Solsticio de Invierno - Unai Goikoetxea
Solsticio de Invierno - Unai Goikoetxea
Solsticio de Invierno - Unai Goikoetxea
UNAI GOIKOETXEA
Copyright © 2022 Unai Goikoetxea
Foto portada: Unai Goikoetxea
Todos los derechos reservados.
ISBN:9798430869106
Para Sonia, la luz que alumbra mi camino.
AGRADECIMIENTOS
Capítulo 2
Jueves 21 de noviembre de 2019
—Perdone, señora ¿usted vio algo de lo ocurrido ayer en el
muelle?
Las precipitaciones continuaban sin dar tregua.
Afortunadamente, Iskander siempre llevaba un gran paraguas negro en el
maletero. Mientras interrogaba a la mujer se pegó un poco más a ella para
protegerla de la lluvia.
—No, cariño —respondió ella, volcando el contenido del balde
sobre el bordillo de la acera con sumo cuidado para que el agua sucia
llegase hasta la alcantarilla más próxima—. Para cuando llegué yo, ya no
quedaba nadie, tan solo esa cinta de allí —dijo, señalando a la cinta del
precinto que impedía el acceso al embarcadero—. Pero los vecinos de este
bloque me han contado que fue algo horrible —continuó, santiguándose,
pretendiendo ahuyentar los malos espíritus.
—Es cierto, señora, fue un crimen atroz —afirmó el periodista.
Iskander recordó la impresión experimentada al recibir el
wasap de su redactor jefe. La imagen adjunta no era nítida, se veía muy
borrosa; había sido capturada por un teléfono móvil desde una posición
muy lejana. Sin embargo, el horror se intuía. Él sabía muy bien que no
hacía falta ver el mal para percibirlo. Nos alerta ese instinto primigenio de
supervivencia que anida en todos nosotros; ese instinto que emite una señal
de alarma cada vez que detecta una anomalía potencialmente peligrosa,
señal ésta que actúa como toque de diana para nuestros sentidos.
La fotografía mostraba a la víctima apoyada contra la farola
del embarcadero. De cintura para arriba no parecía más que una masa
informe de tonos rojizos. Visto desde esa distancia, a Iskander le recordó
uno de esos muñecos que los niños pierden en la calle y que el rigor
climatológico y la exposición al medio ambiente acaban por transformar y
erosionar, hasta convertirlos en poco más que tela y trapo; borrando todo
vestigio de la alegría y del gozo que un día habían proporcionado a aquellos
niños.
—¿Sabe de alguien que pudiera haber visto algo, por muy
poco que fuera? —preguntó Iskander, tratando de arrebujarse en su
gabardina marrón, que era muy efectiva contra la lluvia, pero inútil contra
el frío viento septentrional.
—Bueno, aquí vive poca gente —dijo la mujer apretándose la
testimonial coleta que sujetaba cuatro mechones ralos—. Para cuando los
vecinos quisieron darse cuenta de todo el revuelo que se había montado
aquí abajo, la policía ya tenía la zona acordonada. No pudieron ver gran
cosa.
—Pero alguien tuvo que verlo. No olvidemos que la policía
acudió aquí alertada por la llamada de un vecino —insistió Iskander, que
comenzaba a marearse con los efluvios a lejía que emanaban de los guantes
de la mujer—. Supongo que una persona como usted, que viene a trabajar
tan temprano y que cuenta con tan buenas relaciones entre la gente del
vecindario, ya se habrá enterado de la identidad del denunciante, ¿no es así?
La mujer se encogió de hombros, dando a entender que no le
podía decir nada más. Comenzó a negar con la cabeza, hasta que una de
esas negaciones se quedó a medio camino. Iskander percibió que un atisbo
de idea, reflejada en un ligero brillo en sus ojos, atravesaba la mente de la
mujer.
—Espera un momento, muchacho —dijo, acercándose a los
llamadores del portero automático del portal que limpiaba—. Quizás no sea
nada, pero merece la pena probarlo ¿verdad? —concluyó, guiñándole el ojo
a Iskander. Resuelta, pulsó el botón correspondiente al tercero derecha.
Tras unos segundos eternos de espera, una voz quebrada
respondió desde el otro extremo.
—¿Quién es?
—Hola María Isabel, soy Ernestina, cariño —dijo elevando
muchísimo el tono de su voz.
—¡Ah, Ernestina, maja! ¿qué pasa?
—Nada, María Isabel, que estoy aquí abajo con un chico muy
majo, que viene del periódico El Correo, para preguntar por el lío que se
montó en el muelle ayer.
—Me encanta El Correo —dijo la señora a través del
telefonillo—, nunca dejo de ver las esquelas, ya sabes, por si conozco a
alguno de los muertos. Casi todos son de mi quinta —soltó una risita
traviesa—. Sube, muchacho, mejor hablamos aquí, que hoy hace mucho
frío en la calle.
La vivienda de María Isabel estaba decorada con un gusto que
debió de ser lo más allá por los años sesenta. El suelo de madera estaba
cubierto por una moqueta verde aceituna, que mostraba manchones aquí y
allá, y que clareaba por las zonas de paso. Sin embargo, los muebles de
nogal del recibidor y del salón eran de muy buena calidad. Iskander pensó
que serían de madera maciza. Por desgracia, la obra de la incansable
carcoma se mostraba inclemente en algunas secciones, confiriéndole a la
estancia y al conjunto de la vivienda en general un aire decadente,
crepuscular.
Entraron al salón. El sofá estaba situado frente a un mueble
que ocupaba toda la pared y que exponía, en sus ajadas vitrinas, una
amalgama abigarrada de piezas de cristal de diversas formas y tamaño.
Encastrada en ese altar del coleccionismo, una televisión plana de última
generación llenaba de contenido las horas muertas de la buena mujer.
Las paredes estaban repletas de marcos con retratos de gente
sonriente. El acabado de las fotografías evidenciaba que muchos años
separaban unas de las otras. Algunas eran en blanco y negro; otras de color
sepia, que les daba un toque aún más añejo que las de blanco y negro; por
último, había unas pocas instantáneas en color. Iskander se detuvo a
contemplar una de las primeras fotografías, en la que una cuadrilla de
toreros entraba, orgullosa, en el coso de la plaza de toros de Vista Alegre.
En ese preciso momento, María Isabel apareció portando una
bandeja de aluminio que contenía un juego completo de café de porcelana,
cafetera, lechera y azucarero, incluidos. Acompañaba a ese servicio una
preciosa cajita de hojalata repleta de galletas de mantequilla danesas.
—¿Verdad que mi padre era guapo? —dijo refiriéndose a la
fotografía que observaba Iskander.
