Rojo y Negro - Stendhal

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Nacimiento, ascensión y caída de un héroe, Julien Sorel; sentimientos
encontrados finamente descritos por Henri Beyle, Stendhal, en una de las
novelas clave del siglo XIX: el amor que se transforma en amor propio, la
pasión en ambición, la generosidad, el entusiasmo, la hipocresía... 1824-
1830. Francia, la gran muñidora de la Europa decimonónica: un antiguo
régimen que se resiste a morir tras el vuelco que supuso la Revolución
francesa, una iglesia romana que no quiere perder su influencia, las
diferentes corrientes de pensamiento, el intercambio y la mezcla de clases
sociales, la legítima aspiración de las clases populares por ascender en la
escala social, los viejos y los nuevos aristócratas... y Napoleón como fondo,
ejemplo y guía de las jóvenes generaciones.

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Stendhal

Rojo y Negro
ePUB v1.1
Batera10.05.11

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Libro primero

La verdad, la amarga verdad

DANTON

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I
UNA CIUDAD PEQUEÑA
Put thousands together
Less bad
But the cage less gay.

HOBBES

La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por una de las más bellas del Franco
Condado. Sus casas, blancas como la nieve y techadas con teja roja, escalan la
estribación de una colina, cuyas sinuosidades más insignificantes dibujan las copas de
vigorosos castaños. El Doubs se desliza inquieto algunos centenares de pies por bajo
de la base de las fortificaciones, edificadas en otro tiempo por los españoles y hoy en
ruinas.
Una montaña elevada defiende a Verrières por su lado Norte. Los picachos de la
tal montaña, llamada Verra, y que es una de las ramificaciones del Jura, se visten de
nieve en los primeros días de octubre. Un torrente, que desciende precipitado de la
montaña, atraviesa a Verrières y mueve una porción de sierras mecánicas, antes de
verter en el Doubs su violento caudal. La mayor parte de los habitantes de la ciudad,
más campesinos que ciudadanos, disfrutan de un bienestar relativo, merced a la
industria de aserrar maderas, aunque, a decir verdad, no son las sierras las que han
enriquecido a nuestra pequeña ciudad, sino la fábrica de telas pintadas llamadas de
Mulhouse, cuyos rendimientos han remozado casi todas las fachadas de las casas,
después de la caída de Napoleón.
Aturde al viajero que entra en la ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina
de terrible apariencia. Una rueda movida por el torrente, levanta veinte mazos
pesadísimos, que, al caer, producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de
las calles. Cada uno de esos mazos fabrica diariamente una infinidad de millares de
clavos. Muchachas deliciosas, frescas y bonitas, ofrecen al rudo beso de los mazos
barras de hierro, que éstos transforman en clavos en un abrir y cerrar de ojos. Esta
labor, que a primera vista parece ruda, es una de las que en mayor grado sorprenden y
maravillan al viajero que penetra por vez primera en las montañas que forman la
divisoria entre Francia y Suiza. Si el viajero, al entrar en Verrières, siente a la vista de
la fábrica de clavos el aguijón de la curiosidad, y pregunta quién es el dueño de
aquella manifestación del genio humano, que ensordece y aturde a las personas que
suben por la calle Mayor, le contestarán:

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-¡Oh! ¡Esta fábrica es del señor alcalde!
A poco que el viajero se detenga en su ascensión por la calle Mayor de Verrières,
que arranca de la margen misma del Doubs y termina en la cumbre de la colina, es
seguro que ha de tropezar con un hombre de gran prosopopeya, con un personaje de
muchas campanillas. Viste traje gris, y grises son sus cabellos; es caballero de varias
órdenes, tiene frente despejada, nariz aguileña y facciones regulares. Su expresión, su
conjunto, a primera vista, es agradable y hasta simpático, dentro de lo que cabe a los
cuarenta y ocho o cincuenta años; pero si el viajero hace un examen detenido de su
persona, hallará, a la par que ese aire típico de dignidad de los alcaldes de pueblo y
esa expresión de endiosamiento y de suficiencia, un no sé qué indefinido que es
síntoma de pobreza de talento y de estrechez de mentalidad, y terminará por pensar
que las pruebas únicas de inteligencia que ha dado, o es capaz de dar el alcalde,
consisten en hacerse pagar con puntualidad y exactitud lo que le deben, y en no
pagar, o en retardar todo lo posible el pago de lo que él debe a los demás.
Y ya tenemos hecho el retrato del alcalde de Verrières, señor de Rênal. El viajero
no tarda en perderle de vista, porque entra aquel invariablemente en la alcaldía,
después de recorrer con paso majestuoso la calle; pero si, dejando al alcalde en su
despacho, continúa su ascensión, encontrará, unos cien pasos más arriba, una casa de
lujoso aspecto, y verá las verjas que la circundan, jardines hermosísimos, que tienen
por fondo las distantes colinas de Borgoña, y ofrecen un panorama que parece de
propósito hecho para recreo de la vista. El viajero comienza allí a olvidar la atmósfera
saturada de emanaciones de sórdido interés que venía respirando y que principiaban a
asfixiarle.
Pregunta, y le dicen que aquel inmueble lujoso es propiedad del señor de Rênal.
La fabricación de clavos produce al alcalde de Verrières enormes rendimientos,
merced a los cuales ha podido erigir el hermoso edificio de sólida sillería. Afirman
que su familia es española y de rancia estirpe, establecida en el país mucho antes de
la conquista del mismo por Luis XIV.
Desde el año de 1815, se avergüenza de ser industrial: fue el año que le sentó en
la poltrona de la alcaldía de Verrières. Los muros que sostienen las diversas parcelas
de aquel magnífico jardín, que desciende, formando a manera de pisos de regularidad
perfecta, hasta la orilla del Doubs, son también premio alcanzado por la ciencia del
señor Rênal en el negocio del hierro.
Que no esperen nuestros lectores encontrar en Francia esos jardines pintorescos
que rodean las ciudades de Alemania: Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el
Franco Condado, cuantos más muros se construyen, cuanto con mayor profusión se
llenan las propiedades de hileras de sillares superpuestos, tanto mayores derechos se
adquiere al respeto y a la consideración de los vecinos. Los jardines del señor Rênal
gozan de la admiración general, no por su hermosura precisamente, sino porque su

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propietario ha comprado a peso de oro las distintas parcelas que ocupan. Citaremos
un ejemplo: la serrería que, a causa de su emplazamiento singular sobre la margen del
Doubs, llamó la atención del viajero a su entrada en Verrières, y cuya techadumbre
corona una tabla gigantesca sobre la cual se lee el nombre de SOREL, escrito con
letras descomunales, ocupaba, seis años antes, el terreno que hoy sirve de
emplazamiento al muro de la cuarta terraza de los jardines del señor Rênal.
Pese a su altivez, el señor alcalde necesitó Dios y ayuda para convencer al viejo
Sorel, rústico duro de pelar y terco como una mula, quien no se decidió a trasladar su
serrería a otra parte sin antes hacerse suplicar mucho y obligar al comprador a dar por
los terrenos un precio diez veces mayor del que en realidad tenían. En cuanto a la
fuerza motriz necesaria para la marcha de la sierra, el señor Rênal consiguió, gracias
a las buenas relaciones con que contaba en París, que fuese desviado el curso del río
público. La gracia le fue concedida a raíz de las elecciones de 182...
El trato hizo a Sorel dueño de cuatro hectáreas de terreno, en vez de una, que
antes tenía. La industria quedó instalada sobre la margen del Doubs, unos quinientos
pasos más abajo que la antigua, y aunque esta posición última era incomparablemente
más ventajosa para el negocio, el señor Sorel, que así se le llama generalmente desde
que es rico, fue bastante diestro para arrancar a la impaciencia de la manía de
propietario que acosaba a su vecino, la bonita suma de seis mil francos.
Diremos, en honor a la verdad, que todas las personas inteligentes del país
criticaron el trato. En una ocasión, hace de eso cuatro años, el señor Rênal, al salir de
la iglesia un domingo, luciendo los distintivos de su cargo de alcalde, vio desde lejos
a Sorel, rodeado de sus tres hijos, que le miraba con la sonrisa en los labios. Aquella
sonrisa fue feroz puñalada asestada en medio del corazón del alcalde, porque le hizo
comprender que le habría sido fácil obtener los terrenos mucho más baratos.
Quien quiera conquistarse la consideración pública en Verrières, debe huir como
de la peste, en la construcción de los muros, de cualquiera de los planos que importan
de Italia los maestros de obras y albañiles que, llegada la primavera, atraviesan las
gargantas del Jura para llegar a París. La innovación atraería sobre la cabeza del
imprudente constructor la eterna reputación de mala cabeza, y le perdería para
siempre en el concepto y estimación de las personas prudentes y moderadas, que son
las encargadas de otorgar entrambas cosas en el Franco Condado.
En realidad de verdad, las tales personas prudentes y moderadas ejercen el más
fastidioso de los despotismos y son causa de que la permanencia en las ciudades
pequeñas se haga insoportable a los que han vivido en la inmensa república llamada
París. La tiranía de la opinión... ¡y qué opinión, santo Dios! es tan estúpida en las
pequeñas ciudades de Francia como en los Estados Unidos de América.

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II
UN ALCALDE
¡La importancia! ¿Es nada, por
por ventura? La importancia es el respeto de
los necios, el pasmo de los niños, la
envidia de los ricos y el desprecio del
sabio.

BARNAVE

Afortunadamente para la reputación del señor Rênal como administrador, fue preciso
construir un inmenso muro de contención, a lo largo del paseo público que rodea la
colina a un centenar de pies sobre el nivel de las aguas del Doubs. A la posición
admirable del paseo es deudora la ciudad de la vista que posee, una de las más
pintorescas de Francia; pero era el caso que todos los años, en cuanto llegaba la
primavera, las lluvias agrietaban el firme y abrían en él surcos y barrancos que lo
hacían impracticable. Este inconveniente, por todos sentidos, puso al señor Rênal en
la feliz necesidad de inmortalizar su administración construyendo un muro de veinte
pies de altura y de treinta o cuarenta toesas de longitud.
El parapeto del muro en cuestión, que obligó al señor Rênal a hacer tres viajes a
París, porque el penúltimo ministro del Interior se había declarado enemigo mortal
del paseo público de Verrières, se alza en la actualidad cuatro pies sobre el suelo, y,
como para desafiar la oposición de todos los ministros pasados, presentes y futuros, le
ponen un coronamiento de hermosos sillares.
¡Cuántas veces, apoyado de pechos contra aquellos bloques de piedra, de hermoso
tono gris azulado, mis ojos se han hundido en el fondo del valle del Doubs, mientras
mi pensamiento recordaba los bailes de París, abandonados la víspera! Más allá del
caudal del río, sobre la margen izquierda de éste, serpentean cinco o seis valles, por
cuyo fondo se distingue a simple vista el curso de otros tantos arroyuelos que,
después de precipitarse de cascada en cascada, vienen a ser engullidos por el Doubs.
Los rayos del sol queman en aquellas montañas, pero cuando se dejan caer a plomo
sobre la cabeza del viajero, puede éste continuar sus sueños a la deliciosa sombra de
los magníficos plátanos que allí crecen. El desarrollo rápido y el hermoso verdor de
tono azulado de los plátanos débense a la tierra que el alcalde hizo transportar y
colocar detrás del inmenso muro de contención, para aumentar en más de seis pies el
ancho del paseo, no obstante la oposición sistemática del Consejo Municipal en

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pleno. Aunque el alcalde sea ultra y yo liberal, faltaría a la imparcialidad, y a la
justicia si no ponderara como se merece una mejora que, a juicio del señor Rênal y
del señor Valenod, afortunado director del Asilo de Mendicidad de Verrières, ha dado
a la ciudad una terraza capaz de competir, acaso con ventaja, con la célebre de Saint-
Germain-en-Laye.
En el Paseo de la Fidelidad, nombre que se lee en quince o veinte lápidas de
mármol colocadas en otros tantos sitios, y que han valido al señor Rênal una
condecoración más, sólo hallo un detalle digno de censura, y es el sistema bárbaro de
poda de los plátanos empleado por la autoridad. Es indudable que estos árboles, los
más vulgares de los de cultivo, en vez de copas espesas, redondas y aplanadas,
preferirían tener esas formas magníficas que estamos acostumbrados a ver en sus
congéneres de Inglaterra; pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y ésta
ordena que todos los árboles propiedad del municipio sean amputados y mutilados
bárbaramente dos veces al año. Los liberales de la circunscripción pretenden,
seguramente con notable exageración, que la mano del jardinero municipal es más
severa desde que el señor vicario Maslon se acostumbró a apoderarse de los
productos de la poda.
El joven eclesiástico que acabo de nombrar fue enviado hace algunos años desde
Besançon, con el encargo de espiar al párroco Chélan y a otros curas de los
alrededores. Un médico mayor del ejército de Italia, retirado en Verrières, jacobino y
bonapartista en vida, según el señor Rênal, se atrevió un día a quejarse de la
mutilación periódica de los árboles.
-Me gusta la sombra- replicó el señor alcalde, con ese tono de altanería que tan
bien sienta a las autoridades cuando se dirigen a un humilde caballero de la Legión de
Honor-. Me gusta la sombra, mando podar mis árboles para que den sombra, y no
concibo que los árboles sirvan para otra cosa que para dar sombra, de no tratarse de
los que, como el nogal, producen utilidades.
Y acabó de estampar la razón que lo decide todo en Verrières: utilidad,
rendimiento. Las tres cuartas partes de sus habitantes sólo para las rentas tienen
pensamiento.
En una ciudad que tan poética parece, todo se mueve, todo obedece a la más
prosaica de las razones: a la renta, al interés. El extranjero, el forastero que llega a
ella, seducido por la frescura y profundidad de los valles que la rodean, imagina al
principio que sus habitantes han de ser necesariamente sensibles a lo bello. No saben
hablar más que de la belleza de su país, la ponderan con entusiasmo, y en realidad la
estiman en mucho; pero la ponderan y estiman porque atrae gran contingente de
extranjeros, cuyos bolsillos se encargan de aligerar los fondistas y posaderos.
Era un delicioso día de otoño. El señor Rênal paseaba por el Paseo de la
Fidelidad dando el brazo a su señora Esta, sin dejar de escuchar a su marido, que

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hablaba con voz grave, no separaba sus inquietos ojos de tres niños, uno de los
cuales, el mayor, que tendría once años, se acercaba al parapeto con demasiada
frecuencia y con ganas evidentes de subirse sobre él. Una voz dulce pronunciaba
entonces el nombre de Adolfo, y el niño renunciaba a su proyecto ambicioso. La
señora del alcalde tendría unos treinta años y se mantenía muy bella.
-Pudiera ocurrir que ese arrogante caballero de París hubiese de arrepentirse-
decía el señor Rênal con voz concentrada y rostro más pálido que de ordinario-.
¿Cree el zángano que me faltan buenos amigos...?
El arrogante caballero de París, que tan odioso se había hecho al alcalde de
Verrières, era un tal señor Appert, que dos días antes había conseguido introducirse,
no sólo en la cárcel y en el Asilo de Mendicidad de Verrières, sino también en el
hospital, administrado gratuitamente por el alcalde y propietarios principales de la
población.
-¿Pero qué importa- replicaba con timidez la alcaldesa-que ese caballero de París
haya hecho una visita de inspección a esos establecimientos, que tú administras con
probidad la más escrupulosa?
-Ha venido con el propósito de fisgonear, y luego publicará artículos en la prensa
liberal.
-Qué tú no lees nunca, amigo mío.
-Pero no falta quien comente los artículos jacobinos, lo que es obstáculo que nos
dificulta el ejercicio de la caridad. Te juro que nunca podré perdonar al cura.

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III
EL CAUDAL DEL POBRE
Un cura virtuoso y no intrigante es la providencia del pueblo.
es la providencia del pueblo.

FLEURY

Conviene saber que el párroco de Verrières, anciano de ochenta años, pero que era
deudor al puro ambiente de las montañas de una salud y un carácter de hierro, tenía
derecho de visitar, cuantas veces lo tuviera a bien, la cárcel, el hospital y el Asilo de
Mendicidad.
Y hecha esta observación, diré que el señor Appert, que traía de París eficaces
recomendaciones para el buen cura, tuvo el feliz pensamiento de presentarse a las seis
en punto de la mañana en nuestra poética ciudad que, como todas las pequeñas,
pecaba de curiosa. Apenas llegado, se personó en la morada del párroco.
La lectura de la carta firmada por el señor marqués de La Mole, par de Francia, y
el propietario más rico de la provincia, dejó pensativo al cura Chélan.
-¡No se atreverán!- murmuró a media voz- Soy viejo y me quieren...
Volviéndose a continuación hacia el caballero de París, y poniendo en él una
mirada en la cual, a pesar de los años, brillaba ese fuego sagrado que pone de
manifiesto el placer de realizar una buena acción, bien que un poquito peligrosa,
repuso:
-Venga usted conmigo, caballero, y, le ruego que, terminada la visita de
inspección, tenga la bondad de no manifestar en presencia del carcelero, y sobre todo,
en la de los encargados del Asilo de Mendicidad, la opinión que forme.
El señor Appert comprendió que el cura era un hombre de corazón. Visitó la
cárcel, el hospicio y el Asilo de Mendicidad, hizo muchas preguntas, pero aunque las
respuestas que le dieron fueron en su mayor parte extrañas, no se permitió hacer la
menor observación que tuviese visos de censura.
La visita duró muchas horas. El cura invitó a comer al señor Appert, quien, no
queriendo comprometer más a su generoso acompañante, se excusó, pretextando que
debía escribir una porción de cartas. A eso de las tres, el cura y el caballero de París
volvieron al Asilo de Mendicidad, cuya visita dejaran incompleta por la mañana, y
desde este establecimiento se dirigieron por segunda vez a la cárcel. En la puerta
encontraron al carcelero, especie de gigante de seis pies de estatura y de piernas
arqueadas, cuya cara innoble reflejaba el más abyecto de los terrores.

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-¡Oh, señor!- exclamó, dirigiéndose al cura-. Este caballero que usted acompaña
es el señor Appert, ¿verdad?
-¿Qué importa?- inquirió el cura.
-¡Mucho, por desgracia! Desde ayer tengo órdenes terminantes del señor prefecto,
que las envió por conducto de un gendarme, que indudablemente galopó toda la
noche, de no permitir al señor Appert la entrada en la cárcel.
-Declaro ante todo, Noiroud- contestó el cura-, que el viajero que me acompaña
es el señor Appert, ¿Me reconoce usted el derecho de entrar en la cárcel, a cualquier
hora del día
o de la noche, solo o acompañado por las personas que tenga a bien?
-Sí, señor cura- dijo el carcelero bajando la voz y humillando la cabeza, semejante
al perro alano a quien se obliga a obedecer a palos-: Pero es el caso, señor cura, que si
me denuncian, seré destituido; tengo mujer e hijos y no cuento con más medios de
vida que mi destino.
-También yo sentiría de veras perder el mío- replicó el cura con voz conmovida.
-¡Qué diferencia entre los dos, señor cura! Todos sabemos que usted es dueño de
tierras que le producen una renta de ochocientas libras...
Tales son los hechos que, comentados, exagerados, explicados de veinte maneras
distintas, agitaban, desde dos días antes, todos los sedimentos de odio, todas las
pasiones de la pequeña ciudad de Verrières. Constituyen el tema de la conversación
que el señor Rênal sostiene con su mujer durante el paseo. Aquella mañana, el
alcalde, acompañado por el señor Valenod, director del Asilo de Mendicidad, había
hecho una visita al cura con objeto de testimoniarle el descontento más vivo. El cura,
que no contaba con protectores, comprendió todo el alcance de las ásperas censuras
del alcalde.
-No hay más que hablar, señores- contestó el párroco-. Seré el tercer pastor de
esta parroquia que es destituido a los ochenta años de edad. Cincuenta y seis años
hace que ejerzo en ella mi sagrado ministerio; he bautizado a casi todos los habitantes
de la ciudad, que no era más que un pueblo insignificante cuando vine. A diario
formalizo y bendigo la unión indisoluble de jóvenes cuyos abuelos casé años atrás.
Verrières es mi familia y como a tal la quiero; pero me dije cuando recibí la visita del
forastero: «Es posible que este hombre, venido de París, sea un liberal... que por
desgracia abundan más de lo que fuera de desear: ¿pero qué daño puede hacer su
visita a nuestros pobres y a nuestros prisioneros?»
Como las censuras del alcalde, y sobre todo las del director del Asilo, fueran cada
vez más acres, exclamó el cura con voz temblorosa:
-¡Pues bien, señores! ¡Háganme destituir! ¡Quítenme el cargo, que no por ello
tendré que abandonar el país! Público es que, hace cuarenta y ocho años, heredé unas
tierras que me producen ochocientas libras anuales; para vivir me basta con esta

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renta. Jamás hice economías... he vivido hasta aquí de las rentas de mis tierras y de la
renta de mi curato... viviré en lo sucesivo de las primeras... Tal vez por lo mismo que
no atesoro, ni deseo atesorar, me asusta muy poco oír hablar de la pérdida de mi
cargo.
Jamás se turbó la hermosa armonía conyugal entre el señor Rênal y su mujer, pero
cuando ésta replicó con timidez a su marido: «¿Qué daño puede hacer a los
prisioneros la visita de ese caballero de París?», el alcalde, no sabiendo cómo
contestar, estuvo a punto de incomodarse de veras, y se habría incomodado de seguro,
de no haber brotado un grito de angustia de la garganta de su mujer. El segundo de
sus hijos acababa de escalar el parapeto del muro del paseo, y corría sobre aquel, sin
miedo de caer despeñado a la viña de la parte opuesta, cuya profundidad no bajaba de
veinte pies. El temor de asustar a su hijo y de hacerle caer, selló los labios de la
alcaldesa; pero el niño, que corría riéndose de su propio atrevimiento, miró a su
madre, vio su palidez, y saltó al paseo. La madre le llamó entonces y le riñó con
energía.
El incidente no tuvo más consecuencias, pero varió el curso de la conversación.
-Estoy resuelto a traer a nuestra casa al hijo del aserrador Sorel- dijo el alcalde-.
Tomará a su cargo la vigilancia de nuestros hijos, que comienzan a hacerse
demasiado diablillos. Es un medio cura, excelente latinista, que cuidará de su
instrucción y les obligará a aprender, pues si no me ha engañado el párroco, tiene un
carácter firme. Le daré trescientos francos y mesa. Su moralidad me inspiraba
algunos recelos, porque fue el Benjamín de aquel médico militar viejo, caballero de la
Legión de Honor, que, so pretexto de que eran primos, fue a hospedarse en la casa de
los Sorel. Siempre sospeché que era un agente secreto, un espía de los liberales.
Pretendía él que el aire puro de las montañas le convenía para el asma; pero es lo
cierto que nunca probó la verdad de ese extremo. Tomó parte en todas las campañas
de Bonaparte en Italia, y hasta se atrevió, según aseguran, a votar en contra de la
restauración del Imperio. Este liberal fue el profesor de latín del hijo de Sorel, y
quien, a su muerte, le legó todos sus libros. Por estas razones, jamás se me habría
ocurrido nombrar al hijo del aserrador preceptor de nuestros hijos; pero el cura, la
víspera precisamente del incidente que ha abierto entre los dos una sima
infranqueable, me dijo que el hijo de Sorel estudia teología hace tres años y que su
intención es entrar en el seminario, lo que demuestra que no es liberal, sino latinista.
Y no es este el único motivo que me mueve a obrar como lo hago- continuó el señor
Rênal, mirando a su señora con expresión diplomática-. Valenod no cabe de orgullo
en el pellejo desde que compró el hermoso tronco de normandos para su carruaje.
Tiene caballos, sí... pero no preceptor para sus hijos.
-Podría quitarnos el que tú propones- observó la alcaldesa.
-¿Luego apruebas mi proyecto?- preguntó el alcalde, sonriente-. ¡Es cosa hecha!

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¡No hay más que hablar!
-¡Dios mío! ¡Amigo mío, qué pronto te resuelves!
-Porque tengo carácter, como ha tenido ocasión de comprobar el cura. ¿Por qué
hemos de disimular? Estamos rodeados de liberales; todos los mercachifles y
comerciantes de la ciudad nos tienen envidia; no me cabe la menor duda. Entre ellos,
hay dos o tres que se han enriquecido; pues bien: quiero que vean que los hijos del
señor Rênal salen al paseo acompañados por su preceptor. Esto viste mucho, impone
a las gentes. Mi abuelo nos repetía con frecuencia que, de niño, tuvo preceptor. Podrá
costarnos sobre cien luises anuales, pero es un desembolso que merece figurar entre
los gastos de primera necesidad para el sostenimiento de nuestro rango.
La súbita resolución de su marido dejó pensativa a la señora Rênal. Era una mujer
alta, hermosa, que fue en sus tiempos la perla del país, como suelen decir en las
montañas. Poseía esa expresión candorosa, rica en inocencia y vivacidad, que llega a
inspirar a los hombres ideas de dulce voluptuosidad. Verdad es que si la buena
alcaldesa se hubiese percatado de este mérito, el fuego de la vergüenza habría
encendido sus frescas mejillas. Ni la coquetería ni la afectación encontraron nunca
acceso en su corazón. Decían que Valenod, el rico director del Asilo, le había hecho
la corte, pero sin éxito, circunstancia que acrecentó el brillo de su virtud, porque es de
saber que Valenod, joven, alto, atlético, de cara colorada adornada con grandes
patillas negras como el ébano, era uno de esos tipos groseros, desvergonzados y
atrevidos que en provincias gozan fama de guapos.
La señora de Rênal, muy tímida y de carácter desigual en apariencia, cobró
aversión al movimiento continuo y a las risotadas de Valenod. Su aislamiento
sistemático de todo lo que en Verrières llaman alegría y diversiones, le había valido la
reputación de estar excesivamente engreída de su nacimiento. En honor a la verdad,
diré que vio con alegría que los vecinos de la ciudad escaseaban de día en día sus
visitas a su casa. Tampoco quiero ocultar que pasaba por necia a los ojos de las
señoras, porque jamás procuró que su marido le trajese de París o de Besançon las
creaciones de las modistas de sombreros. Con que la dejasen pasear sin tasa por las
avenidas de su hermoso jardín, estaba contenta.
Era un alma tan sencilla, que jamás se atrevió a juzgar a su marido ni a confesarse
que aquel la fastidiaba. Sin decírselo a sí misma, suponía que entre marido y mujer no
pueden existir relaciones más dulces que las que entre ella y el señor Rênal mediaban.
Le respetaba y hasta le apreciaba, sobre todo cuando aquel hablaba de sus proyectos
respecto de sus hijos, de los cuales destinaba el primero a las armas, el segundo a la
magistratura y el tercero a la Iglesia. En una palabra, la señora de Rênal encontraba a
su marido mucho menos fastidioso que a cualquiera de los demás hombres a quienes
conocía.
No dejaba de ser fundado este juicio conyugal. El alcalde de Verrières gozaba

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fama de hombre de talento y, sobre todo, de buen tono, gracias a media docena de
frases agradables que había heredado de un tío suyo, capitán, antes de la Revolución,
de un regimiento de infantería mandado por el duque de Orleáns, y que era admitido,
cuando hacía algún viaje a París, en los salones del príncipe. En ellos conoció a la
señora de Montesson, a la célebre señora de Genlis y al famoso Ducret, personajes
que representaban papel preponderante y obligado en todas las anécdotas del señor
Rênal. A medida que pasaban días, se le hacía pesado narrar anécdotas de sabor
delicado, y ya apenas si muy de tarde en tarde aludía a las relacionadas con la Casa
de Orleáns. Como, por otra parte, era muy fino y atento siempre que no trataba de
dinero, pasaba, con razón, por el personaje más aristocrático de Verrières.

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IV
UN PADRE Y UN HIJO
Esará mia colpa,
Se cosi é?

MAQUIAVELO

-¡Qué talento el de mi mujer!- decía el alcalde de Verrières un día más tarde, a las seis
de la mañana, mientras se encaminaba a la serrería del señor Sorel-. Aunque otra cosa
haya yo dicho para mantener incólume la superioridad que de derecho me
corresponde, maldito si se me había ocurrido que, si no tomo a ese curita que, según
dicen, sabe tanto latín como los ángeles, el director del Asilo, alma inquieta y
envidiosa, podría tener mi misma idea y arrebatármelo... ¡Con qué orgullo hablaría
del preceptor de sus hijos! ¡Se llenaría la boca...! Una vez en mi casa el preceptor, ¿le
obligaré a vestir sotana...?
Tal era la duda que embargaba al señor Rênal, cuando vio a lo lejos a un rústico,
cuya estatura no bajaría de seis pies, ocupado, desde el amanecer, en medir vigas
apiladas en el camino, a la orilla del Doubs. El rústico puso muy mala cara al ver que
se acercaba el alcalde, sin duda porque las vigas obstruían el camino con
menosprecio de las ordenanzas municipales.
Sorel, que él era el rústico en cuestión, quedó maravillado y contento al escuchar
de labios del señor Rênal una proposición que estaba muy lejos de esperar. Oyóla,
empero, con esa expresión de tristeza descontenta y de desinterés con que saben
encubrir sus pensamientos los astutos habitantes de la montaña que, esclavos durante
el tiempo de la dominación española, conservan hoy este rasgo típico del campesino
egipcio.
Contestó Sorel con una retahíla de fórmulas de respeto que se sabía de memoria,
y a la par que ensartaba palabras sobre palabras, todas ellas vanas, con esa sonrisa de
idiota que acrecentaba la expresión de falsedad y de picardía que constituía la
característica más saliente de su fisonomía, su astucia innata de viejo rústico trataba
de descubrir la razón que pudiera mover a un personaje de tantas campanillas a
desear llevar a su casa al belitre de su hijo. Teníale muy descontento Julián, y era
precisamente a éste a quien el señor Rênal ofrecía el inesperado salario de trescientos
francos anuales, amén de mesa y ropa. De esta última, nada había dicho el alcalde;
pero Sorel tuvo la feliz inspiración de exigirla bruscamente, pretensión a la que
accedió el señor Rênal no bien formulada.

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La exigencia dejó estupefacto al alcalde. Sorel no se mostraba encantado de su
proposición, antes bien la acogía con frialdad; luego era evidente, pensó, que alguien
le había hecho proposiciones análogas. Ese alguien, ¿quién podía ser? Valenod y
nadie más que Valenod. El descubrimiento fue acicate que movió al señor Rênal a
cerrar sin dilación el trato, pero en vano instó, en vano suplicó: el ladino rústico
opuso a todas las instancias del alcalde rotundas negativas. Quería, dijo, consultar a
su hijo, como si en provincias hubiese padre que consultara a sus hijos ni por
fórmula.
Las serrerías se componen, en Verrières, de un cobertizo y un caudal de agua.
Apóyase el techo sobre una armadura de madera emplazada sobre cuatro gruesos pies
derechos, también de madera. En el centro del cobertizo, a unos ocho o diez pies de
elevación, se ve una sierra que sube y baja, mientras un mecanismo sumamente
sencillo arrastra la viga, que ha de ser convertida en tablas, contra la sierra. Una
rueda, actuada por el agua, mueve el doble mecanismo: el de la sierra, que sube y
baja, y el que arrastra poco a poco la viga hacia la sierra, que la transforma en tablas.
Llegado que fue a su serrería Sorel llamó a gritos a su hijo Julián. Nadie contestó.
No vio más que a sus dos hijos mayores, gigantes que, armados de enormes hachas,
encuadraban los troncos de abeto que debían pasar a la sierra. Atentos a seguir con
exactitud la línea negra trazada en los troncos, no oyeron la voz de su padre. Éste
entró en el cobertizo, y buscó con la vista a Julián en el sitio que debía ocupar, es
decir junto a la sierra. No estaba allí, sino cinco o seis pies más alto, montado sobre
uno de los travesaños del techo. En vez de vigilar con atención la marcha del
mecanismo industrial, Julián leía. No podía haberse ocupado en cosa que tanto sacase
de sus casillas a su Padre. Éste le habría perdonado tal vez lo desmedrado de su
cuerpo, poco a propósito para los trabajos de fuerza; pero su manía literaria le era
sencillamente odiosa: él no sabía leer.
En vano llamó a Julián dos o tres veces. La atención con que el joven leía, más
que el ruido de la sierra, impidióle oír la terrible voz de su padre. Éste, perdida la
paciencia, saltó, con ligereza inconcebible a sus años, sobre el tronco sometido a la
acción de la sierra, y desde aquel, a la viga transversal que sostenía la techumbre. De
una manotada violenta hizo volar por los aires el libro que Julián leía, el cual fue a
caer al agua. Otra manotada, no menos violenta que la primera, descargada sobre la
cabeza del joven, hizo perder a éste el equilibrio. Gracias a que su padre le agarró por
un hombro con la mano izquierda, en el momento de caer, no fue a dar con su cuerpo
sobre la rueda que ponía en movimiento todo el mecanismo de la serrería, situada
unos quince pies más abajo, y que a no dudar, le habría destrozado.
-¿Qué haces aquí, holgazán?- bramó Sorel-. ¿Vas a pasarte la vida leyendo esos
condenados libracos, en vez de cuidar de la sierra? ¡Pase que leas por la noche,
cuando vas a perder el tiempo en la casa del cura, pero no ahora...! ¡Baja, pedazo de

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animal, baja; que te estoy hablando!
Julián, aturdido por la violencia del golpe, ocupó su puesto oficial junto a la
sierra. Por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas, arrancadas, más que por el dolor
físico, por
la pérdida de su libro.
-¡Ven acá, bestia!- repuso su padre.
El ruido de la sierra impidió a Julián obedecer la orden, y el autor de sus días, no
queriendo tomarse el trabajo de volver a subir sobre el mecanismo, tomó de un rincón
una percha larga que solían emplear para sacudir las nueces, y descargó un par de
golpes sobre las costillas de su hijo. Julián se acercó a su padre quien a empellones le
llevó a la casa.
Era el joven estudiante un muchacho de dieciocho a diecinueve años, de
constitución débil, líneas irregulares, rasgos delicados y nariz aguileña. Sus grandes
ojos negros que, en momentos de tranquilidad, reflejaban inteligencia y fuego,
aparecían animados en aquel momento por un odio feroz. Sus cabellos, color castaño
obscuro, invadían parte de su frente, reduciendo considerablemente su anchura,
circunstancia que daba a su fisonomía cierta expresión siniestra, sobre todo en sus
momentos de cólera. Su cuerpo esbelto y bien formado era indicación de ligereza más
que de vigor. Desde su niñez, su expresión extremadamente pensativa y su mucha
palidez hicieron creer a su padre que no viviría, o bien que, si vivía, sería una carga
para la familia. Objeto del desprecio general en la casa, aborrecía a sus hermanos y a
su padre. Si jugaba con los muchachos de su edad en la plaza, todos le pegaban.
Desde un año antes, su cara agraciada le conquistaba algunos votos amigos entre
las niñas. Despreciado por todo el mundo, objeto de la animadversión general, Julián
había rendido culto de adoración al viejo médico mayor que un día se atrevió a hablar
al alcalde de la poda salvaje de los plátanos.
El galeno de referencia pagaba alguna vez a Sorel padre el jornal que no ganaba
su hijo, y enseñaba a éste latín e historia, es decir, lo que aquel sabía de historia,
cuyos conocimientos se circunscribían a la campaña de 1796 en Italia. A su muerte, le
legó su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su media paga y treinta o cuarenta
libros, el más precioso de los cuales acababa de dar un salto desde las manos del
aplicado lector hasta el riachuelo público, desviado de su curso merced a la
influencia del señor alcalde.
Apenas entrado en su casa, Julián sintió sobre su hombro la pesada manaza de su
padre. Temblaba el muchacho ante la perspectiva de la paliza que esperaba recibir.
-¡Contéstame sin mentir, holgazán!- díjole Sorel con acento duro.
Los ojos negros y llenos de lágrimas de Julián se encontraron con los pequeños y
grises del viejo aserrador, que le miraban como si quisieran leer hasta en el fondo de
su alma.

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V
UNA NEGOCIACIÓN
Cunctando restituit rem.

ENIO

¡Contesta sin mentir, perro inútil!- repitió Sorel-. ¿De qué conoces tú a la señora de
Rênal? ¿Dónde la has visto? ¿Cuándo has hablado con ella?
-Nunca hablé con ella- contestó Julián-, y en cuanto a conocerla, sólo en la iglesia
la he visto alguna vez.
-¡Pero la has mirado, villano desvergonzado!
-¡Jamás! Sabe usted que en la iglesia no veo más que a Dios- replicó el joven con
cierto aire de hipocresía, muy conveniente, a su juicio, para alejar la tormenta de
palos que temía que descargase sobre su desmedrado cuerpo.
-¡Algo hay que no veo claro... aunque ya sé que no me lo dirás, maldito hipócrita!
De todas suertes, voy a verme libre de tu inutilidad, con lo que saldremos ganando la
serrería y yo. Si no has mirado a esa mujer, habrás conquistado al cura o a otra
persona, que te han buscado una colocación que no mereces. Vete a hacer tu hatillo,
que he de llevarte a la casa del señor Rênal, de cuyos hijos has de ser preceptor.
-¿Qué me darán por serlo?
-Mesa, ropa y trescientos francos de salario.
-No quiero ser criado.
-¿Quién te dice que serás criado de nadie, animal? ¿Crees que yo iba a consentir
que un hijo mío, por perro que sea, fuese criado de nadie?
-¿Con quién comeré?
La pregunta desconcertó a Sorel, quien, comprendiendo que si hablaba cometería
alguna imprudencia, prefirió enfurecerse contra Julián, a quien obsequió con los
epítetos más injuriosos de su repertorio. Cuando se cansó, dejóle solo para ir a
consultar con sus dos hijos restantes.
Julián vio momentos después a su padre y a sus hermanos celebrando consejo. Al
cabo de un rato, viendo que nada podía adivinar de lo que aquellos hablaban, fue a
sentarse junto a la sierra, donde no corría peligro de ser sorprendido. Deseaba meditar
sobre el inesperado anuncio de su cambio imprevisto de suerte, aunque, a decir
verdad, sus meditaciones se limitaron a imaginarse lo que le esperaba en casa del
alcalde,
-¡No! ¡Renuncio a todo, antes que humillarme hasta el extremo de comer con los

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criados!- se decía-. Mi padre querrá obligarme, lo sé... ¡pero la muerte antes! Tengo
quince francos cuarenta céntimos de economías... Esta noche me escapo... Tomando
sendas y veredas, no temo encontrar ni un solo gendarme hasta Besançon... Sentaré
plaza de soldado y, si es necesario, pasaré a Suiza... ¡Pero huyendo lo pierdo todo...
he de renunciar al sacerdocio que me brinda tantos honores... tanta gloria...!
El horror a comer con los criados no tenía su asiento en la naturaleza, en el
carácter de Julián, quien, a trueque de hacer fortuna, habría hecho sin repugnancia
cosas más bajas. Su repugnancia era fruto de sus lecturas de las Confesiones de
Rousseau, único libro que daba a su imaginación pábulo para trazarse una imagen del
mundo. La colección de los Boletines del Gran Ejército y las Memorias de Santa
Elena completaban su Corán. Por estas tres obras, nuestro joven se habría dejado
matar. En ninguna otra tuvo jamás confianza; para él todos los demás libros del
mundo eran colecciones de embustes mejor o peor presentados, escritos por tunantes
que en las letras buscaron los medios de hacer fortuna.
A la par que una alma de fuego, poseía Julián una de esas memorias prodigiosas
que con frecuencia acompañan a la carencia de talento. Sin más objeto que el de
conquistarse la benevolencia del anciano párroco Chélan, de quien creía que dependía
su porvenir, aprendióse de memoria todo el Nuevo Testamento en latín, y la obra de
De Maistre Del Papa, siendo de advertir que tenía tan poca fe en el primero como en
el segundo.
Cual si previamente se hubiesen puesto de acuerdo, Sorel y su hijo no se hablaron
palabra aquel día. Al atardecer, Julián fue a recibir su lección de teología a la casa
rectoral, pero nada dijo sobre la extraña proposición que aquel día le hiciera su padre,
temiendo que aquella fuese un lazo tendido por el autor de sus días.
Al día siguiente, muy temprano, el señor Rênal mandó a buscar al viejo Sorel,
quien, no sin hacerse esperar una o dos horas, llegó al fin a la casa del alcalde, en la
cual entró prodigando excusas y reverencias. A fuerza de amontonar objeciones sobre
objeciones, consiguió Sorel que su hijo comería con los señores de la casa, excepción
hecha de los días en que aquellos dieran alguna fiesta, pues entonces lo haría en una
habitación aparte con los niños, de cuya instrucción debía encargarse. Más exigente
el viejo cuanto mayor era el interés del alcalde por asegurarse al preceptor, quiso ver
la habitación destinada a su hijo. Era una gran pieza, amueblada con gusto, y a la cual
habían sido trasladadas ya las camas de los tres niños. Entonces exigió el viejo que le
enseñasen el traje que darían al preceptor, a lo cual contestó el alcalde abriendo su
gaveta y tomando de ella cien francos.
-Con este dinero, irá su hijo al comercio del señor Durand y comprará un traje
negro completo.
-Y suponiendo que yo sacase a mi hijo de su casa, ¿habrá de dejar el traje?
-Es natural.

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-Conformes- repuso el viejo-. No nos falta ya más que ponernos de acuerdo sobre
una cosa: sobre el salario que usted le dará.
-¡Cómo!- exclamó el señor Rênal indignado-. Desde ayer estamos de acuerdo
sobre ese particular. Le daré trescientos francos... Me parece que es bastante... y estoy
por decir demasiado.
-Trescientos francos ofreció usted, no lo niego- replico Sorel con calma-; pero nos
ofrecen más en otra parte.
Aquellos que conozcan a fondo a los rústicos del Franco Condado no se
maravillarán de este rasgo de ingenio del viejo aserrador.
El alcalde quedó estupefacto. No tardó, empero, en reconquistar su calma, y al
cabo de una conversación que duró dos horas, en el curso de la cual ni una sola
palabra se pronunció sin su cuenta y razón, el ladino rústico venció al rico, que no
tiene necesidad de ser prodigio de astucia para vivir. Ni un solo detalle de la futura
existencia de Julián quedó olvidado; y en cuanto al salario, no sólo fue elevado a
cuatrocientos francos, sino que también se estipuló que fuese pagado por meses
adelantados.
-¡Está bien! Pagaré treinta y cinco francos mensuales- dijo el señor Rênal.
-Un hombre rico y generoso como nuestro señor alcalde-replicó Sorel-, no repara
en franco más o menos. Pondremos treinta y seis francos mensuales, y quedará la
cantidad redonda.
-Sea, ¡pero terminemos de una vez!- contestó el alcalde.
La cólera daba a la voz del señor Rênal cierto tono de firmeza que alarmó al zorro
aserrador. Comprendió éste que era llegado el momento de poner fin a sus
movimientos de avance. El alcalde no fue tardo en aprovecharse de la primera ventaja
obtenida: después de negarse a entregar los treinta y seis francos correspondientes al
primer mes, que el viejo intentó cobrar por su hijo, recordando que habría de narrar a
su mujer la historia de la negociación, dijo resueltamente:
-Devuélvame los cien francos que acabo de entregarle. Durand me debe algún
dinero... Yo iré con su hijo a comprar el traje negro.
Este rasgo de energía obligó a Sorel a volver prudentemente al terreno de las
fórmulas respetuosas, que duraron más de un cuarto de hora. Convencido al cabo de
este tiempo de que el periodo de conquista había terminado definitivamente, se retiró
diciendo:
-Voy a enviar a mi hijo al palacio.
Los administradores del señor alcalde llamaban palacio a su casa, cuando
deseaban lisonjearle.
Vuelto a su serrería, en vano buscó Sorel a su hijo. Este, recelando lo que podía
sucederle, quiso poner en lugar seguro sus libros y la cruz de la Legión de Honor, y a
este efecto, salió sigilosamente a medianoche, cargado con sus libros y con su cruz, y

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dejó unos y otra en la casa de un amigo suyo, llamado Fouqué, traficante en maderas,
que moraba en lo alto de la montaña que domina a Verrières.
-No creo, maldito haragán- le dijo su padre cuando volvió-, que nunca tengas
honradez bastante para pagarme los alimentos que por espacio de tantos años te he
dado...-. ¡Toma tus trapos, y vete a la casa del señor alcalde!
Julián salió sin hacerse repetir la orden, admirado de que su padre hubiese
olvidado propinarle una paliza más; pero, apenas se vio fuera de la vista de su terrible
progenitor, acortó el paso. Lo primero que se le ocurrió fue que nada perdería
entrando en la iglesia y rezando unas oraciones, que no podrían menos de ser útiles a
su hipocresía.
¿Sorprende al lector que nuestro joven fuese deliberadamente y con plena
conciencia hipócrita? Téngase en cuenta que el alma de Julián había tenido que
recorrer largos caminos, aunque apenas si acababa de franquear los umbrales de la
vida.
De niño, la vista de los dragones del 6º Regimiento, de cuyos hombros pendían
flotantes capas blancas, y cuyas cabezas defendían cascos de acero adornados con
largos penachos de crin, que regresaban de la campaña de Italia y ataban sus fieros
corceles a la reja de la casa de su padre, le volvían loco de entusiasmo, haciéndole
suspirar por ser militar. Pasaron algunos años, y el viejo médico mayor le hacía
conmovedores relatos de las batallas reñidas en el puente de Lodi, en Arcole, en
Rivoli, relatos que atizaban el fuego bélico que ardía en el corazón del niño.
Cumplió nuestro Julián catorce años, y se comenzó en Verrières la construcción
de una iglesia que, sin pecar de exagerado, puedo llamar magnífica, dada la
importancia de la ciudad. Nada llamó tanto la atención de Julián como las cuatro
columnas de mármol que llegaron a hacerse famosas en el país por el odio mortal que
suscitaron entre el juez de paz y el joven vicario enviado de Besançon, de quien se
decía en público que era un espía del obispo. El juez de paz, si no mentía la voz
pública, estuvo a punto de perder su puesto... ¿En qué cabeza cabe regañar con un
sacerdote que cada quince días iba a Besançon para cambiar impresiones con el
obispo?
Fue el caso que, a partir del día en que el juez de paz estuvo a punto de perder su
puesto, nuestro funcionario de justicia, que era padre de numerosa familia, dictó no
pocas sentencias que a la población le parecieron injustas, dando la pícara
coincidencia que todas ellas fueron dictadas contra los lectores del Constitucional.
Cierto que los condenados lo fueron a multas de poca monta: tres o cinco francos,
pero uno de los multados fue un vendedor de clavos, padrino de Julián. Ese pobre
hombre, en sus frecuentes accesos de cólera, gritaba:
-¡Parece mentira! ¡Quién había de pensar que hiciera eso un juez de paz que
durante veinte años ha pasado por la personificación de la justicia!

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El médico mayor, protector de Julián, había muerto.
Con brusquedad asombrosa dejó Julián de hablar de Napoleón. No tardó en
anunciar su propósito de hacerse sacerdote, y a partir de aquel instante, se le vio a
todas horas en la serrería de su padre entregado al estudio de una Biblia en latín que
le prestó el párroco. En presencia de éste, Julián no mostraba más que sentimientos
piadosos. ¿Quién habría sido capaz de sospechar que aquella carita de niña, tan pálida
y tan dulce, era mascarilla encubridora de la resolución inquebrantable de conquistar
fortuna y gloria, aun cuando en la empresa arriesgara mil veces la vida?
Para Julián, el primer paso en el camino de la fortuna era abandonar Verrières;
detestaba cordialmente el lugar de su nacimiento.
Desde los días de su primera infancia tuvo ya sus momentos de exaltación. Se
imaginaba entonces con transportes de alegría que llegaría un día en que sería
presentado a las grandes hermosuras de París, cuya atención sabría atraerse merced a
alguna acción gloriosa. ¿Por qué no había de encontrar una que de él se enamorase,
como se enamoró de Bonaparte, cuando era desconocido y pobre, la célebre señora de
Beauharnais? Durante una porción de años se repitió Julián a todas las horas del día
que Bonaparte, teniente obscuro y sin fortuna, logró hacerse amo y señor del mundo
entero sin más auxilio que el de su espada. Esta idea le hacía llevaderas sus
desventuras, que él creía inmensas, y centuplicaba su alegría cuando un rayo de ésta
venía a visitar su alma.
La construcción de la iglesia y las sentencias del juez de paz fueron manantial
vivo de luz que inundó las negruras de su espíritu. La idea que bruscamente germinó
en aquel le produjo un acceso de delirio que duró una porción de semanas y concluyó
por arraigar en su alma con la fuerza inconmovible de la primera idea que un ser
apasionado cree haber inventado.
«Cuando Bonaparte conquistó gloria y fama y asombró al mundo, atravesaba
Francia uno de esos períodos críticos en la vida de las naciones que son resultado del
temor de sufrir una invasión, por cuyo motivo, el mérito militar, necesario como
nunca, se puso en moda. Hoy, en cambio, se encuentran sacerdotes que, a los cuarenta
años de edad, disfrutan rentas de cien mil francos, es decir, rentas tres veces mayores
que los sueldos que cobraban los generales de división de Napoleón. Esos señores,
que son dueños de rentas tan exorbitantes, necesitan auxiliares que les secunden.
Tenemos aquí un juez de paz que, después de ser durante muchos años modelo de
rectitud y de honradez, se cubre de ignominia ante el temor de incurrir en el
desagrado de un curita de treinta años. Luego conviene ser cura.»
Dos años hacía que Julián estudiaba teología, cuando un día, en medio de sus
alardes de piedad, estuvo a punto de venderse a consecuencia de una erupción súbita
del fuego que devoraba su alma. Ocurrió el incidente en la casa rectoral. El párroco,
señor Chélan, aprovechó la coyuntura de tener en su casa a una porción de

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sacerdotes, para presentar a Julián como un prodigio de ciencia. Durante la comida, el
prodigio de ciencia tuvo la mala idea de hacer un panegírico furibundo de Napoleón.
El mismo se impuso un correctivo. Durante dos meses llevó el brazo derecho
amarrado al pecho, pretextando que se lo había dislocado ayudando a su padre a
mover una viga. No existía tal dislocación: la posición molesta a que sometió el brazo
fue sencillamente una pena aflictiva que se impuso a sí mismo, y que cumplió con
rigor.
Ya tenemos hecho el retrato del joven de dieciocho años, con cara de diecisiete
escasos, que quiso entrar en la iglesia de Verrières antes de ir a tomar posesión de su
inesperado empleo.
Encontró la iglesia sombría y solitaria. Con motivo de una solemnidad religiosa,
cubrían todos los ventanales del templo cortinones de seda color carmesí. Los rayos
del sol se filtraban a través de los cortinones, inundando la iglesia de resplandores
fantásticos. Julián se estremeció. Fue a tomar asiento en un banco que ostentaba el
escudo de armas del señor Rênal.
Sobre el reclinatorio vio un pedazo de papel impreso que decía:
Detalles de la ejecución y de los últimos momentos de Luis Jenrel, ajusticiado en
Besançon el día...
El papel estaba roto. Al respaldo, se leían las tres palabras primeras de una línea:
El primer paso...
-¡Quién ha podido colocar aquí este papel!- exclamó Julián-. ¡Pobre mortal...-
repuso, exhalando un suspiro-. Su apellido termina como el mío!
Al salir, Julián creyó ver sangre en la pila del agua bendita. Era fenómeno óptico
producido por la coloración de los rayos solares al penetrar a través de los cortinones.
-¿Seré un cobarde?- se dijo, avergonzado-. ¡A las armas!
Estas palabras, con tanta frecuencia repetidas por el difunto médico mayor en sus
relatos de batallas y hechos de armas, inoculaba en el pecho de Julián el fuego del
heroísmo. Se levantó con resolución y echó a andar hacia la morada del señor Rênal.
No obstante su resolución, cuando llegó a veinte pasos de la casa, se sintió
sobrecogido por súbita timidez. Estaba abierta de par en par la verja, le pareció
magnífica: era preciso entrar dentro.
Otra persona había, además de Julián, cuyo corazón conturbaba en extremo la
entrada de aquel en la casa. Habíase alarmado la timidez extremada de la señora
Rênal ante la idea de ver constantemente a un extraño interpuesto entre sus hijos y
ella. Habituada a verlos acostaditos en su mismo dormitorio, aquella mañana había
derramado lágrimas abundantes al ver que eran trasladadas las camitas a la habitación
destinada al preceptor. Suplicó, pero en vano: ni siquiera consiguió de su marido que
la cama del menor, de su Estanislao Javier, quedase junto a la suya.
La señora de Rênal llevaba hasta extremos exagerados la delicadeza femenina.

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Habíase forjado una imagen desastrosa del preceptor, en quien veía con los ojos de la
imaginación a un ser grosero y mal peinado, cuya misión era reñir a todas horas a sus
hijos, sencillamente porque sabía latín, lengua bárbara que para nada servía, y que
sería causa de que los pedazos de su alma fuesen maltratados y azotados.

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VI
EL TEDIO
Non só piú cosa son
Cosa facio.

MOZART

Salía la señora de Rênal, con la vivacidad y gracia que le eran peculiares cuando se
veía lejos de las miradas de los hombres, por la puerta del salón que daba acceso al
jardín, cuando vio, junto a la verja de entrada, el rostro de un joven, casi un niño,
extremadamente pálido y que acababa de llorar.
La tez del joven, que estaba en mangas de camisa, era tan blanca, y sus ojos
miraban con dulzura tan notable, que el espíritu de la señora de Rênal, un poquito
inclinado por naturaleza a lo novelesco, creyó al principio que acaso fuese una
doncella disfrazada que deseaba pedir algún favor al señor alcalde. Llena de
compasión hacia aquella pobre criatura, que evidentemente no osaba llevar su mano
hasta el cordón de la campanilla, la señora de Rênal se aproximó, sin acordarse por el
momento del disgusto que le producía la llegada del preceptor de sus hijos. No la vio
llegar Julián, que estaba vuelto de espaldas; de aquí que se estremeciese cuando una
voz muy dulce dijo cerca de su oído:
-¿Qué desea usted, hija mía?
Giró con rapidez sobre sus talones Julián, quien ante la mirada dulce y llena de
gracia de la señora de Rênal, perdió buena parte de su timidez. La belleza de la dama
que tenía delante fue parte a que lo olvidara todo, incluso el objeto que a la casa le
llevaba. La señora de Rênal hubo de repetir su pregunta.
-Vengo para ser preceptor, señora- pudo responder al fin, bajando avergonzado los
ojos, llenos de lágrimas que procuró secar como mejor pudo.
La señora de Rênal quedó muda de asombro. Julián no había visto en su vida una
criatura tan bien vestida, y mucho menos una mujer tan linda, hablándole con
expresión tan dulce. Ella, por su parte, contemplaba silenciosa las gruesas lágrimas
que resbalaban lentas por las mejillas del joven, pálidas, muy pálidas momentos
antes, y sonrosadas, intensamente sonrosadas ahora.
Al cabo de breves instantes, la señora rompió a reír con la alegría bulliciosa de
una doncella traviesa; se reía de sí misma, de sus temores pasados, de sus
aprensiones... y se consideraba feliz al ver transformado en un joven tan tímido, tan
dulce, al terrible preceptor que se había imaginado como dómine sucio y mal vestido,

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cuya misión sería regañar y dar azotes a sus hijos.
-¡Cómo!- exclamó al fin ¿Es posible, señor, que usted sepa latín?
La palabra señor sonó como música deliciosa en los oídos de Julián.
-Sí, señora- contestó con timidez, no sin reflexionar antes.
La alegría que inundaba el alma sensible de la alcaldesa dio a ésta valor para
preguntar:
-¿Verdad que no reñirá demasiado a mis pobres hijitos?
-¡Reñirles!- exclamó Julián, admirado-. ¿Por qué, señora?
-Yo quisiera, señor, que fuese usted muy bueno para ellos- añadió tras un silencio
de contados segundos y con voz más conmovida por instantes-. ¿Me promete que lo
será?
Nunca pudo soñar Julián que una dama de gran distinción, una dama tan hermosa
y bien vestida, le llamase señor, no una, sino dos veces, como no fuera cuando él
vistiese un uniforme lujoso y distinguido. En cuanto a la señora de Rênal, habíala
sorprendido por completo, pero muy agradablemente la tez delicada, los grandes ojos
negros y los hermosos cabellos de Julián, más rizados que de ordinario y más
brillantes, consecuencia de haber sumergido momentos antes la cabeza en la fuente
pública. Aumentaba su júbilo la expresión de niña tímida de aquel preceptor fatal, a
quien se había imaginado duro, severo, casi un verdugo sin corazón para sus hijos.
Dado el carácter de la señora de Rênal, el contraste entre la realidad y sus temores fue
un acontecimiento de gran trascendencia. Cuando cesó su sorpresa, sintió cierta
alarma al
verse tan cerca de un joven en mangas de camisa.
-Entre usted, señor- dijo.
Jamás sintió en su alma el choque de una sensación tan agradable, jamás a sus
temores siguió una aparición tan graciosa como la que en la verja de su jardín
acababa de encontrar. Apenas llegada al vestíbulo, volvióse hacia Julián, que la
seguía con paso tímido. La maravilla que reflejaban los ojos del joven, y que era
producida por el aspecto de una casa tan lujosa, fue para la señora de Rênal un
atractivo, una gracia más. Hasta llegó a creer que la engañaban sus ojos, pues nunca
pudo imaginarse un preceptor que no vistiera sotana o levita negra.
-¿Pero es cierto, señor, que sabe usted latín?- preguntó de nuevo.
La pregunta hirió el orgullo de Julián.
-Sí, señora- contestó, procurando dar a su tono mucha frialdad-. Sé tanto latín
como el señor cura, quien con frecuencia ha tenido la bondad de decirme que lo
conozco más a la perfección que él.
Acercóse más la señora, y repuso a media voz:
-¿Verdad que, sobre todo los primeros días, no dará usted palmetazos a mis hijos,
aún cuando éstos no sepan sus lecciones?

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El tono dulce y de súplica de tan hermosa dama borró bruscamente de la
imaginación de Julián todas las consideraciones debidas a su reputación de latinista.
Ya no se acordó de su ciencia el pobre muchacho, ni pensó en otra cosa que en el
lindo rostro de la señora de Rênal, tan próximo al suyo, en aquella mujer cuyo bien
modelado cuerpo, ataviado con ligero traje de verano, exhalaba perfumes que le
embriagaban. Julián enrojeció intensamente y contestó con voz desfallecida:
-No tema usted, señora: la obedeceré en todo.
Entonces fue cuando, disipados por completo los temores que le inspiraba la
suerte futura de sus hijos, reparó la señora de Rênal en la belleza de rostro de Julián.
El cuerpo casi femenino y la timidez del joven no podían parecer ridículos a una
mujer que era la timidez personificada; antes al contrario: le habría dado miedo
encontrarse con esa expresión varonil que comúnmente se considera necesaria a la
belleza masculina.
-¿Qué edad tiene usted, señor?- preguntó a Julián.
-Cumpliré muy pronto diecinueve años.
-Mi hijo mayor tiene once- repuso la señora Rênal- Será casi un camarada, un
amigo para usted. Su padre quiso pegarle un día, y las consecuencias para el pobre
niño fueron una semana de enfermedad; y eso que el golpe que le dio fue
insignificante.
-¡Qué diferencia!- pensó Julián-. ¡Ayer, sin ir más lejos, me pegó una paliza
tremenda mi padre! ¡Qué dichosos son los ricos!...
Entrevió la señora de Rênal las nubes que se cernían sobre el alma del preceptor,
pero creyendo que la tristeza de éste era un movimiento de timidez, se propuso darle
ánimos.
-¿Cómo se llama usted, señor?- preguntó con voz tan dulce que encantó a Julián.
-Me llamo Julián Sorel, señora- respondió el joven-Tiemblo al entrar por vez
primera en mi vida en una casa extraña. Me es indispensable su protección, señora, y
necesitaré de toda su indulgencia, sobre todo los primeros días. No he estudiado en
ningún colegio... soy demasiado pobre... ni he tenido relaciones con otros hombres
que con nuestro pariente, el difunto médico mayor, que era caballero de la Legión de
Honor, y con el señor cura párroco. Este podrá dar referencias sobre mi conducta.
Mis hermanos me han pegado desde que vine al mundo; no me quieren: si hablan mal
de mí, ruego a usted no los crea. Las faltas que cometa, señora, le ruego que me las
perdone, porque desde ahora protesto que no serán cometidas con intención.
Tranquilizado Julián mientras pronunció su discurso, se atrevió a examinar con
menos disimulo que antes a la señora de Rênal. Seduce y extasía la gracia femenina
cuando es natural y sobre todo cuando la persona que de ella está adornada no piensa
que la tiene. Julián, que no entendía de belleza femenina, habría jurado que la mujer
que delante tenía no había cumplido los veinte años. Ocurriósele de pronto la atrevida

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idea de besar la mano a su dulce protectora. La idea le dio miedo; pero un instante
después se dijo que sería cobardía insigne dejar de ejecutar una acción que podría
serle útil y contribuir a disminuir el menosprecio que seguramente inspiraría a una
dama tan hermosa un pobre obrero apenas arrancado a la sierra. Es posible que le
alentase un poco el recuerdo de la frase «muchacho guapo» que, desde seis meses
antes escuchaba con frecuencia los domingos, al salir de misa, y que pronunciaban las
jóvenes. Mientras reñían en su interior su osadía y su timidez, la señora de Rênal le
dirigió algunas palabras encaminadas a instruirle sobre la manera de tratar a sus hijos.
-Prometo no pegar nunca a sus hijos, señora; lo juro ante Dios- contestó Julián,
con fuego.
Mientras pronunciaba las palabras anteriores, tomó la mano de la señora de Rênal
y la llevó a sus labios.
La acción del joven dejó estupefacta a la dama. Nada dijo, sin embargo, aunque,
pasados breves momentos, se regañó mentalmente a sí misma.
El señor Rênal, a cuyos oídos había llegado el rumor de la conversación, salió de
su gabinete, y adoptando los aires majestuosos y paternales en que solía envolverse
cuando asistía a los matrimonios celebrados en la alcaldía, dijo a Julián:
-Necesito hablarle antes que le vean los niños.
Seguidamente hizo entrar a Julián en una habitación y rogó a su mujer, al
observar que se disponía a dejarlos solos, que no se fuese.
Cerrada la puerta, el señor Rênal habló a Julián en los siguientes términos:
-Me ha dicho el señor cura que es usted un buen muchacho. En esta casa se le
tratará con honor, y si su comportamiento me agrada, cuenta mía será ayudarle a
prosperar. Lo que no quiero es que usted se relacione con su familia ni con sus
amigos, cuya condición no puede convenir a mis hijos. Tome usted los treinta y seis
francos correspondientes a su primer mes de sueldo, pero exijo su palabra de honor
de que no ha de dar un sólo céntimo a su padre.
El señor Rênal estaba furioso contra el ladino viejo, que le había vencido en
astucia.
-Ahora, señor, pues, obedeciendo órdenes mías, todo el mundo en esta casa le
llamará así, conviene que cuanto antes se vista como corresponde, porque no quiero
que mis hijos le vean en mangas de camisa. ¿Le han visto los criados?- preguntó a su
mujer.
-No, amigo mío- contestó la interrogada con expresión pensativa.
-Mejor. Póngase provisionalmente esto- repuso, dando al joven una levita suya-, y
vamos al establecimiento del señor Durand.
Una hora más tarde, cuando el señor Rênal volvió con el preceptor, vestido de
negro de pies a cabeza, encontró a su mujer sentada en el mismo sitio donde la dejara.
La presencia de Julián llevó la tranquilidad a su ánimo, porque examinándole,

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olvidaba el miedo que aquel comenzaba a inspirarle. Julián no pensaba en ella. No
obstante su desconfianza en el destino, y en los hombres, en aquellos momentos no
era más que un niño. Creía que había vivido años enteros desde el instante en que,
tres horas antes, había salido temblando de la iglesia. Observó la expresión de
frialdad de la señora de Rênal, y comprendió que ésta estaba disgustada, encolerizada
probablemente, contra quien había tenido el atrevimiento de besarle la mano; pero el
sentimiento de orgullo que le daba el contacto de su cuerpo con ropas tan diferentes
de las que vistió siempre, juntamente con el anhelo de disimular su alegría, le tenían
tan fuera de sí mismo, que sus movimientos tenían mucho de brusco y hasta de loco.
La señora de Rênal le contemplaba con ojos de asombro.
-Mucha gravedad, señor, si quiere usted que le respeten mis hijos y la
servidumbre- dijo el señor Rênal.
-Me enajenan, señor, estos vestidos, que yo, pobre campesino, no estoy habituado
a llevar- contestó Julián- Si usted me lo permite, me recluiré en mi habitación.
-¿Qué te parece mi nueva adquisición?- preguntó el alcalde a su mujer.
Instintivamente, y sin darse de ello cuenta, la señora de Rênal ocultó por primera
vez en su vida, acaso, la verdad a su marido.
-Bien, aunque no me seduce tanto como a ti ese campesino- respondió-. Tus
atenciones excesivas le convertirán tal vez un impertinente insoportable, que te
obligará a despedirle antes de un mes.
-¡Bueno!... Le despediremos...Total, un centenar de francos tirados a la calle, y
bien vale esa cantidad el gusto de que Verrières se vaya acostumbrando a ver que los
hijos del señor Rênal tienen preceptor. No podríamos alcanzar este objeto si
dejásemos a Julián vestido de obrero y como a obrero le tratásemos. Si le
despedimos, se irá con el traje que lleva, y que he encontrado hecho en la sastrería,
pero no con el que acabo de encargarle en el establecimiento Durand.
La hora que Julián pasó encerrado en su habitación pareció un minuto a la señora
de Rênal. Sus hijos, a quienes hizo sabedores de la llegada de su preceptor, la
abrumaron a fuerza de preguntas. Salió al fin Julián. Era ya otro hombre. Si dijéramos
que estaba grave, faltaríamos abiertamente a la verdad: era la encarnación de la
gravedad. Presentado a los niños, habló a éstos con expresión que dejó atónito al
mismo señor Rênal.
-He venido a esta casa, señoritos- les dijo al terminar su alocución-, para enseñar
a ustedes latín. Saben ustedes, a no dudar, qué es recitar una lección. He aquí la Santa
Biblia-añadió, mostrando a los niños un tomito encuadernado en piel negra-. Es la
historia de nuestro Señor Jesucristo, la parte que se llama Nuevo Testamento. Puesto
que con frecuencia les obligaré a que me reciten lecciones, justo es que principien
ustedes obligándome a recitar la mía... Abra usted el libro al azar- añadió,
dirigiéndose al mayor de los niños, llamado Adolfo, que había tomado el libro en sus

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manos-; lea usted la primera palabra de una línea cualquiera, y yo recitaré de
memoria el sagrado texto, que debe ser norma de conducta para todos, sin
interrumpirme hasta que usted lo ordene.
Abrió Adolfo el libro, leyó una palabra, y Julián recitó la página entera, con tanta
facilidad como si hubiese recitado un romance en francés. El señor Rênal miraba a su
mujer con expresión de triunfo: los niños, observando el asombro de sus padres,
abrían desmesuradamente sus ojos. Llegó un criado a la puerta del salón, y como
Julián no cesase de hablar en latín, quedó inmóvil durante breves instantes y
desapareció luego. Muy pronto ocuparon la entrada de la estancia la doncella de la
señora y la cocinera. Adolfo había abierto ya el libro por ocho páginas diferentes, y
Julián continuaba recitando con la misma facilidad.
-¡Oh, Dios mío!- exclamó en alta voz la cocinera, joven sumamente devota-: ¡Qué
curita tan guapo!
El amor propio del señor Rênal comenzaba a inquietarse. Lejos de pensar en
examinar al preceptor, embargaba todas sus facultades el anhelo de encontrar en los
desvanes de su memoria algunas palabras latinas. Al fin consiguió recitar un verso de
Horacio, y Julián, que no sabía ni quería saber más latín que el de su Biblia,
respondió, frunciendo el entrecejo:
-La santidad del ministerio al que aspiro me veda leer un poeta tan profano.
El señor Rênal recitó una infinidad de versos que atribuyó a Horacio: explicó a
sus hijos lo que había sido aquel gran poeta; pero los niños, poseídos de admiración,
apenas si escuchaban las palabras de su padre: todas las potencias de su alma, todos
los sentidos de su cuerpo, los embargaba Julián.
Como continuaran los criados en la puerta, Julián creyó deber suyo prolongar la
prueba.
-Deseo también que el señor Estanislao Javier me indique un pasaje del libro
sagrado- dijo, dirigiéndose al más pequeño de sus discípulos.
Estanislao, con mirada llena de orgullo, leyó como Dios le dio a entender la
primera palabra de una línea, y Julián recitó toda la página. Para que el triunfo del
señor Rênal fuese completo, mientras el preceptor recitaba, llegaron el señor Valenod,
el dueño del tronco de soberbios caballos normandos, y el señor Charcot de
Maugiron, subprefecto del distrito.
La escena que dejamos detallada valió a Julián el título de señor, que los mismos
criados no se atrevieron a negarle ni escatimarle.
Aquella noche no quedó en Verrières persona de distinción que no acudiera a la
tertulia del alcalde, ávida de admirar el prodigio. Julián contestó a todo el mundo con
expresión tan sombría, que los mantuvo a distancia. Su gloria se propagó con rapidez
tal, que algunos días después, el señor Rênal, temiendo que le arrebatasen a su
preceptor, le propuso firmar un compromiso por dos años.

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-No, señor- respondió con frialdad Julián-. No puedo firmar ese compromiso
desde el momento que usted tiene derecho a despedirme el día que no le convengan
mis servicios. Un contrato que me obligase, sin obligar a usted, sería desigual: no lo
acepto.
Tan admirablemente supo componérselas Julián, que al mes de su enterada en la
casa, habíase conquistado el respeto de todos, incluso el del señor Rênal. Como el
párroco había regañado con los señores Rênal y Valenod, nadie podía revelar a éstos
la pasión que antiguamente tuvo Julián por Napoleón, de quien ya no hablaba más
que con horror.

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VII
LAS AFINIDADES ELECTIVAS
No saben llegar hasta el corazón sin herirlo.

UN AUTOR MODERNO

Le adoraban los niños, sin que el preceptor tuviese para ellos una chispa de cariño.
Jamás le impacientó nada de lo que sus discípulos hacían. Frío, impasible, supo
hacerse querer, porque su llegada alejó, hasta cierto punto el tedio de la casa, y fue un
buen preceptor. Inspirábale odio, horror, la familia en cuyo seno había sido admitido,
siquiera fuese en el lugar más humilde, circunstancia que, tal vez explique su odio y
su horror. Algunas veces, pocas, en banquetes de gran aparato, le costó un trabajo
inmenso contener dentro de su pecho el odio que encendía lo que le rodeaba. Entre
otros, un día de San Luis, la presencia en la casa del señor Valenod, alzó en el alma
de Julián tal tempestad de furia, que estuvo a punto de venderse: si quiso evitarlo,
hubo de huir al jardín, pretextando el deseo de ver a sus discípulos.
-¡Qué de elogios a la probidad!- rugía a media voz Julián ¡Cuánta mentira, cuánta
hipocresía! ¡No parece sino que la probidad sea la única virtud!... ¡Y, sin embargo,
qué de consideraciones, qué de respeto vil hacia un hombre, que ha triplicado su
fortuna desde que administra el caudal de los pobres! ¡Apostaría a que especula con
los fondos destinados a los niños expósitos, esos seres desventurados cuya miseria es
mil veces más sagrada que la de ningún mortal! ¡Ah, monstruos... monstruos!
¡También soy yo un expósito, puesto que me aborrece mi padre, me odian mis
hermanos, me detesta toda mi familia!
Algunos días antes de la festividad de San Luis, hallándose Julián paseando, sin
más compañía que la de su breviario, por un bosquecillo llamado el Belvédere, que
domina el Paseo de la Felicidad, intentó en vano esquivar el encuentro con sus dos
hermanos, a quienes vio venir desde lejos, por un sendero solitario. En tales términos
excitaron la envidia de aquellos obreros groseros el hermoso traje negro que vestía su
hermano menor, su expresión de dignidad y el desdén sincero que le inspiraban, que
le golpearon bárbaramente, dejándolo tendido en tierra, desmayado y cubierto de
sangre. Llegó por casualidad la señora de Rênal, que paseaba por el bosquecillo con
Valenod y el subprefecto, y viendo a Julián tendido e inmóvil, le creyó muerto. Se
afectó, como era natural, pero llevó a extremos tales su dolor, que dio celos a
Valenod.
En honor a la verdad, diremos que las suspicacias del director del Asilo fueron

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prematuras. Cierto que Julián encontraba muy hermosa a la señora de Rênal, pero
precisamente su hermosura, lejos de despertar su amor, excitó su aborrecimiento
hacia ella, sencillamente porque fue el primer escollo contra el cual estuvo a punto de
estrellarse su fortuna. Procuraba huir de ella y no le dirigiría la palabra, como no
fuese en caso de necesidad absoluta, pues se había propuesto hacer que olvidase el
transporte que el día de su llegada a la casa, le arrastró a besar su mano.
Elisa, que así se llamaba la doncella de la señora de Rênal, llegó a enamorarse de
veras del joven preceptor, de quien constantemente hablaba a su señora. El amor de la
doncella costó al preceptor el odio de uno de los criados de la casa. Un día Julián oyó
las palabras siguientes, que el criado decía a la doncella:
-Desde que entró en la casa ese preceptor grasiento, me niegas hasta los buenos
días.
Aunque Julián no era merecedor del calificativo de grasiento, a partir del día en
que oyó la palabreja se esmeró más y más en el cuidado de su persona. Con ello
consiguió centuplicar el odio de Valenod, quien dijo a cuantos quisieron oírle que
tanta coquetería se armonizaba mal con la humildad de quien estaba llamado a vestir
sotana.
Observó la señora de Rênal que Julián hablaba con mayor frecuencia que antes
con Elisa, mas no tardó en saber que las conferencias eran consecuencia de la escasez
de ropa blanca del preceptor, quien se veía obligado a darla a lavar fuera de la casa, y
lo hacía por mediación de la doncella. Su pobreza extrema, que nunca pudo sospechar
la señora de Rênal, conmovió vivamente a ésta, quien de buena gana la habría
remediado haciéndole regalos, si se hubiese atrevido. Esta resistencia interna fue el
primer sentimiento penoso que le causó Julián, pues hasta entonces, el nombre del
preceptor y la sensación de una alegría pura y espiritual eran en ella sinónimos. La
idea de la pobreza de Julián llegó a atormentarla en tales términos, que habló a su
marido de regalarle alguna ropa.
-¡Error, querida mía, error insigne!- contestó su marido-. ¿Hacer regalos a quien
nos sirve admirablemente y de quien estamos contentos? ¡Nunca! Los regalos se dan
al negligente a fin de estimular su celo.
Semejante manera de ver las cosas, que antes de la llegada de Julián no hubiera
llamado su atención, la humilló en extremo. No veía una vez al preceptor de sus
hijos, siempre limpio, siempre pulcro, sin que se repitiera asombrada:
-¿Cómo puede hacer ese milagro nuestro pobre Julián?
Era la señora de Rênal una de esas provincianas a quienes se suele tomar por
necias los quince días primeros que se las trata. Dotada de un alma delicada y
desdeñosa a la par, el instinto de dicha, que es natural a todos los seres, hacía que
nunca, o casi nunca, prestase la menor atención a las acciones de los personajes
groseros en cuyo círculo la arrojara el azar.

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Habríase hecho notar por su talento y vivacidad si hubiese recibido alguna
instrucción, pero, como heredera que era, habíanla encerrado sus padres en el colegio
de las Adoratrices del Sagrado Corazón de Jesús, donde bebió una animadversión
decidida hacia todos los que fuesen enemigos de los jesuitas. Tuvo bastante buen
sentido, para olvidar muy pronto todo lo que en el colegio había aprendido, pero
como no intentó siquiera rellenar el vacío, acabó por no saber nada. Las lisonjas
precoces de que, en su calidad de rica heredera, la hicieron objeto, y su inclinación
decidida hacia una devoción apasionada, fueron causas que la llevaron a vivir una
vida netamente interior. Bajo apariencias de una condescendencia absoluta y de una
abnegación de voluntad que los maridos de Verrières presentaban como modelo a sus
mujeres, y que llenaba de orgullo a su marido, el carácter de la señora de Rênal era
resultado de un temperamento todo altivez, todo soberbia. Princesas ha habido
célebres por su orgullo que se han dignado prestar más atención a lo que los
caballeros decían o hacían en derredor suyo que la que merecía a esta mujer, tan
dulce y modesta en apariencia, lo que dijese o hiciese su marido. Hasta que llegó
Julián a la casa, lo único que la preocupó fueron sus hijos. Las indisposiciones de
éstos, sus dolores, sus alegrías, embargaban toda la sensibilidad de aquella alma que
Sólo para Dios tuvo amor mientras, permaneció en el Sagrado Corazón de Besançon.
No se dignaba decirlo a nadie, pero era lo cierto que un acceso de fiebre que
sufriese cualquiera de sus hijos la sumía en tanta desolación como si el niño hubiese
muerto. Las confidencias de pesadumbres de este género, que la necesidad de
expansión la había movido a hacer a su marido en los años primeros de su
matrimonio, habían sido acogidas con una risotada grosera o un encogimiento
desdeñoso de hombros, manifestaciones que revolvían el puñal del dolor en la herida
y contrastaban con las almibaradas frases que le prodigaron en el convento donde
pasó su primera juventud. Demasiado orgullosa para hablar a nadie de sus pesares, ni
siquiera a su buena amiga la señora de Derville, imaginó que todos los hombres eran
como su marido, como Valenod y como el subprefecto Charcot de Maugiron. La
insensibilidad, más brutal para todo lo que no fuera dinero u honores, y el odio ciego
contra todos los que sostienen y defienden opiniones contrarias a las suyas, eran, a su
juicio, cualidades tan naturales al sexo masculino como calzar botas o usar sombreros
de fieltro.
Pasaron varios años sin que la señora de Rênal se hubiese acostumbrado a la
manera de ser de los hombres de dinero en medio de los cuales vivía.
De aquí el éxito del joven preceptor. La señora de Rênal encontró goces llenos de
dulzura y de encanto en la simpatía del alma noble y altiva de aquel. Le perdonó de
buen grado y sin esfuerzo su ignorancia supina en todo lo referente al trato social, y le
pareció una gracia más la rudeza de sus modales, que ella llegó a corregir sin
proponérselo. Se convenció de que merecía ser escuchado hasta cuando hablaba de

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cosas indiferentes, hasta cuando se trataba de la muerte de un perro, aplastado, al
atravesar la calle, bajo las ruedas de la carreta de un labrador. Un espectáculo de este
género hacia reír a su marido, al paso que determinaba en Julián un fruncimiento
enérgico de sus bien arqueadas cejas. Poco a poco fue creyendo que solamente en el
alma del joven curita tenían albergue la generosidad, la nobleza, la humanidad, y,
como es natural, le concedió toda la simpatía, toda la admiración que en las almas
bien nacidas despiertan estas virtudes.
En París, la posición de Julián con respecto a la señora de Rênal, se habría
simplificado muy pronto, porque en París, el amor es hijo natural de la novela: el
joven preceptor y su tímida señora habrían hallado en cualquier comedia, y hasta en
los couplets del Gimnasio, luz suficientemente clara para determinar su situación
respectiva. Las comedias o novelas les hubiesen señalado el camino que debían
seguir, mostrado el modelo que podían imitar, y la vanidad se hubiera encargado de
obligar a Julián a seguir las huellas del modelo en cuestión, aun cuando seguirle no le
hubiese proporcionado el menor placer.
En cualquier ciudad pequeña del Aveyron o de los Pirineos, cualquier incidente,
el más trivial, habría podido adquirir proporciones decisivas a consecuencia del
clima. Bajo nuestro cielo, más sombrío, un joven pobre, que no conocería la ambición
si no poseyera un corazón delicado que ansía disfrutar de algunos de los goces que
proporciona el dinero, ve diariamente a una mujer de treinta años, hermosa y
tentadora, y cree sinceramente que no tiene pensamientos más que para sus hijos, y
que no busca en las novelas los modelos de su conducta juiciosa. En provincias todo
va despacio, por sus pasos contados: hay más naturalidad que en las grandes
capitales.
Con frecuencia, al pensar en la pobreza del joven preceptor, se enternecía la
señora de Rênal hasta el extremo de derramar lágrimas. Julián la sorprendió un día
llorando desconsolada.
-¡Señora!- exclamó Julián ¿Ocurre alguna desgracia?
-No, amigo mío, no... Llame a los niños, y vamos a pasear- respondió ella.
Al salir, se apoyó en el brazo de Julián en forma que llamó la atención de éste.
Habíale llamado amigo por primera vez.
Durante el paseo, observó Julián que sus mejillas se cubrían de vivo carmín.
-Quizá le hayan dicho a usted que soy única heredera de una tía mía, muy rica,
que reside en Besançon- dijo sin mirar a su acompañante- Me envía tantos regalos,
que no sé qué hacer con ellos... Mis hijos adelantan tanto... que quisiera que usted se
dignase aceptar un regalito... una pequeña muestra de mi reconocimiento... ¡No es
nada!... ¡Algunos luises para que pueda usted comprarse ropa blanca!... Pero...
-...¿Qué, señora?- preguntó Julián, viendo que el carmín de sus mejillas
aumentaba y que su lengua callaba.

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-Quiero decir que sería inútil hablar de ello a mi marido-añadió, bajando la
cabeza.
-Pequeño soy, señora; nada valgo, pero no soy vil- contestó Julián, irguiéndose
altanero y clavando en su señora sus ojos que despedían destellos de cólera-. Sin duda
no ha meditado usted bien lo que dice. Sería yo menos que un criado si me pusiera en
el caso de tener que ocultar al señor Rênal nada relativo a mi dinero.
La señora de Rênal quedó aterrada.
-Desde que estoy en la casa, el señor alcalde me ha pagado cinco mensualidades a
razón de treinta y seis francos cada una: dispuesto estoy a mostrar mi libreta de gastos
al señor Rênal y al mundo entero, sin exceptuar al señor Valenod, que me detesta.
Intensa palidez cubrió el semblante de la señora de Rênal, sus manos temblaban,
y la situación se hizo tan embarazosa de resultas de las últimas palabras del preceptor,
que terminó el paseo, sin que ni ella ni éste encontrasen pretexto para reanudar la
conversación durante el paseo. El orgullo de Julián alzó un obstáculo más, que
difícilmente podría salvar el amor, si alguno tenía hacia su señora, y en cuanto a ésta,
respetó y admiró más que nunca al joven, por quien en realidad acababa de ser
regañada. El deseo de reparar la humillación involuntaria de que había hecho objeto a
Julián fue parte a que la señora extremase sus atenciones y le prodigase cuidados con
tierna solicitud. Por espacio de ocho días, la senda nueva emprendida hizo las delicias
de la señora de Rênal, que consiguió apagar la cólera de Julián, aunque éste, en las
muestras de afecto de la señora, no vio ni un átomo de afición personal.
-¡Así son los ricos!- exclamaba con frecuencia-. ¡Humillan a uno, y creen que
unas cuantas tonterías bastarán luego para reparar el daño causado!
Era todavía demasiado inocente de corazón la señora de Rênal para callar a su
marido la escena que dejamos explicada, no obstante sus propósitos en contrario.
-¡Cómo!- exclamó el alcalde, herido en su amor propio-. ¿Has podido tolerar
semejante desaire de un criado?
-Nuestro preceptor no es criado- replicó la señora.
-Permíteme que hable como habló en otro tiempo el príncipe de Condé, al hacer
la presentación de sus chambelanes a su esposa: «Todas estas gentes son nuestros
criados». He repetido fielmente sus palabras, que leí en las Memorias de Besenval.
Toda persona que, no siendo caballero, vive en tu casa y cobra una renta o salario, es
tu criado. Voy a decir cuatro palabritas a Julián, y a regalarle de paso cien francos.
-¡Por Dios, amigo mío!- suplicó la señora de Rênal con voz trémula-. ¡No haga
eso delante de los criados!
-¡Claro que no! Tendrían envidia, y con razón- contestó el marido alejándose y
pensando en la importancia de la cantidad que iba a regalar.
La señora de Rênal se dejó caer sobre una butaca, vencida por el dolor. Pensó que
su marido iba a humillar a Julián, y que de la humillación tenía ella la culpa. Ocultó

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su bello rostro entre las manos, hizo propósitos de no volver en su vida a hacer
confidencias a su marido, que comenzaba a inspirarle horror.
Cuando volvió a ver a Julián, temblaba como la hoja en el árbol. Tal opresión
sentía en su pecho, que no pudo pronunciar una sola palabra. En su aturdimiento,
tomó entre las suyas las manos del preceptor y las estrechó con fuerza.
-¡Y bien, amigo mío!- exclamó no sin esfuerzo-. ¿Está usted contento de mi
marido?
-¿Cómo no estarlo?- respondió Julián con cierto dejo de amargura en la voz-. ¡Me
ha regalado cien francos!...
La señora le miró perpleja.
-Deme usted el brazo- dijo al cabo de breves momentos, con acento de valor,
nuevo en ella.
Atrevióse a entrar en la librería de Verrières, cerrando los ojos a la horrible
reputación de liberal de que gozaba, y gastó diez luises en libros que regaló a sus
hijos, pero que eran precisamente los que sabía que Julián deseaba leer. Antes de salir
de la librería, quiso que cada uno de sus hijos escribiera su nombre en los libros que
le tocaban en suerte. Mientras la señora de Rênal saboreaba el placer consiguiente a
la reparación que estaba dando a Julián, éste contemplaba atónito la cantidad de
libros que llenaban los estantes de la librería. Su corazón palpitaba violento. Lejos de
intentar adivinar lo que pasaba en el de la señora de Rênal, preocupábale única y
exclusivamente la idea de hallar un recurso que pusiera a un pobre estudiante de
teología en condiciones de adquirir algunos de los libros que cautivaban su atención.
Ocurriósele al fin que, extremando la destreza, acaso no le fuera imposible convencer
al señor Rênal de la necesidad de enseñar a sus hijos la historia de los hombres
célebres nacidos en la provincia, y, efectivamente, sus sueños tuvieron realización tan
pronta, que muy poco tiempo después, animado por el éxito, se atrevió a proponer al
señor Rênal una acción que forzosamente habría de ser muy penosa para el noble
alcalde, porque consistía nada menos que en contribuir a la fortuna de un liberal,
tomando un abono en la librería. Suponía Julián que encontraría obstáculos muy
serios, y los encontró, en efecto. El señor Rênal reconoció la conveniencia de que su
hijo mayor tuviese alguna idea de las obras que con frecuencia oía ponderar en las
conversaciones, antes de ingresar en la Academia Militar; pero sus concesiones no
llegaban más allá. Julián sospechó la existencia de motivos secretos, pero, aunque lo
intentó, no consiguió adivinarlos.
-Desde luego se me ocurrió, señor- dijo Julián un día-, que sería grave
inconveniencia hacer figurar en el sucio registro de un librero el apellido ilustre de un
caballero tan preclaro como usted.
La frente del señor Rênal se iluminó.
-También sería notable imprudencia- continuó Julián con tono más humilde-

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estampar en el registro de un alquilador de libros el nombre de un pobre estudiante de
teología, porque daría pie a los liberales para acusarme de haber pedido los libros más
infames; pero estos inconvenientes podrían orillar-se. Sin contribuir al triunfo del
partido jacobino, podemos disponer de los libros que para la instrucción de mis
discípulos sean necesarios, abriendo en la librería un abono a nombre del último de
los criados de la casa.
-¡No me disgusta la idea!- exclamó el señor Rênal, sin poder disimular su alegría.
-Convendría hacer constar- repuso Julián, adoptando esos aires de gravedad con
que suelen envolverse ciertas personas cuando se proponen asegurar la consecución
de un fin durante largo tiempo buscado- que el criado no podrá sacar de la librería
ninguna novela. Los libros peligrosos podrían pervertir a las doncellas de la señora y
al mismo criado.
-Olvida usted incluir en el catálogo de los libros vitandos los folletos políticos-
observó con expresión de altanería el señor Rênal, que deseaba ocultar la admiración
que le producía el habilidoso recurso inventado por el preceptor de sus hijos.
Era la vida de Julián una serie no interrumpida de negociaciones que, no obstante
su poca importancia, le preocupaban mucho más que la preferencia decidida que
ocupaba en el corazón de la señora de Rênal, y que habría podido ver con sólo abrir
los ojos.
La posición moral que ocupó desde que vino al mundo no se modificó en lo más
mínimo desde que fue a vivir a la casa del alcalde de Verrières. En ella, lo mismo que
en la serrería de su padre, no tenía más que desprecio profundo para las personas con
las cuales convivía, desprecio y aborrecimiento. A diario encontraba en los relatos
hechos por el subprefecto, por Valenod o por cualquiera de los demás amigos de la
casa, a propósito de sucesos de los que habían sido testigos presenciales, pruebas
evidentes de lo alejados que aquellos señores estaban de la realidad. Los rasgos que a
él parecían sencillamente admirables, eran los que merecían las censuras más
enconadas de las gentes que le rodeaban. La prudencia sellaba sus labios, pero
interiormente se decía:
-¡Qué monstruos... y qué estúpidos!
Jamás habló con sinceridad a nadie, excepción hecha del médico mayor. Fuera del
latín y de la teología, las escasas ideas que tenía eran referentes a las campañas de
Bonaparte en Italia o bien a la cirugía.
La primera vez que la señora de Rênal inició una conversación extraña a la
instrucción de sus hijos, Julián contestó con un discurso sobre operaciones
quirúrgicas. La señora palideció y rogó al preceptor que tuviera la bondad de
suspender la exposición de un tema tan poco agradable.
Pasaba Julián la mayor parte del tiempo al lado de la señora de Rênal, y, sin
embargo, en cuanto quedaban solos apenas si despegaban los labios. En las tertulias

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con frecuencia sorprendía la señora de Rênal ciertos destellos luminosos que
animaban momentáneamente los ojos del preceptor, cuando ella hablaba, de la misma
manera que observaba que, cuando estaban solos, Julián perdía parte de su calma y
parecía como turbado. No dejaban de producirle cierta inquietud aquellos fenómenos,
pues su instinto de mujer le hacía recelar peligros que alarmaban su pudor.
Fundándose en la idea errónea que de la buena sociedad tenía formada, como
consecuencia de las lecciones del difunto médico mayor, Julián, desde el momento
que se encontraba a solas con una mujer, y ésta callaba, considerábase humillado,
como si del silencio tuviese la culpa. Su imaginación, llena de ideas exageradas sobre
lo que un hombre debe decir a una mujer, no le ofrecía en su turbación, cuando
acompañaba a la señora de Rênal, más que ideas inadmisibles. Volaba su alma por las
nubes, pero le era imposible salir de su humillante silencio. De ello resultaba que
sufría las angustias más crueles durante sus interminables paseos con la señora de
Rênal, decía las tonterías más ridículas, y para colmo de males, él mismo exageraba
hasta lo infinito lo absurdo de sus frases. Lo que no advertía el cuitado era que sus
ojos hablaban, que eran ventanas a las que se asomaba un alma ardiente, que,
semejantes a los grandes actores, sabían dar cierto perfume encantador a cosas o
palabras que no tenían encanto. Otra de las observaciones hechas por la señora de
Rênal fue que el preceptor de sus hijos, cuando se encontraba con ella a solas, jamás
conseguía hilvanar una frase bien dicha, como no fuese en momentos de distracción
motivada por un incidente imprevisto cualquiera.
Desde la caída de Napoleón, han sido severamente desterradas de las costumbres
de provincia hasta las apariencias de galantería. La señora de Rênal, rica heredera de
una tía devota, casada a los dieciséis años, no había experimentado, ni visto en su
vida, nada que tuviese apariencias de amor. A nadie en el mundo habló de amor más
que al virtuoso cura Chélan, con quien consultó a propósito de la persecución de que
Valenod la había hecho objeto, y el buen cura le trazó una imagen tan repugnante del
amor, que esta palabra era en ella sinónimo de libertinaje del género más abyecto.
Para ella, el amor, tal como lo había visto retratado en las contadas novelas que la
casualidad puso en sus manos, constituía una excepción, era algo sobrenatural.
Merced a esta ignorancia, la señora de Rênal, cuya imaginación llenaba por
completo la imagen del joven preceptor de sus hijos, vivía tranquila y feliz, sin
advertir en su afición nada reprobable, nada pecaminoso.

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VIII
SUCESOS SIN IMPORTANCIA
Then there were sigs, the deeper for supression,
And stolen, glances, weeter fort the theft,
And burning blushes, though for no transgression.

DON JUAN, I, 74

Si alguna vez se alteraba la dulzura angelical que la señora de Rênal debía a su


carácter y a su dicha, era cuando se acordaba de su doncella Elisa. Esta muchacha
tuvo la suerte de heredar, fue a confesar con el cura Chélan, y le reveló sus deseos de
casarse con Julián. El cura, que quería entrañablemente a Julián, y se interesaba por
su porvenir, saboreó uno de los placeres más vivos de su vida al recibir la noticia;
pero su sorpresa fue terrible cuando su joven protegido le contestó resueltamente que
no podía aceptar el ofrecimiento de la señorita Elisa.
-Ten mucho cuidado, hijo mío, con lo que pasa en tu corazón- le dijo el cura,
frunciendo el entrecejo-. Te felicito con toda mi alma por tu vocación, si es ésta la
causa única que te mueve a desdeñar la mano de una joven agraciada y dueña de una
fortuna más que suficiente. Al cabo de cincuenta y seis años cumplidos de ser cura de
esta parroquia, voy a ser destituido, según todas las apariencias. La desgracia me
aflige, ¿a qué negarlo?, y, sin embargo, tengo, aparte del curato, ochocientas libras de
renta. Si cito este detalle, es para que no te hagas ilusiones con respecto al porvenir
de la carrera sacerdotal. Si tu intención es postrarte a los pies de los poderosos del
mundo, buscando en su protección tu encubrimiento, aseguras de una vez y para
siempre tu eterna condenación. Podrás hacer fortuna, no lo niego, pero por medios
viles y miserables, lisonjeando al subprefecto, adulando al alcalde, sirviendo las
pasiones de los ricos. Esta conducta, que el mundo llama saber vivir, puede no ser
absolutamente incompatible con la salvación de un seglar, pero lo es con la de un
sacerdote, que no tiene más remedio que elegir entre hacer fortuna en este mundo o
en el otro. Reflexiona, amigo mío, y dentro de tres días me darás tu contestación
definitiva. Con pesar descubro en el fondo de tu carácter adusto un ardor sombrío que
no me parece presagio de moderación ni de abnegación perfecta, virtudes entrambas
indispensables al clérigo. En tu talento tengo confianza; pero me permitirás que te
diga- añadió, con lágrimas en los ojos-que tiemblo por tu salvación, si te decides a ser
sacerdote.
Julián se avergonzó de su emoción. Por primera vez en su vida se vio querido por

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alguien. Lloró de alegría y fue a esconder sus lágrimas al centro del bosque, más allá
de Verrières.
-¿Qué causa produce en mí el estado en que me encuentro?- se dijo al fin-. Creo
que daría cien vidas que tuviera por el buen cura Chélan, quien acaba de demostrarme
que soy un idiota. Más que a nadie en el mundo, me importa engañarle a él, y no lo
consigo...; lee en lo más recóndito de mi alma. Ese fuego secreto de que me habla, es
mi ansia de hacer fortuna. Me considera indigno del sacerdocio, cuando yo me
imaginaba que el sacrificio de una renta de cincuenta luises le daría la idea más
elevada de mi piedad y de mi vocación. De hoy en adelante- continuó Julián no han
de inspirarme ya confianza más que aquellas características de mi temperamento que
haya sometido a prueba. ¿Quién había de decirme que experimentaría placer
vertiendo lágrimas? ¿Que amaría a quien me demuestra que soy un idiota?
Tres días más tarde, había encontrado Julián el pretexto de que debió armarse el
primer día. El pretexto era una calumnia, ¿pero que importaba? Confesó al cura, no
sin muestras de turbación, que un motivo que no podía explicarle, porque sería en
perjuicio de tercero, le había obligado desde el primer momento a declinar el
ofrecimiento de la unión matrimonial proyectada. El pretexto envolvía una acusación
manifiesta en contra de la conducta de Elisa. En las manifestaciones de Julián,
encontró el cura cierto tinte mundano, muy distinto del que debía animar a un
aspirante al sacerdocio.
-Antes que hacerte sacerdote sin vocación- insistió de nuevo el cura-, procura ser
buen ciudadano, instruido y estimable.
Julián contestó con buenas palabras a las indicaciones del anciano, con frases
propias de un seminarista fervoroso; pero el tono con que las pronunció y el fuego
mal disimulado que despedían sus ojos, fueron síntomas que alarmaron
poderosamente al señor Chélan.
Extrañó la señora de Rênal que no hiciese más dichosa a su doncella la nueva
fortuna que se le entraba por las puertas. Veíala ir con insólita frecuencia a la casa
rectoral, de la cual regresaba siempre llorando o con señales de haber llorado. Al fin,
Elisa le habló de sus proyectos de matrimonio.
La impresión que la noticia produjo en la señora de Rênal fue terrible: se creyó
verdaderamente enferma. Apoderóse de ella una fiebre que le impedía conciliar el
sueño; puede decirse que no vivía más que cuando tenía delante a su doncella o al
preceptor de sus hijos, ni en su mente cabía otra idea que la del cielo de ventura que
encontrarían en el hogar que los desposados iban a construirse. Su imaginación le
pintaba con colores arrebatadores las dulces escaseces de la nueva casa que habría de
cubrir todos los gastos con una renta de cincuenta luises anuales. Julián podría
hacerse abogado en Bray, distante dos leguas de Verrières, en cuyo caso tendría el
gusto de verle de vez en cuando.

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La señora de Rênal creyó que iba a volverse loca: así se lo dijo a su marido, y si
no loca, es lo cierto que se puso enferma. Aquella misma noche observó que Elisa
lloraba. Poco antes le había regañado con cierta dureza, sin causa justificada,
sencillamente porque, en aquel momento, le pareció aborrecible. Arrepentida de su
arrebato, pidió perdón a su doncella, y ésta, desbordadas sus lágrimas, contestó que,
si su señora se lo permitía, le haría historia de su desventura.
-Cuéntemelo todo- contesto la señora de Rênal.
-Pues bien, señora; me rechaza. Malas lenguas han debido hablarle mal de mí, y
él ha tenido la debilidad de creerlas.
-¿Que la rechaza?- preguntó la señora, respirando con dificultad-¿Quién es el que
la rechaza?
-¡Quién ha de ser, señora, más que Julián!- exclamó la doncella sollozando-.
Todos los esfuerzos del señor cura se han estrellado ante el muro inconmovible de su
resistencia. El señor cura ha trabajado mucho, señora, porque cree que no es digno de
rechazar a una joven honrada so pretexto de que ha estado al servicio de otra
persona... Después de todo, el padre de Julián es un aserrador, y su hijo no podría
ganarse el pan si no se hubiese colocado en la casa de la señora.
La señora de Rênal no escuchaba ya: la dicha que a torrentes penetraba en su
alma estuvo a punto de privarle de la razón. Se hizo repetir infinidad de veces que
Julián había rechazado positiva y terminantemente la mano de la doncella, y que no
quedaban esperanzas de torcer su resolución.
Intentaré yo el último esfuerzo- dijo la señora a su doncella-. Yo me encargo de
hablar al señor Julián.
Al día siguiente, después del almuerzo, la señora de Rênal se proporcionó la
voluptuosa satisfacción de defender la causa de su rival y de ver rechazadas con
tesón, por espacio de una hora seguida, la mano y la fortuna de Elisa.
Poco a poco dejó Julián sus respuestas incoloras y contestó con ingenio a las
juiciosas representaciones de la señora de Rênal. Esta, sin poder resistir las oleadas de
dicha que se agitaban en su alma después de tantos días de negra desesperación, se
encontró mal de veras. Cuando consiguió reponerse algún tanto, se encerró en su
habitación y despidió a todo el mundo. Atravesaba un estado de profundo estupor.
-¿Pero es que estoy enamorada de Julián?- se preguntó al fin.
El descubrimiento, que en cualquier otra ocasión habría sido para ella manantial
de punzantes remordimientos y de agitación terrible, no le produjo otro efecto que el
de extrañeza. Su alma, completamente agotada de resultas de los recientes
sufrimientos, no tenía ya sensibilidad que poner al servicio de las pasiones.
Quiso trabajar, y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó no se asustó tanto
como debiera. Considerábase demasiado feliz para inquietarse por nada. Ingenua e
inocente, aquella linda provinciana no intentó nunca buscar en su corazón la fuente

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de la sensibilidad, si en el horizonte de su existencia asomó alguna nube precursora
de dulces sentimientos o de amargas penas. Con anterioridad a la entrada de Julián en
la casa, absorta, entregada a las faenas que, lejos de París, son la suerte de las madres
de familia, la señora de Rênal pensaba en las pasiones como pensamos nosotros en la
lotería: un engaño seguro y un espejuelo de dicha buscado por los necios.
Sonó la campana que llamaba a la mesa. La señora de Rênal se puso encarnada al
oír la voz de Julián que llegaba con los niños. Poco diestra, desde que el amor había
mordido en su corazón, para explicar lo encendido de sus mejillas se quejó de un
horrible dolor de cabeza.
-Todas las mujeres sois lo mismo- observó su marido, riendo a carcajadas-
Siempre tenéis algo descompuesto en el piso superior.
Aunque estaba muy acostumbrada a los rasgos de ingenio de su marido, no dejó
de admirar a la señora de Rênal el tono con que fue pronunciado el que dejamos
copiado. Deseando distraerse, volvió sus ojos hacia Julián: si éste hubiese sido el
prototipo de la fealdad masculina, en aquel instante le habría parecido un Adonis.
Atenta a copiar las costumbres de las grandes señoras, la señora de Rênal, no bien
se inauguraron los días hermosos de la primavera, se estableció en Vergy, pueblo que
hizo célebre la trágica aventura de Gabriela. A algunos centenares de pasos de las
pintorescas ruinas de la antigua iglesia gótica, se alza un viejo castillo, con sus cuatro
torres, propiedad del señor Rênal, con su correspondiente jardín, que afecta una
distribución análoga al de las Tullerías, abundante en setos de boj y en alamedas
flanqueadas por castaños, que son podados dos veces al año. Servía de paseo un
campo inmediato plantado de manzanos, y en cuyo extremo crecían ocho o diez
nogales soberbios, cuyas inmensas copas se alzaban del suelo tal vez ochenta pies.
Aquel año el panorama del campo pareció nuevo y más encantador que nunca a la
señora de Rênal, que, en su admiración, llegó hasta el transporte. El sentimiento de
que estaba animada le daba ingenio y resolución. Durante la ausencia de su marido,
que hubo de volver dos días después a Verrières por asuntos de la alcaldía, tomó
obreros por cuenta propia. Julián le había sugerido la idea de construir un paseíto
cubierto de fina arena que debería pasar por el pie de los grandes nogales, y por el
cual podrían pasear los niños desde las primeras horas de la mañana sin que el rocío
humedeciese sus zapatos. La idea fue puesta en ejecución a las veinticuatro horas de
concebida. La señora de Rênal pasó uno de los días más felices de su vida dirigiendo
juntamente con Julián a los trabajadores.
Grande fue la sorpresa del alcalde de Verrières cuando, a su regreso de la ciudad,
encontró el paseo construido, pero no fue menos la que su llegada produjo a la señora
de Rênal, que había olvidado hasta su existencia. Dos meses enteros estuvo hablando
el alcalde del atrevimiento intolerable que suponía hacer una reparación de tanta
importancia sin consultarle; pero, como la señora la había ejecutado a sus expensas,

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el buen señor se consoló poco a poco.
Los días transcurrían felices para la señora de Rênal, que los pasaba enteros
corriendo con sus hijos por el jardín o el huerto, entregada a la caza de mariposas.
Había construido grandes capuchones de gasa con los cuales apresaba a los pobres
lepidópteros... Este nombre bárbaro se lo había enseñado Julián a la señora.
Las mariposas eran clavadas sin piedad con alfileres en un gran cuadro de cartón,
dispuesto también por Julián.
Julián y la señora tuvieron, al fin, materia abundante de conversación: ya no se
veía expuesto el primero a las torturas horribles que atenaceaban su alma en los
momentos de silencio.
Hablaba sin cesar y con interés extremado, aunque siempre de cosas muy
inocentes. Aquella existencia activa, atareada y alegre, era del gusto de todos,
excepto de Elisa, que se veía abrumada por el trabajo. Decía ella que nunca, ni en los
días de Carnaval, cuando se celebraban bailes en Verrières, había extremado tanto su
señora el atavío de su persona. En su exageración, llegaba si hemos de dar crédito a
su doncella, a cambiar de vestido dos y tres veces al día.
Como no entra en nuestros propósitos adular a nadie, nos guardaremos muy
mucho de negar que la señora de Rênal, que tenía un cutis satinado y un descote
encantador, se hizo arreglar algunos vestidos en forma que dejasen al descubierto sus
brazos y una buena parte de su pecho. En realidad, aquellos vestidos le sentaban
maravillosamente, puesto que hacían resaltar perfecciones que de otra suerte habrían
quedado ocultas.
-Nunca ha sido usted tan joven, señora-repetían, admirados sus amigos de
Verrières, en sus visitas a Vergy. (La frase subrayada era un modismo de la región.
La señora de Rênal había llevado a Vergy a una parienta suya, que fue su
compañera de colegio en el Sagrado Corazón, e insensiblemente pasó a convertirse en
su amiga íntima después de su matrimonio. La señora Derville, que así se llamaba la
parienta en cuestión reía sin cesar de lo que ella llamaba ideas locas de su prima. Las
tales ideas, que en París habrían sido calificadas de ímpetus o arranques,
avergonzaban a la señora de Rênal cuando su marido estaba presente u ausente la
señora Derville, pero la presencia de ésta despertaba su valor. Exponía primero sus
pensamientos con voz tímida; al rato de hallarse solas las dos señoras, se animaba el
ingenio de la de Rênal, y al final de una mañana interminable y solitaria, salían las
dos primas alegres y animadas, como si las largas horas transcurridas les hubiesen
parecido segundos.
En cuanto a Julián, no parecía sino que se había convertido en niño de verdad, a
juzgar por el placer que experimentaba corriendo tras las mariposas, con tanto ardor
como sus discípulos. Después de tantos días de constante violencia, al verse solo,
lejos de las miradas de los hombres, y sin motivos para temer a la señora, si no

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mentía su instinto, se abandonaba a la dicha de vivir, tan natural a su edad, y al placer
de contemplar aquellas montañas, las más hermosas del mundo.
Desde que llegó la señora Derville, creyó Julián que sería su amiga. Lo primero
que hizo fue llevarla al extremo del nuevo paseo, a los grandes nogales, para que
admirase la vista que allí se ofrecía a los ojos, igual, si no superior, a cuanto Suiza e
Italia con sus lagos pueden ofrecer de más admirable. Si se escala la rampa que
comienza algunos metros más allá, no se tarda en llegar a los inmensos precipicios
que abren sus bocas en el centro de bosques de robustas encinas. Julián, libre, feliz,
rey, hasta cierto punto, de la casa, solía acompañar a las primas hasta las cimas de
aquellos peñascales cortados a pico, y se extasiaba ante la admiración que a aquellas
producía espectáculo tan sublime.
La envidia de sus hermanos y la presencia de un padre déspota y malhumorado
habían convertido en horribles estepas, a los ojos de Julián, los alrededores de
Verrières. Vergy, por el contrario, no despertaba en su mente recuerdos amargos: allí
se encontraba, por primera vez en su vida, libre de la presencia de enemigos.
Mientras el señor Rênal estaba en la ciudad, lo que ocurría con frecuencia, Julián se
atrevía a leer; mas no pasó mucho tiempo sin que, durante las noches, diese de mano
a la lectura para entregarse al sueño. De día, las horas que no dedicaba a la enseñanza
de sus discípulos, solía subirse a los peñascos, llevando por toda compañía su libro
favorito, norma única de su conducta y objeto de sus transportes. En momentos de
desaliento, en sus páginas encontraba a la vez la dicha, el éxtasis y el consuelo.
La lectura de algunas cosas que Napoleón dijo sobre la mujer, juntamente con la
de las discusiones sobre el mérito de las novelas en moda durante el reinado de aquel,
fueron para Julián fuente donde bebió algunas ideas que cualquier otro joven de su
edad habría tenido muy sabidas desde largo tiempo antes.
Con la llegada de los grandes calores, se inauguró la costumbre de pasar las
veladas al aire libre, bajo la copa del inmenso tilo que se alzaba a pocos pasos de la
casa. La obscuridad era allí profunda. Una noche hablaba Julián con vivacidad,
paladeando el deleite que lleva consigo la conversación cuando los interlocutores son
mujeres jóvenes y bonitas. Inconscientemente, mientras gesticulaba, tocó la mano de
la señora de Rênal, que ésta había apoyado sobre el respaldo de una de esas sillas de
mimbre que suelen tenerse en los jardines.
La mano se retiró con brusca celeridad, pero Julián pensó entonces que era deber
ineludible suyo conseguir que aquella mano no se retirase cuando sintiera el contacto
de la suya. La idea de que tenía un deber que cumplir, y de que correría el ridículo
más espantoso si no lo cumplía, desterró al punto hasta la sombra de placer de su
corazón.

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IX
UNA VELADA EN EL CAMPO
La Didon de M. Guérin, esquisse charmante.

STROMBEK

Al día siguiente, cuando encontró a la señora de Rênal, la miraba de una manera


extraña mejor dicho, la observaba como se observa al enemigo con quien es preciso
medir sus fuerzas. Aquellas miradas, tan diferentes de las de la víspera, dieron al
traste con la tranquilidad de la señora de Rênal. Decíase ésta que siempre había sido
buena con Julián, no obstante lo cual, parecía que éste estaba enfadado. Érale
imposible separar sus miradas de las del preceptor de sus hijos.
Gracias a la presencia de la señora Derville, pudo Julián hablar menos y ocuparse
más en los pensamientos y proyectos que encerraba su cabeza. Aquel día no hizo otra
cosa que fortificarse con la lectura del libro inspirado en cuyas páginas temblaba su
alma.
Abrevió considerablemente las lecciones de los niños, y cuando la señora de
Rênal vino a recordarle con su presencia el deber imperioso que no podía dejar de
cumplir sin mengua de su gloria, decidió que era preciso que, aquella misma noche,
la mano de su señora permaneciese entre las suyas.
La proximidad del sol a su ocaso y, como consecuencia, del momento decisivo,
hizo latir con violencia el corazón de Julián. Llegó la noche: con placer que le libró
de un peso enorme, observó Julián que sería muy obscura. Densos nubarrones que un
viento cálido y sofocante arrastraba de una a otra parte del opaco cielo, parecían ser
presagio de tempestad. Las dos amigas pasearon más tiempo que el de costumbre.
Todo cuanto aquella noche hacían parecía singular e insólito a Julián.
Al fin se sentaron: la señora de Rênal entre Julián y su prima. Nuestro héroe,
hondamente preocupado por la idea de la empresa que debía intentar, no encontraba
palabra que decir. La conversación languidecía.
-¿Tan cobarde soy, que tiemblo ante el primer enemigo con quien voy a medir mis
fuerzas?- se decía mentalmente.
Debatiéndose en un mar de angustias mortales, todos los peligros imaginables le
parecían en comparación de la situación en que se hallaba. ¡Cuántas veces deseó con
todas las veras de su alma que sobreviniese un incidente cualquiera que obligara a la
señora de Rênal a abandonar el jardín y retirarse a sus habitaciones! Era demasiado
brutal la violencia que Julián había de hacerse para que no se alterase profundamente

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su voz. También se hizo temblorosa la de la señora de Rênal al cabo de breves
instantes, pero Julián no echó de ver el fenómeno. El tremendo combate que su deber
reñía con su timidez le arrebataba los medios de observar nada, fuera de lo que en su
interior pasaba. El reloj del castillo había dejado oír los tres cuartos para las diez, sin
que Julián se hubiese atrevido a nada. La conciencia de su cobardía encendió en su
pecho una tempestad de indignación.
-Mientras suenen las diez, ejecutaré el proyecto que abrigo todo el día, y que me
he prometido poner en práctica esta noche, o subiré a mi cuarto y me levantaré la tapa
de los sesos- se dijo.
Cuando la emoción tenía a Julián fuera de sí, sonaron las diez en el reloj del
castillo. Cada sonido de aquella campana fatal resonaba en el pecho de Julián, y le
producía vibraciones y dolores físicos.
Fiel a su promesa, no se había extinguido el eco de la última cuando extendió el
brazo y se apoderó de la mano de la señora de Rênal, que ésta retiró en el acto. Julián,
sin saber ya lo que hacía, la asió de nuevo. No obstante su perturbación, su extravío
mental, observó que aquella mano parecía de hielo. La mano intentó escaparse una
vez más: Julián la retuvo con fuerza convulsiva, y al fin consiguió que aquella
quedase entre la suya.
Sintió que en su alma penetraban oleadas de placer, no porque amase a la señora
de Rênal, que no cabía en su corazón sentimiento tan dulce, sino porque la
realización de su empeño había hecho cesar el suplicio atroz que le torturaba.
Creyóse obligado a hablar, a fin de que la señora Derville no se enterase de lo que
pasaba, y su voz, entonces, fue sonora y vibrante. En cambio, la de la señora de Rênal
reveló tanta emoción, que su prima, creyéndola indispuesta, le indicó la conveniencia
de recogerse en sus habitaciones. Julián se dio cuenta del peligro que le amenazaba.
-Si la señora de Rênal se retira ahora al salón- se dijo-, vuelvo a la horrible
situación que me ha martirizado todo el día. Su mano ha permanecido demasiado
poco tiempo unida a la mía para que constituya una ventaja positiva y durable.
En el momento que la señora Derville proponía por segunda vez la entrada en el
salón, Julián oprimió con fuerza la mano que asía.
La señora de Rênal, que se había levantado ya, volvió a sentarse, diciendo con
voz desfallecida:
-Me encuentro un poquito indispuesta, es verdad, pero creo que el aire libre me
sentará bien.
Estas palabras confirmaron la dicha de Julián, que, en aquellos instantes, era
infinita. Habló, olvidó el fingimiento, y consiguió que las dos damas le escucharan
extasiadas y le tomasen por el hombre más amable del mundo. Empero, aquella
elocuencia súbita encubría buena dosis de falta de valor. Temía Julián que la señora
Derville, molesta por el viento que comenzaba a soplar con fuerza, y que a no dudar

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era precursor de la tempestad, quisiera entrar en el salón. Si esto ocurría, quedaría él a
solas con la señora de Rênal, en cuyo caso, seguro estaba de que le sería imposible
decir una sola palabra. Por poco enérgicas que fueran las reconvenciones que le
dirigiera la señora de Rênal, resultaría vencido, y como consecuencia, escaparía de
sus manos la pequeña ventaja conquistada.
Por fortuna para él, sus discursos conmovedores y enfáticos hallaron aquella
noche gracia ante la señora Derville, que con frecuencia le encontraba torpe como un
niño y muy poco divertido. En cuanto a la señora de Rênal, puede decirse que no
pensaba en nada más que en su dicha. Las horas que pasó bajo el inmenso tilo,
plantado, según la tradición del país, por Carlos el Temerario, eran para ella punto de
partida de un periodo de felicidad inefable. Escuchaba con delicia los gemidos del
viento y el sordo rumor de las contadas gotas de lluvia que comenzaban a caer sobre
las hojas del tilo. No observó Julián un detalle que debió llevar la tranquilidad a su
pecho. La señora de Rênal se había visto en la precisión de retirar la mano, porque
hubo de levantarse para ayudar a su prima a colocar en posición normal una maceta
grande de flores que el viento había volcado, pero no bien se sentó de nuevo, entregó
la mano sin dificultad y como si fuera cosa convenida entre ella y Julián.
Era ya más de medianoche. Imposible prolongar por más tiempo la estancia en el
jardín. Los contertulios se separaron. Tal era la ingenuidad de la señora de Rênal, tan
supina su ignorancia, y tanto la enajenaba la dicha de amar, que se encerró en su
dormitorio sin que apenas se alzase en su conciencia una sombra de reconvención. La
dicha robó el sueño a sus ojos.
Julián, por el contrario, durmió como un plomo.
Al día siguiente despertó a las cinco, y, en honor a la verdad, diremos lo que
seguramente habría sido para la señora de Rênal, si alguien se lo hubiese dicho, una
puñalada: el ingrato apenas si le dedicó un pensamiento. Había cumplido un deber,
heroico, y absorto en la dicha consiguiente a tal sentimiento, se encerró con llave en
su habitación y se entregó con fruición desconocida a la lectura de las altas hazañas
de su héroe.
Cuando la campana le llamó a la mesa, donde esperaba el almuerzo, la lectura de
los partes del Gran Ejército había barrido de su pensamiento el recuerdo de las
ventajas conquistadas la víspera. Sin embargo, mientras se dirigía al comedor, se dijo
con tono ligero:
-Necesito decir a esa mujer que la amo.
En vez de las miradas cargadas de voluptuosidad que esperaba encontrar, tropezó
de pronto con el rostro severo del señor Rênal, quien, llegado dos horas antes de
Verrières, no se tomó el trabajo de disfrazar el descontento que le produjo saber que
Julián había pasado toda la mañana sin ocuparse de sus discípulos. Imposible
imaginar nada tan fiero como aquel hombre poseído de su importancia, cuando estaba

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incomodado y creía que podía hacer ostentación de su cólera.
Cada palabra áspera del marido era una puñalada que recibía la esposa en la parte
más sensible de su corazón. Julián, empero, absorto en el pensamiento de los
interesantes sucesos recientes, no prestó la menor atención y apenas si oyó las frases
duras y ásperas que le dirigía el señor Rênal. Al cabo del rato, contestó con bastante
brusquedad en el tono:
-Estaba enfermo.
El tono de la respuesta era más que suficiente para molestar a hombres mucho
menos puntillosos que el alcalde de Verrières. Este se enfureció en tales términos que
su primer impulso fue echarle en el acto de su casa. Contúvose, sin embargo, porque
fue siempre máxima de su vida no obrar bajo la acción del primer arrebato.
-Ese estúpido- se dijo el alcalde- se ha conquistado en mi casa una especie de
reputación. Si le echo, es muy posible que le tome Valenod, y, en caso contrario, se
decidirá a casarse con Elisa. Suceda lo uno o lo otro, desde el fondo de su alma podrá
reírse de mí.
Pese a la cordura de estas reflexiones, el descontento del señor Rênal estalló, al
fin, en forma de frases groseras que poco a poco irritaron a Julián. Con dificultad
lograba la señora de Rênal contener las lágrimas que asomaban a sus ojos.
Apenas levantados los manteles, suplicó a Julián que le diera el brazo para salir a
dar un paseo. Apoyóse en él con gran abandono y procuró desenojar a Julián. Este
contestaba a media voz con las palabras siguientes.
-¡Así son los ricos!
La circunstancia de que el señor Rênal caminara muy cerca de la pareja, aumentó
la cólera de Julián. De pronto echó de ver éste que la señora de Rênal se apoyaba en
su brazo con abandono manifiesto; el descubrimiento le horrorizó, y sin medir el
alcance de su acto, rechazó con violencia a su señora y retiró su brazo.
Por fortuna, no vio el señor Rênal esta nueva impertinencia del preceptor;
únicamente la sorprendió la señora Derville. En aquel momento, el señor Rênal
comenzó a perseguir a pedradas a una niña que había tomado un sendero abusivo que
cruzaba un ángulo del jardín.
-¡Por favor, señor Julián modérese usted!- dijo rápidamente la señora Derville-
Tenga en cuenta que nadie está libre de un acceso de mal humor.
Julián la miró con ojos que reflejaban el más soberano desprecio.
La mirada dejó estupefacta a la señora Derville, pero habría sido mayor su
asombro si hubiese podido adivinar su verdadera expresión, porque en ella hubiera
leído algo así como una esperanza vaga de tomar venganza atroz. Probablemente los
momentos de humillación semejante a la que sufría Julián son los que han creado a
los Robespierres.
-Tu Julián es violento en exceso... Francamente, me asusta- dijo en voz baja a su

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prima.
-Su cólera está más que justificada- replicó la señora de Rênal. Después de los
prodigiosos adelantos que, bajo su dirección, han hecho mis hijos, paréceme que no
tiene importancia el hecho de que les haya dejado sin lección una mañana... Preciso
es convenir que los hombres son muy duros.
Por primera vez en su vida, sentía la señora de Rênal cierto deseo de vengarse de
su marido. El odio feroz que animaba a Julián contra los ricos iba a hacer explosión,
y habría estallado a no dudar si el señor Rênal no hubiese llamado en aquel punto a su
jardinero para hacerle obstruir el sendero abusivo de que hemos hecho mérito,
quedándose a su lado mientras duró la operación.
Ni una palabra contestó Julián a las atenciones que a porfía le prodigaron las dos
primas durante el resto del paseo. Apenas dejaron atrás al señor Rênal, una y otra,
pretextando una fatiga que no sentían, pidieron al preceptor un brazo en que
apoyarse. El contraste que formaban los rostros conturbados y encendidos de las
mujeres, con el pálido y altanero del preceptor, no podía ser más vivo. Las
despreciaba este último, las detestaba, como despreciaba y detestaba todos los
sentimientos tiernos, de cualquier índole que fuesen.
-¡Oh!- pensaba el mísero ¡Si tuviese una renta de quinientos francos para terminar
mis estudios...! ¡Con qué placer enviaría a todos a paseo!
Entregado a esas ideas, lo poco que se dignaba oír de las frases delicadas de las
dos primas parecía huero, falto de sentido, estúpido, débil, femenino, en una palabra.
A fuerza de hablar por hablar, sin más objeto que el de mantener viva la
conversación, hubo de decir la señora de Rênal que su marido había venido de
Verrières para comprar a uno de sus colonos la paja de maíz necesaria para llenar los
jergones.
-No vendrá mi marido a reunirse con nosotros- dijo-. Su intención es concluir,
con el jardinero y uno de los criados, el relleno de los jergones de todas las camas.
Antes de almorzar renovaron la paja de maíz de las camas del primer piso, y ahora
harán otro tanto con las del segundo.
Julián quedó mortalmente pálido. Miró de una manera extraña a la señora de
Rênal; con movimientos de insensato la llevó aparte y la obligó a seguir su paso
acelerado. La señora Derville quedó rezagada.
-¡Sálveme usted la vida, señora!- suplicó-. ¡Solamente usted puede hacerlo! Debo
confesar, señora, que tengo un retrato escondido en el jergón de mi cama... Yo no
puedo ir a recogerlo, porque, como usted sabe muy bien, el ayuda de cámara me
aborrece de muerte.
Llegó a la señora de Rênal el turno de ponerse espantosamente pálida.
-Nadie más que usted puede entrar en este momento en mi habitación- repuso
Julián-. Registre usted con disimulo, y en la esquina del jergón más próxima a la

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ventana encontrará una cajita de cartón negra.
-¿Que encierra un retrato?- preguntó la señora de Rênal, sintiendo vacilar sus
piernas.
Descubrió Julián- el abatimiento de la señora, y al punto resolvió aprovecharlo en
beneficio suyo.
-Otra gracia necesito pedir a usted, señora- añadió-. Le suplico que no mire el
retrato: es mi secreto.
-¡Un secreto!- repitió la señora de Rênal con voz apagada.
Aunque educada entre personas orgullosas de su nacimiento y de sus riquezas,
insensibles a todo menos al dinero, el amor había infiltrado tesoros de generosidad en
su alma. Cruelmente herida, dirigió a Julián, con expresión de sencilla abnegación,
las preguntas indispensables para poder llevar a buen término la comisión.
-Quedamos en que es una cajita redonda, de cartón, negra, ¿no?- preguntó al
alejarse.
-Sí, señora- contestó Julián, con la entonación de dureza que el peligro da a los
hombres.
Subió al segundo piso del castillo, pálida y desencajada como quien es conducido
al sacrificio. Para colmo de males, se sintió indispuesta; pero, en el deseo de servir a
Julián, encontró fuerzas que reanimaron su flaqueza.
-Necesito apoderarme de esa cajita- murmuró, acelerando el paso.
Oyó hablar a su marido con el ayuda de cámara en la misma habitación de Julián,
mas, un momento después, vio que pasaban a la de los niños. Entró entonces, levantó
el colchón y hundió la mano en el jergón con tal violencia, que se lastimó los dedos.
Ni lo notó siquiera. Encontró en seguida la cajita de cartón, se apoderó de ella y
desapareció.
Libre del temor de ser sorprendida por su marido, el horror que le producía
aquella cajita la trastornó.
-¡Julián está enamorado y esta cajita encierra el retrato de la mujer que adora!- se
dijo.
Sentada en una silla de la antecámara, sintió en su alma los lacerantes zarpazos de
los celos. No tardó en presentarse Julián, quien se apoderó violentamente de la cajita,
y, sin dar las gracias a la señora, sin despegar los labios, corrió a encerrarse en la
cámara, encendió lumbre y quemó inmediatamente la fatal cajita. Estaba Pálido como
un espectro, anonadado. Exageraba, sin duda, la importancia del peligro que acababa
de correr.
-¡El retrato de Napoleón escondido en la cama de quien finge el más violento de
los odios contra el usurpador!- murmuraba bajando la cabeza-. ¡Y encontrado por el
señor Rênal, el más rabioso de los ultras, y, por añadidura. enfurecido! ¡Para colmo
de imprudencia, unas líneas de puño y letra mías en el dorso del retrato! ¡Líneas que

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no pueden dejar la menor duda sobre el exceso de mi admiración! ¡Cada una de esas
frases de entusiasmo, con su fecha...! ¡La última de anteayer! ¡Toda mi reputación
destruida, aniquilada en un momento! ¡Mi reputación, que es mi único patrimonio!...
Una hora más tarde, entre la fatiga y la compasión que sintió hacia sí mismo, le
predispusieron al enternecimiento. Encontró a la señora de Rênal, tomó su mano y la
besó con sinceridad nueva en él. Enrojeció la dama, sintió una llamarada de dicha, y
casi simultáneamente rechazó a Julián, impulsada por la cólera nacida de los celos.
Julián se acreditó por centésima vez de necio. No vio en la señora de Rênal a la mujer
celosa, sino a la dama rica, y soltando con ademán desdeñoso la mano, se alejó.
Momentos después paseaba pensativo por el jardín, mas no tardó en asomar a sus
labios una sonrisa de amargura.
-Paseo como si fuese dueño de mi tiempo- se dijo con sarcasmo. No me ocupo de
los niños; me expongo a las humillaciones del señor Rênal, a quien le sobrará razón
para regañarme. Corro a cumplir con mi obligación.
Las caricias del menor, único a quien quería, calmaron algún tanto su dolor.
-Este no me desprecia todavía...- pensó Julián.
Echándose en cara la disminución de su pesadumbre cual si fuese una debilidad,
añadió con voz concentrada:
-¡Me acaricia... me acarician los tres... exactamente lo mismo que acariciarían al
perrillo de caza que compraron ayer!...

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X
UN CORAZÓN GRANDE Y UNA FORTUNA
PEQUEÑA
But passion most dissembles, yet betrays,
Even by its darkness; as the blackest sky
Foretels the heaviest tempest.

