Ardusso 1

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 34

Franco Ardusso

MAGISTERIO
ECLES1AL
El servicio de la Palabra

SAN PABLO L
ÍNDICE

Prólogo 7

1. La revelación de Dios engendra a la Iglesia 15


1. La Iglesia implica la revelación 16
2. La revelación implica la Iglesia 16
3. La revelación permanece presente en la historia
por medio de la Iglesia 17
4. Una revelación mediada 19
5. Católicos y protestantes 22

2. La Iglesia transmite la Palabra que salva 24


1. Recibir y transmitir 24
2. La fe transmitida y las tradiciones prácticas 26
3. Tradición y escritos apostólicos 28
4. En lucha contra el gnosticismo 29

3. La tradición y la Sagrada Escritura 32


1. La revelación 33
2. La obra del Espíritu Santo en la transmisión de la
revelación 33
3. La revelación siempre excede 35
4. Entre fidelidad y progreso 38
5. La Tradición y los pastores de la Iglesia 40
6. Tradición, ministerios apostólicos y canon de las
Escrituras 43
7. Los antecedentes del magisterio 45

299
Págs.

4. La totalidad de los fieles no puede equivocarse


en la fe 52
1. La indefectibilidad de la Iglesia 53 y
2. El sensus fidei 55
3. La misión del Verbo y la misión del Espíritu 57
4. Fe y sentido de la fe 61
5. El consenso de la fe 63
6. La regulación eclesial de la fe 65
7. Principio jerárquico y principio sinodal en la Iglesia 70

5. ¿Cómo permanece la Iglesia en la verdad? 75


1. Respuesta ortodoxa 75
2. Respuesta luterana 77
3. Respuesta reformada 80
4. Respuesta anglicana 81
5. Respuesta de las Iglesias libres 82
6. Respuesta veterocatólica 83
7. Balance provisional 84
7.1. La Biblia 85
7.2. La liturgia 86
7.3. El sentido de la fe 86
7.4. Los obispos 87
7.5. El diálogo 87
7.6. Las reticencias en torno al magisterio... 87

6. El magisterio entre consenso y disidencia 93


1. Una situación crítica 93
2. Para una comprensión no superficial del malestar .... 96 Y
3. Un poco de historia reciente 97
4. Las causas del malestar 101
5. Para un primer balance 113

7. El magisterio y la teología moral 117


1. Los estudios de teología moral fundamental 117
2. El papel de la conciencia 1 19
3. La posición de J. Fuchs 122
4. Moral y salvación 125

300
Págs.

5. Contra la «moral autónoma»: la posición de L.


Melina 126
6. Un intento de mediación: K. Demmer 131
7. El problema de las normas morales y el magisterio.. 138

8. El magisterio responde a los teólogos 144


1. El parecer de algunos teólogos contemporáneos ... 144
2. El magisterio de los teólogos 148
3. La recepción de las decisiones del magisterio por
parte de la Iglesia 151
4. La encíclica Veritatis splendor (1993) 156
5. La «Instrucción sobre la vocación eclesial del teó­
logo» (Donum veritatis, 1990) 159
5.1. El disenso público 162
5.2. La tarea del magisterio de los pastores 163
5.3. La tarea de los teólogos 165
6. A modo de conclusión en relación con el tema de
la situación crítica 167
6.1. Delimitación de la situación crítica contem­
poránea 167
6.2. Conflictividad fisiológica y conflictividad
patológica 170
6.3. ¿Suplanta la teología al magisterio, o vice­
versa? 172

9. Magisterio, palabra de Dios, Iglesia 174


1. Fundamentos de la existencia del magisterio 174
1.1. El término «magisterio» 174
1.2. Fundamentos bíblicos: la sucesión apostólica
de los obispos 175
2. La palabra definitiva de Dios en Cristo y el ma­
gisterio 182
3. El magisterio al servicio de la revelación 184
3.1. La revelación precede al magisterio 185
3.2. Al magisterio sigue la revelación 186
4. El magisterio integrado en la comunidad de los
creyentes 187
301
Págs.

4.1. El cuarteto apostólico 188


4.2. Magisterio y pueblo de Dios 189
5. La tarea del magisterio 190

10. Modos de ejercer el magisterio 194


1. Magisterio extraordinario y magisterio ordinario.. 195
2. Magisterio infalible y magisterio por sí mismo no
infalible 199
2.1. Magisterio auténtico por sí mismo no infalible 200
2.2. Magisterio ordinario y universal 201
2.3. Los concilios ecuménicos 202
3. El magisterio auténtico e infalible del papa 207

11. El magisterio del papa 209


1. Una larga evolución histórica 209
1.1. Identidad y unidad de la Iglesia en referen­
y
cia a la tradición apostólica 211
1.2. La Iglesia de Roma 212
2. La evolución en la concepción del primado romano. 213
3. Desarrollos posteriores del primado papal a partir
de la reforma gregoriana 216
4. Hacia un magisterio pontificio infalible 217
5. Hacia la definición del Vaticano 222
6. La infalibilidad pontificia 225
7. La definición de la infalibilidad en el Vaticano I .. 228
8. Conclusión 234

12. El magisterio ordinario del papa 237


1. Historia de los efectos de la definición de 1870.... 237
2. El concepto de infalibilidad 239
3. Magisterio auténtico por sí mismo no infalible 242
4. Significado y valor del magisterio auténtico no
infalible 242
5. Asentimiento debido al magisterio ordinario no
infalible 245
6. Deficiencias y posibles errores del magisterio or­
dinario 251

302
Págs.

7. Grados de asentimiento a la enseñanza del ma­


gisterio 253
8. Las notas y las censuras teológicas 259
9. «Religiosum voluntatis et intellectus obsequium» 263

13. El objeto de competencia del magisterio 265


1. Un poco de historia de la fórmula «res fidei et
morum» 265
1.1. La fórmula hasta el concilio de Trento 267
1.2. La fórmula «fides et mores» en la teología
postridentina hasta el Vaticano II 269
1.3. Las competencias del magisterio según la
teología contemporánea 271
2. El objeto secundario de la competencia magiste­
rial 273
3. La competencia del magisterio en el terreno mo­
ral según los teólogos 277
4. Lo específico de la intervención del magisterio
en el terreno moral 280
5. Conclusiones sobre el magisterio en el terreno
moral 283

Conclusión 287
índice de nombres 293

303
Capítulo 2

LA IGLESIA TRANSMITE LA PALABRA


QUE SALVA

1. Recibir y transmitir

La Palabra que engendra la fe y la Iglesia como «criatura de


la Palabra» es confiada a la Iglesia misma para que, asistida
por el Espíritu de Cristo crucificado, la transmita en el tiem­
po y en el espacio. De este modo se inicia el proceso de
«tradición» de la revelación. Iglesia y tradición están pues
íntimamente ligadas entre sí. Y desde los mismos comien­
zos: desde los tiempos en que no existían aún los libros del
Nuevo Testamento. Los estudios de los investigadores acer­
ca de la formación del Nuevo Testamento han puesto de
relieve la importancia de la tradición antes incluso de la
formación de la Sagrada Escritura y en el interior mismo de
la Escritura. A su vez, las cartas pastorales a Timoteo y Tito,
con su típica insistencia en la necesidad de permanecer fir­
mes en el depósito de la fe transmitida por los apóstoles,
fundamentan bíblicamente el principio de la tradición. Los
apóstoles y sus inmediatos colaboradores fueron los testigos
auténticos y privilegiados del acontecimiento de la revela­
ción divina en Jesucristo. Hasta ellos pretende remontarse
sin interrupción la tradición de la Iglesia, que de ellos ha
«recibido» lo que a su vez «transmite» a los demás. San
Pablo usa precisamente la terminología rabínica —«recibir»
(paralambánein) y «transmitir» (paradídomi)— cuando se
refiere a importantes contenidos de la fe cristiana que él
comunica a sus comunidades tras haberlos recibido él mis­
mo por un proceso de «tradición» (cf ICor Í5,lss; ITes

