21.2. Luna Mendax - Graham McNeill

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Garviel Loken es un hombre roto; su

voluntad, consumida. En Luna, tras


la misión fallida en Caliban y con los
sucesos de Isstvan III a la sombra
de sus pensamientos, ha decidido
ignorar las órdenes de Malcador y
retirarse a un jardín olvidado de la
Ciudadela Somnus. Allí libra una
guerra en dos frentes: contra las
plagas que asolan el jardín y contra
sí mismo, buscando un nuevo
propósito. Será entonces cuando
una visita le muestre lo que ha
olvidado…
Graham McNeill

Luna Mendax
Warhammer. Herejía de Horus
21.2

ePub r1.0
epublector 21.01.14
Graham McNeill, 2013
Traducción: Dienekes488

Editor digital: epublector


ePub base r1.0
Paz. La palabra no significaba nada para
él. Hasta donde Loken podía recordar,
nunca había conocido ningún estado
del ser que pudiera equipararse al
concepto que ahora se le explicaba. La
palabra había servido antaño como un
talismán cuando el universo tenía
sentido, un ideal por el que luchar. El
objetivo de la guerra y el cumplimiento
de la tarea para la que él y sus
hermanos habían sido creados. Él era
de las Legiones Astartes, un guerrero
nacido y criado, producido en los
laboratorios genéticos del Emperador
con alquimia olvidada y ciencia
desconocida.
¿Qué podía entender de paz un ser
que sólo sabía de matar?
Pero aquí en el jardín, Loken sintió
algo parecido.
La cálida luz del sol brillaba en un
parpadeante cielo azul, colocado
ópticamente en la cara interior curvada
de la cúpula, pero no menos agradable
por su artificio. Nubes pictográficas
derivaban en una brisa inexistente y el
canto de los pájaros sonaba desde
rejillas de voz ingeniosamente ocultas
en la estructura del jardín.
El jardín se componía de ásperas
placas de ouslita colocadas como losas
gigantes, dispuestas en torno a una serie
de cuencas cuadradas y poco profundas
de aguas cristalinas. Lirios y flores
brillantes florecían en los estanques de
roca alimentados por un sistema
derivado de los embalses de la torre de
bronce. Los helechos y los árboles
llorones acariciaban la orilla del agua, y
algo en su colocación agitó un recuerdo
largamente enterrado, uno que Loken
no estaba dispuesto a examinar muy de
cerca.
Caminó a través del jardín,
disfrutando de la tranquilidad y los
aromas cálidos de las cosas vivas. El
agua gorgoteaba sobre una
ornamentada disposición de piedras
lisas y caía en una espumosa cascada
sobre un lago en miniatura de carpas
doradas. Unos escalones curvos
conducían a las hileras de viveros de
siembra, donde las semillas que Loken
había plantado ya estaban empezando a
crecer.
Vestido con una simple túnica larga
de color gris sobre un ceñido traje
corporal con sellos de plastek en las
cuencas de interfaz de su armadura,
sólo estaba armado con unas pocas
herramientas de jardinería que
colgaban de un cinturón de trabajo de
cuero. Loken caminaba con los lentos
pasos de un doliente en un funeral, con
hombros amplios pero encorvados,
como si llevasen el peso de un mundo
sobre ellos. Sus rasgos eran anchos y
planos, endurecidos por la guerra y
vacíos de alegría por la traición.
Sin embargo, mientras observaba los
brotes verdes que empujaban su salida
de la tierra oscura hacia la luz por
encima, el más mínimo rastro de una
sonrisa apareció en sus labios. Criado
para matar, no para cuidar, esto le
proporcionaba a Loken un sentido de la
maravilla de la creación. Por su mano
estaba floreciendo este universo en
miniatura.
Sus ojos se estrecharon cuando vio
una de las esquinas de los viveros de
siembra verde con un crecimiento no
deseado de malas hierbas y envuelto
con un brillante azúcar hilado de finas
telas de araña. Loken desenganchó una
llana de su cinturón, que era demasiado
pequeña para su agarre, pero que
manejaba con sorprendente delicadeza.
Podría haber solicitado herramientas
más adecuadas a su escala
sobrehumana, pero las forjas de la torre
de bronce estaban ocupadas con la
producción de cosas más importantes
que los útiles de jardinería.
Como cualquier guerrero, aprendió
a hacerlo con lo que tenía.
Loken se arrodilló en la losa de la
esquina y barrió las telarañas con las
manos. Los arácnidos emergieron de
sus escondites ante la turbación y él se
estremeció al verlos. Las criaturas de
varios brazos provocaron un fragmento
de un recuerdo en Loken: una guerra
de desgaste agotadora, victorias
duramente conseguidas y una época
gloriosa cuando los dioses no se hacían
la guerra entre sí.