El periodista se giró sorprendido.
—¿Su padre era torero?—preguntó —¿Cuál de ellos es?
—Este de aquí —dijo señalando al más alto del grupo, tras
posar la bandeja sobre la mesa—. Francisco Ruiz. Era novillero, nunca
llegó a torear toros de lidia. Esta fotografía fue tomada el tres de septiembre
de 1944, en una corrida de jóvenes novilleros que se celebró en Vista
Alegre. Ha llovido mucho desde entonces.
—Por supuesto que sí, casi un siglo, María Isabel —Iskander
tomó asiento en el sofá y posó su cuaderno de notas sobre una esquina de la
mesa —. Supongo que se sentiría muy orgullosa de su padre.
—Desde luego que sí, muchacho —dijo, con una pequeña
lágrima asomándole por el rabillo del ojo—, ¿pero sabes qué es aquello por
lo que siempre me he sentido más orgullosa de él? —Iskander negó con la
cabeza—Por el hecho de que a pesar de tener que salir de casa todos los
días a las cinco de la mañana y no volver hasta las nueve de la noche para
que, ni a mí ni a mis hermanos, nos faltara jamás un plato de comida sobre
la mesa, que a pesar de ello, mi padre nunca dejara de sonreír. El recuerdo
de esa maravillosa sonrisa me acompañará hasta la tumba.
María Isabel se secó la lágrima que recorría su mejilla y,
tomando la coqueta cafetera, vertió en la taza de Iskander un poco de su
contenido.
—¡Gorritxo! ¡Ekarri![1]
Ander observaba como su setter irlandés buscaba la pelota que
acababa de lanzarle a más de cien metros de distancia.
—¡Buen chico! —felicitó al perro en cuanto se la devolvió,
acariciándole la nuca y las orejas.
La extensa campa de Kobetamendi estaba desierta a esa hora
del mediodía. Noviembre estaba siendo muy lluvioso en Bilbao. Como
consecuencia los paseantes no subían hasta el monte Kobetas, optando, en
su lugar, por otras rutas menos expuestas a los rigores meteorológicos. Sin
embargo, para Ander, esas eran las condiciones idóneas para realizar el
paseo del mediodía con Gorritxo.
Hacía cuatro años que se había mudado a una casita de dos
plantas en Kobetamendi cercana a las escaleras de hormigón que bajaban
hasta la carretera de Castrejana. Cuando la compró, la casa estaba muy
deteriorada, ya que los últimos meses había sido ocupada y los okupas la
habían destrozado por completo. Ese desastre no disuadió a Ander, que, así
y todo, la adquirió y le realizó una reforma total. El resultado final fue un
dúplex de dos habitaciones con unas vistas privilegiadas a Bilbao y a la Ría.
El día en el que Ander estrenó su nuevo hogar Carmelo, su
padre, apareció con Gorritxo. “Alguien tendrá que dulcificar tú carácter,
ahora que vas a vivir solo” le dijo, pasándole la correa. Desde entonces, el
perro se había convertido en algo más que en una obligación de tres paseos
diarios. Era su compañero más fiel. Por eso, siempre que el trabajo se lo
permitía, Ander volvía a casa cada mediodía para comer algo rápido y pasar
un buen rato paseando a su perro. Se había convertido en un hábito
terapéutico, una válvula de escape que siempre lograba aliviarle de la
presión del trabajo y, sobre todo, de sus demonios internos, que aparecían
en cualquier momento y ante cualquier circunstancia desencadenante. En
esas ocasiones en las que el mundo parecía tornarse en un lugar lúgubre y
amenazante, a Ander le bastaba con mesar el pelaje de Gorritxo o
acariciarle el hocico para ahuyentar los malos espíritus.
Había dedicado toda la mañana a redactar los informes
necesarios para facilitar la transferencia de los expedientes que su grupo
tenía abiertos con anterioridad a la aparición del cadáver en Olabeaga.
Antes de marchar a casa acordó reunirse con el resto del grupo a las cinco
en la sala de investigaciones del Grupo 4 para poner en común la
información que disponían.
Miró el reloj, ya eran las tres y media; hora de devolver a
Gorritxo a casa. El camino estaba embarrado, la gravilla, la tierra y la
hierba salvaje se entremezclaban en un amasijo húmedo y resbaladizo. La
niebla matutina se había disipado y la extensión de la explanada se
mostraba en todo su esplendor. Una campa los suficientemente grande
como para que cientos de bilbaínos pudiesen disfrutar de ella sin necesidad
de molestarse los unos a los otros o para que se pudiera celebrar en ella, una
vez al año, un macro festival con capacidad para cuarenta mil asistentes.
Ander reclamó la presencia del perro con dos fuertes silbidos y
emprendieron el camino de vuelta a casa. Cuando enfilaban su calle se
cruzaron con Hermenegildo, un vecino octogenario de salud de acero. El
hombre salía todos los días a caminar veinte kilómetros.
—¡Aúpa, Ander! —le saludó, pasando a buen ritmo a su lado
—. Bonito día para ir a por caracoles, ¿verdad?
—Herme, yo creo que hoy no se animan a salir ni los caracoles
—respondió Ander riendo.
—¡Qué poca fe! —dijo Hermenegildo divertido— Verás como
hoy te encuentras una red a rebosar de ellos colgando de la jamba de tu
puerta. A mi cuenta, ¡agur!
Ander le observó mientras le dejaba atrás a buen ritmo,
balanceando hipnóticamente con sus pasos cortos, pero constantes, el palo
de acebo que utilizaba a modo de apoyo; vistiendo los mismos pantalones
vaqueros cortos que llevaba tanto los días más tórridos de verano como las
más frías jornadas invernales. Admiraba el tesón y la fortaleza de ese
hombre. En secreto, deseaba que le pudiese contagiar un poco de esa
vitalidad, ya que en más de una ocasión se preguntaba cómo estaría él a esa
edad, y siempre llegaba a la misma conclusión: él no vería los ochenta años.
“Egun on[3], buenos días a todos los que nos están escuchando
en este arranque de viernes, 22 de noviembre de 2019. A todos los que,
como nosotros, le ponemos buena cara al mal tiempo y esperamos que hoy
sea el mejor día de nuestras vidas. María, vamos con los titulares de la
jornada...”.
