Erving Goffman
Erving Goffman
Erving Goffman
Biografía
Erving Goffman nació el 11 de junio de 1922 en Mannville en la provincia de Alberta en
Canadá. Hijo de una familia de mercaderes judíos emigrada de Ucrania, pasó su
infancia y adolescencia en el poblado de Dauphin en Winnipeg. Como en muchos otros
casos en la historia de la sociología, su condición de judío le marcó profundamente.
Desde muy joven tuvo que aprender a lidiar con los problemas que en la
interacción implica la pertenencia a un grupo estigmatizado.
A la edad de 14 años, Goffman se muda a Winnipeg para asistir a la progresista Saint
John's Technical High School. Durante este periodo, se interesa por la química y la
gimnasia. En el año de 1939 ingresa a la Universidad de Manitoba para estudiar
química. Años después, se encuentra trabajando en la National Film Board (NFB) de
Ottawa. Es probable que en esta instancia haya aprendido algo sobre las técnicas de
realización de documentales. Hasta este momento nada parecía indicar que llegaría a
dedicarse algún día a las ciencias sociales. El interés por el cine, sin embargo,
proporciona una primera pista de su “conversión” a la disciplina sociológica, ya que
implicó el establecer relaciones con persona alejadas del ámbito de la química.
Pocos ámbitos de acción parecen ser más carentes de riesgo (y por lo mismo, menos
interesantes) que el ámbito de la interacción. Mientras que la política nos remite al
conflicto y la moral a la redención social, el análisis de la interacción nos trae de
regreso a lo normal y lo cotidiano. ¿Qué puede haber de interesante en
un inofensivo saludo? ¿Por qué debería yo de interesarme por un tema tan banal como
una fiesta? ¿Qué trascendencia puede tener el llegar a observar que un cirujano en
plena operación cuenta un chiste a su joven asistente? Todo esto parece banal. ¿Pero
en verdad lo es? Si ajustamos nuestro microscopio y observamos la forma en que estos
sucesos, a primera vista banales, se estructuran, llegaremos a ver que el mundo de lo
normal y lo cotidiano es en realidad contingencia pura. Cuando estamos en presencia
de otro(s) actor(es) incluso la actividad más banal adquiere rango de aventura. Y es
que en el ámbito de la interacción, todas las actividades requieren de nuestro esfuerzo
para poder ser llevadas a cabo con éxito. Claro está que este esfuerzo no siempre
opera en el terreno de la conciencia discursiva, sino en el de la mera conciencia
práctica. El desarrollo de nuestro sentido práctico impide que podamos percibir lo que
implica dicho esfuerzo y lo improbable que es salir “airoso” de semejante encuentro.
Por ejemplo, para que un saludo “funcione” es necesario que los dos individuos que se
encuentran en la calle sean capaces de definir la situación in situ. Para ambos debe,
pues, quedar claro qué es lo que está pasando. Un individuo observa a otro individuo
al cual “conoce” (para efectos del ejemplo no es relevante cuán bien se conocen los
individuos) y observa, a su vez, que éste le observa. Esta percepción de la percepción
del otro los emplaza a hacer algo socialmente tipificado, a saber: saludarse. El saludo
puede efectuarse de las más diversas formas. Si uno de los individuos tiene prisa o, por
la razón que sea, no tiene ganas de detenerse a charlar con el otro, efectuará el saludo
de tal forma que al otro individuo le quede claro qué tipo de encuentro se le está
proponiendo. En este caso un escueto “buenos días” sin detenerse a dar un apretón de
manos bastará. El otro individuo, al verse rebasado en la iniciativa, intentará leer tan
bien como pueda el tipo de saludo que le ha sido ofrecido. Si su interpretación llegara
a fallar, el encuentro podría verse sumergido en una situación embarazosa.
Imaginemos qué pasaría si al rápido e impersonal “buenos días” del primer individuo
respondiera el segundo individuo extendiendo la mano. Las posibilidades son,
evidentemente, muchas. Con fines meramente didácticos me gustaría, sin embargo,
presentar dos de ellas. En la primera, el individuo que tiene mucha prisa o poca
disposición de conversar simplemente sigue de largo (y hace como si no hubiera visto
que el otro individuo le tendía la mano). En este caso el sujeto que se queda con la
mano extendida se sentirá algo incómodo, apenado, quizás ofendido (y más aún si se
percata que más personas se dieron cuenta de lo que pasó).