No podía situar el recuerdo, pero
eso no era nada inusual. La locura que
casi le consumió en Isstvan III había
dejado cicatrices que eran lentas de
curar y rápidas en estallar en un dolor
punzante. Las arañas se contentaron
con mostrar sus colmillos y retirarse en
sus refugios subterráneos, y Loken
sintió inflamarse un odio irracional en
su corazón hacia las criaturas.
Metió las manos en el suelo con
golpes feroces, poniendo las raíces de
las hierbas sobre la losa a su lado y
tratando de sacar a las arañas. Esta
sección estaba particularmente cubierta
de materia vegetal parasitaria, que
estaba drenando la bondad de la tierra
y ahogando la vida del cultivo que
crecía aquí. Las semillas habían sido
sembradas antes de que él hubiese
encontrado el jardín y ya se habían
marchitado una vez, pero con su
paciente atención, el jardín había
florecido una vez más, más brillante y
más vital que nunca.
El custodio anterior de esta
biocúpula había permitido que creciese
salvaje, dejando de lado la prudente
tarea de desmalezado y mantenimiento.
Descubrió que la hermana Elliana
llevaba mucho tiempo muerta en
Prospero y que nadie había asumido sus
funciones en la biocúpula. Un lapso
comprensible. El mantenimiento de un
espacio que existía por razones
puramente estéticas sería visto como un
desperdicio.
Y en tiempos de guerra, no podía
tolerarse ningún desperdicio.

***
Loken había encontrado la biocúpula
por casualidad, con la mirada perdida
por la ventana de cristal blindado del
transbordador orbital que le trajo de
vuelta a la Luna. Había pasado el viaje
de vuelta desde el fiasco de Caliban en
un silencio contemplativo, aislándose
de la tripulación de la nave sin nombre
que se introdujo en el dominio de los
Ángeles Oscuros antes de escabullirse
como un ladrón frustrado.
El abyecto fracaso de la misión
pesaba sobre Loken y había luchado
contra su parte en ello a través de las
largas y frías noches en el oscuro
corazón de la nave. Él era un guerrero
que había dado la espalda a la guerra,
un hombre sin colores o una Legión a la
que llamar propia. En lo más profundo
de su desesperación, había pensado en
sí mismo como una legión de uno.
Nathaniel Garro le había mostrado
que ese no era el caso.
Ya no luchaba solo, pero no le
importaban nada los guerreros que
estaban con él. La hermandad de su
vida anterior ahora no era más que un
recuerdo fantasma. Ninguna de las
bromas fáciles que había compartido
con Vipus y Torgaddon aligeraba los
periodos entre combates, sólo fríos
informes de misión y sombrías
conversaciones de su guerra en la
sombra.
Una guerra en la sombra en la que
ya no quería tomar parte.
Sentado en la parte trasera de la
lanzadera con Iacton Qruze, Loken se
había sentido ahogado y claustrofóbico,
profundamente incómodo por el uso
compartido de un espacio tan limitado
con otro refugiado de su Legión. Qruze
había sentido su malestar y le conocía lo
suficiente como para no entrometerse
en la soledad de Loken. Cuando la
lanzadera se ladeó durante el cruce del
Sinus Honoris, Loken advirtió el
brillante diamante de la biocúpula en el
borde del Mare Tranquillitatis. Registró
en un parpadeo las coordenadas
selenográficas de la cúpula antes de que
se perdiese de vista mientras la
lanzadera descendía en espiral para su
aproximación final a la ciudadela
Somnus.
Construido sobre las laderas del
Palus Somni, la fortaleza de la
Hermandad Silenciosa se alzaba sobre
el desigual terreno rocoso en el extremo
norte-oriental de la gran hondonada.
Una elevada torre de bronce y cristal,
con su miríada de muelles de atraque
dispuestos uno encima de otro, como
las guaridas de las criaturas submarinas
en una torre de coral. Su escala era
imposible juzgar, pero Loken sabía que
cada uno era lo suficientemente grande
para dar cabida a las casi invisibles
naves negras de la hermandad. A
diferencia del resto de la superficie
lunar, la superficie del Palus Somni era
de un tono marrón blanqueado, un
matiz diferente a cualquiera de las otras
planicies o regiones de montaña
lunares.
Dorn les estaba esperando.
Conocedor del resultado de la
misión por medios astropáticos, el
Primarca de los Puños Imperiales había,
sin embargo, sacado tiempo del
desmantelamiento del enjoyado palacio
de su padre para escuchar de primera
mano las malas noticias de Caliban.
