La Conejita Rosa

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 237

EL SANTUARIO NOCTURNO DE LA PIEL

PRÓLOGO

La siguiente es una narración hecha unas cinco semanas después del aconteci-

miento que pone fin a la historia a petición de una de sus protagonistas, basada

en el hecho de que yo le había asegurado profesar, además de la pintura, la es-

critura. Accedí sin embargo con dos condiciones: Una, que todas las demás in-

volucradas en la historia estuvieran de acuerdo, y dos, que la haría con nombres

diferentes a los que me habían dado. Y me refiero a los nombres verdaderos

pues en su trabajo ellas usan nombres también ficticios.

Ésta es la historia, damas y caballeros.

Luis Astaíza Echavarría, un joven pintor que, tras cursar la carrera de Literatu-

ra, en la ciudad de Popayán, había decidido continuar con la de Bellas Artes, en

la ciudad de Cali, tras un intervalo de dos años. Ése soy yo.

Corría el quinto semestre de un total de ocho, que la configuraban. Pero bien sea

por la sospechosa competencia académica de la institución universitaria en que

estudiaba, o bien porque empezaba a creer que ya no era necesario cursarla o

bien fuera por cualquier otra razón, esa carrerita de mierda me tenía desinflado

y la verdad es que la continuaba cursando por pura inercia. Pero con una inercia

exasperante, opuesta por el vértice al “conjuro de la magia y la imaginación”


(eso le escuché a algún profesor en el primer semestre) y que yo, en todo caso,

esperaba de ella desde que la comencé.

Sin contar que había optado por esta carrera en lugar de Ingeniería Electrónica,

una facultad de verdad, de mucha exigencia de conocimientos científicos y capa-

cidad conceptual y analítica. Una carrera con todas las de la ley, como se dice. Y

no sólo eso. Había pasado, además, con el mayor puntaje en las pruebas de ad -

misión en la mejor universidad de la ciudad ya que, dicho sea de paso, había

sido el mejor estudiante de matemáticas (álgebra, geometría, trigonometría, cál-

culo, etc.) en todo el bachillerato y el mejor también de física en los dos últimos

años. Curiosamente, y se los cuento también de paso, en casi todo el resto de

materias, muy especialmente en aquellas que ponían a prueba la disposición de

una excelente memoria, como por ejemplo la biología, la química y los idiomas,

me destaqué como uno de los peores estudiantes del salón. En el mejor de los

casos, regular.

En fin, esta carrerita la hacía ya por aquello de que “las cosas hay que terminar -

las, no dejar nada empezado”. Como ustedes saben, la consabida cantaleta que,

desde tiempos inmemoriales, se ha transmitido de generación en generación,

como legado inapelable por los siglos de los siglos...


1

LA CONEJITA ROSA

Estaba decidido. El viernes de esa misma semana lo haría. Además, era una

buena idea. Podría escoger los cuerpos, tonos de piel y estaturas que quisiera.

Con ir una sola vez no perdía nada, además. Eso sí, no llevaría muchas “lucas”

(billete, mi gente, billete) por si acaso. No estaba para nada seguro de que el lu-

garcito fuera un sitio... seguro. Encima de todo iba a ir solo...

En alguna ocasión, un martes, para ser precisos, me hallaba realizando algunos

bocetos de arte erótico para los talleres de Dibujo a Mano Alzada, que eran de lo

poco que todavía me agradaba de todo ese fárrago de “materias sin materia gris”

que constituían el pensum académico de la Institución. Y el erotismo en el arte

porque... para expresar toda esa poesía, todo ese aroma de versos, que despide

por los poros la piel de un cuerpo desnudo de mujer, lo mejor, para mediana-

mente expresarla, sería hacerlo con una modelo de carne y hueso y no sólo de

memoria (para eso sí tenía y tengo una buena memoria) o basado en.… fotogra-

fías. Estaba la opción de hacerlo con una de las dos chicas que trabajaban para

la Academia, pero salían costosas y, además, permanecían “full” de tiempo “ca-

mellando”. Fue así como concebí esa idea que en principio no le quise comuni-

car a nadie. El viernes de esa misma semana iría –nadie podría ya disuadirme–
a “La Conejita Rosa”, uno de los elegantes... prostíbulos que había visto de paso

en una de las calles del barrio San Nicolás que, aunque no se encontraba ubica -

do, como a primera vista su nombre lo hacía parecer, en la zona “rosa” de la ciu-

dad, no obstante, era un barrio tan de salsa, “perdición” y bohemia como cual-

quier zona rosa.

La Conejita Rosa era un burdel que contaba, en el momento de esta historia, con

31 “conejitas” provenientes, dos del exterior (una de Venezuela, otra de Brasil) y

las demás de diversas ciudades del país: Cali, (sede y mayor proveedora), Mede-

llín, Pereira, Armenia, Cúcuta, Cartago, Tumaco, Ibagué, Barranquilla, Cartage-

na, Buenaventura, Villavicencio y Santander de Quilichao.

De todas ellas sólo cinco hicieron parte de la presente narración como protago-

nistas. Este libro es también un homenaje a una de ellas. Quienes lo lean sabrán,

en su debido momento, por qué razón.

El sitio era apto por diversos motivos, pero sobre todo por dos: Uno, porque era

bastante central y eso me brindaba un margen de seguridad que no podía desde-

ñar ya que aventurarse a ir solo a un sitio de esos, totalmente desconocido, pre-

sentaba unos riesgos que nadie, de ninguna manera, se atrevería a negar. Y dos,

porque no era demasiado ostentoso, pero tampoco se veía de mala muerte. Y eso

significaba que, si bien los precios no serían muy bajos, tampoco, probablemen-

te, serían demasiado altos... para mi bolsillo. Esto si se tiene en cuenta que yo

iba a pagar, mínimo con la misma tarifa, por horas, como si fuera a usar los ser -

vicios de rigor ¿Estamos?


De todas formas, el día llegó. Decidí no ir motorizado, quiero decir sin mi “berli -

na”. No sabía qué tan lejos del lugar había parqueadero y eso, con seguridad, me

traería problemas... de seguridad. Uno no sabe qué clase de malandrines po-

drían salirle al paso y ¡tenga! eso sería el acabose. Así que, tocaba taxi, no había

más que hablar. Lo que tenía la gran ventaja de poder llegar al sitio sin tener

que caminar una sola cuadra por un barrio tan áspero, tan candela como ése de

San Nicolás.

Cuando llegué, los parceros que hacían guardia en la entrada me hicieron entrar

por una especie de zaguán oscuro, levemente iluminado por luces violeta, que

conducía a una gran pista de baile, en torno a la cual se hallaban las mesas con

sus cuatro o seis o a veces más sillas para la concurrida clientela del estableci-

miento. Alrededor de la pista había una especie de pasarela para los espectácu-

los de estriptis, vale decir para las “empelotadas” que, en ocasiones con mucho

arte, casi siempre con total dominio y siempre con provocación y un abierto de-

safío a las convenciones de la moral y del pudor de marras, llevaban a cabo las

chicas predilectas del establecimiento. En el centro de la pista se hallaba la ba-

rra.

Me invitaron a una de las mesas desocupadas y me preguntaron qué clase de be-

bida deseaba y si quería me llamaban a una de las chicas o si prefería la escogie-

ra yo mismo.

–Prefiero escogerla –dije– y ordenar la bebida cuando tenga a la chica en la

mesa, si no hay inconveniente.

–De ninguna manera –contestaron.


Me indicaron el lugar, aunque yo ya lo tenía detectado, donde se ubicaba el per-

sonal femenino en oferta. Era una sala especial, muy bien ornamentada, con si-

llones rosados, rojizos y mullidos donde aguardaba todo el repertorio de mesali-

nas, como si se tratara de una pequeña y proscrita feria de las vanidades. Y, ha-

blando sin eufemismos, un arsenal de coños –mercancías con su respectivo pre-

cio, prontas a la circulación– exhibidos exclusivamente a un mercado mascu-

lino. Esto es, donde acudían los varones, ya bisoños ya curtidos, pero eso sí, falo

en ristre y unas dos o más copas en la cabeza a escoger, como si tal cosa, la presa

más codiciada y complaciente de su procacidad. ¡Lo que hay que ver en este

mundo, mi gente, lo que hay que ver!

Yo me levanté en todo caso, en seguida. Decidido a realizar mi también codicia-

da selección, con el nerviosismo del joven enamorado que acude a la primera

cita con la mujer de sus sueños. Al fin de cuentas iba con un propósito distinto,

bastante atravesado, casi insólito y definitivamente inesperado para cualquiera

de ellas. No tenía, si me permiten la expresión, ni puta idea de cómo iban a reac-

cionar cuando les desembuchara mi petición. Había, a disposición, en ese mo-

mento, unas quince féminas de diversas edades. Otras quince, o más, se en-

contraban ya ocupadas en las mesas... o en las camas.

Escogí inicialmente a una algo entrada en años, aunque no me quiso revelar su

edad. Era también la más entrada en carnes del grupo que allí se encontraba.

Me atrajo su voluptuosidad por puritas razones artísticas. La estética de la car-

ne. Sus pletóricos senos en el acto me hicieron pensar en una vía láctea a punto

de desparramarse hacia la media luz de los salones, apenas se libraran del yugo

del sostén que los contenía.


Después de presentarme le pregunté su nombre. “Alicia”, me dijo secamente.

Para romper el hielo le pregunté cuánto tiempo llevaba en aquel sitio. Me pre-

guntó a su vez que para qué quería saber. Le dije que por simple curiosidad pero

que no estaba obligada a contestar. “Ocho años... Soy de las más antiguas” dijo

por fin.

–Y ¿cuánto tiempo lleva de haber comenzado operaciones este lugar? –me aven-

turé de nuevo.

–Unos nueve años –contestó.

–¿De qué parte sos, Alicia? si se puede saber...

–De por allí –dijo evasiva.

–Sos una mujer de pocas palabras –le solté.

–Si usted lo dice...

–Creo que intentaré con otra –dije, después de unos minutos de incómodo si-

lencio–, si no te molesta.

–No me molesta –dijo también desembarazándose del silencio–. En todo caso

discúlpeme... Qué pena con usted... Hoy no me encuentro bien.

–No te preocupés, Alicia, te comprendo... ¿Puedo pedirte un favor? Es que no

conozco a nadie ¿Me podrías recomendar a alguien? –le pregunté cuando ya se

iba y dándome cuenta del error antes de su respuesta.


–No, señor Lucho, qué pena con usted, pero no me gusta recomendar a nadie...

–El apenado soy yo. No te preocupés. Yo lo haré...

–Con seguridad que esta vez le va mejor...

–Ojalá, vamos a ver...

–Aunque… ¿sabe? Es la primera vez que voy a hacer esto. Le voy a recomendar a

alguien…

–¿De veras? No sabés cuánto te lo agradecería…

–Se llama Julieta. Es la de cabellera negra abundante y crespa que está vestida

de blanco y tiene una balaca también blanca en la cabeza. Pero yo no le he dicho

nada a usted ¿de acuerdo?

–No te preocupes. No diré nada. Te lo agradezco mucho.

Y en seguida desplazó sus generosas carnes, vía láctea incluida, hacia la sala de

exhibición, donde me desplacé yo también, algunos minutos después, aunque

con muchas dudas. Esta Alicia acababa de rechazar olímpicamente “el país de

las maravillas” que yo le estaba ofreciendo. Ya no estaba nada seguro de que el

asunto fuese a funcionar.

De todas formas, cuando me decidí cambié totalmente de estrategia. Aunque se-

ría más preciso decir de táctica. La estrategia era al fin de cuentas la misma:
conseguir mis dibujos. Y eso no iba a ser posible sin una buena modelo. Una,

claro está, que me dejara a gusto.

Me acerqué para observar la tal Julieta. No se veía nada mal, a decir verdad. Y

me entró el pálpito de que ésta sería la indicada, no sé por qué. De mediana

edad. Veintidós años, como supe después. Y digo mediana porque en ese burdel

había mujeres que oscilaban entre los 15 y los 36 años. Con las, demasiado jóve-

nes, por la falta de experiencia (y me refiero a la vida, no a la cama), podrían

presentarse, pensé, problemas de entendimiento en relación con los fines pre-

tendidos. Y con las muy veteranas, como me acababa de pasar, problemas quizá

de desconfianza.

Julieta tenía una piel de tono trigueño, no muy oscuro, que me agradó en el

acto, pensando en una eventual versión a color, una acuarela, por ejemplo... De

estatura mediana y una cabellera castaña, muy oscura, casi negra y abundante

que se desparramaba en bucles rebeldes por su espalda, sus hombros y su pecho

y a la que ya me veía destilándole todo el jugo posible con mis pinceles, grafitos

y acuarelas.

Una vez en la mesa luego de las debidas presentaciones, notando de entrada una

mejor comunicación que la que precedió, y luego además de ordenar, de común

acuerdo, un litro de ron, esperé un poco a que ella tomara la iniciativa en la con-

versación.

–¿A qué se dedica, don Lucho? ¿Puedo llamarlo así? –me preguntó, mientras

servía dos copas.


–Soy pintor y escritor. Claro que podés, pero sin el “don”. Y sin el “usted”. No

estoy tan viejo como para eso. Y aunque lo estuviera...

–Es por respeto –contestó ella–. Es lo que a mí me han enseñado...

–Está bien. Pero no es así, mujer, si a quien te estás dirigiendo es joven, soltero

y además te está dando la confianza para que dejés de hacerlo...

–Está bien, voy a intentarlo... ¿Y es en serio eso de que eres pintor y escritor? –

se aventuró, como si empezara a sopesar mi mundo hecho de arte, exposiciones

y libros con el de ella, hecho de alcohol, sexo y hastío– Nunca había conocido a

alguien así... que fuera esas dos cosas...

En ese momento nos apuramos el primer trago de la noche. Ella lo mezcló en su

vaso con gaseosa y con nostalgia. No me pregunten por qué, pero a las prostitu-

tas se les nota la nostalgia, aunque no lo digan. En especial si están tomadas y

amanecidas... Yo me lo tomé puro, sin mezcla, como era mi costumbre.

–Claro que es en serio –le dije– ¿por qué habría de mentirte? Y... ¿conocés al-

gún pintor, o a algún escritor?

–Conozco un pintor, ahora que lo pienso –suspiró ella–. Pero, a ningún escri-

tor... Y ¿sobre qué cosas escribes?

–Lo que más hago es poesía, la practico mucho, aunque también hago uno que

otro cuento o relato; y en cuanto a la pintura trabajo mucho el paisaje a la acua-

rela y también el cuerpo humano, sobre todo femenino... Hago desnudos, es lo

que más me gusta hacer. Con técnicas diversas...


–¡Qué emocionante! Todo eso es nuevo para mí, pero me agrada mucho lo que

me estás contando... ¿Puedo preguntarte algo?

–Claro que sí... ¡Dale!

–No, mentira, es que me da pena... No sé cómo decirlo... Mejor no, luego te pre-

gunto.

–No seas bobita, dale. Preguntame lo que querás, que yo no me voy a burlar, ni

te voy a juzgar, ni nada por el estilo.

–Lo sé, pero, dame unos minutos. En un rato te lo pregunto...

–De acuerdo. Entonces dejame, yo te hago una pregunta...

–¿En serio? A ver. Dale...

–Es que me da pena. –la remedé–. No sé cómo decirlo. Mejor no, luego te pre-

gunto.

Entonces, al unísono, soltamos la primera carcajada de la noche. El asunto pare-

cía empezar a funcionar.

–Eso es trampa –dijo ella, todavía entre risas.

–Ok, entonces, ahí va la pregunta ¿Te gustaría que algún día te dibujara... que te

hiciera un dibujo de cuerpo entero?... de tu cuerpo… desnudo, por supuesto…


–¡¿Eso es en serio?! –contestó– Porque lo que yo iba a preguntar, precisamente,

era que ¿cómo te parecía yo o, es decir, mi cuerpo como para un dibujo así? A

mí nunca, nadie, me ha hecho un dibujo de esos. En fin, ésa era la pregunta ¿te

das cuenta? Ya te la hice.

–Pues lo encuentro maravilloso –le contesté–, lo digo en serio, no es por echarte

cepillo ni nada de eso. Pero, sobre todo, tu cutis. Se ve muy delicado y agrada-

ble. Creo que es por el color. De verdad que es muy agradable, si no, no te hubie-

ra hecho mi pregunta que, a propósito, no me la has contestado... ¿Te gustaría,

que, algún día...

–¡Claro que sí! ¡me encantaría! –me interrumpió– pero ¿por qué, algún día?

¿por qué no hoy?... A mí me gustaría, aunque fuera un solo dibujo o boceto o

como se llame. Un solo dibujo ¿sí? Uno solo…


2

JULIETA

En realidad, todo resultó más fácil de lo que había imaginado ¿se dan cuenta? El

cambio de táctica. Al comienzo yo no sabía lo que iba a pasar, no sabía ni cómo

abordar el asunto, como explicarlo y, sobre todo, como convencer al explicarlo.

En especial por ese fallido intento con la Alicia de abundante pechuga, pero es-

casas palabras. Por eso fui más circunspecto esta vez, más sutil y misterioso, si

se quiere. Y lo que ahora sucedía era que la misma Julieta prácticamente me lo

suplicaba.

Así que lo siguiente fue “pan comido”.

–Pues la verdad es que nada mejor quisiera que dibujarte –le dije–. No me lo

vas a creer, pero es a eso a lo que he venido hoy... Necesito hacer varios bocetos

para un trabajo que debo presentar para un taller de dibujo en mi carrera de Be-

llas Artes y pensé, nada mejor que venir a un sitio como éste... No sé si esto lo

hagan con frecuencia los estudiantes o los pintores, pero fue lo que se me ocu-

rrió... Así que la propuesta es la siguiente: vos me posás, de diversas maneras,

para yo dibujarte, durante un tiempo determinado, supongamos una hora. Yo te

pago el valor que tenga ese tiempo tuyo aquí en el negocio, pero sólo que noso-

tros no tendremos... sexo ni nada por el estilo... a propósito, necesito saber ese
valor... Y, además yo te obsequio uno de los dibujos que haga durante ese tiem-

po. Eso es lo que te propongo ¿Te suena el asunto?

–¿Que si me suena? ¡me recontrasuena! –fue su respuesta– Pues mira, yo cobro

$80.000 por una hora, pero como vos me vas a regalar un dibujo tuyo, que ya

me imagino lo que valdrá, yo te podría hacer, no sé... un descuento. No muy

grande, porque todo lo que yo consigo en este sitio es para mis dos chinitos ¿no

te lo había dicho? tengo dos criaturitas... Y, además, una parte es para la admi-

nistración ¡Los avivatos se quedan casi con la mitad!... Así que, ahí te estoy res-

pondiendo...

–Pues de ninguna manera aceptaré el descuento–le contesté–, te lo agradezco,

pero no. Es más, al contrario, creo que te puedo ajustar hasta $90.000 esa hora.

Lo de tus chicos es sagrado (no sabía que tenías dos). El dibujo es un obsequio

aparte, que te hago con mucho gusto. No lo tengamos en cuenta... Estaba pen-

sando, eso sí, que una hora sería demasiado poco pues necesito hacer suficientes

bocetos... Creo que dos horas estaría bien. Así que, si es así, te podría pagar

$180.000... más el dibujo... Aunque pueden ser dos dibujos. Sin ningún proble-

ma.

–¿En serio? … Bueno, pues entonces cuando gustés –dijo ella–, pero... ¿estás se-

guro? digo... ¿con lo de los dos dibujos? Bueno, y el reajuste…

–Totalmente. Muy bien, muy bien –fue mi respuesta–. Entonces, antes que

cualquier otra cosa ¡brindemos!

Y, en seguida llené otras dos copas.


–Brindo –dije yo, (y en ese momento me acordé del lacrimógeno y edípico brin-

dis del bohemio y casi me avergoncé ante mí mismo, es decir ante mi otro yo,

por semejante evocación– por tu belleza, por tu cuerpo, tu espléndida cabelle-

ra… Y por tus hijos.

–¡Gracias! Yo brindo por haberte conocido y.… por tu linda amistad –sonrió ella

con dulzura y sonrojo.

–¡Salud! –dijimos al unísono, aunque me parece que el brindis de ella estaba

haciendo estragos en el cursi que llevo agazapado en mi interior. No sólo me

sonrojé, sino que se me alcanzó a quebrar la voz y se me humedecieron los ojos

en forma lamentable. “¡Qué horror! –pensaba– En serio ¿qué irá a decir mi otro

yo?”

En seguida ella me preguntó “¿Vamos?” “¡Vamos!”, le contesté yo. Entonces,

una vez que recogimos mi papelera con mi bitácora para bocetos, la bebida, la

gaseosa, las copas y un tazón de maní con uvas pasas que habían puesto en la

mesa, ella me condujo hacia una de las habitaciones del segundo piso.

Mientras subíamos las escaleras, a mí me parecía que yo la estaba librando

aquella noche ¡Aunque fuera sólo por esa noche! de esa vergüenza humana, o

inhumana, más bien, que le obligaba a diario a vender su sexo y su cuerpo, de-

gradado a rango de mercancía, para que fuera penetrado por un montón de falos

sedientos y desconocidos. ¿No estaría ella pensando también que aquella noche,

por una sola vez en su vida, un artista le ofrecía la posibilidad de exhibir con

dignidad la belleza de su cuerpo y de su piel, ya no para el egoísta y concupis-

cente placer sexual de una horda incontinente de cerdos reprimidos, sino para el
disfrute y la inspiración artísticas? ¿No era acaso por eso mismo que ella había

brindado también por mi amistad? ¡Por mi linda amistad! (que no es lo mismo)

¿No era yo acaso ¡Aunque sólo fuese por esa simple noche! su generoso y grato

salvador?

Cuando llegamos a la habitación todo fue igualmente sencillo. Aunque ya había,

a la sazón, desaparecido el nerviosismo del comienzo, ahora surgía uno, pero de

otra índole. Curiosamente noté que ella también lo tenía. En mi caso por el do-

ble motivo de tener una experiencia nueva y porque me iba a enfrentar, además,

al reto que yo mismo me imponía de hacer un trabajo memorable, digno no sólo

de una buena presentación académica sino también de ser expuesto al público.

Porque ahora, en ese preciso momento, me había surgido la idea, o el sueño, se-

ría mejor decir, de realizar una gran exposición individual de arte erótico. Una

copiosa muestra no sólo de carboncillos y grafitos, sino también de acuarelas y

óleos, en una muy bien escogida galería. Lo que no significaba otra cosa que ten-

dría que volver a La Conejita Rosa... Y en el caso de Julieta, es fácil suponer su

nerviosismo con raíz en el hecho de que la experiencia era para ella todavía más

novedosa y tenía un reto también considerable, el de que su cuerpo pasara la

prueba, como si se tratara de un concurso de belleza, con la diferencia de que

aquí no se trataba de un jurado sino del ojo de un artista sin duda exigente, por

lo apasionado con su trabajo, pero con la ventaja también de que aquí no tenía

rivales y sólo era ella y su desnudez frente al artista. Por lo demás éramos como

un equipo que ya sabía lo que tenía que hacer...

Así que empezamos a poner manos a la obra y, un poco a la manera del famoso

poema de García Lorca “yo me quité la corbata, ella se quitó el vestido, yo el cin-
turón con revólver, ella sus cuatro corpiños”, sólo que en este caso yo no me qui-

té ninguna corbata ni ningún cinturón con revólver. Sólo me quité la chaqueta

para estar más relajado.

Aunque ya traído a colación, los versos siguientes “ni nardos ni caracolas tienen

el cutis tan fino” ¡qué bien le calzaban a la Julieta de mi narración!

En aquella oportunidad realicé 18 bocetos. Los hice todos con lápiz de grafito y

definiendo sólo parcialmente el sombreado, para “dibujar” el volumen de algu-

nas partes de su cuerpo como sus glúteos y sus senos. No quise usar el carbonci -

llo o el pastel por lo engorroso de la técnica. Son lápices (y peor aún si son ba-

rras) que sueltan mucho pigmento pulverizado, que ensucian y… en pocas pala-

bras dejan todo hecho una mierda.

Durante el tiempo que duró la sesión de aquella noche, que fue hecha con un in-

tervalo de casi dos horas, ella me contó su historia, la razón por la que había ido

a parar a donde estaba. No la contó sin interrupciones. Los recuerdos quizá le

eran esquivos. Secretos asomándose con tiento por una claraboya de la infancia.

Y las inhibiciones. Especialmente al comienzo. Al fin de cuentas, pese a su súbi-

ta y animosa manifestación de amistad, yo era todavía un extraño. Historia que

yo, por otra parte, interrumpí en los momentos en que fue estrictamente necesa-

rio. Para hacer algún comentario o una pregunta, o para cambiar alguna pose, o

de lugar.
Tenía un hermano al que le llevaba cinco años, de nombre Alberto. Sus padres,

junto con ella y Alberto, lo mismo que uno de sus dos tíos paternos (un hermano

de su padre) vivían todos en la misma casa, la de sus abuelos. De niña, cuando

tenía diez años, el tío que vivía con ellos había intentado violarla. Aunque la ha-

bía a manoseado, sin que ella supiera muy bien lo que estaba pasando, aquella

vez se salvó porque cuando él se bajó los pantalones y sacó su miembro enhiesto

y comenzó a arrimárselo, ella había descargado un berrido por el susto que, se-

gún cree, debió escucharse a más de una cuadra de distancia. Le pareció (ahora

lo puede recordar entre risas) estar viendo un animal extraño porque se movía y

además se levantaba amenazante hacia ella.

“Cuando mi papá se enteró estuvo a punto de matar a ese desgraciado… Si no lo

mató fue porque mi abuelo lo agarró por las muñecas y le decía que por favor se

controlara, que tuviera en cuenta de que era su hermano pero mi papá, le con-

testó «¿Mi hermano? ¡Papá, date cuenta de que intentó violar a tu nieta! ¿Es

que no lo ves?» entonces mi abuelo, ahí mismo le reviró «Pero hijo, eso no está

comprobado, es sólo la versión de una niña, de diez años...» Y mi papa, que no

era de los que se quedaba callados, le volvió a revirar «Eso es suficiente para mí.

Ella no va a estar inventando semejante cuento. Este hijo de puta ya no es mi

hermano. Y si vos lo vas a defender, entonces me quedé sin papá también ¿me

oíste?» y mi abuelo, de nuevo «Eso no va a suceder. Ya me estoy dando cuenta

de la verdad –y dirigiéndose a mi tío que todavía estaba allí, con un ojo negro y

sangrando por la nariz– ¡Andá buscando dónde vas a vivir! ¡So perro! Yo no voy

a mantener aquí hijos que son una deshonra para la familia... ¡Te vas de esta

casa! ¿Me oíste? ¡Te fuiste!»


“Pues la verdad, Lucho, es que el perro ese se tuvo que ir de la casa.

–Era lo justo ¿no? –le comenté–. Y menos mal que tu papá te creyó, porque sue-

le suceder que a una niña de esa edad ningún adulto le cree, incluidos los pa-

dres. Ahí está la prueba con tu propio abuelo, sin ir muy lejos.

–¿Nocierto?... La prueba está en que otro de mis tíos, es decir otro de los herma-

nos de mi papá (el que no vivía con nosotros) le dio asilo por unos dos meses,

mientras consiguió un trabajo para así poder pagarse una habitación. Mi mamá,

mi pobre vieja, murió de cáncer un poco más de un año después de todo eso. Yo

creo que eso fue lo que la llevó a la tumba. ¡Y eso que el hijo de perra no me al-

canzó a violar! Pero para ella fue como si lo hubiera hecho. Ésa es la verdad.

–Tenía mucha imaginación –comenté yo–, creo que habría sido una buena es-

critora. Lo digo en serio –me apresuré a aclarar pues me di cuenta en el acto de

lo inoportuno de la ironía. Aproveché la interrupción para pedirle que se cam-

biara de la cama a un sillón para nuevas poses.

–¿Tú crees?... Seguramente –continuó–. Tal vez hasta se sentía culpable. Y eso

la enfermó... En cuanto al viejo, ¿te cuento una cosa? Mi papá cambió mucho

conmigo a raíz de toda esa joda con mi tío. No es que me haya reprochado lo que

pasó ese día. No. Pero yo siento, o llegué a sentir que, de alguna manera, me ha-

cía responsable por la pérdida de su hermano. Porque él a su hermano lo perdió

¡de por vida! Entonces yo, con esa actitud de la persona que me había dado la

vida, hacía mí, quedé como sin rumbo ¿me entendés, Lucho? Sobre todo, des-

pués de que murió mi mamá. Con ella perdí la persona que más me quería en

este mundo. La única que de verdad me quería. Ésa es la verdad...


“Así que yo fui creciendo a la bulla de los cocos, como se dice; como porque sí.

Porque encima de todo mi papá empezó a tener preferencias, muy notorias ¿me

entendés? hacia mi hermano. Lo que antes no sucedía. Y eso me acabó de desin-

flar… En la escuela, por ejemplo, me fui convirtiendo en la peor estudiante del

salón y repetí dos años. El bachillerato nunca lo terminé… También comencé a

tener “relaciones” desde muy temprana edad, desde los trece. Como al año de

haber muerto mi mamá.

“Y ¡zuácate! a los 16 años quedé embarazada. Cuando le conté a mi papá yo pen-

sé que iba a poner el grito en el cielo o que me iba a echar de la casa. Pero, nada

de eso, gracias a Dios. Todo lo que hizo fue preguntar quién era el papá y que si

quería tener a la criatura. Yo le contesté que sí, que lo quería tener y que el papá

era un estudiante de Derecho que ya estaba próximo a graduarse y que quería

empezar a trabajar para poder organizarse conmigo y el bebé. Lo cual no era ni

la mitad de la verdad, porque Antonio José (así se llama mi esposo) no iba ni en

la mitad de la carrera y no era Derecho lo que estudiaba sino Sistemas, que en la

universidad donde estudiaba era... la mitad de una carrera.

“Cuando tenía yo 18 años murió mi papá. Le dio un ataque al corazón, una tarde

que estaba en un sillón, haciendo la siesta. Él ya venía con un problema del co -

razón porque tuvo un... ¿cómo es que se dice cuando a una persona le intenta

dar un ataque al corazón, pero sin que lo mate?

–Un preinfarto –le dije–

–Eso, un preinfarto y se tenía que someter a un...


–Cateterismo...

–Eso y a una muy probable cirugía de corazón abierto porque tenía las arterias

tapadas, pero no quiso. Te cuento que mi papá era más terco que una mula. Se

le metió en esa cabeza que los médicos exageraban, que él de todas maneras iba

a esperar un tiempo a ver cómo iban las cosas. Pero las cosas no fueron para

ningún lado. Yo lo que creo es que él lo que quería era morirse y ¡se murió! Así

de simple.

“Sin la ayuda económica de mi papá, con mi pequeño Federico de 2 años, las co-

sas se pusieron feas. Antonio José se tuvo que retirar a mitad de su media carre-

ra y se pasó a vivir con nosotros (mi hijo, mi hermano y yo) en casa de los abue-

los. Entre tanto quedé de nuevo embarazada... y esta vez tuve una niña.

Aquí ella interrumpió su relato, si mal no recuerdo, y yo aproveché para pedirle

que se pusiera de pie para realizar algunos bocetos con poses nuevas, como por

ejemplo subiendo una pierna y posando el pie sobre la cama…

“Aunque con dificultades todo marchaba normal. Por esos días Antonio José,

para agilizar la movilidad, había comprado una moto. Pero un mal día, dirigién-

dose a la casa en horas del mediodía, un desgraciado de un bus de servicio pú-

blico se tragó un semáforo en rojo y arrojó al pobre Antonio José, con moto y

todo, a una distancia, según cuentas, de unos seis metros, cayendo su cuerpo de

espaldas contra el borde de un andén y dejándolo medio muerto. El tipo del bus,

sabiéndose culpable y cagado del susto, se bajó a mirar qué le había pasado y, al

verlo con vida, con la ayuda de un funcionario de salud pública, que por una

bendita casualidad iba de pasajero en el bus, lograron subir con mucho cuidado
a Antonio José y lo llevaron de inmediato a la clínica más cercana que había

para que lo atendieran de inmediato.

“Como conclusión, y para no alargarte más el cuento, Lucho, a Antonio José le

salvaron la vida, gracias a Dios, pero quedó inválido el pobre. Perdió totalmente

el movimiento de las piernas y quedó en silla de ruedas, de por vida.

“Como comprenderás, Lucho, ésa es la razón por la cual, me encuentro en este

sitio. Yo, en un principio te había dicho que debía conseguir sólo para mis dos

chinos, porque no te tenía la confianza que ahora te tengo para contarte lo de

Antonio José. Y ¿Te digo una cosa? Él no sabe en las que yo ando. O lo sabe,

pero no me lo dice, porque también se da cuenta que no hay más remedio, por-

que yo empecé como vendedora, desde que él quedó inválido, pero con ese suel-

do no alcanzaba a cubrir toda la cantidad de gastos que tenemos. Yo, aún traba-

jo en ventas, pero sólo medio tiempo. Fue un arreglo que hice con el dueño, gra-

cias a qué él es un primo de mi mamá, alma bendita. Aunque yo a José Antonio

le tuve que decir que ahora sigo trabajando con turnos nocturnos, en un alma-

cén que funciona las 24 horas, pero él qué se va a estar tragando ese cuento. Só -

lo me lleva la corriente. De repeso sufre de impotencia. Es algo sicológico, creo.

En todo caso, el “pajarito” no le funciona muy bien que digamos. Así que le toca

llevarme la corriente al pobre ¿Te das cuenta?

“La vaina es que tengo que vérmelas de lo lindo, porque lo de él no es sólo cues-

tión de alimentos, sino también de unos berracos medicamentos que debe to-

mar de por vida porque, para rematar, quedó con un dolor crónico intratable

(así es el diagnóstico médico). Él tiene su seguro de salud y todo, pero algunas


medicinas y, no me lo vas a creer, precisamente las más costosas, no se las cubre

el berraco seguro.

–Claro que te creo –le dije–. Con lo malo y corrupto que es el puto servicio de

salud en este país ¡Cómo no te voy a creer lo que me estás diciendo!

–¿Nocierto?... En fin, ésa es mi historia, Lucho –concluyó–. Prácticamente, ahí

te la conté toda.

Con seguridad ustedes, mis eventuales y amables lectores de este relato com-

prenderán el grado de perplejidad en que el mismo me había sumido al cabo de

las cinco horas o más en que estuve con ella, mientras terminábamos de beber el

litro de ron, gracias al cual, justo es decirlo, Julieta adquirió la suficiente locua-

cidad y confianza, en un momento en que los recuerdos se libraban del cepo de

la inhibición y la censura.

De todas formas, le pregunté si Antonio José podía usar el computador. Me dijo

que sí, que sabía bastante de eso, pero que no le había sido posible conseguir

ninguna “chamba”, hasta el momento. Le dije que yo probablemente podría

conseguirle algo de trabajo en línea, de tal forma que pudiera hacerlo en casa.

Que eso se llamaba freelance, que lo averiguaría y le avisaría. Me dijo que eso

sería fabuloso y me lo agradecerían en el alma. Le dije que no era seguro pero

que haría la averiguación.

En la práctica, sin que nos diéramos cuenta, el tiempo en que ella posó fue de

más de dos horas, unas dos horas y cuarto, pero ella me dijo que eso no impor-

taba. Sin embargo, al final y conmovido, como es obvio, por su situación, cuan-
do le cancelé lo que se había ganado, decidí hacerle un nuevo reajuste y le entre-

gué $200.000, que ella no me quería recibir, alegando que era demasiado.

Al final, como no podía ser de otra forma, ganó mi obstinación.


3

ROSARIO

A Julieta le comenté en algún momento que mis planes estaban cambiando y

que eso se lo debía casi exclusivamente a ella. Le dije que ya lo del trabajo a pre -

sentar en la tal Escuela de Bellas Artes no era lo que más me interesaba y que

mis intenciones iban mucho más allá de eso. Que tenía el firme propósito de

completar una serie de trabajos con diferentes modelos, de tal manera que los

dibujos y pinturas fueran, lo más diverso posible, no sólo por la técnica y los me-

dios a emplear, sino también por lo representado, vale decir las modelos con sus

cuerpos, rostros, cabelleras y con sus cutis mestizos, negros, blancos, mulatos,

etc., todo ello con el propósito de realizar en principio una gran exposición de

arte erótico. Ya vería yo en que sala (o salas) lo haría...

Su comentario fue tan honesto como amable “Yo de eso no sé nada, Luchito,

pero me suena maravilloso todo eso. No sé explicar por qué. Además, si vos lo

decís, por algo será. Yo lo único que te puedo decir es que podés contar conmigo

pa’ las que sea... Porque supongo que necesitarás hablar con algunas de ellas y

yo te puedo ayudar a contactarlas.”

–Nada te agradecería yo tanto como eso –le dije. Y además sería una ayuda la

berraca. No te imaginás…
–Lo haré con todo gusto, ya sabes –contestó.

–¿Por ejemplo, hay “conejitas” negras? –le pregunté, dando prácticamente, de

hecho, inicio al plan. Como suele decirse “tumbando y capando”.

–Hay unas... tres. –dijo, dirigiendo su mirada hacia el techo, como quien hace

cuentas o trata de recordar– pero yo sólo he tratado a una. Eso sí, es del otro

mundo y es un encanto. Sé que te va a gustar. Se llama Rosario. Hoy mismo y si

no mañana le hablo y le cuento de qué se trata. Estoy segura de que eso de que

yo ya haya sido tu modelo le va a dar más confianza... Mejor dicho, la sola envi-

dia, ya verás...

–Pues, como te imaginarás –le aseguré–, ya me entró la ansiedad. Estaré pen-

diente. Pero... Pensándolo bien, no la vayás a citar para mañana. El asunto es

que todavía tengo bastante camello para dejar listo lo que voy a exponer además

de los bocetos. Eso me toma quizá la semana entera. Te voy a dar mi número ce-

lular, por si... cualquier cosa. Sólo quiero hacerte una recomendación: no le ha-

blés del ajuste económico. No es que no se lo vaya a hacer... es por si en el mo-

mento no tengo los medios ¿Me entendés?

–Descuidá, Lucho. No le hablaré de eso, no te preocupés... Además, ella de todas

formas tiene una tarifa diferente a la mía, un poco más elevada. No sé si eso sea

problema...

–¿Qué tanto más elevada?

–No estoy muy segura –me dijo–, pero me parece que cobra $100.000 por la

hora...
–Bueno, si no es más de cien mil, se los puedo pagar, en ese caso, sin ningún

reajuste.

–Lo vas a hacer de buena gana, ya verás. ¿La cito entonces para el próximo vier-

nes?

–Si. El próximo viernes estará bien.

Fue así entonces como conocí a Rosario. Julieta la había contactado telefónica-

mente y la había citado en el burdel para comentarle, con pelos y señales, todo

lo que había sucedido, enseñándole incluso los dos dibujos. Conviniendo con

ella, en conclusión, una cita conmigo a las siete de la noche de ese viernes si-

guiente. Le había insistido hasta el cansancio, me dijo, para que no se fuera a

comprometer, ya que la Rosario, era una de las “conejitas” más solicitadas de

todo el burdel. Pero ella le había asegurado que eso de que la dibujaran, por

nada del mundo se lo iba a perder. En efecto, la envidia de la que hablaba Julie-

ta ahí estaba... ¡vivita y coleando!

Rosario era una muchacha negra escultural. Y digo “negra”, no “afro”, ni “more-

na”, ni “de color”, ni nada por el estilo, porque no he conocido otra etnia como

ésa, del Litoral Pacífico Colombiano, que deteste más los eufemismos, sin que

incluso tengan la menor idea de qué es eso. ¡Ellos son negros y negras y punto!

Era muy joven. Y no había nada en ella que no llevara el sello del África profun-

do, de lo típicamente negro. Exceptuando el idioma podría decirse que, hasta el

acento, –en que se reflejaba un espíritu alegre y jocoso, típico del Litoral Pacifi-

co–, hundía sus raíces en el gran continente africano. Y todo lo demás, su risa

contagiosa; su sentido del baile, o de la danza, más bien, con un movimiento de


caderas rítmico y sensual como se mece el mar si se estremece; el ébano infinito

de su piel; su cabellera abundante, esponjada y vibrátil; sus espléndidos muslos

y sus glúteos de una casi perfecta redondez. Como les digo, el continente afri-

cano retoñando en esa hermosa muchacha a distancias enormes del tiempo, del

mar y de la tierra.

Y hablando de tiempo, con Rosario también se dio la oportunidad de conocer su

historia. De tal manera que el asunto empezó a ser algo parecido a un ritual y

era una buena manera de encontrar confianza mutua. Estas mujeres siempre

tienen algo que contar. En realidad, mucho que contar. Lo que no tienen es in-

terlocutores dispuestos a escucharlas. Yo no sé si sea un buen interlocutor. Pero

las circunstancias no daban para otra cosa. No está demás insistir en algo que ya

aclaré de paso antes: el propósito de estimular y escuchar estas historias no fue

ninguna publicación, ninguna divulgación. Ésa fue una idea que luego surgió.

Así que no quedó registro de ninguna índole de todo lo que escuché. Recurro,

por lo tanto, a mi memoria –que, como ya lo he dicho, no es muy buena– para

compartirlo con ustedes. Pero lo peor que puede pasar es que se me escapen al-

gunas cosas, no que haya demás.

De Rosario hice 15 bocetos pues, en esta ocasión, al trabajar el sombreado, hubo

un mayor empleo de tiempo y de grafito, por el color oscuro de su piel.

A diferencia de Julieta, Rosario era locuaz por naturaleza. Y eso que la retahíla

arranca de su ya plena su adolescencia. Para nada aludió a su infancia. Y tenga-

mos la certeza de que no fue por cohibición o parvedad alguna. Simplemente eli-

gió para contar lo que era de su interés y nada más. Como el pescador cuando
recoge su atarraya repleta y escoge solamente los ejemplares de su interés y los

demás se los devuelve al río, para que sigan siendo peces, no pescados.

Éste fue, hasta donde alcanza mi memoria, su relato:

“Cuando tenía 16 años, me le volé a mi mamá de la casa, porque no me dejaba

salir pa’ ningún lado. Quería tenerme todo el día camellando en una venta de

empanadas que tenía, sin pagarme un centavo. Y eso no aguanta ¿diga? Ade-

más, esa señora era un ogro, gruñón y regañón, que me trataba muy feo. Ni mi

papá, que era un buscapleitos de lo peor, me llegó a tratar tan mal. Claro que él

no vivía con nosotras. Él nos había abandonado cuando yo tenía cinco años. Y

de remate, unos años después, lo mataron en una riña que tuvo con unos mato-

nes cuando salieron ¡de una riña de gallos! ¿Podés creer? Bueno, pero eso es ha-

rina de otro costal...

