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Introducción

Frantz Fanón
en Africa y Asia
S a m ir A m in

Frantz Fanón es una figura respetada y querida en toda África y Asia.


Fanón era un individuo de envergadura, de gran calidad, tanto por la sutileza de
sus juicios como por su valentía a la hora de decir la verdad. Era psiquiatra y no po­
día sino ser un buen psiquiatra. P iel negra, m áscaras blancas y sus otros escritos sobre
las enfermedades mentales que aquejaban a los colonizados argelinos a los que él tra­
taba, son el mejor testimonio al respecto. Pero, yendo más allá, él ha sido un auténti­
co revolucionario. Su libro Los cond en ad os d e la tierra explícita su visión de la nece­
saria revolución que librará a la humanidad de la barbarie capitalista. Y como
revolucionario conquistó el respeto de todos los africanos y asiáticos. Helmy Shaara-
wi, en un hermoso texto publicado en árabe, Fanón en Afrique, ha dibujado un cua­
dro perfecto de su pensamiento en los movimientos de liberación del continente.

Fanón, las Antillas y la esclavitud

Fanón nació antillano. La historia de su pueblo, de la esclavitud, de su relación


con la metrópoli francesa fue, pues, por la fuerza de las circunstancias, el punto de
partida de su reflexión crítica.
Yo no conocí al joven Fanón de la época, pero mi historia política personal me
ha hecho conocer desde dentro la política de «la asimilación» que emprendió Fran­
cia en las Antillas, en Guyana y en Reunión, inmediatamente después de la Segunda
Guerra Mundial.
La historia de la relación de Francia con sus colonias esclavistas es distinta de la
historia de la relación de Gran Bretaña con las Américas esclavistas y de la de Esta­
dos Unidos con su colonia esclavista interna.

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La primera y única revolución social que conoció el continente americano, hasta
tiempos muy recientes, fue la de los esclavos de Santo Domingo (Haití), que con­
quistaron su libertad por sí mismos. La pretendida «Revolución americana» del si­
glo XVIII, como las posteriores de las colonias españolas, no fueron sino revueltas de
las clases dominantes locales que buscaban librarse de los tributos que pagaban a la
madre patria para continuar con la misma explotación de los esclavos y de los pue­
blos conquistados que emprendieron las metrópolis del capitalismo mercantilista.
Nunca tuvieron una revolución en el sentido completo del término1.
La Revolución de Santo Domingo coincidía con la del pueblo francés. El ala ra­
dical de la Revolución francesa simpatizaba, pues, de forma natural con la revolu­
ción de los esclavos que conquistaban por propia mano su libertad y se convertían
por ese hecho en auténticos ciudadanos. Pero, por supuesto, los colonos del lugar
no lo entendían así. El retroceso de la Revolución francesa se tradujo en las Antillas
en el restablecimiento de la esclavitud, que fue nuevamente abolida por la Segunda
República en 1848 sin que, sin embargo, se aboliera su estatus colonial hasta 1945,
fecha a partir de la que se abre un capítulo nuevo de su historia. ¿Qué querían?
¿Cuáles debían ser los objetivos estratégicos de la lucha anticolonialista? ¿La inde­
pendencia (por lejana que pareciera), la asimilación o la construcción de una «ver­
dadera unión francesa», es decir, de un Estado multinacional, más o menos federa­
do o confederado? Hoy podemos creer que la única opción progresista sólo podía
ser la independencia. Pero en la época las cósas se presentaban de una forma más
compleja, sobre todo entre los años 1946 y 1950.
Los partidos comunistas de las Antillas y Reunión pelearon en el terreno de la
asimilación y acabaron por lograrla. El resultado se impone hoy: la asimilación ha
creado tal dependencia económica y social que resulta difícil concebir que el movi­
miento pueda invertirse y que las Antillas y Reunión puedan un día (para lo mejor o
lo peor) ser independientes. Aparente paradoja: si las Antillas y Reunión se han con­
vertido hoy en algo indisociable de Francia, se debe a los esfuerzos coronados por el
éxito de los comunistas de la Francia metropolitana y de las colonias implicadas. La
derecha, que siempre se opuso a la asimilación de los derechos, que ayer defendía la
esclavitud y más tarde el estatuto colonial, no hubiera podido evitar que el movi­
miento condujera aquí, como en las Antillas británicas y en Isla Mauricio, a la rei­
vindicación independentista.
Por supuesto, a pesar de las profundas transformaciones que la departamentali-
zación produjo a partir de 1945, los efectos del pasado esclavista y colonial no pu­
dieron borrarse ni de la memoria de los pueblos afectados, ni de la concepción agu-

1 Veáse Samir Amin, Le virus libéral, París, Le temps des cerises, 2003 [ed. cast.: El virus liberal,
Barcelona, Hacer, 2007].

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da de su identidad en sus relaciones con Francia. P iel negra, m áscaras blancas pro­
pone, sobre ese terreno, un análisis de una perfecta lucidez. El tratamiento de los
problemas que se abordan en esta obra nos permite percibir la singularidad (más
allá de los banales denominadores comunes) de los desafíos a los que se enfrentan
los negros de Estados Unidos, los de las Antillas británicas, los de Brasil, los negros
de Africa en general y los de Sudáfrica en particular. Remitiré estas diferencias a la
distinción que propongo entre colonialismo externo y colonialismo interno.

Colonialismo externo y colonialismo interno

El contraste centros/periferias es pues inherente a la expansión mundial del ca­


pitalismo realmente existente en todas las etapas de su despliegue desde sus oríge­
nes. El imperialismo que es propio del capitalismo ha revestido diversas y sucesivas
formas en relación estrecha con las características específicas de las sucesivas fases
de la acumulación capitalista: el mercantilismo (de 1500 a 1800), el capitalismo in­
dustrial clásico (de 1800 a 1945), la fase posterior a la Segunda Guerra Mundial (de
1945 a 1990) y la globalización en camino de construirse.
En este marco de análisis, el colonialismo es una forma particular de expansión
de determinadas formaciones centrales (calificadas por este hecho de potencias im­
perialistas) fundada sobre la sumisión de los países conquistados (las colonias) al
poder político de las metrópolis. La colonización es entonces «exterior», en el sen­
tido de que las metrópolis por un lado y las colonias por otro, constituyen entidades
distintas, aunque las segundas estén integradas en un espacio político dominado
por las primeras. El imperialismo en cuestión es capitalista y no debe ser confundi­
do con otras formas anteriores de dominación eventual ejercida por un poder sobre
distintos pueblos. La amalgama que trata el imperialismo del capitalismo moder­
no en términos análogos a como se analiza el imperialismo romano no tiene mu­
cho sentido. Los Estados multinacionales (los imperios austrohúngaro, otomano,
ruso y la URSS) constituyen igualmente fenómenos históricos distintos (en la URSS,
por ejemplo, las transferencias financieras iban del centro ruso a las periferias asiá­
ticas, de manera inversa a lo que ocurre en los sistemas coloniales).
La primera colonización capitalista fue la de las Américas, conquistadas por los
españoles, los portugueses, los ingleses y los franceses. En sus colonias americanas,
las clases dirigentes de las metrópolis conquistadoras instauraban sistemas econó­
micos y sociales particulares, concebidos al servicio de la acumulación en los cen­
tros dominantes de la época. La asimetría Europa atlántica/América colonial no es
ni espontánea ni natural, sino perfectamente construida. El sometimiento de las so­
ciedades indias conquistadas entra en esta construcción sistémica. El injerto de la

