Sacramentos de Iniciación
Sacramentos de Iniciación
Sacramentos de Iniciación
El bautismo es reconocido por todas las comunidades cristianas como el primero de los
sacramentos. Este es la puerta para todos los sacramentos. El bautismo significa para el
hombre el comienzo de esa historia maravillosa de salvación, ofrecida por Dios Padre en
Jesucristo por medio del Espíritu.
A través del bautismo los hombres, son purificados del pecado original y los personales;
además, son incorporados al misterio pascual de Cristo, introducidas en la Iglesia.
El bautismo es el principio y fundamento de una vida nueva, vida de los hijos de Dios;
regenerados en el hombre nuevo, que es Cristo; y viviendo en el Espíritu Santo la llamada a
la santidad.
El rito esencial del bautismo consiste en Sumergir al candidato por tres veces y volverlo a
sacar (infusión o aspersión del agua), mientras se pronuncian las palabras rituales “yo te
bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.
El simbolismo del agua consagrar la vida a Dios mediante una oración de epíclesis, porque
es agua que purifica, que fecunda, que regenera, que apaga la sed. El rito significa y realiza
la muerte al pecado y la entrada en la vida de la de la Santísima Trinidad. El agua
representa a la vez la tumba y el seno maternal en referencia a la maternidad de la Iglesia.
La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha revestido de Cristo (Ga 3, 27) y que
ha resucitado con Él.
La vela que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito
(nuevo bautizado), porque en Cristo, los bautizados son la luz del mundo.
La unción con el santo crisma recuerda al bautizado que ha llegado a ser un cristiano, es
decir, ungido por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, como sacerdote, profeta y Rey.
El sujeto del bautismo es cualquier hombre o mujer que no esté bautizado (CIC can. 864)
y, por tanto, también los bebés. Dado que el bautismo de éstos tiene unas connotaciones
especiales con relación al de los adultos, en la celebración: el sacerdote ora sobre el niño, le
interpela, pero el pequeño no se incorpora a ningún diálogo, dado que, en lugar de
interrogar al niño, pregunta a los padres, y ellos responden con la fe, en la cual será
educado el pequeño.
El niño no es un ser aislado, sino que vive en una comunidad, es un ser social desde su
nacimiento. Ahora bien, el dinamismo de la fe de los padres, la toma de conciencia de su
misión debe disponerlos a recibir al niño como venido de Dios para ser conducido a Él. En
esta perspectiva el bautismo del niño expresa esta misión y esta responsabilidad de los
padres, dado que la recepción bautismal dispone al niño a descubrir y a participar de la fe
con una confesión personal término de todo el proceso de la educación cristiana dentro del
contexto de la comunidad eclesial.
Este sacramento recibe el nombre de Bautismo en razón del carácter del rito central
mediante el que se celebra: bautizar (baptizein en griego) significa “sumergir”, “introducir
dentro del agua”; la “inmersión” en el agua simboliza el acto de sepultar al catecúmeno
en la muerte de Cristo, de donde sale por la resurrección con Él (cf Rm 6,3-4; Col 2,12)
como “nueva criatura” (2 Co 5,17; Ga 6,15). Este sacramento es llamado también “baño de
regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3,5), porque significa y realiza ese
nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual “nadie puede entrar en el Reino de Dios” (Jn
3,5).
Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En
efecto, san Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: “Convertíos […] y
que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de
vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Los Apóstoles y sus
colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de
Dios, paganos (Hch 2,41; 8,12-13; 10,48; 16,15). El Bautismo aparece siempre ligado a la
fe: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”, declara san. Pablo a su carcelero en
Filipos. El relato continúa: “el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los
suyos” (Hch 16,31-33).
«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su
muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual
que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4; cf Col 2,12).
Los bautizados se han “revestido de Cristo” (Ga 3,27). Por el Espíritu Santo, el
Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1 Co 6,11; 12,13).
