Ratier, Hugo Villeros y Villas Miseria - SEDICI - pdf-PDFA
Ratier, Hugo Villeros y Villas Miseria - SEDICI - pdf-PDFA
Ratier, Hugo Villeros y Villas Miseria - SEDICI - pdf-PDFA
RATIER
historia
Villeros y villas miserias
Una reedición necesaria
Villeros y villas miserias
Una reedición necesaria
HUGO E. RATIER
Ratier, Hugo Enrique
Villeros y villas miseria: una reedición necesaria / Hugo Enrique
Ratier. - 1a ed. - La Plata: EDULP, 2022.
Libro digital, PDF
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ISBN 978-987-8475-66-0
1. Historia. I. Título.
CDD 305.5690982
HUGO E. RATIER
ISBN 978-987-8475-66-0
***
Los colegas que han estudiado la historia de la Licenciatura en
Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires resaltan la importancia del compromiso
como un ideal que era parte constitutiva de las aspiraciones de algu-
nos estudiantes que, ya desde su primera cohorte, aspiraban a desa-
rrollar una antropología social.1 Ratier, que fue uno de esos primeros
estudiantes de nuestra carrera y estuvo entre sus primeros egresados,
supo dar cuerpo a ese compromiso de una manera que no sólo fue
consistente, sino también particularmente rica en matices que no
siempre abundan.
En medio de los días de tristeza que siguieron a su muerte, el cole-
ga Juan Pablo Matta –quien se formó en la carrera de antropología de
la UNICEN, fundada por Ratier, con quien llegó a compartir tareas
docentes–, evocó en las redes sociales la primera ponencia de éste,
que presentó en el Primer Congreso del Área Araucana Argentina, en
1961. Copio el cierre de ese texto, que Matta transcribió destacando,
precisamente, la forma conmovedora en que alegaba en favor de una
antropología entendida como un servicio público:
10 Hugo E. Ratier
1. Un estudio adecuado del grupo que sufrirá el cambio,
teniendo en cuenta no sólo la experiencia extranjera, sino
también la nacional.
2. Respeto y protección de los elementos conservables de
la cultura indígena mediante la elaboración de proyectos
que resulten de los estudios referidos.
3. Utilización de los servicios de personal idóneo con ade-
cuada preparación universitaria en todo lo que se refiera
al contacto con elementos indígenas, puesto que el país
ya está en condiciones de proveerlo en número suficiente.
De este modo, creemos, la Nación podrá recuperar la in-
versión que supone el sostenimiento de nuestra carrera y
nosotros tendremos oportunidad de satisfacer así esa ne-
cesidad intima que nos llevó a elegirla: la de ayudar con
lo mejor de nosotros mismos a hacer conocer, respetar
e incorporar a nuestra vida nacional los valiosos aportes
culturales del auténtico Hombre Americano.2
3 Pocos meses antes de su muerte, Ratier preparó un breve relato oral de esa
experiencia a pedido de la Secretaría de Extensión Universitaria de FFyL-UBA.
Ver: “Filo y la comunidad - Hugo Ratier, Isla Maciel 1956-1966” (En: https://www.
youtube.com/watch?v=OJyESwmjh6c).
4 Abduca, R. (2018). “Prólogo. Hugo Ratier. La separación de lo exótico y la laboriosa
construcción de la antropología argentina”. En: Ratier, H. E., Antropología rural
argentina. Etnografías y ensayos. Tomo I (p. 12). Buenos Aires: Editorial de la Facultad
de Filosofía y Letras – Universidad de Buenos Aires. (En: http://publicaciones.filo.
uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropologia%20rural%20argentina%20
Tomo%20I_interactivo_0.pdf).
12 Hugo E. Ratier
to sobre la desigualdad, examinando sus fundamentos, procesos de
producción/reproducción y efectos. Así, en una serie de etnografías
punzantes, reveló cómo el sistema de enseñanza agrícola formaba
técnicos a los que condenaba a la subordinación, mostró que la glo-
balización y el cierre de los ramales ferroviarios condenaban a los
poblados de la campaña bonaerense despoblándolos y liquidando su
infraestructura, y puso en evidencia cómo las élites agroganaderas
se apropiaban de la tradición y lo gauchesco para producir su propia
hegemonía y distinción social. Pero también escribió sobre cómo los
subalternos y explotados resistían esos procesos: así, mostró que los
técnicos agrícolas competían con los ingenieros agrónomos por la
ocupación de espacios profesionales, que los poblados bonaerenses
se resistían a desaparecer apelando al asociativismo —esa ‘pequeña’
forma de política local— y al despliegue de reafirmaciones identi-
tarias, que estas ‘estrategias regresivas’ suponían disputar por los
sentidos de la tradición y lo gauchesco. Al releer estos textos —que
me llamaron a gritos desde la tristeza de su partida— no pude sino
apreciar que Ratier supo advertir algo que, al calor del compromiso,
los analistas académicos no siempre notan: que esas formas de resis-
tencia tienden a ser de corto alcance y que, muchas veces, completan
círculos de retroalimentación de la desigualdad. En efecto, los técni-
cos agrícolas interiorizaban los supuestos hegemónicos transmitidos
por el sistema de enseñanza, rechazando el trabajo manual y los sa-
beres vinculados a su propio origen campesino, la política local y el
asociativismo bonaerenses estaban atravesados por facciones que no
pocas veces exhibían un corte clasista, y las élites rurales no sólo ex-
tendían exitosamente su hegemonía por el campo sino que llegaban
a hacer de su espacio de socialización y distinción más visible —la
Exposición Rural de Palermo— una tribuna desde la cual hablarle
al país y al Gobierno sobre su propia centralidad. En este sentido,
en la antropología crítica de Ratier había un enorme espacio para la
empatía con los sujetos con que él se sentía comprometido, pero, al
mismo tiempo, no había el menor lugar para la idealización ingenua
5 Ver: Ratier, H. E., Antropología rural argentina. Etnografías y ensayos, op. cit., Tomos I
(en: http://publicaciones.filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropologia%20
rural%20argentina%20Tomo%20I_interactivo_0.pdf) y II (en: http://publicaciones.
filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropolog%C3%ADa%20rural%20
argentina%20Tomo%20II_interactivo_0.pdf ).
14 Hugo E. Ratier
fundó y dedicó ingentes esfuerzos a sostener el Núcleo Argentino de
Antropología Rural (NADAR), desde el cual impulsó la realización
de varios Congresos Argentinos y Latinoamericanos de Antropolo-
gía Rural (CALAAR). Muchos colegas hemos participado en mayor o
menor medida de esos esfuerzos, pero nadie ha hecho más que Ratier
por la consolidación de la antropología rural en términos institucio-
nales.6 Ratier entendió muy claramente que también era necesario
construir la antropología social comprometida hacia adentro del
campo académico, forjando espacios institucionales y, desde luego,
formando antropólogos capaces de desplegar una mirada crítica.
