Autobiografía, William Finnegan
Autobiografía, William Finnegan
Autobiografía, William Finnegan
Años salvajes.
Honolulu, 1966-1967
Llevaba unos lustrosos zapatos negros con la puntera afilada, pantalones pitillo y
alegres camisas de flores. Un gran tupé de pelo muy rizado coronaba su cabeza y daba
la impresión de haber estado afeitándose desde el mismo día en que nació. Casi nunca
hablaba, y cuando lo hacía, usaba el idioma local que yo no entendía. Era una especie de
gánster juvenil que llevaba años repitiendo curso y que solo esperaba el momento de
poder abandonar la escuela. Se llamaba Freitas —nunca llegué a saber su nombre de
pila—, pero no parecía estar emparentado con el clan de los Freitas, una extensa familia
que tenía muchos vástagos pendencieros y bravucones entre el alumnado de la escuela
secundaria de Kaimuki. El Freitas de las punteras afiladas me estuvo estudiando sin
ningún disimulo durante unos días, cosa que me fue poniendo cada vez más nervioso, y
luego inició una serie de asaltos contra mi autocontrol, chocándose contra mi hombro,
por ejemplo, cuando estaba concentrado cortando con la sierra mi caja de limpiabotas a
medio terminar.
Años más tarde llegué a la conclusión de que mis padres me habían enviado a la
escuela secundaria de Kaimuki por una confusión. Estábamos en 1966 y la enseñanza
pública de California, sobre todo en los barrios de clase media donde nosotros vivíamos,
era de las mejores del país. Las familias que conocíamos jamás se habían planteado
enviar a sus hijos a colegios privados. Pero la enseñanza pública de Hawái era una cosa
muy distinta: empobrecida por los recortes, y sin haber conseguido desprenderse de la
tradición colonial de los misioneros, estaba a años luz de la media educativa americana.
Llevaba tres años surfeando cuando a mi padre le dieron el trabajo que nos llevó
a Hawái. Hasta entonces había trabajado, casi siempre como ayudante de dirección, en
algunas series de televisión. Ahora era el jefe de producción de una nueva serie, un
espectáculo musical de variedades inspirado en un programa de radio, Hawaii Calls.
El presupuesto no era muy alto, a juzgar por la casa diminuta que tuvimos que
alquilar (Kevin y yo nos turnábamos durmiendo en el sofá) y el viejo Ford oxidado que
compramos para movernos por la isla. La casa, sin embargo, estaba cerca de la playa, al
final de un camino flanqueado por otras viviendas en una calle llamada Kulamanu, y el
tiempo, que era caluroso incluso en enero, cuando llegamos, nos pareció un lujo
decadente.
Me embargaba la emoción por estar en Hawái. Todos los surfistas y todos los
lectores de revistas de surf —y yo me había aprendido de memoria cada párrafo y cada
pie de foto de las revistas que tenía— se pasaban la mayor parte de su vida, les gustase
o no, imaginando estar en Hawái. Y ahora yo estaba allí, pisando la arena de Hawái
(gruesa y con un olor raro), saboreando el agua de mar de Hawái (tibia y con un olor
raro) y remando hacia las olas hawaianas (pequeñas, de paredes oscuras y peinadas por
el viento).
Nada era como me lo había imaginado. En las revistas las olas de Hawái siempre
eran grandes, y, en las fotos, su color oscilaba entre un intenso azul océano y un
turquesa pálido casi imposible. El viento era siempre terral (el que sopla de tierra, el
ideal para el surf), y las rompientes eran los campos elíseos de los dioses: Sunset Beach,
Banzai Pipeline, Makaha, Ala Moana, la bahía de Waimea.
Sin embargo, todo eso parecía a varios mundos de distancia del mar que se veía
frente a nuestra casa. La playa no era más que una estrecha franja de arena húmeda,
siempre vacía.
Remé más de medio kilómetro hacia el oeste por una laguna poco profunda,
manteniéndome muy cerca de la orilla. Se terminaron las casas de la playa y en su lugar
apareció, frente a la arena, la falda boscosa y empinada de Diamond Head. Luego
desapareció el arrecife que tenía a mi izquierda y dejó al descubierto un amplio canal de
aguas mucho más profundas en las que no rompían las olas. Al otro lado del canal
surgieron diez o doce surfistas que surfeaban un racimo de oscuras crestas que rompían
a la altura del pecho, bajo un viento moderado procedente del mar. Fui remando
despacio hacia el pico —la zona donde se cogen las olas—, pero usando una ruta
indirecta que me permitía estudiar cómo cogía las olas cada uno de ellos. Eran buenos.
