04 Serie Floreros y Canallas - Lirios para Un Canalla

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©Lune
Noir, 2021
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del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Imagen de portada: freepik; shutterstock.
En medio del odio, descubrí que había, dentro de mí, un
amor invencible. En medio de lágrimas, descubrí que había,
dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos,
descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di
cuenta, a pesar de todo eso… En medio del invierno, descubrí
que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace
feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo
empuja contra mí; dentro de mí hay algo más fuerte, algo
mejor, empujando de vuelta.
Albert Camus-
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
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Tú, mi deuda pendiente
Serie Señoritas Americanas
Serie Señoritas británicas
Serie Familia Evans
Serie Floreros y Canallas
Contemporáneo
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Cuentas de Lune Noir
Capítulo 1

Inglaterra 1871.

El dolor de espalda no importaba, las manos acalambradas


tampoco y la suciedad mucho menos. Jana White, viuda de
Anderson, no se detendría por nada en el mundo. El invierno
era la estación más esperada del año por ella, no solo porque le
agradaba el frío y amaba la nieve, sino también porque era el
momento idóneo para plantar los bulbos de lirios, sus flores
preferidas.
—Jana —interrumpió Agnes la tarea—, ¿puedes levantar
la mirada un segundo?
La aludida alzó la cabeza, sintió crujir las cervicales. La
figura de su amiga y socia se recortó sobre un manto gris, el
viento jugaba con los mechones castaños de la mujer y hacía
ondear su falda sin miriñaque. Notó algo más… era la única
alma en el campo de flores que circundaba las instalaciones de
Cuatro Flores, la empresa fundada por las cuatro amigas:
Agnes, Natalie, Lindsay y Jana.
—Lo siento, perdí la noción del tiempo.
—Y del clima —remarcó Agnes—. Con Bastien nos
marchamos de inmediato, ven, te llevamos a tu casa en nuestro
coche, no nos tenemos que desviar demasiado.
—Vine en mi calesa.
—¿Sabes la diferencia entre una calesa y un carruaje? —
preguntó Agnes Holland de Tremblay, con marcado sarcasmo.
Era un rasgo propio de su carácter, al igual que en Natalie
McAdam, actual lady Becket. Desde su matrimonio con el
honorable Bastien Tremblay, esa particularidad se había
profundizado, solo que a modo de humor y no de acritud.
Jana, absorta en sus pensamientos sobre lirios, no entendió
la verdadera intención de la pregunta:
—El tiraje de un solo caballo y que las calesas no son
completamente cerradas, ¿por qué lo preguntas? —Cogió un
bulbo de lirio y lo colocó con suavidad en el agujero de tierra
negra. Lo cubrió, humedeció la superficie; no pretendía ahogar
el bulbo ni tampoco dejar que la tierra se volara con el viento.
—¡Jana! —la reprendió.
—¿Qué?
—Esas nubes de allí no son amistosas, ¿sabes? Sin contar
con que lord Becket vino a buscar a Natalie hace una hora,
según él, sus huesos le indican que la tormenta será cruenta.
—Los huesos de lord Becket duelen desde el accidente,
además… —se incorporó, le crujió cada vértebra. Bien…
quizá no eran los huesos de Raphael el problema, ella no se
había caído de ningún caballo y sentía cómo la presión
atmosférica y la humedad hacían mella en sus articulaciones.
Reconocía que el esposo de su amiga había desarrollado una
capacidad única de detectar los cambios climáticos, pero esa
tempestad en el horizonte era a prueba de necios e incrédulos.
—¿Además?
—Además, ya me iba, me dará tiempo a llegar a casa. La
tormenta se acerca por el otro lado…
—Si me prometes que ese «ya» hace referencia a real
inmediatez…
—Sí, Agnes. Solo dejaré los bulbos en el invernadero y me
marcharé.
—No sé… —dudó la mujer, con la vista en los nubarrones.
Un halo de luz los atravesó, no se oyó el trueno, la tormenta
estaba aún lejos. Los brazos de Jana la rodearon, le impidieron
pensar en la amenaza y el sentido común.
—Ve con Bastien, que, si te demoro más, se enfurecerá
conmigo y le temo más que a esos rayos.
—¿Temerle?, ¿a Bastien? Es un cachorro dócil.
—Sí, claro. —Jana rio—. Dócil mientras tiene a su esposa
cerca. —Tras decir ello, divisó al hombre a lo lejos. Se
percibía su impaciencia, y a la viuda Anderson le enterneció
saber que el hecho de no acercarse dejaba entrever su
temperamento de canalla redimido, mantenía la distancia por
consideración a los deseos de su mujer.
—Pues me tiene cerca.
—Vayan tranquilos. —Cogió la cesta con los bulbos y la
colocó sobre la carretilla con herramientas, asió las manijas y
se dispuso a empujar hacia el invernadero. Agnes, al verla en
acción, largó el aire contenido.
—Cuatro manos rinden más que dos…
—Sí, pero dos de estas manos deben ir a apaciguar a un
honorable señor Tremblay. Ve, ve…
Dudar no era una buena forma de administrar el tiempo, y
Agnes administraba todo. Dinero, horas, recursos… Suspiró,
depositó un beso en las mejillas de su amiga y se alejó camino
al edificio central. Jana la vio partir y sonrió. La sonrisa, de a
poco, se tiñó con un deje de nostalgia.
Cruzó las puertas del invernadero, la tibieza la envolvió.
Se percató al fin de la amenazante tormenta, así como del
viento feroz que empujaba las nubes hacia el sur. Haría a
tiempo, estaba segura. Se dispuso a acomodar los bulbos en la
zona oscura y las herramientas en su sitio, mientras lo hacía, la
asaltaron los pensamientos que se esforzaba en mantener a
raya.
La soledad.
La soledad se convirtió, sin siquiera dar aviso, en un
fantasma. En una sombra que perseguía a Jana sin tregua. Ella
la desoía, la ignoraba, ocupaba sus horas y su mente en
trabajo, nuevas ideas o paseos. Ser una persona laboriosa era
la mejor forma de afrontar la vida, aunque no siempre bastara.
En ocasiones, el clima te obligaba a dejar las tareas a un
lado. O las noches en silencio se convertían en la melodía de
fondo de los pensamientos. No siempre se podía escapar. Y
cuando eso sucedía, ese fantasma se manifestaba como un halo
de luz que iluminaba cada arista de su vida o mostraba con
claridad las intenciones de los amigos.
Salió del invernadero, miró hacia el norte y dejó que el
viento la azotara sin piedad. Su cabello se desprendió de las
horquillas, los mechones castaños con destellos miel volaron
libres y la piel tersa se enfrió hasta volverse pálida. Los ojos
los mantuvo cerrados; pudo jurar que, por un instante, fue un
ave viajando lejos de allí. Ojalá pudiera subirse a esas ráfagas,
dejar que ellas la llevaran a resguardo. En cambio, como
simple humana, no tuvo más remedio que ir a por su calesa.
Suspiró.
No tenía deseos de marchar. Si lo hacía era porque en casa
al menos se encontraba la señora Woodwish. Jana no era una
esnob, no le preocupaba entablar amistad con su empleada. Se
lamentaba porque eso ponía en evidencia la ausencia de más
personas a su alrededor. Hasta hacía unos meses, había vivido
con su hermana, Lindsay White, la actual baronesa de
Cowrnell. Con Lindsay construyeron un hogar distinto a
cualquier otro, sin sus desamorados padres, solo enlazando su
hermandad que era más que eso. Además de la sangre, las unía
un cariño sin parangón y los sueños sin techo. Por un tiempo,
se atrevieron a vivir en esa burbuja de irrealidad, en la que las
viudas no quedan solas y las muchachas jóvenes no deben
casarse. Pero la realidad se hizo presente con todas sus
fuerzas, empujando en primera instancia a Lindsay a los
brazos de un matrimonio no deseado y, por consiguiente, a
Jana a la soledad propia de una viuda.
Por fortuna… —No, no fue fortuna, fue la determinación
del espíritu noble de Lindsay que forjó su propio destino—,
ese matrimonio pasó de ser conveniente a amoroso, y ahora, la
feliz pareja se refugiaba una temporada en Escocia.
¿Escocia, en invierno?, preguntaron todos, a lo que el
reciente matrimonio respondió con una enigmática sonrisa de
complicidad. Un secreto compartido, una broma de alcoba.
Jana era dichosa por la suerte de su pequeña hermana, tanto
que no se dio cuenta de que su partida al norte traería
aparejada la melancolía hasta que el silencio se instauró entre
las paredes de la casa Anderson.
La preocupación de Agnes tomaba otro matiz, evidenciaba
aquello de lo que Jana escapaba. Ser un peso para las personas
que amaba.
Así como Lindsay forjó su destino de dicha, Jana hizo lo
mismo con el de independencia. Desde muy joven se dispuso a
ser la comandante de su vida. No iba a permitir que las normas
sociales limitaran su existencia, mucho menos les daría poder
de decisión a los desalmados padres White. Con tan solo
dieciocho años, se casó con Berthan Anderson, un hombre
cuarenta años mayor que ella. No hubo habladurías, eran muy
comunes esas clases de uniones, más entre muchachas pobres
o de clase media y hombres de mejor posición social. Todos
coincidían en que era el tipo de matrimonio en el que ambas
partes salían ganando. Lo que el cotilleo desconocía era que
entre los cónyuges existía real cariño y un pacto de
conveniencia que no era económico, sino emocional.
Para Jana, Berthan fue su refugio. Un hombre que alimentó
sus sueños y les dio alas. Puso a su disposición todos los libros
del mundo, nutrió su mente, la alentó a desarrollarse más allá
de lo común en una dama. La hizo sentir y convencerse de que
era capaz de todo, la propulsó a atravesar los límites, a romper
los moldes. De hecho, de no haber muerto, Berthan hubiese
sido la cabeza de Cuatro Flores, la fachada de esa empresa de
mujeres que contentara al mundo de hombres y ocultara el
espíritu laborioso de las damas detrás de esa gran idea de
vender cosmética.
¿Y ella, qué aportó Jana White al matrimonio?: todo su
imbatible corazón. Una mujer que no se rendía a ningún golpe
de la vida, una esposa que se ponía de pie tras cada embiste,
que hallaba todas las mañanas una razón para vivir, amar,
bailar, gozar. Una dama que sacó a Berthan Anderson de la
más honda depresión después de haber perdido a toda su
familia en un accidente. Jana alejó de él la melancolía, iluminó
sus días, lo acompañó en la sanación espiritual para que,
cuando al fin su cuerpo cediera al inevitable paso del tiempo,
él estuviera en paz con su alma y se reencontrara con su
familia en un celestial abrazo.
¡Eso sí era un matrimonio de conveniencia!
Ambos ganaron, ambos fueron felices. Pero la vida de Jana
continuaba tras el final de la de Berthan, y no permitiría que
las normas sociales le dijeran qué hacer. Qué ser.
Si hubiera deseado convertirse en una dama de compañía,
bien podría haberse quedado bajo el yugo de sus padres, pues
ese era el destino marcado para las jóvenes de clase media.
Tampoco estaba dispuesta a ser una carga para sus amistades y
seres queridos, y ¡por todo lo que le era sagrado!, no iba a
arrojar ni una mota del polvo de su soledad a la dichosa vida
de su hermana pequeña.
¿Qué quedaba entonces?, ¿fingir que la soledad no la
afectaba? Pues sí. Espantarla de día, abrazarla de noche y
simular hasta que la actuación se volviera realidad.
Si no puedes con tu enemigo, únete a él. E intenta
enfrentarlo con las armas a tu disposición. En su caso, un gato
de mal temperamento llamado Sir William y Tilda Woodwish,
el ama de llaves de casa Anderson y su compañera de batallas.
—Los monstruos asustan menos cuando se los mira a los
ojos —se dijo a sí misma y al caballo aterrado que movía las
fauces de lado a lado—, ya verás, es solo viento.
No sonaba convencida, evaluó la posibilidad de quedarse
en el edificio de Cuatro Flores. La fábrica de cosmética
contaba con una construcción firme, de ladrillo, con espacio de
sobra y calefacción suficiente. Sería la decisión más sensata,
pero desde hacía un tiempo que Jana desoía los instintos. No
sabía por qué se había vuelto tan racional, más incluso que
Agnes, como si los fundamentos científicos la protegieran de
las verdades espirituales.
Calmó al caballo con caricias, le llevó varios minutos, y al
fin pudo amarrarlo a la calesa. Condujo la misma hasta las
puertas del edificio principal y con premura recogió su abrigo,
los guantes, el sombrero y su enorme bolso de cuero en el que
cargaba preparados varios. El caballo piafaba, dispuesto a
darse a la carrera si su señora no se apresuraba.
—Ya, ya… —Jana volvió la vista al norte, en esa ocasión,
con una plegaria en los labios. El viento dibujaba sus ráfagas
con el polvo, el olor a tierra mojada indicaba que, no lejos de
allí, había comenzado a llover—, buen muchacho. —Tomó las
riendas y se sentó en el pescante. El techo incompleto de la
calesa no hacía mucho por protegerla del viento y la suciedad,
tampoco lo conseguiría con las gotas. Dio la orden con las
riendas, y el animal se lanzó al trote casi furioso. El traqueteo
fue letal, en cuanto el coche viró, el vendaval la atacó por el
franco izquierdo y le voló el sombrero. El cabello le cubrió el
rostro, impidiéndole ver el camino—. ¡Córcholis!
No sabía si temía más al temporal o a la reprimenda de
Agnes cuando se enterase de su negligencia. Confió en que el
caballo, acostumbrado al trayecto, la guiaría. Un rayo puso fin
a sus esperanzas.
La rama de un abedul cayó en el camino, a unos metros de
ella, haciendo que el animal alzara sus patas delanteras y se
negara a avanzar. Rodearlo por el camino individual sería
complicado. La lluvia se desató sobre ellos. La calesa era
incapaz de protegerla ahora que el viento arrastraba el agua,
parecía llover de todos lados a la vez. Jana hizo virar el coche,
dispuesta a regresar a Cuatro Flores, pero desde allí venía la
tormenta. Los rayos y el aguacero eran peor al norte.
En ese instante, agradeció su raciocinio. Le permitió
encontrar una salida ante su pésima decisión.
—La vieja casa del guardabosque… —dijo en un grito,
como si esperara que alguien la oyera. Tal vez, si lo
proclamaba a viva voz, algún vecino sabría dónde buscarla si
no conseguía su cometido.
Condujo hacia un camino lindante, poco transitado y en
mal estado. Ya no había grandes bosques allí, por lo que la
vieja casa estaba abandonada al igual que las tierras aledañas.
Las zonas de caza se trasladaron más al norte, y nada quedaba
de la vida salvaje que supo habitar las tierras londinenses.
Nadie necesitaba protegerse de lobos y linces, los humanos se
consagraron como los depredadores más letales del
ecosistema, destruyendo todo a su alrededor.
El caballo aceleró el paso sin necesidad de que Jana se lo
indicara, los pozos en el camino amenazaban con romper la
calesa, no le importó. Estaba acostumbrada a no requerir de un
cochero, incluso, si era necesario, podía montar como
amazona y dejar el coche olvidado. Había aprendido a valerse
por sí sola mucho antes de la viudez, preparada para una vida
que, como mujer, le presentaba muchos obstáculos.
Ojalá ella no hubiera agregado uno más, el de su propia
estupidez.
Tenía miedo, la tormenta se alzaba peligrosa. En invierno,
era preferible una nevada que esa cantidad de agua, con los
rayos y las ráfagas de varias millas la hora.
—Lo conseguimos, muchacho… lo conseguimos —
consoló al animal al ver la estructura de madera. El caballo
también la divisó, y trotó hasta refugiarse bajo la destartalada
galería. Jana descendió sin perder tiempo, desató el tiraje y
cogió las riendas para ingresar a la cabaña. Sabía que, dado el
estado de abandono, a nadie le molestaría que lo usara como
caballeriza. Abrió la puerta, la cadena oxidada estaba sin
candado y manchó sus guantes cuando jaló de ella. El interior
estaba lleno de polvo y telas de araña, pero, en comparación al
exterior, parecía acogedor. Antes de atravesar el umbral, su
caballo volvió a encabritarse—. ¿Qué sucede? —No podía
dejarlo fuera. Tiró de él, sin conseguir que se moviera.
Entonces, lo vio…
No era a ella a quien el animal alertaba, era a un hermano
de su especie que cabalgaba desorientado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó. El animal no galopaba solo,
traía consigo un jinete desmayado. Sin dilatación, Jana se aupó
al lomo del caballo y lo espoleó con el tacón de su botín de
tarde.
En una carrera digna de un hipódromo, avanzó hacia el
corcel desbocado, como si de una justa medieval se tratara y
alcanzó las riendas. Un rayo partió el cielo y detuvo las
monturas, tras lo cual, los dos caballos empezaron a trazar
círculos, asustados, dudosos de darse a la carrera o confiar en
sus amos.
El hombre abrió los ojos, desorientado, y los fijó en su
rescatista. Jana quedó petrificada; tras el celeste del iris
masculino, rugía una tormenta más peligrosa que la que los
asechaba desde el cielo.
Sus instintos bramaron como los truenos en el firmamento,
su corazón se desbocó como los caballos y solo la misma
necedad que la empujó a esa situación peligrosa le hizo decir:
—Debemos guarecernos en la cabaña…
Capítulo 2

Estaba hipnotizada por los movimientos de aquel extraño.


Lo seguía con la mirada, tan silenciosa como él. Se
evidenciaba que no estaba en total uso de sus facultades,
adivinar un golpe en la cabeza era una apuesta segura. Aun así,
el hombre se encargaba con manos diestras de amarrar los
caballos en una de las habitaciones secas y dejarlos lo más
cómodos posibles dadas las circunstancias.
Cuando lo perdió de vista, Jana pudo reaccionar. No lo
agradeció, pues sin ese poder de obnubilación, toda la
estupidez quedó al desnudo. Desde abandonar Cuatro Flores,
refugiarse en la casa del guardabosque e invitar a un
desconocido a compartir el techo sin carabina ni protección.
No cualquier desconocido. Uno cuya mirada del mismo
color celeste grisáceo del cielo tormentoso proclamaba lo
peligroso de su portador.
Jana se mintió, desoyendo una vez más los instintos y
elevando la supuesta razón que de racional tenía poco. Se dijo,
mientras encendía un fuego con algunos desechos secos y los
restos de leños que antes cubrían el techo, que lo hacía para
mostrarle al forastero que estaba ante una mujer de recursos,
ante una mujer que sabía enfrentar la vida y las adversidades,
no frente a una damisela desvalida y necesitada de protección.
—Eso ha estado muy bien —dijo el extraño, acercándose
al fuego. Mantuvo una caballerosa distancia. Fingida y
actuada, adivinó Jana, pues nada en ese hombre indicaba
caballerosidad.
—Soy completamente capaz de prender una fogata para
entrar en calor —respondió a la defensiva. Entendió la
negación anterior, no había demostrado su valía con la
intención de enviar una señal, sino que buscaba impresionarlo.
—No me sorprende. Tras haberla visto montar sin silla, en
plena tormenta, una fogata bajo techo es un juego de niños. —
La voz era algo ronca, muy grave y con cierto matiz
aterciopelado.
A Jana le sorprendió no poder reconocer un acento en
particular. Algo irlandés, algo británico, nada londinense.
También se percató de que el forastero hablaba pausado, se
paraba sobre sus piernas abiertas y miraba un punto fijo con
demasiada concentración. Suspiró, resignada a su naturaleza
interna, tan imparable como la tormenta exterior.
Extendió sus manos hasta atravesarlas en el campo visual
del hombre, alzó tres dedos.
—¿Cuántos dedos ve?
Él rio, ella se estremeció.
—Tres. —Ella suspiró aliviada—. Sé que cuando veo seis
y en realidad hay tres.
—¿Cómo?
—No es la primera vez que me golpeo la cabeza, ni será la
última, me temo. Me gusta creer que soy temerario…
—¡Oh, sí!, temerario… suena mucho mejor que los
adjetivos que he utilizado en mi mente hasta el momento. —Él
volvió a reír.
—Las palabras tienen poder, «idiota» no suena tan bien
como «temerario». Uno es el escritor de su propia vida, y de
su propia reputación… No nos queda más remedio que elegir
apropiadamente cómo contar nuestra historia.
—¿O sea que, cuando pueda regresar a donde sea que
habite, dirá que ha quedado atrapado en la cabaña de un
guardabosque, en plena tormenta, con una desconocida por ser
temerario?
—Oh, no… claro que no… —Hizo una pausa, debió
sentarse. El mareo lo iba a hacer vomitar, y él también estaba
decidido a impresionar a aquella extraña—. No la mencionaré
como una simple desconocida, sino como una valiente
heroína. Para hacerle honor, deberé saber su nombre.
Fue el turno de Jana de reír.
—Ni lo sueñe, yo también tengo una reputación que
proteger. Prefiero el apodo de «Desconocida», yo usaré el de
foráneo para referirme a usted. Aunque no le prometo utilizar
el término temerario, creo que idiota nos sienta mejor. ¿A qué
sí?
—No cederé. —Los ojos chispeaban divertidos, reflejaban
el escaso fuego en el improvisado hogar. El olor a humo era
tolerable para ambos pese a que las prendas empapadas
conservarían esa fragancia ahumada por semanas—. Una
dama que viaja sola, que monta a caballo sin silla y convierte
una vieja cabaña en un refugio merece un apelativo mayor que
«desconocida».
No había ni un atisbo de censura en las palabras del
extraño, solo admiración, fascinación. Jana sintió un extraño
calor nacerle desde la boca del estómago y entibiar cada
rincón de su cuerpo. Jamás había experimentado algo así con
un hombre. Era viuda, sí, pero tan inexperta como una
debutante. Más aún, pues no tuvo debut. Algunos bailes en el
campo, con vecinos y conocidos… a eso se limitaba su vida
social. De buenas a primeras, se hallaba a solas con el hombre
más cautivador que jamás había conocido, un no-caballero que
en lugar de remarcar sus dotes como impropias de una dama
las elevaba al lugar de virtudes.
Carraspeó, se resignó a que su versión de la historia no
sonara aventurera, sino licenciosa. Perdido por perdido…
—En ese caso, agreguemos un capítulo más a su temeraria
hazaña… El momento en que la desco… heroína —Sonrió—
le atiende esa terrible herida en la cabeza y se asegura de que
no tiene una contusión.
—¿Es usted enfermera? —preguntó, sin retirarse cuando
Jana se acercó.
—No.
—¿No piensa darme más información?
—No.
La risa masculina se volvió melodía al compás de la lluvia
en el tejado. Las gotas repiqueteaban en el interior a través de
los agujeros en el techo, y las zonas secas eran cada vez
menos. Se acercaron más al fuego.
—Hace mal, señorita… —Notó la tensión en ella—,
¿milady?, ¿señora?
—¿Siempre es tan insistente?
—Claro que no… suelo serlo más.
Jana le creyó, daba la impresión de ser la clase de hombre
que siempre se salía con la suya.
—¿Qué es lo que hago mal? —indagó ella, mientras abría
su bolso y buscaba un preparado antiséptico en el interior.
Romero y árbol de té, se dio cuenta de que su compañero
reconocía los ingredientes principales y se relajaba ante las
atenciones. Entonces era verdad su historia de temeridad.
—Mantener el enigma, alimentar la curiosidad. Podría
darme uno o dos datos intrascendentes, que me dijeran que
usted es una dama aburrida y sin gracia, y yo, saciado, me
quedaría satisfecho. Ahora, en cambio, conjeturo…
—Ese es su problema, señor… señorito o milord —
completó, se mordió la comisura del labio para no reír. Otro
desacierto, los ojos indómitos del hombre se posaron allí,
haciendo que la superficie carnosa y rosada de la boca
femenina sintiera un picor, como si una caricia fantasma la
hubiera rozado. Contuvo el aliento.
—¿Lo es? Sí, por supuesto que es solo mi problema. ¡Qué
ingenuo de mí!, o peor, ¡qué vanidad la mía!, pensar que la
desconocida heroína de esta temeraria historia conjetura sobre
su misterioso acompañante.
La vio sonrojarse, y el calor lo asaltó a él también. Jugaba
con ella, con ese contraste de mujer de mundo, independiente,
decidida y su versión inocente, sensual, desconocedora de las
pasiones que despertaba. Si no tomaba provecho del asunto,
era porque quería más. Bien lo sabía, antes de la conquista,
hay que conocer el terreno. No se puede poseer lo que no se
entiende, y él no comprendía a esa misteriosa mujer. Aún.
—De nada me sirve conjeturar sobre usted si después no
puedo obtener las respuestas que corroboren o desechen mis
presunciones —confesó ella.
—Supongo que no tiene más alternativa que esbozar sus
preguntas entonces.
—¿Acaso responderá si pregunto? —Jana elevó una de sus
cejas, sin proponérselo, dibujó un encantador interrogante en
su rostro.
—Depende de las preguntas. —Él contuvo la sonrisa en
los labios para no demostrarle a la mujer el disfrute que le
causaba provocarla. También para mantener la apariencia
temeraria en él.
—Empecemos por ¿cuántas veces se ha abierto la cabeza y
ha sufrido una contusión leve? Parece reconocer los síntomas,
los tolera bastante bien y tampoco se sorprende por mi
preparado desinfectante.
—¿Cuántas veces? Déjeme pensar… son más de las que
puedo contar. Esta es la segunda en lo que va del año.
Jana se acercó, dudó unos instantes hasta convencerse de
que no había nada inapropiado en socorrer a un extraño tras un
accidente. Los sentimientos de su parte eran inadecuados, era
ella quien le otorgaba otro cariz a acariciar el cabello oscuro y
espeso, a aproximarse a él, a darse cuenta de que su pecho
quedaba a escasos centímetros de la mirada masculina. De la
boca masculina. ¡Demonios!, ¿de dónde surgió esa fantasía?,
¿qué sabía ella de la intimidad entre amantes?
Quizá fuera una ignorante absoluta en el asunto, pero su
cuerpo poseía un saber ancestral. Un conocimiento que
clamaba ponerse en acción y le gritaba que sí, que los labios
firmes de ese hombre estaban hechos para atender el dolor de
sus senos pesados, de sus enhiestos pezones.
—N-no tengo las herramientas suficientes para finalizar
con la atención que usted requiere —confirmó Jana una vez
que domó sus sensaciones—, podré desinfectar la herida y no
mucho más. Puede beber un té de valeriana cuando regrese a
su hogar, eso le ayudará con el dolor, aunque le recomiendo no
dormir por al menos doce horas y cubrir el corte.
—Gracias, por las atenciones —dijo, aguardó a que Jana se
alejara de él antes de agregar—: y por otorgarme algo en qué
pensar durante las doce horas de reposo.
Una vez más, el sonrojo en ella puso en manifiesto la
inocencia. ¡Oh, esa mujer no sabía su poder! Eso la hacía aún
más peligrosa. Él sabía de maldad, de avaricia, incluso de
seducción con dobles intenciones, pero nada entendía de
mujeres como aquella. El cabello castaño estaba humedecido,
y varios mechones caían en ondas díscolas sobre los hombros.
La espalda era estrecha mas no escuálida, estaba recta, firme,
acostumbrada a cargar trabajo físico y responsabilidades. La
piel lozana revelaba un leve tinte dorado de quien se expone a
la naturaleza. No como él, que la desafiaba. Ella estaba en
armonía con el entorno, podía visualizarla caminando descalza
en el césped o con sus manos en torno a un capullo de flor. Los
ojos marrones le recordaban a la tierra, a la corteza de un árbol
sano, a las nueces que caen del nogal listas para ser degustadas
por quienes son pacientes.
Él era impaciente. Era un aventurero, un conquistador…
un saqueador. Él tomaba, dominaba, sometía. Y pagaba el
precio de desafiar a la naturaleza.
¿Cuántos golpes en la cabeza?, ¿cuántas heridas?, ¿cuántas
intoxicaciones? Hasta ahora, había vencido siempre, y por eso,
su contrincante habitual le envió a la mejor de las guerreras.
Una ninfa, quizá la misma Artemisa reencarnada. Quien quiera
que fuera esa dama, él la quería para sí.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Jana,
incómoda por el silencio y por la mirada salvaje del hombre—.
Estoy segura de que no es de la región, conozco a todos los
vecinos. Algo normal cuando vives en el campo, en una
sociedad reducida.
—Está en lo cierto, soy un forastero. Quería conocer los
alrededores —Fue mi primer objetivo a conquistar, ahora tú lo
has reemplazado, pensó—, familiarizarme con el lugar. No sé
si deba instalarme aquí o… —Antes de revelar demasiado, se
silenció. Esa maldita mujer lo tenía sometido, por poco olvida
que el amor es igual que la guerra, y la victoria solo dura lo
que la contienda—, o en otro sitio.
Cerró los ojos ante su momentánea debilidad. El cinismo
le ganó una vez más, convenciéndolo de que su compañera de
aventura sería solo eso, un entretenimiento más. El amor real
duraba un suspiro, un latido, el deseo a una estrella fugaz; tras
lo cual, se desvanecía y dejaba la soledad. Peor aún, dejaba las
consecuencias de haber creído eterno lo efímero.
Lo primero que Jana pensó fue en hablar mal de los
vecinos, decirle que el clima siempre era así y que los robos
estaban a la orden del día. Mentir, asegurar que era infeliz allí,
que solo vivía en el área por no tener un sitio mejor al cual ir.
Alejarlo. Poner distancia. Empezar a olvidarlo desde ese
instante.
—Espero que halle aquí un hogar —dijo, en cambio, sin
poder creer que esas palabras salieran de su boca traicionera.
¿De verdad se sorprendía?, su boca se había alzado como
la primera enemiga. Proclamar ese deseo no fue la primera
deslealtad de sus labios. No… ya llevaban casi media hora
complotando en contra de su dueña, anhelando unos besos que
el cerebro se negaba a admitir. Sin contar con que trazaban
alianzas con la piel y con el resto de los sentidos, todos
dispuestos a experimentar sensaciones nuevas, vedadas, con
ese extraño de ojos cielo.
Poco a poco, el cerebro también se rendía. Amenazaba con
unirse a los instintos, dejarla a merced de lo desconocido.
Su compañero había mutado ante sus ojos, había
reemplazado su porte desafiante, de pirata y conquistador, para
dar espacio a una veta de vulnerabilidad. Las defensas de Jana
se deshicieron, su real esencia volvió a prevalecer, la misma
que pese al miedo la instó a curarle la herida. Ella no podía
mantenerse al margen del dolor, era incapaz de tal hazaña. No
se cruzaba de brazos ni para protegerse en el invierno.
En el dolor del forastero había algo compartido. Algo de
espejo, de eco, de retorno. Había algo de ella en él, y algo de
él en ella.
Había pensado en la ausencia de animales salvajes, en
cómo los ingleses se habían encargado de extinguirlos. No
pudieron con todos. Ese forastero volvía a casa, ese forastero
era un lobo solitario que regresaba a su guarida, a su tierra, a
reclamar lo que siempre debió ser suyo. En él había una
soledad mayor que la de ella, porque la soledad no era nada si
se contaba con un refugio, un lugar a donde ir a lamerse las
heridas. Su extraño acompañante no contaba siquiera con eso.
—El refugio de los solitarios… —murmuró Jana, con la
mirada en las cenizas del hogar.
—El refugio de los temerarios —dijo él, y volvió a sonreír.
Jana se sintió satisfecha de haber despejado al menos esa nube
de tormenta.
El refugio de los lobos, pensó, y el primer rayo de sol se
abrió en el cielo plomizo.

