicar la producción del significado podemos per
fectamente vernos obligados a postular, como dice Greimas, «una
jerarquía de isotopías semánticas, unas más ‘profundas’ que otras»,9
pero el problema de la profundidad y predominio relativos será, por
lo menos en parte, una cuestión específicamente literaria.
139
blema del que partimos. La dificultad es, más que nada, la de que
el contexto que determina el significado de una oración es algo
más que las demás oraciones del texto; es un complejo de conoci
miento y expectativas de distintos grados de especificidad, una es
pecie de competencia interpretativa que en principio podría des
cribirse, pero que en la práctica resulta extraordinariamente refrac
taria. Pues consta, por un lado, de distintas hipótesis sobre la
coherencia y los modelos generales de la organización semántica y,
por otro lado, de las expectativas relativas a tipos particulares de
textos y al tipo de interpretación que requieren. Si escribimos
un editorial de periódico en una página como un poema, los ras
gos semánticos de sus elementos siguen siendo los mismos en un
sentido, pero están sujetos a un tratamiento interpretativo dife-
tente y se ven organizados en niveles isotópicos diferentes; y una
teoría que intente obtener el significado de un texto a partir del
significado de sus constituyentes, por clara y explícita que sea, no
podrá explicar las diferencias de esa clase.
Tanto Jakobson como Greimas parten de la hipótesis de que el
análisis lingüístico proporciona un método para descubrir las pau
tas o significados de los textos literarios, y, aunque los problemas
con que tropiezan son diferentes, las lecciones que ofrecen sus
ejemplos son sustancialmente las mismas: que la aplicación directa
de las técnicas de la descripción lingüística puede ser un enfoque
útil, si parte de los efectos literarios e intenta explicarlos, pero no
sirve por sí misma como método de análisis literario. La razón es
simplemente que tanto el autor como el lector aportan al texto algo
más que un conocimiento de la lengua y esa experiencia adicional
—expectativas sobre las formas de la organización literaria, mode
los implícitos de estructuras literarias, práctica en la construcción y
verificación de hipótesis sobre obras literarias— es lo que nos guía
en la percepción y construcción de pautas pertinentes. La misión
de la poética es descubrir la naturaleza y las formas de ese saber
suplementario: pero antes de considerar lo que se ha hecho y se
podría hacer en ese sector hemos de examinar otra forma como
se ha usado la lingüística en la crítica literaria estructuralista-.
140
CAPITULO 5
T em o q u e no n os libram os
d e D ios porq u e todavía creem os
en la gram ática
N ie t z s c h e
141
forma metafórica a las obras literarias: podemos hablar de una
obra como un sistema, cuyos elementos se definen por sus rela
ciones, de relaciones sintagmáticas y paradigmáticas, de secuen
cias cuyas funciones en la obra corresponden a las de los nombres,
verbos y adjetivos en la oración. En el segundo caso, la analogía
es más convincente y más interesante: como la propia literatura es
un sistema de signos y en ese sentido como una lengua, postula
mos una poética que estudie la literatura como los estudios lingüís
ticos estudian la lengua, guiándose por la lingüística siempre que
parezca posible.
Parte de la vacilación puede deberse a la ambigüedad del pro
pio modelo lingüístico, tal como se lo presentó en la época anterior
a Chomsky. En la medida en que se definía la lingüística estructu
ral como una forma de analizar un corpus de datos, ofrecía pautas
con relación a lo que podrían considerar legítimamente un corpus
quienes intenten aplicar los métodos lingüísticos en otros domi
nios. ¿Por qué no obras de un autor, obras sobre un tema particu
lar o incluso una obra particular concebida como un corpus de
estrofas, capítulos u oraciones? Podría haberse interpretado fácil
mente el modelo en el sentido de que justificaba el estudio de
cualquier corpus.
Cualesquiera que sean sus causas, la vacilación produce dos con
cepciones diferentes del proyecto estructuralista. Si postulamos
una homología global entre lingüística y poética, de ello se des
prende que nuestra misión no es elucidar el significado de las
obras individuales, como tampoco es misión del lingüista estudiar
las oraciones individuales y decirnos lo que significan, sino estudiar
las obras como manifestaciones de un sistema literario y mostrar
cómo permiten las convenciones de dicho sistema que las obras
tengan significado. Si, por otro lado, postulamos una analogía entre
una lengua y una obra individual o grupo de obras, el análisis
de la obra ya no es un medio para un fin sino el propio fin.
Nuestra misión es desmembrarla y entenderla, de igual modo que
la misión del lingüista es entender la lengua que está estudiando;
y, para ese fin, podemos recurrir a cualesquiera conceptos lingüís
ticos que nos parezcan útiles.
En C ritique et v ér ité Barthes denominó esas dos actividades
142
«ciencia de la literatura» y «crítica» y reconoció que la primera
era la aplicación más apropiada del modelo lingüístico, pero que
la segunda, por su intento de producir o definir el significado de
una obra, estaba próxima a la misión tradicional de la crítica
(pp. 56-75). Los estructuralistas no han dejado de hacer crítica,
si bien su objetivo ha sido menos la interpretación que lo que
Barthes llama «transformaciones ordenadas» de la obra, por las
cuales llega «a flotar por encima del lenguaje primario de la
obra un segundo lenguaje, una cohesión de signos» (p. 64). Antes
de la poética propiamente dicha, debemos examinar brevemente
este tipo de crítica y especialmente las formas como orientación
lingüística y semiótica del estructuralismo inspiran el estudio de
los textos individuales.
Desde ese punto de vista podemos distinguir dos categorías
generales en que pueden agruparse las obras críticas. El primer
tipo, basado en la metáfora que hace de una obra o de un grupo
de obras una lengua, trata su objeto como un sistema cuyas reglas
y formas deben elucidarse. La crítica de ese tipo tiene notables
afinidades con estudios más tradicionales que tratan las obras indi
viduales como «totalidades orgánicas» o las obras de un autor
determinado como variantes de un proyecto único, pero quizá
pueda distinguírsela por el esp rit d e sy stém e que la anima y su
deseo de establecer relaciones que no están basadas en la identi
dad de la substancia, sino en la homología de las diferencias. El se
gundo enfoque no considera la obra como una lengua, sino como
un lugar en que se llevan a cabo análisis teóricos y prácticos de len
guas. Se estudia la obra como vehículo de una teoría implícita del
lenguaje o de otros sistemas semánticos y en función de eso se la
interpreta.
143
se convirtió en el foco de la controversia sobre la N ouvelle critiq u e
a mediados de la década de 1960, apenas puede citársela como un
análisis estructural ejemplar. El propio Barthes reconoce que repre
senta un momento de transición entre la crítica temática y el es
bozo de un sistema. Aun así, precisamente porque en cierto sen
tido guarda las distancias con respecto a la crítica temática de
un tipo más fenomenológico, contribuye a indicar el carácter de
la crítica estructuralista.
En su anterior estudio de Michelet, al aislar los temas de la
sequedad, el calor, la fecundidad, la vacuidad, la plenitud, la vague
dad, etc., Barthes parecía inclinado a identificar la estructura de
un mundo imaginativo con las obsesiones del escritor como sujeto:
«en primer lugar hemos de mostrar la coherencia de este hombre...
descubrir la estructura de una existencia (no digo «de una vida»),
una temática, por decirlo así o, mejor aún, una red organizada de
obsesiones» (M ichelet par lui-m ém e, p. 5). La perspectiva es la de
críticos fenomenológicos como Jean-Pierre Richard, Jean Starobins-
ki y J. Hillis Miller, cuyos estudios temáticos van dirigidos explí
citamente hacia «cómo experimenta fel escritor] el mundo y cómo
se experimenta a sí mismo en relación con él» e insiste en que
debemos «investigar las estructuras objetivadas como expresión de
una conciencia estructuradora».1 Sin embargo, en Sur R acine Bar
thes ya no desea convertir al sujeto individual en la fuente de
las estructuras que descubre en las obras. Al interpretar las tra
gedias individuales como momentos de un sistema, se interesa por
las estructuras comunes que pueden derivarse de ellos y que hacen
de oposiciones funcionales y de reglas de combinación del sistema.
Ahora bien, como adopta un «lenguaje un tanto psicoanalítico»,
el carácter distintivo de su orientación queda desdibujado y su
estudio del «hombre raciniano» podría presentarse sin demasiada
dificultad como una descripción del universo temático de Racine.
Lo que he intentado exponer, escribe,
144
porque me parecía que sólo un lenguaje como el del psico
análisis, que es capaz de captar el miedo del mundo, sería
apropiado para un encuentro con el hombre aprisionado
(PP- 9-10).
145
sino que su teatro encuentra su unidad y «llega a ser coherente
sólo en el nivel de esa antigua leyenda», que puede estar repri
mida y transformada en muchas obras individuales (p. 21). Si la
tragedia raciniana es un sistema, en ese caso, para analizarla,
es necesario que podamos determinar las oposiciones funcionales y,
para ello, hemos de captar el «centro» del sistema, que funciona
como principio dei nclusión y exclusión. Probablemente Barthes
haya postulado que el centro es la propia tragedia y después se
haya preguntado cuáles son las oposiciones y relaciones que origi
nan la tragedia. Al descubrir que son tres —la relación de auto
ridad, la relación de rivalidad y la relación de amor— se encuen
tra en condiciones de determinar qué papeles producen las dife
rentes combinaciones de dichas relaciones.
Aunque ni su argumentación ni su análisis son todo lo claros
que podríamos desear, la importancia concedida al mito de la
horda primitiva depende del hecho de que, según él, manifiesta la
relación de autoridad que vuelve problemático el amor (un caso
de desobediencia o de incesto) y la relación de rivalidad entre quie
nes están sometidos a la autoridad. Así, pues, contiene las opo
siciones básicas que producen los papeles del teatro raciniano.
Los propios personajes «reciben sus diferencias, no de su posición
en el mundo, sino de su lugar en la configuración general de fuer
zas que los aprisiona» y, según él, dicha configuración se compone
de diferentes combinaciones de las tres relaciones fundamentales
(P- 21).
Aunque Sur R acins adolece de un lenguaje psicoanalítico en
gañoso, de una oscuridad metodológica innecesaria y del estilo lacó
nico de quien está deleitándose con la oportunidad de decir cosas
escandalosas sobre el mayor clásico francés, la mayoría de los ata
ques contra el libro se han basado en una incapacidad para apre
ciar la naturaleza formal de la propuesta de Barthes. Picard, por
ejemplo, da por sentado que la relación de autoridad debe de
ser de sustancia idéntica en cada una de las obras y le resulta muy
fácil mostrar que «bajo el mismo epígrafe descriptivo y explica-
torio Barthes agrupa realidades extraordinariamente diversas»
{N ouvelle critiq u e ou n ou vella im posture, p. 40). Naturalmente, ése
es el sentido de ese concepto relacional: las diferentes obras ex
146
presan de formas distintas lo que, desde el punto de vista de la
situación trágica, es una sola función. En cada caso el contraste
que produce la situación dramática y define los papeles de los pro
tagonistas es la oposición entre quien ejerce la autoridad y quien
está sometido a ella. Dichas funciones —y en esto estriba tanto
el interés del análisis de Barthes como el vestigio del modelo lin
güístico— no se definen por identidad de substancia, sino por la
presencia de una oposición que se considera funcional en el sistema
en conjunto.
En sus ensayos sobre Sade, utiliza más la lingüística como
fuente de metáforas. Una vez más el objeto del análisis es el
corpus de las obras de un autor, pero en este caso el «centro» del
sistema no es un producto del desarrollo temático de cada obra,
como lo era en el caso de Racine. Las narraciones de Sade tienen
lo que Barthes llama una «estructura rapsódica»: el desarrollo
en el tiempo es el resultado de la naturaleza lineal del texto
más que una necesidad íntima interior, y relatar la historia es
«yuxtaponer segmentos repetitivos y móviles» (Sade, Fourier, Lo-
yola, pp. 143-4). En consecuencia, el sistema es un inmenso
paradigma de secuencias que están bien construidas como miem
bros del sistema en el sentido de que organizan y codifican lo
erótico. Analizar los segmentos es determinar los elementos fun
cionales mínimos y ver cómo se combinan: il y a u ne gram m aire
érotiq u e d e Sade (u n e porn ogram m aire) —a v ec s e s ér o tém es et
ses r eg les d e com binaison («existe una gramática erótica de Sade
(una pornogramática): con sus ero temas y sus reglas de combi
nación») (p. 169). La unidad mínima es la postura, «la combina
ción más pequeña posible, ya que une sólo una acción y su punto
de aplicación». Además de las posturas sexuales, existen diferentes
«agentes» como los lazos de parentesco, la posición social y las
variables psicológicas. Las posturas pueden combinarse para for
mar «operaciones» o cuadros eróticos compuestos, y cuando las
operaciones reciben un desarrollo temporal se convierten en «epi
sodios» (pp. 33-4).
Según Barthes, todas esas unidades
147
Dichas reglas permitirían fácilmente una formalización del
lenguaje erótico, análoga a las «tres estructuras» usadas por
los lingüistas... En la gramática de Sade hay dos reglas prin
cipales: existen, por decirlo así, procedimientos regulares por
los que el narrador moviliza las unidades de su «léxico» (pos
turas, figuras, episodios). La primera es una regla de exhaus-
tividad: en una «operación» deben realizarse el mayor núme
ro posible de posturas simultáneamente... La segunda es una
regla de reciprocidad... todas las funciones pueden intercam
biarse, todo el mundo puede ser, a su vez, actor y víctima,
flagelador y flagelado, coprófago y «coprofagizado», etc.
Esta regla es fundamental, en primer lugar porque convier
te el erotismo de Sade en un lenguaje auténticamente formal,
en el que sólo hay clases de acciones y no grupos de indivi
duos, lo que simplifica mucho la gramática... y, en segundo
lugar, porque nos impide dividir la sociedad de Sade de
acuerdo con papeles sexuales (pp. 34-5).
148
por estar ya unidos por una teoría, pueden crear coherencia cuan
do se usen como la lengua a la que se vierte en la traducción ana
lítica. La coherencia es, por decirlo así, preconcebida, al conferir
la seducción de un sistema a lo que esencialmente es una interpre
tación que subraya el orden y la exhaustividad combinatoria de la
visión de Sade.
Otro ejemplo, quizá superior, de la crítica que obtiene un
sistema a partir de un corpus es el estudio que hace Genette de
las imágenes del barroco en su ensayo L’or tom b e so u s le fer. Este
se distingue de las descripciones usuales de las imágenes por su
insistencia en que en la poesía barroca «las cualidades están orga
nizadas en diferencias, las diferencias en contrastes, y el mundo
sensible está polarizado de acuerdo con las leyes estrictas de una
especie de geometría del material» (F igures, p. 30). En tanto que
los poemas de Ronsard y de los poetas anteriores avanzan hacia
una fusión de las categorías, «la poesía barroca, por el contrario,
parece resistirse por vocación a cualquier asimilación de ese tipo»:
en un verso como L’o r to m b e sou s le fe r («El oro cae bajo el
hierro»), los metales aparecen usados «por su función más super
ficial y abstracta: una especie de valencia definida por un sistema
de oposiciones discontinuas» (pp. 31-3). En este sistema el oro
se opone al hierro, lo que confiere al verso una especie de rigor
natural, pero, aparte de eso, las cualidades de los dos metales
o las posibles connotaciones de los dos términos no son usadas
por el poema: cada término es simplemente una sinécdoque que
permite al poema expresar en el código de las imágenes el signifi
cado: «El trigo cae bajo la hoz».
El análisis de Genette le permite producir un diagrama del sis
tema de oposiciones de acuerdo con el cual unos quince términos
quedan organizados, con lo que pone en funcionamiento el concep
to lingüístico de un sistema de términos cuyo valor es puramente
formal y diferencial. Una vez más, las nociones de sistema, de opo
sición binaria, de rasgo distintivo y de término relacional son las
importantes.
En un ensayo titulado C om m ent lire? Todorov habla de una
operación llamada «figuración», que consiste en considerar un
texto o grupo de textos como un sistema determinado por una
149
figura o estructura particular que funcione en diferentes niveles.
Cita como ejemplo el estudio de Boris Eichenbaum sobre la poe
tisa rusa Anna Ajmatova: «en todos los niveles esta obra poética
observa la figura del oxímoron... se refleja no sólo en los detalles
estilísticos, sino también en el tema». El narrador que el poeta
proyecta es simultáneamente pecador apasionado y monja piadosa;
«el relato lírico cuyo centro es ella progresa mediante antítesis,
paradojas; elude la formulación psicológica, se vuelve extraño por
la incoherencia de los estados mentales. La imagen se vuelve enig
mática, perturbadora» (P oétiq u e d e la prose, p. 249). El descubri
miento de semejantes homologías es, naturalmente, una técnica
familiar a la crítica, pero quizá los estructuralistas están más
deseosos de convertir el rasgo que buscan a través de los niveles
de un texto o conjunto de textos en una estructura formal.
Un buen ejemplo de ese enfoque es el ensayo de Genette
sobre Saint Amant y el barroco que considera la figura de la inver
sión como el recurso fundamental del sistema. La dicción poética
que hace de las aves «peces del aire» no es un fenómeno aislado;
deriva de la concepción general de un universo reversible en que
una cosa es la imagen especular de otra. El océano, por ejemplo,
es simétrico al cielo; no sólo refleja el mundo natural, sino que,
además, contiene bajo su superficie otro mundo invertido. En
M óise sa u vé de Saint Amant el paso a través del Mar Rojo ofrece
la ocasión para la descripción de
150
Esa tesis sorprendente es el resultado del deseo de llegar a una
formulación sistemática.
Otro ejemplo de ese procedimiento, que ilustra lo poco que
puede diferir la crítica supuestamente estructuralista de otros
modos más familiares, es la obra de Todorov sobre los relatos cor
tos de Henry James. Según él, hay una propiedad estructural parti
cular que comparten los relatos, una «figura que organiza tanto los
temas como la sintaxis, tanto la composición del relato como el
punto de vista». El secreto del relato de James, que puede descu
brirse en diferentes niveles, es «precisamente la existencia de un
secreto esencial, de algo no nombrado, de una fuerza ausente y
todopoderosa que pone en marcha el mecanismo presente de la
narración» (P oétiq u e d e la p rose, p. 153). Cuando le invitaron a
dar una conferencia sobre el estructuralismo y el estudio de la
literatura en Oxford, Todorov usó ese etudio como ejemplo,2 pero
podemos decir que la búsqueda de una pauta constante en las
obras de un autor no es un enfoque característico del estructura
lismo. Cuando deja de usar la lingüística como recurso heurístico,
la crítica estructuralista pierde gran parte de su carácter distin
tivo.
151
postula toda la dramaturgia brechtiana es que, al menos hoy, el
arte dramático, más que expresar lo real, tiene que significarlo.
Por eso, es necesario que haya alguna distancia entre el signifi
cante y el significado».
Un ejemplo más plenamente desarrollado es el estudio de Bar
thes sobre Loyola, a quien considera un «logoteta o fundador de
un lenguaje». Siguiendo en parte el modelo de las lenguas natu
rales, Loyola aísla un espacio semiológico, divide su material en
articulaciones discretas y proporciona un orden o sintaxis para las
combinaciones de los signos. «La invención de un lenguaje, tal es
el objeto de los E jercicios espiritu ales»; Loyola desea construir
un «lenguaje de la interrogación» mediante el cual el practicante
puede encontrar algo que decir a Dios, «codificar» su petición
de la forma adecuada para que reciba el consejo divino. «La enor
me e insegura labor de un logotécnico o constructor de lenguajes»
abarca la producción de reglas generales que generen expresiones
espirituales bien construidas y conviertan la oración en una activi
dad ordenada, pero interminable. Para ese fin hay una prolifera
ción de oposiciones y categorías sintagmáticas, to p o i y esrtucturas
narrativas, que «proceden de la necesidad de ocupar todo el terri
torio de la mente y refinar de ese modo los canales a través de los
cuales la petición del practicante es articulada y adoptada por la
energía del habla» (Sade, F ourier, Loyola, pp. 7-8, y 50-9).
Si la obra de Loyola puede considerarse la invención de un
sistema semiótico devoto, A la rech erch e du tem p s p erd u de Proust
puede interpretarse como una descripción de la iniciación semiótica
del narrador. La obra de Proust, escribe Gilíes Deleuze en su
brillante P roust et les sign es, «no se basa en la exposición del
recuerdo, sino en el aprendizaje de los signos» (p. 9). El narrador
tropieza con signos del mundo social, signos de amor, signos del
mundo tangible y signos de arte que asimilan y transforman los
otros. Deleuze no se limita a estudiar la forma como el narrador
aprende a reconocer e interpretar esos signos y a situarse en los
diferentes dominios de la experiencia que aquéllos estructuran:
obtiene a partir de la novela una teoría general de los rasgos que
distinguen a esos cuatro tipos de signo y que explican las dife
rentes reacciones y experiencias del narrador. Los criterios funcio
152
nales son el tipo de apoyo material, los recursos que permiten la
interpretación, la respuesta emocional característica, el tipo de
significado que producen, las facultades que intervienen en la in
terpretación, la estructura temporal del signo y, por último, la re
lación de signo y esencia (pp. 102-7). La explotación plena de esas
distinciones produce un metalenguaje que consigue mejor que nin
gún otro relacionar las especulaciones teóricas de la novela con los
diferentes tipos de acción y experiencia que revela la narración pro
gresiva; y así la interpretación de Deleuze no es simplemente una
descripción del pensamiento semiológico implícito de Proust, sino
también una soberbia integración de la investigación de los signos
por parte del narrador proustiano y su producción de los signos
en el discurso de la novela.
Muchas de la visiones de Deleuze quedan confirmadas por el
estudio del langage in d irect en Proust por parte de Genette. La
R ech erch e es una descripción del dominio progresivo por parte del
narrador de los lenguajes indirectos mediante los cuales las per
sonas expresan y ocultan el yo. El J e vou s gro n d e de Madame Ver-
durin significa «Se lo agradezco» en lugar de «Le regaño a usted»;
«las figuras de la retórica mundana, como todas las figuras, son
formas declaradas de la mentira, presentadas como tales, y se espe
ra que se las descifre de acuerdo con un código reconocido por
ambas partes» (F igures II, pp. 251-2). Los gestos constituyen
también un lenguaje que hay que aprender y que revela una com
plejidad semiótica precisa: tan pronto como el significado de un
gesto queda codificado, deja de ser significado «verdadero» o natu
ral y el gesto puede indicar, por encima de todo, un deseo
de producir la impresión esperada. Marcel, en espera de que le
presenten a las jeu n es filies en fleu r, se prepara para exhibir «el
tipo de mirada interrogante que no revela sorpresa, sino deseo de
parecer sorprendido: así de malos actores o de consumados fisiono-
mistas somos».3 Lo mismo ocurre con muchos actos significadores.
El signo convencional hecho con el índice
153
tención significadora... Marcel parece sorprendido, luego no
lo está (p. 267).
154
por derecho propio que lleva las huellas de significados posibles:
sus relaciones con otras palabras, sus relaciones con los diferen
tes tipos de discurso que presionan a su alrededor. La multipli
cidad de esas relaciones hace del significado, no algo ya realizado
y en espera de que se lo exprese, sino un horizonte, una perspec
tiva de producción semiótica. En lugar de un uso comunicativo
del lenguaje, Joyce presenta «una elaboración del lenguaje en que
los límites de la comunicación se deshacen, quedan expuestos y
fracturados en el juego del significante, cuyas producciones per
miten un vislumbre del ‘latido del significado’» (p. 65). Esto, es
cribe Joyce, is nat language in any sin se o f th e w orld ; es el o tro
del lenguaje, su complemento reprimido, ahora liberado en pági
nas en que puede reproducirse libremente: birth o f an otion, fo r
inkstands, Stay us w h er efo r e in ou r sea rch fo r tigh teou sn ess. El
juego de letras produce un juego de significado y somete cuales
quiera ideas claras y precisas aparentemente exteriores al len
guaje, como accesorios del mundo, a una indeterminación de dislo
cación y contradicción. Finnegans Wake, escribe Heath, es la cons-
tru ction d ’u n e écritu re qui sillon n e le lan gage (les langues), fah-
sant sans c e s s e hascu ler le sign ifié dans le signifiant, p o u r a tout
m om en t, trou ver le áram e du langage, sa p rod ttctíon («la cons
trucción de una escritura que surca el lenguaje (las lenguas), pro
duciendo un balanceo incesante desde el significado hasta el sig
nificante, para encontrar a cada momento el drama del lenguaje,
su producción») (p. 71). Ese drama representado en el nivel de
la oración se convierte, por obra de la acción del lenguaje del críti
co, tanto en teoría semiótica de la obra como en su resultado temá
tico: aquellas categorías que podrían contribuir a la ilusión de un
mundo en que el significado ya esté dado como algo que hay que
recuperar y no como una actividad que hay que ejercer se desar
ticulan y se ponen en movimiento.
El equivalente más próximo a Joyce en la literatura francesa
quizá sea Raymond Roussel, y la interpretación de Foucault apor
ta temas comparables. Para purificar sus textos, para darles un
orden que no era el de una intención comunicativa, Roussel recu
rrió a procedimientos formales que podían servir de recursos ge
nerativos. Haciendo retruécanos sobre una frase para producir
155
otra (un ejemplo inglés sería T he sotis raise m eat («Los hijos
recogen carne») y T he su n ’s rays m eet («El encuentro de los
rayos del sol»), después escribe un relato para unirlas. L ocus
Solus es el juego definitivo de esa clase: la historia de máquinas
inventadas para crear un mundo que es creado, a su vez, por el
mecanismo lingüístico. Así, la máquina que, como» reacción ante
las menores variaciones atmosféricas, recoge dientes y los deposita
en un complicado mosaico que representa a un caballero, es pro
ducida, a su vez, por el retruécano a partir de d em o iselle a pré-
tendan ts («una muchacha con pretendientes») para producir de-
m oisette a reitre en d en ts («pisón para caballero en dientes»).
Semejantes procedimientos convierten el texto en un sistema ce
rrado que es una auténtica parodia del lenguaje como sistema de
diferencias. Por otro lado, el texto manifiesta, en sus retruécanos
sin sentido, «una diferencia acumulada en su seno, de forma úni
ca, dual, ambigua, minotaurina»; y, por otro lado, revela el juego
infinito de las diferencias por el cual una palabra nos remite a
otras palabras en lugar de enlazar directamente con un mundo:
«esa maravillosa cualidad que hace el lenguaje rico en su pobreza»
(R aym ond R oussell, p. 23). La obra de Roussel muestra que la
respuesta de la imaginación al lenguaje, cuando se muestra éste
libremente como un sistema de diferencias, permite la produc
ción de tantos significados, que llega a destruir la noción de
signos positivos y concretos. «Inventor de un lenguaje que habla
por sí solo (...) abrió al lenguaje literario un espacio extraño,
que podríamos llamar lingüístico, si no fuera la imagen inver
tida, el uso irreal, encantado y mítico del espacio lingüístico»
(pp. 209-10). Una vez más, las nociones del sistema lingüístico
se despliegan en la interpretación, cuando el crítico descubre que
los textos más radicales sólo pueden unificarse como un tipo es
pecial de proyecto lingüístico subversivo.
Naturalmente, en obras más tradicionales pueden encontrarse
proyectos lingüísticos menos subversivos. En esos casos la orien
tación lingüística del estructuralismo induce al crítico a centrar la
atención, como estrategia interpretativa, en el papel concedido al
lenguaje en una obra particular y a hacer de la teoría del lenguaje
que descubre una parte importante de su tema. En L’o r g ie lan-
156
ga giére Josette Rey-Debove explora las formas en que el signo se
convierte en un objeto erótico en Les fem m es savantes de Moliere.
Per Aage Brandt examina el papel y las connotaciones del habla
en Don Juan ou la fo r c é d e la parole. Michel Arrivé estudia a
Jarry como un escritor fascinado por problemas del signo en Les
langages d e Jarry. Todorov dedica una parte de U ttératu re et sig-
nification a la carta como medio significador en L es Liaisons dan-
g ereu ses e incluye en P oétiq u e d e la p ro se una serie de artículos,
que ilustran tanto las virtudes como los defectos de ese' enfoque,
sobre el lenguaje en La O disea, Las m il y una n o ch es y A dolphe
de Constant.
En su estudio de La O disea intenta aducir testimonios lingüís
ticos para convertir las mentiras de Ulises en el rasgo central del
texto. La distinción entre én on ciation (la acción de hablar) y énan
e é (la propia expresión) se manifiesta, según sugiere, en una opo
sición entre la p a role action (el habla como acción) y la parole
récit (el habla como narración); después, en un paso bastante cues
tionable, identifica esos modos de lenguaje con las expresiones
performativas y constativas: el habla como narración deriva del
mundo del discurso constativo, mientras que el habla como acción
siempre es performativa (P oétiq u e d e la p rose, pp. 71-2). Resulta
que no se trata de una nueva formulación metafórica inocua, sino
de un intento de hacer entrar en juego las cualidades de las ex
presiones performativas y constativas para volver anómalas las
mentiras o la pa role fein te:
157
nueva transmisión, estoy realizando un acto de persuasión (hablar
para actuar), tanto si la afirmación es verdadera como si es falsa,
y el hecho de que esté usándolo para persuadir no le impide de
ningún modo ser verdadero o falso. Las expresiones performati-
vas, tal como las definió Austin, son afirmaciones que, a su vez,
realizan los actos a que se refieren: así, en «te prometo pagarte
diez libras», el acto de prometer es la expresión de la oración.4
Las mentiras no son performativas en ese sentido; son afirmacio
nes que resultan ser falsas. Y, aunque pueden perfectamente de
sempeñar un papel primordial en el texto, el argumento lingüístico
es pura ofuscación.
Las otras conclusiones de Todorov se refieren primordialmen
te al valor asignado al habla en las obras que está estudiando. En
La O disea, «la sumisión corresponde al silencio, el habla va uni
da a la rebelión»; «hablar es asumir una responsabilidad y, por
tanto, correr un peligro» (pp. 69-70). Por otro lado, en Las mil
y una n och es «la narración equivale a la vida; la ausencia de na
rración, a la muerte» y, por esa razón, por extensión, «el hombre
es sólo un relato; cuando la narración deja de ser necesaria, puede
morir» (pp. 86-7). Esa identificación de un personaje con su habla
aparece también en A dolphe, que, como muestra Todorov en uno
de sus mejores artículos, contiene una sutil teoría del lenguaje.
Como en Las m il y una n och es, «la muerte no es otra cosa que la
incapacidad para hablar», pero en este caso el habla es una fuerza
trágica también: «Constant se opone a la idea de que las palabras
designan cosas de forma adecuada», pues hablar es bien alterar los
sentimientos de que hablamos bien producir sentimientos que fin
gimos en el habla; así, el habla falsa se vuelve verdadera y el ha
bla supuestamente verdadera se vuelve falsa. La estructura para
dójica de ese fenómeno, según él, es homologa a la del deseo, tal
como aparece presentado en Adolphe-. «las palabras suponen la
ausencia de las cosas, de igual modo que el deseo supone la ausen
cia de su objeto... Ambos conducen a un callejón sin salida: el de
la comunicación, el de la felicidad. Las palabras son a las cosas lo
que el deseo es al objeto de deseo» (p. 116).
El interés por el lenguaje, unido a una inclinación por la abs
tracción, puede inducir a la formulación de esquemas de este tipo
158
que sirven de interpretaciones temáticas de la obra en cuestión.
Sin embargo, el valor de semejantes conclusiones e interpretacio-
ns es totalmente independiente del modelo lingüístico que puede
haber servido de fuente de metáforas o de recurso heurístico.
Como los ejemplos anteriores deben mostrar ampliamente, la lin
güística no proporciona un método para la interpretación de las
obras literarias. Puede proporcionar un foco general, bien sugi
riendo al crítico que busque las diferencias y las oposiciones que
puedan ponerse en correlación y organizarse como un sistema que
genere los episodios o formas del texto, bien ofreciendo un con
junto de conceptos en que puedan enunciarse interpretaciones. Am
bos casos tienen sus peligros. En el segundo, el prestigio de la
lingüística puede inducir al crítico a creer que la simple aplicación
de etiquetas lingüísticas a aspectos del texto es necesariamente
una actividad útil, pero, naturalmente, cuando se los usa metafó
ricamente o aisladamente, esos términos no gozan de carácter pre
ferente y no son necesariamente más reveladores que otros con
ceptos que el crítico podría introducir o crear. En el primer caso,
si bien podría argüirse que cualquier factor que ayude al crítico a
aumentar la gama de relaciones que pueda percibir es de valor
prtm a facie, el descubrimiento de estructuras formales es un pro
ceso infinito y, para ser fructífero, debe basarse en una teoría del
funcionamiento del texto literario. Una obra tiene una estructura
sólo en función de una teoría que especifica su forma de funcio
nar, y formular esa teoría es la misión de la poética.
Segunda parte
La poética
6 . — LA POÉTICA
CAPITULO 6
m
LA
?COMPETENCIA LITERARIA
164
prensión del lenguaje de un poema, en el sentido de que podríamos
traducirlo aproximadamente a otra lengua, y la comprensión del
poema. Si sabemos francés, podemos traducir Salut de Mallarmé
(véase el capítulo 4), pero esa traducción no es una síntesis temá
tica —no lo que normalmente llamaríamos «comprensión del poe
ma»— y, para identificar los diferentes niveles de coherencia y
ponerlos en relación bajo el encabezamiento sinóptico o tema de
la «indagación literaria» hay que tener considerable experiencia de
las convenciones para la lectura de la poesía.
La forma más fácil de comprender la importancia de dichas
convenciones es tomar un artículo periodístico o una oración proce
dente de una novela y escribirlo en la página como un poema (véa
se el capítulo 8). Las propiedades asignadas a la oración por una
gramática del inglés no sufren variación, y los diferentes signifi
cados que adquiere el texto no pueden atribuirse, por tanto, a
nuestro conocimiento de la lengua, sino que hay que atribuirlas a
las convenciones especiales para la lectura de la poesía que nos in
ducen a considerar la lengua de forma nueva, a atribuir carácter
pertinente a propiedades de la lengua que antes no se aprovecha
ban, a someter el texto a una serie diferente de operaciones inter
pretativas. Pero también podemos mostrar la importancia de dichas
convenciones midiendo la distancia entre el lenguaje de un poema
y su interpretación crítica: distancia entre la que tienden un puente
las convenciones de la lectura que incluyen la institución de la
poesía. Cualquiera que conozca el inglés, entiende el lenguaje
del poema de Blake A h! S un-flow er:
■ i ,;.'
Ah, Sun-flow er, w eary o f tim e,
W ho cou n test th e step s o f th e Sun,
Seeking a fter that sw e e t gold en clim e
W here th e tra veller’s jou rn ey is d on e:
d o n d e el J o v en con su m id o p or el d e seo
y la pálida V irgen cu bierta d e n iev e
salen d e sus tum bas y anhelan
el lugar a q ue d esea ir m i G irasol.)
166
ción de la unidad temática, que nos obliga a atribuir al joven y a
In virgen de la segunda estrofa un papel que justifique su elección
como ejemplos de aspiración; y, como el rasgo semántico que com
parten es una represión de la sexualidad, hemos de encontrar un
modo de integrar eso al resto del poema. La curiosa estructura sin
táctica, con tres cláusulas cada una de las cuales depende de un
w b ere («donde»), proporciona una forma de hacerlo:
167
escribir el autor, cuyas convenciones puede intentar subvertir,
aunque no por ello deja de ser el contexto dentro del cual se
realiza su actividad, tan indudablemente como que el hecho de no
cumplir una promesa es posible gracias a la institución de la pro
mesa. Las elecciones de palabras, de oraciones, de modos dife
rentes de presentación, se harán a partir de sus efectos; y la idea
de efecto presupone modos de lectura que no son casuales ni
fortuitos. Aun cuando el autor no piense en los lectores, él mismo
es un lector de su propia obra y no quedará satisfecho con ella
a menos que pueda leerla de modo que produzca efectos. Nos
parecería muy extraño que un poeta dijera: «cuando reflexiono
sobre el girasol tengo un sentimiento particular, que llamaré p
y que creo puede asociarse con otro sentimiento que llamaré q», y
después escribiera: «si p, en ese caso q» como un poema sobre
el girasol. Eso no sería un poema, porque ni siquiera el propio
poeta puede leer los significados de esa serie de signos. Puede con
siderar que se refieren a los sentimientos en cuestión, pero eso es
otro asunto muy diferente. Su texto no explora, ni evoca ni utiliza,
siquiera, los sentimientos, y no puede leerlo como si así fuera. Para
experimentar cualquiera de las satisfacciones de haber escrito un
poema, ha de crear un orden de palabras que pueda leer de acuer
do con las convenciones de la poesía: no puede limitarse a asignar
significado, sino que, además, debe hacer posible, para él y para
los demás, la producción de significado.
«Toda obra», escribió Valéry, «es obra de muchas cosas y no
sólo de un autor»; y propuso que se sustituyera la historia literaria
por la poética, que estudiaría «las condiciones de existencia y de
desarrollo de la literatura». De entre todas las artes, es «la única
en que la convención desempeña el papel más importante», e inclu
so los autores que pueden haber pensado que sus obras se debían
exclusivamente a la inspiración personal y a la aplicación del genio
168
supone, por muy convencidos que estuvieran de que no
debían nada al instante mismo, su obra ponía en juego
necesariamente todos esos procedimientos y esas operacio
nes inevitables del intelecto.3
169
congénitos que se limitan a producir cadenas de oraciones, mien
tras que toda la obra creativa la hacen los lectores, que disponen
de remedios habilidosos para elaborar dichas oraciones. Puede pare
cer que los estudios estructuralistas fomentan esa concepción por
el hecho de que no aíslan ni elogian el «arte consciente» de un
autor, pero la razón es simplemente que en ésta, como en la mayo
ría de las actividades humanas de alguna complejidad, la divi
soria entre lo consciente y lo inconsciente es enormemente varia
ble, imposible de identificar y carente del menor interés.
«¿C uándo sabes jugar al ajedrez? ¿Todo el tiempo? ¿O sim
plemente mientras estás haciendo una jugada? ¿Y tod o el ajedrez
durante una jugada?»4 Al conducir un coche, ¿es consciente o
inconscientemente como nos mantenemos en el lado que debemos
de la carretera, cambiamos de velocidad, frenamos, cambiamos las
luces? Preguntar de qué es consciente o inconsciente un autor es
tan inútil como preguntar qué reglas del inglés aplican consciente
mente los hablantes y cuáles cumplen inconscientemente. El domi
nio puede ser en gran medida inconsciente o puede haber llegado
a un grado de elaboración teórica profundamente consciente, pero
en ambos casos es dominio. Tampoco impugnamos en modo algu
no el talento de un autor al hablar de su dominio como capacidad
para construir artefactos que resultan ser extraordinariamente ri
cos, cuando se los somete a la operación de la lectura.
La misión de una poética estructuralista, tal como Barthes la
define, sería volver explícito el sistema subyacente que hace po
sibles los efectos literarios. No sería una «ciencia del contenido»
que, al modo hermenéutico, propusiera interpretaciones para las
obras,
170
Jin ese sentido el estructuralismo efectúa una importante inver-
lión de perspectiva al conceder prioridad a la misión de formular
UiiH teoría completa del discurso literario y al asignar un lugar
lecundario a la interpretación de los textos individuales. Cuales
quiera que sean los beneficios de la interpretación para quienes
|h ejerzan, dentro del contexto de la poética pasa a ser una activi
dad auxiliar subordinada -—una forma de usar las obras literarias—
por oposición al estudio de la propia literatura como una institu
ción. Decir esto no es condenar en modo alguno la interpretación,
Como la analogía lingüística debe revelar con toda claridad. A la
mayoría de las personas les interesa usar el lenguaje para comu
nicar más que estudiar el complejo sistema lingüístico que subyace
h la comunicación, y no tienen por qué sentir amenazados sus
Intereses por quienes hacen del estudio de la competencia lingüís
tica una disciplina autónoma y coherente. De forma semejante, una
poética estructuralista afirmaría que el estudio de la literatura en
traña sólo indirectamente el acto crítico de colocar una obra en
situación, al interpretarla como un gesto de un tipo particular y
atribuirle, así, un significado. La misión es, más que nada, cons
truir una teoría del discurso literario que explicara las posibili
dades de interpretación, los «significados vacíos» que sirven de
soporte a diversos significados plenos, pero que no permiten que
se atribuya pura y simplemente cualquier significado a la obra.
Esto no haría falta decirlo, si la crítica interpretativa no hubie
ra intentado persuadirnos de que el estudio de la literatura signi
fica la elucidación de las obras individuales. Pero en ese contexto
cultural es importante reflexionar sobre lo que se ha perdido o ha
quedado desdibujado en la práctica de una crítica interpretativa que
trata cada obra como un artefacto autónomo, un todo orgánico
todas cuyas partes contribuyen a una declaración temática com
pleja. La idea de que la misión de la crítica es revelar la unidad
temática es un concepto posromántico, cuyas raíces en la teoría
de la forma orgánica son, como mínimo, ambiguas. La unidad or
gánica de una planta no es fácil de traducir a la unidad temática,
y estamos dispuestos a admitir que se permita a la observación
botánica comparar una planta con otra, aislando semejanzas y dife
rencias, o extenderse sobre la organización formal sin invocar in-
171
mediatamente un objetivo teológico o una unidad temática. Tampo
co las disertaciones sobre la literatura han estado siempre tan en
tregadas imperiosamente a la interpretación. En épocas anteriores
a aquella en que el poema se convirtió preeminentemente en el
acto de un individno y en que se rememoraba la emoción con so
siego, solía ser posible estudiar su interacción con normas de la
retórica y del género, la relación de sus rasgos formales con las
de la tradición, sin sentirse obligado inmediatamente a presentar
una interpretación que demostrara su importancia temática. No
era necesario pasar del poema al mundo, sino que se lo podía
explorar dentro de la institución de la literatura, poniéndolo en
relación con la tradición e identificando las continuidades y dis
continuidades formales. Que eso fuera posible puede decirnos algo
importante sobre la literatura o, por lo menos, incitarnos a reflexio
nar sobre la posibilidad de hacer que disminuya el predominio
de la interpretación en el discurso crítico.
