Ratier, Hugo Villeros y Villas Miseria - SEDICI - pdf-PDFA

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HUGO E.

RATIER

Villeros y villas miseria


Una reedición necesaria

historia
Villeros y villas miserias
Una reedición necesaria
Villeros y villas miserias
Una reedición necesaria

HUGO E. RATIER
Ratier, Hugo Enrique
Villeros y villas miseria: una reedición necesaria / Hugo Enrique
Ratier. - 1a ed. - La Plata: EDULP, 2022.
Libro digital, PDF
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8475-66-0
1. Historia. I. Título.
CDD 305.5690982

VILLEROS Y VILLAS MISERIA


Una reedición necesaria

HUGO E. RATIER

Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (Edulp)


48 Nº 551-599 4º Piso/ La Plata B1900AMX / Buenos Aires, Argentina
+54 221 44-7150
[email protected]
www.editorial.unlp.edu.ar

Edulp integra la Red de Editoriales de las Universidades Nacionales (REUN)

ISBN 978-987-8475-66-0

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723


© 2022 - Edulp
Impreso en Argentina
Índice

Hugo Ratier, o cómo reconocer a la antropología..................................... 9


Una reedición necesaria................................................................................. 21
Introducción...................................................................................... 33
Conventillos y migración ultramarina........................................... 37
Del conventillo a la villa................................................................... 39
Más allá del puerto............................................................................ 41
Poblar despoblando........................................................................... 46
El gringo............................................................................................. 49
Viejos y nuevos inmigrantes............................................................ 54
Villas y peronismo............................................................................. 56
Más villeros........................................................................................ 60
¿Por qué se vienen de Empedrado (Corrientes)?.......................... 62
Decadencia......................................................................................... 67
Empujando el éxodo......................................................................... 69
La Rioja: las tierras secas.................................................................. 71
Los que vienen menos: tierra de minerales y azúcar.................... 76
Gente de las alturas........................................................................... 77
Mineros............................................................................................... 79
Ingenios: contratistas, vales, lotes y gran empresa........................ 82
Contratistas........................................................................................ 84
Productividad y éxodo.................................................................... 111
Expectativas..................................................................................... 113
Brazos para el campo...................................................................... 115
Llegada y adaptación....................................................................... 119
División regional............................................................................. 121
Familia.............................................................................................. 122
Organización interna de las villas................................................. 126
Delincuentes, borrachos, “vagos y malentretenidos”................. 131
Acción social y política................................................................... 135
Razias policiales: la violencia sistemática..................................... 139
Planes de erradicación.................................................................... 142
Permanencia de lo transitorio....................................................... 149
Prejuicios.......................................................................................... 152
Villa adentro..................................................................................... 154
Referencias bibliográficas............................................................... 157
HUGO RATIER, O CÓMO RECONOCER
A LA ANTROPOLOGÍA

Yo no sé bien qué es la antropología, pero


cuando la veo pasar, la reconozco.
Hugo Enrique Ratier

Escribo estas palabras a poco más de nueve meses de la muerte de


Hugo Enrique Ratier, el 22 de septiembre de 2021. Su mujer, Adriana
Stagnaro, y su hija, Laura Ratier, me han pedido que redactara al-
gunas páginas para acompañar la esperada reedición de El cabecita
negra y Villeros y villas miseria. Me toca, pues, hablar de la figura
de Hugo cuando todavía ha pasado demasiado poco tiempo desde
su partida, por más largo que nos parezca a quienes lo conocimos.
En ese sentido, creo que todavía estamos transitando un umbral más
propicio para los recordatorios y los homenajes que para los balances
con pretensiones de ser ‘definitivos’ (que, por supuesto, jamás lo son
realmente). Elijo, entonces, recuperar y ampliar las breves notas que
publiqué en octubre pasado en el blog Es Más Complejo, no sólo por-
que sé que Adriana y Laura sintieron que representaban a Hugo con
alguna fortuna, sino porque me parece que sigue siendo adecuado
abordar su figura en forma de una serie de aproximaciones parciales.
Por lo demás, el pequeño homenaje que intento en estas páginas está

Villeros y villas miseria 9


presidido por la intuición de que hablar de Hugo es hablar de nuestra
antropología social.

***
Los colegas que han estudiado la historia de la Licenciatura en
Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires resaltan la importancia del compromiso
como un ideal que era parte constitutiva de las aspiraciones de algu-
nos estudiantes que, ya desde su primera cohorte, aspiraban a desa-
rrollar una antropología social.1 Ratier, que fue uno de esos primeros
estudiantes de nuestra carrera y estuvo entre sus primeros egresados,
supo dar cuerpo a ese compromiso de una manera que no sólo fue
consistente, sino también particularmente rica en matices que no
siempre abundan.
En medio de los días de tristeza que siguieron a su muerte, el cole-
ga Juan Pablo Matta –quien se formó en la carrera de antropología de
la UNICEN, fundada por Ratier, con quien llegó a compartir tareas
docentes–, evocó en las redes sociales la primera ponencia de éste,
que presentó en el Primer Congreso del Área Araucana Argentina, en
1961. Copio el cierre de ese texto, que Matta transcribió destacando,
precisamente, la forma conmovedora en que alegaba en favor de una
antropología entendida como un servicio público:

Resumiendo, lo que los estudiantes de Ciencias Antropo-


lógicas pretendemos que se contemple en adelante en todo
programa de ayuda al aborigen es:

1  Ver: Guber, R. (2009). El compromiso profético de los antropólogos sociales


argentinos, 1960-1976. Avá, 16, 11-31 (http://www.ava.unam.edu.ar/images/16/pdf/
ava16_guber.pdf); Guber, R. y Visacovsky, S. (1997-98). Controversias filiales: la
imposibilidad genealógica de la antropología social de Buenos Aires. Relaciones de
la Sociedad Argentina de Antropología, 22-23, 25-53 (http://www.saantropologia.com.
ar//wp-content/uploads/2015/01/Relaciones%2022%20-%2023/02.-%20Guber%20
y%20Visacovsky%20ocr.pdf).

10 Hugo E. Ratier
1. Un estudio adecuado del grupo que sufrirá el cambio,
teniendo en cuenta no sólo la experiencia extranjera, sino
también la nacional.
2. Respeto y protección de los elementos conservables de
la cultura indígena mediante la elaboración de proyectos
que resulten de los estudios referidos.
3. Utilización de los servicios de personal idóneo con ade-
cuada preparación universitaria en todo lo que se refiera
al contacto con elementos indígenas, puesto que el país
ya está en condiciones de proveerlo en número suficiente.
De este modo, creemos, la Nación podrá recuperar la in-
versión que supone el sostenimiento de nuestra carrera y
nosotros tendremos oportunidad de satisfacer así esa ne-
cesidad intima que nos llevó a elegirla: la de ayudar con
lo mejor de nosotros mismos a hacer conocer, respetar
e incorporar a nuestra vida nacional los valiosos aportes
culturales del auténtico Hombre Americano.2

El texto exhibe una ingenuidad que el propio Ratier advertía risueña-


mente: en un intercambio en una red social, la colega Diana Lenton
contaba que, cuando en cierta ocasión le comentó que había leído su
ponencia, él “se rio, le restó importancia, y dijo algo acerca de las lo-
curas de la juventud”. Sin embargo, la propia Lenton —que sabe muy
bien de lo que habla— agregaba que “esa intervención en nombre de
los estudiantes... no fue poca cosa” sino, por el contrario, “un posicio-
namiento importante tanto para el enfoque que se estaba dando a los
estudios sobre pueblos indígenas (de hecho, puede decirse que ese
Congreso fue un corte en varios aspectos), como para esos primeros
tiempos de la antropología social en el país.”

2  Ratier, H. (1963). “Los proyectos de ayuda al indígena frente a la creación de una


Licenciatura en Ciencias Antropológicas”. Libro de Actas del Primer Congreso del
Área Araucana Argentina de 1961, Tomo II. (En: https://drive.google.com/file/d/1
rtjZUArobcECbcpeKxx4O7M4AknN0ExF/view?fbclid=IwAR3TIUjJM5IrnUy_
F2k1N2BQrqjjl706vc1ob8jq4qpcmkARQa5JlMX_FBQ).

Villeros y villas miseria 11


Poco después de escribir esas líneas, en 1963, Ratier fue parte de
la “experiencia de Isla Maciel”, una iniciativa de extensión, forma-
ción e investigación coordinada por el Departamento de Extensión
Universitaria de la UBA que se extendió entre 1956 y 1966. En ese
contexto, junto con estudiantes de la orientación en folklore de la ca-
rrera de la UBA, investigó los procesos migratorios que alimentaban
la villa de Isla Maciel, centrándose en los pobladores que provenían
de Empedrado, Corrientes.3 De esta experiencia —interrumpida por
el golpe de estado de 1966— resultaron los dos libros tan breves como
extraordinarios que publicó el Centro Editor de América Latina y
que hoy reedita la Universidad Nacional de La Plata: Villeros y villas
miseria y El cabecita negra. Dirigidos al público general, ambos li-
bros podrían ser entendidos como correspondientes al campo de la
antropología urbana pero, como bien observara Ricardo Abduca,4 la
exceden ampliamente, “porque enfocan un horizonte más amplio de
vínculos de las culturas rurales traídas por los migrantes a la ciudad”,
y “se insertan en una mirada más amplia (y crítica) en donde se pone
el foco en la grieta mayor de la nacionalidad argentina: el perdurable
soslayo, de racismo abierto o solapado, con que los descendientes de
los barcos miran a los que migraron de tierra adentro”. Ya por en-
tonces, la antropología comprometida de Ratier era, ante todo, una
antropología crítica que iba bastante más allá de la inmediatez de los
mundos sociales que abordaba.
Durante su exilio en Brasil, Ratier se volcó definitivamente hacia
la antropología rural. El foco de sus trabajos estuvo siempre pues-

3  Pocos meses antes de su muerte, Ratier preparó un breve relato oral de esa
experiencia a pedido de la Secretaría de Extensión Universitaria de FFyL-UBA.
Ver: “Filo y la comunidad - Hugo Ratier, Isla Maciel 1956-1966” (En: https://www.
youtube.com/watch?v=OJyESwmjh6c).
4  Abduca, R. (2018). “Prólogo. Hugo Ratier. La separación de lo exótico y la laboriosa
construcción de la antropología argentina”. En: Ratier, H. E., Antropología rural
argentina. Etnografías y ensayos. Tomo I (p. 12). Buenos Aires: Editorial de la Facultad
de Filosofía y Letras – Universidad de Buenos Aires. (En: http://publicaciones.filo.
uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropologia%20rural%20argentina%20
Tomo%20I_interactivo_0.pdf).

12 Hugo E. Ratier
to sobre la desigualdad, examinando sus fundamentos, procesos de
producción/reproducción y efectos. Así, en una serie de etnografías
punzantes, reveló cómo el sistema de enseñanza agrícola formaba
técnicos a los que condenaba a la subordinación, mostró que la glo-
balización y el cierre de los ramales ferroviarios condenaban a los
poblados de la campaña bonaerense despoblándolos y liquidando su
infraestructura, y puso en evidencia cómo las élites agroganaderas
se apropiaban de la tradición y lo gauchesco para producir su propia
hegemonía y distinción social. Pero también escribió sobre cómo los
subalternos y explotados resistían esos procesos: así, mostró que los
técnicos agrícolas competían con los ingenieros agrónomos por la
ocupación de espacios profesionales, que los poblados bonaerenses
se resistían a desaparecer apelando al asociativismo —esa ‘pequeña’
forma de política local— y al despliegue de reafirmaciones identi-
tarias, que estas ‘estrategias regresivas’ suponían disputar por los
sentidos de la tradición y lo gauchesco. Al releer estos textos —que
me llamaron a gritos desde la tristeza de su partida— no pude sino
apreciar que Ratier supo advertir algo que, al calor del compromiso,
los analistas académicos no siempre notan: que esas formas de resis-
tencia tienden a ser de corto alcance y que, muchas veces, completan
círculos de retroalimentación de la desigualdad. En efecto, los técni-
cos agrícolas interiorizaban los supuestos hegemónicos transmitidos
por el sistema de enseñanza, rechazando el trabajo manual y los sa-
beres vinculados a su propio origen campesino, la política local y el
asociativismo bonaerenses estaban atravesados por facciones que no
pocas veces exhibían un corte clasista, y las élites rurales no sólo ex-
tendían exitosamente su hegemonía por el campo sino que llegaban
a hacer de su espacio de socialización y distinción más visible —la
Exposición Rural de Palermo— una tribuna desde la cual hablarle
al país y al Gobierno sobre su propia centralidad. En este sentido,
en la antropología crítica de Ratier había un enorme espacio para la
empatía con los sujetos con que él se sentía comprometido, pero, al
mismo tiempo, no había el menor lugar para la idealización ingenua

Villeros y villas miseria 13


de esos sujetos y de sus prácticas que es tan frecuente en la antropo-
logía sociocultural actual.
Asimismo, en el curso de sus investigaciones sobre estos temas,
Ratier rompió barreras que los antropólogos no solemos romper. In-
teresado por la importancia de las corporaciones rurales para los pro-
ductores bonaerenses, se movió entre poblados tan pequeños como
16 de Julio, Recalde, Santa Luisa o Campodónico y la enormidad de
la ciudad de Buenos Aires, entre el asociativismo local y la Sociedad
Rural Argentina, entre los trabajadores y pobladores locales a quienes
dedicaba su compromiso y las élites agroganaderas que los explota-
ban y discriminaban. No abundan los antropólogos que puedan cu-
brir semejantes trayectos sin perder la distancia crítica en ningún tra-
mo del recorrido. Ratier no la perdía jamás: no sólo evitaba idealizar
a los explotados y los pobres, sino que conseguía ser crítico para con
los explotadores sin caricaturizarlos ni demonizarlos; apenas la iro-
nía —que manejaba de una manera magistral— asoma cada tanto en
sus textos para recordarnos de qué lado del mostrador estaba parado
cuando escribía sobre temas como el del uso que hacían las élites de
lo gauchesco. Los dos tomos de su Antropología Rural Argentina, que
reúnen sus textos antes dispersos, no me dejan mentir.5
Resta mencionar la otra cara del compromiso de Ratier, que se
advierte menos en sus escritos: los esfuerzos que dedicó al desarro-
llo de la antropología social en general y de la antropología rural en
particular. En el primer sentido, como ya mencioné, fue uno de los
creadores de la Licenciatura en Antropología de la UNICEN —una
carrera con sede en Olavarría, es decir, en el medio de la campaña
bonaerense— y, allá por los noventa, se puso sobre las espaldas al
Colegio de Graduados en Antropología de la República Argentina
para sacarlo de uno de sus tantos períodos de crisis. En el segundo,

5  Ver: Ratier, H. E., Antropología rural argentina. Etnografías y ensayos, op. cit., Tomos I
(en: http://publicaciones.filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropologia%20
rural%20argentina%20Tomo%20I_interactivo_0.pdf) y II (en: http://publicaciones.
filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.uba.ar/files/Antropolog%C3%ADa%20rural%20
argentina%20Tomo%20II_interactivo_0.pdf ).

14 Hugo E. Ratier
fundó y dedicó ingentes esfuerzos a sostener el Núcleo Argentino de
Antropología Rural (NADAR), desde el cual impulsó la realización
de varios Congresos Argentinos y Latinoamericanos de Antropolo-
gía Rural (CALAAR). Muchos colegas hemos participado en mayor o
menor medida de esos esfuerzos, pero nadie ha hecho más que Ratier
por la consolidación de la antropología rural en términos institucio-
nales.6 Ratier entendió muy claramente que también era necesario
construir la antropología social comprometida hacia adentro del
campo académico, forjando espacios institucionales y, desde luego,
formando antropólogos capaces de desplegar una mirada crítica.

***
Acaso lo más notable de las reacciones ante la muerte de Ratier
haya sido la diversidad de formas en que sus colegas manifestamos
haber experimentado su influencia en cuanto antropólogo. Quienes
fueron sus alumnos recordaron sus clases como instancias decisivas
de su formación. Los que tuvieron la oportunidad de trabajar con él
dijeron haber aprendido a su lado partes substanciales de lo que han
llegado a saber de la profesión. Otros colegas, que en muchos ca-
sos no llegaron siquiera a conocerlo, sintieron la necesidad de contar
cómo sus escritos —en especial Villeros y villas miseria y El cabecita
negra— marcaron para siempre sus modos de entender lo que signi-
fica hacer antropología (algunos llegaron a citar pasajes puntuales de
sus escritos que los impresionaron particularmente). Varios colegas
de distintas generaciones contaron que Ratier fue quien les hizo per-
cibir por primera vez la “violencia” y los “conflictos” que escondía la
“placidez” del medio rural (evoco y confundo aquí dos frases distin-
tas pero muy semejantes cuyos autores se me escapan).

6  Hoy uno puede decir con alegría que el Colegio de Graduados ha sido puesto en
pie por colegas de generaciones más jóvenes y transita el período más estable de su
historia, y que un puñado de allegados a Ratier se han hecho cargo de conducir la
ardua labor de reflotar al NADAR, largamente inactivo por obra de un contador poco
recomendable.

Villeros y villas miseria 15


Ocurre que, de una manera misteriosa, Ratier siempre estaba en-
señando. Misteriosa, digo, porque no parecía realmente que estuviera
enseñando. Más bien, Ratier hacía cosas, y esas cosas que él hacía
resultaban instructivas para quienes éramos sus colegas o estábamos
en vías de serlo.
Ratier daba clases, por ejemplo, en un tono llano, casi sin mar-
car distancia alguna respecto de sus estudiantes. En mi memoria, al
menos, escucharlo en clase no era demasiado distinto de hacerlo en
un panel, en el sentido de que parecía hablar para los alumnos igual
que como lo hacía para los colegas. Muchos compañeros dan fe de la
atención y el interés con que trataba a cada uno de sus alumnos, va-
lorizando lo que cada uno tenía para aportar. No tuve la oportunidad
de trabajar con él en docencia ni en investigación, pero, por lo cuen-
tan quienes lo hicieron, la situación no debe haber sido demasiado
distinta. Es significativo, además, que Ratier haya preferido contri-
buir a la formación de muchos jóvenes, especialmente llevando al
campo a estudiantes de la licenciatura, antes que conformar un equi-
po de investigación más o menos estable. De esta forma, no consolidó
un grupo que girara en torno suyo a largo plazo (aunque, claro está,
algunos colegas trabajaron con él por lapsos prolongados), como nos
pide el campo académico de cara a la construcción de nuestro pro-
pio capital simbólico. En cambio, y como resultado de esa especie
de renunciamiento, un gran número de chicos y chicas de distintas
generaciones hicieron sus primeras experiencias de campo al lado
de Ratier, frecuentemente en grupos relativamente numerosos: no es
casual, en este sentido, que muchas de sus etnografías sean producto
de campañas de trabajo de campo colectivas, como es el caso de los
dos libros que derivaron de la experiencia de Isla Maciel, así como de
Poblados bonaerenses. Vida y milagros,7 y de su exquisita etnografía
de la Exposición Rural de Palermo. También en la interacción con sus
colegas en general (en las pausas del trabajo de oficina, en el desem-

7  Ratier, H. (2004). Poblados bonaerenses. Vida y milagros. Buenos Aires: NADAR


– La Colmena.

16 Hugo E. Ratier
peño de sus tareas en espacios institucionales como el del Colegio de
Graduados, en cenas y otras ocasiones ‘sociales’), Ratier hacía cosas
que, de alguna forma, nos enseñaban algo: contaba historias propias
o ajenas, recordaba experiencias de campo, cantaba (¡y lo bien que lo
hacía!), etc. Me atrevo a asegurar que todos los que tuvimos la suerte
de tratarlo sabemos que, casi siempre, había allí algo que valía la pena
capturar.
En cuanto a su escritura, era siempre clara, estaba libre de com-
plicaciones innecesarias y de esos despliegues de erudición (real o
fingida) a los que somos tan dados los profesionales académicos, y en
muchas ocasiones estaba expresamente dirigida a un público general.
Despojada de pretensiones academicistas, desinteresada de la pro-
ducción de la distinción que tiende a ser parte inherente de nuestras
prácticas laborales, bien puede decirse que la escritura de Ratier era
la continuación natural de ese hacer al que me refería en el párrafo
anterior y, a la vez, un correlato de su concepción de la antropología
social como una práctica comprometida. Por eso mismo, creo, sus
textos no sólo han podido enseñar sino también marcar a tantos jó-
venes aspirantes a antropólogos.
Ahora bien, si Ratier enseñaba casi sin hacerse notar, como si fue-
ra lo más natural del mundo, esto era posible porque los demás casi
siempre estábamos predispuestos a prestarle atención. Porque, para
muchos de sus colegas más jóvenes, era una leyenda, una especie de
prócer: ¿cómo no íbamos a prestarle atención, si era uno de nues-
tros primeros antropólogos sociales, el tipo que había estado en Isla
Maciel, el autor de Villeros y villas miseria y de El cabecita negra, una
pieza clave de la reforma del (también legendario) plan de estudios de
la carrera de la UBA concretada en 1973 y velozmente borrada de un
plumazo…? Y, sin embargo, Ratier era una leyenda que no sabía que
lo era, un prócer alérgico al bronce, alguien que acaso se daba cuenta
de que había por allí un pedestal preparado para que se subiera, pero
no tenía interés alguno en hacerlo. Desde luego, él sabía que se lo
asociaba con momentos clave de nuestra historia. En el curso de un

Villeros y villas miseria 17


homenaje que se le dedicó en una sesión de la Junta del Departamen-
to de Ciencias Antropológicas de FFyL-UBA, el colega Juan Carlos
Radovich recordaba que Ratier era consciente de que se lo veía como
a un “testimonio histórico” y decía que era “inútil tratar de evadirse”
de ese papel (los entrecomillados corresponden a palabras de Ratier
en una entrevista citada por Radovich, creo que de 2014).8 Me consta,
también, que de esa manera irónica y un poco rezongona que le era
tan característica, él disfrutaba de los reconocimientos que recibía.
Pero era claro que no tenía su libido fijada en el reconocimiento, ya
fuera bajo la forma de prestigio académico o de la presunción de pro-
tagonismo histórico. Así que, con toda naturalidad, Ratier hacía eso
que hacía, y nosotros, que estábamos siempre atentos, aprendíamos
sin mayores presiones y sin darnos demasiada cuenta.

***
No caben dudas de que Ratier fue un extraordinario etnógra-
fo. Releyendo varios de sus textos que ya no tenía tan presentes, no
he dejado de sorprenderme una y otra vez por la sensibilidad de su
mirada etnográfica, la precisión y concisión de sus descripciones, la
economía de sus argumentos, la discreta brillantez de su escritura.
Tenía todo esto muy presente, sin embargo, porque —no me canso de
decirlo— pienso que su etnografía de la exposición Rural de Palermo
es la mejor pieza del género jamás escrita en el país.9 Ni que decir que
el lector interesado en la etnografía debería correr a leer este texto
extraordinario.
No es este el momento para analizar en detalle el estilo de las et-
nografías de Ratier. Basta, en cambio, con señalar que conjuga la cla-
ridad y la distancia crítica ya mencionadas con una manera de apelar

8  Ver: https://www.youtube.com/watch?v=2ZeWGTpGIEg.
9  Ratier, E. (2018 [1998-99]). “Cuadros de una exposición: la Rural y Palermo.
Ruralidad, tradición y clase social en una más que centenaria exposición agroganadera
argentina. Una etnografía”. En: Antropología rural argentina. Etnografías y ensayos.
Tomo I, op. cit. (pp. 201-286), (http://publicaciones.filo.uba.ar/sites/publicaciones.filo.
uba.ar/files/Antropologia%20rural%20argentina%20Tomo%20I_interactivo_0.pdf).

18 Hugo E. Ratier
a la teoría que no es tan común en nuestro medio, pero está bastante
más extendida en Brasil, donde él cursó estudios de posgrado y tra-
bajó. Se trata de un estilo que es tan parco en cuanto a la exposición
de la teoría como fértil en su empleo: uno que la incorpora como un
recurso analítico y principio de organización textual que, sin embar-
go, tiende a permanecer tácito a menos que sea estrictamente nece-
sario exhibirlo, caso en el cual nunca se lo hace a voces sino con una
cuidada sobriedad. El resultado de esta manera de valerse de la teoría
es que los textos etnográficos de Ratier parecen limitarse a describir
cuando, en realidad, están desarrollando un análisis —no cualquier
tipo de análisis, desde luego, sino uno centrado en las perspectivas
nativas, atento a la diversidad y el detalle de los hechos sociales,
contextualizado—. Ese análisis se despliega sutilmente mediante re-
cursos como el ordenamiento de los temas abordados, una cuidada
administración de los niveles de detalle con que se presentan las des-
cripciones, las relaciones –a veces implícitas– que se trazan entre esos
temas y detalles, un uso ponderado de los conceptos teóricos, y una
capacidad notable para –acorde a la mirada siempre crítica que ya he
mencionado– dar cuenta de las perspectivas nativas sin dejarse colo-
nizar por ellas ni travestirlas para tornarlas en vehículos del punto de
vista del etnógrafo. De esta forma, las etnografías de Ratier encarnan
como pocas esa definición —tan repetida como poco comprendida—
de la etnografía como una forma de descripción analítica de una por-
ción del mundo social. Leerlas es una forma inmejorable de empezar
a entender qué quiere decir esta frase hecha.

***
Decía al comienzo que creo que hablar de Ratier es hablar de
nuestra antropología social. Me refiero a que los escenarios que le
tocó transitar (el de los primeros brotes de la especialidad en la UBA
y del compromiso como su ideal constitutivo; el del exilio; el del de-
finitivo establecimiento de la especialidad en la misma universidad;
el de la creación de una de nuestras pocas carreras de antropología

Villeros y villas miseria 19


en una pequeña ciudad del interior bonaerense; el de la construcción
de una antropología rural; etc.) y la manera en que lo hizo (su forma
de entender y practicar una antropología crítica sin concesiones; su
condición de etnógrafo ejemplar; su desinterés por la conquista de
alguna forma de preminencia en la academia; etc.), hacen que la suya
sea una de esas figuras que, inevitablemente, atraen la atención de
los especialistas en la historia de una disciplina. En ese sentido, no
me caben dudas de que, más pronto que tarde, algunos colegas ha-
rán de Ratier, su trayectoria y sus productos (tanto los escritos y los
institucionales como aquellos, menos tangibles, que toman la forma
de huellas dejadas sobre los saberes de terceros), un analizador de
la historia de la antropología social argentina contemporánea. Será
entonces, también, cuando alguien intente escribir el balance dizque
definitivo que hoy evito.
Desde hace algunas décadas, la antropología social vive tiempos
de consensos débiles, dispersión temática, porosidad de los límites
disciplinarios y retraimientos defensivos. Como correlato de esos
males, se han desarrollado marcadas tendencias hacia la exhibición
compulsiva de diacríticos de la identidad disciplinaria y hacia el de-
sarrollo de reflexiones más o menos torturadas sobre la naturaleza
de la profesión. Ratier no era demasiado dado a hablar públicamente
sobre estos temas ni a las performances identitarias —a menos que
fueran irónicas—. En cambio, era un antropólogo social de cabo a
rabo y, muy puntualmente, un etnógrafo en cuerpo y alma. Alguna
vez, Ratier dijo —como reza el epígrafe de estas notas— que no sabía
bien qué era la antropología, pero la reconocía cuando la veía pasar.
Yo creo que, si alguna vez se hubiera cruzado con la antropología —
en algún paraje bonaerense, digamos—, ella lo habría reconocido. Y
el abrazo, claro, habría sido inevitable.

