Once Relatos Mitológicos y Uno Más de Propina

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Once relatos mitológicos

y uno más de propina


Colección Planeta Verde

© del texto, Tony Llacay, 2012 Diseño de colección


© del texto, Montserrat Videvall, 2012 María de los Ángeles Vargas T.
© Ilustración de cubierta: Shutterstock
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Impreso en China / Printed in China el delito de la piratería.
Once relatos mitológicos
y uno más de propina

Toni Llacay
Montserrat Viladevall
PRÓLOGO

L os relatos de la mitología clásica pueden parecernos leja-


nos, meros residuos del pasado. Sin embargo, su atenta lec-
tura nos descubrirá un mundo hecho a imagen y semejanza
del nuestro: los avariciosos se verán reflejados en el rey Mi-
das, los narcisistas en Narciso, los desafiantes en Marsias y,
para poner fin a la lista, los enamorados en Eros y Psique,
pero también en Apolo y Dafne, Hermafrodito, etcétera.
A pesar de los cambios que ha experimentado la hu-
manidad desde los tiempos de la civilización helena, las
personas, volcanes de deseos, sentimientos y pasiones, no
hemos variado con la misma intensidad. Todavía estamos
anclados en nuestras emociones, y la racionalidad ocupa
tan sólo una pequeña parte de nuestras motivaciones. Así,
los textos mitológicos de griegos y romanos nos muestran
hasta qué punto las culturas clásicas sabían que, por ejem-
plo, el amor, la ira y el miedo podían más que cualquier
argumento, por muy bien formulado que éste estuviera.
Dicho esto, quizá haya llegado el momento de dar co-
mienzo a la lectura del libro y gozar de algunos de los re-
latos, adecuadamente adaptados, de los que bebe nuestra
cultura. Como esperamos que no tengan suficiente con las
once narraciones iniciales, les dejamos otra de propina.
¡Que disfruten!
Los autores
Apolo y Dafne

E n griego, dafne significa «laurel». «Dafne» fue el nom-


bre del primer amor de Apolo. Un amor imposible. Y, aun-
que la ninfa prefirió transformarse en árbol antes que caer
en los brazos del hermoso Apolo, el dios la honró tomando
el árbol en que se había convertido como su planta sagrada
y uno de sus atributos.

El enfrentamiento entre Eros y Apolo


A comienzos de los tiempos mitológicos, una serpiente
gigante llamada Pitón se dedicaba a causar estragos entre
los pueblos acabados de crear. Tan grande era el espacio que
cubría con su cuerpo cuando se movía que las gentes vivían
en permanente terror y clamaban a los dioses. El dios Apolo
decidió enfrentarse con el temible reptil. Sin embargo, tenía
muy poca experiencia. Hasta aquel momento solamente ha-
bía luchado contra los gamos y las cabras a las que arrojaba
sus flechas. Combatir contra el áspid era, obviamente, un
reto de mayor envergadura. A causa de ello, cuando tuvo a la
bestia a tiro siguió la técnica de exterminarla sepultándola
bajo miles de flechas. Y lo consiguió. Vació todo su carcaj
y no paró hasta que el animal dejó de moverse y la sangre
manó de sus heridas negras.
Tras esta primera gesta, el dios Apolo se sintió tan
orgulloso de sí mismo que pensó que aquello no podía
quedar en el olvido y fundó los Juegos Píticos (por Pitón,
claro). Cualquier joven que venciera en ellos con sus ma-
nos, sus pies o su carro era premiado con una corona de
encina (porque todavía no existía el laurel).
Aun así, no parecía haber suficiente espacio en la tierra
y en el cielo para Apolo y para su ego. En otras palabras, que
al dios se le subieron los humos a la cabeza. Fue entonces
cuando vio al jovencísimo Eros doblando su arco para ten-
sar la cuerda y cometió la temeridad de exclamar:
—¿Qué haces, tú, pequeño insolente, manejando ar-
mas tan poderosas? Estos artefactos son para dioses como
yo, capaces de herir con tiros certeros a bestias salvajes y
a enemigos prodigiosos. No hace tanto que abatí con una
lluvia de flechas a la temible serpiente Pitón, que destruía
la tierra aplastándola con su vientre putrefacto. Tú con-
fórmate con encender pequeños amores con tus diminutas
flechas y no intentes alcanzar grandes triunfos.
Eros, el hijo de Afrodita, replicó furioso:
—Puede que con tu arco atravieses todo lo que desees,
pero el mío te atravesará a ti.
Pronto descubriría Apolo que había sido más osado al
retar a Eros que al matar a la serpiente. Porque el dios jamás
se había enamorado y fue Eros quien determinó su primer
amor. Y, en venganza, decidió hacerlo desgraciado y lo en-
gendró con flechas de distinto signo. El dios del amor subió
al monte Parnaso, y con fría premeditación tomó una flecha
que hacía nacer la pasión y una flecha que la ponía en fuga.

