Levinas. La Etica Del Otro PP 1-12

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El

pensamiento de Emmanuel Levinas (1906-1995) ha tenido una enorme


repercusión en la cultura contemporánea, y no solo en la filosofía, sino que
se ha extendido a ámbitos tan diversos como la antropología, la teología, la
sociología y la crítica y teoría literarias. Su enfoque revolucionario puede
concretarse en dos principios básicos: la dimensión ética del ser humano
debe ser el punto de partida de toda la reflexión filosófica, y esta dimensión
se manifiesta en el encuentro con lo Otro (lo que no puede ser reducido a
pensamiento, a concepto) y con el Otro (el prójimo irreductible a idea).
Este núcleo ético de su pensamiento, tan necesario en nuestra desdichada
época, encierra la posibilidad de construir un nuevo modo de vivir y convivir.
Según el destacado filósofo Jean-Luc Marion, «Levinas tiene rango de
filósofo esencial porque ha formulado cuestiones que nadie antes había visto
ni pronunciado. Sin él, no pensaríamos como hemos pensado en adelante».

Manuel Cruz (Director de la colección)

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Joan Solé

Levinas
La ética del Otro
Descubrir la Filosofía - 45

ePub r1.1
Titivillus 12.06.18

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Joan Solé, 2016
Diseño de cubierta: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Ilustración de portada: Nacho García
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus


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Todos somos responsables de todos los demás, pero yo soy más
responsable que cualquier otro.
Aliosha, en Los hermanos Karamázov

La realización no voluntaria de mi identidad personal es mi


responsabilidad ética por el otro. Esta identidad no puede extinguirse. […]
¿Cómo podría extinguirse si la ética es una óptica espiritual, si el aliento
de su vida es el aliento que se exhala en una llamada no simplemente a
abrir mis ojos, a solidarizarme y a universalizar en el gozo aún
autosuficiente de la buena voluntad, sino a dar de comer y vestir al
desconocido croata, a la viuda serbia, al huérfano somalí y al exiliado
palestino o israelita a quienes nadie está dispuesto a resguardar del calor o
el frío del desierto? La ética es una óptica solo en la medida en que la
óptica es operación, praxis o, en lo que respecta a la «ética fundamental»
de Levinas, protopraxis, previa a la oposición entre conocimiento y
acción, óptica sin opción.
J. Llewelyn

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La huella del otro
Robinson lleva ya dieciocho años de soledad en su isla desierta. Desde que su barco
naufragó y él fue arrojado por el oleaje a la orilla, ha perseverado en sobrevivir.
Recogió cuanto pudo de las provisiones, las armas y las municiones que halló en el
cargamento del navío semihundido. Construyó una despensa para guardar esos
alimentos, y una empalizada para protegerlos y protegerse de las bestias salvajes. Ha
explorado y recorrido la isla hasta conocerla minuciosamente. Su actividad, su
empeño, ha consistido en aplazar la muerte: la tarea cotidiana de subsistir, el esfuerzo
de sobreponerse al miedo, a la desesperación, al agotamiento, han llenado sus días.
Coloniza parte de la isla, cultiva la tierra, domestica animales y caza. Su vida se rige
por principios que, bien mirado, también conducen las vidas de mucha gente: instinto
de supervivencia, satisfacción de necesidades, búsqueda de comodidad y de una
quimérica seguridad. Desearía salir de la isla, de su soledad (la isla de Robinson es la
soledad de todos), y su imaginación ha urdido ya mil tramas para regresar a su
Inglaterra natal. De pronto es arrancado de su ensimismamiento con la misma
violencia con que el oleaje lo arrojó a la orilla.

Ahora llego a una nueva escena de mi vida. Sucedió un día, a eso de las doce; cuando me dirigía hacia mi bote
quedé indeciblemente asombrado ante la huella de un pie humano descalzo, que se veía con toda claridad en la
arena. Permanecí inmóvil, como alcanzado por un rayo, o como si hubiera visto una aparición. […] había
exactamente la huella de un pie: dedos, talón y todas las partes de un pie.