Loken había visto la esperanza de Lord
Dorn de que el imperfecto medio de
comunicación astropático hubiese
perdido algunos matices sutiles del
informe de Qruze, alguna señal de que
podía contar con los guerreros del León
de Caliban para formarlos bajo la
bandera del Emperador.
Dorn regresaría a Terra sin
entender nada y el corazón de Loken se
había roto al decepcionarle.
Loken recordó la primera vez que
vio a Rogal Dorn, enfrascado en una
conversación con el Señor de la Guerra.
Entonces le había parecido titánico, un
semidiós construido para igualar la
fuerza y la destreza del propio Horus,
una concesión no precisamente
pequeña para un guerrero de los Lobos
Lunares. Vestido con una armadura
dorada y aparentemente tallada de la
sólida base de una montaña, el
Primarca había hecho que Loken se
sintiera como un espécimen clavado en
una mesa de exploración, examinado
por un ser que lo comprendió todo
acerca de él en un santiamén.
Dorn seguía siendo el semidiós,
pero Loken vio que de alguna manera
estaba… disminuido, como si la carga
que había tomado sobre sus hombros
estuviese creciendo en fracciones
infinitesimales cada segundo. Al igual
que el hilo de agua que a lo largo de
millones de años divide la montaña, el
papel de Dorn como pretoriano de
Terra era uno que ya habría aplastado a
un ser inferior.
¿Cuánto tiempo podría requerir
aplastar a un guerrero como Dorn?
Ese interrogatorio había sido más
amable que el primero al que había sido
sometido. Había sido llevado a la
ciudadela Somnus como algo roto y
maldito, un enloquecido al que
Nathaniel Garro había desenterrado de
las ruinas de Isstvan III. Loken
comprendía ahora que había estado
más cerca de la muerte durante ese
interrogatorio que en cualquier otro
momento de su vida, aunque los que
deseaban su muerte no vinieron con
cuchillos, proyectiles bólter o
bombardeos orbitales, vinieron con las
dudas, el miedo y la sospecha.
¿Era de fiar? ¿Podría alguien,
incluso un marine espacial, haber
sobrevivido a lo que él sobrevivió?
¿Había sido abandonado entre las
ruinas por sus enemigos para que Garro
lo encontrará? ¿Era Garviel Loken una
bomba de relojería dejada por Horus,
imprimado para infiltrarse en las filas
imperiales sólo para causar estragos
incalculables en los días venideros?
Nadie lo sabía con seguridad, pero
hombres poderosos habían hablado por
él: Garro y Malcador ciertamente, y —
Loken sospechaba— el propio Lord
Dorn. Pero otros —nunca supo sus
identidades— proclamaron que era un
peligro, un espía potencial o algo peor.
Lo que siguió fue un periodo
indeterminado de dolor y miseria,
infligido sobre su cuerpo y en las
profundidades de su mente, para
buscar respuestas a esas preguntas.
El que siguiese con vida no se
consideraba algo definitivo,
simplemente sus interlocutores no
habían hallado nada lo bastante
condenatorio para ir contra los deseos
del Regente de Terra y el pretoriano de
armadura dorada del Emperador.
La misión de Caliban había sido
autorizada por el propio Lord Dorn y
fue… ¿qué? ¿Penitencia? ¿Una prueba
de su lealtad? En cada etapa de esa
misión, Loken había tenido la sensación
de tener una pistola apuntando en su
cabeza. Había comprendido de la
manera que sólo conocen los hombres
de la violencia, que Qruze sería su
verdugo si su lealtad se probaba falsa.
Con los informes entregados a Dorn
y a numerosos funcionarios sin rostro,
Loken había seguido sus coordenadas
hasta la biocúpula, tomando el casco
oxidado de un Cargo-5 sobre la
superficie lunar, pasando por las
antiguas ruinas de las primeras colonias
que surgieron en la luna de Terra y por
un sitio marcado con un estandarte del
águila que conmemoraba algún gran
logro de una época lejana.
Que la cúpula aún estuviese
operativa fue la primera sorpresa de
Loken. Que la vida aún floreciese en su
interior fue la segunda. Cubierto de
vegetación hasta el punto de necesitar
una campaña de poda y quema para
devolverlo a algún tipo de orden, Loken
había sentido una cierta calma bajo la
luz vacilante de los defectuosos
entópticos. Cielos azules brillaban sobre
él, rotos por porciones de luz de las
estrellas y sugerencias tentadoras del
mundo férreo por encima. El follaje
desenfrenado había crecido a un
tamaño gigantesco que le recordaba a
un mundo que una vez había pisado,
un lugar de cielos hinchados y gruesos
tallos aplanados de material fibroso. Era
un mundo que llevaba el nombre de
una muerte violenta, pero encontró que
ya no podía recordarlo.