Fernando Alberto Balbi


11 de julio de 2022

20 Hugo E. Ratier
UNA REEDICIÓN NECESARIA

Durante muchos años, y hoy mismo, soy recordado a nivel académi-


co y general por dos trabajos cuya primera aparición data de 1972:
Villeros y Villas Miseria y El cabecita negra. Recibo inesperadas llama-
das de periodistas, profesores, colegas y estudiantes en las que se me
requiere para opinar sobre temas vinculados a esa problemática mi-
gratoria. Por cierto, encontrar ejemplares de esas primeras ediciones
es hoy muy difícil. Tampoco es frecuente dar con las dos ediciones
siguientes de Villeros, de 1976 y 1985; ni la de 1976 de El Cabecita.
Cabe aclarar que tengo otras publicaciones, que mi interés se dirige
actualmente a la antropología rural y mis últimos estudios se refieren
a pequeñas poblaciones bonaerenses. No obstante, como me mani-
festara mi amigo y colega Miguel Murmis: “vos podrás trabajar en lo
que sea, pero no importa. Siempre serás el antropólogo de las villas”.
Como tal me asumo, entonces, y reúno en este volumen los dos
textos con algunos agregados contextualizantes y complementarios.
En su preparación agradezco el invalorable aporte del colega Ricardo
Abduca quien, en alguna medida, demostró conocer más de mi tra-
yectoria y obra que yo mismo. Pero antes de entrar en materia estimo

Villeros y villas miseria 21


necesario ubicarme en la época en que ambos libros aparecieron e
indagar las posibles causas de su persistencia.
En 1966 surgió la dictadura de la llamada “Revolución Argentina”
con su pretensión de eternidad. En la esfera universitaria sucedió,
entre otras cosas, la “Noche de los Bastones Largos” y la reacción de
docentes e investigadores que presentaron masivamente la renuncia
a sus cargos, con la ilusión de que tal masividad revertiría la acción
destructiva del Gobierno. Vana esperanza. En mi caso y en el de miles
de colegas solo significó la expulsión del ámbito académico y la nece-
sidad de ganarse la vida fuera de él. Hubo respuestas creativas, como
la organización de centros de estudio multidisciplinarios e institutos
de formación privados, que procuraban paliar el empobrecimiento
en la formación de los graduados universitarios.
En mi caso, perdí el cargo docente en la Facultad de Filosofía y Le-
tras, que había ganado por concurso; y mi puesto en el Departamen-
to de Extensión Universitaria, dependiente del Rectorado de la UBA,
en el cual me desempeñaba dentro del Centro para el Desarrollo de
la Comunidad de Isla Maciel, ubicado en el Partido de Avellaneda en
la provincia de Buenos Aires. Fue mi primer contacto con una villa
miseria integrando un equipo excepcional de profesionales de varias
especialidades que desarrollaban allí una notable labor en moldes par-
ticipativos. Yo era el único antropólogo y había iniciado una investiga-
ción en la villa y en el lugar de origen de algunos de sus habitantes, para
profundizar en el tema migratorio. Todo tuvo que abandonarse. Me
refugié, para sobrevivir, en el empleo burocrático que tenía.
El avance dictatorial sobre la universidad tuvo otra consecuen-
cia: el desmantelamiento de la revolucionaria editorial EUDEBA, en
cuya organización había sido vital el genio de Boris Spivacow. Pero
este editor, incansable, se volcó en otro proyecto, el Centro Editor de
América Latina –ejemplar también– donde muchos de los expulsa-
dos de la universidad encontramos posibilidad de trabajo. Para mí, el
Centro fue el ámbito donde pude seguir practicando la antropología.

22 Hugo E. Ratier
Al mismo tiempo y en tanto avanzábamos hacia los 70, la mili-
tancia social y política se fue tornando necesaria. Para mi significó
el retorno a las villas, claro que en un plano totalmente distinto a mi
anterior aproximación profesional. Muchos de los datos que incluí en
mis libros me fueron provistos por compañeros de militancia, cosa
que, por supuesto, no dije en su momento.
Fue en el contexto del Centro Editor donde escribí los dos traba-
jos que ahora reedito. Cuando me pidieron “algo sobre villas” pensé
en hacer una recopilación de otros aportes. Pero no encontré mucho,
más bien expresiones literarias, cuentos y novelas sobre el tema. En-
tonces comprendí que estaba obligado a escribir algo yo.
Ahí tuve que decidir una orientación. Podía ser un enfoque aca-
démico, con plétora de citas bibliográficas, terminología especializa-
da, cuadros estadísticos precisos, lenguaje erudito. Pero la colección
que se me había asignado se llamaba La Historia Popular/Vida y mi-
lagros de nuestro pueblo. Eso suponía un público general e imponía la
divulgación. Procuré escribir entonces para ese público y salir al en-
cuentro de los prejuicios más frecuentes que éste solía sostener, con la
esperanza de rebatirlos. Eso sí, utilicé datos basados científicamente.
Nunca me aparté de ese rigor.
Integrarse a una colección como las del CEAL tenía innumerables
ventajas. Por lo pronto, sus libros se vendían semanalmente en los kios-
cos. Los lectores de La Historia Popular, interesados en una temática
tan vasta como la que va del conventillo, la revolución del 90, el fútbol,
el peronismo, el gaucho, a la guerra del Paraguay hasta a la poesía lun-
farda, por ejemplo; estaban atentos a los nuevos títulos. Y entre esos
lectores hubo algunos excepcionales como Norberto D´Atri.
El 27 de enero de 1972, cuando yo aun no sabía que mi libro había
aparecido y estaba a la venta, D´Atri publicó en La Opinión (por ese
entonces era un diario absolutamente influyente entre nosotros) una
nota titulada “Una lúcida investigación analiza el serio problema de
las villas miseria”. Ante tal calificación, quise saber de qué se trataba,
ya que entraba en mi tema. ¡Y era ni más ni menos que sobre mi libro!

Villeros y villas miseria 23


Muy elogioso, casi imponía su compra a los lectores. Corrí a la esqui-
na, lo pedí, y el kiosquero me dijo: “¿Usted también leyó La Opinión?
¡Se me está agotando!”.
Di con D´Atri telefónicamente días después. Me contó que él no
hacía crítica bibliográfica en el diario, pero que leyó Villeros y le llegó
muy hondo. Tanto que pidió para hacer la nota, que incluimos más
adelante. Considero que su intervención fue fundamental para el éxi-
to del libro.
A pedido de amigos (en especial gente del interior) encaré otro
tema, el del racismo argentino, y produje El cabecita negra. Por lo
que he conversado, las preferencias de los lectores varían entre uno
y otro libro. Para mi ambos se complementan y por eso ahora decidí
tomarlos juntos.
Fue esa partida desde los kioscos lo que facilitó una amplia distri-
bución de los libros y su utilización como herramientas tanto para in-
formación como para base de discusión política. Esa fue mi intención
en el contexto de una dictadura reaccionaria que asumía la discrimi-
nación y el racismo como base de su acción antipopular: dar armas
para rebatir el prejuicio. Así, se produjo el regreso de los textos a los
espacios geográficos y sociales que les dieron origen.
Esa vuelta al entorno villero me trajo asimismo gratas sorpresas.
Comprobé que los compañeros me habían leído, y que usaban mis
argumentos en su oratoria. Pude comprobarlo al escucharlos. Un
ejemplo fue lo que llamé “el mito de los monobloques” referido al
supuesto mal uso de los departamentos nuevos por los villeros realo-
jados. Como escritor y como científico, contribuir a esclarecer esas
falacias fue mi mayor recompensa.
Pero, ¿cómo encarar esta reedición a casi 45 años de la aparición
de los libros? Las villas han cambiado mucho, su población también,
el país todo ha experimentado cambios notables. ¿Deberíamos en-
tonces actualizar los datos, presentar un nuevo panorama que dé
cuenta de lo que son las villas y sus habitantes hoy? ¿Dar cuenta de
las nuevas generaciones de habitantes nacidos en las mismas villas y

24 Hugo E. Ratier
no ya producto de la migración? ¿Analizar las organizaciones que en
este momento los agrupan?
No lo creo. Ello significaría toda una nueva investigación para lo
cual no contamos ni con tiempo ni con medios. Hay, por otra parte,
una vasta literatura a la que se puede acudir para obtener un panora-
ma más actual.
Déjenme asumir la condición de clásico que algunos me han otor-
gado. Podría atribuirla, quizás, a haber sido la mía, tal vez, la prime-
ra incursión desde las ciencias sociales en una temática que no solía
encarar la antropología de la época. Hasta ese momento, el mundo
villero había quedado limitado a expresiones literarias. Yo tuve que
meterme en él y mostrarlo con elementos nuevos. Entré en él desde
una perspectiva que califiqué de antropología urbana1. Poco frecuen-
te, era algo que no se enseñaba en la Facultad. Los antropólogos nos
limitábamos a estudiar poblaciones indígenas y algunos campesinos
(los tradicionales, que producían folclore). Fue mi inclinación hacia la
problemática rural la que informó mi entrada como investigador en
la villa. Yo veía en los villeros a gente del interior, como yo, y trataba
de entender de qué forma procuraban incorporarse a la ciudad extra-
ña (eso que a mí me había costado mucho, pese a pertenecer a otro
estrato social). Los veía, también, enfrentando el prejuicio, el que los
denigraba como cabecitas negras. Por eso estimé necesario acudir al
lugar de origen, conocer su situación y desde allí apreciar cómo estas
poblaciones provenientes del interior o de países limítrofes pugnaban
por convertirse en citadinos.
Ese periplo no ha cambiado mucho y su conocimiento sigue sien-
do útil para entender la situación actual (tan útil como lo es siempre
el dato histórico). Trasladarse a las grandes ciudades continúa siendo
recurso principal para escapar a la explotación y a la falta de traba-
jo creciente en el interior. Los villeros siguen padeciendo discrimi-
nación y represión. Les siguen faltando viviendas y urbanización. Y

1  Ratier, H. 1967 : “Antropología urbana: una experiencia comparativa”. Etnia¸ nº


5, p. 1-2.

Villeros y villas miseria 25


siguen organizándose para resistir. El racismo argentino aún opera
y los encasilla como cabecitas negras o, simplemente, como negros.
Bueno sería que los temas abordados en estos dos trabajos tu-
vieran interés apenas como testimonios felizmente superados, casi
de carácter arqueológico. Sin embargo creemos que, en su eventual
valor como clásicos (ahora unificados en un volumen), se justifica
por la permanencia de problemas que pueden encontrar en él datos y
argumentos útiles para la incesante lucha en busca de la mejora de las
condiciones de vida populares. Así sea.

Hugo Ratier
octubre de 20162

2  Hugo E. Ratier había preparado este escrito para una reedición anterior que no
llegó a materializarse. Antes de que se llevara a cabo una actualización de la reedición,
el autor falleció. Por ello se tomó la decisión de respetar las palabras escritas
anteriormente.

26 Hugo E. Ratier
LA OPINION ◆ Jueves 27 de Enero de 1972 ◆ Pág. 23

El drama de los argentinos segregados

Una lúcida investigación analiza el


serio problema de las villas miseria
Escribe Norberto D’Atri

Villeros y Villas Mi- mún. Al tomar con- no” fluido, ágil y con
seria, por Hugo E. tacto con él, supusi- la contundencia del
Ratier. Centro Editor mos que se trataba “cross a la mandíbula”
de América Latina, de una de las clásicas que Arlt pedía para
Buenos Aires, 113 monografías de licen- nuestra literatura. En
páginas. ciados en sociología apenas 110 páginas
Si usted es porteño y o sobre “poblaciones – cuando podría ha-
vive en un barrio “de- marginales”, “índices ber utilizado muchas
cente”, vaya hasta la de urbanismo”, “cues- más- Ratier supo con-
esquina y en el puesto tionamientos al siste- densar el mejor re-
de diarios, entre las ma” enroladas, según sumen sobre origen,
revistas deportivas, los casos, en el “cienti- causas y efectos de la
las semipornográficas ficismo” conformista creación y existencia
y el horóscopo sema- o el panfleto insurrec- de las “villas miseria”
nal, encontrará un li- cional. que se haya publicado
bro- Villeros y Villas Nada de eso. El autor hasta el presente.
Miseria-; cómprelo utiliza con idoneidad
y léalo: deberá, luego datos e información ◆ “No somos parias”
de hacerlo, encontrar sociológica y antro- En la primera página
una válvula de escape pológica, ubicándolos hay un poema. Cui-
para expresar su in- con su preciso cono- dado: no los versos
dignación. cimiento de nuestra de un intelectual que
Esta introducción, historia política y una hace “protesta” sobre
menos ortodoxa que clara comprensión la “villa”; es la poesía
la de una crónica bi- del proceso económi- de un “villero”. Dice:
bliográfica, tiene su co y social argentino. Atención, porteño|
razón de ser: el libro Además, es un trabajo a esta Villa Miseria:
de Hugo E. Ratier es bellamente escrito, en cementerio de sueños
algo fuera de lo co- un idioma “argenti- de cabecitas negras…

Villeros y villas miseria 27


Pero entiende an- ◆ Los porqué ma, Villeros y Villas
tes: NO SOMOS PA- Entonces, tras la Miseria alcanza un
RIAS| somos inmi- presencia de los bo- grado de lucidez lla-
grantes en nuestra livianos en las villas, mativa e infrecuente.
propia Patria. Esta está la denuncia de la Exime de culpas al go-
última estrofa resume oligarquía latifundista bierno peronista por
el tema central del li- norteña y el drama so- la subsistencia de las
bro: la inmigración cial y geopolítico del “villas” (apoyándose,
interna que produce Altiplano. En la de los aquí sí, en datos y es-
la “villa”. Un fenóme- jujeños, la trampa mi- tadísticas) y muestra
no argentino con las neral de “Mina Agui- la falsedad de una mi-
similitudes y conco- lar” (National Lead) tología que atribuye
mitancias de los can- “que, desde hace años el origen de las villas
tegriles uruguayos, las cumple con la función a “causas fundamen-
callampas chilenas, de no extraer nues- talmente políticas de
las favelas brasileñas, tros minerales”. Y en un problema creado
las barriadas limeñas, la de los chaco-san- por la tiranía”. Falacia
los ranchos venezo- tafecinos subyace la editorializada por la
lanos, los bidonvilles culpa de “La Forestal”, “prensa seria”.
norteamericanos. “dedicada justamente Ratier demuestra
En este trabajo, el in- a deforestarnos”. cómo “los negros” for-
vestigador – utilizan- Tras la desnutrición maron, efectivamente,
do una metodología y subalimentación, “villas” durante la
diferente de la de los común a la población época de Perón (pro-
trabajos de inspira- provinciana que llega ducto de un déficit ha-
ción ginogermanista a las “villas”, apare- bitacional y no de una
o ditellianos- no tra- ce la denuncia de la intencionalidad segre-
za gráficos ni busca sociedad de consu- gacionista) pero para
coeficientes matemá- mo penetrando en la integrar una mano de
ticos que porcentúen economía tradicional, obra industrial que los
“índices”. No “marca reemplazando la car- absorbía, les pagaba
casilleros”. Habla con ne y la leche, ahora salarios puntualmen-
la gente, la escucha. imposibles de conse- te (en moneda, no en
Más que “observarla”, guir y pagar, por los “vales”, como antes y
la “ve”, la “siente” y de- fideos baratos y atrac- ahora en el interior
muestra que el origen tivamente envasados, del país), les otorgaba
del éxodo siempre está pero carentes de pro- protección gremial y
vinculado al problema teínas. servicios asistencia-
de la tenencia de la tie- También en el análi- les gratuitos mientras
rra. sis político del proble- realizaba la acelerada

28 Hugo E. Ratier
construcción de mo- ubicar y cuantificar el alucinante periplo
nobloques urbanos casos concretos. La de los que vienen de
(hecho real, verifica- respuesta que encon- lugares donde no hay
ble, tangible), modes- traron fue, invariable- qué comer, ni dón-
tos pero funcionales e mente, ésta: “Bueno, de trabajar, ni cómo
higiénicos. El ritmo de no sé bien cuándo ni aprender. Y van a una
crecimiento de estas dónde, pero es cier- ciudad que no quie-
construcciones hubie- to. Todo el mundo lo re darles de comer, ni
ra eliminado -en gran sabe”. No se pudo de- los deja trabajar, ni los
parte- las “villas” si no tectar un solo caso. La quiere educar. Que les
hubiera sido frenado “villa”, por otra parte, escupe en el rostro su
en las postrimerías ha dado su respuesta rechazo, no confor-
del régimen peronista política: es peronista, mándose con la segre-
gracias a una leyenda integral, tozuda y he- gación infamante del
que difundió la clase roicamente (sic). La ghetto telúrico, ame-
media antiperonista – “gente decente” tam- ricano, que -en defini-
y aceptaron las capas poco puede perdo- tiva- es la villa. Deján-
medias y un sector de narle esto. doles para sobrevivir
la burocracia peronis- el camino del delito.
ta- que podría resu- ◆ La cuña americana Sin embargo, los índi-
mirse así: “Cuando los Después de 1955, ces de delincuencia y
villeros tomaron po- toda la política oficial prostitución son mí-
sesión de sus flaman- respecto de las “villas” nimos, si se tiene en
tes departamentos, lo (pobladas por 80 mil cuenta la motivación
primero que hicieron habitantes en 1955 y ambiental.
fue levantar el parquet por 800 mil en 1970) En resumen: el esta-
de los pisos para hacer se redujo al tacho de blishment y sus amos
fuego y preparar asa- kerosene y el fósforo imperiales no los de-
dos… (y) sembraron alevosamente arrima- jan vivir allá y tampo-
plantas e las bañade- do. Hasta llegar a On- co los quieren acá. Y
ras”. ganía, uno de cuyos esto que se hace contra
Un grupo de profe- “proyectos” consistió las últimas reservas de
sionales y estudian- en un plan de “erradi- la nacionalidad tiene
tes universitarios que cación” que establecía un nombre: genoci-
integraba el autor de residencias “transi- dio. Y un trasfondo
este libro, realizó una torias” para “reduca- histórico: el “proyecto
exhaustiva investiga- ción”. Lo que resultó liberal” surgido des-
ción sobre el hecho en de este plan también pués de Caseros, que
todos los monoblo- está narrado en el tra- consideró “bárbaro” a
ques de la época para bajo de Ratier. Como todo lo americano.

Villeros y villas miseria 29


Atención, porteño
a esta Villa Miseria:
cementerio de sueños
de cabecitas negras.

De aquí parte el grito,


lamento profundo
que marca un hito
en la miseria del mundo.

Es un grito de rabia,
de dolor y de pena,
que bulle en la savia
de nuestras venas.

Dolor de hermano
de tierra adentro,
con la misma sangre
que llevas adentro.

Pena por sabernos


por pobres, menos,
y que quieren tenernos
socialmente ajenos.

Pero entiende antes:


NO SOMOS PARIAS,
somos inmigrantes
en nuestra propia Patria.

CHILMINO
(poeta villero)
Introducción

¿Cuántos años tienen? ¿Cómo son? ¿Quiénes viven en ellas? El hom-


bre de la ciudad no siempre las conoce, pasa atemorizado ante esa
acumulación de chapas y maderas cuya impresión de desorden le
molesta. Maldice su suerte si le toca vivir al lado de una. Observa con
temor el ir y venir de los hombres que las habitan hacia el trabajo,
la intrusión de sus mujeres en los comercios del barrio, la travesura
descalza de sus enjambres de niños.
Aunque la clase media no lo sepa, la villa miseria ya está imbri-
cada para siempre en su vida diaria. Llega hasta las casas de depar-
tamentos desde su propio nacimiento en el albañil boliviano que las
levanta, en la mujer que cumple tareas de servicio doméstico por ho-
ras. Está en los brazos fornidos de los portuarios, en el cuchillo de los
matarifes del frigorífico, en las fábricas, en la mujer que vende ajos
y limones en la feria. La villa construye y mantiene a la ciudad que
generó y la margina.
La mayoría de la gente que habita en casas “normales” parece co-
nocerla tan solo de oídas. La voz sabia de alguno que transitó es-
porádicamente con miedo por las callejuelas advierte: “Es mejor no
entrar solo. Y de noche... ¡ni loco!”. En general, el país parece aver-
gonzarse de ellas. Fueron eliminadas con prisa y rigor de la autopista
que une Buenos Aires con Ezeiza. Contrastaban demasiado con los
altos edificios que con fines sociales construyó –no para villeros– la
municipalidad porteña, e impresionaban mal al turista que entraba
al país desde el aeropuerto internacional. Se plantea erradicarlas de
las vecindades de la estación Retiro, donde se erige un gigantesco ho-
tel de la cadena Sheraton. Su visión desde los lujosos departamentos
empañaría la “imagen” que el país vende al viajero que nos trae el
“regalo” de sus dólares.

Villeros y villas miseria 33


El eufemismo oficial las denominó y denomina “barrios de emer-
gencia”, como augurándoles transitoriedad. El pueblo las fue bauti-
zando individualmente con matices irónicos: Villa Tranquila, Villa
Piolín, Villa Jardín, Villa Insuperable. Un periodista, Bernardo Ver-
bitsky, las unificó como “villas miseria”, vocablo de singular fortuna.
Polemizó, inclusive, reclamando la paternidad del nombre, pero ya
no le pertenece. El pueblo no reconoce derechos de propiedad, olvi-
da a los autores, se apropia de las cosas para agregarlas a la herencia
común del anonimato.
Lo cierto es que constituyen lunares de dependencia, manchones
de subdesarrollo en el rostro compuesto y pretencioso de Buenos Ai-
res. No sirven de consuelo las teorías económicas que la interpretan
como “indicadores de crecimiento”, saludables en el fondo. Es con-
suelo de tontos también el decir que son un mal de muchos, que tie-
nen sucedáneos en casi todo el mundo: cantegriles, en Uruguay; ba-
rriadas, en Lima; ranchos, en Venezuela; favelas, en Brasil; callampas,
en Chile; bidonvilles, en Estados Unidos; shangais, en Italia, etc. Igual
duelen, molestan, conmueven o indignan. Aunque sean la expresión
argentina de un fenómeno mundial que, no nos engañemos, no es el
crecimiento ni el subdesarrollo. Es, simplemente, la explotación y la
dependencia.
Plantas urbanas atípicas, constituyen campamentos populares
que van cercando a la ciudad opulenta. No responden, es cierto, a
las pautas clásicas del urbanismo. El laberinto de sus callejuelas des-
orienta al extraño. Hay pasillos sin finalidad aparente, que cuando el
enemigo ataca se convierten en escondites. Dos puertas en sus casi-
llas garantizan la fuga rápida ante amenazas extrañas. La villa sabe
que se lleva contra ella una guerra de exterminio, y se defiende.
En 1955, 80.000 personas las habitaban. En 1970, cálculos con-
servadores estimaban su población en 800.000. Para mucha gente,
incluidos ciertos “importantes matutinos”, las inventó Perón, y “por
razones políticas”. Lo cierto es que preexistían al período peronista,
y que crecieron como nunca cuando concluyó este. Nadie ha aven-

34 Hugo E. Ratier
turado todavía la hipótesis de que las inventó la Revolución Liber-
tadora. Eso sí, es a partir de esta cuando se las estudia con mayor
ahínco y con mayor inutilidad. Sus viejos y hasta entonces casi únicos
habitúes, los vendedores ambulantes, ven pasar a su lado ejércitos
de sociólogos, asistentes sociales, sacerdotes, damas de beneficencia.
Instituciones oficiales y privadas, partidos políticos, diversas confe-
siones religiosas lo apadrinan. En ocasiones, los ejércitos son más
contundentes: gigantescas razzias policiales siembran el terror en las
casuchas humildes.
Sociológicamente, las villas son las sucesoras del conventillo.
Como estos, albergan el exceso de población que el campo envía
sobre la ciudad. Como estos, forman parte de las soluciones que el
pueblo puede dar a sus problemas, aprovechando los resquicios que
le deja el sistema social que lo oprime, el que los expulsó de las tierras
donde desde siempre vivieron sus antepasados. Hay algunas diferen-
cias con el conventillo, sin embargo.

Villeros y villas miseria 35


Conventillos y migración ultramarina

“Gringos”, “turcos” y “gallegos” formaban el grueso de la población


conventillera. Eran el resultado de una política de poblamiento le-
vantada desde la organización nacional, que, en setenta años, desde
1860, introdujo en el país seis millones de inmigrantes (Margulis,
1968, p. 36). No anglosajones, como soñara Alberdi, pero al menos
europeos. La panacea europeísta constituye una larga tradición que
coincide con los intereses de las grandes potencias de la época, y to-
davía dura. La historia de las villas nos lo va a demostrar.
En teoría, el europeo venía a “poblar el desierto”, a ejercitar la agri-
cultura en la cual –se suponía– era más ducho que el criollo. En la
realidad, se encontró con la paradoja de que tal desierto tenía dueño,
que no podía acceder a la propiedad de la tierra, que el régimen de
arrendamientos rurales lo condenaba a un eterno vagabundeo. La
oligarquía ganadera lo utilizaba para sembrar potreros de alfalfa y
luego lo despedía. Las colonias agrícolas fueron la excepción, y casi
todas ellas se situaron en el Litoral, generando lo que conocemos hoy
como “pampa gringa”.
El extranjero refluye entonces sobre las ciudades. Buenos Aires
absorbe la mitad de ellos, y la especulación inmueble le destina el
hacinamiento de las viejas casonas coloniales abandonadas por la
clase alta tras la fiebre amarilla; y les construye luego nuevas casas de
inquilinato.
Pero Buenos Aires crece, se desplaza en conurbaciones que siguen
a los rieles del tranvía, verdadera revolución en el transporte urbano.
La “casita propia” florece en los barrios obreros, en los aledaños de la
ciudad, y el conventillo se va despoblando.
Por diversas circunstancias, el contingente europeo no se renueva
a un ritmo constante, y hacia 1930 prácticamente cesa. En el puerto
nace, de ese “crisol de razas” de los próceres, un modo de vida propio.

Villeros y villas miseria 37


Siempre el puerto miró a Europa; ahora lo hará más que nunca. La
capital lo contiene todo; el interior, nada.
La división internacional del trabajo resuelta más allá del Atlántico,
atribuyó a nuestro país el papel de proveedor de materias primas, en es-
pecial carne y granos. Por largo tiempo, ese rol permitió el enriqueci-
miento constante de una clase social que, lejos de reinvertir lo ganado en
actividades productivas, lo empleó en elementos suntuarios. Mansiones
fastuosas, ministerios recubiertos de mármoles y parques que nada tie-
nen que envidiar a los de Europa, marcan ese período de prosperidad.
Las transformaciones económicas se van generando poco a poco,
cuando las guerras mundiales cierran la importación europea y el
país debe sustituirlas. Fábricas y pequeños talleres concentran los
primeros núcleos obreros, en un momento en que la mayoría de la
masa laboral se volcaba hacia los llamados “servicios” (empleados,
sirvientes, conductores de carros o autos, etc.).
En 1914 se verifica el famoso deterioro en los términos del inter-
cambio: se paga menos por la materia prima y se cobra más por las
máquinas. Gran Bretaña, que controla los resortes económicos del
país, se surte ahora en sus dominios (Canadá, Australia), cuya pro-
ductividad no cesa de avanzar mientras la nuestra queda estancada.
Ese deterioro se agravará en términos dramáticos con la crisis mun-
dial de 1930. La desocupación se cierne sobre el mundo, y nuestro país
ve aparecer las primeras villas: Villa Desocupación, en Puerto Nuevo,
con sus ollas populares, sus “atorrantes”1, su arquitectura de chapas.
La Argentina continúa sustituyendo importaciones, es decir, in-
dustrializándose. El estallido de la Segunda Guerra Mundial acelera-
rá el proceso. La inmigración, entre tanto, ha dejado de alcanzar las
cifras sorprendentes de otrora. Para conseguir la mano de obra que
la industria en expansión requiere, el país debe recurrir a sus propias
reservas humanas. Entonces entra en escena un elemento nuevo.

1  Según tradición, los individuos que llevaban ese mote lo deben a haber pernoctado
en el puerto dentro de grandes caños. Estos llevaban escritos en grandes caracteres el
nombre de su fabricante francés: “A. Torrant”, de donde derivó “atorrante”.

38 Hugo E. Ratier
Del conventillo a la villa

Nuestro campo nunca fue hospitalario. Sus duras condiciones de vida


mejoraron un poco en cuanto a relaciones laborales (por ejemplo,
con el Estatuto del Peón, sancionado en 1944), pero la estructura de
la propiedad de la tierra continuó igual. El grueso de la población
campesina tuvo acceso limitado a esa propiedad, y el latifundio siem-
pre fue la regla. Tuvo que buscar soluciones que nadie le daba, y la
única que tenía a su alcance era la migración. La década del 40 asiste
al aceleramiento de ese proceso de despoblación del campo. La ciu-
dad atrae con sus posibilidades de empleo, su nivel de servicios, su
mayor acceso al consumo. El campo expulsa.
En 1930, todavía, el conventillo, la pensión barata, podían ser vi-
viendas obreras. Cuando los frigoríficos trasladan sus plantas desde
el Litoral al propio puerto de Buenos Aires, en los conventillos de Isla
Maciel se albergan los peones de esos establecimientos. Expertos en
una industria semirrural, conviven con los genoveses y descendien-
tes de europeos en general; que trabajan en la ribera vinculados a la
construcción naval.
Luego, ni esas viviendas –por cierto, nada recomendables desde el
punto de vista higiénico– se encuentran al alcance de la masa migrato-
ria interna. El ingenio del criollo busca nuevamente la solución propia,
apelando a los elementos que le brinda su cultura tradicional. Hay una
antigua arquitectura campesina que, uniendo técnicas indígenas y es-
pañolas, capacita a cualquier individuo para levantar su vivienda.
Claro que aquí no existen elementos que en algunas regiones del
país están tan a mano. Ni la piedra, ni las cañas, ni la posibilidad de
hacer adobe. Entonces se recurre a cualquier cosa: chapas de zinc,
maderas de cajones, bolsas. Hasta baterías de automóviles en desuso,
como las que constituyeron las paredes en una antigua villa denomi-
nada por eso mismo Villa Acumuladores.