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Dirigió la flecha del amor, hecha de oro y con la punta
afilada, al pecho de Apolo y ésta le atravesó los huesos has-
ta la médula. En cambio, apuntó con la flecha del desamor,
despuntada y fabricada con plomo, a la bellísima ninfa Da-
fne, hija del dios-río Peneo.

La decisión de Dafne
Dafne estaba decidida a seguir los pasos de la diosa
Ártemis, que permanecía virgen, ajena al amor y que va-
loraba por encima de todo la vida en el bosque y la caza.
Dafne también recorría incansable los bosques en busca
de presas que capturar. No cuidaba su aspecto. Vestía una
simple túnica y una venda recogía su cabello despeinado.
Sin embargo, ni aun así podía ocultar su intensa belleza.
Y, a pesar de que la ninfa prefería la inaccesibilidad de los
bosques a la alegre vida de las ciudades, siempre había al-
guien dispuesto a ofrecerle su amor.
Ella los rechazaba a todos, insensible como una pie-
dra. Sólo se sintió turbada cuando, en una de las pocas oca-
siones en que visitaba a su padre, éste le dijo:
—Hija, me debes un yerno.
Su bello rostro se ruborizó avergonzado y la ninfa
acertó a murmurar:
—Padre, ya saben que jamás me casaré.
—Hija, me debes unos nietos.
Dafne lo miró entristecida. ¿Cómo podía hacer enten-
der a aquel anciano obstinado que aborrecía el matrimo-
nio, que no sabía lo que era el amor ni deseaba conocerlo?

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Finalmente, rodeando el cuello de su padre con sus
tiernos brazos, le dijo:
—Permíteme gozar, padre queridísimo, de una perpe-
tua virginidad. Así se lo concedió Zeus a su hija Ártemis.
—Hija, aunque lo lamente, puedo aceptarlo. Pero tu
propia belleza será la que te impedirá obtener lo que de-
seas. Eres demasiado hermosa para permanecer sola.

Una persecución desesperada


Así estaban las cosas cuando la flecha del airado Eros
impactó de lleno en Apolo. Inmediatamente, el dios se sintió
loco de amor por la muchacha. Su pecho ardía como arden
las espigas de trigo si alguien se acerca demasiado con su
antorcha. Así, la deidad se consumía en llamas por un amor
imposible. El gran dios, hermoso, alto, admirado en todas
partes por su larga cabellera negra cuyos bucles tenían re-
flejos azulados, temblaba como una hoja pensando en ella.
Miraba a Dafne desde la lejanía, veía los cabellos que
le caían en desorden sobre el cuello y pensaba:
—Con qué gusto se los peinaría.
Observaba sus ojos, que brillaban como las estrellas
y susurraba:
—Con qué gusto se los besaría.
Veía sus labios voluminosos y gemía.
—Con qué placer se los mordería.
Contemplaba sus dedos, sus manos, sus antebrazos
desnudos y lloraba.
—Con qué pasión los acariciaría.

