Casas Avrane
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Casas
Cuando el inconsciente habita los lugares
En 1348 la peste se propagó por Florencia, la más bella de todas las ciudades de Italia.
Algunos años antes, este flagelo se había hecho sentir en diversas comarcas de Oriente,
donde quitó la vida a una cantidad prodigiosa de gente. Sus estragos se extendieron
hasta una parte del Occidente, de donde nuestras acciones inicuas, sin dudas, la
atrajeron a nuestra ciudad. Allí, en muy pocos días, hizo progresos rápidos pese a la
vigilancia de los magistrados.1
Lo hemos olvidado.
Para nosotros, esa peste ya no es más que el pretexto del que se sirvieron
algunos jóvenes, mujeres y hombres, para encerrarse diez días en un
espléndido castillo donde narrar, cada uno por turno, las historias, a veces
subidas de tono, que nos refiere Bocaccio en su Decamerón. Del mismo
modo, la epidemia que se desploma sobre Londres en 1665 es lo que le
permite a Daniel Defoe, tras las aventuras de Robinson Crusoe, publicar
una nueva obra exitosa: el Diario del año de la peste.
Sin embargo, el contenido de este Diario resuena hoy extrañamente.
Fuga de la ciudad o confinamiento en su casa prefiguran nuestras conductas
del año 2020, al igual que el almacenamiento de provisiones y la inquietud
del contagio por enfermos que no saben que han sido infectados. Del mismo
modo, el recuento de las personas enfermas, la vigilancia y la progresión de
la epidemia barrio por barrio y de su transmisión en todo el país por
aquellos que abandonaron la ciudad, así como las órdenes que dieron las
autoridades —para clausurar las casas, requisar a los cirujanos, secuestrar a
los enfermos, sostener la economía e impedir que se disparen los precios—,
parecen muy actuales.
Ya no creemos, como Bocaccio, que fueron nuestros pecados los que
atrajeron la enfermedad o, como Daniel Defoe, que si bien el origen y la
propagación de la peste son naturales, sin embargo dependen de la potencia
divina, que se “complace en actuar sirviéndose de las causas naturales”.2 No
obstante, tal vez habíamos tenido demasiadas esperanzas de que la ciencia y
la técnica habían acabado con esas amenazas. La epidemia ya no se
contenta con ser el decorado de las aventuras del héroe esbozado por Jean
Giono o la admirable metáfora utilizada por Albert Camus.3 En adelante,
entre la peste y el cólera hay un coronavirus.
Como medida de protección se dio la orden de quedarse en casa. Y como
siempre ocurre, como en el cuento, el relato, las aventuras o la novela, la
casa es un refugio. Entonces ocupa plenamente su función primaria, aquella
que descubre el recién nacido al pasar de los brazos maternos a la cuna,
luego al descubrir las paredes que se le vuelven familiares, aquellas reales o
soñadas, de una casa natal. Más tarde es una casa de la que sabrá entrar y
salir. Se va acostumbrando a los diferentes espacios, íntimos o compartidos;
allí encuentra su imagen del cuerpo, su estilo de relación con el otro. Es la
casa que llevamos en nosotros, y se conjuga con la que habitamos, la
mayoría de las veces en compañía de nuestros allegados. Con ellos vivimos
entre las paredes que narran su historia, compartimos el mobiliario traído
por unos y otros, el decorado que a veces contiene la huella de ocupantes de
antaño, todo cuanto forja el alma de una casa, el inconsciente del inmueble
en el que vivimos. Nueva peripecia para las construcciones más antiguas,
experiencia inédita para las construcciones jóvenes, el confinamiento casi
no perturba la estructura de la casa; pero la pone a prueba.
La casa es un refugio. Sin embargo, este no tiene la misma coloración, no
se inscribe en la misma relación transferencial —para hablar como
psicoanalista—, según sea elegido u obligado. Cuando un niño es enviado a
su habitación, no es la misma cosa que cuando él decide ir. Prohibirle salir
es un castigo. Durante el confinamiento de 2020 en Francia, el certificado
de desplazamiento excepcional que se debe llenar antes de cualquier salida
se parece a una nota de disculpa. Franquear la puerta, habitualmente bajo el
control de los habitantes, que pueden salir según su voluntad y escoger a
quien dejan entrar en su hogar, está sometido a una regla que ellos no
controlan, aunque la acepten y comprendan. La puerta está cerrada. El
refugio está clausurado. Reina una prohibición. Lo que se transforma es la
economía de la casa.
Salvo que se viva en un monasterio o se padezca la coerción de la prisión
o del hospital, habitar en un lugar no implica la reclusión. La casa está
abierta; y para una gran mayoría de individuos, la existencia cotidiana
transcurre en el exterior. A los gatos domésticos en ocasiones les disgusta
una presencia constante de humanos en su espacio. Ellos, como los hombres
y las mujeres que los rodean, necesitan aprender a compartir su residencia.
Así, los ocupantes establecen toda una estrategia de ocupación de la casa.
Esta atañe al reparto en el tiempo del goce de los diferentes espacios, como
el de las tareas que deben efectuar —el aprovisionamiento y la constitución
de reservas de provisiones, de los productos necesarios para el
mantenimiento de la vivienda y de las personas, la preparación inédita de
comidas que hasta entonces se hacían en restaurantes o bares diversos—,
las innumerables elecciones y decisiones que se deben operar para limitar
los conflictos aceptando la parte narcisista del otro, las cosas a las cuales les
parece imposible renunciar.
Se develan entonces las cualidades inadvertidas de la casa: lo que torna
fácil o difícil la cohabitación permanente; pero también aquello que, para
un sujeto, representa la casa, la manera en que la habita y en que es
habitado por ella. Este entrecruzamiento entre la arquitectura real de un
inmueble y su construcción imaginaria constituye lo que yo llamaría el
inconsciente de la casa, que es propio de cada uno y compartido por todos;
y se comprende que, cuanto mejor es compartido, tanto más fácil es vivir en
la casa. Es así como pueden parecer necesarios ciertos acondicionamientos,
que atañen tanto a la utilización de las piezas, la disposición de los muebles
como a la representación en sí de la habitación. Los gatos aprenden a
compartir el sofá durante la jornada.
La reclusión es un aislamiento, mientras que el confinamiento es un
encierro: si bien la casa está cerrada, no por ello están proscritas las
relaciones con el mundo exterior. En este comienzo del siglo XXI, es
principalmente mediante las conexiones informáticas como el mundo es
invitado al interior. Las pantallas ya no se contentan con ser ventanas,
puesto que aquel o aquellos a quienes veo me ven. Es la oficina, la escuela
la que ocupan un lugar en mi casa. Y yo puedo compartir un aperitivo con
amigos, discutir con mis padres o mis hijos en su propio hogar mientras que
ellos visitan el mío, mostrarles el último plato que cociné, así como ellos
me hacen partícipe de sus hazañas culinarias, e incluso tener más
intercambios cómplices con aquel o aquella cuya presencia a mi lado me
hubiera gustado.
El psicoanalista, por su parte, sigue siendo discreto. Si bien no todas las
sesiones fueron suspendidas, como ocurre en las vacaciones, el intercambio
se limita a la voz para aquellas que prosiguen. La exploración del mundo
fantasmático es trabada por aquella de la realidad. Tal psicoanalista que le
propone a un niño continuar su cura utilizando una aplicación de video
rápidamente renuncia después de que el varoncito, Edipo triunfante, ¡le
muestra el baño donde se encuentra su madre!
En todos los casos se trata de precaverse de la confusión de los espacios.
Por regla general, las viviendas contemporáneas comprenden una parte
dedicada a la recepción de los visitantes, mientras que otra es más íntima.
Entrada, salón, comedor o sala de estar se distinguen del dormitorio, aunque
esto sea menos visible en los lugares donde los tabiques fueron suprimidos.
Y si bien la distinción es difícil en el espacio medido de una pequeña
vivienda, esta se hace en el tiempo. Visitar al ocupante de un monoambiente
a la tarde no constituye una intrusión, como podría serlo en la mitad de la
noche; durante el confinamiento, los cursos del colegio o del secundario no
transcurren fuera de los horarios escolares habituales, incluso por internet.
Así, el inconsciente de la casa es respetado.
“Cada uno en su casa se acondiciona un espacio de trabajo. Una
redactora requisa los pupitres de sus dos hijitas para hacerse una oficina en
la sala. Una editora pone cables y monta una tienda en su jardín”, explica
un periodista al informar acerca de las conferencias de redacción en video
de su periódico, durante las cuales “la aparición imprevista de un niño o de
un gato en la pantalla, un intercambio un poco intenso con un cónyuge
cuando el micro quedó abierto”, desencadenan una risa colectiva.4 Si los
avatares de las videoconferencias, a imagen de los lapsus y actos fallidos,
pueden provocar hilaridad o molestia, la seriedad está a la orden del día.
“Durante las clases virtuales se han señalado comentarios y
comportamientos desplazados, que serán tratados y sancionados como
corresponde”, previene el director de un gran colegio secundario parisino en
un mensaje a los padres de los alumnos.
Todo lugar lleva consigo sus costumbres, con un perfume superyoico.
Aquellas de los espacios de trabajo, como aquellas del placer, no se
confunden con los principios que reinan en la casa. Quedarse en su casa
implica transportar, durante un tiempo, usos que no pertenecen al hogar:
nada de niños en una reunión profesional, y en clase hay que comportarse.
Hasta lo que preconizan algunos psicoanalistas de instalar la computadora
del profesional en la parte alta del diván, con la cámara vuelta hacia el
panorama que ve el paciente acostado, contemplando entonces el analista el
dorso de su computadora. No se especifica, a tal punto esto parece evidente,
que el analizante debe entonces aislarse. Los aperitivos virtuales se toman
al atardecer, cada uno sentado en su sofá, a veces un balcón reemplaza la
terraza del bar; las maratones por etapas se corren el fin de semana en una
sala transformada en pista.
No obstante, romper durante un instante con los principios de la casa no
conduce a suprimirlos. El inconsciente de la casa, que permite la vida en
común, puede soportar un tiempo esa intrusión del mundo exterior. Sin
embargo, no podría soportar, a riesgo de provocar una rotura del grupo, que
la clausura de la casa se borre definitivamente, que sus paredes se vuelvan
permeables. La casa protege a cada uno de la enfermedad, pero también
protege a los que viven en ella5*.
Abril de 2020
PRÓLOGO
1. Bocaccio, Décaméron, París, Prodifu, 1979. [El decamerón, varias versiones en castellano. Salvo
indicación en contrario, todas las traducciones de las citas textuales son del traductor de la presente
obra.]
2. Daniel Defoe, Journal de l’année de la peste, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1959,
p. 1082. [Diario del año de la peste, varias versiones en castellano.]
3. Jean Giono, Le Hussard sur le toit, París, Gallimard, “Folio”, 1995; Albert Camus, La Peste, París,
Gallimard, “Folio”, 1990. [Hay versiones en castellano: El húsar en el tejado, trad. de Francesc
Roca, Barcelona, Anagrama, 1998; La peste, varias ediciones en castellano.]
4. Gilles van Kote, “Le Monde au temps du coronavirus”, Le Monde, 27 de marzo de 2020.
5. * En el original maisonnée, véase N. del T. número 14 [N. del T.].
6. Sigmund Freud, Leçons d’introduction à la psychanalyse, OCF. P XIV, p. 157 (en esta forma
anotaremos las referencias a las Œuvres complètes de Freud. Psychanalyse, París, PUF, 1991-2015,
20 vol.). [Hay versión en castellano: “Conferencias de introducción al psicoanálisis”. Todas las obras
citadas de Freud (con excepción de algunas que reúnen sus cartas) corresponden a las Obras
completas de Sigmund Freud, trad. de J. L. Etcheverri, Buenos Aires, Editorial Amorrortu. Solo
agregaremos ––además del título— el volumen y el año correspondiente a su edición (y su
paginación, en caso de que transcribamos una cita textual); en este caso, vol. 15, 1991, p. 139.]
7. * Hay gente en el balcón, literalmente, que puede traducirse como “tener una buena delantera”. [N.
del T.]
8. ** En el original maisonnée, véase N. del T. número 14 [N. del T.].
1. HISTORIAS DE CASAS
“¡Su apartamento se parece mucho al de Freud!”, me dice Hiltrude, una
joven analizante al volver de un corto viaje a Viena. La afirmación solo es
muy lejanamente justa, y yo mido toda su ambivalencia. Significa que no
seré más que un doble al vestirme con los oropeles de un maestro, casi un
impostor; o mucho mejor, una suerte de cangrejo que se desliza en un
caparazón abandonado. “Sí, en realidad, sobre todo es la escalera del
edificio la que es casi igual, porque en su casa no hay una colección de
antigüedades y su sala de espera está llena de luz; en casa de Freud era más
bien siniestro”, corrige. Hiltrude vivió mucho tiempo en países soleados; el
horizonte de su casa natal es el océano Pacífico. De tanto en tanto se queja
de la grisura parisina. También comprendo que no se contentó con visitar
Berggasse 19 en Viena —el apartamento está ahora casi vacío—, también
conoce las fotos del consultorio de Freud, repleto de estatuillas egipcias,
griegas o romanas que son hoy el orgullo de la última casa del padre del
psicoanálisis, en Londres, Maresfield Gardens 20.
UN ENCUADRE SILENCIOSO
La casa, el apartamento donde reside el analista, o bien el consultorio
reservado al uso profesional, a veces compartido con otros, constituyen el
encuadre silencioso del psicoanálisis. Habitualmente, a la persona que viene
a consultar se le anuncia la duración y la frecuencia de las sesiones y la
tarifa. Pero el color de las paredes, la orientación del diván o la comodidad
del sillón no forman parte de la prescripción. Otro tanto ocurre cuando
visitamos a una persona, a unos amigos. Sabemos que vamos a tomar un
café, a cenar, a discurrir con un objetivo específico o no. Sin embargo, salvo
que se trate del estreno de una casa, el plano del lugar, la calidad de la
iluminación y de las cortinas, el orden o el desbarajuste no forman parte de
los intercambios. A veces el decorado se venga. Tropezamos con un
juguete; el polvo provoca los estornudos de un invitado; Marie Cardinal
interpela así a su analista: “No tendría que dejar esa gárgola en su oficina,
es espantosa. Ya hay bastante horror y miedo en la cabeza de la gente que
viene aquí, no vale la pena cargar las tintas”.9 En ocasiones son buenas
sorpresas. Una persona aficionada se siente atraída por un pequeño jarrón
de Gallé perdido en medio de chucherías sin interés. Una anticuaria, que
había venido a exponer las dificultades de su hijo, al entrar en mi
consultorio no puede dejar de prestar atención a los sillones destinados a los
pacientes (cuando se atiende a niños se necesitan por lo menos dos para los
padres), que están conmigo desde hace décadas y aparentemente se han
convertido en butacas difíciles de encontrar.
No obstante, más allá de los objetos, es el conjunto de la casa en la cual
penetramos la que da cuenta, sin que lo percibamos explícitamente, de la
calidad, del estilo de sus ocupantes. La frialdad de un azulejado brillante
puede dejarnos helados; la acumulación de muebles dispares no nos deja
mucho lugar; en el seno de una disposición impecable, obra cuidada de un
decorador, nos sentimos intrusos. Un poco de desorden muestra que los
anfitriones no rezongan por recibir en cierta intimidad; del mismo modo,
los psicoanalistas desconfían de los discursos construidos y saben esperar
balbuceos y saltos de un asunto a otro antes de decidirse a recibir a un
analizante.
EL ABRIGO DE LA HORDA
Una docena de seres con miembros pesados, con la piel de un amarillo lívido, el cráneo
cubierto de pelos escasos y negros que caen sobre sus ojos, de uñas ganchudas, están
agrupados, apretados unos contra otros, bajo un árbol frondoso cuyas ramas bajas llegan
al suelo y son retenidas con ayuda de terrones de légamo. […] Todos, enlazados como
un nido de culebras, están durmiendo, salvo uno de ellos, que está despierto y lanza en
la oscuridad gritos lastimeros y prolongados para alejar a los animales perjudiciales.
Cuando lo gana el sueño, va a despertar a uno de sus compañeros, que toma su lugar.11
¿Son hombres esos seres que no tienen un techo para protegerse, un hogar
para calentarse, una casa?, se interroga Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc,
en 1875, al comenzar su Historia de la habitación humana. Con seguridad,
responde Freud algunas décadas más tarde, porque, ¿cómo no ver en ese
grupo enlazado una expresión de la horda primitiva que el inventor del
psicoanálisis pone en el origen de la humanidad? Una horda sin fe, ni techo,
ni ley,12* bajo la férula de un padre feroz y omnipotente, que pronto es
muerto por sus hijos, los hermanos coaligados que se reparten las mujeres y
prohíben el incesto, fundando así la civilización, la familia, el hogar.13 En la
descripción imaginaria del arquitecto del Segundo Imperio, tal vez acaba de
producirse el asesinato original. En efecto, la banda de uñas ganchudas y
pelos negros no está bajo la vigilancia de un solo amo; cada uno a su vez,
los compañeros comparten la guardia. La familia14* —el grupo de los
emparentados— precede a la casa —la construcción que los circunda.
En esta perspectiva darwiniana, compartida por Viollet-le-Duc y Freud,
el alma de las casas, lo que podemos llamar el inconsciente de las casas15 —
lo que una vivienda soporta de los deseos inconscientes de sus ocupantes,
como lo que toda casa inscribe inconscientemente en cada uno—, surge de
la evolución razonada de estas, del recuerdo, en ocasiones perdido, de su
historia, de sus formas pasadas. A imagen de los rebaños salvajes de
bovinos y de caballos, citados por Freud, que regularmente matan al
animal-padre16, la horda original no parece tener una vivienda. Vaga,
encontrando un abrigo providencial en una gruta, bajo un árbol, o una
anfractuosidad rocosa. Es el grupo, no ya la horda o el rebaño, el que
aprende a confeccionar, con ramas, cañas y follaje, una choza. Primera casa,
alberga a una primera familia. Luego, tras el dominio del fuego, es el primer
hogar. Se deja bajo la vigilancia de una mujer, porque si un hombre debe
obligarse a renunciar al placer de sofocar las llamas orinando encima, la
mujer es “guardiana del hogar porque su conformación anatómica no le
permitía ceder a esa tentación de placer”.17
LA AUSENCIA DE UN LUGAR
Pero Edward Hopper es un pintor de casas. Una gran cantidad de sus obras,
probablemente la mayoría de ellas, las representan. Hopper diseña su
interior o son vistas del exterior, en su totalidad o en parte, aisladas o entre
otros edificios. Algunas son famosas, a imagen de la que sirve de modelo a
Alfred Hitchcock en Psicosis. Otras se reconocen: un circuito de visita
permite descubrir los chalés pintados por Hopper en Gloucester
(Massachusetts), donde pasó varios veranos, y por cierto podríamos
encontrar en París la escalera del 48 rue de Lille que representa en 1906.28
Sus cuadros están construidos, sus estudios preliminares son cuantiosos y
precisos. El espectador está afuera o adentro. A veces, algunas ventanas
permiten mirar en el interior de la habitación o, por el contrario, ver una
casa a partir de una pieza. Interior y exterior, adentro y afuera, íntimo y
público parecen constantemente en juego; así se mantiene un sentimiento de
extrañeza.
No obstante, cuando yo recorro el conjunto de la obra de Hopper —que
es importante pero no pletórica— para tratar de comprender un poco mejor
el origen de esa extrañeza, descubro que a todas esas casas, a todos esos
personajes, les falta un espacio. Salvo una excepción, me parece que los
hombres y las mujeres de Hopper nunca se codean en una sala, un comedor,
incluso una recámara, el espacio de los encuentros, el de la cena de los
Peregrinos de Emaús, la pieza donde están Las Meninas o La familia de
Carlos IV o aquella de La señora de Georges Charpentier, y donde,
sacrilegio, Magritte instala una mujer desnuda; aquel donde el espectador
no es ya un mirón sino un invitado. Cuando nos parece que divisamos uno
de esos lugares, el autor nos desengaña: es una oficina, el vestíbulo de un
hotel. En otras partes reconocemos un salón de peinados, un cine o un
teatro, un bar, múltiples salones de restaurantes. La única excepción que
detecté es la de una pareja, cada uno de los cuales ignora al otro, sentada en
lo que parece ser un salón, y que muy acertadamente se podría describir
como una sala de espera.29 En cambio, frecuentemente es afuera, en la
entrada o justo al lado de su habitación, donde se encuentran esos hombres
y esas mujeres. Están en el umbral, la escalera de entrada, una terraza, el
jardín de su casa. ¿Esperan a alguien? No necesariamente.
La pintura de Hopper, se puede observar, da cuenta de una ausencia de
comunicación entre los seres representados. Tomados en su inactividad o su
banal actividad, no se interesan en aquellos que comparten la escena de los
cuadros, así como tampoco buscan suscitar el deseo del espectador. En
términos freudianos, diría que está en funcionamiento la libido del yo
mientras que la libido de objeto se empobrece.30 Nos encontramos frente a
esas telas, desamparados, como frente a esos niños a menudo calificados de
autistas con quienes el contacto es complicado, incluso imposible; un
acercamiento sin precauciones corre el riesgo de convertirse en una violenta
intrusión. Tanto en las casas como entre los hombres se distinguen espacios
diferentes. Con Hopper comprendemos que la ausencia del lugar
correspondiente a los encuentros provoca nuestra perplejidad; falta una
escena, aquella donde yo puedo recibir a mi prójimo al tiempo que estoy a
resguardo.