En la segunda posibilidad, el primer individuo no puede evitar el apretón de manos y
las clásicas preguntas sobre su persona, su familia y su trabajo. En este caso, el
individuo con prisa se sentirá incómodo y, si llega a percatarse de que al segundo
sujeto no le interesó su demostración de premura, puede llegar a sentirse ofendido
por la “falta de tacto” de éste. Ambos sujetos deben, pues, trabajar en una definición
de la situación que les permita salir airosos del encuentro. Como se ha mostrado en el
ejemplo anterior, esta definición de la situación implica mucha más reflexividad (es
decir, mucha más percepción de la percepción de la percepción) de la que, en primera
instancia, hubiéramos podido imaginar. Tenemos, pues, que una determinada
situación sólo puede llegar a definirse mediante el continuo juego de percepciones
recíprocas propio de la interacción social.
Goffman entiende a las reglas no como férreas leyes, sino como conocimientos
prácticos que posibilitan mantener el orden de la interacción. Saber cómo debe uno de
comportarse en los encuentros cara-a-cara es sumamente importante. Saber
comportarse no sólo quiere decir tener buenos modales, sino saber qué hacer en
determinadas circunstancias cuando el orden de la interacción se ve amenazado. Es
decir, no sólo se trata de saber que hay que pedir las cosas “por favor” o que hay que
agradecer a la gente que nos ayuda o nos presta un servicio; la problemática que se
resuelve mediante las reglas de la interacción va más allá. Por ejemplo, imaginemos
que estamos en una charla informal con nuestro jefe. La conversación gira en torno a
la vida familiar y los pasatiempos. El jefe nos platica una versión idealizada de su vida
familiar. Nos cuenta cuán maravillosa es su esposa y lo buen estudiante que es su hijo.
De repente, al contarnos algo respecto a lo que hizo el fin de semana el jefe comete
una pifia. En vez de llamar a su esposa por su nombre, se equivoca y la llama con el
nombre de su secretaria (Ana, una chica bastante guapa que, en más de una ocasión,
ha “monopolizado” la atención del jefe cuando entra en su oficina). El jefe se disculpa y
corrige: “dije Ana; perdón, quise decir Marta, mi mujer”. El jefe se sonroja. Nos damos
cuenta de que la situación se ha tornado incómoda. Sabemos que al jefe le gusta
presentarse como un hombre de familia y que en la empresa pregona los valores
familiares como la “piedra angular” del éxito. Sería, pues, un error hacer de la pifia un
tema y tratar de indagar en los “motivos ocultos” que la desencadenaron (es muy
probable que al jefe le guste Ana y que piense en ella bastante seguido). Se tiene,
pues, mucha información, pero no hay tiempo para ponderarla; es necesario actuar.
Así las cosas, en menos de un segundo hemos tenido que tomar una decisión. Nuestro
sentido práctico nos dice que no debemos hacer comentario alguno y continuar con la
charla como si nada hubiera pasado para hacer sentir bien a nuestro jefe. Hacer, pues,
de un evento un no-evento. Sólo así podremos recuperar el hilo de la conversación y
llevar a buen término el encuentro.
Sin embargo, no siempre tiene que haber jerarquía de por medio. Cuando una amiga
nos pregunta cómo se ve con su nuevo corte de cabello, normalmente decimos que le
queda muy bien, incluso cuando somos de la idea de que dicho corte de cabello la hace
ver terriblemente mal.
La interrogante es ahora: ¿por qué hacemos esto? ¿Por qué no podemos sincerarnos y
decir “te ves horrible”? ¿Por qué las reglas de la interacción nos “obligan” a mentir? Es
aquí donde de la observación de casos particulares se pasa a la generalización teórica,
ya que dichas preguntas sólo pueden responderse a partir de un determinado marco
conceptual. Para poder hacer esto, es necesario complementar el concepto de regla
con el concepto de ritual de interacción.
Restricción de la contingencia II: el ritual de la interacción
En casi todos los ámbitos de interacción podemos encontrar dos tipos de reglas. Por un
lado, tenemos las reglas de carácter sustantivo, es decir, aquellas que tienen una
significación en sí mismas. Ejemplos de dichas reglas se encuentran en la normatividad
de un juego (en el fútbol sólo el portero puede tocar la pelota con las manos) o en los
reglamentos de una biblioteca (no se debe hablar fuerte en las salas de lectura). Las
reglas sustantivas se encuentran, por lo general, fijadas por escrito y sus sanciones
están explicitadas en el mismo reglamento.