Tenían un estilo muy natural, sin florituras. Ninguno se cayó. Y ninguno, a Dios
gracias, se dio cuenta de que yo estaba allí.
Giré y me metí en un tramo vacío del pico. Había muchas olas. Las bajadas se
hacían con olas que se desmenuzaban, pero eran fáciles. Dejé que los músculos actuaran
de memoria y pillé un par de olas pequeñas y fofas que rompían hacia la derecha. Eran
distintas —aunque no mucho— de las que yo había conocido en California; poco
fiables, pero no daban miedo. Se veía el coral del fondo, pero con la excepción de unos
pocos salientes que asomaban hacia dentro (más cerca de la orilla), se hallaba a bastante
profundidad.
Los demás surfistas charlaban y se reían. Les escuché, pero no conseguí entender
una palabra. En un momento dado, un tipo mayor que yo pasó remando a mi lado e hizo
un gesto señalando mar adentro. «Afuera», dijo. Fue la única palabra que me dirigieron
aquel día. Y el tipo tenía razón: por fuera se estaba acercando una serie, la más grande
de aquella tarde. Agradecí que me hubieran avisado.
Cliffs poseía una caprichosa complejidad que superaba todo lo que yo conocía.
Las mañanas eran lo más complicado. Para surfear antes de ir a la escuela, tenía
que estar allí antes del amanecer. Mi breve experiencia me indicaba que el mar tenía que
estar muy liso a esas horas. En California, al menos, casi nunca hay viento tan
temprano. Pero en los trópicos era distinto; y desde luego era distinto en Cliffs. Al salir
el sol, los vientos alisios solían ser muy fuertes. Las hojas de palma entrechocaban en lo
alto de mi cabeza mientras bajaba por el sendero, con la tabla encerada sobre la cabeza,
y desde la orilla veía borregos de espuma en la parte de afuera, más allá del arrecife,
derramándose, de este a oeste, sobre un océano de un imperial color azul. Se decía que
los alisios soplaban en dirección nordeste, que en teoría no era una mala dirección para
una costa expuesta al sur, pero de algún modo en Cliffs siempre soplaban de lado, y con
la fuerza suficiente para arruinar casi todos los picos de aquel ángulo.
Y aun así, aquel lugar tenía una especie de huraña perdurabilidad que lo hacía
surfeable, al menos para mis propósitos, incluso en aquellas pésimas condiciones. Casi
nadie más surfeaba allí al amanecer. Aprendí a controlar las secciones engañosas,
rápidas y poco profundas, y los picos más suaves en los que hacía falta un rápido
cutback para seguir en la ola. Incluso en los días de viento fuerte y olas hasta la cintura,
era posible apurar algunas olas e improvisar un recorrido largo y satisfactorio. El
arrecife tenía mil peculiaridades distintas, que cambiaban muy deprisa conforme a los
movimientos de las mareas. Y cuando el canal interior empezaba a teñirse de un lechoso
color turquesa —un color no muy distinto al de las fantásticas olas hawaianas que se
veían en las revistas— eso significaba, tal como yo iría descubriendo más tarde, que el
sol había alcanzado la altura que debía llevarme de vuelta a casa para el desayuno. Si la
marea estaba muy baja y me era imposible remar en la laguna, aprendí a prever un
regreso más lento caminando sobre la blanda y áspera arena, mientras hacía esfuerzos
por mantener la punta de la tabla orientada hacia el viento.
Por las tardes las cosas eran muy distintas. El viento era más débil, el mar estaba
menos revuelto y solía haber más gente surfeando. Al cabo de unas pocas sesiones ya
pude reconocer a algunos surfistas. En los picos de California que yo conocía había
muchas menos olas disponibles, una enorme competencia para hacerse con las mejores
posiciones y una jerarquía que se respetaba escrupulosamente. Si uno era muy joven y
no tenía aliados, como por ejemplo un hermano mayor, debía procurar no cruzarse
jamás, aunque fuera sin querer, con los peces gordos de la zona. Pero en Cliffs había
tanto espacio disponible y tantas olas que rompían hacia el oeste del pico principal —o
quizá, si uno había estado atento, en un tramo interior que se había puesto en
movimiento sin llamar mucho la atención—, que me sentí con total libertad para
explorar los márgenes de la zona. Nadie se metía conmigo. Nadie me miraba mal. Era
justo lo contrario de mi vida en la escuela.