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trata negrera en este sistema se destina igualmente a ajustar su eficacia en tanto sis­
tema periférico, sometido a las exigencias de la acumulación en los centros de la
época. El Africa negra, de donde proceden los esclavos, es de hecho la periferia de
la periferia americana. La colonización se despliega rápidamente más allá de las
Américas, entre otras cosas por la conquista de la India inglesa y de las Indias ho­
landesas en el siglo XVIII y después, a partir de finales del siglo XIX, de África y el Su­
deste Asiático. Los países que no fueron abiertamente conquistados (China, Irán, el
Imperio Otomano) fueron sometidos a tratados desiguales que hacen que su califi­
cación de semicolonias tenga pleno sentido.
La colonización es «exterior» vista desde la metrópoli, esto es, desde las naciones
más industrializadas y, sobre todo, las más avanzadas en su modernización social gra­
cias al empuje de sus movimientos obreros y socialistas y de las conquistas democráti­
cas. Pero aquellos avances nunca beneficiaron a los pueblos de las colonias. La escla­
vitud en la etapa anterior a este despliegue, los trabajos forzados y otras formas de
sobreexplotación de las clases populares, la brutalidad administrativa y las masacres
coloniales jalonan esta historia del capitalismo realmente existente. En este lugar de­
beríamos hablar del verdadero «libro negro» del capitalismo, en el que se cuentan las
víctimas por decenas de millones. Estas prácticas, por supuesto, ejercieron una in­
fluencia devastadora en las propias metrópolis; proporcionaron la peana para la deri­
va racista de las culturas de las elites dirigentes e incluso de las clases populares, que se
convirtieron en medio de legitimación del contraste democracia en la metrópoli/auto­
cracia salvaje en las colonias. La explotación de las colonias beneficia al capital del
centro en su conjunto, y las metrópolis sacan una ganancia suplementaria que deter­
mina su posición en la jerarquía mundial (Gran Bretaña obtiene su hegemonía gracias
a la importancia de su imperio; Alemania, que llegó tarde, aspira a apropiárselo).
Los fenómenos de colonialismo interno se producen por las combinaciones par­
ticulares de la colonización de población, por una parte, y la lógica de la expansión
imperialista, por otra. La acumulación primitiva en los centros asume la forma de
una expropiación sistemática de las capas pobres del campesinado y crea en conse­
cuencia un excedente de población que la industrialización local no es siempre ca­
paz de absorber íntegramente, dando así lugar a poderosas corrientes migratorias.
Más tarde, la revolución demográfica asociada a la modernización social se expresa
en el descenso de la mortalidad que precede al de la natalidad, reforzando, por lo
tanto, la emigración. Inglaterra proporciona el ejemplo precoz de esta evolución,
debido a la generalización de los «cercamientos» a partir del siglo XVII.
La formación de Nueva Inglaterra es el producto de esta coyuntura que rinde
cuentas de la naturaleza de los movimientos políticos/ideológicos que acompañan
esta inmigración. Los «pobres» (víctimas del desarrollo capitalista en la metrópoli)
reaccionan sumándose a sectas oscurantistas antiilustradas que organizan su partida
y su asentamiento en Nueva Inglaterra. Este origen impregnará poderosamente la
ideología americana y le dará un carácter marcadamente reaccionario2. Pero lo
esencial, para las clases dirigentes de la Inglaterra capitalista/imperialista de la épo­
ca, no era esta emigración sino la constitución de colonias normales construidas
para servir los objetivos de la acumulación en la metrópoli: las colonias esclavistas de
la Norteamérica inglesa. La yuxtaposición de estos dos conjuntos de entidades dará
a la formación social de Estados Unidos su carácter específico, fundado sobre un
modelo de colonialismo interno. Nueva Inglaterra se beneficiará del poco interés
que la metrópoli tenía en ella. Se alza, pues, como centro autónomo, se impone
como intermediario en la explotación de las colonias esclavistas, apropiándose en
primer lugar del comercio marítimo que le permite su control, y comienza una in­
dustrialización precoz. Estados Unidos añade, pues, a su formación un nuevo cen­
tro capitalista/imperialista (Nueva Inglaterra) y su propia colonia interna (el Sur es­
clavista). Los efectos de esta conjunción en la formación de la cultura política de
Estados Unidos han sido decisivos3.
El colonialismo interno no ha sido un producto exclusivo de la historia de Estados
Unidos. Encontramos características en parte comparables en América Latina y en
Sudáfrica. La península ibérica no se situaba a la vanguardia del desarrollo del capita­
lismo. Pero n olen s vo len s esta conquista se inscribe en la formación mercantilista del
capitalismo naciente. El sojuzgamiento brutal de los indios, después el relevo que su­
pone la importación de esclavos africanos, hallan su lugar en este nuevo marco. Con
la salvedad de que el sistema no funcionaba en beneficio de centros nuevos, ni en Es­
paña ni en Portugal, y menos aún en las colonias de América. La función colonial de
América Latina tuvo que ser recuperada por los verdaderos centros en formación, In­
glaterra en primer lugar, relevada más tarde en el siglo XIX por Estados Unidos (que
proclamó su vocación de convertirse en los dueños únicos del continente a partir de la
doctrina Monroe, 1823). Los españoles y los portugueses cumplían una función de in­
termediarios parecida a la que las burguesías com pradoras ocuparían en Asia y en el
Imperio otomano. La colonización interna en América Latina tuvo igualmente conse­
cuencias políticas y sociales del mismo tipo que las generadas por la colonización en
general: el racismo con respecto a los negros (especialmente en Brasil), el desprecio
ante los indios. Esta colonización interna no se cuestionó más que en México, cuya
Revolución (1910-1920) se sitúa por esta razón entre las «grandes revoluciones de los
tiempos modernos». Y puede que esté en camino de cuestionarse en los países andi­
nos con el renacimiento de las reivindicaciones «indigenistas» contemporáneas, por
supuesto en una coyuntura local y global nueva.

2 Ibid.
3 Ibid.

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En Sudáfrica, la primera colonización de población (la de los bóers) se inscribía
más bien en la perspectiva de constitución de un Estado «blanco puro», que impli­
caba la expulsión (o el exterminio) de los africanos, más que su sometimiento. La
conquista británica, por el contrario, se marcó de entrada el objetivo de someter a
los africanos a las exigencias de la expansión imperialista de la metrópoli (la explo­
tación de las minas en primer lugar). Ni los antiguos colonos (los bóers), ni los nue­
vos (los británicos) fueron autorizados a erigirse en centro autónomo. El Estado
bóer del apartheid intentó hacerlo tras la Segunda Guerra Mundial, asentando su
poder sobre su colonia interna (negra en lo esencial). Pero no logró sus fines debi­
do a una relación numérica desfavorable (una gran mayoría negra) y a la resistencia
in crescen d o de los pueblos sometidos, que finalmente venció. Los poderes estable­
cidos tras el final del apartheid han heredado esa cuestión de la colonización inter­
na, sin que hasta el presente hayan aportado una solución radical. Pero ése es un
nuevo capítulo de la historia.
El caso de Sudáfrica es especialmente interesante desde el punto de vista de los
efectos del colonialismo sobre la cultura política. No es sólo que el colonialismo in­
terno se haga aquí visible hasta para un ciego, ni siquiera que haya producido la cul­
tura política del a p a r th e id sino que pone en evidencia también que los comunistas
de ese país han sabido extraer un análisis lúcido de lo que es el capitalismo realmen­
te existente. El Partido Comunista de Sudáfrica fue, durante la década de 1920, el
promotor de la teoría del colonialismo internó (una teoría que adoptó en los años
treinta un líder negro del Partido Comunista de Estados Unidos, Hayword, pero que
sus camaradas «blancos» no siguieron). Había deducido las consecuencias: que los
ingresos elevados de la minoría «blanca» y los increíblemente bajos percibidos por la
mayoría «negra» constituían el derecho y el envés de la misma cuestión.
Yendo incluso más lejos, ese PC se había atrevido a hacer la analogía con el con­
traste que oponía (en el Imperio británico) los salarios ingleses y los ingresos del tra­
bajo en la India. Para él, como para la III Internacional de la época, estos dos as­
pectos de la misma cuestión (la del capitalismo real) eran indisociables. La teoría
comunista sudafricana del colonialismo interno conducía a la conclusión de que, a
escala del sistema capitalista mundial, el colonialismo, en apariencia externo para
las grandes potencias imperialistas, es evidentemente interno. El PC de Sudáfrica y
la III Internacional de la época habían inculcado esta conclusión en la cultura polí­
tica de la izquierda (comunista). Y en esto rompieron radicalmente con la izquierda
socialista de la II Internacional socialcolonialista, cuya cultura política negaba esta
asociación inherente a la realidad mundial.
He escrito que Sudáfrica es un microcosmos del sistema capitalista mundial. Reú­
ne en su territorio los tres componentes de este sistema: una minoría que se beneficia
de la renta de situación de los centros imperialistas, dos componentes mayoritarios,

