Ardusso 1
Ardusso 1
Ardusso 1
MAGISTERIO
ECLES1AL
El servicio de la Palabra
SAN PABLO L
ÍNDICE
Prólogo 7
299
Págs.
300
Págs.
302
Págs.
Conclusión 287
índice de nombres 293
303
Capítulo 2
1. Recibir y transmitir
24
2,13; 2Tes 2,15; ICor 11,2). Por consiguiente, si alguien
anuncia un mensaje distinto del que ha «recibido», al hacer
lo se está excluyendo de la comunidad (cf Gál 1,9). San
Lucas, al redactar el prólogo de su evangelio, declara querer
escribir «la narración de las cosas realizadas entre nosotros
según nos lo han enseñado los mismos que desde el princi
pio fueron testigos oculares y ministros de la palabra» (Le
1.1-2). En el origen de la tradición recibida y transmitida en
la comunidad cristiana está el mismo Jesús. El centro de su
mensaje es el reino de Dios, su reinado, que Jesús proclama
con palabras y con obras. Por eso sus discípulos recordarán
«lo que hizo y enseñó» (He 1,1). Después de la resurrec
ción, Jesús, reconocido como Señor e Hijo de Dios, se con
virtió para sus discípulos en el contenido mismo de la buena
noticia, transformándose en anunciado después de haber sido
anunciador. En la persona de Jesús, en efecto, en sus pala
bras, sus obras, su muerte y su resurrección, el reino de
Dios se había encarnado en la historia humana aportando la
salvación. Así fue como nació la «tradición de Jesús», reci
bida por los apóstoles y por un grupo más amplio de discí
pulos a lo largo de su vida y durante sus manifestaciones
gloriosas después de la resurrección. A esta tradición, que
se remonta a los testigos oculares, le corresponderá mante
ner viva y fiel la memoria de Cristo por todas las generacio
nes. El hecho de la tradición precede y engloba incluso la
redacción de los textos del Nuevo Testamento, que entrarían
luego a formar parte de la lista oficial de los libros canóni
cos.
Obedeciendo el mandato de Cristo, los apóstoles dedica
rán todas sus energías a anunciar la buena noticia (cf Mt
28,19-20; Me 16,15). Este anuncio funda la Iglesia, es decir,
el grupo de los que, habiendo creído en el evangelio gracias
al don del Espíritu del Resucitado, constituirán la comuni
dad que prolongará en el tiempo la de los discípulos inme
diatos de Jesús. De este modo, desde la época misma de los
apóstoles se configura la tradición viva de la Iglesia, que se
manifiesta en innumerables aspectos dé su existencia con
creta. Determinada por la predicación y la acción de los
apóstoles, esta tradición apostólica, que ha de considerarse
25
corno tradición fundante, comporta dos realidades in
separables: la fe transmitida y las instituciones en las cuales
esta fructifica en medio de los creyentes.
27
aunque también otros textos del Nuevo Testamento, nos in
forman de la importancia que concedían las Iglesias a su
vinculación con los apóstoles y con la tradición procedente
de ellos. Esta vinculación se producía, entre otras cosas,
mediante el envío de mensajeros y cartas, lo cual está clara
mente documentado por los escritos de san Pablo (cf, por
ejemplo, 1 Tes 3,1-3; 6-7).
Bajo el nombre de san Pablo, y por tanto bajo su autori
dad, se sitúan luego algunos escritos del Nuevo Testamento
que la crítica actual considera obra de discípulos suyos. Tal
es por ejemplo el caso de las cartas pastorales y de la Carta
a los hebreos. A propósito de estos escritos, un exegeta ha
hecho notar que «se habla impropiamente de casos de pseu-
doepigrafía, tomando como referencia la concepción moder
na del autor que escribe o dicta un texto, y olvidando por
completo la noción de tradición. Se olvida que los discípu
los de los apóstoles, de nombre conocido o desconocido,
siguen siendo los depositarios de la tradición auténtica, que
ellos fijan al redactar sus escritos sin revelar abiertamente
su identidad»2. Habría que aclarar también el significado
que tenían en la antigüedad los escritos en relación con la
comunicación oral. El problema se ha afrontado respecto de
los escritos de Platón3.