24
2,13; 2Tes 2,15; ICor 11,2). Por consiguiente, si alguien
anuncia un mensaje distinto del que ha «recibido», al hacer­
lo se está excluyendo de la comunidad (cf Gál 1,9). San
Lucas, al redactar el prólogo de su evangelio, declara querer
escribir «la narración de las cosas realizadas entre nosotros
según nos lo han enseñado los mismos que desde el princi­
pio fueron testigos oculares y ministros de la palabra» (Le
1.1-2). En el origen de la tradición recibida y transmitida en
la comunidad cristiana está el mismo Jesús. El centro de su
mensaje es el reino de Dios, su reinado, que Jesús proclama
con palabras y con obras. Por eso sus discípulos recordarán
«lo que hizo y enseñó» (He 1,1). Después de la resurrec­
ción, Jesús, reconocido como Señor e Hijo de Dios, se con­
virtió para sus discípulos en el contenido mismo de la buena
noticia, transformándose en anunciado después de haber sido
anunciador. En la persona de Jesús, en efecto, en sus pala­
bras, sus obras, su muerte y su resurrección, el reino de
Dios se había encarnado en la historia humana aportando la
salvación. Así fue como nació la «tradición de Jesús», reci­
bida por los apóstoles y por un grupo más amplio de discí­
pulos a lo largo de su vida y durante sus manifestaciones
gloriosas después de la resurrección. A esta tradición, que
se remonta a los testigos oculares, le corresponderá mante­
ner viva y fiel la memoria de Cristo por todas las generacio­
nes. El hecho de la tradición precede y engloba incluso la
redacción de los textos del Nuevo Testamento, que entrarían
luego a formar parte de la lista oficial de los libros canóni­
cos.
Obedeciendo el mandato de Cristo, los apóstoles dedica­
rán todas sus energías a anunciar la buena noticia (cf Mt
28,19-20; Me 16,15). Este anuncio funda la Iglesia, es decir,
el grupo de los que, habiendo creído en el evangelio gracias
al don del Espíritu del Resucitado, constituirán la comuni­
dad que prolongará en el tiempo la de los discípulos inme­
diatos de Jesús. De este modo, desde la época misma de los
apóstoles se configura la tradición viva de la Iglesia, que se
manifiesta en innumerables aspectos dé su existencia con­
creta. Determinada por la predicación y la acción de los
apóstoles, esta tradición apostólica, que ha de considerarse

25
corno tradición fundante, comporta dos realidades in­
separables: la fe transmitida y las instituciones en las cuales
esta fructifica en medio de los creyentes.

2. La fe transmitida y las tradiciones prácticas

Está en primer lugar la fe transmitida, con sus contenidos.


Se trata esencialmente de la comprensión creyente de Jesús,
Mesías e Hijo de Dios, salvador de los hombres mediante su
muerte, su resurrección y el don del Espíritu Santo. La
transmisión de la fe (el contenido de la fe), por parte de la
comunidad cristiana primitiva, obedece a dos exigencias prin­
cipales. En primer lugar a una exigencia de referencia histó­
rica: se trata de recordar y transmitir lo que Jesús había
dicho y hecho, con la intención tanto de ser fieles al pasado
como de responder a las necesidades y situaciones con que
se encontraban las primeras comunidades de cristianos. De
este modo, aun dentro de la continuidad de la tradición, se
fueron poniendo de manifiesto virtualidades ocultas en las
palabras y las obras de Jesús.
La otra exigencia es la de mostrar que los textos del
Antiguo Testamento estaban orientados a la venida de Cristo
y constituían, por así decirlo, su anuncio anticipado. Véase a
este respecto la fórmula tradicional (recibir-transmitir) de la
fe pascual recogida por Pablo en la primera Carta a los corin­
tios: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escritu­
ras; fue sepultado y murió al tercer día, según las Escritu­
ras...» (ICor 15,3-4). Las Escrituras son los libros sagrados
de los judíos, que nosotros llamamos Antiguo Testamento.
La tradición apostólica, sin embargo, no se limita a
transmitir los contenidos que hay que creer. Transmite tam­
bién a los creyentes de todos los tiempos tradiciones prácti­
cas, entre las cuales revisten especial importancia las insti­
tuciones de la Iglesia apostólica referentes a las estructuras
de gobierno y a los medios de santificación. Con razón ob­
serva un teólogo: «Al anunciar el evangelio, los apóstoles
fundaron la Iglesia, estableciendo progresivamente su orga­
nización institucional y su vida social. Sería absurdo imagi-
26
nar que los cristianos, una vez evangelizados y bautizados,
fueran abandonados a sí mismos para organizarse, adminis­
trar sus comunidades locales, elaborar la liturgia a su mane­
ra y configurarse en grupos al modo de lo que veían en las
asociaciones religiosas existentes en el mundo grecorro­
mano»1.
Sin duda Jesús no dejó respecto de cada asunto un códi­
go de normas precisas, que hubiera bastado seguir al pie de
la letra. Sin embargo está en el origen de determinadas ins­
tituciones como la elección de los doce, la última cena en­
tendida como memorial de su muerte, el bautismo, el poder
de «atar y desatar» (cf Mt 18,18; 16,19), de «perdonar o
retener los pecados» (cf Jn 20,23), etc.
Correspondía a los apóstoles tomar las iniciativas conve­
nientes para llevar a cabo las indicaciones fundamentales.
Por lo que respecta a las estructuras de gobierno, por algu­
nas escuetas indicaciones de los escritos del Nuevo Testa­
mento sabemos que los fundadores de las Iglesias escogie­
ron de entre los primeros convertidos a personas seguras, a
las que confiaron la responsabilidad de velar por las comu­
nidades y por la tradición apostólica. San Pablo hace alguna
que otra alusión (cf ICor 11,2; 2Tes 2,15; 3,6), usando a
veces el vocabulario técnico de «recibir-transmitir» (cf ICor
I l,23ss; 15,3ss). Se nos informa de que en las comunidades
cristianas había uno que presidía y vigilaba (cf ITes 5,12;
Rom 12,8; ICor 12,28; Flp 1,1), había jefes (Heb 13,7.17) y
ancianos (He 14,23). Los jefes eran seguramente responsa­
bles especialmente de la fidelidad a la tradición recibida de
los apóstoles, aunque todos los fieles estaban comprometidos
en esta tarea. Información directa y bastante más amplia
sobre el deber de vigilancia por parte de los jefes encon­
trarnos en las cartas pastorales, donde Tito y Timoteo repre­
sentan, en nombre de Pablo, un papel de inspección (episko-
pé) de las distintas Iglesias. Estos escritos en particular,

1 P. Grelot, Qtt'esl-ce que la tradition?, Vic chrétiennc 327 (París s.t.)


25. Cf también Eglise el minixtéres. Pour un dialogue critique avec Edward
Schíllebeeckx, Ccrf, París 1983, 18-41; La Tradition aposiolique régle de foi
el de vie pour l’Églixe, Cerf, París 1995.

27
aunque también otros textos del Nuevo Testamento, nos in­
forman de la importancia que concedían las Iglesias a su
vinculación con los apóstoles y con la tradición procedente
de ellos. Esta vinculación se producía, entre otras cosas,
mediante el envío de mensajeros y cartas, lo cual está clara­
mente documentado por los escritos de san Pablo (cf, por
ejemplo, 1 Tes 3,1-3; 6-7).
Bajo el nombre de san Pablo, y por tanto bajo su autori­
dad, se sitúan luego algunos escritos del Nuevo Testamento
que la crítica actual considera obra de discípulos suyos. Tal
es por ejemplo el caso de las cartas pastorales y de la Carta
a los hebreos. A propósito de estos escritos, un exegeta ha
hecho notar que «se habla impropiamente de casos de pseu-
doepigrafía, tomando como referencia la concepción moder­
na del autor que escribe o dicta un texto, y olvidando por
completo la noción de tradición. Se olvida que los discípu­
los de los apóstoles, de nombre conocido o desconocido,
siguen siendo los depositarios de la tradición auténtica, que
ellos fijan al redactar sus escritos sin revelar abiertamente
su identidad»2. Habría que aclarar también el significado
que tenían en la antigüedad los escritos en relación con la
comunicación oral. El problema se ha afrontado respecto de
los escritos de Platón3.

3. Tradición y escritos apostólicos

La tradición apostólica se va sedimentando en los libros del


Nuevo Testamento. Uno de los méritos de la Formgeschichte
es el haber puesto de relieve que el Nuevo Testamento es el
condensado de la tradición, y que, por consiguiente, la afir­
mación del principio de tradición, tal como se encuentra en
las cartas pastorales, no es algo ajeno y discordante respecto
del Nuevo Testamento. Los escritos recogidos en él son tes­
timonio directo de la tradición apostólica fundacional y es-

2 lü. Qu’esl-ce que la trac!ilion?. 28.