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casi igualmente repartidos entre un «tercer mundo» industrializado (los países emer­
gentes de hoy) y un «cuarto mundo» excluido (los ex bantustanes), análogo a las re­
giones no industrializadas del Africa contemporánea. Las proporciones entre las ci­
fras de las poblaciones de estos tres componentes y las que describen la jerarquía de
sus ingresos per capita son más o menos las mismas que caracterizan el sistema mun­
dial actual. Este hecho contribuyó sin duda a la lucidez que tuvieron los comunistas
sudafricanos de la época. Esa cultura política hoy se ha perdido. No solamente en
Sudáfrica, con el alineamiento (tardío) del PC a las tesis banalizadas del «racismo»
(que da estatuto de causa a lo que no es sino un efecto), sino también a escala mun­
dial con el alineamiento socialdemócrata de la mayoría de los comunistas.
La colonización de Palestina por Israel ilustra ante nuestros ojos contemporá­
neos la permanencia de la acumulación por desposesión.
¿Evoluciona el sistema mundial contemporáneo en la dirección de una nueva ge­
neralización de las formas del colonialismo interno? La profundización de la crisis
social en sus periferias, que acogen a la mitad campesina de la humanidad, produci­
da por la ofensiva generalizada del capital (la estrategia de «cercamiento a escala
mundial») engendra una presión migratoria gigantesca, que vendría a compensar el
estancamiento demográfico relativo de los centros de la Tríada. La hipótesis de un
colonialismo interno generalizado, que caracterizaría la fase por venir del capitalis­
mo mundial, sigue siendo discutible debido a las verdaderas resistencias políticas e
ideológicas que suscitaría en Europa la adopciórí de un modelo de este tipo, que im­
plica la institucionalización del «racismo». Por el contrario, el modelo «comunita-
rista» inspirado por la práctica de Estados Unidos parece constituir aquí el peligro
absolutamente real de la «americanización de Europa».

Fanón y el desafío del capitalismo realmente existente

La acum ulación p o r desp osesión es p erm a n en te en la historia d e l capitalism o


realm en te ex isten te

Fanón comprendió perfectamente que la expansión capitalista se fundaba so­


bre la desposesión de los pueblos de Asia, de África, de América Latina y del Cari­
be, es decir, de la aplastante mayoría de los pueblos del planeta y que las mayores
víctimas de esa expansión (los «parias de la tierra») eran, pues, pueblos convoca­
dos por la fuerza de las cosas a la revuelta permanente y legítima contra el orden
mundial imperialista.
El capitalismo histórico (es decir, el capitalismo realmente existente, en oposición
a la visión ideológica de la «economía de mercado») es por naturaleza imperialista.

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Fundado sobre la conquista del mundo por los centros imperialistas (Europa, Esta­
dos Unidos, Japón), abóle, por su misma naturaleza, cualquier posibilidad para las
sociedades de las periferias de su sistema mundial (Asia, África, América Latina) de
«recuperar» y de convertirse, a imagen de esos centros, en sociedades capitalistas
opulentas. Para estos países, la vía capitalista es un callejón sin salida. La alternativa
es entonces socialismo o barbarie. La visión (desgraciadamente dominante) de una
acumulación previa, necesaria e imprescindible, que requeriría el paso por una «fase
capitalista» antes de emprender el camino socialista, carece de fundamento en cuan­
to nos damos cuenta de los desafíos objetivos que representa el capitalismo histórico.
La vulgata ideológica de la economía convencional y del «pensamiento» cultural
y social que la acompaña, pretende que la acumulación se financia por el ahorro
(virtuoso) de los «ricos», y de las naciones. La historia no respalda esa invención de
los puritanos angloamericanos. Se trata, por el contrario, de la historia de una acu­
mulación ampliamente financiada por la desposesión de unos (la mayoría) en bene­
ficio de los otros (una minoría). Marx ha analizado con rigor este proceso, que ha
calificado de acumulación primitiva. La desposesión de los campesinos ingleses (los
«cercamientos») y la de los campesinos irlandeses (en beneficio de los terratenientes
ingleses conquistadores), la de la colonización americana son testimonios elocuen­
tes. En realidad, esta acumulación primitiva no se sitúa únicamente en los orígenes
lejanos y superados del capitalismo. Continúa hasta nuestros días.
La población del planeta se multiplicó pof tres entre 1500 (de 450 a 550 millones
de seres humanos) y 1900 (1.600 millones), y después por 3,75 a lo largo del siglo XX
(hoy más de 6.000 millones). Pero la proporción de europeos (en Europa y en los te­
rritorios conquistados en América, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda) ha pasado
de un 18 por 100 o menos en 1500 a un 37 por 100 en 1900, para luego descender
gradualmente en el siglo XX. Los cuatro primeros siglos (1500-1900) se correspon­
den con la conquista del mundo por los europeos. El siglo XX (y su continuación, el
siglo XXl) con el «despertar del Sur», con el renacimiento de los pueblos sometidos.
La conquista del mundo por los europeos representó una gigantesca desposesión
de los indios de América, que pierden todas sus tierras y sus recursos naturales a be­
neficio de los colonos. Los indios fueron casi en su totalidad exterminados (el geno­
cidio de los indios de Norteamérica) o diezmados por los efectos de esa desposesión
y sobreexplotación, por los conquistadores españoles y portugueses. La trata de ne­
gros que tomó el relevo supuso una punción sobre una gran parte de África que re­
trasó medio milenio el progreso del continente. Fenómenos análogos pueden verifi­
carse en Sudáfrica, Zimbabue, Kenia, Argelia e incluso también en Australia y Nueva
Zelanda. Ese proceso de acumulación por desposesión caracteriza al Estado de Is­
rael, una colonización en curso. No menos visibles son las consecuencias de la ex­
plotación colonial del campesinado sometido de la India inglesa, de las Indias holan-

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desas, de Filipinas, de África: las hambrunas (la famosa de Bengala, las del África
contemporánea) constituyen su demostración. El método que inauguraron los ingle­
ses en Irlanda, cuya población, antaño equivalente a la de Inglaterra, hoy es de una
décima parte, fue sangrada por la hambruna organizada cuyo desenvolvimiento
Marx analizó. La desposesión no golpeó únicamente a las poblaciones campesinas, la
mayor parte de la población de entonces. Destruyó las capacidades de producción
industrial (artesanado y manufacturas) de regiones que antaño, y por mucho tiempo,
fueron más prósperas que la propia Europa: China e India entre otras4.
Es importante en este punto entender bien que estas destrucciones no se produ­
jeron por las «leyes del mercado». No es que la industria europea, supuestamente
más «eficaz», ocupara el lugar de producciones no competitivas. Ese discurso ideo­
lógico silencia las violencias políticas y militares que se desencadenaron para obte­
ner ese resultado. No son los «cañones» de la industria inglesa, sino las cañoneras a
secas las que demuestran la superioridad (y no la inferioridad) de las industrias chi­
nas e indias. La industrialización, prohibida por las administraciones coloniales,
hizo el resto y «desarrolló el subdesarrollo» de Asia y África en los siglos XIX y XX.
Las atrocidades coloniales y la extrema sobreexplotación de los trabajadores fueron
los medios y los productos naturales de la acumulación por desposesión.
Entre 1500 y 1800 la producción material de los centros europeos progresa se­
gún una tasa que supera sin duda la de su demografía (pero para esa época ésta es
abundante en términos relativos). Esos ritmos se a’celeran en el siglo XIX, con la pro-
fundización (y no la atenuación) de la explotación de los pueblos de ultramar, razón
por la que hablo de acumulación permanente por desposesión y no de acumulación
«primitiva» («primera», «anterior»). Esto no excluye que en los siglos XIX y XX la
contribución de la acumulación financiada por el progreso tecnológico (las sucesi­
vas revoluciones industriales) asuma a partir de ese momento una importancia que
no había tenido antes a lo largo de los tres siglos mercantilistas precedentes. Final­
mente, pues, entre 1500 y 1900, la producción aparente de los nuevos centros del
sistema mundial capitalista/imperialista (Europa occidental y central, Estados Uni­
dos y, más tarde, Japón) se multiplicó por 7 ó 7,5 en franco contraste con el creci­
miento de la periferia, donde apenas se dobló. La distancia se amplía como nunca
había sido posible en toda la historia anterior de la humanidad. A lo largo del siglo XX
se amplia más, y la renta per cápita en el año 2000 es entre 15 y 20 veces superior
que en el conjunto de las periferias.
La acumulación por desposesión durante siglos de mercantilismo financió am­
pliamente el lujoso tren de vida de las clases dirigentes de la época («el antiguo ré­

4 Véanse al respecto los análisis incontrovertibles de Amiya Kumar Bagchi, P erilou s Passage. Man-
k in d a n d th e G lobal A scendancy o f Capital, Lanham, 2005.