Una sola huella en la arena, una mera impresión de centímetros en el vasto e


ilimitado universo, significa para Robinson un vuelco en su existencia, «una nueva
escena de mi vida». Un semejante, otro, ha irrumpido en su mundo. La huella en la
arena es la promesa (y la amenaza) de la proximidad de un ser parecido a él. El
hallazgo de esa única huella trastoca todo su ser, le causa noches de insomnio y
angustia, de tremendas oscilaciones entre la esperanza de encontrar un prójimo
amistoso y el temor de ser atacado por un enemigo hostil. La manifestación del otro
le cambia por completo la vida, su mundo.

Robinson descubre que la isla es visitada por habitantes de alguna otra cercana,
caníbales que ejecutan sacrificios humanos en el mismo pedazo de tierra emergida
que pisa él. En una primera reacción teme por su propia seguridad; después se
compadece de los desdichados sacrificados, e imagina modos de salvarlos. Pero en su
pragmatismo se limita a hacer lo que está en su mano: toma medidas para protegerse,
levanta una segunda empalizada alrededor de la que ya tenía, carga pistolas y
mosquetes. Sobrevive (aplaza la muerte) seis años más. Un día avista desde su
«castillo» (como él llama a su morada-fortaleza) a un grupo de caníbales que ha
llegado a una parte de la costa muy cercana a su reducto, como nunca antes se habían
aproximado. Baja a la costa, donde solo encuentra restos de sacrificio, huesos, sangre,

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partes de carne no devorada. Pasa quince o dieciséis meses más sumido en el horror,
en la angustia, en el odio. En el año veinticinco de su estancia en la isla, oculto en una
colina, observa cómo los caníbales arriban a la costa con dos presos. Uno de ellos
consigue zafarse de sus captores y huir. Oye los primeros sonidos humanos en un
cuarto de siglo, unos sonidos que no entiende. Después de matar a los dos hombres
que perseguían al fugitivo, Robinson y el «salvaje» (así le llama) marchan juntos a la
guarida del primero.

Llegamos al punto en que la peripecia de Robinson adquiere toda la relevancia en


cuanto al pensamiento de Emmanuel Levinas. Salido de su encierro en sí mismo,
enfrentado al otro, un otro que es palmariamente distinto —alto, robusto, de piel
cetrina, hablante de una lengua desconocida—, Robinson tiene básicamente dos
opciones. Puede admitir la extraña alteridad de su compañero respecto a sí mismo, la
abismal distancia y exterioridad que le separan de él, y respetar esa distancia, al Otro
en tanto que Otro. O bien puede prescindir del abismo existencial que media entre
ellos y dominar y reducir a ese otro, someterlo a su voluntad, colonizarlo desde el
punto de vista del conocimiento. Robinson hace lo segundo. No pregunta por el
nombre de aquel hombre: cuando se cansa de referirse a él con la genérica
denominación de «salvaje», le llama Viernes porque ese es el día en que le parece que
le ha salvado, y le enseña a llamarle a él «amo». Le viste y lo toma como sirviente,
crea de inmediato una relación vertical, de amo y esclavo, en ningún momento se
preocupa por la naturaleza real de «Viernes». No le deja ser. Doblega su alteridad, no
respeta el hecho de que es otro. «Trata bien» a su sirviente: lo convierte al
cristianismo arrancándolo de la barbarie y el salvajismo en que lo cree sumido —y
que no se toma molestia alguna en conocer—, lo instruye en el cultivo de la tierra y
en los usos británicos y, llegado el momento, se lo lleva consigo a Inglaterra, a la
civilización. Lo encierra en una jaula de oro.

Sabemos que esto es lo que ha hecho el hombre desde la noche de los tiempos:
dominar al otro. Asimilárselo y, cuando la asimilación no ha sido posible, destruirlo
físicamente (Robinson habría matado a «Viernes» si este se hubiera resistido a la
domesticación). Los romanos pasaban por las armas a los ocupantes de los territorios
que codiciaban sin preguntar siquiera por su nombre. Los primeros españoles que
llegaron a América llamaron «indios» a los nativos centro y sudamericanos porque
creían haber alcanzado las Indias orientales con las que querían comerciar (después
procedieron a ejecutar el genocidio). En el norte de América, la multitud de pueblos
nativos fueron reducidos al mismo vocablo «indios», y (los que quedaron) a reservas
ignominiosas. El pueblo judío al que pertenecía Levinas fue humillado, ofendido y en
buena medida exterminado. Parte de este mismo pueblo judío, organizado en el
Estado de Israel, castiga con violencia y crueldad a sus vecinos musulmanes. Todas
estas atrocidades, vejaciones conceptuales, terminológicas y físicas tienen un mismo

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origen: la reducción del otro en el «Te llamarás Viernes». Levinas ha detectado y
denunciado esta pulsión dominadora y destructora: «Toda civilización que acepta el
ser —con la trágica desesperación que contiene y los crímenes que justifica— merece
el nombre de “bárbara”» (De la evasión, 127).