Por otro lado, tenemos reglas de carácter más bien implícito que, en principio, parecen
estar vacías de significado. Reglas prácticas, como las que se describieron en el
apartado anterior, cuya no-aplicación conoce sanciones distintas a las propias de las
reglas sustantivas. Si, al tener trato por vez primera con una persona que ocupa un rol
superior en la escala jerárquica de una organización, no le hablo de “usted”, sino de
“tú”, es muy probable que la persona se sienta ofendida y, de una u otra forma, nos
haga notar nuestra falta (tal vez, marcando la distancia al hablarnos de “usted”,
rompiendo así con la ilusión de simetría); o en una cena familiar vemos cómo una de
nuestras tías regaña a su hijo porque éste subió los codos a la mesa. Estas reglas
tienen, pues, un carácter meramente ceremonial. Mientras que el sentido de las reglas
sustantivas es muy claro, aquel de las reglas ceremoniales permanece oculto. De la
misma forma en que es obvio que si en un juego de fútbol todos empezaran a tocar la
pelota con las manos (y no sólo los porteros), el juego dejaría de llamarse fútbol, está
claro que si hablo en voz alta en la sala de lectura de una biblioteca voy a interrumpir a
los que están leyendo. ¿Pero qué problema hay si le hablo de “tú” a un superior, o si
subo los codos a la mesa? En principio, no pasa nada y, sin embargo, no podemos
evitar que sean acciones que molesten a los demás. Más aun, si nos ponemos en el
lugar de los “ofendidos” no podemos evitar sentirnos incómodos. ¿A quién o a qué se
está lastimando cuando no se cumplen las reglas ceremoniales? Goffman considera
que las reglas ceremoniales protegen al objeto de culto moderno por antonomasia: al
individuo.
Pero lo característico del fenómeno religioso es que siempre supone una división
bipartita del universo conocido y conocible en dos géneros que comprenden todo lo
existente, pero que se excluyen radicalmente. Las cosas sagradas son aquellas
protegidas y apartadas por las interdicciones; las profanas son aquellas a las que esas
interdicciones se aplican, y deben permanecer a distancia de las primeras. Las
creencias religiosas son representaciones que expresan la naturaleza de las cosas
sagradas y las relaciones que mantienen ya sea unas con otras, ya sea con las cosas
profanas. Por último, los ritos son reglas de conducta que prescriben cómo debe
comportarse el hombre con las cosas sagradas.
Para Durkheim era obvio que la creciente diferenciación social ha menguado el
poderío de los objetos sagrados tradicionales (dioses, espíritus, etc.), pero eso no
implica que los objetos sagrados hayan desaparecido. Lo sagrado desempeña un rol
fundamental en la estructuración normativa de lo social. La diferencia es que hoy día
ya no se puede pensar que todos los habitantes de una ciudad o una nación veneren a
los mismos dioses. Por eso mismo ha surgido un equivalente funcional que hace las
veces de objeto sagrado venerado por todos: el individuo. Goffman sigue el argumento
de Durkheim y concluye que esa es la razón por la cual respetamos las reglas
ceremoniales. Lo que se lastima cuando se contravienen dichas reglas es la dignidad de
ese objeto sagrado propio de la modernidad, de ese común denominador moral que es
el individuo.
Justo en la aplicación de las reglas ceremoniales podemos ver con gran claridad la
especificidad estructural del orden de la interacción. Dos personas de clases sociales
muy distintas se sientan una junto a la otra en un partido de fútbol. Uno de ellos es un
hombre adinerado, dueño de una empresa publicitaria, el otro es empleado de una
tienda departamental. Ya entrado el juego, el árbitro marca una falta contra el equipo
local, lo que despierta un gran alboroto en la tribuna. El hombre adinerado voltea a ver
al empleado departamental y le comenta su enojo. A su vez, el empleado le dice que el
árbitro había dejado pasar una falta igual, pero contra el otro equipo, hace apenas
unos minutos. En el transcurso de la conversación ambos hombres se tutean. No hay
necesidad de indagar el estatus socioeconómico de cada uno. Se respetan por ser
individuos (y por ser fanáticos del mismo equipo, claro está). Hay, pues, un marco
social que encuadra dicha situación: conversación informal en un estadio de fútbol.
