Gobiernos Radicales 1916 1930

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Historia Argentina 6DD

XI. La República Radical. (1916 -1930)


Los sectores sociales que llegaron al poder con el triunfo del radicalismo acusaron una
fisonomía muy distinta de la que caracterizaba a la generación del 80. Salvo excepciones,
los componían hombres modestos, de tronco criollo algunos y de origen inmigrante otros.
El radicalismo, que en sus comienzos expresaba las aspiraciones de los sectores populares
criollos apartados de la vida pública por la oligarquía, había luego acogido también a los
hijos de inmigrantes que aspiraban a integrarse en la sociedad, abandonando la posición
marginal de sus padres. Así adquiría trascendencia política el fenómeno social del ascenso
económico de las familias de origen inmigrante que habían educado a sus hijos. Las
profesiones liberales, el comercio y la producción fueron instrumentos eficaces de ascenso
social, y entre los que ascendieron se reclutaron los nuevos dirigentes políticos del
radicalismo. Acaso privaba aún en muchos de ellos el anhelo de seguir conquistando
prestigio social a través del acceso a los cargos públicos, y quizá esa preocupación era más
vigorosa que la de servir a los intereses colectivos. Y, sin duda, el anhelo de integrarse en
la sociedad los inhibió para provocar cierto cambio en la estructura económica del país que
hubiera sido la única garantía para la perpetuación de la democracia formal conquistada
con la ley Sáenz Peña.
Por lo demás, la inmigración, detenida por la primera guerra europea, recomenzó poco
después de lograda la paz, y, por cierto, alcanzó entre 1921 y 1930 uno de los más altos
niveles, puesto que arrojó un saldo de 878.000 inmigrantes definitivamente radicados.
Gracias a una política colonizadora un poco más abierta que impusieron los gobiernos
radicales, logró transformarse en propietario de la tierra un número de arrendatarios
proporcionalmente más alto que en los años anteriores. Pero la población rural siguió
decreciendo, y del 42% que alcanzaba en 1914 bajó al 32% en 1930. Su composición era
muy diversa. La formaban los chacareros - arrendatarios en su mayoría - en las provincias
cerealeras, los peones de las grandes estancias en las áreas ganaderas, los obreros
semiindustriales en las regiones donde se explotaba la caña, la madera, la yerba, el algodón
o la vid, todos estos sometidos a bajísimos niveles de vida y con escasas posibilidades de
ascenso económico y social. En cambio, en las ciudades - cuya población ascendió del 58
al 68% sobre el total entre 1914 y 1930 - las perspectivas económicas y las posibilidades
de educación de los hijos facilitó a muchos descendientes de inmigrantes un rápido ascenso
que los introdujo en una clase media muy móvil, muy diferenciada económicamente, pero
con tendencia a uniformar la condición social de sus miembros con prescindencia de su
origen.
Heterogénea en la región del litoral, la población lo comenzó a ser también en otras regiones
del interior donde se habían instalado diversas colectividades como la siriolibanesa, la
galesa, la judía y otras. Nuevos cultivos o nuevas formas de industrialización de los
productos naturales atrajeron a nuevas corrientes inmigratorias que, a su vez constituyeron
comunidades marginales cuando ya las primeras olas de inmigrantes habían comenzado a
integrarse a través de la segunda generación. Pero las zonas más ricas y productivas
siguieron siendo las del litoral, donde disminuía la producción de la oveja y se acentuaba la
de los cereales y las vacas. En parte por la creciente preferencia que la industria textil
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manifestaba por el algodón y en parte por la predilección que revelaba el mercado europeo
por la carne vacuna, la producción de ovejas perdió interés y se fue desplazando poco a
poco hacia el interior - el oeste de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y la
Patagonia - al tiempo que decrecía su volumen. Las mejores tierras, en cambio, se
dedicaron a la producción de un ganado vacuno mestizado en el que prevaleció el
Shorthorn, que daba gran rendimiento y satisfacía las exigencias del mercado inglés, y a la
producción de cereales, cuya exportación alcanzó altísimo nivel.
