FANONsencerText 5 27
FANONsencerText 5 27
FANONsencerText 5 27
Frantz Fanón
en Africa y Asia
S a m ir A m in
5
La primera y única revolución social que conoció el continente americano, hasta
tiempos muy recientes, fue la de los esclavos de Santo Domingo (Haití), que con
quistaron su libertad por sí mismos. La pretendida «Revolución americana» del si
glo XVIII, como las posteriores de las colonias españolas, no fueron sino revueltas de
las clases dominantes locales que buscaban librarse de los tributos que pagaban a la
madre patria para continuar con la misma explotación de los esclavos y de los pue
blos conquistados que emprendieron las metrópolis del capitalismo mercantilista.
Nunca tuvieron una revolución en el sentido completo del término1.
La Revolución de Santo Domingo coincidía con la del pueblo francés. El ala ra
dical de la Revolución francesa simpatizaba, pues, de forma natural con la revolu
ción de los esclavos que conquistaban por propia mano su libertad y se convertían
por ese hecho en auténticos ciudadanos. Pero, por supuesto, los colonos del lugar
no lo entendían así. El retroceso de la Revolución francesa se tradujo en las Antillas
en el restablecimiento de la esclavitud, que fue nuevamente abolida por la Segunda
República en 1848 sin que, sin embargo, se aboliera su estatus colonial hasta 1945,
fecha a partir de la que se abre un capítulo nuevo de su historia. ¿Qué querían?
¿Cuáles debían ser los objetivos estratégicos de la lucha anticolonialista? ¿La inde
pendencia (por lejana que pareciera), la asimilación o la construcción de una «ver
dadera unión francesa», es decir, de un Estado multinacional, más o menos federa
do o confederado? Hoy podemos creer que la única opción progresista sólo podía
ser la independencia. Pero en la época las cósas se presentaban de una forma más
compleja, sobre todo entre los años 1946 y 1950.
Los partidos comunistas de las Antillas y Reunión pelearon en el terreno de la
asimilación y acabaron por lograrla. El resultado se impone hoy: la asimilación ha
creado tal dependencia económica y social que resulta difícil concebir que el movi
miento pueda invertirse y que las Antillas y Reunión puedan un día (para lo mejor o
lo peor) ser independientes. Aparente paradoja: si las Antillas y Reunión se han con
vertido hoy en algo indisociable de Francia, se debe a los esfuerzos coronados por el
éxito de los comunistas de la Francia metropolitana y de las colonias implicadas. La
derecha, que siempre se opuso a la asimilación de los derechos, que ayer defendía la
esclavitud y más tarde el estatuto colonial, no hubiera podido evitar que el movi
miento condujera aquí, como en las Antillas británicas y en Isla Mauricio, a la rei
vindicación independentista.
Por supuesto, a pesar de las profundas transformaciones que la departamentali-
zación produjo a partir de 1945, los efectos del pasado esclavista y colonial no pu
dieron borrarse ni de la memoria de los pueblos afectados, ni de la concepción agu-
1 Veáse Samir Amin, Le virus libéral, París, Le temps des cerises, 2003 [ed. cast.: El virus liberal,
Barcelona, Hacer, 2007].
6
da de su identidad en sus relaciones con Francia. P iel negra, m áscaras blancas pro
pone, sobre ese terreno, un análisis de una perfecta lucidez. El tratamiento de los
problemas que se abordan en esta obra nos permite percibir la singularidad (más
allá de los banales denominadores comunes) de los desafíos a los que se enfrentan
los negros de Estados Unidos, los de las Antillas británicas, los de Brasil, los negros
de Africa en general y los de Sudáfrica en particular. Remitiré estas diferencias a la
distinción que propongo entre colonialismo externo y colonialismo interno.
7
trata negrera en este sistema se destina igualmente a ajustar su eficacia en tanto sis
tema periférico, sometido a las exigencias de la acumulación en los centros de la
época. El Africa negra, de donde proceden los esclavos, es de hecho la periferia de
la periferia americana. La colonización se despliega rápidamente más allá de las
Américas, entre otras cosas por la conquista de la India inglesa y de las Indias ho
landesas en el siglo XVIII y después, a partir de finales del siglo XIX, de África y el Su
deste Asiático. Los países que no fueron abiertamente conquistados (China, Irán, el
Imperio Otomano) fueron sometidos a tratados desiguales que hacen que su califi
cación de semicolonias tenga pleno sentido.
La colonización es «exterior» vista desde la metrópoli, esto es, desde las naciones
más industrializadas y, sobre todo, las más avanzadas en su modernización social gra
cias al empuje de sus movimientos obreros y socialistas y de las conquistas democráti
cas. Pero aquellos avances nunca beneficiaron a los pueblos de las colonias. La escla
vitud en la etapa anterior a este despliegue, los trabajos forzados y otras formas de
sobreexplotación de las clases populares, la brutalidad administrativa y las masacres
coloniales jalonan esta historia del capitalismo realmente existente. En este lugar de
beríamos hablar del verdadero «libro negro» del capitalismo, en el que se cuentan las
víctimas por decenas de millones. Estas prácticas, por supuesto, ejercieron una in
fluencia devastadora en las propias metrópolis; proporcionaron la peana para la deri
va racista de las culturas de las elites dirigentes e incluso de las clases populares, que se
convirtieron en medio de legitimación del contraste democracia en la metrópoli/auto
cracia salvaje en las colonias. La explotación de las colonias beneficia al capital del
centro en su conjunto, y las metrópolis sacan una ganancia suplementaria que deter
mina su posición en la jerarquía mundial (Gran Bretaña obtiene su hegemonía gracias
a la importancia de su imperio; Alemania, que llegó tarde, aspira a apropiárselo).
Los fenómenos de colonialismo interno se producen por las combinaciones par
ticulares de la colonización de población, por una parte, y la lógica de la expansión
imperialista, por otra. La acumulación primitiva en los centros asume la forma de
una expropiación sistemática de las capas pobres del campesinado y crea en conse
cuencia un excedente de población que la industrialización local no es siempre ca
paz de absorber íntegramente, dando así lugar a poderosas corrientes migratorias.
Más tarde, la revolución demográfica asociada a la modernización social se expresa
en el descenso de la mortalidad que precede al de la natalidad, reforzando, por lo
tanto, la emigración. Inglaterra proporciona el ejemplo precoz de esta evolución,
debido a la generalización de los «cercamientos» a partir del siglo XVII.
