Catecismo de La Vida Interior
Catecismo de La Vida Interior
Catecismo de La Vida Interior
AÑO 2009
Clase de Espiritualidad
AÑO DE ESPIRITUALIDAD
CATECISMO
de la
VIDA
INTERIOR
PARA USO INTERNO DE LA
FRATERNIDAD SACERDOTAL SAN PÍO X
PRIMERA PARTE
PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS
ONSTITUTIVOS
DE LA VIDA INTERIOR
1
Parte 2a, cap. 2, A.
4 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
de este mundo. Es sumamente importante, pues, conocerla bien, a fin de vivir de ella más perfec-
tamente.
CONDICIONES DE ÉXITO
1
Jn. 15 5.
Capítulo 1
Nociones previas
Artículo 1
Fin de la vida cristiana
La Revelación nos enseña que la vida de Dios consiste en conocerse y amarse: Dios Padre,
primera Persona de la Trinidad, desde toda la eternidad se conoce, se contempla a Sí mismo y sus
perfecciones infinitas, y engendra una Idea, divina como El, que es el Verbo, la segunda Persona,
irradiación perfectísima de la esencia, perfecciones y vida del Padre. El Verbo, a su vez, contem-
pla al Padre que lo ha engendrado, y se establece entre ambos una corriente infinita de Amor, el
Espíritu Santo, la Tercera Persona, que consuma la vida divina, la vida trinitaria. Esa vida divina
es la Vida Interior perfecta, sobreabundante e infinita. Y en esta vida interior encuentra Dios su
plenitud y su felicidad consumada.
Ahora bien, como Dios es la Bondad sin límites, quiere comunicar al exterior, a algunas
criaturas, su misma vida íntima. Para ello decide crear a los ángeles y a los hombres, a los que
dará una inteligencia capaz de conocerle y una voluntad capaz de amarle, y decreta su diviniza-
ción: estos seres, formados por sus manos, recibirán la misma vida divina, y serán llamados a
gozar de la misma bienaventuranza de que goza Dios. Por eso, en el momento mismo de crear al
hombre, Dios lo eleva al orden sobrenatural, concediéndole el don de la gracia santificante, que es
una participación a su misma vida íntima, a fin de hacerle capaz de conocerle como El mismo se
conoce, y de amarle como El mismo se ama.
Esta vida sobrenatural concedida por Dios al hombre conoció dos estados: el primero fue el
estado de justicia original, antes del pecado de nuestros primeros padres; el segundo fue el estado
de redención, después del pecado.
Es de fe que Dios, por un favor libre y gratuito, elevó al hombre a la vida sobrenatural des-
de el momento mismo de su creación. Dios añadió además a este don de vida sobrenatural otros
dones preternaturales, que perfeccionaban la naturaleza humana: • la impasibilidad, por la que el
hombre no debía padecer ni sufrir; • la inmortalidad, por la que no debía morir; • y la integridad,
por la que su alma, dotada de una inteligencia perfectamente esclarecida y de una voluntad per-
fectamente recta, ejercía un imperio completo y soberano sobre el cuerpo e incluso sobre toda la
naturaleza inferior.
6 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
El hombre, por su culpa, perdió el estado de justicia original; pero Dios, por su infinita mi-
sericordia, volvió a restaurarlo maravillosamente en el orden sobrenatural, restituyéndole por Je-
sucristo la vida divina perdida.
1º Prueba y caída. — Antes de fijar definitivamente a la humanidad en su destino sobrena-
tural, Dios quiso que nuestros primeros padres lo mereciesen para sí mismos y para que lo trans-
mitiesen a toda la familia humana; por eso los creó en un estado de prueba. Adán y Eva sucum-
bieron en la prueba, arrastrando en su pecado a toda su descendencia; en lugar de transmitirle una
naturaleza humana partícipe de la vida divina y enriquecida de los dones preternaturales, le lega-
ron una naturaleza humana privada de la gracia de Dios, sujeta a la triple concupiscencia, y some-
tida a los sufrimientos y a la muerte.
2º Restauración por Jesucristo. — El hombre era absolutamente incapaz de levantarse por
sí mismo del terrible estado en que había caído. Sólo un Dios-Hombre podía liberarlo del pecado
y merecerle de nuevo la vida sobrenatural: siendo hombre podría expiar y merecer en nombre de
la Humanidad, y siendo Dios su expiación y sus merecimientos tendrían un valor infinito. Jesu-
cristo, Dios y hombre verdadero, por su muerte en la cruz, nos ha vuelto a abrir las fuentes de la
vida de la gracia. A cada hombre le toca ahora extraer la gracia de esas fuentes por los medios
que Jesucristo estableció, es decir, por los sacramentos, la oración y las buenas obras.
El estado sobrenatural restaurado por Jesucristo comporta más dificultades, pero también
más auxilios y más méritos que el estado sobrenatural primitivo.
1º Más dificultades. — En el primer estado el hombre tendía sin esfuerzo hacia su fin so-
brenatural. En el segundo estado el hombre sólo puede tender hacia su destino divino definitivo al
precio de luchas incesantes contra la naturaleza debilitada por la triple concupiscencia, y a través
de los sufrimientos y de la muerte; porque Jesucristo, al restituirnos la vida sobrenatural, no nos
ha devuelto la integridad primera de nuestra naturaleza, con los demás dones preternaturales.
2º Más auxilios y más méritos. — Jesucristo, al restaurar en las almas la vida divina, en
lugar de suprimir las consecuencias temporales del pecado, ha preferido transformarlas en fuentes
maravillosas de méritos y de crecimiento en vida sobrenatural. Para este fin, nos asegura una so-
breabundancia de socorros: no contento con ser nuestro Salvador por su muerte, se hizo nuestro
Modelo por sus ejemplos, nuestro Guía por sus palabras, nuestro Compañero de viaje por su pre-
sencia real permanente en la Eucaristía, nuestro Sostén por las gracias sin número que nos conce-
de y por su divina Madre, a la que hizo Madre nuestra.
La vida sobrenatural restaurada es más difícil durante el corto tiempo de prueba, pero tam-
bién más gloriosa para la eternidad. Jesucristo nos ha devuelto más de lo que habíamos perdido
en nuestros primeros padres. De ahí la afirmación del mismo Cristo: «Yo he venido para que ten-
gan vida, y la tengan en abundancia» 1; de ahí también las palabras de San Pablo: «Donde abun-
dó el pecado, sobreabundó la gracia» 2; de ahí la enseñanza de la Iglesia en su Liturgia de la Mi-
sa: «Oh Dios, que maravillosamente habéis creado al hombre, y de manera aún más admirable
lo habéis restaurado…»; y las palabras más asombrosas de la Liturgia del Sábado Santo, al hablar
del pecado original: «¡Oh feliz culpa, que nos ha merecido un tal y tan grande Redentor!».
1
Jn. 10 10.
2
Rom. 5 20.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : NOCIONES PREVIAS 7
CONCLUSIÓN
El fin del hombre es un fin sobrenatural. Desde que Dios quiso hacer partícipe al hombre de
su vida divina, el fin del hombre consiste, a grandes rasgos, en adquirir, conservar y desarrollar
hasta su máxima perfección la vida interior, la vida de Dios en nuestras almas: • adquirirla, por-
que después del pecado original nacemos sin ella; • conservarla, porque múltiples enemigos la
amenazan y luchan contra ella; • desarrollarla, porque nos es dada en estado de germen, con el
fin de que la cultivemos con nuestro esfuerzo personal.
Esta vida interior consiste en conocer y contemplar a Dios: «La vida eterna consiste en
conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tu enviaste» 1, por la fe en esta vida
y por la visión en el cielo; y en amarlo sobre todas las cosas, manifestando este amor por el
cumplimiento perfecto de su voluntad. A este fin hemos de orientar todas nuestras aspiraciones y
encaminar toda nuestra vida.
Artículo 2
El Bautismo, sacramento de la regeneración
Sobre la Cruz, Nuestro Señor expió todos nuestros pecados y nos devolvió la vida divina
que habíamos perdido. Pero ¿cómo se aplican a las almas los frutos y méritos de la Pasión de
Cristo? ¿Cómo se les comunica esa vida divina que Jesucristo les mereció? Por medio de siete
canales o fuentes que Jesucristo mismo instituyó para este fin, y que se llaman Sacramentos.
Los Sacramentos son signos formados por cosas sensibles, instituidos por Jesucristo, que
contienen en sí la virtud eficaz de significar la santificación y la justicia, y de producir la santidad
y la justicia que significan. Cada sacramento significa y produce su gracia sacramental propia.
Uno de ellos, el Bautismo, es el que realiza propiamente nuestro nacimiento a la vida de la gracia.
QUÉ ES EL BAUTISMO
1
Jn. 17 3.
2
Jn. 1 13.
3
Ef. 3 15.
4
II Cor. 5 17.
5
Jn. 3 1ss.
8 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La santidad y la vida interior son obligación, no sólo de los que abrazan un estado de per-
fección, sino también de todo bautizado, porque toda la vida espiritual se deriva, en sus elementos
constitutivos y en sus obligaciones, del sacramento del Bautismo. En efecto:
1º En primer lugar, el Bautismo confiere al alma ciertos títulos que la hacen entrar en estre-
chísimas relaciones con cada una de las personas de la Santísima Trinidad, con la Santísima Vir-
gen y con los demás bautizados: hija de Dios Padre, hermana y esposa de Jesucristo, templo del
Espíritu Santo, hija de María Santísima, miembro de la Iglesia, y heredera del cielo. Los grandes
principios de la vida espiritual brotan así del Bautismo: la adopción divina, la configuración a
Cristo, la inhabitación del Espíritu Santo en el alma, la maternidad espiritual de María Santísima,
la incorporación a la Iglesia y la consumación de la vida espiritual en el cielo.
2º Al mismo tiempo, el Bautismo confiere al alma un completo organismo espiritual, con
todas las leyes que lo rigen, y que le permite obrar en conformidad con los títulos que le confiere:
la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, las gracias actuales.
3º Finalmente, es también el Bautismo el que, por su simbolismo, expresa la doble obliga-
ción de todo cristiano: el aspecto negativo de la vida espiritual, o lucha contra el pecado y sus
causas, y su aspecto positivo, o crecimiento de la vida espiritual por los sacramentos, la oración y
la práctica de las virtudes.
1º Debemos estimar grandemente el bautismo, los títulos que nos confiere y la vida interior
que nos comunica, pues en ellos se cifra toda nuestra grandeza y dignidad. «Demos gracias a
Dios Padre, por su Hijo, en el Espíritu Santo, porque habiéndonos amado con su infinita cari-
dad, tuvo compasión de nosotros; y como estábamos muertos por el pecado, a todos nos hizo
revivir en Jesucristo, de manera que fuésemos en El una nueva criatura, una obra nueva. Despo-
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : NOCIONES PREVIAS 9
jémonos, pues, del hombre viejo con sus obras, y… renunciemos a las obras de la carne. Recono-
ce, cristiano, tu dignidad; y ya que has sido hecho partícipe de la divina naturaleza, guárdate
bien de recaer en tu antigua bajeza por una conducta indigna de tal grandeza. Acuérdate de qué
Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. No olvides jamás que, sustraído al poder de las tinieblas,
has sido trasladado a la luz y al reino de Dios» 1.
2º Juntamente con este don del bautismo, debemos estimar también sobre todas las cosas
nuestra vocación religiosa, que nos pone en las mejores condiciones para salvaguardar y hacer
fructificar nuestro tesoro bautismal, y para alcanzar la perfección de la vida interior, dedicándo-
nos exclusivamente al fin para el que Dios nos ha creado.
Entendamos bien que el Bautismo es una consagración perfecta a Dios; por él nos conver-
timos en cosas sagradas, dedicadas al servicio exclusivo de Dios. Pertenecemos a Dios porque
somos sus hijos; a Jesucristo, porque somos sus miembros; al Espíritu Santo, porque somos sus
templos; a María Santísima, porque somos sus hijos y esclavos. El pecado será siempre, por nues-
tra condición sagrada, una profanación. Vivamos como cosas sagradas y huyamos del pecado.
Uno de los medios más eficaces para estimularnos constantemente a la santidad, es renovar
frecuentemente las promesas que hicimos a Dios en el día de nuestro Bautismo. El Concilio de
Trento afirma que una de las razones por las que se da entre los cristianos tanta corrupción e indi-
ferencia hacia la vida interior es porque se olvidan de los compromisos que contrajeron al recibir
el Santo Bautismo; y que, por lo tanto, el mejor remedio a este mal es llevar al pueblo cristiano a
renovar frecuentemente dichos compromisos, para ser conscientes de sus obligaciones cristianas.
Hecha con fervor y sinceridad, esta renovación tiene una virtud especial para despertar en
nuestras almas la gracia bautismal, y nos da nuevas fuerzas para vivir como conviene a cristianos.
Cuando, con espíritu de fe, renovamos en nuestras almas las disposiciones de arrepentimiento y
de renuncia a Satanás y al pecado, para no aferrarnos sino a Cristo y a su Iglesia, la gracia bautis-
mal se reaviva en nuestras almas y produce una nueva muerte al pecado, una nueva fuerza de re-
sistencia al demonio, una nueva infusión de vida divina, y una unión más intensa con Jesucristo.
1
SAN LEÓN MAGNO, Sermón I sobre la Natividad del Señor.
Capítulo 2
Títulos que nos confiere el Bautismo
Por el Sacramento del Bautismo Dios nos comunica la gracia, que es una misteriosa partici-
pación de la vida misma de Dios. Y por medio de la gracia, Dios entra en amistad y en sociedad
estrecha con nosotros 1, haciéndonos contraer con El (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y con las de-
más almas santas (María Santísima, almas justas de esta vida, almas bienaventuradas del cielo)
los más inefables lazos de parentesco. Así:
1º Dios Padre, al comunicarnos su propia vida, nos convierte en hijos suyos, a semejanza
de Jesucristo y en unión con El.
2º Dios Hijo se convierte entonces en nuestro Hermano; más aún, en nuestro Esposo e in-
cluso en nuestra Cabeza, al ser Cabeza de un Cuerpo Místico del que nosotros somos miembros.
3º Dios Espíritu Santo habita en nosotros y convierte nuestras almas en templos suyos; El
mismo se convierte, por esta inhabitación, en el alma de nuestra vida divina y en el lazo sustan-
cial que nos une a Cristo como a nuestra Cabeza.
4º María Santísima, Madre de Dios por ser Madre de Jesucristo, nos recibe como hijos
suyos al convertirse en Madre nuestra tan realmente como Dios se convierte en nuestro Padre.
5º Quedamos también unidos con estrechos lazos a todas aquellas almas justas que, como
nosotros, participan de la vida divina y son miembros de Cristo; es decir, entramos en el gran
misterio de la Iglesia Católica.
6º Finalmente, adquirimos el derecho de entrar un día en la posesión perfecta de Dios por la
visión beatífica, que será el pleno desarrollo de la vida comenzada aquí por la gracia: juntamente
con Cristo y con los bienaventurados, somos herederos del cielo 2.
Estos son los seis títulos en que se cifra toda nuestra vida espiritual, y que nos muestran su
grandeza, dignidad y sublimidad, al mismo tiempo que sus exigencias. Toda nuestra vida interior
consiste en vivir estos títulos bautismales con la mayor perfección posible, centrándonos tal vez,
bajo la dirección de la gracia, en aquél hacia el cual el Espíritu Santo nos dé un atractivo especial.
Artículo 1
La filiación divina adoptiva
«La Revelación nos enseña que hay en Dios una inefable paternidad. Dios es Padre: es el
dogma fundamental que todos los demás presuponen… Dios es Padre: eternamente, antes que la
1
I Jn. 1 3.
2
Rom. 8 17.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 11
luz creada iluminase al mundo, Dios engendra a un Hijo al que comunica su naturaleza, sus per-
fecciones, su bienaventuranza, su vida: “Filius meus es tu, ego hodie genui te”… Este Hijo, se-
mejante en todo al Padre y Dios como El, es único: “Unigenitus Dei Filius”… Pero he aquí que
Dios, no para añadir nada a su plenitud, sino para enriquecer por ella a otros seres, va a exten-
der, por decirlo así, su paternidad. Dios decreta comunicar a otras criaturas esa vida divina que
sólo El tiene derecho a vivir, esa vida eterna comunicada por el Padre al Hijo y, por ellos, a su
común Espíritu. Esta vida divina se derramará desde el seno de la divinidad sobre criaturas sa-
cadas de la nada para vivificarlas y beatificarlas, elevándolas por encima de su naturaleza. A
esas criaturas, Dios les dará la cualidad y el dulce nombre de hijos. Por naturaleza, Dios segui-
rá no teniendo más que un Hijo; mas por amor, tendrá ahora una multitud innumerable de ellos:
es la gracia de la adopción sobrenatural» 1.
OBSERVACIÓN PREVIA
Distinguimos entre los hombres dos tipos de paternidad, a los que corresponden dos tipos
de filiación: • la paternidad de generación, a la que corresponde la filiación real: el hijo recibe
del padre el don de la vida, con todo lo que ese don comporta; • la paternidad de adopción, a la
que corresponde una filiación convencional, legal, que se llama adopción: el hijo recibe del padre
adoptivo el título y las prerrogativas de hijo, pero no la realidad, porque no recibe de él el don de
la vida: no es de su sangre, no es de su estirpe.
Pues bien, según los innumerables testimonios de la Revelación, la vida de la gracia nos
eleva a la filiación divina: 1º Filiación que, por su naturaleza, es una filiación adoptiva; 2º Pero
filiación adoptiva que Dios, por una maravilla de la gracia, transforma en una filiación real;
3º Finalmente, filiación que nos viene por Cristo y que tiene por modelo la filiación divina de
Jesucristo, aunque siéndole infinitamente inferior.
ADOPCIÓN DIVINA
Dios quiere que seamos santos, porque El mismo es santo: «Esta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación» 2; «[Dios] nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para
que seamos santos» 3. Para comunicarnos esta santidad, Dios ha decidido hacernos «entrar en la
sociedad inefable» 4 de su vida divina, que excede las proporciones, derechos y energías propias
de nuestra naturaleza, con el fin de hacernos también partícipes de su eterna bienaventuranza.
Mas ¿cómo realiza Dios este maravilloso designio para con nosotros? Adoptándonos como hijos
suyos: «Dios nos ha predestinado a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» 5.
Por su naturaleza, nuestra filiación divina es una adopción. La adopción es la admisión de un
extranjero en la familia: el extraño se convierte en miembro de la familia, toma su nombre, recibe
su título, y tiene derecho a la herencia. En efecto, sólo el Verbo es, por naturaleza, Hijo de Dios,
Hijo consustancial al Padre, y Dios como el Padre y con el Padre. Nosotros, por naturaleza, no
somos más que ínfimas criaturas sacadas de la nada por la omnipotencia de Dios; y a este título de
criaturas no nos corresponde ser hijos, sino siervos. Menos que eso: por el pecado original y por
nuestros pecados personales, caímos infinitamente más bajo, al rango de criaturas rebeldes, ene-
1
BEATO COLUMBA MARMION, Cristo, vida del alma, parte I, cap. I, § I.
2
I Tes. 4 3.
3
Ef. 1 4.
4
I Jn. 1 3.
5
Ef. 1 5.
12 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
migas de Dios, réprobas, condenadas para siempre al castigo eterno del infierno, sin poder levan-
tarnos por nosotros mismos de esta decadencia eterna. Ahora bien, por una condescendencia infi-
nita, Dios se inclinó hasta nuestra miseria de criaturas, hasta nuestra abyección de pecadores; por
una gracia inaudita, debida a los méritos de Jesucristo, su Hijo único, «nos levanta del estiércol de
nuestra miseria para sentarnos entre sus amigos y entre los príncipes de su corte celestial» 1; y no
sólo eso, sino que incluso nos trata como hijos suyos, objetos de sus ternuras infinitas 2. Tenemos
ahí, por parte de Dios, una verdadera adopción, tal como se practica entre los hombres.
FILIACIÓN REAL
Entre los hombres, la filiación adoptiva es incompatible con la filiación real; mas no sucede
así en Dios: la filiación adoptiva con que nos gratifica es al mismo tiempo una filiación real.
En efecto, la adopción sólo puede realizarse entre quienes tienen una misma raza: para ser adop-
tado por hombres hay que ser miembro de la raza humana. Por eso, para que Dios pueda adoptar-
nos como hijos suyos, tiene que hacernos de su «raza», tiene que darnos una participación a su
naturaleza. Y así Dios, no contento con llamarnos hijos y con tratarnos como tales, nos convierte
realmente en hijos suyos; El transforma esta filiación adoptiva en una filiación real mediante la
gracia santificante, que «nos hace partícipes de su naturaleza divina» 3; nos comunica su propia
vida; y así se reconoce en nosotros como un padre se reconoce en su hijo, y no puede hacer menos
que amarnos como verdadero Padre. La Sagrada Escritura atestigua muchas veces, y de manera
explícita, esta filiación real:
1º Afirma que Dios nos confiere no sólo el título, sino también la realidad de hijos de Dios:
«A cuantos lo recibieron, que son los que creen en su nombre, dióles poder de llegar a ser hijos
de Dios» 4; «mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, que ha querido que nos llame-
mos hijos de Dios (adopción) y que lo seamos realmente (filiación real)» 5.
2º Jesucristo mismo nos enseña nuestra filiación divina repetidas veces: «Ved, pues, cómo
habéis de orar: Padre nuestro, que estás en los cielos…» 6; «ve a mis hermanos y diles: Subo a
mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» 7; y, en numerosas predicaciones, Nues-
tro Señor nos habla de «vuestro Padre celestial» 8.
3º Siguiendo a Nuestro Señor Jesucristo 9, los Apóstoles llaman corrientemente al Bautis-
mo, que nos confiere la adopción divina, una verdadera regeneración, es decir, un verdadero na-
cimiento a una nueva vida, una verdadera participación a la vida misma de Dios 10; dicen, además,
que por el Bautismo «hemos nacido de Dios» 11.
4º La Escritura afirma que, por la vida sobrenatural, «ya no somos para Dios extraños ni
advenedizos, sino conciudadanos de los Santos y familiares de Dios» 12; que «somos del linaje del
1
Sal. 112 7-8.
2
Eclo. 36 14.
3
II Ped. 1 4.
4
Jn. 1 12.
5
I Jn. 3 1.
6
Mt. 6 9.
7
Jn. 20 17.
8
Mt. 5 45, 48; 6 1, 4, 6, 8, 14-15, 18, 26, 32, etc.
9
Jn. 3 3-5.
10
Tit. 3 5; Sant. 1 18.
11
Jn. 1 13.
12
Ef. 2 19.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 13
mismo Dios» 1; que «hemos recibido el Espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clama-
mos: ¡Abba! ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos
con Cristo» 2.
Aunque Dios realizó su designio desde la creación del hombre, otorgando a Adán la gracia
de la adopción divina, el hombre perdió tan precioso don, para sí y para toda su descendencia, al
caer en el pecado. Dios restablece entonces su plan de modo más admirable, por una invención
maravillosa de justicia y de misericordia, de sabiduría y de bondad, decidiendo «restaurar todas
las cosas en Cristo» 3: es la obra admirable de la Encarnación. El Hijo único de Dios se hace
hombre, tomando una naturaleza humana semejante a la nuestra, y uniéndola a Sí tan estrecha-
mente, que sólo hay en El una persona, la del Verbo. Por eso Jesucristo es el propio Hijo de Dios;
en El «habita la plenitud de la divinidad corporalmente» 4. Ahora bien, por su naturaleza huma-
na, el Verbo de Dios encarnado queda constituido Cabeza del género humano redimido; es decir,
posee la plenitud de la vida divina para derramarla a todas las almas que se conviertan en miem-
bros suyos. Por consiguiente:
1º Es Jesucristo quien nos hace entrar en la familia divina: «Cuando llegó la plenitud de
los tiempos, envió Dios a su Hijo… a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» 5; es Jesucris-
to quien «nos ha dado poder de llegar a ser hijos de Dios» 6, y llegamos a serlo «participando de
la vida divina cuya plenitud está en El» 7.
2º Según el plan de Dios, la filiación divina de Cristo es el modelo de la nuestra: «A los
que El tiene previstos, también los predestinó para que fuesen conformes a la imagen de su Hijo,
de modo que El sea el Primogénito entre muchos hermanos» 8. El plan de Dios es que todos no-
sotros seamos semejantes a su único Hijo, en quien El tiene todas sus complacencias, para que así
El se convierta en la Cabeza de la humanidad regenerada. Hemos de ser por gracia lo que Jesu-
cristo es por naturaleza: hijos de Dios. Por eso, toda nuestra santidad consiste en participar, por
Jesucristo y en Jesucristo, de la filiación divina; de modo que, cuanto mayor sea esta participa-
ción, mayor será también nuestra santidad.
3º Sin embargo, nuestra filiación divina es infinitamente inferior a la de Jesucristo: • el
Verbo hecho carne es Hijo de Dios eternamente, nosotros lo somos en el tiempo; • Jesucristo es
Hijo de Dios necesariamente, nosotros lo somos por libre voluntad de Dios; • El es Hijo de Dios
por naturaleza, nosotros lo somos por gracia; • en Jesucristo reside toda la plenitud de la divini-
dad; su humanidad misma, en razón de la unión hipostática, se encuentra elevada a la unidad de
la persona divina del Verbo; mientras que nosotros nos hacemos solamente partícipes de la natu-
raleza divina en una medida limitada, siempre perfectible en esta vida; y aunque participamos de
la naturaleza divina, guardamos íntegra nuestra personalidad humana; • Jesucristo es un solo y
mismo Dios con el Padre; nosotros somos sólo deiformes, esto es, semejantes a Dios por una par-
ticipación real de la naturaleza divina, pero sin llegar a ser Dios.
1
Act. 17 28-29.
2
Rom. 8 15-17; Gal. 3 4-7.
3
Ef. 1 10.
4
Col. 2 9.
5
Gal. 4 4-5.
6
Jn. 1 12.
7
Jn. 1 16; Col. 2 9.
8
Rom. 8 29.
14 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
IMITACIÓN DE CRISTO
El hombre interior vivirá su filiación divina tratando siempre con Dios como con un Padre:
1º Con gran espíritu de humildad y religión, recordando por un lado su estado original,
de donde este Padre se dignó sacarlo por su gracia; y aplicándose por otro lado a hacer siempre la
voluntad de su Padre celestial, buscando agradarle en todo y evitando lo que pueda ofenderle.
2º Con gran espíritu de confianza y amor filial, acordándose de que Dios es y quiere ser
tenido realmente por Padre: • Padre infinitamente sabio, que tiene una vista clara de todas nues-
tras necesidades e intereses; • Padre infinitamente bueno, de modo más real y eminente que cual-
quier otro padre de la tierra; • Padre infinitamente rico, puesto que es el centro y la fuente de todo
bien; • Padre infinitamente poderoso: nada acontece sin su voluntad o su permiso; y todo lo que
quiere o permite, El mismo se compromete a hacerlo servir al mayor bien de los que le aman;
• Padre infinitamente amante, que con su ternura paterna nos sigue en todas partes, ya que está
íntimamente presente en nosotros, sin que tengamos que buscarlo en las profundidades del cielo.
1
Sab. 8 1.
2
Jn. 5 17.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 15
Artículo 2
La configuración con Jesucristo
«El cristiano es otro Cristo. Esta es la definición que la tradición ha dado del cristiano.
“Otro Cristo”, porque el cristiano es, por la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de Cristo
en esta vida, para ser luego su coheredero; “otro Cristo”, porque toda su actividad —pensa-
mientos, deseos, acciones— toma sus raíces en esta gracia, para ejercitarse según los pensa-
mientos, los deseos, los sentimientos de Jesús, y en conformidad con las acciones de Jesús. Esto
es lo que constituye propiamente al cristiano: participar, por la gracia santificante, de la filia-
ción divina de Cristo: es la imitación de Jesús en su estado de Hijo de Dios; y reproducir luego,
por nuestras virtudes, los rasgos de este modelo divino de perfección: es la imitación de Jesús en
sus obras. Todo esto quería expresar San Pablo cuando nos dice que debemos “formar a Cristo
en nosotros” 4, “revestirnos de Cristo” 5, “reproducir en nosotros la imagen de Cristo” 6» 7.
1
Is. 49 15.
2
II Cor. 1 3.
3
Lc. 15 7.
4
Gal. 4 19.
5
Rom. 13 14.
6
I Cor. 15 49.
7
BEATO COLUMBA MARMION, Cristo, vida del alma, parte I, cap. 2, § IV.
16 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La Sagrada Escritura nos presenta bajo un triple aspecto los lazos que Jesucristo, Hijo de
Dios, contrae con nosotros por la vida sobrenatural: 1º Jesucristo se convierte en nuestro Herma-
no; 2º Lazo más íntimo: se convierte en el Esposo de nuestra alma; 3º Unión perfecta: se convier-
te en Cabeza de un Cuerpo del que nosotros somos miembros.
La gracia santificante nos hace realmente hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina
porque nos hace hermanos de Jesucristo, nuestro Hermano Primogénito. En efecto, Jesucristo, el
Hijo único de Dios (único por su generación de naturaleza) es llamado el «Primogénito entre mu-
chos hermanos» 1. Jesucristo mismo, después de su resurrección, dice a María Magdalena: «Ve a
mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» 2.
Hay que observar que Jesucristo ha querido ser nuestro Hermano no sólo por parte de Pa-
dre, sino también por parte de Madre, pues a su Madre la hizo Madre nuestra, y porque la Sagrada
Escritura lo llama «Primogénito» tanto por parte de Madre 3 como por parte de Padre 4. Así, pues,
por la vida de la gracia, Dios es realmente nuestro Padre, María es realmente nuestra Madre, Je-
sucristo es realmente nuestro Hermano mayor; los tres nos rodean de un amor inefable, y nos reu-
nirán un día, herederos de la misma gloria, en el mismo banquete eterno.
La Revelación nos presenta también la unión de Jesucristo con el alma en estado de gracia,
como un verdadero matrimonio: • SAN JUAN BAUTISTA proclama oficialmente a Jesús «Esposo de
las almas» 5; y Jesucristo mismo se gloriará luego de este título ante los discípulos del Precur-
sor 6; • por otra parte, en una parábola, JESUCRISTO se pinta a sí mismo bajo los rasgos de un Hijo
de rey, venido a este mundo para contraer bodas con la humanidad, con las almas 7; en otra pará-
bola, la de las vírgenes, presenta el estado de gracia como unos divinos desposorios contraídos
con El en esta vida, y que después de la muerte serán consumados, para las almas fieles, en bodas
eternas en el cielo 8; • del mismo modo, SAN JUAN, en el Apocalipsis, canta con entusiasmo las
bodas eternas del Cordero, comenzadas por la gracia, consumadas en la gloria; • SAN PABLO ve en
el matrimonio cristiano «una imagen» de la alianza que Cristo contrae con la Iglesia y con cada
alma, lo cual significa que la unión de Jesús con nuestra alma es tanto superior a la unión conyu-
gal, cuanto la realidad es superior a la figura 9; • finalmente, según toda la TRADICIÓN CATÓLICA,
el Cantar de los Cantares es el poema alegórico de la gracia santificante, y de los desposorios de
Cristo con su Iglesia y con las almas.
La unión que Jesús contrae con nuestras almas es un verdadero matrimonio: • porque pro-
cede de su amor inmenso por nosotros, amor que supera infinitamente al más ardiente amor hu-
mano, y cuya vehemencia podemos entrever por todas las maravillas que Jesús realiza para llegar
1
Rom. 8 29.
2
Jn. 20 17.
3
Lc. 2 7.
4
Rom. 8 29.
5
Jn. 3 29.
6
Mt. 9 15.
7
Mt. 22 2ss.
8
Mt. 25 1-13.
9
Ef. 5 25-33; Rom. 7 1-6.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 17
a la unión con nuestra alma; • porque en esta unión Jesús ofrece al alma el triple bien que todo
esposo aporta a la esposa: su nombre y sus títulos: nombre de «cristiano», títulos a la «filiación
divina»; sus bienes: todos sus méritos y sus gracias; y el goce de su persona divina, en esta vida
por la gracia santificante, y en la otra por la visión beatífica.
Por muy reales e íntimas que sean las relaciones de Jesús con nosotros a título de Hermano
y de Esposo, su unión con nosotros no aparece en toda su perfección sino en el dogma de nuestra
incorporación a Cristo. Este dogma se basa en la voluntad del Padre de hacer de su divino Hijo la
Cabeza de todos los redimidos y el Primogénito entre muchos hermanos 1.
1º Jesucristo tiene dos cuerpos, tan reales el uno como el otro: su cuerpo natural, que
tomó del seno virginal de María Santísima, y que alcanzó su perfección cuando salió glorioso del
sepulcro; y su cuerpo místico, que está formado por las almas justas, y que no alcanzará su per-
fección sino al final de los siglos.
Llamamos cuerpo a un organismo con miembros variados, animado por una sola y misma
vida, por una sola y misma alma. Según esta definición, todas las almas justas forman con El un
solo y mismo cuerpo. Todas, en efecto, en medio de la innumerable variedad de sus cualidades y
de sus funciones, se encuentran animadas por una misma vida, la vida de la gracia, participación
de la vida divina. La plenitud de esta vida se encuentra en Cristo como en la cabeza; desde ahí se
comunica a cada uno de nosotros por la acción incesante del Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo,
que es el alma de este cuerpo místico, alma estrechamente unida a la Cabeza y a cada miembro.
2º Nuestra incorporación a Cristo se opera por el Bautismo: «Todos nosotros somos bau-
tizados en un mismo Espíritu para componer un solo cuerpo» 2; se fortalece por la Confirmación;
y se perfecciona y consuma por la Sagrada Eucaristía: «Quien come mi carne y bebe mi sangre,
en Mí mora, y Yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive, y Yo vivo por el Padre, así
quien me come, también él vivirá por Mí» 3. San Pablo dice expresamente que «si hay un solo
Pan, somos un mismo cuerpo, puesto que todos participamos de un mismo Pan» 4.
3º Realidad del Cuerpo Místico. — Místico significa «misterioso». El Cuerpo Místico de
Jesucristo es una realidad sobrenatural, realidad que no puede ser percibida por los sentidos o la
razón, pero que se encuentra atestiguada por la palabra infalible de Dios:
a) Jesucristo, en el Sermón de la Cena, dice a sus apóstoles: «Permaneced en Mí, como Yo
en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto, si no está unido a la vid;
así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos» 5. Por
ahí afirma que nosotros le estamos unidos como el sarmiento está unido a la vid, es decir, que
formamos con El un mismo cuerpo animado por una misma vida divina.
b) Dice más expresamente todavía: «Padre Santo, guarda en tu nombre a los que Tú me
has dado, a fin de que sean una misma cosa, como Nosotros… Yo les he dado la gloria que Tú
me has dado, para que sean uno, como Nosotros somos uno. Yo en ellos, y Tú en Mí, a fin de que
sean consumados en la unidad» 6. Nuestra unión a Jesucristo es comparada, no ya a la existente
entre la vid y los sarmientos, sino a la existente entre El mismo y el Padre.
1
Ef. 1 22-23; Rom. 8 29.
2
I Cor. 12 13.
3
Jn. 6 56-57.
4
I Cor. 10 16-17.
5
Jn. 15 4-5.
6
Jn. 17 11, 22-23.
18 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
c) San Pablo inculca muy frecuentemente en sus epístolas el dogma de nuestra incorpora-
ción a Cristo. «Nosotros, siendo muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, y somos miembros
unos de otros» 1; «Dios ha puesto todas las cosas bajo los pies de Cristo, y lo ha constituido Ca-
beza de toda la Iglesia, la cual es su cuerpo» 2; «porque así como el cuerpo es uno, y tiene mu-
chos miembros, y todos los miembros, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo…,
en quien componemos un solo cuerpo… Vosotros, pues, sois cuerpo de Cristo, y cada uno por su
parte, miembros» 3.
4º Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, y nosotros sus miembros, porque le corresponde en
ella una triple primacía: primacía de orden, primacía de perfección, y primacía de influjo 4.
a) Primacía de orden. — La cabeza es la parte más digna y elevada del cuerpo. Del mismo
modo, Cristo, al ser constituido «Primogénito entre muchos hermanos», es el más digno de todos
ellos, y el más elevado y cercano a Dios (por su unión hipostática). Toda vida sobrenatural y toda
filiación divina nos es concedida únicamente en atención a Cristo, para que seamos «conformes a
la imagen del Hijo de Dios» 5.
b) Primacía de perfección. — La cabeza es la parte más perfecta del cuerpo, porque en ella
se reúnen todos los sentidos internos y externos. Del mismo modo, Jesucristo reúne en su persona
todas las perfecciones y virtudes que nosotros hemos de imitar.
c) Primacía de influjo. — De la cabeza procede el influjo vital, y desde ella se comunica a
los demás miembros. Del mismo modo, Cristo es la fuente de toda nuestra vida sobrenatural:
• porque de El procede toda vida divina: en El reside la plenitud de esa vida, plenitud de la cual
nosotros recibimos una parte; • porque El nos mereció de nuevo, por su sacrificio redentor, la
vida sobrenatural que habíamos perdido por el pecado.
Por la gracia santificante vivimos de la vida de Cristo realmente, sin figura. La santidad es
un misterio de vida divina comunicada y recibida: comunicada, en Dios, por el Padre al Hijo;
comunicada, fuera de Dios, por el Hijo a la humanidad a que se unió personalmente en la Encar-
nación; transmitida después por esta humanidad del Salvador a las almas, y recibida por cada una
de ellas en la medida de su predestinación particular. Jesucristo, pues, es verdaderamente la vida
del alma. Y lo es en cuanto causa ejemplar, causa eficiente y causa meritoria de esta vida divina.
1º Jesucristo, causa ejemplar de nuestra vida sobrenatural. — Jesucristo, Dios hecho
hombre, vino entre nosotros como modelo viviente de nuestra vida sobrenatural y de nuestra filia-
ción divina, para que lo imitemos y reproduzcamos en nosotros. El es nuestro modelo: • en su
Persona: toda la vida cristiana se reduce a ser por gracia lo que Jesucristo es por naturaleza: hijos
de Dios; • en sus obras: Cristo se hizo hombre para darnos ejemplo acabado de todas las virtudes:
«Os he dado el ejemplo, para que así como Yo he hecho, así hagáis también vosotros» 6; • en su
doctrina, que nos enseña a qué verdades hemos de conformar nuestra vida para imitarle.
1
Rom. 12 5.
2
Ef. 1 22.
3
I Cor. 12 12ss.
4
SANTO TOMÁS DE AQUINO, IIIa, 8, 1.
5
Rom. 8 29.
6
Jn. 13 15.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 19
De todo lo que precede se sigue que la vida interior debe traducirse sobre todo en una unión
habitual e íntima con Jesucristo, en nuestras oraciones, en nuestros trabajos, en nuestras obliga-
ciones, en el sacrificio de nuestra vida cotidiana. Esta unión cada vez más estrecha con Jesús debe
ser a la vez: • una unión de vida, por la preocupación de crecer en Cristo en todas las cosas, me-
1
Hebr. 7 25.
2
Col. 3 4.
3
Gal. 2 20.
4
Col. 1 24.
5
Rom. 8 17.
6
Ef. 1 22-23.
7
Col. 2 19.
20 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
diante los sacramentos y las obras sobrenaturales; • una unión de miras, por la preocupación de
considerar todas las cosas según la manera de ver de Jesús, es decir, desde el único punto de vista
de la gloria de Dios nuestro Padre; • una unión de voluntad, por la preocupación de alimentarnos
únicamente y en todo momento, como Jesús, de la voluntad de Dios nuestro Padre.
Nuestra unión a Jesucristo nos obliga a practicar: • por un lado, la caridad fraterna: como
todo hombre es, en los designios y en la voluntad de Dios, un miembro de Cristo, Jesucristo de-
clara como hecho a El mismo todo lo que hagamos a ese miembro 1; • y, por otro lado, el aposto-
lado: ser apóstol es «formar a Jesucristo en las almas» 2, es contribuir «a la edificación del cuer-
po de Cristo» 3; todos, en la medida de nuestras funciones y posibilidades, estamos llamados a
extender a otras almas la vida divina de Cristo.
Artículo 3
La inhabitación trinitaria
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios, como Creador, Señor y Providencia, está presen-
te en todas las cosas con una presencia general llamada de inmensidad, dando a todo ser, según la
1
Mt. 25 40 y 45.
2
Gal. 4 19.
3
Ef. 4 11-12.
4
Jn. 15 23.
5
BEATO COLUMBA MARMION, Cristo, vida del alma, parte I, cap. 6, § IV.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 21
expresión de San Pablo, «la existencia, el movimiento y la vida» 1. Pero también nos habla en
muchos lugares de otra presencia especial, más perfecta e íntima, de Dios —Padre, Hijo y Espíri-
tu Santo— en el alma justa, donde tiene sus infinitas complacencias: «Si alguno me ama, mi Pa-
dre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada» 2; «Dios es caridad, y el que
vive en caridad permanece en Dios, y Dios en él» 3; «Vosotros sois templo de Dios vivo» 4. San
Pablo atribuye muy especialmente al Espíritu Santo esta presencia: «¿No sabéis que sois templo
de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» 5; «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» 6.
Por lo tanto, Dios está presente en el hombre en estado de gracia, no solamente como está
en las cosas, sino también en cuanto conocido y amado sobrenaturalmente por él. Dios, por su
gracia, reside en el alma del justo de una nueva manera, enteramente especial, por efecto de un
amor de inefable complacencia, a título de amigo, de padre, de esposo, rodeándola con su ternura,
uniéndose íntimamente y comunicándose a ella, a fin de convertirse para ella en un principio de
vida y de fecundidad divinas, como prenda de la bienaventuranza infinita y eterna. Esta nueva
manera de estar Dios en el alma del justo es de un orden tan superior al de su inmensidad, que
Jesús la llama corrientemente una «venida», un «advenimiento» de Dios en el alma 7, como si por
su inmensidad Dios no estuviese ya presente en esa alma. Esta inefable presencia recibe el nom-
bre de inhabitación trinitaria.
Dios, presente en el alma justa, no se queda pasivo en ella; su presencia en nosotros es fe-
cunda en grado sumo, ya que opera una unión santificante por medio de la gracia y de su acom-
pañamiento necesario: las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo y las gracias actuales.
La Sagrada Escritura y la Tradición son unánimes en atribuir al Espíritu Santo esta acción
santificante, es decir, la obra de nuestra santificación. Esta obra es, en realidad, la obra común de
las tres divinas Personas; pero, como por una parte el Espíritu Santo es el Amor personal y sus-
tancial en Dios, y por otra parte, nuestra santificación y deificación son la obra de amor de Dios
por excelencia, se atribuye al Espíritu Santo muy particular y convenientemente. Los principales
efectos de esta acción del Espíritu Santo en nuestras almas son:
1º El perdón de los pecados. — El primer fruto de la venida del Espíritu Santo en un alma
donde no residía todavía, es un pleno y generoso perdón de los pecados. Al perder la gracia, el
pecador lo pierde todo: la amistad divina, el derecho a la herencia eterna del cielo, los méritos
precedentemente adquiridos, y sobre todo la posesión de Dios y la permanencia en él de la Santí-
sima Trinidad. Pero Dios le tiende siempre una mano misericordiosa para moverlo al arrepenti-
miento; y si el alma es dócil en seguir esta invitación, y vuelve a Dios por una sincera y dolorosa
detestación de su pecado, Dios le envía de nuevo su Espíritu, que le perdona todas sus ofensas y
la deuda contraída con la justicia divina.
2º La justificación y deificación del alma por la gracia. — No contento con purificar al
alma de sus faltas, el Espíritu Santo se apresura a revestirla de una túnica de inocencia, y a conce-
1
Act. 17 25 y 28.
2
Jn. 14 23.
3
I Jn. 4 16.
4
II Cor. 6 6.
5
I Cor. 3 16.
6
I Cor. 6 19.
7
Jn. 14 23.
22 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
derle el don sumamente precioso de su gracia: «La caridad de Dios (estado de gracia) ha sido de-
rramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» 1. Por medio de la
gracia, el Espíritu Santo, presente en el alma, se une tan íntimamente a ella y se comunica a ella de
manera tan inefable, que la hace partícipe de su naturaleza divina, le confiere la misma justicia y
santidad divinas, y la hace resplandeciente de la belleza y perfecciones de Dios: «Habéis sido la-
vados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo
y por el Espíritu de nuestro Dios» 2, convirtiéndola así en objeto de las divinas complacencias.
3º La adopción divina. — Ya que el Espíritu Santo es quien hace al alma partícipe de la
naturaleza divina, es también El quien la eleva a la dignidad de hija adoptiva de Dios; Dios nos
convierte en hijos suyos por medio de su Espíritu: «Nadie, si no renace del agua y del Espíritu
Santo, puede entrar en el reino de Dios» 3; «porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre
para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos, en vir-
tud del cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nues-
tro espíritu de que somos hijos de Dios» 4.
4º La incorporación a Cristo. — También nuestra unión y configuración con Cristo la
realiza el Espíritu Santo. En efecto, Jesucristo, Dios hecho hombre, es el Mediador necesario en-
tre el hombre y Dios, y el Autor de la gracia. Su misión consiste en unirnos a Sí, y en elevarnos en
Sí mismo a la filiación divina y a la herencia del cielo. Ahora bien, Jesucristo realiza esta misión
por su Espíritu, el Espíritu Santo. Y así: • Jesucristo es nuestro Mediador en cuanto ejemplar vivo
de la vida sobrenatural; pero es la acción del Espíritu Santo la que nos permite reproducir en
nuestras almas este modelo divino de santidad; • Jesucristo es nuestro Mediador como causa me-
ritoria de nuestra vida sobrenatural, ya que nos volvió a abrir su fuente por el Sacrificio de la
Cruz, determinando su efusión por su oración incesante; pero la aplica a nuestras almas por el
Espíritu Santo; • Jesucristo es nuestro Mediador como Cabeza, ya que posee la plenitud de la vida
sobrenatural; pero el Espíritu Santo es el alma que une los miembros a la Cabeza para hacerles
participar de esta plenitud de vida divina.
5º La infusión de los dones del Espíritu Santo. — Para moverse en el sentido de su filia-
ción divina y de su imitación de Jesucristo, el alma se encuentra en la necesidad de ser constante
y directamente ayudada por el Espíritu Santo. En efecto, incluso con la gracia y las virtudes infu-
sas, la razón se encuentra sujeta a error y la voluntad a desfallecimientos; por eso, la obra capital
de nuestra santificación no será acabada y consumada si no es dirigida y perfeccionada por las
inspiraciones del Espíritu Santo; y para que estas inspiraciones sean bien recibidas por nosotros,
el mismo Espíritu Santo pone en nuestras almas disposiciones que nos hacen dóciles a ellas: son
los dones del Espíritu Santo. Así, pues, por los dones el alma se hace capaz de ser movida y diri-
gida por el mismo Espíritu Santo, que le comunica un instinto divino de las cosas sobrenaturales,
un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y prontitud como hijo de Dios. De
este modo: • por los dones de temor y de fortaleza, el Espíritu Santo aleja al alma del pecado,
insinuando en ella el temor de ofender a Dios en lo más mínimo, y dándole valentía para no ape-
garse a ninguna criatura contra la voluntad de Dios; • por los dones de consejo y de sabiduría, le
inspira la sumisión perfecta a la voluntad paterna de Dios, mostrándosela cuando no es fácil dis-
cernirla o conocerla, y haciéndosela estimar con un afecto íntimo y sabroso; • por el don de pie-
dad la incita a unirse con Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo mediante la oración y la virtud de
religión; • y por los dones de entendimiento y de ciencia la invita a la contemplación de Dios a
través de las cosas de este mundo y de los santos misterios de nuestra fe.
1
Rom. 5 5.
2
I Cor. 6 11.
3
Jn. 3 5.
4
Rom. 8 15-17.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 23
6º La posesión y goce de las divinas Personas. — Digamos, para completar, que el Espíri-
tu Santo, por su inhabitación y acción santificante, no sólo hace partícipe al alma de la vida divi-
na, sino que también le otorga la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas Perso-
nas. Por su inmensidad, Dios está presente en todas las cosas, incluso en los mismos condenados
del infierno; pero éstos no poseen a Dios, porque ese tesoro infinito no les pertenece en absoluto.
Mientras que el cristiano en estado de gracia tiene en sí a la Trinidad Santísima, al Espíritu Santo,
y con El la plenitud de las gracias celestiales, como un tesoro que le pertenece en propiedad, y del
cual puede usar y gozar. De este modo la gracia santificante, al asegurar la posesión de Dios y el
goce de las divinas Personas, difiere tan sólo accidentalmente de la bienaventuranza del cielo.
1
Jn. 6 55 y 57.
24 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
3º Diferencias con la presencia de visión en los ángeles y en los santos. — Como la gra-
cia es el germen de la gloria, la unión de nuestra alma con Dios por la gracia no difiere esencial-
mente de nuestra unión con El en la gloria. La única diferencia es que en esta vida estamos uni-
dos con Dios en la oscuridad de la fe, y que podemos separarnos de El por el pecado; mientras
que en el cielo lo veremos cara a cara, unidos a El por la luz de la gloria, sin temer ya separarnos
nunca de El. Por la gracia santificante «somos un cielo anticipado», según la expresión de la Bea-
ta Isabel de la Trinidad. Entre la gracia y la gloria, el cielo de nuestra alma y el cielo de arriba, no
hay más que el velo de la fe, que la muerte hará caer. Por la gracia poseemos ya la heredad, pero
hemos de esperar la gloria para poder gozar plenamente de ella.
4º Diferencias con la presencia de unión hipostática: • la unión hipostática es propia y
exclusiva de Jesucristo, mientras que la presencia de inhabitación es común a toda alma justa;
• la unión hipostática une la naturaleza humana de Cristo con su naturaleza divina en unidad de
persona; mientras que la inhabitación deja al alma su propia personalidad humana.
La vida interior no es otra cosa que la vida sobrenatural, vivida de manera consciente e in-
tensa. Por eso supone una fe muy viva en la presencia particular de Dios en el santuario íntimo de
nuestra alma. El hombre interior, por consiguiente, debe considerarse y tratarse como el templo
vivo donde Dios ha establecido su morada permanente; templo dedicado a Dios por vez primera
en el Santo Bautismo, consagrado una segunda vez, más perfectamente, por la ordenación sacer-
dotal o por la profesión religiosa.
Debe encontrar en esta convicción de fe una gran fortaleza: • para apartar el pecado, que
constituye siempre, cualquiera que sea su gravedad, una profanación de este templo consagrado a
Dios bajo los auspicios de María; • para cultivar el recogimiento, es decir, la atención habitual y
amorosa hacia el Huésped divino del alma, a ejemplo y en compañía de María, Patrona de este
santuario, por medio de una fe viva, una caridad ardiente, y actos fervorosos de adoración y pre-
sencia de Dios; • para ofrecer a Dios sin cesar, sobre el altar de su corazón, en unión con Jesús
y por el ministerio de María, el holocausto de su voluntad y de todo lo que depende de ella, es
decir, de todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos o sufrimos; pues en un
templo todo debe orientarse al sacrificio en honor del Dios que se digna habitarlo.
El hombre interior, para vivir una vida sobrenatural intensa y progresiva, debe practicar una
devoción especial al Espíritu Santo, que consiste en:
1º Consagrarse al Espíritu Santo, a fin de poner su alma bajo su guía y dirección. Los
efectos de tal consagración, si se hacen con espíritu de fe profunda, serán provechosísimos. Ade-
más, hay que pedir sin cesar a Jesús que nos comunique su Espíritu Santo, e invocar al Espíritu
Santo siempre por María. El Espíritu Santo se da a un alma y opera en ella en la medida en que
vive bajo la influencia de María. «El Espíritu Santo ha formado a Cristo, Cabeza de todos los
predestinados, por María, con María y en María; y por eso, seguirá formando también por Ma-
ría, con María y en María a sus elegidos, que son miembros de Cristo», enseña San Luis María
Grignion de Montfort.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 25
2º Ser dóciles a la acción y a las inspiraciones del Espíritu Santo, lo cual supone «no
apagar jamás el Espíritu Santo» en nosotros por el pecado mortal 1, y «no contristarlo nunca» 2
por el pecado venial o por la infidelidad en corresponder a sus gracias e inspiraciones. Podemos
disponernos a conseguir esta docilidad al Espíritu Santo: • sometiéndonos plenamente a la volun-
tad de Dios, que conocemos tanto por los preceptos y consejos conformes con nuestra vocación,
como por nuestras Constituciones y Superiores; • renovando con frecuencia la resolución de se-
guir en todo la voluntad de Dios, a ejemplo de Nuestro Señor: «Mi manjar es cumplir la voluntad
de mi Padre» 3; • pidiendo sin cesar al Divino Espíritu luz y fuerzas para cumplir la voluntad de
Dios, sobre todo en las situaciones difíciles, y al tomar una importante decisión.
RESPETO DEBIDO AL CUERPO DEL CRISTIANO POR LAS VIRTUDES DE CASTIDAD Y MODESTIA
Artículo 4
La Maternidad espiritual de María Santísima
«¿No es María la Madre de Dios? Ella es, por lo tanto, también nuestra Madre. Porque
hay que sentar que Jesús, el Verbo hecho carne, es a la vez el Salvador del género humano. Por
eso, como Hombre-Dios, tiene un cuerpo como los demás hombres; y como Redentor de nuestra
raza tiene un cuerpo espiritual o, como se dice, místico, que no es otra cosa que la sociedad de
los justos unidos a El por la fe: “Muchos formamos en Cristo un solo cuerpo” 6. Ahora bien, la
Virgen no concibió sólo al Hijo de Dios para que, recibiendo de Ella una naturaleza humana, se
hiciese hombre, sino también para que, mediante esta naturaleza recibida de Ella, fuese el Sal-
vador de los hombres. Por eso, en el casto seno de la Virgen, donde Jesús adquirió carne mortal,
adquirió también un cuerpo espiritual, formado por todos aquellos que debían creer en El; y se
puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos aquellos para
quienes la vida del Salvador encerraba la vida… Por eso somos llamados, en un sentido espiri-
tual y místico, hijos de María, y Ella, por su parte, Madre de todos nosotros. Madre espiritual, sí,
pero Madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros» 7.
1
I Tes. 5 19.
2
Ef. 4 30.
3
Jn. 4 34.
4
I Cor. 6 15.
5
I Cor. 6 19-20.
6
Rom. 12 5.
7
SAN PÍO X, Ad diem illum.
26 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Por una disposición manifiesta de la Providencia, María, Madre de Dios, es tan realmente
nuestra Madre, en el orden sobrenatural, como lo son nuestras madres en el orden natural. La vida
sobrenatural no nos viene de Dios, nuestro Padre, sino por María, nuestra Madre.
