Escandalízame - Ivy Owens

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Título original: Scandalized
Editor original: Simon & Schuster, Inc
Traducción: Eva Pérez Muñoz

1.a edición Mayo 2023

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente


prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante
alquiler o préstamo público.

Copyright © 2022 by Ivy Owens


Published in agreement with the author, c/o BAROR INTERNATIONAL, INC.,
Armonk, New York, U.S.A.
All Rights Reserved
Copyright © de la traducción, 2023 by Eva Pérez Muñoz
Copyright © 2023 by Ediciones Urano, S.A.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.titania.org
[email protected]

ISBN: 978-84-19497-90-1
Para CH y KC.
Cuando era pequeña,
soñaba con tener amigas
como vosotras.
NOTA DE LA AUTORA
Y ADVERTENCIA DE CONTENIDO

Esta historia incluye una línea argumental relacionada con


la agresión sexual. En concreto, la protagonista es una
periodista de investigación que descubre una trama que
tiene que ver con este tipo de delitos. Aunque en la novela
no se produce ningún tipo de agresión, sí se describen de
forma breve algunos testimonios y pruebas de vídeo.
1

Se me dan fenomenal los nombres, pero soy un desastre


para las caras.
Sin embargo, sé que he visto esta antes.
Está solo, al final de una fila de asientos con la nariz
pegada al teléfono. Llevo viviendo lo bastante en Los
Ángeles como para saber que esa postura dice más un
«respeta mi espacio» que un «estoy absorto en la lectura»,
pero también he trabajado lo suficiente como periodista
como para percatarme de que ese hombre está haciendo
todo lo posible para pasar desapercibido.
Aunque no le está funcionando. Incluso su corte de pelo
(meticuloso y muy bien peinado) parece caro. Y sé que lo
conozco de algún lugar. Tiene una mandíbula con la que
podría cortar el acero, unos pómulos definidos y unos
perfectos labios rosados. Su cara es como una comezón en
mi cabeza, zumbando de forma burlona.
Oigo la voz de mi madre en mi interior, animándome a ser
educada, levantarme y saludarlo. Pero estamos en el
aeropuerto y estoy agotada. Me he pasado los últimos trece
días en Londres, hostigando a extraños para que me dieran
información de la que no querían hablar y sin conocer a
nadie, salvo a un compañero inglés que fumaba como un
carretero, con la tolerancia al alcohol de un rinoceronte y
con una forma de conducir que hizo que tuviera que rezar a
un dios en el que no creo varias veces al día. Llevo ocho
horas en un avión y otras cuatro sentada en esta puerta de
embarque, esperando el vuelo de conexión a Los Ángeles
que ya se ha retrasado varias veces.
Para ser justos, la cara de este hombre no se parece a
ningún rostro de los que he visto en las dos últimas
semanas. La sensación que tengo es más honda que el
impacto de la adrenalina de la historia que tengo entre
manos y que corre por mi sangre; una adrenalina que llega
hasta mis huesos. El atisbo de su cara completa (cuando ha
levantado la vista, ha mirado con ojos entrecerrados los
monitores y ha parecido soltar un pequeño gruñido de
frustración) ha sido como el recuerdo que te produce una
canción que no has escuchado en mucho tiempo. Hay algo
en su postura que me provoca una profunda nostalgia.
Por paradójico que resulte, es una postura que le hace
parecer estar erguido y desplomado al mismo tiempo. Se le
ve tan elegante con esos pantalones azul marino hechos a
medida, los zapatos marrones relucientes y la camisa
blanca sin una sola arruga después del largo vuelo de
Londres a Seattle. Desde luego es un hombre
impresionante.
Me alzo el fular que llevo, cubriéndome la boca y
hundiendo la cara en él, pero huele a interior rancio de
avión y vuelvo a bajarlo. Estoy tan cansada que me entran
unas ganas locas de gritar. Lo único que quiero en este
momento es teletransportarme a mi casa, a mi cama.
Obviar todos los pasos previos de aseo personal antes de
acostarse y tumbarme en ella, sin ni siquiera quitarme la
ropa. Me da igual la pinta que tenga. Después de un día en
el que me he pasado catorce horas buscando a un
escurridizo portero de discoteca que no quería que lo
encontraran, más el vuelo de ocho horas en el que no he
pegado ojo, ahora mismo solo me muevo por los instintos
más primarios.
Miro a mi alrededor y veo a unas cuantas personas
repantingadas en cuatro sillas, durmiendo, y a otras tantas
tumbadas en el suelo. Mi cuerpo clama por acostarse en
algún sitio, en cualquiera. Pero no lo hago, porque sé que,
aunque embarquemos en los próximos cinco minutos, para
cuando me suba a un taxi y haga el largo trayecto hasta mi
casa, será pasada la medianoche y tendré que ponerme a
trabajar lo antes posible. La historia que me han dado es la
oportunidad de mi vida y tengo dos días para terminar de
escribirla.
Cerca de la puerta de embarque, los empleados de la
aerolínea han tenido mucho cuidado de no colocarse detrás
del mostrador. Saben que, si se acercan, enseguida se
formaría una fila de pasajeros enfadados. En lugar de eso,
se han ido moviendo por el fondo, lanzándose miradas
pesimistas cada vez que ha sonado el intercomunicador con
alguna novedad sobre la torrencial tormenta que está
azotando el exterior. Por fin, una de las trabajadoras se
acerca decidida al interfono y, por el hundimiento de sus
hombros y la forma en la que mira fijamente el monitor,
como si necesitara leerlo para confirmarlo, sé lo que va a
decirnos.
—Lamento comunicarles que el vuelo 2477 de United ha
sido cancelado. Les hemos reubicado a todos en los vuelos
que saldrán mañana. Les hemos enviado los billetes a la
dirección de correo electrónico vinculada a su reserva. Por
favor, si tienen alguna duda pónganse en contacto con
nosotros a través de nuestro número de servicio al usuario
o en la oficina de atención al cliente que tenemos en la
zona de recogida de equipajes, ya que no podemos hacer
ninguna gestión desde aquí. Sentimos las molestias que les
hayamos ocasionado.
Lo miro de forma inconsciente para ver cómo reacciona a
la noticia.
Ya está llevándose el teléfono a la oreja, asintiendo.
Nuestras miradas se cruzan durante un instante mientras
echa un vistazo a su alrededor. Pero entonces sus ojos se
detienen y vuelve a mirarme como si mi cara también le
sonara de algo, pero no supiera de qué. Es solo un
segundo, aunque basta para que una oleada de calor,
salvaje y descontrolada me recorra por completo. Luego
aparta la vista y frunce el ceño.
Y ahora no puedo evitar preguntarme de qué me conoce.
En un mundo perfecto, ya estaría en casa. Habría
reservado un vuelo directo desde Londres hasta Los
Ángeles, en vez de tener que hacer una escala en Seattle.
En un mundo perfecto, habría podido dormir, y en este
momento estaría delante de mi ordenador, descansada, y
plasmando en la pantalla el torrente de información que
tengo en mi cabeza, el teléfono y mi cuaderno en una
historia coherente. No estaría de pie, detrás de este
hombre impresionante, en el vestíbulo de un hotel de
Seattle, sintiéndome como un agotado adefesio.
Estoy en una fila con tres personas delante de mí y otras
cuatro detrás. Todos provenimos del mismo vuelo
cancelado, todos necesitamos habitaciones, y tengo la
inquietante sensación de que debería haberme alejado un
poco más de la ciudad de lo que he hecho. Tengo la
impresión de estar en una carrera que no sabía que iba a
correr; una carrera que seguramente pierda.
El hombre, cuyo nombre aún no recuerdo, tiene la cabeza
inclinada hacia el móvil y parece estar enviando un sinfín
de mensajes. Pero entonces se produce una breve
conmoción en la entrada del hotel (un claxon sonando y una
mujer que grita un nombre) y se vuelve alarmado. Y ahí es
cuando por primera vez veo su perfil de cerca.
De pronto, me doy cuenta de que he visto su cara.
O, mejor dicho, una versión más joven de esa cara,
mirando hacia atrás mientras se alejaba en monopatín por
una calle de Los Ángeles en pleno verano, riendo con sus
amigos en el sofá del salón, sin darse cuenta de que yo
pasaba detrás de ellos por la habitación, o esquivándome
en el pasillo de su casa de madrugada cuando yo iba al
baño y él por fin se iba a acostar.
—¿Alec? —pregunto en voz alta.
Él se vuelve con los ojos abiertos de par en par.
—¿Perdón?
—Eres Alec Kim, ¿verdad?
Se ríe, mostrando una dentadura perfecta. Tiene uno de
esos semblantes que, cada vez que lo miras, te revela algún
detalle nuevo y fascinante. Hoyuelos. Una nuez de Adán
que se mueve con su risa. Una piel suave como la seda.
Durante las dos últimas semanas he estado rodeada de
gente atractiva, pero él los supera con creces. Sería un
delito que no fuera modelo.
—Sí… Lo siento. —Frunce el ceño, pensativo—. ¿Nos
conocemos?
Hace catorce años que no lo veo. Noto en su voz un ligero
acento que no logro discernir.
—Soy Georgia Ross —le digo. Él se vuelve del todo para
mirarme de frente y se mete una mano en el bolsillo. Tener
su total atención succiona todo el aire de mis pulmones—.
Tu hermana, Sunny, y yo fuimos amigas en el colegio. Tu
familia se mudó a Londres al final de octavo.
Alec era seis años mayor que nosotras. Durante mucho
tiempo, solo fue el hermano de mi mejor amiga; alguien a
quien veía de vez en cuando, que siempre fue educado
conmigo y al que no daba mucha importancia. Pero una
noche, un par de semanas después de cumplir los trece,
mientras dormía en su casa, bajé a por un vaso de agua a
medianoche y lo sorprendí hurgando en el frigorífico, en
busca de algo para picar. En ese momento, Alec tenía
diecinueve años, iba sin camiseta y con cara de sueño, pero
me enamoré perdidamente de él. Durante semanas no pude
pensar en otra cosa que no fuera su torso desnudo.
Ahora mismo recuerdo su cuerpo musculoso, luchando
con sus amigos por hacerse con el control del mando para
jugar desde el sofá, a ese niño-hombre sin camiseta yendo
por la calle sobre su monopatín. A mitad de su estancia en
la Universidad de California, su familia se trasladó a
Londres por el trabajo del señor Kim, y Alec también se
marchó. Sunny y yo nos escribimos unas tres veces antes
de abandonar por completo todos los planes que habíamos
trazado para nuestro futuro. Fue mi mejor amiga desde
segundo hasta octavo, pero después de que se mudara, no
volví a verla.
Veo cómo me mira detenidamente, intentando relacionar
la cara que tiene delante de él con la de la niña que
conocía. Le va a costar. La última vez que me vio llevaba
aparato dental, las cejas pobladas y unos brazos delgados
como palillos. Sigo siendo delgada, pero no estoy tan
escuálida como antes. Me juego una buena cantidad de
dinero a que, aunque iba a su casa casi todos los días
después del colegio, no se acuerda de mí.
Aun así, se está esforzando en reconocer a la pequeña
Gigi Ross dentro de la Georgia adulta. Nunca me he
mostrado muy insegura con respecto a mi aspecto, pero
bajo su escrutinio, no puedo ser más consciente de lo
mucho que necesito una ducha. Estoy convencida de que
incluso tengo los ojos rojos e hinchados, y eso que son mi
mejor rasgo (grandes, con espesas pestañas y de un tono
verde avellana). Por no hablar de mi pelo. Lo tenía tan
sucio hace quince horas que usé lo poco que quedaba de mi
caro champú en seco y me lo recogí en un moño. Estar
delante de un hombre como él, de esta guisa, me resulta de
lo más mortificante.
—Georgia. Sí. —Sus ojos no muestran ningún brillo de
reconocimiento. No pasa nada. Ese tipo de enamoramientos
no suelen ser correspondidos. Para un chico de diecinueve
años debía de ser prácticamente invisible. Pero entonces le
cambia la expresión—. Espera. ¿Gigi?
Sonrío.
—Sí, Gigi.
—¡Vaya! —dice—. Ha pasado mucho tiempo. Hace que no
me llaman Alec unos… —vuelve a quedarse pensativo—
¿catorce años?
—¿Y cómo te llaman ahora?
Me mira con un atisbo de sorpresa y vacila un instante,
aunque inmediatamente después responde con un brillo en
los ojos:
—Alexander. Pero Alec me va bien.
Le tiendo la mano para estrecharle la suya. Él rodea la
mía con sus largos dedos y me la aprieta con firmeza.
—Me alegro mucho de volver a verte.
No me la suelta de inmediato. Un gesto que mi cuerpo
exhausto interpreta como un estimulante preliminar y se
excita al instante. Cuando por fin me suelta, cierro la mano
en un puño y la meto en el bolsillo de mis vaqueros.
—¿Cómo está Sunny?
Alec esboza una sonrisa perfecta.
—Muy bien. Vive en Londres. Es modelo. Puede que…
La recepcionista del hotel llama nuestra atención.
—Siguiente.
Alec hace un pequeño gesto con la cabeza para indicarme
que deja que vaya yo primero, pero todavía estoy sintiendo
la oleada de calor que me ha provocado su apretón de
manos. Tengo el monedero en la mochila y prácticamente
me sale humo de la nuca del rubor que tengo. Necesito que
alguien me meta en una bañera y me frote con una esponja
gigante.
—No, ve tú —le indico, mientras finjo que estoy buscando
algo. Aunque en realidad es lo que estoy haciendo. En
concreto, mi compostura, que debe de estar oculta en algún
lugar de la mochila, junto con el monedero.
Sin embargo, unos segundos después, una mujer sale de
detrás del mostrador y se acerca a las cinco personas que
quedamos en la fila.
—Lamento informarles de que ya no nos quedan
habitaciones para esta noche —dice, con una mueca de
disculpa—. No vamos a poder atenderles, a menos que
tengan hecha una reserva. Sé que hay muchos grupos en la
ciudad, pero nuestra recepcionista puede ofrecerles
algunas alternativas.
Antes de que me dé tiempo a reaccionar, las personas que
estaban con nosotros se han apresurado hacia el mostrador
de recepción y han formado una fila en orden inverso al de
esta, y están pidiendo que les atiendan.
Bajo la vista y envío un correo electrónico a través del
portal de viajes del trabajo, comunicando al servicio de
asistencia que el hotel al que he ido está completo. Pero
son casi las diez, y no tengo ni idea de cuánto tiempo
pasará hasta que alguien lo lea. Intento llamarles, pero me
salta el buzón de voz. Los ojos me escuecen por las
lágrimas de frustración. Los cierro durante un segundo e
intento pensar. ¿Qué probabilidades tengo de dormir un
rato en uno de los sofás del vestíbulo sin que nadie se
entere? ¿Me voy al aeropuerto y echo una cabezada en los
asientos de allí? Me han reacomodado en un vuelo que sale
mañana a las ocho, no me hace falta nada elaborado. Pero
entonces me sobresalto al sentir una mano rodeándome el
codo y alejándome de la fila en la que me he quedado sola y
que no lleva a ninguna parte.
—¿Tienes algún sitio en el que dormir? —pregunta Alec.
—No. Estoy tratando de pensar qué hacer.
Me mira fijamente.
—¿Quieres que haga algunas llamadas?
Sacudo la cabeza.
—No sé. Ahora mismo estoy agotada y necesito una ducha
más que respirar.
Ladea la cabeza y, durante un instante, me observa con
una atención apabullante.
—Si quieres, puedes usar el baño de mi habitación.
Seguro que no lo dice en serio.
—No, de verdad, no te preocupes.
—Entiendo que te puedas sentir incómoda —se apresura
a decir—, pero eres una amiga de la familia y se te ve tan
cansada que parece que te vas a desplomar en el suelo de
un momento a otro. Si quieres ducharte arriba, no me
importa.
Solo hace falta un par de segundos más de contacto visual
para que claudique.
Ahora mismo no soy persona. Me siento como si estuviera
cubierta de mugre.
Derrotada, hago un gesto de asentimiento y alzo la
barbilla para que vaya él primero.
—Gracias.
En el interior del ascensor, nos separamos todo lo posible y
nos sumimos en un silencio sepulcral. En este momento, la
realidad me golpea con toda su dureza. Aunque necesite
darme una ducha con urgencia, no he tomado la mejor de
las decisiones. Apenas mido un metro sesenta y cinco y
estoy subiendo a la habitación de un tipo que me saca más
de veinte centímetros después de haber pasado dos
semanas buscando por todo Londres a hombres que son
una escoria absoluta. Tendría que haber sido más lista.
Me pregunto si Alec estará pensando lo mismo que yo o,
si no en lo mismo (no creo que le preocupe mi
«superioridad» física), sí en el tipo de persona en la que
pueda haberme convertido después de todos estos años. El
silencio es tan arrollador que parece como si una fuerza
cósmica superior hubiera callado al mundo de un plumazo.
Clavo la vista en mis desgastadas y polvorientas zapatillas,
que ofrecen un notable contraste con el reluciente suelo del
ascensor.
No me doy cuenta de que me ha estado observando hasta
que habla.
—Si quieres, puedes enviar un mensaje a alguna amiga
para sentirte más segura. O también…, ¡Dios!, siento la
obviedad, puedo quedarme abajo hasta que termines.
Obligarlo a que esté fuera de su habitación hasta que
termine me parece… innecesario. En realidad, no es un
desconocido, y seguro que está tan agotado como yo.
Conocí a su familia durante seis años; cené en su casa casi
la mitad de los días entre semana, disfrutando de la comida
casera coreana de su madre; una mujer dulce, divertida y
amable. Además, si la Georgia de octavo curso hubiera
tenido la oportunidad, lo habría besado hasta perder el
sentido.
No obstante, me parece una buena idea lo de enviar un
mensaje. Si hubiera estado más descansada, duchada y con
el estómago lleno lo habría pensado incluso antes de entrar
en el ascensor.
—¿Qué número de habitación tienes? —pregunto con voz
quebrada.
Se mete una mano en el bolsillo, saca el sobre y lo mira.
—Veintiséis once.
Mando un mensaje a mi mejor amiga, Eden.

Me he encontrado con un viejo amigo. Voy a usar su habitación para


ducharme porque es imposible encontrar un hotel libre. Seattle Airport
Marriott. Habitación 2611. Es un buen tipo, pero te enviaré un mensaje
dentro de una hora para decirte que estoy bien.

Me responde al instante con un emoji con cara de


sorpresa seguido de un sencillo «Vale».
—Gracias —le digo antes de guardar el teléfono. El mero
hecho de que haya sugerido que le mande un mensaje a
alguien hace que me sienta mejor. Se le ve una persona
tranquila, amable. Intento imaginármelo con actitud
amenazante y… A ver, todo es posible. Es sorprendente lo
bien que sabe disimular el mal—. ¿Cómo te las has apañado
para conseguir una habitación?
Sonríe mientras sujeta la puerta del ascensor para que yo
salga primero.
—He tenido la suerte de que alguien llamara antes que el
resto.
Pasa la llave por la puerta en la que pone y me hace un
gesto para que entre primero. Me quedo tan absorta con
las vistas que solo recuerdo mis modales cuando ya he
recorrido la mitad del largo pasillo. Alec, por supuesto,
sigue junto a la puerta y se está quitando los zapatos. Estoy
agotada y hecha unos zorros, y pocas veces me he sentido
más torpe que cuando me mira los pies mientras me quito
las Vans.
Pasa por delante de mí con su reluciente maleta de mano
y entra en la habitación.
O, mejor dicho, habitaciones. He estado en las suites de
algunos hoteles (me he alojado en un par de ellas durante
esos viajes de chicas en los que se tira la casa por la
ventana, y también he entrevistado en alguna de ellas a
gente famosa), pero esta es diferente. No es solo un
apartamento, es un apartamento de lujo, un alojamiento de
lo más exclusivo. Una de las paredes es una cristalera que
va del suelo al techo y que ofrece una vista panorámica de
todo Seattle. Hay una sala de estar, una cocina
completamente equipada, un comedor y una puerta que
conduce a un pasillo donde parece haber varias estancias
más.
—¡Madre mía!
Alec me mira con un atisbo de sonrisa.
—Pareces exhausta, Georgia.
—Y lo estoy —reconozco, mirándolo también—. Muchas
gracias por dejar que me dé una ducha. Cuando termine,
volveré a recepción y ya pensaré qué hacer después.
—¿Seguro que no quieres que llame a alguien para ver si
te podemos echar una mano?
Hago un gesto de negación con la cabeza.
—Tenemos un departamento que se encarga de todas las
reservas en los viajes.
—¿Tenemos?
—En el trabajo.
—¡Ah! —Se nota que siente curiosidad, pero entonces se
fija en mis hombros caídos y me hace un gesto con la
barbilla—. Venga, entra al baño. Estaré por aquí fuera.
Aunque se le ve muy sofisticado, parece meditar cada
pequeño gesto que hace; después de la oscuridad que he
presenciado en Londres durante las dos últimas semanas,
de las historias que me han contado una y otra vez,
agradezco la confianza que este hombre me inspira.
Y la cerradura que hay en la puerta del baño.
Nada más cerrar la puerta, me apoyo en ella y suelto un
suspiro. Estoy agotada, sí, pero no puedo dejar de
reaccionar a la presencia de Alec Kim. A su virilidad,
tranquilidad y seriedad. A esa tenue arrogancia que exuda
y que tanto me atrae. Desde luego hay un gran contraste
entre nosotros dos. Con el aspecto que tengo ahora, pensar
en él de una forma sexual, aunque solo sea muy por
encima, hace que me sienta como si estuviera robando
algo.
Hace tiempo que no tengo este tipo de pensamientos.
Meses, para ser más exactos, y Alec es muy diferente al
último hombre que protagonizó dichos pensamientos. Pero
en el lapso de once meses, Spencer perdió todos los puntos
de «mejor novio» que se había ganado en los seis años que
duró nuestra relación. Durante estos últimos meses, los
hombres, el sexo y ese complejo baile de ser vulnerable con
alguien han perdido todo el interés que un día despertaron
en mí.
Y hablando de ser vulnerable: en los veinte minutos que
han transcurrido desde nuestro reencuentro, Alec Kim me
ha mirado directamente a los ojos, como si pudiera verme
por completo con una sola mirada.
Spencer dejó de mirarme de ese modo, pero solo me di
cuenta después de que nuestra relación terminara. Llegó
un momento en que empezó a establecer conmigo breves
contactos visuales, incluso cuando me ofrecía esa sonrisa
tan deslumbrante que tenía. Una sonrisa de oreja a oreja,
pero sus ojos se desviaban a algún punto por encima de mi
hombro, o hacia un lado, como si estuviera embelesado con
algo que había en la ventana o con el gato acurrucado en
un rincón. Un detalle que, por sí solo, debería haberme
llamado la atención, ya que, cuando nos conocimos, me
miraba directamente. Daba igual si estaba desnuda o
vestida. En una ocasión, me dijo que jamás dejaría de
asombrarse de que fuera suya. Éramos la envidia de
nuestro grupo de amigos; un grupo que nos conocíamos
desde la universidad. Mientras ellos eran un caos, Spencer
y yo éramos el puntal de nuestro círculo social: alegres,
cariñosos, con los pies en la tierra.
Pero en algún momento de los seis años que estuvimos
juntos (dos de ellos viviendo en el mismo apartamento) se
activó un interruptor. Un día éramos Spencer y G, un todo,
y al día siguiente algo empezó a ir mal. Me daba un rápido
beso en la puerta antes de salir corriendo a trabajar y las
gracias por la noche por cualquier cena que le preparara;
unas gracias desmesuradas que se fueron haciendo cada
vez más extensas hasta el punto de convertirse en un gesto
desesperado y desagradable. Eso también debería haberme
puesto sobre aviso.
Pero en ese momento estaba esforzándome tanto en mi
carrera profesional que apenas me percaté. Creía que eso
era lo que se suponía que teníamos que hacer a los
veintitantos años. Creía que las recompensas llegarían más
tarde: el dinero, las vacaciones, los fines de semana.
Trabajaba dieciocho horas al día. Intentaba conseguir
cualquier trabajo dentro del sector. Cuando Billy me
contrató para la sección internacional del LA Times, sentí
que me estaban ofreciendo una oportunidad de oro. Y
durante todo ese período no tuve tiempo (o no me tomé el
tiempo) para darme cuenta de cómo había cambiado
Spencer.
Supongo que yo también cambié. Siempre he sido una
persona ambiciosa, pero esos primeros meses en el Times
desactivaron la parte más débil de mí que no sabía cómo ir
tras lo que quería. Tuve que luchar por cada historia, cada
línea sobre el papel y me hice más dura mentalmente. Los
horarios extenuantes, las comidas que tuve que saltarme y
las carreras por toda la ciudad, también me hicieron más
fuerte físicamente. A veces, entiendo por qué lo hizo
Spencer, por qué nuestros amigos se pusieron de su lado. A
veces, quiero perdonarlos a todos para no tener que cargar
con ello.
Cuando me alejo de la puerta y me pongo delante del
espejo, me horroriza ver mi reflejo demacrado. Tengo los
ojos inyectados en sangre. La piel amarillenta y brillante.
Los labios agrietados y, al quitarme la pinza que me sujeta
el pelo, este sigue apelmazado en un moño.
¡Dios mío! Huelo fatal.
Me quito la ropa y me imagino tirándola al cubo de la
basura, metiendo los vaqueros, los calcetines, e incluso la
ropa interior, en el pequeño recipiente de latón. Si dejara
mi maleta en Seattle, no tendría que volver a ver ninguna
de estas cosas. Seguro que Alec ni siquiera se preguntaría
por qué lo he hecho. Todo lo que llevaba puesto está ahora
amontonado y arrugado en el suelo, hecho un desastre.
Desnuda, abro la ducha y echo un vistazo a mi alrededor
mientras el agua se calienta. La encimera del cuarto de
baño es una enorme losa de granito; el lavabo, una pila de
cristal soplado con forma de cuenco. Los artículos de
tocador de cortesía son de tamaño completo y están
guardados en un neceser de cuero. Es un poco
desconcertante disfrutar de tanto lujo cuando apenas me
siento persona.
Cuando me meto en la ducha y me coloco bajo la
alcachofa, no puedo evitar soltar un gemido de satisfacción.
Nunca me he dado una ducha así de buena, sobre todo en
las dos últimas semanas, donde todas las duchas han sido
apresuradas. Más bien un enjuague rápido antes de
meterme una manzana en la boca y salir corriendo por la
puerta. Algunos días, solo me lavaba la cara con agua fría y
me ponía desodorante.
Pero esto es una bendición. Una presión y temperatura
del agua divina. Un gel corporal espumoso, un champú de
los caros y un acondicionador que huele tan bien que no
quiero aclararlo. Soy consciente de que Alec está ahí fuera,
esperando, y que lo más seguro es que también quiera irse
a la cama, así que termino de enjuagarme, pero solo
después de usar la pequeña maquinilla de afeitar para
depilarme y el exfoliante corporal para eliminar todas las
células muertas de mi piel. La toalla es de felpa, enorme.
Me lavo los dientes con uno de los cepillos del neceser y me
doy la vuelta para abrir la maleta.
Una maleta que, por supuesto, me he dejado en el pasillo.
Porque, por supuesto, me han cancelado el vuelo y no
quedan habitaciones disponibles. Por supuesto, Alec está
aquí y ahora responde al nombre mucho más sofisticado de
Alexander, y es todo un dios y yo estoy para el arrastre. Y,
por supuesto, él ha conseguido una suite enorme y ha
dejado que me duche en ella. Y mi maleta, por supuesto,
está en el pasillo.
Veo dos albornoces en la parte trasera de la puerta.
Descuelgo uno de ellos. Es suave, esponjoso y huele a
lavanda. Nunca me he sentido tan limpia y fresca en toda
mi vida; por primera vez en varios días, tengo la esperanza
de poder llegar a casa y encontrar la fuerza y la energía
necesarias para escribir la historia que ha estado rondando
mis horas de sueño y vigilia.
En el pasillo está mi maleta. Veo a Alec en el salón, de
cara a la ventana, con las manos metidas en los bolsillos
mientras contempla el horizonte. Cuando oye las ruedas de
mi maleta sobre el suelo de mármol, se da la vuelta y nos
miramos. Una descarga eléctrica me recorre el torso. Él se
fija en mi cara limpia, en mi pelo mojado, ahora libre del
mugriento moño. Me cae hasta la mitad de la espalda y está
más oscuro por el agua. Entonces me recorre el cuello con
la mirada y abre los ojos como platos…
Agarro el albornoz en la parte que se ha abierto. ¡Oh,
Dios mío!
Meto la maleta en el baño, suelto en voz alta un
mortificado «¡Perdón!» y vuelvo a cerrar la puerta del baño
de golpe. No sé cuánta porción de mi pecho ha visto,
aunque no lo importante.
Después de abrir la maleta, secarme el pelo con la toalla,
cepillármelo y ponerme crema, llega la parte complicada.
No tengo nada limpio, así que la duda que me surge es:
¿qué es lo menos sucio? Llevar una sola maleta de mano
para un viaje de dos semanas implica tener que ponerte la
misma ropa varias veces, y aunque he lavado algunas
prendas en el baño del hotel en Londres, a estas alturas no
tengo nada que no esté arrugado ni haya usado.
Saco un sujetador y un vestido rojo de punto con mangas
de tres cuartos, resistente a las arrugas. Es cómodo y
bonito. Me lo acerco a la nariz y decido que huele bien.
Quizá es demasiado elegante para un trayecto en taxi a
otro hotel, pero, a diferencia de unos pantalones, no hace
falta que me ponga debajo unas bragas sucias.
En serio, soy un desastre.
Guardo de nuevo todo en la maleta y salgo al pasillo.
—Alec —digo con gratitud. Él se da la vuelta. Tensa su
expresión y me mira con sorpresa—. Gracias. En serio,
después de esta ducha me siento como una persona nueva.
Asiente con la cabeza.
—De nada. Te acompaño abajo.
—No hace falta.
—No me importa. Además, no estoy cansado. Lo más
probable es que me tome una copa abajo.
Me fijo de forma inconsciente en el bar completamente
surtido que hay en un rincón.
—¡Ah, vale!
—Paso mucho tiempo solo en las habitaciones de los
hoteles —explica, esbozando una nueva y devastadora
sonrisa. Una sonrisa diferente. Es insinuante, cómplice. Me
produce la misma sensación que si alguien me acariciara el
brazo muy despacio con la yema de los dedos.
Me doy la vuelta y voy hacia la puerta, porque de pronto,
soy muy consciente de lo cerca que estamos. No creo que
se haya movido un ápice del lugar en el que se encontraba,
cerca de la ventana, pero la habitación se ha sumido en un
extraño silencio, y la sólida presencia de Alec hace que la
enorme suite parezca una caja de zapatos. A pesar de estar
dándole la espalda, tengo la sensación de que ha estado
observándome de arriba abajo, de que se ha dado cuenta
de que no llevo ropa interior. ¿Quién sabe? Tal vez solo está
mirando su teléfono y en lo último en lo que está pensando
es en lo que llevo debajo del vestido, pero por alguna razón,
eso no es lo que parece. Siento sus ojos clavados en cada
zona de mi cuerpo que puede ver como un hierro candente.
En la parte trasera de mis piernas, la zona baja de mi
espalda, los hombros. En mi mano, cuando me apoyo en la
pared para no perder el equilibrio mientras me pongo las
Vans (un calzado que no pega nada con el vestido, aunque
me da igual). Seguro que Alec Kim solo sale con mujeres
que llevan tacones de, al menos, diez centímetros de alto.
Que se levantan de la cama completamente maquilladas y
nunca se quedan sin ropa interior limpia.
Pero estoy demasiado cansada para preocuparme por el
aspecto que ahora mismo tengo de espaldas. Si el Alec Kim
de treinta y tres años quiere contemplar a mi yo adulto con
la prenda más limpia que tengo, no se lo voy a impedir.
2

Me sigue al pasillo, al ascensor, y el estridente timbre que


anuncia su llegada hace que nos sobresaltemos. Le veo
esbozar un atisbo de sonrisa cuando estira el brazo y pulsa
el botón para bajar al vestíbulo con uno de sus largos
dedos, antes de hacerse a un lado para volver a darme
espacio. Saco el teléfono y mando un mensaje a Eden,
haciéndola saber que estoy bien. Entonces lo miro y siento
una opresión familiar en el centro del pecho. Es increíble lo
rápido que nuestros cuerpos recuerdan a las personas de
las que nos encaprichamos en el pasado.
—¿Vas a Los Ángeles a menudo?
Hace un ligero gesto de negación con la cabeza.
—Han pasado años desde la última vez que estuve.
—¿Y ahora vas por trabajo?
Alec me mira con una atención que vuelve a
desconcertarme, pero esta vez noto cierta… diversión en su
expresión.
—Sí.
—¿Y qué vas a hacer allí?
Se gira hacia las puertas cuando estas se abren y vuelve a
estirar el brazo para evitar que se cierren mientras paso.
—Un sinfín de reuniones.
Es una respuesta bastante sosa para alguien que parece
haber sido el proyecto favorito de Dios a la hora de diseñar
humanos, pero si trabajara en la industria del
entretenimiento, sería lo primero que habría salido por su
boca. En las dos últimas semanas, he conocido a más
hombres de negocios de los que puedo contar y ahora
mismo siento cero curiosidad por su trabajo, pero elevo una
silenciosa plegaria al cielo para que Alec Kim no sea como
ninguno de los ejecutivos con los que he hablado y de los
que he oído hablar en Londres. Es un hombre
impresionante y educado, sin embargo, me he dado cuenta
de que eso no significa nada. Al mal le encanta esconderse
en envoltorios bonitos.
—¿Y esa cara? —pregunta.
La salida del hotel y el bar están en la misma dirección,
así que abandonamos el ascensor y caminamos juntos por
el pasillo. Cada paso suyo son dos pasos míos. Estoy
deseando irme y conseguir una habitación, pero también
tengo miedo a perder esta cálida y excitante sensación que
experimento al estar tan cerca de él.
—¿Qué cara?
Alza una mano, con un brillo de diversión en los ojos y
hace un gesto hacia mi rostro.
—¿Tienes algo en contra de las reuniones?
—Estoy segura de que el mundo está lleno de hombres de
negocios fantásticos. Pero en las últimas semanas no he
conocido a muchos de ellos.
Nos detenemos cerca de la salida del hotel. Él tiene que ir
a la izquierda. Yo, seguir recto.
—Espero haber sido la excepción —dice en voz baja.
—Tú has estado increíble.
Uno… dos… tres segundos de contacto visual antes de
apartar la mirada. Mi flechazo por este hombre ha
regresado, ardiente y tenaz.
—¿Qué estabas haciendo en Londres? —me pregunta
justo cuando abro la boca para despedirme.
—Estaba buscando información para una historia.
—¿Eres escritora?
Niego con la cabeza.
—Soy periodista.
Su expresión cambia de forma imperceptible, pero es un
detalle que no se me pasa desapercibido.
—¡Ah! ¿Para qué medio?
—LA Times.
Enarca brevemente una ceja, impresionado.
—¿Y de qué va la historia?
Sonrío y me muerdo el labio. Basta con verlo para darse
cuenta de que es una persona bien relacionada. Y un
hombre de negocios bien relacionado en Londres seguro
que ha oído hablar del Júpiter. Incluso puede que haya sido
uno de sus clientes. Así que me ando con cuidado.
—De un grupo de personas que han hecho cosas muy
malas.
Alec me mira con ojos entrecerrados. Lo que dice a
continuación no es lo que yo esperaba.
—Tiene pinta de ser una historia agotadora. ¿Seguro que
te apetece ponerte a buscar un hotel a estas horas?
—Sí. —Me coloco la correa de la mochila en el hombro—.
Aunque gracias de nuevo por dejarme usar tu ducha. Me
siento como una persona nueva. —Hago un gesto con la
cabeza hacia la salida—. Voy a pedir un taxi.
—Quédate en la habitación, Georgia —dice de pronto—.
La de arriba.
—¿En tu suite? —Me río—. De ninguna manera. No
podría.
Suelta un suspiro.
—Vamos. —Ese sereno «vamos» cambia por completo su
actitud. Es el mismo hombre de hace un segundo, pero de
alguna manera, más dulce, más real—. Todavía sigues sin
tener habitación. Y tengo la impresión de que no quedan
muchas libres por aquí cerca.
—Antes, en el vestíbulo, he mandado un correo
electrónico —le explico. Luego añado sin mucha convicción
—: Seguro que nuestro departamento de viajes ya me ha
reservado alguna.
Alza la barbilla como diciéndome: «Bueno, pues mira a
ver qué te han contestado». Cuando lo hago, veo una
llamada perdida y un mensaje en el buzón de voz de Linda,
del departamento de viajes.
Alec me mira mientras me llevo el teléfono a la oreja, y su
expresión cambia al mismo tiempo que la mía. Pasa de
abrir los ojos de par en par con esperanza, a fruncir el ceño
en señal de derrota.
Vuelvo a meter el teléfono en la mochila.
—Hay un congreso científico importante en la ciudad. Los
hoteles cercanos al aeropuerto y los de la zona centro están
a tope.
—¿No hay habitaciones?
—Cerca, no. Me han reservado una habitación en un
motel en Bellingham.
—Pero eso está a casi dos horas del aeropuerto Sea-Tac.
—Se echa hacia atrás la manga y mira su reloj
tremendamente caro—. Y son casi las once.
Miro al techo y suelto un gemido.
—Lo sé.
—¿Te han puesto en el vuelo de las ocho? —Hago un
gesto de asentimiento y él vuelve a fruncir el ceño—. En
serio, Georgia.
Me vengo abajo. Su oferta me parece muy convincente,
pero también hace que me sienta un poco violenta.
—Me parece un abuso por mi parte. No me siento cómoda
aceptando.
Aparta la mirada y aprieta la mandíbula. Se nota que
quiere discutir el asunto, pero no lo hará.
—Está bien. Pero al menos ven a tomarte una copa
conmigo mientras encuentras algo más cerca. ¿Cómo voy a
dejarte fuera, buscando un hotel, a estas horas de la
noche?
—¡Para eso están los taxis! —le digo, pero lo sigo a pesar
de todo.
Me lleva hasta un rincón oscuro y lejano del bar y me
señala una mesa baja rodeada de sofás.
—Puede, pero eres menuda y es de noche. —Me observa
mientras me siento y me acomodo la falda del vestido
alrededor de las piernas. Y no llevas ropa interior, parece
que quiere decir.
O quizá solo sea cosa mía.
Hay una pequeña vela de aceite en el centro de la mesa.
Lo miro todo lo disimuladamente que puedo mientras leo la
carta de cócteles. Tiene unas manos que son un soneto de
amor a la masculinidad. Un cuello que es pura indecencia.
Y aunque la persona que tengo delante es un hombre
adulto, conozco tan bien sus rasgos que es como si le
hubiera visto ayer en vez de hace catorce años. De niña,
pasé tanto tiempo en su casa que llegué a entender casi la
mitad de lo que su madre decía a sus hijos en coreano. Me
pregunto cómo será Sunny ahora, si terminó enamorándose
de Londres tal y como le prometí que sucedería. Si mi
mejor amiga, tan tímida como era, tuvo a alguien en quien
confiar para hablar de cómo fue su primer beso, su primer
desamor, sus preocupaciones y sus logros.
Alec se aclara la garganta mientras revisa su teléfono.
Centro mi atención en la imagen que tengo delante. Es
como un dulce delicioso que me muero por probar. Quiero
contemplarlo a placer, metérmelo en la boca, saborearlo y
tragármelo despacio. Puedo ver a sus padres en su rostro:
tiene los hoyuelos y los pómulos de su madre y la altura y el
cuello elegante de su padre. Entonces, me doy cuenta de
que se supone que debería estar buscando una habitación
en la que pasar la noche, no mirando embobada su nuez de
Adán o la plenitud de su boca. Saco el teléfono, pero en
cuanto abro la aplicación de viajes, él estira el brazo y me
baja la mano con suavidad.
—Oye —me dice—, ya has visto la suite. Es enorme. No
sigas buscando. Solo van a ser unas pocas horas de sueño
en estancias separadas.
Me froto la cara.
—¿No te sientes incómodo?
—Eres tú la que le está dando demasiada importancia. —
Mira por encima de mi hombro, observando el bar. Hay un
puñado de personas en la barra y otras tantas en mesas,
pero nadie cerca de nosotros en este pequeño y oscuro
rincón. Alec se recuesta en el sofá.
—De acuerdo —claudico—, pero insisto en pagar a
medias.
Esboza una deliciosa sonrisa en la que me muestra sus
dos hoyuelos.
—Y yo, por supuesto, me niego a aceptar. Además, eres
periodista. ¿No es así como suelen empezar las grandes
historias?
—¿Qué tipo de historias te crees que escribo? —le
pregunto, sonriendo—. ¿Atrapada en una ciudad extraña
donde solo queda una habitación disponible? No escribo
para Penthouse.
Me mira fijamente, con cara de sorpresa, y poco a poco
empiezo a asimilar lo que he dicho.
—¡Oh, Dios mío! —Me llevo las manos a la cara—. No me
puedo creer que haya soltado eso.
Alec estalla en carcajadas.
—A ver, no me has dicho lo que estabas escribiendo, pero
te aseguro que no he querido insinuar eso.
—Sé que no lo hiciste —digo, riéndome horrorizada—.
Ahora sí que no puedo dormir arriba.
Se lleva una mano a la cara y recobra la compostura.
—No, venga, volvamos a empezar.
—Vale.
Nos miramos fijamente, con un brillo de diversión en los
ojos. Pero a los pocos segundos, volvemos a reírnos. ¡Oh,
Dios mío! ¿Qué está pasando? Tengo el cerebro demasiado
agotado como para salir con éxito de esta.
Por suerte, una camarera viene a atendernos (yo pido un
vino tinto y Alec un wiski solo) y, cuando se va, él se echa
hacia atrás y estira los brazos sobre el respaldo del sofá.
—Ha venido en el momento oportuno.
—Sí, lo necesitábamos —coincido.
—Cuéntame algo más sobre tu trabajo —me pide—. Si mal
no recuerdo, tú y Sunny solíais fingir que eráis detectives,
¿verdad?
Me río de nuevo.
—¿Cómo narices te acuerdas de eso?
—Las dos siempre andabais por el barrio con unos
cuadernos, buscando pistas para resolver misterios. —Me
mira divertido—. Así que supongo que no debería
sorprenderme que hayas acabado trabajando para el LA
Times. Pero, desde luego, es todo un logro.
—Gracias. —Mi corazón rebosa de orgullo.
—¿Cómo terminaste allí?
—Solo llevo un año —explico—, aunque por ahora, me
encanta. Estudié Periodismo en la Universidad del Sur de
California y luego me dejé el alma tratando de que me
dieran una historia en cualquier medio. Hice algunos
reportajes sobre delincuencia para el OC Weekly y trabajé
por mi cuenta para todos los sitios web que me aceptaron.
Y un día, cuando escribí un artículo sobre un hombre de
Simi Valley que pintaba un retrato al mes de su mujer con
Parkinson, para mostrar la mella que la enfermedad hacía
en ella, que se publicó en el New Yorker, recibí una oferta
de trabajo del Times.
—¿El New Yorker? —Me mira como si me viera por
primera vez.—. ¿Pero cuántos años tienes?
—La misma edad que Sunny.
Alec enarca una ceja divertido.
—Es un currículum impresionante para alguien con
veintisiete años.
—Cierto —reconozco con una pequeña sonrisa—, a veces
me pongo un poco intensa con el trabajo.
Veo aparecer uno de sus hoyuelos durante un instante.
—Te entiendo perfectamente.
—¿Y tú a qué te dedicas? —pregunto, cambiando de tema.
He pasado de sentirme orgullosa a tener la sensación de
que me estoy jactando demasiado.
La camarera regresa con nuestras bebidas. Alec le da las
gracias y levanta su vaso para brindar con el mío.
—Trabajo en la televisión.
¡Ah! Eso lo explica todo. Aunque también me produce
cierto sopor. Miro su atuendo y recuerdo su elegante
maleta.
—A ver si lo adivino: ¿desarrollo empresarial en un nuevo
servicio de streaming?
Se ríe y se lleva el vaso a los labios.
—No.
—Abogado especializado en contratación.
—¡Dios, no!
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Un ejecutivo de la BBC que ha venido a reunirse con
las cadenas estadounidenses para hablar sobre un
programa?
—Eso se acerca bastante.
—¿En serio? ¡Qué locura! Mi compañera de piso, Eden,
está enganchada a la BBC.
Baja el vaso, esbozando una pequeña sonrisa.
—¿Ah, sí?
—Soy consciente de lo vergonzoso que es hoy en día no
ver la televisión —confieso—, pero he estado tan inmersa
en el trabajo que me he perdido casi todo lo que ha
causado sensación en la audiencia estos dos últimos años.
Así que cuéntame en lo que estás trabajando y así podré
ponerme al tanto. Eden siempre me dice que ahí es donde
surge la creatividad estos días.
Él hace un gesto con la mano para restarle importancia.
—La televisión no es para todo el mundo.
—En cuanto le diga que trabajas para la BBC se va a
volver loca —le digo. Alec se ríe—. ¿En qué programa? Voy
a mandarle un mensaje. Seguro que lo ha visto.
Esboza una sonrisa torcida.
—Se llama The West Midlands.
Escribo un mensaje.

¿Recuerdas el viejo amigo con el que me he encontrado? Pues me ha dicho


que trabaja en The West Midlands. Ese te gusta, ¿verdad?

Eden me responde al instante con una serie de palabas


ininteligibles en mayúsculas. Doy la vuelta al teléfono y se
lo enseño.
—¿Lo ves? Lo conoce. ¡Qué guay! —Vuelvo a guardar el
teléfono en la mochila y le doy un sorbo a mi vino—. Seguro
que te lo pasas muy bien en tu trabajo.
—Sí. —Hace una pausa—. ¿Qué tipo de historia estás
escribiendo? Supongo que dos semanas en Londres es
demasiado tiempo para un solo artículo.
—En un principio iba para una semana, pero la historia se
hizo más potente y pedí quedarme más.
En realidad, supliqué quedarme más tiempo.
—¿Cómo de potente?
Medito mis opciones. Puede que contarle a Alec mi
historia me venga bien. Al fin y al cabo, es un hombre de
negocios que parece tener muchos contactos. Sé que las
probabilidades son remotas, ¿pero no sería increíble que
este inconveniente retraso en el vuelo terminara
ofreciéndome más información sobre la historia en la que
estoy trabajando? La perspectiva hace que vaya con más
cautela aún si cabe.
—Está bien, déjame que te haga una pregunta: ¿has oído
hablar de un club llamado «Júpiter»?
Le observo atentamente, en busca de alguna señal que
me diga que sabe algo, pero solo frunce el ceño levemente
antes de hacer un pequeño asentimiento con la cabeza.
—Es una discoteca, ¿verdad? —dice despacio. Ahora soy
yo la que asiento—. Hace poco salió algo sobre eso en las
noticias.
—Sí. —Bebo otro sorbo de vino—. Seguro que se trataba
del asunto del portero al que le dieron una paliza en un
callejón de detrás del club, la misma noche que este
denunció a su jefe por acoso laboral. Ese hombre lo tuiteó
todo y dijo que la policía no hizo absolutamente nada.
Alec asiente.
—Sí, sí, creo que era algo así.
—Bueno, pues eso es de lo único que informaron los
medios de comunicación de Londres. Y no volvió a hablarse
del asunto. Sin embargo, nadie pareció percatarse de que,
una semana más tarde, el mismo portero compartió unas
capturas por internet que alguien le envió de algunos de los
propietarios de la discoteca compartiendo vídeos
sexualmente explícitos en un chat online. —Hago una pausa
para contemplar su reacción—. Vídeos donde,
supuestamente, esos propietarios mantienen relaciones
sexuales en las salas VIP de la discoteca. Pero al día
siguiente, todas esas capturas habían desaparecido y el
portero eliminó por completo su cuenta de Twitter.
No lo veo reaccionar de ninguna manera palpable. Así
que no debe de saber de qué va todo esto, lo que me
produce un alivio enorme. En Londres no se está hablando
mucho del asunto. Si Alec hubiera oído algún comentario al
respecto, lo más seguro es que no quedara en muy buen
lugar.
—De modo que fui allí para cubrir una aburrida
convención sobre legislación farmacéutica, pero me ofrecí
voluntaria para seguir esta historia sobre el Júpiter.
Después de ver esos tuits, el asunto me estuvo rondando
por la cabeza un par de semanas. Pensé que tal vez el
portero sabía que estaban ocurriendo cosas turbias en el
club y que le dieron una paliza por haber denunciado a su
jefe. Tuve la sensación de que ese hombre estaba
intentando avisar a los medios de comunicación.
—De acuerdo —dice despacio—. Pero… ¿ya no lo piensas?
Dejo el vaso en la mesa y trato de que no se me note en la
voz el cabreo que me entra al recordar cómo Jamil, el
portero, se negó a hablar en redondo con nosotros en
cuanto lo localizamos.
—¡Oh! Sí lo sigo pensando. De hecho, estoy convencida de
que lo están amenazando. Por eso mi jefe me permitió
quedarme más tiempo. Y cuanto más me entero de lo que
ocurre en esas salas, peor se vuelve y más ganas tengo de
seguir investigando.
Alec me mira en silencio durante un buen rato. Espero
que me pregunte a qué me refiero con lo de «peor», pero o
es demasiado educado para insistir o me ve demasiado
exhausta, porque solo dice:
—Bueno, entonces es buena señal que te estés esforzando
tanto con eso.
Necesito un cambio de tema.
—No hemos terminado de hablar de Sunny.
Parpadea sorprendido. Por lo visto, pasar de tratar un
escándalo sexual a conversar sobre su hermana es un poco
abrupto. Necesito recuperar mis habilidades sociales.
—¿Cómo…? —empieza, luego frunce el ceño—. ¡Oh, sí!
Como te he dicho antes, es modelo. Se le da muy bien.
Deberías haber contactado con ella mientras estabas en
Londres.
Me acerco la copa de vino.
—¿Se habría acordado de mí?
—Por supuesto que sí. Erais inseparables.
—Cierto. —Frunzo un poco el ceño al recordarlo—. Lo
éramos.
Alec se inclina hacia delante, agarra su vaso y vuelve a
recostarse en el sofá.
—Recuerdo cuando os cortasteis la ropa para el concurso
de talento y lo muchísimo que se enfadó umma.
Me río y hago una mueca de dolor.
—Sí, no le hizo ninguna gracia. Pero podía haber llamado
a mis padres y no lo hizo. Eso sí, durante un mes, todos los
días después del colegio, tuvimos que estar arrancando las
malas hierbas del jardín.
—Eso no es nada —dice, con una sonrisa irónica—. En
una ocasión, me llevé el coche sin permiso y tuve que
reconstruir la terraza trasera con mis ahorros. Y justo una
semana después de terminar, nos mudamos.
Hago una mueca y solo consigo decir:
—¡Uf!
—Mudarse a Londres fue muy duro para Sunny —explica.
—Ya me imagino. —Eso abre una herida en mi interior
que ni siquiera sabía que tenía—. Para mí también lo fue.
Resulta que cuesta mucho hacer nuevos amigos en noveno.
Se ríe.
—¿Quién lo habría pensado?
Sonrío y doy otro sorbo al vino.
—¿Todo el mundo?
Vuelve a reír. Me encanta ese sonido. Tiene una voz grave
y suave. Seguro que no ha gritado ni una sola vez en su
vida. Y su risa tiene ese mismo timbre sereno.
—Pero al final le ha ido bien, ¿verdad?
Alec traga saliva y asiente.
—Ha elegido una profesión dura, y te aseguro que la
moda en Londres es brutal, pero lo está haciendo bien.
Puede que la hayas visto en algunos anuncios en revistas y
prensa.
—Ojalá me hubiera fijado más. —Niego con la cabeza—.
¿Trabaja con su nombre real? Debería buscarla.
—Con su nombre de pila, sí. Kim Min-sun.
—¿Y tus padres?
—Están jubilados. Viven en las afueras de Londres.
También les va bien. —La sonrisa de Alec puede adoptar
miles de formas. La de ahora es dulce y cordial. La misma
que solía esbozar cuando le pasaba algo en la mesa
mientras cenábamos, o cuando le animaban a que me diera
las buenas noches antes de que me marchara—. Les diré
que has preguntado por ellos.
—Gracias. Dile a tu madre que, gracias a ella, se me da de
fábula arrancar las malas hierbas. —Nos sumimos en un
breve silencio en el que ambos nos miramos fijamente a
través de nuestros vasos—. ¿Qué hiciste después de
mudarte?
Alec da otro sorbo a su bebida antes de responder.
—Después de graduarme en la Universidad, me fui a vivir
a Seúl y luego regresé a Londres… —Hace una pausa,
pensando—. Veamos, hace algo más de tres años.
Me doy cuenta de que eso es lo que he notado antes en su
acento; es precioso.
—¡Oh, vaya! ¿Viviste en Corea?
—Sí. —Sonríe y luego deja de hacerlo.
Parece que hemos llegado al final de la conversación.
Hemos preguntado por la familia y nos hemos puesto al día
en las cosas más básicas de la vida de cada uno. También
hemos agotado las torpes insinuaciones sexuales. Busco
alguna pregunta interesante que hacerle, pero todo lo que
se me ocurre es tremendamente inapropiado.
¿Estás casado?
¿Tus manos son tan fuertes como parecen?
¿Qué aspecto tienes desnudo?
Al final logro encadenar unas cuantas palabras. Por
desgracia, él hace lo mismo y nuestras preguntas se
superponen.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Los Ángeles?
—¿Cómo están tus padres?
—Lo siento —decimos a la vez.
—Tú primero. —También al unísono.
Me tapo la boca con la mano y lo señalo con la otra.
—Tú —murmuro contra la palma de la mano.
—Estaré un par de semanas —responde, riendo—. En
realidad, algunos de mis compañeros llegaron hace dos
días. Yo me he retrasado, pero me reuniré con ellos allí. —
Otro sorbo—. Y ahora, te toca. ¿Cómo están tus padres?
—Bien —digo—. Están en Europa. Vuelven la semana que
viene.
Me mira con los ojos entornados y asiente.
—Viajaban mucho, ¿verdad? Creo recordar que tu padre
era diplomático, ¿no?
—Casi. Trabaja en el Departamento de Estado. Mi madre
lo acompaña siempre que puede. —No añado que este es el
primer viaje que hace mi madre desde que Spencer y yo
rompimos porque prácticamente lo dejó todo para
ayudarme a superarlo. Me deshago de la extraña sensación
que invade mi garganta dando un sorbo de vino—.
¿Llegaste a conocerlos?
—Los vi un par de veces, cuando fui a tu casa a recoger a
Sunny. Si mal no recuerdo, tu padre es muy alto y tu madre
es…
—¿Poco alta? —Asiento y me río. Mi padre mide un metro
noventa y cinco centímetros. Mi madre es unos treinta
centímetros más baja—. Siempre quise heredar su altura,
pero… —Me señalo a mí misma—. Soy la chica que siempre
se asegura de que el doctor apunte su metro y sesenta y
tres centímetros y medio en mi historial.
Alec sonríe y se humedece los labios. Un gesto que me
deja tan absorta que tardo un segundo en asimilar su
siguiente pregunta. Y entonces se me cae el alma a los pies.
—No —logro decir—. No estoy casada…
La forma en que lo he dicho (arrastrando las palabras y
con una mueca de disgusto) ha dejado claro que hay una
historia detrás. ¡Mierda! ¿Por qué lo he hecho? Lo último
que quiero hacer esta noche es hablar de Spencer. Y menos
con Alec sentado enfrente, con el aspecto que tiene.
Veo que asiente y enarca lentamente las cejas. Supongo
que, después de mi extraña respuesta, tengo que
explayarme un poco más.
—Hace seis meses que he dejado una relación de mucho
tiempo. Una ruptura dura con la que he perdido a la
mayoría de nuestros amigos comunes.
—¡Ah! —Bebe otro sorbo de wiski—. Lo siento.
—No pasa nada. —Nerviosa, me llevo las manos al pelo.
Alec observa cómo mis dedos lo enroscan a toda prisa y lo
recogen en un moño. Ahora lo tengo liso y seco. Algunos
mechones se escapan y me rozan el cuello. Algo en lo que
también se fija—. Debimos romper antes.
Alec me mira con expresión inalterable.
—¿Qué paso?
Nos miramos fijamente durante unos instantes sin decir
nada. Luego sonrío.
—¿De verdad estamos haciendo esto? —pregunto—.
¿Ahondar en temas más personales?
—¿Por qué no? —Esboza una sonrisa traviesa y divertida
—. Ya hemos hablado del trabajo y de la familia. ¿Vamos a
volver a vernos? —Sé que está hablando de compartir
nuestras historias, pero tengo la sensación de que debajo
de todo esto subyace otro reto, uno más ardiente.
—La cagó —le digo sin rodeos.
A Alec le cambia la cara.
—¿Contigo?
Me gusta la manera en que lo dice. Incrédulo, como si no
pudiera entenderlo.
—No de la forma en que estás pensando —respondo.
Únicamente he hablado de esto con tres personas: con
mis padres y con mi mejor amiga, Eden. No solo porque los
amigos que teníamos en común decidieron que yo estaba
exagerando y que debía darle otra oportunidad a Spencer,
sino también porque es tremendamente mortificante darse
cuenta de que soy una periodista a la que su novio la estuvo
engañando durante un año. Me resulta raro contarle toda la
historia a un desconocido. Pero lo hago. Porque estoy aquí
con Alec, al que, por raro que parezca, tengo la sensación
de conocer (aunque no lo conozco) y de haberlo visto todos
estos años (aunque no sea así). Y también porque, a pesar
de estar agotada, no quiero irme a la cama ahora que
estamos hablando sobre algo real.
—Lo despidieron porque lo pillaron robando clientes de la
empresa en la que trabajaba, bajándoles las tarifas para
que se fueran al negocio que tenía como autónomo. Pero
nunca me lo dijo. Se iba todas las mañanas, vestido para
trabajar, y volvía a casa todas las noches, fingiendo estar
exhausto. Se inventaba historias sobre peleas entre sus
compañeros, quejas y ascensos que yo me creí como una
tonta. Poco a poco, fue gastando todos sus ahorros hasta
quedarse sin nada, y luego empezó a echar mano de los
míos.
Alec se queda inmóvil.
—¿Y vuestros amigos se pusieron de su lado?
—Es un hombre muy carismático —le explico. En mi
cabeza, aparece la risa de Spencer; una risa contagiosa que
resuena en mis oídos y que hace que me sienta hecha un
manojo de nervios—. El prototipo del buen tipo, ya me
entiendes. Estoy convencida de que se hizo pasar por la
víctima y les contó un montón de medias verdades. Corté
por lo sano con él, no quise tener ningún tipo de relación.
Nuestros amigos, no. Pero ellos no vivían con él. A ellos no
les mintió a la cara todas las mañanas y todas las noches.
Supongo que les costó menos compadecerse de él.
—¿Cómo te enteraste?
—Me di cuenta de que algo no andaba bien cuando mis
cuentas bancarias empezaron a disminuir. Le seguí hasta el
trabajo. Se iba al parque y dormía. En casa, sin embargo,
mientras yo estaba en la cama, se quedaba despierto toda
la noche, apostando, intentando ganar dinero.
Alec suelta una risa incrédula.
—¿En serio que eso funciona?
—No de la forma en que lo hacía Spencer.
Vuelve a reírse, pero esta vez con un dejo de compasión.
—Lo siento, Georgia.
—Sí. —Me termino el vino y asiento con la cabeza cuando
me hace un gesto por si me apetece otra ronda—. Fue una
situación asquerosa.
Observo su cuello mientras se bebe el último sorbo de
wiski. Tiene una garganta larga y una mandíbula tan
pronunciada que quiero clavar los dientes justo en el punto
en que le palpita el pulso.
—¿Y qué me dices de ti?
—No estoy casado. —Se rasca la mejilla—. Ahora mismo
no estoy saliendo con nadie.
—Eso es… —No sé cómo terminar la frase. Lo que me
gustaría decir es que me parece una auténtica tragedia
para las mujeres. O para los hombres. O para toda la
humanidad. El equilibrio en el mundo debería depender de
que la gente con el aspecto de Alec Kim tuviera sexo con
frecuencia—. Mmm.
—¿Qué significa «Mmm»?
—Una lástima. —De pronto, el vino y el cansancio se
filtran en mi sangre como si de un narcótico se tratara—.
Eres un hombre atractivo. Deberías salir con alguien.
—Y tu una mujer preciosa. Nadie debería mentirte.
Menos mal que aquí la luz es muy tenue, porque estoy
segura de que me estoy poniendo rojísima.
—Gracias.
—De todos modos, no me resulta fácil salir con alguien. —
Hace una pausa y se queda quieto como si acabara de
lanzarse a una piscina en la que no está seguro de querer
nadar—. Estoy bajo mucha… —se detiene de nuevo y se
acomoda en su asiento— presión profesional.
—Estás siendo muy enigmático, Alec.
—No. O quizá sí. —Hace un gesto para restarle
importancia—. Pero ahora no tengo ganas de hablar de
trabajo. Es lo único que voy a hacer durante las próximas
semanas.
—Me parece bien. —Cuando nos entregan las nuevas
bebidas, alzo mi vaso—. Entonces, nada de trabajo.
Él asiente con firmeza.
—Nada de trabajo.
—Y tampoco de ex.
Se ríe.
—De acuerdo, tampoco hablaremos de nuestros ex. —Me
mira fijamente—. ¿Entonces qué más nos queda?
—Aficiones.
—¿Aficiones? Sí, claro.
—¿Te sigue gustando patinar? —bromeo.
Me mira con gesto incrédulo.
—¿En serio?
Me río.
—Acuérdate, te pasabas la vida subido a un monopatín. —
Yo sí que lo recuerdo. Me sentaba en el sofá que había
junto a la ventana de su casa, fingiendo hacer los deberes
con Sunny, aunque en realidad no dejaba de mirar a Alec y
a su trío de amigos haciendo saltos y distintas acrobacias
una y otra vez.
—¡Oh! Sí que me acuerdo. —Vuelve a reírse y sacude la
cabeza. Tengo la sensación de que me he perdido algo—.
Eres la caña.
Y entonces Alec me evalúa de esa forma tan dulce que
tiene.
—¿Qué? —le pregunto después de diez largos segundos
de silencio consciente.
—Creo que es porque estoy cansado —dice, parpadeando
para despejarse—. Y porque me he tomado un trago, bueno,
ahora dos, con el estómago vacío.
Espero a que continúe.
—¿Crees que es porque estás cansado? —pregunto al
cabo de unos segundos.
—Te recuerdo como una chica dulce y escuálida. No
como… —hace un gesto hacia mi cuerpo. No me pasa
desapercibida la manera en que sus ojos se detienen en mi
pecho— una mujer.
—Ya te he dicho que iba a dormir arriba; no tienes que
seducirme.
Espero que se ría o se eche atrás, que me explique de
manera educada que no, que solo se refería a que es un
poco surrealista ver a alguien después de tanto tiempo.
Pero no lo dice. En su lugar, me mira con calma.
Miro mi vaso, parpadeo y me lo llevo a los labios.
—Pero en serio, Alec. Si voy a tu habitación, insisto en
que duermas en la cama. —Abro los ojos como platos—. A
ver, no conmigo. Me refiero a que duermas tú en la cama y
yo en el sofá cama. —Suelto una carcajada—. ¡Oh, Dios
mío!
Alec trata de contener una sonrisa.
—¿Eso significa lo que creo?
—Olvídate de lo que he dicho.
—Imposible. —Sonríe de oreja a oreja—. Ya lo has soltado.
—Es genial. —Se ríe—. De verdad, es alentador.
Me enderezo y doy un buen trago de vino.
—En mi defensa, he de decir que no he dormido en… —
hago un cálculo mental— más de treinta horas. No tienes ni
idea de las cosas que está pensando esta. —Presiono el
dedo índice en la sien—. Debería irme a la cama ya mismo.
Mira por encima de mi hombro y luego se aparta un poco
la manga para ver la hora.
—Ponme a prueba.
—¿Me estás pidiendo que te escandalice?
Se ríe a conciencia.
—Te aseguro que no puedes escandalizarme.
¿Será verdad?
Ahora soy yo la que sonrío con ganas.
—¿Me estás retando?
—Por supuesto.
Giro el vino y lo miro por encima del borde del vaso. Veo
un brillo peligroso y travieso en sus ojos; un brillo que me
tienta, pero que también me da miedo. ¿Y si me estoy
creyendo que estamos coqueteando, pero él solo piensa que
voy a hablarle de una rara afición a los libros de recortes?
—Georgia, hola —me susurra, antes de señalarse el pecho
—. Estoy esperando a que me escandalices.
Decido ir a por todas.
—Aquí sentada, tan cerca de ti, soy extremadamente
consciente de que no llevo ropa interior.
Alec asiente despacio. Me mira con ardor, pero, para mi
sorpresa, no muestra señal alguna de que lo haya
escandalizado.
—Yo también soy extremadamente consciente de ese
detalle.
—¿Lo sabías?
—Claro que lo sabía. —Da otro sorbo a su bebida—. Te
llevaste una maleta de mano para un viaje internacional de
una semana que se prolongó otra semana más y creías que
llegarías a casa esta noche. —Se echa hacia atrás y añade
en un murmullo—: Además, Gigi, he estado pendiente de
cada centímetro de tu cuerpo embutido en ese vestido.
Esa franca y tranquila reacción hace que mi temperatura
corporal aumente unos cuantos grados. Alec no está
nervioso para nada, pero yo tengo que morderme el labio
para que no se me escape una sonrisa avergonzada.
—Eres un pervertido —le susurro con una amplia sonrisa.
Me encanta que haya usado mi apodo. Ha conseguido que
retroceda en el tiempo esa casi década y media que llevaba
sin verle y que me acuerde del chico sin camiseta,
lanzándole un balón de fútbol a su amigo mientras este se
alejaba corriendo por la calle. Sin embargo, aquí y ahora, el
apodo sale de su boca de una forma diferente, como una
erótica promesa.
Se ríe y se inclina hacia delante para dejar el vaso sobre
la mesa.
—¿Pervertido? Lo dice la que no puede dejar de mirarme
las manos.
Abro la boca para protestar, pero al ver el brillo de
diversión en sus ojos, le digo:
—Tienes razón, pero es que son unas manos indecentes,
Alec.
—¿Indecentes? —pregunta, sonriendo.
¿A cuántas mujeres se habrá llevado a la cama siendo así
de franco y un pícaro encantador?
Levanta una mano con la palma hacia arriba y luego la
gira despacio, moviendo esos largos y elegantes dedos.
—¿Cómo va a ser esto indecente?
—Verte tocar el piano debe de ser como ver porno.
Sonríe.
—¿Eso es lo que te gustaría verme hacer?
—Sinceramente, si no me quedara otra opción, hasta
vería esas manos pasando las páginas de una enciclopedia.
—Pero esa no es la única opción que tienes. —Las
palabras caen de forma seductora entre nosotros—. Aunque
—levanta un dedo y finge llamar a la camarera— seguro
que detrás de la barra tienen algún libro.
Me inclino hacia él y le doy un golpe en el hombro. Él me
agarra la mano al instante, se echa hacia delante, apoya los
codos en los muslos y coloca mi mano entre las suyas,
frotando la yema de un dedo en la parte interior de mi
muñeca. Los latidos de mi corazón parecen centrarse justo
en ese punto, y son arrastrados por su contacto, como si
este fuera un imán sobre mi piel. Va tomando cada uno de
mis dedos, apretándolos en varias zonas antes de presionar
con los dos pulgares en el centro de la palma y empezar a
masajeármela en círculos firmes. Con ese mero toque, está
quitándome seis meses de tensión de todo el cuerpo.
Creo que no he sido consciente de lo mucho que
necesitaba el contacto físico de otra persona hasta que él
ha hecho esto. Pero, de pronto, me muero por que me
toquen. Lucho con todas mis fuerzas por no desplazarme
por el sofá en forma de «U» y encaramarme a su regazo.
Mientras me frota la mano, siento cómo levanta la vista y
se percata del efecto que está teniendo en mí, pero soy
incapaz de dejar de mirar lo que está haciendo. Tiene unos
dedos fuertes, un tacto firme. Sus manos son enormes
comparadas con las mías, pero no me está tratando con
delicadeza. Me está dando un masaje increíble.
—¿No trabajarás por casualidad en el departamento de
masajes de la BBC? —murmuro.
—No. —Se ríe—. Dame la otra.
Le doy sin dudarlo la mano izquierda. Él la agarra y repite
los mismos movimientos casi de forma idéntica. Me
imagino esos dedos masajeando los tensos músculos de mis
hombros, recorriendo cada vertebra de mi columna,
sujetándome de las caderas. Es imposible no extrapolar esa
sensación e imaginármelos también en mis pechos, en mi
cuello, entre mis piernas…
—¿Te gusta? —pregunta en voz baja.
—No tienes ni idea.
—Sí —responde—, por tu expresión, puedo hacerme una
idea.
Alzo la vista y me encuentro con su mirada.
—¿Qué estamos haciendo, Alec?
Tarda unos segundos en contestarme.
—Lo que quieras que hagamos.
Agacha de nuevo la cabeza, pendiente del masaje que me
está dando en la mano. Quiero chupar esos dedos.
—¿Haces esto cada vez que vas de viaje de negocios?
Vuelve a reírse. Sus hoyuelos son un auténtico peligro.
—Por supuesto que no. Nunca estoy así de solo durante
mis viajes.
Intento entender su respuesta mientras sus manos suben
por mi antebrazo, frotándolo.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que suelo viajar con varias personas que son
muy entrometidas.
—Cierto. —Estoy sumida en un trance—. Me lo has
mencionado antes, lo siento. Tus compañeros ya están en
Los Ángeles.
Vuelve a mirarme, supongo que esperando a que le diga
qué es lo que quiero.
Y eso es lo que hago.
—Creo que deberíamos subir a tu habitación.
3