La formación de Nueva Inglaterra es el producto de esta coyuntura que rinde
cuentas de la naturaleza de los movimientos políticos/ideológicos que acompañan
esta inmigración. Los «pobres» (víctimas del desarrollo capitalista en la metrópoli)
reaccionan sumándose a sectas oscurantistas antiilustradas que organizan su partida
y su asentamiento en Nueva Inglaterra. Este origen impregnará poderosamente la
ideología americana y le dará un carácter marcadamente reaccionario2. Pero lo
esencial, para las clases dirigentes de la Inglaterra capitalista/imperialista de la épo
ca, no era esta emigración sino la constitución de colonias normales construidas
para servir los objetivos de la acumulación en la metrópoli: las colonias esclavistas de
la Norteamérica inglesa. La yuxtaposición de estos dos conjuntos de entidades dará
a la formación social de Estados Unidos su carácter específico, fundado sobre un
modelo de colonialismo interno. Nueva Inglaterra se beneficiará del poco interés
que la metrópoli tenía en ella. Se alza, pues, como centro autónomo, se impone
como intermediario en la explotación de las colonias esclavistas, apropiándose en
primer lugar del comercio marítimo que le permite su control, y comienza una in
dustrialización precoz. Estados Unidos añade, pues, a su formación un nuevo cen
tro capitalista/imperialista (Nueva Inglaterra) y su propia colonia interna (el Sur es
clavista). Los efectos de esta conjunción en la formación de la cultura política de
Estados Unidos han sido decisivos3.
El colonialismo interno no ha sido un producto exclusivo de la historia de Estados
Unidos. Encontramos características en parte comparables en América Latina y en
Sudáfrica. La península ibérica no se situaba a la vanguardia del desarrollo del capita
lismo. Pero n olen s vo len s esta conquista se inscribe en la formación mercantilista del
capitalismo naciente. El sojuzgamiento brutal de los indios, después el relevo que su
pone la importación de esclavos africanos, hallan su lugar en este nuevo marco. Con
la salvedad de que el sistema no funcionaba en beneficio de centros nuevos, ni en Es
paña ni en Portugal, y menos aún en las colonias de América. La función colonial de
América Latina tuvo que ser recuperada por los verdaderos centros en formación, In
glaterra en primer lugar, relevada más tarde en el siglo XIX por Estados Unidos (que
proclamó su vocación de convertirse en los dueños únicos del continente a partir de la
doctrina Monroe, 1823). Los españoles y los portugueses cumplían una función de in
termediarios parecida a la que las burguesías com pradoras ocuparían en Asia y en el
Imperio otomano. La colonización interna en América Latina tuvo igualmente conse
cuencias políticas y sociales del mismo tipo que las generadas por la colonización en
general: el racismo con respecto a los negros (especialmente en Brasil), el desprecio
ante los indios. Esta colonización interna no se cuestionó más que en México, cuya
Revolución (1910-1920) se sitúa por esta razón entre las «grandes revoluciones de los
tiempos modernos». Y puede que esté en camino de cuestionarse en los países andi
nos con el renacimiento de las reivindicaciones «indigenistas» contemporáneas, por
supuesto en una coyuntura local y global nueva.
2 Ibid.
3 Ibid.
9
En Sudáfrica, la primera colonización de población (la de los bóers) se inscribía
más bien en la perspectiva de constitución de un Estado «blanco puro», que impli
caba la expulsión (o el exterminio) de los africanos, más que su sometimiento. La
conquista británica, por el contrario, se marcó de entrada el objetivo de someter a
los africanos a las exigencias de la expansión imperialista de la metrópoli (la explo
tación de las minas en primer lugar). Ni los antiguos colonos (los bóers), ni los nue
vos (los británicos) fueron autorizados a erigirse en centro autónomo. El Estado
bóer del apartheid intentó hacerlo tras la Segunda Guerra Mundial, asentando su
poder sobre su colonia interna (negra en lo esencial). Pero no logró sus fines debi
do a una relación numérica desfavorable (una gran mayoría negra) y a la resistencia
in crescen d o de los pueblos sometidos, que finalmente venció. Los poderes estable
cidos tras el final del apartheid han heredado esa cuestión de la colonización inter
na, sin que hasta el presente hayan aportado una solución radical. Pero ése es un
nuevo capítulo de la historia.
El caso de Sudáfrica es especialmente interesante desde el punto de vista de los
efectos del colonialismo sobre la cultura política. No es sólo que el colonialismo in
terno se haga aquí visible hasta para un ciego, ni siquiera que haya producido la cul
tura política del a p a r th e id sino que pone en evidencia también que los comunistas
de ese país han sabido extraer un análisis lúcido de lo que es el capitalismo realmen
te existente. El Partido Comunista de Sudáfrica fue, durante la década de 1920, el
promotor de la teoría del colonialismo internó (una teoría que adoptó en los años
treinta un líder negro del Partido Comunista de Estados Unidos, Hayword, pero que
sus camaradas «blancos» no siguieron). Había deducido las consecuencias: que los
ingresos elevados de la minoría «blanca» y los increíblemente bajos percibidos por la
mayoría «negra» constituían el derecho y el envés de la misma cuestión.
Yendo incluso más lejos, ese PC se había atrevido a hacer la analogía con el con
traste que oponía (en el Imperio británico) los salarios ingleses y los ingresos del tra
bajo en la India. Para él, como para la III Internacional de la época, estos dos as
pectos de la misma cuestión (la del capitalismo real) eran indisociables. La teoría
comunista sudafricana del colonialismo interno conducía a la conclusión de que, a
escala del sistema capitalista mundial, el colonialismo, en apariencia externo para
las grandes potencias imperialistas, es evidentemente interno. El PC de Sudáfrica y
la III Internacional de la época habían inculcado esta conclusión en la cultura polí
tica de la izquierda (comunista). Y en esto rompieron radicalmente con la izquierda
socialista de la II Internacional socialcolonialista, cuya cultura política negaba esta
asociación inherente a la realidad mundial.
He escrito que Sudáfrica es un microcosmos del sistema capitalista mundial. Reú
ne en su territorio los tres componentes de este sistema: una minoría que se beneficia
de la renta de situación de los centros imperialistas, dos componentes mayoritarios,
10
casi igualmente repartidos entre un «tercer mundo» industrializado (los países emer
gentes de hoy) y un «cuarto mundo» excluido (los ex bantustanes), análogo a las re
giones no industrializadas del Africa contemporánea. Las proporciones entre las ci
fras de las poblaciones de estos tres componentes y las que describen la jerarquía de
sus ingresos per capita son más o menos las mismas que caracterizan el sistema mun
dial actual. Este hecho contribuyó sin duda a la lucidez que tuvieron los comunistas
sudafricanos de la época. Esa cultura política hoy se ha perdido. No solamente en
Sudáfrica, con el alineamiento (tardío) del PC a las tesis banalizadas del «racismo»
(que da estatuto de causa a lo que no es sino un efecto), sino también a escala mun
dial con el alineamiento socialdemócrata de la mayoría de los comunistas.