Loken se había dado a la tarea de
restaurar el jardín a su antigua
grandeza.
Matamos por los vivos y matamos
por los muertos…
Esas habían sido antaño las palabras
por las que había vivido.
Pensó que incluso podría haber
hecho un juramento a tal efecto una
vez. Había visto ese momento, desde el
punto de vista de un observador,
aunque no sabía cómo podía ser
posible. ¿Había vivido ese momento o
era un falso recuerdo fantasma?
Un nombre le fue susurrado desde
dentro de su conciencia al pensar en ese
momento —Keeler—, pero no albergaba
ningún significado para él. ¿Era una
persona o un lugar?
Loken ya no lo sabía y, en verdad,
ya no le preocupaba.
Antaño era un asesino, ahora sería
el custodio de cosas vivas.

***
Las arañas se arrastraban desde la tierra
oscura y Loken las aplastó cuando las
vio. Algunas, las más listas, se
mantuvieron fuera de la luz y cavaron
más profundamente, pero la paleta de
Loken las sacó de sus escondites y las
mató de todos modos. Habría nidos
bajo el suelo y también necesitaba
matar a las crías de las arañas.
Cualquier cosa inferior a la
exterminación total simplemente
permitiría que el cáncer por debajo de la
superficie creciese sin ser visto hasta que
fuese demasiado tarde para detenerlo.
—Sabes que si matas a todas las
arañas, sólo heredarás su trabajo, ¿sí? —
dijo una voz vagando a través del lago
de carpas.
Loken levantó la vista, poniéndose
alerta de inmediato. El orador estaba a
unos treinta metros, en la sombra de los
árboles llorones en la orilla del lago,
pero su poderosa voz no había
disminuido en la distancia.
—¿Por qué dices eso? —preguntó.
La figura salió de las sombras para
arrodillarse en el borde del agua y
Loken vio que tenía el tamaño de un
legionario, aunque no lo reconoció. En
estos días, la mayoría de las caras eran
un borrón para él, un conjunto de
rasgos que no tenía ningún sentido al
estar privado de las señales visuales que
podían diferenciarlos. Había aprendido
mnemotécnicos para recordar a la gente
que ahora importaba en su limitada
esfera de existencia, pero este guerrero
no conformaba ninguno de sus memes
impresos.
Y sin embargo, había algo
enloquecedoramente familiar en esta
figura.
Los entópticos tejidos en la
estructura de la cúpula parpadearon y
un reflejo perfectamente circular de
Terra brillaba en el espejo negro del
agua. Loken sintió que su hostilidad a
esta intrusión en su dominio disminuía
ante la vista de la imagen planetaria,
como si le recordara a un momento
único y perfecto que nunca volvería.
—Las arañas matan a los pulgones y
otras plagas que devoran las plantas —
dijo el hombre, saltando una piedra
plana a través del lago con una amplia
sonrisa y golpeando una roca en el otro
lado. La imagen reflejada en el agua se
deshizo en fragmentos de luz pálida—.
Puede que no te guste su aspecto,
después de todo no son muy bonitas,
pero están librando una guerra para ti,
incluso si no puedes verla.
El tono del hombre era lacónico,
pero Loken vio más allá, en la esencia
peligrosa por debajo, aunque
curiosamente, no se sintió amenazado.
—¿Te conozco? —preguntó Loken,
levantándose de sus labores y
limpiándose las rodillas de la suciedad.
—¿No me reconoces?
Loken dudo antes de responder.
—Podría, si te acercas más.
—Creo que estoy bien a esta
distancia por ahora —dijo el hombre,
dando vueltas alrededor del estanque.
Se inclinó para elegir otra piedra
aplanada de la orilla del lago y le dio la
vuelta en sus manos. Satisfecho con su
peso, la lanzó a través del agua hacia
Loken. La piedra rebotó y saltó a través
de la superficie del lago antes de
golpear con una roca en ángulo y hacer
un arco en el aire.
Loken alzó la mano para coger la
piedra, pero esta chocó contra su palma
y rebotó antes de que pudiera cerrar los
dedos sobre ella. El dolor fue
momentáneo, pero le irritaba haber
fallado en una hazaña tan fácil de
destreza. Un sucio moretón púrpura se
formó sobre su piel.
—Solías ser más rápido —dijo el
hombre.
—Solía ser un montón de cosas —
respondió Loken.
—Muy cierto —accedió el extraño.
—Me conoces, pero aún no me has
dicho quién eres —dijo Loken—. Si eres
otro de los «consejeros» de Malcador,
entonces debes darte la vuelta e irte.
Juré a Lord Dorn que iría a Caliban,
pero no tengo tiempo para el
subterfugio y las medias verdades del
Sigilita. Ya no quiero un papel en sus
artimañas dentro de sus planes, por lo
que debería dejar de enviarme a sus
lacayos. Aunque debo estar agradecido
de que al menos esta vez haya enviado
a un legionario.