28
tan inspirados en ella. No obstante, la tradición apostólica
no se agota en los escritos neotestamentarios. Incluye tam
bién, como ya hemos dicho, tradiciones prácticas e institu
cionales referentes al ordenamiento de la vida comunitaria,
su disciplina interna, las funciones ministeriales, etc. Los
escritos del Nuevo Testamento contienen algunas indicacio
nes al respecto, pero no lo dicen todo. Sólo nos dan alguna
información. Son precisamente estas tradiciones prácticas e
institucionales las que el concilio de Tiento invitaba a tomar
en consideración. No se trata de tradiciones orales en las
que se transmitirían doctrinas secretas enteramente al mar
gen del Nuevo Testamento, como sostenían los gnósticos del
siglo II4. La tradición apostólica, contrariamente a lo que
pensaban los gnósticos, «no se sitúa al lado de los libros del
Nuevo Testamento; sino que los engloba; es el ambiente en
el que han sido escritos, la fuente en la que han bebido el
agua viva. Es además la que, a través de los principios de
interpretación que ha establecido, ha transformado los libros
del Antiguo Testamento en escritura cristiana, gracias al “sen
tido pleno” que ha descubierto en ellos. Es para la Iglesia la
“tradición fundacional”, atestiguada directamente por los li
bros del Nuevo Testamento, gracias a la inspiración divina
de sus autores, e indirectamente por las instituciones y prác
ticas que ha dejado en herencia a las épocas posteriores, sin
que se pueda determinar exactamente el momento de esta
transición»5.
29
Roma, con la que deben concordar todas las demás Iglesias6.
Es significativo que en esta época es precisamente cuando
por todas partes empieza a surgir el interés por fijar la lista
oficial de los libros de la Sagrada Escritura, a partir del uso
que las Iglesias habían hecho de ellos desde los tiempos de
los apóstoles y sus inmediatos sucesores. Canon de la Escri
tura, tradición y sucesión apostólica son los tres baluartes
erigidos por la Iglesia contra el gnosticismo.
W. Kasper escribe: «En los primeros siglos la Iglesia, en
su lucha contra el gnosticismo, la controversia más difícil
que tuvo entonces que superar, erigió tres baluartes que se
convirtieron en otras tantas columnas sobre las que se apoya
la Iglesia: el canon de la Escritura, la tradición apostólica y
la sucesión apostólica en el ministerio episcopal. Las tres
constituían una unidad indisoluble porque, como dice Ireneo
al respecto, la Escritura y la tradición sólo se encuentran de
hecho en la Iglesia, y precisamente en la Iglesia concreta
que está en comunión con el ministerio apostólico. La re
unión de los escritos neotestamentarios en el canon, y su
defensa frente a añadidos y falsificaciones gnósticas, fueron
precisamente obra de la Iglesia. Por consiguiente, el canon
de las Escrituras sólo se da en relación con la tradición y la
sucesión apostólica. El origen normativo perenne sólo lo te
nemos en y por medio de lo que brotó de él, y se configuró
con arreglo a él: la Iglesia posapostólica. De aquí se derivan
dos cosas. La Iglesia está permanentemente ligada a la Es
critura como su canon, es decir, como su norma: toda predi
cación de la Iglesia puede y debe ser sólo una explicación
viva de la Escritura. Pero esta interpretación viva sólo puede
tener lugar de modo vinculante y canónico dentro de la Igle
sia, y precisamente dentro de la Iglesia concreta que está en
comunión con el ministerio apostólico. Mediante el acto de
constitución del canon, por tanto, la Iglesia posapostólica se
sitúa por debajo de la Escritura, y al mismo tiempo, al ha-
30
cerlo, se sitúa por encima de la interpretación subjetiva de
la Escritura por parte de los individuos. Si estas conexiones
fundamentales y fundantes de la Iglesia no quedaran a salvo
sería menester buscar nuevos criterios acerca del ser cristia
no, ya que con la simple apelación a la Escritura sola no se
garantiza la recta interpretación de la misma»7.
