Rojo y Negro - Stendhal
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Nacimiento, ascensión y caída de un héroe, Julien Sorel; sentimientos
encontrados finamente descritos por Henri Beyle, Stendhal, en una de las
novelas clave del siglo XIX: el amor que se transforma en amor propio, la
pasión en ambición, la generosidad, el entusiasmo, la hipocresía... 1824-
1830. Francia, la gran muñidora de la Europa decimonónica: un antiguo
régimen que se resiste a morir tras el vuelco que supuso la Revolución
francesa, una iglesia romana que no quiere perder su influencia, las
diferentes corrientes de pensamiento, el intercambio y la mezcla de clases
sociales, la legítima aspiración de las clases populares por ascender en la
escala social, los viejos y los nuevos aristócratas... y Napoleón como fondo,
ejemplo y guía de las jóvenes generaciones.
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Stendhal
Rojo y Negro
ePUB v1.1
Batera10.05.11
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Libro primero
DANTON
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I
UNA CIUDAD PEQUEÑA
Put thousands together
Less bad
But the cage less gay.
HOBBES
La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por una de las más bellas del Franco
Condado. Sus casas, blancas como la nieve y techadas con teja roja, escalan la
estribación de una colina, cuyas sinuosidades más insignificantes dibujan las copas de
vigorosos castaños. El Doubs se desliza inquieto algunos centenares de pies por bajo
de la base de las fortificaciones, edificadas en otro tiempo por los españoles y hoy en
ruinas.
Una montaña elevada defiende a Verrières por su lado Norte. Los picachos de la
tal montaña, llamada Verra, y que es una de las ramificaciones del Jura, se visten de
nieve en los primeros días de octubre. Un torrente, que desciende precipitado de la
montaña, atraviesa a Verrières y mueve una porción de sierras mecánicas, antes de
verter en el Doubs su violento caudal. La mayor parte de los habitantes de la ciudad,
más campesinos que ciudadanos, disfrutan de un bienestar relativo, merced a la
industria de aserrar maderas, aunque, a decir verdad, no son las sierras las que han
enriquecido a nuestra pequeña ciudad, sino la fábrica de telas pintadas llamadas de
Mulhouse, cuyos rendimientos han remozado casi todas las fachadas de las casas,
después de la caída de Napoleón.
Aturde al viajero que entra en la ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina
de terrible apariencia. Una rueda movida por el torrente, levanta veinte mazos
pesadísimos, que, al caer, producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de
las calles. Cada uno de esos mazos fabrica diariamente una infinidad de millares de
clavos. Muchachas deliciosas, frescas y bonitas, ofrecen al rudo beso de los mazos
barras de hierro, que éstos transforman en clavos en un abrir y cerrar de ojos. Esta
labor, que a primera vista parece ruda, es una de las que en mayor grado sorprenden y
maravillan al viajero que penetra por vez primera en las montañas que forman la
divisoria entre Francia y Suiza. Si el viajero, al entrar en Verrières, siente a la vista de
la fábrica de clavos el aguijón de la curiosidad, y pregunta quién es el dueño de
aquella manifestación del genio humano, que ensordece y aturde a las personas que
suben por la calle Mayor, le contestarán:
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-¡Oh! ¡Esta fábrica es del señor alcalde!
A poco que el viajero se detenga en su ascensión por la calle Mayor de Verrières,
que arranca de la margen misma del Doubs y termina en la cumbre de la colina, es
seguro que ha de tropezar con un hombre de gran prosopopeya, con un personaje de
muchas campanillas. Viste traje gris, y grises son sus cabellos; es caballero de varias
órdenes, tiene frente despejada, nariz aguileña y facciones regulares. Su expresión, su
conjunto, a primera vista, es agradable y hasta simpático, dentro de lo que cabe a los
cuarenta y ocho o cincuenta años; pero si el viajero hace un examen detenido de su
persona, hallará, a la par que ese aire típico de dignidad de los alcaldes de pueblo y
esa expresión de endiosamiento y de suficiencia, un no sé qué indefinido que es
síntoma de pobreza de talento y de estrechez de mentalidad, y terminará por pensar
que las pruebas únicas de inteligencia que ha dado, o es capaz de dar el alcalde,
consisten en hacerse pagar con puntualidad y exactitud lo que le deben, y en no
pagar, o en retardar todo lo posible el pago de lo que él debe a los demás.
Y ya tenemos hecho el retrato del alcalde de Verrières, señor de Rênal. El viajero
no tarda en perderle de vista, porque entra aquel invariablemente en la alcaldía,
después de recorrer con paso majestuoso la calle; pero si, dejando al alcalde en su
despacho, continúa su ascensión, encontrará, unos cien pasos más arriba, una casa de
lujoso aspecto, y verá las verjas que la circundan, jardines hermosísimos, que tienen
por fondo las distantes colinas de Borgoña, y ofrecen un panorama que parece de
propósito hecho para recreo de la vista. El viajero comienza allí a olvidar la atmósfera
saturada de emanaciones de sórdido interés que venía respirando y que principiaban a
asfixiarle.
Pregunta, y le dicen que aquel inmueble lujoso es propiedad del señor de Rênal.
La fabricación de clavos produce al alcalde de Verrières enormes rendimientos,
merced a los cuales ha podido erigir el hermoso edificio de sólida sillería. Afirman
que su familia es española y de rancia estirpe, establecida en el país mucho antes de
la conquista del mismo por Luis XIV.
Desde el año de 1815, se avergüenza de ser industrial: fue el año que le sentó en
la poltrona de la alcaldía de Verrières. Los muros que sostienen las diversas parcelas
de aquel magnífico jardín, que desciende, formando a manera de pisos de regularidad
perfecta, hasta la orilla del Doubs, son también premio alcanzado por la ciencia del
señor Rênal en el negocio del hierro.
Que no esperen nuestros lectores encontrar en Francia esos jardines pintorescos
que rodean las ciudades de Alemania: Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el
Franco Condado, cuantos más muros se construyen, cuanto con mayor profusión se
llenan las propiedades de hileras de sillares superpuestos, tanto mayores derechos se
adquiere al respeto y a la consideración de los vecinos. Los jardines del señor Rênal
gozan de la admiración general, no por su hermosura precisamente, sino porque su
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propietario ha comprado a peso de oro las distintas parcelas que ocupan. Citaremos
un ejemplo: la serrería que, a causa de su emplazamiento singular sobre la margen del
Doubs, llamó la atención del viajero a su entrada en Verrières, y cuya techadumbre
corona una tabla gigantesca sobre la cual se lee el nombre de SOREL, escrito con
letras descomunales, ocupaba, seis años antes, el terreno que hoy sirve de
emplazamiento al muro de la cuarta terraza de los jardines del señor Rênal.
Pese a su altivez, el señor alcalde necesitó Dios y ayuda para convencer al viejo
Sorel, rústico duro de pelar y terco como una mula, quien no se decidió a trasladar su
serrería a otra parte sin antes hacerse suplicar mucho y obligar al comprador a dar por
los terrenos un precio diez veces mayor del que en realidad tenían. En cuanto a la
fuerza motriz necesaria para la marcha de la sierra, el señor Rênal consiguió, gracias
a las buenas relaciones con que contaba en París, que fuese desviado el curso del río
público. La gracia le fue concedida a raíz de las elecciones de 182...
El trato hizo a Sorel dueño de cuatro hectáreas de terreno, en vez de una, que
antes tenía. La industria quedó instalada sobre la margen del Doubs, unos quinientos
pasos más abajo que la antigua, y aunque esta posición última era incomparablemente
más ventajosa para el negocio, el señor Sorel, que así se le llama generalmente desde
que es rico, fue bastante diestro para arrancar a la impaciencia de la manía de
propietario que acosaba a su vecino, la bonita suma de seis mil francos.
Diremos, en honor a la verdad, que todas las personas inteligentes del país
criticaron el trato. En una ocasión, hace de eso cuatro años, el señor Rênal, al salir de
la iglesia un domingo, luciendo los distintivos de su cargo de alcalde, vio desde lejos
a Sorel, rodeado de sus tres hijos, que le miraba con la sonrisa en los labios. Aquella
sonrisa fue feroz puñalada asestada en medio del corazón del alcalde, porque le hizo
comprender que le habría sido fácil obtener los terrenos mucho más baratos.
Quien quiera conquistarse la consideración pública en Verrières, debe huir como
de la peste, en la construcción de los muros, de cualquiera de los planos que importan
de Italia los maestros de obras y albañiles que, llegada la primavera, atraviesan las
gargantas del Jura para llegar a París. La innovación atraería sobre la cabeza del
imprudente constructor la eterna reputación de mala cabeza, y le perdería para
siempre en el concepto y estimación de las personas prudentes y moderadas, que son
las encargadas de otorgar entrambas cosas en el Franco Condado.
En realidad de verdad, las tales personas prudentes y moderadas ejercen el más
fastidioso de los despotismos y son causa de que la permanencia en las ciudades
pequeñas se haga insoportable a los que han vivido en la inmensa república llamada
París. La tiranía de la opinión... ¡y qué opinión, santo Dios! es tan estúpida en las
pequeñas ciudades de Francia como en los Estados Unidos de América.
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II
UN ALCALDE
¡La importancia! ¿Es nada, por
por ventura? La importancia es el respeto de
los necios, el pasmo de los niños, la
envidia de los ricos y el desprecio del
sabio.
BARNAVE
Afortunadamente para la reputación del señor Rênal como administrador, fue preciso
construir un inmenso muro de contención, a lo largo del paseo público que rodea la
colina a un centenar de pies sobre el nivel de las aguas del Doubs. A la posición
admirable del paseo es deudora la ciudad de la vista que posee, una de las más
pintorescas de Francia; pero era el caso que todos los años, en cuanto llegaba la
primavera, las lluvias agrietaban el firme y abrían en él surcos y barrancos que lo
hacían impracticable. Este inconveniente, por todos sentidos, puso al señor Rênal en
la feliz necesidad de inmortalizar su administración construyendo un muro de veinte
pies de altura y de treinta o cuarenta toesas de longitud.
El parapeto del muro en cuestión, que obligó al señor Rênal a hacer tres viajes a
París, porque el penúltimo ministro del Interior se había declarado enemigo mortal
del paseo público de Verrières, se alza en la actualidad cuatro pies sobre el suelo, y,
como para desafiar la oposición de todos los ministros pasados, presentes y futuros, le
ponen un coronamiento de hermosos sillares.
¡Cuántas veces, apoyado de pechos contra aquellos bloques de piedra, de hermoso
tono gris azulado, mis ojos se han hundido en el fondo del valle del Doubs, mientras
mi pensamiento recordaba los bailes de París, abandonados la víspera! Más allá del
caudal del río, sobre la margen izquierda de éste, serpentean cinco o seis valles, por
cuyo fondo se distingue a simple vista el curso de otros tantos arroyuelos que,
después de precipitarse de cascada en cascada, vienen a ser engullidos por el Doubs.
Los rayos del sol queman en aquellas montañas, pero cuando se dejan caer a plomo
sobre la cabeza del viajero, puede éste continuar sus sueños a la deliciosa sombra de
los magníficos plátanos que allí crecen. El desarrollo rápido y el hermoso verdor de
tono azulado de los plátanos débense a la tierra que el alcalde hizo transportar y
colocar detrás del inmenso muro de contención, para aumentar en más de seis pies el
ancho del paseo, no obstante la oposición sistemática del Consejo Municipal en
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pleno. Aunque el alcalde sea ultra y yo liberal, faltaría a la imparcialidad, y a la
justicia si no ponderara como se merece una mejora que, a juicio del señor Rênal y
del señor Valenod, afortunado director del Asilo de Mendicidad de Verrières, ha dado
a la ciudad una terraza capaz de competir, acaso con ventaja, con la célebre de Saint-
Germain-en-Laye.
En el Paseo de la Fidelidad, nombre que se lee en quince o veinte lápidas de
mármol colocadas en otros tantos sitios, y que han valido al señor Rênal una
condecoración más, sólo hallo un detalle digno de censura, y es el sistema bárbaro de
poda de los plátanos empleado por la autoridad. Es indudable que estos árboles, los
más vulgares de los de cultivo, en vez de copas espesas, redondas y aplanadas,
preferirían tener esas formas magníficas que estamos acostumbrados a ver en sus
congéneres de Inglaterra; pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y ésta
ordena que todos los árboles propiedad del municipio sean amputados y mutilados
bárbaramente dos veces al año. Los liberales de la circunscripción pretenden,
seguramente con notable exageración, que la mano del jardinero municipal es más
severa desde que el señor vicario Maslon se acostumbró a apoderarse de los
productos de la poda.
El joven eclesiástico que acabo de nombrar fue enviado hace algunos años desde
Besançon, con el encargo de espiar al párroco Chélan y a otros curas de los
alrededores. Un médico mayor del ejército de Italia, retirado en Verrières, jacobino y
bonapartista en vida, según el señor Rênal, se atrevió un día a quejarse de la
mutilación periódica de los árboles.
-Me gusta la sombra- replicó el señor alcalde, con ese tono de altanería que tan
bien sienta a las autoridades cuando se dirigen a un humilde caballero de la Legión de
Honor-. Me gusta la sombra, mando podar mis árboles para que den sombra, y no
concibo que los árboles sirvan para otra cosa que para dar sombra, de no tratarse de
los que, como el nogal, producen utilidades.
Y acabó de estampar la razón que lo decide todo en Verrières: utilidad,
rendimiento. Las tres cuartas partes de sus habitantes sólo para las rentas tienen
pensamiento.
En una ciudad que tan poética parece, todo se mueve, todo obedece a la más
prosaica de las razones: a la renta, al interés. El extranjero, el forastero que llega a
ella, seducido por la frescura y profundidad de los valles que la rodean, imagina al
principio que sus habitantes han de ser necesariamente sensibles a lo bello. No saben
hablar más que de la belleza de su país, la ponderan con entusiasmo, y en realidad la
estiman en mucho; pero la ponderan y estiman porque atrae gran contingente de
extranjeros, cuyos bolsillos se encargan de aligerar los fondistas y posaderos.
Era un delicioso día de otoño. El señor Rênal paseaba por el Paseo de la
Fidelidad dando el brazo a su señora Esta, sin dejar de escuchar a su marido, que
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hablaba con voz grave, no separaba sus inquietos ojos de tres niños, uno de los
cuales, el mayor, que tendría once años, se acercaba al parapeto con demasiada
frecuencia y con ganas evidentes de subirse sobre él. Una voz dulce pronunciaba
entonces el nombre de Adolfo, y el niño renunciaba a su proyecto ambicioso. La
señora del alcalde tendría unos treinta años y se mantenía muy bella.
-Pudiera ocurrir que ese arrogante caballero de París hubiese de arrepentirse-
decía el señor Rênal con voz concentrada y rostro más pálido que de ordinario-.
¿Cree el zángano que me faltan buenos amigos...?
El arrogante caballero de París, que tan odioso se había hecho al alcalde de
Verrières, era un tal señor Appert, que dos días antes había conseguido introducirse,
no sólo en la cárcel y en el Asilo de Mendicidad de Verrières, sino también en el
hospital, administrado gratuitamente por el alcalde y propietarios principales de la
población.
-¿Pero qué importa- replicaba con timidez la alcaldesa-que ese caballero de París
haya hecho una visita de inspección a esos establecimientos, que tú administras con
probidad la más escrupulosa?
-Ha venido con el propósito de fisgonear, y luego publicará artículos en la prensa
liberal.
-Qué tú no lees nunca, amigo mío.
-Pero no falta quien comente los artículos jacobinos, lo que es obstáculo que nos
dificulta el ejercicio de la caridad. Te juro que nunca podré perdonar al cura.
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III
EL CAUDAL DEL POBRE
Un cura virtuoso y no intrigante es la providencia del pueblo.
es la providencia del pueblo.
FLEURY
Conviene saber que el párroco de Verrières, anciano de ochenta años, pero que era
deudor al puro ambiente de las montañas de una salud y un carácter de hierro, tenía
derecho de visitar, cuantas veces lo tuviera a bien, la cárcel, el hospital y el Asilo de
Mendicidad.
Y hecha esta observación, diré que el señor Appert, que traía de París eficaces
recomendaciones para el buen cura, tuvo el feliz pensamiento de presentarse a las seis
en punto de la mañana en nuestra poética ciudad que, como todas las pequeñas,
pecaba de curiosa. Apenas llegado, se personó en la morada del párroco.
La lectura de la carta firmada por el señor marqués de La Mole, par de Francia, y
el propietario más rico de la provincia, dejó pensativo al cura Chélan.
-¡No se atreverán!- murmuró a media voz- Soy viejo y me quieren...
Volviéndose a continuación hacia el caballero de París, y poniendo en él una
mirada en la cual, a pesar de los años, brillaba ese fuego sagrado que pone de
manifiesto el placer de realizar una buena acción, bien que un poquito peligrosa,
repuso:
-Venga usted conmigo, caballero, y, le ruego que, terminada la visita de
inspección, tenga la bondad de no manifestar en presencia del carcelero, y sobre todo,
en la de los encargados del Asilo de Mendicidad, la opinión que forme.
El señor Appert comprendió que el cura era un hombre de corazón. Visitó la
cárcel, el hospicio y el Asilo de Mendicidad, hizo muchas preguntas, pero aunque las
respuestas que le dieron fueron en su mayor parte extrañas, no se permitió hacer la
menor observación que tuviese visos de censura.
La visita duró muchas horas. El cura invitó a comer al señor Appert, quien, no
queriendo comprometer más a su generoso acompañante, se excusó, pretextando que
debía escribir una porción de cartas. A eso de las tres, el cura y el caballero de París
volvieron al Asilo de Mendicidad, cuya visita dejaran incompleta por la mañana, y
desde este establecimiento se dirigieron por segunda vez a la cárcel. En la puerta
encontraron al carcelero, especie de gigante de seis pies de estatura y de piernas
arqueadas, cuya cara innoble reflejaba el más abyecto de los terrores.
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-¡Oh, señor!- exclamó, dirigiéndose al cura-. Este caballero que usted acompaña
es el señor Appert, ¿verdad?
-¿Qué importa?- inquirió el cura.
-¡Mucho, por desgracia! Desde ayer tengo órdenes terminantes del señor prefecto,
que las envió por conducto de un gendarme, que indudablemente galopó toda la
noche, de no permitir al señor Appert la entrada en la cárcel.
-Declaro ante todo, Noiroud- contestó el cura-, que el viajero que me acompaña
es el señor Appert, ¿Me reconoce usted el derecho de entrar en la cárcel, a cualquier
hora del día
o de la noche, solo o acompañado por las personas que tenga a bien?
-Sí, señor cura- dijo el carcelero bajando la voz y humillando la cabeza, semejante
al perro alano a quien se obliga a obedecer a palos-: Pero es el caso, señor cura, que si
me denuncian, seré destituido; tengo mujer e hijos y no cuento con más medios de
vida que mi destino.
-También yo sentiría de veras perder el mío- replicó el cura con voz conmovida.
-¡Qué diferencia entre los dos, señor cura! Todos sabemos que usted es dueño de
tierras que le producen una renta de ochocientas libras...
Tales son los hechos que, comentados, exagerados, explicados de veinte maneras
distintas, agitaban, desde dos días antes, todos los sedimentos de odio, todas las
pasiones de la pequeña ciudad de Verrières. Constituyen el tema de la conversación
que el señor Rênal sostiene con su mujer durante el paseo. Aquella mañana, el
alcalde, acompañado por el señor Valenod, director del Asilo de Mendicidad, había
hecho una visita al cura con objeto de testimoniarle el descontento más vivo. El cura,
que no contaba con protectores, comprendió todo el alcance de las ásperas censuras
del alcalde.
-No hay más que hablar, señores- contestó el párroco-. Seré el tercer pastor de
esta parroquia que es destituido a los ochenta años de edad. Cincuenta y seis años
hace que ejerzo en ella mi sagrado ministerio; he bautizado a casi todos los habitantes
de la ciudad, que no era más que un pueblo insignificante cuando vine. A diario
formalizo y bendigo la unión indisoluble de jóvenes cuyos abuelos casé años atrás.
Verrières es mi familia y como a tal la quiero; pero me dije cuando recibí la visita del
forastero: «Es posible que este hombre, venido de París, sea un liberal... que por
desgracia abundan más de lo que fuera de desear: ¿pero qué daño puede hacer su
visita a nuestros pobres y a nuestros prisioneros?»
Como las censuras del alcalde, y sobre todo las del director del Asilo, fueran cada
vez más acres, exclamó el cura con voz temblorosa:
-¡Pues bien, señores! ¡Háganme destituir! ¡Quítenme el cargo, que no por ello
tendré que abandonar el país! Público es que, hace cuarenta y ocho años, heredé unas
tierras que me producen ochocientas libras anuales; para vivir me basta con esta
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renta. Jamás hice economías... he vivido hasta aquí de las rentas de mis tierras y de la
renta de mi curato... viviré en lo sucesivo de las primeras... Tal vez por lo mismo que
no atesoro, ni deseo atesorar, me asusta muy poco oír hablar de la pérdida de mi
cargo.
Jamás se turbó la hermosa armonía conyugal entre el señor Rênal y su mujer, pero
cuando ésta replicó con timidez a su marido: «¿Qué daño puede hacer a los
prisioneros la visita de ese caballero de París?», el alcalde, no sabiendo cómo
contestar, estuvo a punto de incomodarse de veras, y se habría incomodado de seguro,
de no haber brotado un grito de angustia de la garganta de su mujer. El segundo de
sus hijos acababa de escalar el parapeto del muro del paseo, y corría sobre aquel, sin
miedo de caer despeñado a la viña de la parte opuesta, cuya profundidad no bajaba de
veinte pies. El temor de asustar a su hijo y de hacerle caer, selló los labios de la
alcaldesa; pero el niño, que corría riéndose de su propio atrevimiento, miró a su
madre, vio su palidez, y saltó al paseo. La madre le llamó entonces y le riñó con
energía.
El incidente no tuvo más consecuencias, pero varió el curso de la conversación.
-Estoy resuelto a traer a nuestra casa al hijo del aserrador Sorel- dijo el alcalde-.
Tomará a su cargo la vigilancia de nuestros hijos, que comienzan a hacerse
demasiado diablillos. Es un medio cura, excelente latinista, que cuidará de su
instrucción y les obligará a aprender, pues si no me ha engañado el párroco, tiene un
carácter firme. Le daré trescientos francos y mesa. Su moralidad me inspiraba
algunos recelos, porque fue el Benjamín de aquel médico militar viejo, caballero de la
Legión de Honor, que, so pretexto de que eran primos, fue a hospedarse en la casa de
los Sorel. Siempre sospeché que era un agente secreto, un espía de los liberales.
Pretendía él que el aire puro de las montañas le convenía para el asma; pero es lo
cierto que nunca probó la verdad de ese extremo. Tomó parte en todas las campañas
de Bonaparte en Italia, y hasta se atrevió, según aseguran, a votar en contra de la
restauración del Imperio. Este liberal fue el profesor de latín del hijo de Sorel, y
quien, a su muerte, le legó todos sus libros. Por estas razones, jamás se me habría
ocurrido nombrar al hijo del aserrador preceptor de nuestros hijos; pero el cura, la
víspera precisamente del incidente que ha abierto entre los dos una sima
infranqueable, me dijo que el hijo de Sorel estudia teología hace tres años y que su
intención es entrar en el seminario, lo que demuestra que no es liberal, sino latinista.
Y no es este el único motivo que me mueve a obrar como lo hago- continuó el señor
Rênal, mirando a su señora con expresión diplomática-. Valenod no cabe de orgullo
en el pellejo desde que compró el hermoso tronco de normandos para su carruaje.
Tiene caballos, sí... pero no preceptor para sus hijos.
-Podría quitarnos el que tú propones- observó la alcaldesa.
-¿Luego apruebas mi proyecto?- preguntó el alcalde, sonriente-. ¡Es cosa hecha!
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¡No hay más que hablar!
-¡Dios mío! ¡Amigo mío, qué pronto te resuelves!
-Porque tengo carácter, como ha tenido ocasión de comprobar el cura. ¿Por qué
hemos de disimular? Estamos rodeados de liberales; todos los mercachifles y
comerciantes de la ciudad nos tienen envidia; no me cabe la menor duda. Entre ellos,
hay dos o tres que se han enriquecido; pues bien: quiero que vean que los hijos del
señor Rênal salen al paseo acompañados por su preceptor. Esto viste mucho, impone
a las gentes. Mi abuelo nos repetía con frecuencia que, de niño, tuvo preceptor. Podrá
costarnos sobre cien luises anuales, pero es un desembolso que merece figurar entre
los gastos de primera necesidad para el sostenimiento de nuestro rango.
La súbita resolución de su marido dejó pensativa a la señora Rênal. Era una mujer
alta, hermosa, que fue en sus tiempos la perla del país, como suelen decir en las
montañas. Poseía esa expresión candorosa, rica en inocencia y vivacidad, que llega a
inspirar a los hombres ideas de dulce voluptuosidad. Verdad es que si la buena
alcaldesa se hubiese percatado de este mérito, el fuego de la vergüenza habría
encendido sus frescas mejillas. Ni la coquetería ni la afectación encontraron nunca
acceso en su corazón. Decían que Valenod, el rico director del Asilo, le había hecho
la corte, pero sin éxito, circunstancia que acrecentó el brillo de su virtud, porque es de
saber que Valenod, joven, alto, atlético, de cara colorada adornada con grandes
patillas negras como el ébano, era uno de esos tipos groseros, desvergonzados y
atrevidos que en provincias gozan fama de guapos.
La señora de Rênal, muy tímida y de carácter desigual en apariencia, cobró
aversión al movimiento continuo y a las risotadas de Valenod. Su aislamiento
sistemático de todo lo que en Verrières llaman alegría y diversiones, le había valido la
reputación de estar excesivamente engreída de su nacimiento. En honor a la verdad,
diré que vio con alegría que los vecinos de la ciudad escaseaban de día en día sus
visitas a su casa. Tampoco quiero ocultar que pasaba por necia a los ojos de las
señoras, porque jamás procuró que su marido le trajese de París o de Besançon las
creaciones de las modistas de sombreros. Con que la dejasen pasear sin tasa por las
avenidas de su hermoso jardín, estaba contenta.
Era un alma tan sencilla, que jamás se atrevió a juzgar a su marido ni a confesarse
que aquel la fastidiaba. Sin decírselo a sí misma, suponía que entre marido y mujer no
pueden existir relaciones más dulces que las que entre ella y el señor Rênal mediaban.
Le respetaba y hasta le apreciaba, sobre todo cuando aquel hablaba de sus proyectos
respecto de sus hijos, de los cuales destinaba el primero a las armas, el segundo a la
magistratura y el tercero a la Iglesia. En una palabra, la señora de Rênal encontraba a
su marido mucho menos fastidioso que a cualquiera de los demás hombres a quienes
conocía.
No dejaba de ser fundado este juicio conyugal. El alcalde de Verrières gozaba
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fama de hombre de talento y, sobre todo, de buen tono, gracias a media docena de
frases agradables que había heredado de un tío suyo, capitán, antes de la Revolución,
de un regimiento de infantería mandado por el duque de Orleáns, y que era admitido,
cuando hacía algún viaje a París, en los salones del príncipe. En ellos conoció a la
señora de Montesson, a la célebre señora de Genlis y al famoso Ducret, personajes
que representaban papel preponderante y obligado en todas las anécdotas del señor
Rênal. A medida que pasaban días, se le hacía pesado narrar anécdotas de sabor
delicado, y ya apenas si muy de tarde en tarde aludía a las relacionadas con la Casa
de Orleáns. Como, por otra parte, era muy fino y atento siempre que no trataba de
dinero, pasaba, con razón, por el personaje más aristocrático de Verrières.
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IV
UN PADRE Y UN HIJO
Esará mia colpa,
Se cosi é?
MAQUIAVELO
-¡Qué talento el de mi mujer!- decía el alcalde de Verrières un día más tarde, a las seis
de la mañana, mientras se encaminaba a la serrería del señor Sorel-. Aunque otra cosa
haya yo dicho para mantener incólume la superioridad que de derecho me
corresponde, maldito si se me había ocurrido que, si no tomo a ese curita que, según
dicen, sabe tanto latín como los ángeles, el director del Asilo, alma inquieta y
envidiosa, podría tener mi misma idea y arrebatármelo... ¡Con qué orgullo hablaría
del preceptor de sus hijos! ¡Se llenaría la boca...! Una vez en mi casa el preceptor, ¿le
obligaré a vestir sotana...?
Tal era la duda que embargaba al señor Rênal, cuando vio a lo lejos a un rústico,
cuya estatura no bajaría de seis pies, ocupado, desde el amanecer, en medir vigas
apiladas en el camino, a la orilla del Doubs. El rústico puso muy mala cara al ver que
se acercaba el alcalde, sin duda porque las vigas obstruían el camino con
menosprecio de las ordenanzas municipales.
Sorel, que él era el rústico en cuestión, quedó maravillado y contento al escuchar
de labios del señor Rênal una proposición que estaba muy lejos de esperar. Oyóla,
empero, con esa expresión de tristeza descontenta y de desinterés con que saben
encubrir sus pensamientos los astutos habitantes de la montaña que, esclavos durante
el tiempo de la dominación española, conservan hoy este rasgo típico del campesino
egipcio.
Contestó Sorel con una retahíla de fórmulas de respeto que se sabía de memoria,
y a la par que ensartaba palabras sobre palabras, todas ellas vanas, con esa sonrisa de
idiota que acrecentaba la expresión de falsedad y de picardía que constituía la
característica más saliente de su fisonomía, su astucia innata de viejo rústico trataba
de descubrir la razón que pudiera mover a un personaje de tantas campanillas a
desear llevar a su casa al belitre de su hijo. Teníale muy descontento Julián, y era
precisamente a éste a quien el señor Rênal ofrecía el inesperado salario de trescientos
francos anuales, amén de mesa y ropa. De esta última, nada había dicho el alcalde;
pero Sorel tuvo la feliz inspiración de exigirla bruscamente, pretensión a la que
accedió el señor Rênal no bien formulada.
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La exigencia dejó estupefacto al alcalde. Sorel no se mostraba encantado de su
proposición, antes bien la acogía con frialdad; luego era evidente, pensó, que alguien
le había hecho proposiciones análogas. Ese alguien, ¿quién podía ser? Valenod y
nadie más que Valenod. El descubrimiento fue acicate que movió al señor Rênal a
cerrar sin dilación el trato, pero en vano instó, en vano suplicó: el ladino rústico
opuso a todas las instancias del alcalde rotundas negativas. Quería, dijo, consultar a
su hijo, como si en provincias hubiese padre que consultara a sus hijos ni por
fórmula.
Las serrerías se componen, en Verrières, de un cobertizo y un caudal de agua.
Apóyase el techo sobre una armadura de madera emplazada sobre cuatro gruesos pies
derechos, también de madera. En el centro del cobertizo, a unos ocho o diez pies de
elevación, se ve una sierra que sube y baja, mientras un mecanismo sumamente
sencillo arrastra la viga, que ha de ser convertida en tablas, contra la sierra. Una
rueda, actuada por el agua, mueve el doble mecanismo: el de la sierra, que sube y
baja, y el que arrastra poco a poco la viga hacia la sierra, que la transforma en tablas.
Llegado que fue a su serrería Sorel llamó a gritos a su hijo Julián. Nadie contestó.
No vio más que a sus dos hijos mayores, gigantes que, armados de enormes hachas,
encuadraban los troncos de abeto que debían pasar a la sierra. Atentos a seguir con
exactitud la línea negra trazada en los troncos, no oyeron la voz de su padre. Éste
entró en el cobertizo, y buscó con la vista a Julián en el sitio que debía ocupar, es
decir junto a la sierra. No estaba allí, sino cinco o seis pies más alto, montado sobre
uno de los travesaños del techo. En vez de vigilar con atención la marcha del
mecanismo industrial, Julián leía. No podía haberse ocupado en cosa que tanto sacase
de sus casillas a su Padre. Éste le habría perdonado tal vez lo desmedrado de su
cuerpo, poco a propósito para los trabajos de fuerza; pero su manía literaria le era
sencillamente odiosa: él no sabía leer.
En vano llamó a Julián dos o tres veces. La atención con que el joven leía, más
que el ruido de la sierra, impidióle oír la terrible voz de su padre. Éste, perdida la
paciencia, saltó, con ligereza inconcebible a sus años, sobre el tronco sometido a la
acción de la sierra, y desde aquel, a la viga transversal que sostenía la techumbre. De
una manotada violenta hizo volar por los aires el libro que Julián leía, el cual fue a
caer al agua. Otra manotada, no menos violenta que la primera, descargada sobre la
cabeza del joven, hizo perder a éste el equilibrio. Gracias a que su padre le agarró por
un hombro con la mano izquierda, en el momento de caer, no fue a dar con su cuerpo
sobre la rueda que ponía en movimiento todo el mecanismo de la serrería, situada
unos quince pies más abajo, y que a no dudar, le habría destrozado.
-¿Qué haces aquí, holgazán?- bramó Sorel-. ¿Vas a pasarte la vida leyendo esos
condenados libracos, en vez de cuidar de la sierra? ¡Pase que leas por la noche,
cuando vas a perder el tiempo en la casa del cura, pero no ahora...! ¡Baja, pedazo de
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animal, baja; que te estoy hablando!
Julián, aturdido por la violencia del golpe, ocupó su puesto oficial junto a la
sierra. Por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas, arrancadas, más que por el dolor
físico, por
la pérdida de su libro.
-¡Ven acá, bestia!- repuso su padre.
El ruido de la sierra impidió a Julián obedecer la orden, y el autor de sus días, no
queriendo tomarse el trabajo de volver a subir sobre el mecanismo, tomó de un rincón
una percha larga que solían emplear para sacudir las nueces, y descargó un par de
golpes sobre las costillas de su hijo. Julián se acercó a su padre quien a empellones le
llevó a la casa.
Era el joven estudiante un muchacho de dieciocho a diecinueve años, de
constitución débil, líneas irregulares, rasgos delicados y nariz aguileña. Sus grandes
ojos negros que, en momentos de tranquilidad, reflejaban inteligencia y fuego,
aparecían animados en aquel momento por un odio feroz. Sus cabellos, color castaño
obscuro, invadían parte de su frente, reduciendo considerablemente su anchura,
circunstancia que daba a su fisonomía cierta expresión siniestra, sobre todo en sus
momentos de cólera. Su cuerpo esbelto y bien formado era indicación de ligereza más
que de vigor. Desde su niñez, su expresión extremadamente pensativa y su mucha
palidez hicieron creer a su padre que no viviría, o bien que, si vivía, sería una carga
para la familia. Objeto del desprecio general en la casa, aborrecía a sus hermanos y a
su padre. Si jugaba con los muchachos de su edad en la plaza, todos le pegaban.
Desde un año antes, su cara agraciada le conquistaba algunos votos amigos entre
las niñas. Despreciado por todo el mundo, objeto de la animadversión general, Julián
había rendido culto de adoración al viejo médico mayor que un día se atrevió a hablar
al alcalde de la poda salvaje de los plátanos.
El galeno de referencia pagaba alguna vez a Sorel padre el jornal que no ganaba
su hijo, y enseñaba a éste latín e historia, es decir, lo que aquel sabía de historia,
cuyos conocimientos se circunscribían a la campaña de 1796 en Italia. A su muerte, le
legó su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su media paga y treinta o cuarenta
libros, el más precioso de los cuales acababa de dar un salto desde las manos del
aplicado lector hasta el riachuelo público, desviado de su curso merced a la
influencia del señor alcalde.
Apenas entrado en su casa, Julián sintió sobre su hombro la pesada manaza de su
padre. Temblaba el muchacho ante la perspectiva de la paliza que esperaba recibir.
-¡Contéstame sin mentir, holgazán!- díjole Sorel con acento duro.
Los ojos negros y llenos de lágrimas de Julián se encontraron con los pequeños y
grises del viejo aserrador, que le miraban como si quisieran leer hasta en el fondo de
su alma.
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V
UNA NEGOCIACIÓN
Cunctando restituit rem.
ENIO
¡Contesta sin mentir, perro inútil!- repitió Sorel-. ¿De qué conoces tú a la señora de
Rênal? ¿Dónde la has visto? ¿Cuándo has hablado con ella?
-Nunca hablé con ella- contestó Julián-, y en cuanto a conocerla, sólo en la iglesia
la he visto alguna vez.
-¡Pero la has mirado, villano desvergonzado!
-¡Jamás! Sabe usted que en la iglesia no veo más que a Dios- replicó el joven con
cierto aire de hipocresía, muy conveniente, a su juicio, para alejar la tormenta de
palos que temía que descargase sobre su desmedrado cuerpo.
-¡Algo hay que no veo claro... aunque ya sé que no me lo dirás, maldito hipócrita!
De todas suertes, voy a verme libre de tu inutilidad, con lo que saldremos ganando la
serrería y yo. Si no has mirado a esa mujer, habrás conquistado al cura o a otra
persona, que te han buscado una colocación que no mereces. Vete a hacer tu hatillo,
que he de llevarte a la casa del señor Rênal, de cuyos hijos has de ser preceptor.
-¿Qué me darán por serlo?
-Mesa, ropa y trescientos francos de salario.
-No quiero ser criado.
-¿Quién te dice que serás criado de nadie, animal? ¿Crees que yo iba a consentir
que un hijo mío, por perro que sea, fuese criado de nadie?
-¿Con quién comeré?
La pregunta desconcertó a Sorel, quien, comprendiendo que si hablaba cometería
alguna imprudencia, prefirió enfurecerse contra Julián, a quien obsequió con los
epítetos más injuriosos de su repertorio. Cuando se cansó, dejóle solo para ir a
consultar con sus dos hijos restantes.