DON JUAN, I, 73

El señor Rênal, que recorrió todas las habitaciones del castillo, llegó a la de sus hijos
con los criados que rellenaron los jergones. Su súbita aparición fue para Julián la gota
de agua que hace desbordar el vaso.
Más pálido, más sombrío que de ordinario, avanzó con brusco ademán hacia el
señor Rênal, quien se detuvo y miró a sus criados.
¿Cree usted, señor- preguntó Julián-, que sus hijos habrían hecho con otro
preceptor los adelantos que hicieron conmigo? Si contesta usted que no, como
supongo- añadió, sin dar a su interpelado tiempo para responder-, ¿cómo se atreve a
acusarme de negligencia?
Repuesto a medias de su miedo, infirió el señor Rênal, del tono y ademanes
extraños del preceptor, que éste había recibido proposiciones ventajosas de otra
persona y que iba a despedirse. La cólera de Julián crecía a medida que hablaba.
-No necesito a usted para vivir, señor mío- añadió Julián.
-Siento en el alma verle tan agitado- respondió el señor Rênal con voz
balbuciente.
Los criados se hallaban a unos diez pasos de distancia, ocupados en el arreglo de
las camas.
-No es su sentimiento lo que remedia el mal hecho- replicó Julián, fuera de sí-.
¿Reconoce usted que fue una infamia dirigirme las palabras que me dirigió, y doble,
triple infamia, hacerlo delante de señoras?
Creyó el señor Rênal comprender demasiado bien lo que exigía Julián, pero no
contestó: en su alma se libraba un combate feroz. Loco de ira, gritó Julián:
-Al salir de su casa, sé perfectamente adónde ir, señor mío.
El señor Rênal vio a su preceptor instalado en la casa de Valenod.
-No hablemos más, señor Julián- contestó al fin exhalando un suspiro, y con la
expresión de quien se encuentra tendido en la mesa para sufrir una operación
quirúrgica dolorosa-. Accedo a su petición: desde pasado mañana, día primero de

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mes, cobrará cincuenta francos mensuales.
Julián quedó atónito, pero con ganas de soltar la carcajada: toda su cólera se
disipó como por encanto.
-Grande era el desprecio que me inspiraba este animal, pero no tanto como se
merece- se dijo-. Sin duda, es la explicación más completa, la satisfacción más
amplia que podría dar su alma baja y miserable.
Los niños, que fueron testigos de la escena, bajaron corriendo al jardín y dijeron a
su madre que Julián estaba muy airado, pero que cobraría cincuenta francos al mes.
Julián les siguió, movido por la fuerza de la costumbre, pero sin dirigir una
mirada al señor Rênal, a quien dejó vivamente irritado.
-Ciento setenta y dos francos más me cuesta ese maldito Valenod- refunfuñaba el
alcalde-. Convendrá que le diga cuatro palabritas al oído, a propósito de la
administración del Asilo.
Un instante después, Julián volvía a dirigir la palabra al señor Rênal.
-Necesito consultar asuntos de mi conciencia con el señor cura Chélan- dijo-.
Creo conveniente manifestar a usted que estaré ausente algunas horas.
-¡Que me place, mi querido Julián!- contestó el señor Rênal, riendo con la más
falsa de sus risas-. No unas horas, amigo mío: todo el día puede estar fuera... y
mañana, si ese es su gusto. Lleve el caballo del jardinero para ir a Verrières.
Julián se fue con paso vivo en dirección a los grandes bosques por los cuales
puede irse desde Vergy a Verrières. No era su voluntad conferenciar con el digno
párroco, porque, lejos de desear someterse, al suplicio de una escena nueva de
hipocresía, lo que quería era ver claro en el fondo de su alma y conceder audiencia a
la turba de sentimientos que la agitaban.
-¡He ganado una batalla!- se decía, no bien se encontró en el corazón del bosque y
lejos de las miradas de los hombres.
Su alma recobró en parte la tranquilidad.
-¡Cincuenta francos al mes!... ¡Grande habría sido el miedo del señor Rênal para
decidirle a hacer tamaño sacrificio!... ¿Miedo... de qué?
Sus reflexiones sobre el miedo de que dio visibles pruebas el hombre rico y
poderoso contra quien minutos antes ardía en cólera, acabaron de serenar el alma de
Julián. En aquellos instantes, llegó hasta a admirar la sublime belleza del bosque por
cuyo corazón caminaba. En tiempos remotos habían caído de lo alto de la montaña
gigantescas moles de Piedra pelada que hicieron alto en el bosque. Hayas inmensas
elevaban sus copas casi a la altura de las masas de piedra, y su sombra producía
delicioso fresco a tres pasos de distancia de los sitios en que los ardorosos rayos
solares habrían hecho imposible la permanencia.
Julián descansaba algunos momentos a la sombra de los peñascos y continuaba
luego su ascensión. Muy en breve, después de haber recorrido un sendero estrecho,

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apenas visible, y que no utilizan más que los pastores y las cabras, se encontró de pie
sobre una roca inmensa, aislado de todo el género humano. Aquella posición física
llevó a sus labios una sonrisa porque le recordó que anhelaba conquistar en lo moral.
El aire puro de las montañas dio a su alma la serenidad que tanto necesitaba y hasta la
alegría. El alcalde de Verrières continuaba siendo a sus ojos el representante de todos
los ricos y de todos los insolentes de la tierra, pero comprendió Julián que el odio que
momentos antes le agitaba, no obstante la violencia de sus movimientos, nada tenía
de personal. Si hubiera dejado de ver al señor Rênal, antes de ocho días se habría
borrado de su memoria la persona de aquel, su castillo, sus perros, sus criados, sus
hijos, toda su familia.
-Le he obligado... no sé cómo, a hacer un sacrificio enorme... Momentos antes
había alejado de mi cabeza un peligro gravísimo... Son dos victorias las que he
conseguido en un solo día... La segunda no tiene mérito alguno, pero me convendría
averiguar a qué ha sido debida... Mañana daré comienzo a las investigaciones.
Julián, de pie sobre el inmenso peñasco, contemplaba el cielo, abrasado por un sol
de agosto. En los campos que se extendían a sus pies cantaban las cigarras. Su mirada
abarcaba una extensión de más de veinte leguas. Sobre su cabeza, describía círculos
inmensos algún que otro gavilán. Maquinalmente seguía Julián los movimientos del
ave de rapiña, cuyo vuelo tranquilo y potente llamaba su atención. Envidiaba su
fuerza, envidiaba su independencia, envidiaba su aislamiento.
-¡Ese fue el destino de Napoleón!- murmuró-. ¿Será algún día el mío?

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XI
UNA «SOIRÈE»
Yet Julia’s very voldnes still was kind,
And tremulously gentle her small hand
Withdrew itself from his, but left behind
A little pressure, thrilling, and so bland
And slight, so very slight that to the mind,
Twas but a doubt.

DON JUAN, I, 71

Julián fue a Verrières porque habría sido insigne torpeza no hacerlo. Al salir de la
casa rectoral, una casualidad feliz hizo que tropezase con Valenod, a quien se
apresuró a comunicar la noticia de su aumento de sueldo.
Vuelto a Vergy, Julián no bajó al jardín hasta después de cerrada la noche. Sentía
en su alma la fatiga consiguiente a las intensas emociones que la agitaron durante el
día. Con inquietud se acordó de las señoras, porque no sabía qué les diría, y es que
distaba mucho de ver que su alma se hallaba precisamente al mismo nivel que esas
circunstancias sin importancia que de ordinario absorben todo el interés de las
mujeres. Con frecuencia era Julián enigma viviente para la señora Derville, y hasta
para su prima, y a su vez, sólo a medias entendía mucha parte de lo que aquellas le
decían. Tal era el efecto de la fuerza, de la grandeza, si se nos permite hablar así, de
los impulsos de pasión que trastornaban el alma de aquel joven ambicioso.
Aquella noche Julián bajó al jardín resuelto a ocuparse en las ideas de las dos
bellas primas. Estas le esperaban impacientes. Ocupó su sitio de costumbre, al lado
de la señora de Rênal. Muy pronto la obscuridad fue completa. Julián quiso tomar
una mano blanca y bien formada que desde rato antes veía cerca de sí, apoyada sobre
el respaldo de una silla. La mano titubeó un poquito, pero concluyó por retirarse con
cierta brusquedad que parecía indicar mal humor en su propietaria. Julián estaba
dispuesto a darse por enterado y a proseguir alegremente la conversación, cuando oyó
los pasos del señor Rênal que se acercaba.
-¡Diablo!- pensó Julián-. ¿No sería burla digna de ese ser grosero tomar posesión
de la mano de su mujer, precisamente en sus barbas? ¡Sí, sí! ¡Está dicho! ¡Y lo haré,
yo, el preceptor insignificante a quien él hizo objeto de su desprecio!
A partir de aquel momento, perdió Julián la tranquilidad, en realidad de verdad
poco natural, dado su carácter. Todas sus ansias, todos sus deseos, todos sus

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pensamientos, todos sus afanes, buscaban el mismo objeto: conseguir que la señora
de Rênal dejase su mano entre las suyas. El señor Rênal habló con cólera de política.
Parece que dos o tres industriales de Verrières competían, y hasta le aventajaban en
riquezas, y se habían propuesto combatirle en las elecciones. La señora Derville
escuchaba atenta. Julián, a quien fastidiaban soberanamente los discursos del alcalde,
aproximó su silla a la de la señora de Rênal. La obscuridad era sobradamente intensa
para que nadie pudiese ver sus movimientos. Atrevióse a colocar su mano junto al
brazo, deliciosamente torneado, de su vecina. Ya no fue dueño de sí en lo sucesivo:
poco a poco fue acercando su mejilla al brazo, y al fin posó sobre él sus labios.
La señora de Rênal tuvo miedo: su marido estaba a cuatro pasos. Apresuróse a
entregar su mano a Julián, y al propio tiempo le rechazó un poquito. Como el señor
Rênal continuó tronando contra las gentes de la nada y vomitando denuestos contra
los jacobinos que se enriquecen por medios poco decorosos, Julián cubrió la mano
que le habían abandonado de besos apasionados... o que apasionados parecieron a la
señora de Rênal. ¡Y, sin embargo, aquel día mismo, día fatal, la pobre mujer había
tenido la prueba de que el hombre que ella adoraba, sin atreverse a confesárselo,
amaba a otra!
Mientras duró la ausencia de Julián, la desgraciada sufrió angustias indecibles, y
reflexionó, meditó mucho.
-¿Será posible que yo ame?- se decía-. Yo... una mujer casada, ¿estaré
enamorada? ¡Debo de estarlo... pues nunca mi marido me inspiró esa locura sombría,
ese delirio que hace que no pueda alejar de mi pensamiento la imagen de Julián! ¡Qué
horror!... ¡Pero no!... En medio de todo, es un muchacho lleno de respeto hacia mí...
Mi locura será pasajera... ¿Qué pueden importar a mi marido los sentimientos que a
mí me inspire ese joven? A mi marido le fastidiarían las conversaciones que tengo
con Julián, porque versan sobre cosas de imaginación, y él no piensa ni quiere pensar
más que en sus negocios, en lo positivo, en lo material. De consiguiente, nada le quito
para dárselo a Julián.
Conviene hacer notar que ni la más leve sombra de hipocresía empañaba la
pureza de aquella alma sencilla, extraviada por una pasión que nunca había
experimentado. Estaba engañada, sí, pero sin saberlo, sin darse cuenta de su engaño,
sin que ello fuera óbice para que comenzase a alarmarse seriamente su instinto de
virtud.
Tales eran los combates que sostenía aquella mujer candorosa cuando Julián llegó
al jardín. Ella le oyó hablar; casi inmediatamente vio que se sentaba a su lado, y la
proximidad del ser querido la envolvió en la atmósfera de dicha encantadora que la
admiraba más aún que la seducía. Sin embargo, al cabo de breves instantes,
reflexionó que la presencia de Julián no bastaba para borrar los agravios que de éste
había recibido. Se asustó, y entonces fue cuando retiró su mano.

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Los besos llenos de pasión, besos como nunca los había recibido, barrieron de su
memoria el pensamiento de que quien se los daba amaba a otra mujer. Se lo perdonó
todo, ya no le pareció culpable. La cesación del dolor punzante, hijo de la sospecha,
la presencia de una dicha como nunca la había soñado, fueron para ella manantial de
transportes de amor, de loca alegría. Aquella soirée fue deliciosa para todo el mundo,
excepto para el alcalde de Verrières, que no podía olvidar a los industriales
enriquecidos. Julián dejó de acordarse de su negra ambición y de sus proyectos
atrevidos, tan difíciles de ejecutar. Por primera vez en su vida se dejó arrastrar por el
poder de la hermosura. Perdido en la atmósfera de ensueños vagos y dulces,
completamente extraños a su carácter, oprimía con dulzura aquella mano que le
parecía el ideal de la belleza, y escuchaba a medias el rumorcillo de las hojas del tilo,
acariciadas por la brisa, y los ladridos lejanos de los perros del molino del Doubs.
Su emoción era un placer de los sentidos y no una pasión del alma, y la prueba es
que, cuando entró en su habitación, ya no se acordó de otra cosa que de tomar su libro
favorito. A los veinte años domina sobre todo la idea del mundo y del papel que en él
hay que representar.
Poco tardó en cerrar el libro. A fuerza de pensar en las victorias de Napoleón,
había descubierto en la alcanzada por él algo nuevo.
-He ganado una batalla- se dijo-; pero necesito aprovechar sus ventajas. Es
preciso aplastar definitivamente el orgullo de ese altivo caballero antes que se
reponga de su abatimiento. Napoleón lo hacía así. Pediré tres días de permiso para
visitar a mi amigo Fouqué. Si me los niega, me despido otra vez, pero cederá estoy
seguro.
La señora de Rênal no consiguió conciliar el sueño en toda la noche. Parecíale
que comenzaba a vivir en aquel momento y no podía alejar de su pensamiento el
placer inefable que sintió cuando Julián cubrió su mano de besos inflamados.
De pronto brotó en su imaginación una imagen espantosa, y sus labios
murmuraron con terror una palabra: ¡adúltera! Su mente le trazó la idea de todo lo
que el amor tiene de más feo, de más material, de más repugnante. Estas imágenes,
mancharon el ideal tierno y divino que ella se trazaba de Julián y de la dicha de
amarle. El porvenir se le presentó bajo los colores más sombríos: se encontró
despreciable.
Pasó por momentos horribles al convencerse de que su alma penetraba en las
regiones de lo desconocido. La víspera había saboreado las delicias de un placer
desconocido; ahora se encontraba anegada de pronto en las amargas aguas de la
desventura. Como no tenía idea de semejantes sufrimientos, llegaron éstos a extraviar
su corazón. Pensó confesar a su marido que temía estar enamorada de Julián, pero,
por fortuna, surgió en las profundidades de su memoria el recuerdo de un precepto
que le diera su tía la víspera de su matrimonio, precepto que se refería al peligro

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gravísimo que entrañan las confidencias hechas a un marido, que, en rigor, a la par
que compañero, es amo y señor. En el exceso de su dolor, la desgraciada se retorcía
las manos.
Impulsábanla a la ventura imágenes contradictorias, pero todas dolorosas. Ora
temía no ser amada, ora la torturaba el espantable fantasma del crimen, como si al día
siguiente hubiese de ser expuesta en la plaza pública de Verrières, con un cartelón
pendiente del cuello que explicara su adulterio al populacho.
La cuitada no tenía la menor experiencia de la vida. Aun hallándose en el pleno
ejercicio de su razón, no habría sabido descubrir el menor intervalo entre su falta a
los ojos de Dios y su ruina moral y pública, su derrumbamiento espiritual con todas
sus consecuencias.
Si dejaba de enloquecerla la horrible imagen del adulterio, con todas las
ignominias que forman su séquito, y se imaginaba una existencia dulce, inocente y
pura al lado de Julián, asaltábala el angustioso pensamiento de que su adorado amaba
a otra. Seguía viendo la palidez de cadáver que invadió las mejillas de Julián cuando
temió perder su retrato o comprometerla dejándola ver. Por vez primera vio pintado el
miedo en aquel rostro tan sereno y tan noble. Ni por ella ni por sus hijos se conmovió
nunca tanto. La señora de Rênal, en el exceso de su dolor, debió de lanzar gritos que
despertaron a su doncella, pues se abrió la puerta de su habitación y en su marco
apareció Elisa.
-¿Es usted la mujer que él ama?- preguntó en un rapto de locura.
Por fortuna, la doncella puso toda su atención en lo desencajado de las facciones
de su señora y no se fijó siquiera en sus palabras.
-Tengo fiebre- repuso la señora de Rênal, dándose cuenta de su imprudencia y
queriendo remediarla. Me encuentro mal, y hasta se me figura que deliro.
Acompáñeme usted.
La misma necesidad en que se vio de contenerse, mitigó sus angustias. La razón
recobró el imperio que el semidelirio le había robado. Para librarse de la mirada fija
de su doncella, mandó a ésta que leyera el periódico, y mientras Elisa leía, la señora
de Rênal hizo propósito firme de tratar a Julián con frialdad completa cuando le
viese.

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XII
UN VIAJE
En París se encuentran personas
elegantes; en provincias, personas de
carácter.

SIÉYÈS

A las cinco de la mañana siguiente, antes que la señora de Rênal estuviese visible,
Julián había pedido y obtenido del marido de aquella un permiso de tres días. Contra
su costumbre, sintió Julián deseos de ver a la dama cuya mano despertaba en su
mente pensamientos voluptuosos.
Esperóla en el jardín. Larga fue la espera, pero si Julián la hubiese amado de
veras, habríala visto detrás de las persianas medio cerradas del primer piso, con la
frente apoyada sobre el cristal. Estaba mirando a su amado. Al fin, pese a sus
resoluciones, se determinó a bajar al jardín. De su rostro había desaparecido la
palidez habitual para ser reemplazada por los valores más vivos. Aquella mujer
sencilla pasaba por momentos de viva agitación interior; no cabía dudarlo. Una
expresión de violencia, de cólera, mejor dicho, alteraba esa especie de placidez serena
que se sobrepone a los intereses vulgares de la vida, y que en grado tan alto
aumentaba los encantos de su rostro de ángel.
Julián se acercó a ella con paso rápido, clavados sus ojos con expresión de codicia
en el bien torneado brazo que un chal, puesto al descuido, dejaba ver. El fresco de la
mañana contribuía a aumentar más y más los encendidos tonos de un rostro que las
agitaciones de la noche anterior habían hecho más sensible a las impresiones. Aquella
hermosura modesta y conmovedora, saturada por añadidura de pensamientos que no
es frecuente encontrar en las clases inferiores, parecía revelar a Julián facultades de
su alma que él no había sentido jamás. Absorto en la admiración de los encantos que
sorprendía su mirada ávida, Julián no pensó siquiera en la acogida que se le
dispensaría, y que tenía por descontado que seria cariñosa; de aquí que le maravillase
doblemente ver que la señora de Rênal, no sólo mostraba empeño en tratarle con
frialdad glacial, sino también intención evidente de hacerle comprender la distancia
que entre los dos mediaba.
Bruscamente expiró la sonrisa de placer que jugueteaba por los labios del galán,
quien no pudo menos de recordar el rango que él ocupaba en sociedad con relación al
de una rica y noble heredera. En aquel momento, su expresiva fisonomía reflejaba

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desdén y cólera, pero contra sí mismo. Sentía un despecho violento por haber
esperado una hora para recibir una acogida tan humillante.
-Sólo los necios se encolerizan contra los demás- se dijo-. Cae una piedra porque
es pesada... ¿Estoy condenado a ser niño hasta que me muera de viejo? Si quiero ser
estimado por estas gentes, y por mí mismo, necesito demostrarles que mi pobreza
podrá entrar en relaciones de negocios con su opulencia, pero que mi corazón está mil
leguas por encima de su insolencia, en esfera demasiado elevada para que lleguen
hasta él las muestras de sus desdenes ni de sus favores.
Mientras en el fondo del alma tenebrosa del joven preceptor se agitaban
turbulentas estas ideas, su movible fisonomía adoptaba la expresión de orgullo
lastimado y de ferocidad. Bastó esto para que la señora de Rênal quedase
profundamente conturbada. A la frialdad, hija de la virtud, que quiso dar a sus
ademanes y palabras, sucedió un interés tanto más vivo cuanto mayor fue su sorpresa
al advertir el cambio súbito operado en Julián. Cambiadas las frases obligadas sobre
lo delicioso de la mañana y sobre lo caluroso que prometía ser el día, quedó agotado
el repertorio de los dos personajes. Julián, cuyo juicio no ofuscaba la pasión, encontró
manera hábil de hacer comprender a la señora cuán poco le importaba su amistad, y,
sin decirle palabra sobre el viaje que iba a emprender, saludó y se fue.
Mientras seguía con la mirada al preceptor, aterrada como consecuencia de la
sombría altanería que leyó en aquella mirada, tan dulce la víspera, su hijo mayor, que
estaba jugando
en el jardín, se acercó y le dijo abrazándola:
-Tenemos vacaciones... El señor Julián se va de viaje.
La señora de Rênal se sintió morir: la hacía desgraciada su virtud y mucho más
desgraciada su debilidad.
El nuevo suceso embargó por completo su imaginación. Fruto de la terrible noche
de angustias que acababa de pasar fue la resolución de resistir al hombre que se le
entraba por las puertas de su alma, pero los hechos la llevaban más allá: ya no se
trataba de resistirle, sino de perderle para siempre.
A la hora del almuerzo, no tuvo más remedio que sentarse a la mesa. Para colmo
de desdichas, su marido y su prima no supieron hablar de otra cosa que de la marcha
de Julián. Parece que el alcalde de Verrières había advertido algo insólito en el tono
firme con que le pidió el permiso.
-No me cabe duda de que ese pobre diablo ha recibido proposiciones de alguien-
observó el alcalde-. Por supuesto, que ese alguien, aun cuando sea el mismísimo
Valenod, tendrá algún respeto a la suma de seiscientos francos anuales que desde hoy
pago yo a Julián. Ayer, cuando fue a Verrières, debió pedir un plazo de tres días para
meditar, y hoy, para no verse obligado a darme explicaciones, nuestro egregio
caballerito se va a la montaña. ¡Mire usted que tiene gracia que uno se vea obligado a

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pactar con un miserable obrero!... ¡Válgame Dios, y a qué hemos llegado!
-¿Qué he de creer yo, si mi marido, ignorando, como ignora, hasta qué punto ha
herido el amor propio y la dignidad de Julián, tiene por descontado que nos
abandonará?- Se decía interiormente la señora de Rênal-. ¡Pobre de mí! ¡No hay
esperanza!
Deseando poder llorar libremente y sin testigos, y al mismo tiempo evitarse haber
de responder a las preguntas de la señora Derville, la señora de Rênal se quejó de
violentos dolores de cabeza y se metió en cama.
Mientras la señora de Rênal sufría lo que la pasión violenta, que tan sin buscarla
se le había entrado por las puertas del alma, tiene de más terrible y angustioso, Julián
proseguía alegremente su camino, disfrutando de las vistas encantadoras que ofrecen
las montañas. Tenía que atravesar la gran cordillera que se extiende al norte de Vergy.
El sendero que seguía, y que atraviesa espesos bosques, escala, formando zigzags
infinitos, la estribación de la montaña que dibuja por el Norte el valle del Doubs.
Bien pronto las miradas del viajero, extendiéndose sobre los montículos que
contienen por el Mediodía el curso del Doubs, pudieron contemplar las fértiles
llanuras de Borgoña y de Beaujolais. Por insensible que el alma de nuestro ambicioso
fuera a este género de belleza, no podía menos Julián de detenerse de vez en cuando
para admirar un espectáculo tan vasto e imponente.
Ganó al fin la cima de la montaña, que tenía que atravesar para llegar al solitario
valle en que moraba su buen amigo Fouqué. No tenía Julián grandes prisas por
verle... ni a su amigo ni a ningún ser humano. La gran montaña le brindaba un
observatorio excelente, desde donde, semejante al ave de rapiña, podía distinguir
desde muy lejos a cualquier hombre que a él se acercase. El observatorio era una
especie de gruta abierta en la escarpadura, casi vertical, de una de las rocas. Una vez
en la gruta, ocurriósele entregarse al placer de escribir sus pensamientos, cosa que en
ninguna otra parte habría podido hacer sin peligro. Una piedra cuadrada le sirvió de
pupitre. Volaba su pluma sobre el papel. Al fin vio que el astro del día se escondía
tras las remotas montañas de Beaujolais.
-¿Por qué no he de pasar la noche aquí?- se dijo-. Tengo pan, y soy libre.
La conciencia de su libertad bastó para que se exaltara su alma, pues era tan
grande su hipocresía, que ni en la casa de su mejor amigo se consideraba libre. Nunca
fue tan feliz como en aquellos instantes en que, apoyada sobre las manos la cabeza,
dejó volar sin freno su imaginación por el mundo de los ensueños y por las regiones
de la libertad. Sin darse cuenta, vio cómo se extinguían, uno tras otro, todos los rayos
del crepúsculo. En medio de la obscuridad inmensa que le rodeaba, dejó que su alma
se perdiera en la contemplación de todo lo que imaginaba que habría de encontrar un
día en París. Ante todo, vio una mujer hermosa la más hermosa, la más inteligente, la
más dulce que puede concebir la humana inteligencia, una mujer como jamás la

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encontró en la provincia. La amaba con pasión y era correspondido. Si se separaba de
ella algunos instantes, era para cubrirse de gloria y merecer ser más amado todavía.
Aun suponiéndole dotado de la imaginación de Julián, cualquier hombre educado
en medio de las tristes realidades de la vida de París hubiese despertado al llegar a
este capítulo de su novela al contacto de la fría ironía, pero nuestro joven ambicioso
no veía entre él y los actos más heroicos otro obstáculo que la falta de ocasión.
La noche había cerrado por completo y le separaban dos leguas de la choza
habitada por Fouqué. Julián, antes de abandonar la gruta, redujo a cenizas lo que
había escrito.
A la una de la madrugada sorprendió con su visita a su amigo, a quien encontró
escribiendo sus cuentas. Fouqué era un joven de gran talla, defectuoso de formas,
hombre de líneas duras y nariz descomunal; en una palabra, de aspecto poco menos
que repugnante, siquiera su fea corteza encubriese un hombre de bien.
-¿Cómo llegas tan de improviso?- preguntó a Julián-. ¿Has regañado con tu señor
Rênal?
Julián hizo historia de los sucesos de la víspera.
-¡Mira, quédate conmigo!- propuso Fouqué, luego que escuchó sin pestañear el
relato-. Veo que conoces al señor Rênal, al señor Valenod, al subprefecto y al cura de
Verrières, que has sabido leer las exquisiteces de carácter de esas gentes, y, de
consiguiente, que te has puesto en condiciones de tratar con el mundo. Sabes más
aritmética que yo y podrás encargarte de mis cuentas, pues creo conveniente decirte
que mi comercio en maderas me produce beneficios muy respetables. La
imposibilidad de hacerlo todo por mí mismo, y el temor de dar con un bribón si busco
un asociado, me impiden emprender muchos negocios. No hace un mes que Miguel
de Saint-Amand, a quien no había visto hacía seis años, y a quien encontré por
casualidad en el mercado de Pontarlier, ganó seis mil francos gracias a mí. Estos seis
mil francos, o por lo menos tres mil, habrías podido ganarlos tú, porque si aquel día te
hubiese tenido a mi lado, habría yo pujado en la subasta y nadie hubiese mejorado mi
puja. ¿Quieres ser mi asociado?
El ofrecimiento hizo reflexionar a Julián. Durante la cena, que prepararon los dos
amigos por sus propias manos, como los héroes de Homero, porque Fouqué vivía
solo, enseñó este último sus libros a Julián y le demostró que su negocio le producía
grandes ganancias. Hay que advertir que Fouqué tenía la más alta idea de las luces y
del carácter de Julián.
-La verdad es- se dijo éste, cuando se encontró en el dormitorio de la cabaña que
le señalara su amigo- que puedo ganar aquí algunos miles de francos y aplicarme
luego con ventaja manifiesta al oficio de soldado o al de cura, según sea la moda que
entonces impere en Francia. El pequeño capital de que sería dueño barrería todas las
dificultades de detalle. Sepultado en esta montaña, habría disipado parte de la

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horrorosa ignorancia en que estoy con respecto a muchas cosas que son el pan de
cada día de los hombres que frecuentan los salones. Pero en el caso que Fouqué, a la
par que renuncia a casarse, me dice una y otra vez que la soledad le hace desgraciado;
luego es evidente que, si toma un socio que no tiene un cuarto, es porque espera tener
un compañero que no le abandone... Ahora bien, Julián...- añadió con sorda
irritación-. ¿Serás capaz de engañar a tu amigo?
Aquel ser extraño, cuyas características eran la hipocresía y la carencia de
afecciones, no pudo sufrir la idea de cometer una falta de delicadeza contra el hombre
que de veras le apreciaba.
Sufría Julián, mas en breve cesaron sus sufrimientos al encontrar un motivo que
le obligaba a declinar el ofrecimiento de su amigo.
-¡Imposible!- se dijo-. Aceptar sería perder cobardemente siete u ocho años. Me
pasaría en los bosques hasta los veintiocho, y a esa edad Bonaparte era la admiración
del mundo. Luego que hubiese ganado algún dinero de la manera más obscura,
vendiendo maderas, cuando me hubiera conquistado el aprecio de algunos tunantes
subalternos, ¿quién me asegura que continuaría ardiendo en mi alma el fuego
sagrado, merced al cual se labra un nombre?
A la mañana siguiente, Julián, con la mayor sangre fría, contestó a Fouqué que
consideraba ultimado el asunto de la asociación, que su vocación decidida al
sacerdocio le impedía aceptar. Fouqué no acertaba a dar crédito a lo que estaba
oyendo.
-¿Pero no comprendes, desgraciado, que al asociarte a mi negocio te doy una
renta de cuatro mil francos anuales?- repetía una y otra vez-. ¿Es posible que
prefieras a esa renta continuar sirviendo al señor Rênal, que te desprecia tanto como
al lodo pegado a sus zapatos? Cuando tengas en el bolsillo doscientos luises, ¿quién
te impide entrar en el seminario? ¡Te diré más! Corre de mi cuenta procurarte el
mejor curato del país, porque he de advertirse que me ligan muy buenas relaciones
con los señores de... personas que lo pueden todo, como sabes.
Estas razones, y otras de las que haremos merced al lector, se estrellaron ante lo
inconmovible de la vocación de Julián. Fouqué concluyó por creer que estaba loco.
Al tercer día, muy tempranito, Julián se despidió de su amigo con ánimo de pasar el
día en la soledad de la montaña. Encontró la gruta, pero no la paz de su alma: ésta la
había perdido definitivamente, pues se la habían robado los ofrecimientos de su
amigo. Semejante a Hércules, se encontraba, no entre el vicio y la virtud, sino entre la
medianía, seguida de un bienestar cierto, y todos los sueños heroicos de su juventud.
Nada le hacía tanto daño como sus dudas, sus vacilaciones,
-No poseo la verdadera firmeza- se decía con cólera-. No soy de la madera de los
grandes hombres, puesto que temo que ocho años invertidos en asegurarme el pan
han de robarme esa energía sublime que mueve al hombre a hacer cosas

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extraordinarias.

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XIII
LAS MEDIAS CALADAS
Novela: es un espejo que paseamos
a lo largo de un camino.

SAINT-REAL

Cuando divisó Julián las pintorescas ruinas de la antigua iglesia de Vergy, cayó en la
cuenta de que, desde que tres días antes abandonó el castillo del alcalde de Verrières,
la imagen de la señora de Rênal no se había presentado una sola vez a su
pensamiento.
-Esa mujer me recordó, la última vez que la vi, la distancia infinita que nos
separa- murmuró Julián-. Me trató como al hijo de un obrero... Sin duda quiso
demostrarme que se arrepiente con toda su alma de haberme dejado besar su mano...
¡Y qué preciosa es la tal manita!...
La posibilidad de hacer fortuna asociándose a Fouqué puso a Julián en
condiciones de raciocinar con cierta facilidad. Ya no se presentaba con tanta
frecuencia la irritación a perturbar sus facultades, ni la conciencia de su pobreza y de
su humildad se alzaba potente como antes, con menoscabo grave de las operaciones
de su intelecto. Colocado como sobre un promontorio elevado, podía juzgar y hasta
dominar la extrema pobreza y el bienestar material, que él continuaba llamando
riqueza. Cierto que distaba mucho de juzgar su posición como filósofo, pero no puede
negarse que su viaje a la montaña le dio clarividencia bastante para notar que había
vuelto diferente de como fue.
Extrañóle sobremanera la turbación extrema que dominaba a la señora de Rênal,
mientras él, obedeciendo sus indicaciones, hizo un relato sucinto de su viaje a la
montaña.
Mientras duró la ausencia de Julián, la existencia de la señora de Rênal fue una
serie no interrumpida de suplicios diferentes, pero todos intolerables. Llegó a ponerse
enferma de verdad.
Su estado de ánimo no pasó inadvertido a su prima la señora Derville, en cuya
mente comenzaron a brotar y tomar cuerpo algunas sospechas. A mayor
abundamiento, observó que la señora de Rênal, que a diario era regañada por su
marido a consecuencia de la sencillez excesiva de su indumentaria, se ponía unas
medias primorosamente caladas, calzaba unos zapatitos coquetones que se había
mandado traer de París y estrenaba un vestido de tela muy vaporosa, que entre ella y

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Elisa habían confeccionado a paso de carga, valga la expresión, durante los tres días
de ausencia de Julián, breves instantes después del regreso de aquel. Su prima vio
claro; si alguna duda tenía, se disipó.
-¡Desgraciada!- se dijo ¡Ama!
La vio que hablaba con Julián y observó que, a la palidez más cadavérica, sucedía
con brusquedad en su rostro el encarnado más vivo. En sus ojos, clavados en los del
joven preceptor, se pintaba la ansiedad, y es que la señora del Rênal esperaba por
instantes que Julián se explicase, diciendo de una vez si su intención era abandonar la
casa o continuar en ella. Como el joven no hiciera la menor alusión al asunto que
tanto preocupaba a la señora, ésta, rendida por los horrorosos combates que se
libraban en su alma, atrevióse al fin a preguntar con voz temblorosa, que reflejaba
toda la intensidad de su pasión.
-¿Piensa usted dejar a sus discípulos y colocarse en otra parte?
La voz incierta y la mirada de la señora de Rênal sorprendieron a Julián.
-¡Me ama!- se dijo-. Me ama, si; pero no bien se disipe este momento fugaz de
debilidad, que seguramente rechaza su orgullo, recobrará toda su altanería... Y su
debilidad desaparecerá no bien sepa que no me voy... Mucho sentiré dejar unos niños
tan simpáticos y bien nacidos-contestó como titubeando-; pero es posible que tenga
que hacerlo. En este mundo, también los pobres nos debemos a nosotros mismos.
Las palabras bien nacidos, frase aristocrática que Julián había aprendido
recientemente, no salieron de sus labios sin agitar el fondo de antipatía que constituía
su carácter.
-¡A los ojos de esta mujer yo no soy bien nacido!- añadió para sus adentros.
La señora de Rênal, admiradora entusiasta de su genio y enamorada de su belleza
física, creyó morir al escuchar las palabras de Julián, que dejaban entrever muy a las
claras la posibilidad de que renunciara a continuar siendo el preceptor de sus hijos.
Todos sus amigos de Verrières, que habían venido a comer a Vergy durante la
ausencia de Julián, habíanla felicitado con efusión, y como envidiando que su marido
hubiese tenido la suerte de encontrar en la oscuridad un hombre prodigioso que era
una verdadera lumbrera. Y cuenta que en sus elogios no influyó poco ni mucho el
hecho de que los niños a quienes enseñaba hubiesen hecho maravillosos progresos,
detalle que probablemente ignoraban aquellos; Pero la circunstancia de que Julián se
supiera de memoria la Biblia, y por añadidura en latín, llenó a todos los habitantes de
Verrières de una admiración que acaso durara un siglo entero.
Como Julián con nadie hablaba, ignoraba esto. Si la señora de Rênal hubiera sido
dueña de su sangre fría, habría hablado al preceptor de la reputación conquistada, y
en este caso, tranquilizado el orgullo de Julián, se habría mostrado dulce y cariñoso
con ella, tanto más, cuanto que la encontraba encantadora con su vestido nuevo.
Propuso la pobre señora dar una vuelta por el jardín, mas pronto hubo de confesar

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que no podía tenerse en pie. Apoyóse sobre el brazo del joven, pero, lejos de
encontrar fuerzas, el contacto con aquel brazo se las quitó.
Era de noche. Apenas sentados, Julián, usando de su antiguo privilegio, tomó la
mano de su vecina y posó sus labios sobre su brazo, aunque, a decir verdad, al
hacerlo pensaba en los atrevimientos que su amigo Fouqué le dijo que había tenido
con sus amigas, y no en la señora de Rênal. Esta oprimió su mano, lo que no le
produjo el menor placer. Lejos de mostrarse, ya que no orgulloso, agradecido por lo
menos a las muestras, demasiado evidentes aquella noche, del amor que había
encendido en el pecho de la señora de Rênal, la hermosura, la elegancia, la suave
frescura de aquella le encontraron punto menos que insensible. La pureza de alma y
la ausencia de emociones pecaminosas prolongan considerablemente los días de la
juventud. El rostro de las mujeres hermosas envejece casi siempre antes que el alma.
Julián estuvo huraño y displicente toda la noche. Hasta entonces, toda su cólera
iba dirigida contra la sociedad, pero desde que Fouqué le propuso un medio obscuro
de hacer fortuna, no tenía irritación más que contra sí mismo. Absorto en estos
pensamientos, aunque de vez en cuando dirigía alguna que otra palabra a las señoras,
concluyó Julián por soltar la mano de la señora de Rênal. Esta acción anonadó a la
pobre mujer, que vio en ella la pérdida de sus ilusiones.
Tal vez en su misma virtud habría encontrado fuerzas para defenderse contra
Julián, si hubiese abrigado la seguridad del amor de aquel; pero, loca de terror,
extraviada por el miedo de perderlo para siempre, su pasión la arrastró hasta el
extremo de tomar la mano que Julián, en su distracción, había dejado apoyada sobre
el respaldo de una silla. La acción electrizó al joven ambicioso, quien habría anhelado
que la presenciasen todos los nobles orgullosos que, en la mesa, le contemplaban con
sonrisa de protección en el extremo más humilde, sentado entre sus discípulos. Pensó
que aquella mujer no le despreciaba, no le consideraba colocado en nivel más bajo
que el suyo propio, y, como consecuencia, que era deber suyo mostrarse sensible a su
belleza, ser su amante, en una palabra.
La súbita determinación que acababa de adoptar fue para él motivo de una
distracción agradable. Sus pensamientos tomaron rumbos precisos, desaparecieron de
su imaginación las vacilaciones y se dijo que necesitaba poseer a una de las dos
señoras. Su orgullo hubiese preferido enamorar a la señora Derville, no ciertamente
porque ésta fuese más bella ni más agradable que la señora de Rênal, sino porque le
conoció ya envuelto en cierta aureola de ciencia, y no como joven campesino, en
mangas de camisa, como le vio por primera vez la última. ¡No sospechaba el
ambicioso que precisamente como obrero mal vestido, de pie junto a la verja del
jardín, encendido y tímido, sin atreverse a llamar, era como la señora de Rênal se lo
imaginaba más seductor!
Continuando el examen de su posición, Julián comprendió que debía renunciar a

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la conquista de la señora Derville, a cuya perspicacia no habría escapado
probablemente la predilección que la señora de Rênal le testimoniaba. Obligado a
conformarse con esta última, se preguntó el preceptor:
-¿Qué conozco del carácter de esta mujer? Muy poca cosa: únicamente que antes
de mi viaje era yo quien tomaba su mano, y ella quien retiraba la suya; y que hoy
retiro yo la mía y ella la toma y la oprime. ¡Hermosa ocasión para devolverle todos
los desdenes de que ella me ha hecho objeto! ¿Cuántos amantes habrá tenido...? ¡Dios
lo sabe! Es posible que, si se decide en mi favor, es porque conmigo puede verse a
solas cuando guste.
¡He aquí el fruto desdichado de una civilización excesiva! A los veinte años, el
alma del joven que ha recibido alguna instrucción se encuentra a cien leguas de esa
hermosa confianza que es el más dulce condimento del amor, de esa fe sin la cual
aquel sentimiento resultaría en muchas ocasiones obligación tediosa y desagradable.
-Obligación mía es derribar la virtud de esa mujer- continuó diciendo la vanidad
del joven-, no por satisfacer un amor que no siento, sino porque si algún día hago
fortuna, y alguien me echa en cara lo humilde de mi empleo de preceptor, podré
replicar que fue el amor y no la necesidad lo que me indujo a aceptar el cargo.
Julián retiró la mano que la señora de Rênal le había tomado, y segundos después,
fue la suya a buscar la de aquella. A medianoche, cuando entraron en el castillo,
preguntó la señora de Rênal a media voz:
-¿Nos dejará usted? ¿Nos abandonará?
-Fuerza será que me vaya, señora, porque tengo la desgracia de amar a usted con
toda mi alma- contestó Julián exhalando un suspiro-. Mi amor es una falta... falta que
agrava extraordinariamente mi condición de preceptor... y mis anhelos de hacerme
sacerdote.
¡Cuán diferente noche pasaron nuestros dos personajes! Enloquecían a la señora
de Rênal los transportes más vivos de voluptuosidad moral, sin que los contaminase
poco ni mucho la materia. Una doncella coqueta cuya alma se abre demasiado pronto
al amor, se acostumbra a éste, y cuando llega a la edad de la verdadera pasión, ya no
se encuentra en estado de apreciar el encanto de la novedad. Como la señora de Rênal
no había amado nunca, ni leído novelas, nuevas eran para ella todas las fases, todos
los tonos de su dicha, cuya pureza no empañaban realidades tristes ni amargaba el
espectro del porvenir. Creyó que tan dichosa como era en aquel instante sería diez,
quince años más tarde. En vano se presentó a su imaginación la idea de su virtud, el
pensamiento de la fidelidad jurada a su marido: ambas imágenes las desterró como a
huéspedes importunos. ¿Cómo no, si estaba resuelta a no conceder nunca el favor
más insignificante a Julián, si creía que podría vivir en lo sucesivo como vivía desde
un mes antes?

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XIV
LA TIJERA INGLESA
Una niña de dieciséis años estropeaba
con colorete su soberbio cutis
amasado con rosa y leche.

POLIDORI

El ofrecimiento de Fouqué robó a Julián toda su calma, toda su tranquilidad. No sabía


a qué carta quedarse, como suele decirse.
-Con sentimiento veo que no tengo carácter- se decía el mancebo-. ¡Sería yo un
soldado deplorable de Napoleón!... Menos mal que mi intriguita con la señora de la
casa me distraerá durante algún tiempo.
El día que siguió a los sucesos que narrados quedan en el capítulo anterior, la
señora de Rênal estuvo momentos a solas con Julián en el salón. Medió entre nuestros
dos héroes una conferencia breve, en el curso de la cual se mostró la primera tierna y
cariñosa, y el segundo torpe y cohibido. Verdad es que la señora de Rênal perdonó a
su preceptor todas sus torpezas, que atribuyó a su candor... ¡Pobre extraviada!
¡Precisamente jamás conoció el candor aquel hombre que, a sus ojos, era un
verdadero genio!
-Tu preceptor me inspira profunda desconfianza- decía con frecuencia la señora
Derville-. Me parece que es de los que no pronuncian palabra sin antes meditarla
mucho, de los que nada hacen sin proponerse un fin. O mucho me engaño, o es un
marrajo de cuidado.
Julián quedó profundamente humillado; no se perdonaba las torpezas cometidas
en su conferencia con la señora de Rênal, ni dejaba de pensar en los medios de
repararlas.
-Un hombre como yo está en el deber ineludible de reconquistar el terreno
perdido- se decía, paseando agitado de una habitación a otra- Necesito dar un beso a
la señora de Rênal... y se lo daré.
No pudo ocurrírsele... y llevar a efecto, porque dio el beso en cuestión, nada tan
fuera de lugar, nada tan desagradable, para él y para ella, y nada tan imprudente. Fue
un milagro que no les viesen. La señora de Rênal creyó que se había vuelto loco. Se
asustó; la osadía de su galán la hizo temblar.
-¡Qué sucedería si me encontrase a solas con él, Dios mío!- se dijo. Su virtud se
alzó potente, avasalladora, porque la pasión se eclipsaba.

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Desde que Julián cometió la torpeza de darle un beso, la señora de Rênal tuvo
constantemente a uno de sus hijos a su lado. El día fue enojoso para Julián, que lo
pasó entero ejecutando con torpeza manifiesta su plan de seducción. Ni una sola vez
miró a la señora de Rênal sin que sus miradas obedecieran a fines deliberados.
Aunque ambicioso, nuestro héroe no era tan necio que dejase ver el ningún efecto que
producía como galán, y menos aún como seductor.
Las torpezas de Julián y sus osadías desconcertaban, aturdían a la señora de
Rênal, que no acertaba a volver de su asombro.
-¡Debe de ser resultado de la timidez del amor en un hombre de talento!- se decía
con alegría inefable-. ¿Será posible que nunca haya amado ni sido amado por mi
rival?
Después de almorzar, la señora de Rênal se dirigió al salón para recibir la visita
del señor Charcot de Maugiron, el subprefecto de Bray. La visita degeneró en tertulia
de confianza. La señora de Rênal tomó su labor, que era un pequeño trabajo de
tapicería. A su lado estaba sentada la señora Derville. Nuestro héroe, que parecía
poner todo su empeño en amontonar torpezas sobre torpezas, creyó que era llegada la
ocasión de adelantar la bota y de colocarla sobre el lindo pie de la señora de la casa,
cuyas medias caladas y hermosos zapatitos de París embarcaban en aquel instante
toda la atención del galante subprefecto.
La señora de Rênal tuvo un miedo horrible. Dejó caer inmediatamente su tijera
inglesa de bordar, el ovillo de lana y las agujas, gracias a lo cual pudo pasar el
imprudente movimiento de Julián por tentativa encaminada a impedir la caída de la
tijera, al verla resbalar sobre la falda de la dama. Felizmente se quebraron las tijeritas
inglesas, y la señora de Rênal pudo decir que lamentaba que Julián no se hubiese
encontrado más cerca de ella, en cuyo caso, su intervención tal vez habría llegado a
tiempo.
-Ha echado usted de ver la caída antes que yo- dijo-, y probablemente habría
conseguido su objeto de no haber sido tan grande la distancia que nos separaba. Por
culpa de ésta, no sólo se ha roto la tijera, sino que también he recibido un pisotón
muy regular.
La explicación engañó al subprefecto, pero no a la señora Derville.
Al cabo de algunos minutos, halló la señora de Rênal ocasión de decir a Julián:
-Sea usted prudente... Se lo mando.
Julián deliberó largo rato consigo mismo para saber si debía o no darse por
ofendido por la frase. «Se lo mando». Fruto de sus deliberaciones fue una tontería
insigne.
-Tendría derecho para decirme se lo mando, si de algo relacionado con la
educación de sus hijos se tratara- pensó-. Pero se trata de nuestro amor, y desde el
momento que ella lo comparte, dicho se está que me considera igual suyo. El amor

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supone igualdad... es el gran nivelador. No hace muchos días, me recitaba la señora
Derville unos versos de Corneille, que son aplicables a este caso:
«...El amor
Crea la igualdad; no la busca.»
Julián, que se obstinó en representar el papel de Don Juan, se pasó el día entero
cometiendo tonterías. Adolecían sus ideas del defecto de fijeza. Tan pronto pensaba
una cosa como la contraria. Un detalle había, empero, sobre el cual no variaban sus
pensamientos: descontento de sí mismo; y sin amor hacia la señora de Rênal, veía
aproximarse la noche con cierto temor, porque, como de ordinario, la tertulia se
celebraría en el jardín, y se encontraría sentado junto a la dama.
Después de comer, se fue a Verrières con objeto de visitar al cura, y no regresó
hasta bien cerrada la noche.
Julián encontró al párroco de Verrières levantando la casa. Al fin había sido
destituido, y su substituto era el vicario Maslon. Ayudó Julián al digno anciano, y
luego escribió a Fouqué para decirle que la vocación irresistible que sentía hacia el
sacerdocio le impidió aceptar sus graciosos ofrecimientos, pero que, en vista del
tremendo ejemplo de injusticia de que acababa de ser testigo, creía que acaso fuese
poco conveniente para su salvación eterna recibir las Sagradas Órdenes.
Su objeto era dejarse abierta la puerta del comercio, por si las tristes realidades de
la vida daban al traste con su soñado heroísmo.

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XV
EL CANTO DEL GALLO
Amour en latín faiçt amor,
Or donc provient d’amour la mort,
Et, par avant, souley qui mord,
Deuil, plours, plieges, forfaitz, remord...

BLASON D’AMOUR

Si Julián hubiese tenido un poquito nada más de la destreza de que tan gratuitamente
se consideraba adornado, de los efectos producidos por su viaje a Verrières se habría
felicitado al día siguiente de realizado aquel. Muchas eran las torpezas que había
cometido, muchas las tonterías en que había incurrido, pero su breve ausencia las
había relegado todas al olvido.
Llegada la noche, apenas sentados en el jardín, ocurriósele una idea ridícula, y lo
peor del caso no fue que se le ocurriera, sino que la llevase a la práctica con
intrepidez sorprendente. Sin esperar a que la obscuridad fuese completa, acercó sus
labios al oído de la señora de Rênal y, sin importarle comprometerla horriblemente,
dijo:
-Esta noche, a las dos, iré a su dormitorio; necesito decirle cosas muy
importantes.
Contestó la señora de Rênal con indignación real y no exagerada al anuncio
impertinente que Julián osaba hacerle. Breve fue su respuesta, pero Julián creyó
sorprender en ella una expresión de desdén perfectamente marcado. Consideróse
menospreciado, y pretextando que tenía que decir algo a los niños, abandonó su
asiento y entró en el castillo, del cual salió momentos más tarde para volver a la
tertulia y sentarse, no en el sitio acostumbrado, sino al lado de la señora Derville y
todo lo lejos posible de la de Rênal. Siguió una conversación grave y ceremoniosa.
Julián habría deseado hallar un medio cualquiera que obligase a la señora de Rênal a
darle una de aquellas muestras inequívocas de ternura que tres días antes le hicieron
creer que era suya, pero no tuvo ingenio para tanto.
Cuando se levantó la tertulia, Julián estaba desconcertado, desesperado. El estado
en que él con sus torpezas había colocado su asunto le irritaba, aunque, a decir
verdad, nada le habría turbado tanto como su triunfo. No pudo conciliar el sueño,
porque lo ahuyentaba su mal humor y su pesimismo, que le hacía creer que la señora
Derville le medía con el desprecio más profundo, y que, probablemente, lo compartía

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también la señora de Rênal. Esto no obstante, por nada del mundo hubiese renunciado
a sus proyectos, que no estaba dispuesto a pasar un día y otro día cerca de la señora
de Rênal, contentándose, como un niño dócil y bien educado, con las dedadas de miel
que aquella tuviera a bien acercar a sus labios.
Cuando su cerebro estaba fatigado, cuando había trazado mil proyectos, que
seguidamente rechazaba como absurdos, cuando más desventurado se creía, sonaron
las dos en el reloj del castillo.
Las dos campanadas le produjeron el mismo efecto que a San Pedro el canto del
gallo. No había vuelto a acordarse de la impertinente proposición hecha a la señora,
pero al sonar las dos, la idea acudió de nuevo a su mente.
-He dicho que iría a su dormitorio a las dos- se dijo levantándose con resolución-.
Seré todo lo inexperto que se quiera, todo lo grosero que pueda ser un rústico, como
con demasiada claridad me ha dada a entender la señora Derville, pero ¡vive Dios!
que no me han de tachar de débil ni de cobarde.
Jamás se había impuesto, Julián una violencia tan penosa. Al abrir la puerta de su
habitación, temblaban tanto sus piernas, tal flaqueza sentía en sus rodillas, que hubo
de apoyarse en la pared para no caer.
Iba descalzo. Dirigióse ante todo a la puerta de la alcoba del señor Rênal. Los
ronquidos que llegaron a sus oídos le produjeron angustias indecibles, porque, pese a
sus alardes de valor, habría deseado hallar un pretexto que le dispensase de
presentarse donde sabía que sería mal recibido. Por otra parte, no había formado plan
preciso ni cálculo alguno, y, de consiguiente, ignoraba qué haría una vez se
encontrase frente a la señora de Rênal. Verdad es que, aun cuando hubiese llevado
proyectos perfectamente trazados difícil le habría sido realizarlos, dada la espantosa
turbación que le poseía.
Al fin, sufriendo todas las agonías del condenado que avanza hacia el lugar del
suplicio, entró en el pasillo que conducía al dormitorio de la señora de Rênal, y con
mano trémula, y haciendo un ruido horrible, abrió la puerta.
En la alcoba había luz... ¡Nueva complicación, nueva desdicha con la que no
contaba!
-¡Desventurado!- exclamó la señora de Rênal, arrojándose violentamente de la
cama.
Julián olvidó sus quimeras y se colocó inconscientemente en el terreno de la
naturalidad. No agradar a una mujer tan hermosa le pareció la mayor de las
desventuras. A las recriminaciones de la señora de Rênal contestó cayendo postrado a
sus plantas y abrazando sus rodillas. Ella le habló con dureza extrema, y él, lejos de
incomodarse, derramó un mar de lágrimas.
Algunas horas después, cuando Julián salía del dormitorio de la señora de Rênal,
habría podido decir, como los héroes de novela, que todas sus aspiraciones, todos sus

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deseos estaban satisfechos. En efecto: era deudor de una victoria, que jamás habría
alcanzado su torpeza, al amor que había inspirado y a la impresión inesperada que
sobre él produjeron encantos femeniles que le embriagaron.
Víctima de su extraño orgullo, aun en los momentos más dulces, pretendió
representar el papel de hombre habituando a subyugar mujeres, e hizo cuanto en su
mano estuvo para desvirtuar lo poco que tenía de algún aprecio. En vez de mostrarse
atento y agradecido al amor que hizo nacer, en vez de esforzarse por acallar los
remordimientos que de aquel eran natural consecuencia, fue la idea del deber la que
ni un instante se apartó de su mente. Se había forjado un modelo imaginario y temía
sufrir remordimientos atroces e incurrir en un ridículo eterno si de aquel se separaba.
En una palabra, la manía de ser un hombre superior, que acosaba a Julián, le impidió
saborear la dicha que se le vino a las manos. Fue como la niña de dieciocho años que,
dotada de deslumbrante hermosura y deudora a la Naturaleza de colores
encantadores, comete para ir al baile, la locura de darse colorete.
Experimentó la señora de Rênal las alarmas más crueles, que vinieron a agudizar
el espanto terrible que en ella produjera la aparición de Julián. Las lágrimas y la
desesperación de éste la conturbaron horriblemente. Cedió, rendida su virtud a la
violencia del amor que la avasallaba, y aun después de rendida, cuando nada podía
negar ya a su amante, rechazaba a éste con indignación real, para arrojarse acto
seguido en sus brazos. Considerándose condenada sin remedio, en su afán por
substraerse a la vista del infierno abierto a sus plantas, prodigaba a Julián las caricias
más vivas. En suma: la dicha de nuestro héroe habría sido completa, nada le habría
faltado, ni siquiera los transportes de pasión de la mujer que acababa de rendir, si
hubiese sabido disfrutarla. Cuando se fue Julián, sin cesar los movimientos de alegría
que agitaban a la infeliz adúltera, aumentaron sus combates interiores y se hicieron
más lacerantes sus remordimientos.
Vuelto Julián a su habitación, quedó sumido en ese estado de estupor y de
inquieta alarma en que cae el alma que acaba de obtener lo que desde largo tiempo
antes venía deseando, del alma habituada a desear y que, ni encuentra ya nada que
desear, ni conserva recuerdos que llenen el vacío que en ella dejaron los deseos.
Semejante al soldado que regresa de una gran parada, Julián dedicó mucho tiempo y
mucha atención a repasar en su memoria todos los detalles de su conducta.
-¿Habré sido remiso en el cumplimiento de lo que me debo a mí mismo?- se
preguntaba-. ¿He representado bien mi papel?
¡Qué papel, santo Dios! ¡el de un hombre acostumbrado a ser astro de primera
magnitud entre las mujeres!

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XVI
AL DIA SIGUIENTE
He turn’d his lip to hers, and with his hand
Call’d back the tangles of her wandering hair.

DON JUAN, I, 170

Por fortuna para la gloria de Julián, la agitación, el estupor de la señora de Rênal eran
demasiado grandes para que llamasen su atención las necedades del hombre que, de
resultas de un momento de extravío, pasó a serlo todo para ella.
Próximo ya el día, suplicaba ella a Julián que se retirase, repitiendo, asustada, que
si su marido había oído algún ruido, estaba perdida sin remedio; pero su amante,
cuyas facultades se mantenían frescas, contestó con esta pregunta de relumbrón:
-¿Sentirías perder la vida?
-¡Muchísimo en este momento!- contestó la pobre enamorada ¡Lo que ni siento ni
sentiré nunca es haberte conocido!
Julián salió del dormitorio de su dama cuando era día claro, porque creyó que su
dignidad exigía que lo hiciese a la luz del sol y alardeando de imprudencia.
La atención continua que en el estudio de sus actos, aun de los más
insignificantes, ponía, llevado de la loca idea de pasar por hombre de experiencia, dio
como fruto una ventaja: a la hora del almuerzo, cuando se encontró en la mesa con la
señora de Rênal, su conducta fue una maravilla de prudencia.
En cambio ella no podía verle sin enrojecer hasta en el blanco de los ojos, ni vivir
un instante sin mirarle. Como es natural, de su turbación se dio cuenta ella misma, y
cuantos esfuerzos hacía para disimularla, la aumentaban. Una sola vez la miró Julián.
Al principio, la señora de Rênal admiró y bendijo su prudencia; mas, viendo que
aquella mirada única no se repetía, comenzó a alarmarse.
-¡No me ama!- se dijo con angustia-. ¡Pobre de mí!... ¡Soy demasiado vieja para
él!... ¡Diez años... le llevo diez años!
Levantados los manteles, la señora de Rênal halló ocasión de estrechar
furtivamente la mano de Julián. Éste, que durante el almuerzo se había entretenido en
detallar los encantos de su dama, inconscientemente contestó con una mirada de
pasión a una prueba de amor tan extraordinaria. Fue la mirada gota de miel que
consoló a la señora de Rênal, aunque sin borrar sus inquietudes, las cuales, ya que no
otra cosa, ahogaban sus remordimientos.
Nada notó el marido durante el almuerzo, pero sí la señora Derville, cuya alma

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atrevida e incisiva no cesó en todo el día de abrumarla con indirectas demasiado
transparentes, encaminadas a pintar, recargando los colores, el peligro que corría.
Ardía la señora de Rênal en deseos de encontrarse a solas con Julián, a quien
ansiaba preguntar si la amaba todavía. Las oficiosidades de su prima la molestaron en
tales términos que mil veces estuvo tentada, no obstante la dulzura de su carácter, de
hacerle comprender que la encontraba horriblemente importuna.
Aquella noche, en el jardín, la señora Derville, desplegando una destreza que hizo
honor a su ingenio, se sentó entre Julián y la señora de Rênal, y ésta, que venía
suspirando por el delicioso placer de estrechar la mano de Julián y de llevarla a sus
labios, ni siquiera pudo dirigirle la palabra.
El contratiempo aumentó considerablemente su agitación. La noche anterior, al
recibir la inesperada visita de Julián, había censurado con tanta dureza la imprudencia
de éste, que temía que no se atreviese a repetirla. Los remordimientos la atenaceaban.
Mucho antes de la hora de costumbre, puso fin a la tertulia nocturna y se retiró a sus
habitaciones, pero, sin fuerzas para dominar su impaciencia, salió con paso cauteloso
y llegó hasta la puerta de la habitación de Julián. No se atrevió a entrar, sin embargo,
aunque a ello la impulsaban sus incertidumbres y su pasión, porque le pareció que ir a
ella a buscar a su amante en su dormitorio era la mayor de las bajezas.
La prudencia se impuso al fin, pues parte de la servidumbre no se había acostado
todavía, obligándola a volver a su dormitorio. Pasaron dos horas, dos horas que para
ella fueron dos siglos de cruel ansiedad, de terribles tormentos.
¿Repetiría Julián la visita de la noche anterior? Sí: era muy fiel nuestro héroe a lo
que él llamaba su deber, para no ejecutar al pie de la letra el programa que se había
impuesto. Sonaba la una de la madrugada cuando salió sigilosamente de su cuarto, se
aseguró de que el señor de la casa, dormía profundamente, y se presentó en el
dormitorio de la señora de Rênal. Más feliz fue aquella noche que la anterior, porque
pensó menos en el papel que debía representar. Tuvo ojos para ver y oídos para oír.
Por otra parte, contribuyó eficazmente a darle alguna seguridad la frase siguiente que
su amiga le dirigió, con actitud de profunda melancolía y voz triste:
-¡Tengo diez años más que tú!... ¡Pobre de mí!... ¿Es posible que me ames?
Encantos sobrados atesoraba la señora de Rênal para ser amada, pese a la
diferencia de edades: Julián encontró completamente infundados sus temores, pero
observó que eran reales, y esto solo bastó para que dejase de tener miedo de ser
ridículo.
También desapareció la necia idea que le acosaba de ser considerado como
amante subalterno. Aquella noche estuvo casi como debía estar, sin afectar la actitud
de la víspera, actitud tomada de prestado, por decirlo así, que alcanzó una victoria,
pero no un placer. Sus transportes tranquilizaron a su bella amiga, que pudo saborear
buenas dosis de dicha y aprender a juzgar a su amante. Si ella hubiese advertido que

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Julián ponía todo su empeño en representar un papel, en vez de abandonarse a los
impulsos del corazón, el descubrimiento le habría arrebatado la dicha para siempre,
porque en ello no hubiera visto otra cosa que la triste consecuencia de la
desproporción de edades.
Al cabo de breves días, Julián, abandonado al ardor propio de la edad, estaba
perdidamente enamorado de su amiga. Comprendía que ésta atesoraba un alma de
ángel y un cuerpo bello como pocos. Ya casi había perdido hasta la idea de que, al
acudir solícito a las entrevistas nocturnas, cumplía un deber, ya no se acordaba de que
representaba un papel. En un momento de abandono, llegó a confesar a la señora de
Rênal las inquietudes que en los comienzos de sus relaciones le torturaban, confianza
que centuplicó la violencia de la pasión que inspiraba.
-¡Luego no he tenido rival afortunada!- se repetía la señora de Rênal, con
trasporte.
Atrevióse a preguntar de quién era el retrato que tanto interés merecía a Julián, y
éste le juró que de un hombre.
En momentos de reflexión, cuando la señora de Rênal se encontraba en estado de
meditar, maravillándose de que el mundo pudiese proporcionar una dicha como la
que ella experimentaba, una dicha que nunca había soñado.
-¡Ah!- se decía-. ¡Si hubiera conocido a Julián hace diez años, cuando aun podía
pasar por hermosa!
Muy distintos eran los pensamientos de Julián. Su amor, más que amor, era
ambición, era la alegría de ser dueño, él, ser desgraciado, pobre y menospreciado de
una mujer tan hermosa y tan distinguida. Sus actos de adoración, sus transportes
producidos por los encantos de su amiga, concluyeron por tranquilizar a ésta, por
hacerla olvidar casi la diferencia de edades. Verdad es que , si ella hubiese sido
menos candorosa, si hubiera poseído parte de la experiencia de la vida que en los
países civilizados han adquirido todas las mujeres mucho antes de llegar a los treinta
años, la habría asustado la duración de un amor que parecía alimentarse de la sorpresa
y de la satisfacción del amor propio.
En los momentos en que Julián olvidaba su ambición, admiraba con transportes
casi pueriles hasta los sombreros, hasta los vestidos de la señora de Rênal. ¡Cuántas
veces abría de par en par el armario de triple luna, y permanecía horas enteras
extasiado ante las galas allí reunidas! La señora de Rênal le acompañaba, apoyada
sobre sus hombros y él contemplaba las joyas, las sedas y las gasas que suelen llenar
la canastilla de boda la víspera de un matrimonio.
-¡Y yo hubiese podido casarme con este hombre!- pensaba con frecuencia la
señora de Rênal ¡Qué alma de fuego!... ¡Mi vida, a su lado, habría sido un cielo
anticipado!
Julián, para quien eran nuevos aquellos terribles instrumentos de la demoledora

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artillería femenina, se decía que era imposible que en París hubiese nada más
hermoso, y entonces disfrutaba de una dicha completa. La sincera admiración y los
transportes de su dama borraban de su memoria las vanas teorías que fueron causa
determinante de su actitud meditada y ridícula de los primeros días de relaciones.
Momentos había en que, no obstante sus hábitos de hipocresía, hallaba una dulzura
extrema en la confesión de su ignorancia con respecto a muchas cosas, pero aun era
mayor la alegría de la señora de Rênal cuando podía instruir a su juvenil amante,
cuando tenía ocasión de explicar algo a aquel genio, a aquel hombre de talento, que
comenzaba a conquistarse la admiración universal. Hasta el subprefecto y el director
del Asilo de Mendicidad aseguraban que sería la gloria de Verrières, alabanzas que
les valieron que Julián les diputase por menos idiotas que antes. La que distaba
mucho de compartir tan honrosos sentimientos era la señora Derville. Desesperada
ante lo que, si no había visto, creía adivinar, y viendo que sus prudentes consejos eran
pésimamente recibidos por la desventurada, que, a no dudar, había perdido la cabeza,
abandonó bruscamente a Vergy, sin dar explicaciones, que su prima tuvo buen
cuidado de no pedirle. La señora de Rênal derramó algunas lágrimas sobre su
ausencia, mas en breve comprendió que su dicha era mayor que antes, puesto que,
desde que se fue su prima, podía pasarse el día entero a solas con su Julián.
Este, por su parte, cultivaba con asiduidad creciente la dulce sociedad de su dama,
con doble motivo si se tiene en cuenta que, cuantas veces se pasaba algunas horas
solo, brotaba en su recuerdo la fatal proposición de su amigo Fouqué. Hubo
momentos, luego que entró de lleno en la nueva existencia, en que él, que jamás
había amado, que jamás había sido amado, encontraba una sensación deliciosa en la
sinceridad, tanto, que había resuelto ya confesar a la señora de Rênal la ambición, que
fuera hasta entonces la esencia, el sueño único de su vida. También le hubiese
consultado a propósito de la tentación extraña que le producía la proposición de
Fouqué, si un pequeño incidente no hubiese abozalado su franqueza.

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XVII
EL TENIENTE ALCALDE
O, how this pring of love ressembleth
The unvertain glory of anApril day;
Which now shows all the beauty of the see
And by and by a cloud takes all away!

TWO GENTLEMEN OF VERONA

Una tarde, a la hora deliciosa en que el astro del día trasponía las montañas, Julián,
sentado junto a su amiga en lo más espeso del jardín, lejos de los importunos, soñaba
profundamente. Embargaba todas las potencias de su alma el pensamiento en las
dificultades por que atraviesa el hombre cuando ha de decidirse por una profesión, y a
la par que se preguntaba si la existencia de dulzura que estaba saboreando duraría
siempre, deploraba la llegada fatal del suceso que pone fin a la infancia y amarga los
años primeros de los jóvenes que no poseen una fortuna.
-¡Ah!- exclamó-. ¡Napoleón fue el hombre enviado por Dios para hacer feliz a la
juventud francesa! ¿Quién le reemplazará? ¿Qué harán sin él los desgraciados, aun
aquellos que, más ricos que yo, tienen medios de fortuna para proporcionarse una
buena educación, pero no lo bastante para comprar a un hombre de influencia y
prosperar en el mundo? Es inútil darle vueltas- añadió lanzando un suspiro-; este
pensamiento fatal basta para que no podamos ser felices los que en mi caso nos
hallamos.
Julián observó que la señora de Rênal fruncía su lindo entrecejo y adoptaba una
actitud de frialdad y de desdén. Le parecía que la manera de pensar de Julián era
propia de un criado y no de un hombre superior. Sabedora de que ella era rica, daba
por descontado que también lo era Julián. Amábale más que a su vida, y en cambio
tenía muy poco apego al dinero.
Ni remotamente adivinó Julián las ideas de su amiga. El fruncimiento de cejas le
trajo a la realidad y tuvo bastante talento para dar un nuevo giro a sus palabras y
hacer entender a la noble dama, sentada a su lado, que eran las que oyó decir a su
amigo Fouqué, y que las acababa de repetir para que ella se diera cuenta de cómo
raciocinan los impíos.
-Lo mejor es que no te relaciones con esas gentes- contestó la señora de Rênal,
conservando aún parte de la frialdad, que había sucedido a una expresión de viva
ternura.

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El fruncimiento de aquellas hermosas cejas, o, mejor dicho, el remordimiento
consiguiente a su imprudencia, fue la lección primera que recibieron las ilusiones que
arrastraban a Julián.
-Es buena- se dijo-; buena y dulce. Me quiere de veras, pero ha sido educada en el
campo enemigo. Sin duda tiene miedo a esa clase de hombres de corazón que,
después de haber recibido una educación regular, carecen de fortuna, para seguir una
carrera... ¿Dónde irían a parar esos nobles si pudiéramos combatirles con armas
iguales? Si yo, por ejemplo, fuese alcalde de Verrières, y tuviera las buenas
intenciones y fuera honrado, como en el fondo lo es el señor Rênal, poco tiempo
padeceríamos en la ciudad al vicario, ni al señor Valenod, ni a tantos otros tunantes...
No sería su talento lo que me haría vacilar... ¡Talento, ¡Valientes brutos...!
Aquel día la dicha de Julián estuvo a punto de ser duradera. Lo único que faltó a
nuestro héroe fue atreverse a ser sincero. Precisaba tener valor para dar la batalla,
pero inmediatamente. Si las frases de Julián dejaron estupefacta a la señora de Rênal,
fue porque los hombres de su clase repetían que el regreso de Robespierre estaba
dentro de lo posible a causa de los jóvenes de las clases bajas, que cuidaban
demasiado de su educación. La expresión de frialdad de la señora de Rênal fue
bastante duradera y pareció muy marcada a Julián, en quien el temor de haber dicho
una cosa desagradable sucedió a su repugnancia hacia el mal gusto de las frases.
Ya no se atrevió Julián a soñar con abandono y en voz alta. Más tranquilo y
menos enamorado de día en día, creyó que era punible imprudencia ir a visitar a su
amiga en su dormitorio. Preferible era que fuese ella quien acudiese al suyo, pues si
un criado cualquiera la encontraba andando por la casa, le sobrarían pretextos con
que justificar sus pasos.
No dejaba de tener sus inconvenientes esta modificación. Julián había recibido de
su amigo Fouqué libros que un estudiante de teología no se habría atrevido a pedir
nunca a un librero. Únicamente durante la noche se permitía leerlos, y no le hubiese
agradado ver interrumpida su lectura por una visita cualquiera.
Si entendía los libros de una manera nueva para él, debíalo a la señora de Rênal, a
la cual había hecho preguntas sobre preguntas acerca de muchas cosas, cuya
ignorancia es obstáculo que no franquea la inteligencia de un joven educado fuera de
la alta sociedad, por mucho genio y talento naturales que se le supongan.
La educación del amor, dada por una mujer que era la personificación de la
ignorancia, fue para nuestro héroe una dicha. Julián llegó directamente a ver la
sociedad tal como es hoy. No fatigó su talento la historia de lo que fuera en otros
tiempos, dos mil años antes, o bien sesenta años atrás, en tiempos de Voltaire y de
Luis XV. Cayó la venda de sus ojos con alegría verdaderamente inefable, y
comprendió lo que en Verrières pasaba.
Parece que se habían puesto en planta intrigas muy complicadas, urdidas dos años

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antes en torno del prefecto de Besançon. Las apoyaban cartas llegadas de París,
firmadas por ilustres personajes. Se trataba de nombrar teniente de alcalde de
Verrières al señor Moirod, que era el caballero más devoto de la región, pero tenía un
contrincante de fuerza, a quien era preciso inutilizar. El contrincante era un fabricante
muy rico.
Julián comprendió, al fin, las indirectas y palabras sueltas que en distintas
ocasiones había sorprendido, cuando las personas de la alta sociedad comían en la
casa de los señores Rênal. Objeto de las preocupaciones de aquellas personalidades
privilegiadas era el nombramiento del teniente alcalde, sin que ni remotamente lo
sospechasen los habitantes de la ciudad, y menos los afiliados al partido liberal. La
cuestión, que en sí no tenía importancia, la tenía, y muy grande, porque la acera
oriental de la calle Mayor de Verrières debía retroceder más de nueve pies para
convertirla en calle Real.
Ahora bien: si el señor Moirod, dueño de tres de las casas que debían retroceder,
era nombrado teniente alcalde, y como consecuencia, alcalde, en el caso más que
probable en que el señor Rênal fuese elegido diputado, cerraría los ojos, y todo el
mundo podría llevar a cabo, en las casas que se oponían al ensanchamiento de la
calle, ciertas reparaciones que las pusieran en condiciones de durar cien años. Gozaba
el señor Moirod fama de piadoso, y todo el mundo le reconocía una honradez
intachable, pero como tenía muchos hijos, había la esperanza de que sería manejable.
De las casas llamadas a retroceder, nueve pertenecían a las personas más distinguidas
de Verrières.
A los ojos de Julián, esta intriga tenía muchísima más importancia que la batalla
de Fontenoy, hecho de armas del que jamás oyó hablar, y que vio relatado por
primera vez en las páginas de uno de los libros que Fouqué le había enviado. Muchas
eran las cosas que intrigaban a Julián desde cinco años antes, es decir, desde que
comenzó a frecuentar la casa del cura; pero como la discreción y la humildad de
espíritu deben ser las cualidades más salientes de un estudiante de teología, jamás se
atrevió a hacer preguntas.
Un día la señora de Rênal daba una orden al criado de su marido que distinguía
con su animadversión a Julián.
-Hoy es viernes, último de mes, señora- replicó el criado con expresión singular.
-Está bien; vaya usted- dijo la señora.
-Supongo- observó Julián, luego que se fue el criado- que va a lo que
antiguamente fue iglesia, luego depósito de heno, y recientemente volvió a ser
dedicado al culto divino. ¿Pero qué va a hacer allí? Es un misterio que nunca he
podido penetrar.
-Ha sido establecida allí una especie de cofradía, altamente saludable, pero muy
singular- contestó la señora de Rênal-. No son admitidas las mujeres, y lo único que

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sé es que todo el mundo se tutea. Este criado, por ejemplo, encontrará allí al señor
Valenod, y el señor Valenod, con ser tan orgulloso y tan necio, no se molestará
cuando le tutee nuestro criado Saint-Jean, a quien contestará como si fuera su igual.
Si tienes interés por saber lo que hacen, preguntaré detalles al señor Maugiron y a
Valenod. Pagamos veinte francos por criado, a fin de que éstos no nos degüellen el
día menos pensado.
Volaba el tiempo. El recuerdo de los encantos de su dama apaciguaba los accesos
de negra ambición que torturaban a Julián. Como militaban en bandos opuestos, la
necesidad de no hablar de cosas tristes, que podían ser desagradables, aumentaba la
dicha de Julián y el imperio que insensiblemente adquiría la señora de Rênal sobre él.
Cuando la presencia de los niños, demasiado inteligentes, obligaba a los amantes
a emplear el lenguaje de la fría razón, Julián escuchaba con docilidad perfecta las
explicaciones de su amiga, y la contemplaba con ojos chispeantes de pasión. A veces,
en medio de una conversación seria y tranquila, se extraviaba el espíritu de la señora
de Rênal: Julián se veía en la precisión de regañarle, y entonces se permitía ella los
mismos gestos íntimos con su amante que con sus hijos. Y es que en algunas
ocasiones se hacía la infeliz la ilusión de que amaba a Julián como si fuese su hijo.
¿No le hacía él con frecuencia preguntas ingenuas sobre mil cosas sencillísimas, que
no ignoraba ningún muchacho de quince años? Segundos después de considerarle
como un hijo, veía en él a su maestro. Su genio llegaba a asustarla, pues de día en día
veía dibujado con líneas más enérgicas al gran hombre del porvenir en la persona del
humilde jovenzuelo. Imaginábaselo cardenal, primer ministro, como Richelieu...
Papa.
-¿Viviré bastante para verte encumbrado en el pináculo de la gloria?- preguntaba
a Julián con frecuencia-. El mundo ansía, suspira por la aparición de un gran hombre:
lo necesitan la monarquía y la religión.

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XVIII
UN REY EN VERRIÈRES
¿Es que no servís más que para
arrojar allá algo semejante a un
cadáver de pueblo, sin alma y
sin sangre en las venas?

DISCURSO DEL OBISPO, en la capilla de San Clemente

El día 3 de septiembre, a las diez de la noche, la llegada de un gendarme, que entró en


la calle Mayor de Verrières a todo el galope de su caballo, despertó a la población
entera. Era martes, y traía la noticia de que Su Majestad el rey de... llegaría a la
ciudad el domingo siguiente. El prefecto autorizaba, es decir, exigía la formación de
la guardia de honor, pues convenía desplegar toda la pompa posible. Inmediatamente
fue despachado un mensajero a Vergy. El señor Rênal llegó durante la noche y
encontró la ciudad loca de entusiasmo. Todo el mundo tenía sus pretensiones: los
menos curiosos, o más positivistas, alquilaban sus balcones a los que deseaban ver la
entrada del rey y carecían de ellos.
¿A quién confiar el mando de la guardia de honor? El señor Rênal comprendió
que importaba sobremanera a las casas destinadas a retroceder que el comandante de
la guardia fuese el señor Moirod, pues era muy probable que el mando le valiese la
tenencia de alcaldía. Había, empero, un inconveniente, y era que si bien es cierto que
la devoción del tal señor estaba más que suficientemente probada, y era por todos
reconocida, no lo era menos que en su vida había montado a caballo, y por otra parte,
era hombre de treinta y seis años, extremadamente tímido, a quien hacían temblar lo
mismo las caídas que el ridículo.
El alcalde le mandó llamar a las cinco de la mañana.
-Como ve usted, reclamo sus consejos como si ocupara ya el puesto de honor
hasta el cual desean elevarle todos los ciudadanos honrados. En esta desventurada
ciudad prosperan escandalosamente las industrias, el partido liberal hace millones,
aspira al poder, y, para conseguir sus fines, es indudable que sabrá convertirlo todo en
substancia. Nosotros, caballero, debemos poner nuestras miras en los intereses del
rey, de la monarquía y, sobre todo, de la religión. Ahora bien: ¿a quién opina usted
que debemos confiar el mando de la guardia de honor?
Pese al horrible miedo que al caballo tenía, el señor Moirod concluyó por aceptar
el honor indicado, como quien acepta el martirio.

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-Procuraré conducirme con dignidad- contestó al alcalde.
Apenas si quedaba tiempo bastante para hacer las reparaciones que exigían
imperiosamente los uniformes, que siete años antes habían servido, con motivo del
paso por Verrières de un príncipe de la sangre.
A las siete del mismo día llegó de Vergy la señora Rênal, con Julián y con sus
hijos. Encontró su casa llena de damas del partido liberal, que predicaban la unión de
los partidos y venían a suplicar a la alcaldesa que influyese cerca de su marido para
que éste concediera a los suyos un puesto en la guardia de honor. Hubo, una que
aseguró que su marido se declararía en quiebra si no conseguía su aspiración. La
señora de Rênal despidió pronto a todo el mundo. Parece que estaba muy ocupada.
A Julián, no sólo le sorprendió, sino que también le molestó el hecho de que la
alcaldesa guardase con él una reserva impenetrable con respecto al asunto que tanto
la preocupaba, al parecer.
-No me sorprende- dijo Julián con amargura-. Tenía previsto que su amor había
de eclipsarse ante la dicha de recibir a un rey en su casa. Honras de ese linaje
deslumbran. Volverá a amarme cuando dejen de turbar su cerebro las ideas propias de
su casta.
¡Cosa extraña! Al creer que era amado menos, amó él más.
Los tapiceros comenzaron a invadir la casa. En vano acechó Julián largo tiempo
la ocasión de decir cuatro palabras a su amante: la oportunidad ansiada no se
presentó. Al fin, la vio que salía de su habitación, es decir, de la de Julián, y que se
llevaba uno de sus trajes. Estaban solos, intentó hablarle, y la señora de Rênal, no
sólo no contestó, sino que huyó sin querer escucharle.
-Se necesita ser tan idiota como soy para amar a esa mujer- se dijo nuestro héroe-.
La ambición la enloquece en tanto grado como a su marido.
Se engañaba Julián: la señora de Rênal estaba mucho más loca que su marido.
Uno de sus anhelos más fervientes, anhelo que no había confesado nunca a Julián por
miedo a la opinión que su capricho pudiera producirle, era verle dejar, aunque no
fuese más que un día, su triste indumentaria negra. Poniendo en juego una destreza
admirable, bien que muy natural en una mujer, recabó primero del señor Moirod y
luego del subprefecto señor de Maugiron, que Julián fuese nombrado guardia de
honor, prefiriéndole a cinco o seis jóvenes, hijos de fabricantes muy acomodados, dos
de los cuales, por lo menos, eran de piedad ejemplar. El señor Valenod, que había
resuelto prestar su carruaje a las mujeres más hermosas de la ciudad, y hacer que todo
el mundo admirase su tronco de normandos, no tuvo reparo en facilitar uno de sus
caballos a Julián, al ser que más vivamente aborrecía. Todos los guardias de honor
tenían, de su propiedad particular o prestados, hermosos uniformes azul celeste,
adornados con profusión de galones de plata, que habían excitado la admiración
universal siete años antes; pero la señora de Rênal quería proporcionar a Julián un

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uniforme flamante y no disponía más que de cuatro días para pedir y hacer llegar de
Besançon el uniforme, armas, sombrero, etc. Aumentaba lo hermoso de la intriga el
hecho de que no quisiera que confeccionasen el uniforme en Verrières, en primer
lugar, porque lo consideraba imprudente, y en segundo, porque su deseo era
sorprender a Julián y a la ciudad.
Ultimados los detalles relacionados con los guardias de honor, hubo de ocuparse
el alcalde en preparar una gran ceremonia religiosa. No quería el rey de... pasar por
Verrières sin adorar la famosa reliquia de San Clemente, que se venera en Bray-le-
Haut, a una legua escasa de la ciudad. Se deseaba reunir una representación numerosa
de clero, detalle de difícil arreglo y expuesto a conflictos, porque el nuevo cura se
obstinaba en evitar a toda costa la asistencia del anterior. En vano le representó el
señor de Rênal que la preterición de su antecesor sería una imprudencia gravísima;
que el señor marqués de la Mole, cuyos antepasados habían gobernado por espacio de
largo tiempo la provincia, era quien debía acompañar al rey de... y que, como hacía
treinta años que conocía y apreciaba al señor Chélan, preguntaría por él no bien
llegase a Verrières, y si tenía noticia de que había sido depuesto de su cargo, hombre
era muy capaz de ir a buscarle a la casita donde se había retirado, haciéndose
acompañar por todo el cortejo real, lo que sería un bofetón para los que le depusieron.
-Quedo deshonrado aquí y en Besançon si entre mis sacerdotes figura ese
hombre- repetía el Párroco-. ¡Un jansenista, Dios mío!
-Diga usted lo que quiera, mi querido cura- replicaba el señor Rênal-; yo le
aseguro que no he de exponer a la ciudad de Verrières al peligro de recibir un bofetón
del señor de la Mole. Usted no le conoce, amigo mío. En la corte es modelo de finura;
pero en provincias se ha distinguido siempre como satírico insoportable, burlón y
amigo de poner en ridículo a las gentes. A trueque de pasar un rato distraído, es muy
capaz de cubrirnos de ridículo a los ojos de los liberales.
Hasta la noche del sábado al domingo, es decir, después de tres días de
conferencias y de representaciones, no se doblegó el orgullo del párroco Maslon,
quien, al fin, llegó a temer que el miedo del alcalde se trocase, ante el peligro, en
valor ciego. Fue preciso escribir una carta melosa al ex párroco Chélan, suplicándole
que tuviera a bien asistir a la ceremonia de la adoración de la reliquia de Bray-le-
Haut, siempre que sus muchos años y los achaques propios de su edad se lo
permitiesen. El señor Chélan pidió y obtuvo una carta de invitación para Julián, quien
debía ejercer a su lado las funciones de subdiácono.
En las primeras horas del domingo, millares de campesinos, llegados de las
montañas próximas, inundaron las calles de Verrières. El día era espléndido. A eso de
las tres de la tarde cundió la agitación entre la muchedumbre. Apareció una hoguera
inmensa sobre un peñasco distante dos leguas de Verrières, que era la señal de que el
rey acababa de entrar en el término de la provincia. Las campanas echadas al vuelo y

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las descargas repetidas de un cañón viejo, que era propiedad del municipio, pusieron
de manifiesto el júbilo que la llegada de un monarca producía a la ciudad. Más de la
mitad de la población subió a los tejados y las damas se acomodaron en los balcones.
La guardia de honor se puso en movimiento. Los brillantes uniformes atraían la
admiración de los espectadores, que reconocían entre los que formaban la guardia
amigos y parientes. No faltaban burlones que se reían del miedo del señor Moirod,
quien, dando pruebas de extremada prudencia, en todo momento tenía dispuesta la
mano para asirse a la perilla de la montura. Pero hubo una novedad que fue causa de
que se olvidase todo: el primer guardia de la fila novena era un muchacho guapo,
muy delgado, a quien nadie conoció en los primeros momentos. Muy en breve, los
gritos de indignación de los unos y el silencio producido por la estupefacción en, los
otros, fueron señales evidentes de que la sensación era general. Acababan de
reconocer en el joven que oprimía los lomos de uno de los caballos normandos del
señor Valenod al hijo del aserrador Sorel. Su vista alzó un grito general de
indignación contra el alcalde, sobre todo, a los liberales. Los comentarios no podían
ser más sabrosos.
-¿Cómo se entiende?- exclamaba un fabricante-. ¡Han tenido la audacia de
nombrar guardia de honor a ese rústico disfrazado de cura, porque es preceptor de los
cachorros del alcalde!
-Si conocieran la vergüenza esos señores- observaba un banquero-, se alejarían de
ese insolente nacido en el barro y criado en el barro.
-Es un pillastre a quien han ceñido sable- respondía un vecino-, sin tener en
cuenta que tiene en su alma bastante cantidad de deslealtad para cortar la cabeza a los
mismos que se lo ciñeron.
Más peligrosos eran los comentarios de las clases nobles. Las señoras se
preguntaban con acento irónico si el autor de aquella inconveniencia intolerable había
sido en realidad el alcalde. En una palabra: todo el mundo le media con el desprecio
más soberano, a causa de lo bajo de su nacimiento.
Mientras daba motivo a frases tan poco honrosas, Julián se consideraba el más
dichoso de los hombres. Atrevido por temperamento, montaba con más gallardía que
ninguno de los jóvenes de la ciudad. Las mujeres hablaban de él; claramente lo
decían sus ojos.
Como sus galones eran nuevos, brillaban más que los de ningún otro guardia. Su
caballo se encabritaba con frecuencia, circunstancia que enorgullecía al jinete.
Su júbilo, que era muy grande, llegó al último límite citando, al pasar junto a las
viejas murallas, el estampido del cañón, asustó a su caballo y le sacó de la fila. A la
casualidad, y no a sus dotes como jinete, debió el no medir la calle con su cuerpo,
pero en su orgullo se creyó un héroe. Ya no era Julián, sino un ayudante de campo de
Napoleón, un general que, al frente de sus tropas, asaltaba una posición enemiga.

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Había una persona que disfrutaba más que Julián. Habíale contemplado primero
desde uno de los balcones del Ayuntamiento: no bien pasó Julián, esa persona bajó a
la calle, tomó un coche, y dando un gran rodeo a todo el galope de los caballos, llegó
junto a la muralla cuando el de nuestro héroe salía saltando fuera de la fila.
Momentos después salía el coche por otra puerta de la ciudad y entraba en el camino
por donde debía pasar el rey, para seguir a retaguardia de la escolta de honor,
envuelto en la noble nube de polvo que levantaban los caballos.
-¡Viva el rey!- gritaron diez mil campesinos a coro, haciendo eco al discurso de
salutación que el alcalde dirigió a Su Majestad.
Una hora más tarde, al entrar el rey en la ciudad, oídos todos los discursos, el
cañón comenzó a hacer fuego rápido. Sobrevino un accidente lamentable, del que
fueron víctimas, no los artilleros, que habían dado brillantes pruebas de competencia
en el oficio de Leipzig y en Montmirail, sino el futuro teniente alcalde señor Moirod.
Su caballo tuvo el capricho de dejarle sentado en el primer lodazal que encontró en el
camino, produciendo el escándalo consiguiente, pues hubo necesidad de retirarle de
allí para que pudiera pasar la carroza del rey.
Descendió el rey frente a la hermosa iglesia nueva, que aquel día estaba colgada
con tapices de seda color carmesí. Según el programa, el rey debía comer y continuar
luego el viaje hacia el santuario donde se veneraba la célebre reliquia de San
Clemente. No bien entró el rey en la iglesia, Julián se dirigió, a galope tendido, al
domicilio del señor Rênal, donde dejó, con harto pesar de su alma, su hermoso
uniforme color azul celeste, para vestir su fúnebre traje negro. Montó de nuevo a
caballo y momentos después llegaba a Bray-le-Haut, que ocupa la cima de una colina
hermosísima.
-El entusiasmo multiplica hasta el infinito a los campesinos- pensó Julián-. Salgo
de la ciudad, por cuyas calles no puede uno removerse, y encuentro aquí más de diez
mil, apelmazados junto a esta antigua abadía.
Medio destruida aquella por el vandalismo revolucionario, había sido reedificada
a raíz de la Restauración y comenzaba a hacerse famosa por los milagros.
Julián se presentó al cura Chélan, quien le regañó con severidad, y le dio una
sotana y una sobrepelliz. Vistióse nuestro joven con rapidez, y siguió al anciano
sacerdote, que debía acompañar al obispo de Agde. Era el prelado sobrino del señor
de la Mole, elevado a su dignidad episcopal recientemente y encargado de presentar
la reliquia al rey, pero no se le encontraba por ninguna parte.
El clero, que esperaba al obispo en el sombrío claustro gótico de la antigua
abadía, se impacientaba. Se habían reunido ochenta curas con objeto de representar al
antiguo capítulo de Bray-le-Haut, formado hasta el año de 1789 por ochenta
canónigos. El clero, después de pasarse tres cuartos de hora deplorando la juventud
del obispo, creyó conveniente que el decano se presentase a aquel para significarle

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que era la hora de ir al coro, porque el rey estaba para llegar. En atención a sus
muchos años, había sido nombrado decano el señor Chélan. Este indicó a Julián que
le siguiese. Nuestro héroe no estaba mal vestido de sotana y sobrepelliz: gracias a no
sabemos que recurso, consiguió alisar perfectamente sus abundantes y rizados
cabellos, pero sufrió un olvido lamentable que excitó la más terrible de las cóleras del
señor Chélan: por debajo de la sotana asomaban las grandes espuelas de guardia de
honor.
Llegados a la puerta de las habitaciones del obispo, una turba de lacayos cerró el
paso a nuestros amigos, diciéndoles con desdén marcado que Su Excelencia no estaba
visible. Hizo observar el señor Chélan que su condición de decano le daba derecho a
llegar hasta el prelado en todo momento, pero sus observaciones no merecieron más
que burlas y risotadas.
La insolencia de los lacayos despertó la ira de Julián, quien, con ademanes de
inconmensurable orgullo, comenzó a recorrer las dependencias de la antigua abadía,
abriendo y cerrando con estrépito cuantas puertas encontraba al paso. Franqueada una
pequeñita, se encontró de pronto en medio de los familiares del alto dignatario de la
Iglesia, quienes, engañados por la prisa y decisión que mostraba, supusieron que
había sido llamado por el señor obispo y le dejaron pasar sin inconveniente. Dio
Julián algunos pasos y llegó a una cámara gótica, sombría, de proporciones colosales.
Llamaban la atención los artesonados de encina negra y el hecho de que todas las
ventanas estuviesen amuradas con ladrillo, excepto una sola. Ningún adorno
disimulaba la desnudez de los robustos muros, que contrastaban poderosamente con
la magnificencia del artesonado. Los dos grandes lados de la cámara, que gozaba de
gran celebridad entre los anticuarios y había sido construida por Carlos el Temerario,
acaso para expiar algún pecado grave cometido, ofrecían a la admiración de los
inteligentes una sillería en madera, enriquecida con preciosas esculturas y primorosos
trabajos de talla. En ella estaban representados todos los misterios del Apocalipsis.
Aquella magnificencia melancólica degradada por la vista de los ladrillos y de la
cal conmovió a Julián.
Su mente comenzó a maldecir del vandalismo de los hombres, mas pronto hubo
de suspender sus operaciones mentales como había suspendido segundos antes las de
sus pies En el extremo opuesto de la cámara, junto a la única ventana que dejaba
pasar la luz del día, habían colocado un mueble de caoba provisto de un gran espejo.
Un joven, ataviado con vestiduras color violeta y con sobrepelliz de rico encaje, se
hallaba de pie frente al espejo. Observó Julián que el joven parecía irritado: con la
mano derecha no cesaba de dar bendiciones, extremando la gravedad en sus
ademanes y sin separar sus miradas del espejo.
-¿Qué diablos está haciendo ese hombre?- se preguntó Julián ¿Es alguna
ceremonia preparatoria?... ¿Quién será ese cura? Probablemente el secretario del

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obispo, en cuyo caso, doy por cierto y averiguado que su insolencia corresponderá a
la de los lacayos... ¡No importa!... Probaremos.
Avanzó con paso lento, fija la mirada en la única ventana y mirando al joven, que
continuaba dando bendiciones sin interrumpirse un segundo.
A medida que se aproximaba al de las vestiduras violeta, convencíase más y más
de que estaba de mal humor. La riqueza del roquete guarnecido con ricos encajes
detuvo in-voluntariamente a Julián a pocos pasos del espejo.
El que elevaba el número de las bendiciones hasta el infinito vio reflejada la
imagen de Julián en la luna. De su rostro desapareció como por encanto la expresión
de mal humor; volvióse con calma hacia Julián, le preguntó con afabilidad:
-¿Está todo preparado?
Julián quedó estupefacto. Al volverse el joven, el pectoral que pendía de su cuello
llamó la atención de aquel.
-¡El obispo de Adge!...- pensó Julián-. ¡Tan joven!... ¡A lo sumo, seis o siete años
más que yo!...
Acordóse con vergüenza de las espuelas que calzaba.
-Señor- contestó tímidamente-, me envía el decano del Capítulo, señor Chélan.
-¡Ah! ¡Me le han recomendado con mucha eficacia!- repuso el prelado, con finura
que dejó encantado a Julián-. Ruego a usted que me dispense, si atolondradamente le
tome por la persona encargada de traerme la mitra. La embalaron en París
horriblemente mal. Y las consecuencias han sido funestas: el brocado de plata de la
parte alta se ha echado a perder. Por si esto no era bastante- añadió el prelado con
tristeza-, me tienen esperando.
-Si Su Excelencia me lo permite, iré a buscar la mitra- dijo Julián.
-Vaya usted, sí- contestó el obispo con encantadora finura-. La necesito
inmediatamente... Harto he hecho esperar ya a esos señores.
Recorrida la mitad de la cámara, Julián se volvió hacia el obispo y vio que había
reanudado la tarea de dar bendiciones. En la salita donde estaban los familiares vio la
mitra del prelado y la tomó, sin que aquellos señores se atrevieran a ponerle
objeciones.
Sentíase orgulloso. Recorrió la cámara con paso lento y ademán solemne. El
obispo estaba sentado; pero, de vez en cuando, su diestra, aunque fatigada,
continuaba dando bendiciones. Julián ayudó al prelado a ponerse la mitra.
-Puede pasar... ¿verdad?- preguntó a Julián con expresión de contento-. ¿Tiene
usted la bondad de alejarse un poco?
El obispo entonces se dirigió con paso rápido hacia el centro de la cámara, dio allí
media vuelta y echó a andar hacia el espejo con paso lento y dando bendiciones.
El asombro tenía inmóvil a Julián: sentía tentaciones de comprender, y no se
atrevía. El obispo hizo alto, y mirando a nuestro héroe sin gravedad, le preguntó:

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-¿Qué le parece a usted mi mitra, señor?
-Que está bien, Excelentísimo señor.
-¿No le parece que tal vez la llevo demasiado inclinada hacia atrás? Por supuesto,
que produciría pésimo efecto bajarla demasiado sobre los ojos, como si fuese el casco
de un coracero.
-La encuentro muy bien colocada, señor.
-El rey de... está habituado a tratar con un clero venerable, y muy grave
seguramente. No quisiera que formase acerca de mí opinión de que soy ligero,
fundándose más que en ninguna otra cosa en mis pocos años.
El obispo comenzó a caminar de nuevo dando bendiciones.
-No hay duda- observó mentalmente Julián-. Se ensaya.
-Estoy pronto- dijo al cabo de algunos instantes el obispo-. Hágame el favor de
comunicarlo al señor decano y a los señores canónigos.
Breves minutos después, el señor Chélan, acompañado por los dos sacerdotes de
más edad, entraba por una puerta muy grande y enriquecida con soberbias esculturas,
que Julián no había visto antes. En esta ocasión, nuestro héroe ocupó el puesto que le
correspondía, es decir, el último, y como consecuencia, no pudo ver al obispo más
que mirando por sobre los hombros de los demás.
El obispo atravesó con paso lento la sala. Una vez franqueada la puerta de salida,
encontró al clero, formado en dos filas. Hubo al principio algún desorden, pero duró
poco. La procesión se puso en marcha entonando salmos. Cerraba la comitiva el
obispo, que llevaba a su derecha al señor Chélan y a su izquierda a otro de los
sacerdotes más viejos. Julián consiguió colocarse muy cerca de Su Excelencia, en su
calidad de agregado al señor Chélan. La procesión recorrió las largas galerías que la
abadía de Bray-le-Haut, sombrías y húmedas no obstante el espléndido sol del día. La
admiración que en Julián producía la ceremonia le tenía embelesado. Disputábanse su
corazón un sentimiento de viva ambición, despertada por los pocos años del obispo, y
otro de dulce sensibilidad, producido por la exquisita finura de aquel. Era una finura
con la cual ningún parecido tenía la del señor Rênal, ni aun en los días en que el
alcalde de Verrières se proponía ser fino.
-A medida que uno se va elevando en el rango social, encuentra más distinción de
modales- se decía Julián.
La procesión entró en la iglesia por la puerta lateral. Un ruido espantoso hizo
retemblar de pronto las vetustas bóvedas: Julián creyó que se desplomaban. El
estrépito era la voz de trueno de la antigua pieza de artillería, que acababa de llegar a
la abadía, arrastrada por ocho caballos, y que, colocada en posición, apenas llegada,
por los artilleros de Leipzig, hacía fuego a razón de cinco disparos por minuto, como
si estuvieran formadas delante de su boca las tropas prusianas.
Aquel ruido ensordecedor no hizo efecto alguno en Julián, de cuyo pensamiento

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habían huido Napoleón y las glorias militares.
-¡Tan joven, y obispo de Agde!- pensaba-. ¿Pero dónde está Agde? ¿Qué rentas
dará el obispado? Probablemente de doscientos a trescientos mil francos.
Aparecieron los lacayos de Su Excelencia llevando un palio soberbio. El señor
Chélan tomó una de las varas, pero quien la llevó de hecho fue Julián. El obispo se
colocó bajo el palio. Con gran admiración de nuestro héroe, el joven dignatario de la
Iglesia había conseguido adoptar aires de anciano.
Llegó el rey. Julián tuvo la dicha de verle de muy cerca. El obispo le dirigió un
discurso que rebosaba unción.
No fatigaremos al lector haciendo una descripción de las ceremonias de Bray-le-
Haut, que llenaron las columnas de todos los periódicos durante quince días. Diremos
únicamente que Julián escuchó con atención el discurso del obispo, y que supo que el
rey descendía de Carlos el Temerario.
Más tarde confiaron a Julián la tarea de formalizar las cuentas de los gastos
ocasionados por la ceremonia. El señor de la Mole, que había dado una mitra a su
sobrino, tuvo la galantería de encargarse de todos los gastos. La ceremonia de Bray-
le-Haut le costó tres mil ochocientos francos.
Oído el discurso del obispo, y contestado por el rey con otro, este último se
colocó bajo el palio y avanzó hasta la gradería del altar, donde se postró de rodillas
sobre un cojín lujoso, colocado al efecto. Se cantó Un solemne Te Deum, nubes de
humo llenaron la iglesia, el entusiasmo de los campesinos se desbordó, resonaron
infinidad de descargas de armas portátiles, bramó el cañón con terrible insistencia, las
gentes se arrodillaron, lloraban conmovidas; en una palabra, tales muestras de piedad
se vieron, que sin exageración podemos decir que la jornada de aquel día reducía a
menudo polvo el edificio que pudieran levantar cien periódicos jacobinos.
A seis pasos del rey, que rezaba con abandono, se encontraba Julián, quien por
primera vez reparó en la presencia de un hombrecillo de mirada espiritual, en cuyo
vestido apenas si se veía el bordado más insignificante. Sin embargo, debajo de su
sencilla indumentaria, veíase un cordón azul, Estaba más cerca del rey que muchos de
los señorones que vestían uniformes tan recargados de bordados de oro que, en
expresión de Julián, no dejaban ver una pulgada de paño. Al cabo de breves
momentos, supo Julián que el prócer que tan humildemente vestía era el señor de la
Mole. Contrastaban con su uniforme sus modales, que eran altaneros y hasta
insolentes.
-Ese marqués dista mucho de ser tan fino como el obispo su sobrino- pensaba
Julián-. El estado eclesiástico comunica a quien lo abraza suavidad, dulzura y
prudencia... Pero es el caso que el rey ha venido, según dicen, a venerar una reliquia,
y yo no veo reliquias por ninguna parte... ¿Dónde estará San Clemente?
Un clérigo vecino suyo le dijo que la venerable reliquia estaba en lo alto de la

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iglesia, en una capilla ardiente.
Ignoraba Julián qué fuese capilla ardiente, pero no se atrevió a preguntarlo: lo que
hizo fue prestar más viva atención.
Exige la etiqueta, cuando se trata de visitas de personas reales, que los canónigos
no acompañen al obispo. Sin embargo, al ponerse en marcha la comitiva en dirección
a la capilla, el obispo de Agde llamó al señor Chélan, lo que bastó para que Julián
siguiese a este último.
Después de subir una escalera, llegó el cortejo frente a una puerta muy pequeña,
pero decorada con extraordinaria magnificencia. Delante de la puerta esperaban de
rodillas veinticuatro doncellas, hijas de las familias más distinguidas de Verrières. El
obispo, antes de abrir la puertecita, se arrodilló entre el grupo de doncellas, todas
ellas lindísimas, y rezó en alta voz. Las niñas no tenían ojos más que para admirar los
ricos encajes de su sobrepelliz y su rostro agraciado y joven. Lo poco de razón que
restaba a nuestro héroe le abandonó a la vista de tan hermoso espectáculo. En
aquellos instantes se hubiese batido por la Inquisición. Abrieron bruscamente la
puerta. La capilla parecía un horno encendido, o si se prefiere un ascua de oro.
Ardían sobre el altar más de mil cirios, divididos en ocho hileras y separados,
aquellos y éstas, por hermosos ramos de flores. Julián observó que había cirios de
más de quince pies de longitud.
Llegó muy pronto el rey, sin más acompañamiento que el del señor de la Mole y
de su gran chambelán. Hasta los guardias quedaron fuera, de rodillas y con las armas
presentadas.
Cayó Su Majestad sobre el reclinatorio. Entonces fue cuando Julián, que se había
pegado contra el marco de la puertecita, pudo ver la hermosa imagen del santo.
Estaba oculto bajo el altar, vestido de soldado romano. Presentaba su cuello una
ancha herida de la cual manaba sangre. El artista había puesto a la cara del santo unos
ojos moribundos, pero llenos de gracia: un bigotito naciente adornaba su boca medio
cerrada, que parecía estar rezando todavía. La doncella que se encontraba más cerca
de Julián rompió a llorar: una de las lágrimas que vertieron sus hermosos ojos cayó
sobre la mano de nuestro héroe.
Termina la conmovedora ceremonia el obispo de Agde pidió al rey permiso para
hablar, y una vez obtenido éste, pronunció un discurso sencillo, pero conmovedor,
que arrebató a sus oyentes.
«No olvidéis, jóvenes cristianas, que acabáis de ver a uno de los más grandes
reyes de la tierra postrado ante los servidores de un Dios todopoderoso y terrible.
Estos servidores, débiles, perseguidos como fieras, asesinados en la tierra, como
demuestra la herida de nuestro San Clemente, triunfan en el cielo. ¿No es verdad
jóvenes cristianas, que os acordaréis eternamente de este solemne día? ¿Me prometéis
ser siempre fieles nuestro gran Dios, tan terrible y la par tan misericordioso? ¿Me lo

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prometéis?»- repitió el prelado, con acento inspirado y solemne ademán.
-¡Sí... sí!- gritaron todas las jóvenes, vertiendo mares de lágrimas.
-En nombre de Dios recibo vuestra promesa- añadió el obispo con voz tonante.
Este fue el final de la ceremonia.
Hasta el rey lloraba.
Hasta mucho después no tuvo Julián serenidad bastante para preguntar dónde
estaban los huesos del santo, enviados por Roma a Felipe el Bueno, duque de
Borgoba. Le dijeron que estaban en el interior de la artística cabeza de la imagen.
Su Majestad se dignó permitir a las doncellas que le habían acompañado dentro
de la capilla llevasen una cinta encarnada en la que campeaban estas palabras:
«Odio a la impiedad. Adoración perpetua. »
El señor de la Mole mandó distribuir a los campesinos diez mil botellas de vino.
Aquella noche los liberales iluminaron sus casas con más celo aún que los realistas.
El rey, antes de despedirse de la ciudad, hizo una visita al señor Moirod.

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XIX
PENSAR ES SUFRIR
Lo grotesco de los sucesos de todos
los días es velo que oculta la verdadera
desgracia de las pasiones.

BARNAVE

Al entrar Julián en las habitaciones ocupadas por el señor de la Mole, donde eran
colocados los muebles ordinarios después de la marcha del rey, encontró un pliego de
papel, plegado en cuatro dobleces. Leyó el pie del escrito de la primera página, que
decía así:
«Excelentísimo señor marqués de la Mole, par de Francia, caballero a las órdenes
de S. M. el rey, etc., etc.»
Era una solicitud redactada en los términos siguientes:
«Toda mi vida he tenido principios religiosos. En Lyon estuve expuesto a las
bombas lanzadas durante el sitio del año 93, de execrable memoria. Comulgo y oigo
misa todos los domingos y fiestas de guardar en la iglesia parroquial. Jamás dejé de
cumplir el precepto pascual, ni siquiera el año 93, de execrable memoria. Mi
cocinera- antes de la Revolución tenía yo servidumbre-, mi cocinera me preparaba
comida de vigilia todos los viernes. Gozo en Verrières de la consideración general, y
me atrevo a decir que es merecida. en las procesiones, voy bajo palio, al lado del
señor cura y del señor alcalde. En las grandes solemnidades, llevo un cirio muy
grande comprado con mi dinero. Pido al señor marqués la administración de loterías
de Verrières, que forzosamente ha de quedar vacante o por muerte o por destitución
del que la ocupa, puesto que está enfermo y vota en contra del partido del orden en
las elecciones, etc. etc.
«DE CHOLIN.»
Al margen del singular memorial, se leía un informe firmado por De Moirod,
cuya primera línea era como sigue:
«He tenido el honor de recomendar a V.E. al buen sujeto que firma la instancia...»
-Hasta el imbécil de Cholin me señala el camino que debo seguir- comentó Julián.
Ocho días después de la visita del rey de... a Verrières, lo único que flotaba sobre
las mentiras innumerables, interpretaciones estúpidas, discusiones ridículas, etc., etc.
de que fueron sucesivamente objeto el rey, el obispo de Agde, el marqués de la Mole,
las diez mil botellas de vino, la ridícula caída del caballo del pobre Moirod, quien, a

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fin de trocar en realidad las esperanzas de que aquella le valiera una cruz, tardó más
de un mes en salir de su casa, fue la indecencia extrema, el incalificable atrevimiento
de haber concedido un puesto en la guardia de honor a Julián Sorel, el hijo del
aserrador. Valía la pena oír los sabrosos comentarios que a este propósito hacían los
ricos fabricantes de telas estampadas que, desde que amanecía hasta medianoche, no
sabían hablar de otra cosa que de la igualdad. Según ellos, la autora de aquella
abominación había sido la señora de Rênal. ¿Por qué? La razón había que buscarla en
los hermosos ojos y en las frescas mejillas del curita.
A los pocos días del regreso de la familia Rênal a Vergy, cayó enfermo Estanislao
Javier, el menor de los hijos de la señora de Rênal. Esta pobre culpable fue víctima
entonces de los remordimientos más atroces. Hasta aquel momento, sólo alguna que
otra vez y muy transitoriamente se recriminaba la falta cometida, pero a partir de
aquel instante, diese cuenta de la enormidad del delito a que el amor la había
arrastrado. Parecerá extraño, pero es lo cierto que, no obstante su educación
profundamente religiosa, jamás se había entretenido en meditar sobre la magnitud del
pecado que habitualmente cometía.
En otro tiempo, mientras estuvo en el Sagrado Corazón, amó a Dios con
apasionamiento: con tanto ardor como le amó entonces le temía ahora. Los combates
horribles que torturaban su alma eran tanto más violentos cuanto menos racionales
era el motivo que los producía. Julián observó que todos sus razonamientos, lejos de
calmarla, la irritaban. ¿Por qué? Porque en las palabras de su amante veía el lenguaje
del infierno. Como Julián, no obstante su egoísmo, quería de veras a Estanislao, con
frecuencia hablaba a la madre del curso de la enfermedad que había llegado a hacerse
extremadamente grave. A medida que la gravedad del niño aumentaba, crecían los
remordimientos de la señora de Rênal, que concluyeron por robarle hasta la facultad
de dormir. Callaba obstinadamente, sus labios permanecían sellados, porque si los
hubiese abierto, habría sido para confesar su crimen.
-Por Dios te pido- le decía Julián cuando se encontraban solos- que no hables a
nadie. El confidente único de tus penas soy y debo ser yo. Si en tu pecho queda un
resto del amor que me tuviste, no hables, que tus palabras no han de disminuir la
fiebre que consume a nuestro pobre Estanislao.
Ningún efecto producían sus palabras de consuelo. ¿Cómo habían de producirlo si
la pobre pecadora creía firmemente que para apaciguar la cólera de Dios debía
aborrecer a Julián, o resignarse a ver la muerte de su hijito? Precisamente porque
comprendía que le era imposible aborrecer a su amante era tan desgraciada.
-¡Huye, aléjate de mí, por favor!- decía un día Julián-. ¡Te conjuro por Dios vivo
que salgas de esta casa! Tu presencia asesina a mi hijo... Dios me castiga... es muy
justo... Adoro su equidad... Mi crimen es espantoso, infinito... y, sin embargo, vivía
sin remordimiento... ¡La primera de las señales del abandono de Dios...!

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Julián seguro de que en las palabras de su amante no había ni hipocresía ni
exageración, quedó profundamente conmovido.
-¡Desventurada!- se decía ¡Cree que amándome mata a su hijo, y me ama a pesar
de todo! La asesinan los remordimientos, sufre penas infinitas, y me ama...! ¡Que
grandeza de sentimientos!... ¿Pero cómo he podido inspirar un amor tan inmenso yo,
tan pobre, tan poco refinado, tan ignorante, y hasta con frecuencia tan grosero de
modales?
Una noche, la gravedad del enfermito se hizo extrema. El señor Rênal fue a verle
a eso de las dos de la madrugada. El niño, devorado por la fiebre, ni reconoció
siquiera a su padre. La señora de Rênal cuando menos podía esperarlo nadie, cayó
bruscamente de rodillas a los pies de su marido. Julián comprendió que iba a hacer
una confesión completa y a perderse y a perderle para siempre.
Por fortuna, el arranque de madre molestó al padre.
-¡Adiós... adiós!...- dijo girando sobre sus talones.
-¡No... escúchame!- gritó su mujer, cerrándole arrodillada el paso e intentando
retenerlo-. Quiero que sepas toda la verdad, por horrible que sea. Soy yo la que mato
a mi hijito... ¡Le di la vida, y se la quito! El Cielo me castiga... A los ojos de Dios soy
culpable de asesinato, de parricidio... ¡Quiero humillarme, quiero perderme, y acaso
mi sacrificio apaciguará la cólera del Señor!
Si el señor Rênal hubiese sido hombre de imaginación, en las palabras que
dejamos copiadas habría visto toda la historia de su desventura.
-¡Tonterías, y nada más que tonterías!- exclamó el señor Rênal alejándose de su
mujer, que intentaba abrazar sus rodillas-. Julián; mande venir al médico en cuanto
amanezca.
Sin esperar más, fuese a dormir, dejando a su mujer de rodillas, casi desvanecida.
Quiso socorrerla Julián, y fue rudamente rechazado.
Apoderóse de Julián el estupor.
Veinte minutos hacía que se había retirado el señor Rênal, y la mujer que Julián
comenzaba a adorar continuaba inmóvil y casi sin conocimiento, con la cabeza caída
sobre el lecho de su hijo.
-¡He ahí una mujer dotada de un genio superior, y reducida al más deplorable
estado porque me ha conocido!- se dijo nuestro héroe.
Avanzaban las horas, tristes, lúgubres, saturadas de tristeza.
-¿Qué puedo hacer por ella?- se preguntaba Julián-. Fuerza es decidirse. Ya no se
trata de mí... ¿Qué me importan los hombres? ¿Qué puedo hacer por ella?
¿Abandonarla? Si la abandono, la dejo sola en lo más negro de su pena. Su marido es
un autómata que para nada sirve, como no sea para aumentar la virulencia de sus
dolores... Hombre grosero, le dirá cualquier frase dura, la volverá loca, será causa de
que se tire por el balcón. Si me voy, si la dejo sola, no bien deje de velar sobre ella,

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confesará su falta a su marido, y éste, que es un idiota, es muy capaz de dar un
escándalo sin fijarse en la herencia cuantiosa que su mujer ha de aportar a la sociedad
conyugal. Es muy posible que lo confiese todo al estúpido Maslon, que aprovecha la
enfermedad de un niño de seis años como pretexto para pasarse los días en esta casa...
con fines interesados sin duda. Hará lo que quiera con esta desgraciada que,
abrumada por el dolor y loca como consecuencia de su miedo a un Dios ofendido por
su pecado, olvida todo lo que sabe sobre el hombre y no ve en él más que al
sacerdote.
-¡Vete... vete!- gritó de pronto la señora de Rênal, abriendo los ojos.
-Diera mil vidas, si mil vidas tuviese, con tal de que pudiera serte de algún
provecho- respondió Julián-. Nunca te adoré tanto como ahora, ángel querido, aunque
acaso hablase con más exactitud si dijera que, hasta hoy, no he comenzado a amarte
como mereces. ¿Qué será de mí, lejos de ti, y sabiendo que eres desgraciada por mi
causa? Pero no hablemos de mis sufrimientos... ¡Me iré, sí... amor mío! Pero si te
dejo, si cesa la vigilancia que sobre ti ejerzo, en cuanto no me halle entre ti y tu
marido, temo que lo confieses todo a éste, y si eso haces, te pierdes para siempre y
sin remedio. Reflexiona que tendrás que salir de tu casa expulsada y cubierta de
oprobio, que todo Verrières, todo Besançon, te señalarán con el dedo y hablarán de
este escándalo: te harán responsable de todo, cargarán sobre ti toda la culpa, y caerás
en tan profundo abismo de vergüenza, que nunca más podrás levantarte.
-¡Es lo que deseo!- exclamó ella, poniéndose en pie-. No pido otra cosa... sufrir,
padecer... ¿No lo merezco acaso?
-¡Caerán también sobre tus hijos las consecuencias de tan abominable escándalo!
-¡No importa! Me humillo, me arrojo al fondo de un abismo, de fango, pero salvo
tal vez la vida de mi hijo. Lo que a los ojos de todos es humillación, tiene a los míos
carácter de penitencia pública. Débil es mi inteligencia, pero aun así, mis cortos
alcances me dicen que es ese el mayor sacrificio que puedo ofrecer a Dios. ¿No se
dignará el Cielo aceptar mi humillación y conservarme a mi hijo? Indícame otro
sacrificio más penoso, si es que le encuentras, y lo hago sin vacilar.
-Deja que el castigo caiga sobre mi cabeza, que también yo soy culpable.
¿Quieres que me retire a la Trapa? La austeridad de una vida de penitencia tal vez
aplaque también a tu Dios... ¡Oh ¿Por qué no me será dado echar sobre mí la
enfermedad de Estanislao?...
-¡Ah!... ¡También le quieres tú!- exclamó con arrebato la señora de Rênal,
arrojándose en los brazos de Julián.
Inmediatamente le rechazó con horror.
-¡Te creo!... ¡Te creo!- continuó la infeliz madre, cayendo de nuevo de rodillas-.
¡Eres mi amigo único!... ¿Por qué no serás tú el padre de Estanislao? ¡Ah! ¡Entonces
no cometería un pecado horrendo amándote más que a mi propio hijo’

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-¿Me permites que continúe a tu lado y que de hoy en adelante te ame con cariño
de hermano? Es la única expiación racional, la que puede aplacar la cólera del
Todopoderoso.
-¡Pero y yo!- gritó ella levantándose, tomando entre sus manos la cabeza de Julián
y clavando en ella sus ojos-. ¿Te amaré como a hermano? ¿Depende de mí profesarte
un cariño fraternal?
Julián derramaba lágrimas abundantes.
-¡Te obedeceré!- exclamó, cayendo de rodillas a los pies de la señora de, Rênal-.
Mándame lo que te plazca, y te juro que cumpliré ciegamente tus mandatos: es lo
único que puedo hacer. Me ha herido la ceguera de alma y no sé qué partido adoptar.
Si te dejo lo confiesas todo a tu marido, y te pierdes, me pierdes y le pierdes; si
continúo a tu lado, crees que soy la causa de la muerte de tu hijo, y mueres de dolor.
¿Quieres probar qué resultados produce mi ausencia? Si lo deseas, castigaré en mí
nuestra falta ausentándome durante ocho días, que iré a pasar en el retiro que tú me
señales... en la abadía de Bray-le-Haut, por ejemplo, pero has de jurarme
solemnemente que, mientras yo esté fuera, no has de decir nada a tu marido. Ten en
cuenta que si hablas, mi vuelta será imposible.
Prometió la señora de Rênal, y partió Julián, pero fue llamado al cabo de dos días.
-Lejos de ti, me es imposible cumplir el juramento- dijo la desventurada-. Hablaré
a mi marido si tú no estás a todas horas a mi lado para ordenarme por medio del
lenguaje de los ojos que calle. Cada hora de esta vida abominable me parece un siglo.
El Cielo tuvo, al fin, lástima de aquella madre angustiada. Poco a poco fue
quedando Estanislao fuera de peligro. Pero se había roto el hielo; su razón se había
dado cuenta de la enormidad del pecado y no era de esperar que recobrase el
equilibrio. Quedaron en su corazón los remordimientos y fueron tan vivos y
lacerantes como es de suponer tratándose de un corazón sincero.
Era su vida una cadena de cielos y de infiernos: infiernos cuando no veía a Julián,
cielos cuando le tenía a sus pies. En los momentos en que la infeliz se abandonaba a
su amor sin reservas, solía decir:
-No me hago ilusiones: condenada estoy irremisiblemente. Tú eres joven, has
sucumbido a mis seducciones y puedes esperar obtener el perdón del Cielo, pero yo
estoy condenada. Me lo dice, entre otras cosas, una señal que nunca engaña: el
miedo, un miedo horrible... ¿quién no lo tendría si se viera fatalmente condenado al
infierno? ¡Pero, cosa extraña! No me arrepiento: si no hubiese cometido ya el crimen,
lo cometería ahora, lo cometería cien veces. Con que el Cielo no me castigue en este
mundo ni en mis hijos, me habrá tratado con mayor misericordia de la que merezco...
No soy, pues, feliz, no puedo serlo: ¿pero lo eres al menos tú, mi adorado Julián?
¿Crees que te amo bastante?
Por necesidad debían desaparecer la desconfianza y el orgullo de Julián,

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temperamento que necesitaba un amor lleno de sacrificios, ante un sacrificio tan
inmenso y tan indubitable, hecho todos los días y a todas horas. Adoraba a la señora
de Rênal; conmovíale que ella, dama hermosa y noble, hubiese puesto todo el amor
de que era capaz su alma en el hijo de un obrero, estaba convencido de que, para ella,
no era él un criado encargado de las funciones de amante, y estas consideraciones
ahuyentaron sus recelos y le sumieron en las locuras del amor, que es sabido que
llevan aparejadas muchas y muy crueles incertidumbres.
-Fuerza será que procure hacerte muy feliz durante el escaso tiempo que acaso
pasemos juntos- decía ella-. Démonos prisa... ¡quién sabe si mañana no seré ya tuya!
Si Dios me hiere en mis hijos, será en vano que intente hacer de tu amor el objetivo
de mi vida, inútil pretender convencerme de que no es mi crimen lo que los mata. No
sobreviviría al golpe: por más que hiciese, el empeño resultaría superior a mis
fuerzas: me volvería loca.
Semejante crisis moral, grande, inmensa, avasalladora, trocó la índole del
sentimiento que era lazo de unión entre la señora de Rênal y Julián. El amor que ardía
en el corazón del preceptor era amor, no admiración de la hermosura de su amante ni
orgullo de poseerla. La dicha de entrambos fue en lo sucesivo de naturaleza superior,
de la misma manera que la llama que los devoraba acreció en intensidad. Pasaban por
transportes que rayaban en la locura, su dicha parecía completa, pero ya no
encontraban, ya habían perdido para siempre aquella serenidad deliciosa, aquella
felicidad sin nubes, aquella dicha fácil de los primeros días de sus amores, de los días
en que el temor único que abrigaba la señora de Rênal era no ser bastante amada por
Julián. Su felicidad asumía con demasiada frecuencia la fisonomía del crimen.
-¡Dios santo!- gritaba de pronto la señora de Rênal, en los momentos más felices
y más tranquilos en apariencia, estrujando con presión convulsiva la mano de Julián.
Tengo ante mis ojos el infierno!... ¡Qué suplicios tan horribles!... ¡Y los merezco, oh,
los merezco, amor mío!
En vano intentaba Julián llevar la calma a aquella alma agitada: a sus
razonamientos, sus protestas contestaba ella tomándole la mano y cubriéndola de
besos, pero insistiendo en lo mismo:
-¡El infierno... el infierno sería para mí una merced, porque los días que haya de
vivir en este mundo, los pasaría junto al hombre que adoro!... ¡Pero el infierno en este
mundo... la muerte de mis hijos... es aterrador! ¡Y, sin embargo, tal vez a ese precio
me sería perdonado mi crimen!... ¡Oh, Dios mío! ¡Si ha de ser a ese precio, no tengáis
piedad de mí! ¡Mis pobrecitos hijos no os han ofendido... yo... yo sola soy la
culpable... castigadme, que yo soy la criminal, que amo a un hombre que no es mi
marido!
En medio de las alternativas más bruscas de amor, de remordimientos y de placer,
deslizábanse los días para los culpables amantes con la rapidez del relámpago. Julián

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perdió la costumbre de reflexionar.
Ocurrió que Elisa hubo de ir a Verrières donde sostenía un pleito de poca
importancia. Visitó al señor Valenod y pudo convencerse de que estaba muy resentido
contra Julián. Como aborrecía con todas las fuerzas de su alma al preceptor, desde
que éste declinó el honor de aceptar su mano, con mucha frecuencia hablaba de él al
director del Asilo de Mendicidad.
-Si yo le dijera lo que pasa, señor, usted mismo se encargaría de perderme- dijo la
doncella-. Cuando de asuntos importantes se trata, todos los señores están de acuerdo
y trabajan al unísono... Jamás perdonan ciertas revelaciones hechas por los pobres
criados.
Al cabo de las frases de rigor en casos tales, que la curiosidad impaciente del
señor Valenod supo abreviar, Elisa le hizo revelaciones que mortificaron no poco su
amor propio.
Aquella dama, la más distinguida de la región, aquella beldad a la que el director
del Asilo rindió culto no interrumpido durante seis años y a la faz del mundo, aquella
mujer altiva, cuyos desdenes tantas veces abrasaron sus mejillas con el fuego de la
vergüenza, se había rendido al fin a un amante, y este amante era un obrerillo
humilde, un holgazán disfrazado de preceptor. Para que el despecho de Valenod fuera
completo, según la doncella, la señora de Rênal adoraba a semejante amante, siendo
de advertir, añadía suspirando la desdeñada Elisa, que Julián no se tomó la molestia
de hacer la conquista de la señora, y que todo el amor de ésta no había bastado para
disipar su frialdad habitual.
Elisa descubrió la intriga amorosa después de haber ido la familia de Rênal a
residir en Vergy, pero suponía que databa de más antiguo.
-¡Por ella se negó Julián a casarse conmigo- repetía la doncella con despecho-, y
yo, imbécil, recurría a la señora y le suplicaba que procurase convencer al preceptor!
La misma noche del día en que la doncella hizo las revelaciones que dejamos
consignadas, el señor Rênal recibió una carta anónima que le explicaba sin rodeos y
con toda clase de detalles lo que en su casa pasaba. Julián, que estaba presente
cuando aquel recibió y leyó la carta, pudo observar que palidecía intensamente y que,
de tanto en tanto, le dirigía miradas siniestras. La agitación del alcalde de Verrières
persistió durante toda la velada, aunque Julián procuró contentarle, pidiéndole
explicaciones sobre la genealogía de las casas más ilustres de Borgoña, que era el
tema que más agradaba a aquel.

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XX
LOS ANÓNIMOS
Do not give dalliance
Too much the rein; the strongest are straw
To the fire i’ the blood.

TEMPEST

A medianoche, al salir del salón, después de levantada la tertulia, Julián consiguió


decir a su amante:
-Esta noche no debemos vernos... Tu marido tiene sospechas... Juraría que la carta
que leyó suspirando es un anónimo que pone en peligro nuestro amor.
Fue una fortuna que Julián se encerrase en su dormitorio con llave aquella noche,
porque la señora de Rênal, creyendo que su advertencia no fue más que un pretexto
para no verse, perdió la cabeza, y, a la hora de costumbre, se presentó en la puerta de
su cuarto. Julián, al oír ruido en el pasillo, apagó inmediatamente la luz de su
habitación. Alguien intentó abrir la puerta, sin que él pudiese asegurar si ese alguien
era su amante o un marido celoso.
A la mañana siguiente, muy temprano, la cocinera, que era encubridora de los
amores de nuestros protagonistas, llevó a Julián un libro, en cuya cubierta se leían las
siguientes palabras italianas:
Guardate alla pagina 130.
Julián, temblando de miedo al pensamiento de la imprudencia cometida, abrió el
libro por la página 130, y encontró, prendida con un alfiler, la carta siguiente, regada
con lágrimas y falta en absoluto de ortografía:
«¿No has querido recibirme esta noche? ¡Momentos hay en que creo firmemente
que no he conseguido leer en el fondo de tu alma! Tus miradas me aterran, te tengo
miedo. ¡Dios mío!... ¿Será que no me has amado nunca? Si así es, que mi marido
descubra nuestros culpables amores y que me recluya para siempre en una prisión,
lejos de mis hijos... ¡Tal vez Dios lo quiere así! ¡Sea!... Yo moriré muy pronto, pero tú
serás un monstruo.
»¿No me amas? ¿Te cansan mis locuras, te fastidian mis remordimientos, impío?
¿Quieres perderme? Voy a darte un remedio sencillísimo: vete a Verrières y da a leer
esta carta a todo el mundo, y especialmente a Valenod... Con que la enseñes a este
último, basta. Dile que te amo con locura... ¡Pero no! ¡No pronuncies esa palabra, que
sería una blasfemia: dile que te adoro como se adora a Dios, que no comencé a vivir

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hasta el día que te conocí, que en los instantes más insensatos de mis años juveniles
no pude ni soñar que existiese una dicha como la que te debo, que te he hecho el
sacrificio de mi vida y que, con plena conciencia y llena de alegría, te sacrifico
también mi alma... Sabes muy bien que te lo sacrifico todo; hasta mi salvación eterna.
»¿Pero será ese hombre capaz de comprender el valor, la importancia de esos
sacrificios? Añádele, y de esa manera le irritarás, que por ti desafío a todos los
maldicientes, que el mundo solamente podría proporcionarme una dicha: la de ver
cambiado al hombre por quien vivo. ¡Qué felicidad para mí perderla, ofrecerla en
sacrificio, para así salvar la de mis hijos!
»No lo dudes, amor mío: mi marido ha recibido un anónimo, escrito por ese ser
odioso que por espacio de seis años me ha perseguido con su desagradable voz de
toro, sus conversaciones sobre caballos, su fatuidad y enumeración eterna e
interminable de las prendas que le adornan.
»¿Que mi marido ha recibido una carta anónima? Monstruo... de la tal carta
quería hablar contigo. Reconozco, empero, que has hecho bien: teniéndote entre mis
amorosos brazos, por última vez quizá, me habría sido imposible discurrir con la
calma y frialdad con que discurro ahora que me encuentro sola. De hoy en adelante,
nuestra dicha se pondrá muy difícil. ¿Será para ti una contrariedad? Los días que no
tengas ninguno de los divertidos libros que te envía tu amigo Fouqué sí. El sacrificio
está consumado. Mañana, sea cierto o no lo del anónimo, diré a mi marido que he
recibido una carta sin firma, y que es preciso de toda precisión construirte un puente
de oro y buscar un pretexto plausible para enviare sin dilación a tu casa.» ¡Pobre de
mí, querido mío! Vamos a estar separados quince días, un mes tal vez. Creo hacerte
justicia si digo que nuestra separación te hará sufrir tanto como a mí; pero es el medio
único de destruir el efecto del anónimo... que no es el primero que mi marido ha
recibido. ¡Cómo me reía de ellos en otros tiempos!
»Mi objeto es hacer creer a mi marido que el anónimo es obra de Valenod, de
cuyas manos no dudo que ha salido. Si te vas de esta casa, no dejes de ir a residir a
Verrières, que yo me encargo de sugerir a mi marido la idea de ir a pasar a la ciudad
quince días para demostrar a los necios que sus relaciones conmigo siguen siendo tan
cariñosas como siempre fueron. Una vez en Verrières, relaciónate con todo el mundo,
incluso con los liberales: me consta que las señoras de éstos codiciarán tu amistad.
»Lejos de demostrarte resentido con Valenod, ni de intentar cortarle las orejas,
como decías un día, procura hacerte muy amigo suyo: es lo esencial que en Verrières
diga la voz pública que vas a entrar en su casa, o bien en la de otro, para encargarte
de la educación de sus hijos, que es precisamente lo que mi marido no ha de tolerar
jamás.
»Es posible que mi marido tarde en resolverse a llamarte, pero, mientras, residirás
por lo menos en Verrières y yo tendré ocasión de verte alguna vez, porque mis hijos,

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que tanto te quieren, querrán abrazarte... ¡Dios mío!... ¡Si hasta creo que adoro más a
mis hijos porque te quieren tanto! ¡Cómo me atosigan los remordimientos!... ¿En qué
parará todo esto? Me extravío y alejo de mi objeto. Creo que comprendes lo que
deseo de ti. De rodillas te suplico que seas cariñoso, dulce y fino con esas personas,
cerrando los ojos a sus groserías, y le lo suplico, porque de nuestra suerte futura han
de ser árbitros. No dudes ni por un momento que mi marido amoldará su conducta
con respecto a ti a las prescripciones de la voz pública.
»Eres tú quien has de encargarte de proporcionarme el anónimo que necesito.
Ármate de paciencia y de un buen par de tijeras, corta de un libro las palabras que vas
a ver, y pégalas sobre la hoja de papel que te envío adjunta, y que viene de manos de
Valenod. Por si practican un registro en tu cuarto, quema el libro que hayas mutilado.
Las palabras que no encuentres completas, fórmalas cortando y uniendo letra por
letra. A fin de no hacer demasiado molesta tu labor, te envío una minuta muy sucinta
del anónimo... ¡Pobre de mí! ¡Si no me amas ya, como temo, qué larga te habrá
parecido la mía!
Minuta del anónimo.
»Señora:
»Sus intrigas y malos pasos son conocidos, y de ellos están advertidas las
personas a quienes interesa reprimirlos. Un resto del amor que profesé a usted me
mueve a intentar separarla de ese amante rústico que la deshonra. Si usted le despide,
yo me encargo de hacer creer a su marido que el aviso que ha recibido es falso, obra
de un envidioso. Caiga usted en mis brazos, y su marido continuará viviendo en su
error. En caso contrario, piense que soy dueño de su secreto y... ¡tiemble,
desgraciada! Hoy la tengo en mi poder: ¡o satisface mis ansias o la pierdo para
siempre!»
«Cuando hayas compuesto el anónimo en la forma indicada, sal de la casa y no
tardaré en encontrarte. Yo iré al pueblo, de donde regresaré con la consternación más
viva pintada en mi rostro. Verdad es que no tendré necesidad de esforzarme gran
cosa, pues en realidad estoy consternada. ¡Santo Dios... y a cuánto me expongo, total
porque has creído adivinar que mi marido recibió un anónimo! En fin: con cara de
terrible consternación, pondré en manos de mi marido el anónimo que un
desconocido habrá puesto minutos antes en las mías.
Tú saldrás a pasear al bosque con los niños y no volverás hasta la hora de comer.
»Desde lo alto de las rocas, puedes ver la torrecilla del palomar. Si nuestros
asuntos van bien, ondeará en él un pañuelo blanco: en caso contrario, no verás nada.
»Tu corazón, ingrato, ¿no encontrará la manera de decirme, antes de que salgas a
dar el paseo indicado, que me amas todavía un poquito? Suceda lo que suceda, una
cosa puedo decirte: que no sobreviviré un día a nuestra separación definitiva.
¿Que la frase que acabo de estampar envuelve la más terrible de las acusaciones

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que puedan dirigirse a una madre? Lo sé: soy una mala madre, pero no me arrepiento.
En estos momentos, sólo en ti puedo pensar. Yo misma me acuso... ¿a qué disimular,
en vísperas tal vez de perderte? ¡Sí! Forma acerca de mí el juicio que te plazca, el
más bajo, el más atroz, que yo no quiero mentir al hombre que adoro. Si no me amas
ya, te perdono. Me falta tiempo para leer esta carta. Representa para mí muy poco
pagar con mi vida los días felices que he pasado en tus brazos: sabes muy bien que
me costarán algo que vale más que la mísera existencia.»