Villeros y villas miseria 39


Se aprovechan los elementos constructivos que la ciudad ofrece.
Bajo los puentes de los ferrocarriles acampan muchas familias, que
luego van cerrando espacios con materiales diversos. En baldíos muy
céntricos (en la calle Garay de Buenos Aires, por ejemplo, a metros de
la estación Constitución) la villa comienza a formar parte del paisaje
urbano.
La regla, sin embargo, es que crezcan junto a los lugares de traba-
jo, en terrenos de preferencia fiscales.
No es raro. Nuestro campesino ha considerado siempre casi pro-
pio el terreno estatal, esas tierras que él mismo contribuyó a coloni-
zar. No hacía sino aplicar una vieja norma consuetudinaria.
Observando algunas casillas, podemos percibir todavía la cum-
brera y las tijeras del rancho criollo, aunque ahora están recubiertas
por chapas o maderas. El piso de tierra apisonada es común, y en zo-
nas anegadizas, el hombre del Litoral ha utilizado la técnica del pala-
fito: la casa elevada sobre pilotes a la que se accede por una escalerita,
como defensa contra las inundaciones. El derecho de ocupación pro-
viene del trabajo. Los primeros habitantes de las villas van delimitan-
do sus terrenos, delimitación que luego sufrirá modificaciones por
razones de espacio y de necesidad. La ley los define como “intrusos”,
pero ellos venden y alquilan sus casillas o pedazos de terreno. Desde
el comienzo se enfrentan al sistema, cuyas leyes desconocen de hecho
para arbitrar las propias.
Al viejo Buenos Aires le molesta un poco esta nueva concreción
urbanística, esta presencia morena en sus calles, esa invasión de un
pueblo desconocido. Y es que la población porteña, producto impor-
tado por excelencia, ve llegar algo que no comprende: el propio país.
La villa es una realidad que parte de bases distintas, cuyas raíces
se hunden en el pasado nacional. Y de repente, Buenos Aires se da
cuenta de que ella (y no la villa) también es América.

40 Hugo E. Ratier
Más allá del puerto

En el territorio argentino de comienzos de la conquista, dos factores


fueron la medida de la riqueza en sus diversas regiones: los indios y el
ganado. En el Noroeste y el Nordeste, el conquistador se asentó sobre
poblaciones de tradición agrícola.
En el Noroeste se practicaba el riego, se cultivaba en terrazas. En
el húmedo Nordeste, los guaraníes practicaban la horticultura, en es-
pecial la de la mandioca, quemando la selva para fertilizar el suelo.
Ambos pueblos conocían técnicas textiles y cerámicas. La institución
de la encomienda permitió a los españoles apropiarse de esa fuerza
de trabajo, y en el mismo sitio donde habían sentado sus reales los
indígenas, plantaron sus ciudades.
La Iglesia, con sus misiones y reducciones, participó también de
esta forma de riqueza. Concesiones especiales del rey de España per-
mitieron, por otra parte, la formación de poblaciones denominadas
“pueblos de indios”, con relativa independencia, que perduran hasta
más allá de 1850. Es allí donde comienza el mestizaje biológico y cul-
tural de conquistadores y conquistados.2 Se va constituyendo lo que

2  “De la Importancia de la población india en la gobernación de Tucumán habla muy


elocuentemente el recuento de 1778: sobre 126.004 habitantes: 34.516 son “españoles
civiles”, 453 religiosos, 35.324 indios, 44.301 negros zambos y mulatos libres, 11.410
de los mismos esclavos. Los españoles eran en gran parte, por ese entonces, recién
llegados. Los negros, mulatos y zambos aumentaron, principalmente por cruzamiento
con españoles e indios... En la campaña el censo de 1776 (para el curato de Arauco)
arroja la siguiente proporción: españoles, 563; indios, 1.550; mulatos, zambos y negros
libres, 162; los mismos esclavos, 243. Con toda certeza era la población urbana, a fines
del siglo XVIII, la que concentraba la mayor parte de españoles, negros y mulatos.
Treinta años antes de la declaración de la independencia el Tucumán cuenta con tantos
indios como españoles; los indios constituyen gran parte de la población rural y hasta
el resquebrajamiento de la estructura política virreinal muchos indígenas vivieron en
pueblos de indios o reducciones con sus propias autoridades, legalmente establecidas
para evitar su esclavización por los colonos españoles.” Enrique Palavecino, “Áreas de
Cultura Folk en el territorio argentino” (en J. Imbelloni y otros, Folklore Argentino:
Buenos Aires, Nova, 1959, p. 348).

Villeros y villas miseria 41


Darcy Ribeiro denomina pueblos neoamericanos. Guaraní-parlantes,
en el Litoral, y quechua-parlantes, en el Noroeste, van creando for-
mas de vida especializadas en relación al medio que habitaron.
El Sur no fue tan grato para el conquistador. Los indígenas de
las pampas y la Patagonia jamás se sometieron a su yugo. La proli-
feración del ganado vacuno y caballar alcanza allí proporciones im-
presionantes. En ningún lugar de la Tierra estas especies encuentran
un medio mejor para reproducirse: inmensas llanuras sin límites cu-
biertas de pastos naturales, a los que se agregarán los de procedencia
europea, posibilitan la vida libre de tropas de ganado cimarrón, que,
en algún momento, llegan a los 40 millones de cabezas.
Hacia el siglo XVIII, los agricultores araucanos de Chile penetran
en nuestro país. Su vida va a cambiar radicalmente. Dejarán el cultivo
del maíz, la vivienda fija, las costumbres sedentarias, para convertirse
en ganaderos. Del tehuelche patagónico tomarán el toldo de cuero.
Abandonarán el arco y la flecha por la lanza y las boleadoras; y pasea-
rán triunfalmente por un amplísimo territorio situado al sur del río
Salado, en la provincia de Buenos Aires, y que comprendía la parte
meridional de Córdoba, San Luis y Mendoza, extendiéndose hasta el
confín del continente.
Blancos e indios son, en esta zona, competidores en la explotación
ganadera, y su enfrentamiento es inevitable. Los grandes imperios
agrícolas de aztecas e incas cayeron con relativa facilidad en poder de
un puñado de españoles, pues la agricultura amarraba a los guerreros
indígenas a la tierra. El ejército de Moctezuma disminuía en épocas
de cosecha, y Cortés lo aprovechó. Pizarra quemaba las sementeras
de los súbditos del Inca, sumiendo en el hambre y el terror a sus po-
blaciones.
En aquellos altiplanos áridos, la supervivencia dependía del tra-
bajo humano. El cazador tehuelche o el agricultor araucano, luego
transformados en ganaderos, cuentan con su territorio que les ofrece
posibilidades de sustentación similares prácticamente en todas par-
tes. Las reses se mueven junto con los campamentos, y el caballo –que

42 Hugo E. Ratier
el indio domina y domestica mejor que el gaucho– constituye una
verdadera revolución tecnológica, tanto en la casa como en la guerra.
Todos estos elementos darán a los imperios de la pampa cuatro siglos
más de existencia libre que a los estados agrícolas del Norte.
Frente a las huestes indias aparece un personaje nuevo: el gaucho.
Ribeiro apunta con justeza que la corriente que repobló las campiñas
santafesinas, entrerrianas y bonaerenses provenía de la Asunción.
Allí ya galopaban los “mancebos de la tierra”, los “gauderios”, mezcla
de sangres y costumbres guaraníes e hispanas. No debemos descartar
la presencia entre estos hombres de criollos de pura cepa peninsular,
de mulatos y negros y de mestizos de “pampas” y “cristianos”.
El trabajo ganadero es trabajo de hombres libres. La esclavitud es
imposible en la llanura, donde el negro no puede ser sometido a la
dura disciplina de la plantación, al rigor del látigo y las barracas. Su
función se ve reducida al servicio doméstico y al ejercicio de artesa-
nías en beneficio de sus amos, en las ciudades. Una vez a caballo, sin
cadenas ni rejas, el africano galopa hacia la libertad de la campiña
abierta, convertido en cimarrón, y gana muchas veces el refugio de
las tolderías.
El sustento es fácil para este nuevo tipo humano en los primeros
tiempos. Las vaquerías son, al comienzo, simples cacerías de reses
cuyo único elemento económicamente valioso es el cuero. Pronto,
sin embargo, una oligarquía de propietarios de tierras comienza a
apoderarse de estas. El saladero, con el que nuestro país proveía el
tasajo que se exportaba a los países esclavistas, valoriza las carnes
magras de la hacienda criolla. Ya no es posible el lujo de matar una
vaca para comer solamente la lengua, hecho que asombrará tanto a
los cronistas de la época. Se inicia el amansamiento del ganado, los
rodeos, las aguadas, las suertes de estancia. Y es menester poner coto
a la libertad del gaucho.
La clase dominante impone al criollo la obligación de tener un
patrón. Este es el que determina las posibilidades de movimiento de
su peonada. El otorga la “papeleta”, un documento en el que consta

Villeros y villas miseria 43


que su portador pertenece a su estancia y circula con determinada
misión lejos de aquella. Sin tal requisito, la autoridad encarcela al
hombre, cuyo destino más frecuente es el forzado servicio militar en
la frontera india.
Muchos huyen, se marginan, crían su ganado en lugares aparta-
dos de la vigilancia oficial. Son matreros, cimarrones, “gauchos ma-
los” o “vagos y malentretenidos”, como prefería llamarlos el Gobier-
no. La llamada conquista del desierto terminará con ellos, o al menos
con su libertad.
Curiosamente, esta forma libre o semilibre de vida popular se re-
petirá por más tiempo en otra región de nuestro país, también de
fronteras: el Chaco geográfico, que comprende parte de las provincias
norteñas de Santiago del Estero y Salta, desde donde contingentes de
jinetes avanzaron sobre los antiguos territorios del Chaco y de For-
mosa, colonizándolos.
Algunos se afincan como puesteros de estancia; otros sobrepasan
una y otra vez el Salado con sus reses guampudas y flacas, cavan re-
presas para juntar el agua, escasa en esas latitudes, y en una larga mi-
gración pendular –que a veces se extiende por más de quince años–
plantan sus corrales y establecimientos en territorios nuevos. Los
llaman meleros por el aprovechamiento que hacen de la miel silvestre
y la cera, explotación en la que alcanzan técnicas refinadas. La cera
resultaba importantísima por razones litúrgicas: era la única con la
que se podían fabricar las velas exigidas por el ritual católico para la
adoración de los santos. La miel formaba parte principal de la dieta.
Juan Carlos Dávalos, sincero admirador del gaucho salteño, ca-
racteriza la relación entre patrones y peones con inequívoco toque
paternalista:
Desde el punto de vista político, el patrón sigue siendo un
caudillo. Desde el punto de vista social, el gaucho sigue
siendo un hombre libre. Así perdura entre ambos un equi-
librio cordial que es, en sustancia, la subordinación leal de

44 Hugo E. Ratier
los más a los mejores en vista de un bien común: el prove-
cho de todos. (Dávalos, 1948, pp. 24-25)

Sin adherir por cierto a la calidad “mejor” del patrón, debemos


reconocer que el caudillismo fue un hecho, y que el gaucho participó
activamente tanto en las campañas de nuestra independencia como
en las contiendas civiles. Desde esas tradiciones se va forjando nues-
tra fisonomía nacional.
Transcurridos los siglos, transformado por diversos aconteci-
mientos (dependencia de Lima, primero, luego de Buenos Aires;
fragmentación del antiguo virreinato; etc.), el país que recibirá el for-
midable embate de las oleadas migratorias ultramarinas constaba de
realidades regionales diferenciadas: un Noroeste caracterizado por la
agricultura de oasis; la ganadería menor y la mayor en algunas zonas
(llanos de La Rioja, llanura chaco-santiagueña, valles cordilleranos);
un Nordeste donde la ganadería constituía la principal actividad pro-
ductiva, con escaso empleo de mano de obra y el grueso de la pobla-
ción dedicada al cultivo o recolección de tabaco, mandioca o yerba
mate; y la región pampeana, predominantemente ganadera. En los ti-
pos humanos correspondientes se advierte mayor mestizaje allí don-
de el español se asentó sobre poblaciones indígenas agricultoras que
explotó en su beneficio. La inmigración europea será más o menos
densa en cada una de esas regiones, y su influencia mayor o menor.

Villeros y villas miseria 45


Poblar despoblando

La segunda década del siglo XIX señala el auge del librecambismo


y de la división internacional del trabajo. Las potencias europeas
inician su etapa imperialista, sometiendo a sus designios tanto a los
países donde establecerán sus colonias como a los formalmente in-
dependientes. Europa y Civilización se consideran sinónimos, y un
importante sector de las clases dominantes argentinas comparte ese
concepto.

¿Quién conoce caballero entre nosotros [afirma Alberdi]


que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su her-
mana o a su hija con un infanzón de la Araucania y no
mil veces con un zapatero inglés? En América todo lo que
no es europeo es bárbaro; no hay más división que ésta:
1) el indígena, es decir, el salvaje; 2) el europeo, es decir,
nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos
español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (dios
de los indígenas). (Alberdi, s/f, p. 101)

Y Sarmiento afirmaba en su encendido Facundo:

Por otra parte, los españoles no somos ni navegantes ni


industriosos, y la Europa nos proveerá por largos siglos
de sus artefactos, en cambio de nuestras materias primas;
y ella y nosotros ganaremos en el cambio: la Europa nos
pondrá el remo en las manos y nos remolcará río arriba,
hasta que hayamos adquirido el gusto de la navegación.
(Sarmiento, 1961, p. 239)

46 Hugo E. Ratier
Se “limpia” el desierto de indios. La cacería inhumana se extiende
por la Patagonia “pacificada” en un verdadero genocidio. Avanzan las
fronteras del Chaco Boreal. La eliminación del criollo es un propó-
sito confeso: “Tengo odio a la barbarie popular –escribe Sarmiento a
Mitre–, la chusma y el pueblo gaucho nos es hostil. Mientras haya un
chiripá no habrá ciudadanos”.
En los esteros paraguayos dejaron la vida miles de esos gauchos
alzados, llevados a la fuerza en levas masivas a pelear una guerra que
no entienden. Sin embargo, es una guerra importante. El Paraguay
constituía un rotundo mentís a las teorías racistas que el imperialis-
mo ponía en boga: sin analfabetos, con sus tierras repartidas equita-
tivamente, con el primer ferrocarril y el primer telégrafo de América
(instalados sin financiación externa), con un importante artesanado
e incluso industria pesada: altos hornos, astilleros, con una preocu-
pación constante en preparar a la juventud en modernas técnicas y
manteniendo con orgullo su independencia frente al extranjero, pre-
sentaba un ejemplo peligroso que las potencias europeas no podían
permitir. Además, era una nación con alto porcentaje de mestizos
que se permitían hasta el mantenimiento de su lengua madre indí-
gena: el guaraní.
La guerra al Paraguay es una epopeya heroica que costó a los ata-
cantes un esfuerzo mucho mayor del que suponían, y los obligó a
llevar a cabo prácticamente el exterminio total de una nación: antes
de la guerra contaba con una población de 1.337.489 habitantes. A su
término restaban apenas 222.079, “de los cuales 28.746 eran ancianos
o inválidos, 106.254 mujeres y 86.079 niños” (Ribeiro, 1970, p. 100).
La mitad de su territorio original fue repartido entre los triunfado-
res; sus riquezas enajenadas al capital extranjero. Sarmiento, fiel a sus
postulados racistas, escribía a la señora de Mann: “Es providencial
que un tirano (Solano López) haya hecho morir a todo este pueblo
guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana”
(Sarmiento en Pomer y Rebollo Paz, 1970, p. 158).

Villeros y villas miseria 47


La otra Argentina, la que todavía se identifica con Latinoamérica,
reacciona contra esa guerra impopular y se levanta tras las banderas
de Felipe Varela, finalmente derrotado. Aun antes, el interior lucha
contra el puerto. La intención de destruir a un pueblo aparece nueva-
mente en boca de Sarmiento:

Si mata [escribe a Mitre] cállese la boca: son animales


bípedos de tan perversa condición que no sé qué se
obtenga con tratarlos mejor”, y además, “no trate de eco-
nomizar sangre de gauchos; éste es un abono que es pre-
ciso hacer útil al país: la sangre es lo único que tienen de
seres humanos (Sarmiento en González, N. 1968, p. 41).

Este plan demográfico-económico asombra a los observadores.


Darcy Ribeiro apunta:

Es uno de los raros casos históricos en que una clase do-


minante se vuelve tan profundamente alienada de su pro-
pio pueblo y alcanza un poder de determinación tan opre-
sivo que se propone nada menos que sustituirlo por “gente
de mejor calidad” dentro de su proyecto fundamental de
construcción de la nacionalidad. (1970, p. 89)

48 Hugo E. Ratier
El gringo

El espejo de la ilusión europeísta es, sin duda, Estados Unidos. Al


establecerse en el Chaco una colonia de emigrados de California, Sar-
miento se ufana: “Puede ser el origen de un territorio, y un día, de un
estado yanqui –con su idioma y todo–; con este concurso genético
mejorará nuestra raza decaída” (Sarmiento en Ribeiro, 1970, p. 110).
Pero la inmigración que llega no es anglosajona. Si en épocas an-
teriores la mayoría de la migración europea provenía del Noroeste
europeo, cuando la Argentina abre sus fronteras a ella ya se ha pro-
ducido un vuelco en el Viejo Mundo en favor de las poblaciones del
Sudeste del continente que no solo llegan aquí sino también a Estados
Unidos (Di Tella y otros, 1965, p. 27). Ingleses y norteamericanos no
nos mandarán trabajadores, sino gerentes para sus compañías.
Ya ancianos, muchos de los próceres de la migración se arrepien-
ten. Como Alberdi, que vuelve a las tradiciones hispánicas y america-
nas –que execrara en su juventud, y cuyo desacuerdo ante la guerra al
Paraguay le cuesta el exilio de por vida–. Como el mismo Sarmiento
–cuyo curioso destino lo lleva a morir entre esa “excrecencia huma-
na” que era para él el pueblo paraguayo–, que abjura en estos térmi-
nos de la inmigración:

¿Qué influencia moral, industrial o política ejercerán estas


razas si todas ellas eran y son inferiores al tipo original
americano? Pero los europeos que vienen a esta América
nuestra, incluso españoles, portugueses e italianos, vienen
creyendo que basta ser europeos para creerse en materia
de Gobierno y cultura que nos traen algo muy notable y
van a influir en nuestra mejoría (Sarmiento en Hernández
Arregui, 1970, p. 86).

Villeros y villas miseria 49


Arrepentimientos aparte, los gringos siguen llegando en propor-
ciones apabullantes. En 1895, el 60% de la población de Buenos Aires
es extranjera. El problema es integrar ese mosaico de nacionalidades
en un país coherente. Para lograrlo, se lleva a cabo todo un plan de co-
lonización cultural que en buena medida tiene éxito. Se esgrime una
suerte de internacionalismo que –curiosamente– intenta proyectar la
imagen de un país no discriminatorio, un “crisol de razas” abierto a
“todos los hombres del mundo”. Una historiografía ad hoc expurga la
historia argentina, inscribiéndola en una decidida tendencia liberal.
Lo cierto es que la integración del extranjero al país de adopción
–quizá por afinidades culturales– se opera con bastante éxito. Este
éxito es mayor entre los descendientes de esos inmigrantes, cuyo pro-
ceso de nacionalización está en marcha aún. Comienzan a resquebra-
jarse las bases del colonialismo cultural, y este proceso se acelerará
cuando en la ciudad irrumpa, chocante y violenta, la presencia del
país no borrado, encerrado en los límites de las villas miseria.
Por todo el proceso ya descripto, la ciudad es el hábitat del inmi-
grante y sus hijos, y la campaña aloja aún al remanente de la pobla-
ción autóctona. Gringos serán los comerciantes, los empleados, hasta
los policías. Gringos, también, los obreros, que traen de Europa una
experiencia de lucha y que sentarán las bases –ante la oposición y la
crítica de las capas dominantes– de nuestras primeras organizacio-
nes sindicales. Sus contingentes se van renovando periódicamente,
y con ellos llegan nuevas doctrinas (el anarquismo y el marxismo,
entre ellas) que dan base ideológica a sus sueños y reivindicaciones.
Las élites –que a veces suelen volverse oportunamente nacionalistas–
las denominan “foráneas”, como si las doctrinas que sustentan sus
propias tesis no lo fueran.
Lo cierto es que el traslado mecánico de concepciones teóricas
europeas a nuestra realidad nacional para explicarla y actuar sobre
ella, no siempre obtiene resultados felices. Nuestra propia izquierda
lo reconoce; como el Partido Comunista, que afirma en uno de sus
documentos:

50 Hugo E. Ratier
Esta masa de obreros inmigrantes estaba compuesta por
hombres provenientes de diversos países, que hablaban
idiomas distintos, pertenecientes a capas sociales distin-
tas, que traían consigo diferentes tradiciones nacionales y
políticas de origen y contenido diferente, y que se preo-
cupaban tanto o más de problemas de su tierra de naci-
miento como de los problemas políticos nacionales de su
patria de adopción. Todo esto dificultaba, naturalmente,
que la clase obrera de nuestro país adquiriera una con-
ciencia cabal de su misión política nacional (Hernández
Arregui, 1970, p. 99).

Las direcciones de esos partidos obreros han estado principal-


mente en manos de intelectuales pequeño-burgueses que adhirieron
siempre, en lo fundamental, a las concepciones históricas de las élites
dominantes e ignoraron la existencia de la gran masa de población
nativa, que jamás se sintió interpretada por ellos.
Al margen de teorías e interpretaciones, el hombre del interior iba
haciendo su experiencia histórica en las duras condiciones del mini-
fundio, del obraje quebrachero propiedad de compañías inglesas, de
los ingenios de Salta, Jujuy y Tucumán. El analfabetismo les vedaba
el acceso a los clásicos del proletariado, pero su conciencia lo iba lle-
vando hacia el apoyo de los grandes movimientos nacionales –más
cercanos a su sensibilidad– como el yrigoyenismo y el peronismo,
a los que los partidos de izquierda se opusieron. El pueblo advertía
con lucidez el contenido antiimperialista de tales movimientos, y los
enriquecía con su participación.
Pero caeríamos en el mismo racismo que criticamos en los men-
tores de la inmigración europea si supusiéramos que todos los eu-
ropeos y sus descendientes se alinearon en un bando, y todos los
criollos de antigua estirpe nativa en el otro. El yrigoyenismo parte de
reivindicaciones de las clases medias y las representa. El peronismo,
aun cuando tiene su principal sustento en las bases obreras, es tam-

Villeros y villas miseria 51


bién un movimiento policlasista. En ambos, nativos e inmigrantes se
mezclan y se encuentran, contribuyendo a un proceso de integración
nacional que aún continúa.
Aunque persistan elementos traídos de sus países de origen por
los inmigrantes –que la atmósfera europeizada del Buenos Aires an-
terior a 1930 contribuirá a mantener–, el proceso de adaptación y
adopción de las tradiciones nacionales se opera con bastante éxito, y
se profundiza día a día.

Llama la atención [dice Darcy Ribeiro] el calor nativista


con que, tanto uruguayos como argentinos, de puros ante-
pasados gringos, dicen versos del Martín Fierro o leen pá-
ginas de otros autores gauchescos en una alienación típica
del que necesita adoptar abuelos extraños para recono-
cerse y aceptarse. Obviamente Martín Fierro es una obra
literaria de méritos extraordinarios, que puede ser leída
con gusto por todos; sin embargo, la actitud de veneración
con que la trata, tanto la derecha oligárquica, vocacional
y naturalmente nostálgica, como la izquierda, imbuida a
veces del gauchismo y un tanto resistente a lo gringo, es
muy distinta. (Ribeiro, 1970, p. 83)

Considera una “incongruencia ideológica” esta actitud mantenida


“pasándose por alto y no valorándose adecuadamente como factor de
orgullo nacional, a los contingentes migratorios finalmente mayori-
tarios y decisivos en la configuración actual de las dos etnias nacio-
nales rioplatenses” (Ibíd, p. 84).
La observación es importante por provenir de alguien que –a pe-
sar de sus meritorios esfuerzos– no alcanza a percibir con claridad
que esa tendencia a asumir lo nacional, a no consentir como “extra-
ños” a esos abuelos, es lo único capaz de integrarnos como nación, y
se cumple a pesar de ingentes esfuerzos por desvalorizar lo nuestro
frente a lo importado. Bastante se ha promocionado –y se promocio-

52 Hugo E. Ratier
na– desde las esferas oficiales la panacea inmigratoria, nuestra con-
dición de “blancos y europeos”, como una garantía de prosperidad
creciente. La nostalgia de la derecha oligárquica difiere fundamen-
talmente de la nostalgia de un pueblo por recuperar su libertad. Por
otra parte, el ejemplo está mal elegido: el contenido popular de ese
gran poeta político que es el Martín Fierro no es muy del agrado de
la oligarquía. Jorge Luis Borges nos ha dado una muestra reciente de
la aversión de su clase hacia estos versos, que el pueblo repite todavía
en las campañas y que, con su peculiar desconocimiento de los de-
rechos de propiedad, considera anónimos, es decir, propios. Incluso,
se los oímos cantar a un indígena araucano, que los creía obra de sus
antepasados.

Villeros y villas miseria 53


Viejos y nuevos inmigrantes

Desde 1930, dijimos, el migrante rural llega a las ciudades. La Segun-


da Guerra Mundial y la necesaria sustitución de importaciones, con
el consiguiente impulso industrialista, le ofrece mayores posibilida-
des. Más allá de los choques ocasionales y anecdóticos entre recién
llegados y obreros urbanos, la común conciencia de clase progresa.

Durante el período 1930-45, la clase obrera maduró


su conciencia de clase con la experiencia de numerosas
huelgas y otras luchas, organizando las grandes centrales
sindícales por industria y una central sindical única en la
C.G.T.; desapareció así la antigua dispersión de los obreros
en distintas tendencias –anarquistas, anarcosindicalistas,
reformistas, comunistas, etc.– y el movimiento sindical se
extendió por todo el país, incluso a lugares donde domi-
naban los métodos esclavistas y feudales de explotación
del trabajo humano. (Puiggrós, 1968, p. 72)

Del golpe de Estado del 4 de junio de 1943, propiciado por mi-


litares nacionalistas, emergerá una figura cuya acción provocará un
vuelco histórico irreversible en la relación de fuerzas de las clases so-
ciales argentinas: el coronel Juan Domingo Perón. Al movimiento pe-
ronista adherirá en masa la clase obrera, uno de cuyos componentes
más importantes serán los migrantes internos.
La acción de Gobierno de Perón ha sido sintetizada en estos tér-
minos por Darcy Ribeiro, un observador no peronista.

Sacando partido de las hostilidades existentes entre las


grandes potencias mundiales (...) Perón asegura a la Ar-
gentina una orientación francamente nacionalista e in-

54 Hugo E. Ratier
dustrialista, una política exterior independiente frente a
los norteamericanos e ingleses, cuyos intereses contraría
y a cuya expoliación pone límites, así como una política
interna de afianzamiento de los controles estatales sobre
la economía. Nacionaliza los ferrocarriles ingleses y diver-
sos servicios públicos dependientes de capitales nortea-
mericanos. Impone el contralor de cambios y comienza a
afincar la industria siderúrgica y pesada; decuplica la pro-
ducción de energía eléctrica, estimula la industrialización
con base en capitales nacionales, y eleva sustancialmente
la participación de los asalariados en la renta nacional. Su
política populista-obrerista (...) marca un nuevo tipo de
relaciones entre el capital y el trabajo. Organiza la previ-
sión social y reestructura el sistema sindical, dándole la
posibilidad de lograr enorme expansión.
Como resultado de esta orientación, Perón se ve hosti-
lizado por toda la oligarquía y el patriciado, pero recibe
simultáneamente un fuerte apoyo de las capas populares.
Así, en las elecciones siguientes reúne las dos terceras par-
tes del electorado y una mayoría igualmente rotunda en el
Parlamento, demostrando la profunda disociación entre el
pueblo y la capa dominante. (Ribeiro, 1970, p. 122)

Villeros y villas miseria 55


Villas y peronismo

“¿Si soy peronista? ¡Hasta las macetas! –nos comunicaba un villero


(para desvirtuar prejuicios, rubio y de ojos azules) no hace mucho–.
El 17 de octubre del 45, cuando «El Hombre» estaba preso y nos le-
vantaron el puente, tuve que cruzar el Riachuelo a nado. ¡Pero lo sa-
camos!”. En efecto, en esa histórica jornada en que por primera vez
la clase obrera argentina muestra su capacidad insurreccional arran-
cando a su líder de las cárceles del régimen e impone su voluntad
mayoritaria, el habitante de las villas juega un papel protagónico. Las
construcciones precarias crecen junto a las fábricas. Estimar su mag-
nitud y el monto de su población resulta aventurado, por la carencia
de datos confiables. Encontrar testimonios de gente que haya habi-
tado en ellas es igualmente difícil, pues sus actuales ocupantes han
llegado en épocas muy posteriores.
Algunos quedan, sin embargo. Uno de ellos nos transmitía su im-
presión sobre aquellos tiempos: “Si mirás la villa ahora, vas a ver que
casi la mayoría de las casillas son de material. Antes la gente no se
preocupaba tanto por la vivienda, se consideraba de paso. Por todas
partes veías parrillas llenas de carne, no había hambre, todos tenían
trabajo. Y salían más también, iban al centro, a pasear. Ahora nos
quedamos en casa y sin las parrilladas de antes”.
Hasta 1950, cuando la industria cesa de absorber mano de obra, la
expansión del mercado interno permite al migrante alcanzar un es-
tándar de vida jamás visto entonces ni ahora. La irrupción del obrero
al mercado de consumo provoca el auge de la actividad comercial y
las iras de quienes sienten invadidos lugares hasta entonces conside-
rados “exclusivos”.
Se dice que la década del 50 señala el apogeo de las villas, y que en
ellas viven, en la región metropolitana, de 300.000 a 600.000 personas
(Roulet, 1971, p. 44).