El bautismo nos da la remisión de los pecados, tanto del original como de todos las
personales, así como todas las penas del pecado. “En efecto, en los que han sido
regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de
Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es
la separación de Dios” (CEC 1263).
El Concilio de Florencia (DH 1316) y el de Trento (DH 1514 - 1515, 1543 1672) han
subrayado decididamente el aspecto ontológico de esta purificación de los pecados, al decir
que, en los que han sido regenerados nada permanece que les impida entrar en el Reino de
Dios. El bautismo inaugura el retorno del pecador al diálogo con Dios, en Cristo muerto y
resucitado, mediante la acción transformadora de su Espíritu. No obstante, en el bautizado
permanecen determinadas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la
enfermedad, la muerte, las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de
carácter, así como la inclinación al pecado llamada concupiscencia.
Nueva condición
El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito "una
nueva creatura" (2 Co 5,17), un hijo adoptivo de Dios (cf Ga 4,5-7) que ha sido hecho
"partícipe de la naturaleza divina" (2 P 1,4), miembro de Cristo (cf 1 Co 6,15; 12,27),
coheredero con Él (Rm 8,17) y templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19).
La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante que:
— le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes
teologales;
— le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del
Espíritu Santo;
— le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo
Bautismo.
San Pablo dice que “fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un soto cuerpo,
judíos y griegos, esclavos y libres, y todos nosotros debemos de un solo Espíritu (1Cor 32
13).
El bautismo está en relación directa con la necesidad de la iglesia para la salvación, ya que
ambas están estrechamente unidas según la voluntad de Cristo, que entregó a la Iglesia la
función de continuar su misma misión. De acuerdo con el mandato de Cristo, el bautismo
es necesario para la salvación de aquellos a los que se les anunció el Evangelio (Mc 16, 16)
y, por ello, la Iglesia no conoce otro medio para asegurar la entrada en la vida eterna. De
aquí que está obligada a conferir este sacramento a cuantos puedan recibirlo.
El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. “Por tanto […] somos
miembros los unos de los otros” (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las
fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos
los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: “Porque
en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo” (1 Co
12,13).
Los bautizados vienen a ser “piedras vivas” para “edificación de un edificio espiritual, para
un sacerdocio santo” (1 P 2,5). Por el Bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su
misión profética y real, son linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido,
para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz.
El Bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles.
Incorporado a Cristo por el Bautismo, el bautizado es configurado con Cristo (cf Rm 8,29).
El Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su
pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida
al Bautismo dar frutos de salvación (cf DS 1609-1619). Dado una vez por todas, el
Bautismo no puede ser reiterado. Incorporados a la Iglesia por el Bautismo, los fieles han
recibido el carácter sacramental que los consagra para el culto religioso cristiano (cf LG
11). El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una
participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por
el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz (cf LG 10).
2. CONFIRMACIÓN
El Concilio de Trento
El Concilio Vaticano
El Concilio Vaticano II, dirá que es el sacramento que vincula, a los fieles, más
estrechamente con la Iglesia, los enriquece con una fuerza especial del Espíritu Santo y los
compromete más fuertemente a ser testigos de Cristo con las palabras y las obras (LG 50.
Es sello de la vida cristiana, juntamente con el Bautismo, y fundamento del derecho y del
deber de los laicos al apostolado (PO 5; AA 3; AG 11 y 36) el obispo es el ministro
originario de la confirmación, que en algunas circunstancias puede también ser
administrada por un presbítero (LG 26). Como fruto de la reforma conciliar el 22 de agosto
de 1971 es publicado el Ritual del Sacramento de la confirmación.
La confirmación imprime en el alma una marca espiritual indeleble y, por tanto, este
sacramento no puede repetirse (Dz 852).
SAN CIRILO DE JERUSALÉN dice, refiriéndose a la comunicación del Espíritu Santo
que tiene lugar en la confirmación: «Que Él [Dios] os conceda por toda la eternidad el sello
imborrable del Espíritu Santo». Tanto los padres de la Iglesia como los sínodos (Toledo
653) prohíben se repita la confirmación lo mismo que el bautismo.