Empero, los precios del mercado internacional, aunque muy lentamente, comenzaron a
bajar desde 1914 y los productos manufacturados que el país importaba empezaron a
costar más en relación con el precio de los cereales. Así se fue creando una situación cada
vez más difícil que condujo a una crisis general de la economía cuyas manifestaciones se
hicieron visibles en 1929, al compás de la crisis mundial. Gran Bretaña vigilaba
cuidadosamente el problema de sus importaciones y debía atender a las exigencias de los
dominios del Imperio, lo cual entrañaba una amenaza para la producción argentina, que se
había orientado de acuerdo con la demanda de los frigoríficos y del mercado inglés. Una
industria relativamente poco desarrollada, que había crecido durante la primera guerra
mundial pero que se comprimió luego, una organización fiscal que obtenía casi todos sus
recursos a través de los derechos aduaneros, y un presupuesto casi normalmente deficitario
caracterizaron en otros aspectos la economía argentina durante la era radical. No es
extraño, pues, que los complejos fenómenos sociales que se incubaban en la peculiar
composición demográfica del país estallaran al calor de las alteraciones económicas y
políticas luego de que el radicalismo alcanzó el poder en 1916. Por lo demás, el clima
mundial estimulaba la inquietud general y favorecía las aspiraciones a un cambio. La guerra
europea dividió las opiniones y enfrentó a aliadófilos y germanófilos, estos últimos
confundidos a veces con los neutralistas, pese a que, en verdad, la neutralidad que decretó
el gobierno argentino convenía especialmente a los aliados. A poco de comenzar la
presidencia de Yrigoyen estalló la revolución socialista en Rusia, y las vagas aspiraciones
revolucionarias de ciertos sectores obreros se encendieron ante la perspectiva de una
transformación mundial de las relaciones entre el capital y el trabajo. Las huelgas
comenzaron a hacerse más frecuentes y más intensas, pero no sólo porque algunos grupos
muy politizados esperaran desencadenar la revolución, sino también porque,
efectivamente, crecía la desocupación a medida que se comprimía la industria de
emergencia desarrollada durante la guerra, aumentaban los precios y disminuían los
salarios reales. Obreros ferroviarios, metalúrgicos, portuarios, municipales, se lanzaron
sucesivamente a la huelga y provocaron situaciones de violencia que el gobierno reprimió
con dureza. Dos dramáticos episodios dieron la medida de las tensiones sociales que
soportaba el país. Uno fue la huelga de los trabajadores rurales de la Patagonia,
inexorablemente reprimida por el ejército con una crueldad que causó terrible impresión en
las clases populares a pesar de la vaguedad de las noticias que llegaban de una región que
todavía se consideraba remota. Otro fue la huelga general que estalló en Buenos Aires en
enero de 1919 y que conmovió al país por la inusitada gravedad de los acontecimientos. La
huelga, desencadenada originariamente por los obreros metalúrgicos fue sofocada con
energía, pero esta vez no sólo con los recursos del Estado, sino con la colaboración de los
grupos de choque organizados por las asociaciones patronales que se habían constituido:
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la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina. Una ola de antisemitismo acompañó
a la represión obrera, con la que las clases conservadoras creyeron reprimir la acción de
los que llamaban agitadores profesionales y la influencia de los movimientos revolucionarios
europeos. También en otros campos repercutió por entonces la inquietud general. Los
estudiantes de la Universidad de Córdoba desencadenaron en la vieja casa de estudios un
movimiento que era también, en cierto modo, revolucionario. Salieron a la calle y exigieron
la renuncia de los profesores más desprestigiados por su anquilosada labor docente y por
sus actitudes reaccionarias. Era, en principio, una revolución académica que propiciaba el
establecimiento de nuevos métodos de estudio, la renovación de las ideas y, sobre todo, el
desalojo de los círculos cerrados que dominaban la universidad por el sólo hecho de
coincidir con los grupos sociales predominantes. Pero era, además, una vaga revolución de
contenido más profundo. Propició también la idea de que la universidad tenía que asumir
un papel activo en la vida del país y en su transformación, comprometiéndose quienes
formaban parte de ella no sólo a gozar de los privilegios que les acordaban los títulos que
otorgaba, sino también a trabajar desinteresadamente en favor de la colectividad. Afirmó el
principio de que la universidad tenía, además de su misión académica, una misión social.
