Autobiografía, William Finnegan

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Fragmento de la autobiografía de William Finnegan titulada

Años salvajes.
Honolulu, 1966-1967

Nunca se me había ocurrido considerarme un niño mimado, pero la escuela


secundaria de Kaimuki fue una sorpresa terrible para mí. Acabábamos de llegar a
Honolulu, yo estaba en octavo grado y la mayoría de mis nuevos compañeros de clase
eran «drogadictos, esnifadores de pegamento y matones», o eso le escribí a un amigo
que se había quedado en Los Ángeles. No era verdad. Sí lo era que los haoles (los
blancos: yo formaba parte de ellos) eran una minoría diminuta y muy poco popular en
Kaimuki. Los «nativos», como yo los llamaba, parecían tenernos una manía especial. Y
eso era lo preocupante, porque muchos de los hawaianos eran inquietantemente
grandotes para ser chicos de secundaria, y encima corría el rumor de que les gustaba
pelearse. Los «orientales» —vuelvo a usar mi propia terminología— eran el grupo
étnico más numeroso en la escuela. En aquellos primeros días yo no era capaz de
diferenciar a los japoneses de los chinos o los coreanos: para mí todos eran orientales.
Tampoco sabía nada de la existencia de otras tribus importantes, como los filipinos, los
samoanos o los portugueses, que no entraban en la categoría de haole, ni mucho menos
de los chicos que tenían orígenes étnicos mestizos. Incluso es probable que llegase a
pensar que era hawaiano el grandullón del taller de carpintería que desde el primer
momento empezó a desarrollar un sádico interés en mí.

Llevaba unos lustrosos zapatos negros con la puntera afilada, pantalones pitillo y
alegres camisas de flores. Un gran tupé de pelo muy rizado coronaba su cabeza y daba
la impresión de haber estado afeitándose desde el mismo día en que nació. Casi nunca
hablaba, y cuando lo hacía, usaba el idioma local que yo no entendía. Era una especie de
gánster juvenil que llevaba años repitiendo curso y que solo esperaba el momento de
poder abandonar la escuela. Se llamaba Freitas —nunca llegué a saber su nombre de
pila—, pero no parecía estar emparentado con el clan de los Freitas, una extensa familia
que tenía muchos vástagos pendencieros y bravucones entre el alumnado de la escuela
secundaria de Kaimuki. El Freitas de las punteras afiladas me estuvo estudiando sin
ningún disimulo durante unos días, cosa que me fue poniendo cada vez más nervioso, y
luego inició una serie de asaltos contra mi autocontrol, chocándose contra mi hombro,
por ejemplo, cuando estaba concentrado cortando con la sierra mi caja de limpiabotas a
medio terminar.

Yo estaba demasiado asustado para decir nada y él nunca me dirigía la palabra.


Eso parecía formar parte de la diversión. Después adoptó un pasatiempo rudimentario
pero ingenioso para entretenerse durante los largos periodos que pasábamos sentados en
el aula donde dábamos las clases de carpintería. Se sentaba detrás de mí y, cada vez que
el profesor se daba la vuelta, me golpeaba en la cabeza con un listón de madera. Bonk…
bonk… bonk… Era un ritmo regular que siempre incluía una pausa lo bastante larga
como para dejarme albergar la tenue esperanza de que no se repitieran los golpes. Yo no
lograba entender que el profesor no oyera aquellos estruendosos golpes no autorizados.
Eran lo suficientemente potentes como para llamar la atención de nuestros compañeros
de clase, que parecían fascinados por el pequeño ritual de Freitas. Dentro de mi cabeza,
por supuesto, los golpes sonaban como explosiones que me sacudían los huesos. Freitas
usaba un listón muy largo —de casi un metro y medio— y procuraba no golpear
demasiado fuerte, lo que le permitía regocijarse con unos golpes que no me dejaban
señal alguna, y que propinaba desde una distancia incomprensible, casi meditabunda,
que le procuraba, imagino, mucho más morbo a su actuación.