’ G. Reale. Per una nuova inlerprelazione di Plalonc, Vita c Pensicro,
Milán 1989\

28
tan inspirados en ella. No obstante, la tradición apostólica
no se agota en los escritos neotestamentarios. Incluye tam­
bién, como ya hemos dicho, tradiciones prácticas e institu­
cionales referentes al ordenamiento de la vida comunitaria,
su disciplina interna, las funciones ministeriales, etc. Los
escritos del Nuevo Testamento contienen algunas indicacio­
nes al respecto, pero no lo dicen todo. Sólo nos dan alguna
información. Son precisamente estas tradiciones prácticas e
institucionales las que el concilio de Tiento invitaba a tomar
en consideración. No se trata de tradiciones orales en las
que se transmitirían doctrinas secretas enteramente al mar­
gen del Nuevo Testamento, como sostenían los gnósticos del
siglo II4. La tradición apostólica, contrariamente a lo que
pensaban los gnósticos, «no se sitúa al lado de los libros del
Nuevo Testamento; sino que los engloba; es el ambiente en
el que han sido escritos, la fuente en la que han bebido el
agua viva. Es además la que, a través de los principios de
interpretación que ha establecido, ha transformado los libros
del Antiguo Testamento en escritura cristiana, gracias al “sen­
tido pleno” que ha descubierto en ellos. Es para la Iglesia la
“tradición fundacional”, atestiguada directamente por los li­
bros del Nuevo Testamento, gracias a la inspiración divina
de sus autores, e indirectamente por las instituciones y prác­
ticas que ha dejado en herencia a las épocas posteriores, sin
que se pueda determinar exactamente el momento de esta
transición»5.

4. En lucha contra el gnosticismo

En este contexto, conviene recordar el testimonio de san


Ireneo, que en el siglo II, en lucha contra las corrientes
gnósticas, considera como «regla de la fe» o «de la verdad» .
la tradición apostólica, accesible en los escritos del Nuevo
Testamento y presente en la continuidad de la «sucesión
j apostólica» en las Iglesias, en particular en la Iglesia de

4 P. Grelot, Qu'esl-ce que la Iradiiiun?, 31.


5 Ib. 33.

29
Roma, con la que deben concordar todas las demás Iglesias6.
Es significativo que en esta época es precisamente cuando
por todas partes empieza a surgir el interés por fijar la lista
oficial de los libros de la Sagrada Escritura, a partir del uso
que las Iglesias habían hecho de ellos desde los tiempos de
los apóstoles y sus inmediatos sucesores. Canon de la Escri­
tura, tradición y sucesión apostólica son los tres baluartes
erigidos por la Iglesia contra el gnosticismo.
W. Kasper escribe: «En los primeros siglos la Iglesia, en
su lucha contra el gnosticismo, la controversia más difícil
que tuvo entonces que superar, erigió tres baluartes que se
convirtieron en otras tantas columnas sobre las que se apoya
la Iglesia: el canon de la Escritura, la tradición apostólica y
la sucesión apostólica en el ministerio episcopal. Las tres
constituían una unidad indisoluble porque, como dice Ireneo
al respecto, la Escritura y la tradición sólo se encuentran de
hecho en la Iglesia, y precisamente en la Iglesia concreta
que está en comunión con el ministerio apostólico. La re­
unión de los escritos neotestamentarios en el canon, y su
defensa frente a añadidos y falsificaciones gnósticas, fueron
precisamente obra de la Iglesia. Por consiguiente, el canon
de las Escrituras sólo se da en relación con la tradición y la
sucesión apostólica. El origen normativo perenne sólo lo te­
nemos en y por medio de lo que brotó de él, y se configuró
con arreglo a él: la Iglesia posapostólica. De aquí se derivan
dos cosas. La Iglesia está permanentemente ligada a la Es­
critura como su canon, es decir, como su norma: toda predi­
cación de la Iglesia puede y debe ser sólo una explicación
viva de la Escritura. Pero esta interpretación viva sólo puede
tener lugar de modo vinculante y canónico dentro de la Igle­
sia, y precisamente dentro de la Iglesia concreta que está en
comunión con el ministerio apostólico. Mediante el acto de
constitución del canon, por tanto, la Iglesia posapostólica se
sitúa por debajo de la Escritura, y al mismo tiempo, al ha-

6 Cf. sobre el concepto de regula ftdei, H . J. Pottmeyer, Norme, criteri e


strutture della tradizione, en AA.VV.. Corso di teología fundaméntale IV,
Queriniana, Brescia 1990. I44ss. Para nuestro asunto es de gran utilidad la
lectura del artículo completo, pp. 137-172.

30
cerlo, se sitúa por encima de la interpretación subjetiva de
la Escritura por parte de los individuos. Si estas conexiones
fundamentales y fundantes de la Iglesia no quedaran a salvo
sería menester buscar nuevos criterios acerca del ser cristia­
no, ya que con la simple apelación a la Escritura sola no se
garantiza la recta interpretación de la misma»7.

7 W. Kasper, Chri.tl.tein ohne Tradition?. en AA.VV.. Di.tkn.t.t¡on iiber


Han.t Kiing.t «Chri.tt.tein», M. Grünewald, Maguncia 1976. 25-26. Una histo­
ria monumental de la tradición en el sentido del desarrollo de la doctrina
cristiana es J. Pelican, La Tradition chrélienne. Histoire du développetnenl
de la doctrine, 5 vols., Puf, París 1994. Observaciones muy pertinentes sobre
la tradición y el magisterio como actualización de la Escritura se pueden
encontrar en F. Dreyfus, L’acttialisation de l'Ecrilure. til. La place de la
Tradition. RcvBib 86 (1979) 321-384.

31
CAPÍTULO 3

LA TRADICIÓN
Y LA SAGRADA ESCRITURA

ES MENESTER en este punto decir una palabra sobre la


vexata quaestio de la relación entre Tradición y Sagrada
Escritura. Como consecuencia sobre todo de la controversia
con el protestantismo, se ha planteado la cuestión de si to­
das las verdades reveladas estaban contenidas en la Escritu­
ra (que de este modo gozaría de una «suficiencia material»),
o si, por el contrario, algunas realidades-verdades reveladas
por Dios habían sido transmitidas por otra vía, por vía de la
tradición. Este planteamiento del problema, que tiende a con­
cebir la revelación como la suma de todas las doctrinas re­
veladas expuestas a modo de proposiciones, conduce inevi­
tablemente a una situación sin salida. ¿Cómo pueden, en
efecto, los partidarios de la suficiencia material de la Escri­
tura demostrar, por ejemplo, que el dogma de la asunción
está contenido de manera específica en la misma Escritura?
La demostración sólo se podría hacer dándole al término
«contener» un significado tan amplio que se hiciera prácti­
camente inservible1. Pero el que sostiene la existencia de
tradiciones apostólicas llegadas hasta nosotros por otra vía
distinta de la Escritura, tampoco puede ofrecer fácilmente
demostraciones: «En realidad —dice G. B. Sala—, fuera de
la Sagrada Escritura no se han conservado noticias o tradi­
ciones que la investigación histórica pueda reconocer como

’ Cf G. B. Sala, La Rivelazione: la parola di Dio nella storia delta


salvezza. RassTcol 35 (1994) 298. A este artículo de Sala debemos algunas
de las observaciones que siguen.

32
procedentes de la edad apostólica»2. La solución sólo es po­
sible si se aclara qué es la revelación y cuál es la labor del
Espíritu Santo en la transmisión de la misma.

1. La revelación

La revelación, aunque tiene un componente doctrinal y


cognoscitivo, en el que insistió el Vaticano I, posee también
y sobre lodo un componente personal, que ha sido subraya­
do por el Vaticano II.
Desde este punto de vista, la revelación es el aconteci­
miento mismo de Cristo que entra en un momento determi­
nado en la historia humana corno palabra de salvación. «Este
acontecimiento —escribe Sala— ha sido puesto por escrito,
pero por su misma naturaleza es una realidad que no se deja
aprehender por completo en la palabra humana, aunque se
trate de una palabra escrita por inspiración del Espíritu San­
to»’.
Sin duda la Escritura tiene valor normativo para la Igle­
sia de todos los tiempos sobre todo porque en ella se expre­
sa «de modo especial» (DV 8) la predicación de la Iglesia
apostólica, es decir, la fe de los testigos oculares del aconte-
- cimiento de Cristo (cf Un 1,1-3). Los libros de la Sagrada
Escritura han sido escritos además por inspiración del Espí­
ritu Santo, por lo que, como afirma la Dei Verbum, «enseñan
sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo
consignar en dichos libros para salvación nuestra» (DV I I).