SHU Y CRAC
En la actualidad, una mujer acomodada que se desviste frente a su criado
sin dudas sería tratada de Mesalina. Y es cierto que la conducta de la
marquesa de Châtelet, la amante de Voltaire, perturba a su valet cuando la
descubre desnuda en su bañadera o bien al levantarse. En el corazón del
siglo XVIII, la marquesa conserva costumbres del siglo precedente, la
ausencia de pudor doméstico.31 Del mismo modo, un anfitrión que le
proponga a un invitado de paso que comparta su cama, de noche, con su
esposa y sus hijos, sería mirado con algo más que sospechas. No obstante,
durante toda la Edad Media, y hasta fines del siglo XVII, la promiscuidad
nocturna era normal en el pueblo del campo y de las ciudades. Todos los de
la casa, o más o menos, servidores inclusive, pueden dormir en la misma
cama. A menudo, esta constituye lo esencial del valor de los bienes
poseídos. La ausencia de un espacio de encuentro que detecto en Hopper, la
molestia provocada por las telas de Magritte son fenómenos
contemporáneos. A la inversa de lo que sostiene el hombre triunfante del
siglo XIX, las casas tienen una historia, su estructura cambia, e incluso si
podemos vivir en un edificio antiguo —las casas francesas ocupadas más
antiguas datan del siglo XV—, nuestras maneras de habitarlas no son ya las
mismas.
Según las épocas y las culturas, la composición de los que viven en la
casa varía. Hoy en día, la mayoría de las veces, la vivienda alberga a una
familia restringida: los padres y los hijos, cualesquiera que sean los lazos de
filiación cuando se trata de familias llamadas recompuestas. Actualmente,
los criados ya no comparten la vida de un hogar. La separación de estos —
cocina al fondo del corredor y cuartos de criados en el último piso de los
edificios haussmannianos32* en París— se produjo a comienzos del siglo
XIX. Los innumerables criados y doncellas de las moradas aristocráticas del
Antiguo Régimen, a imagen de aquellos puestos en escena por Molière,
Marivaux o Beaumarchais, no eran relegados en espacios lejanos.
Recordemos la apertura de Las bodas de Fígaro:
Suzanne: ¿Qué estás midiendo […]?
Figaro: Mi pequeña Suzanne, miro si este bello lecho que nos da Monseñor quedará
bien aquí.
Suzanne: ¿En esta habitación?
Figaro: Él nos la cede.
Suzanne: Y yo no quiero.
[…]
Figaro: Te pones de mal talante contra la habitación más cómoda del castillo, y que
ocupa la mitad de los dos apartamentos. De noche, si Madame está incómoda, llamará y
¡shu! en dos pasos estarás a su lado. ¿El Señor quiere algo? No tiene más que hacer
sonar su campana y ¡crac!, en un salto estoy ahí.
Suzanne: ¡Muy bien! Pero cuando haya “tintineado” a la mañana para darte alguna
buena y larga comisión, ¡shu!, en dos pasos estará ante mi puerta, y ¡crac!, en tres
saltos…33
SÓLIDOS O PRECARIOS
Sin embargo, el castillo del conde Almaviva —que Beaumarchais sitúa en
Andalucía para tratar con cuidado la susceptibilidad del reino de Francia—
no es el heredero directo de la ciudad patricia romana. La historia de las
viviendas está marcada por rupturas y continuidades. Es diferente según el
destino de la casa —lugar de poder o de vida—, sus ocupantes —señores o
plebeyos—, más que según el espacio donde está construida —ciudad o
campiña— y los materiales que la constituyen —tierra, madera, piedra.
También está ligada a lo que se puede llamar, de manera genérica, el
cambio de las costumbres. Las paredes de las casas antiguas nos informan
sobre las costumbres de nuestros ancestros.
Tras la decadencia del Imperio romano y su caída en el siglo V, las
mansiones ricas son abandonadas en Galia. La ciudad y sus infraestructuras
colectivas (termas, letrinas), cuyos palacios daban el tono a toda la
arquitectura, son abandonados; el mundo rural domina. Las construcciones
galo-romanas son olvidadas; durante toda la Alta Edad Media sirven
eventualmente de canteras, pero no son reutilizadas. El retroceso técnico
hace que su comodidad (circulación del agua, baños turcos, calefacción) sea
inaccesible.35 Las residencias lujosas, antiguos lugares de poder económico
y político, desaparecen. En la historia de las casas, aquí se consuma una
ruptura; merovingios y carolingios reservan las construcciones prestigiosas
y sólidas a Dios. Si bien hoy podemos vivir en una construcción del siglo
XV, podemos orar en un edificio alguna de cuyas partes datan del siglo IX.
La capilla palatina de Carlomagno (año 800) sigue en pie en Aix-la-
Chapelle, mientras que arqueólogos e historiadores no pueden sino
reconstituir la parte residencial del palacio, construida en madera. Así,
Figaro y Suzanne no siguen los pasos de algún esclavo o liberado de un
patricio. El castillo de su amo no está construido en fundaciones romanas.
Puede haber reemplazado uno de esos torreones erigidos en una altura
natural o artificial, que se multiplican a mediados del siglo X antes de ser
transformados en fortalezas, luego reacondicionadas en el Renacimiento.
En cambio, no hay solución de continuidad para el hábitat rural. Algunos
sitios están ocupados desde el neolítico y la arquitectura general de las
casas es estable. La estructura está formada por postes de madera, las
paredes por adobe —tierra mezclada con paja— sobre un encañado de
ramas. Según las regiones, paja, cañas u otros vegetales cubren el techo. La
mayoría de las veces, la casa también hace las veces de establo; los
animales, separados por un tabique, calientan la vivienda durante las
estaciones frías. Esas casas no son obligatoriamente perennes. Una vez que
están demasiado deterioradas se las abandona para reconstruir una nueva en
las proximidades. El pesebre es utilitario. Casi no se ve que esas chozas
sean objeto de una actitud sensiblera, incluso de un fetichismo, acerca de la
casa natal. Tampoco son el soporte de un nombre, el lugar sagrado de un
poder. De las casas largas —longa domus— que tienen hasta treinta metros
de largo sobre siete de ancho, o bien de las viviendas más pequeñas, en
ocasiones circulares, no quedan más que huellas apenas visibles, huecos en
el suelo, emplazamientos de los postes.
El inconsciente de las casas es también la memoria de su pasado. Aquí, la
amnesia hizo su obra, allá, algunas siguen llevando el nombre de la finca
donde vivieron sus ancestros. El señor del castillo se define como
depositario, durante el tiempo de una generación, de su residencia; el
plebeyo lucha contra lo efímero. Probablemente conservemos —el superyó
es su guardián— el recuerdo lejano de los hábitats antiguos, precarios o
sólidos.
PALACIOS E INSULAE
En Roma, no todos habitan los palacios cuyas ruinas aún podemos visitar.
En la campiña, algunas chozas costean los chalés; las ciudades contienen
suntuosas residencias, casuchas e insulae. Construidas a partir del siglo II a.
de J.-C., son bloques de viviendas que a veces tienen una altura de siete
pisos. En la parte inferior se instalaban tiendas, los comerciantes en el
entresuelo, y los plebeyos más pobres habitan los pisos elevados, e incluso
sobre los techos.36 Debilidades de la construcción, rajaduras, incendios y
derrumbes amenazan incesantemente estos edificios, cuyos vestigios
también fueron borrados en la actualidad.
Tras el desinterés de las ciudades durante la Alta Edad Media, el
crecimiento urbano —principalmente con las casas de una sola planta— se
recupera a fines del siglo XI; luego, la densificación de los siglos XII y XIII
favorece la construcción de edificios con pisos. Para las mismas causas, las
mismas soluciones: al lado de las mansiones nobles, inmuebles a imagen de
las insulae romanas. En la planta baja los obradores (talleres y tiendas); el
primero es el piso rico; luego, a medida que se trepa, hasta el ático, el
hábitat se densifica y los habitantes se pauperizan. Y, para las mismas
soluciones, los mismos inconvenientes: el riesgo de derrumbe y de
incendio, la ausencia de higiene debida al amontonamiento. Ruan arde seis
veces entre 1200 y 1225; Bourges, tres veces entre 1252 y 1338; Limoges,
Estrasburgo, Toulouse también son presa de las llamas en el siglo XIII, y a
menudo contabilizan más de mil casas destruidas. En las calles, los
animales circulan y se tiran las inmundicias; los que recolectan la basura
son los puercos. No hay segregación social de los barrios a la ciudad; a
Felipe II de Francia, llamado “El Augusto” (que reina de 1179 a 1223), el
abuelo de San Luis, lo atacan las náuseas cuando se asoma a la ventana de
su palacio de la Île de la Cité, a causa de los olores infectos. Él ordena
pavimentar las calles para eliminar el fango fétido; su nieto logra
imponerlo.
La evolución es lenta. Tras el repliegue de la guerra de los Cien Años,
materiales más sólidos, piedra, ladrillo, reemplazan el entramado y el
adobe; la evacuación de los desperdicios, el suministro de agua son objeto
de reglamentaciones. En el siglo XVIII, al final de aquello que los
historiadores llaman los tiempos modernos, la casa pesada y sólida se
convierte en un bien que se transmite. Ya no es tan susceptible de que se
convierta en humo, de que sus paredes se desmoronen, que desaparezca y
no deje más que ínfimas huellas, legibles únicamente por los arqueólogos.
En adelante, su recuerdo puede inscribirse en todos.
Alrededor de Combray había dos “lados” para ir de paseo […]: el lado de Méséglise la
Vineuse, que llamábamos también el camino de Swann, porque yendo por allí se pasaba
por delante de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. […] Guermantes
sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su propio “lado”.38
EL OLVIDO DE LA TRANSPARENCIA
Por paradójico que pueda parecer, es la transparencia del hotel de
Guermantes, la ausencia de todo elemento opaco, lo que depende de un
registro inconsciente. La limpidez da cuenta de un modo de estar en el
mundo olvidado, aquejado de amnesia, y donde, tal vez, la filogénesis
encuentra la ontogénesis, si la historia del individuo repite aquella de la
humanidad. Del mismo modo que, durante largo tiempo, el niño pequeño se
imagina transparente a los otros, muy particularmente a sus padres, a
quienes cree capaces de adivinar sus pensamientos, el reconocimiento de la
vida íntima no está presente de entrada en el seno de aquellos que
comparten la misma morada.
Lo que consideramos como promiscuidad, con cierta repugnancia, es una
regla habitual y necesaria en la época medieval. La soledad, salvo que
dependa de un voto religioso, es sospechosa. Ya sea en la vivienda o en el
exterior, la vida se desarrolla en comunidad. Es el tiempo de las
solidaridades colectivas, sin una verdadera separación entre privado y
público. Los castillos albergan grandes salones donde no hay tabiques. Los
hombres de armas, la reserva, los anfitriones, sus huéspedes, sus niños, se
reparten en los diferentes pisos. El mobiliario es restringido, simple y
desmontable, los cofres sirven de trastero y, para los festines, se pone una
tabla sobre caballetes. Las casas campesinas, que no difieren mucho de las
chozas protohistóricas, no comprenden más que una sola habitación; la
cocina, como lo esencial de la vida social, se hace en el exterior de la casa.
A partir de la segunda parte de la Edad Media se constituye una vida de
familia. Sobre el modelo de la realeza que se instala, cada hogar se organiza
alrededor de su jefe; cada casa es una suerte de principado soberano. Si bien
la cantidad de piezas aumenta, no tienen funciones específicas. Las
calefaccionadas se reservan a los amos, y solo las camas se cierran con
cortinas.
No obstante, a fines del siglo XVII se produce un cambio: aparece lo que
llamamos “intimidad”.41 Se trata del nacimiento de la vida privada. Se
acepta la soledad; el individuo intenta sustraerse a las coerciones del grupo;
alcobas de nicho, espacios entre cama y cama se convierten en lugares
donde uno puede atrincherarse. Pero las piezas siguen estando en hilera; en
las mansiones ricas hay un vaivén de los habitantes, de los domésticos, de
los invitados. En el seno de los edificios parisinos, estrechos y altos, la
distribución vertical prevalece; las habitaciones de una familia están
distribuidas en varios pisos, cuando no hay un entrelazamiento de piezas
repartidas en los diferentes niveles de la misma construcción. La noción de
confort no existe. La cocina se hace agachado, en el nivel del atrio. La calle,
el patio son lugares de vida. Los innumerables vendedores de agua, de
madera, los poceros, las lavanderas, ofrecen los servicios que no se hacen
en la casa. Más tarde, en el siglo XVIII, cuando la familia nuclear se instaura
como el refugio de lo privado, la vivienda es de una sola pieza. A partir de
los años 1720 la distribución horizontal se convierte en la regla. Una pareja
y sus hijos viven en una casa donde cada miembro de la familia conserva su
propia intimidad. Es el fin de la promiscuidad obligada, de los lugares
indistintos. En las residencias aparecen los espacios libres, pasillos,
recibidores, corredores. Cada uno posee su cama, que ya no tiene cortinas:
es el dormitorio lo que constituye una clausura, y está separado de los
salones de recepción y los boudoirs femeninos. Pronto se impone el salón
comedor. El agua, considerada peligrosa desde fines de la Edad Media,
vuelve a ser utilizada. El cuarto de aseo aparece en los años 1750, pero el
baño sigue siendo un placer de ricos, y uno se hace afeitar en la tienda del
barbero. En el siglo XIX la cocina, aseptizada, alejada de los espacios
consagrados a las mundanidades, ocupa su lugar en la vivienda; se crean las
habitaciones para los niños; a comienzos del siglo XX se crean los cuartos
de baño; los varones y las niñas dejan de dormir en las mismas
habitaciones, y su proximidad con los domésticos es desterrada.
La promiscuidad y la transparencia han desaparecido; la represión está en
marcha, y se inscribe en las paredes. Los pacientes de Freud pueden
empezar a consultar.
9. Marie Cardinal, Les Mots pour le dire, París, Le Livre de poche, 1978, p. 129. [Hay versión en
castellano: Las palabras para decirlo, trad. de Marta Pessarrodona, Barcelona, Noguer y Caralt,
2000.]
10. Lorenzo Lotto, Anunciación (alrededor de 1530), Recanati, Villa Colloredo Mels; Johannes
Vermeer, Una dama escribe una carta con su sirvienta (1670-1671), Dublín, Galería Nacional de
Irlanda; Henri Matisse realiza varias Mujeres sentadas en los años veinte; Edward Hopper, Sol de la
mañana (1952), Columbus Museum of Art. Véase Béatrice Fontanel, Nos maisons, du Moyen Âge au
XXe siècle, París, Seuil, 2010.
LA INSOLENCIA DE CASARSE
No obstante, una necesidad reúne todos esos puntos de vista. El constructor,
el vendedor, el comprador, el inquilino, así como el profesional y sus
pacientes, lo saben: el lugar donde ejerce el analista no puede estar
constituido de piezas en hilera. ¡Ni pensar que el compañero o la
compañera, los niños o cualquiera que atraviese el consultorio para dirigirse
a sus piezas o a la cocina, así como tampoco un analizante, esté obligado a
saludar a una familia que está almorzando o cenando para acceder al diván!
Es tan obvio y trivial que nunca hizo falta aclararlo. Así, salvo un
reacondicionamiento, las construcciones anteriores al siglo XVIII no son
muy utilizables para este ejercicio que apareció a fines del siglo XIX, una
época donde corredores y pasillos se dan por descontado.
“Todo esto me parece extremadamente singular: […] mi gran
apartamento en la casa más bella de todo Viena, toda la insolencia que
tengo de casarme y hacerme pasar por un hombre que se puede permitir
todo eso”.42 Todo el tiempo de su largo noviazgo —cuatro años— con
Martha Bernays, Sigmund Freud se confía a Minna, la hermana menor de
esta. En consecuencia, ante ella se jacta de insolencia en esta carta de
agosto de 1886, respuesta indirecta a la reprimenda que le dirigió algunas
semanas antes su futura suegra: la señora Bernays acusa a su querido Sigi
—diminutivo habitual de Sigmund— de increíble ligereza, hasta de
sinrazón, de encarar una mudanza para casarse cuando no tiene fortuna,
pocos ingresos y cuando debe partir por un mes para un período militar.
“Alquilar un apartamento en el mes de agosto, justo en el momento en que
va a ausentarse por cinco o seis semanas, es literalmente tirar la plata por la
ventana. […] Querer asegurar la dirección de un matrimonio sin tener los
medios es calamitoso”43, insiste.
LA CASA DE LA EXPIACIÓN
A su regreso de París, donde pasa una temporada con Charcot en la
Salpêtrière, Freud decide abrir un consultorio de neurólogo. En abril de
1886 se instala en un apartamento, detrás del ayuntamiento de Viena, que
comprende dos piezas, una de las cuales, dividida en dos por una cortina,
sirve de dormitorio.48 La vivienda no sirve para una pareja, ya que vida de
familia y vida profesional deben estar separadas. Por eso, antes de sus
bodas, el joven médico poco razonable busca una nueva casa. Haciendo
caso omiso de la reticencia de muchos, alquila un apartamento en la
Stiftunghaus (casa de la fundación del emperador), inmueble reciente de la
Maria Theresienstrasse cuya fachada inmensa evoca a la vez un palacio
veneciano y una catedral gótica.
Llamada por los vieneses Sühnhaus (casa de la expiación), este edificio
está construido en el emplazamiento del Ringtheater, que desaparece en
terribles circunstancias: en el curso de la última representación de los
Cuentos de Hoffmann de Offenbach, en diciembre de 1881, un incendio
dramático destruye el teatro. Brutalmente, la alegría se transforma en
tragedia, las sonrisas dan paso a gritos de horror; el refugio del placer se
convierte en un brasero funesto. Para nosotros, esa catástrofe resuena con el
incendio del Bazar de la Caridad, en París, dieciséis años más tarde, de la
que todavía en los años cincuenta podíamos oír hablar a testigos.49 En
ambos casos, no se conoce el número exacto de víctimas —alrededor de
quinientas en Viena—, muchas son difícilmente identificables, algunas
forman parte de la alta sociedad del imperio: un hermano de la baronesa
Vetsera, amante del príncipe Rodolfo, en Viena, una hermana de Sissi, la
emperatriz de Austria, en París. Las causas son similares: explosión de gas
de las lámparas en el teatro austríaco, del éter del proyector del
cinematógrafo en la venta de caridad parisina. Se toman medidas para evitar
la renovación de tal drama —instalación de cortinas no inflamables entre la
escena y la sala, apertura hacia el exterior de las puertas de salida—, y cada
vez se erige una capilla conmemorativa. La de la calle Jean-Goujon está
siempre presente en París, la de Viena se encontraba en la Sühnhaus, pero el
edificio no resistió los daños de la Segunda Guerra Mundial y fue demolido
en 1951.
Después de la catástrofe, el emperador Francisco José crea una fundación
cuya tarea es construir en el lugar de las ruinas del teatro un inmueble en
alquiler cuyos ingresos serán destinados a las víctimas y a sus familias. Sin
embargo, el drama es demasiado cercano, el lugar está atormentado por el
recuerdo de los desaparecidos; la Stiftunghaus (casa de la fundación) se
convierte en la Sühnhaus (casa de la expiación); la superstición aleja a los
candidatos a tal vivienda. Sigmund Freud le pregunta a Martha si ella está
dispuesta a superar esos prejuicios, y en septiembre de 1886 forman parte
de los primeros locatarios. En octubre de 1887 su hija mayor, Mathilde, ve
allí la luz del día. La leyenda familiar refiere que el emperador dirigió una
carta de felicitaciones a la joven pareja por esa nueva vida surgida en un
lugar donde hubo tantas muertes. Las alabanzas de Francisco José son tanto
más merecidas cuanto que, después de Mathilde, el lugar asiste al
nacimiento, en diciembre de 1889, de Martin, y luego, en febrero de 1891,
de Olivier. Pero entonces las cuatro piezas de Maria Theresienstrasse 8 ya
no bastan; en septiembre, la familia Freud se muda al primer piso de
Berggasse 19.
BERGGASSE 19
En este edificio de cuatro pisos, de construcción maciza, de factura clásica,
sin el estilo rimbombante de la Stiftunghaus y muy lejos del moderno
Jugendstil que aparece en esa época, los Freud no residen en el apartamento
más prestigioso. El segundo piso, cuya altura bajo el techo es
probablemente más importante, con sus cornisas que dominan las ventanas,
sus columnas y su balcón, aplasta un poco al que está debajo. Encontramos
un estilo semejante al impuesto en París por el barón Haussmann. El primer
piso, por encima de las tiendas, como ocurre en la Berggasse, sigue siendo
del trabajo; el piso noble es el segundo. Es el que será ocupado a partir de
1928 por la gran amiga de Anna Freud, Dorothy Burlingham; la
norteamericana, heredera de Tiffany, que llega a Viena en 1925 por el
psicoanálisis, reside allí con sus hijos hasta el exilio de 1938.
El apartamento alquilado por Freud en 1891 comprende seis piezas; no
hay corredor, se abren desde un vestíbulo de entrada. Esta disposición
impone que algunas no sean accesibles sino atravesando otras piezas, como
en los tiempos antiguos. Es lo que ocurre sobre todo con el consultorio de
Freud, entonces médico especializado en neuropatología, que da a la calle.
Mientras tanto, nuevos niños llegan al hogar, Ernst en abril de 1892, Sophie
exactamente un año más tarde y por último Anna en diciembre de 1895. Por
eso el doctor Freud, a fines de 1896, desplaza su consultorio. Lo instala en
un apartamento de tres ambientes, en el entrepiso del edificio. “Martha ha
vuelto a tener un brillante desempeño, de manera que no eché de menos
ninguna hora de consultorio. Ahora el desorden es de los de arriba”50,
escribe a su amigo Wilhelm Fliess.
