A La Pobreza

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A LA POBREZA, VIRUELAS

Los primeros pasos en la erradicación de la viruela, el mayor éxito en la historia


de la medicina, ofrecen lecciones valiosas sobre salud pública y la percepción
y gestión del riesgo.

La erradicación de la viruela es el mayor éxito de la historia de la medicina. En


su día, la enfermedad se cobró gran número de vidas –hasta 500 millones solo
en el siglo XX– y cegó y desfiguró a muchas más personas. Su objetivo preferido
eran los niños. Antaño, la probabilidad de contraer la enfermedad era de una
entre tres y la probabilidad de morir, caso de contagiarse, de una entre cinco.
La viruela, sin embargo, dejó de existir. En 1980, la Organización Mundial de la
Salud la declaró erradicada, convirtiéndose así en la única enfermedad
infecciosa humana que se ha logrado eliminar por completo.

El último caso aparecido de forma natural se registró en Somalia en 1977 y la


última muerte, en 1978, cuando la liberación accidental del virus en la facultad
de Medicina de la Universidad de Birmingham acabó con la vida de una
empleada de la institución. La vacunación sistemática finalizó a principios de
la década de los setenta tanto en Reino Unido como en Estados Unidos. Sin
embargo, en junio de 2001, el gobierno estadounidense empezó a tomarse en
serio el bioterrorismo y puso en marcha una sofisticada operación, llamada
Invierno Oscuro, para simular una respuesta coordinada a un ataque biológico
con virus de la viruela. Tras los atentados del 11-S, se movilizaron
preventivamente los organismos federales responsables de responder a un
ataque con virus de la viruela. El Centro para el Control de Enfermedades
afirma que la Reserva Estratégica Nacional cuenta con dosis suficientes para
vacunar a toda la población estadounidense.

EL LARGO CAMINO DE LA INMUNIZACIÓN

En el siglo XVIII, era vox populi que las lecheras que ordeñaban las vacas
contraían la viruela bovina –mucho más leve–, pero rara vez la humana.
Edward Jenner, médico inglés del condado de Gloucestershire, estaba al tanto
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de ello; gracias a él llegó el principio del fin de la enfermedad, cuando en 1796


inoculó a un niño de ocho años el pus extraído de una pústula de la mano de
una lechera que había contraído la viruela bovina. Durante los siguientes
meses, Jenner expuso al niño en repetidas ocasiones al virus de la viruela
humana, pero este no enfermó: parecía estar protegido. El procedimiento
recibió en inglés el nombre de vaccination, por el nombre latino del virus de la
viruela bovina, variolae vaccinae, es decir, “viruela vacuna”. Años después,
Louis Pasteur decidió que todo tipo de inoculación debía llamarse, en honor a
Jenner, “vacunación”, aunque no tuviera nada que ver con las vacas.

El método de Jenner consistía en inocular el virus de la viruela bovina para


evitar el contagio de la viruela. El Parlamento británico decretó la vacunación
gratuita en 1840 y la hizo obligatoria en 1853. La historia del triunfo de la
ciencia médica sobre la temible enfermedad comienza tradicionalmente en
Jenner. Este, no obstante, llevó a cabo también una gran cantidad de prácticas
médicas distintas a la vacunación, pero relacionadas con ella. La vacunación,
en efecto, era un tipo de “inoculación”. Esta práctica, mucho más antigua,
tenía como objetivo provocar en el paciente cierta variante de la enfermedad,
y, en el caso de la viruela, se la conocía como “variolización”: se extraía una
pequeña cantidad de pus de alguna de las lesiones de un contagiado y se
inoculaba bajo la piel del paciente. Este contraía la viruela pero, si el
procedimiento funcionaba como debía, no sufría la forma confluente o
maligna de la enfermedad, en la que el cuerpo se cubría de pústulas y
aparecían, asimismo, dolorosas ampollas en esófago, hígado y bazo. El
paciente no sufría septicemia ni insuficiencia de órganos y se evitaba la posible
muerte agónica.

La historia oficial de la variolización es un pastiche de ciencia médica británica


y orientalismo. En 1717, la poeta y crítica lady Mary Wortley Montagu viajó a
Constantinopla con su esposo, el entonces embajador británico ante la
Sublime Puerta. Esta se enteró de que algunas ancianas griegas de fe cristiana
hacían lo que se conocía como “injertos”: los turcos aceptaban infectarse
deliberadamente con pus de viruela. Era un procedimiento rápido, que a veces
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se llevaba a cabo en un ambiente festivo. A continuación, había un breve


periodo de recuperación, durante el cual los pacientes se sometían a una dieta
vegetariana.