Julián vio momentos después a su padre y a sus hermanos celebrando consejo. Al
cabo de un rato, viendo que nada podía adivinar de lo que aquellos hablaban, fue a
sentarse junto a la sierra, donde no corría peligro de ser sorprendido. Deseaba meditar
sobre el inesperado anuncio de su cambio imprevisto de suerte, aunque, a decir
verdad, sus meditaciones se limitaron a imaginarse lo que le esperaba en casa del
alcalde,
-¡No! ¡Renuncio a todo, antes que humillarme hasta el extremo de comer con los
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criados!- se decía-. Mi padre querrá obligarme, lo sé... ¡pero la muerte antes! Tengo
quince francos cuarenta céntimos de economías... Esta noche me escapo... Tomando
sendas y veredas, no temo encontrar ni un solo gendarme hasta Besançon... Sentaré
plaza de soldado y, si es necesario, pasaré a Suiza... ¡Pero huyendo lo pierdo todo...
he de renunciar al sacerdocio que me brinda tantos honores... tanta gloria...!
El horror a comer con los criados no tenía su asiento en la naturaleza, en el
carácter de Julián, quien, a trueque de hacer fortuna, habría hecho sin repugnancia
cosas más bajas. Su repugnancia era fruto de sus lecturas de las Confesiones de
Rousseau, único libro que daba a su imaginación pábulo para trazarse una imagen del
mundo. La colección de los Boletines del Gran Ejército y las Memorias de Santa
Elena completaban su Corán. Por estas tres obras, nuestro joven se habría dejado
matar. En ninguna otra tuvo jamás confianza; para él todos los demás libros del
mundo eran colecciones de embustes mejor o peor presentados, escritos por tunantes
que en las letras buscaron los medios de hacer fortuna.
A la par que una alma de fuego, poseía Julián una de esas memorias prodigiosas
que con frecuencia acompañan a la carencia de talento. Sin más objeto que el de
conquistarse la benevolencia del anciano párroco Chélan, de quien creía que dependía
su porvenir, aprendióse de memoria todo el Nuevo Testamento en latín, y la obra de
De Maistre Del Papa, siendo de advertir que tenía tan poca fe en el primero como en
el segundo.
Cual si previamente se hubiesen puesto de acuerdo, Sorel y su hijo no se hablaron
palabra aquel día. Al atardecer, Julián fue a recibir su lección de teología a la casa
rectoral, pero nada dijo sobre la extraña proposición que aquel día le hiciera su padre,
temiendo que aquella fuese un lazo tendido por el autor de sus días.
Al día siguiente, muy temprano, el señor Rênal mandó a buscar al viejo Sorel,
quien, no sin hacerse esperar una o dos horas, llegó al fin a la casa del alcalde, en la
cual entró prodigando excusas y reverencias. A fuerza de amontonar objeciones sobre
objeciones, consiguió Sorel que su hijo comería con los señores de la casa, excepción
hecha de los días en que aquellos dieran alguna fiesta, pues entonces lo haría en una
habitación aparte con los niños, de cuya instrucción debía encargarse. Más exigente
el viejo cuanto mayor era el interés del alcalde por asegurarse al preceptor, quiso ver
la habitación destinada a su hijo. Era una gran pieza, amueblada con gusto, y a la cual
habían sido trasladadas ya las camas de los tres niños. Entonces exigió el viejo que le
enseñasen el traje que darían al preceptor, a lo cual contestó el alcalde abriendo su
gaveta y tomando de ella cien francos.
-Con este dinero, irá su hijo al comercio del señor Durand y comprará un traje
negro completo.
-Y suponiendo que yo sacase a mi hijo de su casa, ¿habrá de dejar el traje?
-Es natural.
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-Conformes- repuso el viejo-. No nos falta ya más que ponernos de acuerdo sobre
una cosa: sobre el salario que usted le dará.
-¡Cómo!- exclamó el señor Rênal indignado-. Desde ayer estamos de acuerdo
sobre ese particular. Le daré trescientos francos... Me parece que es bastante... y estoy
por decir demasiado.
-Trescientos francos ofreció usted, no lo niego- replico Sorel con calma-; pero nos
ofrecen más en otra parte.
Aquellos que conozcan a fondo a los rústicos del Franco Condado no se
maravillarán de este rasgo de ingenio del viejo aserrador.
El alcalde quedó estupefacto. No tardó, empero, en reconquistar su calma, y al
cabo de una conversación que duró dos horas, en el curso de la cual ni una sola
palabra se pronunció sin su cuenta y razón, el ladino rústico venció al rico, que no
tiene necesidad de ser prodigio de astucia para vivir. Ni un solo detalle de la futura
existencia de Julián quedó olvidado; y en cuanto al salario, no sólo fue elevado a
cuatrocientos francos, sino que también se estipuló que fuese pagado por meses
adelantados.
-¡Está bien! Pagaré treinta y cinco francos mensuales- dijo el señor Rênal.
-Un hombre rico y generoso como nuestro señor alcalde-replicó Sorel-, no repara
en franco más o menos. Pondremos treinta y seis francos mensuales, y quedará la
cantidad redonda.
-Sea, ¡pero terminemos de una vez!- contestó el alcalde.
La cólera daba a la voz del señor Rênal cierto tono de firmeza que alarmó al zorro
aserrador. Comprendió éste que era llegado el momento de poner fin a sus
movimientos de avance. El alcalde no fue tardo en aprovecharse de la primera ventaja
obtenida: después de negarse a entregar los treinta y seis francos correspondientes al
primer mes, que el viejo intentó cobrar por su hijo, recordando que habría de narrar a
su mujer la historia de la negociación, dijo resueltamente:
-Devuélvame los cien francos que acabo de entregarle. Durand me debe algún
dinero... Yo iré con su hijo a comprar el traje negro.
Este rasgo de energía obligó a Sorel a volver prudentemente al terreno de las
fórmulas respetuosas, que duraron más de un cuarto de hora. Convencido al cabo de
este tiempo de que el periodo de conquista había terminado definitivamente, se retiró
diciendo:
-Voy a enviar a mi hijo al palacio.
Los administradores del señor alcalde llamaban palacio a su casa, cuando
deseaban lisonjearle.
Vuelto a su serrería, en vano buscó Sorel a su hijo. Este, recelando lo que podía
sucederle, quiso poner en lugar seguro sus libros y la cruz de la Legión de Honor, y a
este efecto, salió sigilosamente a medianoche, cargado con sus libros y con su cruz, y
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dejó unos y otra en la casa de un amigo suyo, llamado Fouqué, traficante en maderas,
que moraba en lo alto de la montaña que domina a Verrières.
-No creo, maldito haragán- le dijo su padre cuando volvió-, que nunca tengas
honradez bastante para pagarme los alimentos que por espacio de tantos años te he
dado...-. ¡Toma tus trapos, y vete a la casa del señor alcalde!
Julián salió sin hacerse repetir la orden, admirado de que su padre hubiese
olvidado propinarle una paliza más; pero, apenas se vio fuera de la vista de su terrible
progenitor, acortó el paso. Lo primero que se le ocurrió fue que nada perdería
entrando en la iglesia y rezando unas oraciones, que no podrían menos de ser útiles a
su hipocresía.
¿Sorprende al lector que nuestro joven fuese deliberadamente y con plena
conciencia hipócrita? Téngase en cuenta que el alma de Julián había tenido que
recorrer largos caminos, aunque apenas si acababa de franquear los umbrales de la
vida.
De niño, la vista de los dragones del 6º Regimiento, de cuyos hombros pendían
flotantes capas blancas, y cuyas cabezas defendían cascos de acero adornados con
largos penachos de crin, que regresaban de la campaña de Italia y ataban sus fieros
corceles a la reja de la casa de su padre, le volvían loco de entusiasmo, haciéndole
suspirar por ser militar. Pasaron algunos años, y el viejo médico mayor le hacía
conmovedores relatos de las batallas reñidas en el puente de Lodi, en Arcole, en
Rivoli, relatos que atizaban el fuego bélico que ardía en el corazón del niño.
Cumplió nuestro Julián catorce años, y se comenzó en Verrières la construcción
de una iglesia que, sin pecar de exagerado, puedo llamar magnífica, dada la
importancia de la ciudad. Nada llamó tanto la atención de Julián como las cuatro
columnas de mármol que llegaron a hacerse famosas en el país por el odio mortal que
suscitaron entre el juez de paz y el joven vicario enviado de Besançon, de quien se
decía en público que era un espía del obispo. El juez de paz, si no mentía la voz
pública, estuvo a punto de perder su puesto... ¿En qué cabeza cabe regañar con un
sacerdote que cada quince días iba a Besançon para cambiar impresiones con el
obispo?
Fue el caso que, a partir del día en que el juez de paz estuvo a punto de perder su
puesto, nuestro funcionario de justicia, que era padre de numerosa familia, dictó no
pocas sentencias que a la población le parecieron injustas, dando la pícara
coincidencia que todas ellas fueron dictadas contra los lectores del Constitucional.
Cierto que los condenados lo fueron a multas de poca monta: tres o cinco francos,
pero uno de los multados fue un vendedor de clavos, padrino de Julián. Ese pobre
hombre, en sus frecuentes accesos de cólera, gritaba:
-¡Parece mentira! ¡Quién había de pensar que hiciera eso un juez de paz que
durante veinte años ha pasado por la personificación de la justicia!
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El médico mayor, protector de Julián, había muerto.
Con brusquedad asombrosa dejó Julián de hablar de Napoleón. No tardó en
anunciar su propósito de hacerse sacerdote, y a partir de aquel instante, se le vio a
todas horas en la serrería de su padre entregado al estudio de una Biblia en latín que
le prestó el párroco. En presencia de éste, Julián no mostraba más que sentimientos
piadosos. ¿Quién habría sido capaz de sospechar que aquella carita de niña, tan pálida
y tan dulce, era mascarilla encubridora de la resolución inquebrantable de conquistar
fortuna y gloria, aun cuando en la empresa arriesgara mil veces la vida?
Para Julián, el primer paso en el camino de la fortuna era abandonar Verrières;
detestaba cordialmente el lugar de su nacimiento.
Desde los días de su primera infancia tuvo ya sus momentos de exaltación. Se
imaginaba entonces con transportes de alegría que llegaría un día en que sería
presentado a las grandes hermosuras de París, cuya atención sabría atraerse merced a
alguna acción gloriosa. ¿Por qué no había de encontrar una que de él se enamorase,
como se enamoró de Bonaparte, cuando era desconocido y pobre, la célebre señora de
Beauharnais? Durante una porción de años se repitió Julián a todas las horas del día
que Bonaparte, teniente obscuro y sin fortuna, logró hacerse amo y señor del mundo
entero sin más auxilio que el de su espada. Esta idea le hacía llevaderas sus
desventuras, que él creía inmensas, y centuplicaba su alegría cuando un rayo de ésta
venía a visitar su alma.
La construcción de la iglesia y las sentencias del juez de paz fueron manantial
vivo de luz que inundó las negruras de su espíritu. La idea que bruscamente germinó
en aquel le produjo un acceso de delirio que duró una porción de semanas y concluyó
por arraigar en su alma con la fuerza inconmovible de la primera idea que un ser
apasionado cree haber inventado.
«Cuando Bonaparte conquistó gloria y fama y asombró al mundo, atravesaba
Francia uno de esos períodos críticos en la vida de las naciones que son resultado del
temor de sufrir una invasión, por cuyo motivo, el mérito militar, necesario como
nunca, se puso en moda. Hoy, en cambio, se encuentran sacerdotes que, a los cuarenta
años de edad, disfrutan rentas de cien mil francos, es decir, rentas tres veces mayores
que los sueldos que cobraban los generales de división de Napoleón. Esos señores,
que son dueños de rentas tan exorbitantes, necesitan auxiliares que les secunden.
Tenemos aquí un juez de paz que, después de ser durante muchos años modelo de
rectitud y de honradez, se cubre de ignominia ante el temor de incurrir en el
desagrado de un curita de treinta años. Luego conviene ser cura.»
Dos años hacía que Julián estudiaba teología, cuando un día, en medio de sus
alardes de piedad, estuvo a punto de venderse a consecuencia de una erupción súbita
del fuego que devoraba su alma. Ocurrió el incidente en la casa rectoral. El párroco,
señor Chélan, aprovechó la coyuntura de tener en su casa a una porción de
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sacerdotes, para presentar a Julián como un prodigio de ciencia. Durante la comida, el
prodigio de ciencia tuvo la mala idea de hacer un panegírico furibundo de Napoleón.
El mismo se impuso un correctivo. Durante dos meses llevó el brazo derecho
amarrado al pecho, pretextando que se lo había dislocado ayudando a su padre a
mover una viga. No existía tal dislocación: la posición molesta a que sometió el brazo
fue sencillamente una pena aflictiva que se impuso a sí mismo, y que cumplió con
rigor.
Ya tenemos hecho el retrato del joven de dieciocho años, con cara de diecisiete
escasos, que quiso entrar en la iglesia de Verrières antes de ir a tomar posesión de su
inesperado empleo.
Encontró la iglesia sombría y solitaria. Con motivo de una solemnidad religiosa,
cubrían todos los ventanales del templo cortinones de seda color carmesí. Los rayos
del sol se filtraban a través de los cortinones, inundando la iglesia de resplandores
fantásticos. Julián se estremeció. Fue a tomar asiento en un banco que ostentaba el
escudo de armas del señor Rênal.
Sobre el reclinatorio vio un pedazo de papel impreso que decía:
Detalles de la ejecución y de los últimos momentos de Luis Jenrel, ajusticiado en
Besançon el día...
El papel estaba roto. Al respaldo, se leían las tres palabras primeras de una línea:
El primer paso...
-¡Quién ha podido colocar aquí este papel!- exclamó Julián-. ¡Pobre mortal...-
repuso, exhalando un suspiro-. Su apellido termina como el mío!
Al salir, Julián creyó ver sangre en la pila del agua bendita. Era fenómeno óptico
producido por la coloración de los rayos solares al penetrar a través de los cortinones.
-¿Seré un cobarde?- se dijo, avergonzado-. ¡A las armas!
Estas palabras, con tanta frecuencia repetidas por el difunto médico mayor en sus
relatos de batallas y hechos de armas, inoculaba en el pecho de Julián el fuego del
heroísmo. Se levantó con resolución y echó a andar hacia la morada del señor Rênal.
No obstante su resolución, cuando llegó a veinte pasos de la casa, se sintió
sobrecogido por súbita timidez. Estaba abierta de par en par la verja, le pareció
magnífica: era preciso entrar dentro.
Otra persona había, además de Julián, cuyo corazón conturbaba en extremo la
entrada de aquel en la casa. Habíase alarmado la timidez extremada de la señora
Rênal ante la idea de ver constantemente a un extraño interpuesto entre sus hijos y
ella. Habituada a verlos acostaditos en su mismo dormitorio, aquella mañana había
derramado lágrimas abundantes al ver que eran trasladadas las camitas a la habitación
destinada al preceptor. Suplicó, pero en vano: ni siquiera consiguió de su marido que
la cama del menor, de su Estanislao Javier, quedase junto a la suya.
La señora de Rênal llevaba hasta extremos exagerados la delicadeza femenina.
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Habíase forjado una imagen desastrosa del preceptor, en quien veía con los ojos de la
imaginación a un ser grosero y mal peinado, cuya misión era reñir a todas horas a sus
hijos, sencillamente porque sabía latín, lengua bárbara que para nada servía, y que
sería causa de que los pedazos de su alma fuesen maltratados y azotados.
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VI
EL TEDIO
Non só piú cosa son
Cosa facio.
MOZART
Salía la señora de Rênal, con la vivacidad y gracia que le eran peculiares cuando se
veía lejos de las miradas de los hombres, por la puerta del salón que daba acceso al
jardín, cuando vio, junto a la verja de entrada, el rostro de un joven, casi un niño,
extremadamente pálido y que acababa de llorar.
La tez del joven, que estaba en mangas de camisa, era tan blanca, y sus ojos
miraban con dulzura tan notable, que el espíritu de la señora de Rênal, un poquito
inclinado por naturaleza a lo novelesco, creyó al principio que acaso fuese una
doncella disfrazada que deseaba pedir algún favor al señor alcalde. Llena de
compasión hacia aquella pobre criatura, que evidentemente no osaba llevar su mano
hasta el cordón de la campanilla, la señora de Rênal se aproximó, sin acordarse por el
momento del disgusto que le producía la llegada del preceptor de sus hijos. No la vio
llegar Julián, que estaba vuelto de espaldas; de aquí que se estremeciese cuando una
voz muy dulce dijo cerca de su oído:
-¿Qué desea usted, hija mía?
Giró con rapidez sobre sus talones Julián, quien ante la mirada dulce y llena de
gracia de la señora de Rênal, perdió buena parte de su timidez. La belleza de la dama
que tenía delante fue parte a que lo olvidara todo, incluso el objeto que a la casa le
llevaba. La señora de Rênal hubo de repetir su pregunta.
-Vengo para ser preceptor, señora- pudo responder al fin, bajando avergonzado los
ojos, llenos de lágrimas que procuró secar como mejor pudo.
La señora de Rênal quedó muda de asombro. Julián no había visto en su vida una
criatura tan bien vestida, y mucho menos una mujer tan linda, hablándole con
expresión tan dulce. Ella, por su parte, contemplaba silenciosa las gruesas lágrimas
que resbalaban lentas por las mejillas del joven, pálidas, muy pálidas momentos
antes, y sonrosadas, intensamente sonrosadas ahora.
Al cabo de breves instantes, la señora rompió a reír con la alegría bulliciosa de
una doncella traviesa; se reía de sí misma, de sus temores pasados, de sus
aprensiones... y se consideraba feliz al ver transformado en un joven tan tímido, tan
dulce, al terrible preceptor que se había imaginado como dómine sucio y mal vestido,
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cuya misión sería regañar y dar azotes a sus hijos.
-¡Cómo!- exclamó al fin ¿Es posible, señor, que usted sepa latín?
La palabra señor sonó como música deliciosa en los oídos de Julián.
-Sí, señora- contestó con timidez, no sin reflexionar antes.
La alegría que inundaba el alma sensible de la alcaldesa dio a ésta valor para
preguntar:
-¿Verdad que no reñirá demasiado a mis pobres hijitos?
-¡Reñirles!- exclamó Julián, admirado-. ¿Por qué, señora?
-Yo quisiera, señor, que fuese usted muy bueno para ellos- añadió tras un silencio
de contados segundos y con voz más conmovida por instantes-. ¿Me promete que lo
será?
Nunca pudo soñar Julián que una dama de gran distinción, una dama tan hermosa
y bien vestida, le llamase señor, no una, sino dos veces, como no fuera cuando él
vistiese un uniforme lujoso y distinguido. En cuanto a la señora de Rênal, habíala
sorprendido por completo, pero muy agradablemente la tez delicada, los grandes ojos
negros y los hermosos cabellos de Julián, más rizados que de ordinario y más
brillantes, consecuencia de haber sumergido momentos antes la cabeza en la fuente
pública. Aumentaba su júbilo la expresión de niña tímida de aquel preceptor fatal, a
quien se había imaginado duro, severo, casi un verdugo sin corazón para sus hijos.
Dado el carácter de la señora de Rênal, el contraste entre la realidad y sus temores fue
un acontecimiento de gran trascendencia. Cuando cesó su sorpresa, sintió cierta
alarma al
verse tan cerca de un joven en mangas de camisa.
-Entre usted, señor- dijo.
Jamás sintió en su alma el choque de una sensación tan agradable, jamás a sus
temores siguió una aparición tan graciosa como la que en la verja de su jardín
acababa de encontrar. Apenas llegada al vestíbulo, volvióse hacia Julián, que la
seguía con paso tímido. La maravilla que reflejaban los ojos del joven, y que era
producida por el aspecto de una casa tan lujosa, fue para la señora de Rênal un
atractivo, una gracia más. Hasta llegó a creer que la engañaban sus ojos, pues nunca
pudo imaginarse un preceptor que no vistiera sotana o levita negra.
-¿Pero es cierto, señor, que sabe usted latín?- preguntó de nuevo.
La pregunta hirió el orgullo de Julián.
-Sí, señora- contestó, procurando dar a su tono mucha frialdad-. Sé tanto latín
como el señor cura, quien con frecuencia ha tenido la bondad de decirme que lo
conozco más a la perfección que él.
Acercóse más la señora, y repuso a media voz:
-¿Verdad que, sobre todo los primeros días, no dará usted palmetazos a mis hijos,
aún cuando éstos no sepan sus lecciones?
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El tono dulce y de súplica de tan hermosa dama borró bruscamente de la
imaginación de Julián todas las consideraciones debidas a su reputación de latinista.
Ya no se acordó de su ciencia el pobre muchacho, ni pensó en otra cosa que en el
lindo rostro de la señora de Rênal, tan próximo al suyo, en aquella mujer cuyo bien
modelado cuerpo, ataviado con ligero traje de verano, exhalaba perfumes que le
embriagaban. Julián enrojeció intensamente y contestó con voz desfallecida:
-No tema usted, señora: la obedeceré en todo.
Entonces fue cuando, disipados por completo los temores que le inspiraba la
suerte futura de sus hijos, reparó la señora de Rênal en la belleza de rostro de Julián.
El cuerpo casi femenino y la timidez del joven no podían parecer ridículos a una
mujer que era la timidez personificada; antes al contrario: le habría dado miedo
encontrarse con esa expresión varonil que comúnmente se considera necesaria a la
belleza masculina.
-¿Qué edad tiene usted, señor?- preguntó a Julián.
-Cumpliré muy pronto diecinueve años.
-Mi hijo mayor tiene once- repuso la señora Rênal- Será casi un camarada, un
amigo para usted. Su padre quiso pegarle un día, y las consecuencias para el pobre
niño fueron una semana de enfermedad; y eso que el golpe que le dio fue
insignificante.
-¡Qué diferencia!- pensó Julián-. ¡Ayer, sin ir más lejos, me pegó una paliza
tremenda mi padre! ¡Qué dichosos son los ricos!...
Entrevió la señora de Rênal las nubes que se cernían sobre el alma del preceptor,
pero creyendo que la tristeza de éste era un movimiento de timidez, se propuso darle
ánimos.
-¿Cómo se llama usted, señor?- preguntó con voz tan dulce que encantó a Julián.
-Me llamo Julián Sorel, señora- respondió el joven-Tiemblo al entrar por vez
primera en mi vida en una casa extraña. Me es indispensable su protección, señora, y
necesitaré de toda su indulgencia, sobre todo los primeros días. No he estudiado en
ningún colegio... soy demasiado pobre... ni he tenido relaciones con otros hombres
que con nuestro pariente, el difunto médico mayor, que era caballero de la Legión de
Honor, y con el señor cura párroco. Este podrá dar referencias sobre mi conducta.
Mis hermanos me han pegado desde que vine al mundo; no me quieren: si hablan mal
de mí, ruego a usted no los crea. Las faltas que cometa, señora, le ruego que me las
perdone, porque desde ahora protesto que no serán cometidas con intención.
Tranquilizado Julián mientras pronunció su discurso, se atrevió a examinar con
menos disimulo que antes a la señora de Rênal. Seduce y extasía la gracia femenina
cuando es natural y sobre todo cuando la persona que de ella está adornada no piensa
que la tiene. Julián, que no entendía de belleza femenina, habría jurado que la mujer
que delante tenía no había cumplido los veinte años. Ocurriósele de pronto la atrevida
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idea de besar la mano a su dulce protectora. La idea le dio miedo; pero un instante
después se dijo que sería cobardía insigne dejar de ejecutar una acción que podría
serle útil y contribuir a disminuir el menosprecio que seguramente inspiraría a una
dama tan hermosa un pobre obrero apenas arrancado a la sierra. Es posible que le
alentase un poco el recuerdo de la frase «muchacho guapo» que, desde seis meses
antes escuchaba con frecuencia los domingos, al salir de misa, y que pronunciaban las
jóvenes. Mientras reñían en su interior su osadía y su timidez, la señora de Rênal le
dirigió algunas palabras encaminadas a instruirle sobre la manera de tratar a sus hijos.
-Prometo no pegar nunca a sus hijos, señora; lo juro ante Dios- contestó Julián,
con fuego.
Mientras pronunciaba las palabras anteriores, tomó la mano de la señora de Rênal
y la llevó a sus labios.
La acción del joven dejó estupefacta a la dama. Nada dijo, sin embargo, aunque,
pasados breves momentos, se regañó mentalmente a sí misma.
El señor Rênal, a cuyos oídos había llegado el rumor de la conversación, salió de
su gabinete, y adoptando los aires majestuosos y paternales en que solía envolverse
cuando asistía a los matrimonios celebrados en la alcaldía, dijo a Julián:
-Necesito hablarle antes que le vean los niños.
Seguidamente hizo entrar a Julián en una habitación y rogó a su mujer, al
observar que se disponía a dejarlos solos, que no se fuese.
Cerrada la puerta, el señor Rênal habló a Julián en los siguientes términos:
-Me ha dicho el señor cura que es usted un buen muchacho. En esta casa se le
tratará con honor, y si su comportamiento me agrada, cuenta mía será ayudarle a
prosperar. Lo que no quiero es que usted se relacione con su familia ni con sus
amigos, cuya condición no puede convenir a mis hijos. Tome usted los treinta y seis
francos correspondientes a su primer mes de sueldo, pero exijo su palabra de honor
de que no ha de dar un sólo céntimo a su padre.
El señor Rênal estaba furioso contra el ladino viejo, que le había vencido en
astucia.
-Ahora, señor, pues, obedeciendo órdenes mías, todo el mundo en esta casa le
llamará así, conviene que cuanto antes se vista como corresponde, porque no quiero
que mis hijos le vean en mangas de camisa. ¿Le han visto los criados?- preguntó a su
mujer.
-No, amigo mío- contestó la interrogada con expresión pensativa.
-Mejor. Póngase provisionalmente esto- repuso, dando al joven una levita suya-, y
vamos al establecimiento del señor Durand.
Una hora más tarde, cuando el señor Rênal volvió con el preceptor, vestido de
negro de pies a cabeza, encontró a su mujer sentada en el mismo sitio donde la dejara.
La presencia de Julián llevó la tranquilidad a su ánimo, porque examinándole,
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olvidaba el miedo que aquel comenzaba a inspirarle. Julián no pensaba en ella. No
obstante su desconfianza en el destino, y en los hombres, en aquellos momentos no
era más que un niño. Creía que había vivido años enteros desde el instante en que,
tres horas antes, había salido temblando de la iglesia. Observó la expresión de
frialdad de la señora de Rênal, y comprendió que ésta estaba disgustada, encolerizada
probablemente, contra quien había tenido el atrevimiento de besarle la mano; pero el
sentimiento de orgullo que le daba el contacto de su cuerpo con ropas tan diferentes
de las que vistió siempre, juntamente con el anhelo de disimular su alegría, le tenían
tan fuera de sí mismo, que sus movimientos tenían mucho de brusco y hasta de loco.
La señora de Rênal le contemplaba con ojos de asombro.
-Mucha gravedad, señor, si quiere usted que le respeten mis hijos y la
servidumbre- dijo el señor Rênal.
-Me enajenan, señor, estos vestidos, que yo, pobre campesino, no estoy habituado
a llevar- contestó Julián- Si usted me lo permite, me recluiré en mi habitación.
-¿Qué te parece mi nueva adquisición?- preguntó el alcalde a su mujer.
Instintivamente, y sin darse de ello cuenta, la señora de Rênal ocultó por primera
vez en su vida, acaso, la verdad a su marido.
-Bien, aunque no me seduce tanto como a ti ese campesino- respondió-. Tus
atenciones excesivas le convertirán tal vez un impertinente insoportable, que te
obligará a despedirle antes de un mes.
-¡Bueno!... Le despediremos...Total, un centenar de francos tirados a la calle, y
bien vale esa cantidad el gusto de que Verrières se vaya acostumbrando a ver que los
hijos del señor Rênal tienen preceptor. No podríamos alcanzar este objeto si
dejásemos a Julián vestido de obrero y como a obrero le tratásemos. Si le
despedimos, se irá con el traje que lleva, y que he encontrado hecho en la sastrería,
pero no con el que acabo de encargarle en el establecimiento Durand.
La hora que Julián pasó encerrado en su habitación pareció un minuto a la señora
de Rênal. Sus hijos, a quienes hizo sabedores de la llegada de su preceptor, la
abrumaron a fuerza de preguntas. Salió al fin Julián. Era ya otro hombre. Si dijéramos
que estaba grave, faltaríamos abiertamente a la verdad: era la encarnación de la
gravedad. Presentado a los niños, habló a éstos con expresión que dejó atónito al
mismo señor Rênal.
-He venido a esta casa, señoritos- les dijo al terminar su alocución-, para enseñar
a ustedes latín. Saben ustedes, a no dudar, qué es recitar una lección. He aquí la Santa
Biblia-añadió, mostrando a los niños un tomito encuadernado en piel negra-. Es la
historia de nuestro Señor Jesucristo, la parte que se llama Nuevo Testamento. Puesto
que con frecuencia les obligaré a que me reciten lecciones, justo es que principien
ustedes obligándome a recitar la mía... Abra usted el libro al azar- añadió,
dirigiéndose al mayor de los niños, llamado Adolfo, que había tomado el libro en sus
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manos-; lea usted la primera palabra de una línea cualquiera, y yo recitaré de
memoria el sagrado texto, que debe ser norma de conducta para todos, sin
interrumpirme hasta que usted lo ordene.
Abrió Adolfo el libro, leyó una palabra, y Julián recitó la página entera, con tanta
facilidad como si hubiese recitado un romance en francés. El señor Rênal miraba a su
mujer con expresión de triunfo: los niños, observando el asombro de sus padres,
abrían desmesuradamente sus ojos. Llegó un criado a la puerta del salón, y como
Julián no cesase de hablar en latín, quedó inmóvil durante breves instantes y
desapareció luego. Muy pronto ocuparon la entrada de la estancia la doncella de la
señora y la cocinera. Adolfo había abierto ya el libro por ocho páginas diferentes, y
Julián continuaba recitando con la misma facilidad.
-¡Oh, Dios mío!- exclamó en alta voz la cocinera, joven sumamente devota-: ¡Qué
curita tan guapo!
El amor propio del señor Rênal comenzaba a inquietarse. Lejos de pensar en
examinar al preceptor, embargaba todas sus facultades el anhelo de encontrar en los
desvanes de su memoria algunas palabras latinas. Al fin consiguió recitar un verso de
Horacio, y Julián, que no sabía ni quería saber más latín que el de su Biblia,
respondió, frunciendo el entrecejo:
-La santidad del ministerio al que aspiro me veda leer un poeta tan profano.
El señor Rênal recitó una infinidad de versos que atribuyó a Horacio: explicó a
sus hijos lo que había sido aquel gran poeta; pero los niños, poseídos de admiración,
apenas si escuchaban las palabras de su padre: todas las potencias de su alma, todos
los sentidos de su cuerpo, los embargaba Julián.
Como continuaran los criados en la puerta, Julián creyó deber suyo prolongar la
prueba.
-Deseo también que el señor Estanislao Javier me indique un pasaje del libro
sagrado- dijo, dirigiéndose al más pequeño de sus discípulos.
Estanislao, con mirada llena de orgullo, leyó como Dios le dio a entender la
primera palabra de una línea, y Julián recitó toda la página. Para que el triunfo del
señor Rênal fuese completo, mientras el preceptor recitaba, llegaron el señor Valenod,
el dueño del tronco de soberbios caballos normandos, y el señor Charcot de
Maugiron, subprefecto del distrito.
La escena que dejamos detallada valió a Julián el título de señor, que los mismos
criados no se atrevieron a negarle ni escatimarle.
Aquella noche no quedó en Verrières persona de distinción que no acudiera a la
tertulia del alcalde, ávida de admirar el prodigio. Julián contestó a todo el mundo con
expresión tan sombría, que los mantuvo a distancia. Su gloria se propagó con rapidez
tal, que algunos días después, el señor Rênal, temiendo que le arrebatasen a su
preceptor, le propuso firmar un compromiso por dos años.
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-No, señor- respondió con frialdad Julián-. No puedo firmar ese compromiso
desde el momento que usted tiene derecho a despedirme el día que no le convengan
mis servicios. Un contrato que me obligase, sin obligar a usted, sería desigual: no lo
acepto.
Tan admirablemente supo componérselas Julián, que al mes de su enterada en la
casa, habíase conquistado el respeto de todos, incluso el del señor Rênal. Como el
párroco había regañado con los señores Rênal y Valenod, nadie podía revelar a éstos
la pasión que antiguamente tuvo Julián por Napoleón, de quien ya no hablaba más
que con horror.
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VII
LAS AFINIDADES ELECTIVAS
No saben llegar hasta el corazón sin herirlo.
UN AUTOR MODERNO
Le adoraban los niños, sin que el preceptor tuviese para ellos una chispa de cariño.
Jamás le impacientó nada de lo que sus discípulos hacían. Frío, impasible, supo
hacerse querer, porque su llegada alejó, hasta cierto punto el tedio de la casa, y fue un
buen preceptor. Inspirábale odio, horror, la familia en cuyo seno había sido admitido,
siquiera fuese en el lugar más humilde, circunstancia que, tal vez explique su odio y
su horror. Algunas veces, pocas, en banquetes de gran aparato, le costó un trabajo
inmenso contener dentro de su pecho el odio que encendía lo que le rodeaba. Entre
otros, un día de San Luis, la presencia en la casa del señor Valenod, alzó en el alma
de Julián tal tempestad de furia, que estuvo a punto de venderse: si quiso evitarlo,
hubo de huir al jardín, pretextando el deseo de ver a sus discípulos.
-¡Qué de elogios a la probidad!- rugía a media voz Julián ¡Cuánta mentira, cuánta
hipocresía! ¡No parece sino que la probidad sea la única virtud!... ¡Y, sin embargo,
qué de consideraciones, qué de respeto vil hacia un hombre, que ha triplicado su
fortuna desde que administra el caudal de los pobres! ¡Apostaría a que especula con
los fondos destinados a los niños expósitos, esos seres desventurados cuya miseria es
mil veces más sagrada que la de ningún mortal! ¡Ah, monstruos... monstruos!
¡También soy yo un expósito, puesto que me aborrece mi padre, me odian mis
hermanos, me detesta toda mi familia!
Algunos días antes de la festividad de San Luis, hallándose Julián paseando, sin
más compañía que la de su breviario, por un bosquecillo llamado el Belvédere, que
domina el Paseo de la Felicidad, intentó en vano esquivar el encuentro con sus dos
hermanos, a quienes vio venir desde lejos, por un sendero solitario. En tales términos
excitaron la envidia de aquellos obreros groseros el hermoso traje negro que vestía su
hermano menor, su expresión de dignidad y el desdén sincero que le inspiraban, que
le golpearon bárbaramente, dejándolo tendido en tierra, desmayado y cubierto de
sangre. Llegó por casualidad la señora de Rênal, que paseaba por el bosquecillo con
Valenod y el subprefecto, y viendo a Julián tendido e inmóvil, le creyó muerto. Se
afectó, como era natural, pero llevó a extremos tales su dolor, que dio celos a
Valenod.
En honor a la verdad, diremos que las suspicacias del director del Asilo fueron
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prematuras. Cierto que Julián encontraba muy hermosa a la señora de Rênal, pero
precisamente su hermosura, lejos de despertar su amor, excitó su aborrecimiento
hacia ella, sencillamente porque fue el primer escollo contra el cual estuvo a punto de
estrellarse su fortuna. Procuraba huir de ella y no le dirigiría la palabra, como no
fuese en caso de necesidad absoluta, pues se había propuesto hacer que olvidase el
transporte que el día de su llegada a la casa, le arrastró a besar su mano.
Elisa, que así se llamaba la doncella de la señora de Rênal, llegó a enamorarse de
veras del joven preceptor, de quien constantemente hablaba a su señora. El amor de la
doncella costó al preceptor el odio de uno de los criados de la casa. Un día Julián oyó
las palabras siguientes, que el criado decía a la doncella:
-Desde que entró en la casa ese preceptor grasiento, me niegas hasta los buenos
días.
Aunque Julián no era merecedor del calificativo de grasiento, a partir del día en
que oyó la palabreja se esmeró más y más en el cuidado de su persona. Con ello
consiguió centuplicar el odio de Valenod, quien dijo a cuantos quisieron oírle que
tanta coquetería se armonizaba mal con la humildad de quien estaba llamado a vestir
sotana.
Observó la señora de Rênal que Julián hablaba con mayor frecuencia que antes
con Elisa, mas no tardó en saber que las conferencias eran consecuencia de la escasez
de ropa blanca del preceptor, quien se veía obligado a darla a lavar fuera de la casa, y
lo hacía por mediación de la doncella. Su pobreza extrema, que nunca pudo sospechar
la señora de Rênal, conmovió vivamente a ésta, quien de buena gana la habría
remediado haciéndole regalos, si se hubiese atrevido. Esta resistencia interna fue el
primer sentimiento penoso que le causó Julián, pues hasta entonces, el nombre del
preceptor y la sensación de una alegría pura y espiritual eran en ella sinónimos. La
idea de la pobreza de Julián llegó a atormentarla en tales términos, que habló a su
marido de regalarle alguna ropa.
-¡Error, querida mía, error insigne!- contestó su marido-. ¿Hacer regalos a quien
nos sirve admirablemente y de quien estamos contentos? ¡Nunca! Los regalos se dan
al negligente a fin de estimular su celo.
Semejante manera de ver las cosas, que antes de la llegada de Julián no hubiera
llamado su atención, la humilló en extremo. No veía una vez al preceptor de sus
hijos, siempre limpio, siempre pulcro, sin que se repitiera asombrada:
-¿Cómo puede hacer ese milagro nuestro pobre Julián?
Era la señora de Rênal una de esas provincianas a quienes se suele tomar por
necias los quince días primeros que se las trata. Dotada de un alma delicada y
desdeñosa a la par, el instinto de dicha, que es natural a todos los seres, hacía que
nunca, o casi nunca, prestase la menor atención a las acciones de los personajes
groseros en cuyo círculo la arrojara el azar.
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Habríase hecho notar por su talento y vivacidad si hubiese recibido alguna
instrucción, pero, como heredera que era, habíanla encerrado sus padres en el colegio
de las Adoratrices del Sagrado Corazón de Jesús, donde bebió una animadversión
decidida hacia todos los que fuesen enemigos de los jesuitas. Tuvo bastante buen
sentido, para olvidar muy pronto todo lo que en el colegio había aprendido, pero
como no intentó siquiera rellenar el vacío, acabó por no saber nada. Las lisonjas
precoces de que, en su calidad de rica heredera, la hicieron objeto, y su inclinación
decidida hacia una devoción apasionada, fueron causas que la llevaron a vivir una
vida netamente interior. Bajo apariencias de una condescendencia absoluta y de una
abnegación de voluntad que los maridos de Verrières presentaban como modelo a sus
mujeres, y que llenaba de orgullo a su marido, el carácter de la señora de Rênal era
resultado de un temperamento todo altivez, todo soberbia. Princesas ha habido
célebres por su orgullo que se han dignado prestar más atención a lo que los
caballeros decían o hacían en derredor suyo que la que merecía a esta mujer, tan
dulce y modesta en apariencia, lo que dijese o hiciese su marido. Hasta que llegó
Julián a la casa, lo único que la preocupó fueron sus hijos. Las indisposiciones de
éstos, sus dolores, sus alegrías, embargaban toda la sensibilidad de aquella alma que
Sólo para Dios tuvo amor mientras, permaneció en el Sagrado Corazón de Besançon.
No se dignaba decirlo a nadie, pero era lo cierto que un acceso de fiebre que
sufriese cualquiera de sus hijos la sumía en tanta desolación como si el niño hubiese
muerto. Las confidencias de pesadumbres de este género, que la necesidad de
expansión la había movido a hacer a su marido en los años primeros de su
matrimonio, habían sido acogidas con una risotada grosera o un encogimiento
desdeñoso de hombros, manifestaciones que revolvían el puñal del dolor en la herida
y contrastaban con las almibaradas frases que le prodigaron en el convento donde
pasó su primera juventud. Demasiado orgullosa para hablar a nadie de sus pesares, ni
siquiera a su buena amiga la señora de Derville, imaginó que todos los hombres eran
como su marido, como Valenod y como el subprefecto Charcot de Maugiron. La
insensibilidad, más brutal para todo lo que no fuera dinero u honores, y el odio ciego
contra todos los que sostienen y defienden opiniones contrarias a las suyas, eran, a su
juicio, cualidades tan naturales al sexo masculino como calzar botas o usar sombreros
de fieltro.
Pasaron varios años sin que la señora de Rênal se hubiese acostumbrado a la
manera de ser de los hombres de dinero en medio de los cuales vivía.
De aquí el éxito del joven preceptor. La señora de Rênal encontró goces llenos de
dulzura y de encanto en la simpatía del alma noble y altiva de aquel. Le perdonó de
buen grado y sin esfuerzo su ignorancia supina en todo lo referente al trato social, y le
pareció una gracia más la rudeza de sus modales, que ella llegó a corregir sin
proponérselo. Se convenció de que merecía ser escuchado hasta cuando hablaba de
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cosas indiferentes, hasta cuando se trataba de la muerte de un perro, aplastado, al
atravesar la calle, bajo las ruedas de la carreta de un labrador. Un espectáculo de este
género hacia reír a su marido, al paso que determinaba en Julián un fruncimiento
enérgico de sus bien arqueadas cejas. Poco a poco fue creyendo que solamente en el
alma del joven curita tenían albergue la generosidad, la nobleza, la humanidad, y,
como es natural, le concedió toda la simpatía, toda la admiración que en las almas
bien nacidas despiertan estas virtudes.
En París, la posición de Julián con respecto a la señora de Rênal, se habría
simplificado muy pronto, porque en París, el amor es hijo natural de la novela: el
joven preceptor y su tímida señora habrían hallado en cualquier comedia, y hasta en
los couplets del Gimnasio, luz suficientemente clara para determinar su situación
respectiva. Las comedias o novelas les hubiesen señalado el camino que debían
seguir, mostrado el modelo que podían imitar, y la vanidad se hubiera encargado de
obligar a Julián a seguir las huellas del modelo en cuestión, aun cuando seguirle no le
hubiese proporcionado el menor placer.
En cualquier ciudad pequeña del Aveyron o de los Pirineos, cualquier incidente,
el más trivial, habría podido adquirir proporciones decisivas a consecuencia del
clima. Bajo nuestro cielo, más sombrío, un joven pobre, que no conocería la ambición
si no poseyera un corazón delicado que ansía disfrutar de algunos de los goces que
proporciona el dinero, ve diariamente a una mujer de treinta años, hermosa y
tentadora, y cree sinceramente que no tiene pensamientos más que para sus hijos, y
que no busca en las novelas los modelos de su conducta juiciosa. En provincias todo
va despacio, por sus pasos contados: hay más naturalidad que en las grandes
capitales.
Con frecuencia, al pensar en la pobreza del joven preceptor, se enternecía la
señora de Rênal hasta el extremo de derramar lágrimas. Julián la sorprendió un día
llorando desconsolada.
-¡Señora!- exclamó Julián ¿Ocurre alguna desgracia?
-No, amigo mío, no... Llame a los niños, y vamos a pasear- respondió ella.
Al salir, se apoyó en el brazo de Julián en forma que llamó la atención de éste.
Habíale llamado amigo por primera vez.
Durante el paseo, observó Julián que sus mejillas se cubrían de vivo carmín.
-Quizá le hayan dicho a usted que soy única heredera de una tía mía, muy rica,
que reside en Besançon- dijo sin mirar a su acompañante- Me envía tantos regalos,
que no sé qué hacer con ellos... Mis hijos adelantan tanto... que quisiera que usted se
dignase aceptar un regalito... una pequeña muestra de mi reconocimiento... ¡No es
nada!... ¡Algunos luises para que pueda usted comprarse ropa blanca!... Pero...
-...¿Qué, señora?- preguntó Julián, viendo que el carmín de sus mejillas
aumentaba y que su lengua callaba.
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-Quiero decir que sería inútil hablar de ello a mi marido-añadió, bajando la
cabeza.
-Pequeño soy, señora; nada valgo, pero no soy vil- contestó Julián, irguiéndose
altanero y clavando en su señora sus ojos que despedían destellos de cólera-. Sin duda
no ha meditado usted bien lo que dice. Sería yo menos que un criado si me pusiera en
el caso de tener que ocultar al señor Rênal nada relativo a mi dinero.
La señora de Rênal quedó aterrada.
-Desde que estoy en la casa, el señor alcalde me ha pagado cinco mensualidades a
razón de treinta y seis francos cada una: dispuesto estoy a mostrar mi libreta de gastos
al señor Rênal y al mundo entero, sin exceptuar al señor Valenod, que me detesta.
Intensa palidez cubrió el semblante de la señora de Rênal, sus manos temblaban,
y la situación se hizo tan embarazosa de resultas de las últimas palabras del preceptor,
que terminó el paseo, sin que ni ella ni éste encontrasen pretexto para reanudar la
conversación durante el paseo. El orgullo de Julián alzó un obstáculo más, que
difícilmente podría salvar el amor, si alguno tenía hacia su señora, y en cuanto a ésta,
respetó y admiró más que nunca al joven, por quien en realidad acababa de ser
regañada. El deseo de reparar la humillación involuntaria de que había hecho objeto a
Julián fue parte a que la señora extremase sus atenciones y le prodigase cuidados con
tierna solicitud. Por espacio de ocho días, la senda nueva emprendida hizo las delicias
de la señora de Rênal, que consiguió apagar la cólera de Julián, aunque éste, en las
muestras de afecto de la señora, no vio ni un átomo de afición personal.
-¡Así son los ricos!- exclamaba con frecuencia-. ¡Humillan a uno, y creen que
unas cuantas tonterías bastarán luego para reparar el daño causado!
Era todavía demasiado inocente de corazón la señora de Rênal para callar a su
marido la escena que dejamos explicada, no obstante sus propósitos en contrario.
-¡Cómo!- exclamó el alcalde, herido en su amor propio-. ¿Has podido tolerar
semejante desaire de un criado?
-Nuestro preceptor no es criado- replicó la señora.
-Permíteme que hable como habló en otro tiempo el príncipe de Condé, al hacer
la presentación de sus chambelanes a su esposa: «Todas estas gentes son nuestros
criados». He repetido fielmente sus palabras, que leí en las Memorias de Besenval.
Toda persona que, no siendo caballero, vive en tu casa y cobra una renta o salario, es
tu criado. Voy a decir cuatro palabritas a Julián, y a regalarle de paso cien francos.
-¡Por Dios, amigo mío!- suplicó la señora de Rênal con voz trémula-. ¡No haga
eso delante de los criados!
-¡Claro que no! Tendrían envidia, y con razón- contestó el marido alejándose y
pensando en la importancia de la cantidad que iba a regalar.
La señora de Rênal se dejó caer sobre una butaca, vencida por el dolor. Pensó que
su marido iba a humillar a Julián, y que de la humillación tenía ella la culpa. Ocultó
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su bello rostro entre las manos, hizo propósitos de no volver en su vida a hacer
confidencias a su marido, que comenzaba a inspirarle horror.
Cuando volvió a ver a Julián, temblaba como la hoja en el árbol. Tal opresión
sentía en su pecho, que no pudo pronunciar una sola palabra. En su aturdimiento,
tomó entre las suyas las manos del preceptor y las estrechó con fuerza.
-¡Y bien, amigo mío!- exclamó no sin esfuerzo-. ¿Está usted contento de mi
marido?
-¿Cómo no estarlo?- respondió Julián con cierto dejo de amargura en la voz-. ¡Me
ha regalado cien francos!...
La señora le miró perpleja.
-Deme usted el brazo- dijo al cabo de breves momentos, con acento de valor,
nuevo en ella.
Atrevióse a entrar en la librería de Verrières, cerrando los ojos a la horrible
reputación de liberal de que gozaba, y gastó diez luises en libros que regaló a sus
hijos, pero que eran precisamente los que sabía que Julián deseaba leer. Antes de salir
de la librería, quiso que cada uno de sus hijos escribiera su nombre en los libros que
le tocaban en suerte. Mientras la señora de Rênal saboreaba el placer consiguiente a
la reparación que estaba dando a Julián, éste contemplaba atónito la cantidad de
libros que llenaban los estantes de la librería. Su corazón palpitaba violento. Lejos de
intentar adivinar lo que pasaba en el de la señora de Rênal, preocupábale única y
exclusivamente la idea de hallar un recurso que pusiera a un pobre estudiante de
teología en condiciones de adquirir algunos de los libros que cautivaban su atención.
Ocurriósele al fin que, extremando la destreza, acaso no le fuera imposible convencer
al señor Rênal de la necesidad de enseñar a sus hijos la historia de los hombres
célebres nacidos en la provincia, y, efectivamente, sus sueños tuvieron realización tan
pronta, que muy poco tiempo después, animado por el éxito, se atrevió a proponer al
señor Rênal una acción que forzosamente habría de ser muy penosa para el noble
alcalde, porque consistía nada menos que en contribuir a la fortuna de un liberal,
tomando un abono en la librería. Suponía Julián que encontraría obstáculos muy
serios, y los encontró, en efecto. El señor Rênal reconoció la conveniencia de que su
hijo mayor tuviese alguna idea de las obras que con frecuencia oía ponderar en las
conversaciones, antes de ingresar en la Academia Militar; pero sus concesiones no
llegaban más allá. Julián sospechó la existencia de motivos secretos, pero, aunque lo
intentó, no consiguió adivinarlos.
-Desde luego se me ocurrió, señor- dijo Julián un día-, que sería grave
inconveniencia hacer figurar en el sucio registro de un librero el apellido ilustre de un
caballero tan preclaro como usted.
La frente del señor Rênal se iluminó.
-También sería notable imprudencia- continuó Julián con tono más humilde-
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estampar en el registro de un alquilador de libros el nombre de un pobre estudiante de
teología, porque daría pie a los liberales para acusarme de haber pedido los libros más
infames; pero estos inconvenientes podrían orillar-se. Sin contribuir al triunfo del
partido jacobino, podemos disponer de los libros que para la instrucción de mis
discípulos sean necesarios, abriendo en la librería un abono a nombre del último de
los criados de la casa.
-¡No me disgusta la idea!- exclamó el señor Rênal, sin poder disimular su alegría.
-Convendría hacer constar- repuso Julián, adoptando esos aires de gravedad con
que suelen envolverse ciertas personas cuando se proponen asegurar la consecución
de un fin durante largo tiempo buscado- que el criado no podrá sacar de la librería
ninguna novela. Los libros peligrosos podrían pervertir a las doncellas de la señora y
al mismo criado.
-Olvida usted incluir en el catálogo de los libros vitandos los folletos políticos-
observó con expresión de altanería el señor Rênal, que deseaba ocultar la admiración
que le producía el habilidoso recurso inventado por el preceptor de sus hijos.
Era la vida de Julián una serie no interrumpida de negociaciones que, no obstante
su poca importancia, le preocupaban mucho más que la preferencia decidida que
ocupaba en el corazón de la señora de Rênal, y que habría podido ver con sólo abrir
los ojos.
La posición moral que ocupó desde que vino al mundo no se modificó en lo más
mínimo desde que fue a vivir a la casa del alcalde de Verrières. En ella, lo mismo que
en la serrería de su padre, no tenía más que desprecio profundo para las personas con
las cuales convivía, desprecio y aborrecimiento. A diario encontraba en los relatos
hechos por el subprefecto, por Valenod o por cualquiera de los demás amigos de la
casa, a propósito de sucesos de los que habían sido testigos presenciales, pruebas
evidentes de lo alejados que aquellos señores estaban de la realidad. Los rasgos que a
él parecían sencillamente admirables, eran los que merecían las censuras más
enconadas de las gentes que le rodeaban. La prudencia sellaba sus labios, pero
interiormente se decía:
-¡Qué monstruos... y qué estúpidos!
Jamás habló con sinceridad a nadie, excepción hecha del médico mayor. Fuera del
latín y de la teología, las escasas ideas que tenía eran referentes a las campañas de
Bonaparte en Italia o bien a la cirugía.
La primera vez que la señora de Rênal inició una conversación extraña a la
instrucción de sus hijos, Julián contestó con un discurso sobre operaciones
quirúrgicas. La señora palideció y rogó al preceptor que tuviera la bondad de
suspender la exposición de un tema tan poco agradable.
Pasaba Julián la mayor parte del tiempo al lado de la señora de Rênal, y, sin
embargo, en cuanto quedaban solos apenas si despegaban los labios. En las tertulias
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con frecuencia sorprendía la señora de Rênal ciertos destellos luminosos que
animaban momentáneamente los ojos del preceptor, cuando ella hablaba, de la misma
manera que observaba que, cuando estaban solos, Julián perdía parte de su calma y
parecía como turbado. No dejaban de producirle cierta inquietud aquellos fenómenos,
pues su instinto de mujer le hacía recelar peligros que alarmaban su pudor.
Fundándose en la idea errónea que de la buena sociedad tenía formada, como
consecuencia de las lecciones del difunto médico mayor, Julián, desde el momento
que se encontraba a solas con una mujer, y ésta callaba, considerábase humillado,
como si del silencio tuviese la culpa. Su imaginación, llena de ideas exageradas sobre
lo que un hombre debe decir a una mujer, no le ofrecía en su turbación, cuando
acompañaba a la señora de Rênal, más que ideas inadmisibles. Volaba su alma por las
nubes, pero le era imposible salir de su humillante silencio. De ello resultaba que
sufría las angustias más crueles durante sus interminables paseos con la señora de
Rênal, decía las tonterías más ridículas, y para colmo de males, él mismo exageraba
hasta lo infinito lo absurdo de sus frases. Lo que no advertía el cuitado era que sus
ojos hablaban, que eran ventanas a las que se asomaba un alma ardiente, que,
semejantes a los grandes actores, sabían dar cierto perfume encantador a cosas o
palabras que no tenían encanto. Otra de las observaciones hechas por la señora de
Rênal fue que el preceptor de sus hijos, cuando se encontraba con ella a solas, jamás
conseguía hilvanar una frase bien dicha, como no fuese en momentos de distracción
motivada por un incidente imprevisto cualquiera.
Desde la caída de Napoleón, han sido severamente desterradas de las costumbres
de provincia hasta las apariencias de galantería. La señora de Rênal, rica heredera de
una tía devota, casada a los dieciséis años, no había experimentado, ni visto en su
vida, nada que tuviese apariencias de amor. A nadie en el mundo habló de amor más
que al virtuoso cura Chélan, con quien consultó a propósito de la persecución de que
Valenod la había hecho objeto, y el buen cura le trazó una imagen tan repugnante del
amor, que esta palabra era en ella sinónimo de libertinaje del género más abyecto.
Para ella, el amor, tal como lo había visto retratado en las contadas novelas que la
casualidad puso en sus manos, constituía una excepción, era algo sobrenatural.
Merced a esta ignorancia, la señora de Rênal, cuya imaginación llenaba por
completo la imagen del joven preceptor de sus hijos, vivía tranquila y feliz, sin
advertir en su afición nada reprobable, nada pecaminoso.
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VIII
SUCESOS SIN IMPORTANCIA
Then there were sigs, the deeper for supression,
And stolen, glances, weeter fort the theft,
And burning blushes, though for no transgression.
DON JUAN, I, 74
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alguien. Lloró de alegría y fue a esconder sus lágrimas al centro del bosque, más allá
de Verrières.
-¿Qué causa produce en mí el estado en que me encuentro?- se dijo al fin-. Creo
que daría cien vidas que tuviera por el buen cura Chélan, quien acaba de demostrarme
que soy un idiota. Más que a nadie en el mundo, me importa engañarle a él, y no lo
consigo...; lee en lo más recóndito de mi alma. Ese fuego secreto de que me habla, es
mi ansia de hacer fortuna. Me considera indigno del sacerdocio, cuando yo me
imaginaba que el sacrificio de una renta de cincuenta luises le daría la idea más
elevada de mi piedad y de mi vocación. De hoy en adelante- continuó Julián no han
de inspirarme ya confianza más que aquellas características de mi temperamento que
haya sometido a prueba. ¿Quién había de decirme que experimentaría placer
vertiendo lágrimas? ¿Que amaría a quien me demuestra que soy un idiota?
Tres días más tarde, había encontrado Julián el pretexto de que debió armarse el
primer día. El pretexto era una calumnia, ¿pero que importaba? Confesó al cura, no
sin muestras de turbación, que un motivo que no podía explicarle, porque sería en
perjuicio de tercero, le había obligado desde el primer momento a declinar el
ofrecimiento de la unión matrimonial proyectada. El pretexto envolvía una acusación
manifiesta en contra de la conducta de Elisa. En las manifestaciones de Julián,
encontró el cura cierto tinte mundano, muy distinto del que debía animar a un
aspirante al sacerdocio.
-Antes que hacerte sacerdote sin vocación- insistió de nuevo el cura-, procura ser
buen ciudadano, instruido y estimable.
Julián contestó con buenas palabras a las indicaciones del anciano, con frases
propias de un seminarista fervoroso; pero el tono con que las pronunció y el fuego
mal disimulado que despedían sus ojos, fueron síntomas que alarmaron
poderosamente al señor Chélan.
Extrañó la señora de Rênal que no hiciese más dichosa a su doncella la nueva
fortuna que se le entraba por las puertas. Veíala ir con insólita frecuencia a la casa
rectoral, de la cual regresaba siempre llorando o con señales de haber llorado. Al fin,
Elisa le habló de sus proyectos de matrimonio.
La impresión que la noticia produjo en la señora de Rênal fue terrible: se creyó
verdaderamente enferma. Apoderóse de ella una fiebre que le impedía conciliar el
sueño; puede decirse que no vivía más que cuando tenía delante a su doncella o al
preceptor de sus hijos, ni en su mente cabía otra idea que la del cielo de ventura que
encontrarían en el hogar que los desposados iban a construirse. Su imaginación le
pintaba con colores arrebatadores las dulces escaseces de la nueva casa que habría de
cubrir todos los gastos con una renta de cincuenta luises anuales. Julián podría
hacerse abogado en Bray, distante dos leguas de Verrières, en cuyo caso tendría el
gusto de verle de vez en cuando.
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La señora de Rênal creyó que iba a volverse loca: así se lo dijo a su marido, y si
no loca, es lo cierto que se puso enferma. Aquella misma noche observó que Elisa
lloraba. Poco antes le había regañado con cierta dureza, sin causa justificada,
sencillamente porque, en aquel momento, le pareció aborrecible. Arrepentida de su
arrebato, pidió perdón a su doncella, y ésta, desbordadas sus lágrimas, contestó que,
si su señora se lo permitía, le haría historia de su desventura.
-Cuéntemelo todo- contesto la señora de Rênal.
-Pues bien, señora; me rechaza. Malas lenguas han debido hablarle mal de mí, y
él ha tenido la debilidad de creerlas.
-¿Que la rechaza?- preguntó la señora, respirando con dificultad-¿Quién es el que
la rechaza?
-¡Quién ha de ser, señora, más que Julián!- exclamó la doncella sollozando-.
Todos los esfuerzos del señor cura se han estrellado ante el muro inconmovible de su
resistencia. El señor cura ha trabajado mucho, señora, porque cree que no es digno de
rechazar a una joven honrada so pretexto de que ha estado al servicio de otra
persona... Después de todo, el padre de Julián es un aserrador, y su hijo no podría
ganarse el pan si no se hubiese colocado en la casa de la señora.
La señora de Rênal no escuchaba ya: la dicha que a torrentes penetraba en su
alma estuvo a punto de privarle de la razón. Se hizo repetir infinidad de veces que
Julián había rechazado positiva y terminantemente la mano de la doncella, y que no
quedaban esperanzas de torcer su resolución.
Intentaré yo el último esfuerzo- dijo la señora a su doncella-. Yo me encargo de
hablar al señor Julián.
Al día siguiente, después del almuerzo, la señora de Rênal se proporcionó la
voluptuosa satisfacción de defender la causa de su rival y de ver rechazadas con
tesón, por espacio de una hora seguida, la mano y la fortuna de Elisa.
Poco a poco dejó Julián sus respuestas incoloras y contestó con ingenio a las
juiciosas representaciones de la señora de Rênal. Esta, sin poder resistir las oleadas de
dicha que se agitaban en su alma después de tantos días de negra desesperación, se
encontró mal de veras. Cuando consiguió reponerse algún tanto, se encerró en su
habitación y despidió a todo el mundo. Atravesaba un estado de profundo estupor.
-¿Pero es que estoy enamorada de Julián?- se preguntó al fin.
El descubrimiento, que en cualquier otra ocasión habría sido para ella manantial
de punzantes remordimientos y de agitación terrible, no le produjo otro efecto que el
de extrañeza. Su alma, completamente agotada de resultas de los recientes
sufrimientos, no tenía ya sensibilidad que poner al servicio de las pasiones.
Quiso trabajar, y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó no se asustó tanto
como debiera. Considerábase demasiado feliz para inquietarse por nada. Ingenua e
inocente, aquella linda provinciana no intentó nunca buscar en su corazón la fuente
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de la sensibilidad, si en el horizonte de su existencia asomó alguna nube precursora
de dulces sentimientos o de amargas penas. Con anterioridad a la entrada de Julián en
la casa, absorta, entregada a las faenas que, lejos de París, son la suerte de las madres
de familia, la señora de Rênal pensaba en las pasiones como pensamos nosotros en la
lotería: un engaño seguro y un espejuelo de dicha buscado por los necios.
Sonó la campana que llamaba a la mesa. La señora de Rênal se puso encarnada al
oír la voz de Julián que llegaba con los niños. Poco diestra, desde que el amor había
mordido en su corazón, para explicar lo encendido de sus mejillas se quejó de un
horrible dolor de cabeza.
-Todas las mujeres sois lo mismo- observó su marido, riendo a carcajadas-
Siempre tenéis algo descompuesto en el piso superior.
Aunque estaba muy acostumbrada a los rasgos de ingenio de su marido, no dejó
de admirar a la señora de Rênal el tono con que fue pronunciado el que dejamos
copiado. Deseando distraerse, volvió sus ojos hacia Julián: si éste hubiese sido el
prototipo de la fealdad masculina, en aquel instante le habría parecido un Adonis.
Atenta a copiar las costumbres de las grandes señoras, la señora de Rênal, no bien
se inauguraron los días hermosos de la primavera, se estableció en Vergy, pueblo que
hizo célebre la trágica aventura de Gabriela. A algunos centenares de pasos de las
pintorescas ruinas de la antigua iglesia gótica, se alza un viejo castillo, con sus cuatro
torres, propiedad del señor Rênal, con su correspondiente jardín, que afecta una
distribución análoga al de las Tullerías, abundante en setos de boj y en alamedas
flanqueadas por castaños, que son podados dos veces al año. Servía de paseo un
campo inmediato plantado de manzanos, y en cuyo extremo crecían ocho o diez
nogales soberbios, cuyas inmensas copas se alzaban del suelo tal vez ochenta pies.
Aquel año el panorama del campo pareció nuevo y más encantador que nunca a la
señora de Rênal, que, en su admiración, llegó hasta el transporte. El sentimiento de
que estaba animada le daba ingenio y resolución. Durante la ausencia de su marido,
que hubo de volver dos días después a Verrières por asuntos de la alcaldía, tomó
obreros por cuenta propia. Julián le había sugerido la idea de construir un paseíto
cubierto de fina arena que debería pasar por el pie de los grandes nogales, y por el
cual podrían pasear los niños desde las primeras horas de la mañana sin que el rocío
humedeciese sus zapatos. La idea fue puesta en ejecución a las veinticuatro horas de
concebida. La señora de Rênal pasó uno de los días más felices de su vida dirigiendo
juntamente con Julián a los trabajadores.
Grande fue la sorpresa del alcalde de Verrières cuando, a su regreso de la ciudad,
encontró el paseo construido, pero no fue menos la que su llegada produjo a la señora
de Rênal, que había olvidado hasta su existencia. Dos meses enteros estuvo hablando
el alcalde del atrevimiento intolerable que suponía hacer una reparación de tanta
importancia sin consultarle; pero, como la señora la había ejecutado a sus expensas,
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el buen señor se consoló poco a poco.
Los días transcurrían felices para la señora de Rênal, que los pasaba enteros
corriendo con sus hijos por el jardín o el huerto, entregada a la caza de mariposas.
Había construido grandes capuchones de gasa con los cuales apresaba a los pobres
lepidópteros... Este nombre bárbaro se lo había enseñado Julián a la señora.
Las mariposas eran clavadas sin piedad con alfileres en un gran cuadro de cartón,
dispuesto también por Julián.
Julián y la señora tuvieron, al fin, materia abundante de conversación: ya no se
veía expuesto el primero a las torturas horribles que atenaceaban su alma en los
momentos de silencio.
Hablaba sin cesar y con interés extremado, aunque siempre de cosas muy
inocentes. Aquella existencia activa, atareada y alegre, era del gusto de todos,
excepto de Elisa, que se veía abrumada por el trabajo. Decía ella que nunca, ni en los
días de Carnaval, cuando se celebraban bailes en Verrières, había extremado tanto su
señora el atavío de su persona. En su exageración, llegaba si hemos de dar crédito a
su doncella, a cambiar de vestido dos y tres veces al día.
Como no entra en nuestros propósitos adular a nadie, nos guardaremos muy
mucho de negar que la señora de Rênal, que tenía un cutis satinado y un descote
encantador, se hizo arreglar algunos vestidos en forma que dejasen al descubierto sus
brazos y una buena parte de su pecho. En realidad, aquellos vestidos le sentaban
maravillosamente, puesto que hacían resaltar perfecciones que de otra suerte habrían
quedado ocultas.
-Nunca ha sido usted tan joven, señora-repetían, admirados sus amigos de
Verrières, en sus visitas a Vergy. (La frase subrayada era un modismo de la región.
La señora de Rênal había llevado a Vergy a una parienta suya, que fue su
compañera de colegio en el Sagrado Corazón, e insensiblemente pasó a convertirse en
su amiga íntima después de su matrimonio. La señora Derville, que así se llamaba la
parienta en cuestión reía sin cesar de lo que ella llamaba ideas locas de su prima. Las
tales ideas, que en París habrían sido calificadas de ímpetus o arranques,
avergonzaban a la señora de Rênal cuando su marido estaba presente u ausente la
señora Derville, pero la presencia de ésta despertaba su valor. Exponía primero sus
pensamientos con voz tímida; al rato de hallarse solas las dos señoras, se animaba el
ingenio de la de Rênal, y al final de una mañana interminable y solitaria, salían las
dos primas alegres y animadas, como si las largas horas transcurridas les hubiesen
parecido segundos.
En cuanto a Julián, no parecía sino que se había convertido en niño de verdad, a
juzgar por el placer que experimentaba corriendo tras las mariposas, con tanto ardor
como sus discípulos. Después de tantos días de constante violencia, al verse solo,
lejos de las miradas de los hombres, y sin motivos para temer a la señora, si no
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mentía su instinto, se abandonaba a la dicha de vivir, tan natural a su edad, y al placer
de contemplar aquellas montañas, las más hermosas del mundo.
Desde que llegó la señora Derville, creyó Julián que sería su amiga. Lo primero
que hizo fue llevarla al extremo del nuevo paseo, a los grandes nogales, para que
admirase la vista que allí se ofrecía a los ojos, igual, si no superior, a cuanto Suiza e
Italia con sus lagos pueden ofrecer de más admirable. Si se escala la rampa que
comienza algunos metros más allá, no se tarda en llegar a los inmensos precipicios
que abren sus bocas en el centro de bosques de robustas encinas. Julián, libre, feliz,
rey, hasta cierto punto, de la casa, solía acompañar a las primas hasta las cimas de
aquellos peñascales cortados a pico, y se extasiaba ante la admiración que a aquellas
producía espectáculo tan sublime.
La envidia de sus hermanos y la presencia de un padre déspota y malhumorado
habían convertido en horribles estepas, a los ojos de Julián, los alrededores de
Verrières. Vergy, por el contrario, no despertaba en su mente recuerdos amargos: allí
se encontraba, por primera vez en su vida, libre de la presencia de enemigos.
Mientras el señor Rênal estaba en la ciudad, lo que ocurría con frecuencia, Julián se
atrevía a leer; mas no pasó mucho tiempo sin que, durante las noches, diese de mano
a la lectura para entregarse al sueño. De día, las horas que no dedicaba a la enseñanza
de sus discípulos, solía subirse a los peñascos, llevando por toda compañía su libro
favorito, norma única de su conducta y objeto de sus transportes. En momentos de
desaliento, en sus páginas encontraba a la vez la dicha, el éxtasis y el consuelo.
La lectura de algunas cosas que Napoleón dijo sobre la mujer, juntamente con la
de las discusiones sobre el mérito de las novelas en moda durante el reinado de aquel,
fueron para Julián fuente donde bebió algunas ideas que cualquier otro joven de su
edad habría tenido muy sabidas desde largo tiempo antes.
Con la llegada de los grandes calores, se inauguró la costumbre de pasar las
veladas al aire libre, bajo la copa del inmenso tilo que se alzaba a pocos pasos de la
casa. La obscuridad era allí profunda. Una noche hablaba Julián con vivacidad,
paladeando el deleite que lleva consigo la conversación cuando los interlocutores son
mujeres jóvenes y bonitas. Inconscientemente, mientras gesticulaba, tocó la mano de
la señora de Rênal, que ésta había apoyado sobre el respaldo de una de esas sillas de
mimbre que suelen tenerse en los jardines.
La mano se retiró con brusca celeridad, pero Julián pensó entonces que era deber
ineludible suyo conseguir que aquella mano no se retirase cuando sintiera el contacto
de la suya. La idea de que tenía un deber que cumplir, y de que correría el ridículo
más espantoso si no lo cumplía, desterró al punto hasta la sombra de placer de su
corazón.
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IX
UNA VELADA EN EL CAMPO
La Didon de M. Guérin, esquisse charmante.
STROMBEK
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su voz. También se hizo temblorosa la de la señora de Rênal al cabo de breves
instantes, pero Julián no echó de ver el fenómeno. El tremendo combate que su deber
reñía con su timidez le arrebataba los medios de observar nada, fuera de lo que en su
interior pasaba. El reloj del castillo había dejado oír los tres cuartos para las diez, sin
que Julián se hubiese atrevido a nada. La conciencia de su cobardía encendió en su
pecho una tempestad de indignación.
-Mientras suenen las diez, ejecutaré el proyecto que abrigo todo el día, y que me
he prometido poner en práctica esta noche, o subiré a mi cuarto y me levantaré la tapa
de los sesos- se dijo.
Cuando la emoción tenía a Julián fuera de sí, sonaron las diez en el reloj del
castillo. Cada sonido de aquella campana fatal resonaba en el pecho de Julián, y le
producía vibraciones y dolores físicos.
Fiel a su promesa, no se había extinguido el eco de la última cuando extendió el
brazo y se apoderó de la mano de la señora de Rênal, que ésta retiró en el acto. Julián,
sin saber ya lo que hacía, la asió de nuevo. No obstante su perturbación, su extravío
mental, observó que aquella mano parecía de hielo. La mano intentó escaparse una
vez más: Julián la retuvo con fuerza convulsiva, y al fin consiguió que aquella
quedase entre la suya.
Sintió que en su alma penetraban oleadas de placer, no porque amase a la señora
de Rênal, que no cabía en su corazón sentimiento tan dulce, sino porque la
realización de su empeño había hecho cesar el suplicio atroz que le torturaba.
Creyóse obligado a hablar, a fin de que la señora Derville no se enterase de lo que
pasaba, y su voz, entonces, fue sonora y vibrante. En cambio, la de la señora de Rênal
reveló tanta emoción, que su prima, creyéndola indispuesta, le indicó la conveniencia
de recogerse en sus habitaciones. Julián se dio cuenta del peligro que le amenazaba.
-Si la señora de Rênal se retira ahora al salón- se dijo-, vuelvo a la horrible
situación que me ha martirizado todo el día. Su mano ha permanecido demasiado
poco tiempo unida a la mía para que constituya una ventaja positiva y durable.
En el momento que la señora Derville proponía por segunda vez la entrada en el
salón, Julián oprimió con fuerza la mano que asía.
La señora de Rênal, que se había levantado ya, volvió a sentarse, diciendo con
voz desfallecida:
-Me encuentro un poquito indispuesta, es verdad, pero creo que el aire libre me
sentará bien.
Estas palabras confirmaron la dicha de Julián, que, en aquellos instantes, era
infinita. Habló, olvidó el fingimiento, y consiguió que las dos damas le escucharan
extasiadas y le tomasen por el hombre más amable del mundo. Empero, aquella
elocuencia súbita encubría buena dosis de falta de valor. Temía Julián que la señora
Derville, molesta por el viento que comenzaba a soplar con fuerza, y que a no dudar
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era precursor de la tempestad, quisiera entrar en el salón. Si esto ocurría, quedaría él a
solas con la señora de Rênal, en cuyo caso, seguro estaba de que le sería imposible
decir una sola palabra. Por poco enérgicas que fueran las reconvenciones que le
dirigiera la señora de Rênal, resultaría vencido, y como consecuencia, escaparía de
sus manos la pequeña ventaja conquistada.
Por fortuna para él, sus discursos conmovedores y enfáticos hallaron aquella
noche gracia ante la señora Derville, que con frecuencia le encontraba torpe como un
niño y muy poco divertido. En cuanto a la señora de Rênal, puede decirse que no
pensaba en nada más que en su dicha. Las horas que pasó bajo el inmenso tilo,
plantado, según la tradición del país, por Carlos el Temerario, eran para ella punto de
partida de un periodo de felicidad inefable. Escuchaba con delicia los gemidos del
viento y el sordo rumor de las contadas gotas de lluvia que comenzaban a caer sobre
las hojas del tilo. No observó Julián un detalle que debió llevar la tranquilidad a su
pecho. La señora de Rênal se había visto en la precisión de retirar la mano, porque
hubo de levantarse para ayudar a su prima a colocar en posición normal una maceta
grande de flores que el viento había volcado, pero no bien se sentó de nuevo, entregó
la mano sin dificultad y como si fuera cosa convenida entre ella y Julián.
Era ya más de medianoche. Imposible prolongar por más tiempo la estancia en el
jardín. Los contertulios se separaron. Tal era la ingenuidad de la señora de Rênal, tan
supina su ignorancia, y tanto la enajenaba la dicha de amar, que se encerró en su
dormitorio sin que apenas se alzase en su conciencia una sombra de reconvención. La
dicha robó el sueño a sus ojos.
Julián, por el contrario, durmió como un plomo.
Al día siguiente despertó a las cinco, y, en honor a la verdad, diremos lo que
seguramente habría sido para la señora de Rênal, si alguien se lo hubiese dicho, una
puñalada: el ingrato apenas si le dedicó un pensamiento. Había cumplido un deber,
heroico, y absorto en la dicha consiguiente a tal sentimiento, se encerró con llave en
su habitación y se entregó con fruición desconocida a la lectura de las altas hazañas
de su héroe.
Cuando la campana le llamó a la mesa, donde esperaba el almuerzo, la lectura de
los partes del Gran Ejército había barrido de su pensamiento el recuerdo de las
ventajas conquistadas la víspera. Sin embargo, mientras se dirigía al comedor, se dijo
con tono ligero:
-Necesito decir a esa mujer que la amo.
En vez de las miradas cargadas de voluptuosidad que esperaba encontrar, tropezó
de pronto con el rostro severo del señor Rênal, quien, llegado dos horas antes de
Verrières, no se tomó el trabajo de disfrazar el descontento que le produjo saber que
Julián había pasado toda la mañana sin ocuparse de sus discípulos. Imposible
imaginar nada tan fiero como aquel hombre poseído de su importancia, cuando estaba
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incomodado y creía que podía hacer ostentación de su cólera.
Cada palabra áspera del marido era una puñalada que recibía la esposa en la parte
más sensible de su corazón. Julián, empero, absorto en el pensamiento de los
interesantes sucesos recientes, no prestó la menor atención y apenas si oyó las frases
duras y ásperas que le dirigía el señor Rênal. Al cabo del rato, contestó con bastante
brusquedad en el tono:
-Estaba enfermo.
El tono de la respuesta era más que suficiente para molestar a hombres mucho
menos puntillosos que el alcalde de Verrières. Este se enfureció en tales términos que
su primer impulso fue echarle en el acto de su casa. Contúvose, sin embargo, porque
fue siempre máxima de su vida no obrar bajo la acción del primer arrebato.
-Ese estúpido- se dijo el alcalde- se ha conquistado en mi casa una especie de
reputación. Si le echo, es muy posible que le tome Valenod, y, en caso contrario, se
decidirá a casarse con Elisa. Suceda lo uno o lo otro, desde el fondo de su alma podrá
reírse de mí.
Pese a la cordura de estas reflexiones, el descontento del señor Rênal estalló, al
fin, en forma de frases groseras que poco a poco irritaron a Julián. Con dificultad
lograba la señora de Rênal contener las lágrimas que asomaban a sus ojos.
Apenas levantados los manteles, suplicó a Julián que le diera el brazo para salir a
dar un paseo. Apoyóse en él con gran abandono y procuró desenojar a Julián. Este
contestaba a media voz con las palabras siguientes.
-¡Así son los ricos!
La circunstancia de que el señor Rênal caminara muy cerca de la pareja, aumentó
la cólera de Julián. De pronto echó de ver éste que la señora de Rênal se apoyaba en
su brazo con abandono manifiesto; el descubrimiento le horrorizó, y sin medir el
alcance de su acto, rechazó con violencia a su señora y retiró su brazo.
Por fortuna, no vio el señor Rênal esta nueva impertinencia del preceptor;
únicamente la sorprendió la señora Derville. En aquel momento, el señor Rênal
comenzó a perseguir a pedradas a una niña que había tomado un sendero abusivo que
cruzaba un ángulo del jardín.
-¡Por favor, señor Julián modérese usted!- dijo rápidamente la señora Derville-
Tenga en cuenta que nadie está libre de un acceso de mal humor.
Julián la miró con ojos que reflejaban el más soberano desprecio.
La mirada dejó estupefacta a la señora Derville, pero habría sido mayor su
asombro si hubiese podido adivinar su verdadera expresión, porque en ella hubiera
leído algo así como una esperanza vaga de tomar venganza atroz. Probablemente los
momentos de humillación semejante a la que sufría Julián son los que han creado a
los Robespierres.
-Tu Julián es violento en exceso... Francamente, me asusta- dijo en voz baja a su
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prima.
-Su cólera está más que justificada- replicó la señora de Rênal. Después de los
prodigiosos adelantos que, bajo su dirección, han hecho mis hijos, paréceme que no
tiene importancia el hecho de que les haya dejado sin lección una mañana... Preciso
es convenir que los hombres son muy duros.
Por primera vez en su vida, sentía la señora de Rênal cierto deseo de vengarse de
su marido. El odio feroz que animaba a Julián contra los ricos iba a hacer explosión,
y habría estallado a no dudar si el señor Rênal no hubiese llamado en aquel punto a su
jardinero para hacerle obstruir el sendero abusivo de que hemos hecho mérito,
quedándose a su lado mientras duró la operación.
Ni una palabra contestó Julián a las atenciones que a porfía le prodigaron las dos
primas durante el resto del paseo. Apenas dejaron atrás al señor Rênal, una y otra,
pretextando una fatiga que no sentían, pidieron al preceptor un brazo en que
apoyarse. El contraste que formaban los rostros conturbados y encendidos de las
mujeres, con el pálido y altanero del preceptor, no podía ser más vivo. Las
despreciaba este último, las detestaba, como despreciaba y detestaba todos los
sentimientos tiernos, de cualquier índole que fuesen.
-¡Oh!- pensaba el mísero ¡Si tuviese una renta de quinientos francos para terminar
mis estudios...! ¡Con qué placer enviaría a todos a paseo!
Entregado a esas ideas, lo poco que se dignaba oír de las frases delicadas de las
dos primas parecía huero, falto de sentido, estúpido, débil, femenino, en una palabra.
A fuerza de hablar por hablar, sin más objeto que el de mantener viva la
conversación, hubo de decir la señora de Rênal que su marido había venido de
Verrières para comprar a uno de sus colonos la paja de maíz necesaria para llenar los
jergones.
-No vendrá mi marido a reunirse con nosotros- dijo-. Su intención es concluir,
con el jardinero y uno de los criados, el relleno de los jergones de todas las camas.
Antes de almorzar renovaron la paja de maíz de las camas del primer piso, y ahora
harán otro tanto con las del segundo.
Julián quedó mortalmente pálido. Miró de una manera extraña a la señora de
Rênal; con movimientos de insensato la llevó aparte y la obligó a seguir su paso
acelerado. La señora Derville quedó rezagada.
-¡Sálveme usted la vida, señora!- suplicó-. ¡Solamente usted puede hacerlo! Debo
confesar, señora, que tengo un retrato escondido en el jergón de mi cama... Yo no
puedo ir a recogerlo, porque, como usted sabe muy bien, el ayuda de cámara me
aborrece de muerte.
Llegó a la señora de Rênal el turno de ponerse espantosamente pálida.
-Nadie más que usted puede entrar en este momento en mi habitación- repuso
Julián-. Registre usted con disimulo, y en la esquina del jergón más próxima a la
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ventana encontrará una cajita de cartón negra.
-¿Que encierra un retrato?- preguntó la señora de Rênal, sintiendo vacilar sus
piernas.
Descubrió Julián- el abatimiento de la señora, y al punto resolvió aprovecharlo en
beneficio suyo.
-Otra gracia necesito pedir a usted, señora- añadió-. Le suplico que no mire el
retrato: es mi secreto.
-¡Un secreto!- repitió la señora de Rênal con voz apagada.
Aunque educada entre personas orgullosas de su nacimiento y de sus riquezas,
insensibles a todo menos al dinero, el amor había infiltrado tesoros de generosidad en
su alma. Cruelmente herida, dirigió a Julián, con expresión de sencilla abnegación,
las preguntas indispensables para poder llevar a buen término la comisión.
-Quedamos en que es una cajita redonda, de cartón, negra, ¿no?- preguntó al
alejarse.
-Sí, señora- contestó Julián, con la entonación de dureza que el peligro da a los
hombres.
Subió al segundo piso del castillo, pálida y desencajada como quien es conducido
al sacrificio. Para colmo de males, se sintió indispuesta; pero, en el deseo de servir a
Julián, encontró fuerzas que reanimaron su flaqueza.
-Necesito apoderarme de esa cajita- murmuró, acelerando el paso.
Oyó hablar a su marido con el ayuda de cámara en la misma habitación de Julián,
mas, un momento después, vio que pasaban a la de los niños. Entró entonces, levantó
el colchón y hundió la mano en el jergón con tal violencia, que se lastimó los dedos.
Ni lo notó siquiera. Encontró en seguida la cajita de cartón, se apoderó de ella y
desapareció.
Libre del temor de ser sorprendida por su marido, el horror que le producía
aquella cajita la trastornó.
-¡Julián está enamorado y esta cajita encierra el retrato de la mujer que adora!- se
dijo.
Sentada en una silla de la antecámara, sintió en su alma los lacerantes zarpazos de
los celos. No tardó en presentarse Julián, quien se apoderó violentamente de la cajita,
y, sin dar las gracias a la señora, sin despegar los labios, corrió a encerrarse en la
cámara, encendió lumbre y quemó inmediatamente la fatal cajita. Estaba Pálido como
un espectro, anonadado. Exageraba, sin duda, la importancia del peligro que acababa
de correr.
-¡El retrato de Napoleón escondido en la cama de quien finge el más violento de
los odios contra el usurpador!- murmuraba bajando la cabeza-. ¡Y encontrado por el
señor Rênal, el más rabioso de los ultras, y, por añadidura. enfurecido! ¡Para colmo
de imprudencia, unas líneas de puño y letra mías en el dorso del retrato! ¡Líneas que
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no pueden dejar la menor duda sobre el exceso de mi admiración! ¡Cada una de esas
frases de entusiasmo, con su fecha...! ¡La última de anteayer! ¡Toda mi reputación
destruida, aniquilada en un momento! ¡Mi reputación, que es mi único patrimonio!...
Una hora más tarde, entre la fatiga y la compasión que sintió hacia sí mismo, le
predispusieron al enternecimiento. Encontró a la señora de Rênal, tomó su mano y la
besó con sinceridad nueva en él. Enrojeció la dama, sintió una llamarada de dicha, y
casi simultáneamente rechazó a Julián, impulsada por la cólera nacida de los celos.
Julián se acreditó por centésima vez de necio. No vio en la señora de Rênal a la mujer
celosa, sino a la dama rica, y soltando con ademán desdeñoso la mano, se alejó.
Momentos después paseaba pensativo por el jardín, mas no tardó en asomar a sus
labios una sonrisa de amargura.
-Paseo como si fuese dueño de mi tiempo- se dijo con sarcasmo. No me ocupo de
los niños; me expongo a las humillaciones del señor Rênal, a quien le sobrará razón
para regañarme. Corro a cumplir con mi obligación.
Las caricias del menor, único a quien quería, calmaron algún tanto su dolor.
-Este no me desprecia todavía...- pensó Julián.
Echándose en cara la disminución de su pesadumbre cual si fuese una debilidad,
añadió con voz concentrada:
-¡Me acaricia... me acarician los tres... exactamente lo mismo que acariciarían al
perrillo de caza que compraron ayer!...
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X
UN CORAZÓN GRANDE Y UNA FORTUNA
PEQUEÑA
But passion most dissembles, yet betrays,
Even by its darkness; as the blackest sky
Foretels the heaviest tempest.
DON JUAN, I, 73
El señor Rênal, que recorrió todas las habitaciones del castillo, llegó a la de sus hijos
con los criados que rellenaron los jergones. Su súbita aparición fue para Julián la gota
de agua que hace desbordar el vaso.
Más pálido, más sombrío que de ordinario, avanzó con brusco ademán hacia el
señor Rênal, quien se detuvo y miró a sus criados.
¿Cree usted, señor- preguntó Julián-, que sus hijos habrían hecho con otro
preceptor los adelantos que hicieron conmigo? Si contesta usted que no, como
supongo- añadió, sin dar a su interpelado tiempo para responder-, ¿cómo se atreve a
acusarme de negligencia?
Repuesto a medias de su miedo, infirió el señor Rênal, del tono y ademanes
extraños del preceptor, que éste había recibido proposiciones ventajosas de otra
persona y que iba a despedirse. La cólera de Julián crecía a medida que hablaba.
-No necesito a usted para vivir, señor mío- añadió Julián.
-Siento en el alma verle tan agitado- respondió el señor Rênal con voz
balbuciente.
Los criados se hallaban a unos diez pasos de distancia, ocupados en el arreglo de
las camas.
-No es su sentimiento lo que remedia el mal hecho- replicó Julián, fuera de sí-.
¿Reconoce usted que fue una infamia dirigirme las palabras que me dirigió, y doble,
triple infamia, hacerlo delante de señoras?
Creyó el señor Rênal comprender demasiado bien lo que exigía Julián, pero no
contestó: en su alma se libraba un combate feroz. Loco de ira, gritó Julián:
-Al salir de su casa, sé perfectamente adónde ir, señor mío.
El señor Rênal vio a su preceptor instalado en la casa de Valenod.
-No hablemos más, señor Julián- contestó al fin exhalando un suspiro, y con la
expresión de quien se encuentra tendido en la mesa para sufrir una operación
quirúrgica dolorosa-. Accedo a su petición: desde pasado mañana, día primero de
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mes, cobrará cincuenta francos mensuales.
Julián quedó atónito, pero con ganas de soltar la carcajada: toda su cólera se
disipó como por encanto.
-Grande era el desprecio que me inspiraba este animal, pero no tanto como se
merece- se dijo-. Sin duda, es la explicación más completa, la satisfacción más
amplia que podría dar su alma baja y miserable.
Los niños, que fueron testigos de la escena, bajaron corriendo al jardín y dijeron a
su madre que Julián estaba muy airado, pero que cobraría cincuenta francos al mes.
Julián les siguió, movido por la fuerza de la costumbre, pero sin dirigir una
mirada al señor Rênal, a quien dejó vivamente irritado.
-Ciento setenta y dos francos más me cuesta ese maldito Valenod- refunfuñaba el
alcalde-. Convendrá que le diga cuatro palabritas al oído, a propósito de la
administración del Asilo.
Un instante después, Julián volvía a dirigir la palabra al señor Rênal.
-Necesito consultar asuntos de mi conciencia con el señor cura Chélan- dijo-.
Creo conveniente manifestar a usted que estaré ausente algunas horas.
-¡Que me place, mi querido Julián!- contestó el señor Rênal, riendo con la más
falsa de sus risas-. No unas horas, amigo mío: todo el día puede estar fuera... y
mañana, si ese es su gusto. Lleve el caballo del jardinero para ir a Verrières.
Julián se fue con paso vivo en dirección a los grandes bosques por los cuales
puede irse desde Vergy a Verrières. No era su voluntad conferenciar con el digno
párroco, porque, lejos de desear someterse, al suplicio de una escena nueva de
hipocresía, lo que quería era ver claro en el fondo de su alma y conceder audiencia a
la turba de sentimientos que la agitaban.
-¡He ganado una batalla!- se decía, no bien se encontró en el corazón del bosque y
lejos de las miradas de los hombres.
Su alma recobró en parte la tranquilidad.
-¡Cincuenta francos al mes!... ¡Grande habría sido el miedo del señor Rênal para
decidirle a hacer tamaño sacrificio!... ¿Miedo... de qué?
Sus reflexiones sobre el miedo de que dio visibles pruebas el hombre rico y
poderoso contra quien minutos antes ardía en cólera, acabaron de serenar el alma de
Julián. En aquellos instantes, llegó hasta a admirar la sublime belleza del bosque por
cuyo corazón caminaba. En tiempos remotos habían caído de lo alto de la montaña
gigantescas moles de Piedra pelada que hicieron alto en el bosque. Hayas inmensas
elevaban sus copas casi a la altura de las masas de piedra, y su sombra producía
delicioso fresco a tres pasos de distancia de los sitios en que los ardorosos rayos
solares habrían hecho imposible la permanencia.
Julián descansaba algunos momentos a la sombra de los peñascos y continuaba
luego su ascensión. Muy en breve, después de haber recorrido un sendero estrecho,
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apenas visible, y que no utilizan más que los pastores y las cabras, se encontró de pie
sobre una roca inmensa, aislado de todo el género humano. Aquella posición física
llevó a sus labios una sonrisa porque le recordó que anhelaba conquistar en lo moral.
El aire puro de las montañas dio a su alma la serenidad que tanto necesitaba y hasta la
alegría. El alcalde de Verrières continuaba siendo a sus ojos el representante de todos
los ricos y de todos los insolentes de la tierra, pero comprendió Julián que el odio que
momentos antes le agitaba, no obstante la violencia de sus movimientos, nada tenía
de personal. Si hubiera dejado de ver al señor Rênal, antes de ocho días se habría
borrado de su memoria la persona de aquel, su castillo, sus perros, sus criados, sus
hijos, toda su familia.
-Le he obligado... no sé cómo, a hacer un sacrificio enorme... Momentos antes
había alejado de mi cabeza un peligro gravísimo... Son dos victorias las que he
conseguido en un solo día... La segunda no tiene mérito alguno, pero me convendría
averiguar a qué ha sido debida... Mañana daré comienzo a las investigaciones.
Julián, de pie sobre el inmenso peñasco, contemplaba el cielo, abrasado por un sol
de agosto. En los campos que se extendían a sus pies cantaban las cigarras. Su mirada
abarcaba una extensión de más de veinte leguas. Sobre su cabeza, describía círculos
inmensos algún que otro gavilán. Maquinalmente seguía Julián los movimientos del
ave de rapiña, cuyo vuelo tranquilo y potente llamaba su atención. Envidiaba su
fuerza, envidiaba su independencia, envidiaba su aislamiento.
-¡Ese fue el destino de Napoleón!- murmuró-. ¿Será algún día el mío?
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XI
UNA «SOIRÈE»
Yet Julia’s very voldnes still was kind,
And tremulously gentle her small hand
Withdrew itself from his, but left behind
A little pressure, thrilling, and so bland
And slight, so very slight that to the mind,
Twas but a doubt.
DON JUAN, I, 71
Julián fue a Verrières porque habría sido insigne torpeza no hacerlo. Al salir de la
casa rectoral, una casualidad feliz hizo que tropezase con Valenod, a quien se
apresuró a comunicar la noticia de su aumento de sueldo.
Vuelto a Vergy, Julián no bajó al jardín hasta después de cerrada la noche. Sentía
en su alma la fatiga consiguiente a las intensas emociones que la agitaron durante el
día. Con inquietud se acordó de las señoras, porque no sabía qué les diría, y es que
distaba mucho de ver que su alma se hallaba precisamente al mismo nivel que esas
circunstancias sin importancia que de ordinario absorben todo el interés de las
mujeres. Con frecuencia era Julián enigma viviente para la señora Derville, y hasta
para su prima, y a su vez, sólo a medias entendía mucha parte de lo que aquellas le
decían. Tal era el efecto de la fuerza, de la grandeza, si se nos permite hablar así, de
los impulsos de pasión que trastornaban el alma de aquel joven ambicioso.
Aquella noche Julián bajó al jardín resuelto a ocuparse en las ideas de las dos
bellas primas. Estas le esperaban impacientes. Ocupó su sitio de costumbre, al lado
de la señora de Rênal. Muy pronto la obscuridad fue completa. Julián quiso tomar
una mano blanca y bien formada que desde rato antes veía cerca de sí, apoyada sobre
el respaldo de una silla. La mano titubeó un poquito, pero concluyó por retirarse con
cierta brusquedad que parecía indicar mal humor en su propietaria. Julián estaba
dispuesto a darse por enterado y a proseguir alegremente la conversación, cuando oyó
los pasos del señor Rênal que se acercaba.
-¡Diablo!- pensó Julián-. ¿No sería burla digna de ese ser grosero tomar posesión
de la mano de su mujer, precisamente en sus barbas? ¡Sí, sí! ¡Está dicho! ¡Y lo haré,
yo, el preceptor insignificante a quien él hizo objeto de su desprecio!
A partir de aquel momento, perdió Julián la tranquilidad, en realidad de verdad
poco natural, dado su carácter. Todas sus ansias, todos sus deseos, todos sus
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pensamientos, todos sus afanes, buscaban el mismo objeto: conseguir que la señora
de Rênal dejase su mano entre las suyas. El señor Rênal habló con cólera de política.
Parece que dos o tres industriales de Verrières competían, y hasta le aventajaban en
riquezas, y se habían propuesto combatirle en las elecciones. La señora Derville
escuchaba atenta. Julián, a quien fastidiaban soberanamente los discursos del alcalde,
aproximó su silla a la de la señora de Rênal. La obscuridad era sobradamente intensa
para que nadie pudiese ver sus movimientos. Atrevióse a colocar su mano junto al
brazo, deliciosamente torneado, de su vecina. Ya no fue dueño de sí en lo sucesivo:
poco a poco fue acercando su mejilla al brazo, y al fin posó sobre él sus labios.
La señora de Rênal tuvo miedo: su marido estaba a cuatro pasos. Apresuróse a
entregar su mano a Julián, y al propio tiempo le rechazó un poquito. Como el señor
Rênal continuó tronando contra las gentes de la nada y vomitando denuestos contra
los jacobinos que se enriquecen por medios poco decorosos, Julián cubrió la mano
que le habían abandonado de besos apasionados... o que apasionados parecieron a la
señora de Rênal. ¡Y, sin embargo, aquel día mismo, día fatal, la pobre mujer había
tenido la prueba de que el hombre que ella adoraba, sin atreverse a confesárselo,
amaba a otra!
Mientras duró la ausencia de Julián, la desgraciada sufrió angustias indecibles, y
reflexionó, meditó mucho.
-¿Será posible que yo ame?- se decía-. Yo... una mujer casada, ¿estaré
enamorada? ¡Debo de estarlo... pues nunca mi marido me inspiró esa locura sombría,
ese delirio que hace que no pueda alejar de mi pensamiento la imagen de Julián! ¡Qué
horror!... ¡Pero no!... En medio de todo, es un muchacho lleno de respeto hacia mí...
Mi locura será pasajera... ¿Qué pueden importar a mi marido los sentimientos que a
mí me inspire ese joven? A mi marido le fastidiarían las conversaciones que tengo
con Julián, porque versan sobre cosas de imaginación, y él no piensa ni quiere pensar
más que en sus negocios, en lo positivo, en lo material. De consiguiente, nada le quito
para dárselo a Julián.
Conviene hacer notar que ni la más leve sombra de hipocresía empañaba la
pureza de aquella alma sencilla, extraviada por una pasión que nunca había
experimentado. Estaba engañada, sí, pero sin saberlo, sin darse cuenta de su engaño,
sin que ello fuera óbice para que comenzase a alarmarse seriamente su instinto de
virtud.
Tales eran los combates que sostenía aquella mujer candorosa cuando Julián llegó
al jardín. Ella le oyó hablar; casi inmediatamente vio que se sentaba a su lado, y la
proximidad del ser querido la envolvió en la atmósfera de dicha encantadora que la
admiraba más aún que la seducía. Sin embargo, al cabo de breves instantes,
reflexionó que la presencia de Julián no bastaba para borrar los agravios que de éste
había recibido. Se asustó, y entonces fue cuando retiró su mano.
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Los besos llenos de pasión, besos como nunca los había recibido, barrieron de su
memoria el pensamiento de que quien se los daba amaba a otra mujer. Se lo perdonó
todo, ya no le pareció culpable. La cesación del dolor punzante, hijo de la sospecha,
la presencia de una dicha como nunca la había soñado, fueron para ella manantial de
transportes de amor, de loca alegría. Aquella soirée fue deliciosa para todo el mundo,
excepto para el alcalde de Verrières, que no podía olvidar a los industriales
enriquecidos. Julián dejó de acordarse de su negra ambición y de sus proyectos
atrevidos, tan difíciles de ejecutar. Por primera vez en su vida se dejó arrastrar por el
poder de la hermosura. Perdido en la atmósfera de ensueños vagos y dulces,
completamente extraños a su carácter, oprimía con dulzura aquella mano que le
parecía el ideal de la belleza, y escuchaba a medias el rumorcillo de las hojas del tilo,
acariciadas por la brisa, y los ladridos lejanos de los perros del molino del Doubs.
Su emoción era un placer de los sentidos y no una pasión del alma, y la prueba es
que, cuando entró en su habitación, ya no se acordó de otra cosa que de tomar su libro
favorito. A los veinte años domina sobre todo la idea del mundo y del papel que en él
hay que representar.
Poco tardó en cerrar el libro. A fuerza de pensar en las victorias de Napoleón,
había descubierto en la alcanzada por él algo nuevo.
-He ganado una batalla- se dijo-; pero necesito aprovechar sus ventajas. Es
preciso aplastar definitivamente el orgullo de ese altivo caballero antes que se
reponga de su abatimiento. Napoleón lo hacía así. Pediré tres días de permiso para
visitar a mi amigo Fouqué. Si me los niega, me despido otra vez, pero cederá estoy
seguro.
La señora de Rênal no consiguió conciliar el sueño en toda la noche. Parecíale
que comenzaba a vivir en aquel momento y no podía alejar de su pensamiento el
placer inefable que sintió cuando Julián cubrió su mano de besos inflamados.
De pronto brotó en su imaginación una imagen espantosa, y sus labios
murmuraron con terror una palabra: ¡adúltera! Su mente le trazó la idea de todo lo
que el amor tiene de más feo, de más material, de más repugnante. Estas imágenes,
mancharon el ideal tierno y divino que ella se trazaba de Julián y de la dicha de
amarle. El porvenir se le presentó bajo los colores más sombríos: se encontró
despreciable.
Pasó por momentos horribles al convencerse de que su alma penetraba en las
regiones de lo desconocido. La víspera había saboreado las delicias de un placer
desconocido; ahora se encontraba anegada de pronto en las amargas aguas de la
desventura. Como no tenía idea de semejantes sufrimientos, llegaron éstos a extraviar
su corazón. Pensó confesar a su marido que temía estar enamorada de Julián, pero,
por fortuna, surgió en las profundidades de su memoria el recuerdo de un precepto
que le diera su tía la víspera de su matrimonio, precepto que se refería al peligro
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gravísimo que entrañan las confidencias hechas a un marido, que, en rigor, a la par
que compañero, es amo y señor. En el exceso de su dolor, la desgraciada se retorcía
las manos.
Impulsábanla a la ventura imágenes contradictorias, pero todas dolorosas. Ora
temía no ser amada, ora la torturaba el espantable fantasma del crimen, como si al día
siguiente hubiese de ser expuesta en la plaza pública de Verrières, con un cartelón
pendiente del cuello que explicara su adulterio al populacho.
La cuitada no tenía la menor experiencia de la vida. Aun hallándose en el pleno
ejercicio de su razón, no habría sabido descubrir el menor intervalo entre su falta a
los ojos de Dios y su ruina moral y pública, su derrumbamiento espiritual con todas
sus consecuencias.
Si dejaba de enloquecerla la horrible imagen del adulterio, con todas las
ignominias que forman su séquito, y se imaginaba una existencia dulce, inocente y
pura al lado de Julián, asaltábala el angustioso pensamiento de que su adorado amaba
a otra. Seguía viendo la palidez de cadáver que invadió las mejillas de Julián cuando
temió perder su retrato o comprometerla dejándola ver. Por vez primera vio pintado el
miedo en aquel rostro tan sereno y tan noble. Ni por ella ni por sus hijos se conmovió
nunca tanto. La señora de Rênal, en el exceso de su dolor, debió de lanzar gritos que
despertaron a su doncella, pues se abrió la puerta de su habitación y en su marco
apareció Elisa.
-¿Es usted la mujer que él ama?- preguntó en un rapto de locura.
Por fortuna, la doncella puso toda su atención en lo desencajado de las facciones
de su señora y no se fijó siquiera en sus palabras.
-Tengo fiebre- repuso la señora de Rênal, dándose cuenta de su imprudencia y
queriendo remediarla. Me encuentro mal, y hasta se me figura que deliro.
Acompáñeme usted.
La misma necesidad en que se vio de contenerse, mitigó sus angustias. La razón
recobró el imperio que el semidelirio le había robado. Para librarse de la mirada fija
de su doncella, mandó a ésta que leyera el periódico, y mientras Elisa leía, la señora
de Rênal hizo propósito firme de tratar a Julián con frialdad completa cuando le
viese.
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XII
UN VIAJE
En París se encuentran personas
elegantes; en provincias, personas de
carácter.
SIÉYÈS
A las cinco de la mañana siguiente, antes que la señora de Rênal estuviese visible,
Julián había pedido y obtenido del marido de aquella un permiso de tres días. Contra
su costumbre, sintió Julián deseos de ver a la dama cuya mano despertaba en su
mente pensamientos voluptuosos.
Esperóla en el jardín. Larga fue la espera, pero si Julián la hubiese amado de
veras, habríala visto detrás de las persianas medio cerradas del primer piso, con la
frente apoyada sobre el cristal. Estaba mirando a su amado. Al fin, pese a sus
resoluciones, se determinó a bajar al jardín. De su rostro había desaparecido la
palidez habitual para ser reemplazada por los valores más vivos. Aquella mujer
sencilla pasaba por momentos de viva agitación interior; no cabía dudarlo. Una
expresión de violencia, de cólera, mejor dicho, alteraba esa especie de placidez serena
que se sobrepone a los intereses vulgares de la vida, y que en grado tan alto
aumentaba los encantos de su rostro de ángel.
Julián se acercó a ella con paso rápido, clavados sus ojos con expresión de codicia
en el bien torneado brazo que un chal, puesto al descuido, dejaba ver. El fresco de la
mañana contribuía a aumentar más y más los encendidos tonos de un rostro que las
agitaciones de la noche anterior habían hecho más sensible a las impresiones. Aquella
hermosura modesta y conmovedora, saturada por añadidura de pensamientos que no
es frecuente encontrar en las clases inferiores, parecía revelar a Julián facultades de
su alma que él no había sentido jamás. Absorto en la admiración de los encantos que
sorprendía su mirada ávida, Julián no pensó siquiera en la acogida que se le
dispensaría, y que tenía por descontado que seria cariñosa; de aquí que le maravillase
doblemente ver que la señora de Rênal, no sólo mostraba empeño en tratarle con
frialdad glacial, sino también intención evidente de hacerle comprender la distancia
que entre los dos mediaba.
Bruscamente expiró la sonrisa de placer que jugueteaba por los labios del galán,
quien no pudo menos de recordar el rango que él ocupaba en sociedad con relación al
de una rica y noble heredera. En aquel momento, su expresiva fisonomía reflejaba
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desdén y cólera, pero contra sí mismo. Sentía un despecho violento por haber
esperado una hora para recibir una acogida tan humillante.
-Sólo los necios se encolerizan contra los demás- se dijo-. Cae una piedra porque
es pesada... ¿Estoy condenado a ser niño hasta que me muera de viejo? Si quiero ser
estimado por estas gentes, y por mí mismo, necesito demostrarles que mi pobreza
podrá entrar en relaciones de negocios con su opulencia, pero que mi corazón está mil
leguas por encima de su insolencia, en esfera demasiado elevada para que lleguen
hasta él las muestras de sus desdenes ni de sus favores.
Mientras en el fondo del alma tenebrosa del joven preceptor se agitaban
turbulentas estas ideas, su movible fisonomía adoptaba la expresión de orgullo
lastimado y de ferocidad. Bastó esto para que la señora de Rênal quedase
profundamente conturbada. A la frialdad, hija de la virtud, que quiso dar a sus
ademanes y palabras, sucedió un interés tanto más vivo cuanto mayor fue su sorpresa
al advertir el cambio súbito operado en Julián. Cambiadas las frases obligadas sobre
lo delicioso de la mañana y sobre lo caluroso que prometía ser el día, quedó agotado
el repertorio de los dos personajes. Julián, cuyo juicio no ofuscaba la pasión, encontró
manera hábil de hacer comprender a la señora cuán poco le importaba su amistad, y,
sin decirle palabra sobre el viaje que iba a emprender, saludó y se fue.
Mientras seguía con la mirada al preceptor, aterrada como consecuencia de la
sombría altanería que leyó en aquella mirada, tan dulce la víspera, su hijo mayor, que
estaba jugando
en el jardín, se acercó y le dijo abrazándola:
-Tenemos vacaciones... El señor Julián se va de viaje.
La señora de Rênal se sintió morir: la hacía desgraciada su virtud y mucho más
desgraciada su debilidad.
El nuevo suceso embargó por completo su imaginación. Fruto de la terrible noche
de angustias que acababa de pasar fue la resolución de resistir al hombre que se le
entraba por las puertas de su alma, pero los hechos la llevaban más allá: ya no se
trataba de resistirle, sino de perderle para siempre.
A la hora del almuerzo, no tuvo más remedio que sentarse a la mesa. Para colmo
de desdichas, su marido y su prima no supieron hablar de otra cosa que de la marcha
de Julián. Parece que el alcalde de Verrières había advertido algo insólito en el tono
firme con que le pidió el permiso.
-No me cabe duda de que ese pobre diablo ha recibido proposiciones de alguien-
observó el alcalde-. Por supuesto, que ese alguien, aun cuando sea el mismísimo
Valenod, tendrá algún respeto a la suma de seiscientos francos anuales que desde hoy
pago yo a Julián. Ayer, cuando fue a Verrières, debió pedir un plazo de tres días para
meditar, y hoy, para no verse obligado a darme explicaciones, nuestro egregio
caballerito se va a la montaña. ¡Mire usted que tiene gracia que uno se vea obligado a
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pactar con un miserable obrero!... ¡Válgame Dios, y a qué hemos llegado!
-¿Qué he de creer yo, si mi marido, ignorando, como ignora, hasta qué punto ha
herido el amor propio y la dignidad de Julián, tiene por descontado que nos
abandonará?- Se decía interiormente la señora de Rênal-. ¡Pobre de mí! ¡No hay
esperanza!
Deseando poder llorar libremente y sin testigos, y al mismo tiempo evitarse haber
de responder a las preguntas de la señora Derville, la señora de Rênal se quejó de
violentos dolores de cabeza y se metió en cama.
Mientras la señora de Rênal sufría lo que la pasión violenta, que tan sin buscarla
se le había entrado por las puertas del alma, tiene de más terrible y angustioso, Julián
proseguía alegremente su camino, disfrutando de las vistas encantadoras que ofrecen
las montañas. Tenía que atravesar la gran cordillera que se extiende al norte de Vergy.
El sendero que seguía, y que atraviesa espesos bosques, escala, formando zigzags
infinitos, la estribación de la montaña que dibuja por el Norte el valle del Doubs.
Bien pronto las miradas del viajero, extendiéndose sobre los montículos que
contienen por el Mediodía el curso del Doubs, pudieron contemplar las fértiles
llanuras de Borgoña y de Beaujolais. Por insensible que el alma de nuestro ambicioso
fuera a este género de belleza, no podía menos Julián de detenerse de vez en cuando
para admirar un espectáculo tan vasto e imponente.
Ganó al fin la cima de la montaña, que tenía que atravesar para llegar al solitario
valle en que moraba su buen amigo Fouqué. No tenía Julián grandes prisas por
verle... ni a su amigo ni a ningún ser humano. La gran montaña le brindaba un
observatorio excelente, desde donde, semejante al ave de rapiña, podía distinguir
desde muy lejos a cualquier hombre que a él se acercase. El observatorio era una
especie de gruta abierta en la escarpadura, casi vertical, de una de las rocas. Una vez
en la gruta, ocurriósele entregarse al placer de escribir sus pensamientos, cosa que en
ninguna otra parte habría podido hacer sin peligro. Una piedra cuadrada le sirvió de
pupitre. Volaba su pluma sobre el papel. Al fin vio que el astro del día se escondía
tras las remotas montañas de Beaujolais.
-¿Por qué no he de pasar la noche aquí?- se dijo-. Tengo pan, y soy libre.
La conciencia de su libertad bastó para que se exaltara su alma, pues era tan
grande su hipocresía, que ni en la casa de su mejor amigo se consideraba libre. Nunca
fue tan feliz como en aquellos instantes en que, apoyada sobre las manos la cabeza,
dejó volar sin freno su imaginación por el mundo de los ensueños y por las regiones
de la libertad. Sin darse cuenta, vio cómo se extinguían, uno tras otro, todos los rayos
del crepúsculo. En medio de la obscuridad inmensa que le rodeaba, dejó que su alma
se perdiera en la contemplación de todo lo que imaginaba que habría de encontrar un
día en París. Ante todo, vio una mujer hermosa la más hermosa, la más inteligente, la
más dulce que puede concebir la humana inteligencia, una mujer como jamás la
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encontró en la provincia. La amaba con pasión y era correspondido. Si se separaba de
ella algunos instantes, era para cubrirse de gloria y merecer ser más amado todavía.
Aun suponiéndole dotado de la imaginación de Julián, cualquier hombre educado
en medio de las tristes realidades de la vida de París hubiese despertado al llegar a
este capítulo de su novela al contacto de la fría ironía, pero nuestro joven ambicioso
no veía entre él y los actos más heroicos otro obstáculo que la falta de ocasión.
La noche había cerrado por completo y le separaban dos leguas de la choza
habitada por Fouqué. Julián, antes de abandonar la gruta, redujo a cenizas lo que
había escrito.
A la una de la madrugada sorprendió con su visita a su amigo, a quien encontró
escribiendo sus cuentas. Fouqué era un joven de gran talla, defectuoso de formas,
hombre de líneas duras y nariz descomunal; en una palabra, de aspecto poco menos
que repugnante, siquiera su fea corteza encubriese un hombre de bien.
-¿Cómo llegas tan de improviso?- preguntó a Julián-. ¿Has regañado con tu señor
Rênal?
Julián hizo historia de los sucesos de la víspera.
-¡Mira, quédate conmigo!- propuso Fouqué, luego que escuchó sin pestañear el
relato-. Veo que conoces al señor Rênal, al señor Valenod, al subprefecto y al cura de
Verrières, que has sabido leer las exquisiteces de carácter de esas gentes, y, de
consiguiente, que te has puesto en condiciones de tratar con el mundo. Sabes más
aritmética que yo y podrás encargarte de mis cuentas, pues creo conveniente decirte
que mi comercio en maderas me produce beneficios muy respetables. La
imposibilidad de hacerlo todo por mí mismo, y el temor de dar con un bribón si busco
un asociado, me impiden emprender muchos negocios. No hace un mes que Miguel
de Saint-Amand, a quien no había visto hacía seis años, y a quien encontré por
casualidad en el mercado de Pontarlier, ganó seis mil francos gracias a mí. Estos seis
mil francos, o por lo menos tres mil, habrías podido ganarlos tú, porque si aquel día te
hubiese tenido a mi lado, habría yo pujado en la subasta y nadie hubiese mejorado mi
puja. ¿Quieres ser mi asociado?
El ofrecimiento hizo reflexionar a Julián. Durante la cena, que prepararon los dos
amigos por sus propias manos, como los héroes de Homero, porque Fouqué vivía
solo, enseñó este último sus libros a Julián y le demostró que su negocio le producía
grandes ganancias. Hay que advertir que Fouqué tenía la más alta idea de las luces y
del carácter de Julián.
-La verdad es- se dijo éste, cuando se encontró en el dormitorio de la cabaña que
le señalara su amigo- que puedo ganar aquí algunos miles de francos y aplicarme
luego con ventaja manifiesta al oficio de soldado o al de cura, según sea la moda que
entonces impere en Francia. El pequeño capital de que sería dueño barrería todas las
dificultades de detalle. Sepultado en esta montaña, habría disipado parte de la
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horrorosa ignorancia en que estoy con respecto a muchas cosas que son el pan de
cada día de los hombres que frecuentan los salones. Pero en el caso que Fouqué, a la
par que renuncia a casarse, me dice una y otra vez que la soledad le hace desgraciado;
luego es evidente que, si toma un socio que no tiene un cuarto, es porque espera tener
un compañero que no le abandone... Ahora bien, Julián...- añadió con sorda
irritación-. ¿Serás capaz de engañar a tu amigo?
Aquel ser extraño, cuyas características eran la hipocresía y la carencia de
afecciones, no pudo sufrir la idea de cometer una falta de delicadeza contra el hombre
que de veras le apreciaba.
Sufría Julián, mas en breve cesaron sus sufrimientos al encontrar un motivo que
le obligaba a declinar el ofrecimiento de su amigo.
-¡Imposible!- se dijo-. Aceptar sería perder cobardemente siete u ocho años. Me
pasaría en los bosques hasta los veintiocho, y a esa edad Bonaparte era la admiración
del mundo. Luego que hubiese ganado algún dinero de la manera más obscura,
vendiendo maderas, cuando me hubiera conquistado el aprecio de algunos tunantes
subalternos, ¿quién me asegura que continuaría ardiendo en mi alma el fuego
sagrado, merced al cual se labra un nombre?
A la mañana siguiente, Julián, con la mayor sangre fría, contestó a Fouqué que
consideraba ultimado el asunto de la asociación, que su vocación decidida al
sacerdocio le impedía aceptar. Fouqué no acertaba a dar crédito a lo que estaba
oyendo.
-¿Pero no comprendes, desgraciado, que al asociarte a mi negocio te doy una
renta de cuatro mil francos anuales?- repetía una y otra vez-. ¿Es posible que
prefieras a esa renta continuar sirviendo al señor Rênal, que te desprecia tanto como
al lodo pegado a sus zapatos? Cuando tengas en el bolsillo doscientos luises, ¿quién
te impide entrar en el seminario? ¡Te diré más! Corre de mi cuenta procurarte el
mejor curato del país, porque he de advertirse que me ligan muy buenas relaciones
con los señores de... personas que lo pueden todo, como sabes.
Estas razones, y otras de las que haremos merced al lector, se estrellaron ante lo
inconmovible de la vocación de Julián. Fouqué concluyó por creer que estaba loco.
Al tercer día, muy tempranito, Julián se despidió de su amigo con ánimo de pasar el
día en la soledad de la montaña. Encontró la gruta, pero no la paz de su alma: ésta la
había perdido definitivamente, pues se la habían robado los ofrecimientos de su
amigo. Semejante a Hércules, se encontraba, no entre el vicio y la virtud, sino entre la
medianía, seguida de un bienestar cierto, y todos los sueños heroicos de su juventud.
Nada le hacía tanto daño como sus dudas, sus vacilaciones,
-No poseo la verdadera firmeza- se decía con cólera-. No soy de la madera de los
grandes hombres, puesto que temo que ocho años invertidos en asegurarme el pan
han de robarme esa energía sublime que mueve al hombre a hacer cosas
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extraordinarias.
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XIII
LAS MEDIAS CALADAS
Novela: es un espejo que paseamos
a lo largo de un camino.
SAINT-REAL
Cuando divisó Julián las pintorescas ruinas de la antigua iglesia de Vergy, cayó en la
cuenta de que, desde que tres días antes abandonó el castillo del alcalde de Verrières,
la imagen de la señora de Rênal no se había presentado una sola vez a su
pensamiento.
-Esa mujer me recordó, la última vez que la vi, la distancia infinita que nos
separa- murmuró Julián-. Me trató como al hijo de un obrero... Sin duda quiso
demostrarme que se arrepiente con toda su alma de haberme dejado besar su mano...
¡Y qué preciosa es la tal manita!...
La posibilidad de hacer fortuna asociándose a Fouqué puso a Julián en
condiciones de raciocinar con cierta facilidad. Ya no se presentaba con tanta
frecuencia la irritación a perturbar sus facultades, ni la conciencia de su pobreza y de
su humildad se alzaba potente como antes, con menoscabo grave de las operaciones
de su intelecto. Colocado como sobre un promontorio elevado, podía juzgar y hasta
dominar la extrema pobreza y el bienestar material, que él continuaba llamando
riqueza. Cierto que distaba mucho de juzgar su posición como filósofo, pero no puede
negarse que su viaje a la montaña le dio clarividencia bastante para notar que había
vuelto diferente de como fue.
Extrañóle sobremanera la turbación extrema que dominaba a la señora de Rênal,
mientras él, obedeciendo sus indicaciones, hizo un relato sucinto de su viaje a la
montaña.
Mientras duró la ausencia de Julián, la existencia de la señora de Rênal fue una
serie no interrumpida de suplicios diferentes, pero todos intolerables. Llegó a ponerse
enferma de verdad.
Su estado de ánimo no pasó inadvertido a su prima la señora Derville, en cuya
mente comenzaron a brotar y tomar cuerpo algunas sospechas. A mayor
abundamiento, observó que la señora de Rênal, que a diario era regañada por su
marido a consecuencia de la sencillez excesiva de su indumentaria, se ponía unas
medias primorosamente caladas, calzaba unos zapatitos coquetones que se había
mandado traer de París y estrenaba un vestido de tela muy vaporosa, que entre ella y
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Elisa habían confeccionado a paso de carga, valga la expresión, durante los tres días
de ausencia de Julián, breves instantes después del regreso de aquel. Su prima vio
claro; si alguna duda tenía, se disipó.
-¡Desgraciada!- se dijo ¡Ama!
La vio que hablaba con Julián y observó que, a la palidez más cadavérica, sucedía
con brusquedad en su rostro el encarnado más vivo. En sus ojos, clavados en los del
joven preceptor, se pintaba la ansiedad, y es que la señora del Rênal esperaba por
instantes que Julián se explicase, diciendo de una vez si su intención era abandonar la
casa o continuar en ella. Como el joven no hiciera la menor alusión al asunto que
tanto preocupaba a la señora, ésta, rendida por los horrorosos combates que se
libraban en su alma, atrevióse al fin a preguntar con voz temblorosa, que reflejaba
toda la intensidad de su pasión.
-¿Piensa usted dejar a sus discípulos y colocarse en otra parte?
La voz incierta y la mirada de la señora de Rênal sorprendieron a Julián.
-¡Me ama!- se dijo-. Me ama, si; pero no bien se disipe este momento fugaz de
debilidad, que seguramente rechaza su orgullo, recobrará toda su altanería... Y su
debilidad desaparecerá no bien sepa que no me voy... Mucho sentiré dejar unos niños
tan simpáticos y bien nacidos-contestó como titubeando-; pero es posible que tenga
que hacerlo. En este mundo, también los pobres nos debemos a nosotros mismos.
Las palabras bien nacidos, frase aristocrática que Julián había aprendido
recientemente, no salieron de sus labios sin agitar el fondo de antipatía que constituía
su carácter.
-¡A los ojos de esta mujer yo no soy bien nacido!- añadió para sus adentros.
La señora de Rênal, admiradora entusiasta de su genio y enamorada de su belleza
física, creyó morir al escuchar las palabras de Julián, que dejaban entrever muy a las
claras la posibilidad de que renunciara a continuar siendo el preceptor de sus hijos.
Todos sus amigos de Verrières, que habían venido a comer a Vergy durante la
ausencia de Julián, habíanla felicitado con efusión, y como envidiando que su marido
hubiese tenido la suerte de encontrar en la oscuridad un hombre prodigioso que era
una verdadera lumbrera. Y cuenta que en sus elogios no influyó poco ni mucho el
hecho de que los niños a quienes enseñaba hubiesen hecho maravillosos progresos,
detalle que probablemente ignoraban aquellos; Pero la circunstancia de que Julián se
supiera de memoria la Biblia, y por añadidura en latín, llenó a todos los habitantes de
Verrières de una admiración que acaso durara un siglo entero.
Como Julián con nadie hablaba, ignoraba esto. Si la señora de Rênal hubiera sido
dueña de su sangre fría, habría hablado al preceptor de la reputación conquistada, y
en este caso, tranquilizado el orgullo de Julián, se habría mostrado dulce y cariñoso
con ella, tanto más, cuanto que la encontraba encantadora con su vestido nuevo.
Propuso la pobre señora dar una vuelta por el jardín, mas pronto hubo de confesar
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que no podía tenerse en pie. Apoyóse sobre el brazo del joven, pero, lejos de
encontrar fuerzas, el contacto con aquel brazo se las quitó.
Era de noche. Apenas sentados, Julián, usando de su antiguo privilegio, tomó la
mano de su vecina y posó sus labios sobre su brazo, aunque, a decir verdad, al
hacerlo pensaba en los atrevimientos que su amigo Fouqué le dijo que había tenido
con sus amigas, y no en la señora de Rênal. Esta oprimió su mano, lo que no le
produjo el menor placer. Lejos de mostrarse, ya que no orgulloso, agradecido por lo
menos a las muestras, demasiado evidentes aquella noche, del amor que había
encendido en el pecho de la señora de Rênal, la hermosura, la elegancia, la suave
frescura de aquella le encontraron punto menos que insensible. La pureza de alma y
la ausencia de emociones pecaminosas prolongan considerablemente los días de la
juventud. El rostro de las mujeres hermosas envejece casi siempre antes que el alma.
Julián estuvo huraño y displicente toda la noche. Hasta entonces, toda su cólera
iba dirigida contra la sociedad, pero desde que Fouqué le propuso un medio obscuro
de hacer fortuna, no tenía irritación más que contra sí mismo. Absorto en estos
pensamientos, aunque de vez en cuando dirigía alguna que otra palabra a las señoras,
concluyó Julián por soltar la mano de la señora de Rênal. Esta acción anonadó a la
pobre mujer, que vio en ella la pérdida de sus ilusiones.
Tal vez en su misma virtud habría encontrado fuerzas para defenderse contra
Julián, si hubiese abrigado la seguridad del amor de aquel; pero, loca de terror,
extraviada por el miedo de perderlo para siempre, su pasión la arrastró hasta el
extremo de tomar la mano que Julián, en su distracción, había dejado apoyada sobre
el respaldo de una silla. La acción electrizó al joven ambicioso, quien habría anhelado
que la presenciasen todos los nobles orgullosos que, en la mesa, le contemplaban con
sonrisa de protección en el extremo más humilde, sentado entre sus discípulos. Pensó
que aquella mujer no le despreciaba, no le consideraba colocado en nivel más bajo
que el suyo propio, y, como consecuencia, que era deber suyo mostrarse sensible a su
belleza, ser su amante, en una palabra.
La súbita determinación que acababa de adoptar fue para él motivo de una
distracción agradable. Sus pensamientos tomaron rumbos precisos, desaparecieron de
su imaginación las vacilaciones y se dijo que necesitaba poseer a una de las dos
señoras. Su orgullo hubiese preferido enamorar a la señora Derville, no ciertamente
porque ésta fuese más bella ni más agradable que la señora de Rênal, sino porque le
conoció ya envuelto en cierta aureola de ciencia, y no como joven campesino, en
mangas de camisa, como le vio por primera vez la última. ¡No sospechaba el
ambicioso que precisamente como obrero mal vestido, de pie junto a la verja del
jardín, encendido y tímido, sin atreverse a llamar, era como la señora de Rênal se lo
imaginaba más seductor!
Continuando el examen de su posición, Julián comprendió que debía renunciar a
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la conquista de la señora Derville, a cuya perspicacia no habría escapado
probablemente la predilección que la señora de Rênal le testimoniaba. Obligado a
conformarse con esta última, se preguntó el preceptor:
-¿Qué conozco del carácter de esta mujer? Muy poca cosa: únicamente que antes
de mi viaje era yo quien tomaba su mano, y ella quien retiraba la suya; y que hoy
retiro yo la mía y ella la toma y la oprime. ¡Hermosa ocasión para devolverle todos
los desdenes de que ella me ha hecho objeto! ¿Cuántos amantes habrá tenido...? ¡Dios
lo sabe! Es posible que, si se decide en mi favor, es porque conmigo puede verse a
solas cuando guste.
¡He aquí el fruto desdichado de una civilización excesiva! A los veinte años, el
alma del joven que ha recibido alguna instrucción se encuentra a cien leguas de esa
hermosa confianza que es el más dulce condimento del amor, de esa fe sin la cual
aquel sentimiento resultaría en muchas ocasiones obligación tediosa y desagradable.
-Obligación mía es derribar la virtud de esa mujer- continuó diciendo la vanidad
del joven-, no por satisfacer un amor que no siento, sino porque si algún día hago
fortuna, y alguien me echa en cara lo humilde de mi empleo de preceptor, podré
replicar que fue el amor y no la necesidad lo que me indujo a aceptar el cargo.
Julián retiró la mano que la señora de Rênal le había tomado, y segundos después,
fue la suya a buscar la de aquella. A medianoche, cuando entraron en el castillo,
preguntó la señora de Rênal a media voz:
-¿Nos dejará usted? ¿Nos abandonará?
-Fuerza será que me vaya, señora, porque tengo la desgracia de amar a usted con
toda mi alma- contestó Julián exhalando un suspiro-. Mi amor es una falta... falta que
agrava extraordinariamente mi condición de preceptor... y mis anhelos de hacerme
sacerdote.
¡Cuán diferente noche pasaron nuestros dos personajes! Enloquecían a la señora
de Rênal los transportes más vivos de voluptuosidad moral, sin que los contaminase
poco ni mucho la materia. Una doncella coqueta cuya alma se abre demasiado pronto
al amor, se acostumbra a éste, y cuando llega a la edad de la verdadera pasión, ya no
se encuentra en estado de apreciar el encanto de la novedad. Como la señora de Rênal
no había amado nunca, ni leído novelas, nuevas eran para ella todas las fases, todos
los tonos de su dicha, cuya pureza no empañaban realidades tristes ni amargaba el
espectro del porvenir. Creyó que tan dichosa como era en aquel instante sería diez,
quince años más tarde. En vano se presentó a su imaginación la idea de su virtud, el
pensamiento de la fidelidad jurada a su marido: ambas imágenes las desterró como a
huéspedes importunos. ¿Cómo no, si estaba resuelta a no conceder nunca el favor
más insignificante a Julián, si creía que podría vivir en lo sucesivo como vivía desde
un mes antes?
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XIV
LA TIJERA INGLESA
Una niña de dieciséis años estropeaba
con colorete su soberbio cutis
amasado con rosa y leche.
POLIDORI
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Desde que Julián cometió la torpeza de darle un beso, la señora de Rênal tuvo
constantemente a uno de sus hijos a su lado. El día fue enojoso para Julián, que lo
pasó entero ejecutando con torpeza manifiesta su plan de seducción. Ni una sola vez
miró a la señora de Rênal sin que sus miradas obedecieran a fines deliberados.
Aunque ambicioso, nuestro héroe no era tan necio que dejase ver el ningún efecto que
producía como galán, y menos aún como seductor.
Las torpezas de Julián y sus osadías desconcertaban, aturdían a la señora de
Rênal, que no acertaba a volver de su asombro.
-¡Debe de ser resultado de la timidez del amor en un hombre de talento!- se decía
con alegría inefable-. ¿Será posible que nunca haya amado ni sido amado por mi
rival?
Después de almorzar, la señora de Rênal se dirigió al salón para recibir la visita
del señor Charcot de Maugiron, el subprefecto de Bray. La visita degeneró en tertulia
de confianza. La señora de Rênal tomó su labor, que era un pequeño trabajo de
tapicería. A su lado estaba sentada la señora Derville. Nuestro héroe, que parecía
poner todo su empeño en amontonar torpezas sobre torpezas, creyó que era llegada la
ocasión de adelantar la bota y de colocarla sobre el lindo pie de la señora de la casa,
cuyas medias caladas y hermosos zapatitos de París embarcaban en aquel instante
toda la atención del galante subprefecto.
La señora de Rênal tuvo un miedo horrible. Dejó caer inmediatamente su tijera
inglesa de bordar, el ovillo de lana y las agujas, gracias a lo cual pudo pasar el
imprudente movimiento de Julián por tentativa encaminada a impedir la caída de la
tijera, al verla resbalar sobre la falda de la dama. Felizmente se quebraron las tijeritas
inglesas, y la señora de Rênal pudo decir que lamentaba que Julián no se hubiese
encontrado más cerca de ella, en cuyo caso, su intervención tal vez habría llegado a
tiempo.
-Ha echado usted de ver la caída antes que yo- dijo-, y probablemente habría
conseguido su objeto de no haber sido tan grande la distancia que nos separaba. Por
culpa de ésta, no sólo se ha roto la tijera, sino que también he recibido un pisotón
muy regular.
La explicación engañó al subprefecto, pero no a la señora Derville.
Al cabo de algunos minutos, halló la señora de Rênal ocasión de decir a Julián:
-Sea usted prudente... Se lo mando.
Julián deliberó largo rato consigo mismo para saber si debía o no darse por
ofendido por la frase. «Se lo mando». Fruto de sus deliberaciones fue una tontería
insigne.
-Tendría derecho para decirme se lo mando, si de algo relacionado con la
educación de sus hijos se tratara- pensó-. Pero se trata de nuestro amor, y desde el
momento que ella lo comparte, dicho se está que me considera igual suyo. El amor
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supone igualdad... es el gran nivelador. No hace muchos días, me recitaba la señora
Derville unos versos de Corneille, que son aplicables a este caso:
«...El amor
Crea la igualdad; no la busca.»
Julián, que se obstinó en representar el papel de Don Juan, se pasó el día entero
cometiendo tonterías. Adolecían sus ideas del defecto de fijeza. Tan pronto pensaba
una cosa como la contraria. Un detalle había, empero, sobre el cual no variaban sus
pensamientos: descontento de sí mismo; y sin amor hacia la señora de Rênal, veía
aproximarse la noche con cierto temor, porque, como de ordinario, la tertulia se
celebraría en el jardín, y se encontraría sentado junto a la dama.
Después de comer, se fue a Verrières con objeto de visitar al cura, y no regresó
hasta bien cerrada la noche.
Julián encontró al párroco de Verrières levantando la casa. Al fin había sido
destituido, y su substituto era el vicario Maslon. Ayudó Julián al digno anciano, y
luego escribió a Fouqué para decirle que la vocación irresistible que sentía hacia el
sacerdocio le impidió aceptar sus graciosos ofrecimientos, pero que, en vista del
tremendo ejemplo de injusticia de que acababa de ser testigo, creía que acaso fuese
poco conveniente para su salvación eterna recibir las Sagradas Órdenes.
Su objeto era dejarse abierta la puerta del comercio, por si las tristes realidades de
la vida daban al traste con su soñado heroísmo.
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XV
EL CANTO DEL GALLO
Amour en latín faiçt amor,
Or donc provient d’amour la mort,
Et, par avant, souley qui mord,
Deuil, plours, plieges, forfaitz, remord...
BLASON D’AMOUR
Si Julián hubiese tenido un poquito nada más de la destreza de que tan gratuitamente
se consideraba adornado, de los efectos producidos por su viaje a Verrières se habría
felicitado al día siguiente de realizado aquel. Muchas eran las torpezas que había
cometido, muchas las tonterías en que había incurrido, pero su breve ausencia las
había relegado todas al olvido.
Llegada la noche, apenas sentados en el jardín, ocurriósele una idea ridícula, y lo
peor del caso no fue que se le ocurriera, sino que la llevase a la práctica con
intrepidez sorprendente. Sin esperar a que la obscuridad fuese completa, acercó sus
labios al oído de la señora de Rênal y, sin importarle comprometerla horriblemente,
dijo:
-Esta noche, a las dos, iré a su dormitorio; necesito decirle cosas muy
importantes.
Contestó la señora de Rênal con indignación real y no exagerada al anuncio
impertinente que Julián osaba hacerle. Breve fue su respuesta, pero Julián creyó
sorprender en ella una expresión de desdén perfectamente marcado. Consideróse
menospreciado, y pretextando que tenía que decir algo a los niños, abandonó su
asiento y entró en el castillo, del cual salió momentos más tarde para volver a la
tertulia y sentarse, no en el sitio acostumbrado, sino al lado de la señora Derville y
todo lo lejos posible de la de Rênal. Siguió una conversación grave y ceremoniosa.
Julián habría deseado hallar un medio cualquiera que obligase a la señora de Rênal a
darle una de aquellas muestras inequívocas de ternura que tres días antes le hicieron
creer que era suya, pero no tuvo ingenio para tanto.
Cuando se levantó la tertulia, Julián estaba desconcertado, desesperado. El estado
en que él con sus torpezas había colocado su asunto le irritaba, aunque, a decir
verdad, nada le habría turbado tanto como su triunfo. No pudo conciliar el sueño,
porque lo ahuyentaba su mal humor y su pesimismo, que le hacía creer que la señora
Derville le medía con el desprecio más profundo, y que, probablemente, lo compartía
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también la señora de Rênal. Esto no obstante, por nada del mundo hubiese renunciado
a sus proyectos, que no estaba dispuesto a pasar un día y otro día cerca de la señora
de Rênal, contentándose, como un niño dócil y bien educado, con las dedadas de miel
que aquella tuviera a bien acercar a sus labios.
Cuando su cerebro estaba fatigado, cuando había trazado mil proyectos, que
seguidamente rechazaba como absurdos, cuando más desventurado se creía, sonaron
las dos en el reloj del castillo.
Las dos campanadas le produjeron el mismo efecto que a San Pedro el canto del
gallo. No había vuelto a acordarse de la impertinente proposición hecha a la señora,
pero al sonar las dos, la idea acudió de nuevo a su mente.
-He dicho que iría a su dormitorio a las dos- se dijo levantándose con resolución-.
Seré todo lo inexperto que se quiera, todo lo grosero que pueda ser un rústico, como
con demasiada claridad me ha dada a entender la señora Derville, pero ¡vive Dios!
que no me han de tachar de débil ni de cobarde.
Jamás se había impuesto, Julián una violencia tan penosa. Al abrir la puerta de su
habitación, temblaban tanto sus piernas, tal flaqueza sentía en sus rodillas, que hubo
de apoyarse en la pared para no caer.
Iba descalzo. Dirigióse ante todo a la puerta de la alcoba del señor Rênal. Los
ronquidos que llegaron a sus oídos le produjeron angustias indecibles, porque, pese a
sus alardes de valor, habría deseado hallar un pretexto que le dispensase de
presentarse donde sabía que sería mal recibido. Por otra parte, no había formado plan
preciso ni cálculo alguno, y, de consiguiente, ignoraba qué haría una vez se
encontrase frente a la señora de Rênal. Verdad es que, aun cuando hubiese llevado
proyectos perfectamente trazados difícil le habría sido realizarlos, dada la espantosa
turbación que le poseía.
Al fin, sufriendo todas las agonías del condenado que avanza hacia el lugar del
suplicio, entró en el pasillo que conducía al dormitorio de la señora de Rênal, y con
mano trémula, y haciendo un ruido horrible, abrió la puerta.
En la alcoba había luz... ¡Nueva complicación, nueva desdicha con la que no
contaba!
-¡Desventurado!- exclamó la señora de Rênal, arrojándose violentamente de la
cama.
Julián olvidó sus quimeras y se colocó inconscientemente en el terreno de la
naturalidad. No agradar a una mujer tan hermosa le pareció la mayor de las
desventuras. A las recriminaciones de la señora de Rênal contestó cayendo postrado a
sus plantas y abrazando sus rodillas. Ella le habló con dureza extrema, y él, lejos de
incomodarse, derramó un mar de lágrimas.
Algunas horas después, cuando Julián salía del dormitorio de la señora de Rênal,
habría podido decir, como los héroes de novela, que todas sus aspiraciones, todos sus
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deseos estaban satisfechos. En efecto: era deudor de una victoria, que jamás habría
alcanzado su torpeza, al amor que había inspirado y a la impresión inesperada que
sobre él produjeron encantos femeniles que le embriagaron.
Víctima de su extraño orgullo, aun en los momentos más dulces, pretendió
representar el papel de hombre habituando a subyugar mujeres, e hizo cuanto en su
mano estuvo para desvirtuar lo poco que tenía de algún aprecio. En vez de mostrarse
atento y agradecido al amor que hizo nacer, en vez de esforzarse por acallar los
remordimientos que de aquel eran natural consecuencia, fue la idea del deber la que
ni un instante se apartó de su mente. Se había forjado un modelo imaginario y temía
sufrir remordimientos atroces e incurrir en un ridículo eterno si de aquel se separaba.
En una palabra, la manía de ser un hombre superior, que acosaba a Julián, le impidió
saborear la dicha que se le vino a las manos. Fue como la niña de dieciocho años que,
dotada de deslumbrante hermosura y deudora a la Naturaleza de colores
encantadores, comete para ir al baile, la locura de darse colorete.
Experimentó la señora de Rênal las alarmas más crueles, que vinieron a agudizar
el espanto terrible que en ella produjera la aparición de Julián. Las lágrimas y la
desesperación de éste la conturbaron horriblemente. Cedió, rendida su virtud a la
violencia del amor que la avasallaba, y aun después de rendida, cuando nada podía
negar ya a su amante, rechazaba a éste con indignación real, para arrojarse acto
seguido en sus brazos. Considerándose condenada sin remedio, en su afán por
substraerse a la vista del infierno abierto a sus plantas, prodigaba a Julián las caricias
más vivas. En suma: la dicha de nuestro héroe habría sido completa, nada le habría
faltado, ni siquiera los transportes de pasión de la mujer que acababa de rendir, si
hubiese sabido disfrutarla. Cuando se fue Julián, sin cesar los movimientos de alegría
que agitaban a la infeliz adúltera, aumentaron sus combates interiores y se hicieron
más lacerantes sus remordimientos.
Vuelto Julián a su habitación, quedó sumido en ese estado de estupor y de
inquieta alarma en que cae el alma que acaba de obtener lo que desde largo tiempo
antes venía deseando, del alma habituada a desear y que, ni encuentra ya nada que
desear, ni conserva recuerdos que llenen el vacío que en ella dejaron los deseos.
Semejante al soldado que regresa de una gran parada, Julián dedicó mucho tiempo y
mucha atención a repasar en su memoria todos los detalles de su conducta.
-¿Habré sido remiso en el cumplimiento de lo que me debo a mí mismo?- se
preguntaba-. ¿He representado bien mi papel?
¡Qué papel, santo Dios! ¡el de un hombre acostumbrado a ser astro de primera
magnitud entre las mujeres!
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XVI
AL DIA SIGUIENTE
He turn’d his lip to hers, and with his hand
Call’d back the tangles of her wandering hair.
Por fortuna para la gloria de Julián, la agitación, el estupor de la señora de Rênal eran
demasiado grandes para que llamasen su atención las necedades del hombre que, de
resultas de un momento de extravío, pasó a serlo todo para ella.
Próximo ya el día, suplicaba ella a Julián que se retirase, repitiendo, asustada, que
si su marido había oído algún ruido, estaba perdida sin remedio; pero su amante,
cuyas facultades se mantenían frescas, contestó con esta pregunta de relumbrón:
-¿Sentirías perder la vida?
-¡Muchísimo en este momento!- contestó la pobre enamorada ¡Lo que ni siento ni
sentiré nunca es haberte conocido!
Julián salió del dormitorio de su dama cuando era día claro, porque creyó que su
dignidad exigía que lo hiciese a la luz del sol y alardeando de imprudencia.
La atención continua que en el estudio de sus actos, aun de los más
insignificantes, ponía, llevado de la loca idea de pasar por hombre de experiencia, dio
como fruto una ventaja: a la hora del almuerzo, cuando se encontró en la mesa con la
señora de Rênal, su conducta fue una maravilla de prudencia.
En cambio ella no podía verle sin enrojecer hasta en el blanco de los ojos, ni vivir
un instante sin mirarle. Como es natural, de su turbación se dio cuenta ella misma, y
cuantos esfuerzos hacía para disimularla, la aumentaban. Una sola vez la miró Julián.
Al principio, la señora de Rênal admiró y bendijo su prudencia; mas, viendo que
aquella mirada única no se repetía, comenzó a alarmarse.
-¡No me ama!- se dijo con angustia-. ¡Pobre de mí!... ¡Soy demasiado vieja para
él!... ¡Diez años... le llevo diez años!
Levantados los manteles, la señora de Rênal halló ocasión de estrechar
furtivamente la mano de Julián. Éste, que durante el almuerzo se había entretenido en
detallar los encantos de su dama, inconscientemente contestó con una mirada de
pasión a una prueba de amor tan extraordinaria. Fue la mirada gota de miel que
consoló a la señora de Rênal, aunque sin borrar sus inquietudes, las cuales, ya que no
otra cosa, ahogaban sus remordimientos.
Nada notó el marido durante el almuerzo, pero sí la señora Derville, cuya alma
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atrevida e incisiva no cesó en todo el día de abrumarla con indirectas demasiado
transparentes, encaminadas a pintar, recargando los colores, el peligro que corría.
Ardía la señora de Rênal en deseos de encontrarse a solas con Julián, a quien
ansiaba preguntar si la amaba todavía. Las oficiosidades de su prima la molestaron en
tales términos que mil veces estuvo tentada, no obstante la dulzura de su carácter, de
hacerle comprender que la encontraba horriblemente importuna.
Aquella noche, en el jardín, la señora Derville, desplegando una destreza que hizo
honor a su ingenio, se sentó entre Julián y la señora de Rênal, y ésta, que venía
suspirando por el delicioso placer de estrechar la mano de Julián y de llevarla a sus
labios, ni siquiera pudo dirigirle la palabra.
El contratiempo aumentó considerablemente su agitación. La noche anterior, al
recibir la inesperada visita de Julián, había censurado con tanta dureza la imprudencia
de éste, que temía que no se atreviese a repetirla. Los remordimientos la atenaceaban.
Mucho antes de la hora de costumbre, puso fin a la tertulia nocturna y se retiró a sus
habitaciones, pero, sin fuerzas para dominar su impaciencia, salió con paso cauteloso
y llegó hasta la puerta de la habitación de Julián. No se atrevió a entrar, sin embargo,
aunque a ello la impulsaban sus incertidumbres y su pasión, porque le pareció que ir a
ella a buscar a su amante en su dormitorio era la mayor de las bajezas.
La prudencia se impuso al fin, pues parte de la servidumbre no se había acostado
todavía, obligándola a volver a su dormitorio. Pasaron dos horas, dos horas que para
ella fueron dos siglos de cruel ansiedad, de terribles tormentos.
¿Repetiría Julián la visita de la noche anterior? Sí: era muy fiel nuestro héroe a lo
que él llamaba su deber, para no ejecutar al pie de la letra el programa que se había
impuesto. Sonaba la una de la madrugada cuando salió sigilosamente de su cuarto, se
aseguró de que el señor de la casa, dormía profundamente, y se presentó en el
dormitorio de la señora de Rênal. Más feliz fue aquella noche que la anterior, porque
pensó menos en el papel que debía representar. Tuvo ojos para ver y oídos para oír.
Por otra parte, contribuyó eficazmente a darle alguna seguridad la frase siguiente que
su amiga le dirigió, con actitud de profunda melancolía y voz triste:
-¡Tengo diez años más que tú!... ¡Pobre de mí!... ¿Es posible que me ames?
Encantos sobrados atesoraba la señora de Rênal para ser amada, pese a la
diferencia de edades: Julián encontró completamente infundados sus temores, pero
observó que eran reales, y esto solo bastó para que dejase de tener miedo de ser
ridículo.
También desapareció la necia idea que le acosaba de ser considerado como
amante subalterno. Aquella noche estuvo casi como debía estar, sin afectar la actitud
de la víspera, actitud tomada de prestado, por decirlo así, que alcanzó una victoria,
pero no un placer. Sus transportes tranquilizaron a su bella amiga, que pudo saborear
buenas dosis de dicha y aprender a juzgar a su amante. Si ella hubiese advertido que
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Julián ponía todo su empeño en representar un papel, en vez de abandonarse a los
impulsos del corazón, el descubrimiento le habría arrebatado la dicha para siempre,
porque en ello no hubiera visto otra cosa que la triste consecuencia de la
desproporción de edades.
Al cabo de breves días, Julián, abandonado al ardor propio de la edad, estaba
perdidamente enamorado de su amiga. Comprendía que ésta atesoraba un alma de
ángel y un cuerpo bello como pocos. Ya casi había perdido hasta la idea de que, al
acudir solícito a las entrevistas nocturnas, cumplía un deber, ya no se acordaba de que
representaba un papel. En un momento de abandono, llegó a confesar a la señora de
Rênal las inquietudes que en los comienzos de sus relaciones le torturaban, confianza
que centuplicó la violencia de la pasión que inspiraba.
-¡Luego no he tenido rival afortunada!- se repetía la señora de Rênal, con
trasporte.
Atrevióse a preguntar de quién era el retrato que tanto interés merecía a Julián, y
éste le juró que de un hombre.
En momentos de reflexión, cuando la señora de Rênal se encontraba en estado de
meditar, maravillándose de que el mundo pudiese proporcionar una dicha como la
que ella experimentaba, una dicha que nunca había soñado.
-¡Ah!- se decía-. ¡Si hubiera conocido a Julián hace diez años, cuando aun podía
pasar por hermosa!
Muy distintos eran los pensamientos de Julián. Su amor, más que amor, era
ambición, era la alegría de ser dueño, él, ser desgraciado, pobre y menospreciado de
una mujer tan hermosa y tan distinguida. Sus actos de adoración, sus transportes
producidos por los encantos de su amiga, concluyeron por tranquilizar a ésta, por
hacerla olvidar casi la diferencia de edades. Verdad es que , si ella hubiese sido
menos candorosa, si hubiera poseído parte de la experiencia de la vida que en los
países civilizados han adquirido todas las mujeres mucho antes de llegar a los treinta
años, la habría asustado la duración de un amor que parecía alimentarse de la sorpresa
y de la satisfacción del amor propio.
En los momentos en que Julián olvidaba su ambición, admiraba con transportes
casi pueriles hasta los sombreros, hasta los vestidos de la señora de Rênal. ¡Cuántas
veces abría de par en par el armario de triple luna, y permanecía horas enteras
extasiado ante las galas allí reunidas! La señora de Rênal le acompañaba, apoyada
sobre sus hombros y él contemplaba las joyas, las sedas y las gasas que suelen llenar
la canastilla de boda la víspera de un matrimonio.
-¡Y yo hubiese podido casarme con este hombre!- pensaba con frecuencia la
señora de Rênal ¡Qué alma de fuego!... ¡Mi vida, a su lado, habría sido un cielo
anticipado!
Julián, para quien eran nuevos aquellos terribles instrumentos de la demoledora
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artillería femenina, se decía que era imposible que en París hubiese nada más
hermoso, y entonces disfrutaba de una dicha completa. La sincera admiración y los
transportes de su dama borraban de su memoria las vanas teorías que fueron causa
determinante de su actitud meditada y ridícula de los primeros días de relaciones.
Momentos había en que, no obstante sus hábitos de hipocresía, hallaba una dulzura
extrema en la confesión de su ignorancia con respecto a muchas cosas, pero aun era
mayor la alegría de la señora de Rênal cuando podía instruir a su juvenil amante,
cuando tenía ocasión de explicar algo a aquel genio, a aquel hombre de talento, que
comenzaba a conquistarse la admiración universal. Hasta el subprefecto y el director
del Asilo de Mendicidad aseguraban que sería la gloria de Verrières, alabanzas que
les valieron que Julián les diputase por menos idiotas que antes. La que distaba
mucho de compartir tan honrosos sentimientos era la señora Derville. Desesperada
ante lo que, si no había visto, creía adivinar, y viendo que sus prudentes consejos eran
pésimamente recibidos por la desventurada, que, a no dudar, había perdido la cabeza,
abandonó bruscamente a Vergy, sin dar explicaciones, que su prima tuvo buen
cuidado de no pedirle. La señora de Rênal derramó algunas lágrimas sobre su
ausencia, mas en breve comprendió que su dicha era mayor que antes, puesto que,
desde que se fue su prima, podía pasarse el día entero a solas con su Julián.
Este, por su parte, cultivaba con asiduidad creciente la dulce sociedad de su dama,
con doble motivo si se tiene en cuenta que, cuantas veces se pasaba algunas horas
solo, brotaba en su recuerdo la fatal proposición de su amigo Fouqué. Hubo
momentos, luego que entró de lleno en la nueva existencia, en que él, que jamás
había amado, que jamás había sido amado, encontraba una sensación deliciosa en la
sinceridad, tanto, que había resuelto ya confesar a la señora de Rênal la ambición, que
fuera hasta entonces la esencia, el sueño único de su vida. También le hubiese
consultado a propósito de la tentación extraña que le producía la proposición de
Fouqué, si un pequeño incidente no hubiese abozalado su franqueza.
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XVII
EL TENIENTE ALCALDE
O, how this pring of love ressembleth
The unvertain glory of anApril day;
Which now shows all the beauty of the see
And by and by a cloud takes all away!
Una tarde, a la hora deliciosa en que el astro del día trasponía las montañas, Julián,
sentado junto a su amiga en lo más espeso del jardín, lejos de los importunos, soñaba
profundamente. Embargaba todas las potencias de su alma el pensamiento en las
dificultades por que atraviesa el hombre cuando ha de decidirse por una profesión, y a
la par que se preguntaba si la existencia de dulzura que estaba saboreando duraría
siempre, deploraba la llegada fatal del suceso que pone fin a la infancia y amarga los
años primeros de los jóvenes que no poseen una fortuna.
-¡Ah!- exclamó-. ¡Napoleón fue el hombre enviado por Dios para hacer feliz a la
juventud francesa! ¿Quién le reemplazará? ¿Qué harán sin él los desgraciados, aun
aquellos que, más ricos que yo, tienen medios de fortuna para proporcionarse una
buena educación, pero no lo bastante para comprar a un hombre de influencia y
prosperar en el mundo? Es inútil darle vueltas- añadió lanzando un suspiro-; este
pensamiento fatal basta para que no podamos ser felices los que en mi caso nos
hallamos.
Julián observó que la señora de Rênal fruncía su lindo entrecejo y adoptaba una
actitud de frialdad y de desdén. Le parecía que la manera de pensar de Julián era
propia de un criado y no de un hombre superior. Sabedora de que ella era rica, daba
por descontado que también lo era Julián. Amábale más que a su vida, y en cambio
tenía muy poco apego al dinero.
Ni remotamente adivinó Julián las ideas de su amiga. El fruncimiento de cejas le
trajo a la realidad y tuvo bastante talento para dar un nuevo giro a sus palabras y
hacer entender a la noble dama, sentada a su lado, que eran las que oyó decir a su
amigo Fouqué, y que las acababa de repetir para que ella se diera cuenta de cómo
raciocinan los impíos.
-Lo mejor es que no te relaciones con esas gentes- contestó la señora de Rênal,
conservando aún parte de la frialdad, que había sucedido a una expresión de viva
ternura.
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El fruncimiento de aquellas hermosas cejas, o, mejor dicho, el remordimiento
consiguiente a su imprudencia, fue la lección primera que recibieron las ilusiones que
arrastraban a Julián.
-Es buena- se dijo-; buena y dulce. Me quiere de veras, pero ha sido educada en el
campo enemigo. Sin duda tiene miedo a esa clase de hombres de corazón que,
después de haber recibido una educación regular, carecen de fortuna, para seguir una
carrera... ¿Dónde irían a parar esos nobles si pudiéramos combatirles con armas
iguales? Si yo, por ejemplo, fuese alcalde de Verrières, y tuviera las buenas
intenciones y fuera honrado, como en el fondo lo es el señor Rênal, poco tiempo
padeceríamos en la ciudad al vicario, ni al señor Valenod, ni a tantos otros tunantes...
No sería su talento lo que me haría vacilar... ¡Talento, ¡Valientes brutos...!
Aquel día la dicha de Julián estuvo a punto de ser duradera. Lo único que faltó a
nuestro héroe fue atreverse a ser sincero. Precisaba tener valor para dar la batalla,
pero inmediatamente. Si las frases de Julián dejaron estupefacta a la señora de Rênal,
fue porque los hombres de su clase repetían que el regreso de Robespierre estaba
dentro de lo posible a causa de los jóvenes de las clases bajas, que cuidaban
demasiado de su educación. La expresión de frialdad de la señora de Rênal fue
bastante duradera y pareció muy marcada a Julián, en quien el temor de haber dicho
una cosa desagradable sucedió a su repugnancia hacia el mal gusto de las frases.
Ya no se atrevió Julián a soñar con abandono y en voz alta. Más tranquilo y
menos enamorado de día en día, creyó que era punible imprudencia ir a visitar a su
amiga en su dormitorio. Preferible era que fuese ella quien acudiese al suyo, pues si
un criado cualquiera la encontraba andando por la casa, le sobrarían pretextos con
que justificar sus pasos.
No dejaba de tener sus inconvenientes esta modificación. Julián había recibido de
su amigo Fouqué libros que un estudiante de teología no se habría atrevido a pedir
nunca a un librero. Únicamente durante la noche se permitía leerlos, y no le hubiese
agradado ver interrumpida su lectura por una visita cualquiera.
Si entendía los libros de una manera nueva para él, debíalo a la señora de Rênal, a
la cual había hecho preguntas sobre preguntas acerca de muchas cosas, cuya
ignorancia es obstáculo que no franquea la inteligencia de un joven educado fuera de
la alta sociedad, por mucho genio y talento naturales que se le supongan.
La educación del amor, dada por una mujer que era la personificación de la
ignorancia, fue para nuestro héroe una dicha. Julián llegó directamente a ver la
sociedad tal como es hoy. No fatigó su talento la historia de lo que fuera en otros
tiempos, dos mil años antes, o bien sesenta años atrás, en tiempos de Voltaire y de
Luis XV. Cayó la venda de sus ojos con alegría verdaderamente inefable, y
comprendió lo que en Verrières pasaba.
Parece que se habían puesto en planta intrigas muy complicadas, urdidas dos años
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antes en torno del prefecto de Besançon. Las apoyaban cartas llegadas de París,
firmadas por ilustres personajes. Se trataba de nombrar teniente de alcalde de
Verrières al señor Moirod, que era el caballero más devoto de la región, pero tenía un
contrincante de fuerza, a quien era preciso inutilizar. El contrincante era un fabricante
muy rico.
Julián comprendió, al fin, las indirectas y palabras sueltas que en distintas
ocasiones había sorprendido, cuando las personas de la alta sociedad comían en la
casa de los señores Rênal. Objeto de las preocupaciones de aquellas personalidades
privilegiadas era el nombramiento del teniente alcalde, sin que ni remotamente lo
sospechasen los habitantes de la ciudad, y menos los afiliados al partido liberal. La
cuestión, que en sí no tenía importancia, la tenía, y muy grande, porque la acera
oriental de la calle Mayor de Verrières debía retroceder más de nueve pies para
convertirla en calle Real.
Ahora bien: si el señor Moirod, dueño de tres de las casas que debían retroceder,
era nombrado teniente alcalde, y como consecuencia, alcalde, en el caso más que
probable en que el señor Rênal fuese elegido diputado, cerraría los ojos, y todo el
mundo podría llevar a cabo, en las casas que se oponían al ensanchamiento de la
calle, ciertas reparaciones que las pusieran en condiciones de durar cien años. Gozaba
el señor Moirod fama de piadoso, y todo el mundo le reconocía una honradez
intachable, pero como tenía muchos hijos, había la esperanza de que sería manejable.
De las casas llamadas a retroceder, nueve pertenecían a las personas más distinguidas
de Verrières.
A los ojos de Julián, esta intriga tenía muchísima más importancia que la batalla
de Fontenoy, hecho de armas del que jamás oyó hablar, y que vio relatado por
primera vez en las páginas de uno de los libros que Fouqué le había enviado. Muchas
eran las cosas que intrigaban a Julián desde cinco años antes, es decir, desde que
comenzó a frecuentar la casa del cura; pero como la discreción y la humildad de
espíritu deben ser las cualidades más salientes de un estudiante de teología, jamás se
atrevió a hacer preguntas.
Un día la señora de Rênal daba una orden al criado de su marido que distinguía
con su animadversión a Julián.
-Hoy es viernes, último de mes, señora- replicó el criado con expresión singular.
-Está bien; vaya usted- dijo la señora.
-Supongo- observó Julián, luego que se fue el criado- que va a lo que
antiguamente fue iglesia, luego depósito de heno, y recientemente volvió a ser
dedicado al culto divino. ¿Pero qué va a hacer allí? Es un misterio que nunca he
podido penetrar.
-Ha sido establecida allí una especie de cofradía, altamente saludable, pero muy
singular- contestó la señora de Rênal-. No son admitidas las mujeres, y lo único que
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sé es que todo el mundo se tutea. Este criado, por ejemplo, encontrará allí al señor
Valenod, y el señor Valenod, con ser tan orgulloso y tan necio, no se molestará
cuando le tutee nuestro criado Saint-Jean, a quien contestará como si fuera su igual.
Si tienes interés por saber lo que hacen, preguntaré detalles al señor Maugiron y a
Valenod. Pagamos veinte francos por criado, a fin de que éstos no nos degüellen el
día menos pensado.
Volaba el tiempo. El recuerdo de los encantos de su dama apaciguaba los accesos
de negra ambición que torturaban a Julián. Como militaban en bandos opuestos, la
necesidad de no hablar de cosas tristes, que podían ser desagradables, aumentaba la
dicha de Julián y el imperio que insensiblemente adquiría la señora de Rênal sobre él.
Cuando la presencia de los niños, demasiado inteligentes, obligaba a los amantes
a emplear el lenguaje de la fría razón, Julián escuchaba con docilidad perfecta las
explicaciones de su amiga, y la contemplaba con ojos chispeantes de pasión. A veces,
en medio de una conversación seria y tranquila, se extraviaba el espíritu de la señora
de Rênal: Julián se veía en la precisión de regañarle, y entonces se permitía ella los
mismos gestos íntimos con su amante que con sus hijos. Y es que en algunas
ocasiones se hacía la infeliz la ilusión de que amaba a Julián como si fuese su hijo.
¿No le hacía él con frecuencia preguntas ingenuas sobre mil cosas sencillísimas, que
no ignoraba ningún muchacho de quince años? Segundos después de considerarle
como un hijo, veía en él a su maestro. Su genio llegaba a asustarla, pues de día en día
veía dibujado con líneas más enérgicas al gran hombre del porvenir en la persona del
humilde jovenzuelo. Imaginábaselo cardenal, primer ministro, como Richelieu...
Papa.
-¿Viviré bastante para verte encumbrado en el pináculo de la gloria?- preguntaba
a Julián con frecuencia-. El mundo ansía, suspira por la aparición de un gran hombre:
lo necesitan la monarquía y la religión.
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XVIII
UN REY EN VERRIÈRES
¿Es que no servís más que para
arrojar allá algo semejante a un
cadáver de pueblo, sin alma y
sin sangre en las venas?
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-Procuraré conducirme con dignidad- contestó al alcalde.
Apenas si quedaba tiempo bastante para hacer las reparaciones que exigían
imperiosamente los uniformes, que siete años antes habían servido, con motivo del
paso por Verrières de un príncipe de la sangre.
A las siete del mismo día llegó de Vergy la señora Rênal, con Julián y con sus
hijos. Encontró su casa llena de damas del partido liberal, que predicaban la unión de
los partidos y venían a suplicar a la alcaldesa que influyese cerca de su marido para
que éste concediera a los suyos un puesto en la guardia de honor. Hubo, una que
aseguró que su marido se declararía en quiebra si no conseguía su aspiración. La
señora de Rênal despidió pronto a todo el mundo. Parece que estaba muy ocupada.
A Julián, no sólo le sorprendió, sino que también le molestó el hecho de que la
alcaldesa guardase con él una reserva impenetrable con respecto al asunto que tanto
la preocupaba, al parecer.
-No me sorprende- dijo Julián con amargura-. Tenía previsto que su amor había
de eclipsarse ante la dicha de recibir a un rey en su casa. Honras de ese linaje
deslumbran. Volverá a amarme cuando dejen de turbar su cerebro las ideas propias de
su casta.
¡Cosa extraña! Al creer que era amado menos, amó él más.
Los tapiceros comenzaron a invadir la casa. En vano acechó Julián largo tiempo
la ocasión de decir cuatro palabras a su amante: la oportunidad ansiada no se
presentó. Al fin, la vio que salía de su habitación, es decir, de la de Julián, y que se
llevaba uno de sus trajes. Estaban solos, intentó hablarle, y la señora de Rênal, no
sólo no contestó, sino que huyó sin querer escucharle.
-Se necesita ser tan idiota como soy para amar a esa mujer- se dijo nuestro héroe-.
La ambición la enloquece en tanto grado como a su marido.
Se engañaba Julián: la señora de Rênal estaba mucho más loca que su marido.
Uno de sus anhelos más fervientes, anhelo que no había confesado nunca a Julián por
miedo a la opinión que su capricho pudiera producirle, era verle dejar, aunque no
fuese más que un día, su triste indumentaria negra. Poniendo en juego una destreza
admirable, bien que muy natural en una mujer, recabó primero del señor Moirod y
luego del subprefecto señor de Maugiron, que Julián fuese nombrado guardia de
honor, prefiriéndole a cinco o seis jóvenes, hijos de fabricantes muy acomodados, dos
de los cuales, por lo menos, eran de piedad ejemplar. El señor Valenod, que había
resuelto prestar su carruaje a las mujeres más hermosas de la ciudad, y hacer que todo
el mundo admirase su tronco de normandos, no tuvo reparo en facilitar uno de sus
caballos a Julián, al ser que más vivamente aborrecía. Todos los guardias de honor
tenían, de su propiedad particular o prestados, hermosos uniformes azul celeste,
adornados con profusión de galones de plata, que habían excitado la admiración
universal siete años antes; pero la señora de Rênal quería proporcionar a Julián un
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uniforme flamante y no disponía más que de cuatro días para pedir y hacer llegar de
Besançon el uniforme, armas, sombrero, etc. Aumentaba lo hermoso de la intriga el
hecho de que no quisiera que confeccionasen el uniforme en Verrières, en primer
lugar, porque lo consideraba imprudente, y en segundo, porque su deseo era
sorprender a Julián y a la ciudad.
Ultimados los detalles relacionados con los guardias de honor, hubo de ocuparse
el alcalde en preparar una gran ceremonia religiosa. No quería el rey de... pasar por
Verrières sin adorar la famosa reliquia de San Clemente, que se venera en Bray-le-
Haut, a una legua escasa de la ciudad. Se deseaba reunir una representación numerosa
de clero, detalle de difícil arreglo y expuesto a conflictos, porque el nuevo cura se
obstinaba en evitar a toda costa la asistencia del anterior. En vano le representó el
señor de Rênal que la preterición de su antecesor sería una imprudencia gravísima;
que el señor marqués de la Mole, cuyos antepasados habían gobernado por espacio de
largo tiempo la provincia, era quien debía acompañar al rey de... y que, como hacía
treinta años que conocía y apreciaba al señor Chélan, preguntaría por él no bien
llegase a Verrières, y si tenía noticia de que había sido depuesto de su cargo, hombre
era muy capaz de ir a buscarle a la casita donde se había retirado, haciéndose
acompañar por todo el cortejo real, lo que sería un bofetón para los que le depusieron.
-Quedo deshonrado aquí y en Besançon si entre mis sacerdotes figura ese
hombre- repetía el Párroco-. ¡Un jansenista, Dios mío!
-Diga usted lo que quiera, mi querido cura- replicaba el señor Rênal-; yo le
aseguro que no he de exponer a la ciudad de Verrières al peligro de recibir un bofetón
del señor de la Mole. Usted no le conoce, amigo mío. En la corte es modelo de finura;
pero en provincias se ha distinguido siempre como satírico insoportable, burlón y
amigo de poner en ridículo a las gentes. A trueque de pasar un rato distraído, es muy
capaz de cubrirnos de ridículo a los ojos de los liberales.
Hasta la noche del sábado al domingo, es decir, después de tres días de
conferencias y de representaciones, no se doblegó el orgullo del párroco Maslon,
quien, al fin, llegó a temer que el miedo del alcalde se trocase, ante el peligro, en
valor ciego. Fue preciso escribir una carta melosa al ex párroco Chélan, suplicándole
que tuviera a bien asistir a la ceremonia de la adoración de la reliquia de Bray-le-
Haut, siempre que sus muchos años y los achaques propios de su edad se lo
permitiesen. El señor Chélan pidió y obtuvo una carta de invitación para Julián, quien
debía ejercer a su lado las funciones de subdiácono.
En las primeras horas del domingo, millares de campesinos, llegados de las
montañas próximas, inundaron las calles de Verrières. El día era espléndido. A eso de
las tres de la tarde cundió la agitación entre la muchedumbre. Apareció una hoguera
inmensa sobre un peñasco distante dos leguas de Verrières, que era la señal de que el
rey acababa de entrar en el término de la provincia. Las campanas echadas al vuelo y
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las descargas repetidas de un cañón viejo, que era propiedad del municipio, pusieron
de manifiesto el júbilo que la llegada de un monarca producía a la ciudad. Más de la
mitad de la población subió a los tejados y las damas se acomodaron en los balcones.
La guardia de honor se puso en movimiento. Los brillantes uniformes atraían la
admiración de los espectadores, que reconocían entre los que formaban la guardia
amigos y parientes. No faltaban burlones que se reían del miedo del señor Moirod,
quien, dando pruebas de extremada prudencia, en todo momento tenía dispuesta la
mano para asirse a la perilla de la montura. Pero hubo una novedad que fue causa de
que se olvidase todo: el primer guardia de la fila novena era un muchacho guapo,
muy delgado, a quien nadie conoció en los primeros momentos. Muy en breve, los
gritos de indignación de los unos y el silencio producido por la estupefacción en, los
otros, fueron señales evidentes de que la sensación era general. Acababan de
reconocer en el joven que oprimía los lomos de uno de los caballos normandos del
señor Valenod al hijo del aserrador Sorel. Su vista alzó un grito general de
indignación contra el alcalde, sobre todo, a los liberales. Los comentarios no podían
ser más sabrosos.
-¿Cómo se entiende?- exclamaba un fabricante-. ¡Han tenido la audacia de
nombrar guardia de honor a ese rústico disfrazado de cura, porque es preceptor de los
cachorros del alcalde!
-Si conocieran la vergüenza esos señores- observaba un banquero-, se alejarían de
ese insolente nacido en el barro y criado en el barro.
-Es un pillastre a quien han ceñido sable- respondía un vecino-, sin tener en
cuenta que tiene en su alma bastante cantidad de deslealtad para cortar la cabeza a los
mismos que se lo ciñeron.
Más peligrosos eran los comentarios de las clases nobles. Las señoras se
preguntaban con acento irónico si el autor de aquella inconveniencia intolerable había
sido en realidad el alcalde. En una palabra: todo el mundo le media con el desprecio
más soberano, a causa de lo bajo de su nacimiento.
Mientras daba motivo a frases tan poco honrosas, Julián se consideraba el más
dichoso de los hombres. Atrevido por temperamento, montaba con más gallardía que
ninguno de los jóvenes de la ciudad. Las mujeres hablaban de él; claramente lo
decían sus ojos.
Como sus galones eran nuevos, brillaban más que los de ningún otro guardia. Su
caballo se encabritaba con frecuencia, circunstancia que enorgullecía al jinete.
Su júbilo, que era muy grande, llegó al último límite citando, al pasar junto a las
viejas murallas, el estampido del cañón, asustó a su caballo y le sacó de la fila. A la
casualidad, y no a sus dotes como jinete, debió el no medir la calle con su cuerpo,
pero en su orgullo se creyó un héroe. Ya no era Julián, sino un ayudante de campo de
Napoleón, un general que, al frente de sus tropas, asaltaba una posición enemiga.
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Había una persona que disfrutaba más que Julián. Habíale contemplado primero
desde uno de los balcones del Ayuntamiento: no bien pasó Julián, esa persona bajó a
la calle, tomó un coche, y dando un gran rodeo a todo el galope de los caballos, llegó
junto a la muralla cuando el de nuestro héroe salía saltando fuera de la fila.
Momentos después salía el coche por otra puerta de la ciudad y entraba en el camino
por donde debía pasar el rey, para seguir a retaguardia de la escolta de honor,
envuelto en la noble nube de polvo que levantaban los caballos.
-¡Viva el rey!- gritaron diez mil campesinos a coro, haciendo eco al discurso de
salutación que el alcalde dirigió a Su Majestad.
Una hora más tarde, al entrar el rey en la ciudad, oídos todos los discursos, el
cañón comenzó a hacer fuego rápido. Sobrevino un accidente lamentable, del que
fueron víctimas, no los artilleros, que habían dado brillantes pruebas de competencia
en el oficio de Leipzig y en Montmirail, sino el futuro teniente alcalde señor Moirod.
Su caballo tuvo el capricho de dejarle sentado en el primer lodazal que encontró en el
camino, produciendo el escándalo consiguiente, pues hubo necesidad de retirarle de
allí para que pudiera pasar la carroza del rey.
Descendió el rey frente a la hermosa iglesia nueva, que aquel día estaba colgada
con tapices de seda color carmesí. Según el programa, el rey debía comer y continuar
luego el viaje hacia el santuario donde se veneraba la célebre reliquia de San
Clemente. No bien entró el rey en la iglesia, Julián se dirigió, a galope tendido, al
domicilio del señor Rênal, donde dejó, con harto pesar de su alma, su hermoso
uniforme color azul celeste, para vestir su fúnebre traje negro. Montó de nuevo a
caballo y momentos después llegaba a Bray-le-Haut, que ocupa la cima de una colina
hermosísima.
-El entusiasmo multiplica hasta el infinito a los campesinos- pensó Julián-. Salgo
de la ciudad, por cuyas calles no puede uno removerse, y encuentro aquí más de diez
mil, apelmazados junto a esta antigua abadía.
Medio destruida aquella por el vandalismo revolucionario, había sido reedificada
a raíz de la Restauración y comenzaba a hacerse famosa por los milagros.
Julián se presentó al cura Chélan, quien le regañó con severidad, y le dio una
sotana y una sobrepelliz. Vistióse nuestro joven con rapidez, y siguió al anciano
sacerdote, que debía acompañar al obispo de Agde. Era el prelado sobrino del señor
de la Mole, elevado a su dignidad episcopal recientemente y encargado de presentar
la reliquia al rey, pero no se le encontraba por ninguna parte.
El clero, que esperaba al obispo en el sombrío claustro gótico de la antigua
abadía, se impacientaba. Se habían reunido ochenta curas con objeto de representar al
antiguo capítulo de Bray-le-Haut, formado hasta el año de 1789 por ochenta
canónigos. El clero, después de pasarse tres cuartos de hora deplorando la juventud
del obispo, creyó conveniente que el decano se presentase a aquel para significarle
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que era la hora de ir al coro, porque el rey estaba para llegar. En atención a sus
muchos años, había sido nombrado decano el señor Chélan. Este indicó a Julián que
le siguiese. Nuestro héroe no estaba mal vestido de sotana y sobrepelliz: gracias a no
sabemos que recurso, consiguió alisar perfectamente sus abundantes y rizados
cabellos, pero sufrió un olvido lamentable que excitó la más terrible de las cóleras del
señor Chélan: por debajo de la sotana asomaban las grandes espuelas de guardia de
honor.
Llegados a la puerta de las habitaciones del obispo, una turba de lacayos cerró el
paso a nuestros amigos, diciéndoles con desdén marcado que Su Excelencia no estaba
visible. Hizo observar el señor Chélan que su condición de decano le daba derecho a
llegar hasta el prelado en todo momento, pero sus observaciones no merecieron más
que burlas y risotadas.
La insolencia de los lacayos despertó la ira de Julián, quien, con ademanes de
inconmensurable orgullo, comenzó a recorrer las dependencias de la antigua abadía,
abriendo y cerrando con estrépito cuantas puertas encontraba al paso. Franqueada una
pequeñita, se encontró de pronto en medio de los familiares del alto dignatario de la
Iglesia, quienes, engañados por la prisa y decisión que mostraba, supusieron que
había sido llamado por el señor obispo y le dejaron pasar sin inconveniente. Dio
Julián algunos pasos y llegó a una cámara gótica, sombría, de proporciones colosales.
Llamaban la atención los artesonados de encina negra y el hecho de que todas las
ventanas estuviesen amuradas con ladrillo, excepto una sola. Ningún adorno
disimulaba la desnudez de los robustos muros, que contrastaban poderosamente con
la magnificencia del artesonado. Los dos grandes lados de la cámara, que gozaba de
gran celebridad entre los anticuarios y había sido construida por Carlos el Temerario,
acaso para expiar algún pecado grave cometido, ofrecían a la admiración de los
inteligentes una sillería en madera, enriquecida con preciosas esculturas y primorosos
trabajos de talla. En ella estaban representados todos los misterios del Apocalipsis.
Aquella magnificencia melancólica degradada por la vista de los ladrillos y de la
cal conmovió a Julián.
Su mente comenzó a maldecir del vandalismo de los hombres, mas pronto hubo
de suspender sus operaciones mentales como había suspendido segundos antes las de
sus pies En el extremo opuesto de la cámara, junto a la única ventana que dejaba
pasar la luz del día, habían colocado un mueble de caoba provisto de un gran espejo.
Un joven, ataviado con vestiduras color violeta y con sobrepelliz de rico encaje, se
hallaba de pie frente al espejo. Observó Julián que el joven parecía irritado: con la
mano derecha no cesaba de dar bendiciones, extremando la gravedad en sus
ademanes y sin separar sus miradas del espejo.
-¿Qué diablos está haciendo ese hombre?- se preguntó Julián ¿Es alguna
ceremonia preparatoria?... ¿Quién será ese cura? Probablemente el secretario del
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obispo, en cuyo caso, doy por cierto y averiguado que su insolencia corresponderá a
la de los lacayos... ¡No importa!... Probaremos.
Avanzó con paso lento, fija la mirada en la única ventana y mirando al joven, que
continuaba dando bendiciones sin interrumpirse un segundo.
A medida que se aproximaba al de las vestiduras violeta, convencíase más y más
de que estaba de mal humor. La riqueza del roquete guarnecido con ricos encajes
detuvo in-voluntariamente a Julián a pocos pasos del espejo.
El que elevaba el número de las bendiciones hasta el infinito vio reflejada la
imagen de Julián en la luna. De su rostro desapareció como por encanto la expresión
de mal humor; volvióse con calma hacia Julián, le preguntó con afabilidad:
-¿Está todo preparado?
Julián quedó estupefacto. Al volverse el joven, el pectoral que pendía de su cuello
llamó la atención de aquel.
-¡El obispo de Adge!...- pensó Julián-. ¡Tan joven!... ¡A lo sumo, seis o siete años
más que yo!...
Acordóse con vergüenza de las espuelas que calzaba.
-Señor- contestó tímidamente-, me envía el decano del Capítulo, señor Chélan.
-¡Ah! ¡Me le han recomendado con mucha eficacia!- repuso el prelado, con finura
que dejó encantado a Julián-. Ruego a usted que me dispense, si atolondradamente le
tome por la persona encargada de traerme la mitra. La embalaron en París
horriblemente mal. Y las consecuencias han sido funestas: el brocado de plata de la
parte alta se ha echado a perder. Por si esto no era bastante- añadió el prelado con
tristeza-, me tienen esperando.
-Si Su Excelencia me lo permite, iré a buscar la mitra- dijo Julián.
-Vaya usted, sí- contestó el obispo con encantadora finura-. La necesito
inmediatamente... Harto he hecho esperar ya a esos señores.
Recorrida la mitad de la cámara, Julián se volvió hacia el obispo y vio que había
reanudado la tarea de dar bendiciones. En la salita donde estaban los familiares vio la
mitra del prelado y la tomó, sin que aquellos señores se atrevieran a ponerle
objeciones.
Sentíase orgulloso. Recorrió la cámara con paso lento y ademán solemne. El
obispo estaba sentado; pero, de vez en cuando, su diestra, aunque fatigada,
continuaba dando bendiciones. Julián ayudó al prelado a ponerse la mitra.
-Puede pasar... ¿verdad?- preguntó a Julián con expresión de contento-. ¿Tiene
usted la bondad de alejarse un poco?
El obispo entonces se dirigió con paso rápido hacia el centro de la cámara, dio allí
media vuelta y echó a andar hacia el espejo con paso lento y dando bendiciones.
El asombro tenía inmóvil a Julián: sentía tentaciones de comprender, y no se
atrevía. El obispo hizo alto, y mirando a nuestro héroe sin gravedad, le preguntó:
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-¿Qué le parece a usted mi mitra, señor?
-Que está bien, Excelentísimo señor.
-¿No le parece que tal vez la llevo demasiado inclinada hacia atrás? Por supuesto,
que produciría pésimo efecto bajarla demasiado sobre los ojos, como si fuese el casco
de un coracero.
-La encuentro muy bien colocada, señor.
-El rey de... está habituado a tratar con un clero venerable, y muy grave
seguramente. No quisiera que formase acerca de mí opinión de que soy ligero,
fundándose más que en ninguna otra cosa en mis pocos años.
El obispo comenzó a caminar de nuevo dando bendiciones.
-No hay duda- observó mentalmente Julián-. Se ensaya.
-Estoy pronto- dijo al cabo de algunos instantes el obispo-. Hágame el favor de
comunicarlo al señor decano y a los señores canónigos.
Breves minutos después, el señor Chélan, acompañado por los dos sacerdotes de
más edad, entraba por una puerta muy grande y enriquecida con soberbias esculturas,
que Julián no había visto antes. En esta ocasión, nuestro héroe ocupó el puesto que le
correspondía, es decir, el último, y como consecuencia, no pudo ver al obispo más
que mirando por sobre los hombros de los demás.
El obispo atravesó con paso lento la sala. Una vez franqueada la puerta de salida,
encontró al clero, formado en dos filas. Hubo al principio algún desorden, pero duró
poco. La procesión se puso en marcha entonando salmos. Cerraba la comitiva el
obispo, que llevaba a su derecha al señor Chélan y a su izquierda a otro de los
sacerdotes más viejos. Julián consiguió colocarse muy cerca de Su Excelencia, en su
calidad de agregado al señor Chélan. La procesión recorrió las largas galerías que la
abadía de Bray-le-Haut, sombrías y húmedas no obstante el espléndido sol del día. La
admiración que en Julián producía la ceremonia le tenía embelesado. Disputábanse su
corazón un sentimiento de viva ambición, despertada por los pocos años del obispo, y
otro de dulce sensibilidad, producido por la exquisita finura de aquel. Era una finura
con la cual ningún parecido tenía la del señor Rênal, ni aun en los días en que el
alcalde de Verrières se proponía ser fino.
-A medida que uno se va elevando en el rango social, encuentra más distinción de
modales- se decía Julián.
La procesión entró en la iglesia por la puerta lateral. Un ruido espantoso hizo
retemblar de pronto las vetustas bóvedas: Julián creyó que se desplomaban. El
estrépito era la voz de trueno de la antigua pieza de artillería, que acababa de llegar a
la abadía, arrastrada por ocho caballos, y que, colocada en posición, apenas llegada,
por los artilleros de Leipzig, hacía fuego a razón de cinco disparos por minuto, como
si estuvieran formadas delante de su boca las tropas prusianas.
Aquel ruido ensordecedor no hizo efecto alguno en Julián, de cuyo pensamiento
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habían huido Napoleón y las glorias militares.
-¡Tan joven, y obispo de Agde!- pensaba-. ¿Pero dónde está Agde? ¿Qué rentas
dará el obispado? Probablemente de doscientos a trescientos mil francos.
Aparecieron los lacayos de Su Excelencia llevando un palio soberbio. El señor
Chélan tomó una de las varas, pero quien la llevó de hecho fue Julián. El obispo se
colocó bajo el palio. Con gran admiración de nuestro héroe, el joven dignatario de la
Iglesia había conseguido adoptar aires de anciano.
Llegó el rey. Julián tuvo la dicha de verle de muy cerca. El obispo le dirigió un
discurso que rebosaba unción.
No fatigaremos al lector haciendo una descripción de las ceremonias de Bray-le-
Haut, que llenaron las columnas de todos los periódicos durante quince días. Diremos
únicamente que Julián escuchó con atención el discurso del obispo, y que supo que el
rey descendía de Carlos el Temerario.
Más tarde confiaron a Julián la tarea de formalizar las cuentas de los gastos
ocasionados por la ceremonia. El señor de la Mole, que había dado una mitra a su
sobrino, tuvo la galantería de encargarse de todos los gastos. La ceremonia de Bray-
le-Haut le costó tres mil ochocientos francos.
Oído el discurso del obispo, y contestado por el rey con otro, este último se
colocó bajo el palio y avanzó hasta la gradería del altar, donde se postró de rodillas
sobre un cojín lujoso, colocado al efecto. Se cantó Un solemne Te Deum, nubes de
humo llenaron la iglesia, el entusiasmo de los campesinos se desbordó, resonaron
infinidad de descargas de armas portátiles, bramó el cañón con terrible insistencia, las
gentes se arrodillaron, lloraban conmovidas; en una palabra, tales muestras de piedad
se vieron, que sin exageración podemos decir que la jornada de aquel día reducía a
menudo polvo el edificio que pudieran levantar cien periódicos jacobinos.
A seis pasos del rey, que rezaba con abandono, se encontraba Julián, quien por
primera vez reparó en la presencia de un hombrecillo de mirada espiritual, en cuyo
vestido apenas si se veía el bordado más insignificante. Sin embargo, debajo de su
sencilla indumentaria, veíase un cordón azul, Estaba más cerca del rey que muchos de
los señorones que vestían uniformes tan recargados de bordados de oro que, en
expresión de Julián, no dejaban ver una pulgada de paño. Al cabo de breves
momentos, supo Julián que el prócer que tan humildemente vestía era el señor de la
Mole. Contrastaban con su uniforme sus modales, que eran altaneros y hasta
insolentes.
-Ese marqués dista mucho de ser tan fino como el obispo su sobrino- pensaba
Julián-. El estado eclesiástico comunica a quien lo abraza suavidad, dulzura y
prudencia... Pero es el caso que el rey ha venido, según dicen, a venerar una reliquia,
y yo no veo reliquias por ninguna parte... ¿Dónde estará San Clemente?
Un clérigo vecino suyo le dijo que la venerable reliquia estaba en lo alto de la
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iglesia, en una capilla ardiente.
Ignoraba Julián qué fuese capilla ardiente, pero no se atrevió a preguntarlo: lo que
hizo fue prestar más viva atención.
Exige la etiqueta, cuando se trata de visitas de personas reales, que los canónigos
no acompañen al obispo. Sin embargo, al ponerse en marcha la comitiva en dirección
a la capilla, el obispo de Agde llamó al señor Chélan, lo que bastó para que Julián
siguiese a este último.
Después de subir una escalera, llegó el cortejo frente a una puerta muy pequeña,
pero decorada con extraordinaria magnificencia. Delante de la puerta esperaban de
rodillas veinticuatro doncellas, hijas de las familias más distinguidas de Verrières. El
obispo, antes de abrir la puertecita, se arrodilló entre el grupo de doncellas, todas
ellas lindísimas, y rezó en alta voz. Las niñas no tenían ojos más que para admirar los
ricos encajes de su sobrepelliz y su rostro agraciado y joven. Lo poco de razón que
restaba a nuestro héroe le abandonó a la vista de tan hermoso espectáculo. En
aquellos instantes se hubiese batido por la Inquisición. Abrieron bruscamente la
puerta. La capilla parecía un horno encendido, o si se prefiere un ascua de oro.
Ardían sobre el altar más de mil cirios, divididos en ocho hileras y separados,
aquellos y éstas, por hermosos ramos de flores. Julián observó que había cirios de
más de quince pies de longitud.
Llegó muy pronto el rey, sin más acompañamiento que el del señor de la Mole y
de su gran chambelán. Hasta los guardias quedaron fuera, de rodillas y con las armas
presentadas.
Cayó Su Majestad sobre el reclinatorio. Entonces fue cuando Julián, que se había
pegado contra el marco de la puertecita, pudo ver la hermosa imagen del santo.
Estaba oculto bajo el altar, vestido de soldado romano. Presentaba su cuello una
ancha herida de la cual manaba sangre. El artista había puesto a la cara del santo unos
ojos moribundos, pero llenos de gracia: un bigotito naciente adornaba su boca medio
cerrada, que parecía estar rezando todavía. La doncella que se encontraba más cerca
de Julián rompió a llorar: una de las lágrimas que vertieron sus hermosos ojos cayó
sobre la mano de nuestro héroe.
Termina la conmovedora ceremonia el obispo de Agde pidió al rey permiso para
hablar, y una vez obtenido éste, pronunció un discurso sencillo, pero conmovedor,
que arrebató a sus oyentes.
«No olvidéis, jóvenes cristianas, que acabáis de ver a uno de los más grandes
reyes de la tierra postrado ante los servidores de un Dios todopoderoso y terrible.
Estos servidores, débiles, perseguidos como fieras, asesinados en la tierra, como
demuestra la herida de nuestro San Clemente, triunfan en el cielo. ¿No es verdad
jóvenes cristianas, que os acordaréis eternamente de este solemne día? ¿Me prometéis
ser siempre fieles nuestro gran Dios, tan terrible y la par tan misericordioso? ¿Me lo
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prometéis?»- repitió el prelado, con acento inspirado y solemne ademán.
-¡Sí... sí!- gritaron todas las jóvenes, vertiendo mares de lágrimas.
-En nombre de Dios recibo vuestra promesa- añadió el obispo con voz tonante.
Este fue el final de la ceremonia.
Hasta el rey lloraba.
Hasta mucho después no tuvo Julián serenidad bastante para preguntar dónde
estaban los huesos del santo, enviados por Roma a Felipe el Bueno, duque de
Borgoba. Le dijeron que estaban en el interior de la artística cabeza de la imagen.
Su Majestad se dignó permitir a las doncellas que le habían acompañado dentro
de la capilla llevasen una cinta encarnada en la que campeaban estas palabras:
«Odio a la impiedad. Adoración perpetua. »
El señor de la Mole mandó distribuir a los campesinos diez mil botellas de vino.
Aquella noche los liberales iluminaron sus casas con más celo aún que los realistas.
El rey, antes de despedirse de la ciudad, hizo una visita al señor Moirod.
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XIX
PENSAR ES SUFRIR
Lo grotesco de los sucesos de todos
los días es velo que oculta la verdadera
desgracia de las pasiones.
BARNAVE
Al entrar Julián en las habitaciones ocupadas por el señor de la Mole, donde eran
colocados los muebles ordinarios después de la marcha del rey, encontró un pliego de
papel, plegado en cuatro dobleces. Leyó el pie del escrito de la primera página, que
decía así:
«Excelentísimo señor marqués de la Mole, par de Francia, caballero a las órdenes
de S. M. el rey, etc., etc.»
Era una solicitud redactada en los términos siguientes:
«Toda mi vida he tenido principios religiosos. En Lyon estuve expuesto a las
bombas lanzadas durante el sitio del año 93, de execrable memoria. Comulgo y oigo
misa todos los domingos y fiestas de guardar en la iglesia parroquial. Jamás dejé de
cumplir el precepto pascual, ni siquiera el año 93, de execrable memoria. Mi
cocinera- antes de la Revolución tenía yo servidumbre-, mi cocinera me preparaba
comida de vigilia todos los viernes. Gozo en Verrières de la consideración general, y
me atrevo a decir que es merecida. en las procesiones, voy bajo palio, al lado del
señor cura y del señor alcalde. En las grandes solemnidades, llevo un cirio muy
grande comprado con mi dinero. Pido al señor marqués la administración de loterías
de Verrières, que forzosamente ha de quedar vacante o por muerte o por destitución
del que la ocupa, puesto que está enfermo y vota en contra del partido del orden en
las elecciones, etc. etc.
«DE CHOLIN.»
Al margen del singular memorial, se leía un informe firmado por De Moirod,
cuya primera línea era como sigue:
«He tenido el honor de recomendar a V.E. al buen sujeto que firma la instancia...»
-Hasta el imbécil de Cholin me señala el camino que debo seguir- comentó Julián.
Ocho días después de la visita del rey de... a Verrières, lo único que flotaba sobre
las mentiras innumerables, interpretaciones estúpidas, discusiones ridículas, etc., etc.
de que fueron sucesivamente objeto el rey, el obispo de Agde, el marqués de la Mole,
las diez mil botellas de vino, la ridícula caída del caballo del pobre Moirod, quien, a
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fin de trocar en realidad las esperanzas de que aquella le valiera una cruz, tardó más
de un mes en salir de su casa, fue la indecencia extrema, el incalificable atrevimiento
de haber concedido un puesto en la guardia de honor a Julián Sorel, el hijo del
aserrador. Valía la pena oír los sabrosos comentarios que a este propósito hacían los
ricos fabricantes de telas estampadas que, desde que amanecía hasta medianoche, no
sabían hablar de otra cosa que de la igualdad. Según ellos, la autora de aquella
abominación había sido la señora de Rênal. ¿Por qué? La razón había que buscarla en
los hermosos ojos y en las frescas mejillas del curita.
A los pocos días del regreso de la familia Rênal a Vergy, cayó enfermo Estanislao
Javier, el menor de los hijos de la señora de Rênal. Esta pobre culpable fue víctima
entonces de los remordimientos más atroces. Hasta aquel momento, sólo alguna que
otra vez y muy transitoriamente se recriminaba la falta cometida, pero a partir de
aquel instante, diese cuenta de la enormidad del delito a que el amor la había
arrastrado. Parecerá extraño, pero es lo cierto que, no obstante su educación
profundamente religiosa, jamás se había entretenido en meditar sobre la magnitud del
pecado que habitualmente cometía.
En otro tiempo, mientras estuvo en el Sagrado Corazón, amó a Dios con
apasionamiento: con tanto ardor como le amó entonces le temía ahora. Los combates
horribles que torturaban su alma eran tanto más violentos cuanto menos racionales
era el motivo que los producía. Julián observó que todos sus razonamientos, lejos de
calmarla, la irritaban. ¿Por qué? Porque en las palabras de su amante veía el lenguaje
del infierno. Como Julián, no obstante su egoísmo, quería de veras a Estanislao, con
frecuencia hablaba a la madre del curso de la enfermedad que había llegado a hacerse
extremadamente grave. A medida que la gravedad del niño aumentaba, crecían los
remordimientos de la señora de Rênal, que concluyeron por robarle hasta la facultad
de dormir. Callaba obstinadamente, sus labios permanecían sellados, porque si los
hubiese abierto, habría sido para confesar su crimen.
-Por Dios te pido- le decía Julián cuando se encontraban solos- que no hables a
nadie. El confidente único de tus penas soy y debo ser yo. Si en tu pecho queda un
resto del amor que me tuviste, no hables, que tus palabras no han de disminuir la
fiebre que consume a nuestro pobre Estanislao.
Ningún efecto producían sus palabras de consuelo. ¿Cómo habían de producirlo si
la pobre pecadora creía firmemente que para apaciguar la cólera de Dios debía
aborrecer a Julián, o resignarse a ver la muerte de su hijito? Precisamente porque
comprendía que le era imposible aborrecer a su amante era tan desgraciada.
-¡Huye, aléjate de mí, por favor!- decía un día Julián-. ¡Te conjuro por Dios vivo
que salgas de esta casa! Tu presencia asesina a mi hijo... Dios me castiga... es muy
justo... Adoro su equidad... Mi crimen es espantoso, infinito... y, sin embargo, vivía
sin remordimiento... ¡La primera de las señales del abandono de Dios...!
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Julián seguro de que en las palabras de su amante no había ni hipocresía ni
exageración, quedó profundamente conmovido.
-¡Desventurada!- se decía ¡Cree que amándome mata a su hijo, y me ama a pesar
de todo! La asesinan los remordimientos, sufre penas infinitas, y me ama...! ¡Que
grandeza de sentimientos!... ¿Pero cómo he podido inspirar un amor tan inmenso yo,
tan pobre, tan poco refinado, tan ignorante, y hasta con frecuencia tan grosero de
modales?
Una noche, la gravedad del enfermito se hizo extrema. El señor Rênal fue a verle
a eso de las dos de la madrugada. El niño, devorado por la fiebre, ni reconoció
siquiera a su padre. La señora de Rênal cuando menos podía esperarlo nadie, cayó
bruscamente de rodillas a los pies de su marido. Julián comprendió que iba a hacer
una confesión completa y a perderse y a perderle para siempre.
Por fortuna, el arranque de madre molestó al padre.
-¡Adiós... adiós!...- dijo girando sobre sus talones.
-¡No... escúchame!- gritó su mujer, cerrándole arrodillada el paso e intentando
retenerlo-. Quiero que sepas toda la verdad, por horrible que sea. Soy yo la que mato
a mi hijito... ¡Le di la vida, y se la quito! El Cielo me castiga... A los ojos de Dios soy
culpable de asesinato, de parricidio... ¡Quiero humillarme, quiero perderme, y acaso
mi sacrificio apaciguará la cólera del Señor!
Si el señor Rênal hubiese sido hombre de imaginación, en las palabras que
dejamos copiadas habría visto toda la historia de su desventura.
-¡Tonterías, y nada más que tonterías!- exclamó el señor Rênal alejándose de su
mujer, que intentaba abrazar sus rodillas-. Julián; mande venir al médico en cuanto
amanezca.
Sin esperar más, fuese a dormir, dejando a su mujer de rodillas, casi desvanecida.
Quiso socorrerla Julián, y fue rudamente rechazado.
Apoderóse de Julián el estupor.
Veinte minutos hacía que se había retirado el señor Rênal, y la mujer que Julián
comenzaba a adorar continuaba inmóvil y casi sin conocimiento, con la cabeza caída
sobre el lecho de su hijo.
-¡He ahí una mujer dotada de un genio superior, y reducida al más deplorable
estado porque me ha conocido!- se dijo nuestro héroe.
Avanzaban las horas, tristes, lúgubres, saturadas de tristeza.
-¿Qué puedo hacer por ella?- se preguntaba Julián-. Fuerza es decidirse. Ya no se
trata de mí... ¿Qué me importan los hombres? ¿Qué puedo hacer por ella?
¿Abandonarla? Si la abandono, la dejo sola en lo más negro de su pena. Su marido es
un autómata que para nada sirve, como no sea para aumentar la virulencia de sus
dolores... Hombre grosero, le dirá cualquier frase dura, la volverá loca, será causa de
que se tire por el balcón. Si me voy, si la dejo sola, no bien deje de velar sobre ella,
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confesará su falta a su marido, y éste, que es un idiota, es muy capaz de dar un
escándalo sin fijarse en la herencia cuantiosa que su mujer ha de aportar a la sociedad
conyugal. Es muy posible que lo confiese todo al estúpido Maslon, que aprovecha la
enfermedad de un niño de seis años como pretexto para pasarse los días en esta casa...
con fines interesados sin duda. Hará lo que quiera con esta desgraciada que,
abrumada por el dolor y loca como consecuencia de su miedo a un Dios ofendido por
su pecado, olvida todo lo que sabe sobre el hombre y no ve en él más que al
sacerdote.
-¡Vete... vete!- gritó de pronto la señora de Rênal, abriendo los ojos.
-Diera mil vidas, si mil vidas tuviese, con tal de que pudiera serte de algún
provecho- respondió Julián-. Nunca te adoré tanto como ahora, ángel querido, aunque
acaso hablase con más exactitud si dijera que, hasta hoy, no he comenzado a amarte
como mereces. ¿Qué será de mí, lejos de ti, y sabiendo que eres desgraciada por mi
causa? Pero no hablemos de mis sufrimientos... ¡Me iré, sí... amor mío! Pero si te
dejo, si cesa la vigilancia que sobre ti ejerzo, en cuanto no me halle entre ti y tu
marido, temo que lo confieses todo a éste, y si eso haces, te pierdes para siempre y
sin remedio. Reflexiona que tendrás que salir de tu casa expulsada y cubierta de
oprobio, que todo Verrières, todo Besançon, te señalarán con el dedo y hablarán de
este escándalo: te harán responsable de todo, cargarán sobre ti toda la culpa, y caerás
en tan profundo abismo de vergüenza, que nunca más podrás levantarte.
-¡Es lo que deseo!- exclamó ella, poniéndose en pie-. No pido otra cosa... sufrir,
padecer... ¿No lo merezco acaso?
-¡Caerán también sobre tus hijos las consecuencias de tan abominable escándalo!
-¡No importa! Me humillo, me arrojo al fondo de un abismo, de fango, pero salvo
tal vez la vida de mi hijo. Lo que a los ojos de todos es humillación, tiene a los míos
carácter de penitencia pública. Débil es mi inteligencia, pero aun así, mis cortos
alcances me dicen que es ese el mayor sacrificio que puedo ofrecer a Dios. ¿No se
dignará el Cielo aceptar mi humillación y conservarme a mi hijo? Indícame otro
sacrificio más penoso, si es que le encuentras, y lo hago sin vacilar.
-Deja que el castigo caiga sobre mi cabeza, que también yo soy culpable.
¿Quieres que me retire a la Trapa? La austeridad de una vida de penitencia tal vez
aplaque también a tu Dios... ¡Oh ¿Por qué no me será dado echar sobre mí la
enfermedad de Estanislao?...
-¡Ah!... ¡También le quieres tú!- exclamó con arrebato la señora de Rênal,
arrojándose en los brazos de Julián.
Inmediatamente le rechazó con horror.
-¡Te creo!... ¡Te creo!- continuó la infeliz madre, cayendo de nuevo de rodillas-.
¡Eres mi amigo único!... ¿Por qué no serás tú el padre de Estanislao? ¡Ah! ¡Entonces
no cometería un pecado horrendo amándote más que a mi propio hijo’
TEMPEST
TWELETH NIGHT
Con alegría infantil llevó Julián a cabo la obra de recortar las letras y de pegarlas
ordenadas sobre el papel, trabajo que le ocupó durante una hora larga. Al salir de su
habitación, encontró a sus discípulos con su madre, y ésta tomó de sus manos la carta
con una naturalidad, un valor y una calma que asustaron al preceptor.
-¿Se habrá secado bastante la goma?- preguntó la señora de Rênal.
-¿Habrán vuelto loca los remordimientos a esta mujer?se preguntó mentalmente,
Julián-. ¿Qué proyectos abriga en este instante?
-No lo preguntó, porque se lo vedaba su amor propio, pero probablemente nunca
le gustó tanto su amante como en aquella ocasión.
-Si mi estratagema no da resultado- añadió con la misma sangre fría, mi marido
me privará de todo. Entierra este depósito, en cualquier lugar de la montaña, que es
posible que algún día constituya mi único recurso.
Uniendo la acción a la palabra, puso en manos de Julián un estuche lleno de oro y
de brillantes.
Besó a sus hijos y se alejó con paso rápido sin mirar a Julián, que la había
escuchado inmóvil.
Veamos lo que pasaba por el alma del señor Rênal.
Desde que leyó el anónimo, su existencia era horrorosa, insoportable. No
recordaba el pobre señor haber pasado horas tan terribles desde el año 1816, cuando
estuvo a punto de tener un duelo, siendo de advertir que el peligro de recibir un
balazo no le atosigó tanto como la situación presente. Como es natural, examinó el
anónimo con detenimiento y en todos los sentidos.
-¿Es letra de mujer?- monologaba. Suponiendo que así sea, ¿qué mujer la ha
escrito? Por más que busco, no encuentro, entre las mujeres de Verrières que
conozco, una en quien fijar mis sospechas. ¿Será obra de un hombre? Ya sé que todos
los que me conocen me tienen envidia y hasta me aborrecen, pero... ¡Nada, nada!
Consultaré a mi mujer- terminó, levantándose del sillón donde se había arrellanado-.
¡Gran Dios!- repuso apenas puesto en pie, golpeándose la cabeza-. ¡Si precisamente
es de ella de quien debo desconfiar! ¡Si es ella mi mayor enemigo en este momento!
R. P. MALAGRIDA
CASTI
BARNAVE
-¡Cuán diferente sería mi estado de ánimo si yo llegase a esa noble plaza de guerra
para ser oficial de alguno de los regimientos encargados de defenderla!- exclamó
nuestro viajero lanzando un hondo suspiro, cuando vio a lo lejos, sobre el lomo de
una montaña, los muros negruzcos de la ciudad de Besançon.
No es sólo Besançon una de las ciudades más hermosas de Francia, sino también
abundante en personas de corazón y de genio; pero Julián llegaba a ella solo, pobre, y
sin recomendaciones que le permitieran abrigar esperanzas de entrar en contacto con
los hombres distinguidos.
Su amigo Fouqué le había proporcionado un traje modesto, que era el que llevaba
al pasar los puentes levadizos. Lleno su espíritu de la historia del sitio de 1674, quiso
ver, antes de encerrarse en el seminario, los muros de la ciudadela. Dos o tres veces
corrió verdadero peligro de ser detenido por los centinelas, por haber penetrado en
lugares que la administración militar veda rigurosamente al público, a fin de poder
obtener doce o quince francos del heno, que en ellos crece.
La elevación de los muros, la profundidad de los fosos, el aspecto pavoroso de los
cañones le habían ocupado durante una porción de horas, cuando pasó frente al gran
café del bulevar. La admiración le dejó mudo y yerto. Dos o tres veces leyó la palabra
Café escrita con letras gigantescas sobre las dos puertas descomunales, y no se
atrevía a dar crédito a sus ojos. Al fin, merced a un esfuerzo supremo, venció su
timidez y se decidió a entrar, encontrándose en un salón de treinta o cuarenta pasos de
longitud y cuyo techo tendría una elevación de veinte pies por lo menos.
Jugaban dos partidas de billar. Los mozos cantaban los puntos de los jugadores,
que corrían alrededor de los billares entre turbas de espectadores. El humo de tabaco
que a chorros salía de las bocas de los allí reunidos los envolvía a todos en nubes
azuladas. La estatura aventajada de aquellos hombres, sus anchas espaldas, su
EL VALENOD de Besançon
Desde lejos vio Julián la cruz de hierro dorado que se elevaba sobre la puerta. Su
paso se hizo tardo, sus piernas temblaban, se negaban a sostenerle. Como quien se
encuentra en la entrada del infierno, cuyas puertas, una vez rebasadas, no le serán
franqueadas nunca más, se decidió a llamar. Resonó la campana, y al cabo de unos
diez minutos, abrió la puerta un hombre pálido, vestido de negro. Julián le miró, pero
inmediatamente bajó los ojos. La fisonomía del portero era de las que llaman la
atención. Sus pupilas, salientes y verdes, eran redondas como las de los gatos; sus
párpados, de contornos inmóviles, anunciaban la ausencia, más que ausencia, la
imposibilidad de sentir simpatías, y sus labios delgados se desarrollaban en
semicírculo sobre sus salientes dientes. Aquella cara, con ser tan repulsiva, no
presentaba la repulsión del crimen, sino esa insensibilidad absoluta que tanto terror
produce a los jóvenes. Un sentimiento adivinó Julián en aquella cara larga de devoto,
uno solo: el sentimiento de desprecio profundo hacia todo aquello que no se refiriera
al Cielo.
Con esfuerzo alzó Julián los ojos y dijo, con voz que los latidos violentos de su
corazón hacían temblorosa, que deseaba ver al señor Pirard, rector del seminario. Sin
despegar los labios, el hombre negro hizo a Julián una seña para que le siguiese.
Subieron dos pisos por una escalera de madera de rampa rápida, cuyos peldaños
amenazaban venirse abajo. El portero abrió con dificultad una puerta pequeña, sobre
la cual se alzaba una cruz de madera de pino, pintada de negro, y mandó entrar a
Julián en una sala sombría y muy baja de techo, en cuyos muros, blanqueados con
cal, se veían dos grandes cuadros ennegrecidos por la mano de los siglos. Allí dejó
solo a Julián: latía su corazón con violencia, se sentía aterrado y hubiese deseado
atreverse a llorar. En toda la casa reinaba un silencio de tumba.
Al cabo de un cuarto de hora largo, que a Julián un siglo le pareció, se presentó de
nuevo en el umbral de una puerta, abierta en el extremo opuesto, de la sala, el hombre
YOUNG
Uno de los superiores del seminario riñó severamente a Julián por su falta de
puntualidad; nuestro héroe, en vez de intentar excusarse, cruzó los brazos y dijo con
aire contrito:
-Peccavi, pater optime.
Semejante principio tuvo un éxito muy ruidoso. Los seminaristas de talento
vieron que su nuevo compañero de estudios conocía algo más que los rudimentos del
oficio. Llegada la hora del recreo, fue Julián objeto de la curiosidad general, pero
cuantas palabras le fueron dirigidas encontraron en el reserva y silencio. Para él, sus
trescientos veintiún camaradas eran otros tantos enemigos mortales, siendo el más
peligroso de todos el rector.
Pocos días después presentaron a Julián una lista de sacerdotes para que escogiese
confesor: nuestro héroe eligió sin titubear al rector.
Lejos estaba él de pensar que acababa de dar un paso decisivo. Un seminarista
muy joven, natural de Verrières, que se había declarado amigo suyo desde el día de su
ingreso en el seminario, le dijo que hubiera obrado con más prudencia si hubiese
escogido al señor Castañeda, vicerrector del establecimiento.
-El señor Castañeda es enemigo declarado del señor Pirard, a quien tienen por
jansenista- añadió el joven amigo de Julián, acercando sus labios a su oreja.
Todos los actos de nuestro protagonista, que imaginaba ser prototipo de la
prudencia, fueron torpezas del calibre de la elección de confesor. Creyéndose hombre
de imaginación, tomaba sus intenciones por actos y creía ser un hipócrita consumado.
En su locura, llegó a echarse en cara sus éxitos en este arte, que es hijo natural de la
DIDEROT
El lector nos perdonará si pasamos como sobre ascuas sobre este periodo de la vida
de Julián, puntualizando muy contados hechos claros y precisos. No es que nos
falten: en sus memorias encontraríamos mucho; pero, a causa tal vez de su
disposición de ánimo, el cuadro de la vida de seminario que nos ofrecen aquellas
resultaría demasiado negro, y por tanta, reñido con la moderación de colorido que
queremos dejar a esta historia.
Julián prosperó muy poco en sus ensayos de hipocresía de gestos, por cuyo
motivo, no tardó en disgustarse, y hasta en desmayar por completo. Un apoyo
exterior cualquiera hubiese bastado para darle ánimos, porque las dificultades. los
obstáculos que había de vencer no eran muy grandes, pero el apoyo no llegó y
nuestro héroe se encontraba solo, semejante a un buque abandonado en medio de la
inmensidad del Océano.
Torcida la rectitud de su juicio, llena de sombras su inteligencia, decíase con
frecuencia:
-Aun cuando lograse mi deseo, ¿qué adelantaría? ¿Qué porvenir se me
presentaría? ¡El de pasar mi existencia entera rodeado de gentes que no pueden ser de
mi agrado! ¡Glotones cuyo Dios es la chuleta que piensan devorar en la mesa, gentes
como Castañeda, para quienes no hay crimen demasiado repugnante! Se
encumbrarán, sí, pero ¡a qué precio, Dios santo! Todo el mundo dice que una
voluntad decidida arrolla todos los obstáculos: ¿pero puede la mía vencer mi
repugnancia? La obra realizada por los grandes hombres ha sido fácil, porque por
grande que fuera el peligro que hubieran de acometer, les parecía hermoso, ¿pero
quién es capaz de comprender la fealdad espantosa de lo que me rodea?
Fue este el periodo más doloroso de su. vida. Le habría sido fácil alistarse en
cualquiera de los regimientos que guarnecían a Besançon, podía hacerse maestro de
latín, no le hubiese faltado colocación como preceptor, pero para ello necesitaba
renunciar a la carrera, dar un adiós eterno al porvenir de gloria que le pintaba su
imaginación, morir, en una palabra.
YOUNG
EL PRECURSOR
EDINBURGH REVIEW
SAINTE-BEUVE
HORACIO
KANT
RONSARD
FAUBLAS
LE JOHANNISBERG
BERTOLOTTI
Quizá haya maravillado al lector el tono libre y casi de amigo con que el marqués se
dirigió a nuestro protagonista, pero debe tener en cuenta que el señor de la Mole se
veía obligado a guardar cama desde seis semanas antes a consecuencia de un ataque
de gota.
Matilde y su madre estaban en Hyères pasando una temporada con la madre de la
marquesa; Norberto sólo breves instantes acompañaba a su padre, pues, aunque se
llevaba muy bien, nada tenían que decirse, y, el marqués, reducido a la compañía de
Julián, halló, no sin asombro, que éste tenía ideas. Su joven secretario le leía los
periódicos, y muy en breve estuvo en condiciones de escoger los párrafos más
interesantes. Se publicaba un periódico nuevo que detestaba el marqués; había jurado
no leerlo nunca, pero todos los días hablaba de él. Julián reía. El marqués, irritado
contra los tiempos presentes, se hizo leer a Tito Livio: le divertía en extremo la
traducción improvisada del texto latino.
Un día el marqués, con tono de finura excesiva que con frecuencia sacaba de sus
casillas a Julián, dijo a éste:
-Me permitirá usted, mi querido Sorel, que le regale una levita azul. Cuando usted
quiera ponérsela y venir a mis habitaciones, será para mí el hermano menor del conde
de Chaulnes, es decir, el hijo de mi buen amigo el duque.
Sin comprender bien de qué se trataba, Julián hizo aquella misma noche una
visita al marqués, luciendo la levita azul. El marqués le trató como a igual. Latía en el
pecho de Julián un corazón que sabía sentir la verdadera finura, bien que ni idea tenía
de los matices de la misma. Habría jurado, antes de aquel capricho del marqués, que
era imposible ser recibido con mayores muestras de atención, pero se engañó.
Cuando Julián se levantó, dando por terminada su visita, el marqués le pidió mil
perdones porque no podía acompañarle hasta la puerta a causa de la gota.
Germinó en la mente de Julián la duda de si el marqués se burlaba de él, y como
la idea le molestaba, fue a pedir consejo al ex rector señor Pirard, quien, menos
cumplido que el marques, le respondió silbando y hablándole de otra cosa. A la
PELLICO
Viaje de UZERS
Si Julián hubiese empleado en examinar lo que en el salón ocurría la mitad del tiempo
que consagraba a exagerar la hermosura de Matilde o a enfurruñarse contra la altivez
natural de su familia, que por él olvidaba aquella, habría adivinado en qué consistía
su imperio sobre todo lo que la rodeaba. Quien tenía la desgracia de desagradar a la
señorita de la Mole, sufría irremisiblemente el castigo de su osadía, castigo que
recibía en forma de frase mortificante muy mesurada, muy escogida, muy arreglada,
en apariencia, a las conveniencias, pero lanzada con arte tal que el escozor de la
herida que producía aumentaba por momentos a medida que se reflexionaba sobre su
alcance. Poco a poco llegó a ser atroz para el amor propio ofendido. Como quiera que
ella no concedía la menor importancia a muchas cosas que eran objeto de serios
anhelos del resto de la familia, a los ojos de ésta, jamás perdía su sangre fría, siempre
era dueña de sí misma. Habla uno con agrado de los salones de la aristocracia cuando
sale de ellos, no antes; la corrección de formas, la finura exquisita, por sí solas, valen
muy poco, o nada, pues no son otra cosa que la ausencia de cólera consiguiente a la
ausencia de malas formas. Matilde pasaba con frecuencia horas de horrible
aburrimiento, y durante éstas, afilar un epigrama era para ella una distracción, un
pasatiempo, un verdadero placer.
Tal vez para tener el placer de contar con víctimas más divertidas que sus
gloriosos padres, el académico y los cinco o seis subalternos que le hacían la corte,
había dado esperanzas al marqués de Croisenois, al conde de Caylus y a dos o tres
jóvenes más de la alta aristocracia, todos los cuales no eran en realidad para ella más
que nuevos objetos de epigrama.
Confesaremos con pena, porque de veras queremos a Matilde, que ésta había
recibido cartas amorosas de varios de los jóvenes que frecuentaban los salones de sus
padres, y que muchas de las tales cartitas habían recibido sus correspondientes
contestaciones; pero, a la par que hacemos esta confesión, nos apresuramos a añadir
que nuestra heroína era una excepción de las costumbres del siglo, pues no es la falta
de prudencia lo que caracteriza a las doncellas que reciben su educación en el noble
convento del Sagrado Corazón.
El marqués de Croisenois devolvió un día a Matilde una cartita amorosa, bastante
comprometedora, que aquella le había dirigido la víspera. Creyó que tamaña prueba
de alta prudencia le abriría de par en par las puertas del corazón de la joven...
-En mi matrimonio con Julián, ni habrá notarios ni firma de contratos; todo será
heroico, todo hijo del azar. Excepción hecha de la nobleza que falta a Julián,
tendremos la repetición de una Margarita de Valois enamorada del galán La Mole, el
hombre más distinguido de su tiempo. ¿Es culpa mía que los galanes de la corte sean
tan partidarios de lo conveniente, y palidezcan a la sola idea de una aventurilla un
poco singular? Para ellos, un viajecito a Grecia o a África es el colmo de la audacia,
pero ni aun a tanto se atreven si no van en grupo. No bien se encuentran solos, tienen
miedo, no al lanzazo de un beduino, sino al ridículo; el miedo al ridículo los vuelve
locos.
«En cambio, mi Julianito no quiere obrar como no sea solo. Jamás, ese ser
privilegiado, pensó en buscar el apoyo, el concurso de nadie... Desprecia a los
demás... y precisamente por eso le aprecio yo.
»Si, aunque pobre, fuese Julián noble, mi amor no pasaría de ser una tontería
vulgar, un matrimonio desigual, corriente; no tendría lo que caracteriza a las grandes
pasiones, es decir lo inmenso de las dificultades que precisa vencer y la negra
incertidumbre del porvenir.»
SCHILLER
ALFREDO DE MUSSET
No escribió Matilde la carta sin reñir antes furiosos combates con su altivez. Era
natural. Su amor, cuyos comienzos ni ella misma sabía de cuándo databan, dominó
muy en breve su orgullo, única pasión que hasta entonces reinó en su corazón. El
sentimiento del amor avasalló su alma altiva y fría, pero si dominó su orgullo, no
borró ni mucho menos la costumbre de tenerlo. Fueron precisos dos meses de rudos
combates interiores y de sensaciones nuevas para operar su transformación moral
completa.
En su amor creía Matilde ver la dicha, pero semejante perspectiva aunque es
omnipotente en las almas valerosas, en las personas dotadas de un espíritu superior,
hubo de luchar durante mucho tiempo contra la conciencia de la dignidad, contra el
sentimiento de deberes vulgares. Un día se presentó a las siete de la mañana en las
habitaciones de su madre, para suplicarle que le permitiese refugiarse en Villequier.
La marquesa no se dignó contestarle, limitándose a aconsejarle que se metiera en
cama. Fue aquel el último esfuerzo de la prudencia vulgar y de la deferencia hacia las
ideas recibidas.
En cuanto al temor de obrar mal y de despreciar ideas que los Caylus, Luz y
Croisenois tenían por sacrosantas, influía muy poco o nada sobre su alma. Hombres
como aquellos no habían sido creados para comprenderla; les habría consultado quizá
si se hubiese tratado de la compra de un carruaje o de un tronco de caballos. No
sentía, pues, remordimientos: lo único que la atosigaba era que Julián estuviese
descontento de ella, o que de hombre superior solamente tuviese las apariencias.
Una de sus características era aborrecer la falta de energía, la debilidad de
carácter, reparo único que podía oponer a los brillantes jóvenes que le hacían la corte.
Cuanta mayor gracia desplegaban en sus conversaciones, cuanto más esclavos se
mostraban de la moda, tanto más desmerecían a sus ojos.
-Son bravos... y nada más- se repetía ella con frecuencia-. ¡Bravos! Bravos en un
SCHILLER
-Esto se pone serio... y un poquito demasiado claro- dijo Julián, tras breves momentos
de reflexión-. Mi linda señorita puede hablarme en la biblioteca con libertad, gracias
a Dios, absoluta, puesto que el marqués, temiendo que le enseñe las cuentas, no pone
los pies en ella por nada del mundo. La marquesa y su hijo, únicas personas que aquí
entran, se pasan la mayor parte del día fuera del palacio, y es sencillísimo acechar y
ver cuándo vuelven, y la sublime Matilde, que en punto a nobleza no cede a un
príncipe soberano, pretende que yo cometa una imprudencia abominable... ¡No está
mal!
«He dicho que la cosa se pone un poquito demasiado clara, y es la verdad.
Quieren perderme, y si no perderme, al menos burlarse de mí. Intentaron primero
hacer de mis cartas instrumento de mi perdición, pero las hallaron prudentes en
demasía, y ellos lo que quieren es una prueba concluyente, clara, palpable...
Señores... señores... que no es Julián tan idiota como sin duda imagináis! Canastos!
Subir por una escalera hasta un primer piso de veinticinco pies de altura, a la luz de
una luna más clara que un sol! Tendrían tiempo sobrado para verme, y hasta para
admirarme, los vecinos de las casas inmediatas!... ¡Estarías interesante en tu escala,
amigo Julián!
Julián se fue a su cuarto, y comenzó a preparar su maleta: había decidido
marcharse sin tomarse la molestia de contestar.
Pero no llevó la paz a su alma aquella resolución prudente.
-¡Y si Matilde me da la cita de buena fe!- exclamó de pronto-. A sus ojos, pasaré
por un cobarde perfecto! Ya que no tengo yo nobleza, por lo menos debo tener
cualidades estimables.
Un cuarto de hora se pasó reflexionando.
-No hay que darle vueltas; si no voy, me acredito de cobarde. Pierdo la persona
más brillante de la alta sociedad, como decían a coro en el baile del palacio del duque
MASSINGER
Iba a escribir a Fouqué dándole contraorden, cuando sonaron las once. Hizo
funcionar con ruido la cerradura de la puerta de su cuarto, con objeto de simular que
se encerraba con llave, y salió con paso de lobo, a fin de ver qué pasaba en la casa,
sobre todo en el cuarto piso, habitado por la servidumbre. Nada de extraordinario
ocurría. Una de las doncellas de Matilde recibía aquella noche en su cuarto, donde la
mayor parte de los criados tomaban alegremente ponche.
-Los que con tanta alegría ríen- pensó Julián- no es posible que hayan de formar
parte de la expedición nocturna: sería poco serio.
Fue a emboscarse en el rincón obscuro del jardín, al objeto de ver llegar a las
personas encargadas de sorprenderle, pues calculó que, si el marqués de Croisenois
no había perdido el sentido común, procuraría comprometer lo menos posible a la
persona con quien debía casarse, y para ello, haría que le sorprendiesen antes de
entrar en el dormitorio de aquella.
Hizo un reconocimiento militar exactísimo.
-Se trata de mi honor- pensaba-. Si caigo en alguna celada, no será excusa a mis
ojos decir que no había pensado en ello.
Estaba el cielo desesperadamente diáfano. A eso de las once salió la luna, que, a
las doce y media, daba de lleno en la parte del palacio recayente al jardín.
A la una continuaban iluminadas las habitaciones de Norberto.
Jamás tuvo Julián tanto miedo como entonces. No tenía ojos, ni potencias ni
facultades más que para apreciar los peligros de la empresa; el entusiasmo brillaba
por su ausencia.
Fue a tomar la inmensa escalera, esperó cinco minutos deseando que le dieran
contraorden, y a la una y cinco minutos apoyó la escalera contra la ventana del cuarto
de Matilde. Subió, poco a poco, pistola en mano, maravillándose de que no le
atacasen. Próximo ya a la ventana, ésta se abrió sin ruido.
-¡Al fin llega usted, señor!- exclamó Matilde con viva emoción-. Hace una hora
Matilde no apareció por el comedor: durante la velada dejóse ver breves momentos
en el salón, pero no miró a Julián. Como es natural, semejante conducta pareció
singular a nuestro protagonista, quien, en los primeros instantes, intentó
tranquilizarse, atribuyéndola a causas que Matilde le explicaría satisfactoriamente, lo
que no fue obstáculo para que estudiase con viva curiosidad a su amada, y creyese
que su actitud pecaba de seca y desdeñosa. No había duda: aquella mujer no era la
misma que la noche anterior disfrutó, o fingió disfrutar, momentos de dicha
demasiado viva para ser verdadera.
La frialdad se acentúo al día siguiente, y más todavía al tercero: ni miraba a
Julián, ni parecía acordarse de que estuviese en el mundo. Terrible inquietud mordía
en el alma de nuestro amigo, de la cual había emigrado la alegría consiguiente a su
triunfo, única sensación que la animó la noche que lo obtuvo. ¿Retornó al sendero de
la virtud? No: era Matilde demasiado orgullosa para volverse atrás.
-En las circunstancias ordinarias de la vida, cree muy poco o nada en los
principios de la religión, aunque los observa porque los considera útiles a los
intereses de su casta- pensaba Julián-. Sin embargo, es posible que su delicadeza
natural se haya sublevado contra la falta cometida... ¡Pero no te hagas ilusiones,
amigo Julián! Confiesa, porque así es, que en la manera de ser de esa mujer no hay un
átomo de ingenuidad, de sencillez, de ternura, y sí mucho de altivez... ¿Será que me
desprecia? Es posible que se arrepienta de la falta cometida, no por la fealdad de ésta,
sino por lo bajo de mi nacimiento.
Mientras Julián, abandonándose a los prejuicios bebidos en los libros y
corroborados por los recuerdos que le quedaban de Verrières, perseguía la quimera de
una amante tierna que deja de pensar en su existencia propia desde el momento que
cayó en los brazos del hombre adorado, la vanidad de Matilde estaba furiosa contra
él.
Como desde hacía dos meses no sucumbía a sus habituales accesos de fastidio, se
había acostumbrado a no temerlos, de lo que resultó que Julián, sin soñarlo, había
SCHILLER
SHAKESPEARE
Ganada por las ilusiones en el porvenir y por la perspectiva del papel singular que se
creía llamada a representar, no tardó Matilde en lamentar las discusiones secas y
metafísicas que con frecuencia sostenía con Julián. A veces, los elevados
pensamientos en que se engolfaban en tales términos, que llegaba hasta a arrepentirse
de los momentos de dicha que junto a Julián había encontrado, momentos que se
presentaban en su mente amargados por crueles remordimientos que, en ocasiones,
alcanzaban un grado de terrible intensidad.
-He sido débil, sí; pero si he olvidado mis deberes fue por un hombre de mérito-
se decía-. Nadie podrá decir que me ha seducido su sedoso bigote, ni su gracia
cuando monta a caballo, ni ninguna de las cualidades que enloquecen a las
muchachas vulgares; me cautivaron sus profundas disertaciones sobre el porvenir que
el destino reserva a Francia, sus ideas sobre la paridad que los acontecimientos que se
ciernen sobre nosotros puedan tener con la revolución del año 1688 en Inglaterra. He
sucumbido a la seducción, soy una débil mujer, no lo niego; pero, al menos, si caí, no
fue al empuje de prendas exteriores. Si estalla algún día la revolución, ¿quién me dice
que Julián Sorel no será un Roland, y yo una señora Roland? Prefiero el papel de ésta
al de la señora de Staël, porque en nuestro siglo, la inmoralidad de conducta ha de ser
un obstáculo. Desde luego aseguro que nadie ha de poder echarme en cara una nueva
debilidad: moriría de vergüenza.
Los ensueños de Matilde no siempre eran tan graves como las ideas que
acabamos de transcribir. Con frecuencia les daba vida y luz la alegría, sobre todo
cuando veía a Julián, en cuyos actos y movimientos más insignificantes hallaba una
gracia encantadora.
-Ya no me cabe duda- pensaba- de que he conseguido destruir en él hasta la idea
de que pueda tener derechos. Los acentos de dolor y de pasión inmensa que vibraban
en la frase que me dirigió hace ocho días, lo prueban harto evidentemente... La
verdad es que fue extemporánea e inmotivada mi rabieta, producida por una
* * *
JUAN PAUL
Apenas si Julián tuvo tiempo para cambiar de traje, pues llegó cuando la campana
llamaba a la mesa. En el salón encontró a Matilde, que suplicaba a su hermano y al
señor de Croisenois que no fuesen a pasar la velada a Suresnes, en la casa de la
mariscala de Fervaques. Difícilmente hubiese podido estar más seductora y más
amable con aquellos.
Después de la comida llegaron los señores de Luz, de Caylus, y varios otros.
Matilde había recobrado, al parecer, su culto a la amistad, al cariño fraternal y a las
conveniencias sociales. No obstante lo delicioso de la noche, insistió en no bajar al
jardín y en celebrar la velada en el salón, como en invierno. El canapé azul fue el
centro de grupo de jóvenes.
El jardín se había hecho aborrecible a Matilde, tal vez por estar íntimamente
ligado al recuerdo de Julián.
La desgracia suele restar luces al alma. Nuestro héroe cometió la torpeza de
ocupar aquella sillita baja que en otro tiempo fue testigo de sus triunfos; la noche a
que nos referimos nadie le dirigió la palabra, nadie se dio por enterado de su
presencia: más todavía, los que se encontraban a su lado, le volvieron la espalda.
Julián, desesperado, quiso estudiar a las personas que pretendían aplastarle bajo el
peso de su desprecio.
Carta al autor
El marqués mandó llamar a Julián; brillaban los ojos de aquel con el brillo de la
juventud; parecía rejuvenecido.
-Vamos a hablar de su memoria- comenzó diciendo-, que, según dicen, es
prodigiosa. ¿Se comprometería usted a aprender cuatro páginas y recitarlas luego en
Londres? Claro está que sin alterar una sola palabra...
Mientras hablaba, el marqués tenía en sus manos el Diario de aquella fecha, e
intentaba inútilmente disimular su preocupación y desasosiego, más intensos que en
los peores días de su pleito con el vicario general Frilair.
Tenía Julián bastante experiencia para comprender la conveniencia de tomar
como moneda corriente y de ley la ligereza de tono que fingía el marqués.
-No me parece que sea muy entretenida la prosa del Diario, pero si el señor
marqués lo desea, mañana por la mañana tendré el honor de recitárselo de cabo a
rabo.
-¡Cómo! ¿Hasta los anuncios?
-Al pie de la letra y sin variar una coma.
-¿Palabra de honor?- repuso el marqués con súbita gravedad.
-Sí, señor; únicamente el temor de no salir airoso podría entorpecer mi memoria.
-Pensaba hacerle ayer esa pregunta, y lo olvidé. No le exijo palabra formal de no
repetir jamás lo que oirá, porque le conozco demasiado bien para suponerle capaz de
semejante cosa. He salido garante de su discreción, seguro de que podía hacerlo sin
peligro. Voy a llevarle a un salón, donde se reunirán doce personas: su misión será
tomar nota de lo que allí se hable... No se atosigue usted, pues no se trata de ninguna
conversación confusa. Todos hablarán por turno... aunque no aseguro que con orden.
Mientras hablamos, usted llenará tal vez veinte páginas. Volveremos a casa y las
reduciremos a cuatro, que son las que usted habrá de recitarme mañana, en vez de
todo el número del Diario. Seguidamente saldrá usted de viaje, procurando imitar al
joven alegre que viaja por placer. Deberá usted, ante todo, procurar pasar inadvertido.
NAPOLEÓN, Memorial
Entró precipitadamente un lacayo diciendo: -El señor duque de… -¡Calla! ¡Eres un
majadero!- exclamó el duque al entrar. Con tanta energía y tanta autoridad habló el
duque que
Julián, a su pesar, opinó que toda la ciencia del imponente personaje se reducía a
saber regañar a los lacayos. Nuestro héroe que había levantado los ojos, los bajó
inmediatamente, temiendo que su mirada fuese considerada como imperdonable
indiscreción.
Era el duque un hombre que frisaría en los cincuenta años, pero afectaba modales
y movimientos de dandy. Su frente era estrecha y deprimida, extraordinariamente
grande su nariz, su rostro estirado y solemne; difícilmente se habría encontrado
empaque más noble e insignificante. Su llegada determinó la apertura de la sesión.
La voz del marqués de la Mole interrumpió bruscamente las observaciones
fisonómicas de Julián.
-Presento a ustedes al señor cura Sorel- dijo-. Está dotado de una memoria
portentosa: no hace más de una hora que le hablé de la misión que tal vez le
dispensaremos el honor de confiarle y, deseando darme una prueba evidente de su
memoria, aprendió la primera página del Diario.
-¡Ah! Las noticias referentes a ese pobre N...- observó el dueño de la casa,
tomando el periódico y mirando con agrado a Julián-. Diga usted, señor.
El silencio era profundo; las miradas de todos se concentraban en Julián. Tan
admirablemente recitó nuestro héroe, que cuando había recitado las veinte líneas
primeras, interrumpió el duque:
-Basta.
Tomó asiento el hombre pequeño y rechoncho. Era el presidente. Por medio de un
MAQUIAVELO
Habló el personaje grave, y habló como quien entiende perfectamente la materia que
trata. Con elocuencia dulce y moderada, que encantó a Julián, expuso las siguientes
grandes verdades:
1ª Inglaterra no tiene para nosotros una sola guinea: la economía y Hume se han
puesto de moda: los santos tampoco nos proporcionarán dinero, y el señor Brougham
se reirá de nosotros.
2ª Sin el oro inglés es inútil esperar más de dos campañas de los reyes de Europa,
y dos campañas no bastan para reducir a la clase media.
3ª Es necesario formar en Francia un partido armado, puesto que sin él, el
principio monárquico de Europa no se aventurará a organizar las dos campañas
mencionadas.
-La cuarta verdad que me atrevo a proponer como evidente, es ésta. Sin el
concurso del clero, es imposible formar en Francia un partido armado.
«Lo anuncio sin rodeos y con claridad, porque voy a demostrarlo en el acto,
señores. Es preciso concederlo todo al clero, señores, porque entregado a su misión
noche y día, y guiado por hombres de capacidad excepcional, que viven fuera del
alcance de los huracanes y a trescientas leguas de vuestras fronteras...»
-¡Roma!- exclamó el dueño de la casa.
-¡Sí, señor; Roma- repuso el cardenal, que cardenal era el orador-. ¡Roma! No
serán las cuchufletas, más o menos ingeniosas, que estuvieron en boga cuando usted
era joven, las que me impidan decir muy alto hoy, en 1830, que el clero, guiado por
Roma, es el único que habla al corazón del pueblo. Cincuenta mil sacerdotes repiten
todos los días las palabras que sus jefes les indican, y el pueblo, que es el que da los
soldados, hará más caso de la voz de sus pastores que de las alocuciones de los
insignificantes gusanos del mundo.
(Grandes murmullos.)
«El genio del clero está mil codos por encima del vuestro-continuó el cardenal,
alzando la voz-. Lo que se ha adelantado en el sentido de tener en Francia un partido
Oda de SCHILLER
Obligado a pasar ocho días en Estrasburgo, Julián procuraba anegar sus tristes
pensamientos en los brillantes mares de la gloria militar y de cariño a la patria.
¿Estaba enamorado? No lo sabía él mismo, pero sí tenía conciencia de que Matilde
reinaba en su alma atormentada y era señora absoluta de su dicha y de su
imaginación. Toda la energía de su carácter le era necesaria para no caer rendido bajo
el peso de su desesperación. Pensar en algo que no estuviese relacionado con la
señorita de la Mole, empresa era superior a sus fuerzas. En otro tiempo, la ambición,
los triunfos de su vanidad bastaban para hacerle olvidar los sentimientos que la
señora de Rênal le había inspirado, pero Matilde lo llenaba, lo absorbía todo: su
imagen abarcaba todo el horizonte de su porvenir.
De cualquier manera que estudiase Julián aquel porvenir, lo veía lleno de
desastres. ¡Extraño fenómeno! ¡El joven presuntuoso y saturado de orgullo, que
conocimos en Verrières, le encontramos ahora caído en el abismo más hondo de la
modestia ridícula!
Tres días antes habría arrancado con placer la vida al cura Castañeda; llegado a
Estrasburgo, hubiese dado la razón a un niño. Si se acordaba de sus enemigos, de los
adversarios que tropezó en la vida, invariablemente les daba a ellos la razón. Y es que
ahora era su enemiga implacable su potente imaginación, en días mejores consagrada
sin cesar a la obra de pintarle un porvenir de triunfos y de gloria.
La soledad absoluta de su vida centuplicaba el imperio de su negra imaginación.
LOPE DE VEGA
Llegado a París Julián, a poco de haber salido del despacho del marqués de la Mole, a
quien al parecer desconcertaron no poco los despachos de que era portador, corrió a
visitar al conde de Altamira. Aparte de la ventaja de ser un condenado a muerte,
aquel apuesto extranjero unía a su mucha gravedad la dicha de ser devoto, dos
méritos que, sumados a la elevada cuna del conde, agradaban en extremo a la
mariscala de Fervaques, que le veía con frecuencia.
Julián le confesó muy en serio que estaba locamente enamorado de aquella.
-Es la virtud más pura y más elevada- contestó Altamira-; aunque reconozco que
su virtud resulta algún tanto afectada y enfática. Díaz hay en que comprendiendo
todas las palabras de que ella se sirve, no acierto a alcanzar el sentido de la frase
entera. A veces me hace creer que no poseo el francés tal como lo habla ella. Si se
relaciona usted con esa mujer, su nombre no tardará en ser pronunciado en sociedad...
Pero vamos a visitar a Bustos, que ha hecho la corte a la mariscala.
Don Diego Bustos se hizo explicar muy extensamente el asunto, escuchando sin
pronunciar palabra, exactamente lo mismo que si fuese un abogado a quien se ofrece
un pleito.
-Comprendo- contestó al fin-. ¿Ha tenido amantes la mariscala de Fervaques?
¿Tiene usted esperanzas de alcanzar su objeto? La cuestión capital es ésa. De mí
puedo decir que fracasé, que resulté vencido. Como ya no me ciega el amor propio,
me hago el razonamiento siguiente: sufre frecuentes accesos de mal humor y no deja
de ser vengativa. No encuentro en ella ese temperamento bilioso, que suele ser
resultado o compañero del genio y reviste todos los actos de cierto barniz de pasión;
por el contrario, a su manera de ser flemática y tranquila, propia del carácter
holandés, es deudora de ser rara hermosura y de sus frescos colores.
Ponía nervioso a Julián la calma y flema inquebrantable del español: su
impaciencia se manifestaba a su pesar por medio de monosílabos que se le escapaban
con frecuencia.
-¿Tiene usted la bondad de escucharme?- le dijo con gravedad don Diego Bustos.
-Perdone usted la furia francesa: soy todo oídos- contestó Julián.
Julián tuvo que aguantar la canción entera, que no se conformó con menos el
español.
Debemos hacer constar que nunca fue escuchada la célebre canción con mayor
impaciencia.
-Ha hecho destituir la mariscala el autor de esta otra:
Un día, el amor en la taberna...
Julián se horrorizó creyendo que Bustos iba a cantarle también la canción
principiada, pero se conformó aquel con analizarla. En realidad la tal canción era
impía y poco decente.
-Cuando la mariscala se enfureció contra esta canción-continuó Bustos-, me
permití hacerle presente que una dama de su condición no debe leer todas las
necedades que ven la luz pública, pues por mucho que progresen la piedad y la
gravedad, siempre habrá en Francia una literatura que podemos llamar de taberna.
También dije a la mariscala, cuando ésta consiguió arrebatar al autor, pobre diablo
que no cobraba más que la mitad del sueldo correspondiente a su destino de mil
ochocientos francos: «!Cuidado, señora! A los ataques que con sus armas dirige usted
contra ese rimador, es posible que conteste el atacado con sus rimas: quién sabe si
publicará alguna canción sobre la virtud. Usted frecuenta los salones más elegantes;
no olvide que acuden a éstos personas alegres que repetirán riendo los epigramas,
sobre todo si son picantes.» ¿Quiere usted que le repita la contestación de la
mariscala? «Por la causa del Señor, ante París entero caminaría gustosa al martirio:
Francia podría contemplar un espectáculo nuevo, y el pueblo sabría apreciar la
calidad. Para mí, sería el día más hermoso de mi vida. » Crea usted que nunca fueron
sus ojos tan hermosos como en aquel instante.
-¡Son soberbios!- exclamó Julián.
-Veo que está usted enamorado... Quedamos en que no es una constitución
biliosa, inclinada a la venganza; si castiga, si persigue, débese a que es desgraciada,
aunque sospecho que su desgracia es interior. ¿Será nuestra mariscala una mojigata
cansada de su oficio?
El español hizo una pausa que duró un minuto largo.
-La cuestión es ésa- repuso con gravedad el español-. Si fuese así, tal vez pudiera
usted abrigar alguna esperanza de éxito. Durante los dos años que he sido su
-Sin duda hay en toda esta familia cierta predisposición favorable que violenta la
rectitud de su juicio- pensaba la mariscala-. Todos parecen enamorados de su curita,
le tienen por hombre superior, y, sin embargo, no veo que sepa hacer otra cosa que
escuchar. Lo único que tiene bueno son los ojos: lo confieso.
Julián, por su parte, hallaba en la manera de ser de la mariscala un modelo casi
acabado de esa calma patricia que respira corrección y finura de modales y es
inaccesible a las emociones vivas. Lo imprevisto en los movimientos, la falta de
dominio sobre sí mismo, habría escandalizado a la mariscala casi tanto como la
ausencia de majestad frente a los inferiores. Una muestra de sensibilidad habría sido a
sus ojos algo parecido a una embriaguez moral, que no puede menos de avergonzar a
toda persona celosa de su dignidad. Nunca gozaba tanto como cuando hablaba de la
última expedición cinegética del rey, y su lectura favorita eran las Memorias del
duque de Saint-Simon, cuyas disertaciones genealógicas la encantaban.
Sabía perfectamente Julián el sitio que debía ocupar para poder admirar a la
mariscala, y lo ocupaba invariablemente, teniendo cuidado de colocar su silla en
forma que no hubiese de ver a Matilde. Admirada ésta de un empeño tan decidido y
evidente, abandonó un día el sofá azul y fue a sentarse cerca del sillón ocupado por la
mariscala. Por encima del sombrero de ésta la veía Julián, quien, ante aquellos ojos,
que eran árbitros de su suerte, experimentó al principio un terror indecible. Pronto
pasó éste, y con él, desapareció su apatía habitual. Aquel día habló muy bien.
Sus frases iban dirigidas, a la mariscala, pero su objeto único era obrar sobre el
alma de Matilde. De tal suerte se animó, que la mariscala concluyó por no
comprender lo que decía.
Esta circunstancia, a los ojos de la mariscala, era un mérito. Si Julián hubiese
TELÉMACO
He aquí cómo la idea de ceñir una mitra, que más de una vez había pasado por la
imaginación de Julián, penetró en la cabeza de una mujer, que más pronto o más tarde
debía ser la llamada a distribuir los puestos más hermosos de la Iglesia de Francia.
Verdad es que, dadas las circunstancias y el estado de ánimo de Julián, semejante
perspectiva no le habría halagado gran cosa, sencillamente porque le era imposible
pensar en lo que no fuera su desventura presente. Todo le atormentaba, todo le era
insoportable: hasta la vista de su habitación. Por las noches, al entrar en ella para
acostarse, los muebles, los objetos de adorno, parecían animarse y tener voz para
anunciarle con acentos ásperos y destemplados algún detalle nuevo de su desgracia.
-Menos mal que me he impuesto una labor obligada-murmuró al entrar en su
cuarto-. Ojalá esta segunda carta sea tan fastidiosa como la primera.
Lo era muchísimo más. Tan absurdo, tan falto de sentido común le pareció lo que
copiaba, que se vio obligado a transcribirlo palabra por palabra, sin preocuparse del
sentido.
-Más enfático es esto que los documentos oficiales del tratado de Münster, que mi
profesor de diplomacia me hacía copiar en Londres- se dijo.
Como se acordara entonces de las cartas de la mariscala, que todavía conservaba
en su poder, las buscó y leyó, hallando que casi eran inconexas y sibilíticas como las
del joven príncipe ruso. Prodigio de vaguedad, parecía que lo decían todo y no cedían
nada.
-Estilo de arpa eoliana- pensaba Julián-. En medio de un fárrago indigesto de
elevados pensamientos sobre la nada, la muerte, el infinito, etc., lo único que observo
de positivo es un terror abominable hacia el ridículo.
La escena y el monólogo que acabamos de transcribir se repitieron durante quince
días consecutivos. Dormirse copiando un comentario sobre el Apocalipsis, entregar al
día siguiente la carta con expresión melancólica, llevar el caballo a la cuadra con la
esperanza de vislumbrar el vestido de Matilde, trabajar durante el día, asistir a la
Ópera las noches que la mariscala no iba al palacio de los marqueses de la Mole, eran
LICHIEMBERG
GIRODET
La mariscala de Fervaques leyó sin gusto las primeras epístolas de Julián, pero no
tardó en aficionarse a ellas. Una cosa la desconsolaba.
-¡Lástima que ese señor Sorel no sea decididamente cura!se repetía con
frecuencia-. Podría yo entonces concederle cierta intimidad... Hoy, dada su condición
subalterna, no puedo... me expondría a que me hiciesen preguntas crueles, que no
sabría cómo contestar... Hasta sería posible que alguna amiga de mala intención
creyese y propalase que es algún primo mío, de la familia de mi padre... un
mercachifle condecorado por la Guardia nacional...
Hasta que conoció a Julián, el mayor placer de la virtuosa dama fue estampar la
palabra mariscala a continuación de su nombre. Nació en su pecho un poco de
interés, y a matarlo tendía su insana vanidad de plebeya encumbrada.
-¡Me sería tan fácil hacerle vicario general de cualquiera de las diócesis próximas
a París!- pensaba-. ¡Es horrible que se llame Sorel a secas, y sea, por añadidura,
secretario del marqués de la Mole!
Por primera vez en aquella alma, que lo temía todo, tenía cabida un sentimiento
extraño a sus pretensiones de rango y de superioridad social. Su viejo portero observó
que cada vez que ponía en sus manos una carta de aquel joven tan triste y tan guapo,
desaparecía la expresión de descontento que la mariscala daba deliberadamente a su
rostro cuando se presentaba ante ella cualquier individuo de su servidumbre.
El tedio consiguiente a una existencia consagrada a la obra de producir efecto en
el público, pero sin que el éxito proporcione goces reales al corazón, se había hecho
tan intolerable a la mariscala desde que Julián ocupaba un lugar en su pensamiento,
que bastaba que departiese una hora con nuestro héroe para que sus doncellas
tuvieran la seguridad de que no serían regañadas por ella en todo el día. La influencia
de Julián crecía tan lozana, que resistió sin daño el embate de algunos anónimos
admirablemente redactados. En vano Tanbeau sirvió dos o tres calumnias diabólicas a
los señores de Croisenois, de Luz y de Caylus; en vano éstos se encargaron de
propalarlas, sin tomarse la molestia de comprobar la exactitud de sus acusaciones: la
La escena que dejamos reseñada, escena de interés inmenso, dejó a Julián más
maravillado que feliz. Las injurias de Matilde fueron para él demostración palmaria
de las excelencias de la política preconizada por el príncipe ruso.
-Hablar poco y obrar poco; en esto estriba mi esperanza única de salvación- se
dijo Julián.
Nuestro amigo levantó a Matilde, la colocó sobre el diván, y continuó mudo y
severo como una esfinge.
Repuesta Matilde de su desvanecimiento, comenzó a derramar copiosas lágrimas.
Tomó en sus manos las cartas, las sacó de sus sobres y no pudo contener un
movimiento nervioso cuando reconoció la letra de la mariscala. Daba vueltas a las
cartas sin atreverse a leerlas; casi todas ellas tenían seis carillas.
-¡Contéstame, por favor!- exclamó al fin Matilde, con voz suplicante, pero sin
osar mirar a Julián-. Sabes muy bien que soy orgullosa... ¡Ah! ¡El orgullo es mi
desgracia, lo confieso! ¿Me ha robado la mariscala de Fervaques tu corazón? ¿Ha
hecho por ti todos los sacrificios que hice yo, arrastrada por mi fatal amor?
Julián no contestó: su rostro se ensombreció al pensar:
-¿Con qué derecho me pide una indiscreción indigna de un hombre honrado?
Quiso leer las cartas Matilde, pero las lágrimas que llenaban sus ojos lo
impidieron.
Un mes hacía que sufría horriblemente, pero su alma altanera se resistía a
confesar sus sentimientos. Si sobrevino la explosión que estamos viendo, fue obra de
la casualidad, que hizo que los celos y el amor, agudizados como consecuencia de un
incidente fortuito, ahogasen su orgullo.
Estaba sentada en el diván, muy cerca del hombre que la adoraba; veía éste sus
sedosos cabellos, su cuello alabastrino, y llegó un momento en que, olvidado de su
política, pasó su brazo alrededor de su talle y la atrajo hacia sí.
Matilde volvió lentamente la cabeza... ¡Qué dolor tan vivo reflejaban sus ojos!
¡Casi era imposible reconocer su fisonomía habitual! Julián comprendió que sus
fuerzas le abandonaban, que le era imposible llevar más adelante el acto de valor
BARNAVE
Julián subió corriendo al palco ocupado por las señoras de la Mole. Sus ojos buscaron
ansiosos a Matilde, que lloraba sin tomarse la molestia de disimularlo. Acompañaban
a la marquesa y a su hija la amiga que les ofreciera el palco y algunos caballeros
conocidos de la última. Matilde, perdido el temor a su madre, puso su mano en las de
Julián, y con voz ahogada por las lágrimas, pronunció la palabra siguiente:
-¡Garantías!
-Dadme fuerzas para poner un candado a mis labios, ¡Dios mío!- se dijo Julián,
cubriéndose los ojos con la mano, cual si desease defenderlos de la luz que inundaba
los palcos terceros- Si pronuncio una palabra, revelaré mi emoción, me venderá el
sonido de mi voz y probablemente me perderé.
Gran violencia le costó; hubo de sufrir combates tan recios como los que le
despedazaron el alma aquella mañana; pero no habló.
Terminada la función, la marquesa quiso llevar en su coche a Julián.
Afortunadamente le hizo sentar frente a ella y le habló durante todo el trayecto,
impidiendo que pudiera dirigir una palabra a su hija.
¿Será preciso decir que, no bien se encontró solo en su habitación, cayó de
rodillas y cubrió de besos las cartas de amor que le diera el príncipe Korasoff?
-¡Oh, amigo providencial!- exclamaba en su locura-. ¡Hombre superior!...
¡Cuánto te debo!
Gradualmente recobró la calma. Se comparó al general que acaba de obtener un
triunfo glorioso.
-La ventaja es cierta, positiva, inmensa- se decía-. ¿Pero qué sucederá mañana?
En un minuto puedo perderlo todo.
Con movimiento apasionado abrió las Memorias dictadas por Napoleón en Santa
Elena, y pasó dos horas engolfado en su lectura. Sólo sus ojos leían, es cierto, pero
conseguía su objeto, que era violentarse. Durante aquella lectura verdaderamente
singular, su cabeza y su corazón, puestos al nivel de cuanto hay de más elevado,
trabajan activamente.
BEAUMARCHAIS
Refiere un viajero inglés que vivía en intimidad perfecta con un tigre. Mimaba y
acariciaba a la fiera pero siempre tenía al alcance de su mano una pistola amartillada.
Algo parecido hacía Julián. Jamás se abandonaba al exceso de su dicha, fuera de
los momentos que Matilde no podía leer la expresión de sus ojos, y con exactitud
matemática cumplía el penoso deber que se había impuesto de dirigirle alguna frase
dura. Cuando la dulzura de Matilde, que le producía vivo asombro, dicho sea de paso,
y su abnegación absoluta, ponían en peligro el dominio que sobre sí mismo ejercía,
tenía el valor de separarse bruscamente de ella.
Matilde amaba por vez primera.
La vida, que para ella se arrastró siempre a paso de tortuga, volaba ahora
vertiginosamente.
Como su orgullo tenía forzosamente que buscarse alguna salida, traducíase en un
desprecio temerario a todos los peligros que su pasión podía lanzar sobre su cabeza.
El único que daba pruebas de prudencia era Julián. Matilde se rebelaba contra su
voluntad cuando la amagaba algún peligro; fuera de ese caso, su sumisión era
ejemplar; pero la que con respecto a Julián era obediente y humilde, trataba con la
mayor altanería a todos los demás de la casa, fueran sus padres, fueran los criados.
En las tertulias, delante de sesenta personas, llamaba a Julián y hablaba con él a
solas durante mucho tiempo.
Un día que Tanbeau se atrevió a colocarse cerca de los amantes, Matilde le rogó
que fuese a la biblioteca y le trajese el tomo de la obra de Smolet que trata de la
revolución de 1688, y como advirtiera en aquel cierta vacilación, añadió, con
expresión de ultrajante altanería, que fue un bálsamo para el alma de Julián:
-No tenga usted prisa: puede tomarse todo el tiempo que quiera.
-¿Has reparado en la mirada de esa fierecilla?- preguntó Julián a Matilde.
-Si su tío no llevara diez o doce años de servicio en nuestros salones, ahora
mismo le mandaba echar a la calle.
Su actitud con respecto a Croisenois, Luz, etc., aunque correcta y fina en la
forma, no era menos insultante en el fondo. Matilde se echaba en cara las
imprudentes confidencias hechas en otro tiempo a Julián, que lamentaba tanto más
MIRABEAU
Julián encontró furioso al marqués. Por primera vez en su vida, aquel gran señor, tan
fino, tan irreprochable, perdió, como suele decirse, los estribos, habló con términos
groseros, disparó sobre Julián todas las atrocidades que se le vinieron a la boca. Sus
injurias desconcertaron a nuestro héroe, le impacientaron, mas sin llegar a quebrantar
su reconocimiento.
-¡Pobre señor!- pensaba Julián-. ¡Qué de hermosos proyectos, largos años
acariciados, ve desvanecidos, por culpa mía, en este instante!
Comprendió nuestro amigo que debía responder al marqués, que su silencio
encendería más y más su cólera, y buscó en el papel de Tartufo la inspiración de su
respuesta.
-¡No soy un ángel, señor!... Le he servido bien, usted me ha pagado con
generosidad... mi gratitud era grande, grande mi respeto... ¡pero tengo veintidós años,
señor! En esta casa, solamente usted sabía comprenderme; usted y su encantadora
hija...
-¡Monstruo!- bramó el marqués-. ¡Encantadora!... ¡Encantadora!... ¡El día que la
encontró usted encantadora debió huir, poner tierra por medio!
-Lo intenté; recordará usted que le pedí permiso para ir al Languedoc.
Cansado de pasear su furor, domado por la inmensidad de su dolor, el marqués se
dejó caer sobre un sillón. Julián oyó que murmuraba a media voz:
-No es un mal hombre...
-¡No, señor marqués! ¡Para usted no soy malo, no puedo serlo!- exclamó Julián
cayendo de rodillas.
El marqués estaba realmente loco. El movimiento de Julián le exasperó en tales
términos, que vomitó sobre aquel un torrente de injurias las más atroces, injurias
dignas de un cochero. La variedad de sus juramentos y maldiciones parecía distraerle:
El Globo
Matilde leyó la carta con estupefacción. La frase ignoro qué es tu Julián le hizo
cavilar mucho, pero, al fin, su imaginación se llenó de suposiciones las más
encantadoras.
-El espíritu de mi Julián no se ha engalanado con el uniforme mezquino de los
salones, y mi padre no cree en su superioridad, a causa precisamente de que aquel la
demuestra... Pero es el caso que, si no obedezco, si no me doblego ante este nuevo
capricho, veo la posibilidad de una escena pública, de un rompimiento que rebajara
mi posición en el mundo y podría también influir en las disposiciones de Julián. El
rompimiento traería aparejados diez años de pobreza... y solamente el brillo de la
opulencia puede librarme del ridículo de haber escogido un marido cuyo caudal único
es el mérito. Si vivo lejos de mi padre, es muy probable que éste concluya por
olvidarme... Norberto casará con una mujer afable y diestra, y... El viejo Luis XIV fue
seducido por la duquesa de Borgoña...
Resolvió obedecer, pero se guardó muy mucho de comunicar la carta de su padre
a Julián, de cuyo carácter brusco temía cualquier locura.
MIRABEAU
Absorto, sumido Julián en sus reflexiones, sólo a medias respondía a las ternuras de
Matilde. Nunca pareció a ésta tan grande, tan adorable.
Casi todas las mañanas veía Matilde al cura Pirard cuando entraba en el palacio
de su padre. ¿No era posible que Julián, cuya seriedad aumentaba de día en día,
hubiese conseguido penetrar, merced a aquel, las intenciones del marqués? ¿Le habría
escrito directamente éste, en un momento de capricho? ¿Qué explicación tenía la
actitud severa de Julián, cuando lo natural era que estuviese satisfecho?
Matilde no se atrevía a preguntarle.
¡No se atrevía ella, Matilde! ¡Misterios del amor!
Amaneció el día siguiente al recibo del despacho del teniente. Muy temprano,
hizo alto junto a la casa del señor cura Pirard una silla de pasta.
-Aquí tienes veinte mil francos que te regala el señor marqués de la Mole- dijo el
sacerdote con severidad-. Desea que los gastes en un año, pero procurando hacer el
menor número de ridiculeces posible. Quiere también el señor marqués que se haga
constar que el señor Julián de La Vernaye, ha recibido esta suma de su padre, a quien
ninguna necesidad hay de designar con otro nombre. Tal vez el señor de La Vernaye
creerá conveniente hacer un regalo al señor Sorel, aserrador de Verrières quien cuidó
de su infancia... de cuya comisión podría encargarme yo mismo. He recabado del
señor marqués que transija en el pleito que sostiene contra el vicario general Frilair,
cuya influencia parece que es superior a la nuestra. Una de las condiciones tácitas de
la avenencia será el reconocimiento implícito de tu elevada estirpe, hecho par ese
hombre omnipotente que gobierna a Besançon.
Julián, en un transporte de alegría, abrazó al sacerdote.
-¡Fuera!- gritó el señor Pirard, rechazándole-. ¿Qué significa esta vanidad
mundana? ¿Tanto te seduce...? En cuanto al aserrador Sorel y a sus hijos, yo me
encargo de ofrecerles, como cosa mía, una pensión anual de quinientos francos a cada
uno, que percibirán mientras me satisfaga su conducta.
Julián había recobrado su actitud fría y altanera. Dio las gracias, pero con frases
muy vagas y sin comprometerse a nada.
-¿Será posible que mi padre fuera un gran señor, desterrado por el terrible
Julián quedó inmóvil; no veía. Cuando volvió poco en sí, vio que los fieles huían en
tropel del templo: hasta el sacerdote que celebraba la misa había abandonado el altar.
Julián siguió con paso lento a las mujeres que corrían lanzando gritos. Hubo una que,
en su carrera alocada, tropezó con él y le derribó. Al levantarse, una mano le aferró
por el cuello: era un gendarme, Instintivamente llevó la mano a las pistolas de
bolsillo, pero un segundo gendarme le sujetó los brazos.
Fue conducido a la cárcel, donde le dejaron solo después de esposarle. Oyó que
cerraban la puerta. Con tal rapidez se sucedieron los sucesos, que ni cuenta pudo
darse de ellos.
-¡Ahora sí que ha terminado todo!- se dijo Julián, cuando su mente pudo hilvanar
un pensamiento-. Dentro de quince días a la guillotina... si antes no me suicido.
No se encontraba en estado de reflexionar; sentía como si un círculo de hierro
apretujase con violencia su cabeza. Al cabo de breves minutos, quedó profundamente
dormido.
La herida que había recibido la señora de Rênal no era mortal. La primera bala
atravesó su sombrero sin herirla; volvió la cabeza al oír el primer disparo, a tiempo
que Julián disparaba la segunda pistola: el proyectil, después de fracturarle el hueso
del hombro, fue a dar contra una columna, de la que arrancó una porción de
fragmentos de piedra.
Cuando el cirujano, después de una cura larga y dolorosa, anunció a la señora de
Rênal que respondía de su curación, experimentó aquella profunda aflicción.
Hacía largo tiempo que deseaba sinceramente la muerte. La carta que su Confesor
le obligó a escribir al marqués de la Mole fue el golpe de gracia asestado a la infeliz
mujer, agobiada por una desgracia excesivamente persistente. Ocasionaba esa
desgracia, que ella llamaba remordimiento, la ausencia de Julián: de ello estaba
seguro su director espiritual, sacerdote joven recién llegado de Dijon, tan virtuoso
como lleno de fervor.
-Morir así no es pecado- pensaba la señora Rênal-. Dios me perdonará si mi
muerte me produce alegría.
Lo que no se atrevía a añadir la infeliz era que, morir a manos de Julián, era el
colmo de la dicha.
Después de enviar la carta anterior a su destino, fue cuando Julián, algún tanto
vuelto en sí, se sintió más desgraciado, que nunca. Todas sus esperanzas, todas sus
ambiciones, desaparecían una tras otra de su alma, arrancadas despiadadamente por
una sola palabra: Moriré. A decir verdad, nada tenía de horrible la muerte para quien,
como Julián, había vivido una vida que no fue otra cosa que una preparación para la
desgracia, con la circunstancia de no haber olvidado, ni excluido nunca lo que pasa
por ser la mayor de todas.
-¡Pues qué!- se decía-. Si dentro de sesenta días hubiese de batirme en duelo con
un adversario más diestro que yo en el manejo de las armas, ¿por ventura- tendría la
debilidad de pensar a todas horas, y con el espanto en el alma, en el lance?
Muchas horas dedicó a la tarea difícil de conocerse bien; y cuando consiguió leer
claro en el fondo de su alma, y la verdad se destacó luminosa y precisa, pensó en sus
remordimientos.
-¿Por qué he de tenerlos?- se preguntaba-. Me han ofendido de la manera más
atroz. He asesinado y merezco la muerte; nada más; muero dejando liquidadas mis
cuentas con la humanidad. No dejo obligación alguna sin cumplir, y mi muerte nada
tendrá de vergonzoso... como no sea el instrumento que ha de producirla...; éste, sí, es
verdad, me llenará de ignominia a los ojos de los ignorantes de Verrières. Me queda
un medio de dejar entre ellos fama de grande, y es ir al patíbulo arrojando a las turbas
puñados de monedas de oro. Mi memoria, unida a la idea del oro, será tan brillante
como éste.
Después de este razonamiento pensó Julián que nada tenía que hacer sobre la
tierra, y se durmió profundamente.
Serían las nueve de la noche cuando le despertó el carcelero: le llevaba la cena.
-¿Qué se dice por Verrières?- preguntó el preso.
-Señor Julián, el juramento que sobre un crucifijo presté el día que me honraron
con el cargo que desempeño me obliga a guardar silencio. Tal fue la contestación del
carcelero, quien calló, pero no se fue. Aquella hipocresía vulgar divirtió a Julián. -
¡Quiero hacerle esperar largo rato! los cinco francos que desea que le ofrezca como
precio de su conciencia- se dijo.
Cuando vio el carcelero que Julián ponía fin a la cena sin hacer la menor tentativa
de seducción, dijo con acento tan dulce como falso:
STERNE
SCHILLER
GOETHE
SAINTE-BEUVE
Llegó el día tan temido por la señora de Rênal y por Matilde. El aspecto extraño que
ofrecía la ciudad acrecentaba su terror e impresionaba vivamente a Fouqué, no
obstante el temple de su alma. La provincia en peso había acudido a Besançon para
asistir a la vista de aquella causa romántica.
Fondas y posadas estaban llenas de forasteros. El presidente de la Sala no podía
satisfacer la enorme demanda de invitaciones, pues todas las damas de la ciudad
querían asistir a la vista. Por las calles se vendía a grito herido el retrato de Julián.
Guardaba Matilde, para utilizarla en aquel momento supremo, una carta autógrafa
del señor obispo de... Aquel prelado, que dirigía la Iglesia de Francia, se dignaba
solicitar la absolución de Julián. La víspera de la vista, Matilde había llevado la carta
en cuestión al omnipotente vicario general.
Al final de la entrevista, cuando Matilde se dispuso a retirarse, hecha un mar de
lágrimas, el señor Frilair, abandonando su reserva diplomática y casi conmovido,
dijo:
-Respondo del veredicto favorable del jurado. Entre las doce personas encargadas
de examinar si su protegido es culpable del crimen que se le imputa, y sobre todo, si
obró con premeditación, cuento con seis amigos que me lo deben todo, a los cuales he
hecho entender que de ellos depende mi elevación a la dignidad episcopal. El barón
de Valenod, a quien hice alcalde de Verrières, dispone en absoluto de dos de sus
administrados, los señores Moirod y Cholin. A decir verdad, la suerte nos ha
favorecido con dos jurados de cuidado, pero aunque pertenecen al campo ultra-