La colonización de Palestina por Israel ilustra ante nuestros ojos contemporá
neos la permanencia de la acumulación por desposesión.
¿Evoluciona el sistema mundial contemporáneo en la dirección de una nueva ge
neralización de las formas del colonialismo interno? La profundización de la crisis
social en sus periferias, que acogen a la mitad campesina de la humanidad, produci
da por la ofensiva generalizada del capital (la estrategia de «cercamiento a escala
mundial») engendra una presión migratoria gigantesca, que vendría a compensar el
estancamiento demográfico relativo de los centros de la Tríada. La hipótesis de un
colonialismo interno generalizado, que caracterizaría la fase por venir del capitalis
mo mundial, sigue siendo discutible debido a las verdaderas resistencias políticas e
ideológicas que suscitaría en Europa la adopciórí de un modelo de este tipo, que im
plica la institucionalización del «racismo». Por el contrario, el modelo «comunita-
rista» inspirado por la práctica de Estados Unidos parece constituir aquí el peligro
absolutamente real de la «americanización de Europa».
11
Fundado sobre la conquista del mundo por los centros imperialistas (Europa, Esta
dos Unidos, Japón), abóle, por su misma naturaleza, cualquier posibilidad para las
sociedades de las periferias de su sistema mundial (Asia, África, América Latina) de
«recuperar» y de convertirse, a imagen de esos centros, en sociedades capitalistas
opulentas. Para estos países, la vía capitalista es un callejón sin salida. La alternativa
es entonces socialismo o barbarie. La visión (desgraciadamente dominante) de una
acumulación previa, necesaria e imprescindible, que requeriría el paso por una «fase
capitalista» antes de emprender el camino socialista, carece de fundamento en cuan
to nos damos cuenta de los desafíos objetivos que representa el capitalismo histórico.
La vulgata ideológica de la economía convencional y del «pensamiento» cultural
y social que la acompaña, pretende que la acumulación se financia por el ahorro
(virtuoso) de los «ricos», y de las naciones. La historia no respalda esa invención de
los puritanos angloamericanos. Se trata, por el contrario, de la historia de una acu
mulación ampliamente financiada por la desposesión de unos (la mayoría) en bene
ficio de los otros (una minoría). Marx ha analizado con rigor este proceso, que ha
calificado de acumulación primitiva. La desposesión de los campesinos ingleses (los
«cercamientos») y la de los campesinos irlandeses (en beneficio de los terratenientes
ingleses conquistadores), la de la colonización americana son testimonios elocuen
tes. En realidad, esta acumulación primitiva no se sitúa únicamente en los orígenes
lejanos y superados del capitalismo. Continúa hasta nuestros días.
La población del planeta se multiplicó pof tres entre 1500 (de 450 a 550 millones
de seres humanos) y 1900 (1.600 millones), y después por 3,75 a lo largo del siglo XX
(hoy más de 6.000 millones). Pero la proporción de europeos (en Europa y en los te
rritorios conquistados en América, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda) ha pasado
de un 18 por 100 o menos en 1500 a un 37 por 100 en 1900, para luego descender
gradualmente en el siglo XX. Los cuatro primeros siglos (1500-1900) se correspon
den con la conquista del mundo por los europeos. El siglo XX (y su continuación, el
siglo XXl) con el «despertar del Sur», con el renacimiento de los pueblos sometidos.
La conquista del mundo por los europeos representó una gigantesca desposesión
de los indios de América, que pierden todas sus tierras y sus recursos naturales a be
neficio de los colonos. Los indios fueron casi en su totalidad exterminados (el geno
cidio de los indios de Norteamérica) o diezmados por los efectos de esa desposesión
y sobreexplotación, por los conquistadores españoles y portugueses. La trata de ne
gros que tomó el relevo supuso una punción sobre una gran parte de África que re
trasó medio milenio el progreso del continente. Fenómenos análogos pueden verifi
carse en Sudáfrica, Zimbabue, Kenia, Argelia e incluso también en Australia y Nueva
Zelanda. Ese proceso de acumulación por desposesión caracteriza al Estado de Is
rael, una colonización en curso. No menos visibles son las consecuencias de la ex
plotación colonial del campesinado sometido de la India inglesa, de las Indias holan-
12
desas, de Filipinas, de África: las hambrunas (la famosa de Bengala, las del África
contemporánea) constituyen su demostración. El método que inauguraron los ingle
ses en Irlanda, cuya población, antaño equivalente a la de Inglaterra, hoy es de una
décima parte, fue sangrada por la hambruna organizada cuyo desenvolvimiento
Marx analizó. La desposesión no golpeó únicamente a las poblaciones campesinas, la
mayor parte de la población de entonces. Destruyó las capacidades de producción
industrial (artesanado y manufacturas) de regiones que antaño, y por mucho tiempo,
fueron más prósperas que la propia Europa: China e India entre otras4.
Es importante en este punto entender bien que estas destrucciones no se produ
jeron por las «leyes del mercado». No es que la industria europea, supuestamente
más «eficaz», ocupara el lugar de producciones no competitivas. Ese discurso ideo
lógico silencia las violencias políticas y militares que se desencadenaron para obte
ner ese resultado. No son los «cañones» de la industria inglesa, sino las cañoneras a
secas las que demuestran la superioridad (y no la inferioridad) de las industrias chi
nas e indias. La industrialización, prohibida por las administraciones coloniales,
hizo el resto y «desarrolló el subdesarrollo» de Asia y África en los siglos XIX y XX.
Las atrocidades coloniales y la extrema sobreexplotación de los trabajadores fueron
los medios y los productos naturales de la acumulación por desposesión.