Y en esta idea se encerraba una vaga solidaridad con los movimientos que en todas partes
se sucedían en favor de las reformas sociales. No fue, pues, extraño que los estudiantes
rodearan a Eugenio D' Ors, ni que Alejandro Korn y Alfredo L. Palacios adhirieran a lo que
empezó a llamarse "la reforma universitaria". Al cabo de poco tiempo, todas las
universidades del país se vieron sacudidas por crisis semejantes. Los estudiantes hablaban
de Bergson y repudiaban el positivismo, exigían participación en el gobierno universitario,
pedían el reemplazo de la clase magistral por el seminario de investigación y, al mismo
tiempo, vestían el overall proletario y se acercaban a las organizaciones obreras para hablar
de filosofía o de literatura. Era, por lo demás, época de revisión de valores. También los
jóvenes filósofos rechazaban el positivismo y predicaban la buena nueva de la filosofía de
Croce, de Bergson o de los neokantianos alemanes. Pero eran sobre todo los escritores y
los artistas los que se hallaban empeñados en una revolución más decidida. Se difundieron
las tendencias del ultraísmo y quienes adhirieron a ellas comenzaron a defenderlas en el
periódico Martín Fierro. Los jóvenes artistas y escritores declararon la insurrección contra
las tradiciones académicas que encarnaron en Ricardo Rojas, en Manuel Gálvez, en
Leopoldo Lugones. Eran los que seguían a Ricardo Güiraldes, que había publicado Don
Segundo Sombra en 1926, y a Jorge Luis Borges el autor de Fervor de Buenos Aires y Luna
de enfrente. Pero en oposición a ellos - que se llamaron "los de Florida" otros artistas y
escritores se aglutinaron para defender el arte social en el popular barrio de Boedo: eran
los que acompañaban a Leónidas Barletta, el de las Canciones agrarias, y a Roberto Arlt,
el de El juguete rabioso. Y un día Emilio Pettoruti sorprendió a Buenos Aires con su
exposición de pintura cubista. Pero el signo más evidente de la crisis se advirtió en el campo
de la política. Yrigoyen llegó al poder en 1916 como indiscutido jefe de un partido que había
intentado repetidas veces acabar con el "régimen" conservador por el camino de la
revolución. Yrigoyen representaba "la causa", que entrañaba la misión de purificar la vida
argentina. Pero, triunfante en las elecciones, Yrigoyen aceptó todo el andamiaje
institucional que le había legado el conservadorismo: los gobiernos provinciales, el
parlamento, la justicia y, sobre todo, el andamiaje económico en el que basaba su fuerza la
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vieja oligarquía. Sin duda le faltó audacia para emprender una revolución desde su
magistratura constitucional; pero no es menos cierto que su partido estaba constituido por
grupos antaño marginales que más aspiraban a Incorporarse a la situación establecida que
a modificarla. Lo cierto es que el cambio político y social que pareció traer consigo el triunfo
del radicalismo quedó frustrado por la pasividad del gobierno frente al orden constituido.