—¿Envía mortales para intentar
entender la mente de un legionario? —
dijo el hombre, con un movimiento de
cabeza que transmitió su diversión ante
esa idea—. Realmente no nos entiende,
¿verdad? Pero tranquilízate, no estoy
aquí para convocarte y no soy un
consejero, aunque he prescindido de mi
cuota de sabiduría en el campo de
batalla. Lo que podrías llamar buenas
palabras del bólter.
El chiste pareció divertir al hombre
y se echó a reír en voz alta, aunque
Loken estaba empezando a cansarse de
las respuestas obtusas del desconocido.
Enganchó la llana en el cinturón y
siguió el camino que conducía a los
escalones tallados en la roca junto a la
cascada.
—¿Ya te vas? —preguntó el
hombre, moviéndose a lo largo de un
camino paralelo.
—Si ni siquiera vas a decirme tu
nombre, entonces no tengo ningún
interés en continuar este debate.
—¿Es mi nombre realmente
importante?
Loken se detuvo al pie de los
escalones. Sintió que debía saber el
nombre de este hombre y que, sí, era
importante que lo conociera. Sentía
como si mucho dependiera de esa
revelación.
—¿Cómo puedo confiar en ti si no
se tu nombre?
—Tú ya lo sabes. ¿Por qué debo
decírtelo de nuevo?
—No lo sé —escupió Loken,
cerrando sus manos en puños. Estaba
desarmado, pero un guerrero de las
Legiones no tenía necesidad de armas
cuando iba a matar.
—Lo sabes —dijo el hombre—. Sólo
lo has olvidado.
—Entonces lo he olvidado por una
buena razón.
—No —dijo el hombre—. Por todas
las razones equivocadas. Era el único
modo de sobrevivir en Isstvan III, pero
ya no estás en Isstvan III. El Señor de la
Guerra trató de matarnos allí pero falló.
Bueno, al menos con uno de nosotros.
Los entópticos parpadearon de
nuevo y algo en la parte inferior de la
cúpula se apagó en una lluvia de
chispas. Cayeron al agua,
desvaneciéndose según caían, y una vez
más la imagen reflejada de Terra
apareció en la superficie del lago
cuando la piel de la cúpula se hizo
transparente.
—¿Estuviste en Isstvan III? —dijo
Loken mientras la figura emergía en el
brillo de la superficie del lago.
Una mano fría apretó su corazón
cuando los rasgos del hombre,
previamente incognoscibles,
compusieron el rostro de un hermano
de una vida anterior.
—Aún lo estoy —dijo Tarik
Torgaddon.

***
Se sentaron en el promontorio que
dominaba el lago, dos hermanos
separados por un profundo abismo de
tristeza y mortalidad, pero Loken sintió
como si nada de tiempo hubiese pasado
desde la última vez que habían
hablado. Torgaddon se reclinó sobre
una piedra plana rematada con un arco
de media luna y jugueteó con un hilo
suelto de su túnica que se iba
deshilachando cuanto más tiraba de
ella.
—¿Cómo estás aquí? —preguntó
Loken.
Torgaddon se encogió de hombros.
—Dímelo tú.
—Te vi… te vi morir —dijo Loken
—. Pequeño Horus te mató.
—Sí, creo que lo hizo —dijo
Torgaddon, tirando hacia abajo del
borde de su túnica y tocando su cuello
con la otra mano. Las yemas de los
dedos se enrojecieron y Torgaddon
lamió la sangre—. Pero, podría ser peor.
Loken quiso reír ante una
declaración tan ridícula.
—¿Cómo podría ser peor?
—Bueno, estoy aquí, ¿no? —dijo
Torgaddon—. Hablando contigo.
—¿Y cómo exactamente es eso
posible? Los muertos no se levantan de
sus tumbas.
—Me parece recordar algo así en la
luna de Davin —señaló Torgaddon.
—Supongo —admitió Loken—. De
hecho me parece recordar que cargué
con tu triste culo fuera de un pantano
cuando un grupo de hombres muertos
te estaban arrastrando hacia abajo.
—¿Lo ves? En estos días, la muerte
no es el hándicap que solía ser.
—No seas simplón —dijo Loken—.
No sé qué fue lo que causó que los
muertos de la luna de plaga
combatiesen. Un patógeno, o tal vez
algún parásito cerebral.
—Vamos, realmente no crees eso —
dijo Torgaddon—. Has estado leyendo
de nuevo demasiados libros viejos de
Sindermann, ¿no es así?