UNA ESCALERA
Tuve el siguiente sueño: Con una toilette muy incompleta salgo de una vivienda de la
planta baja y trepo por la escalera hasta el piso superior. […] De pronto veo que una
mujer de servicio baja por la escalera y entonces viene a mi encuentro. Me avergüenzo
[…]. La situación del sueño está tomada de la realidad cotidiana. En una casa de Viena
tengo dos viviendas que se comunican sólo exteriormente, por la escalera. En el
entrepiso están mi consultorio médico y mi escritorio, y un piso más arriba las
habitaciones. Cuando he terminado mi trabajo, a hora tardía, subo por la escalera hasta
mi dormitorio. La tarde anterior al sueño había recorrido ese breve camino con una
toilette realmente algo desarreglada, es decir, llevaba desprendidos el cuello, la corbata
y los puños.51
TRES MUJERES
En la otra parte del apartamento, que cuenta con unas diez habitaciones, no
hay la misma estabilidad. Está la infraestructura, la modernización, el
confort. “El departamento marcha bien, de a poco comienza a enderezarse y
levantar cabeza. Vamos a tener un hermoso baño con estufa de gas, y la
cocina ha sido ampliada”56, explica en 1910 la joven Anna a su padre,
entonces de viaje en Italia. No obstante, ante todo, está la partida de los
hijos. Las chicas primero: Mathilde se casa en 1909, y se instala en las
cercanías; Sophie se casa con un hamburgués en 1913 pero ella, para
desesperación de su padre, fallece en 1920. Luego vienen los varones.
Después de la Gran Guerra, mientras combaten, se quedan poco tiempo en
Berggasse 19. Martin se casa en 1919; Ernst y Oliver parten a Alemania, el
primero justo después del matrimonio de su hermano, el segundo en 1920.
“¿Cómo hago para rendir el próximo invierno que viene por 6 hermanos?”57,
se inquieta Anna en julio de 1915.
De hecho, a partir de los años veinte, quedan en el apartamento familiar
con Sigmund Freud tres mujeres: su esposa, Martha; su hija más joven,
Anna; su cuñada, Minna. El novio de esta fallece en 1886; sabiendo que
estaba enfermo había roto su noviazgo; sin embargo, Minna no utiliza esa
libertad para anudar nuevos lazos. De tanto en tanto ocupa un empleo de
dama de compañía, pasa algunos meses en casa de su hermana en 1895,
luego se instala allí definitivamente el siguiente año. La habitación de la tía
Minna es contigua a aquella de la pareja Freud; no tiene entrada
independiente y para acceder a la suya debe atravesar la de Martha y
Sigmund. Esto, asociado con el buen entendimiento entre Freud y su
cuñada, las excursiones que hacen juntos y las pocas noches compartidas en
el mismo hotel —de las que nada sabemos—, después de la muerte de
Freud no deja de alimentar el rumor malintencionado según el cual él se
comporta a imagen de ese padre de la horda primitiva que posee a todas las
mujeres, y cuyo abuso denuncia. Al arcaísmo de la casa respondería el
arcaísmo del comportamiento. Maravillosa acumulación de sofismas propio
de los rumores. Incluso si se considera que ese mito del padre primitivo
tiene una onza de realidad, ¡el plano de Berggasse 19 no fue dibujado por
Freud! Por otra parte, y esto es lo esencial, las construcciones antiguas, sin
espacios libres, no son el antro de algún ogro legendario. Los corredores y
las diversas zonas de tránsito no introducen nuevas prohibiciones
fundamentales, sino que permiten el aislamiento, autorizan la intimidad,
aquella que encuentra todo su lugar en el consultorio del psicoanalista. Es la
invención de la vida privada la que clausura los cuartos, y no la prohibición
de una sexualidad desenfrenada, el fin de las bacanales probablemente
soñadas por aquellos que lanzan esos anatemas. “El de pasar por una serie
de habitaciones es un sueño de burdel o de harén”.58 La interpretación de los
sueños confirma el origen del contenido del rumor: la expresión de deseos
reprimidos.
Una serie de cuartos, con seguridad —en la vivienda vienesa varias
piezas contiguas se comunican así—, pero burdel o harén, por cierto que no.
No es el estilo de la casa. La parte privada del apartamento de la familia
Freud, tal como podemos descubrirla en las fotografías de 1938 o en las
diversas evocaciones de la correspondencia, de los recuerdos publicados59,
parece de una desahogada trivialidad. Sillones, sillas y mesas, papel
pintado, tapetes y chucherías no alterarían el salón donde Magritte pone a
La giganta y pinta La tentación de lo imposible. Mujeres seductoras, Venus
en el espejo, Maja desnuda o incluso vestida no tienen allí su lugar. No
estamos en un cuadro surrealista.60 Por lo que respecta a los sueños y a los
fantasmas, eso ocurre en otro lado.
BELLEVUE
“¿Crees tú por ventura que en la casa alguna vez se podrá leer sobre una placa de
mármol: Aquí se reveló el 24 de julio de 1895 al Dr. Sigm. Freud el secreto del
sueño?”.61
DOS GARUDA
Hiltrude está decepcionada de su visita a Berggasse 19, pero tal vez es esa
decepción lo que allí busca. En la fecha en que la realiza es apenas un
museo, solo un apartamento vacío y deteriorado en el cual uno circula, con
algunas fotos en la pared y, aquí y allá, unos muebles que quieren evocar la
presencia del antiguo dueño del lugar, un espacio abandonado que le
recuerda las numerosas mudanzas de su juventud cuando, siguiendo a su
padre al azar de sus puestos de ingeniero en una sociedad internacional,
deja una casa que habitó durante un tiempo demasiado corto.
Ahora que la escalera de mi inmueble le evoca el de Freud67, descubre mi
escritorio. Hace algunos meses que se tiende en el diván, pero hasta
entonces el decorado no existía. Observa la biblioteca, los objetos que están
diseminados en ella, particularmente dos Garuda balineses de madera
oscura que le recuerdan una época en que residía con su familia en
Indonesia. “¡Vaya, se movieron!”, subraya cuando las estatuillas son
desplazadas. La pieza donde tienen lugar sus sesiones está habitada, ya no
es el consultorio médico del dispensario donde consultaba antes de
conocerme; probablemente tuvo que pasar por la vacuidad del apartamento
de la Berggasse para descubrirlo. Tanto en las curas analíticas como en la
vida, las etapas a menudo son necesarias: Viena para Hiltrude, Bellevue
para Freud, el Hôtel des Réservoirs para Proust antes de que comience la
redacción de En busca del tiempo perdido, en el bulevar Haussmann. Otros
lugares, otras paredes, otras moradas vivifican la mirada. El inconsciente de
las casas se entiende difícilmente en la rutina. “Puse el cuadro en la pared
para olvidar que había una pared, pero al olvidar la pared también me
olvido del cuadro”68 observa Georges Perec.
No obstante, es una segunda visita freudiana la que permite a Hiltrude —
esta analizante imaginada a partir de diferentes figuras remodeladas para
salvaguardar la confidencialidad— poner de manifiesto los lazos
particulares, a veces teñidos de angustia, que ella anuda con sus viviendas.
En ocasión de una estadía en Londres se dirige a Maresfield Gardens 20, el
último domicilio de Freud, transformado en museo. Allí, el escritorio del
padre del psicoanálisis fue conservado; se reconoce la silla, el sillón, el
tapiz sobre el diván, fotografiados antes de la huida de Viena; aunque la
pieza esté menos repleta, buena cantidad de las antigüedades están
alineadas en mesas, consolas, vitrinas. No es una puesta en escena, ni una
reconstitución, el museo Grévin o Madame Tussauds, es el auténtico
consultorio de Freud con sus verdaderas colecciones, insiste Hiltrude al
referir hasta qué punto se sintió impactada por esa visita. Lo que la perturba
es la permanencia y la fragilidad, explica, porque esas estatuillas, que
atravesaron los siglos, estuvieron a punto de desaparecer, espoliadas por los
nazis, ¡y siguen allí! Y luego añade: “¡Es como sus Garuda!”. El
apartamento, la escalera, y ahora el decorado del escritorio, ¡así que estoy
alojado en casa de Freud!
No obstante, parece que lo esencial no está tanto en esa identificación
como en la permanencia del encuadre del análisis. Los objetos presentes en
el escritorio son su marca; mejor que la persona del analista, dan cuenta de
la inmortalidad. Las casas atraviesan el tiempo; en nuestra civilización,
siempre constituyen el primer bien transmitido por herencia; su
desaparición repentina provoca espanto, desamparo.
ROBINSON CRUSOE
Mientras trabajaba […] detrás de mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algo
verdaderamente aterrador me dejó espantado y fue que, de repente, comenzó a
desprenderse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva […] Sentí verdadero
pánico porque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo […] escalé el muro por
miedo a que los trozos que se desprendían de la roca me cayeran encima. No bien había
pisado tierra firme cuando vi claramente que se trataba de un terrible terremoto porque
el suelo sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho minutos, con tres
sacudidas que habrían derribado el edificio más resistente que se hubiese construido
sobre la faz de la tierra. […] Como nunca había experimentado algo así, ni había
hablado con nadie que lo hubiese hecho, estaba como muerto o pasmado […] y ya no
podía pensar en otra cosa que en la colina que caía sobre mi tienda y sobre todas mis
provisiones domésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual me sumió en una profunda
tristeza.69
DESAMPARO
La existencia intrauterina del hombre se presenta abreviada con relación a la de la
mayoría de los animales; es dado a luz más inacabado que estos. […] eleva la
significatividad de los peligros del mundo exterior e incrementa enormemente el valor
del único objeto que puede proteger de estos peligros y sustituir la vida intrauterina
perdida.71
42. Carta a Minna Bernays del 25 de agosto de 1886, en Sigmund Freud, Minna Bernays,
Correspondance, 1882-1938, París, Seuil, 2015, p. 210.
43. Carta de de Emmeline Bernays a Sigmund Freud del 17 de junio de 1886, en Ernest Jones, La Vie
et l’Œuvre de Sigmund Freud, París, PUF, 1958, vol. 1, pp. 162-163, subrayado en el texto. [Hay
versión en castellano: Vida y obra de Sigmund Freud, trad. de Mario Carlisky, Buenos Aires, Horme,
1996.]
44. Honoré de Balzac, La Maison du chat-qui-pelote, París, LGF, 1970, p. 60. El editor aclara que en
el siglo XIX, en esta grafía, “meure-de-fin” [deformación (pero con la misma homofonía) de meure-de-
faim, “muerto de hambre”. (N. del T.)] tiene un sentido injurioso. [Hay versión en castellano: La casa
del gato que pelotea y otros relatos, sin indicación de traductor, Buenos Aires, Centro Editor, 1971.]
45. Ibid., p. 64.
46. Honoré de Balzac, La Femme artiste, en La Comédie humaine, París, Gallimard, “Bibliothèque
de la Pléiade”, 12 tomos, 1976-1981, tomo XII, p. 613.
47. * Solo a título indicativo, el hecho de citar un libro en castellano significa que tiene traducción en
nuestra lengua. Únicamente se darán sus referencias completas (editorial, etc.) cuando sean citados
con dichas referencias en el texto o las notas al pie.
48. Para esto y lo que sigue, véanse Ernest Jones, La Vie et l’Œuvre de Sigmund Freud, op. cit.; Ernst
Freud, Lucie Freud, Ilse Grubrich-Simitis, Sigmund Freud. Lieux, visages, objets, París, Gallimard,
2006; La Maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, fotografías de Edmund Engelman, París, Seuil,
1979.
49. Soyez témoin, 13 de abril de 1956, Radio France (archivos Ina); y véase Michel Winock,
“L’incendie du Bazar de la Charité”, L’Histoire, junio de 1978, n° 2.
50. Carta a Wilhelm Fliess del 22 de noviembre de 1896, en Lettres à Wilhelm Fliess, 1887-1904,
París, PUF, 2006, p. 261. [Hay versión en castellano: Cartas a Wilhelm Fliess, 1887-1904, trad. de
José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1994. [La cita es transcripción textual de la
versión en castellano de este libro, así como también la siguiente de la p. 60.] En ambas daremos su
paginación. Para esta, p. 216.]
51. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, OCF. P IV, pp. 277-278. [La interpretación de los
sueños; vol. 4, 1991, pp. 249-250.]
52. Id.
53. Véanse cartas de Sigmund Freud a su hija Mathilde del 15 y 19 de marzo de 1908, en Sigmund
Freud, Lettres à ses enfants, París, Aubier, 2012, pp. 47-49. [Hay versión en castellano: Cartas a sus
hijos, trad. de Florencia Martín y Alejandra Obermeier, Buenos Aires, Barcelona, México, Paidós,
2012.]
54. La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.
55. Véase Les Premiers Psychanalystes. Minutes de la Société psychanalytique de Vienne, vol. 1 y 2,
París, Gallimard, 1976.
56. Carta de Anna Freud del 13 de septiembre de 1910, en Sigmund Freud, Anna Freud,
Correspondance, 1904-1938, París, Fayard, 2012, p. 55. [Hay versión en castellano: Sigmund y Anna
Freud. Correspondencia 1904-1938, trad. de Martina Fernández Polcuch y Silvia Villegas, Buenos
Aires, Paidós, 2014. (La cita es transcripción textual de la versión en castellano de este libro, p. 49).]
57. Carta de Anna Freud del 27 de julio de 1915, en ibid., p. 140 [p. 115].
58. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 400. [“La interpretación de los sueños
(continuación)”, vol. 5, 1991, p. 360.]
59. Véanse La maison de Freud, Bergasse 19, Vienne, op. cit.; y, por ejemplo, Detlef Berthelsen, La
Famille Freud au jour le jour. Souvenirs de Paula Fichtl, París, PUF, 1991. [Hay versión en
castellano de Detlef Berthelsen: La vida cotidiana de Sigmund Freud y su familia. Rrecuerdos de
Paula Fichtl, trad. de Pilar Esterlich, Barcelona, Península, 1995.]
60. Véase supra cap. 1.
61. Sigmund Freud, Lettres à Wilhelm Fliess, 1887-1904, carta del 12 de junio de 1900, op. cit., p.
527 [p. 457].
62. Sigmund Freud, L’Interprétation du rêve, op. cit., p. 143. [La interpretación de los sueños, vol. 4,
p. 129.]
63. Ibid., p. 153, n. 1 (nota añadida en 1909). [“La interpretación de los sueños (primera parte)”, vol.
4, 1991, p. 138.]
64. L’Interpretation du rêve, pero aquí, París, Seuil, 2010, p. 146.
65. Véase Isée Bernateau, Vue sur mer, París, PUF, 2018.
66. Véase Rodin et Freud collectionneurs, París, Ediciones del Museo Rodin, 2008.
67. Véase supra, cap. 1.
68. Georges Perec, Espèces d’espaces, en Œuvres, tomo I, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 2017, p. 588. [Hay versión en castellano: Especies de espacios, trad. de Jesús Camarero,
Barcelona, Montesinos, 2007.]
69. Daniel Defoe, Vie et aventures de Robinson Crusoé, París, Gallimard, “Bibliothèque de la
Pléiade”, 1959, pp. 81-82. [Robinson Crusoe, varias ediciones en castellano. Esta cita, y las
siguientes, son transcripciones textuales de este libro.]
70. Ibid., p. 83.
71. Sigmund Freud, Inhibition, symptôme et angoisse, París, PUF, 1981, p. 82. [“Inhibición, síntoma
y angustia”, vol. 20, 1992, p. 145.]
72. Gaston Bachelard, La Poétique de l’espace, París, PUF, “Quadrige”, 2011, p. 26. [Hay versión en
castellano: La poética del espacio, trad. de Ernestina de Champourcin, Buenos Aires, Fondo de
Cultura Económica, 1992.]
73. Sigmund Freud, Résultats, idées, problèmes, OCF. P XX, p. 319. [“Conclusiones, ideas,
problemas”, vol. 23, 301.]
74. Id.
3. CUERPO
La casa es una imagen del cuerpo, esa representación tan personal que
tenemos de nuestro cuerpo en función de nuestra historia, nuestros deseos
conocidos y desconocidos, el inconsciente de nuestro ser.75 Los niños, que
dibujan su puerta como una boca y sus ventanas como ojos, lo saben. Los
párpados y las persianas se cierran de noche, a veces de día, para dormir o
bien para ganar tranquilidad. Bajo el techo reside el pensamiento o el alma,
y cuando la casa está viva, habitada, la chimenea echa humo. A menudo se
representa un sendero para llegar a ella.
MÁQUINAS DE HABITAR
En 1923, Henri Frugès, un industrial azucarero amante del arte, compra un
aserradero en Lège, Gironda, que fabrica cajas para el azúcar. Entusiasmado
por la lectura del artículo de un joven arquitecto78, le propone la creación de
una pequeña ciudad obrera donde estarán alojados los empleados del
aserradero. Se trata de la primera urbanización concebida por Le Corbusier.
Rápidamente se da a este conjunto de casas de hormigón, provistas de un
techo terraza, el nombre de “barrio marroquí”. Poco después, Henri Frugès
decide con Le Corbusier la construcción de un conjunto más importante,
siempre destinado a los obreros; se prevén ciento treinta casas, cincuenta de
las cuales en Pessac, en el suburbio de Burdeos. A pesar de las reticencias
de la administración frente a este proyecto, el lugar se inaugura en 1926, en
presencia del ministro de la Vivienda.
Frugès da carta blanca a Le Corbusier. El arquitecto proyecta una
urbanización moderna en la que tanto el chalé suizo como la casita
bordelesa son registrados en el museo. Según la definición que se ha vuelto
famosa, lo que se construye son máquinas de habitar. Ellas permiten
transformar el hombre y la sociedad, porque proponen soluciones racionales
en un entorno donde nada fue dejado al azar para el bienestar de los
residentes. Las técnicas de construcción son de vanguardia; las casas son
notables. Colores de las paredes, ventanas alargadas con marcos metálicos,
persianas corredizas, cuartos de baño y aseos en Pessac (Lège no posee
agua corriente), volúmenes diseñados con cuidado, garaje para un
automóvil, con la terraza en el techo, ofrecen un aspecto aún muy moderno
en la actualidad. En adelante están clasificadas, y del mundo entero vienen
a admirar aquellas que vuelven a su estado inicial, porque rápidamente
fueron alteradas.
En efecto, el barrio de Pessac acondicionado por Le Corbusier no tiene
mucho éxito, e incluso es más bien rechazado. Los obreros esperados no se
instalan, y los que vienen transforman su casa. Se ponen carpinterías y
techo, se agrandan las ventanas, otras se tapian, se cierran los patios para
convertirlos en piezas, se añaden anexos, se clausuran los jardincitos, y todo
eso muy pronto. Un habitante se acuerda de una visita de Le Corbusier que,
al comprobar una modificación, inscribe en su plano: “ejemplo de mal
gusto”. El hombre nuevo no hace acto de presencia. Lo que se propone es
un plano ideal, un esquema corporal que apunta a la perfección, y los que
vienen a vivir en esas construcciones son hombres y mujeres que tienen su
propia imagen del cuerpo. Algunos reacondicionamientos son racionales.
Las terrazas tienen fugas, se necesita un techo; las casas son demasiado
pequeñas, se añade una pieza. Otros son más personales: a las ventanas
abiertas, a la transparencia obligada, se oponen con cortinas y persianas.
“No puedo esconder la escoba”, se queja una mujer; “no se puede vivir sin
alacenas”, confirma otra. Se necesita un poco de pudor, de represión. Y
cada uno viene con su historia, sus chucherías, sus muebles. Un reloj de pie,
una colección de jarroncitos, sillones de estilo indefinible ocupan su lugar
en ese interior depurado. El inconsciente de la casa ganó la partida.
El barrio Frugès en Pessac estuvo a punto de desaparecer, a tal punto las
casas estaban desfiguradas, pero también degradadas a causa de las
deficiencias del hormigón, cuya técnica no había sido controlada en el
momento de la construcción. No obstante, Le Corbusier se convirtió en una
figura mundial de la arquitectura; sus construcciones fueron salvadas y
clasificadas, son obras de arte. No todas recuperaron aún su estado inicial,
algunos trabajos están en curso, sin embargo, hasta los más puristas de los
restauradores que las habitan reconocen que se necesitan
acondicionamientos. Aquí se hizo una abertura, allá se desplazó una
chimenea. Algunos lo proclaman: este barrio, estas casas son un patrimonio,
por la misma razón que Notre-Dame de París o el castillo de Versalles; hay
que saberlo cuando se vive en ellas. Pero Notre-Dame es la casa de Dios, y
Versalles la de los fantasmas de los Borbones. Una casa habitada no puede
ser una obra de arte; imagen del cuerpo, no es Venus o Poseidón.
MANDERLEY
“Anoche soñé que había vuelto a Manderley”.82 La primera frase de Rebeca,
de Daphne du Maurier, es famosa. De inmediato Manderley, la finca, es
puesta en el corazón de la intriga. Más aún, la autora la hace existir. Al
hacer de la casa el objeto de un sueño, la transporta a la realidad. Un sueño,
ya sea escrito en un libro, representado en el cine —su narración también
abre la Rebeca de Hitchcock—83 o contado a su compañera, su compañero,
su psicoanalista, es un hecho. Para cada uno, el sueño es la parte novelada
de su vivencia. Nuestros sueños son nuestras ficciones, aquellas que
vivimos. Sus relatos les dan cuerpo, hacen entrar su objeto en el mundo. Por
paradójico que pueda parecer, el sueño de las primeras páginas de Rebeca
puede así suscitar la creencia del lector en la realidad del argumento. Ese
sueño capta su atención, lo arrastra en la lectura.