Ciertamente, Yrigoyen se enfrentó con las oligarquías provinciales y las desalojó
progresivamente del poder mediante el método de las intervenciones federales. Entonces
se advirtió la aparición de una suerte de retroceso político. Como imitaciones de la gran
figura del caudillo nacional, comenzaron a aparecer en diversas provincias caudillos locales
de innegable arraigo popular que dieron a la política un aire nuevo. José Néstor Lencinas
en Mendoza o Federico Cantoni en San Juan fueron los ejemplos más señalados, pero no
sólo aparecieron en el ámbito provincial, sino que aparecieron también en cada
departamento o partido y en cada ciudad. El caudillo era un personaje de nuevo cuño,
antiguo y moderno a un tiempo, primitivo o civilizado según su auditorio, demagógico o
autoritario según las ocasiones; pero, sobre todo, era el que poseía influencia popular
suficiente como para triunfar en las elecciones ejerciendo, como Yrigoyen, una protección
paternal sobre sus adictos. A diferencia de los políticos conservadores, un poco
ensoberbecidos y distantes, el caudillo radical se preocupaba por el mantenimiento
permanente de esta relación personal, de la que dependía su fuerza, y recurría al gesto
premeditado de regalar su reloj o su propio abrigo cuando, se encontraba con un partidario
necesitado, a quien además ofrecía campechanamente un vaso de vino en cualquier
cantina cercana, o se ocupaba de proveer médico y medicinas al correligionario enfermo, a
cuya mujer entregaba después de la visita un billete acompañado de un protector abrazo.
Y cuando llegaban las campañas electorales, ejercitaba una dialéctica florida llena de
halagos para los sentimientos populares y rica en promesas para un futuro que no tardaría
en llegar. Los caudillos radicales transfirieron a la nueva situación social el paternalismo de
los estancieros en oposición a la política distante que la oligarquía había adoptado; pero
obligaron a los conservadores a competir con ellos dentro de sus propias normas, y el
caudillismo se generalizó. Sólo la democracia progresista de Santa Fe, inspirada por
Lisandro de la Torre, y el socialismo se opusieron a estos métodos, que Juan B. Justo
estigmatizó con el rótulo de "política criolla". Fueron los caudillos o sus protegidos quienes
llegaron a las magistraturas y a las bancas parlamentarias en los procesos electorales que
siguieron a la elección presidencial de 1916, algunos todavía pertenecientes a familias
tradicionales, pero muchos ya nacidos de familias de origen inmigrante. Pero a pesar de
eso la estructura económica del país quedó incólume, fundada en el latifundio y en el
frigorífico y el gobierno radical se abstuvo de modificar el régimen de la producción y la
situación de las clases no poseedoras. Por el contrario, ciertos principios básicos acerca de
la soberanía nacional, caídos en desuso, obraron activamente en la conducción del
radicalismo. Donde no había situaciones creadas, como en el caso del petróleo, Yrigoyen
defendió enérgicamente el patrimonio del país. La riqueza petrolera fue confiada a
Yacimientos Petrolíferos Fiscales, cuya inteligente acción aseguró no sólo la eficacia de la
explotación, sino también la defensa de la riqueza nacional frente a los grandes monopolios
internacionales. Cosa semejante ocurrió con los Ferrocarriles del Estado. Pero, además de
la defensa del patrimonio nacional, Yrigoyen procuró contener la prepotencia de los grupos
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económicos extranjeros que actuaban en el país. Y frente a la agresiva política de los


Estados Unidos en América Latina, defendió el principio de la no intervención ordenando,
en una ocasión memorable, que los barcos de guerra argentinos saludaran el pabellón de
la República Dominicana y no el de los Es tados Unidos, que habían izado el suyo en la isla
ocupada. Ineficaz en el terreno económico, en el que no se adoptaron medidas de fondo ni
se previeron las consecuencias del cambio que se operaba en el sistema mundial después
de la guerra, el gobierno de Yrigoyen fue contradictorio en su política obrera, paternalista
frente a los casos particulares, pero reaccionaria frente al problema general del crecimiento
del proletariado industrial. Sin embargo, satisfizo a vastos sectores que veían en él un
defensor contra la prepotencia de las oligarquías y un espíritu predispuesto a facilitar el
ascenso social de los grupos marginales. Cuando Yrigoyen concluyó su presidencia, su
prestigio popular era aún mayor que al llegar al poder. A él le tocó designar sucesor para
1922, y eligió a su embajador en París, Marcelo T. de Alvear, radical de la primera hora,
pero tan ajeno como Yrigoyen a los problemas básicos que suscitaba la consolidación del
poder social de las clases medias. Algo más separaba, con todo, a Alvear de su antecesor.