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gimen») sin beneficiar a las clases populares, cuyo nivel de vida se degradaba con
frecuencia. Ellas mismas sufrían esa acumulación por desposesión que afectaba a
gran parte del campesinado. Pero sobre todo financió un fortalecimiento extraordi­
nario de los poderes del Estado modernizado, de su administración y de su poten­
cia militar. Las guerras de la Revolución y del Imperio, que constituyen el gozne en­
tre la época mercantilista precedente y la de la industrialización posterior, lo
demuestran. Esa acumulación está pues en el origen de las dos principales transfor­
maciones que forjaron el siglo XIX: la primera Revolución industrial y la fácil con­
quista colonial.
Las clases populares no se beneficiaron hasta finales del siglo XIX de la prosperi­
dad colonial disfrutada por las metrópolis en los primeros momentos, como de­
muestra el desolador cuadro de la miseria obrera existente en Inglaterra que descri­
be Engels. Pero contaban con la escapatoria de la emigración masiva, que se acelera
en los siglos XIX y XX. Hasta el punto de que la población de origen europeo supe­
ra a la originaria de las regiones donde emigran. ¿Se imaginan que hoy 2.000 ó
3.000 millones de asiáticos y africanos tuvieran tal ventaja?
El siglo XIX representó el apogeo de ese sistema de la globalización capitalis­
ta/imperialista. En tal medida que, a partir de ese momento, la expansión del capi­
talismo y la «occidentalización», en el sentido brutal del término, hacen imposible
distinguir entre la dimensión económica de la conquista y su dimensión cultural, el
eurocentrismo.

El capitalismo: un paréntesis en la historia

La trayectoria del capitalismo realmente existente se compone de un largo pe­


riodo de maduración que se extiende varios siglos, y que conduce a un corto mo­
mento de apogeo (el siglo XIX) seguido de un probablemente largo declive, que
empieza en el siglo XX, y que podría convertirse en una larga transición al socialis­
mo globalizado.
El capitalismo no es el producto de una aparición brutal, casi mágica, que hu­
biera elegido para conformarse el triángulo Londres/Amsterdam/París en el corto
período de la Reforma y el Renacimiento del siglo XVI. Tres siglos antes había en­
contrado una primera formulación en las ciudades italianas. Fórmulas primerizas,
brillantes, pero limitadas en el espacio, asfixiadas por el ambiente «feudal» del
mundo europeo y sufriendo así derrotas sucesivas que condujeron al aborto de esas
primeras experiencias. Se pueden incluso discutir antecedentes diversos en las ciu­
dades mercantiles de las «rutas de la seda», desde China e India al Oriente Próximo
islámico, árabe y persa. Más tarde, en 1492, con la conquista de las Américas por los

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españoles y los portugueses, se inicia la creación del sistema mercantilista/esclavis-
ta/capitalista. Pero las monarquías de Madrid y Lisboa, por diversas razones que no
nos atañen aquí, no supieron dar una forma definitiva al mercantilismo, que inven­
tarán en su lugar los ingleses, los holandeses y los franceses. Las transformaciones
sociales, económicas, políticas y culturales de esta ola, que producirá la transición al
capitalismo en la forma histórica que conocemos («el antiguo régimen») son impen­
sables en las dos olas que la precedieron. ¿Por qué no iba a ser también el socialis­
mo un proceso de aprendizaje largo, plurisecular, hacia la invención de un estadio
más avanzado de la civilización humana?
El momento de apogeo del sistema es breve: apenas un siglo separa las revolu­
ciones industrial y francesa de la de 1917. Es a la vez el siglo del cumplimiento de
esas dos revoluciones que se apropian de Europa y de su hijo norteamericano, del
cuestionamiento de ambas (desde la Comuna de 1871 a la Revolución de 1917) y de
la culminación de la conquista del mundo, que parece aceptar su suerte.
¿Puede ese capitalismo histórico continuar su despliegue permitiendo a las peri­
ferias de su sistema «recuperar su retraso» para convertirse en sociedades capitalis­
tas totalmente «desarrolladas» a imagen de sus centros dominantes? Si esto fuera
posible, si las leyes del sistema lo permitieran, entonces la «recuperación» por y en
el capitalismo se impondría como una fuerza objetiva imprescindible, un preámbu­
lo necesario para el posterior socialismo. Pero, mira por donde, esta visión, por ba­
nal y dominante que sea, es sencillamente falsa. El capitalismo histórico es (y segui­
rá siendo) polarizador por naturaleza y hace imposible la «recuperación».

El capitalism o rea lm en te ex isten te es polarizador p o r naturaleza

Traducido en términos de estrategia política y social, ese principio general signi­


fica que la larga transición constituye un pasaje obligatorio, imprescindible, para la
construcción de una sociedad nacional popular, asociada a la construcción de una
economía nacional autocentrada. Esta construcción es contradictoria en todos sus
aspectos: asocia criterios, instituciones y m odu s operan d i de naturaleza capitalista,
con aspiraciones y reformas sociales en conflicto con la lógica del capitalismo mun­
dial. Asocia cierta apertura exterior (lo más controlada posible) y la protección de
las exigencias de las transformaciones sociales progresistas, en conflicto con los in­
tereses capitalistas dominantes. Las clases dirigentes, por su naturaleza histórica,
inscriben sus visiones y aspiraciones en la perspectiva del capitalismo mundial real­
mente existente y, de mejor o peor grado, someten sus estrategias a las obligaciones
de la expansión mundial del capitalismo. Por eso no pueden concebir verdadera­
mente la desconexión. Por el contrario, ésta se impone a las clases populares en

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cuanto tratan de emplear el poder político para transformar sus condiciones y libe­
rarse de las consecuencias inhumanas a las que les somete la expansión mundial po-
larizadora del capitalismo.

La op ción d e un desarrollo au tocen tra do es im prescin dible

El desarrollo autocentrado ha constituido históricamente el carácter específico


del proceso de acumulación del capital en los centros capitalistas y ha determinado
las modalidades del desarrollo económico resultado de éstas, es decir, que está diri­
gido principalmente por la dinámica de las relaciones sociales internas, reforzado
por las relaciones exteriores puestas a su servicio. En las periferias, por el contrario,
el proceso de acumulación del capital deriva principalmente de la evolución de los
centros, aferrada a ellos, «dependiente», en cierto modo.
La dinámica del modelo de desarrollo autocentrado se funda sobre una articula­
ción principal, la que establece una relación de estrecha interdependencia entre el
aumento de la producción de bienes de producción y el aumento de la producción
de bienes de consumo de masas. Las economías autocentradas no se cierran sobre sí
mismas: por el contrario, se abren agresivamente y, mediante su potencial de inter­
vención política y económica en la escena internacional, moldean el sistema mun­
dial en su globalidad. A esta articulación se corresponde una relación social cuyos
términos principales lo constituyen los dos bloques fundamentales del sistema: la
burguesía nacional y el mundo del trabajo. La dinámica del capitalismo periférico
(la antinomia del capitalismo central que se halla autocentrado por definición) se
funda, por el contrario, sobre otra articulación principal que relaciona la capacidad
de exportación, por una parte, y el consumo (importado o producido localmente en
sustitución de la importación) de una minoría, por otra. Ese modelo define la natu­
raleza «com pradora» (por oposición a nacional) de las burguesías de la periferia.