2. La obra del Espíritu Santo


en la transmisión de la revelación

El acontecimiento de Cristo es un acontecimiento histórico,


irrepetible; pero es también un acontecimiento que trans­
ciende los límites del espacio y del tiempo. El Cristo resuci-

2 Ib, 298.
■' Ib. 298s.

33
tado y glorificado a la derecha del Padre es un aconteci­
miento que está continuamente presente en la vida de la
Iglesia y de los creyentes, es un acontecimiento continua­
mente «transmitido» en la fuerza del Espíritu Santo. Se pasa
así del acontecimiento a la tradición. La tradición (parado­
sis, traditio), antes de sus distintas formas y configuraciones
históricas, designa el acontecimiento originario que es la
entrega (traditio) de su propio Hijo a los hombres por parte
de Dios (cf Rom 4,25 y 8,32). La tradición, según el Nuevo
Testamento, es además la entrega que Cristo hace de sí mis­
mo por todos nosotros (cf Ef 5,2), por la Iglesia (cf Ef 5,25),
por cada uno (cf Gál 2,20). Sólo de manera derivada se
entiende por tradición la entrega o transmisión del aconteci­
miento de Cristo a lo largo del tiempo de la Iglesia. La
traditio-entrega, traducción del verbo neotestamentario
paradidonai (transmitir, entregar), tiene todavía otro signifi­
cado cuando se encuentra en el contexto cristológico de la
pasión: se trata de la entrega de Jesús al poder por parte de
los hombres, sobre el trasfondo de la traición de Judas (cf ''
Me 3,19 y Mt 10,4; 26,46). Podemos pues enumerar cuatro \
actos de tradición-entrega referidos a Cristo: es entregado x
por los hombres al poder, es entregado por el Padre a los
hombres, se entrega a sí mismo por nosotros, y el aconteciy<A
miento de Cristo sigue siendo entregado a los hombres en AY A
comunidad de los creyentes y por medio de ella. En el relato ‘¡y
evangélico de la pasión y la última cena estos cuatro mo­
mentos están mutuamente implicadosJ.
La traditio. la entrega y la autoentrega del Hijo, constitu­
ye el contenido fundamental de la tradición eclesial desde
los apóstoles: en las palabras del anuncio y en la fracción
del pan eucarístico (cf ICor 1 1,23) la Iglesia transmite real­
mente (tradición real) cuanto ella testimonia con su memo­
ria actualizante5.
El contenido fundamental de la tradición apostólica y ecle­
sial es por ello el acontecimiento de Cristo en su pascua de

4 Cf H. J. Verwbybn, Gnttes letztcs Wnri, Palmos. Dusseldorf 1991, 6S-73.


3 Cf H. J. Pott.meybr. Norme. irriten e slrallure della tradizione. en
AA.VV.. Corso di Teología fondaiiieniale IV, Queriniana. Brescia 1990, 158.

34
muerte y de resurrección (tradere Christum). La tradición
testimonia el acontecimiento escatológico de Cristo, acaeci­
do una vez para siempre (cf Heb 7,27; 10,10), y lo hace
presente con la fuerza del Espíritu. Precisamente el conteni­
do fundamental de la tradición es el que hace que este exce­
da siempre todas las expresiones históricas que adopta la
tradición. De aquí se sigue «una inadecuación de fondo en­
tre las fórmulas de fe y el contenido de la fe». Todas las
expresiones de la fe, teniendo como tienen necesariamente
un carácter histórico, tendrán que ser inadecuadas a la so­
breabundancia de la verdad contenida en el acontecimiento
de Cristo6.
Según la fe cristiana, que se remite directamente a la
enseñanza de Jesucristo, es el Espíritu Santo el que actuali­
za y hace presente el acontecimiento de Cristo a lo largo de
la historia. El Espíritu será en efecto el que recordará todo
lo que Jesús dijo (cf Jn 14,26) y guiará a la verdad comple­
ta que mana de Jesús (cf Jn 16,13s). La obra del Espíritu
Santo, descrita en el evangelio de Juan como una obra de
«rememoración», hay que entenderla en el sentido de «un
comprender ahora, en el acontecimiento de Cristo presente
en su Iglesia y a la luz de lo que el Jesús histórico dijo e
hizo, lo que entonces no se pudo decir porque los discípulos
no podían comprenderlo (cf Jn 16,12)»7.

3. La revelación siempre excede

A la luz de estas consideraciones se puede entender mejor la


1 realidad de la tradición. Destaca en primer lugar el hecho de
que, como hemos dicho, la revelación excede todas sus ex­
presiones históricas, incluida la Sagrada Escritura. «La reve­
lación’—escribe Sala— incluye todas las palabras y todas
las obras de Dios encaminadas a la salvación del hombre; la

" Cf W. Kasper, Teología e Cltiesa, Queriniana, Brcscia 1989. 97ss (trad.


esp., Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989).
’ cr G. B. Sala. La Rivelazione..., 300. Cf también W. Kasper, Teología
e Chiesa. 94-96, donde se proponen algunas fórmulas sugerentes para expre-
sar lo que es la tradición.

35
r revelación transmite la misma realidad que la Escritura, pero
no se identifica con la Escritura. La revelación va más allá)
de la Escritura en la misma medida en que la realidad salví-l
fica va más allá de la comunicación de la misma»8.
Además, la obra del Espíritu Santo, que asegura la actuali­
zación del misterio de Cristo y hace posible su mejor com­
prensión a lo largo de los siglos, aunque no consiste en una
nueva revelación, permite sin embargo descubrir nuevos as­
pectos y dimensiones de este mismo misterio que ya ha sido
comunicado de una vez para siempre.
La presencia continua de Cristo por obra del Espíritu Santo
funda la realidad de la Tradición, que, según la Dei Verbum,
puede describirse como la vida creyente de la Iglesia. La Igle­
sia, en efecto, «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y
transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8)9.
Esta interpretación «pneumatológica» de la tradición nos
permite entender de manera adecuada la relación entre Tra­
dición y Escritura. Acertadamente escribe Sala: «La Tradi-

s Cf G. B. Sala, La Rivelazione.... 299. que remite a la monografía de J.


Ratzinger sobre la tradición en K. Rahner-J. Ratzinger. Offenbarung and
(jberlieferung. Hcrdcr. Fri burgo 1965. 34ss. Recientemente el cardenal G.
Biffi ha insistido en la necesidad de situar el libro de la Escritura dentro del
acontecimiento de que él da testimonio. Dice Biffi: «Nosotros no somos "el
pueblo del libro”; en rigor, ni siquiera somos "el pueblo de la palabra”;
somos “el pueblo del acontecimiento”. La palabra de Dios resuena dentro del
acontecimiento salvífico... La “página sagrada" es el medio privilegiado a
través del cual se llega a la “palabra”, para nutrirnos de ella y vivir conscien­
temente en el acontecimiento. No es pues un absoluto, sino que está ordena­
da al acontecimiento, el cual permanecerá en el reino eterno, cuando ya la
Biblia no tenga vigencia ni validez. La docta frecuentación del libro de Dios,
si no está acompañada y dirigida continuamente por la conciencia del acon­
tecimiento salvífico —que incluye en sí mismo la Sagrada Escritura y la
transciende—, puede llevar a una visión meramente cultural del cristianis­
mo... La palabra “escrita" está destinada a que nos sea más fácil y más
seguro el acceso a la “palabra” y. por tanto, al acontecimiento» (G. Biffi.
Sacra Scrittura e vita ecclesiale, EDB. Bolonia 1994. 11-13).
9 W. Kasper ha escrito que «la autotradición objetiva de Dios a través de
Jesucristo se convierte en realidad subjetiva en nosotros a través de la efu­
sión del Espíritu Santo». Y también que «la tradición es autotradición de
Dios a través de Jesucristo en el Espíritu Santo por su presencia continua en
la Iglesia». Y finalmente: «La tradición es la memoria de Jesucristo que
acontece en el Espíritu Santo; es la palabra de Dios que mediante el Espíritu
Santo vive en los corazones de los fieles» (W. Kasper, Teología e Chiesa,
94-95).