Le disgustaba la escasa jerarquía que tenía la función pública y aspiraba a que su
administración adquiriera la decorosa fisonomía de los gobiernos europeos. Esta
preocupación lo llevó a constituir un gabinete de hombres representativos, pero más
próximos a las clases tradicionales que a las clases medias en ascenso. Era solamente un
signo, pero toda su acción gubernativa confirmó esa tendencia a desplazarse hacia la
derecha. Demócrata convencido, Alvear procuró mantener los principios fundamentales del
orden constitucional y trató de establecer una administración eficaz y honrada. Los
presupuestos no fueron saneados, porque la situación económica no mejoró
sustancialmente durante su gobierno, pero la organización fiscal fue perfeccionada y su
funcionamiento ajustado. Sólo los problemas de fondo quedaron en pie sin que se advirtiera
siquiera su magnitud, pese a que bastaba una ligera mirada al panorama internacional para
observar que los desequilibrios de la economía de posguerra repercutirían inexorablemente
en el país. Era evidente que la situación económica y financiera del mundo se acercaba a
una crisis, y como Gran Bretaña estaba incluida en ella, no era difícil prever que las
posibilidades del comercio exterior argentino corrían serio peligro. Por otra parte, la crisis
social y política había cobrado forma con la revolución rusa y se manifestaba de otra manera
en el fascismo italiano, oponiéndose así diversos sistemas de soluciones que los distintos
grupos sociales recibían como experiencias utilizables. Finalmente, la posición de los
grupos capitalistas que operaban en el país se había complicado desde 1925 con el
incremento de los capitales norteamericanos, que llegaban en parte aprovechando el vacío
dejado por las exportaciones alemanas, y en parte como consecuencia del plan general de
expansión de los Estados Unidos en Latinoamérica. Todas estas cuestiones debían
repercutir sobre la débil estructura económica del país, pero era evidente que gravitarían
sobre todo en el proceso de ascenso de las clases medias y de los sectores populares.
Pero el radicalismo no percibió el problema y se mantuvo imperturbable en una política de
buena administración y de mantenimiento del sistema económico tradicional. Los sectores
conservadores, por el contrario, reaccionaron en defensa de sus propios intereses. La
simpatía popular se mantenía fiel a Yrigoyen, cuya figura adquiría poco a poco más que los
caracteres de un caudillo, los de un santón. Un grupo militar encabezado por el ministro de
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guerra, Agustín P. Justo, comenzó a organizarse para impedir el retorno de Yrigoyen al


poder; pero Alvear se opuso a que se siguiera por ese camino, sin poder evitar, sin
embargo, que la conspiración continuara subterráneamente con el apoyo de los sectores
conservadores. Distanciado de Yrigoyen, el presidente prefirió, en cambio, estimular la
formación de un partido de radicales disidentes que se llamaron antipersonalistas y que
tenían estrechos contactos con los conservadores. Cuando en 1928 llegó el momento de la
renovación presidencial, el nuevo partido - que sostenía la fórmula Melo-Gallo - fue
derrotado e Yrigoyen volvió al gobierno, ya valetudinario e incapaz. Muy pronto se advirtió
que ni la simple acción administrativa se desenvolvía correctamente. El presidente no
distinguía los pequeños asuntos cotidianos de los problemas fundamentales de gobierno, y
el país todo sufría las consecuencias de una verdadera acefalía. Pero, con todo, no era ése
el problema más grave. Ya en su primer gobierno Yrigoyen se había comportado como un
político anacrónico; hombre del pasado, pensaba en una Argentina que ya no existía, la
vieja Argentina criolla de Alsina y de Alem, y obraba en función de sus estructuras. Pero su
triunfo mismo, imposible con el solo apoyo de los grupos marginales criollos, había
demostrado que el país cambiaba velozmente merced a la integración de los grupos
marginales criollos con los de origen inmigratorio. Y frente a ese conglomerado - y frente a