En 1936, con La posada de Jamaica —que es adaptada y un poco
desfigurada por Hitchcock en una película estrenada en 193984*—, Daphne
du Maurier conoce su primer gran éxito.85 No obstante, desde su publicación
en 1938, Rebeca es un superventas; el libro se vende en varios centenares
de miles de ejemplares en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Las
traducciones se multiplican (en Francia, en 1939, pero en un texto en parte
truncado). En 1940, el film de Hitchcock que, esta vez, gracias al productor
David O. Selznick, es fiel a la novela, es nominado a los Oscar en once
categorías; recibe el de la producción y es uno de los mayores éxitos de
taquilla del año, lo que aumenta todavía más la notoriedad de la obra y
produce una revolución en la vida de Daphne du Maurier; este libro,
considerado como su obra maestra, le aporta gloria y reconocimiento, así
como una gran independencia material.
Primera novela gótica del siglo XX para algunos, siempre clasificada
entre las diez mejores novelas policiales, Rebeca es también la historia de
una casa. El título de la novela es el nombre de pila de una mujer fallecida
que el lector jamás conocerá; en un primer argumento, rechazado,
Hitchcock quiere hacerla aparecer en un flashback. No conocemos el
apellido de la heroína, el “yo” que narra la historia comenzando por su
sueño; “[Tiene usted] un nombre poco corriente y encantador”86, se contenta
con recalcar Maxim de Winter, su futuro esposo. De los protagonistas
principales, solo este último y Manderley, la propiedad de la que es
indisociable, son a la vez llamados y están presentes; la narradora es
anónima, Rebeca ha muerto.
UN CUENTO
Una joven de 21 años, la narradora, tímida dama de compañía de una esnob
y ridícula norteamericana, la señora Van Hopper, que se cree una mujer de
mundo, reside con ella en un hotel de Montecarlo. Llega un nuevo
veraneante, el propietario de Manderley, que no se repone de la muerte de
su esposa, Rebeca, ahogada en una bahía cerca de la finca, explica la señora
Van Hopper. Ávida de mundanidades, esta hace de manera de presentarse al
prestigioso cuadragenario, pero el hombre experimenta simpatía para con su
acompañante. De comidas compartidas en paseos en automóvil, de diálogos
convencionales en confidencias, lazos de complicidad, de afecto y luego de
amor no confesado se anudan entre el aristócrata y la modesta señorita un
poco torpe. Todo esto sigue siendo virtual hasta la decisión brusca de la
señora Van Hopper de partir. La joven, desolada, informa de esto a Maxim
de Winter. “De manera que la señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y
quiere volver a casita. Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York; yo, a
Manderley. ¿Cuál prefieres? Puedes elegir”.87 Ella elige, y él le informa a la
norteamericana de su decisión de casarse con su dama de compañía.
Fin del cuento de hadas, pero no sin una amenaza que emana de la
presuntuosa mundana despechada. Para ella, esa decisión es un error, la
joven no tiene ninguna experiencia para ser ama de una casa como
Manderley, cuyas recepciones son famosas; ella no forma parte de ese
medio, no conoce ni los usos ni los códigos. Maledicente, lanza una última
pica:
Claro que comprenderás por qué se casa contigo, ¿no? ¿No te habrás hecho la ilusión de
que se ha enamorado de ti? La verdad es que aquella casa vacía le ataca los nervios y
casi lo ha vuelto loco. Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en el cuarto. No
puede seguir viviendo solo…88
EN CONDICIONAL
La narradora no se apropia de la casa, los agujeros en la piel no están frente
a los ojos, en vano la vida intenta ser armoniosa. Manderley está habitada
por la antigua señora de Winter. La casa gobierna a la joven, mientras que
Rebeca dirigía la mansión. Grandes pasajes del relato están redactados en
condicional; el fantasma prevalece sobre la realidad. La joven casada se
imagina lo que sería su vida, simple y tranquila, si vivieran en un chalé
anónimo; ella se conduce en función de lo que pensarían los domésticos, los
invitados, si no actuara como Rebeca. Está segura de que Maxim no deja de
compararla con su antigua esposa. Un sentimiento de impostura se apodera
de ella, mantenido por la señora Danvers, hasta el apogeo de un baile
donde, siguiendo los pérfidos consejos del ama de llaves, ante un Maxim
horrorizado, se pone un vestido idéntico al que llevaba Rebeca. Es el
colapso y, casi hipnotizada por la señora Danvers, un tiempo después está a
punto de arrojarse por una ventana de Manderley cuando, acontecimiento
imprevisto, el relato se transforma en novela policial.
El acontecimiento imprevisto89* es un cañonazo que anuncia un naufragio
en la costa que bordea a Manderley. En el curso del salvataje se descubre en
el fondo del mar el pequeño velero de Rebeca. Se la creía ahogada —y
Maxim de Winter había reconocido su cuerpo—, la encuentran muerta,
encerrada en la cabina de su barco voluntariamente hundido. Maxim le
confiesa todo a su nueva esposa: es a ella a quien ama, mientras que odiaba
a Rebeca. Inmediatamente después de su matrimonio, esta le muestra su
verdadera cara. Mujer perversa y depravada, le propone a su marido dar a
Manderley ese aspecto maravilloso a cambio de su libertad de costumbres y
de una discreción absoluta. El acuerdo se mantiene hasta el día en que,
haciéndole creer que está encinta de uno de sus amantes, se burla de su
marido: ese niño ilegítimo heredará Manderley. Exasperado, Maxim mata a
Rebeca, lleva su cadáver al velero y lo hunde. Luego de peripecias que son
parte del suspense del film de Hitchcock —que solo involucran cinco
capítulos de los veintisiete de la novela—, la investigación concluye en el
suicidio de Rebeca de Winter. Tras el feliz desenlace del caso, en la ruta de
regreso, antes de llegar a la finca, Maxim y su mujer divisan un resplandor
en la noche: Manderley está en llamas.
El espectador de la película sabe que la señora Danvers prendió el fuego,
la ve desaparecer en el incendio, mientras que el lector solo puede
suponerlo; más tarde, la misma narradora se pregunta qué ocurrió con el
ama de llaves desde el drama. Con la muerte accidental, y no el homicidio,
de Rebeca en el curso de su disputa con Maxim —el código Hays en vigor
en Hollywood no puede aceptar que un criminal no sea castigado—, y
algunos acondicionamientos debidos al pasaje por la puesta en escena, es el
único cambio notable, en el seno de la intriga, entre la obra original y su
adaptación cinematográfica. Mucho tiempo después, evocando su carrera en
una entrevista con el cineasta François Truffaut, Alfred Hitchcock toma
alguna distancia con su trabajo. Sostiene que Rebeca ¡no es un film de
Hitchcock! Es cierto que, en ese primer rodaje norteamericano, el productor
Selznick no le dejó total libertad; por otra parte, este último fue el
recompensado con el Oscar al mejor film. Así, asegura Hitchcock, Rebeca
no es más que una suerte de cuento, uno de cuyos personajes es Manderley.
Porque la diferencia fundamental es esa. Incluso considerado como un
personaje, en el film, Manderley sigue siendo el decorado de un cuento, de
una aventura sentimental y psicológica que se transforma en intriga policial.
Está fabricado por el realizador para estar al servicio de la película, a
imagen de Joan Fontaine, a quien Hitchcock mantuvo en un clima de
inseguridad para que encarnara de la manera más cercana posible a la
tímida heroína de la obra. En cambio, en la novela, la finca está en el centro
de la historia. Manderley es el tema del libro de Daphne du Maurier y un
objeto en el film de Hitchcock. Sin lugar a duda, los dos creadores no tienen
el mismo lazo con las casas: la primera las vive, el segundo las utiliza.
LA CASA DE SU LADO
“Si paso frente a un lugar donde viví […], a menudo pienso en entrar como
si siguiera siendo mi casa, sacarme el abrigo, instalarme, e intento imaginar
la sorpresa del nuevo propietario. […] Siempre pienso que la casa […]
sigue estando de tu lado, pero por supuesto los muebles de la otra persona te
serían hostiles, […] sin embargo, la atmósfera volaría en tu ayuda”90, confía
Daphne du Maurier a su amiga Oriel Malet.
Nieta de George du Maurier (1834-1896), dibujante y escritor británico
que nació en Francia, amigo de Henry James; hija de Sir Gerald du Maurier
(1873-1934), actor inglés lisonjeado por el público, la novelista, nacida en
1907 en Londres, conoce la buena sociedad y frecuenta las buenas
residencias desde su infancia. Con Rebeca, formidable éxito literario que,
según se dice hoy, tuvo una difusión de varias decenas de millones de
ejemplares, no se contenta con hacernos entrar en una de esas casas, sino
que —y esto seguramente no deja de tener lazos con la celebridad de la
obra— capta su viva dimensión, porque Manderley forma parte de la vida
de Daphne du Maurier. La historia corre a lo largo de varias décadas, donde
se habla de reminiscencias y de sueños infantiles, de deseos realizados y de
casas habitadas o abandonadas.
A fines de la Primera Guerra Mundial Daphne, su madre y sus hermanas
pasan una temporada en Milton Hall, inmensa residencia de la familia
Fitzwilliam desde hace cuatrocientos años. La niña conserva un recuerdo
fascinante de esa finca, y más tarde confía a lord Fitzwilliam que la
descripción del interior de Manderley descansa en sus recuerdos de Milton
Hall.
Unos diez años más tarde, Gerald du Maurier, su padre, compra una casa
al borde del mar, junto a Fowey, en Cornualles, esa punta extrema sudoeste
de Inglaterra. La muchacha y luego joven mujer aprecia el lugar, donde
pasa el mayor tiempo posible. En las cercanías, invisible de la costa y bien
oculta, se sitúa otra propiedad señorial: Menabilly. Este es el principal
modelo de Manderley. Menos imponente que Milton Hall, la finca
pertenece desde el siglo XVI a la familia Rashleigh; es un mayorazgo,
inalienable y deshabitado, porque su poseedor del momento prefiere una
residencia más confortable; una parte está en ruinas. Daphne, fascinada por
la casa, hace incursiones subrepticias y luego, después de un pedido por
carta al propietario, se le concede un permiso para pasear por el parque. Es
posible que una novela corta de tono onírico, La Vallée heureuse [valle
feliz]91, publicada en 1932, dé cuenta de eso; incluso parece premonitoria.
Entre sueño, fantasma y realidad, una joven visita una propiedad
abandonada y allí descubre una casa desierta que se convertirá en la suya…
valle feliz es el nombre que la novelista da a una parte del parque de
Manderley.
A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, todo el mobiliario de
Menabilly es vendido, y la casa abandonada. Cuando Daphne la vuelve a
ver en 1943, “ya no tenía persianas, y los vidrios estaban rotos. La estaban
dejando morir”92, comprueba la que se había vuelto una joven madre —sus
tres hijos nacieron entre 1933 y 1940.
Luego, por fuerza de la escritora, el imaginario y la realidad se mezclan;
la casa y la autora se encuentran. Más precisamente, el relato imaginado y
escrito en primera persona se vuelve realidad. Después de algunas
negociaciones, Daphne du Maurier recibe el acuerdo inesperado de alquilar
Menabilly para habitarla si acepta volver a ponerla en condiciones. Es el
argumento de La Vallée heureuse que se hace realidad. Y son los derechos
de autor de Rebeca, publicada cuatro años antes, los que permiten
emprender los trabajos necesarios. La novelista reside allí treinta y cinco
años, hasta 1969, cuando el nuevo heredero de la finca, tras muchas
vacilaciones, decide volver a su casa. A su locataria le propone Kilmarth, la
dower house de la finca, la casa donde vive la viuda del señor tras haber
dejado su lugar en la casa madre. Daphne du Maurier, que había enviudado
hacía poco tiempo, sigue ese camino. Veinte años después, es en Kilmarth
donde se apaga.
YO, ERA YO
“Sí, el yo de Rebeca era yo […]. Nunca fui Rebeca desde entonces, pero
creo que lo seré cuando venga el príncipe Felipe y yo tropiece al estrecharle
la mano”93, confiesa en 1952 la autora a su amiga Oriel, recuperando en su
carta el tono de su heroína. Daphne du Maurier está casada con un brillante
oficial del ejército británico que, después de la guerra, es nombrado en un
puesto prestigioso ante el príncipe Felipe, esposo de la futura reina Isabel II.
Precisamente por eso un miembro de la casa de Windsor pasa una noche en
Menabilly —algunos años más tarde la misma reina viene a tomar el té, una
taza, sin tocar los scones—, y también por eso Daphne se ve como la
narradora de Rebeca.
Al arrendar Menabilly, la novelista la convirtió en su casa, la de su
familia. Probablemente, el edificio fue suficientemente abandonado por los
Rashleigh para que esta morada se convierta, para cada uno de sus nuevos
habitantes, en un espacio donde se sienten en su casa, sin demasiados
conflictos con su imagen del cuerpo.
Es también lo que espera la heroína de Rebeca al llegar a Manderley. En
el hotel de lujo de Montecarlo, excolegiala tímida con los codos enrojecidos
y el pelo caído, ella solo es tolerada, desconsiderada por el personal, que no
responde a sus llamados, o le sirven platos que rechazan los otros clientes.
En adelante, en Manderley, le ofrecen comidas de primera calidad, pero ella
no las elige; todos los domésticos están a su servicio, pero no la estiman
demasiado. Pasó de ser un cero a la izquierda a ser una impostora. Ni el
hotel de lujo ni el palacio la reconocen. Su imagen del cuerpo no les
conviene.
Cuando el príncipe Felipe llega a Menabilly, son las casas principescas y
nobles, los Fitzwilliam, los Rashleigh o los de Winter los que recuperan su
finca. Un miembro de una casa, en el sentido de “familia”, va a la casa de
otro linaje. En esas mundanidades, la descendiente de un oscuro francés que
se disfrazó con el nombre de un pueblo no está en su lugar, aunque su padre
sea el ídolo de las salas de teatro, y aunque su abuelo, tras haber deleitado a
los lectores de Punch, el famoso diario satírico, haya conocido un inmenso
éxito con Trilby, una novela publicada en 1894. Esos du Maurier, acróbatas
y artistas, no pueden rivalizar con familias que desde hace cuatro o cinco
siglos ocupan la misma finca. Es lo que, con ironía, Daphne podría explicar
a lady Auriel Rosemary Malet Vaugham, hija del conde de Lisburne, cuyo
seudónimo es Oriel Malet.
Sin embargo, el “yo” de Rebeca no es la novelista sino un instante, el
tiempo de percibir el lazo entre el libro y la realidad, entre la heroína y su
autora; el tiempo, diría un psicoanalista, de percibir la dimensión del
fantasma. Al día siguiente, las contingencias materiales toman la delantera;
Daphne prosigue su carta. No hay un criado que abra la reja a la llegada del
Daimler real, no hay más que cuatro cuchillos con un mango entero, y un
candelero de plata necesita ser pegado otra vez… “El príncipe Felipe debe
aprender cómo vive el común de los mortales, y si no está dispuesto a
conducirse como un hombre común, no tendría que venir aquí, y nosotros
no tendríamos que invitarlo”94, concluye. Menabilly es su morada, su
espacio, el reflejo de su imagen del cuerpo.
LA CASA MORTÍFERA
Narciso rechaza la decrepitud. Rebeca, aquejada por un tumor incurable,
anhela una muerte rápida y sin dolor. En el primer bosquejo de la obra y en
el texto publicado, pues, el lector puede interpretar el gesto mortífero de
Maxim como un suicidio de Rebeca: deliberadamente, ella provocó a su
marido para que la mate, un enigma policial que se resuelve con la
comprensión psicológica de las relaciones entre los personajes.
A su regreso de Egipto, Daphne du Maurier se instala con su familia en
una casa solariega antigua, de la época de los Tudor, en Hampshire, el
condado de Jane Austen, al sur de Inglaterra. Allí redacta Rebeca. No sé si
las paredes del siglo XVI la inspiran, pero no obstante Manderley entra en la
obra. La autora entiende el inconsciente de la casa, sus amores y sus odios;
su pasión gobierna el epílogo. Por primera y única vez oímos la voz de
Rebeca, su comentario es referido con exactitud. Deja suponer a su esposo
que está encinta de uno de sus amantes y proyecta el porvenir de ese niño.
“Crecería aquí, en Manderley […]. Y cuando tú te murieras, heredaría
Manderley”.103 Ella describe el coche bajo los castaños, el ilegítimo futuro
propietario jugando en el parque. En este punto, su perfidia va demasiado
lejos; Maxim le tira una bala en el corazón. Él puede tolerar las
infidelidades de su mujer, su conducta disoluta y su libertinaje; pero
Manderley no padece la traición.
La casa comprende que el único amor de Rebeca es ella misma, que no la
halagó y embelleció sino para su interés. La finca y su propietario son
indisociables. La finca inalienable debe permanecer en el mismo linaje (fee
tail en la ley inglesa), y la finca es el ama, sus propietarios no hacen sino
sucederse de una generación a otra. Manderley no puede aceptar que un
ajeno la ocupe, y mucho menos por la astucia de un engaño. La casa arma a
su propietario del momento. Maxim mata a Rebeca. “El yo no es el amo en
su propia casa”104, escribe Freud, tomemos la metáfora al pie de la letra.
El fin habría podido convenir a los censores de Hollywood de haber
comprendido que el verdadero asesino es la casa. Cuando se descubre que
el desafío de Rebeca era un último ardid para suicidarse por persona
interpuesta, Manderley desaparece en las llamas sin que, en la novela, se
sepan las causas del incendio. La casa está en llamas; el culpable es
castigado. En Daphne du Maurier las casas tienen pasiones, pero también
valores morales; su inconsciente, como el nuestro, se teje con eso.
75. Véanse Françoise Dolto, L’Image inconsciente du corps, París, Seuil, 1984; Paul Schilder,
L’Image du corps, París, Gallimard, 1968; Patrice Cuynet, La Maison de rêve. Image du corps
familial et habitat, París, In Press, 2017. [Hay versión en castellano de: Françoise Dolto, La imagen
inconsciente del cuerpo, trad. de Irene Agoff, Barcelona, Paidós, 1990.]
76. Botticelli, El nacimiento de Venus (1485), Florencia, Galeria degli Uffizi; Leonardo da Vinci,
Estudio de las proporciones ideales del cuerpo humano (1490), Venecia, Galería de la Academia;
Afrodita, Pan y Eros, mármol (alrededor de 100 a. de J.-C.), y Poseidón del cabo Artemisio, bronce
(alrededor de 450 a. de J.-C.), Atenas, Museo Nacional Arqueológico.
77. Véase supra, cap. 1.
78. Véase Le Corbusier, Vers une architecture, París, Flammarion, 2008; y, para lo que sigue, Le
Corbusier de Pessac, film de Jean-Marie Bertineau, France-Télévision/Vie des Hauts Production,
2013; Philippe Boudon, Pessac de Le Corbusier, París, Dunod, 1985; Alain de Botton,
L’Architecture du bonheur, París, LGF, 2007. [Hay versiones en castellano de: Le Corbusier, Hacia
una arquitectura, trad. de Josefina Martínez Alinari, Buenos Aires, Infinito, 2017; Alain de Botton,
La arquitectura de la felicidad, trad. de Mercedes Cebrián, Barcelona, Lumen, 2016.]
79. Chiste de Georg Gustav Lichtenberg citado por Sigmund Freud, en Le Mot d’esprit et sa relation
à l’inconscient, París, Gallimard, 1988, p. 127, subrayado en el texto. [“El chiste y su relación con lo
inconciente”, vol. 8, 1991, p. 57.]
80. Georges Perec, Les Choses, en Œuvres, tomo I, op. cit., p. 9. [Hay versión en castellano: Las
cosas. Una historia de los años sesenta, trad. de Jesús López Pacheco, Barcelona, Editorial Seix
Barral, 1967. La cita es transcripción textual de este libro y esta edición, p. 17.]
81. Véanse Donald W. Winnicott, “Objets transitionnels et phénomènes transitionnels”, “La
localisation de l’expérience culturelle”, en Jeu et réalité. L’espace potentiel, París, Gallimard, 1975;
y “La préoccupation maternelle primaire”, en De la pédiatrie à la psychanalyse, París, Payot, 1971.
[Hay versiones en castellano: Realidad y juego, trad. de Floreal Mazía, Barcelona, Gedisa, 2013;
Escritos de pediatría y psicoanálisis, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Paidós, 2015.]
82. Daphne du Maurier, Rebecca, París, Albin Michel, 2015. [Hay versión en castellano: Rebeca,
trad. de Fernando Calleja, México, Debolsillo, 2019. La cita, al igual que las siguientes, es
transcripción textual de este libro y este traductor.]
83. Rebeca (1940), film de Alfred Hitchcock, con Laurence Olivier y Joan Fontaine.
84. * La posada maldita. [N. del T.]
85. Daphne du Maurier, L’Auberge de la Jamaïque, París, Le Livre de poche, 1975; La Taverne de la
Jamaïque (1939), film de Alfred Hitchcock, con Maureen O’Hara y Charles Laughton. Para Daphne
du Maurier, véase Tatiana de Rosnay, Manderley for ever, París, Albin Michel/Héloïse d’Ormesson,
2015; para Alfred Hitchcock, véanse Patrick McGilligan, Alfred Hitchcock, une vie d’ombres et de
lumière, Arles, Institut Lumière/Actes Sud, 2011; François Truffaut, Hitchcock, París, Gallimard,
1993; Bill Krohn, Hitchcock, París, Cahiers du cinéma, 2007. [Hay versiones en castellano de:
Daphne du Maurier, La posada de Jamaica, sin indicación de traductor, Barcelona, Plaza & Janés,
1993; Patrick McGilligan, Alfred Hitchcock. Una vida de luces y sombras, trad. de Josep Escarré,
Madrid, T & B Editores, 2005; François Truffaut, El cine según Hitchcock, trad. de Ramón G.
Redondo et al., Madrid, Alianza Editorial, 2016.]
86. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 38.
87. Ibid., p. 78.
88. Ibid., p. 91.
89. * En el original coup de tonnerre, cuyo significado primario es “trueno”, de ahí lo que sigue. [N.
del T.]
