Levinas. La Etica Del Otro PP 1-12
Levinas. La Etica Del Otro PP 1-12
Levinas. La Etica Del Otro PP 1-12
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Joan Solé
Levinas
La ética del Otro
Descubrir la Filosofía - 45
ePub r1.1
Titivillus 12.06.18
ebookelo.com - Página 3
Joan Solé, 2016
Diseño de cubierta: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Ilustración de portada: Nacho García
Diseño y maquetación: Kira Riera
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Todos somos responsables de todos los demás, pero yo soy más
responsable que cualquier otro.
Aliosha, en Los hermanos Karamázov
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La huella del otro
Robinson lleva ya dieciocho años de soledad en su isla desierta. Desde que su barco
naufragó y él fue arrojado por el oleaje a la orilla, ha perseverado en sobrevivir.
Recogió cuanto pudo de las provisiones, las armas y las municiones que halló en el
cargamento del navío semihundido. Construyó una despensa para guardar esos
alimentos, y una empalizada para protegerlos y protegerse de las bestias salvajes. Ha
explorado y recorrido la isla hasta conocerla minuciosamente. Su actividad, su
empeño, ha consistido en aplazar la muerte: la tarea cotidiana de subsistir, el esfuerzo
de sobreponerse al miedo, a la desesperación, al agotamiento, han llenado sus días.
Coloniza parte de la isla, cultiva la tierra, domestica animales y caza. Su vida se rige
por principios que, bien mirado, también conducen las vidas de mucha gente: instinto
de supervivencia, satisfacción de necesidades, búsqueda de comodidad y de una
quimérica seguridad. Desearía salir de la isla, de su soledad (la isla de Robinson es la
soledad de todos), y su imaginación ha urdido ya mil tramas para regresar a su
Inglaterra natal. De pronto es arrancado de su ensimismamiento con la misma
violencia con que el oleaje lo arrojó a la orilla.
Ahora llego a una nueva escena de mi vida. Sucedió un día, a eso de las doce; cuando me dirigía hacia mi bote
quedé indeciblemente asombrado ante la huella de un pie humano descalzo, que se veía con toda claridad en la
arena. Permanecí inmóvil, como alcanzado por un rayo, o como si hubiera visto una aparición. […] había
exactamente la huella de un pie: dedos, talón y todas las partes de un pie.
Robinson descubre que la isla es visitada por habitantes de alguna otra cercana,
caníbales que ejecutan sacrificios humanos en el mismo pedazo de tierra emergida
que pisa él. En una primera reacción teme por su propia seguridad; después se
compadece de los desdichados sacrificados, e imagina modos de salvarlos. Pero en su
pragmatismo se limita a hacer lo que está en su mano: toma medidas para protegerse,
levanta una segunda empalizada alrededor de la que ya tenía, carga pistolas y
mosquetes. Sobrevive (aplaza la muerte) seis años más. Un día avista desde su
«castillo» (como él llama a su morada-fortaleza) a un grupo de caníbales que ha
llegado a una parte de la costa muy cercana a su reducto, como nunca antes se habían
aproximado. Baja a la costa, donde solo encuentra restos de sacrificio, huesos, sangre,
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partes de carne no devorada. Pasa quince o dieciséis meses más sumido en el horror,
en la angustia, en el odio. En el año veinticinco de su estancia en la isla, oculto en una
colina, observa cómo los caníbales arriban a la costa con dos presos. Uno de ellos
consigue zafarse de sus captores y huir. Oye los primeros sonidos humanos en un
cuarto de siglo, unos sonidos que no entiende. Después de matar a los dos hombres
que perseguían al fugitivo, Robinson y el «salvaje» (así le llama) marchan juntos a la
guarida del primero.
Sabemos que esto es lo que ha hecho el hombre desde la noche de los tiempos:
dominar al otro. Asimilárselo y, cuando la asimilación no ha sido posible, destruirlo
físicamente (Robinson habría matado a «Viernes» si este se hubiera resistido a la
domesticación). Los romanos pasaban por las armas a los ocupantes de los territorios
que codiciaban sin preguntar siquiera por su nombre. Los primeros españoles que
llegaron a América llamaron «indios» a los nativos centro y sudamericanos porque
creían haber alcanzado las Indias orientales con las que querían comerciar (después
procedieron a ejecutar el genocidio). En el norte de América, la multitud de pueblos
nativos fueron reducidos al mismo vocablo «indios», y (los que quedaron) a reservas
ignominiosas. El pueblo judío al que pertenecía Levinas fue humillado, ofendido y en
buena medida exterminado. Parte de este mismo pueblo judío, organizado en el
Estado de Israel, castiga con violencia y crueldad a sus vecinos musulmanes. Todas
estas atrocidades, vejaciones conceptuales, terminológicas y físicas tienen un mismo
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origen: la reducción del otro en el «Te llamarás Viernes». Levinas ha detectado y
denunciado esta pulsión dominadora y destructora: «Toda civilización que acepta el
ser —con la trágica desesperación que contiene y los crímenes que justifica— merece
el nombre de “bárbara”» (De la evasión, 127).