Mientras busco la cartera en la mochila, Alec está dejando


un puñado de billetes de veinte dólares sobre la mesa.
—Pago yo —dice.
—Gracias.
Soy plenamente consciente de cada movimiento que hago
cuando me levanto y me aliso la falda del vestido porque sé
que me está mirando desde detrás. Antes de que me dé
tiempo, agarra el asa de mi maleta, me quita la mochila del
hombro, la coloca encima de la maleta y se encarga de
llevarlas rodando mientras salimos del bar, ahora vacío, y
volvemos al vestíbulo. De camino a los ascensores, me doy
cuenta de que mantiene las distancias, como si fuéramos
dos extraños que se dirigen en la misma dirección. No le
doy muchas vueltas; en realidad no puedo pensar en otra
cosa que no sea respirar y caminar. Los márgenes de mi
visión se emborronan por el vino, la lujuria y el cansancio.
Cuando me sujeta la puerta del ascensor para que entre y
me sigue dentro del vacío habitáculo, me doy cuenta de que
también tiene una expresión distante. En cuanto se cierran
las puertas, espero que se acerque más; al fin y al cabo,
tenemos que subir veintiséis plantas y la tensión sexual
entre nosotros es más que palpable. Espero que me
arrincone, que me provoque con esas prolongadas y
silenciosas miradas que tiene, pero se limita a apoyarse en
la pared de enfrente, cruza un pie sobre el otro y saca el
teléfono para escribir algo. Después, pulsa el icono de
enviar y se vuelve a guardar el teléfono en el bolsillo, antes
de mirar al techo y respirar hondo.
Estoy tan confundida que me quedo muda. Puede que no
haya sido lo suficientemente clara de por qué quería subir a
la habitación. ¿Creerá que dije eso porque quería terminar
con el flirteo? ¡Dios, espero que no! Alec tiene una
presencia física tan poderosa que me sofoca: una piernas
increíblemente largas, unas manos fuertes que echa hacia
atrás y se agarran al pasamanos que recorre el perímetro
de la cabina del ascensor, un pecho musculoso que se
marca bajo la camisa blanca de vestir. Exuda sexo y
confianza en sí mismo, pero por irónico que parezca, da la
sensación de ser muy consciente y, a la vez, ajeno a ello. La
idea de tener que irme a la cama sola después de toda esta
tensión sexual no resuelta es como quedarse a medio
estornudar.
Supongo que Alec también se percata de este clamoroso
silencio, porque se aclara la garganta, señala el techo con
un dedo y dice en voz baja:
—Cámaras. No quiero que me graben haciendo guarradas
en el ascensor.
—¡Oh! —El alivio que siento se suma a la embriagadora
mezcla que se cuece a fuego lento bajo mi piel. Miro hacia
arriba y tomo una profunda y lenta bocanada de aire.
—Tienes el cuello rojo —murmura.
Bajo la vista hacia él y, cuando nuestras miradas se
encuentran, una oleada de calor me recorre el pecho de
una forma tan brusca, que me invade una extraña emoción.
Esto es una locura. Pero no me importa.
¿Alguna vez he deseado a alguien tanto como a este
hombre? Recuerdo haberme sentido atraída por Spencer,
sobre todo al principio de la relación, pero nunca tuve la
sensación de que me faltara el aire por la necesidad de
estar con él. Me muerdo el labio inferior para no gritar. Ni
siquiera me ha tocado todavía y ya me palpitan los muslos.
Se coloca de frente a mí, con las fosas nasales dilatadas.
—¿Te sonrojas así cuando te corres?
—No lo sé —reconozco con hilo de voz—. Siento que…
—Lo sé. —El ascensor suena y las puertas se abren. Alec
se pone en movimiento, me agarra de la muñeca y me saca
detrás de él. Quiero que se abalance sobre mí aquí mismo,
que me empuje contra la pared. Quiero que sus manos
ansiosas se metan bajo mi falda, que apriete la tela entre
sus puños. Quiero bajarle la cremallera, liberar su miembro
y contemplar su cara cuando le toque por primera vez.
Siento un doloroso vacío en mi interior, tengo la piel
irritada y tensa.
Sin mediar palabra, me hace avanzar por el pasillo como
si me costara andar. Sus largas piernas tiran de las mías,
más cortas, para que corra detrás de él. Pasa la tarjeta
llave con la mano que tiene libre, abre la puerta y me
empuja al interior. La puerta se cierra con un fuerte golpe.
En el mismo instante en que me agarra por la cintura con
ambas manos y me vuelve hacia él, mi maleta choca en la
pared. Se acerca a mí, nos gira y me atrapa contra la
pared.
Posa su cálida boca entreabierta en mi cuello, succionado
justo en la zona donde el pulso es más fuerte. Por fin puedo
tocar su amplia espalda, deslizando las manos hacia su
cuello y hacia su pelo.
—¿Por dónde empiezo contigo? —murmura contra mi piel.
Quiero empezar por el final, con él en mi interior, pero
también ansío ralentizar el tiempo y llegar a ese punto poco
a poco. Aún no nos hemos besado, y soy muy consciente de
que solo voy a tener una oportunidad como esta en mi vida.
No solo una noche con Alec Kim, sino este tipo de noche, el
tipo de sexo en el que no hay reglas, ni consecuencias
emocionales, solo esta intensa necesidad que parece crecer
ahora que nos estamos tocando.
Muevo la cabeza y le insto a que acerque su boca a la
mía. Él gime cuando nos besamos y a mí casi me fallan las
piernas. Esos suaves y carnosos labios rosados toman los
míos con firmeza. Me chupa el labio inferior y hace que
abra la boca con un suspiro. Sabe a wiski y besa como si ya
estuviera follando, con gruñidos y ardor. Alec Kim no es de
los que pierden el tiempo.
Se agacha, me agarra el dobladillo del vestido y lo sube
por mi cuerpo, sacándomelo por la cabeza y tirándolo para
que forme un charco rojo a nuestros pies. Después sube las
manos por mi espalda, me desabrocha el sujetador y lo
desliza por mis brazos antes de arrojarlo a un lado.
Entonces clava sus ojos en mi piel desnuda.
No tengo a dónde ir. Sin embargo, cuando retrocede un
paso para mirarme por completo, desnuda, y pegada a la
pared, no me movería un ápice de donde estoy ni aunque
pudiera. Jamás he visto este grado de lujuria descarnada en
un hombre.
Apoya una mano en la pared, junto a mi cabeza, y estira la
otra para deshacer con delicadeza el improvisado moño. Mi
pelo cae, sedoso y limpio sobre sus manos y sobre mis
hombros. Después, me acaricia despacio con el dedo índice
la garganta, el hueco entre mis pechos y el estómago.
Tengo los pezones duros y noto cómo el rubor asciende por
mi torso y cuello. Alec se muerde el labio y contempla cómo
sus dedos recorren mis costillas y me ahuecan un seno.
Luego se inclina, abre la boca y la cierra sobre un pico
enhiesto.
En cuanto noto su lengua húmeda, se me escapa el
primer gemido. Llevo las manos hasta su sedoso pelo y se
lo agarro entre los puños. Me chupa el pezón, arrastrando
los dientes sobre él. Baja la otra mano por mi espalda,
colocándola en la curva de mis nalgas.
Meto las manos entre nuestros cuerpos, le saco el
dobladillo de la camisa de los pantalones, se la desabrocho
y la aparto de su pecho para poder tocárselo. Lo noto cálido
y sólido bajo las palmas. Siento su sedoso torso, las
costillas que se mueven al ritmo de su respiración, su
delgada cintura. Cuando me atrae hacia él y nuestras pieles
se tocan, perdemos el control. Toda la paciencia que ha
tenido hasta ahora se esfuma. Se quita la camisa y la tira al
suelo.
Me agarra de las caderas, me da la vuelta y hace que
retroceda con su boca en mi cuello hasta que chocamos con
el brazo del sofá. Se ríe contra mi garganta y me alza en
brazos. Cuando le rodeo la cintura con las piernas,
pregunta:
—¿Al dormitorio?
Hago un gesto de asentimiento, coloco los brazos
alrededor de sus hombros y beso su cálido y largo cuello,
primero mordisqueándolo hacia abajo y luego lamiéndolo
hacia arriba.
Nos lleva por el pasillo al dormitorio, cargándome hasta
que me tumba de espaldas sobre el colchón. Se tiende
sobre mí, me sube la pierna por encima de su cadera y
frota su pelvis contra la mía, con lentos y potentes
empujones mientras me besa la mandíbula y el cuello y
asciende la mano por mi cintura hasta mis pechos. Luego
me los masajea, preparándolos para su lengua. Mueve el
cuerpo para chupármelos con fruición. En este momento mi
cabeza está llena de pensamientos que soy incapaz de
ordenar, así que dejo que vuelen libres, sin filtrarlos. La
humedad de su lengua sobre mi pezón. El calor y la succión
de sus generosos labios sobre mis pechos. Su erección
presionando entre mis piernas, lo mojada que estoy y cómo
le voy a poner los pantalones.
Mueve la lengua más despacio, en lentos y perezosos
círculos; también ralentiza el movimiento de las caderas.
Entonces se levanta, apoyándose sobre los brazos y me
mira:
—¿Estás bien?
—Estoy perfecta. —El cansancio ha desaparecido junto
con mi ropa. Ahora mismo, lo último que quiero es dormir.
Subo la mano desde su estómago hasta su pecho. Puedo
sentir el latido de su corazón—. ¿Y tú?
—Sí, solo que… —asiente y baja la cabeza— esto no es
algo que suela hacer.
Me río y trazo círculos en su pecho.
—Alexander Kim, me cuesta mucho creérmelo.
—No, me refiero a esto —explica—. Debería tomarme mi
tiempo. —Contempla mi boca—. Hace tres horas solo
quería estar en mi hotel de Los Ángeles. Ahora, lo único
que deseo es que esta noche dure una semana. Ya nunca es
así. Últimamente, estar con alguien no es… fácil.
Me muerdo el labio inferior y lo miro fijamente. Creo que
entiendo lo que quiere decir, porque me pasa lo mismo. Por
primera vez, desde hace mucho tiempo, el sexo solo puede
ser sexo, pero eso no lo hace irrelevante. Lo agarro del
cuello y lo atraigo hacia mí para que me bese.
Esta vez el beso es más lento, más profundo, más
dominante. Sube la mano hasta mi mandíbula y me acaricia
con el pulgar justo al lado del lugar en el que nuestras
bocas se mueven juntas con naturalidad. Ahora que
estamos en la cama, parece que tenemos una eternidad por
delante. Noto la combinación de vértigo y devastación que
se está gestando en mi sangre; sé a lo que se refería
cuando ha dicho que quiere que esta noche dure una
semana.
Alec se aparta de mí, se arrodilla entre mis piernas, me
separa las rodillas y se sienta sobre sus talones. En
cualquier otro momento de mi vida sería consciente de que
apenas llevamos dos horas juntos, de que estoy desnuda y
de que él está contemplando esa parte de mi cuerpo que
solo han visto otros dos hombres más. Además, ninguno de
ellos la ha mirado como él lo está haciendo ahora. Pero al
ver su expresión, desaparece cualquier duda que haya
tenido de que desea esto tanto como yo. Siento que me
mira la cara mientras observo cómo su mano se desliza por
mi espinilla hasta llegar a la rodilla. Agradezco en silencio
al universo las maquinillas de afeitar del hotel. Cuando
sube la palma de la mano por mi muslo, me pongo tensa
ante la expectativa. Con un gemido bajo, desliza la yema
del pulgar entre mis piernas, donde ya estoy mojada, hasta
la protuberancia que me hace gritar de placer.
Me rodea el clítoris con el pulgar y suelta una palabrota.
Luego vuelve a prestar atención a mi entrepierna y susurra:
—Eres tan suave…
Alzo las caderas, buscando, necesitando algo más que
este mero toque. Alec sonríe, gira la muñeca y desliza
lentamente dos dedos en mi interior. Casi salgo volando,
arqueo la espalda y me aferro a las sábanas con los puños.
Se tumba sobre mí y me besa. Su lengua me provoca al
unísono que sus dedos. Me siento pesada, como si estuviera
en medio de uno de esos sueños que parecen tan reales y
fuera a despertarme en cualquier momento. Cuando toco el
cinturón de sus pantalones, gruñe contra mis labios y
empuja las caderas hacia mis manos.
Le quito el cinturón, le desabrocho el botón y le bajo la
cremallera para liberar su erección, buscándola con avidez.
Gimo al sentir su sólido peso y le voy bajando los
pantalones y calzoncillos por los muslos. Él se los quita de
una patada, intentando que sus dedos no abandonen mi
interior. Se ríe, antes de darme un beso absorto.
Cuando abro los ojos para evaluar su expresión, me está
mirando. La sonrisa espontánea que se apodera de
nuestros rostros hace que sienta tal opresión en el pecho
que estoy a punto de dejar de respirar. Rodeo su pene con
la mano, acariciándolo de arriba abajo y veo en su cara el
mismo gesto de alivio abrumador que he sentido antes.
Sus labios me animan en silencio mientras asiente, con
las fosas nasales dilatadas.
Esto es mío, pienso. Aunque solo sea esta noche, eres mío.
Alec está tan duro que la piel alrededor del glande se
estira de forma increíble. Se me hace la boca agua. Lo veo
tragar con fuerza, su nuez de Adán se mueve, entreabre los
labios mientras su respiración se vuelve más agitada, más
entrecortada. Si fuera la primera vez con otro hombre,
dudaría de todo lo que estoy haciendo (si estoy aplicando la
presión adecuada, si estamos yendo demasiado rápido…),
pero esta noche no hay ninguna vacilación. No sé si es la
forma en que me mira, que parece que está luchando con
todas sus fuerzas por contenerse, o por lo erecto que lo
siento en mi mano, pero todo parece estar yendo como
debería. Tiene un cuerpo musculoso, suave. La piel le brilla
con una pizca de sudor. Quiero sentirlo tomándome en cada
parte de mi cuerpo, probar su sal en mi lengua, con toda su
longitud incrustada hasta el fondo. Solo con imaginarme
cómo debe de estar moviendo la mano dentro de mí hace
que el placer ascienda por mi piel, enardeciéndome.
Me follo su mano; él se folla mi puño. Nuestros besos se
vuelven más caóticos, embargados por el placer. Sigo
pensando que dejaremos esto y pasaremos a la siguiente
fase; si solo tenemos esta noche juntos, ¿no debería
saborearlo? ¿No debería besarme entre las piernas? Puede
que pasemos directamente a tener un sexo alucinante. Pero
ahora mismo, solo con nuestras manos, esto es mucho
mejor que cualquier cosa que haya experimentado antes.
Estoy tan cerca de llegar al clímax, de correrme con tanta
fuerza, que me da miedo despertar a toda la planta
veintiséis del hotel.
—Quiero sentir cómo te corres en mi mano —dice
jadeando cuando me estremezco—. En mis dedos.
No me queda mucho. Y creo que a él tampoco. Cierro los
ojos. Alec me besa y murmura contra mi boca: «Estoy a
punto, estoy a punto» y después susurra frases
entrecortadas y sucias que hacen que el calor ascienda por
mi cuello.
Es como si el placer se descorchara en mi interior y se
derramara por todo mi torrente sanguíneo y, por el modo
en que me late el corazón, se propaga al instante por todo
mi cuerpo hasta la punta de los dedos de los pies. Suelto un
grito de alivio y me corro en sus dedos mientras mis
paredes vaginales se cierran en torno a ellos. Alec me dice
que lo sabe, que siente cómo alcanzo el orgasmo. Mi
desesperada liberación parece darle de lleno y, con un
profundo gruñido, me sigue y siento un cálido chorro
contra mi cadera, mientras me mordisquea la mandíbula.
En este momento, me doy cuenta de lo silenciosa que es
la habitación y del ruido que hemos hecho con nuestra
respiración y los frenéticos movimientos de nuestras manos
y cuerpos. El aire parece asentarse como un suave manto
sobre nosotros, sumiéndonos de nuevo en la calma.
—Joder —dice, sacando con cuidado los dedos de mi
interior.
Me estremezco por la sobreestimulación y él susurra una
disculpa contra mi boca, besándome con una dulzura
increíble. Ahora que hemos dejado a un lado
temporalmente el frenesí, nos besamos apasionadamente
hasta que nuestras bocas parecen formar una sola. ¿Cómo
es posible que solo hayamos hecho esto esta noche?
Alec me besa el cuello, bajando hasta el pecho. Me
acaricia el cuerpo con los dedos húmedos y traza círculos
sobre mis pezones, antes de hacer lo mismo con la lengua.
Me dice que mi sabor es tan bueno como se lo imaginaba.
Estoy desnuda, abierta para él, en una imagen decadente.
Quiero que me desarme por completo, con sus manos, con
su boca y con su pene. Quiero que se dé un festín conmigo,
que me folle, que me posea. Meto ambas manos entre su
pelo y él hunde la cara entre mis pechos para quedarse
unos instantes quieto y recuperar el aliento.
—Estoy mareado —dice, riéndose.
—Yo también.
—Creo que nunca me he excitado tanto en toda mi vida —
reconoce—. Ni siquiera hemos pasado de la tercera base.
¿Es increíble o dramático?
—Increíble —digo con una exhalación. Sus palabras
resuenan dentro de mi cabeza, hinchando mi orgullo. Creo
que nunca me he excitado tanto en toda mi vida—. Da igual
dónde o cómo me hubieras tocado —digo—. Incluso si
hubieras seguido mirándome como lo estabas haciendo
abajo, seguro que habría tenido un orgasmo igual de
intenso.
Alec se ríe somnoliento y después su respiración se
vuelve más profunda y sus exhalaciones pasan de ser
enérgicas a agotadas. Se queda dormido de golpe, como
una llama que se apaga, con la boca entreabierta contra mi
pecho y abrazándome la cintura. Cierro los ojos y no pienso
en nada más hasta que vuelvo a abrirlos, casi una hora
después.
Me remuevo en el fuerte confinamiento de su abrazo. No
nos hemos movido. Son las dos y treinta y siete de la
mañana. Su piel es cálida y suave bajo mis manos. Solo
quiero darle una palmada perezosa en la espalda, pero la
sensación de tenerlo así es tan buena que se me escapa un
pequeño gemido. De forma instintiva, su cuerpo da un lento
y profundo empujón mientras arrastra su pene por mi
pierna. Alec aparta la cara de mi pecho y me mira
somnoliento.
Verlo abrir los ojos tan cerca de mí y la sonrisa de alivio
que no puede evitar esbozar me provoca un suspiro.
Cuando nuestras miradas se encuentran, me siento como
un diapasón al que acaban de golpear y todo en mí vibra.
Es increíble lo mucho que lo deseo de nuevo.
Con un silencioso y tranquilo «¿Sí?», sube por mi cuerpo
y se pega a mí, deslizándose duro y listo contra el lugar en
el que ya vuelvo a estar mojada.
Estoy a punto de preguntarle si tiene protección cuando
me besa una vez más y se levanta.
—Voy a por algo.
Lo veo bajarse de la cama y oigo la cremallera de su
maleta abriéndose de un tirón, seguido de un frenético
crujido y un desgarro de un envoltorio. Me imagino una
larga y serpenteante tira de preservativos saliendo de una
caja. No me creo para nada que viaje a Los Ángeles con
una caja llena.
Cuando regresa y se arrodilla en la cama entre mis
piernas, me siento menos tensa.
Coloca una mano sobre mi rodilla.
—¿Estás bien?
Asiento con la cabeza y alzo los brazos en su busca. Alec
rompe el envoltorio con los dientes, se agarra el miembro
con la seguridad que da la experiencia y desenrolla el
preservativo por toda su longitud.
Es una imagen tan erótica que tengo que apartar la
mirada y centrarme en su cara. Se cierne sobre mí
mordiéndose el labio, inclinándose hasta dejar la punta de
su miembro justo en mi entrada. Arrastra su mirada por mi
cuerpo, deteniéndose en mi boca. Yo lo necesito ya mismo,
que se introduzca por completo en mí. Tiro de sus caderas
con ambas manos, pero él me penetra poco a poco, entra
un centímetro, retrocede otro, con ese labio inferior
carnoso todavía atrapado entre sus dientes. Está
completamente concentrado en su tarea, mientras sigue
introduciéndose despacio, para luego volver a salir.
La siguiente vez que me penetra un poco más susurra un
gutural «Oh, joder».
Es una absoluta tortura. Cuando mira hacia el techo, en
un pequeño gesto que demuestra lo mucho que se está
conteniendo, y la luz se refleja en su labio superior, veo que
tiene un diminuto hilo de sudor sobre él.
No sé por qué, pero es ese pequeño detalle es el que hace
que pierda el control.
—Por favor —le suplico.
Vuelve a prestar atención a mi cara, y entonces gime y
cierra los ojos.
—No puedo mirarte o enloqueceré. Y no quiero que esto
termine.
Suelto una risa tensa e histérica.
—Yo creo que ya he perdido la cabeza.
Se ríe jadeante, incrédulo.
—Lo sé. Me pasa lo mismo.
¿Cómo? ¿Por qué? ¿Será debido a que sabemos que esta
va a ser nuestra única vez juntos y no ganamos nada
ocultándolo? Me aferro a esa verdad con todas mis fuerzas,
porque pensar que esto puede significar algo más, solo me
llevaría a un callejón sin salida.
—Te quiero completamente dentro.
Alec se apoya sobre los codos, junto a mi cabeza y posa
sus labios hinchados por los besos sobre los míos.
—Lo sé.
Le muerdo el labio y le agarro de las nalgas para
empujarlo más profundamente en mi interior, pero él está
empeñado en tomarse su tiempo y me hace esperar. Sigue
jugando conmigo, entrando y saliendo apenas unos
centímetros.
Lo deseo tanto que casi me duele. Abro los ojos y lo veo
mirándome con los párpados entrecerrados y ebrio de
deseo. Entonces cierra los ojos y empuja su cuerpo hacia
delante, penetrándome con tanta profundidad que su pecho
se eleva sobre mi cara y se agarra a la parte superior del
colchón para sujetarse.
Abandono mi cuerpo. O quizá soy más consciente que
nunca de que solo estoy compuesta de una radiante
colección de mil millones de terminaciones nerviosas y una
masa de tejido y huesos creada para sentir este tipo de
placer. Gimo y arqueo las caderas mientras él continúa
introduciéndose en mí, en un lento movimiento que
enseguida se torna frenético, casi salvaje. Estoy tan
mojada, tan preparada, que me corro con solo un puñado
de estos perfectos envites, jadeando en busca de aire y de
cordura, y subiendo mis manos por su espalda hasta su
pelo.
Le oigo soltar una risa de triunfo, de incredulidad, antes
de acallarme con su boca.
Lo beso con toda mi alma, como si fuera mi ancla a esta
habitación, a este mundo, y durante un instante, me
pregunto si me ha pasado algo terrible y este es mi cielo,
mi salvación, en esta cama, con este hombre sobre mí,
embistiéndome con su cuerpo una y otra vez.
Su respiración pasa de ser entrecortada a rítmica, a dejar
de ser solo respiraciones, y convertirse también en
gruñidos y después en gemidos más fuertes y ásperos que
suelta sobre mis sienes, con los dientes apretados. Está tan
duro, tan tenso, que creo que está a punto de correrse.
Oigo que sus sonidos cambian a un gemido abrupto, casi
sorprendido. Pero entonces se sale de mi interior y yo lo
siento como una pérdida brusca e inesperada.
—Todavía no —jadea con fuerza.
Me hace rodar sobre mi estómago y me levanta las
caderas para penetrarme desde atrás en una única e
increíble estocada.
Grito contra la almohada. Alec se ríe sin aliento y se
agacha para presionar la sudorosa frente entre mis
omóplatos.
—Joder, ¿esto es sexo? —susurra—. Joder, Gigi.
Yo también me río y muerdo la almohada cuando empieza
a moverse, penetrándome en profundidad, dándome todo
su miembro, desde la punta hasta la base, pegando sus
muslos a los míos antes de apartarlos para volver a
empujar con fuerza una y otra vez, golpeando un punto en
mi interior que hace que quiera desgarrar las sábanas con
mis propias manos.
Sus respiraciones vuelven a mezclarse con otros sonidos.
Gemidos y otra risa desbordada e incrédula. Miro por
encima de mi hombro y me lo encuentro con la cabeza
echada hacia atrás y la cara inclinada hacia el techo con
una expresión de dicha absoluta.
Durante un momento, desaparece todo el daño que
Spencer le hizo a mi corazón y a mi autoestima. ¿Cómo
puedo ser indigna de confianza y transparencia cuando un
hombre como Alec me está tratando de esta manera, con
tanta facilidad y de una forma tan abierta?
Esto no es solo sexo. Como él ha dicho antes, es este sexo.
Sea lo que sea, es increíble. Voy a necesitar unos cuantos
días para recuperarme. Voy a tener que esforzarme a
conciencia para no estar pensando en esto a todas horas. Si
Alec Kim ahora me dijera que quiere algo que nunca he
hecho antes, se lo daría sin dudarlo. Podría follarme en
cualquier sitio. ¿Quiere que me ponga a gatear? Lo haría.
Ansío sentir su exhalación contra mi nuca, las yemas de sus
dedos clavándose en mis caderas. Quiero ser toda una
depravada para él.
Lo veo mirar hacia abajo, inclinando la cabeza para
observar cómo su cuerpo entra y sale de mi interior, pero
entonces se percata de que lo estoy mirando y esboza una
sonrisa perversa; una sonrisa que me dice que sabe
perfectamente lo que quiero, con ese pecaminoso labio
inferior atrapado entre sus dientes. Luego se dobla hacia
delante y yo me retuerzo un poco para recibir su beso,
ardiente y salvaje. Me lame la boca, la barbilla,
mordisqueándomela y tirando de ella antes de volver a
enderezarse.
—Ven aquí —susurra.
Se sienta sobre los talones y tira de mí hacia su regazo.
Me aparta el pelo por encima del hombro, dejando mi
cuello a merced de su boca. Embiste hacia arriba, mientras
yo empujo hacia abajo. Nuestros cuerpos están tan
sincronizados que me encantaría gritar al cielo nocturno de
Seattle lo maravilloso que es esto, lo que siento al tener sus
brazos a mi alrededor, con una mano ahuecándome la
garganta y la otra entre mis piernas, persuadiéndome para
alcanzar otro clímax. Me sujeta cuando empiezo a
desfallecer. Sí, estamos follando, pero no es solo eso. Alec
entreabre la boca sobre mi cuello. Su respiración se vuelve
jadeante y su silenciosa concentración se convierte en una
ardiente desesperación, tira de mí hacia abajo, moviéndose
con unos envites tan certeros que lo único que puedo hacer
es maravillarme ante la belleza de su desinhibición. Le oigo
susurrar detrás de mí.
—¡Qué bueno! ¡Dios, qué bueno!
Siento que vuelve a estar a punto de correrse. Jadea mi
nombre con una tensión cada vez mayor, hasta que clava
sus manos en mis caderas y me empala hasta el fondo,
llegando al orgasmo con un grito.
Nos desplomamos sobre la cama, con su frente contra mi
espalda y su pecho moviéndose agitado, rozando mi
columna.
Durante unos minutos, nos quedamos quietos. Sudorosos,
enroscados. Me agarra la mano y entrelaza los dedos con
los míos. Su palma presiona el dorso de mi mano y luego
hace lo mismo con la otra, hasta que me quedo enjaulada
entre sus brazos. Y, sin darme cuenta, vuelvo a quedarme
dormida.
4

A las cinco, después de haber dormido apenas una hora, las


alarmas de nuestros teléfonos suenan al unísono. Me siento
como si estuviera drogada, ya que apenas puedo darme la
vuelta, pero entonces me doy cuenta de que es porque sigo
bocabajo, con un hombre adulto de un metro ochenta y
cinco centímetros encima de mí.
Alec empieza a moverse, rueda hacia un lado y gime,
cubriéndose la cara con la mano.
—No.
—Estoy de acuerdo —murmuro contra la almohada.
—Así es como deben de sentirse los zombis todo el
tiempo.
Parece que ambos solemos hacer lo mismo con las
alarmas: dejarlas sonar hasta que paran en unos minutos.
El tono de la suya es uno de esos que traen por defecto los
teléfonos. Cuando oye el mío, uno de Black Sabbath, le oigo
reírse.
—Supongo que también me despertaría con algo así —
murmura, dándome un beso en el hombro.
Ahora soy yo la que me río. Luego me estiro para agarrar
la botella de agua que hay en la mesita de noche y se la
ofrezco. Alec se apoya en un codo, desenrosca el tapón y le
da un buen trago. Después de lo que hemos hecho, debería
resultarme incómodo mirarlo directamente con la débil luz
que se filtra desde el pasillo, pero no lo es. Observo cómo
bebe el agua con una satisfacción salvaje; es una de las
cosas que más me ha gustado ver en la vida. Tiene marcas
de la almohada en la cara y el pelo revuelto. El hecho de
que sean las cinco y tengamos un vuelo a las ocho significa
que no tenemos tiempo para otra ronda, pero mi cuerpo no
se entera y toda la sangre parece acumularse en la
superficie de mi piel, a la espera de sus manos.
Cuando me pasa el agua y me llevo la botella a la boca,
aprovecha para deslizar su mano sobre mi estómago,
acariciándolo de lado a lado con los ojos cerrados y la
frente apoyada en mi hombro.
—Me lo he pasado muy bien —dice en voz baja—. Me
alegra mucho que te acordaras de mí.
Es maravilloso y terrible a la vez. Maravilloso, porque sé
que lo dice en serio; terrible, porque así es como empieza
la despedida.
—Yo también. De verdad. No quiero ponerme demasiado
intensa, pero he tenido un año de mierda y necesitaba algo
como esto.
—Yo también lo necesitaba, aunque por razones
diferentes. —Hace una pausa y frunce el ceño—. Pero
quiero que sepas…
¡Oh, Dios!
—Alec. —Me vuelvo para sonreírle y oculto la punzada de
dolor que siento ante este cambio de ánimo—. No es
necesario que lo digas. Vives en Londres. Yo, en Los
Ángeles. No creo que volvamos a vernos.
—No, no. Bueno, sí. Por desgracia, eso es lo más
probable. Pero me refería a otra cosa. —Me mira fijamente
—. Te va a parecer raro, y seguro que lo entiendes después,
o eso creo, pero hablo en serio cuando te digo que esto era
exactamente lo que necesitaba. Yo solo… —Traga saliva y el
rubor asciende por su cuello. Me resulta raro verlo titubear
de ese modo—. Me ha hecho muy feliz estar aquí contigo.
Lo que sucedió anoche. Pase lo que pase después de esto,
quiero que me prometas que lo recordarás. ¿De acuerdo?
Hasta un bloque de piedra se daría cuenta de que Alec
Kim está diciendo algo sin decirlo, pero lo está haciendo de
una manera tan velada que no sé cómo indagar más.
Aunque tampoco me da la oportunidad de hacerlo, porque
me agarra de la mandíbula y me da un beso dulce y
apasionado a la vez, y vuelve a apoyarme la cabeza en la
almohada.
—Ojalá tuviéramos más tiempo —murmura contra mi
boca.
Entiendo perfectamente lo que quiere decir. Pero no lo
tenemos.
Me mira fijamente unos segundos, exhala despacio y
luego, con un gemido bajo, se levanta y se gira para
sentarse en el borde de la cama. Quiero darme la vuelta y
rodearlo con mis brazos porque, por extraño que parezca,
me da la impresión de que necesita un abrazo, pero no creo
que sea algo que debamos hacer al alba. Toda la
tranquilidad y comodidad que hemos tenido durante la
noche empiezan a desvanecerse. Y eso es algo que detesto
en silencio.
De pronto, suena el teléfono y ambos nos sobresaltamos.
Alec masculla un «¡Oh!» que indica que está recordando
algo y luego se inclina y contesta con un instintivo
«Yeoboseyo», el saludo coreano, para decir a continuación:
—Hola… Sí, gracias. Digamos que unos quince. Gracias.
—Cuelga y vuelve la cabeza para mirarme—. Si quieres,
puedes usar ese baño de ahí. —Hace un gesto con la
barbilla para indicar al que se refiere—. El conserje me está
trayendo algo y estará aquí en unos quince minutos. Yo me
ducharé en el otro baño.
La realidad ha regresado, haciendo que ambos nos
comportemos con una formalidad que resulta
completamente antinatural. Le doy las gracias, me aprieto
la sábana contra el pecho y aparto la mirada mientras él se
levanta desnudo, recoge su ropa del suelo y se marcha con
ella al salón.
Justo cuando me estoy levantando, Alec regresa con una
toalla alrededor de la cintura, trayéndome la maleta, el
sujetador y el vestido. Me gustaría besarlo en señal de
agradecimiento; es lo que cada célula de mi cuerpo me pide
que haga, pero él se limita a asentir con cortesía y vuelve a
marcharse. Segundos después, oigo una puerta cerrarse
más allá del dormitorio y el sonido de una ducha al abrirse.
Contemplo mi maleta abierta en la cama y decido que el
vestido sigue siendo lo más limpio que tengo para ponerme.
Después intento pensar en qué hacer con el asunto de la
ropa interior. Podría lavar un par de bragas en el baño y
ponérmelas (todavía húmedas) en el avión. También podría
ir sin ellas. No me gusta ninguna de las dos opciones, pero
es un problema que tendrá que resolver la Georgia de
después de la ducha.
Tras darme una rápida ducha y envolverme en una de las
suaves y esponjosas toallas del hotel, oigo un golpe bajo en
la puerta del baño. La abro y dejo que Alec entre. Está
duchado y lleva una camiseta negra y unos vaqueros del
mismo color, el pelo pulcramente peinado y una suave
barba incipiente. Nada más verlo, mi libido se pone en
marcha y saca la bandera blanca. Alec no se da cuenta de
que me lo estoy comiendo con los ojos porque tiene la vista
clavada en el lugar en que tengo la toalla metida entre los
pechos. Una gota de agua se desliza por mi cuello y me da
la impresión de que se está planteando quitármela con la
lengua. Mi ego archiva este momento para mi álbum de
recortes mental.
—¿Sabes lo que es una thirst trap? —le pregunto.
Me mira a la cara. Tengo la sensación de que se toma un
segundo para pensar en ello.
—¿Las fotos que se suben a las redes para captar la
atención sexual de otros usuarios? Tengo treinta y tres
años, no ochenta. Sí, sé lo que es.
Le señalo el pecho.
—Eso es letal.
Se ríe.
—¿En serio?
Me fijo en una pequeña bolsa negra que lleva en la mano.
Parece contener algo caro.
—¿Qué es eso?
Al recordarlo, la tiende hacia mí y se la cuelga de uno de
sus largos dedos.
—¡Oh! Es para ti.
—¿Me has comprado un regalo? —Y luego añado—:
¿Cuándo me has comprado un regalo?
—Le pedí a mi asistente que me mandara una cosa. —Me
hace un gesto con la barbilla para que agarre la bolsa—.
Anoche, mientras estábamos en el ascensor.
Esto me recuerda un poco a Pretty Woman y no sé muy
bien cómo sentirme al respecto, pero tomo la bolsa y miro
el interior. Sea lo que sea, viene envuelto en un grueso
papel de seda negro. Cuando lo saco, estoy encantada y
horrorizada a la vez.
—El vestido está bien —dice en voz baja—, pero no quería
que te subieras a un avión sin ropa interior.
Lo miro fijamente, conteniendo la sonrisa. Él hace una
mueca de dolor.
—Es raro, ¿verdad? ¿Te estoy pareciendo un rarito?
—Es un gesto tremendamente dulce —le digo, riendo—. Y
sí, también un poco raro. —Es una prenda sencilla, bonita y
funcional. Tanto como puede serlo la ropa interior de seda
y encaje—. Desde luego soy una novata en lo que a
aventuras de una sola noche se refiere.
—Bueno… —Frunce los labios mientras asimila mis
palabras—. ¿Cuántas has tenido?
Parece arrepentirse al instante de haberme hecho esa
pregunta, pero decido devolvérsela.
—¿Cuántas has tenido tú?
Alec me mira fijamente, con los ojos entrecerrados.
—Está bien.
—Gracias por este detalle. —Me pongo de puntillas para
darle un beso en la mejilla. Las mejillas siempre son
seguras. No son para los novios, me susurra mi cerebro. Me
centro en el gesto y no en la realidad de que le ha pedido a
su asistente que le mande lencería femenina a la habitación
del hotel en el que ha dormido por un retraso inesperado.
¿Será algo que hace a menudo? ¿Le habrá sorprendido
siquiera?
Bueno, da igual. Esto resuelve mi dilema de la ropa
interior, así que decido dar las gracias por ello.
—Ahora iré mucho más cómoda en el avión. En serio.
—Hablando de ir más cómoda. —Hace una pausa y hace
un gesto hacia la bolsa—. Dentro hay algo más. —Levanta
la mano y se rasca la nuca. Se vuelve a poner rojo y sus
movimientos denotan su inseguridad.
Hurgo dentro y encuentro un trozo de papel rígido.
Es un billete de avión.
Me quedo blanca.
—Alec, esto es… No. No puedes comprarme un billete de
primera clase para volar a Los Ángeles.
—De verdad que no es nada, Gigi.
—Para mí, sí. Es mucho.
Se acerca y me acuna la cara.
—No has dormido. Y ya venías exhausta de Londres.
—¡Por eso precisamente puedo dormir como un tronco en
un asiento de turista!
—Si no lo quieres, todavía tienes el otro billete. —Se
inclina y posa sus labios en los míos. Este beso tiene un
efecto extraño en mi corazón. Sin duda es el último que
compartiremos. —Tú sí que me has dado un regalo, solo por
estar aquí. Voy a ir al aeropuerto solo. Tengo algunas cosas
que hacer. Pero he pedido que a las seis te recoja un coche.
Se me cae el alma a los pies.
—De acuerdo. ¡Vaya! Gracias… Gracias por ti. Por el
coche, por la habitación. Por la ropa interior y el billete. —
Me voy sintiendo más incómoda a medida que aumenta la
lista—. Y por las bebidas. —Las siguientes palabras salen
de mi boca antes de que pueda detenerlas—: Y por el
maravilloso sexo.
Alec se ríe.
—Estuvo genial. Ha sido increíble.
Y entonces me dice un «Cuídate, Gigi» y sale del baño,
cerrando la puerta tras de sí.
Por mucho que me diga que no voy a hacerlo, lo busco en la
puerta de embarque y empiezo a preocuparme a medida
que pasa el tiempo y no lo veo. Cuando estoy en mi asiento,
miro a todas las personas que pasan por delante y me
pregunto: ¿se habrá quedado con mi asiento de turista?
¿Estará alguien más yendo a casa gracias a Alexander Kim?
¿Dónde se habrá metido? ¿Me habrá dado su billete?
De hecho, Alec es el último en subir al avión. Entra con
una gorra de béisbol, gafas de sol y el teléfono pegado a la
oreja.
Al pasar por mi asiento, el 1B, esboza una pequeña
sonrisa, pero no se detiene a hablar conmigo.
Está claro que la primera señal de que estoy pasando por
alto algo importante ha sido el pequeño discurso que me ha
dado esta mañana en la cama. Pero la segunda es quizá
más obvia: a los pocos minutos de que Alec se siente, las
tres auxiliares de vuelo se acercan a saludarlo. Está dos
filas detrás de mí, al otro lado del pasillo. En el 3C, me grita
mi cerebro. Eso significa que él puede verme, pero yo no, a
menos que me dé la vuelta.
Como necesito una distracción, me agacho, saco el
teléfono antes de que nos digan que lo pongamos en modo
avión y escribo un mensaje a Eden.

Hola. Por fin de camino a casa.

Me responde al instante tal y como esperaba que hiciese


(vive con el teléfono pegado a la mano).

¡Sí! Te he echado de menos. ¿Hablamos esta noche? Me estoy quedando


frita.

Es una pregunta lógica. Es mi mejor amiga y compañera


de piso, pero también una camarera que trabaja de
miércoles a domingo. Veo más al camarero buenorro a
tiempo parcial de The Coffee Bean & Tea Leaf que a Eden.

Puede que me desmaye a mitad de una frase, pero seré toda tuya hasta


que entre en coma.

Le doy a enviar y luego miro fijamente el teléfono. Quiero


hablar de esto en persona; nadie más que Eden va a
entender lo genial que ha sido la noche anterior dentro del
contexto del Año de Mierda de Georgia. Pero el hecho de
que Alec haya subido al avión intentando pasar
desapercibido, y la aduladora atención que enseguida le
han prestado las azafatas me ha dejado la extraña
sensación de que lo de anoche fue irreal. ¿Está como un
tren? Sí. ¿Pero quién es? ¿Me estoy perdiendo algo
importante? No puedo evitar repasar toda la conversación
que mantuvimos en el bar, poniéndonos al día de nuestras
vidas.
De modo que vuelvo a escribir a Eden y le doy a enviar
para que siga prestando atención a nuestros mensajes en
vez de a la aplicación en la que ve todas esas series
coreanas que tanto le gustan. Seguro que ahora mismo está
tumbada en la cama, viendo alguna escena de sexo de su
drama favorito. Cuando está en ese plan, es casi imposible
conseguir que te preste atención.

He tenido una aventura de una noche.


Y como soy la última persona de la que se esperaría algo
así, me devuelve una serie de signos de exclamación
seguida de un «Q U É».

Ha sido absolutamente increíble (ya te contaré todo cuando llegue), pero


esta mañana me ha comprado un billete de primera clase para volver a
casa y, cuando ha subido al avión, las azafatas se han acercado para
saludarlo. Así que ahora estoy en el avión, aquí sentada, preguntándome
QUIÉN ES ESTE TIPO.
Sí, ¿quién es?

¿Te acuerdas de mi amiga Sunny, la que se mudó cuando teníamos doce


años? Pues es su hermano. Lo reconocí. Mi yo adolescente se quedó
muerta.

No me extraña.

¿Y es bueno en la cama?

Miro fijamente el teléfono. Si le respondo solo con un


«sí», le estaría mintiendo. Porque ha sido más que bueno.
Todavía puedo sentirlo.
Me ha cambiado (¡Dios, qué cursilada!), pero no como
para estar desesperada por verlo o para necesitar tener
más de esto. A lo que me refiero es que me ha cambiado a
mí y a mi jodida forma de pensar post-Spencer. Me ha
recordado que la verdadera conexión humana no es fruto
de la casualidad. Ojalá hubiera podido explicárselo mejor
esta mañana, cuando le he dicho que lo de anoche era justo
lo que necesitaba, porque me gusta la idea de que Alec se
lleve eso con él y con lo que quiera que le depare después.
Al fin y al cabo, ¿a quién le importa si he hecho el ridículo
desnudando mi alma ante él? No voy a volver a verlo, y al
menos se dará cuenta de que su capacidad de mostrarse
ante mí de esa manera significa algo.
Escribo un «Ha sido absolutamente increíble, E», pero
luego lo borro porque me siento como si estuviera
compartiendo algo sagrado. Vuelvo a intentarlo: «Ha sido
justo lo que necesitaba». También lo borro. Demasiado
cliché.
Cierro los ojos y me recuesto en el asiento. Quiero darme
la vuelta y ver si me está mirando ahora mismo. Tengo la
sensación de que sí. Solo necesito un simple contacto visual
para confirmar que mi memoria no es una mierda. Pero no
puedo mirar, no sin sentirme rara o hacer que parezca raro.
Solo ha sido una noche.
Así que me limito a escribir un «Sí», le doy a enviar y
luego apago el teléfono.
Alec me ha comprado un billete en primera clase para que
durmiera y creo que la mejor manera de agradecérselo es,
al menos, intentarlo. En cuanto cierro los ojos, me siento
mareada de inmediato. Es la misma sensación que he
tenido las pocas veces que me he emborrachado lo
suficiente como para ponerme mal. El asiento gira debajo
de mí y la oscuridad parece colarse por los bordes de mis
párpados.
Pero creo que también estoy un poco embriagada de
Alexander Kim.
Intento recordar cómo era visitar la casa de Sunny
cuando era una niña. Mientras mi cerebro se va
sumergiendo en una somnolencia cada vez más profunda,
imagino su porche, su salón, el olor de su cocina, la oscura
escalera. Me dejo llevar por el sueño, y cuando las ruedas
del avión tocan tierra, abro los ojos de golpe,
despertándome con la sensación de haber estado allí.
Puedo percibir el intenso sabor del tteokbokki picante de la
señora Kim en la punta de la lengua; puedo sentir el suave
rocío del aspersor del césped en las plantas de los pies;
puedo oír a Alec gritando a su amigo en la calle.
La familia Kim estaba muy unida, pero no eran muy
abiertos a la hora de profesar su afecto. La vida que Alec
llevó después de que yo lo conociera le ha enseñado a
comunicarse con la intuición emocional que ha mostrado en
el hotel, y después del viaje que he tenido, significa algo.
No quería que te subieras a un avión sin ropa interior.
¿Cuántas has tenido?
No has dormido. Y ya venías exhausta de Londres.
La experiencia me ha enseñado que un gilipollas no suele
decir esas cosas. Me habría dado cuenta si lo fuera. O eso
espero al menos. Durante las dos últimas semanas, he
tenido entrevistas horribles. Entrevistas sobre hombres que
ahora estoy convencida de que drogaron a mujeres, las
violaron y grabaron el acto en vídeo para compartirlo con
sus amigos. He hablado con los amigos que vieron esos
vídeos sin pensar que estaban haciendo nada malo. Me he
reunido con porteros de discoteca, empleados y clientes
que presenciaron cómo sucedía todo y nunca se plantearon
decir nada.
Cierro los ojos con fuerza. Pensaba que había conseguido
erigir la coraza de desapego que exige mi profesión, pero
no sobrevivió a los horrores que descubrí en Londres. Y
durante todo el viaje, tuve el agrio sabor de las mentiras de
Spencer en el fondo de la garganta. Los hombres de mierda
pululan por todas partes.
Necesito un minuto más con Alec. Fue auténtico conmigo.
Le di las gracias por el billete, por el vino y por el sexo,
pero nunca por eso. Nunca le dije: «Eres un buen hombre»,
y por alguna razón, ahora me parece importante darte
cuenta de cuándo te estás encontrando con una persona así
en tu vida.
En cuanto el avión aterriza, enciendo el teléfono y le
envío un mensaje a Eden hablándole de ese apremio que
siento, porque necesito disiparlo como sea.

Creo que me estoy volviendo un bicho raro.


¿Por qué?

Quiero decirle que lo que me hizo anoche estuvo genial, pero que lo que ha
hecho esta mañana ha estado aún mejor.

La luz de llevar el cinturón de seguridad puesto se apaga.


Todos nos ponemos de pie, estirándonos en el pasillo.

Pero bueno, chica, ¿qué es lo que te ha hecho esta mañana?


Ya te lo explicaré luego. Ha sido un buen tipo. Se ha preocupado por mí.

¿Sigues borracha?

Saco la mochila del interior del compartimento superior y


me vuelvo para mirarlo. Sigue en su asiento, sin mostrar
señal alguna de tener prisa por salir del avión. Nuestras
miradas se cruzan solo un segundo antes de que alguien se
interponga entre nosotros, bloqueándome la vista. No dura
lo suficiente como para que me dé cuenta de lo que está
pensando.

No. Solo estoy cansada. Y sensible. Quizá, lo mejor que puedo hacer es
conseguir un taxi.
Conseguir un taxi, ¿frente a qué otra opción?

Esperarlo.

No lo esperes. En eso consiste la locura.

Eden tiene razón. Si me inclino por la opción de esperar


tener más contacto con él, me voy a llevar una decepción.
Los dos hemos dejado claro que lo de anoche solo ha sido
cosa de una vez. Y Alec ya ha hecho suficiente por mí. Al
estar en la primera fila y de pie, no me queda más remedio
que salir cuando la puerta del avión se abre. Si él quiere,
en cuanto bajemos del avión, no le costará mucho
alcanzarme con sus largas piernas. Pero al echar un vistazo
hacia atrás no lo veo entre los pasajeros que acceden a la
pasarela, y después tampoco entre la gente que viene por
la terminal detrás de mí. Puede que lo haya perdido de
vista, pero la terminal en la que estamos no está muy
concurrida. Además, no es fácil perder de vista a un
hombre con el aspecto de Alec Kim.
Lo que podría explicar por qué, cuando salgo al vestíbulo
de la zona de llegada, hay al menos doscientas personas (la
mayoría mujeres) esperando de pie, con carteles, pancartas
y ropa que llevan su nombre.
5
¡Bienvenido a California, Alexander Kim!
¡Saranghae*, Alexander Kim!
Cásate conmigo, doctor Song
USA ama a Jeong Jinwon

Parpadeo sorprendida. Mientras miro estos signos


crípticos, tratando de entender lo que significa alguno de
ellos, siento como si saliera flotando de mi cuerpo.
Por fin, con el corazón martilleándome en el pecho, llevo
rodando mi maleta hasta colocarme detrás de una columna
y hago lo que debería haber hecho anoche en el vestíbulo
del hotel antes de que me llevara a su cama, antes de que
nos tomáramos unas copas en el bar, antes incluso de que
le siguiera a su habitación para darme una ducha.
Busco en Google a Alexander Kim.
Y… ¡Mierda!
El navegador de mi teléfono se llena al instante de fotos y
enlaces a artículos, entrevistas, páginas de fanes en
coreano y en inglés. Fotos de él en Seúl, en Londres, en
Nueva York. Y entonces, veo una foto en particular y me
doy cuenta de que soy la mayor imbécil del mundo.
Sí, puede que lo reconociera porque es el hermano de
Sunny y el primer chico del que me enamoré, pero esa no
es la única razón por la que su rostro me resultó tan
familiar. Y el motivo por el que tuve la sensación de que era
como si acabara de verlo el día anterior fue porque en
realidad así había sido, ya que su cara aparece en la mitad
de los carteles de promoción de todas las estaciones del
metro de Londres.
¿Un ejecutivo de la BBC que ha venido para reunirse con
las cadenas estadounidenses?
Sí, eso se acerca bastante a la realidad.
Me apoyo en la columna, abatida. Soy tonta de remate.
Se llama The West Midlands.
Si pudiera encontrar la forma de que el suelo del
aeropuerto de Los Ángeles se abriera y me tragara, lo
haría.
Al fondo, el público empieza a corear al mismo ritmo
frenético que los latidos de mi corazón: «¡Alexander Kim!
¡Alexander Kim!».
Los coros cada vez se oyen más, y cuando cuatro hombres
vestidos con trajes negros se abren paso con Alec justo
detrás de ellos, toda la terminal estalla en gritos. Su equipo
de seguridad mantiene alejada a la multitud con los brazos
estirados, formando un pasillo para pasar hasta, supongo,
el coche que está parado en la acera. Pero Alec se detiene
en seco, estupefacto por la imagen que tiene delante.
Puede que haya tenido suerte y haya podido moverse por
Seattle sin que nadie se haya percatado de quién es, ¿pero
acaso se ha olvidado de cómo adoran en Los Ángeles a las
celebridades?
Esboza una sonrisa encantadora y firma unos cuantos
autógrafos, se detiene un momento para hacerse un par de
fotos y luego intenta abrirse paso entre la multitud.
Mientras tanto, me he quedado atrapada en un tramo vacío
de suelo a unos diez metros de donde él está rodeado,
dándome cuenta de que he pasado la noche con un hombre
al que debería haber reconocido por las razones correctas,
dándome cuenta de que estoy tan sumergida en mi burbuja
periodística que no he sabido quién era una de las mayores
estrellas de Corea, Londres y, ahora, del mundo, dándome
cuenta de que Alec tuvo un sinfín de oportunidades para
decirme quién era, pero ni siquiera lo intentó. No se
molestó en compartir conmigo esa parte tan importante de
sí mismo a medida que yo seguía hablándole de mi trabajo,
de Spencer y…
Y yo quería darle las gracias por haber sido auténtico
conmigo.
Te va a parecer raro, y seguro que lo entiendes después.
Hablo en serio cuando te digo que esto era exactamente
lo que necesitaba.
Me ha hecho muy feliz estar aquí contigo. Lo que sucedió
anoche.
Pase lo que pase después de esto, quiero que me
prometas que lo recordarás. ¿De acuerdo?
Bueno, qué suerte que ha tenido al haber obtenido justo
lo que necesitaba, exactamente como lo quería.
Le mando otro mensaje a Eden.

Me he dado cuenta de quién es. Había una multitud esperándolo en el


aeropuerto.

¡Dios! Seguro que Eden me lo habría dicho si se me


hubiera ocurrido decirle su nombre.

Espera, ¿qué? ¿¿¿Quién es???

Se llama Alexander Kim.