Misión y Carácter
A la gracia santificante van unidas las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Entre
estos dones, el que más responde a la finalidad del sacramento de 'la confirmación es el de
fortaleza, el cual se evidencia en la lucha contra los enemigos de la salvación y, de manera
perfectísima, en el martirio. Con la gracia de la confirmación, el cristiano recibe también el
derecho a las gracias actuales que han de ayudarle para conseguir el fin especial de este
sacramento.
Decir, pues, que la confirmación es el sacramento del Espíritu Santo, es entenderla como un
nuevo Pentecostés; confirmarse es abrirse al Espíritu, aceptar su presencia, luz y acción en
nuestra vida.
3. EUCARISTÍA
3.1. Centralidad sacramental de la eucaristía
Banquete
De entre los alimentos de la Cena pascual, Jesús escogió el pan y el vino. Este signo
antropológico —comer pan y beber vino aparece como clave interpretativa de la
celebración eucarística y con un rico simbolismo, que enriquece la base humana del
sacramento. Porque el pan es la comida ordinaria del hombre, la que satisface su hambre y,
en este sentido, es símbolo de la vida misma. Es fruto de la tierra y don de Dios, a la vez
que producto del trabajo humano, causa y símbolo de la convivencia y de la fraternidad.
Por su parte, el vino, además de saciar la sed, es bebida festiva, significativa de la vitalidad
humana, de la alegría, de la amistad y de la alianza.
En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos, el pan y el vino eran ofrecidos como
sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Jesús tomó
el pan ázimo o pan de la amargura, como hacía en la pascua el padre de familia,
bendiciendo a Dios por el pan que hace producir la tierra —es el momento, tomó el pan y lo
rompió en pedazos y lo distribuyó entre los comensales. Y en este momento inserta sus
palabras sobre el pan. El cáliz de bendición, al final del banquete pascual de los judíos,
añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del
restablecimiento de Jerusalén.
Para los teólogos occidentales estas palabras son, ante todo, las que Cristo pronunció en la
última cena, cuando ofreció el pan y el vino a sus discípulos; son palabras eficaces, dado
que son ellas las que, en frase agustiniana, confieren a la acción simbólica la categoría de
sacramento y la verdad de la presencia como autodonación de Cristo en el pan y en el vino
eucaristizados. Estas palabras son acción de gracias, porque se proclaman en el marco de
una bendición de Dios; memorial, porque se refiere a la donación de Cristo en la cruz y en
la resurrección. V petición. Porque invocan la fuerza transformadora de Dios sobre la
acción.
Si es Cristo quien se da en el pan y el vino ¿qué les sucede a estos elementos? Cristo mismo
el que ha dado de una vez por todas al pan y al vino una nueva realidad, porque les ha
conferido una nueva realidad y significación: ahora el pan y el vino son la misma persona
de Cristo, que se da como alimento de vida eterna a los suyos. Ya no son pan y vino, sino
que, en verdad, en lo más íntimo, son el Cuerpo y Sangre de Cristo, porque ha cambiado su
ser por voluntad positiva de Cristo. El cambio singular de la Eucaristía radica en que es la
autodonación del mismo Cristo, entregado por nosotros al Padre y para nosotros como
dador de vida y esta donación del mismo Cristo incide sobre el ser mismo del pan y del
vino y no sólo sobre sus funciones.