Las últimas gotas caían sin ton ni son, como si hubieran


quedado suspendidas en el aire una vez que la furia remitió. El
extraño trajo los caballos y ayudó a Jana a amarrar la calesa.
Estaba empapada, ya soñaba con un baño caliente, un té de
hierbas y un libro de aventuras junto a la chimenea con
verdaderos leños.
—Permítame escoltarla. Han caído muchos árboles.
—¿Así se ha golpeado?
—No pienso revelar esa parte de la historia —bromeó, lo
que le indicó a Jana que el accidente fue menor, casi tonto;
opacaría su imagen temeraria. Ella no fue capaz de contener la
carcajada, una risa de alivio al saber que nada grave sucedió
después de todo.
—Me sentiría fatal si lo hago extender su trayecto con un
golpe en la cabeza. Es más, debería ser yo quien le ofrece
asistencia, pero algo me dice que se negará a recibir ayuda.
—Es muy intuitiva —rio él a la par.
—En ese caso, al menos déjeme darle la valeriana… —
Rebuscó en el bolso hasta dar con las hierbas—, puede
mezclarlo con el té común, aunque es preferible beberla sola.
El té es estimulante, y algunos creen que eso no hace bien al
cerebro tras un golpe.
—Gracias, ahora estoy en deuda —dijo, cogió la pequeña
bolsa de tela con hierbas y se aseguró de capturar la mano de
Jana entre las suyas—, y me sentiría muy mal si no soy capaz
de saldarla. Al menos, solicito una pista, un rastro que me
lleve a usted. —Jana ladeó la cabeza, divertida por el juego de
seducción. Le agradaba cuando el forastero jugaba al
caballero, como el lobo que simula ser un perro dócil—. Bien,
bien —El hombre alzó las manos en un gesto de rendición—,
solo dígame hacia dónde se dirige: ¿norte, sur, este u oeste? Ya
sabe, en caso de que el golpe sea más fuerte de lo que parece y
necesite una vez más de su socorro.
—Oh, oh…
Él rio.
—¿Se ha dado cuenta de que no ha sido tan discreta como
creía? —bromeo el forastero, sus labios formaron una media
sonrisa cargada de suficiencia—. Mientras oculta cosas
banales, como su nombre o su título, deja entrever la verdad de
su ser. Y usted, mi desconocida heroína, es incapaz de ver un
desvalido sin ayudarlo.
—Siempre hay una primera vez.
—No será hoy.
¡Oh, ese maldito hombre!, jamás pensó que un engreído
como aquel fuera tan encantador. Era cierto, había conseguido
saber de Jana más que ella de él. No solo advirtió su naturaleza
asistencialista, también se regodeó en la realidad innegable:
pensaría en él toda la noche.
—Bien, bien. Al suroeste…
—¿Casualidad? Voy hacia el mismo sitio.
—Miente —lo reprendió ella, convencida de que solo lo
decía para acompañarla. Se sintió halagada.
—Claro que no, salvo que usted mienta.
—¡Jamás se me ha acusado de algo semejante! —Colocó
los brazos en jarra en torno a su cintura—. En serio, ¿hacia
dónde se dirige? No será bueno que cabalgue de más, por muy
leve que sea la contusión…
—Lo digo en serio. Suroeste. ¿Por qué mentiría?
—Porque allí solo hay una residencia señorial —
dictaminó, triunfante—, y es donde yo vivo.
El rostro del forastero se transfiguró. El lobo dejó de ser
inofensivo, de simular ser un cachorro dócil. La tormenta
volvió a rugir y los instintos de Jana, a clamar por resguardo.
Retrocedió. Un paso, otro… Él avanzó. Un paso, otro…
Capturó su cuerpo entre la madera de la calesa y el suyo,
navegó en los ojos castaños de la mujer y le enseñó el infierno
alojado en los de él.
—Es hora de que diga su nombre, extraña. ¿O debo decir:
señora Anderson?
Las piernas le flaquearon, el aliento se le cortó y lo que,
segundos atrás, fue el ardor de una desconocida pasión se
convirtió en el incendio forestal de su ira. Se necesitarían más
tormentas como aquella para apagarla. Eso serían ellos, fuego
y tempestad en constante guerra.
—¿O’Kelly? ¿Maximilian O’Kelly? —siseó.
Él la aprisionó aún más, luchaba internamente contra el
deseo. Se odió por quererlo todo en lugar de conformarse con
menos. Minutos atrás, la hubiera podido besar. En ese instante,
acercarse implicaba perder sus labios entre los dientes blancos
y afilados de la viuda. Y, pese a ello, contra toda lógica, quería
avanzar. Quería saborear.
Ella lo empujó, él le sonrió, sabedor de que la infame
pasión entre dos seres que se odiaban era compartida.
—Eres una embustera, ahora lo sé. Nada de lo que has
dicho o hecho es tu verdadera esencia… Jana… —pronunció
su nombre de pila como si fuera veneno. Los buenos modales
quedaron olvidados. La imagen de la joven viuda de su tío que
había conformado en su mente era opuesta a la que tenía ante
sí, y se negaba a cambiar la idealización en torno a ella,
aunque lo ocurrido le demostrara su error.
—Te equivocas, sí dije la verdad.
—¿Cuál verdad?
—Siempre hay una primera vez… vuelve solo. —Como
era consciente de que ambos irían en la misma dirección, hizo
algo impropio de ella, algo que la azotaría con remordimientos
por semanas. Golpeó las ancas del caballo de Maximilian y
dejó que cabalgara camino a la arboleda, era un animal manso,
no se iría demasiado lejos, solo lo suficiente. Necesitaba esa
ventaja. Necesitaba esa distancia.
Escuchó al lobo gruñir una maldición; sin voltearse, subió
a la calesa y abandonó la zona de la cabaña. La soledad no era
mala compañía, como supo pensar horas atrás, había alguien
peor: Maximilian O’Kelly.
Capítulo 3

El cielo del atardecer rugía como si quisiera compartir un


catastrófico presagio con los mortales y, no conforme con el
tortuoso lamento, inundó con sus lágrimas cada centímetro de
tierra. Tilda Woodwish pronunció cuanta plegaria le fue
posible. Los minutos se hacían horas dentro de su mente
inquieta y angustiada, no podía evitar pensar en el peor de los
escenarios: su señora extraviada en medio de esa macabra
tormenta.
La anciana mujer, que había pasado gran parte de su vida
al servicio del hogar Anderson, estaba por demás convencida
de que una fatalidad se había interpuesto entre Jana y su
retorno a casa. No solo su cabeza la traicionaba con
pensamientos oscuros, también su corazón le susurraba con
feroces palpitaciones que no estaba equivocada. Algo había
sucedido… ¡Y demonios, ella no podía ir al rescate! ¡Maldita
vejez, maldito cuerpo sin fuerzas! Los caminos serían una
trampa mortal de lodo y permanecerían así por días, más en
esa época invernal en la que el sol apenas calentaba con sus
rayos. Solo le quedaba rogar, rememorar los rezos que su
abuela le enseñó de pequeña y esperar a que el bueno de Pietro
—el único hombre que vivía bajo el techo Anderson tras la
muerte del señor— la hallara. Era un auténtico sabueso, y no
solo eso, también desarrollaba tareas complementarias de
jardinería, se encargaba del cuidado del establo y de los
caballos con perfecta maestría y era el brazo fuerte que se
necesitaba para las tareas pesadas del hogar. Sí, él la traería de
regreso.
Exhaló al notar que el cielo comenzaba a abrirse y la
tormenta, a remitir; de un instante a otro se transformaba en
una simple y común lluvia, sin rayos que partieran el
condenado firmamento en dos. Podría asegurar que más de un
árbol había perecido esa tarde y, quizá, solo quizá… la divina
y justiciera providencia se hubiese llevado consigo alguna que
otra alma. Un alma en particular. Carraspeó. La preocupación
volvió a ocupar un segundo lugar, el fastidio retomó al primer
puesto al ver el reflejo de esa «exótica muchacha» en el cristal
de la ventana.
¡Ja! La emisaria del tal O’Kelly, de esa manera se había
presentado. Si la señora Anderson no había vivido una
situación trágica a merced de la tormenta, la experimentaría al
llegar a su hogar. Sufriría un patatús al oír la noticia. El
enemigo tan nombrado, tan pensado, finalmente se hacía
presente para reclamar lo que creía suyo.
La señora Woodwish elevó una última oración solicitando
misericordia a la divinidad que habitaba los cielos, tras ello,
masticó el trozo de orgullo y malhumor atorados en su
garganta junto a los deseos de echar a esa muchacha bien lejos
de la casa y los tragó con ayuda de la saliva.
—Recuérdeme su nombre, por favor. —Evitó el uso del
«señorita». No lo era, claramente. Ninguna señorita digna
luciría esa vestimenta. ¿Qué demonios era? ¿Acaso era una
tela? Sí, sí, era una larga tela que le envolvía el cuerpo y
delimitada cada una de sus curvas con total descaro. Ni
mención hacer de los colores. Rojo, naranja y oro. Poco
conocía de la cultura de La India, pero con lo que veía podía
emitir su primer juicio de valor: las mujeres de ese país no
conocían el significado de la palabra decoro. Carraspeó de
nuevo, y O’Kelly tampoco.
—Tiaré… —Antes de que la mujer reclamara más
información, finalizó—, solo Tiaré. —No le debía
explicaciones a nadie, menos a alguien que la mirara de esa
manera.
Un último trueno resonó, fue el grito de despedida de la
tormenta. La muchacha se sobresaltó ante el estallido
repentino.
—Veo que las tempestades son una experiencia poco
habitual para ti. —La señora Woodwish estaba decidida a no
brindarle un trato de usted. La joven ante ella le brindaba sus
servicios a O’Kelly. ¿Qué servicios? Bueno, no quería siquiera
preguntarlo.
—Oh, no… en mi país conocemos en primera persona a
las tempestades. —Habían abandonado La India en plena
temporada de monzones, los meses de lluvias eran un
espectáculo maravilloso y terrorífico a la vez. La fuerza de la
naturaleza solía tener esa cualidad dual—. Aquí, las tormentas
son breves y ruidosas, en mi tierra, son constantes y salvajes,
pero no lo demuestran con esta clase de rugidos.
—Esperemos que tu señor… —Apretó los dientes para
contener la maldición. El nombre de O’Kelly, en el hogar
Anderson, era comparable a decir una maldición en voz alta—,
haya encontrado refugio y esté a salvo en estas tierras que le
son desconocidas. —Desearle mal no era correcto, ¿verdad?
—Maxim… —La muchacha se corrigió al notar la
repentina palidez en el rostro de la ama de llaves. No iba a
darle explicaciones a nadie con respecto al vínculo privado y
de mutuo consentimiento que la unía a él, así que lo mejor era
mantener las apariencias al mejor estilo inglés—. El señor
O’Kelly es capaz de hallar refugio en donde sea, sin importar
lo inexplorado de las tierras. —Lo dijo con un tono cargado de
aire arrogante, y no porque fuese algo propio de ella, sino
porque el pecho se le llenaba de orgullo cuando se refería a
Maximilian O’Kelly.
—Eso ya lo veremos —masculló Woodwish, tal vez el
lodo se lo había tragado—. Supongo que pronto lo sabremos
—Volvió su vista a la ventana—, la lluvia ya es tolerable, el
peligro ha quedado atrás…
Tiaré se acercó a ella, observó el exterior y contempló las
reminiscencias del atardecer tormentoso con una sonrisa en los
labios. Por fin podía adelantarse a los deseos de Maximilian.
—Tiene razón, la lluvia es tolerable… les comunicaré a los
cocheros que ya pueden ingresar los baúles y el equipaje del
señor O’Kelly, así está todo dispuesto para cuando su arribo
acontezca.
—¿Disculpe? —Woodwish alzó una ceja desafiante—.
Creo que usted no se encuentra en una posición en la que
pueda decidir sobre lo que se dispone o no en esta casa.
—El señor O’Kelly me ha otorgado esa posición… —La
joven hindú reaccionó igual de desafiante. Su rostro anguloso,
tostado por el sol que cubre las costas de Bombay, con rasgos
marcados por un maquillaje obtenido a base de flores, tierra y
cenizas, se preparó para el ataque. Sus tupidas cejas de color
azabache intenso resaltaban en contraposición a las de la
señora Woodwish, delgadas y opacas, acordes a la edad. Las
elevó en perfecta coordinación. La batalla gestual sería ganada
por Tiaré, sin lugar a dudas.
—Lo entiendo —dijo entre dientes Woodwish—, pero
hasta que el señor O’Kelly no se apersone aquí y hable con la
señora de la casa, las indicaciones que usted traiga consigo
quedan sin sustento para mí, ¿he sido clara?
No iba a discutir con una anciana. No cuando, en breve,
Maximilian se haría presente para dar por finalizado el estilo
de vida de todos los habitantes de la casona Anderson. Tendría
piedad por la mujer, la dejaría disfrutar de sus últimos
momentos de gloria.
—Sí, ha sido muy clara… con su permiso, me quedaré a la
espera del señor. —Prefería esperar bajo la suave lluvia antes
que permanecer un minuto más ante la mirada evaluadora de
la señora Woodwish.
—Espere, espere… —resopló y dejó que su espíritu
benevolente saliera a flote. Sí, detestaba al hombre en
cuestión, el desgraciado venía dispuesto a despojar a Jana de
todo, pero la jovencita no era más que… No finalizó su
pensamiento, de lo contrario, se echaría atrás con sus palabras
—, tal vez podemos establecer un punto intermedio entre sus
órdenes y las mías. —Tiaré le dedicó su atención—. Dígale a
los cocheros que pueden ingresar el equipaje de su señor al
hall, y cuando la señora Jana llegue…
—O el señor O’Kelly arribe … —la interrumpió.
Tilda Woodwish podía perder la batalla de las cejas
alzadas, pero no perdería la guerra en nombre de la viuda
Anderson.
—Y cuando la señora Jana llegue —retomó y reformuló el
concepto—, y solo cuando la señora se encuentre en la casa, se
tomarán las decisiones pertinentes, señorita Tiaré. —Escupió
estas últimas dos palabras como si fuesen dos espinas que le
desgarraban la garganta. No fue una tregua, fue una leve
concesión.
—Tiaré… ya le he dicho, solo Tiaré. —No requería de la
aprobación de nadie, ni tampoco deseaba apropiarse de
condicionamientos culturales que poco le importaban. Era
quien era, y la señora Woodwish, al igual que su amada viuda
y ama, tendrían que lidiar con ello. Si así era la ama de llaves,
no quería ni imaginarse lo que sería Jana Anderson. Pobre de
ella, pensó esbozando una disimulada sonrisa en sus labios.
Maximilian arrasaría con todo, inclusive con sus cerradas
costumbres.
No se equivocó… Maximilian comenzó con la devastación
de la viuda de su tío antes de lo imaginado.
***
Al igual que con su hermana, los que conocían a Jana
Anderson solían decir que su corazón desbordaba de bondad.
Pues, en esa ocasión, le hubiese gustado contradecirlos. Por
una condenada vez en su vida, le hubiese gustado dejar que la
suerte de otros corriera a cuenta de ellos y no de la suya.
¡Diablos! Tendría que haber dejado que el caballo desbocado
de O’Kelly cumpliera con su cometido con la tormenta como
cómplice y testigo. Tal vez, el destino del hombre era ese,
rodar por un barranco y quebrarse el cuello… y ella se
interpuso. ¡Maldición! Acababa de descubrir un motivo más
por el cual detestar a Maximilian O’Kelly, su sola presencia
hacía aflorar un lado oscuro que no sabía que tenía.
No permitiría que el hombre la empujara a ella por un
barranco, uno no literal, sino emocional. Reconocía que ya era
un manojo de nervios y sentía que, si daba un leve traspié,
caería a lo profundo del abismo. No, caería a lo profundo del
mar… del mar embravecido de sus ojos.
—¡Cielos, Jana… ocúpate de lo importante, no de sus
ojos! —se reprendió al tiempo que se volteó a mirar la
cercanía de su adversario. Maximilian cabalgaba tras ella con
unos cuantos metros de diferencia. No, no, no le daría ese
triunfo. Jana agitó las riendas, forzó al caballo a dar todo de sí
—. Lo siento, prometo que te compensaré con unas ricas
manzanas —le susurró. Como si hablaran el mismo idioma, el
animal respondió avanzando con toda la fuerza de sus patas—.
¡Eso es muchacho, eso es!

Ni bien atravesó los jardines delanteros del que, hasta ese


momento, era su hogar —La llegada de O’Kelly ponía en
riesgo eso—, la señora Woodwish abandonó la casa tan rápido
como pudo para recibirla. La preocupación en su rostro era tal
que sus rasgos gentiles ni siquiera se asomaban. La mujer era
pura tensión, al igual que Jana.
—Oh, gracias al cielo ha retornado a salvo, señora… —La
ayudó a descender de la calesa, se cogieron de las manos y, en
ese amable gesto de contención mutua, durante un par de
segundos, compartieron la sensación de tranquilidad y
frustración en silencio—. He enviado a Pietro a por usted. —
La mujer miró en derredor. No lo halló.
—Los caminos están intransitables, debí de tomar un atajo,
puede que por ello no nos hayamos cruzado.
—Esperemos que así sea, no quiero cambiar una
preocupación por otra.
—Si yo he logrado salir ilesa de esta tormenta, él
también… es un experto en estos terrenos. —Rodeó con su
brazo el de Tilda. Para muchos no era la manera correcta de
vincularse con los empleados, pero esos «muchos» no eran
Jana—. Ven, regresemos a la casa… —La tempestad había
tocado su fin, pese a ello, la lluvia continuaba, como un lento e
inacabable sollozo—, no es bueno que te mojes, ya sabemos
cómo afecta a tus huesos.
Era verdad, sufría de un dolor de articulaciones constante
que solo cedía con los ungüentos calmantes proporcionados
por su señora; pero no fue el entumecimiento de sus piernas o
el malestar articular lo que la hizo mantenerse inmóvil,
estacada al húmedo césped, sino la noticia que apretujaba
entre sus labios. Después de la catástrofe climática que la
había demorado, Jana Anderson debía enfrentarse a una
catástrofe cien veces más feroz y cruel.
—Señora… —balbuceó acongojada. La palidez de Tilda
inquietó a Jana.
—¿Qué sucede? ¿Te encuentras bien, Tilda?
La señora Woodwish exhaló, liberó la angustia contenida
en el pecho.
—Sí, solo que no tolero ser la portavoz de malas noticias
para usted…
No tuvo que invertir mucho en pensamientos, comprendía
el entre líneas de la señora Woodwish. Jana desvió su mirada a
lo lejos. Un jinete se acercaba, y no cualquier jinete.
—No te preocupes, Tilda, no tienes que ser la emisaria de
nada, los hechos hablan por sí solos… —Resopló con furia.
Quería cerrar los ojos, fingir ser víctima de un sueño más.
Quería olvidar la reacción de su cuerpo ante el encuentro con
su enemigo.
No es él, eres tú, se dijo. Es la soledad la que te hace
dudar, la que te hace anhelar, y en tu momento de mayor
vacilación, te aferraste a las sensaciones que un extraño te
provocó. Solo eso. No fue él…
La señora Woodwish siguió el camino ardiente que le
marcaban los ojos de Jana. Nunca antes había visto esa
llamarada en su mirada. Jamás había oído el tamborilear de su
joven corazón. Hasta ese día.
—Es él, ¿verdad? —preguntó por el simple hecho de
hacerlo. La reacción de Jana lo confirmaba sin necesidad de
palabras.
—Sí, y ya tuve el disgusto de conocerlo.
—Pues prepárese para otro disgusto… —dijo con una gran
exhalación de resignación. Sin dudas, la tormenta había
actuado como un presagio. Uno muy malo—. No ha venido
solo, señora.
Parpadeó como una debutante en pleno acto de cortejo, de
otra manera le hubiese sido imposible mantener a raya a sus
cejas, las muy desgraciadas querían alzarse bien alto,
espantadas o encandiladas —Jana aún no se decidía— ante la
excéntrica y colorida figura femenina que se hallaba a la
espera de O’Kelly.
Un par de minutos le fueron suficientes para elaborar el
dictamen final: encandilada. Fue la señora Woodwish la
encargada de regresarla al momento con una fingida tos.
—Aquí, la señorita Tiaré…, solo Tiaré —resaltó tal como
la muchacha la hizo con ella—, se ha adelantado a su señor
con el fin de brindarle una bienvenida acorde a sus deseos y
necesidades.
«Su señor». ¿Desde cuándo una joven muchacha cumplía
un rol de… ayudante de cámara? ¿En qué extraño mundo se
encontraba? No la tomarían por tonta, no bajo su techo. Tiaré
era la acompañante del señor temerario, acompañante en todos
los aspectos, incluyendo ese que ella desconocía. Se ruborizó
solo de recordarlo. ¡Cielo santo! Y pensar que su dedo
acusador supo otorgarle el mote de canallas a los hombres
incorrectos… ¡Ja! Acababa de conocer al maestro de los
canallas. La clase de granuja que lo gritaba a los cuatro
vientos, llevando consigo una mujer que es incapaz de pasar
desapercibida. No iba a negarlo, era bella por donde se la
mirara y, a diferencia de ella, que cubría cada una de sus
curvas con capas y capas de enaguas porque así lo establecía
las reglas del decoro, Tiaré, gracias a sus orígenes, era libre de
mostrarlo sin pudor alguno. Jana podría jurar que le veía el
ombligo, y que este refulgía gracias al brillo de una piedra
preciosa en él.
Ante la ausencia de reacción por parte de la señora de la
casa, Tiaré se dio el permiso de hablar.
—Es un gusto conocerla finalmente, señora Anderson. He
oído mucho sobre usted…
La viuda de Anderson abandonó el confinamiento mental
tras lo oído.
—De eso no me cabe duda —masculló entre dientes. Tiaré
sonrió, le agradaba saber que la viuda no era un delicado
polluelo y tampoco tenía aires de pavo real—. Me gustaría
poder decir lo mismo de usted o del señor O’Kelly … pero no,
yo no he oído absolutamente nada de él. —No iba siquiera a
pensar en los comentarios falaces sobre ella que, de seguro, el
heredero de Berthan había compartido con la muchacha. Por
fuera de eso, lo único que le molestaba era que se sentía en
desventaja frente a su adversario.
—Pues, aquí me tiene, señora Anderson… —La voz de
Maximilian retumbó a su espalda. Jana no era la única presa
del fastidio. Él también, al igual que ella, deseaba borrar de su
mente el encuentro entre ambos, él como víctima de los
acontecimientos y ella como heroína—, despeje sus dudas,
haga las preguntas que se le plazca.
Jana ni siquiera se volteó a verlo. Era preferible de esa
manera, debía mantenerse alejada de su mirada. Continuó con
su conversación como si él no estuviese presente.
—Como sea, señorita Tiaré, lo que haya oído de mí, le
puedo asegurar que no son más que conjeturas. Es más, me
corrijo, he dicho que no conocía nada de Maximilian O’Kelly,
y le he mentido… sé que se le da muy bien conjeturar. —
Tomó coraje, respiró profundo, giró sobre sus talones, lo
enfrentó.
—Tiene razón, señora Anderson, se me da muy bien… si
lo desea, puedo enseñarle, compartir con usted mi habilidad.
La señora Woodwish y Tiaré se convirtieron en silenciosas
espectadoras. El intercambio entre ambos indicaba que las
presentaciones estaban de más. Ya se conocían. ¿Cómo?
¿Cuándo? Esa era la gran incógnita.
—No, gracias, tengo otro tipo habilidades.
—No puedo más que coincidir con usted —dijo haciendo
un recorrido visual del hall principal de la gran casona—. Sus
habilidades la han dotado de muchos beneficios.
Ella no le permitiría el triunfo con la carta de la ofensa. ¡Al
diablo lo que él pensara!
—Sí, y usted puede dar fe de ello. Lo que me recuerda —
Se volteó en busca de Tilda—, el señor O’Kelly necesita de
una infusión de hierbas.
—En seguida, señora… —Woodwish agradeció la
indicación, no se hallaba a gusto en medio de esa batalla de
extrañas voluntades.
—Oh, y también, señora Woodwish, dígale a Margaret que
disponga el té para dos en la sala… algo me dice que la
señorita Tiaré no ha tenido la bienvenida correspondiente. —
Fue una recriminación a Tilda. Daba por seguro que la
muchacha hindú no había puesto un pie más allá del hall.
La solicitud tomó por sorpresa a Tiaré, no esperaba un
comportamiento de esa magnitud, menos de una auténtica
dama inglesa. Buscó la mirada de Maximilian, y descubrió que
él también se encontraba igual de sorprendido. El rol de su
acompañante femenina siempre era reducido a un mero
accesorio de divertimento personal. No lo era, y Maximilian
detestaba que la trataran de esa manera. Jana Anderson era la
primera excepción… la jodida excepción.
Tiaré permaneció inmóvil, desde la perspectiva de Jana,
parecía que esperaba aprobación de O’Kelly. El fastidio le
hizo apretar los labios, tensar la mandíbula. No soportaría la
idea de tener bajo su techo un hombre que consideraba a una
mujer como mercancía. Enredó su brazo al de la muchacha sin
importarle la reacción de Maximilian, la obligó a caminar a su
lado.
—Venga, con un té de por medio podremos dejar a un lado
las conjeturas y conocernos mejor. Iré a cambiar mi atuendo
por uno seco y regresaré en un santiamén. No se preocupe por
el señor O’Kelly, estoy segura de que se sentirá como en su
casa sin necesidad de anfitriones.
Estaba ahí para tomar posesión de todo lo que perteneció a
su tío, qué sentido tenía demorar el asunto. Si quería sentirse el
amo y señor de esa casa… pues, que así sea.
Las vio alejarse. Dos mujeres por completo diferentes, sin
nada en común, y solo una de ellas, ante los ojos de la
sociedad londinense, tenía mucho más que perder al establecer
una relación amistosa con alguien como Tiaré. Pero bueno, esa
casa no era habitada por la sociedad londinense, era habitada
por Jana Anderson. Una dama que se escapaba a cualquier tipo
de conjeturas… una mujer igual de temeraria que él.
Capítulo 4

El sutil golpe en la puerta la sobresaltó. Sir William saltó


de su regazo y se escabulló bajo la cama. Jana jamás creyó ser
víctima de los nervios, pero lo era. No solía tener el
temperamento activo de su amiga Agnes, ni el vigor de
Natalie, mucho menos la energía inagotable de su hermana
Lindsay. No, ella era serena, como esa mezcla de hierbas que
vendían en cuatro flores —infusiones, óleos, bálsamos… lo
que prefiriera el cliente— y a la que todos recurrían cuando
necesitaban pensar con claridad.
¿A quién podía recurrir ella cuando esa flor se
resquebrajaba?
—Señora Anderson.
—¡Ah, es usted! —dejó ir en un suspiro—. Adelante,
señora Woodwish.
¿Qué había esperado?, ¿que Maximilian O’Kelly se
apersonara en su recámara y reclamara a la viuda también? Tal
vez, ya nada le sorprendía de ese hombre. No… lo que la
sorprendía era su forma de obrar ante él. Escondida como una
conejita en su madriguera.
—Bueno… así es como sobreviven, ¿verdad?, no todos
nacen como depredadores, algunos lo hacen como presas —
murmuró.
—¿Disculpe? —preguntó la señora Woodwish, traía
consigo la bandeja del desayuno. Mientras la apoyaba, retiraba
la de la improvisada cena de la noche anterior. Jana suspiró.
—Solo pensaba en la gran cantidad de plantas que
segregan sustancias tóxicas a modo de defensa —mintió—, las
plantas son las más propensas a convertirse en víctimas en la
cadena alimenticia. No por eso son vulnerables, la naturaleza
les da veneno, y el depredador muere tras la ingesta. No solo
eso —se entusiasmó por el giro macabro de sus pensamientos
—, si quien la come no la arranca de raíz, la planta vuelve a
nacer, mientras que el depredador no sobrevive. ¿No es
maravilloso?
—Suena aterrador.
—Suena a equilibrio. —Sonrió por primera vez en horas.
Con el salto de cama sobre un recatado camisón de lino, se
sentó a desayunar, dispuesta a no ser un conejito en una
madriguera, sino una maldita hiedra venenosa.
—¿Desea que la ayude con el vestido? Estamos algo
escasos de manos con esto de las visitas inesperadas —siseó la
ama de llaves, sin preocuparse por la impertinencia.
—No será necesario, preví el problema y elegí el atuendo
acorde a la ocasión. Si todo sale como lo esperamos, no
tendremos más visitas por varios meses. —Y la soledad que
ayer me aterraba, se volverá mi mejor amiga.
—En ese caso, si no le importa, regreso a la cocina. —
Exhaló un suspiro irritado. A la señora Woodwish se le daba
pésimo cocinar. Agradecía no tener que preparar siquiera un té
en esa casa, pues su ama se encargaba de esa tarea. Por culpa
de O’Kelly, su preciada distancia de los estofados y sopas fue
rota. No se lo perdonaría tan fácil—. Esperemos que todo se
solucione del modo previsto por el señor, que en paz descanse.
—Que en paz descanse —repitió Jana. Esperaba que los
problemas mundanos no alteraran el descanso de los difuntos,
porque su pobre Berthan estaría retorciéndose en la tumba por
culpa de los sobrinos. La señora Woodwish abandonó la
recámara, y Jana quedó en compañía de la infusión, las
tostadas y sus pensamientos.
Le sorprendía darse cuenta de que, tras noches y noches de
conversación con su esposo, jamás abordaron el tema de sus
sobrinos. Berthan solo comentó al pasar que su hermana supo
tener problemas en la juventud, sin especificar a qué
problemas aludía. Jana había supuesto asuntos de salud, ahora
lamentaba suponer en lugar de indagar.
Necesitaba herramientas, conocimiento, para enfrentar a
Maximilian O’Kelly. Se había negado a contratar un
investigador, como sugirió Natalie en su momento, menos
ahondar en el cotilleo, terreno de Agnes. Quiso evadir el
problema, alejarlo… y el problema golpeó a las puertas de su
casa.
Ingenua.
Le resultó imposible finalizar con el escaso desayuno,
sentía como si un lazo marinero le estuviera estrujando la boca
del estómago. Quiso pensar que se debía al testamento, a los
abogados y a la vulnerabilidad de las mujeres cuando se veían
envueltas en esa situación. Se mentía. La soga que la asfixiaba
era el mismo Maximilian. Era verlo de nuevo, a la luz del día.
Era compartir una habitación con él. Tener una conversación
civilizada, lejos de la intimidad de la cabaña del guardabosque
en una tarde de tormenta.
Eran dos extraños compartiendo un secreto. Ya no se
debatía entre si el apelativo correcto era temerario o idiota.
Ambos les sentaban a la perfección. Eran dos idiotas
temerarios a quienes el destino les dio una lección.
Terminaría con aquello esa mañana y no dedicaría más
días a pensar en O’Kelly. Ojalá pudiera decir lo mismo de las
noches.
Como quien se prepara para la guerra, ante ella se hallaba
extendido un vestido azul de Prusia. Lo había analizado en
profundidad, consecuencias de no poder pegar un ojo durante
la madrugada. Si lucía un traje negro o gris, le daría a
Maximilian la idea de que se amparaba en su lugar de viuda.
No quería aparentar como si se resguardara tras la imagen de
un hombre, incluso si era su amado Berthan ¡Ella se valía por
sí sola! Tampoco vestiría algo en colores vivos, reforzando la
creencia de que era una mujer frívola, casada por mero interés
económico con un señor de familia adinerada y bien
relacionado. Se debatió entre el azul y uno en tono berenjena.
Ganó el azul, pues además de todo lo evaluado, la apremiaba
sentirse segura, y el vestido elegido era tanto sobrio como
elegante. Los botones frontales estaban forrados en terciopelo.
El cuello cerraba a lo alto, y no conforme con eso, una puntilla
de tul y terciopelo se elevaba formando un sutil cono hasta
rozar la mandíbula. El mismo detalle componía campanas en
las mangas, desde debajo del codo hasta las manos. La falda
era amplia, requería de varias enaguas almidonadas o
miriñaque. Obligaba a quien se acercara a mantener una
distancia mínima de sesenta centímetros. Eso y vestir una
armadura proclamaban el mismo mensaje. El cabello fue
tratado con una severidad similar. Un moño tirante, en lo alto,
con una trenza en torno a él. Ni un solo mechón escaparía de
su sitio. Y si lo intentaba, encontraría la barrera de una
redecilla azul sin más decorado que una perla blanca.
—Bien… —Cerró los ojos al oír la campanilla—, que
empiece la guerra. —Elevó el mentón, cogió el pequeño bolso
en el que llevaba algunas hierbas y pañuelos, y abandonó la
habitación—. Hasta los lobos caen cuando mascan Ricinus
communis.