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XXI
DIÁLOGO CON UN SEÑOR
Alas,our frailty is the cause, not we;
For such as we are made of, such we he.

TWELETH NIGHT

Con alegría infantil llevó Julián a cabo la obra de recortar las letras y de pegarlas
ordenadas sobre el papel, trabajo que le ocupó durante una hora larga. Al salir de su
habitación, encontró a sus discípulos con su madre, y ésta tomó de sus manos la carta
con una naturalidad, un valor y una calma que asustaron al preceptor.
-¿Se habrá secado bastante la goma?- preguntó la señora de Rênal.
-¿Habrán vuelto loca los remordimientos a esta mujer?se preguntó mentalmente,
Julián-. ¿Qué proyectos abriga en este instante?
-No lo preguntó, porque se lo vedaba su amor propio, pero probablemente nunca
le gustó tanto su amante como en aquella ocasión.
-Si mi estratagema no da resultado- añadió con la misma sangre fría, mi marido
me privará de todo. Entierra este depósito, en cualquier lugar de la montaña, que es
posible que algún día constituya mi único recurso.
Uniendo la acción a la palabra, puso en manos de Julián un estuche lleno de oro y
de brillantes.
Besó a sus hijos y se alejó con paso rápido sin mirar a Julián, que la había
escuchado inmóvil.
Veamos lo que pasaba por el alma del señor Rênal.
Desde que leyó el anónimo, su existencia era horrorosa, insoportable. No
recordaba el pobre señor haber pasado horas tan terribles desde el año 1816, cuando
estuvo a punto de tener un duelo, siendo de advertir que el peligro de recibir un
balazo no le atosigó tanto como la situación presente. Como es natural, examinó el
anónimo con detenimiento y en todos los sentidos.
-¿Es letra de mujer?- monologaba. Suponiendo que así sea, ¿qué mujer la ha
escrito? Por más que busco, no encuentro, entre las mujeres de Verrières que
conozco, una en quien fijar mis sospechas. ¿Será obra de un hombre? Ya sé que todos
los que me conocen me tienen envidia y hasta me aborrecen, pero... ¡Nada, nada!
Consultaré a mi mujer- terminó, levantándose del sillón donde se había arrellanado-.
¡Gran Dios!- repuso apenas puesto en pie, golpeándose la cabeza-. ¡Si precisamente
es de ella de quien debo desconfiar! ¡Si es ella mi mayor enemigo en este momento!

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La cólera hizo acudir las lágrimas a sus ojos.
Como consecuencia natural de la aridez de corazón que constituye en las capitales
de tercer orden lo que el mundo llama prudencia, los dos hombres que más miedo
inspiraban en aquellos instantes al señor Rênal eran sus dos amigos más íntimos.
-Aparte de éstos, tengo acaso ocho o diez amigos más-murmuraba el atribulado
alcalde, pasando revista a sus amistades y calculando la suma de consuelos que de
cada uno de ellos podía prometerse-. ¡Todos... todos sin excepción- añadió con rabia-
sabrán lo que me sucede con indecible placer!
Por fortuna, el señor Rênal se creía objeto preferente de la envidia de sus
conciudadanos, y ciertamente no le faltaba razón. Además de la suntuosa casa que
poseía en la ciudad, y que el rey de... acababa de honrar para siempre dignándose
pasar en ella una noche, había hecho importantes reparaciones en su castillo de Vergy.
La fachada era blanca como la nieve, y verdes las maderas de ventanas y balcones. La
idea de tanta magnificencia le consoló hasta cierto punto. Su castillo se veía desde
tres o cuatro leguas de distancia, con grave detrimento de las demás casas de campo,
llamadas castillos por sus propietarios, que continuaban ostentando los humildes
tonos grises que debían a la mano del tiempo.
El señor Rênal podía contar con las lágrimas y la conmiseración de uno de sus
amigos, el fabriquero de la parroquia, pero se trataba de un imbécil que lloraba por
todo. Era, sin embargo, su único recurso.
-¿Puede haber desventura comparable a la mía?- se preguntaba con rabia- ¡Que
aislamiento tan espantoso! ¿Será posible que no encuentre en mi infortunio un solo
amigo a quien pedir consejo? Porque yo necesito que alguien me aconseje... lo
necesito, porque mi razón se extravía, lo estoy viendo. ¡Ah, Falcoz! ¡Ah, Ducros!
Eran éstos los dos amigos de la infancia a quienes había alejado a raíz de su
encumbramiento del año 1814. Como no eran nobles, no quiso considerarlos como
iguales suyos.
Uno de ellos, el llamado Falcoz, hombre de talento y de corazón y dueño de una
papelería en Verrières, había comprado una imprenta en la capital de la provincia y
fundado un periódico. El partido moderado se empeñó en arruinarle, y tal maña se
dio, que su periódico fue condenado y a su propietario le fue retirado el título de
impresor. En su apurada situación, escribió a su amigo el señor Rênal, molestándole
por primera vez en diez años. El alcalde de Verrières contestó en la forma siguiente:
«Si el ministro de la Corona me dispensara el honor de consultarme, le contestaría:
Arruine sin piedad a todos los impresores de provincia y sujete a monopolio las
imprentas, de la misma manera que lo está el tabaco.» El señor Rênal recordaba con
espanto los términos de su carta dirigida a un amigo íntimo. ¿Quién le había de decir
que llegaría día en que lamentaría haberla escrito? En suma, ardiendo en cólera, unas
veces contra sí mismo, otras contra todo lo que le rodeaba, es lo cierto que pasó una

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noche horrible, pero por fortuna, no se le ocurrió espiar a su mujer.
-Estoy acostumbrado a Luisa- se decía el infeliz-, a Luisa, que conoce como yo
mismo todos mis asuntos. No encontraría otra mujer que la reemplazase, aun cuando
mañana mismo quedase en libertad de contraer otro matrimonio. Pero... ¿quién me
asegura que es culpable? ¿Por qué no ha de poder ser inocente? ¿No estamos viendo
todos los días mujeres calumniadas? ¡Inocente!...- exclamaba de pronto, paseando
con paso agitado-. ¿He de tolerar que se ría de mi con su amante? ¿Que me señalen
con el dedo todos los habitantes de Verrières? ¿Que me conviertan en otro Charmier
(Charmier era el marido más descaradamente burlado de la ciudad.) ¡Pobre hombre!-
¡Nadie pronuncia su nombre sin risa! Es abogado excelente, pero más célebre le ha
hecho el amante de su mujer que su talento... ¡Charmier... el Charmier de Bernardo!...
¡Le aplican el nombre del mortal que le cubre de oprobio!
«Por dicha, no tengo hijas- monologaba en otros momentos el señor Rênal-, y de
consiguiente, aunque castigue a la madre, no irrogaré perjuicios a mis hijos. Puedo
sorprender a ese rustiquillo con mi mujer, y matarles bonitamente a los dos, y en este
caso, lo trágico de la aventura hará que nadie se fije en el ridículo con que me
cubren.»
La idea de tomar sangrienta venganza de su mujer le halagó. La planeó y estudió
con detenimiento todos sus detalles. Recordó los artículos del Código Penal y se dijo
que, entre lo previsto en los mismos Y los amigos que tendría entre los jurados, le
salvarían de toda responsabilidad. Examinó su cuchillo de caza, fuerte y afilado, pero
la perspectiva de la sangre le dio miedo.
-Puedo moler a palos a ese preceptor insolente y echarle de mi casa... ¡Pero qué
escándalo en Verrières y en toda la provincia! Fui la causa de la condenación del
periódico de Falcoz, contribuí a que pusieran en la cárcel a su director y le hice
perder una colocación que le daba seiscientos francos de sueldo. Ese emborronador
de cuartillas tiene el atrevimiento de pasear por Besançon, y si tiene habilidad... y la
tiene muy grande, dicho sea de paso, puede ponerme en ridículo, hacer pública mi
deshonra, sin que yo encuentre manera de llevarle a los tribunales. El insolente hará
mil insinuaciones, muy transparentes... y muy mortificantes. Los que como yo somos
de ilustre estirpe, nos atraemos el odio de todos los plebeyos... Mi nombre rodará por
las redacciones de los temibles periódicos de París... ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡El
preclaro apellido Rênal rodando por el fango y envuelto en el ridículo! ¡Si viajo,
tendré que renunciar a mi apellido... a lo que constituye toda mi fuerza, toda mi
gloria!... Si en vez de matar a mi mujer, la expulso ignominiosamente de mi casa, su
tía de Besançon se apresurará a darle toda su inmensa fortuna. Mi mujer se irá a
París, donde vivirá con su Julián, lo sabrán en Verrières, y mi ridículo será más
espantoso todavía.
El desgraciado marido vio que comenzaba a clarear el día. Su cabeza ardía, le

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asfixiaba el aire de la casa, y salió a respirar el fresco ambiente del jardín. Casi estaba
ya resuelto a no dar un escándalo, porque sabía que, cuanto mayor fuese aquel, más
viva sería la alegría de sus buenos amigos de Verrières.
Un poco le calmó el paseo por el jardín. Se decidió a no privarse de su mujer,
reconociendo que le era aquella muy útil, pues su única parienta hembra era la
marquesa de R..., vieja, imbécil y mala.
Brotó en su mente una idea salvadora, pero su ejecución exigía una fuerza de
carácter muy superior a la escasa dosis del mismo que tenía nuestro pobre hombre.
-Si continúo viviendo con mi mujer- se dijo-, me conozco bastante bien para
asegurar que el mejor día, a poco que ella me moleste y haga perder los estribos, le
echaré en cara su falta. Mi mujer es orgullosa; regañaremos, y como esto sobrevendrá
antes que haya heredado a su tía, se reirá de mí. Nada perderán los hijos, porque los
quiere de veras y a ellos ha de venir a parar lo de mi mujer, pero yo, mientras, seré el
hazmerreír de Verrières. Pues bien; ¿no es preferible quedarme con las sospechas sin
hacer nada por comprobarlas? De esa manera nada sé, me ato las manos y nada puedo
echar en cara a mi mujer, con lo cual, el peligro que he insinuado desaparece.
Breves instantes después, empujado por otro viento de vanidad herida, recordaba
las cuchufletas, risas y frases mortificantes con que los socios del Casino de Nobles
de Verrières obsequiaban de vez en cuando a algún marido engañado.
-¡Dios de Dios!- exclamaba-. ¡Por qué no estará muerta y enterrada mi mujer!
¡Entonces sí que podría reírme de los murmuradores, porque el ridículo no llegaría en
ningún caso hasta mí! ¡Si yo fuese viudo...! ¡Me iría a París, pasaría allí seis meses
deliciosos, cultivando mis relaciones!... ¡Qué felicidad ser viudo!
En estos pensamientos andaba embebido nuestro alcalde cuando tropezó de
pronto con la mujer que habría deseado ver muerta. Venía ella del pueblo, donde
había oído misa, y sus preocupaciones eran tan vivas como las de su marido, aunque
de otra índole.
-Mi suerte- pensaba- depende del juicio que forme de mi relato.
Pasado este cuarto de hora fatal, es posible que no vuelva a tener ocasión de
hablarle. Si fuese un hombre de talento, podría yo prever lo que contestará o lo que
hará, pero de sobra sé que no es la razón la que inspira sus actos. A él toca decidir la
suerte de los dos, pero comprendo que la decisión depende de mi habilidad, del arte
que yo me dé para dirigir las ideas de ese fantasma, que suele cegar la cólera y que
nunca ha sabido ver ni la mitad de las cosas que debiera... ¡Dios mío!... ¡Necesito
mucho talento, mucho ingenio, mucha sangre fría, y no los tengo!... ¿Dónde
encontrarlos?
La vista de su marido bastó para darle la calma que tanto necesitaba. Principió por
ponerle en las manos una carta. Su marido la tomó y clavó en su mujer una mirada de
loco.

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-Ahí tienes esa abominación- dijo ella- que un hombre de mala catadura que
pretende que te conoce y te es deudor de muchos favores, me entregó mientras pasaba
yo frente al jardín del notario. Una cosa exijo de ti, y es que inmediatamente, sin
perder un segundo, despidas a ese señor Julián, que nunca debió entrar en nuestra
casa.
La señora de Rênal experimentó espasmos de secreta alegría al reparar en la que
sus palabras producían a su marido. La mirada fija que éste tenía puesta sobre ella le
había dicho que las suposiciones de Julián eran reflejo de la verdad.
El señor Rênal, sin despegar los labios, examinaba el segundo anónimo, formado
con palabras impresas pegadas con goma a una hoja de papel. La ira le ahogaba; el
segundo anónimo representaba nuevos insultos que le llegaban al alma, insultos cuya
causa ocasional era también su mujer. Subían hasta sus labios las frases más groseras,
a las cuales habría dado seguramente salida de no contenerle el pensamiento de la
herencia de la tía de Besançon. Sintiendo necesidad de descargar su furia sobre algo,
estrujó entre sus manos el segundo anónimo y comenzó a alejarse de su mujer con
paso agitado. Algunos minutos después, un poquito más tranquilo volvió a reunirse
con ella.
-Preciso es decidirse en el acto y despedir a Julián, sin esperar a mañana- insistió
ella-. Bien mirado, estamos preocupándonos sin motivo, pues al fin y al cabo se trata
de un joven que nada vale, del hijo de un aserrador. Le das un puñado de monedas
como indemnización por los perjuicios, que después de todo no los sufrirá, puesto
que según dices es buen preceptor, y encontrará inmediatamente colocación en
cualquier casa donde haya niños que educar, como, por ejemplo, en la del señor
Valenod o en la del subprefecto Maugiron. Repito que no le causarás perjuicios...
-¡Hablas como estúpida que eres y has sido siempre!gritó el señor Rênal con voz
de trueno-. ¡Pero a bien que de una mujer sería tonto esperar otra cosa que
majaderías! No sé que nunca haya merecido tu atención nada que racional sea... Eres
necia, perezosa, no sirves más que para cazar mariposas...
El discurso continuó largo rato, sin que la señora de Rênal hiciera nada para
ponerle fin: sabía ella muy bien que con las frases de poco gusto de su marido salía
de su cuerpo la cólera.
-Hablo como mujer ultrajada en su honor, caballero, es decir, en lo que para mí
tiene más precio- replicó la señora de Rênal con altivez.
No se alteró su sangre fría admirable durante el curso de la conversación, que fue
larga y penosa, aparte de que dependía de ella la posibilidad de continuar viviendo
bajo el mismo techo que Julián. Con sagacidad maravillosa buscaba las ideas que
consideraba más a propósito para encauzar la cólera ciega de su marido. Las
consideraciones y frases injuriosas que le fueron dirigidas se estrellaron contra su
insensibilidad; no les prestó atención siquiera, porque solamente en Julián pensaba.

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-Ese rústico que hemos colmado de favores y hasta de regalos podrá ser inocente,
no lo niego- repuso con calor-; pero tampoco me negará nadie que ha dado ocasión a
la primera afrenta que recibo... ¡Cuando he leído ese papel abominable, caballero, he
jurado que o él o yo hemos de salir de esta casa!
-¿Te han propuesto dar un escándalo que nos cubrirá a entrambos de deshonor?-
gritó el marido ¡Con tu conducta, conseguirás hacer el caldo gordo a muchas
personas!.
-Reconozco que la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad envidian
nuestra prosperidad y la cordura de tu administración, tanto por lo que se refiere a la
ciudad, cuanto por lo que respecta a la familia... Pero se me ocurre una idea; yo me
encargo de conseguir que Julián te pida un mes de permiso para ir a respirar los aires
puros de la montaña con su digno amigo el tratante en maderas.
-¡Te guardarás muy mucho de cometer tamaña tontería!replicó el señor Rênal con
relativa tranquilidad- Lo primero y principal que de ti exijo es que no le hables
palabra. Excitarías su cólera, serías causa de que regañásemos, y las consecuencias
las sufriría yo, puesto que sabes de sobra que ese caballerito ha sabido conquistarse la
admiración general.
-Ese caballerito demuestra a diario que carece de tacto. Podrá ser sabio, eso tú lo
sabrás, pero en el fondo es un rústico. De mí puedo decirte que me merece un
concepto pésimo desde que rehusó la mano de Elisa, que aseguraba su fortuna,
poniendo como pretexto las visitas secretas que ella hace de vez en cuando a Valenod.
-¡Cómo!- exclamó el señor Rênal, abriendo desmesuradamente los ojos-. ¿Te ha
dicho eso Julián?
-Decírmelo, precisamente, no, pues siempre me ha hablado de su profunda
vocación al estado sacerdotal; pero, créeme: la vocación más irresistible de esas
gentes es asegurar el pan. Nuestro preceptor es solapado: hasta pretendió hacerme
creer que nada sabía sobre esas visitas secretas.
-¡Las ignoraba yo... yo!- gritó el señor Rênal, acometido de otro acceso de furor-.
En mi casa parece que suceden muchas cosas de las que yo no me entero... ¿Pero es
que ha habido algo entre Elisa y Valenod?
-¡Bah! ¡Pues no es poco antigua la historia, amigo mío!contestó la señora,
riendo-. Después de todo, es posible que nada grave haya pasado entre ellos. Su
familiaridad data desde el tiempo en que el galante señor Valenod no hubiese sentido
que todo Verrières creyera que entre él y yo se habían establecido corrientes de
amor... muy platónico.
-Sospeché en una ocasión que ese imbécil te hacía el amor- bramó el señor Rênal
con furor, golpeándose la cabeza con los puños ¡Voy de descubrimiento en
descubrimiento!... ¿Cómo no me dijiste nada?
-¿Valía la pena indisponer a dos amigos sin otra causa que un poquito de vanidad

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de nuestro querido director? ¿Qué dama casada de nuestra sociedad no ha recibido de
él cartitas muy espirituales y hasta un poquito galantes?
-¿Se ha atrevido a escribirte alguna vez?
-¿Alguna?... Muchas, amigo mío.
-Dame sus cartas al momento. ¡Lo mando!
-¡Dios me libre!- contestó con dulzura exquisita la señora de Rênal-. Te las daré a
leer, pero otro día, cuando estés más sosegado.
-¡Ahora mismo, ira de Dios!- rugió el marido, ciego de cólera, pero más feliz que
antes.
-¿Me juras que no provocarás al director del Asilo por lo de las cartas?- preguntó
con gravedad la señora.
-Yo no sé si le provocaré, pero, sí que puedo quitarle la administración del Asilo.
De todas suertes- continuó con furor-, quiero las cartas ahora mismo... ¿dónde están?
-En una gaveta de mi secrétaire, pero me niego en redondo a darte la llave.
-¡Saltaré la cerradura o haré astillas el mueble!- gritó, echando a correr hacia las
habitaciones de su mujer.
En efecto, utilizando una palanqueta de hierro, destrozó el hermoso mueble de
caoba, traído de París, que tantas veces frotara con el faldón de su levita cuando creía
ver en él una mancha.
Mientras tanto, la señora de Rênal subió corriendo las ciento veinte escaleras del
palomar, y ató un pañuelo blanco a los barrotes de la ventana. Con los ojos llenos de
lágrimas miró al bosque, pensando, que, entre sus árboles, estaba Julián esperando
con impaciencia la aparición de la señal convenida. Largo rato permaneció
escuchando el cantar monótono de las cigarras, hasta qué, al fin, temiendo que su
marido fuese a buscarla, bajó.
Encontró al señor Rênal furioso, repitiendo las frases más sugestivas estampadas
por Valenod en las cartas, que seguramente no habían sido leídas nunca con tanta
emoción.
Aprovechando un momento en que las exclamaciones de su marido le dejaron
entrever la posibilidad de hacerse oír, dijo:
-Insisto en mi idea; creo que conviene que Julián haga un viaje. Por mucho latín
que sepa, no me negarás que es un rústico sin educación y sin tacto. Todos los días,
echándoselas de fino y galante, me dirige lisonjas exageradas y de pésimo gusto, que
sin duda aprende de memoria en cualquier novelucho...
-¡No las ha leído jamás!- interrumpió el señor Rênal-. De ello estoy seguro. ¿Me
tienes por uno de esos ciegos jefes de familia que ignoran lo que en su casa pasa?
-¡Vaya! Si no las lee, las inventa, lo que es mil veces peor para él y para mí. En
tono de lisonja habrá hablado de mí en Verrières... sin ir más lejos, es probable que
me haya elogiado exageradamente en presencia de Elisa, que es lo mismo que si lo

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hubiese hecho delante del señor Valenod.
-¡Oh!- bramó el señor Rênal, descargando sobre la inocente mesa el puñetazo más
formidable que jamás haya descargado puño humano-. ¡Tienes razón!... ¡El papel
sobre el cual han pegado las letras impresas y el de las cartas de Valenod es el mismo!
La señora de Rênal simuló maravillosamente que el descubrimiento la aterraba, y
para representar mejor la comedia sin pronunciar una sola palabra, dejóse caer como
desplomada sobre un diván.
Había ganado la batalla. A partir de aquel momento, hubo de encaminar todos sus
esfuerzos a impedir que su marido corriese en el acto a pedir explicaciones a Valenod
sobre la supuesta carta anónima.
-¿No comprendes que pedir explicaciones a Valenod sin pruebas palpables sería
cometer la más insigne de las torpezas? ¡Te envidian!... ¿Y qué? ¿De quién es la
culpa? ¡Tuya, de tu talento, de tu administración modelo, de tus inmuebles, prodigios
de arte y de gusto, de la dote que yo aporté al matrimonio, y sobre todo, de la
cuantiosa herencia que esperamos de mi buena tía, herencia cuya importancia
exageran hasta el infinito los habitantes de Verrières! Te envidian porque eres el
primer personaje de la ciudad... y hasta me atrevería a añadir de la provincia.
-Aun olvidas la nobleza de mi cuna- rectificó el marido principiando a sonreír.
-Nobleza de las más rancias de la nación, es verdad-contestó la señora de Rênal-.
Si el rey gozase de libertad, si en su mano estuviera hacer justicia a lo elevado de tu
nacimiento, no dudes que figurarías en la Cámara de los Pares y que ocuparías los
primeros puestos de la nación. Dime ahora si, ocupando una posición tan elevada, es
prudente arrojar a la voracidad de la envidia un hecho susceptible de ser comentado.
Hablar a Valenod de su anónimo es tanto como proclamar a la faz de todo Verrières...
¡qué digo de Verrières! de toda la provincia, que un rústico, elevado quizá
imprudentemente hasta la intimidad de un Rênal, deliberado o inconscientemente,
halló la manera de ofender a su protector. Si las cartas que acabas de leer demostrasen
que yo he correspondido al amor de Valenod, tu obligación sería darme la muerte,
que habría merecido cien veces, pero nunca descargar tu cólera sobre Valenod. Ten en
cuenta que todos los vecinos de Verrières ansían tener un pretexto para vengarse de tu
superioridad: no olvides que, en 1816, contribuiste eficazmente a que fueran
condenadas a prisión algunas personas... Piensa que ese hombre refugiado bajo tu
techo...
-¡En lo que pienso es en que ni me tienes la menor consideración, ni me profesas
un átomo de cariño!- interrumpió el señor Rênal, con amargura en el acento.
-Ha llegado el momento de hablar con claridad- replicó con dulce sonrisa la
señora-. Soy más rica que tú, lazos indisolubles nos unen hace doce años, y creo que
estos son títulos bastantes para darme voz y voto en nuestra sociedad conyugal, y
sobre todo, en el asunto que hoy debatimos. Si me pospones a Julián- añadió con

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despecho mal disimulado-, me iré a pasar el invierno con mi tía.
La amenaza decidió al señor Rênal, pero, siguiendo la política de provincia, habló
mucho, repitió todos sus argumentos y agotó todas las razones que le sugirió su
ingenio. Su mujer le dejó hablar mientras descubrió vestigios de cólera en su acento,
pero, al cabo de dos horas, toda la iracundia había desaparecido, y sin dificultad
aceptó la línea de conducta que su señora le indicó que debía seguir con respecto a
Valenod, Julián y a Elisa.
Durante la interesante escena, una dos veces estuvo la señora de Rênal a punto de
experimentar cierta simpatía hacia la desventura, demasiado real, de aquel hombre, a
quien había respetado, ya que no amado, por espacio de doce años. Pero las pasiones,
cuando son verdaderas, pecan de egoístas. Además, esperaba la culpable que su
dueño y señor le hablase del anónimo recibido la víspera, y sus esperanzas quedaron
defraudadas. La señora de Rênal necesitaba, para que su seguridad fuese completa,
conocer las ideas que el autor del anónimo en cuestión había podido sugerir al
hombre de quien dependía su suerte porque bueno será hacer constar que, en
provincias, los maridos son dueños absolutos de la opinión. Un marido que se queja
se cubre de ridículo, cosa de día en día menos peligrosa en Francia, pero en cambio
su mujer se encuentra aislada, humillada, no encuentra casa honrada donde la reciban,
como no sea atormentándola con el desprecio más profundo.
Una odalisca difícilmente puede amar a un sultán, mortal omnipotente a quien no
conseguirá robar la porción más insignificante de autoridad por mucho que extreme
sus caricias. La venganza del señor es siempre terrible, sangrienta, pero militar,
generosa al propio tiempo: una puñalada y se acabó. En nuestro siglo, el hombre
civilizado asesina a su mujer sometiéndola a las puñaladas del desprecio público, es
decir, cerrándole todas las puertas.
En el corazón de la señora de Rênal despertó con bríos el sentimiento del peligro
al entrar en sus habitaciones y ver saltadas las cerraduras de todos sus muebles y
cofrecitos y levantadas no pocas baldosas. Si algún remordimiento quedaba en su
alma de resultas de la victoria, rápida y completa alcanzada sobre su marido,
desapareció al ver tanto destrozo.
Poco antes de la hora de comer, llegó Julián con los niños. A los postres, retirados
ya los criados, dijo la señora de Rênal con sequedad:
-Me manifestó usted deseos de pasar quince días en Verrières. Mi marido le
concede el permiso solicitado. Puede usted irse cuando le plazca; pero para que mis
hijos no pierdan el tiempo diariamente le serán enviados sus ejercicios escritos, que
usted corregirá.
-Yo no le hubiese concedido a usted más de una semana de permiso- añadió con
acritud el señor Rênal.
Julián leyó en el rostro del señor de la casa las inquietudes de un hombre

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vivamente atormentado.
-Todavía permanece indeciso sobre la conducta que quiere seguir- observó el
preceptor, aprovechando un momento que estuvo en el salón a solas con su amante.
Esta le refirió sucintamente lo que había hecho desde por la mañana.
-Los detalles, esta noche- terminó riendo.
«¡Perversidad femenina!- pensó Julián-. ¡Por instinto, por placer, por afición,
engañan al hombre!»
-Observo que el amor que me tienes ilumina y ciega al mismo tiempo tus
facultades mentales- contestó el preceptor con gran frialdad. Tu conducta de hoy es
admirable, ¿pero será prudente vernos esta noche? Dentro de casa, nos vemos
cercados de enemigos, y yo, sobre todo, me he acarreado el odio de Elisa.
-Odio que dudo sea tan apasionado como la indiferencia que te inspiro yo.
-Aun suponiendo que me fueras indiferente, deber ineludible mío sería salvarte
del peligro que yo mismo he traído sobre tu cabeza. Si por una casualidad fatal, tu
marido hablase con Elisa, una palabra de ésta nos perdería sin remedio... ¿Quién me
dice que no se esconderá cerca de mi habitación, perfectamente armado?...
-¿También cobarde?- interrumpió la señora de Rênal con toda la altanería de una
dama del siglo xv.
-No quiero descender a hablar de mi valor- contestó con acento glacial Julián-.
Sería una bajeza: sea el mundo el que juzgue mis actos. Lo que sí haré constar-
añadió, tomando entre las suyas la mano de su amante-, es que te quiero de veras y
que me produce viva alegría poder pasar un rato a tu lado, antes de usar del permiso
que me han concedido.

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XXII
COSTUMBRES DEL AÑO 1830
La palabra ha sido concedida
al hombre para que éste disfrace con
ella su pensamiento.

R. P. MALAGRIDA

Julián, apenas llegado a Verrières, se reconvino por no haber hecho justicia a la


señora de Rênal.
-Me hubiese parecido, mujerzuela despreciable si, por debilidad, hubiera
resultado vencida en el duelo sostenido con su marido- se dijo-. Da ella pruebas de
diplomacia sutil, y yo, necio de mí, simpatizo con el vencido, que es mi enemigo.
Hay en mí fuerte dosis de pequeñez, siento lastimada mi vanidad, porque el señor
Rênal es un hombre, y como tal, figura en la ilustre y vasta corporación a la que tengo
el honor de pertenecer. En una palabra: soy un necio.
El buen cura Chélan había rehusado la casa que los liberales más caracterizados
de la ciudad le ofrecieron cuando su destitución le obligó a dejar la que como párroco
ocupara durante tantos años. Sus libros llenaban las dos habitaciones principales de la
que alquiló. Julián, queriendo demostrar a Verrières el respeto que el anciano le
inspiraba, fue a la casa de su padre, tomó una docena de tablas, las transportó sobre
sus hombros, pasando por la calle Mayor, pidió prestadas las herramientas necesarias
a un camarada antiguo, y en un par de días construyó una estantería en la cual colocó
los libros del señor Chélan.
-Creía que te habían corrompido las vanidades del mundo- le dijo el anciano,
llorando de alegría. Este acto desvirtúa el que cometiste vistiéndote de guardia de
honor, que tantos enemigos te ha acarreado.
El señor Rênal había mandado terminantemente a Julián que viviese en su
soberbia casa de la ciudad, por cuyo motivo nadie sospechó lo que había pasado. Tres
días después de su instalación, Julián recibió la visita del subprefecto Maugiron. El
importante personaje dedicó dos horas largas a charlar sobre temas insípidos y que no
venían a cuento, tales como la malicia humana, la poca probidad de los encargados de
administrar los intereses públicos, los peligros que se cernían sobre la desgraciada
Francia, etc., etc., antes de exponer el objeto verdadero de su visita. Se había
levantado ya, y Julián acompañaba con el mayor respeto al futuro prefecto de alguna
provincia afortunada, cuando éste tuvo la dignación de ocuparse de la fortuna de

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Julián, de ponderar su moderación, poner sobre los cuernos de la luna sus aptitudes,
etc., etc. Al terminar su panegírico, el señor Maugiron, estrechándole con efusión
paternal entre sus brazos, le propuso que abandonase la casa del señor Rênal para
entrar en la de un funcionario, que tenía hijos que educar, y que, parodiando al rey
Felipe, daba gracias a Dios, no tanto por haberle concedido los hijos, cuanto por
haberles hecho nacer cerca del señor Julián. El preceptor de esos hijos disfrutaría
ochocientos francos de sueldo, pagaderos, no por meses, que no es digno de un
preceptor de talla cobrar en esa forma, según el señor de Maugiron, sino por
trimestres adelantados.
Entró en turno Julián, que desde hora y media antes esperaba la ocasión de hablar.
Su contestación fue modelo de ingenio; dejó ancho margen a la esperanza, pero sin
decir nada en concreto. Resaltaban en ella a la vez profundo respeto hacia el señor
Rênal, veneración hacia el público de Verrières y vivo reconocimiento hacia el ilustre
subprefecto. Este, sorprendido al tropezar con quien podía darle lecciones de
diplomacia, intentó arrancarle declaraciones más concretas. Fue en vano. Julián
aprovechó la ocasión para derrochar oratoria y contestó lo mismo que antes, pero
dando forma nueva a sus manifestaciones. Pocos oradores habrá habido que hayan
hablado más y dicho menos. No bien se fue el señor de Maugiron, Julián rompió a
reír como un loco. Calmados sus accesos de hilaridad, quiso aprovechar su verborrea
maquiavélica, y, al efecto, escribió al señor Rênal una carta de nueve páginas en la
cual le hacía historia de las proposiciones que acababan de hacerle, y le rogaba que le
aconsejase lo que debía hacer.
-No me ha dicho ese maldito quién es el personaje que desea utilizar mis
servicios- se decía Julián-. Será Valenod, sí, no me cabe duda; Valenod, que adivina
en mi destierro a Verrières los efectos de su anónimo.
Expedía la carta, Julián, tan contento como el cazador que, a las seis de la mañana
de un hermoso día de otoño, entra en una llanura donde bullen los conejos, salió de
casa para ir a pedir consejo al señor Chélan. Antes de llegar al domicilio del buen
cura, el Cielo, que parecía poner decidido empeño en multiplicar las satisfacciones de
Julián, hizo que tropezase con el señor Valenod, a quien no ocultó que sentía lacerada
su alma. Hízole comprender que un pobre joven como él se debía todo entero y sin
reservas a la vocación que Dios se había dignado plantear en su corazón, pero que la
vocación no lo es todo, por desgracia en este mundo miserable. Para trabajar, con
fruto en la viña del Señor, y hacerse más o menos digno de tantos sabios
colaboradores, precisaba la instrucción. Fuerza era pasarse dos años, pródigos en
dispendios, en el seminario de Besançon, y como consecuencia, prepararse haciendo
algunas economías, objetivo más fácil de alcanzar disfrutando de un sueldo de
ochocientos francos cobrados por trimestres adelantados, que percibiendo seiscientos
francos pagaderos por meses. Pero luchaba con otra consideración: el Cielo, al

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colocarle cerca de los hijos de los señores Rênal, y, sobre todo, al hacer germinar en
su alma una predilección especial hacia sus discípulos, parecía indicarle que no debía
abandonar la educación de aquellos para darla a otros.
Tal grado de perfección alcanzó Julián en ese género de elocuencia que ha venido
a dar al traste con la sinceridad de otras épocas, que terminó por molestarse consigo
mismo.
Cuando volvió a casa, encontró esperándole el ayuda de cámara del señor
Valenod, que era portador de una esquela de invitación para la comida que aquel
mismo día daba en su morada el honrado director del Asilo de Mendicidad.
Jamás había puesto Julián los pies en la casa de aquel hombre, a quien, muy
pocos días antes, habría obsequiado con una tanda buena de garrotazos, si hubiese
encontrado manera de substraerse a las consecuencias. La hora señalada para la
comida era la una, pero Julián quiso dar una prueba de respeto a quien le hacía el
honor de invitarle presentándose a las doce y media en el despacho del señor director
del Asilo. Le encontró trabajando. Las grandes patillas negras del ilustre personaje, su
enorme masa de cabellos, el lujoso gorro, griego montado entre la parte superior de
su cabeza y la oreja derecha, la pipa descomunal que aprisionaban sus dientes, las
gruesas cadenas de oro que cruzaban en todos sentidos su pecho, sus zapatillas
bordadas, en una palabra, todo el aparato de un rico de aldea que se considera hombre
importante, lejos de infundir respeto a Julián, trajeron con más fuerza que nunca a su
memoria los estacazos que figuraban en el Debe de la cuenta de aquel hombre.
Solicitó el honor de ser presentado a la señora de Valenod, pero la ilustre dama
estaba encerrada en aquel momento en su tocador y no podía recibirle. Cinco minutos
después, la dama estaba visible. Presentado Julián, aquella hizo, acto seguido y con
lágrimas en los ojos, la presentación de sus hijos. Era una de las señoras de más
prosopopeya de Verrières y la Naturaleza la había dotado de una cara de luna llena,
sobre la cual extendió ella una capa de carmín, en atención a lo solemne de la
ceremonia.
Julián pensaba en la señora de Rênal. A causa de su desconfianza, no era muy
propenso a recuerdos de esa índole, pero el contraste, no sólo los hizo brotar en su
mente, sino que también excitó en su corazón cierto enternecimiento. El aspecto de la
casa, que le hicieron visitar, ejerció honda impresión en su ánimo. Todo era
magnífico, todo nuevo de valor. No hubo mueble ni objeto del que no le dijeran el
precio. En medio de tanto lujo, encontraba Julián algo de innoble, algo que olía, valga
la expresión, a adquisiciones hechas con dinero robado.
Llegaron a la casa, acompañados de sus señoras respectivas, el recaudador de
contribuciones, el director de impuestos indirectos, el jefe de gendarmes y dos o tres
funcionarios públicos. También asistieron algunos liberales ricos. Julián, predispuesto
a pensar mal, creía ver, cerca de la sala del festín, un ejército de infelices asilados,

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cuya mísera ración cercenaban, para con la economía comprar aquel lujo de pésimo
gusto con que pretendían deslumbrarle.
Llena su imaginación de la idea del hambre que en aquel momento sufrían tal vez
los asilados, recluidos muy cerca de él, no podía pasar bocado. Sobre un cuarto de
hora más tarde, oíanse a lo lejos palabras sueltas de una canción popular, bastante fea,
dicho sea de paso, entonada a grito herido por uno de los asilados. El señor Valenod
dirigió una mirada significativa a uno de sus servidores, el cual desapareció en el
acto. Momentos después enmudecía el cantor. Un criado ofrecía en aquel punto a
Julián vino del Rin en una copa de cristal verde, mientras la señora de Valenod le
decía que cada botella de aquel vino costaba nueve francos, adquiriéndolo por cajas.
Julián tomó la copa verde y dijo a Valenod:
-Parece que no cantan ya esa canción escandalosa.
-¡Pues no faltaba más!- exclamó el señor Valenod-. ¡Estaría bueno que no supiera
imponer silencio a los tunantes!
La frase pareció demasiado dura a Julián, quien, no obstante, su hipocresía, que
no era poca, se enterneció hasta el punto de no poder evitar que de sus ojos brotara
una lágrima, que rodó deslizándose por su mejilla. Quiso evitar que la vieran los
comensales, y lo consiguió, utilizando como pantalla la copa verde, pero en cambio le
fue imposible hacer honor al vino del Rin.
Por fortuna, nadie reparó en su enternecimiento, que no podía ser de peor tono. El
recaudador de contribuciones acababa de entonar una canción realista: todos le
hicieron coro, todos menos Julián, cuya conciencia le decía:
«He ahí el puesto inmundo al que llegarás, y del que te será imposible disfrutar,
como no sea en la forma que estás presenciando, y rodeado de gentes como las que en
este instante te dan náuseas. Tal vez percibas un sueldo de veinte mil francos, pero
será preciso que obliguen a enmudecer al pobre prisionero y le mates de hambre,
mientras tú te hartas de manjares finos y delicados. Darás festines con dinero robado
al pobre, cuya mísera pitanza cercenarás, y con tus alegrías los harás doblemente
desgraciados... ¡Oh tiempos felices de Napoleón, cuando era posible escalar la
fortuna subiendo por los peldaños de las batallas! ¡Hoy se hace aumentando
cobardemente las desventuras y dolores de los miserables! »
La franqueza nos obliga a confesar que la debilidad de que el monólogo de Julián
era prueba palpable nos hace formar pobre concepto de él. De buena gana le
incluiríamos en el número de esos conspiradores que calzan bien ajustados guantes y
pretenden volver lo de abajo arriba, y viceversa, sin que su conciencia pueda
reprocharles el menor arañazo.
Bruscamente recordaron a Julián que no había sido invitado a comer en aquella
casa y con tan distinguida compañía para que se pasara el tiempo soñando y sin decir
esta boca es mía. Un fabricante de telas estampadas, retirado del negocio, le preguntó

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a grito herido, desde, un extremo a otro de la mesa, si lo que se decía de público, a
propósito de sus admirables progresos en el texto del Nuevo Testamento era cierto.
Los comensales enmudecieron como por encanto: el industrial retirado, que era
miembro de la Academia de Besançon y de la de Uzés, sacó en el acto un Nuevo
Testamento en Latín. A petición de Julián leyeron la primera palabra de una línea
tomada al azar, y Julián recitó la página entera con asombro de toda la concurrencia,
que ponderó con muestra de ruidoso entusiasmo lo portentoso de su memoria.
-Me da vergüenza hablar tanto en latín delante de estas damas- dijo nuestro héroe,
puestos los ojos en la señora del recaudador de contribuciones-. Si el señor
Rubigneau (era el apellido del miembro de las dos Academias) tiene la bondad de
leerme el comienzo de cualquiera de las páginas del libro en latín, yo recitaré el resto,
pero en nuestro idioma, improvisando la traducción.
La segunda prueba le elevó hasta el pináculo, de la gloria.
Había en la reunión una porción de liberales ricos que, partidarios de la política
cuyo lema es arrimarse al sol que más calienta, se habían convertido a raíz de la
última misión. Esos buenos señores, que no consiguieron ser recibidos nunca en la
morada de los señores Rênal, no obstante su rasgo de alta política, y que sólo de
nombre y por haberle visto a caballo el día de la entrada del rey de... conocían a
Julián, fueron en esta ocasión sus admiradores más entusiastas. Parecía natural que se
cansasen pronto de oír declamar cosas que no entendían, pero antes que ellos de
escuchar, se cansó Julián de hablar.
Daban las seis cuando se levantó con gravedad de la mesa, diciendo que tenía que
aprender un capítulo de la nueva Teología de Ligorio, que debía dar al día siguiente al
señor Chélan.
-Mi oficio, señores, es tomar lecciones y darlas yo- dijo sonriendo.
Todos rieron el chiste.
Al ponerse en pie Julián, todos se levantaron, no obstante no ser esa la costumbre.
Más de un cuarto de hora le entretuvo todavía la señora de Valenod, a fin de que
oyera cómo sus hijos recitaban el Catecismo. Creyendo que podía escapar, saludó y
giró sobre sus talones, pero aún hubo de sufrir el recitado de una fábula de La
Fontaine.
-Ese autor es altamente inmoral- observó Julián-. Una de sus fábulas tiene el
atrevimiento de lanzar el ridículo sobre lo que hay de más venerable.
Antes de marcharse, Julián recibió cuatro o cinco invitaciones para comer.
-Ese joven está llamado a ser la gloria de nuestra provincia- dijeron los
comensales.
No faltaron algunos que hablaron de la conveniencia de pensionarle, con cargo a
los fondos del Municipio, para ponerle en condiciones de continuar sus estudios en
París.

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Mientras defendían en el comedor esta idea imprudente, Julián salía con paso
rápido por la puerta cochera, aspirando con fruición el aire puro de la calle y
llamando mentalmente canallas a los hombres que dejaba en la casa.
Pensaba a lo aristócrata en aquel instante el que durante tanto tiempo se sintió
mortificado por la sonrisa desdeñosa y la superioridad altanera que descubría en el
fondo de las atenciones que le dispensaban los señores Rênal.
-¡Qué diferencia entre unos y otros!- se decía-. No quiero acordarme de que se
trata de dinero robado a los asilados, ni tener en cuenta que se les tiraniza hasta el
extremo de no permitirles que canten; pero aun cerrados los ojos ante detalle de tanta
monta, quedan otros muchos. ¿Ha dicho nunca el señor Rênal a sus huéspedes el
precio de cada botella de vino que les presenta? Valenod es un grosero, un conjunto
de inconveniencias, que no sabe hablar sin sacar a colación sus casas, sus
propiedades... ¿Y que diremos de su mujer? Durante la comida, ha puesto como no
digan dueñas a un criado porque rompió una copa y dejó incompleta una de las
docenas... Aunque me dieran de lo que roban, no viviría con ellos... El día menos
pensado me vendería, daría salida a la expresión de repugnancia que me inspiran.
Fiel a las instrucciones que recibiera de la señora de Rênal, Julián, venciendo su
repugnancia, asistió a muchas comidas del género de la reseña. Convirtiéronle en el
hombre de moda y le perdonaron la imprudencia de haberse vestido de guardia de
honor, aunque, a decir verdad, aquella imprudencia fue la causa verdadera de su
triunfo. En Verrières no se hablaba más que de la contienda entablada por el señor
Valenod, encaminada a arrebatar al joven sabio, llegando a constituir la preocupación
de la ciudad el resultado de aquella, es decir, si en el pugilato vencería el alcalde o el
director del Asilo. Estos dos caballeros, juntamente con el señor Maslon, formaban el
triunvirato que desde largos años tiranizaban a la población. El alcalde inspiraba
envidia, los liberales se quejaban de él, con motivo justificado, pero todo el mundo le
reconocía nobleza de nacimiento y, de consiguiente, motivos de superioridad, al paso
que era público y notorio que el padre de Valenod legó a su hijo al morir, por todo
caudal, unas seiscientas libras de renta.
Entre las gentes que formaban aquella sociedad, completamente nueva para
Julián, creyó éste descubrir un hombre honrado. Era un geómetra, se llamaba Gros y
pasaba por jacobino. Nuestro héroe, que se había impuesto la norma de conducta de
no defender en público más que aquellas cosas que él tenía por falsas, viose en la
precisión de tratar con desconfianza al señor Gros.
De Vergy recibía abultados paquetes de temas y ejercicios escritos, juntamente
con cartas en las cuales se le aconsejaba que visitase con frecuencia a sus padres,
penoso consejo que seguía, bien que con repugnancia. En una palabra, todos sus
esfuerzos tendían a cimentar su buena reputación, cuando una mañana experimentó la
grata sorpresa de ser despertado por dos manos finas y delicadas que se posaron sobre

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sus ojos.
La propietaria de aquellas manos era la señora de Rênal, que acababa de llegar a
la ciudad y de subir de cuatro en cuatro las escaleras de la casa adelantándose a sus
hijos, a los que dejó entretenidos con un conejito. Los instantes fueron deliciosos,
pero muy breves. La madre había desaparecido cuando llegaron al cuarto de Julián
los hijos con el conejito, que querían enseñar a su preceptor. Julián recibió con cariño
a todos, incluso al conejito. No tuvo que violentarse, antes al contrario, dar salida a su
inclinación, pues realmente adoraba a sus discípulos. Charlar, jugar con ellos, le
producía inefable placer; encantábale la dulzura musical de sus vocecitas y se
extasiaba ante la sencillez y nobleza de sus gestos y ademanes, que tanto contrastaban
con la vulgaridad desagradable que venía respirando en Verrières.
-Con razón os mostráis orgullosos vosotros, los que verdaderamente sois nobles-
decía minutos después a la señora de Rênal, a raíz de hacerle historia de los
banquetes que había tenido necesidad de padecer.
-¡Vaya! ¡Veo con gusto que te han convertido en el hombre de moda!- exclamaba
la señora de Rênal, riendo a carcajadas cada vez que se acordaba de la mano de
carmín con que la señora de Valenod creía hermosear su cara los días que esperaba a
Julián-. Creo que ha formado proyectos sobre tu corazón.
El almuerzo fue delicioso. La presencia de los niños, aunque parece que debía
molestar a los amantes, contribuyó a aumentar su contento. Las pobres criaturas no
sabían cómo expresar la alegría que sentían a la vista de Julián.
Estanislao Javier, en cuya agraciada carita quedaban palideces, restos de la pasada
enfermedad, recordando lo que había oído decir a los criados sobre los doscientos
francos de más que el señor Valenod había ofrecido a Julián si quería encargarse de
educar a sus hijos, preguntó de pronto a su madre cuánto valía su cubierto y su vaso
de plata.
-¿Por qué lo preguntas, hijo mío?
-Porque quiero venderlos para dar su importe a nuestro preceptor, a fin de que no
le llamen primo si continúa con nosotros.
Julián abrazó al niño con lágrimas en los ojos. La madre lloraba de alegría
mientras el preceptor, que había colocado a Estanislao sobre sus rodillas, le explicaba
que no debía emplear la palabra primo, porque, en el sentido que pretendía darle, era
propia de lacayos. Comprendiendo el placer que sus explicaciones causaban a la
madre, trató de explicar por medio de ejemplos pintorescos, que hicieron las delicias
de los niños, qué significaba, en lenguaje bajo y grosero, la palabra primo.
-¡Comprendo!- exclamó Estanislao-. El cuervo que cometió la tontería de dejar
caer el queso que tenía en el pico, y que recogió la zorra, fue un primo.
La señora de Rênal, loca de alegría, cubrió de besos a sus hijos, lo que no podía
hacer sin apoyarse sobre Julián.

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Abrieron con brusquedad la puerta: era el señor Rênal. La severidad de su rostro,
que reflejaba hondo descontento, contrastó poderosamente con la alegría que su
presencia desterraba. Palideció la señora de Rênal; Julián tomó la palabra y explicó al
alcalde la historia de la venta que Estanislao quería hacer. Sabía de antemano que la
anécdota sería mal recibida por el señor Rênal, quien tenía la costumbre de fruncir el
entrecejo no bien sonaba en sus oídos la palabra dinero, pues profesaba la doctrina de
que la sola mención del precioso metal es a manera de aviso de un giro librado contra
su bolsillo. Lo fue, en efecto, no sólo por el motivo insinuado, sino también porque la
historia vino a aumentar sus sospechas. La dicha que en su ausencia saboreaba su
familia no era lo más indicado para contentar a un hombre esclavo de su vanidad. De
aquí que, cuando su mujer le ponderó la gracia, la habilidad, el ingenio con que Julián
aumentaba el tesoro de conocimientos de sus discípulos, contestó el marido con
acritud:
-¡Sí... sí, ya lo sé! Me consta que me roba el cariño de mis hijos, que me hace
odioso a ellos. ¿Por qué ha de procurar ser con mis hijos más cariñoso que yo, siendo
así que el jefe, el señor de la casa soy yo? ¡Siglo detestable!... ¡Todo tiende a hacer
odiosa la autoridad legítima! ¡Pobre Francia!
La señora de Rênal no quiso tomar nota de los negros nubarrones que obscurecían
el temperamento de su marido, pues lo único que le interesaba era convertir en
dichosa realidad la posibilidad de pasar doce horas al lado de Julián. Declaró que
necesitaba hacer una porción de compras en la ciudad, y que comería en el
restaurante, programa que entusiasmó a los niños.
El señor Rênal dejó a su mujer en la primera tienda de novedades donde entró,
para ir a hacer algunas Visitas, para regresar más descontento y taciturno de lo que
estaba antes de salir. Habíase convencido de que la ciudad entera se ocupaba de él y
de Julián. En realidad, nadie le dejó sospechar que los comentarios del público
envolviesen especies ofensivas a su dignidad de marido; todas las murmuraciones que
llegaron a sus oídos versaban acerca de si Julián continuaría en su casa, cobrando
seiscientos francos, o si aceptaría los ochocientos que le había ofrecido el director del
Asilo.
Era el señor Valenod lo que en lenguaje vulgar llamaríamos fanfarrón, un hombre
en cuyo natural entraban por partes iguales el cinismo y la grosería. Su prosperidad,
que fue constantemente en aumento desde el año 1815, contribuyó a acrecentar estas
dos cualidades suyas. Reinaba en Verrières bajo las órdenes del señor Rênal, pero
más activo que éste, a fuerza de no avergonzarse de nada ni por nadie, de
entrometerse en todo, de ir incesantemente de acá para allá, de escribir, hablar y
molestar, de olvidar las humillaciones que recibía y de demostrar que no conocía el
amor propio, concluyó por alcanzar el mismo nivel que el alcalde a los ojos del poder
eclesiástico. El señor Valenod había dicho a los tenderos de la ciudad que le

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facilitaran a los dos individuos más estúpidos del gremio, había pedido a los
jurisconsultos a los dos más ignorantes, y a los médicos a los dos más charlatanes, y
cuando hubo reunido a los más desvergonzados de cada oficio o profesión, les dijo:
«Reinemos juntos.»
Los modales de sujetos semejantes mortificaban al señor Rênal; en cambio,
Valenod, hombre de índole baja y grosera, por nada se daba por ofendido, ni siquiera
por los ataques públicos de que le hacía objeto el cura Maslon.
Empero, en medio de su prosperidad, el director del Asilo se veía en la precisión
de oponer pequeñas insolencias de detalle a las aplastantes verdades que todo el
mundo tenía derecho a dirigirle, como sabía él perfectamente. Su actividad había
redoblado a raíz de los temores que le dejó la visita del señor Appert. Tres viajes
había hecho a Besançon, sin contar con las innumerables cartas que a diario
depositaba en el buzón público, amén de otras más importantes que enviaba a su
destino por medio de emisarios secretos que pasaban por su casa al cerrar la noche.
Fue probablemente insigne torpeza suya provocar la destitución del párroco Chélan,
porque semejante medida le hizo pasar a los ojos de muchas personas devotas como
hombre vengativo y malo. Y no esto sola; la destitución del digno párroco no pudo
conseguirla sin colocarse bajo la dependencia absoluta del vicario general Frilair,
quien, abusando tal vez de su situación, le encomendaba extrañas comisiones. En este
punto estaba su política cuando cedió a la tentación de escribir un anónimo, y por si
entre unas cosas y otras no le habían creado una situación bastante molesta, vino a
comprometerla más y más su mujer, declarándole lisa y llanamente que quería
llevarse a su casa a Julián.
Claramente comprendía Valenod que forzosamente, y dentro de muy poco
tiempo, habría de tener una escena decisiva con su antiguo confederado el señor
Rênal. Este le zahería con palabras duras, lo que le traía completamente sin cuidado,
pero temía que escribiese a Besançon, y acaso, a París, lo que sería de consecuencias
más graves. Estaba en lo posible que cayera en Verrières, como llovido del cielo... o
vomitado por el infierno, para el caso era igual, un sobrino cualquiera de cualquier
ministro y cargase con la dirección del Asilo. Y ya tenemos explicada la
aproximación de Valenod al bando de los liberales, y el hecho de que se hubiesen
sentado a la mesa no pocos hombres afiliados al mencionado partido, en el banquete a
que asistió Julián. Contaba con que los liberales le apoyarían decididamente contra el
alcalde; pero podían sobrevenir las elecciones, y sabido es que el cargo de director
del Asilo y un voto en contra habrían de ser incompatibles. La historia de estos
manejos adivinados por la señora de Rênal, había sido hecha por ésta a Julián
mientras corrían de tienda en tienda y pasaban más tarde por el Paseo de la
Fidelidad, cogidos del brazo y casi con tanta tranquilidad como si estuviesen en
Vergy.

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Mientras tanto, Valenod procuraba aplazar la escena decisiva adelantándose con
audacia a su antiguo protector, es decir, presentándole un capítulo de cargos y
poniéndole en el caso de defenderse en vez de atacar. El ardid dio aquel día el
resultado apetecido, pero aumentó el mal humor del alcalde.
Jamás la vanidad puesta frente a todo lo que la codicia tiene de más áspero y
mezquino ha colocado a un hombre en situación de ánimo más deplorable que la por
que atravesaba el señor Rênal en el instante de entrar en el restaurante, y jamás, por el
contrario, sus hijos estuvieron tan alegres y jubilosos.
-Por lo que veo, estoy de más en mi familia- dijo al entrar, con entonación que
quiso hacer imponente.
Por toda contestación, su mujer le llevó aparte y le expresó la necesidad de alejar
a Julián. Las horas de dicha que acababa de pasar diéronle la calma y resolución
necesarias para seguir el plan de conducta que venía meditando desde quince días
antes.

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XXIII
DISGUSTOS DE UN FUNCIONARIO
Il piacere di alzar la testa tutto
l’anno, é ben pagato da certi quarti
d’ora che bisogna passar.

CASTI

Pero dejemos a nuestro alcalde abandonado a sus mezquinos temores. ¿Quién le


mandaba llevar a su casa a un hombre de corazón, cuando lo que necesitaba era un
alma de lacayo? ¿Por ventura no tenía obligación de saber escoger con acierto? En el
siglo XIX es ley corriente que, cuando un ser poderoso y noble encuentra a un
hombre de corazón, le mata, o le destierra, o le encarcela, o le humilla en tales
términos, que le pone en el caso de morir de dolor. La casualidad quiso, que en
nuestro caso, no fuera el hombre de corazón el condenado a sufrir. La mayor de las
desdichas de las pequeñas capitales de Francia o de los gobiernos electivos, como el
de Nueva York, consiste en que no pueden olvidar que existen en el mundo mil
habitantes, los tales hombres crean la opinión pública, y cuenta que la opinión pública
es formidable en todo país que se rige por una Constitución. Un hombre que atesora
un alma noble, generosa, hubiese sido vuestro amigo; pero reside a cien leguas de
distancia, toma la opinión pública como base del juicio que de vosotros forma, y
como la opinión pública la crean los necios que el azar hizo nacer nobles, ricos y,
moderados, la consecuencia es fatalmente inevitable, ¡ay del que descuella, ay del
que se distingue!
Pero sigamos nuestra historia. inmediatamente después de comer, la familia Rênal
emprendió el regreso Para Vergy, pero, dos días más tarde. Julián la vio de nuevo, en
Verrières.
A la hora de haber llegado, se percató Julián, con gran asombro suyo, de que la
señora de Rênal hacía misterio de algo. Interrumpía su conversación con su marido
no bien se presentaba él, y daba muestras de que deseaba que se alejase. Julián no
esperó a que se lo insinuasen dos veces. Adoptó una actitud fría y reservada, que la
señora de Rênal notó, pero sin que por ello se tomase la molestia de pedir
explicaciones.
-¿Será que piensa darme un sucesor?- pensó Julián-. ¡Parece mentira!... ¡Anteayer
tan cariñosa, tan íntima conmigo, y hoy!... Verdad es que, según dicen, las grandes
señoras las gastan así. Hacen como los reyes, que reciben y despiden con afabilidad a

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sus ministros, sin decirles que en su casa encontrarán el decreto de destitución.
Observó Julián que en las conversaciones, que cesaban bruscamente al acercarse
él, hablaba con frecuencia el matrimonio de una casa, propiedad del municipio de
Verrières, inmueble viejo, pero vasto y cómodo, emplazado frente por frente a la
iglesia, en el sitio más concurrido de la ciudad. Julián no acertaba a comprender qué
pudiese haber de común entre la casa en cuestión y los deseos de su dama de buscar
un amante nuevo. Su profundo pesar le recordó los célebres versos de Francisco I,
nuevos para él, no obstante su venerable antigüedad, pues no hacía un mes siquiera
que se los había enseñado la señora de Rênal, por cierto mezclados con juramentos, y
desmintiéndolos con profusión de tiernas caricias:
Con frecuencia la mujer varía;
Necio es quien de ella se fía
El señor Rênal partió para Besançon en silla de posta, siendo de advertir que el
viaje se decidió en dos horas, y que quien lo hacía parecía muy contrariado.
A su regreso, tiró sobre la mesa un paquete envuelto con papel gris.
Al cabo de una hora, llegó el encargado de fijar los carteles en las esquinas. Julián
le vio salir minutos después con el paquete, y le siguió, seguro de penetrar el misterio
en cuanto llegase a la primera esquina.
Con verdadera impaciencia esperó detrás del funcionario municipal, quien,
armado de una brocha, embadurnó el anverso del anuncio. Apenas pegado éste, lo
ojeó Julián, viendo que anunciaba el arriendo en pública subasta del viejo caserón
que con tanta frecuencia mencionaban los señores Rênal en sus conversaciones. La
adjudicación se haría al día siguiente, a las dos de la tarde, en el salón del
Ayuntamiento.
Julián vio un punto muy obscuro. El plazo era tan breve, que faltaba el tiempo
material para que de la subasta tuviesen noticia los que descasen tomar en ella parte,
aunque, a decir verdad, el anuncio estaba fechado quince días antes.
Como nada nuevo le decía el anuncio fuese a visitar la casa. El portero, que no le
vio llegar, estaba diciendo con aires de misterio a su vecino:
-¡Bah, bah, bah! ¡Tiempo perdido El señor Maslon le ha prometido que será suya
por trescientos francos. Se oponía el alcalde, pero es igual: ha sido llamado al
obispado por el vicario general, y...
La presencia de Julián cortó en redondo la conversación de los amigos.
Julián asistió al acto de la adjudicación de la casa. Había bastante gente, pero
nadie pujaba. El alguacil había gritado:
-¡Trescientos francos, señores!
-¡Eso es demasiado!- dijo un hombre con voz muy baja a su vecino-. ¡Trescientos
francos cuando sería barata en ochocientos! Voy a pujar.
-¡Como si escupieses al cielo! ¿Qué consigues poniéndote frente a los señores

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Maslon, Valenod, el obispo y su terrible vicario general?
-¡Trescientos veinte francos!- gritó otro de los presentes.
-¡Oye, oye!- exclamó el hombre que hablara antes-. ¿Ves ese mala bestia? Es un
espía del alcalde- terminó, señalando con el dedo a Julián.
Volvióse éste airado para castigar al insolente, pero los dos interlocutores no le
concedieron la menor atención. La calma de éstos devolvió a Julián la que había
perdido. En aquel momento la voz del alguacil adjudicaba la casa, por tiempo de
nueve años, al señor de Saint-Giraud, jefe de sección de la Prefectura de... Por
trescientos treinta francos.
Los comentarios comenzaron abundantes y sabrosos, no bien salió el alcalde del
local.
-La imprudencia de Grogeot es causa de que en las arcas municipales ingresan
treinta francos más- decía uno.
-Es verdad- respondía otro-, pero su imprudencia le costará cara, porque el señor
de Saint-Giraud se vengará.
-¡Qué infamia!- exclamaba un tercero-. ¡Trescientos francos por el alquiler de una
casa, cuando yo hubiese pagado ochocientos y la hubiera encontrado barata!
-¡Bah!- le replicó un fabricante liberal-. ¿No le ha de valer nada al señor de Saint-
Giraud pertenecer a la Congregación? Cuatro hijos tiene y cada uno de ellos ha sido
agraciado con una beca... ¡Pobre señor!... ¡Sin duda necesita que el municipio le dé
una renta de quinientos francos!
-¡Parece mentira que el alcalde no haya podido impedir ese escándalo!- exclamó
otro-. Nuestro alcalde es ultra, sí, pero no roba.
-¿Que no roba? ¡A otro perro con ese hueso! Todos estos robos van a parar al gran
fondo aprovechable, que a fin de año se distribuye entre los que nos administran...
Pero, chitón, que nos está escuchando Sorel; vámonos.
Julián volvió a casa de pésimo humor. La señora de Rênal estaba muy triste.
-¿Vienes de la subasta?- preguntó al preceptor de sus hijos.
-Sí, señora; vengo de la subasta, donde he tenido el honor de pasar por espía del
señor alcalde.
-Si mi marido se hubiese dejado guiar de mis consejos, habría hecho un viaje.
En este punto estaba la conversación, cuando llegó el señor Rênal. Venía sombrío
como nunca. Durante la comida, nadie despegó los labios. Más tarde, el alcalde
mandó a Julián que acompañase a sus discípulos a Vergy. El viaje fue muy triste. La
señora de Rênal procuraba consolar a su marido.
-Deberías haberte acostumbrado ya a esas cosas, amigo mío- decía.
Aquella noche, la familia estaba sentada junto a la lumbre. Nadie hablaba; la
única distracción la constituía el chisporroteo de los troncos que ardían en el hogar.
Se respiraba la tristeza, una tristeza como la que alguna que otra vez suele invadir a

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las familias mejor unidas. Uno de los niños gritó de pronto con alegría:
-¡Llaman... llaman!
-¡Ira de Dios!- gritó fuera de sí el alcalde-. ¡Como sea Saint-Giraud, que viene a
acabar de sulfurarme con sus frases de reconocimiento, va a oír cosas buenas! ¡Esto
es demasiado!... ¡Que vaya a dar las gracias a Valenod, que es quien le ha hecho el
favor, siquiera sea yo el comprometido! ¿Cómo me defiendo cuando los malditos
periódicos jacobinos hagan sabrosos comentarios sobre el escándalo, y me conviertan
en un segundo Caballero Noventa y Cinco?
Un joven guapo, de grandes patillas negras, entraba en la sala siguiendo a un
criado.
-Señor alcalde, soy il signor Jerónimo- dijo el recién llegado-. Tengo el honor de
poner en sus manos una carta que el señor caballero de Beauvaisis, agregado a la
Embajada de Nápoles, me entregó para usted a mi salida. De esto no hace más que
nueve días- añadió il signor Jerónimo con expresión alegre, volviéndose hacia la
señora de Rênal-. Il signor de Beauvaisis, su primo y excelente amigo mío, señora,
me dijo que usted habla el italiano.
El buen humor del napolitano convirtió en alegre una velada que se resentía de la
tristeza que agobiaba a los que la formaban. La señora de Rênal quiso que aquel
cenase en la casa, y a este efecto, puso en movimiento a toda la servidumbre. Era su
propósito, aparte de obsequiar al huésped, hacer olvidar a Julián el remoquete de
espía que aquel día había oído resonar dos veces junto a sus oídos. Il signor era un
cantante célebre, hombre ameno, fino v alegre, cualidades que, en Francia, rara vez se
encuentran juntas. Después de cenar, cantó un duettino con la señora de Rênal. Contó
chascarrillos encantadores y cuentos que hicieron las delicias de sus oyentes. A la una
de la mañana. cuando Julián dijo a los niños que era hora de recogerse en sus camas,
torcieron todos el gesto, y el mayor dijo con acento de súplica:
-¡Una historia más!
-Contaré la mía, signorino- contestó el napolitano-. Hace ocho años era yo
alumno del Conservatorio de Nápoles, y tendría, si no me engaño, vuestra misma
edad, aunque no me cabía el honor de deber la existencia al ilustre alcalde de la
hermosa ciudad de Verrières.
El señor Rênal dejó escapar un suspiro y miró a su mujer.
-El signor Zingarelli- continuó el joven cantante, exagerando el acento extranjero,
que hacía desternillar de risa a los niños-, el signor Zingarelli era un director
espantosamente severo. Nadie le quiere en el Conservatorio, cosa que a él le tiene
completamente sin cuidado, pero exige que todo el mundo hable y obre como si le
quisiera entrañablemente. Yo salía cuantas veces me era posible; iba al teatrillo de
San Carlino, donde oía una música como sólo la oyen los dioses en el empíreo, pero,
¡triste de mí! ¿Cómo o de dónde sacar la suma de cuarenta céntimos que valía la

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entrada en el parterre? ¡Cantidad enorme, mis queridos amiguitos, cantidad
desmesurada, que sólo contados mortales poseen!- añadía el napolitano mirando a los
niños, que reían como locos. Un día, me oyó cantar el signor Giovannone, director de
San Carlino: tenía yo trece años. Al día siguiente venía a visitarme. «¿Quieres que te
contrate, amiguito?», me pregunto, «¿Cuánto me dará usted?» «Cuarenta ducados al
mes.» ¡Señores!... ¡Cuarenta ducados!... ¡Ciento sesenta francos!... Creí ver los cielos
abiertos. «¿Pero cómo conseguir del terrible signor Zingarelli que me deje salir?»,
objeté. «Lascia fare a me.»
-¡Corre de mi cuenta!- gritó el mayor de los hijos del alcalde.
-¡Pero que muy bien, mi querido signorino! El signor Giovannone me dijo: «Mio
caro, ante todo, un pequeño compromiso.» Firmé, y me entregó tres ducados. En mi
vida había visto tanto dinero junto. A continuación, me dijo lo que debía hacer. Al día
siguiente pedí una audiencia al terrible signor Zingarelli: su viejo criado me hizo
pasar: «¿Qué quieres, mala cabeza?», me preguntó Zingarelli. «¡Maestro, contesté,
vengo arrepentido de todas mis faltas! Nunca más volveré a escaparme del
Conservatorio, saltando sobre la verja de hierro. De hoy en adelante seré un modelo
de aplicación.» «¡Si no temiera estropear la voz más hermosa que he oído, te
encerraba en el calabozo y te tenía quince días a pan y agua, tunante! «¡Maestro...
seré el modelo de toda la clase, credete a me! Pero, en cambio, voy a pedirle una
gracia: si alguien viene a rogar a usted que me permita cantar fuera, dígale que no;
por lo que usted más quiera, conteste que le es imposible.» «¿Y quién diablos quieres
que venga a pedirme a un sujeto tan malo como tú? Además, ¿crees que voy a
permitir que salgas ni hoy ni nunca del Conservatorio? ¿Has venido a burlarte de mí?
¡Largo de aquí, granuja!», bramó, intentando darme un puntapié... donde acaba el
espinazo. «¡Largo de aquí, o vas a eternizarte comiendo el pan seco de la cárcel!»
Una hora más tarde llegaba el signor Giovannone al despacho del director.
-«Vengo a suplicarte que hagas mi fortuna, dijo. Concédeme a Jerónimo. Que
cante este invierno en mi teatro, y caso a mi hija.» «¿Para qué quieres a ese mala
cabeza?, contestó Zingarelli. ¡No... no lo tendrás! En primer lugar, porque no quiero;
y en segundo, porque, dado caso que yo accediera a tu pretensión, por nada del
mundo querría él salir del Conservatorio: acaba de jurármelo.» «Si no hay más
inconveniente que su resistencia, dijo con gravedad Giovannone, sacando del bolsillo
el documento firmado por mí, carte cantano: he aquí su firma.» Zingarelli, furioso
como nunca, loco de ira, tiró con tal vigor y con insistencia tanta del cordón de la
campanilla, que éste se quedó. entre sus manos. Me echaron ignominiosamente del
Conservatorio, del cual salí riendo a carcajadas. Aquella noche cantaba yo en el teatro
el aria del Moltiplico. Pulchinella quiere casarse, y cuenta con los dedos los objetos y
enseres que ha de adquirir para su casa, pero a cada momento se equivoca en sus
cálculos.

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-¡Cántenos esa particella, caballero!- suplicó la señora de Rênal.
Cantó Jerónimo. Todo el mundo lloraba a fuerza de reír. Eran las dos de la
madrugada, cuando el signor Jerónimo se retiró a descansar, dejando a la familia
encantada de su ingenio, de su amabilidad y de su alegría.
Al día siguiente, los señores Rênal le entregaban las cartas que necesitaba para la
corte de Francia.
-¡Todo falsedad,- todo mentira, todo engaños!- se decía Julián-. El signor va a
Londres, donde cobrará sesenta mil francos de sueldo... Sin la astucia del director de
San Carlino nadie habría conocido ni admirado su voz divina hasta diez años más
tarde... ¡Palabra de honor! Preferiría ser un Jerónimo a, un Rênal. No ocupa en
sociedad un puesto tan alto, pero tampoco tiene que pasar por el disgusto de hacer
adjudicaciones como la de hoy, y por añadidura, vive alegremente.
Una cosa admiraba Julián; las semanas solitarias pasadas en Verrières, en la
mansión de los señores Rênal, habían sido para él una temporadita de felicidad. En
aquella casa solitaria, no le visitaron los tristes pensamientos que le acosaban en los
banquetes con que le obsequiaron: allí podía leer, escribir, meditar, sin que nadie
turbase su recogimiento: allí no se veía obligado a disipar sus brillantes ensueños para
estudiar los movimientos de un alma baja, y menos aún para engañarla con gestos o
palabras hipócritas.
-¡Me espera la dicha tan cerca de mí, si quisiera tender la mano!- se decía-. En mi
mano está casarme con Elisa o hacerme socio de Fouqué... El viajero que acaba de
escalar una montaña de rápida pendiente experimenta un placer especial sentándose y
descansando en la cima; pero, ¿se considerará tan dichoso si se le obliga a descansar
siempre?
Dolorosos pensamientos cruzaban por el alma de la señora de Rênal, la cual,
habiendo confesado a Julián todo lo ocurrido con el asunto de la adjudicación de la
casa, contra lo que ella creía ser resolución firme e inquebrantable, temía con sobrado
fundamento que el preceptor de sus hijos fuese causa de que olvidara, entonces y
siempre, todos sus juramentos. Sin vacilar habría sacrificado su vida por salvar la de
su marido, si en peligro la viera, porque atesoraba una de esas almas generosas para
quienes vislumbrar la posibilidad de llevar a cabo una acción generosa v no realizarla
era manantial de remordimientos casi tan vivos como si hubiese cometido un crimen,
lo que no impedía que tuviera días funestos durante los cuales la perseguía la
deliciosa imagen de la dicha que saborearía si Dios le dejase viuda de improviso,
porque entonces podría casarse con Julián.
Adoraba Julián a sus hijos con cariño más vivo que su mismo padre, y era por
aquellos adorado, no obstante su justicia severa. No se le ocultaba a la señora de
Rênal que, si algún día se casaba con el preceptor, tendría que abandonar a Vergy,
cuyas sombras tan queridas le eran. Veíase viviendo en París, continuando la

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educación de sus hijos, que llegaban a ser la admiración del mundo entero. Sus hijos,
Julián, ella, todos eran dichosos.
¡Efectos extraños los del matrimonio, tal como le ha dejado el siglo XIX! El
hastío que engendra la vida matrimonial asesina al amor, cuando éste ha precedido al
matrimonio. Según un filósofo, el matrimonio, en las personas ricas que no necesitan
trabajar, conduce a la repugnancia hacia todos los goces tranquilos y predispone al
amor ilegítimo a las mujeres, siempre que no se trate de almas secas.
La reflexión del filósofo excusará a la señora de Rênal, pero no la excusaban ni
mucho menos en Verrières, cuyos habitantes no se ocupaban de otra cosa que del
escándalo de sus amores. Gracias a este asunto de actualidad, la población se aburrió
menos que de ordinario aquel otoño.
Pasó rápido el otoño y una parte del invierno, pero al acentuarse los fríos no hubo
más remedio que huir de los bosques de Vergy. La buena sociedad de Verrières
comenzaba a indignarse al percatarse de la poca impresión que sus anatemas
producían en el señor Rênal. Personas graves que experimentan placer en el
desempeño de esta clase de misiones se encargaron de perseguir al pobre marido con
insinuaciones crueles, bien que revistiéndolas con los términos más mesura-dos.
El señor Valenod, que proseguía su juego, había colocado a Elisa en la casa de
una familia noble y muy considerada, donde solía haber cinco criadas. Ante el temor,
según decía la ex doncella de la señora Rênal, de pasarse el invierno sin colocación,
sólo había pedido los dos tercios del salario que le daban en casa de alcalde. Además,
la virtuosa joven había tenido la santa idea de ir a confesar con el antiguo párroco
Chélan, y a continuación con el nuevo, a fin referirles a los dos los detalles de los
amores de Julián.
El cura Chélan hizo llamar a Julián a las seis de la mañana del día siguiente al de
su llegada de Vergy.
-Nada te pregunto- le dijo. Te suplico, te ordeno, en caso de necesidad te exijo
que, dentro del plazo de tres días, te vayas al seminario de Besançon, o bien a la
cabaña de tu amigo Fouqué, que continúan teniendo abierta. Lo he previsto todo, lo
he arreglado todo; falta únicamente que te vayas, y que, en un año por lo menos, no
vuelvas a poner los pies en Verrières.
Julián nada contestó. Preguntábase mentalmente si su honor debía darse por
ofendido a causa de las oficiosidades del señor Chélan, quien, después de todo, no era
su padre.
-Tendré el honor de visitar a usted mañana a esta misma hora- Contestó, al fin, al
cura.
El señor Chélan habló mucho, amonestó mucho; Julián, envolviéndose en una
capa de profunda humildad, nada contestó.
Desde la casa del cura se fue a ver a la señora de Rênal, a la que encontró

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entregada a la desesperación. La debilidad natural de su carácter influyó en el ánimo
de su amante para creerla completamente inocente. Este último venía a confesarle con
toda claridad el estado en que encontraba a la opinión pública de Verrières. El público
cometía una injusticia, lo habían extraviado los envidiosos, pero esto nada atenuaba
la gravedad de la situación.
Por un momento se hizo la señora de Rênal la ilusión de que Julián aceptaría los
ofrecimientos del señor Valenod y permanecería en Verrières; Pero como no era ya la
mujer sencilla y tímida del año anterior, como su pasión fatal y los remordimientos de
ella consiguientes la habían iluminado, hubo de comprender, no sin dolor, que era de
todo punto indispensable una separación, más o menos duradera.
-Lejos de mí- pensaba-, Julián volverá a sucumbir a sus ideas de ambición, tan
naturales en quien, como él, nada posee. En cambio, yo, ¡Dios santo! soy muy rica, y
mis riquezas de nada me sirven, puesto que no pueden darme la felicidad... ¡Me
olvidará!... ¡Le amarán... porque lo merece, y amará! ¡Qué desgraciada soy!... ¿Pero
tengo, por ventura, derecho para quejarme? El Cielo es justo...- me priva de mi
amante, sin dejarme siquiera el mérito de ser yo quien ponga fin a una vida culpable.
Por añadidura me he cegado... ¡Me hubiese sido fácil ganarme a Elisa!... ¡Un puñado
de monedas hubiese bastado...! Pero no he reflexionado... las locas ideas del amor
monopolizaron todas mis facultades y absorbieron todo mi cuerpo.
Una cosa maravilló a Julián cuando dio a la señora de Rênal la terrible noticia de
su marcha, y fue que aquella no opuso objeción alguna. Veíase, sin embargo, que
hacía esfuerzos desesperados para no llorar.
-Hoy más que nunca necesitamos ser valientes, amigo mío- dijo, cortando un
mechón de sus cabellos- Yo no sé qué haré; pero si muero, júrame que nunca
olvidarás a mis hijos. Cerca o lejos de ellos, procura acostumbrarlos a ser hombres
honrados. Si estalla una revolución nueva, todos los nobles serán degollados o
emigrarán... Vela sobre mi familia... dame la mano... ¡y adiós, querido mío! Hecho el
gran sacrificio, confío en que tendré el suficiente valor para pensar en mi reputación.
Julián que esperaba palabras de desesperación, se conmovió ante la sencillez de
aquella despedida.
-¡No... no me doy por despedido!- respondió-. Me iré... Lo exigen, lo quieres tú
misma; pero tres días después de mi marcha, volveré a visitarte una noche.
La señora de Rênal experimentó espasmos de inefable alegría. ¡Julián la amaba,
puesto que había tenido la feliz inspiración de volver a verla! Su acerbo dolor trocóse
en uno de los movimientos más vivos de alegría que había experimentado en su vida.
A partir de aquel instante, todo le pareció fácil. La certidumbre de volver a ver a su
amante quitaba a los momentos últimos todo lo que éstos tenían de desgarrador.
Ya lo se vislumbraron vacilaciones en la señora de Rênal: su rostro reflejó
nobleza, decisión y tranquilidad.

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Poco después de esta escena llegó el señor Rênal. Venía fuera de sí, y, de buenas a
primeras, habló a su mujer del anónimo recibido dos meses antes.
-Quiero llevarlo al casino- dijo con iracundia-, leerlo ante todos los socios y
probar al mundo entero que es obra del infame Valenod. a quien, de pordiosero, he
convertido en uno de los hombres más ricos de Verrières. Le avergonzaré
públicamente y me batiré con él. A tal punto han llegado las cosas, que es imposible
aguantar más.
-¡Gran Dios!- pensó la señora de Rênal-. Podría quedar viuda... pero si no impido
ese duelo, y puedo hacerlo si quiero, en realidad seré la matadora de mi marido.
Nunca aprovechó con tanta destreza como en esta ocasión la vanidad de su
marido. Menos de dos horas tardó en hacerle ver, procurando que los motivos los
encontrase, al parecer, no ella, sino su marido, que era preciso fingir una amistad más
estrecha que nunca a Valenod, y que convenía que Elisa entrara de nuevo en la casa.
Valor muy grande necesitaba la señora de Rênal para decidirse a admitir a su lado a la
mujer que era causa de todas sus desgracias, pero hay que hacer constar que la idea se
la había sugerido Julián.
Más difícil le fue acostumbrarse a la idea, penosa financieramente hablando, de
que no le convenía que Julián, dado el estado de efervescencia que reinaba en
Verrières, entrara en la casa de Valenod como preceptor de sus hijos. A Julián le
convenía aceptar las proposiciones del director del Asilo, pero interesaba a la gloria
del alcalde que, por el contrario. abandonase a Verrières, para ingresar en el
seminario de Besançon o de Dijon. La dificultad estribaba en decidir al interesado, y
luego, poner a su disposición los medios necesarios para su sostenimiento.
El señor Rênal, ante la inminencia de un sacrificio pecuniario, estaba más
desesperado aún que su mujer, pues ésta, después de la conferencia, se encontraba en
idéntica disposición de ánimo que el hombre que, cansado de la vida, acaba de tomar
una buena dosis de estricnina: obra por impulso y nada le merece interés. En la
misma disposición se hallaba Luis XIV cuando, próximo a morir, exclamó: Cuando
yo era rey. ¡Frase sublime!
A la mañana siguiente, muy temprano, el señor Rênal recibió otro anónimo,
redactado en la forma más grosera e insultante. En todas sus líneas se veían las
palabras más sucias que pudieran ser aplicables a su posición. Sin duda, era obra de
algún envidioso de poco fuste. El anónimo despertó sus deseos de batirse con
Valenod, y los deseos se trocaron bien pronto en decisión de hacerlo sin pérdida de
momento. Salió solo de su casa, entró en una armería, compró dos pistolas de
combate y las mandó cargar.
-Restauren en buen hora la administración honrada de Napoleón- se decía-, que
nadie ha de echarme en cara distracciones de fondos que no he cometido, ni
ruindades por el estilo. Lo más grave que pueden reprocharme, es haber cerrado

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muchas veces los ojos; pero guardo cartas venidas de muy alto que me autorizan y
eximen de responsabilidad.
La señora de Rênal se asustó al encontrar en su marido señales evidentes de
cólera fría, que le recordaron la idea fatal de su viudez, que tan difícil le era alejar de
su mente. Se encerró con su marido, gastó varias horas hablándole sin convencerle,
pues el nuevo anónimo era acicate que le impulsaba hacia el camino de las violencias,
pero al fin, consiguió transformar el valor de dar un bofetón a Valenod en el de
ofrecer a Julián seiscientos francos, importe de un año de pensión en el seminario. El
señor Rênal, atento a maldecir del día que tuvo la fatal idea de tomar un preceptor
para sus hijos, terminó por dar al olvido el anónimo.
Gradualmente fuele consolando un pensamiento, que se guardó muy mucho de
revelar a su mujer: con destreza, explotando las ideas novelesco-caballerescas del
joven, esperaba conseguir que, sin necesidad de pagar una suma tan crecida,
declinase aquel los ofrecimientos de Valenod.
Mucho más trabajo costó aún a la señora de Rênal demostrar a Julián que, desde
el momento que sacrificaba en aras de las conveniencias de su marido una colocación
de ochocientos francos que públicamente le era ofrecida por el director del Asilo,
podía aceptar sin el menor desdoro una pequeña indemnización.
-¡Es que jamás me pasó por la imaginación la idea de aceptar semejante
ofrecimiento!- replicaba Julián-. Me sería insoportable, me matarían las formas y
costumbres groseras de esas gentes; me has acostumbrado demasiado a los
refinamientos de la vida elegante.
La necesidad cruel vino a doblegar, con su férrea mano, la voluntad de Julián:
verdad es que procuró acallar la voz de su orgullo haciéndose la ilusión de que
aceptaba el ofrecimiento del alcalde de Verrières, no como dádiva, sino como
préstamo, a cuyo efecto le firmaría un pagaré con vencimiento a cinco años.
La señora de Rênal, que guardaba algunos miles de francos escondidos en la gruta
de la montaña, los ofreció temblando a Julián, segura casi de que serían rehusados
con cólera.
-¿Quieres que el recuerdo de nuestros amores, en vez de dulce, sea abominable?-
replicó Julián.
Llegó el día de la marcha de Julián. Fue para el señor Rênal motivo de viva
alegría ver que Julián, en el momento fatal de ir a recibir su dinero, hallase excesivo
el sacrificio de su dignidad y se negara en redondo a aceptarlo. El señor Rênal le
abrazó con lágrimas en los ojos. Rogóle que le diera un certificado de buena
conducta, a lo que contestó el alcalde redactando un documento altamente
encomiástico. Disponía nuestro héroe de cinco luises por todo capital, pero pensaba
pedir otros cinco a Fouqué.
Salió de Verrières hondamente conmovido; pero no se había alejado una legua de

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la capital, donde dejaba tanto amor, cuando ya no se acordaba más que de la dicha de
ver una ciudad, una gran plaza de guerra como Besançon.
Los tres días siguientes los pasó la señora de Rênal relativamente tranquilos, pues
se interponía entre ella y la suprema desventura la perspectiva de la postrera
entrevista que debía tener con Julián. Contaba las horas, los minutos, los segundos
que faltaban, hasta que, al fin, en la noche del tercer día oyó la señal convenida.
Momentos después aparecía Julián, no sin correr grandes peligros.
Desde que le tuvo delante, ya no fue dueña de pensar en otra cosa que en que era
aquella la vez última que le vería. En vez de corresponder a las caricias de su amante,
más bien parecía un cadáver animado de un átomo de vida. Si violentándose acertaba
a decirle que le amaba, hacíalo con expresión tan forzada, que casi daba motivos para
que se supusiera lo contrario. Era en vano que pretendiera alejar la idea cruel de que
la separación había de ser fatalmente eterna. Julián, desconfiado por naturaleza, llegó
a creerse ya olvidado; expresó sus temores, y éstos recibieron por toda contestación
abundantes lágrimas vertidas en silencio y apretones casi convulsivos de manos.
-¿Pero cómo quieres que te crea, Dios mío?- replicaba Julián a las protestas frías
de su amante-. Seguro estoy de que testimoniarías más cariño que a mí a la señora
Derville, a cualquier persona conocida.
La señora de Rênal, petrificada, no sabía qué decir.
-Soy desgraciada... muy desgraciada... creo que voy a morir. Siento como si se
helase mi corazón.
Fueron estas las contestaciones más largas que Julián pudo obtener de ella.
Cuando la proximidad del día hizo necesaria la separación, cesaron bruscamente
las lágrimas de la señora de Rênal. Vio que Julián sujetaba una cuerda a la ventana, y
ni despegó los labios ni devolvió a aquel los besos. En vano decía Julián:
-Hemos llegado adonde tanto deseabas llegar. De hoy en adelante, podrás vivir
sin remordimientos. Si enferma alguno de tus hijos, no creerás ya verlo muerto y
enterrado.
-Siento que no puedas dar un beso a Estanislao- contestó la señora de Rênal con
frialdad.
Terminó Julián por contagiarse del frío que inoculaban en sus venas los besos de
aquel cadáver sin calor. En una porción de horas, no fue dueño de pensar en otra cosa.
Sentía dolorida el alma, y durante el camino, antes de rebasar la cima de las
montañas, mientras pudo divisar el campanario de Verrières, volvía con frecuencia la
vista atrás.

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XXIV
UNA CAPITAL
Mucho ruido, mucha animación,
muchas gentes que corren presurosas
a sus negocios, muchas ideas para el
porvenir en una cabeza de veinte años,
y muchos motivos de distracción
para el amor.

BARNAVE

-¡Cuán diferente sería mi estado de ánimo si yo llegase a esa noble plaza de guerra
para ser oficial de alguno de los regimientos encargados de defenderla!- exclamó
nuestro viajero lanzando un hondo suspiro, cuando vio a lo lejos, sobre el lomo de
una montaña, los muros negruzcos de la ciudad de Besançon.
No es sólo Besançon una de las ciudades más hermosas de Francia, sino también
abundante en personas de corazón y de genio; pero Julián llegaba a ella solo, pobre, y
sin recomendaciones que le permitieran abrigar esperanzas de entrar en contacto con
los hombres distinguidos.
Su amigo Fouqué le había proporcionado un traje modesto, que era el que llevaba
al pasar los puentes levadizos. Lleno su espíritu de la historia del sitio de 1674, quiso
ver, antes de encerrarse en el seminario, los muros de la ciudadela. Dos o tres veces
corrió verdadero peligro de ser detenido por los centinelas, por haber penetrado en
lugares que la administración militar veda rigurosamente al público, a fin de poder
obtener doce o quince francos del heno, que en ellos crece.
La elevación de los muros, la profundidad de los fosos, el aspecto pavoroso de los
cañones le habían ocupado durante una porción de horas, cuando pasó frente al gran
café del bulevar. La admiración le dejó mudo y yerto. Dos o tres veces leyó la palabra
Café escrita con letras gigantescas sobre las dos puertas descomunales, y no se
atrevía a dar crédito a sus ojos. Al fin, merced a un esfuerzo supremo, venció su
timidez y se decidió a entrar, encontrándose en un salón de treinta o cuarenta pasos de
longitud y cuyo techo tendría una elevación de veinte pies por lo menos.
Jugaban dos partidas de billar. Los mozos cantaban los puntos de los jugadores,
que corrían alrededor de los billares entre turbas de espectadores. El humo de tabaco
que a chorros salía de las bocas de los allí reunidos los envolvía a todos en nubes
azuladas. La estatura aventajada de aquellos hombres, sus anchas espaldas, su

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caminar pesado, sus descomunales patillas, los largos faldones de las levitas que
vestían, todo llamaba poderosamente la atención de Julián. Aquellos ilustres hijos de
la antigua Bisotium no sabían hablar más que a grito herido. Julián admiraba el
espectáculo, inmóvil como una estatua, lleno de asombro ante la inmensidad y la
magnificencia de la gran ciudad de Besançon De buena gana hubiese pedido una taza
de café a cualquiera de los altivos caballeros que cantaban los puntos del billar, pero
no se atrevía.
La señorita del mostrador había reparado en el rostro agraciado del joven
campesino que, de pie a tres pasos de la estufa, y con su hatillo debajo del brazo,
admiraba un hermoso busto del rey hecho de escayola. La señorita en cuestión, joven
alta y de formas irreprochables, ataviada con esa elegancia especial que suele
traducirse en aumento de parroquianos para el café, había llamado ya dos veces, con
voz que solamente podía ser oída por Julián.
-¡Señor!... ¡Señor!...
Julián giró sobre sus talones y su mirada tropezó con dos ojos azules y de tierno
mirar, que le hicieron comprender que a él se dirigían las palabras que dejamos
copiadas.
Acercóse al mostrador y a la señorita con la resolución del que asalta una
trinchera coronada de enemigos: en su avance, dejó caer su hatillo.
A decir verdad, nuestro provinciano hubiera inspirado lástima a los estudiantes de
París, que, a los quince años, saben entrar en un café con tranquilidad y desenvoltura
pasmosa, aunque a los dieciocho pasen a figurar en el montón. Julián, que a fuerza de
vencer su timidez natural de lugareño consiguió ganar sobre sí mismo cierto dominio,
se dijo, mientras se acercaba a la linda señorita que se había dignado llamarle, que
estaba en la obligación de ser sincero con ella.
-Por primera vez en mi vida, señorita- dijo-, llego a Besançon. Yo quisiera que,
pagando lo que sea, me sirvieran un panecillo y una taza de café.
Sonrió primero la señorita y a continuación se puso colorada. Parece que temía
que el tímido joven llamase la atención de los jugadores de billar, los cuales le
habrían hecho víctima de sus bromas e ironías.
-Siéntese usted aquí, cerca de mí- contestó la joven, indicándole una mesa de
mármol, oculta casi por completo tras el enorme mostrador.
La señorita alargó su cuerpo sobre el mostrador, movimiento que le dio ocasión
de desplegar su soberbia talla. Reparó en ella Julián, y la observación cambió el curso
de sus ideas. La hermosa joven había dejado sobre su mesa de mármol una taza,
azúcar y un panecillo, y vacilaba como no resolviéndose a llamar al encargado de
servir el café, comprendiendo que la llegada de aquel pondría término a su
conferencia con el recién llegado.
Julián, ensimismado, hacía comparaciones entre la hermosa rubia como el oro y

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alegre como unas castañuelas, que tenía delante, y ciertos recuerdos que con
frecuencia surgían en su mente. La idea de la pasión que había inspirado le quitó casi
toda su timidez. La bella del mostrador, que leía en los ojos de Julián como un libro
abierto, y no podía disponer más que de contados momentos, dijo a nuestro héroe:
-El humo de las pipas va a marear a usted. Venga a desayunarse mañana antes de
las ocho: estoy sola o casi sola a esa hora.
-¿Cómo se llama usted?- preguntó Julián, sonriendo.
-Amanda Binet.
-¿Me permitirá usted que, dentro de una hora, le envíe un paquetito del tamaño de
éste?
La graciosa Amanda reflexionó durante breves segundos.
-Lo que usted desea pudiera comprometerme, porque me vigilan estrechamente;
sin embargo, voy a escribirle mi nombre y señas en un papel que usted colocará sobre
su paquetito, que entonces podrá enviarme sin temor.
-Me llamo Julián Sorel; no tengo en Besançon parientes ni conocidos.
-¡Ah, comprendo!- exclamó Amanda con alegría- Viene usted a estudiar en esta
Facultad de Derecho.
-No- respondió Julián-, me envían al seminario.
La desilusión apagó el brillo de los ojos de Amanda. Esta, sintiéndose con más
valor que antes, llamó al mozo, el cual sirvió el café a Julián sin mirarle siquiera.
Comenzaron a disputar los jugadores de billar. Sus gritos resonaban en la inmensa
sala con estruendo que asombraba a Julián. Amanda estaba pensativa y con los ojos
bajos.
-Si usted me lo permitiera, señorita, yo diría a todos que soy primo suyo- dijo de
pronto Julián con entonación segura.
La proposición fue del agrado de Amanda, la cual, sin mirar a su desconocido
cliente, porque le preocupaba ver si alguien se acercaba al mostrador, contestó:
-Yo soy de Genlis, cerca de Dijon; diga usted que también es de Genlis y primo
de mi madre.
-Lo diré.
-Todos los jueves, a las cinco de la tarde en verano, pasan frente al café los
seminaristas.
-Si se acuerda usted de mí, los jueves cuando pase yo frente al café, tenga en la
mano un ramito de violetas.
Amanda le miró con asombro; el valor de Julián, bajo el peso de aquella mirada,
se trocó en temeridad, lo que no impidió que sus mejillas se coloreasen vivamente al
añadir:
-Me ha inspirado usted un amor violento.
-Hable usted más bajo- suplicó ella con expresión de espanto.

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Julián trató de recordar las frases más brillantes que leyó en un tomo suelto de la
Nueva Eloísa que había encontrado en Vergy. Su memoria respondió bien: diez
minutos hacía que recitaba páginas enteras de la Nueva Eloísa a la hermosa Amanda,
que le escuchaba entusiasmada, cuando de pronto adoptó su oyente una expresión de
frialdad glacial. Acababa de entrar en el café uno de sus amantes.
El recién llegado se acercó al mostrador silbando, y miró a Julián. Éste, cuyo
temperamento le empujaba siempre hacia los extremos, pensó al instante en riñas y
duelos. Palideció, alejó su taza, puso cara de perdonavidas y clavó sus ojos en la cara
de su rival. Mientras éste, con la cabeza baja, se servía familiarmente un vaso de
aguardiente en el mostrador, una mirada de Amanda ordenó a Julián que bajase sus
ojos. Obedeció nuestro héroe, quien pasó más de dos minutos inmóvil, pálido,
resuelto a todo y sin preocuparse de lo que pudiera suceder. La actitud arrogante de
Julián parece que había asombrado a su rival, quien bebió de un trago el vaso de
aguardiente, dijo un par de palabras a Amanda, metió las dos manos en los bolsillos
del pantalón y se acercó a los billares silbando y sin dejar de mirar a Julián. Este se
levantó fuera de sí, pero no sabía qué actitud adoptar para alardear de insolencia. Al
fin, dejó su hatillo sobre la mesa y, caminando sobre las puntas de los pies, erguido y
ceñudo, se acerco a los billares.
En vano susurraba en sus oídos la prudencia: «Un duelo a tu llegada a Besançon
da al traste con tu carrera eclesiástica»; a los consejos de la prudencia contestaba su
orgullo: «¿Qué me importa? No se dirá de mí que dejo sin castigo a un insolente».
Amanda vio su valor, que formaba un contraste hermoso con la ingenuidad de sus
modales, y al punto le prefirió en su corazón al joven que se engullera de un trago el
vaso de aguardiente. Salió inmediatamente de detrás del mostrador, y fingiendo que
le interesaba ver a alguien que pasaba por la calle, se interpuso rápidamente entre
Julián y los billares, diciendo:
-Cuidado con mirar de través a ese señor; es cuñado mío.
-Y a mí qué me importa? El me miró antes con insolencia.
-¿Quiere usted labrar mi desgracia? Claro que le miró, aunque no con insolencia,
y hasta es muy probable que venga a hablarle, porque le he dicho que es usted
pariente de mi madre y que acaba de llegar de Genlis. El es natural del Franco
Condado y no ha pasado nunca más allá del Dole; así que puede usted decirle lo que
se le ocurra, sin el menor temor.
Como Julián continuara indeciso, Amanda, cuya imaginación de señorita de
mostrador era bastante fecunda para sugerirle mentiras en abundancia, repuso:
-Le ha mirado a usted, sí, pero fue mientras me preguntaba quién era. No ha
pensado en insultarle, ni mucho menos; precisamente es de los que se asustan de
todo.
La mirada de Julián seguía al pretendido cuñado, que se había reunido a los

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jugadores del billar más distante. Momentos después, oyóle gritar con entonación de
amenaza:
-¡Hay un barbilindo que la busca, y la va a encontrar!
Julián separó a Amanda y dio un paso en dirección al billar, pero aquella le asió
por un brazo, diciendo:
-Venga usted a pagar antes.
-Tiene usted razón- contestó Julián. Crea, sin embargo, que no era mi intención
marcharme sin pagar.
Tan agitada como nuestro héroe, y más encarnada que una amapola, estaba
Amanda, que le devolvió el cambio con cuanta lentitud le fue posible, repitiéndole
mientras con voz muy baja:
-íVáyase al momento del café, si no quiere que el amor que le profeso, y que en
muy grande, se convierta en aborrecimiento!
Julián salió del café, pero con paso lento y mesurado, repiténdose mientras se iba:
-¿No es obligación mía mirar con insolencia a ese personaje estúpido y grosero?
Sus incertidumbres le retuvieron por espacio de más de una hora en la acera,
frente al café, esperando que saliese su hombre. Al fin se agotó su paciencia y se fue.
Unas cuantas horas hacía que llegó a Besançon, y ya se había conquistado un
remordimiento. El viejo médico mayor le había dado unas lecciones de esgrima, no
obstante sus años y su gota, siendo la ciencia así adquirida lo único que Julián podía
poner al servicio de su cólera.
-Para un pobre diablo como yo- se dijo Julián-, sin protectores y sin dinero, lo
mismo da un seminario que una cárcel. Lo primero que debo hacer, es dejar el traje
que llevo en cualquier posada, y volver a vestir mis ropas negras, pues de esa manera,
si alguna vez consigo salir por breves horas del seminario, nadie me impedirá que
tome de nuevo el traje que deje en la posada y haga una visita a Amanda.
La idea no era mala; pero Julián pasó frente a muchas posadas y no se atrevió a
entrar en ninguna. Al cabo de mucho tiempo, cuando pasaba por tercera vez frente a
la fonda de Embajadores, sus miradas inquietas tropezaron con las de una mujer
gruesa, bastante joven y de expresión alegre. Acercóse a ella y le refirió su historia.
-Con mucho gusto, mi querido curita- contestó la posadera-, guardaré sus ropas
de pecador, y hasta las cepillaré de vez en cuando.
Tomó una llave y acompañó a Julián a un cuarto, donde le indicó que escribiese
una nota de las prendas que dejaba.
-Me gusta su carita, señor canónigo Sorel- repuso la mujer gruesa, bajando con
Julián a la cocina-. Voy a mandarle servir una comida excelente, que le costará un
franco, en vez de los dos cincuenta que todo el mundo paga en esta casa, pues, si no
me engaño, le conviene administrar bien su bolsita.
-Tengo diez luises- replicó Julián con cierto dejo de orgullo.

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-¡Por Dios, señor curita, no hable usted tan alto!- exclamó la posadera, alarmada-.
En Besançon abundan mucho las malas personas. Si no quiere usted que le dejen
limpio con limpieza maravillosa de manos, no entre usted en los cafés, que son
lugares de cita de las gentes amigas de lo ajeno.
-¡Será posible!- dijo Julián.
-Venga usted siempre a mi casa: yo le daré café cuando desee tomarlo. No olvide
que en ella encontrará una buena amiga y una comida excelente por un franco; me
parece que esto es hablar como Dios manda. Siéntese a la mesa, que voy a servirle yo
misma.
-Me sería imposible pasar bocado- contestó Julián-. Estoy muy conmovido, y con
razón, pues al salir de su casa, entraré en el seminario.
La buena posadera no le dejó marchar sin antes llenarle los bolsillos de
provisiones de boca. Julián, muerto de miedo, se dirigió al lugar terrible, siguiendo el
camino que la posadera le indicaba desde la puerta.

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XXV
EL SEMINARIO
Trescientas treinta y seis comidas
a 85 céntimos una, trescientas treinta
y seis cenas a 38 céntimos una, y
chocolate a los que tengan derecho;
¿qué ganancia puede dejar la contrata?

EL VALENOD de Besançon

Desde lejos vio Julián la cruz de hierro dorado que se elevaba sobre la puerta. Su
paso se hizo tardo, sus piernas temblaban, se negaban a sostenerle. Como quien se
encuentra en la entrada del infierno, cuyas puertas, una vez rebasadas, no le serán
franqueadas nunca más, se decidió a llamar. Resonó la campana, y al cabo de unos
diez minutos, abrió la puerta un hombre pálido, vestido de negro. Julián le miró, pero
inmediatamente bajó los ojos. La fisonomía del portero era de las que llaman la
atención. Sus pupilas, salientes y verdes, eran redondas como las de los gatos; sus
párpados, de contornos inmóviles, anunciaban la ausencia, más que ausencia, la
imposibilidad de sentir simpatías, y sus labios delgados se desarrollaban en
semicírculo sobre sus salientes dientes. Aquella cara, con ser tan repulsiva, no
presentaba la repulsión del crimen, sino esa insensibilidad absoluta que tanto terror
produce a los jóvenes. Un sentimiento adivinó Julián en aquella cara larga de devoto,
uno solo: el sentimiento de desprecio profundo hacia todo aquello que no se refiriera
al Cielo.
Con esfuerzo alzó Julián los ojos y dijo, con voz que los latidos violentos de su
corazón hacían temblorosa, que deseaba ver al señor Pirard, rector del seminario. Sin
despegar los labios, el hombre negro hizo a Julián una seña para que le siguiese.
Subieron dos pisos por una escalera de madera de rampa rápida, cuyos peldaños
amenazaban venirse abajo. El portero abrió con dificultad una puerta pequeña, sobre
la cual se alzaba una cruz de madera de pino, pintada de negro, y mandó entrar a
Julián en una sala sombría y muy baja de techo, en cuyos muros, blanqueados con
cal, se veían dos grandes cuadros ennegrecidos por la mano de los siglos. Allí dejó
solo a Julián: latía su corazón con violencia, se sentía aterrado y hubiese deseado
atreverse a llorar. En toda la casa reinaba un silencio de tumba.
Al cabo de un cuarto de hora largo, que a Julián un siglo le pareció, se presentó de
nuevo en el umbral de una puerta, abierta en el extremo opuesto, de la sala, el hombre

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de facha siniestra, y, sin dignarse hablarle, le indicó, por medio de un gesto, que
avanzase. Obedeció nuestro estudiante, encontrándose una vez franqueada la puerta
en otra sala mucho mayor que la primera y muy mal iluminada. También estaban
blanqueados con cal los muros, pero allí no había muebles, mejor dicho, su único
mobiliario consistía en una cama de madera de pino, dos sillas con asientos de paja y
una poltrona de madera y mullido en el asiento. Hacia el extremo opuesto de la sala
junto a una ventana, vio a un hombre sentado delante de una mesa, que vestía una
sotana verdosa y remendada. Parecía estar de mal talante: con expresión de cólera en
los ojos se ocupaba en colocar sobre la mesa una infinidad de cuadritos de papel,
después de escribir en ellos algunas palabras. Ni echó de ver siquiera la presencia de
Julián. Este estaba inmóvil, de pie en el centro de la sala, donde le dejara el portero,
que había salido cerrando la puerta.
Diez minutos eternos pasaron de esta suerte. El de la sotana verdosa y raída
continuaba escribiendo y ordenando los cuadritos. Tan grandes eran el terror y la
emoción de Julián, que estaba a punto de caer desplomado. Un filósofo habría dicho,
acaso engañándose: “Es la impresión violenta producida por lo feo en un alma creada
para admirar lo bello.”
El hombre de la mesa levantó la cabeza, movimiento que Julián no vio en el
primer momento, aunque es lo cierto que, después de advertirlo, continuó tan inmóvil
como antes, cual si la mirada terrible de que le hicieron objeto le hubiese herido de
muerte. Los ojos conturbados de Julián distinguían con dificultad una cara larga y
cubierta de manchas encarnadas, excepto en la frente, que estaba mortalmente pálida.
Entre las rubicundeces de las mejillas y la blancura amarillenta de la frente brillaban
dos ojillos negros, capaces de hacer temblar al hombre más bravo. Una masa de
cabellos espesos, ásperos y lacios, de tono negro sucio, encuadraban la frente.
-¿Quieres acercarte, sí o no?- gritó al fin aquel hombre con impaciencia.
Julián avanzó con paso inseguro, pálido y desfallecido, deteniéndose a unos tres
pasos de la mesa.
-¡Más cerca!
Dio Julián dos pasos más, tendiendo la mano cual si intentase apoyarse sobre
algo.
-¿Cómo te llamas?
-Julián Sorel.
-¡Bastante te has hecho esperar!- exclamó, lanzando al pobre estudiante una
mirada terrible.
No pudo resistir Julián aquella mirada. Extendió los brazos, los agitó un momento
en el aire, y cayó cuan largo era sobre el suelo.
El de la sotana raída hizo sonar una campanilla; Julián, que no había perdido el
uso de sus sentidos, aunque sí la facultad de moverse, oyó pasos que se acercaban.

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Le levantaron y colocaron sentado en la poltrona de asiento de madera.
-Parece epiléptico; es lo único que nos faltaba- dijo el hombre terrible.
Cuando Julián pudo abrir los ojos, el de las manchas rojas en la cara continuaba
escribiendo; el portero había desaparecido.
-No hay remedio que hacer acopio de valor- pensó Julián-, y sobre todo, disfrazar
mis impresiones. Dios sabe lo que será de mí si me sucede un accidente.
Suspendió el de la mesa la escritura, y, mirando de soslayo a Julián, preguntó:
-¿Estás en disposición de responderme?
-Sí, señor- contestó Julián, con voz desfallecida.
-¡Menos mal!
El de la sotana mugrienta se levantó a medias y buscó con impaciencia una carta
en el cajón de la mesa. La encontró, al fin, y mirando de nuevo a Julián, con ceño que
estuvo a punto de arrebatarle la poca vida que le quedaba, repuso:
-Me fuiste recomendado por el señor Chélan, que fue el mejor párroco de la
diócesis, hombre virtuoso como pocos, y amigo mío desde hace treinta años.
-¿Entonces es al señor Pirard a quien tengo el honor de hablar?- consiguió decir
Julián con voz moribunda.
-Así parece- contestó el rector del seminario con dureza.
Aumentó el brillo de sus ojos y los músculos de las comisuras de su boca hicieron
un movimiento involuntario: parecía al tigre que paladea de antemano el placer de
devorar su presa.
-La carta del señor Chélan es breve- continuó-. Intelligenti Pauca. En los tiempos
que corremos, cuanto menos se escribe, mejor... La carta dice lo siguiente:
«Te envío a Julián Sorel, natural de esta parroquia, a quien bauticé hará pronto
veinte años. Es hijo de un aserrador rico, pero que no le da ni le dará nada. Creo que
Julián será un buen operario en la viña del Señor. Tiene memoria, tiene inteligencia, y
no le falta reflexión. ¿Será duradera su vocación? ¿Será sincera?
»Te pido para Julián una beca; la merecerá a no dudar, pasando, como es natural,
por los exámenes necesarios. Le he enseñado un poco de teología, de aquella
excelente y antigua teología de los Bossuet, de los Arnault, de los Fleury. Si no te
conviene mi recomendado, envíamelo, que el director del Asilo de Mendicidad, a
quien conoces perfectamente, le ofrece el cargo de preceptor de sus hijos y un sueldo
de, ochocientos francos. Gracias a Dios, mi conciencia está tranquila; me he
acostumbrado ya al golpe terrible. Vale et me ama.»
El rector leyó, exhalando un suspiro, la firma Chélan.
-Está tranquilo, según dice- murmuró-. Su virtud bien merecía ese galardón...
¡Quiera Dios concedérmelo también a mí, si se presenta el caso!... Tengo aquí
trescientos veintiún aspirantes al estado más santo del mundo- añadió el rector con
voz severa-. De ellos, solamente siete u ocho me han sido recomendados por hombres

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del valer de mi amigo el señor Chélan, de manera que, de los trescientos veintiún
seminaristas, vas a ser tú para mí el noveno. Pero ten en cuenta que mi protección no
significa favor ni tolerancia, sino, por el contrario, aumento de severidad contra tus
vicios o defectos... Vete a cerrar la puerta con llave.
Julián obedeció.
-Loquerisne linguam latinam? (¿Hablas latín?)- preguntó el rector.
-Ita, pater optime. (Sí, padre excelente)- contestó Julián, reponiéndose poquito a
poco.
A decir verdad, en su vida encontró hombre que le pareciera menos excelente que
el rector señor Pirard.
La conversación continuó en latín. Poco a poco se iba dulcificando la expresión
de la mirada del rector, y poco a poco iba recobrando Julián su sangre fría. El examen
a que fue sometido Julián versó sobre teología, ciencia en que demostró tal extensión
de conocimientos, que maravilló a su examinador. Creció su asombro cuando le hizo
preguntas sobre la Sagrada Escritura, pero, al preguntarle sobre la doctrina de los
Santos padres, vio que Julián ignoraba casi que hubiesen existido un San Jerónimo,
un San Agustín, un San Buenaventura, un San Basilio, etc., etc.
-Observo aquí la tendencia fatal hacia el protestantismo que tantas veces he
censurado a Chélan- pensó el rector-. Conocimiento profundo, demasiado profundo
de la Sagrada Escritura, pero nada más.
Julián, sin ser preguntado, habló del tiempo en que fueron escritos el Génesis y
demás libros sagrados del Antiguo Testamento.
-Los estudios razonados sobre la Sagrada Escritura no pueden conducir más que
al examen personal, es decir, al protestantismo más horroroso- siguió pensando el
rector-. El estudio de la Sagrada Escritura es peligroso si no se conocen las doctrinas
de los Santos Padres que sirven de freno a la tendencia indicada.
La estupefacción del rector del seminario no tuvo límites cuando, habiendo
preguntado a Julián sobre la autoridad del Papa, seguro de que la contestación estaría
calcada en las máximas de la Iglesia Galicana, el joven le recitó de principio a fin la
famosa obra del gran De Maistre.
-Es verdaderamente singular mi amigo Chélan- monologó el rector-. ¿Habrá
hecho aprender a su discípulo semejante libro para enseñarle a burlarse de él?
En vano interrogó a Julián con arte para averiguar si creía en serio la doctrina
defendida por De Maistre; el joven no contestó más que recitando párrafos y más
párrafos de memoria. Después del examen, que se prolongó mucho rato, Julián creyó
qne la severidad del señor Pirard tenía mucho de afectada. Así era en verdad; de no
haberse impuesto la obligación de tratar a los seminaristas con severidad austera, el
rector hubiese abrazado a Julián en nombre de la lógica: tanto le habrían agradado la
claridad, la precisión, la exactitud de sus respuestas.

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-Un alma sana y atrevida en un cuerpo débil- pensó el rector-.
¿Sufres con frecuencia accesos como el que dio con tu cuerpo en tierra?- preguntó
alzando la voz.
-No me había sucedido hasta hoy- respondió Julián-; y lo atribuyo al terror que
me ha producido la cara del portero. Me dejó helado de espanto.
El rector casi sonrió.
-Culpa de ello a las vanidades del mundo- replicó-. Sin duda tú no estas
acostumbrado más que a las caras risueñas, verdaderas máscaras de la mentira. La
verdad es siempre austera, caballero... ¿Por ventura no es también austera la misión
del hombre sobre la tierra? Fuerza será velar con diligencia para que tu conciencia
esté siempre en guardia contra esa debilidad: sensibilidad excesiva a las gracias
exteriores. Si no te hubiese recomendado un hombre como mi amigo Chélan, te
hablaría el lenguaje vano de este siglo, al cual parece que estás demasiado
acostumbrado. La beca que solicitas, te diría, es tan difícil de obtener, que raya en lo
imposible: pero cincuenta años de trabajos apostólicos del párroco Chélan valdrían
bien poco si no le diesen derecho a disponer de una de las becas de mi seminario.
A continuación, el rector recomendó a Julián que no entrase a formar parte de
ninguna sociedad o congregación secreta sin consentimiento suyo.
-No lo haré: palabra de honor- contestó Julián.
El rector sonrió francamente por primera vez.
-No encaja en este lugar la frase que acabas de pronunciar- replicó-, porque has
invocado el vano honor de los hombres que los arrastra a cometer tantas faltas, y
hasta crímenes, con demasiada frecuencia. Me debes obediencia absoluta, en virtud
del epígrafe diecisiete de la bula Unam Ecclesiam de San Pío V. Soy tu superior
eclesiástico. En esta santa casa, mi querido hijo, la primera y más importante de las
obligaciones es obedecer... ¿Cuánto dinero tienes?
-Treinta y cinco francos, padre mío- respondió.
-Apunta con diligencia el empleo que das al dinero, porque tendrás que rendirme
cuentas minuciosas.
Tres horas había durado la conferencia. El rector llamó al portero.
-Instale usted a Julián Sorel en la celda número 103- ordenó.
La celda número 103 era un cuartito de unos ocho pies cuadrados, sito en el piso
último de la casa. Daba a las murallas, por encima de las cuales podía verse la llanura
que el Doubs separa de la ciudad.
-¡Hermosa vista!- exclamó Julián, sin darse cuenta exacta de la significación de
sus palabras.
Las violentas emociones que experimentó desde su llegada a Besançon habían
agotado sus fuerzas.
Sentóse junto a la ventana en la única silla que tenía en su celda, y se durmió. No

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oyó la campana que llamaba a la cena ni la de oraciones. A la mañana siguiente, los
primeros rayos del sol le despertaron. Había pasado la noche acostado en el suelo.

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XXVI
EL MUNDO, O LO QUE FALTA AL RICO
Solo estoy en el mundo y nadie se
digna acordarse de mí. Todos aquellos
a quienes veo escalar las cimas de la
fortuna son de una dureza de corazón
que yo no tengo. Porque soy bueno
me odian. ¡Ah! Moriré muy pronto,
bien de hambre, bien a manos del
dolor que me produce ver hombres
tan duros.

YOUNG

Uno de los superiores del seminario riñó severamente a Julián por su falta de
puntualidad; nuestro héroe, en vez de intentar excusarse, cruzó los brazos y dijo con
aire contrito:
-Peccavi, pater optime.
Semejante principio tuvo un éxito muy ruidoso. Los seminaristas de talento
vieron que su nuevo compañero de estudios conocía algo más que los rudimentos del
oficio. Llegada la hora del recreo, fue Julián objeto de la curiosidad general, pero
cuantas palabras le fueron dirigidas encontraron en el reserva y silencio. Para él, sus
trescientos veintiún camaradas eran otros tantos enemigos mortales, siendo el más
peligroso de todos el rector.
Pocos días después presentaron a Julián una lista de sacerdotes para que escogiese
confesor: nuestro héroe eligió sin titubear al rector.
Lejos estaba él de pensar que acababa de dar un paso decisivo. Un seminarista
muy joven, natural de Verrières, que se había declarado amigo suyo desde el día de su
ingreso en el seminario, le dijo que hubiera obrado con más prudencia si hubiese
escogido al señor Castañeda, vicerrector del establecimiento.
-El señor Castañeda es enemigo declarado del señor Pirard, a quien tienen por
jansenista- añadió el joven amigo de Julián, acercando sus labios a su oreja.
Todos los actos de nuestro protagonista, que imaginaba ser prototipo de la
prudencia, fueron torpezas del calibre de la elección de confesor. Creyéndose hombre
de imaginación, tomaba sus intenciones por actos y creía ser un hipócrita consumado.
En su locura, llegó a echarse en cara sus éxitos en este arte, que es hijo natural de la

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debilidad.
Satisfecho de su conducta, Julián tendía sus miradas en derredor, y por doquier
encontraba pruebas aparentes de la virtud más pura. Ocho o diez seminaristas vivían
en olor de santidad, y hasta se veían favorecidos por el Cielo con visiones como las
que tuvieron Santa Teresa y San Francisco. Verdad es que los favorecidos con las
visiones se pasaban la mayor parte del tiempo en la enfermería. Otros, en número que
no bajaría de cien, unían a una fe robusta una aplicación infatigable. Estudiaban
tanto, que con frecuencia caían enfermos, aunque es lo cierto que aprendía muy poca
cosa. Había dos o tres, como, por ejemplo, uno llamado Chazel, que atesoraban un
talento real y verdadero, pero ni Julián simpatizaba con ellos, ni ellos con Julián.
El resto, hasta los trescientos veintiuno, lo formaban seres groseros que no
comprendían siquiera la significación de las palabras latinas que repetían un día y
otro día, un año y otro año. Hijos de campesinos en su mayor parte, preferían ganarse
el pan recitando algunas palabras latinas que cavando la tierra. Julián, fundándose en
el hecho apuntado, que no tardó en penetrar, se prometió desde los primeros días
prontos y ruidosos éxitos en su carrera. «En toda corporación, pensaba, precisa que
haya hombres que descuellen por su inteligencia: con Napoleón, probablemente yo
me habría quedado en sargento, pero entre los curas futuros, seré por lo menos
vicario general»
-Estos pobres diablos- se decía- no han comido en su vida, hasta que llegaron
aquí, más que requesón y pan negro. Mientras vivieron con sus padres, vieron la
carne cuatro o cinco veces al año. Semejantes a los soldados romanos, para quienes
eran de guerra los tiempos de paz, están contentos, encantados, con las delicias del
seminario.
Jamás descubrió Julián en sus ojos negros más que la necesidad física satisfecha
después de las comidas, o el placer físico esperado, antes de aquellas. Tales eran las
gentes entre las cuales se había propuesto distinguirse nuestro amigo, pero en sus
cálculos no contaba con una cosa; no sabía, no sospechaba que ser una notabilidad en
los estudios de dogma, una lumbrera en la asignatura de historia eclesiástica, a los
ojos de sus camaradas era un pecado espléndido. Desde Voltaire, desde que el
gobierno radica en las dos Cámaras, lo que en el fondo no es otra cosa que
desconfianza y examen personal, la Iglesia de Francia parece como si hubiese
comprendido que son los libros sus principales enemigos. Para ella, lo único
importante es la sumisión del corazón.
Julián, que penetraba a medias estas verdades, caía poco a poco en una
melancolía profunda. Trabajaba mucho, hacía rápidos progresos en la ciencia de
muchas cosas que son indispensables al sacerdote, aunque él por falsas las tenía, pero
ninguno en la ciencia de vivir.
Contribuía poderosamente a aumentar su tristeza el hecho de no haber recibido

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visitas ni cartas desde el día que ingresó en el seminario. No sabía él que el rector
había recibido y condenado al fuego una porción de cartas, fechadas en Dijon, las
cuales, envueltas con el ropaje de las conveniencias, dejaban entrever la existencia de
una pasión violenta.
Un día abrió y leyó el rector una carta cuyo escrito aparecía medio borrado por las
lágrimas: era una despedida eterna.
«Al fin- decía la carta-, Dios me ha concedido la gracia de que mi corazón
aborrezca, no al autor de mi falta, que es y será siempre lo que más quiera en el
mundo, pero sí a mi pecado. El sacrificio está consumado, amigo mío, aunque no sin
que me cueste muchas lágrimas, como puedes ver. Me ha dado fuerzas para llevarlo a
cabo el anhelo de no ser la ruina de personas a las cuales me debo, y que tan queridas
te han sido. Un Dios justo, pero terrible en sus cóleras, no podrá en lo sucesivo
vengar en ellos los crímenes de su madre. Adiós, Julián; procura ser siempre justo y
piadoso.»
Las últimas líneas de la carta apenas si podían leerse. Se le indicaba que
contestase a Dijon, pero advirtiéndole que lo hiciese en términos que pudiera leer sin
enrojecer de vergüenza una pobre mujer vuelta al camino de la virtud.
Comenzaba a influir en la salud de Julián la melancolía, apoyada eficazmente por
las comidas a ochenta y cinco céntimos una, cuando una mañana se presentó
inopinadamente en su cuarto su amigo Fouqué.
-Al fin he conseguido entrar- le dijo-. Cinco veces he venido a Besançon sin más
objeto que verte, pero nunca encontré otra cosa que caras de palo. Coloqué un
centinela en la puerta del seminario... ¿Qué diablos haces que no sales nunca?
-Es una prueba que me he impuesto- respondió Julián.
-Te hallo muy cambiado, pero, por lo menos, te veo. Dos relucientes monedas de
cinco francos acaban de demostrarme que fui un estúpido al no ofrecerlas la primera
vez que vine.
La conversación entre los dos amigos se prolongó bastante.
-¿Sabes una cosa?- preguntó de pronto Fouqué-. La madre de tus discípulos se ha
hecho exageradamente devota.
Julián quedó blanco como el papel.
-Pues sí, amigo mío- repuso Fouqué con tono de indiferencia, sin sospechar la
impresión que sus palabras producían en el alma apasionada de su amigo-. Es una
devota exaltada. Dicen que hace peregrinaciones con frecuencia, confiesa a menudo,
pero no con el cura Maslon, aunque éste ha procurado atraerla a su confesionario: va
siempre a confesar a Dijon
o a Besançon. -¡Viene a Besançon!- exclamó Julián. -Muy a menudo. -¿Llevas
encima algún número del Constitucional? -¿Estás loco? -¡Dios me libre! Pregunto si
llevas encima algún número

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del Constitucional- replicó Julián con calma. No debe sorprenderte mi pregunta,
desde el momento que venden ese periódico en esta misma casa.
-¿Aquí? ¿En el seminario? ¡Pobre Francia! exclamó Fouqué, remedando la voz
hipócrita del cura Maslon.
La visita hubiese ejercido profunda impresión en nuestro protagonista si al día
siguiente unas cuantas palabras que le dijo el seminarista de Verrières, a que le
parecía tan niño, no le hubiesen revelado un fenómeno de gran trascendencia. La
conducta de Julián, desde el día que llegó al seminario, había sido una serie no
interrumpida de torpezas. Julián se burló de sí mismo con amargura.
En realidad, estudiaba y preparaba con talento los actos importantes de su vida,
pero descuidaba los detalles, que es precisamente lo que acechan v analizan los
hábiles en los seminarios. De ello resultaba que sus camaradas le habían incluido en
el número de los espíritus fuertes.
A los ojos de la comunidad, adolecía del defecto gravísimo de pensar y de juzgar
por sí mismo, cuando debiera rendirse ciegamente a la autoridad y al ejemplo. De
nada le habría servido el rector, ningún socorro le había prestado, quien ni una sola
vez le había dirigido la palabra, fuera del tribunal de la Penitencia y muy contadas en
el confesionario, donde por regla general escuchaba mucho y hablaba poco. No le
habría sucedido eso si su confesor hubiese sido Castañeda.
En cuanto Julián se percató de su locura, dejó de aburrirse. Quiso conocer la
extensión y profundidad de su mal, y para ello renunció a la política de silencio
altanero y obstinado que le malquistaba con sus camaradas. Entonces fue cuando
éstos se vengaron de él; sus insinuaciones fueron recibidas con desprecio y sarcasmo,
circunstancia que demostraba que, desde el día de su entrada en el seminario, el
número de sus enemigos había aumentado sin cesar. El mal era inmenso, la obra de
reparación muy difícil: no tenía más remedio que dibujar en lo sucesivo con sus actos
un carácter completamente nuevo.
Nada le dio tanto trabajo ni le produjo tantos disgustos como los movimientos de
sus ojos que, con mucha razón, suelen llevar siempre bajos los seminaristas.
-¡Qué necio y qué presumido he sido!- se decía con desaliento-. Creía que había
aprendido la ciencia de vivir, y no estoy ni en sus comienzos. ¡Cuán difícil es ser
hipócrita! ¡Los trabajos de Hércules son juego de niños comparados con éste! El
Hércules de los tiempos modernos fue Sixto V, que supo engañar por espacio de
quince años a cuarenta cardenales... ¿Pero es que aquí de nada sirve la ciencia?
Estudiar dogma es perder lastimosamente el tiempo... Los libros no tienen más
finalidad que la de hacer caer en la celada a los tontos como yo... ¡Pobre de mí! Me
he aplicado a estudiar, mis adelantos me llenaban de orgullo... ¡qué estúpido! Sólo
han servido para crearme enemigos encarnizados... Chazel, que vale más que yo, que
sabe más que yo, tiene buen cuidado de hacer faltas en sus lecciones: si alguna vez,

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muy contadas, las da sin falta es por distracción. ¡Ah! ¿Por qué no me advertiría el
señor Pirard?
Una vez desengañado Julián, los ejercicios interminables de piedad ascética, que
hasta entonces le parecían mortalmente odiosos, monopolizaron la mayor parte de su
tiempo. A fuerza de reflexionar con severidad sobre su conducta, y atento, sobre todo,
a no incurrir en exageraciones, Julián no aspiró a figurar de repente entre los
seminaristas que sirven de modelo a sus camaradas, se guardó muy bien de llevar a
cabo actos significativos, es decir, actos que suponen en quien los realiza gran fondo
de perfección cristiana. En los seminarios se conoce un sistema de comer los huevos
pasados por agua que anuncia los progresos hechos en la vida devota.
¿Se ríe el lector? Que se acuerde de la infinidad de faltas que comiendo un huevo,
cometió el célebre abate Delille en el almuerzo a que fue invitado por una gran señora
de la corte de Luis XVI.
Ante todo, se esforzó Julián por llegar al non culpa, que es el estado del
seminarista cuyas actitudes, manera de mover los brazos, los ojos, etc., no indican
nada de mundano, pero tampoco son prueba de que absorba todas sus facultades la
idea de la otra vida y de la nada de la presente.
A diario encontraba Julián escritas en las paredes de los corredores frases como
ésta: «¿Qué son sesenta años de pruebas en comparación de una eternidad de delicias
o de otra de llamas voraces en el infierno?» No las miraba con desdén Julián, antes
por el contrario, comprendió que le convenía tenerlas siempre muy presentes. Su
misión, si llegaba a ser sacerdote, sería llevar al Cielo las almas de los fieles
confiadas a su solicitud, y esta obra no podría realizarla si su exterior no se
diferenciaba del de los seglares.
Un día, habían pasado ya algunos meses desde que Julián se aplicó con diligencia
a corregir su exterior, nuestro héroe fue llamado inopinadamente por el rector. Su
espanto no tuvo límites cuando aquel le dispensó la misma acogida que tanto le
aterrara el día de su entrada en el seminario.
-Explícame qué significan estas palabras escritas en este naipe- le dijo con voz
tonante.
Julián leyó:
«Amanda Binet, café de la Jirafa, antes de las ocho. Decir que es de Genlis y
primo de mi madre.»
Julián se dio cuenta de la inmensidad del peligro.
-El día que entré en esta santa casa- contestó-, estaba yo muerto de miedo,
pensando en que el señor cura Chélan me había dicho que era el seminario semillero
de delaciones y lugar donde abundan las malas artes de todo género. Aquí se alienta
el espionaje y la delación... Lo quiere así el Cielo para poner de relieve las miserias
de la vida y para inspirar a los sacerdotes el desprecio más profundo hacia el mundo y

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sus vanas pompas.
-¡Al grano, tunante, al grano!- gritó el rector, furioso.
-En Verrières- contestó con frialdad Julián- mis hermanos me pegaban siempre
que les daba motivos para tenerme envidia.
-¿Acabarás?- rugió el rector fuera de sí.
Sin intimidarse, repuso Julián:
-El día de mi llegada a Besançon, a eso del mediodía, sentí hambre y entré en un
café. Me repugnaba entrar en lugar tan profano, pero pensé que mi almuerzo me
costaría menos dinero que en una fonda. Una señora, que parecía la dueña del
establecimiento, se compadeció de mi cortedad. «En Besançon abundan demasiado
los malos sujetos- me dijo-. Temo por usted. Si le ocurriera algo desagradable,
recurra a mí, enviémelo a decir a mi casa antes de las ocho de la mañana. Si los
porteros del seminario se negasen a traerme el recado, diga usted que es primo de mi
madre y natural de Genlis...»
-Toda esa charla va a comprobarse- gritó el rector, que paseaba nervioso de una a
otra parte de la habitación-. ¡A tu celda!
Julián se fue a su cuarto, siendo seguido por el rector, que le dejó encerrado con
llave. Nuestro estudiante registro diligente su maleta, en cuyo fondo guardaba la carta
de baraja que el rector tenía en su poder. Excepción hecha del naipe que tan grave
disgusto le ocasionaba, nada faltaba en la maleta, aunque eran pocos los efectos que
se encontraban en su puesto, siendo lo notable del caso que la llave no había quedado
nunca en la cerradura.
-¡Menos mal que siempre rehusé los permisos de salir a la calle que con
amabilidad, que ahora comprendo, me ofrecía con tanta frecuencia Castañeda!-
exclamó Julián-. Es posible que hubiese sucumbido a la tentación de hacer una visita
a Amanda, en cuyo caso estaría perdido sin remedio.
Dos horas más tarde era llamado de nuevo por el rector.
-No has mentido- le dijo mirándole con menos severidad-. Sin embargo,
constituye una imprudencia gravísima, cuya importancia no puedes comprender,
haber guardado semejante carta... ¡Desgraciado joven!... ¡Es posible que dentro de
diez años sufras aún los perjuicios!