31
CAPÍTULO 3
LA TRADICIÓN
Y LA SAGRADA ESCRITURA
32
procedentes de la edad apostólica»2. La solución sólo es po
sible si se aclara qué es la revelación y cuál es la labor del
Espíritu Santo en la transmisión de la misma.
1. La revelación
2 Ib, 298.
■' Ib. 298s.
33
tado y glorificado a la derecha del Padre es un aconteci
miento que está continuamente presente en la vida de la
Iglesia y de los creyentes, es un acontecimiento continua
mente «transmitido» en la fuerza del Espíritu Santo. Se pasa
así del acontecimiento a la tradición. La tradición (parado
sis, traditio), antes de sus distintas formas y configuraciones
históricas, designa el acontecimiento originario que es la
entrega (traditio) de su propio Hijo a los hombres por parte
de Dios (cf Rom 4,25 y 8,32). La tradición, según el Nuevo
Testamento, es además la entrega que Cristo hace de sí mis
mo por todos nosotros (cf Ef 5,2), por la Iglesia (cf Ef 5,25),
por cada uno (cf Gál 2,20). Sólo de manera derivada se
entiende por tradición la entrega o transmisión del aconteci
miento de Cristo a lo largo del tiempo de la Iglesia. La
traditio-entrega, traducción del verbo neotestamentario
paradidonai (transmitir, entregar), tiene todavía otro signifi
cado cuando se encuentra en el contexto cristológico de la
pasión: se trata de la entrega de Jesús al poder por parte de
los hombres, sobre el trasfondo de la traición de Judas (cf ''
Me 3,19 y Mt 10,4; 26,46). Podemos pues enumerar cuatro \
actos de tradición-entrega referidos a Cristo: es entregado x
por los hombres al poder, es entregado por el Padre a los
hombres, se entrega a sí mismo por nosotros, y el aconteciy<A
miento de Cristo sigue siendo entregado a los hombres en AY A
comunidad de los creyentes y por medio de ella. En el relato ‘¡y
evangélico de la pasión y la última cena estos cuatro mo
mentos están mutuamente implicadosJ.
La traditio. la entrega y la autoentrega del Hijo, constitu
ye el contenido fundamental de la tradición eclesial desde
los apóstoles: en las palabras del anuncio y en la fracción
del pan eucarístico (cf ICor 1 1,23) la Iglesia transmite real
mente (tradición real) cuanto ella testimonia con su memo
ria actualizante5.
El contenido fundamental de la tradición apostólica y ecle
sial es por ello el acontecimiento de Cristo en su pascua de
34
muerte y de resurrección (tradere Christum). La tradición
testimonia el acontecimiento escatológico de Cristo, acaeci
do una vez para siempre (cf Heb 7,27; 10,10), y lo hace
presente con la fuerza del Espíritu. Precisamente el conteni
do fundamental de la tradición es el que hace que este exce
da siempre todas las expresiones históricas que adopta la
tradición. De aquí se sigue «una inadecuación de fondo en
tre las fórmulas de fe y el contenido de la fe». Todas las
expresiones de la fe, teniendo como tienen necesariamente
un carácter histórico, tendrán que ser inadecuadas a la so
breabundancia de la verdad contenida en el acontecimiento
de Cristo6.
Según la fe cristiana, que se remite directamente a la
enseñanza de Jesucristo, es el Espíritu Santo el que actuali
za y hace presente el acontecimiento de Cristo a lo largo de
la historia. El Espíritu será en efecto el que recordará todo
lo que Jesús dijo (cf Jn 14,26) y guiará a la verdad comple
ta que mana de Jesús (cf Jn 16,13s). La obra del Espíritu
Santo, descrita en el evangelio de Juan como una obra de
«rememoración», hay que entenderla en el sentido de «un
comprender ahora, en el acontecimiento de Cristo presente
en su Iglesia y a la luz de lo que el Jesús histórico dijo e
hizo, lo que entonces no se pudo decir porque los discípulos
no podían comprenderlo (cf Jn 16,12)»7.