***
Acaso lo más notable de las reacciones ante la muerte de Ratier
haya sido la diversidad de formas en que sus colegas manifestamos
haber experimentado su influencia en cuanto antropólogo. Quienes
fueron sus alumnos recordaron sus clases como instancias decisivas
de su formación. Los que tuvieron la oportunidad de trabajar con él
dijeron haber aprendido a su lado partes substanciales de lo que han
llegado a saber de la profesión. Otros colegas, que en muchos ca-
sos no llegaron siquiera a conocerlo, sintieron la necesidad de contar
cómo sus escritos —en especial Villeros y villas miseria y El cabecita
negra— marcaron para siempre sus modos de entender lo que signi-
fica hacer antropología (algunos llegaron a citar pasajes puntuales de
sus escritos que los impresionaron particularmente). Varios colegas
de distintas generaciones contaron que Ratier fue quien les hizo per-
cibir por primera vez la “violencia” y los “conflictos” que escondía la
“placidez” del medio rural (evoco y confundo aquí dos frases distin-
tas pero muy semejantes cuyos autores se me escapan).
6 Hoy uno puede decir con alegría que el Colegio de Graduados ha sido puesto en
pie por colegas de generaciones más jóvenes y transita el período más estable de su
historia, y que un puñado de allegados a Ratier se han hecho cargo de conducir la
ardua labor de reflotar al NADAR, largamente inactivo por obra de un contador poco
recomendable.
16 Hugo E. Ratier
peño de sus tareas en espacios institucionales como el del Colegio de
Graduados, en cenas y otras ocasiones ‘sociales’), Ratier hacía cosas
que, de alguna forma, nos enseñaban algo: contaba historias propias
o ajenas, recordaba experiencias de campo, cantaba (¡y lo bien que lo
hacía!), etc. Me atrevo a asegurar que todos los que tuvimos la suerte
de tratarlo sabemos que, casi siempre, había allí algo que valía la pena
capturar.
En cuanto a su escritura, era siempre clara, estaba libre de com-
plicaciones innecesarias y de esos despliegues de erudición (real o
fingida) a los que somos tan dados los profesionales académicos, y en
muchas ocasiones estaba expresamente dirigida a un público general.
Despojada de pretensiones academicistas, desinteresada de la pro-
ducción de la distinción que tiende a ser parte inherente de nuestras
prácticas laborales, bien puede decirse que la escritura de Ratier era
la continuación natural de ese hacer al que me refería en el párrafo
anterior y, a la vez, un correlato de su concepción de la antropología
social como una práctica comprometida. Por eso mismo, creo, sus
textos no sólo han podido enseñar sino también marcar a tantos jó-
venes aspirantes a antropólogos.
Ahora bien, si Ratier enseñaba casi sin hacerse notar, como si fue-
ra lo más natural del mundo, esto era posible porque los demás casi
siempre estábamos predispuestos a prestarle atención. Porque, para
muchos de sus colegas más jóvenes, era una leyenda, una especie de
prócer: ¿cómo no íbamos a prestarle atención, si era uno de nues-
tros primeros antropólogos sociales, el tipo que había estado en Isla
Maciel, el autor de Villeros y villas miseria y de El cabecita negra, una
pieza clave de la reforma del (también legendario) plan de estudios de
la carrera de la UBA concretada en 1973 y velozmente borrada de un
plumazo…? Y, sin embargo, Ratier era una leyenda que no sabía que
lo era, un prócer alérgico al bronce, alguien que acaso se daba cuenta
de que había por allí un pedestal preparado para que se subiera, pero
no tenía interés alguno en hacerlo. Desde luego, él sabía que se lo
asociaba con momentos clave de nuestra historia. En el curso de un
***
No caben dudas de que Ratier fue un extraordinario etnógra-
fo. Releyendo varios de sus textos que ya no tenía tan presentes, no
he dejado de sorprenderme una y otra vez por la sensibilidad de su
mirada etnográfica, la precisión y concisión de sus descripciones, la
economía de sus argumentos, la discreta brillantez de su escritura.
Tenía todo esto muy presente, sin embargo, porque —no me canso de
decirlo— pienso que su etnografía de la exposición Rural de Palermo
es la mejor pieza del género jamás escrita en el país.9 Ni que decir que
el lector interesado en la etnografía debería correr a leer este texto
extraordinario.
No es este el momento para analizar en detalle el estilo de las et-
nografías de Ratier. Basta, en cambio, con señalar que conjuga la cla-
ridad y la distancia crítica ya mencionadas con una manera de apelar
8 Ver: https://www.youtube.com/watch?v=2ZeWGTpGIEg.
9 Ratier, E. (2018 [1998-99]). “Cuadros de una exposición: la Rural y Palermo.
Ruralidad, tradición y clase social en una más que centenaria exposición agroganadera
argentina. Una etnografía”. En: Antropología rural argentina. Etnografías y ensayos.
Tomo I, op. cit. (pp. 201-286), (http://publicaciones.filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.
uba.ar/files/Antropologia%20rural%20argentina%20Tomo%20I_interactivo_0.pdf).
18 Hugo E. Ratier
a la teoría que no es tan común en nuestro medio, pero está bastante
más extendida en Brasil, donde él cursó estudios de posgrado y tra-
bajó. Se trata de un estilo que es tan parco en cuanto a la exposición
de la teoría como fértil en su empleo: uno que la incorpora como un
recurso analítico y principio de organización textual que, sin embar-
go, tiende a permanecer tácito a menos que sea estrictamente nece-
sario exhibirlo, caso en el cual nunca se lo hace a voces sino con una
cuidada sobriedad. El resultado de esta manera de valerse de la teoría
es que los textos etnográficos de Ratier parecen limitarse a describir
cuando, en realidad, están desarrollando un análisis —no cualquier
tipo de análisis, desde luego, sino uno centrado en las perspectivas
nativas, atento a la diversidad y el detalle de los hechos sociales,
contextualizado—. Ese análisis se despliega sutilmente mediante re-
cursos como el ordenamiento de los temas abordados, una cuidada
administración de los niveles de detalle con que se presentan las des-
cripciones, las relaciones –a veces implícitas– que se trazan entre esos
temas y detalles, un uso ponderado de los conceptos teóricos, y una
capacidad notable para –acorde a la mirada siempre crítica que ya he
mencionado– dar cuenta de las perspectivas nativas sin dejarse colo-
nizar por ellas ni travestirlas para tornarlas en vehículos del punto de
vista del etnógrafo. De esta forma, las etnografías de Ratier encarnan
como pocas esa definición —tan repetida como poco comprendida—
de la etnografía como una forma de descripción analítica de una por-
ción del mundo social. Leerlas es una forma inmejorable de empezar
a entender qué quiere decir esta frase hecha.
***
Decía al comienzo que creo que hablar de Ratier es hablar de
nuestra antropología social. Me refiero a que los escenarios que le
tocó transitar (el de los primeros brotes de la especialidad en la UBA
y del compromiso como su ideal constitutivo; el del exilio; el del de-
finitivo establecimiento de la especialidad en la misma universidad;
el de la creación de una de nuestras pocas carreras de antropología
20 Hugo E. Ratier
UNA REEDICIÓN NECESARIA
22 Hugo E. Ratier
Al mismo tiempo y en tanto avanzábamos hacia los 70, la mili-
tancia social y política se fue tornando necesaria. Para mi significó
el retorno a las villas, claro que en un plano totalmente distinto a mi
anterior aproximación profesional. Muchos de los datos que incluí en
mis libros me fueron provistos por compañeros de militancia, cosa
que, por supuesto, no dije en su momento.