—Tal vez no lo creo, pero sé que la
gente a la que le han cortado la cabeza
no se levanta y empieza a caminar y
hablar con viejos amigos.
—Admito que es un rompecabezas
—asintió Torgaddon.
Loken extendió la mano para tocar
el brazo de Torgaddon y la extremidad
que agarró parecía tan real y sólida
como la suya. Sintió la áspera tela de la
túnica de saco de su hermano y la
fuerza como el acero de la musculatura
que había debajo. Sus manos se
ennegrecieron con ceniza y se frotó para
limpiarse sobre la hierba.
—¿Estoy aún en Isstvan III? —
preguntó Loken—. ¿También morí allí?
¿Me mató Garro, o aún estoy solo, aún
soy Cerberus?
—¿Cerberus?
Loken negó con la cabeza,
avergonzado.
—Un nombre de guerra que creo
que tomé para mí.
—Guardian del inframundo —dijo
Torgaddon—. Bastante apropiado,
supongo.
—Pensé que lo sabías.
—Sé exactamente lo que tú sabes —
dijo Torgaddon—. Y lo que tú sabes
es… ¿irregular, por así decirlo?
Loken cayó en la cuenta.
—Ah, ¿así que eres un producto de
mi imaginación? Algún recuerdo que
mi mente dañada ha conjurado.
—Tal vez —asintió Torgaddon—. A
los tipos verticales como tú, os gusta
castigaros a vosotros mismos.
—¿Castigarnos?
Torgaddon asintió y se inclinó hacia
delante. Loken captó el olor acre de la
sangre de su hermano y el polvo
asfixiante de restos de edificios
destrozados mezclados con el hedor
químico de los explosivos y el olor a
metal quemado de la guerra. Se quedó
sin aliento al revivir el momento de su
despertar, atrapado debajo de miles de
toneladas de escombros y
preguntándose cómo estaba aún vivo.
—¿Por qué piensas en mí, si no es
para castigarte a ti mismo? —preguntó
Torgaddon, mirando directamente a su
corazón—. Dejaste que muriera. Viste a
Aximand tomar mi cabeza y no lo
detuviste. Mató a tu hermano de batalla
más cercano y no le perseguiste y
mataste por lo que hizo. ¿Cómo puedes
decir que eres mi amigo, mientras ese
hijo de puta traicionero todavía respira?
Loken se puso de pie y se alejó de
Torgaddon, permaneciendo de pie al
borde de la cascada y mirando el agua a
cuarenta metros más abajo. La caída
puede que no lo matara, pero las rocas
en el fondo eran como los dientes
afilados de un leviatán medio
sumergido y sin duda romperían una
buena parte de sus huesos. ¿Cuánto
tiempo pasaría antes de que alguien
viniera a encontrarlo aquí? ¿El tiempo
suficiente para que el agua se volviera
roja con su sangre? ¿El tiempo
suficiente para morir?
—Quería perseguirles. Quería matar
hasta el último de ellos —dijo al fin—.
Pero… no había salida de Isstvan.
Todos estaban muertos. Estaba
atrapado en un mundo de muerte.
—Los muertos que se levantaron,
podría señalar —dijo Torgaddon.
—Yo… perdí mi camino por un
tiempo —continuó Loken como si no
hubiese escuchado a Torgaddon—.
Estaba tan consumido por la necesidad
de matar que perdí de vista que era lo
que necesitaba para matar.
—Entonces llegó Garro y te trajo de
vuelta.
Loken asintió.
—Me convenció de que aún tenía
un deber, una deuda que pagar, pero
esta no es la lucha para la que estoy
hecho. No puedo luchar en las sombras,
Tarik. Si vamos a vencer al Señor de la
Guerra, entonces tiene que ser al
descubierto. Tiene que verse que es
derrotado, para que todo el mundo lo
sepa.
Torgaddon se levantó y se alisó la
túnica, el hilo deshilachado todavía
colgaba de su manga.
—Dijiste si vamos a vencer al Señor
de la Guerra —dijo Torgaddon—. ¿No
crees que se pueda hacer?
—Eras un Lobo Lunar, Tarik —dijo
Loken, frotando una mano por la cara
cuando una tremenda ola de cansancio
se extendió sobre él—. Sabes tan bien
como yo que es el hombre más
peligroso de la galaxia. Hay una razón
por la que Horus fue hecho Señor de la
Guerra y no ninguno de los otros. Es el
mejor en lo que hace y lo que hace es
convertir en cadáveres a sus enemigos.
—Entonces, ¿eso significa que no
deberías pelear contra él?
Loken negó con la cabeza.
—No, por supuesto que ha de ser
combatido.
—Pero ¿no por ti?
—¿Qué quieres decir?