Entre 1500 y 1800 la producción material de los centros europeos progresa se
gún una tasa que supera sin duda la de su demografía (pero para esa época ésta es
abundante en términos relativos). Esos ritmos se a’celeran en el siglo XIX, con la pro-
fundización (y no la atenuación) de la explotación de los pueblos de ultramar, razón
por la que hablo de acumulación permanente por desposesión y no de acumulación
«primitiva» («primera», «anterior»). Esto no excluye que en los siglos XIX y XX la
contribución de la acumulación financiada por el progreso tecnológico (las sucesi
vas revoluciones industriales) asuma a partir de ese momento una importancia que
no había tenido antes a lo largo de los tres siglos mercantilistas precedentes. Final
mente, pues, entre 1500 y 1900, la producción aparente de los nuevos centros del
sistema mundial capitalista/imperialista (Europa occidental y central, Estados Uni
dos y, más tarde, Japón) se multiplicó por 7 ó 7,5 en franco contraste con el creci
miento de la periferia, donde apenas se dobló. La distancia se amplía como nunca
había sido posible en toda la historia anterior de la humanidad. A lo largo del siglo XX
se amplia más, y la renta per cápita en el año 2000 es entre 15 y 20 veces superior
que en el conjunto de las periferias.
La acumulación por desposesión durante siglos de mercantilismo financió am
pliamente el lujoso tren de vida de las clases dirigentes de la época («el antiguo ré
4 Véanse al respecto los análisis incontrovertibles de Amiya Kumar Bagchi, P erilou s Passage. Man-
k in d a n d th e G lobal A scendancy o f Capital, Lanham, 2005.
13
gimen») sin beneficiar a las clases populares, cuyo nivel de vida se degradaba con
frecuencia. Ellas mismas sufrían esa acumulación por desposesión que afectaba a
gran parte del campesinado. Pero sobre todo financió un fortalecimiento extraordi
nario de los poderes del Estado modernizado, de su administración y de su poten
cia militar. Las guerras de la Revolución y del Imperio, que constituyen el gozne en
tre la época mercantilista precedente y la de la industrialización posterior, lo
demuestran. Esa acumulación está pues en el origen de las dos principales transfor
maciones que forjaron el siglo XIX: la primera Revolución industrial y la fácil con
quista colonial.
Las clases populares no se beneficiaron hasta finales del siglo XIX de la prosperi
dad colonial disfrutada por las metrópolis en los primeros momentos, como de
muestra el desolador cuadro de la miseria obrera existente en Inglaterra que descri
be Engels. Pero contaban con la escapatoria de la emigración masiva, que se acelera
en los siglos XIX y XX. Hasta el punto de que la población de origen europeo supe
ra a la originaria de las regiones donde emigran. ¿Se imaginan que hoy 2.000 ó
3.000 millones de asiáticos y africanos tuvieran tal ventaja?
El siglo XIX representó el apogeo de ese sistema de la globalización capitalis
ta/imperialista. En tal medida que, a partir de ese momento, la expansión del capi
talismo y la «occidentalización», en el sentido brutal del término, hacen imposible
distinguir entre la dimensión económica de la conquista y su dimensión cultural, el
eurocentrismo.
14
españoles y los portugueses, se inicia la creación del sistema mercantilista/esclavis-
ta/capitalista. Pero las monarquías de Madrid y Lisboa, por diversas razones que no
nos atañen aquí, no supieron dar una forma definitiva al mercantilismo, que inven
tarán en su lugar los ingleses, los holandeses y los franceses. Las transformaciones
sociales, económicas, políticas y culturales de esta ola, que producirá la transición al
capitalismo en la forma histórica que conocemos («el antiguo régimen») son impen
sables en las dos olas que la precedieron. ¿Por qué no iba a ser también el socialis
mo un proceso de aprendizaje largo, plurisecular, hacia la invención de un estadio
más avanzado de la civilización humana?
El momento de apogeo del sistema es breve: apenas un siglo separa las revolu
ciones industrial y francesa de la de 1917. Es a la vez el siglo del cumplimiento de
esas dos revoluciones que se apropian de Europa y de su hijo norteamericano, del
cuestionamiento de ambas (desde la Comuna de 1871 a la Revolución de 1917) y de
la culminación de la conquista del mundo, que parece aceptar su suerte.
¿Puede ese capitalismo histórico continuar su despliegue permitiendo a las peri
ferias de su sistema «recuperar su retraso» para convertirse en sociedades capitalis
tas totalmente «desarrolladas» a imagen de sus centros dominantes? Si esto fuera
posible, si las leyes del sistema lo permitieran, entonces la «recuperación» por y en
el capitalismo se impondría como una fuerza objetiva imprescindible, un preámbu
lo necesario para el posterior socialismo. Pero, mira por donde, esta visión, por ba
nal y dominante que sea, es sencillamente falsa. El capitalismo histórico es (y segui
rá siendo) polarizador por naturaleza y hace imposible la «recuperación».
15
cuanto tratan de emplear el poder político para transformar sus condiciones y libe
rarse de las consecuencias inhumanas a las que les somete la expansión mundial po-
larizadora del capitalismo.
El momento de apogeo del sistema es, pues, breve: apenas un siglo. El siglo XX
es el siglo de la primera ola de las grandes revoluciones emprendidas en nombre
del socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba) y de la radicalización de las guerras
de liberación de Asia, África y América Latina (las periferias del sistema imperia
lista/capitalista), cuyas ambiciones se expresan a través del «proyecto de Ban-
dung» (1955-1981).
16
Esta concomitancia no es fruto del azar. El despliegue globalizado del capitalis
mo/imperialismo ha sido, para los pueblos de las periferias afectadas, la mayor tra
gedia de la historia humana, lo que ilustra el carácter destructor de la acumulación
de capital. ¡La ley de la depauperización, formulada por Marx, se expresa a escala
del sistema con aún más violencia que la imaginada por el padre del pensamiento
socialista! Esa página de la historia se ha pasado. Los pueblos de las periferias ya no
aceptan la suerte que el capitalismo les reserva. Ese cambio fundamental de actitud
es irreversible. Significa que el capitalismo entra en su fase de declive. Lo que no ex
cluye la persistencia de distintas ilusiones: la de las reformas capaces de dar al capi
talismo un rostro humano (que nunca ha tenido para la mayoría de los pueblos), la
de una posible «recuperación» dentro del sistema, de la que se alimentan las clases
dirigentes de los países «emergentes», animadas por los éxitos del momento, las de
los repliegues «arcaizantes» (pararreligiosos o paraétnicos) en los que caen en este
momento tantos pueblos «excluidos». Estas ilusiones parecen tenaces porque esta
mos en el valle de la ola. La ola de las revoluciones del siglo XX está agotada, la del
nuevo radicalismo del siglo XXI no ha crecido aún. Y en el claroscuro de las transi
ciones se dibujan monstruos, como escribía Gramsci. El despertar de los pueblos de
las periferias se manifiesta desde el siglo XX, no solamente por su recuperación de
mocrática, sino también por su voluntad proclamada de reconstruir su estado y su
sociedad, desarticulados por el imperialismo de los cuatro siglos anteriores.