Responde de inmediato con una hilera de letras y


símbolos incoherentes. Como si estuviera aporreando el
teclado.
Alzo la vista en el momento en que Alec vuelve la cabeza
y mira incrédulo hacia la distancia, escudriñando la
multitud. Entonces nuestras miradas se encuentran. Me
siento traicionada. Lágrimas de vergüenza ascienden por
mi garganta, quemándome los ojos. Soy la primera en
apartar la vista, justo cuando él pronuncia en silencio mi
nombre. Me doy la vuelta y salgo por las puertas que tenía
detrás de mí.
Mi frenética búsqueda en internet no me calma ni un ápice
durante el viaje de vuelta a casa atestado de tráfico. Ni
siquiera respondo a los mensajes de texto cada vez más
histéricos de Eden, porque, por lo visto, tengo toda la
intención de castigarme a mí misma por lo idiota que soy.
Por ejemplo, sabía que se había mudado de Londres a
Seúl a los veintidós años, pero no tenía ni idea de que lo
habían descubierto en la calle, que lo había contratado una
empresa de representantes de actores, lo había formado
como actor y que, a los veinticinco años, había actuado en
su primera comedia romántica sobre un grupo de
patinadores profesionales. Su personaje, el segundo
protagonista masculino, se enamoraba de la hija de una
influyente y adinerada familia asiática. (Me acuerdo de la
pregunta que le hice en el bar. «¿Te sigue gustando
patinar?». Él me respondió con un «¿En serio?», con una
cara de incredulidad que, por supuesto, ahora entiendo).
Obtuvo su segundo papel en un drama fantástico en el
que interpretaba a un fantasma que solo podía tocar a la
mujer de la que está enamorado cuando ella sueña con él. Y
para conseguir que ella soñara con él (atención) tocaba el
piano.
Cuando leo esto último, suelto un sonoro gruñido que
hace que el conductor de Lyft me mire de una manera
extraña desde el retrovisor.
Ahora también sé que, cuando Alec cumplió veintiocho
años, se tomó un descanso de su profesión como actor para
cumplir con el servicio militar obligatorio. Regresó a la
pantalla con un drama de ciencia ficción que recibió
críticas de todo tipo. Continuó con A Quiet Devastation, una
película independiente que se convirtió en un éxito
inesperado en toda Asia, y gracias a la cual ganó casi todos
los premios más importantes de drama panasiáticos de ese
año. Después de aquello, obtuvo el papel de Jeong Jinwon
en My Lucky Year, que por lo visto es el drama coreano de
mayor audiencia de todos los tiempos.
Ahora está representando el papel del doctor Minjoon
Song en la tercera temporada de la exitosa serie de la BBC
The West Midlands. En The Hollywood Reporter dicen que la
próxima temporada se centrará en la historia del estoico
doctor Song y su inusual y apasionado enamoramiento de
una mujer a la que conoce cuando esta tiene un accidente
de coche durante una tormenta de nieve.
¡Dios bendito!
Se rumorea que está saliendo con su actual
coprotagonista, una actriz francesa que, aunque ambos lo
niegan y yo esté convencida de que no tienen ninguna
relación sentimental, es tan guapa que me dan ganas de
darme un puñetazo en la cara. Al buscar información sobre
ambos en Google (una búsqueda que ni en un millón de
años pensé que haría), termino con la pantalla llena de GIF
de escenas de besos; escenas tan ardientes que me excitan
y me dan náuseas a la vez y que, como es lógico, están
enardeciendo a las seguidoras de los k-dramas y de las
series de la BBC.
En uno de esos GIF, Alec se aparta después de dar un
beso abrasador y se apoya sobre las rodillas para quitarse
la camiseta. Lo veo en bucle unas diecisiete mil veces en el
asiento trasero del coche. ¡Santo Dios! Tiene unos
abdominales que son como un hermoso jardín de rocas
simétrico y hay tantos enlaces a ediciones de YouTube de
esa escena, que tengo que dejar el teléfono y ahuecarme la
cara con las manos.
Cuando llegamos a la puerta de entrada a mi edificio,
Eden está fuera. En cuanto me ve se pone a gritarme antes
incluso de que salga del coche. Mientras saco el equipaje
del maletero, consigo entender algo de lo que me grita:
«Pero ¿cómo es posible que no supieras que era el puto
Alexander Kim?»; «¿Por qué no me enviaste un mensaje de
texto con su nombre en cuanto entraste en su habitación?».
Pero con el caos que tengo en la cabeza gracias a Alec, y
con las pocas horas de sueño que he tenido, soy incapaz de
andar y escuchar su enloquecida diatriba al mismo tiempo.
Necesito subir a mi apartamento, meterme en la cama y
dormir durante cien días.
Por desgracia, ni Eden ni mi plazo de entrega me van a
dejar hacerlo. Cuando estaba en Londres, cada vez que
hablaba con mi editor, Billy, se interesaba más y más por la
historia del Júpiter. Quiere quinientas palabras, pero está
dispuesto a estirarlas hasta unas casi inauditas mil
quinientas si puedo. Como suele decirme: «Haz que me
explote la cabeza con esta».
Eden me sigue a mi dormitorio y se sienta en mi cama.
—Empieza por el principio.
Dejo la maleta en un rincón y decido ignorarla por ahora.
Puede que para siempre.
—E, tengo un montón de trabajo.
—Diez minutos —me pide—. Solo necesito diez minutos.
Podrías haberme llamado en el coche para ahorrar tiempo.
—No quería hablar de ello delante del conductor de Lyft.
—No —replica ella, mirándome fijamente—. Necesitabas
buscar toda la información posible de él en Google.
Eden es la única persona que ha vivido conmigo mis
mejores y mis peores momentos. Fue mi compañera de
cuarto en la universidad, mi compañera de piso después de
la universidad, mi compañera de piso después de Spencer,
y la única persona de nuestro grupo de amigos que nunca
terminó de congeniar con Spencer y que me advirtió que no
me fuera a vivir con él. «No confío en él, George. No sé
cómo la va a cagar, pero me preocupa que lo haga». Fue la
única que se puso de mi lado después de nuestra ruptura y
la que sugirió que los cinco que se pusieron de parte de
Spencer necesitaban una «desprogramación inmediata de
la secta».
Eden Enger me ha visto con el corazón destrozado y con
un subidón en un concierto de rock y nunca me ha juzgado
por ello. Pero ahora mismo, está a punto de juzgar mi
absoluta ignorancia. Voy a tener que prepararme para lo
que me viene encima.
—Está bien. —Me siento en el borde del colchón y me
tumbo bocarriba—. Desahógate, no te cortes.
—Gigi Ross —gruñe—, ¿cómo es posible que no supieras a
quién te estabas tirando? Si tuve la foto promocional de
Alexander Kim sin camiseta de Quiet Devastation de fondo
de pantalla en el ordenador durante, ¿cuánto?, ¿seis
meses?
—En ese momento vivía con Spencer —le recuerdo—. No
lo vi.
—¡Pero si la cara de Alexander Kim debe de estar por
todo Londres!
Hago un gesto de asentimiento.
—En casi todas las estaciones del metro. Está en todas
partes. No tengo ninguna excusa, solo… —me froto la cara
con las manos— no he estado pendiente de la televisión. En
lo único en lo que he podido pensar ha sido en esa panda
de gente horrible que forma parte del mundo de la noche.
Tienes que alegrarte de que no me cruzara con él cuando
estaba allí. Te aseguro que ya me siento bastante estúpida
yo sola sin tu ayuda.
Me aparta las manos y se tumba a mi lado. Apoya un codo
sobre el colchón y la cabeza en la mano.
—Empieza por el principio. —Sus cálidos ojos marrones
se suavizan—. ¿Dónde lo viste primero?
—En el aeropuerto. —Le cuento cómo supe que lo había
visto antes. Ella suelta un resoplido y se tapa la boca con la
mano, prometiéndome que se va a comportar. Le comento
que en un primer momento no me acordaba de su nombre y
que, cuando lo recordé en el hotel, le llamé Alec—. Creo
que ahí se dio cuenta de que no lo conocía de la televisión.
Y me soltó unas cuantas indirectas, en serio, no sé cómo
pude ser tan burra, pero no pillé ninguna.
—Seguro que fue por eso —dice en voz baja.
—¿Que fue por eso qué?
—Que por eso dejó que te ducharas en su habitación y te
invitó a una copa y… todo lo demás.
—¿Porque conocía a Sunny?
—Bueno, por eso y porque no lo conocías a él.
Odio que me diga eso. Voy a tener que esforzarme para
que no se me note lo mucho que me ha afectado. El
problema es que tuve le sensación de que sí lo conocía. De
que me comporté con Alec tal y como soy y que él hizo lo
mismo conmigo. Que fuimos nosotros mismos cuando
estuvimos juntos. Pero está claro que no fue así.
—¡Oh, no! De ninguna manera. No me gusta esa
expresión. —Estudia mi cara—. Vamos a olvidarnos de esto
y sigamos adelante.
—Sí, sigamos.
Le cuento como fue ir a la habitación de Alec, la ducha, la
fuerte tensión sexual que hubo entre nosotros después.
—Lo sentía por todas partes —le digo. Al oír su risita,
añado—: En serio, incluso cuando estuve de espaldas a él,
podría haber calculado la distancia que nos separaba con
un margen de error de un par de centímetros. —La miro y
hago una mueca de dolor porque sé que esto va a destrozar
su pobre corazón de fan acérrima—. No te imaginas cómo
hace notar su presencia. Es una auténtica locura.
Eden grita y se cubre la cara con ambos brazos.
—¡Esto es horrible!
Asiento.
—Sí, lo es.
—No me puedo creer que mi mejor amiga se haya
acostado con Alexander Kim. —Hace una pausa, baja los
brazos y, cuando se da cuenta de lo que realmente está
diciendo, abre los ojos de par en par—. George, te has
acostado con Alexander Kim.
Suelto un suspiro.
—Sí.
Tras unos segundos, Eden se sienta y recobra la
compostura.
—Y bien —dice con una tranquilidad forzada después de
haber respirado hondo unas cuantas veces—, ¿fue sexo del
bueno?
A mi cabeza acude la imagen de él moviéndose dentro de
mí, penetrándome poco a poco. Su cara mirando al techo.
El labio superior brillando por el sudor. El recuerdo me
produce vértigo, provocándome una incómoda y dolorosa
presión en el pecho.
—Lo fue. —No quiero explayarme mucho porque siento
que es algo demasiado íntimo. Aun así, estoy segura de que
ella se ha percatado de lo temblorosa y débil que me ha
salido la voz.
Joder, dijo él. ¿Esto es sexo?
Y supe exactamente a qué se refería.
—En realidad, me ha arruinado para el resto de mis días.
Eden golpea el colchón con la mano.
—Lo sabía.
Me río.
—Eden, no seas rara.
—¿Te das cuenta de que te has acostado con mi hombre
perfecto?
Asiento con la cabeza.
—Reconozco que me siento un poco culpable.
—¡Claro que tienes que sentirte culpable! Llevo
enamorada de él una década. Si yo llegara y te dijera:
«Anoche me acosté con ese atractivo editor del New York
Times que tanto te gusta», ¿no estarías intentando que te
contara cómo fue con todo lujo de detalles?
Le sonrío de oreja a oreja.
—Creo que ambas sabemos que, de las dos, no soy yo la
entrometida.
—¡Dijo la periodista!
—Hablando de lo cual… —Le pongo las manos en la
espalda y la saco de mi cama.
Me mira desde el suelo.
—Odio que no estés gritando y poniéndote histérica con
todo esto. En serio, estoy deseando volverme loca con el
hecho de que mi mejor amiga se haya acostado con el
hombre que va camino de convertirse en la mayor estrella
de la BBC de la década y ni siquiera puedo contárselo a
Becky o a Juan. Porque no puedo, ¿verdad?
—No. —Sus compañeros camareros son un par de
adorables chismosos cabezas huecas. Si se enteraran, lo
mío con Alec terminaría subido a Instagram en cuestión de
una hora. Pero sé lo que quiere decir. No me siento
emocionada, ni deliciosamente cachonda. Me siento
cansada y un poco triste—. Creo que estaría más animada
si hubiera sido sincero y me hubiera dicho quién era.
—Tal vez le gustó la idea de poder ser alguien anónimo
contigo.
Asiento y me muerdo una uña, mientras vuelvo a pensar
en lo que Alec me ha dicho esta mañana.
Me ha hecho muy feliz estar aquí contigo. Esto era
exactamente lo que necesitaba. Pase lo que pase después
de esto, quiero que me prometas que lo recordarás.
—Lo que ocurre es que me siento un poco utilizada.
—Yo dejaría que el doctor Minjoon Song me utilizara
como le diera la gana.
Me río.
—Ya lo sé. Y siento decírtelo, pero es exactamente como
te lo imaginas.
Vuelve a tumbarse en el suelo y se pone a hablarme como
si estuviera en un ataúd, con los brazos cruzados sobre el
pecho.
—Te ha regalado ropa interior y un billete de avión, ¿y ni
siquiera vas a llamarlo?
—Eso es lo mejor. —Me asomo por el borde del colchón
para esbozar una sonrisa irónica—. Ni siquiera nos hemos
dado nuestros números.
Durante una hora, tengo el cerebro demasiado lleno como
para escribir algo que sea productivo. La convención
farmacéutica es como un aburrido zumbido gris en el
fondo, y todo lo relacionado con el Júpiter parece un
confuso revoltijo: demasiadas caras, detalles y líneas
temporales superpuestas. Alec está presente en todo, el
marcado ángulo de su mandíbula, el calor de su cuerpo, el
tranquilo y profundo murmullo de su voz; pero, de alguna
forma, Spencer también está ahí y su traición se filtra en
mis pensamientos, lo que me provoca una confusa
combinación de ira, lujuria y horror que hace que me
cueste horrores encontrar la objetividad necesaria.
Sé que debería dormir un poco antes de ponerme a
escribir, pero me quedan poco más de treinta horas antes
de entregar a Billy los dos artículos para que los envíe a la
redacción. Y uno de ellos no es solo una «historia», sino la
primera gran oportunidad que me han dado desde que
empecé a trabajar para el Times. No puedo meter la pata.
Escribo las aburridas quinientas palabras sobre Derecho
Internacional farmacéutico, envío el documento y luego
trabajo casi hasta la media noche en lo del Júpiter. Duermo
hasta las cuatro y me arrastro fuera de la cama para
terminar lo que sé que es un borrador de mierda.
Cuando solo me queda medio día para la entrega,
empiezo a editarlo.
Pero como el periodismo suele regirse por la Ley de
Murphy, justo cuando he pillado el ritmo (con las notas
recopiladas y organizadas, los dedos volando sobre el
teclado, modificando párrafos enteros y mi mente
encajando las innumerables piezas en una narración clara y
coherente), recibo un correo de Billy diciéndome que una
fuente verificada del Júpiter quiere reunirse conmigo en un
hotel de Wilshire a las nueve de la mañana, lo que se
comerá por lo menos una hora y media de mi plazo de
entrega. Pero lo ha marcado como URGENTE, y sé lo que
eso significa.
Que no tengo elección.
* «Te quiero» en coreano. (N. de la T.)
6

Una mujer notablemente alta me recibe en el vestíbulo del


Waldorf Astoria y parece identificarme de inmediato.
—¿Georgia? —Tiene un acento británico seco que parece
ir acorde con el pelo pelirrojo recogido en un severo moño
—. Soy Yael Miller. Por aquí.
Antes de que pueda estrecharle la mano, ya se ha dado la
vuelta y ha dado dos largas zancadas hacia la zona de
ascensores.
Me inquieta la falta de información, aunque no
demasiado. Billy sabe dónde estoy y con quién me voy a
reunir. Él no me enviaría a ningún sitio en el que corriera
peligro. Y es evidente que esto es importante, ya que
accedió a darme una prórroga de doce horas en el plazo de
entrega.
Entramos en el ascensor, Yael Miller pulsa el botón del
ático y subimos en silencio. Al cabo de un momento, las
puertas del ascensor se abren y salimos a una pequeña
estancia con una única puerta delante de nosotros. Pasa
una tarjeta, la abre y me hace un gesto para que entre.
Hago lo que me pide, pero ella no me sigue. La puerta se
cierra con un fuerte soplido, dejándome encerrada dentro.
Y entonces el corazón se me sale por la garganta y se me
cae al suelo. De pie, frente a las ventanas, recostado con
las manos apoyadas en el alféizar, y con un aspecto muy
parecido al que tenía en el ascensor que nos llevó hasta su
habitación hace solo dos días, está Alec Kim.
Las primeras palabras que salen de mi boca son por puro
impulso.
—Tiene que tratarse de una broma.
Alec se endereza al instante.
—No te vayas.
Ya estoy haciendo el amago de darme la vuelta y estoy
convencida de que mi cara refleja las ganas que tengo de
salir de aquí, pero entonces un recuerdo amargo me golpea
como una píldora disuelta en mi lengua.
—Espera, ¿ella es tu asistente?
—Sí.
—¿La que me compró la ropa interior?
Alec asiente.
—Bien, recuérdame que le dé las gracias al salir. Estoy
segura de que le encanta hacer ese tipo de recados.
—Ha sido la primera vez que lo ha hecho —confiesa.
—Pues no ha debido de sentarle muy bien —replico,
mirando a mi alrededor—. No me ha dirigido la palabra
mientras hemos subido en el ascensor.
—Ella es así. —Cuando entiende a lo que de verdad me
estaba refiriendo, enarca ambas cejas—. No tiene nada que
ver con los celos. A Yael no la atraigo de esa manera.
Exhalo despacio y miro hacia un lado. No tengo ni idea de
por qué estoy aquí. ¿De verdad Alec tiene algo que
contarme sobre el Júpiter? Y, si es así, ¿por qué no me dio
indicio alguno de que sabía algo cuando estuvimos juntos
en Seattle?
—Bueno —digo, mirando los cuadros de la pared. Parecen
caros. No recuerdo haberme fijado en ese detalle cuando
estuvimos en la suite—. Ya estoy aquí. ¿Qué querías
contarme?
Inhala con fuerza por la nariz y asiente despacio.
—Me imaginé que algo andaba mal por la manera en que
te fuiste del aeropuerto…, pero ahora, por tu voz, se nota
que estás cabreada.
—No estoy enfadada, Alec. Estoy molesta. Compartí una
noche muy emotiva con alguien que me mintió sobre quién
era, y ahora me has hecho venir aquí, con un plazo de
entrega de por medio, y no sé para qué.
—Para mí también fue emotiva —responde, obviando el
resto de lo que le he dicho—. Pero ambos sabemos que no
habríamos tenido nada de eso si te hubiera contado más
sobre mí.
Puede que tenga razón. Aun así, le digo:
—Me sigue pareciendo horrible.
—¿Trabajas en la sección de noticias internacionales del
LA Times, no tenías ni idea de quién era yo, y se supone que
tengo que sentirme mal por no habértelo dicho?
Abro la boca, estupefacta.
—Eres actor, no un diplomático —contrataco—. ¿De
verdad tienes un ego tan grande?
Suelta un gruñido de frustración y mira al techo.
—Vamos, sabes que eso no es lo que quiero decir. Yo
solo… O te cabreas porque no te lo dije, o te alegras de la
noche que tuvimos, pero no puedes hacer ambas cosas.
—Por supuesto que puedo. De todos modos, lo que
tuvimos hace dos noches fue una mentira.
Él se echa hacia atrás como si acabara de darle un
empujón. Siento una punzada de culpabilidad en el pecho.
—¿Por qué se me iba a ocurrir que debía aclararte quién
era? —pregunta—. ¿Qué importancia habría tenido, al
menos al principio? Eras la mejor amiga de la infancia de
mi hermana. Dejé que usaras el baño de mi habitación.
Pensé que eso sería todo, y que daba igual si solo creías
que era el hermano de Sunny. Pero luego empezamos a
hablar, nos tomamos unas copas y, antes de darme cuenta,
nos estábamos agarrando de la mano. Y cuanto más tiempo
pasaba sin decírtelo, menos ganas tenía de hacerlo.
—Quisiste saberlo todo sobre mí, y luego te mostraste
poco claro con respecto a tu vida. Al menos podías haberme
dicho: «Esta noche, quiero evadirme de la realidad» o «No
me apetece hablar de ello». No soltarme medias verdades
para darme la impresión de que estábamos siendo igual de
abiertos el uno con el otro.
—Me gustó poder ser solo un hombre contigo —dice—.
No tener que estar a la altura de ninguna expectativa y que
no te pusieras nerviosa conmigo. Me gustó que fueras real.
Nunca consigo ser yo mismo, jamás. —Me mira fijamente
durante varios tensos segundos—. Pero siento haberte
mentido.
No sé qué podemos hacer a continuación.
—¿De verdad me has traído aquí para hablar de lo que
pasó entre nosotros? ¿No tienes nada que contarme sobre
el Júpiter?
Se toma unos segundos para responder. Y en esos
momentos de silencio, observo cómo aprieta la mandíbula
primero y luego la relaja.
—No —dice por fin—. Tengo algo que contarte al
respecto.
Mi cerebro cambia de actitud al instante.
—Espera. ¿Sabes algo?
Esta historia es un polvorín. Ian, mi compañero periodista
del Reino Unido, y yo nos hemos pasado las dos últimas
semanas tratando de descubrir lo que sucede realmente
dentro del Júpiter. Encontramos algunos bombazos, pero
sin ninguna fuente dispuesta a hablar con nosotros,
también dimos con un número frustrante de callejones sin
salida.
¿Y Alec sabe algo tan importante como para llamar a Billy
y hacer que me mande aquí? Atónita, abro y cierro la boca.
Él se da cuenta enseguida de lo que estoy pensando.
—En el hotel, no sabía si podía hablar de esto. —Alec no
rompe el contacto visual, pero hace una leve mueca de
dolor—. Por desgracia, mi fuente se lo está pensando.
Estallo en una risa incrédula.
—Eres un puto mentiroso.
—No lo soy. Hay muchas cosas que quiero contarte, pero
no es mi historia. No puedo hablar de ello si la persona en
cuestión no quiere.
—Si resulta que estás involucrado de algún modo en este
asqueroso… —digo entre dientes.
—¡Gigi! —me interrumpe, horrorizado—. ¿Lo dices en
serio? Eso es… —Cierra los ojos y toma una profunda
bocanada de aire—. No tengo absolutamente nada que ver
con el Júpiter, ni como inversor ni como cliente. Eso no es
lo que quería contarte.
O es un actor aún mejor de lo que me imaginaba o yo soy
demasiado blanda.
—Bien —digo ahora con más suavidad—. Es un gran alivio
saberlo.
Abre los ojos y me mira fijamente.
—Creía que tenía información para darte que podría
ayudar a desenmascarar a alguien, pero resulta que no es
así.
La adrenalina abandona mi cuerpo como si acabaran de
tirarme una jarra de agua fría, dejándome entumecida.
—De acuerdo. Pues entonces, ya hemos terminado aquí.
Voy hacia la puerta, pero Alec me detiene con un agudo:
—¡Espera! —Freno en seco, aunque no me doy la vuelta
—. También… me he dado cuenta de que no nos dimos
nuestros números de teléfono.
Ahora sí que me giro, muda de asombro.
—Eres increíble.
—Vamos. Estoy intentando hacer las cosas bien.
Siento un doloroso e inesperado pellizco en el corazón.
—¿Por qué?
—Porque en las últimas treinta y seis horas solo he podido
pensar en ti.
Esas palabras opacan cualquier otro pensamiento. Me
olvido de la historia y, durante unos segundos, también me
olvido de estar enfadada. En lo único que me fijo es en su
postura, con las manos metidas en los bolsillos y el tangible
movimiento de su nuez de Adán mientras traga saliva. Veo
cómo se humedece los labios, esperando ansioso mi
respuesta.
—¿Por qué? —repito. Aunque esta vez en voz más baja.
—Porque… —no parece estar seguro de cómo responder a
esto— necesitaba volver a verte.
Por lo visto solo sé responder con las dos mismas
palabras.
—¿Por qué?
Esboza una breve sonrisa fugaz.
—Vamos, Gigi.
—Por el sexo —llego a la conclusión.
—Por lo que sea que hay entre nosotros —me corrige—.
Me cuesta creer que solo me haya pasado a mí. ¿Lo de la
otra noche te pareció sexo normal y corriente? ¿El tipo de
sexo que has tenido con otras personas?
—No creo que sea una comparación justa —digo—. Me
apuesto a que mi lista es mucho más corta que la tuya.
Se lleva una mano al pelo y aparta la vista. Debería
sentirme culpable por ese golpe bajo, pero me quedo
demasiado absorta contemplando su mandíbula apretada y
la forma en que el cuello se le enrojece por el enfado. La
sensación profunda y voraz que se adueña de mi estómago
hace que todo lo demás pase a segundo plano.
—Bien. —Alec se vuelve hacia mí—. Entonces eres
consciente de que, si solo quisiera sexo, podría conseguirlo
en cualquier parte.
Exacto, me increpa una voz en mi cabeza. La asistente
que envía ropa interior a Seattle también puede encontrar a
alguien que satisfaga sus necesidades. No se trata de eso, y
lo sabes, Gigi. Estás siendo una cobarde.
Dejo escapar un tembloroso suspiro.
—Lo siento. No debería haberte dicho eso.
—Sí. —Parpadea mirando la ventana y frunce el ceño—.
Bueno, supongo que ya hemos respondido a esa pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Si lo que pasó entre nosotros sucedió porque no sabías
quién era yo.
No sé por qué esto hace que me ponga a la defensiva.
—Eso no es justo.
Me mira sorprendido.
—¿Por qué no es justo?
—Porque tienes que dejar que esté dolida por haber sido
sincera contigo y tú no.
—¿Eso es lo que crees? ¿Que no fui sincero contigo?
Y aquí, justo aquí, es donde me ha pillado. Y él también lo
sabe.
Nos miramos fijamente, con respiraciones rápidas y
profundas, nerviosos.
—Si reconociera que te he hecho daño —empieza en voz
baja, intentando contener una sonrisa tímida, pero falla y le
aparece un hoyuelo en la mejilla—, ¿entonces qué?
Me muerdo el interior de la mejilla para no devolverle la
sonrisa.
—Entonces… no lo sé.
—Ven aquí —me pide en un suave murmullo.
Quedarme quieta implica fingir que mis pies son bloques
de hormigón.
—Tengo que revisar mi artículo.
Me mira, apretando la mandíbula y hace un gesto de
asentimiento.
—Cierto. Tienes que entregarlo en plazo.
¿Y… ya está? ¿Va a dejar que me vaya sin más? Me siento
como un globo al que acaban de pinchar con un alfiler. Mi
cabeza es una vorágine de emociones: alivio, lujuria,
enfado, anhelo, obsesión… Alec Kim tiene un efecto salvaje
en mi sangre.
A ver, el artículo está escrito. Lo único que me queda es
una revisión.
Y, al convocarme aquí, me ha dado doce horas más.
Se me empiezan a ocurrir varias excusas que voy
descartando. Alec me observa, cada vez más divertido, a
medida que va pasando el tiempo sin que me dé la vuelta y
desaparezca por la puerta. Al cabo de un rato, por fin le
digo:
—Ven tú aquí.
Camina hacia mí con una risa serena, parándose tan
cerca de mí que siento el calor que despide su cuerpo.
—¿Entonces qué?
¿Oirá mi corazón? Debe de ser lo más ruidoso que hay en
esta habitación.
—Sigo sin saberlo.
Me agarra la mano, entrelazando sus dedos con los míos.
—¿Esto?
—Tal vez. —Soy incapaz de contener la sonrisa que
esbozan mis labios. Alec me rodea la cintura con el brazo
que tiene libre, me atrae hacia él y me pega a su pecho.
Un abrazo en toda regla.
—¿Y esto? —pregunta.
Al sentir el familiar contacto con su cuerpo y la dulce
seducción de su abrazo, se me instala un nudo de emoción
en la garganta. Todos los recuerdos de la noche que
pasamos juntos afloran al instante. Le rodeo el cuello con el
brazo libre, tirando de su cabeza hacia abajo hasta que
apoya la frente en la mía, y así, con los ojos cerrados,
respiramos entrecortadamente al unísono durante unos
segundos.
Cuando abro los ojos, lo encuentro mirándome. Antes de
darme cuenta y poder evitarlo, lo miro con ternura.
Alec sonríe y se aparta un poco.
—¿Cómo de enfadada puedes estar si me miras así?
—Muchísimo.
Reprime una risa.
—Ese «muchísimo» no ha sonado muy intimidante. —Se
besa la yema de un dedo y la frota con ternura sobre mi
corazón.
—Me he sentido como una imbécil —reconozco—. Te
conté lo de Spencer. Te hablé de mi trabajo.
—No estuvo bien. —Me da un beso en la frente—. Lo
siento. Te habría contado más de mí, pero fui un egoísta. Lo
sé. La noche estaba siendo perfecta y me preocupaba que
todo se fuera al garete.
—De todos modos, ¿qué estamos haciendo? —pregunto—.
Ahora mismo, apenas nos conocemos.
—Eso no es verdad. Puede que hayamos cambiado mucho
en los últimos catorce años, pero al igual que sucede con
las renovaciones…
Sonrío cuando ambos nos damos cuenta de que no ha
podido escoger una metáfora peor.
—¿Siempre formaremos parte de los cimientos del otro?
—me aventuro a decir.
Alec asiente y se ríe con una mueca de dolor.
—Vaya una comparación que he elegido. No puede ser
más horrible.
—No, ha sido muy bonita.
Me detengo un momento para mirarlo de verdad. Sé que
su rostro debería despertar en mí otro tipo de conciencia,
transportarme al tembloroso territorio de los nervios. Al fin
y al cabo, fue el chico del que me enamoré siendo una niña
y ahora es toda una celebridad. Pero el escalofrío que
recorre mi columna no es debido a los nervios o a la
inseguridad; es un hambre voraz por él.
Alec se inclina, acercando sus labios a los míos y con la
vista clavada en mi boca.
—Hueles tan bien…
—¿En serio?
Asiente con un murmullo.
—El otro día, por la mañana, no quería ducharme. Quería
sentir tu aroma sobre mí un poco más. —Ladea la cabeza y
toma una profunda respiración debajo de mi mandíbula—.
Olías a una mezcla de azúcar y sexo.
Sus palabras encienden un fuego en mi interior. Meto la
mano por debajo de su camisa, sintiendo ese cuerpo que ya
conozco, pero al que añado las nuevas imágenes que tengo
en mi cabeza: la de la foto de la isla de Jeju con la camisa
abierta por la cintura, dejando al descubierto su firme
abdomen; lo alto que es y cómo tiene que agacharse para
besarme; todos los artículos que han escrito sus seguidores
hablando de sus proporciones perfectas… Ahora sí que he
entrado en un nuevo territorio de hiperconciencia.
Y esta boca, que ha sido la protagonista del primer plano
de miles de fotos, me está besando la mandíbula, el cuello…
Cierro los ojos y me aparto.
—Vale. Esto es muy raro.
Él percibe al instante lo que me está pasando.
—No. —Ladea mi cara para que lo mire—. No hagas eso.
Vuelvo a rodearle el cuello con las manos. Le clavo los
dedos en el pelo. Acerca su boca hasta dejarla a un escaso
centímetro de la mía y espera a que sea yo la que tome la
decisión.
Me pongo de puntillas, atrapo su labio inferior con mi
boca y tiro de él. Le oigo soltar un gemido de
desesperación antes de agarrarme de la nuca y profundizar
el beso con la lengua y los dientes. Luego baja la otra mano
por mi espalda hasta llegar al trasero donde me sujeta y
aprieta las nalgas.
—Esto —dice, cuando se separa para inhalar un poco.
Entiendo lo que ha querido decir. Que esto seguimos
siendo nosotros.
Camina hacia atrás, hacia la cama, tirando de mí. Se
sienta en el borde del colchón y sonríe mientras yo me
siento a horcajadas en su regazo.
Entonces tomo su mandíbula con la yema de los dedos y
lo miro con atención, contemplando cada uno de sus
rasgos. Memorizándolos. Los cálidos ojos oscuros. La nariz
recta perfecta. Los carnosos y suaves labios que me hacen
la boca agua. La mandíbula afilada y esos pómulos de
ensueño.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
Levanta el brazo y mira su reloj sin mover la cabeza.
—Tengo una entrevista aquí dentro de dos horas.
Perder dos horas de trabajo no es mucho tiempo. Mejor
esto en vez de comer, o limpiar, o responder correos
electrónicos.
Acerco la punta del dedo a su mejilla izquierda y, cuando
sonríe, la encajo en el hoyuelo que aparece. Se acerca y me
besa.
—No te muevas.
Trazo un sendero con el dedo desde la frente hasta su
nariz, pasando por el arco del labio superior. Alec espera
con paciencia mientras le recorro el labio inferior. Le
agarro de la mandíbula y le levanto la cabeza para mirarle
el cuello. Tengo especial predilección por las gargantas
masculinas, y la suya es material de primera para las
fantasías y la culpable de esos sueños en los que me
despierto excitada y sudorosa.
Así que es lo primero que atrae mi atención. Paso la
lengua por toda su longitud, deteniéndome en la nuez de
Adán, que vibra contra mis labios cuando gime.
Luego le chupo los labios, lamiéndolos,
mordisqueándoselos. Alec empieza a mover las caderas
debajo de mí, empujando hacia arriba despacio, mientras
mete las manos por debajo de la parte trasera de mi
camiseta.
Le beso los pómulos, los párpados. Poso la boca en su
sien, respirando el fresco olor de su champú. Su mano hace
un lento trayecto por debajo de mi camiseta, deslizándose
por mi columna vertebral. Después, con un rápido
movimiento de los dedos, me desabrocha el sujetador.
Cuando me aparto un poco, abre los ojos y los clava en los
míos. Me quedo inmóvil, como si el tiempo se hubiera
detenido, sintiendo como si estuviera mirando dentro de mi
mente.
Su mirada me recorre el rostro. Me aparta un mechón de
pelo de los ojos.
—¿Lo ves? Tenía razón.
—¿Ahora te vas a poner en plan engreído?
—Mmm. ¡Ajá! —Se acerca a mí y, en cuanto me besa,
desaparece la paciente espera que hemos intentado
mantener durante los últimos minutos. Su boca ardiente,
abierta, se apodera de la mía con el mismo ímpetu que yo
siento. Vuelve a meter sus grandes manos debajo de mi
camiseta, deslizándolas hacia la parte delantera para
acunarme los pechos mientras exhala algo que no entiendo.
—¿Qué acabas de decir?
Mueve los labios por mi garganta.
—Suena mejor en coreano, pero básicamente te he dicho
que me gustan mucho estas.
Me río.
—¿Mis tetas?
Él también se ríe y me echa hacia atrás para poder
levantarme la camiseta, posar la boca en mi estómago y
besarme el cuerpo.
—Esta es una forma más agradable de admirar tus
curvas.
Encajo las caderas en las suyas, frotándome contra la
dura protuberancia que siento en sus pantalones de vestir.
Suelta un suave gruñido de frustración.
—Un descuido inesperado —dice, antes de
mordisquearme el labio inferior.
—¿El qué?
—Esta no es mi habitación. Es la habitación que usamos
para las entrevistas.
—Entonces después no te vas a sentir muy cómodo,
¿verdad? —pregunto, riéndome.
—No creo; estaremos en la sala de estar. —Frunce el ceño
—. Lo que ahora me preocupa es que aquí no tengo la
maleta.
En un primer momento no capto lo que quiere decir. Pero
entonces hace un movimiento rotatorio con las caderas,
presionando contra mi centro y… ¡Oh!
—¿No hay preservativos?
—No.
—Podemos hacer otras cosas —le digo mientras lo beso.
—Si la memoria no me falla, la última vez se nos dio
bastante bien la primera ronda. —Se lleva un pecho a la
boca.
Me quito la camiseta y luego hago lo mismo con su
camisa. Alec se acomoda sobre mí. Noto su piel, cálida y
suave. Cuando vuelve a besarme, mi excitación aumenta,
ahuyentando las ganas que tengo de ir despacio y disfrutar
de cada segundo. Le clavo las uñas en la espalda, sabiendo
que le voy a dejar marca, pero eso solo lo vuelve más
frenético. Se pone de rodillas, me quita los vaqueros y se
queda quieto en cuanto ve mi ropa interior.
Le sonrío.
—No te preocupes. Ayer hice la colada.
Alec esboza una sonrisa distraída, encendida por la
pasión.
—¿Te gusta cómo me quedan?
Desliza un dedo bajo la tela de mi cadera.
—Sí.
—Me recuerdan a ti.
—Entonces —dice, acariciándome la piel—, ¿te has puesto
esto hoy sin saber que ibas a verme?
—Exacto.
—¿A pesar de estar enfadada conmigo?
Hago un gesto de asentimiento.
Baja el dedo por el doblez de la seda, sobre mi pubis, y
después sigue descendiendo entre mis piernas hasta llegar
al clítoris.
Le veo cerrar los ojos. Hace un círculo con el dedo, baja
aún más, y cuando extiende mi cálida humedad alrededor,
suelta un gemido.
Se aparta, me lleva hasta el cabecero de la cama y
después se coloca entre mis piernas.
Mi cerebro se sume en el caos. Me vuelvo loca solo con
imaginarme lo que está a punto de hacer. Necesito…
Necesito tomar un poco de aire antes de que lo haga.
—Espera.
Me mira.
—¿Qué?
—Estoy casi desnuda.
Continúa mirándome, esperando, siento su cálida y
entrecortada respiración contra mi estómago.
—¿Y?
—Y tú no.
Al darse cuenta, retrocede, se sitúa a los pies de la cama
y se lleva las manos al cinturón. Aquí es cuando me percato
de que he cometido un error. Contemplar cómo se quita los
pantalones a plena luz del día no va a ayudar a que me
relaje. Oigo el suave chasquido del metal de la hebilla en la
silenciosa habitación. El sonido de la cremallera bajando
diente a diente es obsceno. Se muerde el labio y esboza una
sonrisa que debe de estar relacionada con la que quiera
que sea mi expresión mientras lo observo.
Para vengarme, deslizo la mano por mi cuerpo,
ahuecándome el pecho y pellizcándome levemente el
pezón.
Alec suelta un gruñido y sube la apuesta en este juego
enganchando los pulgares bajo la cinturilla de sus
calzoncillos oscuros, tirando de ellos hacia abajo, y
liberando su dura longitud. Después, sin dejar de mirarme,
se la rodea con la mano y empieza a acariciarse.
Se me hace la boca agua y actúo por instinto. Me siento a
los pies de la cama para pasar las manos por sus muslos
hasta llegar a las caderas. Lo atraigo hacia mí, le aparto la
mano y lo mantengo quieto, usando la humedad de mi
lengua.
Sorprendido, exhala una palabrota y apoya una mano en
mi hombro para no perder el equilibrio.
Siento su pene suave y duro bajo mi lengua. Sabe a
lujuria. Cuando me meto la punta en la boca y la chupo, lo
miro a la cara para no perderme su expresión.
Retrocede con un gemido y se inclina para darme un beso
en la mandíbula.
—¿Gigi?
—¿Mmm?
Pega su boca a la mía.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees?
—Me has embaucado para que me quitara la ropa.
Me río.
—Y tú me has provocado tocándote. ¿No te gusta que te
besen aquí?
—Me gusta demasiado —dice. Gime cuando lo acaricio,
vuelve a besarme y me empuja por los hombros hasta
dejarme tumbada en la cama. Coloca la mano sobre la que
tengo alrededor de su pene y las mueve al unísono en unas
cuantas caricias antes de apartarme—. Todavía no.
Mete las manos bajo mis brazos y me arrastra por el
colchón antes de descender de nuevo, trazando un sendero
de besos húmedos por mi torso hasta llegar a mi
entrepierna.
Retira la seda de mis bragas hacia un lado, se inclina,
separa mis labios vaginales con el pulgar y me da un beso
en el clítoris, succionándolo ligeramente.
No sé cómo voy a sobrevivir a lo que viene a
continuación. A su boca voraz, chupándome con fruición,
explorándome y jugando con su lengua experta. Al
principio, sus dedos son suaves; me penetra primero con
uno, luego con dos, después con tres, y entonces ya no está
seduciéndome, sino follándome con la mano, introduciendo
los dedos profunda y rápidamente hasta que todo mi
interior es luz y calor, hasta que el placer es tan intenso
que es lo único de lo que soy consciente, hasta que oigo mis
propios gritos y me doy cuenta de lo ruidosa que estoy
siendo, de que tengo que ser más silenciosa y me tapo la
cara con la almohada…
Pero Alec me la quita y la lanza a un lado.
Así que mis gritos vuelven a salir libres, hacia el techo,
inundando el ambiente.
Me quedo sin aliento, con un brazo echado sobre la cara y
el pecho agitado, intentando normalizar mi respiración,
pero él no se retira de inmediato. Me besa con dulzura, con
la boca cerrada; es como un aterrizaje suave después de
una caída prolongada y brusca. Nunca me había imaginado
que el sexo oral pudiera ser así. Que existiera tal cosa.
Alec, también sin aliento, trepa por mi cuerpo,
arrastrando su boca mientras avanza, pero se detiene en
mis pechos.
—¿Todo bien? —pregunta, antes de trazar un círculo con
la lengua sobre mi pezón.
Asiento con la cabeza y bajo el brazo.
—Mírame —susurra—. Mírame y dilo.
—Estoy muerta. —Me las arreglo para abrir los ojos, pero
necesito unas cuantas respiraciones para pronunciar las
palabras—. Nunca nadie me lo había hecho así.
Continúa haciendo círculos con la lengua.
—¿Así cómo?
Tengo que buscar las palabras.
—De una forma tan salvaje… —Miro al techo y jadeo—.
Tan voraz.
Siento que me mira fijamente durante un instante antes
de volver a prestar atención a mis pechos lamiéndolos,
chupándolos y humedeciéndolos. El sonido de su boca al
alejarse y sus graves gruñidos contra mi piel hacen que
tiemble de anhelo. Me parece increíble que, después de
haberme provocado ese orgasmo tan potente hace apenas
dos minutos, vuelva a hacer que me sienta insaciable y
anhelante tan pronto. Pero veo cuáles son sus intenciones
en cuanto se cierne sobre mí, se sienta a horcajadas sobre
mis costillas y me aprieta los pechos alrededor de su pene.
—¿Te parece bien?
Asiento con la cabeza, pero él me mira y enarca una ceja
fingiendo estar molesto.
—Me gusta —le digo con una sonrisa de oreja a oreja.
Se pone a juguetear con mis pechos y empieza a moverse.
Mis manos se quedan libres para tocarle los muslos, la
cintura y el pecho. Cuando le rozo los pezones con las uñas,
suelta un siseo tenso y hambriento.
—Sí —dice cuando lo hago de nuevo.
Y esa única palabra se convierte en una llamada y
respuesta susurradas; la suya cada vez más tensa y la mía
alentándolo con ímpetu. Nunca en mi vida he visto nada
más erótico que Alec intentando alcanzar el clímax
desesperado.
Le acaricio la piel por todas partes, hasta llegar a sus
dedos, húmedos y resbaladizos. Entonces deja que sea yo la
que me agarre los pechos y él se sujeta al cabecero.
—Gigi —dice, antes de tragar saliva con fuerza—, me
corro.
Gime con fuerza. Una, dos veces. Contemplo su rostro
mientras libera su placer, que cae cálido y húmedo sobre mi
pecho y cuello. En el silencio jadeante que sigue, llevo los
dedos hasta su semen, mientras observo cómo me mira.
—¿Estás bien? —pregunta, frotándome con dulzura el
labio inferior con el pulgar.
Asiento con la cabeza.
—Me estás echando a perder. El sexo ya no volverá a ser
igual.
—¿Lo era antes?
—Por favor, cualquier hombre que haga lo que tú me has
hecho ahí abajo ha tenido un montón de sexo del bueno.
—Creo que jamás me he puesto como ahora. Así de
salvaje, como has dicho —añade—. Me preocupaba hacerte
daño.
Le sonrío.
—¿Tengo pinta de que me hayas hecho daño?
—No. —Se echa hacia atrás, se acomoda sobre mí y
murmura las siguientes palabras contra mis labios—: Eres
preciosa.
Y ahí está, la dicha y la tragedia entrelazadas de esto.
Hace que me sienta guapa, incluso estando sudada,
tumbada sobre la cama desecha de un hotel.
Se levanta y se dirige al baño. Oigo el agua correr y, un
momento después, regresa con una toalla templada y
mojada, con la que me limpia los dedos el cuello y los
pechos.
—Y pensar —digo, peinándole un mechón de pelo que le
cae sobre la frente con la mano— que vine aquí creyendo
que iba a obtener información para mi artículo y en cambio
hemos terminado así. Ni siquiera puedo enfadarme por
haber perdido dos horas de edición.
Alec dobla la toalla del revés y vuelve a pasarme con
cuidado la parte limpia por el cuello. Después deja escapar
un murmullo de constatación.
—Te prometo que te lo contaré en el momento en que me
dejen hacerlo.
Ladeo la cabeza y lo miro.
—En realidad, creo que ya no puedes contarme nada de
forma oficial. Acabamos de cargarnos cualquier tipo de
imparcialidad.
Deja la toalla en la mesita de noche y se tumba de
costado, frente a mí, con la cabeza apoyada en una mano.
—Bueno, no creo que me sintiera cómodo hablando de
esto con nadie que no fueras tú.
—Alec, ¿qué pasa? —Termino la pregunta justo cuando
oímos llamar a la puerta con un único golpe de nudillos.
Sobresaltado, se fija en la puerta antes de clavar la vista
en el reloj que hay junto a la cama. Ni siquiera me molesto
en mirar, pero su tono me ha dejado inquieta. Parece
molesto… devastado en realidad. Por primera vez, pienso
que el que Alec conozca a alguien que sabe algo quizá no
es tan sencillo. Si no responde a mi siguiente pregunta,
Yael Miller va a tener que sacarme de aquí a rastras.
—¡Eh! —Le agarro la barbilla para que me preste
atención y hago todo lo posible para que no me tiemblen las
manos y mantener un tono de voz firme—. Al menos dime
que no tengo que preocuparme por tu seguridad.
—Estoy bien —me asegura con premura—. De verdad. —
Baja la vista hasta el lugar en que el que está dibujando
espirales sobre mi clavícula con el dedo. Vuelven a llamar a
la puerta. Dos veces en esta ocasión—. Pero es lo más que
puedo decirte antes de que Yael entre aquí.
7

Decir que cuando llego a casa estoy preocupada sería un


eufemismo. Alec tiene información sobre la historia en la
que he estado pensando casi todas las horas que he pasado
despierta el mes pasado, y no tengo ni idea de qué puede
tratarse, cuándo me lo va a contar o si alguien lo va a saber
antes que yo. Entiendo que tenga que aclararlo antes con
su fuente, pero ¿cambiará lo que llevo escrito? Además, soy
consciente de que no se trata de ninguna nimiedad, sino de
algo importante. Algo lo bastante grande como para que
mantuviera una expresión tensa y nada comunicativa
cuando me ha acompañado a la puerta y me ha dado un
beso de despedida.
Ha sido un pico vacilante, aunque para ser justos, ambos
sabíamos que iba a ser así: estábamos vestidos, cada uno
en su papel (él en el de actor deslumbrante; yo en el de
periodista ávida de noticias), con el peso de una bomba de
magnitud desconocida entre nosotros.
—Intenta dormir un poco —me ha dicho. Y luego ha
añadido—: No te preocupes. En serio.
—¿Cuándo terminarás esta noche?
—Tarde. —Y entonces me ha puesto en la mano un iPhone
de última generación—. Te prometo que te llamo mañana.
Me he quedado con la vista clavada en el dispositivo.
—Esto no es mío.
—Si no te importa, me gustaría que usáramos números
distintos a los habituales. He agregado mi número privado
en los contactos.
Me he reído al oírlo. Lo he llamado «Casanova 007» y he
bautizado al aparato con el nombre de «Bat-teléfono», pero
mi sonrisa se ha esfumado en cuanto he comprendido la
verdad: tontear con Alec después de saber que tiene
información sobre el caso en el que estoy trabajando
genera una serie de conflictos personales y profesionales.
—De acuerdo, sí, bien pensado.
Me ha dado un beso rápido, ha dejado entrar a Yael y
ambos se han puesto en marcha para preparar la batería de
entrevistas mientras yo tomaba el ascensor para volver a la
planta baja.
En cuanto llego a casa, por supuesto, lo busco en Google
por segunda vez. Pero ahora por un motivo diferente. La
última vez quería averiguar por qué la gente lo estaba
esperando en el aeropuerto de Los Ángeles; ahora quiero
saber con quién pasa el tiempo, dónde suelen encontrárselo
los fotógrafos y los fanes y a quién puede conocer que esté
relacionado, aunque solo sea por encima, con el Júpiter.
Y mientras me sumerjo en una búsqueda profunda por
internet, me alivia descubrir que Alexander Kim no suele
prodigarse en público. Su vida social parece de lo más
respetable. La mayoría de los lugares donde se le ha
fotografiado son aeropuertos, museos, alfombras rojas y en
los distintos platós donde ha trabajado.
No hay ningún indicio que lo relacione con el Júpiter.
Cuando suena el teléfono, se me revuelve el estómago.
—Hola, Billy —lo saludo mientras me recuesto en la silla
del escritorio y cierro los ojos.
—¿Cómo lo llevas?
—Ya lo he terminado. Ahora solo le estoy dando un
repaso.
—¿Con la nueva información de esta mañana? —pregunta
con tono distraído, entrecortando las palabras. Me lo
imagino en su escritorio, con barba de tres días, bebiendo
un café frío y leyendo otra cosa a la vez que habla conmigo.
Hago una pausa y exhalo un lento y prolongado suspiro.
Podría hablarle de mi relación con Alec. Es más, debería
hacerlo. Pero sé lo que pasaría: Billy me apartaría de la
historia y se la daría a otra persona. He llegado demasiado
lejos para renunciar a ella; además, tampoco es que Alec
me haya contado nada.
—Su fuente se ha echado para atrás —comento—. Cuando
he llegado allí no tenía permiso para hablar de ello.
—¡Mierda! —espeta Billy entre dientes—. ¿Qué ha
pasado? ¿No intentaste animarlo para que te contara algo?
Cierro los ojos. La culpa me revuelve las tripas.
—Claro que sí.
—Bueno, quizá sea suficiente con lo que tienes. Vamos a
hacer un repaso rápido.
Me siento recta y enderezo la pantalla del portátil.
—De acuerdo. Bien, empezamos con mujeres que han sido
agredidas en las salas VIP de un club exclusivo y hombres
poderosos que han utilizado su influencia para encubrirlo.
Luego abordamos la historia a fondo. Lo más seguro es que
nadie de los Estados Unidos haya oído hablar de esto, así
que ofrezco algunos datos del club. El Júpiter abrió hace
nueve meses, blablablá, por una estrella del pop y un grupo
de hombres de negocios de éxito que ya han sido
propietarios de algunos de los clubs más conocidos de
Londres. Situado en el corazón de Brixton, tiene capacidad
para albergar a unos ochocientos invitados y cuenta con
varias zonas VIP en las que, por lo que parece, hay
habitaciones privadas equipadas con cámaras de vídeo. —
Contemplo el artículo en mi pantalla, preguntándome qué
nivel de detalle quiere Billy que incluya—. Prefieres que no
mencione el nombre del portero, ¿verdad? ¿Incluso aunque
su cuenta de Twitter fuera pública antes de que dejara de
existir?
—Sí —responde—. Es mejor ser precavidos. Mantener
todo en las instancias superiores, algo así como: hace unas
semanas, un portero le dijo a su jefe que las mujeres
estaban siendo acosadas en el club. El portero recibió una
paliza, según él como represalia. Fue a quejarse al jefe de
su jefe y acabó siendo despedido.
—Entonces su cuenta de Twitter desapareció —continúo,
asintiendo.
—Correcto. El gorila fue despedido, decidió compartir la
historia en Twitter y luego publicó capturas de pantalla que
dijo que alguien le envió de unas salas de chat privadas
donde queda claro que los propietarios del club están
compartiendo imágenes de contenido sexualmente explícito
que se graban en la zonas VIP. —Toma un bocado de algo y
continúa hablando—: Y entonces…
—Entonces la cuenta de Twitter desaparece. Cuando
encontré al portero (Jamil Allen), no quiso hablar con
nosotros. Hay callejones sin salida por todas partes. No
sabemos quién es el anfitrión de las salas de chat online, o
quién le envió las capturas de pantalla. Y luego, un par de
días después, mientras Ian y yo estamos en un pub,
revisando nuestras notas, él recibe una llamada de una
mujer que consiguió su número a través de Jamil y le dice
que unos ejecutivos del Júpiter se han puesto en contacto
con ella y le han preguntado directamente si quiere llegar a
un acuerdo económico.
Espero a que Billy reaccione a esto último. Tarda un
segundo:
—Espera. ¿Para qué?
—Exacto, para qué —contesto—. Resulta que la policía la
había identificado en uno de los vídeos que se habían
subido a los chats, pero nadie se lo había notificado. Había
sufrido una agresión, que habían grabado en vídeo y, sin
embargo, no se acordaba de nada.
—Joder. Entonces, ¿la policía sí estaba investigando el
asunto, pero le daba la información al club?
—Eso parece. La suya es la única cara que se puede
reconocer. Es posible que todos los vídeos sigan el mismo
patrón. ¿Qué probabilidades hay de que en todos los vídeos
que están en poder de la policía ella fuera la única a la que
drogaron? Pocas, ¿verdad? Te juro que todo conduce a los
propietarios, Billy. Cuatro de ellos… Sus nombres no
dejaron de salir en todas las conversaciones que tuvimos.
Gabriel McMaster, Josef Anders, David Suno y Charles Woo.
Camareros, azafatas (todo de forma extraoficial), todo el
mundo los veía a todas horas en las zonas VIP, siempre con
mujeres distintas. Incluso algunos obreros que trabajaron
en la construcción del club me dijeron que Anders y
McMaster fueron muy específicos durante el proceso.
Quisieron que las habitaciones incluyeran cámaras. No solo
de vigilancia, sino varias de tecnología punta. El padre de
Suno es el dueño de la empresa que se encarga de la
seguridad del club. No estoy segura de cómo encaja Woo en
todo esto, pero no me sorprendería que su nombre
empezara a salir más.
Billy suelta un grito y oigo el sonido de su puño, dando un
golpe en la mesa.
—Vamos con ello —dice—. Los antecedentes del club, la
historia del portero, las capturas de pantalla de los vídeos
que se comparten en los chats online, las cámaras en las
salas VIP. La historia de la fuente anónima a la que le
ofrecieron un acuerdo por una agresión que ni siquiera
recuerda. Sigue investigando a estos cuatro propietarios.
No vamos a dar sus nombres hasta que estemos
absolutamente seguros y tengamos pruebas que podamos
mostrar. Y también estate atenta a todo lo que te pueda
contar la nueva fuente mientras está en la ciudad;
incluiremos lo que nos ofrezca en un segundo artículo. Esta
mierda está a punto de explotar.
Hago caso omiso al malestar que me provoca el tener que
usar a Alec como fuente porque, en mi interior, la aguerrida
Gigi está exultante. ¿Tengo mi primera gran historia y me
acaban de ofrecer hacer un segundo artículo al respecto?
Hago todo lo posible por controlar mi entusiasmo.
—Me parece estupendo.
Billy se ríe. Para él soy como un libro abierto.
—Poco a poco, muchacha.
Nos despedimos y vuelvo a sumergirme en el proceso de
edición durante unas horas antes de leer el artículo una
última vez. Después, contengo la respiración y le doy a
enviar. Creo que me ha quedado bien.
No, creo que me ha quedado genial.
Luego me meto en la cama, me envuelvo en la manta (con
ropa incluida) y me duermo en cuestión de minutos.
Me despierto a las tres de la madrugada, aturdida y con
hambre. Me desprendo de las sábanas a patadas. Con una
esperanza demente, echo un vistazo a mi nuevo Bat-
teléfono.
Tengo cuatro mensajes de Alec. Mi corazón se echa a
volar al instante.

Me han cambiado algunos compromisos y mañana tengo el día libre.


Me estaba preguntando si te apetecería ir a la playa.

Me acabo de dar cuenta de que debes de estar trabajando o durmiendo.


Espero que estés durmiendo.

El último mensaje lo ha enviado a medianoche. Si a esas


horas estaba despierto, ahora seguro que no.
¿Verdad?
Aunque si su cuerpo sigue con el horario de Londres,
tendrá la sensación de que es mediodía.
A las tres y treinta y siete de la mañana no puedo evitarlo.
Me preparo una taza de café y le envío un mensaje de
texto.

Tengo todo el día libre, si la oferta sigue en pie.

Al ver aparecer los tres puntos que indican que está


respondiendo, se me para la sangre.

¿Estás despierta?

Sonrío de oreja a oreja mientras contesto.

Envié el artículo y caí rendida a las ocho.


Mándame tu dirección. Te recogeré a las siete para que podamos salir antes
de que haya mucho tráfico.

Esbozo una sonrisa demasiado grande para mi cara.

¿Has podido dormir algo?


Unas pocas horas.

Hoy deberías pasar el día descansando.


Ni hablar. Subsistiré con el sol de California, la cafeína y Gigi.

Como me va a recoger y no lo he visto con nada que no sea


de lujo, espero que venga con un cochazo. De modo que,
cuando un utilitario Ford rojo se para en la acera, Alec
tiene que pitarme para que me dé cuenta de que es él. El
claxon del coche suena como una risa aguda.
Entusiasmada, me subo al vehículo junto a él.
—¡Vaya! Bonito coche.
—He alquilado este pequeño esta mañana, cerca del
aeropuerto de Los Ángeles. —Se aleja de la acera y me
sonríe—. Vamos a ir de incógnito.
—¿Sabes? Podría haberte recogido yo a ti. ¿Qué tipo de
angelina sería si no tuviera coche?
Alec niega con la cabeza.
—Me gusta conducir y en Londres nunca lo hago.
Gira hacia Washington y se coloca con destreza en el
carril correcto para incorporarse a la autopista.
Con la música puesta, las ventanas bajadas y Alec a mi
lado, me olvido del artículo, las preocupaciones y el resto
del mundo durante un rato. Lo único que me importa es
disfrutar de la sensación que me produce estar cerca de él.
Busca mi mano, entrelaza los dedos con los míos y la deja
sobre su muslo.
—¿A dónde vamos? —pregunto.
—Te voy a llevar a mi playa favorita.
Lo miro durante un buen rato. Va vestido con una
camiseta negra y una gorra de béisbol. Pero, aun yendo de
incógnito, se le reconoce perfectamente.
—¿Crees que ir a una playa pública es una buena idea,
doctor Minjoon Song?
—Nadie me va a reconocer allí.
Me río.
—Sí, claro, eso díselo a la multitud del aeropuerto.
Sonríe con la vista clavada en la carretera.
—Yo tampoco me lo esperaba.
—¿Sabes? Esa fue la primera vez que se me ocurrió
buscarte en Google.
Me mira un instante antes de seguir las señales hacia la
405 Sur.
—¿En serio? Porque mientras estábamos en la cola del
hotel, esperando las habitaciones, le pedí a Yael que te
buscara en Google.
Estoy absolutamente convencida de que lo hizo. Seguro
que, antes de decirme que podía usar su ducha, tenía un
informe completo de mi persona.
—Bueno, cuando tenga una asistente las veinticuatro
horas del día a mi disposición, seguro que se me da mejor
eso de buscar por internet a mis aventuras de una noche
antes de que nos vayamos a la cama.
Alec frunce el ceño.
—No somos una aventura de una noche.
—Está bien —reconozco con una sonrisa—. De dos
noches.
Alec sonríe a la carretera.
—De dos semanas. —Me mira—. Mientras esté aquí,
quiero verte todo lo que me sea posible.
Asiento y me muerdo la lengua para no decir nada. Dos
semanas es tiempo más que suficiente para encariñarse con
alguien.
Vuelvo la cabeza y contemplo por la ventanilla del
copiloto cómo la autopista pasa volando frente a mis ojos,
el cielo azul despejado, la jungla de hormigón salpicada con
jacarandas y palmeras, buganvillas y adelfas rosas que
trepan por las barreras de contención de la autopista. Y
entonces me doy cuenta de que estamos conduciendo hacia
el sur.
—Vale, pero, en serio, ¿a dónde vamos? —pregunto con
una sonrisa—. Todas las playas más bonitas están al norte
de mi casa.
—Vamos a Laguna.
Lo miro boquiabierta. Está a una hora de distancia.
Me observa con cara de sorpresa.
—Me dijiste que habías enviado el artículo y que tenías el
día libre.
—Sí, pero Santa Mónica está ahí mismo.
Se ríe.
—Quiero llevarte a mi lugar favorito, y no me he subido a
un coche para conducirlo por placer desde hace unos… diez
años. —Mira a su alrededor.
Me pregunto qué debe de sentir al haber pasado aquí casi
los veinte primeros años de su vida.
—¿Echas de menos California?
—Sí y no. Pienso en ella con nostalgia y tiene cosas que
me encantan. Pero llevo fuera casi una década. No me
imagino viviendo aquí de nuevo.
No sé qué responder a esto, aunque durante un breve
instante, siento una extraña oscuridad en el pecho.
Llevamos quince minutos de lo que es nuestra primera cita
de verdad, y estoy dispuesta a pasarlo lo mejor posible,
pero Alec volverá a Londres en un par de semanas y quizá
no lo vuelva a ver.
Nos quedamos unos minutos en un cómodo silencio, con
la música sonando en el interior del coche y Los Ángeles
viéndose cada vez más pequeña en el espejo retrovisor.
—Te has quedado callada —dice al cabo de un rato,
dejando de prestar atención a la carretera un par de
segundos—. ¿Va todo bien?
Intento alejar de mi cabeza cualquier pesar y asiento.
—Me gusta el acento que tienes ahora.
—¿Ah, sí? —pregunta con una voz rasgada que envía un
escalofrío por todo mi cuerpo. Alec ve mi mirada
penetrante y sonríe—. ¿Qué?
—No sé cómo voy a conseguir estar en una playa contigo,
oyendo esa voz que tienes, sin poder tocarte.
—Haremos todo lo que podamos. Seguro que somos
capaces de controlarnos.
—No tienes ninguna prueba que corrobore esa afirmación
—replico, riéndome.
Alec también se ríe.
—Yael sabe lo nuestro, por supuesto…
—Sí, lo de la ropa interior le dio una pista enorme.
—Cierto, pero como Melissa, mi representante, se entere
de que estoy en una cita y que me he tomado un día libre
para ir a la playa… —suelta un silbido— me meteré en un
buen lío.
—¡Pero si eres un hombre adulto!
Asiente.
—Sí, pero la gente que estamos sometidos al escrutinio
público tenemos que renunciar a algunas libertades y dar
explicaciones de algunas facetas de nuestra vida. Sobre
todo, si salgo con una mujer; no me quedaría a solas con
una mujer en público. A Melissa no le gustan las sorpresas.
—¿Sabe lo de Seattle?
—Sí.
—¡Vaya! ¿Lo sabe todo? ¿Incluso cuando te acuestas con
alguien?
—A ver, no hablamos de eso en términos tan explícitos —
dice, riendo—, pero sí le comenté que me encontré con
alguien allí y que fue solo una noche, así que seguro que
leyó entre líneas. —Hace una pausa y se pone un poco serio
—. Lo que no sabe es que nos hemos vuelto a ver en el
hotel de Los Ángeles.
Alzo ambas cejas.
—Entonces soy una amante secreta.
—Eres una amiga —añade, guiñándome un ojo—,
¿verdad? La mejor amiga de la infancia de mi hermana. Es
lógico que retomáramos el contacto.
—Nos portaremos bien —le prometo—. Ni siquiera te
trataré como una celebridad. Si te acaloras mucho, puedes
abanicarte…
—¿Abanicarme? —Finge dar la vuelta al coche.
—… llevar tu propia toalla —continúo—. No te voy a
meter mano a la vista de todo el mundo.
Se ríe y cambia de carril para salir en Long Beach.
Lo miro muda de asombro.
—¿De verdad vas a dar la vuelta?
—Necesitamos provisiones.
Al salir de la autopista, aparcamos frente a un Walgreens.
Me quedo mirando fijamente la entrada.
—Vale, entiendo que eres un famoso, ¿pero de verdad me
has traído a una farmacia? Puede que esta cita sea
demasiado elegante para mí, Alec.
Se ríe.
—Dame uno —me pide—. Antes de salir.
Estoy a punto de preguntarle qué, pero se acerca a mí,
me acuna la cara y posa con dulzura su boca sobre la mía.
Al principio es solo un pico, un roce de labios. Después me
da otro que es incluso más suave, pero luego ladea la
cabeza, y profundiza el beso, tirando de mi labio inferior.
Cuando me agarra por la nuca y me mantiene quieta para
poder hacer conmigo lo que quiera, está a solo un gemido
de arrastrarme al asiento trasero.
Por suerte, parece tragarse el gemido, aunque cuando le
rozo el labio con los dientes deja escapar una risa alegre y
jadeante en mi boca. Recordaré este beso; recordaré el
alivio que me supuso encontrar por primera vez en mi vida
a alguien que besara exactamente igual que yo.
Este pensamiento hace que en mi cerebro se encienda
una sonora señal de alarma. Estoy caminando sobre brasas.
Sea lo que sea esto, está intentando deshacerse de la
etiqueta que con tanta rapidez le hemos puesto: la de un
rollo que tiene una fecha de caducidad muy clara. ¡Pero si
hasta me ha dado un iPhone secreto, por el amor de Dios!
Pero los rollos no pasan cada segundo que tienen libre
juntos; no se besan a escondidas cada vez que pueden. Y,
desde luego, no piensan en lo maravilloso que es haber
encontrado el equivalente en besos a un alma gemela.
Mi corazón se expande, llenándose de estrellas.
Alec se aparta y me mira la boca.
—¿Lista?
—Sí. —Hago una pausa, todavía aturdida por el beso—.
¿Lista para qué?
Se ríe, pensando que estoy de coña y vuelve a darme un
breve pico.
—Vamos.
Dentro de la tienda, compramos botellas de agua, barritas
de cereales, el protector solar que ambos nos hemos
olvidado, sillas de playa baratas y varias tonterías flotantes.
Él me regala un sombrero horroroso de Post Malone y yo a
él unas gafas de sol de aviador con cristales rosas
iridiscentes.
Cuando nos metemos de nuevo en el coche, cada uno con
sus regalos, sube la música, bajamos las ventanillas y
conduce en silencio, con su mano apoyada ligeramente en
mi muslo.
Ligeramente, al principio, porque enseguida me acaricia
la tela de las bragas con el pulgar al ritmo de la canción, en
pequeños círculos que se van ensanchando y estrechando.
Por fin, al cabo de un rato, me deja un momento tranquila y
mueve la mano para ajustar el volumen, pero regresa con
una tortura aún peor porque juguetea con las yemas de los
dedos con el dobladillo deshilachado de los vaqueros.
Después, poco a poco, se van colando por debajo,
tocándome, danzando sin rumbo a lo largo de la piel de mi
muslo interior, como si lo estuviera haciendo de forma
inconsciente mientras yo, por dentro, sufro un infierno, con
el calor crepitante de la hoguera que tengo bajo la piel.
¿Será consciente de lo que me está haciendo al tocar la piel
que ha besado, la piel que le rodeó las caderas, que
presionó su cara? ¿Una piel que sufre por el anhelo que
está provocándome?
Le agarro la mano, me la llevo a los labios y le beso el
nudillo del pulgar. Cuando lo miro a la cara, lo veo contener
una sonrisa. El muy desgraciado. Sabía perfectamente lo
que me estaba haciendo.
—¿Vas a estar burlándote de mí todo el día? —le pregunto
—. ¿Te das cuenta de que has estado a escasos cinco
centímetros de conseguir que me encaramara a tu regazo?
Se ríe, me mira y se aparta.
—Eres tan suave… No me he dado cuenta de lo que
estaba haciendo hasta que me has agarrado la mano. —
Ahora es él quien hace una pausa y exhala una lenta
bocanada de aire—. Estoy pensando que tal vez lo de la
playa ha sido una idea terrible.
—Mira, justo lo que he dicho yo antes.
Vuelve a reírse y me aprieta la mano. Teniendo en cuenta
que ya estamos saliendo de la autopista en dirección a las
ciudades con playa, ha llegado demasiado tarde a esa
conclusión; una conclusión que yo expresé casi nada más
subir al coche. Al menos el buen tiempo logrará distraer a
mi lujurioso cerebro. Hoy hace uno de esos días magníficos
propios del sur de California en abril: un cielo matutino
brumoso y una temperatura de dieciocho grados, pero que
en cuanto desaparezca la niebla marina se transformará en
una jornada perfecta de playa.
Pasamos volando por la carretera de la costa del Pacífico,
prácticamente solos en el largo tramo de costa, y entonces
Alec nos desvía por una calle sinuosa, hacia un barrio con
unas casas muy bonitas que parecen estar construidas de
forma precaria sobre un acantilado. Hay un montón de
coches aparcados en la cuneta, pegados los unos a los
otros. Nos imagino caminando un kilómetro y medio,
cargados con todas las tonterías que hemos comprado en
Walgreens. Pero entonces lo vemos a la vez, un sitio libre
justo al lado de las escaleras que bajan a la playa de
Crescent Bay.
—Bueno —dice orgulloso de sí mismo—, ha sido fácil.
Eso es lo malo, pienso para mí. Que todo esto parece
demasiado fácil. Como la forma en la que me ha acariciado
la pierna sin pensar. O la manera en que salimos del coche
y le dejo mi bolso por inercia, y que él lo agarre y lo guarde
en la mochila sin más. O cómo sacamos todas las cosas del
coche y las vamos cargando en silencio, como si fuera algo
que hubiéramos hecho mil veces antes, cuando en realidad
es la primera vez que estamos juntos de día.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —
pregunto.
Vamos hacia los estrechos y empinados escalones.
—Puede que una o dos semanas antes de que nos
mudáramos.
—¿A Londres?
Asiente mientras baja con cuidado por los tablones de
madera, todavía húmedos por el rocío de la mañana.
—¿Sueles venir por aquí?
—Ya sabes cómo va esto —respondo—. El condado de
Orange está a solo una hora de viaje, pero muy bien podría
tratarse de Nueva York.
Se ríe y yo me dedico a observar sus piernas tonificadas
descender por las escaleras y cómo se le mueven los
músculos debajo del bañador negro. Un rato después, alzo
la vista y miro al cielo y a la vasta extensión del Pacífico
azul. Parece no tener fin.
Subíos a un barco, me digo a mí misma. Vete a vivir con
este hombre, ahí fuera, para siempre. Podríamos subsistir a
base de barritas de cereales.
Al final de las escaleras, gira a la izquierda, caminando
hacia un tramo de suave arena blanca que bordea el rocoso
y escarpado límite sur de la playa. Anda con paso decidido,
dirigiéndose al que supongo que es su lugar favorito.
Aunque podemos elegir cualquier sitio en el que
acomodarnos. Solo son las ocho y media; en la playa hay
movimiento, sí, pero se trata de gente que no quiere
sentarse en la arena a pasar el día: surfistas tomando las
agitadas olas matutinas, parejas paseando juntas, personas
sacando a sus perros o corriendo. Hay mucho oleaje, las
olas rompen con una bravura ostentosa, pintando medias
lunas escalonadas en la arena húmeda.
Decidimos quedarnos bajo el acantilado, en una zona en
la que a mediodía habrá sombra. Después de colocar las
sillas, las toallas y la endeble sombrilla de playa que ha
comprado, Alec se gira para inspeccionar nuestro
asentamiento y yo me quito la camiseta y me echo un
chorro de crema solar en la mano para untármela sobre el
pecho y el estómago.
Hay mucha tranquilidad a nuestro alrededor, mucho
silencio, y cuando levanto la vista, Alec me está mirando
fijamente el cuerpo. Empiezo a hacer una broma sobre él y
mis pechos, pero tiene una expresión tan concentrada en el
rostro que las palabras se evaporan en mi lengua. Se
adelanta para colocarme el tirante del bikini, donde la
hebilla de cierre se ha deslizado hacia delante, pero en
cuanto lo ajusta, ralentiza el movimiento de los dedos y,
mientras clava la vista en mi cuello, todo a nuestro
alrededor se vuelve borroso.
—¿Qué? —Miro hacia abajo, intentando ver lo que le ha
llamado tanto la atención, pero no hay nada más que el
brillo de la crema solar.
—Solo estaba pensando —responde, arrastrando los
dedos sobre mi esternón, entre mis pechos.
—¿Pensando en qué?
Suelta el aire despacio.
—Que te he sentido aquí. Que te he follado aquí.
Sus palabras vuelven a encender un fuego bajo mi piel
que estoy convencida que él mismo puede sentir. Baja los
dedos y los inclina como si fuera a deslizar toda la mano en
la copa del bikini, pero en lugar de eso cierra el puño
alrededor del tirante.
—Está bien. —Apoyo la mano en su pecho y él levanta la
cabeza—. Creo que hoy necesitamos establecer algunas
reglas básicas, como…
Traga saliva, esperando a que termine la frase, pero
ahora soy yo la que se distrae con la larga línea de su
garganta. Por fin, al cabo de un rato, me pregunta:
—¿Como cuáles?
—Bueno, en primer lugar, no puedes decir cosas así.
Sonríe.
—¿No?
—No, salvo que luego podamos estar a solas en algún
lugar.
Suelta un suspiro y baja la barbilla hasta el pecho antes
de enderezarse y dar un paso al frente para aprisionarme
entre las sombras, contra el acantilado. Siento el calor de
su cuerpo por todo mi torso. Miro a ambos lados. Nadie nos
está prestado atención; aun así, tengo la impresión de estar
dentro de una pecera.
—¿Qué haces? —susurro.
—Pensar.
—Estás pensando en mi espacio personal.
—¿Quieres que me mueva?
Levanto la mano y la apoyo en su abdomen.
—No. Me gusta que invadas mi espacio personal.
Me mira a los ojos.
—Voy a serte sincero.
—Bien. Me gusta la sinceridad.
—Bastante franco, de hecho.
—Mejor. —Estoy fanfarroneando. El corazón se me ha
subido hasta la garganta y está a punto de salírseme por la
boca.
Se lame los labios y me observa.
—No soy una persona de sexo esporádico —confiesa en
voz baja—. En realidad, nunca me he acostado con nadie
con quien no estuviera saliendo antes. No creo que se me
dé muy bien lo contrario.
—De acuerdo. —Su admisión es demoledora. Esto sería
mucho más fácil si uno de los dos supiera cómo
desenvolverse en una relación esporádica.
—Me temo que me voy a encariñar contigo si pasamos
otra noche juntos.
Deja de prestar atención a mi boca y se fija en mis ojos.
Esto es lo que siente uno cuando se enamora, pienso.
—Bueno —digo con cuidado—, me parece bien que no
pasemos la noche juntos, si eso es lo que necesitas. —
Levanto la mano y recorro la línea de su camiseta a lo largo
de la clavícula—. Aunque, a estas alturas, tengo bastante
claro que, hagamos lo que hagamos, no lo voy a pasar bien
cuando te vayas a casa. Pero creo que sería peor saber que
estás aquí y no poder verte, que verte y luego recordar lo
que hemos compartido.
—¿Eso significa que estamos de acuerdo en lo que es
esto? ¿Que solo serán dos semanas?
—¿Qué otra cosa podría ser?
Al oírme decir esto murmura un «Claro», se acerca a mí,
agacha la cabeza y roza mis labios con los suyos. Lo
primero que se me pasa por la cabeza es darle un suave
empujón para apartarlo, recordarle dónde estamos. Pero
algo en mi interior me insta a apoyarme en él. Y cuando
termina el beso (al fin y al cabo, estamos en un sitio público
y la playa se está llenando poco a poco) me aprieta contra
su pecho, coloca mis pies sobre los suyos y me abraza con
fuerza.
Le rodeo los hombros con los brazos.
—Creía que hoy no íbamos a besarnos delante de la
gente.
—Estamos medio ocultos.
—No estamos nada ocultos, tonto.
Suelta un gruñido y se inclina sobre mí, fingiendo que me
va a dar un buen mordisco en el cuello, que termina siendo
un breve beso. Luego susurra:
—Quizá pueda pasar la noche en tu casa.
—¿En serio? —Me echo hacia atrás y le sonrío.
—En serio.
8