Torgaddon ignoró la pregunta de
Loken y extendió los brazos, girando a
su alrededor para abarcar la totalidad
del jardín.
—¿Qué?
Torgaddon ladeó la cabeza hacia un
lado y se lo quedó mirando con
curiosidad.
—¿De verdad no lo ves?
—¿Ver qué? —dijo Loken, cada vez
más cansado de las constantes evasivas
de Torgaddon.
—Este lugar. ¿No reconoces lo que
has construido aquí?
—No.
—¿Sesenta y tres diecinueve? —dijo
Torgaddon como si se burlase del
recuerdo, como si embaucase a un
animal temeroso para salir de su
madriguera con palabras suaves y la
promesa de comida. Loken miró hacia
el jardín, viéndolo como lo que era: las
cuencas cuadradas poco profundas
rodeadas por caminos de losas, los
árboles llorones y las flores brillantes
reunidas en la orilla del agua. El
recuerdo surgió y Loken jadeó cuando
toda su fuerza desgarró las sinapsis
fracturadas de su mente.
La primera vez que había venido
aquí, nada de esto existía. La biocúpula
cerrada era un desastre enmarañado y
descuidado, que parecía necesitar un
equipo lanzallamas o un grupo
destructor para domesticarlo. Pero
Loken lo había reconstruido, cortando
las masas fibrosas de la flora moribunda
y tirándola fuera de la cúpula.
Trabajando en su armadura de batalla
durante días seguidos, luchó en la
imposible pelea contra el crecimiento
excesivo y desenfrenado de las malas
hierbas, y la expansión incontrolada de
las plantas trepadoras. Devolvió el
jardín a la vida, utilizando un taladro
para cortar losas gigantes del Mare
Tranquillitatis y transportándolas
dentro para sentar las sendas alrededor
de los estanques que había cavado.
Todo lo que existía dentro de esta
cúpula había sido hecho por su mano y
ahora entendía por qué cada pequeña
cosa estaba cargada de familiaridad.
—El jardín de agua —dijo Loken,
con lágrimas empañando sus ojos—.
Aquí es donde tome el juramento del
Mournival.
—¿Y recuerdas lo que juraste? —
dijo Torgaddon, poniendo una mano
sobre el hombro de Loken—. Te
comprometiste a servir al Emperador
por encima de todos los primarcas. A
defender la verdad del Imperio de la
Humanidad, sin importar el mal que
pudiera atacarlo. A mantenerte firme
contra todos los enemigos, externos e
internos.
—Lo recuerdo —dijo Loken.
—Juraste permanecer leal al
Mournival hasta el fin de tus días —dijo
Torgaddon.
—El Mournival está roto —dijo
Loken—. Ezekyle and Aximand lo
rompieron.
—Muy bien, a los ideales del
Mournival entonces. —Loken asintió
con la cabeza—. Este fue el último
momento en que sentí que estábamos al
borde de algo increíble.
—Sí, lo fue. Y ahora que lo sabes,
sabes que no puedes permanecer aquí
—dijo Torgaddon.
La mente de Loken se encendió con
todo lo que sucedió después de ese
momento: la guerra en Muerte, la
sangre derramada por el malentendido
en el mundo de origen del Interex, el
horror de Davin, la masacre de la
tecnocracia Auretiana y la final y
monstruosa traición en Isstvan III.
Sabía todo esto, siempre lo había
sabido, pero había encontrado una
forma de mantenerlo encerrado en las
profundidades de su mente.
Loken cayó sobre una rodilla,
abrumado por la fuerza del recuerdo
suprimido.
—Lo recuerdo todo —susurró—.
No quería hacerlo. Intenté olvidar, pero
parece que no puedo.
—Es como las cosas muertas en el
fondo del mar —dijo Torgaddon—. Tal
vez estaban atadas a anclas o bloques,
pero de alguna manera se pudrieron y
esas cosas muertas flotaron hasta la
superficie. Nunca supimos que estaban
allí desde el principio, pero las estamos
viendo ahora.
Loken miró a Torgaddon, que le
tendió una mano.
—Te has escondido aquí y mentido
a ti mismo durante demasiado tiempo
Garvi. Es hora de que vuelvas a esta
guerra, tanto si se lucha en la sombra
como a la luz del día. En este momento,
el Imperio tiene enemigos en ambos
lados. Vas a tener que entrar en el
agujero y ver lo oscuro que es, y te
advierto que, de hecho, se va a poner
muy oscuro antes de que esto termine.
Loken tomó la mano de Torgaddon
y dejo que el gran hombre le pusiera en
pie.
—Te lo dije, no estoy hecho para
esta clase de guerra —dijo.
—Estás hecho para toda clase de
guerras —dijo Torgaddon—. Lo sabes y
tienes que dejar de pensar como si el
Imperio se encontrase a la defensiva.
