Gobiernos Radicales 1916 1930
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manifestaba por el algodón y en parte por la predilección que revelaba el mercado europeo
por la carne vacuna, la producción de ovejas perdió interés y se fue desplazando poco a
poco hacia el interior - el oeste de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y la
Patagonia - al tiempo que decrecía su volumen. Las mejores tierras, en cambio, se
dedicaron a la producción de un ganado vacuno mestizado en el que prevaleció el
Shorthorn, que daba gran rendimiento y satisfacía las exigencias del mercado inglés, y a la
producción de cereales, cuya exportación alcanzó altísimo nivel.
Empero, los precios del mercado internacional, aunque muy lentamente, comenzaron a
bajar desde 1914 y los productos manufacturados que el país importaba empezaron a
costar más en relación con el precio de los cereales. Así se fue creando una situación cada
vez más difícil que condujo a una crisis general de la economía cuyas manifestaciones se
hicieron visibles en 1929, al compás de la crisis mundial. Gran Bretaña vigilaba
cuidadosamente el problema de sus importaciones y debía atender a las exigencias de los
dominios del Imperio, lo cual entrañaba una amenaza para la producción argentina, que se
había orientado de acuerdo con la demanda de los frigoríficos y del mercado inglés. Una
industria relativamente poco desarrollada, que había crecido durante la primera guerra
mundial pero que se comprimió luego, una organización fiscal que obtenía casi todos sus
recursos a través de los derechos aduaneros, y un presupuesto casi normalmente deficitario
caracterizaron en otros aspectos la economía argentina durante la era radical. No es
extraño, pues, que los complejos fenómenos sociales que se incubaban en la peculiar
composición demográfica del país estallaran al calor de las alteraciones económicas y
políticas luego de que el radicalismo alcanzó el poder en 1916. Por lo demás, el clima
mundial estimulaba la inquietud general y favorecía las aspiraciones a un cambio. La guerra
europea dividió las opiniones y enfrentó a aliadófilos y germanófilos, estos últimos
confundidos a veces con los neutralistas, pese a que, en verdad, la neutralidad que decretó
el gobierno argentino convenía especialmente a los aliados. A poco de comenzar la
presidencia de Yrigoyen estalló la revolución socialista en Rusia, y las vagas aspiraciones
revolucionarias de ciertos sectores obreros se encendieron ante la perspectiva de una
transformación mundial de las relaciones entre el capital y el trabajo. Las huelgas
comenzaron a hacerse más frecuentes y más intensas, pero no sólo porque algunos grupos
muy politizados esperaran desencadenar la revolución, sino también porque,
efectivamente, crecía la desocupación a medida que se comprimía la industria de
emergencia desarrollada durante la guerra, aumentaban los precios y disminuían los
salarios reales. Obreros ferroviarios, metalúrgicos, portuarios, municipales, se lanzaron
sucesivamente a la huelga y provocaron situaciones de violencia que el gobierno reprimió
con dureza. Dos dramáticos episodios dieron la medida de las tensiones sociales que
soportaba el país. Uno fue la huelga de los trabajadores rurales de la Patagonia,
inexorablemente reprimida por el ejército con una crueldad que causó terrible impresión en
las clases populares a pesar de la vaguedad de las noticias que llegaban de una región que
todavía se consideraba remota. Otro fue la huelga general que estalló en Buenos Aires en
enero de 1919 y que conmovió al país por la inusitada gravedad de los acontecimientos. La
huelga, desencadenada originariamente por los obreros metalúrgicos fue sofocada con
energía, pero esta vez no sólo con los recursos del Estado, sino con la colaboración de los
grupos de choque organizados por las asociaciones patronales que se habían constituido:
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la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina. Una ola de antisemitismo acompañó
a la represión obrera, con la que las clases conservadoras creyeron reprimir la acción de
los que llamaban agitadores profesionales y la influencia de los movimientos revolucionarios
europeos. También en otros campos repercutió por entonces la inquietud general. Los
estudiantes de la Universidad de Córdoba desencadenaron en la vieja casa de estudios un
movimiento que era también, en cierto modo, revolucionario. Salieron a la calle y exigieron
la renuncia de los profesores más desprestigiados por su anquilosada labor docente y por
sus actitudes reaccionarias. Era, en principio, una revolución académica que propiciaba el
establecimiento de nuevos métodos de estudio, la renovación de las ideas y, sobre todo, el
desalojo de los círculos cerrados que dominaban la universidad por el sólo hecho de
coincidir con los grupos sociales predominantes. Pero era, además, una vaga revolución de
contenido más profundo. Propició también la idea de que la universidad tenía que asumir
un papel activo en la vida del país y en su transformación, comprometiéndose quienes
formaban parte de ella no sólo a gozar de los privilegios que les acordaban los títulos que
otorgaba, sino también a trabajar desinteresadamente en favor de la colectividad. Afirmó el
principio de que la universidad tenía, además de su misión académica, una misión social.