El siglo XX: la primera ola de las revoluciones socialistas


y el despertar del «Sur»

El momento de apogeo del sistema es, pues, breve: apenas un siglo. El siglo XX
es el siglo de la primera ola de las grandes revoluciones emprendidas en nombre
del socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba) y de la radicalización de las guerras
de liberación de Asia, África y América Latina (las periferias del sistema imperia­
lista/capitalista), cuyas ambiciones se expresan a través del «proyecto de Ban-
dung» (1955-1981).

16
Esta concomitancia no es fruto del azar. El despliegue globalizado del capitalis­
mo/imperialismo ha sido, para los pueblos de las periferias afectadas, la mayor tra­
gedia de la historia humana, lo que ilustra el carácter destructor de la acumulación
de capital. ¡La ley de la depauperización, formulada por Marx, se expresa a escala
del sistema con aún más violencia que la imaginada por el padre del pensamiento
socialista! Esa página de la historia se ha pasado. Los pueblos de las periferias ya no
aceptan la suerte que el capitalismo les reserva. Ese cambio fundamental de actitud
es irreversible. Significa que el capitalismo entra en su fase de declive. Lo que no ex­
cluye la persistencia de distintas ilusiones: la de las reformas capaces de dar al capi­
talismo un rostro humano (que nunca ha tenido para la mayoría de los pueblos), la
de una posible «recuperación» dentro del sistema, de la que se alimentan las clases
dirigentes de los países «emergentes», animadas por los éxitos del momento, las de
los repliegues «arcaizantes» (pararreligiosos o paraétnicos) en los que caen en este
momento tantos pueblos «excluidos». Estas ilusiones parecen tenaces porque esta­
mos en el valle de la ola. La ola de las revoluciones del siglo XX está agotada, la del
nuevo radicalismo del siglo XXI no ha crecido aún. Y en el claroscuro de las transi­
ciones se dibujan monstruos, como escribía Gramsci. El despertar de los pueblos de
las periferias se manifiesta desde el siglo XX, no solamente por su recuperación de­
mocrática, sino también por su voluntad proclamada de reconstruir su estado y su
sociedad, desarticulados por el imperialismo de los cuatro siglos anteriores.

B andung y la prim era globalización d e las luchas (1955-1981)

En 1955 los gobiernos y los pueblos de Asia y África proclamaron en Bandung


su voluntad de reconstruir el sistema mundial sobre la base del reconocimiento de
los derechos de las naciones hasta entonces dominadas. Ese «derecho al desarrollo»
constituía el fundamento de la globalización de la época, emprendida en un marco
multipolar negociado, impuesto al imperialismo, a su vez obligado a ajustarse a las
nuevas exigencias.
Los progresos de la industrialización emprendidos durante la época de Bandung
no proceden de la lógica del despliegue imperialista, sino que fueron impuestos por
las victorias de los pueblos del sur. Sin duda esos progresos alimentaron la ilusión
de una «recuperación» que parecía en vías de realización, mientras que de hecho el
imperialismo, obligado a ajustarse a las exigencias del desarrollo de las periferias, se
recomponía alrededor de nuevas formas de dominación. El viejo contraste países
imperialistas/países dominados que era sinónimo del contraste entre países indus­
trializados/países no industrializados cedía poco a poco el lugar a un nuevo con­
traste fundado sobre la centralización de las ventajas asociadas a los «cinco nuevos

17
monopolios de los centros imperialistas» (el control de las nuevas tecnologías, los
recursos naturales, el sistema financiero global, las comunicaciones y las armas de
destrucción masiva).
La época de Bandung es la del renacimiento africano. El panafricanismo debe si­
tuarse en esta perspectiva. Producto en origen de las diásporas americanas, el pana­
fricanismo cumplió uno de sus objetivos (la independencia de los países del conti­
nente) aunque no el otro (su unidad). No es casualidad que los Estados africanos
acometieran proyectos de renovación que se inspiraban en los valores del socialis­
mo, porque la liberación de los pueblos de las periferias se inscribe necesariamente
en una perspectiva anticapitalista. Está fuera de lugar el denigrar esos numerosos
intentos en el continente, como se hace hoy: el odioso régimen de Mobutu permitió
en treinta años la formación de un capital educativo en Congo 40 veces superior al
que los belgas habían producido en ochenta años. Se quiera o no, los Estados afri­
canos son el origen de la formación de verdaderas naciones. Y las opciones «tran-
sétnicas» de sus clases dirigentes favorecieron esta cristalización. Las derivas etni-
cístas son posteriores, producidas por el agotamiento de los modelos de Bandung,
que implicaba la pérdida de legitimidad de los poderes y el recursos de fracciones
de éstos a la etnicidad para restablecerla a su favor5.
El largo declive del capitalismo, ¿será sinónimo de una larga transición positiva
al socialismo? Haría falta para ello que el siglo XXI prolongara al siglo XX y radicali­
zara los objetivos de la transformación social. Lo que es totalmente posible, pero
hay que precisar bajo qué condiciones. A falta de éstas, el largo declive del capita­
lismo se traduciría en la degradación continua de la civilización humana6.
El declive no es tampoco un proceso continuo, lineal. No excluye momentos de
«recuperación» de contraofensiva del capital, análogos, a su modo, a la contraofen­
siva de las clases dirigentes del Antiguo Régimen en vísperas de la Revolución fran­
cesa. Esta es la naturaleza del momento actual. El siglo XX es el primer capítulo del
largo aprendizaje por parte de los pueblos de la superación del capitalismo y de la
invención de nuevas formas de vida socialistas, por emplear la poderosa expresión
de Domenico Losurdo7. Al igual que él, no analizo su desarrollo en los términos del
«fracaso» (del socialismo, de la independencia nacional) como intenta hacer la pro­
paganda reaccionaria que hoy navega viento en popa. Por el contrario, en los oríge­
nes de los problemas del mundo contemporáneo se encuentran los éxitos y no los
fracasos de aquella primera ola de experiencias socialista y nacional-populares. He

5 Remito aquí a mi trabajo L eth n ie a l’assaut d es nations, París, 1994.


6 Remito aquí a lo que escribía a este respecto hace más de veinticinco años, «Révolution ou déca-
dence?», en C lasse e t nation, París, 1979, pp. 238 -245.
7 Domenico Losurdo, Fuir l’histoire, Delga, 2007.

18
analizado los proyectos de esta primera ola en los términos de las tres familias de
avances sociales y políticos que representaron el Estado del bienestar del Occidente
imperialista (el compromiso histórico capital/trabajo de aquel momento), los socia­
lismos realmente existentes soviético y maoísta y los sistemas nacional-populares de
la época de Bandung. Los he analizado en términos de su complementariedad y de
su conflictividad en el plano mundial (una perspectiva distinta que la de la «Guerra
Fría» y de la bipolaridad propuesta hoy por los defensores del «capitalismo-fin-de
la historia», que coloca el acento en el carácter multipolar de la globalización del si­
glo XX). El análisis de las contradicciones sociales propias de cada uno de esos siste­
mas, de los balbuceos característicos de las primeras avanzadas, explica su asfixia y
finalmente su derrota, que no su fracaso8.
Esa asfixia es, pues, la que creó las condiciones favorables para la contraofensiva
en curso del capital: una nueva «transición peligrosa» de las liberaciones del siglo XX
a las del siglo XXI. Habría que abordar la cuestión de la naturaleza de este momen­
to «vacío» que separa los dos siglos e identificar los nuevos desafíos que supone
para los pueblos.
La acción política de Fanón se sitúa enteramente en ese momento de la historia,
el de la época de Bandung (1955-1981) y la primera ola victoriosa de las luchas de
liberación. Las elecciones que hizo (alinearse junto al Frente de Liberación Nacio­
nal de Argelia y a los movimientos de liberación del continente africano) eran las
únicas dignas de un auténtico revQlucionario.