“Me largué con un buen fajo de billetes que la Cornelia, mi “cucha”, guardaba en

un armario bajo llave. Lo que pasó fue que un buen día dí con el escondite de

esa berraca llave. Y en un descuido de ella fui y le hice sacar una copia. De allí en

adelante todo no fue sino cuestión de prepararme para el viaje. Así que metí

toda la ropa que más pude en una mochila y cuando estuve lista, aprovechando

una visita que la vieja le debía a su hermana abrí el berraco armario, saqué todo

el billete que pude y ¡suas! ¡los que se pisan!

“Me fui derechito pa'l Terminal de buses y compré el pasaje del viaje que ya es-

taba próximo a salir, sin importarme a dónde iba porque me imaginaba que a

esa hora mi mamá ya se había dado cuenta y en cualquier momento aparecía.

Claro, si se imaginaba que yo me estaba volando. Pero yo en ese momento no te-


nía cabeza para pensar nada y mi urgencia era que arrancara el bendito bus

¿diga? El que más rápido salía iba con destino a Pereira y había que esperar a

que se llenara. Por fortuna sólo le faltaban tres pasajeros. Pero aun así se demo-

ró casi media hora y ya te imaginarás lo que sufrí esperando. Esa media hora se

me hizo un siglo. Cuando arrancó yo volví a nacer y ¿me creerás si te digo que

cuando el bus atravesó la ciudad –lo que obligatoriamente tenía que hacer–, al-

cancé a ver a mi cucha que iba caminando, como alma que lleva el diablo, sin

sospechar en lo más mínimo que yo iba en ese berraco bus, encogida y echada

hacia abajo para que no me viera y a menos de diez metros de donde ella estaba?

Por poquitico me pilla. Y hasta ahí había llegado todo ¿diga?

“El caso es que a Pereira fui a dar. Aunque, para ser franca, tenía un culillo muy,

muy, pero muy grande, porque ¿no ves que ¡una toda sardinita, allí!? ¡Ay no! ¿Y

sin conocer a nadie? ¿Y en una ciudad bien lejos de la de uno? No, llave, eso no

aguanta…

–Pero y entonces –le dije– ¿cómo diablos hiciste? Me tenés en un suspenso el

berraco, mujer –mientras le hacía adoptar nuevas poses y sugestivos escorzos

sobre una de las sillas que había en la habitación.

“Pues no me vas a creer lo que pasó –prosiguió–. Unas dos horas después de

que me bajé de ese bus y comí algo en la terminal de Pereira, me puse a averi -

guar dónde podía pasar la noche Y estando en esas, una señora que me alcanzó

a oír lo que yo preguntaba, me dijo ‘ven, mi amor, yo te puedo conseguir aloja -

miento, pero lo que es mejor, te puedo hacer ganar algún billetico, y así, de paso,

me podrás pagar la piecita ¿Qué te parece? ¿No te gustaría ganar un buen bille -

te?’ ‘¿Y yo qué tengo que hacer?’ fue todo lo que le contesté, sin saber en qué
diablos me estaba metiendo, pero como no tenía de otra. ‘Tranquila, mi amor –

me dijo–, no tendrás que matar a nadie ni nada por el estilo. Tampoco es nada

de drogas’.

“Mejor dicho, Lucho, para no echarte todo el rollo, la señora ésa, que se llamaba

Zoyla, de lo que me hablaba era de prostitución. Ella les conseguía muchachas a

tipos muy adinerados y con altos cargos públicos la mayoría, que la conocían y

la buscaban para eso. Y esa señora, que tenía una casa enorme, de dos plantas,

como con nueve piezas y hasta sótano, lo que tenía allí era una casa de citas disi-

mulada ¿diga? Sólo que las muchachas no vivían allí. Ella les cobraba el alquiler

por horas a cada una y a los clientes una comisión. Yo sé que te estarás pregun -

tando por qué rayos hizo una excepción conmigo. Bueno, eso es algo que sabrás

a continuación.

–Pero, por lo que me estás contando –le dije–, ni tan disimulada era la tal ‘casi-

ta’ ésa. Mejor dicho, era una verdadera casa de citas. Ni más ni menos.

–Pues sí, tenés razón. En todo caso las cosas marchaban bien ¿diga? Yo cobraba

mi billetico a los tipos, a lo bien, y de allí sacaba para pagarle a doña Zoyla su

arriendo, sin problema. Y hubo una cosa rara, en serio, es de no creer... como a

los cinco meses de estar allí, doña Zoyla no me volvió a recibir lo del arriendo.

Me dijo que no lo necesitaba, que ella ganaba más que suficiente. En todo caso

ese rollo me desconcertó mucho, la verdad. Pero, en fin, todo de maravillas. Me-

jor, imposible...

“Hasta que un día un marrano de esos se quiso pasar de listo y se iba a volar sin

pagarme. Y eso que ya me debía dos cuotas, porque una semana antes me había
pedido el favor de que le diera espera, que lo que pasaba era que se le había que-

dado la billetera y yo de tonta le creí ¿diga? Pero en esta ocasión, aprovechando

que yo entré un momento al baño, se fue yendo calladito, el hijueputa. Sin em-

bargo, yo me alcancé a dar cuenta y salí, pero antes agarré un espray plástico, de

esos que se usan para echarse antibacterial, pero grande... y estaba llenito, lleni-

to; fue lo más apropiado que encontré por allí, así que cuando lo tuve a tiro,

como a unos dos o tres metros, se lo arrojé con toda la fuerza que pude y le di en

toda la mula al desgraciado. El tipo apenas se dobló cogiéndose la cabeza y yo

salí disparada y me encerré con llave en mi cuarto. Él, claro, cuando se repuso

un poco del tramacazo, se devolvió y llegó derechito a mi cuarto a tratar de abrir

la puerta y gritando ‘¡Salí so gran puta y verás! Vos no sabés con quién te estás

metiendo, animal. Te voy a poner una demanda por intento de asesinato ¡salí,

nomás!’ Pero en ese momento doña Zoyla había bajado y le decía al tipejo ese

‘¿Qué es lo que pasa doctor?’, y el tipo: ‘su hija intentó asesinarme. Y eso no se

va a quedar así. La voy a demandar penalmente. Qué pena con usted’ y entonces

ella me preguntó ‘¿Qué es lo que sucede Rosario? ¿Es cierto lo que este señor

dice?’ ‘No, mamá, no le crea nada, le contesté, y era la primera vez que le decía

mamá, yo sí le lancé un spray de antibacterial pero era de plástico, con eso no se

mata a nadie. Ese tipo es una rata, mamá, me quería hacer ‘conejo’ y son dos

cuotas las que me debe’ a lo que el hijo de puta, que se seguía agarrando la cabe-

za, contestó ‘Pues, ahora ni la una ni la otra voy a pagar. Esta misma semana ve-

rán quién soy yo. ¡Aténganse a las consecuencias!’ Y este señor que dice eso y es

como si se le hubiera metido el mismo diablo a esa señora. Así que le dijo bien

claritico ‘Mire, doctor, a mí, usted no me viene a amenazar. Vaya ponga las de-

mandas que se le antoje. A usted el escándalo no le conviene. Yo sé que es un

abogado, conocido... Ya verá cuando todo esto se riegue como pólvora. Acuérde-
se que hoy tenemos las redes sociales, doctor. Vaya, nomás, vaya. Y aténgase a

las consecuencias’. Todo eso le dijo y otras cosas que ya no recuerdo.”

–Pero tenés una excelente memoria, mujer –le dije yo–. Estoy realmente sor-

prendido.

“Entonces la rata esa salió sin despedirse y yo le pregunté a doña Zoyla ‘¿Ya se

fue?, ¿puedo salir?’ Pero ella, muy cautelosa me dijo ‘No, mi amor, no vayas a

salir todavía... Hasta que estemos bien seguras de que se fue’... Y, preciso. El in-

feliz se devolvió, con el dinero y dijo ‘Aquí tiene, toda su berraca plata junta, se-

ñora. Pero dígale a su hija que es mejor que se cuide. Esto no ha terminado. Us-

tedes no tienen ni tendrán nunca, cómo probarme nada’. En ese momento, doña

Zoyla esperó a que saliera y le hizo señas de que aguardara a una de las niñas

que hacía unos minutos había salido con su fulano de una de las habitaciones y

se habían quedado oyendo la última parte de la conversación. Y entonces, en ese

preciso instante, le dijo al zoquete del abogado, sacando su celular del delantal

que casi siempre llevaba, ‘Aquí le tengo, doctor, y le mostraba el celular, grabada

toda la conversación que tuvimos ahora. Con sus amenazas... Usted que me le

toca un pelo a mi niña y yo que, no sólo lo demando, sino que empiezo a regar

este audio por las redes sociales y por todas partes. Además, aquí tengo dos tes-

tigos, por si hace falta’. A la rata esa aún le quedaron ganas, después de todo, pa’

decir ‘Ya verán. No hablo más’. Luego prendió su camioneta y arrancó.

A esta altura la llevé a adoptar diversas poses de pie, con escorzos más difíciles

aún que los de la silla. Escorzos que, a ella no obstante se le facilitaban mucho

dada su contextura elástica que parecía de una atleta. Cosas, ésas, que de todos

modos le hice saber.


–Tenés un cuerpo no sólo muy hermoso, sino también muy ágil y muy fuerte

¿Lo sabías?…

–Ay Lucho, no me hagas sonrojar –dijo–. De veras ¿te parece?...

–Por supuesto que sí –le dije– ¿Por qué te iba a mentir?... Pero, dale. No quiero

interrumpir tu relato, que está muy interesante…

–Está bien –me dijo–. Pero puedo hacerte una pregunta algo… cómo se dice…

–¿Indiscreta?

–Eso, eso, eso…

–¡Claro! –exclamé yo– ¡Lo que sea!…

–¿A vos no te entran ganas, Lucho, de estar, con alguna de nosotras? De estar,

quiero decir…

–No es necesaria la aclaración –me apresuré a decirle–. Te entiendo perfecta-

mente la pregunta. Vos qué creés ¿qué soy gay? ¡Claro que me entran ganas!

Con semejantes bellezas ¿cómo no me van a dar ganas? ¿a quién no le van a dar

ganas? Lo que pasa es que me hice el propósito de no mezclar mi trabajo con el

placer y con el sexo. Además, no comparto la prostitución. No te quiero criticar,

pero eso de pagar por una revolcada no va conmigo ¿me entendés?

–Claro que te entiendo –me aclaró a su vez ella–. Pero en mi caso, no tendrías

que pagar por una revolcada… ¡Ups! ¡qué vergüenza, lo que acabo de decir!...
–No tenés por qué avergonzarte, linda –de nuevo le aclaré–. Por el contrario,

me parece muy valiente, y muy generoso, lo que acabás de decir. Muy tentador,

además. Pero no. Me voy a mantener en la raya. Aunque parezca el más maricón

de los maricones…

–No sos ningún maricón, Lucho –me afirmó ella–. Por el contrario, creo que así

son los varones de verdad. Son firmes. Los maricas son los que no tienen volun-

tad. Y a vos te sobra…

–Gracias por entenderme, preciosa –intenté concluir–. Pero por favor, seguí

con tu historia, no vayás a perder el hilo.

–Bueno, está bien –continuó–. Lo que después sucedió fue que doña Zoyla me

dijo, cuando ya se habían ido los otros dos también, ‘Aquí tienes mi niña toda tu

platita junta. La hemos recuperado’ Y yo, lo menos que podía hacer, luego de re-

cibirle los billetes, fue prácticamente arrojarme sobre ella para darle el mejor de

los abrazos ¿diga? Y ella, claro que también me abrazó, pero con una emoción,

Lucho, que de inmediato se le vinieron las lágrimas mientras yo le decía ‘Pero

no llore, mamá Zoyla, no llore’, pero ella más lloraba... ‘Ahora lo que más me

preocupa, me dijo entre sollozos, es que el cabrón ese te llegue a hacer algún da-

ño... Hasta tu vida puede estar en peligro. Y eso no me lo perdonaría jamás’. ‘No

se preocupe, mamá, le dije, ya sé lo que voy a hacer. Pero por ahora, no hable-

mos más de eso. Luego le cuento. En todo caso fue muy buena idea de su parte,

le dije, haberle grabado la conversación’.

–Eso te iba a decir –comenté yo–, qué astucia la de esa señora, con eso de la

grabación…
“Pero no, Lucho –me aclaró Rosario– ¿sabés que me contestó? Que ella no ha-

bía grabado nada, que había dicho eso nomás por asustarlo.

–Pues eso es, o igual de astuto, o más astuto todavía. ¡Qué inteligente debe ser

esa señora!

–Eso ni lo dudés Luchito, pero más que lo inteligente es lo linda que es. Lo bue-

na papa que es ¿diga? En todo caso, cuando ya se calmó un poco, me decidí a

preguntarle ‘Mamá Zoyla, ¿puedo preguntarte algo, y era la primera vez que la

tuteaba, sin que te vayas a ofender?’ ‘Vamos, mi niña, me contestó, con esa pre-

gunta por delante ya estás asegurando que no me voy a ofender. Y me encanta

que me tutees’. ‘De acuerdo, le contesté yo, pero antes quiero dejarte muy en

claro que tú, para mí, has sido más que una bendición. Mucho más que una ben-

dición ¿Está bien?... Ahora sí, le dije, la pregunta que yo te quiero hacer desde

hace días es... ¿Por qué eres tan especial conmigo, por qué me quieres tanto, si

yo prácticamente no he hecho nada para merecerlo?... ¿A qué debo yo, semejan-

te bendición?’

“Doña Zoyla en ese instante se quedó como muda, pero reaccionó rápido y dijo

‘Ok., mi amor. Te voy a confesar algo que con nadie me gusta hablar en esta

vida. Este diciembre van a ser cinco años, que yo perdí una hija que tenía casi tu

misma edad. Ella vivía en Cali y para la navidad de ese diciembre, exactamente

el día 23, ella me llamó para anunciarme que vendría a visitarme, que viajaría el

día siguiente y llegaría en horas de la noche, aproximadamente hacia las siete...

Y yo, por supuesto, qué alegría hija, qué alegría mi corazón. Aquí estaré aguar-

dándote. Al otro día, como supondrás, me fui a parquear al terminal de Pereira

desde antes de las siete. Antes de continuar ¿sabes qué es lo mejor de esta histo-
ria? Que mi Juanita (así se llamaba mi niña) era una negrita así de linda como

tú. Su papá era un señor afro muy apuesto de Quibdó que se llamaba, o se llama,

porque no se ha muerto, Plutarco. En todo caso ella había decidido viajar por

tierra porque los pasajes por avión desde Cali son costosísimos. Lo cierto es, co-

razón, que mi Juanita jamás llegó’...

“Debo aclararte, en este punto, Lucho, que la voz de mamá Zoyla le salía entre-

cortada y como entumecida por el dolor. Así y todo, continuó: ‘Nada se supo de

ella ¡durante diez días! Al cabo de esos días supe por las noticias que su cuerpo

había sido encontrado sin vida, maltratado... Y había sido violada’, y aquí su voz

se cortó y los sollozos eran terribles, mientras yo la abrazaba y le decía, ‘com-

prendo mucho tu dolor, mamá Zoyla, no sabes cuánto lo siento’, entonces ella

recuperando la voz dijo ‘Por eso cuando te vi en ese terminal, desamparada y

buscando dónde pasar la noche, lo que se me disparó de inmediato fue un sue-

ño. Un sueño y el instinto maternal. Se me hacía estar viendo a mi Juanita por

fin regresando de Cali. Incluso me siento bastante mal, muy avergonzada, por

haberte ofrecido lo que te ofrecí en ese momento... Pero era lo que tenía ¿Te das

cuenta?’

“Entonces yo le contesté: ‘No tienes por qué culparte por eso. Para mí ha sido de

gran ayuda. Y yo acepté porque no me disgusta el asunto. Allá en mi región no

se le pone tanto misterio al sexo como por acá. Yo me lo gozo ¿entiendes? no le

veo nada malo... Y ganarse unos pesos con eso, pues, tanto mejor’... ‘No digas

eso, mi amor, me contestó ella, vender tu cuerpecito a tipos desconocidos no es-

tá nada bien. ¿No viste lo que te acaba de pasar?’ ‘Bueno sí, pero eso es ocasio-

nal’ le dije yo. ‘Mira, mamá, cambiando de tema, le seguí diciendo, yo también
tengo mi secretico. Ese día que tú me encontraste en el terminal, yo venía de vo-

lármele a mi mamá. Y no la quería volver a ver. Luego te cuento por qué. Así que

mira cómo son las cosas... Yo perdí a mi mamá y te encontré a ti... y tú perdiste

una hija y me encontraste a mí’... Entonces, en ese preciso instante, nos dimos el

abrazo más grande, como de madre y de hija de verdad. Y esta vez lloramos jun-

tas, como un par de marmotas...

Y aquí, Rosario, soltó la carcajada.

“Pero entonces yo aproveché ese momento para contarle lo que tenía pensado

para ponerme a salvo del tinterillo ese, como le llama mamá Zoyla: ‘Mira, ma-

má, el plan del que te había hablado es el siguiente: Yo me voy de Pereira duran-

te algún tiempo para la ciudad de Cali. Lo que sucede es que una de las chicas

que he conocido acá es caleña y conoce un sitio que se llama La Conejita Rosa.

Ella me ha dado todas las indicaciones para llegar allá. Una vez que lo encuentre

voy a trabajar allí para seguir ganando plata y ahorrando. Como te digo, sólo por

algún tiempo... ¿Qué te parece?’ A lo que ella me contestó ‘Pues el plan, como

tal, está muy bueno, pero ¿por qué tiene que ser Cali? Yo no es que sea supersti -

ciosa, pero… es imposible no pensar cosas malucas ¿Si me entiendes, mi niña? y

¿por cuánto tiempo sería?... Porque lo que me da pavor es perderte’ A lo que yo

le dije ‘¡Cómo se te ocurre! No me vas a perder. Vuelvo y te repito, será sólo por

un tiempo. Unos 8 o 10 meses, mientras todo esto se enfría. Yo te comprendo

con eso que me estás diciendo, pero pongámosle energía positiva… mira, se me

acaba de ocurrir una cosa. Es buena onda que sea en Cali, precisamente ¿Sabes

por qué? Porque cuando yo regrese de allí vas a sentir que es tu propia Juanita

la que por fin regresa de Cali’... ‘Qué inteligente eres, mi corazón me dijo ella.
Ahora sí me desarmaste. Está bien, me has convencido, pero en cualquier caso

yo voy a estar pendiente de ti. Porque quiero que, cuando regreses empieces a

estudiar y te retires de esta basura. Yo me hago cargo de ti’ ‘Está bien, le dije, te

lo prometo, pero con una condición, mamá: que cuando regrese, te hayas desen-

tendido de esta basura, como tú la llamas. Yo me he dado cuenta de que, con el

caseronón que tienes, puedes perfectamente vivir de los arrendamientos... ¿Qué

me dices?’ ‘Ay mi amor, me dijo, tú si eres una diablilla. Me has puesto entre la

espada y la pared... Está bien. Te lo prometo. Puesto que tú me lo pides, lo haré.

De acuerdo’.

“Así que, ésa es mi historia, Lucho. Ahora ya sabés por qué estoy aquí”...

–Pues te cuento que me has dejado estupefacto –le contesté.

–Estupe qué?...

–Estupefacto quiere decir perplejo...

–Ay Luchito, esas palabras tuyas. Hablame en cristiano ¿sí?... Escritor tenías

que ser...

–Bueno, quiero decir muy, pero muy asombrado ¿ahora sí?

–Ahora sí... ahora sí...

–Y no es para menos Rosario. En un solo y mismo día, perdiste a tu madre y ad-

quiriste una nueva. Eso es de no creer... Y con eso de que suspendiera el prostí-

bulo la jodiste... Ya debe haberlo clausurado. Y es que no le dejaste escapatoria,


pues con los solos arriendos puede vivir perfectamente... Fue muy inteligente de

tu parte...

–Gracias, Lucho ¿cierto que sí?... ¿Sabés en qué estaba pensando? En la cara

que va a poner cuando le cuente de vos, de lo que sos, de tus exposiciones, de

todo eso...

–¿Creés que le gustará?... Yo lo que creo, por lo que me has contado, es que se

va a poner celosa...

–Pues... hasta sí... ¿sabés?

–Bueno, mirá, ya es bastante tarde –la apremié–; te propongo una cosa, cora-

zón ¿Por qué no buscamos a Julieta? ¿Estará todavía por acá?

–Con seguridad que sí. Pero no dejemos la mesa sola. Si querés esperame, yo

voy y la busco...

–Está bien. Acá te espero.

Cuando Rosario regresó con Julieta, lo que hicimos fue concretar la próxima in-

vitada. Y esta vez fue Rosario la que afirmó conocer una chica muy linda cuyo

nombre era Salomé. Julieta sabía quién era, aunque no la había tratado. Y las

dos se comprometieron en hablar con ella. Les recordé que debí ser con una se-

mana de por medio, para yo tener tiempo de realizar mi trabajo como lo hice en

el caso de ellas.
Les dije, eso sí, que yo me encontraba muy complacido, muy contento de lo que

estaba haciendo, pero sobre todo de haberlas conocido. Me aseguraron que ellas

todavía más. Les dije también que, al paso que iban las cosas, la futura exposi-

ción (o exposiciones) iban a ser un éxito total. Ellas me manifestaron su disposi-

ción a ayudarme en lo que fuera necesario, de todo corazón. “Lo sé –les dije–,

en realidad, ya lo están haciendo”.

Ese par de muchachas, que con seguridad más de uno trataba con desprecio o

con indiferencia, como coimas o como fufurufas, eran, no obstante, dueñas de

un gran corazón. Y habían hecho de mi proyecto, su proyecto. Lo que empezó a

hacerlo andar sobre ruedas, o sobre aguas, casi sin mi intervención. Así de sim-

ple.

Y sus historias le daban al proyecto, que estaba emergiendo como el genio de

una lámpara encantada ante mis ojos, un toque humano que tampoco fue pla-

neado. Este proyecto había surgido casi por generación espontánea, no como la

elucubración de una mente calculadora y maquiavélica, sino, en gran medida de

manera autónoma, como un mandato de la vida misma. Y cada una de ellas, a su

manera y sin proponérselo, le estaba agregando a la paleta que también era el

proyecto, precisamente por esa dimensión humana, un color, una entonación,

totalmente diferente.

Y si todos acudían allí a desnudarlas para luego “comérselas”, en curioso festín

que conjugaba sábanas, hormonas y gruñidos, yo iba también allí a desnudarlas

y en festín todavía más curioso pues conjugaba sueños, dibujos y relatos, a mi

manera, también me las “comía”.


4

SALOMÉ
Salomé fue sin duda una excelente selección del grupo de modelos que hasta ese

momento había tomado como base para mis bocetos y dibujos.

En el arte, sin embargo, existe una norma generalizada según la cual lo que vale

no es tanto el tema en cuestión sino la interpretación que de él se haga. En el

caso de la pintura y el dibujo esto equivale a decir que la realidad (el modelo, en

este caso) no es más que un pretexto para la ejecución de una obra interpretada

y expresada libre y personalmente, vale también decir subjetivamente, por el ar-

tista y en la que éste da rienda suelta a su imaginación. Esto, claro está, a condi-

ción de que no se trate de un simple retrato, con el que no se busque más que la

representación fidedigna, lo más fotográfica posible, del personaje a retratar con

cualquiera de las técnicas y medios de la amplísima gama que el pintor (esto es

válido también para el escultor) tiene a su disposición.

En la presente aventura, la representación de cada una de ellas era efectivamen-

te un pretexto para, partiendo de los atributos físicos particulares, ir mucho más

allá hasta lograr una manifestación plástica muy personal, pero sin llegar a ser

íntima, del erotismo. No obstante, a pesar de ese distanciamiento del resultado

final con respecto al modelo –llámese Salomé, Rosario o Julieta– yo busqué en

ellas, al seleccionarlas (y, de hecho, lo acababa de hacer con Salomé), los atribu-

tos físicos lo suficientemente atractivos no sólo estéticos sino incluso sexuales a

los que yo, mediante la ejecución de la obra, daba un cauce distinto, esta vez sí

estético, más que sexual o, dicho de otra manera, un cauce en que lo sexual pa-
saba por el filtro de lo estético mediante un proceso que, si mal no entiendo, po-

dría llamarse acaso sublimación. A propósito ¿qué habría dicho Freud al respec-

to?

Su cutis era trigueño claro, con una vellosidad en sus brazos a medio camino en-

tre el castaño y el marfil, dorada se podría decir, que recordaba justamente un

trigal. Sus ojos eran grandes y vivaces y su boca llamaba la atención por un ric-

tus permanente de sonrisa que, como si fuera un sello, daba a su rostro una ex-

presión de dulzura, aunque ella no se lo propusiera. Venía de los Llanos Orien-

tales, de Villavicencio, una ciudad que no es precisamente célebre ¿no es una

paradoja? por sus bellas mujeres, como lo pueden ser Cali, Medellín, Ibagué,

Cúcuta o Barranquilla por nombrar sólo algunas. Es gente, eso sí, con fama bien

ganada de temple y de coraje. Y Salomé, como ya lo verán, no era ninguna ex-

cepción.

El plan para la exposición estaba, por el momento, casi totalmente configurado.

Expondría los trabajos que estaba realizando con cada una de ellas (hasta ese

momento tenía concebido un total de cuatro), de la siguiente manera: 15 boce-

tos, es decir, los dibujos realizados “en acción” (con el modelo presente), para

un total de 60.

Todos los demás para trabajo sobre mesa o caballete distribuidos así:

5 acuarelas, por cada una de ellas, para un total de 20

5 pinturas entre óleos, acrílicos y mixtas, para un total de 20

5 trabajos entre pasteles, carboncillos y grafitos, para un total de 20.


Lo que me daría un total general de 120 trabajos para exponer. Un número lo

suficientemente grande como para requerir, con seguridad una sala de muy

buen tamaño.

A estas alturas, ya prácticamente había arrojado por la borda, mi permanencia y

futuro en la Escuela. De hecho, no había vuelto a asistir a ninguna de las clases.

La preparación de la exposición y mis horas dentro del burdel (había comenza-

do a acudir también entre semana) no sólo me absorbían todo el tiempo. Se ro-

baban también, cada vez más, mi interés y mi voluntad.

Y, otra cosa: Ahora toda la ayuda económica que yo recibía de parte de mis pa-

dres y especialmente de mi padre, yo la destinaba sin sombra de duda y sin de-

cirle nada a ellos, que no tenían ni remota idea ni de mi deserción universitaria

ni de mi exposición ni de nada.

Por otra parte, la bola de que yo era un pintor que andaba en el burdel consi-

guiendo chicas para pintarlas y no para “culeárselas” y que además les pagaba

bien, ya se había regado, no sólo entre ellas, sino también entre la abundante

clientela “fálica” que visitaba el prostíbulo sobre todo los fines de semana y es-

pecialmente los viernes y los sábados. De tal manera que, sin pretenderlo y casi

sin darme cuenta, yo me había convertido en el centro y en el ídolo al que todas

las “conejitas” querían conocer para conversar y, de ser posible, posar para que

las dibujara. Mientras que para los “cerditos”, que frecuentaban el afamado bur-

del, yo debía ser, o bien motivo de envidia o, de seguro un marica, porque es que

eso de acudir a un sitio como éste y no comerse a ninguna de estas bellezas era,

cuando menos, sospechoso.


De Salomé alcancé a completar diecisiete bocetos y dibujos utilizando en esta

ocasión velos y terciopelos en la modelo con el fin de provocar en los sentidos

del eventual público consumidor un deleite aún mayor que el producido por un

desnudo a secas, toda vez que la semitransparencia de una prenda de tal natura-

leza, lejos de menoscabar la sensualidad ante los sentidos, la dilata y la patroci-

na, por la simple razón de que estimula la imaginación, constituyendo todo ello,

además, un auténtico reto a la ejecutoria y a la habilidad de cualquier artista.

Reto que yo con el mayor de los placeres asumí, pues al final de cuentas el ver-

dadero desafío estaba en saber transmitir –con un lápiz o carboncillo, trazos, es-

fumados y sombreados o, con el pincel, impastos y veladuras– el deleite que yo

sentía, en vivo y en directo, digamos, a ese futuro público observador, que lo dis-

frutaría en forma indirecta, a través de una exposición o una reproducción o un

libro ilustrado, etc.

Ese reto me confería a mí, en tanto artista, una doble misión: por un lado, la

transmisión directa, o en bruto, por así decirlo, a mi hipotético público, de todo

ese deleite o, lo que es lo mismo, de un placer erótico. Pero, por otro lado, la

transmisión, por parte del dibujo mismo (o la pintura misma), de un placer esté-

tico, a ese presunto público.

La obra de arte, por lo tanto (siempre y cuando logre cabalmente el segundo

propósito), deja de ser el simple y llano referente de una realidad, vivida o no,

para convertirse en un autorreferente, simple y llano también, que puede pres-

cindir de esa realidad. Deja de ser, como dijo algún crítico cuyo nombre he olvi-

dado, “algo sobre algo”, para convertirse en “algo en sí mismo”.


Cerremos esta breve digresión afirmando que la obra de arte –y esto es especial-

mente cierto para las que florecieron durante todo el incandescente y prolífico

siglo XX– se logró ganar a plenitud el reconocimiento del mundo como una

criatura definitivamente nueva, aprendiendo a tomar distancia de la criatura

que representaba, hasta el punto de divorciarse irrevocablemente incluso de

ella, como sucede por ejemplo con el arte abstracto. Pero no son esas cotas, por

supuesto, las que pretendemos abarcar aquí, so pena de pulverizar, o exorcizar

más bien, los ángeles y demonios del erotismo.

Salomé terminó rescatando de su pasado un colmado racimo de anécdotas que

ustedes conocerán en esta narración. Aunque en un comienzo se sentía cohibida

para soltar palabras, yo le di la suficiente confianza con sólo decirle que no se

preocupara y que, si no se sentía bien, no me contara nada y sanseacabó. Al cabo

de un rato en todo caso, y bajo el efecto de unos cuantos rones, el racimo se em-

pezó a descolgar...

Había vivido buena parte de su infancia en el campo, en una finca muy pequeña

que sus papás tenían muy cerca del municipio conocido como San Martín de los

Llanos. Además de sus padres vivía, en el mayor hacinamiento, con seis herma-

nos y cuatro hermanas, siendo ella la tercera de toda la camada después de una

hermana y un hermano mayores.

En su más temprana adolescencia, sin duda por ese mismo hacinamiento, había

tenido unas primeras experiencias sexuales con su hermano mayor quien a su

vez las había tenido con su hermana mayor. Esta última, en un arranque de ce-
los los había “aventado”, a Salomé y a su hermano, con sus padres, sin importar -

le que éstos fueran a hacer lo mismo con ella. Lo que, en efecto, hicieron. El es -

cándalo y el castigo por parte de los padres fueron mayúsculos. Cada uno de

ellos fue azotado con un rejo de arrear bestias, tanto por parte de la madre como

del padre. En la espalda de Salomé aún podían verse algunas cicatrices que nun-

ca se borraron.

Unos meses después ella fue trasladada a Villavicencio a casa de una tía, con el

pretexto de que pudiera cursar estudios de bachillerato. Estudios que nunca ter-

minó porque conoció una amiga que la inició en el consumo de drogas alucinó-

genas, primero, y luego en la prostitución, en uno de los burdeles de mejor cate-

goría de Villavicencio que tenía el nombre de “Paraíso Oriental”. Nombre suges-

tivo y anfibológico ya que evoca tanto el Lejano Oriente como los Llanos Orien-

tales. Ella había aceptado meterse en todo ese par de rollos por dos razones.

Una, porque el ambiente familiar con sus hermanos y papás era para ella opresi-

vo, limitado y… peligroso. Y necesitaba sentirse libre. Y dos, porque el segundo

rollo era además el medio para obtener los recursos que el primer rollo deman-

daba. Y podía hablarse de un tercer “rollo”: la venganza. O, lo que es igual, el re-

sentimiento y el odio hacia sus padres que, igual que las cicatrices de su espalda,

habían marcado de manera indeleble su alma y su corazón.

–Lamento mucho todo por lo que has pasado –le dije–. Son cosas muy terribles

y penosas.

–Gracias, Lucho. Todo esto a nadie se lo he contado –me confesó–. Necesitaba

contárselas a alguien que me pudiera oír y que me comprendiera. Y ¿quién me-

jor que tú?


–Gracias por tu confianza –le manifesté, mientras le acercaba un sillón mullido

que había en la habitación para sugerirle otras poses. Luego añadí–. Y, si te pue-

do preguntar, ¿Cómo viniste a dar acá?

–Lo que pasó –contestó ella–, fue que, pasado un buen tiempo en ese burdel

¿cuánto? no sé, unos dos años y medio, tal vez más, conocí un tipo que era para-

militar y encima de todo narcotraficante. Le decían “Gatilloflojo”, sin que yo al-

canzara en el momento a sospechar el por qué o el alcance, más bien, de seme-

jante apodo. El tipo en un comienzo se portó bien conmigo, para qué… No sólo

me sacó de ese hueco y de ese oficio, para que lo acompañara en sus actividades

que, por lo que empecé a darme de cuenta, eran muy peligrosas, sino que me ha-

cía buenos regalos, más que todo joyas y ropa. Pero cuando me dí de cuenta

como era que conseguía el billete y que el tipo era un asesino de lo peor, que ya

se había “llevao”, como mínimo, a cinco cristianos, por lo que pude averiguar y

que además sacaba pecho diciéndolo, no sólo caí en cuenta de lo del apodo, sino

que caí en cuenta también de que lo que tenía que hacer era volarme de allí. Lo

más lejos y lo más pronto posible.

“Con decirte que en una ocasión había dirigido una operación contra un grupo

de once «guerrillos» que se habían reunido en una finca para planear no sé qué

cagada contra un grupo de autodefensas de la región, pero habían sido soplados

por un chivato que tenían entre los guerrilleros. Pues resulta que los cercaron y

como los «guerrillos» en ese momento no tenían armas suficientes, los acribilla-

ron y de una vez habían muerto tres. A los que quedaron vivos (según me contó

‘Gatilloflojo’ que se llamaba Alirio, no te había dicho), los cuales se habían ren-

dido, los amarraron a unas sillas que había allí y los habían degollado con… ¿có-
mo se llaman esos aros de alambre que se ponen alrededor de algo y a los que

con una varilla atravesada por un lado se les va dando vuelta para apretar?...

–Abrazaderas, torniquetes… –le contesté.

–¡Eso! torniquetes de alambre –continuó ella–. Pues imaginate que el “Gatillo-

flojo” ése me contó, dándoselas de muy berraquito, que él les ordenó a algunos

de los suyos que fueran por alambre de púas del que había en las cercas de la

finca y que hicieran unas especies de bandas entorchadas alrededor del cuello

de cada guerrillero para que él, con una varilla que encontraron por allí, pudiera

darle vueltas al torniquete hasta ver sangrar los cuellos en medio de los aullidos

y gritos desgarradores pidiendo clemencia de los pobres tipos. Me contaba ese

desgraciado que lo que más le divertía era ver como los cuellos y las caras de los

tipos se iban poniendo coloradas por toda la sangre que se les iba acumulando

en la cabeza con cada vuelta del torniquete. Me dijo finalmente que cuando lle-

vaba cinco degollados les había dejado los tres restantes a los demás porque las

manos se le habían engarrotado de tanto apretar para darle vueltas a la varilla y

que, además, él mejor se iba a dar una vuelta por allí cerca porque el griterío de

esos malparidos ¡así dijo! lo tenía aturdido.

“Cuando terminó de contarme, Lucho, yo, de pura bruta, me atreví a decirle que,

si él no tenía alma, que cómo iba a degollar a un pobre cristiano indefenso y

amarrado, que además ya se había rendido. Pues ¿sabés lo que hizo el malpari-

do? (porque éste sí que es un verdadero malparido) me lanzó una bofetada con

su manaza que de una vez me arrojó al suelo para luego rematarme con su voza-

rrón «¡Silencio, perra, que no sabés de lo que estás hablando! ¡esos hijueputas

no son ningunos cristianos! ¡animal! ¡son unas simples gonorreas! ¡entendé, so


perra!» Y yo para mis adentros, me decía «Me lo tengo merecido, por bruta, por

animal. Me lo merezco».

–Yo lo que creo es que fuiste muy valiente –le dije–, ¡demasiado valiente!

–¿Pero ves, Lucho? Ese señor era un peligro. Era un asesino con todas las de la

ley, en resumidas cuentas. Un bestia que por cualquier salario de mierda o hasta

de gratis, iba matando, o torturando, o las dos cosas, al que le encargaran o al

que se le atravesara, sobre todo si era un guerrillero o un simple campesino que

le pareciera sospechoso. Sin dársele nada. Pero nada, es nada. Y yo no iba a ser

parte de algo así. No señor.”

Salomé llegaba a esta conclusión –pensaba yo– por una simple combinación

de miedo e intuición. Y por un elemental respeto a la vida humana. Sin una

conciencia o conocimiento (como es fácil suponer dadas sus condiciones cultu-

rales y sociales) del contexto político nacional o cosa parecida, en que se desa-

rrollaban los hechos que, a ella, tanto como a cualquier otra persona, podían

afectar. Las coordenadas políticas en que se podía situar este relato estaban a

la sazón constituidas por todo el maremágnum de crímenes, violaciones, des-

pojo y masacres de familias enteras de campesinos en extremo vulnerables,

que no tenían nada que ver con ninguna guerrilla pero que, en operativos con-

juntos entre los paramilitares y el Ejército de Colombia, eran asesinados de la

manera más cobarde para que así supuestamente sirvieran de escarmiento a

los supuestos colaboradores de las guerrillas colombianas, en lo que fue una de

las crestas más altas del accionar del paramilitarismo bajo el pomposo nom-

bre de Autodefensas Unidas de Colombia, que crecieron y se regaron, como

verdolaga en playa, sembrando la muerte y el terror por todo el territorio na-


cional, al socaire del mandato presidencial del conservador Andrés Pastrana y

del gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez.

–Para completar –continuó ella– se jalaba unos celos que ni te imaginás, Lucho.

Me celaba hasta con la sombra. Claro, como me había conocido en un puteade-

ro, se imaginaba que a mí me gustaba la pendejada y que no lo había hecho por

necesidad, sino porque era una puta sin arreglo. Y en cierta forma tenía razón,

porque, como ya te dije, yo me inicié en esta vaina, bueno, sí... necesitaba dine-

ro, no voy a decir que no, pero no fue tanto por eso, sino porque me daba una

sensación de libertad que nunca había encontrado en mi familia. En la prostitu-

ción yo me sentía, y me siento libre, por la sencilla razón de que se lo puedo dar

a quien me dé la berraca gana ¡y se acabó el cuento! Sin el maldito miedo, ade -

más, de que alguien me vaya a azotar por eso ¿te das de cuenta?

“El hecho es que yo empecé a tenerle miedo también por su maldita desconfian-

za. El día menos pensado, en un arranque de celos, o bien pasaba al papayo al

tipo con que me encontrara, sin averiguar nada, o bien me pasaba al papayo a

mí, o a los dos juntos a la vez… Así que empecé a juntar todo el billetico posible

con lo que me ganaba como ‘mula’, haciendo entregas de droga y pasándola, con

miles de artimañas, de Villavicencio a otros departamentos o a otros munici-

pios. Cuando junté lo suficiente, en una de esas salidas que hacía casi siempre

para llevar a cabo alguno de esos encargos que ya sabemos, me pisé, primero

para Bogotá. Pero como Villavicencio está tan cerca, yo no me sentía segura para

nada, pues ya me imaginaba al otro hecho una tatacoa y buscándome, como

aguja en un pajar, por todas partes. Ya me lo imaginaba en Bogotá. Y ahí sí es

cierto que ya estaba sentenciada. En Bogotá estuve en un lugar de esos de la


zona de Chapinero y luego en uno del barrio Santafé, cerca del Centro, durante

un par de meses, más que todo con el fin de averiguar sitios buenos en otras ciu-

dades, como Cali o como Medellín o como Bucaramanga. En todo caso, lo más

lejos posible de Villavicencio.

“Fue así como supe de ‘La Conejita Rosa’, que de inmediato me llamó la aten-

ción por todo lo que me contaron. Además, por estar ubicada en Cali. Esta ciu-

dad me mata. Siempre me ha parecido muy bacana. Así que aquí me tenés, Lu-

cho. Ésa es mi historia.

–Gracias, bonita, por la confianza al contármela. Ha sido una historia sorpren-

dente, de verdad ¡muy sorprendente!... Oíme –le dije, después de cancelarle lo

mismo que le cancelé a Rosario, tarifa que se convirtió en lo sucesivo en la tarifa

estándar, ya que no podía pagarles menos a unas que a las otras, si su trabajo

era el mismo– ¿creés que es posible encontrar a Julieta y a Rosario, para que

nos terminemos este ron con ellas?

–Si te parece, puedo ir a buscarlas, pero no te me vayás a volar… –Jajajajajaja…

–De acuerdo ¡Andá a buscarlas!, te prometo que aquí estaré aquí –le dije yo ce -

lebrando su apunte.

Salomé regresó unos quince minutos después, pero sólo con Julieta. No había

encontrado a Rosario porque con seguridad se encontraba “trabajando” en ese

momento, pero les había recomendado a los de la administración que cuando la

vieran le hicieran saber que el pintor y ellas la estaban buscando. En todo caso

yo las convidé a ellas para que hiciéramos el primer brindis de la noche, lo que
les agradó… Seguidamente Salomé llenó las copas y cuando nos las hubo entre-

gado, les dije:

–Ok., que sean ustedes quienes comiencen a brindar… Pero, por favor, no me

vayan a hacer llorar, como Julietaaaa –y en ese momento le abrí los ojos a ella,

luego dirigiéndome a Salomé– Por ejemplo, vos, Salomé… ¡Comenzá con un

brindis!

–¿En serio? Está bien… Ahí va… Brindo por la amistad. En especial por la de

Lucho… Es un amigo de verdad…

–Ya comenzaron ¿no le digo? No, mentira, gracias, Salomé querida… El turno es

de Julieta, que alce su copa y brinde por… –y ahí estaba otra vez el cursi y senti -

mental brindis de marras– ¡lo que se le antoje!

–Brindo por el arte… Y por la futura exposición de Lucho, ¡que van a ser todo un

éxito!

–Gracias, querida, un brindis de verdad estimulante. Ahora es mi turno –dije

yo, pero en ese momento hizo su aparición la reina negra del burdel, que se sen-

tó a mi lado mientras nos decía ‘continúen, continúen’, entonces yo seguí–:

brindo por la amistad también. Por haberlas conocido a ustedes, que son la cla-

ve de la futura exposición. Y brindo también ¡por La Conejita Rosa! que se ha

convertido, créanmelo, en mi segundo hogar… Y, luego de servirle un trago a

Rosario y entregárselo, alcé mi copa y dije:

–¡Salud!
–¡Salud! –dijeron todas, haciendo lo mismo.