Una vez resuelto este asunto, siento que se evapora parte


de la tensión que parecía rodearnos. Dejamos nuestras
cosas, nos acercamos a la plataforma de roca que hay a
pocos metros y observamos la marea menguante que deja
al descubierto las famosas marismas de la zona. Nos
pasamos la hora siguiente trepando por las rocas y
compartiendo todos nuestros descubrimientos: anémonas,
percebes diminutos, peces plateados y corales. Cuando el
sol está en lo alto, volvemos a la playa, extendemos las
toallas bajo la sombrilla y contemplamos el interminable
oleaje.
Me agarra la mano, la coloca sobre su regazo y se pone a
girar el único anillo que llevo en el dedo anular de la mano
derecha: un sencillo aro de zafiros.
—¿De quién es?
—De mis padres.
—Es muy bonito. —Me toca los dedos y después me gira
la mano y pasa la yema del pulgar por mi muñeca—. ¿Es tu
piedra de nacimiento?
Asiento con la cabeza.
—El seis de septiembre. ¿Y tú?
—El dieciocho de abril.
Lo miro con sorpresa.
—¿El día que volamos a Los Ángeles era tu cumpleaños?
Asiente, riéndose.
—No suelo darle mucha importancia. A Sunny siempre se
le va de las manos.
—Bueno, me parece bien que tengas una hermana que te
obligue a celebrarlo.
Me besa la muñeca antes de soltarme la mano.
—¿Alguna vez has querido tener hermanos?
Hago un gesto de asentimiento.
—Antes, mucho. Ahora tengo a Eden, que es como una
molesta hermana pequeña, aunque en realidad sea un par
de años mayor que yo.
—¿Voy a poder conocerla esta noche?
Miro el agua con ojos entrecerrados mientras calculo a
qué hora llegará a casa. Hoy es miércoles, así que le toca
trabajar. Como no volvamos a las cuatro, no podremos
verla.
—No creo.
—Le dejaré una nota.
Me apoyo en él y le golpeo el hombro con el mío.
—Le va a dar un soponcio. En serio.
Baja la vista hacia mi mano y sonríe.
—De todas las películas y series que has hecho, ¿cuál es
la que más te ha gustado?
Alec me mira y enarca una ceja.
—Creía que me habías buscado por Google.
—Fue solo una búsqueda de pánico. Miré lo justo para
sentirme lo bastante mortificada por haberte preguntado si
te seguía gustando patinar.
Suelta una carcajada que me encanta.
—Puede que esa fuera mi parte favorita del bar.
Le doy un golpe en el brazo.
—Me ha gustado mucho todo lo que he hecho —dice—,
pero la que más, The West Midlands. Es divertido hacer
algo en donde tienes que desarrollar relaciones con los
coprotagonistas a lo largo del tiempo, y el elenco es
increíble. —Vuelve a agarrarme la mano, entrelaza nuestros
dedos y los apoya en su muslo—. Mis primeros trabajos los
siento muy lejanos. Fueron emocionantes, pero muy locos.
Conseguí el papel en Saviors, y sé que es lo que siempre se
suele decir, pero todo cambió de la noche a la mañana.
—Pero te gusta, ¿no? Debe de estar genial eso de que te
reconozcan.
—Sí y no. —Me suelta la mano para hurgar en la mochila
en busca de las botellas de agua y las barritas de cereales.
Me pasa mi botella y da un buen trago a la suya—. Al
principio te hace ilusión, pero también puede resultar
agotador. Y los medios en Londres son implacables.
—¡Vaya! No había pensado en eso.
Enarca una ceja.
—Por ejemplo, complica el hecho de mantener una
relación con alguien.
Me alejo con cuidado de este campo minado.
—Pero saliste con tu compañera de reparto, ¿verdad?
—¿Con Park Jin-ae? Sí. Durante un par de años. —Me
sonríe—. Veo que la búsqueda en Google dio sus frutos.
—Seguro que no hace falta que te diga que cuando
escribes «Alexander Kim» en Google, la primera sugerencia
que te autocompleta el buscador es «Alexander Kim novia».
Suelta un gruñido de queja.
—Esa relación… Tuvimos que hacer un comunicado de
prensa —explica—. Sacaban el tema en cada entrevista.
Incluso se lo preguntaban a otros compañeros de reparto
que trabajaban con nosotros o habían trabajado en el
pasado. Al final tuvimos que reconocer que estábamos
juntos. Eso es algo que siempre da problemas, por eso no
suelo hacer públicos aspectos de mi vida privada.
—Sí, seguro que te cuesta confiar. —Esto último hace que
se quede callado. Siento perfectamente cómo me mira,
como si estuviera analizándome—. Sé que me estás
mirando, pensando que ahora mismo debo de estar
hablando de mí misma.
Al oírlo reírse, sé que tengo razón.
—Me dijiste que solo hacía unos meses que habías roto
con tu ex, ¿no?
—Sí. Hace seis meses.
—¿Y cuánto tiempo llevabais juntos? —pregunta.
Hago una mueca de dolor porque sé cómo va a terminar
esta respuesta.
—Unos seis años y medio.
Como era de esperar, Alec se queda inmóvil.
—¡Cielos!
Asiento y digo:
—Odio el tiempo que le dediqué. Creo que ya no sentía lo
mismo por él antes de que todo se desmoronara. —Bebo
otro sorbo de agua para disminuir la presión que siento en
la garganta—. Estoy más enfadada conmigo misma que con
él.
—¿Por qué?
—Por dejar que me mintiera durante tanto tiempo.
—Pero no fuiste tú la que mintió.
—Cierto. —Por fin lo miro—. Pero si tú hubieras estado
con alguien que te hubiera mentido durante un año, que
hubiera estado representando un papel delante de ti todo
ese tiempo sin que te dieras cuenta, también tendrías la
misma sensación que yo. Eres actor. Tu trabajo consiste en
saber cuándo alguien está actuando. Yo soy periodista.
Debería haber descubierto el engaño, y no lo hice.
Pronuncia un silencioso «Ah».
—Entiendo.
—Y también me cuesta creer que ninguno de nuestros
amigos estuviera al tanto. Me pregunto si alguno de ellos lo
sabía y estaba intentando ayudar a Spencer a recuperarse
sin decírmelo.
—¡Uf!
Vuelvo a asentir.
—Así que ahora me cuesta confiar en mi instinto.
Nos quedamos contemplando el agua en silencio durante
un momento.
—Bueno —señala él—, mi instinto me dice que ha llegado
la hora de ir a pasar un buen rato con esas olas.
Quiero besarle por el cambio de tema. Agarramos un par
de churros de piscina y nos adentramos poco a poco en el
gélido Pacífico, esquivando con cuidado las enormes olas
que rompen, zambulléndonos debajo de ellas y yendo más
allá, hasta llegar a una zona en la que el agua está clara y
en calma. Desde aquí, la gente que hay en la playa parecen
puntos.
Nos metemos los largos cilindros de gomaespuma debajo
de los brazos y flotamos el uno frente al otro, recuperando
el aliento. ¡Cómo me gustaría poder embotellar la
sensación que tengo ahora mismo para poder disfrutarla en
los días, semanas y años venideros! Aunque intento evitarlo
con todas mis fuerzas, la conciencia de que Alec es
absolutamente perfecto surge en los momentos más
inesperados, provocándome una punzada de dolor en el
pecho.
Pero entonces me mira a los ojos y mis pulmones se
desinflan un poco al darme cuenta de que me ha traído aquí
para contarme algo. Me gustaba nuestra burbuja Laguna
Beach.
—Ahora puedo contártelo todo —dice en voz baja.
—Espera… ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
—Le he dicho a mi fuente que estaba hablando contigo en
concreto y me ha dado permiso para contártelo.
—¿Conmigo en concreto?
Hace un gesto de asentimiento.
No lo entiendo. Pero…
—Por mucho que me cueste decirte esto, vas a tener que
contármelo solo como tu ligue de dos semanas. —Intento
sonreír—. Ya sabes, conflicto de intereses.
—Bueno, de todos modos, es extraoficial. —Sumerge las
puntas de los dedos en el agua y luego levanta la mano,
dejando que las gotas reflejen la luz del sol al caer—. Pero
creo es mejor explicárselo a alguien que lo entienda. Y
puede que esta información te ayude a encontrar algo más,
aunque no puedas hacer referencia a esta fuente.
Y aquí está la zona gris en la que consiste la vida de un
periodista.
—Cuéntame cualquier cosa que estés cómodo
compartiendo.
—No sé muy bien por dónde empezar. —Se queda
mirando el cielo un rato antes de tomar una profunda
bocanada de aire—. Está bien. —Hincha las mejillas
mientras exhala—. Uno de los amigos que hice en la
universidad en el Reino Unido se llama Josef Anders.
Me mira para captar la reacción que sé que soy incapaz
de evitar. Se me revuelve el estómago y siento cómo la
sorpresa se apodera de mi rostro.
Alec sonríe con tristeza.
—Entiendo, por tu cara, que has oído hablar de él.
—Sí. Mucho. Es uno de los propietarios. Su nombre ha
salido por todas partes.
Alec se frota la frente y me mira con ojos entrecerrados.
—Me imagino.
Un trueno. Así es como siento los latidos de mi corazón.
—En la universidad tuve un grupo de amigos con los que
estuve muy unido —explica—. Y luego, cuando volví a
Londres después de vivir en Corea del Sur, retomé el
contacto con algunos. Todos estábamos muy ocupados, así
que no nos veíamos tanto como antes, pero sí una vez al
mes más o menos.
—Te juro que he mirado todas las fotos de Anders en
internet y no he visto ninguna de vosotros dos juntos —
digo, confundida—. Nunca.
—Porque somos amigos desde mucho antes de que nos
hiciéramos famosos. No salimos para hacernos fotos. Todos
solemos quedar en nuestras casas. —Traga saliva, mira al
horizonte y parpadea—. Igual que mi familia no suele
hacerme fotos en casa, los amigos tratamos de proteger
nuestra intimidad.
Siento cómo se me forma un nudo tan negro como el
alquitrán en el estómago. Me muero porque me cuente todo
lo que sabe, pero ya me siento devastada por lo que sea
que va a compartir de alguien a quien ha considerado un
amigo tan cercano.
—En la misma época en la que regresé a Inglaterra,
Sunny comenzó su carrera de modelo. Se estaba dando a
conocer en la industria. Mis amigos venían a casa de mi
familia y, en algún momento… —vuelve a tragar saliva—,
Josef y mi hermana empezaron a salir.
—¡Oh, vaya! —Hago un repaso mental a todo lo que sé
sobre Anders—. No tenía ni idea.
—Claro que no. Sunny es mucho más celosa que yo de su
vida privada. —Asiente, sumergiendo la barbilla en el agua
—. Esto que te estoy contando sucedió hará unos dos años.
Por supuesto que ambos se conocían desde que Josef y yo
íbamos juntos a la universidad, pero en ese momento mi
hermana tenía trece años, así que fue un poco raro. —Me
mira un instante y luego vuelve a apartar la vista—. Ni
siquiera lo sabían los otros amigos del grupo. Josef nunca
se lo dijo cuando nos juntábamos para cenar o para ver un
partido. Yo me enteré por Sunny, me lo contó ella cuando ya
llevaban unos meses juntos.
—¿Te enfadaste? —le pregunto.
Se lo piensa unos segundos, con la barbilla y los labios
sumergidos en el agua. Luego se mete por completo debajo
del agua, emerge un momento después y se limpia las gotas
de los ojos.
—Si te soy sincero, estaba más preocupado que enfadado.
Me parecía una persona honesta, pero desde que lo
conocía, había tenido un montón de novias y no quería que
mi hermana saliera con alguien a quien le importasen tan
poco los sentimientos de su pareja.
—Entiendo.
—Pero eso daba igual, Sunny es una mujer adulta. No era
algo que dependiera de mí, ¿verdad? —Mira detrás de mí,
hacia las olas que rompen en la playa—. Seguro que sabes
que Josef formó parte de un grupo musical, los Tilts, que
logró colocar uno de sus temas entre las canciones más
escuchadas antes de disolverse.
Toca con los dedos la superficie del agua y, durante un
minuto, flotamos en silencio, meciéndonos suavemente en
el océano. Le veo dibujar formas en el agua y me pregunto
si estará deletreando algo. Tengo la impresión de que, aun
siendo actor, es el tipo de persona que, en momentos
difíciles como este, le gusta escribir primero lo que quiere
decir.
—Pero él era el principal compositor y Turn It Up sigue
sonando en casi todos los eventos deportivos importantes
del Reino Unido. Con esa canción ganó una buena cantidad
de dinero, y Josef supo cómo invertirlo. Destinó parte de
esos ingresos en el Júpiter.
Aunque es una información que ya conozco, siento como
si me dieran un puñetazo en las entrañas.
—Cierto.
—Cuando el club se hizo popular, Josef estaba allí todo el
tiempo.
Me arde el estómago. Quiero oír todo lo que tiene que
contarme (una curiosidad morbosa y la deformación
profesional me mantienen fascinada), pero también quiero
que Alec termine cuanto antes para que desaparezca esa
expresión de sombrío temor que tiene en el rostro.
—Él y Sunny estuvieron juntos como un año y pico antes
de que ella dejara la relación. Casi todo ese tiempo fue
durante la construcción y el lanzamiento del Júpiter. Hay
muchas cosas que Sunny no me cuenta, sobre todo ahora.
Pero creo que la ruptura tuvo que ver con el tiempo que le
dedicaba al club. Ahora bien, tengo la sensación de que él
quería seguir con mi hermana. Todos nos dimos cuenta de
que estaba desconsolado.
Se coloca mejor el cilindro y vuelve a mirar hacia el cielo.
Contemplo su perfil y la hendidura tallada de sus pómulos
que contrasta con la plenitud de su boca. Creo que su
rostro se ha quedado grabado para siempre en mi cerebro.
—Hace unos cuatro meses, Sunny consiguió su primer
contrato importante como modelo, en Dior —continúa—.
Pasó de tener que dejarse la piel para poder subirse a una
pasarela a convertirse en toda una supermodelo. Empezó a
aparecer en las estaciones de metro, en las vallas
publicitarias y en las revistas. Ha sido un logro importante.
—Me mira y, durante un instante, su expresión se suaviza y
sonríe—. Es genial.
—Seguro —coincido—. Todo un éxito.
—Sí. —Se mueve de nuevo, desliza los brazos sobre el
cilindro y apoya la barbilla en él—. Y aunque había dejado
de salir con Josef, todavía lo consideraba un amigo de la
familia. —Traga saliva, y después vuelve a tragar una
segunda vez y aprieta la mandíbula. Me mira y dice en voz
baja—: Todo esto es extraoficial, ¿verdad?
—Absolutamente. —Hago todo lo posible por que mi voz
no refleje el nudo que tengo en la garganta—. Te lo
prometo.
Mira otra vez el agua.
—Hace un par de meses, otro de los amigos del grupo,
Lukas, se quedó conmigo. Aunque se había mudado a
Berlín, estuvo unos días en Londres y quiso pasarse por el
Júpiter para ver cómo le iba a Josef. A mí no me apetecía
mucho ir, pero él y otro par de amigos nuestros fueron. Un
par de horas después, Lukas me llamó y me dijo que había
visto llegar a Sunny, pero que después le había perdido el
rastro un par de horas y que, cuando volvió a verla, parecía
estar bastante borracha. Me avisó porque pensó que quizá
querría ir a recogerla.
Siento como si me acabaran de dar un bofetón.
—No.
—Sunny no bebe mucho porque el alcohol no le sienta
bien.
Se queda callado un buen rato. Me acerco a él, le pongo
la mano en la espalda y se la froto un poco.
—Puedes terminar de contármelo en otro momento.
—No. Está bien. Tengo que hacerlo. —Se pasa una mano
por la boca y me narra el resto de la historia como si fuera
un autómata—. En un primer momento, no me preocupé.
Como te he dicho, me pareció raro que mi hermana bebiera
mucho, pero como le estaba yendo muy bien en su carrera,
pensé que quizá quiso celebrarlo con Josef. Al fin y al cabo,
seguían siendo amigos. Llamé a Josef, pero no me
respondió. Llamé a Sunny; tenía el teléfono apagado, así
que no pude localizarla. —Se frota la cara—. Llamé a
Lukas, que vino a por mí y juntos nos pusimos a buscarla
por todas las salas VIP.
Pronuncio un silencioso «¡Oh, mierda!».
—Sí. La encontramos. Había un montón de gente, pero
fue como si mis ojos se clavaran de inmediato en Sunny,
desmayada en un sofá. Mi hermana estaba… —Hace una
pausa y sacude la cabeza—. En cuanto entré, todos se
dispersaron como cucarachas. La alcé en brazos, encontré
su ropa y la llevé al baño. Estaba completamente
inconsciente. Le puse… —Traga saliva y entorna los ojos
mirando al vacío, incapaz de terminar la frase, aunque no
hace falta que lo diga en voz alta. Sé que lo que quiere
decir es que tuvo que ponerle la ropa—. Le eché agua en la
cara. Nos quedamos allí sentados mucho tiempo. No sé
cuánto, pero la gente empezó a llamar a la puerta. Apagué
el teléfono. Solo hablé con ella. Le dije que estaba a salvo y
que tenía que despertarse. Por fin recobró la consciencia lo
suficiente para caminar, aunque a duras penas. Le puse mi
abrigo, la saqué por la puerta trasera y la llevé al hospital.
Vuelve a quedarse callado, apretando los dientes.
—No recuerda nada de esa noche. Doy las gracias por
ello. Pero a menos que haya una grabación de aquello,
puede que nunca sepamos qué ocurrió exactamente. Y
tampoco sé si quiero saberlo. —Se pasa una mano
temblorosa por la cara—. Por supuesto, en el hospital la
examinaron y… —Hace otra dolorosa pausa y luego asiente.
Siento como si me volvieran a dar otro puñetazo.
—¡Oh, Dios mío, Alec!
Ahora entiendo por qué ha querido hacer esto aquí, donde
puede confesarlo en voz alta y dejar que se lo trague el
océano.
—Pasó el día siguiente bastante mala. Encontraron un
coctel de sustancias en su organismo; nada que pudiera
haber pedido en un bar. Josef llamó por la mañana. —Me
mira y el dolor que veo en sus ojos me llega al alma—.
Estaba muy preocupado. Dijo que no sabía dónde se había
podido meter Sunny. Yo, ingenuo de mí, le conté lo que
había visto en esa sala y se quedó estupefacto. Fue
bastante convincente.
Tengo ganas de vomitar.
—Si te soy sincero, en cuanto vi a Sunny en ese sofá fui
incapaz de fijarme en nadie ni en nada de lo que había
alrededor. Jamás se me ocurrió que pudiera haberla visto
en ese estado. Porque de ser así, la habría ayudado, ¿no?
¿Su ex? ¿Mi hermana?
—Alec…
Sacude la cabeza y parpadea, mirando de nuevo al vacío.
—Más tarde, ese mismo día, Lukas me llamó para ver
cómo estaba. Necesitaba hablar de ello, también se había
quedado traumatizado. Cuando le conté mi conversación
con Josef, se puso furioso. Me dijo: «Alec, colega, Josef
estaba allí. Salió corriendo en cuanto entraste». Estuvo allí,
Gigi.
Sé lo que viene a continuación. Lo sé. Pero eso no hace
que sea más fácil oírlo.
—Entonces, cuando Josef te llamó, ¿intentaba averiguar lo
que habías visto? ¿Lo que sabía Sunny?
—Sí, eso es lo que creo.
Dejamos que esta verdad terrible se desvanezca en el
agua.
—¿Quiere Sunny presentar cargos?
Alec hace un gesto de negación con la cabeza.
—Han pasado dos meses. Está muy indecisa, porque no se
acuerda de nada, no quiere que la prensa sensacionalista
se cebe con ella, le preocupa, con razón, cómo puede
afectar esto a su reputación y porque, además, fue allí por
voluntad propia.
—Me juego el cuello a que estás deseando dar una paliza
a Josef.
Se ríe; un sonido áspero.
—No lo sabes tú bien. —Sus palabras exudan violencia.
No las pronuncia, las escupe. Vuelve la cara y respira
hondo para tranquilizarse—. ¿Qué clase de monstruo es
capaz de hacer algo así? ¿De, como mínimo, presenciar lo
que le pasó a Sunny y seguramente ser el que está detrás
de eso, y encima llamarme al día siguiente y hacerse el
inocente? Me sentí como un auténtico idiota.
—Le diste a tu amigo el beneficio de la duda. Eso no es
ninguna idiotez. Eso es lo que hacen las buenas personas.
—Supongo.
—¿Y nadie del club ha contado nada sobre él a las
autoridades?
Vuelve a negar con la cabeza.
—Gigi, seguro que hay cientos de personas que han visto
entrar y salir a mujeres drogadas todas las semanas y no
han dicho nada.
Eso es lo único que no he podido entender: cómo es
posible que esté sucediendo algo así en un club tan
importante y que no haya ningún detenido.
—Ha sido desesperante. No quería presionar a Sunny
para que saliera a la luz, pero me preocupaba que no se
supiera nada de esta historia si ella no lo contaba. Me he
sentido como un cínico al respecto, hasta que noté la ira en
tu voz la otra noche en el hotel. —Alec me busca con los
ojos y me sostiene la mirada—. Supongo que ya sabes a
dónde quiero llegar con esto. Lo único que necesito que
hagas es que sigas presionando de forma oficial, que
continúes investigando la actividad de Josef Anders.
Se me rompe el corazón al verlo así.
—Lo haré. Te lo prometo.
Cierra los ojos y, cuando los vuelve a abrir, intenta
sonreír.
—Esto es lo único que sé.
—Pues es mucho. —Me acerco y le retiro el pelo de la
frente con cuidado—. ¿Estás bien?
Alec se apoya en mi mano.
—No voy a fingir que esto no ha sido lo más duro con lo
que he tenido que lidiar en mi vida.
—¡Oh! Seguro que sí.
—Estoy preocupado por Sunny, por lo que le pasó esa
noche. Lo único que quiero es apoyarla de la forma en que
necesita. ¿Hay vídeos por ahí? ¿Quién más estaba en la
habitación? Me alegro de que no recuerde lo que pasó,
pero también me pregunto si, con el tiempo, lo hará.
Me muerdo el labio mientras decido si contarle o no lo
siguiente. No porque sea un secreto (al fin y al cabo, va a
salir en mi artículo de mañana), sino porque sé cómo le va
a afectar.
Pero Alec se da cuenta por la cara que pongo.
—Solo dilo.
—Está bien. Una de las mujeres, a la que por lo visto
grabaron en vídeo, ha recibido una oferta económica para
llegar a un acuerdo. Hasta ese momento, ni siquiera sabía
que la habían agredido. —Espero mientras asimila la
información con los ojos cerrados—. De modo que, a pesar
de que la policía confiscó todas las grabaciones del club,
alguien de dentro está proporcionando información a estos
tipos. Aunque al final se presenten cargos, los autores
están accediendo a todas las pruebas primero.
—¡Mierda! —Suelta una bocanada de aire en el agua—.
¿Entonces es probable que haya un vídeo por ahí en el que
salga Sunny?
—Si te digo la verdad, no lo sé. Pero es posible.
—Estas últimas semanas he estado preocupado por todo
—dice—. Ese es uno de los motivos por los que viajé un
poco más tarde que el resto del reparto. Ni siquiera tenía
claro si podía dejarla sola en un momento como este.
—¿Hay alguien con ella?
—Sí, está con nuestros padres.
—¿Cómo está?
Ladea la cabeza a un lado y a otro.
—Está bien. Obviamente, sabe que estoy hablando de ello,
de forma extraoficial. Que me dejara hacerlo ha sido un
gran paso para ella.
Al ver la lucha que se está librando en su interior, me
acerco todo lo que puedo a él nadando estilo perrito.
—Lo siento mucho.
Asiente con la cabeza y coloca los cilindros de manera
que pueda encerrarme entre sus brazos. Después, pega su
cara a mi cuello y, aunque le rodeo la cintura con las
piernas, no tiene ninguna connotación sexual. Simplemente
nos abrazamos en silencio, flotando sin rumbo.
Pero entonces empieza a hablar y noto cómo sus labios se
mueven contra mi cuello.
—Gracias por escucharme. Me alegro mucho de que no
nos hayan comido los tiburones.
Me río.
—Gracias por meterme esa idea en la cabeza. Ahora en
serio, gracias por contarme lo que le ocurrió a Sunny. Me
duele por ella y por ti.
—Todavía no he hablado con nadie de ello.
Me aparto un poco para mirarlo.
—¿Con nadie?
Niega con la cabeza.
—Cariño —le digo, acunándole el rostro—, no puedes
cargar con esto tu solo.
Alec se queda quieto un instante antes de esbozar una
lenta sonrisa.
—¿Qué? —pregunto.
—Me acabas de llamar «cariño».
—Llamo «cariño» a todo el mundo —miento.
Frunce el ceño y me mira con escepticismo.
—No me pareces el tipo de persona que llame «cariño» a
todo el mundo.
Le doy un beso en la barbilla.
—Bueno, tampoco le des demasiada importancia.
Recuerda, son solo dos semanas.
Levanta la mano, me agarra del cuello y mete los dedos
entre mi pelo. Siento la fría palma de su mano contra la
mejilla, caliente por el sol. Se acerca a mí, mojado y salado,
y se apodera de mi boca.
Más tarde, mucho más tarde, cuando estamos arrugados
por el agua y consumidos por la necesidad, nadamos de
vuelta a la orilla y nos dormimos en nuestras toallas bajo la
sombrilla y bajo el deslumbrante cielo azul, a un montón de
kilómetros del estrés, de las responsabilidades y de los ojos
de cualquiera que quiera encontrarnos.
9

Está claro que Eden no tiene ni idea de qué cara poner


cuando entro en el apartamento con Alexander Kim a solo
dos pasos detrás de mí. Primero abre los ojos marrones de
par en par, luego los entorna y después hace lo último que
me esperaría de la descarada y pendenciera Eden Enger.
Se da la vuelta… y se va.
Me echo a reír.
—¡Eden!
—¡No puedo! —grita por encima del hombro.
—¡Vuelve aquí! —Miro a Alec, esbozo una sonrisa
divertida de disculpa y lo meto dentro antes de perseguir a
mi amiga por el pasillo.
La engancho del antebrazo y la obligo a darse la vuelta
para que me mire. Tiene las mejillas sonrosadas y los ojos
desorbitados.
—George —sisea en un susurro—, deberías haberme
llamado para decirme que ibas a venir con…. —señala con
desesperación el pasillo— ¡eso!
—¡Es miércoles! Creía que estabas trabajando. ¡Lo siento!
—Hay gente a la que la condenan a cadena perpetua por
delitos menores que este.
Me inclino, me llevo sus nudillos a los labios, y medio
riéndome contra ellos, se los beso.
—Lo siento. Si te soy sincera, esperaba que se diera
cuenta de que no podía venir y se largara. No quería
decírtelo y que te pusieras a limpiar como una loca.
—Alexander Kim está en nuestro apartamento —dice— y
yo estoy sin ducharme, con una camiseta de los Lakers y
unos vaqueros viejos. El estado de nuestro salón, siempre
ordenado, es la menor de mis preocupaciones.
—Estás adorable. —Y lo digo en serio. Lleva su espesa
mata de pelo negro recogida en un moño despeinado y sus
ojos oscuros brillan por la emoción. Todos los que la
conocen la adoran porque siempre se muestra tal y como
es, sin complejos—. Vamos. De todos modos, estamos
sudados, cansados y llenos de arena. —Le pongo ojos de
corderito—. Además, él es tan dulce… No te sientas
incómoda. Tal vez te ayude si piensas en él solo como Alec.
Se lleva las yemas de los dedos a los labios como si
volviera a ser consciente de quién está en su salón.
—Te juro que todavía había una parte de mí que creía que
te lo estabas inventando y que no era él.
—Lo sé.
Señala de nuevo el pasillo y murmura.
—Pero está ahí mismo, Gigi.
—Sí, y se va a quedar un rato por aquí, si te parece bien.
—Ladeo la cabeza y esbozo una sonrisa triunfal—. Venga,
¿vienes con nosotros?
Vuelvo al salón, con Eden detrás de mí. Alec está de pie,
con los vaqueros negros que se puso antes de regresar a
casa y las manos metidas tranquilamente en los bolsillos,
mirando a su alrededor. Doy las gracias de que tanto Eden
como yo seamos unas auténticas maniáticas del orden y
siempre tengamos el apartamento limpio. Aun así, me
cuesta no ver la estancia con sus ojos.
Es un salón pequeño, amueblado con un surtido de
muebles al azar que ambas hemos ido acumulando a lo
largo de los años. Un sofá amarillo. Un sillón azul grande y
cómodo. Una mesa de centro baja que decoramos nosotras
mismas con baldosas unas semanas antes de mi viaje al
Reino Unido. Las paredes están salpicadas de una
mezcolanza de cuadros de artistas locales y marcos con
fotos nuestras y de nuestras familias. Estoy convencida de
que la casa que Alec tiene en Londres le da mil vueltas a la
nuestra. Me pregunto qué estará pensando al ver esta
habitación, si se dará cuenta de lo que falta, si percibirá el
espíritu de nuestros adorados cuadros y de las fotos de la
universidad y posteriores, que guardamos en cajas porque
decidimos que no merecían adornar nuestras paredes.
—Eden, este es Alec.
Alec se da la vuelta y esboza esa sonrisa tan
característica suya, la que provoca que también sonrías por
instinto como respuesta, aunque la estés viendo a través de
la pantalla de una televisión. Cuando aparecen sus
hoyuelos, observo cómo Eden intenta mantener la
compostura.
Tiene que fruncir el ceño para evitar que se le parta la
cara. Eden lo mira con ojos entrecerrados y tararea un
vago:
—Alec, ¿verdad?
—Para. —Le doy un golpe en el brazo. A mi lado, Alec se
pone a reír—. Alec, esta es mi compañera de piso, Eden.
—Encantado de conocerte. —Le tiende la mano—. Gigi
habla maravillas de ti.
—Miente —digo, sonriéndoles a ambos—. Le he dicho que
eras una bestia infernal.
Eden le estrecha la mano. La conozco lo suficiente como
para saber que cada molécula de sangre ha subido a la
superficie de su piel y está llamando a la puerta. Seguro
que la palma de mi amiga ahora mismo es como un trozo de
carbón ardiendo sobre la mano de Alec.
—Tengo que avisarte —dice con voz tensa—. Voy a hacer
todo lo posible para permanecer tranquila, pero he visto
todo lo que has hecho, y me va a costar bastante no
ponerme a gritar como una loca por tenerte en mi
apartamento.
Alec sonríe con dulzura.
—Te entiendo. Yo también me pongo nervioso con los
actores que me gustan.
Eden suelta un sonido hilarante, medio gemido, medio
chillido, y se tapa la cara.
—¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas más
cómoda? —pregunta él.
Mi amiga se ríe detrás de sus manos.
—Creo que nada. —Se gira con brusquedad, sin saber qué
hacer con su cuerpo—. De hecho, voy a tomarme un trago.
—Bueno —dice Alec—, yo también beberé. Y si esto te
hace sentir mejor, que sepas que he hecho cosas
increíblemente estúpidas y vergonzosas delante de Gigi.
Se me escapa una carcajada.
—¡Oh, venga ya! ¿Cuándo?
—Una vez me sorprendiste bailando Eminem en ropa
interior.
Me quedo boquiabierta.
—¿Cuándo pasó eso?
—Creo que tenías… ¿siete años? Yo tenía trece. Fue
horrible.
—No me acuerdo de nada —le digo, estupefacta—. ¡Vaya
un cerebro mediocre que tengo! ¡Qué decepción!
Alec se ríe.
—Estaba seguro de que te había traumatizado.
—Es obvio que no.
—¿Y el hip hop en el concurso de talentos Larchmont? —
pregunta con una mueca.
Un recuerdo acude a mi memoria. Ahora soy yo la que se
tapa la boca con una mano.
—¿Cómo he podido olvidarme de eso?
—¿Hip hop? —consigue decir por fin Eden.
Alec asiente con la cabeza, mirándola.
—Algunos de mis amigos y yo estábamos convencidos de
que íbamos a dar el campanazo en el mundo del hip hop en
Los Ángeles cuando teníamos… —mira hacia arriba—,
¡Dios!, ¿dieciséis años quizá? Gigi y Sunny se pasaron
meses viéndonos ensayar después de las clases.
—Eran malísimos —confirmo, recordando el número que
habían creado; uno con mucho movimiento agresivo de
caderas, vacíos que llenaban con unos cuantos «oye, oye,
oye» murmurados y dudosos intentos de break dance.
—¡Vaya! Seguid; esto es magnífico.
—Creo que ya hemos tenido suficiente por ahora.
—Me ha ayudado mucho. —Eden respira hondo para
tranquilizarse—. No me voy a desmayar para lo que sea que
ocurra después, pero no creo que pueda llamarte Alec.
—Está bien. —Alec vuelve a esbozar esa sonrisa
encantadora, con hoyuelos incluidos, que no ayudan en
nada a la situación—. ¿Cómo vas a llamarme?
Eden lo observa detenidamente.
—Frank.
Alec enarca una ceja.
—¿Tengo aspecto de Frank?
Eden asiente. Empiezo a notar cómo se relaja.
—Eres Frank, el amigo de mi compañera de piso.
—Me parece bien —dice él, asintiendo con firmeza—.
¿Puede Frank pedir una pizza para Lucy, la compañera de
piso de Gigi?
—¿Es que Gigi no va a tener un nuevo nombre? —
pregunto.
—No —responde Eden.
Alec también está de acuerdo.
—Demasiados nombres nuevos de los que acordarse.
Me doy la vuelta y me dirijo a la cocina.
—Bueno, parece que ya habéis resuelto todo. ¿Quién
quiere una cerveza?
Eden responde gritando:
—¡Tráete el paquete entero de seis! Tengo la sensación de
que nos las vamos a ventilar rápido.
Eden no se ha equivocado. El paquete de seis cervezas nos
ha durado cuatro manos de póquer; todas las cuales he
perdido.
Nos las bebemos, no solo porque la cerveza va genial con
la pizza, sino porque los dos payasos que me acompañan
deben de ser hermanos de fraternidad que llevan años sin
verse y han convertido toda la velada en un juego de beber.
No se pueden poner los codos en la mesa.
Hay que beberse la cerveza de un trago.
El último en tocarse la nariz cuando salga la palabra
«amor» en cualquier canción de la lista de reproducción de
Spotify tiene que beber.
Hasta he descubierto que hay una penalización si
preguntas de forma inocente si hemos retrocedido en el
tiempo y volvemos a ser universitarios de primero.
Por supuesto, también hay penalizaciones si usas el
nombre de Alec o Eden. Y como nunca han pasado tiempo
juntos y, por lo tanto, no están acostumbrados a llamarse
por sus nombres reales, es a mí a quien le toca beber más.
Aun así, en algún momento me doy cuenta de que Alec
está haciendo que desaparezca la tensión de fan acérrima
de Eden y de que ella, sin saberlo, lo está distrayendo de
toda la carga de lo que hemos hablado hoy en la playa. Y
los adoro a ambos por eso.
Alec deja su tercera botella vacía sobre la mesa y gime.
—Creo que llevo años sin beber tanta cerveza.
—¿Cómo puede gustarte tanto la cerveza —pregunta
Eden— y mantener esa tableta de seis? —Entorna los ojos y
me percato de que está contando mentalmente—. ¿O es una
tableta de doce?
—Vale, Lucy, bebe. —Cierro un ojo para enfocar la vista al
otro lado de la mesa, donde se encuentra ella—. Nueva
regla: cada vez que Lucy se ponga en plan pervertido, tiene
que dar un trago.
Eden se ríe y se lleva la botella a la boca.
—Ya empiezas a entenderlo.
—¿Y qué pasa si el pervertido soy yo? —quiere saber Alec.
—Frank —indico, señalándolo— puede ser un pervertido,
pero solo conmigo.
Hace una pausa y se inclina para besarme antes de
quedarse quieto, con su boca contra la mía. Entonces se da
cuenta de lo que ha hecho, abre los ojos y se aparta
despacio. Al otro lado de la mesa, Eden se queda con la
boca abierta.
—Solo… —se interrumpe y se lleva la botella a los labios,
dando un trago de penalización por ser una pervertida.
Alec agarra las cartas y las baraja con las mejillas rojas
por la cerveza o por el beso (o por ambos).
Después se coloca la gorra del revés; un gesto que me
llama la atención. En este momento, Alec Kim es un ser
humano como cualquier otro. Camiseta negra, vaqueros
negros y gorra del revés. Tiene unos hoyuelos de muerte y
los está enseñando porque va achispado. Y por lo visto es
un borracho delicioso. Me doy cuenta de que a Eden
todavía le cuesta creer que Alexander Kim esté en su casa.
Pero el modo en que se está riendo detrás de las cartas,
tomándole el pelo, lo mal que canta al ritmo de la música,
la manera en la que esta celebridad está bebiendo cerveza
y no sabe poner cara de póquer también le da un toque
normal.
—Ahora vamos a jugar al Trash —dice, repartiendo diez
cartas a cada uno.
—No sé cómo se juega al Trash —confieso.
—Entonces vas a tener que beber mucho. —Me sonríe y
Eden se ríe, encantada—. Además, esto va a ser un Trash
rápido. Estas son las reglas: si tardas más de dos segundos
en empezar tu turno, bebes. El ganador de cada ronda está
exento de cumplir las reglas de la ronda siguiente.
Cualquier palabrota conlleva una penalización que es
elegida por el ganador de la mano anterior. ¿Entendido?
No puedo dejar de sonreírles.
—No —respondo. Pero Eden asiente, así que seguimos
adelante.
Estos dos son como dos gotas de agua.
Alec tamborilea con los dedos en el borde de la mesa.
Eden cruje los nudillos. Se miran fijamente, chocan las
botellas y empezamos. No tengo ni idea de en qué consiste
el juego, ni de lo que se supone que estamos haciendo, pero
da igual. Incluso cuando la partida se acelera, tengo la
sensación de que el tiempo se ralentiza y la música parece
sonar más alta. Estoy viendo a mi mejor amiga y a este en
parte desconocido, en parte amante, resolver un
desacuerdo sobre las cartas con el piedra, papel o tijera.
Estoy contemplando la sonrisa de oreja a oreja de Alec
cuando ella le gana y se pone de pie para hacer el baile de
la victoria. Estoy viendo cómo él forma una pila antes que
ella y cómo Eden se cae de espaldas riendo, olvidándose
cada vez más de con quién cree ella que está, mientras
disfruta de la compañía de quien es Alec realmente.
Este es un momento que recordaré el resto de mi vida,
pienso. Da igual lo que pase después de esto. Atesoraré
esta noche bajo la etiqueta de «Felicidad».
Vamos a la cocina a por más bebidas. Eden saca masa de
galletas del frigorífico y Alec se apoya en la encimera,
acerca mi espalda a su pecho y estira el brazo para birlarle
una buena porción de masa del cucharón. Luego le da un
mordisco, me ofrece un poco a mí y pega los labios sobre
mi cuello.
—Me sigue pareciendo raro —comenta mi amiga,
mientras echa más masa en una bandeja de horno. Pero ya
no parece estar pisando terreno peligroso. De hecho, lo
dice de coña, como si fuera un tema zanjado: ya ve normal
la relación de Alec y Gigi.
Pero lo nuestro no es nada normal, ¿verdad? Podemos
contar con los dedos de una mano los días que llevamos con
lo que sea que está sucediendo entre nosotros y en ningún
momento he tenido la sensación de tener que hacer nada
para impresionarlo. Tal vez sea porque esto tiene fecha de
caducidad, porque hoy lo hemos dejado claro. Terminará de
forma rápida y sin dramas. Entonces, ¿para qué fingir? Si
no le gusta lo que ve, lo peor que puede pasar es que se
acabe un poco antes de lo previsto. Y en ambos casos me
quedaré hecha polvo. Porque es lo que sucederá. Ahora lo
sé.
Regresamos al salón con un plato de galletas recién
hechas y té. Eden pone a John Oliver. Me siento en el sofá y,
antes de que pueda cruzar las piernas sobre el asiento, Alec
invade con delicadeza mi espacio y se tumba con la cabeza
sobre mi regazo. Da un mordisco a su galleta y mastica
mientras estudia dónde dar el siguiente. Levanto la mano
por inercia y le peino el pelo a la altura de la frente. Su
cabello es como seda entre mis dedos. Recuerdo habérselo
tocado cuando me hizo el amor en Seattle, cuando me besó
entre las piernas ayer mismo, cuando se lo he retirado de la
frente hoy, en el agua.
Tararea en silencio y da el segundo mordisco. Nuestras
miradas se encuentran y pregunta:
—¿Quieres una?
Aunque sabe que puedo llegar al plato sin ningún
problema.
Niego con la cabeza. Me esfuerzo por olvidarme del
mundo que existe fuera de este apartamento, donde siento
la vida de Alec, nuestras circunstancias y la imposibilidad
de que haya un nosotros como una losa en el pecho. En
cambio, intento recordar qué es lo que él quiere, por qué
está aquí. Está aquí para ser solo un chico con la cabeza
apoyada en el regazo de una chica.
La voz de Eden nos llega desde el lugar en el que está
tumbada en el suelo.
—Y dime, Frank, ¿cómo consigue alguien como tú tener
todo un día libre en un viaje como este? Si se cancela algún
evento, ¿no tenéis un millón de cosas de reemplazo?
Noto cómo asiente en mi regazo.
—Les pedí que no me concertaran ningún otro
compromiso —explica—. Necesitaba un día libre. No he
tenido uno desde hace… —Se pone a pensar—. Ni siquiera
recuerdo cuándo fue la última vez que no tuve algo
programado.
Su primer día libre desde quién sabe cuándo y lo ha
pasado conmigo. Ahora mismo el corazón no me cabe en el
pecho.
—¿Sabe tu gente que estás con ella? —pregunta Eden,
haciendo un gesto hacia mí con la cabeza.
—No. Pero saben que me crie aquí. Así que lo más seguro
es que se imaginen que estoy viendo a viejos amigos.
—Que es lo que eres —digo.
Me mira fijamente y siento cómo una enredadera crece en
mi interior, envolviendo mi corazón, que late desaforado.
—Que es lo que soy.
10

Busco un cepillo de dientes para él debajo del lavabo.


Cuando me incorporo, está detrás de mí. Sus ojos risueños
se encuentran con los míos en el espejo, y así es como nos
lavamos los dientes, con las bocas llenas de espuma y
sonriendo de oreja a oreja. Me pregunto si también lo está
sintiendo. Este vértigo anticipado. Es como tener diez años
y que te den un billete de veinte dólares en la puerta de
una tienda de chucherías. Tengo delante de mí un futuro
delicioso y no sé por dónde empezar a hincarle el diente.
Cuando me agacho para escupir y enjuagarme, mete la
mano por debajo de mi camiseta, a la altura de la cintura, y
sus dedos me acarician la piel. Al cambiar de posición para
que él se incline, escupa la pasta sobrante y se enjuague, le
rodeo con los brazos el talle y me dedico a disfrutar de este
momento, abrazándolo y sintiendo los músculos de su
espalda contra mi mejilla.
En el dormitorio, me quita la ropa sin prisa, como si fuera
un regalo que estuviera desenvolviendo con paciencia. No
es la primera vez que nos tocamos y nos miramos, pero sí la
primera que no dependo de un reloj.
Aunque puede que él sí.
—¿A qué hora tienes que irte por la mañana?
Detiene la exploración de mi pecho y mira su reloj.
—Sobre las seis.
Me fijo en el reloj de la mesita de noche. Faltan unos
minutos para las once. Me sirve.
Se mueve para besarme el cuello mientras desliza las
manos por mis pechos.
—¿Qué vas a hacer mañana? —le pregunto.
—Algunas fotos promocionales. —Me pellizca suavemente
el pezón con el pulgar y un dedo—. Un encuentro con los
fanes y creo que también tenemos una firma de autógrafos
a la una y media. —Se endereza, me mira y deja de
quitarme la camiseta—. ¿Tienes alguna oficina a la que ir?
Niego con la cabeza.
—Tengo un escritorio, pero voy muy pocas veces.
—¿Mañana vas a trabajar?
—Tengo que hacer algunas llamadas. Investigar unas
cosas. —No pronuncio el nombre de Josef Anders; aun así,
se instala entre nosotros como un punto oscuro en una
fotografía. La ansiedad hace que los latidos de mi corazón
sean más fuertes. La presión por hacer esto bien me pesa.
Se desabrocha los vaqueros y se los quita de una patada,
logrando distraerme de mi inminente pánico. Luego tira de
mí hacia la cama, colocándome sobre él.
Lo miro desde arriba y le recorro la mandíbula con la
punta del dedo. Cierra los ojos y gime. Desde esta posición,
me doy cuenta de lo mucho que gusta estar encima de él,
porque me permite ser testigo de cómo se entrega al placer
de esa forma tan absoluta. Abre los ojos y me observa
mirándolo. Y ese silencioso momento de entendimiento me
hace anhelarlo aún más. Se lleva las manos a la cintura y se
retuerce debajo de mí para quitarse los bóxers.
He estado deseando esto desde que noté su erección
debajo del agua, arqueándose en una fútil ingravidez,
mientras flotábamos en el océano. Ese deseo creció cuando
durmió a mi lado sobre la arena caliente y durante el
tranquilo trayecto de vuelta a casa, donde reanudó la
exploración errante de mis muslos, metiendo de vez en
cuando la mano entre mis piernas antes de alejarla,
jugando conmigo. Y, de alguna forma, llegó a su punto
álgido al ver la facilidad con la que se ha integrado en mi
vida con Eden.
Ahora me acerco a él, atrapándolo entre mis muslos,
deslizándome sobre su miembro. Pero no lo tomo, solo me
froto contra él.
—Llevo todo el día deseando esto.
Vuelve a cerrar los ojos y sonríe, murmurando un suave
«Yo también», al tiempo que sube las manos por mis
pechos. Quiero capturar esta imagen, grabarla en mi
memoria para siempre: Alec en mi cama, Alec debajo de mí.
La larga línea de su cuello, la punta afilada de su nuez de
Adán, la viril curva de sus clavículas. Tiene un pequeño
hematoma en el pecho que parece una marca de mordisco,
de ayer o de antes. Ni siquiera lo sé. Estaba oculto bajo la
camiseta, pero ahora ahí está, frente a mis ojos, como una
muestra de nuestro pequeño y perfecto secreto. Saber eso
hace que me ilumine por dentro como el amanecer.
—Gigi —dice, abriendo los ojos—, tómame.
Cuando me inclino sobre él, estirando el brazo hacia la
mesita de noche me lame y me chupa el pecho. Me oye
abrir una nueva caja de condones y, durante una fracción
de segundo, noto que se queda quieto. Le miro a la cara y,
mientras rompo el envoltorio de aluminio, veo la sonrisa en
sus ojos. Continúa mirándome cuando bajo la vista y le
pongo el preservativo, con mucha menos elegancia y
velocidad que él la primera noche que estuvimos juntos.
—¿Por qué sonríes?
—Ya sabes por qué —susurra.
No puedo evitarlo. Me encanta el peso de su miembro en
mi mano. Si mi propia necesidad no fuera tan acuciante,
juguetearía con él con los dedos y con la lengua, pero estoy
impaciente, al igual que Alec, que arquea las caderas y, con
sus manos, me empuja hacia delante y sobre él.
Es la segunda vez que lo tengo en mi interior, pero en
cuanto desciendo sobre su pene, gime y tengo que taparle
la boca y morderme el labio para no gritar.
Al verlo hundir la cabeza sobre la almohada, estirando el
cuello, todo mi cerebro se pone en marcha, convirtiendo mi
cuerpo en una máquina de precisión que introduce una y
otra vez su dura longitud dentro de mí y se mueve contra
él, buscando la fricción más placentera. Cuando
encontramos el ritmo adecuado, me mira fijamente con sus
ojos negros y la boca formando un silencioso «¿Así?», para
después murmurar un suave «Joder» con una sonrisa. Clavo
la vista en sus labios y continúo moviéndome, observando
cómo se los lame, cómo emiten silenciosos sonidos de
súplica, cómo los entreabre en un pequeño gruñido
obsceno.
Estar tan concentrada hace que el placer no venga de
inmediato, sino como un barco ascendiendo por una ola
hasta que se instala en lo más hondo de mi interior,
subiendo por mi columna vertebral y llenando mi pecho con
un grito que contengo con los labios sellados y la cabeza
echada hacia atrás. Durante un segundo, pierdo la noción
de lo que Alec está haciendo mientras me dejo llevar y lo
único que puedo hacer o sentir es mi propio alivio y lo que
parece un rayo de un placer salvaje que me atraviesa.
Justo cuando empiezo a bajar de la cima, Alec se
incorpora, como si no pudiera aguantar más, me agarra del
pelo y se apodera de mi boca. Después, nos hace girar y
vuelve a tomar el mando. En ese momento, me viene a la
cabeza un pensamiento que hace que me sienta como una
jactanciosa, como una traidora, y es que, si en este
momento alguien nos viera así, podría perder la cabeza al
saber que, de puertas para dentro, Alexander Kim es
exactamente lo que el mundo quiere que sea.
Me encanta su risa entrecortada, ese sonido que ya
reconozco como el de una incredulidad eufórica.
—Shhh —me susurra. Y entonces entiendo lo que le hacía
reír, lo que le hacía feliz: cómo me estoy derritiendo debajo
de él, la forma en la que he empezado a soltar estos
pequeños gritos rítmicos, olvidándome de dónde estamos y
a la compañera de piso que tenemos solo a dos paredes de
distancia. Me tapa la boca con la mano y me da un beso en
la mejilla, reduciendo sus movimientos a pequeños
empujones provocativos de sus caderas—. ¿Estás
intentando despertar a todo el vecindario?
Vuelvo mi cara hacia su cuello y pego mi boca allí,
susurrando una disculpa que no siento, una disculpa que él
tampoco quiere.
—Me gusta ver cómo haces todo lo posible por quedarte
callada tanto como me gusta hacerte gritar —dice. Y luego,
como si quisiera ponerme a prueba, se apoya en las manos
y me lanza una advertencia con la mirada antes de empezar
a moverse en envites prolongados y duros.
Sin embargo, en algún momento, pasamos del frenesí a la
lentitud. Y así, con él sobre mí, abrazándome y con la boca
abierta contra mi cuello, caigo en un estado de éxtasis. Se
trata de hacer el amor sin ninguna meta, simplemente
movernos al unísono, perdernos en lo mismo. Nunca en mi
vida me he sentido tan conectada con alguien, es como si
compartiéramos el mismo subidón. Le rodeo con los brazos
y trato de concentrarme en cada pequeña sensación: el
suave deslizamiento de su pecho sobre el mío, los
silenciosos sonidos de su respiración contra mi cuello, el
cálido y suave roce de sus caderas contra mis muslos, y la
intensa fricción de su miembro al entrar y salir de mi
interior.
Después, mucho tiempo más tarde, cuando se detiene
jadeante sobre mí (sudoroso y agotado), se desploma a mi
lado, enciende la luz y pasa las yemas de los dedos por la
línea de mi cabello y por mi mandíbula, mirándome. Me
toca las costillas, traza la marca que ha dejado con los
dientes en mi pecho, desliza la mano por mi estómago y la
apoya con ternura entre mis piernas.
—Estás tan caliente… ¿Te duele?
—No. —Arrastro somnolienta el dedo por su clavícula—.
Aunque puede que mañana sí.
Baja la mirada de mi cara hasta el lugar donde me
acaricia con los dedos; un lugar donde sigue palpitando mi
pulso enardecido.
—No puedo dejar de tocarte.
—Ya veo. —Cierro los ojos. Tengo la sensación de que no
estoy viviendo en el mismo mundo que durante el día. Si
esto es lo que te produce la dicha, no quiero salir nunca de
esta cama—. Me gusta.
Me recorre el clítoris con la punta del dedo, rodeándolo
lentamente.
—A mí me gusta esta pequeña y tersa parte de ti. La cara
que pones cuando te toco aquí.
—¿Qué cara? —pregunto arrastrando las palabras, con
voz adormilada.
—Voy a tener que inventar una palabra para describirla.
Es como una súplica aliviada. —Me río cuando se apoya
sobre un codo para verme mejor. Si estuviera más
despierta, estaría un poco más cohibida. O si no fuera Alec
—. Eres tan bella que no puedo evitar sentir esta dulce
especie de angustia. Estoy desesperado por ti, Gigi.
—¿Desesperado por mí? Por favor, pero si me tienes en el
bote.
Le veo esbozar una sonrisa distraída que desaparece a los
pocos segundos.
—Antes de volver a Londres, me gustaría dejar constancia
de que reclamo este labio inferior. —Sigue acariciándome
—. Pero también esta peca que tienes en el hombro. He
estado buscando más, pero es la única que he visto. —Me
mira con atención—. Y tus ojos cuando te ríes. Sí, también
son míos. La curva de tu columna cuando te estás
corriendo. La tersa piel de tus muslos contra mi cuello… —
Vuelve a apoyar la mano entre mis piernas—. Y esto, justo
esto. Me vuelven completamente loco.
—Mi turno. —Levanto la mano y trazo su boca con ella—.
Reclamo tu labio inferior.
Suelta un suspiro contra mi mano.
—Tienes que elegir otra cosa distinta.
—Calla. Tú no haces las reglas. —Muevo las yemas de los
dedos sobre su barbilla y le acaricio más abajo—. Tu
garganta. Tengo especial predilección por las gargantas y
la tuya es perfecta. Tu nuca. —Sigo haciendo un sendero
con los dedos hacia abajo—. Las clavículas. Este músculo
de aquí. —Le acaricio justo en el hueco del hueso de la
cadera. Alec se aparta como si le hubiera hecho cosquillas.
Le agarro la mano y le beso la palma—. Y tus manos.
Se ríe.
—Mis manos, por supuesto.
Entrecierro los ojos y lo miro.
—También me quedaría con tus hoyuelos. Pero a todo el
mundo le chiflan tus hoyuelos.
—¿Ah, sí? —pregunta, aunque ya lo sabe.
—Hay una cuenta en Twitter con el nombre de
AKHoyuelos, con unos trescientos mil seguidores, que
prácticamente lo único que sube son fotos de tus hoyuelos
cuando sonríes.
Vuelve a reírse.
—Te lo estás inventando.
—Sabes que no.
—Pero ¿cómo es posible que estés al tanto de eso? —
pregunta—. Si ni siquiera ves mi serie.
—Eden me lo ha enseñado. —Respiro hondo y apoyo la
mano en su pecho—. Ella la sigue. Me preguntó si de
verdad saben a caramelo.
Tarda un segundo en asimilar lo que acabo de decirle.
—¿Te preguntó si mis hoyuelos saben a caramelo? —
Suelta una risa que parece un silencioso resoplido y me
mira horrorizado—. ¿La gente se pregunta eso?
—Seguro que esa es la parte de tu anatomía más inocente
que se imaginan probando, Alec.
Frunce el ceño y yo le beso el dulce mohín que hace.
—Bueno, ¿y qué me dices? —pregunta al cabo de un rato,
con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué te digo de qué?
—Que si tienen un sabor dulce.
—No.
—¿A qué saben?
—A felicidad.
Al ver cómo se queda quieto tengo la sensación de que he
roto la armonía del momento. Estábamos haciendo el tonto
hasta que me he sincerado. Tendré que aprender a
gestionar mejor estos sentimientos florecientes, porque son
demasiado eufóricos. Quieren salir, gritando a los cuatro
vientos.
—Voy a crear la cuenta de Labio Inferior de Gigi —
confiesa al cabo de un rato.
Suelto una risa aliviada.
—Solo tendrás un seguidor.
—De eso nada, espera a ver mi foto de perfil.
—¿Sabes siquiera cómo usar Twitter?
Su «shhh» es tan revelador como un «no», pero hace un
gesto con la mano para restarle importancia.
—Tendré más seguidores que el tipo ese de tu nuevo
sombrero.
—Solo necesitas un seguidor: AKHoyuelos. Se conocen
muy bien.
—Efectivamente —dice, dándome un beso en la barbilla—.
Son los mejores amigos del mundo.
Algo extraño se apodera de mi corazón, retorciéndolo.
—¿Alguna vez has estado enamorado de verdad? —
pregunto sin más.
Sin embargo, la pregunta no parece sorprenderlo en
absoluto.
—No lo sé. —Mira su mano mientras me recorre la
cintura y la posa suavemente sobre mi pecho—. ¿Y tú?
Cierro los ojos y atraigo su cabeza hacia mi cuello.
Respondo justo antes de que el sueño se apodere de mí.
—Tampoco lo sé.
El despertador de Alec suena a las cinco, abrimos los ojos
poco a poco, haciendo lo mismo que la noche anterior, pero
a la inversa. Nos tocamos y nos abrazamos durante unos
minutos somnolientos, sin palabras, con manos lentas y
perezosas por el sueño. Después, nos quedamos en el
lavabo de mi cuarto de baño, cepillándonos los dientes y
dibujando caras en el espejo con el dentífrico. Luego vamos
a la cocina, donde insisto en prepararle un café antes de
que se vaya.
—Podrías seguir en la cama —susurra, con cuidado de no
despertar a Eden, que duerme a solo dos puertas del pasillo
—. No tenías que haberte levantado.
—Entonces no habría pasado más tiempo contigo —le
digo— y no tendrías la oportunidad de probar mi café.
—¿Te sale bueno?
Pienso la respuesta mientras lleno la tetera.
—No quiero parecer presuntuosa. Seguro que tienes un
robot que te recoge los granos a mano y los tuesta a tu
gusto.
—Suelo beber lo que me trae Yael o lo que hay en el plató.
En realidad, no soy tan exigente.
Señalo un taburete junto a la encimera de la cocina,
pongo la tetera a calentar y agarro el bote de granos.
—¿Tienes que devolver hoy el coche? Si quieres, puedo
hacerlo por ti.
Hace un gesto de negación con la cabeza.
—Creo que Yael ya lo recogió anoche.
—¿Qué?
Se nota que Alec no entiende mi estupefacción.
—¿Qué de qué?
—¿Vino anoche, mientras estabas aquí, y devolvió el
coche de alquiler?
—¿Qué otra cosa tuvo que hacer ayer? —pregunta, riendo
—. Le molestó más que me tomara el día libre a que le
mandara hacer algo a…, ¿cuándo?, ¿las siete de la noche?
No es como si la hubiera llamado a las tres de la mañana
para hacer un viaje de ida y vuelta a San Diego.
—Supongo. —Tomo algunos granos y los vierto en el
molinillo—. Tápate las orejas.
Me obedece, haciendo el tonto, levantando los hombros
como si el sonido de los granos moliéndose fuera de verdad
ensordecedor. El chasquido agudo y el zumbido metálico
rompen el silencio, vierto el resultado en el filtro y lo miro
por encima del hombro.
—Y dime —comienzo con cuidado—, ¿cómo es Yael?
Se queda pensativo un instante, mientras saca un
bolígrafo de una taza que hay en la encimera y dibuja
garabatos en el dorso de un sobre de correo publicitario.
—Es una persona increíble —dice despacio—. Bastante
reservada. Tímida. Y aunque se puede tardar un poco en
conocerla, es tremendamente leal. Eso sí, no va a hacer lo
imposible por complacer a alguien a quien no conozca.
Bueno, eso explica en parte el silencioso trayecto que
hicimos el otro día en el ascensor.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para ti?
—Unos cinco años —explica y, ante mi mirada, aclara—:
Se mudó a Corea cuando terminé el servicio militar. Pero la
conozco desde que ella tenía catorce años.
—¡Vaya!
Asiente.
—Su madre era el ama de llaves de mis padres. Pasó
mucho tiempo en nuestra casa.
—Entonces, ¿es más o menos de la misma edad que
Sunny y yo?
—Sí. Mi hermana y ella están muy unidas. —Hace una
pausa, reflexionando sobre lo siguiente que me va a
comentar—. Cuando Sunny y ella tenían dieciocho y
diecinueve años, Yael también fue modelo, pero no le gustó
mucho. Es organizada y mandona, aunque tímida. —Dibuja
una serie de círculos concéntricos alrededor del borde de
un folleto de Trader Joe—. Supongo que se le da mejor
estar entre bastidores que delante de una cámara.
—¿Sabe que te conozco de antes?
Asiente con la cabeza.
La siguiente pregunta se me atora en la garganta, pero
tengo que hacerla.
—¿Alguna vez habéis…?
Me mira a los ojos y, cuando se da cuenta de lo que le
estoy preguntando, suelta una breve risa.
—No. Jamás. —Y luego añade con una sonrisa—: Yael es
lesbiana.
Oigo el silbido de la tetera, me vuelvo para agarrarla y
vierto el agua con cuidado sobre el café molido, observando
cómo se filtra en la jarra. El silencio inunda la estancia y da
la sensación de que se traga sus siguientes palabras.
—Parece un café muy sofisticado —dice.
—Lo es. Deberías estar impresionado y darme las gracias.
Alec se ríe.
—Lo estoy, lo estoy. —Acepta la taza humeante que le
ofrezco, pero luego la deja en la encimera y se acerca a mí,
colocándome entre sus piernas—. Gracias, Georgia Ross,
barista sin igual.
—De nada. —Lo beso, luchando contra el impulso de
dejarme llevar por su contacto—. ¿Cómo te gusta?
Alec sube la mano por debajo de mi camiseta.
—Como te guste a ti.
Le doy una ligera palmada en la frente.
—Me refiero al café.
—Con crema de leche y azúcar, cuanto más se parezca a
un helado, mejor.
Suelto un gruñido y me vuelvo hacia el frigorífico.
—Vaya una manera de desperdiciar mi café.
—No —se queja, riendo mientras toma la crema y se echa
una generosa ración en su taza—. Te prometo que lo voy a
disfrutar.
—Si no tienes coche, ¿cómo vas a volver al hotel?
Alec levanta el brazo en el que lleva el reloj.
—Me vienen a recoger en diez minutos.
—¿Yael?
Asiente.
—¿Y luego estarás ocupado todo el día?
Vuelve a asentir.
—Deberíais venir a la firma de autógrafos del reparto.
—¡Pero si no he visto la serie! —señalo, aunque me
apresuro a añadir—: ¡Todavía! Te prometo que la voy a
empezar en cuanto pueda. Pero me sentiría mal llevándome
una entrada destinada a una fan.
Por alguna razón, eso le hace reír.
—No necesitas ninguna entrada, Gigi. No te estoy
sugiriendo que tengas que hacer cola para conseguir un
autógrafo. Vendrías como mi invitada. Y puedes traerte a
Eden.
Le tapo la boca.
—Cuidado con lo que ofreces. No te puedes imaginar lo
que se contuvo anoche. Si la invitas hoy, podría presentarse
con una camiseta con tu cara. O, peor aún, con la imagen
de tu torso.
—No pasa nada —dice—, siempre que sepa que los
hoyuelos pertenecen a otra.
La acuno la cara y le doy un beso en cada mejilla.
—El labio inferior de Gigi está de acuerdo con esto.
11

Una hora después de que Alec se marche, recibo un breve


mensaje de un número desconocido que, por la brevedad,
supongo que es de Yael.