Fue en el contexto del Centro Editor donde escribí los dos traba-
jos que ahora reedito. Cuando me pidieron “algo sobre villas” pensé
en hacer una recopilación de otros aportes. Pero no encontré mucho,
más bien expresiones literarias, cuentos y novelas sobre el tema. En-
tonces comprendí que estaba obligado a escribir algo yo.
Ahí tuve que decidir una orientación. Podía ser un enfoque aca-
démico, con plétora de citas bibliográficas, terminología especializa-
da, cuadros estadísticos precisos, lenguaje erudito. Pero la colección
que se me había asignado se llamaba La Historia Popular/Vida y mi-
lagros de nuestro pueblo. Eso suponía un público general e imponía la
divulgación. Procuré escribir entonces para ese público y salir al en-
cuentro de los prejuicios más frecuentes que éste solía sostener, con la
esperanza de rebatirlos. Eso sí, utilicé datos basados científicamente.
Nunca me aparté de ese rigor.
Integrarse a una colección como las del CEAL tenía innumerables
ventajas. Por lo pronto, sus libros se vendían semanalmente en los kios-
cos. Los lectores de La Historia Popular, interesados en una temática
tan vasta como la que va del conventillo, la revolución del 90, el fútbol,
el peronismo, el gaucho, a la guerra del Paraguay hasta a la poesía lun-
farda, por ejemplo; estaban atentos a los nuevos títulos. Y entre esos
lectores hubo algunos excepcionales como Norberto D´Atri.
El 27 de enero de 1972, cuando yo aun no sabía que mi libro había
aparecido y estaba a la venta, D´Atri publicó en La Opinión (por ese
entonces era un diario absolutamente influyente entre nosotros) una
nota titulada “Una lúcida investigación analiza el serio problema de
las villas miseria”. Ante tal calificación, quise saber de qué se trataba,
ya que entraba en mi tema. ¡Y era ni más ni menos que sobre mi libro!
24 Hugo E. Ratier
no ya producto de la migración? ¿Analizar las organizaciones que en
este momento los agrupan?
No lo creo. Ello significaría toda una nueva investigación para lo
cual no contamos ni con tiempo ni con medios. Hay, por otra parte,
una vasta literatura a la que se puede acudir para obtener un panora-
ma más actual.
Déjenme asumir la condición de clásico que algunos me han otor-
gado. Podría atribuirla, quizás, a haber sido la mía, tal vez, la prime-
ra incursión desde las ciencias sociales en una temática que no solía
encarar la antropología de la época. Hasta ese momento, el mundo
villero había quedado limitado a expresiones literarias. Yo tuve que
meterme en él y mostrarlo con elementos nuevos. Entré en él desde
una perspectiva que califiqué de antropología urbana1. Poco frecuen-
te, era algo que no se enseñaba en la Facultad. Los antropólogos nos
limitábamos a estudiar poblaciones indígenas y algunos campesinos
(los tradicionales, que producían folclore). Fue mi inclinación hacia la
problemática rural la que informó mi entrada como investigador en
la villa. Yo veía en los villeros a gente del interior, como yo, y trataba
de entender de qué forma procuraban incorporarse a la ciudad extra-
ña (eso que a mí me había costado mucho, pese a pertenecer a otro
estrato social). Los veía, también, enfrentando el prejuicio, el que los
denigraba como cabecitas negras. Por eso estimé necesario acudir al
lugar de origen, conocer su situación y desde allí apreciar cómo estas
poblaciones provenientes del interior o de países limítrofes pugnaban
por convertirse en citadinos.
Ese periplo no ha cambiado mucho y su conocimiento sigue sien-
do útil para entender la situación actual (tan útil como lo es siempre
el dato histórico). Trasladarse a las grandes ciudades continúa siendo
recurso principal para escapar a la explotación y a la falta de traba-
jo creciente en el interior. Los villeros siguen padeciendo discrimi-
nación y represión. Les siguen faltando viviendas y urbanización. Y
Hugo Ratier
octubre de 20162
2 Hugo E. Ratier había preparado este escrito para una reedición anterior que no
llegó a materializarse. Antes de que se llevara a cabo una actualización de la reedición,
el autor falleció. Por ello se tomó la decisión de respetar las palabras escritas
anteriormente.
26 Hugo E. Ratier
LA OPINION ◆ Jueves 27 de Enero de 1972 ◆ Pág. 23
Villeros y Villas Mi- mún. Al tomar con- no” fluido, ágil y con
seria, por Hugo E. tacto con él, supusi- la contundencia del
Ratier. Centro Editor mos que se trataba “cross a la mandíbula”
de América Latina, de una de las clásicas que Arlt pedía para
Buenos Aires, 113 monografías de licen- nuestra literatura. En
páginas. ciados en sociología apenas 110 páginas
Si usted es porteño y o sobre “poblaciones – cuando podría ha-
vive en un barrio “de- marginales”, “índices ber utilizado muchas
cente”, vaya hasta la de urbanismo”, “cues- más- Ratier supo con-
esquina y en el puesto tionamientos al siste- densar el mejor re-
de diarios, entre las ma” enroladas, según sumen sobre origen,
revistas deportivas, los casos, en el “cienti- causas y efectos de la
las semipornográficas ficismo” conformista creación y existencia
y el horóscopo sema- o el panfleto insurrec- de las “villas miseria”
nal, encontrará un li- cional. que se haya publicado
bro- Villeros y Villas Nada de eso. El autor hasta el presente.
Miseria-; cómprelo utiliza con idoneidad
y léalo: deberá, luego datos e información ◆ “No somos parias”
de hacerlo, encontrar sociológica y antro- En la primera página
una válvula de escape pológica, ubicándolos hay un poema. Cui-
para expresar su in- con su preciso cono- dado: no los versos
dignación. cimiento de nuestra de un intelectual que
Esta introducción, historia política y una hace “protesta” sobre
menos ortodoxa que clara comprensión la “villa”; es la poesía
la de una crónica bi- del proceso económi- de un “villero”. Dice:
bliográfica, tiene su co y social argentino. Atención, porteño|
razón de ser: el libro Además, es un trabajo a esta Villa Miseria:
de Hugo E. Ratier es bellamente escrito, en cementerio de sueños
algo fuera de lo co- un idioma “argenti- de cabecitas negras…
28 Hugo E. Ratier
construcción de mo- ubicar y cuantificar el alucinante periplo
nobloques urbanos casos concretos. La de los que vienen de
(hecho real, verifica- respuesta que encon- lugares donde no hay
ble, tangible), modes- traron fue, invariable- qué comer, ni dón-
tos pero funcionales e mente, ésta: “Bueno, de trabajar, ni cómo
higiénicos. El ritmo de no sé bien cuándo ni aprender. Y van a una
crecimiento de estas dónde, pero es cier- ciudad que no quie-
construcciones hubie- to. Todo el mundo lo re darles de comer, ni
ra eliminado -en gran sabe”. No se pudo de- los deja trabajar, ni los
parte- las “villas” si no tectar un solo caso. La quiere educar. Que les
hubiera sido frenado “villa”, por otra parte, escupe en el rostro su
en las postrimerías ha dado su respuesta rechazo, no confor-
del régimen peronista política: es peronista, mándose con la segre-
gracias a una leyenda integral, tozuda y he- gación infamante del
que difundió la clase roicamente (sic). La ghetto telúrico, ame-
media antiperonista – “gente decente” tam- ricano, que -en defini-
y aceptaron las capas poco puede perdo- tiva- es la villa. Deján-
medias y un sector de narle esto. doles para sobrevivir
la burocracia peronis- el camino del delito.