La determinación de Maximilian, forjada con horas de


planificación, se vino abajo al verla entrar en el antiguo
despacho de Berthan Anderson. Las cortinas descorridas
dejaban entrar algunos rayos de sol, apenas conseguían
entibiar el ambiente. La lumbre ardía junto al escritorio, un
fuego que le recordaba a otro, a uno encendido por aquellas
manos femeninas, delicadas y gentiles.
La detestaba.
Odiaba a esa mujer con cada fibra de su ser. La
despreciaba por lo que creía que era, y más aún por derribar
esas creencias. Deseaba quitarle la máscara, demostrar que la
viuda no era otra que una manipuladora, capaz de hacerse con
todo gracias a su rostro angelical, a sus modos suaves, a su
fingida —sí, fingida— bondad.
No contemplaría estar equivocado. No podía vacilar. Había
probado una dosis del veneno de Jana Anderson, si dudaba,
ella triunfaría. Lo dejaría sin nada. Maximilian O’Kelly no
podía perder. No de nuevo. No en esas tierras que siempre le
fueron negadas.
Se puso de pie, extendió la mano y aguardó el rechazo.
Jana estrechó su mano, elevó el mentón y alzó las cejas,
adivinaba sus intenciones y no le daba tregua. Maximilian
percibió la suavidad de la piel bajo su palma áspera. Bella y
bestia cruzando sus mundos.
—Buenos días, señor O’Kelly. Buenos días, caballeros —
dijo en dirección hacia los dos hombres que aguardaban a por
ella. La señora Woodwish entró con el té, y Jana hizo un gesto
de asentimiento. Ella se encargaría de servirlo. Lo hizo con
unos modales encomiables, movimientos delicados, un ritual
hipnótico.
Maximilian contuvo un gruñido al darse cuenta de que el
hechizo no lo alcanzaba solo a él. Los dos abogados la
observaban embelesados. Débiles, pensó, débiles como mi tío.
Débiles como yo.
Sí, él también era preso del influjo de esa mujer. ¡Joder!,
aunque ante sus ojos tuviera el tirante cabello de Jana atrapado
en una redecilla, él veía los mechones ondulados acariciar sus
hombros. Podía lucir un vestido azul, impecable y sobrio, que
él solo atestiguaba un traje de tarde empapado, pegado a sus
sensuales curvas femeninas. El despacho olía a té, a madera
lustrada y a leños en la lumbre, sin embargo, al aspirar,
Maximilian se embriagaba con el aroma a naturaleza furiosa, a
humo y heno húmedo, a mujer terrenal.
¡Cuánto la odiaba!
Le alcanzó la taza, las manos volvieron a rozarse, y una
gota escapó del ribete dorado y cayó en el platillo. Una simple
gota, una enorme grieta. Jana Anderson no estaba tan en
dominio de sus emociones como aparentaba. Y él, Maximilian
O’Kelly, era el causante. Lo embargó una extraña satisfacción,
la leve sensación de victoria, la excitación de enfrentarse a una
contrincante a su altura. Esos eran los triunfos que valían la
pena festejar.
Una vez la ama de llaves abandonó el lugar, dieron inicio
al asunto que los reunía.
—El testamento ha sido leído con anterioridad —dijo el
abogado de Anderson, el señor Lessing—, pero como el señor
O’Kelly ha presentado un alegato de incumplimiento, el
mismo no se ha efectuado como es debido. Llevamos varios
años de litigios, de correspondencia entre La India e Inglaterra.
Esperamos que una conversación cara a cara disipe cualquier
malentendido respecto a las cláusulas. —Lessing miró a Jana y
le sonrió con ternura. Era un hombre apenas unos años menor
que su difunto esposo, le tenía gran estima a la mujer y estaba
convencido de que O’Kelly, al tenerla enfrente, vería lo que él
veía. Una dama que merecía incluso más de lo estipulado.
—No le pagan por esperar, señor Lessing —intervino el
señor Welsh, abogado de O’Kelly—, y no hay malentendidos
respecto a las cláusulas. Hay un completo entendimiento de
sus injusticias. Injusticias que recaen en el señor O’Kelly.
Welsh hablaba como ante un juez, su terreno de
entendimiento era más próximo al penal que al civil. Lessing
enrojeció.
—¿Injusticias?, ¿hacia el señor O’Kelly? Si por mí fuera,
todo quedaría en manos de la viuda Anderson, quien estuvo
con Berthan hasta su último respiro…
—Veo que lo interpelan las emociones personales. Con
razón esto no ha sido más que una pérdida de tiempo, está
decidido a beneficiar a la viuda, sin importarle la ley.
—¡Insolente! —exclamó el anciano.
—Lessing —interrumpió Jana—, le hará mal a la salud, y
no vale la pena. —Se acercó a la bandeja de té, abrió una caja
y el aroma a hierbas embalsamó el aire. Agregó camomila y
tila a la infusión del abogado y revolvió con cautela antes de
regresarle la taza—. Leamos el testamento una vez más. La
justicia está de nuestro lado. —Lo serenó y regresó a su sitio.
—¿Cree en la justicia, señora Anderson? —preguntó
Maximilian en un susurro. Jana lo observó de soslayo, divisó
la media sonrisa socarrona—. Dígame, ¿cuándo la justicia fue
justa con usted? No es más que una ilusión, creada por los
poderosos para someter a los infelices. Usted y yo no estamos
amparados por las leyes, usted y yo estamos en la jungla. —
Escondió la sonrisa tras la taza de té, y Jana deseó haberla
envenenado.
—¡Qué casualidad! —respondió en el mismo tono
susurrante—, justo esta mañana me levanté pensando en
depredadores depredados. Cuidado con el té, no vaya a ser
cosa que le caiga mal.
—¿Acaso está dispuesta a mostrar su verdadera esencia?,
¿a envenenarme frente a los abogados? —Sorbió sin miedo.
Jana era incapaz de tal hazaña. Casi podía saborear la suavidad
de su piel entre los colmillos mientras la destrozaba. Una presa
tan sabrosa deshaciéndose en sus fauces.
—No es necesario, ya está bebiendo de su propio cinismo.
Si quiere, puede agregarle una cucharadita de rencor,
sazonarlo con hipocresía y finalizarlo con una dosis de
soberbia. En cuanto esa combinación le alcance el torrente
sanguíneo… Oh, qué joven morirá.
—Y moriré aquí. —Miró derredor—. Quizá done esta casa
a los que menos tienen, por ejemplo, a las prostitutas de
Dudley Street…
—Ese será el día en que regrese la moral bajo este techo
—ironizó, y Maximilian no contuvo su risa. ¡Demonios con
esa mujer!, era de lo más estimulante.
—Ojalá no fuera una jodida viuda negra, tiene todo lo que
admiro en mis amistades cercanas.
—Dos cosas están mal en su sentencia. Una, creer que hay
atributos en mí que un hombre como usted puede admirar.
Dos, decir que tiene amistades. Lo único que nos une es ese
testamento, y hoy daremos por zanjado el asunto.
Habían dejado de susurrar. Los caballeros presentes los
observaban, luego se miraron el uno al otro y de regreso a la
pareja. Maldijeron con la misma malsonante palabra. Al
parecer, un viejo abogado civil y un joven abogado penal
también tenían cosas en común, y el choque de Jana y
Maximilian haría colisionar esos dos universos creando uno
nuevo.
—¿Procedemos? —solicitó Lessing tras un carraspeo de
Welsh.
—Por favor —clamó en un mal simulado ataque de tos el
asesor de O’Kelly. Deseaba que la tierra se lo tragara y lo
escupiera en las celdas de Scotland Yard, donde sus servicios
eran en verdad requeridos. Ya no podía tomar en serio las
peticiones de su cliente, se evidenciaba que la viuda Anderson
nada tenía de vil usurpadora. Su trabajo consistía en retorcer la
ley a favor del defendido, pero también, en ocasiones, en dar
consejos. Maximilian no oiría sugerencias. Le brindaba sus
servicios desde antes de que se convirtiera en un caballero
respetable, cuando las necesidades del hombre eran de índole
penal y no civil. Lo conocía, era inmune a la persuasión a
través de la palabra. Solo las obras lo hacían cambiar de
parecer. ¿Podría la viuda Anderson demostrar con sus acciones
que no era quien O’Kelly pensaba?, ¿podría él, siendo un
simple asesor legal, otorgarle ese tiempo?
—Bien —dijo Lessing y tomó el sobre en donde guardaba
una de las copias del testamento. Leyó cláusula por cláusula,
con toda la terminología legal, las citas a las leyes con
números e incisos, las excepciones, las consecuencias y penas
y, por último, los montos en libras estimados del patrimonio
repartido entre los herederos. Al finalizar, se quitó los lentes
de montura dorada. Antes de poder guardarlos en la solapa del
abrigo, Welsh lo sorprendió solicitando que leyera también la
carta del difunto, mencionada en el testamento y escrita para
los presentes.
Era curioso, pues dicha misiva beneficiaba por completo a
Jana White de Anderson. Welsh se aferraba a un clavo
ardiente.
—No es necesario —musitó Jana. La había leído en más
de una ocasión y le era imposible no llorar.
—Es parte del testamento —insistió Lessing, dispuesto a
hacer su trabajo. Entendía el dolor de la viuda, y lo conmovía.
¿Cómo no era capaz de verlo el canalla de O’Kelly? Jana
quiso a Berthan, y Berthan a Jana. Merecía la protección que
ese matrimonio le otorgaba.
Jana asintió. Se puso de pie y comenzó a caminar por el
despacho. Maximilian la observaba. Le gustaba el andar
pausado, la delicadeza de sus movimientos. Era un hombre de
mundo, compartía lecho con Tiaré, la mujer más bella y
exótica que jamás hubiera visto… tendría que ser inmune a la
apacible gracia de esa flor inglesa, a la palidez de su rostro, a
lo común de su cabello castaño y su mirada café. Lo lógico
sería hallarla corriente, ordinaria, una más entre réplicas… en
cambio, se encontraba allí, preso del afán de descubrir la
ubicación de cada lunar en el mapa de su piel, del deseo de
arrancarle el vestido, el corsé y hacerla dormir entre sedas
hasta que de su cuerpo se borraran todas las marcas, las
rojeces de esa prisión de moral que era la indumentaria
femenina. Y tras despojarla de ropas y prejuicios… y tras
igualarla en desnudez, hacerla suya por completo.
Sostuvo que su deseo nacía de la ira, del desprecio. Era la
necesidad de dominar antes de ser dominado. Si se lo repetía
varias veces más, se convencería. Quizá un millón de veces,
mil millones… la eternidad.
La voz del abogado lo obligó a poner la atención en él.
—Dejo a mi esposa, Jana Anderson, por el porcentaje que
le corresponde como viuda, la casa principal y las tierras
lindantes. Si no fuera por ella, sería un simple conjunto de
rocas viejas. Fue Jana quien convirtió un mausoleo de dolor en
un hogar, nuestro hogar y ahora suyo. Cada flor del jardín, en
especial sus adorados lirios, creció gracias a sus manos, y la
tierra es de quien saca de ella vida. Al igual que los corazones.
Cuando ella arribó a este sitio, todo lo que creí infértil,
desértico, renació. Nos vamos de este mundo con las manos
vacías, es inevitable, pero triste sería abandonarlo con el
corazón igualmente vacío. Lo que mi esposa me ha entregado
como legado, y que llevo conmigo al más allá, es mucho más
valioso que todo lo que le cedo. Pese a ello, no me lamento,
pues sé que mi adorada Jana me disculpará la mezquindad.
»Debido a que no hay línea sucesoria masculina directa, el
resto de mis bienes serán traspasados a mis sobrinos, hijos de
mi hermana Beatrice, y a los descendientes de estos si los
tuvieran. La distancia con ellos me impide saber si los O’Kelly
han honrado la costumbre del mayorazgo, espero que no, pues
la encuentro vil e injusta. Los asuntos legales están plasmados
en el testamento, ese es simplemente el deseo y consejo de un
viejo en su lecho: dividan entre los hermanos las tierras y
propiedades del norte en partes iguales.
»Respecto a los bonos, acciones y fondos, se utilizarán
para pagar cualquier deuda pendiente que pudiera quedar y el
resto será donado al Hogar para mujeres huérfanas, en
Londres. Si no lo hicieran por mi voluntad, sé que lo hará Jana
por la suya.
»Que mis deseos les traigan paz y prosperidad a todos.
Berthan Anderson —finalizó Lessing.
El silencio se instauró en el despacho. Difícil negar la
carga emocional de esa misiva, el cariño del difundo Berthan
inundaba cada espacio y derribaba cualquier conjetura de
matrimonio sin amor. Lessing se quitó los lentes una vez más.
—Si todos estamos de acuerdo, podemos firmar el
testamento y hacer efectivos los deseos del señor Anderson.
Como oyeron anteriormente, en la parte legal, el valor de la
casa y las tierras lindantes es del diez por ciento del valor total
del patrimonio, lo habitual para la viuda y…
Welsh cerró los ojos cuando vio a su cliente ponerse de
pie. Sabía lo que diría, había sido el plan. Una treta diseñada
bajo la premisa de que Jana Anderson era una trepadora, una
manipuladora que se aprovechó de un viejo necesitado de
cariño para hacerse con todo. Ojalá O’Kelly contemplara el
nuevo panorama como él. La viuda era una buena mujer.
Punto.
—Sería lo justo y habitual para la viuda, si la señora
Anderson —mencionó con intención—, o ¿debo llamarla Jana
White?, fuera la verdadera esposa de mi tío.
—¿A qué se refiere? —preguntó Jana, enfrentándolo. Sus
ojos se veían cristalinos por las lágrimas contenidas, y la
palidez producto de las emocionales palabras de su esposo fue
reemplazada por la rojez en las mejillas, nacida de la ira—.
Soy la esposa de Berthan, lo soy incluso ahora, con el título de
viuda, porque ni la muerte ha podido romper el afecto que nos
unía.
—Esto no se trata de afecto, señorita White…
—Anderson.
—… Esto se trata de leyes, terrenales y divinas —
prosiguió sin mostrar indicios de oír su corrección—. Usted se
casó antes del ’57 con mi tío, eso implica que su unión fue
religiosa, no civil.
—De todos modos, tiene derechos civiles —intervino
Lessing, sus palabras hicieron eco sordo en el despacho.
—Los matrimonios religiosos tienen un único fin, la
procreación, por eso pueden ser anulados…
—Los matrimonios que no conciben son tan legítimos
como los que sí… —se defendió ella.
—Pero no los que se niegan a consumar —remató
Maximilian, sin piedad. Jana cerró la mano en un puño, se
mantuvo en tensión. Lo golpearía, una palabra más y le
encestaría un puño en esa mandíbula cincelada. De solo pensar
en destruir la masculina belleza, en magullar su porte
engreído, le bullía la sangre.
—¿Por qué está tan decidido a tomarlo todo?, es solo el
diez por ciento de los bienes Anderson, y bien sabe que la
línea femenina no es tan fuerte. Usted hereda por su madre, dé
gracia a que las mujeres hemos luchado por nuestros derechos
o no tendría ni una maldita parcela de tierra donde caerse
muerto. Si insiste, soy capaz de ir en búsqueda del hijo del
primo del tío del medio hermano de alguien que siga la línea
de sangre masculina, y ya me dirá si el testamento de Berthan
no le parece la mar de justo —masculló Jana, con los dientes
apretados y la mirada fija en los ojos celestes de su adversario.
Que rugiera la tormenta atrapada en sus iris, ella tenía aún más
fuego para seguir la contienda.
—Estoy decidido a tomarlo porque me pertenece, Jana. —
El uso de su nombre la irritó, detestaba el modo en que él lo
saboreaba, como un amante en la intimidad—. Todo esto me
pertenece. Si Berthan Anderson hubiera sido responsable con
su legado, entonces hubiera procurado engendrar un nuevo
heredero. Incluso cuando esa ignominiosa tarea la hubiese
tenido que llevar a cabo con su joven y reciente segunda
esposa… —susurró casi en el oído de la viuda—. Pero no.
Anderson no cumplió con su responsabilidad como jefe de
familia, se lamentó por las vidas perdidas de antaño y dejó una
carta emotiva de deseos, como los niños cuando soplan las
velas de un pastel. Pues las cosas no se consiguen deseándolas,
mi dulce señorita White, las cosas se consiguen adueñándose.
—Es usted un inescrupuloso canalla, y yo soy la viuda de
Berthan. No hay más por discutir. Engendrar no es una
obligación…
—Consumar sí, y la prueba es bastante sencilla.
—¡Señor O’Kelly! —se horrorizó Lessing.
—No tenemos por qué horrorizarnos, ¿verdad?, estamos
entre adultos que entendemos cómo funciona la consumación
de un matrimonio. Si la dama aquí presente cumplió con su
parte, no es tan inocente como para que debamos evadir el
asunto en su presencia. ¿Es usted una ingenua señorita o una
dama de mundo, señora Anderson?
Jana tembló, los nudillos se le pusieron blancos y los
labios formaron una delgada línea. Contenían tras de sí todos
los insultos que conocía. No podía entender la maldad de
O’Kelly, esa resolución de humillarla. ¿La odiaba a ella o a
Berthan? Desconocía la respuesta, de lo que sí estaba segura
era de que ninguno de los dos le había hecho un daño tal como
para merecer esa deshonra.
Maximilian le sostenía la mirada, sentía la sangre arder, el
pulso acelerado y el corazón bombeando desbocado como su
caballo la tarde anterior. Adivinaba la respuesta, Jana era
inocente, nadie jamás la había tocado. Quizá incluso sus labios
permanecían intactos. Imaginó guiando ese brío, esa furia de
mujer decidida, ese fuego por el sendero de la pasión. Ser su
maestro y su aprendiz. Enseñarle todo sobre el placer, y
aprender a su lado el modo de complacerla.
Tal vez… si la tenía a ella, podía olvidar el pasado. Tal
vez… mientras la contaminaba con su existencia corrupta, ella
le contagiara su pureza. Tal vez… solo tal vez… Jana tenía la
llave de la redención del canalla.
La puerta del despacho se abrió, el rostro pálido de la
señora Woodwish se hizo presente. Lucía como si hubiera
visto un fantasma.
—El señor O’Kelly está aquí —anunció, tartamudeando.
—Ya lo veo —dijo Jana.
—Otro señor O’Kelly… —balbuceó la mujer. Tras ella,
una figura masculina se apersonó.
—Permítame presentarme, señora Anderson. Soy William
O’Kelly, sobrino de su difunto esposo…
—Mi hermano —finalizó Maximilian.
—Sea usted bienvenido —dijo Jana, aún con la vista
puesta en su adversario—. Llega en el mejor momento, justo
cuando dábamos por finalizada la reunión. Lo que resta por
tratar, será en otra ocasión, salvo que la indecencia haya
alcanzado el punto máximo y pretenda comprobar su absurda
teoría en un despacho… —Se giró, miró al nuevo invasor,
contuvo el gruñido—. Con permiso, caballeros… y otros… me
retiro, una terrible jaqueca me asalta. La señora Woodwish los
acompañará a la puerta.
—Ehem… —Lessing la detuvo, Jana no se volteó, aguardó
de espaldas—, mientras no demos por finalizado el asunto, la
casa no tiene dueño oficial. Podemos con Welsh firmar un
acuerdo en que se vacíe hasta la sentencia o…
—¿O?
—O que todos vivan aquí —terminó Welsh, a quien la idea
no le desagradaba. O arreglaban las diferencias y llegaban a un
acuerdo pacífico, o se mataban y quedaba un solo heredero. Lo
que sucediera, sería una mejoría.
—Como no pienso mover un pie fuera de mi casa,
tendremos en bien convivir. ¿Algo más?, ¿no?, bien. —
Atravesó el umbral, esquivó al nuevo miembro y caminó con
apremio hacia su recámara. La puerta sacudió las paredes
cuando la cerró con ímpetu.
Al fin soledad, hermosa soledad. Nunca más volvería a
quejarse de ella.
Capítulo 5

La casa señorial Anderson era una pequeña joya


arquitectónica. Pequeña en comparación a las mansiones
campestres que se hallaban en los alrededores, aunque poco
tenía que envidiarles a estas. Poseía amplios jardines, el
trasero se consagraba como el más majestuoso, coronado por
un invernadero que invitaba a sumergirse en él y perder la
noción del tiempo.
La sensación de cobijo que brindaban los jardines se
extendía al interior de la construcción de dos plantas. Los
ambientes compartidos como los salones, biblioteca, despacho
y cocina —con el anexo de habitaciones para la servidumbre
—, se encontraban en la planta baja, la planta alta contaba con
seis habitaciones en total, en los extremos norte y sur. Como
un reflejo exacto, en cada punta del corredor se hallaban las
recámaras compartidas, dos amplios ambientes comunicados
por una puerta doble panel. Jana ocupaba las de la región
norte, la recámara contigua a la de ella era la de Berthan, que
permanecía intacta desde el fallecimiento del hombre. Cada
tanto, cuando la tristeza la embargaba, dejaba la puerta doble
panel abierta para poder contemplar desde su cama el lugar
que tiempo atrás habitó el único hombre que se preocupó por
ella. Solo compartió el lecho con su esposo en sus últimas
noches, cuando el corazón del anciano se apaciguó de forma
lenta y pausada hasta apagarse. Se marchó en paz, aferrado a
la mano de su joven compañera, sabedor de que su partida no
la dejaría desvalida, ni a la deriva.
Fue ingenuo al creer que ese mundo de hombres aceptaría
los deseos de un moribundo o que respetarían el mínimo
legado que una mujer obtenía tras la viudez. O’Kelly pretendía
convertirse en poseedor de todo, y estaba decidido a exponer
el verdadero vínculo de Jana con Berthan. De cumplir con su
cometido, ella tendría que conformarse con las migajas que el
sucesor de su esposo le lanzara a los pies. O’Kelly era un
depredador, el motivo por el cual se convirtió en esa bestia
despiadada se escapaba de su conocimiento, solo sabía que el
hombre se había presentado a reclamar lo suyo con un hambre
voraz y, si tenía que devorarla a ella en el camino, lo haría.
Lo haría con gusto. Con demasiado placer.
El problema se hallaba en las sensaciones de Jana. Estas
iban de un extremo al otro, por un lado, manifestaban las
ansias de luchar, de no dejarse vencer por un canalla que solo
pretendía apropiarse de su vida por el simple hecho de ampliar
el mapa de sus conquistas terrenales. Por otro lado —un lado
que ella prefería negar—, estaba dispuesta a entregarse a sus
garras, atravesar el corredor, golpear a su puerta, rasgarse las
vestiduras y dejar que él diera su primer zarpazo. Quizás
dolería menos de esa manera. Quizás, se marcharía como el
conquistador que era, en busca de otros territorios a explorar.
La actitud de O’Kelly era agotadora y frustrante, el
desgraciado parecía haber cambiado de planes de un día para
el otro. Jana tenía memorizadas cada una de las misivas que el
abogado del hombre le envió, y en cada una de ellas expresaba
los deseos de un heredero dispuesto a establecer su parte del
trato y marcharse. Pero con menos de dos días en la casa, daba
la impresión de que sus intenciones ya no eran las de antes, se
había instalado como señor de la misma. Tilda le comentó
sobre el comportamiento del hombre en el desayuno ni bien
puso un pie en salón, Maximilian dio órdenes a diestra y
siniestra, y ocupó la cabecera de la mesa, el lugar de Berthan.
De imaginarlo, se le retorcían las tripas; en breve, ni siquiera
necesitaría de la imaginación, lo vería con sus ojos. No podía
eludir otro encuentro con él, en especial porque no era el único
O’Kelly bajo el techo Anderson. ¡Cielos, estaba rodeada por el
enemigo! O tal vez no, las pocas palabras de bienvenida que
intercambió la señora Woodwish con William O’Kelly —y
que, por supuesto, llegaron a oídos de Jana— pusieron en
manifiesto el carácter opuesto al de su hermano. Cordial y
respetuoso, un auténtico caballero inglés. Podía ser el
intermediario perfecto. Debía darle una oportunidad. A él… A
Maximilian, no. El señor temerario no merecía el esfuerzo…
¡ni los pensamientos! En especial los pensamientos.
Gruñó, molesta por darle un lugar en su mente que no le
correspondía. Podría ocupar la silla de Berthan, adueñarse de
todo, pero jamás gobernaría dentro de ella.

Observó su imagen ante el espejo. Había optado por un


discreto vestido en tono verde musgo, se arrepintió al instante.
Ella y su maldita sobriedad. Su maldita sobriedad en
contraposición a la extravagante vestimenta de Tiaré. La
extravagancia solo aplicaba por esos lares, en su tierra natal, la
joven hindú vestía como el resto de las mujeres de su cultura;
la sensualidad que desperdigaba como una fragancia nada
tenía que ver con sus orígenes, era innata en ella. No podrían
compararse jamás.
—¡Y no deberías compararte jamás! —balbuceó para sí.
Sacudió la cabeza. Alisó la falda de su vestido con las palmas.
Por algún extraño motivo que no entendía, había colocado
un manto de competencia entre ambas, y la muchacha ni
siquiera se daba por enterada. No era justo para Tiaré, estaba
en un país que le era desconocido, bajo el yugo de un hombre.
¡Al diablo el discurso de que ella era su asistente o emisaria!
No lo era, de serlo, se hubiese alojado en las habitaciones
destinadas a los empleados y no en la contigua a la de él, con
acceso directo a su recámara. O’Kelly así lo demandó. Por
supuesto que deseaba tener bajo inmediata disposición a su…
Aggg…
No iba a decirlo. Lo pensaba, pero no lo diría en voz alta.
El destino de las mujeres era el mismo en cualquier maldito
continente. Le era imposible juzgarla, a lo sumo, podría
entenderla y brindarle su ayuda como par.
Fue ese pensamiento el que la guio hasta los aposentos de
Tiaré. Si era sincera consigo misma, esa noche la que requería
de ayuda era ella. Enfrentar a dos O’Kelly era una odisea a la
que no quería aventurarse sola. Podrían ser de mutua ayuda,
¿verdad?
La puerta que daba al corredor estaba entreabierta, de
todas maneras, golpeó para anunciarse. Tiaré se sorprendió al
verla. Apenas habían vuelto a cruzarse desde la tarde anterior,
en donde compartieron un té plagado de silencios.
—Disculpa, ¿te he interrumpido?
—No, no esperaba verla, eso es todo.
Era verdad, esperaba otro tipo de reacción por parte de la
señora de la casa, esperaba la incómoda distancia. Tiaré
consideró el té de bienvenida como la única gentileza que se le
brindaría, nada más, y con justa razón. La estadía de los
O’Kelly era un hecho confirmado, y por la conversación que
había tenido con Maximilian durante la noche, él no estaba
dispuesto a una convivencia armoniosa. Jana White era el
enemigo. Jana White, así la nombraba en la intimidad. Lo
lógico sería que la mujer adoptara una postura similar. Como
fuese, no contaba con su amabilidad, a menos que…
A menos que Maximilian estuviese en lo cierto con
respecto a ella y no fuese más que una manipuladora con
rostro de ángel.
—He venido a por ti, pensé que podríamos bajar juntas al
salón comedor, al fin de cuentas, es tu primera cena oficial en
la casa. —Le sonrió, y su sonrisa fue por completo sincera. La
idea de tener compañía femenina le agradaba. Extrañaba a
Lindsay. Su vida sin ella en la casa no era igual. Bueno, su
vida en la casa nunca más sería igual desde la llegada de
Maximilian—. Mi deber como anfitriona me obliga a hacer de
guía en esta ocasión.
—Se lo agradezco, señora Anderson…
—Jana, por favor —la interrumpió—, llámame por mi
nombre.
—De acuerdo, Jana… —Le era fácil romper los
formalismos, en especial, porque estos no formaban parte de
su vida—. Lo agradezco, pero si es una obligación lo que la
impulsa, opto por librarla de esa carga. Creo que podré
encontrar el camino al salón comedor sin inconvenientes.
—Oh, no… lo siento, he utilizado la palabra incorrecta. —
Se adentró a la habitación, observó lo que la tenía tan
eclipsada antes de que la interrumpiera. Vestidos sobre la
cama. Vestidos que reconocía muy bien. Frunció el ceño
mientras intentaba dilucidar cómo habían llegado hasta ahí—.
No eres una obligación y, para ser sincera contigo, confesaré
mi verdad… la que requiere asistencia de tu parte soy yo.
Tiaré rio al comprender las verdaderas intenciones de Jana.
—Lo entiendo… los hermanos O’Kelly pueden ser muy
abrumadores.
—¿Abrumadores? ¿Ambos? —Tendría que poner sus
barreras en alto con respecto al tal William.
—Sí, pero solo uno de ellos lo es en apariencia, y solo uno
de ellos es peligroso —dijo esto último en un susurro para que
las palabras quedaran flotando en el aire y en la cabeza de
Jana.
Lo lograron, cumplieron ese efecto en Jana, y Maximilian
O’Kelly se apoderó de su pensamiento… Y de los latidos de
su corazón.
Exhaló para aliviar la inesperada presión en el pecho
provocada por el intenso tamborileo. Con la esperanza de
librarse del hombre, retomó el camino de conversación inicial
valiéndose de lo que tenía ante sus ojos: vestidos de Lindsay.
—Perdona, pero debo hacerte una incómoda pregunta.
¿Cómo han llegado estos vestidos hasta aquí? —Eran tres en
total, extendidos sobre la gran cama.
—La señora Woodwish los ha traído —El rostro de Tiaré
dibujó una gran interrogación—, para que eligiera uno para la
cena. ¿Pensé que usted los había enviado? —Todavía
analizaba la posibilidad de echar por la borda su intención de
corresponder a la gentileza de la viuda. Un té de bienvenida a
cambio de una muchacha hindú vestida bajo los parámetros
morales londinenses, esa parecía ser la jugada.
—Primero, ya hemos establecido que me llames por mi
nombre, ahora dejemos a un lado el trato de usted también.
Segundo, no, yo no los he enviado. —Torció la boca en una
mueca. Tilda y sus convencionalismos—. Los vestidos son de
mi hermana Lindsay —Más acordes a la figura de Tiaré—,
eres libre de usarlos si lo deseas.
—¿Y si no lo deseo?
—Si no lo deseas, regresaran al armario del cual salieron.
—No la forzaría a comportarse como alguien que no era, ni le
daría lecciones de modales.
—Me siento muy a gusto con mi vestimenta —finalizó
Tiaré—, la pregunta es si usted… perdón, si tú también te
encuentras a gusto.
—Eso depende, dime ¿qué opinas de mi vestido? —Jana
dio un giro sobre sus talones. Tiaré la evaluó de pies a cabeza.
—Bello… —No mentía, el tono combinaba a la perfección
con los tonos castaños de sus ojos y su bella cabellera
ondulada que en ese momento se encontraba recogida a la
altura de su nuca en un delicado peinado.
—Pero… presiento que hay un pero.
—Pero luce apretado, pesado…
—¡Y es por completo incómodo! Si nunca has usado un
corsé, créeme, no sabes lo que es la tortura. —Tiaré se quebró
en una carcajada, pese a que conocía sobre torturas—. No
estaba en mis planes compartir mi miseria, y de hacerlo, sería
de pura envidia…
—Cuando quieras, puedo compartir uno de mis saris
contigo.
Jana se echó a reír a carcajadas de solo pensarlo.
—Aunque suene como una propuesta atractiva, debo
desestimarla, por desgracia ya me he acostumbrado a mi
prisión.
—No deberíamos aceptar ningún tipo de prisión… jamás.
—Ella sabía de torturas y prisiones, y ahora era libre porque
alguien, igual que ella, la había liberado.
—Tienes razón, el problema es que cuando has nacido en
una, no la reconoces como tal. —Jana suspiró—. En fin, si
coincidimos en estar las dos a gusto, creo que estamos listas,
¿qué te parece? —Le entregó su brazo.
Tiaré aceptó la invitación de su brazo. Abandonaron la
recámara, y el resto del camino lo hicieron en silencio
cómplice. Sin saberlo, las dos pensaban en el mismo hombre.
Para una, significaba condena. Para la otra, la más maravillosa
libertad. ¡Vaya paradoja de hombre!