90. Carta del 5 de agosto de 1963 a Oriel Malet, en Daphne du Maurier, Lettres de Menabilly, París,
Albin Michel, 1993, pp. 216-217, subrayado en el texto.
91. Daphné du Maurier, La Vallée heureuse, en La Poupée, París, Albin Michel, 2013.
92. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, en Le Rendez-vous, suivi du Journal de Rebecca,
París, Sylvie Messinger, 1981, p. 256.
93. Carta del sábado 25 de octubre [1952], en Lettres de Menabilly, op. cit., p. 54.
94. Ibid., p. 56.
95. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 259.
96. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 331-332.
97. Daphne du Maurier, La Maison des secrets, op. cit., p. 256.
98. Daphne du Maurier, Le Journal de Rebecca, y L’Épilogue de Rebecca, op. cit., pp. 217-249.
99. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 502.
100. Véase Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII. [“Introducción del
narcisismo”, vol. 14, 1992.]
101. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., p. 480.
102. Daphne du Maurier, La Poupée, op. cit.
103. Daphne du Maurier, Rebecca, op. cit., pp. 395-366.
104. Sigmund Freud, “Une difficulté de la psychanalyse”, OCF. P XV, p. 50; véase también Leçons
d’introduction à la psychanalyse, OCF. P XIV, p. 295. [“Una dificultad del psicoanálisis”, vol. 17,
1992, p. 135; “Conferencias de introducción al psicoanálisis”, vol. 15, 1991.]
4. FAMILIARIDAD
Pasillos que volvían sobre sus pasos y cuyas idas y venidas sin finalidad cruzaba uno a
cada momento; vestíbulos largos como corredores y decorados como salones […], a
modo de vecinos ociosos, pero callados […] y que cada vez que me los encontraba en
mi camino daban muestras de una silenciosa deferencia para conmigo.105
UN ESPACIO POTENCIAL
Esas primeras semanas, las de la familiaridad antes del conocimiento, de la
blandura que anticipa las costumbres, lo sabemos, son las de la separación
del cuerpo del bebé de aquel de su madre. Se crea un primer espacio fuera
de él: el espacio potencial, el del objeto transicional, el peluche que cada
uno conoce, vivo e inanimado a la vez —que pertenece al niño, pero parece
tener su propia existencia—, aquel que sigue los pasos del pezón perdido y
participa en su permanencia. En este espacio los objetos son cosas que uno
puede manipular, pero tienen su vida personal, aquella de lo imaginario.
Allí, los corredores se pasean, las pequeñas piezas corren y los vestíbulos
son serviciales. Es el nacimiento de la familiaridad, esa relación particular
que distingue nuestra casa, nuestro “hogar”, el home, de cualquier otra
habitación, así fuera de idéntica construcción.
La familiaridad protege de la angustia; tranquiliza, permite superar el
desamparo y se elabora en el curso de los primeros meses de la vida. Es hija
de la costumbre. “¡Costumbre, celestina mañosa, sí, pero que trabaja muy
despacio y que empieza por dejar padecer a nuestro ánimo durante semanas
enteras en una instalación precaria!”108, comenta Marcel Proust, nunca
alejado de la inquietud infantil con la cual comienza el relato de En busca
del tiempo perdido.
SOLEDAD Y ABANDONO
Desde el primer capítulo conocemos los tormentos del narrador cuando,
siendo niño, se encuentra solo, al anochecer, en el momento de acostarse. Él
detesta la escalera que conduce a su cuarto, sus peldaños son los de la pena;
el pijama se convierte en un sudario, el lecho en un ataúd; la pieza misma es
una tumba. Una astucia —unas palabras en un papel que lleva Francisca, la
cocinera, que con un pretexto falaz le pide a su madre que venga— es un
hilo que lo reúne con su madre, pero la negativa a responderle aviva el
sentimiento de ser apartado. El niño se siente más desguarnecido que el
hombre de las cavernas, como un enfermo que intenta dormir en un hotel
desconocido, feliz de ver la luz del día bajo la puerta de su pieza, creyendo
que llega la mañana, pero adivinando, cuando la luz desaparece, que es
medianoche y que el último empleado parte y cierra el pico de gas. La
soledad se convierte en abandono.
“Acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que podemos
decir es que son efectivamente los factores a los que se anudó la angustia
infantil, en la mayoría de los hombres aún no extinguida por completo”109,
escribe Freud como conclusión de su ensayo sobre “Lo ominoso”, al tiempo
que remite a sus trabajos anteriores donde la angustia de los niños no es otra
cosa que la expresión de la ausencia de la persona amada. Así, Proust no va
en contra de los tormentos de la multitud, solo que los convierte en una obra
cuando los psicoanalistas hacen de ellos una teoría.
La capacidad para soportar la soledad en calma no está dada desde el
inicio, sino que se adquiere a partir de la experiencia del infante de estar
solo en presencia de su madre, de la persona de cuyo amor está seguro, sin
que en ese momento estén en interacción. Cada uno tiene sus propias
ocupaciones; el bebé hace gorgoritos, juega con sus pies o sus pantuflas; la
madre se dedica a sus asuntos. Los pintores casi no representan esa
situación, cuyo género no está definido; no es una madre que amamanta,
que mima, que acuna o que educa; se adivina un eco de esto en Chardin: su
Lavandera110 está delante de una tina; junto a ella, un niño juega a hacer
pompas de jabón con una paja.
PROUST Y VERMEER
Marcel Proust, en su correspondencia y en su obra, no deja de aclamar el
genio de Vermeer, ese maestro inaudito, redescubierto desde hace poco en
su época, y cuyos cuadros pudo admirar en ocasión de sus viajes a los
Países Bajos en 1898 y 1902, luego en 1921 en París en una exposición en
el Museo del Jeu de Paume. Ver Meer, como él lo llama (cuando en los
catálogos su patronímico era escrito habitualmente Vermeer), es objeto, en
En busca del tiempo perdido, de un estudio erudito de Charles Swann,
seguro de que Diana y sus compañeras comprado por el Mauritshuis de La
Haya es una pintura falsamente atribuida a otro artista, cosa que es
confirmada más tarde. No obstante, es la Vista de Delft, “el cuadro más
bello del mundo”116, el que da el pasaje famoso donde la muerte brutal del
escritor Bergotte en su visita a la exposición parisina da paso, en dos
páginas espléndidas, a todo un campo de reflexión sobre el estilo de un
autor, la esencia de la literatura, de la vida misma. La pequeña sección de
pared amarilla con un alero, ese minúsculo fragmento de la tela de Vermeer
apenas localizable, se convierte, tras la publicación de La prisionera, en una
referencia insoslayable de todos los estudios sobre el arte del pintor y el del
escritor.
Es notable que la Vista de Delft, única veduta de Vermeer entre todas sus
telas que representan interiores de casas con sus ocupantes, sea la única
obra de este artista presente en el seno del texto de Proust. En sus cartas, el
escritor menciona La encajera, exquisita; una calle de Delft (La callejuela),
encantadora; o incluso un retrato de mujer observado en La Haya
(probablemente La joven de la perla)117; sin embargo, solo la Vista de Delft
provoca su entusiasmo, una admiración que se empeña en compartir con sus
corresponsales. Delante de las otras telas, las que pueden detener al
espectador sintiéndose niño solo con su madre, parece pasar con rapidez.
“Ver Meer”, escribe Marcel Proust. Pero las obras de este pintor no las
contempla con una mirada de hijo “hacia una madre”118*… ¡juego de
palabras de psicoanalista, por cierto!
En efecto, Marcel Proust no pudo ver el conjunto de los cuadros del
artista; en su época, una gran cantidad figura en colecciones privadas, a
veces bajo una falsa atribución. En el seno de la exposición de 1921 no son
presentados más que tres Vermeer (La lechera, La joven de la perla y Vista
de Delft), en medio de los Franz Hals, Ruisdael, de Hoogh, y de unos
sesenta dibujos y cuadros de Rembrandt. Proust los conoce. Ya los vio con
algunos otros en Holanda. Pero también conoce las telas conservadas en
Alemania y en Austria. Así, a su amigo Walter Berry, diplomático
norteamericano, en 1919 le pide, en forma de humorada, ¡que intervenga
para que, en concepto de reparaciones de daños de guerra, sean traídos a
Francia los Vermeer de Dresde (La alcahueta y La lectora) y de Viena
(probablemente El arte de la pintura)! Por último, a Jean-Louis Vaudoyer,
el crítico de arte que lo acompaña a la exposición del Jeu de Paume —y
donde Marcel Proust experimenta un malestar, como Bergotte—, le confía
haber conseguido una obra belga que contiene las reproducciones de los
cuadros de Vermeer.119
Sale apurado, quiere partir, pero no hay tren. Sin embargo, está el teléfono,
un solo cable en el inicio de ese siglo XX. La comunicación es difícil de
obtener —como la que pasaba por Francisca, la cocinera, cuando de niño el
narrador se acostaba, a la noche—, luego oye la voz de su madre, su dulzura
que se quiebra y funde suavemente en el oído, la única ternura que fuera
totalmente suya, viático para la noche en una habitación desconocida. En
una casa ajena, cuyas paredes no resuenan con la presencia materna, estar
solo, para él, es también ser abandonado, excluido.
Para experimentar familiaridad en una pieza que uno no conoce, con
muebles misteriosos, y poder percibir en la pintura holandesa del siglo XVII
un elogio de lo cotidiano121 liberado de toda inquietud, sin lugar a duda es
útil haber adquirido la capacidad de estar solo, no ya en presencia de una
madre ausente, representada por aquello que lo rodea y que conserva su
huella, sino de estar solo consigo mismo. Entonces, el inconsciente de la
casa, los vestigios que conserva de sus anteriores habitantes, el decorado
plantado por otro que no es la madre, todo eso deja de ser persecutorio, es
decir, ya no es como una figura extraña de la que uno tiene que defenderse.
Mientras la pieza es la prolongación de la envoltura materna protectora —la
que permite superar el desamparo del recién nacido—, el niño, incluso ya
grande, no puede estar solo. La novedad es peligrosa, lo desconocido
arriesgado; el hábitat no puede ser sino habitual. Soportar la soledad se
aprende, o se gana; esto implica una ruptura. Marcel Proust hace dar ese
paso a su héroe.
“ESTÁS EN TU CASA”
“Jean se quedó a dormir una vez en el hotel de Inglaterra. Por primera vez
en su vida en un cuarto nuevo no estuvo angustiado, ni triste”122, refiere el
escritor, recordando probablemente la estadía que hizo en Fontainebleau, en
el hotel de Francia e Inglaterra, en 1896. “No tuve tiempo de estar triste,
porque ni un instante estuve solo”123, confirma el narrador de En busca del
tiempo perdido.
Por solitario que esté, si el joven no está ni angustiado ni triste en esa
casa desconocida, no es únicamente porque ve en los pasillos, los
corredores y las pequeñas habitaciones a vecinos acogedores sino porque
hace de esa pieza una morada agradable y tranquilizadora donde puede estar
solo sin inquietudes, sin experimentar la necesidad de llamar en ayuda a su
madre. Son los apoyabrazos de madera blanca de un sillón los que guardan
amablemente sus cosas, una mesa y un tintero los que lo esperan, la doble
puerta que exhorta a guardar silencio, una pequeña chimenea dispuesta a
calentarlo, y otro asiento listo para acogerlo, pero sin obligación. “No te
preocupes, siempre me encontrarás allí si tú quieres. Haz lo que te plazca,
estás en tu casa”124, parece decirle.
“‘Yo estoy solo’ constituye una evolución del ‘yo estoy’”, subraya
Donald W. Winnicott. Se lo comprende al leer a Proust. Al narrador, niño
solo, triste, que aguarda la llegada de su madre, a Jean Santeuil, asustado al
penetrar en su cuarto de hotel en Trouville, se opone el joven viajero
solitario, feliz de entrar en una casa desconocida. Al “yo estoy” del
muchacho en la incapacidad de estar solo, preocupado por su búsqueda de
una presencia maternal, frenado en una existencia donde lo que reina no es
más que esta espera, se opone el “estoy solo” del joven en su cálida morada,
que descubre la voluptuosidad de caminar, de subir y de bajar, de respirar,
de vivir su cuerpo, de estar en su hogar, y de hacer allí lo que le place.
“Haz lo que te plazca, estás en tu casa”. Las dos proposiciones parecen
ligadas. ¿Dónde hacer lo que nos place, de no ser en nuestro hogar? Y ¿por
qué no haríamos lo que nos place cuando estamos en nuestro hogar? Son
incluso los factores que permiten distinguir su habitación personal de
cualquier otro lugar. Aquí, mi intimidad está preservada. Si soy
arrendatario, el propietario de la vivienda no está autorizado a entrar. Puedo
pasearme en paños menores sin que eso sea exhibicionismo, comer con los
dedos sin ser maleducado, cantar desentonado bajo la ducha sin que me
pidan que haga silencio. Jean Santeuil experimenta un sentimiento exaltado
en comprender que puede abrir y cerrar las puertas como quiere, aislarse si
lo desea e imaginar que en total seguridad puede ocultar secretos o cometer
crímenes. Ninguna mirada que lo juzgue. El yo es amo en su casa… cree.
EL CUPIDO DE PIE
Volvamos a ponernos frente a la Mujer de pie en un virginal, la tela de
Vermeer. Podemos imaginarnos como un niño ante su madre. Detrás de ella,
un espejo devolvería nuestra imagen idealizada como Amor. Ese Cupido
regordete, aunque muy joven, está de pie solo, a menos que se apoye en su
arco, en parte oculto por la cabeza de la mujer. No es, o ya no es, el niño
que, entre 9 y 18 meses, se descubre, llevado por su madre —o cualquiera
que se ocupe de él— a un espejo. En ese tiempo de la fase del espejo125, el
infante distingue su cuerpo de aquel del adulto que lo sostiene, y adivina el
futuro control de su motricidad, que aún no adquirió neurológicamente. Se
diferencia absolutamente de los brazos familiares que lo sostienen. El arco,
tal vez utilizado por Cupido como un bastón, sería su huella simbólica. Pero
el arco no es un peluche, un objeto transicional, es un apoyo real que sucede
a los brazos que rodean, a la cuna que protege, funciones, más tarde, de las
paredes de la casa.
A la familiaridad de aquel que lleva, que nutre, que lava, que cambia, que
presta atención al calor, sucede la familiaridad de la vivienda. En efecto, si
el bebé inventa un espacio transicional imaginario, sus padres construyen su
habitación real. El inconsciente de la casa depende de esas dos dimensiones,
la del juego y la de la realidad, en ocasiones fuentes de conflicto. “Haz lo
que te plazca, en el límite de lo aceptable. Tú estás en tu casa, nosotros
también”. Esto no requiere ser enunciado, salvo cuando lo implícito de la
vida en común es puesto en entredicho, cuando una pareja se desgarra,
cuando un varón, una muchacha entran en la adolescencia, en los momentos
de conflicto. No obstante, por regla general, lo esencial de las maneras de
habitar la casa, de utilizar los muebles y las piezas, permanece. Por sus
cuidados más que por la educación, a tal punto esto ocurre sin que haya
muchos aprendizajes explícitos, los padres transmiten lo que constituye un
hogar.
El ideal del yo, esa parte del superyó heredado de los padres, es una
figura mensajera de los ideales transmitidos por la familia, el entorno, los
ancestros, a la cual cada uno, en mayor o menor grado, trata de
identificarse.126 Ese modelo soporta las costumbres, las tradiciones, las
maneras de conducirse en la existencia, como la manera de vivir en una
casa, los usos domésticos y la disposición de las paredes de la vivienda. El
inconsciente de la casa participa del ideal del yo.
UN RECUERDO ENCUBRIDOR
“¡Hizo caca en el bidet, y se limpió con el pompón de su hermana!” Bajazet
refiere ese recuerdo, esa frase cuyo contenido recuerda con exactitud, en el
curso de una sesión en la que está sumido en su primera infancia, entre 4 y
6 años, antes de los 7, está seguro, porque sabe que a esa edad dejó el
inmueble donde eso ocurre. No es él quien comete esa tontería sino su gran
compañero de esa época. Un día que, como hace casi todos los días, va a
buscarlo para jugar con él, le dicen que no es posible porque su amigo está
castigado. Un poco más tarde le revelan, como un secreto vergonzoso, la
naturaleza de la fechoría de su compañero. Esas palabras se graban en él, se
convierten en un recuerdo encubridor, el recuerdo de un acontecimiento real
que reúne varios elementos reprimidos de la vida infantil.127 Así, al recordar
las preguntas que hace en ese momento sobre qué es el pompón de una
chica —él, que no tiene más que un hermano—, recupera su descubrimiento
de la diferencia de los sexos.
No obstante, es también todo un mundo lo que surge entonces en los
relatos de Bajazet, el de su casa natal. No solo él y su compañero —tienen
la misma edad, con algunas semanas de diferencia— viven en el mismo
inmueble —una construcción suntuosa de los años treinta—, sino que sus
apartamentos, en pisos distintos, son idénticos. En esos años, en la segunda
parte del siglo XX, una mayoría de viviendas en París eran arrendadas. Los
ocupantes no tenían que hacer trabajos importantes, desplazar una cocina o
demoler un tabique. Bajazet y su amigo corren por los mismos corredores,
se lavan en el mismo cuarto de baño, donde ven un lavabo, una bañadera y
un bidet idénticos. No obstante, si bien son inseparables, incluso en el jardín
de infantes, donde son acompañados alternativamente por una u otra de las
criadas de cada familia, sus padres apenas se conocen, y no mantienen más
que relaciones distantes de buena vecindad, no se frecuentan, como se dice
entonces; no son del mismo mundo.
Bajazet es el último descendiente de una familia judía emigrada de
Europa central alrededor de 1910, que logró atravesar la Ocupación nazi.
Más tarde se entera de que el apartamento, que había quedado vacío
después de la partida del dignatario alemán que lo ocupaba durante la
guerra, les fue propuesto, en la Liberación, por no sabe qué comisión de
distribución. En cambio, la familia de su amigo, parisina desde tiempos
inmemoriales, cree que se instaló allí desde la construcción del inmueble.
Los primeros ejercen profesiones liberales o mercantiles, los segundos
dirigen y poseen una empresa de trabajos públicos que se transmite de
padres a hijos. Unos conducen automóviles extranjeros un poco ostentosos,
los otros son fieles a los Peugeot negros. Estos van a misa, aquellos a
ninguna parte. Se alojan en espacios similares, pero en ellos viven de
manera totalmente distinta.
En el curso de las sesiones en que aparecen esos recuerdos, Bajazet
descubre que nunca comprendió el acto de su compañero. Es esa parte
misteriosa la que hizo del acontecimiento un recuerdo encubridor; este da
testimonio de los enigmas que están en el nacimiento de los niños, la
distinción entre las chicas y los varones, pero nada dice de las causas de esa
extraña tontería.
UN COMENTARIO INFANTIL
El joven, durante varias semanas, se acuerda de ese tiempo de su temprana
juventud, revisita esos lugares donde pasa sus primeros años. Él mismo es
un muchachito más bien juicioso, y su compañero es más atrevido. Juegan
mucho en las partes comunes del inmueble, un gran patio, aunque no esté
totalmente autorizado. También van a veces a casa de uno, otras a casa del
otro; sin embargo, las reglas a las cuales están sometidos son mucho más
coercitivas en casa de su amigo. Se acuerda del sentimiento mezclado de
familiaridad —una vivienda tan parecida a la suya— y de extrañeza —un
modo de vida tan distinto— que siente cuando va a su casa. Niño dócil,
sigue las consignas que no existen en su propia casa. No tienen derecho a
jugar sino en la habitación del muchacho y los regañan cuando lanzan sus
autitos por el corredor o se meten en la cocina en busca de alguna golosina.
El resto de las habitaciones les están estrictamente prohibidas, y tal vez van
al salón cuando son invitados, en ciertas ocasiones excepcionales. Hasta los
aseos: están en el cuarto de baño, al que no entran y deben utilizar los que
usan los domésticos en el palier de la escalera de servicio. Bajazet prefiere
entonces subir muy rápido a su casa, tres pisos más arriba, lo cual, una o
dos veces, no se hace sin accidentes; pero un poco de pipí en el calzoncillo
de un niño de 4 años no es un drama en su familia, aunque guarde de eso un
leve recuerdo vergonzoso, mientras que a su amigo sin dudas lo habrían
reprendido con fuerza.
En efecto, en casa de Bajazet, el estilo de vida y la atmósfera de la casa
son muy diferentes. No existen ni lugares prohibidos ni lugares reservados,
tal vez no los suficientes, porque no se acuerda de haber tenido una
habitación propia, apenas una cama en una habitación que comparte con su
hermano mayor, pero también a veces con otros miembros de la familia, un
tío, una tía, primos de sus padres que siempre encuentran asilo en esta casa.
Los niños están en su lugar en todas partes, pero no tienen verdaderamente
un lugar. Las paredes son acogedoras, pero no pertenecen a nadie. Bajazet
comprende entonces un comentario infantil que hizo reír mucho a sus
padres. En el apartamento de su amigo —“es un secreto”, explica— se
encuentra un mueble muy valioso donde están encerrados todos los tipos de
tierra que el padre de su amigo transporta en sus camiones… ¡el escritorio
encierra todos los secretos de la tierra! Las palabras del niño, como los
lapsus, dan cuenta de los deseos inconscientes. Lo que con seguridad
hubiera sido valioso para él en esa época habría sido tener un lugar un poco
secreto, una puerta cerrada, poder estar solo consigo mismo.
Eso es lo que encuentra en la casa de su compañero. A imagen de Jean
Santeuil al instalarse en el hotel de Inglaterra, cuando entra en esa casa de
costumbres tan distintas de la suya, no se siente ajeno. Los sillones le
tienden los brazos y, si aquello que lo calienta no es una chimenea, es un
radiador, si los que se ofrecen a él no es una mesa y un tintero, es un baúl de
juguetes, soldados, automóviles, una granja en miniatura. En una ocasión u
otra, cuando se encuentra solo en la habitación de su amigo, no experimenta
ningún desamparo, por el contrario, aprecia su silencio, tan raro en su casa.