ta- que podría resu- ◆ La cuña americana Sin embargo, los índi-
mirse así: “Cuando los Después de 1955, ces de delincuencia y
villeros tomaron po- toda la política oficial prostitución son mí-
sesión de sus flaman- respecto de las “villas” nimos, si se tiene en
tes departamentos, lo (pobladas por 80 mil cuenta la motivación
primero que hicieron habitantes en 1955 y ambiental.
fue levantar el parquet por 800 mil en 1970) En resumen: el esta-
de los pisos para hacer se redujo al tacho de blishment y sus amos
fuego y preparar asa- kerosene y el fósforo imperiales no los de-
dos… (y) sembraron alevosamente arrima- jan vivir allá y tampo-
plantas e las bañade- do. Hasta llegar a On- co los quieren acá. Y
ras”. ganía, uno de cuyos esto que se hace contra
Un grupo de profe- “proyectos” consistió las últimas reservas de
sionales y estudian- en un plan de “erradi- la nacionalidad tiene
tes universitarios que cación” que establecía un nombre: genoci-
integraba el autor de residencias “transi- dio. Y un trasfondo
este libro, realizó una torias” para “reduca- histórico: el “proyecto
exhaustiva investiga- ción”. Lo que resultó liberal” surgido des-
ción sobre el hecho en de este plan también pués de Caseros, que
todos los monoblo- está narrado en el tra- consideró “bárbaro” a
ques de la época para bajo de Ratier. Como todo lo americano.
Es un grito de rabia,
de dolor y de pena,
que bulle en la savia
de nuestras venas.
Dolor de hermano
de tierra adentro,
con la misma sangre
que llevas adentro.
CHILMINO
(poeta villero)
Introducción
34 Hugo E. Ratier
turado todavía la hipótesis de que las inventó la Revolución Liber-
tadora. Eso sí, es a partir de esta cuando se las estudia con mayor
ahínco y con mayor inutilidad. Sus viejos y hasta entonces casi únicos
habitúes, los vendedores ambulantes, ven pasar a su lado ejércitos
de sociólogos, asistentes sociales, sacerdotes, damas de beneficencia.
Instituciones oficiales y privadas, partidos políticos, diversas confe-
siones religiosas lo apadrinan. En ocasiones, los ejércitos son más
contundentes: gigantescas razzias policiales siembran el terror en las
casuchas humildes.
Sociológicamente, las villas son las sucesoras del conventillo.
Como estos, albergan el exceso de población que el campo envía
sobre la ciudad. Como estos, forman parte de las soluciones que el
pueblo puede dar a sus problemas, aprovechando los resquicios que
le deja el sistema social que lo oprime, el que los expulsó de las tierras
donde desde siempre vivieron sus antepasados. Hay algunas diferen-
cias con el conventillo, sin embargo.
1 Según tradición, los individuos que llevaban ese mote lo deben a haber pernoctado
en el puerto dentro de grandes caños. Estos llevaban escritos en grandes caracteres el
nombre de su fabricante francés: “A. Torrant”, de donde derivó “atorrante”.
38 Hugo E. Ratier
Del conventillo a la villa
40 Hugo E. Ratier
Más allá del puerto
42 Hugo E. Ratier
el indio domina y domestica mejor que el gaucho– constituye una
verdadera revolución tecnológica, tanto en la casa como en la guerra.
Todos estos elementos darán a los imperios de la pampa cuatro siglos
más de existencia libre que a los estados agrícolas del Norte.
Frente a las huestes indias aparece un personaje nuevo: el gaucho.
Ribeiro apunta con justeza que la corriente que repobló las campiñas
santafesinas, entrerrianas y bonaerenses provenía de la Asunción.
Allí ya galopaban los “mancebos de la tierra”, los “gauderios”, mezcla
de sangres y costumbres guaraníes e hispanas. No debemos descartar
la presencia entre estos hombres de criollos de pura cepa peninsular,
de mulatos y negros y de mestizos de “pampas” y “cristianos”.
El trabajo ganadero es trabajo de hombres libres. La esclavitud es
imposible en la llanura, donde el negro no puede ser sometido a la
dura disciplina de la plantación, al rigor del látigo y las barracas. Su
función se ve reducida al servicio doméstico y al ejercicio de artesa-
nías en beneficio de sus amos, en las ciudades. Una vez a caballo, sin
cadenas ni rejas, el africano galopa hacia la libertad de la campiña
abierta, convertido en cimarrón, y gana muchas veces el refugio de
las tolderías.
El sustento es fácil para este nuevo tipo humano en los primeros
tiempos. Las vaquerías son, al comienzo, simples cacerías de reses
cuyo único elemento económicamente valioso es el cuero. Pronto,
sin embargo, una oligarquía de propietarios de tierras comienza a
apoderarse de estas. El saladero, con el que nuestro país proveía el
tasajo que se exportaba a los países esclavistas, valoriza las carnes
magras de la hacienda criolla. Ya no es posible el lujo de matar una
vaca para comer solamente la lengua, hecho que asombrará tanto a
los cronistas de la época. Se inicia el amansamiento del ganado, los
rodeos, las aguadas, las suertes de estancia. Y es menester poner coto
a la libertad del gaucho.
La clase dominante impone al criollo la obligación de tener un
patrón. Este es el que determina las posibilidades de movimiento de
su peonada. El otorga la “papeleta”, un documento en el que consta
44 Hugo E. Ratier
los más a los mejores en vista de un bien común: el prove-
cho de todos. (Dávalos, 1948, pp. 24-25)
46 Hugo E. Ratier
Se “limpia” el desierto de indios. La cacería inhumana se extiende
por la Patagonia “pacificada” en un verdadero genocidio. Avanzan las
fronteras del Chaco Boreal. La eliminación del criollo es un propó-
sito confeso: “Tengo odio a la barbarie popular –escribe Sarmiento a
Mitre–, la chusma y el pueblo gaucho nos es hostil. Mientras haya un
chiripá no habrá ciudadanos”.
En los esteros paraguayos dejaron la vida miles de esos gauchos
alzados, llevados a la fuerza en levas masivas a pelear una guerra que
no entienden. Sin embargo, es una guerra importante. El Paraguay
constituía un rotundo mentís a las teorías racistas que el imperialis-
mo ponía en boga: sin analfabetos, con sus tierras repartidas equita-
tivamente, con el primer ferrocarril y el primer telégrafo de América
(instalados sin financiación externa), con un importante artesanado
e incluso industria pesada: altos hornos, astilleros, con una preocu-
pación constante en preparar a la juventud en modernas técnicas y
manteniendo con orgullo su independencia frente al extranjero, pre-
sentaba un ejemplo peligroso que las potencias europeas no podían
permitir. Además, era una nación con alto porcentaje de mestizos
que se permitían hasta el mantenimiento de su lengua madre indí-
gena: el guaraní.