Me pregunto si mi reacción hubiera sido igual de pasiva que la de mis


compañeros de haber elegido Freitas a algún otro alumno como objetivo. Probablemente
sí. El profesor estaba absorto en su propio mundo, y su única preocupación eran las
sierras de mesa. No hice nada por defenderme. Cuando acabé averiguando que Freitas
no era hawaiano, debí de asumir que me merecía el acoso que sufría. Al fin y al cabo yo
era flacucho, haole y no tenía amigos.

Años más tarde llegué a la conclusión de que mis padres me habían enviado a la
escuela secundaria de Kaimuki por una confusión. Estábamos en 1966 y la enseñanza
pública de California, sobre todo en los barrios de clase media donde nosotros vivíamos,
era de las mejores del país. Las familias que conocíamos jamás se habían planteado
enviar a sus hijos a colegios privados. Pero la enseñanza pública de Hawái era una cosa
muy distinta: empobrecida por los recortes, y sin haber conseguido desprenderse de la
tradición colonial de los misioneros, estaba a años luz de la media educativa americana.

Ajenos a todas estas cuestiones, mis padres me habían enviado a la escuela


secundaria más cercana, en el barrio obrero de Kaimuki, que se hallaba en la parte
posterior del cráter de Diamond Head, donde imaginaban que yo me dedicaba a
aprender todo lo que debía aprenderse en octavo grado, cuando en realidad casi no
podía hacer nada más que soportar los rigores del acoso escolar, la soledad y las peleas,
al tiempo que aprendía a abrirme paso en el mundo interracial, después de haberme
acostumbrado a vivir en los suburbios exclusivamente blancos de California.

Los alumnos se distribuían por grupos en función de las calificaciones obtenidas,


y estos grupos asistían juntos a cada asignatura. A mí me metieron en un grupo del nivel
superior, y casi todos mis compañeros de clase eran chicas japonesas. No había
hawaianos ni samoanos ni filipinos, y las clases, que eran remilgadas y facilonas, me
aburrían de una forma que hasta entonces nunca había experimentado. El hecho de que
para mis compañeros de curso yo no tuviera ninguna clase de existencia social no
facilitaba en absoluto las cosas. Así que me pasaba las horas encogido en las filas
traseras del aula, vigilando los árboles del exterior en busca de indicios que señalaran la
fuerza y la dirección del viento, mientras dibujaba olas y tablas de surf.

Llevaba tres años surfeando cuando a mi padre le dieron el trabajo que nos llevó
a Hawái. Hasta entonces había trabajado, casi siempre como ayudante de dirección, en
algunas series de televisión. Ahora era el jefe de producción de una nueva serie, un
espectáculo musical de variedades inspirado en un programa de radio, Hawaii Calls.

El presupuesto no era muy alto, a juzgar por la casa diminuta que tuvimos que
alquilar (Kevin y yo nos turnábamos durmiendo en el sofá) y el viejo Ford oxidado que
compramos para movernos por la isla. La casa, sin embargo, estaba cerca de la playa, al
final de un camino flanqueado por otras viviendas en una calle llamada Kulamanu, y el
tiempo, que era caluroso incluso en enero, cuando llegamos, nos pareció un lujo
decadente.

Me embargaba la emoción por estar en Hawái. Todos los surfistas y todos los
lectores de revistas de surf —y yo me había aprendido de memoria cada párrafo y cada
pie de foto de las revistas que tenía— se pasaban la mayor parte de su vida, les gustase
o no, imaginando estar en Hawái. Y ahora yo estaba allí, pisando la arena de Hawái
(gruesa y con un olor raro), saboreando el agua de mar de Hawái (tibia y con un olor
raro) y remando hacia las olas hawaianas (pequeñas, de paredes oscuras y peinadas por
el viento).

Nada era como me lo había imaginado. En las revistas las olas de Hawái siempre
eran grandes, y, en las fotos, su color oscilaba entre un intenso azul océano y un
turquesa pálido casi imposible. El viento era siempre terral (el que sopla de tierra, el
ideal para el surf), y las rompientes eran los campos elíseos de los dioses: Sunset Beach,
Banzai Pipeline, Makaha, Ala Moana, la bahía de Waimea.