Miren apagó la radio y quitó el contacto del coche. Llevaba
dos días obsesionada con el asesinato de Olabeaga. No lograba quitarse de
la cabeza esa imagen del cadáver apoyado contra la farola en un entorno de
quietud y de realidad suspendida. El graznido de las gaviotas, el impacto de
la lluvia contra el agua y su respiración agitada fueron los únicos sonidos
que rompieron el hechizo entonces. Después de ese día, Miren trató de
informarse sobre los avances en la investigación, pero en su comisaría nadie
sabía nada. Los periódicos se habían hecho eco de la noticia con más
sensacionalismo que información contrastada. El bramido de un claxon la
sacó de su ensimismamiento; había entrado en la calzada sin percatarse de
la presencia de un automóvil. Tras la ventanilla nublada por el vaho, el
conductor se desgañitaba agitado en una serie de aspavientos coléricos.
Miren se limitó a levantar la mano en señal de disculpa y cruzó la calle,
camino de la comisaría.
La nueva comisaría central de Bilbao estaba situada cerca del
amplio bulevar de Jardines de Gernika, en el barrio de Miribilla. Era un
edificio de fachada polimórfica, asimétrica, que se eleva cuatro alturas.
Incluso entre la niebla matinal resaltaba su diseño innovador y la piel de la
fachada construida con finas capas de aluminio que a Miren siempre le
recordaban a los táperes cubiertos con papel albal de su nevera. La
comisaría fue inaugurada en marzo de 2012, tomando el relevo a la antigua
de Garellano. Más de ochocientos agentes de la policía municipal fueron
desplazados a esta nueva ubicación, junto con el cuerpo de bomberos y el
servicio de ambulancias de Bilbao. Fue todo un acontecimiento.
La sala de agentes estaba caldeada. El ir y venir constante de
agentes y ciudadanos, unido a la elevada temperatura de la calefacción
central, golpeaban al recién llegado con la misma fuerza que el mejor
gancho de Kerman Lejarraga. Hacía falta tomar aire para aclimatarse al
cambio. En esas estaba Miren cuando se percató de que su compañero
Gorka Elizegi alzaba el cuello desde un escritorio cercano y le hacía
indicaciones para que se acercara.
—Tienes visita en la sala de espera —dijo señalando hacia el
pasillo—. Creo que es la mujer de siempre.
—Me lo imaginaba, viene todos los viernes. La cuestión es que
ella ya sabe que el tema está en manos de la Ertzaintza, que excede a
nuestras competencias. Sospecho que estas visitas se han convertido más en
un acto terapéutico que otra cosa—dijo Miren observando el pasillo—.
Sabe que yo la escucho y, después de la charla, vuelve a casa con la
sensación de que está haciendo algo por encontrar a su marido. Gracias,
Gorka —le dio una palmada en el hombro y se dirigió hacia la sala de
espera a encontrarse con Teresa Garrido.
La mujer se presentó por primera vez en la comisaria de
Miribilla a finales de julio. Ese día coincidió que Miren estaba destinada a
atención ciudadana para cubrir la ausencia de otro compañero, por lo que
fue ella la que tramitó la denuncia por desaparición del marido de Teresa.
Carlos Bonaparte, que era como se llamaba el marido, era profesor de la
Escuela de ingenieros de Bilbao. El día de su desaparición había acudido
con normalidad a su trabajo. Era su último día antes de coger las vacaciones
de verano. A las tres y media abandonó su despacho y se despidió de sus
colegas hasta la vuelta de las vacaciones. No se volvió a saber nada más de
él.
Miren tramitó la denuncia y ésta paso a manos de la Ertzaintza.
Pero transcurrido un mes, Teresa volvió a la comisaría de Miribilla a hablar
con ella. Siempre le decía que era la única persona que la escuchaba, que
había estado acudiendo a la policía autónoma cada día a preguntar por su
marido y que, al final, a la vista de la falta de empatía que últimamente
percibía en los inspectores asignados al caso, decidió dejar de hacerlo. En
esa nebulosa de angustia y ansiedad en la que se había convertido su vida,
sentirse escuchada significaba muchísimo para ella. Conocedora de la rutina
de Teresa, Miren contactaba cada jueves con desapariciones de la Ertzaintza
para preguntar si había habido algún avance o novedad en la investigación.
La respuesta siempre era la misma. Ningún avance. Por lo que, todos los
viernes, Miren tenía que acudir, con su actitud más comprensiva y
conciliadora a donde esa pobre mujer para confirmarle, básicamente, que no
había ninguna novedad con respecto a la desaparición de su marido.
Cuando vio entrar a Miren en la sala, Teresa se levantó como
un resorte de su asiento y se le acercó con la mano extendida. A través de su
abrigo de lana abierto, Miren pudo ver que Teresa vestía un vestido de
algodón azul claro con estampados de motivos florales y calzaba unas
llamativas katiuskas de marca. La asimetría de su peinado mostraba que
Teresa había tratado de recomponer con la palma de la mano el caos creado
en su larga cabellera morena por el viento cambiante matutino de Bilbao.
Miren observó que las ojeras azuladas iban profundizando sus surcos bajo
los delicados ojos marrones de la mujer. Estaba muy pálida y cada vez le
sobresalían más notoriamente los pómulos. Era una mujer hermosa con el
sufrimiento cincelado en su rostro.
Se dieron la mano e, instintivamente, Teresa acabó estrechando
a Miren en un emotivo abrazo.
—¿Hay alguna novedad, Miren? —preguntó Teresa,
finalmente, tras deshacer el abrazo—. ¿Sabéis qué le ha pasado a mi
marido?
—Me temo que seguimos igual que hace una semana —
contestó Miren pausadamente. Temía que el dique de contención emocional
de la mujer se quebrase antes de lo habitual.
—Dime la verdad, Miren, ya lo han dado por perdido,
¿verdad? —dijo la mujer, dejándose caer, abatida, sobre la silla más cercana
—. Hace semanas que no lo buscan, ¿no es cierto?
Un nudo opresivo se formó en la garganta de Miren. Desde
luego que la búsqueda de su marido había pasado a un segundo plano para
la policía autónoma. Se había convertido en una orden de búsqueda inter
policial más. Otro rostro en un tablón digital, bajo un rótulo de “se busca”.
Ambas lo sabían. Pero en ocasiones, la verdad no genera más que caos y
ruina.
—¡No, para nada, mujer! No pierdas la esperanza, Teresa —
contestó Miren—. Ya sé que es fácil decirlo porque a mí no me afecta
directamente, pero la policía le sigue buscando, su foto está colgada en el
listado de personas desaparecidas de larga duración en la página web de la
Ertzaintza, y todo el resto de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado
están sobre aviso.
Teresa emitió un chasquido de desagrado con la lengua y negó
con la cabeza.