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XXVII
PRIMERA EXPERIENCIA DE LA VIDA
El tiempo presente, ¡gran Dios! es
el arco del Señor: ¡pobre del que ose
tocarle!

DIDEROT

El lector nos perdonará si pasamos como sobre ascuas sobre este periodo de la vida
de Julián, puntualizando muy contados hechos claros y precisos. No es que nos
falten: en sus memorias encontraríamos mucho; pero, a causa tal vez de su
disposición de ánimo, el cuadro de la vida de seminario que nos ofrecen aquellas
resultaría demasiado negro, y por tanta, reñido con la moderación de colorido que
queremos dejar a esta historia.
Julián prosperó muy poco en sus ensayos de hipocresía de gestos, por cuyo
motivo, no tardó en disgustarse, y hasta en desmayar por completo. Un apoyo
exterior cualquiera hubiese bastado para darle ánimos, porque las dificultades. los
obstáculos que había de vencer no eran muy grandes, pero el apoyo no llegó y
nuestro héroe se encontraba solo, semejante a un buque abandonado en medio de la
inmensidad del Océano.
Torcida la rectitud de su juicio, llena de sombras su inteligencia, decíase con
frecuencia:
-Aun cuando lograse mi deseo, ¿qué adelantaría? ¿Qué porvenir se me
presentaría? ¡El de pasar mi existencia entera rodeado de gentes que no pueden ser de
mi agrado! ¡Glotones cuyo Dios es la chuleta que piensan devorar en la mesa, gentes
como Castañeda, para quienes no hay crimen demasiado repugnante! Se
encumbrarán, sí, pero ¡a qué precio, Dios santo! Todo el mundo dice que una
voluntad decidida arrolla todos los obstáculos: ¿pero puede la mía vencer mi
repugnancia? La obra realizada por los grandes hombres ha sido fácil, porque por
grande que fuera el peligro que hubieran de acometer, les parecía hermoso, ¿pero
quién es capaz de comprender la fealdad espantosa de lo que me rodea?
Fue este el periodo más doloroso de su. vida. Le habría sido fácil alistarse en
cualquiera de los regimientos que guarnecían a Besançon, podía hacerse maestro de
latín, no le hubiese faltado colocación como preceptor, pero para ello necesitaba
renunciar a la carrera, dar un adiós eterno al porvenir de gloria que le pintaba su
imaginación, morir, en una palabra.

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-¡Yo, que tantas veces me he enorgullecido al ver que no era como los demás
campesinos, hoy veo con dolor que la diferencia engendra el odio!- se decía una
mañana.
Acababa de demostrarle esta gran verdad una de sus derrotas más notables. Había
consagrado ocho días enteros a la obra de conquistarse las simpatías de un estudiante
que vivía en olor de santidad. Le acompañaba en el paseo, le reverenciaba, escuchaba
con sumisión ejemplar las necedades que salían de la boca de aquel, capaces de dejar
dormido a un hombre en plena carrera precipitada. Cubrióse el cielo de negros
nubarrones, saltó el huracán, bramó el trueno, y el santo seminarista, rechazando a
Julián de la manera más grosera, le dijo:
-En este mundo, la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. No quiero que
me carbonice el rayo, y como tú corres peligro de que Dios, cansado de tus
impiedades, te abrase, me voy.
En una palabra: cuanto hacía Julián le era imputado por los seminaristas como un
nuevo crimen. A fuerza de pensar en él, sus camaradas concluyeron por expresar por
medio de dos palabras todo el horror que les inspiraba: uno de ellos le bautizó con el
nombre de Martín Lutero, y Martín Lutero le llamaron todos en lo sucesivo.

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XXVIII
UNA PROCESIÓN
La emoción se había apoderado de
todos los corazones. Parecía como si
la gloria de Dios hubiese descendido
a aquellas calles, engalanadas y
enarenadas por la piedad de los fieles.

YOUNG

De nada sirvió a Julián empequeñecerse y hacerse necio; no consiguió contrarrestar


los prejuicios de sus camaradas, ni vencer la malquerencia de sus superiores. Entre
éstos no había más que uno que le tratase con simpatía: el señor Chas-Bernard,
maestro de ceremonias de la catedral, y aspirante a una canonjía que le tenían
ofrecida desde quince años antes. Era también el catedrático de elocuencia sagrada en
el seminario. Julián asistía a su clase, y mereció que su profesor le llevase con
frecuencia al jardín para pasear juntos.
En las horas de paseo, el maestro de ceremonias se pasaba a veces mucho tiempo
hablando a Julián, con no poco asombro de éste, de los ornamentos sagrados que
poseía la catedral. Tenía diecisiete casullas de color, aparte de las negras: fundaba
grandes esperanzas en la anciana presidenta, señora de Rubempré, dama de noventa
años de edad, que conservaba, hacía setenta, sus vestidos de boda, que eran de
soberbias telas de Lyon, bordadas en oro.
-Comprenderás amigo mío- decía el buen maestro de ceremonias-, la riqueza de
las telas de que te hablo, si te digo que se sostienen derechas: tanto abunda en ellas el
oro. Creen generalmente en Besançon que, a la muerte de la presidenta, el tesoro de
la catedral aumentará en más de diez casullas, sin contar cuatro o cinco capas para las
grandes solemnidades, pero yo voy más lejos: tengo motivos poderosos para creer
que la presidenta nos legará ocho soberbios candelabros de plata dorada, comprados
en Italia, a lo que se supone, por el duque de Borgoña, Carlos el Temerario, de quien
fue ministro favorito uno de los antepasados de la dama en cuestión.
-¿Pero qué objeto perseguirá ese hombre con tanta charla?- se preguntaba Julián,
vivamente intrigado-. Dedica mil años a preparaciones diestras, sin que el objetivo de
éstas aparezca por ninguna parte... ¡Mucha debe de ser la desconfianza que le inspiro!
Más en éste que todos los demás, cuyos móviles secretos descubro antes de quince
días. ¡Lo comprendo! ¡La ambición de éste padece y gime desde hace quince años!

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Una tarde, el rector hizo subir a Julián a su cuarto.
-Mañana- le dijo- es la festividad del Corpus Christi. El señor Chas-Bernard
necesita que le ayudes a adornar la catedral; vete y ponte a sus órdenes. Tú verás-
añadió, con tono de compasión- si te conviene aprovechar la ocasión para perderte
por las calles de la ciudad.
-Incendo per ignes. (Me acechan mis enemigos.)- contestó Julián.
A la mañana siguiente, muy temprano, Julián se dirigió a la catedral con los ojos
bajos. El aspecto de las calles y la actividad que comenzaba a reinar en la ciudad
disiparon algún tanto sus tristezas. Parecióle que el tiempo que había pasado en el
seminario fue de la duración del relámpago. Su pensamiento buscó a Vergy y a la
linda Amanda Binet, a la que podía muy bien encontrar, puesto que su café no distaba
gran cosa. Desde lejos divisó a Chas-Bernard, que le esperaba en el umbral de la
catedral: era un hombre grueso, de cara alegre y expresión franca.
-Esperándote estaba, hijo mío- gritó, no bien vio a Julián-; sé bien venido. Como
nos espera una tarea larga y pesada, nos fortaleceremos almorzando dos veces, una
ahora, y otra a las diez, durante la misa mayor.
-Le pido por favor, señor- contestó Julián con gravedad-, que no me deje solo un
instante. También quisiera que tomase nota de que llego a las cinco menos un minuto.
-¡Ah! ¿Te dan miedo los tunantillos del seminario? No te acuerdes de ellos, que
un camino no deja de ser hermoso porque haya espinas en los setos que lo flanquean.
El viajero sigue tranquilo su marcha, sin mirar ni tocar las espinas... Pero dejémonos
de charla, y a trabajar, amigo mío.
Razón tenía Chas-Bernard al decir que la tarea sería ruda. La víspera se había
celebrado en la catedral una solemne ceremonia fúnebre que impidió que se hicieran
preparativos de ninguna clase. Como consecuencia, en una sola mañana había que
vestir con colgaduras de damasco rojo todas las columnas góticas de las tres naves,
que tenían unos treinta pies de elevación. El obispo había mandado venir de París
cuatro tapice-ros; pero esos señores no podían hacerlo todo, y por añadidura, tampoco
tenían grandes ganas de trabajar.
Vio Julián que no tenía más remedio que subir por la escalera, y así lo hizo
inmediatamente. Encargóse de dirigir a los tapiceros de la capital. El maestro de
ceremonias le veía pasar con agitalidad sorprendente de una escalera a otra. Vestidas
todas las columnas, había que colocar cinco grupos gigantescos de plumas sobre el
gran baldaquino que coronaba el altar mayor. Ocho grandes columnas de mármol de
Italia sostenían el rico dosel de madera dorada que formaba el remate, pero para
llegar al centro del baldaquino era preciso pasar sobre una cornisa vieja de madera,
probablemente apolillada, que pasaba a cuarenta pies de elevación.
El aspecto de tan peligroso camino había dado al traste con el buen humor de los
tapiceros de París, los cuales lo examinaban desde abajo, hablaban mucho, pero no se

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decidían a recorrerlo. Julián tomó el grupo de plumas y subió la escalera con
movimientos ágiles. Sin titubear llegó hasta el centro del baldaquino y colocó el
adorno en forma de corona. Cuando descendió, el maestro de ceremonias le estrechó
entre sus brazos.
-¡Optime!- gritó el maestro de ceremonias-. Se lo contaré a Su Excelencia. Quiero
que sepa el señor obispo quién ha sido el autor de esta obra.
El segundo almuerzo, el de las diez, fue extremadamente alegre.
-Mi querido discípulo- decía el maestro de ceremonias a Julián-, mi madre fue
alquiladora de sillas de esta santa basílica, de suerte que yo he crecido en este gran
edificio. Nos llevó a la ruina el terror de Robespierre, pero yo, que tenía ocho años
por aquella época, ayudaba a misa, y de lo que este cargo me producía, vivía. Nadie
me ganaba a plegar bien una casulla, y me cabe el orgullo de decir que casulla
guardada por mí, estaba asegurada contra las cortaduras de sus galones. Restablecido
el culto por Napoleón, pude saborear la dicha de ser el verdadero director de esta
venerable metropolitana. Cinco veces al año la veían mis ojos engalanada con sus
mejores ornamentos; pero confieso que jamás la vi tan perfecta, jamás las colgaduras
de damasco quedaron tan admirablemente pegadas a las columnas como hoy.
Creyó Julián que al fin iba a saber el secreto de aquel hombre, a quien nunca vio
tan comunicativo, pero sus esperanzas resultaron fallidas, pues ni una palabra
imprudente o indiscreta salió de los labios de su catedrático, no obstante su evidente
exaltación.
Cuando tocaron a Sanctus, quiso Julián vestir una sobrepelliz y seguir al obispo
en la solemne procesión.
-¡Y los ladrones, amigo mío!- exclamó el maestro de ceremonias-. ¿Has olvidado
que abundan más de la cuenta? Tú y yo vigilaremos mientras la procesión sigue su
curso, y aun así, milagro será si no desaparecen dos o tres varas del hermoso galón
que dibuja los zócalos de las columnas. También lo regaló la señora de Rubempré, y
proviene del famoso conde que fue su bisabuelo. ¡Es de oro puro, mi querido
amigo!añadió el orador con exaltación y bajando la voz-. ¡Oro puro... nada falso! Te
encargo de la vigilancia de la parte norte, y me reservo para mí las naves del
mediodía y central. ¡Cuidado con los confesionarios, que en ellos suelen esconderse
los espías de los ladrones, para hacer su agosto no bien volvamos la espalda!
Dieron las once y tres cuartos cuando el maestro de ceremonias terminó de hablar.
Inmediatamente sonó la campana mayor, echando a vuelo; su voz sonora, grave y
solemne, conmovió a Julián, cuya imaginación dejó de estar en la tierra. El olor a
incienso y las hojas de rosa arrojadas con profusión por niños vestidos de ángeles o
de San Juan acabaron de extasiarle.
Mientras la procesión recorría con paso lento las calles de la ciudad, deteniéndose
de trecho en trecho en los altares portátiles colocados en la vía pública, la catedral

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había quedado sometida al imperio del silencio más absoluto. La soledad profunda, el
ambiente fresco que reinaba en las naves saturado de emanaciones de incienso y de
fragancias deliciosas de las flores, contribuían a aumentar la dulzura de los ensueños
de Julián, que se había abandonado a ellos seguro de que no vendría a turbarlos el
maestro de ceremonias, atento a la vigilancia de la otra parte del edificio. Su alma
había olvidado la envoltura material, que paseaba con paso lento por la nave del
norte. No vigilaba... ¿para qué? había visto que en los confesionarios no quedaban
más que algunas mujeres piadosas, y, de consiguiente, no había peligro alguno. Sus
ojos miraban sin ver.
Esto no obstante, vino a vencer casi su distracción la presencia de dos mujeres,
elegantemente vestidas, que estaban arrodilladas, una sobre la tarima de un
confesionario, y otra, muy próxima a la primera, sobre el asiento de una sillita baja.
Las miró maquinalmente, no las vio, pero fuese debido a la conciencia vaga del
cumplimiento de su deber, fuese fruto de la admiración producida por la elegancia
noble y sencilla a la par de aquellas señoras, ello fue que observó Julián que no había
sacerdote alguno en el confesionario junto al cual se hallaban aquellas.
-Me llama la atención que esas señoras no estén arrodilladas al pie de alguno de
los altares, si son devotas, o en primera fila de cualquiera de los balcones bajo los
cuales ha de pasar la procesión, si son aficionadas al mundo y a las vanidades- se dijo
Julián-. ¡Qué elegancia... qué gracia...!
Julián acortó el paso para poder admirarlas más a su sabor.
La que estaba arrodillada sobre la tarima del confesionario volvió la cabeza al oír
los pasos de Julián, que turba el silencio augusto del sagrado recinto. Gran efecto
debió producirle la presencia de Julián, puesto que verle y lanzar un grito y
encontrarse mal, fue todo obra de un segundo.
Falta de fuerzas, se tambaleó un momento y concluyó por caer de espaldas: su
amiga se lanzó a socorrerla. Vio Julián la espalda de la dama desmayada, y sus ojos
se fijaron en un collar de perlas finas que le era muy conocido. Renunciamos a
describir su asombro cuando se convenció de que la desmayada era la señora de
Rênal; la otra señora, la que sostenía su cabeza para impedir que diese con ella sobre
el pavimento, era la señora Derville. Voló Julián hacia el grupo, fuera de sí, ayudó a
la señora Derville a colocar a la señora de Rênal apoyada sobre una silla, y cayó de
rodillas.
La señora Derville le reconoció entonces.
-¡Huya usted, señor mío, aléjese de aquí!- gritó con expresión colérica-. ¡Que no
le vea cuando cese el desmayo, porque su vista le produce horror! ¡Era tan feliz antes
de conocerle a usted!... ¡Su conducta ha sido atroz, inhumana, villana! ¡Si algún resto
de pudor le queda, aléjese de aquí!
Tal acento de autoridad supo poner la señora Derville en sus palabras, y por otra

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parte, tan falto de fuerzas se hallaba Julián, que la orden fue obedecida sin replicar.
-¡Siempre me odió con todas sus fuerzas!- decía Julián, pensando en la señora
Derville.
Casi en el mismo punto resonaron en la iglesia los cantos de los sacerdotes que
iban a la cabeza de la procesión. El maestro de ceremonias llamó varias veces a
Julián, que no le oía, hasta que al fin fue a sacarle por un brazo de detrás de la
columna donde se había refugiado más muerto que vivo. Quería presentarle al obispo.
-Veo que te encuentras mal, hijo mío- le dijo al verle tan pálido. Lo comprendo:
has trabajado demasiado. Ven- añadió, haciendo que se apoyase en su brazo-, ven y
siéntate en ese banco inmediato a la pila del agua bendita... Procura tranquilizarte... el
señor obispo tardará aún veinte minutos largos en pasar; cuando llegue, te levantaré,
porque, pese a mis años, me conservo fuerte y vigoroso.
Cuando pasó el obispo, continuaba siendo tan deplorable el estado de Julián, que
el maestro de ceremonias renunció a presentarle.
-No te importe- le dijo para consolarle-, ocasiones me sobrarán para hacerlo.
Aquella noche, el maestro de ceremonias hizo llevar al oratorio del seminario diez
libras de velas, economizadas, según dijo, gracias a la diligencia que Julián puso en
apagarlas. Era una mentira piadosa; el pobre muchacho, desde que vio a la señora de
Rênal, habíase apagado él mismo, pero ni soñó siquiera en apagar ninguna vela.

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XXIX
EL PRIMER ADELANTO
Ha sabido conocer sus tiempos, ha
sabido conocer su provincia, y es
rico.

EL PRECURSOR

No había sacudido Julián el estupor profundo en que le sumió la aventura de la


catedral, cuando una mañana le mandó llamar el rector del seminario.
-El señor Chas-Bernard me escribe elogiándote- le dijo-. Estoy bastante contento
de tu conducta, pues, aunque eres muy imprudente y muy aturdido, tu corazón es
bueno, hasta generoso, y tu talento superior. Brilla en tu alma una chispa que
conviene cuidar. Después de quince años de trabajos, me veo en vísperas de salir de
esta casa. Mi crimen es haber dejado a los seminaristas dueños de su libre albedrío, y
no haber protegido ni servido los intereses de la asociación secreta, de que tantas
veces me has hablado en el tribunal de la Penitencia. Antes de marchar, quiero hacer
algo por ti. Lo habría hecho ya hace dos meses, porque lo merecías, de no haber
sobrevenido la denuncia fundada en la nota de las señas de Amanda Binet,
encontrada en tu maleta. Te nombro suplente de la asignatura de Sagrada Escritura.
Julián, ebrio de alegría, estuvo a punto de caer de rodillas y de dar gracias a Dios;
pero, rindiéndose a otro sentimiento más natural y sincero, tomó la mano del rector y
la llevó a sus labios.
-¿Qué significa eso?- preguntó el rector, incomodado.
Como los ojos de Julián hablaban con mayor elocuencia que su acción, el rector
le contempló con asombro, como quien ha perdido hace largos años la costumbre de
encontrarse con emociones delicadas. Con voz alterada, porque la observación fue
causa de que se vendiera, repuso.
-¡Sí, hijo mío, no lo niego! Te he cobrado cariño... contra mi voluntad, el Cielo
me es testigo. Mi obligación es ser justo, no sentir cariño ni mala voluntad hacia
nadie, pero mi corazón ha podido más que mi voluntad. Tu carrera será penosa.
Observo en ti algo que ofende al vulgo, y ese algo será motivo de que te persigan la
envidia y la calumnia. Sea el que sea el puesto en que la Providencia tenga a bien
colocarte, tus compañeros te odiarán, Y si fingen lo contrario, será para venderte más
sobre seguro. Contra este contratiempo, no te cabe más que un remedio: a nadie
recurras más que a Dios, que te dio, para castigo de tu presunción, esa necesidad de

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ser aborrecido. Sea pura y limpia tu conducta, que únicamente así conseguirás que,
más pronto o más tarde, veas confundidos a tus enemigos.
Julián no pudo contener las lágrimas. Tanto tiempo hacía que no resonaba en sus
oídos una voz amiga, que habrá que perdonarle su debilidad. El rector le abrió los
brazos: fue aquel un momento de dulce dicha para los dos.
Julián estaba loco de alegría. Era el primer adelanto que hacía, y llevaba consigo
ventajas inmensas. Para poder apreciarlas, es preciso haber estado condenado a
pasarse meses enteros sin disfrutar de un segundo de soledad y en contacto estrecho
con camaradas importunos los menos, insoportables los más. Sus voces
descompuestas hubiesen bastado para llevar el desorden a un organismo delicado. La
alegría ruidosa de los rústicos bien alimentados y bien vestidos no es completa si no
se exterioriza por medio de gritos y algazara.
Julián gozaba del privilegio de comer solo, o casi solo, una hora después que los
restantes seminaristas. Tenía en su poder una llave del jardín y podía pasear por él
cuando estaba desierto.
Con gran asombro suyo observó Julián que le odiaban menos, cuando
precisamente él esperaba que su adelanto recrudecería la animadversión que
inspiraba. Su secreto deseo de que le dejaran en paz, de que no le dirigieran la
palabra, que tantos enemigos le valiera, ya no era considerado como prueba de un
orgullo ridículo; los seres ignorantes que le rodeaban lo atribuían ya a sentimiento
justo de dignidad. El aborrecimiento disminuyó sensiblemente, sobre todo en los
estudiantes jóvenes, a los que trataba con refinada cortesía. Poco a poco tuvo
partidarios, y no pasó mucho tiempo sin que perdieran la costumbre de llamarle
Martín Lutero.
Desde que fue elevado a su dignidad, el rector del seminario procuró no hablarle
nunca, como no fuera en presencia de testigos. Era una conducta prudente, tanto por
lo que se refiere al rector, cuanto por conveniencias del alumno, pero, a la par que
prudencia, envolvía una prueba. Principio invariable del severo jansenista Pirad era:
«Al hombre que tiene algún mérito a tus ojos, ponle obstáculos que se opongan a
cuanto desee y a cuanto emprenda, que si el mérito es real, sabrá destruirlos u
orillarlos.»
Era la época de la caza. Fouqué tuvo la feliz idea de enviar al seminario un jabalí
y un venado, diciendo que era un obsequio de los padres de Julián. Fueron
depositadas las piezas en el pasillo de comunicación entre la cocina y el refectorio, y
allí los vieron todos los seminaristas al ir a comer. La curiosidad que despertaron fue
enorme: durante ocho días no se habló en el seminario de otra cosa.
El regalo, que colocaba a la familia de Julián en la categoría social de los que
tienen derecho indiscutible al respeto, asestó un golpe mortal a la envidia: fue a
manera de superioridad consagrada por la fortuna, Chazel y los seminaristas más

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distinguidos le brindaron con su amistad, y casi se quejaron de que no les hubiese
dicho que sus padres eran ricos.
Vino la quinta, de la que se libró Julián por su condición de seminarista. La
circunstancia le conmovió profundamente, pues pensó que dejaba pasar la
oportunidad de dar comienzo a una vida de heroísmos.
Paseaba solo por el jardín del seminario, cuando oyó la conversación que
sostenían dos albañiles que hacían reparaciones en el muro que circundaba a aquel.
-Hay que liar el petate, amigo; la ley de quintas lo quiere así- decía el uno.
-¿Qué más da hoy que mañana? Albañiles ha habido que han llegado a oficiales y
hasta a generales.
-Antiguamente. Hoy no son soldados más que los pordioseros: el que tiene
cuartos se queda en casa.
-Claro; el que nace pordiosero, pordiosero será toda su vida.
-¿Será verdad lo que dicen a propósito del otro? He oído asegurar que ha muerto.
-Lo dicen los gordos, pero es el miedo, y no la verdad lo que les hace hablar.
-¡Cuánto mejor estábamos en su tiempo!... ¡Y pensar que le vendieron sus
mismos mariscales!... ¡Este mundo está lleno de traidores!
La conversación consoló un poquito a Julián, quien se alejó murmurando:
-«El único rey de quien el pueblo guarda grata memoria.»
Llegó el tiempo de los exámenes. Julián los hizo brillantísimos. El primer día, los
que formaban el tribunal nombrado por el famoso vicario general Frilair
experimentaron viva contrariedad al tener que hacer figurar en primer lugar, o a lo
sumo en segundo, en sus listas, a Julián Sorel, que les había sido recomendado como
el Benjamín del rector Pirard. Todo el mundo creía que Julián obtendría la primera
censura en el examen definitivo, distinción que llevaba anejo el honor de comer con
el señor obispo; pero hacia el final del acto, con motivo de una pregunta sobre los
Santos Padres de la Iglesia, un examinador ladino, después de haber interrogado a
Julián sobre San Jerónimo, vino a hablar de Horacio, de Virgilio y de otros autores
profanos. Julián, que sin saberlo sus camaradas, había aprendido de memoria muchos
pasajes de estos autores, arrebatado por su triunfo, olvidó el sitio en que se hallaba, y
recitó y parafraseó con fuego varias odas de Horacio. Después de animarle por el
camino emprendido por espacio de más de veinte minutos, el examinador varió
bruscamente de gesto, y le censuró con acritud el tiempo que había perdido
dedicándolo a aquellos estudios profanos, que habían llenado su cabeza de ideas
inútiles o peligrosas.
-Tiene usted razón, señor; soy un mentecato- contestó con humildad Julián,
comprendiendo que había caído en un lazo hábilmente tendido.
Hasta los seminaristas calificaron de celada de mala ley la empleada contra
Julián, lo que no impidió que el vicario general, hombre intrigante que hacía temblar

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en sus puestos a jueces, prefectos, y hasta oficiales generales del Ejército, escribiese
el número 198 junto al nombre de Julián. Complacíase de una manera especial en
mortificar a su enemigo, el jansenista Pirard.
Diez años hacía que trabajaba con ardor para privarle de la dirección del
seminario. El rector, siguiendo invariablemente la norma de conducta que había
aconsejado a Julián era hombre sincero, piadoso, enemigo de la intriga y fiel
cumplidor de sus deberes; pero el Cielo, en su cólera sin duda, habíale dado un
temperamento bilioso incapaz de olvidar las injurias recibidas y el odio de ellas
nacido. Su alma ardiente conservaba vivo el recuerdo de los ultrajes de que se le
hacía objeto. Cien veces hubiese dimitido, de no creer que sus servicios podían ser
útiles a la religión desde el puesto en que la Providencia le había colocado.
Dos meses tal vez hacía que no había dirigido la palabra a Julián cuando llegó la
época de los exámenes, y, sin embargo, estuvo enfermo ocho días cuando recibió el
documento oficial y vio que habían clasificado en el número 198 al seminarista que
consideraba como la gloria de su establecimiento docente. Su consuelo único
consistió en concentrar sobre Julián todos sus medios de vigilancia, siendo tan viva
su alegría como amargo fuera su dolor al no advertir en el ni cólera, ni proyectos de
venganza, ni desaliento.
Algunas semanas después de los exámenes, Julián recibió una carta procedente de
París. Nuestro héroe se dijo con júbilo que la señora de Rênal, aunque tarde, se
acordaba de sus promesas. Firmaba la carta un tal Pablo Sorel, quien se intitulaba
pariente suyo, y le enviaba una letra de cambio por valor de quinientos francos. Decía
la carta que todos los años recibiría una suma igual, si continuaba estudiando con
tanto aprovechamiento como hasta allí los buenos autores latinos.
-¡Qué buena es!- exclamó Julián, enternecido-. ¡Porque la carta es de ella... no
hay duda! Ha querido consolarme... ¿pero por qué no habrá estampado una sola frase
de cariño?
Se engañaba nuestro protagonista, porque la carta no era de la señora de Rênal.
Ignoraba Julián que ésta, dirigida por su amiga la señora Derville, se había entregado
a la devoción, y de su amor no le quedaban más que lacerantes remordimientos.
Cierto que a su pesar se acordaba alguna que otra vez del hombre que endulzó
primero, y amargó luego para siempre su existencia; pero por nada del mundo se
habría atrevido a escribirle.
Si hablásemos el lenguaje de los seminarios, podríamos atribuir a un milagro la
remesa de aquellos quinientos francos, y decir que eran dádiva del mismo vicario
general, de quien se había servido el Cielo para premiar a Julián.
Doce años antes, el buen señor Frilair había llegado a Besançon con un equipaje
de los más modestos, el cual, al decir de las gentes que por enteradas se tenían,
encerraba toda su fortuna. Por la época a que se refiere nuestra historia, era uno de los

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personajes más ricos de la provincia. Cuando el navío de su fortuna navegaba a velas
desplegadas, compró la mitad de una posesión, parte de la cual heredó el señor de la
Mole. Esto dio origen a un pleito entre los dos personajes.
No obstante la alta posición que el marqués de la Mole tenía en París, y su
influencia en la corte, comprendió que era altamente peligroso luchar en Besançon
contra un vicario general que creaba y destituía prefectos. Fácil le hubiese sido
conseguir un cargo que le rentase los cincuenta mil francos de renta que el vicario
general le disputaba, y abandonar a éste el pleito, pero el marqués creía tener razón y
dio oídos a la voz de su amor propio.
El marqués debió tener presente que no hay en el mundo juez que deje de tener
hijos o sobrinos a quienes le interese poner en camino de prosperar en el mundo, o
bien dar la significación que tenía en realidad el hecho de que, ocho días después de
incoado el pleito, el vicario general tomase la carroza del obispo y fuese a llevar
personalmente a su abogado la cruz de la Legión de Honor, y quizá entonces habría
transigido. No lo hizo así, y aunque esperanzado en la justicia de su causa, no dejó de
alarmarse al enterarse de la calidad de las armas que esgrimía la parte contraria.
Viendo, por otra parte, que desmayaban sus abogados, pidió consejo al ex párroco
señor Chélan, quien le puso en relaciones con el rector del seminario señor Pirard.
Ocurrió todo esto algunos años antes de la fecha en que da comienzo nuestra
historia. El rector del seminario puso en este asunto todo su carácter apasionado.
Como a diario veía y hablaba con los abogados del marqués, poco a poco estudió a
fondo su derecho, y, convencido de su justicia, se declaró abiertamente defensor de
aquel contra el omnipotente vicario general. De aquí la animadversión de éste contra
la insolencia de un pobre rector de seminario, jansenista por añadidura.
-Bien veis lo poco que vale esa nobleza de la corte que alardea de omnipotente-
decía el vicario general a sus íntimos. El marqués de la Mole no ha tenido poder para
enviar una cruz miserable a su ahogado, y, por añadidura, tampoco impedirá que le
hiera mi venganza.
No obstante la actividad del rector del seminario, y aunque el marqués era amigo
del ministro de Justicia y no dejaba pasar día sin dar una vueltecita por el Ministerio,
lo único que consiguió, a costa de seis años de influencia y de desvelos, fue impedir
que se dictase sentencia en su contra.
La correspondencia constante con el rector del seminario motivada por un asunto
que los dos seguían con pasión, concluyó por aficionar al marqués a la manera de ser
y carácter del primero. Poco a poco, y no obstante la distancia inmensa de sus
posiciones sociales respectivas, sus cartas fueron cartas de amigos. El rector hubo de
manifestar al marqués que veía empeño manifiesto en obligarle, a fuerza de desaires
y de insolencias, a que renunciase a su cargo, y como hablara de este asunto en una
de sus cartas, por los días en que ardía en cólera contra los que tan vil celada

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prepararon a Julián, parece que narró al marqués la historia de nuestro héroe.
Hombre espléndido el marqués, no habiendo conseguido nunca que el rector
aceptase de él cosa alguna, ni siquiera el reembolso de los pequeños gastos
ocasionados por el pleito, y que alguna vez suplió aquel, tuvo la feliz idea de enviar
quinientos francos al discípulo favorito de su amigo.
Pocos días después, el rector recibió una carta en la que le rogaban que hiciese el
favor de llegarse a una posada de Besançon, donde tenían que hablarle de un asunto
urgente e importante. Acudió a la cita, y encontró al administrador general del
marqués.
-El señor marqués me ha mandado que traiga su cobre y lo ponga a su
disposición- dijo el administrador-. Cree que, una vez haya leído usted la carta que
tengo el honor de poner en sus manos, le convendrá tal vez ir a París. Yo aprovecharé
el tiempo que usted se sirva indicarme para hacer una visita a las propiedades del
señor marqués en el Franco Condado, y luego, el día que usted designe,
emprenderemos el viaje para París.
La carta era breve y decía así:
«Envíe usted a paseo a esta turba de intrigantes provincianos y venga usted a
París, donde respirará ambientes más tranquilos. Le envío mi coche, que tiene
órdenes de esperar durante cuatro días su resolución. Le esperaré en París hasta el
martes. No necesita usted hacer otra cosa que pronunciar el sí, para que
inmediatamente sea suya una de las mejores parroquias de los alrededores de París.
El más rico de sus futuros feligreses no ha tenido el placer de verle nunca, pero le
profesa más cariño del que usted pueda suponer: me refiero al marqués de la Mole. »
El severo señor Pirard quería de veras al seminario, poblado de enemigos suyos,
al cual había consagrado todos sus pensamientos y todos sus esfuerzos de quince
años, y de consiguiente, la carta del marqués fue para él algo así como la aparición
del cirujano encargado de realizar una operación cruel y necesaria. Citó al
administrador general del marqués para tres días después.
Pasó por cuarenta y ocho horas de crueles incertidumbres, hasta que, al fin,
escribió una carta al marqués y compuso para el obispo otra, obra maestra de estilo
eclesiástico, aunque un poquito demasiado larga. Habría sido muy difícil hallar frases
más irreprochables y que respirasen respeto más sincero, y, sin embargo, aquella
carta, destinada a hacer pasar un mal rato al vicario general, puntualizaba los motivos
de quejas graves y enumeraba las pequeñas ruindades que, soportadas con
resignación durante seis años, obligaban al fin al autor de la misiva a abandonar la
diócesis.
Terminada la carta, mandó despertar a Julián, que dormía desde las ocho de la
noche, como todos los demás seminaristas.
-¿Sabes dónde está el palacio del señor obispo?- le dijo en elegante estilo latino-.

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Vas a llevar esta carta a Su Excelencia. No quiero ocultarte que te envío a un lugar
donde te verás rodeado de lobos. Procura ser todo oídos y todo ojos. En tus
contestaciones sé veraz, no mientas, pero ten al propio tiempo muy presente que
quien te pregunta experimentará un placer verdadero haciéndote daño. Celebro, hijo
mío, que se me presente ocasión de darte un encargo, que probablemente será para ti
fuente de enseñanzas provechosas, antes de marcharme, y digo antes de marcharme,
porque quiero que sepas que esa carta que te entrego encierra mi dimisión.
Julián quedó inmóvil. Quería de veras al rector y deseaba componer una frase
delicada, pero no encontraba la manera.
-Puedes marchar cuando gustes, amigo mío- repuso el rector.
-Estoy pensando, señor- contestó Julián-, que usted, durante su dilatada
administración, no ha economizado un franco, si no me engaño. Tengo seiscientos
francos que...
Las lágrimas le impidieron continuar.
-También esto será tenido en cuenta respondió con calma el rector-. Vete al
palacio ya, que se hace tarde.
Hizo la casualidad que aquella noche estuviese en palacio el vicario general
reemplazando al obispo que comía en la Prefectura. Fue, pues, él quien tomó la carta
de que Julián era portador.
Con asombro vio nuestro héroe que el sacerdote que tomó su carta, y a quien no
conocía, abría sin titubear el pliego dirigido al obispo. No bien leyó los primeros
renglones, su cara reflejó sorpresa mezclada de viva alegría. Julián examinó con
cuidado su cara mientras leía. Era una cara grave, que lo habría sido mucho más aún
de no ser tan extremada la expresión de astucia refinada de sus líneas. La nariz, muy
destacada, presentaba una sola línea perfectamente recta, detalle que daba al conjunto
de la fisonomía cierto parecido con la cara de la zorra. El lector de la carta del rector
del seminario vestía con elegancia que agradó a Julián.
No supo éste hasta más adelante en qué consistía el talento principal del vicario
general. El secreto de su influencia radicaba en una habilidad especial para divertir a
su obispo, nacido para residir en París, y que consideraba a Besançon como destierro.
El obispo era muy corto de vista, casi ciego, le gustaba a rabiar el pescado, y su
vicario general cuidaba de quitar las espinas al que era servido en la mesa de Su
Excelencia.
Contemplaba Julián al sacerdote que leía por segunda vez la carta del rector,
cuando se abrió con estrépito la puerta. Un lacayo, vestido con lujo, pasó rápidamente
junto a Julián. Ese volvió la cabeza hacia la puerta y vio entrar a un anciano en cuyo
pecho brillaba una cruz pectoral. Cayó de rodillas; el prelado le dirigió una sonrisa
bondadosa y pasó sin detenerse. El sacerdote que leía la carta siguió al obispo, y,
Julián quedó solo en el salón, cuya magnificencia y lujo pudo admirar a su sabor.

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El obispo de Besançon, hombre probado, mas no doblegado por las calamidades y
desventuras de la emigración, había cumplido los setenta y cinco años y solía mirar
tranquilo y sin inquietarse el porvenir, riéndose de todo lo que pudiera suceder diez
años más adelante.
-¿Quién es ese seminarista de mirada viva que he creído ver al pasar?- preguntó el
prelado. ¿No debería estar durmiendo a estas horas, si se cumpliera mi reglamento?
-El que queda en la antesala está muy despierto, señor, y es portador de una gran
noticia: de la dimisión del único jansenista que quedaba en la diócesis. El indomable
rector del seminario ha comprendido al fin lo que debía hacer.
-Perfectamente- contestó el obispo-. Ha conseguido usted que presente su
dimisión. pero le reto a que le reemplace con un hombre de su valer. Quiero dar a
usted ocasión de apreciar lo mucho que aquel hombre vale, y para ello, voy a decirle
que mañana le espero a comer.
Quiso el vicario general hacer algunas indicaciones sobre la persona que habría
de reemplazar al rector dimisionario, pero el prelado, poco dispuesto a hablar de
asuntos, le interrumpió diciendo:
-Antes de pensar en el que ha de venir, procuremos averiguar cómo y por qué nos
deja el que se va. Haga usted entrar al seminarista, que la verdad solemos encontrarla
mejor en la boca de los jóvenes que en las de los viejos.
Fue llamado Julián, quien entró pensando que iba a encontrarse entre dos
inquisidores. Diremos de paso que nunca se encentró tan valiente como en aquella
ocasión.
El prelado, antes de hablar del rector, creyó conveniente interrogar a Julián sobre
sus estudios. Habló un poco de dogma, y quedó maravillado de las respuestas del
estudiante; pasó luego a tratar de Virgilio, de Horacio, de Cicerón. Julián se acordó de
que los tales autores le habían valido el número 198 en el examen definitivo de fin de
curso, pero pensó también que nada tenía que perder y resolvió contestar con cuanta
brillantez le fuese posible. Triunfó: el prelado, que era excelente humanista, quedó
encantado.
En el banquete de la Prefectura, una joven, que comenzaba a hacerse célebre,
había recitado el poema de la Magdalena. Esta circunstancia despertó en el dignatario
de la Iglesia el deseo de hablar de literatura, y muy pronto dejó de acordarse del
rector del seminario y de los negocios, para engolfarse con el seminarista en la
discusión de si Horacio fue rico
o pobre. Citó el prelado muchas odas, pero a veces su memoria no respondía a sus
deseos, y entonces Julián recitaba la oda entera con modesta expresión. Una cosa,
sobre todo, llamaba la atención del obispo: Julián mantenía invariablemente el tono
de la conversación; recitaba de corrido veinte o treinta versos latinos como si hubiese
estado refiriendo lo que pasaba en el seminario. Se habló largo rato de Virgilio y de

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Cicerón, y, al fin, el prelado felicitó efusivamente al joven seminarista.
-Es imposible estudiar con mayor aprovechamiento- dijo.
-Señor- respondió Julián-, en su seminario no es difícil hallar ciento noventa y
siete estudiantes más dignos que yo de la alta aprobación de Vuestra Excelencia.
-¡Cómo!- exclamó el prelado-. ¡Imposible!
-Apoyaré lo que acabo de tener el honor de manifestar en un prueba oficial, señor.
En los exámenes de fin de curso, a las respuestas que di sobre las materias que en este
momento me han valido la aprobación de Vuestra Excelencia, debí el ser clasificado
en el lugar 198.
-¡Ah... comprendo!- exclamó el obispo riendo y mirando al vicario general-. Este
es el Benjamín de rector... debimos adivinarlo... ..pero no importa: la guerra es leal.
Dime, amigo mío: ¿verdad que te han despertado para enviarte aquí?
-Sí, señor. Hasta hoy, una sola vez en mi vida había salido del seminario: el día de
Corpus, que me enviaron a la catedral para ayudar al señor maestro de ceremonias.
-¡Optime!- dijo el obispo-. Luego fuiste tú quien diste prueba tan brillante de
valor colocando los grupos de plumas sobre el baldaquino ¡Muy bien! Tiemblo todos
los años al llegar ese día porque temo que la colocación de las plumas cueste la vida a
algún hombre. Amigo mío... tú llegarás; pero no quiero, mientras avanzas en tu
carrera, que será brillante, hacerte morir de hambre.
Previa una orden del obispo, trajeron bizcochos y vino de Málaga, a los que
Julián hizo honor, bien que no tanto como el vicario general, para quien no era un
secreto que su obispo gustaba de ver comer bien y con alegría.
El prelado, cada vez más contento comenzó a hablar de su historia eclesiástica, y
vio que Julián no lo comprendía. Pasó entonces a discurrir sobre el estado moral del
Imperio Romano bajo los emperadores del tiempo de Constantino, haciendo observar
que el fin del paganismo vino acompañado de ese estado especial de inquietud y de
dudas que en el siglo XIX corroe a las almas tristes y hastiadas. El obispo se
convenció de que Julián ignoraba casi que hubiese vivido en el mundo un hombre
llamado Tácito.
-Señor- respondió candorosamente Julián-, ese autor no figura en la biblioteca del
seminario.
-De lo que me alegro mucho- replicó el prelado-, porque esa circunstancia pone
fin a mis apuros. Hace diez minutos que vengo pensando cómo podré pagarte la
velada deliciosa que me has procurado, por cierto de una manera bien imprevista. No
esperaba yo encontrar un doctor bajo el hábito de un seminarista. Quizá no sea muy
canónico el regalo, pero esta consideración no ha de impedir que te regale un Tácito.
El prelado mandó traer ocho tomos, lujosamente encuadernados, y llevó su
amabilidad hasta el extremo de escribir en el primero una dedicatoria a Julián Sorel.
Seguidamente, con tono serio que ponía fin a la conversación, dijo:

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-Joven: si eres prudente, tuyo será un día el mejor curato de mi diócesis, que no
distará cien leguas, ni mucho menos, de mi palacio episcopal: mas, para ello, será
preciso que seas prudente.
Julián cargado con sus ocho libros, salió del palacio a medianoche. Iba encantado
y admirado de la exquisita finura del obispo. Nunca pensó que pudiese haber quien, a
una urbanidad de formas tan refinadas, uniese una expresión de dignidad tan natural.
El contraste resaltó más cuando se encontró frente al severo rector, que le esperaba
con impaciencia.
-Quid tibi dixerunt? (¿Qué te han dicho?)- preguntó con voz potente, no bien le
vio.
Como Julián tropezase alguna otra vez al intentar traducir al latín el discurso del
obispo, dijo el rector con tono duro:
-Habla en francés, y repíteme textualmente las palabras del prelado, sin añadir ni
quitar nada.
Eran las dos de la madrugada cuando indicó a Julián que podía reanudar su sueño.
-¡Extraño regalo de un obispo a un seminarista!- exclamó examinando el lujoso
Tácito, cuyos cantos dorados parecía como si le diesen horror-. Déjame el primer
tomo, el que tiene la dedicatoria del señor obispo. Luego que yo me vaya, esa primera
línea latina será tu pararrayos en el seminario.
-Erit tibi, fili mi, successor meus tamquam leo quaerens quem devoret. (Porque
para ti, hijo mío, será mi sucesor un león furioso que busca a quien devorar.)
A la mañana siguiente, Julián observó que sus camaradas le hablaban en forma
que hubo de llamarle la atención. Parecía natural que, siendo por todos conocida la
dimisión del rector, y pasando él por su favorito, le tratasen aquellos con despego, y
hasta con insolencia, pero, lejos de ser así, en los ojos de cuantos encontraba veía
respeto, simpatía. La explicación de lo que para nuestro héroe era un fenómeno vino
a dársela el joven seminarista de Verrières, quien le dijo riendo: Cornelii Taciti, opera
omnia. (Obras completas de Cornelio Tácito.)
Apenas pronunciadas estas palabras, todos, como a porfía, corrieron a felicitar a
Julián, no sólo por el magnífico regalo que del señor obispo había recibido, sino
también por la conversación de dos horas con que se había dignado honrarle, y de la
que se habían hecho públicos hasta los detalles más insignificantes. Las envidias
acabaron en aquel punto: le adularon descaradamente, y hasta el mismo Castañeda,
que el día anterior le hiciera objeto de sus insolencias, le tomó por el brazo y le invitó
a almorzar.
Diremos de paso que si las groserías e insolencias de sus camaradas habían hecho
sufrir mucho a Julián, sus bajas adulaciones le produjeron asco y ningún gusto.
Al mediodía, el rector se despidió de los seminaristas dirigiéndoles una alocución
severa.

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«¿Corréis tras los honores del mundo- les dijo-, tras las ventajas sociales, tras el
placer del mando, de burlarse de las leyes y de tratar a todos con insolencia? ¿O bien
deseáis la salvación eterna? Hasta los menos avisados pueden distinguir
perfectamente los dos caminos, con sólo tomarse la molestia de abrir los ojos. »
Apenas salió el rector, los estudiantes corrieron a la capilla, donde entonaron un
Te Deum. Nadie tomó en serio su dimisión; todos dieron por cierto y averiguado que
había sido destituido, pues nadie podía comprender que hubiese hombre capaz de
dimitir un cargo merced al cual podían conquistarse tantas y tan preciosas relaciones.
El ex rector tomó habitaciones en la mejor fonda de Besançon, y so pretexto de
negocios que no tenía, quiso pasar en ella dos días.
El obispo le invitó a comer. A los postres, llegó a palacio la inesperada nueva de
que el ex rector había sido nombrado cura párroco de N... magnífico curato distante
cuatro leguas de París. El buen prelado felicitó cordialmente al agraciado; vio en el
asunto un rasgo de ingenio que le puso de excelente humor y le hizo formar la más
alta opinión del talento del sacerdote. Diole un certificado encomiástico e impuso
silencio a su vicario general, que se permitía pronunciar frases de despecho
Aquella noche, el prelado llevó la noticia, y con ella la admiración al palacio de la
marquesa de Rubempré. Muchos y muy variados fueron los comentarios que hizo la
alta sociedad de Besançon, pues todo el mundo se perdía en conjeturas sobre la
significación de aquel favor extraordinario. Muchos veían al rector elevado a la
dignidad episcopal, y no faltaron quienes se permitieron reírse del empaque y actitud
orgullosa del vicario general.
Al día siguiente por la mañana las gentes seguían por las calles al señor Pirard y
los comerciantes salían a las puertas de sus tiendas par verle pasar. Había salido de la
fonda para visitar a los jueces que entendían en el pleito sostenido por el marqués de
la Mole, quienes, por primera vez, le recibieron con exquisita cortesía. El severo
jansenista, cuya indignación excitaba lo que estaba viendo, habló extensamente con
los abogados y salió para París. Tuvo la debilidad de decir a dos
o tres amigos de colegio, que le acompañaron hasta la carroza, cuyo lujo y
escudos nobiliarios no pudieron menos de admirar, que después de quince años de
trabajos salía de Besançon con quinientos veinte francos de economías. Aquellos
amigos le abrazaron llorando, mientras se decían para sus adentros:
-Nuestro amigo podía dispensarse de decirnos esta mentira, demasiado ridícula
para ser creída. No cabía en la cabeza de los seres vulgares, a quienes ciega la codicia
que el ex rector hubiese hablado con sinceridad.

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XXX
UN AMBICIOSO
No existe más que una sola nobleza
verdadera: el título de duque.Ser
marqués es ridículo, pero ante el
título de duque, todo el mundo
vuelve la cabeza.

EDINBURGH REVIEW

El marqués de la Mole recibió al señor Pirard con exquisita cortesanía, prescindiendo


en absoluto de esas maneras de gran señor que no por finas y correctas dejan de
parecer impertinentes a quien las comprende. Hubiera sido perder el tiempo, y el
marqués influía demasiado en los asuntos públicos para poder permitirse ese lujo.
Seis meses hacía que intrigaba con ardor para conseguir que el rey y la nación
aceptasen cierto ministerio que, por reconocimiento, le haría duque. A mayor
abundamiento, no cesaba de pedir a su ahogado de Besançon un estudio claro y
preciso sobre el pleito que sostenía en el Franco Condado, estudio que no llegaba
nunca. Verdad es que ningún abogado, por célebre que sea, puede hacer un estudio
claro de un asunto que no entiende. En cambio, el ex rector le suministró la
explicación apetecida en un escrito que no llenaba más que una hoja de papel.
Agotadas en menos de cinco minutos las frases de salutación y las preguntas de
fórmula sobre lo personal, dijo el marqués:
-Mi querido amigo, en medio de mi pretendida prosperidad, me falta tiempo para
ocuparme en dos cosas que, siendo de poca monta, tienen para mí bastante
importancia. Me refiero a mi familia y a mis negocios. Atiendo a la prosperidad de mi
casa, y atiendo a la satisfacción de mis placeres, que para mí son lo primero.
El señor Pirard se maravilló de que un anciano hablase con tanta franqueza de sus
placeres.
-Hay en París personas que trabajan, no lo dudo- continuó el marqués-; pero los
que trabajan viven en los quintos pisos. Me sucede que, en cuanto me acerco a un
hombre trabajador, baja del quinto piso al primero, su mujer quiere figurar, y se acabó
el trabajo, se acabaron todos los esfuerzos, excepto los encaminados a hacerse pasar
por hombre de mundo. Es el objetivo único de sus afanes desde que ven asegurado el
pan. Para defender mis pleitos, he tenido la suerte de encontrar abogados capaces de
matarse estudiando: anteayer se me murió uno de una enfermedad de pecho; pero

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para mis asuntos en general, no encuentro la perla que me hace falta. ¿Creerá usted
que hace ya tres años que renuncié a la esperanza de encontrar un hombre que,
mientras escribe una carta relacionada con negocios míos, tenga la dignación de
pensar en lo que está haciendo? Pero basta de prefacio. Le estimo a usted de veras,
aunque hoy le vea por vez primera, y me permitirá que añada que le quiero de veras.
¿Tiene inconveniente en ser mi secretario, con ocho mil francos de sueldo, o el doble,
si lo desea? Los dos saldremos beneficiados, se lo aseguro; pero por si algún día no
nos conviniéramos mutuamente, me comprometo a conservarle siempre su hermoso
curato.
No aceptó el ex rector, pero, hacia el final de la conversación, los apuros en que
veía al marqués le sugirieron una idea.
-Dejé en el seminario a un pobre joven que, o mucho me engaño, o será víctima
de rudas persecuciones- dijo-. No sabe hoy más que latín y Sagrada Escritura; pero es
seguro que un día desplegará su talento, sea en la predicación, sea dirigiendo las
almas. Ignoro lo que hará; pero arde en su alma el fuego del talento, y desde luego
aseguro que puede llegar muy lejos. Mi intención era darlo a nuestro obispo, si algún
día somos regidos por uno que sea de la manera de pensar de usted en lo que se
refiere a los hombres y a los asuntos.
-¿Quién es ese joven?-preguntó el marqués.
-Dicen que es hijo de un pobre aserrador de nuestras montañas, pero más bien
creo yo que debe ser hijo natural de algún hombre rico y distinguido. Lo digo porque
no hace muchos días recibió una carta anónima, o seudónima, que encerraba una letra
de cambio de quinientos francos.
-¡Ah, ya!- exclamó el marqués-. ¡Entonces es Julián Sorel!
-¿Cómo sabe usted su nombre?- Preguntó el ex rector, estupefacto.
-Es mi secreto- contestó el marqués.
-Podía usted nombrarle su secretario. Tiene energía y talento. Poco se perdería
con hacer la prueba.
-¡Que me place!- contestó el marqués-. ¿Pero me responde usted de que no me lo
convertirán las dádivas del prefecto de policía, o cualquier otro, en espía de lo que
pase en mi casa?
En vista de los informes del ex rector, el marqués tomó un billete de mil francos,
que entregó a su interlocutor, diciendo:
-Envíelo a Julián Sorel para gastos de viaje, y dígale que venga cuanto antes.
-¡Cómo se conoce que vive usted en París, y que, no conoce la tiranía que pesa
sobre los desgraciados que vivimos en provincias- contestó el señor Pirard-. Tenga
usted por seguro que no dejarán salir a Julián, que buscarán y encontrarán pretextos
especiosos, que contestarán que está enfermo, o las cartas sufrirán extravíos...
-Haré que el ministro escriba a obispo- replicó el marques.

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-Olvidaba hacerle una advertencia: nada conseguirá usted de nuestro joven si
hiere su orgullo, pues, es altivo, no obstante lo bajo de su cuna.
-Mejor que mejor. Haré que sea el camarada de mi hijo.
Algunos días después, Julián recibió una carta cuya letra no conocía, y que
procedía de Chalon. Decíanle que se pusiese inmediatamente en viaje para París, a
cuyo efecto le incluían una letra contra un comerciante de Besançon. La firma de la
carta era supuesta, pero al abrirla Julián, sintió un estremecimiento, de la carta había
caído una hoja del árbol, que era la señal convenida con el ex rector señor Pirard.
Apenas leída la carta, era llamado Julián al palacio episcopal, donde le recibía el
prelado con bondad paternal. Entre cita y cita de Horacio, el señor obispo le habló de
los altos destinos que le esperaban en París, le felicitó de paso, y concluyó
indicándole que le diera explicaciones, sobre las causas de su fortuna. Nada pudo
decir Julián, sencillamente porque nada sabía. La consideración, con que le trató el
prelado subió de punto. Uno de los familiares del obispo escribió a la alcaldía, de
donde trajeron sin tardanza un pasaporte firmado y con el nombre del viajero en
blanco.
Aquella misma noche visitaba Julián a su amigo Fouqué, quien dio muestra de
mayor admiración que de contento por el porvenir brillante que al parecer esperaba a
su amigo.
-El final de todo esto- le dijo el negociante en maderas-será conferirte un cargo
oficial que te obligará a hacer cosas que censurarán con acritud los periódicos.
Entonces sabré de ti con frecuencia, pero probablemente las noticias, en vez de
producirme alegría, me llenarán de vergüenza. Yo quisiera que te convencieses de
que, hasta bajo el aspecto financiero, es mil veces preferible ganar cien luises
comerciando en madera, que recibir cuatro mil francos de un Gobierno, aunque sea el
del rey Salomón.
En las palabras de su amigo no vio Julián más que el resultado de la pequeñez de
espíritu propia de los rústicos. Al fin iba a entrar en el escenario de las grandes cosas
la dicha de ir a París, que él creía poblado por personas de talento, muy intrigantes,
muy hipócritas, pero más finas aún que el obispo de Besançon, le encantaba.
Al día siguiente, al mediodía, llegaba a Verrières rebosando júbilo, porque
pensaba volver a ver a la señora de Rênal. Ante todo, se dirigió a la casa de su
protector, el cura señor Chélan, quien le recibió con extraña severidad.
-¿Crees deberme algo?- le contestó el cura, sin contestar siquiera su saludo-. Pues
vas a almorzar conmigo, te buscarán otro caballo mientras estamos en la mesa, y
saldrás acto seguido de Verrières, sin ver a nadie.
-Obedeceré- contestó Julián.
Terminado el almuerzo, montó a caballo e hizo una legua de camino, es decir,
llegó hasta los linderos de un bosque, donde, después de observar que nadie le veía,

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se internó. A puestas de sol despidió el caballo. Más tarde entró en la cabaña de un
labriego, quien accedió a venderle una escalera y a llevársela hasta el bosquecillo que
domina el Paseo de la Felicidad de Verrières.
La noche estaba muy oscura. Hacia la una de la madrugada, Julián, después de
despedir al labriego, entro en Verrières cargado con su escalera. Lo más rápidamente
que le fue posible bajó al lecho del torrente que atraviesa los jardines del señor Rênal
a una profundidad de diez pies y entre dos muros. Sin dificultad subió nuestro héroe
utilizando la escalera. Lo único que le inspiraba aprensión eran los perros, que, en
efecto, ladraron furiosos y llegaron corriendo hasta él, pero les silbó, fue reconocido
por los animales, y, lejos de seguir ladrando, acudieron a acariciarle.
Escalando entonces terraza tras terraza, era lo más sencillo del mundo llegar hasta
el pie de la ventana de la habitación donde dormía la señora de Rênal, ventana que,
por la parte del jardín, no se eleva más de ocho o diez pies del suelo.
Las maderas tenían una pequeña abertura en forma de corazón que Julián conocía
demasiado bien, pero con gran contrariedad de aquel, la abertura no dejaba pasar ni
un hilo de luz del interior.
-¡Diablo, diablo!- se dijo nuestro protagonista-. ¿No dormirá en esta habitación la
señora de Rênal? ¿Qué habitación ocupará? Que la familia está en Verrières, no
puedo dudarlo, pues no habría encontrado los perros sueltos si aquella estuviese
fuera: pero si entro a obscuras en esta habitación, quién sabe si me encontraré con el
señor Rênal o con cualquier persona desconocida, en cuyo caso se armaría un
escándalo tremendo.
Lo más prudente hubiese sido retirarse, pero sólo el pensarlo horrorizó a Julián.
-Si me encuentro con una persona desconocida, me salvaré saltando por la
ventana y abandonando la escalera; pero si es ella... ¿cómo me recibirá? Dicen que se
ha arrepentido, que se ha entregado a una devoción exagerada, y creo que dicen
verdad; pero no me ha olvidado, conserva mi recuerdo, puesto que me escribió hace
muy pocos días...
¡Nada, nada! ¡Llamaré!
Temblando, pero resuelto a perecer o a verla, tiró algunas piedrecitas contra la
ventana: nadie respondió. Apoyó sobre las maderas de aquella el extremo de la
escalera, y golpeó, con suavidad primero, más fuerte luego, sin que el nuevo recurso
diera resultado.
-Si esta habitación está ocupada por alguien- pensó Julián-, quienquiera que la
ocupe está despierto a estas horas; de consiguiente, no debo preocuparme de la
persona que ahí duerma, y sí únicamente de las que ocupen las demás habitaciones.
Resuelto a todo, preparó la escalera, subió, pasó la mano por la abertura de forma
de corazón, tuvo la fortuna de encontrar en seguida la falleba, abrió sintiendo una
alegría sin límites, y adelantó la cabeza, diciendo con voz baja:

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-Un amigo.
Escuchó atento hasta convencerse de que nada turbaba el silencio profundo de la
estancia, y, después de reflexionar breves instantes, llamó más fuerte... ¡nada!
-Entraré, aun cuando haya de hacer pedazos los cristales!se dijo.
Continuó llamando, cada vez con mayor fuerza. Al fin creyó divisar algo como
una sombra blanca que atravesaba la habitación y avanzaba con paso lento hacia la
ventana... ¡Sí... no había duda! Una cara se apoyó contra el cristal.
Julián tuvo un momento de aprensión. Tan negra era la noche, que no podía
distinguir si la cara- que tan cerca tenía era la de la señora de Rênal.
-Soy yo... un amigo- repetía sin cesar.
El fantasma blanco, lejos de contestar, desapareció bruscamente.
-¡Por Dios, abre! ¡Soy yo... necesito hablarte! ¡sufro mucho!
Oyóse un ruido seco: Julián empujó el marco de los cristales y entró en la
habitación.
Huía el fantasma blanco, pero Julián le alcanzó. Era una mujer... era la señora de
Rênal. Nuestro héroe la estrechó entre sus brazos... ella temblaba y carecía de fuerzas
para rechazar a su amante.
-¿Qué busca usted aquí, desgraciado?
Con dificultad pudo la señora de Rênal articular las palabras que dejamos
copiadas, en las cuales vio Julián el acento de la indignación más viva.
-Vengo a verte, después de catorce meses de cruel separación.
-¡Salga usted inmediatamente de aquí...! ¡Ah, señor Chélan...! ¿Por qué me
impidió usted que le escribiera? ¡Mi carta habría prevenido este horror! ¡Estoy
arrepentida de mi crimen!- repuso, rechazando a Julián con vigor extraordinario-.
¡Dios, en su infinita misericordia, se ha dignado iluminarme!... ¡ Salga usted...
huya lejos... muy lejos!
-Después de haber apurado el amargor de catorce meses de desventuras, no seré
yo quien me vaya sin hablarte antes. Quiero saber todo lo que has hecho... el amor
inmenso que te profeso bien merece esta confianza... ¡Sí! Quiero saberlo todo.
El tono de autoridad que Julián supo poner en sus palabras hizo impresión en el
alma de la señora de Rênal. Julián la abrazaba con pasión e impedía a viva fuerza que
escapase de sus brazos.
-Voy a subir la escalera- repuso nuestro héroe- a fin de que no nos comprometa si
algún criado tiene el capricho de darse una vueltecita por el jardín.
-¡No... al contrario... salga usted de aquí, salga inmediatamente!- replicó la dama
con cólera ¿Qué me importan los hombres? ¡Es Dios quien presencia la espantosa
escena presente, quien me castigará con rigor! ¡Abusa usted villanamente del
sentimiento que en otro tiempo me inspiró, y que hoy, gracias a Dios, no existe ya!
¿Pero no me oye usted, caballero?- preguntó, viendo que Julián, lejos de hacerle caso,

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subía la escalera poco a poco para evitar ruido.
-¿Está en casa tu marido?
-¡Por favor, váyase usted, o llamo a mi marido! No he debido abrir los cristales, y
no los habría abierto si usted no me inspirase lástima.
Estas palabras tenían por objeto herir el orgullo de Julián, que era su sentimiento
más irritable. No lo consiguió; antes al contrario: los transpostes amorosos de aquel
llegaron hasta el delirio.
-¿Será posible que no me ames ya?- exclamó Julián, con ese acento que brota del
corazón-. ¡No... no lo creo... no puedo creerlo!
No contestó ella.
Julián lloraba amargamente; con dificultad lograba articular las palabras.
-¡Me ha olvidado también el único ser que me amó en este mundo...!- continuó
con voz desgarradora-. ¿Para qué quiero la vida? ¡No... no seré yo quien soporte lo
que sería carga demasiado pesada!...
Lloró largo rato sin decir palabra, al fin, tomó la mano de la señora de Rênal, que
ésta intentó retirar, y que abandonó al cabo de algunos segundos de movimientos
convulsivos. La obscuridad era completa. Se encontraban uno junto a otro, sentados
ambos sobre la cama de la señora de Rênal.
-¿Quieres hacerme el favor de decirme lo que te ha sucedido, lo que has hecho
durante el eterno tiempo de nuestra separación?- insistió Julián con voz entrecortada.
-Cuando usted se fue- contestó la señora de Rênal con dureza extremada-, parece
que mis extravíos eran demasiado conocidos en la población. ¡No me admira!
¡Siempre pecó usted de imprudente! Algún tiempo después, cuando mi desesperación
era mayor, recibí la visita del señor Chélan, quien puso gran empeño en que yo
hiciera una confesión en regla. No lo consiguió. Un día tuvo la feliz idea de llevarme
a la iglesia de Dijon, donde hice mi primera comunión. Yo no quería confesar mi
crimen... fue él quien me habló... ¡Qué vergüenza! ¡Todo lo confesé!... Aquel santo
varón tuvo piedad de mí... no quiso abrumarme bajo el peso de su indignación... más
afligido estaba él que yo. Por aquellos días, escribía yo todas las noches cartas para
usted, que luego no me atrevía a enviarle; las escondía cuidadosamente, y cuando mi
aflicción era mayor, me encerraba en mi habitación, las leía, y me consolaba. El señor
Chélan consiguió que se las entregase. Hubo algunas, precisamente las más
imprudentes, que las envié a usted, pero no recibí contestación.
-¡Te juro que no he recibido una sola carta tuya mientras estuve en el seminario!
-¡Las interceptaban, Dios santo! ¿A qué manos habrán ido a parar?
-Mi dolor era inmenso: hasta el día que te vi en la catedral ignoraba si vivías o si
habías muerto.
-Dios me concedió la gracia de hacerme ver la gravedad inmensa del pecado que
cometía contra El, contra mis hijos, contra mi marido... ¡No había sido amada nunca

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como creía entonces que me amaba usted!
Julián se precipitó en brazos de la señora de Rênal, en realidad sin intención
alguna, fuera de sí, pero fue rechazado con vigor. Su interlocutora prosiguió así:
-Mi respetable amigo el señor Chélan me hizo comprender que, al casarme con
mi marido, hice a éste dueño de todos mis afectos, incluso de los que no conocía, de
los que no había experimentado hasta que contraje con usted unas relaciones que hoy
me espantan. Desde que hice el sacrificio de las cartas, sacrificio grande y costoso,
porque me eran muy queridas, hase deslizado mi vida, si no feliz, tranquila al menos.
¡No venga usted a turbarla de nuevo!... ¡Sea para mi un amigo, el mejor de mis
amigos!
Julián cubrió sus manos de besos... y de lágrimas.
-¡No llore usted, amigo mío! ¡No llore, que sus lágrimas me destrozan el alma!
Cuénteme ahora lo que usted ha hecho. Quiero saber la vida que hacía en el
seminario. Luego que me la cuente, se irá usted.
Julián, sin darse cuenta de lo que decía, habló de las intrigas y envidias que
fueron su tormento en la primera etapa de su estancia en el seminario, y la
tranquilidad relativa de que disfrutó desde que le elevaron al cargo de profesor
suplente.
-Entonces fue cuando tú- añadió Julián-, tras un largo silencio cuyo objeto era
hacerme comprender lo que con toda claridad veo ahora, dejaste de amarme, llenaste
con indiferencia el hueco que antes concedías a mi cariño. Entonces fue cuando me
enviaste aquellos quinientos francos...
-¡No es cierto!- replicó la señora de Rênal.
-Los incluiste en una carta firmada con el nombre de Pablo Sorel, a fin de evitar
suposiciones y alejar sospechas.
Sobrevino una pequeña discusión a propósito del origen probable de aquella
carta. La posición moral varió en absoluto. Sin darse de ello cuenta, la señora de
Rênal cesó de hablar con entonación solemne para adoptar la de la amistad. No se
veían, pero el tono de su voz lo decía todo. Julián pasó el brazo alrededor de la
cintura de su antigua amante, movimiento que no dejaba de ser peligroso. Intentó ella
separarse del brazo de Julián, quien, con habilidad diabólica, supo en aquel punto dar
a su relato un interés especial que absorbió por completo la atención de su oyente. El
brazo continuó sujetando la cintura.
Al cabo de muchas conjeturas sobre el origen de la carta y de los quinientos
francos, Julián reanudó su relato. Poco a poco se fue adueñando de sí mismo,
hablando de su vida pasada que, con relación a lo que en aquellos instantes le
sucedía, le interesaba, a decir verdad, muy poco, porque sus facultades todas las
concentraba en el pensamiento probable del desenlace que su visita tendría.
Pensaba nuestro héroe que si salía de allí sin conseguir nada, llevaría consigo un

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remordimiento, el remordimiento de la derrota, que le torturaría durante toda su vida,
que nunca más volvería a tener noticias de aquella mujer, y estas ideas aventaron los
vestigios de nobleza que quedaban en el corazón de Julián. Sentado junto a su
adorada, teniéndola entre sus brazos, y hallándose en la estancia donde tantas veces
apurara la copa de la dicha, observó, no obstante la obscuridad reinante, que la señora
de Rênal lloraba, y el descubrimiento le trocó en político frío y calculador. Con
astuta: deliberación prolongó considerablemente su relato y retrató con vivos colores
las desventuras que amargaron su vida desde que salió de Verrières para encerrarse en
el seminario. Redoblaron los sollozos de su oyente al pensar que Julián, después de
un año de ausencia, no tenía pensamiento más que para los días felices que pasó en
Vergy, al paso que ella le había olvidado por completo, y Julián, que tenía plena
conciencia de las ventajas que iba conquistando, resolvió tentar el último recurso.
-He recibido una carta de París, que me ha decidido a despedirme del señor
obispo- dijo de pronto.
-¡Cómo! ¿No vuelve usted a Besançon? ¿Nos deja usted para siempre?
-Sí- contestó Julián con tono de resolución- Abandono para siempre un país
donde he sido olvidado hasta por el único ser que he amado en mi vida, y le
abandono para no volver más. Voy a París.
-¡A París!- exclamó la señora de Rênal.
Las lágrimas ahogaron su voz.
-Sí, señora- contestó Julián con voz solemne-. Voy a París, me despido de usted
para siempre. ¡Adiós!... ¡Quiera el Cielo hacerla muy dichosa!
Dio algunos pasos hacia la ventana, se disponía ya a abrirla, cuando la señora de
Rênal, vencida, dominada, saltó de la cama y se precipitó en sus brazos.
Después de tres horas de controversia, obtuvo Julián lo que con tanta pasión
anhelaba. Si el retorno a los sentimientos de ternura, el eclipse de los remordimientos,
el triunfo de Julián, en una palabra, hubiese sobrevenido algunos momentos antes,
habría venido acompañado de una dicha inefable, pero desde el momento que fue
debido a la astucia, sólo placer efímero produjo a nuestro héroe. Contra las
resistencias de su amante, quiso éste encender luz.
-¿Quieres que no quede en mí recuerdo alguno de esta entrevista?- decía-. ¿No he
de tener el placer de contemplar el amor que brilla en tus hermosos ojos? ¡Piensa que
vamos a separarnos para mucho tiempo, tal vez!
Cedió la señora de Rênal, falta de fuerzas para rehusar un favor que se le pedía
con palabras que la hacían derramar lágrimas.
La aurora comenzó a desperezarse; sus resplandores dibujaban ya los contornos
de los abetos que coronaban la montaña oriental de Verrières, y Julián, lejos de pensar
en irse, pidió a la señora de Rênal que le permitiese pasar el día escondido en su
habitación, para no marcharse hasta la madrugada siguiente.

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-¿Por qué no?- contestó ella-. Esta recaída fatal me arrebata lo poco que de mi
estimación propia me quedaba, labra mi eterna desventura. Mi marido no es el mismo
de antes, tiene sospechas y me las demuestra. Si oye un ruido cualquiera, estoy
perdida, porque me arrojará ignominiosamente de casa, como en realidad merezco.
-¡No me habrías hablado como me hablas antes de mi marcha al seminario!-
exclamó Julián con amargura en la voz-. ¡Entonces me amabas!...
La sangre fría de Julián tuvo inmediatamente su recompensa, pues su amante
olvidando súbitamente el peligro que la presencia de su marido entrañaba para ella,
no tuvo pensamiento más que para el otro peligro, para ella mil veces mayor, de ver
que Julián dudaba de su amor.
Avanzada con rapidez el día, inundando de luz la estancia: Julián vio satisfechas
todas las voluptuosidades del orgullo al contemplar entre sus brazos y hasta a sus
pies, a aquella mujer encantadora, la única que él había amado, la que, horas antes,
gemía bajo el temor a la venganza de un Dios terrible y parecía no sentir otro amor
que el de sus deberes. Resoluciones fortificadas con un año de constancia se
desplomaron reducidas a polvo a los golpes de su astucia y su decisión.
Pronto comenzaron a oírse ruidos en la casa, cosa en que hasta entonces no había
pensado siquiera la señora de Rênal.
-Elisa no tardará en entrar aquí- dijo la infeliz, profundamente conturbada-. ¿Qué
hacemos de esa escalera? ¿Dónde la escondemos ¡Ah!...- exclamó de pronto-. Voy a
subirla al granero.
-Pero para ello tendrás que pasar por la habitación del criado- objetó Julián.
-Sí; pero dejar la escalera en el pasillo, llamaré al criado, y le daré un encargo
cualquiera que le aleje.
-Lleva preparada alguna explicación, por si el criado, al pasar por el corredor, ve
la escalera.
-La llevaré, ángel mío... Y tú, piensa en esconderte con presteza debajo de la
cama, si durante mi ausencia entra aquí Elisa.
El júbilo que animaba a la señora de Rênal no pudo menos de admirar a Julián.
-La proximidad del peligro material -se dijo-, lejos de turbarla, le devuelve la
alegría, porque ha olvidado sus remordimientos: ésa es la explicación del fenómeno...
¡Mujer verdaderamente superior!... ¡Qué gloria reinar en un corazón como ése!...
La señora de Rênal tomó la escalera, en realidad demasiado pesada para sus
fuerzas. Iba a ayudarla Julián, admirando aquel talle elegante y esbelto no formado
para hacer ejercicios de fuerza, cuando vio con sorpresa que su adorada tomaba la
escalera y la levantaba con tanta facilidad como si fuese una silla. Con paso rápido la
subió hasta el tercer piso, dejándola tendida a lo largo del muro del pasillo. Llamó
entonces al criado y subió al palomar mientras aquel se vestía. Cuando bajó, cinco
minutos después, la escalera había desaparecido. ¿Quién se la había llevado?

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¿Adónde? Poco caso habría hecho del peligro si Julián se hubiera encontrado fuera de
la casa, pero escondido como estaba en su alcoba, si su marido llegaba a ver la
escalera, las consecuencias podían ser terribles. Desolada, buscó por todas partes, y al
fin encontró la escalera en el desván, donde el criado la había llevado y escondido.
Esta circunstancia última no dejaba de ser extraña, y hasta en cierto modo alarmante,
pero la señora de Rênal no se alarmó.
-¿Que me importa lo que pueda suceder dentro de veinticuatro horas, cuando
Julián se haya ido?- pensó-. ¿Por ventura hay algo peor que los remordimientos?
Momentos después decía a Julián, refiriéndole el incidente de la escalera,
-¿Qué contestaré a mi marido si el criado le dice que ha encontrado en casa una
escalera? No creas, empero, que el suceso me preocupe gran cosa: por grande que sea
su actividad, tardarán por lo menos veinticuatro horas en encontrar al campesino que
te la vendió... ¡Ah!- exclamó, arrojándose en brazos de Julián, y estrechando a éste
con movimientos convulsivos.-. ¡Qué dicha morir así!... Lo que no quiero es que
mueras de hambre- añadió riendo-. Ven; te esconderé en la habitación que ocupó mi
prima la señora Derville, que está siempre cerrada con llave... ¡Entra! ¡Así! Pero
cuidado con abrir, aunque llamen- dijo cerrando con llave la puerta-. Por supuesto,
que nadie ha de llamar, como no sean mis hijos jugando.
-Mándales que vayan a jugar al jardín, debajo de la ventana de esta habitación,
para proporcionarme el placer de verlos y de oírles hablar- dijo Julián.
-Sí, sí; lo haré- contestó la señora de Rênal alejándose.
No tardó en volver con naranjas, bizcochos y una botella de vino de Málaga. Le
había sido imposible tomar pan.
-¿Qué hace tu marido?- preguntó Julián.
-Está en su despacho.
Eran las ocho de la mañana y todo el mundo estaba en movimiento en la casa. Si
no hubiesen visto a la señora, seguramente la habrían buscado por todas partes, por
cuyo motivo, no tuvo aquella más remedio que dejar solo a Julián. Volvió muy en
breve, sorda a la voz de la prudencia, para traerle una taza de café. Después del
desayuno, hizo que sus hijos fueran a jugar debajo de la ventana del cuarto de la
señora Derville. Julián observó que habían crecido mucho... y variado también
mucho. Les habló su madre de Julián; el mayor contestó con frases que probaban que
no había olvidado a su antiguo preceptor, pero los dos menores apenas si le
recordaban ya.
El señor Rênal no salió aquella mañana de casa, y de consiguiente, su señora no
pudo dedicar un momento al prisionero hasta después de comer. Ocurriósele, al
levantarse de la mesa, la imprudente idea de llevarle un plato de sopa, y cuando se
acercaba sin ruido a la puerta de la habitación que aquel ocupaba, llevando con
precaución el plato, tropezó de manos a boca con el criado que aquella mañana retiró

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la escalera. El criado caminaba también sin ruido y escuchando, circunstancia que
parecía indicar que Julián habría cometido alguna imprudencia. Aquel se alejó como
confuso, y la señora entró resueltamente y sin muestras de temor en la estancia.
Julián se estremeció.
-¡Tienes miedo!- le dijo ella-. Yo, en cambio, desafiaría todos los peligros de la
tierra sin pestañear. Sólo, una cosa me espanta, y es el quedarme sola después que tú
te vayas.
Dichas estas palabras, se fue corriendo.
-¡Ah!- exclamó Julián-. ¡Para esa alma sublime, el único peligro digno de ser
tenido en cuenta son los remordimientos!
Llegó la noche.
El señor Rênal se fue al casino. Su mujer, pretextando una jaqueca horrorosa, se
retiró a su habitación, despidió inmediatamente a Elisa, y se levantó para ir a librar de
su encierro a Julián.
Le encontró medio muerto de hambre. Apenada, corrió a la despensa para traerle
pan. Segundos después oyó Julián un grito. La señora de Rênal, al regresar, le refirió
que, habiendo entrado sin luz en la despensa, aproximóse a la alacena donde estaba el
pan, y al extender la mano, topó con un brazo de
mujer. Era Elisa la que lanzó el grito que oyó Julián.
-¿Qué hacía allí?- preguntó Julián.
-Robaba dulces, si es que no me estaba acechando- contestó la señora de Rênal
con indiferencia absoluta-. He encontrado una empanada y un pan.
-¿Qué llevas ahí?- interrogó Julián, indicando los bolsillos del delantal.
Había olvidado la señora de Rênal que, en la mesa, durante la comida, llenó de
pan sus bolsillos.
Julián la estrechó entre sus brazos con apasionamiento: jamás la había encontrado
tan encantadora. Admiraba en ella el atolondramiento, la torpeza propia de las
mujeres no habituadas a semejante clase de aventuras, y al mismo tiempo el valor, la
resolución de quien no teme más que los peligros de índole sobrenatural.
Cenaba Julián con muestras de gran apetito, y su amante le daba broma sobre lo
frugal de su cena, cuando sacudieron con fuerza la puerta de la habitación. Era el
señor Rênal.
-¿Por qué te has encerrado?- gritó el marido con mal talante.
Julián apenas si había tenido tiempo de esconderse debajo de un sofá.
-¿Cómo?- exclamó, luego que le fue franqueada la puerta-. ¡Vestida, cenando y
cerrada con llave por dentro!
Estas palabras, pronunciadas con toda la sequedad conyugal, hubiesen conturbado
profundamente a la señora de Rênal, pero la conciencia del peligro centuplicó su
valor; el peligro era gravísimo, pues bastaba que su marido se hubiese inclinado un

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poco para que viera a Julián, porque cabalmente aquel se había sentado en una silla
colocada frente al sofá bajo el cual estaba tendido el joven.
La jaqueca sirvió de pretexto para todo. Mientras el marido refería con lujo de
palabras todos los incidentes de la partida de billar que había jugado y ganado en el
casino, su mujer vio sobre una silla, a tres pasos de distancia, el sombrero de Julián.
El descubrimiento, que parecía que debió anonadarle, aumentó su sangre fría. Con
tranquilidad maravillosa comenzó a desnudarse, colocóse a espaldas de su marido y
echó sus vestidos sobre el sombrero acusador.
Al fin se fue el señor Rênal.
Nuestra bella infiel rogó a su amante que le contase de nuevo la historia de su
vida en el seminario. Era la encarnación de la imprudencia; la conversación se
sostenía en voz alta, hasta que, a eso de las dos de la madrugada, un golpe violento,
descargado sobre la puerta, vino a interrumpir a los amantes.
-¡Abre en seguida!- gritó el señor Rênal, que era quien llamaba-. ¡Tenemos
ladrones en casa!... ¡Saint-Jean encontró esta mañana la escalera que utilizaron para
entrar!
-¡Estamos perdidos!- dijo la señora de Rênal, precipitándose en los brazos de
Julián-. ¡Viene a matarnos a los dos, y no en busca de los ladrones, que de sobra sabe
que no los hay en casa! ¡Moriré, pero en tus brazos!... ¡Qué dicha! ¡No creí que mi
vida desgraciada pudiera tener un término tan hermoso!
Ni se acordaba de su marido, que continuaba llamando con furia.
-¡Es preciso salvar a la madre de Estanislao!- replicó Julián con tono de
autoridad-. Voy a saltar por la ventana y a buscar mi salvación huyendo por el jardín.
No me dan miedo los perros, que me reconocieron cuando entré. Haz un paquete con
mis ropas, y tíralo al jardín cuando te sea posible. Deja que tu marido derribe la
puerta si es preciso, y sobre todo, no confieses, te lo prohíbo, que es preferible que
tenga sospechas a que abrigue certidumbres.
-¡Te matarás saltando!
Julián saltó por la ventana, mientras su amante escondía sus ropas, para abrir al
fin la puerta a su marido, que penetró en la estancia hirviendo en cólera. Sin hablar
palabra, practicó un registro minucioso, y desapareció. Su mujer entonces tiró las
ropas de Julián, quien las recogió y huyó con rapidez en dirección del río.
Mientras huía, silbó junto a sus oídos una bala y seguidamente rasgó una
detonación el silencio de la noche.
-No es el señor Rênal quien ha hecho el disparo- pensó Julián-. Tira muy mal para
enviarme la bala tan cerca.
Corrían los perros a su lado, pero sin ladrar. Un segundo disparo hirió en una pata
a uno de los perros, que comenzó a aullar dolorosamente. Julián saltó un muro,
recorrió una distancia de cincuenta o sesenta pasos perfectamente cubierto, y tomó

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luego distinta dirección. Un criado le descerrajó otro tiro, pero Julián consiguió ganar
el cauce del río Doubs, donde, se vistió tranquilamente.
Una hora después, se encontraba a una legua de distancia de Verrières, en la
carretera de Ginebra.
-Si tienen sospechas, me perseguirán por el camino de París- pensó el fugitivo.

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Libro segundo

No es bonita, no lleva colorete

SAINTE-BEUVE

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XXXI
LOS PLACERES DEL CAMPO
O rus, quando ego te aspiciam!

HORACIO

-¿Desea el señor tomar la diligencia-correo para París? preguntó a Julián el dueño de


la posada donde hizo aquel alto para almorzar.
-Sí; pero me es indiferente tomarla hoy o mañana- respondió Julián.
Llegó la diligencia y traía dos asientos desocupados.
-¡Hola! ¿Tú por aquí, mi querido Falcoz?- preguntó el viajero que llegaba de la
parte de Ginebra al que montó en la diligencia al mismo tiempo que Julián.
-Te creía vegetando por los alrededores de Lyón- contestó el llamado Falcoz-,
viviendo en un valle delicioso cerca del Ródano.
-Y no creías mal: allí estuve... y de allí huyo.
-¿Que huyes tú, Saint-Giraud? ¿Con esa carita de inocente, habrás cometido algún
crimen?- preguntó Falcoz, riendo.
-¡Palabra de honor que no huiría con mayor furia si lo hubiese cometido! Aquí me
tienes escapando horrorizado, de la vida de provincia. Me gusta como al que más
respirar el ambiente de los bosques, disfrutar de la tranquilidad campestre. Lo sabes
tan bien como yo, y hasta me has acusado más de una vez de romántico. Jamás quise
meterme en política, me hacía daño oír hablar de ella, y, sin embargo, es la política la
que me expulsa de mi retiro.
-¿Pero de qué partido eres tú?
-De ninguno; pero eso es precisamente lo que me pierde. Voy a hacerte un
resumen de mis opiniones políticas: me gusta la música, adoro la pintura, un buen
libro es para mí un acontecimiento. ¿Cuántos años más puedo vivir? ¿Quince, veinte,
treinta a lo sumo? Pues bien: creo firmemente que, dentro de treinta años, los
ministros serán más vivos, pero, poco más o menos, tan honrados como hoy. La
historia de Inglaterra es para mí el espejo que refleja nuestro porvenir: habrá siempre
reyes que querrán multiplicar sus prerrogativas, ambiciosos que removerán el cielo y
la tierra para ser diputados, y no se extinguirá nunca esa sed de gloria... y de oro, que
quitará el sueño a los pobres ricos de provincia. Para ellos, en esto consistirá ser
liberal y amante del pueblo. Hoy y siempre rabiarán los ultras por ser elevados a la
dignidad de gentiles hombres de Cámara, o por tener asiento en el Congreso. Cuantos
naveguen a bordo de la nave del Estado pretenderán dirigir las maniobras, porque es

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oficio que pagan bien, pero el simple pasajero no encontrará jamás un puesto
vacante...
-Al grano, al grano... ¿Son las elecciones últimas las que te echan de la provincia?
-Mi desgracia arranca de más lejos. Hace cuatro años, tenía cuarenta de edad y
quinientos mil francos de fortuna; hoy tengo cuatro años más de edad y cincuenta mil
francos probablemente de menos, porque estoy decidido a perderlos en la venta de mi
castillo de Montflueury, que ocupa una posición soberbia cerca del Ródano.
«En París, me cansaba horriblemente esa comedia perpetua que obliga a
representar lo que vosotros llamáis la civilización del siglo XIX. Tenía sed de
tranquilidad, sed de vida sencilla, y, para satisfacerla, compré unas propiedades
enclavadas entre las montañas próximas al Ródano, hermosas como puedan serlo las
más hermosas que tienen al cielo por bóveda.
»Durante los seis primeros meses, me hicieron la corte el cura del pueblo y la
turba de hidalguillos vecinos. Yo les daba de comer, pero les hice presente que había
huido de París para no hablar ni oír hablar de política, que no estaba suscrito a ningún
periódico, y que cuantas menos cartas me traía el cartero, tanto más contento estaba.
»Muy pronto llovieron sobre mí peticiones indiscretas. Mi intención era dar
doscientos o trescientos francos al año a los pobres, pero me los pidieron para las
asociaciones piadosas; me negué, y me insultaron de mil maneras. Cometí la solemne
tontería de darme por agraviado, y ya no pude salir por las mañanas para admirar la
hermosura de las montañas sin encontrar cosas desagradables que disipaban mis
dulces ensueños y me recordaban las malas artes de los hombres. En tiempo de
rogativas, suelen salir cantando en procesión para bendecir los campos: asistía yo a la
procesión, porque me gusta el canto, que a mi juicio es una melodía griega, pero mis
campos se quedaban sin bendición, porque, según las gentes, pertenecían a un impío.
Murió la vaca de una vieja piadosa, y dijeron que la causa de su muerte fue haber
pasado junto al estanque del impío (el impío soy yo), del filósofo llegado de París.
Ocho días después, encontré muertos todos mis peces: habían envenenado las aguas
del estanque con cal viva. Los chismes y los enredos de todas clases y formas
formaban espesa red en torno mío. El juez de paz, hombre honrado, pero tímido,
temiendo perder su puesto, falló siempre contra mí. La paz de los campos resultó para
mí un infierno.
Tan pronto como me vieron abandonado por el cura, y no apoyado por un capitán
retirado, que es el jefe de los liberales, cayeron sobre mí rojos y blancos, negros y
claros sin excepción de nadie, ni del albañil, a quien daba de comer hacía más de un
año, ni del carretero que pretendía estafarme impunemente reparando mis arados y
carretas.
»En mi deseo de tener algún apoyo y de salir triunfante en alguno de mis pleitos,
me hice liberal; pero llegaron las elecciones, me pidieron el voto...

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-¿Para algún desconocido?
-Al contrario: para un sujeto a quien conozco demasiado bien. Me negué a darlo...
¡horrible imprudencia! Inmediatamente cayeron también sobre mí los liberales,
haciendo mi situación intolerable. Creo que si a cualquiera se le hubiese ocurrido la
idea de acusarme de haber asesinado a mi criada, habrían salido cuarenta testigos, de
uno y otro partido, que hubiesen jurado que me habían visto cometer el crimen.
-Lo comprendo: quisiste vivir en el campo sin servir las pasiones de tus vecinos,
sin dar oídos siquiera a sus murmuraciones: fue un error...
-Que he reparado ya. Montfleury está en venta; estoy dispuesto a perder cincuenta
mil francos, y los pierdo contento a trueque de escapar de aquel infierno de
hipocresías y de ruindades. Voy a buscar la soledad y la paz campestre en el único
lugar donde es posible encontrarlas en Francia: en un cuarto piso con balcones a los
Campos Elíseos.
-Nada de eso te habría sucedido durante el imperio de Bonaparte- observó Falcoz.
-Podrá ser; pero si tanto valía, ¿cómo no supo defender su trono? Mis desventuras
de hoy a tu Bonaparte se las debo.
Redobló la atención de Julián. Había comprendido desde los comienzos de la
conversación que el bonapartista Falcoz era el amigo de la infancia del señor Rênal,
desairado por éste en 1816, y que el filósofo Saint-Giraud debía ser hermano o
pariente próximo del funcionario que poseía el secreto de hacerse adjudicar casas,
propiedad de los municipios, por muy poco dinero.
-Repito que tu Bonaparte es la causa de que un hombre honrado, inofensivo si los
hay, de cuarenta años de edad y dueño de una fortuna de quinientos mil francos, no
pueda vivir en paz en el campo.
-No hables mal del hombre que elevó a Francia a un nivel de gloria como nunca
lo ha ocupado, durante los trece años que reinó sobre ella. Entonces todo el mundo
obraba con nobleza y altura de miras.
-Tu emperador, que el diablo se lleve- replicó el de los cuarenta años y quinientos
mil francos-, sólo fue grande en los campos de batalla y cuando encauzó la Hacienda
en 1802. ¿Qué resultados dio su conducta posterior? Con sus chambelanes, su pompa
y sus recepciones en las Tullerías, ofreció al mundo una edición nueva de todas las
majaderías monárquicas. Corregida como estaba, habría podido durar la fundada por
él un siglo o dos más. Han querido los nobles volver a la antigua, pero les ha faltado
el pulso la fuerza necesaria para imponer al público.
-¡Hablas el lenguaje de los impresores!
-¿Quién me echa de mis propiedades?- replicó el impresor, con cólera-. Los curas,
a quienes Napoleón llamó con su concordato, en vez de tratarlos como trata el Estado
a los médicos, a los abogados, a los astrónomos, en quienes no ve más que
ciudadanos, sin importarle la industria merced a la cual ganan la vida. ¿Sufriríamos

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hoy gentiles hombres insolentes si tu Bonaparte no hubiese creado barones y condes?
No, porque la moda habría pasado ya. Después de los curas, han sido los nobles los
que más desazones me han causado, los que me obligaron a hacerme liberal.
Como Saint-Giraud repetía que era imposible vivir en provincias, Julián propuso
con timidez el ejemplo del señor Rênal.
-¡Pardiez, joven; es usted demasiado bueno!- replicó Falcoz-. El señor Rênal se
ha hecho martillo para no ser yunque, ¡y vive Dios que es un martillo de los que
pesan y hacen daño! Pero le estoy viendo eclipsado, anulado por Valenod... ¿Conoce
usted al canalla que acabo de nombrar? ¿Qué dirá su señor Rênal cuando se vea
destituido... y no tardará... y Valenod ocupe su puesto?
-Quedará a solas con sus faltas, que no son pocas- contestó Saint-Giraud- Veo que
conoce usted a Verrières, joven. Pues bien: Bonaparte, a quien Dios confunda, hizo
posible el reinado de los Rênal y de los Chélan, que a su vez trajeron el de los
Valenod y de los Maslon.
Esta conversación, de sombrío color político, llenó de asombro a Julián y le
distrajo de sus ensueños amorosos.
Fue muy poco sensible al primer aspecto de París visto desde lejos. Las ilusiones
que sobre su porvenir se hacía tenían que luchar contra el recuerdo todavía vivo de
las veinticuatro horas que acababa de pasar en Verrières. Hizo juramento de velar
siempre por los hijos de su amante y de abandonarlo todo, en caso necesario, para
protegerlos, si el advenimiento de la república traía consigo la persecución contra los
nobles.
Acordóse de la noche de su llegada a Verrières y se preguntaba qué habría
sucedido si, en el momento que apoyaba la escalera contra la ventana del dormitorio
de la señora de Rênal, hubiese hallado que aquella estaba ocupada por algún
desconocido o bien por el mismo marido.
Temblaba al pensar en ello, pero en cambio, cuando su imaginación le
representaba las delicias de las dos primeras horas, aquellas horas durante las cuales
quería su amiga despedirle cuando él defendía con tesón su causa, sentado junto a ella
en la obscuridad, sentía espasmos de placer. Un alma como la de Julián conserva esos
recuerdos mientras está unida al cuerpo.
Despertó Julián de su profundo ensueño cuando hizo alto el coche. Había llegado
al término de su viaje, en la calle de Juan J. Rousseau.
Julián tomó inmediatamente un coche y dijo al cochero:
-A la Malmaison.
-¿A estas horas, caballero? ¿Para qué?
-Para lo que no creo que interese a usted: en marcha.
Las pasiones, cuando son verdaderas, sólo en ellas se piensa. A este principio
atribuimos el fenómeno de que en París sean las pasiones ridículas, pues en la capital

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de Francia todos los ciudadanos pretenden siempre que se piense mucho en ellos.
Lejos de nuestro ánimo hacer historia de los transportes de Julián al encontrarse en la
Malmaison. Lloro; lloró, a pesar de los muros blancos, levantados aquel año, que han
despedazado el soberbio parque, porque para Julián, como para la posteridad, nada
había entre Arcole, Santa Elena y la Malmaison.
Aquella noche Julián vaciló mucho antes de entrar en el teatro, al que tenía por
lugar de perdición.
Un sentimiento de profunda desconfianza le impidió admirar a París vivo, porque
en realidad no le conmovían más que los monumentos dejados por su héroe.
-Me encuentro en el centro de la hipocresía y de la intriga- pensaba-. Aquí reinan
los protectores del vicario general Frilair.
La noche del tercer día de estancia en la capital renunció a su proyecto de verlo
todo antes de presentarse al ex rector del seminario de Besançon.
Éste, en su explicación del género de vida que le esperaba en la casa del marqués
de la Mole, le dijo:
-Si dentro de unos cuantos meses tus servicios no fueran útiles, volverás a entrar
en el seminario, pero por la puerta buena. Vivirás en la casa del marqués, uno de los
más grandes señores de Francia. Vestirás siempre de negro, pero como si llevases
luto, no como los eclesiásticos. Exijo que asistas a la clase de teología, en un
seminario, tres días a la semana. Diariamente, al mediodía, te sentarás en la biblioteca
del marqués, quien quiere que le escribas toda su correspondencia. Tiene el marqués
la costumbre de indicar por medio de tres o cuatro palabras que escribe al margen de
las cartas que recibe, la contestación que debe darse a éstas. Lo le he dicho que dentro
de tres meses estarás en disposición de redactar su correspondencia en forma que, de
cada doce cartas que le presentes a la firma, pueda él firmar ocho o nueve. Por las
noches, a las ocho, pondrás en regla su escritorio, y a las diez quedarás libre. Pudiera
ocurrir que alguna dama vieja o algún caballero de dulces modales y voz armoniosa
despliegue ante tus ojos ventajas inmensas o bien te ofrezcan clara y groseramente
oro, a cambio de que les enseñes las cartas que recibe o escribe el marqués...
-¡Oh, señor!- exclamó Julián, enrojeciendo.
-Es ciertamente raro que, siendo como eres pobre- dijo el ex rector sonriendo con
amargura-, te queden rastros de indignación virtuosa... También es singular que el
marqués te conozca... Pero continúo. Te señala, para principiar, un salario de cien
luises. Es hombre que siempre obra impulsado por el capricho: en ello consiste su
defecto principal. Si consigues darle gusto, tu sueldo es posible que se eleve hasta
ocho mil francos.
»Debes comprender, sin embargo- prosiguió el ex rector con entonación adusta-,
que no te paga ese sueldo por tus bellos ojos, sino porque espera que has de serle útil.
Yo procuraría hablar poco de lo que entendiera, y ni una palabra de lo que ignorase.

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»Olvidaba decirte que, en obsequio tuyo, he tomado informes. El marqués de la
Mole tiene dos hijos: hembra la una y varón el otro; éste, de unos diecinueve años,
elegante por excelencia, especie de atolondrado que jamás sabe al mediodía lo que
hará a las dos de la tarde. Tiene talento y es muy bravo: tomó parte en la guerra
contra España. Espera el marqués, no sé por qué, que has de hacerte amigo del joven
conde Norberto, que éste es el nombre de su hijo. Tal vez espera nuestro marqués, a
quien he dicho que eres un gran latinista, que enseñes a su hijo algunas frases hechas
sobre Cicerón y sobre Virgilio.
»En tu lugar, yo no admitiría nunca bromas de ese joven, y antes de rendirme a
sus frases de atención, que serán muy finas, pero su poquito irónicas, me las haría
repetir más de una vez.
»No te ocultaré que el primer sentimiento que inspirarás al joven conde será de
desdén, porque, al fin y al cabo, no eres más que un rústico. Su abuelo fue cortesano,
y tuvo el honor de que le cortasen la cabeza en la Plaza de la Grève el día 26 de abril
de 1754 a consecuencia de una intriga política. Tú, en cambio, eres hijo de un
aserrador de Verrières, y, por añadidura, recibes un sueldo de su padre. Pesa bien
estas diferencias y estudia la historia de esa familia en Moreri. Los aduladores que
con frecuencia se sientan a la mesa del marqués hacen de vez en cuando lo que suele
llamarse alusiones delicadas.
»Medita muy bien las contestaciones que des al señor conde Norberto de la Mole,
jefe de un escuadrón de húsares y futuro par de Francia, y no vengas luego a quejarte
si tus torpeza te valen algún disgusto.»
-Me parece- dijo Julián, enrojeciendo un poquito- que no debería responder
siquiera al hombre que me desprecia.
-Es que tú no tienen ideas de la clase de desprecio de que te hará objeto. Es un
desprecio que se traducirá en cumplimientos exagerados. Si eres necio, podrás dejarte
engañar; si eres listo, deberás dejarte engañar: ya sabes la diferencia.
-El día que no me convenga la colocación- preguntó Julián-, ¿pasaré por ingrato
si vuelvo a mi celdita número 103?
-Indudablemente. Si eso sucede, todos los aduladores de la casa te calumniarán,
pero entonces, me presentaré yo. Adsum qui feci. Será de mi cuenta decir que he sido
el autor de tu resolución.
Apenaba a Julián la entonación de amargura que observaba en las palabras del ex
rector, entonación de amargura tan pronunciada que destruía todo el efecto de su
última contestación. La causa, que, como es natural, no- podía penetrar nuestro héroe,
estribaba en que el buen cura creía cometer un pecado distinguiendo con su cariño a
Julián.
-También verás a la señora marquesa de la Mole- continuó con la misma mala
gracia y como si cumpliera un deber penoso-. Es una dama rubia muy devota, muy

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altanera, muy refinada y más insignificante aún que refinada. Su padre fue el rancio
duque de Chaulnes, famoso por sus prejuicios nobiliarios. En la dama de que te
hablo, encontrarás una especie de compendio de lo que constituye el fondo del
carácter de las damas de su alcurnia. No oculta que, para ella, haber tenido
antepasados que tomaron parte en las cruzadas, es el mérito único digno de estima.
Las riquezas ocupan el segundo lugar... ¿Te admira lo que oyes? No estamos en
provincias, amigo mío.
«En sus salones verás a muchos grandes señores que hablan con ligereza de
nuestros príncipes. La señora marquesa de la Mole baja con respeto la voz cuando en
la conversación nombra a un príncipe, y, sobre todo, cuando habla de una princesa. Te
aconsejo que te guardes muy mucho de decir en su presencia que Felipe II o Enrique
VIII fueron monstruos. Han sido REYES, ocuparon tronos, y esto les da derecho
imprescriptible a los respetos de las gentes de humilde nacimiento, como tú y como
yo. Sin embargo- añadió el ex rector-, como somos sacerdotes... porque como tal te
considerará también a ti, aunque no lo seas, nos tratará como a ayudas de cámara
necesarios para su salvación.
-Me parece, señor, que voy a estar muy poco tiempo en París.
-Como quieras; pero ten presente que únicamente merced a los grandes señores
pueden conquistar fortuna las gentes de nuestra clase. Con tu carácter, que ofrece ese
no sé qué de indefinible, para mí al menos, te prevengo que, si no haces fortuna, serás
perseguido: para ti no hay términos medios. No quiero que seas víctima de una
ilusión que puede serte fatal. Exteriorizas con demasiada claridad el disgusto que te
producen los que te dirigen la palabra; y en una capital que se paga de las formas,
estás condenado a la desgracia si no logras conquistarte los respetos.
»De no ser por el capricho del señor marqués de la Mole, ¿qué porvenir te
esperaba en Besançon? Llegará día que comprendas lo que aquel hace por ti, y si no
eres un monstruo, tendrás para él y para su familia eterno reconocimiento. ¿Cuántos
sacerdotes, más sabios que tú, han vivido años y años en París, sin más renta que el
estipendio de la misa que celebraban y la pequeña gratificación que les valían sus
argumentos en la Sorbona? Recuerda lo que te contaba el invierno último sobre los
primeros años del cardenal Dubois. ¿Serás tan orgulloso que te creas dotado de más
talento que él?
»Yo, por ejemplo, hombre de gustos tranquilos, y que apenas llego a medianía,
pensaba morir en mi seminario, y tuve la candidez de profesarle cariño especial. Pues
bien: me iban a destituir cuando presenté la dimisión. ¿Sabes cuál era mi fortuna?
Tenía quinientos francos de capital: ni más ni menos. En cuanto a amigos, ni uno
solo, y mis conocimientos se reducían a dos o tres personas. Me ha sacado de mi
triste situación el señor marqués de la Mole, a quien no había visto en mi vida. Una
palabra suya ha bastado para que me dieran un curato, cuyos feligreses son gentes de

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buena posición y no conocen los vicios groseros, un curato cuyas rentas me dan
vergüenza, porque no corresponden a la insignificancia de mi trabajo. Si hablo con
tanta extensión, es porque deseo meter un poquito de plomo en esa cabeza llena de
aire.
»Una palabra más: por mi desgracia, soy irascible; es muy posible que tú y yo
dejemos de hablarnos. Si las altiveces de la marquesa, o las bromas demasiado
pesadas de su hijo, hicieran que esta casa te fuese absolutamente insoportable, te
aconsejo que termines tus estudios en cualquier seminario que diste treinta leguas de
París, y mejor al Norte que al Mediodía. Por el Norte hay más civilización... te lo
confesaré-añadió bajando la voz-: la proximidad de los periódicos de París da miedo
a los tiranuelos.
»Si continúa nuestra afición a vernos y tratarnos, y dejase de convenirte la casa
del marqués, te ofrezco el cargo de vicario de mi parroquia, cuyas rentas
distribuiremos equitativamente entre los dos. Te debo eso y mucho más- añadió,
interrumpiendo las frases de gratitud de Julián- por el generoso ofrecimiento que me
hiciste en Besançon. Si como tenía quinientos francos, no hubiese tenido nada, me
habrías salvado.
La voz del sacerdote había perdido su timbre seco y cruel. Con gran vergüenza
suya, Julián sintió que las lágrimas se agolpaban a sus ojos. Sentía ansias verdaderas
de arrojarse en brazos de aquel hombre, y al fin, sin poder contenerse, dijo con el
acento más varonil de que fue capaz:
-He tenido la desgracia de ser aborrecido por mi padre desde que nací; el odio que
siempre me manifestó ha sido la mayor de mis desventuras, pero no volveré a
quejarme de mi fortuna, señor, puesto que en usted he encontrado un verdadero
padre.
-Está bien, hijo mío, está bien- contestó el sacerdote, disimulando mal la
emoción-. Me permitirás que te haga observar que no debes atribuir tus sucesos
prósperos o adversos a la fortuna, sino a la Providencia.
En este punto estaba la conversación, cuando se detuvo el coche que les conducía.
El cochero levantó el enorme aldabón de bronce de una puerta inmensa: era la del
Palacio de la Mole. Para que no pudiesen dudarlo los transeúntes, en una lápida de
mármol negro, colocada sobre el soportal, campeaban las palabras subrayadas.
Aquella afectación no fue del agrado de Julián. No comprendía que personas que
tanto miedo tienen a los jacobinos, que ven un Robespierre detrás de cada tronco de
árbol, pongan en sus casas letreros para que la chusma las encuentre y saquee en caso
de revuelta. No pudo menos de comunicar su pensamiento al ex rector, quien le
contestó sonriendo:
-¡Pobre hijo mío! ¡Pronto serás mi vicario! ¿Quién te ha sugerido idea tan
espantosa?

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-Yo la encuentro muy sencilla y natural.
La gravedad del portero, y, sobre todo, la magnificencia del vestíbulo, llamaron la
atención de nuestro protagonista.
-¡Soberbia arquitectura!- exclamó.
Era uno de esos palacios del Faubourg Sain-Germain, edificados por la época de
la muerte de Voltaire. Nunca han estado más en pugna la moda y lo bello.

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XXXII
ENTRADA EN EL MUNDO
¡Recuerdo ridículo, y conmovedor,
a la par, el del primer salón, donde
entré solo y sin valedores, a los
dieciocho años. La mirada de una
mujer bastaba para intimidarme.
Cuanto mayor era mi afán de
agradar, tanto más grandes eran mis
torpezas. De todo me formaba ideas
absurdas: o me rendía sin motivo,
o veía un enemigo en cada persona
que me dirigía la palabra, si lo hacía
con gravedad. Pero entonces, no
obstante las pesadumbres que me producía
mi timidez, ¡cuán hermoso me parecía un
día hermoso!

KANT

Julián se detuvo en el centro del vestíbulo.


-Sobretodo no pierdas la compostura- le dijo el cura Pirard. Es notable lo que
contigo ocurre: forja tu imaginación ideas horribles, y a renglón seguido demuestras
que eres un niño candoroso. ¿Has olvidado el nihil mirari de Horacio? No olvides
que la turba de lacayos, al verte establecido en esta casa, se mofará de ti. Verán en tu
persona un igual suyo elevado sobre ellos injustamente. Pretextando la mejor de las
intenciones, el mejor de los deseos, te darán buenos consejos con la santa intención
de hacerte cometer alguna torpeza mayúscula.
-Les reto a que lo consigan-. Contestó Julián mordiéndose los labios.
Los salones que atravesaron antes de llegar al gabinete del marqués hubiesen
parecido a los lectores tan tristes como magníficos. Es casi seguro que, si nos los
dieran tal como estaban, no quisiéramos habitarlos, lo que no obstó para que
aumentaran hasta el infinito la admiración de Julián, quien pensó que era imposible
no ser feliz en una morada tan espléndida.
Llegaron, al fin, a la más fea y triste de las estancias, en la cual con dificultad
penetraba la luz del día, donde encontraron a un hombre pequeño y flaco, de mirada

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viva y peluca rubia. El cura se volvió hacia Julián y le presentó. El hombrecillo flaco
era el marqués. Apenas si le reconoció Julián, apenas pudo creer que aquel hombre de
modales tan exquisitos fuese el mismo gran señor de continente altanero que vio por
primera vez en la abadía de Bray-le-Haut. La primera idea que se le ocurrió a Julián
fue que su peluca adolecía del defecto de tener muy poco pelo. Gracias a esta
sensación, no se intimidó poco ni mucho. El descendiente del amigo íntimo de
Enrique III era a sus ojos de un continente demasiado mezquino. Halló que le
faltaban carnes y que le sobraba vivacidad, pero, al mismo tiempo, creyó que el
marqués trataba con mayor finura todavía que el obispo de Besançón a las personas
con las cuales se dignaba conversar. La entrevista no duró más de tres minutos.
-Has mirado al marqués como si hubieses estado contemplando un cuadro- le dijo
el ex rector al salir del despacho-. Poco competente soy en lo que estas gentes llaman
finura y corrección; dentro de poco, podrías ser tú mi maestro; pero la osadía de tu
mirada me ha parecido poco en armonía con la cortesía.
Nuestros dos amigos tomaron de nuevo el coche, que los dejó cerca del
boulevard. El cura introdujo a Julián en una serie de salones inmensos. Reparó Julián
en una circunstancia extraña: en aquellos salones no había muebles. Estaba Julián
admirando un soberbio reloj dorado, cuyos adornos representaban un tema reñido, a
su juicio, con la decencia, cuando se le acercó con expresión risueña un caballero
muy elegante. Julián le hizo media inclinación de cabeza.
Sonrió el caballero y le puso una mano sobre los hombros: Julián dio un salto
atrás; la cólera le ahogaba. El ex rector del seminario se desternillaba de risa: aquel
caballero tan elegante era un sastre.
-Te dejo en libertad absoluta durante dos días, porque hasta entonces no podrás
ser presentado a la señora marquesa de la Mole- dijo el mentor de Julián, saliendo de
la sastrería-. Otros te guardarían y vigilarían, como si fueses una niña, los primeros
días de tu estancia en esta Babilonia, pero yo prefiero hacer lo contrario. Si con el
tiempo has de perderte, mejor es que te pierdas en seguida, y así termina de una vez
la debilidad que me obliga a pensar en ti. Pasado mañana, por la mañana, este sastre
te llevará dos trajes: darás una propina de cinco francos al aprendiz que te los pruebe.
En cuanto a tu conducta, procura que las gentes no conozcan ni el timbre de tu voz. Si
abres la boca, en tus palabras encontrarán el secreto de burlarse de ti: su especialidad
es ésta. Pasado mañana, al mediodía, ven a buscarme... Vete... y piérdete, si ese es tu
gusto... ¡Ah! Olvidaba decirte que vayas a encargarte botas, camisas y un sombrero a
los establecimientos cuyas señas encontrarás en este papel.
Julián tomó el papel y leyó las señas.
-Es de puño y letra del marqués- repuso el cura-, hombre activo que se acuerda de
todo y que prefiere obrar a mandar. Te toma para que le descanses. ¿Tendrás talento
bastante para ejecutar las cosas que ese hombre, vivo como pocos, te indicará con

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media palabra? El tiempo nos lo dirá.
Julián entró sin despegar los labios en los establecimientos consignados en el
papel. En todas partes le recibieron con muestras de respeto, y el zapatero, al escribir
su nombre en el registro de los clientes, lo estampó en esta forma: señor Julián de
Sorel.
En el cementerio del Père-Lachaise, un caballero muy simpático, muy fino, y de
ideas muy liberales, se ofreció con exquisita amabilidad a indicarle la tumba del
mariscal Ney, a quien una política prudente ha negado el honor de tener un epitafio.
Cuando Julián se despidió de aquel liberal, que le abrazó con lágrimas en los ojos,
Julián no llevaba reloj. Enriquecido con esta nueva experiencia, se presentó dos días
después al ex rector señor Pirard, quien le examinó con detenimiento.
-Temo que te hagas fatuo- le dijo con expresión severa.
El aspecto de Julián era el de un joven vestido de luto riguroso; no estaba mal;
pero como su mentor era tan provinciano como él, no advirtió que aquel afectaba
todavía la clase de movimientos que en provincias dan el tono y la importancia. De
muy distinta manera juzgó el marqués las gracias de Julián.
-¿Tiene usted inconveniente en que el señor Sorel reciba algunas lecciones de
baile?- preguntó.
El cura quedó petrificado.
-Ninguno- respondió al fin Julián no es sacerdote.
El marqués, subiendo las escaleras de dos en dos, condujo a nuestro héroe a la
habitación que debía ocupar, y cuyas ventanas daban al inmenso jardín del palacio.
Una vez llegados, le preguntó el marqués cuántas camisas había comprado.
-Dos- contestó Julián, intimidado al ver que aquel gran señor descendía a detalles
tan nimios.
-¡No me parece mal!- exclamó, con voz imperiosa y breve, que dio mucho que
pensar a Julián ¡No me parece mal!
Compre usted veintidós camisas más. Por si le hace falta dinero, tome usted el
primer trimestre de sueldo.
Luego que bajaron de la habitación, llamó el marqués a un hombre de edad, a
quien dijo:
-Usted, Arsenio, es el encargado de servir al señor Sorel.
Breves minutos después se encontraba Julián solo en la biblioteca. Esta le
proporcionó unos momentos de viva delicia. A fin de evitar que le sorprendieran
emocionado, fue a esconderse en el rincón menos iluminado, desde donde contempló
extasiado los lujosos lomos de los libros.
-Podré leer todo eso- decía-. Descontentadizo había de ser para no encontrarme a
gusto en esta casa... pero, ante todo, cumplamos con nuestra obligación.
Escritas las cartas, Julián se atrevió a acercarse a los libros. Creyó volverse loco

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cuando encontró la edición completa de las obras de Voltaire. Para no ser
sorprendido, corrió a abrir la puerta de la biblioteca, y seguidamente se dio el gusto
de abrir uno tras otro los ochenta tomos. Su encuadernación, de un lujo maravilloso,
era un verdadero prodigio, obra del mejor encuadernador de Londres. No se
necesitaba tanto para que la alegría de Julián llegase hasta el arrobamiento.
Una hora más tarde, entró el marqués, leyó la correspondencia escrita por Julián y
halló que había escrito abogado con v, es decir, avogado.
-¿Será un cuento tártaro la pretendida ciencia de mi flamante secretario?- se dijo-.
Me parece que no está usted muy fuerte en ortografía- añadió con dulzura,
dirigiéndose a Julián.
-Es verdad, señor- respondió Julián, sin comprender el error que cometía.
-Abogado se escribe con b-repuso el marqués-. Bueno será que cuando despache
usted la correspondencia, consulte en el diccionario las palabras sobre cuya ortografía
tenga alguna duda.
A las seis le mandó llamar el marqués, quien miró con expresión de pena las botas
de Julián.
-He tenido un olvido que lamento de veras- le dijo-. le dije que todos los días, a
las cinco y media, debe usted vestirse.
Julián miró al marqués sin comprender.
-Arsenio se lo hará presente; hoy me encargaré yo de excusarle.
Pronunciadas estas palabras, el marqués hizo entrar a Julián en un salón que
parecía un ascua de oro: tanto abundaban los dorados. En ocasiones análogas, el
señor Rênal solía redoblar el paso a fin de llegar el primero a la puerta. Recordando
Julián esta vanidad de su antiguo principal, entró pisando los talones al marqués, lo
que molestó no poco a éste, que era gotoso. Una vez dentro, Julián fue presentado por
el marqués a una dama alta y de aspecto imponente: era la marquesa. Nuestro héroe
la juzgó un si es no es impertinente. Turbado por efecto de la extrema magnificencia
del salón, Julián no oyó las palabras del marqués. La marquesa apenas si se dignó
mirarle. Había en el salón algunos caballeros, entre los cuales distinguió Julián con
placer indecible al joven obispo de Agde, que había tenido la dignación de dirigirle la
palabra algunos meses antes, cuando se celebró la solemne ceremonia de la adoración
de la reliquia en Bray-le-Haut. El prelado reparó en la mirada que le dirigía la timidez
de Julián, pero no reconoció a nuestro provinciano.
Julián creyó distinguir en la expresión de los caballeros reunidos en el salón algo
como de triste y violento. En París se suele hablar con voz baja y sin exagerar los
sucesos de escasa importancia.
A eso de las seis y media, entró un joven alto, esbelto, delgado y muy pálido. Su
cabeza era muy pequeña y bastante largo su bigote.
-¡Siempre has de hacerte esperar!- dijo la marquesa, mientras el joven le besaba la

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mano.
Comprendió Julián que era el hijo del marqués de la Mole. Desde el primer
momento le pareció simpático.
-¿Es posible que sea ese el hombre cuyas bromas ofensivas han de expulsarme de
esta casa?- pensó.
A fuerza de examinar al conde Norberto, reparó Julián en que llevaba botas de
montar y espuelas, descubriendo que le hizo recordar que él debía calzar zapatos para
que éstos pregonasen su condición inferior.
Se sentaron a la mesa. Julián oyó que la marquesa pronunciaba una frase severa
alzando un poco la voz. Casi al mismo tiempo se presentó una joven muy rubia y de
formas esculturales, que ocupó un asiento frente al suyo. No le agradó. Del examen
atento a que la sometió dedujo que no había visto ojos tan hermosos como los suyos,
pero les halló algo que anunciaba gran frialdad de alma. Otra conclusión sentó Julián,
y que fue la expresión de aquellos ojos era la del fastidio que examina, pero sin
olvidarse de la obligación en que está de parecer imponente.
-Hermosos ojos tenía también la señora de Rênal- Pensaba Julián-; todo el mundo
los elogiaba, pero nada de común tenían con éstos. Carecía Julián de la experiencia
necesaria para distinguir el fuego de la juventud, que brillaba de tanto en tanto en los
ojos de la señorita Matilde, que así la oyó llamar, del fuego de las pasiones, que
animaba los de la señora de Rênal, cuando ardía en su pecho una indignación
generosa, o bien escuchaba el relato de alguna mala acción. Hacia el final de la
comida, encontró Julián la palabra que expresaba el género de belleza de los ojos de
la señorita Matilde:
-Son fulgurantes- se dijo.
En todo lo demás, se parecía muchísimo a su madre, y como ésta le desagradaba
extraordinariamente, dejó nuestro protagonista de mirar a la hija. En cambio, el conde
Norberto le parecía admirable bajo todos conceptos. De tal suerte sedujo a Julián, que
éste no pensó en envidiarle ni en odiarle porque era más rico y más noble que él.
A los postres, dijo el marqués a su hijo:
-Deseo que trates con amabilidad al señor Sorel, a quien acabo de agregar a mi
estado mayor, y de quien deseo hacer un hombre, si mis pleitos y mis abogados no
disponen lo contrario... Es mi secretario- añadió el marqués, dirigiéndose a su vecino-
, y me ha escrito abogado con v.
Todo el mundo miró a Julián, quien hizo una inclinación de cabeza algo
exagerada a Norberto. En general gustó el nuevo secretario del marqués.
Sin duda el marqués había hablado del género de educación que Julián había
recibido, pues uno de los comensales le atacó sobre Horacio.
-Discutiendo precisamente a este autor me conquisté la admiración del obispo de
Besançon- pensó Julián-. Es posible que estos señores no conozcan otro autor clásico

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que Horacio.
A partir de aquel momento, fue ya dueño de sí mismo, ventaja que consiguió con
relativa facilidad, en cuanto decidió mentalmente que la señorita Matilde nunca sería
mujer a sus ojos. Por lo que se refiere a los hombres, como desde que estuvo en el
seminario se acostumbró a juzgarles ignorantes, difícilmente le intimidaban. Su
sangre fría habría sido completa de no haber sido tan lujoso el mobiliario del
comedor; pero había dos espejos inmensos, en cuyas lunas veía a su interlocutor, y
esto le imponía. La especie de examen a que le sometieron dio cierta animación a la
comida, que pecaba de excesivamente grave. El marqués animaba con gestos al
contrincante de Julián, a fin de que le estrechase más y más.
Respondió Julián inventando sus ideas, y perdió la mayor parte de su timidez para
dar pruebas, no de ingenio, que no puede darlas quien desconoce el lenguaje especial
que se habla en París, pero sí de talento y de dominio perfecto del latín.
Era el contrincante de Julián un académico de la sociedad de Inscripciones, que,
por excepción, sabía latín. Una vez se hubo convencido de que Julián era excelente
humanista, puso gran empeño en apretarle y ponerle en apuros. Julián concluyó por
olvidar la magnificencia del mueblaje del comedor y expuso, hablando de los poetas
latinos, ideas que su adversario no había leído en parte alguna. Contrincante leal, no
regateó los méritos del flamante secretario. Suscitóse una discusión sobre si Horacio
fue pobre rico, un hombre amable, voluptuoso e indolente, que escribía versos para
distraerse, como Chapelle, el amigo de Molière y de La Fontaine, o un pobre diablo,
poeta pensionado, que seguía a la corte y dedicaba odas al natalicio del rey, como
Southey, el acusador de lord Byron. Se abrió mucho sobre el estado de la sociedad
durante los reinados de Augusto y de Jorge IV, dos épocas en que la aristocracia era
omnipotente, aunque en Roma vino a arrancar el poder de sus manos un Mecenas,
que no era más que simple caballero, al paso que en Inglaterra fue ella la que redujo a
Jorge IV a la condición de un dux de Venecia.
No comprendía Julián nada de lo relacionado con aquellos nombres modernos
como Southey, lord Byron, Jorge IV, que sonaban en sus oídos por primera vez, pero
todo el mundo observó que, cuantas veces versaba la discusión sobre sucesos
ocurridos en la antigua Roma, y cuyo conocimiento podía inferirse de las obras de
Horacio, de Marcial, de Tácito, etc., etc., su superioridad sobre todos los demás era
incontestable. Habíase apoderado nuestro héroe de gran parte de las ideas expuestas
por el obispo de Besançon en la famosa conferencia de que tienen noticia los lectores,
y no fueron ciertamente aquellas ideas las que menos contribuyeron a su triunfo.
Cuando se cansaron de hablar de poetas, la marquesa, que se había impuesto la
ley de admirar todo lo que distraía a su marido, se dignó mirar a Julián.
-La tosquedad de modales de ese curita encubre a mi juicio a un hombre
instruido- dijo a la marquesa el académico, que estaba sentado a su lado.

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Julián oyó las palabras anteriores.
La marquesa, que gustaba de apoderarse de las frases que se le daban hechas,
adoptó la que sobre Julián acababa de oír, y se felicitó mentalmente por haber
invitado a comer al académico.

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XXXIII
LOS PRIMEROS PASOS
Este inmenso valle lleno de luces
Esplendorosas y de millares de
hombres, deslumbra mis ojos.
Nadie me conoce, todos valen
más que yo. Mi cabeza desvaría.

Poemas del abogado REINA

A la mañana siguiente, muy temprano, Julián despachaba la correspondencia en la


biblioteca, cuando se encontró sorprendido por la señorita Matilde, que había entrado
por una puertecita reservada, perfectamente disimulada por la estantería. Mientras
Julián admiraba la puertecita, cuya existencia no había sospechado, la joven
demostraba, no ya asombro, sino viva contrariedad. Parece que tenía la costumbre de
sacar libros de la biblioteca de su padre a espaldas de éste, y como la presencia de
Julián le impedía satisfacer su deseo, de aquí su contrariedad, tanto más viva cuanto
que pensaba llevarse el tomo segundo de La Princesa de Babilonia, de Voltaire, que
no podía ser complemento muy digno que digamos de su educación eminentemente
monárquica y religiosa, recibida en el Sagrado Corazón. Aquella pobre niña de
diecinueve años tenía ya necesidad de alimentar su espíritu con manjares altamente
estimulantes.
A eso de las tres, llegó el conde Norberto a la biblioteca. Iba a leer un periódico
para poder hablar aquella noche de política, y se alegró de encontrar a Julián, cuya
existencia había ya olvidado. Se mostró muy amable e invitó a aquel a montar a
caballo.
-Mi padre nos da permiso hasta la hora de comer.
Julián encontró encantador aquel nos.
-¡Dios mío, señor conde!- exclamó Julián-. Si se tratase de derribar a hachazos un
árbol de ochenta pies de elevación, o de cuadrar un tronco para convertirlo en tablas,
me atrevo a decir que podría yo salir airoso del empeño; pero montar a caballo...
Baste decir que habré montado unas seis veces en mi vida.
-¡Bah! La de hoy será la séptima- contestó el conde.
Si hemos de ser sinceros, fuerza será hacer constar que Julián, aunque habló en la
forma que acabamos de ver, creía montar admirablemente, pues no había olvidado el
éxito que obtuvo el día de la entrada del rey de... en Verrières. Por su desgracia, al

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regresar del Bosque de Bolonia, quiso evitar el encuentro con un coche en plena calle
de Bac, desvió con brusquedad su caballo, y las consecuencias fueron dar con su
cuerpo en tierra, de donde se levantó cubierto de lodo. Gracias a que era dueño de dos
trajes, pudo presentarse en la mesa. El marqués pidió noticias del paseo, y su hijo
contestó en términos generales, sin aludir a la caída de Julián.
-El señor conde es para mí demasiado bueno- replicó Julián. Sus bondades me
inspiran gratitud profunda, porque comprendo lo mucho que valen. Se dignó disponer
que me dieran el caballo más dócil y el más hermoso; pero, como no estaba en su
mano atarme o atornillarme al animal, he desmontado de la manera más ridícula,
brusca e inopinada, en medio de esa calle tan larga que pasa cerca del puente.
La señorita Matilde intentó en vano disimular la risa: contra su voluntad,
comenzó a reír a carcajadas, y seguidamente pidió detalles del incidente. Julián
contestó con gran sinceridad. Puede decirse que estuvo muy bien, sin saberlo él
mismo.
-Auguro bien de este curita- dijo el marqués al académico-. Admirable es que un
provinciano hable con tanta sencillez de un suceso que le pone en ridículo; pero que
cuente su desventura delante de señoras, es cosa que ni se ha visto ni se verá nunca.
Como el mismo Julián habló sin sonrojarse de su desgracia, al final de la comida,
cuando la conversación versaba sobre otros asuntos, la señorita Matilde hizo diversas
preguntas a su hermano con respecto a los detalles del desgraciado incidente. Las
preguntas se prolongaban; los ojos de Julián se encontraron varias veces con los de la
joven, y al fin, aunque no fue interrogado, contestó directamente, y los tres
concluyeron por reír a carcajadas, como hubiesen podido hacerlo tres lugareños
acostumbrados a vivir juntos en el corazón de un bosque.
Al día siguiente, Julián asistió a la clase de teología, y volvió, terminada aquella,
al palacio del marqués, para escribir unas veinte cartas. A su lado, en la biblioteca,
vino a sentarse un joven vestido con amaneramiento, de cuerpo mezquino y cara de
envidia.
Entró el marqués cuando los dos jóvenes estaban escribiendo.
-¿Qué hace usted aquí, señor Tanbeau?- preguntó al intruso con entonación
severa.
-Creía...- comenzó a responder el joven con sonrisa aduladora.
-¡No, señor! Usted no creía; ha querido hacer un ensayo, que le ha resultado, mal.
El llamado Tanbeau se levantó furioso y desapareció. Era un sobrino del
académico, amigo de la marquesa y que se dedicaba a la literatura. El académico
consiguió que la marquesa le recibiese como secretario. Tanbeau, que solía trabajar
en una habitación aislada, cuando supo el favor de que Julián disfrutaba, quiso
compartirlo, y al efecto, entró en la biblioteca, creyendo que, de allí en adelante, sería
aquella su gabinete de trabajo.