Pasado algún tiempo de alegre conversación, en que hubo chistes y cuentos y

hasta sobrenombres graciosos que a ellas les gusta ponerse, les dije:

–Bueno, chiquillas. Quiero decirles dos cosas. En primer lugar, que ya sólo falta

la escogencia de una más de las cuatro que van a ir en la serie de dibujos y pin -

turas para la exposición o exposiciones... Espero me puedan ayudar con esa se-

lección…

–Sólo hay un problema, Luchito –dijo Julieta–. Y es que esta vez está más difícil

que antes, pues prácticamente todas quieren posar para vos. Ya casi todas saben

del asunto porque además Rosario, Salomé y yo les hemos enseñado, a casi to-

das las demás, los dibujos que nos has hecho y están que se mueren de la envi-

dia. Incluso hubo una que nos dijo que, aunque no le pagaras, que eso no le im-

portaba mucho ¿cierto, Rosario?...

–Me consta –dijo Rosario.

–Ok, claro que les creo, pero ustedes saben, queridas, que eso no lo voy a hacer

yo. Y para la selección de la chica que falta, a mí me da mucha pena con todas

las demás, pero el hecho es que hay que escoger una y sólo una. El problema es

ante todo de tiempo, no quiero que se alargue tanto el día, tanto del lanzamiento

del libro como el de la exposición… Y el criterio para esa selección debe ser el

que las necesidades de la misma demanda y que ya les he comentado. Acuérden-

se que necesito ante todo variedad… Variedad, incluso racial, por aquello del co-

lor de las pieles ¿me entienden? Y el caso es éste: ustedes tres, hablando clara-
mente representan, dos, al mestizaje, que son Julieta y Salomé; y una, a la raza

negra, es decir, Rosario. Así que me haría falta, o una indígena, o una blanca

(que puede ser rubia o pelinegra) … ¿Se dan cuenta?

–Bueno, pero hablando de indígenas, sólo hay una –dijo Julieta–, sólo que,

cuando le comentamos Rosario y yo del asunto, nos dijo que le interesaba, pero

con la condición de que no se supiera o no se hablara nada de la comunidad a la

que pertenecía. Yo le dije que por eso no había ningún inconveniente porque

ella no estaba obligada a mencionar ningún nombre. Le aclaré que las demás te

habíamos contado nuestras venturas y desventuras, porque habíamos querido y

que el propósito, además, no era ninguna publicación. Que vos eras una persona

muy confiable y correcta. Entonces quedamos en que yo hablaría con vos y que

luego le confirmaba.

“En todo caso, lo que sí hay es blancas, incluso hay una rubia, aunque no esta -

mos seguras si es peliteñida… o, si es una chica RCN –y cuando dijo esto miró

con malicia a sus compañeras…

–¿RCN? –pregunté yo, intrigado– ¿y eso qué diablos es?... ¡con qué me irás a

salir!

–Rubia de Cuca Negra –contestó Julieta y todas se echaron a reír y yo, por su-

puesto, las seguí.

–Muy graciosita ¿no? Muy graciosita –le contesté…


–No, mentira, –dijo ella– disculpame… Ahora sí, hablando en serio, vos me di-

rás qué hago ¿Hablo con Matilde? Así se llama la indígena. Es muy linda, eso

sí… ¿cierto, Rosario?

–¿Linda? Es el pico… –contestó Rosario– ¡Es hermosísima! Te va a encantar,

Luchito… –y dirigiéndose a las demás añadió– El problema es que se nos ena-

more ¿diga?…

–Y nosotras somos muy celosas…–dijo Salomé que hasta el momento no había

intervenido, con una picardía que acentuaba el rictus alegre de su boca– ¿cierto,

muchachas?

–¡Uy sí! ¡Celosísimas! –dijo Julieta continuando la broma y con no menos picar-

día.

–¡A ver, seriedad, jovencitas, seriedad! –les dije en el mismo tono– Pues… yo

diría que sí. Invítenla ¿Por qué no?... –y al cabo de unos segundos añadí– Aho-

ra, cambiando de tema ¿recuerdan que les dije que les iba a hablar de una se-

gunda cosa? Bueno, pues es lo siguiente... Es una locura, eso sí. Ustedes me es-

tán volviendo loco… Como ya les había dicho escribo mucha poesía. Fruto de eso

tengo una recopilación de poemas desde mi adolescencia, algunos de los cuales,

los más recientes, son poemas eróticos relativos al amor, a la sensualidad, algu-

nos más abiertos a la sexualidad, y con los cuales tengo ya material suficiente

como para editar un libro ¿me entienden? Bien pues les cuento que algunos de

esos poemas los he venido trabajando un poco más, desde que estoy con uste-

des, inspirándome en ustedes, en sus atributos, en sus cuerpos, en sus bocas, en


sus cabelleras ¿se dan cuenta? Y también he hecho algunos totalmente nuevos,

pero igual, sobre ustedes…

–Eso es lo mejor que he escuchado hoy –dijo Salomé, y todas aprobaron al tiem-

po.

–¿Sí? Pues hay algo todavía mejor que les quiero decir. Estoy pensando en hacer

una locura… imagínense por un momento que yo reúno todos esos poemas en

un libro con un título que tengo que cranearme, para que sea bien acorde con el

tema… ¿Qué opinan?

–Pues que sería maravilloso –dijo, de nuevo, Salomé.

–Genial –dijo Julieta.

–Lo mejor –dijo Rosario.

–¿Sí? Pero eso todavía no es lo mejor, todavía no es… la locura… Ahora imagí-

nense que yo me decido a hacer el lanzamiento de ese libro en un sitio que tenga

un escenario, como un teatro, como por ejemplo el TEC, el teatro experimental

de Cali. En ese escenario cada una de ustedes hace lo que yo lo llamo un ‘perfor-

mance’, pero ustedes pueden llamarlo show o estriptis, aunque no es exacta-

mente un estriptis, porque no se van a pelar del todo. No necesariamente. Esto

debe ser algo sensual, con mucho estilo. Muy erótico, eso sí, pero no pornográfi-

co. Por ejemplo, nada de arrojarle calzones al público o rastrillarle las puchecas

o el trasero (en el hocico o en cualquier otra parte del cuerpo) a ninguno de los

allí presentes ¿me hago entender? En todo caso, mientras todo esto sucede, yo,

u otro declamador, ya veremos quién (yo no soy tan bueno para eso que diga-
mos) va declamando el poema correspondiente ¿Cuál creen que va a ser la reac-

ción del público?

–Van a quedar estupe ¿cómo fue esa palabra que me dijiste hace ocho días? –

dijo Rosario.

–Estupefactos ¡Bien, muy bien, mi conejita! –dije yo.

–Extasiados. –dijo Julieta– Van a quedar extasiados ¿está bien esa palabra?

–Muy bien –le dije yo– ¿dónde la escuchaste? –Se la escuché al pintor que te

dije que conozco... Cuando lo conocí me dijo que yo lo tenía extasiado...

–Los vas a dejar locos, –remató Salomé– dejen de complicarse por una simple

palabra…

–Yo tengo una pregunta –dijo Julieta– ¿Y la exposición? ¿Cómo va quedando la

exposición, con todo esto?

–Muy buena pregunta, –dije yo– la exposición se hará por lo menos tres sema-

nas después del lanzamiento. O, mejor un mes, hay que dejar un margen de

tiempo suficiente para preparar ambas cosas. Me refiero a la propaganda, las in-

vitaciones, etc… Así que el lanzamiento, digamos, puede ser también dentro de

un mes. Y la exposición dentro de dos meses… ¿Cómo la ven?

–A mí todo eso no me parece una locura, Lucho –dijo Julieta–. A mí me parece

un sueño…
–A mí también. –dijo Salomé– Pero no creés, Lucho, ¿que tendríamos que ha-

cer un ensayo? Es que eso es algo muy importante, que no nos puede salir mal

¡qué nervios!

–Tenés toda la razón, parcera, para allá iba. –dije yo– Es necesario hacer ese

ensayo. Sobra decir que yo les haré el obligado y merecido reconocimiento eco-

nómico. El problema es cuándo lo hacemos. Eso depende de ustedes… ¿Qué di-

cen?

–Por mí, mañana mismo. –dijo Salomé– No tengo inconveniente. Ojalá tem-

prano, bien sea por la mañana o por la tarde…

–Yo tengo inconveniente en la mañana. Me toca trabajar –dijo Julieta–. puedo

sólo por la tarde.

–Yo no tengo ningún inconveniente –dijo Rosario–. A la hora que sea.

–Ok, mañana sábado, descartada la mañana entonces –dije yo–. Sólo que el en-

sayo lo tendremos que hacer aquí en La Conejita Rosa, más exactamente en la

pista. Y allí, en donde está la barra hacemos el montaje del performance o del

show, haciendo de cuenta de que es el escenario del teatro. Aunque hay diferen-

cias importantes, como por ejemplo la distancia con el público, que en el teatro

va a ser bastante mayor que acá, no creo que eso vaya a ser un problema. En

todo caso no tenemos opción. El ensayo tiene que ser acá. Así que hay que pedir

permiso a la administración ¿no?

–Eso no va a ser problema –dijo Julieta– ahora mismo podemos pedir el permi-

so. Aunque a mí se me está ocurriendo otra locura. Creo que me contagiaste Lu-
cho… y ¿por qué no hacer el lanzamiento, no en ese teatro que dijiste… sino aquí

mismo, en La Conejita Rosa?

–Pues no sé qué contestarte, me has dejado sorprendido –dije yo, en realidad

algo desconcertado–. Eso sí que es una verdadera locura, ¡pero genial! ¿sabés?...

pues… ¡seguro que sí! Puede llegar a ser fabuloso. Algo me dice…

–A mí también me parece que va a dar resultado –dijo Rosario–. Aunque sea

una locura ¿diga?

–A mí también me parece buena idea –dijo Salomé–. Además, aquí se nos facili-

ta más todo, porque conocemos bien la pista.

–Y también conocemos mucha gente, Lucho –dijo Julieta–, a la que podemos

invitar con más confianza que si fuera en cualquier otra parte y eso es una ven-

taja ¿no es así?

–Pues no se hable más del asunto –dije yo entusiasmado–. Haremos el lanza-

miento también aquí.

–Entonces definamos la hora del ensayo –dijo Salomé–. Ya dijimos que maña-

na, aunque yo estoy pensando si no será mejor hacer el ensayo el día lunes. Es

que mañana es un día muy pesado, para todas nosotras. Hay mucho jaleo. Y

creo que debe ser por la tarde. Porque por la noche no es conveniente, hay mu-

cha bulla y tampoco habría donde hacernos…

–A mí me parece bien. Y también que sea por la tarde –dije yo–. Así tengo más

tiempo para repasar y memorizar bien los poemas que voy a declamar pues en el
ensayo, al menos, voy a ser yo quien asuma ese papel… Y ustedes… pueden tam -

bién prepararse mejor. Por ejemplo ¿Tienen todo lo que necesitan quitarse? En-

tonces solté una buena carcajada. Y todas me siguieron.

Todas estuvieron de acuerdo con la propuesta de Salomé.

Acto seguido nos dirigimos a la administración. En el camino le dije a Julieta

que ella hablara primero para que me presentara y yo pudiera explicar en qué

consistía el evento. Ella estuvo de acuerdo. Y eso fue lo que hicimos.

La respuesta de ellos (una vez que yo expliqué el asunto y les comenté incluso

que si era del caso yo le podía pagar una comisión o porcentaje) principalmente

de Ligia, la dueña, fue mucho mejor de lo que yo esperaba. Dijo “para nosotros

es un honor, maestro, que usted haya escogido La Conejita Rosa para ese lanza -

miento. Porque somos nosotros y nosotras aquí quienes ganamos. No tiene por

qué pagarnos nada. Además, si las cosas se le dan, Dios mediante, el consumo

de licor va a ser mejor que de costumbre y con eso ya nos habrá pagado. Y con el

horario que ha escogido no interfiere, para nada, con el trabajo de las chicas.

Todo está muy bien pensado. Así que no se preocupe maestro, yo ya sé de qué se

trata. Me enteré por el “correo de las brujas”. Y téngalo por seguro que las puer-

tas de este lugar siempre estarán abiertas para una iniciativa tan maravillosa

como la suya. Ni más faltaba”.

Mejor no pudo ser. Y una vez más, allí fue clave el acompañamiento, la presen-

cia de Julieta. Fue como una palanca sin la cual no se habría logrado. Yo solo no

habría podido. Estoy más que seguro de eso. Que otros le agradezcan a “Dios”,

están en todo su derecho; yo, de mi parte, estoy en deuda con Julieta. Por esa
razón es a ella a quien agradezco. Y a toda su gallada. Aunque, para el caso, val-

ga mejor decir “conejada”.

–Sólo queda pendiente un asunto –les dije después de que regresamos alboro-

zados de donde doña Ligia–. Y es hablar con Matilde a ver si se anima a acom-

pañarnos mañana para el ensayo, acuérdense de que todavía no ha estado en la

sesión de los dibujos y es probable que aún no tenga la confianza que ya tienen

ustedes…

–Y, ¿por qué no hablamos de una vez con ella? –dijo Julieta– Aprovechemos

que estás aquí… Rosario y yo podemos ir a buscarla. Y ustedes dos nos esperan

aquí ¿les parece?

–Pero no se nos vayan a volar –dijo Rosario–. Y nos hizo soltar la carcajada.

–Bueno, ¡vayan! Lo que nosotros hagamos es cosa nuestra ¿Cierto, Luchito? –

dijo Salomé, fingiendo melosidad– Y de nuevo las risas…

Pasada casi una media hora, Rosario y Julieta aparecieron con Matilde.

–Casi que no encontramos a esta muchachita, –dijo Julieta– por eso fue la de-

mora… –Bueno, es un placer conocerte –dije con júbilo– Rosario y Julieta ya

me hablaron de ti…

–El gusto es mío, –dijo Matilde– ellas me han hablado maravillas de su perso-

na.
–Gracias, Matilde. –dije yo– Y gracias, Rosario, gracias, Julieta, no es para tan-

to… pero, bueno, cuéntenme una cosa ¿le contaron a Matilde lo de mañana?

–Claro que sí, –dijo Matilde– ellas me contaron lo del ensayo ¿no es así?

–Exactamente –le dije yo– ¿y cuál es tu opinión?

–Que me gusta mucho, señor Lucho, lo que usted quiere hacer. Todo, lo de la

exposición y lo del libro –dijo Matilde–. Aunque yo no entiendo mucho de eso,

creo que a nadie se le ha ocurrido algo así. En lo que yo pueda, no es sino que

me diga. ¡Cómo no!

–Gracias, Matilde, qué gentileza, aunque podés llamarme Lucho, sin eso de se-

ñor ¿vale? Con más confianza… ¿Y estarías dispuesta para lo de mañana, para el

ensayo?

–Es lo que te estoy diciendo ¡claro que sí!

–Y que si tenés listo todo lo que te vas a quitar –dijo Rosario– Y de nuevo solta-

mos la carcajada.

–Bueno, entonces… ¡A brindar! –les dije yo.

Y acto seguido, una vez servidas todas las copas, al unísono exclamamos

–¡Salud!

Luego, un rato de esparcimiento, de chistes y de apodos, cosa, esta última, muy

frecuente en los burdeles y en general en todo sitio que concentra mucho perso-
nal en forma permanente, como las fábricas, entre los trabajadores y los cuarte-

les, entre la tropa. Allí me enteré de que a Rosario le decían ‘Nigeria’, a Julieta

‘La Gallodi'oro’, a Salomé ‘La llanera solitaria’ y a Matilde ya la tenían bautizada

como ‘La Pocahontas’.


5

PARÉNTESIS

¿Cómo fue que todo esto sucedió? Ni yo mismo lo sé muy bien. Lo único que po-

dría decir es que se fue formando. Día a día. Cada cosa era para mí, por lo tanto,

en la casi totalidad, no digamos que nueva, puesto que era a mí, la mayoría de

las veces, que se me ocurría. Pero sí inesperada, puesto que eran inesperadas las

circunstancias y los hechos que le daban origen. Como si no supiera de dónde

iban surgiendo.

Y no era la primera vez que yo entraba a un sitio como esos. En mi adolescencia,

cuando tenía 14 o 15 años, había ido con mi viejo a uno. Me había llevado para

que yo aprendiera los asuntos y las “lides” de la vida. Pero sólo había servido

para que la imagen de patriarca infalible que yo tenía de él se desplomara de

una manera desoladora. Ídolo con pies de barro. Muerte tardía del padre.

Me viene a la memoria lo que les sucede a esos dos personajes británicos en el

cuento de Rudyard Kipling, llevado al cine por John Huston, “El hombre que

pudo ser rey”. Ellos consiguen engañar a los nativos del reino de Kafiristán al

norte de la India haciéndose pasar por descendientes de Alejandro Magno.

Hasta lograr que sean reconocidos como dioses y uno de ellos es declarado so-

berano del reino. Pero cuando son descubiertos por los propios nativos, ente-

rándose de que no son descendientes de ningún Alejandro Magno y menos aún


dioses, sino simples mortales, es tan amarga su desilusión que uno de los im-

postores es decapitado y el otro, sin que llegue a morir, crucificado.

Y, mientras, la putita que mi propio padre había llamado y había hecho sentar a

mi lado, me hacía toda suerte de masajes y carantoñas, como si se tratara de

emplastos o antídotos contra la decepción.

En otra ocasión había ido a un prostíbulo de mediana categoría en mi ciudad

natal cuando era un estudiante de Literatura y necesitaba un “ejemplar” para la

elaboración de un relato, en aquella ocasión sí, como orientación (aunque no

oficial) del profesor de la asignatura de Composición en mis estudios de Litera-

tura. Pero no me fue nada bien con la tarea pues tomé a mi “heroína” como un

dechado de... vergüenzas, lacras, vilezas… como si se tratara de una ignominiosa

Caja de Pandora de carne y hueso, sin precisamente la esperanza. Y arruinando

así el relato al que convertía si me pongo a ver en una especie de “recetario de

ungüentos y cápsulas para afecciones morales contraídas en la práctica indiscri-

minada y consuetudinaria de la prostitución”.

Como si la vida no fuera ella misma una maestra autónoma y suficiente y necesi-

tara de un agente exterior que mediante opúsculos y catecismos, pedantes hasta

donde nomás, se ocupara de impartir, a granel y por doquier, toda suerte de

asignaturas con ínfulas correccionales y presunciones de clarividencia…

Pero esta experiencia fue, pese a lo negativa, o tal vez debido a ello, una buena

experiencia.
Porque años después, cuando de manera semejante yo fui aquel primer día a La

Conejita Rosa, con mi mochila de utensilios terciada y una bitácora para dibujos

bajo el brazo, con ese julepe nocturno tan tenaz y con la pretensión de persua-

dir, de conquistar de una bella modelo su conformidad, o, mejor aún, su com-

placencia, de posar desnuda para mí, sumido en la tarea de elaborar un puñado

de bocetos para una presentación de tipo académico, esa simpleza de asunto,

esa brisita –con el preámbulo de un intento fallido– se fue convirtiendo, casi sin

que me diera cuenta, en una ventisca o un ventarrón, con lo de la exposición. Y

el ventarrón en un tornado o un huracán, con lo del libro y el lanzamiento. Y el

huracán en un tsunami, con lo del encuentro nacional y el premio, que ya les

contaré. Así de simple.

Además, yo mismo era ya otra persona. Casi diametralmente opuesto, se podría

decir, a aquel moralista de mi temprana juventud dispuesto con furor, más que

a “desfacer agravios y a enderezar entuertos”, al decir del “caballero de la triste

figura”, a cercenar cabezas de toda suerte de pecadores con las palabras más

cortantes y afiladas que pudiera encontrar en los bastimentos y silos del lengua-

je. Sin capacidad alguna para entender la dimensión humana de todos los asun-

tos... humanos. Ya había hecho mías, por demás, a la manera de aquel sesudo y

melenudo revolucionario que conocemos, las palabras de Publio Terencio Afri-

cano “Soy humano y nada humano me es ajeno”.

Además, fluyó de manera asombrosa. Desde el primer instante. Desde el día en

que Julieta me dijo en la mesa en que la conocí “¿Vamos?”. Y yo fui tras ella por

las escaleras.

Y, desde entonces, todo fue. Todo siguió yendo.


Un asunto, además, que casi desde ese mismo momento, dejó de ser exclusiva-

mente mío. Porque Julieta se apropió de él y por eso conquistó a Rosario. Y,

cuando las dos se apropiaron de él, conquistaron con facilidad a Salomé. Y,

cuando las tres se apropiaron de él, convencieron sin ninguna dificultad a Matil-

de. Y… (sí, iba a decir “Y cuando las cuatro…” porque hay una quinta. Pero todo

a su debido tiempo. Por el momento, hablamos de cuatro). Y todo con el mismo

entusiasmo. Todas con el mismo entusiasmo. Fueron, de hecho, sin proponérse-

lo, el mejor equipo que yo pudiera haber deseado o contratado... con el que yo

pudiera haber soñado.

Pero lo que es prácticamente inconcebible, casi milagroso, es que estoy hablan-

do de unas mujeres elementales, jóvenes, humildes hasta donde no más, prácti-

camente a la deriva, sin cultura, sin educación, sin conocimientos, sin aspiracio-

nes. Encalladas en el arrecife de la prostitución. Con el solo conocimiento que

da la calle, que da el olvido, que da la orfandad.

Y estoy hablando, finalmente, de un burdel. De un lugar proscrito y confinado

por la sociedad. De una abominación y una vergüenza seculares de la humani-

dad. De un detritus anómalo de la sociedad burguesa.

Y sin embargo puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que nada de lo que

aquí surgió hubiera resultado si yo lo hubiera planificado o concebido con ante-

lación. Y no es que no planificara o programara en el camino, fechas, plazos, en-

sayos, etc. Pero éstas eran acciones obligadas y dictadas por una iniciativa de

naturaleza espontánea y colectiva, de un “proyecto no proyectado”.


Dije “casi” milagroso, porque no creo en los milagros, aunque no pueda evitar

preguntarme… Si esto no es un puto milagro, entonces…. ¡¿Qué lo es?!


6

EL ENSAYO

Así que el sábado fue el día del ensayo. Yo memoricé muy bien (con todo el es-

fuerzo del mundo, dada mi “prodigiosa” escasez de memoria que ustedes ya sa-

ben) los cuatro poemas del caso, cada uno de los cuales correspondía a una de

ellas. Lo que hicimos fue el montaje de un performance para cada uno de los

poemas. Hice para el caso un buen acopio de utilería.

Así, en la medida en que yo declamaba el poema, la del turno correspondiente

hacía el despliegue de su danza y su función, que debía reunir a la vez ritmo,

plasticidad y erotismo en reciprocidad y similitud con el ritmo y el erotismo del

mismo poema. Era por consiguiente para cada caso diferente. Cada uno de los

performances fue ensayado hasta tres veces para ajustar y corregir tal o cual de-

ficiencia. Fue una experiencia maravillosa, tanto para ellas como para mí y de la

cual aprendimos mucho.

Antes de seguir adelante, no está demás aquí aclarar que el tiempo empleado

por ellas fue, por mi parte, debidamente retribuido a cada una, como si se trata-

ra del mismo que empleaban con sus clientes en el burdel que, como ya se ha

aclarado, rebasaba el establecido por ley para el salario mínimo.


Cabe anotar que el desnudo –o la desnudez– no cumplía aquí el papel del espec-

táculo que con todo su boato y banalidad entrega el estriptis de los burdeles a la

avidez voyerista del público, con lo cual, lejos de promover el mismo erotismo,

lo socaba y lo contamina, prenda por prenda para el consumo mudo, aunque an-

sioso y aturdido de los espectadores.

Así que pasemos al primero, el soneto DELIRIO AFRICANO que dice:

Un rojo sacrificio que atestigua la luna,

mis genes africanos festejan con tambores,

colmillos que jadean en medio de temblores

y buscan en la noche su piel radiante y bruna.

En un lago escondido por la desierta duna

tras un ocaso agónico, vomitando fulgores,

mis anhelos aúllan semejando estertores

y dibujan su imagen desnuda en la laguna.

Y se desata entonces mi enfurecido ensueño

y la nostalgia hambrienta la convoca en un sueño

al que acude danzante sin vestimenta alguna.

Y son mi dulce entrada sus encantos sedeños

y son mi plato fuerte sus dulzuras sin dueño

y sus mieles, de postre, degusto una por una.


Aquí, en el momento en que empiezo yo a declamar, no hay nadie más en la pis-

ta, las luces están apagadas, lográndose una total oscuridad. Y justo en el mo-

mento en que yo pronuncio el verso y dibujan su imagen desnuda en la laguna,

uno de los focos se prende iluminando a Rosario que, desnuda, había tomado

posición mientras reinaba la oscuridad y ahora aparece sentada en medio de un

montón de cojines forrados con terciopelo azul para simbolizar la laguna men-

cionada en el verso. Seguidamente ella ejecuta una ráfaga de movimientos y

contorsiones con una sensualidad como sólo a ella le es dado hacer. Mientras yo

termino de declamar los versos restantes del soneto.

Todos los performances tienen en común el fondo acústico o sonoro de una ma-

rimba de chonta, un guasá y un tambor con temas diferentes, eso sí, que provi-

sionalmente se emite en el equipo de sonido del establecimiento. Para el lanza-

miento definitivo, ese sonido será interpretado por un magnífico grupo musical

femenino que yo logré gestionar, para la ocasión, en la Casa Departamental de

Cultura.

El siguiente poema es el que lleva por título EL INFIERNO NO ES COMO LO

PINTAN, que dice

¡Fuera las manos de mi amada,

sanguijuelas aladas!

¿No ven que está dormida?

¡Pacotillas edénicas y enteleridas!

¡Ojo, amor!
¡Te llevan a un lugar, infestado de nubes,

donde sólo florecen los bostezos y el tedio!

¡Al infinito y eterno… aburrimiento!

¡Nada que ver con el fuego

que te espera en mi lecho,

donde arderás de besos

y lo haré yo con los tuyos

que serán mi embeleso!

¿No escuchas el susurro de chispas

que abejorrea en tu oído?

¡Soy yo amor mío!

¡Deja ya de estar triste,

que vengo a tu aposento

con el tridente en ristre,

para ensartar con él

tu tristeza y tu hastío!

Y deja que la fiebre

(con sus sesenta grados,

que serán de tu agrado)

de mis cálidas frases te enardezca...

¡Que el infierno no es como lo pintan!


Aquí Salomé, llevando un velo muy transparente, aparece dormida sobre una

cama improvisada para la ocasión, mientras un par de adolescentes vestidas de

ángeles la toman de una de sus manos y con la mano libre señalan hacia arriba,

convidándola con gestos a levantarse para subir al cielo. Al mismo tiempo yo,

con un disfraz diabólico rojo, también mediante gestos y tomándola de la otra

mano se la disputo al par de ángeles e intento espantarlos, mientras declamo el

poema y ella se va despertando y aturdida se sienta en la cama sin saber a quién

o a quiénes prestarle atención. Este fue el performance quizá de mayor comple-

jidad dramática de todos los que finalmente montamos. Y, sin duda, el que pre-

sentó mayor dificultad de representación.

El siguiente es el poema, EVOCACIÓN EN DO MARRÓN, que dice

Hace días que emborrono tu recuerdo

en un cuaderno viejo, de papel a rayas,

con crayolas de todos los colores:

El castaño en la ruta

de tus bucles rebeldes

jugando con el viento

y el carmesí o el púrpura

repasando tus besos

en la blancura mustia del papel.

Un cónclave de siena, rosa y blanco


aprendió de memoria

los trigales dorados de tu piel

para buscar, rayando con ahínco,

hasta rasgar el lívido papel,

el erótico espectro de tu cuerpo:

el embrujo escarlata de tu boca

con su fulgor de visos plateados,

la dupla encarnecida de tus senos

y el tinte carmesí de sus botones,

el lunario matiz de tus caderas,

el rubio hechizo que en tu vientre anuncia

la venusina alquimia nacarada…

Y el misterio del ámbar de tus ojos,

que me hablaba, tal vez de tu tristeza,

quizá de tu partida,

lo dibujo y lo borro, lo dibujo y lo borro

y otra vez lo dibujo con un crayón marrón.

Para este caso Julieta aparece con un ropaje sencillo del que se va despojando

en la medida que transcurre mi declamación hasta llegar, en este caso sí, a la

desnudez total en el verso “la venusina alquimia nacarada”. Entre tanto yo

aparezco sentado en una mesa donde efectivamente con crayolas de colores

hago rayones sobre una hoja de papel mientras lo declamo. Aquí la iluminación

también es focal.
Como pueden apreciar, con todos estos montajes de escenografía ligera, lo que

yo pretendía del público masculino y, en la medida de lo posible, también del fe-

menino, era despertar la admiración y un deleite erótico no sólo de sus atributos

físicos. Emociones que van más allá (¿o más acá?) de la simple excitación ani-

mal y ese impetuoso morbo con que se acude a los burdeles (para no hablar del

patrocinio de la degradación carnal y moral que constituye en esencia la prosti-

tución), pero lo hacía, que es lo importante, sin concesiones a moralismo al-

guno, vale decir haciendo uso de todos los recursos posibles del erotismo y la

sensualidad.

Por otra parte, buscaba también, esta vez sí de todo el público por igual, desper-

tar un interés por los poemas y por lo tanto por el libro, conocedor como era de

las dificultades que tiene el mercado editorial. Y, hablando en plata blanca,

como se dice, el propósito de todo el espectáculo era que “Pétalos de piel”, final-

mente, se vendiera.

Pero yo tenía el reto de, con todo este montaje, dotar ese propósito comercial, de

todas formas necesario, de dignidad y sensibilización estética de la mano del

erotismo y el frenesí de los sentidos. Y para ello debía ¡he aquí el verdadero de-

safío! inundar, exorcizar y confinar a la postre, con el incienso del arte y la

poesía, el aire enrarecido y saturado de vicio de un burdel.

El siguiente y último poema de aquel ensayo fue LA ORACIÓN DEL AMANTE,

que dice así


Creo en el evangelio

carmesí o escarlata

o púrpura o granate,

que palpita en su boca,

o en la oración celeste

que se eleva en sus ojos,

–constelación de brillos que no siempre

titila en forma lícita–

Creo en su cabellera,

con su ofrenda de trenzas

y el consagrado hechizo que la vierte

en erógeno cauce hacia su pecho.

Creo en la providencia

de su piel cuando posa

su afable desnudez sobre mi lecho.

Creo en la epifanía

de su sensual sonrisa,

en la homilía de besos y caricias

y en la sacra solvencia

con que juntas consiguen

abatir sin remedio mi tristeza.

Y creo en la sensualísima trinidad


de sus hombros, sus brazos y su cuello

con su esplendor canela que hace juego

con sus mantas guajiras y su risa.

Y aquí Matilde se hace presente con una manta guajira, sandalias y trenzas

como dice el poema, más algunas prendas propias de las mujeres de su comuni-

dad, como un pectoral y un penacho de plumas vistosas, mientras yo aparezco

de rodillas sobre un reclinatorio improvisado para la ocasión y con los brazos

extendidos hacia arriba, “elevo” el poema hacia los cielos. Un solo con la marim-

ba de chonta se escucha de fondo, mientras tanto.

Con este ensayo, quedaba asegurada la presentación para el día del lanzamiento.

De mi parte restaba por elaborar un flyer o volante de invitación para ser difun-

dido por las redes sociales, así como una tarjeta de invitación impresa para ser

entregada físicamente a quienes más nos interesaba que asistieran, vale decir

los clientes del establecimiento, las diversas amistades de ellas y, de ser posible,

algunos parientes. En mi caso, los compañeros y compañeras de la Academia,

algunos profesores y también algunos parientes.

Tenía entre mis planes invitar personal de la prensa y de la radio y, de ser posi-

ble, también de la televisión para que se le hiciera un buen despliegue al aconte-

cimiento. La razón que me animaba a eso era muy simple: lo mío era una triple

transgresión. Caminando cierto es sobre las arenas movedizas de un erotismo

de tal cilindraje que podía, por desgracia, mimetizarse, a primera y somera vis-

ta, con la práctica sexual como valor de cambio, con su etiqueta de precio en el
mercado. Pero era justamente por eso que los medios de comunicación podían y

debían cumplir un importante papel esclarecedor y cultural, aparte de su poten-

cial publicitario. Dicho de otra manera, el arrojo transgresor de esta propuesta

tenía (así lo creía yo) pleno derecho a su Carta de ciudadanía. Los medios po-

dían hacer algo para que lo lograra. Y a eso había que sacarle provecho. En el

mejor sentido.

He dicho triple transgresión. Primero, porque el lanzamiento de un libro de

poesía erótica mediante unos “performances”, abierta y desafiantemente eróti-

cos, algunos con nudismo completo, hasta donde yo sé era algo totalmente iné-

dito, al menos en el ámbito nacional. Segundo, porque se hacía en un burdel, lo

cual desbordaba lo inédito hacia el dominio de lo extravagante. Y tercero, por-

que era un quebrantamiento, mediante un erotismo crudo pero limpio, a las “le-

yes” (lo cual es sólo un decir) que rigen la práctica degradante de la prostitución.

Era además un juego de transgresiones hecho en el territorio, en el reino mismo

de la prostitución, es decir, en la boca del lobo.

¡Qué boca ni qué cuentos!... ¡En el gaznate del lobo!

Todo parecía indicar, en resumidas cuentas, que estaba a punto de producir un

acontecimiento escandaloso, lo cual era algo de doble filo. O bien eso lograba

conquistar el gusto, o al menos la curiosidad del público de tal forma que el libro

fuera adquirido y conquistara lectores, cumpliendo así, al mismo tiempo, su co-

metido inmaterial, vale decir algún tipo de sensibilización hacia la poesía erótica

o, lo que es casi igual, hacia el lado poético del erotismo. O bien lo que eso logra-

ba era el rechazo de ese mismo público, con el consiguiente fracaso en ambos

propósitos.
Dicho de otra manera, estaba jugando con candela.

Por otra parte, yo había conseguido, a un precio a mi alcance, que un impresor

me publicara cien libros con tecnología láser sobre la base de un diseño y una

diagramación que yo mismo realicé en los programas adecuados para tal cues-

tión. Él me preguntó por curiosidad que cuántos libros aspiraba vender. Cuando

yo le contesté que unos sesenta él guardó silencio algo pensativo. Yo entonces le

dije “¿Por qué me pregunta?” y él me contestó “No lo tome a mal, pero me pare-

ce un poco desfasado, lo digo porque conozco algo sobre este tipo de eventos... y

cuando se venden cuarenta, eso es ya una buena venta... pero no tome muy en

serio lo que le estoy diciendo... no quiero echarle ‘sal’. A lo mejor lo logra...”

“Pierda cuidado” le dije.

Quienes me asesoraron de alguna u otra manera, en el proceso editorial del li-

bro, entre ellos un amigo editor que yo conocía en Cali y a quien había comenta-

do del proyecto, aseguraban en general que, aunque el libro era excelente, el

lanzamiento era algo de pronóstico reservado, pues nunca habían oído hablar de

algo que se le pareciera ¡ni siquiera de lejos! a lo que yo iba a hacer. Me decían

algunos, entre ellos mi amigo, que lo pensara muy bien y que si no estaba re-

con-tra-se-gu-ro de lo que pensaba hacer mejor desistiera, porque si no, el cos-

talazo iba a ser muy feo.

Pero yo puse oídos sordos a todos estos comentarios y consejos, por muy erudi-

tos que parecieran. Esto me lo dictaba la intuición. Y decidí sólo prestar aten-

ción a la convicción con que se habían expresado las cuatro “conejitas”, a la for-
ma tan incondicional de asumir tanto el procedimiento como el porvenir de am-

bos proyectos. Ellas me dieron la convicción y el coraje que se necesitaba para

ejecutarlos. Quizá sea difícil de creer, pero, si no hubiera sido por ellas, yo jamás

los hubiera siquiera acometido. Ésa es la verdad.


7

MATILDE

Antes de comenzar la sesión con Matilde, para los dibujos, que fue el viernes si-

guiente y con el cual dábamos cierre a estas sesiones, se acercó Julieta para ex-

presarme algo que le interesaba y preocupaba. El asunto era que había llegado

una chica nueva a La Conejita Rosa. Llevaba apenas tres semanas de haber lle-

gado y a ella le había parecido muy interesante, sobre todo por el aspecto, la

personalidad y la historia tan increíble, aunque muy triste que tenía, según lo

poco que le había contado. Me dijo que además ella misma, Rosita (como curio-

sa y cabalísticamente se llamaba), se había interesado muy vivamente por los

dos proyectos, tanto el de la exposición como el del lanzamiento del libro, cuan-

do se los había explicado y que estaba segura –le había dicho– de que ambos

tendrían mucho éxito… También me dijo que le había asegurado que estaba dis-

puesta a colaborar en lo que fuera necesario, con muchísimo gusto y que no ha-

bía preguntado por tarifas ni nada por el estilo.

Julieta por lo visto, se había tomado tan en serio el futuro de mi proyecto, espe-

cialmente el de la exposición, que ya hasta las indagaba. Me dijo que además era

muy hermosa y “de un tono de piel claro, casi blanco y pues, teniendo en cuenta

que faltaba todavía ese color, ese tono entre las elegidas, como nos has dicho, yo

pensé que te iba también a interesar. Seguro que te va a agradar muchísimo… sé


que eso cambia un poco tus planes, Lucho, pero me parece que vale la pena, yo

te lo aconsejo, sinceramente. Si querés yo la puedo citar para que… no sé, para

que simplemente la conozcás, y luego… luego vos mismo tomás la decisión ¿te

parece? Porque no es lo mismo que tomés una decisión conociéndola y escu-

chándola, que sin conocerla ¿No es así? En todo caso, es lo que yo te sugiero.

Vos me dirás…”

–Efectivamente sí. –le dije– Esto nos cambia un poco los planes porque yo ya

prácticamente daba por cerrado el ciclo de los dibujos. Pero también me estás

despertando a mí la… la duda… y hasta la curiosidad. Así que, pues, nada se

pierde con entrevistarla, tenés razón, antes se gana… ¿Me decís que también tie-

ne una historia interesante?

–Sí, –contestó ella– la historia que tiene es muy interesante y la está viviendo en

este momento, está viviendo las consecuencias, según me dijo. Ya te enterarás,

ya te darás cuenta… ¡Ah! Tiene tres hijos, no te lo había dicho, una niña y un par

de mellizos… o gemelos, no recuerdo muy bien.

–Entonces, si la podés citar para mañana mismo, ahí yo tomaré la decisión,

como bien has dicho… ¿Cómo dijiste que se llamaba, Rosa?

–Rosa María, pero todo el mundo la conoce como Rosita… Para qué horas que-

rés que la cite.

–No sé, también depende de ella. En realidad, depende más de ella, si tiene tres

hijos, como me has dicho, debe ser una mujer muy ocupada. Preguntale y me

decís ¿vale?
–Vale, le hablaré ahora mismo. Debe estar por acá. Si no, mañana la llamo –res-

pondió ella y tras despedirse me dejó con Matilde para que me ocupara de la se-

sión artística.

Matilde era la indígena del pequeño grupo. Más oscura que las dos mestizas,

pero bastante menos que Rosario era el puente entre unas y otra. O, para decirlo

en términos más poéticos, era el crepúsculo entre la tarde del mestizaje y la no-

che de la negritud.

Era, para mi gusto, la que poseía el cutis más atractivo de las seleccionadas. De

un tono otoñal canelo, sin la más ligera vellosidad incluso en las axilas. De esta-

tura promedio, algo delgada, bastante estilizada sin llegar a ser flaca, lo que era

poco común entre los miembros tanto femeninos como masculinos de las comu-

nidades indígenas de su región, cuya tendencia es a la baja estatura y en cierta

medida a la gordura. Entre otras cosas porque los patrones de belleza de algu-

nas de estas etnias difieren considerablemente de los patrones mestizos citadi-

nos y aún más de los patrones afros o mulatos.

Endomingada esta vez, para algunos bocetos, con una buena muestra de atuen-

dos indígenas que yo había llevado con ocasión del ensayo para el lanzamiento,

como brazaletes, pectorales, diademas con plumas y sandalias, pretendía hacer

destacar aún más, si aquello era posible, la belleza de su cuerpo y su rostro y el

tono de su piel.
Pertenecía a una de las comunidades indígenas que hay en el Amazonas. Se ha-

bía tenido que escapar de manera escondida, al igual que Salomé. Sólo que Ma-

tilde, de su comunidad (cuyo nombre ojalá nos sepan ustedes excusar por no po-

derlo revelar, pues es algo que ella nos ha pedido muy especialmente porque

teme represalias de distinta orden). De la misma manera que a las otras tres, la

lengua se le fue soltando poco a poco bajo el efecto inapelable de los rones.

Y también a ella la interrumpí en algunas ocasiones indicándole el cambio de

poses y ademanes, para obtener versatilidad en los bocetos ya fuese de su cuer-

po en plácido reposo o en sugestivos y atrevidos escorzos y utilizando también

una silla y en el caso de ella hasta una pequeña escalera portátil de biblioteca

que inexplicable pero providencialmente, porque nos vino al pelo, se hallaba

arrinconada en el closet de la habitación. Hubo una serie de dibujos con la esca-

lera que me dejaron a mí muy satisfecho por el conjunto increíble de escorzos de

su cuerpo subiendo los peldaños. Fue también, uno de ellos, parte de los dos que

le entregué a Matilde de conformidad con lo convenido.

–La verdad Lucho, me apena decirlo –comenzó diciendo–, pero es que yo fui,

hace algunos años, a la edad de catorce años, víctima de un engaño... O mi ma-

má más bien fue la engañada (mi papá no vivía con nosotras). Lo que pasó fue

que unos tipos muy amables y bien presentados... nos embobaron, sobre todo a

mi mamá, con un mercado que le llevaron en un canasto y le aseguraron a ella,

que yo era una niña muy especial, que tenía mucho futuro porque era inteligente

y de mucha presencia, dijeron y que ellos conocían la manera y no sé qué más

cosas y me podían ayudar... ¡Ah! Y ahora que recuerdo uno de ellos me dijo que

si le podía traer un vaso con agua, y mi mamá ahí mismo dijo ‘andá mija y les
traés dos vasos con agua a los señores. Y yo, claro, los fui a traer. En todo caso,

cuando llegué uno de ellos estaba diciendo ‘confíe en nosotros, señora, somos

gente de bien y somos profesionales muy capacitados’ o algo así recuerdo que le

decían, pero nosotras qué íbamos a saber que eso era parte de un engaño... de

una red o algo así... de eso que llaman... trata de no sé qué cosa… ¿de blancas?