—A la Ertzaintza lo único que le interesaba saber era si Carlos
se medicaba, si nuestra relación era estable, si hubo episodios de violencia
doméstica —dijo con cara de desagrado—. Parecía que yo fuese la culpable
de la desaparición de mi marido. Me conozco ese discurso a la perfección:
que si en Euskadi se denuncian diecinueve desapariciones a diario; que si la
gran mayoría se resuelven; que si, en ocasiones, las personas quieren
desaparecer, etc.
Miren no la replicó porque, en el fondo, sabía que Teresa tenía
razón. Al final, pasados unos días sin noticia del desaparecido, la
investigación llegaba a un punto muerto, se enfriaba. En muchas ocasiones,
el caso moría.
—Pero explícame una cosa, Miren—dijo Teresa, volviéndose a
levantar y acercándose a un palmo de la cara de la policía, mientras
golpeaba repetidamente su palma izquierda con el dedo índice derecho—,
¿a dónde pudo ir sin ropa ni dinero?
Miren la agarró amablemente por los hombros. Ese era el
momento en el que Teresa se derrumbaba; en el que abría las esclusas de
sus emociones. La mujer comenzó a llorar desconsoladamente fundida en
otro largo abrazo con Miren.
Al cabo de cinco minutos, la agente volvía a su escritorio.
Junto a su silla, erguido como si fuera el jinete de una estatua ecuestre, se
alzaba el suboficial Otamendi.
—Agente Zarandona —dijo con afectada amabilidad—, hoy a
las doce hay una reunión en el centro de coordinación policial conjunta.
Quiero que acudas a ella. Sé puntual.
—Sí, señor —dijo Miren atónita, mientras veía como
Otamendi marchaba sin esperar siquiera a su respuesta.
Capítulo 6
Lunes 25 de noviembre de 2019
Capítulo 8
Miércoles 27 de noviembre de 2019
Capítulo 9
Jueves 28 de noviembre de 2019
Capítulo 12
Domingo 1 de diciembre de 2019
José Hidalgo, de la policía científica, terminó de procesar la
entrada de la casa de Ander en el momento en que las primeras luces del
alba comenzaban a abrirse paso entre la espesa oscuridad de la noche
saliente.
—Parece que todo está en orden, inspector —dijo Hidalgo,
guardando sus herramientas en el maletín.
—¿No has encontrado nada? Pisadas, huellas, tal vez algún
cigarrillo —preguntó Ander.
—Alrededor de tu casa no he visto más que las impresiones de
tus pisadas y las de tu perro.
Hidalgo se quitó los guantes de vinilo y sacó un paquete de
cigarrillos de su bolsillo trasero. Colocó uno de ellos en sus labios y lo
prendió, haciéndole a Ander un ademán de ofrecimiento.
—Sí, gracias —aceptó Ander, prendiendo su cigarrillo con la
brasa del de su compañero—. ¿Qué me dices de la entrada? No me puedo
creer que no haya dejado ninguna huella. El terreno está lo suficientemente
embarrado como para que una pisada deje su marca ahí durante varias
horas.
Ambos contemplaron el terreno próximo a la casa de Ander
mientras soltaban volutas de humo inmersos en sus reflexiones. A pesar de
la tregua que brindó el sol el día anterior, las persistentes lluvias del mes de
noviembre habían saturado la capacidad de absorción del terreno,
encharcándolo, en el mejor de los casos, y causando desprendimientos, en
las ocasiones más dramáticas.
—El acceso desde la carretera hasta tu puerta es de cemento.
En él no hay ninguna huella de pisada —Hidalgo aspiró una gran bocanada,
consumiendo un tercio del cigarrillo en el acto. Luego expulsó el humo
parsimoniosamente a la vez que señalaba el terreno anejo al caminito de
acceso—. Alrededor sí que hay barro, pero, como puedes ver, está
levemente encharcado. Cualquier pisada queda inmediatamente reabsorbida
por el barro humedecido.
Ander suspiró.
¡Por supuesto que había visto los charcos! No hacía más que
saltar sobre ellos para no mancharse cada vez que salía de casa; sin
embargo, había albergado la ingenua esperanza de que alguna huella de
bota robusta hubiese quedado grabada de una forma indeleble en la tierra.
—Ahora me preguntarás por la puerta, ¿no es así? —dijo
Hidalgo sonriendo.
Ander asintió, mirando el marco de la puerta de entrada de su
vivienda. El policía científico había blanqueado la puerta al impregnarla de
polvo para detectar huellas latentes. Normalmente solían utilizar polvo
negro, pero al ser la puerta de color sapeli, el agente había optado por el
blanco para lograr un mayor contraste.
—Tampoco hay nada. Te he dejado la puerta bien enharinada
en balde —dijo dándole una última calada al cigarrillo.
—La carta, sin embargo, sí que tiene una huella. Una de las
buenas, por cierto. Está completa, curioso, ¿verdad? —comentó Hidalgo
arqueando una ceja.
—No tiene mucho sentido que no hallemos ningún rastro en la
escena y sí uno tan evidente en la carta, que en el fondo es el único
elemento sobre el que el sujeto tenía el control absoluto —dijo Ander,
acompañando al agente de la policía científica hasta su coche.
—Es extraño. Tanto como que el Athletic gane la liga, pero
¿quién sabe?, en ocasiones estas anomalías suceden —abrió el maletero y
dejó dentro el maletín y el buzo—. Yo, por mi parte, procesaré los datos.
Las conclusiones son cosa vuestra, inspector.
—Descuida compañero —dijo Ander—. ¿Cuándo crees que
podréis procesar la huella?
—Hoy es domingo. Será imposible tenerla antes de mañana.
Te haré llegar el resultado en cuanto lo tenga. No te preocupes, le doy la
máxima prioridad.
—Gracias, José. Sobre todo, por haber venido tan rápido en
plena noche —dijo Ander.
—Para eso estamos, compañero —contestó Hidalgo
estrechándole la mano.
Ander observó la estela que iba dejando el coche del policía en
la gravilla de su calle. La silueta del vehículo se recortaba al final del
sendero, iluminada por los primeros rayos del día que alumbraban con
colores vivos las almidonadas nubes altas del firmamento.
Al apartar la vista de esa imagen hipnótica, Ander se encontró
con la mirada curiosa de Gorritxo, que esperaba expectante a su lado. El
inspector se agachó y agarró la cabeza del perro con ambas manos y
comenzó a acariciársela.
—Hoy no va a ser un domingo cualquiera, Gorritxo. Nos
espera un día duro por delante.
Capítulo 16
Jueves 5 de diciembre de 2019
—Dime que no has tenido nada que ver con todo esto —
preguntó, visiblemente enojado, el subcomisario Torres a Ander. Su dedo
índice apuntaba a la fotografía de la casa calcinada de Eugenio Larrazabal
que ocupaba una de las primeras páginas de El Correo.