Reúnete en la entrada lateral del Ace Hotel de Blackstone a la una en


punto. Escribe a este número en cuanto llegues.

Con esa información en mano, entro bailando a la


habitación de Eden. Mi amiga está tumbada de espaldas en
la cama, con el portátil apoyado en la rodilla. Por los
altavoces oigo la voz de Alec; una voz sorprendentemente
surrealista.
—¿Qué estás viendo?
—The West Midlands. —Me mira un momento y sonríe—.
Tu chico está a punto de tener un accidente de coche.
Me pongo a su lado.
—¿Me voy a quedar traumatizada?
—¿Por el accidente? —Me mira—. No, pero por los besos
sí.
—¡Oh! —Pongo cara de que no me importa—. Vi un
montón de gifs de esa escena en el Lyft, de camino a casa.
—Lo sabía, pequeña desgraciada.
Le robo una de las almohadas y la coloco debajo de mi
cabeza.
—Muy bien. Ponme al día.
—¿Quieres verla ahora?
—Bueno —le digo con una sonrisa enorme—, teniendo en
cuenta que hoy vamos a ir a una firma de autógrafos como
invitadas de Alec, me vendría bien saber algo sobre la
serie.
Me mira fijamente sin parpadear.
—¿Qué?
—Es en el Ace Hotel. ¡Oh! —digo, al darme cuenta—.
Tienes que llamar al trabajo y decir que te has puesto mala.
La asistente cíborg de Alec me ha enviado indicaciones
para entrar por la puerta lateral. —Me señalo el pecho—.
Ya sabes que ahora me codeo con la gente de Hollywood.
Eden suelta un chillido ensordecedor y se abalanza sobre
mí. En algún lugar de la estancia, oigo el sonido de su
portátil golpeándose contra la pared.
—¿Voy a conocerlos a todos?
—Supongo que sí.
Otro chillido. Abrazo su cuerpo delgado.
Aunque durante un buen rato, no está nada complacida
conmigo porque, como no tengo remedio y es cierto que
necesito un resumen completo de la serie, me paso las
siguientes horas señalando caras y diciendo: «Me suena de
algo» o «Ese salía en la película en la que se veía parte de
un pene, ¿verdad?».
Sin embargo, al final de este somero repaso, puedo decir
tres cosas con absoluta certeza: 1) La serie tiene pinta de
ser dramática y adictiva. 2) Ahora entiendo perfectamente
por qué todo el mundo está dispuesto a creerse que se está
acostando con su compañera de reparto, Elodie Fabrón. La
química que hay entre ellos hace que salten chispas de la
pantalla. Y 3) Teniendo en cuenta lo anterior, tengo que
encontrar la manera de que Alec Kim termine en mi cama
esta noche.
Llegamos temprano al acto, justo después del mediodía.
Aparcamos en la calle y echamos un vistazo a la puerta
lateral. Hace un calor de mil demonios, y Eden me acosa
para que envíe un mensaje de texto a Yael antes de tiempo.
No conozco a Yael, pero sí la he visto lo suficiente como
para decirle a mi amiga que se calle. Le enviaré el mensaje
a la una en punto, ni un segundo antes.
Desde el lugar en el que estamos, podemos ver la cola
que rodea la manzana y que da otra vuelta más. Sé que
muchos de los fanes que hacen cola están aquí para ver al
famoso actor de Doctor Who que interpreta al primer
rompecorazones de The West Midlands, o al bombazo de la
taquillera franquicia de superhéroes DC, pero algunos de
ellos (seguramente muchos) han venido aquí solo por Alec.
Como tengo que responder a unas cuantas preguntas que
me ha hecho el editor sobre el artículo antes de que se
publique y hablar con Ian sobre lo que está investigando en
Londres, agradezco el rato que voy a tener que pasar
esperando. Aun así, es una experiencia surrealista hacer mi
trabajo rodeada de cientos (quizá miles) de personas que se
han debido de tomar el día libre para venir a ver a un grupo
de famosos. En cuanto envío el último correo electrónico,
Eden y yo nos quedamos en silencio, un poco asombradas
ante la magnitud del evento y escuchando a hurtadillas las
entusiastas conversaciones. Me encanta ese lado fan de mi
mejor amiga, el amor que Eden siente por las cosas que le
gustan. Yo nunca he experimentado nada parecido a eso, ni
siquiera en los momentos en los que la veía y parecía que
estaba disfrutando de lo lindo. A menos que se trate de algo
relacionado con mi profesión, no tengo la capacidad de
sumergirme de cabeza en algo y pasarme horas sin pensar
en otra cosa.
Pero al contemplar a la gente que está parada
ociosamente en la fila que se extiende a lo largo de
Blackstone y más allá, y escuchar sus conversaciones, me
doy cuenta de que es fácil que estos fanes sepan más de la
vida de Alec que yo. Algunas mujeres dicen que se han
traído bolígrafos de su color favorito (el rojo), mientras se
preguntan si les firmará sus camisetas (por lo visto, Alec es
el único miembro del reparto que no ha firmado un
autógrafo en el cuerpo de alguien). Hablan de su sonrisa,
de cómo solo se siente cómodo cuando pasan unos minutos,
de cómo siempre se tarda más con él en la cola de
autógrafos porque habla con todo el mundo. Comentan si
irá a la Comic Con y se sueltan frases de broma entre ellas,
que supongo que forman parte de los diálogos de alguna de
sus series.
Cuando sacan sus teléfonos y empiezan a abrir sus fotos y
gifs favoritos, me esfuerzo por no prestar atención. Estoy
segura de que está sin camiseta en más de la mitad de
ellas. Una extraña y oscura sombra se instala en mi cabeza
mientras pienso en ellas, mirando su cuerpo desnudo.
—¿Te molesta? —me pregunta Eden en voz baja, como si
acabara de leerme la mente.
Me río por lo oportuna que ha sido.
—Mucho.
—Las fanáticas son bastante intensas.
—Eso no me importa —le digo con total sinceridad—. Me
encanta ver cómo te emocionas con las cosas que te
gustan. Lo que pasa es que me siento como un pez fuera
del agua. Me he dado cuenta de que es probable que estas
mujeres sepan más de él que yo.
Noto que me observa y que asiente en silencio, lo que
hace que me sienta aún más incómoda. Quiero ver a Alec
en su entorno, pero hay una parte de mí que, aunque sabe
que él no actúa de ese modo, teme que me mimetice entre
la multitud, que me vea aquí y se dé cuenta de que no
tengo nada de especial. Nunca me he sentido así, jamás me
preocupó este detalle hasta que no me he visto rodeada por
cientos de sus fanes. ¿Por qué hemos mezclado nuestros
mundos de este modo?
Pero ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. Eden
está a mi lado, vibrando de emoción.
Nunca se me ocurriría sacarla de aquí. No te queda otra
que superarlo, pienso.
A la una, finalmente envío un mensaje de texto a Yael.

Estamos aquí.

No me responde, pero unos minutos más tarde se abre


una puerta y la veo asomar la cabeza. Nuestras miradas se
encuentran un segundo antes de que nos haga un gesto
para que entremos. Oigo las quejas de algunas de las
mujeres que tenemos detrás de nosotras y los gritos de
otras más adelante, pidiendo que las dejen entrar a ellas
también. Pasamos por la pesada puerta de acero y salimos
a un largo pasillo vacío.
Yael y sus piernas kilométricas nos guían a toda prisa por
el pasillo, deteniéndose ante una puerta sin ningún cartel.
—Limitaros a quedaros ahí y pasar el rato, ¿de acuerdo?
—nos dice de forma sucinta—. Alexander os saludará en
cuanto pueda.
Creo que es su forma de decirnos que no se nos ocurra
molestar a los famosos. Aunque no tiene de qué
preocuparse. Me arrepiento de haber venido en cuanto
entramos a lo que me doy cuenta de que es la sala de
descanso del reparto. Hay unas cuarenta personas
hablando entre sí y todas ellas parecen haber nacido
elegantes. Eden lleva una camiseta de My Lucky Year con la
cara de Alec y yo unos vaqueros negros y una camiseta de
tirantes del mismo color. Me he recogido el pelo en un
moño alto y he optado por pintarme lo imprescindible,
suponiendo que nadie se iba a dignar a mirarme.
No podría haber estado más equivocada. Nada más
entrar, todo el mundo alza la vista y se queda boquiabierto
al darse cuenta de que acaban de aparecer dos mujeres
que son solo fanes. La conversación se torna incómoda
hasta que deciden que no somos interesantes y se olvidan
de nosotras de inmediato; algo que, de alguna forma, hace
que me sienta mucho más cohibida. Cualquier movimiento
que hagamos puede atraer la atención sobre nuestras
personas. Reconozco algunas caras del cine y de la
televisión, incluyendo a la novia de Alec en la ficción,
Elodie Fabrón. Al cabo de un rato, por fin, veo a Alec cerca
de la pared del fondo, enfrascado en una conversación con
alguien que no sé quién es. De hecho, Alec está tan absorto
en la charla, que es posible que él y el otro hombre sean los
únicos que no nos han mirado cuando hemos entrado.
Eden y yo bordeamos la sala y tratamos de encontrar un
lugar en el que no molestemos a nadie. Mi mejor amiga
está en el paraíso de las fanes y parece que acaba de nacer,
pero yo me siento tan incómoda como si estuviera desnuda
en medio de una ciudad desconocida. Soy consciente de
que todos los que hay esta sala están relacionados de
alguna u otra forma con el mundo del espectáculo; todos
menos nosotras. Nos quedamos en un extremo, cerca de
una mesa de aperitivos, hasta que alguien se acerca a
tomar algo y nos movemos hacia la pared de enfrente, pero
es la zona donde el reparto ha dejado sus objetos
personales y nos piden que nos vayamos de ahí. Alec sigue
ocupado hablando con el hombre que me recuerda a un
director y aún no nos ha visto.
¿Qué hacemos aquí? Quiero enviarle un mensaje de texto
desde el Bat-teléfono; algo que hace nada me parecía un
artilugio divertido propio de los agentes secretos, pero que
ahora hace que me sienta un poco vulgar. Estaría mucho
más cómoda si me hablara de lo que ha sucedido en este
evento más tarde, en la intimidad de su habitación o de mi
apartamento, pero sé que si intento tirar de la camiseta con
la cara de Alec de Eden y llevarla hasta la salida, mi amiga
estallaría en llamas y me quemaría viva.
De pronto, se produce un pequeño revuelo cerca de la
puerta y una mujer se sube a una silla y da unas palmadas.
—Hola a todos. Prestadme atención unos segundos. —Los
presentes se van callando poco a poco—. Han empezado a
dejar entrar a gente en el recinto. Saldremos en unos diez
minutos. El orden será el siguiente: Dan, Alexander, Elodie,
Ben, Gal, Becca y luego Dev. Seguiremos un formato de
preguntas y respuestas moderado por… —señala hacia un
lado y sonríe— este tipo de aquí.
No puedo ver al tipo en cuestión, pero todo el mundo se
pone a aplaudir, a silbar y a gritar, así que supongo que es
alguien importante. Hasta que Eden no se acerca a mí y me
susurra el nombre de Trevor Noah, no empiezo a
percatarme de la cantidad de estrellas que están en esta
sala con nosotras.
Cuando la mujer termina su perorata, se baja de la silla y
la gente reanuda sus conversaciones, pero ahora hay una
nueva energía en el ambiente. Desde el fondo del pasillo,
nos llegan sonidos lejanos: aplausos, gritos, la vibrante
cacofonía de un montón de cuerpos en un espacio reducido.
Miro a mi alrededor y, justo cuando mis ojos pasan por el
rincón donde antes he visto a Alec, nuestras miradas se
encuentran.
Veo cómo su boca forma un sorprendido «Ahí estás» y se
excusa de inmediato para acercarse a nosotras. Lleva una
camisa negra y unos vaqueros oscuros, pero lo que mejor le
sienta es esa sonrisa de oreja a oreja que trae. Me da un
brinco el corazón.
Unas cuantas personas vuelven a fijarse en nosotras; una
atención que me produce urticaria. Hago todo lo posible
por no esconderme detrás de Eden. Alec se acerca a
nosotras, nos estrecha la mano (esto también me resulta
muy raro) y nos sonríe con gesto cálido.
—¡Lo habéis conseguido!
Eden responde con un pequeño chillido ininteligible y
Alec se aleja con ella para presentarle a algunas personas
que tenemos cerca. Genial. Ahora me he quedado sola.
Un minuto más tarde, la veo hablando con entusiasmo
con una actriz estadounidense superconocida y Alec
regresa a mí, ahora con una sonrisa diferente; una sonrisa
que habla de intimidad.
Mientras se acerca, hago caso omiso de todos los ojos que
lo miran. Solo quiero ver y sentir su expresión y el secreto
que hay entre nosotros. Se detiene a medio metro de
distancia y, como está dando la espalda a los presentes, se
permite el lujo de hacer un seductor escrutinio por todo mi
cuerpo.
—Hola.
Intento esbozar una sonrisa educada.
—Hola.
—¿Por qué no me has mandado un mensaje avisándome
de que ya estabas aquí?
—Porque estás… —titubeo—. Estás en modo famoso.
Se muerde el labio inferior y me mira con ojos
entrecerrados, estudiándome.
—Odias esto, ¿verdad?
—Solo lo normal.
Alec se ríe.
—Quería que estuvieras aquí, pero pareces incómoda. He
sido un egoísta.
Miro a la sala que hay detrás de él.
—Estoy bien. De verdad. Solo que… —Le devuelvo la
mirada y me río—. Creo que apenas te queda un minuto
para estar conmigo.
—Me gusta saber que estás aquí —confiesa—. ¿Tiene
sentido?
Asiento con la cabeza. Claro que tiene sentido. Todo en él
lo tiene.
Parece que quiere besarme. Tiene las mejillas sonrojadas
y los ojos brillantes. Por el rabillo del ojo, veo a la mujer de
la silla conducir a Trevor Noah fuera de la sala de
descanso. Segundos después, oímos los gritos de la gente.
Mujeres chillando. Suena como un enjambre rugiente de
abejas.
Creo que todavía no estoy preparada para enfrentarme de
verdad a la realidad de su fama. Hasta ahora, el tiempo que
hemos pasado juntos, salvo en el aeropuerto de Los
Ángeles, hemos sido solo nosotros. Alec como hombre y yo
como mujer. Los dos dejándonos llevar por algo que
ninguno sabe cómo llamar. No soy una persona a la que le
guste esto. Estar con un famoso no es algo que forme parte
de mis fantasías. Pero sí me gusta lo que sucedió en el hotel
de Seattle y en el hotel de Los Ángeles. Nuestro día de
playa. La última noche, haciendo el tonto con Eden. Lo que
pasó después, en mi cama, que me vuelva a decir que tiene
que encontrar una nueva palaba para describir la cara que
se me queda cuando me toca. Me gusta oírle decir que está
desesperado por mí.
Alec me agarra de la barbilla con el pulgar y el dedo y me
obliga a mirarlo a los ojos.
—No lo hagas.
—¿Cómo no voy a hacerlo? —Sacudo la cabeza, riendo—.
Lo sabía, pero no me di cuenta.
—Mírame a la cara. —Clava la vista en mí con tanta
intensidad que, poco a poco, el sonido de los gritos y
murmullos desaparecen y todo lo que hay a nuestro
alrededor se vuelve borroso—. Tengo que preguntarte algo
importante.
Reprimo una sonrisa ante su sinceridad.
—De acuerdo.
—No hace falta que me respondas ahora mismo. Te lo
pregunto ahora porque no creo que después tenga
oportunidad de hacerlo.
—Está bien.
Baja la cabeza hacia mí. Tengo sus labios tan cerca que
los siento moverse contra el lóbulo de mi oreja.
—Creo que deberías mudarte a la suite de mi hotel
durante todo el tiempo que esté en Los Ángeles. —Siento
un estallido en mis oídos a medida que mi cerebro se
equilibra. Alec se aparta, con los ojos muy abiertos, y
sopesa mi reacción antes de volver a acercarse y decirme
—: Puedes trabajar desde allí. Así no tendremos que
preocuparnos de la prensa, ni de andar de un lado a otro, y
podremos aprovechar al máximo el tiempo que nos queda.
—¿Para que sea aún más difícil cuando te vayas? —digo
sin querer. Las palabras han abandonado mi boca sin más.
Alec frunce el ceño y me mira a los ojos antes de
centrarse en mis labios. Después se humedece los suyos,
como si estuviera pensando en cómo se sentiría si me
besara aquí mismo. Yo también me humedezco los míos por
instinto.
—Bueno —dice al cabo de un rato—, por eso no tienes que
responder ahora. Solo tienes que enviarme un mensaje. Si
decides hacerlo, puedo darte una llave.
Cuando conducen al elenco fuera, el resto de nosotros los
seguimos en un largo y desorganizado séquito. A Eden y a
mí no nos han dicho dónde tenemos que colocarnos o qué
se supone que debemos hacer, pero en cuanto llegamos al
espacio donde se va a llevar a cabo el evento, dejo de
preocuparme por ello, porque lo único en lo que puedo
concentrarme es en el muro de sonido y en el mar de gente.
La sala es enorme y está llena de filas y filas de asientos.
No debe de haber ningún bombero cerca, porque hay gente
de pie en los laterales y en el fondo. En la zona delantera
hay una larga mesa con sillas para cada uno de los
invitados y pequeños letreros con los nombres de todos
ellos colocados sobre el mantel blanco. Cuando el grupo
entra y los miembros del reparto de The West Midlands
ocupan sus asientos, los asistentes se revolucionan. Trevor
tarda un minuto largo en conseguir que todo el mundo se
siente para poder hacer las presentaciones. Después de
esto hay una breve sesión de preguntas y respuestas, y
luego vendrá la firma de autógrafos.
No entiendo muchas de las preguntas; se refieren sobre
todo a temporadas anteriores o adelantos de lo que está
por venir. Un par de ellas son de carácter personal, aunque
se ha pedido a los fanes que eviten hacer este tipo de
cuestiones. ¿Está saliendo Ben con esa cantante? El
hombre tiene que recodar al público que está casado. ¿Son
Alexander y Elodie pareja en la vida real? Ambos responden
de forma poco convincente, aunque lo entiendo: los
rumores siempre llaman la atención de los espectadores.
Dejo de escuchar las respuestas y me fijo en la facilidad
con la que se desenvuelve Alec ante una multitud de este
tamaño. Yo sería un manojo titubeante de nervios. Él, en
cambio, incluso cuando responde a preguntas de carácter
íntimo, parece tomárselo con calma y su voz grave y
tranquila adquiere un tono deslumbrante y coqueto.
Quiere que me quede en su habitación del hotel. ¿No
sería eso una locura? Es cierto que ansío cada segundo que
pueda estar con él, pero contemplarlo en este evento hace
que me sienta como un monstruo codicioso, tramando cómo
escabullirme con él detrás de la mesa y arrastrar su silla
detrás de la pantalla de la BBC-Netflix para ponerle las
manos encima.
Justo cuando estoy pensando en esto, oigo una voz a mi
lado.
—Este viaje está siendo toda una novedad para él.
Alzo la vista, sorprendida de encontrar a Yael de pie, a
medio metro de distancia de mí.
—¿Perdón?
—Alexander. —Lo señala con la barbilla. En este momento
está recibiendo al primer grupo de fanes en la mesa de
autógrafos—. Sus viajes no suelen ser así —me explica—. El
tiempo que está pasando contigo. —Me mira, con las cejas
enarcadas, como si yo no supiera a qué se refiere—.
Normalmente no tiene tiempo para salir con nadie.
Muy pocas veces me quedo con la mente en blanco, pero
ahora mismo no tengo ni idea de qué se supone que debo
decir.
—Seguro que está muy ocupado.
—Lo está. —Hace una pausa y luego suelta lo que de
verdad quiere decirme—: No quiero que te hagas ilusiones,
Georgia.
Sigo sin saber qué responder, así que me limito a hacer
un pequeño gesto con la cabeza para que sepa que la he
oído. ¿Ilusiones? No sé a lo que se refiere con eso. Alec
acaba de invitarme a quedarme con él en la habitación de
su hotel hasta que regrese a Londres. Quizá Yael debería
hablar antes con él que conmigo.
Yael se aleja y yo me quedo mirando cómo Alec se inclina
hacia una fan adolescente para escucharla mejor. Se pone a
la altura de sus ojos, haciendo contacto visual con ella. Sé
exactamente lo que esa adolescente está sintiendo ahora
mismo, con esos cálidos ojos marrones clavados en los
suyos: que ella es la única persona que existe en toda la
sala. Pero, para mí, la estancia no hace más que dar
vueltas. Alec me ha invitado a venir a este evento. Me ha
pedido que me quede con él en su suite y su asistente me
está diciendo que debería dejarlo en paz. Es evidente que
ansío estar cerca de él, pero también quiero hacer lo mejor
para él.
—¿Se supone que tengo que fingir que no he oído eso? —
pregunta Eden desde mi otro lado.
—¡Vaya!
—Creo que no he hecho nada que indique que tengo
alguna esperanza de que esto vaya a llevarnos a ninguna
parte.
—Yo creo —comenta Eden— que lo que ha querido decirte
es que está preocupada por que Alexander Kim quiera que
os lleve a alguna parte.
Mientras asimilo esto, lo veo aceptar un regalo hecho a
mano por una fan. Un encargado intenta agarrarlo y
meterlo en una caja, pero Alec le hace un gesto de
negación con la cabeza. Quiere dejarlo con él en la mesa.
—Me ha pedido que me quede con él en el hotel.
—¿En serio?
Asiento.
—¿Y vas a hacerlo?
—Quiero hacerlo, pero también creo que eso sería como
clavar un cuchillo al rojo vivo en mi corazón dentro de
nueve días.
—¡Dios, qué dramática eres!
La miro.
—¿Tú lo harías?
—Ya sabes la respuesta a eso. Aunque también aceptaría
el empleo de pulidora de cinturones de Alexander Kim si
me lo ofrecieran.
Me muerdo el labio y observo su largo cuello mientras se
inclina sobre la mesa para estrechar la mano de una fan
que va en silla de ruedas. No me cuesta nada imaginarme
la cara que debe de estar poniendo, su expresión dulce y
atenta y la aparición de sus hoyuelos mientras le sonríe y le
da las gracias por haber venido.
Pero también puedo imaginarme el sonido de alivio que
hará cuando se quite los zapatos más tarde. Cuando caiga
rendido en el sofá de su suite. Puedo imaginarme cómo me
arrastrará hasta su regazo y soltará un gruñido de felicidad
con la boca pegada a mi cuello.
Me imagino que pedimos la cena al servicio de
habitaciones. Que me ofrece probar su comida y asiente
contento cuando ve que me gusta. Me pregunta qué me
apetece ver en la tele y luego me distrae de todas las
formas posibles, con sus manos y su boca. Al final
claudicamos y terminamos haciendo el amor.
Mi cerebro decide interrumpirme en esa frase. Hacer el
amor.
Eso no es lo que estamos haciendo, pero aunque lo
fuera… lo querría.
Sí, lo quiero, aunque solo sea durante un puñado de días.
Le mando un mensaje de texto desde el Bat-teléfono e
intento ignorar el nudo que se me forma en el estómago
cuando me imagino la reacción de Yael.

Vale. Me quedaré en tu suite.


12

Sabía que hoy era el día, pero cuando Billy me manda un


mensaje de texto a las tres y media de la tarde, diciéndome
que mi artículo saldrá en internet antes de la edición
impresa de mañana, me invaden unas náuseas de nervios
que solo he sentido un puñado de veces. Estoy en un Uber,
de camino al Waldorf Astoria de Beverly Hills, con la llave
de la habitación 1001 ardiendo como una cerilla encendida
en mi bolsillo y mi primer artículo importante en el LA
Times a punto de publicarse en media hora.
Lo más probable es que a Alec le queden dos horas más
de autógrafos. He sido incapaz de seguir todos los detalles
de la organización del evento (pulseras azules, verdes y
rojas, pases VIP para fanes), pero cuando se tomaron un
descanso mientras cambiaban de grupo de pulseras, me
encontró, me metió una llave en la palma de la mano y me
dijo que me fuera cuando quisiera y que él se reuniría
conmigo allí más tarde. Durante unos segundos, me planteé
decirle que a Yael no le iba a hacer ninguna gracia, que ella
me había venido a decir, a su modo, que me relajara un
poquito con lo que estaba pasando, e irse a vivir juntos es
todo lo contrario a relajarse. Pero Alec la conoce desde
hace casi quince años y, sin duda, tiene que saber cómo va
a reaccionar su asistente con todo esto.
Durante todo el trayecto desde el deslumbrante vestíbulo
del hotel hasta el ascensor, creo que me van a parar en
cualquier momento para preguntarme a dónde voy o si
necesito ayuda. Crecí en Santa Mónica y fui al colegio con
los hijos de los famosos. No me siento fuera de lugar en los
lugares más elegantes de Los Ángeles, aunque también me
criaron unos padres que me ayudaron cuando lo necesité,
pero que ya no se hacen cargo de mí. Me mantengo por mí
misma, lo que significa que subsisto en Los Ángeles al mes
con lo que mucha de la gente que se aloja en este hotel ha
pagado por una escapada de fin de semana a California.
Seguro que mi maleta vale menos que una caja de pajitas
de las que usan en el bar, y todavía voy vestida con lo que
he llevado para la firma. Después de un día caluroso y
húmedo, los tirantes de mi camiseta son mucho menos
robustos que los de mi sujetador y se me van cayendo por
los hombros.
Sin embargo, cuando entro en la tranquila suite de Alec,
con el aire acondicionado funcionando, siento como si
estuviera en una ciudad distinta a la que he conocido toda
mi vida. Desde que soy adulta, jamás he estado en un hotel
de este tipo, salvo cuando he tenido que hacer alguna
entrevista. En la placa dorada de la puerta ponía «suite
villa». Un pasillo conduce a una amplia sala de estar
circular con muebles de color verde agua, cojines dorados y
blancos, y unas lámparas y una mesa de centro que
probablemente cuestan más que mi alquiler mensual. El
espacio está separado en dos ambientes, el comedor está
detrás de una estantería abierta salpicada de adornos de
un gusto exquisito: un jarrón art déco en blanco y negro,
una figura de bronce de un caballo, libros de arte y láminas
enmarcadas en blanco y negro.
Deslizo la mano por la mesa del comedor mientras
observo el aparador de inspiración asiática, los delicados
grabados dorados de las paredes, las sillas blancas de felpa
(seis, como si fuéramos a dar una cena). Las ventanas
abarcan la pared del fondo del salón-comedor, curvándose
con la forma del edificio y mostrando una vista magnífica
de la enorme terraza y las colinas de Hollywood. Estas son
las vistas que la gente se imagina cuando piensa en Los
Ángeles. No los tramos atestados de tráfico y llenos de
vallas publicitarias de Sepúlveda, al norte del aeropuerto
de Los Ángeles, ni la maraña de autopistas en pleno centro
de la ciudad, sino esto: un cielo abierto, colinas verdes y
exuberantes y palmeras a lo largo de las amplias calles.
Saco el teléfono y envío un mensaje a Eden.

Ahora mismo estoy viviendo un momento Pretty Woman.

Sé más específica. ¿Te han echado de las tiendas o te estás dando un baño


de burbujas?
Ninguna de las dos cosas. Pero esta suite es increíble.

Más vale que lo sea.

Sonrío ante la adoración que siente por Alexander Kim,


meto el teléfono en el bolso y lo cuelgo sobre una silla del
comedor mientras exploro el resto de la suite.
He tenido a este hombre dentro de mí, he besado casi
cada centímetro de su cuerpo y, sin embargo, todavía me
entran sudores fríos cuando veo la enorme y pulcra cama
de cuatro postes con almohadas blancas de felpa. Es un
dormitorio tan pintoresco que resulta de lo más absurdo, y
lo único que puedo pensar es que es una cama para recién
casados. Para consumar algo. Y nosotros vamos a dormir
aquí. De cuatro noches, ya hemos pasado dos juntos, y
ahora esta es nuestra cama. Pienso en la cama que tengo
en mi casa, con un colchón de tamaño normal que,
comparado con este, parece diminuto. A Alec se le quedaba
un poco corto, pero dio igual. Ahora sé que, si Alec pudiera
salirse con la suya, se acurrucaría y me haría la cucharita
toda la noche. Mejor aún, dormiría encima de mí.
Justo cuando entro en el cuarto de baño y vislumbro la
bañera descomunal con vistas a las colinas, empiezo a
recibir un montón de mensajes y correos. Durante unos
minutos, se me ha olvidado que esta habitación no es lo
único que está cambiando mi vida hoy.
El artículo se ha publicado.
Oigo el sonido de la llave, la puerta abriéndose y a Alec
caminando por el pasillo.
—¡¿Gigi?! —grita.
El alivio y la emoción me golpean el centro del pecho con
la precisión de un láser. He estado leyendo un libro,
intentando olvidarme de los comentarios online, de las
reacciones de la gente y del personal del LA Times, pero lo
dejo sobre la mesa baja justo cuando él entra en la sala de
estar de la suite. En cuanto me ve, esboza una enorme
sonrisa de alivio.
—Estás aquí.
Me muerdo los labios, tratando de contener las ganas que
tengo de gritar de felicidad. Lleva puesto lo mismo que en
la firma, pero parece distinto; se le ve mucho más relajado,
hasta puede que aliviado.
—Hola.
Echa un vistazo a su alrededor. Ve mis zapatos al final del
pasillo, mi maleta apoyada en la pared y el libro boca abajo
sobre la mesa.
—Bien —murmura—. Te has traído tus cosas.
¡Qué raro me resulta esto! Vamos a estar juntos. A vivir
juntos, en esta suite. Vamos a compartir comidas y sueño,
duchas y trabajo. No podemos comprometernos a nada más
allá pero, al menos, vamos a hacer esto: cohabitación
temporal y encaprichamiento indefinido.
Se acerca, apoya las manos en el respaldo del sofá y se
agacha para besarme.
—Ahora vuelvo. —Desaparece en el baño y oigo correr el
agua. A Alec Kim nunca se le ocurriría tocarme con las
manos sucias.
Pero, cuando vuelve, no nos desnudamos de inmediato. El
ambiente no nos conmina a ir deprisa y en plan acalorado;
todo lo contrario, la atmósfera es amplia, llena de oxígeno,
espacio y tiempo. Lo veo atravesar el salón hasta el minibar
e inclinarse para agarrar dos botellas de agua.
—¿Cómo te ha ido la tarde?
—Han publicado mi artículo en internet.
Se vuelve con los ojos abiertos de par en par.
—Espera… ¿Hoy?
Asiento, exultante.
Se saca el teléfono del bolsillo.
—Pásame el enlace. —Cuando lo hago, me quedo mirando
cómo mueve los ojos, leyendo el artículo, y cómo los sube
para empezar de nuevo—. Es muy bueno.
El orgullo me inunda como un cálido rayo de sol.
—Gracias.
—En serio —dice, acercándose—, es un artículo muy bien
escrito. Informa, pero no cae en el chismorreo.
Intento desviar el cumplido, contestando con un somero:
—Me alegro.
—¿Qué reacciones está teniendo?
—Hasta ahora geniales. He recibido tantos mensajes,
llamadas y notificaciones que he empezado ponerme un
poco nerviosa, así que he dejado el teléfono y me he puesto
a leer un rato en la terraza. —Aunque evito decirle que
luego he entrado, pues sabía que tenía que estar a punto de
llegar.
Alec levanta la vista del teléfono.
—Está muy bien, ¿verdad?
—¿La terraza? —me río—. Sí, es muy bonita.
Se desploma en el sofá a mi lado, abre el tapón del agua y
lo lanza sobre la mesa.
—En una escala de «Ha sido perfecto» a «No vuelvas a
llamarme en la vida», ¿cuánto has odiado lo de la firma de
autógrafos de hoy?
Estiro el brazo y le quito un trozo de confeti del cuello.
—No lo he odiado.
—Mentirosa.
—De verdad —insisto—. Estoy acostumbrada a estar
alrededor de gente importante, pero siempre por motivos
profesionales. Hoy me he sentido un poco… —intento
encontrar la palabra adecuada— un poco rechazada porque
estaba allí solo como un fan. Ha sido una experiencia
extraña.
Alec da un buen trago al agua y asiente mientras traga.
—Te entiendo. Puede que sea lo que menos me gusta del
mundo de la cultura.
—A ver, que seas una celebridad no es la razón por la que
estoy contigo.
Sonríe y me mira con un brillo de diversión en los ojos.
—¿Por qué estás conmigo?
Le meto un dedo en el hoyuelo y trazo un sendero por sus
labios y garganta.
—¡Ah, claro! —Siento su risa vibrando en la yema del
dedo. Se endereza y se hace con el libro que he dejado en
la mesa—. ¿Qué libro es? —No le respondo porque ya está
indagando por su cuenta—. ¿Está bien?
Me encojo de hombros.
—Solo llevo unas cincuenta páginas, pero por ahora me
está gustando.
Mientras lee la solapa de la cubierta, me acerco a él y le
rozo con el dedo el pelo de la sien.
—¿Cómo ha ido el resto del evento?
—Bien. Hemos tenido sesiones de fotos. —Deja el libro y
se lleva las manos a las mejillas, masajeándoselas.
—¿Has tenido que sonreír un montón?
Se ríe y asiente. Luego se mueve para tumbarse con la
cabeza en mi regazo y me mira fijamente.
—Me alegro mucho de que hayas querido quedarte aquí
—dice por fin. Observo cómo toma una profunda bocanada
de aire y tarda diez segundos en expulsarla.
—Yo también. —Ver que le alivia tanto que esté aquí es
como beber champán. Siento un cosquilleo por todo el
cuerpo.
—Creo que, hasta que no te he visto aquí, no me he dado
cuenta de lo mucho que quería que aceptaras.
—Bueno —me inclino para darle un beso en la frente—,
me alegro.
—¿Vas a poder trabajar aquí?
Hago un gesto de asentimiento.
—Aquí estaré más tranquila que en casa. Esta semana va
a ser una locura, así que me dedicaré a trabajar mientras
tú sales a la calle, a ejercer de rompecorazones de
Inglaterra.
—¡Oh! —Esto ha despertado su interés—. ¿Ha pasado
algo?
—Billy está en todo —explico—. Se anticipó a esta
explosión y contactó con nuestro corresponsal en Londres
para hacer el trabajo más pesado del seguimiento. Esto
significa que ambos firmaremos el artículo, pero si te soy
sincera no podría haberlo hecho yo sola desde aquí. Este
hombre, Ian, suele cubrir los asuntos de política, así que es
muy bueno. Volvió a buscar en los registros de invitados y
en las grabaciones de vídeo y descubrió lo que yo ya sabía:
que no hay ningún registro de quién entró o salió del club
las noches que sabemos que se grabaron los vídeos que se
compartieron en el chat. O la noche que fuiste a buscar a
Sunny.
Alec frunce el ceño.
—¿En serio?
—Esos registros se han «perdido» —digo, haciendo el
gesto de las comillas—. Sin embargo —alzo el dedo índice y
sonrío satisfecha—, al lado del club hay un hotel, el hotel
Maxson. Pues bien, el aparcamiento que suelen usar los
clientes que no se alojan en el hotel para acceder al club no
está unido al hotel, sino que está en una estructura
independiente, situada más cerca de la entrada exterior del
Júpiter. Y la empresa que gestiona la seguridad de ese
aparcamiento no tiene nada que ver con la que gestiona la
del club, que como seguro recuerdas, pertenece al padre de
uno de los propietarios. Resulta que esta otra empresa de
seguridad guarda las grabaciones durante seis meses y
nadie se ha molestado en pedírselas.
Alec se sienta y se vuelve hacia mí. Habla con voz
tranquila, pero enunciando cada una de las letras.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Significa que, aunque no tenemos un registro de
clientes del Júpiter en las fechas correspondientes a los
vídeos, Ian ha podido obtener las imágenes del
aparcamiento que usan la mayoría de los clientes del club
para dejar sus vehículos. No es lo ideal; está claro que un
vídeo en el que se viera a todas las personas que entran o
salen del club nos vendría mejor, pero si Josef (o cualquiera
de los otros propietarios o asociados VIP) dejó su coche en
ese aparcamiento, obtendremos un registro de las fechas y
horas en las que podrían haber estado dentro del club.
—Eso es estupendo —aspira.
—Y —añado con expresión radiante— aunque no estamos
recibiendo mucha ayuda del servicio de seguridad del club,
el Hotel Maxson está cooperando para que podamos cotejar
las imágenes de su vestíbulo con las de la vigilancia del
aparcamiento. De ese modo, si, por ejemplo, vemos a Josef
dejando el coche en el aparcamiento, pero no lo vemos en
el Maxson, no podrá alegar que estaba en el bar del hotel.
—¿Cuántas horas de grabación tenéis que revisar?
Me río.
—Muchas —vuelvo a peinarle el cabello con el dedo e
ironizo—: Bienvenido al periodismo. Pero ayuda que
tengamos una serie de fechas con las que empezar, e Ian ha
puesto a unos cuantos becarios a trabajar en esto. Mañana
nos van a enviar algunos segmentos para que los revisemos
y los cotejemos con los nombres. Yo solo trabajaré como
apoyo en este asunto de las grabaciones para poder
centrarme en Josef Anders.
Me mira y asiente con la cabeza. No necesito preguntarle
para saber lo que esto significa para él, lo que puedo
ayudarle de este modo.
—¿Entonces has terminado de trabajar por esta noche?
—Sí.
Se levanta, me alza en sus brazos y me coloca a
horcajadas sobre su regazo.
—¿Tienes hambre?
—Bueno, ahora sí.
—Me refiero a hambre de comida —se ríe—. Desde el café
que me he bebido esta mañana en tu casa, solo he comido
media magdalena. Ahora mismo me zamparía todo lo que
hay en el minibar.
—¿Llamamos al servicio de habitaciones?
—Me has leído la mente. —Estira el brazo delante de mí
para agarrar la carta que hay en la mesa baja. Después, la
coloca entre nosotros y la gira hacia un lado para que
podemos leerlo juntos, pero yo me lanzo a su cuello.
—Pídeme algo que tenga verde —le digo.
—¿Cómo una ensalada césar o… un plato de verduras a la
parrilla con arroz integral?
—Sí. Eso.
Alec responde con un murmullo que vibra contra mis
labios mientras le beso la garganta.
—Tiene buena pinta. Si me pido una pizza margarita y te
diera un trozo, ¿me darías un poco de verdura?
—Sí.
—Trato hecho. —Me deja en el cojín del sofá, se acerca al
teléfono y pide la cena—. ¿Te parece bien si me doy una
ducha? —Al verme asentir, me pasa el mando a distancia—.
Escoge una película para que la veamos luego.
Vemos la película mientras cenamos en la mesa baja,
sentados en el suelo el uno al lado del otro, con las piernas
cruzadas y riéndonos con las mismas escenas cómicas de
Trabajo basura. Mientras Alec mira la pantalla con la boca
abierta por las risas, va pinchando de mi plato sin
preguntar. Un detalle que me encanta. Cuando acaba de
cenar, me rellena la copa de vino y me besa de forma
distraída el hombro, como si por tenerme a su alcance
tuviera que hacerlo sí o sí.
Y, cuando termina la película, ponemos Spotlight (no me
puedo creer que no la haya visto hasta ahora) y nos
subimos al sofá. Alec se recuesta y me coloca encima de él,
alineando nuestros torsos y nuestras piernas y rodeándome
la cintura con los brazos.
—Eres el colchón más cómodo —murmuro contra su
pecho.
Se ríe.
—¿Debo tomármelo como un cumplido?
—Me gusta que las camas sean duras.
Me da un beso tierno y casto, y yo vuelvo a apoyar la
cabeza sobre su pecho, de forma que el sonido de la
película me llega por un oído y los latidos de su corazón por
el otro. Y así es como me duermo.
Me despierto en la cama, con los vestigios de un sueño
atrapados en mi mente como el negativo de una foto. Me
encontraba con Spencer en algún lugar (una cafetería;
estaba tomándome un bollo y un té helado) y él se quedaba
estupefacto porque no me alegrara de verlo. No tenía ni
idea de lo que le estaba hablando; su voz reflejaba tal dolor,
conmoción y, finalmente, rabia, que empezaba a tener la
impresión de que quizá me lo había inventado todo. Como
si no hubiera existido todo el daño, el aislamiento y la
traición.
La sensación de dolor que me deja es tan intensa que
tardo unos segundos en darme cuenta de que no estoy en
mi cama y de que tengo a Alec acurrucado detrás de mí,
con el brazo colgado sobre mi costado y su torso apoyado
en mi espalda.
Parece que solo lleva los calzoncillos, pero yo todavía voy
vestida con los pantalones holgados y la camiseta de
tirantes y no recuerdo que me haya traído hasta aquí. Su
respiración acompasada me indica que está profundamente
dormido. Cuando miro el reloj, me sorprende que solo sea
medianoche. No me creo que haya estado dormida todo
este tiempo. Debí de caer rendida enseguida. En mi sueño,
mi ex me estaba haciendo una luz de gas de libro y mi
cerebro inconsciente se había preparado para soportarlo
con estoicismo, pero no era real.
Estoy a salvo en el fuerte abrazo de Alec.
Siento que algo se desgarra en mis entrañas, como
cuando se parte un folio en dos. Estas horas de la noche
siempre son bastante sensibles para mí, pero esto es algo
totalmente distinto. Una cosa es llamar al servicio de
habitaciones y cenar mientras vemos unas películas, pero
esto, lo que hay entre nosotros, tiene que ver con el sexo.
O, al menos, esa es la mentira que tengo que creerme si
quiero mantener la cabeza sobre los hombros y las
emociones bajo control.
Sin embargo, si hacemos esto, si vivimos juntos y nos
comportamos como dos personas que disfrutan de la
compañía del otro en aspectos que van más allá de lo
físico… Entonces, ¿qué? ¿Por qué estoy invitando al dolor a
entrar de nuevo en mi vida?
Me deslizo con cuidado por debajo de su brazo y me
escabullo en silencio hasta el baño.
Una vez allí, me lavo los dientes, me echo agua en la cara
y me siento en el suelo, con la cabeza entre las manos y la
mente dando vueltas, mientras intento calmar el salvaje
latido de mi corazón. Un corazón que ya me han roto en el
pasado; ¿qué hago volviéndolo a poner en riesgo de esa
forma cuando apenas he terminado de suturar las heridas?
Ya casi no pienso en ese último día; el día en que se me hizo
pedazos, cuando decidí que Spencer supiera que estaba
allí, en el parque, y salí de detrás de un árbol en plena
jornada laboral. Le había enviado un mensaje de texto,
preguntándole cómo le estaba yendo el día, y le había visto
responder allí mismo, en el banco, inventándose una
historia sobre una reunión que se le estaba haciendo eterna
y un compañero que le estaba poniendo de los nervios. Me
quedé delante de él durante diez largos segundos antes de
que se percatara de mi presencia, antes de que su
expresión reflejara lo que estaba pasando.
Tuvimos que pasar por mucho después de eso. Separar
nuestras vidas fue como tener que transportar un océano
de agua, cuesta arriba y en cubos llenos de agujeros. Las
facturas, todas las pertenencias que compartíamos… Nos
fuimos turnando para recoger nuestras cosas en el
apartamento, dejándonos notas sobre lo que había que
solucionar. Después de aquel día en el parque, no volví a
escuchar su voz. Y sigo sin hacerlo. Apenas podía soportar
estar cerca de él. Odiaba tener que tocar todas sus cosas
cuando tenía que apartarlas para alcanzar las mías. Cada
contacto con un plato, una almohada, alguno de sus
vaqueros era una puñalada, como si alguien me gritara al
oído: «¡¿Cómo no te diste cuenta?!».
No sé cómo pude estar tan ciega. Spencer no solo me
mintió una vez; me mintió cada vez que me hablaba. «Estoy
bien» era una mentira. «Buenas noches», también. «Te
quiero» fue la mayor de todas. En mis momentos más bajos
(y hoy lo sigo manteniendo), le dije a Eden que me habría
resultado mucho más fácil si hubiera pasado la noche con
otra mujer. Incluso que, después de esa noche, hubiera
decidido que la quería más a ella que a mí y me hubiera
dejado para siempre. Eso me habría dolido menos que la
disposición que tuvo para mentirme a la cara día tras día.
Pero uno no puede elegir cómo quiere que le rompan el
corazón y jamás averiguaremos qué caminos podrían haber
sido peores. Lo único que podemos decir con seguridad es
que nunca sabemos lo que puede estar esperándonos a la
vuelta de la esquina. Entonces, ¿qué estoy haciendo aquí?
¿Sacarme el corazón del pecho y dejarlo directamente en
una tabla de cortar? Alec no me va a mentir, sé con toda mi
alma que no me traicionará de ese modo, pero ahí está el
problema. El dolor que voy a sufrir es una incógnita, y su
magnitud ya me resulta aterradora. Sí, será de un nuevo
tipo, pero el dolor no deja de ser dolor.
¡Qué tonta que soy!
Un segundo después de ver una sombra que pasa por
encima de la luz, noto cómo un cuerpo cálido se agacha
detrás de mí. Sus piernas se acercan a las mías y se inclina
sobre mi espalda, rodeándome con sus brazos,
aprisionándome entre ellos con dulzura.
—Hola.
Me trago un sollozo.
—Hola.
—¿Estás bien?
Ahora mismo estamos a oscuras; en medio de la noche,
todo lo que nos rodea es borroso. La luz del día deforma las
cosas, nos hace negarlas. Pero en este momento no es de
día.
—Solo estoy aquí, asustándome en silencio.
Presiona la boca contra mi cuello y pregunta contra mi
piel:
—¿Sobre qué?
—Ya lo sabes.
Se queda callado un buen rato.
—Cierto. —Toma una profunda bocanada de aire—.
Pensaba que te habías ido.
—No sé si voy a poder hacer esto —confieso.
—¿Por qué?
—Porque se suponía que era solo sexo.
—Gigi… —dice en voz baja—. No creo que haya sido solo
sexo.
—Creo que hasta esta noche no me he dado cuenta de
que ni siquiera estamos fingiendo.
—Te entiendo.
—Solo han pasado —me paro a pensarlo— cuatro días
desde Seattle. Los sentimientos no surgen en tan poco
tiempo.
Se queda callado como respuesta.
—Cuatro días no es nada —digo—. No tiene sentido. Esto
es… demasiado bueno para ser verdad.
Detrás de mí, se pone de pie y me agarra de los hombros.
—Vuelve a la cama.
Me ayuda a levantarme y, en medio de la oscuridad,
encontramos el camino hasta la cama. Me meto entre las
sábanas y atisbo su sombra haciendo lo mismo. Se acerca a
mí, me envuelve con la solidez de su cuerpo, mete mi
cabeza bajo su barbilla y desliza la mano por debajo del
dobladillo de mi camiseta, apoyándola en la parte baja de
mi espalda.
—Es probable que este sea el peor momento para ambos
de empezar una relación —reconoce. La vibración de su voz
recorre mi cuero cabelludo—. Acabas de salir de una que
terminó mal. Y yo he estado completamente absorto con lo
que le está pasando a Sunny. Yael y yo estuvimos a punto
de no hacer este viaje.
Recuerdo lo que Yael me ha dicho durante la firma de
autógrafos: No tiene tiempo para salir con nadie. No quiero
que te hagas ilusiones.
—Sí, también está eso —comento. No quiero ser
demasiado explícita, pero necesito, al menos, expresar la
preocupación que su asistente tiene respecto a lo nuestro
—. Yael no… —No sé cómo terminar la frase. No quiero que
piense que estoy hablando mal de ella, o que quiero
delatarla—. No creo que a Yael esto le parezca una buena
idea.
—Bueno —me da un beso en la coronilla—, no depende de
ella.
—Lo sé, pero ella es alguien importante para ti.
—Lo es, pero en este caso…, me refiero a Yael, es
complicado. —Inspira y espira. Ambos nos quedamos
callados unos segundos, hasta que dice al cabo de un rato
—: Lleva mucho tiempo enamorada de Sunny.
Cierro los ojos. Ahora lo entiendo todo.
—¡Oh!
Alec traga saliva.
—No sé si Sunny alguna vez… —Hace una pausa y elige
con cuidado sus palabras—. No sé si tienen una relación o
no. A veces creo que sí, pero tampoco es asunto mío. En
cualquier caso, Yael quería que me quedara en Londres.
Para cuidar de Sunny, para averiguar lo que realmente pasó
con Josef esa noche. No podía perderme este viaje, pero la
idea era venir, cumplir con las obligaciones de la promoción
y volver a casa. —Otra pausa—. ¿Te ha dicho algo?
—Sí, pero no pasa nada. Ahora lo entiendo.
Agradezco que no me pida que le dé más detalles. Solo se
limita a decir:
—Seguro que para Yael eres una complicación para la que
no tenemos tiempo.
Me trago el nudo de emociones que se me ha formado en
la garganta.
—Es comprensible.
—Pero yo lo veo de otro modo —explica—. Solo han
pasado unos días, y es cierto que hay muchas más cosas
que no sabemos el uno del otro que las que sí, pero la
impresión que tengo de ti no ha cambiado desde Seattle. Y
no sé qué hacer con esto. —Me acaricia la espalda en
lentos círculos—. Se me suele dar bien conocer a las
personas, aunque tampoco me involucro con ellas como lo
he hecho contigo. —Suelta una risa baja—. Es una
combinación un poco desconcertante.
—Sí —admito y sonrío en su cuello.
—Supongo que lo que mi instinto me dice es que deje que
las cosas sigan su curso hasta que llegue el momento de
tomar una decisión, pero ¿y si cuando termine este viaje
tenemos sentimientos todavía más fuertes que los de
ahora?
Sacudo la cabeza y aprieto la cara contra él. Esa
posibilidad es lo mejor y lo peor que nos puede pasar.
—Tengo que decirte que ahora mismo no me veo capaz de
soportar una relación a distancia —confieso—. Aunque no
te pareces en nada a Spencer, y me considero una persona
bastante sensata, creo que en este momento la distancia no
sería lo mío. Me provocaría demasiada ansiedad.
Esa verdad cae entre nosotros como una losa.
—Lo entiendo. —Alec se aparta un poco para mirarme en
la oscuridad—. Y también entendería si ahora mismo
quisieras irte a casa. Hoy has tenido un día lleno de
emociones intensas. Prefiero que te quedes. Está claro que
siento una profunda atracción por ti, pero aparte de eso,
me gustas. Quiero estar cerca de ti todo el tiempo posible
hasta que me vaya. —Saca la mano de debajo de mi
camiseta y me acuna la cara—. También comprendo el
ataque de pánico que te acaba de dar. Podría parecer que
es demasiado pronto para mantener este tipo de
conversación, pero teniendo en cuenta cómo estamos
juntos, lo natural que resulta esto, no creo que lo sea.
Probablemente sea bueno que la tengamos.
Asiento con la cabeza y miro sus ojos oscuros y brillantes
bajo la tenue luz que se cuela entre las cortinas. Me
planteo pedir un taxi e irme a casa. Pero la idea de dormir
sola en mi cama, sabiendo que él también está aquí solo,
me agría la sangre.
—Me quedo esta noche.
Me da un beso en la frente.
—Bien.
En mi interior hay todo un vocabulario de sentimientos y
pensamientos, dispersos en montones sueltos de palabras
disparejas. Un escalofrío me recorre por completo, siento
un cúmulo de emociones oprimiéndome las costillas,
golpeándome la piel.
—Siento haberte despertado. Y más sabiendo el día de
locos que tienes mañana.
—No te preocupes. —Apoya una mano en mi cadera y me
aprieta. Posa el dedo en la franja de piel que queda al
descubierto entre la camiseta y la cintura de los pantalones
y traza en ella óvalos lentos y prolongados.
Tengo su cuello tan cerca de mi boca… Tan cálido, tan
tentador… Pego los labios en el punto donde le late el pulso
y lo oigo inhalar. Flexiona la mano contra mí, agarrándome
por instinto. En el fondo de mi vientre, un hambre familiar
se dispara, dejando de lado todo lo demás.
—¿Quieres hacerlo? —le pregunto.
—Siempre quiero —responde en un murmullo tan bajo
que me tiembla la sangre—. ¿Pero después te sentirás
mejor o peor?
Eso es algo que no me he parado a pensar.
Presiono la mano contra su pecho y él aparta las caderas.
Bajo mi palma, siento el firme latido de su corazón.
No solo su corazón, todo en él es firme. No deja cosas sin
decir, quiere conocerme, vino a buscarme al baño y supo
por qué estaba allí. Lo supo porque pensó que podía
haberme ido.
—Ven aquí —me dice y se mueve para que me tumbe
encima de él, pero no con una connotación sexual, sino de
la misma forma en la que hemos estado en el sofá, con su
cuerpo como colchón, su hombro como almohada y él
respirando tranquilo por el alivio de un abrazo de cuerpo
entero.
—Vamos a dormir.
—Antes he tenido una pesadilla —confieso tras unos
segundos en silencio.
Su voz grave vibra bajo mi sien.
—¿De qué iba?
—Da igual.
Me frota la espalda y dice en voz baja:
—Sabes que yo nunca te mentiría, ¿verdad?
Cierro los ojos con fuerza y aprieto la cara contra su
cuello. No sé dónde encajar todo lo que siento, pero voy a
tener que averiguarlo. Porque, en cuanto su suave luz
ilumine todos mis rincones oscuros, no creo que me quede
lugar alguno donde esconder mis excusas y estos
deslumbrantes y apremiantes sentimientos.
13