56 Hugo E. Ratier
Cuantitativamente el dato no es correcto, pues en 1966 la Direc-
ción General de Asistencia Integral a Villas de Emergencia de la Pro-
vincia de Buenos Aires estimaba en 700.000 individuos la población
de las villas bonaerenses, y en 200.000 las de la Capital Federal. (Pro-
ceso, 1970, p. 11)
El dato numérico, sin embargo, no tiene importancia frente a la
diferente expectativa del villero de entonces y la del de ahora. Duran-
te el Gobierno de Perón se verificó “la construcción en un plazo ex-
cepcionalmente corto de 500.000 casas con la incorporación a la vida
digna de 2.500.000 argentinos que habían vivido en pocilgas, ran-
chos o inquilinatos ruines” (Hernández Arregui, 1970, p. 408). Más
adelante analizaremos algunos de los planes de “viviendas populares”
emprendidos con posterioridad, en la época en que la villa deja de ser
transitoria, en la de su verdadero apogeo: la actual.
La instrumentación política de esas realidades económicas es cu-
riosa. Frente a la afluencia de migrantes internos, la opinión opo-
sitora, sustentada por los grandes matutinos, sólo atina a calificarla
de “maniobra política y demagógica”3, desconociendo su origen en
la industrialización, y propicia el retorno al campo de los “intrusos”.
Un campo, además, donde no debería regir el “ominoso” Estatuto del
Peón. “Creemos que el régimen habitual de las faenas rurales no debe
ser alterado, y consideramos impracticable la tarea de fijar horarios
de trabajo uniforme”, protestaba en 1945 la Sociedad Rural. “La exi-
gencia de un mínimo de 15 metros cúbicos por persona es excesiva
en el ambiente rural” (se trataba de los dormitorios de los peones),
continuaba. El paternalismo debía mantenerse, pues el trato que re-
cibían los asalariados “se parece más bien al de un padre con sus hi-
jos (...) el trato que reciben los peones es humano y considerado, los
alimentos que comen son sanos y abundantes y el sueldo o jornal
constituye una justa retribución” (D’atri, 1971, p. 24).

3  La Prensa (18/8/70, p. 8) editorializa, atribuyendo el origen de las villas a “causas


fundamentalmente políticas de un problema creado por la tiranía”.

Villeros y villas miseria 57


El Estatuto se impuso, sin embargo, pese a lo cual la migración
no cesó.
La crítica se dirigió entonces a las villas y su modo de vida. La villa
era un “invento de Perón”, desconocido hasta entonces. Cuando co-
mienzan a arbitrarse soluciones y el villero se ve en condiciones, por
acción del Gobierno, de habitar una casa o departamento, aparece la
leyenda negra de los monobloques. Vale la pena detenerse en ella,
porque constituye uno de los infundios de más larga vida en el folklo-
re de las clases dominantes. Hace muy poco tiempo fue mentada en
un discurso por un secretario de Estado, y –lo más grave– algunos
villeros la creen.
Este cuento –ejemplo casi escolar de prejuicio– ha servido, in-
cluso, de base filosófica para planes de erradicación oficial. Reza así:
cuando los villeros realojados (en ese tiempo no se decía “erradica-
dos”) tomaron posesión de sus flamantes departamentos, lo primero
que hicieron fue levantar el parquet de los pisos para hacer fuego
con sus maderas y preparar suculentos asados. Luego sembraron
plantas en las bañeras, vendieron la broncería, etc. Impresionados
por esa historia, en cierta ocasión nos ocupamos, con un grupo de
profesionales y estudiantes universitarios, de verificar su autenticidad.
No encontramos pruebas periodísticas, ni siquiera testigos. La
respuesta casi invariable de quienes repetían la versión fue: “Bueno,
no sé bien cuándo ni dónde fue, pero es cierto. ¡Todo el mundo lo
sabe!”. El único resultado de nuestra pesquisa fue la comprobación
de un caso de una familia que había vendido las canillas de su nuevo
departamento. La falsa historia es explicable. Se trataba del recha-
zo al nuevo tipo de obrero y expresaba el concepto de que otorgar
viviendas dignas a “esa gente” constituía un derroche inútil. Es una
manifestación más del paternalismo que el colonizador ha aplicado
siempre al colonizado: el colonizado es inferior, es un niño al que hay
que “educar primero” antes de permitirle el goce de algo. Se ignora
que impedirle el acceso a ese algo retarda innecesariamente el apren-
dizaje que dista de ser tan difícil como se pretende hacer creer. Al

58 Hugo E. Ratier
respecto, recordamos un testimonio de habitantes de un monobloque
situado en las Barrancas de Belgrano, habilitado hacia 1953. Cohabi-
taban en él empleados de clase media junto con obreros erradicados
de villas miseria. En un principio, la sensibilidad burguesa se vio he-
rida por el desconocimiento del uso de algunos artefactos por parte
de las familias obreras. Además, estas festejaron estruendosamente la
llegada al nuevo alojamiento, hacían mucho ruido, los niños corrían
incesantemente por las escaleras. Estallaron rencillas, tanto entre los
grupos de igual extracción social como entre empleados y obreros,
entre porteños y provinciano.
Tras ese comienzo violento, las cosas fueron cambiando insensi-
blemente. Ascensores, lavaderos, luces, escaleras, pasaron a ser usa-
dos con mayor pericia. Todos los niños de la casa concurrieron jun-
tos a un club cercano a jugar y practicar deportes, y al año el proceso
de adaptación “tan difícil” había concluido, sin la guía “paternal” de
educadores oficiales. El monobloque tenía las características de cual-
quier otra casa de departamentos de la vecindad.
Como caracterización general del período, parecería que el villero
en la época peronista no era visualizado como un factor social tan di-
ferenciado del resto de la gente que padecía el problema de la carencia
de vivienda en el país. Era un hombre en ascenso, en tránsito hacia otra
realidad social, cuyo acceso a otro tipo de vida era cuestión de tiempo.
Al caer Perón, se convierte en precioso objeto de estudio para los an-
tagonistas del régimen popular: a su entender, constituían una prueba
flagrante y objetiva del “fracaso” de ese Gobierno, de su “demagogia”.
Tales estudios, sin embargo, no contribuyeron demasiado a la so-
lución del problema de las villas. No podía ser de otra manera: la villa
es apenas una manifestación del gran problema argentino, y preten-
der su tratamiento aislado es una utopía.

Villeros y villas miseria 59


Más villeros

En la década del 50 las contradicciones dentro del movimiento pero-


nista comienzan a agudizarse, y las clases que lo componen inician
su polarización. La pequeño-burguesía se aparta. “Querían lucrar sin
tasa pero sin las conquistas sociales ni los altos salarios de los traba-
jadores que los enriquecían”, dice Hernández Arregui (1970, p. 407)
de los comerciantes.
Otro tanto sucede en el clero y sectores de las Fuerzas Armadas,
que entran en coalición con la oligarquía.
Sólo la clase obrera permanecerá fiel al movimiento, prolongando
su lucha mucho más allá de su caída y provocando, con su conse-
cuencia y heroísmo, el inicio de un cambio profundo de toda la so-
ciedad, que aún estamos viviendo.
Con el triunfo de las minorías en 1955, la migración interna se
intensifica y no sólo en Buenos Aires. Se empeoran las condiciones de
vida en el campo y se frena el proceso de industrialización. De 1956
a 1963, el crecimiento medio anual de las villas es superior al 10%
sólo en la ciudad de Buenos Aires, cuyo índice total de crecimiento
es de apenas 1,5%. En el Gran Buenos Aires ese promedio se eleva a
un 15% en el decenio 1956-66, y la población villera se quintuplica.4
Algunos censos dan idea de la composición de su población en
determinado momento, pero esta es muy dinámica y varía constante-
mente. Por lo general, los contingentes más numerosos provienen de
Santiago del Estero y Corrientes, por ejemplo.5 Pero las cifras absolu-

4  “Datos estadísticos sobre villas de emergencia en la Argentina”, en Misur, Buenos


Aires, año II, Nros. 4/5, p. 21, 1969.
5  En La Razón (5/8/70, p. 8) el coordinador del Ministerio de Bienestar Social,
coronel Ulises Muschietti, daba estos porcentajes sobre los pobladores de las villas:
32% nacieron en Buenos Aires; 21% en Corrientes, Entre Ríos y Misiones; 21% en
Catamarca, Jujuy, La Rioja y Tucumán; 10% en el Chaco y Formosa; 12% en otras
provincias argentinas, y 4% en el extranjero.

60 Hugo E. Ratier
tas no dicen nada. Hay pocos riojanos en Buenos Aires, simplemente
porque la provincia tiene escasa población; pero 37 de cada 100 rioja-
nos, ya no viven en su tierra natal (Margulis, 1968, p. 140), han huido.
Si en un principio fue el criollo de indiscutible mestizaje indígena
o el de añeja cepa hispana el que pobló las villas, hoy vemos llegar
a ellas a rubios hijos de esclavos que dejan el Chaco, empobrecidos
por el monocultivo y la acción de los monopolios. La villa es un ter-
mómetro de la pauperización del país: ahora arriban por miles los
tucumanos, conmocionados por el hambre que afecta a su provincia.
Además, se cumple en el recinto villero el sueño imperialista in-
fantil de algunos nacionalistas oligárquicos: la reconstrucción del Vi-
rreinato del Río de la Plata. Un porcentaje que podemos estimar en
un 5% de su población llegó de países limítrofes: Paraguay, Bolivia y
Chile. Esto enfurece a esos mismos “nacionalistas”, que sacan a relu-
cir aquella ponzoña racista de que ya habláramos contra esta “migra-
ción no selectiva y no deseada”.
El mecanismo es simple, y ya lo veremos actuar. Cuando el terra-
teniente argentino se queda sin mano de obra, o cuando quiere aba-
ratarla, importa braceros. Si su entrada al país es clandestina, tanto
mejor, pues el infractor está por completo en las manos de quien lo
introdujo. Una vez aquí, el boliviano, el paraguayo o el chileno pa-
decen el mismo problema que impulsó al éxodo a sus hermanos ar-
gentinos, y arbitra la misma solución: buscar en los centros urbanos
mejores condiciones de vida. La represión del sistema va a caer sobre
ellos con singular dureza.
Pero hasta ahora hemos trazado aquí una historia algo lineal y
esquemática del fenómeno de las villas miseria. Nos parece útil, sin
embargo, intentar otro enfoque, acercarnos al protagonista de este
drama y verlo en movimiento, en acción. Ubiquémonos ahora en el
país actual y vayamos, junto con el migrante, desde el campo a la
esperanza de la ciudad.

Villeros y villas miseria 61


¿Por qué se vienen de Empedrado (Corrientes)?

Esa fue la pregunta básica que nos llevó en 1966, desde una villa mi-
seria cercana a la Capital al departamento correntino de Empedrado.
El 5% de sus habitantes estaban en la villa donde trabajábamos, agru-
pados en barrios cercanos. La mayoría llevaba el mismo apellido, sin
ser parientes.
Una vez en el lugar, nuestra pregunta se invirtió: ¿Por qué se que-
dan? Los empedradeños de la villa nos lo habían advertido: “Van
a encontrar sólo viejos y chicos” ... “es un pueblo muerto, no pasa
nada”. Dirigimos nuestra indagación en particular a los agricultores,
que constituían el grueso de la población emigrante.
¿Qué significa nacer en el campo empedradeño? Por lo pronto,
llegar al mundo merced a los buenos oficios de una partera o
comadrona, desde el vientre de una madre sentada en un banquito
bajo, cuando no en una calavera de caballo, considerada mágicamen-
te poderosa. La medicina popular, mezcla de magia, religión y cono-
cimientos herboristeriles, suple la carencia de médicos oficiales. No
obstante, la vieja técnica empírica es funcionalmente correcta, y la
muerte de madres o niños en el parto casi no se conoce.
El niño aprenderá poco a poco los dos idiomas vigentes en la
zona: el guaraní y el castellano. Ambos se interinfluyen: el guaraní ha
perdido buena parte de su riqueza lingüística incorporando palabras
españolas; el castellano recoge en su pronunciación y su sintaxis mo-
dalidades de la lengua indígena. Ese bilingüismo traerá problemas en
la escuela más adelante, y en las relaciones con quienes no entienden
guaraní.
La parcela donde el padre siembra algodón, tabaco o maní es muy
chica: dos, cinco, tal vez quince hectáreas. Cercándola, grandes lati-
fundios alimentan un ganado vacuno no muy refinado que come los
pastos naturales. Ocho peones pueden manejar todo el movimiento

62 Hugo E. Ratier
de esas tropas en una “estancia chica” de 400 hectáreas. Quince se las
arreglan en la misma faena en un establecimiento de 4.000 hectáreas.
Tan exiguo mercado de mano de obra no constituye atractivo algu-
no. El niño conoce esos campos. A veces, un “patrón bueno” permite
al padre sembrar algunas hectáreas como “tantero”: debe entregar al
patrón un porcentaje de la cosecha que obtenga. Apenas las piernitas
sostienen al pequeño, ya tiene tarea: desyerbar el campo; más tarde,
cosechar, alcanzar el almuerzo al padre. Los pies descalzos se acos-
tumbran a evitar la mordedura de la yarará o de la víbora de la cruz
que infesta los campos y acecha en los pajonales.
Antes, junto al padre araban y sembraban sus hijos mayores. Aho-
ra ya no están. Los varones se dedicaban a la agricultura; las chicas,
a ayudar a la madre en las tareas domésticas. Hoy, si no hay varones;
las muchachitas trajinan tras el arado o montan a caballo para reunir
las 20 o 30 cabezas de ganado que papá posee, y cuyo pastoreo debe
negociar con el latifundista vecino.
No siempre el jefe de familia es propietario. Puede ser colono de
un estanciero o mediero, y debe entregarle al patrón la mitad de la
cosecha. O poblador, en cuyo caso el propietario tiene derecho a ha-
cerlo trabajar para él dos o tres días por semana.
La comida siempre es poca. Cuando hay desayuno, este consis-
te en mate cocido con torta de maíz que la madre prepara. Se al-
muerza puchero o guiso poco sustancioso, estofado, locro o polenta.
Últimamente los fideos –más baratos– reemplazan a la comida crio-
lla. La cena es más liviana que el almuerzo. Claro, en ocasiones hay
una sola comida fuerte: la cena-curú, que elimina el almuerzo. La
carne es un lujo poco frecuente, y la cantidad de gallinas de la casa no
alcanza para suplir la falta de proteínas de que adolece la dieta.
Como el algodón ya no rinde y se paga poco (en épocas de siem-
bra recorren el campo “voceros” que anuncian buenos precios para
la cosecha y prometen mandar camiones para recogerla; cuando esta
está levantada, no aparecen. Llegan cuando el productor ya desespe-
ra, y la compran a precios bajísimos, hay que buscar el sustento en

Villeros y villas miseria 63


otro lado. El almacenero, que es acopiador, se queda con buena parte
del fruto del trabajo familiar, cobrándose los adelantos en semillas,
comida, ropa y otras mercaderías que les fue entregando. Además,
suele prestarles dinero.
La familia viaja al Chaco. En Machagay o Sáenz Peña tal vez los
espere el patrón que ya los conoce. Si no, es cuestión de largarse a re-
correr las chacras (cuyas 200 o 250 hectáreas se les antojan enormes)
y rogar ser contratados. Antes, uno iba para quedarse; ahora no se
puede.
El padre está viejo: tiene 50 o 55 años. No siempre lo toman. Los
chicos y las mujeres tienen ventajas en la delicada tarea de recoger
los capullos. El espectáculo de los tractores con sus faros encendidos
trabajando hasta la noche los impresiona: ellos sólo usan el modesto
arado de madera con reja de hierro, tirado por una yunta de bueyes.
De regreso, la ganancia no es mucha. Los almacenes de los “grin-
gos” cobran precios exorbitantes por todo. Además, año a año van
advirtiendo que el trabajo merma, junto con el rendimiento del al-
godón.
Los chicos inician la escuela; con las inevitables interrupciones del
viaje al Chaco. El local, construido en la época de Perón, es enorme,
previsto para muchos alumnos, con vivienda para los maestros, ba-
ños, comedor escolar sin partida para sostenerlo. Dicen los maestros
–que ya no viven allí, sino que viajan diariamente desde Corrientes–
que falta el principal material didáctico: comida y descanso. Agota-
dos por jornadas de sol a sol, los pequeños se suelen dormir sobre los
bancos o seguir, somnolientos, las explicaciones del docente. Faltan
mucho a clase, porque los padres los necesitan, y abandonan pronto
la escuela. La cooperadora escolar cuenta con el único aporte econó-
mico del personal: los padres no pueden contribuir a ella.
El vaivén anual entre la costa correntina y los algodonales veci-
nos hace del éxodo una costumbre que el niño adquiere temprano.
Ya adolescente, probará suerte un poco más lejos: las chicas, como
empleadas domésticas, tal vez en el pueblo de Empedrado, más fre-

64 Hugo E. Ratier
cuentemente en Corrientes. A esa ciudad suelen ir también los mu-
chachos a trabajar en changas. La plaza no es atractiva: existe una
sola fábrica textil, y el resto de las posibilidades de empleo se reduce
a obras públicas.
Hasta los 18 años el joven empedradeño permanece aferrado a su
tierra, con esas esporádicas escapadas al Chaco o a Corrientes. En el
campo las diversiones son pocas: holgazanear en un cruce de rutas,
jugar o mirar jugar algún truco en el almacén, escuchar la radio a
transistores. De vez en cuando un baile en casa de alguna familia,
donde el acordeón trenza en chamamés y polcas a la escasa juventud
de la zona.
El ambiente se mueve más cuando llega un “porteñito”. Son
muchachos y chicas que viven en Buenos Aires. Notorios por su
vestimenta, su reloj pulsera, su actitud de superioridad y mofa ante el
ambiente campesino. La imagen de decisión y triunfo que transmi-
ten es un efecto de demostración poderoso para el muchacho local,
que espera con ansias el momento de imitarlos. Se forman amplios
corrillos en torno al emigrado, que paga con generosidad “vueltas”
de bebida y convida cigarrillos caros. Habla un castellano más fluido;
algunos dicen haber olvidado el guaraní. Por lo general, distorsio-
nan la realidad de donde vienen, su situación laboral, su estándar de
vida. Este es, sin embargo, objetivamente muy alto comparado al de
la zona.
La clase alta del pueblo (nombre que, probablemente, le queda
grande, pues no pasa de una modesta clase media; las grandes fortu-
nas de la zona se radican en Corrientes, no en Empedrado) se asom-
bra. El paisano correntino siempre fue tenido por parco. El emigrado
que vuelve “de paseo” es excepcionalmente “hablador”. Esta mayor
expresividad es, probablemente, resultado de un mejor uso del cas-
tellano. El guaraní es considerado como lenguaje de las clases infe-
riores, y muchas chicas que van a trabajar a la ciudad, por ejemplo,
niegan saber hablarlo. La fuerte separación entre las clases, por otra
parte, la vigencia del paternalismo y el caudillismo limitan la comu-

Villeros y villas miseria 65


nicación entre gentes de distinta condición social. El afinado sentido
del humor del campesino, su socarronería, se desarrollan entre igua-
les. Frente al patrón permanecen en silencio, respondiendo a pregun-
tas más bien que conversando.
El emigrado viene de la experiencia urbana, trae vivo el recuerdo
de la lucha vecinal en la villa o sindical en el trabajo. Pierde el miedo:
cuenta, comenta, acota, corrige. “Gente que parecía no tener lengua
–nos contaba el farmacéutico del pueblo– vuelven de allá y ... ¡viera
cómo hablan!”.
Con los 18 años llega el pasaporte: la libreta de enrolamiento. Se
la llama “papeleta”, como aquella constancia que el patrón otorgaba a
sus peones en la vieja estancia, autorizándolos a alejarse de su férula.
Y ese es su significado para el pueblo: la libertad de ir en busca de
algo mejor, de pelear contra el destino gris del minifundio.
Los viejos se quedan solos, con la promesa de una pronta reunión,
cuando el muchacho esté en condiciones de traerlos. Les mandará
dinero, además, o cosas tan apreciadas como la ropa usada que com-
prará en la villa. Porque aquí la ropa se usa hasta que se convierte en
harapos, y la de segunda mano que llega de Buenos Aires o Rosario
parece nueva.

66 Hugo E. Ratier
Decadencia

Esa realidad social que hemos intentado caracterizar se desenvuelve


en un paisaje verde de llanura ondulada, donde el exceso de agua sue-
le constituir un problema, como lo prueba la abundancia de esteros,
bañados y lagunas. Cuesta imaginarse que alguna vez hubo allí espe-
sos bosques de quebracho y otras maderas nobles, que Empedrado
competía en importancia con Corrientes en materia comercial, que
a su puerto llegaban más barcos por día que los que llegan hoy en un
año. Alguna aislada mansión, la supervivencia de oficinas públicas
anacrónicas como la Aduana, la existencia de establecimientos edu-
cacionales de importancia, son fósiles que recuerdan ese pasado.
Por Empedrado, como por el Norte santafecino, por el Chaco, por
Formosa, pasó la langosta: una compañía inglesa llamada “La Fores-
tal”, dedicada justamente a desforestarnos. En 1912 se marchó de la
zona, dejando tras de sí un campo pelado y un pueblo muerto, segan-
do las fuentes de trabajo, intensificando la miseria. Hoy, el camino
pavimentado coloca al pueblo a una hora y media de Corrientes, que
terminará por absorberlo.
Los curanderos ejercen sus antiguas prácticas terapéuticas en el
mismo pueblo y, por supuesto, en el campo. Las ejercen de pleno de-
recho, como que la medicina científica oficial no los suple. El único
hospital sólo practica cirugía menor; las salas de primeros auxilios
del campo no tienen personal. No es raro que las clases populares
acudan al recurso de su propia medicina.
En zona tan anegadiza, alejarse del asfalto es penetrar en un me-
dio cada vez más primitivo. Un joven de Lomas de Empedrado res-
pondió así a nuestra pregunta sobre qué sucedía allí cuando la gente
se enferma: “Y ... sí vivís una hora y media vas al pueblo a curarte”.
La parasitosis –provocada por el agua de charco o de pozo, con-
taminada por su proximidad a las letrinas– y los males derivados de

Villeros y villas miseria 67


la subalimentación son las enfermedades endémicas de la zona. Los
técnicos agrícolas poco pueden hacer para cambiar hábitos de trabajo
en una población envejecida, máxime cuando no pueden modificar
la estructura de tenencia de la tierra.
Así, comprobada semejante realidad, nuestra pregunta inicial si-
gue sin respuesta satisfactoria: ¿Por qué se quedan? La solución natu-
ral, inmediata, lógica, es el éxodo. Nadie en la zona lo niega.

68 Hugo E. Ratier
Empujando el éxodo

Como en todas partes, el campo arroja sobre las ciudades, aun sobre los
pequeños pueblos, su exceso de población. Constituyen las llamadas
orillas, término tanto geográfico como social. En Empredado son ran-
chitas de estanteo (de cañas, sin revoque); en Corrientes, villas miseria.
Desesperado, el campesino se arrima al lugar donde supone ha de
encontrar trabajo. Porque no otra cosa pide: trabajo y tierras. La cos-
tumbre de la explotación extensiva lo hace concebir su mejora úni-
camente en base a más terreno, y no a nuevas técnicas para cultivar.
¿Por qué no tiene esas tierras? ¿Qué es lo que determina el mini-
fundio? ¿Qué es lo que lo echa del campo? El tamaño de las parcelas
es reflejo de la subdivisión al infinito de esos predios por herencia.
Acceder a la propiedad de nuevas tierras es imposible: el latifundis-
ta prefiere establecer relaciones de dependencia, antes que ceder te-
rrenos. Esto le da, además, considerable poder político, y le permite
mantener una verdadera clientela (en sentido latino), importante en
época de elecciones. A veces, en una zona donde la vida humana se
juega a punta de cuchillo sin dudarlo demasiado, esa clientela consti-
tuye una verdadera fuerza de choque.
El parentesco ritual del compadrazgo aumenta las huestes del es-
tanciero, así como el parentesco natural: los hijos habidos por el pa-
trón con las mujeres de su estancia, que suele reconocer. El apellido
más difundido en la zona es el del dueño de la mayor estancia.
Encerrados en el cerco de hierro del latifundio, los pobladores se
marchan. Es importante recordar una superstición urbana que so-
brevalora las virtudes ganaderas del gaucho, y afirma que es incapaz
de sembrar la tierra. En Corrientes, sin embargo, la tradición agrí-
cola se remonta a los guaraníes, los domesticadores de la mandioca,
del maní, de una cantidad de frutos que América exportó a Europa.
El correntino es tan agricultor como el europeo, y desde siempre él

Villeros y villas miseria 69


grueso de la población se ocupó de estas faenas. Sería de esperar que
los gobiernos explotaran tal predisposición, colonizando ese vasto es-
pacio verde, hoy dominio exclusivo de las vacas. Pero hay un detalle:
el plan continúa.
Es el mismo proyecto de la generación del 80, aquel del reemplazo
del propio pueblo “por otro mejor”. Cuando I.N.T.A. instaló su esta-
ción experimental en El Sombrerito (Empedrado), se expulsó de allí
a 30 colonos nativos. En 1963 hacia cinco años que esperaban nuevas
tierras de los llamados campos de huérfanos y pobres que rodean a
la localidad santuario de Itatí. Había temor, pues se hablaba de la ra-
dicación en la provincia de cien colonos franco-argelinos (González,
M. A., 1969, p. 29). Llegaron. Ocupan 700 hectáreas de las que se
desalojó al agricultor criollo. Los llamaron “colonos millonarios”, por
el despliegue de maquinarias que el Gobierno les permitió introducir
sin cargo en el país, por haber permanecido más de seis meses con
sus familias en el mejor hotel de Corrientes, y porque ya no trabajan
la tierra: para eso sobran peones en la zona.
La indudable productividad de estas explotaciones ha creado en
su torno lo que fue bautizado como villas miseria rurales, donde el
expulsado intenta complementar la economía del nuevo feudo ofre-
ciendo servicios y pequeños negocios. Uno de esos almacenes se lla-
ma “La Argelina”, como para congraciarse con la nueva clientela. Tras
la colonización real, la reducción de nuestro pueblo a la condición de
los antiguos fellatah norteafricanos, se sucede la mental. El plan con-
tinúa y no sólo en Corrientes. Todavía las mentes estrechas piensan
en limpiar el país de criollos y llenarlo con gringos. Sólo que ahora el
pueblo ha elaborado defensas: la migración para escapar al extermi-
nio, la villa miseria para refugiarse. El régimen los ataca en todo lugar
donde se asientan, pero le va a ser difícil derrotarlos.

70 Hugo E. Ratier
La Rioja: las tierras secas

“Si esto sigue así, no vamos a quedar en la provincia más que los
empleados de la Casa de Gobierno y yo”, clamaba, palabra más o me-
nos, don Herminio Torres Brizuela, gobernador frondicista de La
Rioja, hoy su ministro de Gobierno. Y todo sigue así. La burocracia
continúa siendo el único porvenir laboral del riojano. Poco queda de
aquella provincia donde Facundo acuñaba monedas con el oro y la
plata de Famatina, aquella que prestaba dinero al gobierno nacional,
la que enviaba el ganado de sus llanos a Chile por el paso de Copiacó
y molía la harina de sus trigales en antiguos molinos hidráulicos.
El viejo país de los diaguitas, donde los conquistadores españoles
se casaron con princesas indígenas y vivieron hartamente surtidos
por el esfuerzo de sus “pueblos de indios”, languidece.