Por una renovación socialista en el siglo XXL


Las avanzadas socialistas del siglo XX: sovietismo y maoísmo

El marxismo de la II Internacional, obrerista y eurocéntrico, compartía con la


ideología dominante de la época una visión liberal de la historia según la cual todas
las sociedades deben pasar primero por una etapa de desarrollo capitalista (respec­
to al cual la colonización era, por tanto, un hecho «históricamente positivo» que
arrojaba las semillas) antes de poder aspirar al socialismo. La idea de que el «desa­
rrollo» de unos (los centros dominantes) y el «subdesarrollo» de otros (las periferias
dominadas) eran indisociables, como las dos caras de una misma moneda, produc­
tos inmanentes uno y otro de la expansión mundial del capitalismo, le era perfecta­
mente ajena.
En un primer momento, Lenin tomó ciertas distancias con la teoría dominante de
la II Internacional y condujo con éxito la revolución en el «eslabón débil» (Rusia),

8 S. Amin, Au déla du capitalism e sén ile, París, 2002, pp. 11-19.

19
pero siempre con la convicción de que a ésta le seguiría una ola de revoluciones so­
cialistas en Europa. Frustrada esa esperanza, Lenin adopta entonces una visión que
concede más importancia a la transformación de las rebeliones de oriente en revolu­
ciones. Pero le correspondió al PCCh y a Mao sistematizar esta nueva perspectiva.
La Revolución rusa fue conducida por un partido bien asentado en la clase obre­
ra y en la in telligen tsia radical. Su alianza con el campesinado (representado por el
Partido Socialista Revolucionario), entonces movilizado en el ejército, se impuso
con naturalidad. La reforma agraria radical que resultó de ello realizaba el viejo sue­
ño de los campesinos rusos: convertirse en propietarios. Pero ese compromiso his­
tórico llevaba en sí el germen de sus límites: el «mercado» debía producir por sí
mismo, como siempre, una diferenciación cada vez mayor en el seno del campesina­
do (el fenómeno tan conocido de la «kulakización»).
La Revolución china se desplegó desde el principio (o, al menos, a partir de la
década de 1930) sobre bases distintas, garantizando una alianza sólida con el cam­
pesinado pobre y medio. Además, la dimensión nacional -la guerra de resistencia
contra la agresión japonesa- permitió igualmente que el frente dirigido por los co­
munistas reclutara muchos elementos entre las clases burguesas, hartas de la debili­
dad y las traiciones del Kuomintang. Por ello la Revolución china produjo una si­
tuación nueva, distinta que la de la Rusia posrevolucionaria. La revolución
campesina radical suprimió la idea misma de propiedad privada del suelo agrario y
la sustituyó por la garantía de un acceso igualitario a ésta para todos los campesinos.
Hasta ahora esta ventaja decisiva, que no comparte con ningún otro país excep­
tuando Vietnam, constituye el principal obstáculo para la expansión devastadora
del capitalismo agrario. Los debates en curso en China versan en gran parte sobre
esta cuestión9. Pero además la adhesión de numerosos burgueses nacionalistas al
Partido Comunista de China debía, por la fuerza de las cosas, ejercer una influencia
ideológica propicia para sostener las derivas de a los que Mao calificaba de partida­
rios de la vía capitalista (los «capitalist-roaders»).
El régimen posrevolucionario en China no sólo tiene en su activo una cantidad
más que apreciable de logros políticos, culturales, materiales y económicos (la in­
dustrialización del país, la radicalización de su cultura política moderna, etc.). La
China maoísta resolvió la «cuestión campesina» que estaba en el corazón del dra­
ma del declive del Imperio del Centro durante dos siglos decisivos (1750-1950)10.
Además, la China maoísta consiguió esos resultados evitando las derivas más dra­
máticas de la Unión Soviética: la colectivización no fue impuesta mediante una vio­

9 Véase S. Amin, P our un m on d e m ultipolaire, París, 2005, cap. sobre China; también S. Amin, «Théo-
rie et pratique du projet chinois de socialisme de marché», A lternatives Sud VIII, 1,2001, pp. 53-90.
10 Véase a este respecto mi obra L'avenir du m ao'üme, París, 1981, p. 57.

20
lencia asesina como fue el caso en el estalinismo, las oposiciones en el seno del Par­
tido no dieron lugar a la instauración del terror (Deng fue apartado, luego vol­
vió...). El objetivo de una igualdad relativa sin par, que atañía tanto al reparto de
los ingresos entre los campesinos y los obreros como en el seno de estas clases y en­
tre ellas y las capas dirigentes, fue buscado (con sus altibajos, por supuesto) con te­
nacidad y formalizado en opciones de estrategias de desarrollo que contrastan con
las de la URSS (estas opciones fueron formuladas en los «diez grandes informes»
de principio de la década de 1960). Estos éxitos son los que explican los posterio­
res del desarrollo de la China posmaoísta a partir de 1980. El contraste con India
que. precisamente, no hizo la revolución, adquiere aquí todo su significado, no so­
lamente para explicar las trayectorias diferentes durante las décadas transcurridas
entre 1950 y 1980, sino también para explicar sus probables (y/o posibles) y diver­
sas perspectivas de futuro. Esos éxitos explican que la China posmaoísta, que a
partir de ahora inscribe su desarrollo en la nueva globalización capitalista (por la
«apertura»), no haya sufrido golpes destructores análogos de los que siguieron al
hundimiento de la URSS.
Los éxitos del maoísmo, sin embargo, no zanjaron «definitivamente» (de forma
«irreversible») la cuestión de las perspectivas a largo plazo del socialismo. En pri­
mer lugar porque la estrategia del desarrollo de los años 1950-1981 agotaron su po­
tencial y, entre otras cosas, se imponía una apertura (aunque controlada)11, lo que
implicaba, como se demostró a continuación, el riesgo de reforzar las tendencias
que evolucionaban en la dirección del capitalismo. Pero también porque simultá­
neamente el sistema de la China maoísta combinaba las dos tendencias contradicto­
rias: hacia el fortalecimiento de las opciones socialistas y a favor de su debilitación.
Mao. consciente de esta contradicción, intentó inclinar la balanza a favor del socia­
lismo mediante una «Revolución cultural» (entre 1966 y 1974). «Disparen sobre el
cuartel general» (el Comité Central del Partido) sede de las aspiraciones burguesas
de la clase política que ocupaba puestos de responsabilidad. Mao creyó que para
llevar a buen puerto esta variación del rumbo podía apoyarse en la juventud (lo que,
entre otras cosas, inspiró en buena medida el 1968 europeo, véase la película de Go-
dard h a ch in oise). El curso de los acontecimientos mostró lo errada que estaba esa
apreciación. Una vez pasada la página de la Revolución cultural, los partidarios de
la vía capitalista se animaron a pasar al ataque.
La batalla entre la vía socialista, larga y difícil, y la opción capitalista en pleno
funcionamiento no está, desde luego, «definitivamente superada». Como en otras
partes del mundo, el conflicto que opone la perspectiva socialista al despliegue ca­
pitalista constituye el auténtico choque de civilizaciones de nuestro tiempo. Pero en

-- Ibid., pp. 59-60.

21
esta batalla el pueblo chino dispone de algunos triunfos importantes, como son la
herencia de la revolución y del maoísmo. Estos triunfos operan en distintas esferas
de la vida social; se manifiestan con fuerza, por ejemplo, en la defensa que hace el
campesinado de la propiedad estatal del suelo agrario y la garantía del acceso uni­
versal a éste. El maoísmo ha contribuido de una forma decisiva a tomar la exacta
medida al desafío que representa la expansión capitalista/imperialista globalizada.
Nos ha permitido colocar en el centro del análisis de este desafío el contraste cen­
tros/periferias inmanente a la expansión del capitalismo «realmente existente», im­
perialista y polarizador por naturaleza, y extraer todas las lecciones necesarias para
la lucha socialista, tanto en los centros dominantes como en las periferias domina­
das. Estas conclusiones se han resumido en una hermosa frase «a lo chino»: «Los
Estados quieren la independencia, las naciones la liberación, los pueblos la revolu­
ción». Los Estados, es decir, las clases dirigentes (de todos los países del mundo,
siempre que sean algo más que lacayos o correas de transmisión de las fuerzas exte­
riores), se dedican a ampliar el espacio de movimiento que les permita maniobrar en
el sistema mundial (capitalista), y ascender desde la posición de actores «pasivos»
(condenados a sufrir el ajuste unilateral según las exigencias del imperialismo domi­
nante) al de actores «activos» (que participan en la configuración del orden mun­
dial). Las naciones, es decir, los bloques históricos de clases potencialmente progre­
sistas, quieren la liberación, es decir, el «desarrollo» y la «modernización» Los
pueblos, es decir, las clases populares dominadas y explotadas, aspiran al socialis­
mo. La fórmula permite comprender el mundo real en toda su complejidad y for­
mular estrategias eficaces de acción. Esta acción se sitúa en una larga, muy larga
perspectiva de transición del capitalismo al socialismo mundial y, por ello, rompe
con la concepción de la «transición corta» de la III Internacional.