Me parece… sí, trata de blancas…

–Trata de personas, es mejor decir –me permití corregirle, tratando de ilustrar-

la un poco al respecto–. Lo que sucede, querida Matilde, es que esa práctica as-

querosa de vender mujeres vulnerables para satisfacción sexual de soldados se

disparó mucho en las dos guerras mundiales del siglo pasado.

–¿Vulnerables? ¿Y eso qué significa?

–Perdón –me disculpé–, vulnerables, aplicado en este caso a las personas, quie-

re decir que son fáciles de engañar o de corromper por diversos motivos, como

por ejemplo la pobreza, la ignorancia, la falta de experiencia ¿si me hice enten-

der o te confundí más?

–No. Creo que sí te entendí –se apresuró a aclararme–. Según eso, mi mamá y

yo somos vulnerables. O al menos en ese momento éramos vulnerables ¿es así o

me equivoco?

–Creo que es así, linda –le dije con franqueza–. Aunque no estoy del todo segu-

ro con respecto a tu mami. Como vos misma has dicho, es imposible que ella,

con su edad y con su malicia, como no puede ser menos, siendo indígena, no

haya caído en cuenta de que la estaban timando con un mercado de víveres. En


cualquier caso, eso es algo por lo que no te debés culpar vos y ni siquiera tu ma-

dre misma, en el caso de que sea inocente, por supuesto, porque, al menos la po-

breza y la ignorancia, son o deberían ser responsabilidad del Estado. De los que

nos gobiernan…

“Pero volvamos al asunto. Como esa tal trata de personas era algo que sucedía

más que todo en Europa con mujeres, incluso niñas, de ese continente, por eso

tomó el nombre de “Trata de blancas”, porque allá la mayoría de la gente es de

raza blanca. Pero en la actualidad ese aberrante o maldito negocio, se ha exten-

dido por todo el mundo, y el término ya no sirve para referirse, por ejemplo, a

las mujeres africanas o asiáticas o mestizas, etc. ¿Me comprendés?

–Sí, creo que sí… Bueno, Trata de personas… el hecho es que convencieron a mi

mamá y ella dejó que me llevarán. Los bandidos esos me llevaron a Puerto Nari-

ño, a un bar muy grande que había a orillas del Amazonas. Al día siguiente me

explicaron que yo iba a pasar la noche con un turista extranjero muy importante

que tenía mucha “mosca” (así le llamaban ellos al dinero) y que era una de las

personas que iban a ayudar para que yo pudiera estudiar y conseguir un “came-

llo” (se referían a un trabajo) en un futuro muy próximo, que no me preocupara,

que eso era algo que sólo lo haría por un tiempo.

“Yo sí sospechaba desde un comienzo que estaba haciendo algo malo y que nos

habían engañado. Pero como mi mamá lo autorizó, eso fue lo que me confundió.

El hecho de que ella no sospechara siquiera de que me había entregado a una

red de esas, de trata de personas, me hizo confiar en ellos…


“Así que me siguieron entregando como si fuera… no sé… una muñeca, para que

pasara las noches o parte de las noches o hasta de día, porque a veces eran dos o

más los clientes, casi todos extranjeros, que ellos tenían y los cuales me obliga-

ban a hacerles todo lo que se les antojara, y a mí me daban cualquier migaja.

Con decirte que no me alcanzaba ni pa’ comprar un colorete, porque los que se

quedaban con toda la ‘mosca’ que pagaban los clientes ¡y pagaban más que bien!

eran los desgraciados esos que me aseguraban que la estaban ahorrando para

que yo pudiera ir ‘a estudiar y a trabajar, como Dios manda, tal como se lo diji-

mos a tu mamá’ recuerdo que me decían.

“El resto del tiempo, cuando no estaba con algún cliente me mantenía dentro de

ese bar y me tenían prohibido salir sola de allí. Pero a ese bar iba mucha gente,

casi todos narcotraficantes con mucha plata y sobre todo los fines de semana.

Pero era así también como se hacían los negocios para acordar el precio de lo

que las mujeres o niñas que allí estábamos valía. O, mejor dicho, lo que valía la

“montada” (así le llamaban al rato que íbamos a estar en la cama con los clien-

tes). En todo caso, aunque también me tenían prohibido tomar trago con la

clientela, empecé a conocer gente. Toda clase de gente… Por eso, como me utili-

zaban para esa vaina asquerosa, como vos decís, me tocó mentirle a todo el

mundo. Decía que yo era de una comunidad brasileña del Amazonas y hasta el

nombre me lo cambié. Y así estuve algunos meses. Mis taitas no volvieron a sa-

ber nada de mí.

“Hasta que un día un tipo que estaba metido en el narcotráfico, por lo que pude

entender, y manejaba mucho billete al que le gusté de inmediato (luego supe

que era guerrillero y según me di cuenta lo apreciaban y respetaban mucho en


ese lugar) empezó a ir con más frecuencia porque se compadeció de mí. O se

enamoró, tal vez.

–Es posible que se haya compadecido, no lo sé–le dije–, pero lo que sí es evi-

dente es que se enamoró de vos, no lo dudés.

–¿Eso crees? –prosiguió– En todo caso me empezó a molestar y a mí como que

me empezó a gustar, y la cosa es que a él sí me tocó contarle toditica la verdad,

con pelos y señales. Que a mí me habían sacado de mi casa llevándole a mi ma-

má hasta un mercado con víveres y prometiéndole que me llevarían a trabajar y

a estudiar y todo ese cuento.

“Ese tipo fue el que me abrió los ojos. Me dijo que allí lo que me estaban era ex -

plotando y engañando de la manera más sucia y que todo lo que me habían di-

cho esos cabrones era pura mentira, ‘física mierda’, fueron sus palabras… No sa-

bés, Lucho, lo bien que me sentaron las palabras de ese tipo. Y el tipo mismo. Y

eso que eran palabras muy crudas. O, mejor dicho, eso fue lo que me gustó, que

hablaba sin adornos. No sé, pero sentí que por fin alguien me comprendía. Y me

sentí sobre todo protegida.

Mientras tanto yo pensaba, cada vez con mayor convicción, que había una

verdad muy dolorosa escondida en todo este asunto. Algo que para mí ya re-

sultaba evidente, a pesar de que se ocultaba tras una capa de sentimientos mal

concebidos o apócrifos, como un amor maternal al que había que coger con

pinzas o incluso el amor propio mismo, “mi madre, mi propia madre (¿mi san-

ta madre?), no se dio cuenta y me entregó inocentemente a unos bandidos”.

“Perdón, jovencita, pero ella recibió el tal canasto con víveres ¿No es acaso eso
una venta? ¿un intercambio? Y yo estoy por creer que ella recibió algo más.

Algo que te ocultó. Y sucedió cuando te mandó por los vasos con agua. Eso es lo

que pienso” “Bueno, pero, si es así, al menos no fue por un simple canasto de

víveres ¿no?” “Una hija o un hijo, jovencita, no tienen precio para una madre

que se respete; es igual por lo tanto que haya sido por un canasto o por un con-

tainer” Pero la verdad es que no pasé de sólo pensar eso. Jamás se lo dije. Al

menos claramente…

Me lo reprochan ustedes ¿no es así?

“La cosa es que el tipo me preguntó en una de esas –continuó ella–, un sábado

al amanecer ‘¿Te gustaría salir de aquí, conmigo?’ y yo de inmediato le dije ‘¡sí,

sí, claro que sí! pero… ¿cómo sé que no me está engañando?’ y él entonces dijo

‘¡Ay mi pobre niña! Ya no confía en nadie ¿cierto? No. ¡Cómo se le ocurre que yo

la voy a engañar! Pero no llore ¿por qué está llorando?’ me preguntó, y yo le

contesté ‘es que tengo miedo’ a lo que él, ya como perdiendo la paciencia llega y

me dice ‘pero entonces, qué es lo que quiere ¿seguir aquí?’ y yo, en seguida le

volví a contestar ‘¡no, no! ¡por favor!... ¡Quiero irme con usted! ¡Lléveme con us-

ted!… ¡Lléveme con usted! …

“Cuando le pregunté que cuándo iba a ser la cosa, me dijo ‘No sé si hoy se pue-

da, por los guardas, pero en todo caso aliste sus cosas ¿son muchas? ¿dónde las

tiene?’ ‘no son muchas… en mi habitación’ le dije, ‘vaya las alista y baja, pero to-

davía no las traiga con usted, me dijo él, de nuevo… voy a ver cómo está el asun-

to’…
“Mientras yo alistaba mi mochila él había bajado hasta la portería y les había di-

cho a los guardas que necesitaba hablar con Arcesio, uno de los dueños, pero

uno de ellos le había dicho que en ese momento no estaba ninguno de los due -

ños y que estaba muy tarde para llamarlos pero que qué se le ofrecía y él les ha-

bía dicho que necesitaba salir ese fin de semana conmigo, que él dejaba algo

más de lo que correspondía, es decir $900.000, lo cual era bastante más de lo

que correspondía pues por una sola noche se pagaban allí $300.000. Y a los ti-

pos cuando habían visto todo ese platal junto se les habían abierto los ojos y el

mismo guarda le había dicho “pero no se preocupe don Mateo que con usted no

hay problema ¿cierto Toño?” y el otro que seguía lelo mirando el billetal había

contestado “ningún problema, claro que no, don Mateo”. “Bueno, aquí tienen

para sus cigarrillos” les estaba diciendo él en el momento en que yo bajaba sin la

mochila, como me había dicho y les estaba calentando la mano a cada uno, con

un billete de $50.000. Luego, dirigiéndose a mí, me dijo “vaya entonces por sus

cosas, jovencita” y yo lo hice de inmediato... Cuando bajé con la mochila repleta,

dijo él disimulando (porque era muy astuto) “¡qué tanto es lo que lleva allí!” Y

ellos cayeron en la trampa, porque uno de los dos dijo “Todas las mujeres son

iguales, don Mateo ¡complicadísimas!” y el otro le completó “Ahí están pintadas,

don Mateo ¡Póngale la firma!”...

“Y fue así como salimos y yo me pude liberar de ese hueco. Yo no lo podía creer

y menos que hubiera sido tan sencillo, tan rápido, yo bailaba en una pata de la

dicha. Creo que la cosa fue posible porque a él le tenían mucho respeto y hasta

miedo, porque allí debían saber que él era guerrillero y además comandante de

un frente, como supe después…


–Bueno –le completé yo–, y porque les dejó una buena cantidad y les calentó la

manito como bien lo has dicho. La plata todo lo puede, mi niña…

–Claro que sí –confirmó ella–. Eso también. Aunque falta saber si a los dueños

les habrá gustado el asunto. Nunca lo supimos porque Mateo (así se llamaba, te

lo había dicho ¿no?) jamás volvió por esos lados. ¡Qué iba a volver! Mejor dicho,

no pudo, como ya lo verás…

“De todas maneras, cuando salimos de allí, yo le pregunté que a dónde íbamos y

él, a su vez me preguntó que adónde me gustaría ir. Yo le dije que quería ir a vi-

sitar a mi mamá, que, aunque fuera a saludarla nomás, porque no había vuelto a

saber nada de ella desde que fui a dar a ese hueco y de eso hacía ya seis meses.

Él me dijo que no había problema, pero que no nos podíamos demorar mucho

porque tenía algo que hacer urgente en el Departamento del Cauca. Yo le con-

testé que no había problema…

“Así que eso hicimos y al final nos quedamos tres días porque a mi mamá le cayó

muy bien Mateo, una vez que yo le conté todo lo que me había pasado y pues,

creo que se sentía muy agradecida de haberme abierto los ojos y sobre todo de

haberme sacado de semejante olla. A mí me gustó mucho que Mateo hubiera

aceptado la invitación, a pesar de la urgencia que tenía, aunque yo no tenía ni

idea de que era lo que tenía pendiente y no le quise preguntar, pero la verdad es

que sentía curiosidad. Simplemente él hizo una llamada a no sé quién explican-

do que se le había presentado un incidente que le impedía viajar pero que lo es-

peraran para la ‘pachanga’. Que no se preocuparan por el retraso porque él ya


tenía el asunto coordinado con don Heliodoro (o algo así) el dueño de la música,

que ellos ya sabían y que además faltaban los tamales y no sé qué cosas más que

no me acuerdo... Todo lo que él hablaba por teléfono, Lucho, era así, como dis-

frazado, a todo le tenía un nombre distinto.

–Claro que tenía que hablar en clave –le dije–. Ya me imagino la tal “pachanga”,

el tal “Heliodoro” y los tales “tamales”.

“Ya verás como fue la “pachanga” –continuó ella–. Ni te imaginás. Al tercer día,

en todo caso, muy temprano nos despedimos de mi mamá y él tuvo el detalle,

cuando le estrechó la mano, de dejarle en el apretón una pequeña colaboración

que consistía en $200.000 que mi mamá no le quería recibir, aunque yo creo

que disimulando... pero él le dijo que si no se los recibía él no podía volver a visi-

tarla. Así que mi mamá... no tuvo más remedio.

“Pero mi historia tiene un mal final, Lucho. Cuando llegamos al Cauca, un día

sábado, él me llevó a un campamento que el grupo guerrillero para el que traba -

jaba tenía en el monte, ya casi de noche. Allí, cuando me vieron con él, le hacían

chanzas, le decían “con que ése era el inconveniente ¿no, comandante?” pero él

les explicó diciendo que quien había tenido un inconveniente médico había sido

mi mamá y que a él le había tocado quedarse un par de días en Leticia para solu -

cionarlo. Hablaron de que la operación había quedado para el lunes próximo,

para poder contar con su presencia.

“Ese día él me dijo que yo debía esperar allí en el campamento, que él regresaría

por la tarde o, a más tardar, al día siguiente pero que con seguridad volvería.

Que no me decía a donde iba porque era mejor que no lo supiera, por mi propia
seguridad y la de ellos, aunque yo después supe que la famosa “pachanga” era en

Cali. También me dijo que le guardara un dinero que me entregó en un sobre y

me recomendó que lo guardara muy bien. Eran $2.500.000...

“Bueno, para resumir lo que pasó, el asunto es que Mateo no regresó esa tarde,

ni al otro día, ni al siguiente. No regresó nunca. Al tercer día o sea el miércoles

Cristina, una de las compañeras de ese campamento, me informó que a Mateo lo

habían dado de baja. Me dijo llorando que, tanto a Mateo como al compañero de

ella, junto con otros once, habían sido emboscados y acribillados en una man-

guala entre soldados y paramilitares y que la operación había sido un completo

fracaso. Una tragedia.

“Me explicó que ellos estaban haciendo un trabajo para el cartel de Medellín que

consistía en el secuestro de un hacendado mafioso del cartel de Cali. Pero que

como estos tenían comprada prácticamente a toda la policía, y ellos al parecer se

habían confiado porque supuestamente el cartel de Medellín los tenía compra-

dos con un buen billete, pue ahí había sido la falla. Mejor dicho, el tiro dizque

les había salido por la culata, como se dice. Me dijo también que de los doce se

habían logrado escapar cinco, uno de ellos muy malherido. Que siete de ellos ha-

bían perdido la vida.

Esta breve pasaje, Matilde dejaba ver en pequeña escala y sin saberlo, el grado

de penetración que el narcotráfico llegó a alcanzar en el movimiento insurgen-

te colombiano. Hasta tal punto que terminaron siendo apéndices de los carte-

les colombianos. Grupos que so pretexto de conseguir recursos para la lucha

armada hicieron una rápida metamorfosis de grupos de autodefensa de cam-


pesinos pobres (como nacieron en su gran mayoría) a grupos narcotrafican-

tes, terroristas y delincuenciales. Toda una regresión. Y un degenero.

“Ella me dijo también –continuó diciendo– que lo que me aconsejaba era que

me escapara de allí con ella, porque ellos, sobre todos los comandantes, eran

gente muy desconfiada y tenían la sospecha de que alguien los había delatado y

por eso había fracasado la operación. Que ella estaba prácticamente en la misma

situación, aunque llevaba allí casi seis meses y que de todas maneras ella ya te-

nía un plan para escapar al día siguiente por la mañana con la ayuda de uno de

los guardias nocturnos que tenían en el frente, pero que el problema era que por

esa vuelta el tipo le exigía un millón y medio de pesos porque para él era muy

peligroso, que incluso se estaba jugando el pellejo y que lo malo era que ella sólo

tenía $800.000 disponibles porque no le podía dar todo lo que ella tenía porque

debía dejar algo para el viaje. Entonces yo le dije que sí, que me iría con ella,

donde ella quisiera y que yo incluso le podía completar lo que faltaba, pero que

por qué no esperábamos siquiera un día más porque yo tenía el pálpito de que

Mateo estaba entre los cinco que se habían escapado. Ella me dijo que qué bue-

no lo del dinero, que eso la tranquilizaba pero que no me hiciera ilusiones con lo

de Mateo, porque si así fuera, si él estuviera con vida, ella ya lo sabría, que deja-

ra de ser tan ilusa y que entre más rápido saliéramos de ese hueco, tanto mejor.

Pero yo le insistí, le dije que él me había asegurado y recontra asegurado que

volvería y que él nunca me había fallado. Pero ella también me replicó, me dijo

que él, Mateo, podía ser el tipo más cumplido y puntual del mundo, pero, si es-

taba muerto ¿cómo diablos iba a hacer pa’ cumplir? Y yo, una vez más le insistí

“Claro, Cristina, pero ¿y si está vivo?”


“El hecho es que al final la convencí, me dijo que estaba bien, que lo hacía para

que yo mismita me diera cuenta de lo equivocada que estaba, que con mi terque-

dad nadie podía y que ojalá no fuera un error lo que estaba haciendo, pero eso

sí, que debíamos salir a las tres de la mañana de los dos días siguientes, o sea el

viernes a la madrugada, que ella en ese mismo momento iba a ir donde el com-

pinche centinela y que de una vez le iba entregar el billete que le estaba pidien-

do. Yo sin embargo le dije que si no estaba siendo demasiado confiada, que si no

era mejor que no le diera todo de una vez y que le explicara que estaba tratando

de conseguir el resto para entregárselo el mismo sábado. Eso sí que le asegurara

que ella se comprometía a conseguir el resto y que, si no era así, él tenía el dere-

cho a deshacer el trato. Me dijo que yo tenía razón, que qué astucia la mía y que

dónde había aprendido a ser tan desconfiada. Le dije que con todas las que me

habían pasado, no daba pa’ más y que no se olvidara que yo era indígena. Y en-

tonces ella dijo ‘Claro ¡cómo no se me ocurrió antes! ¡Eso es la purita malicia in-

dígena!’. Luego me preguntó que, si yo tenía donde ir y yo le dije que no, que te-

nía a mi mamá en Leticia pero que no quería volver por allá. Entonces ella me

dijo ‘¿y no te llama la atención Cali?’ le dije que no conocía y ella me dijo que co-

nocía muy bien porque en una ocasión había trabajado en la prostitución en un

sitio que se llamaba...

–La Conejita Rosa –le completé yo– ¿no es así?

–Exacto. Y lo mejor del cuento es que Cristina, mi compañera del campamento,

también se encuentra aquí...

–Qué paradoja –le dije yo–, mirá que siguen siendo compañeras. Allá en un

campamento guerrillero, acá en un burdel...


–¿Paradoja? –me preguntó– ¡y eso qué es!

–Se dice paradoja, corazón, cuando las coincidencias, en este caso que sean

compañeras, lo son por razones contradictorias, que no coinciden, que no enca-

jan la una con la otra. Bueno, yo pienso que un movimiento como el de la guerri-

lla debería de estar totalmente en contra de la prostitución... ¿Me hice entender

o te dejé más confundida?

–Creo que te entendí... No conocía esa palabra. Lo que no entiendo es porqué un

guerrillero tiene que estar obligatoriamente en contra de la prostitución.

–Bueno, por lo que yo entiendo –le dije– ellos combaten el sistema capitalista

en el que vivimos. El capitalismo es un sistema en el que la riqueza de todos los

bienes y servicios se obtiene mediante la explotación de unos –los trabajadores

que sólo reciben un salario por su jornada de trabajo–, por otros –los dueños de

la capital, de los bancos y de las fábricas– . Pues bien, en este sistema todo lo

que produzca ganancias se convierte en mercancía y una de esas cosas es el

cuerpo humano, especialmente el de la mujer. A este sistema por lo tanto le con-

viene la prostitución y la trata de personas, porque da ganancias ¡comprendes?

En pocas palabras las guerrillas, se supone que combaten todas las injusticias y

males que produce o se dan bajo este sistema. Y la prostitución es uno de esos

males. Y es uno de esos males, repito, porque es una forma de comercio con el

cuerpo y con el sexo. El capitalismo, como su nombre lo da a entender, es todo

lo que produzca capital, ganancias. Es lo único que a los capitalistas les interesa.

Por eso todo lo que puede lo convierte en mercancía, en cosas que se cambian

por dinero, porque es vendiendo mercancías como se obtienen ganancias, que es

como decir, capital ¿Me comprendes?... Por esa razón, al convertirlo en una
mercancía, envilece y degrada el sexo y lo que es más grava degrada a quienes lo

ejercen, que en su inmensa mayoría son mujeres. En otras palabras, para que

me entendás, mujer, se caga en todo lo que pueda producirle alguna ganancia, si

es del caso hasta en el amor ¿De acuerdo?... Bueno, sólo te estoy dando mi opi-

nión.

–Sí, creo que algo te entiendo. No mucho pero, algo. Lo que sucede es que ese es

un tema nuevo para mí.

–Lo sé, mujer –le dije–, y el tema es algo pesado hasta para mí. Sólo espero no

haberte dejado más confundida.

–No, eso sí que no –me dijo–. Al contrario, yo sin saber nada de eso, más o me -

nos te entendí.

–Qué bien –le dije–, eso me parece muy bien. Okay, mi niña, creo que ha sido

todo por hoy... Aquí está lo tuyo, –dije entregándole los $200.000 que les esta-

ba pagando a todas– ¿te parece bien así?

–¡Claro que sí! incluso es más de lo que yo cobro aquí...

–Sólo que yo te pago por algo muy diferente –le dije–, no te estoy juzgando,

pero yo por lo que ustedes hacen aquí, no le pagaría nada a nadie...

–Sería una... ¿paradoja? –me preguntó.

–¡Exacto! –le respondí– ¡cómo aprendés de rápido, mujer!... Escuchame, nece-

sito hablar con Julieta, ¿creés que está por acá?


–Si te parece, la puedo buscar.

–Vale. Yo espero aquí con el ron... Todavía queda un poco.

Cuando Matilde regresó con Julieta, venía con ella una chica que yo no conocía.

Supuse de inmediato que era Rosa María. Era más bonita de lo que me había

imaginado.

–Hola, Lucho, –dijo Julieta– ella es Rosita.

–Hola, Rosita, un placer conocerte –dije yo.

–El placer es mío, Lucho. –dijo ella– Es como si ya te conociera. Con todo lo que

me han hablado ellas de vos...

De inmediato me di cuenta de que era caleña y no sólo por el acento. También

porque de todas ellas fue la primera en comenzar tratándome de “vos”, de la

manera más natural. Y el voceo es algo típicamente caleño. Aunque en realidad

de todo el Suroccidente colombiano hasta incluir Antioquia. Es por lo tanto pro-

pio también de la cultura paisa.

–¿De veras? –dije yo– ¿Y sí te han hablado bien de mí, estas muchachas? Y an -

tes de que Rosita contestara, Julieta comenzó con sus bromas...

–¿Yo? ¡de ninguna manera!

–¡Yo tampoco! –la secundó Matilde– Y soltaron la risa.

–¡Cómo te molestan, Lucho! –dijo Rosita– Eso es porque te quieren.


En esas llegaron Rosario y Salomé. Así que, después de los saludos, les propuse

un brindis. Pero en esta ocasión las invité a que brindaran conmigo por la nueva

integrante del grupo y por el grupo mismo. Así que, levantando mi copa y espe-

rando que todas lo hicieran, entoné mi “¡Salud!”. Y todas corearon al unísono

“¡Salud!”.

Lo que a continuación se hizo fue hablarle a Rosita, tanto de la sesión de dibujo

como del libro, el lanzamiento y el ensayo del performance, cosas en las que, de

conformidad con su espíritu entusiasta, se mostró muy complacida de partici-

par. Se convino también con ella la sesión de dibujo para la semana siguiente y

la del performance para el día siguiente.


8

ROSITA

Y hablando de paradojas miren ustedes ésta. Rosita, a quien por poco rechazo

para las sesiones de dibujo y en consecuencia para los performances, por “sobre-

cupo” resultó ser a la postre no sólo la más especial de todas ellas, sino –excep -

tuando a Amaranta de la que ya les hablaré– una de las personas más excepcio-

nales e inolvidables que yo he conocido hasta la fecha en que escribo este relato,

a mis 27 años ya cumplidos.

Era ella una mujer entusiasta, como Julieta, y mucho más sociable que cualquie-

ra de ellas. Así que fue una pieza que encajó a la perfección casi desde el primer

momento en el grupo y en sus actividades. Con ella realicé también unos 16 bo-

cetos. Estuvo muy dispuesta para las poses y demás. Para tal fin utilicé también

la escalera portátil que yo previamente le había dicho a Matilde que me consi-

guiera.

Cuando me comentó que ellas le habían hablado de las narraciones le dije lo

mismo que les había dicho a las otras, que eso no era ninguna exigencia, sino

algo totalmente voluntario y que no sería grabado ni nada por el estilo porque

no lo pretendía publicar. “No tengo inconveniente si lo querés publicar” fue su

respuesta.
Rosita tenía una piel rosada, levemente veteada de pecas nacaradas, en algunas

partes más que en otras, por ejemplo, en los brazos, los hombros y sobre todo en

la cara, muy especialmente en las mejillas. Lo que le daba un particular encanto

a su rostro de ojos grandes y vivaces, muy expresivos. Se podría decir que real-

mente hablaba con ellos.

Una de las primeras cosas que me manifestó fue su gusto por la poesía, debido a

que a su tía Mercedes y a Federico (uno de sus hermanos) les fascinaba y se la

habían inculcado desde muy niña. Hasta tal punto que se sabía algunos de me-

moria, como El renacuajo paseador y El gato bandido de Rafael Pombo, La pe-

rrilla de José Manuel Marroquín, Sonatina de Rubén Darío y La casada infiel

de Federico García Lorca.

Por eso no puedo ocultar cuánto me llegó a intrigar, e incluso turbar, el hecho de

que una mujer como ella, con su dulzura, con su sensibilidad y hasta con su cul-

tura y nivel social pudiera haber descendido a los abismos en que ahora se en-

contraba. Créanme, eso era algo de verdad estremecedor.

También me dijo, antes de comenzar su relato, que le había comentado a su tía

Mercedes, que convivía con ellos (con Rosita, sus hijos y su madre), tanto de mí

como de mis proyectos y que estaba fascinada y quería conocerme y que si yo la

invitaba al lanzamiento del libro asistiría encantada. Yo, como supondrán, le

dije que también me gustaría conocerla y que, por supuesto, desde ya estaba in-

vitada. Su tía, me dijo, era una mujer de avanzada edad, pero de espíritu alegre,

juvenil y de una personalidad encantadora, con una charla amena y jocosa que

lo podía tener a uno lelo y divertido horas enteras con sus ocurrencias, no sólo

por el humor sino también por su inteligencia.


Al final le dije que ya tenía impaciencia yo por conocerla cuanto antes. “Pues,

entonces tenés que ir a visitarme cuanto antes” fue su respuesta...

Sobra decir que con ella llevé a cabo todo el ritual de poses, escorzos, expresio-

nes y gestos –cama y sillón incluidos– que había llevado con las otras cuatro,

mientras vertía, vehemente y profusa, su apabullante historia.

–Por supuesto que me gustaría mucho contarte mi historia, Lucho, y además lo

necesito, pero... Ni sé por dónde empezar...

–Por donde querás, Rosita, estará bien… Lo que realmente querás darme a co-

nocer.

–De acuerdo. Comenzaré por el principio. Es lo lógico ¿no? A ver, yo soy hija de

un matrimonio que, desde que se contrajo, hace más de 60 años, comenzó con el

propósito, especialmente de mi padre, de tener una niña. No fue así con el pri-

mero. Entonces, se encomendaron a Dios para que el segundo lo fuera, pero

tampoco lo fue. Y lo mismo sucedió con el tercero y con el cuarto y así sucesiva-

mente. De tal manera que cada que nacía un nuevo varoncito comenzaron a ver-

lo como una desgracia o como un castigo de Dios y se culpaban por la falta de fe.

Aunque para ser justos era más mi papá quien culpaba a mi mamá por falta de

fe y le exigía, cada vez más, una mayor colaboración y empeño ¿Ah, Lucho? ¿Lo

podés creer? Le decía que se concentrara… Yo me imagino que mientras le echa-

ba un polvo. (risas)

–Jejeje Eso te iba a decir, –le contesté yo– es de no creer.


–Pues así fue –continuó–. ¿Pero sabés cuántos varoncitos llegó a parir mi ma-

má antes de que yo naciera?... ¡dieciséis, Lucho! Yo fui criada en medio de dieci-

séis güevones (bueno en realidad fue en medio de quince porque hubo uno que

murió algunos años antes de que yo naciera) que chillaban, se insultaban, se pe-

leaban, así que ya te imaginarás cómo fue eso. O, mejor dicho, no imaginás có-

mo fue eso. Para papá yo era la bendición del Señor y era por lo tanto intocable.

No consentía nada conmigo. Por esta razón prácticamente todos ellos me cogie-

ron bronca, fastidio... Algunos hasta me odiaban. Yo no los culpo ¿sabés? Yo hoy

me pongo a ver y mi papá prácticamente los humillaba ante mí con su pendeja-

da.

“Bueno, y la otra cuestión es que a mí toda esa manera de criarme y de consen -

tirme me volvió un parásito, una inútil. Eso es algo que yo no puedo negar. No

me gano nada con eso. Porque yo era para ellos, pero sobre todo para papá, una

porcelana, un peluche. Y mirá cómo son las cosas de este mundo, Lucho, pero,

sobre todo, cómo es el amor... Porque mi padre, la persona que más me quiso a

mí en la vida, fue también sin proponérselo la que más daño me hizo. Yo nunca,

lo que se dice nunca, aprendí a hacer nada, pero lo que se dice nada, nada, en

esta vida. En resumidas cuentas, Lucho, no me prepararon para la vida. Siempre

fui una persona dependiente y mantenida ¿Te das cuenta? Para qué voy a negar

yo eso.

“Así las cosas, cuando tenía 17 años conocí al hombre de mis sueños. O eso creí

entonces. El hecho es que me enamoré de él, con alma, vida y sombrero, como

se dice. Joaquín (como se llamaba), era un hombre robusto, algo brusco, de voz
gruesa, muy trabajador, de profesión marquetero. Aunque le gustaba demasiado

la bebida y, como suele decirse, no era de ‘buenos tragos’.

“A los pocos meses de casados tuvimos nuestro primer hijo y fue una niña. Le

pusimos por nombre Lucero. Y de nuevo, a los tres años, quedé embarazada y en

esta ocasión de mellizos. Cuando cumplieron el primer año de haber nacido, hi-

cimos una celebración con nuestras amistades. Esa celebración la habíamos he-

cho también en el primer año de la niña. El combo de amigas mías estaba con-

formado por tres compañeras de bachillerato y dos vecinas, pero éramos insepa-

rables. Los amigos de Joaquín eran dos viejos amigos de colegio y un ayudante

de la marquetería.

“El cuento viene, Lucho, a que, en esa ocasión, al cabo de algunas horas de jol-

gorio, y trago va, trago viene, como comprenderás, yo, con mi responsabilidad

maternal, me retiré de la reunión. Todos los demás siguieron festejando.

“Pero los invitados empezaron también a retirarse a medida que transcurría el

festejo, en parte por la hora, en parte también porque ya habían bebido dema-

siado. Al final, de todos ellos, había quedado sólo Rebeca (una de las dos vecinas

que además era mi mejor amiga) con mi exmarido.

“No me vas a creer, Lucho, lo que pasó a continuación. El asunto es que yo, a

esas alturas, percibí unos ruidos, como gemidos, casi gritos, que me hicieron

pensar lo peor. Entonces me levanté, como alma que lleva el diablo, y ¿qué es-

pectáculo presencian mis ojos desorbitados? Pues a este par de gonorreas, per-

doname la expresión, pero es que no se merecen otra, ¡follando en el sofá de la

sala de mi casa!... ¿Podés creerlo, Lucho?


–De no creer Rosita–le dije–. Verdaderamente, de no creer. Y no quiero imagi-

nar tu ira y tu decepción...

–Yo empecé a gritarles como loca –continuó ella su relato– que ambos eran un

par de hijueputas; a mi amiga, que era una perra sucia y traicionera y a ambos

que se desaparecieran ya mismo de mi presencia, que mi casa era un lugar res-

petable, no como para que un par de marranos la vinieran a ensuciar con sus pe-

zuñas y que se fueran a revolcar ya mismo a los infiernos “¡pero ya, ya, ya!”, les

gritaba. Para entonces mi mamá ya había bajado de la segunda planta para ver

cuál era la pelotera.

“Ellos dos, en medio de su borrachera y aturdidos por mis gritos y como sin dar-

se cuenta de lo que estaba pasando, se arreglaron como pudieron sus chiros y se

dirigieron a la salida. Yo me adelanté a abrirles la puerta y cuando estuvieron

afuera lo último que les dije, a todo pulmón como para que los vecinos oyeran,

fue ‘¡Y aquí no vuelven más, par de gonorreas!... ¡Nunca más!’ y en seguida les di

un portazo con furia y pasé el seguro. A continuación, me dejé caer en una silla y

me solté a llorar...

–Muy lamentable, Rosita–le dije–, todo por lo que has pasado...

–Yo lamento mucho contarte todo esto, pero necesitaba comentárselo a alguien

como vos, Lucho.

–Pues, si eso te alivia, continuá… Soy todo oídos...

–Gracias, Lucho. En ese momento mi mamá, que por lo visto había escuchado

todo, hizo un comentario que fue como el remate a mi desolación. “Eso fue cues-
tión de tragos mijita. Mañana todo pasará. Hay que empezar a echarle tierra al

asunto”, “¿Y mi dignidad –le contesté yo, con mis ojos inundados de rabia–

dónde queda mi dignidad?” A lo que ella me respondió “De dignidad nadie vive,

mi amor, métete eso en la cabeza”.

“Te cuento que ese comentario Lucho, hecho por la persona que me trajo a este

mundo y que se supone debía enseñarme la dignidad ¡sobre todo en ese mo-

mento! lo que hizo fue hundirme en la desesperación. Y me sentí sola, absoluta-

mente sola en este mundo.... Dos de las personas que yo más quería en este pe-

rro mundo me acababan de traicionar y mi madre, mi propia madre, pretendía

tapar toda la mierda con mi dignidad, como si tal cosa...

–Me has dejado si palabras, Rosita. –le dije yo– Pero no, miento. Sí hay algo

que quiero decirte... Y es que podés contar conmigo “pa' las que sea”, como dice

Julieta. No volverás a estar sola de ninguna manera. Lo prometo.

En ese momento me levanté y le ofrecí mis brazos como un gesto de solidaridad

que ella aceptó respondiendo al abrazo y reclinado su cabeza sobre mi pecho,

Acto seguido serví dos copas y la invité a que brindáramos por nuestra amistad.

A continuación, chocamos las copas y “¡Salud!” dijimos al unísono. Entonces,

ella continuó...

–Sólo falta el final de esta historia tan larga... Si te estoy aburriendo me decís

¿vale?

–Cómo se te ocurre que me vas a aburrir. De ninguna manera. Acordate de lo

que te acabo de decir: No estás sola...


–Gracias, Luchito. Bueno, lo que siguió a continuación fue que yo le dije a mi

mamá que de ninguna manera iba a perdonar a Joaquín la canallada que acaba-

ba de hacer con mi, hasta ese momento, mejor amiga. Entonces mi mamá me

salió con lo peor de todo lo que faltaba: “¿Y el dinero que cuesta mantener tres

bocas, de dónde va a salir?” Lucho, mi mamá es una persona que recibe la renta

de cuatro apartamentos, tres apartaestudios y un garaje que mi padre, alma

bendita, nos dejó al morir. A ella el dinero le sobra porque todos sus dieciséis hi-

jos trabajan y en realidad no lo necesitan. Otra cosa es que algunos, los más pí-

caros, aprovechen para estarle ordeñando el maldito billete con toda clase de ar-

timañas y chantajes.

“En cualquier caso ¿no se supone que hay prioridades? ¿No es acaso lo primero

una hija que acaba de ser traicionada por su marido y que la deja con tres hijos?

Una hija, además, sin ninguna profesión, escasamente con el bachillerato, por-

que a ellos mismos, a mis padres, no les pareció que su ‘niña’ debería estudiar

nada... ¿No creés, Lucho, que una madre que no le da la mano a su hija y a sus

nietos en una situación como esa, carece de corazón?

–Pero por supuesto que tenés razón, Rosita. Eso que me estás contando es la

peor bellaquería, la peor vileza, por parte de una madre. Otra cosa que no cabe

en la cabeza... De nadie.

–Pero todo fue así, tal como te lo he contado. Mi mamá es un ser ruin y avarien -

to. Y ella es la causa de que yo ande en éstas, Lucho, consiguiendo el dinero para

mis hijos, como cualquier fufurufa...


–¿Y tu mamá lo sabe? Si no te incomoda la pregunta –me atreví a decirle–

¿Sabe que venís a un sitio de estos?

–No me incomoda, no te preocupés... ¿Que si lo sabe? ¡Pero claro que lo sabe!

Es más, creo que eso era lo que esperaba... o por qué creés que se propuso aplas-

tar mi dignidad… Era otra de sus artimañas. Ella no da puntada sin dedal. ¡Esa

señora es un monstruo! ¡Una arpía! Mirá, Lucho que, viéndolo bien, ella, con su

miseria y su tacañería, a mí sólo me dejó dos alternativas para socorrer a mis

tres criaturas: o volver con ese miserable del Joaquín y echarle tierra al asunto

como ella decía, cosa que para mí estaba descartada, o me dedicaba a esto, a la

prostitución, por el tiempo que fuera necesario. Mejor dicho, Lucho ¡cuáles dos

alternativas! Yo sólo tenía una. Y la tomé.

Creo no equivocarme, amables lectores, en calificar con ustedes la historia de

Rosita como la más impactante de todas las que hemos escuchado. Y eso que to-

davía no asistimos al final. Pero todo a su debido tiempo. No se me impacienten.

Con Rosita sólo quedaba pendiente el performance, que acordamos hacerlo al

día siguiente con la presencia de las demás “conejitas” del grupo haciendo las

veces del público. La pieza que elegí fue una que no coincidía mucho con el per-

fil de ella y tuve que ajustar lo mejor que pude contra el tiempo. Fue el poema

ESO ES TODO que dice…

Porque de usted me hechiza


ese lucero impúdico

que en sus ojos fulgura

contra su compostura…

Porque el simple destello

que humedece sus labios

cautiva mis sentidos

y un cortejo alebrestan

de hormonas y latidos…

Porque me embruja el rictus

que dicta en sus sonrisas

un ardor que promuevo a toda prisa…

Porque el juego de velos,

infalible señuelo

con que a la vez ostenta

y cubre sus encantos,

puede quitarme el sueño

con su ensueño...

Porque a su piel la irisa

un arsenal de pecas que me eriza

y convierten su hechizo

en mi dilecto vicio...
Porque me turba el ansia que parece

que palpita y florece

cada que usted suspira…

Porque un trigal de vellos

con levedad lasciva

se estremece y se aviva

quizá sólo en mi mente,

si la rozo…

Y porque francamente me enloquece

la versión de usted misma

que inútilmente esconde de mí mismo…

Eso es todo...

En este poema Rosita aparece con un velo lo suficientemente transparente y en-

terizo por todo ropaje y representa a la amada y destinataria del poema, mien-

tras yo, haciendo las veces de amante-poeta-declamador, aparezco con un

atuendo de bardo medieval.

Acto seguido y en medio de los brindis acostumbrados, yo aproveché el hecho de

que estuvieran todas congregadas para cuadrar el plan de actividades hacia el

lanzamiento del libro, primero, y luego hacia la exposición.


Les comenté que esa misma semana, a más tardar el miércoles, ya tendría los

cien ejemplares impresos en láser. Les propuse que nos reuniéramos brevemen-

te ese día para que lo conocieran, lo cual aceptaron emocionadas. Les comenté

que esa misma noche tenía que decidir el título para el libro y que quería escu-

char sus opiniones sobre tres opciones: “Manual de instintos y latidos”, “Pétalos

de piel” y “La sazón del deseo”, teniendo en cuenta que en cualquiera de las op-

ciones iba el subtítulo “Libro de poesía erótica” y que había que pensar cuál po-

dría ser más sugestivo para los posibles lectores.

Llegado el día, las que opinaron con algún argumento fueron Rosita, Julieta y

Rosario. La primera en opinar fue Rosita...

–Pienso que el mejor título es “Pétalos de piel”. Por lo breve y, como vos decís,

Lucho, por sugestivo. También me parece que es el más pegajoso.

–¡Muy bien Rosita! –dije yo– Son muy buenos argumentos... ¿Quién más quiere

opinar? Lo que se les ocurra estará bien ¿de acuerdo?

Entonces Julieta dijo

–Yo no sé nada de esto, pero el que más me gusta es el tercero “La sazón del de-

seo”. No sé si será sugestivo, como ustedes dicen, pero a mí me suena apetito-

so... Y, lo apetitoso, se vende ¿no?

–¡Bravo, Julieta! –dije– También es un excelente argumento... ¿Alguna más

quiere opinar?

Y Rosario dijo entonces


–A mí el que más me gusta es el primero “Manual de instintos y latidos”, porque

me parece gracioso y divertido. Y eso es bueno ¿no?

–¡Pero claro Rosario! –dije entonces– Claro que es un magnífico argumento...

Miren que ya se han referido a las tres opciones con muy buenos argumentos

cada una... Si Salomé o Matilde tienen algo qué decir, las escucho...

–Yo estoy de acuerdo con Rosario –dijo Matilde–. Ese título me parece, además,

muy… cómo decirlo, extraño… pero no, ésa no es la palabra…

–¿Misterioso? –quise ayudarle.

–¡Exacto! –exclamó–. ¡Ésa era la palabra!

–Muy bien, muy bien, muy bien –dije yo–. Esto se pone interesante…

–Yo estoy de acuerdo con Rosita –dijo inmediatamente Salomé–. Además, ese

título “Pétalos de piel”, es muy sensual. Con sólo pronunciarlo a mí se me eriza

el pétalo, perdón, quise decir la piel.