El silencio se convirtió en una constante, no, mejor dicho,


el silencio era el plato principal de la cena. Si alguien se
atrevía a abrir la boca era para llenarla con un bocado y
tragarse las palabras junto con este. Maximilian ocupaba la
cabecera de la mesa, a su izquierda, William, y a su derecha,
Tiaré. La viuda Anderson no expresó comentario ni
disconformidad sobre el lugar que se le había asignado, al lado
de la invitada, y esa actitud no hizo más que potenciar el
malhumor en el mayor de los O’Kelly. El menor disfrutaba del
clima incómodo que reinaba, como si estuviese acostumbrado
a una cotidianidad similar.
Por supuesto que Jana no reaccionaría ante la provocación,
ni esa, que reducía su rol a lo más mínimo dentro de la casa, ni
a ninguna otra que al muy canalla se le ocurriese. No le
permitiría el triunfo, es más, si le dieran a elegir su silla
favorita, elegiría la banca de madera en la cocina a escasos
metros de la salamandra. Allí solía cenar, en compañía de
Tilda, Margaret, Pietro, Susan y su gato.
Fue William el que decidió poner un punto final a la
molesta y única sinfonía de cubiertos de plata rozando la
porcelana.
—He oído por ahí que el silencio en las cenas está pasado
de moda… Dígame, señora Anderson, ¿qué opina al respecto?
Jana alzó la mirada fuera del plato. Observó a William.
Lucía amable, sonriente. Lucía por completo opuesto a su
hermano. Aunque no en atractivo.
—White… —corrigió Maximilian—, es White hasta que
se demuestre lo contrario.
Otra provocación que no fue respondida. Por lo menos, por
ella. William estaba muy ansioso de sumarse a una batalla que
no le era propia.
—Desde ese punto de análisis podemos decir también que,
hasta que se demuestre lo contrario, puede ser Anderson, creo
que le corresponde a ella elegir lo que sea de su preferencia.
—Jana, señor O’Kelly… diríjase a mí como Jana, así no
herimos la sensibilidad del resto de los presentes —sentenció
ella.
La carcajada de William se oyó hasta el otro lado del
continente. La mirada de Maximilian lo atravesó, y a él no lo
afectó en lo más mínimo, continuó riendo.
—William —masculló entre dientes—, tienes razón en lo
que has dicho, el silencio está pasado de moda, pero sabes qué,
yo todavía conservo costumbres arcaicas, así que cierra la
boca y come…
Lo hizo, por un par de minutos. Solo un par de minutos.
—Lo siento, Maximilian, tus costumbres distan mucho de
las mías… yo navego en el mar de la modernidad, no puedo
evitarlo, y creo que nuestra anfitriona se encuentra en igual
circunstancia, ¿no es así, Jana?
«Jana»… Maximilian no descifraba qué le molestaba más,
que su hermano se tomara la libertad de tratar con ella como si
quisiera generar un vínculo, o que Jana se estuviera
predispuesta a ese intercambio con su hermano cuando era
incapaz de fijar su mirada en él. Estaba por demás convencido
de que no era por recelo o temeridad que evitaba el contacto
visual, prefería adjudicarle la cualidad de embustera de primer
nivel antes de indagar en el verdadero porqué.
—No sabría cómo responder, señor O’Kelly, no lo he
interpretado bien…
—Oh, no, llámame William, cuando se refieren a O’Kelly,
casi siempre se dirigen a mi hermano, él es el jefe de familia,
él lo es todo… ¿no es así, Tiaré? —La muchacha no
respondió. Por lo visto, la provocación era una particularidad
compartida entre hermanos—. Retomando lo nuestro, Jana,
usted y yo compartimos una particular visión de futuro…
Maximilian interrumpió su discurso con una carcajada.
—Me gustaría conocer esa visión de futuro tuya,
William… No, no, espera, no me gustaría, demando conocerla.
—No tiene mucho sentido exponerla contigo, tú mismo lo
has dicho, estás enterrado hasta las narices en el pasado. A
diferencia de la mujer aquí presente… Una revolucionaria en
el mundo de los negocios.
El trozo de venado que acababa de ingresar en la boca de
Jana se quedó atascado a mitad de su garganta. Tuvo que beber
limonada para librarse de la molestia. Solo de esa molestia.
William O’Kelly traía a la mesa un tema del que ella no
deseaba hablar.
—Exagera al utilizar la expresión de revolucionaria, disto
mucho de serlo. —Pretendía zanjar el asunto—. Mis
actividades no son más que el paliativo al aburrimiento
cotidiano. —Nada más que decir. Podía ver de soslayo a
Maximilian, la intriga lo había sacado de su odioso
ensimismamiento.
—No se quite mérito, Jana, en una sociedad tan
estructurada como la suya, que una mujer sea la fundadora de
una empresa es un directo ataque a las normas establecidas…
—Fundadoras… —agregó ella—, no soy la única
involucrada.
—Lo que habla aún mejor de usted, sabe elegir aliadas
para la batalla… Así que ten cuidado, Maximilian, estás frente
a una buena estratega.
—De eso no cabe duda —masculló él—, es una estratega.
—Lo dicho logró lo que él esperaba desde el inicio de la
velada, que esos hermosos ojos cafés se posaran en los suyos.
Pura furia, puro fuego. Jana lo hacía entrar en calor con
inesperada facilidad.
—No son necesarias las tendenciosas sutilezas, señor
O’Kelly, si tiene algo que decir, dígalo… —No ocultó su
fastidio, así como él no ocultó su intención de embestida.
—Fue William el que la ha señalado como una estratega,
yo solo repetí sus palabras. —La mano de Tiaré se posó en la
de él, como si quisiera apaciguar a la fiera que se despertaba
en su interior. Su reacción fue contraproducente, despertó a
más de una fiera—. Aunque debo reconocer que ha sembrado
la duda en mí y ahora quiero saberlo todo, absolutamente todo.
—Pues despeje las dudas con su hermano, ya ha
demostrado que está al tanto de mis actividades comerciales.
—Oh, espere, Jana —William no quería estar en medio de
esa tormenta de fuego, ni dejar entrever su afición de metiche
—, no crea que soy un entrometido que se ha dispuesto a
fisgonear en su vida, solo he leído el folletín comercial esta
tarde y me he encontrado con su nombre… ¡Vaya sorpresa me
llevé! Una empresa de cosmética natural. ¿Cuatro Flores,
verdad? —Era un orgullo para ella, Maximilian O’Kelly dejó
de ser el centro de su desequilibrio y asintió con una sonrisa en
los labios—. Y cuénteme, ¿cómo ha surgido esa novedosa
empresa?
—Ha nacido aquí, bajo este techo…
Maximilian carraspeó, lanzó otra dosis de su veneno.
—No me extraña, intuyo que Berthan Anderson tuvo
mucho que ver con ello. —El maldito viejo cumplió cada uno
de los caprichos de su esposa, pensó.
—Por supuesto que sí, él fue un gran motivador para mí.
—Y de seguro, hizo más que motivarla, ¿no? —Después
de escupir el veneno, Maximilian esgrimió su segundo ataque,
comparable a un golpe de puño cerrado.
William se resignó, una conversación amena sería
imposible, por lo menos con su hermano en el medio.
—¿Qué pretende sugerir?
—Usted sabe lo que pretendo decir… Berthan aportó el
patrimonio inicial de esa empresa, consintió el capricho de su
joven esposa.
—Maximilian… —susurró Tiaré, intentó apaciguar al
animal salvaje que tenía a su lado, a la vez que exponía el
íntimo vínculo entre ambos.
—¡Se equivoca! ¡Se equivoca como en todo lo demás! —
Tendría que levantarse e irse, dar por terminada la discusión
con un fuerte portazo, pero de hacerlo, él se quedaría con el
dulce sabor de la victoria en los labios. ¡Mil veces maldito! No
se marcharía, aceptaría cada golpe—. El patrimonio inicial de
Cuatro Flores proviene de inversores privados… si quiere
saber quiénes son, camine por las calles londinenses y
pregunte, no es ningún secreto, y luego, cuando descubra lo
equivocado que está, aquí aguardaré sus disculpas.
—Dudo mucho que encuentre algún motivo para
disculparme con usted… —Se quitó la servilleta del regazo y
la arrojó sobre la mesa—. Felicitaciones, ha puesto una
sentencia de muerte a mi apetito, señorita White.
Dueño de una furia que lo desbordaba, se marchó a mitad
de la cena. Tiaré fue tras él, como un perro ansioso dispuesto a
lamer las botas de su dueño.
Agggg… lo odiaba. Vivir con él bajo sería la peor de las
condenas. Exhaló con fuerza, olvidando que tenía frente a ella
al menor de los O’Kelly.
—No se preocupe, Jana, mi hermano suele causar ese
efecto… apuesto a que también ha dinamitado su apetito,
¿verdad?
—Apuesta bien, ha ganado, hasta aquí ha llegado mi cena.
—Somos dos, no tengo intenciones de tragar más bocados,
pero sí de disfrutar de una bocanada de aire fresco en estos
bellos jardines, ¿qué me dice, me acompaña?
¿Sus adorados jardines y una bocanada de aire fresco?
Mmm, William aparentaba ser inofensivo en comparación a su
hermano. Maximilian era un león hambriento, y él no era más
que un gatito.
Gatito… Sir William, recordó. Casi se quiebra en una
carcajada al darse cuenta de la comparación mental. Tendría
que considerarlo como una señal, una buena señal, ¿no?
—Lo acompañaré con gusto.

Ni bien se cubrió los hombros con la capa, comprendió la


naturaleza de su error al aceptar la invitación del hombre. Un
paseo, a solas, bajo el manto del cielo nocturno. No era
apropiado. El título de viudez le otorgaba permisos que no
podían ser imitados por damas jóvenes y solteras, tenía esa
ventaja social; el problema era que, pese a su estado civil y a
su cuerpo entrado en la treintena, se hallaba en igualdad de
condiciones que una debutante. Disimular la incomodidad que
le generaba el hecho de estar a solas con William se convertía
en un gran desafío. Agradecía el amparo de la oscuridad, de lo
contrario, este podría ver el sonrojo en sus mejillas.
Se adentraron en los jardines traseros. Los pies de O’Kelly
trazaban un sendero específico, el invernadero. Jana enlenteció
su andar, intentaba demorar el destino final.
—Me han dicho que la hacedora de esta maravilla ha sido
usted, ¿es eso verdad? —Contrario a su hermano, William era
incapaz de mantener la boca cerrada.
—No, en realidad la verdadera hacedora es la naturaleza,
yo soy solo una fiel servidora…
—Una vez más vuelve a restarse mérito, y permítame la
apreciación lapidaria, pero creo que eso debe de considerarlo
como un defecto a erradicar.
La conversación motivó la caminata y Jana se olvidó del
evidente destino.
—Vaya que sí fue una apreciación lapidaria la suya —rio
nerviosa.
—No se lo tome a mal, por favor —Se detuvo frente a ella,
impidiendo su andar—, solo me he sentido en la obligación de
compartir con usted lo que he aprendido… Cuando somos
nosotros los que nos reducimos ante los demás, tarde o
temprano, el mundo se acostumbra a tratarnos de esa manera.
—Eso depende del mundo que habite, señor O’Kelly.
—Yo habito en la jungla —lo dijo con un tono cargado de
extraña solemnidad, al segundo, cambió el matiz de sus
palabras forzando una sonrisa—, aunque debo admitir que mi
lugar de residencia es Hastings. —Retomó la caminata.
—Bueno, ahora que menciona Hastings, comprendo su
comparación con la jungla —bromeó ella. Conocía historias de
contrabandistas que se escondían en las cuevas naturales de
esa región costera, su padre las aterraba de pequeñas con tales
relatos, si no eran buenas niñas, esos hombres malvados
vendrían a por ellas y las venderían por un par de monedas en
algún puerto lejano.
—¿Ha visitado Hastings?
—Oh, no… solo he oído historias —Hizo un ademán al
aire quitando importancia al asunto—, lo que me recuerda, cito
sus palabras… «Me han dicho que la hacedora de esta
maravilla ha sido usted», ¿quién le ha dicho eso? —William
O’Kelly tenía demasiada información, claramente, más que su
hermano.
—Me lo ha dicho un pajarillo —bromeó y evadió
responder con la verdad. ¡Maldición, estaban ante la puerta del
invernadero! Jana se inquietó, y él se impacientó como si fuese
un niño que acababa de hallar un tesoro—. Aquí es dónde ha
iniciado la magia, ¿no? —Sin pedir permiso, abrió la puerta
acristalada y se adentró al invernadero.
—Sí —respondió resignada y siguió sus pasos.
—Huele como el paraíso… Cuénteme todo, cuénteme con
lujo de detalles, me encantan los detalles.
***
Tras abandonar el salón comedor movido por una ira que
no tenía razón de ser —más que la simple presencia de Jana—,
se tomó la molestia de permanecer en silencio unos minutos en
el corredor para oír la conversación entre su hermano y la
joven viuda, una charla que se vio motivada por su repentina
partida. «Una bocanada de aire fresco en estos bellos
jardines». Una maldita bocanada de aire fresco. ¿Qué
pretendía William? La pregunta que involucraba las
intenciones del menor de los O’Kelly se abría camino entre
dos incógnitas. ¿Qué hacía allí? Sus anteriores planes
implicaban un viaje a América. De la nada fueron
desestimados. La otra bifurcación del interrogante tenía que
ver con Jana, ¿qué interés tenía con ella? Conocía el
comportamiento de su hermano, y su actitud se encontraba en
el punto intermedio del cortejo.
¡Maldición!, gruñó para sus adentros en el preciso instante
en el que los vio perderse dentro del invernadero. Sí, los oyó, y
sin perder tiempo, se encaminó a la recámara, sabía que desde
la ventana podía contemplar los jardines traseros en todo su
esplendor. Podía observarlos.
Las fuertes exhalaciones de Maximilian hacían eco al
chocar contra las paredes. Tiaré se hallaba detrás de él,
siguiendo el camino que sus ojos marcaban, tratando de
dilucidar el fundamento de su mal humor. Ese humor que
hacía erupción como un volcán desde que habían puesto un pie
en esa casa. Por supuesto que el recelo y el resentimiento hacia
Jana había nacido tiempo atrás, la raíz de ambas emociones
estaba intrínsecamente ligada al comportamiento de su tío en
el pasado. A esto se le sumaban las suposiciones que él hizo en
torno a la mujer, sin duda, los intereses de esta fueron de
naturaleza económica. En un mundo de hombres, a ella le
entregaron la llave del bienestar, la seguridad de una vida sin
miseria. ¿Podían culparla?
—Me agrada —le susurró ella. Lo abrazó por la cintura.
—No puede agradarte, apenas la conoces.
—Tú y yo sabemos que, a veces, con solo una mirada, con
solo un gesto… es suficiente.
No quería reconocerlo, con Jana White una mirada no
podía ser suficiente. No, ni una mirada, ni un roce de su mano,
ni el calor que era capaz de encender.
—Con ella nada es suficiente, no te dejes engañar tú
también, Tiaré, y menos por un jodido té. —Deshizo el abrazo,
se apartó de la ventana. No había más que ver, estaban dentro
del invernadero.
—Poco me importa el jodido té —repitió sus palabras con
notorio fastidio—, por lo visto eres el único dispuesto a
olvidar que cabalgó en plena tormenta para ir en tu búsqueda,
intenta no ser necio al respecto.
—¿A qué te refieres con no ser necio? —Tomó asiento en
la cama, se quitó las botas, las arrojó al otro extremo de la
habitación. Era puro fastidio—. ¿Acaso por retribución tengo
que entregarle todo?
—No, pero sería bueno que te permitieras conocerla sin
considerarla un enemigo, en especial, cuando una parte de ti
sabe muy bien que no lo es. —Tiaré fue hasta él, se subió a la
cama y gateó sobre el colchón hasta posicionarse de nuevo a
su espalda. Hizo presión con sus manos sobre el cuello del
hombre, estaba tenso. Muy tenso. Él exhaló y se rindió a los
masajes que le propiciaba—. La experiencia nos ha
demostrado que los verdaderos adversarios son los que lucen
como lo opuesto.
Jana White, viuda de Anderson, devolvía los golpes, no los
lanzaba. Solo se defendía del enemigo que estaba decidido a
asediarla.
—Siempre hay excepciones… —masculló entre dientes él.
Necesitaba que ella fuera la excepción. ¿De qué?
Esa falta de respuesta era lo que lo agobiaba, lo que lo
hacía arder por dentro.
Capítulo 6

El rumor del arribo de Maximilian O’Kelly pronto llegaría


a Cuatro Flores, era inevitable. Si no llevaba ella la noticia a
sus amigas era porque necesitaba rearmarse. Juntar los
fragmentos, ordenarlos y poder esgrimir una explicación que
no desnudara su alma.
¿Qué demonios le sucedía con ese hombre?
En un principio, la soledad fue la excusa de todos sus
males. Comprender el vacío que acarreaba y la injusticia del
mismo. Nosotros nos forjamos el destino, es cierto, pero con
cartas marcadas al nacer. En el caso de Jana, ser mujer y de
clase media. Tuvo que optar entre lo pautado: marido de igual
clase social e hijos que repitieran la historia, con el agregado
de condenar a su hermana a similar existencia o…
independencia, una libertad sin pesos ni anclas, sin refugio ni
hogar. No lamentaba la decisión, menos cuando veía que
Lindsay era feliz gracias a ello. Lo único que la apenaba era el
porvenir, su corazón rebosaba de amor, como un silo repleto
de semillas, y no contaba con la tierra donde fecundarlas.
Quería alguien a quien amar. Esa era la pura verdad. Solo
que los años y experiencias la hicieron lo suficientemente
sabia como para saber que el amor se entrega a quien quiere
recibirlo, y ella no había hallado ese alguien.
Era menester buscarlo. Abrir esas alas, utilizar la libertad
obtenida y encontrar quien quisiera ese silo de amor que
desbordaba en el pecho de Jana. Si pudo desafiar las normas
con su empresa, podría hacerlo con su edad. Una mujer de más
de treinta años era capaz de formar una familia, claro que sí.
Tampoco necesitaba que esa familia siguiera los cánones. Bien
sabía, su cuñado era prueba de ello, que quienes aparentaban
corrección hacia fuera podían ser putrefacción hacia dentro.
Con eso en mente, con la certeza de que estar sola no era
lo mismo que soledad, fue en busca de un momento consigo
misma en el invernadero. Lo necesitaba. Su casa bullía de
personas, y no había nada peor que le arrebataran su soledad
sin brindarle real compañía. Encima, como si todo lo que se
agitaba en su interior no fuera suficiente, halló a Sir William,
su gato, en el regazo del enemigo.
—Tendría que haber escuchado a las viejas del pueblo
cuando decían que los gatos eran instrumentos del demonio…
—masculló, malhumorada.
Su felino rara vez congeniaba con las personas, era muy
selecto, que justo lo hubiera hecho con Maximilian la irritaba.
El animal percibió el enojo de su ama, pues se bajó de las
piernas del hombre tras estirarse y refregarse contra el
caballero y se marchó camino a los jardines. Dado el frío, Jana
esperaba hallarlo allí, en el invernadero.
Era incapaz aún de explicar el influjo al que O’Kelly
sometía tanto a ama como mascota, pero era un hecho
ineludible. Jana reconocía para sí, y solo para sí, que sentía
una gran atracción por su enemigo. ¿Lo odiaba?, sí, ¿prefería
no haberlo conocido?, por supuesto, ¿era capaz de dejar de
pensar en él?, ni con un garrote en la nuca.
Como los marineros cuando dibujaban con agujas y tinta
sus andanzas en la piel, Maximilian había tatuado en la mente
de Jana su impronta de pirata. No saldría con facilidad,
permanecería allí por más tiempo del que otorgaba la vida.
¡Ja!, y luego la manipuladora era ella. Ya le gustaría saber qué
clase de artes oscuras manejaba ese hombre. Su raciocinio le
impedía considerar otra opción, por ejemplo, que los instintos,
la piel y el corazón reconocieran en O’Kelly algo más que su
maldad. Como Sir William en su regazo, seguro de que no era
una amenaza.
—Por favor, Sir William es un gato —murmuró, dispuesta
a no admitir que el felino podía ser más inteligente que ella en
esos asuntos. Abrió las puertas acristaladas y el aroma de las
flores la calmó de inmediato.
Invierno, época de camelias. Solían decorar las tiendas con
ellas, pues eran las flores preferidas de lady Natalie Becket.
Jana se encargaría de preparar los arreglos con su plantación
personal, pues la mayoría de las flores de las tierras aledañas a
la empresa se empleaban en los preparados. Si Lindsay al
regresar no tenía suficientes camelias para sus perfumes… Oh,
tendrían que lidiar con el temperamento de la no tan dócil
muchacha.
Sonrió al evocarla. ¡Cómo la extrañaba! Con ella a su lado,
serían dos O’Kelly contra dos White, y no dudaba del
resultado de la guerra. Contuvo la risotada al pensar que, en
lugar de Sir William, eran tres perros pointers los que
buscaban auparse sobre Maximilian. ¡Ja!, esos salvajes
consiguieron domar a todos los Hudson, harían papilla a los
hermanos.
Al hermano, en singular. Debía dejar al menor fuera de la
disputa. William demostró, hasta el momento, ser amable,
gentil y cortés… desabrido, aburrido, olvidable.
¡Jana White de Anderson!, por favor, ¿acaso prefieres al
otro?
Se dejó caer en el banco de trabajo con cierto dramatismo.
Extendió el brazo hasta alcanzar la mesa y cogió los guantes
de piel y las tijeras de podar. Suspiró.
Inolvidable no era sinónimo de bueno, casi todos los
traumas lo son. Es más, recordamos mejor las desgracias que
los días felices. Como fuera, si cerraba los ojos —Lo hizo—,
podía evocar el rostro de Maximilian con lujo de detalles y no
recordar ni un rasgo de William. Si conseguía traer alguno a la
memoria, de seguro pertenecía al escaso grupo de los que
tenían en común. Por ejemplo, el espeso cabello castaño
oscuro. En Maximilian era abundante, con ondas rebeldes y
algunos remolinos. Las primeras canas despuntaban,
reflejaban la luz y realzaban el contraste con la piel bronceada
por el sol, al igual que los ojos celeste grisáceos; la nariz
respingada y la boca de labios rojos, firmes, no muy carnosos
aunque no por eso menos sensuales. No estaba segura de si el
menor tenía canas y ¿la piel, era dorada o pálida?, ¡joder!, ¿de
qué color eran sus ojos?
Enojada consigo misma, se puso de pie, fue hacia la zona
de las camelias, buscó el tallo de una y lo cortó. La acomodó a
un lado con delicadeza y volvió la atención a las demás,
examinando aquellas que estaban listas para ser cortadas. Era
una planta tan delicada que despertaba fascinación. Su cuidado
requería paciencia, y las camelias parecieron reclamarle la
falta de atención a su señora. ¿No eran dignas de competir con
Maximilian O’Kelly?
—No, lo siento —admitió, cortando otra flor.
Ese instante de introspección, de compañía consigo misma,
le permitió hallar el motivo de tanta obnubilación. Maximilian
O’Kelly era, sin lugar a dudas, lo más excitante que le sucedió
en la vida. Como ganar un gran premio… o atestiguar un
accidente de tren. No conseguía determinar si era bueno o
malo. Lo dejaría en estimulante.
En todos los años que cargaba a cuestas —la sociedad diría
que muchos para ser mujer—, no había experimentado algo
similar. Rememoró cada ocasión en la que sintió las famosas
mariposas en el estómago, y la nostalgia la embargó. Cuando
se casó con Berthan, por ejemplo, experimentó esa agradable
sensación. Una tibieza, un cosquilleo de dicha… no más. Por
el simple hecho de que su boda fue planeada, conversada entre
los cónyuges, acordada. Era la concreción de un acuerdo que
traería felicidad a ambos, nada tenía de salto al vacío, de
vértigo, de juego peligroso. Lo mismo ocurría al pensar en la
apertura de Cuatro Flores, ¡oh, sí!, ese día fue uno de los más
satisfactorios de su vida. De solo recordarlo, le dolían las
mejillas por la sonrisa perenne que lució toda la noche. Los
hoyuelos le quedaron dibujados por días, y le quemó las orejas
a la señora Woodwish relatando cada detalle del evento, sin
importarle que la mujer lo presenció y estaba al tanto de todo.
Pero, de nuevo, no se comparaba con O’Kelly, porque esa
inauguración y las que vinieron después fueron el resultado del
trabajo duro, de la planificación. No había sorpresa, sino
decantación. Sorpresa hubiera sido no triunfar tras tanto
esfuerzo.
En cambio, el encuentro con Maximilian en medio de una
tormenta, el juego de seducción entre dos extraños que se
negaban a decir sus nombres, la antelación… todo ello fue
inesperado, novedoso. O’Kelly sí era saltar al vacío, nadar más
hondo en el lago intentando alcanzar el fondo, cabalgar sin
riendas a toda velocidad. O’Kelly era pura y peligrosa
excitación. Y era la primera vez en la serena vida de Jana
Anderson que sentía algo así.
Un movimiento la hizo voltearse. El pelaje gris de Sir
William apareció en su campo visual por un instante, luego
desapareció detrás de una línea de calas.
—Bill —lo llamó, se puso a gatear por entre las plantas—.
Bill, gato traicionero, ven aquí. —El animal mostró sus
bigotes, se refregó contra la mano extendida de Jana—. Eso es,
William, hazme un poco de compañía —dicho eso, el gato se
erizó y volvió a esconderse. Sorprendida, intentó alcanzarlo.
Una voz a sus espaldas la sobresaltó. Respondió como el gato,
con los pelos erizados y el lomo encrespado.
—Escuché que me llamabas, Jana.
—¡Córcholis! —masculló al reconocer al menor de los
O’Kelly. Su gato lo detestaba, y ella estaba a pasos de
sumársele. No deseaba ser injusta, gateó de reversa hasta salir
de entre los ficus y se incorporó—. Lo siento, estaba llamando
a mi gato. Curiosamente se llaman igual. Supongo que Sir
William se deberá acostumbrar a ser llamado Bill hasta que las
visitas se marchen —dijo, sin poder ocultar en su tono lo
deseosa de que eso sucediera pronto.
—En ese caso, dado que él es un Sir y yo, un simple
caballero, opto por que me llamen Bill.
Jana sonrió, le salió una mueca. No existía entre ambos
tanta confianza. Lo observó con disimulo mientras se sacudía
el polvo de la falda. No tenía canas en su cabello castaño, los
ojos eran celestes sin matices de gris y la piel, pálida como la
de todos los ingleses. Bien… ahora podía pensar en ambos
hermanos de forma similar, se mintió. Suspiró, cansada de los
O’Kelly y de la ruptura de su armonía.
—Lo dejaremos en William cuando la situación lo amerite,
y en señor O’Kelly en público. Entonces, William, ¿qué te trae
por aquí? —Se dirigió sin más hacia las camelias y retomó la
tarea. Los ojos amarillos de su gato la observaban desde el
resguardo. Bien que con el mayor de ellos te restriegas lo más
campante…, le recriminó.
—¿En qué trabajas? —preguntó, acercándose más de lo
debido.
—En los arreglos florales de invierno para Cuatro Flores.
—Volvió la mirada un segundo—. Luces decepcionado.
El hombre rio.
—No es eso, creo que ansiaba hallar alguna planta secreta
con propiedades nunca vistas.
Jana se sumó a las risas.
—Lamento contrariarte, mis flores son de lo más comunes.
Aunque aún hay muchas sorpresas por descubrir en la
naturaleza, yo suelo encargarme de jugar con lo conocido.
Crear nuevas combinaciones o ayudar a mi hermana a hacerlo
con las fragancias.
—Entonces, ¿no hay aquí alguna planta exótica venenosa?
Jana volvió a reír, la seriedad de William la obligó a
imitarlo y comprendió que el hombre hablaba en serio.
—No, si es que acaso temes que los envenene.
—¡En absoluto! —se apresuró a defenderse, palideció un
instante—, era mera curiosidad.
—Lo siento. Las plantas y flores son, para mí, mi vida.
Suelo tomarme a la defensiva cuando las catalogan de
venenosas. Así… como si ellas tuvieran como fin
erradicarnos. Todo está en su equilibrio, es importante
mantenerlo y no permitir que el miedo, nacido de la
ignorancia, destruya la naturaleza.
—Pero… existen las plantas venenosas, eso no es
ignorancia.
—Existen plantas que segregan sustancias para defenderse,
señor O’Kelly.
—Oh, veo que vuelvo a ser señor O’Kelly. —Compuso un
mohín. Jana se relajó.
—Vuelvo a disculparme, suelo ser algo… apasionada con
el tema. Pasaré a explicarme mejor. —Dejó las tijeras de podar
y se giró hacia su interlocutor—. Hasta el agua puede
matarnos en exceso, en general, el veneno está en la dosis. —
Al ver que William asentía, conforme con el hilo de la
conversación, prosiguió—: Las plantas suelen estar en el
último eslabón de la cadena alimenticia, necesitan protegerse
de algún modo. Como no pueden batallar, suelen cumplir la
función de matar a su depredador, consiguiendo equilibrar el
balance entre depredadores y depredados. —Equiparó sus dos
manos, como platillos de una báscula.
—Por lo tanto, nos envenenan en propia defensa.
—Algo así —Sonrió—, pero es importante aclarar que son
muy pocas las plantas, y me atrevo a agregar a los insectos y
animales, que son capaces de matar a un ser humano. El mayor
depredador del hombre es el hombre en sí, son ellos quienes
utilizan la naturaleza a su servicio para matar.
La mirada celeste de William la asustó un segundo, le
recordó que el hermano del lobo era también un lobo, aunque
se disfrazase de cordero.
—No tienes en buena estima al ser humano.
—Por el contrario, el ser humano es capaz de grandes
cosas, solo deberíamos dejar de admirar la maldad como
sinónimo de astucia o la ambición desmedida como camino al
progreso, y, con la inteligencia que nos caracteriza, optar por
un modo más equilibrado de vivir. La naturaleza nos lo enseña
todo, y todo nos los da.
—Incluso plantas venenosas.
—Incluso ellas. Verás, la mayoría de esas plantas tan
temidas son, en realidad, medicamentos conocidos. La
valeriana, el opio, el cannabis… casi todas ellas segregan
sustancias que afectan el sistema nervioso y que nosotros
utilizamos para calmar el dolor. El opio es un gran ejemplo de
veneno —remarcó—, pues debe saber cuántas personas
mueren por la ingesta sostenida y prolongada. De nuevo, el
veneno está en la dosis.
—¿Existe alguna que, con una pequeña dosis, alcance para
ponernos en peligro?
—Sí, por supuesto. Y existen muchas que pueden
destilarse en aceites hasta convertir la capacidad reducida de
daño en letal.
La mujer no iba a dar más detalles, sentía que hablar así de
las plantas era como criticar a una amiga. El hombre observó
derredor, en busca de alguna de esas flores tan temidas por el
hombre. Halló, en cambio, una pequeña biblioteca junto a una
mesa y cuatro sillas. Se acercó a ese espacio tan femenino y
husmeó con poco disimulo.
—¿Aquí se reunían las cuatro flores antes de emprender?
—Sí, aún nos reunimos, solo que ahora como amigas. Es
mi sitio favorito de la casa. Salvo en tiempo invernal, suelo
tomar el té aquí.
—Y leer.
—Y leer —admitió.
—¿Algún libro prohibido? —preguntó con picardía.
—Por supuesto —rio ella—, los lujos que nos damos las
mujeres de mi edad y condición. No cuento con quien me
prohíba algo. —Fue hacia la biblioteca y sacó un ejemplar. El
origen de las especies de Charles Darwin. Lo extendió—.
Lamento decepcionarlo una vez más —volvió a reír.
—Esperaba una obra más subversiva para una dama.
—El saber es más subversivo que… la intimidad. —Se
sonrojó hasta las orejas.
—¿Estás de acuerdo con las teorías de Darwin?
—Con algunas. Mi problema no son las teorías de Darwin,
sino las interpretaciones que algunos intentan darles. —
Regresó a sus tareas.
—¿A qué te refieres?
—A que todos los que estamos aquí hemos evolucionado
desde aquellos primeros hombres y mujeres, por lo que
probamos que la humanidad solo crece en conjunto y
armonía… pero muchos lo interpretan a su manera, y con ello
justifican la idea de que hay hombres y mujeres más fuertes
que otros, más aptos para ejercer el poder, más evolucionados.
Lo utilizan como excusa para la depredación del ambiente,
alegando que la naturaleza se va a adaptar y que al saquearla
como lo hacemos solo cumplimos el ciclo esperado. En fin…
han intelectualizado la estupidez. —Observó a William
ponerse nervioso—. Ya lo ve —se disculpó—, el conocimiento
es más subversivo que una novela sensacionalista.
—Puede que tengas un punto, solo que suena algo…
inocente. Como comenté anoche, yo vivo en la jungla, y el que
no es fuerte, perece.
—Pensé que intentábamos construir una civilización
avanzada. ¿No es por eso que Inglaterra es el mayor imperio?,
¿no llevamos civilización a cambio de… equilibrar los
ambientes naturales de las colonias? —El sarcasmo fue tan
venenoso como las resinas de esas plantas que ella se negaba a
mencionar.
—Lamento haberte puesto de mal humor. —Regresó el
tomo al estante—. ¿Qué te parece si te invito un té? Podemos
agregarle alguna hierba venenosa que, en lugar de matarnos,
nos serene —sugirió, con una sonrisa cordial. Jana se vio
obligada por las normas a retribuirle la sonrisa.
—Me parece una buena idea, si eres tan amable, ¿puedes
solicitarle el servicio a la señora Woodwish?, necesito terminar
este arreglo y cambiar de atuendo.
—Será un placer.
Al verlo marchar, Sir William abandonó su refugio y buscó
las caricias de su ama. Jana lo levantó y acercó el ronroneo del
animal a su pecho.
—Tienes razón, Bill, hay algo que no termina de
convencerme, pero no ha hecho nada malo, ¿verdad? Somos
nosotros, a quienes la soledad nos puso contenciosos —
admitió, y bajó el animal.
Le había molestado que William no debatiera sus ideas, no
se acalorara, y saliera del debate invitando un té. Negó con la
cabeza y terminó el primer arreglo de camelias. Maximilian
hubiera batallado, le hubiera llevado la contraria, la hubiese
desafiado. La noche anterior, no dijo lo de Berthan convencido
de ello, lo dijo conocedor de que era mentira, porque buscaba
ofenderla con aquella falacia. Tiaré lo supo de inmediato,
recordó el gesto en su brazo, el intento de contenerlo.
William la adulaba. Maximilian era incapaz de tal
comportamiento; incluso cuando sin conocerse admiró sus
capacidades, lo hizo evitando caer en lisonjas
condescendientes. En las ocasiones en las que se enfrentaban,
la elevaba al lugar de un contrincante en igualdad de
condiciones… Dos depredadores peligrosos luchando por el
mismo territorio. Y para una mujer en un mundo de hombres,
la igualdad superaba a la zalamería.
Tendría que ser ella quien equiparara los platillos. Por el
legado de Berthan, por su hogar… por el bien de su mente y
corazón.
Capítulo 7