17
monopolios de los centros imperialistas» (el control de las nuevas tecnologías, los
recursos naturales, el sistema financiero global, las comunicaciones y las armas de
destrucción masiva).
La época de Bandung es la del renacimiento africano. El panafricanismo debe si
tuarse en esta perspectiva. Producto en origen de las diásporas americanas, el pana
fricanismo cumplió uno de sus objetivos (la independencia de los países del conti
nente) aunque no el otro (su unidad). No es casualidad que los Estados africanos
acometieran proyectos de renovación que se inspiraban en los valores del socialis
mo, porque la liberación de los pueblos de las periferias se inscribe necesariamente
en una perspectiva anticapitalista. Está fuera de lugar el denigrar esos numerosos
intentos en el continente, como se hace hoy: el odioso régimen de Mobutu permitió
en treinta años la formación de un capital educativo en Congo 40 veces superior al
que los belgas habían producido en ochenta años. Se quiera o no, los Estados afri
canos son el origen de la formación de verdaderas naciones. Y las opciones «tran-
sétnicas» de sus clases dirigentes favorecieron esta cristalización. Las derivas etni-
cístas son posteriores, producidas por el agotamiento de los modelos de Bandung,
que implicaba la pérdida de legitimidad de los poderes y el recursos de fracciones
de éstos a la etnicidad para restablecerla a su favor5.
El largo declive del capitalismo, ¿será sinónimo de una larga transición positiva
al socialismo? Haría falta para ello que el siglo XXI prolongara al siglo XX y radicali
zara los objetivos de la transformación social. Lo que es totalmente posible, pero
hay que precisar bajo qué condiciones. A falta de éstas, el largo declive del capita
lismo se traduciría en la degradación continua de la civilización humana6.
El declive no es tampoco un proceso continuo, lineal. No excluye momentos de
«recuperación» de contraofensiva del capital, análogos, a su modo, a la contraofen
siva de las clases dirigentes del Antiguo Régimen en vísperas de la Revolución fran
cesa. Esta es la naturaleza del momento actual. El siglo XX es el primer capítulo del
largo aprendizaje por parte de los pueblos de la superación del capitalismo y de la
invención de nuevas formas de vida socialistas, por emplear la poderosa expresión
de Domenico Losurdo7. Al igual que él, no analizo su desarrollo en los términos del
«fracaso» (del socialismo, de la independencia nacional) como intenta hacer la pro
paganda reaccionaria que hoy navega viento en popa. Por el contrario, en los oríge
nes de los problemas del mundo contemporáneo se encuentran los éxitos y no los
fracasos de aquella primera ola de experiencias socialista y nacional-populares. He
18
analizado los proyectos de esta primera ola en los términos de las tres familias de
avances sociales y políticos que representaron el Estado del bienestar del Occidente
imperialista (el compromiso histórico capital/trabajo de aquel momento), los socia
lismos realmente existentes soviético y maoísta y los sistemas nacional-populares de
la época de Bandung. Los he analizado en términos de su complementariedad y de
su conflictividad en el plano mundial (una perspectiva distinta que la de la «Guerra
Fría» y de la bipolaridad propuesta hoy por los defensores del «capitalismo-fin-de
la historia», que coloca el acento en el carácter multipolar de la globalización del si
glo XX). El análisis de las contradicciones sociales propias de cada uno de esos siste
mas, de los balbuceos característicos de las primeras avanzadas, explica su asfixia y
finalmente su derrota, que no su fracaso8.
Esa asfixia es, pues, la que creó las condiciones favorables para la contraofensiva
en curso del capital: una nueva «transición peligrosa» de las liberaciones del siglo XX
a las del siglo XXI. Habría que abordar la cuestión de la naturaleza de este momen
to «vacío» que separa los dos siglos e identificar los nuevos desafíos que supone
para los pueblos.
La acción política de Fanón se sitúa enteramente en ese momento de la historia,
el de la época de Bandung (1955-1981) y la primera ola victoriosa de las luchas de
liberación. Las elecciones que hizo (alinearse junto al Frente de Liberación Nacio
nal de Argelia y a los movimientos de liberación del continente africano) eran las
únicas dignas de un auténtico revQlucionario.
19
pero siempre con la convicción de que a ésta le seguiría una ola de revoluciones so
cialistas en Europa. Frustrada esa esperanza, Lenin adopta entonces una visión que
concede más importancia a la transformación de las rebeliones de oriente en revolu
ciones. Pero le correspondió al PCCh y a Mao sistematizar esta nueva perspectiva.
La Revolución rusa fue conducida por un partido bien asentado en la clase obre
ra y en la in telligen tsia radical. Su alianza con el campesinado (representado por el
Partido Socialista Revolucionario), entonces movilizado en el ejército, se impuso
con naturalidad. La reforma agraria radical que resultó de ello realizaba el viejo sue
ño de los campesinos rusos: convertirse en propietarios. Pero ese compromiso his
tórico llevaba en sí el germen de sus límites: el «mercado» debía producir por sí
mismo, como siempre, una diferenciación cada vez mayor en el seno del campesina
do (el fenómeno tan conocido de la «kulakización»).
La Revolución china se desplegó desde el principio (o, al menos, a partir de la
década de 1930) sobre bases distintas, garantizando una alianza sólida con el cam
pesinado pobre y medio. Además, la dimensión nacional -la guerra de resistencia
contra la agresión japonesa- permitió igualmente que el frente dirigido por los co
munistas reclutara muchos elementos entre las clases burguesas, hartas de la debili
dad y las traiciones del Kuomintang. Por ello la Revolución china produjo una si
tuación nueva, distinta que la de la Rusia posrevolucionaria. La revolución
campesina radical suprimió la idea misma de propiedad privada del suelo agrario y
la sustituyó por la garantía de un acceso igualitario a ésta para todos los campesinos.
Hasta ahora esta ventaja decisiva, que no comparte con ningún otro país excep
tuando Vietnam, constituye el principal obstáculo para la expansión devastadora
del capitalismo agrario. Los debates en curso en China versan en gran parte sobre
esta cuestión9. Pero además la adhesión de numerosos burgueses nacionalistas al
Partido Comunista de China debía, por la fuerza de las cosas, ejercer una influencia
ideológica propicia para sostener las derivas de a los que Mao calificaba de partida
rios de la vía capitalista (los «capitalist-roaders»).
El régimen posrevolucionario en China no sólo tiene en su activo una cantidad
más que apreciable de logros políticos, culturales, materiales y económicos (la in
dustrialización del país, la radicalización de su cultura política moderna, etc.). La
China maoísta resolvió la «cuestión campesina» que estaba en el corazón del dra
ma del declive del Imperio del Centro durante dos siglos decisivos (1750-1950)10.