35
r revelación transmite la misma realidad que la Escritura, pero
no se identifica con la Escritura. La revelación va más allá)
de la Escritura en la misma medida en que la realidad salví-l
fica va más allá de la comunicación de la misma»8.
Además, la obra del Espíritu Santo, que asegura la actuali
zación del misterio de Cristo y hace posible su mejor com
prensión a lo largo de los siglos, aunque no consiste en una
nueva revelación, permite sin embargo descubrir nuevos as
pectos y dimensiones de este mismo misterio que ya ha sido
comunicado de una vez para siempre.
La presencia continua de Cristo por obra del Espíritu Santo
funda la realidad de la Tradición, que, según la Dei Verbum,
puede describirse como la vida creyente de la Iglesia. La Igle
sia, en efecto, «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y
transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8)9.
Esta interpretación «pneumatológica» de la tradición nos
permite entender de manera adecuada la relación entre Tra
dición y Escritura. Acertadamente escribe Sala: «La Tradi-
36
ción no excede a la Escritura porque haya un cuerpo de
doctrinas auténticas reveladas en su momento y transmitidas
1 luego al margen de la Escritura. No se trata de un plus cuan
titativo, sino más bien de la presencia viva del Espíritu de
Cristo en la historia de la Iglesia más allá de la letra de la
Escritura. Se trata pues de una concepción pneumatológica
más que de una concepción historizante de la tradición»1".
De este planteamiento se derivan consecuencias impor
tantes para la situación e interpretación de la Escritura. La
Escritura ha de situarse en la Iglesia, de la que ha nacido
por obra del Espíritu Santo. «El lugar de la Escritura —dice
Sala— está dentro de la Tradición que es la vida de la Igle
sia»11. La Tradición por su parle es esencialmente explica
ción y expl¡citación de la revelación, operación que tiene
lugar en el Espíritu y debe hacerse en conformidad con la
i Escritura. «La Tradición —sigue diciendo Sala— permanece
por ello vinculada a la Escritura, en la cual, como dice la
Del Verbum (n 8), la predicación apostólica se expresa “de
un modo especial”. Sin lugar a dudas la Tradición no es una
interpretación de la Escritura en el sentido de una exégesis
que prescinda del horizonte de la fe; es más bien una inter
pretación en virtud del poder espiritual que la Iglesia tiene
de su Señor y, como tal, encuentra su realización en toda la
existencia de la Iglesia: en su fe, en su vida, en su culto.
Pero sigue siendo una interpretación vinculada a lo ocurrí-
37
I
4
do, a lo que está escrito. En esta referencia a la Escritura se
concreta el nexo de la Iglesia con la acción de Dios en la
historia de la salvación, con el carácter único e irrepetible
de esta acción»12. Con otras palabras: los escritos neotesta-
mentarios, en los cuales se condensa el testimonio apostóli
co de Jesucristo, deben ser el alma y la norma de toda tradi
ción eclesial posterior. Podría invocarse aquí el «principio
católico de la Escritura», consistente en el hecho de que «la
Escritura, leída a la luz y bajo la guía de la tradición, puede
convertirse ella misma en determinante cuando se trata de
interpretar la tradición y de hacer una selección crítica de
las tradiciones particulares»1’.
38
thasar hace notar que todos los cismas de la historia de la
Iglesia han tenido un origen tradicionalista: «Lo que (en
cierto modo) valía para los prenicenos debía valer también
después: por eso los arrianos abandonaron la Iglesia. Lo que
valía en el concilio de Nicea debía valer también en Éfeso:
por eso los nestorianos abandonaron la Iglesia. Lo que valía
en Efeso debía valer también en Calcedonia: por eso se ais
laron los monofisitas de todos los colores. El cisma de Oriente
se debió a que se reconoció hasta el II concilio de Nicea,
pero no se quiso dar ningún paso más. Para la Reforma era
válido lo que estaba (literalmente) en la Escritura, sine glos-
su. Para los viejos católicos lo que hasta aquel entonces no
había sido definido como dogma, no debía tampoco serlo
entonces»11.