El co n flicto capitalism o/socialism o y e l co n flicto Norte/Sur son in d isocia bles

El conflicto Norte/Sur (centros/periferias) es un dato primario en toda la his­


toria del despliegue capitalista. Por eso la lucha de los pueblos del Sur por su li­
beración (en la actualidad victoriosa en su tendencia general) se articula con el
cuestionamiento del capitalismo. Esa conjunción es inevitable. Los conflictos capi­
talismo/socialismo y Norte/Sur son indisociables. No hay socialismo concebible
fuera del universalismo que implica la igualdad de los pueblos. En los países del
Sur, las mayorías son víctimas del sistema, en los del Norte, son los beneficiarios.
Unos y otros lo saben perfectamente, por mucho que a menudo se resignen (en el Sur)
o se feliciten (en el Norte). No es casualidad que la transformación radical del sis­
tema no sea un asunto candente en el Norte, mientras que el Sur se erige siempre

22
como «lugar de tempestades», de repetidas revueltas, potencialmente revoluciona­
rias. De hecho las iniciativas de las gentes del Sur han sido decisivas en la transfor­
mación del mundo, como demuestra toda la historia del siglo XX. Constatar este
hecho permite situar en su marco las luchas de clases en el Norte: son luchas eco­
nómicas reivindicativas que, en general, no cuestionan ni la propiedad del capital
ni el orden mundial imperialista. Esto es especialmente visible en Estados Unidos
dentro del marco de una cultura política del consenso. La situación es más com­
pleja en Europa debido a su cultura política del conflicto, que enfrenta a la dere­
cha y a la izquierda desde la Ilustración y la Revolución francesa, y después con la
formación de un movimiento obrero socialista y la Revolución rusa12. Sin embargo,
h americanización de las sociedades europeas, en marcha desde 1950, atenúa gra­
dualmente este contraste. Igualmente, las modificaciones de la competitividad
comparada de las economías del capitalismo central, asociadas a los desarrollos de­
siguales de las luchas sociales, no merecen colocarse en el centro de las transfor­
maciones del sistema mundial; ni las relaciones entre Estados Unidos y Europa en
d corazón de las diferentes variantes posibles, como piensan hoy muchos partida­
rios del proyecto europeo. Por su parte, las revueltas del Sur cuando se radicalizan
se topan con los desafíos del subdesarrollo. Sus «socialismos» llevan siempre, por
«Do. contradicciones entre las intenciones de partida y las realidades posibles. La
conjunción, posible pero difícil, entre las luchas de los pueblos del Sur y las de los
pueblos del Norte constituye el único.medio de sobrepasar los límites de unas y
otras. Esta conjunción define mi lectura del marxismo. Una lectura que parte de
Marx y se niega a detenerse en él, o en Lenin o en Mao. Un marxismo concebido
como método de análisis y de acción (la dialéctica materialista) y no como el con­
junto de proposiciones extraídas del uso de éste. Un marxismo, pues, que no teme
•echazar determinadas conclusiones, por muy de Marx que sean. Un marxismo sin
«■illas, siempre inacabado.
Siendo el capitalismo un sistema mundial y no la simple yuxtaposición de los sis-
I m k capitalistas nacionales, las luchas políticas y sociales, para ser eficaces, deben
NBaducirse simultáneamente en el área nacional (que sigue siendo decisiva porque
Mk conflictos, las alianzas y los compromisos sociales y políticos se tejen en este
l& cai y en el plano mundial. Me parece que este punto de vista (obvio, en mi opi­
nión) ha sido el de Marx y el de los marxismos históricos («Proletarios de todos los
h p ñ es. unios») o, en la versión maoísta enriquecida: «Proletarios de todos los paí-
PfcB. pueblos oprimidos, unios».
f • Es imposible diseñar la trayectoria que dibujarán estos avances desiguales pro-
■fecidos por las luchas en el Sur y en el Norte. Mi sensación es que el Sur atraviesa

C t S. Amin, Le virus liberal, cit.

23
actualmente un momento de crisis, pero que se trata de una crisis de crecimiento,
en el sentido de que la prosecución de los objetivos de liberación de sus pueblos es
irreversible. Será necesario que los del Norte aprecien esto, incluso mejor que sos­
tengan esta perspectiva y la asocien a la construcción del socialismo. Existió un mo­
mento solidario de este tipo en los tiempos de Bandung. En aquella época los jóvenes
europeos mostraban su «tercermundismo», sin duda ingenuo, ¡pero más amable
que su repliegue actual!
Sin volver a los análisis sobre el capitalismo mundial realmente existente que he
desarrollado en otros lugares, recordaré simplemente sus conclusiones: a mi enten­
der la humanidad no podrá dedicarse seriamente a la construcción de una alternati­
va socialista al capitalismo sí las cosas no cambian también en el Occidente desarro­
llado. Eso no significa, en modo alguno, que los países de la periferia deban esperar
ese cambio y, hasta que se produzca, contentarse con «ajustarse» a las posibilidades
que les ofrece la globalización capitalista. Por el contrario, es probable que a medi­
da en que las cosas empiecen a cambiar en las periferias, las sociedades de Occi­
dente, obligadas a ello, puedan ser llevadas a evolucionar a su vez en el sentido que
exige el progreso de la humanidad entera. En su defecto, lo peor, es decir, la barba­
rie y el suicidio de la civilización humana, sigue siendo lo más probable. Sitúo, por
supuesto, los cambios deseables y posibles en los centros y en las periferias del sis­
tema global en el marco de lo que he llamado «la larga transición».
En las periferias del capitalismo globalizado, por definición la «zona de tempes­
tades» en el sistema imperialista, una forma de revolución está a la orden del día.
Pero su objetivo es por naturaleza ambiguo y borroso: ¿liberación nacional del im­
perialismo (y mantenimiento de muchas, por no decir de las esenciales, relaciones
sociales propias de la modernidad capitalista) o algo mejor? Ya se trate de las revo­
luciones radicales de China, Vietnam y Cuba, o de las que no se consumaron en
otras partes de Asia, Africa y América Latina, el desafío continuaba siendo: «alcan­
zar» y/o «hacer otra cosa». Este desafío se articulaba a su vez con otra tarea que se
consideraba igualmente prioritaria: defender a la Unión Soviética asediada. La
Unión Soviética y después China se enfrentaban a estrategias de aislamiento siste­
mático desplegadas por el capitalismo dominante y las potencias occidentales. Se
comprende entonces que, como la revolución inmediata no estaba en el orden del
día en otra parte, se le concedió la prioridad a la salvaguardia de los Estados posre­
volucionarios. Las estrategias políticas en la Unión Soviética de Lenin y después con
Stalin y sus sucesores, en la China maoísta y posmaoísta, las desplegadas por los po­
deres de los Estados nacional-populistas en Asia y África, las que propusieron las
vanguardias comunistas (ya se situaran en la órbita de Moscú, de Pekín, o fueran in­
dependientes) se definieron siempre en relación con la cuestión central de la defen­
sa de los Estados posrevolucionarios.