Y aquí la carcajada fue estruendosa y prolongada. Luego, tras un breve silencio

les dije

–Pues bien, ya habiendo escuchado todos los argumentos y en vista de que hay

dos títulos ganadores, me corresponde a mí tomar la decisión... Yo me inclino

por... por… ¡por “Pétalos de piel”!... Y no crean que fue una elección fácil, puesto

que todos los argumentos son buenos… Pero, nada, había que tomar una deci-

sión. Y ya lo hice. “Pétalos de piel”… ¡Definitivamente!


Mil y mil gracias, conejitas... Por último, antes de que nos despidamos, desde ya

debemos invitar a todos los posibles lectores y compradores, por ahora de boca,

que ya el miércoles les traigo la propaganda impresa. Yo ya lo estoy haciendo

por teléfono y hasta por las redes y por el correo electrónico. Si ustedes también

lo manejan, por favor háganlo, parece que es una herramienta eficaz... aunque

yo soy un poco troglodita para esas cosas tecnológicas y prefiero muchas veces

¡un telefonazo y ya! En todo caso como a ustedes les parezca mejor ¿vale?

“¡Vale!” contestaron todas, casi al unísono.

–Tengo una buena noticia, Lucho. –dijo Rosario– Mi mamá Zoyla quiere venir

al lanzamiento del libro desde Pereira. Debemos confirmarle...

–¡Bravo! –exclamé yo– Un aplauso para Rosario y para doña Zoyla –fue aplau-

dida–. Y otro aplauso también para Rosita y para su tía Mercedes que también

va a ve… –nuevamente fue aplaudida, con un cortante aplauso.


9

LA TÍA MERCEDES

El lunes de la siguiente semana fui a visitar a Rosita para conocer a su tía Mer -

cedes, como le había prometido. En realidad, llegué directamente al apartamen-

to de Mercedes, porque quería evitar conocer a la tal Consuelo, esa mamá de pa-

cotilla que tenía Rosita.

Aunque a su tía ya casi la conocía por la descripción que Rosita me había hecho,

no dejó sin embargo de sorprenderme. Cuando llegué busqué el número del

apartamento de Mercedes. Correspondía, en realidad, a un garaje grande de la

misma casa de Rosita, adecuado con baño y cocineta y por el cual, por lo que en -

tendí, pagaba una suma moderada.

Cuando toqué el timbre y salió me dijo sin ningún preámbulo

–Vos debés ser Lucho, el pintor.

–El mismo –le contesté–. Y vos, Mercedes, la tía de Rosita...

–La misma que canta y baila –me contestó ella–. Pero seguí y te ponés cómo-

do...

–Gracias, Mercedes, con tu permiso...


Mercedes era en realidad, cuñada de Consuelo que, como ya vimos, era todo un

desconsuelo. Era hermana de Argemiro, el padre de Rosita. Por Mercedes supe

que éste había muerto de un infarto fulminante cuando Rosita tenía catorce

años recién cumplidos. También supe que Consuelo había conseguido con unas

veladoras, “sin proponérselo, pero con la ayuda de Dios”, según sus propias pa-

labras, provocar un incendio que consumió parte de la espléndida biblioteca que

Argemiro tenía en el estudio principal de la casa y que se había ido ensanchando

hasta cubrir completamente de libros de diversa pero selecta laya una de las pa-

redes de la enorme sala, no tanto porque fuese un buen lector, sino porque esti-

mulaba el hábito de la lectura en todos sus hijos y creía firmemente que el futu-

ro de ellos descansaba en gran parte en la cultura y en la erudición que con los

libros se podía alcanzar.

Tal como había dicho Rosita, Mercedes poseía un gran sentido del humor y una

inteligencia que se manifestaba en sus comentarios agudos y sarcásticos, conse-

cuencia de su experiencia política del pasado, en las filas del partido liberal, ha-

biendo alcanzado el cargo de concejal en la ciudad de Cali durante varios años.

Se sabía de memoria algunos poemas incluso tan kilométricos como “Los moti-

vos del lobo” de Rubén Darío o “Anarkos” de Guillermo Valencia. Por lo visto

era una familia de declamadores.

–Decime qué te provoca beber, –me dijo– mientras esperamos a Rosita que se

encuentra en el supermercado y no demora mucho en llegar...

–Gracias, Mercedes, no quiero que te molestés.


–No, hijo. No es ninguna molestia... Tengo un vino, que si no me aceptás, me va

a tocar regalar porque yo sola no me voy a tomar eso...

–Pues entonces ¡dale! Te acepto el vino.

–Además, es un “Casillero del diablo”, muchacho. Cómo lo vamos a desperdi-

ciar.

–¿Un casillero? ¡Ave María, no faltaba más!...

Acto seguido, brindamos. Yo por la amistad y por haberlas conocido a ellas y ella

por mi libro y por mi exposición.

Me dijo que yo era un loco completo pero que eso era lo que más le había agra-

dado de mí cuando Rosita le contó todo. Y que tenía la sospecha de que ese lan-

zamiento iba a ser un éxito rotundo... “la gente va a asistir hasta por curiosidad,

pues en su vida habrán visto nada igual”. Palabras en que no se advertía la me-

nor hipocresía, el menor “cepillo” y por esa razón me llenaban de más confianza

aún, en los proyectos.

–¡Y el título me fascina! –exclamó– No pudo ser mejor. Va a despertar mucho

interés. Yo te encargo uno desde ya...

–Gracias, Mercedes. De todas formas, ya tenía pensado reservar uno para obs-

equiarte.

–A no, señor. No se me ponga a regalarlos, que así no vamos a ningún Pereira.

El mío me lo vendés, por favor, porque si me lo regalás no lo leo.


–Está bien. –le dije– En ese caso te lo vendo...

–Bueno y volviendo a lo de Rosita, –prosiguió– vos no te imaginás cómo son las

cosas aquí. Consuelo, mi cuñada, es de lo peorcito que hay. Yo sí es cierto que no

le creo ni lo que reza. Esa granuja no sólo empujó a su propia hija por la senda

de la prostitución, sino que además ¡reza! ¿me podés creer?... reza para que a

Rosita le vaya bien, cada que se va para ese antro de mierda ¿ah?... ¡para que

consiga buenos clientes y le paguen bien los polvos! Porque eso es lo único que

le interesa ¡la “money”, la “money”! Allí tiene en su cuarto un sagrado corazón

lleno de veladoras. Se ha es demorado en provocar otro incendio. Porque imagi-

nate que… –y aquí me contó lo del incendio.

…“Te cuento, Lucho, que me siento tan impotente con lo de Rosita –prosiguió

luego–. Si yo pudiera, la sacaría de esa olla... Pero mi situación en cierta forma

es parecida, porque yo dependo de una pensión que a duras penas alcanza para

mis gastos. Y ocasionalmente de la misericordia de mis tres hijos, que muy de

vez en cuando se acuerdan de que tienen mamá. Aunque para ser justos no pue-

do decir lo mismo de Jacinta, mi única hija que vive en Medellín. Bueno y, cam-

biando de tema, sé que Rosita te contó una buena parte de todo ese calvario que

es su vida...

–Sí, –le dije– me contó por las que está pasando ahora con el tal Joaquín, lo de

su matrimonio, lo de sus hijos (la niña y los mellizos), lo de sus dieciséis herma-

nos, que uno de ellos murió, que no lo conoció...

–¿Te contó cómo murió?


–No. Eso no –le dije.

–Es que es algo triste y penoso. –dijo ella– Aunque Rosita nunca lo conoció, no

es algo fácil de contar. Sin embargo, a vos te lo voy a contar. Es importante que

lo conozcás... Lo que sucede es que ellos vivían en Popayán porque Argemiro, al

igual que yo, era payanés, aunque Consuelo es caleña...

–No me digás, Matilde –le interrumpí–, entonces somos paisanos...

–Ya lo sabía –me aclaró–, Rosita me lo había dicho... Te estaba diciendo que

ellos vivían en Popayán con todos sus hijos y los habían “fabricado” allá como

conejos. En el momento en que sucedió la tragedia eran trece. Yo no soy de

agüeros ni nada por el estilo, pero ese número no me gusta nada... ¡vaya uno a

saber! El hecho es que por esos días desapareció Manuel, que tenía unos dieci-

séis o diecisiete años, y no se volvió a saber nada de él hasta después de tres se-

manas o algo más –y aquí a Mercedes los sollozos le cortaban la voz mientras

sus ojos se anegaban con el recuerdo y el dolor–. Cómo te parece que el cadáver

apareció sin un ojo en un barracón abandonado como a unos quince metros de

la vía panamericana que sale por el sur de Popayán hacia Timbío y como a unos

diez kilómetros de Popayán. Se encontraba en estado parcial de descomposición

y con signos de haber sido torturado de la manera más salvaje...

–Ahora veo por qué Rosita no me lo contó –le dije– ¡Qué tragedia tan terrible!

¡No sabes cuánto lo siento, Mercedes!

“Gracias, mijo. Y tenés razón, el dolor de toda esta familia, de la cual hago parte,

pero sobre todo de los padres, fue algo que nos marcó de manera brutal durante
muchos años y a ellos, claro está, para el resto de la vida. Ellos, pero sobre todo

Argemiro, que era un creyente todavía más fanático que la misma Consuelo, que

es una campeona olímpica sin competencia para bolear camándula ¿te podés

imaginar? decían que eso era un castigo de dios. De su dios será –y aquí hubo ri-

sas, y las lágrimas todavía alcanzaban para humedecer su risa– porque yo, gra-

cias a dios, soy atea.

“Con el tiempo empezó a circular por la ciudad una versión que ponía los pelos

de punta. Había un desquiciado asesino que deambulaba por las calles de Popa-

yán con la más completa impunidad por porque nunca se le podía probar nada,

pero, entre otras atrocidades, no todas de fuente segura, había asesinado a su

propio padre a puñaladas. La versión que circulaba sobre la muerte de Manueli-

to es ésta: el loco ‘malatesta’, como lo conocían, tenía interés en una muchacha

que no le paraba ni cinco de bolas, además cómo iba a ser que lo hiciera con un

pretendiente con la hoja de vida de un desquiciado como él. Y sucedió que ca-

sualmente (o fatalmente, mejor) Manuel también llegó a interesarse por la mis-

ma muchacha, al parecer sin saber que tenía un rival de tanta peligrosidad. Lo

cierto es que la Dulcinea pretendida, a Manuelito sí le puso atención. Y termina-

ron de novios. Lo demás, Lucho, como podés ver, es fácil imaginarlo. El salvaje

ese se las ingenió para emburundangar a mi pobre sobrino y llevarlo quién sabe

dónde, amarrarlo, torturarlo ¡hasta le sacó un ojo, Lucho!... Pero nada de prue-

bas. Esa es una de esas cosas que todo mundo sabe porque ata cabos, pero nadie

puede probar ¿Te das cuenta? Lo cierto es que, a raíz de ese acontecimiento, de-

cidieron trasladarse y radicarse en Cali. Querían apartarse de todo lo que les re-

cordara esa tragedia...


Como si los malos recuerdos no se dieran sus mañas –pensaba yo– para ven-

cer las confabulaciones urdidas por el tiempo, la distancia y la memoria o, me-

jor aún, el olvido.

–Al respecto hay una anécdota curiosa que quiero que sepás –continuó diciendo

Mercedes–. Es como una anécdota dentro de la anécdota... Por esos días un es-

tudiante paisa de la Universidad del Cauca había compuesto una diatriba en for-

ma de poema contra Popayán, que a mí particularmente me desagrada mucho

porque es de mal gusto, demasiado vulgar. Tanto que a mí, que me ha gustado

siempre aprender poesía de memoria, ése si no. No me lo quise aprender. Pero

en cambio a Consuelo, que no se sabía ninguno, se lo aprendió íntegro de me-

moria para poderlo declamar en cuanta reunión participaba y así dar rienda

suelta a su amargura...

–Es, por lo visto, un poema solidario con su odio hacia Popayán y como si se lo

dictara el dolor –subrayé yo–. No sé, pero yo pienso que, a Consuelo, aunque es-

tuviera en el mismísimo infierno, le haría falta declamar ese poema para poder,

cómo decirlo, pintarrajearse con él, para poder… alimentarse de él. Por eso se lo

aprendió, a pesar de lo largo. Para poder llevar con ella a donde sea tanto ese

odio como ese dolor.

–Así es, Lucho. ¡Qué bien dicho eso! En otras palabras, es como un amuleto. Por

eso Argemiro vendió dos casas que tenían ellos en Popayán y una finca muy bo-

nita y grande atravesada por un río que tenía una gran población de la famosa

trucha arco iris. De hecho, él, Argemiro, era un muy hábil pescador de trucha.

Esa finca está ubicada en Sotará, que como vos debés saber, como buen “pato-

jo”, es un municipio de clima frío al suroriente de Popayán.


–Conozco Sotará, claro que sí –le contesté–, también he pescado allí. A propósi-

to, y mirá las casualidades, mi familia paterna es de pescadores de trucha: mi

papá, dos tíos y varios primos. Y con ellos hacíamos jornadas de pesca en varios

ríos trucheros del Cauca, además de Sotará, en Rio Blanco, en Paletará, en el Va-

lle de las Papas, en Silvia, en Jambaló, en la laguna de San Rafael y otros que

ahora no recuerdo…

–Qué bien, Lucho –continuó ella–. Otra cosa que tenemos en común. Como te

decía, allí pasaban ellos con frecuencia temporadas de vacaciones con sus hijos.

Y en muchas ocasiones conmigo. Fue una lástima que la vendieran, pero, no tu-

vieron otra opción…

En ese momento Mercedes se detuvo aguzando el oído porque alcanzó a escu-

char la llegada de Rosita, ya que sólo las separaba un muro con ventanales al-

tos... Entonces le puso un mensaje en el móvil comentándole de mi presencia.

Ella le contestó diciéndole que se tardaba unos 20 minutos porque debía prepa-

rar un biberón para los mellizos. Entre tanto, Mercedes continuó no sin antes

servir otro par de copas.

“Sí, como te decía –continuó ella–, con lo obtenido por la venta compró esta

propiedad, que es muy grande y le sobró para hacerse a cuatro apartamentos

más, porque el precio de la vivienda es mucho más bajo en Cali que en Popayán.

El final de esta historia es que acá terminaron de engendrar esa montonera de

chinos que tuvieron hasta completar los dieciséis porque la niñita nada que lle-

gaba. Pero por fin llegó en el embarazo número 17. De tal manera que Rosita fue

la que cortó el chorro del gran semental reproductor de mi hermanito. ¡Cómo la

ves... ah?
“Ahí tenés, Lucho, a grandes rasgos, la historia de esta familia.

–Pues me has dejado mudo, –dije yo– estoy muy impactado con toda esa histo-

ria.

–Imaginate. Pero bueno, mejor cambiemos de tema... Ahora viene Rosita y...

–Comprendo. Tenés razón... –contesté yo– Debemos ser considerados. El tem-

poral por el que está pasando la hace muy vulnerable.

–¡Exacto! –dijo– Contáme por ejemplo, con más detalle, lo del lanzamiento y lo

de la exposición. A propósito, eso de presentar tu libro con esas representacio -

nes, con ellas en la pista y vos declamando, me parece espectacular... ¿Será mu-

cho pedir, Lucho, que me declamés alguno de los poemas?

–De ninguna manera –le dije–. El único problema es que no he logrado apren-

dérmelos todos…

–Pues, de los que te acordés…

–Bueno, ahí va uno...

Entonces le declamé uno de los pocos que recordaba, el poema INVENTARIO

DE IMPOSIBLE OLVIDO, que hace parte del libro

Tantas pruebas vencieron tus recuerdos

(ninguno erosionado por el tiempo)

que se esfuerza muy poco la memoria

por convocar tu voz o tus caricias;


o el erótico sello de tus besos

en mi boca, en mi piel, en mi memoria;

o tu risa,

con todo su rigor con mi tristeza;

o el cobre de tu piel y su textura;

o tus miradas

¡La picardía que había

hasta en sus desdenes!

o el ligero temblor que percibía en tus senos

entre el caudal de trenzas en descenso;

o la noche imposible de tus ojos

y su constelación con una sola estrella;

o tus labios,

esa erótica rosa de los vientos

enseñándole un norte a mi esperanza…

–¡Qué belleza de poema, Lucho!... Eso merece un brindis... (y en seguida sirvió

las dos copas) Pero es que sos todo un artista... Todo un poeta y además pintor.

No, no, no. Estoy deslumbrada... Uno más, por favor. ¿sí? ¿sí?... y no te molesto

más.

–No tengo inconveniente. Espero recordarlo todo, aquí va...


Y entonces le declamé CARNE DE OLVIDO, que hace parte también del libro.

Era una noche de luna,

de luciérnagas y grillos

y el sitio un lugar oscuro,

mucho ruido y mucho humo,

una taberna, a lo sumo...

un lupanar, si se quiere...

Muchachita arrabalera,

de sandalias y de túnica,

con tu trenzada melena

te parecías a una Helena

en Troya ardiente y trochera;

yo era un simple adolescente,

de paso por esos lares...

Y fuimos tú y yo, primero,

dos pronombres y dos géneros,

hasta que fuimos, nosotros,

bajo el influjo lunero.

Y se animó la conversa

pero más se animó el fuego,

y rellenamos la noche

de besos, sudor y juegos


hasta que llegó la aurora,

luego un adiós... y hasta luego...

Y tú sin notar siquiera

una racha pasajera

de acelerados latidos

en mi corazón que ansiaba

(confieso que algo perdido)

tu corazón peregrino.

Quién iba a creer que a la postre

serías carne de olvido,

pero carne, al fin de cuentas...

Y la carne no se olvida.

–¡Eh, Ave María! ¡qué cosa tan bárbara! ¿Sabés qué? Te encargo dos libros, el

mío y otro para un regalo...

–Gracias, Mercedes... Bueno, esto me parece una buena señal... No se ha hecho

el lanzamiento y ya se empezó a vender...

–¡Pues sí señor!... Es un hecho, Se va a vender como arroz. –sentenció con aires

de sibila délfica.

En ese momento apareció Rosita como si fuera un fantasma por una puerta pos-

terior que yo no había advertido. Lucía radiante. Más, me pareció, que la regis-

trada en mi memoria durante las sesiones de dibujo o en el performance. Pero


tal vez no era ella en sí misma, sino ella en el entorno de lo que la rodeaba, en

este caso, el de un hogar, comparada con la que mi memoria almacenaba, en el

del lupanar.

Después de los respectivos saludos, dijo Mercedes

–Vení acá mijita y te tomás un vino. Yo aquí escuchando al bardo sus rapsodias,

Rosita. ¡Estoy fascinada!

–¿Ves, tía? ¡lo que yo te había dicho!

–¡Ya comenzaron a sonrojarme! –dije yo– Pero aquí va mi desquite: y yo aquí,

Rosita, encantado escuchando a tu tía sus anécdotas y apuntes... ¡Ah! ¡Y acaba

de encargar dos libros!

Muy bien tía... –dijo Rosita y, dirigiéndose a mí– Es la primera venta ¿no es así?

–Así es –le contesté yo–. Comienza el negocio...

–Yo estaré allí puntualmente, –dijo Mercedes– pero si no puedo, por alguna ca-

sualidad, te mando el dinero con Rosita. A propósito, no te he preguntado ¿cuál

es el precio del libro?

–Cuarenta mil pesos –contesté.

–¡Ah! En ese caso –dijo, levantándose– creo que te los puedo pagar de una vez...

–No te afanés, querida, –dije yo– puedo esperar, sin problema...


–No, corazón, recibímelos. –dijo ella– Estos primeros pesitos son el “llamapla-

ta” ... Ya lo verás...

–Pues, en ese caso, te los recibo ¡cómo no!

–Y, ahora ¡a brindar! –dijo ella.


10

MI HISTORIA

Una semana después del ensayo con Rosita, Julieta me llamó para decirme que

necesitaban hablar conmigo. Así que el viernes acudí a La Conejita Rosa para

reunirme con ellas.

Allí lo primero que me dijeron fue que, como cada una de ellas había contado su

historia, ahora querían conocer la mía, que era mi turno.

–Pero... me toman por sorpresa –les dije–, no estoy preparado para eso.

–Pues nosotras tampoco lo estábamos cuando te la contamos, cómo te parece –

sentenció Rosario.

–Está bien –les dije–, por lo visto no tengo escapatoria... Y ustedes son mis par-

ceritas, así que, ni modo.

–Y para animarte, parce –enfatizó Matilde–, nosotras invitamos al ron, esta vez,

no te preocupés.

Y en seguida procedió a llenar las copas.

–Dame a mí un trago doble –le dije–, para calentar...


Una vez servidas y despachadas las copas, les dije

–Esta es mi historia, queridas. Nací en Popayán, la llamada Ciudad Blanca de

Colombia, de eso hace ya 26 años. Recibí de mis padres, en especial de mi ma-

dre, una educación cristiana, “como los cánones mandan”, como dice León de

Greiff. Y en la medida que fui creciendo me fueron induciendo, en especial mi

padre, los principios políticos del liberalismo. Mantuve en consecuencia esas

creencias, tanto las políticas como las religiosas, hasta mis 17 años. Por ese en-

tonces comencé a hacerme esas grandes preguntas o interrogantes que uno sue-

le hacerse en las más importantes ocasiones de la vida, como el paso de una

edad a otra, que era precisamente lo que yo estaba viviendo en ese momento. El

paso de la adolescencia a la juventud. Bueno, de eso yo no era, para entonces,

nada consciente. Pero no tiene importancia, porque lo vivía, que es lo que real-

mente interesa.

“Miren que es ahora, que me pongo a rememorar, cuando veo bien lo que me

sucedía. Y esos interrogantes son precisamente la prueba de que, lo ahora recor-

dado, fue así.

“Así que esas preguntas fueron ¿Por qué diablos yo soy cristiano y además cató-

lico? ¿Por qué soy liberal? ¿Porque mis padres son así? ¿Y si mis padres hubie-

ran sido ateos y comunistas, no sería yo también ateo y comunista? Pero las pre-

guntas fueron más allá ¿Por qué diablos, mi papá y mi mamá, son cristianos?

¿Por qué somos todos en Colombia y en Latinoamérica cristianos y católicos?


¿Porque nos descubrió un país católico, como España? ¿Y si nos hubiera descu-

bierto un país árabe o uno budista, no seríamos todos islámicos o budistas?

“Así que ¡Al diablo con todo! me dije, voy a empezar a investigar sobre las dis -

tintas religiones y doctrinas del mundo y sobre los diferentes partidos y sistemas

políticos. Entonces me dediqué a comprar y a leer libros con ese propósito, co-

menzando por la Biblia, pero también el Corán, los Cuatro Libros del budismo,

libros sobre Confucio y el taoísmo...

“Y en política lo mismo. Compré y leí ‘El príncipe’ de Maquiavelo, el ‘Manifiesto

del Partido Comunista’ de Marx y Engels, ‘El contrato social’ de Rousseau ‘Mi

lucha’ de Adolfo Hitler y otros que no recuerdo... ¿No las estoy aburriendo? –se

me ocurrió preguntarles.

–De ninguna manera –dijo Julieta.

–Yo estoy encantada –dijo Rosita.

–Yo también –dijo Matilde.

–Y yo –dijo Rosario.

–Dale, dale, Lucho –dijo Salomé– Tranquilo que nosotras te avisamos, si nos

aburrimos...

–De acuerdo –proseguí–. Como conclusión de todas esas lecturas terminé de

ateo y socialista. Yo qué culpa. Aunque debo confesar que de todas las religiones

de ese montón de libros que me empetaqué, la que más me atrajo fue el budis-
mo. Y las que más repudié, aunque sería mejor decir “reputié” (inevitables ri-

sas), fueron las monoteístas como el islamismo o el cristianismo.

“Y en cuanto a las diversas corrientes y doctrinas que hay dentro del marxismo o

la izquierda en general, me pude dar cuenta que la mayoría de ellas (maoísmo,

castrismo, estalinismo) son en realidad variantes de una sola, que es el mismo

estalinismo cuya característica principal es que son nacionalistas y burocráticas

y por lo tanto ajenas al marxismo que es una doctrina y una corriente ante todo

internacionalista... ¿Sí me comprenden?

–Por mi parte, creo que te entiendo –dijo Rosita–, pero me surge una inquietud.

¿O sea que el marxismo... ya no existe? Porque, según lo que acabo de entender-

te, todas las corrientes que hay son nacionalistas...

–Muy buena pregunta Rosita, pero para allá iba. La respuesta es NO. Quiero de-

cir sí existe, sólo que pasa por un mal momento. Lo que sucedió, por lo que pude

averiguar, fue que en la Unión Soviética se enfrentaron las dos corrientes, des-

pués de la muerte de Lenin. La internacionalista, encabezada por Trotsky (quien

era, después de Lenin, el principal dirigente del partido bolchevique, que dirigió

la revolución) y la nacionalista, encabezada por Stalin. Por razones que no es

ahora el caso traer a cuento, la partida fue ganada por Stalin quien a raíz de eso

alcanzó un poder tan grande que no sólo convirtió a la naciente república socia-

lista en una dictadura burocrática, sino que impuso un régimen de terror totali-

tario y de partido único, muy parecido, como régimen, al de Hitler. Y eso, a pe-

sar de que el uno era un Estado obrero, el de Stalin, y el otro, el de Hitler, un Es -

tado capitalista. El trotsquismo, aunque en muy reducida escala, todavía existe.

Y, bueno, a mí, a pesar de su debilidad, me simpatiza el trotsquismo.


“Pero paso la página y cambio de tema. Yo sé que estas cosas son demasiado

nuevas para ustedes y lo que de pronto hago es confundirlas más… Bien, bien,

mis primeros pasos en el campo del arte, aunque no me lo crean, los di a la edad

de cuatro años no cumplidos. A esa edad sucedió algo que prácticamente trazó

mi destino. Mis padres habían guardado en uno de los muebles de la biblioteca

una libreta donde estaba escrito mi nombre. Estaba escrito a mano, si mal no re-

cuerdo, por mi madre. Pero el hecho es que yo sabía eso y me propuse copiarlo.

Cuando lo hice, corrí a mostrárselo a Julián, mi hermano mayor, que por aquel

entonces tenía unos ocho o nueve años.

“Como él no me creyó, lo volví a hacer delante de él, esta vez ya más rápido que

la primera, pues ya empezaba a adquirir algo de destreza. Mi hermano no lo po-

día creer y quedó...

–Estupefacto –dijo Rosario.

–Exactamente, ni más ni menos –le contesté–. Muy bien, Rosario, muy bien.

Prosigo. Cuando mis padres llegaron de su trabajo, lo primero que hizo Julián

fue contarles a ellos mi proeza. Ellos tampoco daban crédito a lo que veían, aun-

que esta vez yo ya “escribía”, en realidad lo dibujaba, mi nombre de memoria y

con la mayor velocidad y destreza posibles para mi edad. Eso fue un aconteci-

miento familiar y doméstico, que para mí tuvo una enorme trascendencia. Es

contradictorio, por una parte yo pensaba que lo que había hecho no era nada del

otro mundo (de hecho, no me costaba ningún esfuerzo) y que ellos estaban, por

lo tanto, exagerando. Pero por la otra también pensaba que no me costaba nin-

gún esfuerzo, por alguna razón, porque tal vez era algo así como un genio (digo,

tal vez, porque yo no era todavía consciente de lo que eso significaba). Y enton-
ces sí que valía la pena todo ese alboroto. En todo caso le marcó un derrotero a

mi vida.

“Desde entonces dibujaba todo lo que veía a mi alrededor: animales, personas,

casas, paisajes, pero muy especialmente los cómics de moda como Tarzán, Su-

perman, Batman, Tom y Jerry, el Conejo de la suerte y también las ilustracio-

nes de algunos libros, como el ‘Libro de las tierras vírgenes’ de Ruyard Kipling o

‘Alicia en el país de las maravillas’ de Lewis Carroll.

“A la edad de siete años mis padres me consiguieron un profesor particular que

me enseñó el manejo de las principales técnicas pictóricas, como la acuarela, el

óleo y las témperas. Y también de dibujo, como el carboncillo, el grafito, los pas-

teles y la plumilla.

“Cuando empecé a crecer comencé también a leer y a escribir. Leía libros cada

vez más “mamonudos”. Empezando por los ya mencionados. Pero también a los

grandes novelistas como Dostoievski con ‘Crimen y castigo’ y ‘El jugador’ o Bal-

zac con ‘Papá Goriot’. Bueno, sin olvidar ‘Pedro Páramo’ de Juan Rulfo, ‘La vo-

rágine’ de José Eustasio Rivera y ‘La María’ de Jorge Isaacs. Incluso comencé a

echarle muela a mamotretos como ‘Don Quijote de la Mancha’ de Miguel de

Cervantes Saavedra, ‘Los miserables’ de Víctor Hugo o los cuentos de ‘Las mil y

una noches’, anónimo.

“Y eso sin hablar de los grandes poetas, como Walt Whitman, Federico García

Lorca, Rubén Darío, Pablo Neruda, Miguel Hernández, José Asunción Silva,

León de Greiff, Guillermo Valencia...


Como pueden ver queridas, yo tuve una cierta formación, se puede decir, al me-

nos como pintor y poeta. Lo del dibujo, en cambio, no lo adquirí por formación,

sino por una destreza innata que se manifestó a los cuatro años ¿se dan cuenta?

–Yo estoy abismada –dijo Rosita.

–Y yo estupefacta –dijo Rosario, haciéndonos reír de buena gana.

–Tiempo después y ya en el bachillerato –continué– cursaba el primer año y yo

tenía once, obtuve el primer premio en el Primer Concurso Intercolegial de

Cuento que se organizó en la ciudad, con un relato de un niño que a la edad de

nueve años decide suicidarse como consecuencia de los demasiado amargos

conflictos que tiene con su padre. De tal manera que, durante una celebración

del cumpleaños de su padre, el joven protagonista, en uno de los corredores del

caserón en que se celebra la fiesta, se apunta a la sien con uno de los revólveres

de su padre, que había encontrado en un nochero, y aprieta el gatillo. Sin em-

bargo, el arma estaba descargada, cosa que él ignoraba, y como en ese preciso

momento estalla uno de los cohetes manuales de pólvora que le están queman-

do al homenajeado, él cree que efectivamente se ha disparado y se desploma.

Cuando despierta cree que todo es irreal porque él ya estaba muerto. Y con esa

convicción empieza a crecer, lo que lo lleva tener osadas aventuras en las que

desafía toda clase de peligros por la sencilla razón de que él cree que ya está

muerto y no corre peligro, pues nadie puede morir dos veces. Pues bien, mis

parceras, del desarrollo de esas aventuras trataba el relato, que constaba de doce

páginas y habían podido ser más, pero ése era el máximo admitido.
“Un año después repetí el primer premio en el Primer Concurso Intercolegial de

Pintura al aire libre que se organizó también en la ciudad. En aquella ocasión mi

obra fue declarada ‘fuera de concurso’ por tratarse de ‘una temprana obra maes-

tra, hecha por un niño de tan sólo doce años de edad’, según las palabras del

anunciador o maestro de ceremonias que entregaba los premios.

“Lo mejor del cuento, queridas parceras, es que, para esta ocasión, yo había rea-

lizado una acuarela a toda máquina, como en veinte minutos (cuando habían

dado cuatro horas para hacerlo) ante el desconcierto de unos y el asombro de

otros. Mi padre me convenció de que lo que yo había hecho era una irresponsa-

bilidad, que ese dibujo era un mamarracho con el cual no me iban a dar ni si-

quiera un premio de consolación. De tal manera que el día de la premiación en

el gran Auditorio del Orfeón Obrero de la ciudad, mi papá se tuvo que tragar

completicas todas sus palabras. La verdad es que ni yo mismo lo podía creer. Es

curioso, pero yo pensaba que mi padre de alguna manera tenía razón. Porque,

cuando yo hice el trabajo con el que concursé, lo hice como por no dejar, pues

una parte de mí, conforme a lo que les he dicho, estaba convencida de antemano

que no iba a ganar nada.

Por esta razón (porque pensaba que mi padre tenía parcialmente la razón) deci-

dí participar en el segundo evento del mismo concurso de acuarela, que se reali-

zó dos años después, pero haciendo un dibujo con mucha técnica, esmero y de-

talle, empleando las cuatro horas completas que daban para su ejecución. El re-

sultado, esta vez, fue un tercer premio, compartido con otros cuatro concursan-

tes. Esto, para mí fue una humillación. Como una cosa del diablo que se burlaba
de mí. Todo esto, menos que menos, lo pude entender y generó en mí una con -

fusión con la cual aún vivo.

Yo no quise pasar a recibir ese premio y lo que hice fue retirarme de ese evento

con un desconsuelo y una rabia que ni se imaginan. A mi mamá le tocó pasar a

recibirlo.

–Pobre Luchito –dijo Matilde, con lágrimas en los ojos.

–Nos hiciste llorar a todas –dijo Rosita y, en efecto, estaban las cinco lagrimean-

do.

–¡Bah! No sean cursis –dije yo, sonriendo–, que van a despertar el cursi que

también tengo yo adentro... Más vale otra ronda de roncito ¿Les parece?

Y nos lo aplicamos.

“Tanto mis estudios primarios como secundarios los cursé siendo el mejor estu-

diante, pero sólo en las materias que me gustaban, que eran también para las

que mayor aptitud tenía, como las matemáticas, las manualidades y el dibujo.

En los dos últimos años de bachillerato, además de las mencionadas, también

en la de física. En casi todas las demás materias y sobre e todo aquellas que re-

querían de una muy buena memoria como la química, la biología o la anatomía,

era un estudiante regular, por no decir malo. De este tipo de materias, con alta

exigencia de memoria, sólo había dos en que me destacaba de modo considera-


ble, la historia y la filosofía. La razón era muy simple, me despertaban un gran

interés. Especialmente la filosofía.

“No está demás agregar que en el quinto de bachillerato me dio por hacer cari-

caturas de casi todos mis compañeros y profesores con un gran éxito, pues era la

diversión de todos, tanto profesores como compañeros, aunque, a decir verdad,

en ocasiones se me pasaba la mano y llegué a tener problemas con algunos. Que

yo recuerde hubo uno al que le decíamos “carecamello” porque, en efecto, su

rostro belfo evocaba inmediatamente un camello. Pero yo lo hice también con

cuerpo de camello, con las dos jorobas. Lo que divirtió hasta las lágrimas a todos

mis compañeros, pero enfureció a tal punto a la víctima de mi caricatura, que

me desafió a pelear cuando tocaran la campana al final del día. En aquella oca-

sión me salvaron posiblemente de una buena tunda los mismos compañeros que

se interpusieron entre él y yo y le hicieron una bullaranga tal que el pobre no

tuvo más remedio que salir para su casa como perro regañado. O como camello

regañado (algo de risas). Aunque debo aclararles que mis intenciones, por lo ge-

neral, no eran las de hacer daño a nadie, sino divertir a los demás, con el retrato

exagerado de los rasgos más sobresalientes o característicos de cada una de los

caricaturizados. El carecamello del que les hablo era un tipo que me caía hasta

bien. Aunque también debo confesarles que descubrí que con las caricaturas yo

podía desquitarme de los que me habían hecho algún daño o simplemente me

caían mal y por esa razón también me respetaban mucho. Creo que hasta me te-

mían. Sin embargo, casi siempre, mis caricaturas no eran ofensivas, simplemen-

te eran divertidas y graciosas.


En una ocasión le hice una caricatura a un profesor que nos caía mal a todos los

del salón de clase. Era un tipo muy bravo y grosero y parecía un Bulldog. Yo lo

hice por supuesto, no sólo con cara, sino también con cuerpo de Bulldog, aun-

que también se podían apreciar los rasgos fisonómicos y un gesto típico del pro-

fesor. Les cuento que esa caricatura fue la diversión de todo el salón. Alguno de

mis compañeros le sacó incluso fotocopias y las repartió. Hasta que otro de

ellos, o tal vez el mismo, la puso sobre el escritorio del profesor que desde ese

momento se quedó con el apodo de Bulldog. En aquella ocasión hubo también

un conflicto, pero esta vez institucional porque el tal “Bulldog” mandó llamar al

rector del colegio para acusarme ante todo el curso de mi insolencia por la cari-

catura. La discusión fue del siguiente corte:

“¿Es usted el autor de esta caricatura?” dijo el rector, dirigiéndose a mí. “Sí, así

es, señor rector” contesté yo. “¿A quién representa con esta caricatura?” me pre-

guntó él de nuevo. “A un bulldog” contesté sin titubear ya que la caricatura era

también un bulldog. (risas incontenibles de todo el salón). “Pero el profesor afir-

ma que hace alusión a él” objetó el rector. “Yo dibujé un Bulldog –continué di-

ciendo en el mismo tono– no sé por qué el profesor dice que se parece a él”. (ri-

sas desbordadas de todo el salón). “Es evidente señor rector –dijo el profesor–

que el alumno Astaíza Echavarría se está burlando de mí y todos sus compañe-

ros le celebran. Esta situación es para mí intolerable.

“Señor rector –intervino Zapata, uno de mis compañeros–, si me permite, yo

quiero decir algo, en nombre de todos los estudiantes de este curso. Lo que su-

cede es que el profesor Contreras –tal era su apellido– nos trata a todos de una

manera grosera y antipedagógica. Cuando cometemos un error nos grita y nos


insulta, utilizando palabras como estúpido, que es la más frecuente. A veces in-

cluso con ofensas racistas, como «negro estúpido» o «indio imbécil». Ésas no

son maneras, señor rector, de dirigirse a un estudiante. Y, por si acaso, tengo a

todo el salón de testigo”. “Bueno, bueno. Ya escuché suficiente –continuó el rec-

tor–. Al estudiante Echavarría y al profesor Contreras, los espero en la rectoría

dentro de quince minutos”. (Y en seguida salió del salón alborotado)

Ya en la rectoría y transcurridos los quince minutos.

“Señor estudiante Astaíza Echavarría –comenzó diciendo el rector–, como res-

ponsable número uno de esta institución académica es mi deber velar por el or-

den, las buenas maneras y el cumplimiento del reglamento de la institución, en

consecuencia, lamento decirle que debo suspenderlo por tres semanas a las cla-

ses del profesor Contreras. En cuanto a usted, señor profesor Armando Contre-

ras, me veo en la obligación de llamarle la atención por el trato que manifiestan

los estudiantes de su parte hacia ellos. El estudiante Zapata tiene razón en seña-

lar esas maneras como antipedagógicas. No las puedo permitir en este estableci-

miento. Eso sería sentar un mal precedente”. “Señor rector, si me permite –dije

yo–. Con todo respeto quiero dejar constancia de que se está cometiendo una

injusticia en contra mía. Nadie me ha demostrado que yo haya hecho una cari-

catura ridiculizando al profesor Contreras. Ésa es una afirmación traída de los

cabellos”. “Si me permite, señor rector –dijo entonces el profesor–, quiero decir

lo siguiente. En primer lugar, admito su llamado de atención. Prometo tener

presente en lo sucesivo ese asunto del trato del que se habla. En segundo lugar,

que le solicito muy respetuosamente le levante la sanción al estudiante Astaíza

Echavarría. La razón es que él es, a pesar de todo, si no el mejor, uno de los me-
jores alumnos que tengo en las clases de Filosofía, la asignación que me corres-

ponde. Él es muy activo en clases y muestra un vivo interés por la materia. Y no

quiero que eso se pierda En cuanto a la caricatura yo ya no sé qué pensar. Pero

incluso si en realidad la hizo, yo estoy dispuesto a pasar por alto el asunto y que

sigamos adelante”. “Muy bien, muy bien –concluyó el rector–. Eso dirime el

conflicto. Señor Astaíza Echavarría, queda exonerado de la sanción por petición

del profesor Armando Contreras. Permítame además decirle, estudiante Astaíza

Echavarría que el hecho de que haga caricaturas no es el problema, porque eso

es un arte y un don que usted tiene. El problema está en que se ofenda y se falte

al respeto mediante una de ellas. Especialmente si se trata de un profesor. Eso,

claro está, en caso de que efectivamente sea ésa una caricatura del profesor

Contreras. Señor profesor Contreras, permítame felicitarlo por su gallardía al

reconocer el llamado de atención que respetuosa y cordialmente se le ha hecho.

Lo felicito también por su disposición a enmendar posibles errores. Como bien

se sabe, errar es de humanos. Y yo agrego: reconocer los errores y corregirlos es

algo inteligente y además de valientes. Está todo dicho. Vayan en paz”.

Y así quedó zanjado el asunto. Pero se los he contado para que vean los proble-

mas que puede acarrear una simple caricatura.

–Yo no sé –dijo Rosita–, pero lo que es a mí, no me molestaría, para nada, que

me hicieras una caricatura. Yo te la pagaría, claro… A propósito, Lucho, ¿cuánto

cobrás por una caricatura?


–Por eso no debés preocuparte, no te valdría nada. Igual, es un dibujo muy rápi-

do, de pocos trazos. En un momento de estos te la hago… Igual para las demás,

si se antojan, si tienen el valor de someterse a una caricatura mía, no les va a va-

ler nada ¿me oyeron? Eso sí, debo advertirles que es inevitable que una caricatu-

ra produzca hilaridad. En mayor o menor grado. Si no, no sería una caricatura.

Y yo sé que, a las mujeres, en general y por vanidad, les gusta menos que a los

hombres que se rían de ellas. Lo sé por experiencia. En una ocasión, no hace

mucho tiempo, una de las instructoras de aeróbicos de un gimnasio al que yo

asistía, me pidió que le hiciera una caricatura. Recuerdo que le hice la misma

advertencia que les estoy haciendo a ustedes, pero ella hizo caso omiso del asun-

to. El hecho es que el día que se la llevé al gimnasio ella todavía no llegaba y yo

se la mostré a algunos de los que ya estaban allí, incluidos algunos instructores.

Pues les cuento que les causó tanta gracia que inmediatamente empezaron a cir-

cularla por todo el gimnasio. De tal manera que, cuando ella llegó, no sabía de

qué diablos era que se reían, pero como la risa es contagiosa, ella también se

reía. El problema es que en ese momento yo ya no tenía en mis manos la carica-

tura. Y la verdad es que ya no quería que la viera. Al cabo de un rato, una de sus

compañeras instructoras, esta es la hora que no sé si por solidaridad o por ca-

garse en ella, le entregó la caricatura. No se imaginan ustedes lo furiosa que es-

taba esa mujer. Pero era una furia mezclada con amargura, y no era tanto por la

caricatura, como me aclaró seis semanas después, cuando logré que me volviera

a hablar y me aceptara una invitación a almorzar en un muy buen restaurante

de la ciudad. Me dijo allí que lo que no le había gustado era que se la hubiera

mostrado primero a los demás que a ella. Yo, por supuesto, admití mi error y le

pedí que me perdonara. Ella me dijo que sí, que claro que me perdonaba, que ya
no importaba y que de todas maneras la caricatura era muy buena. Que la prue-

ba era la misma gracia que les había causado a todos.

–Bueno –concluí entonces–, les conté esto para que vean lo que puede pasar.

Eso sí, les prometo que esta vez no se las voy a mostrar primero a otras o a otros

que no sean ustedes mismas, las caricaturizadas. ¿Estamos?

–Pues a mí también me gustaría –dijo Julieta–. ¡Qué diablos!

–A mí también –dijo Rosario– pero, si no es problema, prefiero ver primero có-

mo quedan Rosita y Julieta ¿diga? –Cosa con la cual que reímos a mandíbula

suelta.

–Ningún problema, Rosario –dije yo–. Y esto va también para Salomé y Matil-

de, si quieren tomen la decisión una vez vean las caricaturas de Julieta y Rosita

que, por lo visto, son las más valientes del grupo –Y aquí fui yo quien soltó la

carcajada seguido por la tropa.

–Muy bien, continúo –les dije–. Así las cosas, al terminar el bachillerato, con

muchas dudas, pues no sabía qué derrotero tomar, de los dos que me presenta-

ba el porvenir, decidí cursar la carrera de Literatura. Mis conocimientos eran ta-

les en esta cuestión que yo dejaba permanentemente estupefactos (como diría

Rosario) a todos mis profesores. Toda la carrera la hice con matrícula de honor.

En el último año le propuse a un grupo de compañeros de la Facultad la idea de

crear una asociación o gremio de poetas jóvenes que finalmente se fundó con el

nombre de Asociación Juvenil de Poetas de Popayán que todavía existe y de la

cual fui yo su primer presidente.


Unos dos años después de terminada me decidí a tomar estudios en la Academia

Departamental de Bellas Artes, al comienzo con bastante entusiasmo, pero so-

bre todo muchas, muchas expectativas. Pero esta carrera, no sé si por el nivel de

la facultad, no llenó, finalmente, dichas expectativas y terminó decepcionándo-

me. Y, bueno, esta parte de la historia ustedes ya la conocen. Eso es todo.

Espero que hayan quedado conformes.

–Gracias, Lucho –dijo Rosita–. Para mí fue una maravilla escuchar tu historia.

Y eso merece un trago.

–Gracias, Rosita –dije–, fue con el mayor de los gustos.

Y, acto seguido, procedimos a brindar.

–Gracias, Lucho –dijo Julieta–, creo que estamos todas sorprendidas. Aunque

tengo una pregunta ¿Por qué no nos contás algo de tu vida sentimental?... Si no

es problema…

–Ningún problema –dije–. Lo que sucede es que no hay mucho que contar. Lo

cierto es que, lo que se dice novia, sólo he tenido una de verdad, Luisa Fernan-

da, era, o es, su nombre. Pero el asunto no alcanzó a durar ni siquiera un año.

Aunque no lo crean, soy una persona muy tímida en cuestiones de citas, de con-

quistas… y todo ese cuento, en serio. Creo que estoy casado con el arte y la lite-

ratura.

–Es increíble –dijo Salomé– que una persona que tiene tanta facilidad para ha-

cer poesías no sea más enamorada…


–Iba a decir lo mismo –dijo Matilde–, yo suponía que habías tenido más de una

novia.

–Lo mismo pensé yo –dijo Julieta.

–Pues no me lo van a creer –contesté yo antes de que hablaran Rosita y Rosa -

rio– pero la poesía no es, al menos para mí, un buen medio para enamorar. Por

el contrario, en términos generales, es un mal medio para enamorar. Suele ser

contraproducente dedicar un poema a una mujer de la que uno esté enamoran-

do, por la sencilla razón, según las poquísimas experiencias que he tenido, de

que se le sube el poema a la cabeza y siente así que tiene las riendas de la rela -

ción y eso lo utiliza en contra de uno, de muchas maneras. Por ejemplo incum-

pliendo las citas y los compromisos, haciendo desplantes, etcétera. Lo mejor es

que la pareja no lo vea a uno tan enamorado, tan necesitado de amor, especial-

mente al comienzo de una relación. Y con la poesía se da a entender lo contrario.

Y miren ustedes la paradoja (a estas alturas ellas ya sabían, por Salomé, el signi-

ficado de esa palabra), cuánto mejor es el poema, peor es el resultado. Y vicever-

sa. En otras palabras, el tiro le sale a uno por la culata. Es algo que sucede in-

conscientemente, no es necesariamente premeditado, en cuyo caso sería todavía

peor porque esa persona sería entonces maquiavélica. La mayoría de mis poe-

mas de amor los he hecho inspirado en la novia de que les hablo, pero ella no lo

sabe, porque, si con unos pocos que yo le dediqué pasó lo que pasó, imagínense

ustedes si se entera de todos los que yo he hicho en su nombre. Eso no habría

durado ni dos meses. Sin embargo, les confieso, yo he seguido haciendo muchos

poemas inspirándome en ella, en su recuerdo. Y por eso yo guardo mucha grati-

tud con ese noviazgo y con ella misma, por supuesto.


–Pero ella no lo sabe –dijo Rosita.

–Iba a decir lo mismo –agregó Julieta–, me parece triste que no lo sepa…

–Pero ya se enterará –dije yo y agregué– ¿saben una cosa? Cuando ella tenga el

libro en sus manos, y lo va a tener, se va a dar cuenta inmediatamente que esos

poemas, de alguna manera, se los debo a ella. Estoy seguro de eso.

–¿Saben una cosa, parceras? –dijo Rosita, dirigiéndose a las demás y jugando a

ignorarme– Yo creo que cuando eso suceda, la tal Luisa Fernanda, va a querer

volver con Lucho ¿no lo creen ustedes?

–Seguro que sí –dijo Julieta.

–Póngale la firma –dijo Salomé.

–Se le va a abrir de piernas ¿diga? –dijo Rosario, provocándonos esta vez sober-

bia carcajada.

–Ella podrá querer y todo lo que ustedes digan –dijo Matilde, con su elemental

pero ancestral sabiduría indígena–, el problema es que Lucho quiera…

–Gracias a todas por lo que han dicho –dije yo, dando respuesta a la pregunta

que Matilde, tácitamente, insinuaba en nombre de todas–. Creo que tienen ra-

zón. Eso, no segura pero probablemente, es lo que va a pasar. El problema es,

como muy sabiamente dice Matilde, es que, en el caso de que ella, como ustedes

dicen, quiera reanudar la relación, yo, la verdad es que ya di vuelta a esa página.

No creo que dé marcha atrás. Pienso que sería un error. Entre otras cosas por-
que con plena seguridad, por todo lo que les he dicho, eso va a ser un rotundo

fracaso. Y, como dice el dicho, “el palo no está como pa’ cucharas”… Bueno par -

ceritas –agregué, prácticamente cerrando el tema–. Eso merece otro trago,

como dice Rosita… ¿Les parece?

Y, en seguida, nos dispusimos a brindar.


11

EL LANZAMIENTO

El miércoles de esa semana fui por los cien ejemplares de “Pétalos de piel”. El

editor me dijo que sólo había unos sesenta libros listos, pero que si volvía al día

siguiente me los podía entregar completos. Le dije que prefería llevarme esos se-

senta y que pasaría el jueves por el resto, que no había inconveniente. Agregó al

final que por un error de cálculo habían salido diez libros más y que si de ese nú-

mero, si no había inconveniente, podía quedarse con dos libros para que yo to-

mara los ocho restantes. Le dije que dejara cuatro, que con seis me daba por

bien servido ya que, al fin de cuentas yo sólo contaba con cien libros. Quedamos

mutuamente agradecidos.

La edición estaba impecable. Yo había diseñado la cubierta con uno de los boce-

tos que hice de Salomé. Finalmente me entregó sesenta y tres ejemplares en tres

paquetes de veintiún libros cada uno.

Así que ese mismo miércoles por la noche me dirigí a La Conejita Rosa para reu -

nirme con ellas, tal como habíamos acordado. Llevaba siete ejemplares bajo el

brazo.

La emoción que manifestaron las cinco “conejitas” fue enorme, sobre todo cuan-

do les dije que esos ejemplares eran para cada una de ellas. Los dos que resta -
ban eran los de Mercedes que Rosita se encargó de llevarle. Salomé no cabía en

ella de orgullo cuando se vio en el boceto de la cubierta. Pero la gran sorpresa

que les tenía eran las quince ilustraciones –para ambientar un buen número de

los poemas que aparecen en el libro, muy especialmente los concernientes a los

cinco performances del futuro lanzamiento– con los dibujos a la pluma y a la

aguada, en tinta china negra que hice en mi estudio sobre la base de los bocetos

que había hecho de cada una de ellas.

También les entregué las tarjetas de invitación en tamaño postal y a todo color

que yo había diseñado con una fotografía del libro para que repartieran a todas

sus amistades, parientes y, por supuesto, a toda la clientela de La Conejita Rosa.

Cada una llevó 30 invitaciones y les dije que si les faltaba me avisaran para en-

tregárselas.

De ahí en adelante sólo restaba la preparación que se hizo de la manera más di-

ligente y entusiasta, sobre todo por parte de ellas. La clave de ese entusiasmo es-

taba en el orgullo que sentían por hacer parte “carnal” (nunca mejor dicho) de

ese libro, tanto por los poemas como por las ilustraciones. No se les quedó un

solo cliente del burdel, según me dijeron, ni parientes en caso de que los tuvie-

ran en la ciudad como era el caso de Rosita y aún en otra ciudad como era el

caso de Rosario con su mamá Zoyla de Pereira.

Hasta que llegó el día del lanzamiento. Fue un viernes, finalmente un mes des-

pués de la sesión de dibujo con Rosita. Aunque muchas personas nos habían

confirmado su asistencia, sobre todo a las “conejitas” y, particularmente a mí, la


madre putativa de Rosario desde Pereira, la tía Mercedes de Rosita, una profe-

sora y dos profesores de la Escuela de Bellas Artes, algunos compañeros y com-

pañeras de la misma Escuela, Ernesto (un amigo y cofundador conmigo de la

Asociación Juvenil de Poetas de Popayán), Julián (un hermano también de Po-

payán, de profesión médico) y un periodista, yo no dejaba de estar preocupado y

nervioso, sobre todo por la asistencia. Pero no tanto por el tipo de libro que es-

taba promoviendo, sino por el sitio en que lo pensaba hacer. Y esa preocupación

sólo me vino a acosar, eso sí, en forma vehemente, ese mismo día, desde que me

levanté, como si apenas tomara conciencia de lo disparatado que era hacer el

lanzamiento de un libro de poesía, por muy erótica que fuera, en un sitio como

ese. Llegué a pensar que Mercedes tenía razón al decir que yo era un loco y que

sólo por consideración veía eso como una cualidad, prácticamente como una

virtud. Y mis amigos editores, ni se diga. Me habían dado a entender que yo es-

taba bastante desfasado al tomar un riesgo de tal naturaleza. Encima de todo,

como si no fuera suficiente y llevado por un romanticismo que lindaba con la

cursilería, había depositado toda mi confianza en cinco mujeres, ancladas en la

prostitución –sí, muy cariñosas, es cierto, no lo puedo negar– pero también, con

la sola excepción de Rosita, muy limitadas, muy básicas, con una escasez de co-

nocimientos desoladora.

Lo mejor del cuento (o lo peor) es que ese estado de ánimo, esa “malparidez” (si

me permiten una expresión a la sazón en boga en medios estudiantiles),

contrastaba diametralmente con el optimismo y con el entusiasmo desbordante

que había tenido hasta el día anterior hasta el punto de haber alquilado 30 sillas

Rimax porque las 90 del establecimiento me parecían totalmente insuficientes...

Para decirlo de otra manera, esa parte negativa de mí, la que llegó a creer en el
pasado que mi padre tenía razón con aquello de que yo era un irresponsable, ha-

bía emergido de entre las sombras y me había tomado por sorpresa. Un visitante

incómodo, al que nadie había convidado. Un fantasma con pretensiones justi-

cieras visitándome hoy desde su antigua residencia.

Así las cosas, a medida que se acercaba la hora comencé a arrepentirme de ha-

berme metido en todo ese rollo –y ese bollo– y lo que ya al final quería era des-

aparecer, que la tierra me tragara y que toda esa mierda acabara de una vez por

todas.

Pero no había caso, la suerte estaba echada. Y por fin llegó la hora. Los invitados

fueron llegando en forma irregular y “graneada”, desde un poco antes de las seis

de la tarde, hora en que por fin habíamos programado el evento. La verdad es

que, hacia las seis y media, ya había llegado casi todo el mundo y el local estaba

que no le cabía un alma. Entonces, como era de esperarse, me volvió el alma al

cuerpo...

De nuevo Mercedes tenía la razón, la mayor parte de los asistentes estaba allí

por curiosidad. Querían saber en qué iba a parar toda esa locura. Aunque tam-

bién había sin duda un buen número de los únicamente movidos por el morbo...

Porque no se querían perder la “empelotada” de las “conejitas”. Y había, por su-

puesto, un número tal vez no muy numeroso de asistentes que acudía allí por un

interés estético y cultural.

Así que ahora había que enfrentar al público con los performances. Convencerlo

con el espectáculo. Y hay que tener en cuenta que no se trataba de un montaje

en función del mismo espectáculo, sino en función del libro. El objetivo, el reto
verdadero, era que el público se enamorara del libro. Pero en ese aspecto, en el

del montaje mismo, tanto yo como las chicas nos sentíamos con mucha seguri-

dad. Sólo faltaba ver qué tanto gustarían los poemas...

Cabe mencionar que, entre los asistentes, fuera de los ya mencionados, estaban,

con excepción de Rebeca, las amigas del parche de Rosita que ella me presentó

minutos antes de iniciarse el evento. Éstas eran Lorena, Lucrecia, Marta y Ama-

ranta. Contra todo pronóstico estaba también Federico a quien –muy reacio a

venir porque detestaba los pasos por los que andaba su “hermanita del alma”–

Mercedes había sabido convencer diciéndole que ella también odiaba eso que

hacía su sobrina del alma, pero que había que entender que ella misma, la pro-

pia Rosita, también odiaba lo que hacía y que prácticamente no le había queda-

do más remedio porque Consuelo le exigía no poco dinero, no un simple “salario

mínimo”, sino bastante más, para la manutención de los tres hijos del matrimo-

nio ¡los propios nietos de Consuelo! le había recalcado. El hecho es que allí esta -

ba él. Y Rosita, también me lo presentó.

Dimos apertura al evento a las 6:45 en punto de la noche con el local a reventar.

Cabe aclarar que con la ayuda de los guardas de la entrada se mantuvo despeja -

da en todo momento la pista porque, debido al abarrotamiento, amenazaba con

ser ocupada.

Yo había convidado, como ya dije, a un amigo poeta payanés que había sido pre-

sidente de la Asociación Juvenil de Poetas de Popayán, agrupación que había-

mos fundado en la década del setenta, cuando yo cursaba estudios de Literatura

y de la cual fui, como ya les había dicho en mi relato a las conejitas, su primer

presidente. Ernesto para entonces vivía en Cali. Él se encargó de la presenta-


ción, hablando de mi trayectoria y destacando el hecho de ser tanto escritor y

poeta como pintor, lo cual, según dijo, no solía ser frecuente y que como fruto y

testimonio de ello, “Pétalos de piel”, el libro de poemas eróticos, que ahora se

lanzaba, era ilustrado por el mismo autor. Explicó al público que apenas conclu-

yera el espectáculo se daría un tiempo de máximo una hora para que los intere-

sados en el libro lo pudieran adquirir y para que (si así lo deseaban) se lo lleva -

ran con una breve dedicatoria y la firma del autor. Aprovechó incluso la oportu-

nidad para informar que en unas tres o cuatro semanas, a más tardar, tendría

lugar una exposición de arte erótico con toda la obra que yo había realizado con

cinco de las jóvenes que hacían parte de La Conejita Rosa, en un lugar, día y

hora que se informarían oportunamente a toda la concurrencia.

Acto seguido, después de los aplausos y tras agradecer las palabras de mi amigo,

hice una breve presentación del libro, de su contenido y de las ilustraciones que

había hecho con base en los bocetos realizados allí mismo y tomando como mo-

delos a cinco de ellas (aquí di sus nombres) y de cómo había surgido la idea de

hacer con ellas mismas el lanzamiento en ese lugar, mediante los montajes o

performances con poemas extraídos del mismo libro, que verían y escucharían a

continuación, lo cual el público aplaudió calurosamente.

No es el caso aquí reproducir nuevamente los performances y los poemas que ya

todos ustedes conocen. Sólo cabe mencionar y destacar que la presencia del gru-

po musical femenino le dio un toque espectacular al evento y agregar que el re-

sultado fue mejor del que esperábamos. Sobre todo, del que yo esperaba, por-

que, a decir verdad, ellas las cinco “parceritas del alma” nunca perdieron la con-

fianza y, no me gusta mucho la palabra, pero no encuentro una mejor, la fe.


Cabe también anotar que es bastante probable que los que acudían allí movidos

por el morbo, debieron salir algo decepcionados ya que para ellos los estriptis

comunes y corrientes “son sin tanta milonga, van a lo que van, a destapar el cue-

ro y el coño y punto. No más”. Pero esto es sólo una suposición, nada que se hu-

biera comprobado o cosa por el estilo. Una suposición –eso sí– nada traída de

los cabellos, si se tiene en cuenta que los performances convidaban al público a

una lectura erótica y no morbosa del cuerpo femenino, a una mirada –sin me-

noscabo de la excitación– estética y, hasta donde ello era posible (dada la baste-

dad dominante del público presente), poética y excelsa, no banal y ramplona de

los encantos de la desnudez...

Por otra parte –y esto sí que pudimos comprobarlo, o al menos yo y quizá un

poco también Rosita– el espectáculo desbordó, por todo lo que hemos dicho, las

expectativas de quienes esperaban algo que fuera más allá del morbo y la degra-

dación.

Por último, cabe anotar que todos los performances fueron frenéticamente

aplaudidos. Quizá un poco menos el de EL INFIERNO NO ES COMO LO PIN-

TAN. Creo entender que fue por el poema (más precisamente por su contenido)

y no por Salomé y su presentación que estuvo impecable como todas las demás.

Tengo la fuerte impresión de que el talante demoníaco de este poema, aunque a

algunos fascinó, no fue del agrado de muchos.

Pero aparte de eso todo nos salió del carajo. Mucho mejor de lo que esperába-

mos. Después de la última presentación, mientras el público aún aplaudía, yo

llamé a la pista a las demás conejitas y el público, poniéndose de pie, las vitoreó
en medio de un aplauso prolongado, enérgico y emotivo. Algo de verdad inolvi-

dable que nos marcó tanto a ellas como a mí.

No les voy a ocultar finalmente que, pese a los esfuerzos que hacía para conte-

nerlas y fiel a mi “convicción” de que no soy un cursi, las lágrimas se deslizaron

solitas por mis mejillas junto a las de ellas mientras las abrazaba y gritaba (ha-

bíamos formado un círculo en la pista) para que me pudieran oír

–¡Lo logramos! ¡Gracias a ustedes! ¡Éste es un logro de ustedes!

–¡Gracias a Dios! –exclamó Julieta.

Sólo restaba la venta del libro. Pero debo aclarar que, a estas alturas, ya no me

importaba. O me importaba muy poco. Lo más importante, lo esencial, el reco-

nocimiento del público se había logrado ya...

Yo había llevado noventa y dos ejemplares, descontando del total los siete que

les había entregado a las “conejitas” y siete que dejé en mi haber como reserva y

por si los necesitaba para algún regalo especial o algo por el estilo. De esos no-

venta y dos finalmente se ofrecieron a la venta noventa y uno, pues, desoyendo

el consejo de Mercedes de no regalar un solo libro, tuve a bien separar uno para

Zoyla que tuvo el gesto de venir desde Pereira a presenciar y apoyar a su hija.

Aun así, ella después compró tres para llevarse a Pereira y hacer unos regalos

según dijo, aunque era fácil suponer que ante todo lo hacía como una forma de

colaboración.
Los libros se organizaron sobre una de las mesas y Julián, con la ayuda de Julie-

ta y Salomé, se encargaron de la entrega de los libros, la recaudación del dinero

y la contabilidad...

Lo cierto es que, ante la presencia del atónito impresor que también estaba allí,

al vencerse la hora y ya mi muñeca y mi mano estar engarrotadas de tanto escri-

bir dedicatorias con mi rúbrica, se había completado la cifra de noventa ejem-

plares vendidos. Y en ese momento uno de los clientes del establecimiento, de

profesión arquitecto, se acercó para comprar tres libros, pero sólo había uno.

Entonces yo le dije “Llévese el que hay, arquitecto. Si me da la dirección, le haré

llegar los otros dos. Y no se preocupe por el pago, lo puede hacer cuando le lle-

guen.” A lo que él respondió “De ninguna manera, maestro. Aquí se los pago, de

una vez... –y, tras pensarlo un segundo, agregó– es más, para que se justifique el

envío, aquí le pago tres.”

Unos dos o tres minutos antes de lo del arquitecto se presentó un sujeto que co-

menzó disculpándose pues se había perdido casi todo el evento porque se había

despistado con la hora. El sujeto compró dieciocho ejemplares sin pedir ningún

descuento o cosa por el estilo, asegurando que los necesitaba para la biblioteca

del barrio donde vivía. Como nos pareció muy extraño, a mi hermano, a Merce-

des y a mí, que se estuvieran comprando libros de poesía erótica para la biblio -

teca de un barrio y sobre todo en esa cantidad, yo me vi en la obligación de de-

cirle al tipo que, aunque agradecía mucho esa compra, mi obligación era aclarar-

le que ese libro, si bien era de poesía, su contenido era erótico, con láminas ilus-

tradas de mujeres semidesnudas. Pero el sujeto me contestó inmediatamente

que él sabía muy bien lo que estaba haciendo y que ése era exactamente el libro
que necesitaba, ante lo cual no tuve más remedio que disculparme por si había

sido indiscreto y reiterarle mi agradecimiento por la compra.

Mercedes nos comentó que ella no se tragaba ese cuento de la biblioteca del ba-

rrio. Que ella lo que creía era que el pisco era un malandro de alguno de los car-

teles de la droga y “quién sabe para qué diablos o por qué motivos será que ad-

quirieron el libro, pero bueno, nada podemos hacer, al menos se hizo ahí una

buena venta”

–Eso, sin duda –dije yo–, aunque también me interesa el destino del libro.

–Pero no me parés muchas bolas, Lucho –dijo Mercedes–, yo sólo estoy hacien-

do cábalas.

–Estoy de acuerdo con Mercedes –conjeturó Julián–, a lo mejor el libro es para

algún regalo, de esos que se hacen entre capos, y lo peor que puede pasar, en ese

caso, es que no lo sepa apreciar el que lo recibe.

–Exactamente, dijo Mercedes, así es doctor.

–Gracias, Mercedes, pero te regalo el ‘doctor’ –dijo mi hermano–, simplemente

Julián ¿vale?

–Vale, doctor –dijo riendo Mercedes.

–Esta mujer no tiene arreglo –dije también riendo– ¡qué barbaridad!


–¡Ufff! ¡Se me acaban de salvar cien mil pesos! –exclamó de un momento a otro

el impresor en forma categórica y misteriosa.

–¿Cien mil pesos? –le pregunté yo tratando de salir del desconcierto– ¿A qué se

refiere?

–Es que cuando le pregunté hace unos días que cuántos libros aspiraba vender

–continuó él– y usted me contestó que sesenta, estuve a punto de apostarle que

si pasaba de cincuenta le pagaría cien mil pesos o más, si era del caso. Pero yo,

para no echarle la sal, no lo quise hacer...

–Entonces, yo perdí cien mil pesos –le respondí–, o quién sabe cuánto más–. Y

soltamos rotunda carcajada.

Quiero, mi gente, darles a conocer, por último, la importancia que tuvo la pre-

sencia del periodista en el evento, quien hizo publicar una buena nota en el ma-

gacín dominical del periódico más importante de la ciudad, en la que destacaba

tanto lo inusitado del evento como la calidad del montaje y la edición de “Péta-

los de piel” del cual aparecía una fotografía a todo color. La breve pero oportuna

nota de mi amigo destacaba la importancia de ese particular género poético, el

de la poesía erótica, “no cultivado lo suficiente por la generalidad de poetas, se-

gún mi punto de vista” precisaba, y agregaba en pocas pero elocuentes palabras

las características de “un estilo que conjuga, en el escenario de la piel y el alma

femeninos y con la magia de un lenguaje siempre sugestivo y a veces turbador,

una fina y emotiva sensibilidad con un erotismo abierto, vehemente y por mo-
mentos salvaje que lo hacen único en el ámbito de poetas, al menos del Surocci -

dente Colombiano.” Invitaba finalmente la nota a toda la ciudadanía caleña a vi-

sitar la futura Primera Exposición de Arte Erótico de Luis Astaíza Echavarría, el

mismo autor del libro, en el Salón de Exposiciones del Club de Ejecutivos de la

Sultana del Valle.


12

AMARANTA

¿Cómo podía yo siquiera sospechar que a ese inolvidable día –día de todo, de re-

conocimientos, de aplausos, de público enardecido (y excitado), de ventas– aún

le pudiera faltar algo? Y, sin embargo, aún faltaba algo... Algo que bien podría

llamarse “la cereza del pastel”.

Se habían quedado hasta el final, Matilde, las cuatro amigas del parche y el her-

mano de Rosita, Zoyla, mi hermano Julián, Ernesto (mi paisano) y Roberto el

editor. Y, por supuesto, también las conejitas. Entonces, Mercedes, tomando la

iniciativa, dijo

–Ha surgido la idea de que celebremos este maravilloso evento. Yo ofrezco mi

apartamento que, aunque es un solo espacio, es suficiente para los que estamos

aquí.

–Aprobado por unanimidad –dijo Lorena, parodiando una reunión política.

–Sólo pediría una pequeña contribución económica a los que puedan, pues mis

arcas son muy abundantes, pero... de escasez –agregó Mercedes, con su acos-

tumbrada chispa.
–No, no –dije yo–, lo que se necesite va por cuenta mía. No te preocupés por

eso, Mercedes...

–Pero algunas queremos aportar, Lucho –dijo Amaranta–. No es justo que te to-

que a ti toda la carga, sólo porque hiciste una buena venta de libros...

–Yo también quiero aportar –dijo mi hermano.

–Gracias, Amaranta –dije yo–, qué dulce de tu parte... Gracias, Julián... Está

bien –agregué dirigiéndome a todos–. Entonces les propongo una solución salo-

mónica: encárguense ustedes de lo de comer y picar y, entre mi hermano y yo,

nos encargamos de la bebida... ¿Les parece?

–Por ahí está mejor –dijo Amaranta.

–Entonces, no se hable más –dije yo–. Pongámonos en marcha...

–De acuerdo –dijo Mercedes–, y que Amaranta y Julieta, si no tienen inconve-

niente se encarguen de recoger y administrar el dinero.

–Aprobado por unanimidad –dijo Julián, continuando con la parodia.

Como ya era mi costumbre no había llevado mi cacharro a La Conejita Rosa. Por

tal razón nos desplazamos desde allí hasta el apartamento de Mercedes en tres

taxis, más el coche de Federico que como buen caleño conocía la ciudad como la

palma de la mano.

Una vez allí, un total de dieciséis personas, nos acomodamos en las sillas que te-

nía Mercedes, más otras cuantas que pasó Federico con la ayuda de Lourdes, su
compañera (a quién conocimos ahí mismo), más Amaranta y Lorena desde la

casa de Consuelo que, como ya se ha dicho, hacía parte con el apartamento de

Mercedes de una misma edificación.

Lo primero que hizo Mercedes una vez instalados fue, después de darnos la

bienvenida a todos, manifestar su alegría y admiración por la labor artística que

yo estaba desarrollando, que no terminaba con el lanzamiento.

–Ése es el motivo –dijo– de estar aquí reunidos. ¡Sean todos bienvenidos! Espe-

ro que no sea la última vez... Y, antes de seguir con la rumba, te pediría Lucho

que nos hablaras un poco sobre tus impresiones con respecto al evento de hoy y

nos ampliaras un poco sobre el panorama de eventos que tienes en proyecto... Si

no tienes inconveniente, claro...

–Ningún inconveniente, Mercedes. Todo lo contrario... Pero antes de hablar

quisiera decir algunas palabras –dije, tratando de emular la chispa de la misma

Mercedes y dando espacio a que captaran la cantinflada. Una vez que lo hicieron

y consignaron su buena ración de risa, proseguí–. Debo confesarles que hoy,

desde que me desperté temprano en la mañana, me asaltó un pesimismo y un

desaliento terribles... Nada qué ver con el optimismo que me ha acompañado

desde que les comuniqué la idea a Julieta, a Rosario, a Salomé y a Matilde, que

están aquí presentes y no me dejan mentir.

“Ese optimismo se incrementó mucho más debido a la acogida entusiasta que

tuvo entre ustedes cuatro y ni se diga cuando Rosita hizo parte de este maravi-

lloso grupo de parceras que yo con mucho cariño llamo “mis conejitas”. No, no,

no, estoy mintiendo… el optimismo me lo contagiaron ustedes, especialmente


Julieta que, desde el momento en que le manifesté la idea en forma tímida, a de-

cir verdad, ella la cogió en el aire, como se dice, y se la fue transmitiendo a las

demás. De tal manera que, cuando a las cinco les sonó, fueron ustedes la que me

entusiasmaron a mí. Y lo hicieron además con el mejor interés. Es decir, con de-

sinterés. Ésa es la verdad de las cosas.

“Bueno... Y les tengo una buena noticia. Como ustedes cinco tuvieron, además

del entusiasmo del que hablamos, una presentación estelar el día de hoy, he de-

cidido disponer de lo recaudado por las ventas del libro, el veinticinco por cien-

to, para ser distribuido entre las cinco, es decir el cinco por ciento para cada

una. ¿Es producto esto –pregunto–, de un arranque de generosidad de mi par-

te? De ninguna manera. Es apenas lo justo. Yo sé que es algo con lo que ustedes

tal vez no contaban, pero eso se debe a un error de mi parte. Lo que a su vez es

fruto de una, cómo llamarla... incertidumbre que con respecto a las posibilida-

des de venta del libro tenía en ese momento. Aunque tenía en mente, de todas

formas, hacerles un mínimo reconocimiento, necesitaba saber qué tanto se iba a

vender para saber cuál sería el monto definitivo. Pero ya ven, el resultado rebasó

nuestras expectativas. O al menos las mías... Y las del editor que también está

aquí presente... En fin, eso es apenas lo justo. Por el contrario, no es más porque

de allí también hay que sacar el costo del libro, la propaganda impresa, etc. En

fin, “del cuero salen las correas”, como ustedes saben.

“Y bueno, para no cansarlos más. Este éxito tan contundente me ha animado a

publicar mil libros y ya no en láser sino en litografía. Esto significa que habrá

que encontrar nuevas estrategias de venta, nuevos medios, pero también más

lanzamientos con los mismos performances que todos ustedes vieron hoy, pero
adaptados a la censura que muy probablemente se van a presentar. ¡Qué sé yo!

el destape total, por ejemplo, en el performance con Salomé y el poema “Mi cre-

do”, ya no va a ser posible y seguramente ella tendrá que quedar al final, con dos

prendas, como mínimo...

–Y que esas dos prendas –dijo Mercedes, con su chispa que no podía faltar–

sean el sombrero y las zapatillas, por ejemplo–. Y aquí, la infaltable carcajada,

cómo no.

–Buen apunte, Mercedes –continué diciendo– Así que ya saben. Prepárense

para lo que viene. Tengo el propósito de hacer uno o dos eventos más como el de

hoy en Cali, otro en Popayán, uno o dos en Bogotá y uno en Medellín. Pero eso

será en el transcurso del año y dependiendo de cómo se den las cosas. Por el

momento lo más importante será la exposición de arte erótico. En realidad, se-

rán dos exposiciones, una en Cali, en la Sala de Exposiciones del Club de Ejecu-

tivos, que se abrirá en un mes y la otra en Popayán, en el Museo Negret, que se

abrirá en dos meses... Sobra decir que están cordialmente invitados. Gracias

nuevamente a todas y todos por el apoyo...

Y ahora ¡A beber y a bailar!... ¡que el mundo se va a acabar!

Debo aclarar, para lo que sigue, que, desde que me fue presentada hasta ese mo-

mento, había empezado a sentir, ante la presencia de Amaranta, un puñado de

síntomas inequívocos. Desde los latidos del corazón, que temía que me lo fueran

a oír, hasta las famosas mariposas en el estómago, que en mi caso debían ser
toda una colonia. Por razones tanto físicas como inmateriales. Sus ojos y su

boca, de mirada y sonrisa respectivas, subyugantes; su cuerpo menudo, de

atractivo talle que parecía demandar la sujeción de un fuerte brazo; su carácter,

que el apretado margen de tiempo me impedía valorar en forma categórica, pero

conjeturé, no obstante, a la vez dulce y austero; su voz, ligeramente ronca y, sin

embargo, irrevocablemente femenina (una conjugación especialmente seducto-

ra que me recordaba la de Claudia Cardinale, esa deslumbrante estrella del cine

de los años 70s)... En pocas palabras, la parte de ella que apenas conocía me ha-

bía asestado severo flechazo, damas y caballeros.

Pero me pareció también que, hasta ese momento –quizá con una presunción

impostora, dictada por mi brillante triunfo–, ella correspondía a mis miradas y

sonrisas y algún tiempo después, y ya en pleno fandango, hacía lo mismo con

mis primeros tanteos, cuando bailando apretaba, en efecto, su delicado talle con

cautela.

–No puedo entender por qué Rosita no me había hablado de vos –le dije yo, ya

en plena parranda mientras bailábamos un bolero-son de Celio González con la

Sonora Matancera.

–Con tanto problema que tiene la pobre –me respondió–, no creo que le quede

espacio en su cabecita para ocuparse de sus amigas...

–Con la excepción de Rebeca –intenté aclarar yo.

–¡Ah, claro! Pero eso es distinto –trató de aclararme ella–. Rebeca es parte del

problema...
–A propósito, ¿qué opinión te merece todo ese asunto de Rosita? –le pregunté

entonces.

–Muy grave... Gravísimo –me dijo ella–. La canallada de ese par de miserables

de Joaquín y Rebeca no tiene nombre. Para completar, Consuelo, a su manera,

ha sido otra mierda con Rosita. A propósito ¿sabés acaso algo sobre el problema

de salud que tiene Rosita?

–No sé nada ¿A qué te referís? –le pregunté algo alarmado.

–No estoy muy segura –me dijo en tono algo misterioso–, pero parece que Rosi-

ta tiene cáncer...

–¿De veras? –inquirí yo– ¿Cómo lo sabés?

–Te voy a comentar, pero tratemos de ser prudentes –dijo en el mismo tono.

–Por supuesto, aunque si tenés dudas, mejor no me lo contés –le dije para tran-

quilizarla.

–No, no. Sólo digo. Lo que pasa es que me pareció escucharle algo a Mercedes –

trató de aclarar ella–. Escuché, antes de asistir al lanzamiento, que le decía a

Rosita que se relajara y que tomara lo del compromiso contigo, allá en la tal Co-

nejita Rosa, como una diversión, que igual no era nada seguro lo que el médico

les había dicho en la mañana. Creo que el lunes le entregan el resultado de un

examen, creo que es una biopsia, que le tomaron. Pero no estoy segura, como te

digo. Yo no les quise preguntar...


–Pues ahora me explico –dije yo– por qué a Rosita la noté como alejada de la

reunión, desde el comienzo... Lo había atribuido a los mellizos. Igual debe estar

pendiente de ellos...

–Como comprenderás ni ella ni Mercedes han comentado nada. La razón es ob-

via –concluyó ella.

–Por supuesto, aunque ¿sabés? –sugerí– Creo que es mejor no hablar más aho-

ra del asunto. Podemos levantar sospechas…

–De acuerdo, así es –trató de concluir ella– aunque no fui yo quien trajo el

tema...

–Bueno, digamos que se nos coló –respondí–. Es inevitable. Contame mejor có-

mo se conocieron...

Así supe (en el transcurso de una conversación con interrupciones, porque

cuando notaron que los dos estábamos “encarretados” conversando, salieron

con el cuento, especialmente Julieta y demás “conejitas”, de que había que “ro-

tar parejas”) que ella y Rosita habían estudiado juntas todo el bachillerato, que

Amaranta había ganado una beca para estudiar Ciencias Políticas en Roma y

que allá había permanecido cinco años, razón por la cual era bilingüe. Y algo

más, porque dominaba muy bien el inglés. Había pasado también una buena

temporada en lo Estados Unidos. Dos años.

Me pareció que entre ella y Rosita no había nada en común. Exceptuando quizá

algunos aspectos culturales, gusto por la poesía, cierto grado de sensibilidad ar-

tística y, pare de contar; en casi todo lo demás diferían. Amaranta era una mujer
independiente, con muy sólidos conceptos de la vida, del trabajo, de las relacio-

nes humanas y sociales. Tenía principios definidos y era muy estricta, incluso

apasionada, al defenderlos. Por esa razón, aunque eran amigas, incluso buenas

amigas, no eran íntimas amigas. Como sí lo habían sido, por ejemplo, Rosita y la

tal Rebeca, a la que, dicho sea de paso, jamás llegué a conocer.

Amaranta y yo teníamos en común dos tipos de sensibilidad, una estética, aun-

que ella no era propiamente artista o al menos no ejercía ninguna actividad ar-

tística permanente, era una amante pasiva, por así decirlo del arte. Y la otra so-

cial, nos movían y conmovían las iniquidades y las injusticias sociales, como la

desigualdad o la corrupción, una y otra endémicas y seculares en Colombia. Di-

feríamos sólo en el nivel de compromiso –mayor en mi caso– y en el de forma-

ción –algo mayor en su caso–. Compartíamos igualmente dos pasiones, la de los

libros y la del cine, especialmente el cine de autor. Se sorprendió de que yo estu-

viera tan al tanto del cine por países. Lo pudo confirmar cuando le mencioné las

películas y los autores que yo conocía del cine italiano y francés. Nos identificá-

bamos completamente en materia de creencias y convicciones ideológicas. Los

dos éramos ateos, de la escuela materialista, marxista. Sólo dábamos crédito, en

consecuencia, a las verdades científicas. También era, como yo, admiradora de

la escuela del Psicoanálisis (habíamos leído algo de Freud, Jung y Lacan princi-

palmente) y de la llamada Sicología genética (de la cual conocíamos algo de Pia-

get, su fundador).

A determinada altura del festejo, Mercedes anunció que se haría un alto con el

baile y la música porque había un plato de cena y se iba a servir para que todos

comiéramos sentados...
Amaranta y yo buscamos la forma de quedar juntos para la tal cena, con lo que

fue quedando claro para toda la concurrencia que allí había nacido algo. Algo

que ninguno de los dos imaginó –como no podía ser, en ese momento, de otro

modo– cuán profundo y perdurable habría de ser con el tiempo.

Porque una fiesta, una celebración como ésa, si bien podía ser, y de hecho lo era,

un espacio suficiente para acunar el nacimiento, era de suyo insuficiente para

darle a un vínculo que apenas comenzaba, la perspectiva y la certidumbre que

sólo la vida y el transcurso del tiempo podían dar.

Pero tanto esa fiesta como los días subsiguientes le marcaron un derrotero firme

y promisorio a la naciente relación.

Me imagino que se estarán preguntando que a qué horas le “eché el cuento”.

Pues bien, ahí va.

Algunos días después la convidé a un café con el pretexto de que debía comuni-

carle algo muy importante, pero con el propósito de expresarle formalmente mis

sentimientos. Le dije –en medio de pausas y titubeos no dictados por duda algu-

na, sino por físicos nervios y la natural incertidumbre que suele presentarse en

casos como éste– que estaba muy interesado en cultivar con devoción, en princi-

pio, su amistad, que me gustaba mucho ella y que me sentía muy identificado en

asuntos fundamentales y que “eso con el tiempo… perdón, no con el tiempo,

sino ya, creo que nos está conduciendo… ¿por qué no? a un proyecto de vida…

en común ¿sí me entiendes?” aunque le aclaré que yo no estaba de acuerdo con

el matrimonio, por la sencilla razón de que ese tipo de compromiso era contra-

rio a una auténtica relación de parejas, mejor dicho, al verdadero amor y que
por eso “no te estoy proponiendo que nos casemos… o no propiamente que nos

casemos, pero sí que tengamos algo que vaya más allá de la amistad ¿me com-

prendes?” pero que en fin quería saber su sentir y su opinión sobre lo que le ha -

bía expresado…

Que, como ustedes pueden ver, era un auténtico galimatías.

–Te entiendo perfectamente. En qué orden, querido, querés que te conteste –me

preguntó ella sonriente y parodiando una irónica formalidad.

Claro que me turbó su ironía. Pero pensé que era el tono que mi excesiva forma -

lidad se merecía.

–En el que te parezca mejor, corazón –le contesté con un nerviosismo muy mal

disfrazado de seguridad.

–De acuerdo, corazón... Respecto a la concepción sobre el matrimonio, estamos

de acuerdo –me confirmó ella todavía con algo de ironía aunque también dulzu-

ra, pero, sobre todo, con una serenidad que contrastaba con el racimo de mis ti-

tubeos–, también yo lo rechazo por las mismas razones que vos. Tanto el civil

como el católico. Pero en el caso mío, rechazo el matrimonio católico, además,

por mis creencias. No profeso ninguna religión. Creo que ya te lo había dicho.

Soy atea.

–Sí, ya me lo habías dicho… Otra cosa en que coincidimos –le contesté con el

mismo nerviosismo, pero desprovisto ahora de todo disfraz–. ¿Y… en cuanto a...

la proposición que...
Pero ella me interrumpió la pregunta con su boca. Y, como en la canción de Or-

lando Contreras, que es como el himno nacional de todas las cantinas, extrapolo

dos versos de su contexto triste para decir en un beso la vida (...) me sentenció

el destino...
13

JOAQUÍN

El lunes de la semana siguiente al lanzamiento, Mercedes me llamó para pre-

guntarme si tenía tiempo de ir hasta su domicilio. Le dije que sí, lo que en efecto

hice. Después de ofrecerme café y, sin más protocolos me dijo

–Supongo que sabés para que te he citado.

–No lo sé –le dije–, pero supongo que es algo sobre Rosita.

–Efectivamente. Es que hoy, Lucho, le entregaron el resultado de un análisis de

laboratorio a una biopsia que le tomaron el miércoles... Y salió positivo. Lamen-

tablemente.

–No me digás, Mercedes –contesté– Yo he estado muy preocupado. Por eso

acepté venir sin vacilar. Algo me había comentado Amaranta... Pero ella no esta-

ba segura... Y Rosita... ¿se encuentra?

–Si. Está adentro, con los mellizos... Esta mañana la acompañé donde el oncólo-

go. Ella ya estaba preparada para la mala noticia. Por eso ha estado relativamen-

te tranquila. O tal vez sólo lo aparenta... Ese cáncer es el resultado de tantos pro-

blemas, de toda la angustia y el sufrimiento que le generan... Y de que no ve una

salida...
–Pobre Rosita –dije yo–. Aunque ¿sabés? Creo que el problema número uno de

ella se llama Joaquín. Todo ese odio que le envenena el alma es la principal cau-

sa del cáncer que tiene, pero también es una prueba de lo enamorada que vive

de él, por lo que he visto.

–Creo que tenés razón. Y ¿sabés una cosa? Él también la quiere muchísimo.

Aunque no lo parezca. Allí donde está debe estar super arrepentido de la cagada

que le hizo con la perra ésa de la Rebeca... Bueno, y ¿vos no creés, estoy pensan-

do en voz alta, que, si este cafre del Joaquín volviera y le pidiera perdón, no

creés, digo, que ella le perdonaría?

–No lo sé, pero creo que le perdonaría –dije–. Sólo tengo una duda... ¿Él ya sabe

lo del burdel y todo ese cuento?

–No –respondió–. No creo que lo sepa y ¿cómo creés que va a reaccionar él,

cuando se entere?

–Es difícil saber –contesté–, aunque yo me inclino a pensar que, si de veras la

quiere tanto, se va a sentir culpable. No sé, incluso hasta puede ser un móvil

para que regrese con ella...

–¿Eso creés? –dijo, y después de unos pocos segundos agregó– Pues entonces

habrá que hacérselo saber... El problema es cómo...

–Creo que es algo maquiavélico, lo que voy a sugerir –dije yo– pero es por una

causa justa. ¿Qué tal a través de una de las amigas de Rosita?... No sé, por ejem-

plo, Lorena o Amaranta...


–Es una buena idea, Luchito. No me parece maquiavélica. Y, si lo es, ¡Que viva

Maquiavelo!

–Entonces hablaré con Amaranta mañana mismo –concluí–. Ojalá esté de

acuerdo...

–Hablá con ella. Yo por mi parte lo haré con Lorena. Así, si no es la una es la

otra...

–O son las dos –concluí yo.

Al día siguiente hablé con Amaranta, que ya conocía los resultados de la biopsia.

Cuando le expuse el plan que teníamos con Mercedes (que yo seguía juzgando

maquiavélico) ella se opuso en un primer instante, alegando que ese tipo era un

marrano y que lo mejor para Rosita era que no diera su brazo a torcer, que lo

mantuviera a raya... Yo le dije que pensaba casi lo mismo con respecto al tipo,

pero que en la que había que pensar ahora era en Rosita, no en él. Y que ella es -

taba en peligro de muerte. Que, si él volvía y le pedía perdón, ella no sólo lo per-

donaría, sino que abandonaría la prostitución...

–Pero no me vayas a decir –replicó ella– que también se va a curar del cáncer...

–No me atrevo a asegurarlo, querida, pero podría apostar a que sí. Casos se han

visto...

–De acuerdo. Está bien, supongamos que es lo correcto... ¿Quién en ese caso ha-

blaría con él? ¡Porque, lo que es yo, ni de fundas hablaría con un sujeto de esos!
–Bueno, la idea que yo tengo es que hablen todas con él... Que una de ustedes lo

llame, lo cite en algún lugar distinto al apartamento de Mercedes, puede ser a

una cafetería y allí le cuenten todo lo que está viviendo Rosita, desde el proceder

despreciable de la mamá que la llevó a prostituirse hasta el cáncer que actual-

mente padece...

–En ese caso entonces el problema es quién lo llama al tipo para citarlo...

–Bueno, cualquiera de ustedes podrá hacer ese pequeño esfuerzo por Rosita...

Ella se merece eso y más, de parte de ustedes. Es lo que yo pienso...

–Está bien, está bien. Me has convencido. Yo me encargo de llamar al cerdito

para citarlo. Vamos a ver si acepta...

–Eso te convierte, en el ángel de la guarda de Rosita ¿sabés? Tené la seguridad

de que va a aceptar...

Joaquín, como ya se ha dicho, era un personaje de complexión robusta y mane-

ras bastas. En ningún caso como en este se podría apreciar mejor esa atracción

mutua que se ejercen entre sí dos personas, no sólo distintas sino totalmente

opuestas por el vértice. Porque todo lo que había en él de ordinario y hasta pa-

tán, tenía su contrapartida en las maneras delicadas y hasta sensibleras de ella,

de la misma manera que dos imanes se atraen tanto más cuanto mayor es la car-

ga de signo contrario de su magnetismo. Esa polaridad se expresaba de una ma-

nera que bordeaba lo caricaturesco en el aspecto físico. Él, aunque no muy alto,

era macizo, de manos gruesas, piel áspera y velluda, mientras ella era menuda,
de piel delicada, manos finas y delgadas. Una versión tropical en suma de la be-

lla y la bestia.

Esa poderosa atracción mutua y no otra cosa fue el ingrediente que más obró

para que tanto él volviera a suplicar su perdón, como para que ella se lo conce-

diera. Bueno, y en el caso de él agreguemos las correspondientes cucharadas de

culpa y arrepentimiento. Todo eso, claro está, después de la conversación soste-

nida con las amigas de Rosita, en la que éstas le pintaron sin miramientos la

triste condición física y moral de su entrañable amiga.

Cuando se reconciliaron, como yo lo suponía, ella volvió a nacer. Lo primero que

hizo, como ya ustedes lo habrán supuesto, fue abandonar La Conejita Rosa y,

junto con eso, el –para ella– aborrecible y, en cualquier caso, degradante oficio

de la prostitución. Aunque, valga la aclaración, sin abandonar su círculo amisto-

so de “las conejitas”.

Fue tal la alegría de ella que nos la contagió a todos. Mercedes, de común acuer-

do con Joaquín, volvió a organizar una reunión para celebrar el acontecimiento

de nuevo en su apartamento y también con dieciséis asistentes, los mismos que

estuvimos en la celebración anterior, menos el impresor y mi hermano Julián y

más Joaquín obviamente y su ayudante en la marquetería. Para aquella ocasión

yo tuve a bien contratar un trío de boleristas que por espacio de tres horas (sin

contar los descansos) animó a los presentes, pero muy especialmente al par de

tórtolos homenajeados, a los que complacieron con las mejores piezas de su re-

pertorio de boleros románticos.


Allí tuve la oportunidad no sólo de conocer por fin, face to face, al tristemente

célebre Joaquín, sino también de brindar, al comienzo de la reunión, por la feli-

cidad de ambos resaltando que ésa era una segunda oportunidad que la vida y

ellos mismos se estaban concediendo y que, aunque sobraba decirlo, con un to-

tal merecimiento por parte de ambos.

En seguida Mercedes tomó la palabra para decir “no sólo me sumo a tus pala-

bras, Lucho y brindo igualmente por la felicidad de Joaquín y mi adorada Rosi-

ta, porque, a decir verdad, se merecen uno al otro. Quiero manifestar también

que esta noche el AMOR, con mayúsculas, visita este humilde aposento. Eso

quiere decir que brindo también por la felicidad de otros dos que se merecen.

Me refiero a Lucho y Amaranta, cuyo amor vimos todos florecer en nuestras na-

rices, hace ocho días... en este mismo lugar “por este mismo canal y a esta mis-

ma hora’” –agregó esto parodiando festiva y sardónicamente la propaganda de

uno de los canales de la televisión colombiana.

Y, entre risas, todos brindamos y celebramos. Amaranta y yo, además... con una

subida entonación de rubores.

Fue, por todo, una velada inolvidable.

En algún momento de las conversaciones con Joaquín, tuve la oportunidad ade-

más de contratarle a él la elaboración de diez marcos de madera que aún falta-

ban para los cuadros de la futura exposición.


Sigifredo, el padre de Joaquín, era mecánico automotriz sin estudios profesiona-

les y un borrachín empedernido que solía ponerse violento en ese estado. Y eso,

como se verá, era una parte ya segura de la herencia que le dejaría a Joaquín, al

morir como consecuencia de una cirrosis hepática en medio de una borrachera

fenomenal, que al parecer no le permitió ni siquiera darse cuenta de lo que suce-

día, pues su caso era de vida o muerte y la operación tan perentoria que los mé-

dicos no pudieron esperar a que la juma se le pasara. Fue, puede decirse, una

borrachera de la que nunca despertó. Murió, por lo tanto, puede también decir-

se, en su elemento y feliz.

Carmela, la madre de Joaquín, es en cambio una profesora profesional y consa-

grada de Historia del Arte. Tiene, además, disposición para la cerámica y la foto-

grafía, aunque sólo las practica como entretenimiento. Es harto probable que el

oficio y la inclinación de Joaquín por la marquetería sean, en este caso, de pro-

cedencia materna. Aunque, para ser justos, no le hace mucho honor, con esas

dotes, a las de su progenitora. Al momento de escribir estas líneas la ilustre se-

ñora aún vive.

En honor a la verdad, debo decir que la impresión que yo tuve de Joaquín en

aquella ocasión, pero sobre todo en los días posteriores, fue de naturaleza ambi-

valente, por decir lo menos. Por una parte, no cabe duda, era un personaje muy

divertido y con cierto bagaje cultural, que se manifestaba especialmente cuando

tenía unas copas en la cabeza. Pero había un momento en que el número de co-

pas producía un efecto negativo en su comportamiento. Entonces se lo llevaba el

diablo, se tornaba sarcástico, pesado y podía ponerse agresivo con mucha facili-

dad. Salto de cantidad en calidad, habría dicho el viejo Hegel. El número de tra-
gos hasta determinado punto mantenían su cabeza en los límites del buen hu-

mor y el alborozo, pasando en ese momento a un estado que desconcertaba a

cualquiera. Como el agua que al cambiar de temperatura se convierte ya sea en

vapor o en hielo. Rosita y Mercedes me habían comentado que aun estando en

sano juicio tenía días o momentos en que se ponía irascible y, si no se lo sabía

llevar, podía ser violento.

Yo vi en todo eso un claro comportamiento bipolar que se manifestaba, a reduci-

da escala temporal, bajo el efecto del alcohol. Era también un sujeto algo sober-

bio, impermeable, ya no digamos a una crítica, sino a una simple observación. Y

ese factor, por supuesto, no convidaba a la confianza.


14

LAS EXPOSICIONES

Un mes después tuvo lugar la que llamé de manera un tanto ostentosa, por

aquello del “marketing publicitario”, PRIMERA MUESTRA INDIVIDUAL DE

ARTE ERÓTICO, CIUDAD DE CALI.

De los 150 trabajos realizados (incluyendo los 30 que hice sobre Rosita) tan sólo

expuse 70 debido tanto al tamaño del Salón de Exposiciones del Club de Ejecuti-

vos como al hecho de que había que dejar una reserva para la siguiente, o si-

guientes exposiciones, Popayán, Bogotá, etc.

Nos encargamos, junto con el equipo –al que no sólo siguió integrada Rosita,

sino que se amplió, aún más, con la participación en él de Amaranta y de Joa-

quín– de una propaganda y profusión aún más intensa que la que habíamos

desplegado para el lanzamiento del libro. Para esta ocasión yo le encargué al im-

presor, fuera de los volantes y tarjetas de invitación, la publicación de 500 catá-

logos a todo color con una buena selección de la muestra de la exposición. Este

catálogo para repartir principalmente el mismo día de la exposición. Cabe desta-

car aquí la importante colaboración de Joaquín, que fue el que más propaganda

distribuyó entre su abundante clientela de la marqutería y el círculo de sus

amistades. El apoyo de Amaranta fue no menos importante, pues puso a traba-

jar, como si fuera otro equipo, al parche de amistades de Rosita del que ahora
comenzaba a hacer parte de nuevo la mismísima Rebeca, a quien ella, inexplica-

blemente para Amaranta y para mí, había perdonado.

Amaranta, como es lógico, se había abstenido de entregar a ella propaganda al-

guna para la exposición.

Aunque de una manera no tan rotunda y espectacular como lo fue el lanzamien-

to de “Pétalos de piel”, la inauguración de la exposición fue también muy exito-

sa. Tanto en asistencia como en ventas. Esto es algo que yo tenía casi totalmente

previsto, a diferencia del lanzamiento, por la simple y llana razón de que era

algo en lo que ya tenía alguna experiencia y conocimiento. El resultado en ven-

tas –si bien porcentualmente hablando fue inferior al obtenido en el lanzamien-

to (80% contra 102%)– en términos absolutos fue bastante mejor ($5'040.000

contra $4'080.000), esto debido al mayor precio promedio de los trabajos ex-

puestos y al tiempo total (quince días) en que estuvieron expuestos. Pero no sólo

eso. Como yo había tenido la precaución de llevar 50 ejemplares de la nueva edi-

ción de Pétalos de piel, se vendieron allí 38 unidades, es decir $1'140.000 en di-

nero que, en esta oportunidad pude poner a un precio de $30.000 debido al cos-

to menor unitario que la impresión de 1.000 unidades permitía. Todo esto para

un gran total de $6'180.000. En esta ocasión, aunque ya no tuvieron que debu-

tar las “conejitas”, separé no obstante el 10% ($618.000) del total para ellas.

En esta ocasión conté con el acompañamiento de toda mi familia residente en

Popayán, es decir, mis padres, mi hermano Julián y dos hermanas más, Floren-

cia y Josefina (de profesión Contadora Pública y Arquitecta respectivamente).


Cabe aclarar aquí, de paso, que cuando mi padre se enteró del destino “aberran-

te” que su aporte económico había adquirido, puso un previsible grito en el cie-

lo, cuyos decibeles empezaron a decrecer en la medida en que Julián le hablaba

maravillas de mis rotundos éxitos y le reforzó el cuento asegurándole que no me

había quedado otro camino debido a que los costos de mi carrera (materiales,

equipo, manutención, etc.) eran exorbitantes y el auxilio mensual que recibía no

alcanzaba a cubrirlos. Con lo cual, con suma habilidad, hizo toda una metamor-

fosis de sus sentimientos, al convertir la intolerante furia en un sentimiento de

culpa y pena por la situación y dificultades de su hijo.

También estaban allí dos primas que residían en Popayán y un primo residente

en Cali (aunque también payanés). De nuevo se hicieron presentes Zoyla y las

cuatro del “parche” de Rosita (sin Rebeca); Joaquín con su ayudante; y en esta

ocasión, además de Federico, otros tres hermanos del contingente de los quince,

presentes allí sin duda como una forma de agradecimiento por el “milagro” de

Rosita, ya que la gran sorpresa del día fue la noticia que nos dio Mercedes al fi-

nal de la inauguración sobre el parte de los médicos que no salían de su asom-

bro al constatar que el cáncer linfático de segundo grado, y del cual sólo se ha-

bían practicado dos quimioterapias del total de seis que le habían programado

en primera instancia, había desaparecido por completo.

Por otra parte, el periodista también en esta oportunidad hizo una magnífica

crónica del evento en la que al final anunciaba la exposición de Popayán, lo cual

era muy útil si se tiene en cuenta que dicho periódico circulaba muy ampliamen-

te también en Popayán.
Finalmente, junto con mi hermano Julián, más Florencia y Josefina, nos encar-

gamos de organizar una celebración en mi apartaestudio-taller, un espacio se-

mejante al de Mercedes, aunque un poco más grande. Era un local dividido por

un biombo plegable, que al ser recogido contra la pared y al plegar la cama ado-

sable igualmente contra la pared, daba lugar a un espacio amplio y confortable.

Así que, contando a dos de los tres hermanos de Rosita (uno de ellos no podía

asistir) y a mis tres hermanos, esta vez hubo veintiún personas en la celebra-

ción. Como las sillas que había eran veinte (yo había alquilado ese mismo día

una docena de sillas Rimax y en mi apartaestudio disponía de ocho de madera,

abollonadas con espuma y tela) más la del caballete que era un armatoste alto,

sin espaldar y, no es por nada pero bastante incómodo, a alguien se le ocurrió

hacer juegos o dinámicas colectivas en que el perdedor debía ocupar esa butaca

hasta que se iniciara la siguiente ronda. Pues la tal ocurrencia hizo de la velada

algo en verdad divertidísimo ya que nadie quería perder las dinámicas para te-

ner que soportar la “humillación” de sentarse en semejante esperpento. Y todo

alternado, claro está, con el baile, en forma de rondas y en pareja...

Otra velada realmente maravillosa.

La inauguración de la PRIMERA MUESTRA INDIVIDUAL DE ARTE ERÓTI-

CO, CIUDAD DE POPAYÁN –realizada finalmente un mes después y para la

cual me trasladé a la ciudad dos semanas antes, aunque ya había comenzado a

promoverla desde el siguiente día de la realizada en Cali– también resultó exito-

sa, aunque no tanto como la de Cali. Y la razón parece obvia: a pesar de que allá

contaba con el apoyo de mis hermanos, no disponía de un equipo como el de las


“conejitas” y las mismas amigas de Rosita con Amaranta a la cabeza. Aun así, el

total de ventas fue de $3'780.000 con respecto a las obras expuestas. Y los libros

vendidos fueron 28, equivalente en efectivo a $840.000. Lo que daba un total

de $4'620.000.

En esta ocasión convidé a las cinco “conejitas” (contando aquí a Rosita, sin ser

ya ella una “conejita”). Esta invitación incluía pasajes en bus de ida y regreso,

una cena y alojamiento por una noche. De todas maneras, les dí a cada una de

ellas una bonificación de $50.000.

Mis hermanos, Florencia, Josefina y Julián organizaron por cuenta propia una

celebración con familiares y amistades que habían asistido a la inauguración,

por el estilo de las celebraciones de Cali, quizá por aquello de no perder la cos-

tumbre.

No sucedió lo mismo, en cambio, con el segundo lanzamiento de “Pétalos de

piel” que hicimos tres meses después del primero. Aunque no fue propiamente

un desastre, poco faltó para que lo fuera.

Tanto la asistencia del público como la venta del libro en este segundo lanza-

miento –que finalmente se hizo en la sede del Teatro Experimental de Cali– es-

casamente superaron la mitad de las del primero. El total de ventas fue de 65

ejemplares.

Como lo había previsto, los performances tuvimos que ajustarlos a las expectati-

vas de un público bastante diferente del que concurre a un sitio como La Coneji-
ta Rosa. Y no sólo por el tipo de público, sino porque el sitio mismo provoca ex-

pectativas diferentes, de tipo artístico, cultural e incluso intelectual, harto aleja-

das de las que despierta un burdel.

De donde saqué la conclusión de que, futuros eventos, con el propósito de darle

salida a los casi 900 libros que tenía, los debería hacer en lo sucesivo, bien sea

en otros burdeles –lo que me obligaría a establecer convenios y negociaciones

especiales con sus propietarias o propietarios, pues estaba claro que los perfor-

mances serían los mismos que ya estaban montados con las “conejitas” y con

nadie más– o bien en las diferentes ferias del libro en ciudades como Cali, Popa-

yán, Medellín o Bogotá. También estaba el recurso de la venta del libro en las di-

versas librerías que había en el país.

Para las exposiciones en cambio tenía el camino expedito en diversas ciudades

del país, pero para éstas debería tener un nuevo acopio de dibujos y pinturas, no

necesariamente con las “conejitas”, aunque preferiblemente con ellas.

Pero esta tarea se me facilitaba ahora enormemente pues yo era ya para enton-

ces un personaje conocido y reconocido como el “pintor de los burdeles”. Un

poco a la manera, y guardando las proporciones del gran Henri de Toulouse-

Lautrec quien, junto a pintores de la talla de un Van Gogh y de un Cézanne, en

el grupo de los postimpresionistas, ayudó a entreabrir el enorme portalón que

dio acceso a la fascinante y desmesurada aventura estética que constituyó el arte

del siglo XX.


Guardando las proporciones digo, y las diferencias, pues es bien sabido que el

genial parisino se involucró tanto en el mundo de la prostitución, que contrajo

una terrible sífilis que lo condujo a la locura y finalmente a la muerte.

¡Cuánto había cambiado todo desde el día en que yo llegué lleno de dudas a la

Conejita Rosa, con mi bitácora y mi mochila, errando el primer tiro con la pu-

jante Alicia! ¡Cuánto cambió todo con el arribo de Julieta a esta aventura, des-

pués de haber estado al borde de abandonarla!


15

OTRA GRAN INICIATIVA

Paralelamente al maremágnum de acontecimientos que se dispararon en forma

providencial desde que inicié las sesiones de dibujo en La Conejita Rosa, Corne-

lio, mi ex maestro de Dibujo de la Academia, había intentado, de manera poco

ortodoxa, a decir verdad, hacer realidad una idea que yo le había comentado al-

guna vez, como quien habla pensando en voz alta. Le había hablado yo de lo in-

teresante que podría ser un evento nacional de poesía erótica. Cornelio, había

hablado maravillas tanto de los lanzamientos como de las exposiciones en una

reunión del Concejo Académico de la Escuela. En esa misma reunión había co-

mentado que yo tenía el propósito de presentar un proyecto de tal naturaleza,

cosa que no era exactamente así, y que él pensaba que la Escuela debía avalarme

ese proyecto debido antes que nada a la altura en yo había dejado el nombre de

la institución, cosa que tampoco era cierta pues, que yo recordara, en ningún

momento había siquiera mencionado el nombre de la Escuela.

En ese organismo, como me lo refirió él, días después, se había armado la de

Troya luego de presentar la propuesta toda vez que él había llevado mi libro y,

como quien esgrime un alfanje para el combate, lo había dado a conocer a sus

integrantes. Ese Concejo estaba integrado por siete personas, de las cuales dos
pertenecían al gremio estudiantil, dos al de profesores, dos al sindicato de traba-

jadores y empleados, más el director de la institución.

En la acalorada discusión, según mi exprofesor, la mayoría defendía mi proyecto

y por ende “Pétalos de piel”, en una relación de cinco a dos. Así los dos profeso-

res, los dos estudiantes y al parecer el trabajador del sindicato estarían por el

aval a mi proyecto mientras que el director –un personaje mediocre, conserva-

dor y camandulero, al decir de Cornelio–, y la empleada administrativa –una es-

pecie de apéndice burocrático incondicional del director– estarían por no dar el

aval.

La conclusión a la que se había llegado, después de la discusión y a instancias

del director, quien se veía a gatas por estar en minoría, era que independiente-

mente de lo interesante que pudiera ser el proyecto, lo que yo debía hacer, antes

que nada, era definir mi situación con respecto a la Escuela pues la verdad es

que simplemente la había abandonado sin dar ninguna explicación y eso por es-

tatutos me dejaba en condición de “balanceado”, es decir out, caput, una especie

de estigma institucional gracias al cual no podría reingresar a la Escuela aunque

me lo propusiera, pero que, dado mi aceptable gesto al mencionar con orgullo el

nombre de la Institución, en el lugar que haya sido, se me daba la oportunidad

de subsanar mi punitiva situación, a condición de que dirigiera una carta expli-

cando los motivos de mi retiro y solicitando a su vez la aquiescencia de la Insti-

tución ante un eventual reingreso. Que una vez yo definiera esa situación se po-

dría entrar a considerar lo del aval y el proyecto. Antes no. Cornelio había suge-

rido finalmente que, además del requisito de la carta, me cursaran una invita-
ción para que yo pudiera plantear directamente en qué consistía y cuáles eran

las posibilidades del mismo proyecto, lo que habían aprobado.

Como se puede ver yo había ganado indulgencias con camándula ajena, gracias

la certera añagaza del astuto Cornelio.

Cuando yo me enteré de todo esto, de boca de mi propio exmaestro, le contesté

que simplemente no estaba interesado en continuar estudiando en la Escuela y

que tampoco tenía elaborado ningún proyecto. Él me contestó que se le había

ocurrido esa mentirilla para ver de qué manera podrían ellos tomar esa iniciati-

va y también con el propósito de dejar muy en claro de dónde partía la iniciati -

va. Me dijo que lo que él había visto era muy positivo. Que en el Concejo Acadé -

mico había una disposición mayoritaria para apoyar ese proyecto, aunque él

consideraba que sería tanto mejor si yo definía mi situación académica.

Ernesto me planteó finalmente que aceptara la invitación, que allí podría aclarar

lo que fuera necesario. Yo le repliqué que de aceptar esa invitación me corres-

pondía hablar con la verdad y eso lo podría poner a él en una situación muy

complicada con los miembros del tal Concejo Académico. Me sugirió una salida

intermedia en la que no dijera toda la verdad pero que tampoco mintiera.

–Explicate, maestro, no te entiendo muy bien –le contesté.

–Si les decís, no que tenés un proyecto listo –explicó él–, sino uno entre manos

y que apenas está en sus inicios; al fin de cuentas, Lucho, la sola idea es ya un

comienzo. Así que no estarías mintiendo. Además, yo nunca les planteé que ya

tenías elaborado un proyecto, sino que pensabas elaborar uno.


–Pero lo que yo te comenté aquella vez –agregué– fue que cómo te parecía la

idea de organizar un evento nacional, tipo encuentro o festival de poesía erótica

y, en cualquier caso, sin tener en mente la Escuela...

–De acuerdo –dijo él–, reconozco que fue inadecuada la forma en que traté de

afianzar el asunto, pero lo que hay que buscar es la manera de sacar adelante el

proyecto. De convertirlo en una realidad ¿No te parece?

–Pero yo creo que va a ser una realidad –le precisé–. Lo que voy a hacer es re -

dactarlo conforme a las normas oficiales, para lo cual contrataré los servicios de

un especialista en la materia, que conozco. Una vez lo tenga listo ya veremos a

qué entidad presentarlo. Y para serte franco, Cornelio, aunque reconozco y agra-

dezco mucho todo el interés que le has puesto al asunto, no es que me trasnoche

mucho, que digamos, el aval del tal Concejo Académico. Si se da, muy bien. Pero

si no se da, no por eso me voy a detener. Lo que sí voy a definir es mi situación

académica en la Escuela, es decir que no pienso continuar estudios. Al menos

por ahora. Y, en cuanto a los motivos, también diré la verdad, que tengo entre

manos algunos proyectos relacionados con el arte y la literatura, que me dan un

sustento económico que no puedo desdeñar, dada mi apremiante situación ac-

tual. ¿Estamos?

–Me parece muy bien. Pero, en todo caso –insistió él–, yo creo que vale la pena

dar la pelea. Ese libro tuyo fue muy impactante. Bueno, y así sea sólo para que el

troglodita del director no se salga con la suya, quien, aunque no lo ha dicho, se

opone al proyecto sólo por su contenido erótico. Ese tipo es una caverna com-

pleta ¿no te digo?


–Está bien –accedí–, creo que me has convencido. ¡Hagámosle!

–¡Perfecto! –remató él–. Sólo una cosa más, como vas a definir tu situación aca-

démica, te sugiero que solicités al Concejo Académico una providencia de puer-

tas abiertas por parte de la Institución, frente al eventual caso de tu parte de una

solicitud de reintegro en el futuro. Dicho de esta manera no estarás diciendo

ninguna mentira ya que no te estás comprometiendo con ningún ulterior rein-

greso ¿No te parece? Es como para que el director no tenga argumentos o excu-

sas que pueda utilizar a su favor...

–De acuerdo –concluí–. Creo que lo mismo pensaba hacer.

Así que, un mes después, asistí a la reunión del tal Concejo Académico para ex-

poner mis propósitos, como había convenido con Cornelio. Todos me felicitaron

por el libro e incluso vendí cuatro ejemplares de los cinco que había llevado “por

si las moscas”. Dos de ellos para la biblioteca de la Escuela.

Cuando terminé mi intervención –en la que fui lo más explícito posible, mencio-

nando incluso que ya el proyecto estaba bastante avanzado en su redacción– el

director tomó la palabra para darme las gracias, felicitarme de nuevo en nombre

de la Institución y para decirme, en tono formal pero enfático, imposible asegu-

rar si sincero, que las puertas de la Escuela estaban abiertas para el día en que

decidiera regresar. Acto seguido, entendiendo que con esas palabras se estaba

despidiendo, yo me puse de pie y expresé también mi agradecimiento. Ya reti-


rándome me dijo que la decisión que allí se tomara me la harían llegar por escri-

to.

La notificación efectivamente me llegó por escrito. Decía así:

Sr. Luis Astaíza Echavarría

Apreciado maestro

El Concejo Académico de la Escuela de Artes Plásticas del Departamento del

Valle del Cauca, en su sesión del día........ y habida cuenta de que escuchó de su

propia persona el propósito que tiene de llevar a cabo un proyecto de cobertu-

ra interdepartamental con el ánimo de convocar a la comunidad poética del

ámbito nacional a un encuentro-recital de poesía erótica a realizarse en la ciu-

dad de Cali, tiene el gusto de manifestarle que ha tomado la decisión, en pri -

mer lugar, de otorgarle su aval y su respaldo a tan importante iniciativa.

En segundo lugar, se permite hacer a usted las siguientes sugerencias:

1) Que el evento nacional, en lugar de ser un encuentro-recital nacional, como

está concebido, sea además un concurso nacional de poesía erótica.

2) Que en el proyecto se incluya como sede del evento la Sala de Conferencias y

Exposiciones de la Escuela por ser un espacio adecuado por lo amplio. Este

ofrecimiento, claro está, no tiene costo alguno.


3) Que el evento se haga en homenaje a su excelente libro de poesía erótica que

lleva por título “Pétalos de piel”.

4) Que el nombre de ese concurso-recital tenga por consiguiente el título PRI-

MER ENCUENTRO NACIONAL DE POESÍA ERÓTICA “PÉTALOS DE PIEL”.

Lo de que sea un concurso-recital es algo que se aclarará en las bases del con-

curso y en la propaganda. Esto con el fin de no recargar de texto el título del

evento, lo cual, en nuestra opinión, lo hace menos eficaz y poco elegante.

5) Que tenga en lo posible un único premio representado en dinero.

Por último, ha sido otra de las decisiones del Concejo Académico de la Escuela

de Artes Plásticas del Departamento del Valle del Cauca, la aprobación de un

monto de veintidós millones de pesos ($22.000.000) como aporte a la realiza-

ción de dicho concurso, bien sea con destino al premio (o a los premios), o bien

con destino a los costos en pasajes, estadía y alimentación de los participantes.

En testimonio de lo anterior, se firma la presente notificación en la ciudad de

Cali el día......

Nombres y firmas de los siete miembros del Concejo Académico de la Escuela de

Artes Plásticas del Departamento del Valle del Cauca.


Quedaba así, mi gente, sellado el advenimiento de una nueva vendimia de la ya

abundante siega obtenida con esa pródiga siembra que fue la sesión de dibujos

con Julieta. ¿Pueden ustedes creerlo? Un logro que yo no esperaba, al menos en

la proporción en que me fue brindado. Y me habían otorgado una confianza ple-

na, si se tiene en cuenta que no había entregado más que un simple testimonio

verbal de un proyecto que estaba casi totalmente crudo. Estaba claro también

que al director le había tocado tragarse, en la más reciente sesión del Concejo

Académico, ya no un sapo cualquiera, sino un enorme, panzudo y rugoso batra-

cio al permitir el aval de un evento con ribetes eróticos ¡santo cielo! por parte

de la inmaculada institución que tenía a su cargo. ¡Gajes de la endemoniada

manía democrática de estos tiempos sin Ley y sin Dios!

De tal manera que ahora el camino a seguir no era otro que la elaboración del

proyecto para poder pasar al paso siguiente: la presentación del proyecto a una

entidad competente.

Y eso fue lo que hice, con la asesoría de un viejo conocido que poseía una consi -

derable experiencia en la materia elaboramos, en cosa de tres semanas, la totali-

dad del proyecto que ya contaba con un generoso aval y patrocinio de la Escuela

de Artes Plásticas del Departamento del Valle. La fecha para la realización del

evento quedó estipulada en el proyecto a los nueve meses de su aprobación.

Ésa fue una elección alegórica, alusiva al periodo de gestación del embrión hu-

mano. Quise dotar así al proyecto de una suerte de energía totémica. O, si se

quiere, de generar en torno a él un campo cuántico. Dos estrategias que, pese a

su aparente disparidad epistemológica, son de naturaleza similar por no decir

idéntica. Son, cada cual, a su manera, mágicas. (Sí, ya sé que, a más de una, o
de uno, no le faltarán ganas de ponerme entre la espada y la pared con algo

así como “A ver señor narrador, se acaba de caer usted con nosotros ¡¿Qué es

eso de creer en energías cuánticas y totémicas o como las quiera llamar?! ¿No

es acaso todo eso lo mismo que creer en Dios? ¿Dónde está entonces su ateís -

mo?” Y yo, algo nervioso, no se los voy a negar, me quedo mudo unos segundos

y de pronto se me prende el bombillito: “No señora, no señor. Las energías en

que yo ‘creo’ –las mías no son creencias, son convicciones– son naturales, son

de este mundo, tienen una base material. ‘Dios’, en cambio, es una ‘energía’ so-

brenatural, algo que, para mí, no existe. Y no es que yo vaya a negar que a las

personas que se encomiendan con mucha ‘fe’ a ‘Dios’ las cosas se le den. Pero a

condición de que no esperen esas cosas con los brazos cruzados. La explicación

que yo le doy a eso, antes de que me salgan con que me estoy contradiciendo,

es que cuando se tiene un gran propósito, siempre y cuando no sea una quime-

ra, pero se luche por él con ahínco, lo más seguro es que se va a ver realizado,

independientemente de que se haga en nombre de ‘Dios’ o no. Lo que allí actúa,

desde mi punto de vista, es una energía natural que los creyentes atribuyen a

un ente sobrenatural. Pero bueno, no pretendo convencer a nadie. Simplemen-

te me estoy defendiendo de un posible ataque. Eso es todo. Al final, cada cual

tiene su manera de matar pulgas. Y sanseacabó.”).

Volvamos al proyecto. La elección de la institución que decidiera acoger el pro-

yecto bajo sus alas se hizo también bajo la guía y criterio de mi experto amigo.

Elegimos una del orden nacional, el Ministerio de Cultura, por ser la que mejor

ofrecía estímulos en la modalidad de proyectos de promoción cultural, artística

y literaria, en plena vigencia en el momento. Y por ser también aquella a cuya


sarta de requisitos mejor se avenían los presentados por mi experto amigo en el

proyecto.

La notificación (como yo lo esperaba, créanme), resultó favorable. Y me llegó

tres meses después con la fecha para la realización del encuentro, a los nueve

meses a partir de la fecha de notificación y en el lugar propuesto por el ya men -

cionado Concejo Académico. El estímulo en dinero fue de $35’000.000, que ha-

brían de ser empleados en los tiquetes aéreos (algunos por vía terrestre) de los

delegados, y en los gastos de alojamiento y alimentación.


16

LA EX-CONEJITA

Unas tres semanas después del lanzamiento en el TEC, Mercedes, en horas de la

mañana, me comunicó vía telefónica que necesitaba hablar conmigo. Yo le con-

testé que iría esa misma tarde alrededor de las seis y le pregunté si podía ir con

Amaranta. Me dijo que por supuesto y que, por el contrario, sería muy bueno

verla. Lo que efectivamente hicimos.

Cuando llegamos yo toqué el timbre un par de veces sin obtener respuesta.

Cuando ya nos disponíamos a partir salió por la puerta principal de la casa una

señora que saludó efusivamente a Amaranta y se identificó como Consuelo

cuando Amaranta me la presentó. Era, dicho sea de paso, lo que yo menos espe-

raba y deseaba.

Después de la presentación nos dijo que ellas estaban por llegar, que Mercedes

la había llamado para decirle que nos hiciera seguir y por favor las esperamos.

No tuve más remedio que entrar. Una vez en la sala nos ofreció café. Le dije que

no se molestara. Me replicó que no era ninguna molestia, que el café además ya

estaba hecho porque Mercedes le había pedido el favor de que lo preparara.

Mientras se fue a traerlo salió la hija mayor de Rosita, una niña muy lista y boni-

ta. Me dijo que se llamaba Isabel.


Cuando llegó la abuela le dijo que fuera a terminar las tareas, como le había or-

denado la mamá. Entonces yo le dije “me encantó conocerte Isabel, eres una ni-

ña muy inteligente y muy linda”, y ella me respondió “gracias Lucho, también

me encantó conocerte”.

Cuando Isabel se fue de la sala, Consuelo nos dijo que Rosita y Mercedes habían

salido a tempranas horas porque Rosita tenía una cita médica, pero se les había

prolongado la cuestión por una tardanza inesperada del médico que la atendía.

Por fortuna llegaron rápido. Consuelo ya había empezado a declamar la ya men-

cionada diatriba poética contra Popayán, verdadero estandarte de la señora, en-

tonado con una vehemencia que podía mover primero a la hilaridad, pero en se-

guida a la compasión, pues era evidente que todo ese histrionismo era el fruto

vivo de una incurable herida a flor de piel en la memoria. Una vehemencia quizá

mayor por el hecho de saber que yo, al igual que ella, pertenecía a la misma ciu -

dad en que seguramente aún vivía el inclemente verdugo de su hijo. Amaranta,

por su parte, ya había escuchado muchas veces la bárbara diatriba y se sabía in-

cluso algunos versos ‘Villa de pergaminos y blasones, engendro de Satán y Ce-

lestina… cuando no hay un entierro, hay un temblor, están en procesión o está

lloviendo.’ Y no sé qué tantos más.

La llegada de ellas, a mitad del poema, no fue impedimento alguno para que la

señora concluyera el sucedáneo poético de su amargura.

Independientemente de todo yo mostré algún interés y le pregunté dónde podía

conseguir una copia del poema. Me respondió que ella, cuando todavía vivían en

Popayán había hecho imprimir en dos hojas por ambos lados unas mil copias.
Durante varios meses las había estado repartiendo a diestra y siniestra en el

centro de la ciudad y en su barrio, como si fueran chapolas de contenido subver-

sivo. Y de alguna forma lo eran. Me aclaró también que recientemente Federico

le había hecho ajustes a la métrica de algunos versos que, en su opinión, estaba

mal configurada e incluso a un par de rimas y que, en efecto, había quedado

“muchísimo mejor” con los arreglos. Finalmente me dijo que me podía regalar

una copia de varias que le quedaban. Cosa que, por supuesto acepté, no sin ofre-

cer disculpas por la molestia.

Para que todos ustedes se formen una idea más acabada, seleccioné aquí algu-

nas estrofas de la extensa diatriba anónima en que palpitan febriles las rimas del

resentimiento.

“¡Oh, Popayán cual escondida oruga

entre las hojas secas de la higuera

a todos los cretinos que subyuga

dedico este poema a mi manera!

Villa de pergaminos y blasones

engendro de Satán y Celestina

recodo de lagartos y lambones

que lo maman por mísera propina

Pueblo, sí, de leyendas y consejas

de placas y vetustos caserones

donde lo dan las chicas y las viejas

y todos los maridos son cabrones


Con las grandes señales marmoleras,

¡ah vergajos, nos quieren engañar!

sitios, placas y piedras embusteras

por doquier aparecen al voltear.

Villorrio sifilítico y leproso

yo te maldigo mucho, eternamente,

porque aquí me volví todo un cochoso,

al venirme a vivir, pendejamente.

(...)

Este pueblo quizá fue amañador

pero ¡ah jarto que se está poniendo!

cuando no hay un entierro, hay un temblor,

están en procesión o está lloviendo.

La sempiterna vida, sin pasiones,

la misma calle con la misma curva,

el lento desfilar de maricones,

y el bardo en el solar que se masturba.

¡Ah poetas grandísimos cabrones,

en este cagadero se inspiraron

y en medio de lujosos caserones,

justo al pulsar la lira la cagaron!

Pacho Caldas, con mucho disimulo,

a una mole de piedra sujetado,

tranquilo resolvió voltearle el culo

al Banquito que llaman del Estado.

Cacorros y maricas depravados,


desfile sin cesar de prostitutas,

infinita caterva de agüevados,

inmensa corraleja de hijueputas.

Ciudad de mujerzuelas pudorosas

como ‘Las Tres Alicias’, angelitos

de alas puras y plumas temblorosas

que culean en el Morro y en carrito.

(...)

Aquí la tradición vulgar, grosera,

de rendirle piadoso y gran tributo

al par de calzoncillos de Mosquera

y a la verga del gran poeta puto.

Adiós pueblo infeliz y pueblo lata

donde todos vivimos aburridos,

al decirte ‘ciudad’ metí la pata,

enorme procesión de malparidos.

(...)”

Después de completar los saludos, terminar de tomar el café y esperar a que

Consuelo encontrara el par de hojas y me las entregara, Mercedes nos convidó a

pasar a su aposento mientras Rosita entró a ocuparse de sus hijos.

Una vez allí, nos dijo


–Discúlpenme que los haya hecho esperar tanto y, fuera de eso, en semejante

compañía –y agregó con sorna–. Eso tuvo que haber sido una tortura para vos

Lucho...

–Por mí, no hay ningún inconveniente, Mercedes, no te preocupés –dijo Ama-

ranta.

–Por lo de la espera no te preocupés, comprendemos lo que pasó –contesté y

añadí en el mismo tono–, en lo de la compañía tenés razón, por supuesto... Sin

embargo, me sorprendió la memoria y me sobrecogió el coraje, el odio, la pute-

ría con que declama esa diatriba contra Popayán...

–¿Te diste cuenta? –agregó Mercedes– Lo que te había dicho. Dispara ese poe-

ma como si fuera una flecha, con una ballesta... Pero bueno, dejemos a un lado a

Consuelito con su putería...

–Y con su puntería –agregué yo. (risas)

“Bueno, sucede, Lucho y Amaranta, que la razón por la que hoy los he citado es

algo muy triste. Hace un par de semanas Rosita me comentó que estaba sospe-

chando lo peor de la pécora ésa del Joaquín. Pues resulta que ayer, Lucrecia,

una de sus amigas, le contó que, desde un bus de servicio público en que se des-

plazaba, había visto a Joaquín por el centro, sobre la calle quinta, con alguien

que ella casi estaba segura de que se trataba de Rebeca. Pues bien, hoy ella me

pidió que le siguiéramos la pista con la ayuda de Federico y su carro. Hoy, a la

hora del almuerzo, él, Joaquín, le dijo que iba a salir, después de la siesta, a visi-

tar un cliente que le debía no sé qué cantidad de dinero de unos marcos. Rosita
entonces con el pretexto de ir a traer algo a la tienda, lo que hizo fue llamar a Fe-

derico para pedirle ese favor, de seguir con prudencia al muy canalla, que segu-

ramente tomaría un taxi al salir, aunque no descartaba que se fuera caminando,

ya que Rebeca vivía a unas doce cuadras. Esto, seguramente, haría más difícil la

pisteada.

“De manera que eso hicimos. Tan pronto él salió acudimos Rosita y yo, que nos

estábamos sincronizando por teléfono, hacia el coche de Federico para empezar

el rastreo del muy cerdo que, por fortuna, tomó taxi.

“Como ya supondrán, el taxi se detuvo en el apartamento de Rebeca, como lo

sospechábamos. Rosita ardía de la rabia y de la impotencia y su primera reac-

ción fue salir a hacer un escándalo en la puerta de la habitación de Rebeca, pero

tanto Federico como yo se lo impedimos, llamándola a que recapacitara. Que lo

importante era que se hubiera enterado, que un escándalo no resolvía nada y

que así sólo se hacía más daño ella misma. Finalmente, y ya en un mar de lágri-

mas nos preguntó ‘¿Y ahora qué va a ser de mí?’ ‘Nos tenés a nosotros, mi niña

–le contesté yo–, no te vamos a abandonar’. Y Federico añadió que así era. Que

de su parte se comprometía a hablar muy seriamente con Consuelo. Que ella te-

nía la obligación, con los recursos que tenía disponibles, que les perteneceían a

todos sus hijos, de apoyar a los que más lo requerían, que en este caso era ella,

su hermanita. Que tanto él como los demás hermanos no iban a permitir esta

vez que tuviera que recurrir de nuevo a la maldita prostitución. Yo por supuesto

le dije de inmediato ‘Así se habla, Federico’.

“Entonces, ella ya más animada nos dijo que al hijo de puta del Joaquín, no lo

iba a dejar poner un solo pie en la casa. Que como él no sabía que ella sabía, esta
noche iba a llegar como si nada. Que ahora mismo iba a recoger todos su chivo y

sus chiros y se los metía en una o dos maletas que él tenía allí y se los echaba a la

calle, con una nota que iba a hacer para que ni se le fuera a ocurrir tocar la puer -

ta a pedir explicaciones. Y que a la casa le iba a poner seguro para que no pudie-

ra entrar, porque él tenía la llave. Sobra decir que tanto Federico como yo le ma-

nifestamos nuestro apoyo...

–O sea que ella –dije yo–, ahora debe estar preparando esas maletas...

–Si es que ya no las sacó –conjeturó ella aguzando el oído– me pareció escuchar

unos ruidos...

En ese momento se dirigió a la ventana que daba a la calle y se asomó.

–Tal cual –confirmó ella–. Ya las puso afuera, al pie de la puerta... Ahora falta

saber a qué horas llega el marrano... Todavía está muy temprano.

Pero a los pocos minutos apareció Rosita por la puerta de atrás para decir que

quería compartir con nosotros la nota que había escrito para ponerla con las

maletas. Decía así:

“Ni crea usted, señor sanguijuela, que esta vez me va a engañar. Hoy lo vi con

mis propios ojos saludarse de beso con esa perra de la Rebeca igual de falsa y

traicionera que usted. Los dos son tal para cual.

Lo único que les pido es que se alejen de mí y desaparezcan de mi vida.


Usted, señor Joaquín, pasó de ser parte de lo mejor que yo tenía en este mundo

a la peor pesadilla de mi vida.

Así que lárguese, por favor, lo más lejos posible. No haga que lo odie más de lo

que ya lo odio.

Dolores.”

–Está muy bien, mijita, breve, sentida y precisa –apuntó Mercedes–. Es lo que

se merecen ese par de crápulas...

–Opino igual que Mercedes, Rosita –dijo Amaranta–. Con esa nota los ponés en

su sitio a los dos.

–También opino igual que Mercedes –dije yo–. Estás diciendo allí, justo lo que

se necesita decir. Yo había pensado que con las maletas en la calle quedaba todo

claro y que la nota era redundante, pero al escuchártela ahora cambié de pare-

cer. Con eso él va a quedar más desmoralizado aún y sin nada de ganas para pe-

dir explicaciones. De verdad que sí...

–Muy bien, les agradezco. Voy ya mismo entonces a poner la nota allí antes de

que llegue.

–Ánimo, Rosita –añadí poniendo el mayor énfasis a cad palabra–, como podés

ver, no estás sola. Y, de nuevo, te digo lo que ya te dije la otra vez. Podés contar

conmigo “pa' las que sea”...


Otro tanto hicieron Mercedes y Amaranta.

De esta manera la unión de la pareja volvió a pulverizarse. Pero en esta ocasión

fue al parecer definitivo. Rosita decía que había sido una burrada haberlo perdo-

nado. Y a la gran perra ésa de Rebeca. Pero Matilde y yo la convencimos de que

no había tal. Que al menos así se había recuperado su salud. De lo contrario ha-

bía podido hasta morir. Que a la que nunca debió perdonar, eso sí, fue a la “be-

rraca” de la Rebeca.

Por su parte Federico, cumplió con creces su promesa, no sólo de persuadir sino

de emplazar y comprometer a la mezquina madre de Rosita para que se hiciera

cargo de la obligación económica (educación, alimentación, etc.) que la crianza

de sus nietos demandaba.

Para conseguirlo convocó a todos sus hermanos (en realidad a los doce que vi-

vían en Cali) con el fin de tratar el problema como debía ser, como un asunto de

familia, además de primer orden. Tras un breve esbozo de los hechos por parte

de Federico, todos intervinieron manifestando estar de acuerdo en que Rosita y

sus hijos eran la prioridad número uno. Ninguno de ellos demandaba tanto la

ayuda económica, como ella. Y permitir que se arrastrara nuevamente en el lodo

de la prostitución era imperdonable... que, si ya había sucedido una vez, no vol-

vería a suceder.

De tal manera que a Consuelo no le quedó más alternativa que ceder al inexpug-

nable cerco de su descendencia.


Y así quedaron cerradas, al parecer en forma definitiva, las puertas de la prosti-

tución para Rosita y con ellas también las de La Conejita Rosa. Aunque, con ex-

cepción de Rosario, continúe trabajando con el grupo de “las conejitas” en la

elaboración de nuevos bocetos y trabajos para las exposiciones, a pesar de que

no sólo Rosita sino también Julieta, Rosario y Salomé habían dejado de pertene-

cer a La Conejita Rosa.

En el caso de Julieta, yo había logrado conseguirle a Antonio José un contrato

tipo “free lance” como auxiliar de sistemas, con la posibilidad de convertirse en

permanente. Por esta razón Julieta –con la ayuda de Amaranta– había logrado

conseguir un trabajo como vendedora en un almacén de prendas de vestir sin

importarle demasiado que sus ingresos fueran menores que los que solía obte-

ner en La Conejita Rosa.

Rosario vivía desde hacía unos pocos días en la ciudad de Pereira, con su queri-

da mamá Zoyla. Ésta se había hecho cargo, con el dinero que obtenía de los

arriendos de las habitaciones de su enorme casona, de todos los gastos de ella

incluidos por supuesto sus estudios. Se hallaba terminando el bachillerato. El

picapleitos que le había intentado hacer conejo alguna vez nunca volvió a rezon-

gar. Ya Zoyla lo había sentenciado: “perro que ladra no muerde”. Y, fiel a la ín-

dole síquica de los asentamientos étnicos cuyas raíces étnicas se hundían No

volvió a saber nada tampoco de su madre biológica.

A Salomé –con la ayuda de mi ex maestro de Dibujo a mano alzada– había lo-

grado que la contrataran por horas como modelo en sus talleres de dibujo en la

Academia de Bellas Artes. Por esta razón sus visitas a La Conejita Rosa eran ya

sólo... “saltitos”.
Sólo Matilde continuaba siendo una asidua visitante de La Conejita Rosa, aun-

que al parecer no por mucho tiempo. Fingía estar enamorada de un enamorado

que fungía como concejal departamental y, según le había manifestado, le esta-

ba gestionando un empleo en la Cafetería del mismo Concejo. Sólo abrigaba ella

la esperanza de que, en su Romeo, pesara más la palabra del enamorado... que

la del concejal.
17

ÚLTIMOS LANZAMIENTOS

Dos meses después del lanzamiento en las instalaciones del TEC, decidí probar

hacerlo de nuevo en un sitio caliente, con la esperanza de recuperarme del cuasi

desastre que allí se había presentado. Lo programé en un burdel ubicado a unas

cinco cuadras de La Conejita Rosa, muy semejante a éste, aunque de mayor ca-

tegoría, a juzgar por las tarifas. Tenía el impactante nombre de “Las Sultanas del

Paraíso”. Lo hicimos cuando tuve los contactos respectivos y lo preparé de nue-

vo con el equipo base de las conejitas con la excepción de Rosario a la que susti -

tuí con una hermosa mulata, pero del nuevo burdel. Se llamaba Zoraida y era

amiga de Julieta. Rosita, que se encontraba comprensiblemente afectada por la

doble y repetida traición de Joaquín y Rebeca, se animó a participar gracias a

que Mercedes la convenció de que lo peor que podía hacer era dejarse acorralar

por la tristeza y era lo mejor, por el contrario, hacer las cosas que más la entrete-

nían y qué mejor que ese performance que, además, era todo un reto, no sólo

para el autor, sino para ellas también, como actrices.

Con Zoraida no hice por el momento la sesión de bocetos. No porque no reunie-

ra, claro está, los requisitos que, por el contrario, tenía de sobra, sino por razo -

nes de tiempo. Necesitaba ahora, más que nada, darle salida a la venta de los li-
bros. Había hecho allí una inversión importante y estaba el stock del millar casi

entero.

Zoraida venía de Santander de Quilichao en el Departamento del Cauca. Sin te-

ner ella las trazas africanas tan acendradas que se podían percibir en Rosario,

aún se alcanzaban a apreciar, especialmente en sus manifestaciones culturales,

el mismo sentido de la música y el ritmo, la misma risa y alegría, acentuadas, to -

davía más, por el negro esplendor de su abundante cabellera ensortijada y reple-

ta de modo permanente de chaquiras de arcilla. Aunque no fue posible conocer

su historia supe que había tenido que abandonar su pueblo natal porque su pa-

dre estaba amenazado de muerte por los paramilitares por ser un enlace del así

llamado “Ejército de Liberación Nacional”, una guerrilla de filiación guevarista.

Llevaba cerca de un año radicada en Cali y casi el mismo tiempo de haberse co-

nectado con Las Sultanas del Paraíso.

Elegí para el performance con ella un poema diferente al que había usado con

Rosario. Se trataba del poema TU DESNUDEZ, LA LUNA Y LA LINAZA, cuyo

contenido es:

“Cuántas veces mujer, tu cuerpo bruno,

frente a la desolación blanca del lienzo,

en medio del taller y de la noche,

interpeló el debut de mis pinceles,

bajo el dictado de tus señas cárdenas.

Cuánto tiempo asilaron en la tela

tu desnudez, la luna y la linaza.


En mi memoria aún suenan los chasquidos

de los pinceles trémulos que arreaba

la potestad sin ropa de tu cuerpo.

Cuántas noches, mis manos y mis ojos

con fervor recorrieron el embrujo

de tu piel patinada por la luna.

Con paciencia aprendieron de memoria

el ardoroso afán de tus escorzos.

Hoy ausente sólo eres un boceto

que mi memoria en claroscuro evoca,

un recuerdo disuelto en trementina,

un travieso fantasma que refulge

y juega y coquetea con mi paleta”

Zoraida, en este caso, aunque sosteniendo una sábana con sus manos desde su

pecho, posa desnuda para mí, que hago las veces de pintor y declamador, frente

a un caballete que he llevado para la ocasión. Aparece ella en la pista principal

(este establecimiento contaba con dos pistas) sentada sobre un taburete sin es-

paldar con el fin de que no quedara oculta su propia espalda a una parte del pú-

blico espectador. Una lámpara de luz focal dirige el chorro de luz hacia su cuer-

po de tal forma que es lo único que se “dibuja” en la oscuridad. Otra pequeña


lámpara de uso manual ilumina mi caballete en el cual aparece ya parte del di-

bujo con su pose.

De igual manera decidí cambiar el poema diabólico correspondiente al perfor-

mance de Salomé por el poema INTRUSIÓN, que dice

Anoche, mientras dormías,

acometí tu aposento,

con la noche y su escarcha aún entre mis ropas.

Mi sombra repasó con esmero

las encrucijadas de tu piel

y afiné mis sentidos...

cerré los ojos para oler tus sueños,

caté con el olfato tus suspiros,

saboreé tu aliento,

atrapé tus latidos en el aire,

inhalé tu silencio

y recliné a su lado mi silencio...

Entonces,

mi respiración se enredó con tus gemidos,

mi deseo adivinó en tus poros,

la senda hacia ese edén de los sentidos

que a la vez enardece y da sosiego

y se avivó en tu piel
la táctil potestad de mi alegría…

En tu mesa de noche

había una luz que clausuramos.

En este poema, pese a su fuerza erótica, Salomé no exhibe completa su desnu-

dez. No es necesario. Y no pierde nada por ello. Simplemente reina una media

luz y ella aparece cubierta con un suave terciopelo que muestra a medias el color

y el encanto de su piel.

Yo por mi parte termino de declamar los últimos versos sentado al borde de la

cama. Con el último verso en efecto apago una lámpara que hay sobre la mesa

de noche.

Finalmente cambié también el poema que le correspondía a Matilde. Lo hice

con uno que aludía mucho más a su talante indígena. Era el poema NAUFRA-

GIO, que dice:

Con sus ojitos rasgados,

sus cabellos recogidos

un par de pinchos de chonta

en forma de cruz cruzados

y por kimono un sayal,

tenía porte de nipona


pero era una yanacona.

No era ella ninguna geisha,

no pulsó ningún laúd,

ningún taiko percutió,

ninguna flauta sopló,

no se sabía trova alguna,

ningún verso recitó.

Nada de incienso o sahumerio,

nada de sake o de té.

Sólo sé que en los hechizos

de su risa, de su piel,

de sus senos de Afrodita,

de sus axilas con fiebre,

de tanto fuego en sus labios

y escondido en el paréntesis

de sus brazos y su amor,

ante ese trémulo monte

¡tan sin fronda el muy de Venus!

que con pudor me ofreció,

mi voluntad naufragaba

sin brújula y sin timón,

sin bitácora, sin rumbo…

mi voluntad naufragó.
En este performance, Matilde aparece con la cabellera recogida y el par de pin-

chos atravesados como dice el poema y con un kimono del cual se despoja a la

mitad de mi declamación para quedar tendida desnuda sobre una cama en la

que yo también me sentaba finalizando el poema.

Con estos tres nuevos performances y poemas y la nueva parcera de las “coneji-

tas”, programé la realización del evento con un despliegue publicitario muy se-

mejante al que le hicimos al de La Conejita Rosa. En esta ocasión, la actividad

descansó mucho en Zoraida, aunque tuvo un abnegado apoyo por parte de Ju-

lieta, Matilde, en parte Rosita, pero sobre todo Salomé, su pana. Zoraida, a

quien ya le había obsequiado un ejemplar de “Pétalos de piel” también consiguió

apoyarse en tres amigas suyas del establecimiento, pero sobre todo en los dos

panas que hacían guardia en la portería. También a estos cinco personajes les

hice llegar sendos libros por intermedio de Zoraida para ganar su compromiso.

Cuando llegó el día del lanzamiento, tres semanas después de los ensayos y tras

una intensa campaña de publicidad, yo me hallaba por alguna razón, mucho

más tranquilo que el día en que hicimos el de La Conejita Rosa. Era como una

premonición. El evento tuvo un rotundo éxito, en parte también debido al pres-

tigio con que ahora contaba sin duda alguna gracias al antecedente de La Cone-
jita Rosa. Pero lo superó hasta en ventas, con un total de 97 ejemplares vendidos

y autografiados.

Por esos días recibí una llamada de Rosario, desde Pereira. Además de ponerme

al día sobre sus días en Pereira, darme saludes de parte de mamá Zoyla y pre -

guntarme por todas sus parceras, me llamaba para contarme que allá en Pereira

le había escuchado a una de sus amigas de la época en que trabajaba en el bur-

del clandestino de mamá Zoyla, acerca de un sitio de mucho turmequé, que te-

nía el sugestivo y curioso nombre de “La Alhambra de Bolombolo” y que ella

pensaba que se podría hacer lo mismo que habíamos hecho en La Conejita Rosa.

Yo por supuesto sin pensarlo dos veces le dije que, de una, pero que me esperara

un par de días para confirmarle pues tenía encima el lanzamiento en Las Sulta-

nas del Paraíso. Así que al día siguiente de este evento fui yo quien la llamó para

contarle lo bien que nos había salido y para acordar una fecha tentativa, ya que a

mí me tocaba viajar a Pereira para acordar con la dueña del establecimiento una

fecha definitiva. Se cuadró a tres semanas. De regreso a Cali con Amaranta le co-

muniqué a Julieta que necesitaba reunirme con el grupo.

Mientras estaba en Pereira Mercedes me había llamado para darme una mala

noticia. A Rosita la había visitado de nuevo el mismo tipo de cáncer de la vez an-

terior. Era una verdad de a puño. Ese cáncer que rondaba a Rosita tenía nombre

propio y se llamaba Joaquín. Así que, antes de reunirme con las demás, decidí ir

con Amaranta a visitar a Mercedes y a Rosita.


Lo que nos comentó ahora Mercedes fue que de nuevo Joaquín andaba mendi-

gándole el perdón a Rosita. Hasta le había enviado una carta en que le decía que

él no negaba que en aquella ocasión en que lo habían pisteado había ido a visitar

a Rebeca, pero le recontra aseguraba que había ido precisamente a hablar sobre

su matrimonio, el que no quería perder por nada del mundo. Pero el asunto

ahora era que Rosita ya no le creía y que, si lo llegaba a perdonar, ya nunca vol-

vería a confiar en él. Y eso no tenía caso.

El otro asunto era que Rosita había tenido que volver a visitar La Conejita Rosa.

La bruja de la Consuelo había ido recortándole el presupuesto de la manuten-

ción de los niños, aprovechando que Federico andaba desde hacía dos semanas

de viaje por Europa y se demoraba otras dos en regresar. De todas maneras, nos

dijo que Rosita quería hablar con nosotros, con Amaranta y conmigo y, como

nosotros asentimos, Mercedes inmediatamente la llamó para decirle que ahí es-

tábamos. Rosita le había contestado preguntándole que, si nosotros podíamos

pasar y nosotros le dijimos que claro, que no había problema alguno. Al fin de

cuentas, pensaba yo, esta vez Consuelo no iba a tener oportunidad de atender-

nos sola y de ir a recitar sus “versos satánicos” contra Popayán. De hecho, ni si-

quiera salió a la sala a saludar, lo que a mí me alegró el alma.

Lo que Rosita quería saber era cuál era nuestra opinión con respecto a Joaquín.

Ella lo único que sabía y de lo cual estaba más que segura era que por el mo-

mento no quería nada con él. Le tenía terror a irse a equivocar de nuevo. Ama-

ranta le dijo que eso era apenas comprensible y que Joaquín no se merecía una

segunda oportunidad, que él ya había dilapidado todas las oportunidades y que

eso debería ser caso cerrado.


Yo dije que coincidía sólo parcialmente con Amaranta, porque ella centraba el

problema en Joaquín y “lo que a mí ante todo lo que me preocupa sos vos Rosi-

ta, tu salud, ese maldito cáncer que te visita cuando Joaquín no está y, al contra-

rio, sale a perderse cuando él está. Yo sé que Joaquín es y ha sido un canalla,

pero si por casualidad, esta vez estuviera diciendo la verdad ¿No se merecería –

digo– el beneficio de la duda? Eso sí, tenés que estar muy segura de cualquier

paso que vayás a dar. Pero no te cerrés a la banda. Siempre puede haber una luz

de esperanza. En fin. Es lo que yo pienso.” “Creo que tenés razón –dijo Rosita–.

Me voy a dar un compás de espera.” “Pues, sí. Es lo mejor –dijo Amaranta–.

Pero si no estuviera de por medio tu salud y, más aún, tu vida, al tal Joaquín ha-

bría que mandarlo a la mierda. Pero no. No me parés bolas, Rosita. Dale ese

compás de espera. Lucho tiene razón.”

–Hay algo que quiero agregar –dije yo, finalmente–. A ver, estas cosas hay que

hablarlas muy claramente, sin tapujos. Estamos hablando de un cáncer. No lo

olviden. Y aquí el tiempo es apremiante. Me refiero a que ese compás de espera,

o más precisamente la respuesta a esa carta, no puede ser tanto que le dé espa-

cio al cáncer para avanzar hasta un momento en que ya no haya caso. Tampoco

estoy diciendo que tiene que ser ya, o mañana, pero no sé… pienso que una se-

mana, o máximo dos. No sé ustedes qué dicen, sobre todo vos, Rosita ¿qué de-

cís?”

–No sé qué pensar –dijo Rosita titubeando y dirigiéndose a Amaranta– ¿Vos

qué opinás, amiga?”

–Es difícil –dijo Amaranta–, yo sí entiendo a Lucho, con lo del tiempo y todo

eso, pero es que todo es muy complejo, porque al tipo hay que hacerle coger es-
carmiento. También debe sufrir. Para que no lo vuelva a hacer ¿me hago enten-

der?… Yo me inclinaría por los quince días. Aunque es poco para lo de Joaquín,

también está lo del cáncer. Y, bueno, no creo que en quince días ese maldito

cáncer alcance a hacer estragos”

–Quince días ¡definitivamente! –exclamó Rosita, cerrando la conversación– en

quince días le contesto a Joaquín. Se los prometo.

Retomando lo de Pereira, al fin hice la reunión con ellas, incluida finalmente

Rosita quien se animó. En esta reunión les comenté de la iniciativa que ahora te-

nía Rosario en Pereira y que yo necesitaba saber ellas qué opinaban, aclarándo-

les que no debían preocuparse por asuntos de dinero (pasajes, alimentación,

etc.) pues yo les cubría todo. Además, Rosario me había manifestado que Zoyla

nos invitaba a todos a pasar unos días en su magnífica casona de Pereira, tanto

antes como después de la presentación, como quisiéramos. Como era de espe-

rarse, todas estuvieron de acuerdo y de paso nos ayudaron, a mí y a Amaranta, a

animar a Rosita quien, como era comprensible, tenía dudas con respecto a la

ida. Acordamos viajar a Pereira una semana antes para poder preparar lo mejor

posible la presentación en La Alhambra de Bolombolo.

Para esta ocasión las cosas marchaban casi de manera automática, pues ya te-

níamos la experiencia tanto de lo que nos había salido bien como de lo que no.

Si el lanzamiento de “Pétalos de piel” nos salía como esperábamos no sólo se ha-

bría salvado ya la inversión, sino que empezaba a dejar una utilidad. Y ya vería-

mos como gestionar los futuros eventos. Uno de los factores clave para tomar la
decisión sobre un nuevo sitio era (así lo había demostrado hasta ahora la expe-

riencia) conocer al menos algún contacto. Y si era de la administración, todavía

mejor. Y si era el dueño o la dueña, mejor que mejor. Esto, por supuesto, tiene

un componente de suerte, aunque yo veo más en ello el juego del azar, de la ca-

sualidad. Si a uno no lo abandona nunca el entusiasmo, la paciencia y la con-

fianza de que en cualquier momento las cosas se van a dar, las cosas se terminan

dando. Así de sencillo.

Para el presente lanzamiento decidí reemplazar a Rosita quien finalmente no

pudo acompañarnos, aunque tenía todas las intenciones de hacerlo. Sus dolen-

cias se lo hicieron imposible. La reemplacé con una de las chicas que trabajaba

en La Alhambra de Bolombolo que se llamaba Lucero. Y lo hice a pesar de que el

número de performances sin Rosita quedaba completo, ya que ahora volvía a in-

tervenir Rosario, y Zoraida mostró vivo interés en seguirnos acompañando. La

razón por la que lo hice fue porque otro de los factores clave para el éxito de la

campaña de difusión y propaganda (también era algo que nos estaba demos-

trando la experiencia) era la inclusión en los performances y en el proyecto a por

lo menos una de las integrantes del nuevo establecimiento. Sin esa inclusión,

como se podrán imaginar, resultaba casi imposible hacer una campaña publici-

taria exitosa en un sitio y peor aún en una ciudad que desconocíamos por com-

pleto.

Claro está que nuestra querida Zoyla, que nos brindó su apoyo de la manera más

desinteresada, contribuyó enormemente para que las cosas nos salieran tan

bien. Pero sin Lucero, me atrevo a asegurar, dado su conocimiento de la zona,

no habríamos podido hacerlo. Ésa es la verdad.


Para el performance que montamos con Lucero utilicé el soneto TU LENGUA,

que dice

Mi lengua, con memoria de tu boca,

la fresa de tus besos ella evoca

porque sabe de juegos y rituales,

porque liba tus mieles y tus sales.

A tu lengua recurro sin reproches

porque guarda el secreto de mil noches

y es la talla precisa de mi eros

cuando lasciva vuelve por sus fueros.

Mi lengua con sutil concupisciencia,

es el arte de amar por excelencia,

lengua y ritual de erótica cadencia.

Seducir es una dicha en toda Lengua

más para mí la dicha que no mengua

está en todos los frutos de tu lengua.


En este performance Lucero aparecía cubierta con un manto de seda transpa-

rente, en actitud insinuante y expectante sobre un lecho, mientras yo con un tra-

je de bardo renacentista declamaba el poema.

Este lanzamiento aunque no obtuvo el resonante triunfo de los de Cali (sin con-

tar el del TEC) también se sumó al listado de los que habían tenido éxito pues

alcanzó la venta de 81 ejemplares

En la misma ciudad de Pereira que, dicho sea de paso, es la ciudad “caliente” de

Colombia, de la misma manera que San Nicolás puede ser el barrio caliente de

Cali, realizamos un nuevo lanzamiento tres semanas después, en un burdel lla-

mado “Las ninfas del Otún”. Téngase presente que Pereira es llamada común-

mente la “Perla del Otún”.


18

LA DANZA DE LA PARCA

Un día antes de regresar del primer lanzamiento, Mercedes nos dio, vía telefóni-

ca, una trágica noticia. Casi dos semanas después de la última conversación que

Amaranta y yo sostuvimos con ella, Joaquín había fallecido como consecuencia

de una sobredosis de cocaína y alcohol que le provocaron un infarto fulminante.

Fue el día, o la víspera del día, en que ella esperaba que él se hiciera presente

para decirle que había resuelto perdonarlo, como lo había decidido bajo nuestra

recomendación. El fin de semana anterior de hecho ella lo había rechazado di-

ciéndole –a mi parecer, de manera realmente sincera– que ella no podía perdo-

narlo porque la confianza se había acabado y tenía mucho miedo de que ese ma-

trimonio fracasara de nuevo.

Amaranta, como podría suponerse, se sintió totalmente responsable de esa des-

gracia, puesto que ella era la que más había insistido para que se demorara en

perdonarlo, desoyendo mi insistencia en la importancia del tiempo, en la pre-

mura del tiempo. Yo, como también cabe suponer, le dije que ésa era una fatali -

dad con la que nadie contaba, así que no había razón para que acarreara culpa

semejante.
–Sí, pero si ella le hubiera perdonado la primera semana –me replicó ella–,

como vos, mi amor, sugeriste, él estaría vivo. Ésa es la verdad ¿Y ahora? ¿Qué va

a ser de ella? Joaquín era toda su esperanza. Su única esperanza...

–Nos tiene a nosotros y a su tía Mercedes, incluso a su hermano Federico, por-

que con los demás hermanos no creo que podamos contar –le respondí yo–. Sin

embargo los cuatro ahora debemos estar más cerca de ella, mi amor, para alen-

tarla, para apoyarla en su lucha contra esa maldita enfermedad... Pero es muy

importante que no te sintás culpable. Y no lo digo por consolarte. Lo digo por-

que es así. Te lo digo más claramente: cuando yo insinué que, a los ocho días, o

a más tardar a los quince, lo que tenía en mente no era más que ese puto cáncer

que ella tiene, para nada me pasó siquiera por la cabeza que este señor iba a ha-

cer semejante barbaridad. Que iba a autodespacharse de este mundo. Por eso, al

final, yo también estuve de acuerdo con los quince días ¿Te das cuenta?

–Sí. Nos tiene a nosotros –dijo ella–, pero vos mismo has dicho que la única es-

peranza de él era Joaquín...

–De acuerdo –le contesté–, dije algo parecido. Dije que el cáncer de ella tenía

nombre propio y se llamaba Joaquín. Pero fijate, corazón, que eso tiene doble

sentido, acabo de descubrirlo... Uno, el que le acabás de dar vos misma, el de la

esperanza, el de la ilusión, que era también al que yo me refería. Pero también

tiene un significado completamente opuesto al primero. Y es que ese tipo era

como un cáncer para ella. Era, además del motivo de su felicidad, el motivo de

sus desdichas. El que le quitaba las defensas y el que se las devolvía. Bueno, en

ambos sentidos, ya no va más ¡Se acabó! ¿Te das cuenta?


–Así es, –dijo ella–. Es verdad. Ambas cosas se acabaron. El sueño y la pesadi-

lla. Esa sí es la pura verdad. Algo al mismo tiempo malo y bueno para ella…

–Aunque viéndolo bien, mucho más malo que bueno –concluí yo–, porque sig-

nifica el agravamiento de su enfermedad.

Amaranta no pudo contener el llanto… Y yo la acompañé.

Como consecuencia de todo yo resolví aplazar, por un tiempo indeterminado ya

veríamos en qué cantidad, los planes que tenía, tanto para los lanzamientos,

como para las exposiciones. Sólo había un evento que no podía ser aplazado, por

estar concertado con instituciones de mucho peso, como el Ministerio de Cultu-

ra, con su plan de estímulos, y la Escuela Departamental de Bellas Artes y su

Concejo Académico. Pero para ese evento faltaban aún cinco meses y su prepa-

ración me exoneraba parcialmente de las responsabilidades que corrían, en ma-

yor medida, a cargo del mismo Concejo Académico de la Escuela.

Así que le pude, junto con Amaranta, Mercedes y Federico, quien acababa por

esos días de llegar de España, dedicar un tiempo importante a las visitas y con-

versaciones con Rosita, a fin de animarla e impedir que se rindiera y a conven-

cerla de todas las maneras posibles de la necesidad del tratamiento al que opo-

nía franca resistencia. Con Amaranta la visitábamos dos o tres veces a la sema-

na. En algunas ocasiones juntos y en otras uno de los dos. Con alguna frecuencia

también la visitaban sus amigas del “parche”, con la excepción de Rebeca de la


cual jamás volvimos a saber nada. En algunas ocasiones fue también Julieta a

visitarla.

Entretanto Consuelo había empezado a presentar síntomas de la penosa enfer-

medad de Alzheimer que se le manifestaba con la pérdida de la memoria recien-

te y momentos cada vez más seguidos de irritabilidad y depresión.

Dos meses después de la muerte de Joaquín, Mercedes debió viajar a Medellín

de urgencia para atender y acompañar a su hija Jacinta en delicado estado de

salud. No sabía por cuánto tiempo, pero, según le dijo a Rosita, por no menos de

dos semanas. Su permanencia se prolongó más allá de las dos semanas, pero la -

mentablemente jamás regresó de Medellín donde, víctima de un infarto, falleció

a la edad de 75 años.

Otra pérdida tan grande como irreparable, ante todo para Rosita, que se sumaba

a la muy reciente de Joaquín. Federico, Amaranta y yo la lloramos junto con ella

en un abrazo cálido, prolongado y silencioso. Las “exequias”, si cabe aquí esa pa-

labra, fueron lo más simple posible, de conformidad con su varias veces expresa

voluntad, puesta en conocimiento tanto de Federico como de Rosita y al parecer

también de su hija Jacinta, desde unos dos años antes del viaje en que encontró

su muerte. Su cadáver fue cremado en la misma Medellín por disposición de su

hija. Las cenizas fueron depositadas en una cajita de madera y ésta fue enterra-

da en una finca que tienen Jacinta y su esposo en las cercanías de Bello, Antio-

quia, en el llamado altiplano de Santa Rosa de Osos. En el mismo lugar sembra-

ron un urapán (una variedad de fresno de origen chino que crece muy rápido y

se da en casi todo el país).


Nadie, al parecer con más propiedad y derecho que su hija para tal proceder y

disposición con sus restos.

Rosita, aunque lo entendió muy bien no dejó de manifestarnos, fiel a su senti-

mentalismo a flor de piel, que le daba un “guayabo” y una tristeza muy grandes

no poder tener los restos de su tía en Cali, la ciudad en que vivió Mercedes la

mayor parte de su vida.

El mayor problema de todos lo constituía el efecto que este par de pérdidas re-

cientes y tan seguidas representaba para su enfermedad. El daño fue devasta-

dor. Los medicamentos de la quimioterapia parecían empeorar el estado avan-

zado y creciente de su enfermedad, sumado todo ello a su resistencia tanto a las

visitas médicas como a aceptar el tratamiento con el rigor debido. Amaranta me

dijo en una ocasión que en una de sus visitas podía asegurar, en realidad ya lo

sospechábamos, que ella llevó al baño la dosis correspondiente de ese día y la

arrojó al inodoro creyendo que nadie se daba cuenta.

Todo parecía indicar que Rosita quería irse de un mundo al que no le veía ya

ningún encanto. A pesar de sus tres hijos. Era, en todo caso, algo imposible de

controlar. Y se nos salió de las manos.

Cuando faltaba un mes para el Encuentro tuve que concentrarme en muchas ac-

tividades que me reclamaban. En particular con las invitaciones, con la misma

difusión del evento (no podía dejar todo en manos del Concejo Académico de la

Escuela) pero sobre todo con la preparación de un documento que presentaría a

modo de ponencia durante la realización del evento. Razón por la cual tuve que
dejar la atención a Rosita en manos de Amaranta, cosa que también hacía, por

su cuenta, su hermano Federico.

Demás está decir que Rosita se había convertido en otra de las cosas importan-

tes de la vida que teníamos en común Amaranta y yo. Su vieja amiga del colegio,

cada día más entrañable, era también para mí como si la hubiera conocido de

toda la vida. Y habíamos hecho de ella, de su vida y de su muerte, que ya se le

venía encima, algo que nos implicaba por igual. Todo lo cual ayudó, en gran me-

dida, diría yo, a cimentar y fortificar nuestra, todavía algo reciente, pero ya sóli-

da unión.
19

EL ENCUENTRO

Del PRIMER ENCUENTRO NACIONAL DE POESÍA ERÓTICA “PÉTALOS DE

PIEL”, CIUDAD DE CALI, no es mucho lo que hay que decir, aclarando, eso sí,

que fue un evento exitoso, a juicio de todos los miembros del concejo de la Es-

cuela, incluido su director, lo que es mucho decir, con una excelente acogida del

público local y una muy buena recepción en el ámbito nacional. Se realizó du-

rante dos días, un viernes y un sábado.

El acto inaugural fue presentado ¡quién lo creyera! por el mismo rector de la Es-

cuela de Bellas Artes. Y la verdad es que ¡quién lo creyera! estuvo a la altura de

las circunstancias.

Asistieron delegaciones de 13 ciudades del país, en número de dos participantes

por ciudad, de conformidad con las bases del concurso. Éstas fueron Medellín,

Cartagena, Bogotá, Bucaramanga, Barranquilla, Manizales, Cúcuta, Ibagué, Pas-

to, Cartago, Palmira, Popayán y Cali. Lo que daba un total de 26 delegados ple-

nos, es decir con derecho a participar en el concurso.

Se estableció finalmente un único premio de $21.ooo.ooo (del aporte del Conce-

jo se tuvo que utilizar $1.ooo.ooo para completar el costo de pasajes y estadía de

los delegados que fue de $36.ooo.ooo) y cada delegado tenía derecho a partici -
par con no más de dos poemas siempre y cuando éstos no excedieran los 25 ver-

sos.

Rompiendo todos los esquemas que hay con respecto a la poesía erótica, en un

medio de contextura patriarcal, como el que prevalece en general en los países

latinos, el primer premio se lo llevó una joven estudiante de Medicina de la ciu-

dad de Pasto. Gilma Lina Bastidas de 18 años quien sorprendió a todo el jurado

y al auditorio, fue gratificada con la más clamorosa ovación y el más prolongado

aplauso de todo el certamen. El jurado fue unánime en esta elección.

La nutrida asistencia estaba compuesta principalmente por los estudiantes de la

Escuela Departamental de Bellas Artes, casi todo el profesorado y el rector quien

ya levantaba sospechas de ser un nuevo amante de la poesía erótica y ¿por qué

no? del erotismo. De ser así ése sería, sin lugar a dudas, el logro más espectacu-

lar alcanzado por mi libro y por mi poesía. ¡Lo que hay que ver en este mundo,

mi gente, lo que hay que ver!

También estuvo presente de nuevo mi familia y amigos de Popayán, Federico, el

parche de Rosita, las “conejitas”, con Julieta a la cabeza, la generosa mamá Zoy-

la, desde Pereira ¡vaya detalle! y por supuesto mi adorable y adorada Amaranta.

Hubo también una considerable presencia de medios de comunicación, esta vez

con la televisión, además de la prensa y la radio, dando para todas ellas un buen

número de entrevistas que yo aproveché a fondo para promover tanto la poesía

erótica como mi libro y el próximo encuentro nacional, el año siguiente.


Aunque hubo en general un alto nivel por parte de casi todos los representantes,

cabe destacar de todos ellos uno de los dos delegados de Medellín, una de los

dos de Cartagena y los dos de Bogotá. Casi sobra decir que yo, por ser uno de los

principales promotores del evento y por darle el nombre con mi libro al concur-

so, me abstuve de participar. Tampoco leí mis poemas con el hilarante argu-

mento de que si lo hacía no me compraban el libro que, a propósito, fue muy

bien acogido y adquirido en número de 45 ejemplares.

Así las cosas, aquí se cerraba un ciclo de la maravillosa aventura que comenzó

con timidez molecular en un burdel que ostenta el nombre de La Conejita Rosa,

un buen día del mes de febrero del año 1999.


20

EPÍLOGO

El lunes de la semana siguiente fuimos, Amaranta y yo, a visitar a Rosita y le lle-

vamos frutas. También estaban allí Julieta y Salomé, y al rato llegó Lorena. Era

impresionante como la enfermedad había avanzado. A tal punto que se le po-

dían percibir los huesos de los brazos y ya no se levantaba por sus propios me-

dios. Los oncólogos habían dicho que ya no había nada que hacer, exceptuando

los medicamentos para el dolor como la morfina. A pesar de su estado estaba

sonriente, como resignada ante la muerte. O como apeteciéndola.

Dos meses después, cuando le hacíamos la que sería la última visita, el estado de

Rosita era prácticamente preagónico, pero aún podía hablar. En esta visita tam-

bién se hizo presente Consuelo portando un rosario que hacía girar mecánica-

mente entre sus trémulos dedos. Su envejecimiento también me impresionó

pues yo la había dejado de ver tan sólo unos cinco meses, seis a lo sumo. Cuando

nos vio le preguntó a Rosita que quiénes éramos y ella con un hilo de voz le dijo

que Amaranta, su amiga de toda la vida y ella contestó como llevándole la co-

rriente

–Aaaah… Amaranta, ya… –y dirigiéndose a mí– ¿y él quién es?

–Él es Darío. El amigo de Popayán –le contestó Rosita.


–¡¿Popayán?! –exclamó Consuelo, como si hubiera escuchado el nombre de un

demonio. Y en ese momento, como si le hubieran dado cuerda, se levantó de la

silla, colocó ese rosario en la cabecera de la cama y comenzó

–¡Oh! Popayán cual escondida oruga… –La diatriba de marras que parecía diri-

girla contra mí.

En ese momento Rosita trató de callarla, pero Consuelo, sin ponerle ninguna

atención, continuó blandiendo su improperio poético, como poseída por un dia-

blo. Yo, para tranquilizar a Rosita le hice señas de que la dejara, diciéndole que

no se preocupara. Amaranta me reforzó diciéndole que no nos molestaba. De mi

parte yo esperaba que recitara unos dos o tres versos, y en desorden, debido a su

avanzado mal, pero me equivoqué totalmente. Lo recitó íntegro, sin saltarse un

renglón.

Demás está decir lo asombroso, lo aterrador, que fue para mí y, aunque en me-

nor medida, también para Amaranta. Una señora en un estado tal de demencia

que hacía poco le había preguntado a su misma hija que quién era ella, y cuando

Rosita le había respondido “soy yo, Rosita, tu hija” ella le había contestado

“¿Hija? ¡Como si yo tuviera hijos!”, ahora nos acababa de declamar una sarta de

improperios mamotrética. No podíamos dar crédito a eso. Pero quedaba corro-

borado algo que yo le había insinuado a Mercedes en alguna ocasión: que esa

cantinela que destilaba injuria y veneno contra la ciudad en que murió su hijo,

estaba soldada al dolor y ya nada, ni el mismísimo Alzhéimer, se la podría arre-

batar de su cabeza. Dicho de otra manera, no era ella sino el dolor, quien tenía

grabado ese poema.


Rosita murió dos días después. Su cadáver también fue cremado por petición

expresa hecha por ella a Federico y a dos hermanos más. Uno de ellos llevó las

cenizas en una cajita y la depositó en una pequeña finca que tenía por Los Fara -

llones de Cali. Sobre ella sembró Federico también el esqueje de un urapán. Fue

la última petición que le hizo Rosita antes de morir.

De sus hijos se había hecho cargo el mismo Federico con Lourdes y era él tam-

bién quien ahora administraba, de común acuerdo con sus hermanos, los bienes

inmuebles del patrimonio familiar, pues Consuelo no estaba en condiciones ni

físicas ni mentales de tener esa responsabilidad. Tampoco podía ser de otra ma-

nera teniendo él la gran responsabilidad de la crianza y educación de sus sobri-

nos.

Han transcurrido cinco semanas de la muerte de Rosita, al momento de escribir

estas líneas que dan fin a la historia. Y es en la práctica su muerte la que le dicta

el fin. La he escrito como ya dije al empezar, por sugerencia de Julieta, a quien

le pareció que todo lo que había ocurrido, tanto en La Conejita Rosa como en

otros lugares, así como las historias, muy especialmente la de Rosita, y mi ro-

mance con Amaranta, debían darse a conocer. Yo estuve de acuerdo con ella,

por supuesto. Y a Amaranta le ha encantado la idea. Por eso este libro va dedica-

do, con justa razón a Rosita.

Todos los implicados importantes en la presente historia han estado de acuerdo

en que la escriba, así se publique o no. Yo lo he hecho cambiando sus nombres.


Sólo son reales el de Amaranta y el mío, al no tener ninguna clase de inconve-

nientes para que se haga.

Hay pendientes algunos lanzamientos para dar salida a los cerca de 500 libros

que aún me quedan, teniendo en cuenta aquí los que se han vendido en algunas

librerías. Lo que casi no tengo es cuadros y dibujos, quedan sólo unos pocos.

Quizá acometa la realización de más, eso lo decidiré en su momento, lo mismo

que los lanzamientos. Con la ayuda del tiempo y de las circunstancias, como ha

sido hasta el momento.

Parodiando a Dostoievski, en la culminación de su inmortal Crimen y castigo,

no me resta más que agregar: Pero eso podría ser el asunto de un nuevo relato;

el que les deseaba dar a conocer a ustedes, ha concluido.

También podría gustarte