Según la “normatividad” de dicho marco, no hace falta respetar jerarquías en ese
espacio. Más tarde analizaremos con detenimiento la problemática de los marcos
sociales. Por ahora lo que resulta interesante es el hecho de que en otra situación (de
carácter laboral, por ejemplo), los hombres hubieran tenido que hablarse de “usted”.
Al menos en el nivel de la interacción, las reglas ceremoniales pueden generar
simetría. Como no queremos que se nos ofenda, no ofendemos a los demás.
Muchas veces el trato igualitario entre actores socialmente desiguales permite que el
actor mejor posicionado confirme su superioridad mediante su humildad, pues tal y
como reza la expresión: nobleza obliga. De tal suerte que el respeto a la dignidad
individual no sólo obedece a criterios normativos, sino también a criterios meramente
estratégicos. Ya se dijo antes, no ofendemos a los demás porque no queremos que se
nos ofenda. Sin embargo, no queremos que se nos ofenda no sólo porque una ofensa
puede llegar a herir nuestra susceptibilidad, sino también porque si permitimos que
nuestra dignidad individual se vea rebajada habremos perdido el combate cotidiano
por mantener una imagen de nosotros mismo acorde a nuestras expectativas e
intereses. La interacción no es, pues, sólo un ámbito de ceremonial, sino también un
campo de batalla.
Como se acaba de mencionar, salir victorioso de dicho campo de batalla significa lograr
mantener una determinada imagen de sí mismo. Esta meta, sin embargo, no es fácil de
conseguir. En el ámbito de la interacción no se puede no comunicar. Todo el tiempo
estamos emitiendo señales querámoslo o no. Cuando se está en presencia de otros, la
comunicación tiene muchos más canales que el habla. Nuestro cuerpo se convierte en
un instrumento de comunicación permanente. Un profesor que llega a un salón de
clases y pretende “intimidar” a los alumnos con un programa sumamente ambicioso
difícilmente logrará su meta si no es capaz de “controlar” su nerviosismo.
En la interacción, lo que uno dice cuenta, pero lo que uno hace es igual de importante.
Por esta razón Goffman tenía una fascinación por los juegos de mesa y el espionaje. En
estos ámbitos es sumamente importante mantener un elevadísimo control de la
información que nuestro cuerpo emite. Y esto no sólo en el sentido de no mostrar
nuestras verdaderas intenciones, sino, fundamentalmente, en el de ser capaces de dar
información falsa para confundir a nuestros rivales. En los juegos de mesa, los
jugadores hacen como si tuvieran un mejor o peor juego dependiendo de sus
intereses. El caso del espía es un ejemplo todavía más radical, ya que aquí la tensión es
enorme, pues fallar significa caer en las manos del enemigo. Por esta razón el “trabajo
de la cara” es permanente. Si mostramos una cara incongruente con la imagen que
pretendemos representar, difícilmente lograremos influir a los otros y conseguir
nuestros objetivos. Esto nos obliga a un permanente monitoreo de la situación y de las
expectativas de los demás. Este monitoreo, como ya se ha dicho antes, no tiene que
ser consciente, sino que normalmente opera a nivel meramente práctico.
Sin embargo, esto no quiere decir que todo el tiempo tengamos que estar en
constante tensión. Evidentemente, hay espacios donde podemos abandonar
momentáneamente la imagen que queremos representar y relajarnos. Para describir
estos espacios, Goffman emplea una metáfora teatral. Cuando estamos en el escenario
de la interacción debemos mantener nuestro papel, de ser posible, hasta las últimas
consecuencias. El vendedor de la tienda departamental tiene que ser amable y
educado con el cliente todo el tiempo. Incluso si tiene problemas personales graves,
éstos no deben influir su papel como “vendedor competente”. Si el cliente llega a
percibir que el vendedor está molesto o que hace las cosas a desgana y por esta razón
decide no comprar, la representación del vendedor habrá fracasado. Pero cuando el
vendedor está “tras bambalinas”, por ejemplo: en una pequeña sala para empleados,
puede relajarse y desprenderse del rol, puede hablar como le venga en gana, e incluso
puede burlarse de los clientes (a la misma persona que hace cinco minutos, mientras le
vendía un vestido, describió como “adorable” la compara ahora, en una charla con sus
compañeros, con una piñata). Los empleados de una funeraria que tienen que
mostrarse serios durante su trabajo, pueden “tras bambalinas” estar viendo un partido
de fútbol, contando chistes o ligándose a una compañera de trabajo.