La llegada de los ferrocarriles a La Rioja significó, además


de la ruina de las industrias locales por la competencia de
productos importados, la tala de los bosques de algarro-
bos para alimentar las locomotoras. Ese proceso fue gra-
dual y coincidió con la ruina de la ganadería al cerrarse
el comercio con Chile. Al decaer la ganadería por falta de
mercados –puesto que lógicamente no se podía competir
en el mercado interno con el Litoral– y al sobrevenir la
tala de los bosques, los campos se fueron degradando, per-
diendo su capa orgánica por la erosión. Las explotaciones
se abandonaron, desapareciendo los cercos y alambradas.
Este proceso comenzó con la organización nacional, a me-
diados del siglo XIX, y se prolongó hasta comienzos de
este siglo. (Ratier, 1969, p. 11)

Villeros y villas miseria 71


La minería también decayó: el cobre, el oro y la plata del Famatina
duermen bajo la tierra, porque las compañías extranjeras no tienen in-
terés en explotarlos. Los chileciteños muestran con nostalgia el impo-
nente y abandonado cablecarril de 45 kilómetros que otrora transpor-
taba el mineral desde las alturas hasta el valle. Chilecito es considerada
todavía “zona rica”, pues allí se agrupan las fincas más rentables de la
provincia, dedicadas principalmente al cultivo de la vid.
El riego convierte a esta tierra hosca, donde las trombas de polvo
señorean sobre el paisaje, en fertilísimas. Ya lo sabían los indios, mu-
chas de cuyas obras hidráulicas aún se utilizan. Ingeniosos sistemas
de canales cavados a veces en la roca, recogen todavía los hilillos de
agua de deshielo y los transportan hacia acequias y estanques. Se ori-
gina así esa agricultura de oasis de la que hablamos. Como en todas
partes, el pueblo languidece en el minifundio, y los mejores predios,
los mayores, se hallan en manos de la clase alta.
Delicia de folkloristas, La Rioja encierra una añeja población na-
tiva que recuerda todavía los tiempos en que “estas sierras estaban
enjambradas de montoneras”, e instituciones no menos añejas. Así, los
comuneros, poseedores en común de extensiones de tierra –ayer bos-
ques de algarrobos– que siempre fueron de todos, desde los tiempos
prehispánicos. En las “algarrobiadas” todo el pueblo indígena recolec-
taba las vainas maduras para fabricar la aloja, suave bebida alcohólica,
o el nutritivo patay, preparado con su harina. Sucesivas concesiones
hicieron perdurar este sistema de propiedad, que de vez en cuando se
constituye en pesadilla de los gobiernos y empresas que quieren hacer
algo en esas tierras: creen estar tratando con el propietario, y cuando
intentan cerrar el negocio aparece la multitud de comuneros enarbo-
lando añejos pergaminos y proclamando su condición de derechosos.
“Sanear los títulos” es un propósito enunciado por todos los gobiernos
riojanos, y se refiere concretamente a ese problema.
Pese a los esfuerzos de cabildantes y tropas en 1810, pese a la abo-
lición de los títulos de nobleza por la Soberana Asamblea de 1813, en
Sañogasta:

72 Hugo E. Ratier
donde hasta principios de siglo perduró un ‘vínculo o
mayorazgo’ –régimen nobiliario español–, el agua es aún
repartida siguiendo lo resuelto por el rey de España en el
siglo XVII, mitad para el pueblo y mitad para el ‘vínculo’,
o sea, para los descendientes de la familia titular del ma-
yorazgo. (Margulis, 1968, p. 67)

Hasta casi fines del siglo se hablaba quichua en la región. Ya no,


pero el español del riojano retiene aún en su tonada esdrújula un
alto porcentaje de quichuismos. En las fiestas populares (como el to-
pamiento del Niño Alcalde con San Nicolás) se entonan canciones
litúrgicas en esa lengua.
La vivienda popular es el rancho de adobe y techo de torta, que se
mantiene excepcionalmente limpio, cuya duración es ilimitada dada
la sequedad del clima. La fuente de trabajo principal es la agricultura:
de subsistencia apenas en el terreno propio, complementada por el
trabajo en las grandes fincas, en especial en época de vendimia. El
precio de la uva es bajo, y está regulado desde otras provincias viña-
teras, como Mendoza y San Juan.
Padecen los riojanos el gran mal del país. En palabras de Mario
Margulis, quien trabajó en la zona, la subalimentación que:

está relacionada con la extrema pobreza de muchas fa-


milias y las pautas irracionales de comida. En muchos
pueblos casi no se consume leche fresca, suplantada –por
aquellos que pueden pagarla– por leche en polvo, y exclu-
sivamente para la alimentación de los niños. En uno de los
pueblos estudiados, de unos 2.000 habitantes, el consumo
de leche fresca era de aproximadamente 40 litros por día,
embotellada en envases dispares: de aceite, vino, etc. El
consumo de proteínas animales es pobre por la escasez de
ganado. La carne es demasiado cara para el nivel de ingre-
sos del lugar. Ocasionalmente se consume cerdos y aves.

Villeros y villas miseria 73


Es probable que en otros tiempos la dieta estuviera más
equilibrada. El ganado era más abundante y se destinaba
al consumo de la población. La economía más diversifica-
da y no dirigida al mercado, proveía los elementos necesa-
rios para una alimentación razonable (Ibíd, p. 74).

Esta comprobación es universal: allí donde la sociedad de con-


sumo penetra en una economía tradicional, la dieta empeora. En
sus condiciones originales esta provee un equilibrio de elementos
nutritivos probado durante siglos. Los nuevos alimentos envasados
quiebran el equilibrio al eliminar a los antiguos y no suplir su valor
dietético. Tal es el caso de los ya populares fideos, baratos y fáciles de
preparar, pero carentes de proteínas.
Otras enfermedades presentes en la zona son el bocio (popular-
mente conocido como coto) y el mal de Chagas. El primero deriva de
la carencia de iodo en las aguas de deshielo; el segundo es transmiti-
do por la picadura de la vinchuca, que encuentra un excelente refugio
en techos y paredes de los ranchos de adobe.
La asistencia médica se concentra en Chilecito. Tal como en Co-
rrientes, el pueblo recurre a su propia ciencia, la del curandero.
La emigración ha privado a la vida aldeana de la alegría de los
jóvenes. Observa Margulis:

En pocos pueblos se advierte una tan notoria sensación de


crisis y decadencia como en Campanas, a unos 80 kilóme-
tros de Chilecito. Allí la población ha disminuido, quedan
muy pocos jóvenes y muchas casas están deshabitadas.
Esta aldea sufre los males comunes de la región: estanca-
miento económico, falta de oportunidades de trabajo, cri-
sis en la ideología tradicional de la comunidad. Después
de muchos años de asistir a este proceso, se produce una
reacción en los vecinos. Ella consiste en reunir los esfuer-
zos, donar dinero y horas de trabajo y construir en con-

74 Hugo E. Ratier
junto... ¡una nueva iglesia! La comunidad, cercada por la
crisis y la amenaza de disolución, en conflicto por la apari-
ción de elementos normativos y valorativos urbanos pro-
puestos por los medios de comunicación de masas, intenta
mágicamente restablecer la armonía comunal perdida con
la revalorización de uno de sus símbolos. (Ibíd, p. 80)

El hecho que sorprende a nuestro colega se repitió en nuestra pro-


pia experiencia: el plan de desarrollo de comunidad encarado por
I.N.T.A. en Lomas de Empedrado, consistió en la erección de una
nueva capilla y provocó idéntico asombro en el sociólogo a cargo
del programa. De acuerdo a los cánones clásicos de esa publicitada
técnica, había buscado las “necesidades sentidas por la gente”. “La
gente”, en ese caso era la reducidísima élite del caserío campesino:
la señora del almacenero y la docente. Su problema fue encontrar
voluntarios para la obra (los materiales fueron donados por comer-
ciantes y estancieros), y una de sus promotoras lo entendía: “La gente
es muy religiosa, pero no le podemos pedir que trabaje gratis. ¡Hay
tan pocas oportunidades de trabajo en la zona!”.
La recurrencia a lo sobrenatural no debe asombrarnos, sin embar-
go. Es frecuente en momentos de crisis y auténtica en nuestro campe-
sino, ferviente católico, aunque mezcle su devoción por San Nicolás
o la Virgen de Itatí con la de santos “detrás de la Iglesia” como la
Difunta Correa o “San Son”.
Pero siguiendo aquello de “ayúdate y Dios te ayudará”, el riojano
se ayuda... emigrando. No sólo a Buenos Aires o Rosario. Su vieja
vocación minera lo lleva hasta la Patagonia, donde se emplea en los
yacimientos de petróleo o de carbón. Puebla también las villas bo-
naerenses, donde conservará –según Margulis– fuertes lazos con la
tierra natal y tenderá a reunirse con sus comprovincianos en núcleos
compactos.

Villeros y villas miseria 75


Los que vienen menos: tierra de minerales y azúcar

El Norte de nuestro país, Salta y Jujuy, figura poco en las estadísticas


de la población villera... por ahora. Existen allí fuentes de trabajo que
absorben aún mano de obra no sólo de las citadas provincias sino de
las del Chaco, Catamarca, Formosa y el sur de Bolivia. Esa mano de
obra se encamina hacia la extracción y transformación de minerales
y hacia los cultivos industriales: azúcar y tabaco. El azúcar requiere,
como es sabido, una industrialización inmediata después de su co-
secha, lo que obliga a la radicación de la fábrica junto a los cultivos.
Mientras en Tucumán existían muchos ingenios chicos, en las pro-
vincias norteñas el monopolio es la regla. En el tabaco, el monopolio
domina la comercialización, no directamente el cultivo.
La minería de nuestro altiplano se halla, en algunos casos, en ma-
nos de empresas norteamericanas, como Mina Aguilar; en otros, en
las del Estado (Zapla, cerca de la capital jujeña).
Todas estas fuentes de trabajo atraen a una población que en-
cuentra allí la posibilidad de un empleo fijo (los menos) o la de com-
plementar, en determinada época del año, sus escasos ingresos (los
más). Veamos quiénes son.

76 Hugo E. Ratier
Gente de las alturas

La Quebrada de Humahuaca siempre fue camino. Un camino peli-


groso para los primeros conquistadores españoles que lo transitaron
desde el Perú, erizado de pucaraes agresivos, con un pueblo que re-
cién acababa de ser dominado por los incas. Costó trabajo aniquilar
su resistencia, y una vez conseguido, los nativos pasaron a engrosar
la interminable caravana de mártires tragados por las bocaminas de
Potosí, obligados a trabajar hasta morir. Es probable que ya no quede
ningún descendiente de ellos y que la zona se haya repoblado –igual
que ahora– con gente nueva, quechuas y aymaraes de la actual Bolivia.
Están en la zona, todavía, antiguos rostros y apellidos indígenas:
Mamaní, Sajama, Soruco, Apaza. Son agricultores y pastores de ga-
nado menor, o de llamas en la puna. El maíz, la papa, la quinoa, el
tomate, nacen de la tierra tras un arduo trabajo en que el arado de
palo es el instrumento más moderno que se utiliza. El trueque tiene
vigencia, y los quebradeños trepan a la puna para cambiar choclo o
papas por panes de sal que los salineros cortan con baquía. El “cam-
bio-cambio” rige también las relaciones comerciales con el valle cáli-
do, ese principio de la gran selva sudamericana que comienza al pie
de las montañas.
Folklóricamente es una zona densa, tal vez la que hunde más pro-
fundamente sus raíces, dentro del país, en la vieja América prehis-
pana. Vírgenes y santos se mezclan y confunden con la Pachamama,
con Coquena, con el duende. Las cruces cristianas se apresuran a co-
ronar las apachetas paganas, donde las ofrendas a la Madre Tierra
continúan. En las señaladas, la chicha se asperja sobre el ganado, se
enfloran sus orejas con lana roja y la gente se unge con la sangre de
las bestias. San Juan es adorado por hombres vestidos con plumas
que, al son de un erque, miman los movimientos del suri, el avestruz
americano.

Villeros y villas miseria 77


Algunos visten fuertes pantalones de barracán, tejido en telar
casero, ponchos, sombrero ovejuno; calzan ojotas. Otros blue-jean,
camisas o pulóveres de fibras sintéticas, mocasines flamantes y hasta
ostentosos anteojos oscuros.
Desde siglos pelean una lucha interminable por la supervivencia.
La mortalidad infantil alcanza aquí la incidencia más alta en el país;
la tuberculosis es mortal en el más alto grado dentro de la Argentina.
No parecería necesario repetir que la desnutrición los golpea duro: su
dieta carece de proteínas suficientes. El ganado menor que cuidan no
es siempre propio, y el escaso que les pertenece se comercializa. Raras
veces se sacrifica algún animal, y casi siempre el más viejo.
El bocio y el mal de Chagas son también aquí conocidos. La vin-
chuca anida en el adobe o la piedra de los bien construidos ranchos,
con sus vigas de cardón.
Como en todo el país, lo que la gente pide es tierra y riego, o de-
fensas contra inundaciones. Las antiguas acequias ya no alcanzan, y
aquí los ríos suelen enloquecerse en época de crecida y arrasan con
los cultivos asentados sobre sus riberas, llevando consigo ranchos y
animales, que se entremezclan con las enormes piedras que ruedan
en su seno.
Desde tiempos del encomendero, la vida no fue fácil. Ajenas o
propias, las tierras no alcanzaron más que para durar. Gratis o mal
pagos, siempre trabajaron para otros. Y no fue casual. Los aparentes
cambios sólo llevaron del sistema feudal de la encomienda a la servi-
dumbre actual del vale. El gobierno peronista les dio tierras, pero la
clase hegemónica supo arreglárselas para minimizar esa conquista.
A la caída de Perón, un estanciero (afincados se los llama en la zona)
recorría al galope, esgrimiendo un amenazante rebenque, las casas
de sus arrenderos, al grito de triunfo: “¡Ya se fue el tata de ustedes!”.
No es una novedad que el minifundio resulta funcional para el
acrecentamiento del latifundio. Apoyándose en la ilusión del pequeño
propietario, el patrón cuenta siempre con mano de obra barata y dispo-
nible. Y eso es cierto, tanto en la estancia como en la mina o el ingenio.

78 Hugo E. Ratier
Mineros

Para quien tiene hambre o pretende escapar de un futuro miserable,


aun condiciones de trabajo objetivamente opresivas pueden signifi-
car una mejora. Tal es el caso de la minería. El subsuelo salto-jujeño
es rico en plomo, azufre, zinc y hierro, explotado por compañías na-
cionales y extranjeras.
En Salta, 47 establecimientos ocupan a 2.264 personas, de las cua-
les 2.208 son obreros. En cifras absolutas es el más alto número de
mineros para todo el Norte. La producción es también la más alta de
la zona: llegó en 1960 a $ 4.175.324.6 De todos modos, puede apre-
ciarse que como fuente de trabajo es exigua para la población local.
El bórax salteño cubre el 75% de la producción nacional, pero pa-
dece el problema de la falta de transporte. Para llevarlo desde la puna
hasta las plantas de refinación es necesario reforzar en un 80% la ca-
pacidad de carga de los ferrocarriles mediante camiones. El remedio
puede no dar resultado, sin embargo, dado el estado de los caminos.
De ahí que el bórax nacional no pueda competir con el importado de
los Estados Unidos.
Los 36 establecimientos mineros jujeños ocupan a 1.867 perso-
nas, de las cuales 1.629 son obreros. El centro de la actividad se en-
cuentra en la región puneña.
Mina Aguilar, planta importante, es propiedad del monopolio
norteamericano National Lead que, desde hace años, cumple con la
función de no extraer nuestros minerales. Sus personeros se ocupan
de adquirir y mantener improductivas aquellas minas cuya explota-
ción iría en contra de los intereses comerciales estadounidenses. Su
dominio de los resortes del crédito impide, por otra parte, la moder-
nización de las empresas nacionales.

6  Estos datos y los que siguen fueron obtenidos directamente en CONADE en 1970.

Villeros y villas miseria 79


No obstante, son estas últimas empresas las que aportan el 80%
del mineral que consume el país. Los colosos extranjeros, sin limita-
ciones en cuanto a capital, aportan un modesto 20%.
Los altos hornos de Zapla, cerca de Palpalá (Jujuy), constituyen
el establecimiento siderúrgico más importante del país. Operado por
Fabricaciones Militares, es presa codiciada por los monopolios inter-
nacionales, cuyos embates cada vez se hace más difícil resistir.
El trabajo en las minas posee un atractivo que todo migrante in-
terno aprecia por sobre todas las cosas: es un empleo fijo y estable.
Esto permite el goce de una remuneración relativamente más elevada
y la obtención de beneficios sociales, tales como la vivienda, premios
de trabajo y el acceso a actividades recreativas provistas por el com-
plejo minero: cine, clubes, etc. El minero abandona entonces sus tie-
rras y se instala definitivamente con su familia en las cercanías de la
fuente de trabajo.
Claro que esas ventajas tienen su terrible contrapartida: el minero
carece de elementos de protección para cumplir su riesgosa tarea, de
atención médica adecuada y del derecho a un descanso acorde con
la intensidad fatigante de su trabajo, que debe cumplir a pesar de las
inclemencias del tiempo o la amenaza constante de los desmorona-
mientos. El grado de explotación es mayor en los establecimientos
privados.
El saturnismo acorta el período de vida útil del minero. Es una
enfermedad provocada por los gases del plomo, que afecta los riño-
nes y es de evolución lenta. Tomada a tiempo puede detenerse, nunca
curarse: el paciente siempre queda nefrítico. Por otra parte, el 70% de
los 35.000 trabajadores argentinos empleados en empresas mineras
privadas no está amparado por contratos de trabajo. En horarios de
10 a 12 horas reciben como remuneración salarios ilegales. La asis-
tencia médica, en muchos casos, no existe y los despidos arbitrarios
son la regla. En las minas Pan de Azúcar, de Jujuy, en 1968 se obligó a
los obreros, para conservar la fuente de trabajo, a renunciar a los po-

80 Hugo E. Ratier
cos servicios sociales que habían conseguido.7 El minero es conscien-
te de su explotación, pero no tiene mucho para elegir. “Es preferible
esto que nada”, nos manifestaba un joven minero jujeño. Y ese “nada”
significa permanecer atado al minifundio paterno.

7  Semanario CGT, N° 30, p. 5, Buenos Aires, 21 de noviembre de 1968.

Villeros y villas miseria 81


Ingenios: contratistas, vales, lotes y gran empresa

“¡Si sacan una foto de esto, los hago meter presos por el ingenio!”, bra-
maba el cuidador de los lotes. Detrás de él, su familia, aterrorizada, lo
incitaba a cumplir la amenaza, a romper las máquinas del grupo de
periodistas que pretendió documentar la vivienda de los trabajadores
temporarios del Ingenio Ledesma. Sucede que estas “viviendas” no
son las que aparecen a toda página en los diarios para “vender” la
imagen de la empresa progresista. Consisten en largas barracas de
madera, sin ventanas, compartimentadas, con una puerta al frente y
techo de zinc, donde se hacinan las familias de los peones en tiempo
de zafra. Algo semejante puede apreciarse en San Martín del Tabacal,
otro coloso azucarero del Norte salteño.
El estatus del personal del ingenio está rígidamente marcado por
la casa que habita: un palacete alberga a los ejecutivos, lujosos cha-
lets a los técnicos, viviendas de material un poco más rústicas a los
obreros fijos, entre los cuales los calificados las tienen mejores, y el
misérrimo “lote” para el peón de surco.
El ingenio del norte difiere radicalmente del de Tucumán. El clima
favorece la producción de caña con un mayor porcentaje de sacarosa,
y la concentración monopólica de tierras y capital hace que su explo-
tación sea enormemente rentable. San Martín del Tabacal, ocupando
el 13,8 por ciento de la superficie cultivable en la provincia, aporta el
84,5% de la producción azucarera. Ledesma, en Jujuy, llega al 41,4%.
Aquí no existe la división entre quien siembra y quien fabrica.
No hay cañeros independientes: el ingenio es dueño de la tierra, de
la caña, de las máquinas para cosecharla, de las fábricas para refi-
nar el azúcar, del pueblo donde viven sus empleados, de los negocios
donde estos compran, del cine al que asisten y del sindicato que los
agrupa. A veces, también de la gente. Algo que asombró a nuestros
amigos periodistas fue la sincera, auténtica ignorancia de un técnico

82 Hugo E. Ratier
altamente capacitado sobre las condiciones de vida del peón zafre-
ro. Manifestaba que la empresa sólo había hecho el bien en la zona,
elevando el nivel de vida obrero. Se sentía parte de ella, hablaba con
orgullo del papel fabricado con bagazo, material que antes se tiraba,
hoy exportado a Estados Unidos, de los naranjales de Calilegua, del
crecimiento incontenible del pulpo.
Su modelo es, quizás, el obrero fijo, numéricamente poco impor-
tante, mejor remunerado y con vivienda. Como sector, no va a crecer;
por el contrario: la progresiva automatización del proceso productivo
hará que se prescinda cada vez más de sus servicios. Su situación de
dependencia total respecto al empleador hace que a veces caiga en
cuadros de paranoia, como el que relatábamos a propósito del cui-
dador de lotes.
El núcleo todavía cuantitativamente grande es el de los peones
de surco. De junio a octubre marchan hacia las plantaciones miles
de hombres que provienen de las punas argentina y boliviana, de los
valles calchaquíes, de las selvas oranenses. Criollos, indios chirigua-
nos que hablan un proto-guaraní y lucen largas trenzas atadas con un
pañuelo, a modo de turbante, quechuas y aymaraes bolivianos, que-
bradeños, etc. En Tucumán, el trabajo en el surco permitía una con-
centración humana prácticamente permanente, cuya proletarización
generó los conflictos que todos conocemos. Aquí, una vez levantada
la zafra, el obrero regresa a su lugar de origen, liberando a la empresa
del peligro de “subversión” que encarna semejante masa obrera. Vea-
mos cómo llega hasta el ingenio.

Villeros y villas miseria 83


Contratistas

El contratista puede residir en lugares estratégicos, o bien recorrer


zonas en busca de mano de obra. La Quiaca es fundamental, pues
allí convergen obreros argentinos y bolivianos. Solamente para Le-
desma viajan cada año 5.000 hombres, que son cargados en trenes
especiales. Conversamos con algunos de estos, entre ellos un joven
quiaqueño de 15 años de edad. En el verano trabaja en “changas” en la
estación, es decir, acarrea valijas y bultos de los viajeros que arriban a
esta suerte de capital de la Puna. En el invierno, va con su padre al in-
genio. Los braceros –nos dicen– deben aceptar para ser contratados
diversos tipos de descuentos, materializados con la firma de vales: se-
guros de vida (que nunca se concretan), jubilación, beneficios socia-
les, y otro vale, de $20.000 a $30.000 m/n., para adquirir alimentos,
mantas, ropas, etc., en las proveedurías del ingenio. La firma de esos
vales es obligatoria para ser contratados.8
Ya en el ingenio, los pagos no son regulares, ni quincenales ni
mensuales. Se recibe el dinero en dos o tres cuotas arbitrarias. Esto
obliga al trabajador a retirar mercadería a cuenta de la proveeduría
de la empresa, cuyos precios son abusivos. Cuando llega el momento
de cobrar, los descuentos se llevan casi todo.
En esto no interviene el monopolio; descarga su responsabilidad
en el contratista, al que paga una comisión. Pero se beneficia: invierte
menos efectivo por tonelada de caña, obtiene ganancias por los pre-
cios que cobran sus proveedurías y obliga al peón a revertir el dinero
ganado en las arcas de la empresa.
Otro sistema ingenioso y que ilustra la relación simbólica entre la-
tifundio y minifundio, es el empleado en la finca de Luracatao, en los
valles calchaquíes. La gente que allí vive debe efectuar un largo viaje

8  Datos obtenidos en 1970.

84 Hugo E. Ratier
hasta el ingenio San Martín del Tabacal, para la zafra. “Casualmen-
te”, finca e ingenio pertenecen a los mismos patrones. “Casualmente”,
también, la gente de la zona que no vive en la finca no viaja hasta ese
ingenio, prefiriendo conchabarse en los más cercanos de Tucumán.
El miedo a perder la tierra arrendada obliga al agricultor del valle
a trasladarse con su familia hasta los cañaverales. La finca funciona
como verdadero “criadero” de peones.
Un peón nacido allí, de 22 años, nos contó el sistema. Desde los
18 viaja al norte en los camiones que los contratistas llevan hasta los
valles calchaquíes, y que llenan de zafreros. En 1969 les exigieron,
bajo amenaza de no llevarlos, la firma de dos vales de m$n 20.000
cada uno. Además, pretendieron descontarles otros dos mil pesos
para contribuir a la compra de un avión sanitario con destino a la
ciudad de Orán.
Es bueno recordar que el pago en vales fue prohibido en nuestro
país por la ley 11.278 de 1925. Sigue en vigencia, sin embargo, con
absoluta impunidad, y no sólo en los ingenios sino, por lo menos, en
los aserraderos de Tartagal, los obrajes de Santiago del Estero y los
arrozales de Corrientes, mediante la operación de proveedurías más
o menos dependientes de las empresas. Sólo que ahora, mediatizado
por la acción del contratista.
No bien descargados los bártulos en la “habitación” de 3 x 4 me-
tros que le corresponde en el “lote”, la familia entera comienza su la-
bor. El hombre voltea las cañas que luego son peladas y limpiadas por
su mujer y sus hijos. La concurrencia a la escuela se hace difícil para
estos últimos. El pesaje de la caña está fuera del control del obrero,
que cumple jornadas de sol a sol (pues se le paga por la producción)
bajo temperaturas que van de 30 a más de 40 grados.
Por cuatro o cinco meses, cultivos y cabras quedarán abandona-
dos. Al regreso, deberán redoblarse los esfuerzos para extraer algo de
la magra parcela. De este modo, el ingenio consigue tener siempre
una mano de obra cuantitativamente numerosa y cualitativamente
pasiva frente a sus abusos. Para asegurarse aún más tales condiciones

Villeros y villas miseria 85


se prefiere contratar bolivianos –a cuya “entrada ilegal” en el país
hacen la vista gorda las autoridades–, cuya semiclandestinidad hace
posible su superexplotación. En el Norte salteño el trabajador ideal
pasa a ser el indígena. Matacos, chutupíes o chiriguanos no tienen
existencia legal en nuestra patria, malconocen el idioma, ignoran el
valor del dinero. Su competencia desplaza al obrero sindicalizado, y
crea odios: blancos versus indios, aquí; argentinos versus bolivianos,
en Jujuy.
Esto llevó en una época a que los trabajadores argentinos cru-
zaran el límite para, haciéndose pasar por bolivianos, conseguir ser
contratados.

86 Hugo E. Ratier
Vista panorámica parcial
de una "villa" (Bañado de Flores).

Fotos: Alfredo Moffat

Villeros y villas miseria 87


1.

2.

88 Hugo E. Ratier
3.

1 y 2. Dos vistas de calles anteriores de una "villa".

3. La "villa" junto a los monobloques del barrio Almirante Brown

Villeros y villas miseria 89


1.

2.

90 Hugo E. Ratier
1. 2. y 3. Vistas exteriores de construcciones
típicas de la "villa".

3.

Villeros y villas miseria 91


1.

1. y 2. Dos interiores típicos de la "villa".

92 Hugo E. Ratier
2.

Villeros y villas miseria 93


1.

1. Construcción lacustre.
2. Tanque para depósito de agua frente a una habitación.
3. Niñas de la "villa" junto a un grifo público.

94 Hugo E. Ratier
2.

3.

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1.

2.

96 Hugo E. Ratier
3.

1. y 2. Dos negocios de la "villa".


3. Un recreo junto a la "villa"

Villeros y villas miseria 97


1.

2.

98 Hugo E. Ratier
3.

1. La inundación.
2. Construcción frente a zonas anegadizas.
3. Los niños de la "villa".

Villeros y villas miseria 99


1.

2.

100 Hugo E. Ratier


3.

1. 2. y 3. La erradicación: los villeros a la espera


de las comisiones municipales.

Villeros y villas miseria 101


La erradicación:
1. La topadora comienza su
tarea
2. Una casilla destruida
3. La policía especial de la
Comisión Municipal
de la Vivienda dirigiendo el
operativo.
4. Vista parcial de la "villa"
destruida.

1.

2.

102 Hugo E. Ratier


3.

4.

Villeros y villas miseria 103


1.

2.

104 Hugo E. Ratier


3.

La erradicación:
1. Los camiones listos para la
partida
2. Partida de los primeros camiones
3. La fumigación

Villeros y villas miseria 105


1.

1 y 2. Las viviendas "provisorias" destinadas


a la población erradicada.

106 Hugo E. Ratier


2.

Villeros y villas miseria 107


1.

1. 2. y 3. A la urbanización compulsiva
de las viviendas "provisorias" se opone
la urbanización espontánea de algunas
villas. Construcciones de material
levantadas por los "villeros".

108 Hugo E. Ratier


2.

3.