Lo reconocía, estaba enojada consigo misma. La presencia


de Maximilian la había alterado hasta el punto de sacar en ella
una veta sarcástica y malhumorada que no la caracterizaba. La
obligaba a segregar su veneno, y no estaba dispuesta a darle
ese poder.
Cogió el libro El origen de las especies y abandonó el
vivero. Lo regresaría a la biblioteca central, tomaría un
civilizado y británico té con William y haría de esa invasión
una cordial visita. Quizás así olvidaría el verdadero motivo de
la presencia de los hermanos O’Kelly en su casa, y, de paso,
alejaría la soledad que la aquejaba días atrás. Ahora contaba
con sobrada compañía, y solo uno de los saqueadores era
desagradable. Tiaré era amable, lo único que irritaba a Jana de
ella era la adoración hacia un hombre vil como el mayor de los
hermanos. El menor, por fortuna, era la clase de persona con la
que una dama alterna en su vida; no distaba demasiado de sus
vecinos o de los pocos caballeros que conoció en el pasado.
Conversación amena, cambiar de tema cuando la disputa se
eleva, mostrar interés en los temas que apasionan al otro… un
señor civilizado. No un lobo solitario, sin manada y con los
instintos a flor de piel.
Le era muy difícil congeniar las dos versiones que conocía
de Maximilian, la del hombre en la cabaña y la del saqueador
en el despacho ante los abogados. Tal vez Tiaré solo había
conocido una faceta, y por eso estaba tan decidida a
permanecer a su lado.
Mientras más lo pensaba, más le dolía la cabeza.
En su recámara, se higienizó con el agua de la jofaina,
perfumada con rosa, jazmín y árbol de té, y se cambió el
vestido de trabajo —de lino marrón, capaz de soportar las
manchas de tierra y los lavados hirvientes—, por uno de tarde
color malva. Recogió su cabello en lo alto, con una trenza, sin
poner demasiado esmero y se dirigió a la biblioteca central de
la casa. Optaría por una lectura ligera, permitiría que fuera
William quien la influyera con sus modales civilizados y no
Maximilian, con su subversión que solo alimentaba la de ella.
Ingresó a paso firme, perdida en pensamientos y olvidando
por un instante que ya no estaba sola. En cualquier rincón de
esa inmensa casona podía hallarse el invasor.
Allí estaba él, en la vieja silla de lectura de Berthan, junto
al hogar encendido, con un libro de economía en una mano y
una taza de café en la otra. Jana tendría que haberlo percibido
de algún modo. No lo hizo, avanzó como era habitual en ella.
Decidida, segura en su guarida, y fue hasta la zona este de la
habitación donde los estantes ocupaban desde el suelo hasta el
alto techo pintado. La biblioteca era un lugar sagrado para
Anderson, y una de las salas más bellas de la casa. Los
ventanales inmensos daban a los jardines, los pisos estaban
decorados con mármoles de varios colores formando
intrincados dibujos que se interrumpían por las mullidas
alfombras. Todos los sofás del recinto eran cómodos, invitaban
a perderse en la lectura y se aseguraban de que, en las
ocasiones en que tuvieras que alzar la mirada agotada, la
pudieras descansar en un paisaje artístico sin igual. Pinturas,
jarrones repletos de arreglos florales hechos por Jana y un
sinfín de lomos de libros organizados que eran la delicia de los
amantes de la lectura.
La viuda se conocía los recovecos de memoria, como una
experta bibliotecaria, era capaz de decirte estante y orden de
cada ejemplar sin siquiera pensarlo dos veces. Sabía dónde
estaba el agujero que buscaba, en el séptimo estante del tercer
bloque, junto a otros pensadores catalogados como naturistas.
Cogió la escalera deslizante ubicada en el quinto bloque y la
desplazó hasta el correspondiente, antes de encaramarse en
ella e intentar alcanzar el sitio un metro por sobre su cabeza.
Los ojos celestes del intruso la seguían, su dueño
permanecía quieto, aprovechaba la ventaja de no ser
descubierto. La estudiaba con mayor atención que al libro de
economía, ella resguardaba enigmas más complicados que las
leyes del mercado. Verla con las defensas bajas era algo nuevo
para Maximilian, era volver a conocerla. En la cabaña, esa
mujer se había asegurado de dejar en claro que no era una
dama en apuros, que contaba con las herramientas para
defenderse de un extraño. Desde que descubrió quién era ese
forastero, se mostraba a la defensiva. Ante él, en su
ignorancia, bajó las barreras.
O’Kelly sonrió, se dio cuenta de ello cuando sintió el tirón
en las comisuras. Sonreía como un pequeño granuja al salirse
con la suya, al no ser descubierto en una travesura. Descubrir
la razón de su dicha lo turbó, mas no consiguió evaporar la
sonrisa: Jana White —¿de Anderson?— cuando estaba junto a
William no actuaba de manera tan relajada, lo hacía de modo
civilizado, conversaba y aceptaba sus galanterías, pero no se
relajaba.
No así.
No como ante él en esos instantes.
Las facciones femeninas en su estado puro, sin las cejas
castañas fruncidas, sin esos labios rosados formando un rictus
severo, sin las mejillas sonrojadas por la ira o la incomodidad.
Los ojos tierra destacaban en su rostro ovalado, traían la
primavera al invierno, y… ¡joder!, joder con ese cuerpo
aprisionado en las celdas de la moda. Joder con esa cintura que
le cabía en las manos y la altura que lo ayudaba a adivinar la
forma de las piernas, en cómo estas se curvaban en los muslos,
cómo dibujaban el contorno de sus caderas.
¡Joder con lo prohibido, que se convertía en tan apetecible!
Se incorporó, furioso con ella por el simple hecho de
existir. Se acercó con sigilo. Jana extendía el brazo, dispuesta a
colocar el ejemplar en el apretado espacio entre dos tomos
inmensos. Subió un peldaño más, su pie enfundado en un botín
de invierno se enredó en el encaje de una de tantas enaguas.
Trastabilló, y, al tiempo que perdía el equilibrio, Maximilian
vio cómo su mundo se desestabilizaba junto a ella.
Un extraño pánico se apoderó de él, un instinto animal que
le decía que su subsistencia estaba sujeta a la de ella. Corrió
los pocos metros que los separaban como un poseso, y logró
lanzarse de rodillas para cogerla antes de que cayera sobre el
duro mármol. El grito de Jana quedó ahogado por la sorpresa y
por el leve quejido nacido de la garganta de O’Kelly. ¡Mierda!,
sus rodillas dolerían por al menos un día. Ya no era un niño
que podía rasparse en un juego y seguir como si nada.
—¿¡En qué demonios pensaba!? —le recriminó al tiempo
que la ayudaba a ponerse de pie.
En usted…, fue la penosa respuesta ahogada.
—En devolver un libro a su sitio.
—¿Con esa pesada falda?
—No, claro que no… suelo ponerme pantalones para venir
a la biblioteca, solo que debo proteger el decoro de mis
invitados. —Al demonio su intención de no segregar veneno,
el maldito de O’Kelly se lo sacaba a la fuerza—. Además, no
entiendo su enojo, señor, ni mucho menos su socorro. Mi
muerte sería la solución a todos sus problemas, y si en lugar de
muerta, terminaba inválida, bien podría llamar a ese médico y
comprobar lo que tan ansioso está de comprobar.
Les habían llegado dos misivas esa mañana, de sus
respectivos abogados. Ambas aseguraban —y sonaba a
mentira pactada— que intentarían retomar el asunto pendiente
en la brevedad, pero que los apremiaban otros clientes cuyas
situaciones se elevaban como urgentes. El mensaje entre líneas
era claro, sus asesores pretendían que la convivencia limara
las asperezas y arribaran a un acuerdo pacífico. Les habían
otorgado tiempo sin que ellos lo solicitaran. Los dos se
debatían entre contratar nuevos abogados y poner fin a
relaciones profesionales fructíferas de años, o aceptar el
consejo vedado: ¡sean civilizados!
Maximilian sintió una extraña quemazón al pensarla
muerta o herida, una angustia sin sentido que se vio obligada a
justificar de manera racional.
—No le deseo la muerte, señorita White… esa sería la
salida fácil, y lo que fácil se gana, fácil se pierde. —Aún la
mantenía cogida entre sus brazos. Al hablar, sus bocas estaban
demasiado cerca, sus cuerpos emanaban el calor y podían
percibir la respuesta del otro en la piel. La sangre no mentía, el
latir furioso de sus corazones tampoco.
—¿Eso cree?, ¿que he ganado esta casa fácilmente?
—Veo que hoy se ha despertado perspicaz… —ironizó—,
intente mañana despertar con la misma agilidad en el cuerpo,
así no me veo en la obligación de socorrerla.
—Ya lo ha dicho, fue la falda. —Jana se mantuvo
inamovible entre los brazos masculinos. Sí, Maximilian estaba
en lo cierto, tendría que despertar más ágil de cuerpo, porque
un segundo más cerca de su pecho y su cerebro también se
embotaría—. Y, hablando de fácil, heredar por ser sobrino y
hombre es más sencillo que por viuda y mujer.
Lo vio sonreír, odiaba esa sonrisa de dientes blancos y
colmillos filosos. De labios firmes. De ojos que se rasgaban y
dibujaban pequeñas arrugas en torno a ellos. Sí, lo detestaba.
—Por suerte, señorita White, usted se interpone, haciendo
que valga la pena la disputa.
La declaración consiguió sacarla del estupor, forcejeó con
él. Maximilian la sostuvo una milésima de segundo más de lo
debido, se deleitó del roce, del fuego y la tormenta que
caracterizaba a cada encuentro.
—Me alegro de que los herederos seamos eso para usted,
un divertimento, un condimento a su amarga existencia.
—¿Seamos? Eso suena a multitud. Una única heredera me
ha desafiado.
—Curioso, pues no es la única herencia que ha recibido.
Es un O’Kelly, en Irlanda es un nombre reconocido, me
pregunto si ya ha perdido eso que ganó fácil.
—¿De verdad se lo pregunta?, ¿ha escuchado el dicho: la
curiosidad mató al gato? Si quiere, le cuento sobre mi otra
herencia. Le advierto, puede no hallar la respuesta que desea.
—Su advertencia tuvo un deje de auto consejo. Conocer a Jana
era derribar lo que creía saber de ella, era develar una mujer
distinta, alguien a quien no valía la pena destruir.
—No, no me interesa su vida, su pasado ni su futuro. No
hay ser en esta tierra que me resulte más insulso y poco
interesante que usted. Gracias por socorrerme, aunque sus
intenciones hayan sido egoístas. Si me permite, y si no,
también —agregó entre dientes—, su hermano me aguarda con
el té. Al menos su conversación sí es interesante.
La vio marchar con las manos vacías, sin su próxima
lectura. El andar ya no era relajado, si la moda y las formas se
lo permitiesen, correría lejos de allí. Lejos de él. Lejos de las
incómodas verdades y las convenientes mentiras.
—Cobarde… —susurró Maximilian, sin estar demasiado
seguro de si se lo decía a ella o a él.
Capítulo 8

Era una auténtica mujer inglesa, y como tal, jamás le decía


que no a un té. Solía beber innovadoras infusiones de la mano
de Natalie —ella era la experta—, quien combinaba hierbas y
pimpollos de flores con una majestuosidad única. Tenía un
don. Jana había aprendido de su amiga, y aunque no alcanzaba
su nivel de pericia, en la línea media de la ceremonia del té,
podía considerarse una experta.
William O’Kelly, una vez más, la había saturado con
halagos por el simple hecho de beber una taza de earl grey con
el agregado de pétalos de rosa. Tan simple como eso, uno de
los tés más consumidos de Londres con un par de pétalos de
flor. Jana puso el mínimo esfuerzo en la elaboración y, así y
todo, él fue un despilfarro de adulaciones. Tomó nota mental,
evitar beber otro té a solas con el hombre, a menos que
necesitara elevar la estima personal. De requerirlo, William era
la persona indicada, diez minutos en su compañía y se sentiría
la mujer más maravillosa de Inglaterra. Por fuera de eso,
rehuiría de él cuando cargara consigo una bandeja de té… solo
de él. Tiaré era otro cantar. Bueno, más que cantar, una
experiencia nueva y enriquecedora.
—Me siento en la obligación de devolverte la atención —
le dijo la muchacha cuando estuvieron a solas, sin hermanos
O’Kelly de por medio. Ambos partieron rumbo a la ciudad.
Eran libres de hacer lo que se les antojara sin los ojos
evaluadores de Maximilian sobre ellas. Mejor dicho, sobre
Jana. El muy maldito parecía que destinaba gran parte de su
día a analizar las conductas de la viuda.
—No tienes que retribuir nada en absoluto, Tiaré, eres una
invitada y te he tratado como tal. —La creativa imaginación
que le atormentaba el pensamiento durante las noches, esa
imaginación que colocaba a la muchacha hindú junto a
O’Kelly entre las sábanas, no tenía lugar en ese momento—.
De todas formas, si piensas devolverme el favor de esa manera
—Señaló la bandeja de té dispuesta en la mesa del salón—,
con gusto lo aceptaré… en especial porque huele —Los
vapores de la infusión perfumaban el ambiente, inundó sus
fosas nasales, sonrió de par en par—, huele extrañamente
delicioso. —No lograba reconocer los ingredientes que la
conformaban. Quería poner a prueba su paladar.
—Ustedes no son los únicos en hacer del té una ceremonia
—Caminó junto a Jana y la invitó a tomar asiento en la mesa,
como si ella fuese la invitada en su casa—, la diferencia entre
nuestras culturas es que aquí le otorgan la cualidad ceremonial
al acto de beberlo, y en la La India, el rito se manifiesta en su
elaboración. —Destapó la tetera y el vaho aromático volvió a
embriagar a Jana. La expresión de Tiaré la invitó a develar el
enigma.
—Me estás poniendo a prueba, ¿verdad?
—Tal vez… —Le sonrió con picardía—. Esto no debería
de ser un desafío para una de las fundadoras de Cuatro Flores.
Aceptó el reto, cerró los ojos. Inspiró profundo. A los
pocos segundos, le devolvió la sonrisa a la muchacha. Se
sentía victoriosa.
—Canela… —proclamó con certeza. Tiaré asintió. Abrió
los ojos— y jengibre… mi nariz puede reconocer el jengibre a
una legua de distancia.
—Señora Anderson, es usted un excelente sabueso de
aromas, pero aún no ha finalizado, se encuentra a mitad de
camino.
Ella volvió a cerrar los ojos. Mmmm… Se le estaba
haciendo difícil.
—Noto una base de té negro, ¿verdad?
—Así es, té negro de las plantaciones de Darjeeling.
—Mmmm… Creo que hasta aquí ha llegado la habilidad
de mi nariz.
—Entonces es tiempo de la degustación —Tiaré llenó las
tazas. Ella observó la tonalidad ocre de la infusión.
—Veo que también has utilizado leche.
—Sí, a mi gusto personal, un verdadero té chai debe ser
emulsionado en leche y agua.
Cogieron las tazas a la par, bebieron. Los ojos de Jana se
abrieron como platos tras el primer sorbo. Era sabroso, dulce y
picante a la vez. Nunca antes había bebido algo similar. Bebió
un segundo sorbo, lo saboreó muy lento.
—¡Anís! —dijo con la emoción de un niño al descifrar un
acertijo. Tiaré rio—. Sé que aún hay más, solo que…
—Le doy por ganado el reto, señora Anderson, lo demás
me corresponde a mí revelarlo… a menos que hayas transitado
por las calles de Bombay.
—¿Tú que crees? —Rieron al unísono—. ¿Me crees si te
digo que no he puesto un pie fuera de Londres y algunas
millas en los alrededores?
—Si tú lo dices, lo creo… aunque si me valgo de lo que
veo en ti, pensaría que mientes. Aparentas ser una mujer de
mundo.
La carcajada de Jana retumbó por todo el salón.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tu evidente independencia, el hecho de que has creado,
junto a tus amigas, una empresa… y un detalle menor, pero
que aquí juega un rol fundamental… no temes desafiar a
Maximilian. En eso último me incluyo.
—Disculpa, no he logrado interpretar. ¿Te incluyes de qué
manera?
—No temes desafiar a Maximilian, lo que me hace pensar
que has aceptado mi presencia por voluntad propia.
Bebió otro sorbo de té, la bebida era fuerte, estimulante, la
incitaba a indagar en las palabras de Tiaré.
—¿Por qué no habría de aceptarte?
—Por mi condición… por el lugar que ocupo junto a
Maximilian. —Rehuyó de la mirada de Jana. No era necesario
gritarlo a los cuatro vientos, saltaba a la vista el rol que ella
cumplía junto a O’Kelly. Así y todo, se consideraba más que
una simple amante, era una compañera de aventuras que
compartía la cama con él. La relación que ambos tenían rara
vez era entendida por los ocasionales espectadores.
—No necesito ser una mujer conocedora del mundo para
no juzgarte, Tiaré, tú y yo compartimos una misma
condición… el haber nacido mujeres. Yo fui afortunada, y no
lo digo por el seno familiar en el que crecí, sino por haberme
cruzado en el camino de Berthan… Berthan me rescató aún
antes de yo saber que necesitaba ser rescatada. —La
admiración que Jana sentía por su difunto esposo no
desaparecería jamás. No solo su vida había cambiado por él,
también la de Lindsay. Los vínculos sociales, un buen nombre
y el dinero eran las únicas llaves que abrían las puertas. Las
dos hermanas White fueron beneficiadas por Anderson—. Le
estaré agradecida por el resto de mi vida.
Jugar la carta del espía no era del gusto de Tiaré, y no
había hecho esa puesta de escena con el fin de obtener
información. Tal como le había dicho a Maximilian, Jana le
agradaba; pero él indagaba, como siempre lo hacía, en cada
oportunidad que tenía iba en busca de la punta del ovillo de la
viuda, y había puesto en ella la continuación de esa tarea. Una
tarde a solas era una posibilidad que no podía ser
desperdiciada.
—El agradecimiento es un bello sentimiento, Jana… pero
dista mucho del amor.
—Puede ser… sin embargo, uno no es excluyente del otro.
Además, el amor no tiene una sola forma de expresión. —No
permitiría que nadie pusiera en duda su sentimiento por
Berthan, pese a no ser la clase de amor que se esperaba en un
matrimonio, fue amor. Bebió el resto de su té, se refugió en el
silencio, puso un punto final.
—Lo siento, espero que no me hayas malinterpretado, no
pretendía poner en duda el vínculo sentimental con tu
esposo… solo he hablado desde mi experiencia. Conozco de
agradecimiento, mas no de lo otro. —Tiaré necesitaba acercar
los opuestos, no era justo para la viuda que Maximilian
contara con un batallón personal para enfrentar la guerra. La
pobre mujer estaba en desventaja. Ella conocía al verdadero
O’Kelly, y poco tenía que ver con aquel que demostraba ser
ante Jana. Y ahora, con el paso de los días y los intercambios
con la viuda, se daba cuenta de que esta no era para nada lo
que él deseaba creer. No tenía más alternativa que espabilarlos,
que ser una doble espía—. Maximilian y su tío Berthan no son
tan diferentes después de todo.
Un resoplido abandonó los labios de Jana, justo sobre el
borde de la taza.
—No sé con qué cristal miras las posibles comparaciones
entre ambos, pero desde el mío… —Carcajeó. El canalla de
O’Kelly iba por la vida portando a la muchacha hindú como si
fuese un accesorio. Dejó la taza en el platillo—, como he
dicho, jamás te juzgaría por el camino que tu vida ha tomado,
en todo caso, juzgaría a los que te han forzado a esa elección.
—¿Te refieres a Maximilian?
«Maximilian»… ¡Con qué libertad hablaba de él,
expresando la intimidad compartida! ¿Acaso la incomodaba?
No, no era tan puritana. ¿Entonces? ¿Celos? ¡Por los cielos
que no! No, no podían ser celos.
—No podría decirlo con exactitud, no sé cuál es… es —
titubeó. No sabía qué palabra utilizar: ¿contrato, pacto,
acuerdo? Las mejillas le ardieron. Tiaré se apiadó de ella.
—Te equivocas al creer que él me ha adquirido… —El
sonrojo de Jana fue suplantado por unas cejas en lo alto—. Por
lo menos no me ha adquirido de la manera en que tú piensas.
—¿Existe alguna otra forma que le reste peso a la acción?
—Jana estaba decidida a conservar la peor imagen de él, solo
así podía mantener a raya las extrañas sensaciones que la
atacaban al tenerlo cerca, al pensarlo, al soñarlo. Si era un
canalla, entonces, la naturaleza de sus emociones encontraría
el sendero de regreso, pues no valía los sentimientos puestos
en juego.
—Sí, cuando las intenciones son las correctas, no hay peso
en lo absoluto. Tú dijiste que Berthan te rescató aun cuando no
sabías que necesitabas ser rescatada… Yo, en cambio, lo supe
desde el día en que nací. —Exhaló, debía de compartir su
pasado para librar a Maximilian de una condena que no
merecía—. Apenas recuerdo a mi madre, solo recuerdo mi
existencia en las calles de Bombay… y cuando eres una niña
sin nadie que vele por tu supervivencia, siempre hay alguien
dispuesto a adueñarse de ti. —Dominaba muy bien el arte de
las emociones, pocas veces las sacaba a la superficie, le
sobraban los dedos de las manos para contar las veces que
había llorado rendida a la miseria de su vida. En esa ocasión,
se dio un permiso, los ojos de Jana transmitían una calidez
única, como si te invitara a formar parte de su refugio. Una
lágrima rodó por el rostro de Tiaré—. Tenía ocho años cuando
mi cuerpo dejó de pertenecerme… fui de otros, fui de cientos
de rostros que veían en mí un instrumento de satisfacción, y
cuando no lograban esa satisfacción, era la responsable. No sé
en dónde tengo más cicatrices, si dentro o fuera…
—Detente… —Jana depositó su mano sobre la de ella—,
lo que yo creo no merece esto, no merece el dolor de tu
recuerdo.
—No, tienes razón, he dejado todo en el olvido y no es de
mi agrado regresarlo al presente —Tomó la mano de Jana con
fuerza, como si quisiera lanzarse de cabeza a ese refugio que
la viuda era—, pero Maximilian sí lo merece, porque si soy
libre, es por él… Un cliente insatisfecho puso una deuda en
mí, y una muchacha como yo, sin una rupia, solo podía saldar
la deuda con lo único de valor que poseía, mi cuerpo los
complacía con abuso sexual o físico… Maximilian presenció
la que fue mi última golpiza y fue él quien le puso fin a todo,
estaba en el burdel con unos empresarios extranjeros que
buscaban divertimento. Pagó una suma exorbitante de dinero
por mí. —Las miradas de ambas coincidieron, reflejaban el
brillo de las lágrimas contenidas a la fuerza. Si una lloraba, la
otra también lo haría, y provocarían una severa inundación—.
Así que, si tu suposición es que él me compró, estás en lo
cierto… lo hizo, y me otorgó la libertad, le otorgó la libertad a
alguien que nunca supo cómo ser libre y por ello decidió
mantenerse a su lado.
—Tú me has citado a mí, ahora es mi turno… el
agradecimiento es un bello sentimiento, pero dista mucho de la
obligación. —Comprendía el temor inicial, tomar las riendas
de la vida no era una tarea sencilla, menos en una muchacha
que no tenía un hogar al cual regresar.
—No es una obligación —Tiaré enjugó las lágrimas que se
le escaparon y sonrió—, él jamás me obligaría, al contrario,
me enseñó a disfrutar del placer de otra manera… Verás,
Maximilian es un hombre muy ocupado, tan ocupado que ni
siquiera tiene tiempo para permitirse un cortejo, yo he
decidido permanecer junto a él hasta que mi lugar sea
ocupado. Sin lugar a dudas, quien lo ocupe será una mujer
muy afortunada.
Una risa nerviosa brotó de Jana. ¿Mujer afortunada? ¡Ja!
—No le deseo esa fortuna a ninguna mujer —masculló por
lo bajo, haciendo que su risa fuese acompañada por la de
Tiaré. Descubrir que O’Kelly no era el bastardo canalla que
había perfilado en su mente agitaba esas inocentes sensaciones
que revoloteaban como mariposas en su estómago desde la
tarde en la cabaña.
—Quizás, tú y Maximilian no tuvieron el mejor de los
inicios…
¡Oh, no… no hablemos de inicios, no hablemos del primer
encuentro! Cogió la taza, bebió la infusión tibia.
—Espera… —la interrumpió, así evitaba viajar en su
mente hasta aquella tarde de tormenta—, me has prometido
revelar el resto de los secretos de este maravilloso té, y todavía
espero.
—Si eso es lo que prefieres… —La invitó a acercarse, se
lo susurraría al oído. Jana respondió a su demanda. Tiaré
susurró—. La temeridad de Maximilian es solo una fachada…
—Jana se echó hacia atrás. Desgraciada, la engañó.
—Pues conmigo no parece una fachada.
—Puede que lo sientas así porque contigo se esfuerza
demasiado en mantenerla…
—¿Por qué?
—No me corresponde a mí decírtelo, solo puedo decirte…
Cardamomo, clavo de olor y pimienta negra.
—¿Cardamomo? Nunca antes he tenido el placer.
—Pues siempre hay una primera vez para todo… ¿verdad?
La llegada de O’Kelly traía más de una primera vez para
Jana Anderson, y Tiaré pudo reconocer en el brillo inocente de
la mirada de la viuda esa primera vez que todavía no había
tenido lugar. Maximilian no estaba equivocado, era Jana
White, solo White…
Tiaré guardaría ese secreto.
Capítulo 9