—Ya te lo he explicado en el informe que te he enviado esta
mañana, jefe. Nosotros no llegamos a entrar en la casa. Desconozco el
motivo por el que Eugenio se puso nervioso al ver que queríamos hablar
con él. Pero supongo que tendrá que ser algo muy grave para que decidiera
incendiar su casa con él dentro. Fue terrible, Torres. Dantesco.
Ander se había pasado buena parte de la mañana poniéndole al
día al subcomisario de todas las novedades sobre el caso de los crímenes de
H9. La clara conexión con el caso del parricidio de Ercilla le cogió por
sorpresa. Le costaba creer que crímenes cometidos con más de veinte años
de intervalo pudieran estar relacionados. Pero las pruebas aportadas por
Ander eran irrefutables.
—¿Hemos recibido el informe de balística de la bala
encontrada en el piso de los Jauregui? —preguntó Ander.
—Me han asegurado que lo tendremos para esta tarde —
respondió Torres, que seguía ojeando el periódico—. Mira, Ander, otra vez
han logrado el expediente de desaparición indicado en la escena del crimen
del Euskalduna.
Ander cogió el periódico de Torres y observó con atención la
portada. En ella aparecía la foto de Nerea Aguirre con un titular que la
señalaba como la quinta desaparecida. Las conocían como “las chicas
perdidas”. En el artículo del periódico ofrecían muchos detalles de su vida,
de su día a día previo a su desaparición.
—La fuente de El Correo tiene que ser el propio asesino. No le
encuentro otra explicación —dijo Ander, devolviéndole el diario al
subcomisario.
—Quien quiera que sea no hace más que añadir más presión
sobre nuestros hombros. Ya sabes que los jefes se retuercen nerviosos cada
vez que alguna información de este tipo se filtra. No olvidemos que todos
estos expedientes que están saliendo se refieren a casos sin resolver. Por lo
tanto, fracasos policiales. El hecho de que salgan en la portada de los
periódicos expone nuestros fracasos ante la opinión pública—dijo Torres
sentándose en su silla y cogiendo una pila de papeles que tenía sobre la
mesa—. Bueno, Ander. Si no hay ninguna otra novedad, puedes marchar.
Tengo un buen montón de expedientes de compra a los que dar el visto
bueno. Voy a comprobar hasta la última coma —dijo con el ceño fruncido.
—No me esperaba menos de ti, jefe.
Ander abandonó el despacho del subcomisario. Aún
conservaba fresco en la mente el recuerdo del suicidio de Eugenio
Larrazabal. Arregui, Gardeazabal y él se quedaron de una pieza al ver a
Eugenio penetrar, sin vacilar un segundo, en el infierno en el que se había
convertido su vivienda. La puesta en escena de Eugenio en su balcón
invocando al cielo antes de ser devorado por las llamas era una imagen que
les costaría olvidar. Además, ese incidente no hacía sino añadir aún más
incógnitas a un caso ya de por sí enredado.
Albergaban la esperanza de que el marido de Gloria pudiera
revelarles el origen de los sobornos de los que era objeto su mujer; de
arañarle una confesión sobre de la animadversión que sentía su mujer hacia
Lucas Jauregui. De obtener una explicación lógica a la cuestión de su
supervivencia a un cáncer que debía haber sido terminal veinte años atrás.
Pero, todas sus esperanzas se volatilizaron entre el humo de la gran pira
funeraria en la que se convirtió el chalé de Eugenio Larrazabal.
Avanzaba por el pasillo de la División de investigación
criminal sumido en esos pensamientos, cuando escuchó que Gardeazabal
reclamaba su presencia desde el otro extremo.
—Ander, ¿puedes venir?
Al llegar a su altura, Gardeazabal le condujo a una gran sala
que habían despejado completamente para dar cabida a los kilos y kilos de
expedientes traídos desde la clínica Salud Bilbao. Media docena de agentes
enguantados manipulaban los documentos. Muchos de ellos tenían solera.
Ander se compadeció de sus compañeros. Les tocaba realizar una labor de
picapedrero que a él le había caído en gracia en más de una ocasión en su
época de agente.
Los agentes tecleaban los nombres que aparecían en los
expedientes en el buscador de la base de datos y esperaban a que el
procesador hiciera su trabajo. Al cabo de unos segundos solía aparecer en la
pantalla el mensaje de “no hay resultados para su búsqueda”; con lo que
apilaban la carpeta en el montón de expedientes revisados y tomaban otra
del montón de los no revisados. Por supuesto, esa no era la tarea con la que
habían soñado al entrar en Arkaute. Pero Ander era consciente de que esa
labor policial fundamental era la que siempre ayudaba a resolver los casos.
—Ahora mismo estamos revisando los expedientes de 1997 —
dijo Gardeazabal—. Aquellos comprendidos entre 1994 y 1996 ya están
comprobados. En ellos hemos hallado quince coincidencias. Pero de esos
quince casos de desaparición, doce se resolvieron felizmente. Las personas
aparecieron y la vida continuó para ellas y sus familias. Mejor o peor, pero
continuó.
—Supongo que los tres casos no resueltos coinciden con los de
Celia Gómez, Janire Artola y Tamara Robles, ¿verdad? —dijo Ander.
—Efectivamente —dijo Gardeazabal cogiendo tres carpetas de
una de las mesas—. Estas son sus historias clínicas. Celia Gómez y Tamara
Robles acudían al mismo dermatólogo: Esteban Gómez de Heredia,
fallecido en 2001.
—Quizás no sea una coincidencia. Garde, investígale.
Antecedentes, expedientes disciplinarios, antiguos trabajos, todo —dijo
Ander.
—Sí, jefe. Es una de las tareas que nos habíamos fijado
Arregui y yo para esta tarde. Visitaremos a su viuda y luego iremos a Salud
Bilbao; aunque, siendo hoy festivo, supongo que únicamente tendrán
abierta la urgencia.
—Necesitamos también las fichas de personal de Nerea
Aguirre, la enfermera desaparecida a la que corresponde el expediente
98/482 —dijo Ander—. Así podéis aprovechar para devolver los años
revisados. Ocupaos vosotros de organizar la logística.
—Ya está todo en marcha, Ander. Estoy esperando a que los
agentes terminen de revisar los pocos expedientes que les quedan de 1997 y
así los devolvemos todos juntos. Hemos contratado un camión de mudanzas
para realizar el traslado —dijo Gardeazabal.
—Muy bien, Garde. Si hay alguna novedad, llámame. Yo
ahora voy al Instituto Vasco de Medicina Legal. A presenciar la autopsia de
Alberto Ruiz —dijo Ander.