Villeros y villas miseria 109


110 Hugo E. Ratier
Productividad y éxodo

La concentración de capitales que implica el monopolio, su inserción


en el mercado internacional del azúcar, su dependencia de crédi-
tos de instituciones foráneas, como el B.I.D. y el F.M.I, lo obligan a
acrecentar su eficiencia. Esto se lleva a cabo mediante la mecaniza-
ción del proceso. Así charlábamos con un zafrero del ingenio San
Martín, quien temía por su fuente de trabajo.
–El año que viene –nos decía–, porque este año ya han salido las
máquinas, son cuatro, iremos sólo a voltear... y las máquinas irán a
alzar y cargarlas en los camiones.
–¿Y cómo irán a pagar? –preguntamos.
–Y… ya nos van a pagar menos.
–¿Y qué va a pasar con la gente de Salta, Jujuy, Santiago, el Chaco
y Bolivia que se empleaba en el ingenio?
–Cobrarán menos, se quedarán sin trabajo.
–¿Y usted?
–Tengo miedo... –repuso–. Me gustaría ir a trabajar a Buenos Ai-
res si me quedo sin trabajo... En cualquier cosa trabajaría.
Ya hay indicios de ese desplazamiento gradual del hombre por la
máquina. La región no puede ofrecer más fuentes de trabajo y tiende
a expulsar su población, por ahora, con cuentagotas. Quedan los ta-
bacales, las obras de infraestructura y construcciones en las ciudades
capitales –orladas ya por su cordón de villas miseria–, pero tampoco
alcanzan. La gente con mayores aspiraciones se marcha, y la reempla-
za la migración boliviana, dispuesta, todavía, a aceptar condiciones
de trabajo opresivas, pero que no ha de permanecer mucho tiempo
en esa actitud.
Las grandes ciudades, pero en especial Buenos Aires, proyectan
su imagen de opulencia hacia el interior. Cine, televisión, radio, revis-
tas, se hacen pensando en el consumidor porteño. En tierra adentro

Villeros y villas miseria 111


bastaría mirar en torno y comparar con lo que llega a través de esos
medios, para hacer las valijas. Pero, además, están los amigos, los pa-
rientes. Aquellos que iniciaron el éxodo cuando un proceso de indus-
trialización lo justificaba, con esperanzas ciertas de mejorar. Están
las primeras migrantes: las muchachas que llegaron para trabajaren
servicio doméstico y se volvieron obreras. Van y vienen las cartas, se
suceden visitas y regalos, hasta que la idea madura: “¿Y si me fuera?”,
se pregunta el zafrero, el peón golondrina, harto de seguir camino de
las cosechas, el albañil, el changarín.

112 Hugo E. Ratier


Expectativas

Quien vive en la ciudad, quien nació en una clínica, fue a la escuela


primaria y luego a la secundaria, consiguió un empleo y un sueldo,
llega a su casa y prende con naturalidad la luz eléctrica, abre la cani-
lla y se lava con agua abundante, cocina en un artefacto a gas y, por
sobre todo, come todos los días; tiene que hacer un gran esfuerzo de
imaginación para pensar en otras condiciones. Y un mayor esfuerzo,
quizá, para concebir que alguien considere que su vida ha mejorado
en el ámbito sórdido de la villa miseria.
Un viejo correntino, que regresaba de visitar a su hija en una villa
porteña, manifestaba entusiasmado a una ingeniera de INTA: “Vos
vieras, ingeniera, las cosas que tiene mi hija. Nada le falta, tiene todo,
todo. Tiene cocina, heladera, televisor, lavarropas, plancha... ¡todo!”
Que ese “todo” estuviera colocado sobre un piso de tierra, que el ma-
terial de la casilla la hiciera fría en invierno y caliente en verano, no
hacía diferencia para nuestro hombre. El, como arrendero, jamás po-
dría acceder a uno solo de esos artefactos.
Un joven empedradeño sonrió en la puerta de su casilla, cuan-
do le preguntamos si los servicios médicos eran mejores aquí o allá:
“Aquí tengo la salita a cinco cuadras, el hospital a quince. Allá, el
hospitalito estaba a cinco leguas, y por camino de tierra”.
Que la conservación del agua en tanques, practicada en las villas,
hace peligrosa su ingestión, no lo dudamos. Pero es necesario ver el
agua barrosa de los charcos de donde bebe la familia correntina, el
subido color rojizo que da la arcilla al agua en La Rioja o Jujuy, para
entender que aun la poco recomendable agua porteña tiene alguna
ventaja sobre la otra. Entre ellas, el iodo necesario para evitar el bocio.
Por cierto que se espera más de la ciudad. Por lo pronto, el empleo
fijo. La estabilidad es el principal valor para el migrante: ya lo es en su
tierra. Dos señoras de Empedrado se congratulan de que una amiga

Villeros y villas miseria 113


común hubiera casado a su hija con un empleado del ferrocarril: “Eso
es bueno, un muchacho con empleo. No como esas que se casan con
muchachos del campo. Esos no tienen porvenir, nunca van a llegar
a nada”. Pero hay varios factores que impiden lograr el sueño de la
estabilidad. El joven que llega no puede hacer nada con toda su expe-
riencia campesina. Carpir, arar, voltear caña o cosechar algodón son
habilidades inútiles en la ciudad. Entonces, se dirigirá por fuerza ha-
cia los empleos que no requieran mano de obra especializada, donde
será tomado como changarín, marginado de los beneficios sociales,
peor pagado. Cuenta con una única ventaja, producto de la concen-
tración urbana: la facilidad de conseguir changas. Eso sólo, para mu-
chos, hace que valga la pena dejar el lugar natal.
Otro factor que no podemos medir con exactitud es la discrimi-
nación que padece el villero en cuanto tal. Recordamos los eternos
carteles de “No hay vacantes” en las fábricas cercanas a una villa. No
había vacantes, pero sólo para los habitantes del barrio precario. El
joven que busca trabajo prefiere no decir que vive en una villa. Trata
de conseguir que alguien le “preste” un domicilio a esos efectos.
De todos modos, repetimos, hay un ascenso efectivo, pero no su-
ficiente. Como hay un ascenso en dejar el minifundio para ir a las
minas, a los cañaverales, a la cosecha del algodón. En todas partes
hay trampas, en todas partes se pretende perpetuar la miseria del
pueblo, que intenta escapar a tantos lazos puestos en su camino. Su
estrategia es, por ahora, la fuga. Vende, de golpe, o poco a poco, las
escasas pertenencias que lo atan a la tierra, y elije la vida difícil de la
proletarización. Ve mundo, ve país. Poco a poco va madurando su
conciencia junto a las luchas totales de ese país, a las que se incorpo-
ra. Esto produce miedo: hay que buscar remedios, piensan las capas
dominantes. Veamos en qué consisten.

114 Hugo E. Ratier


Brazos para el campo

Resulta difícil saber hoy qué planes gubernamentales siguen en vi-


gencia, cuáles están detenidos, cuáles irán a cambiar. Debemos co-
rregirnos: detenidos están prácticamente todos. Lo interesante es
verificar su orientación, ver hacia qué país nos conducen. Partimos
de la base de que las modificaciones producidas en la superestructura
política no tocan para nada los factores estructurales que permiten
definir al país como dependiente. Seguimos dependiendo del crédito
externo y de las condiciones de los organismos que nos lo facilitan. Se
siguen extrayendo cinco o siete dólares por cada uno que se invierte.
La filosofía de los planes, hoy demorados, no puede cambiar mucho,
y sabemos que la supuesta antinomia liberalismo-desarrollismo no
existe.
Tomemos una zona en aguda crisis: Tucumán. Es allí donde la
política favorable a los monopolios ha demostrado su estupendo des-
precio por el pueblo, que respondió condignamente con su rebeldía a
los ataques. Y se teme que haya nuevos Tucumanes en el país; el más
próximo, quizás el Chaco. Todo el arsenal sociológico del régimen,
con fuerte apoyo norteamericano, se vuelca en el Chaco, intentando
prever por qué lado va a reventar la situación.
Decretada desde el gobierno la muerte de la industria azucarera
tucumana, se elabora un plan preliminar para su “desarrollo”, a cargo
de Italconsult (Fiat-Concord), en marzo de 1967. Vale la pena trans-
cribir sus “Recomendaciones - Orientaciones Generales”:

Inculcar, en los distintos niveles, aprovechando de la ac-


tual fractura de mentalidad, la noción de Productividad
mediante las más variadas e imaginativas formas de pene-
tración: cursos en la Universidad, en escuelas e industrias,
desarrollo de la enseñanza técnica, conferencias, etc. La

Villeros y villas miseria 115


Fundación Ford, con la cual la Universidad de Tucumán
tiene un convenio, ya exploró –adelantando considerable-
mente– esa posibilidad. Además, también existe la de que
el Fondo Especial de las Naciones Unidas participe de una
iniciativa de esa índole. En aquella oportunidad, con la
implantación de cursos de ‘Administración de Empresas’
en Tucumán, se conseguirá un cuerpo de calificados pro-
fesores que –a la par de su técnica docente– contribuirán
con conferencias, informes, etcétera, a consolidar el mis-
mo cambio de mentalidad tucumana.

El “cambio de mentalidad” se inicia, pues, en la cumbre, creando


la élite de tecnócratas mediante los buenos oficios de las fundaciones
extranjeras. Estos enyesarán la “fractura” de esa mentalidad convir-
tiéndola en una robusta pierna que sostenga al “consorcio interna-
cional que invierta capitales en la región”, previsto por el plan oficial.
La modernización tucumana que surge de bases tan brillantes su-
pone: reagrupamiento de parcelas, es decir, acelerar la tendencia al
latifundio; mecanizar el cultivo de la caña de azúcar; apoyo crediticio
a las explotaciones ganaderas latifundistas; crear fuentes de energía
para la instalación de industrias. Todas estas medidas tienden a redu-
cir el empleo de mano de obra.9
El “Operativo Tucumán”, impulsado por la ley 17.010, se proponía
invertir dicha mano de obra en las tareas de infraestructura. Al mis-
mo tiempo, otorgaba tratamiento preferencial a las industrias que se
instalaran en la zona.
Los obreros de los ingenios fueron, pues, a cavar zanjas y a hacer
cloacas, por jornales de 900 pesos viejos diarios, que no se les paga-
ban puntualmente.

9  Datos obtenidos en CONADE en 1970.

116 Hugo E. Ratier


El paliativo –según las cifras más optimistas– ocupó a 2.500 per-
sonas. Recordemos que en 1966 trabajaban en los ingenios 30.800
personas, de las cuales 22.000 eran obreros transitorios.
La historia de las industrias demuestra que tampoco constituye-
ron una solución para la desocupación por decreto. Dejemos de lado
el hecho de que muchas –burlando las reglamentaciones– son sim-
ples depósitos que no producen nada. No nos fijemos en la fuerte
guardia especial que impide la entrada de visitantes. Pensemos en la
cantidad de mano de obra que absorben, y su calidad.
Maderera Lules, ampliación de una compañía ya existente, tuvo
que incorporar a su personal un 50% de cañeros, en cumplimiento de
exigencias del Operativo. Los 250 favorecidos fueron despedidos en
mayo de 1969, porque, según el capataz, “cincuenta obreros, de estos
(especializados) rinden más que 250 cañeros”. Emmes Hitachi, em-
presa altamente especializada y tecnificada, emplea a 200 personas.
Los obreros del azúcar sólo son tomados para tareas de limpieza, cor-
te de césped, etc. Los ejecutivos son, por supuesto, nipones. Carfin,
agonizante fábrica de caramelos, ocupa a 40 obreros especializados,
en su mayoría mujeres.
Las ollas populares, la ocupación de ingenios, la lucha desespera-
da por la fuente de trabajo que costó la vida a muchos trabajadores,
estaban previstas. Los planes calculaban que para alcanzar en 1974
una tasa de desocupación solamente urbana del 4%, debían emigrar
de la provincia unas 7.000 personas por año. Literalmente, el gobier-
no echa al pueblo tucumano de su tierra. El plan es un plan para
sobrevivientes.
Ya vimos cómo se echa también del campo al agricultor corren-
tino. Casi ni valdría la pena mencionar la “solución turística” que se
esgrime en el caso de Empedrado: explotar un hotel de lujo que “re-
activará la economía”, con su correspondiente casino. El atractivo: la
pesca del dorado. Quien estuvo en Paso de la Patria sabe que, junto
a la ostentosa hostería, languidece un pueblo miserable que poco o

Villeros y villas miseria 117


nada tiene que ver con los señores que llegan del país y el extranjero
a probar suerte con sus anzuelos.
El azúcar quedará en manos de los monopolios del Norte, y de
algunos pocos ingenios, también monopólicos, en Tucumán.
Ante todo eso cabe preguntarse: ¿Qué se quiere hacer con la gen-
te? Más adelante veremos que tampoco se les permite acercarse a las
ciudades, “congelando” y erradicando las villas miseria. La respuesta
es muy simple y muy vieja; comenzó a formularse en 1860: reempla-
zarla por otra de mejor calidad. La expulsión del criollo se seguirá
con la creación de una infraestructura adecuada, sobre todo en la
pampa húmeda, áreas del Nordeste y Noroeste, para... ¡traer colonos
europeos! También los inmigrantes europeos se establecerán en las
zonas industriales a crearse, entre ellas, el Gran Buenos Aires y la
Patagonia. El racismo sigue vigente con singular fuerza para quienes
niegan la historia. ¡Lástima que el pueblo los obligue a cambiar tan
excelentes planes!

118 Hugo E. Ratier


Llegada y adaptación

“La villa miseria es el único medio institucionalizado que la ciudad


provee al migrante para su albergue y socialización”, señala Margulis
(1968, p. 194). En realidad, es el mismo migrante quien arbitra ese
medio y encara con sus propias fuerzas el proceso de urbanización.
Sólo después la “ciudad” (concepto demasiado comprensivo que más
adelante analizaremos) pretende institucionalizarlo, es decir, contro-
larlo y, ya a nivel de fantasía, eliminarlo.
Históricamente, las villas nacen casi sin violencia. En 1949, por
ejemplo, la Isla Maciel era aún un pajonal con algunos astilleros, su
sector urbano de conventillos, muy semejante a La Boca, y las quintas
de los italianos. Siempre fue famosa por sus prostíbulos, algunos de
los cuales, sobre todo en la década del 30, gozaban de especial favor
entre la clientela. Aprovechando el “monte” existente, muchos malhe-
chores se refugiaron allí.
Testigos de la época nos relataron su instalación. Al principio eran
sólo ocho familias las que solicitaron permiso para alzar sus casas en
terreno del ferrocarril. La empresa mandó un ingeniero que midió
y entregó los lotes. Algunos se hicieron construir, por los italianos,
viviendas a imagen y semejanza de las boquenses. Ese núcleo inicial
–según nuestra informante– habría regalado parte de sus terrenos a
la gente que llegó después. El dato es bastante dudoso; lo más proba-
ble es que a las primeras ocupaciones formales siguieron luego las de
hecho.
La villa fue creciendo sobre el terreno fiscal, se extendió hasta
el borde mismo de las vías, incursionó en los sacrosantos terrenos
privados de los astilleros. En esa arrevesada geografía, la manzana de
los pioneros se destacaba por el encuadramiento de construcciones
y cercos, y su mayor tamaño: eran verdaderas casas. Esto generó en
la vecina que nos contó la historia –y probablemente en algunos

Villeros y villas miseria 119


más– un sentimiento de superioridad frente a “esa gente”, como
llamaba a los que llegaron después. Nada, sin embargo, diferenciaba
su historia de la de ellos. Tucumana, había tenido dos maridos
y trabajó en el Norte en tareas vinculadas a la construcción de las
líneas ferroviarias Salta-Socompa y Metán-Barranqueras. “Como un
hombre”, manifestaba con orgullo. Luego, la falta de condiciones de
trabajo la empujó a Buenos Aires, donde aprendió y ejerció el oficio
de costurera y consiguió su jubilación.
Las dos migraciones –interna y externa– se mezclaron en el nú-
cleo inicial: tucumanos, correntinos, italianos y hasta una yugoslava
lo constituían. La seguridad jurídica de nuestra informante y su có-
moda ubicación dentro de las normas del sistema, generaban esa apa-
rente actitud de desprecio hacia los demás. Y decimos aparente, por-
que casó a su hija, a quien sobreprotegía y hasta castigaba para que
no se contaminase con el “ambiente”, con un muchacho de la villa.
El choque entre las expectativas traídas del campo y la realidad
urbana puede ser duro. Ya lo habíamos advertido en Empedrado con
un joven que se disponía a migrar: pareció desilusionado cuando le
dijimos que la mayoría de los hombres de Villa Maciel trabajaban en
el puerto. “¿Changarines nomás son?”, comentó.
Antonia, una correntina de treinta años, nacida en Manantiales,
departamento Mburucuyá, nos confesó también su desengaño. Des-
de los 10 años vivía en la ciudad de Corrientes trabajando en servicio
doméstico, lavado y planchado. Llegó a Buenos Aires hacia 1957, y al
ver las casillas de chapa su primer comentario fue: “¿Esto es Buenos
Aires?... ¡Pero si Corrientes es mejor!”.
Su bilingüismo fue otra fuente de dificultades. Consiguió trabajo
en un frigorífico cuando “no hablaba nada de castilla”. Se expresaba
en guaraní, lo que restringía su comunicación a comprovincianas y
paraguayas. Las demás se reían. Aún hoy –cuando su castellano es
fluido– se le mezclan a veces palabras en guaraní. Sucede que su com-
pañero es paraguayo y hablan casi siempre en casa la lengua indígena.

120 Hugo E. Ratier


División regional

Por un proceso natural, los vecinos se van agrupando según, no sólo


las provincias de origen, sino aun la región o el pueblo del que son
oriundos. Jocosamente nos decían en uno de los barrios de Isla Ma-
ciel que en otro sector de la villa había puros empedradeños, y que no
tenían más que gritar un apellido para encontrarlos, porque “todos se
llaman igual”. Este agrupamiento se va dando a partir de un migran-
te, quien, al instalarse, llama o recibe a sus paisanos, familiares o no.
Por cierto, que tal cosa ocurre sólo en los núcleos provinciales más
numerosos.
Como es sabido, la gente que migra es la más valiosa desde el
punto de vista productivo: los individuos más jóvenes, entre 18 y 40
años, son los más aptos para afrontar el cambio, aptitud demostrada
por el solo hecho de decidir la migración. En su mayoría llegan solos
a probar fortuna, luego formarán pareja.

Villeros y villas miseria 121


Familia

Margulis señala la tendencia de los riojanos emigrados a casarse den-


tro del grupo (endogamia). Algo semejante observamos entre nues-
tros informantes del campo empedradeño. Es más, con frecuencia
viajaban a sus pagos para casarse, lo que en muchos casos se hacía
con pompa, por Civil y por Iglesia.
El matrimonio formal, sin embargo, no es considerado indispen-
sable. Como en todo el interior campesino, la pareja puede desha-
cerse por causas graves o disentimientos entre cónyuges, haya o no
libreta de casamiento por medio. Este documento tiene valor más
que nada para poder cobrar el salario familiar, lo que llevó a regula-
rizar no pocas situaciones. La religiosidad de la gente, sincera y pro-
funda, no los induce a exigirse sin embargo el matrimonio religioso,
ni se sienten en pecado mortal por vivir en unión libre con su pareja.
A veces algún sacerdote o religiosa emprendedores organizan casa-
mientos masivos, a los que la gente no se opone, aunque ya hoy en día
ese proselitismo un tanto compulsivo ha decaído.
El pueblo desconoce las formalidades y la hipocresía que preo-
cupan a las capas medias. Esto se refleja con claridad en el lenguaje:
nadie oculta su situación matrimonial, ni hay problemas en confesar
cuántos cambios de pareja se han realizado. Es frecuente la palabra
“compañero” o “compañera” para referirse a la pareja. Un hombre
que gustaba de emplear un lenguaje preciso, presentaba a su señora
sin rubores como “mi concubina”.
Las crisis familiares son frecuentes en el nuevo medio, pero care-
cemos de cifras exactas para compararlas con las que ocurren en el
campo o, dentro de la ciudad, en otros sectores sociales. Es probable
que la cáscara más espesa de las casas y departamentos de barrio ha-
gan menos visible la presencia de crisis, y emitir juicios de valor al
respecto es harto peligroso.

122 Hugo E. Ratier


Un sociólogo francés, Meister, en trabajo inédito, postulaba para
las villas diversas etapas en la vida familiar, que irían indicando la
marcha del proceso de urbanización. En la primera, la familia recién
llegada se aferraría a las costumbres tradicionales como una manera
de no desintegrarse ante la nueva realidad (promiscuidad, falta de
privacidad, caída de falsas expectativas, etc.). Sobrevendría entonces
una etapa de crisis, en la cual la familia caería en episodios de vio-
lencia entre cónyuges, maltrato a los hijos, alcoholización frecuente
del marido y otros indicadores semejantes, que culminarían con la
ruptura del núcleo familiar.
Ese momento crítico era para Meister crucial, pues allí el indivi-
duo se decidía entre las dos vías posibles de adaptación: el trabajo, la
reconstrucción de la familia, o la delincuencia. Consideraba a esta úl-
tima como la forma aparentemente más lógica de resolver el dilema.
Prescindiendo de juicios de valor, parecería que un hombre o una
mujer golpeados duramente por la vida en su lugar de origen, someti-
dos a condiciones inicuas de trabajo, vivienda, etc., deberían escoger
la salida más fácil: rebelarse contra la sociedad y tomar por la fuerza
o por procedimientos moralmente reprobados lo que se les niega. Y,
sin embargo, tanto en la Argentina como en otros países donde se re-
producen agrupamientos semejantes a nuestras villas, la elección de
la delincuencia es excepcional: la enorme mayoría opta por el camino
más difícil del trabajo. Este razonamiento lógico, cuya formulación
sería: “Yo, en lugar de ellos sería delincuente”, es el que se proyecta en
el prejuicio de ciertos sectores ciudadanos hacia el villero.
La etapa final de nuestro autor sería la adaptación, en la que se
formarían nuevas parejas, nuevas familias, y estas adquirirían acti-
tudes positivas hacia el cambio, planteándose soluciones verdaderas
para salir del medio traumático de la villa.
Esa interpretación jamás pudo comprobarse. Su defecto principal
era el desconocimiento de su autor acerca de nuestra realidad nacio-
nal, tanto en el campo como en la ciudad. Criar gallinas en el fondo,
tener algún sembrado, preparar comidas típicas, ¿constituyen “pautas

Villeros y villas miseria 123


campesinas”? El comprarse un cuchillo para comer asado o colgar
macetas con flores en la casilla, ¿son “pautas urbanas” que indican
una adaptación al medio? ¿Se emborracha siempre la gente porque es
incapaz de resolver una crisis? ¿Abandonar la tonada y los modismos
regionales es síntoma de “urbanización”?
En nuestra propia experiencia hemos encontrado grandes con-
tradicciones al respecto. El cuchillo para comer asado es algo que el
peoncito de campo adquiere ni bien puede, pues constituye, además,
un arma y una herramienta de trabajo.
Las macetas con flores colgaban indefectiblemente en las pare-
des de los ranchos campesinos. La borrachera diaria es frecuente en
las clases media y alta provincianas, y se vincula al machismo y la
adultez, tal como el cigarrillo. Conocimos en la villa hombres que be-
bían su litro de vino diario en el almuerzo, pero jamás se presentaban
borrachos al trabajo, ni maltrataban a sus familias. Y era gente a la
que las asistentes sociales llamaban “de buen nivel”, con empleo fijo,
vivienda relativamente buena, situación familiar consolidada.
Lo que es consciente entre los habitantes de las villas es la relación
entre trabajo y alcoholismo. En cierta ocasión nos relataba un infor-
mante correntino un caso fantástico, vinculado al mundo mágico de
su cultura tradicional: la materialización del “daño” hecho a un co-
nocido suyo (payé) en gusanos que se le introducían por las orejas.
Pensando en un probable delirium tremens, preguntamos a nuestro
amigo si el hombre no bebía. “No –fue su respuesta–, ¡Si trabajaba!”.
Desconocemos mucho todavía. Los clásicos cuadros sobre “Ex-
tensión de cultivos por hectárea” o las ingeniosas encuestas que in-
tentan “medir” actitudes, nos dicen poco. Son trasplantes de proce-
dimientos empleados (y fracasados) en otras partes. En todos esos
estudios –incluso los nuestros– falta una dimensión: la política, la
más iluminadora respecto al proceso. La sola consideración del dato
económico divorciado del político, disminuye la comprensión de
cualquier fenómeno social.

124 Hugo E. Ratier


Claro que es difícil penetrar ese nivel. Ello exige compromiso del
investigador e identificación con la realidad que intenta conocer; es
decir, destruye los mitos de la objetividad, la distancia entre observa-
dor y observado, la pureza y asepsia de la ciencia. Sin tal compromiso
está demostrado que el pueblo, desde Vietnam y Argelia hasta Jáchal
y Villa Insuperable, sabe arreglárselas para eludir las trampas de la
“ciencia pura”.