1º La vida sobrenatural, don de Dios. — La obra de nuestra regeneración espiritual y de
nuestra elevación a la vida divina es ante todo el don de Dios: • don de Dios Padre, que en el mis-
terio de la Encarnación nos envía a su Hijo único «para darnos el poder de llegar a ser hijos de
Dios» 1; • don de Dios Hijo, que en el misterio de la Redención nos vuelve a abrir las fuentes de la
vida sobrenatural, cerradas por el pecado de nuestros primeros padres, y nos une a Sí haciéndonos
miembros suyos; • don de Dios Espíritu Santo, que en el misterio de la Santificación nos aplica a
través de los siglos los frutos de la Redención, por medio de efusiones de vida sobrenatural, en la
medida en que nosotros nos prestamos a la acción divina.
2º La vida sobrenatural, don de Dios por María. — Este don de la vida sobrenatural, el
Dios tres veces Santo nos lo concede por María, asociándola a cada uno de los tres misterios de
nuestra regeneración espiritual, hasta tal punto que María es Madre nuestra tan realmente como
Dios es nuestro Padre, en relación al ser de la gracia. La maternidad espiritual de María Santísima
es, por lo tanto, una consecuencia de la cooperación que las tres divinas Personas pidieron a Ma-
ría en los tres misterios de la obra de nuestra regeneración espiritual, la Encarnación, la Reden-
ción y la Santificación, a los que Ella quedó íntimamente asociada.
Dios Padre sólo decide el misterio de la Encarnación, principio y punto de partida de nues-
tra regeneración, con el consentimiento deliberado y la cooperación efectiva de María. Por este
misterio asocia a María a la vez a su paternidad de naturaleza sobre Cristo, y a su paternidad de
gracia sobre el cuerpo místico que Cristo viene a fundar. La Maternidad divina de María Santí-
sima es el primer fundamento de su Maternidad espiritual.
Y es de manera deliberada y voluntaria, por efecto de un amor incomparable hacia nosotros,
que María, desde la Encarnación, se convierte en nuestra Madre al mismo tiempo que en Madre de
Jesucristo, y tan realmente en Madre nuestra como en Madre de Jesucristo. En efecto, María está
familiarizada con la Sagrada Escritura; Ella está llena del Espíritu Santo; Ella se encuentra admiti-
da en ese momento, en cierta forma, en el consejo de la adorable Trinidad; Ella ve a la luz divina, y
decide en común acuerdo de voluntad con el Padre, el misterio de la Encarnación, hasta su resulta-
do inmediato, la Redención, y hasta sus últimas consecuencias, en su extensión a cada uno de no-
sotros por el misterio de la Santificación. María se convierte en esa hora, sabiéndolo y queriéndolo,
en Madre del cuerpo natural y del cuerpo místico de Cristo, al precio del sacrificio del Calvario
entrevisto y consentido; en Madre de la Cabeza y de los miembros; en Madre de Jesús, el «Primo-
génito», y de la multitud de hermanos a los que El hará partícipes de su vida; en Madre de Jesús, la
«Vid», y de nosotros, los «sarmientos», que la Vid vivificará; en resumen, en Madre del «Cristo
total», es decir, de Jesús y de nosotros, en cuanto que somos llamados a vivir de su vida.
En el misterio de la Redención, Dios Hijo sólo nos vuelve a abrir las fuentes de la vida so-
brenatural con la cooperación muy real de María. Su «fiat» en el día de la Anunciación lo consti-
tuye en el estado de víctima pasible y mortal; por sus manos inaugura oficialmente, el día de la
1
Jn. 1 12.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 27
El Espíritu Santo sólo santifica nuestras almas, por la efusión de sus gracias, con la coope-
ración incesante de María. En efecto, toda gracia que el Espíritu Santo nos aplica para hacernos
nacer a la vida sobrenatural o para hacernos crecer en ella, procede del «fiat», lleno de caridad,
pronunciado por María el día de la Anunciación, y de los méritos del Sacrificio del Calvario, obra
de amor común a Jesús Redentor y a María Corredentora. Además, el Espíritu Santo no nos aplica
ninguna gracia sin la mediación actual de Jesús, nuestro Abogado ante el Padre, y de María, nues-
tra Abogada ante Jesús. Por eso la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha proclamado siempre a
María «Tesorera, Canal y Dispensadora de todas las gracias». Y como la gracia es la vida del
alma, la Mediación universal de todas las gracias convierte a María en Madre de todos aquellos
que reciben la vida divina. La Mediación de todas las gracias es para María el tercer fundamen-
to de su Maternidad espiritual.
El Espíritu Santo, pues, nos hace nacer a la vida espiritual y crecer en ella «en el seno de la
ternura maternal de María», es decir, bajo la influencia incesante de sus méritos anteriores uni-
dos a los de Jesús, y de su intercesión actual unida a la de Jesús; en una palabra, bajo la influencia
de su caridad enteramente maternal. Por lo tanto, es cierto decir del cristiano como de Cristo, del
miembro como de la Cabeza, del cuerpo místico como del cuerpo natural de Jesús: «Que fue con-
cebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de María Virgen».
rancia en esta vida, es decir, su desarrollo final y definitivo, en la vida de la gloria en el cielo. Por
eso, todo el tiempo que en esta tierra nos formamos en la vida sobrenatural, nos encontramos «en
el seno de la ternura maternal de María», bajo su influencia incesante y activa, hasta el término
de nuestra formación espiritual, hasta nuestro nacimiento a la vida de la gloria, «natalitia», según
la expresión de la Iglesia.
3º En razón del amor de que somos objeto por parte de María. — A diferencia de nues-
tras madres en el orden natural, María se convierte en nuestra Madre sabiéndolo y queriéndolo,
por efecto de un amor inconmensurable, y al precio de un martirio inefable y del sacrificio de su
divino Hijo. Y este amor de Madre, Ella lo tiene íntegramente a cada uno de nosotros, como si
cada uno de nosotros fuera el único objeto de su solicitud. Y el amor que Ella nos tiene no es otro
que el amor que Ella tiene a Jesús, nuestro divino Primogénito, nuestra divina Cabeza. En efecto,
Dios da sus dones en proporción a la vocación de cada uno. Ahora bien, El quiso asociar a María
a su paternidad de naturaleza sobre su Hijo hecho hombre, y a su paternidad de gracia sobre todos
los que, en su Hijo, debían convertirse en hijos suyos al participar de la vida divina. Para elevar a
María a la altura de su Maternidad, Dios ha derramado en el corazón de la Virgen su propio amor,
bajo la forma más atrayente, más tierna, más misericordiosa, como conviene a una madre y a la
más perfecta de las madres.
El hombre interior vive animado por una tierna y sólida devoción a María Santísima, devo-
ción que le es impuesta por tres motivos principales:
1º Por la unión que María ha tenido con Dios. — El culto debido a un santo se mide en
función de su unión a Dios, y de la misión que de Dios ha recibido. Ahora bien, por lo que mira al
primer punto, la unión de María a Dios es excepcional, por haber sido elegida por Dios como la
Nueva Eva del Nuevo Adán, esto es, la colaboradora y la ayuda de Cristo en toda su obra redento-
ra, lo cual hace que María esté siempre y en todas partes junto a Cristo, por su Maternidad divina,
su Corredención y su Mediación universal de todas las gracias. «Dios quiere servirse de María
para la santificación de las almas: la conducta que las tres Personas de la Santísima Trinidad
han observado en la Encarnación y en el primer advenimiento de Jesucristo, la observan todos
los días, de una manera invisible, en la Santa Iglesia, y la observarán hasta la consumación de
los siglos» 1; pues «habiendo querido Dios comenzar y terminar sus mayores obras por la Santí-
sima Virgen desde que la creó, es de creer que no cambiará de conducta en los siglos de los si-
glos, pues es Dios y no cambia en sus sentimientos ni en su conducta» 2. Por lo tanto, «no separe
el hombre lo que Dios ha unido» 3. Por este motivo la Iglesia tributa a María un culto especial, de
un orden aparte, y que llamamos de hiperdulía. Por este culto la Iglesia quiere honrar a la Virgen
María en su cualidad de Asociada indisoluble de Cristo en la obra redentora, y reconocer la exce-
lencia que María tiene por esta singular unión con Dios. De ello resulta:
a) Que el culto a la Santísima Virgen, general y objetivamente hablando, es necesario para
salvarse, y por lo tanto gravemente obligatorio. Quien se negase a tener un mínimo de devoción
mariana pondría en serio peligro su salvación eterna, por rechazar un medio y una mediación que
1
SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 22.
2
Ibid., 15.
3
Mt. 19 6.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 29
Dios ha querido utilizar en toda su obra redentora y santificadora, y que por lo tanto también no-
sotros debemos utilizar para alcanzar nuestro último fin.
b) Que el culto a la Santísima Virgen pertenece a la esencia misma del Cristianismo. Dios,
al asociar a María a los tres grandes misterios de nuestra salvación, la sitúa en el corazón mismo
de la Historia, de la Redención y de la Religión católica. La fórmula del Cristianismo, considera-
do ya como la venida de Dios a nosotros, ya como la ascensión de nosotros hacia Dios, no es Je-
sús solamente, sino Jesús - María.
c) Que el culto a la Santísima Virgen supone una plena adaptación a los planes salvíficos
de Dios, que quiere comunicarnos la salvación y su vida divina por María. Por este culto mariano
concedemos a Nuestra Señora el lugar que le corresponde, por voluntad divina, en nuestra vida
interior. Y ello ha de producir necesariamente las más preciosas ventajas, no sólo para nuestras
almas en particular, sino también para toda la Santa Iglesia.
2º Por la misión que María ha recibido de Dios. — Por lo que mira al segundo punto, la
misión que María recibió de Dios en relación a nosotros, es la de engendrarnos a la vida de la
gracia y hacernos crecer en ella, para ser así, también como Nueva Eva, la «Madre de todos los
vivientes» 1. Y ya que María Santísima es realmente nuestra Madre en el orden espiritual, el culto
de hiperdulía que le debemos ha de revestir la forma de una verdadera piedad filial, que nos lleve
a honrarla y venerarla con disposiciones eminentemente filiales.
3º Por nuestra obligación de imitar a Jesucristo. — Nuestro Señor nos amonesta a que
obremos siempre como El obró: «Ejemplo os he dado, para que, así como Yo he hecho, así tam-
bién hagáis vosotros» 2; y San Pablo nos exhorta a «tener en nuestros corazones los mismos sen-
timientos que tuvo Cristo Jesús en el suyo» 3. Es decir, hemos de imitar las mismas virtudes que
practicó Jesucristo, y reproducir en nuestras almas sus mismos sentimientos. Ahora bien, como
una de las virtudes principales de que nos dio ejemplo Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo du-
rante sus treinta años de vida oculta, fue la piedad filial hacia su Santísima Madre, nuestra imita-
ción de Cristo sería muy imperfecta si no practicáramos también nosotros la piedad filial hacia
María Santísima. Hemos de tener hacia la Virgen María los mismos sentimientos filiales que tuvo
el Corazón de Jesús hacia Ella; y así, nuestra piedad filial mariana no será más que una participa-
ción y extensión de la piedad filial de Jesús. Por eso, inspirándonos en una expresión de San
Pablo 4, podemos decir con toda verdad que tenemos la vocación de «cumplir en nosotros lo que
falta a la piedad filial de Cristo»; y, si somos fieles al espíritu de nuestra devoción mariana, po-
dremos añadir: «Amo a María, no yo, sino Cristo es quien la ama en mí» 5.
La realidad de la Maternidad espiritual de María impone a toda alma interior una doble con-
secuencia:
1º Per Matrem ad Filium. — Por una parte, cuanto más unida esté a María, tanto más pro-
gresará en la unión con Jesucristo, porque María será su medio más fácil, corto, seguro y perfecto
para llegar a Jesús. En efecto, no es posible vivir una vida interior intensa y siempre en progreso
sino en la medida en que se vive habitualmente unido a María, porque el Espíritu Santo, al ser
Ella Madre nuestra, hace depender de Ella toda efusión de vida sobrenatural y de crecimiento en
1
Gen. 3 20.
2
Jn. 13 15.
3
Fil. 3 5.
4
Col. 1 24.
5
Gal. 2 20.
30 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Jesucristo. Por eso, el alma interior debe «formarse en el seno de la ternura maternal de María a
semejanza de Jesucristo, como este adorable Hijo ha sido formado en él a la nuestra; es decir,
debe tender a la perfección más elevada, que es vivir la vida de Jesucristo, bajo el amparo y la
dirección de María» 1.
2º Per Filium ad Matrem. — Por otra parte, cuanto más unida esté a Cristo por el creci-
miento en vida sobrenatural, tanto más se sentirá inclinada a reproducir la Piedad Filial de Jesús
hacia María, Madre de la Cabeza y de los miembros. Por eso, el ideal de perfección al que se
obliga a tender consiste en «reproducir con visible complacencia la Piedad Filial del divino Mo-
delo hacia María, su Santísima Madre» 2.
Por eso, debemos poner como principio fundamental de nuestra vida interior que, «habien-
do sido concebidos por María, debemos nacer de María y ser formados en María a la imagen y
semejanza de Jesucristo, para ser juntamente con Jesucristo otros Jesús, Hijo de María» 3.
San Luis María resume en cinco las cualidades de nuestra devoción a María, para ser verda-
dera 4 y practicarse bajo su forma más perfecta de piedad filial: • devoción interior, esto es, nacida
del espíritu y del corazón, y que conduzca nuestra alma a hacerse interiormente dependiente y
esclava de la Santísima Virgen, y de Jesús por Ella; • devoción tierna, esto es, llena de confianza
en la Santísima Virgen, como un hijo hacia su buena madre, de modo que nos haga recurrir a Ma-
ría en todas las necesidades de alma y cuerpo, en todo tiempo, lugar y cosa, con gran sencillez,
confianza y ternura; • devoción santa, esto es, a base de evitar el pecado e imitar las virtudes de
María; • devoción constante, esto es, que consolide al alma en el bien, de las siguientes maneras:
haciendo que no abandone fácilmente sus prácticas de devoción, dándole ánimos para oponerse a
los asaltos del mundo, del demonio y de la carne, haciéndole evitar la melancolía, el escrúpulo y
la timidez, y dándole fuerzas contra el desaliento; • devoción desinteresada, esto es, que no sirva
a María por espíritu de lucro o de interés, ni por su bien temporal o eterno del cuerpo o del alma,
sino únicamente porque Ella merece ser servida, y Dios en Ella; por eso la sirve y ama con la
misma fidelidad en sus contratiempos y sequedades que en las dulzuras y fervores sensibles, e
igual amor le profesa en el Calvario que en Caná.
Artículo 5
La incorporación a la Iglesia
«Cristo no puede concebirse sin la Iglesia. En toda su vida y todos sus actos, Jesús tuvo en
vista la gloria de su Padre; pero la obra maestra por la que debía procurarle esta gloria, es la
Iglesia. Cristo viene a la tierra para crear y constituir la Iglesia; Ella es la obra en que termina
toda su existencia y que El confirma por su Pasión y su muerte. El amor del Padre condujo a
Jesucristo sobre la montaña del Calvario, pero era para formar allí a la Iglesia y hacer de Ella,
purificándola por amor en su Sangre divina, una Esposa sin mancha, inmaculada: “Dilexit Ec-
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
BEATO PADRE CHAMINADE.
3
BEATO PADRE CHAMINADE.
4
Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 106-110.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 31
clesiam et seipsum tradidit pro ea ut illam sanctificaret” 1… La Iglesia es, pues, la Esposa de
Cristo; y, por lo tanto, es también nuestra Madre. Debemos amarla, porque es Ella la que nos
conduce y une a Cristo, y aferrarnos a Ella como nos aferraríamos a Jesucristo mismo» 2.
La gracia santificante no sólo relaciona íntimamente nuestras almas con cada una de las tres
divinas Personas de la Santísima Trinidad y con María Santísima, sino también con todas las al-
mas que, como nosotros, participan de la vida divina, de la vida de Jesucristo. Es el gran misterio
de la Iglesia, de la que la gracia nos hace miembros. Se impone ahora, pues, la consideración de
la Iglesia bajo un triple punto de vista: 1º Como Esposa de Cristo; 2º Como Madre de las almas;
3º Como Cuerpo Místico de Cristo.
Nuestro Señor, para continuar su obra redentora después de su ascensión a los cielos, y apli-
car a las almas la vida divina que les había merecido por su sacrificio del Calvario, funda una
sociedad, la Iglesia, a la que convierte en su Esposa. En efecto, San Pablo nos enseña que la Igle-
sia está unida a Cristo como el esposo está unido a la esposa. Es más: el matrimonio cristiano es
sólo una figura de la unión existente entre Cristo y su Esposa la Iglesia 3. Por lo tanto, siendo la
Iglesia Esposa de Cristo, y estando unida a El en fecundísimo y sobrenatural matrimonio, ha de
darle numerosos hijos, frutos de esa inefable unión; y lo hace compartiendo con Cristo la obra de
la regeneración y santificación de las almas. La Iglesia se convierte así, como nueva Eva, en
«Madre de todos los vivientes» 4, es decir, en Madre de todos los que reciban la vida de Cristo.
La Iglesia continua, pues, la obra redentora de Cristo, comunicando y manteniendo en las al-
mas la vida sobrenatural mediante su triple oficio de enseñar (por su Magisterio), de santificar
(por los Sacramentos) y de regir (por su Gobierno). En efecto, Jesucristo sabía que la vida sobrena-
tural ha de ser mantenida en las almas mediante la luz de la doctrina («Yo soy la Verdad»), que
enseñe las verdades fundamentales que deben orientarla; mediante los sacramentos («Yo soy la Vi-
da»), que le confieran la gracia bajo la forma más indicada a las necesidades del momento; y me-
diante una sabia dirección («Yo soy el Camino»), que conduzca a las almas hacia el cielo. Estos
tres medios los depositó Cristo en su Esposa la Iglesia, que los ejerce por medio de su jerarquía,
para que por ellos le dé una gran multitud de hijos; y de estas tres maneras la Iglesia es Madre.
1º La Iglesia, Madre por su Magisterio. — La Iglesia ha recibido de Cristo la misión de
guardar intacta e íntegra su doctrina, la verdadera fe, en una Tradición ininterrumpida. Para ello,
Cristo la invistió de su autoridad 5, le confirió la infalibilidad y le prometió la asistencia del Espí-
ritu Santo. Esta doctrina y esta fe son la condición previa para poder infundir la vida sobrenatural
en las almas: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo. Mas ¿cómo le han de
invocar, si no creen en El? ¿Y cómo creerán en El, si de El nada han oído hablar? ¿Y cómo oi-
rán hablar de El si no se les predica?» 6. Por lo tanto, al predicar la verdadera fe, la Iglesia prepa-
ra nuestras almas para infundirles la vida de la gracia, y se convierte así en nuestra Madre.
1
Ef. 5 25-26.
2
BEATO COLUMBA MARMION, Cristo, vida del alma, parte I, cap. 5, Introd. y § II.
3
Ef. 5 23-32.
4
Gen. 3 20.
5
Lc. 10 16.
6
Rom. 10 13-14.
32 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
El alma del bautizado no está sola frente a Cristo. Dios creó al hombre como ser sociable, y
al elevarlo al orden sobrenatural guardó su carácter social. Por eso, de la misma manera que el
hombre, al nacer, se encuentra incorporado a la sociedad en que nace, así también, al ser regene-
rado espiritual y sobrenaturalmente, no sólo queda convertido en hijo de Dios y en hermano de
Jesucristo, sino que, como miembro de Cristo, se encuentra incorporado a la sociedad de los re-
dimidos, que es la Iglesia.
1º La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. — Jesucristo tiene, además de su cuerpo natural,
un cuerpo espiritual o místico, formado por las almas justas que, por la gracia santificante, se en-
cuentran unidas a El.
a) Lo llamamos «Cuerpo», porque es un organismo con miembros variados, pero animados
por una sola y misma vida, por una sola y misma alma. La plenitud de esa vida se encuentra en
Jesucristo, su Cabeza, desde donde se comunica a todos los miembros por la acción incesante del
Espíritu Santo, que es el alma de este Cuerpo Místico. Los miembros de este cuerpo, aunque son
diversos (esto es, tienen funciones distintas), se encuentran sin embargo organizados jerárquica-
mente, y unidos entre sí por numerosos lazos visibles e invisibles.
b) Lo llamamos Cuerpo «Místico», para distinguirlo por una parte del cuerpo físico de Je-
sucristo, y por otra parte de una sociedad cuya unión sería puramente moral. Todos sus miembros
están real e íntimamente unidos entre sí. Esta unión se llama mística, para significar su naturaleza
divina y misteriosa, que hace participar a los miembros de la vida divina de Cristo, su Cabeza.
c) Lo llamamos Cuerpo Místico «de Cristo», porque Jesucristo es: • su Fundador: sobre Sí
mismo y sobre Pedro fundó Jesucristo su Iglesia, por la cual quiere continuar su misión redentora
en la tierra, comunicando y manteniendo en las almas la vida sobrenatural por medio de su doc-
1
PÍO XII, Mystici Corporis, Dz. 2286.
2
Dz. 468.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 33
trina, su jurisdicción y su culto. La fundación de la Iglesia comenzó con la predicación del Evan-
gelio, se consumó sobre la cruz, y se promulgó el día de Pentecostés; • su Cabeza, en virtud de su
preeminencia como Hijo de Dios, de su plenitud de gracia (de la cual participan sus miembros) y
por ser su Pastor supremo e invisible, dirigiendo a la Iglesia desde el cielo de manera misteriosa
por su Espíritu, y de manera visible por su Vicario en la tierra; • su Salvador, porque la adquirió
al precio de su Sangre, y mereció para Ella la comunicación de su vida, de su Espíritu y de sus
dones divinos; • su Sostén, porque se queda presente en Ella y por Ella, y porque la anima con su
Espíritu, también siempre presente en Ella, para ser el principio de su vida, fecundidad y santidad.
2º Estados de la Iglesia Católica. — Este Cuerpo Místico de Cristo existe en tres estados
distintos: • la Iglesia Militante, que es la congregación de todos los fieles que aún viven en la
tierra, y que se ven obligados todavía a llevar una guerra continua contra crudelísimos enemigos
(mundo, demonio y carne), y a crecer sin cesar en vida sobrenatural; • la Iglesia Purgante, que es
la congregación de todos los fieles que, no viviendo ya en la tierra, están en el Purgatorio para
expiar las penas por las cuales no dieron satisfacción a Dios en la tierra, no pudiendo entrar en el
cielo hasta que las hayan expiado enteramente; • la Iglesia Triunfante, que es la congregación
lucidísima y felicísima de los espíritus bienaventurados y de aquellos que triunfaron contra el
mundo, el demonio y la carne, y que, libres y seguros ya de las molestias y miserias de esta vida,
están gozando de la eterna bienaventuranza.
3º Notas de la Iglesia Militante. — La Iglesia, como Cuerpo Místico de Cristo, es un pro-
fundo misterio, inaccesible a nuestros ojos. Sin embargo, como es una sociedad visible, porque
está compuesta por hombres, Cristo quiso darle cuatro notas que la hiciesen reconocible a los ojos
de todos los hombres: «Credo in Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam».
a) La Uni(ci)dad: la Iglesia Católica es una y única. • Es una o indivisa, porque todos sus
miembros, no obstante sus diferencias de tiempo, espacio, raza, profesión, están unidos por nu-
merosos lazos reales, ya visibles (gobierno, profesión pública de una misma fe, recepción de unos
mismos sacramentos, obediencia a unas mismas leyes, autoridad de un Jefe visible único), ya in-
visibles (unión de todos los miembros con una misma Cabeza que es Cristo, participación a una
misma vida divina, lazo interior de un mismo Espíritu, comunidad de unos mismos bienes espiri-
tuales, prosecución de un mismo fin sobrenatural) 1. • Y es única, porque es la sola Iglesia funda-
da por Jesucristo, fuera de la cual no hay otra Iglesia verdadera, ni «subsiste» la Iglesia de Cristo.
b) La Santidad: la Iglesia Católica es Santa por estar consagrada a Dios mediante la Sangre
de Jesucristo, que la lavó y santificó 2; Santa, porque su Cabeza, Jesucristo, es la Santidad misma
y la fuente de toda santidad, como Santo es también el Espíritu que la anima, y que es Señor y
Santificador; Santa en su doctrina y en su fe; Santa en sus Sacramentos, que comunican la santi-
dad; Santa en sus leyes y directivas; Santa en la vida de muchos de sus miembros, Apóstoles,
Mártires, Confesores, Vírgenes, a quienes propone como ejemplos; Santa por la práctica de la
caridad y de los consejos evangélicos.
c) La Catolicidad: la Iglesia verdadera es Universal, esto es, abarca a todos los hombres
redimidos, de cualquier condición que sean, en el espacio y en el tiempo. La Catolicidad puede
ser de dos clases: • una catolicidad que podríamos llamar esencial, o capacidad que tiene la Igle-
sia, a diferencia de todas las demás sociedades, de acoger en su seno a todos los hombres de todos
los tiempos y lugares; • y una catolicidad que podríamos llamar extensiva, que es la realización en
el espacio y en el tiempo de la catolicidad esencial. La catolicidad esencial siempre la tuvo la
Iglesia, y ella basta para que sea llamada Católica; la catolicidad extensiva no la tendrá siempre
necesariamente, sin que por ello deje de ser realmente Católica.
1
Ef. 4 3-6.
2
Ef. 5 26-27.
34 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
d) La Apostolicidad: la Iglesia Católica trae su origen de los Apóstoles, y ello de dos mane-
ras: • en primer lugar, porque conserva y transmite la doctrina de los Apóstoles, que ellos recibie-
ron directamente de Cristo; • y, en segundo lugar, porque de ellos desciende por sucesión apostó-
lica siempre ininterrumpida.
4º La Comunión de los Santos. — En un cuerpo bien organizado, en razón de su íntima
unidad, todo es común entre los miembros: lo que aprovecha al uno, aprovecha también a los
demás. Así sucede también en el Cuerpo Místico de Cristo: cada miembro participa de la vida del
cuerpo entero y de cada uno de los demás miembros.
a) Por Comunión de los Santos entendemos, pues, la comunidad de bienes espirituales en la
Iglesia. Y así, todo miembro participa: • en primer lugar, de los méritos de la Cabeza, que es Je-
sucristo: todo nos es común con El: méritos, satisfacciones, intereses, bienes y bienaventuranza;
• en segundo lugar, de los bienes espirituales obtenidos por todos los demás miembros: la Santí-
sima Virgen, los Santos, las almas justas; de los méritos de todas las Misas celebradas, de todos
los Sacramentos recibidos, de todas las oraciones y buenas obras cumplidas a lo largo de los si-
glos; el bien sobrenatural cumplido por un miembro aprovecha a todos los demás.
b) Por Comunión de los Santos debe entenderse también la Comunión de Sacramentos, es-
pecialmente de Eucaristía, al que conviene muy particularmente el nombre de Comunión, porque
es el que tiene la finalidad de unirnos íntimamente con Jesucristo y entre nosotros.
5º La Iglesia es un gran misterio. — La Iglesia, como Cuerpo Místico de Cristo y como su
prolongación y continuación, es un misterio admirable, como lo es su Cabeza, Jesucristo. Ella es
visible e invisible a la vez, como Jesucristo era a la vez hombre visible y Dios invisible. Ella es
humana y frágil en sus miembros, pero divina y sobrenatural en su esencia, en su constitución, en
su fuerza, en su fin, en sus medios. Ella es terrena y eterna al mismo tiempo; combatida, pero
siempre victoriosa; llena de pecadores, pero sin mancha de pecado alguno 1. Así como sólo por la
fe conocemos el verdadero ser de Jesucristo, Dios-Hombre, también sólo por la fe conocemos la
grandeza admirable de la Iglesia en su ser más íntimo.
Para crecer en la vida interior se requiere un tierno y sólido amor a la Iglesia Católica, que
debe ser no sólo afectivo, sino también efectivo, y que manifestaremos:
1º Por el amor a la Fe y a la doctrina de la Iglesia, que debemos guardar siempre íntegra
e intacta, para nosotros y para las almas que Dios nos confíe, tratando de profundizarla por la me-
ditación y el estudio de las verdades que nos propone.
2º Por el amor a los Sacramentos que Ella siempre administró, recibiéndolos frecuen-
temente y con fervor, para que nos santifiquen como santificaron ya a tantos miembros de la Igle-
sia. Nos esforzaremos también en vivir nuestro Bautismo, y amaremos el Culto de la Iglesia, la
Sagrada Liturgia, que es fuente maravillosa de vida sobrenatural.
3º Por el amor al Gobierno de la Iglesia, esto es, a los buenos Pastores y a las leyes que
dictó durante veinte siglos para guiar y conducir a las almas hacia el cielo, y a las autoridades que
Cristo instituyó en Ella para cumplir esta misión. Este amor al gobierno de la Iglesia ha de tradu-
cirse en nosotros por el amor a nuestra Congregación, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, a sus
1
Ef. 5 27.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 35
Superiores y a sus Estatutos, ya que ellos no son más que la adaptación de las leyes y gobierno de
la Iglesia a nuestra vocación particular en las circunstancias actuales en que nos toca vivir.
4º Por el amor a la Santa Misa y al Sacerdocio Católico, que es el fin propio de nuestra
Fraternidad, fin mediante el cual servimos a nuestra Santa Madre Iglesia. La misión de la Iglesia,
que es la continuación de la obra redentora de Cristo, se realiza por el Sacerdocio Católico y por
la renovación del Sacrificio redentor del Calvario en nuestros altares. Por eso, guardar y transmi-
tir el Sacerdocio Católico y la Santa Misa, es salvaguardar el centro y el corazón de la Iglesia; es
permitirle continuar su obra redentora en las almas; es darle muestras del amor más perfecto.
La vida interior, ya que es vivida en una sociedad, la Iglesia, no puede prescindir de su ca-
rácter social: no la vivimos exclusivamente para nosotros, sino para el bien de toda la Iglesia.
Nuestras oraciones, sacrificios, trabajos, etc., aprovechan a todos los miembros de la Iglesia y les
procuran grandes beneficios; inversamente, nuestras negligencias, infidelidades y faltas pueden
ser causa de que muchas almas no reciban gracias de santificación y de salvación que hubiesen
ciertamente recibido con un poco más de generosidad por nuestra parte. De ahí que la vida inte-
rior, bien vivida, lejos de ser egoísta, es profundamente apostólica: hace que todos, en la medida
de sus funciones y posibilidades, «formen a Jesucristo en las almas» 1 y contribuyan «a la edifi-
cación del Cuerpo de Cristo» 2.
Nuestra Fraternidad es, por voluntad expresa de nuestro Fundador, «esencialmente apostó-
lica»; de ahí que nuestro nombre interno sea el de «Apóstoles de Jesús y María». Y el ideal apos-
tólico que, en concreto, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X propone a nuestra vida interior, es la
santificación de los sacerdotes: ofrecer por su santificación toda nuestra vida y todas nuestras
acciones. Debemos dejarnos cautivar y entusiasmar por este ideal apostólico, con la plena convic-
ción de que Dios nos lo pide para el bien de su Iglesia, y de que en ese ideal, bien vivido, encon-
traremos nosotros nuestra propia santificación y la perfección de nuestra vida interior.
Nuestra unión con todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo hace que tengamos ha-
cia ellos diversos deberes, según cada uno de los tres estados de la Iglesia en que se encuentren.
1º La Comunión de los Santos con la Iglesia Militante. — A tres podemos resumir nues-
tros deberes con los demás fieles cristianos que aún viven en este mundo: • la caridad fraterna:
como todo hombre es miembro de Cristo, o al menos está llamado a serlo, hemos de practicar con
todos ellos la caridad, viendo en ellos a Jesucristo mismo, ya que Jesucristo considera hecho a El
mismo lo que hagamos a cada uno de sus miembros 3, y porque, como enseña San Pablo, nadie
odia a su propia carne, sino que la cuida y alimenta 4; • la oración: es el medio más a nuestro al-
cance para ayudar a todos nuestros hermanos y obtenerles las gracias que necesitan: «Rezad unos
por otros, para que seáis salvos, pues mucho vale la oración asidua del justo» 5; • el apostolado,
pues cada uno, según sus posibilidades, debe practicar con el prójimo una caridad, no sólo afecti-
1
Gal. 4 19.
2
Ef. 4 11-12.
3
Mt. 25 40.
4
I Cor. 12 27.
5
Sant. 5 16.
36 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
va, sino también efectiva, y tratar de completar la influencia interior de la oración por su ejemplo,
su palabra y su acción.
2º La Comunión de los Santos con la Iglesia Purgante. — Hacia las almas que tienen que
acabar de purificarse en el Purgatorio, nuestra caridad y oración revestirá la forma de misericor-
dia: nuestra compasión hacia ellas debe llevarnos a aliviarlas con nuestros sufragios, y sobre todo
ofreciendo por ellas el Santo Sacrificio de la Misa.
3º La Comunión de los Santos con la Iglesia Triunfante. — La Comunión de los Santos
entre la Iglesia Militante y la Triunfante presenta dos aspectos: por parte de los cristianos de la
tierra hacia los Santos, el culto; por parte de los Santos del cielo hacia nosotros, la intercesión.
a) El culto de los Santos. Los Santos son los miembros gloriosos del Cuerpo Místico de
Cristo, en los que Cristo «ya ha sido formado», y que han alcanzado «su plenitud». Por la unión
existente entre Cristo y sus miembros, al alabarlos alabamos a Cristo. Por eso Dios y la Iglesia
quieren que los reverenciemos con un culto que llamamos de «dulía», esto es, de veneración y
complacencia, por el que admiramos a los Santos y nos complacemos en la belleza de Dios que
brilla en ellos; los amamos por su protección y solicitud hacia nosotros; y les presentamos nues-
tras súplicas, para que ellos las presenten a Dios.
b) La intercesión de los Santos. Tomamos a los Santos como intercesores porque Cristo,
único Mediador nuestro ante el Padre, se complace en escuchar a los Santos, que son los prínci-
pes de su corte celestial, y en darnos por ellos las gracias que pedimos. Los Santos, por su parte,
nos profesan un perfecto amor; para ellos es un motivo de alegría continua vernos crecer en la
vida divina, a través de las luchas y sufrimientos de la vida terrena, que ellos conocieron antes
que nosotros. Por eso podemos contar: • con sus oraciones: hacen suyas nuestras súplicas y las
presentan a Dios; nuestras oraciones quedan así acrecentadas con la influencia y el valimiento de
nuestros hermanos los elegidos; • con sus méritos, que la Iglesia nos aplica sobre todo bajo forma
de indulgencias 1.
El Sumo Pontífice, los Obispos y nuestros Superiores, unidos al Vicario de Cristo, ejercen
sobre nosotros, en nombre de Cristo, su jurisdicción. Es ésta una verdad muy importante: Dios
quiere guiarnos por intermedio de hombres parecidos a nosotros y frágiles como nosotros. Tene-
mos ahí una prolongación de la Encarnación: desde que Dios se acercó a nosotros por la Persona
de su Hijo hecho hombre, quiere seguir en comunicación con nosotros por hombres miembros de
su Hijo. Y ello por dos razones: • para ejercernos en la obediencia y humildad; • y para hacernos
vivir de la fe. En efecto, en la Iglesia hay un elemento humano y otro divino; a través del elemen-
to humano, la fragilidad de los hombres que ostentan el poder de Cristo para dirigirnos, el alma
fiel discierne por su fe el elemento divino: la indefectibilidad y unidad de la doctrina, la santidad
continua y heroica que se manifiesta en la Iglesia, la sucesión apostólica, la fuerza de expansión
que la caracteriza: signos todos de la presencia de Cristo en la Iglesia «hasta la consumación de
los siglos» 2. Y así, de la misma manera que Cristo se oculta bajo las especies sacramentales, pero
nuestra fe, yendo más allá de las apariencias, cree en su presencia y divinidad; así también Cristo
se oculta en nuestros Superiores, pero la fe, yendo más allá de las apariencias, ve en ellos a Cris-
to. Dios se compromete, por la obediencia que debemos a nuestros Superiores, a dirigir nuestras
almas, a pesar de las flaquezas de los que lo representan.
1
Una indulgencia es la remisión de la pena temporal merecida por nuestros pecados, y que la Iglesia nos con-
cede aplicándonos los méritos de Cristo, de la Virgen Santísima y de los Santos.
2
Mt. 28 20.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 37
Artículo 6
El cielo, consumación de la vida sobrenatural
«En el día fijado por los decretos divinos, cuando el Cuerpo Místico “haya llegado al esta-
do de plenitud, a la medida de la estatura perfecta de Cristo” 1, se levantará la aurora del triunfo
que debe consagrar para siempre la unión de Cristo con su Iglesia. Asociada hasta entonces tan
íntimamente a la vida de Jesús, la Iglesia, ahora ya completada, “participará de su gloria” 2. La
resurrección triunfará sobre la muerte, último enemigo en ser vencido; luego, estando todos los
elegidos reunidos finalmente bajo su Cabeza divina, Cristo presentará a su Padre, para rendirle
homenaje, esta sociedad, no ya imperfecta, ni militante en medio de las miserias, de las tentacio-
nes, de las luchas, de las debilidades de la prueba; ni sufriente con el fuego de la expiación; sino
transformada para siempre y gloriosa en todos sus miembros… Este será el término final de
nuestra predestinación, la consumación de nuestra adopción, el complemento supremo de nues-
tra perfección, la plenitud de nuestra vida» 3.
Hemos de considerar finalmente el último título que nos confiere el Bautismo al comuni-
carnos la gracia: el de herederos del cielo juntamente con Cristo 4. La heredad celestial es el tér-
mino final de nuestra predestinación adoptiva.
1
Ef. 4 13.
2
II Tim. 2 12; Rom. 8 17.
3
BEATO COLUMBA MARMION, Cristo, vida del alma, parte I, cap. 5, § III.
4
Rom. 8 17.
5
Jn. 14 2.
38 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
propia, y nos alegraremos tanto de las ventajas de los demás como de las nuestras, y de ver a al-
mas que aman a Dios inmensamente más que nosotros.
1
I Jn. 3 2.
2
I Cor. 12 12.
3
Gen. 15 1.
4
Jn. 11 25-26.
5
Jn. 6 40.
6
I Cor. 15 44.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : TÍTULOS QUE CONFIERE EL BAUTISMO 39
c) Cuando todos los elegidos participen de esta gloria y bienaventuranza de cuerpo y alma,
la obra de Cristo, como Cabeza de la Iglesia, estará plenamente acabada, enteramente consumada.
Cristo poseerá la Iglesia que amó y por la que se entregó «a fin de hacerla comparecer delante de
El llena de gloria, sin mácula ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada» 1. El
Cuerpo Místico de Cristo habrá llegado «al pleno conocimiento del Hijo de Dios, al varón per-
fecto, a la edad perfecta de la plenitud de Cristo» 2; la Iglesia, ya triunfante para siempre, con-
templará la gloria de su Cabeza, de la que Ella misma será colmada. La vida divina y eterna fluirá
en cada uno de nosotros, y reinaremos con Cristo para siempre.
Puesto que en el cielo todo nuestro ser será transfigurado y dotado de una capacidad divina
de felicidad, la bienaventuranza de que gozaremos allí supera infinitamente todos nuestros sueños
actuales de felicidad. «Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, lo tiene
Dios preparado para aquellos que le aman» 3. Sin embargo, gracias a la Revelación (textos de los
Salmos, manifestación de Jesús en el Tabor y después de su resurrección, imágenes del Apocalip-
sis), podemos representarnos por analogía la felicidad del cielo.
1º El cielo, felicidad divina. — En el mundo se sueña con «ser feliz como un príncipe»;
ahora bien, la fe nos afirma que en el cielo seremos felices como Dios, con la felicidad misma de
Dios. Por lo tanto, la felicidad del cielo sobrepasa todo lo que puede imaginar e incluso desear un
hombre en esta vida.
2º Precio inestimable del cielo. — Para apreciar la bienaventuranza celestial en su justo
valor, debemos recordar a qué precio la pone Dios a nuestra disposición. Todas las obras de la
Creación, Encarnación, Redención y Santificación, en una palabra, las innumerables maravillas
del mundo natural y del mundo sobrenatural, se ordenan a la felicidad del hombre, ya que tienen
por finalidad elevarlo a la gracia y por ella a la gloria eterna del cielo.
3º La felicidad del cielo en comparación con la felicidad de la tierra. — Si Dios ha de-
rramado con profusión tantas cosas bellas sobre esta tierra, que es en definitiva una tierra de pe-
cado, un lugar de exilio, de prueba, de lucha, donde el hombre sólo está de paso, ¿qué maravillas
ha debido acumular en la patria eterna, que es un lugar donde no entra mancha alguna, la mansión
del descanso eterno, y la recompensa de sus amados elegidos? Además, todas las bellezas que
admiramos en esta tierra no son más que un reflejo fugitivo de Dios, que es la suma Belleza; to-
dos los bienes de que podemos disfrutar en esta vida proceden de Dios, el sumo Bien, como de su
fuente. Ahora bien, en el cielo gozaremos de Dios, la suma Belleza y el sumo Bien, directamente
y en toda su plenitud; gozaremos de El con una capacidad divina; gozaremos de El eternamente,
sin saciarnos ni cansarnos nunca.
4º Las parábolas de Jesucristo. — Jesucristo se complacía en hacernos sensible la biena-
venturanza del cielo bajo la imagen de un festín, sobre todo de un festín de bodas que un rey hace
celebrar con motivo de las bodas de su Hijo 4. Nada hay más expresivo. En efecto:
a) Un festín concede una tregua a los trabajos y preocupaciones de la vida cotidiana. Del
mismo modo, en el festín eterno del cielo, «Dios enjugará de nuestros ojos toda lágrima: ya no
habrá muerte, ni llanto, ni alarido, ni dolor, porque las cosas de antes ya pasaron» 5.
1
Ef. 5 27.
2
Ef. 4 13.
3
I Cor. 2 9.
4
Mt. 22 1-14.
5
Apoc. 21 4.
40 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
b) Un festín, sobre todo de bodas reales, reúne todos los más delicados, variados y refi-
nados goces. En el festín del cielo, «el Señor mismo nos servirá» 1; y nos servirá su propia feli-
cidad y bienaventuranza: «Entra en el gozo de tu Señor» 2; «nos embriagará en el torrente de sus
delicias» 3.
c) Un festín de bodas es una fiesta de familia, una fiesta del corazón, dentro del círculo de
los seres más amados; la felicidad de cada uno es multiplicada por la felicidad de todos. El cielo
es la eterna fiesta de familia de los hijos de Dios, reunidos para siempre en el hogar de su Padre,
encontrándose de nuevo con todos aquellos a quienes se amó legítimamente en esta vida.
d) Un festín de bodas es sobre todo, en su ideal cristiano, la unión indisoluble de dos seres
hechos para hacerse mutuamente felices. El cielo es eso: la unión inefable de nuestra alma con el
Hijo de Dios, que se proclamó Esposo de las almas. Allí se consumarán, en las bodas eternas, los
divinos desposorios inaugurados en esta vida por la gracia santificante.
La fe en el cielo, acompañada de una esperanza firme, debe ser viva y habitual en quien-
quiera que tiende a la perfección de la vida sobrenatural. El viajero piensa sin cesar en el término
de su viaje; el exiliado, en su patria; el ausente, en su familia; el soldado en campo de batalla, en
la paz gloriosa; el obrero, en medio del ardor de su trabajo, en el salario. Ahora bien, el cielo es el
término de nuestro viaje, nuestra patria, nuestra familia, nuestra paz y descanso eterno, y nuestra
paga y recompensa. «Allí donde está nuestro tesoro, allí debe estar nuestro corazón» 4. Esta fe
viva y habitual en el último artículo del Credo nos ayudará, entre otras cosas:
1º A desprendernos de los bienes perecederos, para no desear más que los bienes celes-
tiales: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está
sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del cielo, no ya las de la tierra» 5.
2º A sostenernos en medio de nuestros sacrificios, que son otras tantas semillas de vida
eterna: «Los sufrimientos de esta vida nos alcanzan un peso eterno de gloria» 6.
3º A estimularnos en el trabajo de nuestra santificación, ya que cada nuevo instante de
vida, con todas las gracias actuales que encierra, es una nueva invitación de nuestro Padre celes-
tial a subir nuevos puestos en el banquete del cielo 7, a acercarnos a El, a crecer en capacidad de
glorificarlo, de amarlo y de poseerlo eternamente.
Por eso, desde el comienzo del seminario o del noviciado, la fe en la vida eterna debe ser
fuertemente inculcada a los aspirantes al sacerdocio o a la vida religiosa: «Credo in vitam aeter-
nam. Amen!».
1
Lc. 12 37.
2
Mt. 25 21.
3
Sal. 35 9.
4
Mt. 6 21.
5
Col. 3 1-2.
6
II Cor. 4 17.
7
Lc. 14 10.
Capítulo 3
El organismo sobrenatural del alma
Hay un estrecho parecido o analogía entre el orden natural y el orden sobrenatural, porque
la gracia no viene a destruir la naturaleza ni a colocarse al margen de ella, sino a perfeccionarla y
elevarla. Por eso, el orden sobrenatural constituye para el hombre una verdadera vida, con un or-
ganismo semejante al de la vida natural; y así el Bautismo, al engendrarnos a la vida sobrenatural,
nos lo ha de comunicar necesariamente.
Por lo tanto, así como en el orden natural distinguimos en el sujeto, que es el hombre: • el
principio formal de su vida, que es el alma; • unas facultades de obrar o potencias; • y unas ope-
raciones; del mismo modo en el orden sobrenatural encontraremos en el sujeto, que es el alma:
1º El principio formal de su vida sobrenatural: la gracia santificante; 2º Unas potencias sobrena-
turales: las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo; 3º Unas operaciones, realizadas con
el auxilio de las gracias actuales.
Artículo 1
La gracia santificante
La gracia santificante se define como un don de Dios, inherente al alma, «que la hace par-
tícipe de la naturaleza divina» 1 y la eleva así a un estado sobrenatural y divino. Llámase «gra-
cia», porque es una realidad que Dios comunica graciosamente («gratis») a nuestra alma, y por-
que la hace grata a sus ojos, concediéndole algo de su hermosura divina. Y llámase «santifican-
te», porque nos santifica al comunicarnos la justicia y santidad divinas.
1º A la luz de la Revelación, la gracia nos es presentada: • como una cualidad divina, por la
cual Dios renueva y transforma nuestra alma y la deifica, es decir, la hace semejante a El; • como
un principio de vida divina, como una semilla divina 2, como un injerto realizado en nuestro ser
natural; por eso la justificación, que es la acción por la cual Dios nos confiere la gracia santificante
en el Bautismo, es llamada una regeneración, un nuevo nacimiento, que nos confiere un nuevo ser,
el ser de la gracia, que es un ser divino; • como un título, que nos da un derecho riguroso a la bie-
naventuranza propia de Dios, y nos concede al mismo tiempo la aptitud para esta bienaventuranza.
2º Igualmente, los Padres de la Iglesia comparan la acción de Dios presente en nosotros y
obrando por la gracia santificante en nuestras almas para hacerlas deiformes: • a la acción de un
1
II Ped. 1 4.
2
I Jn. 3 9.
42 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
pintor, que reproduce en una tela (nuestra alma) su propio retrato; • a la acción de un sello, que
deja su marca sobre la cera a la que se aplica; • a la acción del fuego, que comunica su naturaleza
y sus cualidades ígneas al hierro en él sumergido; • a la acción de la luz, que hace resplandecer
con su claridad el aire, los prismas, el diamante que inunda con sus rayos.
Ya hemos visto, al considerar los diversos títulos que nos confiere la gracia bautismal, los
efectos de la gracia santificante. Sin embargo, podemos resumirlos todos a dos: nos hace justos y
agradables a Dios, y nos da la capacidad para el mérito sobrenatural.
1º Nos hace justos y agradables a Dios, estableciendo la vida divina en nuestras almas y
uniéndonos íntimamente con Dios. — La justificación del pecador consiste en la infusión de la
gracia santificante en el alma 1. Esta infusión de la gracia produce en el alma una total renovación
interior, por la cual Dios se complace y reconoce en ella. Esta renovación consiste:
a) En primer lugar, en una semejanza sobrenatural con Dios, porque nos comunica su pro-
pia vida. De criaturas que éramos, Dios nos adopta por hijos suyos y nos convierte realmente en
tales, poniendo en nuestras almas algo de su naturaleza divina.
b) En segundo lugar, en una configuración con Jesucristo: ya que la semejanza sobrenatural
que Dios imprime en nuestras almas es la vida divina de su Hijo, a fin de que seamos semejantes a
El y El llegue a ser de este modo «el Primogénito entre muchos hermanos». Somos hechos hijos de
Dios a semejanza de Jesucristo, para que seamos por la gracia lo que El es por naturaleza.
c) Finalmente, en la presencia vivificante de la Santísima Trinidad en nosotros como en un
templo. La inhabitación de la Trinidad en el alma recibe el nombre de gracia increada; pero su-
pone necesariamente la presencia en el alma de otra gracia creada, que la transforme interior-
mente, la perfeccione y la capacite para recibir y posesionarse del Espíritu Santo. En virtud de
esta gracia creada, que es la gracia santificante, Dios está realmente presente en el alma, no con
una presencia meramente local, sino con una presencia transformante y unitiva, estableciendo con
el alma una corriente mutua de amor, y una especie de mutua transfusión de vidas.
2º Nos da la capacidad para el mérito sobrenatural. — El mérito sobrenatural es el de-
recho a la recompensa eterna prometida por Dios como premio a las buenas obras hechas en
estado de gracia. Sin la gracia seríamos absolutamente incapaces de merecer sobrenaturalmente.
En efecto, los actos conducentes a un fin han de tener necesariamente una proporción con ese fin;
ahora bien, la vida eterna es un fin que excede la capacidad y las exigencias de la naturaleza
humana, y que por lo tanto nosotros no podemos alcanzar con nuestras solas fuerzas naturales;
necesitamos para ello un principio más elevado que nos permita producir actos sobrenaturales,
proporcionados a la vida eterna; y ese principio es la gracia.
Sin la gracia, las obras naturales más heroicas no tienen absolutamente ningún valor en or-
den a la vida eterna: «Aun cuando hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tu-
viese caridad, vengo a ser como un bronce que suena o un címbalo que retiñe. Y cuando tuviera
el don de profecía, y penetrase todos los misterios y todas las ciencias; cuando tuviera toda la fe,
de manera que trasladase los montes, no teniendo caridad, no soy nada. Y si distribuyo todos mis
bienes para sustento de los pobres, y entrego mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, no
me sirve de nada» 2.
1
Dz. 799.
2
I Cor. 13 1-3.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : ORGANISMO SOBRENATURAL DEL ALMA 43
Artículo 2
Las potencias sobrenaturales: virtudes infusas y dones
La estrecha analogía existente entre nuestro organismo natural y el sobrenatural nos indica
que, así como el alma, principio de nuestra vida natural, no es inmediatamente operativa, sino que
necesita potencias o facultades para obrar (inteligencia y voluntad), del mismo modo la gracia
santificante, que es el principio de la vida divina del alma, no es tampoco inmediatamente opera-
tiva, sino que necesita potencias sobrenaturales que transformen sus facultades (inteligencia y
voluntad) y les confieran la aptitud de obrar sobrenaturalmente, ya de un modo humano: son las
virtudes infusas; ya de un modo divino: son los dones del Espíritu Santo.
Las virtudes infusas son hábitos operativos (es decir, cualidades estables que disponen al
sujeto para obrar fácil, pronta y deleitablemente) infundidos por Dios en las potencias del alma
para disponerlas a obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón iluminada por la fe.
Se asemejan a sus correspondientes virtudes naturales en que tienen su sede en las mismas facul-
tades del alma (inteligencia y voluntad), y en que ambas pueden recaer sobre el mismo objeto;
pero se diferencian esencialmente de ellas por su origen, por su ejercicio y por su fin.
1º Por su origen. — Las virtudes naturales nacen de la actividad natural de nuestras facul-
tades, sin requerir un socorro especial de Dios; se desarrollan y crecen en razón de la multiplici-
dad e intensidad de los actos realizados (de ahí su nombre de virtudes adquiridas); y se caracteri-
zan por la facilidad en el obrar, que resulta de la misma repetición de los actos. — Las virtudes
sobrenaturales son un puro don de Dios: son puestas en nosotros por una acción directa de Dios,
que la teología llama «infusión» (de ahí su nombre de virtudes infusas); se nos comunican junta-
mente con la gracia santificante, crecen con ella y en la misma medida que ella, siempre por una
acción directa de Dios; y desaparecen con la gracia santificante por el pecado mortal. En cuanto
«infusas», las virtudes sobrenaturales no nos dan necesariamente la facilidad, sino sólo la aptitud
de realizar actos sobrenaturales; la facilidad se adquiere con la repetición frecuente de actos.
2º Por su ejercicio. — Los actos de las virtudes naturales son inspirados por las solas luces
de la razón, y practicados por las solas fuerzas de la voluntad; mientras que los actos de las vir-
tudes sobrenaturales son inspirados a nuestro espíritu por las luces divinas de la fe, y ejecutados
por nuestra voluntad con el socorro de la divina gracia.
3º Por su fin. — El ejercicio de las virtudes naturales tiene por fin nuestra perfección y
nuestra felicidad como seres racionales; mientras que el ejercicio de las virtudes sobrenaturales
tiene por fin nuestra perfección sobrenatural, la santidad, que consiste en la posesión de Dios por
la gracia y por la gloria.
Sin embargo, aunque realmente distintas de las sobrenaturales, las virtudes naturales pue-
den y deben ser sobrenaturalizadas, es decir, elevadas al orden sobrenatural, desde el momento en
que nos entregamos a la acción directa de Dios, para obrar según la luz de la fe y con la ayuda de
la gracia de Dios, con miras a nuestra perfección sobrenatural.
44 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Los actos que resultan del ejercicio de las virtudes infusas son sobrenaturales. En razón del
principio divino que coopera con la facultad humana, tienen un valor divino, y merecen por dere-
cho de justicia un crecimiento de gracia santificante y su correspondiente crecimiento de gloria
para el cielo. Por eso, llámase a estos actos «obras meritorias» para el cielo.
Hay dos grandes clases de virtudes infusas: las teologales y las morales.
Las VIRTUDES TEOLOGALES son las que tienen a Dios por objeto. Por ellas nos ordenamos
directa e inmediatamente a Dios como a nuestro fin último sobrenatural. Son tres:
1º La fe nos une a Dios dándonoslo a conocer como suma y primera Verdad, y nos hace
verlo y apreciarlo todo tal como Dios lo ve y aprecia.
