A La Pobreza
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A La Pobreza
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A LA POBREZA, VIRUELAS
En el siglo XVIII, era vox populi que las lecheras que ordeñaban las vacas
contraían la viruela bovina –mucho más leve–, pero rara vez la humana.
Edward Jenner, médico inglés del condado de Gloucestershire, estaba al tanto
Revista Política Exterior
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Montagu calculó que el riesgo era asumible y quiso inocular a su propio hijo,
de cinco años, para lo que pidió ayuda al médico de la embajada, de origen
escocés, y a una experimentada curandera griega. Al médico le ponía nervioso
la aguja oxidada y poco aguzada de la curandera, así que decidió hacerse cargo
y realizó la intervención él mismo. El procedimiento transcurrió sin problemas.
Montagu escribió a sus amigos sobre lo ocurrido y la técnica de la inoculación
era ya la comidilla en Londres a su regreso, en 1719.
De hecho, cuando los médicos británicos conocieron lo que hacían los turcos
para prevenir la viruela, la variolización no era una práctica nueva ni se
encuadraba tampoco en la ciencia occidental. Los chinos llevaban siglos
aspirando por la nariz el polvo resultante de moler las costras de las pústulas
de viruela, una vez secas, y los árabes introducían pus procedente de las llagas
de un enfermo bajo la piel de la persona a quien querían proteger. La
inoculación era práctica común en muchas zonas del norte de África y África
subsahariana. En Boston, la inoculación empezó a practicarse durante un brote
de viruela en 1721, gracias al consejo del pastor puritano Cotton Mather, quien
supo de ello por boca de su esclavo recién adquirido: “Mi negro Onésimo, que
es un tipo bastante inteligente”, según sus propias palabras. Los brahmanes
de la India llevaban cientos de años recurriendo a la inoculación. Esta había
llegado a Constantinopla apenas unas décadas antes de la visita de Montagu,
llevada por comerciantes circasianos y georgianos, que podrían haberla
conocido en Oriente o en África. Entrado el siglo XVII, empezaron a llegar
noticias de prácticas médicas similares en Dinamarca, Suiza y Polonia, y la
inoculación era ya un remedio popular en el condado litoral de Pembrokeshire,
en Gales.
The Great Inoculator: The Untold History of Daniel Sutton and his
Medical Revolution
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Gavin Weightman
Yale University Press, 2020
The Great Inoculator es una obra breve, algo repetitiva y a veces deslavazada,
pero que cuenta muy bien algunas cosas: presenta la variolización como algo
más que una torpe técnica precursora de la de Jenner y relata, de manera
tangencial, una intrigante y evocadora historia sobre la percepción y gestión
del riesgo. En definitiva, retrata la inoculación como un capítulo de cierto peso
en la historia económica y empresarial de Reino Unido, haciendo un uso
elocuente de los anuncios al respecto en la prensa provincial.
Robert Sutton fundó una empresa familiar, pero padre e hijo discutieron y, a
principios de la década de 1760, este emprendió su camino. Se instaló en un
pueblo cercano del condado de Essex, desde donde inoculó a decenas de miles
de pacientes, haciendo giras por los alrededores con su equipo y tendiendo un
importante flujo comercial con Londres. Lo que se dio en conocer como
“método suttoniano” fue logro suyo, y se consideró un éxito asombroso. En la
década de 1770, era ya ampliamente aceptado que la inoculación suttoniana
era eficaz y segura y Sutton se autoproclamó the pocky Doctor (algo así como
“el doctor viruela”).
“sistema Sutton”, siempre y cuando pagaran las tasas por los compuestos
preparados por él, le hicieran llegar una parte de sus ganancias y no desvelasen
sus secretos comerciales. El control era especialmente importante, pues casi
cualquiera podía establecerse como inoculador. De hecho, así sucedió. Sutton
persiguió incansablemente a sus competidores –entre ellos, su suegro y un
hermano menor– haciendo ver que el auténtico método suttoniano
funcionaba gracias a varios secretos, muy bien guardados, a los que solo tenían
acceso él y sus socios. Sus competidores trataron de desvelar estos secretos,
abalanzándose ocasionalmente sobre los pacientes de Sutton para
interrogarlos sobre sus experiencias.
Los debates que se dieron entre los siglos XVIII y XIX sobre la variolización y la
vacunación permitieron contrastar salud pública y riesgos para el individuo. La
gestión de la sanidad pública no puede inhibirse de esas tensiones ni existe un
camino directo y libre de obstáculos desde la evidencia científica hasta la toma
de decisiones apropiadas. En una economía de mercado, no es fácil negar la
virtud de la elección individual. En efecto, en los primeros debates
parlamentarios celebrados en Reino Unido al respecto de la prevención de la
viruela, un orador se opuso a la propuesta de prohibir la variolización: “Entre
los privilegios de los ingleses libres sigue figurando la libertad de escoger la
opción incorrecta”, afirmó.