Lo que hace de Emmanuel Levinas (1906-1995) uno de los más decisivos e


innovadores filósofos del siglo XX no es solo la denuncia de la barbarie humana, que
salta a la vista de cualquier persona medianamente informada de la historia y la
actualidad. No es solo, tampoco, haber señalado con precisión que el olvido o la
inconciencia de la alteridad (de lo que se encuentra más allá de la representación y la
voluntad propias) abre el camino a la violencia sobre lo otro. La grandeza de Levinas,
la innovación fundamental de su pensamiento, que incluye estas dos denuncias, se
sitúa de entrada en el plano específicamente filosófico y presenta un aspecto negativo
o crítico, y otro positivo o constructivo: por un lado, rechazo del sesgo ontológico y
esencialista de la tradición filosófica occidental; por el otro, creación de un
pensamiento que ya no parte de la definición de la realidad esencial (ontología), sino
del hecho ético básico de la relación humana. La vertiente crítica consiste en mostrar
que toda la filosofía occidental, con toda su enorme construcción, incurre en el
mismo error y abuso de base que Robinson con el hombre al que convierte en el
salvaje Viernes: apropiarse mediante la razón de lo que en realidad no pertenece a esa
razón, sino que la trasciende o está más allá de ella. En la acción de pensar lo real, la
filosofía ha pretendido colonizarlo y dominarlo en todas sus dimensiones, desde la
naturaleza (entendida como algo pasivo y mecánico) hasta el prójimo: el sujeto
pensante que se representa al otro se cree dueño no solo de esa representación, sino
del ser representado. La pulsión de la razón por iluminar, el principio del
conocimiento del que tan orgulloso está Occidente, es una violencia que se ejerce
sobre lo que no pertenece a ese pensamiento, se aplica para someter y doblegar lo que
está más allá de él. Parménides y los eleatas definieron en el siglo V a. C. lo que era el
ser —lo inteligible— y negaron realidad, ser, a lo no inteligible, a lo no pensable.
Platón cifró la realidad plena en las Formas ideales, de las que nuestro mundo
sensible no era más que un pálido trasunto carente por tanto de realidad plena.
Aristóteles acercó las Formas al mundo sensible, pero siguió imponiéndole las
categorías conceptuales: el ser se seguía definiendo por el pensamiento. La lógica
creada por el propio Aristóteles permitió pensar el mundo, y enseguida se pretendió
dominarlo («El conocimiento es poder», afirmó explícitamente, en el siglo XVII, el
filósofo Francis Bacon). No hay nada que justifique, pues, la beata visión de la
filosofía como un saber objetivo y desinteresado, de la voluntad de comprensión
como actitud teórica sin más. Esta voluntad de pensar, de sacar a la luz e iluminar, es
una manifestación (y de las más violentas) de lo que Nietzsche denominó voluntad de
poder, la fuerza universal que empuja a los seres a afirmarse a sí mismos a costa de lo
exterior. En su deseo de dominar y reducir la realidad, a lo largo de la historia la

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razón ha sido metafísica, dogmática, empírica, dialéctica, histórica, analítica, crítica,
estructural… Pero en todo momento, dice Levinas, la ha animado el mismo impulso
básico de apropiación y dominio que llama Viernes a lo distinto. El principio de no
contradicción (una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al
mismo tiempo, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido), el
principio de identidad (todo ente es idéntico a sí mismo: yo soy yo, tú eres tú), el
principio del tercio excluso («es de día o no es de día», «es imposible que lo mismo
se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido») y otros principios
lógicos configuraron un modo de pensar característico que, junto con la tecnología, le
dio a Occidente la hegemonía material en el mundo. El conocimiento es poder. Poder
es imponerse a lo diferente, a lo otro.