2º La esperanza nos une a Dios haciéndonoslo desear como sumo Bien y fuente de nuestra
felicidad, siempre dispuesto a derramar sus beneficios sobre nosotros y a ayudarnos con su soco-
rro todopoderoso.
3º La caridad nos une con Dios sumamente bueno y amable en Sí mismo, haciendo que nos
complazcamos en El y en sus perfecciones divinas, y haciéndonos entrar en santa amistad y fami-
liaridad con El.
Las VIRTUDES MORALES son las que tienen por objeto, no ya a Dios, sino los medios que a
El nos conducen, disponiendo las facultades del hombre para ordenar sus actos humanos hacia el
fin último sobrenatural. Son muchas, pero se reducen a cuatro principales, llamadas cardinales:
1º La prudencia nos hace considerar el fin último en todas nuestras acciones, para elegir
siempre los medios que mejor nos conduzcan a él. De esta manera corrige la herida de ignorancia
que el pecado original dejó en nuestra inteligencia.
2º La justicia nos hace dar al prójimo lo que le es debido, santificando nuestras relaciones
con él para más acercarnos a Dios. Corrige la herida de malicia que el pecado original dejó en la
voluntad.
3º La fortaleza arma nuestra alma para la lucha, haciéndonos soportar con paciencia los su-
frimientos, y emprender con audacia los trabajos más rudos para procurar la gloria de Dios y nues-
tra salvación. Corrige la herida de debilidad, que el pecado original dejó en el apetito irascible.
4º La templanza modera nuestra avidez por el placer, y lo somete a la ley de Dios, para que
no nos aparte de nuestro fin. Corrige la herida de concupiscencia, que el pecado original dejó en
el apetito concupiscible.
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las poten-
cias del alma, para disponerlas a recibir y secundar con facilidad las mociones del mismo Espí-
ritu Santo al modo divino o sobrehumano. Su finalidad es perfeccionar las virtudes infusas, soco-
rriéndolas en casos imprevistos y graves, haciendo a las facultades del hombre prontas y dóciles
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : ORGANISMO SOBRENATURAL DEL ALMA 45
en corresponder a las inspiraciones del Espíritu Santo, y sobre todo dándoles la modalidad divina
que les permite obrar, no ya según un modo humano, sino divino.
Las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo se asemejan en que ambos son hábitos
operativos (ordenados a la acción), infusos (puestos directamente por Dios en el alma), residen en
unas mismas facultades (las potencias del alma, inteligencia y voluntad), versan sobre el mismo
objeto, y tienen el mismo fin (la perfección sobrenatural del hombre). Sin embargo, presentan
también diferencias esenciales:
1º El principio de acción: las virtudes infusas obran movidas por la razón ilustrada por la
fe; los dones, en cambio, obran movidos por el mismo Espíritu Santo.
2º El modo de obrar: las virtudes infusas obran sobrenaturalmente, pero según una moda-
lidad humana; los dones, en cambio, tienen una modalidad divina de acción.
3º El uso de los mismos: podemos ejercer las virtudes infusas según nuestra voluntad, por-
que su ejercicio depende de nosotros; pero los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere
moverlos.
4º El estado del alma durante la acción: en el ejercicio de las virtudes infusas, el alma se
encuentra en pleno estado activo, pues es ella la que obra; pero en el ejercicio de los dones, el
alma se encuentra en un estado pasivo, porque es el Espíritu Santo quien obra en ella.
5º El grado de acción que confieren: las virtudes infusas nos dan la aptitud, pero no siem-
pre la facilidad, de obrar sobrenaturalmente; mientras que los dones nos dan la facilidad de obrar
sobrenaturalmente, e incluso heroicamente cuando es necesario.
Los dones del Espíritu Santo son necesarios y absolutamente indispensables para alcanzar
la perfección cristiana; ya que las virtudes infusas, imperfectas por su modo humano de obrar, no
pueden conducirnos a las cumbres de la santidad si no son perfeccionadas por la modalidad divi-
na de los dones. — Pueden también ser necesarios para la salvación eterna, en circunstancias en
que las virtudes infusas, por su modo humano de obrar, no sabrían reaccionar como conviene para
evitar el pecado. En esos casos el Espíritu Santo perfecciona con sus dones las virtudes infusas, y
les confiere una capacidad divina de reacción, con la cual el alma se ve a salvo.
Los dones del Espíritu Santo son siete: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad,
fortaleza y temor de Dios 1, porque vienen a perfeccionar las virtudes infusas, que son siete: tres
teologales y cuatro cardinales.
1º El don de sabiduría perfecciona el ejercicio de la virtud de caridad, y hace que el alma
saboree las cosas divinas, dándole una cierta connaturalidad con ellas.
2º El don de entendimiento perfecciona el ejercicio de la virtud de fe, dándole una pene-
tración profundísima de los grandes misterios sobrenaturales, ayudándole a descubrir los tesoros
que esconden y la maravillosa armonía que los une.
3º El don de ciencia perfecciona también el ejercicio de la virtud de fe, enseñándole a juz-
gar rectamente de las cosas creadas, y a ver en todas ellas la huella o vestigio de Dios, que prego-
na sus divinas perfecciones.
1
Is. 11 1-2.
46 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Artículo 3
Las gracias actuales
Nuestras facultades naturales, para realizar su acto, necesitan ponerse en ejercicio. Lo mis-
mo sucede con nuestras potencias sobrenaturales. Pero, a diferencia de las facultades naturales,
las potencias sobrenaturales necesitan para eso un socorro divino, que llamamos gracia actual.
La gracia actual es un socorro pasajero que Dios nos ofrece para cada acción sobrenatu-
ral, o una moción sobrenatural de Dios, transitoria, que dispone al alma para obrar o recibir algo
en orden a la vida eterna. Puede consistir en una luz que ilumina el entendimiento, o en un impul-
so que incita a la voluntad. Puede ser interior, y presentarse directamente al alma bajo forma de
buen pensamiento, propósito o afecto; o exterior, y obrar desde fuera, por medio de una instruc-
ción, un consejo, una lectura, un buen ejemplo, un acontecimiento providencial.
La gracia actual tiene varias diferencias con la gracia habitual o santificante: • la gracia
habitual o santificante es un hábito, esto es, una cualidad permanente que produce su efecto de
manera continua; mientras que la gracia actual es un acto, esto es, una moción transitoria, que
tiene un efecto pasajero, y que puede incluso no producir su efecto si el que la recibe opone resis-
tencia; • la gracia santificante sólo se encuentra en las almas justas, mientras que Dios concede
gracias actuales incluso a las almas en pecado, pues sin ellas no podrían convertirse; • la gracia
santificante no es inmediatamente operativa, porque se nos concede en el orden del ser sobrenatu-
ral; mientras que la gracia actual es esencialmente operativa, porque se nos concede en el orden
de la acción, y produce la acción sobrenatural misma.
fuerzas, porque no exceden su capacidad natural; pero no podrá poner en ejercicio por sí misma
las potencias sobrenaturales, porque exceden su capacidad y sus fuerzas naturales. Sólo podrá
hacerlo con la ayuda del autor de esas mismas potencias, a saber Dios, que las ha infundido en
nuestra alma. Y esta ayuda es la que llamamos gracia actual.
Así, pues, necesitamos la ayuda de las gracias actuales para cada acto sobrenatural, por
pequeño que sea. Cuando se trata de la conversión, esto es, del paso del estado de pecado al esta-
do de gracia, se necesitan gracias actuales para hacer los actos preparatorios de fe, esperanza, pe-
nitencia y amor; las necesitamos incluso para tener el simple buen deseo de creer o cambiar de
vida. Luego, perseveramos en el bien y crecemos en la virtud durante el curso de nuestra vida,
también por medio de gracias actuales. Y, finalmente, necesitamos para salvarnos, en la hora de
la muerte, una gracia actual especial, decisiva, la perseverancia final, que es la gracia de las gra-
cias, por la que morimos en estado de gracia y nos salvamos eternamente.
La gracia actual es, en definitiva, la que da eficacia a la gracia santificante, a las virtudes y a
los dones del Espíritu Santo. Mucho importa, por lo tanto, ser fieles a las gracias actuales y a las
menores inspiraciones de la gracia, a fin de hacer fructificar ese precioso tesoro que puede y debe
dar el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno. Las actitudes que tomaremos ante estas gra-
cias actuales serán las siguientes:
1º Creer en las inspiraciones de la gracia, esto es, en la acción del Espíritu Santo y de Ma-
ría en nuestra alma. Todos somos llamados a la felicidad eterna y a la santidad, en un grado deter-
minado de perfección y en una forma personal de perfección. En efecto, así como no hay, en el
orden natural, dos personas que se asemejen completamente, así también, en el orden sobrenatural,
a pesar de las semejanzas fundamentales y múltiples que se imponen a todos, hay una gran diversi-
dad en la fisonomía espiritual de las almas. Cada uno de nosotros está llamado a imitar de manera
propia y personal la perfección de Jesús y de María, y a ser una copia imperfecta, pero bien deter-
minada, de tal o cual rasgo de esta doble obra maestra de Dios. — Ahora bien, ¿cómo saber a qué
virtudes debemos aplicarnos más especialmente, qué actitudes de alma de Jesús y María debemos
adoptar más particularmente? Eso sólo puede sernos indicado por las inspiraciones de la gracia,
que constituyen la dirección interior del Espíritu Santo y de la Santísima Virgen.
2º Percibir y reconocer como tal esta dirección de la gracia. La voz de la gracia es una
voz delicada y tenue, que no se escucha en medio del ruido del mundo. Para percibirla hay que
vivir en el recogimiento y en el silencio, evitar todo contacto inútil con las criaturas, huir de las di-
versiones mundanas, y no ir al mundo sino en la medida en que nuestro deber de estado lo reclama.
Además, hay que discernir estas voces de la gracia; y así, reconoceremos que una inspiración es
divina y mariana: • cuando es conforme a las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia, y a las direc-
tivas de nuestros Estatutos y de nuestros Superiores; • cuando nos empuja a lo que es contrario a
nuestras inclinaciones naturales y sensibles, esto es, al sacrificio; • cuando no pide lo que es impo-
sible o excéntrico; • cuando deja la paz en el alma, incluso cuando exige el sacrificio; • finalmente,
cuando el director espiritual reconoce en tal dirección una verdadera moción de la gracia.
3º Conceder un gran valor y estima a estas inspiraciones. Para estimularnos a aprove-
char con celo las inspiraciones de la gracia, nos acordaremos de que estas gracias han costado
muy caro tanto a Jesús como a María: por cada una de ellas Jesús y María han rezado, trabajado,
sufrido y llorado. Por eso decía el padre Poppe que «en cada gracia brilla una gota de sangre de
48 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Jesús y una lágrima de María». Por lo tanto, con gran amor y fidelidad seguiremos toda indica-
ción de la gracia, manteniéndonos preparados a ella, haciendo lo que esta gracia nos pide, y evi-
tando lo que ella nos desaconseja.
Artículo 4
Leyes fundamentales del organismo espiritual
Después de haber estudiado la naturaleza y los efectos de la vida sobrenatural, es fácil com-
prender las denominaciones variadas por las que también se la conoce. Se la llama: • vida divina,
porque es una participación de la vida de Dios; • vida cristiana, porque es la vida de Cristo en no-
sotros, ya que fluye de Cristo, nuestra Cabeza, de quien somos miembros; • vida espiritual, por-
que es producida, mantenida y desarrollada en nuestra alma por la acción incesante del Espíritu
Santo; • vida santa, porque reemplaza la fealdad del pecado mortal por algo de la santidad, belle-
za y perfección de Dios; • vida celestial, porque contiene en germen la bienaventuranza del cielo;
• vida escondida, porque en esta tierra no se la percibe por los sentidos, ni se la experimenta por
la conciencia, ni se la descubre por la razón: su realidad sólo nos es conocida por la Revelación;
• vida de la gracia, porque tiene su principio en la gracia santificante; • vida interior, porque su-
pone una fe viva y habitual en la presencia íntima de Dios en nosotros, y una unión estrecha con
El. Por eso también se llama: • vida de fe, porque es el hábito de ver a Dios en nuestro interior, y
de juzgar todas las cosas a la luz de Dios; • vida de oración, porque es el hábito de conversar con
el Huésped divino del alma, y de ofrecerle todo cuanto somos, tenemos, hacemos o sufrimos.
El árbol con injerto es el árbol silvestre perfeccionado y acrecentado con un principio nuevo de
vida que utiliza sus energías naturales para hacerle producir frutos mejores, de los que antes era
incapaz. Del mismo modo la gracia, injertada en nuestra naturaleza humana, se convierte para ella
en un principio de vida divina, e infunde a nuestras facultades naturales el poder de producir actos
sobrenaturales, de los que éramos absolutamente incapaces por nuestras solas fuerzas naturales.
Este principio pone en evidencia la influencia recíproca de la gracia sobre la naturaleza, y de la
naturaleza sobre la gracia; influencia que es la primera ley de nuestro organismo espiritual.
1º Influencia de la gracia sobre la naturaleza. — La gracia completa y perfecciona la
naturaleza, aportándole la coronación de la vida divina, querida por Dios desde que elevó al hom-
bre al orden sobrenatural. Por este motivo, añade las luces divinas de la fe a las luces humanas de
la razón, las fuerzas divinas de la gracia a las fuerzas humanas de la voluntad, un fin sobrenatural
y divino al fin puramente natural del hombre.
La gracia, al injertarse en la naturaleza humana para perfeccionarla, no tiene el efecto direc-
to e inmediato de cambiar la naturaleza misma: la naturaleza o el temperamento de cada uno
conserva sus cualidades, sus defectos, sus tendencias, sus hábitos adquiridos, etc. Así se explica
cómo ciertas almas, al pasar del estado de pecado al estado de gracia, o al darse sinceramente a
las prácticas de la vida sobrenatural, no se encuentran liberadas por eso de sus defectos naturales
y de sus malos hábitos. — Sin embargo, la gracia, al injertarse en la naturaleza humana, tiene el
efecto indirecto de ayudarla poderosamente a mejorarse, aportándole el auxilio precioso de las
virtudes infusas, de los dones del Espíritu Santo, y de gracias actuales más abundantes.
2º Influencia de la naturaleza sobre la gracia. — La naturaleza es para la gracia a la vez
un recurso y un obstáculo.
a) La naturaleza, en lo que tiene de recto y honesto, es un poderoso recurso para la vida
sobrenatural, pues ofrece a la gracia un excelente terreno y excelentes energías para el nacimiento
y el desarrollo de la vida sobrenatural. Así como un injerto tiene más posibilidades de éxito y de
fecundidad en un árbol silvestre sano y vigoroso, que en uno enfermo y débil, así también la vida
sobrenatural encuentra mejor terreno de conservación y de pleno desarrollo en una naturaleza
recta y honesta, que en una viciada y débil. Además, la gracia, al injertarse en la naturaleza, se
adapta a las aptitudes y cualidades, atractivos e inclinaciones de la naturaleza, sobrenaturalizán-
dolas. De ahí viene en gran parte la variedad de aspectos de la santidad que va de un santo a otro,
y de la vocación e ideal de perfección que va de un alma a otra.
b) La naturaleza, en lo que tiene de desordenado y viciado, es el mayor obstáculo al naci-
miento y desarrollo de la vida sobrenatural. De ahí la necesidad e importancia primordial de la
abnegación cristiana y del esfuerzo, como más tarde se verá.
La analogía o semejanza entre la vida natural y la vida sobrenatural es la segunda ley, y muy
importante, de nuestro organismo espiritual. Como la vida natural y la vida sobrenatural tienen
igualmente a Dios por Autor, como la primera está ordenada a la segunda, y como la segunda se
injerta y adapta a la primera, se comprende que haya entre ellas grandes parecidos. Por eso, la
vida sobrenatural tiene, al igual que la vida natural: • su Familia propia: Familia sobrenatural, en
la que Dios es el Padre, María la Madre, Jesucristo el Hijo Primogénito, y los Angeles y los San-
tos los demás hermanos; • su nacimiento: el Bautismo; • su virilidad y fortalecimiento: la Con-
firmación; • su alimentación apropiada: la Sagrada Eucaristía; • su respiración: la oración; • su
luz: la fe en la palabra de Dios contenida en la Revelación; • su actividad propia: el ejercicio de
las virtudes sobrenaturales; • su educación: las directivas de la Iglesia y su Magisterio, adaptados
50 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
a las almas consagradas mediante sus Reglas o Estatutos; • sus enemigos: la triple concupiscencia
(enemigo interno), y el mundo y el demonio (enemigos externos); • sus enfermedades: las imper-
fecciones, el pecado venial y la tibieza; • su médico: el sacerdote, ministro de Jesucristo; • sus
remedios y medicinas: la virtud y eficacia de la Sangre de Jesucristo, aplicada por medio de la
oración y los Sacramentos; • su muerte: el pecado mortal; • su resurrección (que la vida natural
no tiene): la Penitencia; • su ley de crecimiento y propagación: «Creced y multiplicaos»: «cre-
ced» es el deber de la santificación personal; «multiplicaos» es el deber del apostolado y de la
edificación mutua.
La vida sobrenatural es superior a la vida natural tanto como la naturaleza divina es superior
a la naturaleza humana. Además, la vida sobrenatural no es facultativa, sino una obligación es-
tricta para el hombre: tal es la tercera ley de nuestro organismo espiritual.
Es una verdad de fe que Dios no ha creado al hombre sino en vistas al estado sobrenatural;
y el hombre que, por su culpa, no se eleva hasta la vida sobrenatural, se condena a la reprobación
eterna. Esta necesidad se deduce: • de las PALABRAS DE JESÚS A NICODEMO: «Quien no renaciere
del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de los cielos» 1; • de la ALEGORÍA DE LA
VID: «Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos… Quien no permanece en Mí, será echado fuera
como el sarmiento, y se secará, y lo recogerán, y lo arrojarán al fuego, y arderá» 2; • de la PARÁ-
BOLA DE LA TÚNICA NUPCIAL, indispensable para ser admitido al festín del cielo, y para no ser
«arrojado a las tinieblas exteriores, donde habrá llantos y rechinar de dientes» 3; • de las DECLA-
RACIONES DE SAN PABLO, que afirma que las virtudes y los dones más sublimes no sirven de nada
sin la caridad, entendida como gracia santificante 4.
La vida sobrenatural constituye, por lo tanto, lo «único necesario» 5. Y para asegurar mejor
su posesión y alcanzar más fácilmente su perfección, se abraza el estado sacerdotal o religioso.
Según la enseñanza común de la teología: • la vida de la gracia está llamada a crecer y a de-
sarrollarse en nuestras almas, ya que es una «semilla de Dios» 6; • la vida de la gracia puede cre-
cer, pero no decrecer: se la pierde completamente por el pecado mortal, pero no se puede perder
nunca parcialmente, ni siquiera por el pecado venial deliberado; • por el sacramento de penitencia
se recupera el estado de gracia perdido por el pecado grave, aunque lo devuelve en un grado pro-
porcionado a la contrición del penitente: en un grado menor al que se tenía antes, si la contrición
ha sido poca; en un grado igual, si la contrición ha sido buena; e incluso en un grado mayor al que
se poseía, si la contrición es muy abundante; • la causa eficiente del crecimiento de nuestra vida
sobrenatural es únicamente Dios; sin embargo, Dios ha condicionado ese crecimiento a la colabo-
ración del hombre, que debe poner también de su parte; • nuestro grado de gloria eterna corres-
ponderá al grado de gracia que habremos alcanzado al salir de esta vida de prueba; • finalmente,
1
Jn. 3 5.
2
Jn. 15 5-6.
3
Mt. 22 11-14.
4
I Cor. 13 1-3.
5
Lc. 10 42.
6
I Jn. 3 9.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : ORGANISMO SOBRENATURAL DEL ALMA 51
disponemos de tres medios para crecer sin cesar en vida sobrenatural: los Sacramentos, las obras
meritorias y la oración.
LOS SACRAMENTOS
1º El hombre no puede, por sus solas fuerzas naturales, producir obras meritorias para la
vida eterna. Para ello necesita un primer don de Dios, la gracia: el mérito supone la gracia.
2º Todo acto bueno, realizado en estado de gracia, produce un triple fruto: • un fruto de mé-
rito propiamente dicho: nos da derecho en justicia a un crecimiento de gracia santificante, virtu-
des y dones, y al correspondiente crecimiento de gloria en el cielo; • un fruto de impetración: nos
obtiene, para nosotros o para otros, gracias actuales, como podría hacerlo una oración; • un fruto
de satisfacción: nos perdona, a nosotros o a otros, en parte o en su totalidad, la pena temporal
debida por los pecados perdonados.
1
Jn. 6 56.
2
Jn. 6 50 y 54.
52 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
3º El mérito sobrenatural de una acción se mide, en parte por la dificultad de la obra reali-
zada, pero sobre todo por la virtud de caridad con que se la realiza. De donde se sigue que el ma-
yor o menor mérito de una obra buena depende ante todo: • del grado de gracia santificante (o
caridad habitual) del que realiza la acción; • del grado de fervor (o caridad activa) que anima al
alma cuando realiza el acto bueno; fervor que comprende: la pureza de intención, la generosidad
de la voluntad, y el espíritu de sacrificio y de inmolación de sí mismo; • de la perfección misma
del acto realizado, que será tanto mayor cuanto más perfecta sea la virtud que lo realiza (la cari-
dad sobre todo), y cuantas más virtudes ponga en ejercicio.
LA ORACIÓN
Dos factores, tan indispensables el uno como el otro, intervienen en nuestra actividad so-
brenatural, y por consiguiente concurren a nuestro avance en la perfección: Dios, por su gracia
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : ORGANISMO SOBRENATURAL DEL ALMA 53
actual, y nosotros, por nuestros esfuerzos de buena voluntad. Nosotros, sin Dios, no podemos
nada; y Dios, sin nosotros, no quiere hacer nada.
1
Jn. 15 5.
2
Fil. 2 3.
54 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
nos hará evitar las trampas con que el demonio suele engañar a las almas incautas o principiantes,
nos mantendrá en una santa humildad, y nos dará en cada momento los consejos y las directivas
más apropiadas para aprovechar al máximo las gracias de Dios.
Los autores ascéticos suelen distinguir tres fases o etapas en el desarrollo de la vida espiri-
tual, llamadas: 1º Vía purgativa; 2º Vía iluminativa; 3º Vía unitiva.
Los incipientes en la vida espiritual son aquellos que viven de manera habitual en estado de
gracia y tienen un cierto deseo de perfección, pero conservan todavía afecto al pecado venial, y
caen a veces en faltas graves. Las características principales de esta primera etapa espiritual 1 son
las siguientes:
1º El amor de Dios se encuentra todavía en sus comienzos: es débil, inconstante, y se vuel-
ve a menudo hacia las criaturas; de ahí su afecto no completamente combatido al pecado venial, y
a veces sus caídas en falta grave.
2º El alma, que entró en el estado de gracia y amistad de Dios, se fortalece en la disposición
habitual de huir del pecado mortal, de evitar sus ocasiones y de combatir su causa en las pasio-
nes, las malas costumbres y las inclinaciones viciosas.
3º Es un periodo de lucha laboriosa, en que el alma, estimulada sobre todo por el temor
saludable de Dios, se esfuerza en purificarse cada vez más del pecado: de ahí el nombre de «vía
purgativa».
4º Predomina en ella la purificación activa de los sentidos, a base del trabajo ascético de
mortificación y resistencia al pecado y sus concupiscencias.
5º Finalmente, el alma se ejercita en la oración activa, la meditación, que conduce a la ora-
ción afectiva y a la oración de simplicidad, y en las virtudes morales.
Los proficientes en la vida espiritual son las almas que van adelante en la perfección, y
que, manteniendo siempre vivo el deseo de no ofender en nada a su divina Majestad, se guardan
aun de los pecados veniales, viven recogidas, y ponen su principal empeño en imitar perfectamen-
te a Nuestro Señor Jesucristo. Las principales características de la etapa que recorren estas almas 2
son las siguientes:
1º El amor de Dios se hace más fuerte, menos imperfecto y vacilante, menos vuelto hacia
las criaturas y más centrado en Nuestro Señor.
2º El alma se establece en la disposición habitual de evitar el pecado venial deliberado,
sobre todo el más frecuente, y a combatir su causa en sus defectos naturales.
1
Que corresponde a las tres primeras moradas del Castillo Interior de Santa Teresa : se saca el agua del pozo
a fuerza de brazos.
2
Que corresponde a las moradas 4a y 5a del Castillo Interior de Santa Teresa : se riega el jardín sacando el
agua sin fuerza de brazos, con una noria.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : ORGANISMO SOBRENATURAL DEL ALMA 55
3º Es una etapa en que el alma ya no se conduce tanto por el temor de Dios, como por la
confianza en Jesucristo: camina a la luz de las palabras y de los ejemplos de este divino Modelo y
Guía: de ahí el nombre de «vía iluminativa». Su principal preocupación pasa a ser la de crecer y
adelantar en la vida cristiana por la práctica de las virtudes y la imitación de Cristo.
4º En esta etapa predomina la purificación pasiva de los sentidos, por la que Dios purifica
al alma de todo afecto sensible hacia las criaturas, para establecerla en una vida de fe: «Mi justo
vive de la fe» 1.
5º Finalmente, el alma se ejerce en la oración infusa, la contemplación, y en la práctica pre-
dominante de las virtudes infusas.
Los perfectos en la vida espiritual son las almas que han llegado a la unión íntima con Dios
por medio de la caridad divina. Su vida sobrenatural se ha simplificado enteramente, en su ora-
ción, en su trabajo, en sus virtudes, y ha alcanzado una perfecta conformidad con la voluntad di-
vina en todo. Las principales características de esta etapa 2 son las que siguen:
1º Predomina el amor de Dios siempre en crecimiento, y una unión con Dios habitual, cada
vez más generosa. El alma vive casi de continuo en la presencia de Dios, y gusta de contemplarle
viviendo dentro de su corazón.
2º Bajo la influencia de la caridad perfecta, el alma evita, tanto como lo puede la debilidad
humana, las faltas de sorpresa y de fragilidad, y las imperfecciones más o menos voluntarias.
3º El alma no tiene más que una sola preocupación: unirse a Dios perfectamente, y tomar
en El todas sus complacencias: de ahí el nombre de «vida unitiva». Para ello se ejerce en la virtud
de caridad, hasta el punto de que la caridad se convierte en su única virtud: todas las virtudes que
practica, por la influencia que la caridad ejerce sobre ellas, se convierten en actos de amor.
4º A esta vía se pasa por la purificación pasiva del espíritu, en la que Dios somete al alma a
durísimas pruebas espirituales, para acabar de purgarla de sus defectos, imperfecciones y miserias.
5º Finalmente, el alma se ejerce en esta etapa en la oración transformante, y en el aprove-
chamiento de los dones del Espíritu Santo, a los que se ha hecho extremadamente dócil.
1º Estas diversas fases del progreso espiritual son más o menos largas, según la generosidad
con que el alma responde a las invitaciones e inspiraciones de la gracia de Dios.
2º Además, estas tres vías o etapas de la vida espiritual no están tan separadas unas de
otras, que no se encuentre en una lo que predomina en las otras: a veces las almas que se en-
cuentran en la vida unitiva deben recurrir a la penitencia, a la purificación activa de los sentidos, y
al temor saludable de Dios para evitar el pecado; y Dios puede conceder a almas que se hallan en
la vida purgativa gracias de oración infusa propias de la vida iluminativa.
3º Finalmente, en cada una de estas tres vías hay muchos y muy diferentes grados, según el
propio temperamento de cada alma, su generosidad, su energía y constancia, las gracias más o
menos abundantes que Dios les tiene destinadas, etc.
1
Rom. 1 17; Gal. 3 11; Hebr. 10 38.
2
Que corresponde a las moradas 6a y 7a del Castillo Interior de Santa Teresa : se riega el jardín con el canal, y
con la lluvia, sin apenas esfuerzo personal.
56 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
De todo lo que precede se deduce que toda la perfección cristiana consiste en la perfección
de la caridad:
1º Bajo su doble aspecto de amor a Dios y al prójimo: «Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer mandamiento. El segundo es
semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada
toda la Ley y los Profetas» 1.
2º Y su doble cualidad de ser afectiva y efectiva: «Hijitos míos, no amemos sólo de pala-
bra y con la lengua, sino con obras y de verdad» 2.
En efecto, nuestra perfección consiste en alcanzar nuestro fin, que es Dios; ahora bien sólo
la caridad nos une perfectísimamente con El, ya que la fe y la esperanza desaparecerán en el cielo
para dar lugar a la visión y posesión de Dios, y sólo la caridad permanecerá 3.
Todos los cristianos están obligados a aspirar a la perfección cristiana, esto es, a la perfec-
ción de la caridad. NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO dice a todos, sin excepción ninguna: «Sed perfec-
tos, como vuestro Padre celestial es perfecto» 4. LOS APÓSTOLES insisten en el mandato de su
divino Maestro: San Pablo nos dice que Dios nos ha elegido en Cristo «para que seamos santos e
inmaculados ante El en la caridad» 5, y que debemos esforzarnos «hasta llegar a ser varones
perfectos, según la medida de la edad de la plenitud de Cristo» 6, puesto que «la voluntad de
Dios es nuestra santificación» 7.
La razón de esta obligatoriedad es clara. La perfección cristiana o santidad no es más que
el desarrollo pleno del organismo sobrenatural que todo cristiano ha recibido en el Bautismo en
estado de germen, desarrollo que encuentra su plenitud en la perfección de la caridad. Ahora bien,
esta semilla de la gracia Dios nos la da para que la desarrollemos, como el grano de mostaza que
llega a ser un gran árbol, y no para que la dejemos sin germinar; ese don nos lo da, no para que lo
enterremos, sino para que lo multipliquemos y lo hagamos fructificar.
Los sacerdotes y religiosos, además, están obligados a aspirar a la perfección cristiana por
un nuevo título y en virtud de una obligación especial: • el sacerdote, en razón de su ordenación,
que lo consagra por entero al servicio de Dios y de las almas; • el religioso, en razón de su profe-
sión y sus votos, por los que se compromete a imitar más de cerca al divino Salvador.
1
Mt. 22 37-40; I Jn. 4 20.
2
I Jn. 3 18.
3
I Cor. 13 13.
4
Mt. 5 48.
5
Ef. 1 4.
6
Ef. 4 13.
7
I Tes. 4 3.
Capítulo 4
El simbolismo del Bautismo
Una vez estudiados los títulos que el Bautismo nos confiere, es preciso saber cómo vivir en
conformidad con ellos, y cómo poner en ejercicio el organismo espiritual que a este fin hemos
recibido. Todo ello será indicado por el simbolismo del Bautismo. San Pablo, inspirado por Dios,
nos da a conocer este simbolismo en su epístola a los Romanos. El texto de San Pablo 1 se divide
en dos partes claramente definidas:
1º Versículos 3 a 10: el simbolismo propiamente dicho del Bautismo. — « 3 ¿Ignoráis
que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? 4 En efecto, en el
bautismo fuimos sepultados con El, muriendo, a fin de que, así como Cristo fue resucitado de
entre los muertos, para gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida.
5
Porque si hemos sido hechos una cosa con El por medio de la representación de su muerte,
igualmente lo hemos de ser representando su resurrección; 6 haciéndoos cargo de que nuestro
hombre viejo fue crucificado juntamente con El, para que sea destruido el cuerpo del pecado, y
ya no sirvamos más al pecado; 7 pues quien ha muerto queda ya absuelto del pecado. 8 Y si noso-
tros hemos muerto con Cristo, creemos que viviremos también juntamente con Cristo, 9 sabiendo
que Cristo resucitado de entre los muertos no muere ya otra vez, y que la muerte no tiene ya do-
minio sobre El. 10 Porque su muerte fue un morir al pecado una sola vez, pero su vida es un vivir
para Dios».
2º Versículos 11 a 13: consecuencias prácticas para la vida cristiana. — « 11 Así voso-
tros considerad también que realmente estáis muertos al pecado, y que vivís ya para Dios en
Cristo Jesús. 12 No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a
sus concupiscencias; 13 ni tampoco presentéis más vuestros miembros como instrumentos de ini-
quidad al servicio del pecado, antes bien entregaos a Dios, como muertos resucitados a la vida, y
presentad vuestros miembros como instrumentos de la justicia al servicio de Dios».
El Bautismo es un Sacramento, es decir, un signo sagrado que significa una realidad sobre-
natural y la produce en el alma.
1º Qué significa el Bautismo. — Antiguamente, el Bautismo se administraba principalmen-
te por inmersión 2. El que iba a ser bautizado era sumergido completamente en las aguas bautisma-
les, mientras el obispo pronunciaba las palabras sacramentales; y luego era sacado de la fuente
sagrada, y revestido con una túnica blanca. Esta ceremonia encierra un profundo simbolismo, co-
mo lo muestra el texto de San Pablo; y si hoy el sacramento ha dejado de ser administrado de esta
manera, no ha perdido su simbolismo ni las realidades significadas que produce en el alma.
1
Rom. 6 3-13.
2
Bautizar significa originariamente sumergir en el agua; así bautizaba ya San Juan Bautista.
58 PRINCIPIOS CONSTITUTIVOS DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
San Pablo nos hace observar con insistencia que «Cristo resucitado de entre los muertos ya
no muere otra vez: su muerte fue un morir al pecado una sola vez»; y que, desde entonces, su
vida es ya definitivamente un «vivir para Dios». Por ahí quiere inculcarnos que la muerte al pe-
cado y la vida para Dios realizadas por el Bautismo en nuestras almas deben ser definitivas: nun-
ca más hemos de dejar reinar el pecado en nosotros, y nunca hemos de dejar de vivir para Dios.
Ahora bien, observamos que el Bautismo, al realizar en nosotros la muerte al pecado, bo-
rrando el pecado original y todos los demás pecados actuales que hubiese en el alma, no nos de-
volvió la rectitud e integridad primitivas de nuestra naturaleza, sino que dejó en nosotros la triple
concupiscencia que nos inclina al pecado. Por eso hemos de seguir luchando continuamente co-
ntra el pecado y sus causas; hemos de mantener esa muerte definitiva al pecado mediante una
renuncia continua a Satanás, a sus inspiraciones perversas y a sus obras, a las solicitaciones del
mundo y de la carne. Por esta razón, la vida cristiana presenta un aspecto negativo: la mortifica-
ción del pecado y de todo lo que a él nos conduce. Este aspecto negativo de la vida cristiana será
el objeto de nuestra SEGUNDA PARTE.
Igualmente observamos que el Bautismo, al conferirnos la gracia santificante, las virtudes
infusas y los dones del Espíritu Santo, nos comunicó la vida para Dios; pero esa vida la recibimos
tan sólo al estado de germen, y no en toda su plenitud, que sólo alcanzaremos en el cielo. Por eso
hemos de desarrollarla y perfeccionarla; hemos de ir creciendo espiritualmente, haciéndonos
adultos espirituales, para parecernos cada vez más a nuestro Padre celestial, a nuestro Hermano
Jesucristo y a nuestra Madre María Santísima, por medio de los Sacramentos, de la oración y de
la práctica de las virtudes. Por esta razón, la vida cristiana presenta un aspecto positivo: el cre-
cimiento en gracia santificante, en vida divina. Este aspecto positivo de la vida cristiana será el
objeto de nuestra TERCERA PARTE.
SEGUNDA PARTE
EJERCICIO NEGATIVO
DE LA VIDA INTERIOR
La actividad de toda vida en la tierra tiende ante todo a defenderse contra las causas múlti-
ples de debilitamiento, de enfermedad y de muerte. Ahora bien, el único mal que sin cesar ame-
naza con debilitar y dar muerte a nuestra vida sobrenatural es el pecado, y todo lo que, fuera o
dentro de nosotros mismos, es causa u ocasión de pecado. Por eso, estudiaremos en un primer
capítulo la naturaleza del pecado, para ver después, en otros cuatro capítulos cómo luchar contra
el pecado, ante todo resistiendo a las tentaciones, y luego combatiendo sus causas: lucha contra
el demonio, lucha contra el mundo y lucha contra la carne o mortificación cristiana.
El gran principio que debe inspirar nuestra actividad sobrenatural en su ejercicio negativo
es el odio del pecado, considerado como el único mal en esta vida. Este odio del pecado produci-
rá en nosotros una gran delicadeza de conciencia: si no tememos nada tanto como ofender a Dios
y caer en su desgracia, nos mantendremos continuamente vigilantes contra todo lo que es pecado
u ocasión de pecado; y ello nos llevará a una pureza de conciencia cada vez mayor, condición
fundamental para una unión cada vez más perfecta con Dios: «Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» 1.
1
Mt. 5 8.
60 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1
Gen. 3 15.
Capítulo 1
El pecado en sí mismo
Llamamos pecado a toda transgresión voluntaria de la Ley de Dios, por pensamiento, pala-
bra u obra. Por lo tanto, es una desobediencia a Dios, y por lo mismo una ofensa a la divina Ma-
jestad, ya que por él preferimos nuestra voluntad a la suya y violamos sus derechos imprescripti-
bles sobre nosotros.
Todo pecado supone siempre tres condiciones: • materia prohibida o preceptuada por la
Ley de Dios; • advertencia por parte de la inteligencia; • consentimiento por parte de la voluntad.
Si la materia es grave, y la advertencia y consentimiento son plenos, el pecado es mortal; pero si
la materia es leve, o la advertencia o el consentimiento son imperfectos, el pecado es venial.
En este capítulo estudiaremos sucesivamente el pecado mortal, el pecado venial, la tibieza o
hábito del pecado venial deliberado, las imperfecciones, y las inclinaciones viciosas, defectos
naturales y defecto dominante.
Artículo 1
El pecado mortal
El pecado mortal es la transgresión de una ley de Dios en materia grave, con plena adver-
tencia del entendimiento y pleno consentimiento de la voluntad. Lo llamamos «mortal» porque
mata la vida sobrenatural del alma, dándole la muerte al separarla de Dios y privarla de su gracia
y amistad.
Los principales efectos que causa en el alma un solo pecado mortal son los siguientes:
1º Destruye la gracia santificante, principio de la vida sobrenatural, y juntamente con ella
todos los hábitos sobrenaturales (virtudes y dones del Espíritu Santo), que constituyen un tesoro
verdaderamente divino. Resulta de ello para el alma la más triste de las transformaciones: de di-
vinamente hermosa que era a los ojos de Dios, de María, de los Angeles y de los Santos, adquiere
ahora una fealdad infernal, que hace de ella un objeto de horror y de repulsión para Dios y para
los Bienaventurados.
2º Expulsa del alma a la Santísima Trinidad, que moraba en ella con su presencia amo-
rosa, santificante y transformante. El alma, que por esa presencia de Dios en ella se convertía en
62 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
hija muy amada de Dios y heredera del cielo, hermana y miembro de Jesucristo, templo vivo del
Espíritu Santo e hija de María, queda ahora convertida en esclava del demonio y sometida por lo
tanto a su yugo tiránico.
3º Destruye instantáneamente todos los méritos sobrenaturales acumulados anterior-
mente por los sacramentos, la oración y las buenas obras; y hace al alma incapaz de ninguna
obra meritoria: las mejores acciones, hechas en estado de pecado mortal, son absolutamente in-
útiles y desprovistas de valor para la eternidad.
4º Finalmente, deja al alma suspendida sobre el abismo del infierno. Así como el estado
de gracia y la gloria no difieren esencialmente, sino sólo por su condición (una es en relación a la
otra lo que la semilla es en relación al árbol), del mismo modo no hay diferencia esencial entre el
pecado mortal y el infierno: ambos son la separación voluntaria de Dios, Bien infinito. La única
diferencia es accidental: en esta vida esa separación no es aún definitiva, sino que el alma puede
recuperar a Dios, y no se experimenta todavía el gran mal y desgracia que esa separación de Dios
significa. Dios ha prometido el perdón al pecador cada vez que se arrepienta y a El se convierta;
pero no le ha prometido el día de mañana para convertirse, antes al contrario, ha afirmado que la
muerte vendrá de improviso, como un ladrón.
El pecado mortal es el mayor de todos los males posibles, el único mal que puede suceder al
hombre, ya que es la privación del Bien infinito y, por lo tanto, la suma de todos los males que
esa privación supone. Además, encierra una triple malicia:
1º Respecto a Dios, el pecado mortal es una gravísima injusticia y ofensa hacia la divina
Majestad, porque:
a) Desprecia la amistad divina y todos los dones que ella comporta, sustituyendo con idolá-
trica adoración una criatura al Creador.
b) Niega a Dios los derechos que le son debidos, pues hace que el alma se sustraiga con
temeraria desobediencia a su divina Ley.
c) Niega también todas las perfecciones y atributos de Dios: • su divina sabiduría y su atri-
buto de supremo Legislador, como si Dios no tuviese derecho a imponernos leyes, o éstas fuesen
estúpidas o inconvenientes; • su divina omnipotencia y sus atributos de supremo Gobernador y
supremo Juez, como si Dios no tuviese derecho a reclamar de sus criaturas la obediencia y sumi-
sión, y como si no fuese a castigar a los que se rebelan contra sus leyes; • su divina bondad y su
atributo de sumo Bien y de fin último del hombre, pues el pecador prefiere locamente un bien
caduco y deleznable a la posesión eterna del Bien infinito, y hace de ese bien caduco su último
fin, al anteponerlo a Dios.
2º Respecto a Jesucristo, nuestro Redentor, el pecado mortal es una especie de deicidio.
En efecto, da la muerte a la vida de Cristo en nuestras almas, y aporta su parte a los dolores y a
los ultrajes que se encarnizaron contra Cristo en su Pasión y muerte, ya que el pecado fue el que
produjo los sufrimientos y la muerte de nuestro divino Salvador. El pecado, al ser la negación de
Dios, provocaría la muerte de Dios si Dios pudiese morir; y de, hecho, cuando Dios tomó una
naturaleza capaz de morir, la naturaleza humana, el pecado le dio la muerte.
3º Respecto al hombre, a nosotros mismos, el pecado mortal supone un suicidio espiritual
del alma. En efecto, por el pecado mortal, el alma se priva de su vida divina, de todos sus méri-
tos, de su derecho a la gloria y bienaventuranza eterna del cielo, e incurre en el reato de pena
eterna, condenada a la muerte eterna del infierno.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 63
Artículo 2
El pecado venial
Es una verdad de fe, establecida por la Sagrada Escritura y por el Concilio de Trento, que
nadie puede evitar completamente en esta vida todos los pecados de fragilidad sin un privilegio
especial de Dios, que la Iglesia sólo reconoce en María Santísima. Este tipo de faltas obstaculiza
poco el crecimiento de la vida de la gracia, por lo poco voluntarias que son. Las almas generosas
pueden incluso encontrar en ellas un medio de progreso espiritual, ya que esas caídas son para
ellas la ocasión de conocer mejor su nada y su miseria, de adquirir una humildad más sincera, y
de renovarse continuamente en el amor de Dios y en el deseo de la perfección.
El medio para sacar provecho de las faltas de sorpresa y fragilidad es humillarse por ellas,
no desanimarse nunca por su causa, y poner de nuevo manos a la obra con nueva energía de vo-
luntad y nueva confianza en Dios y en María.
El pecado venial deliberado constituye un obstáculo serio para el progreso del alma, y tiene
efectos desastrosos para la vida espiritual. Los principales de entre ellos son los siguientes:
1º Empaña la belleza divina del alma, aunque no la destruye; produce sobre ella el mismo
efecto que una mancha sobre un hermoso rostro: Dios se complace menos en ella.
2º Disminuye o frena el fervor de la caridad activa y su influencia santificante sobre
nuestras obras, aunque no destruye la caridad habitual, o virtud de caridad; quita así al alma los
movimientos de generosidad en el servicio de Dios, le hace perder el deseo sincero de la perfec-
ción, y le hace pesado el yugo suave y ligero del Señor.
3º Priva al alma de muchas gracias actuales, que el Espíritu Santo tenía vinculadas a su
fidelidad y generosidad en corresponder a sus gracias anteriores. La fidelidad a una gracia de Dios
es fuente de otras muchas nuevas gracias; al contrario, la infidelidad a una gracia corta el paso a
las gracias divinas provenientes de nuestra correspondencia a esa misma gracia.
64 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
4º Por lo mismo, aumenta las dificultades para el ejercicio de la virtud. Es una conse-
cuencia de lo anterior: habiendo disminuido su fervor, y habiéndose privado de muchas gracias
actuales por su falta de correspondencia a la acción de Dios y su resistencia voluntaria a la gracia,
el alma se va debilitando y perdiendo energías espirituales para la práctica del bien.
5º Así, el pecado venial acaba quitando al alma la delicadeza de conciencia, y la predis-
pone a la tibieza y al pecado mortal. Es afirmación del Espíritu Santo que «quien desprecia las
cosas pequeñas, poco a poco caerá en mayores» 1: el que se acostumbra a cometer faltas veniales,
irá perdiendo el horror al pecado y la delicadeza de conciencia que le hubiesen preservado de caer
en las faltas graves.
6º En la otra vida, el alma tendrá que dar a Dios una satisfacción por la pena proce-
dente de todos sus pecados veniales: es el Purgatorio. Y, en el cielo, el alma tendrá eternamente
una gloria menor de la que hubiese podido alcanzar con un poco más de fidelidad a la gracia; y,
lo que es infinitamente más lamentable, glorificará menos a Dios eternamente de lo que hubiese
podido glorificarle si hubiese sido más generosa en corresponder a su gracia.
Después del pecado mortal, el pecado venial deliberado es el mayor de todos los males:
1º Porque constituye una verdadera ofensa a Dios y una desobediencia voluntaria a sus
leyes santísimas: el alma no deja de preferir su propia voluntad a la voluntad de Dios, aunque sin
separarse de Dios, Bien infinito.
2º Porque es una enorme ingratitud hacia Dios: colmados por El de beneficios más nu-
merosos porque somos sus hijos y amigos, y sabiendo que El nos pide a cambio nuestro recono-
cimiento, gratitud y amor, le negamos lo que nos pide, y en lugar de buscar agradarle, no teme-
mos ofenderle.
3º Porque es una disminución de la gloria debida a Dios, fin para el que fuimos creados.
Por eso, un alma entregada a la perfección se mantiene en guardia contra el pecado venial
como contra un mal infinito. «Los religiosos que lo son realmente de espíritu y de corazón, pue-
den llegar a no ofender nunca al Señor deliberadamente…, con la ayuda de la gracia de Dios y
los socorros múltiples y tan eficaces que les proporciona su santo estado» 2.
Artículo 3
La tibieza
NATURALEZA DE LA TIBIEZA
1
Eclo. 19 1.
2
BEATO JOSÉ CHAMINADE.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 65
el pecado mortal y hace habitualmente poco o ningún caso del pecado venial en general; y hay una
tibieza menor, si el alma se encuentra apegada solamente a un pecado venial en particular.
SEÑALES DE LA TIBIEZA
Las señales de la tibieza pueden ser resumidas a las cinco siguientes (que han de darse jun-
tas): • omisión voluntaria y habitual de los pequeños deberes; • negligencia en corregirse de los
propios defectos; • repugnancia mal combatida a todo lo que contrista la naturaleza; • disgusto
secreto del propio estado de vida; • amor de la disipación.
No hay que confundir la tibieza con las sequedades y arideces espirituales, permitidas por
Dios a título de prueba; ni siquiera con un bajón momentáneo de la actividad espiritual, marcado
por negligencias más frecuentes y menos gusto en el servicio de Dios. Desde el momento en que
el alma, siendo consciente de este estado, gime por ello y reacciona, no se puede hablar de tibieza
propiamente dicha. Lo que caracteriza a la tibieza es que el alma se encuentra bien en ese estado,
y no se preocupa seriamente en mejorar de vida.
CAUSAS DE LA TIBIEZA
La tibieza tiene dos causas principales: una alimentación espiritual defectuosa, y la invasión
de un germen mórbido en el alma.
1º Una alimentación espiritual defectuosa. — El alma no hace esfuerzos suficientes para
tener una buena alimentación espiritual, sino que se deja llevar por la rutina en el cumplimiento de
sus ejercicios espirituales, que hace sin unción, con negligencia, si no llega a omitirlos. Esta mala
alimentación espiritual conduce al alma a una anemia espiritual y al olvido práctico de Dios y de
su santa Ley: la comunión con Dios es tan escasa, que ya no se acuerda de El en sus acciones.
2º La invasión de un germen mórbido. — Esta anemia espiritual prepara el terreno a la
invasión de un germen mórbido, que conduce al alma a un apego excesivo a las cosas creadas. Los
sentidos se abren fácilmente a las sugestiones de la sensibilidad; surgen tentaciones frecuentes; el
corazón se deja llevar por afectos desordenados; la concupiscencia se enciende de nuevo; se multi-
plican los pecados veniales; disminuye el horror al pecado mortal; las gracias de Dios se hacen
cada vez más raras… en definitiva, todo el organismo espiritual se debilita y amenaza ruina.
EFECTOS DE LA TIBIEZA
La tibieza, no combatida, causa efectos desastrosos con relación a Dios, al prójimo y a uno
mismo.
1º Con relación a Dios. — La tibieza constituye, por parte de un alma consagrada, el ultra-
je más sensible al Corazón de Jesús, como este divino Maestro lo ha declarado, ya en la Sagrada
Escritura, dirigiéndose al obispo de Laodicea: «Por cuanto eres tibio, y no frío, ni caliente, estoy
por vomitarte de mi boca» 1; ya en las revelaciones privadas a Santa Margarita María: «He aquí
este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y con-
sumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no ha recibido de la mayor parte sino
ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tra-
1
Apoc. 3 16.
66 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
tan en este Sacramento de amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible es que los que así me
tratan son corazones que me están consagrados». La tibieza es, en efecto, el desprecio de la obli-
gación fundamental del estado religioso, la obligación de tender a la perfección, la obligación de
ser todo para Dios.
2º Con relación al prójimo. — El religioso tibio es, a menudo incluso sin saberlo, un mal
ejemplo para sus compañeros y para las almas con las que está en contacto, una causa de relaja-
ción de la vida religiosa, y un obstáculo para la fecundidad de la obra común.
3º Con relación a sí mismo. — a) La tibieza o «hábito del pecado venial» conduce casi
infaliblemente al pecado mortal. La razón de ello es que arruina los dos factores principales de la
actividad espiritual, que son la gracia de Dios y la buena voluntad: • la gracia de Dios: por su
negligencia en usar bien de los medios que aseguran la gracia (sacramentos y oración), el alma
tibia disminuye sin cesar el caudal de gracias, y por su negligencia en corresponder a ellas, acaba
por serles insensible; • la buena voluntad: por el hábito del pecado venial, el alma tibia debilita su
voluntad y fortifica al contrario sus defectos e inclinaciones viciosas.
b) La tibieza causa la ceguera de la conciencia. En efecto, a fuerza de excusar sus faltas, el
tibio acaba por falsear su juicio; pierde el horror al pecado, no concede importancia a las faltas
leves, mira como leves faltas en sí mismo graves; y de este modo se forma una conciencia relaja-
da, que no sabe reconocer ya la gravedad de los pecados e imprudencias que comete.
c) Finalmente, la tibieza es «un comienzo de reprobación», según afirmación del Beato
Chaminade. Varios textos de la Sagrada Escritura confirman esta apreciación: • a propósito de la
higuera infructuosa de la viña, el señor de la viña dice al viñador: «Córtala ya: ¿para qué ha de
ocupar terreno en balde?» 1; • Jesús, no habiendo encontrado fruto en la higuera de junto al ca-
mino cubierta de hojas, la maldijo y se secó al instante 2; • «todo sarmiento que en Mí no llevare
fruto, será cortado» 3; • el servidor negligente es condenado por no haber hecho fructificar su
talento 4; «no se lee en el Evangelio otra causa de su condenación, sino porque no quiso acrecen-
tar el talento que le dieron» 5; • las vírgenes necias, igualmente, fueron excluidas del festín de
bodas por no haber alimentado la llama de la caridad con el aceite de las buenas obras 6; • al obis-
po de Laodicea dícele Jesús: «Por cuanto eres tibio, y no eres frío ni caliente, estoy por vomitarte
de mi boca» 7.
Por eso decía el Beato Padre Chaminade: «No seamos religiosos a medias, pues tales reli-
giosos acaban por no serlo en absoluto. Aunque fuesen religiosos a tres cuartas partes, no pue-
den esperar demasiado el cielo, pues allí sólo entran justos, y justos es sinónimo de santos».
Contamos con tres medios para precavernos de la tibieza, y otros tres para salir de ella si
por desgracia en ella hubiésemos caído.
1º Remedios preventivos. — a) Hay que mantener siempre encendido en el alma el deseo
de la perfección, por medio de serios retiros mensuales y anuales, y por la práctica de las revisio-
nes semanales.
1
Lc. 13 7.
2
Mt. 21 18-19.
3
Jn. 15 2.
4
Mt. 25 30.
5
PADRE ALONSO RODRÍGUEZ, Tratado de perfección y virtudes cristianas, tratado I, capítulo 1, 8.
6
Mt. 25 12.
7
Apoc. 3 16.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 67
b) Además, hay que velar sin cesar, por el examen particular de conciencia, sobre las nece-
sidades y peligros de la vida espiritual, a fin de reaccionar desde el comienzo contra todo hábito
de pecado venial o de negligencia voluntaria que tienda a introducirse.
c) Finalmente, por la oración cotidiana, hay que sacar del Corazón de Jesús sin cesar un
aumento de espíritu de fe y de amor a Dios. El espíritu de fe es «ese colirio para que veas», y el
amor a Dios «ese oro acrisolado en el fuego, con que te hagas rico», que Jesús aconsejaba al
obispo de Laodicea, como remedio a su ceguera y a su pobreza espirituales 1.
2º Remedios curativos. — a) Hay que recurrir frecuentemente a un sabio director, abrirle
el alma con franqueza, pedirle que sacuda nuestra torpeza, y recibir y seguir sus consejos con
energía y constancia.
b) Bajo su dirección, se volverá a la práctica fervorosa de los ejercicios espirituales, sobre
todo de aquellos que aseguran la fidelidad a los demás: la oración mental, el examen de concien-
cia, y el ofrecimiento de las propias acciones renovado a menudo.
c) Se volverá de nuevo a la práctica asidua de las virtudes y de los deberes de estado, ha-
ciendo el examen de conciencia sobre los principales defectos, y dando cuenta de ello al director
espiritual.
Aunque ya hemos dicho que el primer medio preventivo contra la tibieza es el deseo de la
perfección, no se puede dejar de señalar aquí la importancia que, según el parecer de todos los
Santos, tiene este medio para mantener siempre el alma en una atmósfera de fervor, y para alejar
de ella todo síntoma de debilitamiento espiritual.