Villeros y villas miseria 125


Organización interna de las villas

Vimos cómo opera el reclutamiento de la población villera, a través


de la correspondencia y visitas al pago de los “adelantados” del con-
tingente. Estos son también los que arreglan en principio los proble-
mas de alojamiento y trabajo. Se nuclean, como dijimos, por provin-
cia, región y pueblo, y también por familia.
Es frecuente que se alcen cerca las casillas del padre y las de los
hijos que van formando sus familias. Algunas operan con notable so-
lidaridad, resolviendo en conjunto sus problemas.
Las minorías de migrantes de países limítrofes suelen actuar con
idéntica solidaridad. Los bolivianos, en particular, quienes padecen
en muchos casos discriminación por parte de sus vecinos argentinos
(“criollos”, como prefieren llamarse estos), forman núcleos cerrados.
Así, ante un incendio y la necesidad de realojar a las familias, ofre-
cieron hacer un “barrio modelo de bolivianos”, incluso con su propia
escuela, donde se enseñara la historia y la geografía de su patria (esto,
que puede doler al “nacionalismo” de algunos, parece normal si lo
hace la colectividad inglesa o francesa). No sólo sufre el boliviano los
problemas derivados del bilingüismo, sino también los del monolin-
güismo quichua o aymará. Los médicos deben actuar, para entender-
se con sus clientes, mediante los oficios de un intérprete. Existen en
Buenos Aires algunos médicos bolivianos que atienden en hospitales:
son afanosamente buscados por sus compatriotas.
La notable capacidad comercial de estos hombres y mujeres del
altiplano ha hecho que coparan, por ejemplo, el mercado de limones
y ajos en ferias y mercados porteños, quitándoles la plaza a los tra-
dicionales vendedores italianos. Es un tráfico muy semejante al que
practicaban en su tierra. Muchos se instalan con pequeños negocios
en la propia villa, otros proveen materiales para la construcción de
casillas, con maderas que compran en el puerto, por lo general cajo-

126 Hugo E. Ratier


nes de embalaje. Tal “espíritu de empresa” de los inmigrantes bolivia-
nos, en su mayoría cochabambinos, hubiera despertado elogios si se
tratara de europeos, pero nadie lo ve en estos hombres de ojos obli-
cuos y duros cabellos, en las mujeres de trenzas y pollera voladora. El
prejuicio racial opera con éxito.
Las instituciones que “prenden” con mayor naturalidad en el am-
biente de las villas son las que se vinculan al tiempo libre, en parti-
cular el fútbol. Pocos barrios de Buenos Aires deben contar con la
cantidad de clubes organizados que proliferan en las villas: decenas, a
veces cientos en un solo barrio. Los puestos de sus comisiones direc-
tivas son codiciados y disputados. El equipo asiste a entrenamientos,
viste su uniforme deportivo, los socios tienen carnet. Se juegan ver-
daderos campeonatos donde, a veces, se apuesta una suma de dinero
al equipo ganador. Aquí también los bolivianos integran sus equipos,
identificados por el nombre de próceres del país hermano.
En carnaval la comparsa genera también una admirable organi-
zación. Las hay del tipo de la tradicional “murga” porteña, pero otras
reproducen las de la tierra natal: los “indios” de Salta, las pequeñas
diabladas de los cochabambinos. En un medio donde el carnaval no
pasa de ser un feriado largo, ponen color en los alicaídos corsos por-
teños. No existen –que sepamos– organizaciones similares entre los
correntinos, que intenten reproducir las de su publicitado carnaval.
Es comprensible, pues el carnaval abrasileñado de la ciudad litoraleña
constituye una ostentosa exhibición de las clases altas, con las que el
pueblo nada tiene que ver. Asiste, es partidario de una u otra gran
comparsa, pero no participa.
Como en toda la población de Buenos Aires, la salud se cuida en
parte mediante las tradiciones de la medicina casera, en parte recu-
rriendo al médico, y en parte a través de curanderos. Los tres sistemas
curan.
El “yuyo” se cultiva en macetas o crece en los baldíos, y se admi-
nistra según posologías tradicionales. Suelen haber médicos cerca,
en “salitas” u –oficialmente– Centros de Salud comunales cuyos ser-

Villeros y villas miseria 127


vicios, así como el de los hospitales, se utilizan. La creciente privati-
zación de la medicina –que es cada vez más comercio y menos ser-
vicio– conspira contra la eficiencia de los tratamientos. En un lugar
donde el nivel económico es muy bajo, el pagar “solo cuatrocientos
pesos” por un completo examen clínico resulta prohibitivo. La rela-
ción médico-paciente se hace difícil, entre otros motivos, por la falta
de preparación de nuestros profesionales para desenvolverse en un
medio que no sea el consultorio privado.
No hablemos ya de los factores socioeconómicos que inciden en
la enfermedad. Cuando asistíamos a la proyección de un excelente
filme educativo sobre el problema de las diarreas estivales, al aconse-
jarse desde la pantalla que se mataran las moscas, uno de los vecinos
comentó: “Claro, eso es fácil para ellos. Pero, ¿cómo hacemos noso-
tros acá, que hay tanta mosca?”. El hombre veía en las moscas algo
inherente a la villa. Si bien la película sugería enterrar la basura, lo
cierto es que allí no había demasiados lugares donde hacerlo. La Mu-
nicipalidad no proveía la recolección de residuos domiciliaria. Las
fábricas cercanas arrojaban sus desechos en cualquier parte. ¿Cómo
cumplir entonces con las normas higiénicas?
El curandero provee una medicina gratuita o, en todo caso, muy
barata. Sus remedios no son en modo alguno prohibitivos y, sobre
todo, sabe tratar con la gente. Esta distingue entre “enfermedades
para el dotor” y “enfermedades para el curandero”. Existen una serie
de entidades nosológicas que, vigentes en lugar de origen, el médico
no conoce ni comprende. ¿Qué hará frente a un chico “asustado”, una
madre a la que le dio “un aire” o el caso más frecuente del bebé con
empacho? Las frecuentes “curas de palabra” del curandero, demues-
tran su manejo de la medicina psicosomática y justifican la confianza
que en él se deposita.
Como dijimos, esta persistencia de una terapéutica no oficial
no es privativa de las villas. Allí se dará, tal vez, la presencia más
frecuente de curanderos conocedores de técnicas regionales, pero los
porteños de todas las clases, junto con los villeros, asisten a las con-

128 Hugo E. Ratier


sultas del famoso Tibor Gordon en su institución “Arco Iris”. Y todos
sabemos de viajes especiales al interior para hacerse atender por un
curandero especialista en esto o aquello, emprendidos por gente de
posición económica alta. La religiosidad de la gente tiene diversas
vías de satisfacción. El proselitismo es intenso, y junto a la prédica ca-
tólica obtienen singular éxito diversas confesiones protestantes. Las
devociones locales se continúan en la ciudad, y existen vendedores
de santos con valijas bien provistas, donde no faltan Nuestra Señora
del Valle, de Catamarca; la Virgen de Itatí, correntina; San Nicolás,
el riojano; el Señor del Milagro, de Salta; ni tampoco los santos de la
hagiología popular: San La Muerte, tallado en hueso por presidiarios
correntinos; la Juana Figueroa, la Difunta Correa o la menos regional
Madre María.
Las promesas son frecuentes y se pagan a veces con viajes al san-
tuario provinciano. Todas las obligaciones vinculadas al culto mor-
tuorio –especialmente complejo en el Litoral– también se cumplen.
Instituciones vecinales, como las Juntas o Comisiones y los Clu-
bes de Madres, no siempre funcionan bien. Esto es general en todo
núcleo habitacional, al menos en Buenos Aires. Basta con pensar la
renuencia de cualquier copropietario a aceptar cargos en la Junta de
Administración de su casa de departamentos.
En barrios de otro tipo, la Junta Vecinal o Sociedad de Fomento
tiene su principal aporte en los comerciantes e industriales. Econó-
micamente fuertes, políticamente “bien vinculados”, consiguen cosas
con mayor facilidad, en especial a base de dinero.
La villa está formada por gente de trabajo, y de trabajo duro. Es
difícil planificar una reunión a la que puedan asistir todos, luego de
una larga jornada laboral. Tampoco resulta simple materializar la co-
laboración de los vecinos, que es, fundamentalmente, trabajo. Aun
cuando instituciones externas a la villa intenten vitalizar las Juntas o
Comisiones, el funcionamiento de estas dista de ser regular. Tienden
a convertirse en grupos donde descuellan uno o más líderes, que asu-
men la representación del barrio en las gestiones ante las autoridades.

Villeros y villas miseria 129


Pese a los estatutos, el manejo de los problemas vecinales es in-
formal: el vecino afectado va a ver al presidente de la Comisión, y
este, a veces acompañado por alguno de los integrantes, resuelve sin
consulta la actitud a tomar. La queja general de estos líderes es que
todos deben hacerlo solos, y que la gente no colabora.
Es bastante entendible. Los problemas de la villa son enormes y
tocan aspectos fundamentales: falta de saneamiento ambiental, calles
de tierra, a veces sin desagües, carencia de agua corriente y luz eléc-
trica, de protección médico-sanitaria suficiente, etc. Para subsanar
insuficiencias tan básicas, se debe partir de una masa de vecinos su-
perexplotados, sin estabilidad laboral, con bajos salarios, que pade-
cen discriminación por el solo hecho de vivir allí.10
Pero la conciencia de unidad de los pobladores responde mono-
líticamente ante las crisis, a veces naturales, a veces provocadas. Una
inundación, un incendio, una amenaza de desalojo galvanizan la re-
sistencia popular, propician el crecimiento de formas espontáneas de
organización, hacen olvidar las rencillas regionales o nacionales en-
tre vecinos. Muchas Juntas Vecinales reconocen como origen acon-
tecimientos de este tipo. En tales momentos, la villa es una. Se sacan
fuerzas y elementos de donde no los hay, para superar el trance.
No hace falta recurrir a acontecimientos tan traumáticos para ad-
vertir esa solidaridad villera, que duerme bajo la aparente hostilidad
entre zonas de la villa o entre grupos. Se despierta también cuando la
policía irrumpe violentamente para “reprimir la prostitución”. No hay
familia que apruebe la vecindad de las “chicas”, y muchas se quejan del
“mal ejemplo” que estas dan, en particular a las jóvenes. No obstante,
las puertas de las casillas se abren para dar refugio a las perseguidas.

10  “Tomando sólo diez villas de la Capital Federal con una población de 14.626
personas, la Comisión de la Vivienda pudo establecer en 1968 que casi el 50% de
las familias sumaban ingresos inferiores a los 30.000 pesos mensuales. Se comprobó,
también, que en cada vivienda se hacinaba un promedio de 5,2 personas y que la
desocupación manifiesta o disfrazada alcanzaba a un 35%. Es decir, que más de la
tercera parte de la población villera no trabajaba o lo hacía en forma esporádica e
inestable” (en “Datos estadísticos sobre...”, Op. cit.).

130 Hugo E. Ratier


Delincuentes, borrachos, “vagos y
malentretenidos”

Hay quien opta por la llamada “adaptación por la delincuencia”.


Como en toda barriada porteña, la población de las villas puede di-
vidirse entre los “vivos” y los “giles”, distinción usada por los fuera de
la ley para calificar a propios y ajenos. Los “giles”, los que trabajan,
son mayoría.
El delincuente muchas veces viene de afuera, buscando en la villa
un refugio que considera más seguro que los que ofrecen otros sitios
de la ciudad. De afuera viene también, en muchos casos, la prostituta,
que trabaja en la villa, pero no vive ahí. Diversos tipos de arreglos le
permiten contar con la “vista gorda” de las autoridades. Los avances
policiales contra el “infame comercio” son esporádicos, y el oficio se
ejerce muchas veces a vista y paciencia del agente de custodia.
Pero hay delincuentes y hay prostitutas y villeros. Lo contrario se-
ría asombroso, y transformaría al poblador de las villas en un verda-
dero ángel. Sin embargo, en la historia de la delincuencia el villero no
ha descollado. La biografía de los “grandes” del delito no comienza en
las casillas de chapa.
Ellas sólo producen rateros, ladrones de poca monta, delincuentes
juveniles que buscan un camino más fácil y directo para acceder al
nivel de consumo que la sociedad publicita y que vende demasiado
lejos de sus posibilidades laborales.
Tal vez puedan considerarse delitos más específicos de las villas el
“robo” de luz o agua. Las conexiones clandestinas son, sin embargo,
la resultante del “estado de necesidad” en que se vive. La lámpara de
kerosene o la vela, encendida al lado de los cables eléctricos, cons-
tituyen una aberración que el pueblo no puede tolerar. Por cierto,
habrá quien argumente que “no la pagan”. Entendemos que la pagan
con creces.

Villeros y villas miseria 131


En octubre de 1971 escuchábamos en una audición radial la his-
toria de las conexiones clandestinas de agua llevada a cabo por el
vecindario de una villa, en el barrio porteño de Lugano. Antes de la
decisión vecinal, la canilla más cercana estaba a quince cuadras. Has-
ta allí llegaban algunos heroicos vecinos con sus latas o baldes. Otros
preferían comprar el líquido de los aguateros, a un peso viejo el litro.
Hasta que, cansado de gestiones, tomaron la iniciativa, planteando a
Obras Sanitarias el hecho consumado.
Existe ansiedad por el agua en las villas. Para entenderlo basta
ver el complicado malabarismo de palanganas que deben realizar sus
vecinos para bañarse. Es suficiente contemplar las colas frente a las
canillas. “Y hay que bañarlos todos los días –nos decía una madre
refiriéndose a los chicos– porque aquí se ensucian mucho. ¿Cómo va
una a meterlos así en las camas?”.
Cuando, hacia 1965, nos tocó acompañar a un grupo de niños
víctimas del incendio de Villa Tranquila, en Avellaneda, hasta el ho-
gar Escuela de Ezeiza, lo primero que solicitaron los chicos al director
del establecimiento fue una ducha. Este lamentó no poder compla-
cerlos: era invierno, de madrugada y a esa hora no había agua calien-
te. Entonces los pequeños, por propia iniciativa, acudieron al baño y
se lavaron en las canillas lo más prolijamente posible. No concebían
introducirse en esas sábanas tan blancas con sus pies ennegrecidos
por las cenizas y el carbón del incendio.
En monobloques y viviendas transitorias (la única ventaja de estas
últimas es el agua corriente) el agua suele agotarse de los tanques el
primer día de ocupación. La avidez de la gente se extasía ante el “lujo”
y el milagro de la canilla abierta, y personas y enseres se deleitan bajo
su chorro hasta saciarse. Otro líquido, el vino, preocupa sobremanera
a quienes juzgan desde afuera a la villa. El espectáculo del hombre
que marcha zigzagueando por el asfalto hacia el dédalo de los pasi-
llos villeros, provoca estremecimientos entre los vecinos del barrio
“normal”. Sin embargo, comparar la incidencia del alcoholismo en las
villas con el de otras zonas no es fácil. “Sí, nuestra gente se emborra-

132 Hugo E. Ratier


cha –nos decía una vecina–. La diferencia es que aquí tomamos vino;
en el barrio toman whisky”.
¿Por dónde pasa el límite entre el consumo “normal” de bebidas
alcohólicas y la borrachera? Porque hay borracheras socialmente to-
leradas, e incluso prescriptas (como las de Navidad y Año Nuevo)
en todas las clases sociales. Incluso, la borrachera diaria que ya co-
mentamos, practicada en algunas provincias. Dejamos de lado, por
incapacidad personal, las interpretaciones de la psicología profunda
sobre la angustia de origen oral, el destete, etc., como causales del
problema. Las condiciones objetivas de la vida villera son aquellas
que –según comprobaciones sociológicas– resultan óptimas para que
brote el alcoholismo.
Hay –ya lo dijimos– una comprensión popular de las causas so-
ciales del mal. Bebe el que no trabaja, y sus hábitos cambian al esta-
bilizarse laboralmente. La angustia no puede canalizarse, como en
otras clases, hacia la drogadicción, y busca el módico paraíso artifi-
cial de la botella del tinto. En el Código Civil no escrito del pueblo, la
afición al trago es causal de divorcio, y este, probablemente, aumen-
tará la intensidad del “vicio” en su víctima, hasta tanto no pueda re-
hacer su marco familiar. Conocemos una curtiembre ubicada frente
a una villa. Desde la madrugada, los hombres forman cola esperando
el trabajo temporario, la “changa” que el establecimiento ofrece. Por
supuesto, no entran otros. Los que quedan afuera, se miran desola-
dos. Hurgan en los bolsillos, juntan las pocas monedas que quedan
en su fondo, y van a comprar vino. En él intentan ahogar la rabia y
la impotencia del ocio obligado, que se alargará hasta la madruga-
da siguiente. No falta quien, al verlos, murmure: “¡Estos tipos! ¡Para
vino siempre tienen, pero seguro que dicen que no les alcanza para
comprarle leche a sus chicos!”.
Para nuestro código, la vagancia y la mendicidad también son de-
litos. Hay mendigos en la villa, profesionales. Son totalmente ajenos
al resto de la población, y el obrero que regresa a su casilla deposita
en sus manos su limosna. Y hay cierta mendicidad aficionada en los

Villeros y villas miseria 133


chiquillos que abordan al transeúnte –villero o no– para pedirle una
moneda. Este “rebusque de pibes” no es aprobado por sus madres,
pero forma parte de los recursos que el grupo de edad arbitra y esca-
pa al control-adulto.
La “vagancia” es una figura difícil de determinar. Tal vez la ley
considere vago al desocupado, tal vez al que carezca de documentos
o, simplemente, no los lleve encima. Fue el caso de Eugenio, corren-
tino, quien estuvo a punto de ser detenido por ese delito. Había ido
al centro a cobrar salarios que le adeudaba la empresa constructora
donde trabajaba.
Tenía el dinero justo para el boleto de ida, y para su disgusto, se
encontró con las oficinas cerradas. Ni pensó en pedirle a alguien las
monedas para viajar; se dispuso a emprender a pie el regreso desde
Palermo hasta Wilde. Cansado y con hambre, ya en plaza del Con-
greso se sintió desorientado y buscó ayuda en quien le pareció más
lógico: un policía. “¿Dónde queda Constitución?”, fue su pregunta.
Para su sorpresa, el uniformado no repuso, y con cara de enojado
le reclamó “¡Documentos!”. Algo confuso, Eugenio le tendió lo que
pensaba sería suficiente: la ajada tarjeta de la empresa donde traba-
jaba. Como en tiempos de Martín Fierro, la papeleta que acreditaba
su dependencia a un patrón debía bastarle a un pobre para andar
lejos de su casa. “Esto no sirve –arguyó el agente– ¡Te voy a llevar a la
comisaría... por vagancia!”. Cuando nos lo contaba, Eugenio repetía
una y otra vez: “Vagancia, decía... ¡y yo le mostraba que trabajaba!”.
Pasó en consulta a un oficial, del que recibió sólo insultos, hasta que
los buenos oficios de un anciano, jubilado, que presenció el incidente
lo libraron del calabozo. Ese hombre le permitió, dándole unos pesos,
proseguir aterrorizado su camino, ahora en colectivo, hacia el refugio
de la villa.
Como se ve, el añejo concepto de “vagos y malentretenidos” se
desempolva a veces para amedrentar al criollo.

134 Hugo E. Ratier


Acción social y política

A la caída del régimen peronista, las mayorías dejaron de tener repre-


sentaciones en las esferas del poder. El lema “ni vencedores ni venci-
dos” tuvo efimerísima vida, y comenzaron a ponerse de manifiesto las
contradicciones existentes entre aquellos que sólo tenían en común
su condición de opositores al peronismo.
Frente a la villa, grupos intelectuales que acusaban a Perón de no
ser lo suficientemente obrerista, de obvia militancia en las izquierdas
tradicionales, se lanzaron a ganar a esa masa de lumpenproletariat
(como la calificaban) para la “verdadera revolución”. Algunos eligie-
ron la acción política directa, partiendo de bases reivindicativas, pero
con fines proselitistas. Otros transitaron la vía del cientificismo –elu-
diendo toda connotación ideológica–, para lo cual echaron mano al
arsenal que la técnica social norteamericana comenzaba a populari-
zar en el país: encuestas, desarrollo de comunidad, etcétera.
Ninguno tuvo éxito absoluto. La Revolución Rusa o la cubana, las
obras de Lenin o de Trotsky estaban demasiado lejos de la experien-
cia popular que sentía más entrañables las batallas de un 17 de octu-
bre, o las que iba generando la resistencia peronista que enfrentaba la
represión y los tanques en la defensa de cosas tan concretas como el
frigorífico Lisandro de la Torre o YPF.
El grupo cientificista, por su parte, se vio sometido a un doble y
paradójico fuego. Las autoridades no prestaron apoyo a sus integran-
tes, haciéndoles casi imposible ejercer una tarea eficaz, por conside-
rarlos “comunistas” (en el amplísimo sentido que las autoridades dan
al término). Los grupos y partidos de izquierda, de los que provenían
muchos de ellos, tildaban su trabajo de “reformista” y estigmatizaban
su apoliticismo.
Obligado a ser pragmático y poco selectivo dadas sus agudas ca-
rencias, el villero trató –como siempre– de sacar el mejor partido

Villeros y villas miseria 135


posible de estos nuevos integrantes de su paisaje diario, instrumen-
tándolos. Lo mismo que haría luego en época de elecciones, cuando
los partidos políticos “descubrían” su drama: usar las topadoras de
UDELPA para emparejar el terreno, aceptar las canillas radicales o
el efímero dispensario conservador o comunista. Pero su conciencia
ya estaba fraguada: seguía siendo peronista, con una lealtad y con-
secuencia que llamó la atención de los “verdaderos revolucionarios”.
Aunque los resultados fueron harto endebles, el contacto no fue in-
útil. Algo aprendió el villero. Mucho más el “agente de cambio” ex-
terno. Una simple pregunta formulada a los jóvenes promotores de
la comunidad hacía tambalear esquemas: “¿Así que ustedes son estu-
diantes? ¿Y por qué vienen a ayudarnos recién ahora? Yo antes, nunca
había visto ninguno”. Responder: “Porque era (o soy) antiperonista”
hubiera sido incoherente y ofensivo. Ese “¿por qué?” quemaba.
Recordamos jóvenes estudiantes de medicina que, como parte de
su práctica pediátrica, debían realizar visitas a familias de Isla Ma-
ciel e impartir algunos principios de educación sanitaria. Salir de la
asepsia ambiental y científica de la facultad al inquietante panorama
barroso del país villero les resultaba crítico.
En una suerte de careo disfrazado de mesa redonda, nos reunía-
mos todos –estudiantes, médicos, enfermera sanitaria, obstétrica, an-
tropólogo y asistentes sociales– a intercambiar experiencias e impre-
siones. Se explicaban las razones del éxodo, las causas de la patología
de la zona, el mecanismo del prejuicio. Las reacciones eran catárticas,
por lo pronto, aparecía la variedad humana existente en la villa: todos
la contaban, sin embargo, según cómo les había ido en la feria. El
que dio con una familia de bajo nivel económico, escasos conoci-
mientos sanitarios, descuido en la limpieza de la casa, dificultad de
comunicación, afirmaba rotundo: “Las villas son algo peor de todo
lo que me había imaginado”. Quien, en cambio, encontró una familia
de excelente nivel en todos los aspectos, receptiva a sus indicaciones,
tal vez asombrosamente parecida a la propia, respondía: “La villa es
muchísimo mejor de lo que me imaginaba”. El conflicto más dramá-

136 Hugo E. Ratier


tico, sin embargo, se daba en los jóvenes de formación izquierdista,
revolucionarios ardientes, idealizadores del proletariado; al descubrir
el profundo anclaje que los ligaba al odiado mundo burgués. “Reco-
nozco que esto va contra todas mis convicciones –confesó uno– ¡pero
es imposible hacer nada con esta gente! Son... no sé, no entienden
nada. Intentar sacar algo de aquí es como golpearse la cabeza contra
una pared... No sé, no comprendo, son obreros, pero... ¿Cómo pue-
den vivir así? ¿Cómo no aspiran a algo mejor?”. De golpe, la teoría
revolucionaria prendida con alfileres se hacía trizas frente a su con-
frontación con el pueblo real y concreto al que nuestro muchacho
soñaba “salvar”.
Las organizaciones villeras “politizadas” contaban con una élite
dirigente que, hasta cierto punto, lo era. Sus bases, sin embargo, acep-
taban el liderazgo únicamente por factores personales, sin adherir a
las convicciones políticas de los conductores. Muchas veces firma-
ban la ficha de afiliación por agradecimiento; otras, pensando que se
trataba de una obligación impuesta por algún organismo oficial. Su
poder de convocatoria es real frente a problemas vecinales concretos,
en especial los críticos, pero opera a través del prestigio y la efectivi-
dad demostrada por sus líderes. Algunos núcleos políticos excluyen a
priori el trabajo en villas. Sostienen que sólo es posible ejercer allí una
labor reivindicativa, sin ligazón posible con lo político. Sus habitantes
son demasiado lumpen, no han ingresado aún al proletariado, cabeza
de la revolución. Tales racionalizaciones ocultan la incapacidad de
relacionarse con el pueblo real, cosa difícil si no se colocan decidida-
mente a su lado.
Para desmentir un prejuicio muy frecuente que hace de las villas
zonas peligrosas para las “personas normales” (aquello de “cuidado
con meterse, porque no se sale más”, o “nunca entres de noche”) y
que lleva a ciertos censistas a hacerse acompañar por un policía para
abordar a una familia villera, basta la experiencia de cualquiera que
haya transitado una villa. El respeto, la paciencia infinita de la gen-
te, sorprenden. Cientos de instituciones repiten encuestas, censos,

Villeros y villas miseria 137


sondeos, para “estudiar” el problema de las villas. Y la población las
soporta, algo escéptica, por cierto; raras veces agresiva. Las más, hos-
pitalaria, ofreciendo la amistad de un mate o del vaso de vino y soda
fresca. El miedo a esa realidad parte, por lo general, de gente que
carece del menor contacto con ella.

138 Hugo E. Ratier


Razias policiales: la violencia sistemática

El “embarcadizo”, tripulante de nuestra flota fluvial, vive permanente-


mente entre dos mundos: el de sus pagos y el de la villa. En el primero
tuvimos ocasión de compartir algunos instantes con ellos y comparar
sus impresiones sobre las villas con las de los agricultores que había-
mos entrevistado.
En el bar donde se reunían, Isla Maciel, por ejemplo, no tenía bue-
na fama. Los dueños del local –que alternaban muy familiarmente
con su clientela– la consideraban “la cueva de malevos”. Nunca ha-
bían estado allá. Los embarcadizos deslizaban manifestaciones iróni-
cas sobre el lugar. Nada de eso encontramos en quienes tenían lazos
más firmes con la gente de la ribera bonaerense del Riachuelo. El pa-
dre de una señora con larga residencia allá, que había intentado sin
éxito la migración y desistió por la imposibilidad de conseguir tra-
bajo fijo, la consideraba familiar y plácida. Normal, “como cualquier
otra parte”, la juzgaba otro joven agricultor migrado.
Una noche los marineros fluviales nos dieron la base de sus lapi-
darias caracterizaciones. Uno de ellos había concurrido a un baile en
Maciel con amigos, cuando, al regresar, toparon con una comisión
policial que los encañonó con sus armas. Antes que pudieran intentar
una explicación, “de un solo sopapo nos pegaron a los cuatro”, como
decía nuestro amigo. Desde entonces, juró no pisar más la isla Maciel.
La charla se deslizó hacia esos carriles. Hasta el más ocurrente y
alegre de la “barra” se puso serio: “Si hay un robo, se meten en tu casa,
te sacan, así estés desnudo, te llevan por 24 o 48 horas, te hacen tocar
el pianito (tomar las impresiones digitales), todo te sacan. Y donde
saben que hay dos o tres correntinos, allá van a buscarlos”.
El dueño del bar no cabía en sí de sorpresa: “Pero... ¿cómo se van
a meter en tu casa, si vos tenés cerrado? ¿Cómo te van a voltear la
puerta? ¿Vos sabés el despelote que se armaría acá si pasara eso?”,

Villeros y villas miseria 139


preguntaba. No alcanzaba a concebir la magnitud de la violencia ejer-
cida como sistema.
Desde 1955, sin embargo, la violencia contra la villa ha ido cre-
ciendo. Conocimos a un funcionario municipal, jefe de los equipos
de salvamento de la comuna porteña, que se jactaba de destrozar con
los camiones de su equipo las casillas cada vez que debía acudir a “au-
xiliar” a una villa afectada por un siniestro. Un oficial de policía nos
contó también cómo se salvó el barrio vecino al Mercado de Frutas de
la calle Dorrego, cuando él y el personal de su comisaría se disponían,
con tachos de kerosene en mano, a incendiarlo. Eran tiempos pree-
lectorales durante el gobierno de Frondizi, y algunos vecinos alerta-
dos movieron con desesperación sus influencias políticas: de la presi-
dencia de la Nación llegó a último momento la orden de suspender el
operativo. No siempre se tiene la suerte. El fuego es el primer medio
de erradicación empleado por el régimen: disposiciones municipales
prohíben construir en zonas incendiadas. En otra villa, los vecinos
sabían las intenciones oficiales de erradicarlos por tal método.
Acababa de instaurarse el régimen del orden y la verticalidad del
general Onganía. Durante un tiempo pudieron jaquear a los incendia-
rios pero se descuidaron cuando, en Nochebuena, suspendieron las
patrullas para brindar por el nacimiento de Jesús. Entonces, el fósforo
sólido –imposible de detectar– hizo su obra, y ardieron las casillas.
La inviolabilidad del domicilio no existe en las villas y el volumen
de las razias ha crecido considerablemente. En febrero de 1967, in-
fantería, caballería, perros y carros hidrantes de la policía rodean la
villa del Bajo Belgrano, en Buenos Aires.
Es de madrugada, la gente descansa. Los reflectores apuntan al
objetivo, las tropas avanzan, destrozan puertas, voltean muebles, sa-
can a los hombres afuera en paños menores y los ponen de cara a la
pared o le atan las manos a la espalda, apuntándole con sus ametra-
lladoras. Cuatro mil detenidos.
Un cronista del diario La Nación (10/02/67) comenta: “... a las
siete sólo quedaban en la villa las mujeres y los niños. Agrupados

140 Hugo E. Ratier


en las puertas, observan la presencia policial con sugestiva indife-
rencia. En la misma postura que frente a la vida. Viéndola pasar sin
esforzarse por penetrar en ella”. Realmente, cuesta penetrar en la vida
con una ametralladora en las costillas. Es más fácil penetrar en la
muerte, intención última de las autoridades que planearon el opera-
tivo. El resultado final de este fue la pérdida del jornal por todos esos
trabajadores, la imagen imborrable de la humillación de sus padres
y esposos para los familiares (cuya “indiferencia” sólo es tal para el
desprecio antipopular del cronista citado) ... y la detención de cuatro
supuestos delincuentes. Aun pensando en términos fríamente eco-
nómicos: los gastos de luz, movilización de tropa policial, nafta en
hidrantes y carros de asalto, etc., ¿justificaban tan magro resultado?
Pero el propósito no es detener cuatro rateros. El propósito es
amedrentar, asustar, intimidar al villero. El plan de erradicación llegó
poco después para –según su formulación– ayudar a estos argentinos
que “no están sometidos al control ni a la protección que los organis-
mos sociopolíticos dan a todo ciudadano”. ¡Brillante descubrimiento!
El terror no llegaba solamente a las villas. Cuando quisimos pu-
blicar un artículo sobre el tema en una publicación donde colaborá-
bamos periódicamente, su director nos dijo con amabilidad que “el
tema de las villas ya está muy visto, y en este número pensábamos
publicar otras cosas”.
Podríamos extendernos sobre comisarios famosos por su bruta-
lidad, que todo Avellaneda recuerda. Sobre un joven de 16 años que
quería salir del recién iniciado camino delictivo y fue picaneado en
todo el cuerpo, particularmente en los testículos, admitiendo así la
comisión de 32 hechos. Si bien el propio director del reformatorio
donde lo internaron le indicó por dónde fugar, su libertad no le ser-
vía de nada: no podía conseguir trabajo con semejante prontuario.
Pero no queremos demorarnos demasiado en esta pintura un poco
pesimista de las villas. Es hora de dedicarnos a los esfuerzos que se
hicieron en su favor.