Los inspectores se despidieron y Ander corrió escaleras abajo
hacia el garaje. Acudía tarde a su cita con Javier Gamboa.
Capítulo 19
Domingo 8 de diciembre de 2019
Capítulo 20
Lunes 9 de diciembre de 2019
Capítulo 21
Martes 10 de diciembre de 2019
El olor a café recién hecho impregnó la sala con su fuerte
aroma, mezclándose con el de tabaco rancio. Ander abrió ligeramente un
ojo para comprobar si seguía siendo de noche. No. La luz también había
hecho acto de presencia en la sala sin que él se hubiera percatado. En ese
momento le daba todo igual. Sentía una necesidad irrefrenable de dormir.
Tan solo quería eso. Cerrar los ojos y dormir.
Sin embargo, ese olor despertó su curiosidad. No recordaba
haber hecho café al llegar a casa. Intentó despegar los párpados, pero no
pudo. Como si hubiera intuido la necesidad de su dueño, Gorritxo se le
acercó y le dio un buen lametazo en el rostro.
—¡Gorritxo, alde hemendik[8]! —le dijo soltando un manotazo
al aire.
El perro retrocedió gimiendo del disgusto.
—No deberías de tratarle así. Tan solo trataba de ayudarte —
dijo una voz profunda desde un tresillo cercano a la ventana.
Ander se puso en pié de un salto y echó mano a la pistola, solo
para descubrir que no estaba en su cintura. En ese momento recordó que la
había dejado apoyada en la mesa de la cocina. “Brillante”, pensó.
—Tranquilo Crespo, no vas a necesitar tu arma conmigo —
dijo el hombre echándose a reír.
Cuando finalmente sus ojos se adaptaron a la claridad de la
estancia, Ander pudo comprobar la identidad del intruso.
—¡Director Lopategui! —dijo Ander— ¿Cómo has entrado?
—Sencillo. Dejaste la puerta abierta. Se conoce que entraste
con tanta prisa que no te aseguraste de comprobar que la habías cerrado.
Tan solo estaba entornada.
Ander se frotó la cara y buscó un cigarrillo entre los restos de
botellines de la noche. Aún le quedaban tres del último paquete. Ofreció
uno a Lopategui y, ante la negativa de este, encendió el suyo y le dio una
larga calada.
—La verdad es que no me extraña en absoluto, Lopategui —
dijo Ander sentándose junto a su jefe—. Ayer llegué molido.
—Lo sé, lo sé, hijo —dijo el director. Se levantó con esfuerzo
y dirigió sus pasos hacia la cocina. Cuando regresó traía entre sus manos
una taza de café caliente. Se la ofreció a Ander—. He tenido noticias de
vuestra incursión nocturna. De hecho, yo tampoco he dormido demasiado
que se diga.
—Gracias —dijo Ander tomando la taza y tratando de ignorar
la insinuación en la última frase de Lopategui.
—Me encanta este sitio —dijo Lopategui señalando las vistas
de Bilbao—. ¿Sabes? Yo venía a menudo con mi familia a comer a la
cervecera que hay aquí arriba.
—La cervecera de Kobetas —dijo Ander.
—Esa misma. Aquí veníamos todos los años hasta que los
niños se nos hicieron mayores y ya no quisieron acompañarnos. Pero ¿quién
les culpa? Es ley de vida, llega un momento en el que el pájaro ha de volar
solo. A todos nos pasa, ¿no es así?
—Supongo —respondió Ander escuetamente, esperando la
reprimenda de un momento a otro.
—A pesar de todo, mi mujer y yo nos solemos dejar caer por
aquí de tanto en cuanto a comer un menú. A Kobetas, me refiero.
—Sí, claro —dijo Ander alargando el brazo para echar la
ceniza en el cenicero.
—Te daré un consejo, Crespo. Si alguna vez comes el postre
allí, no pidas Goxua. Te encofrará el estómago.
—Lo tendré en cuenta, director.
Lopategui echó un último vistazo por la ventana. Luego se
acercó al sofá y se sentó junto a Ander. Cruzó la pierna derecha sobre la
izquierda, se reclinó y apoyó todo su cuerpo en el sofá sin dejar de mirar
fijamente a su subordinado.
—Ahora Crespo, cuéntame qué coño ha sucedido esta noche
en Mungia.
Ander tragó saliva. Le dio un largo sorbo al café y miró
directamente a los ojos al director de la División de investigación criminal.
Las imágenes aún estaban frescas en su memoria.
—Fuimos a interrogar a su domicilio a Gálvez, el director de la
clínica Salud Bilbao—dijo Ander.
—¿Por qué motivo?
—Descubrimos que, momentos después de que el inspector
Gardeazabal y el agente Arregui lo interrogaran en la clínica, el director
hizo varias llamadas, algunas de ellas al extranjero. A Suecia,
concretamente.
—¿Suecia? —preguntó Lopategui arqueando una ceja.
—Sí, a Suecia. Creímos que podría guardar alguna relación
con el caso, ya que Astrid Nilsson y su hijo Alexander marcharon a Suecia
tras los crímenes de Ercilla. Queríamos que nos explicara el motivo de esas
llamadas y también la identidad del interlocutor.
—¿Y él accedió a que fuerais a su casa? —preguntó Lopategui
alisando el bajo de su pantalón.
—Sí. Llegamos tarde, le tocamos el timbre y él nos abrió —
dijo Ander.
El director entrecerró los ojos y perfiló una fina sonrisa en su
rostro.
—Si todo fue tan cordial, Ander ¿cómo explicas el desenlace?
—Entiendo que sea difícil de creer, director, pero los hechos se
desencadenaron con suma velocidad. Llegamos a la entrada de la casa y
Arregui creyó oír un ruido en la parte trasera. Le dije que fuese a investigar.
Entonces apareció Gálvez que, pensando que Gardeazabal y yo íbamos
solos, nos hizo subir al estudio para dar respuesta a nuestras preguntas. Una
vez en el estudio, recibimos el aviso de Arregui a través del walkie-talkie.
Había una chica amordazada en un cobertizo en la parte trasera de la casa.
Gálvez se puso nervioso, activó el detonador del explosivo con el móvil y
sacó una escopeta del armero que tenía al lado. Luego se voló la cabeza sin
que nosotros pudiéramos hacer nada para impedirlo.
Lopategui descruzó las piernas e inclinó su peso hacia
adelante, apoyando los codos sobre las rodillas. Entrelazó sus manos y
contemplo la ventana.
—Descuida, Ander. Esa será la versión oficial. Nadie se
atreverá a contradecirla, porque yo mismo la defenderé —dijo Lopategui
pasando la mano sobre el lomo de Gorritxo, que reposaba a sus pies—.