24
La Unión Soviética, China, Vietnam y Cuba conocieron a la vez las vicisitudes de
las grandes revoluciones y se enfrentaron a las consecuencias de la expansión desi­
gual del capitalismo mundial. Estos países sacrificaron progresivamente (en distin­
tos grados) los objetivos comunistas originales a las exigencias inmediatas de la re­
cuperación económica. Este deslizamiento, que abandonaba el objetivo de la
propiedad social que define el comunismo de Marx para sustituirlo por la gestión
estatal, acompañado del declive de la democracia popular, ahogada por la brutal (y
a veces sangrienta) dictadura del poder posrevolucionario, preparó la aceleración
de la evolución hacia la restauración del capitalismo. En las dos experiencias se dio
prioridad a la «defensa del Estado posrevolucionario» y los medios internos desple­
gados con este objetivo se acompañaron de estrategias externas que priorizaban
esta defensa. Los partidos comunistas fueron invitados a alinearse con esta elección,
no solamente en su dirección estratégica general, sino incluso en sus ajustes tácticos
del día a día. Esto no podía sino marchitar rápidamente el pensamiento crítico de
los revolucionarios cuyo discurso abstracto sobre la «revolución» (siempre «inm i­
nente») se alejaba del análisis de las contradicciones reales de la sociedad, y se sos­
tenía contra viento y marea mediante formas de organización cuasi militares.
Las vanguardias que se negaban a alinearse y a veces se atrevían a mirar a la cara
a la realidad de las sociedades posrevolucionarias tampoco renunciaron a la hipó­
tesis leninista original (la «revolución inminente»), sin darse cuenta de que ésta
era desmentida de forma cada vez más visible por los hechos. Así ocurrió con el
trostkismo y con los partidos de la IV Internacional. Y ocurrió también con un gran
número de organizaciones revolucionarias activistas, inspiradas en ocasiones por el
maoísmo o el guevarismo. Hay numerosos ejemplos, desde Filipinas a la India (los
naxalitas), desde el mundo árabe (con los nacionalistas /comunistas árabes, los qaw-
m iyin, y sus émulos de Yemen del Sur) hasta América Latina (guevarismo).
Los grandes movimientos de liberación nacional en Asia y África, en abierto
conflicto con el orden imperialista, se toparon, como aquellos que condujeron las
revoluciones en nombre del socialismo, con las exigencias en conflicto de la «re­
cuperación» (la «construcción nacional») y de la transformación de las relacio­
nes sociales a favor de las clases populares. Es este segundo plano, los regímenes
«posrevolucionarios» (o los que simplemente reconquistaron la independencia)
fueron ciertamente menos radicales que los poderes comunistas, razón por la que
califico esos regímenes asiáticos y africanos como «nacional-populistas». A veces,
estos regímenes se inspiraron en formas de organización (partido único, dictadu­
ra no democrática del poder, gestión estatista de la economía) afinados en las ex­
periencias del «socialismo realmente existente». En general, su eficacia se diluyó
debido a sus opciones ideológicas confusas y a los compromisos con el pasado
que aceptaron.

25
En estas condiciones, tanto los regímenes vigentes como las vanguardias críticas
(el comunismo histórico en los países en cuestión) fueron invitados a su vez a apo­
yar a la Unión Soviética (y más esporádicamente, a China) y a beneficiarse de su
apoyo. La constitución de este frente común contra la agresión imperialista de Esta­
dos Unidos y de sus asociados europeos y japoneses benefició ciertamente a los pue­
blos de Asia y África. Ese frente antiimperialista abría un margen de autonomía tan­
to para las iniciativas de las clases dirigentes de los países afectados como para la
acción de sus clases populares. La prueba es lo que ocurrió después, tras el hundi­
miento soviético.

Vuelta so b re la cu estión agraria

La cuestión agraria, la del futuro del campesinado de los tres continentes (la mi­
tad de la humanidad) es central en la conceptualización de la cuestión nacional: aso­
ciar, no disociar la modernización, la democratización de la sociedad, y el progreso
social logrado por la opción de una vía de desarrollo de orientación socialista; afir­
mación y no disolución de la independencia de las naciones.
Una mirada atrás a la historia de las sociedades del mundo anteriores a la con­
quista europea, puede aclarar aquí nuestra intención y quizá inspirar respuestas so­
cialistas eficaces ante los desafíos de nuestra época. La China de los siglos qué pre­
cedieron a la brutal intervención de los europeos a partir de 1840 había puesto en
marcha un modelo de desarrollo agrario distinto a la vía capitalista de los «cerca-
mientos». La vía china, que no podía recurrir a la posibilidad de la emigración ma­
siva de su exceso de campesinos, se fundaba en la intensificación de la producción
(los rendimientos por hectárea aumentaban en progresión) mediante la suma de
un aumento del trabajo, de los conocimientos mejorados sobre la naturaleza, de los
inventos técnicos apropiados y de la ampliación de la esfera de intercambios mer­
cantiles no capitalistas. Esta fórmula fue adoptada por la China maoísta e incluso la
posmaoísta. En su momento, el siglo XVIII, causó la admiración de los europeos13 e
inspiró a los fisiócratas franceses. Hoy lo hemos olvidado y una de las cosas más in­
teresantes del libro de Giovanni Arrighi es que nos lo recuerda14. Este camino es el
que dio a la Revolución francesa su carácter específico de revolución campesina,
aunque estuviera asociada a la burguesía y progresivamente dominada por ésta.

13 Da prueba de ello con elocuencia la obra de René Etiemble, L’E urope chinoise, vol. 1, De l ’Em-
p ire rom ain á Leibniz, y L'Europe chin oise, vol. 2, D e la sin op h ilie a la sin oph obie, París, 1988 y 1989.
14 Giovanni Arrighi, Adam Smith in B eijing, Londres y Nueva York, Verso, 2007 [ed. cast.: Adam
Smith en Pekín, Madrid, Akal, 2007].

26
Creo que hay que acordarse de estas reflexiones en el momento en que elaboremos
hoy unas políticas de desarrollo de orientación socialista.
Porque, ¿es realmente más «eficaz» la vía capitalista? La ideología dominante, la
capitalista, confunde en su respuesta la rentabilidad para el capital y la eficacia so­
cial. Si la vía capitalista permite, por ejemplo, multiplicar por diez la producción
por trabajador rural en un tiempo determinado, esto parece prueba de una eficacia
indiscutible. Pero, si al mismo tiempo el número de empleos rurales se ha dividido
por cinco, ¿qué eficacia social tiene esta vía? La producción total se ha multiplica­
do por dos, pero cuatro de cada cinco campesinos ya no pueden alimentarse por sí
mismos y producir un modesto excedente para el mercado. Aunque la vía campesi­
na que estabiliza la cifra de la población rural sólo multiplique por dos su produc­
ción por cabeza en el mismo tiempo, la producción total, que se ha duplicado, ali­
menta a todos los habitantes de las zonas rurales y produce un excedente
comercializable que puede ser superior al que ofrece la vía capitalista una vez que se
deduce de éste el autoconsumo de los campesinos que ha eliminado. Una compara­
ción entre la «vía francesa» y la «vía inglesa» del siglo XIX ilustraría nuestra tesis. La
segunda sólo fue posible gracias a la emigración masiva y la explotación forzada de
las colonias. Los historiadores chinos a veces tuvieron una fuerte intuición de la va­
lidez de esta comparación entre las dos vías. Wen Tiejun nos lo recuerda en un bri­
llante e incomprendido artículo, así como Giovanni Arrighi y también André Gun-
der Frank en su libro R eO rien t sin olvidar los trabajos del historiador francés
especializado en China, Jean Chesneaux.
Fanón murió antes de que se agotaran los efectos de las victorias de Bandung y
que se crearan de esta forma las condiciones favorables para la contraofensiva del ca­
pitalismo en declive, hoy en curso. No hablaré por boca del desaparecido. Pero no
tengo la menor duda de que, si estuviera vivo, hubiera proseguido su lucha por la li­
beración de los pueblos oprimidos y el socialismo, única alternativa a la barbarie ca­
pitalista. Sin duda, hubiéramos seguido beneficiándonos de su lucidez y su valentía.

Bibliografía

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A m in ,
—, L aven ir du m aoísm e, París, Minuit, 1981.
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—, L eth n ie á l’assaut d es nations, París, Harmattan, 1994.
—, «Théorie et pratique du projet chinois de socialisme de marché», A lternatives
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