36
ción no excede a la Escritura porque haya un cuerpo de
doctrinas auténticas reveladas en su momento y transmitidas
1 luego al margen de la Escritura. No se trata de un plus cuan­
titativo, sino más bien de la presencia viva del Espíritu de
Cristo en la historia de la Iglesia más allá de la letra de la
Escritura. Se trata pues de una concepción pneumatológica
más que de una concepción historizante de la tradición»1".
De este planteamiento se derivan consecuencias impor­
tantes para la situación e interpretación de la Escritura. La
Escritura ha de situarse en la Iglesia, de la que ha nacido
por obra del Espíritu Santo. «El lugar de la Escritura —dice
Sala— está dentro de la Tradición que es la vida de la Igle­
sia»11. La Tradición por su parle es esencialmente explica­
ción y expl¡citación de la revelación, operación que tiene
lugar en el Espíritu y debe hacerse en conformidad con la
i Escritura. «La Tradición —sigue diciendo Sala— permanece
por ello vinculada a la Escritura, en la cual, como dice la
Del Verbum (n 8), la predicación apostólica se expresa “de
un modo especial”. Sin lugar a dudas la Tradición no es una
interpretación de la Escritura en el sentido de una exégesis
que prescinda del horizonte de la fe; es más bien una inter­
pretación en virtud del poder espiritual que la Iglesia tiene
de su Señor y, como tal, encuentra su realización en toda la
existencia de la Iglesia: en su fe, en su vida, en su culto.
Pero sigue siendo una interpretación vinculada a lo ocurrí-

G. B. Sala. La Rivelazione.... 300. Escribe Congar: «¿Dice ni«.r [la


tradición) que la Escritura? Este es un modo equivocado de plantear el pro­
blema. En cierto sentido, la tradición dice más. y en cierto sentido dice
menos. Esta desarrolla más. pero la Escritura sigue siendo más rica y posee,
frente a todo lo demás, un valor normativo. Tenemos necesidad de las dos,
como si se tratara de nuestros dos ojos, para conocer el pensamiento de
Dios. Recibimos las riquezas de la Escritura, pero no sólo de ella, sino
también a través de los que no en vano llamamos “los Padres”» (Y. Congar.
Eglise cailiolique el Frunce miníenle. Hachette, París 1978. 105). Por su
modo de plantear las relaciones entre Escritura y Tradición, véase también,
entre otros, A. Franzjni. Trailizione e Scrittttra nel Vaticano II. Morcelliana.
Brescia 1978, 198-275.
11 G. B. Sala. La Rivelazione.... a.c.. 301. Véanse las acertadas observa­
ciones de I. oti la Potterie, L'esegesi bíblica, scienza dellafetle. en AA.VV.,
L'esegesi cristiana oggi. Piemme. Casale Montarral» 1991. 127-165. sobre la
necesidad de integrar el texto de la Biblia en el contexto constituido tanto
por la unidad de toda la Biblia como por la tradición viva de la Iglesia.

37
I
4
do, a lo que está escrito. En esta referencia a la Escritura se
concreta el nexo de la Iglesia con la acción de Dios en la
historia de la salvación, con el carácter único e irrepetible
de esta acción»12. Con otras palabras: los escritos neotesta-
mentarios, en los cuales se condensa el testimonio apostóli­
co de Jesucristo, deben ser el alma y la norma de toda tradi­
ción eclesial posterior. Podría invocarse aquí el «principio
católico de la Escritura», consistente en el hecho de que «la
Escritura, leída a la luz y bajo la guía de la tradición, puede
convertirse ella misma en determinante cuando se trata de
interpretar la tradición y de hacer una selección crítica de
las tradiciones particulares»1’.

4. Entre fidelidad y progreso

La Tradición obedece de este modo a la exigencia de fideli­


dad al acontecimiento irrepetible de la revelación, y a la
exigencia de progreso, derivada de las riquezas insondables
del acontecimiento de Cristo presente en la Iglesia. Este úl­
timo aspecto es puesto también de relieve por la Dei Verhiun
cuando afirma: «Esta Tradición apostólica va creciendo en
la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la
comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuan­
do los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su
corazón (cf Le 2,19.51), y cuando comprenden internamente
los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos,
sucesores de los apóstoles en el carisma de la verdad» (DV 8).
Tradición no es por tanto sinónimo de inmovilismo y tra­
dicionalismo. En un penetrante artículo sobre el integrismo
actual, Von Balthasar critica el concepto de «tradición» sub­
yacente en él, que identifica la tradición con «lo que ha
sido», con «la letra», con «lo que aprendí de joven». «La
tradición —escribe Von Balthasar— es ante todo algo vivo,
que mueve hacia delante, una inmersión continua en la pala­
bra viva con un espíritu de oración y contemplación». Bal-

12 G. B. Sala. La Riveltizianc..., 301.


” W. Kaspi-r. Teología c Chiesa. 99-100.

38
thasar hace notar que todos los cismas de la historia de la
Iglesia han tenido un origen tradicionalista: «Lo que (en
cierto modo) valía para los prenicenos debía valer también
después: por eso los arrianos abandonaron la Iglesia. Lo que
valía en el concilio de Nicea debía valer también en Éfeso:
por eso los nestorianos abandonaron la Iglesia. Lo que valía
en Efeso debía valer también en Calcedonia: por eso se ais­
laron los monofisitas de todos los colores. El cisma de Oriente
se debió a que se reconoció hasta el II concilio de Nicea,
pero no se quiso dar ningún paso más. Para la Reforma era
válido lo que estaba (literalmente) en la Escritura, sine glos-
su. Para los viejos católicos lo que hasta aquel entonces no
había sido definido como dogma, no debía tampoco serlo
entonces»11.
La continuidad de la tradición no supone pues ningún
inmovilismo de tipo fundamentalista, siempre que se tenga
en cuenta que los diversos testimonios de la única tradición
(liturgia, profesiones de fe, pronunciamientos magisteriales,
testimonios de los creyentes y especialmente de los santos,
arte cristiano, etc.) son fuentes importantes para su conoci­
miento. «Pero —como escribe W. Kasper— ellos mismos no
son la tradición, sino que se limitan a actualizarla en el
signo y en el sacramento... Por importantes que sean estos
testimonios de la tradición y aunque deban ser conservados
fielmente, más aún, santamente, no podemos absolutizarlos
y, en consecuencia, idolatrarlos. En cuanto signos actualiza-
dores, tienen la función de trascenderse en el misterio in­
sondable de Dios»15. Kasper califica la posición de la teolo­
gía católica en relación con los testimonios de la tradición,

14 H. Urs von Balthasar, Integralixmux hettte. Diakonia 19 (1988) 221-


229. cita en la p. 226, tomado aquí de M. Kehl, La Chiexa. San Paolo,
Cinisello Balsamo 1995, 185. n. 9. Cf también W. Beinert. Katholixcher
Fundainentalixniux. Hiiretixche Gruppen in der Kirche?. F. Puslcl, Rcgcns-
burg 199); P. Latiiuiliére, Le fondanientalixine catholicpie. Significaron et
eccléxiologie, Ccrf. París 1995.
15 W. Kasper, Teología e Chiexa. 96, que remite a dos bellos textos de
santo Tomás de Aquino: Et ideo principaliler lex nova ext ipxa grafía Spiri-
lux Sancíi, quae datar chrixlifidelibux... principaliler nova lex ext lex indita,
.secundario atileni ext lex xcripla (l-II, q.106, a. I); actux aulein credeníix non
ferniinatur ad enuntiabile, .sed ad rem (1-11, q. I, a.2, ad 2).

39
entendidos como signos casi sacramentales, como posición
intermedia entre el fundamentalismo, que cosifica el conte­
nido de la fe, y el esplritualismo, que no asume la encarna­
ción con todas sus consecuencias10.