El deseo de la perfección puede definirse como un acto de la voluntad que, bajo el influjo
de la gracia, aspira sin cesar al adelanto espiritual hasta llegar a la santidad. Es acto de la volun-
tad, porque el bien es el objeto propio de esta facultad; bajo el influjo de la gracia, porque es un
deseo sobrenatural, que rebasa las exigencias y capacidades de la simple naturaleza; y ha de ser
constante en su anhelo de perseguir la perfección, y no detenerse en un grado intermedio de ella,
sino aspirar a la cumbre de la santidad.
Como la santidad es el mayor bien que podemos alcanzar en este mundo, es sumamente
deseable por su misma naturaleza. Sin embargo, por tratarse de un bien arduo y difícil, es imposi-
ble tender eficazmente a él sin el impulso fuerte de una voluntad decidida a alcanzarlo a toda cos-
ta. Interrogado SANTO TOMÁS por una hermana suya qué debía hacer para alcanzar la santidad, se
limitó a contestarle por tres veces seguidas: «Quererlo». SANTA TERESA DE JESÚS consideraba
igualmente de importancia decisiva tomar «una grande y muy determinada resolución de no pa-
rar hasta llegar a ella», sin tener para nada en cuenta las dificultades del camino, las murmura-
ciones de quienes nos rodean, la falta de salud o el mismo hundimiento del mundo 2.
1
Apoc. 3 18.
2
Camino de perfección, 21, 2.
68 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Los principales motivos para excitar y alimentar el deseo de la perfección son los siguientes:
1º Pedírselo incesantemente a Dios, pues siendo sobrenatural, sólo El puede infundírnoslo.
2º Renovarlo con frecuencia: • diariamente, en los momentos más importantes, como al
levantarse, al asistir a la Santa Misa, después de comulgar, etc.; • en las principales festividades,
proponiéndose intensificarlo más de una fiesta a otra; • en los retiros mensuales, velando para que
dicho deseo siga vivo; • al hacer los santos ejercicios anuales.
3º Meditar con frecuencia en los motivos que tenemos para desear la santidad, como
son: • la obligación grave que nosotros, sacerdotes o religiosos, tenemos de aspirar a la perfec-
ción; • la grandeza de este bien: todos los demás bienes se desvanecerán, sólo la santidad perdu-
rará eternamente; • el gran peligro que corremos si no tratamos de santificarnos de veras: la tibie-
za llama al pecado mortal, y éste a otros muchos, que nos hacen correr el riesgo de perder la vo-
cación, la misma fe y la salvación del alma; • la imitación de Jesucristo, cuyos miembros somos
por la gracia, y que exige de nosotros la tendencia generosa a asemejarnos a El lo más perfecta-
mente que podamos.
1
Fil. 4 13.
2
Mt. 6 33.
3
Mt. 13 46.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 69
Artículo 4
Las imperfecciones
Artículo 5
Inclinaciones viciosas, defectos naturales, defecto dominante
Las inclinaciones viciosas, o tendencias naturales hacia el pecado, son una consecuencia del
pecado original. Todas las inclinaciones viciosas se reducen a tres grandes corrientes, que llama-
mos triple concupiscencia 1:
1º La concupiscencia de los ojos, o inclinación natural a buscar nuestro fin y nuestra feli-
cidad en los bienes de fortuna.
2º La concupiscencia de la carne, o inclinación natural a buscar nuestro fin y nuestra feli-
cidad en los placeres de los sentidos.
3º La concupiscencia del espíritu, o soberbia de la vida, que es la inclinación natural a
buscar nuestro fin y nuestra felicidad en las satisfacciones del orgullo y de la voluntad propia.
Las inclinaciones viciosas, no reprimidas ni mortificadas, conducen a todos los pecados y
dan nacimiento a todos los vicios: de ahí su nombre.
Observación. — Las inclinaciones viciosas son, en realidad, sólo una parte del desorden
que el pecado original produjo en nuestras almas. En efecto, según la enseñanza de Santo To-
más 2, por el pecado original todas las facultades del alma se han visto destituidas del orden a su
fin propio, y esta destitución se llama herida de la naturaleza. Y así: • en cuanto la razón se ve
destituida de su orden a la verdad, tenemos la herida de ignorancia, que afecta a la virtud cardinal
de prudencia; • en cuanto la voluntad se ve destituida de su orden al bien, tenemos la herida de
malicia, que afecta a la virtud cardinal de justicia; • en cuanto el apetito irascible se ve destituido
de su orden a las cosas arduas, tenemos la herida de debilidad, que afecta a la virtud cardinal de
fortaleza; • y en cuanto el apetito concupiscible se ve destituido del orden a lo deleitable regulado
por la razón, tenemos la herida de concupiscencia, que afecta a la virtud cardinal de templanza.
Por eso, la triple concupiscencia es sólo la manifestación más saliente de la cuarta herida,
agravada por las otras tres, a saber, la ceguera de la inteligencia en ver cuáles son los verdaderos
bienes a que debe aspirar, la perversa propensión de la voluntad a amar u odiar lo que no convie-
ne, y la inconstancia y falta de heroísmo del apetito irascible en perseguir los verdaderos bienes.
1
I Jn. 2 16.
2 a
I IIæ, 85, 3.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 71
viciosas. Por eso, no combatidos, se convierten en fuente de gran parte de nuestras faltas. Entre
los principales defectos naturales, podemos señalar:
1º Como defectos del espíritu: • la ligereza, opuesta al espíritu de reflexión; • la estrechez
de espíritu y la obstinación, opuestas a la amplitud de espíritu y a la docilidad; • la impresionabi-
lidad, opuesta al hábito de conducirse por principios de razón y de fe; • la melancolía, o tendencia
natural a verlo todo negro y a obrar con un humor triste.
2º Como defectos del corazón: • el egoísmo, o tendencia a referirlo todo al propio «yo»,
opuesta al espíritu de desinterés, de abnegación y de sacrificio; • la dureza de corazón, opuesta a
la bondad natural; • la excesiva sensibilidad de corazón; • la susceptibilidad; • la vehemencia na-
tural, violenta, opuesta a la ponderación, a la discreción, al dominio de sí mismo.
3º Como defectos de la voluntad: • la debilidad de carácter, opuesta a la firmeza; • la
blandura o molicie, opuesta al aguante en la adversidad; • la terquedad, opuesta al espíritu de
conciliación; • la independencia de la voluntad, o voluntad propia, opuesta a la obediencia; • la
indecisión; • el mal genio, opuesto al carácter sociable.
4º Como defectos de modales: • la rusticidad de lenguaje y de modales, opuesta a la urba-
nidad y a los buenos modales; • la timidez y la torpeza, opuestas a la seguridad y a la habilidad
naturales, etc.
Hay que conocer el defecto dominante; y una vez conocido, hay que combatirlo.
1º Conocer el defecto dominante. — Ante todo, hay que llegar a conocer bien el propio
defecto dominante, ya que es imposible combatir a un enemigo al que se ignora. Este conocimien-
72 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
to, ordinariamente, no es fácil, pero es de importancia capital: «Para un alma generosa, conocer
su defecto dominante es ya la mitad de la victoria» 1. Para llegar a conocer el defecto dominante
hay que:
a) Consultar asiduamente a Dios y a María en la oración.
b) Consultar al representante de Dios, nuestro guía espiritual.
c) Consultar a los que nos rodean habitualmente, estudiando su comportamiento hacia no-
sotros. «El hombre tiene ojos de topo para ver sus propios defectos, pero ojos de lince para ver
los defectos ajenos». Nuestro prójimo ve mucho mejor que nosotros nuestros propios defectos;
por eso es necesario tener en cuenta: • los avisos y reproches de nuestros padres, maestros y ami-
gos más esclarecidos; • las palabras ofensivas de los que quieren herirnos; • los halagos de los que
quieren captar nuestro favor o explotarnos.
d) Consultarnos a nosotros mismos, es decir, estudiarnos seriamente. Encontraremos así en
nosotros múltiples indicios reveladores de nuestro defecto dominante. Es importante que nos pre-
guntemos, por ejemplo: • ¿Cuál es nuestro temperamento: sanguíneo, nervioso, colérico o flemá-
tico? • ¿Cuál es la causa principal de la mayoría de nuestras faltas, sobre todo de las más graves o
habituales, y de nuestra resistencia a la gracia? • ¿Cuál es el objeto más ordinario de nuestros pen-
samientos, de nuestras distracciones, de nuestras preocupaciones? • ¿Cuál es el objeto de nuestras
alegrías más vivas, las más deseadas, como también de nuestras decepciones y tristezas más pro-
fundas, las más temidas? ¿Cuál es la ocasión más ordinaria de nuestras desigualdades de humor?
• ¿Cuál es el punto en que somos más sensibles si nos elogian, o más susceptibles si nos critican?
¿Cuál es el defecto que menos nos gusta que nos reprochen, y que combatimos con más dificultad
y repugnancia? • En caso de conflicto entre varios defectos, ¿cuál es el que, de ordinario, obtiene
la victoria y la primacía sobre los demás? • ¿Cuáles son nuestras tentaciones más frecuentes? No
olvidemos que el demonio nos tienta preferentemente por nuestro punto flaco, es decir, por nues-
tro defecto dominante. • ¿Hacia qué sacrificios nos empujan el Espíritu Santo y la gracia en los
momentos de mayor fervor?
2º Combatir el defecto dominante. — Una vez conocido, hay que combatir el defecto
dominante sin dilación, sin descanso, y por medio de la práctica juiciosa del examen particular.
a) Sin dilación: pues cuanto más tardamos en combatirlo, tanto más se fortifica.
b) Sin descanso: pues el defecto dominante, ligado íntimamente a nuestro temperamento
natural, durará tanto como nuestra vida; combatido bajo una forma, revive y se manifiesta bajo
otra forma nueva.
c) Por la práctica juiciosa del examen particular, entendido como trabajo espiritual. Las
revisiones anuales, mensuales y semanales, tendrán por objeto descubrir cuál es, por el momento,
la manifestación más sobresaliente de nuestro defecto dominante. El examen particular consistirá
en vigilar y reprimir estas manifestaciones en el detalle de las acciones del día, y en multiplicar
los actos de la virtud opuesta. Finalmente, bueno será concentrar y dirigir hacia el mismo objetivo
todos los demás ejercicios de piedad: la lectura espiritual, la oración, la comunión, las visitas al
Santísimo, el Santo Rosario, etc.
Una de las prácticas más necesarias para conocer los principales defectos y malas tenden-
cias de nuestra alma, observar sus raíces y corregirlos por medio de un trabajo metódico y regular,
1
PADRE FABER, Progreso espiritual, capítulo 8.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : EL PECADO EN SÍ MISMO 73
es el examen de conciencia, vivamente recomendado por todos los maestros de la vida espiritual.
Consiste este ejercicio en una introspección de nuestra propia conciencia para averiguar los
actos buenos o malos que hemos realizado, y sobre todo la actitud fundamental de nuestra alma
frente a Dios y nuestra propia santificación.
Siguiendo a San Ignacio, podemos distinguir dos clases de examen de conciencia: el general
y el particular.
1º El examen general consiste en una visión de conjunto de toda la jornada con el objeto
de conocer las faltas todas que hayamos cometido durante el día.
2º El examen particular es el que se fija más especialmente en un solo defecto determina-
do que se trata de extirpar o en una determinada virtud que se trata de adquirir. Contiene tres
tiempos: • el primero, preventivo, por la mañana al levantarse, proponiendo enmendarse de la
falta concreta que se quiere evitar o la virtud determinada que se quiere practicar; • el segundo, al
mediodía, antes o después de comer, y tiene dos aspectos: pedirse cuenta de las faltas cometidas
en la mañana, y proponer la enmienda para la tarde; • el tercero, por la noche, después de cenar,
en forma semejante al de mediodía.
Observaciones: • no conviene en el examen particular combatir todos los defectos a la vez,
sino acometerlos uno a uno, porque es menester dividir para vencer; • también hemos de acome-
terlos con orden, esto es, comenzando primero por aquellos que, siendo exteriores, podrían des-
edificar, escandalizar o molestar al prójimo, y corrigiendo luego con mayor cuidado y constancia
el defecto que tiene su origen en la pasión dominante, que es la que descuella sobre las demás, y
es la causa principal de todas nuestras faltas; • finalmente, es necesario acometerlos con constan-
cia, esto es, hasta que hayamos desarraigado el defecto o adquirido la virtud contraria.
El examen de conciencia comprende cinco puntos 1: • dar gracias a Dios por los beneficios
recibidos; • pedir luz al Espíritu Santo para conocer los pecados, y gracia para detestarlos; • exa-
men o inquisición de las faltas; • contrición de las faltas en que se haya incurrido; • propósito de
enmienda, pidiendo para ello la gracia de Dios.
1
Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, nº 43.
Capítulo 2
La resistencia a las tentaciones
En este capítulo veremos la manera de llevar una lucha directa contra el pecado en sí mis-
mo, por medio de la resistencia a las tentaciones; dejando para otros tres capítulos posteriores el
modo de llevar la lucha contra el pecado en sus causas, a saber, el mundo, el demonio y la carne.
Artículo 1
Naturaleza de la tentación
Artículo 2
Causas o fuentes de las tentaciones
I. LA CARNE
QUÉ HAY QUE ENTENDER POR «CARNE»
Por «carne» entiende San Pablo nuestra naturaleza viciada, cuerpo y alma, tal como la
recibimos de Adán después del pecado original por el nacimiento según la carne 1. También la
1
Gal. 5 16-25.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : RESISTENCIA A LAS TENTACIONES 75
llama «hombre carnal» 1, «hombre animal» 2 y «viejo hombre» 3. — A la carne, u hombre carnal,
o viejo hombre, opone San Pablo el «espíritu», u «hombre espiritual», o «nuevo hombre», desig-
nando así también a nuestra naturaleza, cuerpo y alma, pero regenerada ya por el Bautismo, por
la acción del Espíritu Santo, gracias a los méritos de Jesucristo, el «Nuevo Adán».
Por lo tanto, la carne, o el viejo hombre, somos nosotros mismos, con el desorden que dejó
en nosotros el pecado de nuestros primeros padres; y el espíritu, o nuevo hombre, somos también
nosotros mismos, tal como nos ha restaurado Jesucristo por la gracia del Bautismo.
II. EL MUNDO
Por «mundo» entendemos el conjunto de hombres que adoptan y erigen como regla de vida
las inclinaciones de la carne o viejo hombre. Olvidando su destino eterno, o no creyendo en él,
piden su felicidad a la tierra y a la vida presente. Son, unos sabiéndolo, otros sin saberlo, los auxi-
liares y los instrumentos del infierno para arrastrar las almas al pecado y a su condenación eterna.
1
I Cor. 3 1-3.
2
I Cor. 2 14.
3
Ef. 4 22; Col. 3 9.
4
Gal. 5 17; Imitación de Cristo, III, 54.
5
Gal. 5 19-23.
76 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
tianas, para hacerles perder su fe y sus instituciones y costumbres cristianas; • burlas con las que
trata de amedrentar, muchas veces con éxito, a quienes quieren vivir según la Ley de Dios y de su
Iglesia, apartándolos de esta manera, por el respeto humano o el «qué dirán», de la vida cristiana.
2º Indirectamente, por la influencia perniciosa de su espíritu y de sus escándalos. Por espí-
ritu del mundo entendemos el conjunto de máximas, de costumbres y de ilusiones que rigen a los
mundanos; es un espíritu diametralmente opuesto al espíritu de Jesucristo y de su Evangelio. Por
escándalos del mundo entendemos todo lo que, por su parte, es ocasión de pecado y causa de rui-
na para las almas: su prensa, su radio, sus conversaciones, sus fiestas, sus modas, sus espectácu-
los, sus diversiones, sus desórdenes, etc.
«Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
soberbia de la vida» 1: mundo y carne se prestan mutuo apoyo, ya que el mundo es todo lo que,
fuera de nosotros, incentiva y estimula nuestra triple concupiscencia. Gracias a la complicidad de
la carne o viejo hombre, la influencia del mundo penetra en todas partes, incluso en los lugares
más santos, pues encuentra en nosotros un aliado.
III. EL DEMONIO
QUÉ HAY QUE ENTENDER POR «DEMONIO»
Por «demonio» entendemos el ángel rebelde caído. «Demonio» es aquí un nombre colecti-
vo que designa a todos los espíritus infernales coaligados, bajo la dirección de Lucifer, para ruina
de las almas.
1º El demonio es enemigo de nuestras almas por varias razones: • por odio contra Dios:
no pudiendo combatir a Dios directamente, lo combate indirectamente atacando al hombre, que es
el retrato vivo de Dios (puesto que fue creado a su imagen y semejanza), y su criatura privilegia-
da; • por envidia al hombre: el demonio está celoso de ver al hombre en un estado superior al
suyo, con vida sobrenatural, y llamado a ocupar en el cielo el trono que él mismo perdió para
siempre; • por ambición personal: el orgullo, que lo perdió, le inspira un deseo desenfrenado de
ser como Dios, y por consiguiente de suplantar el imperio de Dios sobre las almas.
2º El demonio es un enemigo temible en sí mismo, no sólo a causa de su odio contra no-
sotros, sino también: • por su superioridad de naturaleza: se encuentra dotado de una inteligencia
y de un poder natural muy superiores a los del hombre; y tiene además en su favor la experiencia
de los siglos; • por su perfecta armonía con nuestros dos enemigos, el mundo y el viejo hombre,
con los que se entiende admirablemente.
3º Sin embargo, no debemos temer demasiado al demonio, por los siguientes motivos:
• porque Jesucristo lo ha vencido y encadenado por su muerte en cruz: ya no puede nada contra
nosotros sin el permiso de Dios, como lo prueban múltiples hechos de la Sagrada Escritura (histo-
ria de Job, de los posesos de Gergesa, etc.); su cualidad de réprobo no le permite alcanzar sino
victorias temporales, y hace de él un eterno vencido; • porque Dios nos ha provisto de múltiples
socorros contra el demonio, sobre todo en la persona de la Virgen Inmaculada, «terrible a Sata-
nás como un ejército en orden de batalla», y en la persona de los Santos Angeles; • porque nues-
tra alma, en su santuario íntimo, la voluntad, es una ciudadela inaccesible: Satanás no puede
entrar en ella y hacernos daño alguno a no ser que nosotros se lo permitamos dándole entrada por
nuestro consentimiento. Se asemeja a un perro encadenado que ladra mucho para asustar, pero
que no puede morder sino a los incautos que se acercan a él.
1
I Jn. 2 16.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : RESISTENCIA A LAS TENTACIONES 77
La Sagrada Escritura afirma en múltiples textos, que una gran parte de las sugestiones que
nos empujan al pecado vienen del demonio. San Pedro nos amonesta: «Sed sobrios y estad en
vela, porque vuestro enemigo, el diablo, anda girando como león rugiente alrededor vuestro, en
busca de presa a quien devorar» 1. San Pablo nos enseña que nuestra lucha no es contra carne y
sangre, sino contra los espíritus de las tinieblas 2.
El demonio obra sobre nuestros sentidos o sobre nuestra imaginación para arrastrar nuestra
voluntad al mal, ya directamente insinuando la tentación en el alma por sí mismo, ya indirecta-
mente por medio del mundo.
No hay norma fija para saber cuándo la tentación proviene del demonio o de otras causas;
pero podemos deducirlo por algunos indicios: • cuando la tentación es repentina, sin que se haya
puesto una causa próxima o remota capaz de producirla; • cuando es violenta, tenaz y obsesiva;
• cuando no tiene respeto de ninguna circunstancia: tiempo sagrado, dedicado a la oración, o lu-
gar sagrado, como la iglesia, etc.; • cuando produce profunda turbación en el alma; • cuando inci-
ta a la desconfianza hacia los Superiores, o a no comunicar al director espiritual nada de cuanto
ocurre.
1
I Ped. 5 8.
2
Ef. 6 11-12.
3
Sant. 1 13-14.
4
Sab. 3 5-6.
5
I Cor. 10 13.
78 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Artículo 3
Ventajas de la tentación
1º Dios saca su gloria de las tentaciones. — Dios saca su gloria de las victorias que noso-
tros ganamos contra nuestros enemigos espirituales, como lo prueba patentemente la historia de
Job, en que Dios se gloría de la fidelidad de su servidor. Además, cada victoria que ganamos con-
tra los enemigos de nuestra alma es, en realidad, una victoria de Jesucristo en nosotros: Jesucristo
es quien, en nosotros y por nosotros, continúa su lucha y su triunfo sobre el pecado, extendiendo
así el Reino de Dios sobre las ruinas del reino de Satanás.
2º La tentación hace brillar las perfecciones de Dios. — En efecto, en la tentación res-
plandece: • la sabiduría de Dios, que tan maravillosamente sabe sacar bien del mal; • su bondad,
que condesciende a luchar con nosotros, y nos concede la gracia necesaria para vencer; • su mise-
ricordia, que no se cansa de perdonarnos nuestras caídas y de levantarnos de ellas; • el poder de
su gracia, que nos hace triunfar a nosotros, tan débiles, sobre enemigos tan fuertes; • su justicia,
que reserva un premio para el vencedor y un castigo para el vencido.
1
II Cor. 12 7-10.
2
SAN JUAN CRISÓSTOMO.
3
Sant. 1 12.
4
Eclo. 34 9.
5
Hebr. 2 17-18; 4 5.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : RESISTENCIA A LAS TENTACIONES 79
En resumen, así como el soldado prueba su valor y avanza sobre todo en el campo de bata-
lla, del mismo modo es sobre todo en la tentación donde nosotros probaremos a nuestros Capita-
nes, Jesús y María, el valor de nuestro amor, y progresaremos en el camino de la perfección.
Artículo 4
Medios para combatir la tentación, o estrategia cristiana
I. LA VIGILANCIA
NATURALEZA DE LA VIGILANCIA
La vigilancia consiste en estar atento sin cesar a los enemigos de dentro (la triple concu-
piscencia) y a los enemigos de fuera (el mundo y el demonio), para mantenernos siempre en guar-
dia contra sus ataques y estar preparados a rechazarlos cuando se produzcan.
EJERCICIO DE LA VIGILANCIA
La vigilancia se ejerce por el examen de conciencia, sobre todo por el examen particular
cotidiano y por las revisiones semanales, mensuales y anuales.
Practicada de este modo, la vigilancia produce preciosas ventajas: • favorece el recogimien-
to; • nos conduce al conocimiento de nosotros mismos, sobre todo al conocimiento de los puntos
más débiles de nuestra alma; • nos permite organizar un trabajo espiritual serio y bien apropiado
a las necesidades espirituales del momento.
II. LA ORACIÓN
NATURALEZA DE LA ORACIÓN
1
Mc. 13 37.
2
Mt. 26 41.
3
I Ped. 5 9; Sant. 4 7.
80 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
tamente necesaria, porque nos asegura la gracia de Dios, sin la cual quedaríamos reducidos a la
impotencia y condenados de antemano a la derrota. Por eso, es el arma por excelencia, la que nos
reviste de la fortaleza de Dios y nos coloca por encima de todas las fuerzas creadas: «Si Dios está
por nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?» 1. Hecha con humildad, confianza, perseverancia y
en unión con Jesús y María, la oración es sumamente eficaz, ya para hacer cesar la tentación, ya
para triunfar sobre ella.
El recurso a la oración, como medio de estrategia cristiana, debe hacerse ante todo por la
aplicación concienzuda y perseverante al ejercicio cotidiano de la oración mental. Por la oración
mental que manda la regla, el alma adquiere el espíritu de oración, es decir, el hábito de vivir
continuamente unido a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y de acudir a ellos confiadamente des-
de el momento en que se ve combatida por la tentación.
III. LA RESISTENCIA
CLASES DE RESISTENCIA
La resistencia consiste en luchar contra la tentación hasta triunfar sobre ella. Puede adop-
tar tres formas diferentes: la ofensiva, la defensiva y la huida.
1º La ofensiva. — Hay casos, en la vida cristiana, en que se debe tomar la ofensiva, esto es,
adelantarse a la tentación, multiplicando las ocasiones de vencerla en un futuro por la adquisi-
ción de la virtud contraria. Este método es recomendado cuando se trata de vencer ciertos vicios
o defectos llamados «espirituales», como el orgullo, la susceptibilidad, la apatía, el deseo de inde-
pendencia, la repugnancia natural por un deber, etc., y en general, en la lucha contra el defecto
dominante.
2º La defensiva. — En la mayoría de los casos, hay que mantenerse en actitud de defensa,
es decir, estar preparado para rechazar la tentación desde el momento en que el enemigo nos la
presente. Los medios de resistencia que hemos de emplear entonces son los siguientes: • no dis-
cutir con la tentación, sino rechazarla enseguida enérgicamente, y hacer interiormente actos de la
virtud contraria; • vencer la tentación haciendo precisamente lo contrario de lo que la tentación
nos sugiere: es el famoso «agere contra» de San Ignacio; • recurrir enseguida a Dios, a María, al
Angel de la Guarda, y no abandonar el espíritu de oración mientras dure la tentación, a pesar de
las repugnancias que se sientan entonces en rezar; • si la tentación persiste o presenta peligros
especiales, hay que abrirse cuanto antes al director espiritual: «Una tentación descubierta es
casi siempre una tentación vencida; y una tentación ocultada produce pronto o tarde un inmenso
incendio» 2; • finalmente, hay tentaciones en que hay que saber recurrir a las penitencias aflicti-
vas: «Esta casta de demonios no se lanza sino mediante la oración y el ayuno» 3.
3º La huida. — Hay ocasiones en que se triunfa sobre todo por la retirada: son, entre
otras, las tentaciones contra la castidad y las tentaciones de blasfemia. Batirse en retirada o huir
ante estas tentaciones significa, ante todo, evitar con cuidado las ocasiones de estas tentaciones;
luego, si esas tentaciones se presentan, apartarlas enseguida haciendo diversión, es decir, pasando
1
Rom. 8 31.
2
BEATO PADRE CHAMINADE.
3
Mt. 17 21.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : RESISTENCIA A LAS TENTACIONES 81
a otra cosa: el alma se entretiene con pensamientos, preocupaciones o trabajos capaces de absor-
ber su atención, con el fin de apartarla del objeto de la tentación; finalmente, al mismo tiempo, el
alma, por una mirada de fe, se apoya apacible y serenamente en Jesús y María, y les afirma su
voluntad bien decidida de no querer ofenderlos.
Sea cual fuere la forma en que se practique, la resistencia debe ser: • pronta y enérgica:
«Principiis obsta»: no hay que jugar con la tentación; sino que hay que apagar la chispa antes de
que se convierta en un incendio, y matar al cachorrito antes de que se haga león; • serena: no hay
que asustarse de la tentación, ni turbarse por ella; • humilde y confiada, estando seguros de que
solos no podríamos nada, pero que con Jesús y María triunfaremos sobre ella; • perseverante, sin
desanimarse si la tentación persiste de manera tenaz y obsesiva.
Ha podido suceder únicamente una de estas tres cosas: que hayamos vencido, o que haya-
mos sucumbido, o que tengamos duda de ello.
1º Si hemos vencido, hemos de acordarnos que lo debemos a la gracia de Dios, y remitirle
a El toda la gloria.
2º Si hemos sucumbido, debemos levantarnos enseguida por la penitencia, reparar la caída
redoblando nuestra generosidad en el cumplimiento del deber presente, y sobre todo defendernos
contra el desánimo y la tristeza, que son los enemigos más peligrosos de la vida espiritual.
3º Si hay duda, debemos evitar replegarnos sobre nosotros mismos con ansiedad, exami-
nándonos minuciosamente y con angustia, sobre todo si se trata de tentaciones contra la fe o la
castidad, pues esta manera de obrar haría que el objeto de la tentación siga estando presente. Al
contrario, hay que pedir perdón a Dios humildemente, en caso de que realmente le hubiésemos
ofendido, y abandonarse confiadamente en su misericordia; y si la duda es seria, acusarse de ello
en la próxima confesión, manifestando al confesor lo ocurrido.
Capítulo 3
El discernimiento de espíritus
Después de estudiar el pecado en sí mismo, y la lucha contra las tentaciones, debemos con-
siderar en particular cada una de las tres fuentes de tentaciones y de pecado. Comenzamos por la
primera, el demonio, para ver luego, en otros dos capítulos, el mundo y la carne.
Como el oficio propio del demonio es tentar 1, ya hemos visto cómo combatirlo, al estudiar
la lucha contra las tentaciones. Sólo nos quedan por ver algunas normas de discreción de espíri-
tus, para saber cuándo es el demonio el que mueve nuestra alma, cuándo es Dios, y cuándo es
nuestra propia naturaleza, a fin de poder aceptar las buenas mociones y rechazar las malas.
El discernimiento de espíritus es la ciencia que nos permite discernir las diferentes mocio-
nes que obran en nuestra alma, sus diferentes principios, y señalar cuáles han sido provocados
directa o indirectamente por Dios, por el demonio o por nuestra propia naturaleza humana.
Por lo tanto, entendemos aquí por «espíritu» la moción interior por la cual nuestra alma es
incitada a hacer u omitir una acción, y el principio mismo de donde procede esta moción. Fácil-
mente pueden reducirse a tres los espíritus que mueven al hombre en sus acciones:
1º El espíritu divino, al que podemos asimilar el espíritu angélico: nos incita siempre al
bien, obrando directamente sobre nuestras almas, o indirectamente sirviéndose de los ángeles.
2º El espíritu diabólico, al que podemos asimilar el espíritu mundano: nos incita siempre
al mal, sea por sí mismo, sea por medio del mundo, que es su amigo, su aliado y su instrumento.
3º El espíritu humano, al que podemos asimilar el espíritu carnal, que es una de sus mani-
festaciones más corrientes: nos inclina unas veces al bien, conocido por la razón y apetecido por
la voluntad, y otras veces al mal, arrastrado por la propia concupiscencia.
Estos tres espíritus pueden interferirse de mil maneras; con todo, en la mayoría de los casos
contamos con indicios suficientes para hacer el discernimiento con garantías de acierto.
Los principales efectos que el espíritu de Dios produce en el alma son los siguientes:
1º Le comunica luz y verdad, porque Dios es luz 2 y verdad 3. El alma así movida es dócil:
se deja enseñar, y acepta con facilidad las instrucciones y consejos de sus Superiores.
2º Le infunde alegría, paz y confianza, incluso en medio de las mayores pruebas.
1
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Ia, 114, 2.
2
I Jn. 1 5.
3
Jn. 14 6.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITUS 83
Como es obvio, serán diametralmente opuestas a las señales del espíritu de Dios:
1º Deja al alma en tinieblas y oscuridad, con dudas y angustias interiores; el alma se mues-
tra proterva y obstinada en su propio juicio, sin dar nunca su brazo a torcer.
2º Le infunde tristeza, turbación, desconfianza y desaliento.
3º Le inspira pensamientos de orgullo, vanidad, etc.
4º La hace desobediente, o hipócrita y doble; y la obstina en no abrirse al director espiritual.
5º La lleva a obrar por fines torcidos, (vgr. por vanidad), o por propio capricho.
6º Le inspira horror a la mortificación y abnegación de sí mismo, impaciencia en los traba-
jos y sufrimientos; falsa caridad, celo farisaico, amargo, indiscreto, que perturba la paz; el alma
vive en el olvido de Cristo y de su imitación.
7º Hace que el alma se apegue a lo terreno, a su propio «yo».
8º Las mociones del espíritu diabólico entran en el alma en estado de gracia con violencia,
como por fuerza, con ruido y estrépito; mientras que inspiran al alma en pecado una falsa paz,
tranquilidad y seguridad.
9º El espíritu diabólico suele sugerir sus pensamientos en la desolación espiritual; pero mu-
chas veces se disfraza de ángel de luz y sugiere al principio buenas cosas (tentación bajo aparien-
cia de bien), para disimular su perversa intención y hacer caer al alma cuando está desprevenida.
La naturaleza herida por el pecado se inclina siempre hacia su propia comodidad, y no en-
tiende ni sabe otra cosa que satisfacer su propio egoísmo. Por eso:
1º Es amiga del placer y del regalo, y busca siempre sus gustos, preferencias y caprichos.
2º Tiene horror instintivo al sufrimiento, a la mortificación y a la abnegación de sí misma.
3º Busca la alegría, el éxito, los honores y los aplausos.
4º No quiere oír hablar de humillaciones ni de desprecio de sí mismo.
En la práctica, es difícil a veces discernir con seguridad si alguna de estas mociones torcidas
proviene del demonio o del simple impulso de nuestra naturaleza, mal inclinada por el pecado.
Pero es siempre fácil discernir las mociones de la gracia de las otras dos; y así basta poder determi-
nar si una moción es de Dios, para seguirla, o si no es de Dios, para combatirla y reprimirla.
84 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Podemos reducir a diez los ardides que el demonio utiliza para perder a las almas:
1º Adapta las tentaciones al temperamento, edad, gustos de cada uno, a las circunstancias
y disposiciones actuales en que se encuentra; tiene en cuenta, sobre todo, el defecto dominante.
2º Pide el secreto, es decir, que no se manifiesten a los Superiores o al director espiritual
las sugestiones que él hace al alma.
3º Va de menos a más, comenzando por lo poco para llegar a lo mucho; sabe que muchas
veces, si propusiese el pecado abiertamente, sería rechazado.
4º Duerme al alma en una falsa paz, para caer luego sobre ella de improviso con una vio-
lencia extrema; deja que el alma se crea segura y se confíe demasiado en sí misma, para hacerla
caer de repente.
5º Cansa a las almas por la duración del combate; prolonga sus asaltos de manera tenaz
y persistente, para arrojar al alma en el desánimo, porque sabe que nada cuesta tanto al hombre
como la constancia.
6º Se sirve de otras personas para apartarnos de Dios y arrastrarnos al pecado, utilizando
el atractivo que esas personas ejercen sobre nosotros.
7º Trata de viciar nuestras buenas obras, inspirándonos motivos torcidos (vanagloria,
amor propio, etc.) o disminuyendo su valor y haciéndonos perder el fruto ocupando el espíritu con
cosas ajenas al deber actual.
8º Engaña con la apariencia de bien, adaptándose a los gustos espirituales del alma y su-
giriéndole pensamientos justos y santos, para apartarla de la voluntad actual de Dios bajo pretexto
de un mayor bien.
9º Hace ruido y estrépito para aterrorizar a las almas, sobre todo a las temerosas y pusi-
lánimes, presentándoles mil inconvenientes, temores o amenazas.
10º Insinúa el espíritu de insumisión y de crítica, destruyendo el espíritu filial y la con-
fianza en los Superiores, e introduciendo la animosidad y la rebelión contra la autoridad.
LA CONSOLACIÓN ESPIRITUAL
Llamamos consolación espiritual a una moción interior del alma, que nos inflama en el
amor a Dios, nos hace practicar los actos de virtud con gusto, facilidad y ardor, y nos hace insípi-
das las cosas de la tierra.
1º Dios nos favorece a veces con consolaciones y gracias sensibles para ayudar a nuestra
debilidad, para unirnos más estrechamente a El, desprendiéndonos de los placeres de la tierra, y
para añadir a la devoción un santo gozo y alegría, que hacen bellas y agradables nuestras acciones
incluso exteriormente.
2º Cuando Dios nos favorece con estas dulzuras y consolaciones espirituales, hemos de ob-
servar la siguiente conducta: • humillarnos profundamente ante Dios, reconociéndonos todavía
niños en la virtud, pues necesitamos aún golosinas para ser atraídos al amor de Dios; • aplicarnos
a usar de ellas según la voluntad de Dios, que nos las ha concedido, es decir, para ser amable con
todos y llenos de amor a Dios, dispuestos a obedecerle, a observar sus mandamientos, a cumplir
sus voluntades y seguir sus inspiraciones; • hacer acopio y provisión de fuerzas, sabiendo que
Dios nos concede consuelos para prepararnos a nuevas cruces, tentaciones o sequedades; • renun-
ciar de vez en cuando a estas dulzuras y consuelos, protestando a Dios que las amamos porque El
nos las concede, pero que no son ellas lo que buscamos, sino a El y su santo amor.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITUS 85
LA DESOLACIÓN ESPIRITUAL
1
Reconoceremos que vienen de él porque, por un lado, no observaremos negligencia nuestra; y por otro lado,
sentiremos algún indicio de moción diabólica, como tinieblas, dudas, angustias, desánimo, etc.
2
De ello nos daremos cuenta si, no habiendo negligencia por parte nuestra, ni moción diabólica particular,
practicamos las virtudes y seguimos fieles a nuestros deberes a pesar del disgusto que en ello podamos sentir, teme-
mos no amar a Dios o estar en pecado, y estamos dispuestos a sacrificarlo todo antes que ofenderle.
Capítulo 4
Lucha contra el mundo
«El mundo está tan corrompido, que no se puede apenas acercarse a él sin hacerse partíci-
pe de su corrupción» 1. Este carácter corrompido y corruptor del mundo procede del espíritu que
anima al mundo, que es el espíritu de Satanás. Por eso Nuestro Señor maldijo al mundo.
Debemos entender por «mundo» al conjunto de personas, de doctrinas y empresas que, bajo
la dirección suprema del demonio, trata de destruir radicalmente el reino de Cristo y de su Santí-
sima Madre, y de sublevar la humanidad contra Dios, Señor supremo y fin último de toda la crea-
ción. Así como la Iglesia es el Reino de Jesucristo, el mundo es el reino de Satanás y verdadera-
mente la iglesia del diablo. Por eso Jesucristo llama a Satanás «príncipe de este mundo» 2 y «pa-
dre de este mundo» 3; y San Pablo le da el calificativo de «dios de este mundo» 4.
«Todo lo que la Iglesia hace mediante su doctrina, sus sacramentos, su culto y sus institu-
ciones en orden a la santificación y salvación de las almas, el mundo lo hace, por sus máximas,
sus escándalos, sus persecuciones y sus burlas, en orden a la seducción y perdición de las almas.
Una palabra lo resume todo: el mundo es Satán humanizado para perdernos; es el gran recurso
de Satanás, su arsenal, su ejército y el medio por excelencia de sus victorias. El le presta ojos
para mirar, labios para hablar y sonreír, manos para trabajar, escribir y acariciar; él pone al
demonio en medio de nosotros, lo sienta en nuestros hogares, y le entrega todo lo que nos con-
cierne o puede influir sobre nuestras vidas» 5.
Por eso hay una oposición radical entre el espíritu del mundo y el espíritu de Jesucristo. El
espíritu de Jesucristo es el camino estrecho que lleva a la vida eterna, mientras que el espíritu del
mundo es el camino ancho del placer que lleva a la eterna perdición.
Jesucristo, a pesar de ser «manso y humilde de corazón» 6 y misericordioso con los pecado-
res, ha tratado muy duramente al mundo y lo ha maldecido, para que nosotros conozcamos su
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
Jn. 12 31.
3
Jn. 8 44.
4
II Cor. 4 4.
5
MONSEÑOR CHARLES GAY, Vida y virtudes cristianas consideradas en el estado religioso, tr. VIII, p. 494.
6
Mt. 11 29.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 4 : LUCHA CONTRA EL MUNDO 87
malicia y tengamos hacia él los mismos sentimientos que nuestro adorable Maestro. En efecto,
Nuestro Señor nos ha declarado:
1º «Yo no soy del mundo» 1. Jesús estaba en el mundo, pero no era del mundo, no pertene-
cía a este mundo perverso. Muchas veces repitió estas palabras. Esto nos debe bastar: discípulos
de Jesús, no queremos tampoco pertenecer al mundo al que Jesús no perteneció jamás.
2º «¡Ay del mundo por los escándalos!» 2. Esta palabra es una amenaza, una condenación y
un anatema lanzado contra el mundo. Nuestro Señor nos enseña que el mundo nos empuja al pe-
cado, que el escándalo es algo que le es propio; y por eso El lo maldice.
3º «No ruego por el mundo» 3. ¡Qué terrible palabra! Jesús, que rogó por todos, incluso por
Judas y por los mismos verdugos que lo crucificaron, se niega a rogar por el mundo. ¡Qué horro-
roso es quedar excluido de la oración de Jesús, que es la única que puede salvar! ¡Qué horroroso
es, por lo tanto, pertenecer al mundo, que es indigno de las oraciones de Cristo!
4º «El mundo no puede recibir al Espíritu de verdad, porque no le ve ni le conoce» 4. Je-
sucristo declara de nuevo maldito al mundo al enseñarnos que el mundo es incapaz de recibir su
Espíritu; es decir, es incapaz de recibir su gracia, sus virtudes, sus dones, sus inspiraciones… Por
lo tanto, es un caso perdido, y no hay en él nada recuperable: está condenado de antemano.
5º «Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a Mí antes que a vosotros» 5. El úni-
co mal y la única desgracia en esta vida y en la otra es aborrecer a Jesús. Ahora bien, Jesús acusa
al mundo de aborrecerlo a El y a sus discípulos, porque el mundo no puede soportar nada que lo
recuerde.
6º «En el mundo habéis de tener tribulación, pero no temáis: Yo he vencido al mundo» 6.
Nuestro Señor nos afirma finalmente que El ha venido a combatir al mundo, y que en ese comba-
te lo ha vencido. Quien pertenece al mundo será combatido y vencido por Jesús, porque no forma
parte de su ejército, ni está bajo su bandera.
De todo lo dicho se deduce claramente que es imposible pertenecer a Jesús y al mundo.
Debemos escoger entre uno u otro: «Si alguno ama al mundo, la caridad del Padre no está en
El», afirma San Juan 7; y el apóstol Santiago dice más enérgicamente: «Adúlteros, ¿no sabéis que
el amor del mundo es enemigo de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo, se constituye ene-
migo de Dios» 8.
LA SANTÍSIMA VIRGEN Y EL MUNDO
Ya que el mundo es la iglesia del diablo y el instrumento preferido de sus victorias, fácil es
imaginar el odio que le tiene la Mujer que ha de aplastar la cabeza de la Serpiente. Como en el
mundo está Satanás con todo el poder de sus engaños, es indudable que la Santísima Virgen ha
recibido una gracia especial (que comunica a sus fieles hijos) para desenmascarar sus astucias,
burlar sus trampas y hacer fracasar sus asaltos. Ella tendrá un cuidado especial en preservar a sus
fieles hijos y esclavos, que le pertenecen por su Consagración mariana, de las mentiras e ilusiones
del mundo. «Allí donde está María no se encuentra el espíritu maligno» 9.
1
Jn. 17 14.
2
Mt. 18 7.
3
Jn. 17 9.
4
Jn. 14 17.
5
Jn. 15 18.
6
Jn. 16 33.
7
I Jn. 2 15.
8
Sant. 4 4.
9
SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, 166.
88 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Un hijo de María no es un hijo del mundo. María hará pasar en su corazón su propio odio y
aversión hacia el mundo perverso, y le hará discernir este espíritu del mundo dondequiera se en-
cuentre. Por lo tanto, en el corazón del hijo de María debe arder una aversión profunda por el
mundo. El menor resto de espíritu mundano, de mentalidad mundana, de costumbres mundanas, y
la menor concesión a las prácticas y costumbres del mundo pervertido, es un robo a nuestra total
donación y pertenencia a Jesús y a María; pues nuestra entera Consagración a María, tal como la
hicimos según San Luis María Grignion de Montfort, se basa en nuestra renuncia al mundo como
una casa en sus cimientos.
Lo que hace particularmente peligroso para todo hombre el contacto con el mundo, es que
cada hombre lleva en sí mismo la triple concupiscencia. Ahora bien, el mundo es la exhibición
permanente de todo lo que puede excitar la triple concupiscencia; es el fuego donde se encienden
y se alimentan todas las pasiones. De ahí la obligación fundamental para nosotros de romper con
el mundo a título de cristianos, de religiosos, y de miembros de la Fraternidad San Pío X.
La obligación de renunciar al mundo es una consecuencia del Bautismo: «El Bautismo nos
ha incorporado a Jesucristo, que nos asegura que El no es de este mundo, y que lanza sus ana-
temas contra el mundo. Entremos en sus mismos sentimientos y digamos con El: yo no soy de este
mundo» 1. En efecto, por el Bautismo renunciamos, no sólo a Satanás, sino también a sus pompas
y a sus obras.
Jesucristo formula explícitamente esta ley para todos sus discípulos: «Si fuerais del mundo,
el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os saqué del
mundo, por eso el mundo os aborrece» 2; «Padre…, el mundo ha aborrecido a los que tú me has
dado, porque no son del mundo, así como Yo tampoco soy del mundo» 3.
Los Apóstoles se hacen el eco de Nuestro Señor: • San Pablo nos dice: «El mundo está
crucificado para mí, y yo para el mundo» 4; • San Juan nos amonesta: «No améis al mundo, ni las
cosas mundanas. Si alguno ama al mundo, la caridad del Padre no habita en él» 5; • y el apóstol
Santiago: «Adúlteros, ¿no sabéis que el amor al mundo es enemigo de Dios? Cualquiera, pues,
que pretende ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» 6.
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
Jn. 15 19.
3
Jn. 17 14 y 16.
4
Gal. 6 14.
5
I Jn. 2 15.
6
Sant. 4 4.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 4 : LUCHA CONTRA EL MUNDO 89
El miembro de la Fraternidad San Pío X debe tender a una renuncia perfecta al mundo, tan-
to por su conducta exterior como por su conducta interior.
CONDUCTA EXTERIOR
Animado por el espíritu de separación del mundo, el religioso huye del mundo tanto como
puede, no teniendo con él más que las relaciones exigidas por sus deberes de estado. Y así:
1º No se permite visitas, salidas o viajes, sino en la medida en que lo exija su apostolado,
por razones serias, con miras sobrenaturales, armándose siempre con la oración, y guardando las
medidas de reserva y de precaución necesarias.
2º Huye, por lo tanto, de todas las ocasiones peligrosas y espectáculos mundanos, y de
aquellos lugares mundanos en que pudiese escandalizar la presencia de un alma consagrada. Se
priva definitivamente de la televisión y de la radio, transmisores del espíritu mundano.
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE, Espíritu de la Fraternidad, 2º artículo; Reglamento del Seminario, Direc-
torio, nº 11, y cap. IV., nº 2; Estatutos de la Fraternidad, VI, 6 y 7.
90 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
CONDUCTA INTERIOR
Los miembros de la Fraternidad San Pío X encuentran en la gracia de su vocación los me-
dios necesarios para inmunizar su alma contra la influencia contagiosa del mundo:
1º Manteniendo y desarrollando el espíritu interior, es decir, el espíritu de fe y de ora-
ción, antídoto sumo contra el espíritu del mundo: • avivando la fe, que nos da la victoria contra el
mundo 1, por la lectura y meditación del Evangelio, a fin de impregnarnos del espíritu de Jesucris-
to, diametralmente opuesto al espíritu mundano; • por el ejercicio de la oración cotidiana, que
nos permite asimilar lo que Jesucristo nos dice en su Evangelio y convertirlo en norma de nuestra
vida; • y por el uso concienzudo de los retiros anuales y mensuales.
2º Viviendo nuestra entera Consagración a María, y manteniéndonos bajo la protección
todopoderosa de nuestra Madre, cuando el deber nos pone en contacto con el mundo. Como ya se
ha visto, la Santísima Virgen, que ha recibido una gracia especial para desenmascarar los ardides
del demonio y descubrir sus trampas, tendrá un cuidado particular en preservar de las mentiras e
ilusiones del mundo a los que le pertenecen a título de hijos. Nuestra Señora les transmitirá su
odio y aversión hacia este mundo perverso; Ella les hará discernir el espíritu del mundo donde-
quiera que éste se introduzca.
El religioso, para hacer perfecta su renuncia al mundo, y para consagrarse total y exclusi-
vamente al servicio de Jesucristo, se obliga a separarse de los suyos. Por eso, el desprendimiento
de la familia natural es una condición previa y una virtud fundamental de toda vida religiosa.
Este desprendimiento, lejos de destruir las afecciones legítimas de familia, les asegura su
mayor perfección: • en lugar de amar a nuestros familiares y parientes con un amor y un afecto
puramente humanos, los amamos con una afección sobrenatural: en Dios, según Dios y por Dios;
• en lugar de querer para ellos los consuelos y los socorros temporales que podría procurarles
1
I Jn. 5 4.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 4 : LUCHA CONTRA EL MUNDO 91
nuestra presencia en el mundo, les aseguramos, por una vida de oración y de sacrificio, las gra-
cias más eficaces de salvación, con la asistencia y las bendiciones especiales de Dios durante su
vida, y con socorros más abundantes después de su muerte. «Nadie hay que haya dejado… sus
hijos por amor al reino de los cielos, que no reciba mucho más en este siglo, y en el venidero la
vida eterna» 1.
La obligación del desprendimiento de la familia es afirmada por Jesucristo, que nos la ense-
ña por sus palabras, por su ejemplo y por su conducta.
1º Palabras de Jesucristo. — Jesús nos declara que, a su llamada y para su servicio, hemos
de saber romper con nuestra familia natural: «He venido a separar al hijo de su padre, y a la hija
de su madre…; y los enemigos del hombre serán los de su misma casa. Quien ama al padre o a
la madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama al hijo o a la hija más que a Mí, tampoco
es digno de Mí» 2; «Yo os aseguro que nadie hay que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas,
o padre, o madre… por amor de Mí y del Evangelio, que ahora en este siglo, y aun en medio de
las persecuciones, no reciba el céntuplo…, y en el siglo venidero la vida eterna» 3; «si alguno
quiere venir en pos de Mí, y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus
hermanos y a sus hermanas, y aun a su misma vida, no puede ser mi discípulo» 4.
2º Ejemplo de Jesucristo. — A la edad de doce años, Jesús se separa de sus padres, deján-
dolos sumidos en la inquietud y el dolor; y a la dulce queja de su Madre responde: «¿No sabíais
que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?» 5.
3º Conducta de Jesucristo. — Jesucristo exige este desprendimiento efectivo a sus discí-
pulos más selectos: • en primer lugar, a sus apóstoles, los cuales, a su llamada, «dejaron a su pa-
dre… y se fueron en pos de El» 6; • al joven rico: «Si quieres ser perfecto…, ven y sígueme» 7; • a
otro joven, que llamado también a seguirle, le dice: «Señor, permíteme que vaya antes, y dé se-
pultura a mi padre. Replicóle Jesús: Deja a los muertos el cuidado de sepultar a los muertos;
pero tú, ve y anuncia el reino de Dios» 8.
El religioso debe sacrificar las afecciones de familia en lo que ellas tienen de puramente
humano; y, al contrario, debe cultivarlas en lo que tiene de sobrenatural.
1º El religioso sacrifica las afecciones de familia en lo que tiene de puramente natural
o humano. — El religioso, al haberse dado enteramente a Dios, no escucha ya la voz de la san-
gre, si lo llama de nuevo al mundo. Si hace falta, deberá defender ante sus parientes los derechos
de Dios, y moverles a elevar sus pensamientos a una visión sobrenatural de las cosas, que es la
única que puede hacerles aceptar el sacrificio.
1
Lc. 18 30.
2
Mt. 10 35-37.
3
Mc. 10 29-30; Mt. 19 29.
4
Lc. 14 26.
5
Lc. 2 49.
6
Mc. 1 20.
7
Mt. 19 21.
8
Lc. 9 59-60.
92 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Sin embargo, diversas razones pueden llamar al religioso cerca de los suyos. Animado por
el espíritu de su estado, el religioso no pedirá nada: se limitará a someter a sus Superiores el de-
seo de la familia o el estado de sus asuntos, remitiéndose con sencillez a su decisión. Si la deci-
sión es afirmativa, se preparará a no aparecer entre los suyos sino como un muerto, no tratando
más que los asuntos que le obligan a ausentarse, y suspirando siempre por su clausura.
En las relaciones que está obligado a tener con su familia (visitas activas o pasivas, corres-
pondencia), seguirá con simplicidad las prescripciones de la Regla.
2º El religioso cultiva las afecciones de familia en lo que tienen de sobrenatural. — En
efecto: • a título de religioso, debe aspirar a ser un cristiano perfecto, y, como tal, observar a la
perfección el cuarto mandamiento; • y a título de apóstol, debe interesarse ante todo por la salva-
ción de los suyos. Su vida de oración y de sacrificio debe ser una intercesión constante por su
familia natural.
Capítulo 5
Lucha contra la carne o mortificación
La tercera causa de pecado, la carne, es el más peligroso de nuestros tres enemigos, porque
el mundo y el demonio son, en definitiva, enemigos exteriores, de cuyos asaltos podemos prote-
gernos más fácilmente; pero la carne es un enemigo interno, del que difícilmente podemos res-
guardarnos por llevarlo siempre con nosotros, y que nos tiene declarada una guerra sin cuartel.
Para combatirla, acudiremos al ejercicio de la mortificación cristiana.
Artículo 1
La mortificación en general
I. NATURALEZA DE LA MORTIFICACIÓN
OBJETO DE LA MORTIFICACIÓN
El objeto de la mortificación es reprimir y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en
nosotros mismos es causa de pecado, es decir, la carne o el viejo hombre. Trabaja en hacer morir
a la naturaleza, no en lo que tiene de bueno y que es obra de Dios, sino en lo que tiene de viciado
y de desordenado, y que es consecuencia del pecado original.
La mortificación tiene nombres muy variados, que hacen resaltar mejor su naturaleza. En
efecto, se la llama: • mortificación, porque tiende a reducir al viejo hombre a un estado de muer-
te y de impotencia para producir su obra, el pecado; • penitencia, especialmente cuando nace del
arrepentimiento del pecado cometido y del deseo de reparar sus consecuencias; • abnegación de
sí mismo, o renuncia a sí mismo, porque consiste en renunciarse a sí mismo en la propia natura-
leza viciada, estableciéndose frente al viejo hombre en un estado de ruptura, de enemistad y de
odio, hasta el punto de querer y perseguir su muerte; • y, finalmente, espíritu de sacrificio, por-
que por ella nos unimos al sacrificio de Jesús, Víctima en la cruz y en el altar, para ofrecer, con El
y por El, una digna reparación a la justicia divina.
De estos aspectos deducimos que el principio fundamental y el alma de la mortificación
cristiana es el odio al pecado, y, por ende, al viejo hombre, causa primera y principal del pecado.
FINALIDAD DE LA MORTIFICACIÓN
sí misma, sino sólo un medio: «No morimos sino para vivir; todo el cristianismo y toda la per-
fección se resumen en esta muerte y en esta vida» 1. No morimos a una vida inferior, la vida de la
naturaleza viciada, la vida del viejo hombre, sino para vivir una vida superior, la vida divina de
Cristo. No renunciamos a las riquezas perecederas, a los goces groseros y envenenados de los
sentidos, a las vanas grandezas de este mundo, deseados por la triple concupiscencia, sino para
alcanzar el único bien verdadero, la única verdadera bienaventuranza, la única verdadera grande-
za, en la unión eterna con Dios.
