Historia de Dos Que Soñaron

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‘Historia de dos que soñaron’, un increíble cuento para adolescentes sobre el destino

Cuentan que hace mucho vivió en El Cairo un hombre muy rico que sin embargo era muy dado
a las fiestas y los caprichos. De esta forma, lo perdió todo y se quedó sin dinero, quedándose
solo con la casa de su padre. Así que no le quedó otra opción que buscar un trabajo para
ganarse la vida.

Yacub, que así se llamaba, trabajaba mucho y a menudo llegaba rendido a su casa. Estaba tan
cansado, que con frecuencia se quedaba dormido bajo la higuera del patio de su casa.

Un día, durante uno de estos descansos, tuvo un sueño. Un hombre desconocido se le


apareció para decirle lo siguiente:

– Debes ir a Persia, a Isfaján. Allí encontrarás la fortuna.

El hombre creyó lo que escuchó y vio en su sueño y al día siguiente decidió partir para Persia.

Yacub busca la fortuna en Isfaján

El camino no fue nada fácil. Yacub tuvo que atravesar un enorme desierto y hacer frente a
muchos peligros, entre los que se encontraban las fieras y los asaltantes de caminos. Pero
después de muchos días, consiguió llegar a Isfaján. Y como era de noche y estaba cansado, se
echó a dormir en el patio de una mezquita.

Quiso el destino que esa noche unos bandidos entraran en la casa contigua a la mezquita.

Los inquilinos de esa vivienda se despertaron sobresaltados y comenzaron a gritar,


despertando a todos los vecinos. Un sereno que vigilaba cerca de allí mandó a sus hombres
para registrar la zona. Los bandidos habían huido saltando por los tejados, y solo pudieron
encontrar al hombre que dormía en el suelo del patio de la mezquita. Pensando que era el
culpable del intento de robo, le llevaron a la cárcel.

Historia de los dos que soñaron: los dos sueños

Al día siguiente, el juez de Isfaján quiso tomar declaración al acusado:

– Dime, ¿quién eres? ¿Cuál es tu patria?- preguntó el juez.

– Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí- respondió él.

– ¿Y qué le trajo a Persia?

– Un hombre me dijo en un sueño que aquí encontraría mi fortuna… Me quedé dormido en el


patio de la mezquita y un guardia me despertó y me trajo hasta aquí. Igual mi fortuna se
encuentra aquí en la cárcel…

– Ja, ja, ja- se rió entonces el juez- ¡Hombre de Dios, qué inocente! Tres veces he soñado yo
con una casa en El Cairo. En la casa hay un patio con una frondosa higuera. Bajo la higuera hay
enterrado un tesoro. ¿Y piensas acaso que voy a dejar todo para descubrir si ese sueño es
cierto? ¡Es una mentira! Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu
sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

Yacub regresó a su tierra. Llegó hasta la higuera, cavó un poco con su pala y desenterró el
tesoro. Esa fue la bendición y la recompensa de su Dios.
El cuento de Pereza y testarudez para niños y adultos

El divertido cuento ‘Pereza y testarudez’

Había una vez un matrimonio que vivía feliz y estaba muy compenetrado. Y todo sería perfecto
de no ser porque ambos tenían los mismos defectos: los dos eran muyyyy perezosos y muyyyy
testarudos.

Y aquí empezó nuestra historia… Resulta que un día, la mujer se levantó sin ganas de hacer
nada. Ambos se dieron cuenta de que apenas quedaba pan para desayunar. Y el hombre dijo a
su mujer:

– María, ¿No ves que no queda pan para esta noche? Tendrás que amasar esta misma tarde.

Y la mujer, que no tenía ganas de amasar, respondió:

– No serán estas manos las que amasen.. Hazlo tú si quieres.

– Pero María, que no tendremos pan para comer…

– Amasa tú, te digo, que tienes unos brazos muchos más fuertes que los míos.

– María, ¡no me enfades!

– Quico, ¡no me pongas de los nervios!

– Pues yo no amaso.

– Y yo tampoco.

– Nos vamos a enfadar.

– Depende de ti…

Muy bien, pues algo debemos hacer para no reñir.

– Pues tú verás.

– Como ninguno tenemos ganas de amasar, lo hará el primero que hable.

Pereza y testarudez: la apuesta

Y ya no se oyó responder a su mujer, porque era muy perezosa y muy testaruda, pero no tenía
ni un pelo de tonta, y no estaba dispuesta a perder la apuesta. Y visto que su mujer no
hablaba, el marido, tampoco lo hizo.

Y así fueron pasando las horas. Los dos callados, sin apenas mirarse. Sin moverse, no fuera que
se despegaran un poco los labios… Y como no tenían pan, no pudieron cenar. Así que se
durmieron sin probar bocado, con hambre, sí, pero con la determinación de no dar su brazo a
torcer.