Sin embargo, todo eso parecía a varios mundos de distancia del mar que se veía
frente a nuestra casa. La playa no era más que una estrecha franja de arena húmeda,
siempre vacía.

La tarde de nuestra llegada, mientras hacía mi primera y frenética exploración


del mar, descubrí que la rompiente era muy rara. Las olas rompían aquí y allá en el
borde exterior de un arrecife musgoso casi a ras de agua. Me preocupaba el coral, que
tenía fama de ser muy afilado. Entonces, a lo lejos, hacia el oeste, vi el acostumbrado
minué de las siluetas que subían y bajaban, iluminadas al trasluz por el sol de la tarde.
¡Surfistas! Volví a subir corriendo por el camino. Dentro de casa todo el mundo estaba
deshaciendo maletas y peleándose por las camas. Yo me puse las bermudas, cogí mi
tabla y me largué sin decir nada.

Remé más de medio kilómetro hacia el oeste por una laguna poco profunda,
manteniéndome muy cerca de la orilla. Se terminaron las casas de la playa y en su lugar
apareció, frente a la arena, la falda boscosa y empinada de Diamond Head. Luego
desapareció el arrecife que tenía a mi izquierda y dejó al descubierto un amplio canal de
aguas mucho más profundas en las que no rompían las olas. Al otro lado del canal
surgieron diez o doce surfistas que surfeaban un racimo de oscuras crestas que rompían
a la altura del pecho, bajo un viento moderado procedente del mar. Fui remando
despacio hacia el pico —la zona donde se cogen las olas—, pero usando una ruta
indirecta que me permitía estudiar cómo cogía las olas cada uno de ellos. Eran buenos.
Tenían un estilo muy natural, sin florituras. Ninguno se cayó. Y ninguno, a Dios
gracias, se dio cuenta de que yo estaba allí.

Giré y me metí en un tramo vacío del pico. Había muchas olas. Las bajadas se
hacían con olas que se desmenuzaban, pero eran fáciles. Dejé que los músculos actuaran
de memoria y pillé un par de olas pequeñas y fofas que rompían hacia la derecha. Eran
distintas —aunque no mucho— de las que yo había conocido en California; poco
fiables, pero no daban miedo. Se veía el coral del fondo, pero con la excepción de unos
pocos salientes que asomaban hacia dentro (más cerca de la orilla), se hallaba a bastante
profundidad.

Los demás surfistas charlaban y se reían. Les escuché, pero no conseguí entender
una palabra. En un momento dado, un tipo mayor que yo pasó remando a mi lado e hizo
un gesto señalando mar adentro. «Afuera», dijo. Fue la única palabra que me dirigieron
aquel día. Y el tipo tenía razón: por fuera se estaba acercando una serie, la más grande
de aquella tarde. Agradecí que me hubieran avisado.

En cuanto se puso el sol empezó a disminuir el número de surfistas. Intenté ver


hacia dónde iban. Casi todos parecían coger un sendero empinado que subía por la
ladera hacia la carretera de Diamond Head. Llevaban las pálidas tablas sobre la cabeza y
avanzaban a paso regular, con la quilla por delante, zigzagueando por las curvas. Pillé la
última ola, la fui surfeando hasta llegar a las aguas poco profundas y empecé la larga
travesía a remo a través de la laguna. Comenzaban a encenderse las primeras luces en
las casas. El aire era más fresco y las sombras tenían un matiz azul oscuro bajo las hojas
de los cocoteros de la orilla. Yo estaba radiante de júbilo por mi buena suerte. Solo me
faltaba tener a alguien a quien pudiera decirle: «Estoy en Hawái, estoy surfeando en
Hawái». Y entonces se me ocurrió que ni siquiera sabía el nombre del lugar en el que
había estado surfeando.

Se llamaba Cliffs. Era un mosaico de arrecifes con forma de arco que se


extendían hacia el sur y el oeste, a lo largo de más de medio kilómetro, desde el canal
por el que había empezado a remar. Cuando descubres un nuevo pico, un nuevo lugar
para hacer surf, lo primero que haces es compararlo con otras rompientes, con todas las
demás olas que has aprendido a leer con atención. Pero en aquella época mis archivos
consistían únicamente en diez o quince picos de California, y de ellos solo había uno
que yo conociera bien: un pico de guijarros en Ventura. Ninguna de estas experiencias
me había preparado especialmente bien para Cliffs, donde ahora, tras esa sesión inicial,
yo intentaba surfear dos veces al día.