La guerra al Paraguay es una epopeya heroica que costó a los ata-
cantes un esfuerzo mucho mayor del que suponían, y los obligó a
llevar a cabo prácticamente el exterminio total de una nación: antes
de la guerra contaba con una población de 1.337.489 habitantes. A su
término restaban apenas 222.079, “de los cuales 28.746 eran ancianos
o inválidos, 106.254 mujeres y 86.079 niños” (Ribeiro, 1970, p. 100).
La mitad de su territorio original fue repartido entre los triunfado-
res; sus riquezas enajenadas al capital extranjero. Sarmiento, fiel a sus
postulados racistas, escribía a la señora de Mann: “Es providencial
que un tirano (Solano López) haya hecho morir a todo este pueblo
guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana”
(Sarmiento en Pomer y Rebollo Paz, 1970, p. 158).
48 Hugo E. Ratier
El gringo
50 Hugo E. Ratier
Esta masa de obreros inmigrantes estaba compuesta por
hombres provenientes de diversos países, que hablaban
idiomas distintos, pertenecientes a capas sociales distin-
tas, que traían consigo diferentes tradiciones nacionales y
políticas de origen y contenido diferente, y que se preo-
cupaban tanto o más de problemas de su tierra de naci-
miento como de los problemas políticos nacionales de su
patria de adopción. Todo esto dificultaba, naturalmente,
que la clase obrera de nuestro país adquiriera una con-
ciencia cabal de su misión política nacional (Hernández
Arregui, 1970, p. 99).
52 Hugo E. Ratier
na– desde las esferas oficiales la panacea inmigratoria, nuestra con-
dición de “blancos y europeos”, como una garantía de prosperidad
creciente. La nostalgia de la derecha oligárquica difiere fundamen-
talmente de la nostalgia de un pueblo por recuperar su libertad. Por
otra parte, el ejemplo está mal elegido: el contenido popular de ese
gran poeta político que es el Martín Fierro no es muy del agrado de
la oligarquía. Jorge Luis Borges nos ha dado una muestra reciente de
la aversión de su clase hacia estos versos, que el pueblo repite todavía
en las campañas y que, con su peculiar desconocimiento de los de-
rechos de propiedad, considera anónimos, es decir, propios. Incluso,
se los oímos cantar a un indígena araucano, que los creía obra de sus
antepasados.
54 Hugo E. Ratier
dustrialista, una política exterior independiente frente a
los norteamericanos e ingleses, cuyos intereses contraría
y a cuya expoliación pone límites, así como una política
interna de afianzamiento de los controles estatales sobre
la economía. Nacionaliza los ferrocarriles ingleses y diver-
sos servicios públicos dependientes de capitales nortea-
mericanos. Impone el contralor de cambios y comienza a
afincar la industria siderúrgica y pesada; decuplica la pro-
ducción de energía eléctrica, estimula la industrialización
con base en capitales nacionales, y eleva sustancialmente
la participación de los asalariados en la renta nacional. Su
política populista-obrerista (...) marca un nuevo tipo de
relaciones entre el capital y el trabajo. Organiza la previ-
sión social y reestructura el sistema sindical, dándole la
posibilidad de lograr enorme expansión.
Como resultado de esta orientación, Perón se ve hosti-
lizado por toda la oligarquía y el patriciado, pero recibe
simultáneamente un fuerte apoyo de las capas populares.
Así, en las elecciones siguientes reúne las dos terceras par-
tes del electorado y una mayoría igualmente rotunda en el
Parlamento, demostrando la profunda disociación entre el
pueblo y la capa dominante. (Ribeiro, 1970, p. 122)
56 Hugo E. Ratier
Cuantitativamente el dato no es correcto, pues en 1966 la Direc-
ción General de Asistencia Integral a Villas de Emergencia de la Pro-
vincia de Buenos Aires estimaba en 700.000 individuos la población
de las villas bonaerenses, y en 200.000 las de la Capital Federal. (Pro-
ceso, 1970, p. 11)
El dato numérico, sin embargo, no tiene importancia frente a la
diferente expectativa del villero de entonces y la del de ahora. Duran-
te el Gobierno de Perón se verificó “la construcción en un plazo ex-
cepcionalmente corto de 500.000 casas con la incorporación a la vida
digna de 2.500.000 argentinos que habían vivido en pocilgas, ran-
chos o inquilinatos ruines” (Hernández Arregui, 1970, p. 408). Más
adelante analizaremos algunos de los planes de “viviendas populares”
emprendidos con posterioridad, en la época en que la villa deja de ser
transitoria, en la de su verdadero apogeo: la actual.
La instrumentación política de esas realidades económicas es cu-
riosa. Frente a la afluencia de migrantes internos, la opinión opo-
sitora, sustentada por los grandes matutinos, sólo atina a calificarla
de “maniobra política y demagógica”3, desconociendo su origen en
la industrialización, y propicia el retorno al campo de los “intrusos”.
Un campo, además, donde no debería regir el “ominoso” Estatuto del
Peón. “Creemos que el régimen habitual de las faenas rurales no debe
ser alterado, y consideramos impracticable la tarea de fijar horarios
de trabajo uniforme”, protestaba en 1945 la Sociedad Rural. “La exi-
gencia de un mínimo de 15 metros cúbicos por persona es excesiva
en el ambiente rural” (se trataba de los dormitorios de los peones),
continuaba. El paternalismo debía mantenerse, pues el trato que re-
cibían los asalariados “se parece más bien al de un padre con sus hi-
jos (...) el trato que reciben los peones es humano y considerado, los
alimentos que comen son sanos y abundantes y el sueldo o jornal
constituye una justa retribución” (D’atri, 1971, p. 24).
58 Hugo E. Ratier
respecto, recordamos un testimonio de habitantes de un monobloque
situado en las Barrancas de Belgrano, habilitado hacia 1953. Cohabi-
taban en él empleados de clase media junto con obreros erradicados
de villas miseria. En un principio, la sensibilidad burguesa se vio he-
rida por el desconocimiento del uso de algunos artefactos por parte
de las familias obreras. Además, estas festejaron estruendosamente la
llegada al nuevo alojamiento, hacían mucho ruido, los niños corrían
incesantemente por las escaleras. Estallaron rencillas, tanto entre los
grupos de igual extracción social como entre empleados y obreros,
entre porteños y provinciano.
Tras ese comienzo violento, las cosas fueron cambiando insensi-
blemente. Ascensores, lavaderos, luces, escaleras, pasaron a ser usa-
dos con mayor pericia. Todos los niños de la casa concurrieron jun-
tos a un club cercano a jugar y practicar deportes, y al año el proceso
de adaptación “tan difícil” había concluido, sin la guía “paternal” de
educadores oficiales. El monobloque tenía las características de cual-
quier otra casa de departamentos de la vecindad.
Como caracterización general del período, parecería que el villero
en la época peronista no era visualizado como un factor social tan di-
ferenciado del resto de la gente que padecía el problema de la carencia
de vivienda en el país. Era un hombre en ascenso, en tránsito hacia otra
realidad social, cuyo acceso a otro tipo de vida era cuestión de tiempo.