La conversación con Tiaré agrietó sus cimientos por


completo. El choque cultural iba más allá de la vestimenta o la
ceremonia del té, se trataba de otras vivencias, de una forma
distinta de ver la vida.
No se reducía solo al país, la religión o el clima. Tiaré
debió enfrentar una faceta de la existencia de la mujer que
Jana solo conseguía vislumbrar en sus pesadillas. Ella había
escapado a las normas, al destino de dama de compañía, de
empapelada y nunca protagonista de su vida. Huyó de la
dependencia masculina y de la existencia a medias que le
correspondía por su condición. No desestimaba sus méritos, y
esas experiencias eran lo que la hacían una mujer abierta de
mente. Era incapaz de juzgar a otra dama por lo que hacía para
sobrevivir, no miraba por sobre el hombro las relaciones
clandestinas nacidas del amor y jamás daba vuelta el rostro a
una congénere caída en desgracia. Menos cuando sabía que la
misma actitud en los hombres era celebrada.
Tiaré parecía haber arribado como una maestra. Traía
consigo una lección más. Lo que ella creía conocer era solo la
punta del iceberg.
La soledad que antaño la aquejaba, como simple
consecuencia de su independencia, tomaba otro cariz. Existían
en el mundo personas verdaderamente solas, sin familia ni
amigos… y sin esperanza de hallarlos. No bastaba con salir de
la jaula y del caparazón. Estaban en el desierto de los afectos.
El cariño compartido con Berthan, seguido de las
relaciones amorosas de sus amigas con sus esposos, le hicieron
creer que hallar compañía era algo sencillo. Que las almas
gemelas están destinadas a encontrarse, que solo alcanza con
esperar.
¡Vaya bofetada mental le dio Tiaré!
Maximilian y Tiaré tenían una relación similar a la
conformada entre ella y Berthan, solo que…, cerró los ojos en
un intento de borrar la imagen en su retina, solo que… sexual.
El sexo era una necesidad afectiva más, una que Jana
empezaba a entender que necesitaba.
Ojalá pudiera regresar a la cueva, dejar de mirar las
sombras en el fuego y ansiar el saber. Ojalá pudiera volver a la
ignorancia.
Como tal cosa era imposible, barajó otra posibilidad. Darse
la oportunidad de una relación de esa índole, de socios de vida
con intimidad física. No sería el amor completo y sin grietas
de sus amigas con sus esposos, pero le brindaría la tan ansiada
compañía y… y algo que no se atrevió a soñar hasta el
momento: hijos.
Los hijos eran un gran sueño en la vida de Jana. Un anhelo
al que jamás le dio lugar, hasta ahora. Si lo pensaba desde ese
punto de vista, sería más fácil hallar el compañero de vida.
Aquel que tuviera dotes paternales sería el indicado. Sonrió al
conformar su nueva fantasía. Estaba segura de que un hombre
que fuera buen padre conseguiría ganarse su corazón con
facilidad. De hecho, le resultaba hasta más seductora la
bondad que la inteligencia.
Sin contar que esa idea borraba a Maximilian del mapa. Él
no era opción. No contaba con una sola veta paternal, no
emanaba seguridad ni estabilidad y… ¡Ni lo pienses!, se
advirtió al tiempo que su mente conformaba la idea de intimar
con él. ¡Maldición!
Sonrojada hasta las orejas, ingresó al salón comedor,
donde el desayuno estaba dispuesto. Saludó con un ahogado
buenos días y se sentó en la esquina opuesta a Maximilian. Él
no bajó el periódico, devolvió el saludo desde detrás del
escudo de papel.
Café en su taza, pan recién horneado, huevos revueltos y
frutas de estación. Cuando lo vio coger una uva y llevársela a
la boca, sacudió la campanilla con más énfasis del esperado.
—Señora Woodwish —se lamentó por el exabrupto—,
olvidaba que están sobrepasados de tareas. Lo siento.
—No hay de qué, señora Anderson. Además de estar
sobrepasados, estamos un tanto… alterados. Es lógico que
usted también.
—Qué sutileza. Aun así, me disculpo. Tomaré lo que ya
hayan preparado acompañado con té. —La mujer asintió y se
marchó.
Maximilian plegó el diario, elevó sus ojos azules y los fijó
en su adversaria. Permaneció en silencio por varios segundos,
a Jana le dio la impresión de que se le atoraban las palabras,
pero eso era imposible ¿verdad?, O’Kelly era inmune a ella.
Lo había demostrado aquella tarde en la biblioteca. Ella
temblaba en sus brazos y él… él solo la veía como un reto.
—He analizado los libros contables, señorita White… —
Jana frunció la comisura derecha de su labio, no le daría el
gusto de enojarse por el uso de su nombre de soltera.
—Si tiene mucho tiempo libre, puede aprender a tejer —
ironizó—, es bueno para los nervios.
—No, no tengo tiempo libre. Analizo la propiedad que
pronto será mía. —La señora Woodwish regresó con el
desayuno de Jana, el bufido en labios de la ama de llaves fue
sonoro. No le importaba, ni por todo el oro del mundo
permanecería en el servicio si la casa pasaba a manos de
O’Kelly—. He notado que está falta de personal.
—No, señor O’Kelly, no estamos faltos de personal.
Estamos sobrados de visitas.
—El ahorro desmedido no es una virtud.
—El exceso de personal, solo para aparentar, tampoco lo
es.
—Podría acusarla de explotación… —amenazó
Maximilian.
—Pues hágalo, pregúntele a cada uno de los empleados si
eso es lo que piensan o sienten…
—¿Por qué, si no es por dinero, opta por tan poco servicio?
—¿De verdad lo quiere saber? —preguntó Jana y sorbió su
té con delicadeza—, la curiosidad mató al gato… —rebatió
utilizando las palabras que él supo usar para con ella. Su
alusión a felinos trajo a los dos Williams. Al animal, que se
refugió bajo la silla de Maximilian y al menor de los O’Kelly.
—Buenos días —saludó. Notaba la tensión en el ambiente,
parecía disfrutarla—. Gracias, señora Woodwish, voy a pensar
que me malcría —agregó al ver su desayuno dispuesto en la
mesa. El ama de llaves asintió con una mueca—. Tengo
entendido, Jana —Deslizó su plato hasta acomodarse un sitio
más cerca de la viuda—, que te agrada la vida sencilla… ¿no
es así?, por eso optas por un servicio reducido.
Antes de que pudiera responder, Maximilian interrumpió.
—¿Jana?, no creo que sea apropiado llamar a una señorita
por su nombre de pila, hermano. No olvides los modales, por
favor.
—Tampoco es apropiado sacar a relucir que fisgonea entre
los sirvientes —masculló la señora Woodwish, y Jana observó
a la mujer pararse junto al mayor O’Kelly, como un gesto de
muda alianza. Abrió los ojos con desmesura. Gato y ama de
llaves unidos al enemigo, ¿qué faltaba?, ¿Lindsay?
Gruñó ante la traición. Decidió que, si así sería, entonces
con más razón se mostraría amable con William.
—Sí, William —pronunció su nombre de pila con marcada
intención—, me agrada la vida sencilla y prefiero mantenerla.
No suelo hacer fiestas, ni tener invitados, por eso nos las
arreglamos bastante bien quienes estamos bajo este techo. ¿No
es así, señora Woodwish?
—Sí, señora. Tal y como Pietro ya le explicó al señor
O’Kelly… —Maximilian miró de soslayo a la mujer. Tilda fue
más específica— al señor William O’Kelly cuando sin mucho
disimulo preguntó por cómo era usted como señora de la casa,
estamos muy conformes con nuestras labores, nuestra paga y
el trato recibido.
Jana observó a William con incomodidad, el hombre no se
mostraba arrepentido.
—Bien, bien… Me disculpo por desear saber más de usted.
—Al menos volviste a los buenos modales —siseó
Maximilian, al escuchar el trato de usted. Los presentes lo
ignoraron.
—Propongo lo siguiente, ¿por qué no damos un paseo por
los bosques? Usted me cuenta lo que quiera compartir
conmigo, y yo aprendo todo sobre ese fascinante tema que son
las plantas.
—¿Desde cuándo te interesan las plantas? —intervino el
mayor, ahogando la respuesta de Jana.
—Desde que la señora Anderson compartió conmigo su
pasión.
Maximilian se atragantó con el café. Comenzó a toser,
compartir su pasión, en boca de William, sonaba a un nivel de
intimidad abrumador. Se serenó solo al ver que el sonrojo de
Jana no era de vergüenza, sino de notoria molestia. Entendía
que estaba siendo cortejada y no sabía cómo manejarlo. Y a él,
eso… eso le resultaba encantador.
—¡Mierda! —gruñó él. Ahora el sonrojo era compartido
por Tilda Woodwish, la única en escuchar semejante palabrota.
—Siempre me pareció egoísta reservarse el saber… —dijo
Jana, algo cohibida—,si de verdad le importa conocer de
plantas, encantada lo escoltaré en un paseo por la región.
—Es muy amable, y por supuesto que mi interés es
legítimo. Si hubiera tenido un profesor de botánica tan
encantador como usted, hubiese sido mi asignatura preferida.
—Sonrió con zalamería.
Jana no respondió, regresó su atención al desayuno y a los
pensamientos de esa mañana. William podía ser un buen
candidato, ¿verdad?, su amabilidad era notoria, la estaba
cortejando y no contaba con la veta salvaje de su hermano
mayor. Existía un único inconveniente… los hijos se traían al
mundo de una única manera, y no era por el menor de los
O’Kelly por quien su cuerpo clamaba.

Se arrepintió de acceder al paseo ni bien puso un pie en el


exterior. El afán de escapar de la influencia de Maximilian la
hacía actuar sin pensar. William era una carabina apropiada, y
ella… ¡por Dios!, ella era una viuda de más de treinta años.
¿El problema?, no podía dejar de pensar en el mayor de los
hermanos O’Kelly cuando estaba con el menor, y, para colmo
de males, una nube gris y pesada traía aroma a lluvia.
No es que le preocupara la lluvia, existía una gran
diferencia entre algunas gotas y la tormenta de semana atrás.
No… el conflicto se encerraba en comparar ese paseo con
aquel otro encuentro.
—Te noto con la mente en otro sitio —le recriminó
William con una sonrisa.
—Lo siento, he desatendido asuntos laborales —mintió—,
y cavilo en cómo ponerme al día.
—Lamento no ser capaz de distraerte. —Sonrió, sus labios
gritaban un reclamo mudo. A Jana no le agradó, le daba la
impresión de que se victimizaba. Suspiró.
—Permíteme compensarte —dijo, en cambio—, dado tu
repentino interés en hierbas, pretendo mostrarte aquellas que
crecen al cubierto, amparadas por árboles y plantas más
grandes.
—Me encantaría. —Atinó a cogerla del brazo, se generó
un movimiento incómodo, finalizó con ambos caminando a la
par. El paseo dejaba de ser por senderos marcados y requirió
de cierto esfuerzo físico que los obligó, en primera instancia, a
un silencio producto de respiraciones trabajosas.
Los pájaros se oían entre los árboles, igual que el crujir de
ramas pequeñas y el correteo de algunos animalitos. Liebres,
ardillas y, no sería extraño, alguna que otra rata. Nada de eso
impresionaba a Jana, convivía con la naturaleza. Nunca
olvidaba que eran ellos los invasores del territorio.
Se adentraron en la espesura, y como si eso fuera una
invitación a ahondar en la parte más oscura de su mente,
regresó a Maximilian. Había vuelto a coger el libro del origen
de las especies, no tan interesada en la sección de plantas
como sí en la selección de parejas. ¿Los seres humanos eran
tan primitivos?, ¿se trataba de eso?, ¿de que el mayor de los
O’Kelly era evolutivamente la mejor opción?
Cerró los ojos por un instante, tomándose de una rama.
No… no podía racionalizar la atracción, era ir muy lejos solo
para acallar lo que le sucedía.
—¿Te encuentras bien? —preguntó William a su espalda.
—Sí, claro. Necesitaba un respiro. —¿Desde cuándo
mentía tanto?, ¿desde cuándo se mentía a sí misma?
—¿Te han dicho alguna vez que eres muy transparente?
—¿Disculpa? —Jana se volteó, halló una media sonrisa en
labios de William.
—Es evidente que no te hace falta aire en los pulmones,
sino que necesitas respirar otro, uno lejos de mi hermano.
—En ese caso, acepto mi derrota. Soy muy transparente.
—Tendrás que aprender a simular, o Maximilian te hará
papillas. —Avanzó bosque adentro, Jana lo siguió. Al fin
encontraba con William un tema que sí fuera de su interés.
—Ya sé que busca hacerme papillas —dijo, con la mirada
en la espada de O’Kelly—, en ese sentido, la aversión no es
disimulada en ninguno de los dos.
—Ni el efecto que se provocan, solo que, en ti, Jana, es
genuino… en él no.
—¿Efecto?
—¡Oh, vamos! Estamos en confianza, lejos de oídos
indiscretos. Mi hermano te provoca, se aprovecha de tu
inocencia. No sé qué busca, además de la casa, claro está…
A Jana le dolió sentirse usada. ¿De verdad era tan
transparente?, ¿tan evidente en la fascinación despertada por
Maximilian? ¡Claro que un hombre así sacaría ventaja!,
William estaba en lo cierto, ella era muy inocente.
—¿Qué flor es esa? —señaló una de pétalos violetas.
—Lilas salvajes —explicó Jana, sin demasiada atención.
—¡Oh!, qué pena. Esperaba hallar la famosa capucha de
monje.
—¿Aconitum?, ¿por qué querrías hallar esa flor? —A lo
lejos, resonó un trueno. El olor a tierra mojada se intensificó
—. Sería lo mismo que yo dijera que deseo encontrarme con tu
hermano —masculló. William la oyó y rio de buena gana.
—Mi hermano es más peligroso que una flor, ¿no lo has
dicho?, las flores rara vez son letales. Mi hermano siempre lo
es cuando necesita conseguir algo.
—Me sorprende que hable así de él —reconoció Jana, una
parte de ella respondía con ofensa, otra, aceptaba esa
confirmación a sus prejuicios—. Pensé que se llevaban bien.
—Claro, lo hacemos. Jamás se me ocurriría entrometerme
en sus asuntos, eso mantiene la relación familiar en paz.
Supongo que es igual con la capucha de monje, ¿verdad?,
estamos a salvo mientras no nos inmiscuyamos en sus asuntos.
A Jana le costaba comparar a Maximilian con una flor
venenosa. No ajustaba a su imagen de real depredador. Si
ansiaba terminar con alguien, utilizaría sus garras y fauces. Se
estremeció.
—La flor de Aconitum también es rara vez letal, aunque su
capacidad puede provocar grandes daños. —Caminaron un
poco más, no veían el cielo, pero Jana sentía la lluvia acercarse
—. Tendríamos que regresar.
—¿Qué daños? —indagó, haciendo oídos sordos a la
advertencia.
—Parálisis, principalmente. Si la parálisis muscular
alcanza los órganos puede ser mortal. En general, solo provoca
un adormecimiento de las extremidades y fatiga extrema.
Créame, puedes sobrevivir a un encuentro cercano con ella.
—Entonces, no es igual a Maximilian —dijo, con un gesto
enigmático.
—Gracias por la advertencia, supongo. Te retribuyo del
mismo modo: debemos regresar. Puede que eso sea solo lluvia,
pero un simple rayo en el bosque puede provocar más daños
que una flor.
—Solo un poco más, Jana, de verdad deseo ver la capucha
de monje.
El agua empezó a atravesar el follaje.
—No, William. Lo siento, el paseo ha finalizado —
sentenció, dándose la vuelta. El menor de los O’Kelly no la
imitó, y Jana comenzó a caminar sola por entre los árboles. No
estaba dispuesta a arriesgarse de nuevo, ni su físico ni su
reputación, mucho menos por una flor que, de desearla para
preparados, la hubiera plantado en su vivero. ¡Esa fascinación
de los humanos por las cosas letales!, ¡por el riesgo!
No eran tan distintos después de todo, pensó, molesta. Los
dos hermanos eran temerarios y algo idiotas. Ella no se
sumaría a ese juego, ¡y al demonio si era transparente!,
Maximilian no lo podría usar en su contra, porque además de
genuina con sus emociones era una mujer racional.
¿Le atraía el mayor de los O’Kelly?, sí, no existía forma de
negarlo. ¿Se podía resistir a él?, por supuesto. Elevó el
mentón, compuso su mejor porte de viuda recatada. Si el
pecado fuera feo, no existirían los pecadores. La virtud
radicaba en vencer la tentación, y ella lo haría. Y cuando al fin
hallase a un hombre con dotes paternales y fuera feliz en el
seno de una familia amorosa, se reiría de lo acontecido esa
semana.
La lluvia empezó a caer, las hojas ya no podían contenerla
y el agua la empapaba. Inclinó el rostro hacia el cielo, dejó que
la lluvia la purificara.
Vencer la tentación… vencer la tentación… vencer…
Una mano le cogió el brazo, el aliento se le escapó de la
garganta como un quejido. No necesitó mirarlo para saber que
no era William, su piel respondía de ese modo a un único
hombre.
—Maximilian —susurró. Intentó darle un matiz de queja,
falló. El hecho de usar su nombre de pila rompió el efecto, lo
reemplazó por otro. O’Kelly quedó petrificado, como si un
rayo lo hubiera alcanzado.
—¿Acaso no sabes cuidarte? —le recriminó—. ¿Cuántas
veces debo salvarte en una semana?
—¿Disculpa?, ¿salvarme, tú?, ¿debo recordarte cómo nos
conocimos?
—En una tormenta. Quizá buscas eso también, quedar a
solas con mi hermano y enredarlo en tu juego de seductora
gentileza. —Maximilian cerró los ojos y apretó los labios,
incapaz de desdecir lo dicho. Jana no lo interpretó, ¡joder con
su inocencia!, ya no podía acusarla de fingida. Era auténtica
ingenuidad, ¿cómo había conseguido tanto?, ¿cómo había
sobrevivido siendo tan pura en un mundo de hombres como
él? El ansia de protección lo abrumaba.
—Claro, por eso me encuentras sola en el bosque. —Las
gotas le hacían relucir la piel, pendían de sus largas pestañas,
le enmarcaban los ojos color tierra. El aroma de la lluvia le
sentaba de maravillas, olía a primavera y vida—. Tu hermano
deseaba seguir con el paseo, yo regreso a casa. —Hizo el
intento de deshacer el agarre, no lo consiguió.
—¿Mi hermano te dejó sola en medio de la tormenta?
—Es una leve lloviz…
—Voy a matarlo —amenazó. La ira fría de su declaración
la hizo estremecer, se le erizó la piel y, más aún, cuando
Maximilian le secó el rostro y repitió—: voy a matarlo.
—¿A… a qué juegas? —balbuceó Jana, trastocada por la
caricia—. No lo entiendo. —Y odiaba no hacerlo, no
comprender por qué con él su cuerpo tenía vida propia, por
qué su piel reclamaba su cercanía, por qué su mente y corazón
no estaban en sintonía.
Maximilian se quitó el abrigo, la rodeó con él. El gesto le
permitió un efímero abrazo.
—Lo mismo te pregunto… —Permitió que Jana lo
malinterpretara, era lo mejor. Mantener la idea de que le
recriminaba el encuentro con William, en lugar de admitir el
encantamiento al que lo sometía. No lograba quitársela de la
cabeza, del pecho, de debajo de la piel. Había llegado allí
deseoso de hacerse con la casa, y ahora…
Ahora le importaba tres demonios la jodida casa.
Perseveraba porque era una excusa para tenerla cerca,
desafiarla, conquistarla. No luchaba contra Jana, lo hacía
consigo mismo, con una emoción que toda la vida consideró
destructiva. Había sufrido la consecuencia de esas inmensas
pasiones, de ese sentimiento efímero que los imbéciles llaman
amor.
No se dejaría arrastrar, no cometería ese error. Jana era
peligrosa para él, porque alimentaba una rara obsesión que
nada se parecía a lo experimentado hasta el momento.
—Suéltame —demandó ella, con un hilo de voz y sin
forcejear—, quiero regresar.
—No. —La acercó a él, le quitó un mechón humedecido
del rostro con suma delicadeza y lo llevó detrás de la oreja.
Acarició la piel sensible del cuello, del mentón.
—¿A qué juegas? —volvió a preguntar Jana.
—Me gustaría que fuera un juego. Los juegos tienen
reglas, objetivos y ganadores. Y nosotros… —Pegó su nariz a
la de ella, cerró los ojos para no ver la otra tormenta, una que
rugía furiosa entre el poco aire que los separaba—, nosotros
rompimos las reglas, perdimos los objetivos y… ¡demonios!,
tenemos todo por perder.
Iba a besarla, Jana se lo permitiría. Tenía los labios
entreabiertos, las mejillas sonrojadas y el corazón acelerado.
Permanecía al resguardo de su abrigo, y él quería darle más
calor que ese, guarnecer con su cuerpo cualquier amenaza,
convertirse en su amparo. Llevó la mano al cuello, con el
pulgar dibujó el mentón, la instó a ladear el rostro, a darle
completo acceso a su boca. La lluvia se coló por la comisura,
marcando el camino. Los labios de Maximilian siguieron el
sendero del agua…
—Desearía que escucharas mis consejos como yo acato los
tuyos. —La voz de William los interrumpió antes del primer
roce. El mayor de los O’Kelly contuvo el bramido rabioso que
nació en su pecho. Jana se deshizo del abrazo, intentó hacer lo
mismo con el abrigo, Maximilian se lo impidió, asiendo las
solapas con ímpetu.
—Quédeselo, lo necesita más que yo… —El trato distante
la heló, se rodeó con la tela y emprendió el regreso sin mirar
atrás—. Hablando de consejos, tú y yo tendremos una seria
conversación —dijo a su hermano. Siguió los pasos de Jana
tras la cortina de agua, volvió a respirar recién al verla
atravesar la puerta de ingreso.
Estaba a salvo.
Capítulo 10

Se había quitado el vestido empapado, las pesadas telas


que la empujaban al centro de la tierra. Pese a ello, la liviandad
no la alcanzó. Todavía percibía el anclaje, como si las gotas
hubieran sido piedras que golpearon cada músculo.
Lo vivido los últimos días reclamaba su pago. La falta de
horas de sueño, la mente sin dejar de trabajar un segundo, las
sensaciones que insistía en acallar. Todo demandaba su
atención en ese momento. La cabeza iba a estallarle, la piel le
ardía y los escalofríos la asaltaban sin piedad. Un resfriado
amenazaba con postrarla en la cama, y Jana White de
Anderson no se dejaría vencer. Tras el baño caliente, se
envolvió en el abrigado salto de cama y abandonó la recámara
en busca de un té de hierbas. Jengibre, miel y limón. Un libro,
una vela y algunas horas de sueño, recomponerse para poder
enfrentar a Maximilian una vez más. Esperaba que fuera en
otras condiciones, sin la debilidad característica de su reciente
malestar.
—Sí, claro… el malestar —masculló, avergonzada.
No había sido la fiebre ni el cansancio lo que la llevó a
elevar la mirada, a fijarla en la tormentosa superficie gris de
los ojos masculinos, a abrir la boca y ansiar sus besos. La
fiebre era una manifestación de la lucha interna por negar lo
evidente, por ocultar las emociones, por no atender ese ardor
que nada tenía que ver con el sistema inmune.
Avanzó por los corredores con sigilo, no deseaba ser vista
en salto de cama, tampoco quería que O’Kelly supiera de su
estado. Volvería a reprenderla, a echarle en cara que cuidaba
de ella, y Jana volvería a hacerse la incómoda pregunta: ¿Por
qué?, ¿por qué la protegía y salvaba si la odiaba? Temía ser
parte de un juego macabro, le aterraba la idea de que
Maximilian probara su inocencia con métodos que
sobrepasaban los físicos. Estaba vulnerable ante él, y nunca
antes le sucedió con ningún hombre.
Sus pasos quedaron silenciados por la alfombra, escuchó
voces masculinas en la biblioteca y se dispuso a una pequeña
carrera que no la delatara. La puerta estaba abierta, la verían
pasar como un fantasma y no tenía las fuerzas para dar un
rodeo. Antes de conseguir su cometido, la voz de Maximilian
la paralizó:
—¿A qué juegas? —Creyó que le hablaba a ella, que había
sido descubierta. No se dirigía a Jana, sino a William.
—¿Yo?, ¿a qué juegas tú?, o mejor, ¿por qué te importa?
Jana apoyó la espalda en la pared, se hacía la misma
pregunta. Al menos, no estaba loca, pensó con alivio. William
estaba de acuerdo con ella, Maximilian jugaba.
—No estoy aquí para dañar a Jana, sino para reclamar lo
que es mío. Ella no puede interesarme menos, pero no por eso
voy a permitir que la utilices como una de tus conquistas. No
es esa clase de mujer.
La risa amarga de William la hizo estremecer. La fiebre le
agarrotaba la mente, se sentía presa de un sueño en el que nada
tenía sentido.
—Te contradices, hermano. Si no te interesa, ¿por qué te
importan mis intenciones con ella?
—Porque no son buenas, porque…
—Vamos, dilo —lo animó con tono desafiante—, di lo que
se te atraviesa en la garganta.
—Ya lo dije, no es esa clase de mujer…
—¿Te refieres a la clase a la que pertenece Tiaré? —Jana
oyó un forcejeo, la voz de William sonó ronca, una mano le
impedía hablar con normalidad—. Cierto, lo olvidaba, tú eres
el único que puede obrar con libertad, los demás nos tenemos
que adecuar a las normas, ¿verdad?
—Haz lo que te plazca, William. No se trata de eso…
¿quieres una amante?, ve y busca una, pero sé lo
suficientemente hombre para hacerlo con alguien que entienda
en dónde se mete, qué arriesga, qué gana y pierde.
—¿Y por qué crees que Jana no lo sabe? —rio—. No es
una debutante, Maximilian. Estuvo casada. ¿Acaso ya no
piensas que es una jodida viuda negra?, ¿una manipuladora?
Jana cerró los ojos, escuchar cómo hablaban de ella le
dolía. No había hecho nada para merecer aquello, había
querido a Berthan, había anhelado darle unos últimos años de
paz después de una vida de tormento. Era injusto el trato
recibido a cambio.
—Maximilian… —escuchó la voz de William seguida de
un suspiro—, Jana no es una inocente damisela. Te está dando
batalla como ninguna otra antes, es la primera vez que te veo
al límite, capaz de rendirte. Tú no sabes mis intenciones,
porque a la única que deben importarle es a ella. Es una mujer
fuerte, más fuerte de lo que crees.
—Ese es el jodido problema —Un golpe fijó sus palabras
con un eco en la biblioteca—, Jana es fuerte. Si fuera débil, se
doblegaría. La vara de sauce se dobla, el roble… el roble se
quiebra. Y si tú… y si tú la quiebras… —siseó. La amenaza
cargó el ambiente. Jana fue incapaz de mantenerse quieta,
asomó su cabeza por el resquicio de la puerta, vio brillar la
mirada triunfante de William, y el frío la azotó sin piedad.
—Lo imaginé —dijo William—, desde que puse un pie
aquí me di cuenta de lo que sucedía. Si yo la quiebro, ¿qué? El
único que desconoce sus intenciones eres tú, Maximilian.
Mientras tanto, ten en bien no intervenir. —Jana volvió a
esconderse, el movimiento alertó al mayor de los O’Kelly—.
¿A dónde vas? —indagó el menor, al ver que lo dejaban con la
palabra en la boca.
No respondió, abandonó la biblioteca y encontró a Jana
ovillada en el corredor. Sin decir más, ni preguntar cuánto
había oído, la cogió en brazos y la llevó hasta la recámara.
—Estás equivocado —le susurró ella, antes de caer presa
del sopor de la fiebre—, los robles también se doblan ante los
fuertes vientos. Lo único que se quiebra es el leño seco, y
yo… y yo estoy viva.
Luchaba contra la inevitable atracción, contra ese
sentimiento que él consideraba venenoso. Una droga, peor que
el opio, que arrastra a hombres y mujeres a la perdición. Lo
mismo que lo empujaba a estar cerca de Jana, a observarla
dormir inquieta por la fiebre, le provocaba un inmenso
rechazo. Las campanadas de la torre de guardia construida
tiempo atrás lo alertaban de la invasión de aquello que los
poetas llamaban amor.
Se acercó a la cama, pasó la palma por la frente ardiente de
Jana. La oyó suspirar, y él lo hizo a coro con ella. La puerta se
abrió, la señora Woodwish entró como un vendaval. Se dio de
lleno con un huracán… el huracán O’Kelly.
—Yo me encargaré de su cuidado —dijo Maximilian en
tono de orden, quitándole de las manos la bandeja con el té de
hierbas y un preparado medicinal.
—De eso nada —insistió la mujer, le hizo frente, pese a
que él le llevaba más de una cabeza—. Es impropio…
—En ese caso, le recomiendo discreción —masculló, sin
hacerse a un lado. Tiaré ingresó solo un pie en la recámara,
podía percibir que ese espacio se había convertido en territorio
del lobo y no le apetecía morir degollada.
—Es en vano, señora Woodwish, nada lo hará cambiar de
parecer. Ni siquiera sus fantasmas —lo último fue susurrado,
pero de todos modos oído. Tiaré lo conocía, sabía que
batallaba con el anhelo hacia Jana y con las creencias sobre las
consecuencias de dar rienda a la pasión.
—No… —Tilda se negaba a moverse.
—No le hará daño, si eso le preocupa; ni amenazará el
decoro de Jana. Le prometo —Aguardó a que la anciana mujer
la mirara a los ojos—, se cortaría él mismo la mano antes de
dañarla.
—No estaría tan segura.
—Yo sí… —La acompañó hacia la salida—, lo único
peligroso en estos momentos es la necedad —agregó. La
señora Woodwish pensó que hablaba de ella, Maximilian supo
que se refería a él. A su necedad ante lo evidente. Al deseo
ardiente dentro de su pecho que le demandaba el cuidado de la
viuda.
—Has colapsado —le susurró a Jana una vez a solas—,
esto no es solo un resfriado. Has colapsado de tanto intentar
mantenerte rígida.
—No voy a quebrarme —repitió ella, firme, pese a que las
palabras se resignaban a no salir producto del malestar.
—No, pero a estas alturas, que te dobles me resulta un
sacrilegio. —La oyó exhalar, rendida, y sintió una fuerte
punzada en la boca del estómago. Entendía muy bien lo que
había querido decir. La flexibilidad es una capacidad
indispensable para la sobrevivencia. Estaba dispuesta a ceder
en algo con el fin de conseguir otra cosa, y Maximilian
empezaba a sospechar que su renuncia no era a la propiedad de
Berthan, sino a las formas. Jana White de Anderson pensaba
responder a los avances claros de William.
Las tripas se le retorcieron. En parte por unos celos
enceguecedores, impropios de él. Pero también por las señales
de peligro. El instinto era una capacidad indispensable en los
sobrevivientes, y él… él, en eso, era el mejor. Su pasado lo
avalaba.
Se aproximó con un paño embebido en agua helada y
limpió el sudor de la frente de Jana. Le hizo a un lado los
cabellos castaños, contorneó su rostro con la mano y la
observó embelesado. ¡Joder con esa mujer!, ¡joder con la
pasión!
Mientras la miraba como si quisiera tatuarla en la retina,
pensó en los motivos que lo llevaban a tal fascinación.
William estaba en lo cierto, ya no la consideraba una viuda
negra, una manipuladora. Su terquedad tenía un límite, y era la
evidencia palpable. Lo fácil que le resultaba a su hermano
menor enredarla en la telaraña de seducción, adivinar sus
sentimientos y las repuestas viscerales. Jana tampoco podía
ocultar lo que en ella despertaba Maximilian, ni cuánto
luchaba contra eso. Era tan transparente como un lago de
montaña. No… no se trataba de manipulación, no era algo que
Jana hiciera adrede, era su esencia lo que hechizaba a O’Kelly.
Eso que, cuando se trataban como dos desconocidos en medio
de la tormenta, le hizo revelar su naturaleza. Jana era incapaz
de abandonar a alguien indefenso, a su merced. Jana cuidaba y
protegía a otros. Jana interpretaba el afecto igual que él.
Para Maximilian, proteger al indefenso era más importante
que el amor pasional. Tenía sus motivos, anclados en lo hondo
de su ser.
Jana no se había casado con Berthan para escalar
socialmente; lo hizo para salvar a su hermana de la vida a la
que estaba condenada. Y luego, no se había quedado a su lado
hasta la muerte para asegurarse la herencia, sino por la
necesidad de protegerlo de la tristeza. Había cuidado de él,
cuando era un completo extraño, y sabía que lo volvería a
hacer, aun conociéndose. Jana poseía la cualidad más añorada
por Maximilian en cualquier ser humano.
Entonces, ¿cuál era el problema?, ¿por qué no entablar con
ella una relación? Pudo hacerlo con Tiaré, sin que eso lo
llevara a negarse la amistad y la mutua protección. El maldito
problema era la pasión. Jana combinaba en una sola persona lo
espiritual con lo físico. Lo que él buscaba en una compañera
con aquello de lo que huía como animal herido.
El deseo de poseer a esa mujer lo embriagaba, lo
desesperaba. Ansiaba arrancarle la ropa, liberarla de la cárcel
de rígidos tejidos y ballenas de metal… besar cada porción de
piel, oírla gemir de placer, acompañarla a la cima una y otra
vez. Unir su imagen de dama con su esencia de mujer, y yacer
con ambas. Volverse él un simple objeto de goce para ella,
regalarle su cuerpo de hombre, permitirle descubrir en él todo
lo que la sociedad le negó por nacer mujer.
La deseaba con locura. La codiciaba como los adictos a
una dosis más, la que los calme o la que los mate.
Y Maximilian había visto lo que el amor hacía a las
personas cuando se terminaba. O’Kelly padre acabó sumido en
el odio; su madre, en la locura; ellos, los hijos, productos de
ese lapso de demencia, caídos en la peor de las desgracias.
Los poetas mentían; escribían dulces palabras a sus musas,
pero solo estaban enamorados del amor. Lo perseguían en
todas las mujeres, lo exprimían como el jugo de una dulce
naranja, lo bebían y desechaban la fruta que les dio su néctar,
para viajar a la siguiente. Todos esos idiotas buscando el amor,
dejando tras de sí un derroche de vidas vacías.
Él no sería ni el poeta ávido, ni la fruta magullada. Él no le
daría lugar a esa destructiva pasión, porque…
—Porque, Jana… me importas —le dijo al fin. La vio
removerse en la cama, la ayudó a sentarse y beber unos sorbos
de agua.
—¿Maximilian? —preguntó, confundida. Suspiró, molesta
—, otra vez estoy soñando contigo. —Él sonrió con picardía.
¿Cómo fue tan necio de pensarla una manipuladora?, ¡joder!,
mejor sería que lo fuera, así podría seguir resistiéndose—. No
solo no me dejas en paz despierta, también me acosas
dormida. —La declaración la dejó sin aire, le costaba respirar
por la congestión en su pecho.
—Así parece. Bebe —le ordenó. La sostuvo desde la nuca,
tan frágil que le cabía en la palma abierta. No pudo contener la
necesidad de volver el agarre caricia, y profundizarlo cuando
ella se rindió a las sensaciones que creía oníricas—. Debes
bregar contra mí un poco más, Jana, porque, aunque tú estés
enferma, soy yo quien se debilita más y más. Tú eres el
roble… ¿recuerdas?
—Y tú eres el viento… —le respondió.
—Pensé que era William.
Jana cerró los ojos, Maximilian pensó que caía presa del
sopor. Estaba equivocado, era su noble madera cediendo ante
la fuerza de la tempestad.
—Eso intento —confesó—, William es amable, gentil, se
interesa por los mismos asuntos que yo… —Volvió a abrir los
ojos, halló la mirada furiosa de O’Kelly. No le temió, ya no.
Podía con ese vendaval y muchos más—. Pero eres tú el que
consigue siempre sacarme de mi eje, el que me hace desear
cosas que jamás me atreví a ambicionar.
—Tienes espíritu de conquistadora, Jana, por más que
hayas crecido en una jaula social. No puedes contener tus
ganas de más…
—Sí, sí puedo —dijo. Se acomodó sobre las almohadas,
carente de fuerzas físicas, pero rebosante de espíritu. Iba a
probar su entereza en ese mismo instante—. La virtud no está
en la ausencia de pasión, sino en la capacidad de reprimirla.
Hasta en eso coincidimos, maldita sea. Maximilian tragó
saliva, la nuez de Adán danzó en su garganta y hechizó a Jana
por unos instantes.
—Yo también intento reprimirme —confesó.
—Bien, si los dos aunamos fuerzas, será más fácil.
—Sí… —Frunció el ceño al verla sentarse—, ¿qué haces?
—la reprendió—, debes descansar.
—Antes necesito poner a prueba la virtud, asegurarme de
que soy capaz de esto.
—¿De qué prue…? —Antes de finalizar su pregunta, la
mano de Jana estaba en su mentón. Se paralizó por fuera, bulló
por dentro. Era incapaz de parpadear siquiera, mientras bajo la
piel, el corazón latía desbocado y la sangre burbujeaba en sus
venas, ardiente.
Cualquier intención de réplica murió en sus labios cuando
los de Jana se posaron sobre los suyos. Un casto beso,
inocente, apenas un roce. Una delicia insuficiente para saciar
el hambre de ella.
—Maldición, Jana… —murmuró. Se apoderó de su boca
sin contemplaciones, se dejó arrastrar por el mar de pasión,
como en sus tiempos de pirata en medio del temporal. No hay
forma de ganarle a la naturaleza, solo se puede sobrevivir si
plegamos las velas y quedamos a merced. Eso hizo. Soltó el
timón tantos años aferrado, y saqueó la boca de Jana con su
lengua. Ella le retribuyó, apenas un movimiento, una leve
fricción que lo enajenó. Sus manos ansiosas le acunaron el
rostro, la inclinaron para ir más hondo, y los brazos de Jana lo
rodearon por detrás de la nuca. La acercó a él, hasta sentir los
senos blandos presionar sobre su pecho firme, sin barrera de
corsé, solo a través del algodón de su camisón. Los latidos
formaban una sinfonía única, una ópera escrita por ángeles.
El ardor del encuentro se sumó a la fiebre, y la falta de aire
por el beso complotó con la congestión. Se separó apenas,
apoyó la frente en la de Jana y la miró a los ojos. Los alientos
se tocaban. Divisó una pequeña lágrima batallando en la
comisura de los ojos tierra. La limpió con una caricia suave
del pulgar.
—Supongo que no soy tan virtuosa después de todo, nunca
fue mi fortaleza, solo fue la falta de tentación —confesó Jana,
apenada. Se recostó y se puso de lado, incapaz de mirarlo un
segundo más. El cansancio volvió a ganarle, se sumió en un
inquieto sueño.
Capítulo 11