Sin Alec, la habitación del hotel me parece enorme y


extrañamente silenciosa. La luz del día entra a raudales,
pintando una franja dorada en la mitad inferior de la cama.
Estiro las piernas y muevo los pies, de forma que los dedos
queden dentro de la cálida franja.
Las ventanas son de tan buena calidad que bloquean todo
el ruido de la calle. Las sábanas que tengo debajo todavía
huelen al jabón de Alec de la ducha de anoche. Ruedo sobre
su almohada, poniéndomela encima y formando una cámara
de aislamiento de Alec.
He intentado leer un rato; he intentado escribir. Pero
estoy inquieta, ansiosa. ¿Por qué no hice que se abalanzara
sobre mí anoche? ¿Por qué decidimos dormir? Con toda la
información nueva que me está mandando Ian, necesito
empezar a trabajar en un nuevo artículo, buscar una mejor
ocupación. Estar en esta suite todo el día, sin Alec, va a
hacer que me entren picores y me carcoma la impaciencia.
Me paso la mano por el estómago, deseando que fuera la
suya.
El Bat-teléfono vibra sobre el colchón, a mi lado.
El corazón me da un salto contra las costillas. Me llevo el
teléfono a la oreja y contesto.
—¿No se suponía que hoy ibas a terminar tarde?
—¡Ajá! ¿Qué haces? Tienes voz de sueño.
—Me acabas de pillar relajándome en esta cama enorme.
Se ríe y luego gruñe.
—Lo siento —murmuro—. Soy una idiota.
—¿Por qué narices dices que lo sientes?
—Porque tú estás de acá para allá por todo Los Ángeles y
yo estoy aquí tumbada, descansando en tu habitación del
hotel en pleno día. —Si mal no recuerdo, Alec se ha tenido
que levantar a las tres de la mañana para una entrevista vía
satélite con Good Morning America, luego ha ido hasta
Burbank para grabar un programa de James Corden y
después ha tenido una sesión de fotos con todo el elenco
para Vanity Fair antes de la cena de gala que se celebrará
esta noche.
—También es tu habitación —dice—, y si pudiera, también
me tumbaría en la cama sin dudarlo.
—Exacto. —Me río—. Por eso lo siento.
—Vamos. Con todo el trabajo que has tenido estas últimas
semanas, seguro que estás agotada.
Me estiro y mis extremidades tiemblan con euforia.
—Tienes razón.
Alec se queda callado al otro lado. Te echo de menos,
pienso.
—¿Cómo te está yendo hoy? —pregunta—. Siento no
haber podido llamarte hasta ahora.
Me tumbo de costado y miro el amplio ventanal. Como
cabía esperar, todos estos sentimientos intensos son mucho
más manejables a la luz del día. Me avergonzaría de mi
crisis de anoche, pero puede que ese sea el superpoder de
Alec: conseguir que no te sientas mal por mostrar tus
emociones.
—Bien. —Me coloco la almohada debajo de la cabeza—.
Me alegro de que hayas llamado. Te estaba echando de
menos.
—¿Sí?
—Ojalá no nos hubiéramos limitado a dormir anoche.
Tengo la sensación de que hemos perdido una oportunidad.
Vuelve a quedarse callado.
—Estás en la cama pensando en mí —dice, medio
preguntando, medio asimilándolo.
Le ha cambiado la voz, ahora es más grave, más baja. Mi
cuerpo se despierta de inmediato.
—Sí. ¿Dónde estás?
—De camino a un coche —dice—. Hemos terminado en un
sitio y ahora vamos para otro. —Hace una pausa y pregunta
con tono travieso—: ¿Llevas algo puesto?
Miro la tela de felpa enroscada alrededor de la cintura.
—He terminado de trabajar y me he dado una ducha, con
la idea de tumbarme un rato en la cama y descansar diez
minutos —le digo—. Así que estoy con una toalla.
—¿Sin nada debajo?
Deslizo la mano por mi estómago. Una tensa anticipación
se acumula bajo mi palma.
—Sin nada.
Oigo su suave gemido por encima de sus pasos y del
motor encendido de un coche.
—¿Estás solo? —pregunto.
—Por ahora, sí. Estoy saliendo de la parte trasera de un
edificio para encontrarme con el conductor.
—¡Ah! —Me muerdo el labio inferior, imaginando sus
largas y decididas zancadas mientras avanza por un
callejón, hasta un vehículo privado. Recuerdo lo que se ha
puesto esta mañana: unos pantalones negros y una sencilla
camisa blanca. Medio dormida, le he visto mirarse en el
espejo, con las manos en los bolsillos y fuera de ellos.
—Cuando estás sola… —comienza, interrumpiendo mis
pensamientos— y excitada, ¿en qué piensas?
Sonrío de oreja a oreja, mientras me arden las mejillas.
—¿En serio?
—En serio.
Cierro los ojos y pienso.
—Hace mucho tiempo que no hago esto.
—Entonces piensa en mí —me indica en voz baja—.
Háblame de la vez que más te ha gustado.
—Imposible elegir.
—No lo pienses. Escoge una sin más.
Una imagen de su boca acude a mi mente.
—La primera habitación en el hotel de Los Ángeles.
—¿Por qué esa? —Le oigo reír, como si ya supiera cuál es
la respuesta.
Bajo la mano por mi pecho. En ese momento, todavía
seguía un poco enfadada con él, acalorada y borde.
Recuerdo cómo me besó el pecho hinchado, la forma en
que gimió. El placentero y húmedo círculo que trazó con su
lengua sobre mi pezón, y después, el abrasador calor de sus
labios recorriendo mi cuerpo.
—Me diste placer con la boca.
Oigo la voz de un hombre saludándolo y una puerta de un
automóvil cerrándose.
—Ya estoy en el coche —me informa en voz baja y con
tono formal—. A partir de ahora, vas a tener que contarme
todo lo que está pasando.
Todavía tengo la mano en el pecho.
—Yo… —Abro los ojos y parpadeo, mirando al techo—.
¿Quieres que me provoque un orgasmo mientras tú solo
escuchas?
—Sí.
El calor me inunda las mejillas.
—No suelo hablar mucho cuando me corro.
—No te puedes ni imaginar lo emocionado que estoy con
esta colaboración. De verdad —dice con tono divertido.
—¡Mierda! —Me río—. ¿Lo estás diciendo en serio?
—Muy en serio.
Trago saliva con fuerza.
—Me da un poco de vergüenza.
—No pasa nada —me tranquiliza—. Tómate el tiempo que
necesites.
¿De verdad voy a hacerlo? Cierro los ojos y dejo que la
serenidad de su voz me transporte a un lugar en el que
pueda empezar a fingir que mi mano es la suya y que no
está metido en un coche en algún lugar de la ciudad,
escuchando cada uno de los sonidos que hago.
—¿Recuerdas cómo me senté en tu regazo ese día? —
pregunto.
—Sí.
—Te obligué a quedarte quieto para poder besarte la
cara. —Suelta un murmullo de asentimiento—. Creo que
quería convencerme de que eras real.
—¿Sí?
—Sí. Y tú me dejaste hacerlo. Pero me metiste las manos
por debajo de la camiseta.
—Me acuerdo —dice al cabo de unos segundos.
—Me encanta la manera en que tus grandes manos me
sujetan.
—¿A qué parte te refieres en concreto?
—A mis pechos.
—Correcto. —Está hablando con una voz tan comedida y
profesional que, por alguna razón, me excita todavía más.
—Te pusiste encima de mí —digo, toqueteándome el
pezón—. Te encanta mi pecho.
—Eso es verdad.
—¿Por qué?
Le oigo aclararse la garganta. Te pillé.
Pero al final responde:
—Tiene las proporciones ideales.
Me río.
—Eso ha sonado muy porno. Seguro que has logrado
captar la atención del chófer y ahora te está escuchando
atentamente.
—Lo dudo. —Alec se ríe por lo bajo—. Continúa.
—¿Te gusta el sabor de mi piel?
No parece perder el control de la voz.
—Mucho.
Bajo la mano.
—¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, besándome!
—¿Puedo preguntarte en qué escena del guion estás?
—Tu boca me está besando el estómago.
—Bien. Continúa.
Desciendo todavía más y jadeo un poco.
—Estoy mojada.
Alec no puede reprimir un leve gemido.
—No he hecho esto desde… —Tomo aire, imaginándome
que él también lo está sintiendo—. Desde antes de Londres.
Desde antes de ti.
—Muy bien.
—Me imagino qué es lo que sientes cuando me tocas aquí.
Se queda callado al otro lado del teléfono.
—Lo suave que es.
—Mucho.
—Si me tocas aquí, ¿quieres penetrarme enseguida?
—Sí —dice con un tono de voz agudo. Después, repite con
más calma—: Sí.
Arqueo el cuello y me acaricio.
—Me gusta mucho.
—Puedes explicarte, ¿por favor?
—Me estoy imaginando que me besas aquí. —Me vibra la
piel—. Igual que hiciste, empezaste solo con un beso, pero
luego me lamiste.
—Me parece un progreso adecuado.
Me encanta el grave murmullo de su voz.
—Fuiste tan dulce… —continúo—. Pero cuando me
metiste los dedos….
Está callado, pero casi puedo oír cómo se está esforzando
por escuchar cada palabra.
—Tú me… —el placer aumenta— me follaste.
—Georgia —me advierte con una reprimenda aguda,
entrecortada, pero solo consigue que vuelva a gemir.
—Tan duro… —susurro—. No te contuviste.
—Lo sé.
—¡Oh, Dios! Te gustó, ¿verdad? ¿Cuántos dedos?
—Dímelo tú —me insta.
—Tres. —Hago círculos con los dedos, la tensión se
acumula en mi columna vertebral—. No podía abrir más las
piernas.
—Lo sé.
—¿Estás excitado?
—Sin ninguna duda. —Oigo una puerta de coche
cerrándose de golpe y sus breves y entrecortadas
respiraciones mientras camina—. Usa la otra mano para
tocarte los pechos —consigue decir en voz muy baja.
Le obedezco, pongo los ojos en blanco y se me escapa
otro jadeo.
—Estoy a punto de correrme.
—No, todavía no. —Ya no está en la calle, debe de estar
andando por el interior de un edificio. Le oigo murmurar un
«gracias» a alguien.
—Me siento tan bien… —susurro.
—Continúa.
—Pero no tan bien como tú.
Se ríe.
—Me alegra oírte decir eso.
En este momento, lo único que soy capaz de hacer es
concentrarme en esto. Inhalo, exhalo, me imagino su
cabeza entre mis piernas, su sedoso pelo oscuro
deslizándose entre mis dedos.
—Quiero agarrarte del pelo.
—Estoy de acuerdo con esas condiciones.
—Quiero moverme contra ti. Follar tu boca.
Se ríe de nuevo, sin aliento.
—Ojalá pudieras.
—Estoy tan cerca…
Oigo un pitido, y luego:
—Aún no, Gigi.
Entonces me doy cuenta de que el pitido ha sonado dos
veces.
Me percato de lo que está sucediendo justo cuando la
puerta se cierra. Un segundo después, Alec aparece en el
dormitorio, desabrochándose los botones de la camisa, y
me encuentra en la cama, con las piernas dobladas y
abiertas.
Haciendo exactamente lo que le estaba describiendo.
—Joder… —Se quita la camisa, se acerca a mí y me besa,
gimiendo. Luego se aparta y se queda mirando nuestros
cuerpos, estirando el brazo para que no retire la mano—.
Déjame ver cómo lo haces.
Mira cómo me toco, intentando desabrocharse los
pantalones. El cinturón cae, golpeándome en el muslo,
mientras lucha por bajarse la cremallera, antes de
liberarse. Con la mano libre, atraigo su cabeza hacia la mía.
Quiero sentir su lengua en mi boca, sus gemidos vibrando
en mi garganta. El movimiento acerca nuestros cuerpos y
su puño choca con mi mano mientras se masturba más
rápido…
Entonces se aparta para besar mi cuerpo, con frenesí, me
aparta la mano y me obliga a agarrarlo del pelo. Antes de
que me dé tiempo a pronunciar su nombre, tengo su boca
sobre mi vagina, abierta y voraz, volviéndome loca. Cuando
alzo las caderas hacia él, suelta un gemido desesperado y
alentador. Durante unos segundos perfectos, cumplo mi
fantasía, follándome esa boca dulce y carnosa. Sentir sus
succiones y ver su cara entre mis piernas, hace que arquee
la espalda y que me entregue al orgasmo, retorciéndome de
tal modo que Alec tiene que poner una mano en mis
caderas para mantenerme pegada a la cama.
Cuando termino, dejo caer las piernas hacia un lado,
agotada, y él apoya la frente sobre mi cadera mientras sube
la mano libre por mi costado, hasta llegar a mi pecho. Solo
transcurren un par de segundos de vértigo antes de que me
dé cuenta de lo que está haciendo. Me apoyo en un codo
para ver cómo mueve la mano, cada vez más rápido. Hundo
los dedos en su pelo, mientras detiene el puño y se corre
con un silencioso gemido.
Tardamos unos instantes en recuperar el aliento.
—Quería hacerlo —logro decir al cabo de un instante,
imaginándome que sabe a lo que me refiero.
—Lo sé. —Su cabello se desliza entre mis dedos como la
seda. Gira la cara y me da un beso en el muslo antes de
alcanzar la camisa que se cayó al suelo, limpiándonos con
ella—. No tengo mucho tiempo y sabía que, si te dejaba, iba
a querer que durara más.
Me ayuda a ponerme de pie, se quita la ropa de una
patada y se agacha para quitarse los calcetines. Después
me lleva al baño y abre la ducha.
—Dúchate conmigo.
El agua está templada; perfecta para mi piel caliente.
Cuando alza la barbilla y deja que el chorro le empape el
pelo, hago un mohín.
—Me habría gustado que fueras a lo que tienes esta
noche con el pelo revuelto.
Se ríe, me agarra la mano y vierte champú en ella, antes
de llevársela a la coronilla.
—Habría olido a sexo.
—¿Y? —Le lavo el pelo mientras él me enjabona el cuerpo
con gel.
—Y se supone que he venido aquí para comer algo rápido
y cambiarme, antes de reunirme con Yael a las seis.
Pues es verdad eso de que no tiene mucho tiempo.
—¿Crees que no sabe a qué has venido de verdad? —Al
ver que se queda callado, me percato de mi error—. Yael no
sabe que estoy aquí, ¿verdad?
—Estoy convencido de que tiene sus sospechas. Pero
entre nosotros hay una regla: no preguntes si no quieres
saber la respuesta.
—Mmm. —Vuelvo a meter su cabeza en el agua,
enjuagándole el champú. Después, busco el suavizante—.
Eso me recuerda algo.
Parece que está concentrado en limpiarme los pechos a
conciencia. Sus pulgares no dejan de dar vueltas y vueltas
sobre ellos.
Me apoyo en él y le susurro:
—Lo estás haciendo muy bien, pero me he duchado hace
una hora.
Al verse pillado in fraganti, se aparta con una risa y se
echa hacia atrás para volver a enjuagarse el pelo.
—¿Qué ibas a decir? ¿A qué te recuerda?
—¿Sabe Sunny que yo soy la persona a la que le estás
contando lo que sucedió?
—Sí. —Me da la vuelta para que el agua aclare la espuma
que tengo sobre la piel—. Le conté que me encontré
contigo y que estabas trabajando en esta historia. Y aunque
no se lo hubiera dicho, Yael lo habría hecho.
—Cierto. —Me muerdo el labio—. ¿Y qué dijo Sunny?
—A ver, no le hablé de todo lo que pasó entre nosotros
porque…
—Porque habría sido una conversación bastante
incómoda.
—Exacto. —Empieza a enjabonarse el cuerpo a toda prisa.
Yo le ayudo, aunque fundamentalmente me dedico a pasar
las manos por sus musculosos hombros—. Pero dijo que le
parecía raro y genial.
—¿Raro y genial?
—Sí, esas fueron sus palabras —explica, riendo—. Me ha
dicho que te dijera «hola» de su parte. Quería que la
pusiera al día sobre tu vida. Le comenté que podía llamarte
ella misma y preguntar.
—Me gusta ese plan.
Contemplo cómo se frota a toda prisa con las manos
enjabonadas el pecho, los abdominales, el pene, las piernas
y los hombros. Cuando me ha lavado, lo ha hecho despacio,
casi con reverencia. Me pilla observándolo.
—Me estás mirando como si fueras a comerme.
Asiento muy seria.
—Me siento obligada a devolverte el favor.
Se ríe y se acerca a mí para cerrar el agua. El vapor nos
envuelve y el agua cae en diminutas gotas por sus
pestañas, como si fueran cristales. Alec se humedece los
labios.
—Te prometo que puedes comerme más tarde. —Me besa
acaloradamente, y cuando gime en voz baja, una espiral de
deseo empieza a consumirme. Pero entonces se aparta de
mí y se mira el reloj (que espero sea resistente al agua)—.
¡Mierda! Tengo cuarenta y cinco minutos para ponerme el
esmoquin y llegar a Santa Mónica.
Me siento con la piernas cruzadas en la cama y le miro
mientras se prepara. Saca una bolsa para trajes del
armario, la coloca sobre una silla y abre la cremallera.
—¡Qué emoción! —canturreo.
Se inclina y tira del traje.
—¿Por qué?
—Voy a verte en esmoquin.
Me mira con un brillo de diversión en los ojos.
—¿Y eso es emocionante?
—No te hagas el tonto conmigo. Vas a parecer el pastelito
más sexi del mundo.
Alec se ríe.
—Solo he traído uno, así que será mejor que Elodie no me
tire el vino encima. —Se pone los pantalones y luego la
camisa—. Empezó como una broma —dice, a medida que se
abrocha los botones de la camisa—, pero ya me ha tirado la
bebida encima en tres ocasiones.
—¿A ver si lo que está intentando es que te quites la
ropa?
—Es bastante patosa.
Me río y arranco un hilo suelto del edredón.
—¡Qué mona!
—No te molesta esto, ¿verdad? —Se gira para mirarme.
Lo miro con los ojos abiertos como platos.
—¿El qué?
—Lo de Elodie —aclara—. Y nuestro…
—¿Vuestra dinámica de coquetear en público? —Supongo
que se refiere a eso. Asiente con la cabeza y vuelve a
prestar atención a los botones—. No. A ver, sé que forma
parte de la promoción. Además, si sintieras algo por Elodie,
supongo que sería ella la que ahora estaría en esta
habitación, y no yo.
Esboza una amplia sonrisa.
—Tienes toda la razón.
—No obstante, sea quien sea la persona con la que
termines —comento, observando cómo se mete la camisa
con cuidado—, va a tener que tomarse este tipo de cosas
con mucha calma.
Asiente con un murmullo mientras busca sus gemelos en
la mesita de noche.
—¿Necesitas ayuda? —pregunto. Me siento desnuda y un
poco perezosa viéndolo arreglarse para una noche de
charla incesante después de un largo día de trabajo.
Gruñe un «no», pero luego alza la barbilla y señala un
lazo de pajarita colgado en la percha.
—Aunque soy incapaz de hacer eso.
—¿Un nudo?
Alec responde a mi sarcasmo con una divertida mirada.
—Un nudo de pajarita.
Salgo de la cama, agarro la camisa de vestir que hay
tirada sobre una silla, me la pongo y me la abotono sin
orden.
—Deja que haga algo útil.
Cuando levanto la vista, Alec me está mirando fijamente.
—¿Estás intentando que me cueste todavía más irme?
Tengo un obvio «sí» en la punta de la lengua, pero en
realidad no sé a lo que se refiere.
—¿Qué?
—¿Te pones mi ropa cuando tengo que marcharme?
¡Ah! Incluso Alec, con sus encantadoras actitudes
masculinas, es predecible.
—¿Te resultaría más fácil si estuviera desnuda?
Vuelve a sonreír.
—No.
—De acuerdo, entonces. —Abro YouTube en el móvil y
escribo «cómo hacer el nudo de una pajarita» en la barra
de búsqueda.
—¿Qué haces?
—Intentar atarte eso. —Alzo la barbilla hacia su cuello—.
Estoy buscando cómo hacerlo en YouTube.
—Ya le diré a Yael que me lo haga ella.
—Pero entonces me estarás privando de la oportunidad de
contemplar tu garganta durante unos minutos. —Aunque
no le miro a la cara, sé que está sonriendo. Le coloco el
lazo en el cuello, miro hacia el lugar donde he dejado el
teléfono sobre la cama y sigo con cuidado los pasos.
No me sale muy bien a la primera. Vuelvo a intentarlo.
Alec me pone las manos en la cintura y me sube la camisa
por encima de las caderas hasta encontrarse con mi piel
desnuda.
—Ojalá pudiera llevarte conmigo.
Miro mis manos con el ceño fruncido, pensando que esto
me resultaría mucho más fácil si tuviera cuatro en vez de
dos.
—Me encanta que pienses eso, pero te prometo que no
me importa perdérmelo.
—Ya lo sé. —Alec permanece pacientemente delante de
mí, oliendo a jabón y a pasta de dientes, y emanando calor
como si fuera el sol—. ¿Qué vas a hacer esta noche?
—Estaba pensando en hacer el vago, pero mis padres han
vuelto esta mañana de su viaje. Lo más seguro es que me
pase a verlos un rato.
Veo que se queda quieto. Tengo la sensación de que me
está mirando, así que alzo la vista.
—¿Qué?
—¿Tus padres están en Los Ángeles?
Me pongo de puntillas y le doy un beso en la barbilla.
—Alec, no tienes que conocer a mis padres.
No parece muy seguro de eso.
—¿No debería saludarlos? —Se agacha para agarrar su
teléfono y lo enciende para mirar su agenda—. ¿Podríamos
cenar con ellos o… mmm… comer el lunes?
Retrocedo un paso para inspeccionar mi obra, y también
porque necesito un segundo para deshacerme del nudo de
angustia que se ha instalado en mi garganta. Entonces
decido distraerme del lío que siento en mi interior con el
lío, mucho más sencillo, que tengo delante de mí. Seguro
que Yael le desata la pajarita cuando la vea y le vuelve a
hacer el nudo, pero no creo que pueda hacerlo mejor de lo
que lo he hecho.
—En serio, no hace falta que lo hagas. —Le doy una
palmadita en el pecho—. Les saludaré de tu parte.
Cuando se va, sé que ha interpretado algo más en mi
respuesta: que no quiero que venga, que estoy escondiendo
lo nuestro. Lo cierto es que mis padres son divertidísimos,
cariñosos y acogedores, y Alec es encantador, adorable y
gracioso; se quedarían prendados de él al instante. Pero me
gustaría que, cuando regrese a Londres, al menos queden
dos personas en Los Ángeles que no lloren su ausencia.
14

Con una agenda tan irregular y dispersa, pasamos los


siguientes días a trompicones. El sábado, apenas veo a
Alec; paso el día haciendo senderismo con Eden antes de
quedar a cenar con mi madre en su restaurante etíope
favorito. Por fin, puede desahogarse con alguien que
entiende todas las formas en las que mi padre ha sido una
tensa y sobreplanificada amenaza para su viaje. Las ganas
que tiene de contármelo todo me permiten evitar por
completo cualquier referencia a Alec. Estar con mi madre
es como recargar mi batería; es la versión del yo adulto que
espero llegar a ser algún día: responsable, cariñosa, pero
no tanto como para no liarla parda si la situación lo
requiere.
La dejo en casa, le doy un beso a mi padre y vuelvo al
Waldorf, donde, al entrar, saludo a mi nueva encargada de
habitaciones favorita, Julie. Ya en la suite, mucho después
de la medianoche, siento el largo y cálido cuerpo de Alec
metiéndose en la cama detrás de mí.
—Ya estoy aquí. —Se acerca a mí y desliza una mano fría
debajo de mi camiseta. Intento que mi cerebro se espabile
del sueño profundo. Todavía tiene la mano ligeramente
húmeda por habérselas lavado y el aliento le huele a pasta
de dientes—. ¿Estás despierta? —me pregunta sobre el
hombro.
Murmuro un «no» somnoliento contra la almohada y me
doy la vuelta en el calor de su pecho desnudo. Me besa el
nacimiento del pelo, la frente, la boca. Hablamos en
fragmentos entrecortados de cómo nos ha ido el día hasta
que se queda dormido en medio de una frase. Luego vuelve
a irse antes del amanecer.
El domingo me pongo al día con el trabajo y consigo
compartir una hora que no me esperaba con Alec, cuando
irrumpe en la habitación para cambiarse a toda prisa para
una cena con algunas personas de la industria. Le sigo por
la suite mientras se desnuda y tira la ropa por todas partes,
mientras suelta una perorata, con un hilarante flujo de
anécdotas, sobre un cameo que ha hecho en un vídeo
musical que parece un ejemplo de manual de tonterías
típicas de estrellas malcriadas de Hollywood.
No vuelvo a verlo hasta el lunes, cuando se despierta
conmigo encaramada a él, con un cepillo de dientes clavado
en la mejilla.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto—. ¿No llegas tarde?
¿No te habías puesto una alarma?
Se frota la cara y entrecierra los ojos.
—Tengo todo el día libre hasta esta noche.
Se saca la almohada de debajo de la cabeza y me tapa la
cara con ella para amortiguar mi grito de felicidad.
Sí, hacemos el amor, pero en vez de pasar el resto del día
en la cama o haciéndolo en todas las superficies posibles de
la suite, como habría imaginado, nos escapamos del hotel
con gorras y gafas de sol para comprar dónuts y, a la
vuelta, le da un impulso y se detiene en una tienda de
juegos de la zona y compra una consola de Nintendo.
Invitamos a Eden (que acepta) y a Yael (que se niega en
redondo), y los tres pasamos buena parte del día en la
suite, hablando de tonterías y jugando al Mario Kart con una
bolsa de patatas fritas abierta en la mesa y botellas de
cerveza esparcidas por todas partes. Hacia las cinco, Alec
se mete borracho en la ducha y después me encuentra en la
terraza, donde Eden y yo habíamos salido para cotillear y
tomar el sol.
—Me marcho ya. —Se agacha para darme un beso en la
frente.
—No te vayas. —Eden suelta un gemido en señal de
protesta—. A Gigi se le dan fatal los videojuegos.
—Te aseguro que preferiría quedarme en la terraza —
dice.
Cuando se endereza, entorno los ojos y me los tapo con
una mano. Alec se coloca delante del sol, para hacerme
sombra.
—¿Qué tienes esta noche?
—Cena con el reparto y el equipo local de Netflix. —A
contraluz, parece una estatua de mármol que irradia rayos
de sol.
—¿A qué hora vuelves?
No he pronunciado a propósito la palabra «casa», pero
resuena entre los tres de todas formas.
—Tarde —responde—. No hace falta que me esperes
despierta.
—Despiértame cuando llegues —le digo en voz baja.
Hace un gesto de asentimiento, me besa de nuevo, se
despide de Eden y desaparece en el interior de la suite. Al
cabo de unos segundos, oigo el pesado clic de la puerta.
Alzo la cara hacia el cielo y mantengo los ojos cerrados,
pero en el silencio que sigue puedo sentir los ojos de mi
amiga clavados en mí.
—Ha pasado una semana —me dice.
—Ya lo sé.
El «pero» oscila como un péndulo en el aire; por suerte,
no continúa expresando en voz alta lo que piensa. Aunque
ya conozco todas las variables.
Pero viéndoos juntos, parece que haya pasado más
tiempo.
Pero se irá de todos modos el domingo que viene.
Pero esto no es más que una ilusión, Gigi. No te
emociones.
Volvemos dentro, pedimos algo de comer al servicio de
habitaciones y hablamos de los dulces y banales detalles de
nuestras vidas que no tienen que ver con Alec. Cuando
Eden se marcha, la habitación se sume en un extraño
silencio.
Limpio los restos de nuestro atracón de juegos y comida
basura. Me ducho, hago la cama y preparo una bolsa con
nuestra ropa sucia para el servicio de lavandería.
Compruebo el correo electrónico del trabajo; sin embargo,
como Ian también se ha tomado el día libre, no tengo nada
nuevo. No estoy cansada, pero no hay nada que me llame la
atención en las redes sociales y tampoco me apetece ver
nada en la televisión. No obstante, decido encenderla y,
antes de darme cuenta, entro en Netflix y pongo el primer
episodio de The West Midlands.
Cuando Alec entra en la suite, mucho después de la una
de la madrugada, ya llevo vistos seis episodios y estoy muy
metida en el primer romance del doctor Minjoon Song, uno
que claramente no va a continuar, porque a esta mujer no
la interpreta Elodie. Google me dice que este personaje
(Eleanor DiMari) muere en un accidente de avión al final de
la primera temporada; me quedo tan destrozada que
maldigo mi incapacidad para vivir sin destriparme los
finales.
—¿Se muere? —gimoteo.
Deja la chaqueta en el respaldo del sofá y apoya allí las
manos, inclinándose para besarme la sien.
—¿Qué estás…? Sí.
Me encanta que haya vuelto en medio de una escena de
besuqueos, en la que su coprotagonista (una mujer que,
según me dijo Google, se llama Mariana Rebollini) está en
toples.
—Esto sí que es rodaje estratégico —le digo—. ¿De
verdad les ves las tetas cuando rodáis estas escenas?
—Llevan pegatinas —explica. Cuando miro hacia atrás, se
señala el pecho y luego mira su reloj—. ¡Dios! ¿Qué haces
levantada a estas horas?
—No podía dormir.
Se acerca al frigorífico de la pequeña zona de cocina y
saca una botella de agua con gas.
—¡Vaya! Hoy nos hemos bebido un montón de cerveza. —
Desenrosca el tapón y se sienta conmigo en el sofá—. No
me extraña que esté para el arrastre.
—En una escala de uno a «No hablaremos nunca de esto
fuera del plató» —señalo con la barbilla la televisión—,
¿cómo de incómodo resulta rodar una de estas escenas de
sexo?
Alec desliza el brazo por detrás de mi cuello y me acerca
la cabeza a su hombro.
—Depende. —Se lleva el agua a los labios y bebe un sorbo
—. A veces son un tanto embarazosas si las ruedas con
alguien nuevo o alguien que se siente muy incómodo…
—¿Y tú te has sentido incómodo alguna vez?
—La verdad es que no. Al menos no por fuera, creo. Si se
trata de una doble de cuerpo y justo la conoces ese día,
entonces puede que sí. Pero las escenas de sexo suelen ser
muy mecánicas. Hay poca gente en el plató y existe el
acuerdo tácito de que todos los allí presentes somos
profesionales y que es algo que forma parte de nuestro
trabajo. En realidad, este tipo de escenas están tan
cuidadosamente orquestadas que son de lo menos
románticas para los actores. —Apoya la cabeza en la mía—.
Siempre me sorprende lo sensuales que se ven después del
montaje.
—Pero esta —señalo la pantalla—, ¿estuvo bien o fue
horrible?
—Esa estuvo bien. —Da otro sorbo—. Me dio pena cuando
eliminaron a ese personaje de la serie. Mariana era muy
divertida.
—Lo dices como si otras no lo fueran tanto. —Me lanza
una mirada irónica. Yo le doy un beso en la mejilla—.
¿Acaso Elodie le ha vuelto a tirar encima la bebida a mi
hombre esta noche?
Se vuelve y me mira con los ojos desencajados y
sorprendidos. Mi hombre.
Debería intentar retractarme, o al menos suavizarlo para
restarle importancia, pero ya es tarde; además, ahora
mismo me siento con chispa. Alec deja la botella en el
suelo, me echa hacia atrás para que me tumbe en el sofá y
acomoda sus caderas entre mis piernas.
—No, no lo hizo —dice en un murmullo, apoyando su boca
en la mía.
—Bien —le digo contra los labios.
—Ahora estoy demasiado cansado para hablar de esto…
—Pronuncia cada palabra mientras me besa la mandíbula,
el cuello, el hueco de la garganta—. Pero mañana, el
miércoles, o cuando tengamos tiempo… deberíamos hablar
de lo que vamos a hacer.
—¿Hacer?
—Después del domingo.
Después del domingo.
Las tres palabras caen sobre nosotros como una losa de
mármol.
—Te refieres —comento, mientras me lame la mandíbula
—, ¿a ti y a mí?
—Sí, a nosotros. —Sube hasta mi cara, me mira fijamente
y asiente—. ¿De acuerdo?
Yo también asiento con la cabeza y lo beso.
—De acuerdo.
Pero el martes no tenemos tiempo para hablar; Ian me
llama temprano y Alec tiene que marcharse antes de que
cuelgue. El miércoles se levanta antes del amanecer para
una transmisión en directo con Corea que hace desde el
salón de la suite (quedamos en que ni siquiera me daría la
vuelta en la cama para no hacer ruido), y Yael lo recoge
apenas cinco minutos después de que termine, así que lo
único que obtengo es un rápido beso de despedida.
Aun así, me recuerdo que esto es más de lo que tendría si
me hubiera quedado en casa. Al menos aquí puedo verlo.
Cada vez que me imagino pasando toda esta semana sin
Alec, es como si una parte importante de mí se desecara.
De modo que hago todo lo posible para no pensar en cómo
será la vida después del domingo.
Aunque paso mucho tiempo a solas en la suite, ya me he
acostumbrado. Además, me permite trabajar con Ian en la
historia que estamos siguiendo. Y por fin, el miércoles, nos
toca el premio gordo del periodismo de investigación.
Después de que Alec se marche con Yael, me entero de que
Ian ha conseguido una transcripción completa del chat que
abarca los dos meses en los que se compartieron los vídeos
explícitos, lo que nos proporciona los nombres de usuario
de todos los que han compartido y participado en los
vídeos. Estos cerdos se refieren a las mujeres de los vídeos
como «bambis», ¡por el amor de Dios! Jamás en la vida he
tenido tantas ganas de acabar con alguien como con esta
escoria, ni siquiera con Spencer.
Como era de esperar, nuestro primer artículo logró que se
abriera una investigación sobre los sobornos a la policía, y
la Policía Metropolitana de Londres, también conocida
como MET, está en ello. Al cotejar las imágenes del
aparcamiento con las del Hotel Maxson, hemos podido
confirmar que, al menos, tres de los propietarios (Gabriel
McMaster, David Suno y Charles Woo) estaban presentes
en el club en las fechas en que se grabaron cada uno de los
vídeos. Por desgracia, todavía no tenemos pruebas
fehacientes que involucren a Josef Anders. Ese hombre se
mueve como un fantasma.
Pero el jueves por la mañana, nos llega el bombazo
absoluto.
Alec me llama cuando estoy sentada en la cama, mirando
fijamente la pantalla del ordenador. Me tiemblan las manos;
en realidad me están temblando desde hace casi una hora.
—Hola.
—Hola, te… —Alec hace una pausa; supongo que por la
tensión que subyace en esa única palabra—. ¿Estás bien?
—Depende de que lo que uno entienda por «bien». —Me
pongo de pie y camino por la suite, sintiendo la adrenalina
correr por mi flujo sanguíneo. Joder, lo hemos conseguido.
—Cuéntamelo.
—¿Seguro que tienes tiempo?
—Sí. Tengo como unos quince minutos. Te he llamado
para ver cómo te iba.
—De acuerdo, allá va. —Tomo una profunda bocanada de
aire para tranquilizarme—. Hace menos de una hora, al
Times ha llegado un correo electrónico de una fuente
anónima. No ponía nada, solo venía un archivo adjunto: un
vídeo grabado con un iPhone de cuatro segundos, pero de
buena calidad, de una pareja que está manteniendo
relaciones sexuales en un banco.
—Vale —dice despacio, interesado, pero cauto.
Le cuento que da la sensación de que el vídeo ha sido
grabado en secreto por alguien que estaba en la misma
habitación. La mujer no reacciona en absoluto en esos
breves segundos; tiene la cabeza torcida en un ángulo
incómodo y los brazos doblados inertes cerca de la cabeza.
Se oye una música de fondo, pero la limpieza de audio
indica que nadie habla en la habitación durante lo que dura
la grabación. En el minuto 0:02:53, en el extremo derecho
del encuadre, aparece alguien con unos zapatos
inmaculados, y en el minuto 0:03:12 se ve un vaso con
líquido transparente en la esquina inferior izquierda; un
vaso que parece que está en la mano libre de la persona
que graba la escena. Al fondo, se distinguen detalles que se
corresponden con el interior del Júpiter.
—Pero, Alec…, ¿estás preparado para lo que viene?
—¿Voy a tener que sentarme?
—No se trata de Sunny —le tranquilizo a toda prisa.
Cierro los ojos, oyendo mi propio pulso—. Pero tenemos
una cara.
—¿Qué? ¿De quién?
—De Josef Anders. Se ve sin ningún género de dudas que
él es el hombre que está llevando a cabo el acto sexual.
—¡Oh, Dios mío!
—Y también se puede ver un tatuaje de su cadera en
varias capturas de pantalla de vídeos en el chat. Es la
primera vez que se puede relacionar de forma concluyente
con un rostro. —Hago una pausa—. ¿Entiendes lo que te
estoy diciendo? Lo tenemos. No sabemos quién es la mujer,
y no tenemos evidencias de que haya sido drogada, o de si
esto es consentido, pero ahora tenemos pruebas de que
Josef es el que aparece en todos estos vídeos. —Aparto el
teléfono para asegurarme de que no se ha colgado la
llamada—. ¿Alec?
—Ponlo en el artículo.
—¡Oh! Claro que lo pondremos, en cuanto tengamos…
—Me refiero a la historia de Sunny —me interrumpe—.
Inclúyela.
Me quedo inmóvil.
—¿Qué? Por lo que me comentaste la otra vez, entendí
que Sunny quería que fuera extraoficial.
—El otro día dijo que le parecía bien que se publicara,
siempre que permaneciéramos en el anonimato. No sabía si
eso serviría de algo o no, pero esto… No hagas mención a
cualquier detalle que pueda identificarnos. Nada de
nombres. Nada sobre mi amistad con Josef. Nada sobre él y
Sunny. Nada sobre Lukas. Solo di que a un hombre lo avisó
un amigo para que fuera a recoger a una amiga común.
Que la drogaron y la agredieron. Escribe lo que vi. ¿Puedes
hacerlo?
—No sé si me siento cómoda incluyendo información que
he obtenido de una fuente con la que me estoy acostando.
—Pero eso no es ilegal, ¿verdad?
No lo es, tiene razón. Pero es desalentador, sobre todo
para un asunto tan importante.
Aunque tal vez este sea el quid de la cuestión: esto es
algo importante. Y con la nueva prueba de que es Anders,
la historia de Sunny (aunque no aparezca su nombre),
evidencia que es posible que, en cada vídeo, haya detrás
una agresión.
Colgamos. El corazón se me sube a la tráquea por la
magnitud de lo que nos traemos entre manos. Ian y yo
mandamos una copia del vídeo a la Policía Metropolitana de
Londres y añado los detalles anónimos de Alec al artículo.
Son solo unas cien palabras más, pero es verdad: lo
evidencia.
Es un gran escándalo; además, centrado en una crueldad
espantosa. A pesar de que me siento orgullosa de ser quien
lo ha sacado a la luz, no es nada agradable pasar tanto
tiempo pensando en todo lo que han tenido que sufrir esas
mujeres. Así que no es de extrañar que al final, cuando los
ojos de Ian se encuentran con los míos y ambos asentimos
brevemente, encuentre un pequeño momento de alivio por
lo que hemos conseguido.
Por cortesía profesional, enviamos el artículo a Alec. No
es lo habitual, pero en este caso, creo que deberíamos
permitirle dar el visto bueno a la redacción antes de que se
publique. No obstante, aunque todavía tiene que pasar por
la fase de producción, el artículo está escrito, y es bueno.
Me tumbo en la cama, dejo que el portátil se deslice a un
lado y miro al techo. Por primera vez, me siento como toda
una profesional en mi trabajo; siento que, por fin, mi vida
se mueve en la dirección correcta; y a pesar de la ansiedad
que me genera una posible relación a distancia, tengo la
esperanza de que Alec y yo podemos lograrlo.
Entonces suena mi teléfono normal, le doy a descolgar y
veo la cara de Billy en la pantalla.
—¿Me llamas para decirme que soy increíble?
—No, te llamo para preguntarte qué vas a hacer esta
noche.
Frunzo el ceño, pensativa. No recuerdo que Alec me haya
mencionado nada sobre lo que va a hacer después, aunque
supongo que tendrá algo programado porque no me ha
dicho que me quede aquí.
—Lo más probable es que salga con mis padres o me vaya
un rato a correr. Puede que ambas cosas.
—Meredith no se encuentra bien, e iba a ser mi
acompañante a la gala de la AP. ¿Quieres venir conmigo?
¿Una gala de la Asociación de Prensa? ¿Con mi jefe? Sería
la caña. Por supuesto que quiero. Me levanto a la velocidad
del rayo.
—¿Qué? ¿En serio?
—¿Tienes algún vestido elegante?
Miro fijamente a la pared. Lo más bonito que tengo es el
vestido de punto rojo que Alec y yo hemos bautizado como
el «vestido sin nada debajo».
—¿A qué hora es la gala?
—Me pasaría por tu casa a recogerte sobre las seis.
Aparto el teléfono para mirar la hora. Son casi las dos.
—Pues a las seis en punto me verás con un vestido de lo
más elegante.
—Vaya día que estás teniendo, muchacha. —Se ríe—.
Puede que algún día consigas algo increíble. Te veo esta
noche.
Me tiro sobre la almohada y grito.
Alec vuelve a la suite justo cuando estoy agarrando el bolso
para irme.
—He visto tu correo electrónico con el artículo. Lo leeré
esta tarde de camino… —Deja la cartera y la llave de la
habitación en una fuente que hay junto a la puerta y se
detiene en seco cuando ve que estoy a punto de salir—. ¿A
dónde vas?
—Billy me ha invitado a acompañarle a un evento —le
informo, todavía sin aliento y eufórica—, y me va a recoger
en mi casa. Pero antes tengo que conseguir un vestido
elegante.
Alec me mira con expresión desolada.
—Tengo unas horas libres antes de ir a la gala de la AP.
Esperaba que…
Me pongo a reír.
—No me digas.
Alec frunce el ceño.
—Sí… ¿por qué?
—Porque ese es el evento al que voy a ir con Billy.
—¿Vamos a estar en la misma gala? —Al ver cómo sus
hombros se desploman, lo entiendo.
—Sin poder hablar entre nosotros, sí —comento,
asintiendo—. O besarnos en cualquier rincón.
—Cómprate algún vestido espantoso —me pide.
—De ninguna manera. Voy a comprarme algo atrevido.
—Uno de lana de cuello vuelto.
—Uno lo bastante corto como para encontrar la fe. —Le
sonrío de oreja a oreja—. Imagínate el polvo que podemos
echar después de pasarnos toda la noche ignorándonos a
propósito.
Se acerca a mí y me atrae hacia él para darme un abrazo.
—Eres una provocadora nata.
—Por eso te gusto. —Alzo la cara para que me bese y él
me recompensa con un sonoro beso.
—Por eso, entre otras muchas razones. —Me da otro beso
antes de decirme—: Anda, vete. Aprovecharé estas horas
para leer tu artículo.
15

Al final, termina ganando la opción golfa-modesta. Eden y


yo encontramos un vestido en Neiman Marcus de gasa
negra hasta el suelo, pero con un profundo escote en V que
termina en mi plexo solar. De hecho, el vestido es tan
revelador, que agradezco que el forro se adhiera tanto a la
piel. Sin duda, el motivo por el que he elegido este vestido
ha sido por lo mucho que a Alec Kim le gusta todo lo
relacionado con mi escote. Eden y yo nos decidimos por
unos pendientes largos, el pelo suelto y sin ningún collar.
También me dedico a caminar un buen rato con los tacones
de ocho centímetros de Eden, para acostumbrarme. No lo
hago muy mal, aunque tampoco voy a ir a una pasarela.
—¿Entonces así es como se siente una cuando mide más
de metro setenta? —le pregunto a mi amiga—. Estoy ebria
de poder. El aire está menos cargado aquí arriba.
Eden se ríe.
—Deja que te escoja un bolso. No puedes ir con tu enorme
hobo.
—¡Perdona! —le grito mientras se marcha—. Pero ese
hobo es una imitación bastante buena de un Burberry.
Eden regresa poco tiempo después con un elegante bolso
de mano de YSL (también una imitación convincente), y lo
abre para que meta dentro mis dos teléfonos, las llaves, la
llave del hotel y una barra de labios.
—No te olvides de las reglas —me recuerda.
Asiento diligente.
—Buscar una buena iluminación. No beber en exceso. Y, si
veo a Chris Evans, le pasaré tu número.
—Intenta no quedarte mirando a Alec toda la noche.
—No prometo nada.
Me da un beso en la mejilla y me empuja hacia la puerta.
En ese momento suena un claxon en la calle.
Cuando subo al asiento del copiloto, Billy hace un
esfuerzo enorme por no fijarse en mi pecho.
—Bien. —Es lo único que dice (supongo que es su forma
de hacerme saber que el vestido es lo bastante elegante) y
se aleja de la acera.
Durante el trayecto, le pongo al tanto de los aspectos
fundamentales del artículo. Noto su emoción por la forma
en que los nudillos se le ponen blancos al agarrar el volante
cada vez con más fuerza.
—¿Cuándo podemos publicarla?
—Antes me gustaría obtener el visto bueno del señor Kim
en lo que respecta a la parte que nos contó.
Asiente con la cabeza.
—Me parece bien.
El estómago me carcome por dentro. Lo que pasa entre
Alec y yo… conforme van transcurriendo los días se parece
menos a una simple aventura. Una cosa es explicar un
conflicto de intereses temporal, que podía justificar
fácilmente, alegando que Alec se ofreció a ser mi fuente
justo después de que nos acostáramos, y otra cosa es esto.
A estas alturas, debería contárselo a Billy.
Mi jefe me mira, y en cuanto clava sus ojos en mí, el
coche parece reducirse al tamaño de un dedal. Su mirada
es aguda, intimidante. La duda invade mi sangre como el
agua helada y mis ganas de confesar mueren en mi
garganta.
—De hecho, va a estar allí esta noche —continúa, mirando
al frente, sin saber lo que está pasando por mi cabeza—. Si
da el visto bueno, podemos sacarlo mañana. Envíamelo.
Tardo unos segundos en encontrar el valor suficiente para
discutir con él el asunto. El agujero que siento en el
estómago es mi instinto; un instinto que necesito seguir. Y
es que no se trata solo de que Alec sea mi amante en
secreto. Se trata de un asunto de cortesía social.
—No creo que sea conveniente abordar al señor Kim de
ese modo en una gala. Y menos cuando estamos hablando
de una agresión en la que está involucrada su hermana.
Billy me mira sorprendido antes de volver a prestar
atención a la carretera.
—¡Vaya! No eres de las que va a degüello. —Por su tono,
no consigo dilucidar si es una simple observación o una
crítica—. Envíamelo tal cual, George.
Me doy cuenta de que no me lo va a volver a pedir de una
forma tan amable, así que abro mi correo electrónico y se
lo reenvío.
—No lo envíes a imprenta hasta que te lo diga. —Las
palabras salen de mi boca antes de que las piense siquiera.
Billy deja reposar mi petición durante unos segundos, y
luego me mira muy despacio, como si fuera realmente
tonta. Podría echarme la bronca por ser una imbécil
insubordinada, pero por suerte para mí, no lo hace. Se
limita a soltar un seco y divertido:
—No lo haré.
—Lo siento —murmuro.
No me cabe la menor duda de que Billy se va a pasar casi
toda la noche leyendo y analizando el artículo, y yo estaré a
su lado, intentando beberme una copa de vino lo más
despacio posible mientras encuentro el mejor momento
para mencionarle de forma casual que me he acostado con
mi fuente. Al menos, también tendré la oportunidad de
observar a la gente y espiar a Alec desenvolviéndose en su
mundo en todo su esplendor.
En cuanto Billy aparca, pasamos de largo el photocall de
la alfombra roja y presentamos nuestras credenciales. El
evento es tan deslumbrante y elegante como cabría esperar
de una gala celebrada en el Beverly Hilton. La música es
animada, pero no enmudece las conversaciones. Hay una
barra en la que cada uno puede comprarse la bebida que
quiera, cuya recaudación va para el Observatorio de
Derechos Humanos y el perímetro de la sala está salpicado
de asientos. Después de pedirnos algo en la barra, Billy se
va hacia un lateral de la estancia; un lugar que nos ofrece
una buena vista de la entrada al evento y del bar, donde al
principio se congregará la mayoría de los asistentes. Me
gusta su elección; la iluminación es estupenda (choco los
cinco con una imaginaria Eden).
Tal y como esperaba, Billy da un sorbo a su bebida y saca
el teléfono.
—Lo sabía.
—¿El qué? —pregunta mi jefe, sin apartar la vista del
teléfono.
—Que en cuanto estuviéramos dentro no ibas a poder
resistirte a leerlo.
—A ti te habría pasado lo mismo. —Se pone a leerlo y deja
escapar un silbido bajo—. Increíble. Es increíble. —Hace
una pausa y da otro sorbo a su cerveza—. ¿Quién ha escrito
la parte del tipo de la tecnología… Suno?
—Yo.
Hace un gesto de asentimiento con la cabeza y me señala
con el botellín.
—Es genial. Has hecho un desglose incisivo de la
cronología. Estos tipos lo tienen jodido.
Abro la boca para responder, para agradecerle este
inusual elogio, pero Alec aparece en mi campo de visión,
con Yael a su lado. Durante el tiempo que tardo en echarle
un vistazo de la cabeza a los pies, dejo de respirar. Se ha
debido de comprar un esmoquin nuevo hoy mismo. Es de
corte más moderno, de líneas estilizadas y de color negro
azabache. La camisa es del mismo color y está abierta justo
en el cuello, dejando al descubierto la suave piel de su
garganta. Va sin corbata. Piernas largas y delgadas. Lleva
el pelo retirado de la frente. Parece haber sido diseñado
por un grupo de científicos para hacer que las mujeres
ovulen de manera espontánea.
—¿Qué estás…? —Billy se detiene y sigue la dirección de
mi vista. Alec se adentra en la sala y las cabezas se giran a
su paso—. ¡Ah!
Siento que mi jefe me mira, me doy cuenta de que estoy
demasiado callada y me esfuerzo por recuperar el control
mientras señalo lo obvio:
—El señor Kim está aquí.
Billy emite un suave «¡Ajá!» y añade:
—Ya veo.
¿Por qué no se lo he dicho en el coche? Ahora ya es una
omisión flagrante e intencionada.
Veo a un miembro de la junta directiva de la AP acercarse
a Alec y cómo este esboza una sonrisa deslumbrante,
aunque también me percato de que está siendo demasiado
formal y de que mantiene las distancias; estrecha la mano,
no da ningún abrazo. Mi cerebro trae una imagen a mi
memoria, regodeándose: Alec atrayéndome a sus brazos en
nuestra suite, diciéndome que soy una provocadora,
dándome un sonoro y travieso beso.
Dejo de mirarlo.
—¿Qué pasa? ¿Dentro de esa cabeza tuya hay un conflicto
de intereses? —pregunta Billy.
Sus palabras inyectan una dosis de adrenalina en mi
torrente sanguíneo, enfriando al instante mi lujuria.
Siento el ardor de la ansiedad recorriéndome los brazos.
No es la primera vez que pienso en esa cuestión cada vez
que entre Billy y yo surge el tema de Alexander Kim, pero
hasta hoy no habíamos echado mano de la información que
nos había proporcionado Alec.
Y si Alec y yo seguimos con lo nuestro, Billy terminará
enterándose. No me despedirá por ello, pero acostarse con
una fuente en una historia de tanta trascendencia como
esta podría cambiar la dinámica entre nosotros (sobre todo
porque se la estoy ocultando), y podría afectar a las
historias que esté dispuesto a encargarme de ahora en
adelante.
Trago saliva con fuerza. Es ahora o nunca.
—Billy… —empiezo, pero él me da un ligero golpe en el
brazo y se ríe.
—Vamos, George. Te estoy tomando el pelo.
—Vale, pero en realidad…
—No eres la única de los presentes que está loca por él.
—Pone los ojos en blanco y me recuerda que nosotros no
cubrimos historias personales—. Relájate, muchacha.
La oportunidad de confesarle lo nuestro se esfuma al
instante. Vuelvo a mirar a Alec con el corazón latiendo a
trompicones y me doy cuenta de que Billy no anda mal
encaminado: hay al menos cinco personas diferentes de pie
cerca de Alec, esperando a que se les presente la ocasión
de acercarse, fingiendo estar absortos en otros asuntos,
aunque en realidad estén vigilándolo como un halcón.
Vuelvo a sentir una oleada de adrenalina, pero esta vez de
otro tipo: celos. Me muero de ganas de abrirme paso entre
la multitud y hacer que me rodee los hombros con su brazo,
para poder poner cara de «¿A que es magnífico? Pues le
gusto. Nos estamos acostando».
De pronto, como si de algún modo sintiera que lo estoy
mirando, Alec levanta la vista y clava sus ojos en mí. No
puedo evitar esbozar una amplia sonrisa; a él se le nota que
le está costando mucho no hacer lo mismo. Veo cómo se fija
en mi vestido, cómo recorre todo mi cuerpo con la mirada
antes de centrar su atención a mi derecha, donde tengo a
Billy demasiado cerca. En realidad, está cerca para que
pueda oírle por encima del bullicio de la sala, pero sigue
siendo demasiado cerca.
Y este es el momento que mi jefe elige para agarrarme
del hombro y darme la vuelta a modo de broma, sugiriendo
que deje de estar pendiente de la estrella que me tiene
obnubilada y centre mi atención en otra cosa. Lo que
implica que nunca sabré si es verdad esa llamarada de
calor que ha cruzado el rostro de Alec, o si solo ha sido
producto de mi imaginación.
Billy se pone a contar historias de inmediato, y cuando
algunos de nuestros colegas se unen a nosotros, antes de
darme cuenta me estoy riendo tanto que me permito el lujo
de olvidarme de que Alec está al otro lado de la sala, con
gente invitándole a copas e intentando flirtear
descaradamente con él.
Pero entonces una mano fría me rodea el brazo y me gira
con suavidad.
Se trata de Yael. Ahora que la tengo tan cerca veo lo
asombrosa que está esta noche. Está escultural y se ha
deshecho del tirante moño y optado por llevar el pelo suelto
y los labios de un tono carmesí.
—Alexander Kim quiere hablar contigo un momento.
El corazón se me sube a la garganta.
—Mmm. Sí, claro.
Billy prácticamente me da un empujón al tiempo que me
murmura:
—Consigue que te dé el visto bueno.
Sigo a Yael, que me conduce a través de la sala, por el
vestíbulo y por un pasillo mientras yo me pregunto si lo
único que voy a conseguir es su visto bueno o algo más.
Caminamos en silencio, alejándonos del murmullo de la
gente, hasta que doblamos en una esquina.
—¿Va todo bien? —pregunto.
—Supongo que sí.
Tengo que reconocerle el mérito a Yael. Es muy probable
que, al acabar este viaje, gane el premio al «Me importa
una mierda todo», y cuesta mucho no respetar a una mujer
que no se deja la vida por hacer amigos en Los Ángeles. Me
lleva a una especie de camerino que tiene toda la pinta de
usarse en celebraciones nupciales, pero que ahora está
vacío. Hay dos paredes llenas de espejos y tocadores, y al
fondo, de pie, mirando hacia la puerta, está Alec.
Yael me hace un gesto con el brazo para que entre y,
cuando lo hago, cierra la puerta.
Avanzo despacio, disfrutando de la vista. Como siga tan
cerca de él, y con ese traje, es posible que termine
necesitando sales aromáticas.
—¿Me vas a pedir una entrevista oficial para el LA Times?
—He leído el artículo.
Siento los latidos de mi corazón como si tuviera un
tambor en el pecho.
—¿Y?
—Es brutal. —Me mira con un brillo de orgullo en sus ojos
oscuros—. Se lo he enviado a Sunny, debería poder darte
una respuesta mañana, a primera hora.
Sé que esta no es la noticia que quiere oír Billy, pero
ningún otro medio tiene la parte de Alec, y dado que ha
sido hoy cuando ha decidido que incluya lo que sabe en el
artículo, no puedo meterle prisa. Solo me queda esperar
que Billy dé a los Kim la cortesía de otras doce horas más.
—De acuerdo.
Alec estira un brazo y me acerca a él, apoyando la mano
en mi espalda desnuda. Un gesto que hace que todas mis
emociones salten como el corcho de una botella. Hasta que
no me ha tocado, no me he dado cuenta de lo mucho que
me he estado conteniendo esta noche.
—Estás increíble.
—Tú también.
Me acaricia el cuello con la nariz.
—Este vestido es…
—¿Te gusta?
—¡Ajá! —Me besa la mandíbula—. Creo que voy a pasar
por alto el que no hayas venido con un cuello vuelto.
Noto algo diferente en su tono de voz. Es más reservado,
más tenso.
—¿Va todo bien?
Alec se aleja y se coloca el cuello de la camisa.
—¿Quién era ese hombre con el que estabas?
¡Ajá!
—¿Ahí fuera? —Engancho un pulgar sobre mi hombro—.
Billy. ¿Crees que debería presentártelo?
—Claro. —Arrastra las yemas de los dedos de forma
posesiva a lo largo de mi clavícula. Por encima de mi
hombro. Juguetea con mi escote—. ¿Es tu jefe?
—Sí. —Me pongo de puntillas y le doy un beso en la
barbilla—. Es un cascarrabias, un perfeccionista y no
necesita dormir, pero es un gran tipo. —Siento las palabras
que no está diciendo como un cinturón que se aprieta cada
vez más—. ¿Alec?
—¿Mmm?
—¿Me has traído aquí porque estás celoso?
Me mira directamente a los ojos.
—Creo que sí, un poco.
Me río; no puedo evitarlo.
—¿En serio? Me sorprende que te hayas dado cuenta
siquiera de que estaba en la sala.
—Me fijé en ti a los treinta segundos de entrar, pero has
tardado en mirarme.
—Eso no es verdad —señalo—. Te vi en el mismo instante
en que apareciste con Yael.
Me frota el labio inferior con un dedo.
—Me he dado cuenta de que este artículo va a llamar
mucho la atención sobre ti, y hay toda una sala llena de
hombres con los que podrías salir cuando me vaya.
Alzo la mano y le acaricio la cara. ¿Lo dice en serio? Soy
incapaz de imaginarme a otro hombre que pueda estar a la
altura de Alec. Antes de él, este tipo de conexión me
parecía un invento, una ficción absurda. Ahora me
despierto todas las mañanas preocupada por que esta sea
la gran historia de amor de mi vida, y por lo desolada que
me voy a quedar si llega a su fin en unos días. Intento
plasmar estos pensamientos en palabras, pero no puedo.
Soy como un frágil recipiente de cristal, que lleva dentro
demasiadas emociones volátiles.
Así que, en lugar de explicárselo, vuelvo a las bromas.
—¿Cómo te atreves a estar celoso? ¿Pero tú te has visto?
Sin embargo, Alec no se deja engañar.
—¿Te has visto tú? —Me agarra de los hombros y me da la
vuelta para que me quede frente al espejo.
Y entonces, siento como si me succionaran todo el aire de
los pulmones.
No es la primera vez que veo nuestro reflejo juntos. En el
lavabo, cuando nos hemos cepillados los dientes. Cuando
hemos pasado a la vez por delante del espejo al salir de la
habitación del hotel. En la terraza, rodeados de ventanas.
Está claro que sé cómo nos vemos. Pero aquí, con ambos
vestidos de negro y con espejos delante y detrás de
nosotros, reflejando mil versiones de la pareja con trajes de
gala, en rectángulos cada vez más pequeños, me doy
cuenta de la buena pareja que formamos. Me apoyo en su
hombro y él curva su gran mano de forma posesiva
alrededor de mi cintura. Alec tiene la piel dorada; yo,
aceitunada. Lleva el pelo pulcramente peinado, retirado de
la frente; el mío va suelto, cayéndome liso y brillante por la
espalda. Sus ojos son oscuros y conmovedores; los míos, de
color avellana y brillantes. Juntos somos perfectos. Y
durante un instante, quizá unos pocos segundos, sé que
estamos sintiendo lo mismo, que podemos vernos el uno al
lado del otro en una serie de momentos futuros: recibiendo
a los amigos en la puerta de casa, caminando por Los
Ángeles de la mano, de pie junto a la cama, de pie junto al
altar.
Parpadeo y esos momentos se han desvanecido. Solo
estamos nosotros dos, frente a miles de nuestros reflejos,
frente a un espejo rodeado de luces doradas, pero por la
cara que tiene, sé que también lo ha visto.
Me aparta el pelo y agacha la cabeza para lamerme el
cuello. Soy incapaz de apartar la mirada del espejo. Veo
cómo desliza la mano por mi costado, subiendo por mi
pecho, extendiéndose por la pronunciada «V» del escote y
acunándome un seno.
—Te juro que no soy una persona posesiva —dice en voz
baja—. O no suelo serlo. —Los dos nos quedamos mirando
el reflejo de las yemas de sus dedos trazando lentos
círculos sobre mi pezón, por encima del vestido—.
Entonces, ¿por qué me siento así?
—No lo sé. ¿Por qué?
—¿No te parece una locura? ¿Sentir esto cuando solo han
pasado once días?
—Te lo he preguntado en serio —le digo—. ¿Por qué te
sientes así?
Me mira a los ojos.
—¿Acaso no estás mirando?
—Por favor. —Sigue con los dedos sobre mi pecho—.
Estoy contenta con mi aspecto, pero hay mujeres guapas en
todas partes. No sientes eso por mí por esa razón. —
Resulta extraño cómo la pregunta se infla en mi mente,
como si se tratara de un globo de aire caliente que arrastra
cualquier otro pensamiento—. ¿Por qué yo? ¿Por qué
ahora? Y, por Dios, ¿por qué así?
Cierra los ojos y me da un beso en el hombro.
—Está bien. —Asiente con la cabeza, como si estuviera
pensando—. ¿Además de por la química que hay entre
nosotros? Porque eres asombrosa. Te fuiste a Londres a
investigar una historia que viste en Twitter y has ido a por
todas, sin miedo, con independencia de lo siniestra que se
haya vuelto. —Levanta la vista y me mira a los ojos—. Tu
novio desde hacía mucho tiempo se pasó todo un año
mintiéndote sobre un asunto trascendental y tuviste el
valor de romper con él, y no solo no le has dirigido la
palabra desde ese día, sino que has dejado de ver a los
amigos comunes que te animaron a perdonarlo. Te
cabreaste conmigo y me dejaste hecho polvo por no decirte
quién era y no has permitido que Yael te intimidara para
hacer lo que ella quería. Eres divertida, vulnerable y
honesta. No te miras en el espejo a menos que yo te lo
indique. Eres sensata y segura de ti misma. Sabes de dónde
vengo y quién era antes de convertirme en Alexander Kim.
Eres apasionada en la cama hasta límites que jamás había
experimentado, y cada vez que descubro algo nuevo sobre
ti, lo que… —se detiene, buscando la palabra— lo que
siento por ti parece hacerse más fuerte.
Me muerdo el labio, intentando contener una sonrisa.
Me mira con un brillo de entusiasmo en los ojos.
—¿Puedo tomarme eso como que te ha parecido una
respuesta aceptable?
Me río y me vuelvo hacia él, para abrazarle.
—Sí, es una respuesta aceptable.
—Podrías venir a Londres, al menos, una vez al mes —
dice, sin dejar de mirarme a los ojos—. Quiero estar
contigo.
—Yo también quiero estar contigo.
Y así, de esa forma tan sencilla, resolvemos nuestra
principal preocupación.
16

Varias horas y un número respetable de copas después,


dejo a Billy dentro, charlando con algunos colegas y me
dirijo hacia la salida. Fuera, hay una fila de coches
esperando, que ocupa una manzana. Mi objetivo es la
cadena de Uber que aguardan al otro lado de la calle, pero
una figura alta con un traje negro me llama la atención.
Lleva un mechón de pelo rojo que le cae por los hombros.
Esta versión sorprendente de Yael está apoyada en la
puerta del pasajero delantero, leyendo algo en su móvil. Y
justo en ese momento, como si hubiera percibido mi
presencia entre la multitud, alza la vista y mueve la mano
con elegancia para que me acerque a ella.
Cuando llego, me pongo frente a ella y sonrío.
—No te lo he dicho antes, pero tienes un pelo
impresionante.
Asiente con la cabeza, pero como es costumbre en ella, no
dice nada. Espero un sermón, que me comunique algo, tal
vez alguna instrucción sobre cómo volver a la habitación
sin encontrarme con Alec por el camino, o incluso que es
mejor que me vaya a casa esta noche. Para mi sorpresa,
estira el brazo, abre la puerta trasera y me hace un gesto
para que suba.
—Ha insistido.
Alec está en los asientos de atrás, con la cara
parcialmente oculta entre las sombras. Me gustaría
preguntarle en qué narices está pensando, invitándome a
su coche justo delante de un evento de la Asociación de
Prensa. No es que yo sea alguien importante, pero estamos
en un lugar donde la gente que quiera saber quién soy,
puede hacerlo sin ningún problema y atar los cabos con el
artículo del LA Times. Incluso aunque su parte no se haya
publicado todavía, la privacidad de Alec es crucial y aquí
todavía hay, por lo menos, cuarenta personas que
reconocerían a Yael.
Yael se sube al asiento del copiloto y le dice al chófer que
ya podemos irnos. El interior del coche se queda en
silencio.
Alec acerca su mano a la mía, pero es el único contacto
que nos atrevemos a tener. Por lo demás, nos mantenemos
rectos, mirando al frente, sin hablar. Además, creo que, si
volviera a mirarlo con ese esmoquin, me olvidaría de
inmediato de la presencia de Yael, que desaprueba por
completo lo nuestro, y de que el pobre chófer no tiene
ninguna gana de verme subida a horcajadas sobre Alec en
el asiento trasero. Veo cómo agacha la cabeza, mira su
teléfono y teclea algo con una mano. Un instante después,
me vibra el Bat-teléfono y lo saco del bolso.

No quería dormir sin ti.

Sonrío a la pantalla y respondo:

Me habría sentido muy decepcionada quedándome sola, sabiendo que


estás tan cerca.

Nos quedan tres noches. No vamos a desperdiciar ninguna.