Al caer Perón, se convierte en precioso objeto de estudio para los an-
tagonistas del régimen popular: a su entender, constituían una prueba
flagrante y objetiva del “fracaso” de ese Gobierno, de su “demagogia”.
Tales estudios, sin embargo, no contribuyeron demasiado a la so-
lución del problema de las villas. No podía ser de otra manera: la villa
es apenas una manifestación del gran problema argentino, y preten-
der su tratamiento aislado es una utopía.
60 Hugo E. Ratier
tas no dicen nada. Hay pocos riojanos en Buenos Aires, simplemente
porque la provincia tiene escasa población; pero 37 de cada 100 rioja-
nos, ya no viven en su tierra natal (Margulis, 1968, p. 140), han huido.
Si en un principio fue el criollo de indiscutible mestizaje indígena
o el de añeja cepa hispana el que pobló las villas, hoy vemos llegar
a ellas a rubios hijos de esclavos que dejan el Chaco, empobrecidos
por el monocultivo y la acción de los monopolios. La villa es un ter-
mómetro de la pauperización del país: ahora arriban por miles los
tucumanos, conmocionados por el hambre que afecta a su provincia.
Además, se cumple en el recinto villero el sueño imperialista in-
fantil de algunos nacionalistas oligárquicos: la reconstrucción del Vi-
rreinato del Río de la Plata. Un porcentaje que podemos estimar en
un 5% de su población llegó de países limítrofes: Paraguay, Bolivia y
Chile. Esto enfurece a esos mismos “nacionalistas”, que sacan a relu-
cir aquella ponzoña racista de que ya habláramos contra esta “migra-
ción no selectiva y no deseada”.
El mecanismo es simple, y ya lo veremos actuar. Cuando el terra-
teniente argentino se queda sin mano de obra, o cuando quiere aba-
ratarla, importa braceros. Si su entrada al país es clandestina, tanto
mejor, pues el infractor está por completo en las manos de quien lo
introdujo. Una vez aquí, el boliviano, el paraguayo o el chileno pa-
decen el mismo problema que impulsó al éxodo a sus hermanos ar-
gentinos, y arbitra la misma solución: buscar en los centros urbanos
mejores condiciones de vida. La represión del sistema va a caer sobre
ellos con singular dureza.
Pero hasta ahora hemos trazado aquí una historia algo lineal y
esquemática del fenómeno de las villas miseria. Nos parece útil, sin
embargo, intentar otro enfoque, acercarnos al protagonista de este
drama y verlo en movimiento, en acción. Ubiquémonos ahora en el
país actual y vayamos, junto con el migrante, desde el campo a la
esperanza de la ciudad.
Esa fue la pregunta básica que nos llevó en 1966, desde una villa mi-
seria cercana a la Capital al departamento correntino de Empedrado.
El 5% de sus habitantes estaban en la villa donde trabajábamos, agru-
pados en barrios cercanos. La mayoría llevaba el mismo apellido, sin
ser parientes.
Una vez en el lugar, nuestra pregunta se invirtió: ¿Por qué se que-
dan? Los empedradeños de la villa nos lo habían advertido: “Van
a encontrar sólo viejos y chicos” ... “es un pueblo muerto, no pasa
nada”. Dirigimos nuestra indagación en particular a los agricultores,
que constituían el grueso de la población emigrante.
¿Qué significa nacer en el campo empedradeño? Por lo pronto,
llegar al mundo merced a los buenos oficios de una partera o
comadrona, desde el vientre de una madre sentada en un banquito
bajo, cuando no en una calavera de caballo, considerada mágicamen-
te poderosa. La medicina popular, mezcla de magia, religión y cono-
cimientos herboristeriles, suple la carencia de médicos oficiales. No
obstante, la vieja técnica empírica es funcionalmente correcta, y la
muerte de madres o niños en el parto casi no se conoce.
El niño aprenderá poco a poco los dos idiomas vigentes en la
zona: el guaraní y el castellano. Ambos se interinfluyen: el guaraní ha
perdido buena parte de su riqueza lingüística incorporando palabras
españolas; el castellano recoge en su pronunciación y su sintaxis mo-
dalidades de la lengua indígena. Ese bilingüismo traerá problemas en
la escuela más adelante, y en las relaciones con quienes no entienden
guaraní.
La parcela donde el padre siembra algodón, tabaco o maní es muy
chica: dos, cinco, tal vez quince hectáreas. Cercándola, grandes lati-
fundios alimentan un ganado vacuno no muy refinado que come los
pastos naturales. Ocho peones pueden manejar todo el movimiento
62 Hugo E. Ratier
de esas tropas en una “estancia chica” de 400 hectáreas. Quince se las
arreglan en la misma faena en un establecimiento de 4.000 hectáreas.
Tan exiguo mercado de mano de obra no constituye atractivo algu-
no. El niño conoce esos campos. A veces, un “patrón bueno” permite
al padre sembrar algunas hectáreas como “tantero”: debe entregar al
patrón un porcentaje de la cosecha que obtenga. Apenas las piernitas
sostienen al pequeño, ya tiene tarea: desyerbar el campo; más tarde,
cosechar, alcanzar el almuerzo al padre. Los pies descalzos se acos-
tumbran a evitar la mordedura de la yarará o de la víbora de la cruz
que infesta los campos y acecha en los pajonales.
Antes, junto al padre araban y sembraban sus hijos mayores. Aho-
ra ya no están. Los varones se dedicaban a la agricultura; las chicas,
a ayudar a la madre en las tareas domésticas. Hoy, si no hay varones;
las muchachitas trajinan tras el arado o montan a caballo para reunir
las 20 o 30 cabezas de ganado que papá posee, y cuyo pastoreo debe
negociar con el latifundista vecino.
No siempre el jefe de familia es propietario. Puede ser colono de
un estanciero o mediero, y debe entregarle al patrón la mitad de la
cosecha. O poblador, en cuyo caso el propietario tiene derecho a ha-
cerlo trabajar para él dos o tres días por semana.
La comida siempre es poca. Cuando hay desayuno, este consis-
te en mate cocido con torta de maíz que la madre prepara. Se al-
muerza puchero o guiso poco sustancioso, estofado, locro o polenta.
Últimamente los fideos –más baratos– reemplazan a la comida crio-
lla. La cena es más liviana que el almuerzo. Claro, en ocasiones hay
una sola comida fuerte: la cena-curú, que elimina el almuerzo. La
carne es un lujo poco frecuente, y la cantidad de gallinas de la casa no
alcanza para suplir la falta de proteínas de que adolece la dieta.
Como el algodón ya no rinde y se paga poco (en épocas de siem-
bra recorren el campo “voceros” que anuncian buenos precios para
la cosecha y prometen mandar camiones para recogerla; cuando esta
está levantada, no aparecen. Llegan cuando el productor ya desespe-
ra, y la compran a precios bajísimos, hay que buscar el sustento en
64 Hugo E. Ratier
cuentemente en Corrientes. A esa ciudad suelen ir también los mu-
chachos a trabajar en changas. La plaza no es atractiva: existe una
sola fábrica textil, y el resto de las posibilidades de empleo se reduce
a obras públicas.