En cuanto pudo eludir los amorosos controles de la señora


Woodwish, huyó despavorida, como quien escapa de un
carcelero. Si quería poner a resguardo sus emociones, debía de
escabullirse. O quizá… quizá, lo conveniente, era ponerle fin a
todo. Maximilian pretendía despojarla de sus bienes, pues
bien, ¡que así sea! Se lo entregaría por completo con tal de
apartarlo de su vida. Tenía planes, nuevos planes, que nunca
antes contempló y que ahora podría llevarlos a cabo. Ya no era
una jovencita indefensa de clase media a merced de las
decisiones de sus padres, poseía el control de su
independencia. La supervivencia económica, con o sin su
herencia, no era un problema. Cuatro Flores se estaba
convirtiendo en una marca emblema entre las mujeres
londinenses, y se decía que hasta la Reina Victoria estaba
fascinada con los ungüentos medicinales de las muchachas, ni
mención hacer de las fragancias. Estaba a salvo. Tenía a su
hermana, sus amigas, su empresa. Podía empezar de nuevo,
construir un hogar para ella desde cero. ¡Al diablo O’Kelly! Él
y todo lo que le hacía sentir. Él era un maldito manipulador.
William estaba en lo cierto, pretendía hacerla papillas, en cada
aspecto de su vida.
Jugar con sus sentimientos parecía ser parte del
divertimento personal del señor temerario. ¡Ja! Salir en su
búsqueda, preocuparse por su bienestar, velar por ella…
besarla. Si es que lo había hecho, no podía asegurarlo, todo
formaba parte de un borroso recuerdo febril. Una carcajada
brotó de Jana, sonora y nerviosa. No, ese beso era producto de
su imaginación, por fuera de ello, tarde o temprano descubriría
las segundas intenciones del «señor». Volvió a reír como una
desquiciada en el preciso instante en el que atravesaba la reja
principal de las instalaciones de Cuatro Flores, y sus risas
llegaron a los oídos del empleado que se hallaba trabajando en
el sector de plantación de hierbas.
—¡Jana! ¡Jana! Has vuelto… —gritó con la emoción de un
niño, y se lanzó en su búsqueda. Tenía días ausente debido al
malestar gripal.
Las bienvenidas de Jaime Hudson eran las mejores, era
imposible no sonreír cuando el muchacho estaba cerca.
—He vuelto, sí… he vuelto, me he cansado de las visitas.
—Detuvo la calesa y se dispuso a descender. Jaime la ayudó.
—¿Tienes visitas? Pensé que estabas de viaje… como
Jonas y Lindsay.
—Jonas y Lindsay están de viaje de bodas —dijo
enlazando su brazo al de él. Caminaron juntos.
—Eso ya lo sé, madre me lo ha dicho… solo pensé que tú
también lo estabas. —Alzó los hombros.
Volvió a reír con ganas, sin matices de sarcasmo.
—Para tener un viaje de bodas, primero necesito de un
esposo…
—¿Y qué tan difícil puede ser eso?
—Muy difícil.
Jaime frunció el ceño, se detuvo, la enfrentó.
—No lo creo así, recuerdo cuando Jonas me dijo que
buscaría una esposa —Tenía una memoria prodigiosa, nunca
se olvidaba de nada, ni detalles, ni palabras, ni días—, y… y
veintinueve días después, conocí a Lindsay. —Sonrió—.
Estaba tan, tan enamorado de ella que no pudo esperar mucho
más para casarse.
Existía un fragmento de la historia que Jaime no conocía.
Mejor así. Lo demás estaba cubierto con el manto del olvido y
el perdón. El presente era lo importante, y en ese presente,
eran inmensamente felices.
—Tienes razón, por eso tu hermano es un caso
excepcional… dudo que exista otro como él —rio para sí.
El joven Hudson se quedó pensando en lo dicho. Adoraba
a Lindsay, en consecuencia, adoraba a Jana. Eran familia para
él.
—Yo lo buscaré por ti —sentenció muy seguro de sí.
La idea era bastante atractiva, si deseaba hallar un hombre
con el cual formar una familia, qué mejor que Jaime para
encontrarlo, ¿no?
—¿Qué buscará para ti? —Natalie se sumó a ellos, había
aparecido de la nada. Solía trabajar a la par de Jaime cuando
era momento de recolección. En su codo pendía una cesta
repleta de hierbas y pimpollos—. Me intriga…
El intercambio de miradas cómplices entre Jana y Jaime no
pasó desapercibido para Nat, ella lo invitaba al silencio.
—Buscaré esos bulbos de lirios… —dijo él, se volteó a
Nat. Hizo uso de su capacidad de verborragia—, ¿sabes que es
el momento oportuno para plantarlos? Y florecerán en
primavera…
—Lo sé, Jaime… lo sé. —Le palmeó el hombro.
—Bueno, voy a por esos bulbos. —Miró de soslayo a Jana
con una gran sonrisa en los labios—. Prometo conseguir los
mejores bulbos para ti.
—Le guiñó el ojo y se alejó al trote, era un perpetuo niño
encerrado en el cuerpo de un veinteañero.
Las dos se quedaron observándolo hasta que su cuerpo se
perdió tras la gran obra arquitectónica que era Cuatro Flores,
todas disfrutaban de su compañía.
—Ahora que lo pienso… —musitó Natalie—, me intrigan
muchas cosas más. —La mano que no cargaba la cesta se asió
a la cintura—. ¿Dime por qué demonios nos hemos enterado
de últimas que estabas en cama?
—Fue un malestar pasajero, producto del chaparrón de la
otra tarde.
—¿Y qué hacías paseando bajo el ojo de un chaparrón? —
La reciente maternidad se le escapaba por los poros a Natalie.
—No es el primer chaparrón que se cruza en mi camino,
Nat —dijo para restar importancia. Las tormentas exteriores
poco se comparaban a la tempestad que Maximilian agitaba en
su corazón. Se encaminó al interior del edificio, dejando a
Natalie atrás. Esta no tuvo más que acelerar sus pasos.
—¡Agnes está que trina de la preocupación! Y yo también,
casi no hemos tenido noticias tuyas… Esta tarde teníamos
pensado ir hasta la casona Anderson a reclamar una prueba de
vida. —Jana rio. Unos minutos allí y recuperaba los buenos
humores—. Sabes que somos dadas a la creatividad,
estábamos a nada de pensar lo peor —carraspeó.
—Pensé que sin Lindsay de por medio, esa cualidad
disminuiría —se burló.
—¡Al contrario, se ha potenciado… y todo gracias al tal
O’Kelly!
Hizo la mención más desacertada. O acertada, depende del
punto de vista. Jana reaccionó, se detuvo en seco como si
hubiese oído el verdadero nombre del diablo. Natalie, chocó
contra su espalda. La respiración acelerada de Jana fue
suficiente para Nat, el chaparrón en la vida de su amiga era ese
maldito canalla.
—No lo digas, Nat… sé lo que vas a decir, no lo digas.
—Venimos planeando asesinatos desde hace tiempo y no
concretamos ninguno… O’Kelly puede ser mi última
oportunidad, solo unas hierbas, y ni él ni nadie sabrá lo que le
sucedió.
—Eres una desquiciada, lo sabes, ¿no?
—Sí, pero soy una desquiciada que quiere demasiado a sus
amigas. —Se abrazó a ella—. Ven, hablemos de ese malnacido
y dictaminemos su sentencia.

Lo preocupante en Jana no era lo que decía o contaba


como una anécdota sin mucha trascendencia, lo inquietante era
lo que callaba. Agnes y Natalie intentaban disimular sus
expresiones, hablaban con miradas, con pequeños gestos por
lo bajo. Lo sabían, algo no estaba bien en su amiga.
—Si soy sincera contigo —Agnes interrumpió el
monólogo de Jana que exponía los incómodos caminos legales
que estaba tomando la herencia—, me inquieta más el hecho
de que apenas nos hables de O’Kelly —Miró de soslayo a
Natalie—, sé que no eres dada a las maldiciones ni a los
improperios, pero… —Le dio el pie de continuación a la
amorosa lady Becket.
—Pero ese hombre se merece eso y más, y que no nos
motives a acompañarte en el desahogo verbal, nos pone en
alerta. —Se acercó a ella, posó su mano en la frente
comprobando su temperatura corporal—. Has dicho un
malestar pasajero… mmmm, lo dudo. —La temperatura
corporal de Jana no indicaba gran variación. Nat resopló,
estaba convencida de que no se encontraba bien.
—No hay mucho más que decir de él —Apartó de su
frente la mano de su amiga—, solo confirmar lo que ya
suponíamos, pretende dejarme sin nada.
—¡No puede dejarte sin nada, la ley te ampara! —Agnes
cerró la mano en puño, a falta del rostro de O’Kelly, lo dejó
caer sobre el escritorio—. Me extraña que el señor Lessing no
haya puesto un punto final en este asunto.
—Lo intentó… —murmuró Jana y se llamó al silencio.
Estaba evitando ese detalle.
—Vamos, escúpelo de una buena vez. —Nat se cruzó de
brazos ante ella—. Puedes contarnos de mil maneras diferentes
sobre los lentos caminos de la ley —rodó los ojos dentro de
sus cuencas—, pero siento que, más que caminos, a lo que tú
te enfrentas es a un precipicio.
Agnes imitó a Natalie, se ubicó a su lado y se cruzó de
brazos. Las dos de pie, como dos imponentes montañas, frente
a un Jana sentada, con los brazos caídos, y un ceño fruncido
por la pesadumbre.
—O’Kelly ha reclamado la constatación del matrimonio.
—¿Tú estás bromeando? —Agnes no pudo más que reír—.
¿Constatación? ¡Qué más prueba que un matrimonio de casi
quince años! —Carcajeó nerviosa. Todas estaban bien al tanto
del vínculo amoroso de Jana con su esposo, y también estaban
al tanto de la falta de intimidad entre ellos. Nunca se hablaba
del tema en cuestión, no era necesario, en especial, porque
solía incomodar a Jana. Una treintañera viuda y virgen—. ¡Es
un maldito infeliz! —gruñó entre dientes—. Ahora, sigo sin
comprender cómo Lessing le permite sostener tal argumento.
—Lo que yo sigo sin comprender —dijo por lo bajo lady
Becket, trataba de contener la furia dentro de ella, porque de
estallar, asesinarlo no sería más que un privilegio—, es cómo
pretende comprobarlo, el muy infeliz.
—Con una evaluación médica —susurró avergonzada.
—¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve a faltarte el respeto
de esa manera! —gritó Agnes.
Por su parte, Natalie, en vez de reaccionar ante la vulgar
actitud del hombre, evaluaba la posibilidad real.
—¿Puede hacerlo? ¿Puede exigirlo? —El rostro de Jana no
tenía respuesta, se volteó a la furiosa señora Tremblay—.
Agnes, ¿crees que pueda hacerlo? —Esta fue hasta su silla
detrás del escritorio y se dejó caer de nalgas en ella.
—No lo sé… —Por primera vez en mucho tiempo se
encontraba sin la palabra o el conocimiento adecuado—, he
oído sobre matrimonios muy breves que, tras la inesperada
viudez, se ha indagado en la consumación… pero creo que
nadie en su sano juicio reclamaría lo mismo en un matrimonio
como el de Jana y Berthan.
—Podemos establecer entonces que O’Kelly no está en su
sano juicio… tal vez es nuestro deber devolvérselo, ¿no lo
creen así? —Natalie era de lanzar siempre el primer golpe, no
se quedaba a la espera del ataque.
—Depende de cómo quieras devolverlo, Nat. —Agnes
interpretaba muy bien el brillo furibundo de los ojos de su
amiga.
—Con O’Kelly no hay muchas alternativas, muchachas. —
En vano era hacer posibles planes de ataque, Jana comenzaba
a comprender la dinámica de su adversario, jugaba en los
extremos, todo el tiempo lo hacía. Todavía no descifraba si esa
era su estrategia, o, al igual que ella, avanzaba sin saber con
qué se encontraría y reaccionaba una vez que estaba ante el
obstáculo—, o cedo a él, a lo que quiere…
—¡No! —alzaron la voz al unísono.
—O lo enfrento aceptando la posibilidad de perder… —
Antes de que Natalie abriera la boca, alzó la mano y continuó
—, y lo enfrentaré a mi manera, sin una bestia vikinga como
auxiliar, sin perros dispuestos a enloquecerlo y sin infusiones
letales.
Natalie exhaló. No podían obligarla a ser lo que no era.
Jugar el mismo rol que nuestro enemigo solo consigue exponer
nuestro plan de batalla, si peleamos con nuestras verdaderas
armas, contamos con el factor de lo inesperado. A veces, el
borde de una hoja de papel provoca una herida más profunda
que una navaja.
—Si eso es lo que quieres, nosotras lo aceptaremos —
Agnes habló por ambas, miró de soslayo a Natalie—, y te
acompañaremos como fieles soldados, es más, prometo no
encestar un puñetazo en su rostro si me topo con él en la
ciudad. —Rieron—. Más allá de eso, debemos adelantarnos a
esas pocas alternativas que quedan, Jana… Sé que adoras al
señor Lessing, es un buen hombre y un magnífico abogado…
—Sí, sí, pero su magnificencia no es funcional cuando
tiene que enfrentarse a hienas —intervino Lady Becket—, me
parece que necesita de alguien más, alguien como Armand
Willighy.
—¿Willighy? ¿En serio? —Volvió a reír. Sin importar la
magnitud de las malas noticias, en Cuatro Flores siempre
hallaría un refugio, afectos y la certeza de que siempre se
podía reír aún ante la peor de las desgracias.
El tal Willighy era un hombre lleno de artilugios legales,
llevaba más de una década brindando su servicio a lord
Raphael Becket, el pasado del esposo de Nat estaba plagado de
hechos conflictivos como consecuencia del libertinaje
excesivo, lo libró de aprietos más veces de las que se pudiera
contar o recordar.
Agnes ladeó la cabeza de un lado al otro.
—No es una mala idea… —dijo.
—Welsh, la contrapartida de Lessing, no es tan diferente a
él —Compartió más información con ellas para aquietar sus
pensamientos reaccionarios—, juntos se refugian en los lentos
tiempos legales a la espera de que la forzada convivencia
calme las turbulentas aguas.
—¿Y qué tanto se han calmado? —indagó Agnes.
Jana dejó escapar una larga exhalación.
—Las de O’Kelly, no lo sé… las mías, bueno, las mías
están más revueltas que nunca.
Natalie, que hasta el momento era la única que se mantenía
en pie, cogió una silla cercana y la colocó junto a la de Jana.
Tomó asiento y enlazó sus manos a las de ellas.
—Sabía que algo no estaba bien en ti, más allá de ese
canalla… la ausencia de brillo en tus ojos te delata.
—O’Kelly no es solo O’Kelly, trajo consigo toda una
comitiva…
—Sí, eso hemos oído —refunfuñó Agnes. Qué mejor
forma de apropiarse de la casa que con un batallón a cuestas,
¿no?
—No te ofusques, la verdad es que las inesperadas visitas
han puesto por encima del tapete mi necesidad de compañía…
he llegado al límite de mi soledad.
—Nosotras estamos contigo, siempre lo estaremos. —
Natalie cogió sus manos con más fuerza.
—Lo sé, y lo agradezco… doy gracias por ustedes en mi
vida, aun así, me he dado cuenta de que no es suficiente, que
quiero más, necesito más. Ustedes han encontrado compañeros
de vida, y yo dudo que vuelva a hacerlo después de Berthan…
—¡No digas tonterías! —Agnes abandonó su silla, fue
hasta sus amigas, se acuchilló uniendo sus manos a las de ellas
—. Eres una mujer maravillosa…
—Una mujer maravillosa de treinta y cuatros años con el
título de viudez a cuestas. No soy ni seré la candidata perfecta
para nadie.
—Shhhh… —Fue Natalie la que la forzó al silencio—, tú
eres maravillosa y perfecta, y estoy más que segura de que la
divina providencia pondrá en tu camino a un hombre igual de
maravilloso y perfecto.
Jana sonrió con cierto aire de melancolía. Le encantaría
creer en esas palabras, confiar que ocurriría. Pero no, de
momento, sus emociones estaban desbordadas a causa del
hombre que intentaba destruirla y ponía en riesgo la seguridad
de su futuro. Un futuro que ella, en sueños, lo compartía con
él. Solo en sueños.
—Mientras tanto… —dijo sin intención de arrancar de raíz
los anhelos de su amiga—, he pensado en la forma de
conformar mi propia familia, mi corazón es grande, al igual
que mi casa… si es que la conservo —se burló de su desgracia
—, como sea, tengo lugar para albergar a alguien más.
—Dime que no pretendes acoger a O’Kelly, por favor. —
Agnes continuó la línea de la burla.
—No, no estoy tan desesperada… —fingió risa.
Maximilian comenzaba a hacerse una necesidad en su día a
día. Debía de extirparlo—. Mis planes son otros, he pensado
en amadrinar a alguna niña. Me gustaría conformar una
familia, y una familia no necesariamente es un hombre —
intentaba convencerlas y convencerse—, hay familias diversas
y tan felices como las convencionales, ¿no?
Charlaron por horas sobre ello. Armand Willighy volvió a
emerger como la herramienta adecuada, podría ayudarla en los
temas legales. Si Jana sentía que la única forma de sentirse
plena y feliz era albergando a una niña en su vida, pues ellas la
apoyarían en la decisión. Era difícil ponerse en sus zapatos,
todas se hallaban felices y unidas a hombres que amaban.
Natalie tenía a Kamelie como fruto de ese amor compartido;
Lindsay y Agnes, tarde o temprano, se embarcarían en la
maternal aventura si la naturaleza les brindaba ese privilegio.
En cambio, Jana solo poseía incertidumbre y una soledad que,
con el paso de los años, pesaba más y más.
Tras la partida de Jana, la conversación entre amigas
continuó. La preocupación en ellas tenía razón de ser.
—No me agrada la presencia de ese hombre en la casa…
—A mí tampoco —convino Agnes—, es una maldita fiera
devoradora, la tragará de un solo bocado.
—¿Tragará? Hablas a tiempo futuro y te equivocas… ya lo
ha hecho.
Que Jana se hundiera en la profundidad de sus anhelos y
emociones de la manera en que lo estaba haciendo solo
exponía un hecho, alguien la empujó a ello… y ese maldito
alguien se llamaba Maximilian O’Kelly, que, de maravilloso y
perfecto, no tenía absolutamente nada. ¡Demonios!
Capítulo 12

De regreso a casa, el péndulo mental de Jana oscilaba de


un extremo a otro con un ritmo frenético. A cada paso que
daba, se contradecía. Quería y no quería. Anhelaba y después
enterraba el deseo en el jardín secreto de su corazón. Pensaba
en Maximilian, lo odiaba, lo apartaba del pensamiento y
regresaba. Pensaba en él porque era el primer hombre que le
hizo desplegar las alas a las mariposas de su estómago. Nada
más. Eso no significaba que fuese el adecuado. Quizá, su
presencia fue lo que la despertó del letargo emocional. Podía
considerarlo como un simbólico mensajero que le recordaba
que era tiempo de avanzar por el camino que nunca había
recorrido en verdad. El problema…, el problema era que ya no
era una jovencita, y si antes la vida social le resultaba tediosa,
ahora más. ¿Asistir a fiestas? ¡Por favor, no! Concurría solo a
las que demandan su presencia por vínculo estrecho de
amistad o negocios. ¿Eventos de té? Tal vez… nunca le decía
que no a un buen té. A lo que sí le decía no era al esnobismo
ceremonial fingido de las damas de la sociedad londinense.
Ah, y un detalle no menor, amaba la comodidad de un vestido
de tarde que le permitía realizar sus labores sin inconvenientes.
¡Cielos, lucir bella era una tarea que requería de tiempo! Si
sumaba los minutos utilizados en cada ocasión que se
preparaba para la cena, acumularía horas que podría dedicar al
cultivo. Las relaciones requerían de un cortejo previo, y ella no
estaba dispuesta a conformar parte de ese ritual. ¡Estaba en
problemas! En la etapa de vida que estaba transitando, los
tiempos eran otros, más urgentes y demandantes. Un
matrimonio como el de sus amigas necesitaba un acuerdo de
partes. ¿Qué tan difícil podría ser? Acoger a una niña era una
buena alternativa; también lo era hallar a un candidato apto a
sus necesidades. ¿Un viudo? ¿Un viudo con hijos? Mmmm…
Cuando Lindsay estuviera de regreso le pediría que elaborara
una lista de los posibles candidatos. Hasta podría unirse con
Jaime en la búsqueda del esposo perfecto. Los dos estarían
felices de hacerlo. Confiaba en ellos, más que en sí misma. Sus
sentimientos seguían el norte equivocado… La última opción
era confiar en la buenaventura, a veces, ella sabe lo que mejor
nos conviene. Ahora que sus pensamientos tenían una meta
clara, hacia allí la dirigiría, o pondría en su camino lo buscado.
—¡Maldición! Agradezco tu labor —dijo elevando el
rostro al cielo—, pero no él… ¿Dime que no es él, por favor?
O’Kelly.
El otro O’Kelly.
William, el amable, el gentil, el hombre de las mil sonrisas.
Siempre sonreía, le sonreía, como en ese preciso instante. Y
Jana no tenía ganas de corresponder el gesto. Ni siquiera tenía
ganas de un intercambio de palabras con él. Prefería la
compañía del otro William, con cola y bigotes, en la
tranquilidad de su recámara.
La saludó desde la puerta principal con la mano en alto. La
efusividad del hombre había perdido la condición de cualidad,
era agotador. Todo William lo era, por lo visto, tenía tendencia
al aburrimiento y no podía combatirlo con la ayuda de su
hermano, los intereses de ambos eran dos polos opuestos. Jana
podría asegurar que solo intercambiaban palabra durante las
comidas. Por fuera de eso, jamás se los hallaba juntos, no
compartían ni una copa de coñac, ni un cigarro. Nada. No lo
culpaba, el mayor de los O’Kelly parecía disfrutar de su
actitud soberbia y petulante, aun a costa de la distancia que el
alrededor se veía en la obligación de tomar. Tiaré era la única
que se desenvolvía dentro del territorio más íntimo.
Él la asistió en el descenso en cuanto la calesa se detuvo en
la entrada principal.
—¡Hasta que regresas! Ya me estaba preocupando por ti.
—Alzó una ceja tiñendo de fingido drama lo dicho.
¿Preocuparse? Las prioridades de William eran extrañas,
manifestaba inquietud, pero después no dudaba en
abandonarla en medio del bosque antes de una tormenta.
—No deberías, mi rutina cotidiana suele llevarme lejos de
la casa por horas…
—¿Cuatro Flores, verdad? —Jana asintió. Él le entregó su
brazo. Ella prefirió la caminata individual—. Si tú me invitas,
podría visitar las instalaciones.
—Lo consultaré con las demás socias… —dijo con la
intención de zanjar el tema.
—Oh, cualquiera diría que en ese lugar ocultan secretos.
—Definitivamente ocultamos secretos… secretos de
belleza y cuidado de la salud.
—¡Deja de intrigarme, malvada! Me provocas como a un
niño.
No, ningún niño es tan curioso como tú, pensó.
—Nuestras fórmulas de elaboración son únicas, es más,
alguien recibió una puñalada por defenderlas. —Quería
intriga, se la daría. Quería ser alimentado como a un niño,
pues lo haría.
—¡No! Tienes que estar bromeando… ¡Dime que estás
bromeando!
—Nunca bromeo cuando se trata de puñaladas.
—Entonces, dime qué tengo que hacer para que compartas
conmigo esa historia.
—De momento, nada. Yo, por el contrario, tengo que
realizar la poda en el vivero, cuando termine…
No pudo ni finalizar la oración.
—Te acompañaré, cuatro manos podan más que dos, ¿no?
—Los ojos le brillaron y Jana lo supo, no habría forma de
decirle que no.
—Depende de la pericia de esas manos.
—Si me guías, mis manos pueden ser todo lo habilidosas
que desees. —Le sonrió.
Jana se sonrojo. ¡En qué buen lío se había metido! William
la enredaba con sus palabras, y ella tropezaba sin más. Los
O’Kelly eran el pago que debía asumir por vaya a saber qué
error cometido en su vida. Si luego de ellos permanecía viva,
sería un milagro.