Es verdad que la intención última de Cristo se orienta hacia las personas, pero la palabra de
Jesús, “esto es mi Cuerpo” —al igual que las palabras sobre el vino ciertamente afecta
también de un modo profundo a la misma realidad ontológica del pan y del vino. Hay que
añadir que la transubstanciación no se opone, sino que lleva consigo el cambio de finalidad
y de sentido, como dice el Papa Pablo VI en la encíclica Mysterium fidei, con la que
respondió a estas nuevas teorías: “Realizada la transubstanciación, las especies del pan
y del vino adquieren, sin duda, un nuevo significado, puesto que ya no son el pan
ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada y el signo de un
alimento espiritual: pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en
cuanto contienen una nueva realidad que con razón llamamos ontológica”. De todos
modos ninguna explicación elimina su cualidad y misterio, presencia oscura que permanece
aún en la ausencia, en la kénosis de su glona, p lo que en la Eucaristía sólo la fe recorre el
camino de la presencia.
La presencia real de Cristo en la Eucaristía es la presencia del Señor Resucitado, del Cristo
pascual, que ya ha experimentado por la fuerza del Espíritu Santo su glorificación
escatológica, y en cuyo Cuerpo glorificado aparecen los signos de la divinidad. Él es el
Kyrios, exaltado junto a Dios, para quien no existe la limitación del tiempo y del espacio.
Desde esa existencia en el Espíritu, el Resucitado se allega a la comunidad que celebra la
eucaristía, dándose a Sí mismo como alimento de vida eterna. Él se nos hace presente desde
su ser escatológico, que supera este mundo y esta historia. Su presencia en la eucaristía no
está limitada a un lugar y a un tiempo. Se trata de una presencia sacramental que tiene en su
existencia gloriosa actual. Es el Espíritu Santo quien realiza esta admirable presencia de
Cristo en la Eucaristía, el mismo Espíritu de la creación, de la encarnación en el seno de la
Virgen María, de la resurrección de Cristo y del acontecimiento de Pentecostés, el Espíritu
dador de vida. Por eso le invocamos en la celebración de la Eucaristía, para que el
transforme los dones materiales del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Es
el Espíritu, la fuerza creadora de Dios, quien hace posible este misterio de la presencia y
donación de Cristo a su comunidad en el pan y en el vino eucaristizados.
3.3. Eucaristía Sacrificio
Los gestos sobre el pan y sobre el vino, junto con las palabras de Jesús, significan de modo
real sacramental, la auto donación de su propia vida para la salvación del mundo, de
modo que todos los hombres puedan participar en el Reino definitivo de Dios.
San Pablo presenta la eucaristía como un verdadero banquete sacrificial, del que todos
participamos, formando un solo cuerpo que es la Iglesia. Aduce el Apóstol una razón
eclesial para rechazar que los cristianos coman de los ídolos (carne sacrificada a los dioses:
esta participación contradice el formar parte de la comunidad cristiana, dado que, al comer
todos del mismo pan que es Cristo, forman un solo cuerpo en Él. La presencia real de
Cristo en el pan y en el vino y la comunión con Él es el fundamento de la comunión de
todos en un solo Cuerpo. Porque al ser esta cena la proclamación de la muerte del Señor
hasta que venga, debemos tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo, y porque la
participación del Cuerpo y de la Sangre no sería ya para la salvación de todos, sino para la
condenación.
Al comer indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, a causa de las divisiones entre
ellos, se hacen reos de ese Cuerpo y de esa sangre, porque no los consideran como tales. el
Apóstol afirma categóricamente la presencia del mismo Cristo en el pan y en el vino
consagrados y deduce el compromiso que entraña el recibirlo. Al mismo tiempo subraya el
aspecto eclesial, porque el menosprecio del Cuerpo eclesial de Cristo implica la falta de
consideración con el Cuerpo de Cristo en la eucaristía. También afirma la dimensión
escatológica: anuncias la muerte del Señor hasta que venga (v. 26). San Pablo resalta este
punto con un fuerte acento y con originalidad en la terminología, como modalidad
expresiva del memorial. Este texto aporta un ejemplo más de que la muerte del Señor está
en el centro de la teología paulina: en ella el amor de Dios triunfa sobre la muerte y se
constituye en motivo de salvación para todos los hombres.
Sacrificio de Cristo