Esa disminución es importante porque, si el analista aspira a
entender cómo funciona la literatura, debe, como dice Northrop
Frye, emprender la tarea de «formular las leyes generales de la
experiencia literaria y, en resumen, escribir como si estuviera con
vencido de que existe una estructura de conocimiento, totalmen
te inteligible y accesible, relativa' a la poesía, que no es la propia
poesía, ni la experiencia de ella, sino la poética» (A natomy o f Crt-
ticism , p. 14). Pocos autores han hecho una defensa tan enérgica
de la poética como Frye, pero en su perspectiva, como muestra
el pasaje que acabamos de citar, la relación entre la poesía, la
experiencia de la poesía y la poética sigue estando algo oscura,
y esa oscuridad afecta a sus formulaciones posteriores. Sus co
mentarios sobre los modos, símbolos, mitos y géneros conducen
a la produción de taxonomías que captan parte de la riqueza de
la literatura, pero el carácter de sus características taxonómicas
es curiosamente indeterminado. ¿Cuál es su relación con el discur
so literario y con la actividad de la lectura? ¿Son las cuatro esta
ciones de primavera, verano, otoño e invierno recursos para cla
sificar las obras o categorías literarias en que se basa la experien
cia de la lteratura? Tan pronto como nos preguntamos por qué
han de preferirse esas categorías a las de otras taxonomías posi
172
bles, resulta evidente que ha de haber algo implícito en el sistema
teórico de Frye que requiere se lo explicite.
El modelo lingüístico proporciona una ligera reorientación que
vuelve manifiesto lo que se necesita. El estudio del sistema lin
güístico pasa a ser teóricamente coherente cuando dejamos de pen
sar que nuestro objetivo es especificar las propiedades de los obje
tos en ¡un corpus y centramos nuestra atención, por el contrario,
en la misión de formular la competencia interiorizada que permite
a, los objetos tener las propiedades que tienen para quienes han
llegado a dominar el sistema. Para descubrir y caracterizar las
estructuras hay que analizar el sistema que asigna descripciones
estructurales a los objetos en cuestión, y, de ese modo, una taxo
nomía literaria se basaría en una teoría de la lectura. Las catego
rías pertinentes son las que se requieren para explicar la gama
de significados aceptables que pueden tener las obras para los lec
tores de literatura.
Desde luego, la noción de competencia literaria o de un siste
ma literario es anatema para los críticos que ven en ella un ata
que a las características espontáneas, creativas y afectivas de la
literatura. Además, podrían argüir, el propio concepto de com
petencia literaria, que incluye la presunción de que podemos dis
tinguir a los lectores competentes de los incompetentes, es objeta
ble precisamente por las razones que inducen a proponerlo: la pos
tulación de una norma para lectura «correcta». En otras activida-
ds humanas en que existen criterios claros para el éxito y el fra
caso, como el ajedrez o el alpinismo, podemos hablar de compe
tencia e incompetencia, pero la riqueza e influencia de la litera
tura dependen precisamente de que no es una actividad de ese
tipo y de que la apreciación es diversa, personal y no sujeta a la
legislación normativa de presuntos expertos.
Sin embargo, me parece que esa clase de argumentos no dan
en el blanco. A nadie se le ocurriría negar que las obras litera
rias, como la mayoría de los objetos de la atención humana, pue
den gozarse por razones que tienen poco que ver con la compren
sión y el dominio: que se puede entender de forma garrafalmente
equivocada los textos y, aun así, apreciarlos por diversas razones
personales. Pero rechazar la noción de comprensión errónea como
173
una imposición legislativa es dejar sin explicar la experiencia co
mún de que se nos muestre en qué estábamos equivocados, de
comprender un error y ver por qué era un error. Aunque la
aquiescencia puede equivaler ocasionalmente a doblegarse a rega
ñadientes ante una autoridad superior, nadie sostendría que siem
pre ha sido así: más frecuente es que sintamos que efectivamente
se nos ha mostrado el camino hacia una comprensión más plena
de la literatura y de los procedimientos de lectura. Si la distin
ción entre el entendimiento acertado y el equivocado no fuera per
tinente, si ninguna de las partes de una discusión creyera en dicha
distinción, tendría poco sentido comentar las obras literarias, dis
cutirlas y mucho menos escribir sobre ellas.
Además, no se puede descartar a la ligera los derechos de las
escuelas y universidades a impartir una formación literaria. Creer
que toda la institución de la educación literaria no es sino un
fraude gigantesco sería excesivo incluso para una persona muy cré
dula, pues, desgraciadamente, está más que claro que el conoci
miento de una lengua y cierta experiencia del mundo no bastan
para convertir a alguien en un lector perspicaz y competente. Para
llegar a serlo, hay que estar familiarizado con algún dominio de la
literatura y en muchos casos disponer de alguna forma de direc
ción. El tiempo y el esfuerzo dedicados a la formación literaria
por generaciones de estudiantes y profesores crea una firme pre
sunción de que hay algo que aprender, y los profesores no vacilan
a la hora de juzgar el progreso de sus alumnos en una competen
cia literaria general. La mayoría afirmaría, con razón indudablemen
te, que sus exámenes están destinados no sólo a determinar si sus
estudiantes han leído diversas obras, sino también a comprobar su
grado de competencia.
«Cualquiera que haya estudiado seriamente la literatura», sos
tiene Northrop Frye, «sabe que el proceso mental que entraña
es tan coherente y progresivo como el estudio de la ciencia. Se
produce una formación de la mente semejante exactamente, y se
desarrolla una sensación semejante de unidad del objeto» {ibid.,
pp. 10-11). Si eso parece exagerado, se debe indudablemente a que
lo que es explícito en la enseñanza de una ciencia suele quedar
implícito en la enseñanza de la literatura. Pero está claro que el
174
estudio de un poema o de una novela facilita el estudio del siguien
te: adquirimos no sólo puntos de comparación, sino también una
apreciación de cómo hay que leer. Desarrollamos una serie de
cuestiones que la experiencia muestra que son apropiadas y pro
ductivas y criterios para determinar si son productivas en un caso
determinado; adquirimos capacidad para juzgar las posibilidades
de la literatura y cómo deben distinguirse dichas posibilidades.
Podemos hablar, si queremos, de extrapolación de una obra a
otra, con tal de que no ocultemos con ello el hecho de que el
proceso de extrapolación es precisamente lo que requiere explica
ción. Explicar la extrapolación, explicar cuáles son las cuestiones
y distinciones formales cuya pertinenica aprende el estudiante,
sería formular una teoría de la competencia literaria. Para dar el
menor sentido al proceso de educación literaria y a la propia
crítica debemos dar por sentado, como sostiene Frye, la posibili
dad de «una teoría de la literatura coherente y comprensiva, ló
gica y científicamente organizada, parte de la cual aprende incons
cientemente el estudiante a medida que avanza, pero cuyos prin
cipios fundamentales todavía no conocemos» (p. 11).
Es fácil ver por qué, desde esa perspectiva, la lingüística ofrece
una analogía metodológica atractiva: una gramática, como dice
Chomsky, «puede considerarse como una teoría de la lengua», y la
teoría de la literatura de que habla Frye puede considerarse como
la «gramática» o competencia literaria que los lectores han asimi
lado, pero de la cual pueden no ser conscientes. Volver explícito lo
implícito es la misión tanto de la lingüística como de la poética, y la
gramática generativa ha insistido todavía más en dos requisitos
fundamentales para las teorías de ese tipo: que formulen las reglas
como operaciones formales (ya que lo que están investigando no
es una inteligencia que dé por sentada la comprensión usual de la
aplicación de las reglas, sino aquélla que ha de hacer éstas lo más
implícitas posible) y que sean verificables (han de reproducir, por
decirlo así, hechos documentados de la competencia semiótica).
¿Puede darse ese paso en la crítica literaria? El mayor obstácu
lo parece ser el de determinar qué es lo que contará como testi
monio de la competencia literaria. En lingüística no es difícil iden
tificar hechos que una gramática adecuada debe explicar: aunque
175
podemos tener necesidad de hablar de.«grados de gramaticalidad»,
podemos presentar listas de oraciones que están indiscutiblemente
bien construidas y oraciones que indiscutiblemente no lo están.
Además, tenemos suficiente capacidad para juzgar intuitivamente
las relaciones de paráfrasis como para poder decir aproximadamen
te lo que significa una oración para los hablantes de una lengua.
Sin embargo, en el estudio de la literatura la situación es conside
rablemente más compleja. Las nociones de obras literarias «bien
construidas» o «inteligibles» son notoriamente problemáticas, y
puede resultar difícil garantizar un acuerdo respecto de lo que de
bería contar como «comprensión» apropiada de un texto. El
hecho de que los críticos discrepen tan ampliamente en sus inter
pretaciones podría parecer que debilita cualquier noción de una
competencia literaria general.
Pero, para superar ese obstáculo aparente, basta con que nos
preguntemos qué es lo que queremos que explique una teoría de la
literatura. No podemos exigirle que explique el significado «co
rrecto» de una obra, ya que es evidente que no creemos que para
cada obra exista una sola interpretación correcta. No podemos exi
girle que trace una divisoria clara entre la obra bien construida y la
que no lo está, si estamos convencidos de que no existe semejante
divisoria. En realidad, lo que sí requiere explicación es el sorpren
dente hecho de que una obra pueda tener diversos significados y
no precisamente cualquier significado, o el de que algunas obras
den una impresión de rareza, incoherencia, incomprensibilidad.
El modelo no entraña que haya de haber unanimidad en fun
ción de un criterio particular. Sugiere solamente que hemos de
designar una serie de hechos, del tipo que sean, que parezcan
requerir explicación y después construir un modelo de la compe
tencia literaria que los explique.
Los hechos pueden ser de muchos tipos: que determinada
oración en prosa tenga significados diferentes, si se la escribe como
un poema; que los lectores sean capaces de reconocer la trama de
una novela, que algunas interpretaciones simbólicas de un poema
sean más plausibles que otras, que T he W aste Land o U lysses
parecieran extraños en un tiempo y ahora parezcan inteligibles. La
poética, como dice Barthes, no se refiere tanto a la propia obra
176
como a su inteligibilidad (C ritique et vérité. p. 62) y, en conse
cuencia, los casos problemáticos —la obra que a unos les parece
inteligible y a otros incoherente, o la obra que se interpreta de
forma diferente en dos períodos distintos— proporcionan los tes
timonios más decisivos sobre el sistema de las convenciones ope
rativas. Cualquier obra puede volverse inteligible, si inventamos
convenciones apropiadas: el poema más oscuro puede interpretarse
en caso de que exista una convención que nos permita sustituir
cada elemento léxico por una palabra que empiece con la misma
letra del alfabeto y escogida de acuerdo con las peticiones ordi
narias de coherencia. Existen muchas otras convenciones extrañas
que podrían ser operativas si la institución de la literatura fuera
diferente, y, por eso, la dificultad para explicar ciertas obras pro
porciona testimoinos sobre la naturaleza limitada de las conven
ciones efectivamente vigentes en una cultura. Además, si una obra
difícil pasa a ser inteligible posteriormente es porque se han
desarrollado nuevas formas de leer que satisfacen la exigencia fun
damental del sistema: la exigencia de sentido. La comparación de
interpretaciones antiguas y nuevas iluminará el cambio en la insti
tución de la literatura.
Como en la lingüística, no existe un procedimiento automá
tico de obtener información sobre la competencia, pero no esca
sean los hechos que hay que explicar.5 Examinar el comportamien
to de los lectores serviría de poco, ya que lo que nos interesa
no es la propia actuación sino el conocimiento tácito o competen
cia que subyace a ella. La actuación puede no ser un reflejo
directo de la competencia, pues el comportamiento puede verse
influido por multitud de factores irrelevantes: puedo no haber
prestado atención en un momento determinado, puedo haberme
dejado despistar por asociaciones puramente personales, puedo
haber olvidado algo importante correspondiente a una parte ante
rior del texto, puedo haber cometido lo que reconocería como
error, si me lo indicaran. Lo que nos interesa es el conocimiento
tácito que el reconocimiento de un error mostraría más que el
propio error, y, así, aunque hiciéramos dichos exámenes, no por
ello dejaríamos de tener que juzgar si las reacciones particulares
eran de hecho reflejo de la competencia. La cuestión no es lo
177
que los lectores reales hacen, sino lo que un lector ideal debe saber
implícitamente para leer e interpretar obras de modo que conside
remos aceptable, de acuerdo con la institución de la literatura.
Naturalmente, el lector ideal es una construcción teórica, y
quizá la mejor forma de concebirlo sea como una representa
ción de la noción fundamental de aceptabilidad. La poética, escri
be Barthes, «describiría la lógica de acuerdo con la cual se engen
dran los significados de una forma que pueda ser aceptada por la
lógica simbólica del hombre, de igual modo que las oraciones del
francés son aceptadas por las intuiciones lingüísticas de los fran
ceses» (Critique e t vérité, p. 63). Aunque no existe un procedi
miento automático para determinar qué es aceptable, eso no im
porta, pues nuestras propuestas quedarán suficientemente verifi
cadas por la aceptación o rechazo de nuestros lectores. Si los lec
tores no aceptan los hechos que nos proponemos explicar en el
sentido de que guarden alguna relación con su conocimiento y expe
riencia de la literatura, nuestra teoría tendrá poco interés; y, en
consecuencia, el analista ha de convencer a sus lectores de que los
significados o efectos que está intentando explicar son efectiva
mente apropiados. Podríamos decir que el significado de un poema
dentro de la institución de la literatura no es la reacción inmedia
ta y espontánea de los lectores individuales, sino los significados
que estén dispuestos a aceptar a un tiempo como plausibles y
justificables, cuando se expliquen. «Pregúntate: ¿cómo in du cim os
a alguien a comprender un poema o un tema? La respuesta a esta
pregunta nos dice cómo hay que explicar el significado en este
caso».6 Los senderos por los que el lector se ve conducido hasta
la comprensión son precisamente los de la lógica de la literatura:
los efectos tienen que relacionarse con el poema de tal modo que
el lector vea que la conexión es correcta en función de su propio
conocimiento de la literatura.
Así, pues, nunca subrayaremos con suficiente insistencia que
cualquier crítico, cualquiera que sea su capacidad de persuasión,
encuentra los problemas de la competencia literaria tan pronto
como empieza a hablar o a escribir sobre las obras literarias, y
que da por sentadas nociones de aceptabilidad y formas comunes
de leer. El crítico no escribiría si no pensara que tiene algo nuevo
178
que decir sobre un texto y, sin embargo, da por supuesto que su
interpretación no es un fenómeno idiosincrásico y fortuito. Salvo
en el caso de que piense que está relatando a otros las aventuras
de su propia subjetividad, sostiene que su interpretación está re
lacionada con el texto de un modo que supone aceptarán los lecto
res, una vez que se les indiquen esas relaciones: o bien aceptarán su
interpretación como una versión explícita de lo que sienten intui
tivamente o bien reconocerán a partir de su propio conocimiento
de la literatura la corrección de las operaciones que conducen al
crítico desde el texto hasta la interpretación. De hecho, la posi
bilidad de la controversia crítica depende de nociones compartidas
sobre lo aceptable y lo inaceptable, un terreno común que no
es otra cosa que los procedimientos de lectura. El crítico debe
tomar decisiones invariablemente sobre lo que de hecho puede
darse por sentado, lo que debe defenderse explícitamente y lo que
constituye una defensa aceptable. Debe mostrar a sus lectores que
los efectos que observa entran dentro del ámbito de una lógica
implícita que se supone aceptan; de modo que en su propia prác
tica aborda los problemas que una poética esperaría volver explí
citos.
S even T ypes o f A m biguity, de William Empson, es una obra
de una tradición no estructuralista que muestra considerable co
nocimiento de los problemas de la competencia literaria e ilustra
hasta qué punto nos aproximamos a una formulación estructura-
lista, si empezamos a reflexionar sobre ellos. Aun cuando Empson
se contentara con presentar su obra como una exhibición de inge
nio a la hora de descubrir ambigüedades, su empresa seguiría re
gida por concepciones de plausibilidad. Pero, naturalmente, quiere
hacer una defensa más explícita de su análisis y descubre que hacer
lo entraña una posición muy parecida a la recomendada más arriba:
179
tivos a la aprehensión de la poesía son en cualquier caso muy
extraordinarios. El mejor modo de juzgar semejante hipóte
sis es hacerlo en función de su modo de funcionar en detalle
(P- 239).
180
parse de las operaciones que producen significados. Al comentar
la traducción de un fragmento chino,
observa que
181
ción que ponga en relación esos dos pares de contrastes. Si así ocu
rre efectivamente, se debe indudablemente a que la experiencia
de la lectura de poesía conduce al reconocimiento implícito de la
importancia de las oposiciones binarias como recursos temáticos:
al interpretar un poema, buscamos términos que puedan colocarse
en un eje semántico o temático y que se opongan entre sí.
La estructura resultante o «significado vacío» sugiere que el
lector intente relacionar la oposición entre sw iftly y stillness con
dos formas de concebir el tiempo y saque algún tipo de conclu
sión temática a partir de la tensión entre las dos oraciones. Parece
perfectamente posible producir de ese modo una interpretación que
sea «aceptable» en términos de lógica poética. Por un lado, to
mando una visión panorámica amplia, podemos considerar que la
duración de la vida humana es una unidad de tiempo y los años
pasan velozmente; por otro lado, tomando como unidad el momen
to de la conciencia, podemos pensar en la dificultad de experi
mentar el tiempo, salvo de modo discontinuo, en la calma de
una manecilla de reloj cuando las miramos. S w iftly th e yea rs («Ve
lozmente los años») supone un punto de vista desde el que pode
mos considerar el paso del tiempo, y la velocidad del paso queda
compensada por lo que Empson llama «la respuesta de la estabi
lidad del autoconocimiento» implícita en esa concepción de la
vida (p. 24). This m orn in g («esta mañana») supone otras maña
nas —una discontinuidad de la experiencia reflejada en la capaci
dad de separar y nombrar— y, por consiguiente, una estabilidad
que da tanto más valor a «calma». Así, ese proceso de estructu
ración binaria puede conducirnos a encontrar tensión dentro de
cada uno de los versos y también entre los dos. Y, como los con
trastes temáticos deben relacionarse con valores opuestos, nos
vemos inducidos a reflexionar sobre las ventajas y desventajas
de esas dos formas de concebir el tiempo. Naturalmente, se pue
den sacar conclusiones diversas. La tesis no es que lectores com
petentes vayan a coincidir en una interpertación, sino simple
mente que ciertas expectativas sobre la poesía y la forma de leer
poesía guían el proceso interpertativo e imponen limitaciones se
veras al conjunto de interpertaciones aceptables o plausibles.
El ejemplo de Empson indica que tan pronto como reflexio-
182
nnmos seriamente sobre la naturaleza del argumento crítico y sobre
U relación de la interpretación con el texto nos acercamos a los
problemas que aborda la poética, en el sentido de que hemos de
Justificar nuestra interpretación situándola dentro de las conven
ciones de plausibilidad definidas por un conocimiento generaliza
do de la literatura. Desde el punto de vista de la poética, lo que
requiere explicación no es tanto el texto mismo cuanto la posibi
lidad de leer e interpretar el texto, la posibilidad de efectos litera
rios y comunicación literaria. Explicar las nociones de aceptabili
dad y plausibilidad en que se basa la crítica es, como subraya
J.-C. Gardin, la misión primordial del estudio sistemático de la
literatura.
183
!
obras literarias y, por tanto, haber asimilado un sistema que es en
gran medida interpersonal. Existen pocas razones para preocuparse
en principio por la validez de los hechos que nos proponemos
explicar; el único riesgo que corremos es el de la pérdida de tiem
po. Lo importante es empezar aislando un conjunto de hechos
y después construir un modelo para explicarlos, y, aunque los es
tructuralistas muchas veces no han hecho eso en su propia prác
tica, por lo menos va implícito en el modelo lingüístico: «La lin
güística puede aportar a la literatura el modelo generativo que es
el principio de todas las ciencias, ya que se trata de usar determi
nadas reglas para explicar resultados particulares» (Barthes, Cri
tiqu e e t vérité, p. 58).
184
renda de otros teóricos, no necesitamos esforzarnos por encontrar
una propiedad objetiva del lenguaje que distinga lo literario de lo
no literario, sino que simplemente podemos partir del hecho de
que podemos leer textos como literatura y después preguntarnos
qué operaciones entraña eso. Naturalmente, las operaciones serán
diferentes según los géneros, y con respecto a esto podemos decir,
en virtud del mismo modelo, que los géneros no son variedades
especiales del lenguaje, sino conjuntos de expectativas que per
miten a las oraciones de una lengua convertirse en signos de tipos
diferentes en un sistema literario de segundo orden. La misma ora
ción puede tener un significado diferente según el género en que
aparezca. Tampoco nos perturba, como ha de ocurrirle a un teó
rico que trabaje sobre las propiedades distintivas del lenguaje
literario, el hecho de que los límites entre lo literario y lo no
literario o entre un género y otro cambien de una época a otra.
Al contrario, el cambio en las formas de lectura ofrece algunos de
los mejores testimonios sobre las convenciones operativas en perío
dos diferentes.
Segundo, al intentar volver explícito lo que hacemos cuando
leemos o interpretamos un poema, adquirimos considerable auto-
conocimiento y conocimiento de la naturaleza de la literatura como
institución. Mientras demos por sentado que lo que hacemos es
natural, es difícil adquirir comprensión alguna de ella y, por tanto,
también definir las diferencias entre nosotros y nuestros predece
sores o sucesores. La lectura no es una actividad inocente. Está
cargada de artificio, y negarse a estudiar nuestros propios modos
de leer es pasar por alto una fuente principal de información so
bre la actividad literaria. Al ver la literatura como algo animado
por conjuntos especiales de convenciones podemos alcanzar más
fácilmente una apreciación de su peculiaridad, su diferencia, por
decirlo así, con respecto a otros modos de discurso sobre el
mundo. Estas diferencias estriban en el funcionamiento del signo
literario: en la forma de producirse el significado.
Tercero, la voluntad de considerar la literatura como una ins
titución compuesta de una serie de operaciones interpretativas nos
vuelve más receptivos hacia los textos más provocativos e innova
dores, que son precisamente los más difíciles de tratar de acuerdo
185
con los modos de comprensión heredados. La conciencia de las
hipótesis de las que partimos, la capacidad para volver explícito
lo que estamos intentando, hacen que sea más fácil ver dónde y
cómo se resiste el texto a nuestros intentos de atribuirle sentido
y cómo, por su negativa a acomodarse a nuestras expectativas, con
duce a ese cuestionamiento del yo y de los modos sociales ordi
narios de comprensión que ha sido siempre el resultado de la litera
tura más grande. Mis lectores, dice el narrador al final de A la
rech er ch e du tem ps perdu, se convertirán en les p rop res lecteu rs
d ’eux-m ém es: en mi libro se leerán a sí mismos y sus propios lími
tes. ¿Qué modo mejor de facilitar una lectura de uno mismo que
el de intentar volver explícita nuestra apreciación de lo compren
sible y de lo incomprensible, de lo importante y de lo insignifi
cante, de lo ordenado y lo caótico? Al ofrecer secuencias y combi
naciones que escapan a nuestra comprensión habitual, al someter
el lenguaje a una dislocación que fragmenta los signos ordinarios
de nuestro mundo, la literatura pone en tela de juicio los límites
que ponemos al yo como recurso u orden y nos permite, dolorosa
o gozosamente, acceder a una expansión del yo. Pero eso requiere,
para conseguirlo plenamente, cierto conocimiento de los mode
los interpretativos que dan forma a nuestra cultura. El estructu
ralismo, por su interés en las aventuras del signo, ha estado ex
traordinariamente abierto a la obra revolucionaria, y ha encon
trado en las resistencias de ésta a las operaciones de la lectura la
confirmación de que los efectos literarios dependen de esas con
venciones y de que la evolución literaria avanza mediante el des
plazamiento de las convenciones antiguas de la lectura y el desa
rrollo de otras nuevas.
Y así, finalmente, la inversión por parte del estructuralismo
de la perspectiva puede conducir a un modo de interpretación
basado en la propia poética, en que se lee la obra en contraste con
las convenciones del discurso y en que la obra coincide con nues
tros procedimientos para dar sentido a las cosas o los destruye.
Aunque, naturalmente, no sustituye las interpretaciones temáticas
ordinarias, evita la exclusión prematura —la precipitación impro
pia desde la palabra hasta el mundo— y se mantiene dentro del
sistema literario durante el mayor tiempo posible. Al insistir en
186
que la literatura es algo diferente de una afirmación sobre el
mundo, establece, por último, una analogía entre la producción o
lectura de signos en la literatura y en otros sectores de la experien
cia y estudia las formas como explora y dramatiza la primera las
limitaciones de la segunda. En ese tipo de interpretación, el signifi
cado de la palabra es lo que revela al lector, mediante las acroba
cias en que le hace participar, en relación con los problemas
de su condición, como hom o significans, creador y lector de signos.
Así pues, la noción de competencia literaria acaba haciendo de
base de una interpretación reflexiva.
187
r
CAPITULO 7
CONVENCION Y NATURALIZACION
Ecriture, lecture
188
La crítica y la historia literaria cometen con frecuencia el
error de colocar en la misma serie o mezclar como si fueran
del mismo orden lo hablado, lo cantado y lo leído. La litera
tura se produce como una función del Libro, y, sin embargo,
pocas cosas hay a las que el hombre amante de la lectura
preste menos atención que el Libro.
189
podía ser la fuente del significado y de la verdad.3 Pero esa distan
cia, esa independencia de la palabra escrita, es uno de los rasgos
constitutivos de la literatura.
190
Im relación entre diferir (en el sentido de «postergar») y diferen-
|if. La palabra escrita es un objeto por derecho propio: diferente
í los significados a los que difiere en un juego de diferencias
pp. 3-29). Si en el lenguaje sólo hay diferencias y no térmi-
los positivos, en la literatura es donde menos causas existen para
Élctener el juego de las diferencias recurriendo a una intención co-
■junicativa determinada que haga de verdad u origen del signo.
Al contrario, decimos que un poema puede significar muchas cosas.
Derrida quiere hacer avanzar su argumentación un paso más
y, después de haber sostenido que no se puede dar a la escritura
un tratamiento basado en el modelo del habla, mostrar que los
rasgos que ha aislado previamente en la escritura están también
presentes en el habla, que, en consecuencia, debe concebirse de
•cuerdo con el nuevo modelo de la escritura (ibid., pp. 377-81.)
Pero ese paso posterior es un punto puramente lógico que quien
se ocupe de los hechos sociales puede permitirse pasar por alto:
a pesar de que Derrida muestra que debemos concebir el habla
como ur. ^ especie de escritura, podemos detener el funcionamien
to de sus conceptos diciendo, simplemente, que dentro de la cultu
ra occidental hay diferencias cruciales entre las convenciones de
la comunicación oral y las de la literatura que merecen estudio,
cualquiera que sea su base ideológica. Substituir una metafísica de
la presencia por una metafísica de la ausencia, invertir la rela
ción entre habla y escritura de modo que la escritura englobe el
habla, es perder la distinción que transmite un hecho de nuestra
cultura. La comunicación se produce efectivamente. Muchos casos
lingüísticos están situados firmemente en el circuito de la comu
nicación. Esta página, por ejemplo, exige que se la lea, no como
un juego infinito de diferencias que posponga el significado, sino
como un acto comunicativo que explique al lector mi opinión
sobre la propia comunicación de Derrida. Recurre a convenciones
de lectura que son diferentes de las de la poesía lírica.
Para estudiar la escritura, y especialmente los modos de escri
tura literarios, hay que centrarse en las convenciones que guían el
juego de las diferencias y el proceso de construcción de significa
dos. Barthes subraya que todos los modos de escritura tienen una
monumentalidad que es ajena al lenguaje hablado: «la escritura
es un lenguaje solidificado que lleva una existencia independien
te» y cuya misión no es tanto la de contener una idea o dar acceso
a ella cuanto la de «imponernos, mediante la sólida unidad y las
sombras de sus signos, la imagen de una forma lingüística cons
truida antes de que fuera inventada. Lo que opone una escritura
al habla es que la primera siempre p a rece simbólica» (Le D egré
zéro d e l ’écritu re, p. 18). La escritura tiene parte del carácter de
una inscripción, una marca ofrecida al mundo y que promete, por
su solidez y aparente autonomía, significado que se ve diferido
momentáneamente. Precisamente por esa razón requiere interpre
tación, y nuestros modos de interpretación son esencialmente for
mas de construir circuitos comunicativos en que podemos enca
jarla.
Así, la distinción entre habla y escritura se convierte en la
fuente de la paradoja fundamental de la literatura: nos sentimos
atraídos por la literatura porque evidentemente es algo diferente
de la comunicación ordinaria; sus características formales y ficti
cias revelan una rareza, una fuerza, una organización, una perma
nencia que son ajenas al habla ordinaria. No obstante, el impulso
a asimilar esa fuerza y esa permanencia o a dejar que la organi
zación formal surta efecto en nosotros exige convertir la literatura
en una comunicación, reducir su rareza, y recurrir a convenciones
suplementarias que le permitan, por decirlo así, hablarnos. La dife
rencia que parecía la fuente del valor se convierte en una distan
cia que hay que salvar mediante la actividad de la lectura y de la
interpretación. Si no queremos permanecer boquiabiertos ante
inscripciones monumentales, hemos de recuperar o naturalizar lo
extraño, lo formal, lo ficticio.
Y el primer paso en el proceso de naturalizar la literatura o
devolverle el carácter de función comunicativa es convertir la pro
pia écritu re en un concepto genérico y de época. Así es como usa
Barthes el término en una de sus primeras obras, Le D egré zéro
d e l’écritu re, en la que reconocía la correlación entre la aparente
monumentalidad y autonomía de la escritura y las convenciones
institucionales que la sitúan. A diferencia de su lengua, que un
autor hereda, y de su estilo, que Barthes define como una red
personal y subconsciente de obsesiones verbales, una écritu re o
192
modo de escribir es algo que un autor adopta: una función que
infunde a su lengua, un conjunto de convenciones institucionales
dentro del cual puede producirse la actividad de la escritura. Así,
por ejemplo, Barthes afirma que desde el siglo xvn hasta comien
zos del siglo xix la literatura francesa empleó una única écritu re
classique, caracterizada primordialmente por su confianza en una
estética representativa de la representación (p. 42). Leer es esen
cialmente adoptar o construir una referencia y, cuando Madame de
Lafayette escribe a propósito del Conde de Tende que, al ente
rarse de que su mujer había quedado en cinta de otro hombre,
il pensait d ’abord tou t c e qu ’il était naturel d e p en ser en ce tte
occasion («pensó en primer lugar todo lo que era natural pensar
en esas circunstancias»), revela la inmensa confianza en sus lec
tores que ese modo de escribir entraña.4 El lenguaje necesita sólo
hacer ademanes hacia el mundo. Siglo y medio después Balzac ofre
ce más información sobre aquello hacia lo que está haciendo ade
manes, pero muestra el mismo tipo de confianza en la función de
representación de su escritura: Eugéne de Fastignac era un d e ces
jeu n es g en s fa gon n és au travail par le m alheur («uno de esos jóve
nes moldeados en el trabajo por la desgracia»); el Barón Hulot era
un d e c e s h om m es don t les yeux s ’anim ent a la v u e d ’une jolie
fem m e («uno de esos hombres cuyos ojos se animan a la vista de
una mujer bonita»). Entender el lenguaje de un texto es reconocer
el mundo a que se refiere.
Además, dada esa función, las características formales se con
vierten en ornamentos que, si no oscurecen la referencia, no afec
tan al significado. La retórica clásica define una serie de opera
ciones que nos permiten pasar de la superficie textual, con sus
metáforas y sinécdoques, a los significados que son esencialmente
referencias. El verso de La Fontaine Sur les ailes du tem p s la
tristesse s ’e n v o le («Sobre las alas del tiempo vuela la tristeza»)
significa, nos dice un retórico, que la tristeza no dura.5 Sabemos
que eso es lo que significa porque sabemos que en el mundo el
tiempo no tiene alas ni la tristeza vuela; y, al realizar la traducción
que la teoría retórica requiere, aislamos el ornamento que sirve de
decoración. De hecho, podríamos decir que los debates sobre la
retórica y la educación de expresiones particulares en géneros
193
7. — LA P O É T I C A
específicos son posibles sólo porque existen diferentes formas de
decir la misma cosa: la figura es un ornamento que no perturba
la función de representación del lenguaje.6
Ese modo de escritura depende en gran medida de la capacidad
de los lectores para analizarlo y reconocer el mundo común que
sirve de punto de referencia; y, en consecuencia, los cambios en la
situación social, que manifiestan claramente que el mundo no es
uno, debilitan la écritu re. Ya no podemos decir «pensó lo que
era natural en semejante ocasión» sin escribir una oración oscura
y problemática; y resulta evidente que, a la falta de ese funda
mento referencial carente de ambigüedad, un cambio de expresión
es un cambio de pensamiento. Pasa a ser necesaria una serie de
diversas estrategias interpretativas y, en consecuencia, Barthes
identifica una gama de écritu res m odernes. En cada caso «lo que
es necesario captar no es el idiolecto del autor sino el de la insti
tución (la literatura)» (S tyle and Its Im age, p. 8).
Desde luego, podemos multiplicar el número de écritu res hasta
que produzcamos tantas distinciones como parezcan necesarias
para explicar las diferentes formas como hay que los textos, los
diferentes contratos que la institución de la literatura pone a nues
tra disposición. Dichas distinciones han de tener en cuenta tanto
los cambios históricos de un período a otro como las diferencias
entre géneros en un período determinado. Fontaníer, por ejemplo,
sostiene que los tropos son generalmente más idóneos en poesía
que en prosa, porque, igual que la poesía, son «hijos de la ficción»
y porque la poesía aspira más a agradar que a instruir sobre el
m undo real (Les figu res du discours, p. 180). En otras palabras,
la institución de la literatura permite una relación diferente entre
texto y mundo en el caso de la poesía y, así, vuelve apropiados
ciertos tipos de naturalización u operaciones de lectura que no se
admiten en la prosa. Los tropos pueden ser absurdos literalmente,
pero con ello denotan una intensidad de pasión o vivacidad de ima
ginación que es la prerrogativa del narrador poético. La «extrava
gancia» poética se vuelve natural y legible mediante la convención
del género y, por esa razón, los tropos son más apropiados en la
oda, la épica y la tragedia (ibid., p. 181).
Podríamos decir que un género es una función convencional del
194
lenguaje, una relación particular con el mundo que sirve de norma
o expectativa para guiar al lector en su encuentro con el texto.
195
cosa como la comedia no es en absoluto la que se necesita. Desde
luego, no está claro qué significaría semejante afirmación ni cómo
verificarse, pero en cualquier caso podemos afirmar que cualquier
teoría que condujera a esa conclusión probaría con ello su propia
inadecuación, de igual modo que cualquier teoría que «probara»
que El rey Lear no es una tragedia estaría equivocada. Para que
una teoría de los géneros sea algo más que una taxonomía, ha
de intentar explicar cuáles son los rasgos constitutivos de las
categorías funcionales que han regido la lectura y la escritura de
la literatura. La comedia existe gracias a que leer algo como un&
comedia entraña expectativas diferentes de las que entraña la
lectura de algo como una tragedia o como una épica.
En realidad, para ser justos con Todorov, hemos de decir que
en su estudio de la littéra tu re fantastique fundamenta efectivamen
te su género en las operaciones de la lectura. Podemos aislar un
conjunto de obras en que el lector se ve forzado a vacilar entre
una explicación naturalista y otra sobrenatural de los fenómenos
curiosos. «Lo fantástico ocupa ese espacio de incertidumbre; tan
pronto como elegimos una de las dos respuestas, abandonamos lo
fantástico y entramos en un género vecino, lo extraño o lo sobrena
tural» (p. 29). La existencia de dicho género quedaría confirma
da, por ejemplo, por el reconocimiento general de que existen rela
tos, como T he Turn o f th e Screiv, que nos exigen permanecer en
ese estado de incertidumbre en lugar de asimilarlos como ejemplos
de lo extraño, pero explicable o de lo sobrenatural de modo explí
cito. Cuando reconocemos esa producción de la incertidumbre como
una función posible del lenguaje y dejamos de dar por sentado que
el «significado real» ha de ser bien una explicación natural bien
una explicación sobrenatural, hemos contribuido a la constitu
ción de un género nuevo. Y lo hemos hecho mediante la acepta
ción de la posibilidad de un tipo de significado o relación del
texto con el mundo que previamente podríamos haber sentido in
clinación a desechar en favor de otras opciones.
Como debe quedar claro gracias a ese ejemplo, lo que califi
camos de convenciones de un género o una écritu re son esencial
mente posibilidades de significado, formas de naturalizar el texto y
conferirle un lugar en el mundo que nuestra cultura define. Asimi
196
lar o interpretar algo es introducirlo dentro de los modos de orden
que la cultura pone a nuestra disposición, y eso suele hacerse ha
blando de ello en un modo de discurso que una cultura considere
natural. Ese proceso recibe diferentes nombres en la escritura es-
Iructuralista: recuperación, naturalización, motivación, vraisem bla-
blisation. «Recuperación» subraya la noción de recobro, de puesta
gn uso. Puede definirse como el deseo de eliminar la paja, de hacer
que todo sea grano, de no dejar que escape nada al proceso de
asimilación; de modo que es un componente fundamental de los
estudios que afirman la unidad orgánica del texto y la contribu
ción de todas sus partes a sus significados o efectos. «Naturaliza
ción» subraya el hecho de que lo extraño o lo que se aparta de la
norma queda introducido dentro de un orden discursivo y de ese
modo se le hace parecer natural. «Motivación», que fue el término
usado por los formalistas rusos, es el proceso de justificar elemen
tos dentro de la propia obra mostrando que no son arbitrarios ni
incoherentes, sino totalmente comprensibles desde el punto de
vista de las funciones que podemos nombrar. V raisemblablisation
(«verosimilización») subraya la importancia de los modelos cultu
rales de lo vraisem blable («verosímil») como fuentes de significado
y de coherencia.
Cualquiera que sea el nombre que demos al proceso, es una de
las actividades básicas de la mente. Al parecer, podemos hacer
que todo signifique. Si se programara un ordenador para producir
secuencias fortuitas de oraciones inglesas, podríamos dar sentido
a los textos que produjera imaginando una serie de funciones y
contextos diferentes. Si todo lo demás fracasase, podríamos leer
una secuencia de palabras sin orden aparente en el sentido de
que significara el absurdo o el caos y después, atribuyéndole una
relación alegórica con el mundo, considerarla como una asevera
ción sobre la incoherencia y el absurdo de nuestras lenguas. Como
muestra el ejemplo de Beckett, siempre podemos hacer que lo
carente de significado signifique mediante la producción de un
contexto adecuado. Y habitualmente nuestros contextos no tienen
por qué ser tan extremos. Gran parte de la obra de Robbe-Grillet
puede recuperarse, si la leemos como las meditaciones o el habla
de un narrador patológico, y ese marco ofrece a los críticos un
197
1
asidero para que puedan discutir las connotaciones de la patología
particular en cuestión. Ciertas dislocaciones en los textos poéticos
pueden leerse como signos de un estado profético o extático o
como indicaciones de un d érég lem en t d e tou s les sen s propio de
Rimbaud. Colocar el texto en semejantes marcos es volverlo legi
ble e inteligible. Cuando Eliot dice que la poesía moderna ha de
ser difícil a causa de las discontinuidades de la cultura moderna,
cuando William Carlos Williams sostiene que su pie variable es
necesario en un mundo posteinsteiniano en que se ponen en cues
tión toda clase de órdenes, cuando Humpty-Dumpty dice a Alicia
que slithy significa lith e («flexible») y slim y («legamoso»), todos
ellos están ejerciendo la recuperación o la naturalización.
Los dos capítulos siguientes van a investigar las convenciones
particulares que subyacen en la lírica y la novela, pero antes de
pasar a ocuparnos de esos modos especiales debemos examinar to
dos los diferentes niveles en que se lleva a cabo la naturalización
y los modelos culturales y literarios que vuelven legibles los tex
tos. El común denominador de esos distintos niveles es la noción
de correspondencia: naturalizar un texto es ponerlo en relación
con un tipo de discurso o modelo que ya sea, en algún sentido,
natural y legible. Algunos de dichos modelos no tienen rasgo algu
no específicamente literario, sino que son simplemente el recipien
te de lo vraisem blable, mientras que otros son convenciones espe
ciales usadas en la naturalización de las obras literarias. Sin embar
go, podemos subrayar su semejanza funcional agrupándolos todos,
como han hecho en ocasiones los estructuralistas, bajo el encabeza
miento de lo vraisam blable.
En la introducción al número especial de C om m unications de
dicado a ese tema, Todorov ofreció tres definiciones: primera, «lo
vraisem blable es la relación de un texto particular con otro texto
general y difuso que podríamos llamar ‘opinión’». Segunda, lo
vraisem blable es aquello que una tradición hace idóneo o espe
rado en un género particular: «hay tantas versiones de vraisem
blable como géneros». Y, por último,
198
y no a sus leyes propias. En otras palabras, lo vraisem blable
es la máscara que oculta las propias leyes del texto y que
debemos considerar una relación con la realidad (pp. 2-3).
199
mais don t la p lén itu de, truquée, n’est q u e le sillage d e tous
les co d es qui m e fon t, en so rte q u e ma su b jectivité a finale-
m en t la gén éra lité m ém e d es stéréotyp es.
200
O punto de partida y debe asimilarse en relación con ella. En
(«da nivel existen modos de motivar o justificar el artificio de las
formas atribuyéndole un significado.