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Y, dejando volar la imaginación en torno a lo que no
veía, se lanzó a la caza de la joven ninfa. Dafne escapó, más
veloz que la leve brisa, pero él la persiguió gritando:
—¡Te lo ruego, Dafne, hija de Peneo, detente! No te
persigo como enemigo. No huyas de mí como los corde-
ros lo hacen del lobo, los ciervos del león o las palomas
del águila. No es la hostilidad la que me impulsa hacia
ti, sino el amor.
Y continuó con su perorata, que parecía tan imposible
de detener como su rápido paso.
—¡Desdichado de mí cuando pienso que por mi cau-
sa puedes caerte o pueden arañarte las zarzas! Tu cuerpo
perfecto no lo merece. Son demasiado abruptos los lugares
que estamos atravesando, hermosa Dafne. Te ruego que no
corras tan de prisa. Yo te prometo que también te seguiré
más despacio.
Pero ella no bajó el ritmo ni le respondió. Apolo no se
sintió desanimado y continuó con su discurso:
—¡No sabes de quién huyes, Dafne! No soy ni un ca-
zador rudo ni un pastor ignorante. Zeus es mi padre y me
honran como a su señor en Delfos, Claros, Ténedos y el
reino de Pátara. Yo revelo lo que ha sido y lo que será. Yo
hago que armonicen los versos y la música. Yo he inven-
tado la medicina y me llaman «sanador». Sin embargo,
aunque mis flechas son certeras, otra más poderosa se ha
hundido en mi pecho y ni siquiera mis medicinas pueden
luchar contra ella. ¡Ay de mí! ¡No existen hierbas que pue-
dan curar el amor!

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Apolo deseaba continuar hablando, pero Dafne, lejos
de sentirse convencida, aceleró el paso. El dios contuvo la
respiración al ver cómo el viento desnudaba sus miembros
y sus ropas temblaban agitadas por el esfuerzo. La propia
huida aumentaba la belleza y la sensualidad de la mujer.
Así que el dios olvidó sus monólogos y comenzó a co-
rrer de verdad, igual que un perro cazador avanzaría tras
su presa, mientras ella se apresuraba en pos de su salva-
ción. Atrás quedaban los halagos y las súplicas. Como el
sabueso a punto de atrapar a su víctima, Apolo esperaba
alcanzarla al cabo de un momento, y ya la rozaba con los
dedos y dejaba que ella sintiese su respiración en el cue-
llo. Mientras, Dafne, al saberse superada, corría más rauda
usando sus últimas energías. A él lo impulsaba la esperan-
za, a ella, el miedo.
No obstante, el más veloz era el perseguidor y no daba
tregua. La ninfa palideció ya sin fuerzas y, vencida por el
cansancio de la veloz fuga, hizo un último esfuerzo al ver
las aguas del río Peneo y gritó:
—¡Ayúdame, padre! ¡Si los ríos tienen algún poder,
transfórmame y haz que desaparezca para siempre la figu-
ra por la que he sido demasiado amada!
Apenas había terminado su ruego cuando la pesadez
y la torpeza invadieron sus miembros, una fina corteza re-
cubrió su pecho blanquísimo, sus cabellos comenzaron a
convertirse en hojas y sus brazos en ramas. Sus pies, antes
tan veloces, se anclaron en el suelo con poderosas raíces.
Dafne se había transformado en un árbol.

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Apolo se detuvo horrorizado. Sin embargo, aun así la
amaba. Posando su mano sobre el tronco, sintió palpitar
el corazón de Dafne bajo la nueva corteza y no pudo evitar
abrazar el árbol como si fuera el cuerpo amado. Y besó la ma-
dera y, aunque parezca imposible, el leño intentó rehuirlo.
Entonces, Apolo dijo:
—Ya que no puedes ser mi esposa, serás mi árbol.
Siempre te llevaré conmigo. En mi cabello, en mi cítara,
en mi vaina... E, igual que mi cabeza conserva siempre jo-
ven su larga cabellera, tú llevarás el perenne adorno de
tus hojas.
Así Apolo puso fin a sus palabras, y el laurel movió
todas sus ramas acabadas de nacer como si celebrara el ho-
nor que se le concedía.