No es únicamente el apartamento donde llegó justo después de su
nacimiento lo que le es familiar, sino toda una parte del inmueble: la
habitación de sus padres, la de su amigo, y las escaleras, los corredores, los
laberintos del edificio que no dejan de recorrer. En todos esos lugares él
oye: “estás en tu casa”, pero sin embargo no es cada vez el mismo “haz lo
que te plazca”.
CASA NATAL
Es aquí donde su hogar se distingue de los lugares conocidos; para Bajazet,
el apartamento de su familia, su casa natal, del resto del inmueble. Cuando
el visitante del museo, en la sala de los maestros flamencos del siglo XVII, se
considera en terreno conocido, no cree estar viviendo en esa pieza donde
una mujer, cubierta con un vestido de formas olvidadas desde hace largo
tiempo, da golpecitos a un instrumento de música cuyo nombre ni siquiera
es ya utilizado. No obstante, frente a la tela que representa un decorado
familiar, puede revivir la experiencia infantil de estar solo sin angustia;
habría podido estar en su hogar. Sin embargo, el condicional es importante:
no está en su hogar, así como tampoco lo está Jean Santeuil en el hotel de
Inglaterra, o Bajazet en casa de su amigo. Para habitar en un lugar familiar
no es necesario estar en su casa, pero se necesita haber podido vivir solo en
su hogar para poder recuperar la familiaridad en otra parte.
La incitación para formar el ideal del yo […] partió […] de la influencia crítica de los
padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los
educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e inabarcable, todas las otras
personas del medio (los prójimos, la opinión pública).128
ADIVINAR EL ENIGMA
Bajazet adivina por qué la tontería de su compañero sigue siendo un
enigma: es incomprensible en él. Está dirigida a los padres de este niño; se
produce en su casa. Ellos pueden darle un sentido a partir de las
prohibiciones que hacen reinar, y contra las cuales su hijo, que ese día está
furioso, se rebela. De esa manera, al defecar en el bidet, les está diciendo:
“Yo hago donde quiero”. Ese gesto, para el padre y la madre de Bajazet, es
absolutamente insensato. No puede tener significación en su vivienda,
donde tal segregación entre los lugares reservados a los adultos y aquellos
autorizados a los niños no existe y ni siquiera es imaginable. Pueden
concebir una puerta que restalle, un cerrojo echado, en su apartamento
donde todo está un poco demasiado abierto, pero tal acto, para ellos, tiene
que ver con la locura, no con la ira.
Cada casa natal impone más o menos firmemente su huella, su modo de
vida instituido sobre todo por la voz de los padres, de los ancestros. A
menudo los niños descubren tardíamente que existen otras reglas, que
algunos niños pueden salir de su cuarto, tener cinco minutos de retraso, o
desplazar algunos centímetros un vaso sin que eso sea objeto de reproches
virulentos. Con el correr del tiempo, el grupo innumerable de las personas
del entorno modera la influencia crítica de los padres, aporta flexibilidad en
las exhortaciones del superyó… cuando eso no ocurre en el consultorio del
psicoanalista, porque la cuestión es que este último lugar sea lo suficiente
familiar para que la regla de la asociación libre encarne la proposición:
“Haz lo que te plazca, estás en tu casa”.
EL HOTEL DE NANA
Desde el vestíbulo se aspiraba un olor a violetas en medio del aire tibio encerrado entre
espesos cortinajes. […] Cuatro mujeres de mármol blanco, los senos desnudos,
levantaban lámparas, […] los divanes recubiertos de antiguos tapices persas, y los
sillones con viejas tapicerías amueblaban el vestíbulo, adornaban los descansillos y
formaban en el primer piso como una antesala en donde siempre se veían abrigos y
sombreros de hombres. Las telas ahogaban los ruidos y el recogimiento era total. Se
hubiese creído entrar en una capilla inundada de un estremecimiento devoto.133
UN COMPARTIR IMPOSIBLE
Émile Zola, por su parte, incrimina al hombre: Barbey tiene la originalidad
ficticia de un mosquetero que lleva una existencia de pequeño rentista, y
abriga sus reumatismos al atardecer en su pequeña vivienda de un barrio
perdido de París. Jules Barbey, efectivamente, nunca ganó mucha plata con
sus obras; en ciertos momentos se queja de sus finanzas poco florecientes.
El escritor pone su pluma al servicio de múltiples diarios que pagan con
dificultad. Solo al final de su vida le llega la fama. Su “apeadero” de la calle
Rousselet —en un barrio no tan perdido, el de los grandes almacenes Bon
Marché, el modelo de El paraíso de las damas— se convierte entonces en
un lugar de encuentro literario; sin embargo, allí el espacio está medido. Es
en la muy aristocrática ciudad de su infancia, Valognes, en Cotentin, donde
el autor se siente cómodo, en el seno del apartamento de un hotel noble
donde transcurre regularmente una parte del año. Pero cuando un diario
propone sus columnas a Jules Barbey d’Aurevilly para responder a los
ataques de Zola, aquel prefiere exclamar: “¡Ser ridículo a los ojos de Zola
es mi propia honra!”.137
¡Estos dos no podrían compartir la misma habitación! Sus casas dan
cuenta de sus historias, la manera de amueblarlas de sus combates. En eso
leemos su profunda diferencia.
UN GRAN EFECTO DE CONJUNTO
El salón, que acababan de instalar, estaba repleto de viejos muebles, de viejas tapicerías,
de chucherías de todos los pueblos y de todos los siglos, una oleada que subía, que a esa
hora desbordaba […]. Tenían un furor dichoso de comprar; y él contenía allí antiguos
deseos de juventud, ambiciones románticas […]; a tal punto que ese escritor, tan
salvajemente moderno, se alojaba en la rancia Edad Media en la que soñaba vivir a los
quince años.138
UN BUSTO
Entre las cosas que no carecen de grandeza, la más valiosa para él es el
Busto amarillo que puso en la chimenea monumental del salón. Siempre
conoció en la casa familiar ese retrato esculpido de su tía abuela materna,
madame de Chavincour, famosa en la corte de Luis XV, que falleció a los
27 años. Ese busto, al que él llama el primer amor de su corazón solitario y
declara haber idolatrado en su infancia, es el único objeto que tuvo una
importancia absoluta para Jules Barbey en la sucesión paterna, a riesgo de
provocar un conflicto con sus hermanos. Barbey lo describe como una
escultura de arcilla rubia que representa una mujer con rasgos aguileños y
finos, peinada y vestida como la reina María Antonieta, pero sin nudos ni
cintas, con una blusa cuyo escote desciende hasta la abertura entre los
senos.144
Sin embargo, ese busto se confunde con el de Níobe —“que tanto miraba
en mi infancia mientras me chupaba el pulgar hasta que sangraba”145—,
cuyos senos se escapan orgullosamente de la túnica. ¡Los gustos del hombre
maduro coinciden con los sueños del niño! La mitología entra en la historia
del sujeto, en la de su casa. Al igual que Freud y los hombres cultivados de
su tiempo, Barbey d’Aurevilly conoce la vida de los dioses antiguos,
adivina la aventura que brota detrás de cada estatua, cada bajorrelieve. Aquí
se trata de mujer y de madre: Níobe, reina de Tebas, hija de Tántalo, estaba
tan orgullosa de sus siete hijos y sus siete hijas que su orgullo le hizo pedir
a su pueblo que la honraran a ella, más que a la diosa Leto, que solo tenía
dos hijos, Apolo y Artemisa. Los dioses se vengaron. Artemisa y Apolo
mataron a todos los hijos de Níobe. Al descubrir ese horror, esta quedó
petrificada. Transformada en roca, sus llantos crearon una fuente
inagotable. Níobe es una figura recurrente en la obra y la vida de Jules
Barbey d’Aurevilly. Es citada en sus novelas, sus diarios íntimos (los
Memoranda), su correspondencia. Orgullo de madre, imagen de
desesperación, cara congelada, belleza de la mujer, cantidad de sus heroínas
y algunas de sus conocidas están adornadas con los rasgos de la antigua
tebana. Hasta el cuarto de La cortina carmesí, una de las novelas cortas más
famosas de Las diabólicas —donde una joven, a espaldas de sus padres, se
ofrece al joven oficial acuartelado en su casa—, contiene un busto de
Níobe, sorprendente entre esos burgueses vulgares, cosa que, sobreentiende
el autor, no lo es en una casa aristocrática como la suya.
El escritor nos ofrece notables retratos de la madre, más mujer que
madre, aquella cuyos hijos, a imagen de Níobe, son objetos de orgullo
narcisista o representantes de un padre idolatrado antes que sujetos amados,
como la madre de Lasthénie de Ferjol, “tan esposa, esa mujer más esposa
que madre”.146 La literatura precede a la clínica. El profesor Jean Bernard,
famoso hematólogo, describe en 1967 un “síndrome de Lasthénie de
Ferjol”, por el nombre de la heroína de Una historia sin nombre, que
apareció en 1882. Esa nosología da cuenta de una anemia que resiste a
todas las explicaciones clínicas hasta que se descubre que el enfermo se
extrae regularmente pequeñas cantidades de sangre, a veces hasta la
extinción, a imagen de lo que hace la joven en la novela de Barbey
d’Aurevilly. Una vez muerta, adquiere su estatus de ídolo.
PRINCIPAL Y SECUNDARIA
Sin embargo, no es necesario ser nostálgico de un pasado aristocrático
desaparecido o bien tener una doble vida para implicarse así en dos
viviendas; aquí el principio de realidad, allá el principio de placer. Un gran
número de nosotros lo hace —es incluso una particularidad francesa—,
cuando se dispone de una residencia secundaria. Durante los períodos de
actividad profesional, la vivienda está en el apartamento de una gran
ciudad, la residencia principal. Esta es habitualmente la residencia fiscal,
porque es el lugar donde cada uno “se gana la vida”, entra en la circulación
simbólica de la moneda que permite el intercambio de los bienes y servicios
sin que se conozca íntimamente al proveedor. Los períodos de descanso
transcurren en una propiedad balnearia, o en la montaña, en una casa de
campo, a menudo situadas en una comunidad restringida donde se puede
pensar en el imaginario del trueque, puesto que los intercambios no son
anónimos. Esta escisión tiene consecuencias sociales y políticas. Fuera del
incremento del valor de las viviendas en ciertas regiones apreciadas, lo cual
impide que los habitantes permanentes, en general‚ menos acomodados que
los urbanos, compren sus viviendas, las expectativas de las personas que
están de vacaciones difieren de aquellas que están en actividad.
Claro que a uno le gusta el campo, pero no con un gallo que cante y
mucho menos con estiércol que huela o tractores que contaminen; ¡casi
tratan de convencer a los últimos agricultores que quedan de que críen a sus
cerdos como perros domésticos y que siembren amapolas! Entonces se
quejan de que uno quiera que sus campos y sus prados sean decorados para
ciudadanos con nostalgia de vegetación, que su actividad sea un
conservatorio de los siglos pasados, olvidando que también era el tiempo de
las hambrunas recurrentes. Como Barbey magnificando el reino de Luis XV
frente a Zola denunciando las injusticias del Segundo Imperio.
Compartir una casa es compartir un territorio. Existen lugares de reunión:
la sala y el living room son el lugar del pueblo; y de las vías de paso:
corredores y escaleras representan calles y rutas. Algunas piezas están
reservadas a tareas particulares, cocina, comedor o salón se convierten en
lugares públicos a imagen de las tiendas, de la iglesia o del café; algunas
son privadas, el cuarto es la pequeña casa de cada uno; otras están
estrictamente prohibidas cuando están ocupadas: los baños, ya sean de
médicos, de psicoanalistas o water closet, son de uso privativo. Pero
compartir una casa es también hacer de manera que cada uno de sus
habitantes, hombre de la casa o mujer de negocios, un niño escolar o una
estudiante avanzada, pueda decir: “Estoy en casa”. Es el acondicionamiento
del uso de la casa el que lo posibilita. Del mismo modo que es muy
necesario que aquellos que ejercen una actividad y aquellos que están de
vacaciones, residentes de siempre y ocasionales, puedan vivir en el mismo
espacio, la casa soñada de cada uno debe poder encontrar su lugar en la
construcción ocupada por varios.
AMNESIA Y DESCUBRIMIENTO
“¡Ah, no! ¡Esa ocupa todo el lugar con su perfume!” Néféret, al entrar en
mi escritorio, se queja del olor embriagador que dejó la persona recibida
antes que ella para una primera entrevista. En una sesión anterior, Néféret
había observado que el consultorio del psicoanalista le resultaba
suficientemente familiar para que se sienta como en la casa, pero también
bastante alejado para sentirse autorizada a decir, e incluso a pensar, lo que
le parecería inconveniente en otra parte. Es en el curso de sus sesiones
cuando descubre la importancia de las diferentes casas donde vivió, así
como el sentimiento difuso de no haber estado jamás en la suya propia.
Mujer joven de unos treinta años, que vino a consultar para comprender
por qué no llega a fundar un hogar, pese a la demanda insistente del hombre
con quien tiene una relación amorosa profunda, Néféret no tiene recuerdos
de su casa natal, el hogar donde vivió con sus dos padres juntos. Un trauma,
un grave accidente de auto de sus progenitores donde su padre encontró la
muerte y su madre se salvó casi por milagro, al parecer le produjo una
amnesia.
Después del fallecimiento accidental de su padre cuando ella tiene 5
años, es confiada, con su hermano de 3, a sus abuelos paternos. Su madre,
gravemente herida, no puede ocuparse de los niños. A medida que mejora
su estado de salud y que progresa la reeducación motriz, esta sale cada vez
más del centro de cuidados que la alberga y se instala en casa de sus propios
padres. Las dos familias viven en las cercanías, en una rica región de
viñedos; los niños pasan tiempo con su madre durante los fines de semana y
las vacaciones, en el modo de los padres divorciados, comprende ahora
Néféret.
En el momento de su entrada en el colegio, a los 10 años, su madre —que
ya está curada y ha recuperado su actividad profesional en la administración
en un puesto elevado— vuelve a hacerse cargo de los niños. Se van a vivir a
un apartamento en la gran ciudad regional. Es el tiempo del trabajo, de la
escolaridad, de las exigencias. Néféret experimenta una ruptura en su
existencia, que se ha vuelto un poco austera. Felizmente una niñera, ya
presente en casa de sus abuelos paternos, los sigue y vive con ellos.
Después de algún tiempo —no puede fecharlo con precisión—, su madre,
cada vez más ausente, vuelve a menudo muy tarde y confía a los niños a sus
padres todos los fines de semana, cosa que es más bien apreciada por
Néféret y su hermano. Sin embargo, durante una sesión la joven adivina que
su madre escondía una relación amorosa. Néféret se queda estupefacta de
que hasta entonces esa evidencia se le haya escapado.
A partir de esta revelación —no tanto anulación de una represión, porque
ella no olvidó los hechos, como autorización para darle un sentido—, la
joven percibe que la figura paterna planea sobre el destino de su familia. Su
madre no podía reemplazar abiertamente a su esposo desaparecido. Néféret
descubre hasta qué punto la imagen de este está presente en la casa de sus
antepasados paternos, donde ella habita después del accidente. No es un
busto sobre la chimenea, ni un retrato en el salón, sino apenas una
fotografía en la mesita de luz y más bien una atmósfera general. En el
momento del accidente, los abuelos viven desde hace poco en esa vivienda
familiar. El abuelo de Néféret había abandonado la región en su juventud
para proseguir sus estudios en la capital, donde se instala, antes de volver
—después del éxito y la jubilación que tomó siendo joven— a su casa natal,
donde conserva las costumbres de rigor que tenía en su trabajo. La vida está
regulada, las comidas se hacen a una hora fija; los niños, hasta los 7 años,
edad de la razón, no están en la mesa familiar. La cortesía y el respeto son
exigidos con suavidad pero firmeza. Néféret y su hermano aceptan
plenamente estas coerciones, más pruebas de amor que una conducta
dictatorial. Su padre había seguido el camino de su propio padre, y
probablemente las condiciones materiales, fuera del cambio de vivienda,
casi no cambiaron para los niños. La casa de los abuelos sigue siendo la del
padre. Néféret no está bajo la mirada de Dios, como Aimée de Spens, la
heroína de Barbey, sino bajo la de una figura ideal. Esta rige tanto más la
existencia cuanto que la madre de los niños está hospitalizada; en un primer
tiempo incluso se teme por su vida.
DOS CASAS
Entre esos abuelos —no demasiado mayores— y esos niños —muy
jóvenes—, la que establece el lazo es una niñera. Ellos exigen, ella explica.
También percibe la pena de aquellos que perdieron a su hijo mayor detrás
de una fachada a veces un poco demasiado intransigente. De esos años
Néféret conserva una actitud tímida en el seno de las casas a las cuales se
dirige. Siempre vacila frente a una puerta cerrada, y en ocasiones se siente
molesta cuando entra en una pieza ya ocupada. Otras tantas conductas de
las que toma conciencia en el curso de sus sesiones, recordando entonces el
asombro de sus abuelos maternos frente a eso.
En efecto, el ambiente es muy distinto en su vivienda. Su familia materna
permaneció atada a su terruño, y prosigue la explotación de la misma finca
desde hace varias generaciones. Su tío, un hermano de su madre, y su
familia están presentes en la gran construcción donde reina un alegre
alboroto. Aquí, nada de hora fija de comidas, todo se rige en función de los
trabajos que se deben efectuar en los viñedos, nada de puertas cerradas,
bastante poca intimidad, sino un respeto que no se apoya en reglas
explícitas. Se trata de un saber vivir en común que a veces a Néféret le
cuesta captar. Cuando se habla de su padre se evoca a un desaparecido, no
una presencia tutelar. Lo que rige esta casa no es un ideal sino la coacción
—a veces imprevisible por estar ligada a los cambios climáticos— del
cultivo o de la elaboración del vino.
Dos casas, la de un padre, la de una madre, dos estilos de vida, reunidos
en una pareja, pero nadie que las reúna; precisamente a eso se enfrenta
Néféret. Sus padres ya no están presentes para mantener el hogar que ella
conoció durante sus primeros años y cuya estructura ha olvidado. Amnesia
infantil, probablemente, amnesia traumática tal vez; como quiera que fuese,
una manera de evitar la nostalgia.
Las casas donde luego habita no participan en ese mismo esfuerzo. Pocos
recuerdos tiene del apartamento que ocupa con su madre y su hermano en la
gran ciudad. Los hechos sobresalientes de su vida juvenil transcurren en el
colegio, el liceo, afuera, en casa de amigos o bien en estadías en casa de sus
abuelos. Allí descubre la vida, las penas, las dichas, el amor. Más tarde, su
madre se decide a presentar a su nuevo compañero; se casan. Néféret, que
se entiende bien con su padrastro, vive poco tiempo con ellos. Es una
existencia de estudiante y luego de mujer joven que debuta en una actividad
profesional, piezas, estudios, nunca arrendamientos compartidos, ahora un
pequeño apartamento que no comparte con su amante.
UN ESCRITORIO
Mi escritorio siempre estuvo en el apartamento donde resido. Es una
elección decidida en común. Se trata de encontrar el lugar conveniente para
que dos espacios se confundan y se distingan. En París, los edificios
haussmannianos que separan las piezas de recepción de las piezas privadas
comunicadas por un corredor más o menos largo, que remite los espacios
domésticos bien al fondo, no convienen únicamente a los psicoanalistas.
Cada inmueble de mi calle contiene uno o dos consultorios médicos donde
viven los especialistas, reumatólogos y cardiólogos en la planta baja, los
otros en los pisos, raramente más allá del tercero; en cuanto al último piso,
un poco retirado con una terraza, sin dudas es demasiado residencial para
ser profesional. No obstante, semejante plano no conviene mucho hoy salvo
para ese uso calificado de “mixto” por la administración. En cantidad de
estos apartamentos, cuando no son utilizados así, las piezas cambian de
destino, muy particularmente la cocina, que está cerca de los lugares donde
se hacen las comidas.
De ahí a pensar que los psicoanalistas son los guardianes de una
arquitectura del siglo XIX, seguro que no. Sin embargo, a pesar del
cientificismo a veces ostentado, no se practica en un lugar aseptizado, así
no fuera sino porque el psicoanalista ejerce como sujeto, con sus gustos y
sus aversiones, su inscripción en las costumbres de su época. En la
actualidad, estaría mal visto que, a ejemplo de Freud en los años 1890,
escupa en la escalera, pero recibir sin corbata no es prohibitivo, y si uno se
pusiera un cuello postizo sería ridículo.147 Su escritorio está fuera del tiempo,
porque allí no es cuestión de actualidad, pero tampoco es intemporal. Las
acumulaciones de aquel de Berggasse 19 en Viena evocan ahora más un
gabinete de curiosidades que el de un especialista de la psiquis; en los años
setenta, el sillón Charles Eames y el diván Le Corbusier son la punta del
progreso, pero en el siglo XXI son objetos de anticuarios.
Recibir en su casa no es estar ni en una clínica médica ni en un museo;
no es tampoco invitar a los pacientes a compartir una vida de familia. Como
dijimos, la invención de los corredores y los pasillos lo permite. Sin
embargo, puertas que se abren y se cierran, timbres de teléfono, voces
lejanas o bien llantos de bebés, disputas de niños, incluso olores de cocina,
señalan la vida y la presencia de un entorno. Los que viven con el
psicoanalista conocen las reglas. La menor cantidad de palabras posible
ante la puerta del escritorio, que no debe ser franqueada durante las
consultas; el respeto de cierta confidencialidad, nada de “¿cómo le va?”
dirigido a una persona a la que se cruza por azar en la entrada. Se trata tanto
de proteger a los habitantes de la casa de un imaginario que no les atañe
como de evitar a quienes consulten que compartan una realidad que no es la
suya; y hacer de manera que esto sea posible en el mismo lugar.