Sendero al mar de la casa en Kulamanu, 1966.

Cliffs poseía una caprichosa complejidad que superaba todo lo que yo conocía.

Las mañanas eran lo más complicado. Para surfear antes de ir a la escuela, tenía
que estar allí antes del amanecer. Mi breve experiencia me indicaba que el mar tenía que
estar muy liso a esas horas. En California, al menos, casi nunca hay viento tan
temprano. Pero en los trópicos era distinto; y desde luego era distinto en Cliffs. Al salir
el sol, los vientos alisios solían ser muy fuertes. Las hojas de palma entrechocaban en lo
alto de mi cabeza mientras bajaba por el sendero, con la tabla encerada sobre la cabeza,
y desde la orilla veía borregos de espuma en la parte de afuera, más allá del arrecife,
derramándose, de este a oeste, sobre un océano de un imperial color azul. Se decía que
los alisios soplaban en dirección nordeste, que en teoría no era una mala dirección para
una costa expuesta al sur, pero de algún modo en Cliffs siempre soplaban de lado, y con
la fuerza suficiente para arruinar casi todos los picos de aquel ángulo.
Y aun así, aquel lugar tenía una especie de huraña perdurabilidad que lo hacía
surfeable, al menos para mis propósitos, incluso en aquellas pésimas condiciones. Casi
nadie más surfeaba allí al amanecer. Aprendí a controlar las secciones engañosas,
rápidas y poco profundas, y los picos más suaves en los que hacía falta un rápido
cutback para seguir en la ola. Incluso en los días de viento fuerte y olas hasta la cintura,
era posible apurar algunas olas e improvisar un recorrido largo y satisfactorio. El
arrecife tenía mil peculiaridades distintas, que cambiaban muy deprisa conforme a los
movimientos de las mareas. Y cuando el canal interior empezaba a teñirse de un lechoso
color turquesa —un color no muy distinto al de las fantásticas olas hawaianas que se
veían en las revistas— eso significaba, tal como yo iría descubriendo más tarde, que el
sol había alcanzado la altura que debía llevarme de vuelta a casa para el desayuno. Si la
marea estaba muy baja y me era imposible remar en la laguna, aprendí a prever un
regreso más lento caminando sobre la blanda y áspera arena, mientras hacía esfuerzos
por mantener la punta de la tabla orientada hacia el viento.

Por las tardes las cosas eran muy distintas. El viento era más débil, el mar estaba
menos revuelto y solía haber más gente surfeando. Al cabo de unas pocas sesiones ya
pude reconocer a algunos surfistas. En los picos de California que yo conocía había
muchas menos olas disponibles, una enorme competencia para hacerse con las mejores
posiciones y una jerarquía que se respetaba escrupulosamente. Si uno era muy joven y
no tenía aliados, como por ejemplo un hermano mayor, debía procurar no cruzarse
jamás, aunque fuera sin querer, con los peces gordos de la zona. Pero en Cliffs había
tanto espacio disponible y tantas olas que rompían hacia el oeste del pico principal —o
quizá, si uno había estado atento, en un tramo interior que se había puesto en
movimiento sin llamar mucho la atención—, que me sentí con total libertad para
explorar los márgenes de la zona. Nadie se metía conmigo. Nadie me miraba mal. Era
justo lo contrario de mi vida en la escuela.