Levinas nos muestra que esta violencia cognoscitiva sobre lo externo se da tanto
en el pensamiento más abstracto como en lo supuestamente más espontáneo y natural.
Algunos poetas habían sospechado ya la dominación y la reducción a los que el
pensamiento somete a la realidad. Fernando Pessoa expresó de manera dura y clara
esta percepción: «Nunca amamos a nadie: amamos solo la idea que tenemos de
alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos» (El
libro del desasosiego). Oscar Wilde dice lo mismo en un verso: «Todo hombre mata
aquello que ama», por el mismo hecho de no «dejarlo ser», de apropiárselo.

Y entonces, una vez dominada y doblegada conceptualmente la realidad, qué


poco cuesta someterla a violencia, sea física o cognoscitiva. La crítica global de
Levinas a la filosofía consiste, pues, en el iluminador reproche de haber matado la
realidad para hacerla suya, de haber llamado Viernes al hombre por ignorar que este
se encuentra más allá de sus categorías conceptuales, y de haber propiciado que se le
humille y ofenda por ignorar la dignidad de su trascendencia.

Pero la violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en
hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerles traicionar no solo compromisos, sino
su propia sustancia; en la obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto. (Totalidad
e infinito. 47-48).

En el origen de todo está siempre el pensamiento que determina lo que es y lo que


no es (real, admisible, respetable). El logos, la razón, la conciencia, el sujeto, el yo
han sido el tribunal que dicta la realidad y admisibilidad a lo de «ahí afuera», que
hasta el momento del veredicto ha carecido —según la filosofía— de verdadera
existencia.

Pero ¿podía ser de otro modo? ¿Es posible que el conocimiento conozca sin
dominar? ¿No son indispensables los principios de no contradicción, de identidad, del
tercio excluso? ¿Podríamos vivir, salir nosotros adelante y sacar algo adelante sin
estas pautas de conocimiento interiorizadas? ¿Podríamos vivir en un mundo en el que

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algo y alguien fuera y no fuera sí mismo al mismo tiempo, donde se pudiera afirmar
algo y su contrarío a la vez y dar valor de verdad a ambas proposiciones: es de día y
no es de día, ser y no ser? Renunciar a la perspectiva del conocimiento objetivo sería,
nos ha dicho la filosofía, precipitarse al abismo de la irracionalidad o al misticismo
incomunicable.

La revolución de Levinas, su aspecto constructivo, consiste en plantear un nuevo


punto de partida para el pensamiento. Este inicio ya no es la pregunta ontológica por
el ser que se ha hecho la razón abstracta —¿cómo es posible que las cosas sean en
vez de no ser?—, ya no es el conocimiento teórico de la realidad. El origen del
pensamiento se desplaza hacia un punto muy distinto: el hecho ético de la relación
con el Otro, el encuentro con el prójimo. Si Robinson, en vez de llamar salvaje y
Viernes al hombre que halló en la playa, si en vez de convertirlo en su sirviente y al
cristianismo, le hubiera preguntado «¿Cómo te llamas?» y hubiera aguardado
respetuosamente la respuesta, habría salido del campo de la ontología y habría
ingresado en el de la ética, habría puesto en marcha una nueva manera de relacionarse
con el mundo, con el otro. Si modificamos el origen de la filosofía, nos dice Levinas,
si desplazamos el hecho fundamental desde la definición de lo real por la razón al
encuentro ético con el Otro, se puede construir un pensamiento completamente
distinto que apunte ya no al poder y al dominio sobre lo real y los demás, sino al
respeto y a la responsabilidad por el Otro. Otro en tanto que Otro, es decir, no como
representación de mi conciencia y objeto de mi voluntad, sino como ser existente
fuera de mi conciencia y voluntad. En esta visión consiste la radical innovación y
diferencia del pensamiento levinasiano.

Es un tipo de reflexión completamente nuevo, un arranque al margen de la


corriente dominante en la filosofía occidental. Levinas no se suma a la tradición de
pensadores que han tratado problemas antiguos, formula problemas nuevos. El
filósofo Jean-Luc Marion ha escrito: «Algunos filósofos son importantes porque
proponen respuestas nuevas a preguntas ya conocidas y debatidas, lo cual ya es
mucho. Pero, igual que Bergson, Levinas tiene rango de filósofo esencial, porque ha
formulado preguntas que nadie antes había visto, ni hecho. Sin él, no pensaríamos
como hemos pensado desde él».