5. La Tradición y los pastores de la Iglesia

Como se señala en el texto de la DV 8, ya citado, la vida de


la Tradición es asunto de toda la Iglesia vivificada por el
Espíritu. A ella compete la doble tarea de mantenerla fiel a
los orígenes y viva para la actualidad, con las necesarias
adaptaciones que esta permite y los tiempos exigen. Pero
aun siendo asunto de todos, la tradición está confiada de
manera particular a los que rigen la Iglesia de Dios (cf He
20,28), a los que apacientan el rebaño de Dios (cf I Pe 5,2),
a los que tienen la misión de velar por la ortodoxia dentro
de la Iglesia (cf las cartas pastorales). No es difícil descu­
brir aquí un esbozo de lo que más tarde se llamará el magis­
terio eclesiástico, pero no considerado de una manera aisla­
da, sino dentro de una comunidad de creyentes en la que
todos en conjunto son responsables, si bien de manera dife­
rente, de la tradición apostólica. La continuidad de la tradi­
ción de la Iglesia concierne en efecto a la identidad de su/e,
fijada por la tradición apostólica en su contenido normativo
y en la identidad de sus instituciones fundamentales. Esto
no excluye sin embargo la posibilidad de oportunas adapta­
ciones motivadas por factores histérico-culturales, ya que la
16 Cf VV. Kasper, Teología e Chiesa. 97. Cf también las dos observaciones
de las pp. 97ss acerca de las dos pistas que no hay que seguir a propósito de
la tradición: la de la decadencia de la pureza originaria (que llevaría al
arqueologismo) y la de la evolución (que llevaría a la absolulización fanática
del último momento de la evolución histórica). Es muy interesante en este
sentido lo que dice Juan Pablo II en su carta Orientóle lumen (2-5-1995):
«La tradición nunca es mera nostalgia de cosas o formas pasadas, o añoranza
de privilegios perdidos, sino la memoria viva de la esposa conservada eterna­
mente joven por el amor que habita en ella (...). Cuando los usos y costum­
bres propios de cada Iglesia se entienden meramente como puro inmovilis-
mo. la tradición corre el peligro de perder su carácter de realidad viva que
crece y se desarrolla, y garantizada precisamente por el Espíritu para que
hable a los hombres de todo tiempo» (n 8).

40
Iglesia no está ligada a ninguna cultura en particular, a nin­
guna lengua sagrada ni a ninguna forma política determina­
da. No obstante, a veces no es fácil establecer qué es lo que
se puede cambiar y qué es lo que no, cuál es la «verdadera»
y cuál la «falsa» reforma de la Iglesia, parafraseando el títu­
lo de la célebre obra de Y. Congar.
Como ejemplo se puede aducir el problema, hasta hace
poco discutido por los teólogos, de la admisión de las muje­
res al presbiterado. ¿Se trata de una tradición puramente
eclesiástica, o bien de una ininterrumpida tradición apostóli­
ca, que se remonta en última instancia al mismo Jesús? Pa­
blo VI primero (Inter insigniores, 15-10-1976) y Juan Pablo
II más tarde (Ordinario sacerdotales, 1994) han afirmado
que la Iglesia, que desea permanecer fiel al ejemplo del Se­
ñor, no se considera con autoridad para admitir a las muje­
res a la ordenación sacerdotal. De este modo ambos papas
remiten a la existencia de una tradición que se impone a la
Iglesia y frente a la cual declaran no tener autoridad para
introducir modificaciones, considerando más bien su obliga­
ción someterse a ella.
El discurso hecho hasta ahora acerca de la tradición se
abre de este modo a la cuestión del magisterio. El término
«magisterio» es más bien reciente. Pero aquí no nos pregun­
tamos por el término, sino únicamente por el surgimiento de
la instancia que ha funcionado como garante e intérprete
auténtica de la tradición apostólica, y que constituye por
tanto el antecedente histórico del magisterio. En el momento
en que los apóstoles y sus colaboradores inmediatos están a
punto de dejar el escenario del mundo se hace particular­
mente apremiante la necesidad de determinar con precisión
los criterios a que habrá de atenerse la Iglesia para mante­
nerse fiel a la tradición recibida de los apóstoles. ¿Cómo
podrán mantener su identidad y su fidelidad las comunida­
des cristianas tras la desaparición de los apóstoles y ante la
aparición de enseñanzas y doctrinas diversas?17. A esta cues-

17 R. Brown, La Chiesa degli apostoli. Indagine escgetica salle origini


delta ecclestologia, Picmme, Casale Moní'cirato 1992, ha estudiado muchos
textos del Nuevo Testamento en relación con esta cuestión concreta: ¿qué es

41
tión tratan de responder sobre todo las cartas pastorales diri­
gidas a Tito y a Timoteo, que reflejan la situación de transi­
ción de la época apostólica a la posapostólica. Algunos es­
critos del Nuevo Testamento dan testimonio de cómo se
percibió como un problema particularmente agudo el paso
de las primeras comunidades cristianas a la Iglesia posapos­
tólica. En este punto fueron determinantes dos experiencias:
la progresiva desaparición de los apóstoles y el retraso de la
parusía. Los escritos lucanos y las cartas pastorales atesti­
guan la preocupación dominante de aquel momento históri­
co concreto, consistente en la necesidad de jijar la tradición
de la que vivían las comunidades cristianas y de organizar
los ministerios y su sucesión. En estos escritos, y en general
en los textos más tardíos del Nuevo Testamento, la tradición
apostólica se pone en estrecha relación con determinados
ministerios dotados de una especial autoridad y responsabili­
dad. Esto constituye una novedad, derivada de una nueva
situación de la Iglesia, que pretende conservar vivo y actual
el acontecimiento de Cristo y el testimonio apostólico fun­
damental que le asegura la identidad y la unidad. Los últi­
mos escritos del Nuevo Testamento proceden en sustancia a
una institucionalización, que no obstante se realiza a partir
de los datos que están presentes desde el principio y que se
consideran normativos. Esto se produce en una interacción
constante entre las nuevas exigencias de la vida de la Iglesia
y la memoria del dato fundacional.
lo que se proponía a los cristianos de las comunidades de la época posapos­
tólica como base segura para garantizar su supervivencia después de la muer­
te de los apóstoles? Siendo distintas las situaciones cclesiales de las diversas
comunidades, tenía que ser distinto también el acento de los escritos dirigi­
dos a ellas. En cada una busca R. Brown cuál era el elemento más importan­
te que se proponía como garantía de supervivencia tras la muerte de los jefes
apostólicos. Este elemento era concretamente el cuidado de los pastores atentos
a la transmisión de la sana doctrina (en las cartas pastorales), la conciencia
de que la Iglesia es mucho más que sus componentes humanos (en Coloscn-
ses y Efcsios). la certeza de la intervención del Espíritu Santo (Hechos de
los apóstoles), el sentido de la propia identidad del pueblo de Dios (I Pe­
dro). el discipulado como condición común a todos los creyentes (cuarto
evangelio), la organización comunitaria en la que la autoridad se ocupa de
exponer fielmente el mensaje de Jesús (evangelio de Mateo). Nótese que un
acento no excluye a los otros y, sobre todo, que la estructura esbozada en las
cartas pastorales logrará un consenso que se extenderá a todas las Iglesias.

42
«Esta radical dependencia de la Iglesia del testimonio de
los apóstoles, constitutiva para ella, es la que vemos institu­
cionalizarse a lo largo del período posapostólico a través de
una cierta organización de los ministerios y luego mediante
la formación y recepción del canon»1". Los últimos escritos
del Nuevo Testamento (los escritos lucanos y las cartas pas­
torales) expresan, mediante la relación de determinados mi­
nisterios con la tradición apostólica, el papel fundacional
reconocido a los apóstoles y a su testimonio. Estos escritos
testimonian la voluntad de equipar a la Iglesia para el futuro
que se le avecina, y de insertar en la misma estructura de la
Iglesia su inalienable dependencia del testimonio apostólico
que la funda. La relación de continuidad viva con la Iglesia
apostólica está expresada por la transmisión de un ministe­
rio cuya tarea específica consiste en velar por la autentici­
dad de esta relación. Tal es el origen de la doctrina de la
«sucesión apostólica», que será expresamente formulada en
el siglo II.

6. Tradición, ministerios apostólicos


y canon de las Escrituras

La fijación de la estructura ministerial es inseparable de otra


operación consistente en recoger y fijar en el canon neotes-
tamentario la tradición procedente de los apóstoles, como
expresión autorizada e intocable de la tradición.
Tradición apostólica y sucesión apostólica se definen pues
mutuamente: la sucesión es la forma de la tradición, y la
tradición, el contenido de la sucesión (J. Ratzinger).
En las cartas a Tito y Timoteo la tradición se identifica
sobre todo con la enseñanza de los apóstoles (cf 2Tim 1,13;
2,2). Es un depósito (paratheke) que es menester conservar
con la mayor fidelidad (cf ITim 6,20), bajo la guía del Espí­
ritu que habita en los creyentes (cf 2Tim 1,12ss). Dicho

Ix J. Hoffmann, L’Église el son origine, en AA.VV., Initiation a la prañ-


que de la ihéologie III, Ccrf, París 1983. 119. Cf también M. Kehl, La
Chiesa, 326ss.