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A las cuatro, Julián, no sin vacilar antes, se atrevió a entrar en la habitación del
conde Norberto. Este, que era la finura personificada, quedó un tanto cohibido al ver
a Julián.
-Opino que muy pronto montará usted bien- dijo a Julián- Dentro de breves
semanas, tendré un placer especial saliendo con usted a caballo.
-Quería tener el honor de darle las gracias por las bondades inmerecidas de que
me ha hecho objeto- contestó Julián-Crea usted, señor conde, que comprendo todo el
valor de mi deuda. Si mi torpeza de ayer no ha lastimado a su caballo, desearía que
me permitiera montarlo hoy.
-Declino toda la responsabilidad, señor Sorel- dijo el conde- Imagínese que le he
hecho todas las advertencias y representaciones que aconseja la prudencia; si, a pesar
de todo, se obstina en montar, me permitirá que le diga que son las cuatro y que no
podemos perder tiempo.
Una vez montados, preguntó Julián al conde:
-¿Qué es preciso hacer para no caer?
-Muchas cosas- respondió riendo el conde-. Una de ellas, y no de las menos
importantes, echar el cuerpo atrás.
Julián salió a trote largo. Los jinetes estaban en la Plaza de Luis XVI.
-¡Joven temerario!- gritó el conde-. ¿No ve usted que abundan demasiado los
coches, y que muchos son guiados por manos inexpertas e imprudentes? Si cae usted,
prepárese a sentir sobre su cuerpo el paso de, algún carruaje, porque los que guían los
coches no querrán estropear la boca a los caballos haciendo una parada en firme.
Veinte veces estuvo Julián a punto de caer, pero, al fin, el paseo terminó sin
incidentes. Al entrar en el palacio, el conde dijo a su hermana:
-Te presento al más imprudente de los temerarios.
En la mesa, el conde habló de la temeridad de Julián, única cualidad que podía ser
alabada en su manera de montar a caballo.
No obstante las bondades que le dispensaban, pronto comenzó Julián a
encontrarse aislado en el seno de aquella familia. Todas las costumbres de la casa le
parecían raras, no podía acomodarse a ellas. Sus torpezas eran la risa de toda la
servidumbre.
Para colmo de desdichas, el ex rector del seminario había ido a ponerse al frente
de su curato.
-Si Julián es un niño débil, que perezca cuanto antes-pensaba el ex rector-; si, por
el contrario, es hombre de corazón, que salga de sus apuros como Dios le dé a
entender.

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XXXIV
EL PALACIO DE LA MOLE
¿Qué hace aquí él? ¿Está contento?
¿Cree que lo estará?

RONSARD

Si Julián lo encontraba todo extraño en la noble mansión de los marqueses de la


Mole, no es menos cierto que extraño y singular encontraban también a aquel joven
pálido y vestido de negro cuantas personas tenían la dignación de reparar en su
persona.
-Quiero llevar la prueba hasta el final- decía el marqués, contestando a las
insinuaciones de la marquesa, que pretendía que enviase fuera a su secretario,
encargándole una comisión cualquiera, los días que se sentaban a la mesa de su
palacio determinados personajes-. Pretende el cura Pirard que cometemos un error
lastimando el amor propio de las personas que ejercen cerca de nosotros algún cargo,
pero yo opino que no debemos apoyarnos más que sobre lo que resiste, etc. Nuestro
joven tiene sus defectos, pero por lo menos hay que reconocerle el mérito de que es
sordo y mudo.
Julián, mientras tanto, juzgó que, para prevenir equivocaciones lamentables, le
convenía escribir los nombres de las personas que visitaban de continuo los salones, y
junto a los nombres, algunos datos sobre su índole personal y cualidades
características. En su escrito estampó primero los nombres de cinco o seis amigos de
la casa, que le hacían objeto de sus adulaciones, por lo que se pudiera, tomándole por
un favorito del caprichoso marqués. Eran los tales unos pobres pelagatos más o
menos vulgares, aunque no para todos. Pecaríamos de injustos si no hiciésemos
constar, en honor de esa clase de hombres, que entonces y hoy abundan en los salones
de la aristocracia, que muchos, que se hubiesen dejado tratar mal por el marqués, no
habrían tolerado una frase dura de la marquesa.
En el carácter de los señores de la casa había demasiada altivez y gran propensión
a fastidiarse, y como tenían la costumbre de humillar a las personas que les rodeaban
para ahuyentar el fastidio, dicho se está que no contaban con verdaderos amigos. Sin
embargo, excepción hecha de los días de lluvia y de los momentos de fastidio feroz,
que eran muy raros, a todo el mundo trataban con corrección y finura exquisitas.
Si los cinco o seis aduladores que testimoniaban a Julián un afecto paternal
hubiesen desertado de los salones del palacio de los marqueses de la Mole, es posible

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que la marquesa hubiera pasado por largas horas de soledad, desventura horrible para
las damas de su rango, para las cuales es sabido que la soledad es emblema de la
desgracia.
El marqués, complaciente con su mujer y comulgando en sus ideas, cuidaba con
solicitud de que sus salones fuesen frecuentados, pero excluyendo de ellos a los Pares
del Reino, porque no hallaba entre sus colegas hombres de nobleza bastante para ser
admitidos como amigos, ni bastante divertidos para recibirles como subalternos.
Todos estos secretos no los penetró Julián hasta después de mucho tiempo, pues
sabido es que la política de la casa, que constituye la conversación diaria entre los
mortales de la clase media, es tema que sólo en momentos de angustia abordan los de
la categoría de la del marqués.
Tal imperio ejerce, aun en nuestro siglo de aburrimiento sistemático, la necesidad
de divertirse, que hasta en los días de grandes banquetes, no bien abandonaba el
marqués el salón, sobrevenía la dispersión general de los invitados.
En las reuniones, siempre que no se hablase con ligereza de Dios, del clero o del
rey, de las altas personalidades, de los artistas protegidos por la corte o de las
instituciones, y no se hicieran observaciones favorables sobre Béranger, ni sobre la
prensa de la oposición, ni sobre Voltaire ni sobre Rousseau, y sobre todo, siempre que
ni de lejos se hablase de política, reinaba la más absoluta de las libertades, todo el
mundo podía discutir lo que le viniera en gana.
Pese al buen tono, a la corrección perfecta, al deseo de agradar y a la libertad de
que en los salones se gozaba, es lo cierto que el aburrimiento se destacaba en todas
las frentes. Los hombres maduros medían sus palabras, y los jóvenes, temiendo dejar
traslucir su pensamiento, callaban después de haber pronunciado cuatro frases
buscadas sobre Rossini o sobre el tiempo que hacía.
Observó Julián que solían mantener viva la conversación dos vizcondes y cinco
barones, que el marqués conoció y trató durante la emigración. Los señores en
cuestión gozaban de rentas que ni bajaban de seis mil francos ni pasaban de ocho mil.
Cuatro eran partidarios del Semanario y tres de la Gaceta de Francia. Uno de ellos
traía preparada todos los días una anécdota sobre Château, en cuya narración
prodigaba hasta el infinito el adjetivo admirable. Julián observó que tenía cinco
cruces, al paso que los demás no poseían generalmente más que tres.
A cambio de estos inconvenientes, en la antecámara hacían guardia permanente
diez lacayos, y de cuarto en cuarto de hora se servían helados o té, aparte de que, a las
doce en punto de la noche, los contertulios se sentaban a la mesa para hacer los
honores a una especie de cena, rociada con Champagne.
Era esta la causa que obligaba a Julián a permanecer en el salón hasta el fin, pues
ni le interesaron nunca a él, ni pudo comprender que hubiese personas a quienes
interesasen los asuntos allí tratados. Muchas veces escudriñaba los rostros de los

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interlocutores, sospechando que ellos mismos se burlaban de lo que estaban diciendo.
Y no era Julián el único que echaba de ver aquella asfixia moral: la respiraban
todos, pero unos se consolaban engullendo helados y más helados, y otros la daban
por bien empleada a trueque de poder decir más tarde: «Salgo del palacio de los
marqueses de la Mole, donde he sabido que Rusia... »
Uno de los aduladores dijo a Julián que no hacía seis meses que la marquesa
había premiado una asiduidad de más de veinte años haciendo prefecto al pobre barón
Le Bourguignon, que era subprefecto desde la Restauración. El suceso encendió el
celo de todos aquellos señores que, si antes hubiesen necesitado causas muy
poderosas para enojarse, después no se hubiesen enojado por nada. Muy contadas
veces se hacía a nadie objeto de desatenciones directas, pero Julián había sorprendido
en dos o tres ocasiones diálogos breves, entre el marqués y su mujer, muy crueles
para algunas de las personas que frecuentaban la casa. No es de extrañar: personajes
tan nobles no suelen tomarse la molestia de disimular el desdén sincero que les
merecen las personas que no se sientan en las carrozas del rey. Observó Julián que
sólo la palabra Cruzada daba a sus rostros una expresión de mezcla de seriedad
profunda y de respeto.
En medio de tanta magnificencia y de tanto aburrimiento, Julián no mostraba
interés más que al marqués. Un día oyó decir a éste que no había tenido arte ni parte
en el ascenso del pobre Le Bourguignon. Su frase envolvía una atención para la
marquesa, pues Julián sabía la verdad del asunto por conducto del cura Pirard.
Una mañana el ex rector trabajaba con Julián en la biblioteca. Les embargaba el
pleito eterno del vicario general Frilair contra el marqués.
-¿Es obligación ajena al cargo que desempeño comer todos los días con la señora
marquesa- preguntó de pronto Julián-, o es una bondad que tienen conmigo?
-¡Es un honor insigne que te dispensan!- contestó el cura, escandalizado-. Un
honor que el académico M. N. no ha logrado obtener para su sobrino el señor
Tanbeau, con quince años de asiduidades.
-Ese honor es para mí la obligación más penosa de mi cargo, señor- replicó
Julián-. Mucho me fastidiaba en el seminario, pero no tanto como aquí. ¿Pero es raro
que me fastidie yo, si más de una vez he visto bostezar a la señorita Matilde, que
indudablemente debe estar muy acostumbrada a las amabilidades de los amigos de la
casa? Pienso con espanto que algún día voy a dormirme... ¿Por qué no me consigue
usted permiso para irme a comer a cualquier modesta posada?
El ex rector, hombre de humilde cuna, creía que es honor insigne sentarse a la
mesa de un gran señor. Mientras trataba de inculcar este sentimiento en el alma de
Julián, oyó un rumor ligero que le obligó a volver la cabeza. Julián se encontró con la
señorita Matilde, que lo había oído todo. Nuestro héroe se puso colorado como una
amapola, pero tuvo el consuelo de ver que aquella le trataba con consideración.

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-Éste, al menos- pensaba Matilde-, no ha nacido de rodillas... ni es tan feo como
ese viejo...
En la mesa, Julián no se atrevió a mirar a la señorita Matilde, pero ésta tuvo la
dignación de dirigirle la palabra. Aquel día esperaban en la casa a mucha gente, y
como las jóvenes de París no gustan de la conversación de las personas de edad
provecta, sobre todo si visten con cierto desaliño, indicó a Julián que no se fuese. Ya
antes había observado aquel que los colegas del barón Le Bourguignon tenían el
honor de ser tema ordinario de las chanzonetas de la señorita Matilde, pero en el día
que nos ocupa, hubiese o no afectación de su parte, es lo cierto que estuvo cruel con
los fastidiosos.
La señorita de la Mole era el centro de un grupito que casi todas las noches se
formaba a retaguardia del inmenso que rodeaba a la marquesa, y que componían el
marqués de Croisenois, el conde de Caylus, el vizconde de Luz y dos o tres oficiales
jóvenes, amigos de Norberto o de su hermana. Todos estos señores se sentaban en un
gran canapé azul. Junto al canapé, y frente a la butaca que ocupaba la encantadora
Matilde, se había sentado silenciosamente Julián, en una silla bastante baja. Todos los
reunidos envidiaban aquel puesto modesto. Ordinariamente, Norberto dejaba en buen
lugar al secretario de su padre, dirigiéndole la palabra o nombrándolo dos o tres veces
cada noche, pero en la velada a que nos referimos, Matilde le preguntó qué elevación
podría tener la montaña cuya cumbre sirve de emplazamiento a la ciudadela de
Besançon. No pudo decir Julián, si la montaña en cuestión era más o menos alta que
Montmartre, y así lo confesó, porque si es cierto que reía de todo lo que en el grupito
se decía, no lo es menos que se sentía incapaz de imitar la inventiva de los que lo
formaban. Para él, se hablaba allí una lengua extraña que comprendía, pero que no
sabía hablar.
El grupo de Matilde había declarado aquel día la guerra más encarnizada a
cuantas personas entraban en el vasto salón. Como es natural, merecieron la
preferencia los amigos de la casa, por lo mismo que se les conocía mejor.
Comprenderá el lector que Julián fue todo oídos, porque si mucho le interesaba el
fondo de las cosas, no le agradaba menos la manera de decirlas.
-¡Ah! ¡Ya tenemos allí al señor Descoulis!- dijo Matilde-Ha suprimido la peluca
por artículo de lujo. ¿Querrá asaltar la prefectura sentando los pies sobre el genio? La
antorcha de éste brilla con esplendor en su frente calva, llena de elevados
pensamientos.
-Es un hombre que conoce toda la tierra- contestó el marqués de Croisenois-.
También frecuenta los salones de mi tío el cardenal. Cultiva durante años enteros una
mentira distinta con cada uno de sus amigos, y cuenta que tiene sobre doscientos o
trescientos. No hay quien le gane a lamentar la amistad: es su especialidad. Ahí
donde ustedes le ven, más de una vez se le ha visto sentado a la puerta de la casa de

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uno de sus amigos a las siete de la mañana, en pleno invierno. Periódicamente regaña
con éstos, para darse el gustazo de escribirles siete u ocho cartas con motivo de las
diferencias: se reconcilia luego, y la reconciliación le da pie para escribir otras tantas
epístolas rebosantes de cariño y pródigas en frases tiernas. No hay que culparle;
inspira las cartas la expansión franca y sincera del hombre honrado, en cuyo corazón
no caben los resentimientos. Sobre todo, siente la necesidad de expansionarse en esta
forma cuando desea pedir algo. Uno de los vicarios generales de mi tío está
graciosísimo cuando narra la historia de nuestro hombre a partir de la Restauración.
-¡Bah! No creo una palabra- contestó el conde de Caylus. Rivalidades de oficio y
envidias de almas pequeñas.
-El señor Descoulis ocupará un puesto de honor en la historia- repuso el
marqués-. Hizo la Restauración con el abate de Pradt y los señores de Talleyrand y
Pozzo di Borgo.
-Es hombre que ha manejado millones- observó Norberto-, y no me cabe en la
cabeza que venga a esta casa a embolsarse los epigramas de mi padre, casi siempre
abominables. No hace muchos días le preguntaron a grito herido: «¿Cuántas veces ha
vendido usted a sus amigos, mi querido Descoulis?»
-¿Pero es cierto que los ha vendido?- preguntó Matilde-. Por supuesto que ¿quién
no ha vendido algo?
-Me maravilla que venga a esta casa Saintclair, ese liberal famoso- dijo el conde
de Caylus a Norberto-. ¿A qué viene? Necesito abordarle, hablarle y hacerle hablar.
Dicen que es un talento.
-¿Pero qué recibimiento le dispensará tu madre?- observó el marqués de
Croisenois-. Son sus ideas tan extravagantes, tan independientes, tan generosas...
-¡Ahí tienen ustedes al hombre de ideas tan independientes, inclinándose hasta
besar casi el suelo ante el señor Descoulis y estrechándole la mano- replicó Matilde-.
¡Si he creído que iba a llevarla a sus labios!
-Indudablemente las relaciones de Descoulis con los poderosos son mejores y más
estrechas de lo que suponemos-contesto el de Croisenois.
-Saintclair viene aquí en busca de uno de los sillones de la Academia- dijo
Norberto-. Mira cómo saluda al barón L... Croisenois.
-Menos humillante sería hablarle de rodillas- observó el de Luz.
-Mi querido Sorel- dijo Norberto-, usted que tiene talento, aunque viene de las
montañas, procure no saludar nunca como saluda ese excelso poeta.
-¡Hola! ¡Ahí tenemos al hombre de talento por excelencia! ¡Al señor barón del
Bâton!- dijo Matilde, remedando la voz campanuda del lacayo que acababa de
anunciarle.
-¡Sospecho que hasta los lacayos se mofan de él! El título es gracioso... ¡Barón de
Bâton!...

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-Ha pocos días nos decía él mismo que el nombre no hace al caso- dijo Matilde-.
Figúrense ustedes- añadía- el efecto que en el público debió producir el título del
duque de Bouillon la primera vez que fue anunciado. Tenía razón: cuando nos
hayamos acostumbrado a oír pronunciar su título, no nos llamará la atención que haya
un barón de la Estaca.
Julián se alejó del canapé. Poco sensible todavía a las encantadoras sutilezas de
una ironía fina, creyó que ésta debía tener por base la razón. En las palabras de
aquellos jóvenes no vio más que el tono de los denigradores de profesión, y hasta en
su altivez provinciana o inglesa llegó a creer que era la envidia la que hablaba por
boca de aquellos, bien que, a decir verdad, se engañaba por completo.
-El conde Norberto- se decía Julián-, a quien he visto cometer tres faltas en una
carta de veinte líneas dirigida a su coronel, se daría por muy satisfecho si dentro de
muchos años pudiese escribir una página que se pareciera a las que escribe Saintclair.
Julián, a favor de su escasa importancia, pudo acercarse a dos o tres grupos y
escuchar lo que en ellos se decía, sin que nadie reparase en su persona. Seguía a
distancia al barón del Bâton, o de la Estaca, a quien deseaba oír. Julián observó que
aquel prodigio de talento estaba inquieto y nervioso, como también que recobró la
calma después de haber pronunciado tres o cuatro frases pletóricas de causticidad.
Era el barón uno de esos tipos que no pueden decir palabras sueltas, de los que,
para brillar, necesitan pronunciar discursos.
-Ese hombre diserta; no habla- dijo una voz a espaldas de Julián.
Volvióse nuestro protagonista y sintió espasmos de placer al saber que quien
había pronunciado la frase subrayada era el conde de Chalvet. Julián había leído
muchas veces su nombre en el Memorial de Santa Elena y en varios trozos de historia
dictados por Napoleón. El conde de Chalvet se distinguía por la concisión de su
lenguaje, por la claridad, precisión, exactitud y profundidad de su estilo. Daba gusto
oírle, aunque en política era descarado, cínico.
-Soy independiente- decía aquella noche a un caballero que lucía tres
condecoraciones y de quien se burlaba, al parecer-. ¿Por qué se me ha de obligar a
que sostenga hoy las opiniones que defendía ha seis semanas? Si así lo hiciese, yo
sería un esclavo, y mis opiniones mi tirano.
Cuatro jóvenes graves que le rodeaban torcieron el gesto, prueba de que aquellos
señores no eran partidarios del género chistoso. El conde comprendió que había ido
demasiado lejos. Felizmente para él, vio en aquel punto al tartufo de la honradez,
señor Balland, y se acercó a él. Todo el mundo comprendió que el pobre Balland era
víctima destinada al sacrificio. Derroches de moral y de moralidad valieron a
Balland, quien, aunque era horriblemente feo, tenía en la historia de sus primeros
pasos en la vida capítulos difíciles de narrar: casarse con una mujer muy rica, que
tuvo la feliz ocurrencia de dejarle viudo para que pudiese unir su suerte a la de otra

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mujer, también muy rica, y a la que nadie veía nunca. Con la mayor humildad del
mundo era dueño de una renta de sesenta mil libras, y se permitía tener su pequeña
corte de aduladores. De todo esto le habló el conde de Chalvet. Como le hablaba sin
piedad, muy pronto formaron círculo en derredor de los dos personajes más de treinta
contertulios. Todos sonreían, y al decir todos, no exceptuamos a los jóvenes graves,
que eran la esperanza de su siglo.
-¿Por qué vendrá ese hombre a una casa donde le toman por juguete universal?-
se preguntaba Julián.
Balland se eclipsó pronto como pudo.
-¡Magnífico!- exclamó Norberto-. ¡Nos hemos quedado libres de uno de los
espías de mi padre! Ya no nos queda más que el cojo Napier.
Mientras Julián se preguntaba admirado por qué recibía el marqués a Balland, si
éste venía a su casa a espiarle, el ex rector del seminario hacía reflexiones amargas
dictadas por su severidad, en un ángulo del salón. Apenas si sabía lo que pasaba en
los salones de la alta sociedad pero, merced a sus amigos los jansenistas, tenía ideas
muy exactas sobre los hombres que no ostentan más títulos para entrar en los salones
que su penetración exquisita que ponen al servicio de todos los partidos, o su fortuna
escandalosa. Largo rato contestó aquella noche a las preguntas de Julián, picado
como nunca de la curiosidad, hasta que al fin selló de pronto sus labios, pesaroso de
no poder hablar bien de nadie e imputándolo a pecado. Varón bilioso, jansenista y
creyéndose obligado a tratar a todos con caridad cristiana, su vida en sociedad era un
combate continuo y encarnizado.
-¡Pero qué feo es el señor Pirard!- decía Matilde cuando Julián se acercó de nuevo
al canapé.
Tenía razón la joven, pese a la irritación que sus sabrosas palabras despertaron en
Julián. El buen ex rector era sin disputa el hombre más honrado de cuantos llenaban
aquella noche el salón, pero al mismo tiempo el más feo. Sin hacerle agravio,
podemos asegurar, bajo nuestra palabra honrada, que en aquellos momentos, agitado
por los gritos de su conciencia, estaba sencillamente espantoso.
-¡Cualquiera hace caso de las fisonomías!- pensaba Julián-. La de mi pobre
protector, contorsionada porque su conciencia le acusa tal vez de algún pecadillo, está
horrible, al paso que la de Napier, espía asqueroso, según dicen, refleja la más
tranquila de las dichas.
Ocurrió en el salón algo singular. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta y
todas las lenguas enmudecieron. Los lacayos anunciaron al famoso barón de Tolly, a
quien las elecciones últimas habían dado un nombre imperecedero. Parece que el
barón presidía la mesa de un colegio electoral, y tuvo la buena idea de escamotear las
papeletas que en la urna depositaban los votantes de uno de los partidos. Habría sido
falta imperdonable dejar el inocente escamoteo sin compensación, y nuestro célebre

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barón, que debió comprenderlo así, reemplazaba las papeletas escamoteadas con otras
que llevaban impreso otro nombre más de su gusto. Algunos electores sorprendieron
su maniobra, de efectos decisivos, y se apresuraron a protestar airados contra el barón
de Tolly. El pobre señor no había podido digerir aún las consecuencias de su
travesura. Gentes mal avenidas, que en todas partes las hay, se permitieron pronunciar
la palabra presidio. El marqués de la Mole le recibió con visible frialdad, lo que fue
bastante para que el infeliz barón hiciera cuanto antes el escamoteo de su persona.
Hacía aquella noche sus primeras armas en medio de un grupo de grandes
señores, mudos muchos de ellos, pero todos intrigantes y todos grandes talentos, el
joven Tanbeau, quien si adolecía de falta de penetración, que es patrimonio privativo
de los experimentados, en cambio daba pruebas de excepcional energía.
-¿Por qué no han de condenar a ese hombre a diez años de presidio?- clamaba-.
¡A los reptiles como él hay que sepultarlos en el fondo de los calabozos! ¡Hay que
hacerles morir entre tinieblas, sin luz y sin testigos, para que el veneno asqueroso que
destilan sus bocas no contamine a nadie! ¿Qué se consigue condenándole a pagar una
multa de mil escudos? Dicen que es pobre... ¿y qué? ¡Su partido pagará por él!
Además de la multa, deberían condenarle a diez años de presidio.
-¡Santo Dios! ¿De qué monstruo hablará ese joven?- se decía Julián, cuya
admiración habían despertado la oratoria vehemente y los gestos descompuestos de
su colega.
No tardó en saber que se refería al poeta más grande de la época.
-¡Ah! El monstruo eres tú!- exclamó Julián a media voz, llenos sus ojos de
lágrimas generosas-. ¡Miserable!... ¡Te he de hacer tragar tus palabras!... Si ese
hombre ilustre, que tan vi-llanamente calumnias, hubiese querido venderse, no habría
condecoración, no habría prebenda que no se hubiese apresurado a concederle, no
diré ya el ministerio Nerval, sino todos los ministerios honrados que han sucedido a
aquel!
El ex rector hizo una seña a Julián. Cuando éste, que estaba escuchando con los
ojos bajos las lamentaciones de un obispo, pudo disponer de su persona y acercarse a
su protector, encontró a éste secuestrado por Tanbeau, quien por lo mismo que le
odiaba cordialmente, porque sabía que era él la causa del favor de que gozaba Julián,
quería hacerle la corte.
Cuando el cura Pirard consiguió verse libre de la charla del sobrino del
académico, pasó al salón contiguo. Julián le siguió.
-Te advierto que el marqués detesta a los escritorzuelosdijo a Julián-. Puedes
saber latín, griego, la historia de los egipcios, la de los persas, etc., etc., y no sólo te
apreciará, sino que también te honrará y protegerá como a sabio; pero si escribes una
cuartilla en francés, sobre todo si en ella tratas de materias graves que son superiores
a la posición que en sociedad ocupas, te llamará escritorzuelo y merecerás su

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antipatía más profunda. ¿Es posible que, viviendo como vives en el palacio de un
gran señor, no sepas la célebre frase pronunciada por el duque de Castries, a
propósito de d’Alembert y Rousseau: tienen la presunción de discutirlo todo, sin
gozar de mil escudos de renta?
-¡Todo, se sabe!- pensó Julián-. ¡Lo mismo ocurre aquí que en el seminario!
Había escrito ocho o diez cuartillas bastante enfáticas, cuyo objeto era elogiar al
viejo médico mayor que, según él, le había hecho hombre.
-¡Quién lo había de pensar!- se decía Julián-. Mis cuartillas han estado siempre
bajo llave, y sin embargo...
Subió corriendo a su cuarto, quemó las cuartillas y bajó de nuevo al salón, pero ya
no quedaban en él más que los grandes condecorados. En derredor de la mesa, que los
servidores acababan de llevar al salón, ya servida, había sentadas siete u ocho damas
muy nobles, muy afectadas, muy devotas y muy elegantes, cuya edad variaba entre
los treinta y los treinta y cinco años. La deslumbrante mariscala de Fervaques entró
en el salón excusándose por haber llegado tan tarde: eran más de las doce de la noche.
Fue a sentarse junto a la marquesa. Julián quedó profundamente emocionado; la
recién llegada tenía los ojos y la expresión de la señora de Rênal.
Continuaba muy animado el grupo de la señorita de la Mole, que aquella noche se
había entretenido burlándose despiadadamente del conde Thaler. Era este señor hijo
único del célebre judío que había acumulado inmensas riquezas prestando a los reyes
el dinero necesario para hacer la guerra a los pueblos. El judío acababa de bajar al
sepulcro, dejando a su hijo heredero de una fortuna que le producía una renta de cien
mil escudos mensuales, y de un apellido demasiado conocido, por desgracia. Su
posición especial habría exigido un tacto especial también, es decir, gran sencillez de
carácter y mucha fuerza de voluntad.
El conde, por el contrario, era un buen hombre que atesoraba todas las
pretensiones que le inspiraron sus adulado-res.
El conde de Caylus dijo que la voluntad del hijo del judío era pedir la mano de la
señorita de la Mole, a la cual hacía la corte el marqués de Croisenois, llamado a ser
duque y a heredar cien mil libras de renta.
-¡Por los clavos de Cristo!- exclamó Norberto-. ¡No le acuses de tener voluntad,
que eso ya es demasiado!
La observación estaba muy en su punto, pues precisamente lo que más falta hacía
al flamante conde de Thaler era la facultad de querer. Joven amigo de pedir consejo a
todo el mundo, carecía del valor necesario para seguir los consejos que le daban.
Solía decir Matilde que bastaba verle la cara para prendar-se de él, porque en ella,
a la par que cierta expresión singular, mezcla de inquietud y de desencanto, se leían
de vez en cuando ráfagas de esa importancia que tan bien cuadran a los ricos, y con
doble motivo a quien era dueño de la fortuna más grande de Francia, y, por

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añadidura, de un cuerpo bien conformado, y no ha cumplido los treinta y seis años.
Por su parte, el marqués de Croisenois decía que era insolente, pero con timidez, y el
conde de Caylus, Norberto y dos o tres amigos más, se burlaron de él a su sabor,
concluyendo por despedirle poco antes de la una de la madrugada.
-¿Le esperan en la puerta sus famosos caballos árabes?- le preguntó Norberto.
-No- respondió el conde de Thaler-. Es un tronco de mucho menos precio. Cinco
mil francos me cuesta el caballo de la izquierda, y el de la derecha no vale más allá de
cien luises, por cuyo motivo, sólo de noche sale de las caballerizas.
-Esos jóvenes me han hecho ver claro en mi situaciónmonologaba Julián,
mientras resonaban en sus oídos sus risotadas burlonas-. Mi sueldo no llega ni con
mucho a veinte luises mensuales, y me he encontrado junto a un hombre, que
cobrando esta misma cantidad cada hora, ha sido objeto de las burlas más
sangrientas... ¡Basta esta lección para curar a cualquier envidioso!

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XXXV
SENSIBILIDAD DE UNA DAMA DEVOTA
Una idea un poco atrevida suele
parecer grosería; tan acostumbrados
estamos a las palabras veladas.
¡Desgraciado del que inventa cuanto
habla!

FAUBLAS

Veamos la situación de Julián, el día que el administrador general de la casa le


entregó el cuarto trimestre de su asignación, después de varios meses de pruebas. El
marqués le había encargado de la administración de sus propiedades de Bretaña y
Normandía, que tenía necesidad de visitar con relativa frecuencia: pesaba sobre sus
hombros la correspondencia relativa al pleito famoso con el vicario general Frailair, y
contestaba todas las cartas del marqués, quien, por regla general las firmaba sin
reparos.
Los catedráticos de las clases de teología a que asistía, se quejaban de su falta de
asiduidad, aunque decían que era uno de los discípulos más aventajados.
Tanta variedad de estudios y de ocupaciones, habían robado a Julián los frescos
colores que trajo de su provincia. Su palidez, sin embargo, era un mérito a los ojos de
sus condiscípulos, que le parecían también a él menos malos y menos rastreros que
los del seminario de Besançon. El marqués le había dado un caballo.
Temiendo los comentarios que pudieran hacer sus condiscípulos si le encontraban
paseando a caballo, les había dicho que montaba por prescripción facultativa. El ex
rector del seminario de Besançon le había presentado en varias reuniones jansenistas.
Julián quedó asombrado: como en su alma la idea de la religión estuvo siempre
estrechamente ligada a la de la hipocresía y a la de ganar mucho dinero, no pudo
menos de admirar a aquellos hombres piadosos y severos, que no se acuerdan
siquiera del presupuesto. Simpatizaron con él muchos jansenistas, a los que debió
muy saludables consejos. En una reunión jansenista conoció al conde de Altamira,
hombre de talla gigantesca, condenado a muerte en su patria por liberal, y muy
devoto.
Las relaciones de Julián con el conde Norberto se habían enfriado bastante,
porque creyó este último que nuestro héroe había contestado con viveza excesiva las
bromas de algunos de sus amigos. En cuanto a la señorita Matilde, Julián se había

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impuesto el deber de no dirigirle jamás la palabra, desde que una o dos veces le
significaron que había faltado a las conveniencias. En el palacio continuaban
tratándole con toda clase de miramientos, lo que no era óbice para que él se
considerase en período de franca decadencia. ¿Por qué? Ni él mismo habría podido
explicarlo, como no fuera fundándose en el refrán «Todo lo nuevo place», pero es
posible que fuese más clarividente que los días primeros, o bien que se hubiese
disipado el encanto de la urbanidad parisiense.
En cuanto dejaba de trabajar, se apoderaba de él un aburrimiento mortal. ¿La
causa? Es muy sencilla: producía el fenómeno esa figura de modales admirable, pero
perfectamente mesurada, perfectamente calculada, que caracteriza a las personas de
la alta sociedad. Por poco sensible que sea un corazón, penetra el artificio.
Si los provincianos suelen pecar de poco finos en su trato, en cambio saben
apasionarse un poco por las personas que tratan. No sucede lo propio en las capitales:
jamás lastimaron el amor propio de Julián en el palacio de los marqueses de la Mole,
pero es lo cierto que varias veces, cuando llegaba la noche, sentía aquel ganas de
llorar. En provincias, un mozo de café se interesa por el cliente que sufre algún
contratiempo al entrar en el establecimiento donde presta sus servicios, pero si el
contratiempo envuelve algo que lastime el amor propio de quien lo sufrió, el mozo,
sin dejar de compadecer al cliente, repetirá cien veces en su presencia lo que sabe que
le desagrada oír mentar. En París tienen la atención de esconderse para reírse de uno,
pero el que viene de fuera, siempre es extraño.
No hablaremos de las mil aventuras que hubiesen abochornado a Julián si no
hubiera estado colocado, por decirlo así, fuera del alcance del ridículo. Una
sensibilidad loca le arrastraba a cometer infinidad de tonterías. Todos los días tiraba a
pistola, en cuyo juego llegó a ser uno de los discípulos más formidables de los más
famosos maestros de armas. Cuando disponía de algún tiempo, corría
invariablemente al picadero para montar los caballos más resabiados. En sus paseos
con el profesor de equitación, rara era la vez que no medía el suelo con su cuerpo.
Queríale el marqués porque le prestaba excelentes servicios, porque era
incansable en el trabajo, reservado e inteligente. Poco a poco fue confiando el
despacho de todos los asuntos de difícil desembrollo. En los momentos en que el
marqués se emancipaba del yugo de su elevada ambición, se dedicaba con sagacidad
a los negocios: jugaba a Bolsa, donde hacía algunas operaciones con bastante suerte,
compraba casas y bosques, pero se impacientaba con demasiada facilidad. Con una
mano regalaba centenares de luises mientras con la otra firmaba los preliminares de
un pleito motivado por un puñado de francos; y es que los ricos de corazón elevado
buscan en los negocios la distracción y no resultados. El marqués de la Mole
necesitaba un hombre que supiese poner en claro sus asuntos de interés.
La marquesa, por su parte, aunque mesurada por temperamento, se burlaba a

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veces de Julián. Es el horror de las damas de alta alcurnia, antípoda de las
conveniencias, imprevisto nacido de la sensibilidad. Dos o tres veces hubo de
defenderle el marqués, diciendo:
-Si en el salón resulta ridículo en cambio triunfa en el gabinete de trabajo.
Julián creyó que había penetrado el secreto de la marquesa. Observó que ésta
mostraba vivo interés por todo desde que los criados anunciaban al barón de La
Joumate, hombre frío, de fisonomía impasible, alto, sin carnes, feo y perfectamente
vestido, que pasaba la mayor parte de su vida en su castillo y jamás hacía la menor
observación sobre nada sobre nadie. A juicio de nuestro héroe, la señora marquesa de
la Mole se hubiera considerado feliz, por vez primera en su vida, si hubiese podido
hacer del barón de La Joumate.

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XXXVI
MANERA DE PRONUNCIAR
Si alguna vez merece disculpa la
fatuidad, es en la primera juventud,
porque entonces es la exageración de
alguna prenda estimable. ¡Pero la
fatuidad con la importancia! ¡La
fatuidad con la gravedad y la
suficiencia! ¡Al siglo XIX estaba
reservado este exceso de estupidez!
¡Y las gentes atacadas de esta dolencia
son las que pretenden encadenar
la hidra de la revolución!

LE JOHANNISBERG

Gracias a que, en su altanería, Julián jamás preguntaba a nadie, se libró de cometer


grandes torpezas. Un día, obligado por un chaparrón repentino a entrar en un café de
la calle Saint-Honoré, fue protagonista de un incidente altamente desagradable. Un
hombre alto, reparando en su mirada sombría, le miró a su vez exactamente lo mismo
que en otro tiempo le mirara en Besançon el amante de Amanda.
Julián se había echado en cara con demasiada frecuencia el no haber vengado
aquel insulto, para tolerar pacientemente la mirada en cuestión. Se levantó y pidió
explicaciones, pero el desconocido, lejos de darlas, le hizo objeto de las injurias más
soeces. Cuantas personas había en el café formaron círculo en derredor de los dos
hombres, y hasta los transeúntes formaron grupo numeroso frente a la puerta. Julián
llevaba siempre en los bolsillos un par de pistolitas. Al escuchar el chaparrón de
injurias, más espeso y desagradable que el que le obligara a entrar en el café, su mano
oprimía convulsa la culata de una de ellas. Fue, sin embargo, prudente, pues no sólo
no sacó el arma, sino que se limitó a repetir de segundo en segundo:
-¿Su tarjeta? Me merece usted el desprecio más profundo.
Tantas veces repitió las nueve palabras subrayadas, que terminó por interesar a las
turbas.
-¡Tiene razón!- exclamaron muchos-. Ese que hasta ahora habla solo, habrá de
darle su tarjeta.
Como el desconocido oyera repetir varias veces esta decisión, metió una mano en

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el bolsillo, sacó un puñado de tarjetas, y las arrojó a la cara a Julián.
Afortunadamente para entrambos, ninguna llegó a tocarle, y decimos
afortunadamente, porque Julián se había jurado descerrajar un tiro a su adversario si
éste le tocaba de cualquier manera que fuese. Arrojadas las tarjetas, se fue el
desconocido, no sin volver de tanto en tanto la cabeza y de agitar el puño.
Julián se encontró bañado en sudor.
-¿Pero es posible que el más miserable de los hombres tenga poder para
conmover hasta este extremo?- se decía con rabia-. ¿Cómo y cuándo conseguiré
matar esta sensibilidad mía tan humillante?
Necesitaba un testigo; pero, ¿dónde encontrarle? No tenía ni un solo amigo.
Había entablado muchas relaciones; pero todo el mundo, al cabo de seis semanas de
trato, se alejaba de él.
-Soy insociable, y ahora toco las consecuencias- pensó.
Al fin se acordó de un teniente del 96 de línea, con quien se encontraba con
frecuencia en la sala de armas, un pobre diablo llamado Liéven. Julián fue a visitarle
y le habló con sinceridad.
-No tengo inconveniente en ser su testigo- dijo Liéven-, pero con una condición:
si usted no hiere a su adversario, se batirá conmigo, no bien termine su duelo.
-De acuerdo- contestó Julián encantado.
Inmediatamente fueron juntos a buscar a M. C. de Beauvoisis, nombre del
injuriador de Julián, en el domicilio indicado en las tarjetas, es decir, en lo más
aristocrático del Faubourg Saint-Germain.
Eran las siete de la mañana.
Hasta el momento de hacerse anunciar, no se acordó Julián de que su adversario
podía ser muy bien el pariente de la señora de Rênal, que en otro tiempo estaba en la
embajada de Roma o de Nápoles, y que había favorecido con una carta de
recomendación al cantante Jerónimo.
Julián había entregado al ayuda de cámara una de las tarjetas que le tiraron el día
anterior a la cara, juntamente con otra suya.
Después de una espera de más de tres cuartos de hora, fueron introducidos los
visitantes en un saloncito puesto con elegancia maravillosa. Allí les esperaba un
joven ataviado como una muñeca. Ofrecía su cara la perfección de líneas y la
insignificancia de la belleza griega; su cabeza, extraordinariamente estrecha, era
plantel de una cabellera del más hermoso tono rubio, y tan prodigiosamente rizada,
que ni un solo cabello sobresalía de entre los demás.
-¡Este maldito nos ha tenido esperando tres horas para hacerse rizar así!- pensó
con furor el teniente del 96 de línea.
Prodigio de corrección y de elegancia eran su bata de colores abigarrados, su
pantalón de mañana, todo, en una palabra, hasta sus pantuflas ricamente bordadas. Su

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fisonomía, noble y abierta, anuncio parecía ser de ideas convenientes y raras: el ideal
del diplomático a lo Metternich. Tampoco Napoleón quería ver en tomo suyo
oficiales pensadores.
Julián, a quien había explicado el teniente del 96 de línea que someterle a una
espera tan considerable después de haberle arrojado groseramente las tarjetas al
rostro, era una nueva ofensa, entró con brusquedad en el saloncito, resuelto a ser
insolente, pero deseando al propio tiempo mantenerse dentro de los límites de las
conveniencias.
Tal asombro produjeron en Julián la suavidad de modales del señor Beauvoisis, su
expresión correcta, la elegancia admirable de cuanto le rodeaba, que inmediatamente
olvidó su intención de ser insolente. El hombre que le recibía no era el le insultara la
víspera. Fue tan grande el estupor que le produjo encontrar a un hombre tan
distinguido en vez del grosero personaje que buscaba, que no pudo encontrar en su
memoria una sola palabra. Sin despegar los labios, presentó una de las tarjetas que le
habían sido arrojadas.
-Es mi tarjeta- dijo el joven diplomático, a quien inspiraba poca consideración la
persona que, a las siete de la mañana, le visitaba vistiendo levita negra-. Es mi
tarjeta... en efecto... pero no comprendo...
El tono con que el diplomático pronunció las palabras anteriores excitó parte del
furor de Julián.
-Vengo porque necesito batirme con usted- contestó.
Seguidamente hizo historia de todo el incidente que conocemos.
Carlos de Beauvoisis, tras madura reflexiones, concluyó por reconocer la
corrección de corte de la levita que vestía Julián.
-Es de Staub... no me cabe duda- se decía mientras aquel explicaba su asunto-. El
chaleco es de buen gusto... las botas no están mal... ¡pero al diablo se le ocurre
ponerse levita negra en las primeras horas de la mañana!...
Desde que tranquilizó su conciencia con esta explicación, trató a Julián con
cortesía perfecta, casi como a igual. La conferencia duró mucho rato, pues se trataba
de un asunto altamente delicado. Julián hubo de rendirse a la evidencia: el joven que
tenía delante en nada se parecía al grosero personaje que le insultó la víspera.
Sentía Julián pocas ganas de retirarse, más aún, repugnancia invencible, por cuyo
motivo prolongaba todo lo posible la explicación. Despertaba su interés la suficiencia
del caballero de Beauvoisis, admiraba su gravedad, mezclada de cierta fatuidad
modesta, que no le abandonaba un instante, y llamaba de un modo especial su
atención la manera de mover la lengua al pronunciar; pero, como es natural, ninguna
de esas cosas era motivo para probarle.
El joven diplomático se ofreció con gracia exquisita a batirse, pero el teniente del
96 de línea, que llevaba una hora sentado con las piernas separadas, las manos sobre

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los muslos y los codos vueltos hacia fuera, falló que su amigo el señor Sorel no podía
batirse con un hombre porque éste se hubiese dejado robar las tarjetas.
Salió Julián con muy mal humor. En el vestíbulo esperaba el coche del caballero
de Beauvoisis. Al pasar Julián, alzo por casualidad los ojos y reconoció en el cochero
al hombre que le insultó la víspera.
Verle, lanzarse sobre él, derribarle del pescante y descargar sobre su cuerpo una
lluvia de fustazos, fue todo obra de un solo instante. Dos lacayos quisieron defender a
su camarada: Julián recibió algunos puñetazos, lo que le obligó a recurrir a sus
pistolas. Los lacayos huyeron como alma que lleva el diablo. El incidente no tuvo
más de un minuto de duración.
Bajaba la escalera el caballero de Beauvoisis, repitiendo una y otra vez, con
calma y pronunciación de gran señor:
-¿Qué pasa? ¿Qué es eso?
Que sentía viva curiosidad, era indudable, pero su importancia diplomática le
vedaba demostrar interés. Cuando supo de qué se trataba, su rostro reflejó a la par
altivez y sangre fría.
El teniente del 96 de línea comprendió que el diplomático deseaba batirse, y quiso
dar diplomáticamente a su amigo las ventajas de la iniciativa.
-¡Ya tenemos motivo para el duelo!- exclamó.
-Lo mismo estaba yo pensando- contestó el diplomático.
-Queda despedido ese bergante- añadió dirigiéndose a sus lacayos-. Que ocupe
otro el pescante.
Abrieron la portezuela del coche. El caballero de Beauvoisis se obstinó en hacer
los honores a Julián y a su testigo. Fueron a buscar a un amigo del diplomático, quien
indicó un sitio tranquilo. Todo estaba en regla, todo iba bien. Sólo un pequeño detalle
había que llamaba la atención de Julián, y era que el diplomático continuaba
vistiendo su bata.
-Estos señores, aunque muy nobles- pensaba Julián-, no son tan remilgados y
fastidiosos como los personajes que asisten a los banquetes de los marqueses de la
Mole... ¡Ah! ¡Ya sé por qué!- añadió al cabo de un rato-. Porque se permiten ser
indecentes.
Hablaban aquellos señores de las bailarinas que merecieron los favores del
público en un baile dado la víspera, y aludieron en la conversación a ciertas anécdotas
de color subido que Julián y su testigo ignoraban en absoluto. Julián no cometió la
tontería de fingir que las conocía; al contrario, confesó ingenuamente su ignorancia.
Su franqueza agradó al testigo de su adversario, quien le refirió las anécdotas en
cuestión con todo lujo de detalles.
El duelo terminó apenas comenzado. Julián recibió un balazo en el brazo. Le
vendaron la herida con pañuelos, que humedecieron con aguardiente, y el caballero

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de Beauvoisis le rogó con finura exquisita que le permitiera conducirle hasta su casa,
en el mismo coche que les había llevado.
Cuando Julián indicó el palacio de los marqueses de la Mole, hubo un cambio
expresivo de miradas entre el joven diplomático y su amigo.
-¿No es más que esto un duelo?- pensaba Julián-. ¡Dios mío! ¡Cuánto me alegro
de haber encontrado al cochero!
La conversación agradable no se interrumpió durante el viaje de regreso. Julián
hubo de reconocer que la afectación diplomática sirve para algo.
-Parece- se decía- que no es el fastidio condimento inseparable de las
conservaciones sostenidas por personas de elevada alcurnia. Viniendo aquí, refirieron
los que me acompañan anécdotas muy escabrosas con detalles altamente
pintorescos... ¡Me gustaría verlos con frecuencia!
Apenas se separaron, el caballero de Beauvoisis se apresuró a buscar informes
sobre su adversario. No fueron muy brillantes los que le dieron. La curiosidad le
movía a conocer mejor a su hombre. ¿pero podía visitarle sin detrimento de las
conveniencias?
-¡Es horrible!- decía a su testigo-. ¿Puedo confesar que me he batido con un
simple secretario del marqués de la Mole, y por añadidura, que la causa del duelo ha
sido el robo de mis tarjetas por mi cochero?
- Es posible que las consecuencias de semejante declaración fueran el ridículo.
Aquella misma noche el caballero de Beauvoisis y su amigo dijeron a cuantos
quisieron oírles que el señor Sorel, perfecto caballero, era hijo natural de un amigo
íntimo del marqués de la Mole. Propagada esta noticia, el joven diplomático y su
testigo se dignaron hacer algunas visitas a Julián durante los quince días que la herida
recibida en el duelo le obligó a permanecer en sus habitaciones. Julián les confesó
que en vida había estado en la Opera.
-Es espantoso- le contestaron-. ¡Si todo el mundo va allí! ¡Nada, nada! Su primera
salida ha de ser dedicada al Comte Ory.
En la Opera, el caballero de Beauvoisis le presentó al famoso cantante Jerónimo,
en el apogeo, a la sazón, de sus ruidosos triunfos.
Julián casi hacía la corte al caballero de Beauvoisis: aquella mezcla de
autorrespeto, de importancia misteriosa y de fatuidad del joven diplomático, le
encantaba. Jamás había encontrado Julián reunidos en solo hombre el ridículo que
divierte y el refinamiento de modales que todo pobre provinciano debe procurar
imitar.
En la Opera le vieron con frecuencia acompañando al caballero Beauvoisis, lo
que fue causa de que su nombre comenzara a ser conocido.
-¡Muy bien!- le dijo un día marqués de la Mole-. ¿Conque usted hijo natural de un
rico caballero del Franco Condado, amigo íntimo mío?

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El marqués interrumpió a Julián quien deseaba hacer constar que nada había
contribuido a propagar semejante rumor.
-El señor de Beauvoisis no ha querido que se diga que se batió con el hijo de un
aserrador.
-Lo sé... lo sé muy bien- respondió el marqués-. Voy a ser yo quien dé
consistencia a esa especie, que me conviene. Pero quiero pedir a usted un favor, que
no le costará más que la pérdida de media hora de su tiempo. Todos los días de
Opera, estaciónese, a las once y media, en el vestíbulo, para ver la salida de los
grandes del mundo. Quedan en usted ciertos vestigios de provincianismo que deben
desaparecer a toda costa. Por otra parte, nada se pierde conociendo, siquiera sea de
vista, a los personajes cerca de los cuales es posible que algún día le confíe alguna
misión. Preséntese al encargado de darle a conocer, pues el pase correspondiente le ha
sido concedido ya.

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XXXVII
UN ATAQUE DE GOTA
Tuve un ascenso, pero lo debí, no
a mi mérito, sino a un ataque de gota
que sufrió mi señor.

BERTOLOTTI

Quizá haya maravillado al lector el tono libre y casi de amigo con que el marqués se
dirigió a nuestro protagonista, pero debe tener en cuenta que el señor de la Mole se
veía obligado a guardar cama desde seis semanas antes a consecuencia de un ataque
de gota.
Matilde y su madre estaban en Hyères pasando una temporada con la madre de la
marquesa; Norberto sólo breves instantes acompañaba a su padre, pues, aunque se
llevaba muy bien, nada tenían que decirse, y, el marqués, reducido a la compañía de
Julián, halló, no sin asombro, que éste tenía ideas. Su joven secretario le leía los
periódicos, y muy en breve estuvo en condiciones de escoger los párrafos más
interesantes. Se publicaba un periódico nuevo que detestaba el marqués; había jurado
no leerlo nunca, pero todos los días hablaba de él. Julián reía. El marqués, irritado
contra los tiempos presentes, se hizo leer a Tito Livio: le divertía en extremo la
traducción improvisada del texto latino.
Un día el marqués, con tono de finura excesiva que con frecuencia sacaba de sus
casillas a Julián, dijo a éste:
-Me permitirá usted, mi querido Sorel, que le regale una levita azul. Cuando usted
quiera ponérsela y venir a mis habitaciones, será para mí el hermano menor del conde
de Chaulnes, es decir, el hijo de mi buen amigo el duque.
Sin comprender bien de qué se trataba, Julián hizo aquella misma noche una
visita al marqués, luciendo la levita azul. El marqués le trató como a igual. Latía en el
pecho de Julián un corazón que sabía sentir la verdadera finura, bien que ni idea tenía
de los matices de la misma. Habría jurado, antes de aquel capricho del marqués, que
era imposible ser recibido con mayores muestras de atención, pero se engañó.
Cuando Julián se levantó, dando por terminada su visita, el marqués le pidió mil
perdones porque no podía acompañarle hasta la puerta a causa de la gota.
Germinó en la mente de Julián la duda de si el marqués se burlaba de él, y como
la idea le molestaba, fue a pedir consejo al ex rector señor Pirard, quien, menos
cumplido que el marques, le respondió silbando y hablándole de otra cosa. A la

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mañana siguiente, Julián se presentó al marqués vistiendo su levita negra de
costumbre, y llevando su cartera con las cartas pendientes de firma: fue recibido a la
antigua. Por la noche volvió a las habitaciones del marqués llevando su levita azul, y
mereció ser tratado con la misma diferencia y consideraciones que la víspera.
-Puesto que parece que no le fastidian demasiado las visitas que tiene usted la
bondad de hacer a un pobre viejo enfermo- le dijo el marqués-, sepa usted que éste le
agradecería muy de veras que le narrase, los pequeños incidentes de su vida, pero con
libertad y franqueza absolutas, y sin pensar en otra cosa que en hacer una narración
clara, interesante y amena. Sobre todo, amena y entretenida, porque en este mundo,
es necedad no divertirse, ya que las diversiones son lo único real y positivo que nos
ofrece la vida. No hay hombre que pueda salvarme a diario la vida, ni quien cada
veinticuatro horas me regale un millón; pero si yo tuviese aquí, junto a mi diván, un
Rivarol, cada día me quitaría una hora de sufrimientos y de fastidio. He conocido y
tratado mucho a Rivarol en Hamburgo, durante la emigración.
El marqués refirió a Julián una porción de anécdotas de Rivarol con los
hamburgueses, que no acertaban a desentrañar el significado de un buen chiste de
aquel, si no se reunían por lo menos cuatro personas.
El marqués de la Mole, reducido a la compañía de aquel curita, quiso animarle y
ponerle de buen humor. Para conseguirlo, procuró excitar el amor propio de Julián.
Este, visto que le pedían la verdad franca y sincera, resolvió decirla, pero callando
dos cosas: la admiración fanática que sentía hacia un hombre cuya memoria sacaba
de sus casillas al marqués, y su incredulidad completa, que no se armonizaba muy
bien con quien estaba llamado a ser cura. Narró la historia de su lance con el caballo
de Beauvoisis, que hizo desternillar de risa al marqués, sobre todo cuando pintó de
mano maestra la escena ocurrida en el café de calle Saint-Honoré con el coche que le
hizo objeto de las injurias más soeces. Las relaciones entre el gran señor y el
protegido había entrado en una fase de cordialidad perfecta.
El carácter singular de Julián llegó a interesar vivamente al marqués. Éste, al
principio, fomentaba las torpezas de su secretario a fin de que le sirvieran de
diversión, pero, pasado algún tiempo, halló mayor placer en la corrección gradual de
los puntos falsos de vista, que el joven tomaba como base de sus apreciaciones.
-Los provincianos- pensaba el marqués-, cuando llegan a París lo admiran todo;
éste, por el contrario, lo aborrece todo: pecan aquellos por exceso de afectación, y
éste no tiene la que debería tener, de lo que resulta que los necios le toman por necio.
Los fríos crudos del invierno prolongaron el ataque de gota, que tuvo al marqués
postrado por espacio de varios meses.
-Si uno cobra cariño a un perrito faldero- se decía el marqués-, ¿por qué he de
avergonzarme yo de profesarlo a este curita? Es original...Le trato como a hijo...
¿dónde está la inconveniencia? Este cariño, suponiendo que dure, me costará un

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brillante de quinientos luises el día que otorgue testamento.
Cuando el marqués se dio cuenta del carácter firme de su protegido comenzó a
encargarle la resolución de no pocos asuntos: raro era el día que no le confiaba
comisiones nuevas.
Con espanto observó Julián que con frecuencia ocurría que su señor le daba
órdenes contradictorias sobre un mismo asunto. Como semejante falta de fijeza podía
comprometerle gravemente, Julián abrió un registro, donde consignaba por escrito las
decisiones de su principal. En el registro copiaba también todas las cartas, lo que le
obligó a tomar un escribiente.
La innovación pareció al marqués ridícula y enojosa, pero, a los dos meses de
implantada, comenzó aquel a experimentar sus ventajas. No contento Julián, propuso
al marqués que tomara un contable, que salía de la casa de un banquero, el cual
llevaría por partida doble la contabilidad del patrimonio, cuya administración corría a
cargo de Julián,
Estas medidas contribuyeron tan poderosamente a que el marqués conociera al
detalle el estado de sus propios asuntos, que pudo permitirse el placer de emprender
dos o tres especulaciones nuevas, sin recurrir a la mediación del testaferro, que le
robaba escandalosamente.
-Tome usted tres mil francos para usted- dijo un día el marqués a su ministro de
Hacienda.
-Aceptarlos, señor, pudiera ser motivo de que calumniasen mi conducta-contestó
Julián.
-Entonces, ¿qué quiere usted?-. Preguntó de mal talante el marqués.
-Que tenga usted la bondad de escribir su decisión en el registro pero de su puño
y letra; el asiento: estampado por usted, me dará la suma de tres mil francos. Debo
decir, por añadidura, que la idea de llevar la contabilidad en la forma que indiqué, no
es mía, sino del señor cura Pirard.
El marqués escribió en el libro su resolución, poniendo una cara parecida a la que
solía poner el marqués de Moncada mientras le rendía cuentas su administrador
general, el señor Poisson.
Por las noches, cuando Julián visitaba al marqués luciendo la levita azul, ni
indirectamente se hablaba jamás de negocios. Tanto halagaban el quebradizo amor
propio de nuestro héroe las bondades del marqués, que al fin cobró cierto cariño al
amable viejo. Y no queremos decir con esto que en el corazón de nuestro protagonista
se hubiese operado un cambio, es decir, que se hubiera hecho asequible a la
sensibilidad, tal como la entienden en París; no había tal; pero fuerza es convenir en
que no era un monstruo, y monstruo habría necesitado ser para que no hicieran mella
en él las bondades del primer hombre que le trataba con amabilidad desde que murió
el médico mayor. No tardó Julián en observar que el marqués sabía tratar su amor

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propio con más tino que lo tratara el difunto médico, como comprendió también que
este último estaba más orgulloso de su cruz que el marqués de su cordón azul. Se
comprende: el padre del marqués fue un gran señor.
Un día, al final de una conferencia matinal, celebrada con levita negra, Julián
supo distraer al marqués durante dos horas, y el marqués se empeñó en regalarle
algunos billetes de Banco que su testaferro acababa de traerle, procedentes de una
jugada de Bolsa.
-Quiero creer, señor marqués, que no verá usted una falta de respeto en la súplica,
que desde luego le dirijo, de que me permita decirle dos palabras.
-Diga usted lo que guste, amigo mío.
-Ruego al señor marqués que no se moleste si no acepto su donativo. No lo
merece el hombre de la levita negra, y, por otra parte, cercenaría las libertades que
usted tiene la bondad de tolerar al hombre de la levita azul.
Julián saludó con respeto profundo, y salió de la estancia sin volver atrás la
cabeza.
Aquel rasgo agradó al marqués, quien lo refirió al cura Pirard.
-Debo confesar a usted una cosa, mi querido cura- dijo el marques-. Conozco el
secreto del nacimiento de Julián, y desde luego autorizo a usted para que no guarde el
secreto de la confidencia que le hago... Le ennoblezco...- pensó el marqués para sus
adentros-. ¿Por qué no? Noble y muy noble fue su proceder de esta manera.
El marqués se restableció al fin.
-Va usted a pasar dos meses en Londres- dijo a Julián-Los correos ordinarios y
extraordinarios llevarán a usted las cartas que yo reciba, con las notas marginales
correspondientes, para que usted las conteste. Las contestaciones me las remitirá
usted unidas a las cartas que las motiven. Calculo que el retraso no pasará de cinco
días.
Mientras en silla de posta se dirigía Julián a Calais, no volvía de su asombro
pensando en la nimiedad de los asuntos que motivaban su viaje.
No describiremos la animadversión, el odio, el horror que le inspiró el suelo
inglés, que de sobra se lo imaginarán los lectores, si no olvidan la pasión loca que
tenía por Bonaparte. En cada oficial del ejército veía un sir Hudson Lowe, en cada
gran señor un lord Bathurst, ordenando las crueldades de Santa Elena, y recibiendo
como recompensa una cartera ministerial de diez años de duración.
En Londres conoció Julián la alta fatuidad, secreto en que le iniciaron los jóvenes
aristócratas rusos con quienes se relacionó.
-Es usted un hombre predestinado, mi querido Sorel- le decían con frecuencia-.
La Naturaleza ha dado a usted esa expresión fría, que dista mil leguas de la sensación
presente, y que nosotros pretendemos adquirir a fuerza de astucia y de constancia.
El príncipe Korasoff le decía en una ocasión:

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-No se ha compenetrado usted con el siglo en que vive. Haced siempre lo
contrario de lo que se espera de vosotros, es el gran axioma, la religión única de esta
época. Procure no ser ni loco ni afectado, porque en este caso, esperarían de usted
locuras y afectaciones, y el precepto quedaría incumplido.
Julián se cubrió de gloria en los salones del duque de Fitz-Folke, que le invitó a
comer un día. También se sentó a la mesa del príncipe Korasoff. Aún recuerdan hoy
los secretarios de embajada en Londres la manera impecable con que se condujo
Julián, llenando de admiración a cuantas personas asistieron al banquete.
Contra la opinión de sus amigos, todos aristócratas, quiso visitar al célebre Felipe
Vane, el primer filósofo de que puede envanecerse Inglaterra después de Loke. Le
encontró terminando el año séptimo de presidio, no obstante lo cual, estaba alegre
como unas pascuas. La rabia y las persecuciones de los tiranos le movían de risa.
-Es el primer hombre alegre que he visto en Inglaterra-dijo Julián al salir de la
prisión.
Vuelto a Francia, preguntóle el marqués:
-¿Qué idea divertida me trae usted de Inglaterra?
Julián no despegó los labios.
-¿Qué idea, divertida o fúnebre, me trae usted de Inglaterra?- interrogó con viveza
el marqués.
-Primo-contestó Julián-: el inglés de juicio más firme se pasa loco una hora al día;
recibe la visita del demonio del suicidio, que es el dios del país. Secundo: el talento y
el genio pierden un veinticinco por ciento de su valor en cuanto desembarcan en
Inglaterra. Tertio: no hay en el mundo nada tan hermoso, tan admirable, tan
conmovedor, como los paisajes ingleses.
-Ahora hablaré yo- dijo el marqués-: Primo: ¿por qué dijo usted en el baile
celebrado en la Embajada de Rusia, que hay en Francia trescientos mil mozos de
veinticinco años que desean ardientemente la guerra? ¿Cree usted que semejante
especie puede ser agradable a los reyes?
-No sabe uno cómo salir del paso cuando habla con nuestros grandes
diplomáticos- contestó Julián-. Tienen la manía de entablar discusiones serias, vengan
o no a pelo. El que se circunscribe a las vulgaridades de los periódicos, sienta plaza
de tonto, y si alguien se permite decir algo nuevo y verdadero, quedan estupefactos,
no saben qué responder, y a la mañana siguiente, el que habló recibe la visita de un
secretario de la Embajada, quien le asegura que estuvo altamente inconveniente.
-¡Que me place la explicación!- exclamó el marqués, riendo-. Hablemos ahora de
otra cosa: apuesto, señor profundo, que no ha adivinado usted el motivo verdadero de
su viaje a Inglaterra.
-Está en un error el señor marqués. Fui a Inglaterra para sentarme una vez a la
semana a la mesa del embajador del rey, que es el más fino de los hombres, dicho sea

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de paso.
-No; fue usted a Inglaterra a buscar esta cruz, que tengo el placer de poner en sus
manos. No quiero obligar a usted a quitarse la levita negra, ni poner fin a las
entretenidas conversaciones del que viste la levita azul. Mi voluntad, hasta nueva
orden, es la siguiente: Cuando yo le vea luciendo esta cruz, será usted para mí el hijo
menor de mi buen amigo el duque de Chaulnes, el cual, desde hace seis meses, se
dedica a la diplomacia. Tenga usted presente- añadió el marqués con mucha seriedad-
que no quiero torcer el curso de sus inclinaciones: el día que le fastidien mis asuntos,
o no me convengan sus servicios, pediré para usted un buen curato, como lo he
pedido y conseguido para el señor Pirard, y asunto concluido- terminó el marqués con
sequedad.
La cruz disminuyó sensiblemente la susceptibilidad de Julián. En lo sucesivo,
habló más y no creyó ver ofensas en las frases susceptibles de explicaciones poco
favorables que, en el ardor de una discusión, pueden escapar de los labios del hombre
más dueño de su palabra. También le valió la cruz una visita singular: la del flamante
barón de Valenod, quien llegó a París para dar gracias al ministro por el título
concedido y para entenderse con él. Iba a ser nombrado alcalde de Verrières en
substitución del señor Rênal.
Julián rió interiormente cuando Valenod le aseguró que acababa de saberse que el
señor Rênal era jacobino. La verdad del caso era la siguiente: en la reelección que en
breve iba a tener lugar, el flamante barón era el candidato ministerial, al paso que la
candidatura del señor Rênal la defendían los liberales.
En vano intentó Julián inquirir noticias sobre la señora de Rênal; el barón, que no
había olvidado su antigua rivalidad, se mostró impenetrable. Hacia el final de la
conferencia, pidió a Julián el voto de su padre para las elecciones próximas. Julián
prometió escribirle.
-Debería usted, señor caballero, presentarme al señor marqués de la Mole- dijo
Valenod.
-Debería, sí...- pensó Julián-; pero, ¿cómo presento a un bergante como...? Si he
de ser franco- respondió en voz alta-, soy muy poca cosa en el palacio del señor
marqués para atreverme a hacer presentaciones.
Como Julián no tenía secretos para el marqués, aquella misma noche le habló de
la pretensión de Valenod, y, de paso, le hizo historia detallada de sus hechos y
aventuras desde el año 1814.
-No sólo va usted a presentarme mañana al nuevo barón-contestó el marqués con
gran seriedad-, sino que también le invito a comer pasado mañana. Será uno de
nuestros nuevos prefectos.
-Si a él se le hace prefecto- dijo Julián con frialdad-, pido para mi padre el cargo
de director del Asilo de Mendicidad.

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-¡Magnífico!- exclamó el marqués, riendo-. ¡Concedido! ¡Viva la moralidad,
amigo mío! Veo que se va usted formando.
Valenod dijo a Julián que acababa de morir el encargado de la administración de
loterías de Verrières; Julián quiso conceder el puesto vacante a aquel Cholin, cuya
instancia encontrara tiempo atrás en las habitaciones ocupadas por el marqués en la
casa de los señores Rênal. Era de ver la risa del marqués cuando Julián le recitó la
instancia en cuestión, al hacerle firmar la carta de petición del cargo para el ministro
de Hacienda.
Apenas firmada la credencial en favor de Cholin, supo Julián que el cargo había
sido pedido por la Diputación Provincial para el célebre geómetra Gross, hombre
generoso que, no teniendo más que mil cuatrocientos francos de renta, halló manera
de prestar anualmente seiscientos francos al lotero que acababa de morir, para
ayudarle a educar a sus hijos.
-Esto no tiene importancia- se decía Julián, pensando en lo que había hecho-.
Mayores injusticias habré de cometer, si quiero llegar, injusticias que necesito
aprender a engalanar con el bello ropaje de frases altamente sentimentales... ¡Pobre
señor Gross!... Merecía él la cruz y la tengo yo... ¡Deber mío es defender la política
del Gobierno que me la ha otorgado!...

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XXXVIII
LA DECORACIÓN QUE MAS VISTE
Tu agua no apaga mi sed- dijo
el genio alterado-. Sin embargo, en
el Diar-Bekir no la hay tan fresca.

PELLICO

Un día, a su vuelta de las encantadoras tierras de Villequier, patrimonio situado sobre


las márgenes del Sena, que merecía la predilección especial del marqués de la Mole
porque, entre la infinidad de los que poseía, era el único que fue propiedad del
célebre Bonifacio de la Mole, encontró en el palacio a la marquesa y a su hija, que
acababan de regresar de Hyères.
Julián se había hecho un dandy correcto y poseía el arte de saber vivir en París.
Saludó a la señorita de la Mole con frialdad perfecta, como si no guardase el menor
recuerdo de aquellos tiempos en que con tanta alegría le rogaba ella que le explicase
minuciosamente su sistema de caer del caballo.
Encontróle la señorita de la Mole más alto y más pálido; de sus movimientos, de
sus ademanes, había desaparecido el sello de provinciano. En cuanto a su
conversación, era perfectamente parisiense. Lo único que conservaba todavía era su
predisposición a la seriedad y a lo positivo y la tendencia a conceder importancia a
muchas cosas que para la generalidad de las gentes no la tenían.
-Le falta flexibilidad, pero no talento- dijo la señorita de la Mole a su padre,
bromeando sobre la cruz que por su influencia había sido concedida a Julián-. Por
cierto que mi hermano la venía pidiendo desde hace dieciocho meses... ¡y es un la
Mole!
-Cierto; pero Julián tiene lo que no ha tenido nunca el la Mole de quien me
hablas: lo que pudiera llamar imprevisto.
Anunciaron al duque de Retz.
Sintió Matilde irresistibles ganas de bostezas en cuanto recordó las costumbres
antiguas del salón paterno, en cuanto se trazó una imagen perfectamente tediosa de la
vida que iba a llevar en París. Lo notable es que, mientras estuvo en Hyères, suspiró
incesantemente por París.
-¡Qué vida me espera!- pensaba-. ¡Y estoy en los diecinueve años!... ¡La edad de
las ilusiones... la edad de la dicha, según los tontos!
Contempló los ocho o diez tomos de poesías nuevas, adquiridos en su viaje a

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Provenza, y que estaban sobre la consola del salón. ¿Por qué se atosigaba la brillante
joven? Sencillamente porque, dotada de más talento que los señores de Croisenois, de
Caylus, de Luz, y demás amigos que formaban su círculo, se figuraba de antemano
cuanto aquellos le dirían sobre el hermoso ciclo de Provenza, sobre la poesía, el
Mediodía, etc., etc.
Aquellos ojos divinos, que reflejaban tedio, más que tedio, desesperación, se
posaron sobre Julián.
-Señor Sorel- dijo con voz viva, breve, que nada tiene de femenino, y que suelen
emplear las jóvenes de las clases elevadas-, ¿viene usted esta noche al baile de los
señores de Retz?
-No he tenido el honor, señorita, de ser presentado al señor duque- contestó
Julián.
-He encargado a mi hermano, que lleve a usted a su palacio, y si usted viniera,
podría darme detalles sobre nuestras tierras de Villequier. Pensamos visitarlas en la
primavera próxima, y quisiera saber si el castillo es habitable, y si los alrededores son
tan hermosos como dicen... ¡Abundan tanto las reputaciones usurpadas!...
Julián no contestó.
-¡Vaya usted al baile con mi hermano!- añadió la joven con entonación adusta.
Julián saludó con respeto.
-Hasta en el baile soy propiedad de todos los individuos de la familia- se dijo-.
¡Claro!... ¿No me pagan? ¡Sabe Dios si lo que tendré que decir a la hija no contrariará
los proyectos del padre, de la madre o del hermano! ¡Si parece esto una corte de
príncipe soberano!... Convendría ser una nulidad perfecta, pero sin conceder a nadie
el derecho de quejarse... ¡Dios de Dios, y qué antipática me resulta la niña!- añadió
mentalmente, mientras Matilde se iba, llamada por su madre-. Exagera todas las
modas... ¡Si parece que va a perder el vestido!... Está mas pálida que antes del viaje...
¿Y qué diré de sus cabellos, sin color a fuerza de ser rubios? ¡Me crispa los nervios su
altanería, su manera insolente de saludar, sus miradas, sus ademanes de reina!...
Vino a interrumpir el monólogo de Julián el conde Norberto, a quien momentos
antes había llamado su hermana.
-Mi querido Sorel- le dijo-, ¿dónde quiere usted que le vaya a buscar a las doce de
la noche para llevarle al baile de los duques de Retz? Me han encargado
expresamente que no deje de presentarle.
-Sé muy bien a quién soy deudor de tantas bondades-contestó Julián, haciendo
una reverencia profunda.
Aquella noche, en el baile, quedó Julián asombrado ante la magnificencia regia
del palacio de los duques de Retz. Cubría el vestíbulo un pabellón inmenso de seda
carmesí sembrada de estrellas de oro, debajo del cual se admiraba un verdadero
bosque de naranjos y de rosales de té en plena florescencia. El efecto era soberbio.

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Como había tenido la precaución y el buen gusto de enterrar las gigantescas macetas
que contenían los naranjos y los rosales, parecía que unos y otros brotaban del suelo.
El camino que debían recorrer los coches estaba cubierto de arena.
Jamás vio nada tan hermoso nuestro provinciano, jamás se formó idea de tanta
magnificencia. La emoción que despertó en su pecho un cuadro de belleza tan
suprema, aventó su mal humor a mil leguas de distancia. En el coche, mientras se
dirigían al baile, Norberto estaba radiante de alegría y Julián de humor negro: no bien
llegaron al baile, se trocaron los papeles.
Norberto sólo se fijaba en ciertos detalles que, en medio de tanta magnificencia,
habían quedado algún tanto descuidados; mentalmente calculaba el coste de todo, y
cuando la tasación alcanzó una cifra elevada, mordió la envidia en su pecho y surgió
su mal humor.
Julián llegó encantado, tímido, efecto de la emoción, al primero de los salones
donde se bailaba. Apiñadas a la puerta del segundo había tantas personas, que era de
todo punto imposible penetrar en él. La decoración del segundo salón representaba la
Alhambra de Granada.
-Es la reina del baile, no hay duda- decía un joven, cuyo hombro parecía querer
taladrar el pecho de Julián.
-La señorita de Fourmont, que hasta aquí fue la más bonita- contestaba otro
joven-, comprende que desciende, que pasa a ocupar el segundo lugar. Fíjate en su
expresión.
-En realidad, despliega todas sus gracias para agradar... ¡Mira su sonrisa divina
ahora que ha quedado sola en la figura de la contradanza!... ¡Los ángeles la
envidiarían, palabra de honor!
-La señorita de la Mole ha sabido adueñarse del placer que su triunfo, del que,
como es natural, se da cuenta perfecta, le produce. No parece sino que teme agradar a
quien le habla.
-¡Magnífico! Es el refinamiento del arte de la seducción.
En vano se esforzaba Julián por ver a aquella mujer seductora; siete u ocho
caballeros, de mayor estatura que la suya, se lo impedían.
-Su noble compostura es coquetería.
-Y coquetería es también bajar lentamente sus grandes ojos azules cuando parece
que van a venderla... ¡No he visto en mi vida habilidad tan diabólica!
-La verdad es que, a su lado, la señorita de Fourmont es una belleza del montón-
terció otro joven.
-Su compostura y expresión de reserva, quieren decir, traducidas al lenguaje
vulgar: ¡Qué de tesoros de amabilidad desplegaría yo si usted fuera un hombre digno
de mí!
-¿Y quién puede ser digno de la sublime Matilde?- preguntó el que había hablado

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primero-. Algún príncipe soberano, guapo, espiritual, un héroe en la guerra, y de
veinte años de edad como máximum.
-El hijo natural del emperador de Rusia, a quien, el día de la boda, harían
soberano... o sencillamente el conde de Thaler, con su facha de rústico vestido de...
Despejóse la puerta del salón en aquel momento y entró Julián.
-Puesto que tan encantadora la encuentran esos muñecos- pensó Julián-, merece la
pena de que yo la estudie. Yo encontraré lo que para ellos es perfección sublime.
Buscábala Julián con los ojos, cuando observó que Matilde le miraba.
-El deber me llama- pensó nuestro héroe.
La curiosidad era parte a que avanzase con un sentimiento de placer que el
descote, demasiado bajo, de Matilde, acrecentó muy pronto, con grave quebranto,
dicho sea de paso de su amor propio. Entre aquella y Julián se habían interpuesto
cinco o seis jóvenes, entre los cuales reconoció el segundo a los que momentos antes
hablaban en la puerta.
-¿Verdad que no ha habido en la temporada baile tan encantador como éste?- le
preguntó Matilde-. Usted, que ha pasado en París todo el invierno, puede contestarme
con conocimiento de causa.
Julián no contestó.
-Esa cuadrilla de Coulon me parece admirable, y las damas la bailan a la
perfección.
Los jóvenes se volvieron para ver al feliz mortal de quien la reina de la fiesta
quería obtener una respuesta.
-A mal juez recurre usted, señorita- contestó Julián-. Me paso la vida escribiendo,
no frecuento la sociedad, y es éste el primer baile que he visto.
Los jóvenes quedaron escandalizados.
-Es usted un hombre sabio, señor Sorel- repuso Matilde con interés más
acentuado-. Asiste usted a los bailes y a las fiestas como un filósofo, como J. J.
Rousseau. Estas locuras le asombran, pero sin seducirle.
Una sola palabra acaba de apagar la imaginación de Julián y de expulsar de su
corazón toda clase de ilusiones. Su boca se plegó con expresión de desdén un poco
exagerado quizá.
-J. J. Rousseau- replicó- se acreditó a mis ojos de necio cuando pretendió juzgar a
la sociedad elegante, que ni comprendía ni podía comprender, sencillamente porque
latía en su pecho un corazón de lacayo encumbrado.
-Ha escrito el Contrato Social- objetó Matilde con tono de veneración.
-Predicando la república y la destrucción de la sociedad. A la par que clamaba
contra la monarquía y los nobles, se emborrachaba de alegría cuando un duque tenía
la dignación de detenerse en su paseo para saludar a cualquiera de sus amigos.
-¡Ah, sí! El duque de Luxemburgo acompañó a Montmorency a un tal Coindet-

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exclamó Matilde, con la alegría de quien tiene ocasión de soltar la primera
pedantería.
Estaba tan orgullosa de su ciencia como el académico que descubrió la existencia
del rey Feretrio.
La mirada de Julián se hizo más severa y penetrante. Matilde acababa de dar
pruebas de una ráfaga de entusiasmo, ráfaga que mató en el acto la frialdad de su
interlocutor.
En aquel momento, el marqués de Croisenois avanzaba presuroso en dirección a
Matilde. En un abrir y cerrar de ojos consiguió colocarse a tres pasos de aquella,
donde hubo de hacer alto forzosamente. Desde allí la miraba sonriente a través de los
hombres de los que formaban el insuperable obstáculo. Al lado del de Croisenois
estaba la marquesita de Roubray, prima de Matilde, dando el brazo al que era su
marido desde quince días antes. El marqués de Roubray, muy joven también, sentía
todo el amor de que es capaz el hombre que, habiendo contraído un matrimonio de
conveniencia, arreglado por los notarios, se encuentra dueño de una belleza perfecta.
A la muerte de un tío suyo, de edad muy avanzada, debía ser duque.
Mientras el marqués de Croisenois, no pudiendo taladrar el obstáculo, había de
contentarse con mirar sonriente a Matilde, ésta ponía sus hermosos ojos azules en él y
en los que se hallaban a su lado.
-¿Puede darse nada tan prosaico como ese grupo?- pensaba Matilde-. Ahí está
Croisenois, que pretende hacerme su esposa. Es fino, distinguido, de modales tan
elegantes como el marqués de Roubray. Si no fuesen tan fastidiosos, esos caballeritos
serían el colmo de la amabilidad. También Croisenois me seguiría al baile con
expresión de contento. Un año después de casada, seguiría teniendo coches, caballos,
vestidos, joyas, un castillo a veinte leguas de París... todo cuanto despierte la codicia
de una advenediza... como la condesa de Roiville, por ejemplo... ¿Y luego?
Matilde estaba aburrida. Consiguió llegar hasta ella el marqués de Croisenois, le
dio conversación, pero ella no le escuchó: soñaba despierta. El rumor de las palabras
de aquel se confundía en los oídos de la bella con el del baile. Sus ojos seguían
maquinalmente a Julián, que se había alejado con expresión de profundo respeto,
pero altivo y descontento. En un rincón, aislado de las turbas bullidoras, vio al conde
de Altamira, a quien conocemos ya, condenado a muerte en su patria. Durante el
reinado de Luis XIV, una de sus parientes había casado con un príncipe de Conti,
siendo esta circunstancia la que le protegía algún tanto contra las iras de sus
enemigos.
-Todos los hombres son iguales... y no veo que pueda distinguirlos otra cosa que
una sentencia de muerte- pensaba Matilde-. Es lo único que no se compra... ¡He aquí
una frase feliz! ¡Lástima que no se me haya ocurrido en sazón oportuna, cuando
hubiese podido valerme un aplauso!

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Tenía Matilde un gusto demasiado exquisito para llevar a sus conversaciones
frases preparadas de antemano, pero como no era inaccesible la vanidad, se alegraba
y felicitaba a sí misma cuando se le ocurrían. La que dejamos copiada ahuyentó de su
rostro la expresión de aburrimiento. Sonrió, y el marqués, que atribuyó el cambio a
sus palabras, redobló su facundia.
-¿Qué puede objetar a mi frase el más descontentadizo?seguía pensando Matilde-.
Yo replicaría al crítico: Se compra un título de barón, de vizconde; se conceden
cruces y condecoraciones... Una acaban de conceder a mi hermano... ¿por qué? ¿Que
ha hecho? Se obtienen los grados y empleos... diez años de vida de guarnición, o un
ministro de la Guerra pariente, son méritos más que bastantes para dar a un militar el
mando de un escuadrón, como lo han dado a Norberto. Lo más difícil de conseguir, y
de consiguiente, lo más meritorio, es hacer una gran fortuna... ¡Graciosísimo!...
¡Precisamente lo contrario de lo que los libros dicen! Pues bien; también se compra
una fortuna...con casarse con la hija de Rotschild... ¡Lo dicho! Mi frase es tan feliz
como profunda. Quedamos en que una sentencia de muerte es lo único que nadie
tiene empeño en solicitar... ¿Conoce usted al conde Altamira?- preguntó al marqués
de Croisenois.
Tan poca relación guardaba la pregunta con lo que el pobre marqués venía
diciendo a la hermosa desde cinco minutos antes, que aquel quedó desconcertado.
-Matilde tiene sus extravagancias- pensó-, lo que no deja de ser grave
inconveniente... inconveniente decisivo, si su persona no diese a su marido una
posición social envidiable. Yo no sé cómo se las compone el marqués de la Mole,
pero es lo cierto que mantiene relaciones de amistad con las figuras más salientes de
todos los partidos, y, como es natural, no corre peligro de naufragar. Además, las
extravagancias de Matilde muy bien pueden pasar por destellos de su genio... El
genio, cuando va unido a una estirpe preclara y a una fortuna grande, nunca es
ridículo.
Como el marqués daba vueltas en su imaginación a las ideas anteriormente
expresadas, y es sabido que nadie puede hacer dos cosas a la vez, contestó a Matilde
como quien recita una lección:
-¿Quién no conoce al pobre Altamira?
A continuación trazó la historia de la conspiración que le valió una sentencia de
muerte, conspiración absurda, ridícula, abortada.
-¡Muy absurda!- dijo Matilde, como hablando consigo misma-. ¡Absurda, pero
hizo algo! Quiero ver a un hombre... tráigamelo usted.
El marqués quedó estupefacto.
Era el conde de Altamira uno de los admiradores más declarados de la expresión
altanera y casi impertinente de la señorita de la Mole. No se cansaba de repetir que,
para él, Matilde era la señorita más hermosa de París, la única que merecía ocupar un

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trono. Dicho se está que accedió sin la menor dificultad a los deseos de Matilde.
No faltan personas que pretenden que nada hay tan ridículo como fraguar una
conspiración en pleno siglo xix, fundándose en que conspirar tiene sabor jacobino;
¿pero cabe mayor ridículo que combatir sin éxito a un jacobino?
Matilde cruzaba con el marqués de Croisenois miradas burlonas, pero escuchaba
con gusto a Altamira.
Pensaba que un conspirador en un baile ofrece un contraste precioso. En el que le
dirigía la palabra creía ver al león cuando descansa, pero no tardó en observar que en
el espíritu de aquel hombre no había que más una idea: la utilidad; la admiración a la
utilidad.
Si se exceptúa su deseo de dar a su patria el gobierno de las dos Cámaras, nada
encontraba el joven conde digno de llamar su atención. Separóse de Matilde, la mujer
más hermosa del baile, porque vio entrar en los salones a un general peruano.
Perdidas las esperanzas en Europa, tal como la había dejado Metternich, el pobre
Altamira llegó a creer que, cuando los Estados de la América Meridional fuesen
poderosos y fuertes, acaso devolverían a Europa la libertad que les proporcionara
Mirabeau.
Rodeó en aquel punto a Matilde una oleada de jóvenes. La hermosa, viendo que
no había conseguido seducir a Alta-mira, parecía contrariada, y miraba a los jóvenes
con aquella seriedad profunda, que le era característica, y que ninguna de sus rivales
podía imitar. Pensaba, mientras paseaba sus miradas sobre la brillante juventud que la
rodeaba, que probablemente en el baile no había otro Altamira dispuesto a afrontar
una sentencia de muerte, ni aun contando a su favor con todas las probabilidades de
éxito. Su mirada hacía las delicias de los que se distinguían por su falta de talento,
pero alarmaba a los otros, que temían que fuese anuncio de alguna frase ingeniosa de
contestación difícil.
-La nobleza da a quien la posee mil cualidades tan estimables, que no comprendo
que se pueda alternar con quien de ellas carece- seguía pensando Matilde-. Sin
embargo, todas esas cualidades palidecen ante las que atesora el alma de quien sabe
hacerse condenar a muerte.
Alguien dijo en aquel punto:
-El conde de Altamira es el hijo segundo del príncipe de san NazaroPimentel y un
Pimentel fue quien intentó salvar a Conradino, decapitado en 1268. Su familia es de
las más nobles de Nápoles.
-¡Una prueba concluyente de mi máxima!- pensó Matilde sonriendo con ironía-.
La nobleza arrebata a quien la posee la fuerza del carácter sin la cual es imposible
hacerse condenar a muerte. Luego Altamira, perteneciente a una de las familias más
nobles, carece de fuerza de carácter... ¡Esta noche no hago más que disparatar!
¡Puesto que soy una mujer como todas las demás, a bailar!

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Cedió entonces a las instancias del marqués de Croisenois, que desde una hora
antes la invitaba a bailar un galop, y como quería olvidar sus preocupaciones
filosóficas, estuvo seductora con el marqués.
Ni el baile ni el deseo de agradar a uno de los jóvenes más guapos de la
aristocracia fueron bastante para distraer a Matilde. Puede decirse que sus triunfos
habían terminado, porque aun siendo la reina del baile, y viéndolo ella, no mostraba
alegría, sino frialdad, indiferencia.
-Con Croisenois me espera una vida obscura, vida de hastío- se decía una hora
más tarde-. ¿Por ventura puedo distraerme yo, que después de una ausencia de seis
meses, asisto a un baile, donde soy la admiración de los hombres y la envidia de las
mujeres, y sin embargo, no me distraigo? Y cuenta que me rinden sus homenajes
hombres y mujeres de las más elevadas clases sociales!... Excepción hecha de dos o
tres Pares y de un par de Julianes a lo sumo, todo el mundo pertenece a la más
antigua aristocracia de la sangre... ¡Poco puedo agradecer a la suerte!...- Murmuraba
con tristeza siempre creciente-. ¡Me ha dado ilustración, fortuna, juventud,
hermosura... todo, excepto la dicha! Mis prendas más dudosas son, por añadidura, las
mismas de que me vienen hablando toda la noche: mi talento. Debo tenerlo, sin
embargo, pues observo que les doy miedo a todos. Si alguien se atreve a abordar un
tema serio, al cabo de cinco minutos de disquisiciones, llegan todos, faltos de
alientos, con la lengua fuera, como suele decirse, y como quien acaba de hacer un
descubrimiento prodigioso, a lo mismo que yo les estoy repitiendo desde un ahora
antes. Soy hermosa, poseo, esta ventaja a la cual lo hubiese sacrificado todo la
célebre señora de Staël, y, sin embargo, me mata, me consume el aburrimiento. ¿Me
aburriré menos cuando deje de llamarme Matilde de la Mole y tome el título de
marquesa de Croisenois? ¡Dios mío!- añadió, con ganas casi de llorar-. ¿Por ventura
no es un hombre perfecto? ¿No es la obra maestra de la educación de nuestro siglo?
Imposible mirarle sin admirar en él algo digno de ser amado... Es espiritual... es
bravo... ¡Pero ese Sorel es singular!exclamó de pronto-. ¡Le he dicho que quería
hablarle y no se digna parecer por mi lado!

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XXXIX
EL BAILE
El lujo de las toilettes, el brillo de
las luces, los perfumes: tantos brazos
desnudos, tantas espaldas divinas;
flores, armonías de Rossini que extasían
el oído, cuadros de Ciceri que encantan
la vista... ¡Estoy fuera de mí!

Viaje de UZERS

-Estás contrariada, de mal humor- dijo la marquesa de la Mole a su hija-. Te lo


advierto porque no se armonizan bien el mal humor y la permanencia en un baile.
-Me duele un poco la cabeza-contestó Matilde-. ¡Hace aquí tanto calor...!
Como para justificar a la señorita de la Mole, en aquel momento se encontró
indispuesto el barón de Tolly. Cayó desplomado y hubo necesidad de retirarle del
salón. Corrió la voz de que había sufrido un ataque de apoplejía, incidente
desagradable que no mereció la atención de Matilde, que se había impuesto la
obligación de no mirar nunca a los viejos ni escuchar historias tristes.
Bailó, para no tener que escuchar los comentarios sobre el ataque de apoplejía,
que resultó no serlo, pues al día siguiente se encontraba el barón completamente
restablecido.
Mientras bailaba, y después de terminada la danza, continuaba buscando con los
ojos a Julián, a quien al fin vio en otro salón. ¡Fenómeno extraño! Había perdido la
frialdad, la expresión impasible que le era natural: no conservaba ni vestigios de su
aire inglés.
-Habla con el conde de Altamira, mi condenado a muerte- murmuró Matilde-.
Brilla en sus ojos un fuego sombrío... parece un príncipe disfrazado.
Julián se acercaba al sitio donde estaba Matilde, sin dejar de hablar con Altamira;
la señorita de la Mole miraba con fijeza a éste, como buscando en las líneas de su
rostro las altas cualidades que pueden valer a un hombre el honor de ser condenado a
muerte.
Cuando los interlocutores pasaron por el lado de Matilde, decía Julián al conde:
-Sí; Dantón fue un hombre.
-¡Cielos!- murmuró Matilde-. ¿Será un Dantón...? ¡No es posible!... ¡Con ese
rostro que respira nobleza...! Dantón fue horriblemente feo... un carnicero, si no estoy

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equivocada.
Como Julián estaba cerca de ella, no tuvo inconveniente en llamarle. Su
conciencia y su orgullo la movían a hacer una pregunta extraordinaria en boca de una
joven.
-¿No fue carnicero Dantón?- preguntó.
-A los ojos de ciertas personas, carnicero fue- contestó Julián con mal velada
expresión de desdén-; pero para las personas bien nacidas, fue un abogado en Méry-
sur-Seine; es decir, señorita- añadió con sarcasmo-, sus comienzos fueron los de
muchos altos personajes que veo aquí. Confieso, sin embargo, que Dantón tenía una
desventaja enorme a los ojos de la belleza: era espantosamente feo.
Pronunció las últimas palabras con mucha rapidez y poca amabilidad.
Esperó Julián un instante, con la parte superior del cuerpo ligeramente inclinada y
actitud de humildad altiva. Su lenguaje, no por mudo menos elocuente, parecía decir:
«Me pagan para que conteste a usted y vivo de lo que me pagan.» No se dignó alzar
los ojos hasta Matilde. Ésta, abiertos extraordinariamente los ojos que tenía clavados
en él, parecía su esclava. Al cabo de largo rato de silencio, Julián la miró como mira
un criado a su señor cuando va a recibir órdenes. Aunque sus ojos tropezaron con los
de Matilde, que continuaban mirándole con expresión extraña, se alejó con
apresuramiento.
-¡Parece mentira que haga un panegírico de la fealdad quien es tan
extraordinariamente guapo!- exclamó Matilde saliendo de su estupor. Es un hombre
singular, que en nada se parece a Caylus ni a Croisenois. Le encuentro cierto parecido
con mi padre cuando éste se presentó en un baile de disfraces representando a
Napoleón... ¡Está visto que hoy me he de aburrir hasta en el baile!
Ya no se acordaba de Dantón. Tomó el brazo de su hermano y le obligó a dar un
par de vueltas por el salón. ¿Por qué? Porque acababa de ocurrírsele el capricho de
seguir la conversación que el condenado a muerte sostenía con Julián.
La concurrencia era enorme. Esto no obstante, logró alcanzarles en el momento
que Altamira se acercaba a una bandeja para tomar un helado. Hablaba con Julián con
el cuerpo vuelto a medias, y como viera un brazo lleno de bordados, que tomaba otro
helado a tiempo que retiraba él el suyo, se volvió para conocer al propietario de aquel
brazo. Sus ojos, de mirada llena de nobleza y de candor, adquirieron súbita expresión
de desdén.
-Este hombre- dijo en voz muy baja a Julián- es el príncipe de Araceli, embajador
de... Esta mañana ha pedido mi extradición al ministro de Estado de Francia, señor de
Nerval... a quien veo allá, jugando al wisth. Por cierto que el señor de Nerval está más
que dispuesto a entregarme, para corresponder a la entrega que le hicimos de dos o
tres conspiradores en 1816. Si me entrega a mi rey, bailaré en la horca antes que
transcurran veinticuatro horas.

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-¡Infames!- exclamó Julián con voz sorda.
-No tan infames, amigo mío- replicó Altamira-. Si le hablo de mí, es con objeto
de herir su imaginación con una imagen viva. Observe usted al príncipe de Araceli;
cada cinco minutos contempla extasiado su Toisón de Oro, se deleita, goza lo
indecible viendo la condecoración que pende de su cuello. En realidad, ese pobre
hombre no es más que un anacronismo. Cien años atrás, el Toisón de Oro era un
honor insigne, pero no lo hubiese ostentado nuestro príncipe si por aquella época
viviera. Hoy, en cambio, se necesita ser un Araceli para enorgullecerse por su
posesión. A trueque de obtenerlo, los Araceli de nuestros días ahorcarían con la
mayor tranquilidad del mundo a una ciudad entera.
-¿Lo ha obtenido a ese precio?- preguntó con ansiedad Julián.
-No ha sido preciso tanto- contestó con frialdad Altamira-; pero tal vez hizo
arrojar al río a veinte o treinta propietarios ricos de su país, que pasaban por liberales.
-¡Qué monstruo!- repitió Julián.
Matilde escuchaba con interés vivísimo y desde tan cerca, que sus cabellos
rozaban los hombros del narrador.
-¡Es usted tan joven!- repuso Altamira-. Le decía antes que tengo una hermana
casada en Provenza, bonita, dulce, buena, excelente madre de familia, fiel a sus
deberes, piadosa y no beata.
-¿Adónde querrá ir a parar?- pensó Matilde.
-Es también feliz- continuó Altamira-; quiero decir, lo era en 1815, por cuyo
tiempo estuve escondido en su casa. Pues bien: en cuanto tuvo noticia de la ejecución
del mariscal Ney, se puso a bailar.
-¿Es posible?- exclamó Julián, aterrado.
-Es consecuencia natural del espíritu de partido. En el siglo XIX no hay ya
pasiones verdaderas, pasiones dignas de este nombre: ahí tiene usted el secreto del
hastío que en Francia reina como señor único. Se cometen las crueldades más
espantosas sin ser cruel.
-¡Peor que peor!- observó Julián-. Cuando se cometen crímenes, deben cometerse
por lo menos con placer. Es el único atractivo que veo en el crimen, lo único que
puede atenuar su fealdad, ya que justificarlo es, a mi entender, imposible.
Matilde, olvidando las conveniencias, se había colocado casi entre Altamira y
Julián. Su hermano, que le daba el brazo, habituado a obedecerla, miraba a los que
bailaban y simulaba que se veía detenido por las muchedumbres.
-Tiene usted razón- asintió Altamira-. Hoy se obra sin placer, y no se guarda
memoria de nada, ni siquiera de los crímenes. Me sería fácil designar diez de las
personas que llenan estos salones que podrían ser condenados como asesinos. Lo han
olvidado ellos mismos, y tampoco lo recuerda el mundo. Se conmueven muchos,
llegan hasta a verter lágrimas, si un perro suyo se rompe una pata. En el Pére

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Lachaise, al arrojar flores sobre sus tumbas, como dicen con tanta gracia en París,
pronuncian discursos paga convencer a todos de que los muertos atesoraban las
virtudes de los caballeros de prez, y se recuerdan las altas hazañas llevadas a cabo por
sus bisabuelos, que vivieron en tiempos de Enrique IV... Sí, amigo mío, pese a los
buenos oficios del príncipe de Araceli, no me han ahorcado, todavía, y si consigo
disfrutar de mi fortuna en París, tendré el gusto de hacer comer a usted en compañía
de ocho o diez asesinos honrados y sin remordimientos. En la comida, usted y yo
seremos los únicos que tendremos las manos limpias de sangre; pero a mí me
despreciarán, me odiarán como a monstruo sanguinario y jacobino, y a usted le
despreciarán también, sencillamente porque es un hombre del pueblo, un intruso que
no merece alternar con tan buena compañía.
-¡Exacto!- exclamó, sin poder contenerse la señorita de la Mole.
Altamira la miró asombrado: Julián no se dignó llevar a ella los ojos.
-Quiero que sepa usted que si la revolución cuyo jefe fui no triunfó- repuso el
conde de Altamira-, fue porque no quise hacer rodar dos o tres cabezas ni distribuir
entre nuestros partidarios siete u ocho millones guardados en una caja cuya llave
tenía yo. Mi rey, que hoy arde en deseos de ahorcarme, y que me tuteaba antes de la
revolución, me habría condecorado con el Gran Cordón de su Orden si yo hubiese
hecho rodar las dos o tres cabezas y distribuido los millones de que hablo, pues en ese
caso, hubiera conseguido yo un triunfo relativo y dado a mi patria una constitución
como... pero así va el mundo.
-Entonces no comprendió usted el juego- observó Julián con la mirada
inflamada-. Hoy...
-¿Haría caer las cabezas sin ser un girondino, como me decía usted el otro día? Le
contestaré- dijo Altamira con triste expresión-: después que usted haya muerto a un
hombre en duelo, lo que es mucho menos feo que hacerle morir a manos del verdugo.
-Pardiez!- exclamó Julián-. Quien quiere el fin, pone los medios. De mí puedo
decir que, si en vez de ser un átomo, tuviese algún poder, sin titubear mandaría
ahorcar a tres hombres, si su muerte salvaba la vida a cuatro.
Brillaban en sus ojos el fuego de la conciencia y el desprecio más profundo hacia
los juicios vanos de los hombres. Tropezaron aquellos con los de Matilde, y el
desprecio, lejos de troncarse en expresión de benignidad, redobló, se acentuó.
Alarmó a Matilde la actitud de Julián, pero no pudo olvidarle, aunque se alejó
despechada, arrastrando a su hermano.
-Necesito tomar ponche y bailar mucho- se dijo la joven-. Quiero escoger entre lo
mejor y producir efecto a toda costa... ¡Vaya!... ¡Aquí tenemos al famoso
impertinente, al conde de Fervaques!
Invitóla el conde a bailar, aceptó Matilde y bailaron.
-Quiero saber quién de los dos resulta más impertinente-pensó ella-. Pero si

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quiero burlarme a gusto de él, necesito hacerle hablar.
Momentos después, los que bailaban no pensaban en el baile, sino en no perder
ninguna de las frases ingeniosas de Matilde. La turbación del conde de Fervaques era
terrible; sudaba y trasudaba porque en su mente no encontraba más que
contestaciones elegantes, pero ni una sola idea. Matilde, cuyo humor no era de los
mejores en aquellos momentos, estuvo con su pareja ferozmente cruel, consiguiendo
al fin acarrearse su enemistad. Bailó hasta que vino el día, y se retiró al palacio de sus
padres horriblemente cansada. En el coche, aún empleó sus escasas fuerzas que le
quedaban para entristecerse más y aumentar su pena. Había sido despreciada por
Julián, y ella no podía despreciarle.
La dicha enajenaba a Julián, que había podido disfrutar a su sabor de la música,
las flores, las mujeres, la elegancia general, y abandonarse a su imaginación, que
soñaba distinciones y honores para él y libertad para todos.
-¡Hermoso baile!- dijo al conde de Altamira-. Nada falta en él.
-Sí tal; falta el pensamiento- replicó Altamira.
-Está usted, señor conde... ¿con usted no está el pensamiento, y el pensamiento
que conspira todavía?
-Me admiten aquí por mi nombre, pero en los salones de París odian al
pensamiento. Este no debe remontarse a mayor altura que la necesaria para
comprender el sentido de una canción de zarzuela. Al hombre que piensa, al que tiene
energía, al que elabora ideas nuevas, le llamáis cínico: ¿no fue éste el nombre que
vuestros jueces dieron a Courrier? Le habéis sepultado en un calabozo, como hicisteis
también con Béranger. En Francia, todo lo que vale, todo el que descuella por su
talento, va a pudrirse en la cárcel; el pueblo aplaude. ¿Por qué? Porque vuestra
sociedad decrépita no piensa más que en las conveniencias. Estáis condenados a no
elevaros jamás sobre la bravura militar; tendréis Murats, pero nunca Washingtons. Yo
no veo en Francia más que vanidad. Un hombre que hablando demuestra inventiva,
pronuncia con facilidad una frase poco prudente, y el dueño de la casa en que está, se
considera deshonrado.
En este punto estaba la conversación cuando el coche del conde, que conducía a
Julián, hizo alto frente al palacio de los marqueses de la Mole. Julián estaba
enamorado de su conspirador, tal vez porque éste le había dicho con convicción:
-Usted no participa de la ligereza francesa; comprende el principio de la utilidad.
Daba la casualidad que, dos días antes, Julián había visto Marino Faliero,
tragedia de Casimir Delavigne.
-¿No demuestra tener más carácter Israel Bertuccio que todos esos nobles
venecianos?- se decía nuestro plebeyo revolucionario-. Y cuenta que se trata de
hombres cuya nobleza probada se remonta al año 700, un siglo antes del reinado de
Carlomagno, al paso que la nobleza más rancia del baile de hoy no data más que

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escasamente del siglo XIII. Pues bien: se han borrado de la memoria los nombres de
aquellos altivos nobles venecianos, tan grandes por su nacimiento, y en cambio queda
recuerdo de Israel Bertuccio.
«Una conspiración aniquila, reduce a la nada los títulos debidos a los caprichos
sociales. En las conspiraciones, los hombres ocupan el puesto que les asigna su
manera de afrontar la muerte. Hasta el talento pierde su imperio. ¿Qué sería Dantón
hoy, en este siglo de los Valenod y de los Rênal? ¡Nada! ¡Ni siquiera substituto del
procurador del rey! ¿Pero qué estoy diciendo? Sería un miserable más, vendido a los
poderosos, sería ministro, porque, si no recuerdo mal el gran Dantón robó. También
se vendió Mirabeau. Si Napoleón no hubiese robado millones en Italia la pobreza
habría detenido sus pasos. No sé más que de La Fayette que no haya robado... ¿Será
preciso robar... venderse?
Esta pregunta desconcertó a Julián, quien se pasó horas y horas entregado a la
lectura de la Revolución.
Al día siguiente, mientras despachaba la correspondencia en la biblioteca, no
pensaba más que en la conferencia tenida con Altamira.
-Si los liberales españoles hubiesen comprometido al pueblo con sus crímenes- se
dijo después de un rato de ensimismamiento-, no hubieran sido barridos con tanta
facilidad... ¡Fueron niños orgullosos y parlanchines como yo!... ¿Por ventura he
acabado alguna empresa difícil y gloriosa que me dé derechos a juzgar a esos pobres
diablos que, una vez en la vida, han osado, han comenzado a obrar? Me parezco al
hombre que, al levantarse de la mesa, dijese: «Mañana no comeré, no obstante lo
cual, me encontraré tan fuerte y tan alegre como hoy.» ¿Quién es capaz de saber lo
que un hombre experimenta cuando llega a la mitad del camino de una obra grande?
Vino a turbar tan altos pensamientos la llegada imprevista de la señorita de la
Mole a la biblioteca. Tan abismado estaba Julián en la admiración de las grandes
cualidades de Dantón, de Mirabeau, de Carnot, robustos héroes jamás vencidos, que
sus ojos se encontraron con los de Matilde, pero ni pensó nuestro héroe en ella, ni la
saludó, ni la vio casi. Cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de su presencia,
apagóse de improvisto el fuego de su mirada. La señorita de la Mole lo observó con
amargura.
En vano le pidió ella un tomo de la Historia de Francia de Vély que obligó a
Julián, por hallarse en el anaquel más alto de la biblioteca, a traer la mayor de las dos
escaleras. Nuestro distraído protagonista trajo la escalera, bajó el tomo, lo entrego a
la señorita, y aún no se dio cuenta perfecta de su presencia. Al llevar la escalera a su
lugar, tropezó con un cristal y lo hizo añicos: el ruido que hicieron los cristales al caer
sobre el piso le despertó al fin. Disculpóse entonces Julián, quiso ser fino, y lo fue,
pero nada más que fino, pues Matilde vio con sobrada claridad que su llegada a la
biblioteca le había contrariado; comprendió que el secretario de su padre prefería

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mejor continuar entregado a los ensueños que ella había disipado, que hablarle.
Marchóse la joven después de mirarle largo rato sin decir palabra. Julián la
contempló silencioso, pero tomando nota mental del contraste que ofrecía la sencillez
de su vestido con la elegancia soberbia del que lució la víspera. Tan completa casi era
la diferencia entre su fisonomía actual y la del día anterior. Aquella beldad que tanta
altivez derrochara en el baile del duque de Retz, miraba a Julián con expresión de
humildad, casi de súplica.
-Esa bata negra- pensó Julián- da mayor relieve a la esbeltez de su talle... Es
hermosa... muy hermosa... tiene ademanes de reina... ¿pero por qué viste de luto? Y el
caso es que si pregunto el motivo del luto, dirán que aumento una torpeza más a la
serie interminable de las que a diario cometo... ¡Vaya!- exclamó nuestro héroe,
saliendo de las profundidades de su entusiasmo-. Necesito leer todas las cartas que he
escrito esta mañana, porque sabe Dios las faltas y tonterías que encontraré en ellas.
Estaba leyendo la primera de las cartas, cuando el crujido de un vestido de seda le
obligó a volver vivamente la cabeza. Junto a él, a dos pasos de la mesa, estaba la
señorita de la Mole, riendo a más y mejor. Aquella segunda interrupción molestó
extraordinariamente a Julián. En cuanto a la risa de Matilde, diremos que era forzada,
y que tenía por objeto disfrazar su turbación.
-Curioso e interesante en extremo debe de ser el objeto de sus profundos
pensamientos, señor Sorel- dijo Matilde-. ¿Será, por ventura, alguna anécdota curiosa
relacionada con la conspiración que arrojó a París a nuestro conde de Altamira?
Dígame de qué se trata, porque la curiosidad me mata... seré discreta... se lo juro.
Ella misma se admiró de que semejante frase saliera de su boca. Como aumentara
su turbación al darse cuenta de que suplicaba a un inferior, añadió con expresión de
ligereza:
-¿Cómo ha conseguido transformar a usted, tan frío de ordinario, en un
iluminado, en un inspirado, en una especie de profeta de Miguel Ángel?
La interrogación, a decir verdad, indiscreta, hirió profundamente a Julián, y le
devolvió toda su locura.
-¿Hizo bien Dantón siendo un ladrón?- gritó con voz de trueno y expresión feroz-.
¿Los revolucionarios del Piamonte y de España, debieron comprometer al pueblo
cometiendo crímenes? ¿Confiar a perdidos que no lo merecían todos los altos puestos
en el ejército, todas las condecoraciones? ¿Las gentes que hubiesen ostentado esas
condecoraciones, no habrían temido el regreso del rey? ¿Convenía entregar el tesoro
de Turín a las turbas, darlo al pillaje? En una palabra, señorita- terminó, acercándose
a ella con ademán terrible-: el hombre que quiere desterrar la ignorancia y el crimen
de la tierra, ¿debe pasar haciendo estragos, como las tempestades, causando
desgracias, como la fatalidad?
Matilde tuvo miedo. No pudo sostener la mirada de su interlocutor, y retrocedió

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dos pasos. Permaneció inmóvil un instante; y luego, como avergonzada de su miedo,
salió con paso rápido de la biblioteca.

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XL
LA REINA MARGARITA
¡Amor! ¡En qué locura consigues
hacernos hallar placer!

Cartas de una religiosa portuguesa

Cuando sonó la campana que llamaba a la mesa, y abandonó Julián la biblioteca, se


iba diciendo, mientras se encaminaba al comedor:
-¡Qué ridículo debo ser a los ojos de esa muñeca parisiense! Fue una locura
descubrirle mi pensamiento... aunque, bien pensado, acaso no fue ni torpeza
siquiera... La verdad, decir lo que pensaba en aquella ocasión, era muy digno de mí.
Además, ¿quién le mandaba preguntarme cosas íntimas? Hubo indiscreción por su
parte... faltó a las conveniencias... El juicio que Dantón pueda merecerme no forma
parte del sacrificio que su padre me paga.
Las preocupaciones de Julián volaron juntamente con su mal humor no bien llegó
al comedor, y reparó de nuevo en el luto que vestía la señorita de la Mole, luto que
llamó tanto más su atención, cuanto que ninguna otra persona de su familia vestía de
negro.
Con sus preocupaciones y su mal humor, desapareció asimismo el entusiasmo
loco que le había dominado durante todo el día. Su buena suerte quiso que comiese
en la casa el académico que sabía latín.
-Es quien se burlará menos despiadadamente de mí- pensó Julián-, si, como
presumo, mi pregunta sobre el luto de la señorita es una tontería.
Matilde le miraba con expresión singular.
-¡Héteme ya frente a la coquetería de las mujeres de París, tal como me la pintó la
señora de Rênal!- se dijo Julián-. La he recibido con brusquedad esta mañana, no he
querido ceder a su capricho, bien manifiesto, de hablar, y, lejos de desmerecer a sus
ojos, he avalorado mi precio... ¡Pero a bien que no creo, que, en definitiva, salga
perdiendo el diablo! ¡Más tarde, su altivez desdeñosa sabrá tomar cumplida
venganza! ¡Bah! ¡No me importa! ¡Qué diferencia entre ésta y la que he perdido! Ésta
tenía un natural encantador, sencillo... ingenuo... penetraba yo sus pensamientos,
antes que ella misma los viera nacer, y el enemigo único que en su corazón tenía era
el miedo a la muerte de sus hijos... sentimiento muy natural... hermoso... hasta para
mí, no obstante proporcionarme sufrimiento! ¡He sido un necio!... ¡La idea errónea
que de París tenía formada me impidió apreciar como debía a aquella mujer sublime!

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¡Que diferencia, santo Dios!... Aquí, ¿qué he encontrado? Vanidades secas y
altaneras, heridas profundas en mi amor propio, y nada más.
Desde la mesa, Julián acompañó al jardín al académico, a quien trató con dulzura
y sumisión, llegando hasta a participar del furor que aquel mostraba por el éxito de
Hernani.
-¿Si estuviésemos en los tiempos de las órdenes de prisión firmadas en blanco...!-
observó Julián.
-¡No se habría atrevido a escribir eso!- gritó el académico.
A propósito de una flor, Julián citó algunas palabras de las Geórgicas de Virgilio,
para añadir que nada podía compararse con los versos del abate Delille. En una
palabra: aduló de la manera más baja al académico.
Al fin, con expresión de fría indiferencia, dijo:
-Supongo que la señorita de la Mole habrá heredado a algún tío suyo, por quien
lleva luto.
-¡Cómo!- exclamó el académico, suspendiendo el paseo-. ¿Es usted de la casa y
no conoce su chifladura? En realidad, me parece extraño que su madre le consienta
semejantes extravagancias... aunque aquí para entre los dos, no es la energía de
carácter lo que más abunda en la casa. La señorita Matilde reúne el que deberían
tener sus padres, y los maneja a sus caprichos. ¡Estamos a 30 de abril!- exclamó el
académico, mirando con fijeza a Julián, quien sonrió con toda la amabilidad y
complacencia posibles.
-¿Qué relación puede haber entre manejar a sus padres, vestir de luto y el 30 de
abril?- se preguntaba nuestro héroe-. Sin duda soy aún más torpe de lo que me figuro.
-Confesaré a usted... pero demos unas vueltecitas por el jardín- repuso el
académico-. ¿Pero será posible que ignore usted lo que sucedió el día 30 de abril del
año 1574?
-¿Dónde?- interrogó Julián.
-En la plaza de la Grève.
-Confieso mi ignorancia- contestó Julián.
La curiosidad, la esperanza de escuchar una historia de interés trágico, tan en
armonía con su carácter, dieron a los ojos de nuestro héroe ese brillo peculiar que los
narradores anhelan ver en la mirada de sus oyentes.
He aquí la historia que refirió el académico:
-El día 30 de abril de 1574 cayeron en la plaza de la Grève las cabezas del doncel
más guapo de su siglo, Bonifacio de la Mole, y de su amigo Aníbal de Coconasso,
caballero piamontés. Era la Mole el amante favorito de la reina Margarita de Navarra,
y al mismo tiempo favorito también del duque de Alengon y amigo íntimo del rey de
Navarra, Enrique IV, marido de su manceba real. Observe usted que nuestra señorita
de la Mole se llama Matilde-Margarita. El martes de carnaval del año de 1574, se

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encontraba la corte en Saint-Germain, rodeando al pobre rey Carlos IX, próximo a
expirar. La Mole quiso libertar a los príncipes, sus amigos, retenidos prisioneros por
Catalina de Médicis, y a este efecto, avanzó al frente de doscientos caballos hasta los
muros de Saint-Germain. Tuvo miedo el duque de Alençon, y la Mole pasó a ser
propiedad del verdugo.
«Pero lo que conmueve a la señorita Matilde, lo que ella misma me confesó hará
siete u ocho años... cuando contaba doce de edad, lo que ha herido su imaginación
más profundamente que la misma catástrofe política, es que la reina Margarita de
Navarra, oculta en una casa del parque de la Grève, se atrevió a pedir al verdugo la
cabeza de su amante, y la noche que siguió a la ejecución, a las doce en punto, se
metió en una carroza con aquella querida cabeza, y fue a enterrarla en persona en una
capilla situada al pie de la colina de Montmartre.
-¡Será posible!- exclamó Julián, vivamente afectado.
-La señorita Matilde desprecia a su hermano porque no piensa, como usted ve, en
esta historia antigua, ni conmemora el día triste en que la desgracia tuvo lugar. Desde
la fecha de la ejecución, para recuerdo eterno de la amistad íntima que ligó a un la
Mole con un Coconasso el cual Coconasso se llamó Aníbal, todos los varones de la
familia llevan el nombre de Aníbal. Hay que tener presente que el tal Coconasso fue,
según testimonio del propio Carlos IX, uno de los asesinos más feroces del día 24 de
agosto de 1572... Pero, la verdad, mi querido Sorel; no me cabe en la cabeza que
usted, siendo comensal de la casa, ignore estas cosas.
-Ahora comprendo por qué la señorita de la Mole llamó dos veces Aníbal a su
hermano durante la comida de hoy: yo creía haber oído mal.
-Era un reproche. Lo raro es que la marquesa tolere semejantes cosas... ¡El que
tenga la dicha de casarse con esa niña, ha de vérselas muy negras!...
A esta frase siguieron cinco o seis más satíricas, que no transcribimos.
-Parecemos dos criados entregados a la santa ocupación de desollar a sus señores-
pensó Julián, reparando en la expresión de odio que brillaba en los ojos de su
interlocutor-. ¡Verdad es que no debe maravillarme nada de cuanto haga o diga este
académico!...
Aquella noche una de las doncellas de Matilde que procuraba agradar a Julián,
imitando la conducta de nuestra antigua amiga Elisa, le aseguró que su señorita, al
vestirse de luto, no se proponía llamar la atención de nadie, sino rendir culto a la
memoria de un la Mole, que fue amante de la reina más espiritual de su siglo, y murió
por haber querido devolver la libertad a sus amigos, príncipe de la sangre uno, y
Enrique IV el otro.
Habituado al tono de perfecta naturalidad que informaba la coducta de la señora
de Rênal, Julián no veía más que afectación artificiosa en todas las mujeres de París,
de lo que resultaba que, por poco predispuesto que estuviese a la tristeza, ya sabía qué

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decirles. No tardó en ser una excepción Matilde de la Mole
Principió por dejar de atribuir a aridez de corazón el género de belleza, cuya
característica principal la forman las actitudes nobles y severas. Siguieron luego
largas conversaciones con Matilde, la cual, después de comer, paseaba con frecuencia
con él por el jardín. Un día le dijo que estaba leyendo la historia del d’Aubigné y de
Brantôme, nueva que arrancó una sonrisa a Julián, que sabía muy bien que la
marquesa no permitía a su hija leer las novelas de Walter Scott.
Otro día le refirió, con ojos relampagueantes que demostraban la sinceridad de su
admiración, el rasgo de aquella mujer que vivió durante el reinado de Enrique III, y
que acababa de leer en las Memorias de l’Etoile. La mujer en cuestión, habiendo
sorprendido a su marido en delito de infidelidad, le dio de puñaladas.
El amor propio de Julián estaba satisfecho, más que satisfecho, halagado, y con
razón: la reina de la casa, la que, al decir del académico, lo manejaba todo, la que
imponía sus caprichos a sus mismos padres, se dignaba departir con él en tono que
tenía todas las apariencias de la amistad.
-¡Qué cándido soy!- pensaba otras veces Julián-, estaba engañado... En vez de
amigo, soy algo así como un confidente de tragedia, y si la señorita me habla, es
sencillamente para satisfacer su necesidad de hablar con alguien. En la familia paso
por sabio... Leeré a Brantôme, a d’Aubigné, a l’Etoile, y así podré discutir alguna de
las anécdotas que me refiere la señorita de la Mole... Quiero dejar mi papel de
confidente pasivo.
Gradualmente las conversaciones que sostenía con Matilde fueron perdiendo su
sabor serio y solemne para hacerse más naturales e interesantes. Julián olvidaba su
triste condición de plebeyo pero conforme con su suerte, y encontraba a su
interlocutora instruida y hasta razonable. Sus opiniones en el jardín eran el polo
opuesto de las que defendía en el salón. Algunas veces le hablaba con un entusiasmo
y una franqueza reñidas en absoluto con su manera ordinaria de ser, tan fría y tan
altanera.
-Las guerras de la Liga sol, los tiempos heroicos de Francia- decía Matilde un día,
con ojos chispeantes de entusiasmo-. Los hombres, entonces, se batían para obtener
algo que consideraban que había de contribuir al triunfo de su partido, y no para
ganar una cruz, que ha sido la aspiración de los que han batallado a las órdenes del
emperador, a quien usted reverencia como a un dios. Reconozca usted que entonces
había menos egoísmo y mayor altura de miras. Me entusiasma aquel siglo.
-Uno de cuyos héroes fue Bonifacio de la Mole- observó Julián.
-Por lo menos, mereció ser amado con amor dulce y profundo. ¿Habría en
nuestros días mujer que no sintiera horror al solo pensamiento de tocar la cabeza de
su amante decapitado?
La marquesa de la Mole acababa de llamar a su hija.

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Aunque la hipocresía, Para ser útil, debe permanecer cuidadosamente escondida,
Julián, conforme habrá inferido el lector de las palabras de Matilde, había confesado
a ésta la admiración que le inspiraba Napoleón.
-¡Qué ventajas tan inmensas tiene sobre nosotros!- murmuró Julián al quedarse
solo en el jardín-; la historia de sus antepasados nos eleva sobre los sentimientos
vulgares, y, a mayor abundamiento, no tienen necesidad de preocuparse de su
subsistencia. ¡Qué miseria la mía... qué pequeñez! ¡No soy digno siquiera de tratar
cuestiones de interés elevado! ¡Mi vida es una cadena de actos de hipocresía porque
no cuento con una renta de mil francos que me asegure el pan!
-¿En qué está usted pensando, señor Sorel?- preguntó Matilde, que volvía
corriendo.
Julián, cansado de despreciarse, en un acceso de orgullo confesó francamente lo
que pensaba. El fuego de la vergüenza quemaba su rostro al hablar de su pobreza a
una persona tan rica, pero bien que hizo constar con fiera entonación que nada pedía.
Nunca le encontró Matilde tan seductor, nunca tan sincero: en sus confidencias hizo
gala de una sensibilidad de alma y de una franqueza que de ordinario le faltaban.
Un mes más tarde, encontramos a Julián paseando pensativo por los jardines del
palacio de los marqueses de la Mole, pero de su rostro han desaparecido la dureza y
la arrogancia huraña de filósofo que eran debidas a la conciencia de su inferioridad.
Volvía de acompañar hasta la puerta del salón a la señorita de la Mole, la cual
pretendió que se había hecho daño en un pie corriendo con su hermano.
-La verdad es que se apoya sobre mi brazo de una manera muy singular- se decía
Julián-. ¿Soy yo un fatuo o en realidad me tiene alguna inclinación? ¡Me escucha con
tan dulce amabilidad, hasta cuando le confieso todos los sufrimientos de mi orgullo!
Es particular, porque precisamente ella trata a todo el mundo con altivez irritante... Si
en el salón viesen la dulzura con que me trata, la impresión sería enorme... ¡No... no
hay duda! ¡Las bondades que a mí me dispensa no las tiene con ningún otro!
Julián ponía empeño decidido en no exagerar el alcance de aquella amistad, que
él comparaba a un comercio armado. Todos los días, al encontrarse con Matilde,
antes de reanudar el tono casi íntimo de la víspera, se preguntaba: ¿Seremos hoy
amigos o enemigos? Había comprendido Julián que dejarse humillar impunemente
una sola vez por aquella joven toda altanería, era perderlo todo de una vez.
-Si hemos de regañar- pensaba-, preferible es que regañemos desde el principio, y
que la causa sea la defensa de los justos derechos de mi orgullo, a que haya de
hacerlo rechazando los desaires que seguirían inmediatamente al menor abandono
que yo hiciera de lo que debo a mi dignidad personal.
Muchas veces, en días de mal humor, intentó Matilde tratar a Julián con empaque
de gran dama: desplegaba en el ensayo un talento diabólico, pero Julián acudía con
rudeza a la defensa.

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Un día interrumpió con gran brusquedad una de las tentativas de esta especie.
-¿Desea la señorita de la Mole dar alguna orden al secretario de su padre,-
preguntó Julián con sequedad-. Deber del secretario es escuchar las órdenes con
respeto y ejecutarlas con puntualidad, pero sus obligaciones terminan ahí. Como no
se le paga para que comunique sus pensamientos íntimos, no tiene por qué decir una
palabra.
Esta manera de ser, unida a las dudas que abrigaba Julián sobre la disposición de
ánimo de Matilde con respecto a él, aventaron el fastidio que le atormentaba de
ordinario cuando se encontraba en el salón, magnífico, sí, pero donde sentía miedo y
no se atrevía a hablar de nada, ante el temor de faltar a las conveniencias.
-¡Sería gracioso que me amase!- pensaba Julián-. De todas suertes, me ame o no,
es lo cierto que mi confidente íntima es una niña de talento, ante la cual tiembla toda
la casa, y más que nadie, el marqués de Croisenois, joven encantador, fino, valiente, y
dotado de tantos dones de nacimiento y de fortuna, que con los que a él le sobran me
daría yo por muy feliz. Está enamorado, locamente enamorado. Y debe casarse con
ella... ¡Cuantas cartas me ha hecho escribir el marqués de la Mole a los dos notarios
encargados de redactar el contrato matrimonial! Pues bien: yo, que no soy nada
mientras trabajo con la pluma en la mano, dos horas después, aquí, en el jardín,
triunfo sobre ese joven tan brillante, y digo triunfo, porque las preferencias son
manifiestas, evidentes, directas... Es posible que ella aborrezca en él al marido
futuro... mujer es para eso... y que las bondades que a mí me dispensa, las obtenga yo
a título de confidente subalterno!...
«¡Pero no! ¡O estoy loco, o me hace la corte! Cuanto mayor es mi frialdad,
cuando más respetuoso estoy, tanto más me busca. Cabría que todo ello fuera
intención deliberada de burlarse de mí, afectación, mas yo observo que su mirada se
anima cuando nos encontramos de improviso. ¿Pueden las mujeres de París llevar a
tales extremos su fingimiento? Pero aun cuando así fuera, ¿qué importa? Puesto que
las apariencias están a favor mío, gocemos de las apariencias... ¡Qué hermosa es,
Dios mío! ¡Cómo me enloquecen sus grandes ojos azules, cuando los veo de cerca y
mirándome como con frecuencia me miran! ¡Qué diferencia entre esta primavera y la
pasada, cuando vivía yo triste, sosteniéndome a fuerza de carácter, entre trescientos
hipócritas, perversos y sucios! ¡Casi era yo tan perverso como ellos!...
Oigámosle en los días en que hacía presa en su alma el descorazonamiento:
-¡Esa mujer se burla despiadadamente de mí! Se ha puesto de acuerdo con su
hermano para engañarme y convertirme en juguete suyo. Finge que desprecia la falta
de energía de ese hermano de quien dice que es valiente, pero nada más, y yo,
cándido de mi, ¡soy el que salgo en su defensa! ¡Y tiene diecinueve años... ¡Parece
mentira que, a esa edad, se pueda ser fiel a la falsía hipócrita que una mujer se haya
impuesto! Por otra parte, cuando la señorita Matilde me mira con esa expresión que

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me enloquece, su hermano se aleja invariablemente, nos deja solos... Este dato es
muy sospechoso, pues lo natural fuera que se indignase al ver que su hermana
distingue a un criado... un criado, sí; tal es el nombre con que suele designarme el
duque de Chaulnes cuando habla de mí... ¡Maldito viejo! Es hermosa... me encanta...
me enajena...continuaba Julián, con expresión de tigre-. Será mía, y huiré
seguidamente... ¡y desgraciado del que se atreva a molestarme en mi huida!
Estos pensamientos llegaron a ser la idea fija de Julián; no podía fijar su
imaginación en ninguna otra cosa. Sus días se deslizaban rápidos como horas.
Si pretendía ocuparse en algún asunto serio lo olvidaba en el acto, y al cabo de un
cuarto de hora se levantaba de la silla, con el corazón palpitante y ardorosa la frente.

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XLI
EL IMPERIO DE UNA DONCELLA
Admiro su belleza, pero temo su talento.
MERIMÉE

Si Julián hubiese empleado en examinar lo que en el salón ocurría la mitad del tiempo
que consagraba a exagerar la hermosura de Matilde o a enfurruñarse contra la altivez
natural de su familia, que por él olvidaba aquella, habría adivinado en qué consistía
su imperio sobre todo lo que la rodeaba. Quien tenía la desgracia de desagradar a la
señorita de la Mole, sufría irremisiblemente el castigo de su osadía, castigo que
recibía en forma de frase mortificante muy mesurada, muy escogida, muy arreglada,
en apariencia, a las conveniencias, pero lanzada con arte tal que el escozor de la
herida que producía aumentaba por momentos a medida que se reflexionaba sobre su
alcance. Poco a poco llegó a ser atroz para el amor propio ofendido. Como quiera que
ella no concedía la menor importancia a muchas cosas que eran objeto de serios
anhelos del resto de la familia, a los ojos de ésta, jamás perdía su sangre fría, siempre
era dueña de sí misma. Habla uno con agrado de los salones de la aristocracia cuando
sale de ellos, no antes; la corrección de formas, la finura exquisita, por sí solas, valen
muy poco, o nada, pues no son otra cosa que la ausencia de cólera consiguiente a la
ausencia de malas formas. Matilde pasaba con frecuencia horas de horrible
aburrimiento, y durante éstas, afilar un epigrama era para ella una distracción, un
pasatiempo, un verdadero placer.
Tal vez para tener el placer de contar con víctimas más divertidas que sus
gloriosos padres, el académico y los cinco o seis subalternos que le hacían la corte,
había dado esperanzas al marqués de Croisenois, al conde de Caylus y a dos o tres
jóvenes más de la alta aristocracia, todos los cuales no eran en realidad para ella más
que nuevos objetos de epigrama.
Confesaremos con pena, porque de veras queremos a Matilde, que ésta había
recibido cartas amorosas de varios de los jóvenes que frecuentaban los salones de sus
padres, y que muchas de las tales cartitas habían recibido sus correspondientes
contestaciones; pero, a la par que hacemos esta confesión, nos apresuramos a añadir
que nuestra heroína era una excepción de las costumbres del siglo, pues no es la falta
de prudencia lo que caracteriza a las doncellas que reciben su educación en el noble
convento del Sagrado Corazón.
El marqués de Croisenois devolvió un día a Matilde una cartita amorosa, bastante
comprometedora, que aquella le había dirigido la víspera. Creyó que tamaña prueba
de alta prudencia le abriría de par en par las puertas del corazón de la joven...