Mi primera pelea tuvo muy poco público —en realidad no le interesaba a nadie—, pero
yo estaba muerto de miedo, porque no tenía ningún conocido conmigo ni sabía cuáles
eran las reglas. Mi adversario resultó ser asombrosamente fuerte para su edad, y encima
tenía un carácter feroz, pero tenía los brazos tan cortos que no lograba alcanzarme con
sus puñetazos, así que al final conseguí derrotarlo sin que ninguno de los dos sufriese
mucho daño. Su primo, que ocupó inmediatamente su lugar, era casi de mi talla, así que
el combate despertó más interés. Conseguí defenderme, pero los dos teníamos ya un ojo
morado cuando uno de los Freitas mayores dio por finalizada la lucha con un empate.
Habría una revancha, según dijo, y añadió, sin dejar lugar a preguntas de ninguna clase,
que si yo la ganaba, alguien llamado Tino aparecería y me partiría el culo. Después los
Freitas se fueron. Recuerdo haberlos visto corretear, riéndose desinhibidos como una
milicia unifamiliar, mientras ascendían por la larga pendiente del cementerio. Estaba
claro que llegaban tarde a otra cita. Me dolía la cara, me dolían los nudillos, pero estaba
mareado de alivio. Luego vi a un par de chavales haole de mi edad ocultos entre los
matorrales, al final del calvero. Me estaban mirando como si fueran ardillas. Me pareció
reconocerlos de la escuela, pero se largaron sin decir palabra.
Creo recordar que gané la revancha. Y luego Tino me partió la cara, y nada de
preguntas.
Hubo más peleas, incluida una que duró varios días con un chino de la clase de
agricultura, que se negó a rendirse incluso cuando logré meterle la cara en el barro
rojizo del huerto de lechugas. Esa violenta refriega se prolongó durante una semana. Se
reiniciaba todas las tardes y nunca tuvo un ganador claro. Los demás niños de la clase,
que disfrutaban con el espectáculo, se ocupaban de que el profesor no nos sorprendiera
si acertaba a pasar por allí.
No sé qué pensarían mis padres. Cortes, moratones, ojos morados, todo eso se
podía explicar con el fútbol americano, el surf, cualquier cosa. Un pálpito que ahora,
con el paso del tiempo, me parece acertado me dice que ellos no podían ayudarme de
ninguna manera, así que yo no les contaba nada.
Unos pocos surfistas eran muy jóvenes, entre ellos un chico enjuto que caminaba
muy erguido y que parecía tener la misma edad que yo. Se mantenía alejado del pico
principal y prefería coger las olas más lejanas. Yo siempre estiraba el cuello para ver lo
que hacía, y aunque las olas que elegía eran feas y pequeñas, enseguida me di cuenta de
que era asombrosamente rápido y tenía muy buen equilibrio. Era el mejor surfista de mi
edad que había visto en mi vida. Utilizaba una tabla inusualmente corta, ligera y con la
punta afilada. En una ocasión me pilló mirándole y se puso tan nervioso como yo
mismo. Pasó remando furiosamente por delante de mí con gesto de enfado. A partir de
ese momento intenté mantenerme lejos de él. Al día siguiente, sin embargo, hizo un
gesto con la barbilla para saludarme. Deseé que no se notara lo feliz que me sentía. Y
luego, unos días más tarde, me habló.
—Más mejor por aquel lado —dijo, apuntando con los ojos hacia el oeste
mientras remontábamos una pequeña serie. Era una invitación a que fuese con él a uno
de sus recónditos y despoblados picos. No hizo falta que me lo dijera dos veces.
Se llamaba Roddy Kaulukukui. Tenía trece años, igual que yo. «Tiene la piel tan
oscura que parece un negro», le escribí a un amigo. Roddy y yo nos fuimos
intercambiando olas, al principio con cautela, y después casi sin ella. Yo sabía pillar las
olas tan bien como él, cosa muy importante, y estaba empezando a familiarizarme con el
pico, que se fue convirtiendo en una especie de empeño compartido. Ya que éramos los
dos surfistas más jóvenes de Cliffs, estábamos destinados, aunque no fuésemos del todo
conscientes de ello, a convertirnos en colegas. Pero Roddy no se presentó solo. Tenía
dos hermanos y una especie de tercer hermano honorario, un japonés llamado Ford
Takara. El hermano mayor de Roddy, Glenn, era una autoridad en el pico. Glenn y Ford
salían a surfear todos los días. Solo eran un año mayores que nosotros, pero los dos
podían competir en las olas principales con cualquiera de los mejores. Glenn en
particular era un surfista soberbio, con un estilo que resultaba muy fluido y vistoso. El
padre, que también se llamaba Glenn, era asimismo surfista, igual que el hermano
menor, John, que todavía era demasiado joven para internarse en Cliffs.