Y en esta idea se encerraba una vaga solidaridad con los movimientos que en todas partes
se sucedían en favor de las reformas sociales. No fue, pues, extraño que los estudiantes
rodearan a Eugenio D' Ors, ni que Alejandro Korn y Alfredo L. Palacios adhirieran a lo que
empezó a llamarse "la reforma universitaria". Al cabo de poco tiempo, todas las
universidades del país se vieron sacudidas por crisis semejantes. Los estudiantes hablaban
de Bergson y repudiaban el positivismo, exigían participación en el gobierno universitario,
pedían el reemplazo de la clase magistral por el seminario de investigación y, al mismo
tiempo, vestían el overall proletario y se acercaban a las organizaciones obreras para hablar
de filosofía o de literatura. Era, por lo demás, época de revisión de valores. También los
jóvenes filósofos rechazaban el positivismo y predicaban la buena nueva de la filosofía de
Croce, de Bergson o de los neokantianos alemanes. Pero eran sobre todo los escritores y
los artistas los que se hallaban empeñados en una revolución más decidida. Se difundieron
las tendencias del ultraísmo y quienes adhirieron a ellas comenzaron a defenderlas en el
periódico Martín Fierro. Los jóvenes artistas y escritores declararon la insurrección contra
las tradiciones académicas que encarnaron en Ricardo Rojas, en Manuel Gálvez, en
Leopoldo Lugones. Eran los que seguían a Ricardo Güiraldes, que había publicado Don
Segundo Sombra en 1926, y a Jorge Luis Borges el autor de Fervor de Buenos Aires y Luna
de enfrente. Pero en oposición a ellos - que se llamaron "los de Florida" otros artistas y
escritores se aglutinaron para defender el arte social en el popular barrio de Boedo: eran
los que acompañaban a Leónidas Barletta, el de las Canciones agrarias, y a Roberto Arlt,
el de El juguete rabioso. Y un día Emilio Pettoruti sorprendió a Buenos Aires con su
exposición de pintura cubista. Pero el signo más evidente de la crisis se advirtió en el campo
de la política. Yrigoyen llegó al poder en 1916 como indiscutido jefe de un partido que había
intentado repetidas veces acabar con el "régimen" conservador por el camino de la
revolución. Yrigoyen representaba "la causa", que entrañaba la misión de purificar la vida
argentina. Pero, triunfante en las elecciones, Yrigoyen aceptó todo el andamiaje
institucional que le había legado el conservadorismo: los gobiernos provinciales, el
parlamento, la justicia y, sobre todo, el andamiaje económico en el que basaba su fuerza la
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vieja oligarquía. Sin duda le faltó audacia para emprender una revolución desde su
magistratura constitucional; pero no es menos cierto que su partido estaba constituido por
grupos antaño marginales que más aspiraban a Incorporarse a la situación establecida que
a modificarla. Lo cierto es que el cambio político y social que pareció traer consigo el triunfo
del radicalismo quedó frustrado por la pasividad del gobierno frente al orden constituido.
Ciertamente, Yrigoyen se enfrentó con las oligarquías provinciales y las desalojó
progresivamente del poder mediante el método de las intervenciones federales. Entonces
se advirtió la aparición de una suerte de retroceso político. Como imitaciones de la gran
figura del caudillo nacional, comenzaron a aparecer en diversas provincias caudillos locales
de innegable arraigo popular que dieron a la política un aire nuevo. José Néstor Lencinas
en Mendoza o Federico Cantoni en San Juan fueron los ejemplos más señalados, pero no
sólo aparecieron en el ámbito provincial, sino que aparecieron también en cada
departamento o partido y en cada ciudad. El caudillo era un personaje de nuevo cuño,
antiguo y moderno a un tiempo, primitivo o civilizado según su auditorio, demagógico o
autoritario según las ocasiones; pero, sobre todo, era el que poseía influencia popular
suficiente como para triunfar en las elecciones ejerciendo, como Yrigoyen, una protección
paternal sobre sus adictos. A diferencia de los políticos conservadores, un poco
ensoberbecidos y distantes, el caudillo radical se preocupaba por el mantenimiento
permanente de esta relación personal, de la que dependía su fuerza, y recurría al gesto
premeditado de regalar su reloj o su propio abrigo cuando, se encontraba con un partidario
necesitado, a quien además ofrecía campechanamente un vaso de vino en cualquier
cantina cercana, o se ocupaba de proveer médico y medicinas al correligionario enfermo, a
cuya mujer entregaba después de la visita un billete acompañado de un protector abrazo.
Y cuando llegaban las campañas electorales, ejercitaba una dialéctica florida llena de
halagos para los sentimientos populares y rica en promesas para un futuro que no tardaría
en llegar. Los caudillos radicales transfirieron a la nueva situación social el paternalismo de
los estancieros en oposición a la política distante que la oligarquía había adoptado; pero
obligaron a los conservadores a competir con ellos dentro de sus propias normas, y el
caudillismo se generalizó. Sólo la democracia progresista de Santa Fe, inspirada por
Lisandro de la Torre, y el socialismo se opusieron a estos métodos, que Juan B. Justo
estigmatizó con el rótulo de "política criolla". Fueron los caudillos o sus protegidos quienes
llegaron a las magistraturas y a las bancas parlamentarias en los procesos electorales que
siguieron a la elección presidencial de 1916, algunos todavía pertenecientes a familias
tradicionales, pero muchos ya nacidos de familias de origen inmigrante. Pero a pesar de
eso la estructura económica del país quedó incólume, fundada en el latifundio y en el
frigorífico y el gobierno radical se abstuvo de modificar el régimen de la producción y la
situación de las clases no poseedoras. Por el contrario, ciertos principios básicos acerca de
la soberanía nacional, caídos en desuso, obraron activamente en la conducción del
radicalismo. Donde no había situaciones creadas, como en el caso del petróleo, Yrigoyen
defendió enérgicamente el patrimonio del país. La riqueza petrolera fue confiada a
Yacimientos Petrolíferos Fiscales, cuya inteligente acción aseguró no sólo la eficacia de la
explotación, sino también la defensa de la riqueza nacional frente a los grandes monopolios
internacionales. Cosa semejante ocurrió con los Ferrocarriles del Estado. Pero, además de
la defensa del patrimonio nacional, Yrigoyen procuró contener la prepotencia de los grupos
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