La continuidad de la tradición no supone pues ningún
inmovilismo de tipo fundamentalista, siempre que se tenga
en cuenta que los diversos testimonios de la única tradición
(liturgia, profesiones de fe, pronunciamientos magisteriales,
testimonios de los creyentes y especialmente de los santos,
arte cristiano, etc.) son fuentes importantes para su conoci
miento. «Pero —como escribe W. Kasper— ellos mismos no
son la tradición, sino que se limitan a actualizarla en el
signo y en el sacramento... Por importantes que sean estos
testimonios de la tradición y aunque deban ser conservados
fielmente, más aún, santamente, no podemos absolutizarlos
y, en consecuencia, idolatrarlos. En cuanto signos actualiza-
dores, tienen la función de trascenderse en el misterio in
sondable de Dios»15. Kasper califica la posición de la teolo
gía católica en relación con los testimonios de la tradición,
39
entendidos como signos casi sacramentales, como posición
intermedia entre el fundamentalismo, que cosifica el conte
nido de la fe, y el esplritualismo, que no asume la encarna
ción con todas sus consecuencias10.
40
Iglesia no está ligada a ninguna cultura en particular, a nin
guna lengua sagrada ni a ninguna forma política determina
da. No obstante, a veces no es fácil establecer qué es lo que
se puede cambiar y qué es lo que no, cuál es la «verdadera»
y cuál la «falsa» reforma de la Iglesia, parafraseando el títu
lo de la célebre obra de Y. Congar.
Como ejemplo se puede aducir el problema, hasta hace
poco discutido por los teólogos, de la admisión de las muje
res al presbiterado. ¿Se trata de una tradición puramente
eclesiástica, o bien de una ininterrumpida tradición apostóli
ca, que se remonta en última instancia al mismo Jesús? Pa
blo VI primero (Inter insigniores, 15-10-1976) y Juan Pablo
II más tarde (Ordinario sacerdotales, 1994) han afirmado
que la Iglesia, que desea permanecer fiel al ejemplo del Se
ñor, no se considera con autoridad para admitir a las muje
res a la ordenación sacerdotal. De este modo ambos papas
remiten a la existencia de una tradición que se impone a la
Iglesia y frente a la cual declaran no tener autoridad para
introducir modificaciones, considerando más bien su obliga
ción someterse a ella.
El discurso hecho hasta ahora acerca de la tradición se
abre de este modo a la cuestión del magisterio. El término
«magisterio» es más bien reciente. Pero aquí no nos pregun
tamos por el término, sino únicamente por el surgimiento de
la instancia que ha funcionado como garante e intérprete
auténtica de la tradición apostólica, y que constituye por
tanto el antecedente histórico del magisterio. En el momento
en que los apóstoles y sus colaboradores inmediatos están a
punto de dejar el escenario del mundo se hace particular
mente apremiante la necesidad de determinar con precisión
los criterios a que habrá de atenerse la Iglesia para mante
nerse fiel a la tradición recibida de los apóstoles. ¿Cómo
podrán mantener su identidad y su fidelidad las comunida
des cristianas tras la desaparición de los apóstoles y ante la
aparición de enseñanzas y doctrinas diversas?17. A esta cues-
41
tión tratan de responder sobre todo las cartas pastorales diri
gidas a Tito y a Timoteo, que reflejan la situación de transi
ción de la época apostólica a la posapostólica. Algunos es
critos del Nuevo Testamento dan testimonio de cómo se
percibió como un problema particularmente agudo el paso
de las primeras comunidades cristianas a la Iglesia posapos
tólica. En este punto fueron determinantes dos experiencias:
la progresiva desaparición de los apóstoles y el retraso de la
parusía. Los escritos lucanos y las cartas pastorales atesti
guan la preocupación dominante de aquel momento históri
co concreto, consistente en la necesidad de jijar la tradición
de la que vivían las comunidades cristianas y de organizar
los ministerios y su sucesión. En estos escritos, y en general
en los textos más tardíos del Nuevo Testamento, la tradición
apostólica se pone en estrecha relación con determinados
ministerios dotados de una especial autoridad y responsabili
dad. Esto constituye una novedad, derivada de una nueva
situación de la Iglesia, que pretende conservar vivo y actual
el acontecimiento de Cristo y el testimonio apostólico fun
damental que le asegura la identidad y la unidad. Los últi
mos escritos del Nuevo Testamento proceden en sustancia a
una institucionalización, que no obstante se realiza a partir
de los datos que están presentes desde el principio y que se
consideran normativos. Esto se produce en una interacción
constante entre las nuevas exigencias de la vida de la Iglesia
y la memoria del dato fundacional.