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razón ha sido metafísica, dogmática, empírica, dialéctica, histórica, analítica, crítica,
estructural… Pero en todo momento, dice Levinas, la ha animado el mismo impulso
básico de apropiación y dominio que llama Viernes a lo distinto. El principio de no
contradicción (una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al
mismo tiempo, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido), el
principio de identidad (todo ente es idéntico a sí mismo: yo soy yo, tú eres tú), el
principio del tercio excluso («es de día o no es de día», «es imposible que lo mismo
se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido») y otros principios
lógicos configuraron un modo de pensar característico que, junto con la tecnología, le
dio a Occidente la hegemonía material en el mundo. El conocimiento es poder. Poder
es imponerse a lo diferente, a lo otro.
Levinas nos muestra que esta violencia cognoscitiva sobre lo externo se da tanto
en el pensamiento más abstracto como en lo supuestamente más espontáneo y natural.
Algunos poetas habían sospechado ya la dominación y la reducción a los que el
pensamiento somete a la realidad. Fernando Pessoa expresó de manera dura y clara
esta percepción: «Nunca amamos a nadie: amamos solo la idea que tenemos de
alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos» (El
libro del desasosiego). Oscar Wilde dice lo mismo en un verso: «Todo hombre mata
aquello que ama», por el mismo hecho de no «dejarlo ser», de apropiárselo.
Pero la violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en
hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerles traicionar no solo compromisos, sino
su propia sustancia; en la obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto. (Totalidad
e infinito. 47-48).
Pero ¿podía ser de otro modo? ¿Es posible que el conocimiento conozca sin
dominar? ¿No son indispensables los principios de no contradicción, de identidad, del
tercio excluso? ¿Podríamos vivir, salir nosotros adelante y sacar algo adelante sin
estas pautas de conocimiento interiorizadas? ¿Podríamos vivir en un mundo en el que
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algo y alguien fuera y no fuera sí mismo al mismo tiempo, donde se pudiera afirmar
algo y su contrarío a la vez y dar valor de verdad a ambas proposiciones: es de día y
no es de día, ser y no ser? Renunciar a la perspectiva del conocimiento objetivo sería,
nos ha dicho la filosofía, precipitarse al abismo de la irracionalidad o al misticismo
incomunicable.
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La ética como filosofía primera
La ética es, según Levinas, la filosofía primera porque el hecho básico del ser
humano es su naturaleza moral —no su capacidad racional—, y esta naturaleza nace
en el encuentro decisivo con el Otro en tanto que Otro, no como mero trasunto
desnaturalizado en mi conciencia. En este encuentro, en la relación intersubjetiva y
en la conciencia de la responsabilidad ética se hallan el principio del sujeto, el sentido
de la vida y el núcleo de la filosofía. «Filosofía primera» se entiende como la
meditación que no requiere nada previo que lo sustente. Hasta ahora la ética, una de
las ramas de la filosofía, necesitaba para sostenerse el robusto y central tronco común
de la ontología, la meditación sobre el Ser: las Formas ideales platónicas, la sustancia
aristotélica, el Uno plotiniano, el Dios cristiano, el Dios (o naturaleza) spinoziano, la
voluntad de Schopenhauer, el impulso vital de Bergson… La reflexión ética se
producía a raíz y como consecuencia del análisis ontológico del principio de la
realidad, o Ser, no se sustentaba por sí misma. Con Levinas la ética surge de sí misma
porque lo básico humano es lo moral. La ética es filosofía primera. Como tal, alcanza
a aceptar y posibilitar lo que el pensamiento ontológico y metafísico sobre el Ser —
que hasta ahora se ha afirmado como filosofía primera— rechaza por absurdo. Lo
ético, no el Ser, es lo primero que hay que pensar en filosofía.
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ético. El respeto absoluto por el otro es lo básico, lo originario, lo que no requiere
nada antes o debajo sino que es lo que sustenta todo lo demás. No nos dice «respeta
al otro porque… [es igual a ti, es el único modo de garantizar la convivencia, así lo
manda la ley divina, es una máxima ética universal, lo establece el texto de los
derechos del hombre]». La simple introducción del «porque», con su explicación
causal, implica ya algo condicional, algo anterior al hecho ético básico. Y lo
peligroso de este algo anterior es que se puede suprimir: si se invalida la cláusula
«porque…» (como se ha hecho cada vez que se ha criminalizado o vejado a un
colectivo: judíos, palestinos, armenios, africanos…) entonces ya no es obligatorio
respetar al otro, se lo puede someter a violencia. Levinas asume como tarea filosófica
mostrar la obligación moral básica hacia el Otro, no componer y validar un conjunto
de normas morales y políticas. Esto segundo es una tarea que Levinas llama
«justicia» y que juzga imprescindible para la convivencia en sociedad, pero que ya no
es su función.
Mi tarea no consiste en construir la ética; únicamente intento encontrar su sentido. No creo que toda la
filosofía deba ser programática […]. Se puede construir, sin duda, una ética con todo lo que acabo de
proponer, pero esta no es propiamente mi labor. (Ética e infinito)
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