En mi programa de orientación educativa figuraban las peleas a puñetazos,


algunas de las cuales se establecían con arreglo a un horario. Había un cementerio junto
al campus de la escuela que tenía un claro de hierba muy bien escondido en un extremo,
y allí era donde los chicos iban a dirimir sus diferencias. Un día me vi allí
enfrentándome a varios chicos que se llamaban Freitas, aunque ninguno de ellos estaba
emparentado con mi velludo acosador del taller de carpintería. El primer oponente que
tuve era tan pequeño y tan joven que incluso llegué a pensar que no era de nuestra
escuela. Por lo visto, el método de entrenamiento militar del clan de los Freitas consistía
en buscar un idiota sin aliados conocidos o sin el caletre suficiente para evitar las peleas,
y luego enviar al ring al miembro más joven con alguna posibilidad de ganar la batalla.
Si perdía, entonces le tocaba el turno al siguiente Freitas en edad. Y el proceso
continuaba hasta que el extraño era derrotado. Todo discurría sin apasionamiento. Los
Freitas mayores programaban y arbitraban las peleas, por lo general de una forma
bastante justa.

Mi primera pelea tuvo muy poco público —en realidad no le interesaba a nadie—, pero
yo estaba muerto de miedo, porque no tenía ningún conocido conmigo ni sabía cuáles
eran las reglas. Mi adversario resultó ser asombrosamente fuerte para su edad, y encima
tenía un carácter feroz, pero tenía los brazos tan cortos que no lograba alcanzarme con
sus puñetazos, así que al final conseguí derrotarlo sin que ninguno de los dos sufriese
mucho daño. Su primo, que ocupó inmediatamente su lugar, era casi de mi talla, así que
el combate despertó más interés. Conseguí defenderme, pero los dos teníamos ya un ojo
morado cuando uno de los Freitas mayores dio por finalizada la lucha con un empate.
Habría una revancha, según dijo, y añadió, sin dejar lugar a preguntas de ninguna clase,
que si yo la ganaba, alguien llamado Tino aparecería y me partiría el culo. Después los
Freitas se fueron. Recuerdo haberlos visto corretear, riéndose desinhibidos como una
milicia unifamiliar, mientras ascendían por la larga pendiente del cementerio. Estaba
claro que llegaban tarde a otra cita. Me dolía la cara, me dolían los nudillos, pero estaba
mareado de alivio. Luego vi a un par de chavales haole de mi edad ocultos entre los
matorrales, al final del calvero. Me estaban mirando como si fueran ardillas. Me pareció
reconocerlos de la escuela, pero se largaron sin decir palabra.

Creo recordar que gané la revancha. Y luego Tino me partió la cara, y nada de
preguntas.

Hubo más peleas, incluida una que duró varios días con un chino de la clase de
agricultura, que se negó a rendirse incluso cuando logré meterle la cara en el barro
rojizo del huerto de lechugas. Esa violenta refriega se prolongó durante una semana. Se
reiniciaba todas las tardes y nunca tuvo un ganador claro. Los demás niños de la clase,
que disfrutaban con el espectáculo, se ocupaban de que el profesor no nos sorprendiera
si acertaba a pasar por allí.

No sé qué pensarían mis padres. Cortes, moratones, ojos morados, todo eso se
podía explicar con el fútbol americano, el surf, cualquier cosa. Un pálpito que ahora,
con el paso del tiempo, me parece acertado me dice que ellos no podían ayudarme de
ninguna manera, así que yo no les contaba nada.

Una pandilla de racistas vino en mi ayuda. Se hacían llamar la Gente Guapa.


Eran haoles, y a pesar de su ridículo nombre, eran desastrosamente malos. El jefe era un
chico jovial, disoluto, con la voz cascada y los dientes rotos, que se llamaba Mike. No
tenía una gran corpulencia, pero se movía por la escuela con una temeraria bravuconería
que intimidaba a todo el mundo, con la excepción de los samoanos más grandotes. El
verdadero hogar de Mike, según se supo más tarde, era un centro de detención de
menores que estaba por algún sitio: la asistencia a la escuela era tan solo un permiso al
que quería sacarle el máximo partido. Tenía una hermana menor, Eddie, que era rubia, y
flaca y salvaje, y su casa de Kaimuki era la sede social de la Gente Guapa. En la escuela
se reunían bajo un árbol de la lluvia, en una loma de tierra roja que se levantaba tras el
bungaló sin pintar donde yo daba clases de mecanografía. Mi admisión en el grupo no
se ajustó a ningún protocolo. Mike y sus compinches simplemente me dijeron que podía
juntarme con ellos bajo el árbol de la lluvia. Gracias a la Gente Guapa, donde había más
chicas que chicos, fui entendiendo el contexto general, primero, y más tarde los detalles
del mosaico racial de Hawái. Nuestros peores enemigos, según llegué a saber, eran los
mokes, término que parecía referirse a cualquiera que fuera fuerte y tuviera la piel
oscura.