lo que se proponía a los cristianos de las comunidades de la época posapos
tólica como base segura para garantizar su supervivencia después de la muer
te de los apóstoles? Siendo distintas las situaciones cclesiales de las diversas
comunidades, tenía que ser distinto también el acento de los escritos dirigi
dos a ellas. En cada una busca R. Brown cuál era el elemento más importan
te que se proponía como garantía de supervivencia tras la muerte de los jefes
apostólicos. Este elemento era concretamente el cuidado de los pastores atentos
a la transmisión de la sana doctrina (en las cartas pastorales), la conciencia
de que la Iglesia es mucho más que sus componentes humanos (en Coloscn-
ses y Efcsios). la certeza de la intervención del Espíritu Santo (Hechos de
los apóstoles), el sentido de la propia identidad del pueblo de Dios (I Pe
dro). el discipulado como condición común a todos los creyentes (cuarto
evangelio), la organización comunitaria en la que la autoridad se ocupa de
exponer fielmente el mensaje de Jesús (evangelio de Mateo). Nótese que un
acento no excluye a los otros y, sobre todo, que la estructura esbozada en las
cartas pastorales logrará un consenso que se extenderá a todas las Iglesias.
42
«Esta radical dependencia de la Iglesia del testimonio de
los apóstoles, constitutiva para ella, es la que vemos institu
cionalizarse a lo largo del período posapostólico a través de
una cierta organización de los ministerios y luego mediante
la formación y recepción del canon»1". Los últimos escritos
del Nuevo Testamento (los escritos lucanos y las cartas pas
torales) expresan, mediante la relación de determinados mi
nisterios con la tradición apostólica, el papel fundacional
reconocido a los apóstoles y a su testimonio. Estos escritos
testimonian la voluntad de equipar a la Iglesia para el futuro
que se le avecina, y de insertar en la misma estructura de la
Iglesia su inalienable dependencia del testimonio apostólico
que la funda. La relación de continuidad viva con la Iglesia
apostólica está expresada por la transmisión de un ministe
rio cuya tarea específica consiste en velar por la autentici
dad de esta relación. Tal es el origen de la doctrina de la
«sucesión apostólica», que será expresamente formulada en
el siglo II.
43
depósito ha de ser defendido de los ataques (cf ITim 1,10;
2Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1) y ha de ser confiado a personas segu
ras (cf Tit 1,9; cf He 20,17-35).
En este período de transición de la época apostólica a la
época posapostólica, en el que se pierde la inmediatez del
acceso a los acontecimientos originarios asegurada por los
testigos oculares, la Iglesia percibe la necesidad de regular
su tradición con el fin de que no se introduzcan en ella
elementos extraños y aberrantes. Como se deduce de los
textos citados y de cuanto hemos dicho hasta ahora, la Igle
sia se da a sí misma una doble regulación: una referente a la
objetividad de la tradición, de la enseñanza recibida de los
apóstoles, que debe expresarse en «palabras seguras»; y la
otra referente a la actividad de enseñanza y de vigilancia
por parte de los ministros de la Iglesia (presbíteros y obis
pos), que han de ser personas seguras, a las que se pueda
encomendar, como un preciado tesoro, la tradición apostóli
ca19. La «tradición» está vinculada a una cadena de personas
autorizadas, garantes de su fiel transmisión e interpretación.