Además, la China maoísta consiguió esos resultados evitando las derivas más dra
máticas de la Unión Soviética: la colectivización no fue impuesta mediante una vio
9 Véase S. Amin, P our un m on d e m ultipolaire, París, 2005, cap. sobre China; también S. Amin, «Théo-
rie et pratique du projet chinois de socialisme de marché», A lternatives Sud VIII, 1,2001, pp. 53-90.
10 Véase a este respecto mi obra L'avenir du m ao'üme, París, 1981, p. 57.
20
lencia asesina como fue el caso en el estalinismo, las oposiciones en el seno del Par
tido no dieron lugar a la instauración del terror (Deng fue apartado, luego vol
vió...). El objetivo de una igualdad relativa sin par, que atañía tanto al reparto de
los ingresos entre los campesinos y los obreros como en el seno de estas clases y en
tre ellas y las capas dirigentes, fue buscado (con sus altibajos, por supuesto) con te
nacidad y formalizado en opciones de estrategias de desarrollo que contrastan con
las de la URSS (estas opciones fueron formuladas en los «diez grandes informes»
de principio de la década de 1960). Estos éxitos son los que explican los posterio
res del desarrollo de la China posmaoísta a partir de 1980. El contraste con India
que. precisamente, no hizo la revolución, adquiere aquí todo su significado, no so
lamente para explicar las trayectorias diferentes durante las décadas transcurridas
entre 1950 y 1980, sino también para explicar sus probables (y/o posibles) y diver
sas perspectivas de futuro. Esos éxitos explican que la China posmaoísta, que a
partir de ahora inscribe su desarrollo en la nueva globalización capitalista (por la
«apertura»), no haya sufrido golpes destructores análogos de los que siguieron al
hundimiento de la URSS.
Los éxitos del maoísmo, sin embargo, no zanjaron «definitivamente» (de forma
«irreversible») la cuestión de las perspectivas a largo plazo del socialismo. En pri
mer lugar porque la estrategia del desarrollo de los años 1950-1981 agotaron su po
tencial y, entre otras cosas, se imponía una apertura (aunque controlada)11, lo que
implicaba, como se demostró a continuación, el riesgo de reforzar las tendencias
que evolucionaban en la dirección del capitalismo. Pero también porque simultá
neamente el sistema de la China maoísta combinaba las dos tendencias contradicto
rias: hacia el fortalecimiento de las opciones socialistas y a favor de su debilitación.
Mao. consciente de esta contradicción, intentó inclinar la balanza a favor del socia
lismo mediante una «Revolución cultural» (entre 1966 y 1974). «Disparen sobre el
cuartel general» (el Comité Central del Partido) sede de las aspiraciones burguesas
de la clase política que ocupaba puestos de responsabilidad. Mao creyó que para
llevar a buen puerto esta variación del rumbo podía apoyarse en la juventud (lo que,
entre otras cosas, inspiró en buena medida el 1968 europeo, véase la película de Go-
dard h a ch in oise). El curso de los acontecimientos mostró lo errada que estaba esa
apreciación. Una vez pasada la página de la Revolución cultural, los partidarios de
la vía capitalista se animaron a pasar al ataque.
La batalla entre la vía socialista, larga y difícil, y la opción capitalista en pleno
funcionamiento no está, desde luego, «definitivamente superada». Como en otras
partes del mundo, el conflicto que opone la perspectiva socialista al despliegue ca
pitalista constituye el auténtico choque de civilizaciones de nuestro tiempo. Pero en
21
esta batalla el pueblo chino dispone de algunos triunfos importantes, como son la
herencia de la revolución y del maoísmo. Estos triunfos operan en distintas esferas
de la vida social; se manifiestan con fuerza, por ejemplo, en la defensa que hace el
campesinado de la propiedad estatal del suelo agrario y la garantía del acceso uni
versal a éste. El maoísmo ha contribuido de una forma decisiva a tomar la exacta
medida al desafío que representa la expansión capitalista/imperialista globalizada.
Nos ha permitido colocar en el centro del análisis de este desafío el contraste cen
tros/periferias inmanente a la expansión del capitalismo «realmente existente», im
perialista y polarizador por naturaleza, y extraer todas las lecciones necesarias para
la lucha socialista, tanto en los centros dominantes como en las periferias domina
das. Estas conclusiones se han resumido en una hermosa frase «a lo chino»: «Los
Estados quieren la independencia, las naciones la liberación, los pueblos la revolu
ción». Los Estados, es decir, las clases dirigentes (de todos los países del mundo,
siempre que sean algo más que lacayos o correas de transmisión de las fuerzas exte
riores), se dedican a ampliar el espacio de movimiento que les permita maniobrar en
el sistema mundial (capitalista), y ascender desde la posición de actores «pasivos»
(condenados a sufrir el ajuste unilateral según las exigencias del imperialismo domi
nante) al de actores «activos» (que participan en la configuración del orden mun
dial). Las naciones, es decir, los bloques históricos de clases potencialmente progre
sistas, quieren la liberación, es decir, el «desarrollo» y la «modernización» Los
pueblos, es decir, las clases populares dominadas y explotadas, aspiran al socialis
mo. La fórmula permite comprender el mundo real en toda su complejidad y for
mular estrategias eficaces de acción. Esta acción se sitúa en una larga, muy larga
perspectiva de transición del capitalismo al socialismo mundial y, por ello, rompe
con la concepción de la «transición corta» de la III Internacional.