los problemas que su aparición y su ascenso entrañaban - Yrigoyen no pudo modificar sus
esquemas mentales ni diseñar una nueva política. Si su acción de gobierno fue endeble e
inorgánica durante la primera presidencia, en la segunda fue prácticamente inexistente. No
faltó, sin embargo, cierta persistencia en las actitudes que lo habían caracterizado frente a
los grandes intereses extranjeros. Las palabras que dirigiera al presidente Hoover o el
proyecto de ley petrolera lo revelaban. Pero ni en ese terreno ni en el de la política interna
supo obrar Yrigoyen con la energía suficiente para evitar que cuajaran algunas amenazas
que se cernían sobre el gobierno sobre el país. La primera era la del ejército que el propio
Yrigoyen había politizado, y que desde principios de siglo había caído bajo la influencia
prusiana. Predispuesto a la conspiración desde la presidencia de Alvear, se volcó
decididamente a ella cuando la ineficacia del gobierno, convenientemente destacada por
una activa prensa opositora, comenzó a provocar su descrédito popular. Y el paternalismo
de Yrigoyen impidió que el general Dellepiane, su ministro de guerra obrara oportunamente
para desalentarlo. La segunda era la evolución de ciertos grupos conservadores que
abandonaban sus convicciones liberales y comenzaban a asimilar los principios del
fascismo italiano mezclado con algunas ideas del movimiento monárquico francés. Desde
algunos periódicos, como La Nueva República y La Fronda, esas ideas empezaron a
proyectarse hacia los grupos autoritarios del ejército y algunos sectores juveniles del
conservadorismo: muy pronto parecerían también atrayentes algunos jefes militares
propensos a la subversión.
Pero las más graves eran las amenazas económicas y sociales derivadas de la situación
mundial que, finalmente, había hecho crisis en 1929, y que empezaban a hacerse notar en
el país. Los grupos ganaderos y la industria frigorífica se sintieron en peligro y comenzaron
a buscar un camino que les permitiera sortear las dificultades. Y, simultáneamente los
grupos petroleros internacionales creyeron que había llegado el momento de forzar la
resistencia del Estado argentino y comenzaron a buscar aliados en las fuerzas que se
oponían a Yrigoyen.
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En cierto momento, todos los factores adversos al gobierno coincidieron y desencadenaron


un levantamiento militar. El general Justo, que había preparado la conspiración, se hizo a
un lado cuando advirtió la penetración del ideario fascista entre algunos de los conjurados,
y dejó que encabezara el movimiento el general José F. Uriburu, antiguo diputado
conservador convertido luego en defensor del corporativismo. El 6 de septiembre de 1930
llegó "la hora de la espada" que había profetizado el poeta Leopoldo Lugones, ahora
nacionalista reaccionario pese a su tradición de viejo anarquista. El general Justo se quedó
en la retaguardia, en contacto con los políticos conservadores, radicales antipersonalistas
y socialistas independientes, tratando de organizar una fuerza política que recogiera la
herencia de la revolución. Con los cadetes del Colegio Militar y unas pocas tropas de la
Escuela de Comunicaciones, el general Uriburu emprendió la marcha hacia la casa de
gobierno y, tras algún tiroteo, entró en ella y exigió la renuncia del vicepresidente, Enrique
Martínez, en quien Yrigoyen había delegado el poder pocos días antes.
El triunfo de la revolución cerró el período de la república radical, sin que Yrigoyen pudiera
comprender las causas de la versatilidad de su pueblo, que no mucho antes lo había
aclamado hasta la histeria y lo abandonaba ahora en manos de sus enemigos de la
oligarquía. Su vieja casa de la calle Brasil -que los opositores llamaban "la cueva del
peludo"- fue saqueada, con olvido de la indiscutible dignidad personal de un hombre cuya
única culpa había sido llegar al poder cuando el país era ya incomprensible para él.
Fuente: José Luis Romero “Breve historia de la Argentina”, Capítulo: XI. La República Radical (1916-1930)

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