. Lo expresa bien un texto que la segunda carta a Timoteo
pone en labios de san Pablo: «Las cosas que me oíste a mí
ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de
enseñárselas a otros» (2Tim 2,2). ¿Por qué esta insistencia
en la fidelidad a la tradición apostólica, que encontramos no
sólo en las cartas pastorales sino también en otras páginas
del Nuevo Testamento? La respuesta es que se tenía la con
vicción profunda de que con la venida de Jesús, con lo que
había dicho y hecho, y sobre todo con los últimos aconteci
mientos de su vida terrena culminantes en la resurrección y
la donación del Espíritu, había tenido lugar la revelación
definitiva e insuperable de Dios a la humanidad, y se había
establecido la nueva y definitiva alianza con Dios. Y esta
convicción es precisamente la que asegura la identidad de la
Iglesia a lo largo de los siglos. Pues la Iglesia, antes de ser
una comunidad de culto y de compromiso de una causa de-
44
terminada, es una comunidad de fe en Jesucristo, reconoci
do como la palabra de Dios hecha carne (cf Jn 1,14) y como
el mediador de la alianza nueva y eterna (cf Heb 9,15; 13,20).
Por eso el cristianismo concedió desde el principio una
importancia especial a las palabras que enuncian y formulan
la fe en su dimensión objetiva y cognoscitiva. Es de capital
importancia, en efecto, conocer y reconocer lo que Cristo
hizo, dijo, sufrió...: los acontecimientos de la historia de la
salvación y de la revelación tienen prioridad objetiva res
pecto de lo que nosotros podemos y debemos hacer. Antes
de realizar cualquier «obra», el discípulo de Jesucristo debe
realizar la «obra» por excelencia, que es creer en Cristo. A
los que le preguntaban: «¿qué tenemos que hacer para reali
zar las obras que Dios quiere?», Jesús les respondía: «lo que
Dios quiere que hagáis es que creáis en el que él ha envia
do» (Jn 6,28-29).
46
/
Ib, 142-143.
47
epíscopos se relaciona con la toma de conciencia del valor
profundo de la tradición»22.
En este punto es enteramente legítimo preguntarse: ¿la
preocupación que vemos surgir en los escritos más tardíos
del Nuevo Testamento representa una novedad respecto del
resto de la literatura neotestamentaria? Ciertamente no se
encuentra en los otros escritos de! Nuevo Testamento esa
reflexión sobre la tradición apostólica que es típica de la
tercera generación cristiana, que, viendo desaparecer pro
gresivamente los apóstoles y sus colaboradores, encuentra
en los presbíteros-obispos una garantía institucional para la
permanencia de la Iglesia en la fidelidad a la tradición apos
tólica. Es evidente que en el paso de la época apostólica a la
posapostólica se da un mayor interés por la sana doctrina (el
término didaskalia aparece quince veces en las cartas pasto
rales, frente a las seis que aparece en todo el resto del Nue
vo Testamento). La «custodia del depósito» (ITim 6,20; 2Tim
1,12.14) es una expresión que aparece también en este mis
mo contexto. Y sin embargo, también en los escritos más
antiguos del Nuevo Testamento hay indicaciones específicas
sobre la importancia de permanecer fieles al mensaje apos
tólico. Así por ejemplo san Pablo siente la necesidad de
encontrarse con los otros apóstoles para verificar la autenti
cidad de su mensaje (cf Gál 2,2). Y a los corintios el Após
tol les recuerda que el evangelio que salva ha de conservarse
«con la misma formulación» (tíni logo) con que fue transmi
tido (cf I Cor 15,2).
Hay que defender el mensaje tanto de las deformaciones
provocadas por los judaizantes (cf Gál 1,6-9) como de su
servil sometimiento a la sabiduría de los griegos (cf ICor
15). Y es también san Pablo quien habla de la fe como
obediencia a la «regla de la enseñanza» (Rom 6,17). Como
puede verse, está vivo en san Pablo el sentido de la fidelidad
a la tradición apostólica.
El tercer evangelio, si nos atenemos a lo que dice Lucas
en el prólogo ya citado, revela la preocupación por la fideli
dad a lo transmitido por los que «desde el principio fueron
Ib. 143.