22
como «lugar de tempestades», de repetidas revueltas, potencialmente revoluciona
rias. De hecho las iniciativas de las gentes del Sur han sido decisivas en la transfor
mación del mundo, como demuestra toda la historia del siglo XX. Constatar este
hecho permite situar en su marco las luchas de clases en el Norte: son luchas eco
nómicas reivindicativas que, en general, no cuestionan ni la propiedad del capital
ni el orden mundial imperialista. Esto es especialmente visible en Estados Unidos
dentro del marco de una cultura política del consenso. La situación es más com
pleja en Europa debido a su cultura política del conflicto, que enfrenta a la dere
cha y a la izquierda desde la Ilustración y la Revolución francesa, y después con la
formación de un movimiento obrero socialista y la Revolución rusa12. Sin embargo,
h americanización de las sociedades europeas, en marcha desde 1950, atenúa gra
dualmente este contraste. Igualmente, las modificaciones de la competitividad
comparada de las economías del capitalismo central, asociadas a los desarrollos de
siguales de las luchas sociales, no merecen colocarse en el centro de las transfor
maciones del sistema mundial; ni las relaciones entre Estados Unidos y Europa en
d corazón de las diferentes variantes posibles, como piensan hoy muchos partida
rios del proyecto europeo. Por su parte, las revueltas del Sur cuando se radicalizan
se topan con los desafíos del subdesarrollo. Sus «socialismos» llevan siempre, por
«Do. contradicciones entre las intenciones de partida y las realidades posibles. La
conjunción, posible pero difícil, entre las luchas de los pueblos del Sur y las de los
pueblos del Norte constituye el único.medio de sobrepasar los límites de unas y
otras. Esta conjunción define mi lectura del marxismo. Una lectura que parte de
Marx y se niega a detenerse en él, o en Lenin o en Mao. Un marxismo concebido
como método de análisis y de acción (la dialéctica materialista) y no como el con
junto de proposiciones extraídas del uso de éste. Un marxismo, pues, que no teme
•echazar determinadas conclusiones, por muy de Marx que sean. Un marxismo sin
«■illas, siempre inacabado.
Siendo el capitalismo un sistema mundial y no la simple yuxtaposición de los sis-
I m k capitalistas nacionales, las luchas políticas y sociales, para ser eficaces, deben
NBaducirse simultáneamente en el área nacional (que sigue siendo decisiva porque
Mk conflictos, las alianzas y los compromisos sociales y políticos se tejen en este
l& cai y en el plano mundial. Me parece que este punto de vista (obvio, en mi opi
nión) ha sido el de Marx y el de los marxismos históricos («Proletarios de todos los
h p ñ es. unios») o, en la versión maoísta enriquecida: «Proletarios de todos los paí-
PfcB. pueblos oprimidos, unios».
f • Es imposible diseñar la trayectoria que dibujarán estos avances desiguales pro-
■fecidos por las luchas en el Sur y en el Norte. Mi sensación es que el Sur atraviesa
23
actualmente un momento de crisis, pero que se trata de una crisis de crecimiento,
en el sentido de que la prosecución de los objetivos de liberación de sus pueblos es
irreversible. Será necesario que los del Norte aprecien esto, incluso mejor que sos
tengan esta perspectiva y la asocien a la construcción del socialismo. Existió un mo
mento solidario de este tipo en los tiempos de Bandung. En aquella época los jóvenes
europeos mostraban su «tercermundismo», sin duda ingenuo, ¡pero más amable
que su repliegue actual!
Sin volver a los análisis sobre el capitalismo mundial realmente existente que he
desarrollado en otros lugares, recordaré simplemente sus conclusiones: a mi enten
der la humanidad no podrá dedicarse seriamente a la construcción de una alternati
va socialista al capitalismo sí las cosas no cambian también en el Occidente desarro
llado. Eso no significa, en modo alguno, que los países de la periferia deban esperar
ese cambio y, hasta que se produzca, contentarse con «ajustarse» a las posibilidades
que les ofrece la globalización capitalista. Por el contrario, es probable que a medi
da en que las cosas empiecen a cambiar en las periferias, las sociedades de Occi
dente, obligadas a ello, puedan ser llevadas a evolucionar a su vez en el sentido que
exige el progreso de la humanidad entera. En su defecto, lo peor, es decir, la barba
rie y el suicidio de la civilización humana, sigue siendo lo más probable. Sitúo, por
supuesto, los cambios deseables y posibles en los centros y en las periferias del sis
tema global en el marco de lo que he llamado «la larga transición».
En las periferias del capitalismo globalizado, por definición la «zona de tempes
tades» en el sistema imperialista, una forma de revolución está a la orden del día.
Pero su objetivo es por naturaleza ambiguo y borroso: ¿liberación nacional del im
perialismo (y mantenimiento de muchas, por no decir de las esenciales, relaciones
sociales propias de la modernidad capitalista) o algo mejor? Ya se trate de las revo
luciones radicales de China, Vietnam y Cuba, o de las que no se consumaron en
otras partes de Asia, Africa y América Latina, el desafío continuaba siendo: «alcan
zar» y/o «hacer otra cosa». Este desafío se articulaba a su vez con otra tarea que se
consideraba igualmente prioritaria: defender a la Unión Soviética asediada. La
Unión Soviética y después China se enfrentaban a estrategias de aislamiento siste
mático desplegadas por el capitalismo dominante y las potencias occidentales. Se
comprende entonces que, como la revolución inmediata no estaba en el orden del
día en otra parte, se le concedió la prioridad a la salvaguardia de los Estados posre
volucionarios. Las estrategias políticas en la Unión Soviética de Lenin y después con
Stalin y sus sucesores, en la China maoísta y posmaoísta, las desplegadas por los po
deres de los Estados nacional-populistas en Asia y África, las que propusieron las
vanguardias comunistas (ya se situaran en la órbita de Moscú, de Pekín, o fueran in
dependientes) se definieron siempre en relación con la cuestión central de la defen
sa de los Estados posrevolucionarios.
24
La Unión Soviética, China, Vietnam y Cuba conocieron a la vez las vicisitudes de
las grandes revoluciones y se enfrentaron a las consecuencias de la expansión desi
gual del capitalismo mundial. Estos países sacrificaron progresivamente (en distin
tos grados) los objetivos comunistas originales a las exigencias inmediatas de la re
cuperación económica. Este deslizamiento, que abandonaba el objetivo de la
propiedad social que define el comunismo de Marx para sustituirlo por la gestión
estatal, acompañado del declive de la democracia popular, ahogada por la brutal (y
a veces sangrienta) dictadura del poder posrevolucionario, preparó la aceleración
de la evolución hacia la restauración del capitalismo. En las dos experiencias se dio
prioridad a la «defensa del Estado posrevolucionario» y los medios internos desple
gados con este objetivo se acompañaron de estrategias externas que priorizaban
esta defensa. Los partidos comunistas fueron invitados a alinearse con esta elección,
no solamente en su dirección estratégica general, sino incluso en sus ajustes tácticos
del día a día. Esto no podía sino marchitar rápidamente el pensamiento crítico de
los revolucionarios cuyo discurso abstracto sobre la «revolución» (siempre «inm i
nente») se alejaba del análisis de las contradicciones reales de la sociedad, y se sos
tenía contra viento y marea mediante formas de organización cuasi militares.