Hay, pues, espacios donde podemos relajarnos y “quitarnos la máscara” ... sólo para
asumir otra máscara (la del tipo chistoso, la del enamorado, la del experto en fútbol,
etc.). Por eso mismo, la pregunta por el “yo verdadero” de un actor es imposible de
contestar. La modernidad ha traído consigo una diversificación de funciones y sus
correspondientes roles con tal magnitud que se ha hecho necesario desarrollar una
multiplicidad de imágenes. La identidad se disuelve en “las identidades” al mismo
tiempo que la distancia entre expectativas sociales (roles e imágenes de sí
estandarizadas) y expectativas individuales (auto idealizaciones) se incrementa. Sin
embargo, el actor no sólo padece este distanciamiento. En toda situación social hay un
esfuerzo por parte del actor para introducir una cierta “dosis” de individualidad en el
rol y en su correspondiente imagen estandarizada. A esta dosificación de la
individualidad en el rol le llama Goffman: distancia del rol.
Debido a que el desempeño de un rol lleva consigo una determinada imagen de sí, el
actor puede, en un momento determinado, rechazar dicha imagen por considerar que
no es congruente con su propia imagen idealizada. En estos casos, el actor no queda
“envuelto” por el rol y su correspondiente imagen idealizada. Hay, pues, una fractura
entre lo que se hace y lo que se es (o mejor dicho lo que se quiere hacer pensar que
uno es). Esta fractura entre ser y hacer se explica mediante el concepto de la distancia
del rol.
Para poder entender mejor este concepto hace falta desarrollar algunos presupuestos.
El actor que toma distancia de su rol no está rechazando el rol, sino la imagen ideal
que a éste le corresponde. No se rechaza ser futbolista, sino un futbolista “modelo”
que nunca se desvela y que no toma una gota de alcohol. De la misma manera, no se
rechaza el rol de intelectual, sino la pedante imagen ideal del intelectual. Sin embargo,
para poder hacer esto es necesario “dominar” el rol; de lo contrario lo único que se
estaría haciendo es el ridículo. Si el futbolista “rebelde” es un mal futbolista terminará
en la banca y, muy probablemente, será despedido del equipo por su indisciplina. Pero
si este jugador es una estrella, su comportamiento será tolerado por el bien del
equipo. Lo mismo pasa con el intelectual heterodoxo que, al no asumir la pose
correspondiente con su rol, baila música popular, come en mercados y va al estadio de
fútbol. Pero este sujeto tiene que ser capaz de moverse con soberanía en el ámbito
intelectual, ya que sólo así su actitud heterodoxa podrá ser vista como una “posición”
y no como reflejo de su mal gusto o de su falta de capital cultural. Así las cosas, el
concepto de la distancia del rol no sólo remite al “margen de maniobra” que los
individuos poseen para rechazar la imagen estandarizada de un determinado rol
(introduciendo así una cierta dosis de individualidad en el rol), sino también a la
competencia al actuar. Para ponerlo en términos de la teoría de la estructuración de
Giddens: la distancia del rol es un claro ejemplo de la agencia humana, es decir, de la
capacidad humana para “actuar de otra manera”.
La distancia del rol tiene también implicaciones funcionales, ya que mediante ella
pueden llegar resolverse problemas específicos propios en determinadas situaciones.
Un ejemplo paradigmático sería el médico que durante una operación complicada le
cuenta un chiste al médico joven e inexperto que le asiste. El médico, un actor
competente en su función, dueño de su rol, puede distanciarse de la seriedad del rol y
contar un chiste para relajar a su nervioso joven asistente. En este caso podemos
observar con claridad que el asistente está completamente involucrado con el rol que
desempeña y con su correspondiente autoimagen. Se vería muy mal que llegara
contando chistes cuando todavía no sabe hacer bien su trabajo y, debido a estas
distracciones, cometiera un error. Esto no sería interpretado en términos de la
distancia del rol, sino como mera incompetencia.
Links
https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/
S0186602815000043
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/g/goffman.htm