Pero, tú y yo sabemos que eso no es lo que sucedió. Como consecuencia de
vuestra incursión hoy tenemos dos nuevos cadáveres y un agente herido en
el hospital. Si a eso le sumamos la agresión al redactor de El Correo del
domingo, nos encontramos con un cóctel de gente cabreada que me pide
que te retire del caso. Te garantizo que en estos momentos no eres la
persona más apreciada en las altas esferas. De hecho, la directora de la
Ertzaintza en persona me ha llamado pidiéndome explicaciones. Creo que
alguien de la comisaría central de Gasteiz le ha contado otra versión de lo
acontecido ayer en Mungia.
—Se lo dije a Torres el otro día y te lo digo también a ti. Si
quieres mi placa y mi pistola, te las entrego ahora mismo—comenzó a decir
Ander incorporándose del sofá.
—Siéntate, Crespo —dijo la voz profunda de Lopategui.
Cuando el director daba una orden, no cabía otra opción más
que obedecer. Ander volvió a tomar asiento.
—De la directora y demás chupatintas ya me encargo yo. A fin
de cuentas, no son más que políticos. ¿Qué sabrán ellos lo que es asumir
riesgos en una investigación? Solo quieren el resultado. Nunca les interesa
saber cómo se haya llegado a él. No son auténticos policías como nosotros,
Crespo.
—Gracias, director —dijo Ander—. Creo que estamos muy
cerca de llegar al fondo de la cuestión. Sabemos quién es el asesino, pero
queremos llegar a entender por qué mata y qué tienen que ver las chicas
desaparecidas con sus crímenes. Sin duda Gálvez conocía la verdad acerca
de las chicas.
—Pero se la llevó con él al infierno —dijo Lopategui
volviendo a ponerse en pie y dirigiéndose a la ventana.
Sabía perfectamente que una de esas chicas a las que se refería
Ander de modo aséptico era Enara, su hermana. A pesar de sus desatinos
recientes, admiraba el modo en el que el inspector continuaba cerrando el
círculo sobre su presa sin dejar que la implicación emocional descarriase la
investigación.
—Es cierto, últimamente todo aquel que puede allanarnos la
investigación acaba muriendo —dijo Ander.
—¿Te refieres a Ignacio Gallego? —preguntó Lopategui
volviéndose.
—Sí, quería que me aclarase ciertos aspectos de la
investigación de los crímenes de Ercilla. Pero Lucas Jauregui se nos
adelantó.
—Ander ¿has oído hablar del proyecto Itzala[9]? —preguntó
Lopategui apoyándose en el marco de la ventana.
—No ¿qué es eso?
—Fue un proyecto piloto que desarrollamos entre 1997 y el
año 2000. Eran años difíciles, de mucha labor de escolta a cargos públicos y
de lucha contra el terrorismo. Nuestros mejores investigadores estaban
saturados, estresados. Por eso, en la División de investigación criminal
decidimos probar un programa de tutelaje y acompañamiento a los
inspectores más jóvenes a cargo de casos de homicidio. Los inspectores más
veteranos tendríamos bajo nuestra ala protectora a uno joven. Como el
propio nombre del proyecto indica, éramos las sombras de esos inspectores.
Les supervisábamos, les asesorábamos. En muchas ocasiones, más que eso,
incluso les resolvíamos el caso, aunque nadie lo sabía porque la identidad
de las sombras no quedaba reflejada en los expedientes.
—Jamás oí hablar de ese proyecto —dijo Ander.
—Eso es porque tú entraste con posterioridad en la división.
—Entiendo.
—Pues bien, hay una cosa que has de saber. Yo fui la sombra
de Ignacio Gallego en el caso de los asesinatos de Ercilla —dijo Lopategui
mirando fijamente a Ander.
El inspector se quedó en silencio. Durante un buen rato
ninguno de los dos abrió la boca. Finalmente, Ander se levantó del sofá y se
acercó a su director.
—En ese caso, quizás tú puedas resolver las dudas que quería
plantearle a Ignacio Gallego.
—Adelante —dijo Lopategui.
—¿Únicamente se le hizo la prueba de GSR a Lucas Jauregui?
—Sí, fue una decisión de Ignacio. Yo le aconsejé que se la
hiciera a los dos chicos para descartar opciones, pero él insistió en que el
caso estaba claro y que no quería excederse del presupuesto asignado para
análisis externos de pruebas. Entonces no teníamos el laboratorio de
balística del que disponemos ahora y cada prueba de este tipo había que
enviarla al laboratorio de la Policía Nacional en Madrid.
—¿Conocías el hecho de que había otra bala oculta tras un
cuadro en la biblioteca de Ernesto Jauregui? —preguntó Ander.
—No, yo no estuve en la escena del crimen —dijo Lopategui
—. Lo he sabido al leer vuestros informes. Eso implica que hubo ocultación
de pruebas. El objetivo es evidente. Incriminar al inocente, exonerar al
culpable.
—Eso es lo que pienso, Lopategui. Culpar a Lucas; salvar a
Alexander. La cuestión es, ¿por qué? —dijo Ander— Tenemos que
contactar con Astrid Nilsson o Alexander Jauregui como sea.
Lopategui asintió y rodeó con el brazo a Ander, llevándole
hacia la puerta de entrada de la casa.
—Ese es otro de los motivos por los que he venido aquí hoy,
Ander. Hemos tenido noticia de ellos; de Alexander, concretamente.
—¿Qué noticias? —preguntó Ander asombrado.
Salieron a la calle. Ander aprovechó para insuflar sus
doloridos pulmones con la fría brisa matutina.
—Nos llamaron a la comisaría central de Erandio. Era un
enlace de la policía de Estocolmo, un chaval que hablaba perfectamente
castellano. Se llama Emil Anderman. Por lo visto, un ciudadano se personó
en su comisaría con un paquete que había recibido de Euskadi. La dirección
de remite era la de nuestra comisaría de Erandio. El remitente, Abel
Borrero.
Ander se detuvo en seco.
—¿Abel Borrero?
—El mismo —afirmó Lopategui— ¿adivina que contenía el
paquete?
—¿La cabeza de Ramón Egaña? —preguntó Ander,
entendiendo, de pronto, por qué no la habían encontrado en el parque de
Montefuerte
—Sí, señor —contestó Lopategui sacando una fotografía del
bolsillo de su abrigo y entregándosela a Ander.
La instantánea mostraba la cabeza decapitada de Ramón
Egaña. No cabía duda al respecto. El rostro estaba amoratado y con
principio de descomposición, pero era Ramón Egaña. No podría ser de otro
modo teniendo en cuenta el remitente del envío.