Eres un Lobo Lunar y nada es más
peligroso que un lobo acorralado.
—¿Así que piensas que estamos
acorralados?
—De acuerdo, tal vez no era la
mejor expresión —admitió Torgaddon
—. Pero sabes lo que quiero decir. Los
enemigos fuertes saben cuando estás
débil. Eso los vuelve hambrientos y ahí
es cuando vienen a por ti. Entonces
¿qué es lo que haces?
—No les dejas saber que eres débil.
—O mejor aún, no seas débil —dijo
Torgaddon—. Se fuerte: recuerdo algo
que el Señor de la Guerra dijo en el
pasado, ya sabes, antes de que todo se
fuese a la mierda. Dijo que un hombre
sólo tiene el control de su acción, nunca
de los frutos de la acción. Toma el
control de tus acciones, Garvi. Recuerda
que cuando las cosas parecen ir a peor,
sólo puedes hacer lo que consideres
correcto en ese momento.
Loken oyó el ruido de las cámaras
de aire en el lado más alejado de la
cúpula.
—Ahora me tengo que ir —dijo
Torgaddon, tendiéndole la mano de
nuevo.
Loken miró la mano que le ofrecía,
pero no la tomó aún.
—¿Estás realmente aquí o es sólo un
modo de mi mente de convencerme
para hacer algo que sé que tengo que
hacer?
—No lo sé —confesó Torgaddon—.
Ambas explicaciones suenan increíbles,
pero ¿qué puedo saber? Me cortaron la
cabeza.
—No bromees, Tarik, —dijo Loken
—. No ahora.
—No sé qué decirte, Garvi —dijo
Torgaddon poniéndose repentinamente
serio y la transformación fue tan
inquietante como cualquier otra cosa
que Loken había experimentado
recientemente—. No tengo una
explicación ordenada y atada con un
lazo. Me siento real, pero creo que algo
terrible me sucedió después de mi
muerte.
—¿Después de morir? —dijo Loken
—. ¿Qué podría ser peor que morir?
—Aún no lo sé —dijo
Torgaddon’Pero creo que tú eres el
único que puede deshacerlo.
Loken escuchó pasos acercándose,
el duro sonido de botas blindadas
diciéndole que otro legionario se
acercaba. Miró hacia atrás a lo largo del
camino, viendo una sombra larga y de
anchos hombros proyectada sobre las
losas, y cerró los ojos. Quería que todo
esto fuese un sueño, pero sabía que era
demasiado real y demasiado horrible
para ser tan fácilmente desechado.
Cuando abrió los ojos, Torgaddon
se había ido, si es que realmente había
existido.
Loken dejó escapar un suspiro que
parecía que había estado contenido en
su pecho por una eternidad, cuando un
guerrero vestido en una armadura de
acero sin marcas de Legión dobló la
esquina. Iacton Qruze, una vez
conocido como el que se oye a medias
de los Lobos Lunares, ahora uno de los
Caballeros Errantes de Malcador,
cabeceó en respeto a Loken y alzó una
mano a modo de saludo.
Loken devolvió el saludo y dijo:
—Qruze, ¿qué te trae al jardín?
—Has sido convocado —dijo Qruze
—. Y esta vez tienes que responder.
—¿Quién me convoca?
—Malcador —dijo Qruze, aunque
no podía haber otro que le convocase.
—Entonces iré —dijo Loken.
—¿Lo harás? —dijo Qruze,
sorprendido por la respuesta de Loken.
—Sí —dijo Loken, inclinándose
para levantar una piedra aplanada de la
orilla de la cascada—. Dame un
momento.
Arrojó la piedra sobre el lago,
sonriendo con satisfacción cuando saltó
y rebotó sobre el agua, antes de rebotar
de nuevo en el centro del estanque para
caer sobre la imagen reflejada del tercer
precioso planeta del Sistema Solar.
Qruze observó la trayectoria de la
piedra con una expresión curiosa.
—¿De qué va esto? —preguntó al
fin.
—Algo que Torgaddon y yo hicimos
en las orillas del jardín del agua de un
lago una vez —dijo Loken—. Nunca
pudo dominarlo, pero siempre se las
arregló para conseguir lanzar las piedras
más lejos que nadie.
Qruze asintió, aunque la respuesta
de Loken claramente no tenía sentido
para él.
—¿Qué es eso en tu mano? —
preguntó el que se oye a medias.
Loken miró hacia abajo y sonrió
cuando vio un moretón volviéndose
amarillo en forma de una luna creciente
en la palma de su mano.
—Un recordatorio —dijo Loken.
—¿Un recordatorio de qué?
—De algo que aún tengo que hacer
—dijo Loken.

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