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Los dos nacimientos de Dioniso

D ioniso, el dios de la viña, del vino y del delirio místico,


no es un dios corriente. Para empezar, no nació una sola
vez, como suele ser normal, sino dos...

El amor abrasador de Zeus


Zeus se enamoró de Sémele. Para seducirla mudó su
aspecto en el de un joven apuesto y se presentó ante la mu-
chacha. La chica aceptó sus seductoras proposiciones y du-
rante un tiempo fueron amantes. La relación fue viento en
popa hasta que Sémele se quedó embarazada.
La esposa de Zeus, la celosa y vengativa diosa Hera,
se enteró de lo acontecido y se prometió a sí misma que
aquella simple mortal pagaría su ofensa. Se personó en la
casa de Sémele con el semblante de una anciana y entabló
conversación con ella. Después de una larga charla consi-
guió que le revelara su secreto.
—Si quieres evitar la deshonra de tu familia, debes
hacer que Zeus reconozca la paternidad del niño que lle-
vas en tus entrañas. Pídele que se muestre ante ti con su
aspecto auténtico y que se funda contigo en un abrazo
amoroso como hace con su esposa —la aconsejó Hera con
perversa intención.
Con estas palabras, consiguió convencer a la ingenua
Sémele, quien al reencontrarse con su amado, le pidió que
le concediese un regalo sin especificarle de qué se trataba.
Traicionado por la pasión, Zeus aceptó.
—Quiero que me abraces y me ames de la misma ma-
nera que a tu esposa —dijo la inocente muchacha.
Zeus deseó haber podido tapar la boca de la chica an-
tes de que pronunciara esas palabras, pero ya era tarde, y
los dioses están obligados a cumplir con su palabra. El dios
se elevó hacia las alturas, recogió los rayos, las nubes y los
relámpagos, y se fundió con su amante en un abrazo amo-
roso y al mismo tiempo mortal. El cuerpo de la joven no
pudo soportar la potencia de las fuerzas celestes y Sémele
pereció abrasada.

El nacimiento doble de Dioniso


Ante la desgracia que había causado, Zeus reaccionó
con diligencia y extrajo el hijo del seno de Sémele, que es-
taba en el sexto mes de gestación. Ése fue el primer na-
cimiento de Dioniso; pero como el cuerpo de la criatura
aún no estaba maduro del todo, el dios del rayo se lo co-
sió en seguida al muslo para que acabara de desarrollarse.
En el noveno mes de gestación, el niño nació por segunda
vez, aquella vez ya perfectamente formado. Su nombre nos
indica el origen tan curioso de Dioniso, pues significa «el
dios nacido dos veces».
Temeroso de lo que su esposa le pudiera hacer a la
criatura, Zeus se la confió a Hermes, el dios del comercio
y del robo, quien lo entregó a los reyes de Orcómeno, Ata-

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mante e Ino, para que lo criaran. El dios les aconsejó que
lo vistieran con ropas femeninas para evitar las sospechas
de Hera, pero ésta no se dejó engañar y volvió locos a los
dos tutores.
Para evitar males mayores, Zeus se llevó a su hijo al
lejano país de Nisa con la intención de que las ninfas de
aquellas tierras lo educasen. Como la ira de Hera todavía no
se había aplacado, el dios decidió transformarlo en cabrito,
lo cual fue suficiente para que pasara desapercibido duran-
te un tiempo y pudiera llegar a la edad adulta.

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Marsias, el flautista

C uando lo que se desea es vivir durante muchos años y


lo más tranquilamente posible, desafiar a los dioses no es lo
más conveniente. Marsias lo comprobó en primera persona.