Hasta los 18 años el joven empedradeño permanece aferrado a su
tierra, con esas esporádicas escapadas al Chaco o a Corrientes. En el
campo las diversiones son pocas: holgazanear en un cruce de rutas,
jugar o mirar jugar algún truco en el almacén, escuchar la radio a
transistores. De vez en cuando un baile en casa de alguna familia,
donde el acordeón trenza en chamamés y polcas a la escasa juventud
de la zona.
El ambiente se mueve más cuando llega un “porteñito”. Son
muchachos y chicas que viven en Buenos Aires. Notorios por su
vestimenta, su reloj pulsera, su actitud de superioridad y mofa ante el
ambiente campesino. La imagen de decisión y triunfo que transmi-
ten es un efecto de demostración poderoso para el muchacho local,
que espera con ansias el momento de imitarlos. Se forman amplios
corrillos en torno al emigrado, que paga con generosidad “vueltas”
de bebida y convida cigarrillos caros. Habla un castellano más fluido;
algunos dicen haber olvidado el guaraní. Por lo general, distorsio-
nan la realidad de donde vienen, su situación laboral, su estándar de
vida. Este es, sin embargo, objetivamente muy alto comparado al de
la zona.
La clase alta del pueblo (nombre que, probablemente, le queda
grande, pues no pasa de una modesta clase media; las grandes fortu-
nas de la zona se radican en Corrientes, no en Empedrado) se asom-
bra. El paisano correntino siempre fue tenido por parco. El emigrado
que vuelve “de paseo” es excepcionalmente “hablador”. Esta mayor
expresividad es, probablemente, resultado de un mejor uso del cas-
tellano. El guaraní es considerado como lenguaje de las clases infe-
riores, y muchas chicas que van a trabajar a la ciudad, por ejemplo,
niegan saber hablarlo. La fuerte separación entre las clases, por otra
parte, la vigencia del paternalismo y el caudillismo limitan la comu-
66 Hugo E. Ratier
Decadencia
68 Hugo E. Ratier
Empujando el éxodo
Como en todas partes, el campo arroja sobre las ciudades, aun sobre los
pequeños pueblos, su exceso de población. Constituyen las llamadas
orillas, término tanto geográfico como social. En Empredado son ran-
chitas de estanteo (de cañas, sin revoque); en Corrientes, villas miseria.
Desesperado, el campesino se arrima al lugar donde supone ha de
encontrar trabajo. Porque no otra cosa pide: trabajo y tierras. La cos-
tumbre de la explotación extensiva lo hace concebir su mejora úni-
camente en base a más terreno, y no a nuevas técnicas para cultivar.
¿Por qué no tiene esas tierras? ¿Qué es lo que determina el mini-
fundio? ¿Qué es lo que lo echa del campo? El tamaño de las parcelas
es reflejo de la subdivisión al infinito de esos predios por herencia.
Acceder a la propiedad de nuevas tierras es imposible: el latifundis-
ta prefiere establecer relaciones de dependencia, antes que ceder te-
rrenos. Esto le da, además, considerable poder político, y le permite
mantener una verdadera clientela (en sentido latino), importante en
época de elecciones. A veces, en una zona donde la vida humana se
juega a punta de cuchillo sin dudarlo demasiado, esa clientela consti-
tuye una verdadera fuerza de choque.
El parentesco ritual del compadrazgo aumenta las huestes del es-
tanciero, así como el parentesco natural: los hijos habidos por el pa-
trón con las mujeres de su estancia, que suele reconocer. El apellido
más difundido en la zona es el del dueño de la mayor estancia.
Encerrados en el cerco de hierro del latifundio, los pobladores se
marchan. Es importante recordar una superstición urbana que so-
brevalora las virtudes ganaderas del gaucho, y afirma que es incapaz
de sembrar la tierra. En Corrientes, sin embargo, la tradición agrí-
cola se remonta a los guaraníes, los domesticadores de la mandioca,
del maní, de una cantidad de frutos que América exportó a Europa.
El correntino es tan agricultor como el europeo, y desde siempre él
70 Hugo E. Ratier
La Rioja: las tierras secas
“Si esto sigue así, no vamos a quedar en la provincia más que los
empleados de la Casa de Gobierno y yo”, clamaba, palabra más o me-
nos, don Herminio Torres Brizuela, gobernador frondicista de La
Rioja, hoy su ministro de Gobierno. Y todo sigue así. La burocracia
continúa siendo el único porvenir laboral del riojano. Poco queda de
aquella provincia donde Facundo acuñaba monedas con el oro y la
plata de Famatina, aquella que prestaba dinero al gobierno nacional,
la que enviaba el ganado de sus llanos a Chile por el paso de Copiacó
y molía la harina de sus trigales en antiguos molinos hidráulicos.
El viejo país de los diaguitas, donde los conquistadores españoles
se casaron con princesas indígenas y vivieron hartamente surtidos
por el esfuerzo de sus “pueblos de indios”, languidece.
72 Hugo E. Ratier
donde hasta principios de siglo perduró un ‘vínculo o
mayorazgo’ –régimen nobiliario español–, el agua es aún
repartida siguiendo lo resuelto por el rey de España en el
siglo XVII, mitad para el pueblo y mitad para el ‘vínculo’,
o sea, para los descendientes de la familia titular del ma-
yorazgo. (Margulis, 1968, p. 67)
74 Hugo E. Ratier
junto... ¡una nueva iglesia! La comunidad, cercada por la
crisis y la amenaza de disolución, en conflicto por la apari-
ción de elementos normativos y valorativos urbanos pro-
puestos por los medios de comunicación de masas, intenta
mágicamente restablecer la armonía comunal perdida con
la revalorización de uno de sus símbolos. (Ibíd, p. 80)
76 Hugo E. Ratier
Gente de las alturas
78 Hugo E. Ratier
Mineros
6 Estos datos y los que siguen fueron obtenidos directamente en CONADE en 1970.
80 Hugo E. Ratier
cos servicios sociales que habían conseguido.7 El minero es conscien-
te de su explotación, pero no tiene mucho para elegir. “Es preferible
esto que nada”, nos manifestaba un joven minero jujeño. Y ese “nada”
significa permanecer atado al minifundio paterno.
“¡Si sacan una foto de esto, los hago meter presos por el ingenio!”, bra-
maba el cuidador de los lotes. Detrás de él, su familia, aterrorizada, lo
incitaba a cumplir la amenaza, a romper las máquinas del grupo de
periodistas que pretendió documentar la vivienda de los trabajadores
temporarios del Ingenio Ledesma. Sucede que estas “viviendas” no
son las que aparecen a toda página en los diarios para “vender” la
imagen de la empresa progresista. Consisten en largas barracas de
madera, sin ventanas, compartimentadas, con una puerta al frente y
techo de zinc, donde se hacinan las familias de los peones en tiempo
de zafra. Algo semejante puede apreciarse en San Martín del Tabacal,
otro coloso azucarero del Norte salteño.
El estatus del personal del ingenio está rígidamente marcado por
la casa que habita: un palacete alberga a los ejecutivos, lujosos cha-
lets a los técnicos, viviendas de material un poco más rústicas a los
obreros fijos, entre los cuales los calificados las tienen mejores, y el
misérrimo “lote” para el peón de surco.