Roddy empezó a informarme sobre los demás chicos. Me contó que el tío gordo
que aparecía los días de mejores olas, el que las cogía en el pico exterior y bajaba tan
bien que todos nosotros dejábamos de surfear para observar cómo lo hacía, era Ben
Apia. (Años más tarde, las fotos y las historias de Ben Apia empezaron a llenar las
revistas de surf). El chino que se presentó en el mejor día que había visto yo en Cliffs
hasta entonces —un mar de fondo constante del sur que llegó fuera de temporada en una
tarde nublada y sin viento— era Leslie Wong. Tenía un estilo tan elegante que solo
surfeaba en Cliffs cuando las condiciones eran inmejorables. Wong cogió la mejor ola
del día, con la espalda ligeramente arqueada hacia atrás y los brazos muy relajados,
logrando que lo difícil —no, tío, no, lo extático— pareciera muy fácil. De mayor yo
quería ser como Leslie Wong. Entre los habituales de Cliffs fui descubriendo poco a
poco quién solía desperdiciar una ola —al no poder cogerla a tiempo o al caerse— y
cómo yo podía coger esa misma ola de forma discreta sin demostrar falta de respeto
hacia nadie. Aunque fuera un grupo bastante educado, era importante no darse humos.
Mi surfista favorito era Glenn Kaulukukui. Desde el momento que pillaba una
ola y se agachaba como un gato sobre la tabla, no podía dejar de observar la trayectoria
que tomaba, la velocidad que conseguía alcanzar y las improvisaciones que se iba
inventando. Tenía una cabeza muy grande que siempre parecía un poco echada hacia
atrás, y el pelo muy largo, blanqueado por el sol hasta alcanzar un tono cobrizo, y
también peinado hacia atrás. Tenía los labios gruesos, a la manera africana, los hombros
muy negros y se movía con una inusual elegancia. Pero había algo más —llamémoslo
ingenio o ironía— que completaba la belleza y la confianza en sí mismo que desprendía
su físico, algo de naturaleza agridulce que le permitía aparentar, en casi todas las
situaciones salvo en las extremadamente complicadas, que estaba actuando con la
mayor concentración y, al mismo tiempo, riéndose en silencio de sí mismo.
También se reía de mí, aunque sin mala intención. Cuando yo salía de la ola a lo
loco e intentaba hacer una virguería al final, girando de forma muy poco elegante hasta
quedarme junto a él en el canal, Glenn decía: «Venga, Bill, dale fuerte». Hasta yo sabía
que era una frase hecha muy habitual, una forma de darme ánimos, pero también una
sutil variante de la sátira. Se burlaba de mí al mismo tiempo que me animaba.
Empezamos a remar juntos hacia fuera. Cuando ya casi habíamos llegado, vimos a Ford
pillar una serie desde el interior del pico y trazar una línea muy astuta para sortear las
secciones más difíciles. «Vaya con Ford», murmuró Glenn con respeto, «¿has visto
eso?». Y entonces empezó a adelantarme rumbo al pico.
Una tarde Roddy me preguntó dónde vivía. Le señalé hacia el este, en dirección a
la cala sombreada de Black Point. Se lo dijo a Glenn y a Ford, y luego volvió con
expresión azorada. Tenía que pedirme algo: ¿podrían dejar sus tablas en mi casa?
Agradecí que me acompañaran remando hasta la orilla, que estaba muy lejos. En nuestra
casa había un patio diminuto rodeado por un alto y tupido bosquecillo de bambú que lo
ocultaba de la calle. Dejamos las tablas apoyadas contra el bambú y nos lavamos en la
oscuridad con la manguera del jardín. Luego ellos tres se fueron. No llevaban nada más
que las bermudas y chorreaban agua, pero estaban felices de poder irse hasta el lejano
barrio de Kaimuki sin tener que cargar con las tablas.