Le aprieto la mano a modo de respuesta e intento ignorar
la oleada de tristeza que me embarga. Alec, despacio, lleva
nuestras manos entrelazadas hasta su muslo.
—¿Te lo has pasado bien después de nuestro encuentro?
—Me sorprende su voz, surgiendo del silencio.
Lo miro primero a él, y luego a Yael. Sin duda, es la
profesora estricta, y yo la alumna revoltosa que incumple
constantemente sus normas mientras su alumno estrella
(mi compañero de aventuras) sale siempre indemne de
todo.
—Pues, aunque te parezca increíble, lo cierto es que sí.
Normalmente detesto este tipo de eventos.
La mayoría de las veces consiste en pasar el rato con
otros periodistas, intercambiar historias y buscar
información. Divertido y agotador. Lo de siempre, pero con
ropa más elegante.
Lleva mi mano hacia arriba y la detiene en la parte
superior de su muslo. Me lo tomo como una invitación en la
oscuridad del interior del vehículo.
Lo miro. Sigue con la vista clavada al frente, aunque me
ofrece un divertido movimiento de cejas. Doblo el dedo
meñique y lo deslizo por el contorno de su pene, ya medio
erecto debajo de la cremallera. Por el rabillo del ojo, veo
cómo su pecho asciende, respirando con fuerza.
Todavía estoy afectada por haberlo visto rodeado de
famosos y gente desconocida, todos ellos intentando
obtener un ápice de su atención. Y también sigo excitada
por los minutos que hemos pasado en el tocador.
—Yo también —consigue decir después de un buen rato—.
Creo que porque sabía que estabas allí.
Lo miro con los ojos abiertos y ladeo la cabeza.
¿Qué haces, flirteando conmigo en voz alta, delante de
Yael?
Esboza una sonrisa que se esfuma en cuanto vuelvo a
subir la mano y le acaricio el miembro, con tres dedos esta
vez. Está duro. Ahora es su turno de mirarme
escandalizado. Aunque tampoco debería sorprenderse
tanto. Al fin y al cabo, ha sido él quien me ha puesto la
mano ahí. ¿Qué esperaba? ¿Que lo ignorara?
Y así, con mi mano acariciándolo de vez en cuando de
refilón, mantenemos una conversación insípida mientras el
chófer sigue el trayecto habitual de vuelta al hotel. Sin
embargo, en lugar de detenerse en la puerta delantera,
sigue conduciendo el elegante BMW negro por un estrecho
callejón oscuro, salvo por el halo de luz con forma de cono
que proyecta alguna que otra farola amarilla.
El chófer aparca delante de dos pesadas puertas de
acero, sale del vehículo, abre la puerta trasera del lado de
Alec, rodea el coche para hacer lo mismo conmigo y se
dirige a la entrada de servicio, donde pasa una tarjeta y la
abre.
Luego regresa al coche, pero Yael nos sigue, guiándonos
al interior. Está claro que sabe por dónde vamos. La vista
que el hotel nos ofrece desde esta perspectiva es la de un
edificio de tipo industrial: paredes raspadas por los amplios
carros y pintura abollada por los choques cotidianos con los
equipos de limpieza. Yael nos lleva a un ascensor de
servicio y pulsa el botón de la décima planta.
Alec me agarra la mano mientras entramos y Yael finge
no darse cuenta. Como es lógico, estoy más encantada por
la insistencia de él de demostrar que somos una pareja en
privado, que intimidada por la desaprobación de su
asistente, pero su censura me afecta. Subimos en medio de
un silencio sepulcral hasta la planta y salimos con el mismo
mutismo.
—Tened cuidado —dice Yael a modo de despedida antes
de marcharse en dirección contraria a su habitación.
En circunstancias normales, haría alguna broma sobre lo
mucho que parezco gustarle, o que ahora ya debe de tener
claro que me estoy quedando con él en el hotel, o sobre lo
mucho que se parece a una suegra hosca a la que tengo
que ganarme, pero la tensión sexual entre nosotros ha ido
creciendo tanto en el trayecto de vuelta al hotel, que en lo
único que puedo pensar es en su dura erección contra mis
dedos, en el tranquilo «Te veo luego» que me susurró en el
tocador antes de regresar a la gala o en su intensa y voraz
presencia.
Pasa la tarjeta por encima del lector, abre la puerta y la
empuja. En cuanto nos quedamos solos, parecemos estar de
acuerdo en que nuestra prioridad es quitarnos la ropa lo
más rápido posible. Sin dejar de mirarlo a los ojos, me
desabrocho el cierre del vestido sobre la nuca y dejo que la
prenda caiga al suelo. Él se abre el primer botón de la
camisa y luego se desabrocha el resto con una enorme
destreza.
Camino hacia atrás, quitándome los tacones de Eden,
sacándome la ropa interior por las caderas y tirándola en
algún lugar del pasillo. Alec suelta un gruñido travieso y,
después de quitarse los calzoncillos, me agarra de la
cintura y se ríe, murmurando un «Ven aquí» sobre mi boca
y alzándome en brazos. La fricción que me produce su duro
pecho al rozar contra las suaves curvas del mío hace que se
detenga, gire conmigo en brazos, me empuje contra la
pared y me coloque las piernas alrededor de su cintura.
Luego, con un jadeo, se desliza en mi interior con un único
y prolongado empujón.
Exhala un suave gemido de alivio y susurra:
—Joder, me encanta sentirte así.
¿Cómo es posible que solo hayan pasado unas horas
desde la última vez que lo sentí? Parece que fue hace una
eternidad. Quiero tomar todos los sentimientos que me
provoca (felicidad, seguridad, deseo…) y plasmarlos en el
tacto. Verterlos en su cuerpo.
Después de unos cuantos envites, me doy cuenta de que
hay algo diferente, de que es tan bueno que siento una
paradójica ola de desesperación y euforia. Atrapada entre
su cuerpo y la pared, siento que mi mundo se expande y se
contrae con cada respiración. Alec es como el terciopelo
moviéndose dentro de mí. Y yo estoy enardecida; me aferro
a su espalda, suplicando sin sentido porque se desliza con
esa piel tan suave a través de un calor tan increíblemente
sólido. Ya me lo está dando todo, pero soy codiciosa y
quiero más. Estamos duros y suaves, rígidos y húmedos…
¡Dios, tan húmedos! Tan resbaladizo y apremiante…
Entonces Alec se queda quieto, con la respiración
entrecortada y dice:
—Espera. ¡Mierda!
Y ahora es cuando entiendo lo que está pasando. Somos él
y yo en toda nuestra gloria. Él penetrándome con su
miembro desnudo. Sin preservativo. ¿Cómo hemos podido
olvidarnos? ¿Y cómo puede un olvido tan tonto cambiar
cada detalle de lo que siento al tener sexo con él?
—Espera —vuelve a decir, pero con un tono más suave
esta vez. Ahora tiene un significado diferente. Esta espera
no significa parar. Es una súplica para que le deje
permanecer en mi interior un poco más. Porque él tampoco
me ha sentido así nunca.
Se mantiene quieto, aunque se nota que se está
conteniendo bajo una férrea disciplina. Le tiemblan los
brazos. Cada vez que respira parece entrar y salir muy
levemente. Con él dentro de mí, tan caliente y duro, siento
cada pequeño detalle. Está ensartado completamente en
mí, pulsando con firmeza sobre ese punto que me hace
anhelarlo hasta el extremo del dolor. Sé que, si cierro los
ojos, me concentro en la presión de su cuerpo, justo ahí, y
contraigo mis paredes vaginales sobre su miembro, podría
correrme.
Sé que es la locura la que ahora rige mis pensamientos, el
delirio por la sensación de estar tan llena. Pero con él tan
erecto en mi interior, con un miembro tan voraz que no
deja ni un milímetro de mi interior vacío, soy incapaz de
mostrar su disciplina. Clavo los dedos en su pelo y me mezo
contra él. Apretando y aflojando lentamente. Paso la lengua
por su nuez de Adán, saboreando el salobre y la dulzura de
su piel. Me encanta su sabor; creo que, después de esa voz
profunda y tranquila, lo que más voy a echar de menos es el
calor de su piel sobre mis labios.
Alec gime al sentir el roce de mis dientes en su cuello. Yo
estoy a punto de sufrir una explosión tan intensa que me
alivia saber que me está sujetando entre sus brazos; de lo
contrario, me fallarían las piernas.
Estoy tan cerca… Lo siento hincharse aún más, mientras
me invade mi propio alivio, colmándome por completo.
—Gigi… —me advierte con voz ronca. La voz de un
hombre que ya no puede aguantar más.
—Estoy tan cerca —le suplico con voz temblorosa—, tan
cerca…
Vuelve a gemir. Presiona la frente contra mi cuello,
deteniendo mis caderas.
—Como sigas así, vas a hacer que me corra dentro.
Vuelvo la cara, apoyando los labios en su sien. ¿Hago que
paremos o le digo las palabras que me están abrasando la
garganta?
Al final, ganan las palabras.
—Estoy tomando anticonceptivos. Lo sabes. —Ha visto las
píldoras en la encimera, me ha visto tomándolas.
—Lo sé.
Aparta la cara y me mira durante un buen rato antes de
llevarme al dormitorio. Luego me deja en el suelo,
apartamos la colcha y nos tumbamos el uno al lado del otro
sobre las sábanas frescas y limpias. Entonces lo atraigo
hacia mí con manos ávidas y anhelantes. Su cuerpo es un
contraste de calidez, dureza y suavidad.
Justo cuando lo abrazo y suelto un murmullo de felicidad
y ansia contra su cuello, estira el brazo y enciende la
lámpara. La luz tenue baña su piel, proyectando sombras
en sus músculos que forman ángulos perfectos. El cuerpo
de Alec Kim es la mejor obra de arte de Los Ángeles, o de
cualquier otro lugar del mundo.
—Nunca he mantenido relaciones sexuales sin
preservativo —confiesa, con los dedos curvados sobre mi
pecho en una sensación que ya me resulta familiar. Luego
se agacha y me los besa.
La lujuria abandona mi cerebro de inmediato.
—Si no te sientes cómodo, podemos usar uno. No debería
haberte presionado…
—No. —Baja la palma por mi cintura, a lo largo de la
curva de la cadera—. Solo estaba tratando de ir más
despacio.
Cuando su mirada sigue el camino de sus manos, veo
cómo cambia su expresión. Me agarra por la parte trasera
de la rodilla y me sube la pierna sobre su cadera. Entreabre
los labios y estira el brazo entre nuestros cuerpos, guiando
su miembro a mi interior.
No puedo evitar cerrar los ojos. Cada vez que hacemos el
amor pienso: Esto es lo máximo que puedo sentir. Mi anhelo
no puede alcanzar cotas más altas, pero se me había
olvidado cómo es el sexo sin preservativos. Hacía mucho
tiempo que no lo hacía de esta manera. Las sensaciones
son mucho más intensas.
Me penetra todo lo que puede y se detiene con la mano
extendida en la zona baja de mi espalda, en un abrazo
posesivo.
—Haz lo mismo de antes.
Con su boca sobre la mía, abstraída, abierta, húmeda y
hambrienta, me mezo contra él, apretando con un ritmo
que empieza de modo juguetón pero que enseguida se
vuelve febril. Jadeo su nombre, implorando su ayuda,
preparándome para un orgasmo tan intenso que me atrapa
en un grito silencioso. Alec observa cómo el rubor asciende
por mi pecho, por mi cuello, inundando mis mejillas, y
empieza a moverse en largos envites, extrayendo el placer
y prolongándolo hasta que el grito termina por estallar en
mi garganta, ronco y desesperado.
Lo amortigua con su boca, tragándoselo por completo
hasta que me detengo jadeante y sin aliento a su lado. Sale
de mi interior, me aparta el pelo de la frente sudorosa y me
besa. Me mira con esos ojos oscuros, brillantes y salvajes
por el deseo, me agarra con sus grandes manos por las
caderas y me arrastra con él mientras se pone de rodillas,
se apoya sobre los talones, y coloca mis piernas sobre sus
muslos. Después, estira los brazos sobre mi cabeza y toma
una almohada para ponérmela debajo de la parte baja de la
espalda.
—¿Te parece bien?
Hago un gesto de asentimiento, todavía aturdida. Siento
un hormigueo en los labios y los dedos de los pies. Cuando
se lleva la mano al pene y se lo agarra, le rodeo con la
palma el antebrazo, pues quiero sentir la fascinante y tensa
acumulación de músculos de esa zona.
Entonces me mira extasiado, me acaricia con su duro
glande y se desliza hacia dentro y luego hacia fuera.
—Estás empapada. —Se muerde el labio. Sus fosas
nasales se hinchan por el deseo—. Tienes mojados hasta los
muslos. —Mira al techo y ahoga una profunda exhalación
antes de volver a bajar la vista, para contemplarse a sí
mismo penetrándome y saliendo de nuevo de mi interior—.
¿Voy a tener que agacharme y limpiarte con mi lengua? —
Me mira a la cara y esboza una sonrisa perversa—. Mira
cómo me has humedecido el pene. Fíjate, Gigi.
Pero no puedo. Aprieto los ojos todavía cerrados. Mi
pecho vuelve a tensarse por un deseo primitivo. ¿Cómo
consigue este hombre reducirme a un ser tan primario y
salvaje? Hay una bestia atrapada en mi corazón, aullando,
lanzando golpes y gritando por sentir su erección. Fóllame,
piensa mi bestia. Con la lengua, el pene, la mano… Me da
igual. Penétrame hasta el fondo, ruega. Con lo que sea.
Sin embargo, Alec solo se desliza un poco en mi interior y
vuelve a apartarse. Es como la primera noche que nos
acostamos, pero esta vez dentro de mí solo está su piel, su
increíble calor. Esta vez también hay emoción. Cruda y
frágil, pero real.
Y esta vez sé que va a prolongarlo más. Que va a jugar
hasta llevarme a la locura. Que se va a contener,
acercándose poco a poco a su punto álgido.
Acabo de tener un orgasmo. Debería estar agotada,
todavía abrumada por el alivio; en cambio vuelvo a
sentirme vacía, hinchada y muerta de deseo. Trato de
observar su cara, de concentrarme en el placer que le
provoca su contención, pero estoy desesperada por que me
embista hasta hacerme perder el aliento. Continúa jugando
conmigo, metiendo solo el glande, sacándolo y exhalando
un áspero gruñido. Cada vez que lo hace, solo me ofrece
centímetros, pero yo pierdo el control a pasos agigantados.
Solo consigo pronunciar con voz muy débil:
—Me estás volviendo loca.
—Lo sé. —Desliza el pulgar sobre mi clítoris y luego hace
lo mismo con el glande, moviéndolo en círculos.
—Eres como la seda mojada. Esto es lo único que puedo
hacer para no follarte hasta la saciedad.
—Por favor.
—Enseguida —dice con voz áspera—, pero ahora mismo
no puedo dejar de contemplar esto. —Traga saliva—. No
hago nada más que pensar: una vez más. Solo una vez más
y no podré soportarlo. Sin embargo, luego quiero volver a
ver cómo te penetro despacio y…
Se interrumpe y baja la vista de nuevo. Su rostro me tiene
cautivada. La cara que pone mientras lo hace una y otra
vez (empujar unos centímetros y salirse, deslizando el
glande hacia arriba, alrededor de mi clítoris y vuelta a
empezar) es hipnótica. La curva suave y carnosa de su
boca, su ceño de concentración. Es demasiado. Debería
cerrar los ojos, mantenerme anclada a este momento, en
esta cama, pero soy incapaz de apartar la mirada.
Sé por qué no puede dejar de hacer esto. Me he
convertido en una experta en el Alec Kim amante. Le gusta
alargarlo; sabe cómo hacer que su cuerpo espere antes de
alcanzar el clímax. Pero mientras hace precisamente eso,
avanzando centímetro a centímetro con cuidado,
concentrado, me doy cuenta de que también hay otro
motivo para esto; algo más tierno y sincero: es una primera
vez. Sé que en cada ocasión que lo hagamos sin protección
va a ser una experiencia estremecedora, pero después de
esta noche, jamás volveremos a tener esta sensación de
primera vez. La noche de Seattle tuvimos muchas primeras
veces en cuestión de minutos. Y con este pensamiento,
entro en el mismo círculo que él: solo una vez más, quiero
volver a ver ese alivio primario que siente cuando embiste,
la hermosa devastación cuando se retira y la tensa
anticipación cuando empieza de nuevo.
—Estoy tan cerca… —susurra, hablando consigo mismo.
Toma una profunda bocanada de aire con los dientes
apretados, se acaricia la erección y cierra los ojos—. Gigi,
estás tan mojada…
Esa grieta visible en su determinación me destroza por
completo y la bestia codiciosa regresa, con más fuerza, con
los puños golpeándome las costillas. Le digo una y otra vez
que yo también estoy a punto de correrme, incluso se me
escapa una súplica obscena y le ruego que me folle, pero él
sigue jugando con nuestros cuerpos hasta que pierdo la
cordura en silencio y una lágrima se desliza por mi sien
hasta mi pelo.
Pero sé que, si se detiene, ahí es donde vendrá la
auténtica locura.
Estoy tan cerca…
De pronto, le oigo soltar una sorprendida exhalación y
vuelvo a mirarlo a la cara. Tiene la frente, el labio superior
y el cuello perlados por el sudor.
—¡Oh, Dios! —exclama. La voz se le rompe en un jadeo—.
No puedo…
Sigue dentro de mí solo unos centímetros. Pero yo
necesito que me penetre por completo. Sin embargo, se
aparta otra vez y cambia de ángulo para acariciarme de
nuevo el clítoris. Entonces gruñe extasiado, con la
mandíbula apretada y los ojos brillando.
—¡Oh, mierda! —Ahora tiene la voz más tensa. Embiste
hacia abajo y hacia delante, respirando de forma
entrecortada, follándome con pequeños movimientos
oscilantes. Cierra los ojos y me penetra un poco más—. ¡Oh,
Dios mío!
Por favor, ruego en silencio, por favor, libérate.
Pero también: Por favor, no termines nunca.
Suelta un gemido agudo y familiar que me dice que está a
punto de correrse, pero se retira, jadeando.
—No.
Me acaricia entre las piernas, dándome golpecitos con el
pene duro a más no poder. Yo estoy en la cúspide; siento el
orgasmo ascendiendo inexorablemente, elevándome como
la luna…
No puedo evitar el sollozo que sale de mi garganta, la
marea de emoción que se derrama por todas partes. Estoy
en un punto de no retorno: da igual que me penetre hasta
el fondo o no; me voy a correr solo con sus caricias y la
anticipación. Agradezco la tensión en mi cuerpo que
antecede al orgasmo. La deseaba tanto… Alec empuja hacia
delante, dándome lo justo para hacerme estallar. Cuando
me observa alcanzar el clímax, pierde el control. Me la
mete hasta el fondo, dejando escapar un agudo grito de
rendición mientras yo caigo por un precipicio. Embiste con
todas sus fuerzas. El placer me golpea como un tren,
emborronando mi visión.
Me pierdo el momento en que se corre, pero oigo su
placer en el fuerte jadeo que le sigue. Segundos después,
se desploma hacia un lado, me atrae hacia su pecho y me
besa las mejillas húmedas y el cuello.
—Gigi —se queda quieto. Me acaricia la mejilla—, ¿estás
llorando?
—Estoy demasiado destrozada —logro decir—. No puedo
hablar. —Cuando intento levantar los brazos para ponerlos
alrededor de sus hombros, me pesan demasiado. Así que
me rindo—. No puedo.
Se ríe sin aliento.
—Dame un segundo y nos llevo hasta la ducha.
—Trae aquí la ducha. —Mi voz suena como si estuviera
metida debajo del agua—. ¿He dicho eso en alto?
Arrastra la mano por mi estómago y entre mis pechos.
Estoy sudando. ¿O es él? En realidad, somos ambos.
—Crees que no te gusta que jugueteen contigo en el sexo,
pero cuando te hago esperar te corres como nunca.
—Eso ha sido un golpe bajo.
Vuelve a reírse y se frota la cara con la mano.
—Casi me desmayo.
—Yo creo que sí me he desmayado.
Me da un beso en la barbilla.
—Sí, yo también lo creo.
Se levanta de la cama y desaparece. Al cabo de un rato,
oigo correr el agua de la bañera y el chapoteo de su mano
en el agua. El vapor se cuela en el dormitorio. Luego
vuelve, desliza con cuidado los brazos por debajo de mí y
me levanta en volandas.
—Puedo andar yo sola —le digo sin mucha convicción.
Vuelvo la cara hacia su cuello—. Vas a conseguir que me
enamore de ti, ¿verdad?
No titubea, ni en el paso, ni en la respiración. Solo dice:
—Te aseguro que voy a intentarlo.
17

No sé si es un milagro o mi sexto sentido el que hace que


abra los ojos justo después de las dos de la mañana. Sobre
todo porque, después de lo que me hizo Alec, creía que
estaría sin poder moverme al menos durante cuarenta y
ocho horas. Pero aunque la habitación está completamente
a oscuras, de pronto estoy muy despierta.
Alec está acurrucado a mi lado, con la mejilla apoyada en
mi nuca. Siento su respiración profunda y constante sobre
mi piel. Me gustaría poder capturar esta sensación en un
medallón y llevarlo colgado al cuello para cuando se vaya.
Pero este pensamiento no me pone triste. Confío en que
vamos a tratar de que esto funcione. Hasta puede que lo
consigamos.
Entonces me acuerdo de que es posible que hoy
publiquemos el artículo y la adrenalina empieza a fluir por
mis venas. Es evidente, pase lo que pase en mi vida, que
investigar esta historia va a ser una de las grandes
satisfacciones que me dará mi profesión. Sin embargo,
cuanto más profundos son mis sentimientos por Alec,
mayor es el conflicto interno que tengo ante la idea de
seguir involucrada en ella; me entusiasma tanto pensar en
sacarla a la luz, como pasar de todo el asunto y dejar que
Ian y Billy se hagan cargo de ella a partir de ahora. El
periodismo es un ámbito plagado por la creciente asunción
de que ya no existe la moralidad. En la facultad, nos
enseñan la enorme cantidad de cosas que los periodistas no
debemos hacer, pero pocas veces nos dicen lo que no
debemos hacer bajo ningún concepto. Siempre he tenido la
sensación de que acostarse con Alec caía dentro de esa
profunda área gris indefinida.
Ya está, pienso. Hoy me voy a apartar de esta historia y le
voy a contar a Billy lo mío con Alec. Por fin seré libre. El
conflicto de intereses cada vez me produce un mayor
regusto amargo en la garganta.
Sé que no debería, pero no puedo evitarlo. Agarro el
móvil del trabajo de la mesita de noche para echarle un
vistazo. No me sorprende para nada ver que mi jefe me ha
enviado un mensaje de texto justo después de la una y
media.

¿Ha dado el visto bueno para que sigamos adelante?

En cuanto leo las palabras, siento como si una nueva


sombra se cerniera sobre mí, desvaneciendo el resplandor
de la emoción de ayer. Seguro que Alec ya tiene un mensaje
de su representante, Melissa, con la respuesta. Podría
despertarle y preguntárselo. De ese modo podríamos
publicar el artículo a tiempo para que las redes sociales lo
empiecen a compartir por la mañana.
Pero he trabajado mucho en esta historia y no quiero
hacer nada que la ponga en peligro, y nuestra relación lo
hace. Lo último que quiero (lo último que en realidad
quiere cualquier periodista) es convertirse en otra historia
que eclipse la historia real. Acabar con el Júpiter es
demasiado importante.
Tenemos suficiente sin necesidad de incluir el relato
anónimo de Alec y Sunny. Tenemos la entrevista con la
mujer a la que le ofrecieron una compensación económica
cuando ni siquiera se acordaba de que hubiera sido
agredida, capturas de pantalla de numerosos vídeos del
mismo hombre tatuado, las transcripciones de los chats que
describen a estas mujeres como «bambis» (como inocentes,
como meras presas), y también la cara y el tatuaje de Josef
Anders en el último vídeo incriminatorio.
Sí, sin duda el relato de Sunny es la puntilla que
demuestra que en estos vídeos se grabaron relaciones
sexuales no consentidas, pero no lo necesitamos. No hace
falta que los involucremos en la historia cuando podemos
cargarnos a Anders solo con el material que tenemos. La
historia tendrá un seguimiento posterior. Podemos dar a
Alec y a Sunny un tiempo para que decidan qué es lo que
quieren incluir cuando se calmen las aguas. Y Billy puede
asignárselo a otro redactor.
De esta forma, los Kim estarán protegidos y yo mantendré
mi integridad profesional.
Alzo la vista al techo e intento pensar en cómo me siento
con la decisión que acabo de tomar, esperando que la
confianza se enfríe y se convierta en ambivalencia. Pasan
diez, veinte, treinta latidos y lo único que siento es alivio.
Respondo a Billy:

Publícalo, pero quita todos los detalles que nos ha dado la fuente anónima.

¿En serio? ¿Te ha dicho que no?


No ofrezco una respuesta directa a esta última pregunta.

Podemos publicarla sin lo otro.

Dejo el teléfono y vuelvo a acurrucarme entre los brazos


de Alec, apretando la cara contra el contorno de su pecho.
He tomado la decisión correcta.
El alivio se apodera de mi cuerpo y vuelvo a dormirme
con facilidad.
—No sé cómo explicarlo —digo a la mañana siguiente,
tumbándome de nuevo en la cama—, pero siento que esto
es real, Eden.
Oigo cómo Eden toma una profunda bocanada de aire al
otro lado de la línea.
—¡Oh, cariño!
Alec se ha ido antes de que me despertara, pero me ha
dejado una manzana, un poco de agua y una nota que
decía:

Estoy emocionado por tu gran día. Melissa me ha dado el


visto bueno. Mantenme informado. Lo de anoche fue
increíble. Besos.

A.

El artículo se ha publicado hace una hora. Ha tenido una


acogida magnífica, incluso sin la parte de Sunny. Hay miles
de comentarios en las redes. #EscándaloJúpiter y
#JosefAnders son tendencia internacional. Han cerrado el
Júpiter mientras se lleva a cabo una investigación; las
imágenes de la detención de Anders para ser interrogado
han salido en casi todas las cadenas de televisión. Billy dice
que en la redacción han estado recibiendo llamadas
durante todo el día y que esperan que esta semana me
llamen de todos los programas de actualidad matutinos
para entrevistarme. Esa noche, quiero celebrar este éxito
con Alec, llevarlo a cenar. Estaría bien que pudiéramos
llamar juntos a Sunny y tener una conversación de
reencuentro tranquila. Hasta podríamos planear el primer
viaje que haga a Londres para visitar a Alec. Quizá hasta
me dejen tomarme mis primeras vacaciones en años.
El futuro parece un camino deslumbrante que se extiende
ante nosotros.
—Ni siquiera necesito terminar las frases con él —le digo
a Eden—. Anoche, durante la gala, tuvimos una
conversación importante y… —Me río—. Puede que solo
seamos los mayores reyes del drama del mundo que han
tenido la suerte de encontrarse. Apenas llevamos unos días
juntos y estamos embobados el uno con el otro.
Eden suelta un pequeño grito de felicidad.
—Ni siquiera te he contado lo que pasó la primera noche
que dormí aquí —continúo—. Vino a buscarme en plena
madrugada porque creía que me había ido. Pero estaba en
el baño, con un ataque de pánico.
—¿Por qué?
—Porque pusimos una película y nos quedamos dormidos.
Y parecía que teníamos una relación de verdad.
Eden se ríe.
—He estado con vosotros. Y sí, tenéis una relación de
verdad.
—Lo sé. Creo que lo decidimos anoche.
Se queda callada durante tanto tiempo que estoy a punto
de preguntarle si sigue ahí. Pero entonces la oigo jadear y
decir:
—No me jodas.
—¿Verdad? ¿Crees que somos unos idiotas por intentarlo?
—Me llevo la mano a los ojos—. Solo nos quedan dos
noches y…
—George.
Me incorporo al instante. Cuando rompí con Spencer,
acaparé mucho la atención de Eden. Me prometí a mí
misma que no volvería a hacerlo, pero mírame, hablando
todo el rato de mí.
—¡Mierda! Lo siento. Me estoy comportando como una
puta egocéntrica.
—Georgia, cállate —me ordena Eden con brusquedad.
Nunca usa mi nombre completo. En todos los años que
llevamos siendo amigas, no recuerdo ni una sola vez en la
que me haya llamado Georgia. Se me hace un nudo en el
estómago.
—¿Qué pasa?
Le tiembla la voz, habla muy despacio.
—Mira Twitter.
El Bat-teléfono empieza a vibrar en la cama, a mi lado.
—Alec me está llamando.
La inquietud se apodera de mí. Hoy tiene un día
ajetreado, ¿por qué me está llamando?
—Llámame en cuanto termines de hablar con él —me
insta Eden.
Frunzo el ceño, confundida.
—¿Qué?
—Simplemente, hazlo. —Cuelga.
Agarro el otro teléfono.
—Hola, ¿qué hac…?
—Necesito que recojas todas tus cosas —me dice con voz
firme, tensa, como si estuviera pronunciando las palabras
entre respiraciones entrecortadas.
Me quedo absolutamente petrificada.
—¿Qué?
—No puedo hablar. —Suena como si estuviera andando—.
Solo necesito que recojas tus cosas y te vayas a casa. Baja
por el lado por el que entramos anoche. Por el ascensor de
servicio, ¿de acuerdo?
Se me encogen los pulmones, constriñendo mis latidos.
No entiendo qué es lo que está pasando. ¿Tiene algo que
ver con el artículo? No ha salido nada de lo que Alec me
contó. Su nombre no aparece por ningún lado, así que no
puede ser por esto. Estoy… Estoy absolutamente
confundida.
—¡Gigi!
—¿Qué? —repito en vano.
—¿Te has levantado? Dime que ya te has levantado y
estás haciendo la maleta.
La cara me arde, se me ha cerrado la garganta. Entro a
trompicones en el baño y meto todas mis cosas en el
neceser. Anoche me lavó con una dulzura tremenda, ¿y
ahora me está pidiendo sin ambages que me vaya a casa?
—No lo entiendo. ¿Va todo bien? —La única respuesta que
obtengo es el sonido de sus pasos y el frenético murmullo
de unas voces—. Alec, ¿qué sucede?
Habla con otra persona y oigo a Yael decir un «Quédate
aquí».
Alec vuelve a prestarme atención.
—Yael se encontrará contigo en la salida trasera y te
llevará a casa.
—Alec, ¿qué…?
—¿Por qué no incluiste la información que te di en el
artículo?
Me congelo de la cabeza a los pies.
—¿Qué?
—La historia. No incluiste nada de lo que te conté.
—Porque no me hacía falta —le digo, sin aliento por este
inexplicable ataque de pánico que estoy teniendo—. Quería
protegerte. Protegernos. Ya hemos tenido suficientes…
—Da igual —dice—. No tenemos tiempo. ¿Estás
recogiendo tus cosas?
Mi cabeza es un caos absoluto en el tranquilo baño vacío.
Agarro el neceser y regreso al dormitorio, contemplando la
imagen de su ropa y la mía, arrugadas juntas sobre el
respaldo de una silla. Recojo la mía y la meto en la maleta.
—¿Estás…?
—Gigi —me interrumpe—, ¿estás recogiendo?
Clavo la vista en mi maleta abierta, en las cosas que he
sacado. Aquí vivo en ropa interior, y salvo por sus
camisetas, no me he puesto muchas prendas.
—Sí, pero sigo sin entender…
—¡Gigi! —me grita con una voz que no reconozco—. Joder.
Por favor. Solo date prisa. Haz la maleta y sal de la
habitación.
Solo date prisa. Haz la maleta y sal de la habitación.
Me tiembla tanto la mano que apenas puedo sujetar el
teléfono. Jamás me habría imaginado cómo me iba a sentir
al oírlo enfadado conmigo. Si me hubiera dado un fuerte
empujón me habría dolido menos.
—De acuerdo —consigo decir, aunque la palabra termina
fundiéndose en un confuso sollozo—. No sé lo que he
hecho, pero lo siento mucho.
—¡Mierda! —Se le quiebra la voz—. No sé… —Se
interrumpe y vuelve a responder a alguien al fondo antes
de decirme—. Tengo que irme.
Oigo una puerta abriéndose con estruendo y una
marabunta de voces a su alrededor.
En medio del tumulto, solo alcanzo a escuchar una voz
con claridad antes de que cuelgue; la de una mujer que se
eleva por encima del caos y le pregunta:
—¡Alexander! ¿Qué relación tiene con el escándalo del
Júpiter?
18

Yael ya me está esperando cuando llego con la maleta a la


zona de carga. Por una vez, ni siquiera intento ser amable.
Lanzo la maleta sin cuidado a la parte de atrás, me subo al
asiento del copiloto, me abrocho el cinturón de seguridad y
miro en mi teléfono qué es lo que ha visto Eden en Twitter;
qué puede hacer que Alec entre en pánico de ese modo.
Lo encuentro en Tendencias de inmediato y siento cómo
la sangre abandona mi cara.
Uno de esos tabloides británicos basura ha subido siete
fotos de Alec, sacando a una mujer por la puerta trasera de
un club, y la publicación ya tiene miles de retuits. En cada
foto, él va con el brazo alrededor de la mujer, pero se nota
que ella apenas puede caminar. La perspectiva de las fotos
hace que parezca que la está arrastrando, inconsciente,
hasta un coche aparcado en el callejón trasero. A la mujer
le han puesto un abrigo sobre la cabeza. Podría ser
cualquiera.
La Fox, la CNN y la BBC ya están informando de las fotos
filtradas de Alexander Kim sacando a una mujer
inconsciente del Júpiter. Y como la ubicación es tan obvia
(porque el nombre del club, JÚPITER, se ve perfectamente
pintado en negro en la entrada de servicio que hay justo
detrás de él, y también porque mi contundente artículo ha
salido publicado hace apenas una hora) ha sido inevitable
que los sabuesos de internet hayan descubierto enseguida
la relación entre Alec y Josef. La conexión la ha hecho el
usuario de Twitter @AlanJ140389, que recuperó y subió
una imagen de un antiguo programa de graduación del
King’s College con una foto de Alec y Josef con los brazos
enganchados alegremente alrededor del cuello del otro.
Sea quien sea la mujer con la cabeza cubierta, Twitter ha
decidido que es una víctima. En concreto, la víctima de
Alec.

@rosestachio Estoy destrozada. Me encantaba AK en The West Midlands,


pero no volveré a ver la serie. Mirad esta foto y leed este artículo. Me estoy
poniendo enferma. #AlexanderKim #JosefAnders #EscándaloJúpiter Enlace
a: LA Times, Graban a los propietarios del Júpiter en un vídeo de contenido
sexual en la zona VIP

@tacomyburrito Por eso no nos puede pasar nada bueno. Todos los hombres
son unos depredadores, literalmente. Leed también la noticia del LA Times,
es una locura. #AlexanderKim #EscándaloJúpiter

@4KJules2000 Estos hombres son ESCORIA. #AlexanderKim #JosefAnders


#Fracasados #EscándaloJúpiter

Están usando mis palabras para echar tierra sobre Alec.


—Pero estaba ayudando a Sunny —espeto con los dientes
apretados.
—Sí —se limita a decir Yael.
—No lo entiendo. ¿No puede dar la cara y decir que es
verdad, que estuvo allí, pero que estaba ayudando a
alguien a salir del club? —Voy leyendo los mensajes que
contienen las etiquetas de #AlexanderKim y
#EscándaloJúpiter.
—Ahora mismo, si no da un nombre, nadie lo va a creer.
Al fin y al cabo, a cualquiera que lo pillaran allí diría que
tenía una buena razón para estar en el club.
—Entonces puede decir que estaba ayudando a salir del
club a su hermana la noche en que la drogaron. —Miro a
Yael—. Tardaríamos solo dos segundos en arreglar esto. Lo
tenemos todo escrito, solo habría que añadir los nombres.
En diez minutos, podría contar lo que pasó, explicar por
qué sale en las fotos. Alec es el héroe, no el villano.
Saco el Bat-teléfono y le mando un mensaje de texto.

¡¡Alec, tienes que dar la cara y contarlo todo!!

Espero un instante, viendo cómo tarda en enviarse con tal


concentración que hasta podría hacer un agujero en la
pantalla. Le mando otro mensaje.

¡Deja que te ayude!

Ninguno de los mensajes se ha enviado. Se han quedado


flotando en el vacío. Alec ha apagado el Gigi teléfono.
A pesar de eso, lo llamo, una vez, dos veces. Llamo a
nuestra habitación del hotel (bueno, supongo que ahora
solo la suya). Con los pulmones en carne viva cada vez que
respiro, me pregunto si dormirá allí esta noche o si ya
estará en un avión de camino a Londres.
Vuelvo a llamarle a su teléfono. De nuevo me salta el
buzón de voz.
No me importa que Yael esté escuchando cada una de mis
palabras. Estoy frenética, el pánico me está dejando sin
oxígeno.
—Alec —digo con una última súplica a su buzón de voz—.
Llámame. Deja que te ayude a salir de esto.
Cuelgo, dejo caer el teléfono sobre el asiento y echo la
cabeza hacia atrás, exhalando un silencioso «¡Mierda!».
Miro a Yael desesperada, dispuesta a arrastrarme si hace
falta.
—¿Puedes llamarlo a su teléfono personal por mí?
Yael aparta de nuevo la atención de la carretera para
mirarme. Tiene unos ojos preciosos, del mismo tono marrón
rojizo que su pelo.
—Georgia, si hubieras incluido lo que te contó en tu
artículo, todo habría sido más fácil. Podría haber dicho que
él era la fuente anónima, que estaba ayudando a un buen
amigo y que, por supuesto, si fuera uno de los hombres que
había cometido las agresiones, no estaría cooperando con
la investigación. Pero ahora vamos por detrás, ahora solo
podemos controlar los daños.
Es la vez que más palabras seguidas le he escuchado
decir, pero lo único que se me ocurre responderle es:
—Todavía podemos arreglarlo.
—Sí, pero quizá Alec no quiera dar el nombre de Sunny si
teme que nadie le crea y al final esto mancha la reputación
de ambos.
—¿Por qué no iban a creerlo?
—Puede que, para la prensa estadounidense, revelar que
Sunny fue agredida no suponga nada del otro mundo, pero
en el Reino Unido no será así. Y tampoco estoy segura de
cómo tratarán la noticia los medios de otros países. La
mayoría de las veces se culpa a la víctima. Teniendo en
cuenta las circunstancias y lo que esto parece, no la
obligará a tener que tomar esa decisión.
—Pero…
—No la obligará a tener que tomar esa decisión —repite,
tajante.
—¿Y preferir quedar como un delincuente?
—En lo que respecta a Sunny, sí.
—¿Puedes dejarme en el Times? Necesito ir a la
redacción.
Yael asiente y cambia de carril.
Siento como si dos manos me agarraran los órganos y me
los retorcieran.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
—¿Para ti? Espero que nadie te relacione con Alec.
Aprieto la mandíbula. Eso me ha cabreado y dolido.
—Me refería a Alec, pero vale.
Yael me mira. Noto que suaviza un poco su postura.
—Por si te sirve de algo, Alec también está intentando
protegerte. Trabajas para el Times. Si alguien descubre que
te has alojado en el hotel con él, no quedarás en buen lugar.
Eres guapa y simpática. Una llama la atención, dos hacen
que te recuerden. Espero, por el bien de todos, que nadie
se acuerde de ti.
—No podemos usar lo que nos ha contado —le digo a Billy,
nada más irrumpir en su despacho de la cuarta planta.
Siento un centenar de pares de ojos pendientes de mí, así
que cierro la puerta, aunque es de cristal y aquí no existe la
privacidad. Suelto la maleta, que cae pesadamente en el
suelo, pero hago caso omiso de ella—. No lo añadas.
Mi editor suelta un estruendoso «¡Joder!» que resuena en
la estancia, se levanta y rodea la mesa para mirar la puerta
durante unos instantes, en un silencio impotente.
—¿No puedes convencerle para que no lo haga? Esto
limpiaría su nombre.
—Ya ni siquiera puedo localizarlo. —No me molesto en
ocultar el sollozo. Se me doblan las rodillas de tal modo que
me desplomo sobre el sofá que hay contra la pared. He
empezado a perder la compostura en el instante en que he
salido del coche y me he alejado de Yael—. No sé qué hacer.
No puedo comunicarme con él.
Al otro lado de la habitación, Billy continúa en silencio el
tiempo suficiente para que cuente hasta diez. Ahora sé que
se ha fijado en mi maleta.
—¡Mierda, Georgia! ¿Los dos…?
—Intenté contártelo anoche, pero me eché para atrás. —
Me tapo la cara. Estoy demasiado desolada para sentir
vergüenza—. Lo conozco desde que tenía siete años, Billy.
Coincidimos en Seattle, y no supe que estaba involucrado
hasta después de…
—Mierda. ¡Mierda! —repite.
—Billy, fui yo quien decidió no incluir su parte en el
artículo. Él no se enteró —confieso, manteniendo un tono
de voz lo más tranquilo posible—. Intentaba protegerlo, y
también porque no quería añadir la información que me
había proporcionado alguien con quien me estaba
acostando. Pero ahora que lo están destrozando en
internet, a su gente le preocupa que, si da la cara, pero no
da un nombre, parezca que solo está intentando salvar el
culo. Y no quiere salir a decir que a Sunny la drogaron y
abusaron de ella.
La furia de Billy emana ondas que se propagan a través
de la distancia que nos separa.
—¿Me estás diciendo que tú sola decidiste no contar con
esto? ¿Sin comentármelo y sin preguntar a tu fuente?
¡Dios! Esto es un desastre. Reprimo un sollozo porque lo
que menos le interesa a Billy ahora es verme llorar.
—Sí.
—Esta historia es demasiado importante, y tú estás
demasiado verde para tomar esa decisión. —La decepción
con la que habla Billy me desgarra por dentro—. Tener una
relación con una fuente de primer orden en una historia
como esta es el tipo de cosas que tienes que contarme. Si
me lo dices, puedo ayudarte; si no, es imposible.
—Lo sé. Lo siento.
Billy vuelve a rodear su mesa, se deja caer en la silla y se
agarra la frente.
—No es ningún pervertido —digo. Se me revuelven las
entrañas y me entran ganas de vomitar.
—Eso es algo que da igual, si solo lo sabemos tú y yo.
Esto no pinta nada bien.
—Fue allí para sacar a su hermana. —La urgencia, el
pánico, la angustia: todas esas emociones revolotean en mi
pecho como abejas furiosas—. Lo sabes.
—¡Pero eso no importa si no podemos contarlo! —Billy da
un golpe con la palma sobre la mesa—. Que tuviera relación
con Anders es malo. Todo es malo, George. ¿De verdad está
dispuesto a asumir el golpe?
Me miro las manos y asiento con la cabeza.
—Eso parece.
—Es una locura. Al final lo absolverán, pero ¿quién sabe
cómo le afectará a su carrera hasta que llegue ese
momento?
—Lo sé. Me siento impotente. —Más que impotente.
Siento como si quisiera salir de mi propia piel. Quiero que
vuelva a ser anoche y hablar de esto con Billy. Quiero que
vuelva a ser por la mañana temprano, en el Waldorf Astoria
y abrazar a Alec con fuerza. No puedo imaginar por lo que
tiene que estar pasando ahora, y tampoco puedo estar con
él para consolarlo. Ni siquiera puedo disculparme, porque
no responde a mis llamadas.
Vas a conseguir que me enamore de ti, ¿verdad?
Te aseguro que voy a intentarlo.
¡Oh, Dios mío! Un sollozo me desgarra la garganta,
aunque hago todo lo posible por contenerlo. Quiero
comerme mi propio puño y aminorar este dolor.
—Tiene mala pinta —dice Billy de nuevo. Está empezando
a verlo todo claro. Puedo ver ponerse en marcha los
engranajes de su convicción—. Vas a tener que mantenerte
alejada de él.
—Lo sé. —Me muerdo los labios hasta asegurarme de que
puedo pronunciar las siguientes palabras sin llorar—.
Aunque no creo que eso vaya a ser un problema.
La oficina es un caos. Todos quieren felicitarme. Nadie
entiende la gravedad de lo que está sucediendo con Alec.
Hasta donde saben (y también porque él no quiere dar la
cara), Alec es otro ser humano despreciable que está
empezando a pagar por sus pecados. Me cuesta horrores
salir del despacho de Billy, atravesar ese mar de cubículos y
volver a la calle para subirme a un Lyft. Casi todos los que
se acercan a mí para decirme algo agradable, felicitarme y
transmitirme sus elogios son, en algún modo, mis
superiores. Me siguen considerando la chica nueva sin
experiencia. Algunas de estas personas son periodistas a
los que llevo años admirando. Solo espero que interpreten
mis ojos llorosos y mi voz desanimada como el agotamiento
abrumador que suele provocar trabajar en noticias como
esta.
Cuando llego a casa, paso los primeros veinte minutos sin
saber qué hacer. Me gustaría dormirme y evadirme de la
realidad, pero no estoy cansada. Quiero devorar el dolor
hueco que se ha instalado en mis entrañas, pero la idea de
comer me provoca náuseas. Quiero distraerme con el
trabajo, pero no tengo nada que escribir. Alec sigue sin leer
mis mensajes. Las fotos han traspasado las redes sociales y
están en todos los informativos, junto con mi titular.
Apenas me muevo. Miro fijamente al techo, al ventilador
que gira y gira y gira, deseando únicamente la distancia del
tiempo. Recuerdo tener esta misma sensación después de
lo de Spencer: la impotencia y el miedo del tiempo que
pasa después del desamor. Ese querer saltarse todo el dolor
y la angustia. Y, por si fuera poco, ahora también tengo que
lidiar con la culpa al saber que tomé una decisión por
iniciativa propia que le ha complicado mucho las cosas a
Alec. Le quité de las manos el poder dar una explicación
fácil.
Y lo único que puedo hacer es aguantar el dolor, respirar
a través de él. Recordar el sonido de su voz, el contacto de
sus manos, el calor que irradiaba en el baño anoche y esos
besos perezosos y húmedos. Solo puedo dejar que el dolor,
la ira y la tristeza me atraviesen. Sé que no me he
imaginado lo que ha pasado entre nosotros, y me preocupa
que esto sea todo. Me preocupa él.
¿Lo echarán de la serie o recibirá el respaldo de la
cadena? ¿Existe alguna otra forma de limpiar su nombre
que no implique a Sunny? Me pregunto todas esas cosas
por él en un arrebato, con la esperanza de que pueda llegar
a buen puerto, aunque también sé que, si los medios de
comunicación son crueles, internet está lleno de salvajes
sanguinarios. Cada minuto que Alec pasa sin arreglar esto
es un año menos de su carrera de actor.
Eden entra en mi habitación cuando estoy en medio de
esta vorágine mental.
—Creía que estabas en el trabajo.
—Y lo estaba —dice—. Pero he vuelto a casa. —Las ojeras
proyectan sombras bajo sus ojos; parece que está a punto
de desmayarse. Tiene toda la pinta de estar pasándolo peor
que yo—. ¿Has entrado a Twitter?
—Sí, he visto las fotos. No es lo que parece.
Hace un gesto de negación con la cabeza y me entrega su
teléfono. Cuando miro la pantalla, ni siquiera me siento
orgullosa de haber tenido razón cuando le dije que no
íbamos a poder pasar desapercibidos en la playa. Que esa
tontería de usar gorras y gafas de sol no ocultó nuestras
identidades cuando fuimos a comprar dónuts. Y que, a
pesar de todas las veces que Alec miró hacia atrás en el bar
de Seattle, no se percató del móvil que nos estaba haciendo
fotos.
19

Alec sentado al otro lado de la mesa baja del bar. Nos


estamos dando la mano en el centro, mirándonos
fijamente.
Alec inmovilizándome contra el acantilado de roca.
Agarrándome de la cintura y besándome con dulzura.
Alec con gafas de sol y una gorra de béisbol, riéndose
mientras le doy un trozo de dónut.
Yo intentando limpiarle una mancha de chocolate de la
comisura de la boca.
TMZ, el sitio web estadounidense que se dedica a subir
noticias sobre las celebridades, ha publicado todos estos
recuerdos perfectos para que los vea el mundo entero. Su
colección, cuidadosamente seleccionada, ha sido
compartida en un solo tuit que, en apenas un par de horas,
ya tiene casi cinco mil retuits y un número diez veces
mayor de me gusta.
Había visto cómo la gente se lanzaba en masa al
ciberacoso, pero nunca lo había experimentado tan de
cerca. Ahora, en los mismos tuits que contienen
acusaciones de violación apenas veladas contra Alec, me
culpan de encubrir sus delitos, de utilizar mi posición en el
LA Times para proteger a un criminal. Con las fotos de él
saliendo del Júpiter, es un auténtico baño de sangre. Eden
me ha tenido que borrar todas las aplicaciones de redes
sociales del teléfono porque estaba empezando a
hiperventilar.
Dos horas más tarde, todavía aturdida y conmocionada,
cuando me dirijo a la cocina a por un vaso de agua, me
suena el teléfono. Es Billy; una llamada que, aunque
esperaba que me hiciera en algún momento, no evita la
oleada de adrenalina que me invade y que me deja tan
mareada que tengo que apoyarme con cuidado en el borde
del sofá. No puedo decir con certeza si mi jefe ha tardado
en llamarme más o menos tiempo de lo que preveía.
Se queda callado cinco segundos antes de decir un mero:
—Hola, George.
Tengo la voz ronca de gritar en mi habitación.
—Hola. —Cierro los ojos e intento tranquilizarme—. Sé
por qué me llamas. Tenemos que elaborar un plan de
respuesta.
Billy suelta una prolongada exhalación.
—En realidad, muchacha, tengo que pedirte que vengas a
dejar tus credenciales.
Durante un instante, siento como si el mundo se parara.
Se me acaba de caer el alma a los pies. ¿Me…? ¿Me está
despidiendo? Acostarse con una fuente está mal visto, pero
ya no suele ser motivo de despido.
—¿Qué?
—Será un despido rápido. Te prometo que no lo pasarás
mal —dice con voz más débil.
Miro fijamente a la pared, sorprendida. ¿Que no lo voy a
pasar mal? ¿Lo dice en serio? No creí que fuera posible,
pero ya estoy pasándolo peor con esta conversación que
con la última que tuvimos. Parece derrotado. He visto a mi
jefe emocionado, furioso y alegre. Pero nunca lo había oído
tan resignado. ¿Ni siquiera va a pelear por mí?
—Billy —digo con voz agitada por el calor del momento.
Ya no estoy devastada, estoy transitando muy deprisa hacia
el cabreo—, ¿me estás despidiendo por acostarme con
Alec? ¿De verdad? Por eso mismo no incluí su historia en el
artículo.
—Sabes que esto no es cosa mía —explica.
No sé qué responderle. Pues claro que es cosa suya. Billy
lleva veinte años en el Times, tiene mucha influencia en el
periódico. Los portavoces de Netflix y de la BBC ya han
declarado de forma tajante que Alec no está implicado en
absoluto con los presuntos delitos acaecidos en el Júpiter.
Billy y el Times podrían decir lo mismo; si quisieran,
podrían mantenerme en el puesto.
—Es increíble —digo, paseándome de un lado a otro—.
Sabes que he tratado de hacer lo correcto en este asunto.
—Odio que me digan lo que tengo hacer —comenta—,
pero estoy de acuerdo en que la percepción que se está
teniendo de este asunto no es nada buena.
Alzo una mano temblorosa y reprimo una carcajada
escéptica. Hace apenas una hora, la misma Eden, en un
breve momento de frivolidad causado por los nervios, me
ha sugerido que debíamos revisar nuestro juego de beber
con unas reglas bastante macabras:

Bebe cada vez que leamos un nuevo y absurdo


titular. Nuestro último favorito ha sido: «Le da de
comer dónut, mientras echa a los lobos a otras
mujeres».
Bebe cada vez que las fanáticas de Alec creen un
meme en el que critiquen mi cuerpo en las fotos de
la playa.
Bebe cada vez que un artículo de prensa diga «la
percepción de este asunto no es buena».

Billy —le digo con toda la contención posible—, ¡los tuits


que me acusan de ayudar a un delincuente no tienen
ningún sentido! ¡Yo soy la que ha sacado a la luz las
agresiones del Júpiter! ¡Despedirme es un auténtico
disparate!
—Te entiendo, George.
—Lo digo en serio. Estaba investigando el asunto antes de
toparme con Alec en Seattle.
—Lo sé.
—¡Y también sabes que Alec no es culpable de nada!
Billy suelta un suspiro.
—Lo sé.
Me recuerdo a mí misma que después tengo que añadir
una nueva regla al juego cada vez que Billy me contesté
con un resignado «Lo sé», pero no haga nada por
defenderme.
—Siento que las cosas no hayan terminado mejor, George.
No sé qué más decirte.
—Dejaré mis credenciales en el vestíbulo —le digo antes
de colgar.
Eden entiende que es imposible que esta noche duerma en
mi cama; no cuando aún no he lavado las sábanas desde
que Alec durmió aquí, no con su bañador todavía colgado
en la puerta de la ducha y su cepillo de dientes en la taza,
junto al mío, y no cuando él sigue ignorando todas mis
llamadas y mensajes. En cuanto llego a casa después de
dejar mis credenciales y las llaves de la oficina del LA
Times, me doy por vencida y renuncio a intentar localizarlo,
lanzo el maldito Bat-teléfono sobre la cama y me centro en
preparar una pequeña bolsa de viaje para el fin de semana.
El plan que tengo es ir a casa de mis padres, meterme en
mi antigua cama y dormir durante una semana.
Mi mejor amiga me mira en silencio. Nos hemos quedado
sin palabras. Nuestro último intercambio fue un mero «Esto
es una puta mierda», repetido varias veces con mayor
énfasis hasta que nos hemos vuelto a quedar calladas. Pero
mientras cierro la cremallera de mi bolsa, el Bat-teléfono
empieza a vibrar en la cama y Eden se levanta deprisa, lo
agarra y me lo lanza.
Dejo escapar un chillido y lo alcanzo con torpeza, como si
se tratara de una patata caliente.
—¡Alec! —respondo a la llamada con un grito—. ¡Dios
bendito! ¡Ha sido un día de locos! ¿Dónde estás…?
—Voy a volver —dice con calma. El viento provoca
interferencias en la línea.
—¿A volver? —Me detengo a medio camino de la cama y
el armario—. ¿Al hotel?
—A Londres.
Me siento aliviada y confortada por el simple hecho de oír
su voz.
—Sí, claro. Tiene sentido. ¡Oh, Dios mío, qué alegría oír tu
voz…!
—Solo quería que lo supieras —dice con calma.
Respondo despacio, confundida.
—Gracias. Sí. Yo… Alec, mira…
—Y también quiero dejar claro que revoco cualquier
permiso que te haya dado para que publiques nada de lo
que te he contado.
—¿Que revocas…? —me interrumpo, completamente
consternada. Claro. Es imposible que sepa que me han
despedido, pero no se lo voy a decir para no aumentar su
confusión, sobre todo porque me está hablando como si
fuera un puto robot—. Por supuesto. No publicaríamos nada
sin tu permiso.
Se queda callado (muy callado). Miro a Eden a los ojos.
Tiene la vista clavada en mí como si estuviera deseando
hacerme un agujero en el cráneo y ver lo que está pasando
ahí dentro.
—Mira —le digo con suavidad—, siento mucho haber
cambiado el artículo, quitando tu parte. Espero que sepas
que solo quería protegerte. A ti y a Sunny. A ti y a mí.
—Lo entendemos.
—¿Lo entendéis? —Busco en mi cabeza algo mejor que
decir, otras palabras que lo saquen de este monótono
control de daños silencioso y que le recuerden que estoy
aquí, que soy suya, y que, aunque todo esto sea una
auténtica mierda, podemos elaborar un plan juntos.
Pero Alec se me adelanta y habla primero.
—Por favor, Gigi, cuídate.
Ahora mismo me he quedado en blanco. Miro fijamente a
la pared.
—Yo… Espera. ¿Alec? ¿Eso es todo?
Al otro lado de la línea no se oye absolutamente nada.
Me ha colgado. Joder.
Me aparto el teléfono de la oreja y clavo la vista en la
pantalla de inicio. El fondo de pantalla es una foto de él que
le hice mientras jugaba al Mario Kart, mordiéndose la
lengua, con sus perfectos dientes. Siento tal rabia, que
estoy ardiendo por dentro (de verdad, debo de tener las
entrañas al rojo vivo).
—¿En serio? —digo encolerizada.
—¿Qué ha pasado?
Intento relajar la mandíbula para que me salgan más
palabras que la retahíla de tacos que quiero soltar, pero no
puedo. Vuelvo a sacudir la cabeza.
—Joder.
—Georgie, ¿qué ha pasado?
—Se vuelve a Londres —le explico.
—Vale. —Está tratando de evitar que se me funda un
fusible—. Tiene sentido, ¿no? Lo más seguro es que se
quiera reunir con su equipo y con su familia.
—Me ha dicho que revocaba su permiso para contar su
parte y, esto te lo cito textualmente, «por favor, cuídate». Y
luego me ha colgado.
—¿Que te ha colgado?
La miro y asiento.
—No, joder, no lo ha hecho —sisea Eden.
—Te aseguro que sí.
Se pone de pie.
—Vuelvo enseguida. Tengo que tirar todas mis camisetas
de The West Midlands a la basura.
—No, no vamos a hacer eso —le digo, tratando de
recuperar la compostura—. Lo vamos a tratar con más
elegancia de la que se merece. —Pero entonces, vuelvo a
mirar el Bat-teléfono, lo apago, entro en el baño y lo tiro a
la basura.
Cuando llego a casa, mi madre está preocupada, pero le
prometo que me tomaré una botella de vino entera y se lo
contaré todo si me deja una hora para salir a correr.
Me pongo las zapatillas de deporte y salgo corriendo del
porche con la música tronando en mis oídos. Eden me hizo
una lista de reproducción titulada «Los hombres son
escoria» y tengo que reconocer que es justo lo que necesito
para canalizar la confusión y el dolor en algo cinético. No
he hecho ningún estiramiento previo; sin duda terminaré
arrepintiéndome, pero no tanto como para permitir que mi
subconsciente me guíe durante cuatro kilómetros hasta la
antigua casa de la familia Kim.
Han pintado la fachada de otro color. Ya no es una casa de
color amarillo con una parcela de césped. Ahora es de un
vivo tono crema con un ribete verde oliva, un xerojardín y
dos Teslas aparcados en la parte delantera. Aunque por
mucho que la casa parezca nueva, la forma de la ventana
delantera es la misma, y puedo imaginarme sentada en el
suave sofá de terciopelo que hay dentro, oyendo el eco del
monopatín de Alec por la calle bañada por el sol.
Mi cerebro hace un pequeño viaje por el tiempo. Ayer
mismo, en este preciso instante, me estaba preparando
para la gala. Y hace menos de veinticuatro horas, Alec me
lavaba el cuerpo con gel corporal y sus grandes manos,
mientras me hablaba del lugar al que quería llevarme a
cenar la primera noche que pasáramos juntos en Londres el
mes que viene.
Todavía no he derramado ni una sola lágrima, pero antes
de que pueda contenerme, rompo a llorar en medio de la
línea amarilla discontinua que atraviesa la calle Pearl.
¿Qué narices ha pasado?
He intentado hacer lo correcto, proteger a todo el mundo,
y he acabado perdiendo mi trabajo y a mi nuevo novio en
una sola tarde.
Mi vida ha perdido todo el sentido tan de repente, que
tengo la sensación de estar encerrándome en mí misma,
derrumbándome hacia dentro. Me siento en la acera y miro
fijamente una hilera de hormigas que rodean la punta de mi
zapatilla. Poco a poco, mi visión se desenfoca hasta que las
hormigas se convierten en una línea borrosa, que se mueve
sobre el hormigón sin hacer nada más que avanzar paso a
paso.
Vuelvo a la casa de mis padres unas dos horas después de
lo que tenía pensado. Cuando llego, me encuentro a mi
madre en el porche, con el teléfono en la mano y Eden a su
lado. Se acercan a mí con los sermones preparados y las
palabras atropellándose entre sí.
Las dejo que hablen. No me he llevado el teléfono. Me
acaba de dejar mi novio y me habían despedido. No he sido
consciente de todo el tiempo que me he pasado en la acera
hasta que se puso el sol y me he dado cuenta de que la lista
de reproducción había sonado en mi viejo iPod al menos
tres veces.
Me llevan dentro y me sientan en el sofá. La comida se
materializa de la nada. Eden se sienta a mi lado y mamá al
otro. Odio este consuelo que me resulta tan familiar.
Pero, aunque hace solo seis meses hicimos exactamente
lo mismo, esta vez me siento infinitamente peor.
20