A la mañana siguiente se miraron de reojo. Los dos serios. Ninguno dijo nada. Así que siguieron
en la cama. Y pasaron las horas. Los dos sin moverse. Bostezando más, por culpa del hambre.
Pero sin decir ni mu.

Y llegó la noche. Se durmieron de nuevo. Más débiles y con mucha más hambre. Con más
bostezos. Pero con la misma determinación de no amasar.
Al día siguiente, los vecinos comenzaron a ‘cuchichear’. Estaban preocupados porque llevaban
dos días sin ver a la pareja. Y además no vieron abrirse la puerta ni la ventana de su casa. Así
que decidieron ir al Ayuntamiento a hablar con el alcalde.

– ¿Que nadie ha visto a Quico ni a María? ¡Pues sí es raro! Hagamos una cosa- dijo el alcalde-
Vayamos todos a su casa a echar un vistazo para asegurarnos de que no sucede nada.

Pereza y testarudez: El hallazgo en casa de María y Quico

Y así fue cómo una buena comitiva de vecinos, encabezada por el señor alcalde, se dirigió a la
casa de María y Quico. Llamaron a la puerta. No respondió nadie. Y tras unos minutos de
dudas, decidieron tirar la puerta abajo, temerosos de lo que pudieran encontrar dentro de la
casa.

Temblorosos, los vecinos se agazaparon tras el alcalde, que estaba aún más nervioso, y movía
de un lado a otro con miedo su bastón de bando. Al llegar al dormitorio, vieron a la pareja,
cada uno de un lado, como dormidos. No se movían. Y aunque estaban despiertos, ninguno
quería dar señales de vida para no tener que hablar. Estaban pálidos por llevar tantas horas sin
comer.

– ¿Están…?- comenzó a decir uno de los vecinos sin terminar la frase.

– ¡María, Quico! ¡Decid algo!- les gritó el alcalde.

Ni ‘mu’. No decían nada. Así que quitándose el sombrero y santiguándose, el alcalde comenzó
a rezar por sus almas. Los vecinos le siguieron.

Una de las mujeres presentes creyó ver estremecerse a la pareja, pero por no parecer ‘loca’,
decidió no decir nada.

– Les daremos sepultura hoy mismo… – dijo apenado el alcalde.

Lo que pasó en el camposanto

Y poco después, seis forzudos hombres se llevaron los supuestos cadáveres de la pareja hasta
el camposanto. Ni un suspiro se oyó de Quico y María, los dos muy callados para no perder la
apuesta.

Dejaron los cuerpos en el suelo mientras preparaban la sepultura. Los dos se quedaron frente
a frente y nadie advirtió que entreabrieron los ojos y se miraron con recelo. Él pareció por un
momento que iba a hablar, pero se negaba a perder, así que cerró con fuerza los ojos y se
mordió la lengua. Y ella bostezó, con el riesgo de ser vista, y volvió a cerrar los ojos.

Dos hombres agarraron el cuerpo de María y lo depositaron en el ataúd. Y después fueron a


por el cuerpo del marido, pero los allí presentes solo pudieron dar un grito de terror. Después
otro más terrorífico y al final, salieron todos corriendo como alma que se lleva el diablo.

Y es que Quico, que no quería terminar sepultado en vida, terminó diciendo, justo antes de
que le agarraran:

– ¡Socorro, socorro, que estoy vivo!

Y tanto el alcalde como los vecinos presentes sintieron que les daba un infarto, pero más aún
cuando en ese instante vieron que María asomaba medio cuerpo por el ataúd y decía con una
sonrisa triunfal:– ¡Ahora, amasas tú!
Un estremecedor cuento de terror para adolescentes y adultos: El corazón delator

Cuento de terror para adolescentes y adultos, El corazón delator

Es cierto, soy muy nervioso. Tanto, que a veces pueda parecer que me siento gobernado por
los impulsos. Pero no estoy loco. Loco, no, porque soy capaz de razonar. También de
escucharlo todo, de oír cosas que nadie consigue oír. Y eso es porque mis sentidos se han
agudizado. Y para demostrarles que no estoy loco, les contaré ahora, más tranquilo, mi relato:

Llevaba tiempo observando al viejo. Le quería mucho, deben creerme, pero me molestaba, me
irritaba, y no podía frenar ese sentimiento. Era una tortura, y todo, por culpa de ese ojo, un ojo
velado con el que miraba y no veía, que me clavaba y me ponía nervioso. Un ojo como de
buitre, azulado, frío. ¡Fue por culpa de ese miserable ojo! Deben creerme. Yo no quería nada
del viejo. Ni su dinero. Ni él me insultó nunca. Fue por culpa de ese maldito ojo, que me
trastocaba por completo.

Había tomado la determinación de matarlo, porque no aguantaba más. Y decidí hacerlo con la
mayor habilidad posible. ¿Es eso de locos? Los locos actúan sin pensar. Yo pensé, recapacité,
ideé un magnífico plan que salió bien, si no llega a ser por… ¡malditos sentidos! ¡Por qué los
tendré tan agudizados!