—Tú ya te has zurrado con los mokes —me dijo Mike.

Me di cuenta de que era verdad.

Mi carrera pugilística se fue diluyendo. La gente descubrió que ahora formaba


parte de la pandilla de los haoles y prefirió elegir a otros chavales. Incluso Freitas
empezó a dejarme en paz en el taller de carpintería. Pero ¿de verdad se había olvidado
de su listón de madera? Era difícil creer que se dejase intimidar por la Gente Guapa.

De forma discreta, yo me dedicaba a estudiar cómo surfeaban algunos de los


habituales de Cliffs, los que parecían leer mejor las olas, los que encontraban las
secciones más veloces, los que mejor movían las tablas en cada giro. Mi primera
impresión se confirmó: nunca había visto a nadie que surfeara tan bien. Los
movimientos de las manos estaban perfectamente sincronizados con los de los pies. Las
rodillas se doblaban mucho más que en el surf que yo había visto, y las caderas se
movían con mucha más soltura. No se solía surfear en la punta de la tabla, que era algo
que estaba muy de moda en el continente y que exigía saber deslizarse, cada vez que se
presentaba la oportunidad, hasta el extremo de la tabla, colocando los cinco o los diez
dedos sobre la punta delantera para desafiar la física elemental del deslizamiento y la
flotación. Por entonces no lo sabía, pero lo que estaba viendo era el estilo clásico de las
islas. Desde el canal iba tomando notas mentales y, sin ni siquiera darme cuenta,
empecé a caminar mucho menos hacia la punta.

Unos pocos surfistas eran muy jóvenes, entre ellos un chico enjuto que caminaba
muy erguido y que parecía tener la misma edad que yo. Se mantenía alejado del pico
principal y prefería coger las olas más lejanas. Yo siempre estiraba el cuello para ver lo
que hacía, y aunque las olas que elegía eran feas y pequeñas, enseguida me di cuenta de
que era asombrosamente rápido y tenía muy buen equilibrio. Era el mejor surfista de mi
edad que había visto en mi vida. Utilizaba una tabla inusualmente corta, ligera y con la
punta afilada. En una ocasión me pilló mirándole y se puso tan nervioso como yo
mismo. Pasó remando furiosamente por delante de mí con gesto de enfado. A partir de
ese momento intenté mantenerme lejos de él. Al día siguiente, sin embargo, hizo un
gesto con la barbilla para saludarme. Deseé que no se notara lo feliz que me sentía. Y
luego, unos días más tarde, me habló.

—Más mejor por aquel lado —dijo, apuntando con los ojos hacia el oeste
mientras remontábamos una pequeña serie. Era una invitación a que fuese con él a uno
de sus recónditos y despoblados picos. No hizo falta que me lo dijera dos veces.

Se llamaba Roddy Kaulukukui. Tenía trece años, igual que yo. «Tiene la piel tan
oscura que parece un negro», le escribí a un amigo. Roddy y yo nos fuimos
intercambiando olas, al principio con cautela, y después casi sin ella. Yo sabía pillar las
olas tan bien como él, cosa muy importante, y estaba empezando a familiarizarme con el
pico, que se fue convirtiendo en una especie de empeño compartido. Ya que éramos los
dos surfistas más jóvenes de Cliffs, estábamos destinados, aunque no fuésemos del todo
conscientes de ello, a convertirnos en colegas. Pero Roddy no se presentó solo. Tenía
dos hermanos y una especie de tercer hermano honorario, un japonés llamado Ford
Takara. El hermano mayor de Roddy, Glenn, era una autoridad en el pico. Glenn y Ford
salían a surfear todos los días. Solo eran un año mayores que nosotros, pero los dos
podían competir en las olas principales con cualquiera de los mejores. Glenn en
particular era un surfista soberbio, con un estilo que resultaba muy fluido y vistoso. El
padre, que también se llamaba Glenn, era asimismo surfista, igual que el hermano
menor, John, que todavía era demasiado joven para internarse en Cliffs.