Montagu calculó que el riesgo era asumible y quiso inocular a su propio hijo,
de cinco años, para lo que pidió ayuda al médico de la embajada, de origen
escocés, y a una experimentada curandera griega. Al médico le ponía nervioso
la aguja oxidada y poco aguzada de la curandera, así que decidió hacerse cargo
y realizó la intervención él mismo. El procedimiento transcurrió sin problemas.
Montagu escribió a sus amigos sobre lo ocurrido y la técnica de la inoculación
era ya la comidilla en Londres a su regreso, en 1719.

De hecho, cuando los médicos británicos conocieron lo que hacían los turcos
para prevenir la viruela, la variolización no era una práctica nueva ni se
encuadraba tampoco en la ciencia occidental. Los chinos llevaban siglos
aspirando por la nariz el polvo resultante de moler las costras de las pústulas
de viruela, una vez secas, y los árabes introducían pus procedente de las llagas
de un enfermo bajo la piel de la persona a quien querían proteger. La
inoculación era práctica común en muchas zonas del norte de África y África
subsahariana. En Boston, la inoculación empezó a practicarse durante un brote
de viruela en 1721, gracias al consejo del pastor puritano Cotton Mather, quien
supo de ello por boca de su esclavo recién adquirido: “Mi negro Onésimo, que
es un tipo bastante inteligente”, según sus propias palabras. Los brahmanes
de la India llevaban cientos de años recurriendo a la inoculación. Esta había
llegado a Constantinopla apenas unas décadas antes de la visita de Montagu,
llevada por comerciantes circasianos y georgianos, que podrían haberla
conocido en Oriente o en África. Entrado el siglo XVII, empezaron a llegar
noticias de prácticas médicas similares en Dinamarca, Suiza y Polonia, y la
inoculación era ya un remedio popular en el condado litoral de Pembrokeshire,
en Gales.

A partir de ese momento, tomó el mando la élite médica de la capital británica,


con la intención de occidentalizar la técnica. Su principal “mejora” consistió en
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sustituir el rápido y sencillo procedimiento conocido por Montagu en


Constantinopla por una elaborada técnica que requería mucho tiempo,
prohibía las bebidas alcohólicas y exigía sangrías, laxantes y otros tratamientos
que se prolongaban semanas tras la inoculación. Había también
recomendaciones morales: se aconsejaba a los pacientes que fueran
moderados, tranquilos, alegres y no tuvieran miedo. Los primeros
inoculadores británicos evaluaban el estado mental y físico de los pacientes,
pues en su opinión había más posibilidades de que los resultados fueran
positivos si el paciente gozaba de buena salud física y mental. Si se detectaba
algún desequilibrio entre cuerpo y mente en el paciente, o estos eran impuros,
lo más probable era que la inoculación no diera resultado.

«Las clases altas acabaron por adoptar la inoculación,


pero no sin antes ensayarla en las clases más bajas,
como reclusos o huérfanos»

Los objetores religiosos afirmaban que correspondía solo a Dios infligir


enfermedades; a algunos les preocupaba el riesgo de muerte accidental; otros
estaban más o menos satisfechos de que el procedimiento conllevara riesgos
reducidos, pero no querían enfrentarse a la posibilidad de cargar en su
conciencia con la muerte de un niño. De cualquier modo, Montagu y sus
colaboradores médicos se empeñaron mucho en poner de moda la
inoculación. La aristócrata decidió inocular también a su hija de tres años;
asistieron al procedimiento varios médicos de prestigio.

Los nobles terminaron por adoptar la inoculación y, tras ellos, los


terratenientes y la burguesía más acaudalada. Sin embargo, aquellos cuyas
vidas “importaban” querían garantías de seguridad y eficacia en la inoculación,
por lo que primero se ensayó en aquellos cuyas vidas no importaban tanto,
quienes hicieron las veces de conejillos de indias sin dar su consentimiento ni
recibir información alguna. En la prisión de Newgate, seis reclusos se
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presentaron voluntarios y dispuestos a ser inoculados, a cambio, eso sí, de que


se les conmutara la pena de muerte o se les trasladase de penitenciaría. Este
experimento sí se realizó debidamente y fue considerado un éxito. A
continuación, para tranquilizar a los príncipes de Gales, se buscó a otros seis
voluntarios forzosos, esta vez huérfanos, que fueron inoculados con éxito y
mostrados al público en una casa del Soho.