129. Jules Barbey d’Aurevilly, Le Chevalier Des Touches, en Œuvres romanesques complètes, París,
Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1964, vol. 1, pp. 869-870. [Hay versión en castellano: El
caballero Des Touches, trad. de Juan José Llovet, Buenos Aires, México, Espasa-Calpe Argentina,
1950.]
130. Victor Hugo, La Conscience, La Légende des siècles, París, LGF, 1968, p. 42. [Hay versión en
castellano de: La leyenda de los siglos, trad. de José Manuel Losada, Madrid, Cátedra, 1994.]
131. Véase supra, cap. 4.
132. Véase supra, cap. 1.
133. Émile Zola, Nana, en Les Rougon-Macquart, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”,
1960-1967, 5 tomos, tomo 2, pp. 1347-1348. [Nana, varias ediciones en castellano. Las citas
entrecomilladas son transcripción textual de este libro.]
134. Ibid., pp. 1348-1349.
135. Véase supra, cap. 3.
136. Véanse Évelyne Bloch-Dano, Madame Zola, París, LGF, 2007, y Mes maisons d’écrivain.
D’Aragon à Zola, París, Stock, 2019.
137. Jules Barbey d’Aurevilly, “Lettre à propos de Zola”, en Le XIXe siècle, Des œuvres et des
hommes, París, Mercure de France, 1966, vol. 2, p. 319, véanse los otros artículos sobre Zola en el
mismo volumen.
138. Émile Zola, L’Œuvre, en Les Rougon-Macquart, op. cit., tomo 4, p. 323. [Hay versión en
castellano: La obra, trad. de José Ramón Monreal, Barcelona, Debolsillo, 2008.]
139. Ibid., p. 161.
140. * En la Rue du Faubourg Saint Antoine, de París, se encuentra una gran cantidad de mueblerías
convencionales. [N. del T.]
141. Émile Zola, Documents littéraires. Études et portraits, París, Hachette-BNF, 2018, p. 353.
142. Jules Barbey d’Aurevilly, Disjecta membra, en Œuvres romanesques complètes, op. cit., vol. 2,
p. 1569.
143. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Madame de Bouglon del 22 de agosto de 1872, en
Correspondance générale, París, Les Belles Lettres, 1987, vol. VII, pp. 122-123, subrayado en el
texto.
144. Véanse Jules Barbey d’Aurevilly, Le Buste jaune y Niobé, en Œuvres romanesques complètes,
op. cit., vol. 2, p. 1187 y p. 1203. El busto, efectivamente muy escotado, fue destruido durante los
bombardeos de 1944; la casa natal de Jules Barbey d’Aurevilly, que se puede visitar en Saint-
Sauveur-le-Vicomte, posee una copia.
145. Jules Barbey d’Aurevilly, carta a Trébutien del 22 de marzo de 1853, en Correspondance
générale, op. cit., vol. III, p. 197.
146. Jules Barbey d’Aurevilly, Une histoire sans nom, en Œuvres romanesques complètes, op. cit.,
vol. 2, p. 322. [Hay versión en castellano: Una historia sin nombre, trad. de Nicole Vaïsse, México,
Gobierno del Estado de Guanajuato, 1995.]
147. Véase cap. 2.
6. CONJUNTO
“¡Vaya! ¿Los psicoanalistas encierran a los gatos en sus armarios?” Hace
algunas semanas que un gatito vive en el apartamento. Es juguetón,
temerario y un poco torpe. En mi escritorio, contra el tabique que lo separa
de la pieza principal, hay un armario. Grimoald, el analizante que hace esta
observación irónica, no se equivoca. Se tiene la impresión de que maullidos
quejumbrosos salen del mueble. Como estos continúan, Grimoald, que es
instruido, prosigue en el mismo tono. “¡Atención! Puede estar denunciando
un crimen, como en el cuento de Edgar Poe cuyo título no recuerdo”. Yo sí,
es El gato negro, el segundo texto de las Nuevas historias extraordinarias.
Un hombre que mató a su esposa empareda el cadáver detrás de un tabique
de su bodega. No se da cuenta de que al mismo tiempo encierra al gato. En
el curso de la visita de unos policías, este lanza un maullido horrible;
derriban la pared y descubren el cuerpo. Así que, aquí estoy yo, ¡tratado de
asesino por Grimoald!
OÍR EL LLAMADO
Los maullidos desesperados persisten. Sé que en ese momento ninguna otra
persona de la familia está presente en la casa. Estoy en la obligación de
preservar mi inocencia, y de comprender la causa de ese llamado. Prevengo
a Grimoald y salgo del escritorio. El desdichado y audaz gatito presumió de
sus fuerzas y de su habilidad. En la pieza de al lado, trepó a la barra de una
cortina de la que es incapaz de bajar. Busco un taburete y lo saco de su
peligrosa posición, y él corre a guarecerse bajo el sillón que adoptó como
refugio. Cuando vuelvo al escritorio es la hora del fin de la sesión.
Grimoald está de pie; me espera.
— ¿Salvado? —me interroga.
— Sí.
¿Soy yo el que estoy salvado, porque no hay un cadáver en el clóset, o bien
el bebé gatuno? Es un asunto que podrá ser comprendido más tarde en el
curso de la cura.
Por el momento, ese acontecimiento me recuerda una experiencia vivida
poco tiempo antes en una consulta de psiquiatría infantil donde ejerzo.
Acomat, un niño de 4 años, incapaz de estar solo, que no logra separarse de
su madre, sobre todo para ir a la escuela, entra por primera vez en el
escritorio sin estar acompañado. Se ha convenido con su madre que se
quede en el dispensario para que su hijo la encuentre al final de la cita.
Terminada esta, Acomat se dirige a la sala de espera donde —cosa que
probablemente habría debido prever— ¡ella no está! Sus llantos y aullidos
conmocionan a todo el personal, con excepción de un consultante, en
apariencia sordo al desamparo e instalado en una neutralidad con un aspecto
poco indulgente, que me habla de un problema material. Lo dejo para ver lo
que ocurre; el niño encontró un refugio provisorio en los brazos acogedores
de una secretaria. No asisto al retorno de su madre pero, por su alejamiento,
demostró la imposibilidad de la separación. Se necesitará mucho más
tiempo y escucha de este niño y de su familia para que el espanto de la
soledad y el miedo a la desaparición de sus padres se borren.
Acomat no es mi hijo, no vivimos juntos. Sin embargo, mientras él se
encuentra en el dispensario, permanece bajo la responsabilidad de quienes
allí trabajan, que no pueden sustraerse a sus gritos de desamparo. La
consulta se convierte en nuestra casa común. Compartir una casa no se hace
en el silencio; es oír y responder, de múltiples maneras, a las demandas, las
exigencias, los rechazos, los llamados. Esto es tanto más cierto aquí donde
no se enseña, no se cuidan los cuerpos; se intenta comprender las
dificultades que tienen algunos niños en sus relaciones consigo mismos y
con otros. Esta perspectiva se encuentra, de manera más radical, en las
casas verdes, inventadas por la psicoanalista Françoise Dolto, la primera de
las cuales abre en 1979. Destinadas a recibir a pequeños hasta los 3 años
(pero también van algunos de mayor edad), no son lugares de cuidados, ni
parvularios o guarderías148 —el adulto responsable del niño permanece en la
casa—, es un lugar donde se descubre el compartir y se aprende a socializar,
donde la palabra es central: se habla de lo que ocurre, se dice lo que uno
hace, se explican las reglas. Desgraciadamente, Acomat no frecuentó una
casa verde, en cuyo caso mucho antes se hubieran puesto algunas palabras
sobre lo que lo asusta en la partida de su madre, antes de que se vuelvan
inaudibles, recubiertas por llantos de terror.
EL GATO
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, como el sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, por
completo anormal e inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror,
mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno.149
Ese grito, lanzado por el gato negro de Edgar Poe, es el que tememos oír en
nuestra casa. Ese grito rubrica la catástrofe, aquella de la que nuestro hogar
debería preservarnos, el desamparo de un ser vivo, el que atravesó el
lactante, el que rozó Robinson Crusoe150, aquel del que debe protegernos el
amor. Cuando una casa es un hogar contiene esas pruebas de amor, lo que
hace admisible el llamado del otro para cada uno. Vivir juntos no es
únicamente renunciar a una parte de su espacio en beneficio de aquellos y
aquellas que habitan el mismo lugar, es también compartir ese espacio,
ponerlo en común como el aire que transporta el sonido de la voz.
A veces, cuando el desacuerdo toma la delantera, ya no se pronuncia
ninguna palabra, no se oye ningún llamado; las paredes de la casa delimitan
superficies, los muebles son las propiedades de cada uno. El hogar ha
perdido su alma.
Terminó por escribir con mayúsculas:
“EL GATO”.
Luego se volvió a quedar un tiempo inmóvil antes de poner otra vez en el bolsillo la
libreta de donde había arrancado una tira de papel.
Finalmente la plegó varias veces […]. En ese juego se había vuelto de una habilidad
sorprendente, casi maquiavélica.
El papel se acomodaba entre su pulgar y su dedo mayor. El pulgar se replegaba como un
percutor y, soltándose de pronto, enviaba el mensaje al regazo de Marguerite.151
SILENCIO
Una noche de invierno Émile Bouin, engripado y con fiebre, se sorprende
de que Joseph no se trepe a su cama. Sale a la nieve a pesar de las
exhortaciones de su esposa, lo busca en el callejón, todavía más lejos; lo
descubre muerto, muy en el fondo del sótano. Aquí Simenon no se olvida
del detective; una caja de raticida a base de arsénico fue desplazada: se ve
el círculo viejo que dibujó sobre el estante polvoriento. Marguerite
envenenó al gato.
La casa tranquila se llena de ira. Émile esgrime el cadáver del animal, se
lo frota en el rostro a Marguerite, que se desvanece sin que él le dedique
una mirada; luego la fiebre hace que se derrumbe en su cama. A la
madrugada pone el cuerpo del gato en el basurero, toma algunos vasos de
vino y, sin haberlo premeditado, abre la jaula del loro y le arranca las
plumas. Tiene sangre en las manos, su mujer lanza un grito. Un veterinario
se lleva al animal, que volverá… disecado. Algún tiempo después
Marguerite le da a Émile un papel con estas palabras: “Dios nos hizo
marido y mujer y debemos vivir bajo el mismo techo. Sin embargo, nada
me obliga a dirigirle la palabra y le ruego encarecidamente que usted haga
lo mismo”.155 La casa cae en el silencio, el silencio de las palabras.
Porque la casa está sumida en el ruido. Simenon nos lo hace oír desde el
primer capítulo; el libro está construido por una serie de retrospectivas. El
estrépito ensordecedor de la demolición de las casas de enfrente,
premonición de la desaparición de un mundo; vueltas a vender, deben dejar
sitio a un inmueble moderno. Cuando la obra concluye, el péndulo del reloj
de mármol negro y el desgranar de los golpes de su repique, el tintineo de
las agujas de tejer de Marguerite, el crujido de los leños que arden, el
murmullo de la lluvia y el de la fuente instalada en el fondo del callejón,
luego la manteca que se funde en la sartén y las cebollas que se doran,
Émile que mastica ruidosamente y, más tarde, que se suena cuando un
cantante inicia una canción de amor en la televisión. El gato ya no está allí
para maullar o ronronear —roncar, decía Marguerite—, el loro con ojos de
vidrio está definitivamente mudo. Ya no hay palabras, es decir, que ya no
hay llamados, ni preguntas, ni respuestas. Los leños arden, pero el hogar
está apagado; el alma de la casa hizo silencio al morir los animales
domésticos.
En adelante, cada quien por su lado. Hacen su parte de las tareas
domésticas ignorándose, van a las mismas tiendas, pero uno después del
otro, para comprar alimentos diferentes que guardan en sus alacenas
cerradas con llave antes de cocinarlos por separado y comerlos cada cual en
una punta de la mesa. Luego, una noche, cuando vuelve Émile, el silencio
es completo. Descubre a Marguerite muerta al lado de su cama. “¿Había
llamado? ¿Había pronunciado su nombre en el vacío de la casa sin ecos?”156,
se pregunta.
MARGUERITE, CLÉMENCE O HENRIETTE
Para muchos, Émile Bouin tiene la silueta de Jean Gabin y Marguerite la de
Simone Signoret, los dos intérpretes del film de Pierre Granier-Deferre. El
cineasta conserva la trama de la novela, pero suprime el loro. La casa, que
debe desaparecer en la construcción del barrio de la Défense, a las puertas
de París, fue comprada, varias décadas antes, por Julien y Clémence (Émile
y Marguerite), una joven pareja seducida por una vista fabulosa al campo.
Porque ellos no son viudos vueltos a casar; se conocieron de jóvenes. Él es
tipógrafo, ahora jubilado, ella es una extrapecista que se hirió en una caída,
bebedora de ron. Hoy, él prefiere a su gato. Borracha, ella mata al animal a
tiros; él es el que luego se niega a hablar y el que comienza los intercambios
con papelitos. La puesta en escena conserva por lo tanto lo esencial: la
pareja, el asesinato del gato, el silencio en la casa. Lo que forma parte de la
historia personal de Georges Simenon (por lo menos la que él reconstruye)
desaparece.
El destino de Marguerite, la hija más joven de una familia arruinada, es el
de Henriette, la madre del escritor. Última hija de una importante fratría,
tiene 5 años cuando muere su padre, dejando deudas, sumiendo a su viuda
en una indigencia vivida como humillante. Dejan una gran casa solariega
por la modesta vivienda de un barrio popular de Lieja, y Simenon, una vez
hecha su fortuna, durante un largo tiempo no deja de adquirir casas grandes
y lujosas. El miedo a que algo le falte, el temor a estar en aprietos,
organizan la vida de Henriette. Habiendo enviudado a su vez, se casa,
cuando Georges tiene 26 años y hace mucho ha partido, con un jubilado del
ferrocarril belga, cuya pensión puede cobrar si él fallece. Precisamente con
ese hombre decide dejar de hablar, pero intercambiar mensajes
garabateados cuando sea necesario, y él es quien retira una a una las plumas
del loro de Henriette. Se llama Joseph André; tiene el nombre de pila que
Simenon le da al gato de Émile, el personaje de su novela.157
Así, en El gato de Georges Simenon, que de ninguna manera pretende ser
un texto autobiográfico, todo surge de lo que el escritor refiere de la historia
de su madre: su origen, su segundo casamiento, el silencio en la casa, el
rechazo de las palabras y el intercambio de palabras escritas, hasta el loro…
¡salvo el gato!
LEVANTARSE DE LA MESA
Algún tiempo después de la sesión del gato que voy a salvar, Grimoald
refiere un recuerdo de infancia. Tiene 12 años y una hermana mayor de 15.
Sus padres están separados y en esa época ellos viven con su padre, quien
se volvió a casar desde hace algún tiempo con una mujer cuya primera
preocupación al llegar al apartamento de su nuevo esposo fue hacer instalar
campanillas en todas las piezas con un cuadro en la cocina, cosa que a los
niños les pareció totalmente ridícula y que por otra parte nunca fue
utilizada. Apoyándose en preceptos de otro tiempo que, se burla Grimoald,
ella debía haber leído en alguna obra que tratara de los principios del saber
vivir, no deja de querer inculcar lo que llama los buenos modales:
prohibición de correr en la casa, de hablar fuerte, de levantarse de la mesa
antes que las personas mayores… Rápidamente, entre la hermana de
Grimoald y su madrastra las cosas se ponen mal. Conflictos y
desobediencia esmerilan su relación.
Sin embargo, valga lo que valga, la casa mantiene una apariencia de
familia. Cada uno conserva su habitación, en la cual la madrastra acepta
dejar de entrar para velar por su buen orden, y todo el mundo se encuentra
para la cena ritual de la noche, hasta que la joven decide no ir más a la mesa
y comer en su cuarto. Ira de la madrastra, tentativa de negociación del
padre; no hay caso. Ultimátum de esta mujer, que no acepta que se coma en
otra parte que no sea allí donde está prescrito, negativa del padre, que no
acepta matar de hambre a su hija. La madrastra se va. Grimoald no refiere
nada más en ese momento. Yo sé que el hermano y la hermana irán más
tarde a vivir con su madre. Pero comprendo que, al levantarme antes del fin
de la sesión, lo que salvé fue probablemente la continuidad del análisis. No
me sometí a las exigencias que prohíben levantarse antes del fin de la
comida, no me adapté a las reglas tiránicas del superyó de otro tiempo.
EPÍLOGO
EXTRAÑEZA
Una Virgen María muy grande, con un largo vestido y una capa; separa los
brazos y su manto forma una suerte de dosel que recibe a personajes de
tamaño reducido. Esta figura de la Virgen de la Misericordia aparece en el
siglo XIV: preserva a monjes y monjas que se consagraron a ella. Después
de 1400 son hombres y mujeres, religiosos o laicos, los que son abrigados
por el manto de María. La Virgen del manto garantiza de las flechas
divinas, o de la peste enviada para castigar a los pecadores. Piero della
Francesca o Lippo Memmi la representan; La Virgen con el manto de
armiño es uno de los lienzos pintados franceses más antiguos.166
NUTSHEL STUDIES
La escena es extraña. Tres o cuatro fortachones, algunos con una pistola en
el cinturón, todos con un vaso o una lata de gaseosa en la mano, giran
alrededor de una casa de muñecas. Entre dos tragos hablan de huellas de
sangre, de ventana abierta o cerrada, de sillas caídas, de un cuchillo
plantado en un cuerpo, de un fusil abandonado. Estamos en Baltimore,
Maryland, en los Estados Unidos, en el cuarto piso de la morgue.169 Estos
inspectores de policía siguen el seminario de investigación criminal creado
en 1945 en Harvard por Frances Glessner Lee. Lo que comentan con
atención son escenas de muerte sospechosa. Crímenes, suicidios o
accidentes, no se sabe, son puestos en escena a escala 1/12a en viviendas
muy fielmente reproducidas. Después de un examen profundo deben
proponer una explicación de la muerte violenta de la muñeca. Se puede
considerar que esos Nutshell studies, estudios en cáscara de nuez (término
inglés utilizado cuando se trata de maquetas), toman el relevo de Study in
Scarlett (Estudio en escarlata), la aventura prínceps de Sherlock Holmes.
Sin embargo, Arthur Conan Doyle, por médico que sea, no inventa esas
historias sino para divertir, mientras que Frances Glessner Lee, primera
mujer especialista de medicina legal —aunque no médica— y primera
mujer oficial de policía en los Estados Unidos, fabrica esas viviendas en
miniatura con sus cadáveres con un objetivo didáctico. A esto consagra toda
la segunda parte de su existencia, y una buena parte de su inmensa fortuna.
Con ella, las investigaciones dejan de ser desordenadas; los indicios son
estudiados con la misma atención que aquella que le dedica Sherlock
Holmes, cuya celebridad nace en los años de juventud de Frances Glessner.
Las realizaciones de esta mujer no pretenden ser literarias. Ella reconstituye
escenas inspiradas en noticias policiales, que representan lo más fielmente
posible la realidad, la que ella imagina. El enigma que inventa está cubierto
en esas casas de muñecas; son los observadores los que deben escribir la
novela y encontrar la solución ya redactada, encerrada en la caja fuerte de la
morgue. El arte de Frances Glessner, porque al ver sus obras eso se percibe,
no reside en la invención de argumentos, sino en la fabricación de casas en
miniatura. Otros tantos hogares que encubren otras tantas muertes violentas
y extrañas. Otras tantas viviendas que parecen estar en oposición a aquellas
que conoce esta rica norteamericana, y cuya vida está acompasada por los
cambios de casa.
LA FORTALEZA DE CHICAGO
1887, Prairie Avenue, Chicago, la dirección más encopetada de la ciudad,
una casa de granito, maciza y austera, ventanas con barrotes de piedra o
siempre ocultas por cortinas, es terminada después de dos años de
construcción. Su aspecto poco atractivo zanja con las ricas mansiones
victorianas de la avenida donde, cuenta un periodista de la época, residen
setenta y siete millonarios. George Pullman —el de los trenes y los vagones
—, un vecino, se pregunta de qué es culpable para encontrarse frente a
semejante fortaleza cuando sale de su casa.170
John J. Glessner (1843-1936), riquísimo hombre de negocios,
copropietario de International Harvester —uno de los más importantes
fabricantes de máquinas agrícolas en los Estados Unidos—, mandó
construir esa vivienda para vivir en ella con su esposa Frances y sus dos
hijos, un varón, luego una chica, Frances, que lleva el mismo nombre de
pila que su madre. La casa, construida en base a sus indicaciones por un
arquitecto famoso, es de estilo “romanesco”: recupera ciertos códigos del
arte románico europeo. No obstante, su plano parece emparentarse con el de
un castillo fortificado. Un largo corredor detrás de la fachada que da a la
calle, y paralelo a ella, a la manera de un camino de ronda, refuerza la
protección de los habitantes; en la fachada interior, unas redondeces como
si fueran una torre que encierra una escalera evocan los torreones; estos
edificios ocultan un patio totalmente cerrado e invisible desde la calle. No
es el manto de la Virgen sino más bien la ciudadela de Tubal-Caïn.171
Acondicionamiento y decoración son dejados en manos de Frances
Macbeth Glessner, que no se contenta con ser una madre de familia
prudente. Pilar de la alta sociedad de Chicago, comprometida con su esposo
en el mecenazgo cultural, pianista consumada, es una ferviente aficionada
al movimiento Arts & Crafts (Artes y artesanados), precursor inglés del
Modern Style. Mobiliario, vajilla, múltiples objetos de la casa provienen de
artesanos escogidos o son realizados por la misma Frances M. Glessner.