Roddy empezó a informarme sobre los demás chicos. Me contó que el tío gordo
que aparecía los días de mejores olas, el que las cogía en el pico exterior y bajaba tan
bien que todos nosotros dejábamos de surfear para observar cómo lo hacía, era Ben
Apia. (Años más tarde, las fotos y las historias de Ben Apia empezaron a llenar las
revistas de surf). El chino que se presentó en el mejor día que había visto yo en Cliffs
hasta entonces —un mar de fondo constante del sur que llegó fuera de temporada en una
tarde nublada y sin viento— era Leslie Wong. Tenía un estilo tan elegante que solo
surfeaba en Cliffs cuando las condiciones eran inmejorables. Wong cogió la mejor ola
del día, con la espalda ligeramente arqueada hacia atrás y los brazos muy relajados,
logrando que lo difícil —no, tío, no, lo extático— pareciera muy fácil. De mayor yo
quería ser como Leslie Wong. Entre los habituales de Cliffs fui descubriendo poco a
poco quién solía desperdiciar una ola —al no poder cogerla a tiempo o al caerse— y
cómo yo podía coger esa misma ola de forma discreta sin demostrar falta de respeto
hacia nadie. Aunque fuera un grupo bastante educado, era importante no darse humos.

Mi surfista favorito era Glenn Kaulukukui. Desde el momento que pillaba una
ola y se agachaba como un gato sobre la tabla, no podía dejar de observar la trayectoria
que tomaba, la velocidad que conseguía alcanzar y las improvisaciones que se iba
inventando. Tenía una cabeza muy grande que siempre parecía un poco echada hacia
atrás, y el pelo muy largo, blanqueado por el sol hasta alcanzar un tono cobrizo, y
también peinado hacia atrás. Tenía los labios gruesos, a la manera africana, los hombros
muy negros y se movía con una inusual elegancia. Pero había algo más —llamémoslo
ingenio o ironía— que completaba la belleza y la confianza en sí mismo que desprendía
su físico, algo de naturaleza agridulce que le permitía aparentar, en casi todas las
situaciones salvo en las extremadamente complicadas, que estaba actuando con la
mayor concentración y, al mismo tiempo, riéndose en silencio de sí mismo.

También se reía de mí, aunque sin mala intención. Cuando yo salía de la ola a lo
loco e intentaba hacer una virguería al final, girando de forma muy poco elegante hasta
quedarme junto a él en el canal, Glenn decía: «Venga, Bill, dale fuerte». Hasta yo sabía
que era una frase hecha muy habitual, una forma de darme ánimos, pero también una
sutil variante de la sátira. Se burlaba de mí al mismo tiempo que me animaba.
Empezamos a remar juntos hacia fuera. Cuando ya casi habíamos llegado, vimos a Ford
pillar una serie desde el interior del pico y trazar una línea muy astuta para sortear las
secciones más difíciles. «Vaya con Ford», murmuró Glenn con respeto, «¿has visto
eso?». Y entonces empezó a adelantarme rumbo al pico.

Una tarde Roddy me preguntó dónde vivía. Le señalé hacia el este, en dirección a
la cala sombreada de Black Point. Se lo dijo a Glenn y a Ford, y luego volvió con
expresión azorada. Tenía que pedirme algo: ¿podrían dejar sus tablas en mi casa?
Agradecí que me acompañaran remando hasta la orilla, que estaba muy lejos. En nuestra
casa había un patio diminuto rodeado por un alto y tupido bosquecillo de bambú que lo
ocultaba de la calle. Dejamos las tablas apoyadas contra el bambú y nos lavamos en la
oscuridad con la manguera del jardín. Luego ellos tres se fueron. No llevaban nada más
que las bermudas y chorreaban agua, pero estaban felices de poder irse hasta el lejano
barrio de Kaimuki sin tener que cargar con las tablas.

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