43
depósito ha de ser defendido de los ataques (cf ITim 1,10;
2Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1) y ha de ser confiado a personas segu­
ras (cf Tit 1,9; cf He 20,17-35).
En este período de transición de la época apostólica a la
época posapostólica, en el que se pierde la inmediatez del
acceso a los acontecimientos originarios asegurada por los
testigos oculares, la Iglesia percibe la necesidad de regular
su tradición con el fin de que no se introduzcan en ella
elementos extraños y aberrantes. Como se deduce de los
textos citados y de cuanto hemos dicho hasta ahora, la Igle­
sia se da a sí misma una doble regulación: una referente a la
objetividad de la tradición, de la enseñanza recibida de los
apóstoles, que debe expresarse en «palabras seguras»; y la
otra referente a la actividad de enseñanza y de vigilancia
por parte de los ministros de la Iglesia (presbíteros y obis­
pos), que han de ser personas seguras, a las que se pueda
encomendar, como un preciado tesoro, la tradición apostóli­
ca19. La «tradición» está vinculada a una cadena de personas
autorizadas, garantes de su fiel transmisión e interpretación.
. Lo expresa bien un texto que la segunda carta a Timoteo
pone en labios de san Pablo: «Las cosas que me oíste a mí
ante muchos testigos, confíalas a hombres leales, capaces de
enseñárselas a otros» (2Tim 2,2). ¿Por qué esta insistencia
en la fidelidad a la tradición apostólica, que encontramos no
sólo en las cartas pastorales sino también en otras páginas
del Nuevo Testamento? La respuesta es que se tenía la con­
vicción profunda de que con la venida de Jesús, con lo que
había dicho y hecho, y sobre todo con los últimos aconteci­
mientos de su vida terrena culminantes en la resurrección y
la donación del Espíritu, había tenido lugar la revelación
definitiva e insuperable de Dios a la humanidad, y se había
establecido la nueva y definitiva alianza con Dios. Y esta
convicción es precisamente la que asegura la identidad de la
Iglesia a lo largo de los siglos. Pues la Iglesia, antes de ser
una comunidad de culto y de compromiso de una causa de-

19 Cf M. Vidal, La régulation ecclésiale de la fin el de la théologie, en J.


Doré (ed.f, tnlraduciion a l'éiude de la ihéalogie 11, DDB, París 1992, 217-
243.

44
terminada, es una comunidad de fe en Jesucristo, reconoci­
do como la palabra de Dios hecha carne (cf Jn 1,14) y como
el mediador de la alianza nueva y eterna (cf Heb 9,15; 13,20).
Por eso el cristianismo concedió desde el principio una
importancia especial a las palabras que enuncian y formulan
la fe en su dimensión objetiva y cognoscitiva. Es de capital
importancia, en efecto, conocer y reconocer lo que Cristo
hizo, dijo, sufrió...: los acontecimientos de la historia de la
salvación y de la revelación tienen prioridad objetiva res­
pecto de lo que nosotros podemos y debemos hacer. Antes
de realizar cualquier «obra», el discípulo de Jesucristo debe
realizar la «obra» por excelencia, que es creer en Cristo. A
los que le preguntaban: «¿qué tenemos que hacer para reali­
zar las obras que Dios quiere?», Jesús les respondía: «lo que
Dios quiere que hagáis es que creáis en el que él ha envia­
do» (Jn 6,28-29).

Los antecedentes del magisterio

La fe de la comunidad cristiana, desde el momento en que


se expresa en un lenguaje, se convierte necesariamente en
objeto de regulación social. Se trata de una preocupación de
la Iglesia desde siempre, desde el primer momento, pero que
se siente de manera particularmente aguda en el momento
de la transición de la época apostólica a la época posapostó­
lica. Lo hemos indicado ya en varias ocasiones. Si volvemos
de nuevo sobre este asunto es porque lo consideramos de
capital importancia para comprender el valor de la tradición
y la función del magisterio dentro de ella.
Según parece, fue precisamente la toma de conciencia
i del valor esencial de la tradición apostólica objetiva la que
indujo a la Iglesia del siglo I a subrayar la importancia de la
institución de los presbíteros-obispos, que constituyen el an­
tecedente histórico del ministerio ordenado actual. Baste men­
cionar aquí algunos pasajes importantes a este respecto.
Uno de los más ricos e interesantes es el de He 20,17-38,
que recoge el discurso de Pablo a los presbíteros de Éfeso
en forma de testamento. Refleja pues la situación de transí-
45
ción de una Iglesia en la que están presentes los apóstoles a
una Iglesia que no podrá beneficiarse ya de su presencia
visible. San Pablo exhorta a los presbíteros-obispos a llevar
a cabo una labor de atenta vigilancia pastoral para defender
a la Iglesia de los «lobos rapaces» que difundirán «doctrinas
perversas». Se trata con toda probabilidad de falsos profe­
tas, propagadores de enseñanzas que deforman la tradición
recibida de los apóstoles. Indicaciones similares encontra­
mos en las ya muchas veces citadas cartas pastorales. Así
por ejemplo se afirma que son dignos de especial considera­
ción los presbíteros que trabajan en «la predicación y la
enseñanza» (ITim 5,17). En la carta a Tito, entre las cuali­
dades que debe tener el presbítero, se enumeran la adhesión
a la verdadera doctrina y la capacidad de exhortar a los
demás y de combatir a los que se oponen a la enseñanza
verdadera (cf Tit 1,5-11). Se trata, como se desprende del
contexto, de cualidades requeridas a los presbíteros con el
fin de poder hacerse cargo de las comunidades que les están
confiadas, defendiéndolas del peligro de desviación de la
verdadera línea apostólica. La preocupación subyacente es
pues, por usar el lenguaje de las cartas pastorales, la de la
custodia del depósito, es decir, del mensaje en su forma
auténtica, tal como fue escuchado de boca de los apóstoles (cf
2Tim 1,13), que se opone a las «palabras vacías» y al «falso
conocimiento» de los que se han alejado de la fe (cf ITim
6,20s). El depósito es custodiado en virtud del Espíritu San­
to, y la Iglesia expresa su convicción de que el Señor hará
que se conserve intacto «hasta el último día», es decir, hasta
la venida definitiva del Reino (cf 2Tim 1,12-14). Un teólogo
comenta a propósito de estos textos: «Es interesante observar
cómo en estos textos caminan a la par el sentido de la ani­
mación del Espíritu, el de la garantía fundamental de fideli­
dad que viene del Señor resucitado, para la Iglesia hasta el
día de su retorno, y la preocupación de que la Iglesia tenga
ministros idóneos a través de los cuales se transmita fiel­
mente el depósito de generación en generación (2Tim 2,1 s)»2l>.

20 S. Dianich, Teología del ministerio ordenado, San Pablo, Madrid 1988,


144. Se deben a este autor algunas de las ideas expresadas en este capítulo.

46
/

Una corriente exegética de origen fundamentalmente pro­


testante ha querido ver en las cartas pastorales la expresión
del proceso de «deformación católica» del mensaje de fe
originario a que se da el nombre de «protocatolicismo» (Friih-
katholizismus).
Este consistiría en el paso del kerigma y de la palabra de
Dios a la enseñanza y la doctrina, de la primacía del Espíri­
tu a la preeminencia de la institución eclesiástica, de una
comunidad abierta a la misión a una comunidad replegada
en sí misma en actitud de defensa.
Es verdad, sin duda, que en las cartas pastorales, como
también en algunas partes de los Hechos de los apóstoles, se
observa cierto desplazamiento del acento, aunque ni en los
Hechos ni en las cartas pastorales se pone sordina a la ac­
ción del Espíritu. Estos desplazamientos de acento, que ha­
cen que se subrayen más los aspectos institucionales y mi­
nisteriales de la Iglesia, se explican por el cambio de situación
respecto de la primera época de la Iglesia, la época apostóli­
ca precisamente. «El entusiasmo carismático de la evangeli-
zación inicial, la falta de una forma doctrinal del kerigma
primitivo, la ausencia de herejías propiamente dichas, la pre­
sencia personal y activa de los apóstoles, la tensa espera de
un retorno inminente del Señor, todo esto hacía innecesaria,
más aún, impensable, la institución de alguna estructura
eclesiástica estable»21.
Los escritos del Nuevo Testamento que revelan preocupa­
ciones de las llamadas «protocatólicas» son textos en los
que está viva la conciencia de una Iglesia que sabe que tiene
toda una historia por delante, y que por tanto tiene que vivir
en el tiempo sin contar con la presencia física de los apósto­
les y de los primeros testigos de Cristo. Esta situación es
precisamente la que provoca la reflexión sobre la tradición y
sobre la necesidad de garantizar el enraizamiento de la Igle­
sia en el testimonio originario de los apóstoles. Por eso se
trata explícitamente la cuestión del ministerio de los presbí­
teros-obispos. A este respecto escribe S. Dianich: «Parece
que la razón fundamental del ministerio de los presbíteros-

Ib, 142-143.