Marsias encuentra la flauta


Atenea inventó la flauta de doble tubo, que producía
la música más bella que jamás se hubiera escuchado en
toda Grecia. La diosa estaba muy orgullosa de su invento,
pero un día, mientras lo tocaba ante un arroyo, observó
cómo se le inflaban las mejillas deformando su precio-
so rostro. La imagen reflejada en el agua la horrorizó, de
modo que arrojó la flauta bien lejos, amenazando con los
más terribles castigos a quien la recogiese.
La casualidad quiso que fuera el sileno Marsias quien
la encontrase. Con el tiempo llegó a tener tal destreza con
el instrumento, que se atrevió a desafiar al mismísimo
Apolo, dios de la música:
—Apolo, te reto a que demuestres que eres tan diestro
tocando la lira como yo la flauta.
—Acepto con una condición.
—¿Cuál?
—Que el vencedor pueda hacer con el perdedor lo
que quiera.
—De acuerdo.

Marsias compite con Apolo


La competición empezó con un empate entre ambos
contendientes. Era imposible decir qué instrumento sona-
ba mejor. Entonces, Apolo lanzó un desafío a su contrin-
cante para discernir de una vez por todas cuál de los dos
era el mejor músico:
—Veamos si también eres capaz de tocar la flauta vol-
viéndola del revés, como yo hago con la lira.
Marsias lo intentó, pero no lo logró. Ante el fraca-
so del sileno, el dios fue declarado justo vencedor. El
castigo de Apolo fue cruel: colgó a su contrincante de
un árbol y lo despellejó vivo. Después se arrepintió y lo
transformó en río.

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Narciso y Eco, el amor imposible

T anto Narciso como Eco fueron personajes mitológi-


cos cuyos nombres se han introducido en nuestro lengua-
je actual por derecho propio. Así, Narciso se enamoró de
sí mismo y desde entonces es narcisista quien está exce-
sivamente pendiente de su persona. Y Eco fue una ninfa
parlanchina castigada a repetir solamente las últimas pa-
labras que cualquier otro pronunciara.

El castigo a la ninfa parlanchina


La ninfa Eco era muy graciosa y divertida. Todos la
conocían por su prodigiosa habilidad con la palabra. La
joven sabía jugar como nadie con el lenguaje y su conver-
sación, aunque el tema resultara mortalmente aburrido,
acababa siendo chispeante y entretenida.
Una mañana, como tantas otras, las ninfas se reunie-
ron en el monte, y Zeus, como tantas otras veces, apareció
de improviso. Al padre de los dioses le agradaba corretear
con las ninfas y llevarlas al huerto —en el mal sentido de la
expresión— e incluso se olvidaba de su mujer.
Su esposa, Hera, en cambio, nunca se olvidaba de él.
Como era extremadamente celosa y comenzaba a sospechar
que las reiteradas e injustificadas ausencias de su marido
tenían una razón poco clara, decidió seguirlo con discreción.
Pero se topó con Eco, a la que habían aleccionado
debidamente. La joven ninfa salió a su paso y la entretu-
vo con un interesantísimo monólogo sobre las indiges-
tiones pasajeras.
De esa manera, el díscolo Zeus pudo escapar a su es-
posa, y las ninfas se libraron de la venganza de Hera.
La diosa cayó en la trampa la primera vez.
Pero, cuando la escena se repitió, Hera adivinó el se-
creto y montó en cólera. La pobre Eco se llevó la peor parte:
—Desde ahora no tendrás poder sobre esa lengua osa-
da que se ha burlado de mí. Ni tampoco serás libre para
usar la voz cuando lo desees.
Eco la observó horrorizada. ¡Y ni siquiera había com-
prendido el alcance del castigo! Lo descubrió cuando in-
tentó articular palabra. No pudo decir nada. Hera rió con
sorna y se marchó murmurando:
—¡Cállate para siempre, Eco!
Y los labios de Eco pronunciaron sin que ella lo pretendiera:
—Eco, Eco, Eco...
Y así nació el eco, que tomó el nombre de la desven-
turada ninfa. Sin embargo, aquél sólo fue el inicio de su
desgracia, porque, por aquel entonces, todavía conservaba
su cuerpo y no se había enamorado de Narciso.

La profecía de Tiresias
El joven Narciso era el hijo del río Cefiso y de la azula-
da ninfa Liríope. La relación de sus padres no fue ejemplar,
porque su progenitor aprovechó que la ninfa se había que-
dado atrapada en sus meandros para hacerla prisionera.

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