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La ética como filosofía primera

La moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera.


Totalidad e infinito

La ética es, según Levinas, la filosofía primera porque el hecho básico del ser
humano es su naturaleza moral —no su capacidad racional—, y esta naturaleza nace
en el encuentro decisivo con el Otro en tanto que Otro, no como mero trasunto
desnaturalizado en mi conciencia. En este encuentro, en la relación intersubjetiva y
en la conciencia de la responsabilidad ética se hallan el principio del sujeto, el sentido
de la vida y el núcleo de la filosofía. «Filosofía primera» se entiende como la
meditación que no requiere nada previo que lo sustente. Hasta ahora la ética, una de
las ramas de la filosofía, necesitaba para sostenerse el robusto y central tronco común
de la ontología, la meditación sobre el Ser: las Formas ideales platónicas, la sustancia
aristotélica, el Uno plotiniano, el Dios cristiano, el Dios (o naturaleza) spinoziano, la
voluntad de Schopenhauer, el impulso vital de Bergson… La reflexión ética se
producía a raíz y como consecuencia del análisis ontológico del principio de la
realidad, o Ser, no se sustentaba por sí misma. Con Levinas la ética surge de sí misma
porque lo básico humano es lo moral. La ética es filosofía primera. Como tal, alcanza
a aceptar y posibilitar lo que el pensamiento ontológico y metafísico sobre el Ser —
que hasta ahora se ha afirmado como filosofía primera— rechaza por absurdo. Lo
ético, no el Ser, es lo primero que hay que pensar en filosofía.

Pero es preciso advertir de inmediato que la concepción de la ética en Levinas es


distinta de cualquier otra. No establece normas ni criterios de comportamiento moral,
no examina el contenido de conceptos como «bien» o «virtud» o «deber», no nos dice
en qué consiste una vida buena, no elabora una teoría de la justicia ni pautas de
evaluación para máximas generales. No es que no tenga nada que ver con las escuelas
éticas, llámense utilitarista, deontológica o contractualista: es que está situada en otro
plano. Lo que ofrece Levinas, más que una ética, es una metaética, o una protoética, o
una ética de la ética. Dicho de otro modo, cuando escribe «ética» hay que entender
más bien «lo ético». Su reflexión se centra no en contenidos concretos y específicos
—lo que hay que hacer, o criterios de validación de lo que se hace— sino en algo
anterior a estos: en el ahondamiento en la dimensión moral del ser humano. Medita
sobre la naturaleza ética del hombre. Tal meditación es primera, es previa a lo
empírico e histórico y a lo ontológico, anterior a las decisiones y las acciones, incluso
a la reflexión sobre estas decisiones y acciones.

El pensamiento de Levinas sitúa en primer plano la fuerza obligatoria de la


exigencia ética que se presupone en la base de todas las teorías morales. Concibe una
exigencia absoluta, que no se puede rebajar ni negociar, como resorte de todo lo

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ético. El respeto absoluto por el otro es lo básico, lo originario, lo que no requiere
nada antes o debajo sino que es lo que sustenta todo lo demás. No nos dice «respeta
al otro porque… [es igual a ti, es el único modo de garantizar la convivencia, así lo
manda la ley divina, es una máxima ética universal, lo establece el texto de los
derechos del hombre]». La simple introducción del «porque», con su explicación
causal, implica ya algo condicional, algo anterior al hecho ético básico. Y lo
peligroso de este algo anterior es que se puede suprimir: si se invalida la cláusula
«porque…» (como se ha hecho cada vez que se ha criminalizado o vejado a un
colectivo: judíos, palestinos, armenios, africanos…) entonces ya no es obligatorio
respetar al otro, se lo puede someter a violencia. Levinas asume como tarea filosófica
mostrar la obligación moral básica hacia el Otro, no componer y validar un conjunto
de normas morales y políticas. Esto segundo es una tarea que Levinas llama
«justicia» y que juzga imprescindible para la convivencia en sociedad, pero que ya no
es su función.

Mi tarea no consiste en construir la ética; únicamente intento encontrar su sentido. No creo que toda la
filosofía deba ser programática […]. Se puede construir, sin duda, una ética con todo lo que acabo de
proponer, pero esta no es propiamente mi labor. (Ética e infinito)

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