La mortificación es, pues, el complemento del bautismo. En efecto, su objeto es remediar
las secuelas del pecado original, secuelas que el bautismo no borró, sino que dejó en nosotros; y
su fin es hacer posible el crecimiento de la vida de la gracia, que el bautismo depositó en nosotros
al estado de germen.
CLASES DE MORTIFICACIÓN
Sólo es verdaderamente hombre el que lleva una vida naturalmente honesta y conforme a la
sana razón. Ahora bien, es imposible vivir una vida honesta según la sana razón si, por medio de
esfuerzos incesantes, y a veces heroicos, no reprimimos los instintos perversos de nuestra natura-
leza viciada.
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 95
Cristianos, somos los discípulos de Cristo y los miembros de Cristo; y por este doble título
estamos obligados a la mortificación.
1º Discípulos de Jesucristo, debemos conformarnos a su doctrina e imitar su ejemplo.
a) La doctrina de Jesucristo. — «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz, y sígame» 1; «en verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo, después de
echado en tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. Quien ama su
vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna» 2;
«si no hiciereis penitencia, pereceréis todos igualmente» 3. Lo que Jesucristo promete a sus discí-
pulos en esta vida no es la paz, sino la espada, símbolo de una lucha incesante; no son las diver-
siones, sino la cruz, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la naturaleza: «No penséis
que Yo haya venido a traer la paz, sino la espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es
digno de Mí» 4.
San Pablo, a su vez, formula la misma ley fundamental: «Los que son de Cristo tienen cru-
cificada su propia carne con sus vicios y concupiscencias» 5; «los que viven según la carne no
pueden agradar a Dios… Porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu ha-
céis morir las obras de la carne, viviréis» 6; «castigo a mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no
sea que, habiendo predicado a los demás, venga yo a ser reprobado» 7.
b) El ejemplo de Jesucristo. — En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectí-
sima. Por lo tanto, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, a saber, bajo forma de
represión del viejo hombre, la practicó, para servirnos de modelo, bajo la forma de renuncia a
todas las satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una vida llena de pobreza,
de sufrimientos y de humillaciones.
2º Miembros de Jesucristo, debemos, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar
por nuestra parte su sacrificio en la cruz, y lo que falta a sus padecimientos 8. En efecto, el sacrifi-
cio de Jesucristo, aunque tiene un valor infinito, no alcanza la plenitud de sus efectos, para noso-
tros y para las almas, sino en la medida en que nosotros tomamos parte en él. Jesucristo, no pu-
diendo ya sufrir ni merecer en su cuerpo natural, que está en la gloria, se complace en sufrir y
merecer cada día en cada uno de los miembros de su cuerpo místico.
Religiosos, debemos reproducir más perfectamente que los demás la vida de renuncia y de
sacrificio de Jesús, nuestro divino Maestro. Por eso, mediante los tres votos, o al menos por el
espíritu de los tres votos, hemos renunciado a todo lo que el viejo hombre desea, a fin de darnos
enteramente a Dios, y para hacer de nuestra vida entera, por Jesús, con Jesús y en Jesús, un acto
perpetuo de religión, un holocausto permanente para gloria de Dios nuestro Padre. «El fundamen-
1
Mt. 16 24.
2
Jn. 12 24-25.
3
Lc. 13 1-5.
4
Mt. 10 34 y 38.
5
Gal. 5 24.
6
Rom. 8 8 y 13.
7
I Cor. 9 27.
8
Col. 1 24.
96 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
I Cor. 2 2.
3
Cf. Jn. 12 24-25.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 97
Desde el punto de vista negativo, la mortificación constituye el gran remedio contra el pe-
cado y sus consecuencias; y desde el punto de vista positivo, es una condición fundamental para
alcanzar el doble fin de nuestra vocación: la perfección personal y la fecundidad apostólica.
En efecto, la mortificación, por una parte, nos cura del pecado y de sus consecuencias; y,
por otra parte, nos preserva de él en el futuro.
1º La mortificación nos cura del pecado y de sus consecuencias. — Todo pecado com-
porta un triple desorden, al cual la mortificación pone remedio: • deja en nuestra alma una man-
cha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de penitencia, borra
esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo; • tiende a fortificar una mala inclinación del
viejo hombre; ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desvia-
ción, imponiéndose una pena en aquello en que antes se buscó un placer desordenado; • acrecien-
ta nuestras deudas, que debemos pagar en esta vida o en la otra; ahora bien, toda mortificación
ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.
2º La mortificación preserva del pecado en el futuro. — En efecto, el ejercicio asiduo de
la mortificación somete la carne al espíritu, nos asegura un imperio cada vez mayor sobre nuestras
malas inclinaciones, y nos hace más fácil la victoria en el momento de la tentación. El soldado que
no deja de ejercitarse en el tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en el tiempo de guerra.
por excelencia, está basada en la cruz. Por eso todas las grandes obras de Dios y de su Iglesia es-
tán siempre fundadas en la cruz, y fecundadas por la cruz. Sólo por la mortificación quedaremos
unidos íntimamente a Jesús Víctima y seremos transformados en instrumentos útiles, eficaces y
fecundos, de redención y apostolado.
El espíritu de mortificación o de sacrificio es ante todo, como toda virtud sobrenatural, obra
de la gracia; por eso hay que sacarlo cada día de su verdadera fuente, el Corazón de Jesús, por la
intercesión de María, mediante la oración. Al mismo tiempo es necesario colaborar con la gracia
de Dios, multiplicando los actos de mortificación. Estos actos pueden ser de diversas clases:
1º Mortificaciones queridas por Dios, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo
que hay de penoso y de crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos, por la Re-
gla, por los deberes de estado. Cumplir con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobre-
natural el deber de estado, observar la Regla, vivir bien la vida de comunidad, es, sin lugar a du-
das, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.
2º Mortificaciones permitidas por Dios, o mortificaciones de providencia: son las que
proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permi-
te para nuestro bien: las enfermedades del cuerpo, las tentaciones, las sequedades, las desolacio-
nes y todas las pruebas de la vida espiritual, la intemperie de las estaciones, el frío, el calor, y
todas las ocasiones de sufrir que puedan venir de parte del lugar y del clima en que se vive, las
casas en que se habita, las personas con que se está, los acontecimientos o sucesos fastidiosos, las
aflicciones de todo tipo, vengan de donde vengan. Este tipo de mortificación es muy agradable a
Dios, porque es enteramente conforme a su santísima voluntad. «Un golpe que viene de la mano
de Dios vale más que mil penitencias voluntarias» 1.
3º Mortificaciones de nuestra elección, o mortificaciones voluntarias, que nos impone-
mos nosotros mismos por amor a Dios, con miras a dominar al viejo hombre o asociarnos al sa-
crificio de Jesús: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos, disciplina. Son provechosas cuan-
do hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de
que nos ayuden a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.
1
PADRE FABER.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 99
de, en gran parte, del valor de la jornada: «Ofrece al Señor las primicias de tu jornada, pues ésta
será toda de aquél que primero haya tomado posesión de ella» 1.
2º La Santa Misa y la Comunión. — Es bueno abarcar entonces con una ojeada lo que la
jornada puede presentarnos de penoso, para aceptarlo anticipadamente con valentía y en unión
con Jesús y María, con miras a continuar su sacrificio del Calvario.
3º El Vía Crucis. — Todos los Santos han amado este santo ejercicio y han visto en él el
medio de renovar el espíritu de mortificación en su verdadera fuente.
4º La señal de la cruz. — Al signarse con esta señal sagrada, el religioso profesa que es
víctima clavada en la cruz todos los días de su vida, para continuar, a imitación de tantos santos,
la oblación y el sacrificio de Jesús; oblación y sacrificio realizados en las manos de María y por el
ministerio de María, siendo nuestra Regla el ritual de esta inmolación incesante.
5º En las comidas. — No levantarse nunca de la mesa sin haber ofrecido alguna penitencia,
por pequeña que sea, con el fin de no olvidarse del espíritu de mortificación en el momento en
que nos sentimos inclinados a dar más concesiones a nuestra naturaleza.
6º Cuando un deber cuesta a la naturaleza. — Tenemos entonces una preciosa ocasión
para renovarnos formalmente en el espíritu de sacrificio, y para pedir a Jesús y a María que lo
aumenten en nosotros.
7º Cuando un deber agrada a la naturaleza. — Hay que entregarse entonces a ese deber,
no para satisfacer al viejo hombre, sino con la intención formal de conformarse con la voluntad
de Dios, con miras sobrenaturales.
Este es el medio por excelencia para cultivar el espíritu de mortificación. En efecto, «donde
se ama no se pena; y si se pena, la misma pena se ama» 2.
1º El amor de Dios va siempre acompañado del odio a nosotros mismos, es decir, al
viejo hombre que está en nosotros. Jesucristo mismo formula esta ley: «Quien no aborrece su
misma vida, no puede ser mi discípulo» 3. En efecto, el viejo hombre es la fuente primera y prin-
cipal del pecado. Ahora bien, el pecado es el mal de Dios, a quien ofende, a quien crucifica, cuya
obra destruye. Por eso no podemos amar sinceramente a Dios sin odiar al viejo hombre que es, en
nosotros, el enemigo mortal de Dios. «El odio de sí mismo es la otra cara del amor a Dios» 4.
2º El amor de Dios, si es perfecto, lleva al amor a la cruz. — El amor a las mortificacio-
nes y a las cruces es la mejor manifestación de amor a Dios: «Padeciendo se aprende a amar» 5; y
es también el secreto para hacer más ligero su peso, y aumentar su valor a los ojos de Dios: «Dios
ama al que da con alegría» 6. Llegaremos a amar las cruces por Dios si, mediante una fe viva,
sabemos ver en ellas:
a) La mano de Dios, que nos ofrece o nos impone esa cruz, como testimonio del amor de
predilección que nos tiene: así es como El ha tratado en este mundo a sus seres más amados: Je-
sús, María, los Santos.
1
BEATO PADRE CHAMINADE.
2
SAN AGUSTÍN : «Ubi amatur, non laboratur; et si laboratur, et labor amatur».
3
Lc. 14 26.
4
MONSEÑOR CHARLES GAY.
5
Nuestro Señor a SANTA GEMA GALGANI.
6
II Cor. 9 7.
100 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
b) El crucifijo, o Jesús crucificado: viéndolo sufrir tanto por amor nuestro, ¿cómo podría-
mos no sufrir de buen grado por amor a El?
c) El sagrario, o Jesús Hostia: por su presencia permanente y por la comunión diaria, viene
a continuar en nosotros su vida de hostia, de víctima, y a dar a nuestras más pequeñas cruces del
día el valor y la fecundidad de su sacrificio del Calvario.
d) María, nuestra Madre: así como Ella se encontró con Jesús cargado con la cruz, del
mismo modo se encuentra con cada uno de nosotros, no para descargarnos de la cruz, sino para
consolarnos, sostenernos y acompañarnos hasta el término de nuestra subida penosa del Calvario,
es decir, hasta el término de nuestra vida.
e) El cielo: cuanto más habremos sufrido en esta vida, con Jesús y María, por Dios y por las
almas, tanto más gozaremos con ellos en el cielo.
Artículo 2
La mortificación exterior
La mortificación exterior tiene por objeto el cuerpo y los sentidos. Según San Pablo, los
miembros y sentidos de nuestro cuerpo son otros tantos instrumentos de que dispone el viejo
hombre para el pecado 1; según el apóstol Santiago, constituyen la milicia o los combatientes de
la concupiscencia 2.
El fin de la mortificación exterior es sustraer el cuerpo y sus sentidos al imperio del viejo
hombre, para someterlo al hombre nuevo, es decir, para servirse de él según el espíritu de Jesu-
cristo, según la voluntad de Dios y para su mayor gloria.
La mortificación exterior comprende: • la mortificación de la lengua, o silencio; • la morti-
ficación de los sentidos, o guarda de los sentidos; • la modestia; • y las penitencias aflictivas.
Después de los votos, el silencio es el punto que más ha atraído la atención de los legislado-
res de la vida religiosa. Esta importancia se deduce de los efectos negativos y positivos de la prác-
tica del silencio.
1
Rom. 6 13.
2
Sant. 4 1.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 101
1
Eclo. 20 8.
2
Prov. 10 19.
3
BEATO PADRE CHAMINADE.
4
Mt. 12 36.
5
Sant. 3 6 y 8.
6
BEATO PADRE CHAMINADE.
7
Sant. 1 26.
8
Prov. 13 3.
9
Sant. 3 2-6.
10
BEATO PADRE CHAMINADE.
102 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
recogimiento, la piedad, la regularidad, la caridad, el amor del estudio y del trabajo 1. Al contra-
rio, sin el silencio, la vida común, en lugar de ser un medio de santificación y de edificación mu-
tua, se convierte en un elemento de ruina y de perdición para las almas y las comunidades. «Un
convento donde reina la libertad de hablar conduce antes al infierno que al cielo» 2.
• El silencio, condición de la observancia regular. «Para juzgar del espíritu religioso de
una comunidad, basta ver si se observa el silencio» 3. En efecto, el silencio es la regla más fácil-
mente violada; por eso, toda indisciplina religiosa comienza generalmente y se manifiesta por la
violación del silencio. Las infracciones contra el silencio figuran en primera línea entre los agen-
tes destructores de la disciplina religiosa, es decir, del reino de Dios en una comunidad.
1
Cf. Reglamento del Seminario, Parte 2a, cap. 3, B.
2
SANTA TERESA DE JESÚS.
3
SAN IGNACIO DE LOYOLA.
4
Reglamento del Seminario, Parte 2a, cap. 3, B.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 103
1
I Cor. 2 14.
2
Prov. 20 1.
3
Ef. 5 18.
4
Fil. 3 19.
104 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
MORTIFICACIÓN DE LA VISTA
Mal custodiada, la vista se convierte: • en una fuente de disipación para el espíritu y el co-
razón, lo cual destruye la vida interior; • y en una fuente de tentaciones y de pecados contra la
virtud de la pureza: por la inmortificación de la vista cayeron hombres que parecían de una virtud
inquebrantable. La Sagrada Escritura nos da una prueba de ello en el rey David 3.
Así, pues, sin el control y guarda de los ojos es muy difícil mantenerse en el camino de la
virtud y aun en el simple estado de gracia. Muy bien lo comprendió el santo Job, que «hizo pacto
con sus ojos de no mirar a doncella alguna» 4. Y no sólo para evitar los pecados contra la pureza,
sino también contra otras virtudes; pues, según San Juan de la Cruz, además de la deshonestidad e
impureza de pensamientos y deseos, la ligereza de los ojos produce vanidad de ánimo, codicia,
descompostura exterior e interior, envidia 5. Por eso:
1º Hay que prohibirse toda mirada mala, peligrosa o indiscreta; es importante, en particu-
lar, no fijar jamás los ojos sobre una persona del sexo opuesto; en las salidas, hay que saber ver
sin mirar, para preservarse de toda imagen turbadora.
2º Conviene prohibirse los espectáculos vanos e inútiles, fuentes de distracción y disipación.
3º Es bueno privarse también a veces de los espectáculos interesantes y honestos: es el me-
dio para adquirir dominio sobre el sentido móvil de la vista, y sobre todos los demás sentidos.
1
I Cor. 10 31.
2
Reglamento del Seminario, Parte 2a, cap. 4, A.
3
II Rey. 11 2-4.
4
Job 31 1.
5
Subida, III, 25, 2.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 105
Mal guardado, el oído entrega el alma a la influencia de los discursos malos, peligrosos o
indiscretos, de lo cual se sigue a menudo: • en el mundo, la ruina de la fe y de la pureza; • en reli-
gión: la ruina de la caridad fraterna y del respeto a la autoridad, que son los dos principios fun-
damentales de la vida de comunidad; la disipación, que hace difícil el espíritu de oración y el tra-
bajo serio; y la invasión del espíritu del mundo. Por eso:
1º Hay que sustraerse a los discursos malos o indiscretos, y no dar oído a chismes, críticas
o murmuraciones. Es el medio de no cooperar con el pecado de los que hablan mal, y de frenar
sus tristes repercusiones.
2º No hay que correr tras las noticias del mundo ni tras las conversaciones de pura curiosi-
dad: encontraremos ahí solamente una fuente de distracciones y de pérdida de tiempo.
3º Hay que saber imponerse algunas mortificaciones: • ya pasivas, soportando algunos rui-
dos que molestan; • ya voluntarias, privándose a veces de lo que halaga al oído: una melodía gra-
ta, una conversación agradable, etc.
4º Finalmente, hay que santificar el oído, prestándose con presteza a la palabra de Dios,
cualquiera que sea su órgano exterior, y a las conversaciones edificantes. Es una característica de
los hombres de Dios 1.
El olfato es el menos peligroso de los sentidos. Sin embargo, la delicadeza excesiva de este
sentido favorecería la sensualidad y la mundanería, y haría casi insoportables algunos sacrificios
inherentes a la vida común o a ciertos deberes de estado. Por eso:
1º El religioso renuncia al uso de perfumes en la propia persona, o habitación, y al tabaco.
El uso del tabaco tendería a introducir los hábitos del mundo; sería opuesto al espíritu de pobreza,
de mortificación y de edificación del prójimo; y dañaría a las exigencias de nuestra vida común.
2º Soporta con paciencia e incluso con alegría todo lo que, en la vida común o en el cum-
plimiento de ciertos deberes de estado, disgusta al olfato.
3º Santifica este sentido, elevándose de las criaturas al Creador.
III. LA MODESTIA
NATURALEZA DE LA MODESTIA
1
Rom. 10 17 : «La fe proviene del oír, y el oír, de la palabra de Cristo».
106 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
denado de todo el exterior, en conformidad con las conveniencias del propio estado. Así entendi-
da, la modestia se extiende a todo nuestro comportamiento exterior: miradas, gestos, actitud y
postura del cuerpo, compostura en los vestidos, etc.; y huye de toda ligereza, de toda libertad exa-
gerada, y de todo lo que es efecto o indicio de una tendencia desordenada.
FUENTES DE LA MODESTIA
La modestia procede:
1º De un principio puramente natural: el respeto que el hombre se debe a sí mismo, y el
que debe a sus semejantes. Modestia es entonces sinónimo de urbanidad, de cortesía, de buena
educación.
2º De un principio sobrenatural: el respeto debido a Dios presente en todas partes, pero
particularmente en nosotros y en quienes nos rodean con una presencia especial que nos convierte
en templos que le han sido consagrados por el bautismo, y más perfectamente aún por la consa-
gración sacerdotal o religiosa.
3º De un principio apostólico: la edificación que todo cristiano, y más especialmente todo
sacerdote o religioso apóstol, debe dar al prójimo. La modestia se convierte entonces en una pre-
dicación muda, pero muy eficaz.
IMPORTANCIA DE LA MODESTIA
PRÁCTICA DE LA MODESTIA
1º Apóstoles de Jesús y María, debemos suprimir en nuestro exterior todo lo que no con-
venga a nuestro santo estado o fuese un obstáculo para nuestra perfección; todo lo que haga sufrir
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 107
o molestaría a nuestros hermanos; todo lo que pueda escandalizar a las almas en medio de las
cuales ejercemos el apostolado.
2º Desde la entrada al seminario o a la vida religiosa, hemos de acostumbrarnos a los bue-
nos modales religiosos y a la compostura exterior. En particular, hemos de evitar los gestos brus-
cos y descompasados, cruzar las piernas, reír estrepitosamente, poner las manos en los bolsillos,
usar tuteos o apodos, el desaliño en el vestir o en el cabello; manteniendo una postura digna tanto
al estar sentados, como al estar arrodillados en la capilla, tanto al caminar, como al descansar.
3º Finalmente, el medio por excelencia de practicar habitualmente la modestia es mantener-
nos: • en una fe viva en la presencia de Dios en todas partes, pero muy especialmente en nosotros
y en quienes nos rodean; • en el sentimiento de nuestra entera pertenencia a María, y de la obli-
gación que tenemos de reflejar sus virtudes a nuestro alrededor; • en la conciencia de nuestra
misión apostólica de multiplicar los verdaderos cristianos por nuestro ejemplo: un buen apóstol
de Jesús y María da una lección con cada una de sus palabras, gestos, miradas o actitudes.
Las penitencias aflictivas son excelentes para calmar y reducir el cuerpo al silencio, cuando
se vuelve demasiado exigente o se rebela contra el espíritu; y para estimular la generosidad, el
fervor y la piedad. Sin embargo, no hay que usar de ellas indiscretamente y sin consejo.
Hay que recurrir a las penitencias aflictivas con discreción, es decir: • teniendo en cuenta a
la vez las propias fuerzas físicas y las inspiraciones divinas; • usando de gran apertura de alma y
de perfecta obediencia al director espiritual, sin cuyo permiso no hay que practicar ninguna peni-
tencia aflictiva de importancia; • evitando todo exceso que pudiese convertirse en un obstáculo
para cumplir bien los deberes de estado; • y empleando estas mortificaciones exteriores para ob-
tener una mayor mortificación interior, sin la cual no sólo no tienen gran utilidad, sino que pue-
den ser causa de ilusiones y de orgullo.
Aunque extraordinarias, estas penitencias pueden ser impuestas a ciertas almas, ya en razón
de las necesidades momentáneas por las que pasan, ya porque el Espíritu del Señor se las pide.
En la Fraternidad, la única penitencia aflictiva impuesta por el Fundador es la relativa al
ayuno y abstinencia: • ayuno en las vigilias de la Inmaculada y de Navidad; los miércoles, viernes
y sábados de las cuatro Témporas; los viernes de Cuaresma, y el miércoles de Ceniza; • abstinen-
cia los mismos días, más todos los viernes del año 1.
1
Ordenanzas, I.
108 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Artículo 3
La mortificación interior
La mortificación interior tiene por objeto el alma y sus facultades: • las facultades inferio-
res, a saber, la imaginación y las pasiones: son potencias esencialmente dependientes del cuerpo
y de los sentidos, y que encontramos ya en un grado rudimentario en los animales; • las facultades
superiores, a saber, la inteligencia y la voluntad: son facultades espirituales esencialmente pro-
pias del hombre, ser razonable y libre.
De ahí los siguientes puntos: 1º Mortificación de la imaginación; 2º Mortificación de las
pasiones; 3º Mortificación del entendimiento; 4º Mortificación de la voluntad.
La imaginación es la facultad del alma por la que nos representamos, de forma sensible, los
objetos que no impresionan actualmente nuestros sentidos. Mortificar la imaginación es ponerle
riendas, para no dejarla correr al gusto de las tendencias viciadas del viejo hombre, sino mante-
nerla bajo el imperio del hombre nuevo, es decir, de la voluntad razonable esclarecida por la fe.
A la mortificación de la imaginación hay que equiparar la mortificación de la memoria, que
es la facultad de reconocer lo pasado como pasado, o sea, como ya anteriormente percibido.
La imaginación es una facultad que tiene gran influencia sobre todo el compuesto humano,
alma y cuerpo: • respecto al alma, le suministra imágenes sin las cuales el entendimiento no pue-
de naturalmente conocer; • respecto al cuerpo, mueve con gran fuerza el apetito sensitivo hacia
sus objetos propios, revistiéndoselos de encantos y atractivos. Por eso es importantísimo domi-
narla y encauzarla. Puesta al servicio del bien, puede aportarnos preciosas ayudas; pero, no domi-
nada, nada hay que tanta guerra nos pueda dar en el camino de la santificación. Esta verdad que-
dará más patente si consideramos los efectos negativos y positivos de la mortificación de la ima-
ginación.
1º Efectos negativos. — Mortificar la imaginación es apartar las fantasías y ensueños, y sus
funestas consecuencias, sobre todo para los jóvenes.
a) La imaginación sin freno es causa de disipación y de distracciones, que hacen imposible
el recogimiento y la vida de oración; produce un disturbio y una confusión profundas en el alma:
se convierte en «la loca de la casa».
b) La imaginación es además causa de tentaciones y pecados, porque evoca y entretiene las
impresiones peligrosas, anteriormente percibidas por los sentidos externos, y despierta, favorece y
sobreexcita todo tipo de pasiones: el orgullo, las antipatías, la ira, la melancolía, la impureza, el
egoísmo en definitiva, ya que el objeto ordinario de las fantasías y ensueños es todo lo que halaga
al «yo» viciado en sus tendencias predominantes.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 109
1º Hay que adquirir, desde la más tierna edad, el hábito de romper pronta y virilmente con
toda imaginación o todo recuerdo malo, peligroso o propio para suscitar tentaciones, turbar el
alma o distraernos del deber presente.
2º Hay que evitar también los espectáculos y lecturas que exaltan la imaginación y alimen-
tan las fantasías y ensueños. A este género pertenecen la mayoría de novelas y películas cuyas
imágenes, además de trasladarnos a un mundo irreal (cuando no ya pecaminoso), se presentan
como fantasmas inoportunos a la hora de la seriedad, de la reflexión o de la oración.
3º Hay que ofrecer a la imaginación objetos buenos, serios y edificantes, en relación con
los deberes del momento presente, a fin de retenerla en ellos. De este modo puede convertirse en
un auxiliar útil incluso en las meditaciones más intelectuales.
4º Es importante estar siempre ocupado y darse por entero al deber del momento, con mi-
ras sobrenaturales: es el «age quod agis» de los antiguos, que multiplica nuestras energías y dis-
ciplina nuestra imaginación, impidiéndole divagar de unos objetos a otros.
Las pasiones son fuertes inclinaciones o sentimientos muy vivos, que nacen del apetito sen-
sitivo, y nos empujan hacia lo que creemos ser un bien, o nos apartan de lo que creemos ser un
mal para nosotros.
El apetito sensitivo es aquella facultad orgánica por la cual buscamos el bien material e
inmediato, percibido por los sentidos, a diferencia del apetito racional, o voluntad, que busca el
bien percibido por la inteligencia. Distinguimos en este apetito sensitivo: • el apetito concupisci-
ble, que busca el bien deleitable y de fácil consecución; • y el apetito irascible, que persigue el
bien arduo y difícil de alcanzar.
Las pasiones son, por lo tanto, los movimientos del apetito sensitivo nacidos de la percep-
ción del bien o del mal sensibles; el «corazón», en oposición a la «cabeza», sinónimo de la razón;
la sensibilidad de nuestro ser en su tendencia hacia la felicidad.
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PADRE ENRIQUE RAMIÈRE.
110 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Toda pasión se reduce al amor o al odio, o más sencillamente al amor. Pero como el amor
toma aspectos y nombres diferentes, según las diversas actitudes del sujeto amante hacia el objeto
amado, la pasión adopta también formas múltiples. Se distinguen once principales: seis en el ape-
tito concupiscible, y cinco en el irascible.
1º En el apetito concupiscible, el bien engendra tres pasiones: • la simple idea del bien, el
amor; • si el bien está ausente, el deseo, que es un amor que se extiende a un bien que no se posee
todavía; • y si el bien ya es poseído en el presente, el gozo, que es un amor que descansa en el
bien poseído. — Por su parte, el mal (contrario al bien amado) engendra otras tres pasiones: • su
sola idea, el odio; • si ese mal está ausente, pero nos amenaza, la aversión, que es un amor que se
aleja del mal que le privaría de su bien; • y si el mal está presente, la tristeza o dolor, que es un
amor que se aflige de verse privado de su bien.
2º En el apetito irascible, el bien arduo y difícil de alcanzar engendra: • si el obstáculo pa-
rece superable, la esperanza, que es un amor que confía poseer el objeto amado; • y si el obstácu-
lo parece insuperable, la desesperación, que es un amor desolado al verse privado para siempre
de su bien, lo cual le causa un abatimiento del que no se puede levantar. — Por su parte, el mal
arduo o difícil de evitar engendra: • si está todavía ausente, pero parece evitable, la audacia, que
es un amor que emprende lo que hay de más difícil por poseer el objeto amado; • si parece inevi-
table, el temor, que es un amor atormentado por el peligro de perder lo que busca; • y si ese mal
temido se hace presente, engendra la ira o venganza, que es un amor irritado al ver que se le quitó
su bien, y trata de recuperarlo.
Las pasiones, consideradas como inclinaciones hacia la felicidad, vienen del Creador. Dios,
al crearnos para ser felices, ha puesto en nuestro ser esa necesidad instintiva, esa sed insaciable de
gozo y de felicidad, que es el principio de todas las pasiones. Según la intención de Dios, las pa-
siones deben ayudarnos a alcanzar más fácilmente nuestro destino sobrenatural. Por eso, conside-
radas en sí mismas, las pasiones no son ni buenas ni malas. Son una energía natural, instintiva,
que adquiere su valor moral del objeto al que nos inclina y del uso que de ellas hace nuestra vo-
luntad libre: utilizadas para el bien serán buenas, y utilizadas para el mal serán malas.
En el estado de justicia original, el imperio de la voluntad sobre las pasiones se ejercía sin
esfuerzo, y las dirigía fácilmente, según la razón, hacia el verdadero bien. Pero después del pecado
original, las pasiones se rebelaron contra la razón y permanecieron en un estado habitual de rebe-
lión: en lugar de estar como naturalmente al servicio de la razón y de la fe, nos empujan a satisfacer
al viejo hombre, no considerando más que el bien puramente sensible o grato a los sentidos, y per-
siguiendo así placeres contrarios a la voluntad de Dios y a nuestro destino sobrenatural. Por eso
hay que reprimirlas en sus manifestaciones viciosas, y domarlas y encauzarlas como es debido.
Para establecer una comparación, podríamos decir que las pasiones, en el estado de justicia
original, eran como animales domésticos y amansados, prestándose de buena gana y como natu-
ralmente al servicio del hombre para ayudarlo a tender a su fin; pero después del pecado se con-
virtieron en fieras salvajes, que hay que domar y sujetar al precio de esfuerzos incesantes. — Sin
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 111
embargo, la voluntad libre, con la ayuda de la gracia de Dios, puede siempre dominarlas y servir-
se de ellas para el bien, como lo prueba hasta la evidencia la historia de los Santos.
Ya que las pasiones tienen su origen en Dios, y a Dios deben conducirnos, la mortificación
no consiste en suprimirlas, sino en dirigirlas y regularlas. Las pasiones son como energías mora-
les de nuestro ser. Con ellas pasa lo mismo que con las energías físicas (vapor, electricidad, vien-
to, agua, etc.): cuanto más fuertes son, mayores peligros presentan para quien no sabe dirigirlas y
regularlas, pero ofrecen también más recursos para quien sabe controlarlas y servirse de ellas. Las
grandes pasiones, bien dirigidas y reguladas, hacen a los grandes santos; y las grandes pasiones,
mal dirigidas y reguladas, hacen a los grandes criminales.
1º Dirigir bien las pasiones consiste en apartarlas de los bienes falsos y peligrosos que de-
sea el viejo hombre, y orientarlas hacia el único verdadero bien que nos muestra la razón iluminada
por la fe, es decir, hacia Dios, hacia el cumplimiento de su voluntad, hacia su mayor gloria.
2º Regular bien las pasiones, una vez que han sido dirigidas hacia el bien, consiste en es-
timularlas si son demasiado flojas o perezosas, y en moderarlas si son demasiado impetuosas.
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BEATO PADRE CHAMINADE.
112 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1º Debemos estudiarnos bien a nosotros mismos para conocer bien las pasiones que reinan
en nuestro corazón y que inspiran ordinariamente nuestras acciones. Este conocimiento de noso-
tros mismos es, juntamente con el conocimiento de Dios, el que más importa para nuestra salva-
ción y perfección.
2º Hay que mortificar las pasiones conocidas, es decir, sustraerlas al imperio del viejo
hombre para ponerlas bajo la dirección de la razón y de la fe, sustituyendo el objeto malo hacia el
cual tratan de arrastrarnos, por un objeto sobrenaturalmente bueno, capaz de atraerlas. Observe-
mos que a cada una de nuestras pasiones corresponde en Dios, nuestro fin, una perfección por la
cual El mismo se ofrece a nuestro amor y a nuestra posesión: Dios es a la vez Verdad, Bien, Be-
lleza, Grandeza, Bienaventuranza, Reposo, Amor, Poder, etc.; ahora bien, son esos objetos y per-
fecciones los que buscan nuestras pasiones. Por eso, siempre encontraremos en Dios la perfección
capaz de atraer a cada una de nuestras pasiones, para sustituirla al objeto malo hacia el cual tien-
den cuando no están mortificadas.
3º Hay que comenzar esta mortificación desde la tierna edad, y tan pronto como una pasión
se manifiesta. En sus comienzos, toda pasión es una tendencia débil, que puede ser reprimida y
enderezada con leves esfuerzos; pero, dejada a sí misma, esa tendencia se convierte pronto en una
fuerza terrible, que puede arrastrar a los últimos excesos.
4º Hay que combatir las pasiones una por una, con orden, método, perseverancia, y con la
ayuda del examen particular sabiamente organizado. Se logrará debilitar y apagar una pasión mala
y sustituirla por una pasión buena tanto más eficazmente cuanta más energía y voluntad se ponga
en desviar la atención del espíritu del objeto malo, para atraerla y fijarla habitualmente en el objeto
bueno, con miras a olvidar el primero y prendarse del segundo; y en abstenerse de todo acto que
sea conforme a la pasión mala, multiplicando al contrario los actos conformes a la pasión buena.
5º Y, sobre todo, es muy importante conocer y dirigir bien la pasión dominante. Llamamos
así a la pasión que, en razón de nuestro temperamento natural, ejerce la mayor influencia sobre
nuestra conducta, y de la cual dependen todas nuestras demás pasiones. Imprime a nuestra alma
su fisonomía propia, y es la expresión más fiel de todo nuestro carácter. — Nuestra salvación o
nuestra perdición eterna depende principalmente del buen o mal gobierno de nuestra pasión do-
minante. • Bien gobernada, dirigida hacia nuestro fin sobrenatural, la pasión dominante, con la
ayuda de la gracia de Dios, se convierte para nosotros en el atractivo más poderoso para practicar
la virtud y avanzar hacia la perfección. • Mal gobernada, la pasión dominante se convierte en el
alma de nuestro defecto dominante. — Ejemplos: • la pasión del celo religioso, mal orientada,
hizo de Saulo el enemigo encarnizado de Jesucristo y de su Iglesia; y esa misma pasión, bien
orientada y sostenida por la gracia de Dios, hizo de él el gran Apóstol de Cristo entre las nacio-
nes; • la pasión del amor, desviada hacia las criaturas, hizo de María Magdalena una pecadora
pública; y esa misma pasión, sobrenaturalizada y dirigida hacia Dios hecho hombre, hizo de ella
una de las mayores santas; • la pasión de las grandezas humanas inspiró a San Francisco Javier
una ambición desenfrenada; y la pasión de las grandezas, esta vez sobrenaturales, hizo de él el
Apóstol de las Indias, y un prodigio de humildad, de obediencia y de celo desinteresado.
Uno de los medios más poderosos para enderezar y cultivar nuestras pasiones es el de asig-
narles un ideal en conformidad con nuestras aptitudes naturales, con los atractivos de la gracia y
con nuestra vocación personal. Para todo religioso, ese ideal será la perfección, precisada por la
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 113
letra y el espíritu de su Regla, de sus Estatutos, de modo que para él la pasión del ideal se resume
en el deseo ardiente de su perfección propia, esto es, de la que sus Estatutos le proponen.
La pasión de un ideal, lejos de sofocar los demás nobles sentimientos y generosos impulsos
del corazón, los despierta, los estimula, los coordina, unifica y concentra hacia su objeto final,
que es la perfección tal como Dios la exige de nosotros. De ahí se sigue una doble ventaja:
1º Cuanto más nos domine la pasión del ideal, tanto más eficazmente quedarán neu-
tralizados y arruinados nuestros defectos e inclinaciones viciosas. — Al absorber y concentrar
hacia la meta final de nuestra existencia todos los impulsos de nuestro corazón y todas las ener-
gías de nuestra alma, les impide derramarse sobre otros mil objetos inútiles, peligrosos o malos.
La experiencia prueba que un alma prendada de un noble ideal se vuelve como inaccesible a las
mezquinas pasiones de este mundo, mientras que un alma sin ideal permanece mediocre para
siempre y da fácilmente entrada a las inclinaciones viciosas de su naturaleza caída.
2º La pasión del ideal asegura a nuestra vida espiritual el máximo rendimiento. — La
debilidad y mediocridad de una vida proviene de la debilidad y multiplicidad de los deseos, y de
la dispersión de los esfuerzos. Ahora bien, la pasión del ideal constituye un deseo único, neto,
fuerte, habitual, que domina, coordina sabiamente, anima y sostiene todos nuestros demás deseos,
y que, por lo tanto, concentra todas nuestras fuerzas morales hacia nuestro único y verdadero fin.
1º Por el estudio y la meditación, sobre todo en los años de formación y en los retiros, hay
que reavivar y aumentar sin cesar la pasión del ideal, es decir, el deseo de la perfección propia al
Instituto. Para nosotros, miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, consiste en «orientar
la vida del sacerdote hacia lo que es esencialmente su razón de ser: el Santo Sacrificio de la Mi-
sa, con todo lo que él significa, todo lo que de él procede, todo lo que le complementa» 1.
2º Es importante, a menudo durante el día, sobre todo ante las dificultades, estimularse a la
acción y al sacrificio por un llamamiento al propio ideal. Se aconseja, para eso, condensar el
ideal en un lema breve y expresivo, cuyo solo recuerdo despierta los generosos impulsos de nues-
tro corazón. Así lo hicieron los Santos: San Francisco de Asís, «Deus meus et omnia»; San Beni-
to, «Ut in omnibus glorificetur Deus»; San Ignacio de Loyola, «Ad maiorem Dei gloriam»; San
Luis Gonzaga, «Quid hoc ad æternitatem»; San Luis María Grignion de Montfort, «Ad Iesum per
Mariam». Así suele hacerlo también la Iglesia en la persona de los Papas y obispos, que escogen
un lema papal o episcopal que resume el ideal que quieren realizar en su apostolado.
1
Estatutos de la Fraternidad, II, 1-3.
114 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
un punto de vista más bien especulativo, como facultad de saber, es decir, de percibir, relacionar
y conservar conocimientos de orden natural y sobrenatural; • en su relación con la voluntad, desde
un punto de vista más bien práctico, en cuanto que es movido por la voluntad a asentir, juzgar o
decidir, afirmar o negar.
Mortificar el entendimiento es combatir el desorden que el pecado original introdujo en él,
y someter esta facultad a la dirección de Dios, es decir, a la luz de la fe, sin la cual sería impotente
para dirigirnos hacia nuestro fin sobrenatural. Los defectos que resultan del pecado original para
el entendimiento son:
1º En el juicio especulativo: • la ignorancia de las verdades de orden natural y sobrenatu-
ral, necesarias para el cumplimiento de nuestros deberes y para alcanzar la salvación y la perfec-
ción; • la vana curiosidad, o inclinación a satisfacer nuestra necesidad natural de saber, con cono-
cimientos inútiles, peligrosos o malos; • la movilidad o ligereza de espíritu, o tendencia a dejarnos
distraer del deber del momento mediante todo tipo de pensamientos o preocupaciones extrañas.
2º En el juicio práctico: • la precipitación, o tendencia a juzgar sin reflexión, que lleva a
juicios superficiales, temerarios o falsos; tendencia a tomar decisiones a la ligera, que puede com-
prometer nuestros intereses naturales o sobrenaturales; • la indecisión, o tendencia de ciertas almas
a no saber tomar una decisión cuando sería necesario, o a exigir una certeza absoluta en casos que
sólo pueden ofrecer una certeza moral; lo cual paraliza al alma e introduce en ella la confusión y la
perplejidad; • la terquedad o testarudez, o disposición de un espíritu orgulloso a preferir por prin-
cipio el propio modo de ver las cosas al de los demás, aunque tengan misión de dirigirnos (la Igle-
sia, los Superiores); es el defecto más grave del entendimiento, contrario a la prudencia natural y
sobrenatural, a la humildad, a la obediencia, a la caridad, y a menudo a la misma fe.
Para mortificar el entendimiento hay que combatir el desorden que en él introdujo el peca-
do, a fin de someterlo a las luces de la fe.
1º La ignorancia. — • Debemos aplicarnos durante toda nuestra vida, pero especialmente
durante nuestros años de formación, a la adquisición de los conocimientos sobrenaturales, sobre
todo al estudio de la perfección y de los deberes propios de nuestra vocación. Tendremos ante Dios
la responsabilidad de toda falta que resulte de una ignorancia culpable. • Debemos aplicarnos tam-
bién con espíritu de fe, método, docilidad y ánimo al estudio de las ciencias humanas, en la medida
en que nos lo exijan nuestros deberes de estado. Es ésta una obligación de justicia y de piedad filial
hacia Jesús y María, y hacia su Instituto: habiéndonos dado a ellos por entero, debemos hacer fruc-
tificar al máximo nuestros talentos intelectuales, para prestar a Dios y a las almas el mayor servicio
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 5 : LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN 115
posible. Es también una obligación de justicia hacia las almas que nos serán confiadas: seríamos
culpables si, por nuestra falta, no nos encontrásemos a la altura de nuestra misión.
2º La vana curiosidad. — Debemos prohibirnos, bajo pena de pecado, todo estudio malo o
peligroso; y es conveniente abstenerse también de toda lectura inútil o de pura curiosidad, porque
dañaría al recogimiento y nos haría perder un tiempo que debemos íntegramente a Dios.
3º La ligereza de espíritu. — Debemos mantener nuestro espíritu habitualmente orientado
hacia Dios por la pureza de intención, en una unión filial con María, y fijar toda nuestra atención
en el deber del momento presente, expresión de la voluntad de Dios.
4º La precipitación del juicio. — Nuestra conducta debe estar inspirada por la prudencia
natural y sobrenatural. Por eso, antes de emitir un juicio sobre algo o tomar una decisión, es nece-
sario: • recogernos unos momentos para pesar los motivos de razón y de fe; • elevar un instante la
mirada del alma hacia el Dios de toda luz y hacia la Madre del Buen Consejo; • recurrir, en los
casos más graves, a los consejos de un amigo sensato y prudente, sobre todo de los representantes
de Dios ante nosotros.
5º La indecisión. — Hay que elevar un instante el corazón hacia Dios y hacia María, con el
deseo sincero de conocer y cumplir únicamente su voluntad; reflexionar según el tiempo de que
se dispone y según la importancia del asunto; y, finalmente, decidirse sin dudar en favor de la
opción que cuenta con las razones más fuertes. Al obrar de este modo, cualquiera que sea el resul-
tado, estamos seguros de obrar según el espíritu de Dios.
6º La terquedad. — Para curarse de la terquedad hay que cultivar asiduamente: • una fe
simple en las directivas de la Iglesia, y una humilde docilidad a los que tienen la misión de diri-
girnos; • la humildad y la caridad, hasta el punto de saber mortificar nuestras opiniones persona-
les en los temas de discusión libre, desde el momento en que lo pide el interés de la paz.
La mortificación de la voluntad es, según el Beato Padre Chaminade, la forma más perfecta
de la abnegación; es más, puede decirse incluso que ella encierra toda la abnegación, es decir,
toda la renuncia a sí mismo.
1º La mortificación de la voluntad es la forma más perfecta de la abnegación, porque
alcanza directamente el fin de toda mortificación. En efecto, toda abnegación o mortificación
tiene como objeto negativo apartar el pecado, y como objeto positivo facilitar el avance hacia la
perfección. Ahora bien, la mortificación de la voluntad: • tiene como efecto negativo dar muerte a
la voluntad propia, que es el elemento constitutivo de todo pecado, ya que todo pecado es esen-
cialmente un acto de la voluntad propia, contrario a la voluntad de Dios; • y tiene como efecto
positivo conformar en todo nuestra voluntad con la voluntad de Dios, lo cual es la condición esen-
cial para la perfección.
Así, todas las formas precedentes de mortificación convergen, en definitiva, hacia la abne-
gación de la voluntad como a su fin y perfección: • la mortificación de los sentidos externos e
internos tiende a establecer al alma en el recogimiento, impidiéndole derramarse en las cosas
creadas y reposarse en ellas como en su fin; • la mortificación de las pasiones tiende a establecer
al alma en el amor de Dios sobre todas las cosas, en el deseo de la perfección, llevándola hacia
Dios y hacia la santidad con toda la energía de sus potencias afectivas; • la mortificación del en-
tendimiento tiende a establecer al alma en el espíritu de fe, mostrándole en todo y en todas partes
a Dios como su último fin; • la mortificación de la voluntad, por fin, completa y corona todo este
trabajo de mortificación, realizando una unión con Dios cada vez más íntima, una posesión de
Dios cada vez más perfecta, es decir, la santidad.
2º La mortificación de la voluntad resume y encierra toda la abnegación cristiana y
religiosa. En efecto, la voluntad es la facultad que manda como reina y señora a todas las demás
facultades del alma y a todos los sentidos del cuerpo. Gobernarla bien supone, por lo tanto, go-
bernar bien todo nuestro ser para mantenerlo bajo la ley de Dios.
Concluyendo, la mortificación de la voluntad se identifica con el odio de la propia alma o
de sí mismo, que Nuestro Señor exige a sus discípulos como acto extremo de renuncia.
ser agradable a Dios y meritorio para el cielo. Al contrario, el acto más insignificante, hecho por-
que Dios lo quiere, es sumamente agradable a Dios y adquiere gran mérito para el cielo.
3º Quererlo cueste lo que cueste, con una voluntad que supere todos los obstáculos exte-
riores y las repugnancias interiores. Esta energía y perseverancia de voluntad se adquiere: • por la
repetición e intensidad de actos de voluntad sobre un mismo punto que sabemos ser agradable a
Dios y que cuesta a nuestra naturaleza; • por la invocación incesante de la gracia de Dios y de la
ayuda maternal de María.
NOTA: EL ESCRÚPULO
Los escrúpulos tratan de ordinario: • sobre las confesiones pasadas: se teme no haber decla-
rado todos los pecados, o de no haber tenido contrición suficiente, etc.; • sobre las tentaciones y
malas impresiones, en particular las que son contrarias a la fe, a la castidad o a la caridad; • sobre
toda clase de actos, en los que el escrupuloso cree ver pecados.
El escrúpulo es una de las enfermedades más peligrosas y tenaces de la vida espiritual, pues:
1º Aleja de Dios, porque arruina la confianza y el amor filial que acercan el alma a Dios y
la unen a El, sustituyéndolos por un temor, miedo o terror de Dios mal entendido.
2º Daña al prójimo, porque el escrupuloso, de ordinario, molesta, cansa e irrita a los que le
rodean. Además, como se encuentra completamente absorto por el objeto de sus escrúpulos, cae
118 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
en un egoísmo que, no por ser espiritual e inconsciente, deja de impedirle que se interese en el
bien de sus hermanos y de las almas.
3º Es una fuente de sufrimientos para el escrupuloso, pues a fuerza de torturar el cora-
zón, mina la salud del cuerpo y fatiga al espíritu hasta el punto de desequilibrarlo a veces. Sobre
todo, daña al alma paralizándola en su trabajo espiritual. No combatido, el escrúpulo puede con-
ducir a la desesperación o al total abandono de una religión que acaba por parecer intolerable.
Según todos los maestros de la vida espiritual, el primer remedio, el remedio específico y
propio para combatir esta enfermedad espiritual, es la obediencia ciega, de juicio y de ejecu-
ción, al director espiritual, obediencia basada en este principio de fe: «Quien a vosotros escu-
cha, a Mí me escucha; y quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia» 1. El escrúpulo, al ser
una verdadera enfermedad del juicio práctico, quita al escrupuloso el derecho de gobernarse a sí
mismo, y le impone el deber de obedecer ciegamente al representante de Dios, de obedecerle a
pesar de y contra todos los temores, impresiones y persuasiones opuestas. Cuanto más el escrupu-
loso sabe obrar ciegamente, por obediencia sobrenatural, contra sus impresiones y persuasiones
personales, tanto más avanza hacia la curación.
Además de este remedio indispensable, podemos señalar también los siguientes: • la ora-
ción, sobre todo invocando y recurriendo a María Santísima, y la comunión frecuente; • las lectu-
ras y meditaciones propias para alimentar la confianza, particularmente las que tienen por objeto
a Jesucristo, tal como se revela en el Evangelio, y a María, Madre de Misericordia; • el desprecio
de los escrúpulos, la diversión de ellos por el trabajo y las distracciones honestas, la huida de las
personas escrupulosas y de todo lo que puede excitar impresiones de temor infundado.
1
Lc. 10 16.
Capítulo 6
La aceptación cristiana de la muerte
Todo acto de mortificación es una muerte parcial a los bienes creados, como la muerte mis-
ma es la coronación final de todo el trabajo de la mortificación cristiana. Considerada a la luz de
la fe, la muerte aparece, en efecto, como la penitencia por excelencia para expiar los pecados co-
metidos, y como el sacrificio por excelencia para asociarnos al holocausto del Calvario.
1º La muerte, cristianamente aceptada, constituye la penitencia por excelencia para
reparar el pecado. — De ello tenemos las pruebas:
a) En la voluntad formal de Dios. — Cualesquiera que sean las mortificaciones y las peni-
tencias soportadas a lo largo de la vida, no constituyen sino cuentas parciales, anticipadas. Lo que
la justicia divina exige como término final, en pago de nuestras deudas, es la muerte. Así lo de-
cretó Dios desde que el pecado entró en el mundo: «Ciertamente morirás» 1; así lo proclama San
Pablo: «La paga del pecado es la muerte» 2.
b) En la conducta de Jesucristo. — Hecho nuestro fiador, expió nuestros pecados por su
muerte en la cruz; por eso, también nosotros pagaremos a la justicia divina lo que debemos por
nuestra parte, uniendo el sacrificio de nuestra vida al de Jesucristo.
c) En la naturaleza del pecado y de la muerte. — Todo pecado tiene como principio, ya un
apego desordenado a los bienes de la tierra, ya una satisfacción culpable de los sentidos, ya un
acto de orgullo o de voluntad propia. Ahora bien, aceptar cristianamente la muerte es reparar:
• todos nuestros apegos desordenados, aceptando la separación desgarradora de todos los bienes
de esta tierra; • todos nuestros placeres culpables, aceptando la muerte con todo su cortejo de su-
frimientos físicos y de angustias morales; • todos nuestros actos de orgullo y de voluntad propia,
haciéndonos obedientes a la voluntad de Dios hasta el punto de aceptar la muerte, tal como le
plazca enviárnosla, y la humillación y el olvido supremo de la tumba. Por eso, los autores ascéti-
cos ven en la aceptación cristiana de la muerte un acto de caridad perfecta que tiene la virtud de
pagar todas las deudas debidas por los pecados.
2º La muerte, cristianamente aceptada, constituye el sacrificio por excelencia. — Para
la criatura humana, inteligente y libre: • aceptar la destrucción de su ser para reconocer el dominio
supremo de Dios, es ofrecer a la divina Majestad el más perfecto holocausto y acto de homenaje;
1
Gen. 2 17.
2
Rom. 6 23.
120 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Mucho importa no esperar a la última hora para aceptar la muerte en espíritu de penitencia y
sacrificio, haciendo de la aceptación de la muerte una práctica de toda la vida y aun de cada día.
1º Es sabiduría y prudencia. — Coronar nuestra vida con la aceptación generosa de la
muerte es algo tan grande y decisivo, que hay que entrenarse a ello cada día: semejante obra no se
improvisa. Además, si dejamos este acto para nuestra última hora, corremos el riesgo de no ase-
gurarlo como conviene, ya que, según una ley general, la muerte llega de improviso. Y aunque
formásemos parte del pequeño número que son una excepción a esta ley, es muy de temer que la
enfermedad nos prive de la lucidez de espíritu y de la libertad de voluntad que dan a este acto
toda su perfección.
2º Es un deber. — a) Deber a título de cristianos: Jesús hace de ello un precepto para to-
dos sus discípulos. Afirma que, por una ley de Dios, confirmada por la experiencia, la muerte nos
amenaza a toda hora; la compara a un ladrón que acecha sin cesar a su víctima para despojarla
cuando menos lo piense; la compara también a un señor que vendrá a sorprender de improviso a
su servidor para pedirle cuenta de su trabajo. El buen cristiano debe, por lo tanto, preocuparse
habitualmente de la muerte, a fin de estar siempre preparado a ella 1.
b) Deber a título de religiosos: la profesión religiosa o la tonsura hacen de nuestra vida una
especie de noviciado y aprendizaje de la muerte. De ahí la muerte civil y el abandono del nombre
patronímico en las grandes Ordenes; de ahí el uso de la sotana en nuestra tonsura.
• Ya que la muerte, como un ladrón, nos arrebatará todo lo que no hayamos convertido en
valores eternos, nos despojamos de antemano de todos los bienes sobre los que ella tiene imperio
(riquezas, placeres, honores), y nos aferramos únicamente a la búsqueda de los bienes celestiales.
• Puesto que la muerte es la visita suprema del señor que vendrá de improviso a pedirnos
cuenta del empleo de nuestra vida, nos deshacemos de todas las solicitudes del siglo, para entre-
garnos exclusiva y totalmente al servicio del divino Maestro. Más que el simple cristiano, el reli-
gioso debe vivir en la expectativa permanente de la muerte, y en la disposición de aceptar el sacri-
ficio que ella supone, desde el momento en que le plazca a Dios enviársela.
1
Mt. 24 42-47.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 6 : ACEPTACIÓN CRISTIANA DE LA MUERTE 121
El secreto de dar el máximo valor al sacrificio de nuestra vida, es asociarle a María Santí-
sima. • Jesús, nuestro Modelo en todo, nos da ejemplo de ello. El ha querido asociar a María a la
oblación de su vida, desde su primer instante hasta la consumación suprema en el Calvario, y dis-
puso en particular la presencia de su Madre en su última hora. • La Iglesia, llena del Espíritu de
Cristo, nos hace pedir, a lo largo de nuestra vida, la asistencia maternal de María en la hora de
nuestra muerte: «Ora pro nobis, peccatoribus, nunc et in hora mortis nostræ». • Nuestros Esta-
tutos, por medio de la oración de Completas, nos hacen suplicar a María, cada noche, que nos
asista en nuestra vida y en nuestra muerte, y que después de este destierro nos muestre a Jesús, el
fruto bendito de su vientre.
De todo lo dicho, resulta que el estado religioso tiene, entre otras ventajas, la de asegurar-
nos una muerte apacible. Para asegurarse de ello, basta comparar la muerte del hombre que sólo
vivió para el mundo, con la muerte del buen religioso que sólo vivió para Dios.
1º En el mundano todo es tema de inquietud, de turbación y de temor:
a) Por lo que mira al pasado, la muerte es la ruptura inexorable con todo aquello en que
puso su felicidad.
b) Por lo que mira al presente, es para su pobre naturaleza humana, no acostumbrada al
sacrificio, el peso aplastante de los sufrimientos físicos y de las angustias morales de la agonía.
c) Por lo que mira al futuro, es el terror de los juicios de Dios y la incertidumbre de su des-
tino eterno.
2º En el buen religioso todo es resignación, calma y paz:
a) Por lo que mira al pasado: la ruptura con las cosas de este mundo es un hecho ya con-
sumado desde hace mucho tiempo; la muerte: • lejos de despojarlo, va a ponerlo por fin en pose-
sión de las únicas riquezas que ha buscado; • lejos de romper sus mayores afectos, va a unirlo con
su Dios, y en Dios lo unirá más íntimamente que nunca con todos los que amó legítimamente;
• lejos de destituirlo de una situación más o menos honrosa según el mundo, va a introducirlo en
la cumbre de las grandezas.
b) Por lo que mira al presente: sin duda, también su naturaleza siente repugnancia a los
sufrimientos y angustias de la agonía; pero hace ya tiempo que aprendió a inmolar su naturaleza a
122 EJERCICIO NEGATIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
la voluntad de Dios, y a encontrar en ese sacrificio una fuente de méritos, de paz y de consuelo
que el mundo ni siquiera llega a sospechar.
c) Por lo que mira al futuro: sabe que va a ser juzgado, y que su destino eterno va a ser de-
cidido por Aquel por cuyo amor y servicio lo dejó todo, y a quien convirtió en su mejor Amigo.
• Religioso, se acuerda de esta promesa de Cristo: «Cualquiera que habrá dejado casa, o
hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o heredades por causa de mi nom-
bre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna» 1.
• Apóstol, se acuerda de esta palabra de la Escritura: «Los que hubieren enseñado a muchos
la justicia, brillarán como estrellas por toda la eternidad» 2.
• Religioso y Apóstol de María, se acuerda del axioma de la Iglesia: «Un esclavo de María
nunca perecerá»; se acuerda de su pertenencia total a María: «¡Qué felicidad ser hijo de María!
Un hijo de María no perecerá jamás, pues está en la puerta del cielo: Ianua cæli! No se perece
sino por haber abandonado a María» 3; se acuerda también de estas palabras de la Sabiduría que
la Iglesia, en su Liturgia, pone en los labios de María: «Los que me dan a conocer tendrán la vida
eterna» 4. María, después de haberlo formado a la imagen de Cristo en el seno de su ternura ma-
terna, le dará a luz a la vida gloriosa del cielo; su muerte es en realidad su nacimiento a la vida
verdadera y eterna: «natalitia».
1
Mt. 19 30.
2
Dan. 12 3.
3
BEATO PADRE CHAMINADE.
4
Eccl. 24 31.
TERCERA PARTE
EJERCICIO POSITIVO
DE LA VIDA INTERIOR
El gran principio que debe inspirar nuestra actividad sobrenatural en su ejercicio positivo es
la caridad o amor de Dios, en el cual se cifra la perfección de la vida de la gracia. En efecto, el
avance y crecimiento en las etapas de la vida de la gracia se determina por el progreso y desarro-
llo de la caridad: caridad incipiente en la vía purgativa, caridad creciente en la vía iluminativa,
caridad intensa y perfecta en la vía unitiva. Esta caridad producirá en nosotros una unión cada vez
más firme con Nuestro Señor Jesucristo, hasta hacernos entrar en sus miras, en sus mismos sen-
timientos y disposiciones, y reproducir en nosotros su santidad de vida.
La piedad filial a María es para el alma uno de los medios más poderosos de santificación y
de crecimiento en vida espiritual, porque, lejos de remplazar los medios de santificación estable-
cidos por Jesucristo, les asegura el máximo rendimiento.
124 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1º María asegura a los Sacramentos su máxima eficacia: • porque los Sacramentos son los
canales ordinarios de la gracia, y María es la Dispensadora y Mediadora de todas las gracias; • y
porque los sacramentos nos aplican la gracia y los méritos que Jesucristo nos obtuvo en el Calvario
como Redentor; ahora bien, María Corredentora, que colaboró con Jesús a obtenernos esta gracia y
estos méritos, colabora también ahora en su aplicación a nosotros por los sacramentos.
2º María asegura también a nuestras almas la práctica de las virtudes; pues toda la am-
bición de María es que todos los hijos que su caridad ha engendrado después de Jesús, su Primo-
génito, lleguen a estarle tan unidos que no formen con El más que un solo Jesús; y por eso, en
este trabajo de reproducción de la vida de Jesús por la práctica de las virtudes sobrenaturales, Ella
misma se ofrece a ser nuestro más perfecto Modelo y nuestro más poderoso Auxilio.
a) María, el más perfecto Modelo. — La Santísima Virgen es nuestro Modelo porque es una
copia perfectísima de Jesucristo, su divino Hijo. Por consiguiente, el conocimiento e imitación de
la Santísima Virgen nos conduce al conocimiento e imitación de Jesucristo. Por eso San Luis Ma-
ría llama a María «molde de Dios», donde las almas son formadas más fácilmente, más perfecta-
mente y más rápidamente a imagen de Jesús, ideal de toda santidad, y afirma que «con María se
hacen más progresos en el amor de Jesús durante un mes, que durante años viviendo menos uni-
do a esta buena Madre».
b) María, el más poderoso Auxilio providencial. — Dios nos ha hecho nacer a la vida de la
gracia, es decir, a la vida de Jesucristo, por María, nuestra Madre, y también quiere que crezca-
mos en esta vida por Ella. Por eso: • cuanto más unidos estemos a María por medio de una sincera
piedad filial, más nos sentiremos estimulados y poderosamente ayudados a multiplicar nuestras
buenas obras; • cuanto más vivamos bajo la influencia materna de María, más abundantemente
recibiremos de Ella las gracias necesarias para practicar las virtudes cristianas y transformarnos
en Jesucristo; • finalmente, en la misma medida de nuestra consagración y pertenencia a María,
Ella hará suyas nuestras buenas obras y se cuidará de purificarlas, embellecerlas y hacerlas agra-
dables a Dios Padre y meritorias para nosotros.
3º Finalmente, María asegura su máxima eficacia a la oración: • porque Ella ha sido
constituida oficialmente por Dios Medianera universal entre El y nosotros, y en razón de esta dig-
nidad, su oración es todopoderosa sobre el Corazón de Dios; • y porque su oración siempre es
conforme a los designios divinos y a la divina voluntad, y por eso Ella es siempre infaliblemente
escuchada.
Es, pues, un principio de la vida espiritual que «la santidad crece en razón de la devoción
que se profesa a María» 1, y que «hay un grado de santidad que sólo se alcanza por la devoción
a María, y en la misma medida de esta devoción» 2. La historia de los Santos, especialmente de
los últimos siglos, es un testimonio convincente de esta verdad. Por esta razón nuestro ideal en el
ejercicio positivo de la vida espiritual debe ser, para emplear las palabras mismas del Beato Padre
Chaminade, «formarnos en el seno de la ternura maternal de María a semejanza de Jesucristo,
como este adorable Hijo ha sido formado en Ella a nuestra semejanza; es decir, tender a la per-
fección más elevada, o vivir de la vida de Jesucristo, bajo la dirección y el amparo de María».
1
PADRE FABER.
2
MONSEÑOR D’HULST.
Capítulo 1
Los Sacramentos
1
Concilio de Trento, Dz. 849.
2
Dz. 844.
126 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Artículo 1
La Eucaristía como Sacrificio o Santa Misa
Enseña el Concilio de Trento que la Santa Misa es la renovación incruenta sobre nuestros
altares del Sacrificio de la Cruz, que se vuelve a hacer presente bajo las especies de pan y vino
por el ministerio de los sacerdotes 2. De esta verdad se deducen los siguientes dogmas definidos
por el mismo Concilio:
1º La Santa Misa es verdadero y propio sacrificio, instituido por Cristo en la última Cena.
2º Por eso mismo no es sólo una conmemoración del sacrificio realizado en la Cruz, sino
sustancialmente ese mismo sacrificio, aunque ofrecido de otra manera, esto es, incruentamente.
3º La razón de esta identidad entre la Santa Misa y el Sacrificio de la Cruz es que una mis-
ma es la Víctima, Jesucristo, que se ofreció cruentamente en la Cruz y sigue ofreciéndose in-
cruentamente en la Misa; uno mismo es también el Sacerdote, Jesucristo, de quien el ministro
no es más que un instrumento; finalmente, ambos se ofrecen a Dios por los mismos cuatro fines
de adoración, expiación, acción de gracias e impetración.
4º Por lo mismo, la Santa Misa no es sólo un sacrificio de alabanza y de acción de gracias,
sino que es también un sacrificio verdaderamente propiciatorio por los crímenes y pecados, no
sólo por los de los vivos, sino también por los de los difuntos en Cristo todavía no purgados ple-
namente.
Aunque la Santa Misa y el Sacrificio del Calvario son sustancialmente un mismo y único
sacrificio, que se renueva muchas veces sobre nuestros altares, una cosa los distingue: el modo de
ofrecerse. En efecto, como enseña el Concilio de Trento:
1º En la Cruz Jesucristo se ofreció al Padre por Sí mismo, mientras que en la Santa Misa lo
hace por medio de sus sacerdotes, a los que utiliza como instrumentos.
1
Segunda Parte, cap. 4, nº 70.
2
Dz. 938.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 127
2º En la Cruz la inmolación fue cruenta, esto es, con derramamiento de sangre, mientras que
en la Santa Misa la inmolación es incruenta, es decir, sin derramamiento de sangre; esto es, en la
Cruz Jesucristo inmoló su cuerpo y su sangre físicamente, mientras que en la Santa Misa lo hace
sacramentalmente, bajo las especies de pan y vino, por la consagración de ambos por separado.
3º En la Cruz Jesucristo nos redimió mereciéndonos todas las gracias, pero sin aplicarlas
todavía a las almas; mientras que en la Santa Misa Jesucristo ya no merece más, sino que nos re-
dime aplicando a cada alma en particular los frutos de la Redención que les mereció en la Cruz.
LA ADORACIÓN
LA PROPICIACIÓN
1
Dz. 940.
128 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Este efecto se nos aplica sólo en grado limitado y finito, según nuestras disposiciones; pues
aunque por sí mismo pudiera expiar todos los pecados del mundo, se requiere para ello la coope-
ración de la voluntad humana, que ha de aborrecer el pecado. De este modo la Santa Misa:
a) Nos alcanza la remisión de los pecados que diariamente cometemos, y nos obtiene gra-
cias abundantes de contrición y de verdadero arrepentimiento que nos disponen a recibir bien el
Sacramento de la Penitencia en caso de faltas graves.
b) Remite parte de la pena temporal que habría que padecer por los pecados en este mundo
o en el otro. De ahí que, según la enseñanza de Trento, aproveche no sólo a los vivos, sino tam-
bién a todas las almas del Purgatorio.
LA ACCIÓN DE GRACIAS
1º La acción de gracias, o fin eucarístico del sacrificio, es el que se ordena a dar gracias a
la divina Majestad por los beneficios recibidos.
2º La Santa Misa es un sacrificio eucarístico, prefigurado por el cordero pascual. Había
mandado Dios a los hebreos que el sacrificio de este cordero pascual se renovase cada año para
recordar al pueblo elegido los grandes beneficios que había recibido de Dios, especialmente la
liberación de Egipto y la Alianza con El, y excitarlo así al agradecimiento. Jesucristo, para llevar
la figura a la realidad, instituyó la Santa Misa a fin de «perpetuar la memoria del sacrificio de la
Cruz hasta el fin de los siglos» 1 y recordarnos que por El fuimos liberados de la esclavitud del
pecado y recibidos en la sociedad de los hijos de Dios.
Como es Jesucristo mismo quien ofrece en nuestro nombre esta acción de gracias al Padre
celestial, la Santa Misa produce siempre este fin infaliblemente, independientemente de nuestras
disposiciones.
LA IMPETRACIÓN
1º La súplica, o fin impetratorio del sacrificio es el que se ordena a obtener de Dios nuevos
beneficios.
2º La Santa Misa es un sacrificio impetratorio sumamente eficaz, por ser la súplica de
Aquel cuyas oraciones siempre son escuchadas. Así, la Santa Misa nos obtiene de Dios, en virtud
del sacrificio mismo, todas las gracias que necesitamos para santificarnos, esto es:
a) Un aumento de gracia santificante, de mérito y de gloria, ya que es la obra más piadosa
y meritoria de que dispone la Santa Iglesia.
b) Un aumento de todas nuestras virtudes infusas, en especial de las tres virtudes teologales:
• aumento de fe, porque la Santa Misa es por excelencia el «mysterium fidei», el compendio de
nuestra fe y de todos los misterios sobrenaturales; • aumento de esperanza, porque sólo el sacrifi-
cio redentor de Cristo, perpetuado en la Santa Misa, nos devuelve la esperanza del perdón, de las
gracias que necesitamos y de la vida eterna; • aumento de caridad, porque la Santa Misa es tam-
bién el gran misterio del amor de Dios hacia nuestras almas, y la principal gracia sacramental que
nos concede es la unión a Jesucristo por la Sagrada Comunión.
c) Finalmente, procura a la Iglesia todas las gracias que sus miembros necesitan para la
salud del alma y del cuerpo, para su salvación y progreso espiritual, especialmente la gracia parti-
cular correspondiente a cada fiesta, y que la Iglesia pide para sus fieles sobre todo en la colecta.
1
Dz. 938.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 129
«Así como Yo me ofrecí voluntariamente por tus pecados a Dios Padre con las manos ex-
tendidas en la Cruz y todo el cuerpo desnudo, de modo que nada me quedó que no pasase en sa-
crificio para reconciliarte con Dios, así debes tú también ofrecérteme cada día en la Misa como
ofrenda pura y santa, cuanto más entrañablemente puedas, con toda la voluntad y con todas tus
fuerzas y deseos» 1. Así, pues, el alma interior ha de participar del Sacrificio de Cristo. Esta obli-
gación se impone a nosotros: • a título de cristianos; • a título de sacerdotes y religiosos; • y más
especialmente a título de miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X.
1º La noción de sacrificio es una noción profundamente católica: desde que Nuestro Señor
Jesucristo, Dios mismo, ha querido tomar un cuerpo como el nuestro y decirnos: «Tomad vuestra
cruz y seguidme si queréis ser salvos», nuestra vida no puede prescindir de sacrificio. Todo el
misterio de la civilización cristiana se basa en la comprensión del sacrificio en la vida cotidiana,
no como un mal ni como un dolor insoportable, sino como una participación de los sufrimientos y
dolores de Nuestro Señor Jesucristo.
2º Por la asistencia a la Santa Misa, que es la continuación de la Pasión de Nuestro Señor
en el Calvario, es como el alma fiel se asocia a la Pasión del divino Redentor, se hace consciente
de la necesidad de cumplir su deber a pesar de las pruebas y de los sacrificios, aprende a unir sus
sufrimientos a los sufrimientos de Cristo, de los mártires, de todos los santos, de todos los fieles
católicos que sufren en el mundo, y los transforma en un tesoro incalculable de una eficacia ex-
traordinaria para la conversión de las almas y para la salvación de su propia alma. «En verdad os
digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere lleva fruto
abundante» 2.
OBLIGACIÓN PARA TODO SACERDOTE Y RELIGIOSO
El sacerdote y el religioso se consagran a Dios para ser cristianos perfectos, y para unirse de
manera especial al sacrificio redentor del Salvador. Por eso, en virtud de su estado, la unión al
sacrificio de Nuestro Señor les es más imperiosa que para el resto de los fieles cristianos.
1º Obligación para el sacerdote. — El sacerdote es el religioso de Dios porque es escogi-
do por Dios para el acto principal de la virtud de religión: el sacrificio. Por eso debe hacer del
Sacrificio Eucarístico el alma de su vida sacerdotal. Quien es llamado a participar del sacerdocio
divino de Nuestro Señor debe hacerlo todo para convertirse en otro Cristo; ha de identificarse con
Nuestro Señor y considerarse como una víctima inmolada juntamente con El por la redención de
las almas.
2º Obligación para el religioso. — La inmolación es la principal razón de la vida religiosa,
su razón de ser: «Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y
sígame» 3. Los votos de religión son un resumen de la inmolación que se pide al religioso: pobre-
za o renuncia a los bienes exteriores y caducos de la tierra, castidad o renuncia a los bienes del
1
Imitación de Cristo, IV, 8.
2
Jn. 12 24.
3
Mt. 17 24.
130 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La Santa Misa constituye el centro de nuestra vocación peculiar, tal como nos la expresó
nuestro Fundador: «El fin de la Fraternidad es orientar y realizar la vida del sacerdote hacia lo
que es esencialmente su razón de ser: el Santo Sacrificio de la Misa, con todo lo que significa,
todo lo que de él se deriva, todo lo que lo complementa; profundizar ese gran misterio de nuestra
fe que es la Santa Misa, tener por él una devoción sin límites, ponerlo en el centro de nuestros
pensamientos, de nuestros corazones, de toda nuestra vida interior» 1. La Providencia quiso asig-
nar este fin a nuestra Fraternidad para salvaguardar la Santa Misa y el Sacerdocio Católico en la
actual crisis que sufre la Iglesia. Por eso, según las directivas de nuestro Fundador, debemos:
1º Poseer un conocimiento profundo del Santo Sacrificio, para convencernos cada vez
más de que en esta realidad sublime se realiza toda la revelación, el misterio de la fe, la consuma-
ción de los misterios de la Encarnación y Redención, y toda la eficacia de nuestro apostolado 2.
2º Tener una devoción sin límites por la Santa Misa, por la liturgia que la rodea y por
todo lo que contribuye a que la liturgia exprese mejor el misterio que en ella se realiza; preparar
espiritual y materialmente los santos Misterios; cuidar la belleza y la limpieza de los lugares sa-
grados, de los objetos destinados al culto, como también la belleza y dignidad de las ceremonias.
3º Poner el Santo Sacrificio en el centro de toda nuestra vida interior, de todo nuestro
apostolado, aportando todas las disposiciones interiores que requiere su perfecta celebración: de-
seo ardiente de oblación total como víctima en unión con la divina Víctima, amor de Dios y de
Nuestro Señor hasta el sacrificio de sí mismo, abandono total a la santa voluntad de Dios.
Una excelente manera de asistir al Santo Sacrificio de la Misa es seguir con los ojos, el es-
píritu y el corazón lo que se realiza en el altar, y asociarse a las oraciones que la Iglesia pone en
ese momento tan santo en labios de sus ministros.
1
Estatutos de la Fraternidad, II, 1-2.
2
Estatutos de la Fraternidad, II, 3.
3
Fil. 3 5.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 131
Cuando, con profunda reverencia, con fe viva, con amor ardiente y verdadera contrición de
nuestros pecados, nos unimos de esta manera a Jesucristo, Sacerdote y Víctima de su sacrificio,
Cristo hace suyas todas nuestras intenciones, presentando al Padre eterno en nuestro nombre una
adoración perfecta, una satisfacción plena, una digna acción de gracias, y su oración todopodero-
sa; y hace nuestros todos sus merecimientos de Pontífice eterno, renovados sobre el altar de su
inmolación.
Esta es una de las maneras de reproducir en nosotros, como lo pide San Pablo, y tanto como
es posible humanamente, los sentimientos de que estaba animado el divino Redentor cuando se
ofreció a Sí mismo en sacrificio 1. Mas no debemos limitarnos a ofrecer estos cuatro fines única-
mente por nosotros, sino también por todos los hombres que viven como si Dios no existiera;
pues también de ellos exige Dios el tributo de adoración, de expiación, de acción de gracias y de
impetración, y si nosotros no se lo ofrecemos en su nombre, ¿cómo podrán salvarse? Y así:
1º Adoremos a Dios por todos los que no creen, ni esperan, ni adoran, ni aman, y que han
sustituido la adoración y el amor de Dios por la adoración y el amor de nuevos ídolos: el placer,
la riqueza, el orgullo.
2º Expiemos, juntamente con Jesucristo, los pecados de toda la humanidad, en esta época
en que hasta tal punto desapareció el horror e incluso la noción del pecado, que éste goza de dere-
cho de ciudadanía en sus formas más sacrílegas.
3º Demos gracias a Dios por los beneficios que concedió a todo el género humano, y que
tantos hombres no agradecen: creación, elevación a la vida divina, Encarnación, Redención, la
Iglesia, los Sacramentos, la Virgen María, la bienaventuranza eterna a que somos llamados.
4º Pidamos a Dios, para todas las almas, aquellos bienes celestiales que muchos ni piden,
ni desean, ni conocen: gracias de amor a Dios, de conversión, de arrepentimiento, de fe, de perse-
verancia, de santificación y salvación.
La Santa Misa, así vivida, nos convertirá en verdaderos apóstoles, uniéndonos a los mis-
mos intereses de Jesucristo, Sacerdote y Víctima, y transformando toda nuestra vida en un acto
perenne de adoración, de acción de gracias, de reparación y de impetración.
Sea cual sea nuestra manera de oír la Santa Misa, debemos sobre todo unirnos íntimamente
a la oblación del Salvador, no sólo ofreciéndolo a su eterno Padre, sino también ofreciéndonos
nosotros mismos en unión con El, y cada día con mayor afecto.
En efecto, Dios quiere que la ofrenda de nosotros mismos vaya unida a la que Jesucristo
hizo de su persona en la Cruz y renueva cada día en el altar, para que la Iglesia se asocie a El y
forme con El una sola Víctima, del mismo modo que forma con El un solo Cuerpo Místico. Por
eso los fieles, miembros de ese Cuerpo, deben participar del estado de hostia. Este estado de hos-
tia significa que el cristiano, uniéndose a Jesucristo mientras se ofrece (ofertorio), se inmola (con-
sagración) y se da como alimento (comunión), debe también:
1
PÍO XII, Mediator Dei.
132 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1º Ofrecerse con Cristo en una total y continua entrega de sí mismo para la gloria del Pa-
dre. — El primer acto de Cristo al entrar en este mundo fue un ofertorio, un ofrecimiento de Sí
mismo para cumplir la voluntad del Padre 1, y que renovó continuamente a lo largo de su vida, en
la presentación en el templo por las manos de María, en su vida pública, en su agonía, y en el Cal-
vario. Del mismo modo el hombre interior debe establecerse en la actitud radical de darlo todo y
darse todo a Dios, dejando a Dios disponer plenamente de la víctima que le es ofrecida, y de re-
novar frecuentemente dicho ofrecimiento, especialmente en las acciones principales de la jornada.
2º Inmolarse con la Hostia Santa, aceptando los sufrimientos, pruebas y penas de cada día
por amor a Jesucristo y en unión con El. — Nuestro Señor ofreció en la Cruz el sacrificio del
cuerpo y de la sangre que había recibido de María, aceptando su destrucción, y renovándola mís-
ticamente cada día en los altares por la consagración de las especies de pan y vino. Del mismo
modo el hombre interior, una vez que se ha ofrecido a Dios, ha de dejarse inmolar por la acción
sacerdotal de Jesús, aceptando las cruces y purificaciones venidas de su mano.
3º Mantenerse unido a Jesucristo por sus distintas prácticas de piedad. — Jesucristo se
entrega a nosotros en la Sagrada Comunión para unirse estrechamente con nuestras almas. Tam-
bién el hombre interior debe permanecer unido a Jesús constantemente, sacar de esta unión su
espíritu de inmolación, y asimilarse sus sentimientos, para vivir animado por las mismas disposi-
ciones que animaban a Nuestro Señor en la Cruz: amor intenso de Dios y del prójimo, deseo ar-
diente de la salvación de las almas, abandono pleno y total a todas las voluntades divinas.
COMULGAR SACRAMENTALMENTE
Artículo 2
La Eucaristía como Sacramento o Sagrada Comunión
El mismo Jesús, que en la Misa se entrega por nosotros como Víctima a su Padre, quiere
darse a nosotros en comunión. Por este motivo la recepción de la Sagrada Eucaristía no es sólo el
modo más excelente de unirnos al sacrificio de Jesús, sino que al mismo tiempo es el medio más
augusto de alimentar la vida sobrenatural de nuestras almas. Por contener al Autor mismo de la
gracia, la Sagrada Comunión produce en nosotros los más sublimes efectos de santificación y de
identificación con Jesucristo.
1
Hebr. 10 5-10.
2
Jn. 6 54.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 133
1
Jn. 6 48-51.
2
IIIa, 79, 1.
3
Concilio de Trento, Dz. 875.
134 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1
Jn. 6 54; Dz. 875.
2
Jn. 6 57.
3
Jn. 6 56.
4
Gal. 2 20.
5
Fil. 2 5.
6
Jn. 14 23.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 135
Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único
pan» 1. La misma palabra «comunión» sugiere esta idea: es la común unión de los miembros vi-
vos del Cuerpo Místico de Cristo con su divina Cabeza, y la de cada uno de ellos entre sí. Por esta
razón la Eucaristía es el gran signo de la unidad de la Iglesia 2.
«Los Sacramentos de la Nueva Ley, al mismo tiempo que actúan ex opere operato, produ-
cen un efecto tanto mayor cuanto más perfectas sean las condiciones con que se los recibe… Por
eso, se ha de procurar que una buena preparación preceda a la Sagrada Comunión, y que vaya
seguida de una fervorosa acción de gracias, según la posibilidad y condiciones de cada uno» 3.
1
I Cor. 10 16-17.
2
Secreta de la fiesta de Corpus Christi.
3
SAN PÍO X, decreto del 20 de diciembre de 1905, Dz. 1988.
4
Jn. 8 29.
5
Jn. 14 23.
6
SAN PÍO X, decreto del 20 de diciembre de 1905, Dz. 1986.
136 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La acción de gracias que sigue a la Sagrada Comunión consiste en adorar al Dios Sacramen-
tado que se ha dignado venir al alma, meditando lo que se acaba de recibir, o manteniendo con El
un coloquio afectuoso y filial en que se le piden aquellas gracias más necesarias.
1º Adoración silenciosa y donación completa de sí mismo a Jesucristo. — Nada hace
penetrar tanto a Jesús en el alma como este acto de anonadamiento y de entrega de sí mismo 1,
pues es el modo propio de la criatura de darse a Aquél que lo es todo. En este ofrecimiento debe
entrar todo cuanto uno es y todo cuanto uno tiene, especialmente, como enseña la Imitación 2, la
propia miseria, para que Jesús la consuma en el fuego de su amor y la sustituya por sus disposi-
ciones perfectísimas.
2º Coloquio afectuoso y filial con el celestial Huésped. — «Habla, Señor, que tu siervo
escucha» 3. El alma debe recogerse interiormente y honrar al Señor dentro de sí misma: • re-
novando especialmente los actos de las virtudes teologales, que la unen directamente con el Dios
que acaba de recibir: fe, esperanza y caridad; pero también produciendo actos de otras virtudes:
agradecimiento, ofrecimiento y petición, según como Nuestro Señor se los sugiera; • pidiendo so-
bre todo aquellas gracias que le son más necesarias a ella, a las personas por las que tiene obliga-
ción de rezar, y por los grandes intereses de la Iglesia: por el Sumo Pontífice, por los Obispos,
sacerdotes y almas consagradas, por la conversión de los pecadores y la salvación de las almas.
3º «Permaneced en Mí, y Yo en vosotros». — Es muy importante implorar del Señor en
todas nuestras comuniones que nos conceda la gracia de permanecer en El como El permanece en
nosotros, y de hacer cada una de nuestras acciones en unión con El y en espíritu de acción de gra-
cias. Sin duda, el acto de la Comunión es transitorio y pasajero; pero el efecto que produce, la
unión a Jesucristo, Vida del alma, es permanente por su naturaleza: se prolonga tanto tiempo co-
mo nosotros queramos, y en la medida en que nosotros lo queramos. Por eso el alma interior se
esfuerza por no dejar disminuir durante la jornada, por su ligereza, disipación, curiosidad, vani-
dad o búsquedas de amor propio, el fruto de la recepción y de la unión eucarísticas.
No debe olvidar el alma cristiana que en todas partes, pero sobre todo en la Sagrada Comu-
nión, Jesús sigue siendo el fruto y el don de la Santísima Virgen. En efecto, así como Jesús, la
1
Imitación, IV, 8.
2
IV, 9.
3
I Rey. 3 9 y 10.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 137
Sabiduría eterna, no se encarnó sin haber pedido antes a su Madre su consentimiento, del mismo
modo no desciende sobre nuestros altares sin haber pedido antes el consentimiento de María, ni
viene a nuestras almas sino por medio de Ella. «Por María comemos nosotros cada día el Pan del
cielo, y por sus oraciones Dios nos excita a recibirlo y nos da la gracia de comulgar dignamente.
Así como Eva llevó al hombre a comer del fruto prohibido que nos dio la muerte, así también era
conveniente que María nos llevase a comer del fruto bendito de su vientre que nos da la vida» 1.
María se comporta de esta manera como la mejor de las madres, que después de habernos engen-
drado sobrenaturalmente, quiere también encargarse de alimentarnos, y de hacerlo con la carne de
su propio Hijo, a fin de unirnos cada vez más a El y a sí misma, con el propósito de perfeccionar
en nuestra alma la vida divina.
Por eso, es muy provechoso recibir la Sagrada Comunión en unión con la Santísima Virgen,
haciendo también con Ella la preparación y la acción de gracias, y recordando que cuanto más
dejemos obrar a María en nuestra Comunión, más glorificado será Jesús. San Luis María Grig-
nion de Montfort nos enseña a practicar la Comunión de esta manera en su Tratado de la verda-
dera devoción a la Santísima Virgen 2.
Entre las muchas manifestaciones de piedad eucarística, el uso de los cristianos fervorosos
de todos los tiempos y de todos los lugares ha consagrado especialmente dos: la Comunión espiri-
tual y la Visita al Santísimo Sacramento.
LA COMUNIÓN ESPIRITUAL
1
SAN PEDRO DAMIÁN.
2
Números 266-273.
138 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
te el corazón en fervoroso coloquio con Jesús, con gran amor al divino Sacramentado y con la con-
fianza y sencillez de un niño hacia su Padre amantísimo. Esta práctica es una de las más agradables
a Dios y provechosas para nosotros, según la práctica y enseñanza de los Santos; es también un
deber del alma para consigo misma, para con Jesucristo y para con nuestro Padre celestial.
1º Es un deber del alma para consigo misma: pues en este valle de lágrimas, nuestra inte-
ligencia necesita muchas veces luces y consejo, nuestro corazón necesita apoyo y una amistad
sincera y profunda, y nuestra voluntad necesita energía para llegar hasta el fin en el cumplimiento
de su deber y en la renuncia a los placeres de esta vida. Todo ello lo concede bondadosamente el
Corazón de Jesús a quienes saben recurrir con confianza al trono de gracia que es el Sagrario.
2º Un deber del alma para con Nuestro Señor: • deber de gratitud, por haberse quedado
entre nosotros y haber multiplicado para ello los milagros hasta lo inaudito, y ello a pesar de la
indiferencia y de los ultrajes de que sabía sería objeto; • deber de amistad, pues Jesús se quedó en
el Sagrario para ser el Amigo que nunca falla, y las leyes más elementales de la amistad exigen
que lo visitemos a menudo, que no lo dejemos solitario, que satisfagamos el deseo que tiene de
amarnos y de ser amado; • deber de reparación, por la frialdad de muchos cristianos hacia este
Sacramento de Amor, por el olvido de que es objeto en el Sagrario, y por las innumerables profa-
naciones y sacrilegios con que lo ultrajan las almas impías vendidas a Satanás.
3º Un deber del alma para con nuestro Padre celestial: pues Jesús está en el Sagrario
para servir de Mediador entre Dios y los hombres, y su Padre eterno le encomendó que se quedara
allí hasta el fin de los siglos, para reparar con su humilde obediencia el honor divino que el orgu-
llo de las criaturas le arrebata, para ofrecer a su Padre en nuestro nombre los homenajes de grati-
tud y de adoración que le debemos, para recibir y presentar allí a su Padre nuestras peticiones, y
para ofrecernos de parte de su Padre el perdón de nuestros pecados.
Artículo 3
La Confesión o sacramento de la Penitencia
Después del Sacramento de la Eucaristía, no hay sacramento del que todo cristiano deba
servirse tan frecuentemente y sacar tanto fruto como de la Confesión. Este sacramento no sólo se
ordena a la absolución de las faltas cometidas, sino también contiene en sí mismo una eficacia
extraordinaria en orden al aumento y desarrollo de la vida cristiana.
I. NATURALEZA DE LA PENITENCIA
La penitencia puede ser considerada de dos modos: uno, como virtud, o penitencia interior;
y otro, como sacramento, o penitencia exterior.
son: • borrar el pecado y limpiar toda mancha del alma; • recobrar la gracia de Dios, en cuya ene-
mistad habíamos incurrido por el pecado; • satisfacer a Dios por los pecados cometidos.
2º Esta virtud es absolutamente necesaria para salvarse al hombre caído en pecado grave,
como nos lo enseñan las divinas Escrituras: «Haced penitencia, porque está cerca el Reino de
Dios» 1; «si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente» 2; «no vine a llamar a los justos,
sino a los pecadores a la penitencia» 3; «si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que
ha cometido, y observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia, tendrá vida
verdadera» 4.
3º Finalmente, los actos de la virtud de penitencia, o penitencia interior, son como la mate-
ria del sacramento de Penitencia, o penitencia exterior.
1º La Penitencia exterior es la que cuenta con ciertas señales externas y sensibles por las
que se manifiesta la penitencia interior del alma: el pecador arrepentido muestra claramente, por
sus palabras y acciones, haber apartado su espíritu y corazón del pecado cometido; y el sacerdote
manifiesta, por lo que dice y hace, la misericordia de Dios, que es la que perdona los pecados.
2º Esta penitencia exterior quiso Dios elevarla a la dignidad de Sacramento, por dos razo-
nes principales:
a) La primera, para dar a todo pecador arrepentido, por medio de un signo eficaz que produ-
ce su efecto infaliblemente, la certeza de la remisión de los pecados alcanzada por la penitencia
interior, si ha ido acompañada de la absolución del sacerdote; pues sin este signo exterior sucede-
ría que muchos, inciertos de la suficiencia de su dolor, dudarían del perdón de sus pecados.
b) La segunda, para que, por medio de un signo sensible que aplica a las almas la expiación
alcanzada por la Sangre de Cristo, se confiese públicamente que el beneficio de nuestra reconci-
liación con Dios sólo se alcanza en virtud de los méritos de la Pasión de nuestro Salvador.
3º Este Sacramento se distingue de los demás, principalmente en que la materia de los otros
sacramentos es un elemento natural o hecho por arte humano; mientras que en la Penitencia, la
cuasi materia son los actos mismos del penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfac-
ción 5, los cuales se requieren en el penitente por divina institución para la integridad del sacra-
mento y para la remisión total y perfecta de los pecados.
1º La contrición es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de
no pecar en adelante. Esta contrición fue en todo tiempo necesaria para alcanzar el perdón de los
pecados; y en el hombre caído después del Bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados
si va unida a la confianza en la divina misericordia y al deseo de recibir el sacramento, esto es, al
propósito de hacer lo posible por tener los otros dos actos que se requieren para recibirlo, a saber,
la confesión y la satisfacción.
1
Mt. 3 2.
2
Lc. 13 5.
3
Lc. 5 32.
4
Ez. 18 21.
5
Dz. 896.
140 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Los efectos que produce el sacramento de la Penitencia en el alma del pecador pueden re-
ducirse a uno solo: la sanación reparadora de los pecados personales cometidos después del Bau-
tismo, que es su gracia sacramental propia. Pero este efecto global tiene varios aspectos parciales,
que podemos clasificar en dos grupos: los efectos negativos y los efectos positivos.
1
Dz. 899, 917.
2
Dz. 840.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 141
1º Infunde la gracia santificante, lo cual puede ser de dos maneras: • bajo forma de gracia
primera, o infusión de la gracia en quien no la poseía, cuando confiere la gracia santificante a un
sujeto que la había perdido por un pecado grave; • bajo forma de gracia segunda, o aumento de
gracia santificante, si la confiere a un sujeto que ya la poseía.
2º Hace revivir todos los méritos mortificados, es decir, los méritos que el hombre adqui-
rió por sus buenas obras hechas en estado de gracia, y luego perdió al cometer un pecado mortal.
3º Concede especiales auxilios para no recaer en el pecado y en orden a la santificación.
Y así, por ejemplo: • aumenta considerablemente las fuerzas del alma, proporcionándole energía
para vencer las tentaciones y fortaleza para el perfecto cumplimiento del deber; • llena el alma de
paz, consuelo, alegría y tranquilidad de conciencia; • comunica mayores luces en los caminos de
Dios, haciéndonos comprender mejor la necesidad de perdonar las injurias al ver cuán misericor-
diosamente nos ha perdonado el Señor, o la malicia del pecado mortal y venial, que destruye o
empaña la hermosura del alma, etc.
No podemos negar que nuestras infidelidades y negligencias nos han impedido ser los san-
tos que debiéramos ser para gloria de Jesús y de su Padre: hemos desperdiciado nuestra vida para
la santidad. Y lo peor de todo es que lo perdido, parece perdido para siempre: la santidad a que
debíamos llegar, y la gloria que debíamos procurar a Jesús y a su Padre, jamás se realizarán. Sin
embargo, Nuestro Señor Jesucristo, que es plenamente Salvador, ha querido ofrecernos, en el
sacramento de la Penitencia, una posibilidad más de reparar esa falta de santidad y de celo.
1º Enseñanza de la teología. — Santo Tomás enseña que la medida de gracia recibida en
la confesión depende de las disposiciones del penitente, que puede incluso, con una contrición
muy intensa, recuperar una medida de gracia superior a la que perdió por el pecado 1; pues «la
penitencia, de suyo, contiene la virtud de reparar toda la falta de perfección, y de llevar incluso
al alma a un grado más elevado; pero a veces este efecto lo impide el hombre por el modo remiso
con que se vuelve hacia Dios y detesta el pecado» 2.
2º Razón de esta eficacia de la Penitencia. — En efecto, la Penitencia tiene el fin especial
y la virtud propia de dirigir la efusión de las gracias de Nuestro Señor hacia la absolución o remi-
sión del mal del pecado; y en este mal hemos de incluir la propia santidad perdida en esta vida, y
la disminución de la gloria que se seguirá de ello en el cielo para Jesús y su Padre. Es más, pode-
mos decir que esta reparación era el fin supremo y la intención principal de Jesús al instituir este
Sacramento; pues Jesús, más allá del perdón de los pecados mortales y veniales que debía asegu-
rar, veía la defensa y la reparación de la gloria de su Padre.
3º Cómo alcanzar este fruto. — Para que esta intención suprema de Jesús se realice, el
alma ha de estar animada, no sólo por un vivo dolor y detestación de sus pecados, sino por un
deseo intenso de ver reparado el mal de la pérdida de la propia santidad y de la gloria que Dios
podía esperar de ella, y una firme confianza de que Jesús puede y quiere realizar esta reparación.
4º Ocasiones especiales para implorar a Dios este fruto de la Penitencia. — Estas con-
sideraciones deberían permitirnos sacar mayor fruto: • de las confesiones señaladas y decisivas,
como las que acaban el noviciado y preparan la profesión, las que concluyen el seminario y prepa-
ran la ordenación sacerdotal, las confesiones generales que se hacen con miras a volver más gene-
rosamente a Dios; • de la confesión anual, tan aconsejada para cada retiro; • y de la confesión
1
IIIa, 89, 2.
2
Ad 2.
142 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
semanal. Tenemos ahí oportunidades magníficas para descubrir a Jesús todo lo que ha habido de
más egoísta y contrario a la acción de su gracia en todas nuestras faltas deliberadas, con el fin de
que El sea el santificador y reparador de esos años que deberían haber sido santos, pero que por
desgracia han sido tan malgastados para la santidad.
Las mejores disposiciones para recibir con fruto el sacramento de la Penitencia son, eviden-
temente, las que dan mayor perfección a los actos que son la cuasi materia de este sacramento:
contrición, confesión y satisfacción. Podemos resumirlas al número de cinco:
1º Fe profunda en el sacramento de la Penitencia. — Al recibir el sacramento de la Peni-
tencia, el alma bien dispuesta debe hacer actos de fe: • en la sobreabundancia de la satisfacción que
Jesús ofrece a su Padre por nosotros en este sacramento, y que basta para borrar cualquier pecado;
• en la eficacia santificadora de la Sangre de Jesucristo, que se derrama copiosamente en nuestras
almas para purificarlas y fortalecerlas contra la tentación y el pecado; • en el carácter sacramental
de todos nuestros actos; • en que es Jesucristo mismo quien perdona por medio del confesor.
2º Examen diligente de los pecados. — El examen de conciencia exige tanto mayor cui-
dado cuanto más numerosas son las faltas en que cae el penitente y cuanto menos conoce su inte-
rior. Por eso: • las almas que no se confiesan regularmente, o caen en muchas faltas, han de entre-
garse a él con más esmero; • mas a las almas que hacen diariamente su examen de conciencia y se
confiesan cada semana, les será más provechoso orientar la diligencia de su examen a indagar, no
tanto el número exacto de faltas, sino la causa de ellas. De este modo evitarán la rutina, aprende-
rán a combatir el pecado en sus causas, y permitirán al confesor conocer mejor sus heridas, a fin
de darles los consejos y remedios más oportunos.
3º Contrición tan perfecta como sea posible. — La contrición es la disposición más im-
portante para recibir el sacramento con el mayor fruto posible. Cuanto más intensa sea la contri-
ción, y más perfecto sea el motivo que la produzca (amor de Dios, consideración de su infinita
bondad y misericordia, del amor y sufrimientos de Cristo, de la monstruosa ingratitud que el pe-
cado representa hacia un Padre tan bueno y un Redentor tan amante), tanto mayor será el grado de
gracia que el alma recibirá en la absolución sacramental.
Por eso, una práctica eminentemente útil es la de pedirle a Dios la gracia de la contrición la
mañana misma del día de la confesión, asistiendo al Santo Sacrificio de la Misa; pues el Concilio
de Trento declara que «el Señor, aplacado por la oblación de este sacrificio, concede la gracia y
el don de la penitencia, y perdona por ella los crímenes y pecados, por grandes que sean» 1. No
quiere ello decir que la Santa Misa perdone directamente los pecados graves, pues eso queda re-
servado al sacramento de la Penitencia; sino que Dios concede entonces, si se lo pedimos con fe,
los sentimientos de arrepentimiento y buenos propósitos, de humildad y confianza, que nos con-
ducen a la contrición y nos hacen capaces de recibir con fruto la remisión de nuestros pecados,
adquirida por Jesús al precio de su Sangre divina.
4º Confesión humilde y dolorosa. — Una de las causas que explica la esterilidad de mu-
chas confesiones es el defecto existente en la confesión misma de las faltas. Esta acusación no
tiene suficientemente el carácter de una acusación «dolorosa» unida a las humillaciones de Cris-
to. Nuestro Señor tomó sobre sí todas nuestras iniquidades 2, y cargado con ellas las expió sobre
1
Dz. 940.
2
Is. 53 6.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 1 : LOS SACRAMENTOS 143
la cruz; pero quiso dejarnos a nosotros una parte de expiación. Por eso hace falta que en el tribu-
nal de la misericordia nos sintamos cargados de nuestras faltas, ingratitudes y miserias, y que la
bajeza y falta de delicadeza de nuestros pecados e infidelidades pesen sobre nuestra conciencia.
Unidos a Jesucristo en sus humillaciones a causa de nuestros pecados, seremos purificados por la
inmensidad de sus expiaciones.
5º Voluntad firme de corregirse. — Otras veces sucede que la confesión es poco fructuosa
porque no se mantiene con bastante firmeza en la vida diaria la voluntad de corregirse. Después
de haberse reconocido culpable, aunque sólo sea de faltas veniales, es de la mayor importancia
para la vida interior guardar en el alma una voluntad eficaz y un propósito firme de no volver a
entregarse ya a esas negligencias ni a nada que pueda desagradar a Dios. Para ello: • no hay que
contentarse con un propósito general de no volver a pecar, sino que es preciso tomar una resolu-
ción clara, concreta y enérgica, de poner los medios necesarios para evitar tal o cual falta, o ade-
lantar en la práctica de una determinada virtud; • esta resolución debe controlarse en el examen
diario de conciencia; • finalmente, hay que dar cuenta al confesor de la fidelidad y diligencia que
se ha puesto en cumplirla.
Fuera del sacramento de Penitencia, un medio excelente para asegurar a dicho sacramento
toda su eficacia santificadora es la compunción del corazón.
NATURALEZA DE LA COMPUNCIÓN
La compunción consiste en una disposición habitual de dolor por haber ofendido a la divi-
na bondad, y de deseo de darle una satisfacción por los propios pecados. Esta disposición brota
sobre todo de la contrición perfecta, del amor arrepentido, y produce en el alma la aversión al pe-
cado, en razón del disgusto que causa a Dios y del mal que produce en nosotros. Las almas santas
que tuvieron una vista clara de la majestad divina, de la grandeza de los dones sobrenaturales, de la
gravedad de toda ofensa contra Dios, estuvieron siempre llenas de este espíritu de compunción.
El pesar por las faltas pasadas debe recaer, no sobre las circunstancias de cada una de ellas,
sino sobre el hecho de haber ofendido a Dios. Por eso no hay que evocar en la memoria los deta-
lles concretos, a veces peligrosos de recordar, sino arrepentirse de haber puesto nuestra voluntad
humana en oposición con la del Padre celestial, de haber despreciado la pasión del Salvador, de
haber resistido injuriosamente a la acción del Espíritu Santo, de haber descuidado, malgastado o
perdido el gran tesoro de la gracia.
IMPORTANCIA DE LA COMPUNCIÓN
1
SAN BENITO, Regla, cap. IV, 58.
144 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1
II Cor. 12 9.
2
«Materia de justo dolor y entrañable contrición son nuestros pecados y vicios» (Imitación de Cristo, I, 21).
3
«Si continuamente pensases más en tu muerte…, en las penas futuras del infierno o del purgatorio…, no hay
duda de que te enmendarías con mayor fervor» (Imitación de Cristo, I, 21).
Capítulo 2
La práctica de las virtudes
Una vez que por los Sacramentos Dios nos ha comunicado o aumentado su vida divina, nos
toca a nosotros cooperar con la gracia recibida. Esta colaboración a la gracia se nos presenta bajo
forma de imitación de Jesucristo, por la práctica de las virtudes cristianas o sobrenaturales.
1º Imitación de Jesucristo. — El Verbo se hizo carne, no sólo para darnos el poder de lle-
gar a ser hijos de Dios 1, sino también para servirnos de modelo en la manera de vivir nuestra fi-
liación divina: «Os he dado ejemplo, para que, así como Yo he hecho, así hagáis también voso-
tros» 2. Por eso decía el Beato Padre Chaminade que «la perfección cristiana consiste esencial-
mente en la mayor conformidad posible con Jesucristo, Dios hecho hombre para servir de mode-
lo a los hombres». Por consiguiente, en la vida práctica, el verdadero cristiano y el buen religioso
fija sin cesar su mirada en Jesús, su divino Modelo, y se pregunta: «¿Cómo habría pensado, juz-
gado, amado u obrado Jesús en esta circunstancia?».
2º Por la práctica de las virtudes cristianas. — La práctica de las virtudes cristianas o
sobrenaturales, tanto teologales como morales, nos hace entrar en las miras, sentimientos y dispo-
siciones de Jesús, y reproducir en nosotros su santidad de vida; en una palabra, nos hace vivir en
conformidad con nuestra filiación divina.
a) Las virtudes teologales tienen directamente por objeto a Dios, en cuanto que es nuestro
Padre y nuestro fin último: • por la fe, como verdaderos hijos de Dios, tomamos como única luz y
guía durante nuestra breve peregrinación en esta vida la palabra de Dios, sobre todo tal como nos
la ha revelado en el Evangelio por medio de su divino Hijo, hecho Hermano nuestro; • por la es-
peranza, como verdaderos hijos de Dios, herederos del cielo y coherederos con Cristo, aspiramos
por encima de todas las cosas a nuestra reunión bienaventurada con Dios nuestro Padre en la pa-
tria celestial, con la seguridad cierta de llegar a ella, y de obtener para ello de la liberalidad di-
vina, por los méritos de Jesucristo, todos los socorros oportunos; • por la caridad, como verdade-
ros hijos de Dios, hermanos y miembros de Cristo, amamos a Dios nuestro Padre por encima de
todas las cosas, y nos unimos a El para poseerlo ya en esta vida por la gracia, esperando poder
gozar plenamente de El en la gloria.
b) Las virtudes morales tienen directamente por objeto nuestra conducta, para hacerla con-
forme a nuestra dignidad de hijos de Dios, de hermanos y miembros de Jesucristo, de templos del
Espíritu Santo. Estas virtudes morales, para ser cristianas o sobrenaturales, deben estar inspiradas
por la fe, sostenidas por la esperanza y vivificadas por la caridad. De este modo todas se encuen-
tran orientadas hacia Dios nuestro Padre; y, transformadas en manifestaciones de piedad filial,
tienen la finalidad de hacernos crecer en filiación divina.
En este capítulo nos limitaremos a considerar las virtudes teologales, dividiéndolo en cua-
tro artículos: 1º La Fe; 2º La Esperanza; 3º La Caridad, o amor debido a Dios en Sí mismo; 4º La
Caridad fraterna, o amor debido a Dios en el prójimo.
1
Jn. 1 12.
2
Jn. 13 15.
146 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Artículo 1
La virtud de fe
I. NATURALEZA DE LA FE
DEFINICIÓN DE LA FE
La fe es una virtud sobrenatural que nos inclina a creer, a causa de la veracidad divina y
de la autoridad misma de Dios, todo lo que Dios nos ha revelado y propone a nuestra creencia
por el ministerio de la Iglesia.
La fe puede ser habitual o actual. Es habitual, cuando se la considera como una disposición,
una cualidad, una aptitud infundida por Dios en el alma: por ejemplo, la fe del niño bautizado. Es
actual, cuando esta disposición se traduce por un acto formal y expreso de adhesión de nuestra
inteligencia a una verdad revelada.
Hay que distinguir los preámbulos y los elementos esenciales del acto de fe.
1º Los preámbulos preparan y disponen al acto de fe: son los motivos de credibilidad. Lla-
mamos así a las razones que nos llevan a comprobar con certeza que Dios nos ha hablado por la
Revelación, tal como nos es transmitida por la Iglesia Católica. Sin embargo, esta certeza, engen-
drada por los motivos de credibilidad, no es todavía la fe, ni siquiera el comienzo de la fe, sino
una simple vía que conduce a la fe; ella nos lleva a decir: «Dios ha hablado»; pero no nos hace
decir necesariamente: «Creo en lo que El me dice».
2º El elemento esencial del acto de fe consiste en la adhesión firme del espíritu a la verdad
revelada, por el único motivo de ser palabra de Dios, es decir, por la sola autoridad de Dios que
habla, y que siendo la suma Verdad, no puede engañarse ni engañarnos. Esta adhesión de nuestro
espíritu a la palabra de Dios supone y exige a la vez el concurso de nuestra buena voluntad y el de
la gracia de Dios.
a) Concurso de nuestra buena voluntad. — Las verdades reveladas no se imponen a nuestro
espíritu por su evidencia intrínseca, ya que sobrepasan la capacidad natural de nuestra inteligen-
cia; por eso, se requiere un acto de buena voluntad para ordenar a nuestra razón a que se incline
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 147
ante la autoridad de la palabra divina. Esta buena voluntad se arraiga en el alma sobre todo me-
diante la humildad de espíritu y de corazón: • humildad de espíritu, para reprimir el orgullo o la
independencia natural de nuestro espíritu, que se resiste a admitir verdades cuya evidencia se le
escapa, y a colocarse bajo su tutela; • humildad de corazón, para reprimir la corrupción del cora-
zón, que se resiste a admitir creencias cuyas consecuencias prácticas molestan a las pasiones.
b) Concurso de la gracia de Dios. — La fe sobrenatural es una virtud infusa, que tiene a
Dios por autor; El la infunde directamente en el alma, para que exista en ella como hábito, y tam-
bién El nos concede las gracias actuales necesarias para poner en ejercicio dicho hábito. Así, pues,
para tener la virtud sobrenatural de fe, ha sido necesaria una serie de gracias actuales, sin las cuales
el hombre no puede creer: • ante todo, gracias preliminares, extremadamente variadas según los
individuos, para conducir el alma a comprobar con certeza el hecho de la revelación, y para incli-
narla suavemente a querer creer; • luego, gracias esenciales al acto de fe sobrenatural: gracias de
luz, para elevar nuestro espíritu por encima de su naturaleza y hacerlo apto para conocer a Dios
como El mismo se conoce (conocimiento imperfecto en esta vida, pero que alcanzará su perfección
en la visión beatífica); gracias de fortaleza, para hacernos adherir a las verdades reveladas con una
certeza y una firmeza que triunfan contra todas las dificultades y rechazan todas las dudas.
CUALIDADES DE LA FE
GRADOS DE LA VIRTUD DE FE
Podemos distinguir como tres grados en la virtud de fe, que son: la fe del espíritu, la fe del
corazón, y la fe perfecta o espíritu de fe.
1º La fe del espíritu, o fe especulativa, es la fe en lo que tiene de esencial, a saber, la ad-
hesión del espíritu a las verdades reveladas.
1
Sant. 2 14-26.
148 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
II. EXCELENCIA DE LA FE
Cuanto mayor es nuestro espíritu de fe, más prevenidos estamos contra los pecados, firmes
y tranquilos en las pruebas, seguros de alcanzar gracias selectas, valientes e incluso heroicos en la
práctica de las virtudes.
1º Cuanto mayor es nuestro espíritu de fe, más poseemos el secreto para evitar el pecado
y vencer la tentación. — En efecto, el hombre de fe, que se mantiene en todas partes bajo la mira-
1
Rom. 1 17.
2
I Cor. 2 14.
3
Rom. 8 14.
4
BEATO PADRE CHAMINADE.
5
Dz. 801.
6
Hebr. 11 6.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 149
da de Dios, que aprecia todas las cosas a la luz de la Sabiduría divina, que en todo se apoya en la
ayuda divina de la gracia, es todopoderoso contra sus enemigos espirituales, demonio, mundo y
sus propias pasiones: «Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe» 1.
2º Cuanto mayor es nuestro espíritu de fe, más poseemos el secreto para soportar las
pruebas de la vida, aun las más duras, con firmeza, calma e incluso alegría. — En efecto, el
hombre de fe no se detiene en las causas segundas, sino que se eleva siempre hasta la causa pri-
mera, que es Dios, sin cuya voluntad o permiso nunca sucede nada, y que, en su bondad y sabidu-
ría infinitas se compromete «a hacer cooperar todas las cosas al bien de los que le aman» 2.
3º Cuanto mayor es nuestro espíritu de fe, más poderosos somos sobre el Corazón de
Jesús para alcanzar de El las gracias selectas que forjan a los santos. — En efecto, Dios, antes
de conceder gracias selectas, acostumbra a exigir grandes actos de fe 3. • En el Antiguo Testamen-
to, Abraham mereció convertirse en el padre del pueblo elegido sólo por su acto de fe extraordi-
nario. • En el Nuevo Testamento, la Santísima Virgen María se convirtió en Madre de Dios gra-
cias a su acto de fe en el mensaje del ángel: «¡Bienaventurada tú que has creído!, porque se cum-
plirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» 4. A lo largo de su vida mortal, Jesucristo
exige la fe como condición fundamental para sus favores y milagros: «Todo cuanto pidiereis en
la oración, si tenéis fe, lo alcanzaréis» 5. La falta de fe es la que pone un obstáculo a sus favores y
milagros 6; al contrario, la intensidad de la fe triunfa sobre todas las imposibilidades: «Todo es
posible para el que cree» 7.
4º Cuanto mayor es nuestro espíritu de fe, mayor es la facilidad, la valentía y aun el he-
roísmo para practicar las virtudes. — En efecto, la fe es la primera de todas las virtudes, y la base
y fundamento de cada virtud en particular. Así, el espíritu de fe nos ayuda a practicar: • la piedad
filial hacia Dios, por la fe viva y habitual en nuestra filiación divina; • la piedad filial a María, por
la fe viva y habitual en la grandeza de su maternidad divina, y en la realidad de su maternidad espi-
ritual; • el deber de la oración, pues la oración, los ejercicios de piedad y la recepción de los sa-
cramentos, si van vivificados por el espíritu de fe, se convierten en fuente de gracias; pero si no,
son abusos de gracias, que engendran la tibieza y cierran la fuente de los favores divinos; • la cari-
dad hacia el prójimo, por la fe viva en estas palabras de Jesús: «Todo lo que hagáis al más peque-
ño de los míos, a Mí me lo hacéis» 8; • la humildad, por la fe en nuestra nada de criaturas y nuestra
abyección de pecadores; • la obediencia, por la fe habitual que nos hace ver en nuestros Superiores
a los representantes de Dios, y en nuestras Reglas la expresión de la voluntad divina; • la castidad,
por la fe viva y habitual en nuestra condición de miembros de Cristo, de templos del Espíritu San-
to, de hijos de la Virgen Inmaculada; • el celo, por la fe viva que, por una parte, nos hace compren-
der el precio de las almas, y, por otra parte, nos mantiene unidos a Jesús y a María, haciéndonos
esperar tan sólo de ellos el éxito sobrenatural; • todos nuestros deberes, en la medida en que este
espíritu de fe nos hace tener como único motivo la santa voluntad de Dios, como fin su mayor glo-
ria, y como medio el auxilio de la gracia y la ayuda materna de María.
En resumen, cuanto más vivificadas se encuentren nuestras menores acciones por el espíritu
de fe, más meritorias se hacen para nosotros, y contribuyen poderosamente a nuestra santifica-
ción. Por eso decía el Padre Passerat que «se tiene tanta virtud como fe, ni más ni menos».
1
I Jn. 5 4.
2
Rom. 8 28.
3
Véase Hebr. 11.
4
Lc. 1 45.
5
Mt. 21 22.
6
Mt. 13 58.
7
Mc. 9 22.
8
Mt. 25 40.
150 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
III. EJERCICIO DE LA FE
Nuestros deberes respecto a la fe pueden reducirse a tres: • depurar nuestra fe; • hacer crecer
en nosotros la fe; • vivir de la fe.
DEPURAR NUESTRA FE
La fe, como toda virtud, se fortalece y desarrolla por medio de actos. Debemos, por lo tanto,
multiplicar los actos de fe:
1º Especialmente durante el ejercicio de la oración, por la meditación asidua del Credo y de
los misterios de nuestra fe.
2º A lo largo del día es importante hacer muchos actos de fe en la presencia de Dios, y en
la verdad que más se relaciona con las necesidades espirituales del momento. Así, por ejemplo, si
uno se esfuerza en trabajar en la virtud de obediencia, importa mucho decir a menudo: «Creo,
Dios mío, que obedecer a mis Superiores, a mi Regla, es obedeceros a Vos mismo»; si en la cari-
dad: «Creo, Jesús mío, que consideráis como hecho a Vos mismo lo que yo hago a un tal…»; si
en la paciencia: «Creo, oh Padre mío celestial, que tal cruz me la presentáis Vos mismo, por
amor, para mi mayor bien»; si en la piedad filial a María: «Oh María, Madre de Dios, creo que
también sois realmente mi Madre»; «Creo, Dios mío, pero aumentad mi fe», etc.
Obrar por la fe, o vivir de la fe, es, por una parte, mantenernos en guardia contra la activi-
dad puramente natural y el amor propio; y, por otra parte, ver a Dios en todo y en todas partes,
para no obrar más que según su beneplácito, para su mayor gloria, y apoyados en su santa gracia.
1º Es ver a Dios en todas partes, puesto que está presente en todas partes por su inmensi-
dad, en todas partes permanece y vive en nosotros por la gracia santificante, y en todas partes nos
es fácil transportarnos, con el cuerpo o con el pensamiento, ante su presencia eucarística.
2º Es ver a Dios en todo. Dios, al habernos creado para Sí, se ofrece a nosotros bajo el velo
de las cosas creadas. Por eso debemos adquirir el hábito de descubrir a Dios y de tratar con Dios:
a) En las personas que nos rodean. — A Dios hemos de obedecer en la persona de nuestros
Superiores; a Dios hemos de reconocer, amar y servir en la persona del prójimo, sea quien sea.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 151
b) En las cosas que nos sirven. — En los bienes, tanto de orden natural como de orden so-
brenatural, debemos ver los dones de Dios, por los cuales Dios mismo nos sirve y nos ayuda a
alcanzar nuestro destino eterno; por el uso sobrenatural del don debemos entrar en comunión con
el Donador mismo.
c) En los acontecimientos que nos afectan. — Más allá de las causas inmediatas o segun-
das, debemos ver siempre la causa primera, Dios, que ordena todas las cosas al bien de los que le
aman y que sólo le buscan a El.
Según los incrédulos, entre razón y revelación, o entre ciencia y fe, hay una oposición tal
que se ha de sacrificar una en favor de la otra. Lo cual es un error.
1º No puede haber contradicción entre la razón y la revelación. — En efecto, estas dos
luces vienen igualmente de Dios, aunque iluminan dos campos totalmente distintos. Dios, autor
de la naturaleza, hace brillar en el alma la luz de la razón, para iluminarla en el campo de las ver-
dades naturales; y Dios, autor del mundo sobrenatural, hace brillar en el alma la luz de la fe,
para iluminarla en el campo de las verdades sobrenaturales. Ahora bien, Dios no puede contrade-
cirse. Por eso, las verdades reveladas no son contrarias a los principios naturales de la razón, sino
que se encuentran fuera y por encima de ellos, y escapan así al control de la razón. La razón sólo
puede ser juez en su campo propio, que es el de las verdades naturales; en el campo de las verda-
des sobrenaturales, la razón debe convertirse en humilde discípula, en humilde esclava de la fe.
Una prueba de hecho de que no hay oposición entre la razón y la fe es que, en todas las ra-
mas del saber humano, siempre ha habido grandes sabios que fueron al mismo tiempo grandes
creyentes. Es cierto que también han habido grandes sabios que fueron grandes incrédulos; pero
esa incredulidad tenía como causa: • ya la ignorancia religiosa y los prejuicios antirreligiosos (que
era el caso más común); • ya el orgullo del espíritu; • ya el orgullo del corazón (corrupción); • ya
otras malas disposiciones que impedían a la gracia entrar en el alma.
Finalmente, hay que observar que la ciencia, en sí misma, no está a favor ni en contra de la
fe. Se comprueba solamente que, generalmente, mucha ciencia acerca a Dios, porque una ciencia
seria vuelve modesta al alma; y que poca ciencia aleja de Dios, porque fácilmente infla al alma.
2º Lejos de oponerse a la razón, la fe es sumamente razonable, es decir, conforme a las
exigencias de la razón. Desde que la razón, gracias a los motivos de credibilidad, ha adquirido la
certeza de que Dios le habla, está obligada a asentir a su palabra divina; pues si es razonable creer
en la palabra de un hombre fidedigno, es infinitamente más razonable creer en la palabra de Dios,
que es la misma Verdad.
3º Lejos de disminuir a la razón, la fe la engrandece y perfecciona. — Por una parte, la
fe no entorpece para nada el ejercicio prudente de la razón en su propio campo de las verdades
naturales; y por otra, la fe abre ante la razón el campo ilimitado de las verdades sobrenaturales:
• verdades absolutamente inaccesibles a las solas luces de la razón; • verdades capitales, puesto
que, sin ellas, no podríamos conocer ni realizar nuestro destino sobrenatural; • verdades ciertas,
infalibles, que nos libran de las contradicciones, dudas, angustias y tinieblas en que se debaten los
hombres privados de fe.
Por eso, así como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la corona con una perfección
divina querida por Dios, del mismo modo la fe no destruye la razón, sino que la eleva, la perfec-
152 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
ciona, la hace desde esta vida partícipe en cierto grado de la ciencia misma de Dios, y apta para
gozar un día de la visión beatífica. No hay, pues, nada más razonable y justo que la fe, ni nada
más noble, ventajoso y necesario.
OSCURIDADES Y MISTERIOS DE LA FE
Los incrédulos no sólo pretenden encontrar contradicción entre la ciencia y la fe, sino que
reprochan a la fe sus oscuridades y misterios.
1º Los misterios son, ante todo, consecuencia necesaria del insigne beneficio de la Re-
velación. — Desde que Dios condesciende a revelarnos algo de su ciencia infinita, nuestro espíri-
tu, esencialmente limitado, se encuentra necesariamente frente a verdades que superan totalmente
su capacidad natural. Somos como niños frente a un gran sabio que quiere enunciarles algunos
secretos de su ciencia. Una alternativa se presenta ante nosotros: o creer sin comprender, o recha-
zar las verdades reveladas en detrimento de nuestros intereses eternos. Una revelación sin miste-
rios perdería su sello divino. Estos misterios prueban a lo sumo la debilidad de nuestra razón.
2º Los misterios son condición necesaria de nuestro estado presente de prueba. —
Mientras que los motivos de credibilidad y el motivo propio de la fe dan bastante certeza para que
la fe sea razonable e inquebrantable, los misterios dejan bastante oscuridad para que la fe sea al
mismo tiempo meritoria.
3º La fe, con sus oscuridades y misterios, es sólo un estado transitorio. — La fe es una
posesión imperfecta de la verdad, que ha de conducirnos a la visión beatífica, o posesión perfecta
de la verdad: a la luz de la gloria, contemplaremos a Dios tal cual es, y en El conoceremos toda
verdad. Mientras tanto, la razón debe convertirse en humilde discípula de la fe, para estudiar las
verdades reveladas: sin comprenderlas plenamente en esta vida, podrá profundizarlas cada vez
más, comprender su gran conveniencia, su maravilloso alcance, y adquirir incluso una cierta evi-
dencia de ellas. «No esperes a comprender para creer, sino más bien cree para comprender» 1.
Artículo 2
La virtud de esperanza
La palabra de Dios es una luz que lo muestra a nuestra inteligencia, y así establece la fe;
pero es también una promesa que nos asegura su posesión, y así establece la esperanza.
I. NATURALEZA DE LA ESPERANZA
DEFINICIÓN DE LA ESPERANZA
La esperanza es una virtud teologal infusa que nos inclina a esperar, con una firme segu-
ridad, la bienaventuranza eterna del cielo y los medios necesarios para alcanzarla. Por lo tanto,
la esperanza tiene por objeto a Dios mismo: Dios como fin y Dios como medio.
1
SAN AGUSTÍN.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 153
1
I Jn. 4 16.
2
Mt. 24 35.
3
Jn. 3 16.
4
Mt. 1 21.
5
Hebr. 7 25; Rom. 8 34.
6
I Cor. 1 5; Rom. 8 32.
154 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
c) La Iglesia. — Por ella Dios nos asegura las luces infalibles de la fe, que nos guían hacia
nuestros destinos eternos, y los medios múltiples y fáciles para santificarnos cada vez más: Sa-
cramentos, Liturgia, Santa Misa.
CUALIDADES DE LA ESPERANZA
Nuestra esperanza debe ser inquebrantable, acompañada de una gran desconfianza de noso-
tros mismos, y laboriosa.
1º Inquebrantable, porque se apoya en Dios. Toda duda voluntaria sería una injuria a
Dios, a su bondad, a su poder, a su fidelidad; injuria a la mediación de Jesús y de María.
2º Acompañada de gran desconfianza de nosotros mismos, ya que, si debemos siempre
esperarlo todo de Dios, debemos también temerlo todo de nuestra inconstancia, de nuestra debili-
dad, de nuestras miserias.
3º Laboriosa, es decir, valerosa y activa. La esperanza cristiana exige esfuerzos incesantes:
• para desprenderse de los goces terrenos y mantenerse en el deseo y la espera cierta de los bienes
eternos; • para vencer la pereza espiritual y para emplear los medios a los que Dios ha prometido
el cielo: la oración, los sacramentos, la correspondencia a las gracias divinas, etc.
1
Sal. 118 112.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 155
La esperanza es un don de Dios: por eso, hay que pedir a Dios sin cesar por la oración y los
sacramentos que la acreciente en nosotros.
EN CUANTO VIRTUD
Hay que ejercer y desarrollar esta virtud por medio de actos repetidos de esperanza inque-
brantable en la felicidad del cielo y en los auxilios necesarios que Dios nos concede para llegar a
él. Importa mucho sobre todo hacer actos de esperanza cristiana y de confianza filial en las si-
guientes circunstancias:
1º Antes de la oración y de la recepción de los sacramentos, porque su eficacia depende
del grado de esperanza cristiana y de confianza filial con que los recibimos.
2º En presencia del atractivo de los goces y alegrías temporales, que son los adversarios
natos de la esperanza cristiana, porque tienden a ahogar los santos deseos del cielo y a ponerlos
en los bienes de esta tierra. Hay que oponer enseguida, a todo lo seductor que el mundo presenta,
la perspectiva cierta del cielo, y decir con los Santos: «Estoy hecho para cosas mayores», «quid
hoc ad æternitatem?». De este modo, los goces temporales, en lugar de detenernos, nos servirán
de ocasión para tomar un nuevo impulso hacia el cielo, hacia Dios, centro y fuente de todo bien.
3º En presencia de toda tentación de desánimo, cualquiera que sea su causa: nuestros
pecados pasados, las faltas del momento, tentaciones violentas, etc.:
a) Si el desánimo procede del recuerdo de los pecados pasados, debemos apoyarnos en las
promesas de misericordia de Dios y en la eficacia del sacramento de la penitencia. «Aunque vues-
tros pecados fuesen rojos como la púrpura, se volverán blancos como la lana» 1. «Aunque hubié-
semos reunido en nuestra persona la rebelión de Lucifer, la desobediencia de Adán, el fratricidio
de Caín, la traición de Judas, los escándalos de los heresiarcas y todos los crímenes que han
manchado la tierra antes y después del diluvio, seguiría siendo un deber riguroso para nosotros
tener esperanza… Si Caín y Judas se condenaron, es menos por sus crímenes que por haber de-
sesperado de conseguir el perdón» 2.
b) Si el desánimo es provocado por una falta del momento, debemos recordar que el de-
sánimo sería más injurioso a Dios y más nefasto a nuestra alma que la falta misma; que la falta,
sea cual sea, desaparece bajo el efecto de un acto de penitencia y de amor a Dios: «Le son perdo-
nados sus muchos pecados, porque ha amado mucho» 3; que esta falta puede incluso volverse en
provecho del alma, si en lugar del desánimo produce un crecimiento de humildad, de desconfian-
za en sí mismo, de confianza en Dios, y de buena voluntad en su servicio. «Todo coopera al bien
de los que aman a Dios», dice San Pablo 4, «incluso los pecados», añaden San Agustín y San
Francisco de Sales, poniendo como ejemplo al rey David, a María Magdalena, a San Pedro.
1
Is. 1 18.
2
BEATO PADRE CHAMINADE.
3
Lc. 7 47.
4
Rom. 8 28.
156 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
El acto mismo de la profesión, por el que se entra en este estado, es un acto auténtico y so-
lemne de abandono filial a Dios: uno queda constituido como «hombre de Dios», como cosa de
Dios, a la total y exclusiva disposición de Dios.
1º Por la pobreza religiosa se renuncia a todos los bienes de fortuna, a fin de abandonarse
enteramente a la Providencia paterna de Dios por todo lo que respecta al mantenimiento de la vida.
2º Por la castidad religiosa se renuncia a todos los placeres de la carne, a fin de entregar el
propio cuerpo como holocausto por los únicos intereses de nuestro Padre celestial.
3º Por la obediencia religiosa se renuncia a la voluntad propia, a fin de hacer en todo mo-
mento únicamente lo que agrada a nuestro Padre celestial.
La manera más perfecta de darse a Dios es la de realizar y vivir este abandono religioso a
Dios en las manos de María, y por el ministerio de María.
1
Fil. 4 13.
2
Mc. 9 22.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 157
Artículo 3
La virtud de caridad, o amor debido a Dios en Sí mismo
La caridad es una virtud teologal infusa que nos inclina a amar a Dios sobre todas las
cosas por ser El quien es, Bondad infinita, y a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos,
por amor a Dios. Según esta definición, la caridad nos hace amar a Dios en sí mismo, y a Dios en
nuestro prójimo. En este artículo la consideraremos bajo el primer aspecto, dejando para el si-
guiente el estudio del amor que debemos a Dios en el prójimo.
I. NATURALEZA DE LA CARIDAD
Según Santo Tomás, la caridad es una verdadera amistad entre Dios y nosotros: supone
esencialmente la reciprocidad. Por eso, para comprender bien la naturaleza del amor que debe-
mos a Dios, es preciso estudiar antes la naturaleza del amor con que Dios tiene a bien honrarnos.
«En eso está la caridad: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos
amó primero a nosotros… Amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó el primero» 1 «con perpe-
tuo amor» 2.
1º Naturaleza del amor de Dios hacia nosotros. — El amor que Dios nos tiene es un ver-
dadero amor de padre, de amigo, de hermano, de esposo; un amor que no conoce ni la sombra de
una imperfección, y que supera infinitamente en fuerza, en ternura y en abnegación, a todos los
amores humanos. Y este amor infinito, Dios lo tiene a cada uno de nosotros, como si cada uno de
nosotros fuese su único objeto: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí
mismo por mí» 3.
2º Testimonios del amor de Dios hacia nosotros. — El hombre jamás habría osado creer
en un tal amor por parte de Dios, si Dios mismo, en la Revelación, no le hubiese dado testimonio
de él, tanto por sus palabras como por sus beneficios.
a) Por sus palabras. — Toda la Sagrada Escritura se reduce, en definitiva, a proclamar esta
verdad fundamental, centro de nuestra santa Religión: «Dios es caridad» 4. Esta verdad brilló de
manera particular desde que Dios hecho hombre nos mostró de modo sensible, durante sus treinta
y tres años de vida mortal, las ternuras infinitas de su Corazón de Hombre-Dios. Baste recordar,
entre tantas afirmaciones del amor que Dios nos tiene, la parábola del hijo pródigo 5.
b) Por sus beneficios. — Nosotros no somos en realidad más que una suma de los beneficios
de Dios, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural. Encontramos particularmente la
prueba del amor infinito de Dios en los beneficios de nuestra creación y de nuestra redención.
1
I Jn. 4 10 y 19.
2
Jer. 31 3.
3
Gal. 2 20.
4
I Jn. 4 16.
5
Lc. 16 11-32.
158 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Ya que Dios se ha dignado amarnos con un verdadero amor de Padre, de Amigo, de Her-
mano, de Esposo, nosotros debemos amarlo a nuestra vez: «Amemos, pues, a Dios, ya que Dios
nos amó el primero» 1.
1º Naturaleza del amor que debemos a Dios. — El amor que debemos a Dios debe mani-
festarse por lo que en teología llamamos amor de concupiscencia, amor de complacencia y amor
de benevolencia.
a) Amor de concupiscencia. — Consiste en amar a Dios por ser nuestro sumo Bien. Debe-
mos preferir a Dios sobre todos los bienes creados, y aferrarnos a El como al Bien supremo, el
único capaz de satisfacer la irresistible aspiración a la perfección y a la felicidad, que El mismo
ha puesto en el fondo de nuestro ser. «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestra alma no hallará des-
canso hasta que se repose en Ti» 2.
b) Amor de complacencia. — Consiste en complacernos en las infinitas perfecciones de
Dios, es decir, en amar a Dios por Sí mismo, independientemente del interés sobrenatural que ha-
llamos en El. Dios, en efecto, es el Ser infinitamente perfecto, que reúne en Sí mismo, en un gra-
do infinito, todas las amabilidades capaces de atraer nuestro amor. Todo lo que el universo con-
tiene de bueno, de hermoso, de grande, de sabio, de santo, etc., no es sino un reflejo y una sombra
de Dios, que es la Perfección infinita.
c) Amor de benevolencia. — Consiste en querer para Dios todo el bien posible, es decir,
procurarle la gloria exterior por la cual ha creado todas las cosas. Ahora bien, Dios pone su gloria
sobre todo en reinar en las almas. Desde entonces, el amor de benevolencia consiste particular-
mente en entregarnos a El, lo más perfectamente posible, por el trabajo de santificación personal,
y en conquistarle por el apostolado el mayor número posible de almas.
Conviene tener en cuenta que nuestro amor a Dios es imperfecto mientras se detenga en el
amor de concupiscencia, es decir, mientras nos contentemos con amar a Dios porque es nuestro
sumo Bien. Nuestro amor a Dios no se hace perfecto sino cuando se eleva al amor de complacen-
cia, es decir, cuando amamos a Dios sobre todo por Sí mismo, en razón de sus infinitas amabili-
dades y perfecciones. Finalmente, aun cuando nuestro amor a Dios sea perfecto en cuanto al mo-
tivo, puede todavía variar al infinito en grados de intensidad, según se traduzca en manifestacio-
nes más o menos perfectas de amor de benevolencia. Cada uno debe tender a amar a Dios con un
amor perfecto según toda la gracia de su vocación.
1
I Jn. 4 19.
2
SAN AGUSTÍN.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 159
2º Cualidad principal de nuestro amor a Dios. — Nuestro amor a Dios debe ser sumo, es
decir, que debemos amar a Dios sobre todas las cosas. Por consiguiente, por una parte, debemos
establecernos en la disposición de hacerlo todo, sufrirlo todo, sacrificarlo todo, antes que perder
la amistad de Dios por un pecado mortal, o simplemente enfriarla o disminuirla por el pecado
venial o la falta de correspondencia a sus gracias; y, por otra parte, todo lo que amamos fuera de
Dios, debemos amarlo sólo según Dios y por Dios. En otras palabras, el amor de Dios debe do-
minar, regular y santificar todos nuestros demás amores y afectos.
No hay que confundir el amor sumo de preferencia, que reside en la voluntad, con el amor
sensible o sentido. Una madre cristiana amará a su hijo con un mayor amor de sentimiento, y a
Dios con un mayor amor de voluntad. En caso de conflicto entre ambos amores, el amor de vo-
luntad debe prevalecer sobre el amor de sentimiento.
1º Como virtud teologal, directamente ordenada a Dios, la caridad es, por su naturaleza,
superior a todas las virtudes morales, ya que éstas se ordenan directamente a los medios condu-
centes a Dios, y a Dios sólo indirectamente.
2º Es también superior a la fe y a la esperanza: la fe nos muestra a Dios, la esperanza nos
hace tender hacia Dios, pero sólo la caridad nos une con Dios, lo cual constituye nuestra perfec-
ción y último fin. La fe y la esperanza son virtudes de exilio, que desaparecerán en la patria celes-
tial: dejaremos de creer en Dios cuando lo veamos cara a cara, y dejaremos de esperar en Dios
cuando gocemos de El plenamente; pero nunca dejaremos de amar a Dios: «Ahora permanecen
estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero la caridad es la más excelente de to-
das» 1, porque «la caridad nunca cesará» 2. El cielo será el desarrollo perfecto y eterno del grado
de amor a Dios que habremos alcanzado al fin de nuestra vida de prueba.
La caridad, como una reina, manda a todas las demás virtudes y las dirige hacia nuestro
último fin, la unión con Dios.
1º Sin la caridad, la fe y la esperanza quedarían incompletas y no alcanzarían su objetivo
final, que es conducirnos a Dios.
2º Sin la caridad, las virtudes morales más eminentes serían impotentes para obtenernos el
menor crecimiento de vida sobrenatural. «Aun cuando yo hablara las lenguas de los hombres y
1
I Cor. 13 13.
2
I Cor. 13 8.
160 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
de los ángeles, si no tuviere caridad, vengo a ser como un bronce que suena o un címbalo que
retiñe. Y si tuviera el don de profecía, y penetrase todos los misterios y todas las ciencias; si tu-
viera toda la fe, de manera que trasladase los montes, no teniendo caridad, no soy nada. Y si
distribuyo todos mis bienes para sustento de los pobres, y entrego mi cuerpo a las llamas, si la
caridad me falta, no me sirve de nada» 1.
De todo lo que precede, resulta que toda la perfección religiosa consiste en la perfección del
amor a Dios. Todos los mandamientos se reducen al amor, «Diliges»; del mismo modo, todos los
consejos del Evangelio se reducen a la perfección del amor, es decir, a hacernos amar a Dios per-
fectamente; de ahí se sigue que el amor perfecto es el fin del estado religioso.
Los votos contribuyen a ello de dos maneras: • separándonos de todos los falsos bienes que
podrían apartarnos de Dios y atraer nuestros corazones; • apegándonos de manera indisoluble a
1
I Cor. 13 1-3.
2
Lc. 7 47.
3
Mt. 22 37-40.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 161
Dios, que es el único y verdadero Bien de nuestros corazones, para hacernos encontrar en El ya
desde ahora lo que encontraremos en El durante toda la eternidad: «omne bonum».
Por eso, el estado religioso es el noviciado del paraíso, el aprendizaje de la eternidad bien-
aventurada, el comienzo de la vida eterna.
La caridad es el don de Dios por excelencia, porque supone la gracia santificante, es decir,
la posesión de Dios. Por eso debemos pedir sin cesar su crecimiento al Corazón de Jesús, «Horno
ardiente de caridad», «que ha venido a este mundo para encender el fuego del amor, y no desea
sino abrasar en él a todos los hombres» 1; pedirlo por María, la Madre del Amor Hermoso.
EN CUANTO VIRTUD
Debemos multiplicar sus actos tan frecuentemente como sea posible, tanto los negativos
como los positivos.
1º Actos negativos de caridad por la lucha contra el pecado. — El amor de Dios se tra-
duce ante todo por el horror al pecado y el temor filial de desagradar a Dios. En su mínimo grado,
el amor nos llevará a evitar habitualmente el pecado mortal, para no perder la amistad de Dios; en
un grado más perfecto, nos hará evitar el pecado venial deliberado; y en su grado supremo, nos
hará reaccionar incluso contra las faltas de sorpresa y de fragilidad, o nos las hará retractar y repa-
rar por un crecimiento de humildad y de amor cuando no hayamos sabido evitarlas.
2º Actos positivos de caridad. — El amor de Dios se ha de traducir también en obras, que
pueden ser de dos clases: actos de amor afectivo, y actos de amor efectivo.
a) Actos de amor afectivo. — El amor afectivo, que reside esencialmente en la voluntad,
consiste en estimar sobre todo otro bien la felicidad de amar a Dios y de ser amado por El. Se ma-
nifiesta como el afecto humano: cuando tenemos un profundo afecto hacia alguien, nos compla-
cemos en manifestárselo en toda ocasión, en pensar en él, en buscar su presencia, en mantenernos
con él en comunicación tan frecuente e íntima como sea posible, en hacer nuestros sus intereses.
Así debe suceder con nuestro amor a Dios: • debemos expresárselo por medio de frecuentes actos
de amor; • debemos probarle su sinceridad elevando a menudo nuestro pensamiento hacia El y
viviendo habitualmente en su presencia; • debemos mantenernos en comunicación íntima con El,
sobre todo por nuestro ardor y fervor de voluntad en los ejercicios de regla, por la frecuencia de
nuestras visitas al Santísimo, por la piadosa costumbre de las oraciones jaculatorias, por la pureza
de intención; • debemos, finalmente, hacer nuestros los intereses de Dios: no tener mayor alegría
que ver a Dios alabado, amado, glorificado, y estar dispuestos a todo para extender su gloria; no
tener mayor pena que ver su amor desconocido, despreciado, ultrajado, y estar dispuestos a todo
para ofrecerle reparación, sobre todo mediante la devoción al Sagrado Corazón.
b) Actos de amor efectivo. — El amor efectivo consiste en traducir el amor afectivo por me-
dio de todo tipo de actos de abnegación y de entrega a Dios. Según Nuestro Señor Jesucristo, el
1
Lc. 12 49.
162 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
amor efectivo a Dios se reduce a la fidelidad en cumplir su santísima voluntad: «No todo aquél
que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre
celestial» 1; «si me amáis, guardaréis mis mandamientos… Quien me ama observará mi doctrina,
y mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» 2; «el amor a Dios con-
siste en guardar sus mandamientos» 3.
De lo dicho se deduce que la conformidad con la voluntad divina es la perfección del amor
que debemos a Dios. En efecto, como la santidad es el resultado conjunto de la acción de Dios y
de la libre cooperación del hombre, justo es que El lleve la dirección de la obra: nada se deberá
hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia.
Podemos definir esta conformidad con la voluntad de Dios como una amorosa, total y en-
trañable sumisión y acuerdo de nuestra voluntad en todo lo que disponga o permita de nosotros.
Por lo tanto, puede revestir dos formas: • conformidad de acción, por la que hacemos lo que Dios
quiere; • y conformidad de aceptación, por la que queremos lo que Dios hace.
1º Conformidad de acción. — Es la conformidad con la voluntad divina significada, y
consiste en la obediencia filial a lo que Dios nos manda, ya exteriormente por la Regla y por los
Superiores, ya interiormente por las inspiraciones de la gracia, debidamente controladas y apro-
badas por el director espiritual.
2º Conformidad de aceptación. — Es la conformidad con la voluntad divina de benepláci-
to, y consiste en el abandono y sumisión filial a todas las disposiciones de la divina Providencia.
Se funda en el principio de fe de que nada sucede sin la voluntad de Dios, es decir, sin su orden o
permisión. Jesús mismo afirma que ni un solo pajarillo cae en tierra, ni uno de nuestros cabellos
se desprende de nuestra cabeza, sin el permiso de nuestro Padre celestial 4.
a) Lo que llamamos permisión de Dios supone de su parte un acto de voluntad tan formal y
libre como lo que llamamos orden de Dios. En efecto, no sucede con Dios como con los hombres,
que permiten a menudo lo que no pueden impedir sin graves inconvenientes; sino que cuando
Dios permite un mal físico o un mal moral, es porque El quiere permitirlo, con una voluntad libre
y positiva, a pesar de que le sería fácil impedirlo. Y si quiere permitirlo es porque, en su sabidu-
ría, poder y bondad, lo hace servir al bien de los que le aman 5. Así, todo lo que sucede, aunque
proceda de la más perversa de las voluntades, sirve a Dios de instrumento para procurar nuestro
mayor bien, es decir, nuestra santificación 6. El Evangelio mismo nos da prueba de ello: la Pasión
de Jesús, que fue la obra más inicua del furor de Satanás y de la perversidad de los hombres, se
convirtió, bajo el imperio soberano de la voluntad de Dios, en el instrumento por excelencia de
nuestra salvación.
b) Esta conformidad de aceptación, de abandono o de sumisión, puede practicarse en tres
grados distintos de perfección: • con resignación: uno se somete sin murmurar, pero no sin admi-
1
Mt. 7 21.
2
Jn. 14 15 y 23.
3
I Jn. 5 3; II Jn. 6.
4
Mt. 10 29-30.
5
Rom. 8 28.
6
I Tes. 4 3.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 163
tir vivas repugnancias, ni siquiera sin pedir a Dios ser liberado si es su voluntad; Nuestro Señor
quiso ser nuestro modelo en este primer grado, durante su agonía en el Huerto de los Olivos 1;
• con pleno consentimiento y conformidad: lo cual supone una fe más viva, un amor más ardiente
y más generoso; también aquí quiso Jesús ser nuestro modelo cuando, al dejar el Cenáculo para
dar comienzo a su Pasión, dijo: «Para que conozca el mundo que Yo amo al Padre, y que cumplo
con lo que me ha mandado, levantaos, vayámonos de aquí» 2; • con agradecimiento y alegría: el
alma no estima ni desea en este mundo nada más que Dios y su beneplácito; indiferente a todo lo
demás, pone toda su felicidad en conformarse con el beneplácito divino, sea cual sea la forma o el
intermediario por el que le llega; también aquí Jesús se ofrece como modelo cuando dice: «Ar-
dientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión» 3.
Artículo 4
Amor que debemos a Dios en el prójimo, o caridad fraterna
Jesucristo mismo relaciona el amor al prójimo con la virtud teologal de caridad: ambas tie-
nen el mismo objeto, Dios, ya en sí mismo, ya en la persona del prójimo. Son dos prescripciones
de un mismo y único mandamiento, «en el que se cifra toda la Ley y los Profetas» 4.
La caridad fraterna es una virtud sobrenatural que nos inclina a amar al prójimo como a
nosotros mismos por amor a Dios.
«Amar al prójimo». — Por prójimo entendemos a todo el que es hijo de Dios por la gracia o
capaz de serlo. Nuestra caridad, por lo tanto, debe extenderse a los Angeles y a los Santos del
cielo, a las almas del Purgatorio, y a todos los hombres de la tierra, justos y pecadores; sólo ex-
cluye a los demonios y condenados, porque ellos mismos se excluyeron irrevocablemente de la
familia de Dios. Sin embargo, aunque sea universal, nuestra caridad debe manifestarse de modo
más particular hacia quienes nos son próximos por los lazos de parentesco natural o sobrenatural,
o por otras disposiciones providenciales (beneficios recibidos, misma patria, etc.).
«Como a nosotros mismos». — La caridad nos prohíbe hacer a nuestro prójimo lo que no
querríamos que se nos hiciese a nosotros, y nos ordena tratarlo como querríamos ser tratados no-
sotros por él.
«Por amor a Dios». — La caridad, para ser cristiana, debe esencialmente amar al prójimo
«por Dios», es decir, por amor de lo que en el prójimo es de Dios: el prójimo es la obra de Dios,
la imagen de Dios, el miembro de Cristo. Por eso, Nuestro Señor Jesucristo considera como
hecho a Sí mismo lo que hacemos al prójimo.
1
Mt. 26 39-42.
2
Jn. 14 31.
3
Lc. 22 15.
4
Mt. 22 37-40.
164 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La caridad fraterna está fundada sobre un doble principio: • un principio de fe, que nos hace
ver en el prójimo lo que es de Dios; • y un principio de abnegación, que nos hace apartar nuestra
atención de lo que puede haber de malo en el prójimo para fijarla en nuestros propios defectos.
1º Principio de fe: debemos respetar, amar y servir a nuestro prójimo por lo que hay de
Dios en él.
a) Para descubrir el lado divino en el prójimo, debemos salir de nuestro egoísmo susceptible
y ciego, y juzgarle con los ojos y el corazón de Dios, de Jesucristo. Entonces, bajo el velo más o
menos espeso de las miserias humanas, se nos presenta el prójimo como la obra maestra de la
Santísima Trinidad: • obra maestra creada a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto retrato
vivo de Dios; • obra maestra inmensamente querida por Dios, puesto que en vistas al hombre creó
Dios toda la naturaleza inferior, y porque Dios lo ha elevado, ya desde su creación, a la participa-
ción de su naturaleza divina, y lo ha predestinado a la participación de su bienaventuranza infini-
ta. Y cuando el hombre se perdió por el pecado, fue tanto el amor que Dios le tuvo, a pesar de su
prevaricación, que para salvarlo acumuló las maravillas de la Encarnación, de la Redención y de
la Santificación. Ahora bien, Dios no ama sin razón. Si El, que es la Sabiduría infinita y la regla
de toda santidad, ha estimado y amado tanto al prójimo, también nosotros debemos estimarlo y
amarlo, bajo pena de estar en desacuerdo con Dios.
b) Hay más. En las miras y voluntades de Dios, todo prójimo es hijo de Dios y de María,
hermano, miembro y coheredero de Cristo, y llamado al cielo. Sin duda, el hombre puede sus-
traerse, por el pecado mortal, a los designios misericordiosos de Dios sobre él; pero mientras viva
en esta vida de prueba, no puede hacer que no existan. Por esta razón, Jesucristo declara como
hecho a Sí mismo todo lo que hagamos al más pequeño de los suyos (es decir, de aquellos que le
pertenecen por derecho de creación, de redención, de destinación). Frente al prójimo, podemos
repetir las palabras de Jacob: «Verdaderamente Dios está aquí, y yo no lo sabía» 1.
2º Principio de abnegación: no debemos detenernos maliciosamente en lo que el prójimo
tiene de «hombre de pecado», sino fijar la atención en nuestras propias miserias. Muy distinta es,
pues, nuestra actitud, según consideremos el mal en nosotros mismos o en el prójimo:
a) En nosotros mismos: podemos y debemos juzgarnos. • Podemos juzgarnos: somos nues-
tros propios jueces, y jueces competentes, gracias a nuestra conciencia que descubre los más se-
cretos recodos de nuestra alma. • Debemos juzgarnos: es decir, debemos escrutarnos, confesarnos
culpables, y condenarnos a la penitencia. El perdón de nuestros pecados y nuestra justificación
sólo se obtienen a este precio: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» 2.
1
Gen. 28 16.
2
I Cor. 11 31.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 165
La regla de la caridad fraterna se halla en Dios mismo, por una parte en el amor mutuo de
las tres divinas Personas, y por otra parte en el amor de las tres divinas Personas hacia el hombre.
1º Amor mutuo de las tres divinas Personas: es la regla de nuestra caridad hacia el pró-
jimo, como lo atestigua Jesucristo en su oración sacerdotal de la última Cena: «Padre, que todos
sean uno como lo somos nosotros» 3.
2º Amor de las tres divinas Personas hacia el hombre: es la otra regla de nuestra caridad
para con el prójimo.
a) Jesús nos manda amar al prójimo como el Padre celestial, «el cual hace nacer su sol so-
bre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores… Sed, pues, perfectos (en caridad y miseri-
cordia) como vuestro Padre celestial es perfecto» 4.
b) Debemos amar al prójimo como lo ama el Hijo de Dios hecho hombre: «Este es mi pre-
cepto: que os améis unos a otros como Yo os he amado» 5.
c) Debemos amar al prójimo con el mismo amor con que lo ama el Espíritu Santo, el Espí-
ritu del Padre y del Hijo, que vive en nosotros por la gracia santificante: «La caridad ha sido de-
rramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» 6.
En el Evangelio vemos cómo la práctica de la caridad fraterna es lo que hay de más agrada-
ble al Corazón de Jesús, y lo más fecundo en bendiciones para nosotros mismos.
No hay precepto en que Nuestro Señor insista con más frecuencia y energía, como el pre-
cepto de la caridad fraterna.
1º Declara que la práctica de la caridad le agrada más que todos los sacrificios y holo-
caustos: «Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo
contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu herma-
1
Sant. 4 11.
2
Mt. 7 1-2.
3
Jn. 17 22.
4
Mt. 5 44-48.
5
Jn. 15 12.
6
Rom. 5 5.
166 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
no; y después vuelve a presentar tu ofrenda» 1. A los fariseos, llenos de sí mismos, que se consi-
deraban santos en razón de sus penitencias, pero que olvidaban la caridad hacia los pecadores, les
dice Jesús: «Id y aprended lo que significa: Más estimo la misericordia que el sacrificio» 2.
2º El precepto de la caridad es tan querido del Corazón de Jesús, que lo convierte en su
mandamiento, esto es, aquel cuya observancia más le importa. Por eso, después de haber insistido
en él a lo largo de su vida pública, nos lo deja como testamento espiritual. En efecto, hace de él:
a) El objeto de sus últimas recomendaciones durante la Cena: «Este es mi precepto, que os
améis unos a otros como Yo os he amado» 3.
b) El objeto de su última oración: «Padre, no ruego solamente por éstos [los Apóstoles],
sino también por aquellos que han de creer en Mí por medio de su predicación; que todos sean
uno [por la caridad]: que como tú, Padre, en Mí, y Yo en ti, así sean ellos en nosotros, a fin de
que sean consumados en la unidad» 4.
c) El objeto de sus últimos ejemplos: en el Cenáculo lava los pies a sus Apóstoles, incluso
los de Judas, que lo había de entregar 5; en la Cruz perdona a sus enemigos llenos de odio que lo
crucifican, y reza por ellos.
d) La señal distintiva de sus discípulos a lo largo de los siglos: «Por aquí conocerán todos
que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» 6; «en verdad que ésta es la doctrina que
aprendisteis desde el principio, que os améis unos a otros. Por aquí se distinguen los hijos de
Dios de los hijos del diablo» 7.
1
Mt. 5 23-24.
2
Mt. 9 13.
3
Jn. 15 12-17.
4
Jn. 17 20-23.
5
Jn. 13 1-5.
6
Jn. 13 35.
7
I Jn. 3 10-11.
8
Mt. 6 14-15.
9
Mt. 6 12.
10
I Ped. 4 8.
11
Lc. 6 38.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 2 : LA PRÁCTICA DE LAS VIRTUDES 167
3º Sobre todo, Jesús pone la caridad fraterna como condición del don por excelencia, el
don de Sí mismo por la gracia santificante, hasta el punto de que unirnos con el prójimo por la
caridad fraterna es unirnos con Dios mismo: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que Yo os
mando», es decir, «que os améis unos a otros como Yo os he amado» 1; «quien ama a su herma-
no, en la luz mora (esto es, en la gracia santificante); mas el que aborrece a su hermano, en tinie-
blas está» 2; «nosotros conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida, en que amamos
a los hermanos; pero el que no ama queda en la muerte» 3.
4º Finalmente, Jesús declara que la acogida que nos hará como juez, al salir de esta vida,
dependerá principalmente de cómo habremos practicado la caridad: «Venid, benditos de mi
Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo; porque
tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino y me hospe-
dasteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a ver-
me… En verdad os digo, siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños herma-
nos, conmigo lo hicisteis». Al contrario, quienes hayan despreciado habitualmente la ley de la
caridad recibirán la sentencia de condenación: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno…, por-
que tuve hambre, y sed, y era peregrino, y estaba desnudo, y encarcelado, y no me asististeis» 4.
La práctica de la caridad fraterna puede reducirse a tres clases de deberes: deberes negati-
vos, deberes de soporte mutuo, deberes de benevolencia.
DEBERES NEGATIVOS
Debemos evitar causar daño o pena al prójimo, lo cual supone una reacción constante con-
tra los pensamientos desfavorables, las sospechas y juicios temerarios, los sentimientos de sus-
ceptibilidad y de antipatía, las palabras de crítica, de burla, de maledicencia, de calumnia, los mo-
dales egoístas y descorteses.
«Llevad las cargas unos de otros, y con esto cumpliréis la ley de Cristo» 5. Dios ha querido
que seamos una carga unos para con otros. Al reparar el pecado, podría haberlo destruido hasta
sus últimas consecuencias y restablecer la naturaleza humana en su integridad primitiva. Si ha
dejado en el prójimo un lado defectuoso que a menudo nos crucifica, es para proporcionarnos
ocasiones de multiplicar nuestras virtudes y méritos, convirtiendo nuestras miserias humanas en
uno de los más poderosos medios de santificación de la vida de comunidad.
1º Debemos soportar al prójimo en los perjuicios que pueda causarnos, y perdonárselos
de buena gana tan a menudo como nos ofenda, «hasta setenta veces siete», es decir, sin cansarnos
jamás 6. No querer perdonar las ofensas del prójimo es imitar la conducta y merecer el castigo del
1
Jn. 15 14 y 12.
2
I Jn. 2 10-11.
3
I Jn. 3 14.
4
Mt. 25 31-46.
5
Gal. 6 2.
6
Mt. 18 22.
168 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
mal servidor, que después de haber obtenido de su señor el perdón de una deuda enorme, se
muestra inexorable hacia un compañero por una deuda insignificante 1.
Más todavía: debemos esforzarnos en devolver bien por mal. Es el precepto formal de Jesús
y una condición indispensable para mantenernos en amistad con Dios: «Amad a vuestros enemi-
gos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» 2; «bendecid
a los que os persiguen; bendecidlos, y no los maldigáis… A nadie devolváis mal por mal… antes
bien, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber… No te dejes vencer
por el mal, antes procura vencer el mal con el bien» 3.
2º Debemos soportar al prójimo en sus defectos, y no ser de aquellos que ven la paja en
el ojo de su hermano, y no la viga que está en el suyo 4.
3º Debemos soportar al prójimo, por así decir, en sus buenas cualidades y éxitos, repri-
miendo como venido del demonio todo sentimiento de celo o de envidia que nazca de nuestro
egoísmo.
DEBERES DE BENEVOLENCIA
Debemos hacer al prójimo todo el bien posible, en particular: • por la edificación, llevándo-
lo al bien por los buenos ejemplos y por una corrección fraterna discreta y enteramente sobrenatu-
ral; • por la oración, encomendando sin cesar sus intereses al Corazón de Jesús por medio de Ma-
ría; • por todos los favores a nuestro alcance, según el ejemplo y el precepto de Jesucristo.
Las obras de misericordia son, en cuanto a esto, el mejor resumen y expresión de la prác-
tica de la caridad fraterna. Son catorce: siete corporales y siete espirituales.
a) Las siete corporales son: 1º Dar de comer al hambriento; 2º Dar de beber al sediento;
3º Vestir al desnudo; 4º Dar posada al peregrino; 5º Visitar al enfermo; 6º Redimir al cautivo;
7º Enterrar a los muertos.
b) Las siete espirituales son: 1º Enseñar al que no sabe; 2º Dar buen consejo al que lo ha de
menester; 3º Corregir al que yerra; 4º Perdonar las injurias; 5º Consolar al triste; 6º Sufrir con
paciencia los defectos del prójimo; 7º Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
1
Mt. 18 23-35.
2
Mt. 5 44-45.
3
Rom. 12 14, 17, 20-21.
4
Mt. 7 3; Lc. 6 41.
Capítulo 3
La oración
Por los Sacramentos recibimos la vida divina de Jesucristo, y por la práctica de las virtudes
cristianas reproducimos su divina imagen en nuestras almas. Ahora bien, como sólo la oración
asegura a los dos medios anteriores toda su eficacia, ella se convierte en un medio indispensable
de santificación, y en la base de nuestra vida interior.
1º La oración asegura el fruto de los Sacramentos. — Pues el fruto de los Sacramentos
depende del conjunto de buenas disposiciones que el alma tenga al recibirlos; ahora bien, la ora-
ción es la que mantiene, estimula y perfecciona en nosotros estas buenas disposiciones.
2º La oración asegura la práctica de las virtudes. — Pues el alma que no reza será siem-
pre infiel a todas las luces recibidas de Dios y a las promesas que le haga, porque para obrar ac-
tualmente el bien, vencer las tentaciones, ejercitar la virtud y, en suma, observar los divinos pre-
ceptos y consejos, no bastan las luces recibidas, ni las consideraciones y propósitos tomados, sino
que se necesita además la ayuda actual de Dios, y el Señor no concede esta ayuda sino al que reza,
y lo hace con perseverancia. Además, la intimidad con Jesucristo ayuda poderosamente a su imi-
tación por medio de las virtudes, y sólo la oración establece al alma en esta intimidad: gracias a
ella, Jesucristo se convierte en la luz de su razón y de todos sus actos interiores y exteriores, en el
amor que regula todos los afectos de su corazón, en la fortaleza que la sostiene en sus pruebas y
contrariedades, y en el alimento de la vida sobrenatural que Jesús le comunica por su gracia.
Por lo tanto, hemos de considerar la oración como deber individual y como deber social, en
cuanto expresión del culto que la Iglesia tributa a su divino Redentor en nombre de todos sus fie-
les. Pero antes conviene dar algunas nociones generales sobre ella. Por eso dividiremos este capí-
tulo en tres artículos: 1º La oración en general; 2º La oración privada; 3º La oración litúrgica.
Artículo 1
La oración en general
I. NATURALEZA DE LA ORACIÓN
1
SAN JUAN DAMASCENO.
170 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
la oración es un acto de la virtud de religión, que nos hace tributar a Dios la reverencia y el honor
que le son debidos, pues por ella reconocemos: • sus divinas perfecciones y su infinita excelencia,
especialmente su cualidad de sumo Bien y de fuente y autor de todos los bienes; • nuestra depen-
dencia y sumisión respecto de El, ya que, al orar, nos reconocemos indigentes y necesitados. La
oración es, por tanto, el lenguaje propio de la criatura frente a su Creador, por el que el hombre
respeta, alimenta y estrecha los lazos que lo unen con Dios. Su fin principal es el culto divino,
manifestado por los cuatro fines de adoración, expiación, acción de gracias e impetración.
2º La oración es el movimiento filial de la gracia hacia Dios nuestro Padre 1. — En efec-
to, en la oración el cristiano no se presenta ante Dios únicamente como criatura suya, sino tam-
bién en calidad de hijo, para declararle su amor, aprender a conocer su santísima voluntad, y ob-
tener de El la ayuda para cumplirla perfectamente. Por lo tanto, sin olvidar su condición de criatu-
ra y de pecador, el cristiano ha de hacer de su filiación adoptiva el alma de su conversación con
Dios. La oración se convierte entonces en el lenguaje propio del hijo de Dios para con su Padre
celestial, y en la expresión íntima de sus disposiciones filiales para con El.
3º La oración es un trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien
sabemos nos ama 2. — Este trato con Dios ha de ser: • cordial: impío sería pensar que Dios, que
impone la oración y a veces da el atractivo hacia ella, no quiere facilitarla; Jesús llama tiernamen-
te a este trato a todas las almas, incluso a las que lo han descuidado largo tiempo, y les ofrece una
asistencia especial para mantener con El este «lenguaje de nuestra fe, de nuestra esperanza y de
nuestra caridad» 3; • sencillo: el alma ha ser natural con Dios, hablándole ya como tibia, ya como
pecadora, ya como hija pródiga, ya como hija fervorosa; con la candidez de un niño, expondrá a
Dios su estado de alma y se expresará con el lenguaje que traduzca realmente lo que ella es;
• práctico: el herrero sumerge el hierro en el fuego no para volverlo caliente y luminoso, sino
para hacerlo maleable; del mismo modo la oración ilumina la inteligencia e inflama la voluntad
para hacer al alma maleable, con el fin de poderla martillar, quitarle los defectos o la forma del
viejo hombre, y darle las virtudes o la forma de Jesucristo.
Algo es necesario con necesidad de medio cuando viene exigido por la naturaleza misma de
las cosas, de modo que no admite excepción alguna. De este modo es necesaria la oración para la
salvación de los adultos, y ello por cuatro motivos principales:
1º Porque el hombre ha de reconocer el supremo dominio de Dios y tributarle el culto
que le es debido. Consiste este culto, del que Dios mismo no puede eximirlo, en creer y esperar
en Dios, en amarle, alabarle y reconocerle como a Creador y Señor de todas las cosas.
2º Porque el hombre está lleno de necesidades de alma y cuerpo; y como Dios no debe
nada a nadie, no queda otro recurso para remediarlas sino pedirle con oraciones cuanto necesita-
mos. Por eso El mismo hizo de la oración un medio necesario para conseguir lo que deseamos. En
1
BEATO COLUMBA MARMION.
2
SANTA TERESA.
3
BOSSUET.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 171
particular, nada podemos, en orden a la salvación, sin la gracia, y ésta Dios sólo se la concede a la
oración, como lo enseñan la Iglesia y los Santos Padres: «Sólo por la oración alcanzaremos de
Dios las gracias que haya determinado darnos» 1; «Dios nuestro Señor desea y quiere darnos sus
gracias, pero sólo las concede a los que se las piden» 2.
3º Porque la oración es el arma más poderosa, a la par que un medio infalible, para
resistir las tentaciones, evitar el pecado y conservar la gracia divina. «Es necesario para sal-
varse combatir al demonio y vencer las tentaciones, pero como sin el socorro divino esto es im-
posible, y por otra parte sólo a los que ruegan Dios lo concede, síguese que sin la oración no hay
salvación posible, y que los que no rezan se pierden» 3; «así como un cuerpo no puede sostenerse
sin alimento, el alma no puede, sin la oración, conservar la vida de la gracia» 4.
4º Finalmente, porque la oración es el único medio eficaz e infalible para alcanzar la
perseverancia final, que es la consumación de la salvación.
Algo es necesario con necesidad de precepto en virtud del mandato de un superior. La ora-
ción es necesaria también de este modo, por ser un mandamiento expreso de Nuestro Señor Jesu-
cristo, de los Apóstoles y de nuestra Santa Madre Iglesia.
1º Nuestro Señor Jesucristo nos amonesta en varios lugares del Evangelio a la oración:
«Velad y orad» 5; «es necesario orar en todo tiempo y no desfallecer» 6; «pedid y se os dará, bus-
cad y hallaréis, llamad y se os abrirá; pues todo el que pide recibe, y el que busca halla, y a
quien llama se le abrirá» 7.
2º Los Apóstoles, fieles a Nuestro Señor, encarecen el mismo precepto: «Orad sin intermi-
sión» 8; «permaneced vigilantes en la oración» 9; «sed prudentes y velad en oraciones» 10.
3º La Iglesia nos inculca el mismo deber en la Santa Misa, al introducir la oración domini-
cal: «Amonestados con saludables preceptos, e instruidos por la divina enseñanza, nos atrevemos
a decir: Padre nuestro…»; y, para mostrar claramente que este precepto de la oración es grave,
impone a sus sacerdotes, bajo pecado grave, el rezo del breviario en nombre de Ella por la salud
de todo el pueblo.
CONCLUSIÓN
De lo que precede debemos deducir que de la oración depende enteramente el éxito del ne-
gocio de nuestra salvación, de manera que con la oración aseguramos infaliblemente la salvación
de nuestra alma, mientras que sin ella aseguramos infaliblemente nuestra eterna condenación.