47
epíscopos se relaciona con la toma de conciencia del valor
profundo de la tradición»22.
En este punto es enteramente legítimo preguntarse: ¿la
preocupación que vemos surgir en los escritos más tardíos
del Nuevo Testamento representa una novedad respecto del
resto de la literatura neotestamentaria? Ciertamente no se
encuentra en los otros escritos de! Nuevo Testamento esa
reflexión sobre la tradición apostólica que es típica de la
tercera generación cristiana, que, viendo desaparecer pro­
gresivamente los apóstoles y sus colaboradores, encuentra
en los presbíteros-obispos una garantía institucional para la
permanencia de la Iglesia en la fidelidad a la tradición apos­
tólica. Es evidente que en el paso de la época apostólica a la
posapostólica se da un mayor interés por la sana doctrina (el
término didaskalia aparece quince veces en las cartas pasto­
rales, frente a las seis que aparece en todo el resto del Nue­
vo Testamento). La «custodia del depósito» (ITim 6,20; 2Tim
1,12.14) es una expresión que aparece también en este mis­
mo contexto. Y sin embargo, también en los escritos más
antiguos del Nuevo Testamento hay indicaciones específicas
sobre la importancia de permanecer fieles al mensaje apos­
tólico. Así por ejemplo san Pablo siente la necesidad de
encontrarse con los otros apóstoles para verificar la autenti­
cidad de su mensaje (cf Gál 2,2). Y a los corintios el Após­
tol les recuerda que el evangelio que salva ha de conservarse
«con la misma formulación» (tíni logo) con que fue transmi­
tido (cf I Cor 15,2).
Hay que defender el mensaje tanto de las deformaciones
provocadas por los judaizantes (cf Gál 1,6-9) como de su
servil sometimiento a la sabiduría de los griegos (cf ICor
15). Y es también san Pablo quien habla de la fe como
obediencia a la «regla de la enseñanza» (Rom 6,17). Como
puede verse, está vivo en san Pablo el sentido de la fidelidad
a la tradición apostólica.
El tercer evangelio, si nos atenemos a lo que dice Lucas
en el prólogo ya citado, revela la preocupación por la fideli­
dad a lo transmitido por los que «desde el principio fueron
Ib. 143.

48
testigos oculares y ministros de la palabra» (Le 1,2). El ver­
sículo final del evangelio de Mateo, por su parte, recoge el
mandato de Jesús de enseñar a guardar todo lo que él había
ordenado a los apóstoles (cf Mt 28,20). Ni tampoco se pue­
de minusvalorar la exhortación de la primera carta de san
Juan a conservar el mensaje tal como fue escuchado en el
principio (cf Un 2,24). La segunda carta de Pedro, signifi­
cativamente, sustrae la Escritura al criterio de la interpreta­
ción privada (cf 2Pe 1,12.21). Ciertamente no se puede de­
jar de entrever en todo esto un peligro: el de la reducción de
la fe a una doctrina, a un sistema doctrinal rígido. Es un
peligro del que la Iglesia no siempre ha salido indemne.
Los textos a que nos referimos, además de matizar la
tesis del protocatolicismo como preocupación exclusiva de
los libros más tardíos del Nuevo Testamento, muestran cla­
ramente la importancia que la Iglesia concedía a la tradición
apostólica y a un ministerio al que correspondía sobre todo
la tarea de mirar por la fidelidad de las Iglesias a esta tradi­
ción.
Ireneo, en el siglo II, en plena crisis gnóstica, se hace intér­
prete de la importancia esencial de la tradición apostólica y
del ministerio apostólico de los obispos, estando ambas rea­
lidades estrechamente relacionadas y conectadas entre sí. Vale
la pena releer este precioso testimonio del siglo II:

«Recibidos... este mensaje y esta fe, la Iglesia, aunque disemi­


nada por todo el mundo, los custodia con el mismo celo que si
habitase una misma casa; cree en esta verdad como si tuviese
una sola alma y un solo corazón (He 4,32); y con pleno acuer­
do, proclama, enseña y transmite estas verdades, como si tu­
viese una sola boca. Las lenguas del mundo son diferentes,
pero la fuerza de la tradición es única y siempre la misma. Ni
las Iglesias fundadas en Germania han recibido ni transmiten
una fe distinta, ni las fundadas en Híspanla, o entre los celtas,
o en las regiones orientales, o en Egipto, o en Libia, o en el
centro del mundo [es decir, Palestina]».
«Ni entre los jefes de las Iglesias, el que sea muy hábil de
palabra enseñará doctrinas distintas de estas —pues ninguno
está por encima del Maestro—, ni el que sea menos hábil em­
pobrecerá la tradición. Como la fe es una sola y siempre la

49
misma, ni el que es muy elocuente la enriquece, ni el que es
torpe de palabra la empobrece»23.
«Por tanto, la tradición de los apóstoles, manifestada en
todo el mundo, está en cada una de las Iglesias a la vista de
todos los que quieren ver la Verdad, y se pueden enumerar los
obispos establecidos por los apóstoles en las distintas Iglesias
y sus sucesores hasta nuestros días. Ahora bien, estos no han
enseñado ni conocido estupideces como las que estos enseñan.
Si los apóstoles hubieran conocido misterios secretos, que ha­
brían enseñado aparte y a escondidas a los perfectos, se los
habrían transmitido antes que a nadie a aquellos a quienes con­
fiaron las Iglesias mismas. Pues querían que fueran absolu­
tamente perfectos e irreprensibles en lodo aquellos a quienes
dejaban como sucesores, encomendándoles su propia misión de
enseñar. Si estos entendían correctamente, el provecho sería
grande; en cambio, si desfallecían, el daño sería grandísimo.
Pero, como sería demasiado largo enumerar aquí la suce­
sión de todas las Iglesias, nos fijaremos sólo en la grandísima
y antiquísima Iglesia, por lodos conocida, fundada en Roma
por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo. Al mostrar la tradi­
ción recibida de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres
que llega hasta nosotros a través de la sucesión de los apósto­
les, confundimos a lodos aquellos que, de cualquier modo, o
por engreimiento, o por vanagloria, o por ceguera, o por error
en el pensamiento, se reúnen yendo más allá de lo justo. Con
esta Iglesia, en efecto, en virtud de la excelencia de su origen,
toda Iglesia tiene que estar de acuerdo, es decir, lodos los fie­
les procedan de donde procedan: la Iglesia en la cual se ha
conservado siempre, para lodos los hombres, la tradición pro­
cedente de ios apóstoles...
Siendo tales las pruebas, no hay que buscar en otra parte la
Verdad que se puede encontrar fácilmente en la Iglesia, ya que
los apóstoles depositaron en ella, como si fuera un rico tesoro,
en toda su plenitud, todo lo referente a la Verdad, con el fin de
que lodo el que quiera pueda lomar de ella la bebida de la
vida. Porque ella es la puerta de entrada a la vida, y lodos los
demás son ladrones y depredadores (Jn 10,8). Por eso, hay que
rechazarlos y amar con grandísimo celo lo que pertenece a la
Iglesia, aferrándose a la tradición de la verdad. ¿Acaso si sur­
giera una controversia sobre una cuestión de poca importancia

23 I reneo de Lyon, Adv. Hacrcses, 1,9-10. Cf también 3,3.

50
no habría que recurrir a las Iglesias más antiguas, en las cuales
vivieron los apóstoles, para averiguar la doctrina exacta sobre
la cuestión que se plantea? Y si los apóstoles no hubieran deja­
do las Escrituras, ¿no debería seguirse el orden de la tradición,
que transmitieron a aquellos a quienes confiaban las Iglesias?»24.

24 ¡reneo de Lyon, Adv. Haereses. 3,1-2; 4,1. Sobre la interpretación del


texto de ¡renco véase K. Schatz, // primato del papa. La sita gloría dalle
origini ai nostri giorni, Qucriniana, Brcscia 1996, 45-47.

51

También podría gustarte