Once Relatos Mitológicos y Uno Más de Propina
Once Relatos Mitológicos y Uno Más de Propina
Once Relatos Mitológicos y Uno Más de Propina
Toni Llacay
Montserrat Viladevall
PRÓLOGO
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Dirigió la flecha del amor, hecha de oro y con la punta
afilada, al pecho de Apolo y ésta le atravesó los huesos has-
ta la médula. En cambio, apuntó con la flecha del desamor,
despuntada y fabricada con plomo, a la bellísima ninfa Da-
fne, hija del dios-río Peneo.
La decisión de Dafne
Dafne estaba decidida a seguir los pasos de la diosa
Ártemis, que permanecía virgen, ajena al amor y que va-
loraba por encima de todo la vida en el bosque y la caza.
Dafne también recorría incansable los bosques en busca
de presas que capturar. No cuidaba su aspecto. Vestía una
simple túnica y una venda recogía su cabello despeinado.
Sin embargo, ni aun así podía ocultar su intensa belleza.
Y, a pesar de que la ninfa prefería la inaccesibilidad de los
bosques a la alegre vida de las ciudades, siempre había al-
guien dispuesto a ofrecerle su amor.
Ella los rechazaba a todos, insensible como una pie-
dra. Sólo se sintió turbada cuando, en una de las pocas oca-
siones en que visitaba a su padre, éste le dijo:
—Hija, me debes un yerno.
Su bello rostro se ruborizó avergonzado y la ninfa
acertó a murmurar:
—Padre, ya saben que jamás me casaré.
—Hija, me debes unos nietos.
Dafne lo miró entristecida. ¿Cómo podía hacer enten-
der a aquel anciano obstinado que aborrecía el matrimo-
nio, que no sabía lo que era el amor ni deseaba conocerlo?
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Finalmente, rodeando el cuello de su padre con sus
tiernos brazos, le dijo:
—Permíteme gozar, padre queridísimo, de una perpe-
tua virginidad. Así se lo concedió Zeus a su hija Ártemis.
—Hija, aunque lo lamente, puedo aceptarlo. Pero tu
propia belleza será la que te impedirá obtener lo que de-
seas. Eres demasiado hermosa para permanecer sola.
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Y, dejando volar la imaginación en torno a lo que no
veía, se lanzó a la caza de la joven ninfa. Dafne escapó, más
veloz que la leve brisa, pero él la persiguió gritando:
—¡Te lo ruego, Dafne, hija de Peneo, detente! No te
persigo como enemigo. No huyas de mí como los corde-
ros lo hacen del lobo, los ciervos del león o las palomas
del águila. No es la hostilidad la que me impulsa hacia
ti, sino el amor.
Y continuó con su perorata, que parecía tan imposible
de detener como su rápido paso.
—¡Desdichado de mí cuando pienso que por mi cau-
sa puedes caerte o pueden arañarte las zarzas! Tu cuerpo
perfecto no lo merece. Son demasiado abruptos los lugares
que estamos atravesando, hermosa Dafne. Te ruego que no
corras tan de prisa. Yo te prometo que también te seguiré
más despacio.
Pero ella no bajó el ritmo ni le respondió. Apolo no se
sintió desanimado y continuó con su discurso:
—¡No sabes de quién huyes, Dafne! No soy ni un ca-
zador rudo ni un pastor ignorante. Zeus es mi padre y me
honran como a su señor en Delfos, Claros, Ténedos y el
reino de Pátara. Yo revelo lo que ha sido y lo que será. Yo
hago que armonicen los versos y la música. Yo he inven-
tado la medicina y me llaman «sanador». Sin embargo,
aunque mis flechas son certeras, otra más poderosa se ha
hundido en mi pecho y ni siquiera mis medicinas pueden
luchar contra ella. ¡Ay de mí! ¡No existen hierbas que pue-
dan curar el amor!
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Apolo deseaba continuar hablando, pero Dafne, lejos
de sentirse convencida, aceleró el paso. El dios contuvo la
respiración al ver cómo el viento desnudaba sus miembros
y sus ropas temblaban agitadas por el esfuerzo. La propia
huida aumentaba la belleza y la sensualidad de la mujer.
Así que el dios olvidó sus monólogos y comenzó a co-
rrer de verdad, igual que un perro cazador avanzaría tras
su presa, mientras ella se apresuraba en pos de su salva-
ción. Atrás quedaban los halagos y las súplicas. Como el
sabueso a punto de atrapar a su víctima, Apolo esperaba
alcanzarla al cabo de un momento, y ya la rozaba con los
dedos y dejaba que ella sintiese su respiración en el cue-
llo. Mientras, Dafne, al saberse superada, corría más rauda
usando sus últimas energías. A él lo impulsaba la esperan-
za, a ella, el miedo.
No obstante, el más veloz era el perseguidor y no daba
tregua. La ninfa palideció ya sin fuerzas y, vencida por el
cansancio de la veloz fuga, hizo un último esfuerzo al ver
las aguas del río Peneo y gritó:
—¡Ayúdame, padre! ¡Si los ríos tienen algún poder,
transfórmame y haz que desaparezca para siempre la figu-
ra por la que he sido demasiado amada!
Apenas había terminado su ruego cuando la pesadez
y la torpeza invadieron sus miembros, una fina corteza re-
cubrió su pecho blanquísimo, sus cabellos comenzaron a
convertirse en hojas y sus brazos en ramas. Sus pies, antes
tan veloces, se anclaron en el suelo con poderosas raíces.
Dafne se había transformado en un árbol.
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Apolo se detuvo horrorizado. Sin embargo, aun así la
amaba. Posando su mano sobre el tronco, sintió palpitar
el corazón de Dafne bajo la nueva corteza y no pudo evitar
abrazar el árbol como si fuera el cuerpo amado. Y besó la ma-
dera y, aunque parezca imposible, el leño intentó rehuirlo.
Entonces, Apolo dijo:
—Ya que no puedes ser mi esposa, serás mi árbol.
Siempre te llevaré conmigo. En mi cabello, en mi cítara,
en mi vaina... E, igual que mi cabeza conserva siempre jo-
ven su larga cabellera, tú llevarás el perenne adorno de
tus hojas.
Así Apolo puso fin a sus palabras, y el laurel movió
todas sus ramas acabadas de nacer como si celebrara el ho-
nor que se le concedía.
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Los dos nacimientos de Dioniso
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mante e Ino, para que lo criaran. El dios les aconsejó que
lo vistieran con ropas femeninas para evitar las sospechas
de Hera, pero ésta no se dejó engañar y volvió locos a los
dos tutores.
Para evitar males mayores, Zeus se llevó a su hijo al
lejano país de Nisa con la intención de que las ninfas de
aquellas tierras lo educasen. Como la ira de Hera todavía no
se había aplacado, el dios decidió transformarlo en cabrito,
lo cual fue suficiente para que pasara desapercibido duran-
te un tiempo y pudiera llegar a la edad adulta.
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Marsias, el flautista
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Narciso y Eco, el amor imposible
La profecía de Tiresias
El joven Narciso era el hijo del río Cefiso y de la azula-
da ninfa Liríope. La relación de sus padres no fue ejemplar,
porque su progenitor aprovechó que la ninfa se había que-
dado atrapada en sus meandros para hacerla prisionera.
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