48
testigos oculares y ministros de la palabra» (Le 1,2). El ver
sículo final del evangelio de Mateo, por su parte, recoge el
mandato de Jesús de enseñar a guardar todo lo que él había
ordenado a los apóstoles (cf Mt 28,20). Ni tampoco se pue
de minusvalorar la exhortación de la primera carta de san
Juan a conservar el mensaje tal como fue escuchado en el
principio (cf Un 2,24). La segunda carta de Pedro, signifi
cativamente, sustrae la Escritura al criterio de la interpreta
ción privada (cf 2Pe 1,12.21). Ciertamente no se puede de
jar de entrever en todo esto un peligro: el de la reducción de
la fe a una doctrina, a un sistema doctrinal rígido. Es un
peligro del que la Iglesia no siempre ha salido indemne.
Los textos a que nos referimos, además de matizar la
tesis del protocatolicismo como preocupación exclusiva de
los libros más tardíos del Nuevo Testamento, muestran cla
ramente la importancia que la Iglesia concedía a la tradición
apostólica y a un ministerio al que correspondía sobre todo
la tarea de mirar por la fidelidad de las Iglesias a esta tradi
ción.
Ireneo, en el siglo II, en plena crisis gnóstica, se hace intér
prete de la importancia esencial de la tradición apostólica y
del ministerio apostólico de los obispos, estando ambas rea
lidades estrechamente relacionadas y conectadas entre sí. Vale
la pena releer este precioso testimonio del siglo II:
49
misma, ni el que es muy elocuente la enriquece, ni el que es
torpe de palabra la empobrece»23.
«Por tanto, la tradición de los apóstoles, manifestada en
todo el mundo, está en cada una de las Iglesias a la vista de
todos los que quieren ver la Verdad, y se pueden enumerar los
obispos establecidos por los apóstoles en las distintas Iglesias
y sus sucesores hasta nuestros días. Ahora bien, estos no han
enseñado ni conocido estupideces como las que estos enseñan.
Si los apóstoles hubieran conocido misterios secretos, que ha
brían enseñado aparte y a escondidas a los perfectos, se los
habrían transmitido antes que a nadie a aquellos a quienes con
fiaron las Iglesias mismas. Pues querían que fueran absolu
tamente perfectos e irreprensibles en lodo aquellos a quienes
dejaban como sucesores, encomendándoles su propia misión de
enseñar. Si estos entendían correctamente, el provecho sería
grande; en cambio, si desfallecían, el daño sería grandísimo.
Pero, como sería demasiado largo enumerar aquí la suce
sión de todas las Iglesias, nos fijaremos sólo en la grandísima
y antiquísima Iglesia, por lodos conocida, fundada en Roma
por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. Al mostrar la tradi
ción recibida de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres
que llega hasta nosotros a través de la sucesión de los apósto
les, confundimos a lodos aquellos que, de cualquier modo, o
por engreimiento, o por vanagloria, o por ceguera, o por error
en el pensamiento, se reúnen yendo más allá de lo justo. Con
esta Iglesia, en efecto, en virtud de la excelencia de su origen,
toda Iglesia tiene que estar de acuerdo, es decir, lodos los fie
les procedan de donde procedan: la Iglesia en la cual se ha
conservado siempre, para lodos los hombres, la tradición pro
cedente de ios apóstoles...
Siendo tales las pruebas, no hay que buscar en otra parte la
Verdad que se puede encontrar fácilmente en la Iglesia, ya que
los apóstoles depositaron en ella, como si fuera un rico tesoro,
en toda su plenitud, todo lo referente a la Verdad, con el fin de
que lodo el que quiera pueda lomar de ella la bebida de la
vida. Porque ella es la puerta de entrada a la vida, y lodos los
demás son ladrones y depredadores (Jn 10,8). Por eso, hay que
rechazarlos y amar con grandísimo celo lo que pertenece a la
Iglesia, aferrándose a la tradición de la verdad. ¿Acaso si sur
giera una controversia sobre una cuestión de poca importancia
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no habría que recurrir a las Iglesias más antiguas, en las cuales
vivieron los apóstoles, para averiguar la doctrina exacta sobre
la cuestión que se plantea? Y si los apóstoles no hubieran deja
do las Escrituras, ¿no debería seguirse el orden de la tradición,
que transmitieron a aquellos a quienes confiaban las Iglesias?»24.
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