El ingenio del norte difiere radicalmente del de Tucumán. El clima
favorece la producción de caña con un mayor porcentaje de sacarosa,
y la concentración monopólica de tierras y capital hace que su explo-
tación sea enormemente rentable. San Martín del Tabacal, ocupando
el 13,8 por ciento de la superficie cultivable en la provincia, aporta el
84,5% de la producción azucarera. Ledesma, en Jujuy, llega al 41,4%.
Aquí no existe la división entre quien siembra y quien fabrica.
No hay cañeros independientes: el ingenio es dueño de la tierra, de
la caña, de las máquinas para cosecharla, de las fábricas para refi-
nar el azúcar, del pueblo donde viven sus empleados, de los negocios
donde estos compran, del cine al que asisten y del sindicato que los
agrupa. A veces, también de la gente. Algo que asombró a nuestros
amigos periodistas fue la sincera, auténtica ignorancia de un técnico
82 Hugo E. Ratier
altamente capacitado sobre las condiciones de vida del peón zafre-
ro. Manifestaba que la empresa sólo había hecho el bien en la zona,
elevando el nivel de vida obrero. Se sentía parte de ella, hablaba con
orgullo del papel fabricado con bagazo, material que antes se tiraba,
hoy exportado a Estados Unidos, de los naranjales de Calilegua, del
crecimiento incontenible del pulpo.
Su modelo es, quizás, el obrero fijo, numéricamente poco impor-
tante, mejor remunerado y con vivienda. Como sector, no va a crecer;
por el contrario: la progresiva automatización del proceso productivo
hará que se prescinda cada vez más de sus servicios. Su situación de
dependencia total respecto al empleador hace que a veces caiga en
cuadros de paranoia, como el que relatábamos a propósito del cui-
dador de lotes.
El núcleo todavía cuantitativamente grande es el de los peones
de surco. De junio a octubre marchan hacia las plantaciones miles
de hombres que provienen de las punas argentina y boliviana, de los
valles calchaquíes, de las selvas oranenses. Criollos, indios chirigua-
nos que hablan un proto-guaraní y lucen largas trenzas atadas con un
pañuelo, a modo de turbante, quechuas y aymaraes bolivianos, que-
bradeños, etc. En Tucumán, el trabajo en el surco permitía una con-
centración humana prácticamente permanente, cuya proletarización
generó los conflictos que todos conocemos. Aquí, una vez levantada
la zafra, el obrero regresa a su lugar de origen, liberando a la empresa
del peligro de “subversión” que encarna semejante masa obrera. Vea-
mos cómo llega hasta el ingenio.
84 Hugo E. Ratier
hasta el ingenio San Martín del Tabacal, para la zafra. “Casualmen-
te”, finca e ingenio pertenecen a los mismos patrones. “Casualmente”,
también, la gente de la zona que no vive en la finca no viaja hasta ese
ingenio, prefiriendo conchabarse en los más cercanos de Tucumán.
El miedo a perder la tierra arrendada obliga al agricultor del valle
a trasladarse con su familia hasta los cañaverales. La finca funciona
como verdadero “criadero” de peones.
Un peón nacido allí, de 22 años, nos contó el sistema. Desde los
18 viaja al norte en los camiones que los contratistas llevan hasta los
valles calchaquíes, y que llenan de zafreros. En 1969 les exigieron,
bajo amenaza de no llevarlos, la firma de dos vales de m$n 20.000
cada uno. Además, pretendieron descontarles otros dos mil pesos
para contribuir a la compra de un avión sanitario con destino a la
ciudad de Orán.
Es bueno recordar que el pago en vales fue prohibido en nuestro
país por la ley 11.278 de 1925. Sigue en vigencia, sin embargo, con
absoluta impunidad, y no sólo en los ingenios sino, por lo menos, en
los aserraderos de Tartagal, los obrajes de Santiago del Estero y los
arrozales de Corrientes, mediante la operación de proveedurías más
o menos dependientes de las empresas. Sólo que ahora, mediatizado
por la acción del contratista.
No bien descargados los bártulos en la “habitación” de 3 x 4 me-
tros que le corresponde en el “lote”, la familia entera comienza su la-
bor. El hombre voltea las cañas que luego son peladas y limpiadas por
su mujer y sus hijos. La concurrencia a la escuela se hace difícil para
estos últimos. El pesaje de la caña está fuera del control del obrero,
que cumple jornadas de sol a sol (pues se le paga por la producción)
bajo temperaturas que van de 30 a más de 40 grados.
Por cuatro o cinco meses, cultivos y cabras quedarán abandona-
dos. Al regreso, deberán redoblarse los esfuerzos para extraer algo de
la magra parcela. De este modo, el ingenio consigue tener siempre
una mano de obra cuantitativamente numerosa y cualitativamente
pasiva frente a sus abusos. Para asegurarse aún más tales condiciones
86 Hugo E. Ratier
Vista panorámica parcial
de una "villa" (Bañado de Flores).
2.
88 Hugo E. Ratier
3.
2.
90 Hugo E. Ratier
1. 2. y 3. Vistas exteriores de construcciones
típicas de la "villa".
3.
92 Hugo E. Ratier
2.
1. Construcción lacustre.
2. Tanque para depósito de agua frente a una habitación.
3. Niñas de la "villa" junto a un grifo público.
94 Hugo E. Ratier
2.
3.
2.
96 Hugo E. Ratier
3.
2.
98 Hugo E. Ratier
3.
1. La inundación.
2. Construcción frente a zonas anegadizas.
3. Los niños de la "villa".
2.
1.
2.
4.
2.
La erradicación:
1. Los camiones listos para la
partida
2. Partida de los primeros camiones
3. La fumigación
1. 2. y 3. A la urbanización compulsiva
de las viviendas "provisorias" se opone
la urbanización espontánea de algunas
villas. Construcciones de material
levantadas por los "villeros".
3.
10 “Tomando sólo diez villas de la Capital Federal con una población de 14.626
personas, la Comisión de la Vivienda pudo establecer en 1968 que casi el 50% de
las familias sumaban ingresos inferiores a los 30.000 pesos mensuales. Se comprobó,
también, que en cada vivienda se hacinaba un promedio de 5,2 personas y que la
desocupación manifiesta o disfrazada alcanzaba a un 35%. Es decir, que más de la
tercera parte de la población villera no trabajaba o lo hacía en forma esporádica e
inestable” (en “Datos estadísticos sobre...”, Op. cit.).
12 En este y los puntos que les suceden, seguimos el citado artículo de Proceso
(1970).
13 Las populosas villas del barrio de Colegiales corren peligro. El gobierno ha donado
a la Universidad Privada de Belgrano los terrenos sobre los cuales se alzan (Boletín
Oficial, 25/11/70), para construir sus edificios propios con un préstamo del B.I.D.
Por eso son las tropas policiales y militares las que determinan
cuáles enseres sí y cuáles no podrán trasladar las familias. Por eso la
gente es rociada con DDT antes de partir hacia su nuevo destino. Por
eso no se les permite elegir: o se van o se van. Por eso las topadoras y
el fuego arrasan el lugar donde se alzó la villa. ¡Sólo falta sembrar sal
sobre sus terrenos!
Los planes de erradicación parciales, como el de las villas de la au-
topista14, muestran con claridad cómo el villero es tratado del mismo
modo que un enemigo. Para la villa N° 5 se estipula:
Y más adelante: