Identidad Savater

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«LAS IDENTIDADES SON

PEQUEÑOS
NARCISISMOS
COLECTIVOS»
Artículo

Esther Peñas

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09 
DIC
2021
   

La casa madrileña de Fernando Savater (San Sebastián, 1947), filósofo


y miembro del Consejo Editorial de ‘Ethic’, tiene algo de gabinete de
maravillas. Está esparcida con libros, carteles de cine, muñecos,
esculturas: más próxima al ‘horror vacui’ que a los espacios espartanos
benedictinos. Las vistas ofrecen la belleza propia de la altura –un
octavo– sobre la ciudad, la cual luce casi más exuberante desde el aire.
Conversamos a propósito de su último libro, ‘Solo integral ‘ (Ariel), una
recopilación de 200 artículos –la mitad de ellos inéditos– sobre los
asuntos más variopintos. 

Aunque la metáfora del título de Solo integral parece evidente, ¿en


qué momento de la vida conviene escalar solo y cuándo ser parte de
una parte de una orquesta, utilizado el símil alpinista y el musical?
La imagen del escalador que asciende sin arreos ni ayudas me gustó
siempre, pese a que por la artrosis que tengo ahora no sería capaz ni de
subir las escaleras agarrándome a la barra. Me gusta esa idea de aquel
que afronta el peligro solo, con su propio esfuerzo y sin muletas. Hay
empresas que hay que hacer con otros, claro, la vida pide  arrojo
individual y concede momentos en los que hay que ir amparado
colectivamente. Pero yo soy de los que han privilegiado la parte
individual.
Usted comenta a través de las páginas que no tiene problemas para
encontrar ideas. ¿Cómo detectar que una idea es buena y cómo
descartar aquellas que solo lo parecen?
Eso tampoco es fácil. Este libro me ha servido para repasar las ideas que
me han ido surgiendo en estos últimos seis años y, vistas ahora, algunas
me han parecido una chorrada. Creo que las ideas más potentes se abren
paso. Para reconocerlas te ayuda la experiencia, la reflexión sobre la
realidad, el apoyo de quienes saben más que tú. En cualquier caso, hay
que tener abierta siempre la posibilidad de que puedes estar metiendo la
pata. La gente que nunca se equivoca es aquella que no piensa por sí
misma y se dedica tan solo a censurar a los otros. El que piensa sabe que
está siempre a riesgo de equivocarse y cualquier vigilancia es necesaria.

«La novedad es el progreso de los tontos,


del tonto que se cree que lo que viene
después de lo que hay es mejor»
¿Qué valor concede a las cosas, si es que aporta alguno, la novedad?
Ninguno en absoluto, la novedad puede ser un desastre. Fíjate en la
covid-19 o en la erupción del volcán de La Palma. Lo nuevo, por el mero
hecho de ser nuevo, no tiene ningún mérito, acaso ni interés. La
novedad es el progreso de los tontos, del tonto que se cree que lo que
viene después de lo que hay es mejor; hay cosas que son mejores, pero el
progreso a veces es defender lo bueno de lo que hay, no inventar
novedades. Como decía el Dr. Johnson: original es aquel que, después de
haber ordeñado a la vaca, le da por ordeñar al toro. Como ves, lo original
no siempre es una buena idea…
¿Por qué siente mayor simpatía por Santi Abascal –usted parece
usar el diminutivo de afecto– que por Pablo Iglesias?
Porque conozco a Santi   Abascal  y conozco a Pablo Iglesias.
Con Santi Abascal coincidí en el País Vasco y en los momentos difíciles
de lucha estábamos en el lado en el que había que estar, apoyando a lo
que había que apoyar, pasando malos momentos familiares por la presión
de las circunstancias. Sé que es una persona cabal y, mientras nosotros
estábamos en esas, Pablo Iglesias estaba reunido con los batasunos en
las herriko tabernas, dándoles la razón en su juicio sobre la Transición.
Ni política ni moralmente hay comparación entre uno y otro, pese a que
nunca votaré a Santi Abascal.
¿Por qué nos cuesta tanto encarar el mal, intentar comprenderlo?
Primero, porque el mal es un mal relativo a nosotros. Esto lo explicó
muy bien Spinoza: cuando decimos que algo es malo no es tanto que sea
malo en sí como que lo sea para nosotros. Si yo nado en La Concha y me
encuentro con un tiburón, para mi será una calamidad, pero para el
tiburón será una alegría porque tendrá algo que comer. En sí mismo, el
hecho de que yo nade en La Concha cerca de un tiburón no es ni bueno
ni malo. Nos cuesta, es cierto, entender el mal ontológico; es un desafío.
Santayana decía que los humanos vivimos dramáticamente en un mundo
que no es dramático. Los precipicios, las tormentas o los volcanes no son
dramáticos, como tampoco lo son las flores o los amaneceres.  Nos
supera el mal gratuito, ese mal que describe Shakespeare
en Otelo cuando Yago, que ha provocado hasta el asesinato de
Desdémona, no nos dice sus motivos. Es como ir a un campo de
concentración y pensar que ha habido gente capaz de quitarle los
zapatitos a los niños y meterlos en la cámara de gas. Es incomprensible.
Una violación y un robo son execrables, pero se entienden.
Sin embargo, hay una fascinación casi inevitable hacia el mal.
Hay una fascinación hacia aquellos personajes que parece que hacen lo
que les da la gana y no lo que les está mandado. Nos gusta el malo
porque hace lo que no debe, aunque nos tranquilice que al final reciba su
castigo. Uno simpatiza con eso de no respetar las leyes: nos gusta
esa supuesta libertad, y digo supuesta porque tampoco el malo hace lo
que quiere, sino lo que puede hacer. Esas pautas de conducta despiertan
encanto y vértigo porque, ¿qué pasaría si fuéramos todos así? Ya lo
aseguró Aristóteles: primero hay una identificación con el héroe trágico
y luego, miedo.
«Ser anticapitalista, hoy en día, es como
estar en contra de la ley de la gravedad»
¿Tiene sentido esta especie de milenialismo tardío al que asistimos?
Ideas sobre el colapso energético, sobre la inoculación de chips de
control en las vacunas…
Son opiniones descabelladas que vienen incluso de gente que parecía
inteligente; hay muchas ganas de llamar la atención. Si lees Los novios,
de Manzoni, se ve todo lo que ocurre ahora solo que con la peste, ¡pero
incluso había negacionistas! Son opiniones dementes las que niegan la
pandemia. Vienen de sectores generalmente anticapitalistas, pero es que
ser anticapitalista hoy en día, por mucha aura moral positiva que tenga,
es como estar en contra de la ley de la gravedad.
Uno de los artículos que incluye el libro está dedicado al libro El
manantial, de Ayn Rand , una autora que mal entendida podría ser
muy peligrosa, al igual que otros espléndidos autores, como Jünger.
¿Cómo encarar la lectura de este tipo de escritores cuyas ideas
pueden ser pervertidas con cierta facilidad?
La única defensa frente a la posibilidad de pervertirlo es la madurez
intelectual de cada uno. A Oscar Wilde le preguntaron qué tipo de libros
deberían prohibirse y respondió que la mayor parte de nuestra
civilización depende de libros que en algún momento quisieron
prohibirse. Hay libros que exigen una previa madurez para
contextualizarlos, pero esa madurez se consigue, entre otras cosas,
leyendo. Nada se consigue con quemar o extirpar libros; en todo caso, se
trata de acompañar a los lectores con reflexiones.
«Lo que necesitamos no es más
mermelada sentimental, sino apreciar
más la razón, la seriedad y el humor»
¿Nos hemos vueltos más pacatos? ¿Se podrían publicar hoy en día
libros como Las once mil vergas, cualquiera de Sade o Lolita, de
Navokov?
Ha habido una puerilización generalizada, una sentimentalización de los
temas. Ahora se debate si poner en los colegios la figura de una especie
de protector sentimental para que los chicos no sufran ni tengan
problemas mentales. Es decir, que resulta que para guardar la salud
mental de los jóvenes hay que ponerles una especie de Íñigo Errejón
detrás; eso, lo que te garantiza es que te vuelvas loco en 15 días. El
escritor Gregorio Luri tiene un libro que se titula  La mermelada
sentimental. Pues con eso vivimos, con esa mermelada, como si fuera
estupendo y glamuroso y chanchi. Lo que necesitamos no es más
mermelada sentimental, sino apreciar más la razón, la seriedad y el
humor; y un humor no pueril, sino malicioso.
Después del amor, si es que está detrás del amor, ¿es más importante
el humor o el conocimiento?
Nunca separo el humor del conocimiento. Bernard Shaw decía que toda
tarea intelectual es una tarea humorística, y siempre lo he creído. Don
Miguel tenía el sentimiento trágico de la vida, pero yo soy más del
sentimiento cómico de la vida.

Es decir, que usted es más del otro don Miguel, de don Miguel
Mihura…
¡Qué bueno es Mihura! Es que la realidad no es –ni deja de ser–
humorística, eso se lo ponemos (o no) nosotros. Para mi es algo natural.

¿Escasea el humor a día de hoy?


Hay mucho ofendidito que se olvida que vivir en un mundo libre es saber
que hay cosas que te van a molestar. Thomas Jefferson decía que
«mientras mi vecino no robe mi bolsa ni quiebre mi pierna, me da igual
en lo que crea». A mi me molesta un señor cuyas creencias pasan por
hacerme daño o robarme; que le gusten algunas guarradas que a mí me
den asco, pues bueno, el mundo es así: hay cosas que uno considera
indecentes que para otros son triviales. Si alguien se ofende por lo que
digo, mala suerte, que se aguante, porque el ofenderse, además,  ya no
viene de la intención de quien habla, sino de que uno –el que escucha–
se ofende. ¡Oiga, pues oféndase también cuando quiera cruzar una calle
y encuentre el semáforo en rojo!
¿Tiene que ver esta ofensa permanente con un narcisismo
exacerbado por las redes sociales?
Es que eso son las identidades: pequeños narcisismos colectivos, de un
irritable tremendo, que no se darían tanta importancia por lo
circunstancial –soy homosexual, vegano, etc– de ir por libre, pero como
pertenecen a un colectivo parece que hay que hacerles una reverencia al
pasar. Narcisismo hipertrófico, se llama. Cuando uno no tiene ningún
motivo de orgullo personal se agarra a una identidad colectiva y se
amuralla en ella. Sir Alexander Fleming, que descubrió la penicilina, no
necesitaba decir lo importante que era.
«Eso son las identidades: pequeños
narcisismos colectivos, de un irritable
tremendo»
Entonces tenemos, a su juicio, una infantilización general causada
por la sentimentalización del discurso que, como consecuencia,
provoca una normativización de la vida.
Efectivamente, la sentimentalización lleva a esas cosas. Es como cuando
Pablo Iglesias responde con ese inicio tan suyo: «A mí no me gusta…».
Es decir, su argumento lo basa en una opinión, en un gusto personal. «A
mí no me gusta la pena de muerte» no es un argumento, habrá de razonar
que le parece mal que unos seres humanos dispongan de la vida de otros,
pero no que no le gusta, como si lo que no le gustase fuera la salsa de
tomate. Y no, no podemos normativizar la vida, ya hay bastantes
normas; además, tenemos por fortuna los usos, costumbres y
miramientos. Recuerdo cuando daba clases en la universidad en Estados
Unidos y me obligaron a firmar un papel por el que me comprometía no
dormir con las alumnas. «Hombre –pensaba yo–, si tengo la suerte de
acostarme con una, espero no quedarme dormido». Lo que quiero decir
es que la vida no puede estar pautada en cada acto, porque está hecha de
pactos que no se expresan, y está bien que sea así, porque de otro modo
le quitaríamos su lado poético, irónico…
España hoy en día, ¿es un vodevil, una astracanada, una tragedia
griega, un esperpento?
Tiene aspectos de esperpento y de astracanada. De tragedia griega espero
que no, que bastantes tragedias hemos tenido históricamente ya como
país. Hoy, desde el punto de vista global, contemplando en conjunto este
país, estamos en el peor momento desde la Transición. El gobierno
actual y las perspectivas con este gobierno, actualmente, son las peores
que ha habido desde el comienzo de la Transición democrática, y eso es
muy preocupante.
¿Qué hiato existe entre la diversidad y la bondad? Usted afirma que
se ha divertido tanto que no puede ser bueno.
Siempre lo he pensado y, además, como me dicen tanto eso de que tengo
cara de buena persona, respondo que me he divertido demasiado para ser
bueno. Los buenos siempre lo pasan un poco peor de lo que lo he pasado
yo porque los buenos renuncian a placeres suyos inmediatos para ayudar
a la gente. Yo creo que he estado demasiado atento a mis placeres
inmediatos.

¿Alguna certeza de la que no tenga duda?


Las certezas que tenemos son desfavorables, sobre todo la más segura de
todas, que ojalá la tuviéramos menos clara. Sin embargo, si te fijas, las
certezas lo son sobre necesidades que más o menos nos destruyen. Todo
lo que proyecta la humanidad hacia el futuro es dudoso.
¿Y si hubiera Dios?
Ah, a mí me gustaría creer en un dios que derrotara la necesidad; que
fuera capaz, por ejemplo, de que el sol saliera por occidente, un dios que
estuviera dispuesto a romper el tablero para favorecernos.
¿Algún libro que le haya emocionado últimamente?
Más que leer, últimamente releo. Por ejemplo, Trópico de cáncer.
Cuando lo leí por vez primera tenía 20 años y buscaba las guarradas,
pero ahora lo leo y veo ese París de la época y me encanta. Me emociona
ese París desposeído de las grandes cosas modernas, industrialmente
menos potente, pero lleno de poesía y glamour.

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