La demanda de inoculación no tardó en verse espoleada por consideraciones


económicas de peso. Un rostro femenino lleno de marcas reducía su valor en
el mercado matrimonial. En los mercados de esclavos norteamericanos, la
supervivencia a la viruela o la inoculación elevaba el valor del esclavo. En el
servicio doméstico de las islas británicas, haber pasado la viruela o haberse
inoculado contaban como cualificaciones de interés, pues la familia del
empleador se sabía así protegida. En las parroquias, los pastores se dieron
cuenta de que la viruela de los pobres era un riesgo para los ricos, y afectaba
negativamente tanto a la salud de los burgueses como a la disponibilidad de
mano de obra. Además del interés económico, la ética cuáquera y el altruismo
general movieron también a ofrecer la inoculación gratuita a las clases
trabajadoras.

La inoculación en Occidente comenzó en Londres y Boston. Sin embargo, la


estandarización, difusión y normalización se concretaron en las provincias,
gracias principalmente a la labor de un médico del condado de Suffolk llamado
Robert Sutton y, sobre todo, a Daniel Sutton (1735-1819), el segundo de sus
seis hijos. Los Sutton industrializaron la práctica de la inoculación de la viruela
y la convirtieron en un negocio. Daniel protagoniza un reciente ensayo de
Gavin Weightman que recupera esa historia no contada y ensalza a Sutton hijo
como héroe a la sombra de los logros posteriores de Jenner.

The Great Inoculator: The Untold History of Daniel Sutton and his
Medical Revolution
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Gavin Weightman
Yale University Press, 2020

The Great Inoculator es una obra breve, algo repetitiva y a veces deslavazada,
pero que cuenta muy bien algunas cosas: presenta la variolización como algo
más que una torpe técnica precursora de la de Jenner y relata, de manera
tangencial, una intrigante y evocadora historia sobre la percepción y gestión
del riesgo. En definitiva, retrata la inoculación como un capítulo de cierto peso
en la historia económica y empresarial de Reino Unido, haciendo un uso
elocuente de los anuncios al respecto en la prensa provincial.

Robert Sutton fundó una empresa familiar, pero padre e hijo discutieron y, a
principios de la década de 1760, este emprendió su camino. Se instaló en un
pueblo cercano del condado de Essex, desde donde inoculó a decenas de miles
de pacientes, haciendo giras por los alrededores con su equipo y tendiendo un
importante flujo comercial con Londres. Lo que se dio en conocer como
“método suttoniano” fue logro suyo, y se consideró un éxito asombroso. En la
década de 1770, era ya ampliamente aceptado que la inoculación suttoniana
era eficaz y segura y Sutton se autoproclamó the pocky Doctor (algo así como
“el doctor viruela”).

La inoculación suttoniana era sencilla, al menos en algunas formas. El


elaborado método de preparación se simplificó, la dieta se relajó y la
cuarentena dejó de ser obligatoria; es más, se animaba al paciente a salir al
aire libre. Además, se hizo una diferenciación de productos: para los pacientes
de alcurnia, Sutton ofrecía esmeradas atenciones, al estilo de un balneario, en
casas al efecto.

La fragmentación del mercado y la fijación de precios para cada nicho fueron


importantes factores del éxito empresarial de Sutton, aunque también influyó
el control del suministro. Daniel creó un sistema de franquicias por el que más
de 50 socios en todo Reino Unido y el extranjero podían publicitar el uso del
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“sistema Sutton”, siempre y cuando pagaran las tasas por los compuestos
preparados por él, le hicieran llegar una parte de sus ganancias y no desvelasen
sus secretos comerciales. El control era especialmente importante, pues casi
cualquiera podía establecerse como inoculador. De hecho, así sucedió. Sutton
persiguió incansablemente a sus competidores –entre ellos, su suegro y un
hermano menor– haciendo ver que el auténtico método suttoniano
funcionaba gracias a varios secretos, muy bien guardados, a los que solo tenían
acceso él y sus socios. Sus competidores trataron de desvelar estos secretos,
abalanzándose ocasionalmente sobre los pacientes de Sutton para
interrogarlos sobre sus experiencias.

Tras obtener pingües ganancias, Sutton trasladó su consulta de Essex a Londres


y se instaló en Kensington Gore, en una casa que llamó, como no podía ser de
otro modo, Sutton House. En 1764, tuvo unos ingresos de 6.300 guineas —el
equivalente a 1,2 millones de dólares de hoy día– y, una vez hecha su fortuna,
se dedicó a conseguir que lo hicieran noble. Con su carácter solemne,
pomposo y pendenciero, presionó a los heraldistas para que le otorgasen un
escudo de armas familiar, “para establecerme en el linaje y la alcurnia que
siempre he deseado”, según sus palabras. Tras una larga y onerosa campaña,
Sutton finalmente consiguió su blasón y, a partir de entonces, rara vez
desaprovechó la oportunidad de llamar la atención sobre su condición
aristocrática. En 1796, a los 61 años, decidió desvelar los secretos de su
método. Aunque, en realidad, no fue tanto así: el libro de casos y “teoría” en
el que afirmaba contarlo todo se titulaba The Inoculator (el inoculador) y era
más un texto autocelebratorio que médico.