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¡Cándido! No supo comprender que Matilde era la encarnación de la imprudencia en
su correspondencia. Su delicadeza le valió que la joven no le dirigiese la palabra en
seis semanas.
Divertían a nuestra Matilde las cartas que recibía de los galanes, pero decía que
todas se parecían, que en todas ellas aleteaba la pasión más profunda, más
melancólica.
-Todos están rabiosamente enamorados, todos se muestran dispuestos a
emprender el viaje a Palestina- decía Matilde a su prima-. ¿Puede darse nada tan
insípido? ¡Y son esas las cartas que estoy condenada a recibir toda mi vida!... El
género epistolar amoroso sólo varía de veinte en veinte años, y la variación se
acomoda a la ocupación que esté en moda. Indudablemente eran menos incoloras
durante el Imperio, porque entonces todos los jóvenes de la aristocracia habían
presenciado o tomado parte en empresas realmente grandes. Mi tío el duque de N...
estuvo en Wagram.
-Los que han tenido ocasión de andar a cuchilladas en los campos de batalla, no
saben hablar de otra cosa- contestó la señorita de Sainte-Hérédité, prima de Matilde-.
Pero yo me pregunto: ¿se necesita ser un prodigio de talento para dar un mandoble?
-Con todo, me agradan los que pueden hablar de grandes batallas en que tomaron
parte. Haberse encontrado en una batalla verdadera, en una de las reñidas por
Napoleón, donde perdían la vida diez mil soldados, prueba es de valor. Exponerse a
un peligro eleva el alma y la preserva del aburrimiento que amodorra a mis pobres
adoradores, aburrimiento que es contagioso, te lo aseguro. ¿Crees que hay entre ellos
uno solo en cuya cabeza quepa la idea de hacer nada extraordinario? El objetivo de
sus afanes es conseguir mi mano... ¡alta empresa! Soy rica, y cuenta será de mi padre
hacer que prospere su yerno... ¡Ah! ¡Pluguiera al Cielo que lograse encontrar uno que
fuera un poquito divertido!
Como se ve, la manera viva, neta, pintoresca de ver las cosas era parte a que se
resintiese el lenguaje de Matilde. Con frecuencia pronunciaba palabras que a los ojos
de sus amigos eran pecados. Si no hubiera sido la joven a la moda, es posible que
hubiesen llegado a decir que sus frases tenían tonos demasiado subidos de color para
la delicadeza femenina.
Ella, por su parte, pecaba de injusta con respecto a los galanes que llenan el
Bosque de Bolonia. Veía el porvenir no con terror, que esto habría sido un
sentimiento vivo, pero sí con hastío muy raro a su edad.
Preciso es decir que era muy descontentadiza. ¿Qué podía desear? Fortuna,
nobleza, hermosura, según decían todos, y según creía ella misma, todo lo había
reunido en su persona el capricho ciego del azar.
Hemos expuesto los pensamientos que llenaban la mente de la heredera más
envidiada del Faubourg Saint-Germain cuando comenzó a aficionarse a pasear con

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Julián. Lo primero que admiró en nuestro héroe fue su orgullo; poco más tarde,
comenzó a apreciar su destreza y su talento.
-Sabrá ganarse una mitra, como el abate Maury- se dijo ella.
Pronto le llamó la atención la resistencia sincera, sin sombras de fingimiento, que
nuestro héroe oponía a muchas de sus ideas. Las conversaciones se hicieron
frecuentes, de ellas daba cuenta Matilde a su prima, sentía placer repitiéndolas
detalladamente, analizándolas, y sus paseos con Julián concluyeron por ser su
obsesión constante.
Con brusquedad brotó en su mente una idea que hizo luz en las tenebrosidades de
su espíritu.
-¡Tengo la dicha de amar!- se dijo un día, con transportes de placer inefable-.
¡Amo... amo... no hay duda! A mi edad, una doncella joven, bella, espiritual, ¿puede
hallar sensaciones como no sea en el amor? Por más que hiciese, jamás podría amar a
Croisenois, a Caylus, y a tutti quanti. Son perfectos... demasiado perfectos, acaso,
pero me fastidian.
Repasó en su imaginación todas las descripciones de pasiones que había leído en
Manon Lescautt, en la Nueva Eloísa, en las Cartas de una religiosa portuguesa, etc.,
etc. Entiéndase que el objeto de sus lecturas era el estudio de la gran pasión, porque
un amor ligero era indigno de una doncella de su edad y de sus prendas. No daba el
nombre de amor más que al sentimiento heroico que reinó en Francia en los tiempos
de Enrique III y de Bassompierre, al amor que no retrocedía ante los obstáculos, por
insuperables que pareciesen, al amor que impulsaba a llevar a término grandes
hazañas.
-¡Qué desgracia para mí que no haya una corte como la de Catalina de Médicis o
de Luis XlI!- pensaba-. Me siento capaz de todo cuanto hay de más atrevido, de más
grande. ¿Qué no haría yo de un rey de corazón, como Luis XIII, que suspirase a mis
pies? Le llevaría a la Vendée, como nos dice con tanta frecuencia el barón de Tolly,
desde donde comenzaría la reconquista de su reino, y entonces, se acabaron las
constituciones... Julián me ayudaría... ¿Qué le falta? Un nombre ilustre y una fortuna:
se conquistaría el nombre y ganaría una fortuna.
»Entrambas cosas tiene Croisenois, que nunca será más que un duque medio
ultra, medio liberal, un ser indeciso, siempre alejado de los extremos, y de
consiguiente, siempre relegado a segundo término.
»¿Hay alguna acción gloriosa que no sea un extremo desde el momento que es
acometida? Únicamente cuando ha sido acabada es cuando parece posible a los seres
del montón... Sí... es el amor, el amor, con todos sus prodigios, el que va a reinar en
mi corazón... me lo dice el fuego que me anima. El Cielo me debía este favor, que no
en vano había acumulado en un solo ser tantos dones, tantas ventajas. Mi dicha será
digna de mí. Supone ya grandeza de alma y audacia atreverse a amar a un hombre

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colocado tan por debajo de mí por su condición social... Veamos... ¿Continuará
mereciéndome? ¡A la primera debilidad que en él observe le abandono! Una doncella
de mi cuna, y dotada del carácter caballeresco que mi buen padre me atribuye, no
debe, no puede conducirse como una necia.
»¿Qué papel representaría si correspondiese al amor del marqués de Croisenois?
Sería sencillamente una edición nueva de la dicha de mis primas, que me merece y
me ha merecido siempre el desprecio mas profundo. De antemano sé todo lo que el
pobre marqués me diría, y de memoria lo que yo le respondería. ¿Qué atractivos
puede tener un amor que produce bostezos? ¡Para eso me hago beata... monja!
Formalizaríamos un contrato de boda como el de la mayor de mis primas, que haría
derramar lágrimas de ternura a nuestros padres, si es que no se enfurecían al
encontrarse con una condición nueva, introducida en aquel por el notario de la parte
contraria.

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XLII
¿SERA UN DANTON?
Anhelos de ansiedad, tal era el carácter
de mi tía la hermosa Margarita
de Valois, casada muy poco después
con el rey de Navarra, a quien
vemos hoy ocupando el trono de Francia,
con el nombre de Enrique IV.
La necesidad de jugar era todo el secreto
del carácter de tan amable princesa,
la causa de sus rencillas y de sus
reconciliaciones con sus hermanos
desde que cumplió los dieciséis años.
Ahora bien: ¿qué puede jugarse una
doncella? Lo que tiene de más precioso:
su reputación, la consideración
de toda su vida.

Memorias del duque de Angulema, hijo natural de Carlos IX

-En mi matrimonio con Julián, ni habrá notarios ni firma de contratos; todo será
heroico, todo hijo del azar. Excepción hecha de la nobleza que falta a Julián,
tendremos la repetición de una Margarita de Valois enamorada del galán La Mole, el
hombre más distinguido de su tiempo. ¿Es culpa mía que los galanes de la corte sean
tan partidarios de lo conveniente, y palidezcan a la sola idea de una aventurilla un
poco singular? Para ellos, un viajecito a Grecia o a África es el colmo de la audacia,
pero ni aun a tanto se atreven si no van en grupo. No bien se encuentran solos, tienen
miedo, no al lanzazo de un beduino, sino al ridículo; el miedo al ridículo los vuelve
locos.
«En cambio, mi Julianito no quiere obrar como no sea solo. Jamás, ese ser
privilegiado, pensó en buscar el apoyo, el concurso de nadie... Desprecia a los
demás... y precisamente por eso le aprecio yo.
»Si, aunque pobre, fuese Julián noble, mi amor no pasaría de ser una tontería
vulgar, un matrimonio desigual, corriente; no tendría lo que caracteriza a las grandes
pasiones, es decir lo inmenso de las dificultades que precisa vencer y la negra
incertidumbre del porvenir.»

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-De tal suerte preocupaban a la señorita de la Mole tan hermosos razonamientos,
que al día siguiente, sin darse cuenta, hizo un elogio apasionado de Julián en
presencia del marqués de Croisenois y de su hermano. Tanto recargó las tintas, que se
molestaron sus oyentes.
-¡Mucho cuidado con ese joven dotado de tanta energía!exclamó su hermano-. Si
vuelve a triunfar la revolución, nos arrastrará a todos a la guillotina.
En vez de responder, Matilde se apresuró a dar bromas a su hermano y al marqués
sobre el miedo que les producía la energía, miedo que, en realidad, es el temor de
tropezar con lo imprevisto, de quedarse corto en presencia de lo imprevisto.
-¡El miedo al ridículo, señores.- siempre el miedo al ridículo, monstruo que, por
desgracia, murió en 1816! ¿No lo creen ustedes? He oído decir a mi padre que en los
países donde hay dos partidos, no existe el ridículo... Conque, señores, condenados
están ustedes a tener miedo toda su vida, y cuando el miedo les tenga casi muertos,
les dirán:
No era lobo, sino sombra.
Matilde se alejó pronto. La observación de su hermano llevó la intranquilidad a su
pecho, le producía horror, pero, al día siguiente, la tomó por la más cumplida de las
alabanzas.
-Les da miedo su energía en este siglo en que la energía ha muerto- decía-. Le
repetiré la frase de mi hermano, y veré qué contestación da, pero cuidaré de escoger
uno de esos momentos en que sus ojos brillan, porque entonces no puede mentirme.
«¿Será un Dantón?...- añadió, al cabo de largo rato de silencio-. ¡Y qué? Sería
prueba de que la revolución había triunfado de nuevo... ¿Qué papel representarían
entonces Croisenois y mi hermano? Escrito está irrevocablemente: el papel de la
resignación sublime. Serían carneros heroicos que se dejarían degollar sin despegar
los labios, morirían sin más preocupación que la de no hacer un gesto de mal tono...
En cambio mi Julianito levantaría la tapa de los sesos al jacobino que fuese a
prenderle, aun cuando fueran insignificantes sus esperanzas de salvarse... ¡Julián no
tiene miedo a los gestos de mal tono!»
La última palabra la dejó pensativa; evocó en su mente recuerdos penosos que le
arrebataron todas sus osadías. La palabra en cuestión le recordó las cuchufletas de los
señores de Croisenois, de Caylus, de Luz y de su hermano, que solían decir a coro
que Julián tenía facha de cura.
-¿Pero qué prueba el despecho, la frecuencia con que repiten sus bromas, sino
que, a su pesar, le tienen por el hombre más grande que hemos tratado este invierno?-
repuso de pronto, lanzando llamaradas de alegría por los ojos-. ¿Qué importan sus
defectos? ¡Tiene grandeza de alma, bien lo saben ellos, que serían los primeros en
confesarlo si con Julián fuesen tan buenos e indulgentes como son con otros! Que es
pobre, que ha estudiado para cura... ¡nada más cierto! Ellos mandan un escuadrón y

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no han tenido necesidad de estudiar, lo que en realidad resulta más cómodo.
«Pese a todas sus desventajas consiguientes, a su eterna levita negra y a su
fisonomía de cura, que el pobre muchacho no puede menos de conservar, si no quiere
morirse de hambre, su mérito les da miedo: es inútil negarlo, porque salta a la vista
con demasiada claridad. Además, esa cara de cura se borra, desaparece, en cuanto
pasamos algunos minutos juntos y a solas. ¿Por qué cuando esos señores dicen alguna
frase que creen ingeniosa, lo primero que hacen es mirar a Julián?
Lo he observado mil veces. Y sin embargo, saben muy bien que él no despega los
labios si no se le interroga. Únicamente a mí me dirige la palabra, y es porque cree
que poseo un alma elevada. Contesta a sus objeciones lo indispensable para que no le
tachen de descortés, y jamás abandona su actitud respetuosa. Conmigo discute horas
enteras, y no acepta sus ideas como ciertas y probadas mientras yo las combato con
mis objeciones. Hasta el presente, no hemos tenido cañonazos; tiroteo de palabras
para llamar la atención y nada más. Mi padre, hombre superior, que llevará hasta el
último límite la prosperidad de nuestra casa, respeta a Julián. Todos los demás le
odian, pero nadie le menosprecia, como no sean las beatas amigas de mi madre.»
Tenía el conde de Caylus, o fingía tener, afición loca a los caballos, tanto, que se
pasaba en las caballerizas la mayor parte del día, y hasta almorzaba con frecuencia en
ellas. Su gran pasión, unida a su costumbre de no decir nunca esta boca es mía, le
daba gran consideración entre sus amigos: puede decirse que era el águila de su
pequeño círculo. Pues bien: el día que siguió a la imprudencia cometida por Matilde,
reunidos los amigos, y sin hallarse Julián presente, el conde de Caylus, sostenido por
el marqués de Croisenois y por Norberto, atacó con rudeza la buena opinión que el
secretario del marqués de la Mole merecía a la hija de éste, no bien se encontró a tiro
de palabra, por decirlo así, de Matilde.
-Han formado una liga general- pensó Matilde- contra el hombre de genio que no
tiene diez luises de renta ni puede contestarles más que cuando sea interrogado. Le
tienen miedo... no obstante vestir levita negra: ¿qué sería si luciese charreteras?
Nunca dio Matilde pruebas de tanta alegría ni de tanto ingenio. Desde que Caylus
inició sus ataques, hizo caer sobre él y sobre sus aliados una lluvia espesa de
sarcasmos mordaces y de burlas que levantaban ampollas. Luego que hubo apagado
los fuegos enemigos, dijo a Caylus:
-Si mañana, cualquier hidalguillo de las montañas del Franco Condado descubre
que Julián es su hijo natural, y le da un apellido y algunos millares de francos, dentro
de seis semanas ostentará un bigote tan hermoso como el de ustedes, caballeros, y
dentro de seis meses será oficial de húsares como ustedes. Entonces, la grandeza de
su carácter dejará de ser ridícula. Viendo estoy, señor duque futuro, que en su réplica
va a apelar a esta razón, tan antigua como mala: la nobleza de la corte es superior a la
nobleza provinciana... ¡Perfectamente! ¿Pero qué me contestaría usted si yo,

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queriendo ponerle entre la espada y la pared, tuviese la malicia de dar por padre a
Julián a un duque español, prisionero de guerra en Besançon, durante el tiempo de
Napoleón, el cual duque, para acallar los escrúpulos de su conciencia, le reconoce en
su lecho de muerte?
Los señores de Caylus y de Croisenois no supieron contestar sino que las
suposiciones de nacimiento ilegítimo no eran del mejor gusto: fue la única objeción
que opusieron al razonamiento de Matilde.
Por grande que fuera el dominio que sobre Norberto ejercía su hermana, fueron
tan claras las palabras de ésta que le obligaron a adoptar aires de gravedad que no se
armonizaban bien, fuerza es decirlo, con su cara bonachona y sonriente. Atrevióse
también a decir algunas palabras.
-¿Te sientes enfermo, mi querido hermano?- preguntó Matilde con seriedad
cómica-. No me cabe duda- solamente el que no se encuentra bien contesta a las
bromas con lecciones de moral... ¡Y lecciones de moral en tu boca!... ¿Piensas
solicitar una plaza de prefecto?
Pronto dio Matilde al olvido las contrariedades del conde de Caylus, el mal
humor de Norberto y la desesperación silenciosa del marqués de Croisenois, para
adoptar una resolución definitiva sobre una idea fatal que acababa de apoderarse de
su alma.
-Julián es bastante sincero conmigo- se dijo-. A su edad, pobre y desgraciado
como es, tiene necesidad de una amiga. Tal vez esa amiga soy yo, pero nada más que
amiga; yo no descubro por ninguna parte el amor. Dada la audacia que tiene, si me
amase, me lo habría declarado.
La incertidumbre, las discusiones consigo misma que embargaban todos los
instantes de Matilde, para las cuales, cada una de las conversaciones que con Julián
sostenía le suministraban nuevos argumentos, concluyeron con los accesos de
aburrimiento a que estaba antes sujeta.
Hija de un hombre de talento que podía ser ministro y devolver los bienes al
clero, Matilde había sido objeto, mientras estuvo interna en el Sagrado Corazón, de
adulaciones excesivas. La mella que éstas abren en la educación de una joven jamás
se cierra. Habíanle hecho creer que, debido a sus prendas, a las ventajas que debía a
su nacimiento, a su fortuna, etc., tenía derecho a ser más feliz que ninguna otra, y con
ello le inculcaron las ideas que son en los príncipes manantial inagotable de hastío Y
causa de que cometan irreparables locuras.
No se libró Matilde de la perniciosa influencia de semejantes ideas, porque, por
mucho talento que se tenga, es imposible resistirse por espacio de diez años a las
adulaciones de todo un convento, sobre todo si aquellas tienen algún fundamento.
Desde que se persuadió de que amaba a Julián, no volvió a aburrirse. Diariamente
y a todas horas se felicitaba por haberse resuelto a abandonarse a su pasión. Que la

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distracción tenía sus peligros... sí; claro que los tenía, y de ello estaba ella misma muy
convencida; pero, lejos de temerlos, cuando su razón se los presentaba, su capricho
decía que mejor.
-He vivido tontamente el periodo más hermoso de mi existencia- pensaba-. He
perdido mis mejores años... desde los dieciséis a los veinte, sin más distracción que
escuchar los desatinos de las amigas de mi madre, que, según aseguran, no eran tan
severas, ni mucho menos, en Coblenza, allá por el año de 1792, como dan a entender
sus palabras de hoy.
Mientras agitaban a Matilde estas incertidumbres, Julián no comprendía la
significación de las miradas que con tanta insistencia se detenían en su persona.
Observaba, sí, que aumentaban de día en día la frialdad con que le trataba Norberto y
la altanería de los amigos de éste, pero a ello estaba muy acostumbrado, toda vez que
eran fenómenos que sobrevenían invariablemente a raíz de las veladas donde hubiese
brillado más de lo que convenía a su posición humilde. De no haber sido por la
acogida singular que le dispensaba Matilde, y la curiosidad que le inspiraba el
conjunto, no habría salido al jardín con aquel grupo de jóvenes elegantes que,
después de comer, acompañaban a Matilde.
-Sí... en vano pretendo cerrar los ojos- se decía Julián-. La señorita de la Mole me
mira de una manera especial... Pero tampoco puedo desconocer que, cuando fija en
mí con el mayor abandono sus hermosos ojos azules, leo invariablemente en ellos un
fondo de examen, de sangre fría, de malicia. ¿Es eso amor? ¡No lo creo! ¡Qué
diferencia entre sus miradas y las de la señora de Rênal!
Un día, al levantarse de la mesa, Julián, que había seguido al marqués de la Mole
hasta el gabinete de éste, volvió presuroso al jardín. Sin precaución alguna se
acercaba al grupo formado por Matilde y sus admiradores, cuando sorprendió algunas
palabras pronunciadas con voz muy alta. Matilde estaba haciendo rabiar a su
hermano. Julián oyó pronunciar su nombre dos veces. Cuando se reunió al grupo,
todo el mundo selló sus labios, y fue en vano que intentasen reanudar la
conversación. Matilde y su hermano parecían muy excitados, y los señores de Caylus,
de Croisenois y de Luz, podían pasar muy bien por estatuas de hielo.
Julián se alejó sin decir palabra.

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XLIII
UN COMPLOT

Palabras dichas sin intención,


encuentros que son obra de la casualidad,
los transforma en pruebas evidentes
el hombre de imaginación,
si brilla una chispa de fuego en su corazón.

SCHILLER

Al día siguiente volvió Julián a sorprender a Norberto y a su hermana hablando de él.


Verle y enmudecer los dos, fue obra de un momento, exactamente lo mismo que la
víspera. Sus sospechas volaron sin límites.
-¿Se habrán propuesto burlarse de mí esas simpáticas personitas?- pensó nuestro
héroe-. Preciso es confesar, aunque grite mi amor propio, que más probable y natural
es eso que la existencia de la pretendida pasión de la señorita de la Mole por un pobre
diablo como yo. Ante todo, ¿pueden tener pasiones esas gentes? Su fuerte es el
engaño y la malicia. Les da envidia mi pequeña superioridad de palabras... También
es la envidia otra de sus debilidades... Han recurrido a un sistema que ahora diviso
con claridad perfecta: la señorita de la Mole pretende hacerme creer que me
distingue, para entregarme cubierto de ridículo a su pretendiente.
Sospecha tan cruel trocó radicalmente la posición moral de Julián. Esta idea
encontró en su corazón un poquito de amor, que no se tomó el trabajo de intentar
destruir, amor fundado única y exclusivamente en la maravillosa belleza física de
Matilde, o mejor, en sus actitudes de reina y en su vestir admirable. No era el
carácter, no eran las cualidades morales de Matilde las que provocaban los sueños de
Julián en los días anteriores, que sobrado talento tenía nuestro héroe para comprender
que el carácter de Matilde era para él enigma no penetrado, toda vez que lo que
saltaba a los ojos podía muy bien ser aparente, fingido.
Pondremos un ejemplo: Matilde no hubiese faltado el domingo a misa por nada
del mundo; casi todos los días la oía acompañando a su madre. Si en el salón del
palacio de sus padres algún imprudente olvidaba el lugar en que se encontraba y se
permitía hacer una alusión cualquiera poco respetuosa con los derechos del trono o
del altar, Matillde fruncía el entrecejo y quedaba mas fría que el hielo. Su mirada, de
ordinario traviesa, adquiría de pronto la expresión de altanería y de impasibilidad de

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los antiguos retratos de familia. Esto no obstante, Julián abrigaba la seguridad de que
en su habitación tenía siempre uno o dos tomos de las obras de Voltaire, precisamente
de los más filosóficos, y abrigaba esa seguridad, porque él que también leía a
escondidas el autor mencionado, y separaba un poquito los tomos inmediatos a los
que se llevaba a su cuarto para disimular el hueco, hubo de advertir que había en la
casa otra persona que leía a Voltaire. Señaló entonces los tomos que a su juicio
podían interesar más a Matilde, y comprobó que, en efecto, faltaban de la biblioteca
semanas enteras.
El marqués de la Mole, descontento de su librero, que le enviaba siempre obras
antiguas y Memorias apócrifas, dio a Julián encargo de comprar todas las novedades
un poco atrevidas y picantes; pero, a fin de evitar que el veneno de los libros se
infiltrase en la casa, el secretario tenía orden de colocar los libros de la clase
mencionada en una estantería que había en las habitaciones personales del marqués.
También desaparecían esas obras, sobre todo si atacaban los intereses del altar o del
trono. Julián sabía muy bien que no era Norberto el autor de las substracciones.
Exagerando la significación y el alcance del descubrimiento hecho, nuestro héroe
llegó a persuadirse de que Matilde era la reproducción en pequeño de Maquiavelo. La
afición de aquella a las lecturas peligrosas era un encanto más a los ojos de Julián,
casi el único encanto moral que éste le reconocía, y este encanto fue el que excitó su
imaginación, el que dio mayor pábulo a su amor.
Fue después de haberse entregado a mil ensueños y fantasías sobre la elegancia
del talle de Matilde, sobre su gusto excelente en el vestir, sobre la blancura de su
mano, la belleza de forma de su brazo y la desenvoltura de todos sus movimientos,
cuando se percató de que estaba enamorado, y entonces, para que su ilusión subiera
de punto, la consideró otra Catalina de Médicis, el ideal de los Maslon, de los Frilair,
de los Castañeda; en una palabra: el ideal de la mujer de París.
-Es imposible que ese terceto se burle de mí. Ellos lo intentarán, pero yo sabré
evitarlo- pensó Julián.
Reflejo de esta resolución fue la expresión sombría y glacial que adquirieron sus
miradas al responder a las de Matilde, no menos que la ironía saturada de amargura
con que rechazó las protestas de afecto sincero que la señorita de la Mole se atrevió a
hacerle en dos o tres ocasiones.
Los desaires de Julián, su actitud realmente extraña, apasionaron más y más el
corazón de aquella joven, frío por naturaleza y propenso al fastidio; pero como que, a
la par que pasión, tenía aquella fuerte dosis de orgullo, el nacimiento de un afecto que
hacía depender su dicha de otra persona vino acompañado de una tristeza sombría.
Julián había despertado demasiado desde que vivía en París para no comprender
que la tristeza de Matilde distaba mucho de ser la tristeza árida del hastío, puesto que,
en vez de anhelar aquella las fiestas, los teatros y las diversiones de todo género, que

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hasta entonces la entusiasmaban, las huía.
Aburría horriblemente a Matilde la música cantada por franceses, y, sin embargo,
Julián, que no faltaba un solo día a la salida de la Ópera, observó que aquella asistía
con cuanta frecuencia le era posible. También creyó notar que había perdido parte de
la compostura mesurada que brillaba en todos sus actos, pues no era raro que
contestase a sus amigos con epigramas que, a fuerza de picante energía, resultaban
ultrajantes. Con respecto al marqués de Croisenois, todo hacía suponer que le había
tomado entre ojos.
-Muy enamorado del dinero debe estar el marquesito, cuando no envía a paseo a
esa niña- Se decía Julián.
Hombre singular en todo, nuestro héroe sentía los ultrajes inferidos a la dignidad
masculina y redoblaba la frialdad con que venía tratando a Matilde. En muchas
ocasiones, llegó a pecar de descortés en sus respuestas.
Por firme que su decisión fuese de no dejarse engañar por las muestras de interés
que le daba Matilde, eran algunos días tan evidentes, que Julián, que contra su
voluntad la encontraba arrebatadora, se turbaba como una colegiala.
-La astucia de los jóvenes del gran mundo concluirá por triunfar de mi
inexperiencia- pensaba. Antes que eso suceda, debo marcharme, única manera de
terminar de una vez.
Habíale confiado recientemente el marqués la administración de algunas fincas y
casas que poseía en el Languedoc. Julián hizo ver al marqués que necesitaba visitar
las mencionadas posesiones a fin de poder administrarlas bien, y el marqués, aunque
sintiéndolo, hubo de aprobar el viaje.
-Después de todo- decía Julián, mientras hacía los preparativos de viaje-, no han
conseguido hacerme caer en la celada. Sean reales las bromas de esa señorita, sean
encaminadas a inspirarme confianza, ello es que hasta el presente, me han
proporcionado muchos ratos de diversión, Si no existe una conspiración en regla
contra el pobre hijo del aserrador, hay que reconocer que la señorita de la Mole es un
enigma indescifrable, pero me consuela pensar que tan enigma es para el marqués de
Croisenois como para mí. Ayer, por ejemplo, su mal humor era tan real y auténtico
como pueda haberlo en el mundo, y tuve el placer de ver cómo desairaba por mi
causa a un joven, tan rico y tan noble como pobre y plebeyo soy yo. Creo que este es
el más glorioso de los triunfos que se cosechado en mi vida: su recuerdo me distraerá
durante el viaje.
A nadie había hablado de su marcha. a pesar de lo cual sabía Matilde mejor que él
mismo que al día siguiente salía de París, y que su ausencia debía durar mucho
tiempo. En el salón, pretextó Matilde una jaqueca horrorosa y salió al jardín, donde
acosó tan implacablemente con sarcasmos mordaces a Norberto, al marqués de
Croisenois, a Caylus, Luz y algunos jóvenes que habían comido aquel día en su casa,

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que les obligó a marcharse. A Julián, en cambio, le envolvía en miradas extrañas.
-¡Comedia pura!- pensaba Julián-. Comedia... ¿pero y esa respiración agitada...
esa turbación?... ¡Bah! ¡comedia... come-día como las miradas! Esta mujer es la más
sublime, la más ladina de París... Su turbación... su respiración agitada, que han
estado a punto de conmoverme, las habrá estudiado probablemente en Leontina Fay,
que merece su predilección.
Habían quedado los dos solos y su conversación languidecía.
-¡No... ese hombre nada siente por mí!- pensaba Matilde con vivo dolor.
Al despedirse de ella Julián, perdido el dominio sobre sí misma, asió con fuerza
su brazo y dijo con voz tan altanera que en nada se parecía a la suya:
-Esta noche recibirá usted una carta mía.
El anuncio impresionó vivamente a Julián.
-Mi padre- continuó Matilde aprecia en lo que valen los servicios que usted le
presta. Es preciso que no se vaya usted mañana... Busque un pretexto cualquiera.
Sin esperar contestación se alejó corriendo.
Estaba encantadora. Imposible imaginarse pies más perfectos, talle más esbelto,
mujer más divina. Corría con una gracia que arrebató a Julián; ¿pero será nadie capaz
de adivinar el pensamiento que se le ocurrió a nuestro héroe, luego que la joven hubo
desaparecido por completo? No es probable. Se le ocurrió darse por ofendido por la
entonación imperiosa con que pronunció las palabras es preciso. También Luis XV,
momentos antes de morir, se molestó vivamente porque su primer médico de cámara
pronunció esas mismas palabras.
Una hora más tarde, un lacayo entregaba a Julián una carta, que era lisa y
sencillamente una declaración de amor.
-No observo gran afectación en su estilo- se dijo Julián, intentando oponer reparos
literarios al desbordamiento de la alegría que contraía su rostro y te obligaba a reír a
su pesar-. ¡Conque yo, pobre rústico, he merecido que me haga una declaración de
amor una dama de la alta aristocracia!- repuso sin poder contener el júbilo que le
embargaba.- Me cabe el orgullo de haber sabido mantener incólume la dignidad de mi
carácter, jamás le he dicho que la amaba.
Pasó un rato examinando la forma de letra, tal vez porque necesitaba que una
distracción física mitigase una alegría que llegaba hasta el delirio.
«Su viaje me obliga a hablar... Dejar de verle a usted es superior a mis fuerzas...»
Un pensamiento vino a centuplicar la alegría de Julián y a interrumpir el examen
que estaba haciendo de la carta de Matilde.
-¡Triunfo sobre el marqués de Croisenois- exclamó-; yo... que siempre hablo con
seriedad... yo... pobre y plebeyo!... ¡Triunfo sobre un hombre guapo, que usa bigote...
que viste precioso uniforme... que encuentra siempre una frase espiritual y fina en el
momento oportuno!

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Julián saboreaba momentos de dicha infinita; loco de júbilo, caminaba a la
ventura por el jardín.
Al cabo de un rato subió al palacio y se hizo anunciar al marqués de la Mole, a
quien manifestó que, en vista de algunos documentos recién llegados de Normandía y
relacionados con los intereses que allí tenía el marqués, se veía obligado a aplazar su
viaje al Languedoc.
-Celebro de veras que no marche usted- contestó el marqués-. Su presencia me es
grata y no quisiera privarme de ella.
Julián salió del despacho del marqués un poquito turbado.
-¡Le es grata, la presencia de quien va a seducir a su hija-se dijo-, de quien, según
todas las probabilidades, hará imposible el matrimonio, que es su sueño dorado, de
aquella con el marqués de Croisenois!
Intenciones se le vinieron a Julián de marcharse al Languedoc, sin hacer caso de
la carta de Matilde, y a pesar de la explicación que acababa de tener con el marqués,
pero sus buenos propósitos fueron resultado de un destello de virtud que desapareció
pronto.
-¡Sería gracioso que yo, un plebeyo, tuviese compasión a una familia de rango!-
exclamó-. ¡Yo, a quien el duque de Chaulnes llama un criado! ¿De qué medios se
vale el marqués para centuplicar sus rentas? Vendiendo valores cuando sabe, sin salir
de su palacio, que al día siguiente va a haber un golpe de Estado. Y yo, colocado en
el último peldaño de la escalera social por una Providencia que para mí es madrastra
y no madre, yo, dotado de un corazón noble, pero falto de mil francos de renta, es
decir, sin pan... no exagero... sin pan, ¿he de rehusar un placer que se me ofrece sin
yo buscarlo, un manantial límpido que viene a apagar mi sed en el desierto abrasador
de la pobreza que con tanta pena atravieso? ¡A fe que sería la estupidez mayor del
mundo! ¡Primero yo, y después yo, y siempre yo, en el desierto de egoísmo que
llamamos vida!
El recuerdo, que acudió a su mente, de algunas miradas llenas de desdén que le
dirigió Matilde, y sobre todo, las amigas de ésta, unido al sentimiento de Placer
consiguiente a su triunfo sobre el marqués de Croisenois, acabaron con su fugaz
destello de virtud.
-¡Ojalá se enfureciese ese hombre!- exclamó Julián-. ¡Con qué gusto le daría una
estocada! Antes de recibir esta carta, era yo un Don Nadie, un pelagatos... ahora...
¡ahora soy su igual! ¡Sí, señor mío!... ¡Han sido pesados, aquilatados nuestros
méritos, señor marqués, y nuestro juez inapelable halló mejores los del pobre hijo del
aserrador... ¡Bueno! ¡Ya he encontrado la firma que he de poner a mi contestación!
No quiero que crea usted, señorita de la Mole, que olvido mi condición... Yo haré
comprender... y hasta sentir, a usted, que por el hijo de un aserrador renuncia al
descendiente del famoso Guy de Croisenois, campeón que siguió a San Luis en su

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cruzada.
No podía Julián mantener encerrada dentro de su pecho su alegría. Vióse obligado
a bajar de nuevo al jardín, porque su habitación, donde se había encerrado con llave,
le parecía demasiado estrecha para poder respirar.
-¡Yo, mísero rústico del Jura, condenado a vestir eternamente este uniforme tan
lujoso como el que se enorgullecen ellos... porque entonces, los hombres como yo, si
no morían en los campos de batalla, eran generales a los treinta y seis años.
La carta, que conservaba en la mano, le daba talla y actitud de héroe.
-Eso ocurría hace veinte años- repuso-. Hoy, con esta indumentaria negra, puede
uno, a los cuarenta años, ser dueño de una renta de cien mil francos y ostentar el
cordón azul, como el obispo de Beauvais... lo que es mucho mejor que lo otro. ¿Qué
prueba esto?- añadió, riendo con risa mefistofélica-. Que tengo más talento que ellos,
puesto que he sabido escoger el uniforme de mi siglo! Cuántos cardenales, de
nacimiento inferior al mío, han sido árbitros de naciones! Me conformaré con
recordar a mi compatriota Granvelle.
Poco a poco se fue calmando la agitación de Julián. La prudencia recobró su
imperio. Nuestro héroe, remedando a Tartufo, recitó el verso siguiente.

«Creer puedo su charla artificio discreto;


............................................................
No me convencerán esas f rases tan bellas,
Si algo de sus favores, tras de los que yo corro,
A confirmar no viene lo que dicen aquellas,
............................................................

-Una mujer perdió a Tartufo, y yo debo escarmentar en la cabeza" de aquel-


continuó monologando Julián-. Puede dar a leer mi contestación... pero a ese peligro
acudo estampando en ella las frases más sublimes y apasionadas de la divina
Matilde... Es un remedio preventivo... sí... pero contra ese remedio cabe otro
contrarremedio, que puede consistir en que cuatro lacayos del marqués de Croisenois
caigan sobre mí y me arrebaten el original... ¡No! Suelo ir bien armado, y no sería la
primera vez que enseñase la boca de mi pistola a las gentes de escalera abajo.
Supongamos que esos lacayos son hombres de valor y se precipitan sobre mí, para
ganarse los cien napoleones que les han ofrecido. Me veo en la necesidad de matar a
uno de ellos...que es tal vez lo que mis rivales buscan. Me encierran muy legalmente
en la cárcel, comparezco en la audiencia, y mis jueces, con toda justicia y equidad del
mundo me envían a Poissy, para que haga compañía a los señores Fontan y Magalon.
Allí como, duermo, alterno, y vivo con cuatrocientos criminales... ¡Ira de Dios!...-
gritó, levantándose con ímpetu-. ¡Iba yo a tener piedad de esas gentes! ¿La tienen

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ellos, por ventura, de los míseros mortales, que pertenecemos al estado llano-¡Ah,
señores caballeros, y cómo al fin he podido desentrañar vuestro rasgo maquiavélico!
¿Pensabais robarme la carta provocadora y convertirme en segunda edición del
coronel Caron, en Colmar? ¡Paciencia, señores míos, paciencia! ¡La carta fatal pasará
a manos del cura Pirard, metida dentro de un sobre perfectamente lacrado, para que la
custodie como depósito precioso! Es hombre honrado, inaccesible a las tentaciones y
promesas... ¡Pero no! ¡Tiene la costumbre de abrir las cartas!...¡Fouqué, Fouqué...
será el depositario de ésta!
Lo confesaremos: la mirada de Julián era atroz, reflejaba ferocidad, su rostro
estaba espantoso, era el retrato vivo del crimen sin paliativos, descarnado; en aquellos
instantes, Julián hubiese podido pasar por la encarnación del odio del desventurado
que ha declarado la guerra a la sociedad.
-¡A las armas!-gritó Julián, bajando a saltos la escalinata del palacio.
Momentos después entraba en el cuchitril de un escribiente callejero.
-Copie usted esto- le dijo, entregándole la carta de Matilde.
Mientras el escribiente hacía la copia, escribía él a su amigo Fouqué, rogándole
que conservase la carta adjunta como depósito precioso.
A fin de evitar que interceptasen la carta en correos, y entregasen la de Matilde a
los que suponía que habrían de buscarla, compró una Biblia enorme en una librería
protestante, ocultó diestramente la carta de Matilde en su cubierta, empaquetó el
libro, y lo llevó a la diligencia, dirigiéndolo a uno de los obreros de Fouqué, a quien
nadie conocía en París.
-¡Ahora nos veremos! -exclamó, al volver radiante de alegría al palacio de la
Mole, después de dejar el paquete en la diligencia.
Cerrado con llave en su habitación, escribió a Matilde una carta, que terminaba
con estas palabras, después de haber copiado en ella las frases más vivas y sugestivas
de la que había recibido:
-«Por conducto de Arsenio, lacayo de su padre, ha dirigido la señorita de la Mole
una carta demasiado seductora a un pobre muchacho, hijo de un aserrador del Jura,
sin duda para burlarse de su simplicidad. No ha conseguido usted su objeto,
señorita.»
El resto era modelo de prudencia diplomática que hubiese firmado sin
inconveniente el propio caballero de Beauvoisis.
No eran más que las diez. Julián, radiante de alegría, lleno de la persuasión de su
propio poder, entró en la Ópera italiana, donde oyó cantar a su amigo Jerónimo.
Nunca le exaltó tanto la música.

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XLIV
PENSAMIENTOS DE UNA DONCELLA
¡Cuántas perplejidades! ¡Cuántas
noches pasadas sin conciliar el sueño!
¡Dios mío...! ¡Conseguiré hacerme
despreciable... hasta él me despreciará!
¡Pero él se va, se aleja!

ALFREDO DE MUSSET

No escribió Matilde la carta sin reñir antes furiosos combates con su altivez. Era
natural. Su amor, cuyos comienzos ni ella misma sabía de cuándo databan, dominó
muy en breve su orgullo, única pasión que hasta entonces reinó en su corazón. El
sentimiento del amor avasalló su alma altiva y fría, pero si dominó su orgullo, no
borró ni mucho menos la costumbre de tenerlo. Fueron precisos dos meses de rudos
combates interiores y de sensaciones nuevas para operar su transformación moral
completa.
En su amor creía Matilde ver la dicha, pero semejante perspectiva aunque es
omnipotente en las almas valerosas, en las personas dotadas de un espíritu superior,
hubo de luchar durante mucho tiempo contra la conciencia de la dignidad, contra el
sentimiento de deberes vulgares. Un día se presentó a las siete de la mañana en las
habitaciones de su madre, para suplicarle que le permitiese refugiarse en Villequier.
La marquesa no se dignó contestarle, limitándose a aconsejarle que se metiera en
cama. Fue aquel el último esfuerzo de la prudencia vulgar y de la deferencia hacia las
ideas recibidas.
En cuanto al temor de obrar mal y de despreciar ideas que los Caylus, Luz y
Croisenois tenían por sacrosantas, influía muy poco o nada sobre su alma. Hombres
como aquellos no habían sido creados para comprenderla; les habría consultado quizá
si se hubiese tratado de la compra de un carruaje o de un tronco de caballos. No
sentía, pues, remordimientos: lo único que la atosigaba era que Julián estuviese
descontento de ella, o que de hombre superior solamente tuviese las apariencias.
Una de sus características era aborrecer la falta de energía, la debilidad de
carácter, reparo único que podía oponer a los brillantes jóvenes que le hacían la corte.
Cuanta mayor gracia desplegaban en sus conversaciones, cuanto más esclavos se
mostraban de la moda, tanto más desmerecían a sus ojos.
-Son bravos... y nada más- se repetía ella con frecuencia-. ¡Bravos! Bravos en un

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duelo, que al fin y al cabo no es más que una ceremonia. Todo se lleva preparado de
antemano, hasta las palabras que ha de pronunciar el que cae herido. Tendido sobre el
césped, puesta la mano sobre el corazón, debe conceder un perdón generoso a su
adversario y dedicar una frase a una hermosa... imaginaria en muchos casos, o bien a
una que asiste al baile el día mismo de la muerte de su campeón, a fin de no excitar
sospechas.
«Se desafía el peligro al frente de un escuadrón cubierto de acero; pero el peligro
solitario, el peligro sin testigos, el peligro imprevisto... ¡Ah! ¡Es demasiado feo, y
espanta a la generalidad de los hombres!
»Solamente durante el reinado de Enrique III se encontraban en la corte hombres
tan grandes por su carácter como por su nacimiento. ¡Ah! ¡No me atosigarían las
dudas si Julián hubiese servido a Jarnac o a Moncontour! En aquellos tiempos de
vigor y de fuerza, los franceses no eran muñecas como hoy. El día de la batalla, lejos
de producirles perplejidades, les quitaba las que sentían. No estaba encerrado su
cuerpo, como las momias de Egipto, dentro de una envoltura común a todos, siempre
la misma... ¡Sí!... Más valor se necesitaba entonces para retirarse a sus casas a las
once de la noche, después de salir del palacio de Soissons, habitado por Catalina de
Médicis, que hoy para recorrer todos los territorios de Argel. La vida de un hombre
era resultado de una serie complicada de casualidades; hoy, la civilización ha
desterrado a la casualidad, ha sepultado lo imprevisto. Si éste se deja ver en las ideas,
lo apuñalan a fuerza de sangrientos epigramas; si en los actos nos llena de miedo, y si
obramos impulsados por el miedo, por grandes que sean las locuras que cometamos,
tienen excusa inmediata. ¡Siglo degenerado!... ¿Qué habría dicho Bonifacio de la
Mole si, levantando su cabeza cercenada, hubiese visto en 1793 a diecisiete de sus
descendientes dejándose prender como borregos para ser guillotinados dos días
después? ¡Claro! Habría sido de mal tono defenderse como hombres y matar uno o
dos jacobinos! En el siglo de Bonifacio de la Mole, Julián hubiera sido jefe de un
escuadrón y mi hermano un curita, modelo de buenas costumbres, en cuyos ojos
habría brillado la prudencia v de cuya boca sólo palabras sesudas y razonables
hubieran salido.
Algunos meses antes, Matilde. desesperaba de encontrar un ser que se saliese del
molde, del patrón corriente. Se proporcionó algunos momentos de distracción
escribiendo cartas a algunos jóvenes de la aristocracia, atrevimiento reñido con las
conveniencias y muy imprudente, que muy bien pudo comprometerla gravemente a
los ojos de su pretendiente el marqués de Croisenois, del duque de Chaulnes su padre,
y de toda la familia Chaulnes, los cuales ante la ruptura del matrimonio en proyecto,
habrían querido saber la causa. Por aquel tiempo, cuantas veces escribía Matilde una
cartita, se pasaba algunas noches sin dormir, y, sin embargo, sus misivas eran
contestaciones.

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Ahora era ella la que confesaba que amaba, la que tomaba la iniciativa, la que
escribía la primera (¡palabra terrible!) a un hombre de condición inferior a la suya, a
un hombre colocado en los últimos puestos de la sociedad.
Era ésta una circunstancia que llevaba consigo, caso de hacerse pública, un
deshonor eterno. ¿Qué dama de las que visitaban el palacio de sus padres, se hubiese
atrevido a tomar su defensa? ¿Dónde encontrar frases capaces de atenuar el golpe del
espantoso desprecio de los salones?
Horrible hubiese sido hacer una confesión hablada, pero escribir... ¡Hay cosas
que jamás se escriben!, exclamó Napoleón, cuando le comunicaron la capitulación
vergonzosa de Bailén... Era el mismo Julián quien le enseñó la frase que dejamos
subrayada, cual si hubiera querido darle una lección por adelantado.
Pero todo esto, con ser tan grave, era nada: otras eran las causas de las agonías de
Matilde. La desgraciada, olvidando el desastroso efecto que su debilidad había de
producir en la sociedad, la mancha imborrable y el desprecio general que serían
consecuencias de aquella, iba a entregarse a un hombre cuyo carácter era el polo
opuesto de los Croisenois, de los Luz y de los Caylus, a Julián, cuya manera de ser
enigmática era causa más que bastante para asustar a cualquiera, aún a quien
intentase entablar con él relaciones ordinarias.
-¿Qué pretensiones tendrá si algún día lo puede todo sobre mí?- se preguntaba la
infeliz-. ¡No quiero pensarlo!... Diré como Medea... En medio de tantos peligros, es
MÍO.
Por añadidura, creía Matilde que Julián no concedía el menor mérito a la nobleza
de la sangre, y recelaba que tampoco correspondía a su amor, y por si estos motivos
de duda no le producían bastantes angustias, traían un séquito, manantial de vivas
mortificaciones, formado por las ideas del orgullo femenil.
-Una doncella como yo, debe salirse de lo corriente, ser singular en todo!-
exclamó Matilde, perdida la paciencia, cuando el orgullo que le inspiraron desde que
salió de la cuna luchaba brioso contra su virtud.
La noticia del viaje de Julián vino entonces a precipitarlo todo.
Diremos de paso que, por fortuna, caracteres como el de Matilde, son muy
contados.
El día que Julián recibió la carta, al anochecer, tuvo el capricho de hacer bajar a la
portería una maleta de bastante peso, haciendo que la llevase el lacayo que tenía, o
pretendía tener relaciones con la doncella de Matilde.
-Es posible que no dé resultado alguno esta maniobra- se dijo-; pero, si lo da,
Matilde creerá que he emprendido el viaje.
Julián durmió toda la noche; Matilde no pudo pegar los ojos.
A la mañana siguiente, Julián salió muy temprano del palacio sin ser visto por
nadie, y volvió antes de las ocho.

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No bien entró en la biblioteca, se presentó en la puerta Matilde. Julián le entregó
la contestación a su carta. Creyó que estaba en el deber de hablarle, pero Matilde
escapó en el acto sin querer escuchar, con no poca alegría de Julián, quien, a decir
verdad, no sabía qué decir.
-Si lo que sucede no es una comedia, una intriga urdida de acuerdo con Norberto-
se dijo Julián-, claro está como la luz del sol que han sido mis miradas llenas de hielo
las que han encendido ese amor extraño que mi excelsa señorita se digna tenerme.
Sería yo un poquito más estúpido de lo que conviene a mis intereses si algún día me
dejase arrastrar por los encantos de esa muñeca rubia, pero no sucederá así; estoy
tranquilo.
Este razonamiento le dejó más frío y le hizo más calculador de lo que nunca había
sido.
-En la batalla que se avecina- añadió-, el orgullo de raza será a manera de
elevadísima colina interpuesta entre ella y yo. Al asalto de esa colina debo correr;
pero ya he comenzado por cometer una torpeza: no he debido quedarme en París; el
aplazamiento de mi viaje me rebaja, y suponiendo que todo esto sea juego y comedia,
me expone a graves peligros. Lo seguro era marcharme, toda vez que hubiese sido yo
quien les burlase a ellos, si su propósito es burlarse de mí, y habría centuplicado el
interés que a Matilde inspiro, si ese interés es real y verdadero.
Tan vivo placer había producido a Julián la carta de Matilde, que le impidió
pensar seriamente en la conveniencia de no aplazar el viaje.
Serían las nueve, cuando la señorita de la Mole llegó hasta la puerta de la
biblioteca, le arrojó una carta y huyó sin despegar los labios.
Le pedía Matilde una contestación decisiva, con frases de dolor que aumentaron
su júbilo interior. Julián se dio el gustazo de dedicar dos carillas a burlarse de las
personas que a su entender pretendían burlarse de él, y terminó la carta anunciando
que el viaje aplazado lo emprendería a la mañana siguiente.
Escrita la carta, bajó al jardín con ánimo de entregarla allí a Matilde.
A las cinco de la tarde recibió nuestro héroe la tercera carta, que le fue arrojada,
como la anterior, desde la puerta de la biblioteca.
-¡Esto es una verdadera manía epistolar!- se dijo riendo-. Te entiendo, enemiga
mía, te entiendo! Te has propuesto tener cartas mías... Muchas... cuantas más,
mejor!... La red no puede ser más burda... ¿Qué dirá esta carta? Nada en total: unas
cuantas frases elegantes...
«Necesito hablarle, y ha de ser precisamente esta noche. A la una en punto de la
madrugada, se encontrará usted en el jardín. Tome la escalera grande del jardinero,
colóquela contra la ventana de mis habitaciones, y suba. Luce una luna muy clara,
pero no importa.»

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XLV
¿SERÁ UN LAZO?
¡Ah! ¡Cuán cruel es el intervalo que
separa la concepción de un gran proyecto
de su ejecución! ¡Qué de vanos terrores!
¡Qué de irresoluciones! Se trata de la vida.
-¡No! Se trata de algo más: ¡del honor!

SCHILLER

-Esto se pone serio... y un poquito demasiado claro- dijo Julián, tras breves momentos
de reflexión-. Mi linda señorita puede hablarme en la biblioteca con libertad, gracias
a Dios, absoluta, puesto que el marqués, temiendo que le enseñe las cuentas, no pone
los pies en ella por nada del mundo. La marquesa y su hijo, únicas personas que aquí
entran, se pasan la mayor parte del día fuera del palacio, y es sencillísimo acechar y
ver cuándo vuelven, y la sublime Matilde, que en punto a nobleza no cede a un
príncipe soberano, pretende que yo cometa una imprudencia abominable... ¡No está
mal!
«He dicho que la cosa se pone un poquito demasiado clara, y es la verdad.
Quieren perderme, y si no perderme, al menos burlarse de mí. Intentaron primero
hacer de mis cartas instrumento de mi perdición, pero las hallaron prudentes en
demasía, y ellos lo que quieren es una prueba concluyente, clara, palpable...
Señores... señores... que no es Julián tan idiota como sin duda imagináis! Canastos!
Subir por una escalera hasta un primer piso de veinticinco pies de altura, a la luz de
una luna más clara que un sol! Tendrían tiempo sobrado para verme, y hasta para
admirarme, los vecinos de las casas inmediatas!... ¡Estarías interesante en tu escala,
amigo Julián!
Julián se fue a su cuarto, y comenzó a preparar su maleta: había decidido
marcharse sin tomarse la molestia de contestar.
Pero no llevó la paz a su alma aquella resolución prudente.
-¡Y si Matilde me da la cita de buena fe!- exclamó de pronto-. A sus ojos, pasaré
por un cobarde perfecto! Ya que no tengo yo nobleza, por lo menos debo tener
cualidades estimables.
Un cuarto de hora se pasó reflexionando.
-No hay que darle vueltas; si no voy, me acredito de cobarde. Pierdo la persona
más brillante de la alta sociedad, como decían a coro en el baile del palacio del duque

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de Retz, y el placer divino de ver sacrificado al marqués de Croisenois, hijo de un
duque, y llamado a ser duque: un joven encantador que reúne en su persona todas las
bellas cualidades que me faltan a mí... talento, ingenio, nacimiento, fortuna... Los
remordimientos amargarían mi vida entera, no por ella... mancebas se encuentran en
todas partes.
... sino porque el honor es uno,
como decía el viejo Don Diego, y resultaría que retrocedo ante el primer peligro
real que me sale al paso, porque el duelo que tuve con el caballero de Beauvoisis fue
broma inofensiva! Aquí todo es diferente: cualquier criado puede descerrajarme un
tiro, y cuanta que ese es el peligro menor: puedo ser deshonrado... Esto se pone serio,
hijo mío- añadió con expresión alegre y acento gascón-. Te juegas el honor. Es difícil,
que un pobre diablo como yo, arrojado tan bajo por la casualidad, vuelva a encontrar
una ocasión como la que se me ofrece... tendré otras, no malas... pero subalternas...
Largo rato paseó con andar desigual y precipitado, deteniéndose con brusquedad
de tanto en tanto y siempre meditando. En su habitación había un busto magnífico, en
mármol, del cardenal Richelieu, que a su pesar atraía sus miradas. El busto parecía
mirarle con mirada severa y como reprendiéndole por la falta de audacia que debería
ser natural, aunque no lo es, al carácter francés.
-De todas suertes- pensó al fin Julián-, aun suponiendo que se trate de una celada,
es lo cierto que resultaría altamente peligrosa y comprometedora para una muchacha
soltera. Saben perfectamente que no soy hombre a quien se haga callar, como no sea
matándome, y matar a un individuo, podía hacerse impunemente en los tiempos de
Bonifacio de la Mole, pero no hoy. La sociedad ha variado desde entonces
radicalmente, y, por otra parte, Matilde es muy envidiada... Mañana pregonarían su
vergüenza en cuatrocientos salones... y con qué placer!
«En primer lugar, la servidumbre habla de las preferencias de que soy objeto... lo
he oído yo mismo, y en segundo, sus cartas... Estas me comprometen... creerán tal
vez que las llevo encima... y si me sorprenden en su dormitorio, me las quitan... Me
acometerán dos, tres, cuatro hombres... ¿quién puede saberlo? ¿Pero de dónde van a
sacar a esos hombres? ¿Abundan tanto en París los sicarios discretos? ¡Les da mucho
miedo la justicia! Pero... ¡diablo! ¡Me asaltarán en persona Caylus, Croisenois, Luz!...
¡No había caído yo en ello! ¡Les ha seducido lo ridículo del momento de la sorpresa,
la graciosa figura que yo haría en medio de ellos!... ¡Mucho cuidadito, señor
secretario!
»Está muy bien, señores míos! ¡Saldrán ustedes señalados, les arañaré las caras,
como los soldados de César en Farsalia... y en cuanto a las cartas, nadie me impide
esconderlas en sitio seguro.»
Julián copió las dos cartas últimas, escondió las copias en un tomo de Voltaire de
la biblioteca y llevó en persona los originales al correo.

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No estaba tan animado al volver.
-¡La verdad es que me meto en una aventura loca, atado de pies y manos!- pensó-.
Pero si no acudo a la cita, sé muy bien que me rebajaré a mis propios ojos. Mi
cobardía será para mí motivo de dudas, que durarán mientras me dure la vida, y dudas
de esta clase son tan dolorosas, si no más, que la misma desgracia. Creo que si
cometiese un crimen, podría perdonármelo, porque, una vez confesado, dejaría de
acordarme de él; pero esto... Resultaría que, siendo rival de un hombre que ostenta
uno de los apellidos más gloriosos de Francia, yo mismo, con mi debilidad de
corazón, me declaro inferior suyo... No ir, no acudir a la cita es cobardía... ¡Julián!...-
dijo en voz alta-. ¡No ha de decirse nunca que eres cobarde!... Y además... ¡es tan
divina...!
«Si no es lazo, ¡qué locura comete por mí!, y si es lazo... ¡ya veremos, señores!
¡Cuenta mía será hacer que la broma resulte pesada!
»Dice mi maestro de armas que todas las estocadas tienen su parada
correspondiente, pero que en los duelos, Dios, que quiere que acaben más o menos
pronto, hace, que uno de los contendientes olvide parar. Yo llevaré esta parada, que
sirve para todo- terminó, sacando del bolsillo un par de pistolas.»
Como Julián tenía tiempo sobrado, decidió escribir a Fouqué:
«Mi querido amigo: Te ruego que no abras la carta adjunta más que en caso de
accidente, es decir, si llegase a tus oídos que me había sucedido algo extraño. En este
caso, borrarás los nombres propios del manuscrito que te envío, y harás de él ocho
copias, que enviarás a los periódicos de Marsella, de Burdeos, de Lyon, de Bruselas,
etc., etc. Pasados diez días mandarás imprimir el manuscrito y harás llegar el primer
ejemplar a manos del marqués de la Mole, y quince días más tarde, esparcirás,
durante la noche, todos los ejemplares restantes por las calles de Verrières.»
Julián dio al manuscrito, que Fouqué no debía abrir más que en caso de accidente,
forma de cuento, procurando que comprometiese lo menos posible a la señorita de la
Mole, aunque pintaba con toda exactitud la situación.
Acababa de cerrar Julián el pliego, cuándo sonó la campana que llamaba a la
mesa. Su corazón latió con violencia. Llena su imaginación del relato que acababa de
componer, todo lo veía negro, destilaba presentimientos trágicos. Veíase acometido
por un ejército de criados, agarrotado, amordazado y llevado a los subterráneos del
palacio, donde le dejaban con centinelas de vista. Si el honor de la familia exigía que
la aventura tuviese un desenlace trágico, nada más sencillo que propinarle uno de
esos venenos que matan sin dejar rastros, transportarle después de muerto a su
habitación y decir que su muerte había sido producida por una enfermedad natural.
A causa de la emoción que su propio cuento le había producido, y del desenlace
trágico que recelaba, nuestro héroe tenía miedo, miedo de verdad, cuando entró en el
comedor. Miró a todos los criados, examinó sus rostros, y se preguntó si no serían

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ellos los escogidos para intervenir en su aventura nocturna. Miró a la señorita de la
Mole, por si conseguía leer en su cara los secretos proyectos de su familia, y halló
que aquella, mucho más pálida que de ordinario, se parecía a las caras de las damas
de la Edad Media. Nunca la encontró tan grave, tan solemne, tan hermosa, tan
imponente.
-Pallida morte futura. (Su palidez presagia grandes designios)- se dijo.
Fue en vano que, después de comer, permaneciera largo rato paseando por el
jardín: Matilde no se dejó ver. El corazón de Julián se hubiese visto libre de un peso
enorme si hubiera podido hablar con ella.
Lo repetimos, aunque la confesión sea humillante para nuestro protagonista:
Julián tenía miedo. Como se había resuelto ya a acudir a la pavorosa cita, se
abandonaba sin avergonzarse a aquel sentimiento.
-Con tal que en el momento crítico halle yo el valor que necesito, ¿qué me
importa sentir miedo en este momento?- se repetía.
Quiso examinar sobre el terreno su situación y tantear el peso de la escalera.
-¡Parece que estoy predestinado a servirme de este instrumento!- exclamó riendo-.
Lo utilicé en Verrières y voy a utilizarlo aquí... ¡pero qué diferencia! ¡En aquella
ocasión no estaba yo en el caso de desconfiar de la persona por la cual me exponía!
También es enorme la diferencia del peligro. Si en los jardines del señor Rênal me
hubiesen muerto, mi muerte no habría llevado aparejada mi deshonra: aquí... ¡Qué
versiones tan abominables circularán por los salones de los palacios de Chaulnes, de
Caylus, de Retz... por todos, en una palabra! ¡Pasaré a la posteridad transformado en
monstruo! ¿Quién me justificará? Suponiendo que Fouqué imprima mi manuscrito
póstumo, dirán que es una infamia mía añadida a las anteriores... que, recibido en su
casa, pago la hospitalidad que me conceden, correspondo a las bondades con que me
abruman publicando un libelo indecente, arrojando a la voracidad de la malicia la
historia de la que en aquella pasa, atentando contra el honor de las mujeres...
Aquella velada fue para Julián sencillamente horrorosa.

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XLVI
A LA UNA DE LA MADRUGADA
Era un jardín muy grande, dibujado
pocos años antes con gusto perfecto;
pero los árboles tenían más de un siglo.
Se le encontraba cierto sabor campestre.

MASSINGER

Iba a escribir a Fouqué dándole contraorden, cuando sonaron las once. Hizo
funcionar con ruido la cerradura de la puerta de su cuarto, con objeto de simular que
se encerraba con llave, y salió con paso de lobo, a fin de ver qué pasaba en la casa,
sobre todo en el cuarto piso, habitado por la servidumbre. Nada de extraordinario
ocurría. Una de las doncellas de Matilde recibía aquella noche en su cuarto, donde la
mayor parte de los criados tomaban alegremente ponche.
-Los que con tanta alegría ríen- pensó Julián- no es posible que hayan de formar
parte de la expedición nocturna: sería poco serio.
Fue a emboscarse en el rincón obscuro del jardín, al objeto de ver llegar a las
personas encargadas de sorprenderle, pues calculó que, si el marqués de Croisenois
no había perdido el sentido común, procuraría comprometer lo menos posible a la
persona con quien debía casarse, y para ello, haría que le sorprendiesen antes de
entrar en el dormitorio de aquella.
Hizo un reconocimiento militar exactísimo.
-Se trata de mi honor- pensaba-. Si caigo en alguna celada, no será excusa a mis
ojos decir que no había pensado en ello.
Estaba el cielo desesperadamente diáfano. A eso de las once salió la luna, que, a
las doce y media, daba de lleno en la parte del palacio recayente al jardín.
A la una continuaban iluminadas las habitaciones de Norberto.
Jamás tuvo Julián tanto miedo como entonces. No tenía ojos, ni potencias ni
facultades más que para apreciar los peligros de la empresa; el entusiasmo brillaba
por su ausencia.
Fue a tomar la inmensa escalera, esperó cinco minutos deseando que le dieran
contraorden, y a la una y cinco minutos apoyó la escalera contra la ventana del cuarto
de Matilde. Subió, poco a poco, pistola en mano, maravillándose de que no le
atacasen. Próximo ya a la ventana, ésta se abrió sin ruido.
-¡Al fin llega usted, señor!- exclamó Matilde con viva emoción-. Hace una hora

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que sigo todos sus movimientos.
La turbación de nuestro héroe era inmensa; ignoraba cómo conducirse, faltábale
el amor, y en su aturdimiento, creyendo que era obligación suya mostrarse atrevido,
pretendió abrazar a Matilde.
-¡Cuidado, caballero!- exclamó la joven rechazándole.
Julián miró en derredor. Tan vivo era el resplandor de la luna, que las partes de la
estancia no iluminadas estaban negras. Julián pensó que a favor de las sombras
podían encontrarse en la habitación media docena de hombres.
-¿Qué lleva usted en ese bolsillo?- preguntó Matilde, sin saber cómo empezar la
conversación.
Sufría horriblemente. En su alma habían recobrado su imperio todos los instintos
de recato y de timidez, tan naturales en una doncella bien nacida, y le producían
suplicios horrendos.
-Llevo pistolas, armas de toda clase- contestó Julián, felicitándose de que le
dieran pie para decir algo.
-Es necesario retirar la escalera- repuso Matilde.
-Es inmensa, y corremos peligro de romper los cristales del salón de la planta baja
o del entresuelo.
-Será preciso evitar romperlos- replicó Matilde, procurando en vano dar a sus
palabras el tono de una conversación corriente-. Me parece que podría usted bajar la
escalera por medio de una cuerda que ataríamos al primer travesaño. Por fortuna,
tengo siempre en mi cuarto provisión de cuerdas.
-¿Esto es mujer enamorada?- pensé Julián-. ¿Tiene el atrevimiento de decirme
que me ama? Tanta sangre fría, tanta prudencia en las precauciones, pruebas son
patentes de que mi triunfo no es triunfo, de que no soy el vencedor del marqués de
Croisenois, como creía estúpidamente, sino sencillamente su sucesor... o su
colaborador... ¿Pero qué me importa, en medio de todo? ¿La amo por ventura?
Triunfo de todas suertes sobre el marqués en un sentido: al marqués le contrariará
tener sucesor, y le pondrá furioso saber que ese sucesor soy yo. ¡Con qué altanería me
miraba ayer en el café Tortoni, fingiendo que no me conocía! ¡Y con qué ironía me
saludó después, cuando no hacerlo habría sido descarada descortesía!
Había atado Julián la cuerda al travesaño último de la escalera, y arriaba poco a
poco el instrumento comprometedor, teniendo gran parte del cuerpo fuera de la
ventana, a fin de impedir que aquella tocase en los cristales.
-Hermosa ocasión para matarme, si la celada está preparada en este dormitorio-
pensó Julián.
A fuerza de cuidado y de precauciones, consiguió nuestro héroe dejar la escalera
tendida a lo largo del muro, entre un macizo de plantas exóticas.
-¡Qué dirá mi madre cuando vea el estrago que hemos hecho en las plantas!-

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exclamó Matilde-. Es preciso arrojar también la cuerda- añadió con extraordinaria
sangre fría-. Si alguien la viese partiendo de mi ventana y terminando en la escalera,
me pondría en el caso de explicar una circunstancia que no tiene explicación
satisfactoria.
-¿Y por dónde me iré yo?- preguntó Julián.
-Por la puerta.
Julián arrojó la cuerda al jardín. En aquel momento preciso, Matilde le asió
vivamente por el brazo: había creído oír que abrían la ventana. Nuestro protagonista,
temiendo que quien le asía por el brazo era un enemigo, se volvió con brusquedad,
desenvainando al propio tiempo un puñal. Los dos quedaron inmóviles, mudos sin
atreverse a respirar.
Pronto cesó la inquietud, porque el ruido no se repitió, pero entonces comenzó la
turbación, que era inmensa por una y otra parte. Julián reconoció la puerta, para
comprobar que estaban echados todos los cerrojos. Sintió vivos deseos de mirar
también debajo de la cama, donde muy bien podían estar escondidos un par de
lacayos; vaciló, y al fin, temiendo reproches futuros de su prudencia miró.
Matilde, mientras, era presa de las angustias de la timidez más extrema. Su
posición la horrorizaba.
-¿Qué ha hecho usted con mis cartas?- preguntó al fin.
Viendo Julián que se le presentaba ocasión de desconcertar a sus enemigos si
estaban escondidos cerca, respondió:
-La primera metida en la cubierta de una Biblia protestante, viaja desde ayer en la
diligencia y a estas horas se encuentra lejos de aquí. Las otras dos, han sido confiadas
a correos, y siguen la misma ruta que la primera.
Julián hablaba con voz muy clara con objeto de que pudiesen oírle las personas
que temía que estuvieran escondidas en los dos o tres armarios, que no se había
atrevido a reconocer.
-¡Dios mío!- exclamó Matilde, asustada-. ¿A qué tantas precauciones?
Julián confesó con claridad brutal todas sus sospechas.
-¡Ahora comprendo la causa de la frialdad de tus cartas!exclamó Matilde,
poniendo en sus palabras más acentos de delirio que de ternura.
No reparó Julián en esta circunstancia. Perdida la cabeza al verse tuteado,
desvanecidas sus sospechas, atrevióse a estrechar entre sus brazos a aquella mujer tan
bella y que tanto respeto le inspiraba. Fue rechazado, pero a medias.
Recurrió entonces a su memoria, como en otro tiempo en el café de Besançon, y
recitó las frases más hermosas de la Nueva Eloísa.
-Posees un corazón de hombre- le contestó Matilde, sin conceder gran atención a
sus frases-. He querido probar tu valor, lo confieso. Tus sospechas y tu resolución
demuestran que eres más intrépido aún de lo que yo suponía.

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Tanto esfuerzo costaba a Matilde tutear a Julián, que prestaba mayor atención a
aquella extraña manera de hablar que al fondo de las cosas que decía. El tuteo,
despojado de los acentos de ternura, no entusiasmaba a Julián, quien, con gran
asombro suyo, no experimentaba sensación deliciosa alguna. Para encontrarla, hubo
de recurrir a la imaginación. Creyóse adorado por aquella doncella altiva que jamás
concedía alabanzas sin someterlas a restricciones, y, con este raciocinio, consiguió
procurarse ya que no otra cosa, la satisfacción de su amor propio.
Lejos estaba, es cierto, de disfrutar de aquella voluptuosidad de alma que tan feliz
le hizo muchas veces en sus entrevistas con la señora de Rênal, pues no puede
negarse que en sus sentimientos, entonces al menos, no entraba para nada la ternura,
y sí únicamente el placer de la ambición satisfecha, lo que no era poco, pues Julián
era ante todo y sobre todo ambicioso. Habló de nuevo y con extensión de las personas
que le eran sospechosas, y de las precauciones a que apeló para esquivar celadas
posibles, y mientras hablaba, procuraba ordenar los medios conducentes a
aprovecharse de su victoria.
Matilde, cuya turbación no se había disipado, se felicitó de que Julián hubiese
encontrado tema de conversación. Hablaron de los medios de volverse a ver, asunto
que permitió a Julián demostrar una vez más que su valor era indomable. Hizo
presente que habrían de luchar contra personas muy listas, que Tanbeau era a todas
luces un espía, para afirmar al fin que también a Matilde y a él les había concedido la
pródiga Naturaleza rico tesoro de astucia.
-Lo más sencillo a mi ver- dijo Julián-, es vernos en la biblioteca, donde sin
peligro podemos ponernos de acuerdo. Sin excitar sospechas, puedo entrar en todas
las habitaciones del palacio... casi hasta en las de la señora marquesa, que necesitaría
atravesar para llegar a ésta. Pero si tú prefieres que entre siempre por la ventana, con
verdadera alegría correré ese pequeño peligro.
Llamó la atención de Matilde la expresión de triunfo que palpitaba en las frases
de Julián. El aguijón del remordimiento penetró en su alma juntamente con la
certidumbre de que Julián era ya casi su dueño. La insigne locura que acababa de
cometer la horrorizaba, y si a fuerza de voluntad conseguía amordazar sus
remordimiento, la timidez, la voz del pudor le producían dolores mil veces más
acerbos.
-Pero es de todo punto preciso que yo le hable- pensaba la infeliz-. Las
conveniencias exigen que la mujer que tiene un amante le hable.
Hecha esta reflexión, más que por gusto, porque creyó que cumplía un deber,
habló de las diversas resoluciones que con respecto a Julián había tomado en los días
anteriores.
Dijo que había decidido entregarse a él, si se atrevía a llegar hasta su dormitorio,
utilizando la escalera del jardinero, tal como se le ordenaba. Le dirigió palabras muy

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tiernas, pero con acento de frialdad glacial. Es posible que jamás se haya celebrado
una entrevista amorosa en medio de tanto hielo. En realidad, con muy pocas citas
como aquella se cobraría aborrecimiento al amor.
Al fin, tras interminables vacilaciones, que cualquier observador superficial
hubiese tomado por odio violento. Matilde acabó por ser para Julián una manceba
amable, ya que no entusiasmada.
Sus transportes fueron artificiales, buscados, copia de un modelo que Matilde
quería imitar, más bien que realidad. Se rindió Matilde, pero no a la pasión, sino a lo
que consideraba voz del deber.
-El pobre muchacho- pensaba- ha dado pruebas de bravura indomable, y éstas le
dan derecho a ser feliz: lo contrario sería confesar mi falta de carácter.
Se entregaba, y hubiese querido rescatar, al precio de una eternidad de desgracia,
la dura necesidad en que se encontraba.
Pese a la violencia horrible que había de hacerse, fue en todo momento dueña de
sus palabras. De su boca no salió un lamento, un reprocho que pudiese destruir el
encanto de aquella noche, que para Julián fue más extraña que dichosa.
-¡Qué diferencia, santo Dios, entre esta noche y la última que pasé en Verrières!
¡En París han encontrado hasta el secreto de amargar el amor!- decía con notoria
injusticia.
Se entregaba a estas reflexiones mientras Matilde, llamada por su madre, salía de
sus habitaciones para acompañar a aquella a misa. Pronto se alejaron todas las
criadas, y Julián escapó sin dificultad y sin ser visto.
Montó a caballo y buscó los lugares más solitarios de los bosques próximos a
París. Su reciente victoria le producía más asombro que dicha. Los breves momentos
que aquella visitaba su alma, su goce podía compararse con el que experimentaría un
joven subteniente que, sin saber cómo ni por qué, fuese nombrado de pronto coronel
por el ministro de la Guerra.
La noche de amor no había dejado el menor sedimento de ternura en el alma de
Julián. ¿Por qué? Porque Matilde se le entregó como quien cumple un deber. Todos
los sucesos de aquella noche los tenía previstos; todo, menos la vergüenza que le
dejaron, en vez de la felicidad de que hablan las novelas.
¿Me habré engañado?- se preguntaba, angustiada-. ¿Será que no le amo?

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XLVII
UNA ESPADA VIEJA
I now mean to be serious; - it is time.
Since laughter now-o-days is deem’d to serious.
A jest at vice by virtue’s called a crime.

DON JUAN, XIII

Matilde no apareció por el comedor: durante la velada dejóse ver breves momentos
en el salón, pero no miró a Julián. Como es natural, semejante conducta pareció
singular a nuestro protagonista, quien, en los primeros instantes, intentó
tranquilizarse, atribuyéndola a causas que Matilde le explicaría satisfactoriamente, lo
que no fue obstáculo para que estudiase con viva curiosidad a su amada, y creyese
que su actitud pecaba de seca y desdeñosa. No había duda: aquella mujer no era la
misma que la noche anterior disfrutó, o fingió disfrutar, momentos de dicha
demasiado viva para ser verdadera.
La frialdad se acentúo al día siguiente, y más todavía al tercero: ni miraba a
Julián, ni parecía acordarse de que estuviese en el mundo. Terrible inquietud mordía
en el alma de nuestro amigo, de la cual había emigrado la alegría consiguiente a su
triunfo, única sensación que la animó la noche que lo obtuvo. ¿Retornó al sendero de
la virtud? No: era Matilde demasiado orgullosa para volverse atrás.
-En las circunstancias ordinarias de la vida, cree muy poco o nada en los
principios de la religión, aunque los observa porque los considera útiles a los
intereses de su casta- pensaba Julián-. Sin embargo, es posible que su delicadeza
natural se haya sublevado contra la falta cometida... ¡Pero no te hagas ilusiones,
amigo Julián! Confiesa, porque así es, que en la manera de ser de esa mujer no hay un
átomo de ingenuidad, de sencillez, de ternura, y sí mucho de altivez... ¿Será que me
desprecia? Es posible que se arrepienta de la falta cometida, no por la fealdad de ésta,
sino por lo bajo de mi nacimiento.
Mientras Julián, abandonándose a los prejuicios bebidos en los libros y
corroborados por los recuerdos que le quedaban de Verrières, perseguía la quimera de
una amante tierna que deja de pensar en su existencia propia desde el momento que
cayó en los brazos del hombre adorado, la vanidad de Matilde estaba furiosa contra
él.
Como desde hacía dos meses no sucumbía a sus habituales accesos de fastidio, se
había acostumbrado a no temerlos, de lo que resultó que Julián, sin soñarlo, había

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perdido su principal ventaja.
-Me he convertido en sierva de un hombre- se decía Matilde con amargura-. Para
él, es un honor inmenso, pero si cultivo demasiado su vanidad, llegará día en que
haga pública la índole de nuestras relaciones.
¡Extraño fenómeno! Matilde, que jamás había tenido un amante, al encontrarse en
aquella circunstancia de la vida que hace nacer ilusiones hasta en las almas más
secas, veíase dominada por las reflexiones más amargas, -Tiene sobre mí un poder
inmenso, puesto que reina por el terror, y puede imponerme un castigo que me llena
de pavor si yo le provoco.
Bastaba la idea que acabamos de enunciar para decidir a la altiva señorita de la
Mole a mostrarse fría y desdeñosa con Julián. El valor era la característica dominante
de su natural, y sólo el pensamiento de que juzgaba a cara o cruz su honra y su
existencia podía desterrar de su alma los sedimentos de tedio que la causa más
insignificante bastaba para agitar.
Pasaron tres días. Como Matilde se obstinaba en no dirigir una mirada a Julián,
éste la siguió a la sala del billar, después de comer.
-¿Qué busca usted aquí, caballero?- increpó Matilde con ultrajante frialdad-.
¡Grandes derechos imagina que ha adquirido sobre mí, cuando, contra mi voluntad,
declarada bien terminantemente, se obstina en hablarme! ¿Sabe usted que nadie se
atrevió jamás a tanto?
Siguió entre los dos amantes un diálogo tan vivo como singular. Pruebas dieron
uno y otro de hallarse dominados por el odio más encarnizado, y como si el carácter
de la doncella nunca fue sufrido, el del galán pecó siempre de vidrioso, el resultado
definitivo fue una declaración mutua de que regañaban para siempre.
-Juro a usted que guardaré secreto eterno sobre lo sucedido- dijo Julián-, y con
gusto juraría también nunca más no cruzar con usted la palabra, si mi cambio de
actitud, demasiado radical, no entrañase peligros para su reputación.
Dichas estas palabras, saludó y se fue.
No le produjo el menor pesar llevar a cabo lo que creyó que era deber suyo, pues
nada más lejos de su imaginación que el pensamiento de que pudiese estar enamorado
de Matilde. Indudablemente no la amaba tres días antes, cuando hubo de esconderse
en un armario del dormitorio de aquella, pero en su alma se operó un cambio radical
apenas terminada la entrevista que dejamos reseñada. Su imaginación tuvo el cruel
capricho de ofrecerle imágenes vivas de los incidentes de la famosa noche, cuya
realidad tan frío le dejara, y el resultado fue que, la noche misma que siguió a la
declaración de ruptura eterna, Julián creyó volverse loco de dolor, al tener que
confesarse a sí mismo que estaba enamorado de la señorita de la Mole.
En pos del descubrimiento vinieron horribles combates internos, que
despedazaron todos los sentimientos de nuestro protagonista. Fue tan brutal la

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mutación producida, que dos días después, lejos de mostrarse orgulloso con el señor
de Croisenois, le habría abrazado de buena gana derramando lágrimas.
El hábito de ser desgraciado iluminó su entendimiento y le hizo comprender la
conveniencia de realizar el viaje al Languedoc. Lleno de resolución, hizo su maleta y
se dirigió a la casa de postas, donde, al saber que tenía asiento para el día siguiente,
experimentó una contrariedad vivísima, que conmovió no poco su decisión. Tomó,
empero, el asiento, y volvió al palacio de la Mole para anunciar al marqués que
emprendía el viaje.
No habiendo encontrado al marqués, Julián se dirigió, más muerto que vivo, a la
biblioteca, donde pensaba esperarle, y donde encontró a Matilde.
Renunciamos a describir el dolor que experimentó al advertir la frialdad, el
desdén que reflejó la cara de Matilde al verle entrar. Sólo diremos que Julián, rendido
al peso de su desventura, extraviado por la sorpresa, tuvo la debilidad de exclamar,
con acentos de ternura infinita que brotaba del alma:
-¿Pero es posible, Dios mío, que hayas dejado de amarme?
-¡Me horroriza el solo pensamiento de haberme entregado al primer advenedizo!-
contestó Matilde, llorando de rabia contra sí misma.
-¡Al primer advenedizo!-bramó Julián, abalanzándose como un loco sobre una
espada vieja de la Edad Media, que se guardaba en la biblioteca como objeto curioso.
Su dolor, inmenso a juicio suyo en el momento de dirigir la palabra a Matilde, se
centuplicó al ver las lágrimas que la vergüenza arrancaba a los ojos de aquella.
Matarla habría sido para él la mayor de las dichas.
Mas no bien consiguió, no sin dificultad, desenvainar la espada, Matilde,
estremecida de gozo al sentir una emoción nueva, avanzó altiva hacia él. Sus lágrimas
se habían secado.
Surgió en la imaginación de Julián la imagen del marqués de la Mole, a quien era
deudor de tantos favores.
-¿Y he de matar a su hija?- se dijo-. ¡Qué horror!
Hizo ademán de arrojar la espada, mas ante el pensamiento de excitar la hilaridad
de Matilde si hacía aquel movimiento que habría tenido inmenso sabor
melodramático, recobró instantáneamente su sangre fría. Después de contemplar la
hoja con detenimiento, cual si hubiese buscado en ella huellas de orín, la envainó y
volvió a colocar, con tranquilidad aparente, en el lugar de donde la había tomado.
Matilde contemplaba extasiada aquellos movimientos, que tuvieron un minuto
largo de duración. La idea de que había estado a punto de morir a manos de su
amante la transportaba a los más hermosos tiempos del siglo de Carlos IX y de
Enrique III. Inmóvil como una estatua delante de Julián, fijaba en él sus ojos, de los
cuales había desaparecido ya el odio. Temiendo, sin embargo, ceder a una debilidad
que la habría convertido en esclava del hombre con quien tan enérgica acababa de

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mostrarse, huyó.
-¡Qué hermosa es, Dios mío!- murmuró Julián, viéndola correr-. ¡No hace cuatro
días, ese ángel caía rendido en mis brazos!... ¡No volverán esos instantes... y la culpa
es mía! ¡Qué desgraciado me hace mi carácter!...
Entró en aquel punto el marqués.
-Voy a emprender el viaje- se apresuró a decir Julián.
-¿Para dónde?
-Para el Languedoc.
-No, amigo mío: si emprende usted algún viaje, será hacia el Norte. Le arresto en
el palacio; si sale a la calle, que no duren sus ausencias más de un par de horas, pues
acaso le necesite de un momento a otro.
Saludó Julián y se fue, dejando al marqués presa del mayor asombro. Comprendió
que no se encontraba en disposición de hablar con nadie, y se encerró en su
habitación, donde podía exagerar a sus anchas el rigor de su desventura.
-¡Preso... recluido!- se repetía-. ¡Ni me es dado alejarme! ¡Sabe Dios los días que
el marqués me obligará a permanecer en París!... ¿Qué será de mí? ¡Sin un amigo a
quien pedir consejo!... ¡Si acudo al cura Pirard, me interrumpirá a la primera palabra;
si al conde Altamira, me propondrá que tome parte en alguna conspiración!... ¡Y yo
estoy loco, sí. loco de remate!... ¡Necesito que me guíen!... ¿Pero quién, santo Cielo?

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XLVIII
MOMENTOS CRUELES
¡Y me lo confiesa ella misma! ¡Detalla
hasta las circunstancias más triviales!
¡Sus hermosos ojos, clavados en los míos,
reflejan el amor que siente hacia otro!

SCHILLER

El entusiasmo de la señorita de la Mole rayaba en lo inverosímil, su alegría era


delirante. Ni podía pensar en otra cosa que en la dicha de haberse visto en peligro de
morir a manos de Julián.
-Digno es de ser mi dueño quien estuvo a punto de matarme- se repetía con
transporte-. ¿Cuántas almas de los jóvenes de la alta sociedad habría necesidad de
soldar para obtener semejante impulso de pasión? Preciso es confesar que estaba
arrebatador cuando subió sobre la silla, para volver a colocar la espada en su puesto.
En realidad, no fui tan loca como parece cuando le amé y me entregué a él.
Si en aquellos instantes hubiese hallado algún medio decoroso de reanudar sus
relaciones, bien cierto es que lo habría aprovechado con placer. Por desgracia, Julián,
aunque ansiaba arrojarse a las plantas de su amada, se abandonaba a la más violenta
de las desesperaciones encerrado en su habitación, sin pensar que, de haber bajado al
jardín, o dejándose ver en alguna parte, sus horribles desventuras se habrían trocado
en un instante en inefables dulzuras.
-En realidad- se repetía Matilde-, mi amor hacia ese pobre muchacho duró bien
poco... total, los minutos que le vi subir por la escalera, cargado de pistolas y de
puñales, y a lo sumo, hasta las ocho de aquella mañana, pues recuerdo perfectamente
que, un cuarto de hora más tarde, mientras oía misa en San Valero, en vez de pensar
en el amor, no se me ocurrió sino que, después de lo sucedido, acaso intentase aquel
hombre obligarme a obedecerle en nombre del terror.
Después de comer, Matilde, en vez de huir de Julián, le dirigió la palabra y hasta
le dejó comprender que deseaba que la siguiese al jardín. Huelga decir que Julián
obedeció. Sin sospecharlo, Matilde se abandonaba al sentimiento amoroso
recientemente reanudado; producíale placer inmenso pasear con su amante,
contemplar aquella mano que llegó a desenvainar una espada para matarla.
Como es natural, ni uno ni otro lucieron alusión a la borrascosa escena de la
biblioteca. Matilde habló con hermosa confianza del estado de su corazón, y, cual si

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en la conversación íntima hallase raudales de deliciosa voluptuosidad, le hizo historia
de su vida pasada, sin reservar siquiera los movimientos de pasajero entusiasmo que
tiempo atrás determinaron en su alma los señores de Croisenois, de Caylus.
-¡Cómo! ¿También Caylus?- exclamó sin poder contenerse Julián.
En su exclamación palpitaba todo el caudal de celos rabiosos que pueda caber en
el pecho de un amante abandonado. Así lo comprendió Matilde, sin que por ello se
ofendiese.
Continuó torturando a Julián explicándole al detalle, en forma pintoresca y con
acentos de verdad, sus sentimientos de otro tiempo. El cuadro resultaba tan vivo, que
Julián comprendió que la pintura trasladaba al lienzo los colores que veían sus ojos.
Los celos mordían sañudos en su alma.
Sospechar que un rival posee el amor de la mujer querida, es manantial de agudos
dolores; pero escuchar la confesión detallada del amor que inspira, y escucharlo de
labios de la propia mujer adorada, es suplicio insoportable.
¡Duro castigo recibían en aquel instante los movimientos de orgullo que habían
impulsado a Julián a menospreciar a los Caylus, a los Croisenois! ¡Con qué amargura
íntima exageraba ahora las prendas y ventajas de aquellos! ¡Con qué buena fe se
despreciaba a sí mismo!
Matilde le parecía tan adorable, que en vano buscaríamos palabras capaces de
expresar el exceso de su admiración. Mientras paseaba a su lado, contemplaba con
arrobamiento sus manos, sus brazos, sus ademanes de reina, y sentía ganas de
arrodillarse a sus pies, rendido al peso del amor y del dolor, gritando: ¡Piedad...
compasión!
No podía dudar Julián de la sinceridad de Matilde, pues en sus palabras palpitaba
un acento de verdad demasiado evidente. Para que nada faltase a su desventura, hubo
momentos en que el entusiasmo con que Matilde reflejaba el amor que en otro tiempo
le inspiró Caylus, puso en su boca frases que parecían indicar que aquel amor no se
había extinguido todavía.
No habría sufrido tanto Julián si alguien hubiese llenado su pecho de plomo
derretido. ¿Cómo había de adivinar el pobre muchacho, abismado como se hallaba en
las negruras de su desventura, que era el placer de hablar con él la causa de que la
señorita de la Mole se entusiasmase recordando las veleidades amorosas que
experimentó en épocas pasadas?
No intentaremos expresar las agonías de Julián: quizá alcancen nuestros lectores a
medir la extensión de su desdicha, si tienen en cuenta que escuchaba las confidencias
de un amor hacia otros hombres en la misma avenida de tilos donde, contados días
antes, esperaba que sonase la una de la madrugada para introducirse en el dormitorio
de la mujer que las hacía.
Ocho días duró este género de intimidad cruel, ocho días eternos, durante los

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cuales Matilde, ora parecía buscar a Julián, ora huía de él y esquivaba las ocasiones
de hablarle. Las veces que hablaban, el tema favorito de sus conversaciones, el que
despertaba, al parecer en entrambos, algo así como una voluptuosidad cruel, era el de
los dulces sentimientos que en otro tiempo despertaron en el corazón de ella otros
hombres. Hablaba Matilde de las cartas que les había escrito, recitándole párrafos
enteros. Los días últimos contemplaba a Julián con cierta especie de alegría maligna,
como si el dolor de este último fuera manantial de dicha para ella.
Que Julián, adolecía de falta absoluta de experiencia de la vida, es evidente, cosa
que no nos maravilla, puesto que siempre fue poco comunicativo y no leyó nunca
novelas. De haber sido menos torpe, es posible que hubiese dicho con la mayor
sangre fría a aquella joven que tan extrañas confidencias le hacía:
-Confiesa que, si es cierto que valgo mucho menos que cualquiera de esos
señores, soy yo el dueño de tu cariño.
Es probable que Matilde se hubiese alegrado de verse adivinada, y si esto no, no
cabe dudar que el éxito habría dependido de la gracia con que Julián hubiera
expresado la idea expuesta y del momento que para expresarla hubiese escogido. De
todas suertes, habría salido airoso y con ventajas de una situación que comenzaba a
parecer monótona a Matilde.
-¡No me amas, y yo te adoro!- exclamó un día Julián, loco de amor y de
desesperación.
Fue la necedad más grande que pudo cometer. Aquella frase destruyó en un
instante todo el encanto que saboreaba Matilde pintándole el estado de su corazón.
Precisamente comenzaba a admirarse de que sus confidencias no ofendiesen a Julián,
a creer que no era amada por éste, a sospechar que el orgullo había asesinado su
amor, cuando nuestro héroe cometió la insigne torpeza de lanzar la estúpida
exclamación que dejamos copiada. La situación varió rápida y radicalmente. Matilde,
segura del amor de Julián, pagó a éste con el más soberano desprecio.
Paseaban juntos, y no bien sonó en sus oídos la frase fatal, dio media vuelta y se
fue. Su última mirada fue de frío desdén. Ni una sola vez le miró durante la velada.
Al día siguiente, en el corazón de Matilde no había más que desprecio: había muerto
el impulso que, por espacio de ocho días, la arrastraba a conceder a Julián el trato de
amigo íntimo..Ni su presencia podía soportar ya, pues le inspiraba repulsión, odio.
No supo Julián comprender los verdaderos sentimientos que durante ocho días
animaron el corazón de Matilde; pero, en cambio, adivinó desde el primer momento
la animadversión que sucedió a aquellos. Su buen sentido le indujo a evitar
encontrarse con ella y a no mirarla cuando la encontraba.
Hemos de confesar que le costó dolores mortales privarse de la presencia de su
adorada, y como sus agonías aumentaban de día en día. Concluyó al fin por pasarse la
vida detrás de las persianas de una ventana que daba al jardín, desde donde veía a

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Matilde, ordinariamente paseando con los mismos hombres a quienes confesara ella
misma que amó en otro tiempo.
Nunca creyó Julián que los dolores de un hombre pudieran alcanzar tan brutal
intensidad. Ocasiones hubo en que estuvo a punto de lanzar gritos: su alma robusta
estaba anonadada.
Todo pensamiento extraño a Matilde le era odioso: no acertaba a redactar ni las
cartas más sencillas.
-¡Esta usted loco!- le repetía con frecuencia el marqués.
Julián, temblando ante la idea de que adivinaran la causa de su locura, dijo que
estaba enfermo y consiguió que le creyeran. Por fortuna para él, el marqués habló en
la mesa de su viaje próximo. Diose Matilde cuenta de que el viaje podía ser largo, y
como Julián la huía desde hacía varios días, y los brillantes jóvenes que tenían todo lo
que faltaba al pobre ser, pálido y sombrío, que no mucho antes despertó su cariño, no
consiguieron distraerla de sus ensueños, concluyó por decirse:
-Una joven ordinaria escogería al hombre amado entre los que más brillan en los
salones; pero un alma elevada no debe circunscribir sus pensamientos al círculo
trazado por el vulgo. Casándome con un hombre como Julián, a quien únicamente
falta la fortuna, que me sobra a mí, llamaré siempre la atención, no seré una sombra
que cruza inadvertida por el mundo. Lejos de temblar constantemente ante el
pensamiento de la revolución, como mis primas, que por miedo al pueblo no se
atreven a regañar al postillón que guía mal su coche, tendré la seguridad de que
representaré un gran papel, porque el hombre que he elegido tiene carácter de acero y
ambición sin límites. ¿Que le falta? ¿Amigos? ¿Valederos? ¿Dinero? Todo eso se lo
daré yo.
Como ve el lector, nuestra bella amiga trataba a Julián como a ser inferior de
quien es fácil hacerse amar como y cuando se quiere.

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XLIX
LA ÓPERA BUFA
O how this spring of love resemblethtx.
The un certain glory of an April day;
Which now shows all the beauty of the see.
And by, and by a cloud takes all away!

SHAKESPEARE

Ganada por las ilusiones en el porvenir y por la perspectiva del papel singular que se
creía llamada a representar, no tardó Matilde en lamentar las discusiones secas y
metafísicas que con frecuencia sostenía con Julián. A veces, los elevados
pensamientos en que se engolfaban en tales términos, que llegaba hasta a arrepentirse
de los momentos de dicha que junto a Julián había encontrado, momentos que se
presentaban en su mente amargados por crueles remordimientos que, en ocasiones,
alcanzaban un grado de terrible intensidad.
-He sido débil, sí; pero si he olvidado mis deberes fue por un hombre de mérito-
se decía-. Nadie podrá decir que me ha seducido su sedoso bigote, ni su gracia
cuando monta a caballo, ni ninguna de las cualidades que enloquecen a las
muchachas vulgares; me cautivaron sus profundas disertaciones sobre el porvenir que
el destino reserva a Francia, sus ideas sobre la paridad que los acontecimientos que se
ciernen sobre nosotros puedan tener con la revolución del año 1688 en Inglaterra. He
sucumbido a la seducción, soy una débil mujer, no lo niego; pero, al menos, si caí, no
fue al empuje de prendas exteriores. Si estalla algún día la revolución, ¿quién me dice
que Julián Sorel no será un Roland, y yo una señora Roland? Prefiero el papel de ésta
al de la señora de Staël, porque en nuestro siglo, la inmoralidad de conducta ha de ser
un obstáculo. Desde luego aseguro que nadie ha de poder echarme en cara una nueva
debilidad: moriría de vergüenza.
Los ensueños de Matilde no siempre eran tan graves como las ideas que
acabamos de transcribir. Con frecuencia les daba vida y luz la alegría, sobre todo
cuando veía a Julián, en cuyos actos y movimientos más insignificantes hallaba una
gracia encantadora.
-Ya no me cabe duda- pensaba- de que he conseguido destruir en él hasta la idea
de que pueda tener derechos. Los acentos de dolor y de pasión inmensa que vibraban
en la frase que me dirigió hace ocho días, lo prueban harto evidentemente... La
verdad es que fue extemporánea e inmotivada mi rabieta, producida por una

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exclamación rebosante de respeto y de pasión. ¿Por ventura no soy su mujer? Pues, si
soy su mujer, su frase no pudo ser ni más natural ni más amable. Julián continuaba
amándome después de aquellas eternas conversaciones dedicadas por mí a exponerle,
por cierto con crueldad que ahora lamento, mis veleidades amorosas, inspiradas por
lo tedioso de la vida que he llevado, con jóvenes elegantes de los cuales está celoso.
¡Ah! ¡Si él supiese cuán poco peligro son todos ellos para mí! ¡Si él adivinase que me
parecen muñecos, copias perfectas unos de otros!
Mientras se hacía estas reflexiones, su mano, armada de un lápiz, volaba al azar
sobre una hoja de su álbum de dibujo. Llamóle la atención uno de los perfiles que, sin
darse cuenta, acababa de trazar: se parecía prodigiosamente a Julián.
-¡La voz del Cielo!- exclamó con trasporte-. ¡Uno de los muchos milagros del
amor! ¡Sin proponérmelo, he hecho su retrato!
Huyó a su habitación, se encerró, y puso toda su habilidad, todas sus facultades al
servicio de su voluntad, de dibujar el retrato de Julián; no lo consiguió: ninguna de
sus pruebas llegó a parecerse al dibujo hecho inconscientemente. Matilde quedó
encantada, porque vio en ello una prueba palpable de la inmensidad de su pasión.
No dejó su álbum hasta que la marquesa la llamó para asistir a la Ópera Bufa.
Cuando acudió al llamamiento, su preocupación única era buscar con los ojos a
Julián, a fin de recabar de su madre que le invitase a acompañarlas.
No le vio. En el teatro, sólo seres vulgares fueron a su palco a saludarlas. Matilde
se pasó todo el primer acto de la ópera soñando con el hombre a quien amaba con
ardorosa pasión, pero en el acto segundo hizo tremenda huella en su corazón una
estrofa de amor con música digna de Cimarosa. La artista cantaba: «Debo castigar en
mí el exceso de adoración que me inspira. ¡Le amo tanto!»
El mundo entero, con cuanto contiene, se borró de la imaginación de Matilde
desde el momento que los oídos de ésta recogieron las armonías de aquella canción
sublime. Le hablaban y no contestaba; su madre le regañó sin conseguir casi que le
dirigiera una mirada. Su éxtasis alcanzó el grado de exaltación y de pasión que
caracterizó los movimientos más violentos que por ella sintió Julián en los días
anteriores. Las notas, llenas de suaves armonías, de aquella canción divina, que tan
admirablemente se adaptaba a su propia posición, la embargaban todos los instantes
que dejaba libres el pensamiento directo en Julián. Su amor a la música hizo que
aquella noche Matilde estuviera como solía estar la señora de Rênal siempre que tenía
a su lado a Julián. El amor de cabeza tiene a no dudar más talento que el amor de
corazón, pero sus momentos de entusiasmo son ráfagas, relámpagos que brillan y se
extinguen: se conoce demasiado bien, se somete sin cesar al tribunal de la razón,
piensa mucho... ¡como que su fundamento son los pensamientos!
Vuelta al palacio de sus padres, Matilde, pretextando una indisposición, que acaso
no sentía, pasó gran parte de la velada cantando al piano la canción que tanto y tan

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agradable mente la había impresionado:
Devo punirmi, devo punirmi,
Se troppo amai, etc.
Resultado de aquella velada de extravío fue que se creyó curada de su amor.
Vamos a escribir unos renglones a sabiendas de que han de perjudicarnos
gravemente en la consideración de nuestros lectores. Las almas de hielo nos acusarán
de poco convenientes, pero, a nuestro entender, no es injurioso para los jóvenes que
brillan en los salones de París suponer que ha habido entre ellas una capaz de los
movimientos de locura que degradan el carácter de Matilde. Por añadidura, nuestra
heroína es un personaje imaginario, al cual atribuimos cualidades que discrepan
esencialmente de las costumbres sociales de nuestro siglo, que tan elevado nivel
ocupa en la escala de la civilización.
No es la prudencia la virtud que falta a las jóvenes que constituyen el encanto de
los bailes de invierno. Tampoco creo que se las pueda acusar, con justo título de
desdeñar el tentador brillo de la fortuna, los soberbios trenes, las posesiones, todo lo
que asegura una posición agradable en el mundo. Lejos de ser estas ventajas
manantial de desinterés y de indiferencia, lo son generalmente de codicia no
disimulada, y suponiendo que la pasión no sea un mito, puede asegurarse que nace,
arraiga y crece en los corazones al calor de aquellas prendas.
Tampoco es el amor el que se encarga de proporcionar una fortuna a los jóvenes
dotados, como Julián, de algún talento: tienen éstos necesidad de aliarse con lazos
estrechos a una camarilla, y si ésta tiene la suerte de hacer fortuna, sobre los que la
componen llueven todos los beneficios sociales. ¡Pobre del hombre estudioso y sabio
que no forma parte de un grupo, partido o camarilla! Con dificultad obtendrá triunfos
insignificantes, y en cuanto a los grandes y ruidosos, puede dar por descontado que le
serán robados. No olviden nuestros lectores que las novelas son espejos que pasean
por la vía pública, que tan pronto reflejan el purísimo azul del cielo, como el cieno de
los lodazales de la calle. Y si así es, ¿os atreveréis a acusar de inmoral al hombre que
lleva el espejo en su canasto? ¡Porque su luna refleja el cieno, os revolvéis contra el
espejo! ¡No! A quien debéis acusar es a la calle o al lodazal, y mejor aún, al inspector
de limpieza que consiente que se forme el lodazal.
Ahora que suponemos a todos convencidos de que el carácter de Matilde es
imposible en nuestro siglo, tan prudente como virtuoso, ya no es tan grande nuestro
temor de incurrir en el desagrado de nuestros benévolos lectores, si continuamos la
historia de las locuras de aquella encantadora joven.
El día que siguió a la función de la Ópera, lo pasó entero Matilde acechando las
ocasiones de comprobar su triunfo sobre su insensata pasión. Era su gran objetivo
contrariar, desagradar a Julián en todo, y no perder ninguno de sus movimientos.
Demasiado desgraciado nuestro protagonista, y sobre todo, excesivamente

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agitado para adivinar tan complicada maniobra de la pasión, con doble motivo había
de dejar de ver lo que ésta tenía de favorable para él. Como es natural, fue su víctima;
su desventura alcanzó un grado de intensidad al cual nunca había llegado. Hasta tal
punto había perdido su inteligencia el dominio de sus actos, que si alguien le hubiese
dicho: «Aprovecha rápidamente las disposiciones que van a serte favorables; en la
clase de amor de cabeza que se estila en París, la misma manera de ser no dura ni
puede durar más de dos días», no habría comprendido. Reconozcamos, empero, que
Julián, por grande que su exaltación fuese, era sensible a la voz del honor. Su primer
deber era ser discreto; lo comprendió así, y lo fue. Pedir consejo, contar sus suplicios
al primer advenedizo, habría sido buscar una dicha comparable a la que
experimentaría el desventurado que, próximo a morir de sed en un desierto de fuego,
recibiese del cielo una gota de agua helada. Se hizo cargo del peligro, temió contestar
con un torrente de lágrimas al indiscreto que le interrogase, y, para evitarlo, se
encerró en su cuarto.
Vio a Matilde paseando por el jardín. Su paseo duró mucho tiempo, y cuando
aquella desapareció, bajó él. Lo primero que hizo fue acercarse a un rosal del que su
amada había cortado una flor.
Como la noche estaba muy obscura, pudo entregarse a todos los extremos de
dolor, sin miedo de que le vieran. Para él, no había duda: Matilde amaba a uno de los
apuestos oficiales con quienes acababa de conversar alegremente. Antes le amó a él,
pero aquel amor murió tan pronto como Matilde se convenció del ningún mérito del
objeto amado.
-¡Y la verdad es que mérito no tengo ninguno!;- gemía el infeliz-. Soy un ser
vulgar, muy vulgar, fastidioso para mis semejantes e insoportable para mí.
Todas sus buenas cualidades le eran entonces aborrecibles; todo lo que antes amó
con entusiasmo, parecíale digno de desprecio. En aquel estado de imaginación,
trastornada, pretendía juzgar la vida valiéndose de la imaginación, que es un error
que sólo cometen los hombres superiores.
Muchas veces le asaltó la idea del suicidio. Se le aparecía llena de encantos, bajo
la imagen del delicioso reposo: era el vaso de agua helada ofrecido al mísero que, en
las inmensidades del desierto, muere de sed.
-¡Mi muerte aumentará el desprecio que ella me tiene!gritaba-. ¡Hermoso
recuerdo le dejaría!
El hombre que rueda hasta tamañas profundidades en el abismo de la desventura,
no tiene ya más recurso que el valor, precisamente lo que faltaba a Julián.
Se apagó la luz en la habitación de Matilde, en aquella alcoba que el desgraciado
había visto una sola vez en su vida. Dio en el reloj vecino la una de la madrugada, y
el sonido de la campana revolucionó todo el ser de Julián.
-¡Voy a subir! se dijo con resolución.

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Fue el rayo que brota de pronto en la mente de los genios:
Corrió a buscar la escalera, y momentos más tarde la apoyaba contra la ventana
del dormitorio de su adorada.
-¡Se enfadará... me abrumará bajo el peso de su desprecio!... ¿Qué importa? ¡Le
daré un beso... mi beso último, subiré seguidamente a mi habitación y me levantaré la
tapa de los sesos! ¡Voy a morir, pero antes quiero que mis labios se posen sobre los
suyos!
Sube volando hasta la ventana, llama, le oye Matilde y sale a abrir las maderas:
no puede: el peso de la escalera, apoyada sobre aquellas, lo impide. Julián,
desesperado, cerrando los ojos al peligro de caer precipitado, imprime a la escalera
una sacudida violenta y consigue dejar libre la ventana. Matilde abre, y nuestro héroe
penetra en la habitación más muerto que vivo.
-¡Tú!- exclamó ella precipitándose en sus brazos.

* * *

¿Hay pluma capaz de describir el exceso de dicha de Julián? La de Matilde no fue


menor.
-¡Castiga mi feroz orgullo!- le decía ella, acusándose a sí misma-. ¡Eres mi dueño,
mi señor, y yo tu esclava! Quiero pedirte perdón de rodillas, porque he intentado
rebelarme contra tu legítima autoridad.
Si dejaba Matilde de estrechar entre sus brazos a Julián, era para caer postrada a
sus pies.
-¡Sí, adorado mío!- repetía, ebria de dicha y de amor-. ¡Mi dueño eres... reina
siempre sobre mí, y si algún día intenta tu esclava rebelarse, castígala con severidad,
con dureza!
Hubo un momento en que, extraviada, loca, escapó de los brazos de Julián,
encendió una bujía, tomó una tijera, y se empeñó en cortarse toda una trenza de sus
abundantes cabellos. Costó a Julián ímprobo trabajo impedirlo.
-¡Quiero tener siempre presente que soy tu esclava;- decía-. Si algún día observas
que renace en mí el orgullo, que execro con todas las fuerzas de mi alma, enséñame
la trenza y di: «Ya no invoco el amor, no invoco la emoción que en este momento
pueda sentir tu alma: pero me has jurado obedecer, y quiero que obedezcas. »
Creemos conveniente cesar en la descripción de una escena que alcanzó tan
subido grado de extravío y de felicidad.
Julián, cuya virtud fue tan grande como su dicha, dijo a su amada, cuando vio que
se anunciaban por oriente las primeras sonrisas de la aurora:
-Es preciso que me vaya por donde vine: por la escalera. El sacrificio que me

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impongo es digno de los que tú haces por mí, porque me privo de algunas horas de
dicha infinita, la más grande que alma humana pueda saborear. Es un sacrificio que
hago en aras de tu reputación, sacrificio cuya enormidad comprenderías si te fuera
dable apreciar la violencia que me cuesta. ¿Serás para mí siempre lo que eres en estos
momentos? Pero basta: habla el honor, y no es preciso insistir. Quiero que sepas que
las sospechas a que dio margen nuestra primera entrevista no se dirigen contra los
ladrones. El señor de la Mole ha montado una guardia en el jardín, ha colocado espías
en torno del señor de Croisenois, quien no da un paso, sobre todo de noche, sin que...
Interrumpió Matilde el discurso de su amante con una carcajada tan ruidosa que
despertó a su madre y a una doncella. Segundos después la llamaban a través de la
puerta. Matilde palideció intensamente, regañó a la doncella y no contestó a su
madre.
-Si abren la ventana, verán la escalera- observó Julián.
Estrechó a su amada entre sus brazos, y, en vez de bajar por los travesaños, se
dejó caer resbalando a lo largo de la escalera.
El exceso de dicha le había devuelto toda la energía de su carácter. Tres segundos
después, estaba la escalera bajo los tilos y a salvo la honra de Matilde. Julián, medio
desnudo y cubierto de sangre, porque se había lastimado al dejarse caer sin
precauciones desde la ventana, borró las huellas que la escalera había dejado.
Mientras pasaba la mano sobre la tierra, para asegurarse de que no quedaban
rastros acusadores. Matilde se asomó a la ventana y le arrojó una trenza de sus
cabellos, diciendo con voz bastante alta:
-He ahí lo que te envía tu esclava como prenda de reconocimiento eterno. Desde
hoy, renuncio al ejercicio de mi razón: sé tú mi señor, mi dueño.
A punto estuvo Julián de utilizar de nuevo la escalera y de subir por segunda vez,
pero por fortuna tuvo un momento de reflexión y la razón triunfó sobre el deseo.
No era empresa fácil pasar desde el jardín al palacio: para ello tuvo necesidad
Julián de forzar la puerta de un sótano, y una vez dentro del edificio, viose en el caso
de violentar la de su misma habitación por haberse dejado la llave en el dormitorio de
Matilde.
Se acostó; la fatiga impuso silencio a la dicha, y al salir el sol nuestro héroe
dormía profundamente.
Presentóse en el comedor a la hora de almorzar, entrando Matilde momentos
después. El orgullo de Julián pudo darse por satisfecho viendo el amor que brillaba en
la mirada de la hermosa hija de los marqueses, mas bien pronto hubo de dar de mano
a la satisfacción para pensar en la prudencia, vivamente alarmado. Matilde, fuese que
dispuso de poco tiempo para peinarse, fuese de propósito y con intención deliberada,
arregló su peinado de manera que Julián pudo medir desde el primer momento toda la
extensión del sacrificio hecho en su obsequio la madrugada anterior: todo un lado de

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los rubios cabellos de Matilde había caído, al filo de la implacable tijera.
Durante el almuerzo, todos los actos, todos los movimientos de Matilde,
estuvieron en consonancia perfecta con aquella primera imprudencia. No parecía sino
que ponía empeño especial en hacer saber al mundo entero que estaba locamente
enamorada de Julián. Es casi seguro que los marqueses hubiesen sospechado lo que
pasaba, si aquel día no hubiera embargado toda su atención la promoción de una
porción de caballeros, entre los cuales figuraba el señor de Chaulnes, a la orden del
cordón azul. Hacia el final del almuerzo, Matilde llevó su imprudencia hasta el
extremo de llamar a Julián mi dueño.
Fuese casualidad, fuese medida deliberada de la marquesa, los amantes no
pudieron verse a solas aquel día. Por la noche, empero, al pasar Matilde desde el
comedor al salón, dijo a Julián:
-No vayas a creer que se trata de un pretexto forjado por mí: mamá acaba de
disponer que duerma en mi cuarto una de las doncellas.
A las siete de la mañana del día siguiente, Julián se había instalado en la
biblioteca y escribió una carta larga y apasionada a Matilde, creyendo que no dejaría
de visitarle allí. No la vio hasta dos horas después, en el comedor, a la hora de
almorzar. Se presentó admirablemente peinada, sin que ojos humanos pudiesen
advertir la falta de los cabellos cortados. Una o dos veces miró a Julián, pero con
calma: seguramente aquel día no le llamaría mi dueño.
La estupefacción de Julián rayaba en lo infinito; Matilde se arrepentía de las
pruebas de amor que le había dado. Detenidas y serenas reflexiones la habían llevado
a la conclusión de que era un hombre, si no de los más ordinarios muy poco superior
a los del montón, para justificar las extrañas locuras que por él había cometido. En
resumidas cuentas: Matilde pensaba muy poco en el amor: su pasión se enfriaba.
Julián, por su parte, se portó como un adolescente de dieciséis años. El asombro,
las dudas, la desesperación, mordieron despiadadas en su alma durante el almuerzo,
que le pareció eterno, y en cuanto pudo levantarse de la mesa sin llamar la atención,
corrió a las caballerizas, ensilló un caballo, y partió a galope, temiendo, si permanecía
en casa, cometer alguna debilidad que le deshonrase.
-¡Necesito matar mi amor a fuerza de fatiga física!- se decía, cruzando a galope
los bosques de Meudon-. ¿Qué he hecho, qué he dicho para merecer tan horrenda
desgracia?
Horas más tarde, cuando regresaba al palacio, murmuraban sus labios:
-No debo hacer nada, no debo despegar los labios. Debo estar muerto físicamente,
de la misma manera que lo estoy moralmente... Julián no vive ya... murió... aunque su
cadáver se agita todavía.

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L
EL VASO DEL JAPÓN
Su corazón no comprende al principio
toda la extensión de su desgracia: está
más turbado que conmovido; pero a
medida que la razón recobraba su
imperio, consigue medir mejor la
profundidad de su infortunio Para él,
ya no existen los placeres ni la vida,
su alma no siente ya ni puede sentir
más que las puntas aceradas de la
desesperación que la desgarran ¿Pero
a qué hablar de dolores físicos? ¿Hay
dolor sentido por el cuerpo comparable
a éste?

JUAN PAUL

Apenas si Julián tuvo tiempo para cambiar de traje, pues llegó cuando la campana
llamaba a la mesa. En el salón encontró a Matilde, que suplicaba a su hermano y al
señor de Croisenois que no fuesen a pasar la velada a Suresnes, en la casa de la
mariscala de Fervaques. Difícilmente hubiese podido estar más seductora y más
amable con aquellos.
Después de la comida llegaron los señores de Luz, de Caylus, y varios otros.
Matilde había recobrado, al parecer, su culto a la amistad, al cariño fraternal y a las
conveniencias sociales. No obstante lo delicioso de la noche, insistió en no bajar al
jardín y en celebrar la velada en el salón, como en invierno. El canapé azul fue el
centro de grupo de jóvenes.
El jardín se había hecho aborrecible a Matilde, tal vez por estar íntimamente
ligado al recuerdo de Julián.
La desgracia suele restar luces al alma. Nuestro héroe cometió la torpeza de
ocupar aquella sillita baja que en otro tiempo fue testigo de sus triunfos; la noche a
que nos referimos nadie le dirigió la palabra, nadie se dio por enterado de su
presencia: más todavía, los que se encontraban a su lado, le volvieron la espalda.
Julián, desesperado, quiso estudiar a las personas que pretendían aplastarle bajo el
peso de su desprecio.

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Un tío del señor de Luz ocupaba elevadísimo cargo cerca del rey, y el sobrino
aprovechaba esa circunstancia para repetir, cuantas veces se acercaba al grupo algún
nuevo contertulio, que su distinguido tío había salido a las siete de la mañana para
Saint-Cloud, donde pensaba hacer noche.
En cuanto al señor de Croisenois, pudo observar Julián que atribuía influencia
decisiva a las causas ocultas. Tan arraigada tenía semejante creencia, que se
entristecía y encolerizaba si en presencia suya atribuían algún suceso de cierta
importancia a causas sencillas y naturales. Julián pensó que el carácter de tan
brillante joven estaba lleno de extravagancias, si no tocado de su poquito de locura.
-Estoy representando aquí un papel indigno- pensó de pronto Julián.
Resolvió marcharse, mas para ello necesitaba abandonar su sillita baja en forma
airosa, sin llamar la atención. Quiso inventar algo, pidió un recurso plausible a su
imaginación, apeló a su memoria, a todas sus facultades, y después de tanto trabajo,
cuando creyó que había hallado un recurso que le permitiría desaparecer sin ser
notado, no hubo una persona que no pusiera en él sus ojos al verle salir del salón.
Todo en él revelaba desgracia, tristeza, desesperación.
Las observaciones críticas que sobre sus rivales acababa de hacer, contribuyeron
no poco a que no tomara su desventura por el lado trágico: para sostener su orgullo
tenía el recuerdo de su triunfo de la antevíspera, el pensamiento de que ninguno de
aquellos jóvenes, no obstante sus prendas y ventajas, había saboreado la dicha de
tener entro sus brazos a Matilde, al paso que él la había hecho suya dos veces.
Su talento no llegó a más, sencillamente porque era para él un enigma el carácter
de la persona que el azar había colocado en su camino para que fuese árbitro de su
dicha o de su desventura.
Toda la mañana siguiente la consagró a reventar su caballo y a matarse a sí mismo
de cansancio. En la tertulia de la noche no intentó siquiera acercarse al canapé azul,
que, como en la velada anterior, ocupó Matilde. Observó que Norberto no se dignó
mirarle ninguna de las veces que le encontró en diferentes lugares del palacio, y
dedujo que su descortesía debía costar gran violencia a quien indiscutiblemente era el
prototipo de la corrección.
Dormir habría sido para Julián una dicha. Recuerdos excesivamente seductores,
que flotaban sobre su agotamiento físico, comenzaban a invadir su imaginación,
fenómeno que le admiró, sin duda porque careció de penetración bastante para
comprender que sus desaforadas carreras a caballo por los bosques de las
inmediaciones de París, si fatigaban su cuerpo, ninguna influencia ejercían en el
corazón ni en el alma de Matilde, y, de consiguiente, en nada podían alterar su suerte.
Parecía que hablar a Matilde sería lenitivo a su dolor; ¿pero cómo atreverse? Y si
le hablaba, ¿qué le diría? En esto pensaba precisamente una mañana, a las siete, en
ocasión en que se había recluido en la biblioteca, cuando se le presentó de improviso

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Matilde.
-Sé que desea usted hablarme, caballero- le dijo.
-¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe usted?
-Lo sé, y es lo esencial. El cómo es lo que no importa. Si no conoce usted el
honor, puede perderme... o intentarlo al menos; pero no me impedirá ser sincera este
riesgo, que dudo que sea real. No le amo a usted, caballero; mi imaginación
extraviada me engañó.
Loco de amor, desesperado ante golpe tan terrible, Julián intentó justificarse. No
pudo ocurrírsele absurdo mayor; ¿por ventura es un hombre responsable de no ser del
agrado de una mujer? Verdad es que nuestro amigo atravesaba una de esas situaciones
durante las cuales no es la razón la que ejerce el menor imperio sobre los actos. Un
instinto, ciego le impulsaba a dilatar todo lo posible la decisión de su suerte. Parecía-
le que, mientras estuviera hablando, no terminaría todo, y sin embargo, Matilde no
quería escucharle, le irritaba el sonido de su voz, no concebía que tuviese la audacia
de interrumpirla.
La mañana que nos ocupa, los remordimientos de su virtud y la voz de su orgullo
se daban la mano para hacerla desgraciada. La anonadaba, la desatinaba la idea
horrorosa de haberse entregado a un estudiante de cura, hijo de un rústico de aldea.
-Es lo mismo- se decía ella en momentos en que exageraba su desgracia- que si
me hubiese entregado a un lacayo.
Los temperamentos atrevidos y orgullosos pasan con facilidad pasmosa desde la
cólera contra sí mismos a la furia contra los demás, porque para ellos, en casos como
el que nos ocupa, el furor constituye un vivo placer. Esto fue lo que ocurrió con la
señorita de la Mole, que concluyó por abrumar a Julián bajo el peso del desprecio
más terrible. Dotada de tanto ingenio como talento, empleó entrambas cualidades
para torturar el amor propio de su amante, al que produjo heridas crueles.
Por primera vez en su vida se vio Julián sometido a la acción de un espíritu
superior, animado de odio violento en contra suya. No intentó siquiera defenderse:
antes por el contrario, creyó fundados los cargos y concluyó por despreciarse a sí
mismo. Al verse objeto de los tiros del desdén, asestados con diabólica destreza para
pulverizar la buena opinión que de sí mismo pudiera tener, parecíale que Matilde
tenía razón, y que aún no decía bastante.
Ella, por su parte, saboreaba el acre placer de castigar en sí misma y en Julián la
adoración que a éste profesó breves días antes. Ni necesidad tuvo de inventar, de
construir las frases acerbas que con tanta complacencia pronunciaba su lengua; le
bastaba repetir lo que, desde hacía ocho días, decía a su corazón el abogado de la
parte contraria del amor.
Cada palabra suya centuplicaba las agonías de Julián. Intentó éste huir, y Matilde
le asió autoritariamente por un brazo.

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-Tenga usted la bondad de observar- dijo Julián- que alza demasiado la voz y que
pueden oírla desde la habitación contigua.
-¡Qué me importa!- replicó con fiereza Matilde-. ¿Quién se atreverá a repetir lo
que oiga? ¡Quiero destruir para siempre su ridículo amor propio, caballero, acabar
con las ilusiones que haya podido formarse!
Tan inmenso era el estupor de Julián cuando salió de la biblioteca, que ni de su
desventura se daba cuenta.
-¡Está visto! ¡No me ama!- se repetía en voz alta, como si quisiera determinar su
posición-. Me amó, según parece, ocho o diez días... ¡yo, en cambio, la adoraré
mientras viva! ¡Parece mentira!... ¡Me mata el amor de una mujer que ningún
atractivo tenía para mí hace muy pocos días!...
Henchía el corazón de Matilde el goce del orgullo satisfecho: había conseguido
extirpar su amor, triunfar sobre una inclinación casi irresistible que tan feliz la hacía,
y se extasiaba al pensar que Julián se habría convencido, de una vez para siempre, de
que no ejercía absolutamente ningún imperio sobre ella.
Después de una escena tan atroz, tan humillante, se habría hecho imposible el
amor en cualquier hombre menos apasionado que Julián. La razón es muy sencilla:
Matilde le había dirigido frases tan desagradables, tan bien calculadas, que tenían
todas las apariencias de verdades, hasta si se las sometía al análisis de la fría razón.
La conclusión que de la escena infirió Julián, fue que el orgullo de Matilde era
infinito. Creía firmemente que todo había terminado para siempre entre los dos, y, sin
embargo, a la mañana siguiente, en la mesa, dio ante aquella pruebas de torpeza y de
timidez extremas. Era éste un defecto que nadie le había conocido hasta entonces,
pues siempre, en las cosas pequeñas, como en las grandes, supo la norma de conducta
que debía seguir, y la siguió imperturbable.
Ocurrió aquella mañana que, al tomar de una consola un libro que le pedía la
marquesa, Julián derribó un vaso viejo del Japón, de porcelana azul, sumamente feo.
La marquesa se precipitó sobre los restos del vaso, lanzando un grito de angustia.
-¡Era del Japón!- gemía-. ¡Recuerdo de una hermana de mi abuela, que fue
abadesa de Chelles! Un presente de los holandeses al duque de Orleáns, regente,
quien lo legó a su hija...
Había seguido Matilde el movimiento de su madre, encantada al ver hecho
pedazos un vaso que siempre le pareció modelo de fealdad. Julián permaneció
silencioso hasta que vio a Matilde a su lado.
-Ese vaso- dijo entonces está destruido para siempre, exactamente lo mismo que
un sentimiento que fue en días mejores dueño absoluto de mi corazón: ruego a usted
que perdone y olvide las locuras que aquel me hizo cometer.
Sin esperar contestación, salió de la estancia.
-¡No parece sino que el señor Sorel se alegra de la desgracia de que- es autor!-

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exclamó la marquesa.
La frase dio de lleno en el corazón de Matilde.
-¡Cierto!- se dijo mentalmente-. Mi madre ha adivinado la verdad: de alegría y de
orgullo son los sentimientos que le animan... ¡Todo ha terminado! Queda algo... un
ejemplo... un escarmiento para mí. Mi error ha sido espantoso, humillante... en él
encontraré la prudencia para el resto de mi vida.
Aunque parecía tranquila, su calma era más aparente que real: lo prueba el hecho
de que se hubiese extinguido en su corazón la alegría que lo inundaba desde la
borrascosa escena del día anterior.
-¡Por qué no será verdad lo que he dicho!- suspiraba Julián-. ¿Por qué sigue
atormentándome el amor que puse en ella?
Su pasión, lejos de extinguirse, como esperaba el infeliz, hacía progresos rápidos.
-Está loca, sí, no puedo desconocerlo; ¿pero es por ello menos adorable?- se
decía-. ¿Cabe concebir mujer más arrebatadora? ¿No atesora Matilde todo cuanto la
civilización, la elegancia, la hermosura, pueden ofrecer a un mortal?
La obra lenta de la razón de Julián se derrumbaba rápidamente al golpe destructor
de estas remembranzas de dicha pasada. Es en vano que la razón luche contra
recuerdos de este género: la lucha no sirve más que para empeorar la situación.
Veinticuatro horas después de la rotura del vaso viejo del Japón, Julián era uno de
los hombres más desgraciados del mundo.

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LI
LA NOTA SECRETA
Porque nada cuento que no haya visto;
mis ojos han podido engañarme, pero
es bien cierto que yo no te engañaré
diciéndotelo.

Carta al autor

El marqués mandó llamar a Julián; brillaban los ojos de aquel con el brillo de la
juventud; parecía rejuvenecido.
-Vamos a hablar de su memoria- comenzó diciendo-, que, según dicen, es
prodigiosa. ¿Se comprometería usted a aprender cuatro páginas y recitarlas luego en
Londres? Claro está que sin alterar una sola palabra...
Mientras hablaba, el marqués tenía en sus manos el Diario de aquella fecha, e
intentaba inútilmente disimular su preocupación y desasosiego, más intensos que en
los peores días de su pleito con el vicario general Frilair.
Tenía Julián bastante experiencia para comprender la conveniencia de tomar
como moneda corriente y de ley la ligereza de tono que fingía el marqués.
-No me parece que sea muy entretenida la prosa del Diario, pero si el señor
marqués lo desea, mañana por la mañana tendré el honor de recitárselo de cabo a
rabo.
-¡Cómo! ¿Hasta los anuncios?
-Al pie de la letra y sin variar una coma.
-¿Palabra de honor?- repuso el marqués con súbita gravedad.
-Sí, señor; únicamente el temor de no salir airoso podría entorpecer mi memoria.
-Pensaba hacerle ayer esa pregunta, y lo olvidé. No le exijo palabra formal de no
repetir jamás lo que oirá, porque le conozco demasiado bien para suponerle capaz de
semejante cosa. He salido garante de su discreción, seguro de que podía hacerlo sin
peligro. Voy a llevarle a un salón, donde se reunirán doce personas: su misión será
tomar nota de lo que allí se hable... No se atosigue usted, pues no se trata de ninguna
conversación confusa. Todos hablarán por turno... aunque no aseguro que con orden.
Mientras hablamos, usted llenará tal vez veinte páginas. Volveremos a casa y las
reduciremos a cuatro, que son las que usted habrá de recitarme mañana, en vez de
todo el número del Diario. Seguidamente saldrá usted de viaje, procurando imitar al
joven alegre que viaja por placer. Deberá usted, ante todo, procurar pasar inadvertido.

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Se presentará a un gran personaje, y será preciso que despliegue toda su sagacidad,
pues su objeto habrá de ser engañar a cuantas personas rodeen al personaje a que me
refiero, entre cuyos secretarios y servidumbre los hay que están vendidos a nuestros
enemigos, que acecharán el paso de nuestros agentes y los interceptarán. Llevará
usted una carta de recomendación insignificante. Cuando le mire Su Excelencia,
sacará usted mi reloj, que le presto en este momento para el viaje: tómelo, y deme el
suyo. El duque mismo escribirá las cuatro páginas que usted le dictará luego que las
aprenda de memoria. Después de escritas... observe que digo después, en ningún caso
antes, si Su Excelencia le pregunta, podrá usted darle detalles sobre la sesión a que va
a asistir.
«Creo que no se aburrirá usted durante el viaje desde París hasta la residencia del
ministro, si tiene en cuenta que hay personas que darían un ojo de la cara a trueque de
meter una bala en el cuerpo del señor cura Sorel. Si ocurriera esta desgracia, su
misión quedaría incumplida y nuestros proyectos sufrirían considerable retraso,
sencillamente porque nadie cuidaría de darnos noticias de su muerte, y usted, con
todo su celo, no podría subsanar la omisión de los demás. Compre usted
inmediatamente un traje completo y vístase a la moda de dos años atrás esa noche
conviene que se presente poco acicalado, aunque luego, durante el viaje, vestirá como
de ordinario. ¿Le sorprende lo que acaba de oír? ¿Principia su suspicacia a adivinar?
No se equivoca, amigo mío; uno de los venerables personajes, cuyas opiniones no
tardará usted en oír, es muy capaz de enviar delante de usted sus señas personales, y,
en este caso, correría usted peligro de ingerir una buena dosis de opio en cualquiera
de las posadas donde haga noche.
-Entonces, tal vez sea más acertado recorrer de un tirón treinta leguas más, y no
tomar el camino directo. Supongo que se trata de Roma...
La cara del marqués reflejó viva expresión de altanería y de descontento.
-Eso lo sabrá usted, señor mío, cuando yo crea oportuno, decírselo: no me gustan
las preguntas.
-No fue mi ánimo preguntar- replicó Julián con efusión-Juro a usted, señor, que
inconscientemente traduje por medio de palabras mis pensamientos, cuando
mentalmente buscaba la ruta más segura.
-Reconozco que, según todas las apariencias, su alma se había adelantado a su
cuerpo. De todas suertes, bueno será que tenga siempre muy presente que un
embajador, con doble razón si es de sus años, no debe nunca violentar las confianzas
que se le hacen.
Quedó Julián muy mortificado: su amor propio buscó una excusa sin encontrarla.
Una hora después de esta conferencia, llegaba Julián a la antecámara del marqués,
vistiendo un traje antiguo, corbata de un blanco dudoso, y afectando cierto aire de
rusticidad.

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El marqués soltó la carcajada al verle.
-Si este joven me vende- pensó el marqués-, ¿en quién podría confiar? Y el que
obra como yo, forzosamente ha de poner confianza en alguien. Corazón le sobra a mi
hijo, como también a sus amigos; fidelidad la poseen en grado superlativo: si fuera
cuestión de batirse, todos ellos morirán contentos sobre las gradas del trono, y por
añadidura, todos lo saben... excepción hecha de lo que me interesa en este momento.
¡Lléveme el diablo si ninguno de ellos es capaz de aprenderse de memoria cuatro
páginas y de recorrer cien leguas sin despistarse! Norberto sabría hacerse matar como
sus abuelos... creo que también sabría hacerse matar Sorel... ¡Al coche, amigo mío!-
terminó el marqués en voz alta, cual si quisiera desterrar un pensamiento importuno.
-Mientras me arreglaban este traje, señor marqués- dijo Julián-, he aprendido de
memoria la primera página del Diario.
Tomó el marqués el periódico, y Julián recitó de memoria la primera página, sin
omitir ni alterar una sola palabra.
-¡Magnífico!- pensó el marqués-. Entretenido con su recitación, no se dará cuenta
de las calles que recorremos.
Llegaron a un salón de grandes dimensiones y aspecto bastante triste, colgado de
terciopelo verde en su mayor parte. En el centro del salón, un lacayo acababa de
colocar una mesa, que no tardó en convertirse en escritorio, gracias a una tapete
verde, lleno de manchas de tinta, extendido sobre ella.
El dueño de la casa, cuyo nombre no fue pronunciado, era un señor enorme:
Julián pensó que su cara era la del hombre que digiere.
A una señal del marqués, fue Julián a colocarse en un extremo de la mesa. A fin
de hacer un papel desairado, nuestro héroe se entretuvo cortando sus plumas.
Mirando con disimulo, pudo contar siete reunidos, todos ellos vueltos de espalda
hacia él. Le pareció que, de los siete, únicamente dos hablaban al marqués de la Mole
como a igual; los cinco restantes lo hacían con tono más o menos respetuoso.
Entró sin ser anunciado un nuevo personaje.
-¡Es particular!- pensó Julián-. En esta casa no se anuncia a los que llegan...
¿tomarán en obsequio mío semejante precaución?
Todo el mundo se levantó para recibir al recién llegado. Ostentaba una
condecoración distinguida, que brillaba también en el pecho de otros tres personajes.
Cambiáronse algunas frases en voz baja. Julián, si quiso juzgar al recién venido, hubo
de conformarse con estudiar su cara y su porte: era un hombre bajo y rechoncho, de
color subido y mirada penetrante y fría.
Distrajo inmediatamente la atención de Julián la llegada de otro personaje que
parecía la antítesis del anterior: era un hombre alto, muy delgado, y que llevaba tres o
cuatro chalecos. Su mirada era dulce y acariciadora y sus ademanes modelo de finura.
-Tiene toda la cara del anciano obispo de Besançon- pensó Julián.