Villeros y villas miseria 141


Planes de erradicación

Parecería que, en los últimos 25 años, el único gobierno que no puso


en marcha un plan de erradicación de villas fue el peronista. Y es
cierto, simplemente construyó viviendas populares, no viviendas
para villeros. La fobia anti-estatista de los sucesivos gobiernos poste-
riores a 1955 y la consecuente privatización de todo, dieron como re-
sultado la no existencia de un plan de viviendas accesibles al pueblo,
la presencia de 70.000 departamentos vacíos en la ciudad de Buenos
Aires y la paradoja de que

las inversiones realizadas en los últimos veinticinco años


en departamentos de veraneo en Mar del Plata –que han
absorbido buena parte del ahorro nacional– habrían sido
suficientes para proveer de viviendas y servicios urbanos
adecuados a todos los actuales habitantes de villas miseria
del Gran Buenos Aires. (Margulis, 1968, p. 193)

La Comisión de Erradicación de Villas de Emergencia, de recor-


dada actuación en la época frondicista, en especial durante los largos
inviernos del ministro Álvaro Alsogaray, engendró los “barrios Ceve”.
Eran chapas de cinc curvadas a las que el pueblo bautizó como “medios
caños”, que permitían a sus también curvados habitantes gozar de mu-
cho más frío que afuera en invierno, y un calor infernal en el verano.
Se les agregaba una simbólica y tubular letrina (el pozo no llegaba al
metro de profundidad) como servicio sanitario. El baño dentro de la
casa repugna a ciertos arquitectos telúricos, que quieren “respetar las
costumbres de la gente” y reproducir en el medio urbano la letrina ru-
ral. Todos saben que la peor casilla villera es mejor que el medio caño.
Pero debemos reconocer al gobierno de la Revolución Argentina
el mérito de haber anunciado una solución total al problema. Con

142 Hugo E. Ratier


todos los recursos del poder en sus manos, sin limitaciones buro-
cráticas, dio una demostración cabal –la última– de todo lo que el
régimen puede hacer para erradicar las villas. Nada de planes provi-
sorios: este es definitivo. Cuando concluya, no habrá más villas en la
Argentina. Veamos cómo se opera el milagro.
Lo primero y más simple, es impedir que crezcan las que ya hay.
A nadie se le había ocurrido el procedimiento, que es sencillísimo: se
las prohíbe por ley, se las congela. En todas las villas hay carteles que
anuncian la prohibición de construir o ampliar viviendas, de ven-
der o transferir las existentes, de aceptar nuevos pobladores. Los cien
mil tucumanos de los ingenios cerrados que –según las previsiones
gubernamentales– deberán abandonar su provincia, por ejemplo, no
podrán arrimarse al conurbano bonaerense.
Aquí se desnuda la intención genocida del siniestro plan a dos
puntas: expulsar del campo y cerrar el acceso a la ciudad ¿Qué hacer
con esa gente, dónde mandarlos? ¿A la cámara de gas?
Se desnuda también la magnitud de la deformación mesiánica:
frenar la historia por decreto. Algo así como prohibir que salga el sol.
Uno de los autores –si no el autor– del plan, sacerdote dedicado
al problema de los sin techo, confesaba: “Ya sé que el plan tiene de-
fectos. En este país somos especialistas en encontrar defectos, pero
nadie hace nada. Se la pasan haciendo estudios y macanas. Nosotros
quisimos hacer –enfatizó– y con la urgencia que el problema mere-
cía. ¿Qué es poco? ¿Qué no alcanza? ¿Qué se pudo hacer mejor? ¡No
importa! El hecho es que empezamos”. A más de cuatro años de ini-
ciado el plan, ahora parece que ya no es definitivo ni terminante... El
plan constituye una aberración científica en todos sus aspectos, aun
considerando el cientificismo burgués tradicional. La cantidad esti-
mada de habitantes de las villas, se dice que resulta de “observaciones
aerofotográficas y otras investigaciones”11, sin especificar cuáles. Ni
un censo.

11  Ver folleto “Plan de Erradicación de Villas de Emergencia”, Buenos Aires,


Ministerio de Bienestar Social, 1968.

Villeros y villas miseria 143


Así, calculando arbitrariamente cuatro personas por familia,
70.000 familias en el Gran Buenos Aires y 20.000 en la Capital, se
llega a calcular en 280.000 personas la población de esos conglome-
rados. Ya dijimos que sólo para los suburbios porteños, la Dirección
Integral de Villas de Emergencia de la provincia de Buenos Aires es-
timó, censo mediante, 700.000 personas.
Los apresurados hacedores del plan no tuvieron tiempo de buscar
muchos datos. Cabe acotar que la idea se pone en marcha a raíz de
las inundaciones de octubre de 1967, cuando se desbordan los ríos
Reconquista y Matanza12 y se la bautiza como “Plan para inundados y
comienzo de la erradicación de las villas de emergencia”.
Entre los motivos enunciados para instrumentar el plan, resplan-
dece el verdadero: “la urgencia de disponer de terrenos actualmente
ocupados por viviendas precarias para la realización de obras públi-
cas, especialmente los accesos a la capital”. De ahí que las primeras
villas en erradicarse no fueran las inundadas, sino las de la autopista
de Ezeiza y las del parque Almirante Brown y se encuentren en lista
ahora las de Retiro, afrentosas para los huéspedes yanquis del Shera-
ton, que se interponen además en el trazado de la autopista Buenos
Aires-La Plata. Los inundados siguen inundándose13.
Aparte de otros objetivos (mejorar la situación sanitaria; acele-
rar el proceso de integración comunitaria; reducir costos sociales de
inundaciones e incendios; introducir nuevas técnicas de construc-
ción, etc.), se propugna “la eliminación de una situación marginal
y de focos propicios a los desajustes sociales”. Contra esos focos se
descargará el aparato del plan.
En cuanto a técnica social, el engendro es cristalino. El garrote
aparece con envidiable claridad. Nada de las monsergas norteame-
ricanistas de la “previa motivación de la comunidad”, de “buscar las

12  En este y los puntos que les suceden, seguimos el citado artículo de Proceso
(1970).
13  Las populosas villas del barrio de Colegiales corren peligro. El gobierno ha donado
a la Universidad Privada de Belgrano los terrenos sobre los cuales se alzan (Boletín
Oficial, 25/11/70), para construir sus edificios propios con un préstamo del B.I.D.

144 Hugo E. Ratier


necesidades sentidas por la gente”, de “detectar los líderes naturales”.
Son los trabajadores sociales los que designan al jefe de sector, por
su maleabilidad. En el núcleo transitorio es el director el que decide
todo. Un reglamento deliberadamente ambiguo lo faculta a aplicar
penas pecuniarias o la expulsión lisa y llana por faltas que él consi-
dere tales. Cabe acotar que esos directores no son “técnicos sociales”
sino, como corresponde, suboficiales retirados de la policía o el ejér-
cito. Un campo de concentración los requiere. Entre otras aberracio-
nes, se establecen premios y castigos para estimular al villero, como
si fuera un chico. El director puede entrar cuantas veces quiera en las
viviendas. Ninguna fiesta –ni aun un cumpleaños– puede celebrarse
sin su autorización.
Pero los núcleos transitorios son un hallazgo. Nada de pasillos
estrechos donde el poblador pueda escapar a la “protección de la ley”:
amplias calles, inexplicablemente amplias si uno no piensa que fue-
ron pensadas para facilitar la represión fulminante de cualquier in-
tento “subversivo”. Cadenas en la entrada y un centinela militar con-
trolan el acceso de cualquier extraño.

Repetimos: el plan es franco. Dice que la erradicación ha


de realizarse con rigor, y que esta
es más una estrategia que una acción coercitiva. La expe-
riencia ha demostrado –prosigue– que los que se retiran
con o sin soluciones programadas transfieren a otros la
propiedad de la vivienda instalada y la posesión de la frac-
ción ocupada. Hay también quienes ex profeso especulan
sobre esta oportunidad, vendiendo o alquilando viviendas
o cediendo derechos sobre tierras usurpadas.
El sacrosanto derecho de propiedad ha de salvaguardarse.
La espontaneidad popular, al desconocer el derecho del
sistema, está creando uno propio. Está avanzando peligro-
samente por un camino revolucionario que el régimen no
puede tolerar. Edifica un sistema que otorga derechos en

Villeros y villas miseria 145


base a cosas tales como el trabajo, la ocupación efectiva de
terrenos antes dedicados a la especulación, basándose en
la necesidad ineludible de un techo, el reclamo de un lugar
en este país que las capas dominantes no están dispuestas
a otorgarle. Sin saberlo siempre, la villa es antiimperialista,
constituye un cinturón de territorios liberados en torno de
la capital de la sociedad de consumo.

Por eso son las tropas policiales y militares las que determinan
cuáles enseres sí y cuáles no podrán trasladar las familias. Por eso la
gente es rociada con DDT antes de partir hacia su nuevo destino. Por
eso no se les permite elegir: o se van o se van. Por eso las topadoras y
el fuego arrasan el lugar donde se alzó la villa. ¡Sólo falta sembrar sal
sobre sus terrenos!
Los planes de erradicación parciales, como el de las villas de la au-
topista14, muestran con claridad cómo el villero es tratado del mismo
modo que un enemigo. Para la villa N° 5 se estipula:

Siendo necesario que la densidad no aumente, los Traba-


jadores Sociales vigilarán el agregado de personas a los
grupos familiares existentes. Para ello deberán contar con
la colaboración de la Junta Vecinal, creando también una
conciencia en la comunidad para que este rechace el in-
greso de nuevas personas.

La delación se institucionaliza. La relación con la Junta Vecinal


existente en la villa N° 6 se justifica por la “necesidad de mantener
comunicación y conocimiento con sus integrantes a fin de obtener su
participación en el Plan de Erradicación”. Se prevé

14  Reproducidos facsimilarmente en “Erradicación o transformación”, folleto sin pie


de imprenta ni fecha, que sabemos fue editado en 1970.

146 Hugo E. Ratier


establecer un puesto permanente de vigilancia en la zona
donde están instaladas las villas a erradicar, a cargo del
cuerpo de Policía de Vigilancia de Bosques y Parques de la
Ciudad de Buenos Aires (…) Ejercerá funciones de vigi-
lancia permanente y actuará en coordinación con los Tra-
bajadores Sociales y la Policía Federal.

Los primeros dejan de ser desarrolladores de la comunidad, de


trabajar con la gente y no para la gente, para hacerlo contra la gente:

El Trabajador Social –reza el plan– puede vigilar la posi-


bilidad de la instalación de una casilla, pero es impotente
para prohibirlo; además debe evitar en lo posible partici-
par en procedimientos policiales; su imagen se deteriora
para los fines de la motivación y de ser aceptado en la co-
munidad.

Por ende, su delación debe ser discreta...


En teoría, en siete años el problema estaba liquidado. Primero la
gente iba a las viviendas transitorias, malas a propósito (para que no
se repitiera el levantamiento del parquet...), de modo tal que nadie
se aquerencie en ellas. Tras un año de “reeducación” pasaban a las
definitivas, y una nueva leva de “beneficiarios” ingresaba a las tran-
sitorias para reiniciar el ciclo. A 8.000 viviendas por año se erradica-
rían 56.000 familias. Ahí es cuando comienza a fallar la matemática:
a tres años, en lugar de 8.000 transitorias sólo existían 6.672, cuando
debían haber 24.000. ¿Y las definitivas? Ya hay 3.900 sin terminar. Es
cierto que se preveían también 24.000, pero eso no es lo más grave: a
ellas no irán los habitantes de las transitorias.
Es un axioma argentino que cuando se dice “transitorio” en rea-
lidad debe leerse “definitivo”. Para el gobierno, los núcleos habitacio-
nales del primer tipo constituyen una vivienda aceptable para esos
ciudadanos de segunda clase que son los villeros. Las viviendas defi-

Villeros y villas miseria 147


nitivas, probablemente, van a albergar a los habitantes de las villas de
Retiro, pues el Sheraton apura y los vecinos resisten el cambio a las
transitorias. Del tal modo se borra la distinción original: todo pasa a
ser definitivo.
A través de sus organizaciones, los villeros han elaborado un cál-
culo: si todo permanece igual, si las villas tuvieran los habitantes que
el gobierno dice (que tienen más), si no aumentaran (que van a au-
mentar y están aumentando), sus habitantes serían totalmente erra-
dicados en el año 2053. Como dijera un resignado vecino de las villas:
¡No falta tanto! Frente al plan, de las villas originales y de las nuevas
(conocidas como núcleos transitorios), ha partido una consigna: No
hay que erradicar las villas. Lo que hay que erradicar es la miseria.

148 Hugo E. Ratier


Permanencia de lo transitorio

Descanse el país: el plan de erradicación transitoria no continuará.


Las casas pensadas para durar siete años durarán cien.
Se trata de cubículos de 2,50 m por 2,50 m por 2,20 m de altu-
ra, en material premoldeado. Supuestamente, iban a construirse en
terrenos no inundables. En el primer barrio levantado, Santa Rita,
hubo que desmantelar la manzana 32 por inundación (Primera Pla-
na, 1969, p. 58)15. La cocina es abierta. Se desperdicia una enorme
cantidad de terreno para hacer un patio al frente considerando “la
ansiedad de pampa de nuestra gente” (sic), donde se espera que esa
gente siembre algo. La ducha del minúsculo bañito está colocada di-
rectamente sobre el inodoro a la turca. Por las paredes premoldeadas
y el piso de ladrillos se filtra la humedad.
No se permitía cerrar, ni ampliar, ni mejorar. La gente debía sentir
el “rigor” para apreciar luego el paraíso de la vivienda definitiva, para
generar ansias de mejorar. Ahora sí. Ya que se ha decidido que vivan
allí para siempre, no tiene objeto impedir su mejoramiento. El Mi-
nisterio de Bienestar Social planea construir dispensarios de material
en algunas de ellas.
Algunos de sus habitantes han asimilado las “enseñanzas” oficia-
les. Escuchamos a un miembro de la Junta Vecinal decir:

Nosotros sabemos que necesitamos una educación antes


de ir a la vivienda definitiva. Nos contaron que gente como
nosotros no sabía usar las casas y levantaron el parquet
para hacer asados, y sembraron plantas en las bañaderas.
Precisamos un tiempo para que alguien nos enseñe.

15  Primera Plana, Buenos Aires, p. 58, 5 de agosto de 1969.

Villeros y villas miseria 149


La profunda tristeza que nos produce este hecho se ve atemperada
cuando pensamos que se trata de uno de los “líderes” designados a
dedo, traídos como ejemplo por el creador del plan, el sacerdote del
que habláramos. Y no tiene importancia frente a la reacción de la
masa de la población de los núcleos. Los que un 25 de mayo cortaron
las cadenas que impedían el acceso a su barrio, los que frente a la
Junta Oficial instrumentaron la propia, los que sin autorización del
director celebraron a su modo el 17 de octubre último, los que editan
un Boletín modelo en el que explican a sus vecinos qué significa el
plan, y los llaman a la lucha. La potencia creadora del pueblo no se
frena por decreto: el ejército tuvo que retirar sus centinelas de la en-
trada de la villa.
Porque “villas de emergencia” las llaman los diarios, sin eufemis-
mos. Así tituló La Razón cuando murió allí un niño de sarampión,
por falta de asistencia médica. ¿Dónde están las mejoras sanitarias,
ambientales, etc.? En ninguna parte. Los habitantes del núcleo tran-
sitorio son comodatarios, no intrusos. El comodato es un contrato
gratuito, por el cual una persona cede a otra el uso de una cosa, sin
pagarle ni cobrarle nada. En este caso se les cobra, con la ventaja de
que el comodatario puede ser echado en cualquier momento. Como
intruso, en cambio, el villero tiene alguna defensa.
El plan de erradicación de la villa de la Autopista Ricchieri dice
que, ante la falta de pago, se “deberá proceder sin contemplaciones al
desalojo de la unidad en cuestión con el apoyo inclusive de la fuerza
pública, a fin de crear desde las primeras instancias una imagen de
inflexible disciplina”. Pero, eso sí: “El desalojo debe dar la imagen de
que las familias son trasladadas a otro barrio y a ese fin ayudárselos
en su traslado con medios de transportes e inclusive con personal de
la D.A.O.M.”. Aclara luego: “Se entiende que este procedimiento debe
cumplirse estrictamente para evitar las reiteraciones de hechos acae-
cidos en otros Barrios. Entendiendo que debe estimarse la resistencia
que pueden oponer tres mil familias” (el destacado es nuestro).

150 Hugo E. Ratier


Aclaremos: el plan vale sólo para Buenos Aires. Las villas de Ro-
sario, las de Córdoba, las de Salta o General Roca continuarán allí. Lo
fundamental es limpiar el puerto.
Pero, ¿cómo son las villas actuales? En la zona de Retiro, próxima
a erradicarse, el 50% de las viviendas son de material. “Incluso donde
se incendiaron algunas en Barrio Saldías, ya se construyeron once,
también de material”16. De ahí que más del 30% de las víctimas del
Plan optaron por no adherirse a él y optar por la libertad, cuando el
gobierno preveía un porcentaje del 10%.
La gente de las villas tiene su propio plan: transforman en barrios
obreros esos conglomerados, exigiendo que se les entreguen los te-
rrenos sobre los que edificaron sus viviendas.
Otro aspecto que interesa destacar es que tanto los barrios tran-
sitorios como los definitivos se construirían fuera del perímetro ur-
bano de Buenos Aires, alejando a la gente de sus fuentes de trabajo.
Además, a nadie se le ocurre mezclar a esta población con el resto de
la ciudadanía: el ghetto queda así institucionalizado, ubicando al vi-
llero en la categoría de “animal raro” que merece un zoológico propio.

16  Padre Carlos Mugica, en declaraciones a La Razón, 22 de junio de 1970.

Villeros y villas miseria 151


Prejuicios

Hubo intentos de realojamiento mejor pensados. Siempre fueron mí-


nimos, insuficientes, pero al menos permitieron un real acceso a una
vivienda mejor. Allí se vio cómo la prédica discriminatoria producía
sus efectos, aun en barriadas obreras.
Sabíamos de la existencia de la discriminación. Una escuela que
contaba en su alumnado con chicos de villa y de otras zonas, acumu-
laba en el turno intermedio a todos los villeritos, aduciendo la falta
de vacantes en los demás. La creación de “escuelas para villas” figura
en los planes oficiales. Se trata de evitar la mezcla, suponemos que
racial, ya que oficialmente las clases sociales no existen. En el caso
que comentamos, un grupo de villeros víctimas de un incendio fue
trasladado a viviendas nuevas, en el corazón de una vieja barriada
obrera. Antes de su llegada alguien inició la campaña: camiones con
altavoces recorrían las calles alertando al vecindario; “Basta de villas.
Queremos viviendas dignas para nuestros hermanos trabajadores”.
Cuando los nuevos vecinos visitaron la zona, se encontraron frente
a una nutrida manifestación que enarbolaba carteles semejantes. Lo
que conversaban en los corrillos, sin embargo, era distinto: “Nues-
tras hijas no van a poder salir solas de noche”; “no vamos a poder
dejar la ropa tendida afuera”; “y si se arma la bronca y un negro mata
a un blanco, ¿qué pasa?”. ¡Cualquiera diría que nos hallábamos en
Alabama!
La primera reacción de los villeros fue volver al refugio seguro de
sus iguales. La decisión de algunos, sin embargo, los animó a resistir.
Se trataba de vecinos seleccionados por posibilidades económicas y
estabilidad familiar. Durante un tiempo montaron guardia, armados,
junto a las obras, pues el enemigo amenazaba con destrozar las casas.
La salomónica intervención de un obispo –que organizó una misa

152 Hugo E. Ratier


en el lugar a la que asistieron con carteles delegados de muchas villas
bonaerenses– frenó la batalla.
Se instalaron. Los chicos concurrieron a la escuela. Ahí continuó
la discriminación: los chicos eran devueltos a sus casas “porque asis-
tían a clase con los zapatos sucios”. Sucedía que debían atravesar va-
rias cuadras de barro. Las madres los acompañaron entonces hasta el
asfalto portando una palangana con agua y los zapatos de sus peque-
ños descalzos. Llegados a la vereda de la civilización les lavaban los
pies y los calzaban.
El trabajo fue lento, hasta que los vecinos antiguos entendieron
que estaban frente a seres humanos iguales a ellos. Hoy, la escuela
que sirve a toda la zona se alza en los predios de los ex-villeros. Fue
construida por estos, a los que se les proveyó material. En barrios de
ex-villeros que han construido sus casas en terrenos comprados, se
repitieron cuadros similares.
Sin embargo, a veces el asombro y la admiración reemplazaron el
prejuicio. En uno de ellos, cerca de La Plata, un viejo vecino italiano
confesaba a un dirigente vecinal: “¡Ustedes han conseguido en dos
años lo que nosotros no pudimos en veinte!”. En efecto, los vecinos
consiguieron la construcción de un refugio para esperar el ómnibus,
lograron el tendido de la línea eléctrica, levantaron veredas. Ante una
injusticia cometida por la compañía de electricidad, las mujeres se
movilizaron en manifestación y reclamaron y obtuvieron sus dere-
chos. Los siguen llamando “negros de la toldería”, pero su ejemplo
llega. Con la mínima seguridad jurídica, el espíritu vecinal, aparente-
mente inútil en la villa, surge con máxima potencia.

Villeros y villas miseria 153


Villa adentro

‘‘¡Mire, yo viví años en un inquilinato en la Boca, antes de venir acá


–nos comentaba un villero–. Usted no me va a creer, pero encontré
un ambiente mejor aquí en todos los sentidos. Incluso en el moral!”,
enfatizó.
Como observa con justeza Margulis, “la población marginal encie-
rra un gran potencial de cambio propio” (1968, p. 200), el que es fre-
nado. La villa es el mecanismo de adaptación que el pueblo ha creado
por sí, y que el gobierno intenta perpetuar. En ella encuentra lo que las
clases altas llamarían “gente como uno”, cuyo lenguaje y costumbres
comprende, cuyo trato frecuenta y que, sobre todo, no lo discrimina.
Los padecimientos comunes generan una solidaridad sólo aparente-
mente dormida, que florece, como vimos, en los momentos críticos.
Esa concepción de la villa como modo de vida ha sido abordada
por el autor arriba citado, quien intenta penetrar sus motivaciones
profundas. Sin minimizar el factor económico, postula que, supera-
das las fantasías sobre la vida urbana, en la ciudad

los inmigrantes limitan su participación, su nivel de as-


piración y su movilidad en cuanto ello amenazaría el sis-
tema de personalidad y la integración de endogrupo que
busca su equilibrio sobre la base de pautas tradicionales.
Los migrantes desarrollan en la ‘villa’ tendencias fóbicas
hacia la sociedad urbana, que favorecen la segregación y
la preservación del endogrupo. (Ibíd, p. 195).

Y más adelante:

existe una tácita evitación del contacto entre ambos gru-


pos (villeros y habitantes de la ciudad), y tal evitación es

154 Hugo E. Ratier


de tal manera aceptada por ambas partes, que ocurre sin
fricciones y casi no llega a un plano consciente... (los mi-
grantes) ... incursionan poco en los lugares céntricos de
la ciudad. Tienden a permanecer en barrios periféricos,
salen poco y se visitan entre sí (Ibíd, p. 199).

La caracterización puede ser correcta, pero adolece de cierto fi-


jismo. Los tres niveles de análisis de Margulis: económico, socioló-
gico y psicosocial; parecerían no interrelacionarse y, además, falta el
dato histórico. ¿Siempre el villero fue así, por tendencias profundas
de su “personalidad básica”? ¿Siempre “la ciudad” fue también así? A
nuestro entender no, y lo que nos puede dar pautas para entender el
problema es la esfera de acción más activa del hombre, ausente en ese
y en otros análisis: la política.
La llamada marginalidad del hombre en la villa, su evitación del
contacto con la ciudad, sus escasas incursiones por el centro, indi-
can su pérdida de poder. En el período peronista –cuando se sentía
parte del gobierno– su actitud no era la retracción y confinamiento
en la villa, sino de apertura hacia la ciudad a la que tenía real acceso
económico. Los migrantes no “acataban las presiones segregadoras”
sino que impulsaban el movimiento político que los interpretaba, se
imponían contra esas presiones, a veces violentamente, en lo que la
burguesía calificaba de “actos de resentimiento social”. Nunca les po-
drá perdonar la inmersión de sus pies cansados en la fuente de Plaza
de Mayo aquel 17 de octubre. La ciudad no era entonces –ni ahora–
una entidad monolítica que se enfrentaba a la villa. Una conciencia
común superaba las diferencias ecológicas, y la lucha gremial unificó
en el sindicato a obreros de todos los barrios y todas las provincias.
No es nada nuevo, por cierto. Franz Fanon nos muestra en su So-
ciología de liberación cómo la participación popular en la revolución
argelina derriba en pocos años antiguas costumbres y genera un au-
téntico proceso de cambio, cosa que la “ingeniería social” colonialista
ha intentado sin éxito una y otra vez. Oscar Lewis, el teórico de la

Villeros y villas miseria 155


cultura de la pobreza, al relatar su experiencia en el equivalente de
nuestras villas en La Habana –que conoció antes y después de la revo-
lución– llega a conclusiones semejantes. No observó prácticamente
cambios en el aspecto físico de esas barriadas, pero sí en la actitud de
la gente. Antes, la desconfianza, la falta de fe en el futuro, el encierro
en la zona. Después, la salida, la participación, la esperanza. Se sen-
tían gobernando su país.
La actitud prejuiciada contra el villero por parte del hombre de
la ciudad no es casual sino provocada. Junto al terror como estrate-
gia para “mantenerlo en su lugar”, se alza una campaña alevosa de
fomento del prejuicio de la que dimos algunos ejemplos en este tra-
bajo. Parte de ella consiste en destacar su categoría de “ser distinto”,
de señalar el “problema” que representa para una sociedad que debe
“ayudarlo”. Una sociedad que parece no tener nada que ver con la
situación por la que atraviesa. Cuando el presidente Onganía calificó
de “migración no selectiva y no deseada” a la que provenía de países
limítrofes, dentro de tal calificativo racista cabía también el villero
argentino. Esa prédica constante, por desgracia, ha prendido en mu-
chos sectores, aun en los mejor intencionados.
Pero el villero no siempre mantiene esa actitud defensiva. Parte de
ellos están dispuestos a pasar al ataque, a la reconquista del poder po-
lítico que perdieron. Y es en la lucha política donde las diferencias van
desapareciendo, donde “ciudad” y “villa” se encuentran. El asumir la
conciencia política del pueblo permite comprenderlo con una profun-
didad que ninguna técnica sociológica logró alcanzar. No somos ya los
técnicos que venimos a ayudarlos a emerger; tampoco los maestros que
los impulsaremos hacia la “verdadera salida”, desviándolos de su adhe-
sión al “populismo”. Tampoco meros alumnos dispuestos a “aprender
de las bases” y marchar detrás de ellas. Somos, simplemente, compañe-
ros, construyendo juntos una alternativa popular.
En las villas, junto a la opresión humillante de la miseria impues-
ta, se preserva buena parte de la cultura nacional argentina. Algún
día el pueblo todo la asumirá como propia.

156 Hugo E. Ratier


Referencias bibliográficas

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158 Hugo E. Ratier


En este libro se expresa una única experiencia que emerge de varios procesos.
Uno es la práctica de Extensión Universitaria de la Universidad de Buenos Aires,
iniciada en 1957 en la vida urbana de la Isla Maciel en la boca del Riachuelo. Otro es
el de la historia de esos años: auge de la lucha popular y juvenil, la proscripción del
peronismo, las confrontaciones libradas en toda América Latina.
La investigación de Ratier había intentado seguir el hilo de las migraciones que
unían a Corrientes con la Isla Maciel, haciendo lo que después se llamará etnogra-
fía multisituada. El quiebre de 1966 impidió la etnografía correntina pero hizo
posible una escritura no académica. Aquí se cifra lo peculiar de este trabajo. Como
también en una doble empatía: la de Alfredo Moffatt con los textos de este volumen
y la de Ratier con las fotos de este innovador y tenaz psicólogo.
Por eso estos textos, que por n se reeditan aquí, se convirtieron en un clásico.
Cuya vigencia también es la de la persistente y renovada actualidad del prejuicio
racista en la Argentina.
Ricardo Abduca

Lic. Hugo E. Ratier (1934-2021), antropólogo oriundo de La Pampa.


Fue el fundador de la carrera de Antropología en la UNICEN, además de ejercer como profesor
en la Facultad de Ciencias Sociales de la sede Olavarría de dicha institución. Se desempeñó
como profesor consulto en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires
y ocupó el cargo de director del departamento de antropología de dicha universidad entre
1973 y 1974. Asimismo, ocupó los cargos de profesor y director de grado y posgrado en la
Universidad Federal de Paraíba, Brasil, entre 1977 y 1985. En 1984 concluyó sus estudios de
doctorado en Río de Janeiro.
Desde 1987 hasta 2012 intervino como director del Instituto de Investigaciones
Antropológicas de Olavarría.
Entre numerosos artículos, libros y ponencias en congresos nacionales e internacionales, se
encuentran sus obras más reconocidas: Villeros y Villas Miseria (1971), El Cabecita Negra
(1972), Poblados Bonaerenses, Vida y Milagros (2004) y Antropología rural argentina:
etnografías y ensayos (2018).

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