Lo «real»
201
significados que una oración libere, siempre parece como si debiera
de estar diciéndonos algo simple, coherente y verdadero, y que esa
presunción inicial constituye la base de la lectura como proceso de
naturalización (S/Z, p. 16). «John recortó su idea y se la ató a la
tibia» cobra cierta vraisem blan ce a partir de su expresión como
oración gramatical, y nos vemos inducidos a intentar inventar un
contexto o a ponerlo en relación con un texto que lo vuelva inte
ligible, pero no es vraisem blable del modo como lo sería «John
está triste», ya que no forma parte del texto de la actitud natural,
cuyos especímenes están justificados por la simple observación:
«pero los X son así».
La vraisemblance cultural
202
el mundo sea inteligible en principio y, en consecuencia, hacen de
lengua a la que se vierte en el proceso de naturalización.
Proust habla del propietario de un café que «siempre compa
raba todo lo que oía o leía con determinado texto con el que
ya estaba familiarizado y cuya admiración se despertaba, si no
encontraba diferencias».10 Gran parte de la vraisem blan ce de una
obra procede del hecho de que cite esa «voz colectiva y anónima,
cuyo origen es un conocimiento humano general» (Barthes, S/Z,
p. 25). Y en ese nivel es en el que se sitúa el concepto tradicional
de vraisem blance. Barthes observa, por ejemplo, que la R etórica
de Aristóteles es esencialmente una codificación de un lenguaje
social general, con todas las máximas y top oi que contribuyen a
una lógica aproximada de las acciones humanas y permiten al ora
dor, por ejemplo, razonar a partir de la acción hasta el motivo o a
partir de la apariencia hasta la realidad. «Puede parecer muy ca
tegórico (e indudablemente falso) decir que los jóvenes se irritan
con mayor rapidez que los viejos», pero hacerlo significa volver
vraisem blable nuestro argumento: «las pasiones son recursos lin
güísticos dados de antemano con los que el orador debe estar sen
cillamente familiarizado... la pasión no es otra cosa que lo que
la gente dice sobre ella: pura intertextualidad» (U an cien n e rhéto-
rique, p. 212). Al estudiar ese nivel de vraisem blance en Balzac,
Barthes observa que es como si el autor tuviera a su disposición
siete u ocho manuales que contuviesen el conocimiento que cons
tituye la cultura burguesa popular: un manual de medicina prác
tica (con nociones de las diferentes enfermedades y condiciones),
un tratado psicológico rudimentario (proposiciones aceptadas de
forma general sobre el amor, el odio, el miedo, etc.), un compen
dio de ética cristiana y estoica, una lógica, una antología de pro
verbios y máximas sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, las
mujeres, etc., e historias de la literatura y del arte que proporcio
nan tanto un conjunto de referencias culturales como un reperto
rio de tipos (personajes) que pueden servir de ejemplos. «Aunque
pueden ser de procedencia enteramente libresca, esos códigos, me
diante una inversión propia de la ideología burguesa, que con
vierte la cultura en naturaleza, sirven de fundamento de lo real,
de la ‘Vida’» {S/Z, p. 211).
203
El hecho de citar ese discurso social general es una forma de
fundamentar una obra en la realidad, de establecer una relación
entre las palabras y el mundo que hace de garantía de inteligibili
dad; pero más importantes son las operaciones que permite. Cuan
do un personaje de una novela realiza una acción, el lector puede
atribuirle un significado basándose en ese caudal de conocimiento
humano que establece conexiones entre la acción y el motivo, el
comportamiento y la personalidad. Cuando Balzac nos dice que
Sarrasine «se levantó con el sol, fue a su estudio y no apareció
hasta la noche», naturalizamos esa acción interpretándola como
una manifestación directa de carácter y la interpretamos como «ex
cesos» (en función de la jornada de trabajo normal) y como un
compromiso artístico (en función de los estereotipos culturales y
psicológicos). Cuando, al salir del teatro, se ve «agobiado por una
tristeza inexplicable», podemos explicarlo como la señal cultural
de su extrema entrega. Esas operaciones colocan la notación del
texto en un contexto de coherencia y, mediante esa tautología
fundamental de la ficción que nos permite inferir el carácter a par
tir de la acción y después sentirnos satisfechos por el modo de
concordar la acción con el carácter, lo vuelven vraisem blable.
Las concepciones del mundo que son eficaces en ese nivel con
trolan también lo que se ha llamado el «umbral de la pertinen
cia fundamental, la que separa lo narrable de lo no narrable; las
secuencias situadas por debajo de él se dan por sentadas» (Heath,
Structuration o f th e N ovel-Text, p. 75). Existe un nivel de gene
ralidad en que hablamos ordinariamente de nuestro compromiso
con el mundo: «caminamos hasta la tienda» en lugar de «alzar el
pie izquierdo cinco centímetros del suelo, al tiempo que oscilamos
hacia adelante y, desplazando nuestro centro de gravedad para
que el pie toque el suelo, colocando primero el tacón, damos un
paso con la punta del pie derecho, etc.». Esta última descripción,
que queda por debajo del nivel de pertinencia funcional, es un
ejemplo de lo que los formalistas rusos llamaron «extrañamiento».
El proceso de la lectura naturaliza y reduce ese carácter extraño
reconociendo y nombrando: ese pasaje describe el «caminar». Des
de luego, el hecho de que esas operaciones sean necesarias para
la lectura produce un excedente de significado potencial que ha de
204
justificarse e interpretarse en otro nivel, pero el umbral de per
tinencia funcional hace de fundamento «natural» o punto de par
tida firme a partir del cual podemos alcanzar otros significados.
Una larga descripción de un montaje barroco de planos y junturas
se vuelve inteligible al sacar la conclusión de que se trata de la
descripción de una mecedora y después preguntarnos por qué ha
bía de describirse la mecedora de ese modo inhabitualmente de
tallado. Un fundamento natural permite la identificación de lo
extraño.
En ese nivel la vraisem blance entraña lo que un autor recien
te, refiriéndose al realismo, llama la «distancia media»: una óptica
que ni nos coloca demasiado cerca del objeto ni nos alza demasiado
por encima de él, sino que lo contempla precisamente del modo
como lo hacemos ordinariamente en la vida cotidiana. Lo que de
termina la distancia media, escribe, es una de las funciones más
familiares de todas las literaturas: «la creación ficticia de personas,
de personajes y vidas individuales moldeados con lo que en cual
quier época todo el mundo considera que constituye cierta integri
dad y coherencia».11 Se pueda o no —como cree dicho autor— con
siderar eso como el fin de la literatura, indudablemente es el subs
trato de la literatura: la mayoría de los efectos literarios, particu
larmente en la prosa narrativa, dependen de que los lectores tra
ten de relacionar lo que el texto les dice con un nivel de preocu
paciones humanas ordinarias, con las acciones y reacciones de los
personajes construidos de acuerdo con modelos de integridad y
coherencia.
En el que quizá sea el mejor artículo sobre la vraisem blance
de ese tipo, Gérard Genette observa que en las discusiones del
siglo xvn la vraisem blance es lo que hoy llamaríamos una ideolo
gía: «un corpus de máximas y prejuicios que constituye tanto una
visión del mundo como un sistema de valores». Una acción está
justificada por su relación con una máxima general, y «esa rela
ción de inferencia funciona también como un principio de expli
cación: lo general determina y, por tanto, explica lo particular;
entender k conducta de un personaje, por ejemplo, es referirla a
una máxima aceptada, y esa referencia se considera como un paso
del efecto a la causa». En El Cid Rodrigo desafía al conde porque
205
«nada puede impedir a un hijo noble vengar el honor de su padre»,
y su acción se vuelve inteligible cuando se relaciona con esa má
xima. Sin embargo, en La P rin cesse d e C léves la confesión de la
heroína a su marido es invraisem blable («inverosímil») e ininte
ligible para el siglo xvn, porque es «una acción sin una máxima»
(F igures II, pp. 73-5).
El corpus de máximas puede bien darse por sentado implícita
mente en un texto (como lo «natural» dentro de la cultura) bien
citarse y ofrecerse explícitamente. En el segundo caso se trata
de lo que Genette llama un vraisem blable artificiel: el texto mis
mo realiza las operaciones de naturalización, pero al mismo tiempo
insiste en que las leyes o explicaciones que ofrece son las leyes
del mundo. Una oración que en principio sea invraisem blable, como
«La marquesa mandó llamar su carruaje y después se fue a la
cama» (in vraisem blable porque se aparta de una lógica aceptada
de las acciones humanas), puede naturalizarse mediante adiciones
que la intriducirían en el recinto de los modelos culturales acep
tados: «pues era extraordinariamente caprichosa» (en que la califi
cación vuelve inteligible la desviación) o «pues, como todas las
mujeres que nunca han encontrado oposición a sus deseos, era
extraordinariamente caprichosa» (lo que produce la máxima perti
nente) {ibid., pp. 98-9). La novela balzaciana, con su proliferación
de cláusulas pedagógicas y categorías generalizadas, es el mejor
ejemplo de ese tipo de texto, que describe los personajes y las ac
ciones al tiempo que crea el caudal de conocimiento social que
justifica sus descripciones y las vuelve inteligibles. Pero, desde
luego, si esa vraisem blan ce artificial parece pronunciadamente di
ferente de la que los modelos culturales y sociales vuelven natural,
la relegaremos al tercer nivel y la calificaremos de vraisem blance
puramente literaria de un mundo imaginativo particular.
206
las cuales se vuelven significativos y coherentes. Un tipo de nor
ma es la invocada al hablar del mundo imaginativo de un autor:
permitimos a las obras que hagan contribuciones a un mundo se-
miautónomo, cuyas leyes no son exactamente las del nuestro pero
que, aún así, tiene leyes y regularidades que hacen que las accio
nes y los acontecimientos que se producen dentro de él sean
inteligibles y vraisem blable. Nuestro sentido intuitivo de esa vrai
sem b la n ce es extraordinariamente potente: sabemos, por ejemplo,
que sería totalmente inapropiado que uno de los protagonistas de
Corneille dijera: «Estoy harto de todos estos problemas y voy a
hacer de platero en una ciudad de provincias». Las acciones son
plausibles o no en relación con las normas de un grupo de obras, y
reacciones que serían totalmente inteligibles en una novela prous-
tiana serían extraordinariamente extrañas e inexplicables en Balzac.
Fuera de contexto, Papá Goriot es un personaje desmesuradamente
exagerado que no tiene sentido; pero, en función de las leyes del
universo balzaciano, es inteligible de forma inmediata. De hecho,
podríamos decir que en ese nivel de vraisem blance hemos de iden
tificar series de convenciones constitutivas que permiten la escri
tura de diferentes clases de novelas o poemas. Las novelas de
Henry James, por ejemplo, se basan en la convención de que los
seres humanos son sensibles a ramificaciones increíblemente suti
les de las situaciones interpersonales y de que, cualesquiera que
sean sus dificultades, suelen apreciar esa sutileza y procuran
no violarla mediante la grosería del lenguaje directo. Las novelas
de Balzac no podrían haberse escrito como lo fueron, de no haber
sido por dos convenciones: primera, la convención de la determi
nación, la de que el mundo es fundamentalmente inteligible y de
que todo lo que ocurre puede explicarse recurriendo a ciertos tipos
de modelos; y segunda, la de que en un estado sincrónico de la
sociedad la fuerza determinante es la energía, de la que cada in
dividuo posee una cantidad particular (que puede atesorar o gas
tar), además de la que puede sacar de los demás.12 Podríamos de
cir que las novelas de Flaubert son posibles gracias a la convención
de que nada puede resistir la ironía excepto la inocencia completa,
que es el residuo dejado por la ironía. Y así, si, al leer M adame
B ovary sentimos que Emma está verdaderamente condenada al
207
fracaso, no es porque se haya presentado un análisis convincente,
sino porque hemos llegado a acostumbrarnos a la prosa de Flau-
bert. Sabemos que la intensidad de la aspiración recibirá su mere
cido, pero que las formas particulares de aspiración pasarán a la
fuerza por el crisol de la ironía, a la que no pueden sobrevivir ex
cepto como pura forma.13
Desde luego, podríamos considerar dichas convenciones como
teorías o visiones del mundo, como si la misión de las novelas
fuera expresarlas, pero ese enfoque no sería en absoluto una apre
ciación correcta de las propias novelas o de la experiencia de leer
las, pues corresponde a la naturaleza de dichas convenciones que
queden inexpresadas, ya que en general son indefendibles o por
lo menos no plausibles en tanto que teorías explícitas. Y no lee
mos las novelas para descubrir semejantes teorías; más que nada,
hacen de medios para otros fines que son las propias novelas.
Hablar de mitos que son necesarios para que la novela llegue a
ser o de recursos formales que generan la novela puede ser más
útil que hablar de teorías que es función de la novela expresar.
Los primeros se naturalizan en el nivel del sistema literario, mien
tras que las segundas se naturalizan en función de un proyecto
biográfico o comunicativo.
Este último es, desde luego, un modo de naturalización ex
traordinariamente familiar, y podríamos darle una matización lite
raria que justificaría su inclusión en el nivel de la vraisem blance
al decir que nuestro modelo de la literatura como forma expresiva
pero no didáctica nos permite explicar los textos literarios en fun
ción de teorías implícitas o redes de obsesiones a las que no esta
ríamos dispuestos a conceder la misma importancia en los textos
discursivos no literarios. Si explicamos la muerte de Charles en
M adame B ovary diciendo que las obras de juventud de Flaubert
revelan una obsesión por la idea de que podríamos causar nues
tra propia muerte mediante una negación puramente intelectual
de la vida, estamos dando a entender que la literatura está conec
tada de forma más estrecha con el yo inconsciente que otras formas
de escritura. Si explicamos las mujeres castradoras de Balzac, que
han de convertir a los hombres en niños sumisos antes de poder
amarlos, examinando las propias relaciones de Balzac con sus aman-
208
tea, estamos afirmando de nuevo que en este caso hay un canal
más directo entre el texto y las estructuras afectivas personales
que el que se da en el caso de otras formas. Es decir, que estamos
postulando, como convención constitutiva de la institución de la
literatura, que el texto guarda determinada relación con su autor
y que, por esa razón, puede naturalizarse o volverse inteligible
poniendo en relación sus elementos con una vraisem blance psico
lógica particular.
Intimamente afín a este tipo de naturalización, si bien depende
menos de la idea de un autor empírico, es el que depende de la
creación de p erson a e narrativos. Como objeto lingüístico el texto
es extraño y ambiguo. Reducimos su carácter extraño leyéndolo
como la expresión de un narrador particular, de modo que los mo
delos de actitudes humanas plausibles y de personalidades cohe
rentes pueden volverse operativos. Además, extrapolando a partir
de la figura postulada podemos contarnos a nosotros mismos rela
tos empíricos que hacen que los elementos del texto sean inteligi
bles y justificados: el narrador está en una situación particular y
está reaccionando ante ella, de modo que lo que dice puede leerse
dentro de una economía general de las acciones humanas y juzgarse
mediante la lógica de dichas acciones. Está razonando, elogiando,
protestando, describiendo, analizando o meditando, y el poema en
contrará su coherencia en el nivel de la acción.
De forma más general, podríamos decir que nuestra noción de
la gama de los actos de habla posibles que un texto literario po
dría realizar es la propia base de la naturalización literaria, porque
nos proporciona un conjunto de objetivos que podrían determinar
la coherencia de un texto particular. Una vez que postulamos un
objetivo (elogio de una amante, meditación sobre la muerte, etc.),
disponemos de un punto de enfoque que rige la interpretación de
la metáfora, la organización de las oposiciones y la identificación
de los rasgos formales pertinentes. Y está claro que en este caso
estamos ocupándonos de convenciones literarias, pues nuestras
ideas sobre la literatura no permiten que un acto de habla cual
quiera haga de determinante de un poema. Es perfectamente po
sible escribir un poema para invitar a un amigo a cenar, pero, si
admitimos el poema dentro de la institución de la literatura, con
209
ello nos comprometemos a leerlo como una declaración que tiene
coherencia en otro nivel. Así, In vitin g a F riend to Supper, de Ben
Jonson, se convierte en la evocación de un estilo de vida par
ticular y se interpreta en el sentido de que mediante el tono y
postura del verso pone en práctica los valores que apoyan y re
comienden ese modo de vida. La invitación se convierte en un
recurso formal y no en el centro temático, y lo que podría haberse
explicado como elementos de una invitación recibe otra función.
Pero las formas de producir coherencia pueden parecer algo
alejadas de las nociones ordinarias de vraisem blance, y como van
a constituir la parte principal de los dos capítulos siguientes, por
el momento podemos limitarnos a observar que son recursos me
diante los cuales se naturalizan los textos y pasar a ocuparnos del
último conjunto de convenciones que funcionan en ese nivel de
vraisem blance-. las del género.
El propio Aristóteles reconoció que cada género designa como
aceptables ciertos tipos de acción al tiempo que excluye otros: la
tragedia y la comedia pueden presentar a los hombres mejor y peor
de lo que son sin violar la vraisem blance, porque cada género
constituye una vraisem blan ce especial propia. La función de las
convenciones del género consiste esencialmente en establecer un
contrato entre el escritor y el lector para hacer que determinadas
expectativas funcionen y permitir así tanto la admisión de los
modos aceptados de inteligibilidad como la desviación con res
pecto a ellos; «se trata esencialmente de volver el texto lo más
p ercep tib le posible; podemos ver cuál es el papel que esa concep
ción atribuye a las nociones de género y de modelo: el de los ar
quetipos, de modelos en parte abstractos que sirven de guía para
el lector» (Genot, L’écritu re libératrice, p. 49). Una afirmación
se interpretará de forma diferente según se encuentre en una oda
o en una comedia. El lector prestará diferente atención a los per
sonajes según esté leyendo una tragedia o una comedia que espera
acabe en múltiples bodas.
El relato policíaco es un ejemplo particularmente bueno de la
fuerza de las convenciones del género: la hipótesis de que los per
sonajes son psicológicamente inteligibles, de que el crimen tiene
una solución que tarde o temprano se revelará, de que se presen-
210
titán las pruebas pertinentes pero la solución será de alguna com
plejidad, son todas esenciales para el disfrute de esa clase de
libros. De hecho, esas convenciones son especialmente interesan
tes a causa del gran espacio que conceden a lo no pertinente.
Sólo en el nivel de la solución se requiere coherencia: todo lo que
te desvíe o sea sospechoso debe explicarse mediante la resolución
que produce la clave para la pauta «real», pero todos los demás
detalles pueden dejarse de lado en ese punto por insignificantes.
Las convenciones hacen posible la aventura de descubrir y produ
cir una forma, de descubrir la pauta entre una masa de detalles, y
lo hacen estipulando hacia qué tipo de pauta avanzamos al leer.
Desde luego, se violan con frecuencia las espectativas que en
cierran las convenciones del género. Su función, como la de todas
las reglas constitutivas, es hacer posible el significado proporcio
nando términos para clasificar las cosas que encontremos. Lo que
resulta inteligible gracias a las convenciones del género es con fre
cuencia menos interesante que lo que se resiste o escapa al enten
dimiento genérico, por lo que no debe sorprender que aparezca,
por encima y contra la vraisem blan ce del género, otro nivel de
vraisem blan ce cuyo recurso fundamental es exponer el artificio de
las convenciones y expectativas genéricas.
211
insistir en que la improbabilidad de lo que está relatando garantiza
su autenticidad. Balzac emplea considerable energía discursiva para
esa causa:
212
Pero, como sugiere ya este ejemplo, semejante procedimiento
está a un paso de distancia de la mimesis. La referencia a la ca
pacidad del escritor para poner por escrito lo que le gusta (il ne
tiendrait qu’á m oi q u e tou t cela n ’drrivát) podría ampliarse fácil
mente hasta la afirmación de que el orden auténtico no es el de
las convenciones de un género, sino el del propio acto narrativo,
cuya libertad está regida sólo por los límites del lenguaje. Reite
radamente, el narrador propone líneas de desarrollo contradictorias,
subrayando su capacidad para escoger una u otra: «¿Qué me im
pide hacer que el amo se case y que le pongan cuernos, enviar a
Jacques a las colonias?» «¿Qué me impide producir una riña
violenta entre esos tres personajes?» «Depende de mí exclusiva
mente que os haga esperar un año, dos años, tres años, para la
historia de los amores de Jacques, separándolo de su amo y ha
ciendo que sucedan a ambos los accidentes que me plazca.» 14 El
abandono de la necesidad novelística a cambio de la libertad del
acto de escribir puede entrañar el recurso a los niveles primero
y segundo de vraisem blance que especifican las posibilidades de la
acción. Pero esos niveles van recogidos en una vraisem blan ce su
perior o nivel de inteligibilidad, que es el de la propia escritura.
El texto encuentra su coherencia al ser interpretado como un ejer
cicio de lenguaje y de producción de significado por parte del
narrador. Naturalizarlo en ese nivel es leerlo como una aseveración
sobre la escritura de novelas, una crítica de la ficción mimética,
una ilustración de la producción de un mundo por el lenguaje.
Naturalmente, la negación de las convenciones del género no
nos lleva tan lejos necesariamente. Constituye un recurso común
en los relatos policíacos que los personajes comenten las conven
ciones del relato policíaco y que comparen el orden de esa forma
con el desorden que perciben en el caso en que participan. Pero
generalmente esas conversaciones no inducen al lector a pensar
que se hayan pasado por alto las convenciones del género; más que
nada, funcionan como ironía dramática. Una sirvienta histérica
despierta a la señora Bantry para decirle que hay un cadáver en
la biblioteca y ésta despierta a su incrédulo marido: «¡Qué ton
tería... No puede ser... Te has dejado impresionar por esa novela
policíaca que estabas leyendo... En los libros siempre se encuen-
213
tran cadáveres en las bibliotecas. Nunca he conocido un caso así
en la vida real.» 15 La actitud del coronel no es absurda empírica
mente, pero no la consideramos un comentario sobre el artificio de
la novela. Al contrario, reímos de su confianza en sí mismo, su re
curso equivocado a la vraisem blance, y esperamos con interés el
momento de la revelación, pues, como lectores de los relatos poli
cíacos, sabemos que habrá efectivamente un cadáver en la biblio
teca.
Ese juego limitado con las convenciones genéricas es una ver
sión de lo que Empson, en un análisis brillante, llama «pseudopa-
rodia para desarmar a la crítica»: el texto muestra su conciencia
del propio artificio y convención, no para pasar a un modo nuevo
carente de artificio, sino para convencer al lector de que sabe exis
ten otras formas de considerar la cuestión y, en consecuencia, se
puede confiar en él, en el sentido de que no deformará las cosas
al seguir otra dirección.16 Así, los numerosos poemas que contienen
referencias despectivas a lo artificial de la poesía —desde los isa-
belinos hasta Marianne Moore— no intentan superar las conven
ciones de la poesía ni atribuir al lenguaje una función diferente,
sino simplemente prevenir una posible objeción por parte del lec
tor (a su vez, el lector no tiene por qué pensar lo que el narrador
ha admitido explícitamente y de ese modo puede enfocar su aten
ción en otra cosa) y hacer acopio de autoridad adicional (el narra
dor es completamente consciente de las posibles actitudes hacia la
poesía y, por eso, se puede suponer que tenga razones válidas
para escribir en verso). En On Lucy C oun tesse o f B edford, de
Ben Jonson, las hipérboles del elogio poético aparecen citadas ex
plícitamente («arrebatado oportunamente por una pasión conte
nida», comienzo, «al modo de los poetas», a imaginar la más di
vina criatura posible), y ese elogio no queda invalidado por el
aparente rechazo de la elaboración poética:
214
I
Pero esos versos finales sí que afectan al proceso de natura
lización: pasamos de un nivel de vraisem blance (la lírica del elo
gio) a otro (el acto de elogio, en relación con sus modos conven
cionales) y leemos el poema como un elogio más fervoroso pre
cisamente porque puede dar por sentadas las convenciones con con
ciencia de su fragilidad. De forma semejante, P oetry de Marianne
Moore, con su famoso th ere a re things that are im portant beyond
all this fid d le («hay cosas que son más importantes que este vio
lín»), no entraña un rechazo ni una revelación de las convenciones
del género, especialmente porque el «violín» queda admirablemen
te de manifiesto en su elaborada forma silábica; pero sí que trasla
da el proceso de naturalización a otro nivel al forzarnos a conside
rar, para volver inteligible el poema, la relación entre el signifi
cado de afirmaciones como 1, too, dislike it («también a mí me
desagrada») en el discurso ordinario y su transmutación por el
contexto poético.
La mejor forma de explicar ese nivel de vraisem blance y natu
ralización puede ser la de decir que la apelación a las convencio
nes del género o la oposición a ellas produce un cambio en el
modo de lectura. Nos vemos forzados a lanzar más lejos nuestra
red para incluir algo más que el tercer nivel de vraisem blance e
inteligibilidad y debemos permitir que la oposición dialéctica que
el texto presenta produzca como resultado una síntesis en un ni
vel superior en que los motivos de la inteligibilidad son diferentes.
Leemos el poema o la novela como un aserto sobre los poemas o
las novelas (dado que, mediante su oposición, ha obscurecido ese
tema). Interpretarlo es ver cómo usa diferentes tipos de contenido
o recursos para hacer un aserto sobre la ordenación imaginativa
del mundo que se produce en la literatura. Esperamos que el tex
to tenga coherencia desde ese punto de vista, y, naturalmente, una
vez más tenemos modelos de lo vraisem blable en ese nivel que
ayudan al proceso interpretativo: un repertorio de funciones tra
dicionales de la literatura y de actitudes hacia ella (el texto se
vuelve inteligible en ese nivel cuando encontramos dichas actitu
des en él) y una apreciación del modo de leer los elementos o
imágenes particulares como ejemplos del proceso literario. Al leer
muchos textos modernos, ese nivel de vraisem blance y naturali
215
zación pasa a ser el más importante, y en cierto sentido presenta
la ventaja de ser menos reductivo que los otros, pues no necesita
resolver una dificultad, sino que puede reconocer que lo que re
quiere interpretación es la existencia de una dificultad antes que la
propia dificultad.
216
que se sitúe más allá de la ideología y la convención nos hacen
traspasar, como razonaremos en el capítulo 10, los límites del sen
tido totalmente.
La parodia y la ironía
218
rosas, pero aquí nos vemos detenidos ante el absurdo de las imá
genes empíricas... de esa forma de pasar nuestro tiempo real
mente. Y el brillante verso T he w in d w ithin a w in d unable to
speak fo r w in d («El viento dentro de un viento incapaz de ha
blar por el viento»), que parodia el comienzo de la sección quinta
de Ash W ednesday (S till is th e unspoken w ord , th e W ord un-
h ea rd J T h e W ord w ith ou t a w ord, th e W ord w ithin ¡T h e w orld
and fo r th e w orld [«Fija está la Palabra no pronunciada, la Pala
bra no oída, / La Palabra sin palabras, la palabra dentro/ del
mundo y para el m undo»]) refuerza, mediante la substitución de
w ind, la sugerencia de pomposidad que hace de función integra-
dora de la parodia. Mientras que las pomposidades superficiales
de Four Q uartets (And w hat y o u ow n is w hat y o u d o n o t own/
And w h ere you are is w h ere y o u are n ot [«Y lo que posees es lo
que no posees / Y donde estás es donde no está s»]) se sitúan
y moderan mediante cambios inmediatos a otro modo que puede
leerse como comentario indirecto (T h e w ou n d ed su rgeo n p lies th e
Steel¡T h at q u estion s th e d istem p ered part [«E l cirujano herido
aplica el acero / que interroga la parte enferma»]), la vraisem
blance de la parodia insiste en una lectura literal que revela la
distancia entre la interpretación natural y lo que la poesía de
Eliot requiere cuando se la toma en serio.
La parodia entraña la oposición entre dos modos de vraisem
blance, pero, a diferencia del cuarto caso, sus oposiciones no con
ducen a la síntesis en un nivel superior. Más que nada, queda
afirmado temporalmente el predominio de la vraisem blan ce del
propio autor de la parodia. En este sentido, la parodia se parece
a la ironía (si bien en otros sentidos son muy diferentes: pues la
ironía depende de efectos semánticos más que formales). Kierke-
gaard sostiene que el irónico auténtico no desea ser entendido y,
aunque los irónicos auténticos pueden ser raros, por lo menos po
demos decir que la ironía siempre ofrece la posibilidad del malen
tendido. Ninguna oración es irónica p er se. El sarcasmo puede
contener incoherencias internas que vuelvan de todo punto evi
dente su intención e impidan que se lo lea excepto de un modo,
pero para que una oración sea propiamente irónica ha de ser posi
ble algún grupo de lectores que la interpreten de modo totalmente
219
literal. De lo contrario, no hay contraste entre el significado aparen
te y el supuesto ni espacio para el juego irónico. La ironía situa-
cional o dramática presupone con toda evidencia dos órdenes en
contraste: el orden postulado por el orgulloso protagonista se re
vela como mera semejanza, cuando cae en el orden contrario de la
justicia poética. La afirmación proléptica de un orden queda so
cavada por consecuencias que consideramos «apropiadas» en el sen
tido de que derivan de un orden diferente, si bien no necesaria
mente preferible.
Así, pues, la ironía situacional es un modo de recuperación exis-
tencial que usamos para hacer inteligible el mundo, cuando la in
teligibilidad que alguien ha postulado anteriormente resulta ser fal
sa. «Eso es exactamente lo que tenía que ocurrir», decimos cuan
do empieza a llover en el preciso instante en que iniciamos una
comida en el campo, comprendiendo que sería tristemente cómico
esperar que el universo se ajustara a nuestros planes pero prefi-
rindo sugerir, aunque sea en broma, que no nos es del todo indife
rente, sino que actúa de acuerdo con un orden contrario que po
dríamos captar: frustrará nuestros planes sistemáticamente. De
modo, que la ironía dramática en la literatura entraña el contraste
entre la visión del mundo que tiene el protagonista y el orden con
trario que el lector, armado de presciencia, puede captar.
La ironía verbal comparte esa estructura opositiva pero es bas
tante más compleja e interesante, pues habitualmente no suele ir
indicada por los acontecimientos que nos colocan ante la ironía
situacional (ni por el «poco sabía él que...» y «si por lo menos
hubiera yo comprendido q u e...» que anuncian la ironía dramática).
La percepción de la ironía verbal depende de un conjunto de ex
pectativas que permiten al lector percibir la incongruencia de un
nivel manifiesto de vraisem blan ce en el que el significado literal
de una oración podría interpretarse y construir una lectura iró
nica alternativa que concuerde con la vraisem blance que está cons
truyendo para el texto. A veces no es difícil identificar el juego
entre dos niveles de expectativas. Balzac escribe que Sarrasine, al
llegar a su primera cita con Zambinella, avait esp éré une cham bre
mal écla irée, sa m a itresse auprés d ’un brasier, un jaloux a deux
pas, la m ort e t l’am our, d es co n fid en ces éch a n gées a voix basse,
220
co eu r a coeu r, d es baisers périlleux («había esperado encontrar
una habitación mal alumbrada, su amante junto a un brasero, un
rival celoso a dos pasos, el amor y la muerte, confidencias inter
cambiadas en voz baja, de corazón a corazón, besos peligrosos»).
La superabundancia de detalles, la heterogeneidad del catálogo de
la enumeración —la mezcla de lo específico y de lo general— anun
cian que el autor hace esas observaciones con cierto distancia-
miento narrativo, que las cita como fragmentos de otro «texto»
al que está dando un tratamiento irónico. El «código de la pasión»,
conjunto de estereotipos culturales, «fundamenta lo que, según
se nos dice, siente Sarrasine» (Barthes, S/Z, p. 145). Para Sarra-
sine ése es el nivel eficaz de vraisem blan ce, el tipo de coheren
cia y de inteligibilidad a que aspira; pero el texto sugiere una
lectura irónica de ese nivel al proponer, implícitamente, otra vrai
sem blan ce de la que supuestamente contiene más elementos de
verdad: las expectativas de Sarrasine son descabelladas y noveles
cas; las habitaciones bien alumbradas y la ausencia de rivales ce
losos no son improbables.
Cuando no podemos localizar las fuentes precisas de la vrai
sem blan ce tratada irónicamente, el proceso de la ironía es más
complejo. En la conversación ordinaria las expectativas operativas
proceden de un conocimiento compartido de contextos externos:
conociendo tanto a George como a Harry, podemos sacar la con
clusión de que lo que George acaba de decir sobre Harry, no
concuerda con el texto de las actitudes justificables sobre Harry, de
que podemos suponer que George está familiarizado con dicho
texto, y, por tanto, que lo que ha dicho debe interpretarse iróni
camente. La declaración se naturaliza al interpretarse irónicamen
te, y eso puede ocurrir aun sin pensar que George puede estar
«citando» con inflexión irónica una declaración descabellada de
cualquier otra persona. En el caso de la literatura las expectativas
cooperantes dependen en grado todavía más complejo de la expe
riencia social y cultural.
Cuando Flaubert escribe que durante su enfermedad Emma
Bovary tuvo una visión de arrobamiento y pureza celestiales a los
que decidió aspirar, su lenguaje no ofrece indicaciones decisivas de
ironía:
221
Elle vou lu t d even ir u n e sainte. Elle ach eta d es chapelets,
elle porta d es am u lettes; elle souhaitait avoir dans sa cham
bre, au ch e v et d e sa con ch e, un reliquaire en ch á ssé d ’ém e-
raudes, pou r le baiser to u s les soirs.
222
remitirnos constantemente a un mundo cuya realidad afirma, con
fiere pertinencia a nuestros modelos de comportamiento humano
y nos permite detectar el carácter absurdo de significados apa
rentes.
Pero incluso en esa etapa inicial existe una dialéctica entre el
texto y el mundo, pues nuestro sentido de la ironía se ve forta
lecido, quizá provocado incluso, por el hecho de que a partir de
los testimonios dados esperamos que Emma sea una mujer ridicula
e indulgente consigo misma: un nivel de coherencia establecido
por el texto sirve de poín t d e rep ér e con el que intentemos rela
cionar cualquier observación sobre sus ideas y acciones.
Dado nuestro conocimiento del mundo y nuestro conocimien
to del mundo de la novela, estamos en condiciones de detectar iro
nía siempre que el texto ofrezca juicios con los que no coincida
mos d siempre que, con aparente imparcialidad, no emita un jui
cio en casos en que consideremos sería adecuado hacerlo. Pero,
naturalmente, hemos de habernos formado una impresión sobre
la vraisem blance narrativa —un nivel de coherencia en el que
habitualmente funciona la prosa de Flaubert— de modo que po
damos determinar si el texto es realmente irónico o si, por el con
trario, está describiendo sin ironía proyectos sobre los cuales, con
nuestro saber superior, podemos emitir un juicio irónico.
Así, pues, el tipo de vraisem blan ce o inteligibilidad que, en una
lectura irónica, oponemos al de las actitudes de Emma se com
pone de una diversidad de factores que tendemos a agrupar de
forma bastante precipitada bajo el ambiguo epígrafe de «contex
to»: nuestros modelos de vraisem blance en el nivel del comporta
miento humano, que proporcionan criterios de juicio; nuestras ex
pectativas sobre el mundo de la novela, que sugieren cómo deben
interpretarse los detalles relativos a las acciones y los personajes
y, en consecuencia, contribuyen a ofrecernos algo que juzgar; las
afirmaciones aparentes que hacen las oraciones cuya incongruencia
recuperamos al leerlas irónicamente; y, por último, nuestra apre
ciación de los procedimientos habituales del texto— una vraisem
blance irónica— que justifica nuestra actividad y nos da segurida
des en el sentido de que estamos participando en un juego a que
nos invita el texto.
223
Hasta ese proceso complejo entraña, esencialmente, la subs
titución de un significado aparente por un significado «verdadero»,
que justificamos basándonos en que con ello el texto se vuelve más
coherente. De hecho, esa necesidad de un segundo nivel de vrai
sem blan ce, una lectura «verdadera», le parece a Barthes el rasgo
más desafortunado de la ironía, pues detiene el juego del signi
ficado. Según él, es extraordinariamente difícil socavar o criticar
el estereotipo sin recurrir a otro estereotipo, que es el de la pro
pia ironía. C om m ent ép in gler la b étise sans s e décla rer in telligen t?
C om m ent un c o d e peut-il a voir barre su r un autre sans ferm er
abu sivem en t le plu riel d es co d es? («¿Cómo podemos acusar de
la estupidez sin declararnos inteligentes? ¿Cómo puede un có
digo aventajar a otro sin cerrar abusivamente el plural de los có
digos?») {S/Z, p. 212). ¿Cómo puede el ironizador criticar un
punto de vista o una actitud por ser demasiado limitados sin
afirmar la integridad y verdad de su propia concepción?
Verdaderamente, se trata de una cuestión crucial, pues de la
descripción ofrecida hasta aquí podría parecer que la naturaliza
ción irónica tiene pretensiones más grandiosas que las cosas que
rebaja. En el momento en que proponemos que un texto signifique
algo diferente de lo que parece decir, introducimos, como recursos
hermenéuticos que deben conducirnos hasta la verdad del texto,
modelos que están basados en nuestras expectativas sobre el texto
y sobre el mundo. El cínico podría decir que la ironía es la forma
última de recuperación y naturalización, con lo que nos asegura
mos de que el texto dice lo que queremos oír. Reducimos lo ex
traño o incongruente, e incluso actitudes con las que no estamos
de acuerdo, dándole el calificativo de irónico y haciendo que con
firme, en lugar de defraudar, nuestras expectativas.
Pero también podríamos invertir esa definición y, enfocando
su faceta menos cínica, decir que al calificar de irónico un texto
indicamos nuestro deseo de evitar la exclusión prematura, de per
mitir al texto surtir efecto lo más plenamente que pueda, de con
cederle beligerancia permitiéndole contener cualesquiera dudas que
se nos ocurran al leerlo. Es decir, que, una vez establecidas las
expectativas de la ironía, podemos emprender lecturas irónicas que
no conduzcan a una certeza o «actitud verdadera» que pueda opo
224
nerse a la declaración aparente del texto, sino sólo a una vraisem
blance formal o nivel de coherencia formal que es el de la pro
pia incertidumbre irónica. Lo que se contrapone a la apariencia
no es la realidad, sino la pura negatividad de la ironía ininterrum
pida.
En Stephen Crane, por ejemplo, encontramos muchos ejemplos
de incongruencias superficiales: violaciones del registro, que ten
demos a suponer irónicas; pero es extraordinariamente difícil lo
calizar afirmación encubierta alguna tras ellas. Cuando se nos dice
en T he O pen Boat que «muchos hombres deben de tener una
bañera mayor que el barco que aquí surcó el mar» podemos identi
ficar la ironía de la inversión: el barco es del tamaño de una ba
ñera y, como una bañera, está lleno de agua, pero las bañeras están
destinadas a mantener el agua dentro y los barcos a mantener el
agua fuera. Pero eso de que «muchos hombres deben de» dice algo
extraño que resulta difícil situar: una frase que parece connotar
sólo indiferencia por parte del narrador, renuencia a hacerse res
ponsable de la prosa. «Aquellas olas eran bruscas y altas de modo
ilícito y bárbaro y cada cresta de espuma era un problema para
la navegación del barquichuelo.» También en este caso existe un
problema fundamental de tono, una sugerencia de ironía; pero las
olas son bárbaramente altas: ¿estamos dispuestos realmente a sos
tener que el narrador está haciendo un guiño irónico a los hom
bres del barco, haciéndoles pensar que las olas son ilícitamente
bruscas y rebajando el carácter egocéntrico de esa visión? ¿Revela
realmente la litotes ligeramente pomposa «un problema para la na
vegación del barquichuelo» su dificultad para gobernarlo e impe
dir que se hunda? Podríamos multiplicar los ejemplos casi indefi
nidamente, y la única solución satisfactoria es naturalizar esas ex
trañas observaciones en el nivel de una ironía dudosa.
Barthes dice que Flaubert:
225
8 . — LA POÉTICA
d e l’écritu re ( le sen s d u travail qui la co n stitu e) est d ’em-
p é ch er d e jarnais rép on d re a c e t t e q u estion : Qui parle?
226
renda. Aunque en la jerga estructuralista se tiende a considerar
lit naturalización como algo negativo, es una función inevitable de
U lectura; y por lo menos puede valer la pena observar que, cuan
do los formalistas rusos —cuya obra sobre este tema no han re
chazado los estructuralistas— hablaban de naturalización bajo el
encabezamiento de «motivación», la consideraban algo muy posi
tivo realmente. Un elemento estaba motivado, si tenía una función
en el texto, literario, y en principio todos los elementos de una obra
de arte lograda debían estar motivados. La función más humilde
era la «motivación realista»: si en la descripción de una habitación
aparecen elementos que no nos dicen nada sobre un personaje y
no desempeñan papel alguno en la trama, esa propia ausencia de
significado les permite anclar el relato en lo real mediante el sig
nificado: esto es la realidad. Como observa Barthes, esa función se
basa en la hipótesis, profundamente arraigada en la cultura occi
dental, de que pura y simplemente el mundo está ahí y, en conse
cuencia, la mejor forma de denotarlo es hacerlo mediante objetos
cuya única función es estar ahí (L’e ffe t d e réel, p. 87). Los for
malistas rusos identificaron también la «motivación de la compo
sición», en que un elemento queda justificado por su contribución
a la estructura de la trama o al retrato de un personaje, y la «mo
tivación artística», en que un elemento o recurso contribuye a
efectos artísticos especiales, de los cuales aquel del que hablaron
con mayor frecuencia fue el «extrañamiento» o renovación de la
percepción.19 Pero, como debe de haber quedado ya claro, esas
variedades de motivación representan formas diferentes de natu
ralizar el texto, de relacionarlo con modelos de inteligibilidad: la
motivación realista abarca mis niveles primero y segundo de vrai
sem blance-, la motivación de la composición, el segundo y el ter
cero; y la motivación artística, el segundo, el tercero, el cuarto y
el quinto. La crítica valora la motivación en la medida en que
considera su misión la construcción de un simulacro coherente e
inteligible del texto.
La insatisfacción estructuralista con respecto a la naturalización
no entraña la capacidad de superarla: no podemos eludir la natu
ralización, si pretendemos hablar de las obras literarias- lo único
que podemos hacer es posponerla y asegurarnos de que se produce
227
en un nivel superior y más formal. Sin embargo, existe el deseo
de eludir la exclusión prematura, de permitir que el propio texto
se diferencie del lenguaje ordinario, de garantizar el máximo al
cance al juego de los rasgos formales y de las incertidumbres se
mánticas. En lugar de intentar resolver las dificultades para produ
cir temas o declaraciones por parte de un personaje sobre un pro
blema particular, podemos intentar preservar dichas dificultades or
ganizando el texto como una ilustración de determinados proble
mas. En el nivel más alto son problemas del propio lenguaje.
El examen del proceso de lectura como naturalización produ
ce, naturalmente, una disposición hacia ese tipo de crítica, porque,
si hemos tomado conciencia de las diferentes operaciones naturali-
zadoras que entrañan la lectura y la crítica, prestaremos renovada
atención al modo como resiste el texto las operaciones que preten
demos realizar sobre él y al modo como supera el significado que
podemos descubrir en cualquier nivel de vraisem blance. En con
secuencia, los rasgos más interesantes de un texto —los rasgos
sobre los cuales puede preferir extenderse la crítica estructuralis
ta— se convierten en aquellos mediante los cuales afirma su ca
rácter distintivo, su diferencia con respecto a lo que ya tratan los
modelos culturales de la literatura como institución. Pero éste es
un tema que hemos de dejar para el último capítulo. Todavía hay
mucho que decir sobre la propia poética antes de pasar a una crí
tica que se derive de la poética. Si los estructuralistas se han apre
surado demasiado a superar los sistemas de convención, no esta
mos obligados a seguir su ejemplo, especialmente porque las viola
ciones de las normas que les interesan sólo son posibles gracias a
normas que se han puesto a investigar detalladamente con dema
siada impaciencia. Ahora hemos de intentar exponer la labor que
se ha hecho con respecto a los sistemas de la lírica y de la novela
e indicar los casos en que hay que trabajar más.
228
CAPITULO 8
LA POETICA DE LA LIRICA
H eavenly hurt it g iv es us —
W e can fin d no scar,
B ut internal d ifferen ce,
W here th e M eanings are
E m i l y D ic k in s o n
229
go un nuevo conjunto de expectativas, un conjunto de conven
ciones que determinan cómo debe leerse la secuencia y qué clase
de interpretaciones pueden derivarse de ello. El fait d ivers se con
vierte en una tragedia menor pero ejemplar. «Ayer», por ejemplo,
adquiere una fuerza completamente diferente: al referirse ahora
al conjunto de «ayeres» posibles, sugiere un acontecimiento co
mún, casi casual. Es probable que demos una importancia nueva
a la premeditación de s ’est je t e e (literalmente, «se arrojó») y a la
pasividad de «sus ocupantes», definidos en relación con su auto
móvil. La falta de detalles o de explicación connota cierto absur
do, y el estilo neutro, de repertorio, se interpretará indudablemen
te como comedimiento y resignación. Podríamos observar incluso
un ingrediente de intriga después de s ’est je t é e y descubrir trivia
lidad en el posible retruécano a partir de platane (plat = «llano»)
y en el carácter final de la palabra aislada tués.
Esto es claramente diferente del modo de interpretar la prosa
periodística, y esas diferencias sólo pueden explicarse por las ex
pectativas con que nos acercamos a la poesía lírica, las convencio
nes que rigen sus posibles modos de significación: el poema es
atemporal (a eso se debe la fuerza nueva de «ayer»); está com
pleto en sí mismo (a eso debe la importancia de la ausencia de
explicación); debe tener coherencia en un nivel simbólico (a eso
se debe la nueva interpretación de s ’est je t é e y de ses occu p a n ts);
expresa una actitud (eso explica el interés en el tono como pos
tura deliberada); sus disposiciones tipográficas pueden recibir in
terpretaciones espaciales o temporales («intriga» o «aislamiento»).
Cuando leemos el texto como un poema, nuevos efectos pasan a
ser posibles, aunque las convenciones del género producen una
nueva gama de signos.
Esas operaciones interpretativas no son estructuralistas en sen
tido alguno; son en gran medida las que los lectores y los críticos
aplican con mayor sutileza a poemas de mayor complejidad. Pero
la tosquedad del ejemplo tiene la virtud de subrayar hasta qué
punto se basa la lectura e interpretación de poemas en una teoría
implícita de la lírica. «No se olvide», escribe Wittgenstein, «que
un poema, aunque esté compuesto en el lenguaje de la informa
ción, no se usa en el juego lingüístico en cuestión».2 Pero no basta
230
en absoluto con recordar eso; hay que preguntarse cuál es la natu
raleza del juego lingüístico en cuestión.
La poesía se encuentra en el centro de la experiencia literaria
porque es la forma que afirma con mayor claridad el carácter es
pecífico de la literatura, su diferencia con respecto al discurso
ordinario de un individuo empírico sobre el mundo. Los rasgos
específicos de la poesía tienen la función de diferenciarla del habla
y alterar el circuito de la comunicación dentro del que se inscribe.
Como nos dicen las teorías tradicionales, la poesía es fabricación;
escribir un poema es un acto muy diferente del de hablar con un
amigo, y el orden formal de la poesía —las convenciones del final
de los versos, de los ritmos y de las pautas fonéticas— contribu
yen a hacer que el poema sea un objeto impersonal, cuyos «yo»
y «tú» son construcciones poéticas. Pero el hecho de que un texto
sea un poema no es el resultado necesario de sus propiedades lin
güísticas, y los intentos de basar una teoría de la poesía en una
descripción de las propiedades especiales del lenguaje de los poe
mas parecen condenados al fracaso.
Cleanth Brooks, por ejemplo, propuso una teoría del discurso
poético en su famosa frase, «el lenguaje de la poesía es el lengua
je de la paradoja» (T he W ell-W rought Urn, p. 3). Por su propia
naturaleza el discurso poético es ambiguo e irónico, revela tensión,
especialmente en sus modos de calificación; y la lectura atenta,
junto con el conocimiento de las connotaciones, nos permitirá des
cubrir la tensión y la paradoja de todos los poemas logrados. Así,
en el verso de Gray, T he sh ort and sim ple annals o f th e p o o r («Los
cortos y simples anales del pobre»), podemos notar una tensión
entre las connotaciones habituales de «anales» y los rasgos semán
ticos del contexto «cortos», «simples» y «los pobres» (p. 102).
Aunque Brooks y otros han encontrado tensión y paradoja en
poesía de todas las clases, la teoría fracasa como descripción de la
naturaleza de la poesía porque podemos encontrar tensión seme
jante en cualquier clase de lenguaje. La obra de Quine From a
L ogical P oint o f View raras veces se confunde con un poema,
pero su primera oración reza así: «Una cosa curiosa del problema
ontológico es su simplicidad». Existe tensión entre las asociacio
nes de «ontológico» y la afirmación de simplicidad, especialmente
231
porque el ensayo nos muestra que dista de ser simple. Además,
existe una ironía sutil en el uso de la palabra «cosa», generalmen
te asociada con los objetos físicos, pero usada en este caso para
lo que es ontológicamente problemático: un hecho o propiedad
relacional. De hecho, la tensión en este ejemplo parece mayor
que en el verso de Gray; y el crítico que quiera aceptar a Gray
como poeta y excluir a Quine de esa cofradía se verá obligado,
creo yo, a decir que la tensión es pertinente en el primer caso de
un modo que no lo es en el segundo, que debemos prestar aten
ción al primero pero no tenemos por qué prestar atención al
segundo.
Desde luego, si se usara la oración de Quine en un juego lin
güístico diferente, absorbido por convenciones diferentes, la iro
nía pasaría a ser dominante temáticamente:
232
nificantes que absorbe y reconstituye el significado. La primacía
de la disposición formal en pautas permite a la poesía asimilar
los significados que tienen las palabras en otros casos de la lengua
y someterlas a una nueva organización. Pero la significación de
las pautas formales es, a su vez, en sí misma una expectativa con
vencional, el resultado tanto como la causa de un tipo de atención
específica con respecto a la poesía. Como sostiene Robert Graves,3
una actitud motivadora que, más allá o más acá de los ras
gos prosódicos o semánticos, concede a la totalidad o a par
te del discurso esa presencia intransitiva y existencia abso
luta que Eluard llama «prominencia poética» ( l ’év id en ce
p o étiq u e). En este caso el lenguaje poético parece revelar su
auténtica «estructura», que no es la de una form a particular
definida por sus atributos específicos sino la de un estado,
un grado de presencia e intensidad a la que, por decirlo así,
se puede llevar cualquier secuencia, con tal de que se haya
creado a su alrededor ese m argen d e silen cio que la aísla en
medio del habla ordinaria (pero no como una desviación).
(F igures II, p. 150.)
233
Esto quiere decir que ni las pautas formales ni la desviación
lingüística del verso bastan para producir la estructura o estado
auténticos de la poesía. El tercer factor, decisivo, que puede ope
rar eficazmente, aun en ausencia de los otros, es el de la expec
tativa convencional, el del tipo de atención que recibe la poesía
en virtud de su posición dentro de la institución de la literatura.
Analizar la poesía desde el punto de vista de la poética es espe
cificar lo que interviene en esas expectativas convencionales que
hacen que el lenguaje poético esté sujeto a una teleología o fina
lidad diferente de la del habla ordinaria y cómo contribuyen esas
expectativas o convenciones a los efectos de recursos formales y
de los contextos externos que la poesía asimila.
Distancia y deixis
234
Mimos a modelos de la personalidad y del comportamiento huma-
§01 para construir referentes para los pronombres, pero sabemos
lie nuestro interés por el poema depende del hecho de que es algo
3 líerente del registro de un acto de habla empírico. Y si decimos
que la lírica no se oye propiamente, sino que se oye por casúa-
lldad, no nos hacemos la ilusión de estar escuchando por el ojo de
U cerradura; simplemente estamos usando esa ficción como re
curso interpretativo. En realidad, el hecho de que desarrollemos
IM S estrategias para superar la impersonalidad del discurso poé
tico es la confirmación más pronunciada de dicha impersonalidad.
La mejor forma de observar ese aspecto de la función poética
Cl hacerlo mediante las formas en que nuestras expectativas con
respecto a la lírica alteran los efectos de los deícticos. Los deíc-
tlcos son rasgos «orientadores» de la lengua que se relacionan con
la situación en que se produce la expresión, y para nuestros fines
los más interesantes son los pronombres de primera y segunda per
sona (cuyo significado en el discurso ordinario es «el hablante»
y «la persona a la que éste se dirige»), los artículos y demostrativos
•nafóricos que se refieren a un contexto externo y no a otros ele
mentos del discurso, los adverbios de lugar y de tiempo cuya
referencia depende de la situación en que se produce la expresión
(«aquí», «allí», «ahora», «ayer») y los tiempos verbales, especial
mente el presente no intemporal. La importancia de dichos deícti
cos como recursos técnicos en poesía no puede sobreestimarse, y
en nuestro deseo de hablar de un personaje poético reconocemos
desde el principio que dichos deícticos no van determinados por
una situación real en la que se produzca la expresión, sino que
funcionan a cierta distancia de ella. Cuando los cuatro primeros
P oetical S k etches de Blake (To Spring, To Sum m er, To Autumn
y To W inter) se dirigen a cada estación por turno y le piden que
acelere o difiera su visita, no aceptamos eso simplemente como
el contexto del discurso (Blake está dirigiéndose a las estaciones),
sino que reconocemos que semejante procedimiento es un recurso
cuyas consecuencias deben incorporarse dentro de nuestra inter
pretación del poema. ¿Cómo podemos construir un «yo» poético
que se dirija a las estaciones y qué podemos hacer con el «tú» al
que se dirige? Como escribe Geofrey Hartman,
235
Si bien llamar a las estaciones es un acto gratuito o ritual,
ayuda a colocar en primer plano el p a th o s lírico, el o r e ro
tu n do de su estilo. En este caso la voz se llama a sí misma,
evoca imágenes de su poder anterior. Blake se entrega a una
continua reminiscencia de dicho poder al ofrecernos un pas
tich e espléndido de ecos y temas procedentes d<_ la Biblia,
los clásicos, e incluso la tradición de la oda elevada del si
glo x v i i i . Todo es dicción poética, pero dicción poética en
busca de su verdad, que es la identidad, ahora perdida, del
espíritu poético y profético. (B eyon d Formalism, p. 194.)
236
I p la ced a jar in T en n essee,
And round it was, upon a hill.
237
sen tarse ju n to a nuestra cabaña ( . ..)
y con tem pla r las n u b es ( . . . )
¡Q u é ex quisitos lo s p erfu m es
arrebatados a tu h u erto ! ( ...) ]
238
A suelden b low : th e grea t w in gs beating still
A bove th e sta ggerin g girl, th e th igs ca ressed
By th e dark w ebs, h er nape cau ght in his bilí,
H e holds h er h elp less breast upan his breast.
H ow can th ose terrified va gu e fin g ers push
T he fea th ered glory from h er loosen in g thighs?
239
cial, sino que, tan pronto como hemos identificado su referencia
a la tumba, nos revela el tipo de acto ficticio ante el que nos en
contramos y, en consecuencia, cómo hemos de interpretar el poe
ma. Funciona como el tradicional siste viator del epitafio y, como
las convenciones de la poesía nos han acostumbrado a separar la
situación ficticia del acto empírico de enunciación, podemos leer
el poema como epitafio y entender el paso del m y del título al
th eir del segundo verso. Aunque las «inscripciones» de ese tipo
constituyen un subgénero de la poesía estrechamente relacionado
con el epigrama, el distanciamiento enunciativo que las convencio
nes de la deixis poética hacen posible nos permite concebir la
poesía lírica en general como un enfoque de la inscripción, si bien
se trata de una inscripción que cuenta una historia figurada de su
propia génesis.
Desde luego, la poesía contemporánea aprovecha la imperso
nalidad para fines más destructivos. El juego con los pronombres
personales y con las obscuras referencias deícticas que impiden al
lector construir un acto enunciativo coherente es una de las formas
principales de poner en cuestión el mundo ordenado que el cir
cuito ordinario da por sentado. Un solo ejemplo de John Ashbery
ilustrará muy bien las dificultades que surgen, cuando las incerti-
dumbres referenciales ponen obstáculos a la construcción de un
contexto enunciativo funcional.6
240
Y esco n d ién d o se d e la ob scu rida d en lo s pajares
ya p u ed en ser adultos
y el cen icer o d el a sesin o e s m ás fá cilm en te:
el la go un cu b o lila.»)
241
la plétora de deícticos nos impide construir una situación discur
siva y determinar sus constituyentes primordiales. Esos objetos
provocan una exploración de nuestras formas de ordenar más útil
de lo habitual, exploración que no comenzaría, naturalmente, si
no fuera por las convenciones iniciales que nos permiten construir
personajes ficticios para satisfacer las exigencias de coherencia y
pertinencia internas. «Al leer hemos de tomar conciencia de lo
que escribimos inconscientemente en nuestra lectura», dice Philip-
pe Sollers (L ogiques, p. 220). Nuestra «escritura inconsciente» es
un intento de ordenar y naturalizar el texto, que en poemas como
el de Ashbery es desafiado y cuestionado.
Nuestro recurso más importante para ordenar es, desde luego,
la noción de la persona o el sujeto hablante, y el proceso de lectura
se ve especialmente perturbado cuando no podemos construir un
sujeto que haga de fuente de la expresión poética. Así, pues, hay
una plausibilidad inicial en la afirmación de Julia Kristeva de
que el lenguaje poético entraña un paso constante del sujeto al
no sujeto, y de que «en ese o tro espacio en que la lógica del habla
es inestable, el sujeto se disuelve y en lugar del signo se instituye
la colisión de significantes que se anulan recíprocamente» (S em io-
tiké, p. 273). Pero, como han mostrado los ejemplos antes cita
dos, el sujeto individual empírico es lo único que se disuelve, o
mejor, se desplaza, trasladado a un modo diferente e impersonal.
El personaje poético es una construcción, una función del lenguaje
del poema, pero, aun así, desempeña el papel unificador del suje
to individual, y hasta poemas que dificultan la construcción de un
personaje poético se basan para sus efectos en que el lector haya
de construir una situación enunciativa. Como sostiene Henri Mesc-
honnic en un artículo acertado sobre Kristeva, es más fructífero
subrayar la impersonalidad de la escritura y el significado produ
cido por el intento de construir un personaje ficticio que hablar
de la desaparición del sujeto (P our la poétiq u e, II, p. 54). Ni
siquiera en poemas como el de Ashbery está bloqueado definiti
vamente el proceso naturalizador: podemos cambiar las referencias
de los deícticos a otro modo y decir que los versos son fragmentos
del lenguaje que podrían usarse referencialmente, pero que en este
caso están simplemente inscritos (la mano que escribe, después
242
de haberlo escrito, sigue adelante) y que la situación enunciativa es
la de la lengua elaborándose en fragmentos que se juntan y ordenan
mediante pautas formales. Si seguimos este camino, todavía pode
mos postular, como función unificadora, un personaje poético
cuyo habla anuncia, como escribe Ashbery en otro lugar,7
that th e carnivorous
W ay o f th e se lin es is to d ev o u r th eir ow n nature, leavin g
N othing but a b itter im pression o f absen ce, w h ich as w e
knoiv in v o lv es p resen ce but still.
N everth eless th ese are fu ndam ental absen ces, stru gglin g to
g e t up and b e o f f th em selves.
(q u e el carnívoro
M étodo d e esto s verso s es d evora r su propia naturaleza, no de-
ajando
Sino una amarga im presión d e ausencia, q u e com o
sabem os entraña presen cia aunque sosegada.
Aun así, son ausencias fundam entales, q u e se esfuerzan por
alzarse y m archarse.)
243
mente como criterio de excelencia: «un poema es más como un
árbol de Navidad que un organismo, dice John Crowe Ransom.8
Pero, aun cuando adoptemos su metáfora, puede resultarnos difícil
abandonar la idea de una totalidad armónica: algunos árboles de
Navidad están más logrados que otros, y sentimos inclinación a
pensar que la simetría y la disposición armoniosa de los adornos
contribuye algo al éxito.
Sin embargo, el detalle crucial es que aunque neguemos la ne
cesidad de que un poema sea una totalidad armónica, usamos esa
idea en la lectura. La comprensión es necesariamente un proceso
teleológico y una apreciación de la totalidad es el fin que rige ese
proceso. Idealmente, deberíamos poder explicar todos los elemen
tos de un poema y, de entre las explicaciones totales, deberíamos
preferir las que mejor consigiueran relacionar los elementos unos
con otros en lugar de ofrecer explicaciones separadas y sin relación.
Y los poemas logrados como fragmentos o ejemplos de totalidad
incompleta dependen para su éxito del hecho de que nuestra in
clinación a la totalidad nos permita reconocer sus lagunas y dis
continuidades y atribuirles un valor temático. Por ejemplo, Papy-
rus de Pound
S prin g...
T oo lo n g ...
G on gu la ...
244
una persona a la que se dirige el autor), considerando los vacio»
como figuras de la anticipación y de la falta de integridad. Es decir,
que interpretar el poema es dar por sentada una totalidad y des
pués dar sentido a los vacíos, ya sea explorando formas de com
pletarlos o atribuyéndoles significado como vacíos.
Las ideas de totalidad revisten diferentes formas en los escri
tos estructuralistas. Ya hemos hablado de la insistencia de Jakob
son en que los poemas revelen una rigurosa simetría en el nivel
de las pautas fonéticas y gramaticales. La teoría de Greimas sobre
la poesía lírica como manifestación discursiva de una taxonomía
entraña la tesis de que el lector avanza hacia una comprensión
del poema construyendo clases temáticas y de que lo que está
buscando es una homología de cuatro términos en que dos clases
opuestas van en correlación con valores opuestos. Naturalmente,
se trata de una hipótesis sobre las convenciones de la lectura, el
tipo de objetivo hacia el que vamos avanzando al leer. Todorov
habla de la lectura como «figuración» en que intentamos descubrir
una estructura central o recurso generativo que rige todos los
niveles del texto. Y Barthes dice que en la poesía moderna «las
palabras producen una continuidad formal de la que emana gra
dualmente una densidad intelectual o emocional sin ellas». Sin
embargo, las palabras individuales contienen todos los sentidos y
relaciones potenciales entre los cuales tendría que escoger el dis
curso comunicativo, por lo que «instituyen un discurso lleno de
lagunas y destellos, lleno de ausencias y de signos voraces, sin
una intención prevista y fija» {Le D egré zéro d e l’écritu re, pp. 34
y 38). El concepto de totalidad es fundamental porque sólo en
función de él podemos definir la acción de la poesía moderna: la
incapacidad para realizar, salvo momentánea y débilmente, la conti
nuidad prometida por las pautas formales. Como cualquier inte
resado en el acto de la lectura, Barthes ha de dar por sentado el
impulso hacia la fusión y la totalidad como una expectativa que
con frecuencia quedará defraudada por la acción de la propia lite
ratura, pero que, por una serie de razones distintas, es la fuente
de los efectos que prefiere describir.
La forma más fácil de observar el propósito de totalidad del
proceso interpretativo es en el caso de los poemas en que hay una
245
discontinuidad aparente. El poema lírico de Thomas Nashe Adieu,
fa rew ell ea rth’s bliss, concluye con la siguiente estrofa:
246
do como modelo la oposición que no se transforma sino que se
reduce mediante un cambio a otro modo, podríamos decir que el
último verso actúa como una evasión de la contradicción de los
dos versos anteriores al pasar del dominio del sentimiento y del
juicio al de la fe. Si otras interpretaciones parecen menos satisfac
torias que ésta, se debe indudablemente a que no consiguen alcan
zar estructuras que se corresponden con uno de nuestros modelos
elementales de totalidades.
En el ejemplo de Nashe los modelos de unidad nos ayudan a
relacionar tres elementos distintos y paralelos en una secuencia
paratáctica, pero también pueden usarse para descubrir estruc
tura en un poema que ya esté unificado, si bien de forma algo
refractaria, gracias a su sintaxis compleja.
Soupir
M on am e vers ton fro n t ou reve, ó calm e soeur,
Un au tom n e jo n ch é d e ta ch es d e rousseur,
Et v ers le ciel errant d e ton o eil angélique
M onte, co m m e dans un jardín m élancolique,
Fidéle, un blanc jet d ’eau sou p ire vers l’Azur!
—Vers l’Azur attend ri d ’O ctoh re pdle e t pur
Qui m ire aux grands bassins sa lan geu r in fin ie
Et laisse, su r l ’eau m o rte ou la fa u v e a gon ie
D es feu illes er re au v e n t e t creu se au fro id sillón,
Se trainer le so leil jaune d ’un lon g rayón.
Suspiro
(M i alma hacia tu fren te, d o n d e sueña, oh calm a hermana,
Un o toñ o cu b ierto d e pecas,
Y hacia el cielo erran te d e tu o jo an gélico,
Sube, co m o en un jardín m elancólico,
Fiel, un blanco su rtidor aspira al azur.
—Hacia el azur en tern ecid o d e o ctu b re pálido y pu ro
Q ue refleja en lo s gra n d es estan q ues su languidez infinita
Y deja, so b re el agua m uerta d o n d e la leonada agonía
De las hojas vaga co n el v ien to y cava un fr ío surco,
A rrastrarse el so l am arillo d e un largo rayo.)
247
Como dice Hugh Kenner, Mallarmé produce un único efecto,
y «el truco de la mezcla era hacer divagar a los elementos a
partir de una oración medular que los mantiene firmemente rela
cionados unos con otros y permite al intelecto del lector exten
derse sobre ellos» (S om e P ost-S ym bolist S tructures, pp. 391-2).
Pero para entender el efecto y captar el poema como un todo he
mos de clasificar sus elementos en estructuras que se oponen a la
organización sintetizadora de la sintaxis. La primera podría ser la
oposición entre lo vertical y lo horizontal: la aspiración del alma
y de la fuente blanca, por un lado, contra el agua «muerta» del es
tanque, la agonía de las hojas muertas, el frío curso de su vagabun
deo horizontal. Esa oposición proporciona una coherencia temática
elemental, pero deja sin explicar algunos rasgos del poema y, para
integrarlos, hemos de recurrir a otro modelo. Un otoño cubierto
de pecas «sueña» en la frente de la mujer, y el azur al que el
surtidor blanco aspira se refleja en el estanque del surtidor, de
modo que en ambos casos el fin de la aspiración es una transfor
mación del punto de partida. Lo de arriba y lo de abajo se oponen
sólo para quedar conectados por el movimiento vertical de la aspi
ración, que es también, naturalmente, el acto sintetizador del
poema (el poema crea conexiones en un acto de homenaje y de
aspiración). Pero una vez más podríamos desear superar esa estruc
tura dialéctica y observar que el alma sólo está subiendo, sin lle
gar, y que una fuente no alcanza el cielo, sino que vuelve a caer
en el estanque. Además, en la medida en que el «cielo errante de tu
ojo angélico» se identifica con el azur, el largo rayo de un sol que
se pondrá no puede permanecer separado de la mirada de la mu
jer. Así, pues, puede que deseemos estructurar materiales previa
mente organizados, colocarlos en lo que es más o menos una ho
mología de cuatro términos, y decir que la mujer es al otoño lo
que la aspiración del alma es a su fracaso inevitable y no mencio
nado. Llegará el invierno y el sol se pondrá.
La aspiración a la totalidad del proceso interpretativo puede
considerarse como la versión literaria de la ley gestá ltica de Prág-
nanz: la de que hay que preferir la organización más rica compa
tible con los datos.9 La investigación en el terreno de la percep
ción artística ha confirmado la importancia de los modelos o ex
248
pectativas estructurales que nos permiten clasificar, seleccionar y
organizar lo que percibimos,10 y parece haber razones válidas para
suponer que, si al leer e interpretar poemas estamos buscando
unidad, debemos tener por lo menos nociones rudimentarias de
lo que contaría como unidad. Los modelos más básicos parecen
ser la oposición binaria, la transformación dialéctica de una opo
sición binaria, el desplazamiento de una oposición no resuelta
mediante un tercer término, la homología de cuatro términos, la
serie unida por un denominador común, y la serie con un térmi
no final trascendente o compendiador. Constituye una hipótesis
por lo menos plausible la de que el lector no se sentirá satisfecho
con una interpretación, a no ser que organice un texto de acuerdo
con uno de estos modelos formales de unidad.
Tema y epifanía
249
imaginistas, al haiku y a otros poemas breves que permiten a la
forma lírica afirmar su importancia. El poema de Pound In a Sta-
tion o f th e M etro,
250
insignificancia), razón por la cual debe ser el poema tan disperso,
superficial y trivial.
Naturalmente, semejantes operaciones no están limitadas a la
lectura de la poesía moderna. La lírica se ha basado siempre en la
hipótesis implícita de que se ha de conceder mayor importancia
a aquello a lo que se cante como una experiencia particular. Con
sidérese uno de los A mours de Ronsard:
251
Si lo sacamos de un contexto empírico sobreentendido, pode
mos leerlo como una versión pastoril que afirma el valor de una
visión matutina del amor, una ternura juguetona a la que da carác
ter inocente y, sin embargo, delicadamente sensual la identifica
ción de la mujer y la naturaleza. Para llegar a una lectura que
justifique el poema, hemos de transformar su contenido (riego de
las flores, enseñar a madrugar, etc.) en constituyentes de un eth os
generalizado.
Otra convención de tipo diferente, especialmente útil en el caso
de poemas oscuros o mínimos en que el hecho de que aparezcan
presentados como poemas es la única cosa de la que podemos estar
seguros, es la regla de que los poemas son significativos, si se
pueden leer como reflexiones sobre los problemas de la propia
poesía o exploraciones de ellos. El famoso poema de un verso de
Apollinaire es un excelente ejemplo apropiado:
Chantre
Et l’unique cord ea u d es trom p ettes marines.
(Cantor
Y el ú n ico co rd el d e las trom petas m arinas.)
252
cada: la de que el poema tiene un solo verso, porque la trompa
marina tiene una sola cuerda, pero que la ambigüedad funda
mental del lenguaje permite al poeta hacer música con un solo
verso. Semejante interpretación depende de tres convenciones ge
nerales —la de que un poema debe estar unificado, la de que debe
ser significativo temáticamente y la de que esa significación pue
de adoptar la forma de una reflexión sobre la poesía— y cuatro
operaciones interpertativas generales: que hay que intentar esta
blecer relaciones binarias de oposición o equivalencia, que hay
que buscar e integrar los retruécanos y las ambigüedades, que
hay que interpretar los elementos como sinécdoques (o metáforas,
etc.) para alcanzar el nivel de generalidad requerido y que lo que
un poema dice puede ponerse en relación con el hecho de que es
un poema.
La convención de que los poemas pueden leerse como declara
ciones sobre la poesía es extraordinariamente potente. Si un poema
parece totalmente trivial, es posible considerar la trivialidad como
una declaración sobre la trivialidad y, en consecuencia, sacar una
sugerencia de que la poesía no puede superar el lenguaje, que es
inevitablemente distinto de la experiencia inmediata o, alternativa
mente, que la poesía debe celebrar los objetos del mundo mediante
el simple procedimiento de nombrarlos. La capacidad de dicha
convención para asimilar cualquier cosa y dotarla de significación
puede conferirle una naturaleza dudosa, pero su importancia pue
den atestiguarla, por ejemplo, la mayoría de los escritos críticos
sobre Mallarmé y Valéry. Existe un sentido en el que toda la poe
sía figurativa —toda la poesía que no aparece presentada como pro
duciéndose totalmente dentro de la propia mente— es alegórica:
una alegoría del acto poético y la asimilación y transformación que
realiza.13
Naturalmente, existen otras convenciones sobre el tipo de signi
ficación que se puede descubrir en los poemas, pero en general
ésas se convierten en propiedad de escuelas particulares. Una
convención biográfica indica al lector que vuelva significativo el
poema descubriendo en él el testimonio de una pasión, idea o
reacción y, por tanto, leyéndolo como un gesto cuya significación
estriba en el contexto de una vida. Existen convenciones psicoa-
253
nalíticas y sociológicas análogas. Los partidarios del N ew Criticism,
que intentaba leer cada poema desde su propio punto de vista, sus
tituían convenciones de significación más explícitas por un huma
nismo liberal común (si bien la noción de tensiones equilibradas
o resueltas era extraordinariamente importante 14), con lo que des
plegaban lo que R. S. Crane llama un «conjunto de términos de
reducción» hacia el que debía avanzar el análisis de la ambivalen
cia, la tensión, la ironía y la paradoja: «muerte y vida, bien y mal,
amor y odio, armonía y conflicto, orden y desorden, eternidad y
tiempo, realidad y apariencia, verdad y falsedad... emoción y
razón, complejidad y simplicidad, naturaleza y arte» {The Langua-
g e s o f Criticism and th e S tru ctu re o f P oetry, pp. 123-4). Esas opo
siciones funcionan como modelos rudimentarios del tipo de sig
nificación temática que el lector intenta encontar en los poemas.
Por otro lado, una crítica estructuralista, a diferencia de una poé
tica estructuralista que no aspira a la interpretación, tiende a usar
como modelos de significación nociones del lenguaje, de la propia
literatura y del signo. El acto crítico logrado mostrará lo que el
poema da a entender sobre la naturaleza del signo y del propio
acto poético. Desde luego, no hay forma de escapar de esos mode
los totalmente, por la sencilla razón de que debemos tener una
idea, por poco definida que esté, del fin al que tendemos con la
lectura.
Resistencia y recuperación
254
«El poema debe oponer resistencia a la inteligencia/Casi con
éxito», dice Wallace Stevens; y su carácter distintivo estriba en
dicha resistencia: no necesariamente la resistencia de la oscuridad,
pero por lo menos la resistencia de las pautas y las formas cuya
pertinencia semántica no es evidente de forma inmediata. Podemos
considerar la crítica de este siglo como un intento de aumentar la
gama de los rasgos formales a los que puede atribuirse pertinen
cia y de encontrar formas de analizar sus efectos en función del
significado. Pero, naturalmente, la lectura de la poesía siempre ha
entrañado operaciones destinadas a hacer volver inteligible lo poé
tico, y la poética siempre ha intentado, aunque sólo fuera implícita
mente, especificar la naturaleza de dichas operaciones.
La retórica, por ejemplo, «venerable antepasada» del estruc
turalismo, fue esencialmente un intento «de analizar y clasificar
las formas del habla y de volver inteligible el mundo del lenguaje»
(Barthes, S cien ce versu s literature, p. 897). La teoría retórica
intentaba justificar diferentes rasgos de las obras literarias nom
brando1as y especificando qué figuras eran apropiadas para gé
neros particulares. Según Genette, la animaba el deseo «de des
cubrir en el segundo nivel del sistema (la literatura) la transparen
cia y rigor que ya caracterizaban al primero (la lengua)» (F igures,
p. 220). De hecho, parece probable que el desprestigio en que ha
caído la retórica —o había caído hasta que los estructuralistas in
tentaron resucitarla— se debió a un malentendido con respecto
a su función. Como no podemos recorrer un texto y calificar las
figuras retóricas sin haber entendido ya el texto, el análisis retóri
co, como disciplina clasificatoria, puede parecer perfectamente una
actividad estéril y auxiliar que no hace contribución importante al
guna a la crítica. Pero una teoría semiológica o estructuralista de
la lectura nos permite invertir la perspectiva y considerar la for
mación retórica como una forma de proporcionar al estudiante una
serie de modelos formales que puede usar en la interpretación de
las obras literarias. Cuando se tropiece con el veso de Malherbe,
255
descubrirá que las figuras retóricas con que está familiarizado de
finen una serie de operaciones que puede realizar con fe r hasta
que descubra que la mejor lectura (la más vraisem blable) es la
que entraña dos sinécdoques (hierro —» arma; hierro —> arado).
Aunque los estructuralistas no han concedido toda la importancia
que habrían podido conceder a esto, sus análisis dan a entender
que las figuras retóricas son instrucciones sobre cómo naturalizar el
texto pasando de un significado a otro —desde lo «desviado» a lo
integrado— y calificando esa transformación de apropiada para
un modo poético particular. Cuando un amante es «muerto» por
la mirada de su amada, el lector ha de realizar una transfc-mación
semántica para volver inteligible el texto; de lo contrario, como
Helena en Faust, parte II, confundirá la galantería hiperbólica con
la tragedia; pero también debe reconocer el desvío semántico del
texto como una forma genérica de elogio. La figura retórica, dice
Genette, «no es otra cosa que una conciencia de la figura, y su
existencia depende totalmente de que el lector sea o no conscien
te de la ambigüedad del discurso que tiene delante» {ibid.., p. 216).
Existe una figura retórica, cuando el lector percibe un problema en
el texto y adopta determinadas medidas regidas por reglas para
idear una solución.
La mejor forma de ilustrar la productividad de las operaciones
retóricas es tomar una frase y ver cómo permiten las diferentes
figuras desarrollarla. Si un poema empezara por: «Cansado del
roble, vagué...», podríamos someter «roble» a una diversidad de
operaciones semánticas que conduzcan a una gama más amplia de
significados potenciales. El G roupe d e Liég e ha hecho mucho por
formalizar las operaciones retóricas, y, si seguimos el análisis de su
R h étoriq u e gén éra le, podremos comprender por qué constituyen
las figuras retóricas la base de la interpretación. Según dicho aná
lisis, existen dos tipos de «descomposición» usados al construir
las figuras semánticas: el todo puede dividirse en sus partes (árbol:
tronco, raíces, ramas, hojas, etc.), o una clase puede dividirse en
sus miembros (árbol: roble, sauce, olmo, castaño, etc.). La figura
retórica más básica, la sinécdoque, a un tiempo usa esas relacio
nes y nos permite pasar de la parte al todo, del todo a la parte,
del miembro a la clase y de la clase al miembro. Esas cuatro ope
256
raciones, aplicadas al «roble», producen una diversidad de lec
turas:
257
9 . — LA POÉTICA
El paso del miembro a la clase y al miembro es el procedi
miento más común de interpretar las metáforas.
De las otras dos formas de combinar un par de sinécdoques,
el paso de la clase al mismo miembro y a la clase de nuevo gene
ralmente es ilícito; no se le ha hecho el honor de atribuirle un
nombre y a las interpretaciones que siguieran ese modelo se las
consideraría muy discutibles: la clase de los perros tiene miembros
que también son miembros de la clase de los animales pardos,
pero (salvo en circunstancias extraordinariamente inhabituales, no
podemos considerar que «me gustan los perros» signifique «me
gustan los animales pardos». Sin embargo, la cuarta posibilidad
—el paso de la parte al todo y a la parte de nuevo— es metoni
mia: en «George ha estado persiguiento esas faldas», las faldas
y la muchacha están relacionadas como partes de un todo concep
tual o visual; en otros casos la causa puede substituir al efecto
o viceversa porque ambos son partes de un único proceso.
El repertorio de las figuras retóricas hace de conjunto de ins
trucciones que los lectores pueden aplicar, cuando tropiezan con un
problema en el texto, si bien en algunos casos lo importante no
es tanto las propias operaciones cuanto la seguridad que las cate
gorías retóricas ofrecen al lector: la seguridad de que lo que
parece extraño es en realidad perfectamente aceptable dado que
es expresión figurada de algún tipo y, por tanto, comprensible.
Si sabemos que la hipérbole, la litotes, el zeugma, la silepsis, el
oxímoron, la paradoja y la ironía son posibles, no nos sorprenderá
encontrar palabras o frases a las que haya que dar el tratamiento
que esas figuras sugieren. Podemos restarle énfasis a la hipérbole
o añadírselo a la litotes, atribuir dos significados a una sola pala
bra en un zeugma, diferenciar los significados de dos casos de
una palabra en la silepsis, dar por sentada la verdad de la expre
sión e intentar encontrar formas de salir de la contradicción en el
oxímoron y en la paradoja e invertir un significado literal en el
caso de la ironía.15 Desde luego, los lectores ya »o aprenden a
realizar esas operaciones al aprender a nombrar las figuras retó
ricas, pero los procesos de comprensión en que llegan a ser exper
tos son muy semejantes a los que Fontanier recomienda para la
identificación de los tropos:
258
examínese si la oración en conjunto, o cualquiera de las pro
posiciones que la componen o, por último, cualquiera de las
palabras que están al servicio de la expresión, no deberían
interpretarse en un sentido diferente al del significado literal
y normal; o si no se habría unido a este último otro que
fuera precisamente el que se quisiera dar a entender prin
cipalmente. En ambos casos es un tropo... ¿cuál es su espe
cie?... eso depende de su forma particular de significar o
expresar o de la relación que constituye su base. ¿Se basa
en un parecido entre dos objetos? Entonces es una metáfora.
(Les F igures du discou rs, p. 234.)
(p er o no es así en lo alto;
n o valen su bterfu gios, allí la acción se m uestra
259
en su auténtica naturaleza, y n oso tros n os v em o s obligados
hasta los d ien tes y la fr e n te d e nuestras faltas
a ren d irn os a la evid en cia )
260
palabra es una atención explicativa, un proceso de invención orde
nado en que la actividad puede ser más importante que los resul
tados pero en que los resultados pueden ordenarse. Para los estruc-
turalistas, la ordenación discursiva es menos importante; tienden
a concebir la poesía como una forma de liberar la palabra de las
constricciones que le impone el orden discursivo y no como una
forma de imponer nuevas constricciones: la palabra «centellea con
libertad infinita y está lista para irradiar hacia mil relaciones incier
tas y posibles».17 Por eso, a los estructuralistas les resulta difícil
escribir sobre poemas particulares excepto para razonar que ilus
tran la forma como la poesía socava las funciones del lenguaje
ordinario. Sin embargo y afortunadamente, la «labor del signifi
cante» en la que los estructuralistas insisten tanto no produce sim
ple desorden, sino que absorbe y reordena los contextos semán
ticos, y una de las funciones principales de la crítica ha sido natu
ralizar ese proceso intentando explicar el valorsemántico o los
efectos semánticos de diferentes tipos de organización formal.
El rasgo más obvio de la organización formal de la poesía es
la división en versos y estrofas. Hay que conceder algún tipo de
valor a la pausa al final del verso, el espacio entre estrofas, y una
estrategia es la de considerar la forma poética como una mimesis:
las pautas representan lagunas espaciales o temporales que pue
den tematizarse e integrarse en el significado del poema. Así, en
el Libro I de Paradise Lost el pasaje que cuenta el mito clásico
de la caída de Satán puede leerse como forma imitativa:
and h o w h e fell
Frorn H eaven, th ey fabled, Áhrown by angry J o v e
S heer o ’er th e crystal ba ttlem en ts: frorn tnorn
To n oon h e fell, fro m n oon to d e w y eve,
A su m m er’s day; and w ith th e settin g sun
D ropped from th e zenith like a falling star,
On L em nos th e A egean isle. (versos 740-6)
(y có m o cayó
d el cielo, refiere la fábula, arrojado p or el irritado J o v e
p or so b re lo s cristalinos m uros: d e la mañana
261
al m ediodía cayó, d el m ediodía a la víspera cu bierta d e rocío
d e un día d e veran o; y al p o n erse el sol
se d esp lom ó, d esd e el cén it, co m o estrella q u e su cu m be,
so b re L em nos, isla d el E geo.)
262
por encima de la pausa, descubrimos que la construcción no esta
ba completa en realidad y que a los elementos que preceden a la
pausa hay que atribuirles una función diferente en el nuevo todo.
El Libro IV de Paradise Lost ofrece un ejemplo especialmente
claro:
263
Ese tipo de naturalización se produce en un nivel diferente,
y muchos dirían más apropiado que el primero, pues permite a la
organización del poema absorber y reestructurar los significados en
lugar de considerar esa organización como la representación de
un estado de cosas. Indudablemente, en ese nivel es en el que
hay que situar la mayoría de los intentos de estudiar el ritmo y
las pautas de sonidos, pues a pesar de la interesante obra de Ivan
Fónagy sobre la asociación de sensación fónicas y visuales o tácti
les,21 el análisis de la poesía no puede avanzar demasiado, si se
limita a los efectos miméticos (onomatopeya) y al simbolismo fóni
co. Aunque esas cuestiones son muy obscuras, parece que en lugar
de intentar pasar directamente de la forma al significado de ese
modo deberíamos explicar las convenciones que permiten a los ras
gos formales organizar las estructuras semánticas y, de ese modo,
tener un significado de tipo más indirecto. Existen tres operacio
nes que podemos realizar. La primera es justificar una figura
fonética o rítmica como modo de subrayar o poner de relieve una
forma particular y de recalcar así su significado. En el verso de
Baudelaire, J e sen tís ma g o r g e serré par la main terrib le d e l’hys-
térie (Sentí mi garganta apretada por la terrible mano de la histe
ria), la palabra final une sonidos que van dispersos por todo el
verso y de ese modo hace de recapitulación. To th e E vening Star
de Blake pide a esa «brillante antorcha de amor» que
sca tter th y silver d ew
On ev e r y flo w er tbat sh uts its s w eet ey es
In tim ely sleep. Let th y ivest w ind sleep on
T he Lake; speak silen ce w ith thy glim m erin g eyes,
(esp a rce tu ro cío d e plata
so b re cada flo r q u e cierra sus d u lces ojos
en op ortu n o sueño. Q ue tu vien to d el o e ste duerm a so b re
el la go; habla en silen cio con tus brillantes ojos),
y la pauta métrica de In tim ely sleep. Let thy w est w ind sleep on,
en que on recibe el acento final y, por esa razón, pasa a significar
«siga durmiendo», intensifica la imagen del viento que duerme
sobre el lago y continúa durmiendo.
264
La segunda operación consiste en usar pautas métricas o foné
ticas para producir lo que Samuel Levin llama «acoplamientos»,
en que el paralelismo en el sonido o en el ritmo engendra o se
convierte en paralelismo de significado. En La D orm euse, de Valé-
ry, el poema se centra en el primer verso de la sextina, D orm euse,
amas d o ré d ’om b res et d ’abandons, y al principio podríamos sentir
la tentación de decir que la eufonía es una metáfora para refe
rirse a la belleza experimentada por el espectador al observar a la
«Durmiente, dorado amasijo de sombras y de abandonos». Pero la
pauta fonética conecta Dor, doré, d ’om bres, dons, y la palabra
que rima en el verso siguiente, d on s («dones»), con lo que pone
en relación un conjunto de elementos semánticos —dormir, oro,
sombras, dones— y plantea la posibilidad de la fusión. Además,
amas comprende am e («alm a»), que aparece dos veces en posición
tónica en el soneto, y am ie, que se refiere a la durmiente. Como
dice Geoffrey Hartman, la sílaba am recorre el poema producien
do el acoplamiento de esos elementos, y esa presencia de am e en
amas es la que «nos conduce al tema fundamental del poema: el
de que la belleza de las cosas es independiente de nuestro sentido
de lo humano», el alma está a un tiempo presente y ausente en el
«amasijo» {amas) y se encuentra en su apogeo cuando está oculta
y ejerce una atracción estética más que sentimental.22
O, por tomar un ejemplo de acoplamiento rítmico, en T he
R eturn («El regreso»), de Pound, una intensa figura rítmica une
los versos que nos dicen cómo fueron los dioses en un tiempo:
G óds o f th e w ín g éd sh ó e!
W íth them th e s'dver hóunds
sn íffin g th e trace o f atr!
265
al vacilante y desconsolado movimiento del regreso de los dioses: 23
266
I am th e da u gh ter o f Earth and W ater,
And th e nursling o f th e Sky;
I pass th rou gh th e p o res o f th e ocea n and S hores;
I cha n ge, but I cannot die.
For a fter th e rain w h en witk n ev er a stain
T he pavilion o f H eaven is bare,
And th e ivinds and sunbeam s witk their con vex gleam s
Build u p th e blue d o m e o f air,
I silen tly laugh at m y ow n cen otaph,
And ou t o f th e cavern s o f rain,
Like a ch ild fro m th e w om b, like a g h o st fro m th e tom b,
I arise and unbuild it again.
267
mos ver la intervención de una convención de la lírica: el uso de
un orden prosódico y fonético para elevarnos y alejarnos de los
contextos empíricos e imponer otro orden que podemos llamar,
precisamente, lo sublime.
Naturalizamos esa clase de poemas de modo formal y abstracto
mostrando qué rasgos diferentes cooperan en las pautas que ayudan
a afirmar la monumentalidad e impersonalidad de la poesía, pero
también podemos proporcionar un contexto general en que pasan
a ser significativos diciendo que su función es alejarse de la «dis
tancia media» del realismo y afirmar, como dice Wallace Stevens,
que «la alegría del lenguaje es nuestro señor» y que la creación
de ficciones es una actividad digna.
268
nes de la lírica. En consecuencia, nos vemos obligados a tomar del
estructuralismo un sistema teórico y a completarlo con elementos
procedentes de los escritos de críticos pertenecientes a otras tra
diciones que han estudiado la lírica con mejor resultado. Pero,
naturalmente, como ya he sugerido, la reorganización de los estu
dios críticos de ese modo puede ser en sí misma un paso adelante,
en el sentido de indicar qué problemas requieren mayor profundi-
zación si deseamos llegar a un entendimiento de las convenciones
de la poesía. En el caso de la novela, de la que ahora pasamos a
ocuparnos, los propios estructuralistas tienen bastantes más cosas
que decir, y el próximo capítulo puede adoptar una forma más
propiamente expositiva.
CAPITULO 9
POETICA DE LA NOVELA
270
demás, si no como personajes de una novela?» (L ogiques, p. 228).
La novela es el agente semiótico primordial de inteligibilidad.
Llsibilité, illisibilité
271
gama de novelas de que disponemos, sería extrordinariamente
sorprendente que pudiéramos evitar reconocer, incluso al leer
textos anteriores al siglo xx, que connotan y nos obligan a desple
gar modelos diferentes de personalidad, causalidad y significación.
Aun en los casos en que las propias novelas no pongan en cues
tión los modelos en que se basan, la variedad de modelos que se
presentarán ante un lector desempeña una función crítica al pro
vocar comparación y reflexión.
La distinción entre texto legible y texto ilegible, entre la
novela «tradicional» o «balzaciana» y la novela moderna (habitual
mente representada por el n ouveau rom án), entre —y éste es el
avatar más reciente— lo que Barthes llama el tex te d e plaisir y el
tex te d e jouissance, ha sido tan fundamental en los estudios es
tructuralistas sobre la novela, que, a pesar de su utilidad al indu
cir a centrar la atención en los modos de orden y de inteligibili
dad, amenaza con establecer una oposición deformada que entorpe
cería gravemente nuestro estudio de la novela. Afortunadamente,
el propio Barthes admite implícitamente que se trata de conceptos
funcionales más que de clases de textos. Según observa, algunas
personas parecen desear un texto que fuera plenamente moderno y
propiamente ilegible, «un texto sin sombra, separado de la ideolo
gía dominante», pero sería «un texto sin fertilidad, sin productivi
dad, un texto estéril» que no produciría nada. «El texto necesita
su sombra (...) alguna ideología, alguna mimesis, algún tema.»
Necesita por lo menos focos, vetas, sugerencias de ese tipo: la
subversión requiere un ch ia roscu ro (Le Plaisir du tex te, p. 53).
Y, a la inversa, el texto «legible» o tradicional no puede ser, sin
volverse estéril, totalmente predecible e inteligible de forma evi
dente; ha de desafiar al lector de algún modo e inducir a una
nueva interpertación del yo y del mundo. Al hablar del nouveau
rom án como ruptura radical con la novela «balzaciana», Stephen
Heath cita la afirmación de Michel Butor de que el nouveau román,
mediante su práctica de la escritura, revela el mundo como una
serie de sistemas de articulación: «el sistema de significación den
tro del libro será una imagen del sistema de significados dentro
del cual se ve atrapado el lector en su vida diaria» (T he N ouveau
Román, p. 39). Pero, desde luego, todas las defensas de la novela
272
han dado por sentado que existía una relación de ese tipo: que
los significados experimentados al leer una novela tendrían rela
ción con la propia vida del lector y le permitirían considerarla de
modos nuevos. A pesar de su oposición a los modelos de inteligi
bilidad y de coherencia, la novela radical se basa en el vínculo
entre el texto y la experiencia ordinaria del mismo modo que
las novelas tradicionales.
Como reconoce Barthes, hay dos formas en que podríamos con
cebir esa oposición que los estructuralistas han convertido en su
recurso crítico básico. Podríamos decir que entre el texto tradicio
nal y el moderno, entre el placer del tex te d e plaisir y el goce del
tex te d e jouissance, sólo hay una diferencia de grado: el segundo
es simpleemnte una etapa posterior y más libre del primero;
Robbe-Grillet se desarrolla a partir de Flaubert. Pero, por otro
lado) podríamos decir que el placer y el goce son fuerzas parale
las que no se encuentran y que el texto modernista no es un
desarrollo histórico lógico, sino la huella de una ruptura o escán
dalo, de modo que el lector que disfruta con ambos no está sinte
tizando en sí mismo una continuidad histórica, sino viviendo una
contradicción, experimentando un yo dividido (Le Plaisir du texte,
pp. 35-6). Pero quizá deberíamos ir más lejos que Barthes y
decir que los hechos que le incitan a proponer esas dos con
cepciones indican que no estamos tanto ante un proceso histó
rico en que un tipo de novela sustituya a otra cuanto ante una
oposición que siempre ha existido dentro de la novela: una tensión
entre lo inteligible y lo problemático. Como observa Julia Kriste-
va, desde sus mismos comienzos la novela ha contenido las semillas
de la antinovela y se ha construido en oposición a diferentes nor
mas (Le tex te du román, pp. 175-6). Indudablemente, es sorpren
dente que cuando los estructuralistas escriben sobre los textos clási
cos acaben descubriendo lagunas, incertidumbres, ejemplos de sub
versión y otros rasgos que es demasiado fácil considerar como
específicamente modernos. Reconocer que en ese sentido existe una
continuidad dentro de la novela —entre Flaubert y Robbe-Grillet,
entre Sterne y Sollers— no nos obliga a abandonar la noción de
jou issa nce como un arrebato de dislocación producido por rupturas
o violaciones de la inteligibilidad.
273
Si organizamos nuestro enfoque de la novela de ese modo,
volvemos aplicables los textos estructuralistas a la novela en con
junto y no sólo a una clase particular de textos modernistas, y
centramos el estudio de la novela en los modelos de coherencia
y de inteligibilidad que emplea e impugna. Sin embargo, antes de
pasar a ocuparnos de dichos modelos, debemos considerar la teoría
estructuralista general de la novela como jerarquía de sistemas.
Existen tres dominios o subsistemas en que los modelos cultura
les son particularmente importantes: la trama, el tema y el perso
naje. Sin embargo, antes de pasar a ocuparnos de dichos modelos,
debemos considerar la teoría estructuralista general de la novela
como jerarquía de sistemas, las convenciones básicas de la ficción
narrativa que ese enfoque identifica, y las distinciones y catego
rías que se han aplicado en el propio estudio de la narración.
Si aplicamos a la novela el principio de Benveniste de que «el
significado de una unidad lingüística puede definirse como su capa
cidad para integrar una unidad de un nivel superior», podemos
decir que las unidades del discurso novelístico deben identificar
se por su función en una estructura jerárquica. Entender un texto,
dice Bearthes.
274
pretarlos como tales. Como ilustración, podemos examinar dos
niveles que están muy separados: un nivel de detalles triviales y un
nivel del acto de habla narrativo.
275
descripción parece tener una función puramente relacional, que
queda perturbada cuando la escritura introduce incertidumbres y
de ese modo desvía nuestra atención desde un supuesto objeto has
ta el propio proceso de la escritura (Les G om m es, III, iii). O tam
bién, en el párrafo inicial de Dans le lab yrin th e de Robbe-Grillet,
la descripción del tiempo parece establecer al principio un contex
to («Fuera está lloviendo»), pero cuando la siguiente oración in
troduce una contradicción («Fuera brilla el sol»), nos vemos obli
gados a advertir que la única realidad en cuestión es la de la
propia escritura que, como dice Jean Ricardou, usa el concepto de
un mundo para desplegar sus propias leyes.2
Si el proceso de reconocimiento no queda bloqueado en ese
nivel, entonces el lector dará por sentado que el texto está hacien
do ademanes hacia un mundo que puede identificar y, después de
asimilar dicho mundo, intentará volver a pasar del mundo al texto
para componer lo que ha identificado y darle significado. El segun
do paso en el ciclo de la lectura puede quedar perturbado, si el
texto emprende una excesiva proliferación de elementos cuya fun
ción parece puramente referencial. Las enumeraciones o descrip
ciones de objetos que no parecen determinadas por objetivo temá
tico alguno permiten al lector reconocer un mundo, pero le impi
den componerlo y le dejan con significados defectuosos o incom
pletos que siguen aplicándose al mundo o a su propia experiencia
en virtud de un reconocimiento previo. El carácter fundamental
de un discurso auténticamente «realista» o referencial es, como
dice Philippe Hamon, negar el relato o volverlo imposible al pro
ducir un vacío temático (u ne tkém atique vid e) (Qu’est-ce qu’u ne
d escrip tion ? , p. 485). Considérese, por ejemplo, la descripción por
parte de Flaubert de la escena que se ofrece a Bouvard y Pécuchet,
cuando se levantan la primera mañana y miran por la ventana
de su casa de campo recién adquirida:
276
en los arriates, donde se alzaban, aquí y allá, cipreses enanos
y árboles frutales. A un lado un camino emparrado conducía
a un cenador; al otro un muro sostenía escaleras; y, por de
trás, una cerca con celosía daba al campo. Al otro lado del
muro había un huerto; detrás del cenador, matorrales; al
otro lado de a cerca, un senderito. (capítulo 2)
277
sostiene que la novela del siglo xix se cuenta desde el punto de
vista del orden. Ya desempeñe el papel de analista social o de un
individuo que rememora, apagada toda clase de pasión, el narra
dor ha dominado el mundo y cuenta a una concurrencia civilizada
de oyentes una serie de acontecimientos que ahora pueden compo
nerse y nombrarse (Q u’est-ce q u e la littéra tu re? , pp. 172-3).
Quizá sea ése el caso más simple, en que el narrador se iden
tifica a sí mismo y al auditorio que se le une para examinar los
acontecimientos del pasado; pero incluso en los casos en que falta
el marco del cuento relatado junto al fuego, gracias a lo que
Barthes llama «el códico mediante el cual narrador y lector son
significados a lo largo de toda la historia misma»,4 podemos con
vertir el texto en una comunicación sobre un mundo situado con
respecto al narrador y al lector. Por ejemplo, en la primera página
de Silas M arner de George Eliot se nos dice que «en la época en
que los husos zumbaban en plena actividad en las alquerías...
podían verse, en distritos muy alejados de las sendas, o en las
entrañas de las colinas, ciertos hombres pálidos y diminutos». Los
artículos determinados y el «podían verse» afirman una situación
objetiva, que se sitúa a distancia del narrador y de los lectores,
a quienes hay que decir que en aquellos tiempos la superstición
rondaba a cualquier persona de aspecto singular. A medida que
empieza a surgir la imagen del narrador, se va esbozando la de un
lector imaginario. La narración indica lo que hay que contarle a
éste, cómo podría haber reaccionado él, qué deducciones o cone
xiones debe aceptar. Así, en T he M ayor o f C asterbridge, de Hardy,
las oraciones que afirman la objetividad de la escena indican lo
que el lector podría haber observado, si hubiera estado presente:
«Sin embargo, lo que era realmente peculiar en el avance de
aquella pareja y habría llamado la atención de cualquier obser
vador casual que de otro modo no se habría fijado en ellos, era el
perfecto silencio que guardaban». Hay intentos de establecer la
realidad de la escena deduciendo información a partir de ella,
como si el narrador no disfrutara de conocimiento especial, sino
que fuese un observador como el lector:
278
dos y eran los padres de la niña que llevaban en brazos.
Ninguna otra relación habría explicado la atmófera de vieja
familiaridad que el trío llevaba consigo como un nimbo mien
tras bajaba por el camino. (Capítulo 1)
279
descripciones no se realizan de acuerdo con lo que un lector adver
tiría o podría sacar en conclusión, si estuviera presente, y en con
secuencia resulta imposible organizar el texto como comunicación
entre un «yo» implícito y un «tú» implícito. «Casi todas las afir
maciones», dice Empson, «dan por sentado de ese modo que
sabemos algo, pero no todo sobre la cuestión tratada y nos dirían
algo diferente, si supiéramos más» (S even T ypes, p. 4). Cuando un
texto actúa como si el lector no estuviese familiarizado con las
mesas preparadas para cenar —cuando presenta descripciones sin
tener en cuenta el «orden de lo notable»— el lector ha de dar por
sentado que está intentando decirle más y encuentra dificultad para
descubrir cuál es en realidad «la cuestión tratada». Hay un exce
dente de significado potencial y una falta de foco comunicativo.
Las novelas que se ajustan a las expectativas miméticas dan
por sentado que los lectores pasarán del lenguaje al mundo, y,
como hay diferentes formas de referirse a la misma cosa, pueden
admitir una diversidad de retóricas. Al comienzo de Le P ére
G oriot, por ejemplo, el narrador de Balzac pasa a lo que es explí
citamente una reflexión sobre su relato, y tan pronto como la ima
gen del «carro de la civilización» ha conducido a un desarrollo
metafórico apropiado, atropellando corazones, partiéndolos y con
tinuando su «gloriosa marcha», se nos asegura que la propia histo
ria no contiene exageración alguna: Sachez-le: c e áram e n ’est ni
u ne fiction , ni un rom án: «Todo es cierto». Y unas páginas des
pués, tras una descripción dickensiana del «olor del albergue»,
que es exhuberancia lingüística desesperada más que un intento
de precisión, nos asegura la realidad o indescriptibilidad de su refe
rente: «quizá podría describirse, si se inventara un procedimiento
para sopesar las nauseabundas partículas elementales aportadas por
las nubes catarrales distintivas de cada huésped, joven o viejo».
Parece decir: no os dejéis engañar por mi lenguaje. Sea cual fuere
su elaboración, sólo es un gesto para remitiros a un mundo.
Esa clase de textos hacen una distinción interna entre relato
y presentación, entre objeto referencial y la retórica del narra
dor. Al emplear esa oposición en sus estudios de las novelas, los
estructuralistas han seguido el ejemplo de la lingüística basándose
en la distinción de Benveniste entre «dos sistemas distintos y com
280
plementarios... el de la historia (l ’h isto ire) y el del discurso (dis-
co u rs)» (P rob lém es d e lin guistiq u e gen éra le, p. 238). Decir que
una obra Üteraria es a un tiempo historia y naración parece intui
tivamente justo: al leer E x ercices d e style, de Raymond Queneau,
por ejemplo, reconocemos que la misma historia se ha contado
de noventa y cinco formas diferentes. Pero el paso de la distin
ción lingüística a la literaria se ha cargado de dificultades sorpren
dentes que llaman la atención sobre algunos aspectos interesantes
de la narración.
Benveniste basa su distinción en el sistema de los tiempos ver
bales: la diferencia entre el perfecto y el indefinido (passé sim ple
o p a ssé d éfin i) es la de que el primero establece un vínculo entre
el acontecimiento pasado y el presente en que hablamos del acon
tecimiento (por ejemplo, John ha comprado un coche). «Como el
tiempo presente, el perfecto pertenece al sistema lingüístico del
discurso, ya que su referencia temporal es al momento del habla,
mientras que la referencia del indefinido es al momento del aconte
cimiento.- (ib id ., p. 244). La distinción crucial es la existente entre
formas que contienen alguna referencia a la situación de la enun
ciación y formas que no la contienen. En consecuencia, los pro
nombres de primera y segunda persona quedan excluidos del sis
tema de l'histoire, como también los deícticos que dependen para
su significado de la situación o enunciación (ahora, aquí, hace dos
años, etc.).
Esto no es todavía una distinción entre un relato y su modo de
presentación, porque un relato podría contarse en el modo de l ’his
toire. Como ejemplo, Benveniste cita un pasaje de Gambara de
Balzac:
281
abrigo forrado de terciopelo y dejándolo colgar en él con
elegantes pliegues, continuó su paseo, sin permitir que le
distrajeran las miradas de los transeúntes. Cuando las luces
de las tiendas empezaron a encenderse y la noche le pareció
suficientemente obscura, se dirigió hacia la plaza del Palais
Royal como alguien que temiera ser reconocido, pues se
mantuvo por el lado de la plaza hasta la fuente, para poder
entrar en la calle Froidmanteau sin ser visto desde los coches
de caballos.
282
cualquier secuencia es a un tiempo una afirmación y un acto enun
ciativo. Por mucho que se esfuerce un texto por ser historia pura
en términos de Benveniste, seguirá conteniendo rasgos que carac
terizan una postura narrativa particular. El propio p assé sim ple
hace de signo formal de lo literario (en el sentido de que gene
ralmente se lo excluye del habla) y «connota un mundo construido,
elaborado, independiente, reducido a sus líneas significativas» y no
una realidad densa, confusa, abierta, arrojada ante el lector. Si el
texto anuncia que la m arquise so rtit á cin q heures, el narrador está
guardando distancias, ofreciéndonos un puro acontecimiento des
pojado de su densidad existencial. Por usar esa forma, la novela,
dice Barthes, convierte la vida en destino y la duración en tiempo
orientado y significativo {Le D egré zéro d e l'écritu re, p. 26). Ade
más, la inmensa variación en los personajes narrativos es conse
cuencia de las diferencias en el grado de conocimiento o de pre
cisión manifestado en la descripción. Compárese «encendió un
cigarrillo» con «tomando un cilindro blanco de la cajetilla y colo
cando uno de sus extremos entre los labios, alzó una maderita
encendida hasta una pulgada por debajo del otro extremo del cilin
dro». Aunque esas dos oraciones son h istoire desde el punto de
vista de Benveniste, connotan posturas narrativas diferentes en
virtud de sus relaciones con el «umbral de pertienencia funcional»
de nuestro segundo nivel de vraisem blance.
Pero la adaptación más confusa del análisis de Benveniste es
el intento de Barthes en su In tro d u ctio n a l’analyse stru ctu rale d es
récits de distinguir entre narración «personal» y narración «im
personal». Según dice, la primera no puede reconocerse exclusiva
mente por la presencia de pronombres de primera persona; exis
ten relatos o secuencias escritos en la tercera persona que son «en
realidad manifestaciones de la primera persona». ¿Cómo podemos
saber de cuál se trata? Basta con que reescribamos la secuencia,
sustituyendo é l por yo, y, si eso no entraña otras alteraciones, se
trata de una secuencia de narración personal (p. 20). Así, «él entró
en un estanco» puede reescribirse como «yo entré en un estanco»,
mientras que «pareció agradado con el aire distinguido que le
daba su uniforme» se convierte en la incongruente «parecí agra
dado con el aire distinguido que me daba mi uniforme», que
283
supone un narrador esquizofrénico. Los ejemplos que se resisten
a la reescritura son apersonales. Según Barthes, ése es el modo
tradicional del récit, que usa un sistema temporal basado en el
pretérito indefinido y destinado a excluir el presente del hablante.
«En el récit, dice Benveniste, nadie habla.»
Esto es de lo más confuso. De acuerdo con los criterios de Ben
veniste, «entró en un estanco» es impersonal. El rasgo que vuelve
impersonal el segundo ejemplo de Barthes es el «pareció», que
indica un juicio por parte del narrador y convertiría la oración, de
acuerdo con los cirterios de Genette, ya que no explícitamente con
los de Benveniste, en un ejemplo de discou rs y no de histoire.
Barthes ha invertido casi enteramente las categorías al tiempo que
afirmaba seguir el ejemplo de Benveniste. Lo que impide a una ora
ción ser reescrita en primera persona es la presencia de elementos
que implícitamente identifican al narrador con alguien diferente
del personaje citado en la oración, y así la señal del narrador se
convierte, por una curiosa paradoja, en el criterio de un modo «im
personal» de discurso. El análisis de Barthes indica la comple
jidad de la subjetividad en la narración y la utilidad de distinguir
entre el caso en que ningún otro punto de vista que no sea el del
protagonista va señalado (que llama personal) y aquel en que
otro narrador va indicado (impersonal), pero la distinción apenas
puede justificarse haciendo referencia al análisis lingüístico de
Benveniste. La lingüística puede haber sido una fuerza germinativa,
pero lo que se cosecha con frecuencia tiene poco parecido con lo
que se sembró.
La identificación de los narradores es una de las primeras for
mas de naturalizar la ficción. La convención de que en un texto
el narrador habla a sus lectores hace apoyo para las operaciones
interpretativas que se ocupan de lo extraño o aparentemente insig
nificante. En la medida en que la novela es, como dice George
Eliot, «una descripción fiel de los hombres y de las cosas, tal como
han quedado reflejados en mi mente», el lector puede tratar cual
quier cosa anómala como el efecto de la visión del narrador.
En el caso de la narración en primera persona, opciones para las
que el lector puede no encontrar otra explicación pueden inter
pretarse como excesos que revelan la individualidad del narrador
284
y como síntomas de sus obsesiones. Pero incluso en los casos en
que no hay narrador que se describa a sí mismo podemos explicar
casi cualquier aspecto de un texto postulando un narrador cuyo
carácter están destinados a reflejar o revelar los elementos en cues-
'ón. Así, La Jalousie, de Robbe-Grillet, puede recuperarse, como
ha hecho Bruce Morrissette, postulando un narrador obsesionado
por sospechas paranoicas, con lo que se explican ciertas fijaciones
de la descripción; Dans le labyrin th e puede naturalizarse leyéndolo
como el habla de un narrador que padezca amnesia.5 El texto más
incoherente podría explicarse suponiendo que es el habla de un
narrador delirante. Desde luego, semejantes operaciones pueden
aplicarse a una extensa gama de textos modernos, pero las obras
más radicales se proponen convertir esa clase de recuperación en
una imposición arbitraria de sentido y mostrar al lector hasta qué
punto depende su lectura de modelos de inteligibilidad. Como ha
demostrado admirablemente Stephen Heath, la forma de actuar
de esas novelas es volverse completamente triviales al quedar
naturalizadas y mostrar al lector a qué precio ha conseguido la
inteligibilidad (T he N ouveau Román, pp. 137-45). En palabras de
Barthes, la escritura pasa a ser escritura auténtica sólo cuando nos
impide responder a la pregunta «¿quién está hablando?».
No obstante, hemos desarrollado estrategias poderosas para
impedir que los textos se conviertan en escritura, y en los casos en
que nos resulte difícil postular un único narrador podemos recu
rrir a la convención literaria moderna —vuelta explícita por Henry
James y los numerosos críticos que han sugerido su ejemplo— del
punto de vista. Si no podemos componer el texto atribuyendo
todo a un único narrador, podemos descomponerlo en escenas o
episodios y atribuir significado a detalles considerándolos como
lo advertido por un personaje que estuviera presente en aquel
momento. Dicha convención puede considerarse como una estrate
gia desesperada para humanizar la escritura y hacer de la persona
lidad el punto focal del texto; y, de hecho, es digno de mención
que los autores que con mayor frecuencia se leen de ese modo son
aquellos que, como Flaubert, logran una impersonalidad que hace
que resulte difícil atribuir el texto a un narrador caracterizable.
R. J. Sherrington, que es uno de los defensores más extremos
285
de ese tipo de recuperación, nos dice, por ejemplo, que los pasa
jes de M adame B ovary que describen las visitas de Charles a la
granja donde conoce por primera vez a Emma emplean un punto
de vista limitado en el sentido de que «sólo se mencionan los
detalles que se imponen a la conciencia de Charles». Al entrar en
la cocina, advierte que los postigos están cerrados; «naturalmente,
ese hecho le hace fijarse en los haces de luz que se filtran
a través de los postigos y bajan por la chimenea hasta caer sobre
las cenizas del hogar». Como Emma está de pie junto al hogar, «en
tonces ve a Emma y nota sólo una cosa en ella: ‘gotitas de sudor
en sus hombros desnudos’». ¡Qué característico de Charles! Lleno
de admiración por el arte de Flaubert al referir sólo lo que Charles
advierte, Sherrington olvida explicar qué debemos deducir sobre
el carácter de Charles a partir del hecho de que entre las oraciones
que describen los haces de luz y a Emma aparezca una que revela
considerable interés por el comportamiento y la muerte de las
moscas: «Las moscas, en la mesa, subían y bajaban por los lados
de los vasos que se habían usado y zumbaban al ahogarse en el
fondo, en los posos de sidra.» 6 Si intentamos atribuir esa obser
vación a Charles, estamos recuperando detalles mediante un argu
mento circular: las moscas aparecen descritas porque son lo que
Charles advirtió; sabemos que son lo que Charles advirtió porque
son lo que aparece descrito.
En realidad, eso es simplemente otra versión de la justifica
ción representacional que pocos lectores sutiles de novelas se per
mitirían emplear ahora: la de que un pasaje particular queda jus
tificado o explicado por el hecho de que describe el mundo. Se
trata de una determinación tan débil —de acuerdo con ese criterio
todo lo vraisem blable está igualmente justificado—, que ha deja
do de usarse en serio; y el concepto de punto de vista limitado
ofrece una determinación que es casi igualmente débil. La prueba
de su insuficiencia es que, cuando estudiamos novelas como Lo que
M aisie sabía, que derivan del proyecto explícito de «ofrecerlo todo,
la situación completa que la rodea, pero de ofrecerlo sólo a través
de las ocasiones y conexiones de su proximidad y de su atención»,
no nos contentamos con sostener que las oraciones están justifi
cadas porque nos dicen lo que Maisie sabía, sino que exigimos
286
que contribuyan a pautas de conocimiento y formen un drama
de inocencia. La identificación de los narradores es una estrategia
interpretativa importante, pero por sí sola no puede llevarlos muy
lejos.
Los códigos
287
*
de las voces de que está tremado el texto». Identificar un elemen
to como unidad del código es tratarlo como le jalón d ’u n e digres-
sion virtu elle v ers le reste d ’un ca ta logu e (TEnlévement ren v o ie
a tou s les en lév em en ts d é ja écr its); las unidades son autant d ’é-
clats d e c e q u elq u e ch o se qui a tou jou rs é t é déja lu, vu, fait,
v écu : le c o d e est le sillón d e c e déja («las marcas de una digresión
virtual hacia los otros miembros de un catálogo [el Rapto se re
fiere a todos los raptos ya escritos]; las unidades son otros tantos
destellos de ese algo que ya se ha leído, visto, hecho, vivido: el
código es la estela de ese ya) (S/Z, pp. 27-8). Seleccionar lexias
es atribuirles un lugar en las clasificaciones establecidas por nues
tra experiencia de otros textos y del discurso sobre el mundo.
Para Barthes, como para Lévi-Strauss, los códigos van deter
minados por su homogeneidad —agrupan elementos de un mismo
tipo— y por su función explicativa. Por consiguiente, el número
de códigos identificados puede variar según la perspectiva esco
gida y la naturaleza de los textos que estemos analizando. Y, de
hecho, los cinco códigos aislados en S/Z no parecen exhaustivos
ni suficientes. El có d ig o p roa irético rige la construcción de la nove
la por parte del lector. El có d igo h erm en éu tica entraña una lógica
de pregunta y respuesta, enigma y solución, intriga y peripecia.
Estos son componentes indudables de la novela y ambos pueden
situarse en el dominio de la estructura de la trama. El có d igo sém i-
co proporciona modelos que permiten al lector reunir rasgos se
mánticos relativos a las personas y desarrollar caracteres, y el cód i
g o sim b ólico guía la extrapolación desde el texto hasta las lecturas
simbólicas y temática. Por último, existe lo que Barthes llama el
có d ig o referen cia l, constituido por el ambiente cultural a que remi
te el texto. Este es quizá el más insatisfactorio de todos los
códigos, pues, si bien es posible recorrer el texto, como hace
Barthes, seleccionando todas las referencias específicas a objetos
culturales (aquella mujer era como una estatua griega) y al saber
estereotipado (por ejemplo, los proverbios), ésas distan de ser las
únicas manifestaciones de «una voz colectiva y anónima, cuyo ori
gen es el saber humano», y su función primordial es poner en juego
modelos de lo vraisem blable y verificar el contrato ficticio. Como
ya hemos hablado de los distintos niveles de vraisem blance, pode
288
mos dejar de lado ese código y pasar a ocuparnos de los proble
mas de diferenciación de los otros cuatro, si bien deberíamos ob
servar de pasada que la ausencia de cualquier código relativo a la
narración (la capacidad del lector para reunir elementos que ayuden
a caracterizar al narrador y a colocar el texto en una especie de
circuito comunicativo) es un defecto de gran importancia en el
análisis de Barthes.
Al hablar de los modos de aislar los elementos y conferirles
una función, Barthes recurre a la distinción de Benveniste entre
relaciones distribucionales y relaciones integrativas para distinguir
dos tipos de unidad: las que se definen por su relación con otros
elementos del mismo tipo que aparezcan anterior o posteriormente
en el texto (distribucionales) y aquellas cuya importancia deriva,
no de un lugar en la secuencia, sino del hecho de que el lector las
toma y las agrupa con elementos análogos en clases paradigmáti
cas que reciben significado en un nivel superior de integración
(integrativas) (In trodu ction a l ’analyse stru ctu rale d es récits,
pp. 5-8). Así, si un personaje en una novela compra un libro, ese
episodio puede funcionar de una de dos formas. Puede ser, como
dice Barthes, «un elemento que madure posteriormente, en el mis
mo nivel»: al leer el libro el lector se entera de algo crucial y,
así, la significación de la compra es su consecuencia. O bien, el
acontecimiento puede no tener consecuencias importantes, pero
puede hacer de conjunto de rasgos semánticos potenciales que
se pueden tomar y usar, en otro nivel, para la construcción del
personaje o de una lectura simbólica.
La distinción corresponde a la división de Greimas en predi
cados dinámicos (o funciones) y predicados estáticos (o califica
ciones). Y podemos decir que los códigos proairético y hermenéu-
tico rigen el reconocimiento de los predicados dinámicos, cuya
distribución secuencial en el texto es crucial, mientras que los ele
mentos del código sémico y simbólico no forman tanto secuencias
cuanto conjuntos de rasgos (o calificaciones) que se combinan en
niveles superiores. La distinción tiene considerable validez intuitiva
como representación de los diferentes papeles que podemos atri
buir a ias lexias de una novela, pero se ha prestado relativamente
poca atención precisamente al problema básico de cómo decidir,
289
1 0. — LA POÉTICA
incluso retrospectivamente, si un elemento particular debe tra
tarse como función o como calificación (o dividido en dos com
ponentes, cada une de los cuales desempeña un papel). Julia Kris-
teva, que usa los términos ad jon cteu r p réd ica tif y ad jon cteu r quali-
tatif, en lugar de función y calificación, observa que la secuencia
que, en su opinión, inaugura la acción de P etit ]éhan d e Saintré
«no es diferente de los asertos que desempeñan el papel de adjonc
teu r qualitatif». Las propiedades de las propias oraciones, como
oraciones aisladas, no son decisivas en modo alguno. Entonces,
¿cómo podemos explicar las diferencias de efecto? Esta autora sos
tiene que debemos recurrir a distintos modelos sociales que hacen
destacar determinadas clases de acción. El discurso social de un
período hará que determinadas acciones sean importantes, notables,
dignas de un relato, y así podemos decir que el papel de un predi
cado dinámico.
290
tendrán funciones diferentes en relatos diferentes. Su papel de
pende de la economía de la narración más que de clase alguna
de propiedades intrínsecas o determinadas culturalmente y, para
estudiar cómo se les asignan papeles en la trama, hemos de pasar
a ocuparnos del analyse stru ctu rale d u récit o estudio de la estruc
tura de la trama.
La trama
291
dadas de antemano. Las dificultades se multiplican en el estudio
de la trama porque el analista a un tiempo ha de determinar cuá
les contarán como unidades elementales de la narración e inves
tigar sus formas de combinarse. No es de extrañar que en cierta
ocasión Barthes observara que
292
cias fortuitas de acciones; como dice Barthes, «existe un abismo
entre el proceso aleatorio más complejo y la lógica combinatoria
más simple, y nadie puede combinar o producir una trama sin hacer
referencia a un sistema implícito de unidades y reglas» (ibid., p. 2).
Pero, cuando examinamos propuestas relativas a ese sistema
implícito de unidades y reglas, es probable que nos sintamos con
fusos, no sólo por su diversidad sino también por su falta de pro
cedimientos explícitos para valorar los enfoques opuestos. Cada
teoría, obligada a definir por sí misma las unidades de la trama, se
convierte en un sistema independiente en función del cual puede
describirse cualquier trama, y no ha habido muchos intentos de
explicar cómo podría verificarse un sistema particular cualquiera.
Indudablemente, ese estado de cosas se debe en parte a la
interpretación por parte de los estructuralistas del modelo lingüís
tico. Los lingüistas que los estructuralistas han leído no dedicaron
demasiado tiempo al estudio de las condiciones que debe reunir un
análisis lingüístico, y su concentración en procedimientos de seg
mentación y de clasificación y en el desarrollo de unidades estruc
turales abstractas parece haber inducido a los estructuralistas a
suponer que, si un metalenguaje parecía coherente lógicamente, si
sus categorías eran el resultado de tina investigación sistemática,
ya fuera deductiva o inductiva, y si podían usarse para describir
cualquiera trama, no hacía falta ninguna otra justificación.
Pero, desde luego, existen muchos metalenguajes posibles que
tengan cierta coherencia lógica y que podrían usarse para describir
cualquier texto: las tramas podrían analizarse en función de «ac
ciones logradas», «acciones fracasadas» y «acciones que ni están
logradas ni fracasadas, sino que mantienen el relato»; o también,
en función de «acciones que destruyen el equilibrio», «acciones
que restablecen el equilibrio», «acciones que intentan destruir el
equilibrio» y «acciones que intentan restablecer el equilibrio».
Podrían inventarse muchos metalenguajes análogos, y, si sus cate
gorías fueran suficientemente generales, sería difícil encontrar tra
mas a las que no se las pudiera aplicar.
De hecho, la única forma de evaluar una teoría de la estruc
tura de la trama es determinar hasta qué punto se corresponde
la descripción que permite con nuestra apreciación intuitiva de
las tramas de los relatos en cuestión y hasta qué punto excluye
las descripciones que son incorrectas de forma manifiesta. La ca
pacidad de un lector para identificar y resumir las tramas, para
agrupar tramas semejantes, etc., proporciona un conjunto de hechos
que hay que explicar; y sin ese conocimiento intuitivo que mos
tramos siempre que referimos o comentamos una trama, no hay
modo de evaluar una teoría de la estructura de la trama porque
no hay nada con respecto a lo cual pueda ser correcta o equi
vocada.
Vladimir Propp, cuya precursora obra sobre la M orfología d el
cu en to ha servido de punto de partida para el estudio estructura-
lista de la trama, parece haber comprendido la importancia de
esa perspectiva metodológica. Según dice, los cuentos que está
estudiando fueron clasificados por investigadores porque «poseen
una construcción particular que se siente inmediatamente y que
determina su categoría, aun cuando no seamos conscientes de ello».
La estructura del cuento es «introducida subconscientemente»
como base de la clasificación y debe volverse explícita o «trasla
darse a rasgos normales, estructurales» (pp. 5-6). Invoca incluso
la lingüística para justificar su procedimiento:
294
tesis es que para los lectores la unidad funcional de la trama es un
paradigma con distintos miembros, cualquiera de los cuales puede
elegirse para un relato particular, de igual modo que el fonema es
una unidad funcional que puede manifestarse de distintos modos
en las expresiones reales efectivas. Para Propp, los cuentos fol
klóricos populares tienen dos tipos de contenido: el primero son
pa peles que pueden desempeñar una diversidad de personajes, y el
segundo, que constituye la trama, son funciones.
Una función es «un acto de personajes dramáticos, que se defi
ne desde el punto de vista de su importancia para el transcurso
de la acción del cuento en conjunto» (p. 20). Esta definición es
el rasgo crucial del análisis de Propp: se pregunta qué otras accio
nes podrían substituir una acción particular de un relato sin alterar
su papel en el cuento en conjunto, y la clase general que incluye
todas esas acciones sirve de nombre de la función en cuestión.
Una función «no puede definirse sin tener en cuenta el lugar que
ocupa en el proceso de la narración» porque las acciones idénticas
pueden tener papeles muy diferentes en dos relatos distintos y, por
tanto, deben quedar incluidas en funciones diferentes. El protago
nista podría construir un enorme castillo bien para cumplir con
una tarea difícil que se le haya asignado, bien para protegerse de
un villano, o para celebrar su matrimonio con la hija del prínci
pe. En cada caso la acción sería conmutable con acciones diferen
tes, tendría relaciones diferentes con las que la precedieron y la
siguieron y, en resumen, sería un ejemplo de una función diferente.
Trabajando con un corpus de cien cuentos, Propp aísla treinta
y una funciones que forman un conjunto ordenado y cuya presen
cia o ausencia en cuentos particulares puede servir de base de una
clasificación de las tramas. Así, «se forman cuatro clases inmediata
mente»: desarrollo a través de una lucha y una victoria, desarrollo
mediante la ejecución de una misión difícil, desarrollo mediante
ambas cosas y desarrollo a través de ninguna de ellas (p. 92). Pero
esas conclusiones se refieren a las propiedades de su corpus y son
menos importantes para nuestros fines que las discusiones que
su análisis ha provocado.
Claude Bremond, en un ataque que pone en cuestión la noción
de estructura usada en el análisis de Propp, sostiene que cada fun-
295
ción debería abrir un conjunto de consecuencias alternativas. La
definición por parte de Propp de una función entraña «la imposi
bilidad de concebir que una función pueda abrir una alternativa:
puesto que se define por sus consecuencias, no hay forma de que
consecuencias opuestas puedan resultar de ella» (Le m essage nar-
ratif, p. 10). Al leer una novela tenemos la impresión de que en
cualquier momento dado hay diferentes formas como podría conti
nuar la historia y podríamos suponer que un análisis de la estruc
tura de la trama debería proporcionar una representación de ese
hecho. Además, Bremond invoca el modelo lingüístico para apoyar
su argumento, afirmando que Propp está trabajando a partir del
punto de vista de la parole, no de la la n gu e:
296
za con una lista de elementos que puedan aparecer en posición
inicial ni enumera después los que pueden seguir a cada uno de
ellos. De hecho, lejos de apoyar la concepción de Bremond, la
analogía lingüística indica que el análisis estructural se refiere
a la determinación recíproca entre elementos de la secuencia en
conjunto.
La cuestión en litigio es crucial. Para Propp, la función de un
elemento va determinada por su relación con el resto de la secuen
cia. Las funciones no son simplemente acciones, sino también los
papeles que la acción desempeña en el récit en conjunto. Es cierto
que, si el héroe combate efectivamente con el villano, gran parte
del interés para el lector puede depender de la incertidumbre del
resultado; pero podemos decir también que se trata de incerti
dumbre sobre la función de la lucha. El lector no conoce su im
portancia y su lugar en el cuento hasta que no conoce el resultado.
Bremond sostiene que esa concepción teleológica de la estructura es
inaceptable; pero, al contrario, ésa es precisamente la concepción
de la estructura requerida. «La esencia de cualquier función»,
dice Barthes, «es, por decirlo así, su semilla, lo que permite plan
tar en el cuento un elemento que madurará más adelante» (Intro-
d u ction a l ’analyse st'ructurale d es récits, p. 7). La trama está sujeta
a determinación teleológica: ciertas cosas ocurren para que el récit
se desarrolle como lo hace. Esa determinación teleológica es lo
que Genette llama
297
diferencia es precisamente un cambio en la función de la primera
acción. En resumen, no podemos aislar unidades de la trama sin
considerar las funciones que desempeñan. Ese ha sido un rasgo
fundamental y es igualmente básico para el análisis estructural
de la literatura.
En realidad, podríamos decir que la prueba del argumento
estriba en el hecho de que una teoría como la de Bremond, que
se centra en las posibles alternativas, se vería obligada a asignar
descripciones diferentes a una narración épica de las aventuras de
Ulises, en que el narrador mencionara continuamente episodios
posteriores o el resultado final de la trama, y a una descripción
de las mismas aventuras en que no hubiese anticipación narrativa.
En la primera la gama de elección narrativa es reducida (sí el
narrador ha enunciado que Ulises llegará a Itaca, no puede hacer
que Polifemo mate a Ulises), mientras que en la segunda habría
muchas bifurcaciones. Pero por definición las dos historias tienen
la misma trama. De hecho, Bremond parece haber confundido las
operaciones del código hermenéutico con las del código proairé-
tico. Los elementos de este último deben definirse retrospectiva
mente, mientras que los del primero se reconocen prospectivamen
te, como una perspectiva de intriga o misterio. Si decimos unas
palabras sobre el código hermenéutico, estaremos mejor prepara
dos para regresar a la estructura de la trama propiamente dicha.
«Hacer el inventario hermenéutico», escribe Barthes, «será
distinguir los diferentes términos formales mediante los cuales se
aísla, plantea, formula, dilata y finalmente resuelve un enigma»
{S/Z, p. 26). Aunque Barthes se centra primordialmente en los
misterios, podríamos colocar bajo ese epígrafe cualquier cosa que,
al avanzar por el texto desde el comienzo hasta el final, parezca
insuficientemente explicada, plantee problemas, provoque el deseo
de conocer la verdad. Dicho deseo actúa como una fuerza estruc-
turadora, al inducir al lector a buscar rasgos que pueda organi
zar como respuestas parciales a las preguntas que se haya hecho;
desde ese punto de vista resulta más importante el código her
menéutico. Aunque con él queda excluido un interés o curiosidad
generalizados —el deseo, digamos, de saber lo que ocurrirá a los
personajes que nos interesan—, ésa no parece una consecuencia
298
desafortunada porque, al comentar la estructura de un relato, de
beríamos poder distinguir el deseo de seguir el relato o de cono
cer el final de lo que ordinariamente consideraríamos como intriga
propiamente dicha, en que se plantea un problema específico y
seguimos leyendo no simplemente para enterarnos de más cosas,
sino también para descubrir la respuesta pertinente. El deseo de
ver lo que ocurre a continuación no actúa por sí mismo como
una importante fuerza estructuradora, mientras que el deseo de ver
resuelto un enigma o problema conduce efectivamente a organizar
secuencias para hacer que satisfagan.
Los momentos de elección o bifurcación de que habla Bre
mond pueden concebirse como puntos de la trama en que la
propia acción plantea un problema de identificación y clasificación.
Después de una grave disputa, el protagonista y la protagonista
pueden bien reconciliarse bien separarse, y la intriga que el lector
podría sentir en semejantes momentos es, estructuralmente, un
deseo de saber si la disputa debe clasificarse como una prueba
para el amor o como un fin del amor. Aunque la propia acción
puede aparecer presentada con toda la claridad que pudiera desear,
todavía no sabe su función en la estructura de la trama. Y hasta
que no se resuelve el enigma o el problema, no pasa de un enten
dimiento de la acción a un entendimiento o representación de la
trama.
Barthes no habla de las incertidumbres de la trama, a pesar
de que entran dentro del objetivo del código hermenéutico. Se
ocupa primordialmente de los misterios de la identidad. Los títu
los tienden a ser enigmas de esa clase: hasta el capítulo sexto no
nos enteramos de si M iddlem arch es una persona, una familia, una
casa, una ciudad o una metáfora temática. Títulos como T he W ings
o f th e D ove («Las alas de la paloma»), In tru d er in th e D ust («In
truso en el polvo»), Vanity Fair («La feria de las vanidades»),
T ender is th e N ight («Tierna es la noche») imponen un tipo parti
cular de atención, mientras intentamos determinar de qué modo
se aplican a la novela y la organizan en función de un tema dado
a entender. Los deícticos con referencias desconocidas que apare
cen en los comienzos de las novelas contribuyen también a un
ritmo hermenéutico. T he S hort H appy L ife o f Francis M acom her,
299
de Hemingway, comienza con una oración hermenéuticamente po
tente que plantea una serie de problemas: «Era la hora de comer
y todos estaban sentados bajo el doble toldo verde de la tienda-
comedor fingiendo que nada había ocurrido.»
La mayoría de los casos que Barthes considera, entrañan pro
blemas sobre los que los personajes o el narrador llaman la aten
ción: « ‘Pero, ¿quién es? Quiero enterarme’, dijo ella enérgica
mente»; «Nadie sabía de dónde procedía la familia Lanty»; o, de
forma más sutil, «Pronto la exageración propia de los miembros de
la alta sociedad provocó y construyó las ideas más divertidas, las
afirmaciones más raras, los relatos más ridículos sobre aquel per
sonaje misterioso», en que la sugerencia de que dichas historias
no han de tomarse en serio, no hacen sino intensificar la curio
sidad del lector. Los tres primeros constituyentes del proceso her-
menéutico son lo que Barthes llama la thém atisation, en que se
menciona el objeto del enigma; la position, indicación de que
existe efectivamente un problema o misterio; la form ulation, en
que aparece formulado como un enigma. La tercera operación
puede realizarla el propio texto o el lector, pero la sugerencia de
Barthes es que emprender una lectura hermenéutica es hacer que
ese modelo se refiera al texto.
Los siguientes constituyentes del proceso hermenéutico son
más importantes, pues en ellos seguimos y nos vemos afectados por
«la considerable labor que ha de realizar el discurso para d eten er
el enigma, para mantenerlo abierto» (S/Z, p. 82). Sólo cuando se
mantiene un problema se convierte en una fuerza estructuradora
importante, al hacer que el lector organice el texto en relación con
él y que lea las secuencias a la luz de la pregunta a la que están
intentando dar respuesta. Tenemos, en primer lugar, la p rom esse
d e répon se, cuando el narrador o un personaje indica que se dará
una respuesta o que el problema no es insoluble; le leurre, una
respuesta que puede ser estrictamente verdadera, pero que está
destinada a confundir; l’éq u ivoq u e, una respuesta ambigua, que
complica más el misterio y recalca su interés; le b locage, una admi
sión de derrota, la afirmación de que el misterio es insoluble; la
rép o n se su spen d u e, en que algo interrumpe un momento de descu
brimiento; la rép on se p a rtid let en que se llega a conocer alguna
300
verdad, pero perdura el misterio; y, por último, le dévoilem cn t,
que el narrador, el personaje o el lector acepta como solución
satisfactoria {S/Z, pp. 91-2 y 215-16).
Este es un modelo de los diferentes papeles que los lectores
pueden atribuir a los elementos de un texto, una vez que participan
en un proceso hermenéutico. No avanza demasiado por el camino
de proporcionar una teoría de las estructuras hermenéuticas, ya que
no especifica detalladamente cómo pasan los elementos a ser con
siderados como enigmas y, por tanto, cómo empieza el proceso
hermenéutico. Pero el análisis de Barthes tiene por lo menos el
mérito de llamarnos la atención sobre el modo como conducen los
enigmas a una estructuración del texto. Todorov ha sostenido que
los relatos cortos de Henry James están organizados en gran me
dida del mismo modo: la respuesta perpetuamente aplazada, el
secreto que nunca se revela, proporciona-una perspectiva en que
el lector puede imponer un orden a elementos heterogéneos. O po
dríamos pensar en el modo como un enigma estructura Edipo
rey. «La Voz de la Verdad, puesta en juego por el código herme
néutico, puede coincidir al final con la de la propia historia, pero
dos relatos con tramas idénticas podrían tener efectos muy dife
rentes si las estructuras hermenéuticas fueran diferentes.
301
en correlación una oposición temporal (situación inicial/situación
final) con una situación temática (contenido invertido/contenido
resuelto).7 Para que una secuencia cuente como trama hemos de
poder aislar, no simples acciones, sino acciones que contribuyan
a una modificación temática. Esos aspectos del paso de una
situación inicial a la situación final que ayudan a producir un con
traste entre un problema y su resolución son los componentes de
la trama.
Desde luego, todas las funciones de Propp tienen una fuerza
temática de ese tipo, pero un conjunto de treinta y una funciones
tiene que parecer por fuerza una serie arbitraria, y es mucho más
satisfactorio estructuralmente para el analista poder convertirlas
en transformaciones de tres o cuatro elementos básicos. En su ar
tículo L’analyse m orp h ologiq u e d es co n tes russes, Lévi-Strauss
reduce el número de funciones agrupando las que están emparen
tadas lógicamente («así, podemos considerar la ‘violación’ como
lo contrario de la ‘prohibición’ y esta última como la transforma
ción negativa del ‘mandato’»), pero Greimas, sin demasiada expli
cación, da la misma clasificación a cualquier grupo de funciones
para las que pueda inventar un término que las abarque y saca la
conclusión de que hay tres tipos de secuencias. «Al no poder em
prender verificaciones exhaustivas en este caso, vamos a decir sim
plemente, como hipótesis, que podemos identificar tres tipos de
sintagma narrativo» (Du sen s, p. 191). Desgraciadamente, no dice
cómo propondría verificar esa hipótesis ni qué afirma la hipó
tesis.
Los tres tipos de secuencia son les syn ta gm es p erform an ciels
(relativos a la ejecución de misiones, hazañas, etc.), les syn ta gm es
con tra ctu els, que dirigen la situación hacia determinado fin (uno
decide hacer algo o se niega a hacerlo), y les syn ta gm es disjonc-
tion nels, que entrañan movimientos o desplazamientos de distintos
tipos. La última categoría es especialmente frágil e inútil. Aunque
las salidas y las llegadas son de importancia evidente, la teoría de
Greimas lo conduce a producir una homología oponiendo «salida»
a «llegada de incógnito» y «llegada» a «regreso». Y cuando analiza
la estructura de un mito particular el resultado es una confusión
mayor: describe seis «disyunciones» como «salida + movimiento»
302
(ya sea «horizontal», «horizontal rápido», «ascendente» o «des
cendente»), una como «regreso negativo» y una como «regreso
positivo» (ib id ., pp. 200-9). No está claro lo que se propone alcan
zar con semejante análisis. Si representa la tesis de que la direc
ción y la velocidad del movimiento son más importantes a la hora
de determinar la función de un episodio que las razones de su
movimiento, entonces lo único que podemos decir es que el movi
miento de su propio pensamiento no ofrece testimonios. Si un
protagonista huye del malvado horizontal y rápidamente, eso es
bastante diferente de competir en una carrera pedestre, pero fun
cionalmente es semejante a subir a un árbol, despacio y vertical
mente, para esconderse y escapar.
Los syn ta gm es p erform a n ciels incluyen la mayoría de elementos
que ordinariamente se clasificarían como componentes de la trama,
pero no hay intento de justificar la categoría misma ni sus divi
siones (batallas y pruebas). Ahora bien, como el propio Greimas
se apresura a señalar, un análisis que transcribe el texto de acuer
do con su metalenguaje extrae «sólo lo que se esp era en virtud del
conocimiento de las propiedades formales del modelo narrativo»
(ibid., pp. 198-9). El hecho de que la transcripción sea mucho
más formal de lo que nosotros mismos ofreceríamos como resumen
de una trama no es en sí misma una consideración decisiva, pero
nos obliga a preguntarnos por qué hay que considerar válido el
propio modelo.
La única respuesta posible sería que sus categorías dan a enten
der hipótesis importantes sobre la estructura narrativa, pero esa
afirmación sería difícil de mantener, especialmente en relación con
la primera y tercera categorías. La segunda (syn ta gm es con trac
tuéis) es más prometedora: da a entender que las situaciones por
sí mismas no son fundamentales para la trama, sino que lo que bus
camos son situaciones que contengan un contrato implícito o la
violación de un contacto. En opinión de Greimas, la mayoría de
los relatos pasan de un contrato negativo a uno positivo (del
alejamiento de la sociedad a la reintegración en la sociedad) o de
un contrato positivo a la ruptura de dicho contrato. Aunque esa
distinción no es fácil de hacer —la mayoría de las novelas entra
ñan una resolución de algún tipo, aun cuando resulte de la ruptura
303
de un contrato implícito— , nos llama la atención sobre un aspec
to importante de la estructura de la trama que ya va bosquejada
en el modelo de la narración como paso de contenido invertido a
contenido resuelto.
En su obra sobre Les Liaisons dangereu ses, Todorov intentó
usar el modelo homológico de Lévi-Strauss para describir la trama:
«se postula que la teoría representa la proyección sintagmática de
una red de relaciones paradigmáticas» y que debemos reconstruir
dicha red en forma de una homología de cuatro clases. Aunque
le resultó posible distribuir los acontecimientos en cuatro colum
nas, de modo que cada columna formara una clase en la estructura
homológica —al modo del análisis por parte de Lévi-Strauss del
mito de Edipo—, Todorov sacó la conclusión de que «había un
peligroso margen de arbitrariedad» en el proceso de elegir o des
cribir acciones para que encajaran dentro de la estructura (Liítéra-
ture et signification, pp. 56-7). Probablemente esa dificultad surja
porque la estructura homológica, tal como Lévi-Strauss la había
formulado entonces, no tenía en cuenta el desarrollo lineal del
relato, sino que daba por sentado que se repetirían distintas rela
ciones a lo largo del relato. La trama en conjunto tendría la misma
estructura que una serie de cuatro acciones o episodios, o por lo
menos la homología que representara su estructura tendría que ser
tan abstracta que se la encontraría repetida en diferentes partes
del relato.
Para conservar la especificidad de las secuencias individuales
y el movimiento hacia adelante de la trama en conjunto, Todorov
intentó en su G rammaire du D écam éron desarrollar un metalen-
guaje que pudiera aplicarse a todos los niveles de generalidad, pero
que no nos obligase a encajar a la fuerza acciones en un molde
semántico particular. Aísla tres «categorías primarias» que llama
«nombre propio», «adjetivo» y «verbo». El primero representa
personajes y, desde el punto de vista de la estructura de la trama,
son simplemente sujetos de oraciones sin propiedades internas.
Los adjetivos, análogos a las «calificaciones» de Greimas y a los
«adjuntos calificadores» de Kristeva, se dividen en estados (va
riantes de la oposición feliz/infeliz), propiedades (virtudes/defec-
tos) y condiciones (masculino/femenino, judío/cristiano, de origen
304
elevado/de origen bajo). Existen tres tipos de «verbos»: modificar
la situación, cometer un delito de algún tipo y castigar. Además,
cualquier oración estará en uno de cinco modos: el indicativo
(acciones que se han producido realmente), el «obligatorio» («una
voluntad codificada y colectiva que constituye la ley de una socie
dad»), el optativo (lo que los personajes desearían que hubiera
ocurrido), el condicional (si tú haces X, yo haré Y) y el predic-
tivo (en ciertas circunstancias aparecerá X) (pp. 27-49).
Las razones para escoger esas categorías son probablemente
que Todorov desea tomar en serio su modelo lingüístico a la hora
de escribir una «gramática de la narración» y que las categorías
basadas en la oración canónica pueden usarse para reescribir tanto
las oraciones del propio texto como las oraciones del resumen de
la trama. Observa que «las estructuras siguen siendo las mismas,
cualquiera que sea el nivel de abstracción» (p. 19), pero eso es
verdad sólo porque las descripciones en cualquier nivel abarcan
oraciones y, por tanto, predicados. No hay indicaciones de cómo
pasa el lector de las oraciones que contienen adjetivos y verbos
a los resúmenes de la trama en que secuencias enteras van repre
sentadas por adjetivos o verbos. El hecho de que las mismas cate
gorías se usen en ambos niveles crea una conexión entre ellos sin
elucidar el proceso de síntesis.
¿Qué argumentos pueden aducirse en favor de semejante me-
talenguaje? Todorov sugiere que al poner en conexión la estructu
ra narrativa con las estructuras lingüísticas sus categorías pueden
ayudar a entender la naturaleza de la narración: on comprendra
mieux le récit si l ’on sait que le person n a ge est un nom, Vaction
un v erb e («se entenderá mejor el relato si se sabe que el personaje
es un nombre y la acción un verbo») (p. 84). Pero la semejanza
entre verbo y acción es de todo punto evidente y no puede cons
tituir la justificación de un metalenguaje: como tampoco lo pueden
los intentos, faltos de convicción, por parte de Todorov, de sos
tener que sus categorías han de ser válidas porque están sacadas
de la «gramática universal» (pp. 14-17).
Si su metalenguaje llega a justificarse, lo será por la validez
intuitiva de las distinciones que sus categorías connotan y de las
agrupaciones de trama que establecen. En primer lugar, la división
305
de los verbos en tres clases sugiere que hay dos tipos de trama:
la que entraña modificación de la situación y aquella en que hay
transgresión y castigo (o falta de castigo); pero no acabamos de
ver por qué ha de particularizarse la segunda como un caso espe
cial. ¿Por qué no admitir como tipos distintos secuencias que en
trañen una búsqueda o decisión que hay que tomar? En vista de
esa anomalía, John Rutherford ha propuesto que se omitan la
transgresión y el castigo y que la culpabilidad resultante de la
transgresión se considere como un predicado adjetivo (cometer
un crimen es modificar una situación y cambiar los adjetivos que
describen nuestro estado).8 Indudablemente, eso es una mejora,
pero reduce las afirmaciones que hace la teoría. El rasgo constitu
tivo de una trama es ahora la modificación de una situación —tesis
que no se ha impugnado en serio desde que Aristóteles la enunció
por primera vez— y los atributos o cualidades comprendidos en
la trama son los que quedan modificados por la acción central.
Esta parece una tesis válida, pero modesta: al leer una novela
o relato corto, podemos presentar una serie de adjetivos que se
aplican a los personajes principales, pero hasta que no se produz
ca algo que señale la modificación efectiva o esperada de uno
de esos atributos, no sabemos cuáles son pertinentes para la
trama.
Una tesis más rotunda y más discutible del sistema de catego
rías se refiere a los cambios que serían necesarios para que un
relato pase de una estructura de la trama a otra. En uno de los
cuentos de Boccaccio, Peronella oye volver a su marido y hace
esconderse a su amante en un tonel. Dice a su marido que es un
presunto comprador que está examinando el tonel y, mientras
el marido limpia el tonel, ellos siguen con sus retozos. La trans
cripción por parte de Todorov de esa trama puede traducirse del
modo siguiente: «X comete una fechoría y la consecuencia social
mente requerida es que Y castigue a X; pero X desea eludir el
castigo y, por lo tanto, actúa para modificar la situación, con el
resultado de que Y cree que ella no ha cometido un delito y, en
consecuencia, no la castiga, a pesar de que ella sigue con su acción
inicial» (p. 63). Según la teoría de Todorov, la estructura de la
trama o se ve afectada por la forma como Peronella actúa para
306
modificar ia situación. El cuento tendría la misma estructura si ellu
no hubiera usado artimaña alguna y hubiese dicho simplemente
a su amante que se marchara y volviese más tarde. Si eso parece
inaceptable, es porque nuestros modelos culturales hacen de «la
artimaña» o «el engaño» un recurso estructural básico de la narra
ción (los relatos en que intervienen artimañas se consideran dife
rentes de aquellos en que no intervienen) y nos gustaría ver repre
sentado ese hecho. Sin embargo, nótese que, según la teoría de
Todorov, la estructura del relato quedaría alterada, si Peronella
hubiera predicho a su amante, al esconderlo, en el tonel, que
podía hacer creer a su marido que se trataba de un cliente. Si el
lector opina que ese cambio altera la estructura de la trama menos
que el cambio que entraña despedir al amante y no emplear arti
maña alguna, está impugnando implícitamente la teoría contenida
en el metalenguaje de Todorov.
De modo semejante, Todorov se ve obligado a asignar la misma
descripción estructural a un relato en que a X le parece remolón
su amigo Y y se lo echa en cara tan expresivamente, que éste
se corrige, y a otro relato en que X se enamora de la esposa de Y
y la seduce. En el primer caso X actúa para modificar un atributo
y lo consigue; en el segundo caso, «el atributo en cuestión es el
estado de la relación sexual en que se encuentran» (él desea que
ella cambie su atributo de no ser su amante y consigue producir
esa modificación). Una vez más tenemos la curiosa situación de que
el segundo cuento recibe la misma estructura que el primero y se
distingue de un tercero en que X se enamora de la esposa de Y,
predice a un amigo que es capaz de seducirla y la seduce. Esos
resultados se deben a la ubicuidad del verbo del tipo A: cualquier
cosa que modifique una situación recibirá la misma descripción
estructural, de modo que las principales diferencias en la estruc
tura de la trama que la teoría identifica son las debidas a cambios
de modo. Como observa Claude Bremond, «nos gustaría pensar
que los supuestos contenidos semánticos del verbo A son sólo los
substitutos provisionales de funciones sintácticas que hay que iden
tificar», y que un estudio posterior nos permitirá diferenciar tra
mas en que las situaciones resulten modificadas de forma radical
mente diferente.9
307
El problema básico parece ser el de que Todorov no ha consi
derado qué hechos debe explicar su teoría y, por tanto, no ha consi
derado la adecuación de las agrupaciones implícitas que establece.
Concibe su gramática como el resultado del estudio cuidadoso de
un corpus y, por tanto, como una descripción de dicho corpus, pero
no ha intentado mostrar por qué ha de ser preferible esa descrip
ción a otras. Su desinterés por el proceso de lectura en que se
reconocen y sintetizan las tramas le deja sin objeto que explicar.
Pero por lo menos sus categorías están suficientemente definidas
como para que podamos aplicarlas efectivamente y ver qué conse
cuencias tienen, cosa que no se puede decir con respecto a muchas
otras teorías.
El enfoque por parte de Kristeva de la descripción de la trama
en Le tex te du rom án comienza de forma semejante, tomando
sus categorías básicas de la lingüística. Según ella, las secuencias
narrativas son análogas a los sintagmas nominales y verbales en
la oración canónica y, por lo tanto, las categorías primarias son el
verbo (adjunto predicativo), el adjetivo (adjunto calificativo), el
«identificador» (un indicador espacial, temporal o modal unido a
un predicado) y el sujeto o «actante». Con esas categorías cons
truye lo que llama «el modelo aplicativo para la generación de
clases de complejos narrativos en la estructura secuencial de la
novela» {le m o d éle applicatif d e la gén éra tion d es com p lex es nar-
ratifs en classes narratives dans la stru ctu re phrastique du rom án)
(pp. 129-30). El modelo genera descripciones estructurales me
diante operaciones recursivas de combinación. Ha de haber por
lo menos un verbo, pero, aparte de eso, la gramática combina
términos con completa libertad: puede aparecer cualquier número
de verbos; cualquier número de adjetivos, con o sin identifica-
dores, puede aparecer en cualquier punto de la oración; y los
identificadores, sin restricción de número, pueden ir unidos a
verbos y adjetivos. No hace falta decir que el modelo no constituye
una hipótesis convincente sobre la estructura de la novela.
Kristeva sostiene que su modelo establece una tipología de
ocho estructuras diferentes, pero, de hecho, casi todos los récits
pertenecerán a su primer tipo: una serie de acciones y calificaciones
con algunos identificadores espaciales, temporales y modales. Po
308
dríamos perfectamente encontrar ejemplos de su tercer tipo (que
contiene sólo un personaje y acciones), de su cuarto tipo (que no
contiene sino una sola acción además de calificaciones e identifica-
dores) o de su sexto tipo (que consta exclusivamente de acciones
realizadas por distintos personajes), si bien serían rarezas y excep
ciones y no formas importantes de la prosa narrativa. Pero los
otros cuatro tipos parecen imposibles, más que simplemente raros.
En los tipos dos y cinco los adjetivos no llevan identificadores,
aunque, desde luego, hasta la presentación más neutral («el hom
bre alto ...») proporciona identificaciones modales (él es alto). En
los tipos siete y ocho no hay personajes, simplemente acciones con
o sin identificadores, lo que parece sacarnos totalmente del domi
nio de la ficción narrativa (p. 132). De hecho, es extraordinaria
mente difícil sacar hipótesis significativa alguna a partir del mo
delo de Kristeva. Las categorías no establecen por sí mismas agru
paciones pertinentes de tramas y no hay un intento de justificarlas
excepto por referencia a un modelo lingüístico. Y, desde luego,
Kristeva ha substituido las constricciones sintácticas y las estruc
turas de la lengua por combinaciones libres de elementos. Su hipó
tesis parece haber sido la de que, si todas las secuencias pueden
describirse en un metalenguaje procedente de la lingüística, las des
cripciones y el metalenguaje han de tener por fuerza interés y valor,
pero su propio ejemplo basta para mostrar que no es así.
Si tanto los intentos de Greimas y de Lévi-Strauss de avanzar
hacia abajo a partir de una homología de cuatro términos como
los intentos de Kristeva de avanzar hacia arriba a partir de los
constituyentes de la oración parecen inadecuados como modelos
de la estructura de la trama, ¿qué tipo de enfoefue debemos apo
yar? Para que pueda alcanzar aunque sea una adecuación rudi
mentaria, ha de tener en cuenta el proceso de la lectura, de modo
que, en lugar de dejar las lagunas que encontramos en los enfo
ques de Greimas y de Todorov, proporcione alguna explicación
de la forma como se construyen las tramas a partir de las acciones
y episodios que encuentra el lector. Es decir, que ha de considerar
qué tipo de hechos está intentando explicar. Por ejemplo, en Eve-
line, de Joyce, un cuento de D ubliners que Seymour Chatman ha
309
intentado analizar desde el punto de vista estructuralista, pode
rnos dar una jerarquía de resúmenes de trama apropiados:
310
la trama y «catalizadores» y «satélites» que van unidos a los nú
cleos, pero no establecen oraciones por sí mismos. Esta distinción
servirá como representación de parte del proceso de lectura, si la
modificamos de dos modos. En primer lugar, los núcleos y los
satélites no son necesariamente frases separadas en el texto.
El núcleo puede ser perfectamente una abstracción manifestada
por una serie de frases que pueden considerarse sus satélites.
Seymour Chatman considera la frase «En un tiempo había ahí
un campo en que» como el segundo núcleo de E veline, pero esa
frase no pertenece a la secuencia de la acción; es simplemente una
manifestación del núcleo «reflexiones».10 En segundo lugar, núcleo
y satélite son términos puramente relaciónales: lo que en un
nivel de la estructura de la trama es un núcleo pasará a ser un
satélite en otro, y una secuencia de núcleos puede, a su vez,
ser abarcada por una unidad temática. Cuando Eveline recuerda
lo que Frank y ella hacían cuando eran novios, esas acciones, aun
que pueden organizarse como núcleos y satélites, son mani
festaciones de una unidad mayor que podemos llamar algo así
como «noviazgo feliz» y que, en otro nivel, se convierte en
parte de la unidad temática: «características positivas de la vida
con Frank».
¿Qué es lo que determina ese proceso de identificación de
núcleos y satélites? En S/Z Bartthes recurre a los modelos cultu
rales en busca de una respuesta:
Quien lea el texto recoge retazos de información bajo los
nombres genéricos de acciones (Paseo, Asesinato, Cita), y
ese nombre es el que crea la secuencia. La secuencia llega
a existir sólo en el momento en que podemos nombrarla y
porque podemos nombrarla; se desarrolla de acuerdo con el
ritmo de ese proceso de nombrar, que busca y confirma
(p. 26).
En el nivel más bajo podemos decir que, cuando el narrador
de Balzac lleva a Sarrasine a una «orgía», avisa al lector que
la secuencia siguiente debe leerse en función de un modelo de la
orgía, cuyos momentos o elementos serán ilustrados metoními-
camente por una serie de acciones: una muchacha derrama vino,
311
un hombre se queda dormido, se pronuncian chistes, blasfemias,
maldiciones; y las operaciones sintácticas que producen la serie son
abarcadas por un proceso paradigmático que confiere significado
a los constituyentes en el nivel del modelo cultural (S/Z, p. 163).
Propp parece haber reconocido la importancia de esos este
reotipos culturales al dar a muchas de sus funciones nombres que
figuraban ya en la experiencia de los lectores (Lucha con el mal
vado, Rescate del protagonista, Castigo del malvado, Misión difí
cil, etc.). Aunque Bremond afirma que «la misión, el contrato, el
error, la trampa, etc., son categorías universales» usadas para iden
tificar las tramas en la narración narrativa, podríamos decir tam
bién que las propias novelas han contribuido substancialmente a
nuestra apreciación de los acontecimientos importantes en la vida
de las personas, los acontecimientos suficientemetne potentes para
constituir un relato. Y, así, la primera oración de E veline, «Estaba
sentada a la ventana viendo cómo la tarde invadía la avenida. Tenía
la cabeza apoyada en los visillos, y el olor a cretona polvorienta
impregnaba su nariz», nos obliga a esperar algo que nos dé una
clave con respecto al nombre apropiado. ¿Está «esperando» algo
en particular? ¿Está «negándose» a hacer algo? ¿Está «pensando»
o «tomando una decisión»? Nuestros modelos culturales están es
perando, pero todavía no sabemos a qué aspectos recurrir.
«¿Qué sabemos de las secuencias proairéticas?» pregunta Bar
thes al final de S/Z:
312
Pero no tenemos por qué renunciar tan pronto ni dejar el
modelo en ese estado atomístico, pues al escoger los nombres
que aplicar, el lector se guía por fines estructurales que le con
fieren un sentido de aquello hacia lo que avanza. En el caso de
E veline, por ejemplo, después de identificar el primer núcleo, «re
flexiones», esperamos un núcleo estructuralmente más importante,
pues sabemos que las propias reflexiones no fundamentarán un
relato, sino que habrán de ponerse en relación con un problema,
decisión o acción central sobre los que el personaje esté reflexio
nando. Y cuando tropezamos con la oración «Había aceptado mar
charse, abandonar su hogar. ¿Era juicioso hacerlo?», podemos
dejar que esa pregunta haga de recurso estructurador más impor
tante. Las reflexiones y reminiscencias que preceden y siguen van
organizadas de acuerdo con su relación con la pregunta, y nues
tra apreciación de lo que podría hacer de estructura completa
nos hace esperar tanto una respuesta a la pregunta como un acto
que ejecute la decisión. Una vez hemos identificado la estructura
del récit, sabemos qué tratamiento dar a cualesquiera núcleos y
satélites, que postulemos después. Ilustran lo que Greimas llama
ría el paso de contenido invertido a contenido resuelto, de un
contrato a otro: la conformidad de Eveline para fugarse con
Frank, que anula su contrato con su madre, es afirmada por
una decisión, pero invalidada por la acción final que restablece
el primer contrato.
Naturalmente, los fines hacia los que avanzamos al sintetizar
una trama son nociones de estructuras temáticas. Si decimos que
la jerarquía de núcleos está regida por el deseo del lector de alcan
zar un nivel de organización en que se capte la trama en con
junto de forma satisfactoria y si consideramos que esa forma es
lo que Greimas y Lévi-Strauss llaman homología de cuatro tér
minos, Todorov la modificación de una situación y Kristeva la
transformación, disponemos por lo menos de un principio general
cuyos efectos pueden investigarse en los niveles inferiores. El
lector ha de organizar la trama como el paso de un estado a
otro y ese paso o movimiento ha de ser tal que sirva de represen
tación de un tema. Hay que convertir el final en una transforma
ción del comienzo, de modo que el significado pueda sacarse a
313
partir de la percepción de la semejanza y de la diferencia. Y eso
impone constricciones a nuestra forma de nombrar el comienzo y
el final. Podemos intentar establecer una serie causal coherente,
en que episodios distintos se interpreten como etapas hacia un fin,
o un movimiento dialéctico en que los episodios estén relacionados
como contrarios cuya oposición contiene el problema que hay que
resolver. Y esas mismas constricciones se aplican en niveles inferio
res de la estructura. Al componer un estado inicial y otro final,
el lector recurrirá a una serie de acciones que puede organizar
como una secuencia causal, de modo que lo que se nombra como
el estado que la estructura temática más amplia requiere es, a su
vez, un desarrollo lógico, o puede interpretar una serie de episo
dios como ilustraciones de una condición común que hace de es
tado inicial o final en la estructura total.
Al intentar especificar las formas temáticas que rigen la orga
nización de las tramas en sus niveles más abstractos, podríamos
recurrir a una teoría de las tramas arquetípicas o canónicas, como
la de Northrop Frye. Sus cuatro m yth oi —de Primavera, Verano,
Otoño e Invierno— son a un tiempo tramas estereotipadas y
estructuras temáticas o visiones del mundo. Al m yth os de la pri
mavera corresponde la trama cómica del amor triunfante: una
sociedad restrictiva pone obstáculos, pero los superamos y pasa
mos a un estado de sociedad nuevo e integrado. Las tramas trá
gicas del otoño entrañan una alteración negativa del contrato: los
obstáculos triunfan, los contrarios (ya sean humanos, naturales
o divinos) se cobran la revancha y, si hay reconciliación o reinte
gración, es en forma de sacrificio o en otro mundo. El m yth os del
verano tiene como trama preferida la narración fantástica de la
búsqueda, con su viaje peligroso, la lucha crucial y la exaltación
del héroe protagonista; y el m yth os del invierno invierte al modo
irónico la trama de esta última: las búsquedas fracasan, la socie
dad no resulta transformada y el protagonista ha de enterarse de
que no hay escape del mundo excepto mediante la locura o la
muerte (A nathomy o f C riticism , pp. 158-239). Las formas de este
tipo sirven de modelos que ayudan a los lectores a identificar
y organizar las trampas: la apreciación de lo que constituirá una
314
tragedia o una comedía nos permite nombrar núcleos para vol
verlos temáticamente pertinentes.
Si los estructuralistas emprendieran investigaciones de esos
problemas, encontrarían un ilustre predecesor en el formalista ruso
Victor Sklovsky, que es uno de los pocos que han comprendido
que el estudio de La con stru ctio n d e la n o u v elle e t du román
debe ser un intento de explicar las intuiciones estructurales de
los lectores estudiando sus expectativas formales. ¿Qué es lo que
necesitamos, se pregunta, para sentir que un relato está completo?
En algunos casos tenemos la sensación de que un relato no ha
acabado realmente. ¿A qué se debe esa impresión? ¿Qué tipo de
estructura satisface nuestras expectativas formales? (pp. 170-1).
Sklovsky investiga algunos de los tipos de paralelismo que pare
cen producir tramas satisfactorias estructuralmente: el paso de una
relación entre los personajes a la relación opuesta, de un problema
a su solución, de una acusación o descripción falsa de la situación
a una rectificación. Pero sus conclusiones más interesantes se re
fieren a la novela por episodios y sus posibles finales. General
mente, lo que se requiere es un epílogo que, al diferenciarse de
la serie, la cierra y nos muestra cómo leerla. Una descripción de
la situación del protagonista diez años después nos revelará si
la serie debe interpretarse como etapas de su decadencia, de su
pérdida de la ilusión, de su aceptación de su mediocridad, etc.
Pero también existe lo que Sklovsky llama el «final ilusorio», caso
extremo que ilustra perfectamente el poder de las expectativas
formales del lector y el ingenio que se usará para producir una
sensación de terminación. «Generalmente se trata de descripciones
de la naturaleza o del tiempo que proporcionan material para esos
finales ilusorios... Este nuevo motivo se inscribe como paralelo al
relato precedente, gracias a lo cual el cuento parece acabado»
(pp. 176-7).
Una descripción del tiempo puede proporcionar una conclu
sión satisfactoria porque el lector le da una interpretación de metá
fora o de sinécdoque y después lee esa declaración temática sobre
el fondo de las acciones mismas. Como ejemplo, Sklovsky cita un
breve pasaje de Le Diable boiteux en que un transeúnte, que se
detiene para ayudar a un hombre mortalmente herido en una p^lea,
315
queda detenido a su vez. «Ruego al lector que invente incluso
una descripción de la noche en SeviUa o del cielo indiferente y
que la añada a ese pasaje» (p. 177). E, indudablemente, tiene
razón; semejante descripción daría al relato una estructura satis
factoria porque el cielo indiferente presenta una imagen temática
que puede interpretarse en el sentido de que identifica y con
firma el papel del acontecimiento precedente en la trama. Al con
firmar la ironía del relato, aísla, como estructura dominante de la
trama, el movimiento irónico de la acción.
Sklovsky parece haber comprendido que el análisis de la es
tructura de la trama debe ser un estudio del proceso estructurador
por el cual toman forma las tramas, y sabía que uno de los mejo
res modos de descubrir qué normas intervienen era alterar el
texto y considerar cómo cambia su efecto. Barthes ha obser
vado que el analista de la narrativa ha de ser capaz de imaginar
«contratextos», posibles deslices del texto, cualquier cosa que fuera
escandalosa en la narración (L’analyse stru ctu rale du récií, p. 23).
Eso le ayudaría a identificar las normas funcionales. Así, pues, la
misión del analista no es la de desarrollar una taxonomía de tra
mas o metalenguajes nuevos para su transcripción, pues existe un
número infinito de semejantes taxonomías y metalenguajes. Como
dice Barthes, debe de explicar «el metalenguaje dentro del propio
lector», el lenguaje de la trama que está dentro de nosotros (In tro-
du ction a l’analyse stru ctu rale d es récits, p. 14).
Tema y símbolo
316
bres nacen, viven y mueren in m ed iis rebu s; «para dar sentido n
su duración necesitan concordancias ficticias con principios y fi
nes» (Kermode, T he S en se o f an Ending, p. 7). Para elaborar algo
lo convertimos en una historia de modo que sus partes puedan
disponerse en una sucesión ordenada. Esa estructura temporal pone
en juego una especie de inteligibilidad que es esencial para el
funcionamiento de la novela: por tema no entendemos generalmen
te una ley general que la novela proponga o el tipo de conoci
miento que nos permitiría predecir qué ocurrirá en situaciones
como las presentadas. Como subraya W . B. Gallie en otro contex
to, captar el tema de una novela es haber seguido la historia. Seguir
una historia no es igual que seguir un argumento: el hecho de que
se siga con éxito no entraña la capacidad para predecir la con
clusión deductiva, sino sólo una apreciación del «nexo principal
de continuidad lógica» que vuelve inteligibles sus elementos.11
Pero para producir unidad, resolución, continuidad, hay que
extrapolar a partir de elementos del texto, asignándoles una fun
ción general. ¿Qué significa para Louisa en Hard T im es («Tiempos
difíciles») que la descubren mirando por el agujero de un árbol?
Eso depende de lo que consideremos representa ese hecho y de
cómo caractericemos el eth o s de los Gradgrinds: claramente, se
está apartando de la ley de su padre, pero ¿es culpable simple
mente de curiosidad o de curiosidad con respecto a objetos particu
lares? ¿Qué significa el hecho de que Fanny Assingham rompa
el tazón de oro, uno de los pocos acontecimientos de T he G olden
B ow l («El tazón de oro»)? Una vez más, tenemos que generalizar
la función del tazón para poder aplicar al mismo acontecimiento
algunos de los nombres que Maggie, Fanny y el Príncipe se abs
tienen de emplear. El problema de la extrapolación temática está
relacionado muy estrechamente con el de la lectura simbólica: ¿me
diante qué lógica podemos generalizar a partir de un objeto o
acontecimiento y hacer que signifique?
Las convenciones de la lectura de novelas proporcionan dos
operaciones básicas que podríamos llamar recu p era ción em pírica
y recu p era ción sim bólica. La primera está basada en la extrapola
ción causal: si se describe el elegante vestido de un personaje,
podemos recurrir a modelos estereotipados de la personalidad y
317
decir que, si va vestido así, es porq u e es un petimetre o un dandy
y establecer una relación de signos entre la descripción y este
último significado. Aunque esa clase de extrapolación da mejor re
sultado en las novelas que en otros modos de experiencia, porque
nos acercamos al texto con la hipótesis de que cualquier cosa ob
servada sea probablemente notable y significativa, los significados
derivados de las conexiones causales son convencionales de forma
menos evidente y más difíciles de estudiar que ios producidos por
recuperación simbólica. Ese proceso se produce en los casos en que
las conexiones causales están ausentes o en que aquellas a las que
podríamos recurrir parecen insuficientes para explicar la insisten
cia con que se habla en el texto de un objeto u acontecimiento,
o incluso en los casos en que no sabemos qué hacer con un detalle.
Probablemente no estaríamos dispuestos a dar por sentada una
conexión causal entre una complexión perfecta o defectuosa y un
carácter moral perfecto o defectuoso, pero el código simbólico
admite esa clase de asociaciones y nos permite considerar lo pri
mero como señal de lo segundo. O bien, no hay conexión causal
entre los bigotes y la maldad, pero el código simbólico nos permite
establecer una relación de signos.
Esa clase de extrapolaciones son extraordinariamente curiosas,
especialmente porque la lectura simbólica no es una asociación li
bre, sino un proceso regido por reglas cuyos límites son extraordi
nariamente difíciles de establecer. La torpeza a la hora de abordar
los símbolos es una de las señales más claras de un trabajo esco
lar deficiente, pero pocos autores han llegado muy lejos a la
hora de explicar qué debe aprender el lector para adquirir gracia.
Los estructuralistas no han conseguido explicar la distinción entre
lecturas simbólicas aceptables y no aceptables, pero la obra de
Barthes sobre el código simbólico sí que ofrece algunas sugeren
cias sobre los mecanismos básicos de ese tipo de recuperación.
El recurso formal en que se basa el código simbólico es la antí
tesis. Si el texto presenta dos elementos —personajes, situaciones,
objetos, acciones— de un modo que sugiera oposición, en ese
caso se abre al lector «todo un espacio de substitución y variación»
(Barthes, S/Z, p. 24). La presentación de dos heroínas, una more
na y otra rubia, pone en acción un experimento de extrapolación
318
en que el lector pone en correlación esa oposición con oposiciones
temáticas que podría manifestar: malo/bueno, prohibido/permi-
tido, activo/pasivo, latino/nórdico, sexualidad/pureza. El lector
puede pasar de una oposición a otra, ensayándolas, inviniéndolas
incluso, y determinando cuáles son pertinentes para estructuras
temáticas más amplias que abarquen otras antítesis presentadas en
el texto. Así, la primera manifestación del código simbólico en
Sarrasine encuentra al narrador sentado en una ventana con una
fiesta elegante en una de sus manos y un jardín en la otra. La opo
sición, como ocurre con tanta frecuencia en Balzac, se desarrolla
explícitamente de distintas formas, a medida que el narrador in
dica posibles lecturas simbólicas: danza de la muerte/danza de
la vida, naturaleza/hombre, frío/caliente, silencio/ruido. El pro
pio narrador se convierte en el punto focal de la antítesis, y su
posición en la ventana se interpreta como fundamentalmente am
bigua, peligrosamente distanciada: «Verdaderamente, mi pierna
estaba helada por una de esas corrientes de aire que te congelan
la mitai" del cuerpo, mientras la otra mitad siente el calor húme
do del salón» {ibid., p. 33).
Las oposiciones sugeridas en ese pasaje se conservan y se utili
zan en el siguiente caso importante del código simbólico, el con
traste entre un hombre viejo y arrugado y una mujer joven y bella:
«relacionados con la antítesis de interior y exterior, de caliente y
frío, de vida y muerte, el viejo y la joven están separados por la
más inflexible de las barreras: la del significado» {ibid., p. 71).
Sentados uno junto a otro, presentan una condensación simbólica
(«verdaderamente se trataba de la vida y la muerte»), pero cuando
la joven se aproxima y toca al viejo se produce «el paroxismo de
la transgresión». Su fascinación y repulsión, su reacción excesiva
cuando lo toca, indican una «barrera de significado», subrayan la
importancia de la oposición exclusiva, y exigen al lector emprender
una lectura simbólica que aproveche la oposición y le conceda un
lugar en una estructura simbólica más amplia.
Desde luego, interpretar una oposición es producir lo que Grei
mas llama la estructura elemental del significado: una homología
de cuatro términos. Pero el proceso no tiene por qué detenerse
ahí, ya que el segundo par de térmios puede servir de punto de
319
partida para una extrapolación posterior. Es sorprendente lo poco
del contenido original que hace falta preservar en esas transfor
maciones semánticas. Lévi-Strauss ha sostenido a partir de su
vasto corpus de mitos que, a pesar de que el sol y la luna no se
pueden usar para significar cualquier cosa, mientras se los coloque
en oposición, no hay límites para otros contrastes que pueden
expresar (aunque, naturalmente, la gama de significados posibles
en un texto determinado estará limitada estrictamente) (Le sex e
d es astres, p. 1168). En las novelas, la mayoría de las operaciones
simbólicas siguen los modelos de la metonimia o de la sinécdoque
—la extrapolación por contigüidad o por asociación en h forma
de recuperación simbólica que está relacionada de forma más estre
cha con la recuperación empírica—, pero también encontramos
ejemplos de la transferencia simbólica que Lévi-Strauss ha estu
diado, en que a dos términos puestos en relación por alguna cuali
dad que comparten se les hace oponerse después y significar la
presencia y ausencia de dicha cualidad. Asar y cocer son dos
formas de cocinar y, por tanto, culturales, pero la oposición entre
ellas (exposición directa al fuego frente a exposición mediada por
un objeto cultural, la olla) puede usarse para manifestar, dentro
del propio sistema cultural, el contraste entre cultura y naturaleza.12
La mujer joven y el hombre viejo de Sarrasine son seres humanos
vivos, pero ese rasgo semántico que los pone en relación, por
estar quizá «en el ambiente», puede convertirse en un aspecto del
contraste, cuando se los opone: vida y muerte. Dos hombres, si se
los opone, pueden contener el contraste entre masculino y femeni
no o entre lo humano y lo animal. Esas operaciones semánticas
son extraordinariamente curiosas e indudablemente compensarían
un estudio más profundo.
El estudio de los códigos por parte de Lévi-Strauss sugiere que
la interpretación simbólica consiste en pasar de las antítesis del
texto a las oposiciones más básicas de otros códigos sociales, psi
cológicos o cósmicos. En ese caso, la pregunta crucial pasaría a ser:
¿qué se quiere decir con eso de «más básicos»? ¿Hacia dónde
avanza la interpretación simbólica? ¿Cuáles son las constricciones
al tipo de significado que estamos dispuestos a atribuir a los
símbolos? Barthes habla del significado como de
320
una fuerza que intenta subyugar a otras fuerzas, a otros signi
ficados, a otros lenguajes. La fuerza del significado depende
de su grado de sistematización: el significado más potente es
aquel cuyo sistema incluye el mayor número de elementos,
hasta el punto de que parece abarcar todo lo notable del uni
verso semántico (S/Z, p. 160).
321
1 1 . — LA POÉTICA
prefación no es suficientemente rica como para contar como una
configuración propiamente dicha del cham p sym boliq u e. Nos gusta
ría decir: «¿Por qué ca lien te y frío ? » , y pasar de eso a algo como
la pasión humana y su ausencia, la vida y la muerte, el hombre y la
naturaleza, para satisfacer las exigencias de la fuerza simbólica.
Un crítico temerario que deseara enunciar dichas exigencias po
dría adaptar las conclusiones a que llega Todorov en su Introduc-
tion a la littératu re fantastique, en que, al agrupar los temas que ha
observado, distingue los «temas del yo » , que se refieren a «la rela
ción entre el hombre y el mundo, el sistema de percepción y de
conocimiento», y los «temas del tú», que se refieren «a la relación
del hombre con su deseo y, por tanto, con su inconsciente»
(p. 146). La importancia de esas categorías radica en las hipóte
sis que han de subyacer en ellas: las de que en su nivel literario
más básico los temas sólo pueden exponerse en estos términos,
como nociones de la relación del individuo con el mundo y consigo
mismo. Y la hipótesis correspondiente sería la de que nuestra apre
ciación sobre cuándo detener la generalización a partir de los sím
bolos va determinada por nuestro conocimiento de las estruc
turas y de los elementos que entran dentro de ese paradigma gene
ral y que, en consecuencia, son dignos de desempeñar el papel de
sym b olisés en relación con los símbolos. Eso podría explicar por
qué habla Greimas de interpretación simbólica como un proceso de
construcción de «sememas axiológicos... como eu foria d e las altu
ras y 'disforia’ d e las profu n didades», pues la relación temática más
general entre la conciencia y sus objetos es de atracción y rechazo
y las experiencias evaluadoras primarias, que entran también dentro
del dominio del cuerpo, son las de la felicidad y la infelicidad. Bar
bara Smith ha mostrado que «las alusiones a cualquiera de las fases
‘naturales’ de reposo de nuestras vidas y experiencias —el sueño,
la muerte, el invierno, etc.— tienden a dar fuerza de conclusión,
cuando aparecen como rasgos terminales en un poema» (P oetic
C losure, p. 102). Parece probable que un conjunto análogo de
experiencias humanas primarias hagan de fases de reposo en el
proceso de interpretación simbólica o temática.
Barthes lo expresa del modo contrario: una vez que se detie
ne el proceso de extrapolar y de nombrar, se crea un nivel de
322
comentario definitivo, la obra queda cerrada o acabada, y el lenr
guaje en que las transformaciones semánticas terminan se vuelve
«natural»: la verdad o el secreto de la obra {S/Z, p. 100). Hemos
descubierto, como la poco feliz jerga crítica, de qué «trata real
mente» la obra. Desde luego, a veces la propia obra nos dice
dónde detenernos, se cierra al ofrecer un comentario definitivo
sobre su tema, pero ni siquiera en sos casos tenemos por qué
detenernos en ese lugar: podemos seguir para llegar a otros
que proporcionen nuestras convenciones de la lectura. Puede
ser que nos detengamos cuando sintamos haber alcanzado la ver
dad o el lugar de máxima fuerza y no, como sugiere Barthes, que
cualquier lugar en que nos detengamos se convierta en el de la
verdad; si bien las alternativas no seexcluyen mutuamente, como
es natural.
Muchas obras impugnan ese proceso de naturalización, nos im
piden pensar que la práctica de las lecturas simbólicas es eminente
mente natural. Aunque dichas obras son de dos tipos muy diferen
tes, ambos pueden calificarse de alegóricos más que de simbólicos.
La alegoría suele concebirse como una forma que exige comentario
y en parte proporciona el suyo propio, pero, como reconoció
Coleridge en su famosa definición, también subraya la artificialidad
del comentario, la diferencia entre significado aparente y significa
do último 13:
323
lo que apreciamos su fuerza e importancia sin abandonar el plano
de los pormenores y, así, experimentamos a través de la literatura,
como no se cansan de decirnos los apologistas del símbolo, una
unidad o armonía orgánica raras veces encontrada en el mundo:
una fusión de lo concreto y de lo abstracto, de la apariencia y de
la realidad, de la forma y del significado. El símbolo debe conte
ner todo el significado que producimos en nuestras transformacio
nes semánticas. Es un signo natural en que sign ifian t y sign ifié
van fundidos indisolublemente, no un signo arbitrario o conven
cional en que vayan unidos por la autoridad o el hábito humanos.
Por otro lado, la alegoría subraya la diferencia entre niveles, os
tenta el abismo que debemos salvar para producir significado, con
lo que despliega la actividad de la interpretación con toda su con-
vencionalidad. O bien presenta un relato empírico que por sí solo
no parece un objeto digno de atención y da a entender que, para
producir tipos de significación que la tradición nos incita a desear,
debemos traducir el resultado a otro modo, o bien presenta un as
pecto enigmático, al tiempo que pone obstáculo incluso a ese tipo
de traducción y nos obliga a leerla como una alegoría del proceso
interpretativo. Ese primer tipo abarca desde la parábola, su ver
sión más simple, hasta las alegorías largas y complejas de Dante,
Spencer, Blake, pero en cada caso el nivel apropiado de interpre
tación se identifica y justifica mediante una autoridad externa:
nuestro conocimiento de los temas cristianos o la visión de Blake
nos permite identificar significados alegóricos satisfactorios. El se
gundo tipo se produce cuando las autoridades externas son débiles
o cuando no sabemos cuál debe aplicarse. Si la obra tiene senti
do será como una alegoría, pero no podemos descubrir un nivel
en que pueda basarse la interpretación, con lo que nos quedamos
con una obra que, como F innegans Wake, L ocus Solus e incluso
Salambó de Flaubert, ostenta la diferencia entre significante y
significado y parece adoptar como tema implícito las dificultades
o la agudeza de la interpretación.14 Podríamos decir que la alegoría
es el modo que reconoce la imposibilidad de fusionar lo empírico
y lo eterno, con lo que aclara la relación simbólica al subrayar la
separación entre los dos niveles, la imposibilidad de vincular
los excepto momentáneamente y sobre un fondo de disociación y
324
la importancia de proteger cada nivel y el nexo potencial entre
ambos confiriéndole carácter arbitrario. Sólo la alegoría puede
hacer la conexión de modo consciente y exento de confusiones.
El personaje
325
los modelos del siglo x ix ; son nudos en la estructura verbal de la
obra, cuya identidad es relativamente precaria.
Cada uno de esos argumentos indica un detalle válido, pero
quizá sea importante mantenerlos separados para que no se desdi
buje esa validez. Ha habido un cambio en las novelas, que tanto la
teoría como la práctica de la lectura han de afrontar. Las expecta
tivas y procedimientos de asimilación apropiados para las novelas
del siglo xix con sus esencias psicológicas individuales fracasan
ante los protagonistas anónimos de la narrativa moderna o los
protagonistas picarescos de novelas anteriores. Pero, tal como
muestra la polémica contra la novela «balzaciana», sostenida con
tanto brío por Sarraute y Robbe-Grillet, el efecto de esos textos
modernos con sus protagonistas relativamente anónimos depende
de las expectativas tradicionales relativas al personaje que la novela
expone y socava. Lo que podríamos llamar los «protagonistas pro
nominales» de Les fru its d ’o r de Sarraute o de N om bres de Sollers
no funcionan como retratos, sino como etiquetas que, en su nega
tiva a convertirse en personajes plenos, entrañan una crítica de las
concepciones de la personalidad. En M artereau de Sarraute, por
ejemplo, el protagonista epónimo comienza como una presencia
sólida, pero a medida que la novela avanza «el firme perfil de su
carácter empieza a desdibujarse hasta que acaba flotando también
en el mismo mar de anonimato que los otros... La disolución de
Martereau es la esencia de la novela: el arabesco de la individuali
dad es desechado ante los propios ojos del lector para dar paso,
en los términos de Nathalie Sarraute, a un estudio profundamente
realista de la vida impersonal» (Heath, T he N ouveau Román,
p. 52).
Una vez equipados con esa distinción histórica entre formas
de tratar al personaje, podemos leer muchas novelas anteriores
de modo diferente. Aunque es posible considerar L’E ducation sen-
tim en tale como un estudio del personaje, colocar a Frédéric Mo-
reau en el centro e inferir del resto de la novela un rico retrato
psicológico, ahora estamos por lo menos en condiciones de pregun
tarnos si es ése el mejor modo de proceder. Cuando enfocamos la
novela de ese modo, encontramos una ausencia o vacío en el
centro, cosa de la que se quejaba Henry James. La novela no
3.26
se limita a retratar una personalida trivial, sino que muestra una
pronunciada falta de interés por las que podríamos esperar que
fueran las preguntas más importantes: ¿cuál es la cualidad y valor
precisos del amor de Frédéric por la señora Arnoux? ¿Por Rosa-
nette? ¿Por la señora Dambreuse? ¿Qué es lo que aprende y qué
lo que se le escapa en su educación sentimental? Como lectores
y críticos, podemos dar respuestas a esas preguntas, y eso es indu
dablemente lo que los modelos tradicionales del personaje nos pres
criben hacer. Pero, si lo hacemos, nos comprometemos a naturali
zar el texto e ignorar o reducir el carácter extraño de sus lagunas
y silencio.15
Si la distinción histórica del estructuralismo es válida, su críti
ca general de la noción de personaje tiene también la virtud de
hacernos reflexionar de nuevo sobre la noción de personajes ricos
y «que parecen vivos» que ha desempeñado un papel tan impor
tante en la crítica. Al sostener que los personajes mejor descri
tos y mejor individuados no son, de hecho, los más realistas, el
estructuralista impugna esa defensa de la novela tradicional que
se basa en las nociones de veracidad y de reconocibilidad empírica.
Una vez que dudamos de que los retratos más vividos y detallados
sean los que parecen más vivos, podemos considerar otras posibles
justificaciones y estamos en mejor posición para estudiar el artifi
cio inevitable en la construcción de los personajes. «El personaje
que admiramos como resultado de la atención amorosa es algo cons
truido mediante convenciones tan arbitrarias como cualesquiera
otras, y la única esperanza de recuperar un arte es reconocerlo
como arte» (Price, T he O ther S elf, p. 293).
Un análisis de la base convencional de la caracterización se
centraría en el hecho de que «las dimensiones del personaje que
el novelista presenta van determinadas por algo más que por su
amor hacia la realidad de otras personas» (ibid., p. 297). Lo
que se nos dice sobre los personajes difiere mucho de un nove
lista a otro, y aunque indudablemente es decisivo para la impre
sión de vraisem blance que tengamos la sensación de que podrían
haberse aportado otros detalles, hemos de leer una novela supo
niendo que se nos ha dicho todo lo que necesitamos saber: que la
significación es inherente precisamente a esos niveles en que el
327
f
novelista se centra. Cuando superamos la noción de verosimilitud,
estamos en condiciones de considerar como fuente importante
de interés la produción de los personajes. ¿Qué sistema de con
venciones determina las nociones de plenitud e integridad opera
tivas en una novela o tipo de novela determinados y rige la selec
ción y organización de los detalles?
Los estructuralistas no han trabajado mucho sobre los mo
delos convencionales de personaje usados en novelas diferentes.
Se han ocupado más de desarrollar y perfeccionar la teoría de
Propp de los papeles o funciones que los personajes deben asu
mir. «El análisis estructural, preocupado por no definir al perso
naje en función de las esencias psicológicas, ha intentado hasta
ahora, mediante distintas hipótesis, definir al personaje como
un ‘participante’ y no como un ‘ser’».16 Pero puede tratarse per
fectamente de un paso demasiado rápido de un extremo a otro,
pues los papeles propuestos son tan reductivos y tan dependientes
directamente de la trama, que nos dejan con un inmenso residuo,
cuya organización debería intentar explicar el análisis estructural
en lugar de pasarla por alto.
Propp aisló siete papeles asumidos por los personajes en
los cuentos folklóricos: el malvado, el ayudante, el donador (que
proporciona agentes mágicos), la persona buscada y su padre, el
expedidor (que envía al héroe en pos de aventuras), el héroe
y el falso héroe. No pretendió afirmar la universalidad de ese con
junto de papeles, pero Greimas ha tomado su hipótesis como
prueba de que «un pequeño número de términos actanciales
basta para explicar la organización de un microuniverso». Con el
propósito de proporcionar un conjunto de reglas universales o
actantes, Greimas extrapola a partir de su descripción de la es
tructura de la oración para producir un modelo actancial que,
según afirma, forma la base de cualquier «espectáculo» semántico,
ya sea oración o relato. Nada puede ser un todo significante, a
no ser que pueda captarse como una estructura actancial (Se-
m ántique structurale, pp. 173-6).
El modelo de Greimas consta de seis categorías colocadas en
relación sintáctica y temática mutua:
328
destin ateu r —> o b jet —» destinataire
t
adjuvant —> sujef, —> opposan t
329
Greimas afirma que su modelo nos permitirá establecer una
tipología de relatos agrupando juntos los relatos en que los mismos
papeles van fundidos en un solo personaje. Pero semejante tipolo
gía no nos llevaría muy lejos. Por ejemplo, Greimas sostiene que
en el cuento follkórico popular el sujeto y el destinatario van fun
didos, pero eso es aplicable a cualquier cuento en que el protago
nista desee algo y al final lo reciba o no lo reciba. De ese modo,
todos los cuentos populares y todas las novelas irían clasificados
juntos y se distinguirían de cualquier otra historia en que vayan
fundidos en uno o más personajes ambivalentes. Pero ésa parece
una cuestión delicada, una distinción de grado más que de clase.
Todas estas especulaciones son muy provisionales, pero, como
Greimas ofrece pocas pruebas de cómo funcionaría su modelo en
la práctica, lo único que podemos hacer es esperar que los ejem
plos que ideemos ilustren las dificultades del modelo y no la in
competencia para aplicarlo. El principio parece ser el de que, si la
incertidumbre sobre los representantes de cada papel en una nove
la particular representa un problema o decisión temática, la difi
cultad para aplicar el modelo cuenta como prueba a su favor y no
en contra (el modelo localiza correctamente un problema temá
tico). Sin embargo, si el tema es relativamente claro, pero difícil
de formular en función del modelo, en ese caso esas dificul
tades cuentan contra la hipótesis de Greimas. Para M adame Bo-
vary podríamos proponer: sujeto — Emma, objeto — la felici
dad, expedidor — la literatura romántica, destinatario — Emma,
ayudante — Léon, Rodolphe, oponente — Charles, Yonville,
Rodolphe. En este caso la dificultad a la hora de decidir si Ro
dolphe (y quizá Léon) deben contar como ayudantes solamente o
como ayudantes y oponentes no parece corresponder a un pro
blema temático de la novela Podemos decir pura y simplemen
te que Emma intenta encontrar la felicidad con cada uno de ellos
y fracasa, pero eso es difícil de exponer en función del modelo
de Greimas. Para T iem pos d ifíciles podríamos proponer: suje
to — Louisa, objeto — la existencia digna, emisario — ¿Grad-
grind?, destinatario — Louisa, ayudante — Sissy Jupes, ¿la fan
tasía?, oponente •— Bounderby, Coketown, el utilitarismo. Podría
mos decir que la fantasía inextinguida es un ayudante, pero tam-
330
bien podríamos decir que Gradgrind es el emisor y que Gradgrind
es un oponente, a pesar de su amor por su hija. Una vez más, esa
indecisión no parece representar un problema temático; sólo cuan
do se introduce la noción de «emisor» surgen dificultades; y eso
parece contar contra el modelo.
Probablemente, al leer una novela usemos algunas hipótesis
relativas a los posibles papeles. Intentamos determinar al princi
pio de la novela cuáles son los personajes a los que debemos
prestar más atención y, después de haber identificado un perso
naje principal, colocar a los demás en relación con él. Pero, si
lo que se afirma es que intentamos llenar inconscientemente esos
seis papeles, distribuyendo a los personajes entre ellos, lo único
que podemos hacer es lamentar que no se hayan aducido pruebas
para mostrar que así es.
En su análisis de Les Liáisons da n gereu ses, Todorov intentó
usar el modelo de Greimas considerando el deseo, la comunica
ción y la participación —los tres ejes del modelo actancial—
como las relaciones básicas entre los personajes. A continuación
formuló ciertas «reglas de acción» que rigen dichas relaciones en
esa novela: por ejemplo, si A ama a B, intenta hacer que B le
ame; si A descubre que ama a B, en ese caso tratará de negar u
ocultar ese amor.17 Sin embargo, en su G rammaire du D écamé-
ron, rechaza explícitamente la tipología de los actantes. Toman
do la oración como modelo (como hace Greimas también, natural
mente), sostiene que «el sujeto gramatical carece siempre de pro
piedades internas; éstas sólo pueden proceder de su conjunción
momentánea con un predicado» (p. 28). Así, pues, propone tratar
a los personajes como nombres propios a los que se atribuyen
ciertas cualidades en el curso de la narración. Los personajes no
son héroes, malvados ni ayudantes; son simplemente sujetos de
un grupo de predicados que el lector suma, a medida que avanza.
Todorov no ofrece pruebas para respaldar esa opinión, y
hemos de sacar la conclusión de que la pregunta fundamental sigue
sin respuesta: ¿es que al leer nos limitamos a sumar acciones y
atributos de un pers«naje individual, extrayendo de ellos una
concepción de la personalidad y del papel, o nos guiamos en ese
proceso por expectativas formales sobre los papeles que hay que
331
llenar? ¿Nos limitamos a observar lo que hace un personaje o
intentamos encajarlo en una de las ranuras de una serie limitada?
La inadecuación del modelo de Greimas podría inclinarnos a es
coger la primera respuesta, pero indudablemente sería preferible
esperar que se pudiera producir un modelo mejor de papeles fun
cionales y que éste pudiese permitirnos elegir la segunda. Como
sostiene Northrop Frye,
332
yen a la caracterización en virtud de que nuestros códigos cultu
rales nos permiten obtener connotaciones apropiadas a partir de
ellos. Cuando se nos dice que Sarrasine de joven «ponía extraor
dinario ardor en el juego» y que en las peleas «si era el más débil,
mordía», podemos asimilar directamente ese «ardor» y el exceso
de «extraordinario» como marcas de su carácter; pero el mor
der requiere una explicación: puede considerarse como «exceso»
en función de las reglas del combate limpio, o como«feminidad»
en función de otros estereotipos culturales y psicológicos (p. 98).
Ese proceso de nombrar connotaciones —de moldearlas de forma
que pueda usárselas después— a es crucial para el proceso de la
lectura.
333
El proceso de seleción y organización de semas está regido
por una ideología del personaje, modelos implícitos de coherencia
psicológica que indican qué clase de cosas son posibles como
rasgos de personaje, cómo pueden coexistir y formar conjuntos
dichos rasgos, o por lo menos qué rasgos coexisten sin difi
cultad y cuáles se oponen necesariamente y, al hacerlo, produ
cen tensión y ambigüedad. Desde luego, hasta cierto punto esas
nociones proceden de la experiencia no literaria, pero no debe
mos subestimar el hecho de que en cierta medida, por pequeña
que sea, son convenciones literarias. Los modelos que Frye cita,
por ejemplo, dependen para su coherencia y eficacia del hecho de
que son resultado de experiencia literaria y no empírica; por eso,
están más ordenados y más listos para participar en la produc
ción del significado. Si una de las funciones de la novela es la de
convencernos de la existencia de otras mentes, en ese caso ha de
servir como fuente de nuestras nociones del personaje; y podría
mos sostener con Sollers que le discou rs rom anesque se ha con
vertido en nuestro saber social anónimo, el instrumento de nues
tra percepción de los demás, los modelos mediante los cuales los
convertimos en personas (L ogiques, p. 228). Sea cual fuere su
papel fuera de la novela, nuestros modelos del bravucón, el joven
amante, el subordinado intrigante, el hombre sabio, el malvado
—modelos polivalentes con oportunidad para la variación, indu
dablemente^— son construcciones literarias que facilitan el pro
ceso de selección de los rasgos semánticos para llenar plenamen
te o dar contenido a un nombre propio. Podemos extraer nuevos
rasgos a medida que leemos e inferimos otros a continuación, por
que un personaje no es, p a ce Todorov, un conglomerado de
rasgos, sino un «conjunto dirigido o teleológico» basado en mode
los culturales.18
Para entender el funcionamiento del código sémico, necesi
tamos un esbozo completo de los estereotipos literarios que pro
porcionan sus modelos elementales de coherencia, pero aun en ese
caso el código seguiría en gran medida abierto. Tan pronto como
el perfil básico de un personaje empieza a surgir en el proceso de
la lectura, podemos recurrir a cualquiera de los lenguajes desarro
llados para el estudio del comportamiento humano y empezar
334
a estructurar el texto en esos términos. Como subraya Barthes, el
sema es simplemente un punto de partida, una avenida de sig
nificado; no podemos decir qué hay al final del camino: «todo
depende del nivel en que detengamos el proceso de nombrar»
(SfZ , pp. 196-7). Pero por lo menos debe ser posible trazar las
direcciones que puede seguir el significado y sus modos generales
de progresión.
335
Tercera parte
Perspectivas
CAPITULO 10
339
invoca usted en su descripción del estructuralismo es pre
cisamente el que nosotros hemos rechazado. La noción de
«competencia lingüística» de éste y su uso de las «intuicio
nes» del hablante nativo convierten al sujeto individual en
punto de referencia, la fuente del significado, el centro de
la creatividad, y confieren una condición privilegiada a un
conjunto particular de reglas que rigen las oraciones que
aquél considera bien construidas. El concepto de compe
tencia literaria es un modo de conceder preeminencia a cier
tas convenciones arbitrarias y de excluir del dominio del
lenguaje todas las violaciones auténticamente creativas y
productivas de dichas reglas.
En consecuencia, no es probable que aceptemos la no
ción de competencia literaria, que sería más prescriptiva y
represiva todavía. La ideología de nuestra cultura fomenta
una forma particular de leer la literatura, y, en lugar de
impugnarla, lo que usted hace es volverla absoluta y tra
ducirla a un sistema de reglas y de operaciones que consi
dera usted como normas de racionalidad e inaceptabilidad.
Es cierto que en sus primeras etapas el estructuralismo con
tembló la posibilidad de un «sistema literario» que asignara
una descripción estructural a cada texto; pero esa propues
ta, que es la única que justificaría que se hablase de com
petencia literaria, está reconocida ahora como un error. Los
textos pueden leerse de muchas formas; cada texto con
tiene en su interior la posibilidad de un conjunto infinito de
estructuras, y dar preferencia a una estableciendo un siste
ma de reglas para generarlas es una iniciativa flagrantemen
te prescriptiva e ideológica.
lto
ly se stru ctu rale d es récits (1966) a S/Z (1970), Barthes obser
va que
en el primer texto recurrí a una estructura general de la que
se derivarían análisis de textos contingentes... En S/Z in
vertí esa perspectiva: en ese libro rechacé la idea de un
modelo trascendente para varios textos (y, por tanto y con
mayor razón, de un modelo que trascendiera cualquier texto)
para postular que cada texto es de algún modo su propio
modelo, en otras palabras, que cada texto ha de conside
rarse en su diferencia, y «diferencia» ha de entenderse en
este caso precisamente en un sentido nietzscheano o derri-
dano. Expresémoslo de otro modo: el texto se ve atravesado
por códigos incesantemente y de cabo a rabo, pero no es la
consumación de un código (del código narrativo, por ejem
plo), no es la parole de una lan gue narrativa. (A Conversa-
tion w ith R oland Barthes, p. 44.)
341
mente ambiguo. No se limita a preservar la noción de código, que
entraña conocimiento colectivo y normas compartidas; en S/Z
el concepto alcanza su pleno desarrollo: los códigos se refieren
a todo lo que ya se ha escrito, leído, visto, hecho. El texto se ve
atravesado por códigos incesantemente, que son la fuente de
otros significados, sus significados. El texto puede no tener una
estructura asignada por una gramática de la narrativa, pero eso
se debe a que las operaciones de la lectura le permiten estar estruc
turado de distintas formas. Si el texto tiene una pluralidad de sig
nificados es porque no contiene en sí un significado, sino que
implica al lector en el proceso de producción de significado de
acuerdo con una variedad de procedimientos apropiados. Rechazar
el concepto de sistema basándose en que los códigos interpreta
tivos que nos permiten leer el texto producen una pluralidad de
significados es un curioso non sequitur, pues el hecho de que sea
posible una diversidad de significados y estructuras es la prueba
más contundente que tenemos de la complejidad e importancia
de la práctica de la lectura. Si cada texto tuviera un solo signifi
cado, en ese caso sería posible sostener que dicho significado
es inherente a él y que no depende de un sistema general, pero
el hecho de que haya un conjunto abierto de significados posibles
indica que estamos ocupándonos de procesos interpretativos de
considerable potencia que requieren estudio. Es difícil evitar la
conclusión de que las teorías del grupo de T el Q uel y los argu
mentas que podrían aducir contra las nociones de sistema lite
rario y de competencia literaria presuponen, de hecho, esas no
ciones que afirman haber rechazado.
Para mostrar que es así y que es extraordinariamente difícil
superar el tipo de estructuralismo que hemos delineado en capí
tulos anteriores, vamos a tener que examinar detalladamente los
intentos de autotranscendencia de T el Quel. Donde mejor apare
cen expuestas las razones para intentar superar el estructuralismo
es en L’"Ecriture e t la d iffé r e n ce de Jacques Derrida.
En primer lugar, en el estudio de la literatura la noción de
estructura tiene un carácter teleológico: la estructura va determi
nada por un fin particular; se reconoce como una configuración
que contribuye a dicho fin. «¿Cómo podemos percibir un todo
342
organizado, si no es partiendo de su fin o propósito?» (p. 44). A
no ser que hayamos postulado alguna «causa final» transcendente
o significado último para la obra, no podemos descubrir su es
tructura, pues la estructura es aquello por lo que el fin se hace
presente a lo largo de toda la obra. El analista de la estructura
tiene la misión de mostrar la obra como una configuración en que
el tiempo pasado y el tiempo futuro apuntan a un fin que está
siempre presente. Derrida escribe:
343
po un punto de partida —que nos permite identificar estructu
ras— y un principio limitador.
Pero conceder a un principio, cualquiera que éste sea, esa
condición privilegiada, convertirlo en el primer motor, a su vez
inmóvil, es un paso patentemente ideológico. Las nociones de
significado o efectos de un poema particular van determinadas por
los hechos contingentes de la historia de los lectores y por los
distintos conceptos críticos e ideológicos de actualidad en ese mo
mento. ¿Por qué habría de permitirse que esos productos cul
turales —lo que a los lectores se les ha enseñado sobre la lite
ratura— permanezcan fuera del juego de la estructura, limitando
sin verse limitados a su vez? El hecho de convertir cualquier efec
to postulado en el punto fijo de nuestro análisis tiene por fuerza
que parecer una iniciativa dogmática y prescriptiva que refleja un
deseo de verdades absolutas y significados transcendentes.
La condición de esa clase de centros llegó a verse impugnada
seriamente, escribe Derrida, «en el momento en que la teoría em
pezó a considerar la naturaleza estructurada de las estructuras»
(p. 411). La noción de un sy stém e d écen tré llegó a parecer muy
atractiva. ¿No podríamos alterar y desplazar el centro durante el
análisis del propio sistema? Aunque todavía necesitaríamos un pun
to de partida, ¿no podría incluir el movimiento del análisis una
crítica de ese centro que lo desplazó del papel de postulado no
examinado? Así, el estructuralismo y la semiología llegaron a ser
definidos como una actividad cuyo valor radicaba en la avidez
con que escrutaba sus postulados:
La semiótica no puede desarrollarse sino como una crítica
de la semiótica... La investigación en semiótica sigue sien
do una investigación que no descubre al final de su bús
queda otra cosa que sus pasos ideológicos, para reconocerlos,
para negarlos y para empezar de nuevo (Kristeva, Sem iotiké,
pp. 30-1).
Aunque no está claro cómo afectaría ese programa de Kriste
va al análisis semiológico real, por lo menos podemos imaginar
cómo podría tratarse el lenguaje como un sy stém e d écen tré. Hace
tiempo que los lingüistas han tomado como punto de partida
344
ciertos usos «normales» del lenguaje: la expresión en oraciones
gramaticalmente bien constituidas de intenciones comunicativas de
terminadas. Así, según sostiene Derrida, la reflexión sobre el len
guaje se ha producido dentro de una metafísica del lo g o s que con
cede primacía al sign ifié y ve el signifiant como una notación a
través de la cual pasamos para alcanzar el pensamiento. Los mo
dos especiales como produce la literatura el significado se deja
ron de lado como técnicas de connotación. Si los examinamos
seriamente —podrían sostener los estructuralistas— encontraremos
multitud de casos en que el significante no manifiesta un signi
ficado, sino que lo sobrepasa, ofreciéndose a sí mismo como un
excedente que engendra un juego de significación. Para percibir
ese exceso, hemos de considerar los usos normales del lenguaje
como el «centro», pero, una vez que hemos captado los fenómenos
que dicho centro excluye, hemos de desplazar el centro de su pa
pel, como lo que fundamenta y rige el juego de la estructura lin
güística, y eso puede hacerse tomando en serio la teoría de Saus
sure de la naturaleza diacrítica del significado y su argumento de
que en el sistema lingüístico «sólo hay diferencias sin términos
positivos». Si el significado está en función de las diferencias en
tre términos y cada término no es sino un nudo de relaciones di
ferenciales, cada término nos remite a otros términos de los que
difiere y con los que guarda algún tipo de relación. Esas relacio
nes son infinitas y todas ellas tienen la posibilidad de producir
significado.
En ese caso, según ese argumento, no podríamos identificar
los significados que la lengua produce ni usar eso como concepto
normativo para regir nuestro análisis, pues el hecho sobresaliente
del lenguaje es el de que sus modos de producir significado son
ilimitados y el de que el poeta sobrepasa cualquier clase de lími
tes normativos. Por amplio que sea el espectro de posibilidades
en que basemos un análisis, siempre es posible superarlas; la or
ganización de las palabras en configuraciones que oponen resis
tencia a los métodos de lectura heredados nos fuerza a experimen
tar y a poner en juego nuevos tipos de relaciones a partir del
infinito conjunto de posibilidades del lenguaje. Como dice Ma
llarmé,1
345
les m ots, d ’eux -m ém es, s ’ex altent a m ainte fa cette recon n u e
la plus rare ou valant p ou r Vesprit, cen tre d e su spen s vibra-
to ire; qui les perqoit in dépen dam m en t d e la su ite ordinaire,
p rojetés, en parois d e g ro tle, tant q u e du re leu r m ob ilité ou
prin cipe, étant c e qui n e s e dit pas du discou rs: prom p ts
tnus, avant ex tinction, a u ne récip ro cité d e feux distante
ou p r ésen tée d e biais co m m e con tin gen ce.
346
En su opinión, ése es el único tipo de concepto que puede
hacer de centro para el análisis del lenguaje poético, pues es el
único que incluye (por definición) todas las posibles variedades
de significación que los poetas y los lectores pueden inventar.
Cualquier otra noción en que intentáramos fundar nuestro análisis
quedaría debilitada tan pronto como se desarrollaran nuevos pro
cedimientos que excluyese.
Pero, como corolario directo de esa definición, se desprende
que el «geno-texto» es un concepto vacío, una ausencia en el cen
tro. No podemos usarlo para fin alguno, dado que nunca podemos
saber lo que contiene, y su efecto consiste en impedirnos rachazar
siempre cualquier propuesta sobre la estructura verbal de un tex
to. Cualquier combinación o relación está ya presente en el geno-
texto y, por lo tanto, una posible fuente de significado. No hay
punto desde el que se pudiera rechazar una propuesta. A falta de
noción primitiva alguna de los significados o efectos de un texto
(cualquier juicio de ese tipo representaría, en su opinión, una ex
clusión insidiosa que intentaría establecer una norma), no hay nada
que limite el juego del significado. Como dice Derrida, «la ausen
cia de un significado último abre un espacio ilimitado para el
juego de la significación» (L’E criture et la d iféren ce, p. 411). El
miedo a que los conceptos que rigen el análisis del significado se
vieran atacados como premisas ideológicas ha inducido a los teó
ricos de T el Q uel a intentar, por lo menos en principio, prescindir
de ellos.
El efecto práctico primordial de esa reorientación es el de
subrayar la naturaleza activa y productiva de la lectura y elimi
nar las nociones de la obra literaria como «representación» y «ex
presión». La interpretación no consiste en recuperar un significado
que esté oculto tras la obra y haga de centro que rija su estruc
tura; antes bien, es un intento de observar y participar en el juego
de los significados posibles a que el texto da acceso. En otras pa
labras, la crítica del lenguaje tiene la función de liberarnos de
cualquier anhelo nostálgico de un significado original o transcen
dente y de prepararnos para aceptar Vaffirmation n ietzschéen ne,
1‘affirm ation jo y eu se du jeu du m on d e et d e l’in n o cen ce du d e v e
nir, ra jfirm a tion í ’un m on d e d e sign es sans faute, sans vérité,
347
sans origine, o ffe r t a une in terprétation a ctiv e («la gozosa afirma
ción nietzscneana del juego del mundo y de la inocencia del por
venir, la afirmación gozosa de un mundo de signos sin falta, sin
verdad, sin origen, ofrecido a una interpretación activa»). Existen,
prosigue Derrida, dos tipos de interpretación: «una intenta desci
frar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se halla
fuera del dominio de los signos y de su juego, y experimenta la
necesidad de interpretar como una especie de exilio», una exclusión
de la plenitud original que busca; la otra acepta su función prác
tica y creativa y avanza gozosamente sin mirar atrás {ibid., p. 427).
En un nivel no es difícil ver el atractivo de ese enfoque, que
intenta substituir la angustia del regreso infinito por el placer de
la creación infinita. Dado que no hay justificación última y ab
soluta para sistema alguno o para interpretaciones que broten de
él, intentamos valorar la propia actividad de interpretación, o la
actividad de la elaboración teórica, y no resultados que pudieran
obtenerse. No hay nada a lo que deban corresponder los resulta
dos; y, por eso, en lugar de concebir la interpretación como un
juego en el mundo, cuyos resultados podrían ser interesantes si se
acercaran a alguna verdad exterior al juego, hemos de reconocer
que la actividad de la escritura, en su sentido derrideano más am
plio de «producción de significado», es el juego d el mundo.
Nou s som m es d o n e d ’en tr ée d e jen dans le d even ir-im m o
tiv é du sy m b o le... U im m otivation d e la tra ce d o it é tr e main-
tenant en ten d u e co m m e una opération et non co m m e un
état, com m e un m o u v em en t actif, une dé-m otivation, non
co m e une sPructure donn ée.
(Así, pues, desde el principio mismo estamos en el devenir
—inmotivado del símbolo... Ahora la inmotivación de la
huella debe entenderse como una operación y no como un
estado, como un movimiento activo, una desmotivación, no
como una estructura dada.) (De la gram m atologie, p. 74.)
Es decir, que debemos liberarnos de esa ficción logocéntrica o
teológica que, al tiempo que reconoce la naturaleza arbitraria del
signo; concibe los signos como establecidos de una vez por todas,
348
por decreto, y, en adelante, regidos por convenciones estrictas. El
hecho de que la forma no sea un determinante necesario y sufi
ciente del significado es una condición constante de la producción
de significado. El signo tiene una vida propia que no está regida
por arché o telo s alguno, origen o causa final, y las convenciones
que rigen el uso en tipos particulares de discurso son epifenóme
nos: son, a su vez, productos culturales transitorios. «¿Puedo de
cir bububu y significar: ‘Si no llueve, iré a dar un paseo’?», se
pregunta Wittgenstein.
«Sólo en una lengua puedo significar algo mediante algo.» 2
Es cierto, en el sentido de que no puedo usar bububu para expre
sar o comunicar ese significado. Sin embargo, puedo establecer,
como el propio Wittgenstein ha hecho, una relación entre los dos,
y ahora, de forma bastante irónica, hay una lengua en que bububu
es atravesado por «Si no llueve, iré a dar un paseo». No es tanto
que bububu haya recibido un significado cuanto que en el deven ir-
im m otivé su sym b o le ha llegado a ostentar la huella de un posi
ble significado. En resumen, el problema del lenguaje no es sólo
un problema de expresión y comunicación, modelos estos inade
cuados para los fenómenos más complejos e interesantes con que
nos tropezamos. Como dice Derrida, es un problema de inscrip
ción y producción, de las «huellas» ostentadas por las secuencias
y los desarrollos verbales que pueden provocar. La forma verbal
no nos remite simplemente a un significado, sino que abre un
espacio en que podemos relacionarlo con otras secuencias cuyas
huellas ostenta.
Pero, cualesquiera que sean los atractivos de esa concepción,
tiene sus dificultades prácticas. El análisis de los fenómenos cul
turales debe producirse siempre en algún contexto, y en cualquier
momento concreto la producción de significado en una cultura está
regida por convenciones. En la época en que Wittgenstein estaba
analizando el problema del significado y la intención, no se podía
decir bububu y significar «Si no llueve, iré a dar un paseo», in
dependientemente de que así fuera o no en la actualidad. El se-
miólogo puede estudiar las reglas implícitas que permiten a los
lectores dar sentido a los textos —que definen la gama de inter
pretaciones aceptables— y puede intentar cambiar esas reglas, pero
349
se trata de empresas diferentes que sólo los hechos de la historia
cultural nos prescribirían separar.
Un solo ejemplo ilustrará el problema: la adopción por los
teóricos de T el Q uel de los anagramas de Saussure. Saussure es
taba convencido de que los poetas latinos ocultaban regularmente
nombres propios clave en sus versos, y dedicó mucho tiempo al
descubrimiento de esos anagramas. Pero consideraba de crucial
importancia la cuestión de la intención, y sus dudas a ese respecto
—no pudo encontrar referencias a esa práctica y la información
estadística que obtuvo no fue concluyente— le hicieron dejar iné
ditas sus especulaciones.3 Kristeva y otros, a quienes no preocu
pan las intenciones, han visto en la obra de Saussure una teoría
que subrayaba la materialidad del texto (el signifiant como com
binación de letras) y postulaba «la expansión de una función sig-
nificadora particular, que prescinde de la palabra y del signo como
unidades básicas del significado, a lo largo de todo el material sig-
nificador de un texto dado» (S em iotik é, p. 293). El texto es un
espacio en que las letras, accidentalmente dispuestas en una direc
ción, pueden agruparse de forma diferente para revelar una diver
sidad de pautas latentes.
Está claro que ésa es una posible técnica interpretativa: si
permitimos al analista que encuentre anagramas de palabras clave
que enriquezcan su lectura del texto, le ofrecemos un procedimien
to eficaz para producir significado. Pero también está claro que
por el momento las constricciones «ideológicas» nos impiden leer
de ese modo. Si intentamos eliminar dichas constricciones, sólo
podemos hacerlo utilizando otros principios que a su modo son
igualmente ideológicos. Por ejemplo, Kristeva sostiene que Saus
sure estaba «equivocado» al buscar sólo nombres propios en los
anagramas.4 Si se refiere a que podemos encontrar otros anagra
mas en los textos, indudablemente está en lo cierto, pero basán
donos en eso podríamos decir que está equivocada al buscar sola
mente anagramas de palabras francesas y excluir, así, «arbitraria
mente» los anagramas de palabras alemanas que podemos encon
trar en textos franceses o los anagramas de cadenas carentes de
sentido que podemos encontrar en cualquier texto {Un co u p d e
d es como anagrama de d eep n u d ocu s).
350
Además, y éste es el punto importante, los anagramas pueden
usarse para producir significado sólo en caso de que recurramos
a las técnicas interpretativas actuales para tratar lo que quiera
que descubra ese modo de lectura. Al descubrir un anagrama de
rire en B rise m arine, de Mallarmé, podemos utilizarlo porque sa
bemos lo que podríamos hacer, si la propia palabra apareciera en
el poema. Ha de haber formas particulares de relacionar el ana
grama con el texto, para que resulte algún significado de la ope
ración.
Cuando Kristeva analiza efectivamente parte de un texto, pa
rece, de hecho, estar empleando principios de pertinencia proce
dentes de procedimientos de lectura comunes. Así, al analizar la
oración Un co u p d e d és jamais n ’abolira le hasard, a pesar de su
afirmación de que «esta oración debe leerse en el registro de reso
nancias que hacen de cada palabra un punto en que puede leerse
un número infinito de significados», no usa demasiado esas po
sibilidades infinitas. Lo más cerca que llega de un anagrama es la
extracción de bol, lira, ira y lyra de abolira, y de nihgún modo
recurre a «todos los lenguajes del pasado y del futuro» presunta
mente contenidos en el geno-texto. Aunque usa imágenes proce
dentes de otros poemas para mostrar que la palabra cou p, «me
diante una serie de retiradas, extensiones, escapes, podría aportar
al proceso de la lectura todo un corpus temático que mora en el
texto», pasa por alto asociaciones tan obvias como cou , coü t, cou
pe, etc., que podrían conducir a una diversidad de direcciones
{Sémanalyse et- p rod u ction d e sens, pp. 229-31). Para realizar algo
que se parezca a un análisis, se ve obligada a desplegar conven
ciones de lectura completamente restrictivas. Sin ellas la interpre
tación sería imposible.
De hecho, precisamente a causa de la libertad ilimitada que
su teoría garantiza, es tanto más importante para ella aplicar al
gunos principios de pertinencia, aunque sólo sea para determinar
cuál de las relaciones del infinito conjunto posible va a usar. Y
necesita alguna forma de integrar lo que se ha seleccionado. El in
tento de «liberar» el proceso de lectura de las constricciones im
puestas por una teoría particular de la cultura nos exige reintro-
ducir algunas reglas bastante potentes para aplicarlas a las com
351
binaciones o contrastes producidos por la extracción y asociación
casuales. Cualquier cosa puede ponerse en relación con cualquier
otra cosa, indudablemente: una vaca es como la tercera ley de la
termodinámica en que ninguna de las dos es una papelera, pero
poco se puede hacer con eso. Sin embargo, otras relaciones sí
que tienen potencial temático, y la cuestión crucial es la de qué
es lo que rige su selección y desarrollo. Aun «vaciado» por una
teoría radical, el centro se llenará inevitablemente a medida que
el analista siga opciones y ofrezca conclusiones. Siempre funcionará
algún tipo de competencia literaria o semiótica, y la necesidad de
ella será mayor, si se amplía la gama de relaciones de que haya de
tratar.
Podría ser que Kristeva no negara eso; podría decir simple
mente que el centro nunca está fijo, siempre se construye y des
construye con una libertad que la teoría busca como fin en sí
misma.
En cada momento de su desarrollo la semiótica ha de teo
rizar su objeto, su propio método y la relación entre ellos;
así pues, se teoriza a sí misma y se convierte, al retroceder
sobre sí, en la teoría de su práctica científica... Como lugar
de interacción entre distintas ciencias y proceso teórico siem
pre en desarrollo, la semiótica no puede reificarse como cien
cia, y mucho menos como la ciencia. Antes bien, es una di
rección para la investigación, siempre abierta, una empresa
teórica que retrocede sobre sí misma, una perpetua auto
crítica. (S em iotik é, p. 30.)
Esta tesis invoca sin el menor reparo lo que podríamos lla
mar el mito de la inocencia del devenir: el de que el cambio conti
nuo, como un fin en sí mismo, es la libertad, y de que nos libera de
las exigencias que podrían hacerse a un estado particular del sis
tema. El argumento podría rezar así: si, como han mostrado Bar
thes y Foucault, nuestro mundo social y cultural es el producto
de sistemas simbólicos, ¿no deberíamos negar cualquier condición
privilegiada a las convenciones erigidas por las instituciones opre
sivas del momento y afirmar gozosamente para nosotros el dere
cho a producir significado ad libitum , con lo que garantizaría
352
mos mediante el proceso de autotrascendencia la invulnerabilidad
a cualquier crítica basada en criterios positivistas y puesta a nues
tro nivel desde fuera?
Esa visión tiene sus fallos. En primer lugar, aunque es cierto
que el estudio de cualquier conjunto de convenciones quedará
invalidado en parte por el conocimiento que resulta de ese estudio
(cuanto más conscientes somos de las convenciones, más fácil es
intentar cambiarlas), no podemos eludir ese hecho recurriendo a
la autotrascendencia. Aun cuando la semiología se niegue a reifi-
carse como ciencia, no por ello escapa a la crítica. Independiente
mente del pasado y del futuro de la disciplina, cualquier análisis
particular se produce en una etapa particular, es un objeto con
premisas y resultados; y la posibilidad de negar dichas premisas
en el momento siguiente no hace que la evaluación sea imposible
o inapropiada.
En segundo lugar, la noción de libertad en la creación de sig
nificado parece ilusoria. Como el propio Foucault se apresura a
señalar, las reglas y conceptos que subyacen a la producción
de significado —«tantos recursos infinitos para la creación de
discurso»— son simultánea y necesariamente «principios de cons
tricción, y es probable que no podamos explicar su papel posi
tivo y productivo teniendo en cuenta su función restrictiva y
constrictiva» (L'Ordre du discou rs, p. 38). Una cosa puede tener
significado sólo si hay otros significados que no puede tener. Po
demos hablar de modos de leer un poema, sólo si hay otros mo
dos imaginables e inapropiados. Sin reglas restrictivas no habría
significado alguno.
De hecho, el propio Derrida, que nunca se apresura a ofrecer
propuestas positivas, es profundamente consciente de la imposi
bilidad de escape, de las restricciones impuestas por el propio len
guaje y los conceptos en que puede exponerse el escape:
353
1 2 . — LA POÉTICA
(Así, pues, debemos intentar liberarnos de ese lenguaje. No
intentar liberarnos de él, pues es imposible sin olvidar nues
tra historia. Pero soñar con ello. No con liberarnos de él,
pues no tendría el menor sentido y nos privaría de la luz del
significado. Sino con ofrecerle resistencia lo más lejos posi
ble.) (L’E criture e t la d ifféren ce, p. 46.)
354
Idi marineros de Von Neurath, intentando reconstruir su barco en
medio del océano, pero, en lugar de comprender que eso debe
lunene madero a madero, sostienen que se puede desguazar el
barco entero; la diferencia es que en el océano real se hunde uno.
Así, que lo que me gustaría afirmar es que, si bien el estructu-
l'HÜsmo no puede escapar de la ideología ni proporcionar sus pro
pio* fundamentos, eso tiene poca importancia porque los críticos del
rstructuralismo, y particularmente de la poética estructuralista, no
pueden hacerlo y a través de sus estrategias de evasión conducen
h posiciones insostenibles. O quizá deberíamos decir, más modes
tamente, que cualquier ataque a la poética estructuralista basado
en la afirmación de que no puede captar los distintos modos de
significación de la literatura fallará, a su vez, a la hora de pro
porcionar una alternativa coherente. De hecho, tanto la crítica tra-
dicionalista ingenua, que afirma la singularidad de la obra de arte
y la inadmisibilidad de las teorías generales, como el sutil sémana-
ly se de T el Quel, que intenta teorizar una autotrascendencia per
petua, fracasa de forma análoga. Ambos dan a entender que el
proceso de interpretación es fortuito: la primera por omisión (al
negarse a aceptar las teorías semióticas generales) y el segundo por
glorificación explícita de lo aleatorio.
Al contrario, hemos de sostener que la gama de significados
que un verso puede contener depende de que numerosos signifi
cados sean manifiestamente imposibles, y que preguntar por qué
razón se excluyen otros significados y buscar como respuesta algo
más que una reformulación de las convenciones operativas es sa
lirse de la cultura para pasar a un sector en que no hay signifi
cados en absoluto. Como dice Barthes, el lector está gu id é par les
con train tes fo rm elles du sen s; on n e fait pas le sen s n ’im porte
com m en t (si vou s en doutez, essayez) [«guiado por las constric
ciones formales del significado; no se hace el significado de cual
quier manera (si lo dudáis, intentadlo»] (C ritique e t vérité, p. 65).
Un detalle simple, tal vez, pero que últimamente se ha pasado por
alto injustamente. Hemos de responder también que la posibili
dad de cambio depende de algún concepto de la identidad, que
ahora debe haber convenciones operativas para la producción de
significado, para que cambien mañana, y que, en consecuencia, has
355
ta nuestra apreciación de la posibilidad de cambio indica que hay
sistemas simbólicos interpersonales que estudiar. En lugar de inten
tar salir de la ideología, hemos de permanecer resueltamente den
tro de ella, pues tanto las convenciones que hay que analizar como
las n ocion es d e en ten d im ien to s e hallan d en tro d e ella. Si hay
círcu lo, es el propio círculo de la cultura.
CAPITULO 11
357
adoptar una actitud arrogante, la conclusión de que la literatura
se podía estudiar como un sy stém e qui n e con n ait q ue so n ordre
p rop re 1 —un sistema que sólo conoce su orden propio— ha sido
eminentemente saludable, al garantizar a los franceses algunos de
los beneficios del N ew C riúcism angloamericano sin inducir al error
de convertir el texto individual en un objeto autónomo que deba
enfocarse con una tabula rasa.
”2 } En segundo lugar, la lingüística proporcionó una serie de con
ceptos que podían usarse ecléctica y metafóricamente al analizar
las obras literarias: significante y significado, lan gu e y parole, re
laciones sintagmáticas y paradigmáticas, los niveles de un sistema
jerárquico, las relaciones distribucionales e integradoras, la natu
raleza diacrítica o diferencial del significado, y otras nociones sub
sidiarias como los sh ifters o las expresiones performativas. Desde
luego, esos conceptos pueden emplearse con habilidad o con inep
titud; por sí mismos, en virtud de su origen lingüístico, no produ
cen una visión introspectiva. Pero el uso de esos términos puede
ayudarnos a identificar relaciones de distintos tipos, tanto reales
como virtuales, dentro de un solo nivel o entre niveles, que son
responsables de la producción del significado.
Si no se usan eclécticamente esos conceptos, sino que se los
considera constituyentes de un modelo lingüístico, tenemos un ter
cer modo como la lingüística puede afectar a la crítica literaria:
proporcionar un conjunto de instrucciones generales para la inves
tigación semiótica. La lingüística indica cómo debemos emprender
el estudio de los sistemas de signos. Este es un argumento más
convincente sobre la pertinencia de la lingüística que los de los
otros dos casos, y es la orientación que, según hemos considerado
aquí, caracteriza al estructuralismo propiamente dicho.
Pero dentro de 'esa perspectiva general hay modos diferentes
de interpretar el modelo lingüístico y de aplicarlo al estudio de la
literatura. En primer lugar, existe el problema de si los métodos
lingüísticos deben aplicarse directa o indirectamente. Como la
literatura es, a su vez, lenguaje, es por lo menos plausible que las
técnicas lingüísticas, cuando se apliquen directamente a los textos
de poemas, novelas, etc., puedan ayudar a explicar su estructura y
significado. ¿Es realmente ésa una misión que la lingüística puede
358
cumplir, o hemos de aplicar sus métodos indirectamente desarro
llando otra disciplina, análoga a la lingüística, para estudiar la for
ma y el significado literarios? En segundo lugar, está la cuestión
de si la lingüística, aplicada directa o indirectamente, proporciona
un «procedimiento de descubrimiento» o método preciso de aná
lisis que conduzca a corregir las descripciones estructurales o si
ofrece sólo un marco general para la investigación semiótica que
especifique la naturaleza de sus objetos, la condición de sus hipó
tesis y sus modos de evaluación.
Si se combinan esos dos conjuntos de alternativas, propor
cionan un resumen esquemático de cuatro posiciones diferentes. La
primera afirma que la lingüística proporciona un procedimiento de
descubrimiento que puede aplicarse directamente al lenguaje de la
literatura y que revelará las estructuras poéticas. Los análisis dis-
tribucionales de Jakobson entran dentro de este apartado, y he in
tentado mostrar que sus inadecuaciones demuestran la necesidad
de rechazar ese uso particular de la lingüística. En lugar de dar por
sentado que la descripción lingüística revelará los efectos literarios,
debemos partir de los propios efectos y después buscar una expli-,
cación en la estructura lingüística.
Greimas parte de la hipótesis de que la lingüística, y en par
ticular la semántica, debe poder explicar el significado de todas cla
ses, incluido el significado literario. Pero, como muestran con toda
claridad sus intentos de desarrollar esa semántica, la lingüística
no proporciona un algoritmo para el descubrimiento de los efectos
semánticos. De hecho, las conclusiones principales que se despren
den de un estudio de su teoría son las de que el significado en lite
ratura no puede explicarse mediante un método que avance desde
las unidades más pequeñas hasta las mayores; aunque la organiza
ción semántica última de un texto puede ser especificable en tér
minos lingüísticos, el proceso por el que se alcanzan dichos efectos
entraña algunas expectativas complejas y operaciones semánticas.
De modo que la obra de Greimas puede colocarse en la segunda
categoría. Demuestra que, aunque la lingüística no proporciona un
procedimiento para el descubrimiento de la estructura litera
ria, algunas de las complejas operaciones de la lectura pueden
identificarse por lo menos en parte mediante un intento de aplicar
359
las técnicas lingüísticas directamente al lenguaje de la literatura.
Pasando de la aplicación directa a la indirecta de los modelos
lingüísticos, encontramos dos posiciones análogas a las de Jakob
son y Greimas. La primera da por sentado que la lingüística pro
porciona procedimientos de descubrimiento que pueden aplicarse,
por analogía, a cualquier corpus de datos semióticos. Los proble
mas con que tropieza Barthes en S ystém e d e la m o d e indican que
esa forma de basarse en los modelos lingüísticos puede conducir a
una incapacidad para determinar lo que se está intentado explicar.
En el estudio de la literatura esa actitud caracteriza a la Gram-
m aire du D écam éron, de Todorov, y otras obras críticas que dan
por sentado que si aplicamos las categorías lingüísticas metafóri
camente a un corpus de texto produciremos resultados que son
tan válidos como una explicación de un sistema lingüístico, o que
las operaciones de segmentación y clasificación, aplicadas a un cor-
pus de relatos, producirán una «gramática» de la narración o de
la estructura de la trama. Cuando se usa de ese modo, el modelo
lingüístico hace posible una gran diversidad de descripciones es
tructurales, y en ocasiones los estructuralistas han intentado de
fender su uso del modelo afirmando que los resultados de la in
determinación metodológica son de hecho propiedades de las pro
pias obras literarias: si pueden descubrirse muchas estructuras es
porque la obra tiene una diversidad de estructuras. Naturalmente,
esa orientación puede conducir a una rigurosa falta de pertinencia.
Cualquier principio o conjunto de categorías procedente de la lin
güística puede usarse como un procedimiento de descubrimiento,
a partir de la hipótesis de que su uso como procedimiento de des
cubrimiento está justificado por la analogía lingüística; y así se
rechaza, elude o desconoce el problema de la evaluación.
Ese problema sólo puede resolverse si pasamos a la cuarta
posición y usamos la lingüística, no como método de análisis, sino
como modelo general para la investigación semiológica. Indica
cómo debemos emprender la construcción de una poética que sea
a la literatura lo que la lingüística al lenguaje. Ese es el uso más
apropiado y eficaz del modelo lingüístico y presenta la ventaja
particular de convertir la lingüística en fuente de claridad meto
dológica y no de vocabulario metafórico. El papel de la lingüística
360
es insistir en que hay que construir un modelo para explicar la
forma y el significado de las oraciones para los lectores expertos,
que hay que empezar aislando un conjunto de hechos por expli
car, y que hay que verificar las hipótesis por su capacidad para
explicar esos efectos.
La propuesta de que la competencia literaria es el objeto de la
poética encontrará alguna resistencia basada en que cualquier cosa
que se parezca a la competencia que pudiéramos identificar sería
demasiado indeterminada, variable y subjetiva como para servir de
base para una disciplina coherente. Esas objeciones están justifica
das en parte, e indudablemente sérá difícil seguir un camino inter
medio, evitando, por un lado, los peligros de un enfoque experi
mental o sociopsicológico que tomaría demasiado en serio la actua
ción efectiva e indudablemente idiosincrásica de los lectores indi
viduales, y, por otro lado, los peligros de un enfoque pura
mente teórico, cuyas normas postuladas podrían tener poca re
lación con lo que los lectores hacen realmente. Pero, a pesar de
esa dificultad, el caso es que, a no ser que rechacemos las activi
dades de la enseñanza y de la crítica, es inevitable alguna concep-
cepción de las normas interpersonales y de los procedimientos
de la lectura. La noción de formación literaria o de argumentación
crítica tiene sentido sólo si la lectura no es un proceso idiosincrá
sico y fortuito. Hacer que alguien entienda un texto o una inter
pretación requiere puntos de partida comunes y operaciones men
tales comunes. El desacuerdo con respecto a un texto es de interés
sólo porque damos por sentado que el acuerdo es posible y que
cualquier desacuerdo tendrá motivos que puedan reconocerse. En
realidad, notamos las diferencias de interpretaciones precisamente
porque damos por sentado el acuerdo como el resultado natural
de un proceso comunicativo basado en convenciones compartidas.
Así, pues, debe quedar claro que la noción de competencia no
conduce, como podrían temer algunos estructuralistas, a una reha
bilitación del sujeto individual como fuente de significado. El úni
co sujeto en cuestión es una construcción abstracta e interpersonal:
Ce n’e st plu s je qui lit\: le tem p s im p erson n el d e la régularité, d e
la grille, d e la l’hartm m ie s ’enípare d e c e je d isp ersé d'avoir lu:
alors on lit («Ya no soy y o quien lee: el tiempo impersonal de la
361
No existe método estructuralista tal, que, aplicado a un texto,
nos descubra automáticamente su estructura. Pero existe una es
pecie de atención que podríamos llamar estructuralista: un deseo
de aislar códigos, de nombrar los diferentes lenguajes con los que
yentre los que juega el texto, superar el contenido manifiesto
hasta llegar a una serie de formas y después convertir esas formas
uoposiciones o modos de significación en la esencia del texto.
«No podemos comenzar el análisis de un texto», dice Barthes en
un artículo titulado Par otf co m m en cer? ,
362
regularidad, de la rejilla, de la armonía se ampara de ese y o dis
perso por haber leído: entonces s e lee) (Kristeva, C om m ent parler
el la littérature, p. 48). El sujeto que lee está constituido por una
serie de convenciones, las rejillas de la regularidad y de la inter-
subjetividad. El «yo» empírico queda disperso entre esas conven
ciones que usurpan su lugar en el acto de la lectura. En realidad,
precisamente porque la competencia no es coextensiva al sujeto in
dividual se requiere esa noción.
¿Cuál es el papel de una poética estructuralista? En cierto
sentido su misión es humilde: volver lo más explícito posible lo
que conocen implícitamente todos aquellos que se ocupen de la
literatura lo suficiente como para interesarse por la poética. Visto
así, no es hermenéutico; no propone interpretaciones sorprenden
tes ni resuelve debates literarios; es la teoría de la práctica de la
lectura.
Pero es evidente que el estructuralismo e incluso la poética
estructuralista ofrecen también una teoría de la literatura y un
modo de interpretación, aunque sólo sea al centrar la atención en
ciertos aspectos de las obras literarias y en características particu
lares de la literatura. El intento de entender cómo damos sentido
a un texto nos induce a concebir la literatura, no como represen
tación o comunicación, sino como una serie de formas que obede
cen a la producción de significado y le oponen resistencia. El
análisis estructural no avanza hacia un significado ni descubre el
secreto de un texto. La obra, como dice Barthes, es como una
cebolla,
una construcción de capas (o niveles, o sistemas) cuyo cuer
po no contiene al final ni corazón ni meollo ni secreto ni
principio irreductible, nada más que la infinitud de sus pro
pias envolturas, que no envuelve otra cosa que la unidad de
sus propias superficies. (S tyle and its Im age, p. 10.)
Leer es participar en el juego de un texto, localizar zonas de
resistencia y transparencia, aislar formas y determinar su conteni
do y después considerar ese contenido, a su vez, como una forma
con su propio contenido, seguir, en resumen, la interacción de la
superficie y la envoltura.
363
tra? ¿Qué significado podemos encontrar en el propio proceso de
significación? ¿Qué nos dicen las formas del relato sobre las aven
turas del significado?
364
de captar su fuerza. La fuerza, el poder de cualquier texto, hasta
el más descaradamente mimético, radica en esos momentos que
superan nuestra capacidad para categorizar, que chocan con nues
tros códigos interpretativos pero, aún así, parecen ciertos. Las pa
labras de Lear: Pray you , u n d o this bu tton ; thank you , sir («Os
lo ruego, desabrochadme este botón; gracias, señor») es un res
quicio, un desplazamiento modal que nos deja con dos bordes y
un abismo abierto entre ellos; el «rosado albor de una apoteosis»
de Milly Theale ante el retrato de Bronzino —«M illy se reco
noció exactamente en palabras que no tenían nada que ver con
ella. ‘Nunca seré mejor que esto’»— son algunos de esos inters
ticios en que hay un cruce de lenguajes y una sensación de que el
texto se nos está escapando en varias direcciones a la vez. Definir
semejantes momentos, hablar de su fuerza, sería identificar los có
digos que encuentran resistencia ahí y delinear los vacíos dejados
por un cambio de lenguaje.
La ficción narrativa puede mantener juntos en un mismo espa
cio una diversidad de lenguajes, niveles de enfoque, puntos de
vista, que serían contradictorios en otro tipo de discurso organi
zado hacia un fin empírico particular. El lector aprende a habérse
las con esas contradicciones y se convierte, como dice Barthes, en
un protagonista de las aventuras de la cultura; su placer proce
de de «la cohabitación de lenguajes, que funcionan unos junto
a otros» {Le Plaisir du tex te, p. 10). Y el crítico, cuya tarea es
revelar y explicar ese placer, como el aspecto afortunado de Babel,
un conjunto de voces, identificables o inidentificables, que rozan
unas con otras y producen a un tiempo deleite e mcertidumbre.
En la sección 7 d e T he O pen B oat de Crane, por ejemplo, des
pués de que se nos dice que la naturaleza era «indiferente, com
pletamente indiferente», encontramos uno de esos curiosos pasa
jes que seduce y escapa: *
365
en esa nueva ignorancia al borde de la tumba, y entiende que,
si se le diera otra oportunidad, corregiría su conducta y
sus palabras, y sería mejor y más brillante en una presenta
ción o tomando el té.
366
escribirse en la actualidad, es la que más puede beneficiarse de la
crítica, y la crítica que obtiene el mayor éxito es la que presta
atención a su rareza, despertando en ella un drama cuyos actores
son todas esas hipótesis y operaciones que hacen del texto la obra
de una época. No se salva a Balzac volviéndolo actual —leyéndolo,
por ejemplo, como un crítico de la sociedad capitalista—, sino sub
rayando su rareza: la inmensa confianza pedagógica, la fe en la
inteligibilidad, la concepción preindividualista del personaje, el
convencimiento de que la retórica puede convertirse en un ins
trumento de verdad; en resumen, la diferencia de su enfoque de
los problemas del significado y del orden.
Una crítica que se centre en las aventuras del significado quizá
sea más adecuada que cualquier otra para la que debería ser la
misión más importante de la crítica: la de volver interesante el
texto, la de combatir el aburrimiento que acecha detrás de todas
las obras, esperando instalarse en ella, si la lectura se extravía o
zozobra, II n ’y a pas á ’en n u i sin cére, dice Barthes. En última ins
tancia, no podemos aburrirnos sinceramente, porque el aburri
miento llama la atención sobre ciertos aspectos de la obra (sobre
modos particulares de fracaso) y nos permite volver interesante el
texto averiguando cómo y por qué aburre. U ennui n ’est pas loin de
la jou issa n ce: il est la jou issa n ce im e d es riv es du plaisir («El abu
rrimiento no queda lejos del goce: es el goce visto desde las ori
llas del placer») {ibid., p. 43). Un texto aburrido no consigue ser
lo que deseamos; si fuéramos capaces de convertirlo en un desafío
a nuestro deseo, de localizar un ángulo desde el que pudiéramos
verlo como rechazo o dislocación, en ese caso sería un tex te d e
ju oissa n ee; pero, cuando lo vemos desde las orillas del placer y
nos negamos a aceptar su desafío, se convierte simplemente en
ausencia de placer. Una crítica semiológica debe conseguir reducir
las posibilidades de aburrimiento enseñándonos a encontrar desa
fíos y peculiaridades en obras que sólo la perspectiva del placer
volvería aburridas.
Generalmente la crítica pasa por alto el aburrimiento. Un mo
delo que nos permite hablar de él o lo convierte en el fondo
sobre el cual se produce la lectura aporta una nota realista y salu
dable. Entre otras cosas, porque los diferentes ritmos de la
367
lectura, que afectan a la estructuración del texto, parecen resultar
del imperativo más apremiante: el deseo de escapar al aburri
miento: «Si lees despacio, si lees todas y cada una d e las palabras
de una novela de Zola, se te caerá el libro de las manos» {ibid.,
p. 23). Al leer una novela del siglo xix, hay momentos en que
aceleramos la marcha y otros en que la aflojamos, y el ritmo de
nuestra lectura es un reconocimiento de la estructura: podemos
pasar rápidamente por sobre las descripciones y conversaciones
cuyas funciones identificamos; esperamos algo más importante,
punto en que aflojamos el ritmo de lectura. Si invirtiéramos dicho
ritmo, indudablemente llegaríamos a aburrirnos. Con un texto mo
derno que no podemos organizar como las aveuturas de un perso
naje, no podemos dar saltos ni regular la velocidad del mismo modo
sin tropezar con la opacidad y el aburrimiento; hemos de leer más
despacio, saboreando el drama de la oración, explorando las inde
terminaciones locales, y desarrollando el proyecto general que pro
mueven o resisten: n e pas d évo rer, ne pas avaler, mais brouter,
ton d re a v ec m inutie {ibid., pp. 23-4). No podemos devorar ni engu
llir, sino que debemos pacer, mordisqueando cuidadosamente cada
bocado de hierba. Una crítica basada en una teoría de la lectura
debería tener por lo menos la virtud de estar dispuesta a pregun
tarse, en relación con la obra que esté estudiando, qué operaciones
de lectura serán más apropiadas para reducir el aburrimiento y
para despertar el drama latente en todos los textos.
De hecho, es de suponer que el estructuralismo intentará,
como dice Barthes, elaborar una estética basada en el placer del
lector («las consecuencias serían enormes»).2 Cualesquiera que
fueran sus otros resultados, indudablemente conduciría a la des
trucción de los distintos mitos de la literatura. Ya no necesitaría
mos convertir la unidad orgánica en un criterio de valor, sino
que podríamos permitirle funcionar simplemente como una hipó
tesis de lectura, pues seríamos más conscientes de que con fre
cuencia nuestro placer procede del fragmento, del detalle incon
gruente, del exceso encantador de ciertas descripciones y elabora
ciones, de la oración construida cuya elegancia sobrepasa su fun
ción o de los defectos en un plan grandioso. Podríamos no necesi
tar ya dar por sentado que todas las palabras y oraciones de un
368
texto merecen leerse con igual cuidado porque el autor las haya
seleccionado, sino que podríamos reconocer que nuestro placer y
admiración puede depender de un ritmo de lectura variable. Si no
veneráramos la obra literaria tanto, podríamos gozar de ella bas
tante más, y no hay camino más seguro para el goce de ese tipo que
una crítica que intente volver explícitas las convenciones de la
lectura y los costes y beneficios de aplicarlas a distintas obras.
Pero el placer no es el único valor a cuyo servicio podría estar
un estudio estructuralista de la literatura. Es un concepto que hizo
su aparición bastante tarde en las discusiones estructuralistas, como
si sólo se pudiera ofrecer como valor, una vez que se ha defendido
la posición en otros términos. La tesis básica sería la de que una
crítica que estudia la producción del significado arroja luz sobre
una de las actividades humanas más fundamentales, que se produ
ce en el propio texto y en el encuentro del lector con el texto.
El hombre no es simplemente h o m o sapiens, sino también hom o
sign ifica n s: un ser que da sentido a las cosas. La literatura ofrece
un ejemplo o imagen de la creación del significado, pero eso es
sólo la mitad de su función. Como ficción, guarda una relación pe
culiar con el mundo; el lector es quien debe completar, reordenar,
introducir los signos en el dominio de la experiencia. De ese modo,
expone todos los rasgos desafortunados y todas las incertidumbres
del signo e invita al lector a participar en la producción del signi
ficado para superarlos o por lo menos reconocerlos. La primera
oración de una novela, por ejemplo, es algo muy extraño: «Emma
Woodhouse, bella, inteligente, y rica, con un hogar cómodo y un
carácter alegre, parecía reunir algunas de las mejores gracias de la
vida; y en los casi veintiún años que había vivido en el mundo
había conocido muy pocas aflicciones y disgustos.» Esta oración
ofrece una imagen de confianza, de plenitud de significado y de
organización; pero, al imsmo tiempo, está incompleta; el lector ha
de hacer algo con ella, ha de reconocer la insuficiencia del lenguaje
por sí solo, y ha de intentar introducirla dentro de un orden de
signos para que pueda satisfacer. La literatura ofrece la mejor de
las ocasiones para explorar las complejidades de orden y de signi
ficado.
El proyecto estructuralista o semiológico está regido por un
369
doble imperativo, intelectual y moral. N ous n e so m m es riett d ’autre,
en d ern iére analyse, q u e n o tre sy stém e écritu re/ lectu re, escribe
Sollers (L ogiques, p. 248). En última instancia, no somos otra
cosa que nuestro sistema de lectura y escritura. Nos leemos y enten
demos a nosotros mismos a medida que seguimos las operaciones
de nuestro entendimiento y, Jo que es más importante, a medida
que experimentamos los límites de dicho entendimiento. Cono
cerse a sí mismo es estudiar los procesos intersubjetivos de articula
ción e interpretación por los que surgimos como una parte del
mundo. Quien no escribe, diría Sollers —quien no aborda acti
vamente ese sistema ni trabaja sobre él—, se ve «escrito» por el
sistema. Se convierte en el producto de una cultura que lo esquiva.
Y así, como dice Barthes, «el problema ético fundamental es reco
nocer los signos donde quiera que estén; es decir, no confundir los
signos con los fenómenos naturales y proclamarlos en lugar de ocul
tarlos» (Une problém atiq u e du sen s, p. 20). El estructuralismo ha
logrado revelar muchos signos; ahora su misión debe ser la de or
ganizarse de forma más coherente para explicar cómo funcionan di
chos signos. Ha de intentar formular las reglas de sistemas particu
lares de convenciones y no limitarse a afirmar su existencia. El mo
delo lingüístico, aplicado adecuadamente, puede indicar cómo pro
ceder, pero no puede hacer mucho más. Ha ayudado a proporcionar
una perspectiva, pero todavía entendemos muy poco nuestra for
ma de leer.
NOTAS
371
Capítulo 2. El desarrollo de un método: dos ejemplos
372
gative and nominative in English», Journal of Linguistics, 4 (1968); y
M. A. K. Halliday, «Notes on transitivity and theme in English», ibid., 3
(1967) y 4 (1968).
5. Véase T. A. Dijk, «Some problems of generative poetics»; I. Bellert,
«On a condition of the coherence of texts»; L. Lonzi, «Anaphore et récit»;
y W. Kummer, «Outlines of a model for a grammar of discourse», Poetics, 3
(1972).
6. Véase J.-P. Richard, L’Univers imaginaire de Mallarmé (París, 1961);
y Paysage de Chateaubriand (París, 1967).
7. F. Rastier, «Systématique des isotopies», p. 96. Identifica correcta
mente el fin, pero no lo alcanza.
8. T. A. van Dijk, «Sémantique structurale et analyse thématique»,
p. 41. Cf. P. Madsen, «Poétiques de contradictions».
9. A. J. Greimas, Essais de sémiotique poétique, p. 19. Desgraciada
mente, Greimas no analiza este problema.
373
4. Mme. de Lafayette, «La Comtesse de Tende», en Romans et nou-
velles, ed. E. Magne (París, 1961), p. 410.
5. Domairon, Rhétorique frangaise, citado por G. Genette, Figures,
p. 206.
6. Véase Genette, op. cit., pp. 205-21; M. Foucault, Les Mots et les
choses, pp. 57-136; y J. Culler, «Paradox and the language of moráis in
La Rochefoucauld».
7. G. Genot, «L’écriture libératrice», p. 52. Cf. J. Kristeva, Semiotiké,
pp. 211-16.
8. Ludwig Wittgenstein, Tracialus Logicus-Philosopbicus (Londres,
1961).
9. S. Heath, «Structuration of the Novel-Text», p. 74. Cf. The Nou-
veau Román, p. 21.
10. M. Proust, A la recherche du temps perdu, II, p. 406.
11. J. P. Stern, On Realism (Londres, 1973), p. 121.
12. Cf. F. Jameson, «La Cousine Bette and allegorical realism», p. 244.
13. Véase J. Culler, Vlaubert: The Uses of Uncertainty, capítulo II,
sección e.
14. Véase T. Kavanagh, The Vacant Mirror, passim.
15. Agatha Christie, The Body in the Library, cap. I.
16. W. Empson, Sorne Versions of Pastoral (Hammondsworth, 1966),
p. 52.
17. Véase S. Heath, The Nouveau Román, passim-, y Kristeva, op. cit.,
pp. 174-371.
18. Parodies, ed. D. Macdonald (Londres, 1964), p. 218.
19. Véase B. Tomashevsky, «Thematics», pp. 78-92.
374
10. E. H. Gombrich, A rt and Illusion (Londres, 1959).
11. Véase William Carlos Williams, Collected Earlier Poems (Norfolk,
Conn., 1951), p. 354.
12. J. Cohén, Structure du langage poétique, pp. 165-82. Naturalmen
te, lo mismo es aplicable a otros tipos de paralelismo poético.
13. Véase P. de Man, Blindness and Insight, p. 185.
14. Véase W. K. Wimsatt, The Verbal Icón (Lexington, Ky, 1954),
pp. 98-100.
15. Véase J. Culler, «Paradox and the language of moráis in La Ro-
chefoucault».
16. Véase C. Brooke-Rose, A Grammar of Mataphor, pp. 146-205.
17. R. Barthes, Le Degré zéro de l’écriture, p. 37. Véase el pasaje de
Mallarmé, «Quant au livre», citado en el capítulo 10.
18. Gabriel Pearson, «Lowell’s Marble Meanings», en The Survival
of Poetry, ed. M. Dodsworth (Londres, 1970), p. 74. Véase V. Forrest-
Thompson, «Levels in poetic convention».
19. El mejor análisis de la convención y la naturalización en poesía es
V. Forrest-Thompson, Poetic Artífice.
20. Donald Davie, «Syntax as Music in Paradise Lost», en The Living
Milton, ed. F. Kermode (Londres, 1960), p. 73. Cf. Christopher Ricks,
Milton’s Grand Style (Oxford, 1963).
21. I. Fónagy, Die Metaphern in der Phonetik (La Haya, 1963). Cf.
T. Todorov, «Le sens des sons».
22. G. Hartman, The Unmediated Vision (Nueva York, 1966), p. 103.
23. Véase H. Kenner, «Some Post-Symbolist Structures», p. 392.
24. D. Davie, Purity of Diction in English Verse (Londres, 1967),
p. 137.
25. Tristan Tzara, 40 chansons et déchansons (Montpellier, 1972), nú
mero 5.
376
INDICE
Prólogo ........................................................................................... 7
P r im e r a pa r t e
El e st r u c t u r a l ism o y l o s m o d e l o s l in g ü ís t ic o s
Capítulo 1
El fundamento lingüístico.......................................................... 15
Langue, p a r o l e .................................................................. 22
Las r e la c io n e s .................................................................. 25
Los s i g n o s ........................................................................... 33
Los procedimientos de descubrimiento . . . . 39
«Generativa» o «transformacional»................................. 43
Consecuencias e in f e r e n c ia s .......................................... 47
Capítulo 2
El desarrollo de un método: dos ejemplos . . . . 55
El lenguaje de la m o d a .................................................. 56
La lógica m itoló gica.......................................................... 66
Capítulo 3
Los análisis poéticos de Jakobson.......................................... 86
377
Capítulo 4
Greimas y la semántica estru ctu ral............................................113
Capítulo 5
Las metáforas lingüísticas en la c r ític a ...................................141
La obra como sistem a.............................................................143
La obra como proyecto sem iótico...................................151
S egunda parte
L a poética
Capítulo 6
La competencia lit e r a r ia .............................................................163
Capítulo 7
Convención y n atu ralizació n .................................................... 188
Ecriture, le c t u r e ......................................................................188
Lo « r e a l » .............................................................................. 201
La vraisemblance c u ltu r a l....................................................202
Los modelos de un g én ero .................................................... 206
Lo natural de modo convencional...................................211
La parodia y la iro n ía .............................................................217
Capítulo 8
La poética de la lír ic a ......................................................................229
Distancia y d e ix is ..................................................................... 234
Las totalidades o rg á n ic as....................................................243
Tema y e p ifa n ía ..................................................................... 249
Resistencia y recuperación....................................................254
Capítulo 9
Poética de la novela ......................................................................270
Lisibilité, illisibilité . . ............................................271
Los contratos n a rra tiv o s .................................................... 275
378
Los có d ig o s...........................................................287
La tram a............................................................................. 291
Tema y sím bolo...................................................316
El personaje . . . . . . . . . . 325
T ercera parte
P e r sp e c t iv a s
Capítulo 10
«Más allá» del estructuralismo: Tel Quel . . . . 339
Capítulo 11
Conclusión: el estructuralismo y las características de la
literatura................................................................... 357
N o t a s ............................................................................371
579
COLECCIÓN ARGUMENTOS
En preparación:
Sigmund Freud
E scritos so b re la co caín a
Pierre Legendre
El am or del cen so r.
Ensayo so b re el orden dogm ático
Richard Ellman
Ja m e s Jo yce
E ste lib ro se te rm in ó de im p rim ir
en el m es de m a rzo d e 1979
en G ráficas D iam ante
Z am ora, 83, B arcelona -18