El corazón delator: plan para matar al viejo

Cada noche me acercaba a su cuarto, en silencio, y entornaba un poco la puerta con ayuda de
una linterna apagada. Lo suficiente como para que pudiera caber una cabeza.

Cuando podía ver al viejo tumbado, durmiendo tan tranquilo, con el ojo velado cerrado,
apuntaba un rayo de luz con la linterna hacia su rostro, en dirección al objeto de mis
tormentos, a ese ojo que abierto es capaz de helarme la sangre. Y esperaba un rato, con el
rayo de luz sobre sus ojos, hasta que decidía dar media vuelta y volver a mi habitación. Si el
viejo dormía, no podía hacer nada. No era él el que me molestaba, sino ese dichoso ojo de
buitre. Necesitaba que lo abriera, que me mirara…

Así pasaron siete noches, siete largas noches. Cada día, a las doce en punto, repetía la misma
operación. Luego regresaba a mi cuarto, y saludaba al viejo a la mañana siguiente con total
cordialidad y cariño.

El día del asesinato

Fue al octavo día. El día en que sucedió todo. Eran las doce y allí estaba yo, en la puerta, con la
linterna apagada. Entonces, mi pulgar resbaló al intentar abrir el picaporte y al darle al pestillo,
hizo ruido. El viejo se despertó y gritó:

– ¿Quién anda ahí?

Y yo permanecí callado. Durante una hora entera no me moví del sitio. Y el viejo tampoco. Ahí
en la cama, incorporado… Por un instante sentí lástima de él. Pensé en el miedo que en ese
momento estaría atenazando sus músculos. Pensaría:

– Habrá sido el ruido del viento. No, no es el viento… Tal vez un animal. ¿Y si no lo es?

Seguro que el viejo no paraba de dar vueltas al sonido que acababa de escuchar, inmóvil por el
terror. Y yo, de pronto me di cuenta de que ese era el momento oportuno. Así que apunté
suavemente mi linterna contra su rostro, y la encendí débilmente. Justo en su ojo de buitre.Ahí
estaba. ¡Me estaba mirando! Abierto de par en par, con esa horrible tela que lo cubría entero.

Me enfadé. La ira aumentaba a cada instante. Y empecé a escucharlo. Sí, lo he dicho ya: mis
sentidos, agudizados, son capaces de oírlo todo. Y escuchaba, perfectamente, el ensordecedor
ruido de su corazón acelerado. El corazón del viejo, que no se paraba, y me hacía enfadar más
y más. ¡Lo iban a escuchar todos los vecinos! ¡Debía hacer algo!

Me lancé contra él, tiré el colchón, y lo usé para ahogarlo. Ya estaba hecho. Por fin el ojo de
buitre me dejaría en paz. Por fin dejé de escuchar ese terrible sonido.

Pensé después en cómo librarme del cuerpo. ¿Creen que un loco pensaría en eso? Yo era
capaz de razonar, de buscar una salida. Al final pensé que lo mejor era esconderlo en su propio
cuarto, bajo las tablas de madera. Así que levanté unas cuantas y escondí allí el cadáver.

El delator del asesino: el corazón delator

Al día siguiente apareció la policía en la puerta del edificio. Al parecer, un vecino les había
avisado porque escuchó un grito. Yo estaba tranquilo. ¿Qué tenía que temer? Todo había
salido bien, como yo planeaba.

– ¿El anciano que vive aquí?- contesté ante la pregunta de la policía- No lo sé. Se marchó ayer
y no he vuelto a verle.

La policía comenzó entonces a registrar su habitación, y yo decidí sentarme en una silla, que
coloqué hábilmente justo encima de las tablas que escondían el cadáver. Entonces, ellos se
sentaron frente a mí y empezaron a hablar, a reír, a entablar una conversación eterna.

Yo estaba alegre, y al principio seguí su conversación sin problema. Todo iba bien, hasta que de
pronto… de pronto comenzó a oírse, cada vez más y más. Más fuerte, más nítido. ¡Agg!! ¡Esos
malditos sentidos! ¿Por qué tendré que oírlo todo?

Era imposible que ellos no lo oyeran. Sonaba muy fuerte. Retumbaba en los oídos, como una
máquina de tortura:

– ¡Toc, toc, toc!

El corazón del viejo seguía funcionando, seguía latiendo, seguía sonando. Y mis oídos estaban a
punto de estallar. Los policías seguían hablando… ¿Cómo era posible? Disimulaban, eso es,
disimulaban para ponerme aún más nervioso. Y lo consiguieron, lograron enfadarme, hasta el
punto de saltar, desesperado, de levantarme y gritar:

– ¡Sí! ¡Lo hice! ¡Maté al viejo! Ese corazón que escuchan es el de su cadáver, y está aquí justo,
debajo de mi silla.

(Adaptación escrita por Estefanía Esteban del relato ‘El corazón delator’)

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