«Se acumulaban las pruebas sobre la seguridad y


eficacia de la vacuna, pero la ciencia nunca acabó del
todo con las reticencias de algunos»
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Por aquel entonces, prácticamente todos los médicos seguía el método


suttoniano, o eso afirmaban o creían. No había razón para que los clientes
pagaran por el original cuando podían obtener un tratamiento más barato y –
en apariencia al menos– igualmente eficaz. En paralelo a estas disidencias,
emergió entre los responsables políticos la preocupación de que, si bien la
variolización no era peligrosa para los pacientes, al no haberse universalizado
–lo cual era imposible–, el resto seguía viviendo bajo la amenaza de la
enfermedad.

La vacunación de Edward Jenner acabó imponiéndose a la variolización, pero


Weightman señala con acierto que la victoria no fue rápida y tampoco fácil.
Jenner ofrecía un nuevo procedimiento por el que no se contraía la viruela, no
presentaba riesgos importantes, no requería preparación ni cuidados
posteriores y, además, prometía una protección duradera, sin convertir al
paciente en un peligro infeccioso para los demás. Sin embargo, muchos
británicos seguían prefiriendo la variolización.

Sutton vivió más de dos décadas tras el descubrimiento de Jenner, pero la


variolización le sobrevivió y continuó satisfaciendo la demanda de los
consumidores británicos durante algún tiempo. Parte de la historia tenía que
ver con la confianza: la variolización fue rechazada en su día por sus orígenes
orientales, aunque hacía tiempo que se había convertido en un producto
nacional. La vacunación era algo nuevo y la costumbre no había suavizado
todavía el filo cortante del riesgo percibido

ENTRE LA EVIDENCIA Y LA DESCONFIANZA

En cualquier caso, mucho antes de que existiera una ciencia llamada


inmunología, la valla que separaba el yo y el no yo corporales estaba
culturalmente electrificada. La viruela bovina procedía del ganado y la
vacunación consistía en la introducción en el cuerpo de material procedente
de una forma de vida ajena. Se extendió la inquietud por terminar convertido
en vaca (mucha gente lo creía en serio). Se temía, además, que la vacunación
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transmitiera otras enfermedades animales, aparte de la viruela bovina, pero lo


que perduró entre los escépticos de las vacunas hasta finales del siglo XIX fue
el riesgo de que terminaran saliéndote cuernos y ubres. Durante un brote de
viruela acaecido en la década de 1890 en Gloucestershire, el condado donde
había nacido Jenner, algunas familias se opusieron a la vacunación con el
objetivo de evitar que “se metiera un animal dentro de sus hijos”. Los primeros
“objetores de conciencia” de la historia no se opusieron a la guerra, sino a la
vacunación forzosa.

Presos de Newgate, huérfanos de Londres y miles de desheredados fueron


obligados a someterse a la variolización, pero esta práctica prosperó, en su
mayor parte, como una opción más de las que ofrecía la medicina del siglo
XVIII. No pasó mucho tiempo desde el descubrimiento de Jenner hasta que
empezó a hablarse de vacunación obligatoria y, finalmente, se legislara al
respecto: primero, la prohibición de la variolización y, luego, la vacunación
obligada. Se acumulaban las pruebas que demostraban la seguridad y eficacia
de la vacuna, pero la ciencia nunca acabó del todo con las reticencias de
algunos y, aunque la obligatoriedad tenía cada vez más sentido desde el punto
de vista médico, la capacidad de la vacuna para fijar estándares políticos y
morales era limitada.

Los debates que se dieron entre los siglos XVIII y XIX sobre la variolización y la
vacunación permitieron contrastar salud pública y riesgos para el individuo. La
gestión de la sanidad pública no puede inhibirse de esas tensiones ni existe un
camino directo y libre de obstáculos desde la evidencia científica hasta la toma
de decisiones apropiadas. En una economía de mercado, no es fácil negar la
virtud de la elección individual. En efecto, en los primeros debates
parlamentarios celebrados en Reino Unido al respecto de la prevención de la
viruela, un orador se opuso a la propuesta de prohibir la variolización: “Entre
los privilegios de los ingleses libres sigue figurando la libertad de escoger la
opción incorrecta”, afirmó.

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