Ella confecciona los uniformes de los empleados, los manteles y los
cubrecamas, se inicia en la carpintería y la orfebrería, y fabrica recipientes
de plata y joyas en un taller instalado en el subsuelo.
Es la casa ideal que esta pareja muy unida nunca abandonará, incluso
cuando, veinte años más tarde, la alta sociedad abandona Prairie Avenue. Y
cuando después de la Primera Guerra Mundial ese barrio pierda
definitivamente su carácter atractivo, John J. Glessner redacta The Story of
a House.172 Allí explica la importancia, en su hogar, de la presencia de
muebles y objetos que tengan una historia. Provienen de herencias
familiares, de regalos escogidos por amigos; fueron modelados por
artesanos o por su esposa, no son fabricados de manera industrial por manos
anónimas. Así la casa se vuelve familiar, no hay ajenidad ni extrañeza, no
hay Unheimliche. Posee un alma, pero allí el inconsciente no encuentra su
sitio.
Frances Glessner, la hija (1878-1962), no tiene diez años cuando se muda
con sus padres a esa vivienda donde todo está minuciosamente concebido.
Hijos de la muy alta burguesía, ni ella ni su hermano van a la escuela, sino
que los preceptores se encargan de su educación. Aprende de su madre la
decoración, la pintura, el trabajo del metal y los trabajos de aguja, como las
reglas de la vida social y la manera de mantener una casa. Siendo mujer, no
va a la universidad cuando su hermano entra en Harvard; ella forma parte
de “la categoría de las mujeres ricas que no tienen nada que hacer”173,
enuncia más tarde; otro elemento Arts & Crafts.
LA CASA ESPEJO
Nada que hacer… salvo casarse. En 1898, a los 20 años, se convierte en
Frances Glessner Lee; su esposo es un austero profesor de derecho en la
universidad. La pareja vive en Mirror House, siempre en Prairie Avenue,
una de las dos casas gemelas, cuyas fachadas están en espejo, que John J.
Glessner hizo construir para su hijo y su hija. No deja de apoyar
financieramente a su yerno para que la pareja conserve el mismo tren de
vida. Rápidamente tienen dos hijos, el primogénito es llamado John, ¡la
segunda Frances! Después de cuatro años de matrimonio se separan, pero el
marido vive en las cercanías; tienen un tercer hijo; luego, en 1906, su
ruptura se vuelve definitiva; se divorcian en 1914. El extraño sale de la
casa.
Después de una estadía en un lugar de veraneo de renombre en la costa
del Pacífico para limitar el escándalo, Frances Glessner Lee, que en
adelante depende totalmente de la fortuna paterna, se instala con sus hijos
en otra propiedad familiar. No es ya una fortaleza, sino una finca en el
modelo de las propiedades aristocráticas británicas. En el norte de New
Hampshire, un estado de la Nueva Inglaterra, entre el océano Atlántico y
Canadá, John Glessner, a partir de 1882, constituye una finca de 800
hectáreas, The Rocks, cuya casa principal de diecinueve piezas, The Big
House, se convierte en la residencia estival de la familia.174 Se erigen
muchos otros edificios, algunos por arquitectos de renombre, para las
diferentes actividades de la propiedad, porque esta se convierte en una
granja próspera, que gana premios en la cría de aves de corral y suministra
todos los productos de consumo para la residencia de Chicago. También
sirve de terreno de experiencia para las nuevas máquinas agrícolas de la
empresa de John Glessner. Sin embargo, es siempre el espíritu Arts &
Crafts el que rige el acondicionamiento tanto del paisaje como de las
construcciones. En el seno de ese principado donde reina el espíritu de la
familia, Frances Glessner Lee, sus dos hijas y su hijo, residen en el Cottage,
la vivienda prevista para el guardián, por lo tanto, lo más alejado de la casa
principal.
REMEDAR LA VIDA
Mientras que las viviendas construidas para la serenidad de sus habitantes
son pronto derribadas, en los años cuarenta Frances Glessner comienza la
construcción de esas extrañas casas de muñecas del crimen y de la
violencia. Sus medios considerables le permiten no escatimar tiempo ni
dinero. Emplea a un carpintero, notable maquetista, pero ella también
participa en la fabricación, así como impone detalles de una precisión que
supera de lejos el objetivo ostentado de formación de los policías. Los
cubiertos en miniatura pueden ser de auténtica platería, las cerraduras de las
puertas funcionan, los cajones de los muebles se abren. A su orden, el
carpintero confecciona un rocking-chair cuyo balanceo cesa después de
cinco idas y vueltas, pero debe cambiar un apoyabrazos porque el modelo
reducido no posee el nudo en la madera del original. Una infinidad de
pequeños accesorios son recolectados o bien realizados, a veces por una
manufactura de juguetes. Se dice que se necesita tanto tiempo para construir
la maqueta como para erigir una casa real. Los cadáveres, muñecas que
Frances Glessner Lee concibe ella misma, llevan ropa interior, y el color de
su cuerpo indica desde hace cuánto tiempo el personaje supuestamente está
muerto.
Una casa de tres habitaciones. Frente a la puerta, en el porche, tres
botellas de leche y un juguete. En la cocina, que también sirve de sala
común, todo está impecablemente ordenado, cajas y recipientes en un
estante, trapo plegado, tostadora y cafetera a la derecha de la pileta, el
hervidor en la cocina y la mesa dispuesta para el desayuno, pero en el suelo
un fusil. Dos puertas abiertas, una conduce al dormitorio de los padres, la
otra a la del hijo. Se ven huellas rojas en el suelo. Cuando se entra en la
primera pieza se ve primero la gran mancha de sangre sobre las sábanas
antes de descubrir a la madre muerta, todavía acostada, en camisón, como si
hubiese sido muerta en su sueño. Su marido, en pijama, cubierto de sangre,
está tumbado, muerto, de cara al suelo, sobre un edredón al pie de la cama.
En la pieza del niño: una silla dada vuelta al lado de un osito de peluche, y
dos sillitas de juguete (casa de muñecas en la casa de muñecas) también
dadas vuelta, apoyadas en una cómoda. Salpicaduras de sangre en la pared
y los barrotes de la cama bastan para adivinar la masacre.
La acumulación de accesorios en miniatura reproducidos hasta en los
menores detalles —mecedora con un cojín, espejos y cuadros en las
paredes, tapetes en las cómodas cuyos cajones sabemos que se pueden abrir,
rueditas en la cama del bebé, latas de conserva con etiquetas legibles, guía
bajo un teléfono del que uno se pregunta si no va a sonar— provoca un
sentimiento de extrañeza. Pero más allá de la precisión, en los nutshells, el
tiempo está detenido. Todas las casas de muñecas representan nuestras
viviendas, no obstante lo cual los personajes que pueden poner en ellas
hijos o coleccionistas, por fieles que sean a sus modelos, siguen siendo
maniquíes estáticos. No tienen el movimiento de la vida, a imagen de la
inquietante Olympia, el autómata imaginado por Hoffmann en El hombre de
arena, pretexto para el estudio de Freud.177 Aquí, en esta escena del crimen,
los muñecos son cadáveres tanto más realistas cuanto que no se mueven. Al
figurar la muerte, ¿Frances Glessner remeda la vida, su vida?
EL DOBLE
El motivo del doble está en el corazón del efecto de extrañeza, subraya
Freud. Él remite a ese tiempo originario de la vida psíquica en que el niño
aún no experimentó el “yo soy”, cuando el mundo exterior no es distinto de
él, y cuando el otro amigable es un doble de sí mismo. Más tarde, en el
momento en que él puede sostener su soledad, cuando el límite del cuerpo
es semejante a las paredes de la casa, “el doble ha devenido una figura
terrorífica del mismo modo como los dioses, tras la ruina de su religión, se
convierten en demonios”178, porque hace resurgir ese período olvidado, su
recuerdo reprimido. Freud, que como Sherlock Holmes en general
comienza por experimentar sobre sí mismo, refiere haber vivido ese espanto
en un compartimento de wagon-lit: la puerta del baño se abre bruscamente
y ve que entra un hombre mayor en bata. Se precipita para pedirle que salga
y entonces se da cuenta de que se trata de él mismo que se refleja en el
espejo de la puerta.
Las casas en miniatura de Frances Glessner son en espejo de aquellas
donde vivió. Las víctimas, esencialmente femeninas, pueden ser
comprendidas como dobles invertidos de ella misma. Viviendas comunes y
corrientes, a veces bien cuidadas, a veces en desorden, nunca ricas y
elegantes, con un mobiliario barato, residencias impensables en Prairie
Avenue; personas de condición modesta, en ocasiones descuidadas, otras
bien vestidas; un mundo que no entra en Glessner House. Sin embargo,
Frances desliza en los nutshells indicios que significan su presencia, como
esos peces, su emblema fetiche, dibujados en un papel pintado o sobre el
vidrio de una puerta.
Luego, en su biblioteca en miniatura, entre la literatura inglesa al lado del
Who’s Who, de Los tres mosqueteros y de Nuestra Señora de París, un
título, también en francés, pero este muy olvidado hoy: En la rama, de
Pierre de Coulevain.179 Al descubrir este libro, me imagino que estoy
asistiendo a la escena donde Sigmund Freud es sorprendido por la intrusión
de su doble en el wagon-lit. La obra y su autor se me aparecen
inmediatamente en espejo a la existencia de Frances Glessner.
EN LA RAMA
Pierre de Coulevain es una mujer, Jeanne Philomène Laperche (1853-1927),
que, a ejemplo de las hermanas Brontë, adopta un seudónimo masculino
para sus publicaciones. Su primer libro, Nobleza americana, que aparece en
1896 y es recompensado por la Academia Francesa, concierne ya a la
situación de la familia Glessner: allí asegura que la casta de los fundadores
puritanos de los Estados Unidos es suplantada por la nueva elite de los
multimillonarios que saben gastar para hacerse reconocer. Sus obras
siguientes dependen de la autobiografía novelada. En la rama, aparecido en
1904 y traducido al norteamericano en 1909, adopta la forma del diario
íntimo de una escritora. Esta, a los 57 años —la edad en la cual, tras haber
perdido a su hermano y a su madre, fallece el padre de Frances Glessner—,
se encuentra sola, sin marido, sin familia, pero, también ella, con cierta
fortuna. Asume su independencia, viaja. Alaba a los norteamericanos ricos
e independientes; estos le explican que en “Chicago, ahora, se cultiva la
música con pasión”180, ¡frase casi soplada por Frances Glessner! Se la
supone feminista; sin embargo, a imagen de aquella que se convierte en la
primera capitana de policía en su país, no reclama para las mujeres más que
su participación en los asuntos del mundo. Frances Glessner Lee desentona
en las fotografías, rodeada de policías, necesariamente varones. Jeanne
Laperche redacta su obra bajo un nombre masculino, y debe su primer
reconocimiento a cuarenta inmortales que no habían contemplado tener a
ninguna mujer bajo la cúpula de su casa común, pero ella forma parte de las
fundadoras del premio Femina.
Jeanne Laperche escribe En la rama poco después del deceso, en 1903,
de su esposo, de su madre y la partida de su hijo. No conozco la parte
exactamente autobiográfica de la obra. No sé si, como su heroína, ella
descubre la relación que mantenía su marido con una de sus allegadas, y el
hijo ilegítimo que surge de esa relación, del que ella se hace cargo al morir
su madre. No obstante, la narradora se describe “como un pájaro en la
rama” porque, como su creadora, su hogar ha desaparecido. Decide no
reconstruir un nido, no tener ya una casa, hacer de los hoteles su vivienda y
el escritorio donde escribe. Las ramas son lujosas, son palacios: Ritz y
Castiglione en París, Grand Hôtel o Palace Hôtel en Bagnoles-de-l’Orne y
Aix-les-Bains, Ambassadeur en Vichy. Ella está en el mismo mundo que el
de los Glessner. Allí hace conocidos, anuda amistades, es invitada por
estadías más o menos largas en casas solariegas, castillos, fincas. Cada vez
es una nueva historia, con encuentros azarosos, que debe referir, otras tantas
páginas de su diario íntimo.
La extrañeza de los nutshells desaparece cuando se los considera como
relatos para leer. Frances Glessner Lee narra aventuras que hay que
descifrar. Ella no remeda su vida; como la novelista, realiza su deseo. No
necesita un seudónimo masculino, se pone el traje de oficial de policía. No
se encierra en un rol de mujer del hogar, lo destruye simbólicamente al
divorciarse, luego demuele las casas de The Rocks; sin dudas, la fortaleza
de Chicago es demasiado sólida. Nos muestra que al ser la casa, como el
manto de María, demasiado benevolente, amarra la existencia de quienes la
habitan.
LA EXTRAÑEZA EN LA CASA
Nosotros construimos y decoramos nuestras viviendas para preservarnos de
la extrañeza. Múltiples rúbricas de diarios y de programas televisados,
numerosas revistas dan sus recetas, y las innumerables tiendas de muebles o
de bricolaje suministran sus ingredientes. Nada está nunca terminado. A
medida que nuestra manera de domesticar el mundo evoluciona, nuestras
viviendas cambian. En función de los períodos de nuestra existencia, pero
también de aquellos y aquellas con quienes compartimos la vivienda,
elegimos nuestros muros y lo que hacemos entrar en el interior. Pero la
extrañeza en la casa es el Arenero o el fantasma, papá Noel o san Nicolás,
el sueño o la pesadilla, nuestros propios misterios. Ninguna pared los
detiene. Entonces, si la extrañeza no tiene ningún lugar en la vivienda, a la
manera en que Frances Glessner imagina sus sorprendentes casas de
muñecas, debemos encontrar otros lugares para conjurarla. Las iglesias, los
templos, los castillos embrujados, los trenes fantasmas y los consultorios de
los psicoanalistas zumban de las palabras inquietas o de los gritos de
espanto que suscita.
Las paredes de las casas construidas por los albañiles y los arquitectos
aíslan el espacio donde vivimos. Las paredes de la casa inconsciente,
aquella que nos abriga tanto como nosotros a ella, son a imagen de una
banda de Moebius; el interior y el exterior no se distinguen.
148. Véase Françoise Dolto, “Nous irons à la maison verte”, en La Cause des enfants, París, Robert
Laffont, 1985. [Hay versión en castellano: La causa de los niños, trad. de Irene Agoff, Barcelona,
Ediciones Paidós Ibérica, 1994.]
149. Edgar Allan Poe, Le Chat noir, en Nouvelles histoires extraordinaires, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 1951, pp. 287-288. [El gato negro, varias ediciones en castellano. La
cita es transcripción textual de la traducción de Julio Cortázar para las ediciones de la Revista de
Occidente, San Juan, Puerto Rico, Obras en prosa, tomo I, p. 60, 1956.]
150. Véase supra, cap. 2.
151. Georges Simenon, Le Chat, en Romans, tomo 2, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”,
2003, pp. 1377-1378. [Hay versión en castellano: El gato, trad. de Mercedes Abad, Barcelona,
Tusquets, 2004.]
152. Le Chat, film de Pierre Granier-Deferre (1971) con Jean Gabin y Simone Signoret.
153. Véase Georges Simenon, Lettre à ma mère, en Pedigree et autres romans, París, Gallimard,
“Bibliothèque de la Pléiade”, 2009, pp. 1474-1475. [Hay versión en castellano: Carta a mi madre,
trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Tusquets, 1993.]
154. Georges Simenon, Le Chat, op. cit., p. 1381.
155. Ibid., p. 1438.
156. Ibid., p. 1498.
157. Para esto, véase Georges Simenon, Pedigree et Lettre à ma mère, op. cit.; Pierre Assouline,
Simenon, París, Gallimard, “Folio”, 1996. [Hay versión en castellano de: Georges Simenon, Pedigrí,
trad. de Núria Petit Fontseré, Barcelona, Acantilado, 2015.]
158. Sigmund Freud, carta a Arnold Zweig del 10 de febrero de 1937, en André Bolzinger, Portrait
de Sigmund Freud. Trésor d’une correspondance, París, Campagne Première, 2012, p. 86. Esta carta
no figura en la edición francesa de la correspondencia entre Freud y Arnold Zweig. [Hay versión en
castellano: Sigmund Freud y Stefan Zweig. La invisible lucha por el alma. Epistolario completo,
1908-1939, trad. de Agostina Salvaggio y Marcelo Burello, Madrid, Miño y Dávila Editores, 2016.]
159. Sigmund Freud, Pour introduire le narcissisme, OCF. P XII, p. 232. [“Introducción del
narcisismo”, vol. 14, 1992, p. 86.]
160. Véase supra, cap. 4.
161. Véase supra, cap. 2.
162. Véase Christophe Imbert, Eva Lelièvre, David Lessault (dir.), La Famille à distance, París, Ined
Éditions, 2018.
163. Véase supra, cap. 3.
164. * En el original bonne, que significa “buena” pero también “criada”, o “doméstica”. En esta
oración mantenemos en sus tres apariciones “buena”, porque ese significado está implícito. [N. del
T.]
165. Pierre-Louis Roederer, Opuscules, tomo I, año X (1801-1802), citado por Michelle Perrot, en
“Les premières sonnettes à domestiques”, L’Histoire, octubre de 1982, n° 49, p. 98.
166. Piero della Francesca, Madonna della Misericordia (1445), Sanselpocro, Museo civico di
Sanselpocro; Lippo Memmi, Madonna dei Racommandati (1350), Orvieto; anónimo, La Virgen con
el manto de armiño (alrededor de 1410), Le Puy-en-Velay, Museo Crozatier. Véase Dominique
Donadieu-Rigaut, “Les ordres religieux et le manteau de Marie”, Cahiers de recherches médiévales
et humanistes, 2001/8, pp. 107-134.
167. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, París, Gallimard, 1985, y aquí cap. 4. [“Lo
ominoso”, vol. 17, 1992.]
168. Véase supra, cap. 1.
169. La Mort en minuscule, documental de Florent Muller, Frédéric Capron, Ghislain Delaval,
Mathieu Parmentier, France Télévision, 2018; y véase también Corinne May Botz, The Nutshell
Studies of Unexplained Death, Nueva York, Monacelli Press, 2004.
170. Glessner House, inscrita en el Registro Nacional de sitios históricos, se sigue visitando en
Chicago.
171. Victor Hugo, La Légende des siècles, op. cit.
172. John Jacob Glessner, The Story of a House (1923), Chicago Architecture Foundation, 1992.
173. Carta de junio de 1951, citada en Corinne May Botz, The Nutshell Studies of Unexplained
Death, op. cit., p. 22 (en todos los casos, la traducción es mía).
174. La finca The Rocks está inscrita en el Registro Nacional de lugares históricos, pero casi todas
sus casas originales desaparecieron.
175. Las maquetas, largo tiempo olvidadas, fueron encontradas y expuestas en Glessner House.
176. Citado en Corinne May Botz, The Nutshell Studies of Unexplained Death, op. cit., p. 27.
177. Véase Sigmund Freud, L’Inquiétante Étrangeté, op. cit.
178. Ibid., p. 239 [“Lo ominoso”,vol. 17, 1992, p. 236.]; y para lo que sigue, nota 1, p. 257.
179. Pierre de Coulevain, Sur la branche (1901), París, Calmann-Lévy, 1940 (primera traducción
norteamericana, 1904). Identificado por Florent Muller, La Mort en minuscule, documental citado.
[Hay versión en castellano de Pierre de Coulevain: Ave sin nido. En la rama, trad. de Pedro Simón
Pineda, Madrid, Ediciones Literarias, 1925.]
180. Pierre de Coulevain, Sur la branche, op. cit., p. 151.
Table of Contents
Prefacio
Nos quedamos en casa
Prólogo
1. Historias de casas
Un encuadre silencioso
La certidumbre de lo que constituye una casa
El abrigo de la horda
Una estructura idéntica
Lo íntimo y lo público
El desafío a las fronteras
La ausencia de un lugar
Shu y crac
Sólidos o precarios
Palacios e insulae
El lado no es “del lado”*
El olvido de la transparencia
2. Refugio
La insolencia de casarse
La casa del gato que pelotea
La casa de la expiación
Berggasse 19
Una escalera
El escritorio de los sueños
Tres mujeres
Bellevue
Dos Garuda
Robinson Crusoe
Desamparo
El objeto garante de la casa
3. Cuerpo
Imagen del cuerpo y esquema corporal
Máquinas de habitar
La piel de los gatos
Manderley
Un cuento
En condicional
La casa de su lado
Yo, era yo
Amar un bloque de piedra
Las paredes de Narciso
La casa mortífera
4. Familiaridad
Familiares antes de ser conocidas
Un espacio potencial
Soledad y abandono
Mujer de pie en un virginal
Proust y Vermeer
Un mundo compacto, duro y helado
“Estás en tu casa”
El Cupido de pie
Un recuerdo encubridor
Un comentario infantil
Casa natal
Adivinar el enigma
5. Compartir
El santuario del pudor
Bajo la mirada de Dios
El hotel de Nana
Un compartir imposible
Un gran efecto de conjunto
Buscar la grandeza
Un busto
El espacio del fantasma
Dos funciones de la casa
Principal y secundaria
Amnesia y descubrimiento
Dos casas
Un escritorio
“¡Silencio! ¡El abuelo está trabajando!”
6. Conjunto
Oír el llamado
El gato
Una calle sin salida
Silencio
Marguerite, Clémence o Henriette
Aceptar el gato del otro
Compartir sus ideales
Vivir juntos pero separados
La casa y sus habitantes
Haussmann de ayer y de hoy
El fin de los timbres
Levantarse de la mesa
La Virgen del manto
Nutshel studies
La fortaleza de Chicago
La casa espejo
La armonía del mundo
Remedar la vida
El doble
En la rama
La extrañeza en la casa