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A todas luces era hombre de iglesia: frisaría en los cincuenta años, y su expresión
no podía ser más paternal.
Llegó poco después el joven obispo de Agde, cuyo asombro no tuvo límites
cuando, recorriendo con la mirada a todos los congregados tropezaron sus ojos a
Julián, a quien no había visto desde la ceremonia de Bray-le-Haut. La insistencia de
su mirada turbó e irritó a Julián.
-¿Va a ser mi desgracia conocer a un hombre?- se preguntaba-. Ninguno de esos
grandes señores, a quienes jamás vi, me intimida, pero la mirada de ese obispo me
hiela. ¡Preciso es reconocer que soy tan singular como desgraciado!
Llegó a continuación un hombre muy negro, que entró con estrépito y hablando
alto desde que pisó el umbral de la puerta: su tez era amarillenta y parecía loco. No
bien asomó, aquella amarillez espantosa, los reunidos en el salón formaron grupos
como para librarse de la pena de escucharle.
Los congregados se acercaban insensiblemente al extremo de la mesa ocupado
por Julián, quien por momentos se sentía ganado por la turbación. Aun cuando
hubiese querido cerrar los oídos, no habría podido menos de oír, y aunque su
experiencia no fuera grande, comprendía la importancia de lo que allí se decía, así
como también el interés que los personajes presentes habían de tener en que sus
palabras permaneciesen secretas.
Había cortado ya Julián unas veinte plumas, no obstante haber trabajado con
calma. Como veía que el recurso iba a faltarle, volvía incesantemente los ojos hacia
el marqués de la Mole, en espera de recibir alguna orden; era en vano: el marqués le
había olvidado.
-Lo que hago es ridículo- pensaba Julián-. Estos caballeros que discuten tan altos
intereses, deben de ser muy susceptibles: si los miro, llamaré su atención, y si estoy
con los ojos bajos, creerán que recojo todas sus palabras... ¿Qué hago?
Su perplejidad era inmensa.

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LII
LA DISCUSIÓN
¡La república! Hoy, para uno que
esté dispuesto a sacrificarlo todo en
aras del bien público, hay millares y
millones de personas que no piensan
más que en sus placeres y en su vanidad.
En París se concede consideración a
los coches, no a la virtud.

NAPOLEÓN, Memorial

Entró precipitadamente un lacayo diciendo: -El señor duque de… -¡Calla! ¡Eres un
majadero!- exclamó el duque al entrar. Con tanta energía y tanta autoridad habló el
duque que
Julián, a su pesar, opinó que toda la ciencia del imponente personaje se reducía a
saber regañar a los lacayos. Nuestro héroe que había levantado los ojos, los bajó
inmediatamente, temiendo que su mirada fuese considerada como imperdonable
indiscreción.
Era el duque un hombre que frisaría en los cincuenta años, pero afectaba modales
y movimientos de dandy. Su frente era estrecha y deprimida, extraordinariamente
grande su nariz, su rostro estirado y solemne; difícilmente se habría encontrado
empaque más noble e insignificante. Su llegada determinó la apertura de la sesión.
La voz del marqués de la Mole interrumpió bruscamente las observaciones
fisonómicas de Julián.
-Presento a ustedes al señor cura Sorel- dijo-. Está dotado de una memoria
portentosa: no hace más de una hora que le hablé de la misión que tal vez le
dispensaremos el honor de confiarle y, deseando darme una prueba evidente de su
memoria, aprendió la primera página del Diario.
-¡Ah! Las noticias referentes a ese pobre N...- observó el dueño de la casa,
tomando el periódico y mirando con agrado a Julián-. Diga usted, señor.
El silencio era profundo; las miradas de todos se concentraban en Julián. Tan
admirablemente recitó nuestro héroe, que cuando había recitado las veinte líneas
primeras, interrumpió el duque:
-Basta.
Tomó asiento el hombre pequeño y rechoncho. Era el presidente. Por medio de un

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gesto, indicó a Julián que acerca-se una mesita, frente a la cual se sentó con todos los
utensilios para escribir. Contó doce personas sentadas alrededor de la mesa cubierta
con tapete verde.
-Señor Sorel- dijo el duque-, puede usted retirarse a la habitación contigua. Le
llamaremos cuando nos haga falta.
El dueño de la casa, a media voz y con expresión de inquietud, dijo a su vecino:
-Las ventanas están entornadas... no cerradas... No se asome usted a la ventana-
añadió alzando la voz y dirigiéndose a Julián.
-Heme aquí metido en una conspiración- pensó Julián-. Por fortuna, no es de las
que conducen a la plaza de la Grève. Verdad es que, aun cuando entrañase peligros
para mí, los afrontaría gustoso, que eso y mucho más merece el marqués. ¡Ojalá me
ofreciese ocasión de reparar los perjuicios que mis locuras pueden ocasionarle!
Mientras pensaba en sus locuras y en su desventura, miraba lo que le rodeaba
como quien desea no olvidar detalle, y se acordó de una circunstancia que hasta
entonces le pasó inadvertida: el marqués, contra su costumbre, había tomado un
coche simón, y dijo al cochero el nombre de la calle adonde debía conducirle con voz
tan baja que no lo recogió su oído.
Largo rato dejaron a Julián abandonado a sus reflexiones. Estaba en un salón
colgado de terciopelo rojo con franjas de oro. Sobre una consola había un gran
crucifijo de marfil, y sobre la repisa de la chimenea, la obra de Maistre El Papa,
lujosamente encuadernada y con cantos dorados. Para que no sospechasen que
escuchaba lo que decían en la estancia inmediata, donde los congregados alzaban
poco a poco la voz, abrió el libro. Al fin abrieron la puerta y le llamaron.
-Háganse cuenta, señores- dijo el presidente-, que, desde este instante, hablamos
en presencia del señor duque de... Este señor- añadió, señalando a Julián- es un joven
levita, identificado con la santa causa que defendemos, que repetirá, sin más auxilio
que el de su prodigiosa memoria, cuantas palabras pronunciemos... Tiene la palabra el
señor- repuso, indicando al caballero de expresión paternal que llevaba tres o cuatro
chalecos.
Julián tomó la pluma y escribió largo rato.
El autor hubiese querido estampar a continuación una página entera de puntos,
pero se opuso fieramente el editor, alegando que una página entera de puntos tiene
muy poca gracia, y que la poca gracia es la muerte de las obras tan frívolas como la
presente.
-La política- objetaba el autor- es algo así como una piedra de molino atada al
cuello de la literatura, que la sumerge y ahoga en menos de seis meses. La política, en
una obra de imaginación, es un pistoletazo en medio de un concierto. Produce un
estruendo que, sin ser enérgico, desgarra el oído. No está a tono con ningún
instrumento. Una página política ofenderá a la mitad de los lectores y matará de

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aburrimiento a la otra mitad.
-Pero si los personajes no discuten temas políticos- replicaba el editor-, diga usted
que no eran franceses del año 1830, y que su libro no es un espejo, como pretende
usted que sea.
El editor se salió con la suya.
Veintiséis páginas escribió Julián, de las cuales daremos aquí un extracto muy
condensado, atentos a suprimir conceptos ridículos, siempre odiosos y de poco gusto.
El señor de los tres o cuatro chalecos y expresión paternal (es posible que fuese
un obispo) sonreía con frecuencia, y sus ojos, entonces rodeados de flotantes
pestañas, adquirían un brillo especial y una expresión menos indecisa que de
ordinario. Este personaje, a quien hicieron hablar el primero ante el duque, con
objeto, al parecer, de que expusiera las opiniones y asumiera las funciones de
abogado general, dejó en Julián la impresión de que adolecía de esa falta de decisión
y de conclusiones fijas, que con tanta frecuencia caracteriza a los magistrados
mencionados. En el curso de la discusión, el duque llegó a echarle en cara ese
defecto.
A vuelta de muchas frases morales y de filosofía indulgente, dijo el señor de los
chalecos:
-La noble Inglaterra, dirigida por un gran hombre, el inmortal Pitt, ha gastado
cuarenta millones de francos en oponerse a la revolución. Si esta ilustre asamblea me
permite abordar con cierta franqueza una idea triste, diré que Inglaterra no supo
comprender que, para un hombre como Bonaparte, sobre todo en circunstancias en
que únicamente cabía oponerle muy buenas intenciones, sólo había un medio
decisivo: el personal.
-¡Siempre la apología del asesinato!- interrumpió con tono de inquietud el dueño
de la casa.
-¡Tenga usted la bondad de dejar para ocasión más oportuna sus homilías
sentimentales!- terció malhumorado el presidente- Continúe usted- añadió con fiero
ademán, dirigiéndose al de los chalecos.
-Hoy está aplastada la noble Inglaterra- prosiguió el preopinante-. Está aplastada,
porque hoy todos los ingleses, antes de comprar el pan que llevan a sus bocas, han de
pagar los intereses de los cuarenta millones de francos que fueron gastados contra los
jacobinos. Hoy Inglaterra no tiene un Pitt.
-Tiene al duque de Wellington- interrumpió un personaje militar con aires de
importancia.
-¡Por favor, señores, no interrumpan -exclamó el presidente. Si continuamos
disputando, será inútil que permanezca aquí el señor Sorel.
-Sabemos todos que el señor es hombre de gran diversidad de pensamientos- dijo
el duque con intención, mirando al interruptor, antiguo general de Napoleón.

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Julián comprendió que el duque aludía a algo personal y altamente ofensivo. Todo
el mundo sonrió; todo el mundo menos el variable general, cuya cólera era evidente.
-¡No tienen un Pitt, señores!- continuó el orador, con el desaliento de quien no
espera hacer entrar en razón a su auditorio-. Si en Inglaterra hubiese otro Pitt, no sería
víctima de un engaño, que nunca se engañó dos veces a una nación por el mismo
medio.
-Precisamente por eso es hoy, y será siempre imposible en Francia un general
vencedor, un Bonaparte- gritó el interruptor militar.
Ni el presidente ni el duque se atrevieron, esta vez, a incomodarse, aunque Julián
creyó leer en sus ojos que no fueron ganas las que les faltaron. Uno y otro entornaron
los párpados, y el duque se conformó con lanzar un suspiro.
En cambio se enardeció el orador, quien continuó con fuego, y prescindiendo de
la dulzura de tono y lenguaje mesurado que Julián creía hasta entonces que era la
especialidad de su carácter.
-Desean mis oyentes que termine cuanto antes, y no tienen en cuenta los
esfuerzos que me veo obligado a hacer para no ofender ni poner coloradas las orejas a
nadie, sean largas o sean cortas. ¡Pues bien, señores! Seré breve, y expondré mi
pensamiento con palabras muy vulgares, sí, pero muy claras. Inglaterra no tiene un
cuarto para consagrarlo a la causa santa. Si resucitase Pitt, con todo su talento, con
todo su genio, no conseguiría engañar a los pequeños propietarios ingleses, que saben
muy bien cuánto dinero les ha costado la breve campaña de Waterloo. Puesto que se
desean frases claras, precisas y terminantes- añadió el orador, animándose más y más-
, diré: Ayudaos vosotros mismos, no contéis con nadie, porque Inglaterra no tiene para
vosotros una sola guinea, y si Inglaterra no paga, Austria, Rusia, Prusia, que tienen
mucho valor, pero ni un céntimo, a lo sumo podrán hacer contra Francia una o dos
campañas. Es posible que los soldados bisoños reunidos por el jacobinismo sean
destruidos en la primera campaña; acaso también en la segunda; pero en la tercera,
señores, aun cuando me acusen de revolucionario, no dejaré de decir que en la tercera
tendrán ustedes a los soldados de 1794, que no eran los soldados de 1792.
Interrumpieron al orador desde tres o cuatro sitios a la vez.
-Tenga usted la bondad de pasar a la habitación inmediata- dijo el presidente a
Julián-, donde podrá poner en limpio lo que ha escrito hasta el presente.
Salió Julián muy contrariado, pues precisamente acababan de abordar el tema que
era objeto de sus meditaciones habituales.
Cuando le llamaron de nuevo, decía el marqués de la Mole:
-… Sí, señores, con razón puede decirse de ese desventurado pueblo:
«¿Será dios, mesa o cubeta?»
«Será dios!- contesta el fabulista. Obra de ustedes ha de ser, señores, llevar a
realización cumplida esa idea tan noble, tan profunda. Reúnan sus esfuerzos, y la

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noble Francia resurgirá tan grande como la hicieron nuestros abuelos, como la vieron
nuestros ojos antes de la muerte de Luis XVI.
»Inglaterra... por lo menos sus nobles lords, detestan como detestamos nosotros al
innoble jacobinismo. Sin el oro inglés, Austria, Prusia, no pueden dar más de dos o
tres batallas. ¿Bastará esto para provocar una ocupación feliz, semejante a la que tan
estúpidamente desperdició Richelieu en 1617? No lo creo.
Hubo aquí una interrupción, ahogada por las protestas generales. El interruptor
fue el veterano general imperial, quien suspiraba por el cordón azul y deseaba hacerse
notar entre los redactores de la nota secreta.
-No lo creo- repitió-, continuó el marqués de la Mole luego que se restableció la
calma y el silencio. No nos conviene deber al extranjero sólo el beneficio de una
nueva ocupación militar. Esa juventud que publica en el Globo artículos incendiarios
nos dará tres o cuatro mil capitanes jóvenes, entre los cuales muy bien puede aparecer
un Kléber, un Hoche, un Jourdan, un Pichegru, aunque menos bien intencionados que
los grandes hombres a quienes acabo de nombrar.
-Ni siquiera hemos sabido honrarles como merecían- observó el presidente.
-Es necesario que en Francia haya dos partidos- repuso el marqués de la Mole-,
pero partidos que no sólo lo sean de nombre, sino también de hecho: dos partidos
perfectamente definidos. Precisa saber a quién debemos aplastar. Colóquense a un
lado los periodistas, los electores, la opinión, en una palabra: la juventud y cuanto
ésta admira; que mientras ellos duermen tranquilos, arrullados por la música de sus
vanas palabras, nosotros tendremos la ventaja de disponer del presupuesto.
Surgió otra interrupción.
-Puesto que me obliga usted a ello, señor mío- continuó el orador-, voy a
presentarle como ejemplo. Si limitase usted la conducta de sus nobles antepasados,
que siguieron a San Luis en su cruzada, nos presentaría usted un regimiento, una
compañía... media compañía, veinticinco hombres, dispuestos a batirse, a verter su
sangre por la santa causa... Lo único que puede presentarnos es una turba de lacayos,
que, en caso de revuelta, a usted mismo le darían miedo.
«El trono, el altar, la nobleza, pueden perecer en cualquier momento dado,
señores, mientras no creemos en cada provincia, en cada circunscripción, un núcleo
de quinientos hombres de fidelidad probada, quinientos hombres que a la bravura
francesa unan la constancia española.
»La mitad de esa fuerza deberá nutrirse, formarse con nuestros hijos, con nuestros
sobrinos, con caballeros, en una palabra. Cada uno de ellos tendrá a su lado, no a un
rústico dispuesto a colocarse la escarapela tricolor, si el destino no depara un nuevo
1815, sino campesino bueno, sencillo y franco como Cathelineau, un campesino
enseñado y adoctrinado por el caballero, su hermano de leche, si es posible. Que cada
uno de nosotros sacrifique la quinta parte de sus rentas para formar este pequeño

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ejército de quinientos hombres por circunscripción, y entonces será cuando podamos
contar con la seguridad de una ocupación militar extranjera. Ni un soldado de fuera se
atreverá a penetrar hasta Dijon, si no sabe que en cada departamento le esperan
quinientos hombres probados.
»Ningún caso han de hacerse los reyes extranjeros si no les anunciáis que hay
veinte mil nobles dispuestos a empuñar las armas para franquearles las puertas de
Francia. Diréis, tal vez, que el sacrificio es penoso; pero yo contesto que nuestra
cabeza bien vale ese precio. Entre la libertad de la prensa y nuestra existencia como
nobles hay empeñada una guerra a muerte. Haceos comerciantes, industriales,
campesinos, empuñad el fusil; no hay otro recurso. Sed tímidos, si ese es vuestro
gusto, pero nunca estúpidos. Abrid los ojos.
»Formad vuestros batallones!, os diré parodiando la canción de los jacobinos; y
entonces se presentará algún Gustavo Adolfo que, ante el peligro inminente del
principio monárquico, se lanzará a trescientas leguas de su país, y hará por vosotros
lo mismo que Gustavo Adolfo hizo por los príncipes protestantes. ¿Es que queréis
hablar siempre y no obrar nunca? Dentro de cincuenta años, en Europa habrá muchos
presidentes de república y ni un solo rey, y cuenta que, al mismo tiempo que estas
tres letras R. E. Y., desaparecerán los sacerdotes y los nobles. Dentro de cincuenta
años, no habrá más que candidatos arrastrándose a los pies de las mayorías sucias y
desharrapadas.
»En vano diréis que Francia no cuenta en estos momentos con un general
acreditado, conocido y querido; que el ejército carece de organización y no está
enseñado a defender el trono y el altar; que ya no forman en sus filas los valientes
veteranos que tanto lustre le dieron, al paso que en cada uno de los regimientos
austríacos y prusianos encontraremos cincuenta suboficiales que han oído silbar las
balas: yo os digo que en la clase media hay doscientos mil jóvenes enamorados de la
guerra...»
-Demos tregua al diluvio de verdades desagradables- interrumpió un personaje
grave, con tono de suficiencia.
El marqués de la Mole sonrió con agrado, y terminó de esta suerte:
-Pongamos fin a las verdades desagradables, señores, y concretemos. Sería un
disparate que el hombre que tuviese una pierna gangrenada, dijera al cirujano que se
dispone a amputarla: «Esta pierna que usted cree gangrenada, está sana.» No
cometeremos nosotros, señores, semejante tontería: nuestra pierna está gangrenada;
entreguémosla a nuestro cirujano, que es el noble duque de...
-¡Al fin!- pensó Julián-. Esta noche saldré galopando hacia...

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LIII
EL CLERO, LOS BOSQUES, LA LIBERTAD
La primera ley de todo ser, es su
propia conservación, vivir. Sembráis
cicuta y pretendéis ver madurar espigas.

MAQUIAVELO

Habló el personaje grave, y habló como quien entiende perfectamente la materia que
trata. Con elocuencia dulce y moderada, que encantó a Julián, expuso las siguientes
grandes verdades:
1ª Inglaterra no tiene para nosotros una sola guinea: la economía y Hume se han
puesto de moda: los santos tampoco nos proporcionarán dinero, y el señor Brougham
se reirá de nosotros.
2ª Sin el oro inglés es inútil esperar más de dos campañas de los reyes de Europa,
y dos campañas no bastan para reducir a la clase media.
3ª Es necesario formar en Francia un partido armado, puesto que sin él, el
principio monárquico de Europa no se aventurará a organizar las dos campañas
mencionadas.
-La cuarta verdad que me atrevo a proponer como evidente, es ésta. Sin el
concurso del clero, es imposible formar en Francia un partido armado.
«Lo anuncio sin rodeos y con claridad, porque voy a demostrarlo en el acto,
señores. Es preciso concederlo todo al clero, señores, porque entregado a su misión
noche y día, y guiado por hombres de capacidad excepcional, que viven fuera del
alcance de los huracanes y a trescientas leguas de vuestras fronteras...»
-¡Roma!- exclamó el dueño de la casa.
-¡Sí, señor; Roma- repuso el cardenal, que cardenal era el orador-. ¡Roma! No
serán las cuchufletas, más o menos ingeniosas, que estuvieron en boga cuando usted
era joven, las que me impidan decir muy alto hoy, en 1830, que el clero, guiado por
Roma, es el único que habla al corazón del pueblo. Cincuenta mil sacerdotes repiten
todos los días las palabras que sus jefes les indican, y el pueblo, que es el que da los
soldados, hará más caso de la voz de sus pastores que de las alocuciones de los
insignificantes gusanos del mundo.
(Grandes murmullos.)
«El genio del clero está mil codos por encima del vuestro-continuó el cardenal,
alzando la voz-. Lo que se ha adelantado en el sentido de tener en Francia un partido

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armado, que es vuestro anhelo capital, a nosotros se nos debe... ¿Queréis una prueba?
Podría ofreceros mil... ¿Quién ha repartido ochenta mil fusiles en la Vendée?
»Desposeído el clero de sus bosques, a nada se considera ligado. En la primera
guerra, el ministro de Hacienda escribe a sus agentes que ya no queda dinero más que
para los curas. En realidad, Francia no cree, y en cambio ama la guerra tanto, que
aquel que a la guerra la lance se hará popular por doble motivo: porque hacer la
guerra es llevar el hambre a los jesuitas, según frase del vulgo; hacer la guerra es
librar a esos monstruos del orgullo, los franceses, del terrible fantasma de la
intervención extranjera.»
El cardenal era escuchado con fervor.
-Sería preciso que Nerval abandonase el ministerio- añadió-. Su nombre irrita sin
provecho alguno.
Estas palabras desencadenaron la tempestad. Todo el mundo se puso en pie, todo
el mundo hablaba a la vez. Julián temió que le obligasen a salir de nuevo; pero el
presidente ni se acordaba ya de su existencia. Los ojos de toda la asamblea se
volvieron hacia un hombre, que Julián reconoció al punto: era el señor Nerval, el
presidente del Consejo d Ministros, a quien había visto en el baile de los duques de
Retz.
Al cabo de un cuarto de hora de desorden se restableció el silencio.
Se puso en pie el señor de Nerval y, con entonación de apóstol, dijo:
-No afirmaré que ningún apego siento a la Presidencia. Me han demostrado,
señores, que mi nombre redobla las fuerzas de los jacobinos y pone frente a nosotros
a muchos que militan en el campo moderado. Si en mis decisiones no influyeran otras
consideración, sin repugnancia, con gusto acaso, dimitiría el elevado cargo que
desempeño; pero sólo a contadas personas es dado ver los caminos del Señor. Estoy
llamado a cumplir una misión- añadió, clavando sus ojos en el cardenal-. El Cielo me
ha dicho: «Llevarás tu cabeza al cadalso o restaurarás la monarquía en Francia y
reducirás las Cámaras a lo que fue el Parlamento durante el reinado de Luis XV.» Eso
quiere de mí el Cielo, señores, y eso es lo que yo haré.
Calló el orador y se sentó tranquilo, en medio de un silencio solemne.
-¡Buen actor!- Pensó Julián.
Engañábase, empero, como casi siempre, concediendo a aquellas personas más
talento del que en realidad tenían. El señor de Nerval, animado- por los debates de
una discusión tan viva, y, sobre todo, por la sinceridad de los que exponían sus puntos
de visa, creía en aquellos momentos en la realidad de su elevada misión. El pobre
hombre, a su valor, que no le escatimaremos, unía una falta de sentido deplorable.
Dieron las doce mientras duraba aún el silencio producido por su frase es lo que
haré yo. Julián creyó percibir en el sonido de la campana algo de imponente, de
fúnebre: estaba conmovido.

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Pronto se reanudó la discusión con energía creciente, y sobre todo, con
ingenuidad increíble.
-Voy temiendo que estos caballeros me envenenen luego-pensaba Julián-. ¿Es
posible que se atrevan a decir delante de un plebeyo cosas tan comprometedoras?
Perduraba el debate cuando dieron las dos de la madrugada. El dueño de la casa
dormía plácidamente, lo que obligó al marqués de la Mole a llamar a los criados para
que renovasen las bujías. Quince minutos antes se había ido el señor de Nerval, no sin
haber estudiado muy detenidamente la cara de Julián. Al parecer, su marcha fue del
agrado de todos.
-¡Sabe Dios lo que ese hombre dirá al rey!- dijo en voz muy baja a su vecino el
señor de los chalecos, mientras los criados ponían bujías nuevas en los candelabros-.
Es posible que nos deje en ridículo y estropee nuestro porvenir. Descaro ha
necesitado para presentarse aquí. Asistía a nuestras reuniones antes de formar
ministerio, pero la poltrona presidencial modifica las opiniones y hace que uno olvide
hasta los intereses de partido.
No bien salió el ministro, el general de Bonaparte entornó los párpados, habló de
su salud delicada, de sus heridas, consultó el reloj, y se fue.
-Apostaría- dijo el de los chalecos- a que el general corre tras el ministro:
excusará su asistencia a la reunión o pretenderá convencerle de que es él quien nos
maneja.
Renovadas las bujías, dijo el presidente:
-Hora es de deliberar, señores, y no de intentar convencemos unos a otros.
Pensemos en la redacción de la nota, que dentro de cuarenta y ocho horas han de leer
nuestros amigos de fuera. Se ha hablado de ministros: ahora que se ha ido Nerval, ¿no
podemos decir que nos importan muy poco o nada los ministros?
El cardenal sonrió.
-Nada mas sencillo a mi entender, que precisar y definir nuestra posición- dijo el
joven obispo de Agde con el fuego y la exaltación del fanático.
No había despegado hasta entonces los labios, pero sus miradas, que Julián
observó disimuladamente, dulces y tranquilas en los comienzos de la discusión, se
habían ido, inflamando en el curso de aquella. Ahora hacía erupción su alma, como la
hace la lava del Vesubio.
-Un error vino cometiendo Inglaterra desde el año de 1806 hasta 1814: no obrar
directa y personalmente sobre Napoleón. Luego que este hombre creó duques y
chambelanes, luego que restauró el trono, quedó terminada la misión que Dios le
confiara en la tierra; ya no le restaba más que el complemento último: ser inmolado.
La Sagrada Escritura nos ofrece frecuentes ejemplos, de tiranos sacrificados.
«Hoy, señores, no se trata de inmolar a un hombre, sino a París. Francia entera es
copia de París. ¿Qué sacamos con armar quinientos hombres en cada circunscripción?

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Nada: acometemos una empresa aventurada que no puede dar resultados prácticos.
Además, ¿por qué razón hemos de hacer responsable a Francia de lo que es obra
exclusiva de París? París ha hecho el daño; París, con sus salones y sus periódicos:
¡que pague París, que perezca esta nueva Babilonia!
»Hay que escoger entre el altar y París. Hasta los intereses mundanos del trono
aconsejan el sacrificio. ¿Por qué no se atrevía Paris a respirar durante el imperio de
Bonaparte? La contestación puede dárnosla el cañón de San Roque...»
Eran las tres de la madrugada cuando Julián abandonó la casa, acompañando al
marqués de la Mole. Este, que parecía abochornado y fatigado, suplicó a nuestro
amigo que jamás revelase a nadie los excesos de su celo- fue su propia frase- de que,
por casualidad, acababa de ser testigo.
-No hable usted de ello a nuestro amigo de fuera- dijo-, a no ser que éste quiera
en absoluto conocer la opinión de nuestros jóvenes locos. ¿Qué importa a éstos que el
Estado se hunda? Serán cardenales y se refugiarán en Roma, pero nosotros,
encerrados en nuestros castillos, seremos degollados por los campesinos.
Hasta las cinco menos cuarto no quedó redactada la nota secreta, que era un
compendio de los apuntes tomados por Julián.
-Estoy rendido- dijo el marqués. El final de la nota, sobre todo, adolece de falta
de claridad; estoy descontento... muy descontento, porque creo que es lo más malo
que he hecho en mi vida. Tómelo usted, amigo mío, apréndala de memoria, y vaya a
descansar algunas horas. Le cerraré con llave en su habitación, no sea que alguien,
aunque confieso que es poco probable, se la quite.
Al día siguiente el marqués condujo a Julián a un castillo aislado y bastante
alejado de París, donde les esperaban personas que Julián sospechó que eran
sacerdotes. Diéronle un pasaporte a nombre distinto del suyo y le indicaron el objeto
verdadero de su viaje. Seguidamente montó solo en un carruaje.
Tranquilo estaba el marqués por lo que a la memoria de Julián se refería, pues
éste le había recitado tres o cuatro veces el contenido de la nota, pero temía que fuese
interceptado el mensajero en el camino.
-No me cansaré de recomendarle que viaje como quien no piensa en otra cosa que
en divertirse y matar el tiempo- le dijo el marqués con entonación amistosa-. Es muy
posible que en nuestra asamblea de anoche hubiese más de un hermano falso.
Fue el viaje rápido y triste; muy triste. Julián, no bien se alejó del marqués, olvidó
su misión y la nota secreta, para no pensar mas que en el desprecio de que le hacía
objeto Matilde.
Pasada Metz, en un relevo de postas, vino a decirle el encargado que no había
caballos. Serían las diez de la noche. Julián, vivamente contrariado, pidió de cenar.
Inconscientemente, semejante a un autómata, comenzó a pasear, y la casualidad le
llevó a la caballeriza. Efectivamente, no vio un solo caballo. Despertó sus recelos el

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encargado de las postas, quien parecía que le examinaba con atención especial, y a fin
de substraerse a su curiosidad y a las consecuencias de ésta, salió de su habitación
después de cenar, resuelto a escaparse; pero, deseando adquirir algún dato sobre el
país, que le era desconocido por completo, quiso entrar antes en la cocina, donde
había una porción de hombres sentados al amor de la lumbre. Su alegría no tuvo
límites al encontrar allí al signor Jerónimo, el célebre cantante.
Sentado en un gran sillón que el napolitano había mandado aproximar a la
lumbre, gemía y hablaba el artista a más de veinte campesinos alemanes, que le
escuchaban extasiados.
-Estas gentes me pierden- dijo el cantante a Julián-. He de cantar mañana en
Mayence. Siete príncipes soberanos han acudido para tener el placer de oírme... Pero
vamos a respirar el aire fresco de la noche- añadió con acento significativo.
Separados de la casa, fuera del alcance de oídos indiscretos, continuó diciendo el
cantante:
-¿Sabe usted lo que pasa? El encargado de las postas es un bribonazo... Gracias a
unas monedas que di a un mozo, he podido saberlo todo. En otra caballeriza que hay
hacia el extremo opuesto del pueblo, tienen doce caballos. El objeto de nuestro
tunante es retrasar algún correo.
-¿De veras?- preguntó Julián con expresión de inocencia.
No bastaba descubrir el fraude; era preciso esterilizarlo, continuar el viaje, pero
nuestros amigos no pudieron conseguirlo.
-Esperaremos el nuevo día- dijo Jerónimo-. Seguro estoy de que desconfían de
nosotros, como también de que el fraude va directamente contra uno de nosotros dos.
Mañana temprano encargaremos un buen almuerzo, saldremos a pasear mientras lo
preparan y nos escaparemos. Alquilaremos caballos donde podamos, y ganaremos la
posta inmediata.
-¿Y su equipaje, amigo?- interrogó Julián, sospechando que pudiera ser el mismo
Jerónimo el encargado de interceptarle.
Nuestro héroe se retiró a su cuarto y se acostó.
Estaba aún en el primer sueño, cuando despertó sobresaltado al oír a dos personas
que hablaban dentro de su cuarto. Era la una el encargado de la posta, en cuya mano
tenía una linterna sorda, que proyectaba su luz sobre la maleta que Julián se había
mandado subir a su habitación. A su lado había otro hombre que registraba
tranquilamente la maleta, abierta por completo, De este segundo individuo no vela
Julián más que las mangas, que eran negras y estrechas.
-Una sotana- se dijo, tomando sigilosamente las pistolas que había colocado
debajo de la almohada.
-No tema usted que despierte, señor cura-decía el encargado de las postas. He
servido a los dos el vino que preparó usted mismo.

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-No encuentro ni rastro de papeles- respondió el cura-. Mucha ropa blanca,
muchas pomadas, muchas esencias, muchas futilidades: éste es un joven mundano
que no piensa más que en los placeres: El emisario será el otro, el que finge acento
italiano.
Los dos personajes se acercaron a Julián para registrar sus bolsillos. Tentaciones
tuvo nuestro héroe de descerrajarles un tiro a cada uno, seguro de que le bastaría
declarar que los tomó por ladrones para librarse de las consecuencias, pero pensó que
comprometía su misión, y optó por asistir inmóvil al registro.
-No es un mensajero- dijo el cura, una vez terminado el registro.
Volvió el cura la cabeza. Julián, que ya antes había creído que no le era
desconocida su voz, aunque, como es natural, no la alzaba, experimentó una de las
sorpresas más grandes de su vida al vez que el curioso era el mismísimo cura
Castañeda, el hombre que tanto le hizo sufrir en el seminario.
Desaparecieron los registradores nocturnos. Quince minutos después, Julián
comenzó a gritar desaforadamente: fue obra de pocos momentos poner en conmoción
a la casa entera.
-¡Estoy envenenado!- bramaba-. ¡Sufro dolores horribles!
Necesitaba un pretexto para ir a socorrer a Jerónimo, a quien encontró medio
muerto de resultas del láudano que contenía el vino que bebió. Julián no lo había
probado.
Intentó despertar a Jerónimo, decidirlo a continuar el viaje; todo fue inútil.
-Aunque me dieran todo el reino de Nápoles no renunciaría en este momento al
placer de dormir- decía el cantante.
-¿Y los siete príncipes soberanos?
-¡Que esperen!
Julián, que se vio obligado a continuar el viaje dejando a Jerónimo, llegó a la casa
del elevado personaje sin que le ocurrieran nuevos incidentes. Una mañana entera se
pasó solicitando en vano audiencia. Por fortuna, a eso de las cuatro de la tarde, tuvo
el duque el capricho de salir a pasear. Julián se acercó como para pedirle una limosna,
pero, llegado a dos pasos del alto personaje, sacó del bolsillo el reloj del marques de
la Mole y consultó la hora con gran afectación.
-Sígame usted a distancia-le dijo el duque sin mirarle.
Un cuarto de hora después, entraba el duque en un café. Siguióle Julián y en aquel
humilde lugar tuvo el honor de recitar las cuatro páginas de la nota.
-Vuelva usted a principiar- le dijo el duque, y repita lo que acaba de decirme, pero
despacio, muy despacio.
Tomó el duque varias notas, y dijo a continuación:
-Abandone aquí su carruaje y su equipaje. Trasládese a pie a la casa de postas
inmediata. Vaya como pueda a Estrasburgo, y el día veintidós (ocurrió esto el día

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diez), a las doce y media del día, estará en este mismo café. No salga hasta dentro de
media hora. Silencio.
No habló el duque una palabra, más; pero las que dejamos subrayadas llenaron de
admiración a Julián.
-¡Así deben tratarse los asuntos!- pensaba-. ¿Qué diría este gran estadista si oyese
las divagaciones estúpidas y apasionadas de la conferencia de hace tres noches?
Dos días tardó Julián en llegar a Estrasburgo donde creía que nada tenía que
hacer. Adoptó precauciones por si el cura Castañeda se había puesto sobre su pista,
pero, por fortuna, no había sido reconocido por aquel.
Una vez en Estrasburgo, nadie cuidó de vigilarle.

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LIV
ESTRASBURGO
¡Fascinación! Tienes del amor toda
la energía y toda la sensibilidad para
experimentar la desgracia. Únicamente
sus placeres encantadores, sus dulces
goces, rebasan tu esfera, Me era imposible
decirme a mí mismo cuando lo veía
dormido: ¡Es todo mío, con su belleza de
ángel, con sus embriagadoras debilidades!
¡Tuyo es, tal como lo creó el Cielo en su
misericordia, para henchir de encanto un
corazón de hombre!

Oda de SCHILLER

Obligado a pasar ocho días en Estrasburgo, Julián procuraba anegar sus tristes
pensamientos en los brillantes mares de la gloria militar y de cariño a la patria.
¿Estaba enamorado? No lo sabía él mismo, pero sí tenía conciencia de que Matilde
reinaba en su alma atormentada y era señora absoluta de su dicha y de su
imaginación. Toda la energía de su carácter le era necesaria para no caer rendido bajo
el peso de su desesperación. Pensar en algo que no estuviese relacionado con la
señorita de la Mole, empresa era superior a sus fuerzas. En otro tiempo, la ambición,
los triunfos de su vanidad bastaban para hacerle olvidar los sentimientos que la
señora de Rênal le había inspirado, pero Matilde lo llenaba, lo absorbía todo: su
imagen abarcaba todo el horizonte de su porvenir.
De cualquier manera que estudiase Julián aquel porvenir, lo veía lleno de
desastres. ¡Extraño fenómeno! ¡El joven presuntuoso y saturado de orgullo, que
conocimos en Verrières, le encontramos ahora caído en el abismo más hondo de la
modestia ridícula!
Tres días antes habría arrancado con placer la vida al cura Castañeda; llegado a
Estrasburgo, hubiese dado la razón a un niño. Si se acordaba de sus enemigos, de los
adversarios que tropezó en la vida, invariablemente les daba a ellos la razón. Y es que
ahora era su enemiga implacable su potente imaginación, en días mejores consagrada
sin cesar a la obra de pintarle un porvenir de triunfos y de gloria.
La soledad absoluta de su vida centuplicaba el imperio de su negra imaginación.

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Tesoro de precio incalculable habría sido para él un amigo; ¿pero dónde estaba ese
amigo? Además, aun teniéndolo, ¿podía Julián comunicarle secretos que envolvían la
deshonra de una mujer querida?
Comido por la tristeza, paseaba a caballo por los alrededores de Kehl, pueblo
emplazado sobre la margen del Rin, inmortalizado por Desaix y Gouvion Saint-Cyr.
Un campesino alemán le enseñaba los arroyuelos, los caminos y los islotes del Rin, a
los cuales dio nombre el valor indomable de grandes generales. Julián, en sus paseos,
guiaba su caballo con la mano izquierda, y en la derecha tenía abierto el soberbio
mapa que completa las Memorias del mariscal Saint-Cyr. Una exclamación de alegría
que llegó a sus oídos le hizo levantar la cabeza.
La había lanzado el príncipe Korasoff, su amigo de Londres, a quien fue deudor,
meses antes, de las primeras reglas de elegante fatuidad. Fiel a este gran arte,
Korasoff, que había llegado una hora antes a Kehl, y no leyó en su vida una palabra
sobre el sitio de 1796, empezó a explicarlo todo a Julián. Con estupor le contemplaba
el campesino alemán, que conocía lo bastante el francés para darse cuenta de las
enormes atrocidades que lanzaba la boca del príncipe. La imaginación de Julián se
hallaba a mil leguas de la del campesino: también miraba con asombro al joven
príncipe, pero era porque le llenaba de admiración la gracia con que montaba a
caballo.
-Carácter alegre- pensaba-; pantalón de corte irreprochable, elegancia,
distinción... ¡Ah! ¡Si yo me le pareciese, es posible que, después de amarme tres días,
no se hubiese trocado en aversión el amor de Matilde!
-Tiene usted cara de trapense, amigo mío- dijo el príncipe, luego que explicó con
todo lujo de detalles la historia del sitio de Kehl-. En Londres le hablé de la
conveniencia de afectar un continente grave, pero los extremos son viciosos.
Conviene aparentar aburrimiento, hastío; pero la tristeza siempre es de mal tono. La
razón es muy sencilla; el hastío sigue a la posesión, al paso que la tristeza indica que
falta algo, que suspiramos por lo que no logramos alcanzar.
Julián arrojó una moneda al campesino, que escuchaba con la boca abierta.
-¡Bien!- exclamó el príncipe-. ¡En su gesto hay gracia, un desdén noble!
¡Soberbio!
Puso su caballo a galope; Julián le siguió lleno de admiración estúpida.
-¡No me sacrificaría a Croisenois si yo fuese como el príncipe!- se repetía Julián.
Cuantos más ridículas le parecían las palabras y actos del príncipe, tanto más las
envidiaba: no podía ir más lejos el desprecio propio.
El príncipe concluyó por opinar que la tristeza de Julián era real y no simulada.
-¡Ah, querido!- le dijo al entrar en Estrasburgo-. ¡Voy comprendiendo! ¿Ha
dejado usted todo su dinero sobre el tapete verde? ¿Le ha sorbido el seso alguna
actriz?

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Los rusos copian las costumbres francesas, pero van rezagados cincuenta años:
hoy se encuentran en el siglo de Luis XV.
Llenáronse de lágrimas los ojos de Julián al oír la alusión al amor hecha por el
príncipe. De pronto se le ocurrió abrir su pecho a un joven tan amable.
-Pues bien... si, amigo mío- contestó-. Me encuentra usted en Estrasburgo
enamorado y desdeñado. Una mujer divina, que vive en una ciudad próxima, me ha
dejado plantado después de tres días de pasión, y su desamor me mata.
A continuación hizo una pintura acabada de los actos y carácter de Matilde, bien
que dando a los personajes nombres supuestos.
-No termine usted- le contestó Korasoff interrumpiendo su historia-. Para que
tenga confianza en el médico que va a curarle, voy a terminar su confidencia. O el
marido de esa beldad goza de una fortuna fabulosa, o bien, y esto me parece más
probable, su enamorada pertenece a una de las familias más nobles del país: desde
luego, afirmo que es orgullosa.
Julián, cuya emoción le impedía hablar, hizo con la cabeza un gesto afirmativo.
-Pues bien- repuso el príncipe-; voy a darle tres drogas, un poquito amargas, que
se tragará usted sin dilación: Primera: Ver todos los días a la señora... ¿Cómo se
llama?
-Señora Dubois.
-¡Vaya un apellido!- exclamó el príncipe soltando la carcajada-. Pero perdone
usted mi irreverencia, porque seguramente usted lo encuentra sublime... Se trata de
que usted vea todos los días a la señora Dubois, pero cuidadito, con aparentar ante
ella frialdad ni contrariedad. Recuerde usted siempre el gran principio de su siglo:
«Sé lo contrario de lo que esperan que seas.» Quiero decir que su actitud, su
expresión, han de ser las mismas que eran ocho días antes de que usted fuese honrado
con los favores de la bella.
-¡Ah!- exclamó Julián-. ¡Entonces estaba yo tranquilo! ¡Por lástima, más que por
otra cosa, la acepté!...
-La mariposa se quema las ala y hasta muere abrasada porque revolotea en
derredor de la bujía. La comparación es tan antigua como el mundo, pero gráfica...
Quedamos Primero. La verá usted todos los días. Segundo. Hará usted la corte a otra
mujer de su clase, pero sin apasionamientos, ¿comprende usted? Nada de
exageraciones. Reconozco que su situación es difícil; representará usted una comedia,
y si adivinan su juego está usted irremisiblemente perdido.
-¡Perdido puedo considerarme desde luego!- exclamó Julián con inflexión trise-.
¡Tiene ella tanto talento y yo tan poco!
-¡No! Lo que ocurre es que está usted más enamorado de lo que yo creía. La
señora Dubois piensa demasiado en sí misma, como todas las mujeres que recibieron
del Cielo o demasiada nobleza o demasiado dinero. Se mira a sí misma en vez de

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mirarle a usted, de lo que resulta que no le conoce a usted. En los tres o cuatro
accesos de amor que sintió por usted, su imaginación le hizo ver en su persona al
héroe que había soñado, y no lo que en realidad era usted... ¡Pero qué diablos estoy
diciendo! ¡Esto es elemental, mi querido Sorel! ¿Es usted un novato? Entremos en
esa tienda. Veo en el escaparate un cuello que parece hecho para Juan Anderson, de la
calle Burlington. Hágase el favor de comprarlo, y de tirar al diablo esa innoble cuerda
negra que lleva al pescuezo. ¡Muy bien!- repuso al príncipe, al salir de la pasamanería
más lujosa de Estrasburgo-. ¿Qué sociedad frecuenta la señora Dubois? ¡Santo Dios,
qué apellido! ¡No se enfade usted, mi querido Sorel! Quisiera estar serio, pero no
puedo. ¿A quién podrá usted hacer el amor? Piense... busque...
-A una orgullosa por excelencia, hija de un fabricante de medias, inmensamente
rico. En el mundo no hay ojos como los suyos... me encantan, me enloquecen. Es la
más rica del país; pero, con toda su opulencia, hasta que en su presencia se haga
alusión al comercio o que se nombre una tienda, para que se ponga colorada y
descompuesta. Por desgracia, su padre fue uno de los industriales más conocidos de
Estrasburgo.
-Tenemos, pues, que- contestó el príncipe, riendo-, si se habla de industria hay la
seguridad de que su beldad piense en ella y no en usted. He aquí un ridículo divino,
sumamente útil, que impedirá que usted llegue a enamorarse de sus incomparables
ojos. El triunfo es seguro.
Julián, al hacer la descripción, pensaba en la mariscala de Fervaques, que solía
visitar con asiduidad el palacio de los marqueses de la Mole. Era una extranjera
hermosa que casó con el mariscal un año antes de los sucesos que venimos narrando.
Parecía que el objetivo único de su vida consistía en hacer olvidar que era hija de un
industrial, y en, su deseo de representar algún papel en París, habíase puesto a la
cabeza de las damas dedicadas a la virtud.
Sinceramente admiraba Julián al príncipe. ¡Qué no hubiese dado por poseer sus
ridiculeces! La conversación entre los dos amigos fue larga. Korasoff estaba
encantado.
-Estamos de acuerdo en todo- decía por vigésima vez-. Nada, ni una ráfaga de
pasión, cuando hable usted con la beldad de los incomparables ojos, hija de un
fabricante de medias de Estrasburgo, en presencia de la señora Dubois. En cambio,
cuando le escriba, sus cartas deberán ser apasionadas, incendiarias. Leer una carta de
amor bien escrita es para una orgullosa placer de dioses. Al saborearla, olvida la
comedia que representa y da oídos a la voz de su corazón: escribirá usted, pues, dos
cartas diarias.
-¡No en mis días!- gritó Julián, con desaliento-. ¡Me dejo machacar en un mortero
antes que componer tres frases! ¡Soy un cadáver querido! ¡No espere usted nada de
mí! ¡Déjeme que muera a la orilla del camino!

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-¿Por ventura le he dicho yo que debe usted componer las cartas? En mi maleta
guardo seis volúmenes de cartas de amor, manuscritas. Las hay para todos los
caracteres de la mujer, incluso para las que rinden culto especial a la virtud. ¿Ignora
usted que Kalisky hizo el amor a Richemond-la-Terrasse, la cuáquera más hermosa
de toda Inglaterra?
Julián se consideraba menos desgraciado cuando se despidió de su amigo a las
dos de la madrugada.
A la mañana siguiente, el príncipe hizo llamar a un copista, y dos días después
Julián recibía cincuenta y tres cartas de amor, concienzudamente clasificadas,
destinadas a rendir la virtud más sublime y más triste.
-No son más que cincuenta y tres porque Kalisky se hizo despedir antes de
escribir la cincuenta y cuatro; ¿pero qué le importa a usted que le maltrae la hija del
fabricante de medias, si sus tiros van asestados contra el corazón de la señora
Dubois?
Todos los días montaban a caballo los dos amigos. El príncipe había cobrado
tanto cariño a Julián, que llegó a ofrecerle la mano de una prima suya, rica heredera
de Moscú, asegurándole que, una vez casado, en menos de dos años se comprometía
a hacerle coronel.
Julián estuvo a punto de aceptar, pero su deber le obligaba a acudir a la cita que le
dio el elevado personaje. Prometió al príncipe que le escribiría. Recibió la
contestación a la nota secreta y corrió a París. No bien llegó, la proposición del
príncipe le pareció menos lisonjera: a los dos días, el solo pensamiento de abandonar
París y a Matilde le pareció peor que morir.
-No me casaré con los millones de Korassof- se dijo en definitiva-; pero seguiré
fielmente sus consejos. Seducir es su oficio, lo único que ha hecho, desde que
cumplió los quince años, y hoy tiene treinta. Talento no le falta, es ladino y cauteloso:
en su carácter no caben el entusiasmo ni la poesía... ¡tanto mejor! Es una especie de
procurador... luego lo probable es que no se engañe... ¡Nada, nada! Decididamente
voy a hacer el amor a la mariscala de Fervaques... Me proporcionará ratos de
aburrimiento, ya lo sé... pero me miraré en sus ojos, que tan parecidos son a los que
me han querido más en el mundo... estudiar un carácter nuevo...Estoy loco, me
ahogo, y no debo seguir mis impulsos, sino atenerme a los consejos de un buen
amigo.

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LV
EL MINISTRO DE LA VIRTUD
Si me entrego a ese placer con tanta prudencia
y circunspección, dejará de ser placer para mí.

LOPE DE VEGA

Llegado a París Julián, a poco de haber salido del despacho del marqués de la Mole, a
quien al parecer desconcertaron no poco los despachos de que era portador, corrió a
visitar al conde de Altamira. Aparte de la ventaja de ser un condenado a muerte,
aquel apuesto extranjero unía a su mucha gravedad la dicha de ser devoto, dos
méritos que, sumados a la elevada cuna del conde, agradaban en extremo a la
mariscala de Fervaques, que le veía con frecuencia.
Julián le confesó muy en serio que estaba locamente enamorado de aquella.
-Es la virtud más pura y más elevada- contestó Altamira-; aunque reconozco que
su virtud resulta algún tanto afectada y enfática. Díaz hay en que comprendiendo
todas las palabras de que ella se sirve, no acierto a alcanzar el sentido de la frase
entera. A veces me hace creer que no poseo el francés tal como lo habla ella. Si se
relaciona usted con esa mujer, su nombre no tardará en ser pronunciado en sociedad...
Pero vamos a visitar a Bustos, que ha hecho la corte a la mariscala.
Don Diego Bustos se hizo explicar muy extensamente el asunto, escuchando sin
pronunciar palabra, exactamente lo mismo que si fuese un abogado a quien se ofrece
un pleito.
-Comprendo- contestó al fin-. ¿Ha tenido amantes la mariscala de Fervaques?
¿Tiene usted esperanzas de alcanzar su objeto? La cuestión capital es ésa. De mí
puedo decir que fracasé, que resulté vencido. Como ya no me ciega el amor propio,
me hago el razonamiento siguiente: sufre frecuentes accesos de mal humor y no deja
de ser vengativa. No encuentro en ella ese temperamento bilioso, que suele ser
resultado o compañero del genio y reviste todos los actos de cierto barniz de pasión;
por el contrario, a su manera de ser flemática y tranquila, propia del carácter
holandés, es deudora de ser rara hermosura y de sus frescos colores.
Ponía nervioso a Julián la calma y flema inquebrantable del español: su
impaciencia se manifestaba a su pesar por medio de monosílabos que se le escapaban
con frecuencia.
-¿Tiene usted la bondad de escucharme?- le dijo con gravedad don Diego Bustos.
-Perdone usted la furia francesa: soy todo oídos- contestó Julián.

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-La mariscala de Fervaques es muy propensa al odio; persigue a personas que no
ha visto en su vida; abogados, pobres diablos de poetas como Collé, que escriben
canciones como ésta:

Amo con furia


A la bella...

Julián tuvo que aguantar la canción entera, que no se conformó con menos el
español.
Debemos hacer constar que nunca fue escuchada la célebre canción con mayor
impaciencia.
-Ha hecho destituir la mariscala el autor de esta otra:
Un día, el amor en la taberna...
Julián se horrorizó creyendo que Bustos iba a cantarle también la canción
principiada, pero se conformó aquel con analizarla. En realidad la tal canción era
impía y poco decente.
-Cuando la mariscala se enfureció contra esta canción-continuó Bustos-, me
permití hacerle presente que una dama de su condición no debe leer todas las
necedades que ven la luz pública, pues por mucho que progresen la piedad y la
gravedad, siempre habrá en Francia una literatura que podemos llamar de taberna.
También dije a la mariscala, cuando ésta consiguió arrebatar al autor, pobre diablo
que no cobraba más que la mitad del sueldo correspondiente a su destino de mil
ochocientos francos: «!Cuidado, señora! A los ataques que con sus armas dirige usted
contra ese rimador, es posible que conteste el atacado con sus rimas: quién sabe si
publicará alguna canción sobre la virtud. Usted frecuenta los salones más elegantes;
no olvide que acuden a éstos personas alegres que repetirán riendo los epigramas,
sobre todo si son picantes.» ¿Quiere usted que le repita la contestación de la
mariscala? «Por la causa del Señor, ante París entero caminaría gustosa al martirio:
Francia podría contemplar un espectáculo nuevo, y el pueblo sabría apreciar la
calidad. Para mí, sería el día más hermoso de mi vida. » Crea usted que nunca fueron
sus ojos tan hermosos como en aquel instante.
-¡Son soberbios!- exclamó Julián.
-Veo que está usted enamorado... Quedamos en que no es una constitución
biliosa, inclinada a la venganza; si castiga, si persigue, débese a que es desgraciada,
aunque sospecho que su desgracia es interior. ¿Será nuestra mariscala una mojigata
cansada de su oficio?
El español hizo una pausa que duró un minuto largo.
-La cuestión es ésa- repuso con gravedad el español-. Si fuese así, tal vez pudiera
usted abrigar alguna esperanza de éxito. Durante los dos años que he sido su

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humildísimo servidor, he mediado, he reflexionado mucho. Todo su porvenir, señor
enamorado, depende de este gran problema: ¿es una mojigata cansada de su oficio, y
vengativa porque es desgraciada?
-¿No será- dijo Altamira, rompiendo al fin su mutismo-lo que cien veces te he
dicho? ¿Consecuencia sencilla de la ventana francesa? ¿Por qué no ha de ser el
recuerdo de su padre, el famoso industrial, lo que constituye la desgracia de su
carácter, naturalmente tétrico y seco? Para ella el colmo de la dicha acaso fuera vivir
en Toledo y escuchar a todas horas sermones terroríficos sobre el infierno.
En el momento de despedirse, dijo don Diego, con mayor gravedad que nunca:
-Me dice Altamira que es usted de los nuestros. Día llegará en que usted nos
ayude a reconquistar nuestra libertad; de consiguiente, justo es que yo me ponga a su
lado y procure serle de alguna utilidad en su asunto. Tome usted estas cuatro cartas;
son obra de la mariscala. Léalas con atención, que no estará de más que conozca su
estilo.
-Las copiaré y se las devolveré a usted- respondió Julián.
-Y a nadie dirá usted palabra de lo que aquí hemos hablado, ¿eh?
-¡Palabra de honor!
-¡Que Dios le ayude en su empresa!
Don Diego Bustos acompañó silenciosamente a sus visitantes hasta la escalera.
La escena disipó un poquito la tristeza de Julián, quién difícilmente podía
contener una sonrisa cada vez que se acordaba de que el devoto Altamira le ayudaba
en una empresa que nada tenía de moral.
La proximidad de la hora de comer producía en Julián una sensación singular. En
la mesa vería a Matilde.
Vuelto al palacio de los marqueses, vistióse con esmero extraordinario, pero
acordándose luego de las recomendaciones del príncipe, y decidido a seguirlas al pie
de la letra, se desnudó de nuevo y se puso un traje sencillo de viaje.
-He de poner especial cuidado en las miradas- murmuró.
Eran las cinco y media y no se comía hasta las seis. Para hacer tiempo,
ocurriósele entrar en el salón, que encontró solitario. Las lágrimas acudieron a sus
ojos a la vista del sofá azul; vivos colores arrebolaron sus mejillas.
-Necesito matar esta sensibilidad- se dijo con cólera-. Me vendería.
Tomó un periódico y salió al jardín.
Temblando y bien oculto tras un árbol, se atrevió a levantar los ojos hasta la
ventana del cuarto de Matilde. Estaba herméticamente cerrada.
Sus piernas flaquearon, temió caer al suelo y hubo de permanecer una porción de
minutos apoyado contra el árbol. Al fin, un poco más tranquilo, fue a hacer una visita
a la escala del jardinero. La contemplo extasiado y concluyó por besarla.
Después de vagar largo rato por el jardín, Julián se encontró horriblemente

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cansado.
-¡Magnífico!- pensó-. No me venderán los ojos, estoy seguro.
Llegó la hora de comer. Fueron acudiendo todos a la mesa, excepto Matilde, la
cual, fiel a su costumbre, se hizo esperar. Vivos carmines tiñeron sus mejillas cuando
vio a Julián, cuyo regreso desconocía. Nuestro héroe, recordando las lecciones del
príncipe Korasoff, miró sus manos y observó que temblaban. Conturbóle no poco el
descubrimiento, pero consiguió dominar su emoción y no revelar más que cansancio.
El marqués le colmó de elogios y la marquesa le hizo el honor de hablarle de su
fatiga. Julián comprendió que no debía mirar mucho a Matilde, pero tampoco
esquivarla; así lo hizo.
Serían las ocho cuando anunciaron a la mariscala de Fervaques. Julián se eclipsó
para reaparecer minutos después, vestido con extraordinario esmero. La marquesa,
contentísima al ver semejante prueba de atención, quiso testimoniarle su satisfacción
hablando de su viaje a la mariscala. Julián tomó asiento al lado de ésta y en forma
que Matilde no pudiese ver sus ojos. Merced a su colocación, la mariscala quedó
convertida en objeto de su admiración más extática, sin llamar demasiado la atención.
La primera de las cincuenta y tres cartas que le entregara el príncipe Korasoff- trataba
precisamente de ello.
Anunció la mariscala que aquella noche iba a la Ópera Bufa; huelga decir que
Julián se apresuró a asistir también. Tuvo la suerte de encontrar en el vestíbulo al
caballero de Beauvoisis, quien le llevó al palco de sus amigos, que era precisamente
el inmediato al ocupado por la mariscala. Julián no separó de ella los ojos.
Encerrado en su cuarto, después de salir del teatro, pensó que le convenía escribir
un diario en el que hiciera constar los incidentes y progresos del asedio comenzado, a
fin de dar progresivamente mayor fuerza a sus ataques. Escribió dos o tres páginas,
consiguiendo ¡cosa admirable! no acordarse casi de la señorita Matilde.
Muy contadas veces había pensado Matilde en él mientras duró su ausencia.
-Es un ser vulgar- se decía-, cuyo nombre me recordará siempre la falta más
vergonzosa de mi vida. Preciso es que yo vuelva de buena fe a rendir culto a las
vulgares ideas de cordura y de honor que una mujer no puede olvidar sin exponerse a
perderlo todo.
Sin inconveniente accedió a que se llevase a efecto su matrimonio con el marqués
de Croisenois, llenando de alegría al favorecido, para quien habría sido una sorpresa
saber que en el fondo del consentimiento de Matilde, que tanto le enorgullecía,
palpitaba mucha resignación y ningún cariño.
Todas estas ideas de Matilde variaron radicalmente en cuanto vio a Julián.
-En realidad- se dijo-, es mi marido, y con él debiera yo casarme si de buena fe
vuelvo a la senda del deber.
Esperaba que Julián la importunaría con quejas, o, por lo menos, que la

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perseguiría con su tristeza silenciosa. Preparadas llevaba las contestaciones, no
dudando que su amante, al salir del comedor, intentaría dirigirle algunas palabras. Se
engañó; Julián se trasladó desde la mesa al salón, donde permaneció tranquilo, sin
dirigir una sola mirada al jardín. ¿Que le costó trabajo? Indudablemente; pero no lo
dejó traslucir.
-Hemos de tener una explicación... pues, cuanto antes mejor- pensó Matilde
saliendo sola al jardín.
Julián no se movió.
A través de las ventanas del salón vióle Matilde haciendo a la mariscala de
Fervaques una descripción detallada de los vetustos castillos ruinosos que se alzan
sobre las márgenes del Rin, dándoles una fisonomía especial. Preciso es confesar que
nuestro héroe no estaba del todo mal en el fraseo pintoresco y sentimental, que suelen
llamar esprit en ciertos salones.
Con razón se hubiese sentido henchido de orgullo el príncipe Korasoff si se
hubiera encontrado aquella noche en París, pues la velada era reproducción real de
cuanto su experiencia habría previsto. También habría aprobado la conducta que
observó Julián en los días sucesivos.
Una intriga urdida por los miembros del gobierno oculto iba a disponer de
algunos cordones azules. La mariscala de Fevarques quería que un hermano de su
abuelo fuese nombrado caballero de la Orden, e idéntica pretensión tenía el marqués
de la Mole en favor de su suegro. Aquella y éste unieron sus esfuerzos, y al objeto de
ponerse de acuerdo para llevarlos a buen término, se veían casi todos los días en el
palacio de la Mole. De labios de la mariscala supo Julián que el marqués iba a ser
nombrado ministro de la Corona, y que había ofrecido a la Camarilla un proyecto
ingeniosísimo que, debilitando poco a poco la Constitución, daría con ésta en tierra,
sin ruidos ni escándalos, en tres años.
Si el marqués de la Mole era ministro, Julián podía aspirar a una mitra, por más
que, a juicio del interesado, espeso velo cubría todos sus intereses: su imaginación los
entreveía muy confusos y lejanos. La horrible desventura que ponía en peligro la
solidez de su razón, hacía depender su porvenir de la actitud de Matilde, cuyo amor
no desesperaba de despertar de nuevo después de cinco o seis años de trabajos
metódicos y bien dirigidos.
Como se ve, aquella cabeza, tan serena y fría hasta entonces, atravesaba un
periodo de extravío lamentable, de delirio completo. De todas las cualidades que le
distinguieron en otro tiempo, solamente le quedaba una: la firmeza, y aun ésta
bastante conmovida. Fiel a la norma de conducta que le dictara el príncipe, todas las
noches se sentaba lo más cerca posible del sillón ocupado por la mariscala, pero le
era imposible dirigirle la palabra.
Los esfuerzos, la violencia que se hacía para que Matilde le creyese curado,

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absorbían todas las energías de su alma: su lengua estaba como muerta, y hasta sus
ojos habían perdido el fuego que los animaba.
En cuanto a la marquesa, como quiera que sus opiniones fueron siempre la
antítesis de las sustentadas por el hombre que probablemente haría duquesa a su hija,
al cabo de pocos días ponía sobre los cuernos de la luna los méritos de Julián.

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LVI
EL AMOR MORAL
There also was of course in Adeline.
That calm patrician polish in the adress,
Which ne’er can pass the equinoctial line.
Of any thing which Nature would express:
Just as a Mandarin finds nothing fine,
To least his manner suffers not to guess
That any thing he views can greatly please.

DON JUAN, XIII, 84

-Sin duda hay en toda esta familia cierta predisposición favorable que violenta la
rectitud de su juicio- pensaba la mariscala-. Todos parecen enamorados de su curita,
le tienen por hombre superior, y, sin embargo, no veo que sepa hacer otra cosa que
escuchar. Lo único que tiene bueno son los ojos: lo confieso.
Julián, por su parte, hallaba en la manera de ser de la mariscala un modelo casi
acabado de esa calma patricia que respira corrección y finura de modales y es
inaccesible a las emociones vivas. Lo imprevisto en los movimientos, la falta de
dominio sobre sí mismo, habría escandalizado a la mariscala casi tanto como la
ausencia de majestad frente a los inferiores. Una muestra de sensibilidad habría sido a
sus ojos algo parecido a una embriaguez moral, que no puede menos de avergonzar a
toda persona celosa de su dignidad. Nunca gozaba tanto como cuando hablaba de la
última expedición cinegética del rey, y su lectura favorita eran las Memorias del
duque de Saint-Simon, cuyas disertaciones genealógicas la encantaban.
Sabía perfectamente Julián el sitio que debía ocupar para poder admirar a la
mariscala, y lo ocupaba invariablemente, teniendo cuidado de colocar su silla en
forma que no hubiese de ver a Matilde. Admirada ésta de un empeño tan decidido y
evidente, abandonó un día el sofá azul y fue a sentarse cerca del sillón ocupado por la
mariscala. Por encima del sombrero de ésta la veía Julián, quien, ante aquellos ojos,
que eran árbitros de su suerte, experimentó al principio un terror indecible. Pronto
pasó éste, y con él, desapareció su apatía habitual. Aquel día habló muy bien.
Sus frases iban dirigidas, a la mariscala, pero su objeto único era obrar sobre el
alma de Matilde. De tal suerte se animó, que la mariscala concluyó por no
comprender lo que decía.
Esta circunstancia, a los ojos de la mariscala, era un mérito. Si Julián hubiese

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sabido completarlo añadiendo algunas frases de misticismo alemán o de ardiente
religiosidad, aquella le habría colocado entre los hombres superiores llamados por la
Providencia a regenerar a su siglo.
-Puesto que tiene el mal gusto de hablar tanto tiempo y con tanto fuego a la
mariscala de Fervaques, cerraré los oídos; no quiero escucharle- se dijo Matilde.
Aunque le costó trabajo, cumplió su palabra.
Terminada la tertulia, al dar las buenas noches a su madre para retirarse a su
cuarto, la marquesa detuvo a Matilde para hacer un elogio entusiasta de Julián. Fue lo
único que faltaba para acabar de exasperar a la joven. No pudo conciliar el sueño en
toda la noche.
Julián, en cambio, se encontraba más alegre, mejor dicho, menos triste que de
ordinario. Hizo la casualidad que. antes de meterse en la cama, tropezaran sus ojos
con la cartera de piel de Rusia que le había regalado el príncipe Korasoff juntamente
con las cincuenta y tres cartas de amor. Al pie de la primera, vio Julián una nota que
decía así:

«Esta carta se envía a su destino ocho días después de la primera


conversación.»

-¡Ya me he retrasado!- exclamó Julián, poniéndose a copiar la carta.


Era ésta una verdadera homilía, llena de frases sobre la virtud y capaz de hacer
bostezar a un marmolillo. Julián se durmió antes de terminar la segunda carilla.
Algunas horas más tarde, sorprendióle el sol apoyado sobre la mesa. Uno de los
momentos más penosos de su existencia era el que seguía al despertar, pues al abrir
los ojos se acordaba invariablemente de su desventura, pero aquel día terminó la
copia de la carta riendo casi.
-¿Es posible que haya existido un hombre capaz de escribir esto?- se preguntaba.
Al pie del original encontró una nota a lápiz, que decía lo siguiente:

«Las cartas debe llevarlas el mismo interesado: irá a caballo y llevará


corbata negra y levita azul. Al entregar la carta al portero, afectará aires de
contrición, sus ojos serán espejo que refleje la honda melancolía de su alma.
Si encuentra alguna doncella, secará furtivamente sus ojos y, sobre todo, le
dirigirá la palabra.»

Julián siguió las instrucciones al pie de la letra.


-Atrevido es lo que hago- se dijo Julián al salir del palacio de los Fervaques-, pero
mi error no será mío, sino de Korasoff. ¡Mire usted que tener la osadía de escribir a
una virtud tan célebre! La contestación será tratarme con el mayor desprecio, pero no

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me importa: me reiré. Si he de decir lo que siento, ninguna otra comedia podía
divertirme tanto... Si; hundir en el ridículo a este ser odioso que llamo Yo, me servirá
de solaz... ¡A trueque de distraerme, sería yo capaz hasta de cometer un crimen!...
Desde hacía un mes, los únicos momentos alegres de la existencia de Julián eran
aquellos en que llevaba su caballo a la cuadra. Korasoff le había prohibido
terminantemente que mirase a Matilde, y nuestro héroe, aunque con vivo dolor de su
alma, así lo hacía; pero el paso del animal, que Matilde conocía muy bien, y la
manera de llamar Julián a la puerta de las caballerizas, no pocas veces hacían que
aquella se acercase a los cristales de su ventana. Julián la veía a través de la finísima
muselina de los visillos, pero sin alzar la cabeza, por el borde del ala de su sombrero.
Aquella noche, la mariscala habló con él exactamente lo mismo que si no hubiese
recibido la disertación filosófico-místico-religiosa que por la mañana puso Julián en
manos de su portero, con expresión tan melancólica y compungida. Nuestro héroe
estuvo elocuentísimo, habló como un ángel sobre un tema altamente metafísico:
cómo el amor propio logra introducirse arteramente hasta en los corazones que son
templo de la virtud más augusta.
-Tiene razón la marquesa de la Mole-se decía la mariscala al subir a su coche-.
Ese joven es modelo de distinción. Sin duda, mi presencia le intimidaba los primeros
días. La verdad es que en esta casa no se encuentra nada sólido... virtudes cuya causa
son los años, y que tenían necesidad extrema del hielo de la edad... Ese joven, que es
listo, no ha podido menos de advertir la diferencia... Escribe bien; pero temo que la
súplica que en su carta me hace de que le ilumine con mis consejos sea en el fondo un
sentimiento, del cual ni el mismo se ha dado cuenta... ¡Cuántas conversiones han
tenido ese principio! Me hace augurar bien de ésta la notable diferencia de estilo que
observo entre la carta que me dirigió y las que he tenido ocasión de leer escritas por
otros jóvenes. Es imposible dejar de ver la unción, la seriedad profunda y la
convicción que palpitan en la presa de ese levita... Me atrevo a asegurar que ha de
llegar a poseer la dulce virtud de Masillon.

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LVII
LOS PUESTOS MAS HERMOSOS DE LA
IGLESIA
¡Servicios! ¡Talento! ¡Méritos!
¡Bah! ¡Afíliate a una camarilla!

TELÉMACO

He aquí cómo la idea de ceñir una mitra, que más de una vez había pasado por la
imaginación de Julián, penetró en la cabeza de una mujer, que más pronto o más tarde
debía ser la llamada a distribuir los puestos más hermosos de la Iglesia de Francia.
Verdad es que, dadas las circunstancias y el estado de ánimo de Julián, semejante
perspectiva no le habría halagado gran cosa, sencillamente porque le era imposible
pensar en lo que no fuera su desventura presente. Todo le atormentaba, todo le era
insoportable: hasta la vista de su habitación. Por las noches, al entrar en ella para
acostarse, los muebles, los objetos de adorno, parecían animarse y tener voz para
anunciarle con acentos ásperos y destemplados algún detalle nuevo de su desgracia.
-Menos mal que me he impuesto una labor obligada-murmuró al entrar en su
cuarto-. Ojalá esta segunda carta sea tan fastidiosa como la primera.
Lo era muchísimo más. Tan absurdo, tan falto de sentido común le pareció lo que
copiaba, que se vio obligado a transcribirlo palabra por palabra, sin preocuparse del
sentido.
-Más enfático es esto que los documentos oficiales del tratado de Münster, que mi
profesor de diplomacia me hacía copiar en Londres- se dijo.
Como se acordara entonces de las cartas de la mariscala, que todavía conservaba
en su poder, las buscó y leyó, hallando que casi eran inconexas y sibilíticas como las
del joven príncipe ruso. Prodigio de vaguedad, parecía que lo decían todo y no cedían
nada.
-Estilo de arpa eoliana- pensaba Julián-. En medio de un fárrago indigesto de
elevados pensamientos sobre la nada, la muerte, el infinito, etc., lo único que observo
de positivo es un terror abominable hacia el ridículo.
La escena y el monólogo que acabamos de transcribir se repitieron durante quince
días consecutivos. Dormirse copiando un comentario sobre el Apocalipsis, entregar al
día siguiente la carta con expresión melancólica, llevar el caballo a la cuadra con la
esperanza de vislumbrar el vestido de Matilde, trabajar durante el día, asistir a la
Ópera las noches que la mariscala no iba al palacio de los marqueses de la Mole, eran

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las ocupaciones monótonas de la existencia de Julián. Un poquito más animado
resultaba las noches que la mariscala asistía a la tertulia, porque entonces Julián podía
ver disimuladamente los ojos de Matilde, y estaba más elocuente que de ordinario.
Sus frases pintorescas y sentimentales adquirían originalidad y elegancia.
Claro está que no dejaba de comprender que cuanto decía había de resultar
absurdo a los ojos de Matilde, pero no le importaba: su empeño era herir la
imaginación de ésta con la elegancia de la dicción. Seguro de agradar más a Matilde
cuanto más exagerase la nota de lo falso, con osadía apenas concebible torció y
deformó ciertos aspectos de la Naturaleza. No tardó en observar que, si no quería
parecer vulgar a los ojos de la mariscala, debía abstenerse en absoluto de exponer
ideas sencillas y razonables, y éste fue el sistema que siguió, dilatando o abreviando
sus lucubraciones según agradaban o aburrían a las dos damas a quienes se proponía
agradar.
Algo salía ganando: su vida era menos intolerable que cuando se pasaba los días
en la inacción.
Una noche, mientras copiaba la carta decimoquinta, se decía:
-Catorce epístolas he puesto en las mismísimas manos del fiel suizo de la
mariscala... Voy a tener el honor de llenar todas las gavetas de su escritorio, y, sin
embargo, me trata como si jamás hubiese leído una letra mía. ¿Cuál será el final de
todo esto? ¿La aburrirá mi constancia tanto como me aburre a mí? Preciso es confesar
que el ruso amigo del príncipe Korasoff, y enamorado de la linda cuáquera, fue un
hombre terrible: imposible imaginar nada tan aplastante.
Semejante a todos los seres mediocres, a quienes la casualidad colocaba en
presencia de las complicadas maniobras de un gran general, para Julián era un
enigma al ataque llevado a cabo por el joven ruso contra el corazón de la bella
inglesa. Las cuarenta cartas primeras tenían por objeto único hacerse perdonar el
atrevimiento de escribirlas, conseguir que la bella, que acaso se aburría mortalmente,
se fuese acostumbrando a recibir cartas un poquito menos insípidas, tal vez, que su
vida ordinaria.
Una mañana entregaron una carta a Julián. Campeaban en el sobre las armas de la
mariscala de Fervaques. Abrióla nuestro héroe con apresuramiento: era una invitación
a comer.
Corrió Julián a leer las instrucciones del príncipe Korasoff, pero halló que el
joven ruso tuvo el capricho de ser ligero como Dorat donde debió ser sencillo e
inteligible, de lo cual resultó que Julián no consiguió adivinar la posición moral que
debía ocupar en la comida ofrecida por la mariscala.
Era un salón magnífico, dorado como la galería de Diana de las Tullerías,
adornado con soberbios cuadros al óleo. En los cuadros se observaban algunas
manchas claras; más tarde averiguó Julián que, habiendo parecido los asuntos poco

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decentes a la dueña de la casa, los hizo corregir.
Encontró en el salón a tres de los personajes que habían asistido a la redacción de
la nota secreta. Uno de ellos, el obispo de..., tío de la mariscala, disponía de los
beneficios de su diócesis y no sabía negar nada a su sobrina.
-He dado un paso de gigante- pensaba Julián-; ¡pero cuán indiferente me es!
¡Heme aquí comiendo, con el célebre obispo de...!
La comida fue mediocre y la conversación aburrida.
-Es como el índice de un libro malo- pensó Julián-. Se abordan con fiereza todos
los temas, se explanan todos los pensamientos, y concluye el lector por no saber si
debe abominar más del énfasis del autor o de su horrible ignorancia.
Es posible que haya olvidado el lector a aquel insignificante literato llamado
Tanbeau, sobrino del académico y futuro profesor que, con sus rastreras calumnias,
parecía llamado a emponzoñar el salón de la Mole. A ese joven debió Julián la
primera idea de que muy bien podía ocurrir que la mariscala, aunque no contestaba
sus cartas, viese con indulgencia el sentimiento que las inspiraba. Los triunfos de
Julián despedazaban el alma negra de Tanbeau, pero, por otra parte, como es
imposible que un hombre de mérito, lo mismo que un idiota, pueda estar a la vez en
dos lugares distintos, pensaba el futuro profesor que, si Julián conseguía ser el amante
de la sublime mariscala, ésta le proporcionaría alguna prebenda en la iglesia, y
quedaría vacante el palacio de los marqueses de la Mole.
También el cura Pirard sermoneó de lo lindo a Julián por sus triunfos obtenidos
en el palacio de los Fervaques; mediaban vivas envidias de secta entre el austero
jansenista y el salón regenerador y monárquico de la virtuosa mariscala.

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LVIII
MANON LESCAUT
Desde que se convenció de la estulticia
borrical del prior, salía admirablemente
del paso llamando negro a lo que era
blanco y blanco a lo que era negro.

LICHIEMBERG

Prescribían imperiosamente las instrucciones rusas no llevar jamás la contraria, de


viva voz, a la persona a quien se dirigían las cartas.
Bajo ningún pretexto y en ningún caso debía salir el escritor de su papel de
admirador extático: las cartas partían de esta suposición.
Una noche, en la Ópera, hallándose Julián en el Palco de la mariscala, ensalzó
hasta el bailable de Manon Lescaut. Hablaba así sencillamente porque le parecía
malo.
La mariscala contestó que el bailable resultaba muy inferior a la célebre novela
del abate Prévost.
Que una persona de virtud tan sólida como la mariscala alabase una novela,
maravilló y divirtió al propio tiempo a Julián. Motivos le sobraban para maravillarse,
pues la buena señora aprovechaba todas las ocasiones para testimoniar el desprecio
que le merecían los escritores que, lanzando a la voracidad del público obras poco
morales, se proponían corromper a la juventud, predispuesta de suyo, por desgracia, a
los extravíos de la carne.
-Ocupa Manon Lescaut-repuso la mariscala uno de los primeros puestos en el
género de literatura inmoral y peligrosa. Pinta las debilidades criminales y las agonías
demasiado merecidas con verismo que no carece de profundidad; lo que no impidió
que su Bonaparte dijese en Santa Elena que es una novela para lacayos.
Toda la actividad de espíritu de Julián despertó al escuchar las anteriores palabras.
-Han querido perderme a los ojos de la mariscala- pensó-. Alguien le ha hablado
del culto entusiasta que rindo a Napoleón, y esta circunstancia le ha desagradado lo
bastante para precipitarla en la tentación de hacerme sentir su enojo.
Al despedirse, en el vestíbulo de la Ópera, de la mariscala, díjole ésta:
-No olvide usted, caballero que no debe amar a Bonaparte quien a mi me ame; a
lo sumo, se le tolerará que acepte a aquel hombre como necesidad impuesta por la
Providencia. Por lo demás, su alma careció de la flexibilidad necesaria para sentir las

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obras maestras del arte.
-¡Quien a mí me ame!-se repetía Julián-. He aquí una frase que lo dice todo y no
dice nada... ¡Secretos del lenguaje que no poseemos los pobres provincianos!
Aquella noche, mientras copiaba una carta inmensa para la mariscala, Julián se
acordó como nunca de la señora de Rênal.
-¿Cómo es que me hablaba usted de Londres y de Richmond, en una carta, que
supongo que me escribió anoche, a la salida del teatro?- preguntó al día siguiente la
mariscala a Julián, con mal disimulada indiferencia.
Nuestro héroe no supo qué contestar. La noche anterior, alejada su imaginación de
lo que estaba haciendo, copió el original a la letra, y no se acordó de substituir las
palabras Londres y Richmond por París y Saint-Cloud. Balbuceó dos o tres frases que
no supo terminar, y al fin, a fuerza de torturar su ingenio, dijo que exaltado por la
discusión de los más altos y sublimes intereses del alma humana, la suya, mientras
corría la pluma sobre el papel, sufrió tal vez una distracción.
Aquella noche, al leer el original de la carta copiada la víspera, halló el pasaje en
que el joven ruso hablaba de Londres y de Richmond. Con asombro vio entonces que
la epístola en cuestión era casi tierna.
Merced al contraste que existía entre la ligereza aparente de sus conversaciones y
la profundidad sublime y punto menos que apocalíptica de sus cartas, había
conseguido interesar a la mariscala. Más que nada, agradaba a ésta la extensión
extraordinaria de las frases. No era tan feliz en sus conversaciones, porque aun
cuando procuraba desterrar de aquellas todo cuanto tuviese visos de buen sentido, se
resentían de cierto saborcillo antimonárquico e impío, que no escapaba a la
penetración de la mariscala de Fervaques. Rodeada constantemente de personas
eminentemente morales, pero incapaces de concebir una idea, producía impresión en
la bella dama todo cuanto tenía visos de novedad, aunque, al mismo tiempo, se creía
obligada a mostrarse ofendida. Llamaba a este defecto conservar vestigios de la
ligereza del siglo...
Pero es hora de que abandonemos los salones de la mariscala, que únicamente
pueden ofrecer algún atractivo a los que con miras utilitarias solicitan ser en ellos
admitidos. El lector habrá compartido sin duda el aburrimiento de que una existencia
carente de interés hacía víctima a Julián; que nos perdone deseamos si le hemos
obligado a recorrer una de las landas desoladas que se encuentran en los viajes
literarios.
Grandes esfuerzos había de hacer la señorita de la Mole para arrojar de su
pensamiento a Julián, durante el lapso de tiempo que éste dedicó al episodio de la
mariscala. Combates de violencia extrema agitaban su alma: si alguna vez imaginaba
que sólo desprecio tenía para aquel joven tan triste, no tardaba en sentirse cautivada,
a pesar suyo, por su conservación. Lo que mayor estupefacción le producía era su

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fingimiento constante, su falsedad absoluta: ni una palabra decía a la mariscala que
mentira no fuese, y si no mentira, disfraz abominable de su manera de pensar, que
Matilde conocía muy bien.
-¡Qué profundidad!- se repetía ella, admirando el maquiavelismo de Julián-. ¡Qué
diferencia entre él y los necios enfáticos, o tunantes vulgares, como Tanbeau, que
hablan el mismo lenguaje!
Digamos, porque así es la verdad, que Julián pasaba días horribles. Si frecuentaba
con mayor asiduidad que nadie los salones de la mariscala. era para cumplir con el
más penoso de los deberes. Los esfuerzos que para representar su papel había de
hacer robaban todas las energías a su alma: noches había, y no eran pocas, en que, al
atravesar el inmenso vestíbulo del palacio de los Fervaques, necesitaba de toda la
entereza de su carácter para no sucumbir a la desesperación.
-Vencí la desesperación del seminario, no obstante tener ante mis ojos una
perspectiva de las más horribles- se decía-. Se trataba de hacer o de no hacer fortuna,
pero en uno y otro caso, condenado estaba a pasar mi vida entera en sociedad íntima
con lo que el mundo ofrece de más despreciable y repugnante, y esto no obstante,
meses después de haber entrado en él, considerábame el más dichoso de los jóvenes
de mi edad.
La mayor parte de las veces, estos razonamientos se estrellaban contra la
espantosa realidad. Todos los días veía a Matilde en la mesa; las cartas que le dictaba
el marqués le decían que estaba muy próxima la fecha de su matrimonio con el
marqués de Croisenois, quien visitaba dos veces al día el palacio de su prometida. Ni
el más insignificante de sus movimientos perdía la mirada celosa del amante
abandonado, y los días que éste observaba que Matilde trataba con dulzura a su
pretendiente, al entrar en su cuarto, instintivamente contemplaba con cariño sus
pistolas.
-La solución mejor que podía yo dar a mis quebrantos-pensaba Julián con
frecuencia- sería hacer desaparecer las marcas de mi ropa interior, irme a cualquier
bosque solitario, que distase veinte leguas de París, y terminar de una vez esta vida
execrable. Como nadie me conocería en la región donde tuviera lugar el suceso
pasarían quince días antes que la nueva de mi muerte llegase a oídos de las personas
que me trataran, y después de quince días de eclipse ¿quién se acordaría ya del
fúnebre Julián?
La solución era inmejorable; no lo discutiremos; pero es lo cierto que, horas
después de vislumbrada, la vista del brazo de Matilde, o bien la de su vestido sólo,
bastaba para sumergir a nuestro joven filósofo en un mar de recuerdos, muy penosos,
muy crueles, pero que le aferraban a la vida.
-¡Vaya!- se decía entonces-. Tendré paciencia y veré qué da de sí esta política
rusa... ¿Cómo acabará esto? Por lo que a la mariscala se refiere cuando le haya

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enviado las cincuenta y tres cartas, juro no dedicarle, una línea más; y en cuanto a
Matilde... una de dos: o mis seis semanas de comedia penosa no influirán en nada en
su cólera o determinarán un instante de reconciliación... ¡Dios mío!... ¡La dicha me
mataría! Pero muy pronto me haría de nuevo objeto de sus rigores, fundados en el
ningún poder que de agradarle tengo, y entonces me quedaría yo sin recurso alguno,
perdido para siempre... dado su carácter, ¿qué garantías puede ofrecerme? ¡Pobre de
mí! ¡Carezco de elegancia, no poseo esa distinción que seduce, mi conversación es
pesada y monótona... ¡Dios Santo! ¿Por qué yo soy yo?

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LIX
EL TEDIO
Sacrificarse a sus pasiones, puede pasar:
¡pero sacrificarse a pasiones que no se
sienten! ¡Oh triste siglo XIX!

GIRODET

La mariscala de Fervaques leyó sin gusto las primeras epístolas de Julián, pero no
tardó en aficionarse a ellas. Una cosa la desconsolaba.
-¡Lástima que ese señor Sorel no sea decididamente cura!se repetía con
frecuencia-. Podría yo entonces concederle cierta intimidad... Hoy, dada su condición
subalterna, no puedo... me expondría a que me hiciesen preguntas crueles, que no
sabría cómo contestar... Hasta sería posible que alguna amiga de mala intención
creyese y propalase que es algún primo mío, de la familia de mi padre... un
mercachifle condecorado por la Guardia nacional...
Hasta que conoció a Julián, el mayor placer de la virtuosa dama fue estampar la
palabra mariscala a continuación de su nombre. Nació en su pecho un poco de
interés, y a matarlo tendía su insana vanidad de plebeya encumbrada.
-¡Me sería tan fácil hacerle vicario general de cualquiera de las diócesis próximas
a París!- pensaba-. ¡Es horrible que se llame Sorel a secas, y sea, por añadidura,
secretario del marqués de la Mole!
Por primera vez en aquella alma, que lo temía todo, tenía cabida un sentimiento
extraño a sus pretensiones de rango y de superioridad social. Su viejo portero observó
que cada vez que ponía en sus manos una carta de aquel joven tan triste y tan guapo,
desaparecía la expresión de descontento que la mariscala daba deliberadamente a su
rostro cuando se presentaba ante ella cualquier individuo de su servidumbre.
El tedio consiguiente a una existencia consagrada a la obra de producir efecto en
el público, pero sin que el éxito proporcione goces reales al corazón, se había hecho
tan intolerable a la mariscala desde que Julián ocupaba un lugar en su pensamiento,
que bastaba que departiese una hora con nuestro héroe para que sus doncellas
tuvieran la seguridad de que no serían regañadas por ella en todo el día. La influencia
de Julián crecía tan lozana, que resistió sin daño el embate de algunos anónimos
admirablemente redactados. En vano Tanbeau sirvió dos o tres calumnias diabólicas a
los señores de Croisenois, de Luz y de Caylus; en vano éstos se encargaron de
propalarlas, sin tomarse la molestia de comprobar la exactitud de sus acusaciones: la

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mariscala, cuyo talento no era bastante sólido para resistir golpes de esta índole,
buscó apoyo, contó sus cuitas a Matilde, y ésta se encargó de consolarla.
Un día después de haber preguntado tres veces si habían traído alguna carta, la
mariscala decidió bruscamente contestar a Julián. Fue una victoria del tedio. A la
segunda carta, le pareció imperdonable inconveniencia escribir de su puño y letra
unas señas tan vulgares como las siguientes: Señor Sorel, palacio del señor marqués
de la Mole.
-Necesito que me traiga usted algunos sobres con sus señas- dijo aquella noche
con extraordinaria sequedad a Julián.
Aquella misma noche entregó a la dama los sobres, y al día siguiente, muy
temprano, recibió la tercera carta, de la cual no leyó más que las cinco o seis líneas
primeras y las dos o tres del final: la carta tenía cuatro carillas y estaba escrita con
letra menudita y apretada.
Gradualmente adquirió la mariscala la costumbre de escribirle todos los días.
Julián contestaba con copias literales de las cartas rusas, siendo de advertir ¡milagros
del estilo enfático! que la mariscala no advertía la ninguna relación que había entre
sus epístolas y las contestaciones. No puede dudarse que la irritación de su orgullo
habría sido terrible si Tanbeau, que se había convertido en espía voluntario de los
actos de Julián, hubiese podido decirle que todas las cartas iban a parar sin ser leídas,
al cajón de la mesa de su destinatario.
Una mañana el portero llevaba a Julián, que se encontraba en la biblioteca, una
carta de la mariscala. Encontró Matilde al primero, vio la carta y observó que la letra
del sobre era de Julián. No bien salió el portero de la biblioteca, entró ella. La carta
continuaba sobre la mesa, pues Julián, muy atareado no la había colocado en el cajón.
-¡Esto no puedo sufrirlo!- exclamó Matilde apoderándose de la carta-. ¡Olvida
usted, señor mío, que soy su esposa! ¡Su conducta es horrible, caballero!
Pronunciadas las palabras anteriores, alzóse en su pecho una tempestad de
orgullo, provocada por la inconcebible inconveniencia del humillante paso que
acababa de dar; rompió a llorar; los sollozos la ahogaban.
Sorprendido, confundido Julián, no se dio cuenta de todo lo que aquella escena
tenía para él de admirable y de feliz. Apresuróse a ayudar a sentarse a Matilde, la
cual, se dejó caer con abandono en sus brazos.
Al darse cuenta de aquel movimiento, sintióse invadido por una dicha infinita;
pero inmediatamente se acordó de Korasoff.
-Una sola palabra puede perderme para siempre- se dijo.
Sus brazos quedaron rígidos; tan penoso fue el esfuerzo que hubo de hacerse,
obediente a la voz de la prudencia.
-No me es permitido saborear la dicha de estrechar contra su corazón este cuerpo
esbelto y encantador- se dijo-. ¡Carácter singular! ¡O me desprecia, o me maltrata!

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Cuanto más maldecía el carácter de Matilde, más crecía su amor, su adoración;
parecíale que tenía en sus brazos a una reina.
La frialdad glacial de Julián exacerbaba las torturas del orgullo que desgarraban el
alma de la señorita de la Mole. Fallábale la serenidad de juicio necesaria para intentar
leer en los ojos de su amante lo que éste sentía en realidad por ella en aquellos
instantes: ni a mirarlos siquiera se atrevía, temiendo encontrar en ellos la expresión
de un desprecio que la hubiese aniquilado.
Sentada en un diván de la biblioteca, inmóvil y vuelta la cabeza hacia el lado
opuesto a Julián, sufría los dolores más horribles que el orgullo y el amor puedan
hacer sufrir a un alma humana. ¡Había caído la infeliz en un abismo horripilante de
torturas!
Me estaba reservado a mí, la más desventurada de las mujeres, ver cruelmente
rechazados los ofrecimientos menos dignos. Y rechazados... ¿por quién?- gritaba el
insano orgullo del dolor-. ¡Por un criado de mi padre! ¡Qué vergüenza! ¡No! ¡Eso no
lo aguantaré!
Poniéndose en pie de un salto, contraído su bello rostro por el furor, abrió el cajón
de la mesa de trabajo de Julián. El espanto la dejó yerta al ver ocho o diez cartas,
parecidas a la que el portero acababa de traer. En los sobres de todas ellas reconoció
la letra de Julián, más o menos desfigurada.
-¡Conque no contento con enamorarla, la desprecia usted!- gritó, fuera de sí-. ¡Un
nada, un criado miserable tiene la osadía de despreciar a la mariscala de Fervaques...!
¡Ah!... ¡Perdón, querido mío!- añadió cayendo de rodillas y abrazando las piernas de
Julián-. ¡Despréciame si quieres, pero no me niegues una limosna de amor! ¡Sin él,
no quiero la vida!
Dobló la cabeza como una flor cuyo tallo ha sentido, el duro contacto del filo de
la hoz, y cayó desvanecida.

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LX
UN PALCO EN LOS BUFOS
As the blackest sky Forcels
the heaviest tempest.

DON JUAN, IV, 76

La escena que dejamos reseñada, escena de interés inmenso, dejó a Julián más
maravillado que feliz. Las injurias de Matilde fueron para él demostración palmaria
de las excelencias de la política preconizada por el príncipe ruso.
-Hablar poco y obrar poco; en esto estriba mi esperanza única de salvación- se
dijo Julián.
Nuestro amigo levantó a Matilde, la colocó sobre el diván, y continuó mudo y
severo como una esfinge.
Repuesta Matilde de su desvanecimiento, comenzó a derramar copiosas lágrimas.
Tomó en sus manos las cartas, las sacó de sus sobres y no pudo contener un
movimiento nervioso cuando reconoció la letra de la mariscala. Daba vueltas a las
cartas sin atreverse a leerlas; casi todas ellas tenían seis carillas.
-¡Contéstame, por favor!- exclamó al fin Matilde, con voz suplicante, pero sin
osar mirar a Julián-. Sabes muy bien que soy orgullosa... ¡Ah! ¡El orgullo es mi
desgracia, lo confieso! ¿Me ha robado la mariscala de Fervaques tu corazón? ¿Ha
hecho por ti todos los sacrificios que hice yo, arrastrada por mi fatal amor?
Julián no contestó: su rostro se ensombreció al pensar:
-¿Con qué derecho me pide una indiscreción indigna de un hombre honrado?
Quiso leer las cartas Matilde, pero las lágrimas que llenaban sus ojos lo
impidieron.
Un mes hacía que sufría horriblemente, pero su alma altanera se resistía a
confesar sus sentimientos. Si sobrevino la explosión que estamos viendo, fue obra de
la casualidad, que hizo que los celos y el amor, agudizados como consecuencia de un
incidente fortuito, ahogasen su orgullo.
Estaba sentada en el diván, muy cerca del hombre que la adoraba; veía éste sus
sedosos cabellos, su cuello alabastrino, y llegó un momento en que, olvidado de su
política, pasó su brazo alrededor de su talle y la atrajo hacia sí.
Matilde volvió lentamente la cabeza... ¡Qué dolor tan vivo reflejaban sus ojos!
¡Casi era imposible reconocer su fisonomía habitual! Julián comprendió que sus
fuerzas le abandonaban, que le era imposible llevar más adelante el acto de valor

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heroico que se había impuesto.
-Dentro de breves horas- pensó Julián- esos ojos no expresarán más que desdén
frío, si sucumbo a la tentación de testimoniar mi amor.
Matilde, mientras tanto, con voz ahogada y frase entre-cortada, repetía que jamás
volvería a ceder a las desastrosas insinuaciones de su orgullo.
-También yo tengo orgullo- contestó Julián con voz apenas perceptible, y
disimulando mal el abatimiento físico que le dominaba.
Matilde se volvió vivamente. Escuchar aquella voz querida era una dicha de la
cual hasta la esperanza había perdido. Si en aquel momento se acordaba de su
altanería, era para maldecirla; habría querido hacer cosas inauditas, increíbles, para
demostrar hasta qué grado le adoraba a él y se detestaba a sí misma.
-Voy creyendo- repuso Julián- que fue el orgullo, y no el amor, la causa de que
me concediera usted una distinción momentánea, y desde luego afirmo que la
estimación que en este instante me profesa es debida a la firmeza enérgica que
observa en mí, y que es la característica del hombre que en algo se tiene. Es posible
que yo esté enamorado de la mariscala...
Se estremeció Matilde; sus ojos ofrecieron una expresión extraña. Comprendió la
infeliz que iba a escuchar su sentencia, y tembló. Julián echó de ver aquel
movimiento y sintió que su valor se conmovía.
-¡Por qué no podré yo cubrir de besos esas mejillas pálidas, tan adoradas, sin que
ella lo note!- pensaba el cuitado.
Con voz ahogada por la emoción, repuso:
-Es posible que esté yo enamorado de la mariscala; ni lo niego ni lo afirmo; pero
proclamo muy alto que, de su interés hacia mí, si se lo he inspirado, no me ha dado
prueba alguna decisiva...
Clavó Matilde sus ojos en su rostro, y Julián sostuvo la mirada, casi seguro de
que su emoción no le había vendido. Sentíase penetrado de amor, henchido de este
dulce sentimiento. Jamás había adorado tanto a Matilde; su locura apasionada corría
parejas con la que demostraba ella. Es bien seguro que si Matilde no hubiese perdido
toda su serenidad, sin esfuerzo habría rendido a Julián, obligándole a caer a sus
plantas y a abjurar de la comedia vana que representaba. Nuestro héroe encontró
fuerzas para seguir hablando: mientras su pensamiento dirigía un llamamiento
desesperado al príncipe Korasoff, quien con una palabra habría podido señalarle la
norma de conducta que le convenía seguir, su voz decía:
-Aun cuando no palpitase en mi alma ningún otro sentimiento, bastaría la gratitud
para unirme a la mariscala. Esta me ha tratado con indulgencia, me ha consolado
cuando otros me mataban con sus desprecios... Es difícil, casi imposible que yo
ponga confianza en determinadas apariencias... muy halagüeñas, sin duda, pero poco
duraderas...

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-¡Dios Mío!- exclamó Matilde.
-¡Vamos a ver!- añadió Julián con acento vivo y voz firme, como abandonando el
inútil bagaje de la diplomacia-. ¿Qué garantías me daría usted? ¿Quién me asegura,
quién me garantiza que la posición que usted parece en este momento dispuesta a
devolverme durará más de dos días?
-El exceso de mi amor y el horror de mi desdicha, si tu corazón ha dejado de ser
mío- contestó Matilde, apoderándose de sus manos.
Julián, sin quererlo, vio los encantadores hombros de su interlocutora; el desorden
de los cabellos que coronaban aquella cabeza querida despertaron en su mente
recuerdos deliciosos... Iba a ceder.
-Una palabra imprudente- le dijo su razón- y viene otra serie interminable de días
pasados en la desesperación. La señora de Rênal seguía siempre los impulsos de su
corazón, pero esta señorita de la alta sociedad no, deja que su corazón se conmueva
más que cuando razones plausibles le prueban que debe, conmoverse.
Vio a tiempo el peligro y decidió no sucumbir a él. Retiró las manos que Matilde
oprimía entre las suyas y, con muestras de respeto exageradas, se alejó un poquito. El
valor de un hombre no puede ir más lejos. Recogió las cartas de la mariscala que
estaban desparramadas por el diván, y con apariencias de finura, que resultaba cruel a
fuerza de ser meditada, añadió:
-La señorita de la Mole se dignará concederme un plazo para reflexionar sobre lo
que hemos hablado.
Sin esperar contestación, salió de la biblioteca.
-¡Monstruo!...- murmuró Matilde-. ¡No se enternece el bárbaro!... ¿Pero qué estoy
diciendo ¡No es monstruo, no es bárbaro sino bueno, prudente, sabio!... ¡yo soy la
que cometo errores como humana inteligencia no puede imaginar!...
Aquella noche Matilde sintió estremecimientos de horror cuando anunciaron a la
mariscala de Fervaques: la voz del lacayo que pronunció aquel nombre le pareció
siniestra. Julián, poco orgulloso de la dolorosa victoria alcanzada, comió fuera de
casa.
Aumentaban rápidamente su amor y su dicha a medida que se alejaba del teatro
de la batalla.
-¡Mentira parece que haya yo resistido tanto!- se decía-. ¿No me habré excedido?
¡Oh! ¡Si mi resistencia hubiese asesinado su amor! Un momento solo puede variar
por completo las disposiciones de su alma altanera, que ha recibido de mí, lo
confieso, un trato horroroso.
Tenía precisión de asistir aquella noche a los Bufos, porque la mariscala le había
invitado expresamente a su palco. La razón lo aconsejaba que fuese, puesto que
Matilde no dejaría de saberlo, aparte de que, faltar, era grave desatención; pero, esto
no obstante, dejó pasar las primeras horas sin ir al teatro: sabía que las

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conversaciones que necesariamente habría de sostener en el palco le robarían la mitad
de la dicha que le embargaba.
A eso de las diez se resolvió a ir. Tuvo la suerte de encontrar el palco de la
mariscala lleno de damas, circunstancia que le obligó a quedarse cerca de la puerta.
Su posición le libró del ridículo: los sublimes acentos de desesperación de Carolina
en el Matrimonio segreto. Vio estas lágrimas la mariscala y se conmovió a su vez. Lo
poco de mujer que en su alma quedaba la impulsó a hablar.
-¿Ha visto usted a las señoras de la Mole?- preguntó-. Ocupan un palco tercero.
Julián se acercó vivamente al antepecho y vio a Matilde: en los ojos de ésta
brillaba el llanto.
Matilde había suplicado a su madre que la llevase al teatro, aunque no podían
disponer de su palco, por no corresponderles el turno. Un amigo de la casa les ofreció
su palco tercero, que fue aceptado.
Quería ver con sus propios ojos la infeliz si Julián pasaba la velada con la
mariscala.

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LXI
INFUNDIRLE MIEDO
¡He aquí el hermoso milagro de
vuestra civilización! ¡Habéis hecho del
amor un asunto ordinario!

BARNAVE

Julián subió corriendo al palco ocupado por las señoras de la Mole. Sus ojos buscaron
ansiosos a Matilde, que lloraba sin tomarse la molestia de disimularlo. Acompañaban
a la marquesa y a su hija la amiga que les ofreciera el palco y algunos caballeros
conocidos de la última. Matilde, perdido el temor a su madre, puso su mano en las de
Julián, y con voz ahogada por las lágrimas, pronunció la palabra siguiente:
-¡Garantías!
-Dadme fuerzas para poner un candado a mis labios, ¡Dios mío!- se dijo Julián,
cubriéndose los ojos con la mano, cual si desease defenderlos de la luz que inundaba
los palcos terceros- Si pronuncio una palabra, revelaré mi emoción, me venderá el
sonido de mi voz y probablemente me perderé.
Gran violencia le costó; hubo de sufrir combates tan recios como los que le
despedazaron el alma aquella mañana; pero no habló.
Terminada la función, la marquesa quiso llevar en su coche a Julián.
Afortunadamente le hizo sentar frente a ella y le habló durante todo el trayecto,
impidiendo que pudiera dirigir una palabra a su hija.
¿Será preciso decir que, no bien se encontró solo en su habitación, cayó de
rodillas y cubrió de besos las cartas de amor que le diera el príncipe Korasoff?
-¡Oh, amigo providencial!- exclamaba en su locura-. ¡Hombre superior!...
¡Cuánto te debo!
Gradualmente recobró la calma. Se comparó al general que acaba de obtener un
triunfo glorioso.
-La ventaja es cierta, positiva, inmensa- se decía-. ¿Pero qué sucederá mañana?
En un minuto puedo perderlo todo.
Con movimiento apasionado abrió las Memorias dictadas por Napoleón en Santa
Elena, y pasó dos horas engolfado en su lectura. Sólo sus ojos leían, es cierto, pero
conseguía su objeto, que era violentarse. Durante aquella lectura verdaderamente
singular, su cabeza y su corazón, puestos al nivel de cuanto hay de más elevado,
trabajan activamente.

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-Su corazón es el reverso del de la señora de Rênal- se decía de tanto en tanto,
pero sin atreverse a ir más lejos.
Al fin, arrojando lejos de sí el libro, exclamó:
-¡Infundirle miedo! Mientras el enemigo me tenga miedo, me obedecerá y no se
atreverá a despreciarme.
Paseaba por su habitación ebrio de alegría... aunque esta alegría nacía de su
orgullo más bien que de su amor.
-¡Infundirle miedo!-se repetía con fiereza-. La señora de Rênal, hasta en los
momentos de dicha más intensa, dudaba que mi amor fuese igual al suyo... Hoy me
encuentro frente a un demonio a quien es preciso subyugar.
Sabía perfectamente que, desde las ocho, de la mañana siguiente, Matilde
esperaría en la biblioteca, pero él no apareció hasta las nueve. Su amor tendía a
desbordarse, pero su cabeza dominaba en absoluto a su corazón. Ni un minuto dejaba
pasar sin repetirse:
-Mi salvación estriba en que ocupe siempre y a todas horas su imaginación esta
duda: «¿Me ama?» Su posición brillante y las adulaciones que la rodean la
predisponen a tranquilizarse demasiado pronto, y eso es lo que debo evitar.
La encontró pálida, tranquila, sentada en el diván.
-Te he ofendido, amigo mío; lo confieso- dijo tendiendo la mano-. ¿Puedes
guardarme rencor?
Faltó poco para que se vendiese Julián, que estaba muy lejos de esperar aquel
tono dulce y sencillo.
-Exiges garantías- repuso ella, después de esperar inútilmente contestación-, y
nada más justo. Ráptame... huiremos a Londres... quedaré perdida para siempre...
deshonrada...
Todos los sentimientos de virtud y de decoro femenino se alzaron en su alma. La
sacudida que aquellos determinaron le dio valor para retirar su mano de la de Julián y
cubrir con ella sus ojos.
-No importa... deshónrame!- gritó al fin-. ¡Es una garantía!
Julián, al cabo de algunos instantes de penoso silencio, contestó:
-Una vez en camino para Londres, una vez deshonrada, para servirme de sus
mismas palabras, ¿quién me responde de que usted continuará amándome? ¿Qué mi
presencia en la silla de posta no le parecerá a usted importuna? No soy un monstruo,
señorita, y, de consiguiente, ver a usted perdida en la opinión pública será para mí
una desventura más. El obstáculo no radica en la posición que usted ocupa en el
mundo, sino en su carácter. ¿Se atrevería usted a responderse a sí misma de que me
amará ocho días?
Julián quedó pensativo.
-¡Ah!- se decía mentalmente-. ¡Que me ame ocho días, nada más que ocho días, y

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moriré de felicidad! ¿Qué me importa el porvenir? ¿Qué valor tiene para mí la vida?
¡Y esa dicha inefable, esa felicidad celestial, puede comenzar ahora mismo, en este
instante, si yo quiero!...
Sólo depende de mí...
Matilde, tomando su mano, dijo:
-Comprendo que soy indigna de ti.
Julián, sin poder contenerse, la abrazó, pero inmediatamente hizo presa en su
corazón la mano férrea del deber.
-Si ella adivina que la adoro como se adora a Dios, la pierdo- pensó, recobrando
toda la dignidad que debe tener un hombre.
Aquel día y los siguientes logró mantener perfectamente guardado en el fondo de
su pecho el tesoro de dicha que lo inundaba. Ocasiones había en que se privaba hasta
del placer de estrecharla entre sus brazos, pero había otras en que el delirio amoroso
imponía silencio a los consejos de la prudencia.
Solía refugiarse entre un macizo de madreselvas que había en el jardín, para ver,
sin ser vistos la ventana del cuarto de Matilde y llorar su inconstancia. Un día, al
pasar con Matilde frente a aquel lugar que tan vivos y dolorosos recuerdos despertaba
en su alma, el contraste entre su desesperación pasada y su dicha presente fue
demasiado vivo para que sus efectos quedasen encerrados; lágrimas abundantes
brotaron de sus ojos mientras decía, llevando a sus labios la mano de su adorada:
-Aquí me escondí para pensar en ti... desde aquí contemplaba aquella ventana,
aquí esperaba horas enteras el momento dichoso en que esta mano abriese las
maderas...
No repetiremos sus discursos: baste decir que su debilidad fue completa. Pintó,
con esos colores que la imaginación no es capaz de inventar, el exceso de su
desesperación de entonces, y dejó ver por medio de breves interjecciones su dicha
actual, que había puesto fin a sus horribles torturas.
-¡Qué hago, santo Dios!- se dijo de pronto, volviendo en sí-. ¡Me pierdo!
Fue tan grande su alarma, que creyó ver menos amor en los ojos de Matilde.
Claro está que fue ilusión, mas aun así, bastó para transformar de súbito su rostro,
que se cubrió de mortal palidez. El fuego de sus miradas se apagó, y a la expresión de
amor sin límites sucedió la de altanería.
-¿Qué te pasa, querido mío?- preguntó con inquieta ternura Matilde.
-Que estoy mintiendo, que la engaño a usted- contestó Julián con crueldad-. Soy
un falso, y, sin embargo, Dios sabe que estimo a usted lo bastante para que me
repugne engañar-la. Me aprecia usted y comprendo que no necesito recurrir a
fingimientos para agradarla.
-¡Dios mío! ¿Era fingido lo que con tanto entusiasmo me estabas diciendo?
-Fingido era, y de ello pido a usted perdón. Las frases que salían de mi boca las

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compuse en otro tiempo para decirlas a una mujer que me amaba... y cansaba. Es el
defecto de mi carácter: yo mismo me acuso.
Lágrimas silenciosas resbalaban por las mejillas de Matilde.
-Cuantas veces me dominan recuerdos de tiempos felices, que pasaron para no
volver- repuso Julián-, mi execrable memoria, de la que reniego en este momento, me
ofrece un recuerdo amargo, y abuso miserablemente de él. Suplico a usted que me
perdone.
-¿Luego acabo de hacer algo que te ha desagradado?
-Me acuerdo que un día, al pasar usted junto a estas madreselvas, cogió una flor:
se la pidió el señor de Luz y usted se la dio. A dos pasos de ustedes me encontraba
yo.
-¿El señor de Luz? ¡No es verdad!- contestó Matilde con su altanería habitual-.
¡Yo no soy coqueta!
-Lo vi yo mismo- replicó Julián,
-Entonces será verdad, amigo mío- dijo Matilde bajando los ojos.
Sabía positivamente que jamás dio flor alguna al señor de Luz.
Julián clavó en ella una mirada de ternura inefable.
Aquella noche, Matilde se burló, riendo, de su gusto por la mariscala.
-¡Un burguesito hacer el amor a una dama improvisada-decía-. Creo que los
corazones de esa clase son los únicos que se hallan fuera del alcance de las
seducciones de mi Julián. Lo que no puede negarse es que ha hecho de ti un
verdadero dandy.
Julián, durante el lapso de tiempo que se creyó objeto de los desprecios de
Matilde, llegó a ser uno de los jóvenes mejor vestidos de París, con la circunstancia
de reunir una ventaja inmensa sobre los demás: una vez vestido y acicalado, no se
acordaba de su elegancia.
Pondremos fin al capítulo diciendo que había una cosa que intrigaba a Matilde:
Julián continuaba copiando y enviando a la mariscala cartas rusas.

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LXII
EL TIGRE
¡Oh! ¿Por qué esto y no aquello?

BEAUMARCHAIS

Refiere un viajero inglés que vivía en intimidad perfecta con un tigre. Mimaba y
acariciaba a la fiera pero siempre tenía al alcance de su mano una pistola amartillada.
Algo parecido hacía Julián. Jamás se abandonaba al exceso de su dicha, fuera de
los momentos que Matilde no podía leer la expresión de sus ojos, y con exactitud
matemática cumplía el penoso deber que se había impuesto de dirigirle alguna frase
dura. Cuando la dulzura de Matilde, que le producía vivo asombro, dicho sea de paso,
y su abnegación absoluta, ponían en peligro el dominio que sobre sí mismo ejercía,
tenía el valor de separarse bruscamente de ella.
Matilde amaba por vez primera.
La vida, que para ella se arrastró siempre a paso de tortuga, volaba ahora
vertiginosamente.
Como su orgullo tenía forzosamente que buscarse alguna salida, traducíase en un
desprecio temerario a todos los peligros que su pasión podía lanzar sobre su cabeza.
El único que daba pruebas de prudencia era Julián. Matilde se rebelaba contra su
voluntad cuando la amagaba algún peligro; fuera de ese caso, su sumisión era
ejemplar; pero la que con respecto a Julián era obediente y humilde, trataba con la
mayor altanería a todos los demás de la casa, fueran sus padres, fueran los criados.
En las tertulias, delante de sesenta personas, llamaba a Julián y hablaba con él a
solas durante mucho tiempo.
Un día que Tanbeau se atrevió a colocarse cerca de los amantes, Matilde le rogó
que fuese a la biblioteca y le trajese el tomo de la obra de Smolet que trata de la
revolución de 1688, y como advirtiera en aquel cierta vacilación, añadió, con
expresión de ultrajante altanería, que fue un bálsamo para el alma de Julián:
-No tenga usted prisa: puede tomarse todo el tiempo que quiera.
-¿Has reparado en la mirada de esa fierecilla?- preguntó Julián a Matilde.
-Si su tío no llevara diez o doce años de servicio en nuestros salones, ahora
mismo le mandaba echar a la calle.
Su actitud con respecto a Croisenois, Luz, etc., aunque correcta y fina en la
forma, no era menos insultante en el fondo. Matilde se echaba en cara las
imprudentes confidencias hechas en otro tiempo a Julián, que lamentaba tanto más

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cuanto que no se atrevía a confesarle que había exagerado grandemente las pruebas
de interés, desde luego inocentes, de que en fecha pasada hizo objeto a aquellos
señores. Su orgullo de mujer selló sus labios cuantas veces quiso decir a su amante:
«Precisamente porque hablaba contigo, porque me gustaba hacerte sufrir, me
complacía describiendo debilidades que no he tenido, hablando de que no retiraba mi
mano cuando Croisenois, al colocar las suyas sobre el velador de mármol, rozaba las
mías.»
Por los días que reseñamos, daba la pícara coincidencia que, siempre que
cualquiera de aquellos señores quería hablar a Matilde, ésta tenía necesidad de
preguntar algo a Julián.
Como habrá adivinado el lector, eran pretextos para retener al último a su lado.
Las entrevistas de nuestros amantes tuvieron sus consecuencias: Matilde se
encontró encinta y se apresuró a comunicar la nueva a Julián.
-¿Dudarás ahora de mí?- le preguntó, radiante de alegría-. ¿No es esto una
garantía? Tu esposa soy para siempre.
El anuncio impresionó profundamente a Julián, a quien puso en peligro de olvidar
el principio fundamental de su conducta. ¿Cómo mostrarse frío y desdeñoso con la
pobre niña perdida por él? No; no era posible que en lo sucesivo la mortificase con
frases duras a propósito de la duración de su amor.
-Quiero escribir a mi padre- dijo Matilde un día. Más que padre, es un amigo para
mí... Me consideraría indigna de ti y de mí si le engañase un solo día.
-¡Dios mío! ¿Qué es lo que piensas? ¿Qué vas a hacer?
-Cumplir con un deber- contestó Matilde, radiante de felicidad.
-¡Tu padre me echará ignominiosamente!
-Le asiste el derecho y fuerza será respetarlo; pero si te echa, te daré el brazo y
saldremos los dos por la puerta principal, a la luz del día.
Suplicó Julián que aplazase hasta después de una semana la ejecución de su
proyecto.
-Imposible- respondió Matilde- Habla la voz del honor y no puedo desoírla.
-¡Pues bien! Yo te ordeno que calles por ahora- replicó Julián con energía-.
Ningún peligro corre tu honor; soy tu esposo. Nuestro estado variará esencialmente el
día que lleves a la práctica tu proyecto. También yo tengo mis derechos... Hoy es
martes; el martes próximo es el cumpleaños del duque de Retz; por la noche, cuando
tu padre vuelva a casa, el portero pondrá en sus manos la carta que seguramente me
será fatal... Sus ilusiones son hacerte duquesa, tengo pruebas positivas... imagina,
pues, si mi desventura es grande.
-¿O lo que es lo mismo, si su venganza será grande?
-Compadezco a mi bienhechor, me destroza el alma causarle pesadumbre, pero ni
temo ni temeré nunca a nadie.

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Matilde se sometió. Era la primera vez que Julián le hablaba con autoridad,
aunque nunca la amó tanto como después de conocer el estado en que se encontraba.
Éste, a la par que le inundó de dicha y le sirvió de pretexto para no volver a dirigir a
Matilde frases crueles, le produjo una agitación profunda. ¿Le separarían de su
adorada? Y si le separaban, ¿se acordaría Matilde de él un mes más tarde?
Por otra parte, le infundían terror las duras reconvenciones que con perfecto
derecho podía dirigirle el marqués.
Aquella noche confesó a Matilde este manantial segundo de temor, y durante el
curso de su conversación, extraviado por su pasión, confió también a Matilde el
primero.
-¡La verdad es que seis meses de separación serían para entrambos una
desgracia!- exclamó la joven.
-Para mí, de desgracia inmensa; la única que no puedo vislumbrar sin terror.
Llegó el martes fatal. El marqués al volver a medianoche a su casa, encontró una
carta, cuyo sobre indicaba que debía abrirla él mismo y cuando se encontrase sin
testigos. La carta decía lo siguiente:
«Mi querido padre: Han saltado hechos pedazos los lazos sociales que nos unen, y
no continúan intactos más que los de la Naturaleza. Después de mi marido, serás tú
siempre el ser más querido para mí. Suben a mis ojos las lágrimas cuantas veces
pienso en el pesar amargo que te causo, pero al objeto de impedir que mi vergüenza
trascienda al público, y a la par para que tengas tiempo de reflexionar y de obrar, he
creído deber ineludible mío no diferir por más tiempo una confesión penosa. Si el
cariño que me profesas, inmenso, ya lo sé, quiere concederme una pensión modesta,
me iré a vivir con mi marido a donde disponga, a Suiza, por ejemplo. Es tan humilde,
tan obscuro el nombre del hombre a quien pertenezco, que nadie podrá reconocer a tu
hija en la señora de Sorel, nuera de un aserrador de Verrières. Y ya ha estampado mi
mano el nombre que tanto trabajo me costaba escribir. Temo que descargue sobre
Julián tú cólera, justa en apariencia. No seré duquesa, padre mío, pero no lo siento:
cuando resolví amar a Julián, lo sabía ya. Debo decir que fui yo la que me enamoré
de él, la que le seduje. Recibí de ti un alma demasiado elevada para que pueda
llamarme la atención nada que sea o me parezca vulgar. En vano, en mi deseo de
darte gusto, he intentado aficionarme al marqués de Croisenois... ¿Por qué pusiste
ante mis ojos el verdadero mérito? Tu mismo me dijiste a mi regreso de Hyéres:
«Sorel es el único ser que me gusta.» El pobre lamenta, siente tanto como yo, si es
posible, la amargura que ha de ocasionarte la lectura de esta carta. No puedo impedir
que te irrites contra mí como padre; pero no me retires tu cariño de amigo.
»Julián me respetaba: si alguna vez me dirigía la palabra, inspiraba sus frases el
reconocimiento profundo que siente hacia ti. Jamás me habló de amor, pues la altivez
natural de su carácter le ha impulsado siempre a no hablar más lenguaje que el oficial

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a las personas colocadas en posición social superior a la suya. Fui yo, lo confieso
avergonzada, lo declaro con rubor a mi mejor amigo, y juro que a ningún otro hombre
haré jamás semejante confesión, fui yo, repito, la que un día, en el jardín, me colgué
de su brazo y le enamoré y seduje.
»Cuando hayas reflexionado, luego que transcurran veinticuatro horas y juzgues
con frialdad lo sucedido, ¿por qué has de irritarte contra él? Mi falta es irreparable. Si
lo exiges, yo, que soy la portavoz de sus protestas de respeto profundo, y de su
desesperación por haberte agraviado, te anuncio que se irá de esta casa, que no
volverás a verle, pero, al propio tiempo que iré yo a reunirme con él en cualquier sitio
que él ordene. Es derecho suyo mandarme, como deber sagrado mío obedecerle,
acatar humilde las órdenes del padre de mi hijo. Si tu bondad generosa quiere
concedemos una pensión de seis mil francos para vivir, la aceptaremos vivamente
agradecidos: en caso contrario, Julián se establecerá en Besançon y se dedicará a la
enseñanza de latín y de literatura. Su origen es bajo, pero tengo la seguridad de que se
elevará. Casada con él, no me da miedo la obscuridad. Si estalla la revolución algún
día, no me cabe duda de que ha de desempeñar uno de los cargos más elevados. ¿Te
atreverías a asegurar tanto de cualquiera de los otros que han aspirado a mi mano?
¿Que son dueños de regias propiedades?... No veo en esa circunstancia razón fundada
para admirarles. Aun bajo el régimen actual, mi Julián se encumbraría, llegaría a
ocupar una posición envidiable, si mi padre le daba un millón y le concedía su
protección...»
Ocho carillas tenía la carta de Matilde.
-¿Qué debo hacer?- se preguntaba Julián, mientras el marqués de la Mole leía la
carta de su hija-. ¿Dónde están mi deber y mi interés? Mi deuda con el marqués es
inmensa; sin él sería yo un nada, un hipócrita odiado por muchos y perseguido por
algunos. El marqués ha hecho de mí un hombre de mundo, beneficio que estimo en
más que si me hubiese dado un millón...
El ayuda de cámara del marqués de la Mole interrumpió bruscamente las
reflexiones de nuestro héroe.
-El señor marqués dice que pase usted a su despacho sin pérdida de momento;
vestido o desnudo, como se encuentre.
Julián siguió al servidor.
Mientras se dirigían al despacho del marqués, el segundo añadió a media voz:
-¡Está fuera de sí... loco! ¡Tenga usted cuidado!

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LXIII
EL INFIERNO DE LA DEBILIDAD
Al tallar este brillante, un lapidario
poco hábil lo ha privado de sus luces
más bellas. En la Edad Media...
¿qué estoy diciendo? Hasta en tiempo
de Richelieu poseían los franceses
la fuerza de querer.

MIRABEAU

Julián encontró furioso al marqués. Por primera vez en su vida, aquel gran señor, tan
fino, tan irreprochable, perdió, como suele decirse, los estribos, habló con términos
groseros, disparó sobre Julián todas las atrocidades que se le vinieron a la boca. Sus
injurias desconcertaron a nuestro héroe, le impacientaron, mas sin llegar a quebrantar
su reconocimiento.
-¡Pobre señor!- pensaba Julián-. ¡Qué de hermosos proyectos, largos años
acariciados, ve desvanecidos, por culpa mía, en este instante!
Comprendió nuestro amigo que debía responder al marqués, que su silencio
encendería más y más su cólera, y buscó en el papel de Tartufo la inspiración de su
respuesta.
-¡No soy un ángel, señor!... Le he servido bien, usted me ha pagado con
generosidad... mi gratitud era grande, grande mi respeto... ¡pero tengo veintidós años,
señor! En esta casa, solamente usted sabía comprenderme; usted y su encantadora
hija...
-¡Monstruo!- bramó el marqués-. ¡Encantadora!... ¡Encantadora!... ¡El día que la
encontró usted encantadora debió huir, poner tierra por medio!
-Lo intenté; recordará usted que le pedí permiso para ir al Languedoc.
Cansado de pasear su furor, domado por la inmensidad de su dolor, el marqués se
dejó caer sobre un sillón. Julián oyó que murmuraba a media voz:
-No es un mal hombre...
-¡No, señor marqués! ¡Para usted no soy malo, no puedo serlo!- exclamó Julián
cayendo de rodillas.
El marqués estaba realmente loco. El movimiento de Julián le exasperó en tales
términos, que vomitó sobre aquel un torrente de injurias las más atroces, injurias
dignas de un cochero. La variedad de sus juramentos y maldiciones parecía distraerle:

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-¡Cómo! ¿Ha de llamarse mi hija la señora de Sorel? ¿No será duquesa?
Cuantas veces se presentaban juntas estas dos ideas en la imaginación del
marqués le producían un dolor tan lacerante, que su corazón se eclipsaba. Julián
temió más de una vez que concluiría por pegarle. Otras veces, en sus intervalos de
lucidez, cuando el marqués comenzaba a habituarse a la idea de su desgracia, dirigía
a su secretario apóstrofes más razonables.
-Debió usted... sí señor... su obligación era huir- decía-. Nunca hubiera yo podido
creer a usted capaz de...
Julián se acercó a la mesa y escribió:

«He resuelto poner fin a mi vida, que me es insoportable hace mucho


tiempo. Ruego al señor marqués que acepte, juntamente con la expresión de
mi reconocimiento sin límites, mis excusas por las molestias que mi suicidio
en su palacio pueda acarrearle. »

-Tenga el señor marqués la bondad de leer estos renglones... Es la una de la


madrugada; voy a pasear por el jardín... estaré hacia el muro del fondo: máteme
usted, o haga que me mate su ayuda de cámara.
-¡Váyase usted al infierno!- gritó el marqués al ver que se iba Julián.
-Comprendo que no le pesaría verme muerto a manos de su ayuda de cámara-
pensaba Julián-. ¡Bah!... ¡Que me mate... es una satisfacción que le ofrezco... aunque
malditas las ganas que tengo de abandonar este mundo... Soy joven y me debo a mi
hijo...
El pensamiento en su hijo, que por primera vez le presentó su imaginación
perfectamente claro y definido, le embargó durante los primeros minutos de paseo
por la zona peligrosa.
-Me es indispensable un consejero que me indique la norma de conducta que debo
seguir con ese hombre impetuoso- se dijo-. Le ha abandonado la razón, está loco y le
creo capaz de todo... Fouqué vive demasiado lejos, aparte de que tampoco sabría
apreciar los sentimientos de un corazón como el del marqués... ¿El conde de
Altamira...? ¿Pero quién me responde de su discreción eterna? No quiero complicar
mi posición pidiendo consejo... ¡Nada! ¡Está visto que no me queda otro hombre que
Pirard... quien es muy capaz de pegarme al solo anuncio de mi crimen!...
El genio de Tartufo vino en auxilio de Julián.
-Iré a confesar con él- murmuró.
Fue esta la resolución definitiva que adoptó después de dos horas de paseo.
Ya no se acordaba del peligro de recibir un escopetazo.
El sol del día siguiente, al asomar en el horizonte, encontró a Julián a varias
leguas de París, llamando a la puerta del severo jansenista. Su estupor fue inmenso al

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hallar que sus confianzas sorprendían nada o muy poco al confesor.
-Quizá me alcance a mí parte de culpa- decía el cura, más bien preocupado que
irritado-. Me pareció adivinar la existencia de ese amor, y si no advertí al padre, fue
porque selló mis labios el afecto que te profeso...
-¿Qué debo hacer?- preguntó con anhelo Julián-. Veo tres soluciones en
perspectiva: primera, el marqués puede disponer de mi vida, que he puesto en sus
manos al entregarle la carta en que declaro que me suicido; segunda, puedo cambiar
dos o tres balas con el conde Norberto...
-¿Serías capaz de batirte con él?- preguntó con indignación el sacerdote.
-No me dejó usted terminar; por nada del mundo dispararía yo sobre el hijo de mi
bienhechor... Tercera: puedo alejarme. Si el marqués exige que me vaya a Edimburgo,
a Nueva York, obedeceré; paso porque oculte la situación de su hija, pero jamás
consentiré que suprima a mi hijo.
-No dudes que ese será el primer pensamiento que se le ocurra.
Matilde, mientras tanto, estaba desesperada. Había visto a las siete de la mañana a
su padre, quien le dio a leer la carta de Julián, y se estremecía de horror al pensar que
su amado acaso hubiese puesto fin a su vida.
-Si él ha muerto, moriré yo- dijo con entereza a su padre-. Serás tú quien le hayas
asesinado... probablemente verás con júbilo un suceso que solucionará, a tu entender,
lo sucedido... pero yo te juro que vestiré de luto, que me haré llamar públicamente
Viuda de Sorel, que enviaré esquelas de defunción... ¡No dirás nunca que tu hija es
pusilánime ni cobarde!
Su pasión la enloqueció en tales términos, que su padre quedó perplejo, indeciso.
Matilde no bajó al comedor a la hora de almorzar, y su padre se vio libre de un
peso grandísimo al convencerse de que aquella nada había dicho a su madre.
Llegó Julián de su excursión. No bien desmontó, le hizo subir Matilde a sus
habitaciones y se arrojó en sus brazos en presencia casi de su doncella. No dio
pruebas de gran agradecimiento nuestro héroe al recibir tan manifiesta prueba de
amor, pues había salido muy diplomático y calculador de su dilatada entrevista con el
sacerdote Pirard. Matilde, derramando deliciosas lágrimas, le dijo que había leído su
carta.
-Puede ocurrir que mi padre aproveche el arma que has puesto en sus manos...
¡Por favor te pido que te vayas al instante a Villequier!... Vuelve a montar a caballo y
vete antes que mi padre salga del comedor... ¡Permíteme que lleve yo la dirección del
asunto!- añadió llorando, al ver a Julián inmóvil, silencioso y frío-. Sabes muy bien
que, voluntariamente, nunca me separaría de ti... Escríbeme, pero dirigiendo las
cartas a mi doncella... desfigura la letra de los sobres... Yo te escribiré cartas
interminables... ¡Adiós!... ¡Huye!
Esta última palabra hirió a Julián, quien, sin embargo, obedeció.