Las vanguardias que se negaban a alinearse y a veces se atrevían a mirar a la cara
a la realidad de las sociedades posrevolucionarias tampoco renunciaron a la hipó
tesis leninista original (la «revolución inminente»), sin darse cuenta de que ésta
era desmentida de forma cada vez más visible por los hechos. Así ocurrió con el
trostkismo y con los partidos de la IV Internacional. Y ocurrió también con un gran
número de organizaciones revolucionarias activistas, inspiradas en ocasiones por el
maoísmo o el guevarismo. Hay numerosos ejemplos, desde Filipinas a la India (los
naxalitas), desde el mundo árabe (con los nacionalistas /comunistas árabes, los qaw-
m iyin, y sus émulos de Yemen del Sur) hasta América Latina (guevarismo).
Los grandes movimientos de liberación nacional en Asia y África, en abierto
conflicto con el orden imperialista, se toparon, como aquellos que condujeron las
revoluciones en nombre del socialismo, con las exigencias en conflicto de la «re
cuperación» (la «construcción nacional») y de la transformación de las relacio
nes sociales a favor de las clases populares. Es este segundo plano, los regímenes
«posrevolucionarios» (o los que simplemente reconquistaron la independencia)
fueron ciertamente menos radicales que los poderes comunistas, razón por la que
califico esos regímenes asiáticos y africanos como «nacional-populistas». A veces,
estos regímenes se inspiraron en formas de organización (partido único, dictadu
ra no democrática del poder, gestión estatista de la economía) afinados en las ex
periencias del «socialismo realmente existente». En general, su eficacia se diluyó
debido a sus opciones ideológicas confusas y a los compromisos con el pasado
que aceptaron.
25
En estas condiciones, tanto los regímenes vigentes como las vanguardias críticas
(el comunismo histórico en los países en cuestión) fueron invitados a su vez a apo
yar a la Unión Soviética (y más esporádicamente, a China) y a beneficiarse de su
apoyo. La constitución de este frente común contra la agresión imperialista de Esta
dos Unidos y de sus asociados europeos y japoneses benefició ciertamente a los pue
blos de Asia y África. Ese frente antiimperialista abría un margen de autonomía tan
to para las iniciativas de las clases dirigentes de los países afectados como para la
acción de sus clases populares. La prueba es lo que ocurrió después, tras el hundi
miento soviético.
La cuestión agraria, la del futuro del campesinado de los tres continentes (la mi
tad de la humanidad) es central en la conceptualización de la cuestión nacional: aso
ciar, no disociar la modernización, la democratización de la sociedad, y el progreso
social logrado por la opción de una vía de desarrollo de orientación socialista; afir
mación y no disolución de la independencia de las naciones.
Una mirada atrás a la historia de las sociedades del mundo anteriores a la con
quista europea, puede aclarar aquí nuestra intención y quizá inspirar respuestas so
cialistas eficaces ante los desafíos de nuestra época. La China de los siglos qué pre
cedieron a la brutal intervención de los europeos a partir de 1840 había puesto en
marcha un modelo de desarrollo agrario distinto a la vía capitalista de los «cerca-
mientos». La vía china, que no podía recurrir a la posibilidad de la emigración ma
siva de su exceso de campesinos, se fundaba en la intensificación de la producción
(los rendimientos por hectárea aumentaban en progresión) mediante la suma de
un aumento del trabajo, de los conocimientos mejorados sobre la naturaleza, de los
inventos técnicos apropiados y de la ampliación de la esfera de intercambios mer
cantiles no capitalistas. Esta fórmula fue adoptada por la China maoísta e incluso la
posmaoísta. En su momento, el siglo XVIII, causó la admiración de los europeos13 e
inspiró a los fisiócratas franceses. Hoy lo hemos olvidado y una de las cosas más in
teresantes del libro de Giovanni Arrighi es que nos lo recuerda14. Este camino es el
que dio a la Revolución francesa su carácter específico de revolución campesina,
aunque estuviera asociada a la burguesía y progresivamente dominada por ésta.
13 Da prueba de ello con elocuencia la obra de René Etiemble, L’E urope chinoise, vol. 1, De l ’Em-
p ire rom ain á Leibniz, y L'Europe chin oise, vol. 2, D e la sin op h ilie a la sin oph obie, París, 1988 y 1989.
14 Giovanni Arrighi, Adam Smith in B eijing, Londres y Nueva York, Verso, 2007 [ed. cast.: Adam
Smith en Pekín, Madrid, Akal, 2007].
26
Creo que hay que acordarse de estas reflexiones en el momento en que elaboremos
hoy unas políticas de desarrollo de orientación socialista.
Porque, ¿es realmente más «eficaz» la vía capitalista? La ideología dominante, la
capitalista, confunde en su respuesta la rentabilidad para el capital y la eficacia so
cial. Si la vía capitalista permite, por ejemplo, multiplicar por diez la producción
por trabajador rural en un tiempo determinado, esto parece prueba de una eficacia
indiscutible. Pero, si al mismo tiempo el número de empleos rurales se ha dividido
por cinco, ¿qué eficacia social tiene esta vía? La producción total se ha multiplica
do por dos, pero cuatro de cada cinco campesinos ya no pueden alimentarse por sí
mismos y producir un modesto excedente para el mercado. Aunque la vía campesi
na que estabiliza la cifra de la población rural sólo multiplique por dos su produc
ción por cabeza en el mismo tiempo, la producción total, que se ha duplicado, ali
menta a todos los habitantes de las zonas rurales y produce un excedente
comercializable que puede ser superior al que ofrece la vía capitalista una vez que se
deduce de éste el autoconsumo de los campesinos que ha eliminado. Una compara
ción entre la «vía francesa» y la «vía inglesa» del siglo XIX ilustraría nuestra tesis. La
segunda sólo fue posible gracias a la emigración masiva y la explotación forzada de
las colonias. Los historiadores chinos a veces tuvieron una fuerte intuición de la va
lidez de esta comparación entre las dos vías. Wen Tiejun nos lo recuerda en un bri
llante e incomprendido artículo, así como Giovanni Arrighi y también André Gun-
der Frank en su libro R eO rien t sin olvidar los trabajos del historiador francés
especializado en China, Jean Chesneaux.
Fanón murió antes de que se agotaran los efectos de las victorias de Bandung y
que se crearan de esta forma las condiciones favorables para la contraofensiva del ca
pitalismo en declive, hoy en curso. No hablaré por boca del desaparecido. Pero no
tengo la menor duda de que, si estuviera vivo, hubiera proseguido su lucha por la li
beración de los pueblos oprimidos y el socialismo, única alternativa a la barbarie ca
pitalista. Sin duda, hubiéramos seguido beneficiándonos de su lucidez y su valentía.
Bibliografía
27