El domingo por la mañana, paso cinco minutos en el coche


aparcado en la acera frente a mi apartamento, simplemente
para reunir la energía necesaria para subir las escaleras,
entrar y hacer frente a un portátil y a un currículo que
tengo que actualizar, a una maleta llena de cosas que tenía
en el hotel y a una cama en la que, la última vez que dormí
en ella, fue con Alec a mi lado. Parece que el optimismo y la
euforia del viernes por la mañana sucedió hace una década.
Mis padres querían que me quedara unos días más, pero si
soy sincera, no me veía capaz de soportar el peso de su
preocupación, junto con el del terror que siento sobre el
futuro que me aguarda.
En circunstancias normales, habría reconocido
inmediatamente la figura en mi puerta. Si mi cerebro no
estuviera repleto de angustia y falta de sueño, habría
reconocido esos hombros anchos, la estrecha cintura. La
gorra de béisbol, la camiseta negra y los vaqueros del
mismo color. Y sobre todo, habría visto la mano que baja
con cuidado una bolsa de color azul marino sobre el felpudo
de mi apartamento y habría recordado que, hace poco más
de una semana, reclamé esa mano como mía.
Pero mi cerebro tarda un poco en activarse; lo suficiente
como para decir por instinto:
—Mmm. ¿Hola?
Tan pronto como las palabras salen de mi boca, soy
consciente de lo que está pasando y el corazón se me
rompe en mil pedazos.
Si no se me hubieran quedado los pies pegados al suelo,
habría regresado corriendo al coche. No esperaba volver a
ver a Alec. Hace treinta y seis horas, me dijo que volaba de
vuelta a casa, a Londres, y no me dio ningún indicio de que
tuviera pensado hablar conmigo de nuevo. Me he pasado el
fin de semana corriendo hasta que me han salido ampollas
en los talones y oyendo las órdenes estrictas de mi madre
de que sentara el trasero. Pero cada vez que lo hacía,
quería levantarme de inmediato y conducir hasta el
apartamento para recuperar el Bat-teléfono de la basura y
ver si me había llamado, sabiendo que no lo había hecho.
Alec se detiene en seco de espaldas a mí y se gira
despacio. Se lleva las manos a la cara para quitarse las
gafas de sol. En el momento en el que le veo los ojos, siento
como si me dieran un puñetazo en el plexo solar. Tiene un
aspecto horrible. La piel pálida, una barba incipiente, los
ojos rojos y vidriosos y los labios visiblemente agrietados.
Soy incapaz de describir lo que esta visión provoca en mi
corazón. La única forma que encuentro de mitigar el
instinto de acercarme a él y abrazarlo es dejar de mirarle el
rostro.
Se nota que él tampoco esperaba verme.
—Gigi. —Sus ojos recorren mi cuerpo en un rápido
vistazo. Seguro que tengo un aspecto muy parecido al que
tenía en el vestíbulo de Seattle, pero esta vez quiero
arrojarle la verdad a la cara. Llevo el pelo recogido en un
moño desordenado y grasiento, los ojos inyectados en
sangre e inexpresivos. Me tiemblan las extremidades por el
exceso de deporte y el cansancio.
Le hago la pregunta mirando por encima de su hombro
derecho.
—¿Qué haces aquí?
—Yo… —Señala la bolsa—. Te dejaste algunas cosas en el
hotel.
Suelto una abrupta y aguda carcajada. Sí, me dejé mi
confianza en los hombres. Las ganas de volver a
enamorarme. Mi carrera. ¡Ah! Y puede que también algo de
ropa.
—Me ordenaron que hiciera la maleta a toda prisa.
—Lo sé —se apresura a decir, pero luego tarda un poco
más en pronunciar las siguientes palabras—: Detesto…
Odio cómo sucedió todo. Fue un caos. Si pudiera retroceder
en el tiempo, habría ido directamente contigo.
No digo nada. Tener que abandonar con tanta premura la
suite no fue lo que de verdad me dolió. Quiero creer que me
estaba protegiendo, aunque fuera desagradable y me
dejara completamente confundida. Lo que me dolió fue
cómo me colgó, que no respondiera a mis llamadas y el
«Por favor, cuídate» que me dio como regalo de despedida
de mierda.
Pero puede que lo que más duela ahora sea la sensación
que tengo de que ha venido a la puerta de mi casa para
dejar una bolsa con mucho sigilo y marcharse sin llamar.
¿Cómo me habría quedado si hubiera abierto la puerta y
hubiera visto eso ahí, sabiendo que ha estado aquí y que se
ha ido sin decir nada? Desde luego me habría sentado peor
que el que se hubiera quedado con mis cosas.
Las lágrimas ardientes se agolpan en el fondo de mi
garganta. Desde el viernes, he hecho un buen trabajo para
recomponerme, pero necesito que Alec se vaya. Durante
todo el fin de semana, he tratado de convencerme de que,
si volvía a ver su cara, me afectaría de una manera distinta.
De que asociaría su rostro con la traición por no dejar que
me explicara, por no concederme el beneficio de la duda.
Pero ahora que lo tengo tan cerca, no es así.
A pesar de estar furiosa con él, su presencia me llena por
dentro. Me molesta saber que, si me abrazara, ambos nos
sentiríamos bien. Alec es el único que puede llenar el hueco
que tengo en el corazón. La línea de su cuello, la curva de
su boca, el ángulo de su mandíbula…, todos ellos me
producen un extraño consuelo. También esa suave y firme
mirada que me sujetaba como un ancla, tanto si me estaba
escuchando mientras le hablaba de trabajo como si me
llevaba al filo del placer y la desesperación. Esos ojos
oscuros y penetrantes me atravesaron desde el primer
instante en que se encontraron con los míos en el
aeropuerto. No hubo un solo segundo en el que Alec Kim no
me mirara directamente el alma, conquistándome. Y
continuó mirándome así, como si lo que veía allí le
iluminara por dentro.
Así es como también me mira ahora. Es una locura pensar
que todavía pueda tener esta presencia después de la
forma en la que me apartó en cuanto tuvimos nuestra
primera crisis. Siento tal dolor en el corazón que cierro la
entrada a cualquier sentimiento de ternura.
—Me refiero a qué haces aquí, en Los Ángeles —le explico
—. Me dijiste que te ibas el viernes.
—No pude. —Traga saliva con fuerza—. Tenía que… —Se
frota la cara con frustración. Me mira con un leve brillo
inquieto en los ojos—. ¿Has estado fuera toda la noche?
Me quedo estupefacta por que haya tenido el descaro de
hacerme esa pregunta. Me dijo que hiciera las maletas y
me fuera del hotel, me dejó por teléfono, se ha quedado en
Los Ángeles después de decirme que se iba, ¿y ahora
quiere saber si he dormido fuera de casa?
—Sí —respondo, desafiándole a que me pregunte dónde
he estado.
Pero no lo hace. Gira la cara, con la mandíbula apretada y
las fosas nasales hinchadas y me doy cuenta de que está
haciendo todo lo posible por no llorar.
—De acuerdo —dice al cabo de un rato—. No es asunto
mío.
¿Qué está pensando? ¿Que me está pillando en algún
renuncio? Sabe que no. Me conoce. Si en este momento
nuestras emociones no estuvieran en DEFCON-1, deduciría
que he estado en casa de mis padres. Esto solo es producto
de la locura de nuestras circunstancias, apoderándose de
su adrenalina y descargándola como combustible en su
torrente sanguíneo.
—No quería dormir en mi cama. —Es todo lo que estoy
dispuesta a darle—. La última vez que estuve allí dormimos
juntos.
Alec se pellizca el puente de la nariz y se limpia
disimuladamente los ojos.
—Te entiendo. He cambiado de hotel por la misma razón.
No te vengas abajo, me digo al oír su confesión. Me
imagino la locura que sería salir del Waldorf Astoria, y más
registrarse en otro lugar. Lo seguirían a todas partes. ¿Por
qué narices iba a merecer la pena?
Alec cambia de posición y se aclara la garganta. Dos
veces. Bajo la vista al suelo, tratando de desentrañar todo
lo que siento, separando la ira de la tristeza, del miedo, de
la nostalgia…, aglutinándolos en diferentes
compartimentos de mi cuerpo para tener espacio para
respirar.
Cuando habla, lo hace con voz ronca.
—Nunca podré disculparme lo suficiente por la manera en
que me comporté el viernes.
Es probable que tenga razón, y no hay nada que yo pueda
decir. Quería hablar con él, ayudarlo a arreglar esto
(arreglarlo entre los dos), pero me cerró la puerta. Y se me
han agotado las palabras.
El silencio se cierne entre nosotros.
—Si te soy sincera, todo este asunto ha sido un error —
digo con todo el cuidado que puedo—. Tu carrera está
arruinada. Me han despedido. —Al ver que apenas
reacciona, mi ira estalla—. Tendría que haberme dado la
vuelta y haberme marchado en el mismo instante en que te
vi en la habitación del hotel de Los Ángeles.
No me estoy fijando en su cara, así que no puedo decirlo
con certeza, pero me imagino a Alec mirándome como si
supiera que esa mañana me habría resultado más fácil
desintegrar un átomo con el puño que alejarme de él.
Aunque habría dado igual; alguien nos hizo fotos en
Seattle. Estuve jodida desde un primer momento.
—Sé que estás enfadada —me dice—, y lo entiendo. Lo
entiendo perfectamente. Pero estaba en una situación
difícil. Tenía que elaborar un plan con Sunny. No podía
limitarme a… —Vacila—. No podía limitarme a contar su
historia para salvar mi propio culo. No era tan sencillo.
Todavía estoy tan enfadada que ni siquiera estoy
dispuesta a reconocer en voz alta que todo habría sido
mucho más fácil si hubiera incluido su historia en el
artículo. Porque, aunque he tenido un par de días para
pensarlo (incluso todavía dolida y hecha polvo), no me
arrepiento de haber seguido mi instinto de intentar
proteger a las personas que quiero, ni de haber utilizado
solo la información que obtuve de forma limpia.
—Entonces, ¿por qué te has quedado en Los Ángeles? —
pregunto—. ¿Por qué no estás en Londres, trazando un plan
con Sunny?
Me mira fijamente y luego parpadea, con la mandíbula
apretada. Espero unos pocos segundos más a que me
responda, pero enseguida me doy cuenta de que no lo va a
hacer.
Lo que sea, pienso. Di lo que tengas que decir. Termina.
Trago saliva, espetando las siguientes palabras:
—La lealtad que sientes a las personas que forman parte
de tu vida es una de las cosas que más me gustan de ti. —
Vuelve a mirarme a la cara—. Pero ¿y yo qué? —pregunto, y
el dique se rompe—. Decidiste proteger a tu hermana, y lo
entiendo, pero te deshiciste de mí enseguida. Cuando lo
nuestro empezó, el asunto del Júpiter era lo más
importante que me había pasado en la vida. Sin embargo,
de pronto todo cambió, y lo más importante eras tú. Y
ahora me he quedado sin ninguna de las dos cosas.
Alec toma una temblorosa bocanada de aire, con las fosas
nasales dilatadas.
—Lo sé.
—Me dijiste que ibas a hacer todo lo posible para que me
enamorara de ti. Y luego, doce horas después, me pides que
haga la maleta, que me vaya del hotel y me dices que te
marchas y «Por favor, cuídate». Soy consciente de que
apenas llevamos juntos catorce días y que Sunny es tu
familia, pero me destrozó por completo que te deshicieras
de mí de esa forma. Al menos podrías haber hablado
conmigo.
Abre la boca, aunque la vuelve a cerrar de inmediato.
Espero que se ponga a discutir conmigo, pero solo dice:
—Tienes razón. Podría haberlo hecho.
—No sabes cómo me alegro de haber dejado aquí el Bat-
teléfono —le suelto. Alec se lo toma como si le hubiera dado
un empujón en el pecho—. De lo contrario, me habría
pasado mirándolo a todas horas. Y esta mañana, no habría
podido soportar saber que has estado aquí todo el tiempo.
—Gigi…
Lo interrumpo, señalando la bolsa con el dedo.
—Pensabas que estaba dentro, ¿verdad? Ni siquiera ibas a
hablar conmigo. ¿Te has pasado por aquí de camino al
aeropuerto para dejar mis pertenencias en mi puerta?
Alec parpadea y mira al suelo.
—Creo que ahora mismo estás suponiendo demasiadas
cosas.
—¿Sabes qué? Ya me da igual lo que pienses.
Alec se muerde el labio y asiente como si hubiera dado en
el blanco. Un claxon suena en la acera, lo que atrae su
atención y mira en dirección a la escalera.
—Ojalá pudiéramos retroceder en el tiempo hasta Seattle
—dice— y decidir quedarnos allí dos semanas y mandar a la
mierda todo lo demás. Han sido las dos mejores semanas
de mi vida… y también los tres peores días.
Sus palabras, cargadas de verdad, dan en el clavo con
una precisión sorprendente. Odio cómo las circunstancias
han destrozado la relación más fácil y apasionada que he
tenido en toda mi existencia. Odio la forma en que Alec se
está tomando esto. Y odio que lo que más admiro de él (su
sentido del deber hacia su familia, hacia la opinión pública)
implique que esté haciendo exactamente lo que todos los
que lo conocen saben que haría. Alec nunca podrá ser él
mismo. Excepto conmigo, me doy cuenta. Y esto que me
dolió tanto después de nuestra primera noche, es ahora la
verdad más absoluta que hay entre nosotros: fue él mismo
desde ese primer instante en Seattle. Sabe que puedo
arreglármelas por mí misma, que no tiene que ejercer de
protector conmigo.
De pronto, se disipa mi ira. No puedo dejar que nos
despidamos de esta forma. Parece que no ha dormido, ni
comido. Recuerdo haber odiado a Spencer lo suficiente
como para no querer verle la cara siquiera, pero no en este
caso. Puedo que odie a Alec, a mí y a esta situación, pero
no quiero que un silencio furioso sea el último recuerdo
que tenga de él.
—¿Has dormido? ¿Has comido algo? —Observo su cara,
su postura, su ropa arrugada. Jamás me habría imaginado
verlo así—. Tienes un aspecto horrible.
Sus ojos buscan los míos, y recuerdo la pregunta que me
hizo el primer día en el hotel de Los Ángeles; la misma que
sus ojos me están haciendo ahora: ¿Cómo de enfadada
puedes estar si me miras así?
Yo también lo siento; que no lo estoy mirando con ira, sino
con una adoración que intento disimular. Parpadeo y me
quedo estupefacta cuando siento las lágrimas cayendo por
mi rostro. No me he dado cuenta de que me he puesto a
llorar. Alec intenta acercarse a mí, pero yo retrocedo un
paso.
—No.
—Gigi…
—No voy a invitarte a entrar. —Me paso la mano por la
cara—. No puedo.
Alec asiente.
—Quizá sea lo mejor. Si entrara ahí contigo, no querría
salir.
Me muerdo el labio, confundida, esforzándome por no
soltar el sollozo que ansía brotar de mi interior. Alec me
está mirando como si estuviera enamorado de mí.
—Está bien —digo—. Que tengas buen viaje.
—Lee lo que he escrito —me pide, haciendo un gesto con
la cabeza hacia la bolsa. Después se acerca a mí y se
agacha para darme un beso en la mejilla. Cuando se
endereza, mira por encima de mi hombro y parece lanzar
un ancla a lo lejos, como si la necesitara para impulsarse a
salir de aquí. Me quedo mirando la bolsa, oyendo sus pasos
mientras baja corriendo las escaleras. Doblo con fuerza los
dedos de los pies dentro de mis zapatillas para no seguirlo.
Un minuto más tarde, oigo un motor ponerse en marcha y
un coche salir a la carretera. Ahora, Alec Kim sí que se va
de Los Ángeles.
21

La enorme preocupación que tenía por volver a dormir en


mi cama es infundada: no hay ningún rastro de Alec en ella.
Dejo la bolsa en el suelo, me hago con una almohada y me
la acerco a la cara.
Las sábanas están limpias y huelen a suavizante. Ha sido
Eden. También se ha deshecho de sus cosas: el cepillo de
dientes, el bañador… Si Alec se dejó algo más por aquí,
jamás lo sabré.
Me ducho hasta que toda la tensión abandona mi cuerpo y
me quedo aletargada. Me seco y me pongo una sudadera y
una camiseta de tirantes antes de desplomarme de
espaldas sobre la cama y mirar al techo, ignorando a
propósito la bolsa azul. No estoy preparada para ver mis
cosas y recordar cómo estaban en su suite del hotel.
Desde el otro lado de la puerta cerrada de mi habitación,
puedo oír a Eden, moviéndose tranquilamente por el
apartamento. Haciendo café. Quitando la vajilla limpia del
lavaplatos. Sacando la basura y el reciclado. Tenerla aquí
me tranquiliza. Con un gemido, me meto entre las sábanas
y cierro los ojos.
Sin embargo, de repente estoy completamente despierta.
Como si tuviera una bomba de relojería al lado. Abro los
ojos y clavo la vista en la bolsa, al otro lado de la
habitación.
Lee lo que he escrito.
Ahí dentro hay una nota.
No debería leerla con los ojos cansados, con el cerebro
agotado. No debería leerla con esta vorágine de emociones.
Sí, no debería hacerlo, pero aparto las sábanas de un
puntapié, me levanto y cruzo la habitación.
Dentro de la bolsa está el horrible sombrero de Post
Malone y la videoconsola que Alec nos compró hace solo
una semana. Pero también hay cosas que no olvidé en la
habitación, como una pequeña caja de dónuts, una cara
botella de Zinfandel…
La camisa de vestir de Alec que usé cuando le até la
pajarita.
La estrecho contra mi pecho, mordiéndome los labios
para aguantar el jadeo de dolor que me invade.
Y en el fondo de la bolsa, veo una postal con una bonita
imagen de Laguna Beach. En la parte blanca, Alec ha
escrito unas pocas palabras.

Gigi,
Sé que estás enfadada.
Pero, por favor, responde a mis llamadas.

A.

¿Sus llamadas?
Se me para el corazón y siento una frenética descarga de
adrenalina en mi torrente sanguíneo. Nunca llegó a tener
mi otro número.
Me refiero a qué haces aquí, en Los Ángeles.
No pude, me ha dicho. Tenía que…
¡Oh, Dios mío! No.
Al menos podrías haber hablado conmigo.
La expresión tan controlada que ha puesto cuando le he
dicho eso. Su respuesta: Tienes razón. Podría haberlo
hecho.
La manera en la que ha reaccionado, como si le hubiera
empujado cuando le he dicho que había dejado aquí el Bat-
teléfono. Cómo me ha respondido en voz baja que estaba
suponiendo demasiadas cosas por habérmelo encontrado
en la puerta.
Me lanzo a trompicones hacia el baño, caigo de rodillas y
miro la basura.
Eden lo ha limpiado todo. Aquí solo hay una bolsa vacía.
Se me escapa un sollozo, pero cuando me pongo de pie,
veo el pósit pegado al lavabo:

Lo he apagado. Lo tienes en la mesita de noche. Si


vuelves a tirarlo, prometo dejarlo en la basura.

E.

Con manos temblorosas, me dirijo al dormitorio y saco el


Bat-teléfono del cajón. Durante el tiempo que tarda en
encenderse, me obligo a respirar hondo, despacio, para no
entrar en pánico. La pantalla cobra vida.
Nada.
Nada.
No hay nada.
Me doy la vuelta, me siento en el suelo y apoyo la espalda
en la cama, luchando contra el escozor que siento en la
garganta por las lágrimas de decepción que se agolpan en
ella. Y entonces el teléfono vibra en la palma de mi mano.
Llamadas perdidas. Mensajes en el buzón de voz.
Compruebo las horas. Volvió a intentar contactar
conmigo, apenas dos horas después de que me llamara y
me dijera el famoso: «Por favor, cuídate».
Y luego otra vez.
Y otra vez.
Y otra vez.
Sus llamadas se suceden desde la tarde del viernes hasta
bien entrada la noche.
Vuelven a aparecer en la madrugada del sábado.
Catorce llamadas perdidas en total; todas ellas mientras
estaba en casa de mis padres, suponiendo que se había
subido a un avión, que había dado prioridad a todo menos a
mí. Su primer mensaje en el buzón de voz dura siete
segundos: «Gigi, por favor, llámame. He cambiado mis
planes y no vuelvo a casa hasta el domingo».
Doce llamadas perdidas más, y luego su segundo y último
mensaje de voz, en la tarde del sábado. Este dura poco más
de un minuto:
«Gigi». Hace una pausa, exhalando lentamente. «Sí. No
sé por qué sigo llamándote cuando no me has contestado
ninguna de las otras veces. Pero hoy me he enterado de
que te han despedido y me he quedado desolado. Y aquí
estoy, en el ojo de este estúpido huracán de internet y, sin
embargo, absolutamente paralizado. Ya que no te apetece
responderme, esto es lo que quería que supieras. Tenía
pensado volar a casa con Sunny para hablar con ella de
cómo íbamos a lidiar con esto. Pero cuando intenté irme, no
pude subir al avión sin ti. Seguía escuchando tu voz en el
teléfono, diciéndome una y otra vez que no entendías lo que
estaba pasando. Todo ha sucedido tan rápido que ha sido
como un borrón, pero supongo que he debido de mostrarme
muy frío contigo». Se le quiebra la voz. «Después de todas
las acusaciones que han vertido sobre mí…, bueno, estaba
consternado». Hace otra pausa, exhalando de nuevo. «En
fin, que aquí estoy, vagando por Los Ángeles, sin hacer
absolutamente nada, dejando que este problema se haga
cada vez más grande. Solo puedo recordar todo lo que
hemos hecho estas dos últimas semanas, preguntándome
cómo es posible que me haya enamorado en cuestión de
días. Pero así es. De hecho, creo que solo tardé unos
minutos en enamorarme de la mujer que se sentó enfrente
de mí en el bar de un hotel. Estaba agotada, pero me
cautivó por completo, con ese vestido rojo, sin nada más
debajo». Se queda en silencio durante un rato. «Gigi, no
puedo dejar que las circunstancias actuales nos roben la
oportunidad de ver a dónde puede llegar esto». Lo oigo
tragar y después respirar entrecortadamente. «Supongo
que volveré a llamarte cuando llegue a Londres. Espero
que me respondas».
Me tapo la boca con una mano, reteniendo el sollozo que
se me escapa. Podría haber estado con él este fin de
semana. Podríamos haber capeado juntos esta tormenta. El
remordimiento me produce una ola de náuseas que me
obliga a cerrar los ojos, mirar al techo y tomar aire.
…preguntándome cómo es posible que me haya
enamorado en cuestión de días.
De hecho, creo que solo tardé unos minutos en
enamorarme de la mujer que se sentó enfrente de mí en el
bar de un hotel.
Me pongo a recordar. Reemplazando el horror que sentí
al ver en internet nuestras fotos juntos, recuperando esa
noche.
Estaba agotada, pero me cautivó por completo, con ese
vestido rojo, sin nada más debajo.
La curiosidad se abre paso poco a poco entre mis
pensamientos y me impulsa a ponerme de pie. Busco en la
maleta que hice a toda prisa en el Waldorf Astoria y en la
bolsa que ha dejado en mi puerta, pero no encuentro el
vestido rojo por ninguna parte.
Saco la camisa de Alec de la bolsa, me la pongo, me meto
en la cama y escucho su mensaje del buzón de voz una y
otra vez hasta que me duermo.
Cuando me despierto, el apartamento está tranquilo y no se
oye nada. Faltan dos minutos para las dos, lo que significa
que se ha producido un milagro y que he dormido gran
parte del día.
Fuera de mi habitación, las luces están apagadas y la luz
del sol del principio de la tarde se cuela por la ventana
delantera, haciendo que el sofá amarillo adquiera un suave
tono dorado y convirtiendo el gran sillón azul en un
vibrante turquesa. El apartamento está impecable. Hay
flores naturales en la pequeña mesa del comedor y una
nota que dice simplemente:

Te quiero.

E.

Por primera vez en días, siento que puedo respirar con


normalidad.
Eden ha colocado un cuenco con restos de comida en la
mesa de la cocina con instrucciones más que obvias.

Paso 1: Meter el cuenco en el microondas.


Paso 2: Calentar durante dos minutos.
Paso 3: Sacar con cuidado el cuenco del microondas.
Paso 4: Agarrar un tenedor.
Paso 5: Utilizar el tenedor para llevarte la comida a la
boca.
Paso 6: Repetir el paso 5 hasta que el cuenco esté vacío.

Acabo de terminar el primer paso cuando suena el timbre.


Sé que no se trata del vecino de abajo para decirnos que
estamos haciendo demasiado ruido. Espero que no sea el
vecino de arriba, avisando de que tienen una fuga de agua.
Quizá Eden se ha olvidado las llaves. O puede que sea mi
madre, que quiere ver cómo me encuentro. O tal vez…
Suelto una seca carcajada mientras detengo abruptamente
el discurrir de mi pensamiento.
Aunque me recuerdo a mí misma que Alec va a llamarme
cuando llegue a Londres. Y eso ya es un comienzo.
Hasta que no abro la puerta, no soy consciente de que no
me he molestado en peinarme después de la ducha. De
hecho, llevo días sin mirarme en un espejo. Y ahora me
encuentro frente a dos mujeres preciosas mientras tengo el
pelo como si fuera un nido de pájaros y voy vestida con la
camisa de Alec, una camiseta de tirantes dada de sí y sin
sujetador.
Reconozco al instante a una de ellas, aunque es la
penúltima persona que me esperaba ver aquí.
—Georgia —dice Yael con cara de disgusto—, estás hecha
un asco.
Cuando la mujer que está a su lado le propina un ligero
codazo, los recuerdos acuden a mí como si me dieran una
bofetada.
—No seas grosera. Ha tenido un fin de semana de mierda
—Sunny Kim me mira, esbozando una sonrisa con hoyuelos
que me resulta muy familiar y que hace que me invada la
nostalgia.
Miro hacia atrás. Sí, estoy en la puerta de mi casa. Y sí,
parece que estoy despierta. Yael y Sunny me miran
fijamente, esperando que diga algo, pero solo consigo
murmurar:
—¿Qué significa esto?
Sunny se acerca a mí y me rodea los hombros con los
brazos.
—Hola.
Alzo también los brazos por inercia y le rodeo la cintura
con vacilación. Su contacto no me es desconocido. Su
cuerpo de mujer adulta todavía tiene reminiscencias de la
niña que fue.
—Hola.
—Sé que te hemos pillado desprevenida. —Se aparta de
mí y apoya las manos en mis hombros—. Pero es cierto,
estás hecha un asco, Gigi.
—Estoy segura de que tienes razón. —Mi cerebro por fin
registra lo que ven mis ojos. Me fijo en Yael que, raro en
ella, va vestida de manera informal con una camiseta, unos
vaqueros y unas zapatillas. Vuelvo a mirar hacia atrás. Sigo
en mi puerta y sigo despierta. Entrecierro los ojos—.
Pensaba que estabas en un avión, de camino a Londres.
—Pues no —dice sin más.
—Pero Alec, sí —señalo muy despacio.
Sunny se gira para mirar a Yael.
—¿Te imaginas que nuestros aviones se cruzaran en el
aire? Me daría un sermón interminable.
No sé si es buen momento para señalar que no parece
que a ninguna de las dos les preocupe mucho que un
desolado Alec Kim esté de camino a Londres, donde su
hermana no estará esperándolo. De hecho, no sé si una
persona normal entendería qué es lo que está sucediendo
en ese preciso instante y yo no lo hago porque no tengo la
cabeza donde la debo tener, o si están siendo tan
desconcertantes adrede.
—No tengo ni idea de qué narices está pasando.
Yael pone los ojos en blanco.
—Entonces, por el amor de Dios, Georgia, déjanos entrar.
Por lo menos estas dos saben apreciar lo que es una buena
taza de café hecha a mano. Las dos murmullan sobre sus
tazas, elogiando en silencio su sabor, lo que me trae a la
memoria el recuerdo de la mañana que tuve aquí a Alec, de
la ingente cantidad de azúcar que le gustaba echarse en el
café y lo orgulloso que estaba de ello, de la firma de
autógrafos a la que fuimos ese mismo día, de su propuesta
para que me quedara con él en el hotel, de la advertencia
de Yael…
He de reconocer que, ahora mismo, no tengo la sensación
de que Yael Miller esté en el equipo de Alec. Aunque no
entiendo para nada sus motivos. ¿Por qué no está con él?
Puede que Alec tenga razón y que Yael esté enamorada de
Sunny, pero es su asistente personal. Se encarga de todo
por él, ¿y deja que vuele solo a Londres en medio de una
crisis? Noto cómo el calor me sube por el cuello.
—¿Cómo lo estás llevando? —me pregunta Sunny.
—Creo que la pregunta más importante aquí es cómo lo
estás llevando tú —digo, mirándola con cariño.
Se ríe sin humor.
—Han sido unos meses horribles. Supongo que la parte
positiva de todo esto es que ya no voy a estar todo el rato
preocupada por que vaya a caer la espada de Damocles.
—Sí, creo que incluso si no hubieran fotografiado a Alec
saliendo del Júpiter, tu relación con Anders habría salido a
la luz de todos modos.
—Exacto. —Nos miramos fijamente unos segundos hasta
que, por fin, nos sonreímos al unísono—. ¡Dios, qué alegría
me da verte! —exclama—. Te has convertido en la versión
perfecta de como imaginé que serías. Y te tengo justo
delante de mí.
—Estaba pensando lo mismo. —Siento un firme y
satisfecho pellizco en el corazón.
Sunny esboza una leve sonrisa, deja su café sobre la mesa
y mete las piernas por debajo de su cuerpo. Tenemos la
misma edad (solo nos llevamos una semana de diferencia),
pero aquí, entre los cojines de nuestro sofá amarillo, parece
mucho más joven. Su postura, la energía que desprende…,
todo desprende juventud. ¿Quién sería capaz de hacer daño
a una persona así? Me invade una oleada de calor, ahora
entiendo perfectamente esa vena protectora de Alec.
—Has hecho un trabajo increíble con el artículo —dice
Sunny—. Te estoy muy agradecida.
Me quedo mirándola, sin saber qué decir aparte de
«Gracias». Me gustaría confesarle que lamento que haya
estallado de la forma en que lo hizo, pero si esto sirve para
que las personas que están detrás de estos delitos terminen
rindiendo cuentas, entonces seguro que todos
reconoceremos que ha merecido la pena.
—Esto nos ha puesto a todos la vida un poco patas arriba
—continúa—, pero no quiero que te preguntes si ha
merecido la pena dar la noticia. Porque sí, lo ha merecido.
Al igual que su hermano, Sunny es capaz de leerme el
pensamiento.
—Sé que esa es la razón por la que Alec quería volver a
Londres —digo—. Para elaborar contigo un plan sobre
cómo manejar la situación.
—Le costaba dejar Los Ángeles por lo que siente por ti —
comenta—, por eso necesitaba hacerme cargo de esto.
Seguro que habrás notado el afán que tiene Alec por
evitarme todo el dolor de esta situación. Es algo que
aprecio, de verdad. Pero ya no quiero que me mimen, que
me protejan. Y, como bien has dicho, solo era cuestión de
tiempo que mi relación con Josef saliera a la luz. —Vuelve a
tomar su taza—. Así que, aunque me ha hecho mucha
ilusión volver a verte, también he venido porque quiero
hacerte una propuesta.
Un trueno retumba bajo mis costillas.
—De acuerdo, dispara.
—Dicen por ahí que estás en el paro. —Sonríe de oreja a
oreja—. ¿Te gustaría volver a ejercer de periodista y
ayudarme a ponérselo difícil a unos cuantos?
22
Sentada frente a Kim Min-sun, es imposible pasar por alto su intensa
belleza. El nuevo rostro de Dior es todo ángulos y perfección. Habla con
cuidado y se da golpecitos con las uñas de color rosa en los labios cuando
se pone a pensar en la mejor manera de expresar algo. No cuesta nada
entender cómo, en solo dos meses, ha recibido ofertas de ocho firmas de
lujo. No hay otra cara como la suya, en ningún sitio.
Pero entonces esboza una sonrisa y aparecen los divertidos hoyuelos de
la familia Kim. En este momento, es sorprendente lo mucho que se parece a
su hermano.
«Alexander es seis años mayor que yo», comenta. «Siempre ha sido muy
protector conmigo. Y preferiría morir a dar la impresión de que no puede
con algo».
Dice todo esto como si estas cualidades lo explicaran todo. Y supongo
que así es. Explican por qué se siente responsable por la manera en que fue
criada, por qué a veces deja salir ese lado suyo tan sobreprotector y por
qué, el día de San Valentín de este mismo año, irrumpió en un club
nocturno, sacó el cuerpo drogado e inconsciente de su hermana de una sala
VIP y se sentó en el suelo de un baño, con ella en brazos, hasta que pudo
levantarse por su propio pie y salir de allí con él.
También explica por qué permitió que los medios lo vapulearan el pasado
fin de semana, después de que un tabloide británico publicara fotos suyas
saliendo con una mujer, con la cabeza tapada, del conocido club nocturno
Júpiter. Con el club ahora siendo investigado por ser el escenario de una
serie de presuntas agresiones sexuales, las fotos enseguida se hicieron
virales.
«Mi hermano preferiría que el mundo creyera que ha cometido un delito
antes que la gente se enterara de lo que me pasó», dice. «Todavía no
estaba preparada para hablar de ello, pero de ningún modo voy a permitir
que este asunto destruya a la mejor persona que conozco».
Veo a Sunny leer el borrador del artículo. Y después
regresa al principio y empieza de nuevo, ahora más
despacio. He reducido una conversación de tres horas a
esto: ocho mil palabras que detallan lo que ocurrió aquella
noche en el Júpiter, lo que ella recuerda, lo que Alec le ha
contado, lo que hizo por ella, e incluso mi relación con su
familia, que se remonta a veinte años atrás, y que enviaré
por correo electrónico esta noche a quien gane la puja.
Sunny ha insistido en que debían pagarme por mi trabajo.
Yo dije que el dinero debía donarse a asociaciones de
víctimas de agresiones sexuales. Yael me ha recordado que
estoy en el paro, y al final hemos decidido donar la mitad.
Ahora mismo, Yael está en mi habitación, recibiendo las
llamadas de los aspirantes finales: el New Yorker, Vanity
Fair, The Atlantic y GQ.
Sunny termina de leer, deja mi portátil en el suelo y, con
los ojos brillantes, me dice:
—Has hecho un trabajo estupendo, Gigi. No me puedo
creer que lo hayas escrito tan rápido.
Ni yo.
—Supongo que estaba motivada. Necesito que el mundo
se rinda a los pies de Alec y le pida perdón.
—Bueno, y a ti también.
—Eso me importa bastante menos.
Sunny me sonríe y se coloca un mechón de pelo detrás de
la oreja.
—Nunca lo he visto tan enamorado.
—Me ha estado llamando todo el fin de semana —le digo
—. Me dejé aquí el teléfono que me dio porque pensaba que
se había marchado. También porque estaba hecha un lío.
En realidad, todo era un lío.
—Espero que podáis solucionarlo. De verdad. —Estudia
mi cara—. Alec necesita esto en su vida. Tiene muy buenos
amigos, pero quiero que tenga una persona. Una persona
como tú.
Asiento con la cabeza, tragándome la nauseabunda ola de
preocupación, anhelo y arrepentimiento.
—Espero que llame en cuanto aterrice. ¿Le va a
preocupar que estés aquí en Los Ángeles?
Yael entra antes de que Sunny pueda responder. Me
resulta tan perturbador verla sonreír, que soy incapaz de
apartar la mirada. Ella se da cuenta y me mira con más
atención que yo a ella.
—Sí, Georgia, tengo dientes.
—Creía que eran afilados y retráctiles.
El comentario la hace reír; un sonido jovial e inesperado.
—Aquí tienes. Este es tu contacto con Vanity Fair. —Me
entrega un trozo de papel con varias líneas escritas con
una letra pulcra y ordenada, como no podía ser de otro
modo—. Están esperando el artículo. Lo van a publicar en
internet a las nueve de la mañana, hora del este, y si les
entregas un artículo más extenso antes de mañana al
mediodía, podrían incluirlo en la edición de junio. Ellos se
encargan de las correcciones, pero te llamarán si hay que
cambiar algo importante. —No tengo ni idea de cómo se las
han arreglado, pero no voy a preguntar.
Miro el teléfono. Son poco más de las ocho de la tarde.
Aunque Alec se haya ido a mediodía, todavía le quedan
unas cuantas horas para que aterrice en Londres. No tiene
sentido esperarlo.
Abro el correo electrónico. Escribo el nombre que me ha
dado Yael, junto con un breve mensaje, y le doy a enviar.
Yael se balancea sobre los talones y se da una palmada en
el vientre plano.
—Me muero de hambre.
Sunny se levanta y se estira. Luego se acerca a Yael, la
rodea con los brazos y se pone de puntillas para darle un
beso en la barbilla, respondiendo a una de las mil
preguntas que me he hecho hoy.
—Pues vayamos a cenar por ahí —dice—. Gigi, ¿te
apetece venir con nosotras?
Me parece una locura rechazar la oportunidad de salir a
cenar con mi mejor amiga de la infancia y la recién
sonriente y antigua asistente-guardaespaldas borde con la
que he evitado toparme durante las dos últimas semanas,
pero por mucho que insisten en que vaya con ellas, sé que
en cuanto envíe este artículo, la adrenalina abandonará mi
cuerpo y me desplomaría sobre el plato, así que les digo
que no. Como en Londres se come bien, pero la comida
mexicana no es su fuerte, les indico cómo llegar a mi
restaurante de tacos favorito y me despido de ellas.
Cuando la puerta se cierra, me apoyo en ella y miro el
corto pasillo que lleva a las habitaciones, debatiéndome
entre comer algo o regresar a la cama. Mi estómago toma
la decisión por mí, soltando un gruñido de queja. Cuando
por fin recaliento las sobras que había guardado en el
frigorífico, las devoro. Estoy famélica.
Después de lavarme los dientes, me siento un rato frente
a la televisión con la camisa de Alec y mi ropa interior
favorita como pijama, intentando asimilar la locura que ha
sido este fin de semana. Tan pronto como consigo calmar
mi mente, por primera vez en días, me doy cuenta de que
no sé cómo voy a llevar estar lejos de Alec. Has
desperdiciado dos días enteros, pienso cada pocos minutos.
Y ahora no tengo ni idea de cuándo volveré a verlo.
Sé que no sirve para nada, porque está en un avión sobre
el Atlántico, pero le mando un mensaje de todos modos.

Te echo de menos.
Dejo el Bat-teléfono, pero enseguida lo oigo vibrar en el
asiento de al lado. Lo agarro con el corazón en un puño.
Alec ha respondido.

¡Dios! Yo también te echo de menos.

Suelto una risa encantada. Es cierto. No se me había


ocurrido llamarlo antes, pero ahora me he acordado de que
hay gente que paga por tener wifi en el avión.

No sabía que habías llamado este fin de semana.


Sí, esta mañana, en la puerta de tu apartamento, me he dado cuenta de
que no tenías ni idea de que te estuve llamando, y llamando…

¿Estás ya en casa?
Todavía no. Me quedan horas.

¿Cómo está yendo el vuelo?


Lo más importante: ¿cómo estás tú?

Mejor. He oído tu mensaje en el buzón de voz.


¿Y?

Mi corazón aumenta diez veces su tamaño. Un órgano tan


grande podría bombear un océano de sangre.

Y… me habría gustado llevarme el Bat-teléfono a casa de mis padres.


Bueno, seguro que sabes que estoy de acuerdo con eso.

Esa última llamada me dejó muy tocada.


Lo sé. No te imaginas cuánto lo siento.

Cierro los ojos, luchando contra las lágrimas


omnipresentes. Por fin, consigo controlarlas.

Ojalá no te hubieras ido esta mañana.


¿Qué te habría gustado que hubiera hecho?

Contengo una sonrisa mientras escribo.

Me habría gustado invitarte a entrar.


Como te he dicho, de haber entrado, no habría querido salir.

Si vinieras ahora, no dejaría que te fueras.

Dos segundos después de enviar el mensaje, casi se me


sale el corazón del pecho cuando oigo sonar el timbre.
Durante un instante, me planteo la posibilidad de ponerme
unos pantalones, pero entonces una idea empieza a abrirse
paso en mi cabeza. Me pongo de pie, tambaleándome, y voy
hacia la puerta.
Cuando llego allí, la abro con una mano temblorosa y me
encuentro con Alec, bien afeitado, peinado con el pelo
retirado de la frente, con una camisa gris y pantalones de
vestir con un ramo de flores marchitas en la mano.
—Llevo horas con esto —explica—. Sunny no me ha
dejado que viniera antes y tú no has querido salir a cenar.
Suelto un sonido ahogado de sorpresa detrás de la mano
con la que me he tapado la boca en cuanto lo he visto. Ha
estado aquí todo el tiempo. Pues claro. Alec no se habría
ido a Londres con Sunny viniendo a Los Ángeles, ni Sunny
habría venido a Los Ángeles si Alec se hubiera ido a
Londres.
Y Yael jamás los habría dejado colgados de esa forma.
¿Te imaginas que nuestros aviones se cruzaran en el aire?
Me daría un sermón interminable.
—¡Nunca te subiste al avión!
—Yo… ¡Vaya! —dice, embobado al instante por mi
atuendo—. ¿Qué llevas…?
Me abalanzo sobre él, haciendo que se le caigan las flores
al suelo y que tenga que retroceder un par de pasos para
que no perdamos el equilibrio. Alec está aquí. Lo abrazo
con fuerza, con los ojos cerrados. Estoy tan agradecida de
tenerlo conmigo, que estoy dispuesta a sacrificar cualquier
deseo que pueda tener de ahora en adelante.
Me rodea con sus brazos, estrechándome también con
fuerza al tiempo que deja escapar un suave gemido contra
mi cuello. Estar así con él me provoca una sensación tan
maravillosa que me cuesta respirar. Todo en mi interior
parece congregarse en mi pecho, para luego explotar y
propagar una oleada de alivio y anhelo tan potente que
puedo sentir los latidos de mi corazón multiplicados por
diez en los dedos de las manos y de los pies. Siento su
cuerpo sólido y tibio contra el mío. Huele a jabón y a ese
toque cítrico de su espuma de afeitar. Noto la vibración de
su risa contra mi cara, que la tengo pegada a su cuello.
Sé que jamás habría podido olvidarme de él.
—Gigi —dice con voz ronca—, mírame.
No puedo. Pego los labios a su cuello, a su mandíbula y
luego le beso como una posesa por toda la cara.
Alec se ríe ante mi asalto, me lleva dentro como si fuera
una muñeca de trapo colgada de sus hombros, y cierra la
puerta detrás de nosotros. Después me agarra mejor de la
cintura, me alza en brazos y vamos hacia mi dormitorio.
Una vez allí, me baja, frotándome contra su cuerpo, hasta
que toco el suelo con los pies. Entonces se inclina, me
acuna la cara y posa los labios sobre los míos, besándome
con una pasión que anula la capacidad de pensar en otra
cosa que no sea sentirlo. Me aferro a su camisa con los
puños y lo atraigo hacia mí.
Pero Alec toma mis manos y me abre los dedos.
—Deja que te vea —dice contra mi boca, antes de
apartarse.
Alarga la mano, colocándome el cuello de su camisa,
mirándome detenidamente de arriba abajo. Dos veces. El
ardor que despide su mirada trazando un sendero por mi
cuerpo son como dulces y diminutos pinchazos a lo largo de
mi piel.
Veo cómo el rubor asciende por su cuello.
—¿Te sonrojas así cuando te corres? —le pregunto,
devolviéndole las mismas palabras provocadoras que él me
dedicó.
Se ríe con una exhalación enérgica. Levanto la mano y me
desabrocho la camisa, observando cómo el negro de sus
pupilas se expande hasta el marrón intenso de sus iris. La
camisa cae al suelo. Alec alza la mano y se frota el labio
inferior con un dedo.
—Me gusta tu ropa interior.
—Gracias. —Meto el pulgar por debajo de la goma de la
cintura y tiro de ella—. Las escogió Yael.
Alec lanza una carcajada y me mira a la cara.
—¿Se va a llevar ella todo el mérito?
—Bueno, fue ella quien las eligió, ¿no?
—Pero fue idea mía.
Esto hace que me acuerde de algo. Levanto el dedo
índice.
—Tengo una pregunta importante para ti.
En este momento está prestando atención a mis pechos.
—Dispara.
—Tienes mi vestido rojo, ¿verdad?
Asiente con la cabeza, distraído.
—Te lo robé. No tenía pensado devolvértelo.
Me río, le agarro la mano, la coloco sobre mi cadera y la
guío hacia arriba, sobre mi pecho. El deseo se extiende
como el vapor por mis venas y dejo de sonreír. Alec me
acuna de inmediato la curva de un seno y cierra los ojos,
mientras me frota el pezón con el pulgar. Necesito sus
manos, su lengua, sus dientes… Me arqueo y le aprieto la
mano.
Traga saliva antes de hablar.
—Este fin de semana…, esta mañana…, he llegado a
pensar que jamás volvería a tocarte.
Cuando abre los ojos, lo estoy mirando. El contacto visual
hace que me mire con una expresión tan pura, tan ardiente,
que me enamoro todavía más de él. No es solo un
sentimiento de pasión, ternura y admiración, es también
algo físico, como si la Gigi loca por Alec existiera en un
plano totalmente nuevo.
Alec desliza la mano por mi cuello y se acerca a mí.
Cuando su boca vuelve a tocar la mía, mi corazón se
desploma en el pecho. Un solo beso, luego otro; la
paciencia que se está tomando para seducirme con los
labios me dice que sabe que tenemos un mundo de tiempo
por devorar.
Pero, como siempre, a mi cuerpo le da igual.
Le toco el pelo con ambas manos y me acerco a él. La tela
planchada de su camisa me proporciona una fricción
enloquecedora contra la piel. Uno de los botones fríos me
presiona el pecho. De nuevo, estoy casi desnuda mientras
él sigue completamente vestido.
Su lengua moviéndose en mi boca es como el sexo, dando
pequeños golpes, saboreando, arrastrando los dientes
contra mis labios y tirando de ellos. Si pudiera, yo también
juguetearía con él, pero solo puedo darle caza. Siempre soy
la codicia frenética frente a su concentrada paciencia.
—¿Vas a estar tentándome durante horas? —le pregunto,
empujándolo hacia la cama.
—Te aseguro que voy a intentarlo.
En cuanto pronuncia esas palabras, nos quedamos
quietos y nuestras miradas se encuentran con el eco del
dolor resonando entre nosotros. Coloca ambas manos en
mis caderas y me acompaña los últimos pasos hasta la
cama. Hace que me tumbe y se acerca a mí. Siento la suave
tela de su pantalón de vestir contra mis muslos, pero él
mantiene las caderas alejadas, cerniéndose con cuidado
sobre mí.
—No me siento orgulloso de cómo actué el viernes —dice.
—No sabía qué hacer —confieso—. Quería disculparme,
arreglarlo, estar ahí para ti, pero no me diste ninguna
oportunidad.
Asiente con la cabeza.
—¿Siempre reaccionas así ante una crisis?
Alec sacude la cabeza.
—¿Recuerdas cuando me dijiste que iba a tener que estar
con alguien que se tomara este tipo de cosas con calma?
Supongo que no creí que fueras ese tipo de persona. Me
sentí como una bomba activa. Me entró un ataque de
pánico. No quería complicar más el problema.
Ahora soy yo la que niega con la cabeza.
—La decisión que tomé te afectó. Lo reconozco. Quería
ayudarte. O al menos, lidiarlo juntos.
—Lo entiendo. —Sonríe—. Si vamos a hacer esto, vamos a
hacerlo bien. Lo que significa que, si oyes rumores, vas a
tener que concederme el beneficio de la duda, y yo no
volveré a dejarte fuera.
Levanto la mano y le paso los dedos por el pelo.
—Trato hecho.
Me mira el rostro con total intensidad.
—Te quiero.
La habitación está a oscuras (es de noche y tengo las
cortinas echadas), pero sus palabras logran que me ilumine
por dentro.
—¿En serio?
—Sí. —Sonríe. Le toco un hoyuelo con ternura con la
punta del dedo—. ¿Es demasiado pronto?
—Sí, pero yo también quiero decírtelo —le digo.
—No tienes que…
Presiono las yemas de los dedos sobre sus labios.
—Aunque, por ahora, me lo voy a guardar y ya te
sorprenderé en otro momento.
Alec se ríe.
—¿Me lo soltarás sin más?
Finjo fumarme un cigarro, haciéndome la interesante.
—Sí, ya veré. Cuando menos te lo esperes.
Por fin se acomoda sobre mí, flexionando sutilmente las
caderas contra las mías. Después, pronuncia las siguientes
palabras justo en el sensible punto de piel que tengo debajo
de la mandíbula.
—Seguro que puedo convencerte para que las digas.
Se me pone la piel de gallina. Meto las manos entre
nosotros, tiro de su camisa y se la desabrocho.
—Seguro que sí.
Se aparta y me mira con un brillo perverso en los ojos,
quitándose la ropa. Deslizo mis manos codiciosas por la
tersa piel de su torso. Pero luego pienso que quizá no sea
buena idea desafiar al hombre que, incluso en
circunstancias normales y no en plena reconciliación,
disfruta haciéndome rogar.
Al final, Alec consigue sacarme las dos palabras. Primero
con los dedos, luego con sus besos y después moviéndose
con una disciplinada concentración en mi interior. Me hace
decirlas, prometérselas, me hace suplicarle que se las crea.
Cuando me coloca encima de él, vuelvo a decírselas con
una sonrisa, contemplando la adoración sin fisuras de su
rostro. También se las grito contra la almohada cuando me
folla con ímpetu desde detrás. Y se las vuelvo a jurar
cuando me pone de nuevo bocarriba y me penetra
lentamente, enjaulándome con los brazos alrededor de la
cabeza.
Y así, sudorosos y enredados entre las sábanas, caemos
de la cama al suelo. Alec se apoya en mí, mete la mano
entre nuestros cuerpos para encontrar el camino hasta mi
interior, ralentizando todavía más sus movimientos,
descansando los labios sobre los míos y compartiendo
nuestros alientos. Enredo los dedos en su pelo, húmedo por
el esfuerzo y él me besa apasionadamente, gimiendo en
silencio por el placer que sentimos. Desliza la palma por mi
costado, me acaricia la cadera con las yemas de los dedos,
me ahueca el muslo y me sube la pierna alrededor de su
cintura.
—¿Me quieres cuando estoy así de dentro? —pregunta.
Le susurro que sí en la boca, que lo deseo más que nada.
Estoy tensa y muerta de necesidad, tan cerca… El clímax
recorre mi columna, listo para explotar.
—Ya empiezo a creerte. —Veo la fina línea de sudor que le
recorre el labio superior mientras mira la unión de nuestros
cuerpos. Estoy desesperada por la sal de su piel, la
humedad y el caos de su beso cuando está a punto de
desmoronarse.
Oímos cómo se abre y se cierra la puerta del apartamento
y cómo Eden deja el bolso y las llaves en la mesa de la
entrada. Eso significa que son más de las dos de la mañana
y que llevamos horas besándonos, tocándonos y haciendo el
amor. Alec me mira fijamente y me tapa la boca con una
mano. Y justo ahora, cuando no puedo hacer ruido alguno,
me da lo que quiero: los rápidos envites de sus caderas
hasta que el placer me atraviesa por una última vez y le
clavo las uñas en la espalda. Se aparta, con la cara hacia
arriba, al tiempo que se muerde el labio inferior y se corre
en un suave gemido.
Nos quedamos así, recuperando el aliento, mientras Alec
me mira fijamente.
—¿Estás bien? —pregunta. Se mueve un poco para
levantar la mano y apartarme un mechón de pelo de los
ojos, húmedo por el sudor.
Asiento con la cabeza y le acaricio el cuello.
—Vamos a la cama —dice, antes de quitarse las sábanas
que tiene enredadas en las piernas.
Gimo, dolorida. Sin mediar palabra, Alec me ayuda a
subir al colchón, donde me desplomo. Luego hace lo mismo,
me gira y me atrae hacia él, de forma que me quedo
acurrucada con la espalda sobre su torso. Y así, con la
mano en su pecho y su aliento en la nuca, nos quedamos
dormidos.
La luz de la mañana se cuela por las pequeñas fisuras de
mis cortinas. Me aprieto contra el sólido y cómodo pecho
de Alec y luego me aparto para ver su rostro dormido. Con
los ojos entrecerrados, me doy la vuelta y busco el teléfono
en la mesita de noche. Son más de las seis.
Mi artículo ya estará publicado.
Me levanto de golpe. Alec se revuelve y me acaricia
somnoliento la columna.
—¿Qué sucede?
—Han subido el artículo a las nueve de la mañana, hora
del este. Hace siete minutos.
Se incorpora sobre un codo y apoya su cara de sueño en
mi brazo. Vemos cómo se carga en la pantalla. El corazón
se me sube a la garganta. Ya hay cientos de comentarios.
Leemos el artículo juntos, en silencio. Y luego otra vez.
Cuando terminamos, Alec susurra en voz baja.
—Esto es… perfecto.
Agarra mi teléfono y se vuelve a tumbar para leer el
artículo por tercera vez.
Me da miedo salir de esta habitación y ver la reacción del
resto del mundo. En lo que respecta a mi relación con Alec,
no me importa lo que digan los demás. Tenemos un vínculo
que surgió de la nada y que se hace más profundo cada vez
que me toca. Lo quiero tanto cuando me aferro a él en
medio del placer, como bajo la tenue luz de la mañana. Pero
cuando Alec me devuelve el teléfono y agarra el suyo, nos
miramos fijamente durante un silencioso y surrealista
instante. Puede que a nuestros corazones les dé igual lo
que piense la gente, pero en realidad sí importa.
—¿Crees que es seguro abrir Twitter? —pregunto.
Sonríe, mostrándome con generosidad esos dos hoyuelos
irresistibles.
—¿Alguna vez lo es?
Es cierto que él y yo tenemos una vida más allá del
alcance de internet, pero mi carrera depende de la buena
acogida que tenga este artículo, y la suya de que la gente
crea lo que Sunny tiene que decir. Le doy un beso, con los
ojos abiertos y despejados, antes de mirar. Tras un par de
minutos desplazando la pantalla, no puedo evitar la risa
jactanciosa que se me escapa. Alec vuelve a ser tendencia,
pero ahora está recibiendo una avalancha de amor.
Deslizo el dedo, observando el rápido desplazamiento de
cientos y cientos de tuits.
—Esto es una locura. ¿Estás viendo toda esta adoración?
—Me detengo a leer algunos y frunzo el ceño—. Tienes un
montón de propuestas de matrimonio. —Le miro y señalo
mi pantalla—. Aquí hay una persona que se ofrece a gestar
a tu bebé si tú quieres.
Hace caso omiso del tuit.
—Me están pidiendo algunas entrevistas.
Me río.
—Mmm. Seguro.
En la pantalla me salta un mensaje de Eden.

He oído unas cuantas risas ahí dentro. Supongo que las flores aplastadas
que me encontré anoche en la entrada significan que hay un hombre en tu
cama.

Le respondo, riendo.
Pues sí. Un tipo se presentó en la puerta en el momento oportuno. Y ya
sabes eso que dicen de que un clavo saca a otro clavo.
¿Significa eso que Alexander Kim está soltero? Esta es mi oportunidad.

Vuelvo a reírme. Y entonces aparece una nueva alerta en


mi pantalla. Es una solicitud de seguimiento de
@LabioInferiordeGigi.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto, con una sonrisa de
oreja a oreja.
—Empezando mi cuenta de fan.
Arrojo el teléfono a un lado, me abalanzo sobre él y dejo
que me meta el susodicho labio inferior entre los suyos. Me
mordisquea el cuello y me hace una pedorreta en el
hombro.
—No sé si hoy voy a ser capaz de caminar —digo.
—Yo seguro que voy cojeando.
—¿Sabes lo que ahora te relajaría? —pregunto, sonriendo
en su mejilla.
—¿El qué?
—Una buena ducha de agua caliente. —Le pongo un dedo
encima del hombro. Alec rueda sobre mí, riéndose por lo
que sabe que va a pasar—. Si quieres, puedes usar mi baño.
EPÍLOGO

Sunny, Yael y Alec se quedan en Los Ángeles tres días más


para hacer frente a la avalancha de propuestas y
entrevistas que siguen a la publicación del artículo de
Vanity Fair. Cuando no está atendiendo a los medios, Alec se
queda conmigo en nuestra antigua suite del Waldorf
Astoria; se empeñó en que volviera a reconectar con ese
espacio, borrando aquellos últimos momentos de mierda.
Supongo que hice todo lo posible para abstraerme de la
sensación de la luz del sol que entraba en el dormitorio, la
luminosidad de las paredes, el frío de las sábanas contra mi
piel y la forma en que se calientan cuando Alec se desliza
en la cama, a mi lado, cada noche, porque regresar a la
opulencia me desconcierta a la vez que me provoca una
profunda nostalgia.
Tal y como era de esperar, los mismos programas que
entrevistaron a Alec durante la promoción de la serie,
invitan a ambos hermanos. Solo que, esta vez, Alec se
sienta junto a Sunny y habla del escándalo del Júpiter, de
las agresiones sexuales, de su decisión de sacrificar su
carrera en aras de la intimidad de ella y de la valentía de
Sunny al presentarse y hablar de un suceso del que
prácticamente no se acuerda de nada.
Todas esas intervenciones los dejan agotados
emocionalmente; lo que, combinado con la incapacidad de
Alec y la mía de salir a cualquier parte sin que nos
avasallen los fotógrafos, hace que pasemos la mayor parte
de nuestro tiempo libre en la suite, enredados el uno en el
otro. Cuando me despido de él en el exterior del aeropuerto
de Los Ángeles, siento como si me partieran en dos, y no es
ninguna hipérbole. No hemos hablado de qué es lo que
vamos a hacer la próxima vez que nos veamos ya que han
sido unos días absolutamente caóticos, pero prometemos
elaborar un plan tan pronto como Alec llegue a casa y mire
su agenda.
En teoría, no debería pasarlo muy mal cuando se va.
Conozco a Alec y me encuentro en un buen momento. Mi
artículo ha propiciado que se lleve a cabo una importante
investigación sobre el club Júpiter y todos sus
responsables. Casi todos los contertulios expertos en leyes
de los distintos medios están de acuerdo en que Josef
Anders va a pasar entre rejas una buena temporada. Estoy
recibiendo ofertas de trabajo a diestro y siniestro (incluida
una del LA Times que rechazo muy amablemente). Desde
un punto de vista objetivo, la vida me va de fábula. Pero en
medio del caos de las últimas semanas, he dejado de tener
la sensación de que tengo que priorizar mi carrera sobre
todo lo demás. Tal vez me equivoque con respecto a
nuestra relación, quizá la tengo idealizada, aunque no lo
creo.
Así que, cuando aterriza en Heathrow, me llama nada más
bajar del avión, yo respondo al primer tono y me suelta que
no se puede creer que se haya ido sin mí, yo le digo al
instante:
—Tal vez debería mudarme allí.
Me reserva un vuelo unos días más tarde. Cuando apenas
llevamos cuatro días de vacaciones en las Tierras Altas
escocesas, planeando cómo va a ser nuestra nueva vida,
recibe una llamada de su agente para ser el protagonista
de la próxima película de Christopher Nolan; una
producción que van a empezar en Singapur en cuestión de
semanas.
—Nuestra nueva casa puede esperar —le aseguro.
—Este es el papel que uno espera toda su vida —reconoce
él.
—Solo serán cuatro meses.
Pero cuatro meses se convierten en seis, y el papel lo
catapulta a la fama. Nos vemos con tanta frecuencia como
podemos, aunque es difícil encontrar períodos de tiempo en
los que esté completamente libre. Gana un BAFTA por The
West Midlands, y esta nueva película le trae muchos
premios; Alec no tarda en elegir los proyectos que más le
interesan. Pero, cuando lo visito, solo lo veo en sus escasos
ratos libres, y cuando viene a Los Ángeles, tiene una
agenda igual de apretada. No es lo mismo estar de su brazo
en la alfombra roja, que estar debajo de él en la cama o
acurrucados juntos en el sofá. Me siento sola y él me echa
de menos. A Alec le preocupa estar perdiendo la
concentración, y yo no puedo sumergirme en ningún
proyecto porque priorizo volar para verle siempre que tiene
un segundo libre. Incluso cuando pasamos tiempo juntos,
nos parece demasiado corto.
El problema es que no sé cuál es la alternativa. Aunque
nos vayamos a vivir juntos, ¿nos veremos más a menudo? Él
está en la cima de su carrera; podrá descansar dentro de
unos años, cuando haya marcado todas las casillas de sus
objetivos profesionales. Y yo también quiero trabajar. No
porque necesite el dinero para vivir, sino porque me
encanta investigar y escribir, y por mucho que Alec sea el
amor indiscutible de mi vida, no quiero limitarme a seguirle
de un sitio para otro. Quiero tener un motivo para salir al
mundo y escribir sobre lo que veo en él.
La solución llega una noche en la que estamos juntos en
Fiyi, en una breve escapada para celebrar nuestro primer
aniversario, y Alec me cuenta de forma informal algunas
anécdotas increíbles de un hombre que conoció en el rodaje
de una película, y cómo este hombre conoció a su mujer.
Yanbin es un pekinés aficionado al cine de terror y su
mujer, Berit, es una bióloga de Estocolmo; lo más curioso
es que se conocieron en un tren a Busan. Su mujer recorre
todo el mundo por trabajo, y él viaja con ella entre proyecto
y proyecto cinematográfico con el estudio que contrató a
Alec. Las historias que cuentan sobre la forma tan poco
convencional con la que han conseguido que su matrimonio
funcione es mucho mejor que cualquier novela romántica
que haya leído.
Así que escribo un artículo sobre ellos para The Guardian.
Una historia sencilla de interés humano. Pero a partir de
ese momento, empiezo a recibir cartas de otras parejas. Al
principio, una docena por semana. Algunas de las historias
son tan inverosímiles que me hacen llorar o reírme a
carcajadas. Escribo otro artículo sobre una pareja
transgénero de Malasia que me envía una carta y con la
que me reúno para una entrevista. Después de publicar esa
historia, las cartas empiezan a llegar a centenares por
semana.
Me obsesiono con estos insólitos y apasionados romances
de la vida real, y me enamoro de las personas que aparecen
en cada carta. A veces incluso, encuentro el punto de
conexión más inesperado entre las parejas de todo el
mundo. Todas las historias de amor nacen por la misma
magia: el lugar y el momento adecuados. Al final decido
escribir un libro, en el que recopilo todas mis entrevistas y
las cartas que me enviaron sus protagonistas en una serie
de conexiones perdidas entrelazadas y almas gemelas que
se encuentran. Como puedo trabajar desde cualquier lugar,
viajo con Alec allá donde le lleve su siguiente proyecto.
Escribo con fervor durante el día, y por la noche,
dondequiera que estemos, duermo rodeada por sus brazos.
Durante meses somos unos alegres nómadas que viven en
Charlotte, Estocolmo y Toronto.
Pero, aunque es estimulante, también resulta agotador.
De modo que, cuando Alec recibe una oferta para trabajar
en una producción de gran presupuesto de la BBC, la
acepta.
Esta noche, tras una cena de celebración con su familia,
Sunny y Yael, nos acurrucamos en la cama de un hotel en
Londres y decidimos que quizá haya llegado el momento de
comprar una casa aquí.
—Y ya que estamos —dice, acariciándome con su cálida
palma el estómago y los pechos—, también podríamos
casarnos.
Casi pierdo la vida el primer día que me mudo oficialmente
a Inglaterra. Es la versión más prosaica de la muerte (una
estadounidense saliendo a la calle en dirección contraria en
Londres), pero no puedo culpar a los conductores del otro
lado, porque ni siquiera estaba pendiente de los coches.
Estaba mirando el número catorce en la puerta azul de un
apartamento en Holland Park. Le estaba haciendo un gesto
distraído con la mano en señal de agradecimiento al taxista
que se alejaba de la acera, mientras pensaba en lo largo
que se me había hecho el vuelo (más largo incluso que
aquel primer e interminable viaje de vuelta de Londres,
hace ahora casi dos años), y en si ha sido una estupidez por
mi parte llegar un día antes para sorprender a Alec, cuando
lo más seguro es que se esté dejando la piel para tener lista
nuestra nueva casa.
Siento un hormigueo en las extremidades y el corazón me
late tan fuerte que parece que se me va a salir por la
tráquea. Supongo que hay momentos en la vida en los que
nos damos cuenta, incluso en ese preciso instante, de que
algo está a punto de cambiar tu existencia para siempre. Si
lo pienso, muchos de mis momentos con Alec entran en esa
categoría. Como el primer viaje que hicimos en ascensor, o
más tarde, esa misma noche, cuando me dijo: «Lo que
quieras que hagamos» con esa voz grave y profunda
mientras me masajeaba la palma con los pulgares. O la
noche en la que estuvimos juntos frente a un número
infinito de Alecs y Gigis que se reflejaban en los espejos,
compartiendo mil destellos de nuestra eternidad. O sus
labios sonriendo sobre los míos, delante del mundo entero,
justo después de ganar un Oscar. O el momento en que
envié el borrador terminado de mi manuscrito y Alec hizo
un redoble de tambor con sus manos sobre la mesa. O hace
tres semanas, cuando se presentó por sorpresa en el
umbral de mi puerta en Los Ángeles con una botella de
champán y una copia impresa de la lista de los más
vendidos. O como ahora, el día en que por fin nos vamos a
vivir juntos, dos semanas antes de nuestra boda. Después
de todo este tiempo, tenemos un hogar.
Una idea aparece en mi cabeza mientras cruzo la calle:
puede que la vida nos traiga sucesos inesperados, las cosas
no siempre serán tan fáciles o directas, pero el amor que
sentimos (nuestro amor) es un raro prodigio de los que solo
se presentan una vez en la vida.
Alec está en una de las estancias delanteras (nuestro
nuevo salón), indicando a dos hombres dónde colocar un
sofá, con la cara vuelta hacia la ventana al tiempo que les
hace gestos. Me ve y sonríe aliviado… y entonces se da
cuenta.
Lo veo moverse como un borrón tras el cristal de la
ventana y luego sale corriendo por la puerta y salta los tres
escalones hasta la calle, donde se encuentra conmigo a
mitad de camino. Las bocinas suenan y los coches se
desvían, pero él me alza en volandas con sus fuertes brazos
alrededor de mi cintura. El tráfico se ralentiza y se detiene
cuando se dan cuenta de quién es y de lo que están viendo,
pero para bien o para mal, Alec nunca ha pensado mucho
en quién podría estar observándonos.
—Por fin —dice, apoyando los labios en los míos—
empieza todo.
AGRADECIMIENTOS

En agosto de 2020 estaba tomándome unos días libres de


mi profesión como escritora y decidí… escribir. (Existe un
problema obvio a la hora de tener una variedad de
actividades extracurriculares cuando trabajas en aquello
que también es tu afición). Tengo la enorme suerte de
ganarme la vida escribiendo, y adoro cada segundo del
trabajo que hago a diario, pero hacía tiempo que no
escribía nada impulsivo, sin expectativas y solo para mí.
Encuentras un tipo de libertad única cuando escribes un
proyecto paralelo; algo que es mucho más difícil de hallar
cuando escribes para un público determinado. En este
caso, Gigi y Alec me poseyeron por completo; su historia
salió directamente de mi interior (la fluidez más
satisfactoria para un escritor) y espero que haya sido una
historia con la que tú, querido lector, hayas podido
evadirte.
Gracias a este proyecto y a Kate Clayborn, cuando echo la
vista atrás al verano y al otoño de 2020, siento una dulce
nostalgia en lugar de ese vacío y pánico existencial que
muchos de nosotros experimentamos. Alec no estaría aquí
si no fuera por ti. Ese año fue muy doloroso, pero tú fuiste
(y sigues siendo) una fuente de alegría en todos y cada uno
de mis días.
Para un escritor es valiosísimo contar con un círculo que
siempre te ofrezca su apoyo y energía. Estoy muy
agradecida a mi maravillosa amiga Susan Lee por sus
comentarios, pero también por su entusiasmo. Tu sonrisa
de fan acérrima levanta el ánimo a todos los que te rodean;
eres una joya. Gracias a mi cielito, Erin McCarthy, por los
largos mensajes que me enviabas mientras leías y por el
constante entusiasmo que has tenido por esta historia
desde que la leíste hace casi dos años.
No albergaba ninguna expectativa de que el documento
de Word que, hasta hace cinco minutos, llamaba «Amante»
terminara convirtiéndose en un libro real. Se lo envié a mi
agente, Holly Root, con un mensaje de correo electrónico
de «Esto es muy raro, pero podría acabar siendo algo», y ni
siquiera pestañeó al ver que le había puesto un manuscrito
salido de la nada durante lo peor de la pandemia. Hizo su
magia más «guay» y lo vendió. Gracias al equipo de Gallery
Books: Hannah Braaten, por adorar este libro tal y como
esperaba que hiciera; Jen Bergstrom, por dar un paso al
frente y apoyar la historia sin dudarlo, y a Mackenzie
Hickey por ser siempre la estrella más brillante y
entusiasta. Min Choi diseñó esta portada, y solo puedo
deciros que me tiene completamente fascinada. Pedí algo
muy específico y me llegó esto. En cuanto la vi, supe que
era la elegida. Sinceramente, no creo que la elaboración de
una portada en la editorial haya sido nunca tan fácil y
satisfactoria. Un gracias enorme a Andrew Nguyên, Aimée
Bell, Lauren Carr, Eliza Hanson, Jen Long, Christine
Masters (eres una reina, no se te escapa nada), Emily
Arzeno, Caroline Pallotta, Abby Zidle, Sally Marvin y a todo
el equipo de Gallery. No exagero cuando os llamo el Dream
Team. Jen Prokop, gracias por tus siempre increíbles notas
editoriales. Te quiero y siento haberte hecho leer en
primera persona del presente.
Kristin Dwyer, de Leo PR, es una maestra de la estrategia,
amiga, campeona y, por supuesto, representante de
relaciones públicas. Es indispensable y única en su especie.
Quiero que todo el mundo tenga una Kristin (aunque
también saca al Gollum que llevo dentro y ni siquiera me
avergüenzo en reconocerlo).
A mi grupo literario, que leyó los primeros borradores y
me hicieron los primeros comentarios. Os estoy muy
agradecida por vuestro amor y entusiasmo: Ali Hazelwood,
Helen Hoang, Sarah MacLean, Rosie Danan, Rachel Lynn
Solomon, Tessa Bailey, Sonali Dev, Kate Spencer, Sara
Whitney, Katherine Center, Erin Service, Katie Lee, Cassie
Sanders, Catherine Lu, Molly Mitchell, Mónica Sánchez y
Gretchen Schreiber. Gracias a los lectores que pidieron las
primeras copias para reseñar y me bombardearon los
privados con todas las sensaciones que les había provocado
el libro. Gracias a los creadores de contenido de
Bookstagram, Goodreads, BookTuber y TikTok que
dedicaron su tiempo a hacer vídeos, publicaciones y
reseñas para este libro. ¡Significa mucho para mí!
A mi familia, sois la esencia de mi felicidad. Espero que
las once mil quesadillas que preparé durante la pandemia
os mostraran el amor que siento por vosotros, mis adorados
cacahuetes.
Y para ti, ya sabes quién, que siempre nos dejamos para
el final. Eso que dicen sobre los mejores, es verdad. Y tú lo
eres.

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