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-Es una fatalidad que estas gentes, hasta en los momentos mejores, hallen el
secreto de torturarme- pensó.
Matilde se opuso con energía incontrastable a los proyectos prudentes de su
padre. Jamás quiso entrar en negociaciones cuya base no fuese la siguiente: «Se
casaría con Julián, y viviría con su marido, o pobre y obscuramente en Suiza, o en el
palacio de su padre.» Rechazó indignada la insinuación de un alumbramiento
clandestino, y ella propuso a su vez que, a los dos meses de casada, emprendería un
viaje con su marido, y le sería sumamente sencillo hacer creer que el hijo había
venido al mundo en época conveniente.
Su proposición, acogida al principio por el marqués con transportes de cólera, fue
poco a poco abriéndose camino en la razón de su padre.
-¡Toma!- dijo al fin-. Aquí tienes una escritura que asegura diez mil francos de
renta: hazla llegar cuanto antes a manos de tu Julián, y dile que procure librarme
inmediatamente de la tentación de arrepentirme.
En su deseo de obedecer a Matilde, cuyo afán de mandar conocía muy bien
Julián, éste habría recorrido inútilmente cuarenta leguas, y se encontraba en
Villequier, arreglando cuentas con los terratenientes de su principal. La donación del
marqués le obligó a regresar, pero el no a París, sino a la casa del cura Pirard, quien,
durante su ausencia, se había convertido en el aliado más útil de Matilde, pues
cuantas veces le consultaba el marqués, contestaba diciéndole y demostrándole que
toda solución que no fuese un matrimonio público sería un crimen a los ojos de Dios.
-Y por fortuna- añadía el sacerdote-, en este punto, la sabiduría del siglo está de
perfecto acuerdo con la religión. Dado el carácter fogoso de la señorita de la Mole,
¿se atrevería usted a contar con la inviolabilidad de un secreto que no se impusiera
ella misma? Si rechaza usted la solución natural y franca de un matrimonio público,
las murmuraciones de la sociedad no tendrán fin. Es preciso decir las cosas de una
vez, sin dejar apariencias ni realidad de misterio.
-Es verdad- contestó pensativo el marqués-. El problema hay que abordarlo de
frente.
Dos o tres amigos del marqués participaban de la opinión de Pirard. Para ellos, el
mayor obstáculo radicaba en el carácter decidido de Matilde. Por desgracia, cuando
más convencido parecía el marqués, titubeaba y se resistía a renunciar a la esperanza
de ver duquesa a su hija. En su mente se alzaban recuerdos de expedientes que eran
aún posibles cuando él vino al mundo. Doblegarse ante la necesidad, tener respeto a
la ley, parecíale un absurdo, algo deshonroso para un hombre de su estirpe. ¡Caros
pagaba el infeliz los sueños encantadores en que venía meciéndose hacía diez años,
cada vez que pensaba en el porvenir de su hija!
-¿Podía yo prever esto?- se repetía-. ¡Una hija tan altiva, de tanto talento, de miras
tan elevadas, más orgullosa que yo mismo del nombre que ostenta! ¡Una hija cuya

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mano han solicitado los hombres más nobles, más ilustres de Francia! ¡Preciso es no
tomar en serio la prudencia, reírse de la previsión!... ¡Vivimos en un siglo destinado a
trastornarlo todo!... ¡Caminamos hacia el caos!...

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LXIV
UN HOMBRE DE TALENTO
Decíase el prefecto: ¿Por qué no
seré yo ministro, presidente del
Consejo, duque? He aquí el sistema
de guerra que yo haría... Por este medio,
en muy poco tiempo conseguiría encerrar
entre cuatro paredes a todos los innovadores...

El Globo

Imposible hallar argumentos, razones capaces de destruir el imperio de diez años de


ensueños agradables. Comprendía el marqués que no era razonable encolerizarse,
pero no se resolvía a perdonar. Su imaginación, anegada en un mar de tristeza, sólo
hallaba consuelo en las quimeras más absurdas, porque eran éstas las que paralizaban
la influencia de las atinadas razones del sacerdote Pirard. Un mes transcurrió de esta
suerte, sin que se adelantase un paso en el camino de la solución del asunto.
La lentitud del marqués desconcertó a Julián, si bien éste, al cabo de algunas
semanas de ansiedad, comenzó a adivinar que, si la solución, mala o buena, no
llegaba, era porque el padre de Matilde no la había encontrado todavía.
La marquesa y todos los individuos del palacio suponían a Julián recorriendo las
propiedades que el marqués tenía en provincias, y nadie sospechaba que estaba
escondido en la casa de Pirard y que veía a Matilde casi todos los días. Todas las
mañanas pasaba ésta una hora hablando con su padre, pero transcurrían días y hasta
semanas enteras sin que ninguno de los dos mencionase el asunto que tanto
preocupaba a entrambos.
Un día le dijo el marqués:
-No quiero saber dónde está ese hombre: encárgate tú de hacer llegar a sus manos,
esta carta.
Matilde leyó lo siguiente:
«Mis posesiones del Languedoc rentan 20.600 francos. Doy 10.600 francos a mi
hija, y 10.000 al señor Julián Sorel, entendiéndose que, a la par que de las rentas,
hago donación de las propiedades. Diga usted al notario que redacte dos escrituras de
donación separadas, y que me las traiga mañana. Una vez firmadas, las relaciones
entre nosotros quedarán cortadas por completo... ¡Ah! ¿Merecía yo esto?
EL MARQUÉS DE LA MOLE.»

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Te lo agradezco en el alma- dijo con alegría Matilde-. Nos iremos a vivir al
castillo de Aiguillon, entre Agen y Marmande. Si no miente la fama, es una región
que, en punto a belleza, nada tiene que envidiar a Italia.
La donación sorprendió extraordinariamente a Julián. Ya no era el hombre severo
y frío que hemos conocido: el destino de su hijo embargaba todos sus pensamientos.
La fortuna imprevista que se le venía a las manos, bastante considerable para un
pobre, le hizo ambicioso. Soñaba con una renta de treinta y seis mil francos para él y
otra igual para su mujer.
Matilde, por su parte, no pensaba más que en el culto de adoración que rendía a
su marido, pues así llamaba siempre a Julián, y su ambición única era formalizar y
hacer público su matrimonio. Pasábase la vida bendiciendo la prudencia de que dio
pruebas uniendo su suerte a la de un hombre tan superior.
La ausencia casi continua, la multiplicidad de asuntos a resolver y el escaso
tiempo de que disponía para hablar de amor, fueron otras tantas causas que vinieron a
terminar la obra iniciada por la maquiavélica conducta observada en otro tiempo por
Julián.
Matilde concluyó por rebelarse contra las dificultades que se alzaban entre ella y
el hombre que adoraba con verdadero frenesí, y en un momento de mal humor,
escribió a su padre una carta semejante a la conocida de Otelo. Decía así:
«Que he antepuesto a Julián a todas las ventajas que la sociedad puede brindar a
la hija del marqués de la Mole, verdad es que demuestra elocuentemente mi elección.
Ningún valor tienen para mí los placeres que son consecuencia de la consideración y
de la ridícula vanidad. Pronto hará seis semanas que vivo separada de mi marido: me
parece que son bastantes para testimoniarte mi respeto. Antes del jueves próximo
abandonaré el domicilio paterno. Tu generosidad nos ha enriquecido. Nadie,
excepción hecha del señor Pirard, conoce mi secreto. Iré a su casa, él nos casará; una
hora después de la ceremonia, nos pondremos en camino para el Languedoc, y no
volveremos a París sin recibir órdenes tuyas. Un solo pesar tengo, y es que mi
resolución dará motivo a muchas hablillas y murmuraciones que ni a ti ni a mí nos
dejarán bien parados. Los epigramas de un público estúpido pueden ser causa de que
nuestro excelente Norberto provoque a Julián, y si tal desgracia ocurriera,
sobrevendría lo irremediable, porque yo, que conozco bien a Julián, perdería en ese
caso todo mi imperio sobre él; nos encontraríamos frente al alma de un plebeyo en
plena rebelión. ¡De rodillas te suplico, ¡oh padre mío!, que vengas a presenciar
nuestro matrimonio, qué tendrá lugar el jueves próximo en la parroquia del señor
Pirard. Únicamente así se suavizarán las anécdotas picantes y dejarán de verse
amenazadas la vida de tu hijo único, y la de mi marido...»
Esta carta colocó al marqués en situación de singular perplejidad, sencillamente
porque era llegado el momento de adoptar una decisión...

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Puesto en las extrañas circunstancias en que la fatalidad tuvo la crueldad de
colocarle, recobraron todo su imperio los rasgos más salientes de su carácter,
impresos por los sucesos que afectaron su juventud. Las desventuras ajenas a la
emigración habían hecho de él un hombre de imaginación. Después de disfrutar
durante dos, años de una fortuna inmensa y de todas las distinciones de la corte, el
año 1790 descargó sobre su cabeza todas las miserias de la emigración, y la dura
escuela de la desgracia modificó esencialmente su alma de veintidós años. En
realidad, por la fecha que le hemos conocido, no le dominaban las riquezas que
poseía: se cernía él sobre aquellas, pero su misma imaginación, a la que debió el
verse preservado de la gangrena de la codicia, encendió en él otra pasión tan loca
como la del oro: la de ver a su hija ostentando un título de los más hermosos.
Durante las seis semanas anteriores, el marqués, cediendo hoy a un capricho,
había querido enriquecer a Julián: la pobreza le parecía innoble, indigna del marido
de su hija, y arrojó oro a manos llenas; al día siguiente, precipitada su imaginación
por otros derroteros, hacíase la ilusión de que Julián, sensible al lenguaje mudo de su
generosidad, tomaba nombre supuesto; se expatriaba a América, y escribía a Matilde
que había muerto para ella. El señor de la Mole suponía escrita esta carta y seguía con
la imaginación el efecto que en el carácter de su hija producía...
El día que la carta, no soñada, sino real de Matilde disipó sus ilusiones, tan pronto
mandaba matar a Julián como resolvía crearle una fortuna brillante. Obligábale a
tomar el título de una de sus posesiones... ¿por qué no hacerle par del reino? Varias
veces el duque de Chaulnes, su suegro, después de perder a su hijo único en las
guerras de España, le había manifestado deseos de transmitir su título a Norberto...
-Pecaría de injusto si negase a Julián una aptitud excepcional para los negocios,
osadía y hasta brillo- se decía el marqués-: pero vislumbro en el fondo de su carácter
algo que me da miedo. Esta impresión produce en cuantos le conocen y tratan, lo que
demuestra que hay en ella algo de real. En qué cantidad y cuál sea la calidad de ese
algo de real, ni yo ni nadie podemos precisarlo, y esto es precisamente lo que me
asusta... Hace pocos días me escribía mi hija: «Julián no se ha afiliado a ningún
partido, a ninguna agrupación.» No ha buscado apoyos contra mí, no ha tratado de
defenderse contra el abandono en que quedaría si yo no le protegiese. ¿Es que
desconoce el estado actual de la sociedad? No lo creo, pues recuerdo haberle dicho
dos o tres veces: «Las candidaturas reales y provechosas se trabajan en los salones.»
«No; no tiene el genio astuto y cauteloso del procurador, que aprovecha los
minutos y no pierde una oportunidad... no es un carácter a lo Luis XI... Por otra parte,
observo en él las máximas más reñidas con la generosidad... ¡Nada! ¡Es para mí un
enigma viviente! Tiene, sí, una cualidad perfectamente definida: los desprecios le
enfurecen. Carece de la religión propia de los nobles, es cierto: el respeto que nos
profesa no nace de su instinto... pero en fin, el alma de un seminarista parece que no

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debiera irritarse más que contra la falta de dinero, lo que no ocurre con Julián, quien
estoy seguro de que por nada del mundo toleraría un desprecio... Pero vamos a lo
esencial, a la gran cuestión: ¿llevó Julián su audacia hasta el extremo de hacer el
amor a mi hija, porque sabe que es lo que más quiero en el mundo y tengo cien mil
escudos de renta? Matilde jura lo contrario... pero es ese punto, señor Julián, sobre el
cual no quiero dejarme engañar. ¿Se trata de un amor verdadero, imprevisto? ¿De un
deseo vulgar de conquistarse una posición brillante? Matilde, que es muy inteligente,
ha previsto que la sospecha que acabo de apuntar puede echarlo todo a perder, y por
eso acudió al remedio confesando que fue ella la que se enamoró, y enamoró y sedujo
a Julián... ¿Pero es posible que olvidase su decoro y su altura hasta el extremo de ser
ella la que se declarase a su amante? ¡Que una noche, en el jardín, le asió por un
brazo y...! ¡Qué horror! ¡Como si faltasen mil otros medios menos indecentes para
hacer comprender a un hombre que se le ama!...
»Quien se excusa se acusa... no me fío de Matilde.»
Los razonamientos del marqués eran aquel día más concluyentes que de
ordinario; sin embargo, cediendo a la costumbre, decidió ganar tiempo escribiendo a
su hija, y decimos escribir, porque las negociaciones entre aquella y él se llevaban por
escrito. El marqués no se atrevía a discutir de palabra y personalmente con Matilde:
temía salir derrotado haciendo concesiones demasiado bruscas.
CARTA

«Guárdate muy mucho de cometer nuevas locuras. Te incluyo adjunto, un


despacho de teniente de húsares a favor del caballero Julián Sorel de La
Vernaye; ya ves lo que por él hago. No me contraríes ni me preguntes. Que el
señor de La Vernaye salga dentro de veinticuatro horas para Estrasburgo,
donde está su regimiento, a fin de hacer su presentación. Incluyo también una
carta-orden para mi banquero. Quiero ser obedecido.»

El amor y la alegría de Matilde se desbordaron. Queriendo aprovecharse de la


victoria contestó inmediatamente:

«El señor de La Vernaye caería rendido de gratitud a tus pies si supiese lo


mucho que te dignas hacer por él. Debo decir, empero, que mi padre, al dar
una prueba tan brillante de generosidad, me olvida a mí. La honra de tu hija
corre grave peligro: una indiscreción cualquiera puede arrojar sobre tu
nombre una mancha que no podría lavar una renta de veinte mil escudos.
Retengo el despacho de teniente y no lo haré llegar a manos del señor de La
Vernaye, si antes no me empeñas tu palabra de que, dentro del mes próximo,
se celebrará públicamente mi matrimonio en Villequier. Muy poco después

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del plazo indicado, que te suplico que no dilates, tu hija no podrá presentarse
en público si no se llama la señora de La Vernaye. Con toda mi alma te
agradezco, querido papá, que me hayas librado del humilde nombre Sorel...
etc., etc.»

La réplica a esta carta fue imprevista.

«Obedece o deshago todo lo que he hecho. ¡Tiembla, joven imprudente!


Todavía ignoro qué es tu Julián, y tú sabes menos que yo. Que se vaya a
Estrasburgo: dentro de quince días haré saber mi voluntad. »

Matilde leyó la carta con estupefacción. La frase ignoro qué es tu Julián le hizo
cavilar mucho, pero, al fin, su imaginación se llenó de suposiciones las más
encantadoras.
-El espíritu de mi Julián no se ha engalanado con el uniforme mezquino de los
salones, y mi padre no cree en su superioridad, a causa precisamente de que aquel la
demuestra... Pero es el caso que, si no obedezco, si no me doblego ante este nuevo
capricho, veo la posibilidad de una escena pública, de un rompimiento que rebajara
mi posición en el mundo y podría también influir en las disposiciones de Julián. El
rompimiento traería aparejados diez años de pobreza... y solamente el brillo de la
opulencia puede librarme del ridículo de haber escogido un marido cuyo caudal único
es el mérito. Si vivo lejos de mi padre, es muy probable que éste concluya por
olvidarme... Norberto casará con una mujer afable y diestra, y... El viejo Luis XIV fue
seducido por la duquesa de Borgoña...
Resolvió obedecer, pero se guardó muy mucho de comunicar la carta de su padre
a Julián, de cuyo carácter brusco temía cualquier locura.

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LXV
UN HURACÁN
¡Dios mío! ¡Concededme la medianía!

MIRABEAU

Absorto, sumido Julián en sus reflexiones, sólo a medias respondía a las ternuras de
Matilde. Nunca pareció a ésta tan grande, tan adorable.
Casi todas las mañanas veía Matilde al cura Pirard cuando entraba en el palacio
de su padre. ¿No era posible que Julián, cuya seriedad aumentaba de día en día,
hubiese conseguido penetrar, merced a aquel, las intenciones del marqués? ¿Le habría
escrito directamente éste, en un momento de capricho? ¿Qué explicación tenía la
actitud severa de Julián, cuando lo natural era que estuviese satisfecho?
Matilde no se atrevía a preguntarle.
¡No se atrevía ella, Matilde! ¡Misterios del amor!
Amaneció el día siguiente al recibo del despacho del teniente. Muy temprano,
hizo alto junto a la casa del señor cura Pirard una silla de pasta.
-Aquí tienes veinte mil francos que te regala el señor marqués de la Mole- dijo el
sacerdote con severidad-. Desea que los gastes en un año, pero procurando hacer el
menor número de ridiculeces posible. Quiere también el señor marqués que se haga
constar que el señor Julián de La Vernaye, ha recibido esta suma de su padre, a quien
ninguna necesidad hay de designar con otro nombre. Tal vez el señor de La Vernaye
creerá conveniente hacer un regalo al señor Sorel, aserrador de Verrières quien cuidó
de su infancia... de cuya comisión podría encargarme yo mismo. He recabado del
señor marqués que transija en el pleito que sostiene contra el vicario general Frilair,
cuya influencia parece que es superior a la nuestra. Una de las condiciones tácitas de
la avenencia será el reconocimiento implícito de tu elevada estirpe, hecho par ese
hombre omnipotente que gobierna a Besançon.
Julián, en un transporte de alegría, abrazó al sacerdote.
-¡Fuera!- gritó el señor Pirard, rechazándole-. ¿Qué significa esta vanidad
mundana? ¿Tanto te seduce...? En cuanto al aserrador Sorel y a sus hijos, yo me
encargo de ofrecerles, como cosa mía, una pensión anual de quinientos francos a cada
uno, que percibirán mientras me satisfaga su conducta.
Julián había recobrado su actitud fría y altanera. Dio las gracias, pero con frases
muy vagas y sin comprometerse a nada.
-¿Será posible que mi padre fuera un gran señor, desterrado por el terrible

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Napoleón?-se peguntaba... El odio que siento hacia el hombre que creía que era mi
padre es una prueba... ¡Ya puedo aborrecerle sin ser un monstruo!...
Pocos días después de este monólogo, el regimiento 159 de húsares, uno de los
más brillantes del ejército, estaba formado en la plaza de armas de Estrasburgo. El
señor caballero de La Vernaye montaba el caballo más hermoso de Alsacia, que le
había costado seis mil francos. Era dado a conocer como teniente, sin haber sido en
su vida subteniente, aunque como tal figuraba desde algún tiempo antes en la plantilla
de un cuerpo, del que nunca había oído hablar.
Su impasibilidad, la severidad de su mirada rayana en crueldad, su palidez, su
sangre fría inalterable, pusieron la base a su reputación desde el primer día, y más
adelante, su finura irreprochable de modales, su destreza en toda clase de armas, que
cuidó de hacer notar sin incurrir en afectación, hicieron que nadie sintiera tentaciones
de bromear a costa suya. Tras breves días de vacilaciones, la opinión pública del
regimiento se declaró en su favor.
Julián escribió desde Estrasburgo al anciano cura de Verrières, señor de Chélan, la
carta siguiente:
«No dudo que habrá sabido usted con viva alegría que mi familia, a causa de
ciertos sucesos, ha resuelto enriquecerse. Acompaño quinientos francos, que le ruego
distribuya, sin ruido y sin pronunciar mi nombre, entre los que hoy son tan pobres y
desgraciados como fui yo en otro tiempo, y a los cuales, socorre usted
indudablemente como antes me socorría a mí.»
Aunque era la ambición y no la vanidad la que corroía el alma de Julián, éste no
dejaba de prestar atención a las apariencias exteriores. Sus caballos, sus uniformes, la
librea de sus servidores eran modelo de corrección digno de un gran señor inglés. No
llevaba más de dos días de teniente, cuando ya calculaba que, para ser general a los
treinta años, necesitaba ser a los veintitrés algo más que teniente. Sus pensamientos
únicos eran la gloria y su hijo.
Cuando más le dominaban estos transportes de ambición, sorprendióle la llegada
de un criado de los marqueses de la Mole, que era portador de una carta de Matilde,
redactada en los siguientes términos:
«Todo está perdido. Ven inmediatamente, sacrifícalo todo, incluso la carrera...
deserta, si es necesario. En cuanto llegues, espérame, sin salir del coche, junto a la
puertecilla del jardín que da frente al número... de la calle... Yo iré a verte y quizá me
sea posible introducirte en el jardín. Repito que todo está perdido, y me temo que sea
sin remedio. Cuenta conmigo, que me has de encontrar más firme y abnegada que
nunca en la adversidad. Te adoro. »
Sin dificultad obtuvo Julián permiso del coronel y partió de Estrasburgo a galope
tendido. Tan horrible era, sin embargo, la inquietud que le devoraba, que no pudiendo
sostenerse en la silla, en Metz tomó una silla de posta. Con rapidez casi increíble

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llegó al lugar que Matilde le indicara en su carta. Un momento después se abría la
puertecilla del jardín, y Matilde, olvidada de las conveniencias, se precipitó en sus
brazos. Afortunadamente eran las cinco de la mañana y la calle estaba casi desierta.
-Todo está perdido: mi padre, temiendo ceder ante mis lágrimas, se fue la noche
del jueves... ¿Adónde? Nadie lo sabe. Toma su carta... léela- terminó diciendo
Matilde, subiendo al coche.
He aquí el contenido de la carta:
«Lo hubiese perdonado todo, menos el proyecto vil de seducirte porque eres rica.
Ya sabes, pobre hija mía, la des-consoladora verdad. Te empeño solemnemente mi
palabra de honor de que jamás consentiré que te cases con ese hombre. Le aseguro
una renta de diez mil libras si quiere irse a vivir lejos, fuera de las fronteras de
Francia, y mejor a América. Lee la carta que recibo, contestación a los informes que
había pedido. El desvergonzado, con un cinismo que no comprendo, me indicó que
me dirigiera a la señora de Rênal. Nunca más leeré una línea tuya que haga alusión a
ese miserable. Me da horror París y tú. Te recomiendo que guardes el secreto más
impenetrable acerca de lo que necesariamente ha de suceder. Renuncia resueltamente
a un hombre vil, y encontrarás de nuevo a tu padre.»
-¿Dónde está la carta de la señora de Rênal?- preguntó Julián.
-Hela aquí: no quise enseñártela hasta después que estuvieses preparado.
Julián leyó lo siguiente:

«Deberes a los que no podría faltar sin perjuicio de la causa sacrosanta de


la religión y de la moralidad, me obligan, señor, a realizar una obra bien
penosa para mí: la de dañar a mi prójimo, siquiera al dañarle cumpla con la
obligación de impedir un escándalo gravísimo. El dolor que experimento debe
ceder al sentimiento del deber. Desgraciadamente es muy cierto, señor, que la
conducta de la persona acerca de la cual desea usted que le diga toda la
verdad, nada tiene de honrada. Es posible que alguien, creyendo servir los
intereses de la religión, haya intentado ocultar o desfigurar una parte de la
verdad, pero es lo cierto que la tal conducta ha sido más condenable de lo que
yo pudiera decir. Pobre y codicioso, ese hombre ha recurrido a la hipocresía
más baja y a la seducción de una mujer débil y desgraciada, para labrarse una
posición y ser algo en el mundo. Una parte de mi penoso deber es añadir que
creo en conciencia que el señor J. S. carece en absoluto de principios
religiosos. Me atrevo también a asegurar que el medio a que recurre con
preferencia para hacerse querer en una casa es la seducción de la mujer que
goza en aquella de la influencia o autoridad principal. Con mentidas
apariencias de desinterés y frases de novela, su objetivo único consiste en
llegar a dominar al dueño de la casa y disponer de su fortuna. Por donde pasa,

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deja en pos de sí la desventura y el remordimiento eternos... etc., etc.

La carta era muy larga y presentaba abundantes huellas de lágrimas. La había


escrito la señora Rênal, por cierto con mayor cuidado que de ordinario.
-No puedo quejarme del señor marqués de la Mole- dijo Julián, luego de leída la
carta-. Es justo, como ha sido prudente... ¿Qué padre daría a su hija a un hombre
como el que pinta esta carta?... ¡Adiós!
Saltó Julián del coche y, a todo correr, se dirigió a la silla de posta, que había
dejado en la entrada de la calle. Matilde, de la que, al parecer, se olvidó por completo,
dio algunos pasos para seguirle, pero las miradas de los tenderos, que se encontraban
en las puertas de sus establecimientos y que la conocían, obligáronla a entrar
precipitadamente en el jardín.
Julián se dirigió a Verrières. Durante el viaje le fue imposible escribir a Matilde,
aunque lo intentó, porque su mano no acertaba a trazar en el papel más que rasgos
ilegibles.
Llegó a Verrières un domingo por la mañana. Entró ante todo en la armería de la
población, cuyo dueño le felicitó efusivamente por su fortuna: no se hablaba de otra
cosa en el país. Julián manifestó que necesitaba dos pistolas. A petición suya, las
cargó el mismo armero.
La campana de la iglesia acababa de dejar oír el tercer toque, el que en todos los
pueblos de Francia, anuncia el principio de la misa.
Julián entró en la iglesia nueva de Verrières. Cortinones de seda carmesí velaban
la luz que dejaban pasar los altos ventanales del edificio. Colocóse nuestro héroe
algunos pasos a retaguardia del banco ocupado por la señora de Rênal. Parecióle que
ésta rezaba con fervor. La vista de la mujer que tanto amó determinó tal temblor en su
brazo, que al principio no pudo realizar su designio.
-¡No puedo!- se decía-. ¡Tropiezo con una impotencia física que no logro
vencer!...
Llegó el momento de la elevación; la señora de Rênal dobló la cabeza sobre el
pecho. Julián disparó

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LXVI
DETALLES TRISTES
No esperéis de mí muestras de debilidad: me he vengado. Merezco la muerte y
aquí me tenéis. ¡Rogad por mi alma!
SCHILLER

Julián quedó inmóvil; no veía. Cuando volvió poco en sí, vio que los fieles huían en
tropel del templo: hasta el sacerdote que celebraba la misa había abandonado el altar.
Julián siguió con paso lento a las mujeres que corrían lanzando gritos. Hubo una que,
en su carrera alocada, tropezó con él y le derribó. Al levantarse, una mano le aferró
por el cuello: era un gendarme, Instintivamente llevó la mano a las pistolas de
bolsillo, pero un segundo gendarme le sujetó los brazos.
Fue conducido a la cárcel, donde le dejaron solo después de esposarle. Oyó que
cerraban la puerta. Con tal rapidez se sucedieron los sucesos, que ni cuenta pudo
darse de ellos.
-¡Ahora sí que ha terminado todo!- se dijo Julián, cuando su mente pudo hilvanar
un pensamiento-. Dentro de quince días a la guillotina... si antes no me suicido.
No se encontraba en estado de reflexionar; sentía como si un círculo de hierro
apretujase con violencia su cabeza. Al cabo de breves minutos, quedó profundamente
dormido.
La herida que había recibido la señora de Rênal no era mortal. La primera bala
atravesó su sombrero sin herirla; volvió la cabeza al oír el primer disparo, a tiempo
que Julián disparaba la segunda pistola: el proyectil, después de fracturarle el hueso
del hombro, fue a dar contra una columna, de la que arrancó una porción de
fragmentos de piedra.
Cuando el cirujano, después de una cura larga y dolorosa, anunció a la señora de
Rênal que respondía de su curación, experimentó aquella profunda aflicción.
Hacía largo tiempo que deseaba sinceramente la muerte. La carta que su Confesor
le obligó a escribir al marqués de la Mole fue el golpe de gracia asestado a la infeliz
mujer, agobiada por una desgracia excesivamente persistente. Ocasionaba esa
desgracia, que ella llamaba remordimiento, la ausencia de Julián: de ello estaba
seguro su director espiritual, sacerdote joven recién llegado de Dijon, tan virtuoso
como lleno de fervor.
-Morir así no es pecado- pensaba la señora Rênal-. Dios me perdonará si mi
muerte me produce alegría.
Lo que no se atrevía a añadir la infeliz era que, morir a manos de Julián, era el
colmo de la dicha.

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No bien se vio libre de la presencia del cirujano y de la infinidad de personas que
acudieron a saber de ella, llamó a su doncella Elisa.
-El carcelero es un hombre cruel- le dijo, enrojeciendo un poco-. Seguramente
maltratará al culpable, creyendo agradarme... Esta idea me es insoportable... ¿Quiere
usted ir a entregarle, como cosa suya, este paquetito de luises? Hágale ver que la
religión prohíbe tratar mal a nuestro prójimo... y recomiéndele que nada diga sobre el
dinero que se le envía.
A la circunstancia de que acabamos de hablar fue Julián deudor de la humanidad
con que le trató el carcelero, que continuaba siendo nuestro antiguo conocido
Noiroud, ministerial consecuente, a quien hizo pasar un rato de miedo el señor
Appert.
Presentóse un juez en la cárcel.
-He matado con premeditación- declaró Julián- Compré e hice cargar las pistolas
al armero... El artículo 1,342 del Código Penal es claro y terminante; merezco la
muerte y la espero tranquilo.
El juez, sorprendido ante declaración tan fuera de la costumbre, multiplicó sus
preguntas con ánimo de conseguir que el reo se acusase con sus contestaciones.
-¿No está usted viendo que he principiado por echar sobre mí toda la culpa que
pueda usted desear?- interrogó Julián sonriendo con amargura- Tranquilícese usted,
señor, que no se le escapará la presa que persigue. Tendrá usted el gusto de
condenarme.
Julián escribió la carta siguiente a la señorita de la Mole:

«Me he vengado. Como mi nombre aparecerá en los periódicos, me es


imposible desaparecer de incógnito de este mundo. Moriré dentro de dos
meses. La venganza ha sido atroz, tan atroz como el dolor de separarme de ti.
Desde este momento, me prohíbo terminantemente escribirte y pronunciar tu
nombre. No hables jamás de mí, ni aun a mi hijo, que el silencio es la manera
única de honrarme. Para el vulgo, seré un asesino corriente...
»Permíteme que, en estos instantes supremos, diga lo que siento, y lo que
sucederá a no dudar: tú me olvidarás. Esta catástrofe espantosa, de la que te
aconsejo que nunca hables a alma viviente, habrá hecho desaparecer todo
cuanto tu carácter tenía de novelesco y de aventurero. Naciste para vivir entre
héroes de la Edad Media, de cuyo carácter firme participas. Que venga en
secreto y sin comprometerte lo que ha de venir. Cobíjate bajo un nombre
supuesto y no tengas confidentes. Si por necesidad absoluta hubieras de
recurrir a un amigo, te lego al señor Pirard. A nadie más hables de nuestro
secreto, y menos a las personas de tu clase, como los Luz, los Caylus,
etcétera.

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»Un año después de mi muerte cásate con el marqués de Croisenois: te lo
ordeno como esposo tuyo que soy. No me escribas, porque no he de
contestarte. Aunque menos criminal que Yago, diré con él: From this times
forth I never will speak word.
»Nunca más volveré a hablar ni a escribir: tuyas serán mis palabras últimas,
como mis últimas adoraciones.

Después de enviar la carta anterior a su destino, fue cuando Julián, algún tanto
vuelto en sí, se sintió más desgraciado, que nunca. Todas sus esperanzas, todas sus
ambiciones, desaparecían una tras otra de su alma, arrancadas despiadadamente por
una sola palabra: Moriré. A decir verdad, nada tenía de horrible la muerte para quien,
como Julián, había vivido una vida que no fue otra cosa que una preparación para la
desgracia, con la circunstancia de no haber olvidado, ni excluido nunca lo que pasa
por ser la mayor de todas.
-¡Pues qué!- se decía-. Si dentro de sesenta días hubiese de batirme en duelo con
un adversario más diestro que yo en el manejo de las armas, ¿por ventura- tendría la
debilidad de pensar a todas horas, y con el espanto en el alma, en el lance?
Muchas horas dedicó a la tarea difícil de conocerse bien; y cuando consiguió leer
claro en el fondo de su alma, y la verdad se destacó luminosa y precisa, pensó en sus
remordimientos.
-¿Por qué he de tenerlos?- se preguntaba-. Me han ofendido de la manera más
atroz. He asesinado y merezco la muerte; nada más; muero dejando liquidadas mis
cuentas con la humanidad. No dejo obligación alguna sin cumplir, y mi muerte nada
tendrá de vergonzoso... como no sea el instrumento que ha de producirla...; éste, sí, es
verdad, me llenará de ignominia a los ojos de los ignorantes de Verrières. Me queda
un medio de dejar entre ellos fama de grande, y es ir al patíbulo arrojando a las turbas
puñados de monedas de oro. Mi memoria, unida a la idea del oro, será tan brillante
como éste.
Después de este razonamiento pensó Julián que nada tenía que hacer sobre la
tierra, y se durmió profundamente.
Serían las nueve de la noche cuando le despertó el carcelero: le llevaba la cena.
-¿Qué se dice por Verrières?- preguntó el preso.
-Señor Julián, el juramento que sobre un crucifijo presté el día que me honraron
con el cargo que desempeño me obliga a guardar silencio. Tal fue la contestación del
carcelero, quien calló, pero no se fue. Aquella hipocresía vulgar divirtió a Julián. -
¡Quiero hacerle esperar largo rato! los cinco francos que desea que le ofrezca como
precio de su conciencia- se dijo.
Cuando vio el carcelero que Julián ponía fin a la cena sin hacer la menor tentativa
de seducción, dijo con acento tan dulce como falso:

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-El afecto que le profeso, señor Julián, me obliga a hablar, aunque quizá mis
palabras serán en perjuicio de los intereses de la justicia, puesto que podrán servirle
de base para que usted prepare su defensa... El señor Julián, que siempre ha sido un
buen muchacho, no dudo que se alegrará si le digo que la señora de Rênal se
encuentra mejor.
-¡Cómo! ¿Pero no ha muerto?- gritó Julián, fuera de sí.
-¡Ah! ¿No lo sabía usted?- Preguntó el carcelero con expresión de estupidez, que
no tardó en convertirse en codicia-. Yo creo que bien merece el cirujano, cuyo deber
era callar, que usted le haga algún regalito... En mi deseo de dar a usted una buena
noticia, fui a visitarle y me lo contó todo...
-Infiero de tus palabras que la herida no es mortal- interrumpió con impaciencia
Julián-. ¿Me respondes con tu vida?
El carcelero, gigante de seis pies de estatura, tuvo miedo y se retiró vivamente
hacia la puerta: Julián, comprendiendo que el caminó emprendido era el peor para
llegar al conocimiento de la verdad, volvió a sentarse y arrojó un napoleón al
asustado funcionario.
A medida que el relato de éste demostraba a Julián que la herida que causó a la
señora de Rênal no era mortal, sentíase aquel enternecido y con ganas de llorar.
-¡Vete!- gritó bruscamente.
Obedeció el carcelero. No bien cerró la puerta tras sí, Julián cayó de rodillas, y,
vertiendo un mar de lágrimas, exclamó:
-¡No ha muerto!... ¡Curará!... ¡Gracias, Dios mío, gracias!
En aquellos momentos creía. ¡La idea sublime de Dios se abre siempre paso en
circunstancias angustiosas, sea el que sea el estado de las almas!
Entonces comenzó Julián a arrepentirse del crimen cometido. Por una
coincidencia, que le libró de la desesperación, al nacer en su alma el arrepentimiento
cesó el estado de irritación física que le enloquecía desde que salió de París para
dirigirse a Verrières.
-¡Vivirá!- se repetía-. ¡Vivirá para perdonarme y para amarme!...
Al día siguiente estaba la mañana muy avanzada cuando le despertó el carcelero.
-Tiene usted un corazón inmenso, señor Julián- le dijo-Dos veces he venido y no
he querido despertarle... Tome usted estas dos botellas de excelente vino, que le envía
nuestro virtuoso cura el señor Maslon.
-¡Cómo! ¿Aún está aquí ese canalla?
-Sí, señor. No hable usted tan alto, que pudiera acarrearle perjuicios.
Julián rompió a reír.
-En la situación en que me encuentro, amigo mío, el único que podría causarme
perjuicios es usted... si dejase de tratarme con dulzura y humanidad. Le pagaré bien-
añadió Julián, volviendo a su tono imperioso, y entregando al carcelero otra moneda,

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como para justificar su ofrecimiento.
Noiroud refirió con gran lujo de detalles todo cuanto sabía sobre la señora de
Rênal, pero calló lo referente a la visita que le hizo Elisa.
Julián, a cuya penetración no podía pasar inadvertida la codicia y sentimientos
bajos del hombre encargado de su vigilancia, pensó que acaso no fuera difícil
conseguir que aquel gigante grosero y deforme, que no ganaba más de tres o
cuatrocientos francos al año, se resolviera a huir con él a Suiza, previa entrega de diez
mil francos. La repugnancia que le inspiraba entrar en largos coloquios con semejante
sujeto hizo que aplazase la ejecución de su idea.
No le dieron tiempo: aquella noche, a eso de las doce, le sacaron de la cárcel y le
colocaron en una silla de posta. Quedó satisfecho de los gendarmes que fueron sus
compañeros de viaje. Llegado por la mañana a Besançon, encerráronle en el piso
superior de un torreón gótico, que dataría, a juzgar por su estilo arquitectónico,
gracioso y esbelto, de comienzos del siglo XIV.
Al día siguiente le sometieron a un interrogatorio, y luego le dejaron tranquilo
durante varios días. Su calma era perfecta: comprendía que, habiendo él querido
matar, debía ser muerto. Su pensamiento no quería meterse en más honduras. La
vista, la molestia de comparecer en público, la acusación, la defensa, eran para él
pequeñas contrariedades, ceremonias engorrosas de las cuales era necio acordarse
hasta que llegase el día de pasar por ellas. Tampoco le preocupaba gran cosa la idea
de la muerte, pues las veces que acudía a su imaginación, la alejaba diciéndose que le
sobraría tiempo para hacerlo después de sentenciado. Ya no tenía ambición, y muy
contadas veces se acordaba de Matilde. La mayor parte de su tiempo lo embargaban
los remordimientos, que traían consigo la imagen de la señora de Rênal, sobre todo
durante las noches, cuyo lúgubre silencio no turbaba más que el canto de las
lechuzas.
Con verdadero fervor daba gracias a Dios, por haber querido que la herida
causada a la señora Rênal no fuese mortal.
-¡Qué raro, qué incomprensible es lo que me sucede!- decía-. Creía yo que con su
carta dirigida al marqués de la Mole habría destruido para siempre mi dicha futura, y
quince días después de escrita aquella ya ni me acuerdo, siquiera de nada de lo que
entonces era mi ilusión... ¡Dos o tres mil francos de renta para vivir tranquilo en una
región montañosa como Vergy!... ¡Qué feliz podía ser!... ¡Ah! ¡Ignoraba yo entonces
dónde estaba mi dicha!
Otras veces, levantándose de un salto de la silla, exclamaba:
-¡Si hubiese herido de muerte a la señora de Rênal, me suicidaría!
¡Para darme horror a mí mismo necesito saber que su vida no corre peligro!...
¡Suicidarme!...!He aquí la cuestión capital! Esos jueces tan formalistas, tan feroces
con el acusado, que serían capaces de ahorcar al más honrado de los ciudadanos por

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el gusto de enviar a un hombre al patíbulo, se desesperarían, se arrancarían los
cabellos si yo me substrajese a su imperio, a sus injurias y ditirambos en mal francés,
que los periódicos locales llamarán elocuencia... Me quedan, poco más o menos,
cinco o seis semanas vida... ¡Matarme!...¡A fe que no! La vida me es agradable; mi
alojamiento, tranquilo y cómodo; y sobre todo- añadió riendo- divertido. ¡No tengo
tiempo para aburrirme!
Un momento después, hacía una relación escrita de los libros que deseaba que le
trajeran de París.

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LXVII
UN TORREÓN
La tumba de un amigo.

STERNE

Oyó el prisionero un gran ruido en el corredor, cuando no era hora reglamentaria de


recibir las visitas de su carcelero; voló ululando la lechuza, abrióse la puerta de su
prisión, y apareció en el marco el venerable cura señor Chélan, quien, temblando, se
precipitó en sus brazos.
-¡Dios mío, Dios mío!- exclamó- ¿Es posible, hijo mío...? ¡Monstruo debí decir!
El buen anciano no pudo añadir una palabra más. Julián hubo de sostenerle y
sentarle en una silla para evitar que la emoción, el dolor, dieran con su débil cuerpo
en tierra. Los años habían doblegado a aquel hombre, tan enérgico en otro tiempo. A
Julián le pareció una sombra de lo que fue.
-Hasta ayer- dijo, cuando se repuso algún tanto-, no recibí tu carta fechada en
Estrasburgo, con los quinientos francos que acompañabas para que los distribuyese
entre los pobres de Verrières, carta que tuvieron que remitirme a la montaña de
Livern, donde vivo retirado en compañía de mi sobrino Juan... ¡Ayer llegó a mis
oídos la noticia horrenda de la catástrofe!... ¡Oh, santo Cielo!... ¿Es posible?- -
exclamaba el venerable viejo, llorando como un niño- Te traigo los quinientos
francos, porque seguramente los necesitarás- añadió como maquinalmente.
-¡Lo que necesito es ver a usted, padre mío!- contestó Julián, enternecido-. Dinero
me sobra.
Los labios del anciano sacerdote no volvieron a pronunciar una palabra sensata.
Ora vertían sus ojos lágrimas silenciosas que bajaban siguiendo el curso de las
profundas arrugas de su rostro, ora contemplaba como embobado a Julián, al ver que
éste le tomaba las manos y las llevaba a sus labios. Su rostro, tan vivo en otro tiempo,
aquel rostro que con tanta energía reflejaba los sentimientos más nobles, era entonces
modelo de apatía. Al cabo de algún rato, entró una especie de campesino que dijo al
anciano:
-Vámonos: no conviene fatigarle demasiado.
Julián adivinó que era el sobrino en cuya compañía vivía el buen sacerdote.
La visita dejó al prisionero más triste que nunca; hasta secó sus lágrimas, única
puerta por la cual hubiera podido dar salida al exceso de su pena. Todo lo veía negro;
en ninguna parte hallaba consuelo.

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Fue el momento más cruel que sufrió Julián después de la comisión de su crimen.
Acababa de ver la muerte con toda su espantable fealdad: todas las ilusiones de
grandeza de alma y de generosidad se dispersaron aventadas, como se disipan las
nubes ante el feroz empuje del huracán.
Varias horas duró el horror de su situación. Para curar su emponzoñamiento moral
habría tenido que recurrir a remedios físicos, al champagne, pero Julián se hubiese
acusado de cobarde si hubiera pretendido curar una borrachera con otra borrachera.
Después de un día horrible, durante el cual no hizo otra cosa que pasear agitado por el
estrecho recinto de su prisión, se dijo:
-¡Pero qué necio soy! Podría asustarme la vista de ese pobre viejo, sumirme en
honda tristeza, si hubiese de morir como la generalidad de los hombres, pero no en
las circunstancias en que me encuentro, no cuando una muerte rápida, que recibiré en
la flor de la vida, me coloca al abrigo de esa triste decrepitud.
Pese a sus reflexiones, Julián continuaba tan enternecido como el más pusilánime
de los seres, y de consiguiente, triste. Su carácter había perdido toda su rudeza, toda
su grandiosidad, toda su virtud romana; la muerte aparecía a sus ojos como colocada
a inmensa altura, y de consiguiente, como trago no tan fácil de apurar como antes
supuso.
-Soy algo así como un termómetro- murmuraba-. Esta noche señalo diez grados
bajo cero en la escala de valor que conduce a la guillotina. Esta mañana me sobraban
grados... ¡Bah! ¡Con que vuelva a tenerlos en el momento crítico!...
La idea del termómetro le divirtió, llegando al fin a distraerle.
Cuando despertó al día siguiente, diole vergüenza el recuerdo de la jornada
anterior. Comprendiendo que las visitas ponían en peligro su tranquilidad, estuvo a
punto de dirigir un escrito al Procurador general en súplica de que no se consintiese
llegar hasta su persona a nadie. Desistió, sin embargo, al acordarse de su amigo
Fouqué, para quien sería motivo de amargo dolor llegar a Besançon y no poder verle.
Hacía tal vez meses que no se había acordado de Fouqué, cuyo recuerdo, al brotar
en su memoria, le ocupó largo rato y acabó por enternecerle.
-¡Ya me encuentro otra vez, no a diez, sino a veinte grados bajo el nivel de la
muerte!- exclamaba paseando con agitación-. Si esta flaqueza aumenta, será cosa de
pensar seriamente en matarme. ¡Qué alegría para los Maslon y los Valenod verme
subir al patíbulo temblando como un cobarde!
Llegó Fouqué, y se presentó en el torreón loco de dolor. Su idea única, si alguna
era capaz de concebir, era vender cuanto tenía para sobornar al carcelero y salvar a
Julián. En su primera visita, no supo hablar de otra cosa que la evasión del señor de
Lavalette.
-Me haces sufrir- le dijo Julián-. El señor de Lavalette era inocente, al paso que
yo soy un criminal. Sin quererlo, seguramente, haces resaltar con tus palabras la

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diferencia que media entre los dos... ¡Pero dime! ¿Será verdad? ¿De veras estarías
dispuesto a vender cuanto posees?
Fouqué, entusiasmado al ver que su idea dominante hallaba eco, al parecer, en su
amigo, entró en largas explicaciones y concluyó detallando lo que podría sacar de
cada una de sus propiedades.
-¡Esfuerzo sublime para un propietario rural!- pensó Julián con admiración-. ¡Qué
de economías representa el sacrificio que estaría dispuesto a hacer por mí! Es posible
que lo aceptase cualquiera de los jóvenes elegantes que frecuentan los salones del
palacio de la Mole, y que han leído a René; pero desde luego aseguro que no se
encontraría en París persona capaz de hacerlo, como no fuera alguno de los
adolescentes atolondrados que desconocen el valor del dinero.
Ya no supo ver Julián la incorrección de lenguaje de Fouqué, ya no encontró a su
amigo indigno de él: se arrojó con efusión en sus brazos. Es posible que nunca se
haya tributado un homenaje tan sincero a la sencillez provinciana. Fouqué, visto el
entusiasmo que chispeaba en los ojos de su amigo, lo tomó por consentimiento tácito,
por aceptación de su proyecto de fuga.
Aquella aparición de lo sublime devolvió a Julián todas las energías que la vista
del anciano señor Chélan le había arrebatado. Es posible que nuestro héroe haya
tenido la desgracia de ser poco simpático a nuestros lectores. Lo sentiríamos, porque,
a nuestro entender, con el tiempo hubiese llegado a ser un modelo acabado de
bondad. Era todavía muy joven y a medida que hubieran pasado sobre él los años,
lejos de pasar de lo tierno a lo receloso, que es la metamorfosis general por que pasan
los hombres, habría adquirido esa bondad propensa al enternecimiento, y se habría
curado de su insensata desconfianza... ¿Pero a qué hacer vaticinios?
Los interrogatorios menudeaban más y más, no obstante los esfuerzos de Julián,
cuyas declaraciones tendían todas a abreviarlos.
-He asesinado, o intentado asesinar, con premeditación-repetía a diario.
Pero el juez era ante todo y sobre todo formalista. Las deposiciones del prisionero
no abrevian los interrogatorios, sencillamente porque aquellas llegaron a herir el
amor propio del juez. Julián no supo que habían querido trasladarle a un calabozo
horrible, y que debía a su amigo Fouqué el continuar alojado en una habitación
relativamente bonita y bien ventilada.
Figuraba el vicario general Frilair entre los personajes a quienes surtía Fouqué de
leña para la calefacción. Este último visitó al omnipotente cliente, y oyó de sus
labios, con júbilo que no es para descrito, que en vista de las excelentes cualidades de
Julián, y de los servicios que años antes prestó en el seminario, pensaba recomendarle
con interés al juez. Fouqué vislumbró la esperanza de salvar a su amigo, y, al salir,
besando, con fervor y llorando, la mano del vicario general, le entregó diez luises
para que mandase celebrar misas implorando la absolución del prisionero.

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Fouqué se engañó por completo: el señor de Frilair distaba mucho de ser un
Valenod. No sólo se negó a recibir el dinero, sino que también significó a quien lo
ofrecía la conveniencia de guardarlo para tiempos que podían ser peores. Fouqué,
entonces, comprendiendo que no podía hablar con claridad sin exponerse a ser
imprudente, rogó que se destinasen los diez luises a limosnas para los pobres
prisioneros, los cuales, en realidad, carecían hasta de lo más necesario.
-Julián es un tipo especial- pensaba el vicario general-. Su acción es para mí
inexplicable y no me resigno a que lo sea... Poco he de poder si no consigo penetrar
el enigma, y hallar de paso ocasión de hacer temblar a esa señora de Rênal, de cuya
devoción no somos santos... Me detesta, de ello estoy seguro... También es posible
que el incidente me proporciona los medios de llegar a una transacción ventajosa con
el marqués de la Mole, quien, si no me engaño, está enamorado de nuestro ex
seminarista...
De la transacción, así como también del nacimiento misterioso de Julián, había
hablado el señor Pirard al vicario general el día mismo que ocurrió en la iglesia de
Verrières el desdichado suceso que conocemos.
A una cosa tenía horror Julián, y era a la visita que indudablemente le haría su
padre. Llegó a consultar a su amigo Fouqué la idea de solicitar del Procurador general
el favor de no ser visitado por nadie. El horror a la visita de un padre, sobre todo en
aquellos momentos, dejó estupefacto al honrado trabajador. El respeto que sentía
hacia la desgracia le impidió exteriorizar su manera de pensar, pero principió a
comprender el porqué de los violentos odios alzados contra su amigo.
-Aun cuando el Procurador general diese la orden de que hablas- contestó con
frialdad-, tu padre no se hallaría comprendido en ella.

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LXVIII
UN HOMBRE PODEROSO
¡Hay en sus actos tanto misterio,
y tanta elegancia en sus modales!
¿Quién será ella?

SCHILLER

Al día siguiente, abrieron muy temprano las puertas de la prisión de Julián.


-¡Dios mío!- pensó éste, despertando sobresaltado-. ¡Mi padre! ¡Hoy inauguramos
el día con una escena desagradable!
Una mujer, vestida de campesina, se precipitó en sus brazos. No la reconoció en
el primer momento: era Matilde.
¡Cruel!- exclamó-. ¡Hasta que recibí tu carta no supe dónde estabas! En Verrières
me han dado detalles de lo que tú llamas tu crimen, y que para mí es una venganza
noble, que hace resaltar la gallardía del corazón que late en tu pecho.
A pesar de sus prevenciones contra la señorita de la Mole, que Julián no se
confesaba con claridad, la encontró el prisionero muy bonita. ¿Cómo no ver en su
manera de obrar y de hablar un sentimiento noble, desinteresado, superior a cuanto
puede hacer un alma pequeña y vulgar? Todavía creía amar a una reina; de aquí que,
al cabo de algunos instantes de silencio, contestase con nobleza excepcional de
elocución y de pensamiento:
-El porvenir se presenta a mis ojos con claridad maravillosa. Después de mi
muerte, te veo enlazada con el marqués de Croisenois, que se habrá casado con una
viuda. El alma noble, aunque un poquito romántica, de esa viuda encantadora, vuelta
al culto de la prudencia vulgar, como consecuencia de un acontecimiento singular,
trágico y grande para ella, acabará por comprender el mérito, muy real, del marqués
de Croisenois, y se resignará a participar de lo que para todo el mundo es la dicha: de
la consideración social, de las riquezas, de las distinciones. Pero, mi querida Matilde,
si llega a saberse tu llegada a Besançon, el señor marqués de la Mole sufrirá un golpe
terrible, y como de él seré yo la causa, no podré perdonármelo nunca. ¡Le he
proporcionado tantos motivos de pesadumbre!... ¡El académico dirá que dio calor en
su pecho a una víbora!
-Confieso que no esperaba encontrarme con razonamientos tan fríos, con tanta
preocupación por lo que el porvenir pueda reservarme- contestó Matilde, medio
enfadada-.

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Mi doncella, que es casi tan prudente como tú, pidió un pasaporte a su nombre;
así que, la visita que recibes en este momento es de la señora Michelet.
-¿Y no ha encontrado dificultades la señora Michelet para llegar hasta mí?
-¡Ah! ¡Eres y has sido siempre el hombre superior, el que yo he distinguido!
Ofrecí cien francos a un secretario del juez, que pretendía que era imposible mi
entrada en el torreón. Aquel hombre, modelo de honradez, aceptó mi dinero, luego
me hizo esperar, se acordó de nuevas dificultades... y convencida de que su intención
era robarme.
-¿Qué?- preguntó Julián.
-No te enfades, querido mío-. Contestó Matilde abrazándole-. No tuve más
remedio que declarar quién era aquel secretario, que me había tomado por una obrera
de París, enamorada del prisionero; éstas fueron sus palabras. Yo le he jurado que soy
tu mujer, y que conseguiré autorización especial para verte todos los días.
-La locura es completa, y no ha estado en mi mano impedirla- pensó Julián-.
Después de todo, tan elevada es la posición social del marqués de la Mole, que la
opinión pública excusará gustosa al bizarro coronel que dará su mano y su título a
esta encantadora viuda: mi muerte lo soluciona todo.
Vino a continuación una escena de amor, de locura, de grandeza de alma, de
extravagancias. Matilde propuso con mucha seriedad a su amante matarse los dos.
Recobrada la calma después de los primeros transportes, llena de la dicha de ver a
su Julián, se apoderó de pronto de su alma una curiosidad viva y singular. Cuanto mas
examinaba a su amante, más superior a como le había imaginado le encontraba.
Parecíale ver resucitado a Bonifacio de la Mole, pero un Bonifacio más heroico que
el real.
Visitó Matilde a los abogados más famosos del país, a los que ofendió
ofreciéndoles con crudeza excesiva oro, que concluían por aceptar.
No tardó en averiguar que en Besançon, para conseguir cosas de dudoso éxito y
de gran alcance, era preciso contar con el vicario general Frilair.
Bajo el nombre humilde de señora Michelet, tropezó con dificultades invencibles
para llegar hasta el omnipotente vicario: ocho días perdió solicitando una audiencia
que no le fue concedida. Pero cundió por toda la ciudad la fama de la hermosura de
una modista de París, que, loca de amor, había llegado a Besançon para consolar al
pobre prisionero, y Matilde, objeto de la atención general, Matilde, que se pasaba los
días recorriendo las calles, creyendo que nadie la conocería, o tal vez con intención
deliberada de producir impresión en el pueblo, a que, en su locura, esperaba amotinar
cuando Julián fuese conducido al patíbulo, consiguió al cabo ser recibida por el señor
de Frilair.
Aunque su valor era mucho, tembló al acercarse a la puerta del palacio episcopal.
Sus piernas flaqueaban cuando subía la escalera que conducía a las habitaciones del

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vicario general. La soledad del palacio le daba frío.
Tranquilizóse, sin embargo, cuando un lacayo le franqueó la puerta del salón
donde la hicieron esperar. Estaba éste adornado con lujo fino y delicado, que difería
esencialmente de la magnificencia poco artística que se observa en las casas mejores
de París. Mayor fue todavía su tranquilidad cuando vio al señor de Frilair que
avanzaba hacia ella con expresión paternal. Ni siquiera apareció en aquel rostro dulce
la huella de esa virtud enérgica que tan antipática parece a los acostumbrados a la alta
sociedad de París. La sonrisa que animaba los rasgos del sacerdote, que era dueño
absoluto de Besançon, anunciaba al hombre fino, al administrador hábil. Matilde se
creyó en París.
Para el vicario general fue obra de pocos momentos conseguir que Matilde
confesase que era la hija de su poderoso adversario el marqués de la Mole.
-En efecto- dijo Matilde, recobrando toda su arrogancia habitual-, no soy la
señora Michelet. La confesión no me cuesta trabajo alguno, sencillamente porque
vengo decidida a hacer otra de mayor importancia: el objeto de mi visita es hablar a
usted sobre la posibilidad de procurar la evasión del señor de La Vernaye. En primer
lugar, su crimen carece de importancia, puesto que la señora agredida por él se
encuentra perfectamente bien; en segundo lugar, puedo entregar en el acto cincuenta
mil francos, y comprometerme a dar otra cantidad igual para sobornar a los
subalternos, y, por último, quiero hacer presente que mi gratitud y la de toda mi
familia no han de encontrar imposible nada que pueda servir a quien haya salvado al
señor de La Vernaye.
El nombre que Matilde daba a Julián admiraba al señor Frilair; nuestra amiga, que
lo observó, dio a leer a aquel algunas cartas del ministro de la Guerra, dirigidas a
Julián Sorel de La Vernaye.
-Ya ve usted, señor, que mi padre se encargaba de su fortuna. Me casé con él en
secreto, y era el deseo de mi padre hacerle llegar a los altos puestos del ejército, antes
de que se diese publicidad a su matrimonio con una de la Mole, que seguramente
habría dado lugar a comentarios.
Observó Matilde que la expresión de bondad y de dulzura desaparecía
rápidamente del rostro de su interlocutor, a medida que éste hacía descubrimientos de
importancia.
El vicario leía por segunda vez los documentos oficiales que Matilde había puesto
en sus manos, y pensaba:
-¿Qué partido puedo sacar de estas confidencias inesperadas? Me encuentro de
pronto en relación íntima con una amiga de la célebre mariscala de Fervaques,
sobrina omnipotente del obispo de... que dispone de todas las mitras de Francia... Lo
que yo veía incierto y muy remoto se me presenta claro y próximo... Este asunto
puede llevarme al logro de mis afanes...

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No pudo menos de alarmarse Matilde al observar el cambio súbito operado en la
fisonomía de aquel hombre poderoso, mas la reflexión la tranquilizó, haciéndole ver
que peor habría sido para ella no producir ninguna impresión sobre un alma que creía
dominada, y probablemente no se engañaba, por el egoísmo más frío.
El señor de Frilair, deslumbrado ante el porvenir que las palabras de Matilde
ofrecían a sus ojos, perdió su cautela habitual, y habló nervioso, temblando de
emoción, de sus ambiciones, de sus sueños, Matilde comprendió que en aquel hombre
lo podía todo, no ella, pero sí la mariscala, y sobreponiéndose a sus celos, tuvo el
valor de explicar que Julián era el amigo íntimo de la señora de Fervaques, y que casi
todos los días encontraba en los salones de esta última al señor obispo de...
-Si de entre los habitantes de algún arraigo en la provincia- dijo el vicario
general- sacasen a la suerte una lista de treinta y seis jurados, y repitiesen la
operación cuatro o cinco veces, pobre sería mi suerte si en cada una de las listas no
encontraba yo ocho o diez amigos incondicionales, los más inteligentes del grupo. En
todos los casos, dispondría yo de la mayoría... así que, señorita, no hay duda de que,
con facilidad grande, puedo conseguir su absolución...
Interrumpióse bruscamente el vicario, cual si le admirasen sus propias palabras.
No dejaba de estar justificada su interrupción, toda vez que confesaba cosas que
nunca deben decirse a los profanos.
Continuó, después de una pausa, diciendo a Matilde que, en la extraña y
lamentable aventura de Julián, había una circunstancia que intrigaba e interesaba
extraordinariamente a la sociedad de Besançon: no se comprendía que hubiese
intentado asesinar a la señora de Rênal, a la cual inspiró en otro tiempo una pasión
desaforada, que Julián compartió.
El señor de Frilair vio la turbación que en Matilde producía su relato, Y se felicitó
interiormente, comprendiendo que había hallado la manera de guiar a aquella
personita tan decidida. De aquí que, con cruel sangre fría, atento al logro de sus
deseos, no titubeó en revolver el puñal dentro de la herida.
-Si he de decir lo que siento- continuó-, no me sorprendería saber que fueron los
celos los que armaron el brazo de Julián Sorel, los que le impulsaron a disparar dos
veces sobre aquella mujer que en otro tiempo fue su ídolo. Es una señora muy
agraciada que, desde hacía algún tiempo, recibía frecuentes visitas de cierto sacerdote
llamado Marquinot, jansenista de moralidad deplorable, como todos los que
simpatizan con la secta mencionada. Y no crea usted que hablo sin fundamento, no;
antes por el contrario: mi teoría, si no probada, se apoya sobre fundamentos muy
sólidos. ¿Por qué escogió Sorel la iglesia para cometer su crimen, sino porque en
aquel instante celebraba su rival la misa? Todo el mundo concede un talento poco
común y una prudencia mayor todavía que su talento, al joven que usted protege. ¿No
le habría sido más sencillo y menos expuesto esconderse en los jardines de los

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señores de Rênal, que él conoce muy bien, y allí, con la casi certeza absoluta de no
ser visto ni preso, dar muerte a la mujer que había enconado sus celos?
El razonamiento, en apariencia tan lógico, acabó de poner a Matilde fuera de sí
misma. El vicario general, seguro del imperio que sobre el alma ardiente de aquella
había conquistado, manifestó a Matilde que disponía a su antojo del ministerio
público encargado de sostener la acusación contra Julián. Probablemente mentía.
Luego que la suerte hubiese designado a los treinta y seis individuos que debían
formar el jurado, él se encargaría de atraerse a treinta por lo menos.
Si el vicario no hubiese encontrado bella a Matilde, es bien seguro que no habría
hablado con tanta claridad hasta la quinta o sexta entrevista.

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LXIX
LA INTRIGA
Castros, 1676.- Un hermano ha
asesinado a su hermana en la casa
contigua a la mía; era ya culpable de
otro asesinato. Su padre ha distribuido
secretamente entre los jueces quinientos
escudos, y le ha salvado la vida.

LOCKE, Viaje por Francia

Sin un segundo de vacilación, afrontando gallarda los peligros, que de su resolución


pudieran derivarse, Matilde, no bien salió del palacio episcopal, escribió una carta a
la mariscala de Fervaques. Suplica en ella a su rival que recabase una carta, de puño y
letra del obispo de... dirigida el vicario general Frilair, y terminaba pidiéndole que
corriese ella en persona a Besançon. Dada la altivez y fiereza de su alma, fue este un
rasgo de verdadero heroísmo.
Siguiendo los consejos de Fouqué, tuvo la prudencia de no hablar a Julián de las
gestiones que practicaba; sobradamente turbaba el ánimo del prisionero la sola
presencia de Matilde. Más honrado y leal que nunca fue a medida que se avecinaba la
hora de su muerte; no sólo era para él manantial de remordimiento el marqués de la
Mole, sino también su hija.
-¡Es particular!- pensaba el infeliz-. Me distraigo a su lado, y con frecuencia,
hasta me aburro. ¡Ella se pierde por mí... y yo le pago con ingratitudes! ¿Es que soy
un malvado?
Poco le habría preocupado el temor de ser desgraciado citando la ambición
mordía su alma: entonces no pensaba más que en satisfacerla.
Su desvío moral hacia Matilde era tanto más decidido cuanto más inmensa, más
loca era la pasión que a aquella le inspiraba él. La orgullosa hija de los marqueses de
la Mole no tenía palabras más que para hablar de los sacrificios que en su obsequio
estaba dispuesta a hacer.
Exaltada por un sentimiento que, sobreponiéndose a su orgullo natural, la
enorgullecía, habría anhelado no dejar pasar un instante de su vida sin realizar alguna
empresa extraordinaria. En sus conversaciones con Julián, explanaba los proyectos
más atrevidos, los más peligrosos para ella. Los carceleros, generosamente pagados,
dejábanla en libertad absoluta, habían puesto en sus manos el cetro de la cárcel. Y no

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se limitaban las ideas de Matilde al sacrificio de su reputación; poco le importaba que
la sociedad entera supiese el estado en que se hallaba. Caer de rodillas delante del
coche del rey, exponiéndose a ser pisoteada por los caballos, para solicitar el indulto
de Julián, llamar la atención del príncipe, eran los proyectos menos quiméricos que
formaba aquella imaginación exaltada y valerosa. Merced a sus relaciones con
personas empleadas en el palacio real, contaba con la seguridad de penetrar hasta los
sitios más reservados del parque de Saint-Cloud.
Julián se conceptuaba indigno de tanta abnegación, o mejor dicho, estaba harto de
heroísmo. A una ternura sencilla, ingenua, casi tímida, probablemente se hubiese
mostrado sensible, mas no a las pruebas de pasión que le daba Matilde, porque todas
ellas llevaban consigo la idea de un público, la idea de otros.
En medio de las agonías, de los temores que sentía por la vida de su amante, al
que estaba decidida a no sobrevivir, experimentaba la necesidad secreta de asombrar
al público con el exceso de su amor y la sublimidad de sus empresas.
Irritábase Julián contra sí mismo al ver que no le conmovían pruebas tan
palpables del heroísmo, pero se hubiese irritado infinitamente más si hubiera tenido
noticia de la mitad de los desatinos con que atormentaba a todas horas a Fouqué,
hombre de facultades limitadas, pero eminentemente práctico.
Y no es que censurase las abnegaciones de Matilde: ¿cómo, si el hubiese dado
contento cuanto poseía, y expuesto su vida por salvar la de Julián? Maravillábale la
cantidad de oro que derramaba a manos llenas Matilde: los primeros días las sumas
verdaderamente enormes gastadas por aquella dieron miedo a Fouqué, que profesaba
al dinero toda la veneración que le profesan los provincianos.
Descubrió al fin que los proyectos de Matilde adolecían de falta de fijeza,
variaban con pasmosa frecuencia, y ya entonces encontró una palabra para censurar
aquel carácter que más de una vez le mortificaba: Matilde era voluble. De este epíteto
al de mala cabeza, que constituye el anatema más terrible en provincias, no mediaba
más que un paso.
-Es inconcebible- se decía Julián, a raíz de haber salido Matilde de la prisión-,
que una pasión tan viva, cuyo objeto soy yo, me deje tan insensible... ¡Y hace dos
meses la adoraba! Cierto que la proximidad de la muerte suele producir el
desprendimiento de las cosas de la tierra; pero, de todas suertes, es horrible saber uno
que es ingrato y no poder remediarlo. ¿Seré un egoísta? Voy creyendo que sí.
En su corazón había muerto la ambición; pero de las cenizas de ésta nació otra
pasión, que él llamaba remordimiento por haber intentado asesinar a la señora de
Rênal. En realidad, lo que le sucedía era que estaba furiosamente enamorado de la
mujer que fue su primera amante. Cuando le dejaban solo en su cárcel, cuando no
temía ser interrumpido, experimentaba una sensación especial de dicha anegándose
en el dulce recuerdo de los días pasados en Verrières y en Vergy. Los incidentes mas

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insignificantes de aquella época fugaz tenían para él frescura y encanto irresistible. Ni
una sola vez se acordaba de sus brillantes triunfos obtenidos en París.
Los celos de Matilde llegaron a adivinar aquellas disposiciones, que se
acentuaban de día en día. Claramente advirtió que tendría que luchar contra el amor
que alimenta la soledad. Algunas veces pronunciaba con terror el nombre de la señora
de Rênal. Julián se estremecía.
-Si muere, muero yo a continuación- se repetía Matilde con toda la buena fe
posible-. ¿Qué dirían en los salones de París sí viesen a una soltera de mi rango
adorar furiosa a un amante condenado a muerte? Para encontrar precedentes, precisa
remontarse a los tiempos heroicos. Amores como el mío eran los que hacían palpitar
los corazones del siglo de Carlos IX y de Enrique III.
En sus transportes más vivos, cuando oprimía la cabeza de Julián contra su
corazón, se decía, presa de espanto:
-¡Santo Dios! ¿Es posible que esta encantadora cabeza esté destinada a rodar?
¡Pues bien! ¡Mis labios, que en este momento besan sus cabellos, estarán helados
veinticuatro horas después!
Dominábanla con fuerza incontrastable los recuerdos de aquellos momentos de
heroísmo y de horrible voluptuosidad, y la idea del suicidio, tan absorbente de suyo, y
hasta entonces tan alejada de su alma, llegó a dominar en ella con imperio absoluto.
-Una gracia deseo pedirte- le dijo Julián un día-. Quisiera que buscases en
Verrières nodriza para nuestro hijo: la señora de Rênal velaría por él y por la nodriza.
-Duro es lo que me pides- contestó Matilde palideciendo.
-Es verdad... perdóname- exclamó Julián estrechándola entre sus brazos.
Después de haber secado sus lágrimas, insistió en su idea anterior, pero con más
destreza.
Comenzó dando a su conversación un giro de filosofía melancólica, y luego que
habló del porvenir, que tan en breve se cerraría para él, dijo:
-Preciso es reconocer, querida mía, que las pasiones constituyen un accidente en
la vida, pero este accidente sólo en las almas superiores se halla... La muerte de mi
hijo sería para tu familia un suceso altamente feliz, y como esta verdad han de
adivinarla las personas subalternas, condenado está, desde antes de nacer, a la
negligencia y al abandono ese fruto de la desventura y de la vergüenza. Yo abrigo la
firme esperanza de que, transcurrido un plazo que no quiero precisar, pero que mi
valor vislumbra, has de obedecer mis postreras recomendaciones. Sí, Matilde; te
casarás con el marqués de Croisenois.
-¡Casarme! ¡Deshonrada!
-La deshonra nunca llega con su baba hasta un apellido como el tuyo. Serás una
viuda, la viuda de un loco, y nada más. Iré más lejos aún: como el móvil de mi
crimen no fue el dinero, tampoco me alcanzará el deshonor. Acaso por aquella época,

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algún legislador filósofo habrá arrancado a los prejuicios de sus contemporáneos la
abolición de la pena de muerte, y entonces alguna voz amiga dirá, tomando mi caso
como ejemplo: «El primer marido de la señorita de la Mole fue un loco, pero no un
malvado; un desgraciado, pero no un criminal: fue un absurdo hacer rodar su
cabeza.» Mi memoria no aparecerá envuelta en el cieno de la deshonra, luego que
transcurra algún tiempo. Tu posición en el mundo, tu fortuna y tu genio harán que el
marqués de Croisenois, que será tu marido, represente en el mundo un papel
brillantísimo. Hoy no quedan más que la cuna y la bravura, y estas dos cualidades,
que por sí solas hacían a un hombre completo en 1722, son, un siglo más tarde, un
anacronismo y no sirven más que para cultivar pretensiones. Hoy son necesarias otras
cosas para colocarse a la cabeza de la juventud francesa.
«Tú aportarás el auxilio precioso de tu carácter firme y emprendedor a la
agrupación política en cuyas filas formará tu marido, empujado por ti: podrás suceder
a los Chevreuse y a los Longueville de la Fronda... pero cuando eso suceda, amiga
mía, el fuego celestial que en estos momentos te anima se habrá mitigado mucho...
»Perdóname que te diga que, dentro de quince años, calificarás tú misma de
locura... excusable sí, pero locura al fin, el amor que hoy sientes por mí...
Puso fin a su discurso pero su mente lo completó con este final.
-Dentro de quince años, la señora de Rênal adorará a mi hijo, pero tú le habrás
olvidado.

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LXX
LA TRANQUILIDAD
Porque entonces era yo un loco,
hoy soy cuerdo. ¡Oh filósofo, que
no sabes ver más que aquello que
de momento hiere tu retina, cuán
limitado es tu vista! ¡Tu facultad de
ver no puede seguir el trabajo subterráneo
de las pasiones!

GOETHE

Puso fin a la conversación un interrogatorio seguido de una conferencia con el


abogado defensor. Eran estos los únicos momentos verdaderamente desagradables del
reo, que vivía una vida de incuria y de tiernos ensueños.
-Asesinato con premeditación, alevosía y desprecio del sexo- repitió Julián al juez
y al defensor-. Lo siento, señores-añadió riendo- las circunstancias que en mi crimen
concurren reducen su labor a bien poca cosa.
Cuando Julián se vio libre de la presencia de aquellos hombres, monologó de esta
suerte:
-Necesito ser valiente, más valiente que esos dos hombres. Para ellos, el mayor de
los males, el rey de las desgracias, es este duelo de desenlace desdichado, del cual no
quiero yo ocuparme hasta el momento crítico.
«La causa me la sé yo muy bien- continuaba Julián, filosofando consigo mismo-.
Es porque he conocido otra desdicha incomparablemente mayor... Mil veces más
acerbos eran los sufrimientos que me aniquilaban durante mi primer viaje a
Estrasburgo, cuando me creía despreciado por Matilde... ¡Lo inconcebible es que
haya anhelado con tanta pasión una intimidad que hoy me deja completamente frío!
No puedo negarlo... más feliz soy cuando estoy solo que cuando comparte mi soledad
esa mujer...»
El defensor, hombre formalista y concienzudo, creyó que se las había con un loco,
y suponía, con el público, que fueron los celos los que armaron su brazo. Atrevióse
un día a indicar a Julián que aquel alegato, verdadero o falso, sería base excelente
para su defensa.
-¡Si en algo estima usted la vida, señor- gritó Julián, fuera de sí-, no vuelva a
pronunciar tan abominable mentira!

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El abogado preparaba su defensa, en vista de que se aproximaba el instante
decisivo. En Besançon y en la provincia no se hablaba de otra cosa que de la célebre
causa. Julián, que había suplicado a todo el mundo que no le hablasen de nada
relacionado con su crimen, ignoraba aquel detalle.
Matilde y Fouqué quisieron hablarle aquel día de ciertos rumores públicos; muy
apropiados, según ellos, para darle esperanzas, pero Julián les obligó a enmudecer, no
bien pronunciaron la primera palabra.
-Dejadme que viva en paz mi vida ideal. Vuestras intrigas, vuestros detalles sobre
la vida real, me arrancarían del cielo en que vivo. Cada cual muere como puede, y yo
quiero pensar en la muerte a mi manera. ¿Qué me importan los demás. El filo de la
guillotina cortará bruscamente todas mis relaciones con los demás. ¡Por favor, no me
habléis de esas gentes! ¡Bastante me molesta tener que ver al juez y a mi abogado!
-Parece que mi destino es morir soñando. Un hombre obscuro como yo, que
abriga la seguridad absoluta de ser olvidado antes de quince días, sería un necio si se
tomase la molestia de representar una comedia... Me sorprende, lo confieso, no haber
aprendido a gozar de la vida hasta que se presentó ante mis ojos la muerte,
anunciándome su visita para un plazo muy próximo...
Dedicaba los últimos días a pasear por la terraza que coronaba el torreón,
fumando excelentes cigarros que Matilde había hecho traer de Holanda. Sus
pensamientos estaban en Vergy. Jamás habló a su amigo Fouqué de la señora de
Rênal, pero aquel le informaba periódicamente del curso de su curación.
Mientras el alma de Julián viajaba por el mundo de las ideas, Matilde, atenta a la
realidad, había conseguido dar a la correspondencia directa entre la mariscala de
Fervaques y el vicario general Frilair tal tono de intimidad, que ya se había
estampado, con todas sus letras la palabra obispado. El venerable prelado, cuyo poder
en la iglesia era ilimitado, había escrito de su puño y letra la siguiente post-data en
una carta de su sobrina: «Confío que nos será devuelto el pobre Sorel, culpable de un
acto irreflexivo.»
El señor Frilair quedó encantado al leer aquellos dos renglones: no dudaba que
conseguiría salvar a Julián.
-Si no fuera por esa ley jacobina que prescribe la formación de una lista
innumerable de jurados, y cuyo objeto real es robar toda clase de influencia a las
personas bien nacidas, desde luego respondería del veredicto decía-Matilde, la
víspera del sorteo de los que habían de formar el jurado- Sin dificultad conseguía la
absolución del cura N...
Con verdadero placer supo al día siguiente el vicario general que, entre los
jurados designados por la suerte, había cinco incondicionales suyos de Besançon, y
que entre los de fuera de la ciudad figuraban los señores Valenod, Moirod y Cholin.
-De estos ocho respondo- dijo Frilair a Matilde- Los cinco primeros son

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máquinas, y en cuanto a los demás, Valenod es mi agente, Moirod me lo debe todo y
Cholin es un imbécil que se prestará a cuanto le mande.
Publicó la prensa la lista de los jurados, y la señora de Rênal, con terror inmenso
de su marido, dijo que quería ir a Besançon. Lo único que pudo recabar de ella su
marido fue que no sería dada de alta, a fin de evitar la molestia de ser llamada a
declarar.
-No te haces cargo de mi situación- decía el antiguo alcalde de Verrières-. Hoy
soy liberal, liberal de la defección, como dicen ellos, y es indudable que el canalla de
Valenod y el vicario general conseguirán de los jueces todo lo que pueda
mortificarme.
Cedió la señora de Rênal a las instancias de su marido, temiendo que su presencia
en la sala del tribunal fuera interpretada como deseo de venganza.
No obstante las promesas hechas a su director espiritual y a su marido, apenas
llegada a Besançon, escribió treinta y seis cartas, todas de su puño y letra, una para
cada uno de los jurados.
El tenor de las cartas era el siguiente.

«No compareceré el día de la vista, señor, porque no quiero perjudicar con


mi presencia al señor Sorel. Una sola cosa deseo en el mundo, y la deseo con
pasión. y es que sea absuelto. La idea espantosa de que, por causa mía, un
inocente quien hice alcalde de Verrières, diezmaría todo el resto de mi vida y
precipitaría mi muerte. ¿No sería monstruoso quitarle la vida viviendo yo?
¡No! La sociedad no puede tener derecho para cortar el hilo de la existencia
de un hombre como Julián Sorel. En Verrières no hay una sola persona que no
le haya visto en momentos de extravío mental. Ese pobre joven tiene
enemigos muy poderosos, pero aun entre éstos, y cuenta que son muchos, no
se encontrará uno solo que ponga en duda su preclaro talento y su ciencia
profunda. No va usted a juzgar a un sujeto ordinario, señor. Durante un lapso
de dieciocho meses le hemos conocido todos piadoso, prudente, aplicado,
pero de vez en cuando le atacaban accesos de melancolía que perturbaban el
equilibrio de sus facultades mentales. Todos los vecinos de Verrières, todos
los habitantes de Vergy, donde solíamos pasar la temporada de verano, mi
familia entera, el mismo subprefecto, harán justicia a su piedad ejemplar: sabe
de memoria toda la Sagrada Biblia. ¿Habría dedicado un impío años enteros a
la lectura de los Libros Santos? Mis hijos tendrán el honor de poner en sus
manos esta carta, señor: dígnese preguntarles, y ellos darán a usted cuantos
detalles sean necesarios para llevar a su ánimo el convencimiento de que sería
una injusticia bárbara condenarle. Si así lo hicieran, lejos de vengarme, me
darían la muerte.

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»¿Qué pueden oponer a este hecho los enemigos? La herida que fue resultado
de su acceso de locura fue tan leve, que no habiendo transcurrido dos meses
desde que la recibí, he podido venir en silla de posta desde Verrières a
Besançon.
»Espero, señor, que usted no vacilará en substraer a la barbarie de las leyes a
un hombre que apenas es culpable, y tan pronto abandone yo el lecho, al que
me sujetan órdenes terminantes de mi marido, tendré el placer de ir a
arrojarme a sus plantas.
»Declare usted, señor, que no se ha comprobado la premeditación, y no tendrá
que arrepentirse de haber contribuido a derramar una sangre inocente.»

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LXXI
LA VISTA
En el país dejó recuerdo imperecedero
aquel proceso célebre. El interés que
despertó el acusado llegó a producir
agitación, y es que su crimen fue asombroso y a la par atroz.
¡Era tan guapo aquel joven! Su
encumbramiento, truncado tan pronto,
aumentaba la conmiseración general.
¿Le condenarán?- preguntaban las mujeres
a sus conocidos-. Y esperaban anhelantes
la respuesta.

SAINTE-BEUVE

Llegó el día tan temido por la señora de Rênal y por Matilde. El aspecto extraño que
ofrecía la ciudad acrecentaba su terror e impresionaba vivamente a Fouqué, no
obstante el temple de su alma. La provincia en peso había acudido a Besançon para
asistir a la vista de aquella causa romántica.
Fondas y posadas estaban llenas de forasteros. El presidente de la Sala no podía
satisfacer la enorme demanda de invitaciones, pues todas las damas de la ciudad
querían asistir a la vista. Por las calles se vendía a grito herido el retrato de Julián.
Guardaba Matilde, para utilizarla en aquel momento supremo, una carta autógrafa
del señor obispo de... Aquel prelado, que dirigía la Iglesia de Francia, se dignaba
solicitar la absolución de Julián. La víspera de la vista, Matilde había llevado la carta
en cuestión al omnipotente vicario general.
Al final de la entrevista, cuando Matilde se dispuso a retirarse, hecha un mar de
lágrimas, el señor Frilair, abandonando su reserva diplomática y casi conmovido,
dijo:
-Respondo del veredicto favorable del jurado. Entre las doce personas encargadas
de examinar si su protegido es culpable del crimen que se le imputa, y sobre todo, si
obró con premeditación, cuento con seis amigos que me lo deben todo, a los cuales he
hecho entender que de ellos depende mi elevación a la dignidad episcopal. El barón
de Valenod, a quien hice alcalde de Verrières, dispone en absoluto de dos de sus
administrados, los señores Moirod y Cholin. A decir verdad, la suerte nos ha
favorecido con dos jurados de cuidado, pero aunque pertenecen al campo ultra-

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liberal, obedecen mis órdenes en las grandes ocasiones, y yo les he mandado que
voten con Valenod. He sabido que otro jurado, industrial muy rico y liberal furioso,
aspira secretamente a que le sea adjudicada una contrata por el Ministerio de la
Guerra, y abrigo la seguridad de que no se atreverá a desagradarme. Le he hecho
saber que Valenod tiene mis instrucciones.
-¿Y quién es Valenod?- preguntó Matilde con inquietud.
-Si le conociese usted, no dudaría de nuestro triunfo. Es un charlatán audaz,
impudente, grosero, nacido para engañar a los necios. En el año 1814 estaba en la
miseria y hoy está en vísperas de ser prefecto, gracias a mí. Capaz es de dar de palos
al jurado que se resista a votar con él.
Estas palabras tranquilizaron un tanto a Matilde.
Otra lucha desagradable hubo de reñir aquella noche. Julián a fin de no prolongar
la vista, de cuyo resultado desfavorable no dudaba, estaba decidido a no hablar
palabra.
-Hablará mi defensor- dijo Matilde. Bastante tiempo estaré expuesto a las miradas
de mis enemigos. A estos provincianos les ha chocado la rapidez de mi fortuna, que te
debo a ti, y ten por seguro que todos, sin excepción, desean con todas las veras de su
alma un fallo condenatorio, creyendo que me verán llorar como una idiota cuando me
lleven al patíbulo.
-Desean verte humillado, eso es demasiado cierto, pero nada más; no puedo creer
que sean tan crueles- respondió Matilde-. Mi presencia en Besançon y el espectáculo
de mi dolor han interesado a todas las mujeres: el resto lo hará tu rostro agraciado. Si
pronuncias una palabra, todo el público será tuyo.
A las nueve de la mañana siguiente, fue Julián conducido a la Sala del Palacio de
Justicia. Patios y pasillos estaban llenos de gente. Julián había dormido bien, su rostro
reflejaba calma, y su alma no experimentaba otro sentimiento que el de piedad
filosófica hacia aquella turba de envidiosos que, crueles, acudían para recibir con
aplausos su sentencia de muerte. Sorprendióle extraordinariamente ver que su
presencia inspiró al público hondo sentimiento de piedad. Ni una palabra
desagradable hirió sus oídos.
-Estos provincianos no son tan malos como yo creía- se dijo.
Entró en la sala. Lo primero que llamó su atención fue la elegancia de su
arquitectura, mas pronto la absorbieron por completo las mujeres que llenaban el
anfiteatro. Todas ellas le parecieron jóvenes, bonitas y saturadas de tierno interés. En
el resto de la sala, la aglomeración era enorme. En las puertas se reñían verdaderas
batallas y los, ujieres no conseguían imponer silencio.
Murmullos de asombro y de interés se alzaron por todas partes cuando Julián
ocupó el banquillo reservado a los acusados. Parecía que no tenía más de veinte años;
vestía con sencillez, pero con elegancia irreprochable. Su palidez era extrema.

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-Acusado- le dijo a media voz el gendarme colocado a su derecha-, ¿ve usted
aquellas seis damas que ocupan la tribuna? La primera es la señora del prefecto, la
segunda, la marquesa de M..., que se interesa mucho por usted, la tercera es la señora
Derville...
-¡La señora Derville!- exclamó Julián poniéndose encarnado-. En cuanto salga de
aquí, escribirá a la señora de Rênal.
No sabía el reo que la señora de Rênal estaba en Besançon.
La prueba testifical fue breve. Vino la acusación fiscal, cuyas primeras palabras
arrancaron lágrimas a dos de las damas que ocupaban la tribuna.
-La señora Derville no se enternece- pensó Julián.
El fiscal pintó con vivos colores la brutalidad del crimen cometido. Julián observó
que las vecinas de la señora Derville desaprobaban la acusación fiscal. Varios
jurados, amigos sin duda de aquellas damas, hablaban a éstas como para
tranquilizarlas.
-No es mal síntoma- pensó el reo.
Hasta entonces, sólo desprecio y animadversión tenía Julián para todas las
personas que acudieran a la vista, pero su aridez de alma concluyó por desaparecer
ante las pruebas palpables de interés de que era objeto.
Agradóle la expresión tranquila y firme de su defensor.
-Sobre todo, nada de frases de relumbrón- le dijo a media voz, cuando se disponía
a tomar la palabra.
-Han robado ya todo el énfasis de Bossuet y lo han disparado con usted- contestó
el defensor.
No había hablado éste cinco minutos, cuando todas las mujeres tenían los
pañuelos en las manos. Alentado el defensor, dirigió a los jurados frase de intensidad
dramática enorme. Hasta Julián se sintió tan conmovido, que las lágrimas asomaron a
sus ojos.
Es posible que hubiese sucumbido al enternecimiento que le ganaba, si no hubiera
sorprendido una mirada insolente de Valenod.
-¡Cómo brillan sus ojos!- se dijo Julián-. ¡Con qué placer saborea el triunfo de su
alma ruin! ¡Le maldigo con todas mis fuerzas!... ¡Sabe Dios las atrocidades que sobre
mí habrá dicho a la señora de Rênal!...
Esta idea borró todas las demás. Poco después, Julián salió de su
ensimismamiento al oír en el público murmullos de asentimiento. El defensor había
terminado su discurso. Julián se acordó de que debía estrecharle la mano.
Trajeron un refrigerio al ahogado y al reo.
-¡Vive Dios que tengo un hambre de mil diablos ¿y usted?- preguntó el defensor.
-No es menor la mía- contestó Julián.
-También la señora prefecta hace honores a la comida... ¡Valor, amigo mío! ¡Esto

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va bien!
Daban las doce de la noche cuando el presidente de la Sala terminaba el resumen.
Las doce campanadas produjeron un movimiento de ansiedad en el público.
-Principia el postrero de mis días- pensó Julián.
Súbitamente le inflamó la idea del deber. Había dominado su emoción y mantenía
la resolución de no hablar, pero cuando el presidente de la Sala le preguntó si tenía
algo que decir, se levantó maquinalmente, y habló de esta suerte:
«Señores jurados:
El horror al desprecio, que creía que habría de desafiar en el momento de la
muerte, me obliga a tomar la palabra. No me cabe la honra, señores, de pertenecer a
vuestra clase, porque en mí estáis viendo a un rústico que se rebela contra la bajeza
de su fortuna.
»No os pido merced ni lástima- continuó Julián, con inconcebible entereza de voz
y de tono- Fuera necedad en mí hacerme ilusiones: la muerte me espera, y reconozco
que la tengo merecida. He atentado contra la vida de la mujer más digna de todos los
respetos, de todos los homenajes, contra la vida de la señora de Rênal, que para mí
había sido una madre. Mi crimen es atroz, y fue premeditado; luego merezco la
muerte, señores jurados. Sin embargo, aun cuando mi culpabilidad fuese menor, estoy
viendo hombres que, sin detenerse a considerar que acaso mi juventud pudiera ser
acreedora a un poquito de piedad, querrán castigar en mi persona a esa clase de
jóvenes que, nacidos en una clase inferior, y viéndose oprimidos por la pobreza,
tienen la dicha de procurarse una buena educación, y la audacia de entrometerse en lo
que el orgullo de los ricos llama sociedad.
»Ese es mi crimen, señores, crimen que será castigado con tanta mayor severidad,
cuanto que no son mis iguales los encargados de juzgarme. Yo no veo entre los
señores jurados a ningún pobre enriquecido, sino a señores indignados...»
Veinte minutos largos duró el discurso de Julián. Dijo todo lo que le dictó el
corazón, y aunque dio a su arenga un giro un poquito abstracto, todas las mujeres
vertieron copiosas lágrimas. La misma señora Derville hubo de secarse los ojos
repetidas veces. Antes de terminar, Julián volvió a hablar de su premeditación, de su
arrepentimiento, del respeto, de la adoración filial que en tiempos más felices rindió a
la señora de Rênal...
La señora Derville exhaló un grito ahogado y se desvaneció.
Daba la una cuando los jurados se retiraban para deliberar. El público quedó todo
en la sala. Lloraban las mujeres y no pocos hombres. Entabláronse varias discusiones
vivas y acaloradas, cuya intensidad fue decreciendo a medida que pasaba el tiempo
sin que reapareciera el jurado y se apoderaba de la asamblea la fatiga. Eran aquellos
momentos de intensidad dramática: hasta las luces brillaban menos. Julián, rendido y
presa de viva emoción, escuchaba los comentarios que sobre la tardanza del jurado

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hacían los concurrentes al acto, tardanza que era generalmente interpretada como de
augurio feliz.
Dieron las dos. Abrióse la puertecita por la que antes desaparecieron los jurados,
y salió por ella el flamante barón de Valenod, grave y teatral, seguido de todos los
individuos que componían el jurado. En medio de, un silencio sepulcral, declaró que
la decisión del jurado era que Julián Sorel era culpable de delito de asesinato, con la
agravante de premeditación. El veredicto llevaba aparejada la sentencia de muerte,
que fue pronunciada en el acto. Julián consultó su reloj y se acordó del señor de
Lavalette: eran las dos y cuarto.
-¡Hoy es viernes!- pensó-. ¡Gran día para Valenod, que me condena!... Como me
vigilan con tan celosa solicitud, Matilde no ha de poder salvarme como salvó a su
marido la señora de Lavalette...; de consiguiente, dentro de tres días, a esta misma
hora, sabré a qué atenerme sobre el grande y misterioso quizá.
Un grito desgarrador que resonó en aquel momento le obligó a pensar de nuevo
en las cosas de este mundo. Las mujeres sollozaban, y los hombres volvieron las
cabezas hacia una tribuna. Más tarde supo que Matilde había asistido a la vista, oculta
en aquella tribuna. Como el grito no se repitió, todas las miradas volvieron a
concentrarse en Julián.
-Evitemos hacer reír al canalla de Valenod- pensó el condenado-. ¡Con qué placer
ha pronunciado el veredicto que me envía al patíbulo, al paso que el pobre presidente
del tribunal, con toda su entereza de juez, no pudo evitar que temblase una lágrima en
sus pestañas mientras pronunciaba mi sentencia! ¡Bien se venga Valenod de nuestra
antigua rivalidad ocasionada por la señora de Rênal; ¡Ya no la veré más! ¡Se acabó...!
¡Y yo hubiese querido hacerle presente el horror que mi crimen brutal me produce!...
¿Por qué no me será dado caer a sus plantas y decirle estas palabras: el castigo que
me imponen es merecido?

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LXXII
Desde la sala del tribunal, llevaron a Julián a la celda destinada a los condenados a
muerte. Él, que de ordinario reparaba en las circunstancias y detalles más nimios, no
se había fijado en que no subía al torreón. Pensaba en lo que diría a la señora de
Rênal, si tenía la dicha de verla antes de morir, y por si llegaba ese caso, como estaba
seguro de que ella le interrumpiría, buscaba una palabra que expresase todo su
arrepentimiento.
-¿Cómo convencerla de que la amo y de que no amo a nadie más que a ella,
después del acto cobarde que cometí?- se preguntó el infeliz-. La empresa es ardua,
porque, en realidad, por ambición o por amor a Matilde quise matarla.
Al meterse en cama, notó que las sábanas eran de tela grosera.
-¡Ah!- exclamó-. Estoy en la celda de los condenados a muerte!... ¡Es natural!...
Me refería en una ocasión el conde de Altamira que Dantón, la víspera de su muerte,
decía: «El verbo guillotinar es defectivo; carece de algunos tiempos o personas: se
puede decir: yo seré guillotinado, tú serás guillotinado... pero no yo he sido
guillotinado», a no ser que haya otra vida... ¿La habrá? Si la hay, y en ella me
encuentro al Dios que pintan algunos cristianos, un Dios vengativo, estoy perdido...
Pero si encontrase al Dios de Fenelón... ¡quién sabe si me diría « te será perdonado
mucho porque has amado mucho... »! ¿Pero es que he amado mucho? A nadie he
amado tanto como a la señora de Rênal, y he querido asesinarla... En esa
circunstancia de mi vida, como en todas, desdeñé el mérito sencillo y modesto para
correr tras lo que brillaba...
»¡Verdad es que la perspectiva era tentadora! Coronel de húsares durante la
guerra, secretario de legación en tiempo de paz; embajador muy pronto... porque muy
pronto me hubiese impuesto en la ciencia diplomática, y aun suponiendo que toda mi
vida hubiera sido un majadero, al yerno del marqués de la Mole no habrían podido
negarle nada. Mi mérito habría brillado por doquier, hubiese vivido yo fastuosamente
en Berlín, en Londres... y seré guillotinado dentro de tres días-terminó, soltando una
carcajada-. ¡Sí, amigo Julián! ¡Dentro de tres días, la cuchilla de la guillotina
cercenará tu cabeza! Cholin alquilará una ventana a medias con el cura Maslon...
¿Cuál de estos dos personajes robará al otro, cuando hayan de pagar el importe del
alquiler de la ventana?
Vino a su memoria el siguiente pasaje del Venceslao de Rotrou:

LADISLAO ...Pronta está mi alma.


EL REY (padre de Ladislao). Y el cadalso también: lleva allí tu cabeza.

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-Linda contestación- pensó Julián.
Poco después se dormía.
Al día siguiente le despertaron con un abrazo muy apretado.
-¿Ya?- gritó Julián, abriendo los ojos.
Creyó que le había despertado el verdugo.
Era Matilde, triste, pálida, desencajada, cual si saliese del lecho después de seis
meses de enfermedad.
-¡El infame Frilair me ha engañado!- exclamó retorciéndose las manos.
Su furor le impedía llorar.
-¿Verdad que estuve ayer arrogante y bello cuando tomé la palabra?- preguntó
Julián-. Improvisé... por primera vez en mi vida... Es muy de temer que fuese también
la última... Carezco de las ventajas de un nacimiento ilustre es cierto, pero el alma
grande de Matilde elevó hasta ella a su amante... ¿Crees que Bonifacio de la Mole
estuviese mejor que yo ante sus jueces?
Matilde dio aquel día pruebas de ternura sin afectación, pero no consiguió que
Julián entrase en el terreno de la sencillez: parecía deseoso de devolver a su amante
las torturas que ésta le hizo sufrir con tanta frecuencia.
-Nadie ha logrado ver las fuentes del Nilo- se decía Julián-. No ha sido concedido
a ojos humanos ver al rey de los ríos en su condición de humilde arroyuelo; de la
misma manera, no habrá ser humano que vea a Julián débil, sencillamente porque no
lo es. Pero tengo un corazón que se conmueve fácilmente; la frase más sencilla, si es
pronunciada con acentos de sinceridad, es bastante para emocionarme y hasta para
hacerme derramar lágrimas. ¡Cuántas veces se han reído de mí, por tener este defecto,
los corazones de piedra! ¡Creían que mi emoción significaba ansias de obtener
piedad!... ¡Esto no lo he podido sufrir nunca!
«Dicen que el recuerdo de su mujer conmovió intensamente a Dantón cuando se
encontraba al pie del patíbulo, pero Dantón había hecho fuerte y enérgica una nación
de pulchinelas e impedido que el enemigo llegase a las puertas de París... al paso que
yo, si bien sé lo que sería capaz de hacer, nada he hecho: para todo el mundo soy, a lo
sumo, un quizá.
»Si se encontrase aquí, a mi lado, en este calabozo, la señora de Rênal en vez de
Matilde, ¿me atrevería yo a responder de mí? Para Valenod y los patricios del país, el
exceso de mi desesperación y el arrepentimiento habría sido miedo innoble a la
muerte, ¡están tan persuadidas esas almas de alfeñique de que su posición pecuniaria
les coloca fuera del alcance de las tentaciones! ¡Es natural!- dirían los Valenod,
Moirod y Cholin-. ¿Qué puede esperarse del hijo de un aserrador? Conseguirá a lo
más hacerse sabio, diestro... ¡pero corazón...! Hasta la pobre Matilde, que está
llorando... mejor dicho, que ya no puede llorar- murmuró reparando en sus ojos
encendidos y abrazándola-. Probablemente habrá llorado toda la noche-prosiguió, sin

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terminar de explanar su idea anterior-. ¡Hoy llora, y llegará pronto el día en que se
avergonzará de haberme amado... en que dirá que su amor fue un extravío, una
debilidad propia de sus pocos años...
Matilde le repetía con voz apagada:
-Está allá, en la habitación contigua.
-¿Quién está allá?- preguntó al fin Julián.
-El abogado defensor, que viene para que firmes el escrito de apelación.
-No apelaré.
-¡Cómo! ¿qué no apelarás?- interrogó Matilde, poniéndose en pie, llameantes los
ojos-. ¿Y por qué no?
-Porque en este momento me sobra valor para morir sin dar mucho que reír a
nadie. ¿Quién me asegura que el valor que hoy tengo resistirá dos meses de
permanencia en un calabozo húmedo y malsano? Preveo entrevistas con sacerdotes,
con mi padre... ¡No! ¡Muramos cuanto antes!
Contrariedad tan imprevista despertó el fondo altanero del natural de Matilde. El
furor que encendió en su pecho la circunstancia de no haber podido visitar al señor
Frilair con anterioridad a la hora señalada para ver a los condenados vino a caer sobre
Julián. Le adoraba, lo que no impidió que, durante un cuarto de hora maldijese de su
carácter, del de Julián, y lamentase la debilidad de haberle amado.
-Si el Cielo hubiese sido justo con tu raza te habría hecho nacer hombre- contestó
Julián.
Calló el condenado; pero, continuando sus discursos mentales, pensaba:
-No seré yo quien viva dos meses en esta mazmorra, sufriendo las humillaciones
de la facción patricia y teniendo por consuelo único las imprecaciones de esta loca...
¡Estoy resuelto! Pasado mañana me bato en duelo con un enemigo, cuya sangre fría y
destreza son maravillosas... ¡adversario notable, cuyo golpe nunca marra! ¡No!... ¡No
apelaré! Pasado mañana, a las seis en punto, llevarán el periódico a la casa de los
señores de Rênal... como de ordinario... A las ocho, después de leído por el señor, lo
tomará Elisa, y, caminando sobre las puntas de los pies entrará en la alcoba de su
señora y lo dejará sobre la cama. Despertará más tarde la señora de Rênal, leerá el
periódico, y cuando sus ojos hermosos lleguen a estas palabras: «A las diez y cinco
minutos habrá dejado de existir... » se llenarán aquellos de lágrimas, llorará, sí,
llorará con amargura... ¡Oh! ¡La conozco bien! ¡Aunque intenté asesinarla, lo
olvidará todo, y la persona cuya vida quise arrancar será la única que llorará
sinceramente mi muerte!
Durante largo rato no pensó más que en la señora de Rênal. Aunque tenía junto a
sí a Matilde, aunque de vez en cuando contestaba a ésta, su alma estaba en la casa de
los señores de Rênal. Veía el dormitorio de la señora, veía y sentía la presión de una
mano, blanca como el alabastro, que le acariciaba con movimientos convulsivos; veía

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llorar a su antigua amante, seguían sus ojos el camino que cada una de las lágrimas
dejaba señalado en aquel rostro encantador...
Matilde, convencida de que nada conseguiría, hizo entrar al ahogado, el cual, por
fórmula, combatió la resolución del condenado. Julián explicó los motivos
fundamentales de su resolución.
-No le discutiré el derecho que le asiste para pensar como piensa- dijo, al fin,
Félix Vaneau, que así se llamaba el abogado-. Tampoco afirmaré que anda
descaminado; pero, de todas suertes, dispone usted de tres días de plazo para
decidirse, y mi deber es venir aquí con frecuencia. Si de aquí a dos meses volase esta
cárcel lanzada a los aires por la erupción de un volcán, se libraría usted de subir al
patíbulo... También cabe en lo posible que de aquí a entonces le mate una
enfermedad-terminó, mirando significativamente a Julián.
-Gracias- contestó el reo dándole un apretón de manos-. Estudiaré esto último.
Cuando salieron Matilde y el ahogado, Julián halló que quería más al segundo
que a la primera.

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LXXIII
Lágrimas abundantes, que caían sobre sus manos, le despertaron una hora después de
haberse dormido profundamente.
-¡Otra vez Matilde!- pensó con disgusto-. Fiel a la consigna, vuelve armada de
sentimientos de ternura para atacar mi resolución.
Temiendo la perspectiva de nuevas escenas del género patético, no quiso abrir los
ojos. Su memoria le recordó los versos de Belphegor huyendo de su mujer...
Pero oyó un suspiro especial, y abrió los ojos: la que le regaba con sus lágrimas
era la señora de Rênal.
-¡Ah!- gritó, levantándose y cayendo de rodillas-. ¿Eres tú
o una visión de mis sentidos? ¿Te vuelvo a ver antes de morir?...¡Pero perdón,
señora! ¡Soy un asesino! -Vengo a suplicar a usted que apele... me han dicho que se
niega...- contestó la señora de Rênal con voz entrecortada. Los sollozos la ahogaban.
-¡Tenga usted la dignación de perdonarme...!
-Si quieres que te perdone- respondió la señora, arrojándose en sus brazos-, apela
inmediatamente de tu sentencia de muerte.
Julián la cubrió de besos.
-¿Vendrás a verme todos los días durante los dos meses?
-Te lo juro: vendré todos los días, mientras mi marido no me lo prohíba.
-¡Firmo!- gritó Julián-. ¡Me perdonas!... ¿Pero es posible?
Julián, loco de placer, la estrechaba entre sus brazos. La señora de Rênal exhaló
un grito.
-No es nada- dijo al momento-. Me has hecho un poquito de daño.
-En el hombro, ¿verdad?- preguntó Julián, llorando-. ¿Quién me lo había de decir
la vez última que te vi en Verrières!
-¡Y quién me habría de decir a mí que escribiría la infame carta que dirigí al
marqués de la Mole!
-Quiero que sepas que te he amado siempre, que no he amado a nadie más que a
ti.
-¡Es posible!
Largo rato permanecieron abrazados, llorando en silencio.
-¡Pero esa señora Michelet, o más bien señorita de la Mole... porque comienzo a
dar crédito a las habladurías públicas...!- dijo la señora de Rênal, cuando la emoción
le permitió hablar.
-Las habladurías son verdad en parte... Esa señora es mi mujer, no mi amante.
Interrumpiéndose mil veces uno a otro, concluyeron por contarse mutuamente
todo lo que ignoraban. La carta escrita por la señora de Rênal fue copia de la que le
presentó su director espiritual.

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-¡Qué horror me hizo cometer la religión!- exclamó-. ¡Y cuenta que suavicé los
párrafos más duros del borrador!
Los transportes y la dicha que respiraba Julián eran demostración terminante de
que la perdonaba de todo corazón.
-Creo sinceramente que soy piadosa- decía la señora de Renal-. Creo firmemente
en Dios, creo asimismo que el delito que cometo es horrendo, y, sin embargo, desde
que te he visto, desde que me encuentro a tu lado sin querer ni poder acordarme de
que me descerrajarte dos pistoletazos...
Julián la besó con transporte.
-Déjame... quiero razonar contigo... En cuanto te veo, ni me acuerdo de la
religión, ni de Dios, ni de mis deberes, no vivo mas que para el amor que te profeso...
¡No! amor no dice bastante, es una palabra poco expresiva, pues lo que tú me inspiras
es lo que únicamente Dios debiera inspirarme... es una mezcla de respeto, de
adoración, de obediencia... no sé... no sé cómo explicarlo. Si en este momento me
mandases que hundiera un puñal en el pecho del carcelero, cometería el crimen antes
de darme cuenta de lo que hacía. Explícame tú esto con claridad, antes de
despedirnos, porque quiero leer en mi corazón... y hazlo pronto, pues dentro de dos
meses hemos de separarnos... ¡Pero a propósito! ¿Nos separaremos?terminó
sonriendo.
-Retiro mi palabra- contestó Julián, levantándose-; no apelo de mi sentencia si
intentas poner fin a tu vida recurriendo al veneno, al hierro, a las armas de fuego, al
carbón, a cualquier medio directo o indirecto.
-¿Por qué no nos matamos los dos ahora mismo?
-¿Sabemos acaso qué encontraríamos en la otra vida? Quizá tormentos, quizá
nada. ¿Para qué privarnos de dos meses de delicias? Dos meses son sesenta días que,
pasados a tu lado, serán los más felices de mi vida.
-¡Los más felices de tu vida!
-¡Indudablemente! Digo lo que siento... Líbreme Dios de exagerar.
-Lo que significa que también yo debo decir lo que siento.
-Sí; necesito que me jures que no atentarás contra tu vida... reflexiona que debes
vivir para cuidar de mi hijo, a quien Matilde entregará a los lacayos el día que sea
marquesa de Croisenois.
-Juro que no atentaré contra mi vida; pero quiero llevarme el escrito de apelación,
firmado por ti. Lo presentaré personalmente al Procurador general.
-¡Cuidado, que te comprometes!
-Comprometida estoy ya desde que entré en esta celda. Besançon y la provincia
entera me convertirán en heroína de... He rebasado los linderos del pudor austero... he
perdido mi honra... pero es por ti, y no me importa.
Tan triste era su acento, que Julián, hondamente conmovido, la abrazó. No era ya

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sólo amor lo que sentía, sino gratitud infinita. Hasta aquel instante no había
aquilatado la extensión del sacrificio hecho en su obsequio.
Algún alma caritativa, sin duda, debió dar cuenta al señor Rênal de las constantes
visitas que su mujer hacía a la celda de Julián, pues al cabo de tres días le envió su
coche con orden terminante de regresar al punto a Verrières.
Aciago fue para Julián el día inaugurado con una separación verdaderamente
cruel. A poco de haberse despedido la señora de Rênal, dijéronle que un sacerdote
esperaba en la calle, junto a la puerta de la cárcel, permiso para entrar a visitarle.
Julián se negó a recibirle. El sacerdote replicó que ni de día ni de noche se separaría
de la puerta de la cárcel, sin antes reconciliar con Dios a aquella oveja descarriada
que en breve habría de dar cuenta de sus actos sobre la tierra. Los transeúntes fueron
formando círculo en rededor del sacerdote.
-¡Sí, hermanos míos!- decía éste-. Aquí pasaré el día, y la noche, y aquí
continuaré mañana, y pasado hasta que consiga limpiar el alma del desventurado
Sorel. ¡Unid vuestras oraciones a las mías, hermanos míos!
Nada espantaba tanto a Julián como el escándalo, como lo que tendiera a llamar la
atención sobre él. La puerta de la cárcel daba a una de las calles frecuentadas. Hasta
sus oídos llegaban las voces, torturándole horriblemente.
Dos o, tres veces llamó al carcelero para preguntarle si el sacerdote continuaba
frente a la puerta.
-Está de rodillas en medio del arroyo- le contestó siempre el carcelero-. Reza en
alta voz pidiendo a Dios su conversión.
-¡Impertinente!- murmuró Julián.
En aquel momento penetró hasta la celda un murmullo sordo: eran los curiosos
que hacían coro a las oraciones del sacerdote. Para que la desesperación de Julián
fuese completa, observó que también el carcelero rezaba.
-Principian a decir todos que tiene usted un corazón duro como el diamante,
cuando rehúsalos auxilios espirituales de un ministro del Señor- observó el carcelero.
-¡Malditos provincianos!- gritó fuera de sí Julián-. ¡En París no me molestarían
tanto!... ¡Que entre ese santo varón!
El carcelero se persignó y salió radiante de alegría.
Un cuarto de hora después de la entrada del sacerdote en la celda, Julián era el
más cobarde de los hombres. Por primera vez le pareció horrible la muerte: hasta
pensaba en el estado de putrefacción que se encontraría su cuerpo dos días después de
su ejecución.
Al mediodía le dejó en paz el sacerdote.

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LXXIV
Al encontrarse solo, Julián lloró mucho, y lloró por miedo a la muerte. El mismo se
confesó que, si la señora de Rênal se hubiese encontrado en Besançon, la habría
llamado para desahogar su pena confiándole su debilidad.
Cuando más vivamente lamentaba la ausencia de aquella mujer adorada, oyó los
pasos de Matilde:
-La desgracia mayor del prisionero- pensó- consiste en no ser dueño de cerrar la
puerta.
Todo cuanto le dijo Matilde le irritó. Fuera de sí el prisionero, no pudiendo
desahogar su furia impotente, ni ocultar la contrariedad que Matilde le producía,
suplicó a ésta que le dejase en paz un momento. Matilde, cuyos celos habían
despertado las visitas de la señora de Rênal, y que acababa de saber la marcha de
ésta, compendió la causa del mal humor de Julián y rompió a llorar.
Su dolor era sincero; de ello estaba seguro Julián, mas no por esto cedió su
irritación. Sentía la necesidad imperiosa de estar solo y quería conseguirlo a toda
costa. Matilde, tras varias tentativas inútiles, encaminadas a despertar su sensibilidad,
le dejó solo. Casi inmediatamente entró Fouqué.
-Necesito estar solo- dijo bruscamente el condenado a aquel amigo, espejo de
fidelidad-. Escribo un memorial solicitando mi indulto... además, no quiero oír hablar
de la muerte... si el día que la sufro necesito algo de ti, ya te lo diré.
Más destrozado, más cobarde que nunca se encontró Julián cuando, al fin,
consiguió quedarse solo. Las pocas fuerzas que conservaba su alma castigada las
agotó al pretender ocultar su verdadero estado a Matilde y a Fouqué.
Una idea le consoló al atardecer.
-Si esta mañana, cuando la muerte me parecía tan horrible, me hubiesen llevado al
patíbulo, el ojo del público habría sido un aguijón de gloria, y tal vez mi actitud se
hubiera parecido a la del rústico tímido que por primera vez entra en un salón.
Algunas miradas penetrantes, suponiendo que las haya entre los provincianos,
habrían adivinado acaso mi debilidad, pero nadie lo hubiese visto. Cobarde soy en
este instante, tengo miedo, pero nadie lo sabrá.
Al día siguiente le esperaba un suceso mucho más desagradable todavía. Su
padre, que desde días antes venía anunciando su visita, se presentó en la celda del
condenado cuando éste dormía aún.
Julián se encontraba débil, temía oír de labios del autor de sus días
reconvenciones altamente desagradables, y por si su situación no era de suyo bastante
angustiosa, el desamor que hacia su padre sentía inspirábale aquel día punzantes
remordimientos.
Tal como temía, Julián, los reproches severos del viejo comenzaron tan pronto

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como el carcelero los dejó solos. El reo no pudo contener las lágrimas.
-¡Qué indignidad!- se dijo con rabia-. ¡Mi falta de valor se hará pública... de ello
se encargará mi padre!... ¡Soberbio triunfo para Valenod y para la caterva de
hipócritas que reinan en Verrières!... Hasta aquí, he podido decir: ¡Sois ricos, poseéis
honores, pero yo tengo algo que vale más, yo poseo la verdadera nobleza, la que
radica en el corazón!... Pero se presenta un testigo a quien creerán todos, un testigo
que publicará por todo Verrières mi debilidad, ¡exagerará el miedo que me produce la
muerte!
Julián estaba desesperado; no sabía cómo despedir a su padre. Al fin, se le ocurrió
decir:
-Tengo algunas economías.
Estas tres palabras determinaron un cambio brusco en la fisonomía del viejo y en
la posición de Julián.
-He estado pensando en la distribución más equitativa-repuso Julián, más
tranquilo.
El viejo aserrador ardía en deseos de no dejar escapar el dinero, parte del cual
temía que Julián legase a sus hermanos. Con verdadera elocuencia procuró combatir
ese peligro.
-El Señor me ha inspirado la idea. de otorgar testamento-continuó el reo- Legar
mil francos a cada uno de mis hermanos y usted heredará el resto.
-Está muy bien- contestó el viejo-. Ese resto se me debe de justicia; pero, puesto
que Dios te ha hecho la gracia de tocarte el corazón y quieres abandonar este mundo
como un buen cristiano, tiene el deber sagrado de pagar todas tus deudas. Sin duda
has olvidado que tu alimentación y educación me costaron desembolsos que no me
has pagado todavía.
Poco después de haberse ido el padre, dejando a Julián presa de la desesperación
más violenta, se presentó en la celda el carcelero.
-Después de la visita de los padres- dijo-, suelo traer siempre a mis huéspedes una
botella de champagne. Cuesta un poquito caro, seis francos botella, pero alegra el
corazón.
-Traiga usted tres vasos- contestó Julián- y haga entrar a dos de los prisioneros
cuyos pasos oigo en el corredor.
Entró el carcelero a dos presidiarios reincidentes, que muy en breve debían ir a
cumplir su condena. Eran dos malhechores empedernidos, notables por su astucia, su
valor y su sangre fría.
-Si me da usted veinte francos, amigo mío, le cuento la historia de mi vida, que es
de primera-dijo uno de ellos a Julián.
-¿Historia inventada?- preguntó Julián.
-Nada de eso. Mi amigo, aquí presente, que la conoce, y envidia los veinte

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francos, me denunciará si falto a la verdad.
La historia de aquel criminal era sencillamente abominable. Su protagonista no
conocía más que una pasión: la del dinero.
Julián no era el mismo cuando le dejaron aquellos desalmados: la cólera que
contra sí sentía se había extinguido. El dolor lacerante envenenado por su
pusilanimidad, que le dominaba desde la partida de la señora de Rênal, se trocó en
melancolía.
-Si yo no me hubiese pagado tanto de las apariencias- se decía-, habría advertido
que las gentes que llenan los salones de París son tan honradas como mi padre o tan
hábiles como los presidiarios de quienes acabo de separarme... ¡Y no saben hablar
más que de su probidad!... ¡Y si forman parte de un jurado, condenan implacables al
infeliz que robó un pan porque perecía de hambre! ¡En cambio, si se trata de perder o
de ganar una dignidad cualquiera, esos modelos de honradez cometen crímenes
semejantes a los que la necesidad de comer inspira a los presidiarios!...
«El derecho natural no existe; es una ficción, una antigualla digna del fiscal que
me acosó hace pocos días en la vista y a cuyo abuelo enriqueció una confiscación
decretada por Luis XIV. No existe, no puede existir el derecho, si no lo apoya una ley
y lo sanciona un castigo. Ante la ley, lo único natural es la fuerza del león, o la
necesidad del ser que siente hambre, que tiene frío... el necesitado, en una palabra.
No: las gentes que pasan por honradas son malvados a quienes no han sorprendido en
flagrante delito. Una infamia enriqueció al fiscal que la ley lanzó contra mí... Reo soy
yo de asesinato, y no me quejo; me condenaron justamente, pero, poco más o menos
el Valenod que me condenó es mil veces más perjudicial que yo a la sociedad.
¡Pues bien!- prosiguió Julián con tristeza infinita, pero sin cólera- Más que todos
esos hombres vale mi padre, no obstante su sórdida avaricia. Jamás me ha querido, y
hoy vengo a colmar la medida, deshonrando sus canas con mi muerte infamante. El
temor a la miseria, el concepto exagerado, de la dureza humana, que se llama
avaricia, hacen que vea un manantial prodigioso de consuelos en los trescientos o
cuatrocientos luises que puedo legarle. Cualquier domingo, después de comer,
enseñará su tesoro a todos los envidiosos de Verrières, y su mirada les dirá: ¿Quién de
vosotros no vería guillotinar con gusto a un hijo a este precio?
Aun suponiendo que la filosofía de Julián hubiese sido verdadera, habría bastado
para que, quien por tal la tuviera, desease con todas las veras de su alma la muerte.
Cinco días horribles, cinco días eternos pasó dominado por pensamientos
desconsoladores. Trataba con urbanidad a Matilde, a la que veía exasperada por los
celos. Un día, el condenado pensó muy seriamente en la conveniencia de suicidarse.
Su alma estaba muerta desde que no la vivificaba la presencia de la señora de Rênal.
Ni en la vida real, ni en su imaginación, tan fecunda en otro tiempo, hallaba nada que
le distrajese. La falta de ejercicio comenzaba a alterar su salud y a darle el carácter

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exaltado y débil del estudiante alemán. Hasta le había abandonado esa altanería viril
que rechaza con un juramento enérgico ciertas ideas poco convenientes que asaltan a
las almas de los desgraciados.
-¡Amo la verdad!- se repetía- ¿Pero dónde encontrarla? Yo no veo más que
hipocresía, charlatanismo, hasta en los que llevan fama de virtuosos... ¡Oh! ¡El
hombre no puede fiarse del hombre!.. Me decía la señora de... encargada de recoger
limosnas para los huérfanos, que el príncipe de... le había dado diez luises...
¡Comedia! Pero hay más: Napoleón en Santa Elena... ¡comedia, comedia pura
también!
»¡Santo Dios! Si este hombre, en circunstancias en que la desgracia debió
excitarle más severamente que nunca al cumplimiento del deber, se rebajó hasta el
punto de ser un comediante, ¿qué puede esperarse del resto de la especie?
»¡Qué tormento vivir solo, aislado, sin creencias! ¡Me vuelvo loco... y soy
injusto, porque si es cierto que hoy vivo aislado en este calabozo, no lo es menos que
no viví aislado en la tierra: me acompañaba la idea del deber... del deber que me
había impuesto con razón o sin ella... del deber, que era el árbol sólido contra cuyo
robusto tronco me apoyaba cuando rugía el huracán... ¿Pero por qué maldigo la
hipocresía de los demás si yo soy también hipócrita? Atribuyo a la humedad del
calabozo, al aislamiento, a la proximidad de la muerte, la melancolía que me abruma,
y sé que la causa la ausencia de la señora de Rênal. ¿Me quejaría si hubiese de pasar
semanas enteras encerrado en los sótanos de su casa de Verrières para verla? Me
contagia el ambiente de hipocresía que respiro... Me encuentro a dos pasos de la
muerte y soy hipócrita... ¡Oh siglo XIX!
»Dispara un cazador su escopeta en un bosque, cae la pieza, y el cazador corre a
cobrarla. Su planta hunde un hormiguero, infinidad de hormigas se- adhieren a la
suela de su zapato. Las más filósofas no llegarán nunca a saber qué fue aquel cuerpo
negro, inmenso, espantoso- la bota del cazador-que penetró en su habitación con
rapidez increíble, a raíz de sonar un ruido espantoso, acompañado de humo y de
lenguas de fuego... ¡Así son la muerte, la vida, la eternidad! ¡Cosas muy sencillas
para quien tenga órganos bastante vastos para concebirlas!...
»Nace una mosca efímera a las nueve de la mañana y muere a las cinco de la
tarde: ¿cómo puede comprender la palabra noche? Concededle cinco horas más de
vida, y entonces verá la noche y sabrá qué es.
»¿Yo moriré a los veintitrés años?... ¿por qué no me conceden cinco más para
vivirlos con la señora de Rênal?
Soltando una carcajada prosiguió:
-¡Verdaderamente necesito estar loco para discutir estos grandes problemas! En
primer lugar, hablo como un hipócrita, cual si alguien me estuviera escuchando. En
segundo, pienso en vivir y en amar, cuando me restan contados días de vida... ¡Ay de

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mí! La señora de Rênal está ausente... tal vez su marido la dejará volver a Besançon
para que continúe deshonrándole... ¡Esto es lo que me deja aislado, y no la ausencia
de un Dios justo, bueno, todopoderoso y misericordioso... ¿Existirá? ¿Por qué no
creeré? Si creyera caería de rodillas, diciendo: ¡Señor... he merecido la muerte!...
¡Perdón!... ¡Haz que olvide a la que amo!
La noche estaba bastante avanzada llegó Fouqué.
Julián había recobrado parte de su tranquilidad.

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LXXV
-No quiero molestar al pobre Chas-Bernard, llamándole para que me confiese-dijo
Julián a Fouqué-; pero procura buscarme a cualquier otro confesor, que sea amigo del
señor Pirard.
Fouqué se apresuró a cumplir el encargo. Confesó Julián, destruyendo la mala
impresión producida en Besançon con su anterior impenitencia, pero sin conseguir
recobrar la solidez de su razón, más y más debilitada, a medida que pasaban los días
por efecto de su aislamiento y la proximidad de su ejecución.
Aún pudo saborear la dicha de abrazar de nuevo a la señora de Rênal.
-Vengo a tu lado- dijo ésta-. Me he escapado de Verrières.
Julián, sin acordarse de su amor propio, confesó a la mujer amada todas sus
debilidades y cobardías.
La señora de Rênal, a fuerza de derramar oro, y usando y abusando de la
influencia de su tía, dama rica, célebre y devota, recabó autorización para visitar al
reo dos veces cada día.
Esta circunstancia exacerbó hasta lo indecible los celos de Matilde, la cual, con
todo su poder, y no obstante haber desafiado todas las conveniencias, solamente había
logrado obtener permiso para entrar en la celda del condenado una vez al día.
Deseaba Julián portarse bien hasta el fin con la desgraciada hija de los marqueses
de la Mole, cuya reputación tan gravemente había comprometido, pero el amor
desenfrenado que sentía por la señora de Rênal daba con frecuencia al traste con sus
buenas intenciones. De aquí que, casi todas sus entrevistas con la primera, terminaban
en escenas horribles.
Matilde tuvo noticia de la muerte en duelo del marqués de Croisenois. Parece que
el señor de Thaler, el joven inmensamente rico que hemos conocido, se permitió
comentar en forma bastante molesta la desaparición de Matilde. Croisenois le suplicó
que se retractase; pero Thaler le dio a leer algunos anónimos que le habían sido
dirigidos, en los cuales se hacía mención de detalles que dejaban ver demasiado
claramente la verdad. Thaler, no contento con esto, dirigió al marqués de Croisenois
algunas bromas reñidas en absoluto con la decencia, y el último, loco de furor exigió
reparaciones tan difíciles de dar, que el millonario prefirió aceptar un desafío. Triunfó
en el terreno del honor la necedad y la injusticia, y de los dos adversarios, el más
digno halló la muerte cuando apenas si tenía veinticuatro años.
El triste suceso impresionó vivamente a Julián.
-El pobre Croisenois- decía a Matilde- se ha portado con nosotros con mucha
nobleza. Si su alma hubiese sido menos elevada, me habría aborrecido y provocado a
raíz de las imprudencias cometidas por los dos en el palacio de tus padres, pues el
odio que nace del desprecio es de ordinario furioso.

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La muerte del marqués de Croisenois varió esencialmente todas las ideas de
Julián con respecto al porvenir de Matilde.
-Debes casarte con el señor de Luz- repetía aquel un día y otro día-. Es un joven
tímido, de más ambición que Croisenois, sin ducado en su familia, y seguramente
aceptará con gusto la mano de la viuda de Julián Sorel.
-La mano de la viuda de Julián Sorel- replicó con frialdad Matilde-, que se ríe y
desprecia las grandes pasiones, porque, por su desgracia, ha vivido lo bastante para
ver que su apasionado amante la pospone a otra mujer que fue la causa de todas sus
desgracias.
-Eres injusta, Matilde. Las visitas de la señora de Rênal darán a mi abogado de
París, encargado de defender mi recurso, ocasión de pronunciar frases de elocuencia
arrebatadora: pintará al asesino cuidado con solicitud por la víctima. ¡Quién sabe si
andando el tiempo, me verás convertido en héroe de melodrama!
Los celos furiosos que devoraban a Matilde, la imposibilidad en que se
encontraba de vengarse de su rival, la persistencia de su desgracia, la vergüenza, el
dolor de amar cada día más a un amante infiel, habían sumido a aquella en el abismo
de una desesperación sombría, que no conseguían suavizar ni las muestras de
solicitud obsequiosa del señor de Frilair ni las frases de ruda franqueza de Fouqué.
Julián, excepción hecha de los momentos que le robaba la presencia de Matilde,
vivía la vida del amor sin acordarse apenas del porvenir.
-En tiempos que por desgracia no volverán- decía a la señora de Rênal-, cuando
hubiera podido ser dichoso, cuando paseábamos juntos por los bosques de Vergy, me
dominaba una ambición fogosa que arrastraba mi alma a regiones imaginarias. En vez
de estrechar contra mi pecho este brazo encantador que tan cerca de mis labios tenía,
pensaba en mi porvenir, en los combates que habría de reñir para amasarme una
fortuna inmensa, colosal... ¡Oh! ¡Habría muerto sin saber qué es dicha si tú no
hubieses venido a acompañarme en este calabozo!
Un incidente, muy penoso para Julián, vino a turbar la placidez de aquella vida.
Alguna amiga oficiosa de la señora de Rênal persuadió a ésta de que debía ir a Saint-
Cloud y solicitar del rey Carlos X el indulto de Julián.
-Me presentaré al rey- dijo al condenado-; le confesaré que eres mi amante, diré
que fueron los celos los que te impulsaron a atentar contra mi vida... No será la
primera vez que el rey concede...
-No volverás a verme, haré que te cierren la puerta de la cárcel, me suicidaré
mañana mismo- interrumpió Julián- si en el acto no me juras que te abstendrás de dar
un solo paso que tienda a ponernos en ridículo. La idea de ir a París no es tuya dime
el nombre del intrigante que te la ha sugerido... ¡Pero no! ¡No lo digas! Seamos
dichosos durante los breves días que me restan de vida. ¿Qué conseguirías con ir a
París? La señorita de la Mole tiene infinitamente más influencias que tú, y cree que

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habrá hecho todo lo humanamente posible para salvarme. Mis enemigos aquí, en
provincias, son muchos y poderosos... No les demos ocasión de reír.
El aire infecto del calabozo alteraba profundamente la salud y la razón de Julián.
Tuvo éste la suerte, suerte triste, de que el día que le anunciaron que debía disponerse
a morir brillaba un sol hermoso, que influyó no poco en el valor del infeliz reo.
Respirar el aire libre, contemplar el sol le produjo una impresión de delicia inefable.
-Estoy contento- pensaba-. No me abandonará el valor.
Nunca pareció tan poética su cabeza como en el momento en que iba a rodar. En
el trance supremo dio pruebas de valor sin sombra de afectación.
Dos días antes había dicho a Fouqué:
-De mi emoción no me atrevo a responder: este calabozo es tan tétrico, tan
húmedo, que me produce momentos de fiebre durante los cuales no me conozco; pero
te juro que no tendré miedo, que nadie me verá palidecer.
Había tomado sus disposiciones para que Fouqué se llevase a Matilde y a la
señora de Rênal la mañana del día postrero de su vida.
-Haz que monten en el mismo coche- le dijo-. Procura que los caballos de la silla
de posta no dejen el galope, y una de dos: o concluirán por abrazarse o por declararse
un odio mortal. En uno y otro caso, las pobres dejarán de pensar en su horrible dolor.
Julián había arrancado a la señora de Rênal el juramento de que viviría para
cuidar del hijo de Matilde.
-¡Quién sabe!- decía un día a Fouqué-. Es posible que nuestras sensaciones no
terminen con la vida. Me agradará descansar, porque descansar es la palabra, en
aquella gruta que hay en la montaña que domina a Verrières. Muchas veces, recogido
durante la noche en la gruta mencionada, he abarcado con mi vista las inmensas
llanuras de las provincias más ricas de Francia, y sentido que la ambición inflamaba
mi corazón... Era aquella entonces mi pasión única... Pues bien: me es simpática
aquella gruta, me parece que es el lugar más apropiado para que repose en ella el
cuerpo de un filósofo: quisiera que reclamases mis restos mortales y les dieras
sepultura en ella.
Fouqué había reclamado y obtenido el cadáver de su amigo. Lo velaba aquella
noche en su habitación, cuando, con gran sorpresa suya, vio entrar a Matilde. Pocas
horas antes la había dejado a diez leguas de Besançon.
-Quiero verle- dijo la infeliz, con mirada extraviada.
Fouqué, sin valor para hablar ni para levantarse, extendió el brazo hacia una capa
azul que había extendida en el centro de la estancia: debajo de la capa estaban los
restos de Julián.
Matilde cayó de rodillas. El recuerdo de Bonifacio de la Mole y de Margarita de
Navarra infundió en su alma un valor sobrehumano. Sus manos temblorosas alzaron
la capa.

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Fouqué que no se atrevía a mirar, oyó pasos precipitados. Matilde encendía
muchas bujías. Cuando Fouqué encontró en su corazón fuerzas para mirar, Matilde
había colocado la cabeza de Julián sobre una mesita de mármol, y la besaba en la
frente...
Matilde siguió a su amante hasta la tumba que éste mismo escogiera. Una porción
de sacerdotes escoltaban el féretro, pero nadie sabía que en el coche enlutado que
cerraba la marcha del fúnebre cortejo, iba Matilde sola. llevando sobre sus rodillas a
cabeza del hombre que amó con tanta pasión.
Llegada la comitiva a la cumbre de uno de los picachos más elevados del Jura,
veinte sacerdotes entonaron el oficio de difuntos, en medio de la noche, en la gruta
iluminada por centenares de blandones. Todos los habitantes de los pueblos
circunvecinos se habían unido a la comitiva, atraídos por la majestad sublime de
aquella extraña ceremonia.
Terminado el oficio de difuntos, se presentó Matilde, vestida de negro de pies a
cabeza y repartió entre los concurrentes miles de monedas de cinco francos.
Cuando quedó sola con Fouqué quiso enterrar con sus propias manos la cabeza de
su amante. Fouqué temió volverse loco de dolor.
Poco tiempo después, Matilde hacía revestir la gruta con mármoles y esculturas
traídas de Italia.
La señora de Rênal fue fiel a su promesa: ni directa ni indirectamente atentó
contra su vida; pero tres días después de la ejecución de Julián, moría abrazando a sus
hijos.

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