—Inspector —dijo Lopategui posando solemnemente la mano
en su hombro—. Confiamos en ti. Eres el hombre que va a resolver el caso.
Dirigirás la investigación hasta su conclusión. Toma —dijo pasándole una
nota—. Éste es el teléfono de Emil. Llámale.
Le apretó el hombro y, tras desearle buena suerte, se dirigió
hacia el Mercedes plateado que estaba aparcado junto al Audi de Ander.
Montó en el coche, encendió el motor y se marchó.
Ander quedó en medio de la calle manoseando la nota mientras
trataba de pensar la manera en la que abordaría la conversación con el
policía sueco.
Pero antes de eso, había un asunto mucho más importante que
atender. Arregui.
Capítulo 22
Miércoles 11 de diciembre de 2019
Capítulo 25
Sábado 14 de diciembre de 2019
Ander le hizo una seña a Emil para que avanzase por un lado
de la casa mientras él lo hacía por el otro. El sueco desenfundó su pistola y
avanzó agachado hacia su lado. Era una casa grande, hecha de madera y
pintada de amarillo con ventanas blancas. El tejado rojizo caía hasta la
primera planta en aquellas secciones en los que en la segunda planta no
había ventanas. Ander avanzó pegado contra esa fachada hasta llegar a la
esquina. Se agachó y se dispuso a otear hacia el otro lado cuando se produjo
otro alarido como el anterior que de nuevo le cogió por sorpresa.
Cayó de culo sobre la nieve. Rápidamente se incorporó
maldiciendo su mala reacción. En ese momento, Ander notó una fuerte
vibración sacudiendo las suelas de sus botas. No cabía duda, el suelo se
movía. A su derecha, una grieta comenzó a abrirse paso hacia el lago. Se
apretó contra la fachada de nuevo respirando entrecortadamente. Ander
había visto antes esa grieta que surgía de improviso. Se parecía demasiado a
las de los rituales de Karrantza como para que fuese una coincidencia.
Con la imagen de Enara en mente, se armó de valor y giró la
esquina corriendo a ciegas hacia delante. Pronto notó el calor que emanaba
de una gran fogata que ardía junto al bosque. Aguzó la vista y vio, en medio
del fuego, una figura calcinada que ardía atada a un poste. El estruendo
generado por el encendido de un motor le sacó de su ensimismamiento.
Ander dejó la hoguera de lado y se precipitó hacia el lago, origen del
sonido.
Fue entonces cuando le vio.
A cien metros, una figura embutida en un buzo blanco se giró
hacia Ander y, tras hacerle un saludo militar, condujo su moto de nieve a
gran velocidad sobre la capa de hielo que cubría el lago.
En ese momento apareció Emil jadeando por el esfuerzo de
correr sobre la nieve, se agachó adoptando posición de disparo, y comenzó
a dispararle a Lucas. No paró hasta vaciar el cargador. Fue inútil, estaba
demasiado lejos. La moto se deslizaba entre dos islotes lejanos que
aparecían como sombras amenazantes en el horizonte.
—¡Maldita sea! —se lamentó Emil dando un puñetazo a la
nieve.
Ander se acercó a la hoguera. El fuego estaba perdiendo
fuerza, dejando a la vista el cuerpo calcinado de Astrid Nilsson. No
quedaba más que un esqueleto carbonizado adherido a un poste igualmente
calcinado. Emil se situó a su lado. El claro apestaba a muerte.
—Tengo que informar a la policía de Kiruna —dijo Emil
tapándose la nariz con el dorso del guante.
—Lo entiendo —dijo Ander. Por supuesto que lo comprendía.
El dispositivo de búsqueda y captura de Lucas tenía que ser organizado lo
antes posible. Si actuaban con celeridad esa misma noche podrían
detenerlo.
—Sabes que esto nos causará problemas, ¿verdad? —preguntó
Emil posando su mano sobre el hombro de Ander— Particularmente a ti.
—Lo sé —dijo Ander recordando la expresión amenazadora de
la comisaria Martina Lindroos—, pero es lo correcto. Llámales. Tienen que
detener a Lucas.
—De acuerdo —dijo Emil apartándose con el teléfono en la
oreja
Allí estaba Ander, plantado en un lugar remoto del hemisferio
norte, bajo las mágicas luces de la Aurora Boreal, a los pies de una hoguera
en la que Astrid Nilsson había recibido el martirio reservado a las brujas por
la Santa Inquisición. En el fondo se alegraba de que ese hubiera sino el final
de la sueca. Del mismo modo que también se alegraba por el final que tuvo
Alexander. No era una conducta aceptable para un agente de la ley y el
orden, pero en esos momentos, Ander actuaba como hermano. Reclamando
justicia. Una justicia que había sido impartida por Lucas Jauregui.
La voz de Emil y los últimos chasquidos y crepitares
producidos por la madera en combustión le acompañaron en su inspección
ocular. El policía sueco intercalaba momentos de diálogo atropellado con
prolongados silencios en los que no hacía otra cosa que asentir. Ander
supuso que le habrían pasado con un superior de la policía de Kiruna y que
estaría recibiendo una fuerte reprimenda en ese momento por no haberles
informado cuando tuvieron noticia del secuestro de Astrid.
La nieve se había derretido alrededor de la hoguera. En esos
pocos centímetros que se habían librado del manto níveo, la hierba asomaba
apelmazada y seca. Era una tierra dura, árida, poco propicia para la
plantación de cualquier fruta u hortaliza. Por eso a Ander le sorprendió ver
una pala clavada junto al gran pino frente al que Lucas había erigido la pira
de su madre.
De pronto, una imagen le vino a la mente. El mensaje tatuado
en la cabeza de Carlos Bonaparte. Cava y sácalas a la luz. Una rabia
largamente contenida se abrió pasó en el interior de Ander. Poseído por esa
determinación, agarró con fuerza el mango de la pala y la clavó en esa tierra
yerma hasta la guarnición. Al contrario de lo que cabría esperar, cuanto más
cavaba, mayor era su energía. Era como si en su interior albergara una
dinamo que girara animada por la inercia centrífuga. Al verlo, Emil bajó el
teléfono de la oreja y se le quedó mirando boquiabierto.
—¿Qué estás haciendo, Ander? Detente, esto es la escena del
crimen —dijo mientras se le acercaba corriendo.
—¡Están aquí, Emil! ¡Están aquí! —dijo Ander mirándole con
el rostro desencajado. El sudor y las lágrimas se fusionaban en su rostro,
precipitándose sobre la nieve ártica.
Capítulo 29
Sábado 21 de diciembre de 2019