Hay que observar que, si bien es cierto que Dios concede muchos beneficios sin que se los
haya pedido, no es menos cierto que hay muchas gracias, necesarias para nuestra santificación y
1
SANTO TOMÁS DE AQUINO.
2
SAN AGUSTÍN.
3
SANTO TOMÁS DE AQUINO.
4
SAN AGUSTÍN.
5
Mt. 26 41.
6
Lc. 18 1.
7
Mt. 7 7-8.
8
I Tes. 5 17.
9
Col. 4 2.
10
I Ped. 4 7.
172 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
salvación eterna, que en el orden actual de la providencia Dios no nos concederá si no se las pe-
dimos. «Dios no manda imposibles —afirma el Concilio de Trento, citando a San Agustín—; y al
mandarnos una cosa, nos avisa que hagamos lo que podamos, y pidamos lo que no podemos» 1.
Así, por ejemplo, Dios no concede ordinariamente aumento de fe, de esperanza, de caridad, de
humildad, de fortaleza ante las tentaciones, desprendimiento de las cosas de la tierra, valor para
morir y renunciarse a sí mismo, y sobre todo la gracia de la perseverancia final, sino a aquellos
que le piden estas gracias, todas ellas necesarias para la santidad y la salvación eterna.
La oración goza de gran eficacia santificadora porque nos une con Dios y nos aleja del pe-
cado, y por su valor impetratorio, satisfactorio y meritorio.
1º La oración nos une con Dios y nos aleja del pecado. — Nuestra santidad consiste en
un doble aspecto: mantenernos íntimamente unidos a Dios, y alejados de todo lo que es pecado y
criatura. Ahora bien: • por una parte la oración recoge verdaderamente todas nuestras facultades
para unirlas a Dios: ilumina el entendimiento, porque hace que Dios y las verdades eternas sean
objeto frecuente de nuestros pensamientos; fortalece la voluntad, porque le enseña a cumplir en
todo la voluntad de Dios y a mantener en el alma un gran deseo de santidad; e inflama el corazón,
llenándolo de santos afectos y purificándolo de los afectos terrenos; • y por otra parte, como con-
secuencia de lo anterior, la oración corrige los dos principales defectos por los que se comete el
pecado: la falta de reflexión y la flaqueza de voluntad. Así, el alma se diviniza: sus pensamientos,
voluntades e intereses pasan a ser los de Dios; y se desprende del apego al pecado, que es odiado
como el único mal, y del apego a las criaturas, cuya vanidad y caducidad comprende.
2º La oración es impetratoria. — La oración, revestida de las debidas condiciones, obtie-
ne infaliblemente de Dios lo que se pide en ella, en virtud de las mismas promesas de Dios: «Pe-
did y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien bus-
ca halla, y a quien llama se le abrirá» 2; «todo cuanto con fe pidiereis en la oración lo recibi-
réis» 3; «en verdad en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará… Pe-
did y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido» 4.
3º La oración es satisfactoria. — La oración aplaca la justa ira de Dios por nuestras faltas
y pecados y nos lo hace sumamente propicio y favorable, porque reúne todas las condiciones re-
queridas para la satisfacción, al ser una obra: • buena: supone siempre un acto de humildad y de
acatamiento a Dios, a quien hemos ofendido por nuestros pecados; • ardua: bien hecha, es a me-
nudo una cosa penosa, por el esfuerzo de atención y de voluntad que supone; • producida por la
gracia santificante. Por eso, el Concilio de Trento la asignó expresamente entre las obras satisfac-
torias 5, y los confesores suelen imponerla como penitencia por los pecados.
1
Dz. 804.
2
Mt. 7 7-8.
3
Mt. 21 22.
4
Jn. 16 23-24.
5
Dz. 905 y 923.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 173
4º La oración es meritoria. — Toda obra buena hecha en estado de gracia tiene derecho
por justicia a una recompensa. Ahora bien, la oración es uno de los actos más excelentes, por las
muchas virtudes que nos hace practicar: • la fe, pues nos hace creer en la Providencia de Dios, y
en su bondad y omnipotencia; • la esperanza y la confianza, pues nos hace esperar su auxilio con
convicción firme; • la caridad, porque nos lleva a una amorosa intimidad y respetuosa familiari-
dad con Dios, que es nuestro Padre, y nos enciende en el amor de Dios cuando vemos oídas nues-
tras súplicas; • la humildad, porque nos hace confesar que somos indigentes y necesitados, y que
sin Dios nada podemos ni nada tenemos; • la perseverancia en los buenos deseos, porque inflama
nuestra alma en el deseo de lo que pedimos; • el agradecimiento por todos los beneficios recibi-
dos, etc. Por lo tanto, nos merece un aumento de gracia, de virtudes y de gloria, y el derecho a
todos los bienes necesarios para nuestra santificación.
«Los Superiores de Sociedades misioneras como la nuestra, misionera por las necesidades
de la desastrosa situación actual de la Iglesia, comprueban preocupados que algunos de sus
miembros, sacerdotes en particular, devorados por el celo del apostolado exterior, llegan a
abandonar el celo del apostolado de la oración, fermento y fuente del apostolado exterior. El
apostolado de la oración es el apostolado esencial que nos une a Nuestro Señor, única fuente de
gracias de redención. El apostolado exterior, catecismos, reuniones, conferencias, se tornarán
pronto estériles sin el apostolado fundamental que mantiene una unión constante con Nuestro
Señor» 1. Así, pues, nuestra Fraternidad quiere vivir en la convicción de que la oración asegura la
fecundidad de su apostolado, y protege al mismo tiempo la vida interior del apóstol.
1º La oración asegura la fecundidad de las obras de apostolado. — «Ni el que planta es
algo, ni el que riega, sino el que obra el crecimiento, que es Dios» 2. Ahora bien, por la oración el
apóstol sustituye en cierto modo su propia acción humana por la acción todopoderosa de la gracia
de Dios; en lugar de obrar directamente sobre las causas segundas, obra directamente sobre la
Causa Primera, que dispone soberanamente de todas las cosas. Esta verdad queda confirmada por
el ejemplo de Cristo, de María Santísima, de los Apóstoles y de los Santos.
a) JESUCRISTO salvó al mundo mucho más por su vida de oración y de silencio que por su
acción directa de predicación. De treinta y tres años de vida, consagró treinta años al apostolado
de la oración y del sacrificio, y sólo tres al apostolado activo; y aún en este último el apostolado
de la oración tuvo un lugar preponderante.
b) MARÍA SANTÍSIMA estuvo asociada a la obra eminentemente apostólica del Calvario hasta
el punto de merecer el nombre de Corredentora del género humano y de Reina de los Apóstoles.
Ahora bien, Ella ejerció solamente el apostolado de la oración y del sacrificio.
c) LOS APÓSTOLES, después de Jesús y María, son los que mejor encarnaron en su persona
el apostolado cristiano. Ahora bien, por los Hechos de los Apóstoles se ve que dieron el primer
lugar de sus preocupaciones a la oración, y sólo el segundo al ministerio de la palabra 3.
d) LOS SANTOS, incluso los más poderosos en obras exteriores, contribuyeron a la salvación
de las almas mucho más por sus oraciones y sacrificios que por sus obras exteriores.
2º La oración protege la vida interior del hombre apostólico. — El sacerdote o religio-
so, armado con la oración, encuentra en ella: • una protección contra los peligros del ministerio
1
MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE, Espíritu de la Fraternidad, art. 4.
2
I Cor. 3 7.
3
Act. 6 4.
174 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
exterior, pues lo hace consciente de los mismos y lo reviste de las diferentes virtudes que lo pre-
servan de ellos; • un medio de reparar sus fuerzas: después de una jornada de esfuerzos tal vez
infructuosos, el apóstol encuentra en el contacto con Nuestro Señor la manera de recuperarse so-
brenaturalmente, y sobre todo de precaverse contra el desaliento; • un medio de duplicar sus ener-
gías y sus méritos, pues en la oración encuentra la fortaleza para enfrentar con resolución los obs-
táculos inherentes a toda obra apostólica; • un medio de acrecentar su pureza de intención, pues
mantiene en el alma del apóstol el horror de toda complacencia en sus propias aptitudes, fundado
en la persuasión de su propia impotencia; • consuelo en medio de las penas de sus trabajos apos-
tólicos: alegría de contribuir a la salvación de almas que se habrían condenado y, por consiguien-
te, de consolar a Dios dándole corazones de los que El se habría visto eternamente separado.
San Agustín afirma que muchas veces Dios no escucha nuestras oraciones porque pedimos
mala, male, mali: pedimos cosas malas, o pedimos mal, o pedimos siendo malos. Por lo tanto,
para que nuestra oración sea infaliblemente escuchada, se requiere lo contrario, a saber: pedir
cosas buenas, pedir bien, pedir siendo buenos.
PEDIR COSAS BUENAS
Para la eficacia infalible de la oración se requiere, por parte de lo que se pide, que sea algo
conducente a la salvación eterna. Si el hombre pidiese algo nocivo para su salvación, la concesión
de tal cosa por parte de Dios no sería un premio ni una bondad, sino un castigo. Por esta razón:
1º Hay que pedir absolutamente (sin condición) los bienes necesarios para la salvación
eterna, como la gracia santificante, el aumento de las virtudes, la fortaleza contra las tentaciones,
la perseverancia final, y todo lo que nos une con Dios, porque estos bienes no pueden ser nunca
un obstáculo para la salvación del alma, antes bien Dios nos manda que se los pidamos: «Buscad
ante todo el Reino de Dios y su justicia» 1.
2º Hay que pedir condicionalmente (si convienen para la salvación) los bienes tempo-
rales, tanto los corporales (salud, belleza, riquezas, vestido, alimento) como los espirituales (ta-
lentos, ciencia, honores); pues aunque es lícito pedir aquellos bienes temporales que necesitamos,
para vestir, alimentarnos y vivir decentemente, no siempre conducen a la salvación eterna, sino
que a veces apartan de ella, por el apego o desorden con que se los desea; y por eso deben pedirse
tan sólo bajo la condición de que no sean obstáculo para la salvación eterna.
PEDIR BIEN
Por parte del sujeto que ora, la oración ha de ser piadosa, esto es, reunir las siguientes con-
diciones y virtudes: atención, humildad, firme confianza, perseverancia y deseo de cumplir en
todo la voluntad de Dios.
1º Atención. — La atención se opone a la distracción, y se requiere no sólo para la eficacia
de la oración, sino simplemente para que haya oración. Sin embargo, la atención puede tener dos
grados: virtual y actual. • Para que la oración sea meritoria o impetratoria, es decir, para que me-
1
Mt. 6 33.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 175
rezca aumento de gracia y de gloria o alcance de Dios lo que en ella se pide, se requiere al menos
la atención virtual, esto es, la que se tuvo al principio de la oración y perdura durante toda ella
mientras no se retracte, aunque sobrevengan distracciones involuntarias. Pero si el alma se distrae
deliberadamente, la oración ni merece ni impetra, antes bien, es pecado de irreverencia ante Dios.
• Para que la oración produzca su fruto de refección espiritual del alma, se requiere la atención
actual del espíritu, que puede ser triple: material: a las palabras, para no equivocarse en ellas;
literal: al sentido de las palabras; espiritual: al fin de la oración, o sea a Dios y a las cosas que se
piden. Esta última es la más perfecta, pero lo ideal consiste en la unión de las tres.
2º Humildad. — La humildad es necesaria para la oración, porque la oración es un acto de
religión por el que reconocemos la excelencia de Dios, Fuente de todo bien, y nuestra indigencia
y miseria; además, porque las Sagradas Escrituras nos declaran que «Dios resiste a los soberbios,
pero da su gracia a los humildes» 1. Así Dios escuchó la oración del publicano arrepentido, y
despreció la del fariseo soberbio 2.
3º Firme confianza. — Se requiere una fe viva y filial en las promesas de Cristo y en la
misericordia de Dios. Por eso el apóstol Santiago dice: «Pida con fe, sin sombra de duda; pues
quien anda dudando es semejante a la ola del mar alborotada y agitada del viento, acá y allá.
Así que un hombre semejante no tiene que pensar que ha de recibir poco ni mucho del Señor» 3.
San Pablo, por su parte, nos amonesta a que «vayamos con confianza al trono de la gracia, a fin
de alcanzar misericordia, y hallar gracia para ser socorridos en tiempo oportuno» 4.
4º Perseverancia. — Debemos pedir perseverantemente, según la enseñanza de Nuestro
Señor en varias de sus parábolas y milagros, como la del amigo importuno 5, la del juez inicuo 6,
la curación de la hija de la Cananea 7; pues aunque Dios está siempre preparado para darnos cuan-
to necesitamos, nosotros no lo estamos siempre para recibir las gracias divinas. Por la perseveran-
cia en la oración, el hombre se prepara mejor a los dones de Dios: • porque siente más vivamente
la propia indigencia y miseria; • porque le hace estimar más la gracia recibida; • porque lo incita
más al amor de Dios y a la acción de gracias después de haber sido oído.
5º Deseo de cumplir en todo la voluntad de Dios. — Debemos, sobre todo, establecernos
en la actitud fundamental de no negar a Dios nada de lo que El nos pida, y de utilizar los benefi-
cios que le pedimos y que El nos concede, únicamente para cumplir su santísima voluntad. Esta
disposición, si es sincera, hará que Dios nos conceda todo cuanto pedimos: • porque Dios no sabe
negar nada a quien nada le niega, y escucha con un cariño especial la oración de aquellos que se
esfuerzan por agradarle en todo; • porque no le pediremos sino lo que nos ayude a cumplir su vo-
luntad, lo cual es siempre conforme con los designios de Dios.
PEDIR SIENDO BUENOS
Es necesario vivir en amistad con Dios, en estado de gracia, si queremos que nuestras ora-
ciones sean siempre escuchadas; pues aunque a veces Dios oye las oraciones de los pecadores, co-
mo consta por el ejemplo del publicano y del buen ladrón, el pecado no deja de ser un obstáculo
para que las oraciones sean escuchadas, ya que hace que el hombre aborrezca a Dios y sea su ene-
migo. Al contrario, el hombre justo es amigo de Dios, y como tal, Dios lo ama y le concede nu-
1
Sant. 4 6.
2
Lc. 18 9-14.
3
Sant. 1 6-7.
4
Hebr. 4 16.
5
Lc. 11 5ss.
6
Lc. 18 1ss.
7
Mt. 15 22ss.
176 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
merosos beneficios. Por eso dice la Sagrada Escritura: «Los ojos del Señor están sobre los justos,
y sus oídos atienden a sus súplicas» 1; Nuestro Señor Jesucristo, a su vez, nos declara: «Si per-
manecéis en Mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que quisiereis y se os conce-
derá» 2; y San Juan nos afirma: «Carísimos, si nuestro corazón no nos reprende, tenemos con-
fianza en Dios; y recibiremos de El cuanto le pidiéremos, puesto que guardamos sus mandamien-
tos, y hacemos las cosas que son agradables en su presencia» 3.
V. DIFICULTADES DE LA ORACIÓN,
Y ESCOLLOS QUE EN ELLA CONVIENE EVITAR
La práctica asidua y perfecta de la oración presenta no pocas dificultades para el pobre espí-
ritu humano, entre las que sobresalen la distracción y la sequedad o aridez; además, conviene evi-
tar ciertos peligros o escollos a que este ejercicio puede verse expuesto.
LAS DISTRACCIONES
Las distracciones son pensamientos o imaginaciones ajenas e importunas que nos impiden
prestar atención a la oración que estamos haciendo. Muchas de estas distracciones son ajenas a
nuestra voluntad; pero otras son voluntarias, pues se las admite con propósito deliberado, o se las
tiene por culpa propia 4. Conviene hacer lo posible para combatir tanto las unas como las otras.
1º Hay que combatir enérgicamente las distracciones voluntarias: • por medio de una buena
preparación remota, esto es, suprimiendo las causas de tales distracciones (viviendo más recogi-
do, guardando mejor el silencio, custodiando los sentidos, huyendo de la vana curiosidad); • por
medio de la preparación próxima de la oración, la víspera del día; • llegado el momento de la
oración, usando un buen método de oración o un libro si fuere necesario, para fijar la atención.
2º Hay que combatir las distracciones involuntarias tan pronto como se las advierta. Impor-
ta mucho no impacientarse si estas distracciones se hacen frecuentes; hay que tratar entonces de
traer suavemente el espíritu al recogimiento, humillarse en la presencia de Dios, pedirle su ayuda,
y no examinar por el momento las causas que las han motivado. Además se tendrá en cuenta:
• que por muchas y muy molestas que sean, son sin culpa, mientras el alma no se detenga en ellas;
• que rechazarlas es un acto muy meritorio a los ojos de Dios y hace que el momento que dedica-
mos a la oración sea tan bueno como la mejor de las oraciones.
La sequedad consiste en cierta impotencia o desgana para producir en la oración los actos
intelectivos o afectivos. Unas veces afecta al espíritu, haciéndole penosa la reflexión, y otras al
1
Sal. 33 16.
2
Jn. 15 7.
3
I Jn. 3 21-22.
4
Las causas de las distracciones pueden ser varias : • la índole y el temperamento del que las sufre, si es de
imaginación viva e inestable, o excesivamente sentimental, o con pasiones muy vivas; • la excesiva independencia e
insumisión de la sensibilidad y de las aficiones de la carne respecto al alma; • la poca salud y la fatiga mental, que
hacen difícil fijar la atención al tema de la oración; • el demonio, directamente obrando sobre la imaginación, o indi-
rectamente utilizando otras causas; • la falta de preparación remota (poco recogimiento habitual) o próxima (oración
no preparada el día anterior).
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 177
corazón, haciéndole difíciles los afectos. La forma más desoladora es aquella en que Dios parece
retirarse del alma 1.
Los remedios contra las sequedades y arideces consisten, ante todo, en suprimir sus causas
voluntarias o culpables, principalmente la tibieza y flojedad en el servicio de Dios. Cuando son
involuntarias, lo mejor es resignarse a los designios de Dios por todo el tiempo que Dios quiera,
humillarse reconociéndose indigno de las consolaciones divinas, perseverar a pesar de todo en el
ejercicio de la oración, y unirse al divino Maestro en su agonía de Getsemaní.
Los principales peligros a que puede verse expuesto el ejercicio de la oración son: • la ruti-
na, que convierte la oración en un ejercicio mecánico, sin unción y sin vida; • el exceso de activi-
dad natural, que quiere conseguirlo todo como a fuerza de brazos, adelantándose a la acción de
Dios en el alma; • la excesiva pasividad que, bajo pretexto de no adelantarse a la acción de Dios,
no hace ni siquiera lo que con la gracia ordinaria podría y debería hacerse; • el desaliento, que se
apodera de las almas débiles al no comprobar progresos sensibles en su larga vida de oración; • el
excesivo optimismo de otras muchas que se creen más adelantadas de lo que realmente están; • el
apego a los consuelos sensibles, que engendra en el alma una especie de «gula espiritual», que la
impulsa a buscar en la oración los consuelos de Dios en lugar del Dios de los consuelos; • el ape-
go excesivo a un método determinado, como si fuera el único posible para el ejercicio de la ora-
ción; • la excesiva ligereza, que nos mueve a prescindir de él o a abandonarlo antes de tiempo.
Artículo 2
La oración privada
I. LA ORACIÓN VOCAL
La oración vocal es la oración que se expresa con las palabras de nuestro lenguaje articu-
lado. Sin embargo, para que sea oración, no basta el sonido de la voz, sino que ha de ir acompa-
ñada con la atención del espíritu y con la devoción del corazón. La oración vocal es, según Santa
Teresa, el primer grado de oración; constituye, además, la forma casi única de la oración litúrgica.
1
Las causas de la sequedad pueden ser también muy diversas : • mal estado de la salud o fatiga corporal;
• ocupaciones excesivas o absorbentes; • tentaciones molestas, que atormentan y fatigan al alma; • tibieza en el servi-
cio de Dios, o infidelidad a las gracias, pecados veniales cometidos en abundancia y sin escrúpulo, sensualidad, disi-
pación, vana curiosidad, ligereza de espíritu; • prueba de Dios, que sustrae el consuelo sensible que el alma experi-
mentaba en la oración, para purificarla del apego a esos consuelos, humillarla haciéndole ver lo poco que vale cuando
Dios le retira esa ayuda, aumentar su mérito con sus redoblados esfuerzos, prepararla a nuevos avances en la vida
espiritual.
178 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La oración mental es en general toda oración que se hace sólo con los actos de la inteligen-
cia y de la voluntad, y puede englobar diferentes grados de oración, entre los que Santa Teresa
distingue ocho:
a) Tres corresponden a la oración mental adquirida o meditación: • la meditación discursi-
va; • la oración afectiva; • la oración de simplicidad.
b) Cinco corresponden a la oración mental infusa o contemplación: • el recogimiento infu-
so; • la quietud; • la unión simple; • la unión extática; • la unión transformante.
Sin embargo, en este artículo tomamos la oración mental en un sentido estricto, como sinó-
nimo de meditación discursiva, que es el segundo grado de oración.
1
IIa IIæ, 83, 12.
2
Por eso, la oración vocal debe usarse solamente en la medida en que es necesaria para excitar el espíritu
interiormente; mas debe dejarse de lado si es causa de distracción para el espíritu, lo cual sucede principalmente en
quienes están suficientemente dispuestos a la devoción sin necesidad de palabras.
3
MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE, Itinerario espiritual, cap. 5.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 179
1
Jer. 12 11.
180 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
MÉTODO DE LA MEDITACIÓN
1
Vida, capítulos 11 y 12.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 181
sobre todo la resolución que será objeto del examen particular, determinando los medios capaces
de asegurar su ejecución, previendo las ocasiones y disponiéndose para el combate.
d) Volo tecum: es la esperanza. Sin la gracia de Jesús no podemos nada. El alma, convenci-
da de esta verdad, da lugar a la SÚPLICA, que es el momento decisivo de la oración, pidiendo a
Dios que le conceda su gracia y su fortaleza para poder llevar a la práctica los propósitos toma-
dos, y trata, durante el resto del día, de asegurarse esta gracia, por medio del recogimiento, la
guarda del corazón y el ramillete espiritual para la jornada.
Las materias ordinarias que conviene meditar son las que unen al alma con Dios, la mantie-
nen en la fiel observancia de sus mandamientos y la ayudan a santificar su vida. Las principales
son: • los novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria; • los vicios y las virtudes; • los deberes de
estado (para los religiosos, además, sus Reglas), y las virtudes que exigen; • los artículos del Credo
y demás verdades de nuestra fe; • las perfecciones y atributos de Dios; • los misterios de la vida de
Cristo, sus ejemplos y sus palabras; • la vida de la Santísima Virgen y de los Santos; • el ciclo li-
túrgico; • las principales oraciones cristianas, como el Padrenuestro, el Avemaría, la Salve.
DETALLES COMPLEMENTARIOS
1
Introducción a la vida devota, parte II, cap. 1, 3.
2
Ejercicios espirituales, nº 13.
182 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
La oración de simplicidad puede ser definida como una simple visión, mirada o atención
amorosa hacia algún objeto divino, ya sea Dios en sí mismo o alguna de sus perfecciones, ya sea
Nuestro Señor Jesucristo o alguno de sus misterios, ya otras verdades cristianas. Se trata, pues, de
una oración ascética sumamente simplificada: el discurso se ha transformado en simple mirada
intelectual; los afectos variados, en una sencilla atención amorosa a Dios.
Esta oración de simplicidad señala el tránsito de la oración adquirida a la oración infusa,
esto es, de la meditación a la contemplación. El alma trabaja poco y recibe mucho, y si es fiel a la
acción del Espíritu Santo, los elementos infusos se irán incrementando progresivamente hasta
prevalecer del todo. De esta forma, sin violencia ni esfuerzo, irá saliendo de la ascética (vía pur-
gativa) para entrar de lleno en la mística (vía iluminativa).
Artículo 3
La oración litúrgica
La oración litúrgica ocupa el lugar principal entre todas las formas de oración, por ser la
oración oficial y pública de la Santa Iglesia. Ella es aquel «sacrificio de alabanza» 1 que la Iglesia
ofrece a Dios juntamente con el Santo Sacrificio de la Misa, en el que se renueva la inmolación
del Hijo de Dios hecho hombre. Por este motivo la oración litúrgica se relaciona íntimamente con
el Sacrificio Eucarístico y constituye juntamente con él la expresión más completa de la religión.
1
Hebr. 13 15.
2
PÍO XII, encíclica Mediator Dei.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 183
El Oficio Divino adquiere todo su valor del hecho de ser a la vez la oración del mismo
Cristo y la oración de su Esposa la Iglesia, que la ofrece en nombre de Cristo.
1º El Oficio Divino es la oración del mismo Cristo. — En el seno de la Trinidad, el Verbo
es, como Palabra subsistente del Padre, la alabanza de todas las perfecciones divinas, y el himno
infinito de glorificación del Padre. Por su Encarnación, el Hijo no dejó de ser la Palabra viva y el
Canto perfecto del Padre que era; pero, por la naturaleza humana que asumió en su persona divi-
na, empezó a alabar al Padre de una manera nueva, con una oración humana. Jesucristo rindió de
este modo al Padre el culto de oración que todo hombre debe a Dios en justicia, honrándolo por la
adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la súplica. Ahora bien, esta oración de Cris-
to sobre la tierra queda perpetuada mediante el Oficio Divino.
2º El Oficio Divino es la oración de la Iglesia. — Antes de subir al cielo, Cristo Jesús legó
a su Iglesia su misión de continuar en la tierra su obra redentora, que es una obra de salvación de
los hombres, pero también, y ante todo, una obra de alabanza y de glorificación del Padre 1. Por
eso, la Iglesia coloca en el centro del culto que debe a Dios el Sacrificio de la Misa, que renueva la
obra de nuestra redención y nos aplica sus frutos; pero al mismo tiempo, para continuar en nombre
de Cristo su alabanza y glorificación del Padre eterno, enseña a sus hijos a rezar y a alabar a Dios.
Para ello instituye su oración: • acompaña la oblación del altar con ceremonias sagradas que regula
cuidadosamente por medio de rúbricas, y que son como el protocolo de la corte del Rey de reyes, al
que debe conformarse toda la jerarquía sagrada para presentarse ante Dios; • y rodea la Santa Misa
de un conjunto de lecturas, cánticos, himnos y salmos, que sirven de preparación o de acción de
gracias a la inmolación eucarística. Todo este conjunto constituye el Oficio Divino.
1
Jn. 14 31.
184 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Así, pues, en el Oficio Divino la voz de Cristo se une a la voz de su Esposa: «La Iglesia
intercede en Cristo, y Cristo intercede en la Iglesia; el cuerpo es uno con la cabeza, y la cabeza
es una con el cuerpo» 1. Y semejante oración es infaliblemente eficaz, pues es Cristo el que reza,
y Cristo siempre es escuchado: «Padre, Yo sabía que siempre me oyes» 2; es también la Iglesia la
que reza en nombre de Cristo, y Cristo prometió escuchar lo que se pidiera al Padre en su nom-
bre: «En verdad en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará» 3.
El mismo sacrificio exterior, tal como lo regulan la ley natural y positiva, no puede consu-
marse sin la oración vocal: ésta dice con palabras lo que el sacrificio expresa con hechos. Como
el prisma descompone la luz blanca en sus siete colores primitivos, así también la oración litúrgi-
ca explica a los sentidos los diversos aspectos del sacrificio. De esta manera la oración litúrgica
hace reinar real y místicamente el sacrificio redentor de Cristo en cada uno de nuestros días, espe-
cialmente preparándonos a él y extendiendo luego su influencia a toda la jornada.
1º Preparación a la Santa Misa. — El Oficio Divino, ante todo, es el medio oficial esta-
blecido por la Iglesia para preparar la digna celebración de la Santa Misa; razón por la cual la
Misa conventual debía seguir al Oficio de Tercia, es decir, a la mitad de las Horas Canónicas, de
modo que cuatro sirvieran de preparación y cuatro de acción de gracias. Esta preparación a la
Santa Misa la realiza el Oficio Divino: • manteniendo y favoreciendo el recogimiento, pues varias
veces al día obliga al sacerdote a elevar su entendimiento y su corazón a Dios; • favoreciendo
eficazmente la pureza de alma, ya que este trato frecuente e íntimo con Dios acrecienta el amor a
El y, con el amor, el deseo de agradarle; • comunicando al alma grandes ansias de recibir a Cris-
to, esto es, de poseerlo y de unirse a El por la recepción fructuosa de la Sagrada Eucaristía.
2º Acción de gracias de la Santa Misa. — La Santa Misa, siendo el beneficio por excelen-
cia, exige una cumplida acción de gracias, que no se satisface con pasar algunos minutos de rodi-
llas después de la comunión, porque Dios busca nuestro agradecimiento, más que en las palabras
que entonces brotan de los labios, en las obras del día. Ahora bien, a todo eso ayuda el Oficio
Divino, pues toda Hora canónica es como un mensajero divino que nos saca del bullicio del mun-
do y nos coloca en la presencia de Dios, obligándonos a tratarle y oír sus palabras; es un nuevo
impulso y como un breve retiro o ejercicio espiritual que inflama nuestro corazón y nos recuerda
la obligación de sacrificarnos y ser fieles a Dios en el cumplimiento de nuestros deberes.
La Iglesia, en su oración, hace uso abundante de los Salmos, que es la colección sagrada de
cánticos y oraciones inspirados por Dios mismo, y los pone en nuestros labios como la alabanza
1
SAN AGUSTÍN.
2
Jn. 11 42.
3
Jn. 16 23.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 185
más perfecta que se pueda ofrecer a Dios después del Santo Sacrificio del altar, por tres motivos
principales:
1º Los Salmos narran, proclaman y exaltan todas las perfecciones divinas. — Con ad-
mirable riqueza y gran variedad de expresión, los Salmos cantan sucesivamente el poder de Dios,
su magnificencia, santidad, justicia, bondad, misericordia, belleza y demás atributos divinos.
2º Los Salmos expresan admirablemente los sentimientos del corazón humano. — El
Salmo sabe llorar y alegrarse, desear y suplicar, traducir y manifestar las aspiraciones profundas y
ardientes de arrepentimiento, confianza, gozo, amor, complacencia, dictadas por el Espíritu San-
to; de modo que no hay ninguna disposición interior del alma que no exprese maravillosamente.
3º Los Salmos nos hablan de Cristo. — En efecto, describen con rasgos seguros y claros
su divinidad, su humanidad, su realeza y su sacerdocio eternos, muchas circunstancias de su vida,
sus humillaciones y dolores y los detalles de su pasión y muerte, su triunfo como supremo Ven-
cedor del pecado y de la muerte.
La Iglesia compuso algunas de las fórmulas de alabanza a Dios, como las oraciones y los
himnos, por la pluma de sus Doctores, que son también admirables santos; pero sobre todo los
toma de los Libros sagrados, inspirados por Dios mismo. En efecto, sólo Dios sabe cómo debe ser
invocado y alabado: «El Espíritu Santo acude en socorro de nuestra flaqueza; pues qué hemos de
orar, según conviene, no lo sabemos; mas el Espíritu mismo interviene a favor nuestro con gemi-
dos inefables» 1. Todo ello lo dispone y distribuye la Iglesia con una maestría admirable, como
Esposa que administra sabiamente las riquezas de su Esposo.
De este modo la Iglesia ha logrado reunir en el Oficio Divino un riquísimo tesoro, puesto
que contiene el meollo de los escritos del Antiguo y Nuevo testamento, los formularios de preces
que Moisés, David, Cristo Nuestro Señor, los Apóstoles y los Santos nos han transmitido desde el
siglo XV antes de Cristo hasta el siglo XX de nuestra era; nos cuenta los designios del mismo
Dios, desde la creación del mundo hasta la venida del divino Redentor; hace pasar ante nuestros
ojos el sacrificio de Cristo, los dolores de los mártires, los combates de los confesores, las penas y
cuidados de los papas y obispos, las obras de caridad de los santos y santas, las virtudes de las
castas vírgenes, las lágrimas de contrición de los penitentes.
El primer fin del Oficio Divino es alabar a Dios y rendirle homenaje. Pero, en su bondad, el
Señor concede al alma que lo recita con fe y amor ricos frutos de santificación. De éstos unos son
principales, otros secundarios.
La oración de la Iglesia es un camino seguro e infalible que nos conduce a Cristo y nos une
a su vida. En efecto, por la disposición que la Iglesia ha dado al ciclo litúrgico, su oración pública
1
Rom. 8 26.
186 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
se convierte para nuestro espíritu en una fuente de luz para conocer a Cristo, de asimilación de los
sentimientos interiores de Cristo, y sobre todo de unión a los misterios de su vida.
1º El Oficio Divino, fuente abundante de luz. — En el ciclo litúrgico, desde Adviento
hasta Pentecostés, la Iglesia contempla los misterios de Cristo, su divino Esposo: • durante el Ad-
viento, su preparación bajo el Antiguo Testamento; • en Navidad, su encarnación y nacimiento en
Belén; • en Epifanía, su manifestación a las Gentes en las personas de los Magos, y su presenta-
ción en el Templo; • durante la Cuaresma, su ayuno en el desierto; • durante la Semana Santa, su
Pasión y muerte redentora; • en Pascua canta su resurrección, y luego, en la Ascensión y en Pen-
tecostés, su suprema glorificación y la misión del Espíritu Santo a los Apóstoles y la fundación de
la Iglesia. Si el alma está atenta, esta representación de los misterios de Cristo, renovada año tras
año, le permite obtener un conocimiento seguro y cada vez más profundo de la persona y de los
misterios de nuestro divino Salvador.
2º El Oficio Divino, fuente de asimilación de los sentimientos de Cristo. — La Iglesia,
por medio de su oración, no sólo nos descubre los misterios de Cristo, sino también las disposi-
ciones interiores con que Jesús los ha vivido. En efecto, como Esposa que conoce a fondo el Co-
razón de su Esposo, ella ilustra los diversos misterios de Cristo con textos sacados de los Libros
Sagrados (salmos, profecías, epístolas de San Pablo o pasajes de otros libros sabiamente seleccio-
nados) en que se señalan los sentimientos de Jesús en cada uno de ellos, y que los Evangelios
pasan muchas veces en silencio. La Iglesia cumple así el precepto de San Pablo: «Tened en voso-
tros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» 1, permitiéndonos conocer y compartir las
disposiciones interiores de Nuestro Señor, para unirnos más íntimamente a nuestra divina Cabeza.
3º El Oficio Divino, fuente de unión a los misterios de Cristo. — Cristo ha vivido prime-
ro en su persona los diversos misterios de su vida, para que luego nosotros los vivamos en unión
con El, en calidad de miembros suyos, inspirándonos de su espíritu y apropiándonos de su virtud
y gracia propias. Ahora bien, esta unión a los misterios de Cristo se realiza por medio de la Litur-
gia: por ella aplica Cristo a las almas, a través de los siglos, la virtud contenida en cada uno de
ellos, comunicándoles, en la medida de sus disposiciones, las mismas gracias que si en otro tiem-
po hubiesen vivido con nuestro Señor y asistido a todos sus misterios. Así: • en Navidad, Cristo
comunica al alma fiel una gracia de renovación interior que aumenta el grado de su participación
a la filiación divina en Cristo; • en Cuaresma y en Semana Santa, le comunica una gracia de
muerte al pecado que le ayuda a destruir cada vez más en ella el pecado, y el afecto al pecado y a
la criatura; • en Pascua recibe una gracia de vida para Dios y de libertad espiritual; • en la Ascen-
sión, la gracia de seguir a Cristo al cielo por la fe y el amor, a fin de poder seguirlo más tarde con
el cuerpo en el día designado por las promesas eternas. De este modo se opera en ella la identifi-
cación con Jesús, que es el fin de nuestra predestinación eterna: «A quienes Dios conoció de an-
temano, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito
entre muchos hermanos» 2.
Observación. — La Iglesia nos lleva también a celebrar a los Santos, porque ellos son los
miembros gloriosos del Cuerpo Místico de Jesús, en los que Jesús ya «ha sido formado» 3 y que
«han alcanzado ya la madurez del varón perfecto, la plenitud de Cristo» 4. Por eso, al alabarlos,
se da gloria a Cristo; y también por eso la Iglesia exalta las virtudes y los méritos de sus Apósto-
les, de sus Mártires, de sus Pontífices, de sus Confesores, de sus Vírgenes; se alegra de su gloria,
y propone sus ejemplos, si no siempre a la imitación, sí al menos a la alabanza de sus hermanos
de esta vida: «Si no eres capaz de seguir a los santos con las obras, síguelos con el afecto; si no
1
Fil. 2 5.
2
Rom. 8 29.
3
Gal. 4 19.
4
Ef. 4 13.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 3 : LA ORACIÓN 187
lo puedes por la gloria, hazlo por la alegría; si no por los méritos, sí al menos por el deseo; si no
por la excelencia, sí por la unión a ellos» 1.
Además de la identificación con Cristo, el Oficio Divino ofrece al alma consagrada otros
muchos frutos de santidad, entre los cuales los principales son los siguientes:
1º El Oficio Divino es fuente de fecundidad para el apostolado. — Además de la Santa
Misa, que es el acto apostólico por excelencia, debemos creer con fe viva que por el cumplimien-
to de nuestro deber de alabanza redimimos las almas, fecundamos los esfuerzos de nuestra predi-
cación y de todo nuestro ministerio. Dios exige de sus apóstoles el celo en gastarse por la salva-
ción de las almas, pero también que este celo sea fecundado por la oración, especialmente por la
oración oficial de la Iglesia. Por eso, la oración más eficaz para la salvación y santificación de las
almas es nuestro breviario: decirlo bien es una obra apostólica más importante que muchas otras;
y por eso también la Iglesia impone su recitación diaria a todo sacerdote sub gravi.
2º El Oficio Divino nos alcanza un conocimiento más vivo de las Escrituras. — La pia-
dosa recitación de las Horas del Breviario nos hace penetrar el sentido profundo de las palabras
sagradas, a fin de poderlas utilizar de manera fructuosa: • en la propia vida interior, estableciendo
nuestras almas en una atmósfera de verdad sobrenatural; • en la predicación, dándoles la unción y
la fuerza que necesitan para poder animar, consolar, reprender con fruto, despertar la reflexión,
conmover a las almas.
3º El Oficio Divino bien rezado es fuente de abundante gozo. — El gozo es el sentimien-
to que la esperanza, y sobre todo la posesión del bien deseado, despiertan en nosotros. Ahora
bien, la Liturgia nos pone en comunicación con Dios, que es el Bien infinito, y con la sociedad de
los bienaventurados: la Santísima Virgen, los Angeles y los Santos, Apóstoles, Mártires, Confe-
sores, Vírgenes, y todos los demás elegidos, haciéndonos participar de su himno de gratitud y de
su alegría, que procede en ellos de la bienaventuranza misma de Dios. Recogido en nuestro cora-
zón durante la oración, este gozo se desbordará sobre toda nuestra vida, y nuestra predicación,
nuestro ministerio y nuestra abnegación sacarán de ello gran provecho.
El Oficio Divino, aunque es la oración de la Iglesia, no puede elevarse al cielo sin pasar por
los labios y por el corazón del sacerdote. Por eso, la piedad personal del sacerdote, su fe, su amor
a Cristo, su espíritu de alabanza, es sumamente importante para la recitación de las Horas canóni-
cas, dando al Oficio Divino todo su valor de santificación personal y de fecundidad apostólica.
Por ello conviene prepararse convenientemente para rezarlo, y luego dar a esa oración toda su
fuerza de alabanza y de súplica.
Antes de decir el Breviario, conviene disponerse a recitarlo bien: «Antes de la oración pre-
para tu alma, y no seas como el hombre que tienta a Dios» 2. Esta preparación consiste sobre
1
SAN AGUSTÍN.
2
Eclo. 18 23.
188 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Las disposiciones que requiere el rezo del Breviario quedan expresadas en la oración «Aperi
Domine os meum»: suplicamos a Dios poder rezar el Oficio de manera digna, atenta y devota,
esto es, con buena compostura exterior, con atención del espíritu y devoción de la voluntad.
1º Dignamente, esto es, con buena compostura exterior. — El cuerpo debe manifestar a
su modo el respeto debido a la majestad de Dios mientras se reza el Oficio Divino: compostura
respetuosa, pronunciación exacta de las palabras, cuidadosa observancia de las rúbricas, tono pia-
doso de voz, manera de hacer las señales de cruz, genuflexiones. En particular el cumplimiento
exacto de las rúbricas prescritas por la Iglesia nos hace practicar un meritorio acto: • de obedien-
cia a la Iglesia, por la sumisión a las leyes que regulan las actitudes exteriores que Ella exige en el
ejercicio de las funciones sagradas; • de religión, al dar culto a Dios tanto con el cuerpo como con
el espíritu, y al hablar al Rey de reyes con la reverencia debida a su divina majestad; • de edifica-
ción, pues sostenemos la piedad de los fieles al mostrarnos a sus ojos como ejemplos de religiosa
reverencia hacia Dios en el ejercicio de nuestra oración.
2º Atentamente, esto es, con atención del espíritu. — La atención a las solas palabras
puede bastar para cumplir la obligación canónica, pero es imperfecta; sólo la atención al sentido
de las palabras, y sobre todo la atención a Dios, hacen perfecta la oración. Por eso, al rezar el Ofi-
cio Divino, la atención se aplicará al sentido de las palabras pronunciadas, para armonizarse inte-
riormente con los sentimientos a que nos invitan los Salmos, o se ocupará del misterio del día o
de la idea principal del tiempo litúrgico, manteniendo viva la presencia de Dios.
3º Devotamente, esto es, con devoción de la voluntad. — El Oficio Divino es un ejercicio
de piedad, y por eso exige la plenitud de nuestros afectos, sobre todo el de caridad, que entrega el
alma totalmente a Dios. La devoción consiste precisamente en esta entrega total del alma a Dios
por los afectos y la caridad: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu» 1. Este amor a Dios nos llevará a rezar el Breviario pausadamente, previendo
los mejores momentos para su rezo, y saboreando los actos de fe, de esperanza, de deseo, de arre-
pentimiento, de ofrecimiento o de amor que presente al espíritu.
1
Mt. 22 37.
Capítulo 4
La perseverancia final
La perseverancia final puede ser considerada bajo un doble aspecto: del lado del hombre y
del lado de Dios.
1º Por parte del hombre, la perseverancia final consiste en mantenerse en gracia de Dios
hasta la muerte. Supone como elemento esencial una buena muerte, esto es, una muerte en estado
de gracia; pero es más o menos perfecta, según que el alma se mantuvo por más o menos tiempo
en gracia de Dios antes de salir de este mundo.
Sin embargo, el hombre, aunque goce del estado de gracia, no puede por sí mismo estar
seguro de que permanecerá en la gracia de Dios hasta la muerte; la incertidumbre de perseverar lo
acompañará siempre en esta vida; y así siempre necesitará de gracias especialísimas para alcanzar
la salvación. En efecto:
a) Estamos seguros de que Dios nos dará siempre las gracias suficientes, es decir, todas las
gracias necesarias para salvarnos; pero no estamos seguros de corresponder siempre a ellas como
es debido.
b) Esta incertidumbre es inherente a nuestra vida de prueba: seguimos siendo libres de
aceptar los socorros de Dios o de rechazarlos; por lo tanto, siempre existe para nosotros la posibi-
lidad de perdernos.
c) Esta posibilidad crece: • por la debilidad e inconstancia de nuestra voluntad; • por el
número y fuerza de nuestras malas inclinaciones, muy a menudo favorecidas y convertidas en
malas costumbres; • por las seducciones del mundo; • por las tentaciones del demonio; • por cier-
tas ocasiones peligrosas, etc. Si los mismos ángeles, a pesar de la superioridad de su naturaleza; si
nuestros primeros padres, a pesar de su integridad y de su justicia originales; si Salomón, a pesar
de su sabiduría única en el mundo; si Judas, a pesar de la más sublime vocación, perdieron la
amistad de Dios, con mayor razón podemos perderla nosotros mismos, mientras nos encontramos
en esta vida de prueba.
d) Sólo podemos perseverar si, en numerosas circunstancias críticas, Dios añade a las gra-
cias ordinarias suficientes, otras gracias extraordinarias totalmente gratuitas, que debemos soli-
citar sin cesar, por medio de una oración humilde y confiada.
190 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
1º Todo está perdido, si llega a faltarnos la perseverancia final: cualquiera que sea el grado
de santidad a que hayamos llegado, si cayéramos de él y muriéramos en desgracia de Dios, todo
estaría irremisiblemente perdido para nosotros.
2º Todo está ganado, si llegamos a perseverar: «Quien persevere hasta el fin, éste será
salvo» 3. Así, pues, sólo la perseverancia final asegurará una respuesta favorable a este angustioso
problema al que se reducen nuestros destinos: ¿Mi vida de prueba será definitivamente premiada,
o definitivamente castigada? ¿Seré un eterno bienaventurado en el cielo, o un eterno condenado
en el infierno? Por eso, nunca haremos demasiado para asegurar nuestra perseverancia final.
Los medios para asegurar la perseverancia final pueden reducirse a dos principales: la ora-
ción, y la fidelidad a la vocación particular a la que Dios nos llama.
1º La oración. — Lo que no podemos exigir estrictamente de la justicia de Dios por vía de
mérito, podemos obtenerlo infaliblemente de la misericordia de Dios por vía de impetración, es
decir, por medio de oraciones humildes, confiadas y perseverantes: • oraciones humildes: que
procedan de la convicción de nuestra impotencia absoluta para perseverar por nuestras propias
fuerzas; • oraciones confiadas: apoyadas en la promesa formal de Dios de concederlo todo a la
oración hecha en nombre de Jesucristo 4; • oraciones perseverantes: la perseverancia final es un
don complejo, puesto que supone un encadenamiento de gracias cotidianas, cada una de las cuales
es enteramente gratuita; por eso, hay que pedirlas cada día hasta el último momento.
Dos formas de oración son particularmente recomendadas por la práctica de la Iglesia y por
la doctrina y experiencia de los Santos: la Comunión diaria, y el recurso cotidiano a María.
1
Dz. 832.
2
Dz. 806.
3
Mt. 10 22.
4
Jn. 16 23-24.
Ave Maria † Purissima CAPÍTULO 4 : LA PERSEVERANCIA FINAL 191
1
Jn. 6 54.
2
Mt. 19 27-29.
192 EJERCICIO POSITIVO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
CONSIDERACIONES FINALES
1
Dan. 12 3.
2
Eclo. 24 21.
3
Rom. 8 16-17; I Jn. 3 21-22.
4
Rom. 8 17; II Tim. 2 12.
5
Sant. 4 6.
6
Tob. 4 7-10; Sant. 5 19-20.
7
Imitación de Cristo, I, 25.
INDICE ANALÍTICO DEL
CATECISMO DE LA VIDA INTERIOR
Primera Parte
Principios Constitutivos de la Vida Interior
Capítulo 1: Nociones previas ........................................................................................5
ARTÍCULO 1: FIN DE LA VIDA CRISTIANA ................................................................................ 5
ARTÍCULO 2: EL BAUTISMO, SACRAMENTO DE LA REGENERACIÓN ....................................... 7
Conclusiones prácticas para la vida interior....................................................................... 8
Capítulo 2: Títulos que nos confiere el Bautismo............................................. 10
ARTÍCULO 1: LA FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA ..................................................................... 10
Conclusiones prácticas para la vida interior..................................................................... 14
ARTÍCULO 2: LA CONFIGURACIÓN CON JESUCRISTO ............................................................ 15
Conclusiones prácticas para la vida interior..................................................................... 18
ARTÍCULO 3: LA INHABITACIÓN TRINITARIA ........................................................................ 20
Conclusiones prácticas para la vida interior..................................................................... 24
ARTÍCULO 4: LA MATERNIDAD ESPIRITUAL DE MARÍA SANTÍSIMA .................................... 25
Conclusiones prácticas para la vida interior..................................................................... 28
ARTÍCULO 5: LA INCORPORACIÓN A LA IGLESIA .................................................................. 30
Conclusiones prácticas para la vida interior..................................................................... 34
ARTÍCULO 6: EL CIELO, CONSUMACIÓN DE LA VIDA SOBRENATURAL.................................. 37
Conclusión práctica para la vida interior ......................................................................... 40
Capítulo 3: El organismo sobrenatural del alma ...............................................41
ARTÍCULO 1: LA GRACIA SANTIFICANTE ............................................................................... 41
ARTÍCULO 2: LAS POTENCIAS SOBRENATURALES: VIRTUDES INFUSAS Y DONES .................. 43
I. Las virtudes infusas....................................................................................................... 43
II. Los dones del Espíritu Santo ....................................................................................... 44
ARTÍCULO 3: LAS GRACIAS ACTUALES .................................................................................. 46
Conclusión práctica para la vida interior ......................................................................... 47
194 INDICE ANALÍTICO DEL CATECISMO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
Segunda Parte
Ejercicio Negativo de la Vida Interior
Capítulo 1: El pecado en sí mismo ............................................................................ 61
ARTÍCULO 1: EL PECADO MORTAL ........................................................................................ 61
ARTÍCULO 2: EL PECADO VENIAL .......................................................................................... 63
ARTÍCULO 3: LA TIBIEZA ....................................................................................................... 64
Conclusión práctica para la vida interior ......................................................................... 67
ARTÍCULO 4: LAS IMPERFECCIONES ...................................................................................... 69
ARTÍCULO 5: LAS INCLINACIONES VICIOSAS Y LOS DEFECTOS NATURALES ........................ 70
I. Las inclinaciones viciosas............................................................................................. 70
II. Los defectos naturales.................................................................................................. 70
III. El defecto dominante.................................................................................................. 71
Conclusión práctica para la vida interior ......................................................................... 72
Capítulo 2: La resistencia a las tentaciones......................................................... 74
ARTÍCULO 1: NATURALEZA DE LA TENTACIÓN ..................................................................... 74
ARTÍCULO 2: CAUSAS O FUENTES DE LAS TENTACIONES ...................................................... 74
I. La carne......................................................................................................................... 74
II. El mundo...................................................................................................................... 75
III. El demonio ................................................................................................................. 76
ARTÍCULO 3: VENTAJAS DE LA TENTACIÓN........................................................................... 78
ARTÍCULO 4: MEDIOS PARA COMBATIR LA TENTACIÓN, O ESTRATEGIA CRISTIANA ........... 79
I. La vigilancia.................................................................................................................. 79
II. La oración .................................................................................................................... 79
III. La resistencia .............................................................................................................. 80
Capítulo 3: El discernimiento de espíritus ..........................................................82
Capítulo 4: Lucha contra el mundo.........................................................................86
I. Perversidad y peligros del mundo................................................................................. 86
II. Obligación de renunciar al mundo............................................................................... 88
Ave Maria † Purissima INDICE ANALÍTICO DEL CATECISMO DE LA VIDA INTERIOR 195
Tercera Parte
Ejercicio Positivo de la Vida Interior
Capítulo 1: Los Sacramentos...................................................................................... 125
ARTÍCULO 1: LA EUCARISTÍA COMO SACRIFICIO O SANTA MISA ...................................... 126
I. Naturaleza del Santo Sacrificio de la Misa ................................................................. 126
II. Fines del Santo Sacrificio de la Misa ........................................................................ 127
III. Obligación de participar de la Santa Misa................................................................ 129
IV. Maneras de aprovechar la Santa Misa para crecer en gracia.................................... 130
ARTÍCULO 2: LA EUCARISTÍA COMO SACRAMENTO O SAGRADA COMUNIÓN ................... 132
I. Naturaleza de la Eucaristía como sacramento............................................................. 133
II. Efectos de la Sagrada Comunión............................................................................... 133
III. Disposiciones para sacar fruto de la Comunión ....................................................... 135
IV. Otras prácticas de piedad eucarística ....................................................................... 137
ARTÍCULO 3: LA CONFESIÓN O SACRAMENTO DE LA PENITENCIA ..................................... 138
I. Naturaleza de la Penitencia......................................................................................... 138
II. Efectos del sacramento de la Penitencia.................................................................... 140
196 INDICE ANALÍTICO DEL CATECISMO DE LA VIDA INTERIOR Ave Maria † Purissima
III. Disposiciones para recibir con fruto el sacramento de la Penitencia ....................... 142
Nota: el espíritu de compunción .................................................................................... 143
Capítulo 2: La práctica de las virtudes.................................................................145
ARTÍCULO 1: LA VIRTUD DE FE ............................................................................................ 146
I. Naturaleza de la fe ...................................................................................................... 146
II. Excelencia de la fe ..................................................................................................... 148
III. Ejercicio de la fe....................................................................................................... 150
Nota: relaciones entre la razón y la fe ............................................................................ 151
ARTÍCULO 2: LA VIRTUD DE ESPERANZA ............................................................................. 152
I. Naturaleza de la esperanza.......................................................................................... 152
II. Excelencia de la esperanza ........................................................................................ 154
III. Práctica de la esperanza............................................................................................ 155
Conclusiones prácticas para la vida interior................................................................... 156
ARTÍCULO 3: LA VIRTUD DE CARIDAD, O AMOR DEBIDO A DIOS EN SÍ MISMO ................... 157
I. Naturaleza de la caridad.............................................................................................. 157
II. Excelencia de la caridad ............................................................................................ 159
III. Práctica de la caridad................................................................................................ 161
Conclusión práctica para la vida interior ....................................................................... 162
ARTÍCULO 4: AMOR QUE DEBEMOS A DIOS EN EL PRÓJIMO, O CARIDAD FRATERNA ......... 163
I. Naturaleza de la caridad fraterna ................................................................................ 163
II. Excelencia de la caridad fraterna ............................................................................... 165
III. Práctica de la caridad fraterna .................................................................................. 167
Capítulo 3: La oración ..................................................................................................169
ARTÍCULO 1: LA ORACIÓN EN GENERAL.............................................................................. 169
I. Naturaleza de la oración.............................................................................................. 169
II. Necesidad y obligación de la oración ........................................................................ 170
III. Eficacia de la oración ............................................................................................... 172
IV. Condiciones requeridas para la eficacia infalible de la oración ............................... 174
V. Dificultades de la oración, y escollos que en ella conviene evitar ............................ 176
ARTÍCULO 2: LA ORACIÓN PRIVADA .................................................................................... 177
I. La oración vocal.......................................................................................................... 177
II. La oración mental ...................................................................................................... 178
ARTÍCULO 3: LA ORACIÓN LITÚRGICA ................................................................................ 182
I. Naturaleza de la oración litúrgica ............................................................................... 182
II. Excelencia del Oficio Divino .................................................................................... 183
III. Elementos de que se compone el Oficio Divino ...................................................... 184
IV. Poder santificador del Oficio Divino ....................................................................... 185
V. Modo de rezar santamente el Oficio Divino ............................................................. 187
Capítulo 4: La perseverancia final ......................................................................... 189