—Me entrego a ti como el principiante que soy, aunque


deteste reconocerlo.
—¿Por qué habrías de detestarlo? —Le entregó guantes de
protección y una tijera de poda.
—¡Por la desventaja, por qué más! —dijo en tono burlón.
—Si hablamos de desventajas, señor O’Kelly, ya sabemos
quién es la ganadora aquí.
—No se excuse en sus faldas, señora Anderson, el rol de
mujer débil no le sienta bien.
La hizo reír. Debería de considerar ese logro como un
rasgo positivo en él. ¿No?
—Bueno, no competiremos en ese ámbito, es una lucha sin
sentido… —Se acomodó la falda y sus piernas descendieron
hasta ubicarse de rodillas al suelo—, tampoco lo haremos en
este ámbito, es un espacio de disfrute, por lo menos para mí.
—Lo invitó a imitarla frente a las parcelas de tierra con
hierbas aromáticas.
—Agradezco que compartas tu sabiduría conmigo, Jana…
—No sé si la expresión correcta sea sabiduría, tan solo son
conocimientos, y esta clase de conocimientos deberían de
llegar a todos los oídos posibles, aprender a convivir con la
naturaleza es una bella forma de vida.
William se quedó observándola, por minutos, eternos
minutos. Jana sentía la respiración tibia del hombre golpear
contra su mejilla. Pudo ocultar la incomodidad que le generaba
su mirada mientras emprendía la labor de poda y recolección.
—Como sea… —susurró a centímetros de su oído, apenas
unos centímetros más y sus labios rozarían el pómulo de Jana
—, es mucho más de lo que otros han hecho por mí. —
Mantuvo esa mínima distancia a la espera de una reacción en
su cuerpo y, al interpretar la tensa inmovilidad en ella, se
apartó. El silencio compartido fue el efecto colateral de su sutil
confesión, en consecuencia, fue él quien optó por romper el
hechizo con otras palabras. Se colocó los guantes—. Ya me
encuentro preparado para mi primera lección, me entrego a
ti…
¿Era una idea de ella o las expresiones de William parecían
tener un sentido oculto? Tal vez era su inexperiencia con los
hombres lo que la hacía suponer tal cosa. Hizo que los
pajarillos de su mente volaran lejos, recuperó la calma.
—Lo primero y más importante… Nunca debemos cortar
ni arrancar con las manos. Cuanto más limpio es el corte mejor
para la planta, de esa manera nos aseguramos que siga
creciendo…
—Entendido, siempre tijeras. —Alzó las suyas satisfecho
—. ¿Dónde cortamos?
—Eso depende de la planta, en las flores, debemos de
esperar a que alcancen su máximo crecimiento…
—Pero estas no son flores, ¿verdad?
—No, son hierbas aromáticas. —Jana frotó con delicadeza
una hoja. William aspiró profundo.
—Huele… Mmm, huele como una bocanada de aire puro.
—Ha hecho una magnífica comparación, señor O’Kelly, es
menta… y tiene propiedades descongestivas para nuestras
fosas nasales, lo que da esa sensación de frescura.
—Me encantaría llevar unas hojas de esta hierba en mi
ojal, repito… ¿dónde cortamos?
—En este caso en particular, siempre por la parte superior
del tallo y siempre lo más cerca posible del siguiente grupo de
hojas. —Le indicó el lugar adecuado—. Vamos, vaya a por su
tallo.
Él cortó con premura. Era un alumno muy aplicado.
—¿Qué tal lo he hecho?
—De maravillas…
—Perfecto, ¿y ahora?
—Ahora nos dedicaremos a la salvia, que requiere de otro
tipo de poda, al igual que la lavanda… con ellas es necesario
cortar sus ramas secas lo más abajo posible —Señaló sobre un
tallo de lavanda—, pero aquí radica lo importante, nunca se
debe dejar una rama sin hojas o sin brotes pues se secará por
completo. —La premura anterior fue reemplazada por una
inesperada pausa. William se mantuvo inmóvil, con las tijeras
suspendidas en el aire—. Aquí… —repitió ella.
—Lo siento, me he perdido en pensamientos.
—Suele suceder, lo sé. —No ahondaría en los
pensamientos del hombre. Prefería seguir con la escueta clase
de jardinería, lo mejor era finalizar rápido y regresar a la casa.
No le gustaba estar tanto tiempo a solas con él en la secreta
intimidad del invernadero—. Es habitual divagar en
pensamientos cuando…
—Creo que con nosotros sucede lo mismo —la
interrumpió—, ¿no lo crees así, Jana? Si nos quitan todas
nuestras hojas, nos secamos por completo y nos convertimos
en algo muy diferente a lo que sería nuestra verdadera
naturaleza.
—Vaya, veo que tus pensamientos han ido muy… muy
lejos. —Y profundo, pensó. ¡Maldición! Estaban por cruzar el
límite de otro tipo de intimidad.
—Me parece que eso le ha sucedido a Maximilian —dijo
más que nada para sí, casi en un murmullo.
—¿Perdón? No te he escuchado. —Lo hizo, lo escuchó, y
el nombre retumbó en su pecho. Necesitaba oír más.
—Que eso le ha sucedido a Maximilian, nadie se convierte
en un jodido mal nacido de la noche a la mañana… —Las
palabras brotaban de él con mucha facilidad, como si hubiesen
estado esperando la oportunidad para hacer su debut—. Dudo
mucho que alguien albergue auténticos deseos de convertirse
en pirata… ¡la vida lo convierte en pirata!
—¿Pirata? —Jana parpadeó sin control—. ¿Maximilian
O’Kelly ha sido pirata? —Una cosa era pensarlo, imaginarlo
como un argumento mental. Otra…serlo.
—Oh, no se espante, señora Anderson, fue pirata un
tiempo, en su adolescencia… tal vez un poco más —Sacudió
la cabeza—, a esa edad, algunos toman lecciones de esgrima y
otros toman por asalto barcos comerciales. ¿De dónde cree que
ha sacado su dinero?
—No lo sé, no suelo pensar en esos asuntos. —No quería
pensar en Maximilian. Menos como un joven pirata. Maldijo a
Lindsay, y a cada una de las novelas románticas que compartió
con ella.
—Sus andanzas juveniles fueron el punto de partida para
su imperio marítimo… —El tono de desdén era imposible de
ocultar en él. Jana lo observó de soslayo, cortaba las hojas
secas de la salvia con demasiado ímpetu—, con los bolsillos
llenos de dinero robado compró su primer barco… y ahí, el
dinero dejó de ser robado para convertirse en sucio. —Se
volteó a ella—. Lo siento, no es mi intención espantarte con
esta clase de anécdotas.
—No te preocupes, no lo has logrado. —Jana dedicó su
atención y mirada hacia la lavanda, tenía unos preparados
personales que elaborar con ella—. No me espanto con
facilidad.
—Eso porque no lo has oído todo. —Una carcajada brotó
de su garganta, el matiz de su risa distaba mucho de un
sentimiento agradable, y a Jana se le erizó la piel. Dejó las
tijeras en el suelo, poco le importaba ya la labor de poda y
corte al menor de los O’Kelly—. El patrimonio mayor de
Maximilian se conformó gracias al contrabando… si en alguna
ocasión lo escuchas hacer alardes de su conocimiento del
mundo, déjame decirte que esos conocimientos no los adquirió
como un explorador.
El conocimiento es conocimiento, sin importar su origen.
Podemos aprender de las heridas, de los golpes y de los
momentos que nos desbordan de felicidad. Podemos aprender
sumidos en la peor de las miserias o en la cúspide de la
prosperidad. ¿Quién era ella para juzgar?
—Nunca lo he oído hacer alarde de nada… —dijo por lo
bajo. Era la verdad, solo se demostraba dispuesto a obtener
todo a como diera lugar, sin aires de supremacía real. William
no la oyó, estaba compenetrado en su monólogo personal, que
poco decía de él y mucho de los demás.
—Se dedicó muchos años al contrabando… así fue como
conoció a Tiaré, ambos habitaban y recorrían esas tierras de
nadie, olvidadas para el resto de los hombres. Ella y él…
bueno… —Calló adrede. Lanzó la red de pesca, y el pez cayó
en la trampa.
—¿Ella y él? —repitió Jana. No pretendía inmiscuirse en
vidas ajenas, pero las mariposas recién nacidas de su estómago
se agitaban frenéticas, deseosas de saber el tiempo de vida con
el que contaban.
—Ella y él no son muy diferentes, supongo que ambos
hallan su reflejo en el otro… —Intentó indagar en los ojos de
Jana—. Lo sé, sé que suena bello y poético lo que he dicho, y
eso sucede cuando miras solo un lado de la moneda. Tiaré es
más de lo que crees, es su secuaz, ten cuidado con ella y ten
cuidado con él.
Además de las mariposas, Jana poseía en su estómago una
buena base de intuición. Cuando sus entrañas se retorcían y le
daban su opinión, rara vez se equivocaban. Sus entrañas y todo
su cuerpo le decían que Tiaré era una buena muchacha, con un
pasado doloroso a cuestas y, por lo que oía, se había cruzado
con un hombre con un pasado igual de tormentoso que el de
ella. Nada de lo que William dijera le haría cambiar de opinión
con respecto a Tiaré. En cuanto a Maximilian… no se podía
juzgar a un libro por su portada, ¿verdad? Y tampoco se podía
juzgar a un libro por la interpretación de otro. Uno tenía que
hacer su propia lectura.
—Soy una mujer cuidadosa —dijo finalmente cuando los
ojos de William la inquietaron. La conversación alcanzó el
punto límite de la incomodidad. Hasta podía decirse que no era
una conversación, sino una exposición despiadada con
respecto a su hermano. ¿Existía resentimiento entre ellos? ¿En
William?
Existía eso y mucho más.
—No lo pongo en duda, pero el tablero de juego en el que
estás acostumbrada a jugar es muy diferente al de
Maximilian… Sus dados están cargados y siempre tiene cartas
ocultas bajo su manga. Ahora es un hombre respetable, una
vez que obtuvo todos los beneficios posibles de la ilegalidad,
recurrió a la legalidad. Su actual flota marítima de transporte
es de las más reconocidas a nivel global, ¿lo sabías?
De todo lo oído, solo un fragmento resultaba importante en
Jana. Si Maximilian era poseedor de una cuantiosa fortuna —
propia, algo que pocas veces ocurría en un hombre en su
treintena—, ¿por qué se empecinaba en obtener más y más?
Peor aún, por qué pretendía quitarle a ella lo que para él no era
más que una migaja.
—No, no lo sabía… sé muy poco de tu hermano.
—Cuando quieras saber de él, no tienes más que
preguntarlo.
—Solo… —dudó. El cotilleo no era habitual en ella. Se
mordió los labios—. Solo me pregunto lo siguiente, si tiene su
fortuna, su empresa, sus propiedades…
—Oh, tiene eso y mucho más, créeme —la interrumpió.
—De ser así, ¿por qué está tan interesado en las tierras de
Berthan?
El rostro de William palideció de repente. Desde su lugar
tenía una visión directa a la puerta del invernadero. Jana no,
estaba de espaldas a ella.
—Y qué le hace pensar que mi hermano puede responder
esa pregunta, señorita White.
Esas palabras se proclamaron como un rugido. El león
entraba a la guarida de la gacela decidido a devorarla, y ella no
tenía escapatoria.
Capítulo 13

El débil vínculo que unía a los hermanos O’Kelly fue


expuesto por primera vez ante Jana. La reacción de William
delataba un temor oculto, al igual que sus palabras, que
develaban otros ocultos sentimientos, la envidia y el desprecio
para con el hombre que compartía un legado de sangre con él.
—Como siempre, William, debo de agradecerte… tu
cotilleo sin sentido siempre se convierte en el perfecto
preludio para mí.
—No he dicho nada de ti que ya no se conozca como una
anécdota o una hazaña —refutó William.
¿Intervenir o no intervenir? He ahí la cuestión para Jana.
Abandonó los elementos de poda y se incorporó frente a la
mirada atenta de los hombres.
—Pues mira tú, la señorita White, por lo visto, no contaba
con tales anécdotas y era muy feliz viviendo en la ignorancia.
Hasta ahí llegó el debate mental de Jana, la obligaban a
intervenir.
—¿Disculpe? No veo el motivo por el cual usted tenga que
incluirme en este tenso intercambio familiar.
—Oh, señorita White, los tres formamos parte de este
grupo familiar, ¿no es así? Aunque no nos une ningún lazo de
sangre, aquí estamos, compartiendo hogar y anécdotas —se
burló con sarcasmo—. Aprovecho la oportunidad de este bello
encuentro para decirle que, si tiene deseos de conocer mis
intenciones, no tiene más que preguntarlas. No necesita
intermediarios.
—Jamás he buscado ni buscaré intermediarios en los
asuntos que me importan. —Elevó el mentón como punto
final.
Ahí tienes, maldito canalla… los asuntos que me importan.
Tú no me importas. No me importas en lo absoluto.
El encuentro de miradas de ambos fue fulminante, y de los
tres, la única víctima real fue William. Estaba en medio de la
línea de fuego, moriría calcinado. Esos dos echaban más que
chispas.
El porte desafiante de Jana y sus palabras fueron el
disparador de unas emociones que Maximilian se esforzaba en
tener bajo control. Cuando intentas sobrevivir en la maldita
jungla, lo único que te mantiene a salvo son las emociones
más salvajes, los instintos más primitivos, y él era un fiel
exponente de ello. Su pasado ocupaba el lugar en el tiempo
que debía de ocupar, ahora era otro hombre, con una historia
violenta convertida en leyenda gracias a las pinceladas de una
buena narrativa. Ella despertaba a la fiera en su interior, que se
preparaba para morir o vencer, y lo hacía solo con el fin último
de obtener lo que necesitaba para seguir existiendo un día más.
¡Joder! Jana White se convertía en una maldita necesidad, y la
idea de que William obstaculizara esa meta lo alteraba como
muy pocas cosas lograban hacerlo.
—Viendo y considerando que ya has hecho mi
presentación formal, William… ten la decencia de dejarnos a
solas —volvió a rugir. Cuando se trataba de Jana, el único
lenguaje que poseía era ese.
—El significado de la palabra decencia claramente tiene
otra acepción para usted. —Jana reaccionó a la defensiva, y no
por ella, por William. No se merecía ese trato.
Y el rey de la selva encontró a su reina. Maximilian no
pudo controlar a su cuerpo, reaccionó, avanzó hasta ella y solo
se detuvo cuando la falda del vestido de Jana hizo contacto
con la tela de su pantalón.
Las respiraciones chocaron y las miradas se fundieron en
una. Juntos eran una poderosa hoguera.
—Hasta que por fin coincidimos en algo, señorita White…
—Señora Anderson —lo corrigió.
—Desde que puse un pie en esta casa me he preguntado lo
mismo, ¿cuál será el significado de la palabra decencia para
usted?
—Maximilian… —William tomó coraje, se sabía en falta
para con su hermano—, has puesto todo de ti para convertirte
en el hombre respetable que hoy eres, no lo tires por la borda,
menos por un viejo resentimiento.
Las palabras de su hermano dieron justo en el blanco,
aunque nada tenía que ver el resentimiento en la reacción
visceral de Maximilian. El sentimiento que lo había movido
era otro. De todas maneras, dio un paso hacia atrás, tomó
distancia de Jana. Miró de soslayo a William, una vez más, lo
instaba a marcharse.
—¿Un resentimiento? —reprochó Jana. Su cuerpo también
reaccionaba, reclamaba, lo anhelaba cerca. No pondría fin a la
conversación entre ambos—. ¿De eso se trata todo esto?
—No, hay mucha más mugre debajo de la alfombra
familiar… —Giró hacia su hermano. Con un movimiento de
cabeza le indicó la salida—. La señorita White y yo tenemos
que hablar.
—¿Oh, usted cree? —fue dueña del sarcasmo—. ¿Sin
nuestros abogados presentes? ¿Está seguro?
Ella huía, lo reconocía, huía de él. Escapaba de la
necesidad de un nuevo beso.
Él también lo hacía… solo que no lo demostraba.
—Con tu permiso, Jana. —Se disculpó William, no tendría
un enfrentamiento con Maximilian. Los dejó a solas, y su
partida pasó desapercibida. La batalla recién iniciaba.
—Estoy seguro. —Maximilian se cruzó de brazos. Así
domaba a su cuerpo—. ¿Sabe cuál es el inconveniente entre
nosotros, señorita White…?
—No, justamente no lo sé, y no lo entiendo… me gustaría
saberlo.
También me gustaría saber por qué correspondiste mi beso,
pensó. La fiebre me llevó a cometer esa locura, ¿cúal fue tu
excusa? Había querido ahogar el recuerdo en los desvaríos
febriles, pero no lo logró. La verdad siempre sale a flote.
Las pasiones ocultas tenían que ser dejadas a un lado. La
oportunidad de exponer sus razones hallaba el lugar adecuado
para manifestarse.
—Usted y yo conocimos a dos Berthan Anderson muy
diferentes, y hasta ahora he contenido mis deseos de hacer
trizas al hombre que… que usted idolatra, y utilizo la
expresión de idolatría porque todavía pongo en duda el amor
que le profesa.
Prefería negar ese sentimiento entre ellos, no fue amor,
porque de ser amor, el vínculo fue sincero e íntimo en el
completo sentido de la palabra. Que la llamara «señorita
White» poco tenía que ver con un juego de provocación de su
parte, elegía pensarla de esa manera… si su inocencia era tal
cual lo imaginaba, su cuerpo, toda ella, aún permanecía
inexplorado, y él deseaba ser ese explorador.
—Señor O’Kelly, usted pone en duda todo.
Maximilian carcajeó.
—Tiene un buen punto, lo hago… con motivos.
—Y dígame, ¿qué motivos involucran la duda con respecto
a mi persona?
—Los motivos en sí no son de relevancia…
—¡Lo son para mí! —Alzó la voz ella.
—Pues qué pena para usted, porque solo hablaremos de
Berthan, y de nadie más que Berthan… —Él también elevó el
tono de su voz.
—No tienes autoridad moral para hablar de él —gruñó
Jana, rompiendo la barrera del trato formal y distante.
Maximilian se echó a reír a carcajadas. Fue una risa furiosa
la que brotaba de su pecho.
—Lo estimas demasiado, y entiendo el porqué, supongo
que el requisito para recibir el amparo de Berthan era el de ser
una damisela en apuros… ¡Vaya iluso!
—¿De qué hablas?
Había dicho «amparo», y ahora que recogía las piezas,
estas no encajaban. ¿Por qué William y él eran tan diferentes?
¿Por qué el menor de los O’Kelly recibió formación
académica mientras que el otro navegaba los mares con la
bandera de la piratería como emblema?
—Tú misma lo has dicho, sabes muy poco de mí… ¿te has
preguntado por qué? Dime, ¿alguna vez oíste hablar de mi por
boca de tu amado esposo? —Jana no pudo replicar, ahondaba
en los recuerdos, en los momentos compartidos con Berthan
sin hallar ni una sola mención—. ¿Te ha contado siquiera de
su hermana?
—Por supuesto que sí, me ha hablado de Beatrice. —
Quería creer que Berthan había depositado toda su confianza
en ella, que no existía nada en la vida del hombre que no
conociera. Atesoraba un sinfín de noches compartidas junto al
hogar y un sinfín de historias. Pero… ¿conocía todo de
Berthan?
—¿Te ha hablado de la verdadera Beatrice Anderson, o
solo te ha dado la versión socialmente correcta?
—Sé que cuando sus padres murieron, él le procuró una
buena unión matrimonial.
—No, no le procuró nada, solo se libró de ella, la envió a
Irlanda para que contrajera matrimonio con Darren O’Kelly, el
único imbécil que no conocía las conductas desenfrenadas de
su futura esposa… concertó el matrimonio aun sabiendo que
Beatrice ya estaba esperando un hijo. —Se acercó a ella, una
vez más, la falda rozó sus pantalones y ahí se quedó. De ser
por él, pegaría su nariz a la de Jana—. Puedes deducir lo
demás, o quieres que te dé el nombre de ese niño.
Jana sacudió la cabeza, dentro de su mente, el espejismo
Berthan se desvanecía.
—No, Berthan adoraba a Beatrice…
—Puede que sí, pero su adoración no bastó para evitar que
ella se convirtiera en la mujerzuela más barata de Londres. —
Una ofensa sin razón de ser se incrustó en el pecho de Jana, en
consecuencia, su cuerpo reaccionó lanzando una bofetada, una
que él interceptó a mitad de camino—. Oh, no… señorita
White, no se convierta en juez y verdugo, no cuando todavía
no he finalizado. —La sostuvo con fuerza de la muñeca, no la
soltaría, no cuando ella fue la precursora de ese contacto.
Ambos hallaron la excusa perfecta para la cercanía—. Berthan
solo quiso sacarse el problema de encima, pretendía seguir con
su plácida vida junto a su esposa y su bien amado niño… Mi
padre, bueno, el hombre que se vio obligado a darme el
apellido descubrió la farsa a los pocos meses de casado, me
detestó desde mi nacimiento… y lo peor de todo fue cuando
mi madre huyó con uno de sus amantes, no tuvo más
alternativa que criarme contra su voluntad… y tu adorado
Berthan no solo no se preocupó por mí, sino que no respondió
a la misiva que O’Kelly le envió solicitando su tutela.
—Algo debió de ocurrir… —Le era imposible albergar la
imagen de otro Anderson, uno que había desoído las
necesidades de un niño—. Berthan sería incapaz de…
—A Berthan… tu Berthan —La soltó, era pura furia, y si
no se alejaba de ella, la lastimaría, o peor aún, la tomaría a la
fuerza como pago de la miseria vivida tiempo atrás. Optó por
darle la espalda—, mi existencia no le importó, primero,
porque estaba demasiado feliz viviendo su perfecta vida con su
familia igual de perfecta, y luego, cuando más lo necesité… él
prefirió refugiarse en el dolor de su pérdida y olvidarse de mí
una vez más.
—No puedes culparlo, perder a su mujer y a su hijo lo
destruyó por dentro…
—¿Y crees que yo no he perdido nada? —Giró sobre sus
talones con furia—. ¡Él me falló! No, no, el falló como el jefe
de familia que era… y podría haberlo perdonado si, al saber de
su muerte, hubiese conocido su miseria y su desesperación.
Pero no, no hubo tristeza, ni desesperación, porque en medio
del dolor te halló a ti… y tú sanaste sus malditas heridas, lo
hiciste partir creyendo que estaba en paz consigo mismo. Y
sabes qué, no hay paz para ese desgraciado, no mientras yo
viva.
—¿Crees que haciendo lo que haces dañas la memoria de
Berthan?
—No importa lo que creo, sino lo que quiero… y lo quiero
todo. ¡Me lo debe!
Fue Jana la que acortó la distancia entre los cuerpos.
Atravesó su fría mirada azul con la perenne calidez de sus ojos
cafés. Los pechos de ambos se agitaban a la par, al igual que
los corazones.
—Quizás tienes razón, te lo debe… sin embargo, el hecho
de que quieras hacer uso y abuso de esa deuda pendiente solo
expone la única verdad que hay en ti, eres un hombre, pero el
que toma las decisiones es el niño dañado en ti.
El instinto salvaje tomó el control en Maximilian, cogió el
rostro de Jana con una de sus manos. Susurró a centímetros de
sus labios.
—Hablas como si fueras la excepción al dolor… y no te
creo, todos tenemos heridas.
—Todos tenemos heridas, es verdad… pero algunos nos
atrevemos a sanarlas, mientras que otros se aferran a ellas para
justificar su resentimiento y pasar por alto cada una de sus
erradas decisiones.
Lo empujó. Él la liberó. Se miraron. No podían dejar de
mirarse.
—Mis decisiones erradas me han hecho adueñarme de
parte de este mundo, y el mundo es de quien se atreve a
conquistarlo.
—El perdón y la felicidad también… eso también es de
quien se atreve a conquistarlo. Pero supongo que ese tipo de
hazaña no es digna de usted. Con su permiso, señor O’Kelly.
A solas quedó Maximilian. Con su resentimiento, con el
recuerdo del pasado helándole la sangre. A solas con un
pensamiento aterrador, quería ser poseedor de todo si en ese
todo se encontraba ella, de lo contrario, no quería nada…
absolutamente nada.
Capítulo 14

La curiosidad mató al gato… y a Jana. Hubiera deseado no


saber, justificar con la palabra maldad todas las acciones de
Maximilian. No darles relieve, no indagar. La ignorancia
puede ser fuente de dicha… No, se dijo, frustrada… no es lo
mismo ausencia de tristeza que felicidad.
Comprendió, tarde, pero lo hizo, que nunca fue la soledad
lo que la afectó, sino la ausencia de felicidad. Los seres
humanos venían al mundo a ser felices, ese era el objetivo
ulterior, lo demás era la forma en que rellenaban las horas de
los días. Sin alegría, no hay vida, pues tampoco son sinónimos
vivir y no morir.
Aunque aún no estaba segura de sus sentimientos hacia
Maximilian, le agradecía al menos ese despertar. O’Kelly
consiguió hacerle ver lo que estaba ante sus narices y no
lograba comprender; Jana siempre fue una mujer inteligente,
decidida, íntegra. Jana siempre supo lo que no quería en su
vida.
Era hora de averiguar lo que sí quería, e ir a por ello.
Por lo pronto, necesitaba tomar un descanso de su mente.
Había leído una vez que uno nunca está solo cuando está a
gusto con su propia compañía; pues bien, ella resultaba ser una
pésima consejera en esos instantes. Se marchó hacia el vivero,
dispuesta a mantenerse ocupada, pensar en trabajo y no en
asuntos del corazón. Bill estaba con ella, acurrucado sobre una
manta, cerca de los ficus. Sus orejas se pusieron en punta,
alertaron a Jana de la cercanía de alguien; la ausencia de otra
reacción por parte del gato le indicó que se trataba de las
personas de agrado del animal. Podía ser Maximilian, eso hizo
que su estómago diera un vuelco.
Divisó los estridentes colores de la vestimenta de Tiaré y
se relajó, una sonrisa sincera surcó su rostro.
—Tiaré, qué gusto verte —exclamó, y la mujer le devolvió
la sonrisa.
—Puedes solicitar mi presencia siempre que lo desees, no
es que tenga mucho por hacer estos días.
—No quería incordiarte, pero ahora que estás aquí… voy a
aprovecharme de ti. —Rio, cogió las herramientas y se dispuso
a podar los rosales. Florecerían en cuanto las heladas
desaparecieran, y la fragancia inundaría su vida como una
alerta primaveral.
—¿Qué necesitas? —preguntó, dispuesta a arremangarse y
trabajar.
—¡Oh, no!, nada de eso. Solo algo de conversación social.
La sonrisa de Tiaré pasó de amistosa a pícara.
—¿Temes a tus propios pensamientos?
—No te das una idea de cuánto. —Una risa contenida fue
el pacto de complicidad.
—Muchas veces, aquello de lo que nos negamos a hablar
es exactamente de lo que tenemos que hablar. Sé que William
te ha dicho un par de cosas de Maximilian…
—No es lo que William ha dicho, sino lo que Maximilian
confesó después. —Una espina le raspó justo encima del
guante de poda, lamió la herida, el sabor metálico de su sangre
le recordó a la conversación pasada. Dolor contenido, dolor
sanado por él mismo, eso siempre agriaba el paladar. Suspiró.
—Reconozco que estoy sorprendida por cómo Maximilian
se ha abierto a ti. —Se acercó, le sostuvo la rama con cuidado,
pues sus manos estaban al desnudo, y Jana cortó el tallo que
luego crecería con más fuerza. Era el ciclo de la vida, a veces
hay que dejar ir algo, con dolor, para renacer con brío. Las
plantas eran más sabias que las personas al respecto, al menos
ellas reconocían la primavera.
—¿Abierto?, apenas me deja ver la superficie…
—Y con eso tienes suficiente, ¿verdad?, te bastó solo la
superficie para adivinar lo que se esconde bajo ella.
—No me agrada adivinar, menos cuando de él se trata. No
me siento orgullosa de esto, pero… —Exhaló—, tengo
demasiados prejuicios contra Maximilian y eso nos lleva a
suposiciones erradas.
—Él también las tenía sobre ti.
—Las tiene…
—Las tenía —rectificó Tiaré.
—Hay un conflicto entre nosotros insalvable. Él odia a
Berthan y yo siempre lo querré, y eso parece posicionarnos en
dos bandos enfrentados de un conflicto que no elegimos.
—No sé cuánto te ha contado, pero…
—Que es bastardo, que Berthan no cumplió su función de
jefe de familia.
—Oh, veo que se ha abierto más de lo que creía. —Tiaré
jugueteó con un tallo, tocó la espina con la yema de sus dedos.
Si no presionaba, no la hería. Lamentaba tener que ser ella
quien hiciera presión entre ellos dos; quería a Maximilian, era
el mejor amigo que la vida le había dado, una amistad que se
vio reforzada por la intimidad entre hombre y mujer. No se
amaban como debieran, O’Kelly huía del sentimiento y ella…
ella se creía incapaz de brindarlo, de confiar su vulnerabilidad.
En honor al cariño que sí se profesaban, Tiaré estaba dispuesta
a ayudar al destino, a mostrarle a esos dos ciegos las señales
que se negaban a ver—. Dime, Jana, ¿lo que siente Maximilian
por Berthan puede cambiar la visión que tú tienes de tu difunto
esposo?
—¡No, jamás!
—Entonces, ¿por qué te afecta?
—¿No te molestaría que alguien hablara mal de un ser
querido?
—No… —Tiaré rio—, tú lo haces. Yo quiero a Maximilian
y tú hablas mal de él; sin embargo, eso no me hace apreciarlos
menos, a ninguno de los dos. Pero… eso porque yo estoy muy
segura de mis sentimientos. ¿Lo estás tú?
—¡Eres peor que yo! —la reprendió, descargó su furia en
los tallos del rosal—, si hubiera deseado navegar en el pantano
de pensamientos oscuros en torno a O’Kelly, hubiera
permanecido a merced de mi soledad. Créeme, es pésima
consejera.
—Me es difícil creerlo, eres una mujer inteligente, de
seguro tu mente intenta decirte algo que desoyes adrede. No
busco ahogarte en el pantano, solo mostrarte que no es tan
profundo, ni tan turbio. El miedo hace que veamos las cosas
más aterradoras de lo que de verdad son. Ahora, dime, ¿por
qué te afecta que Maximilian tenga rencores hacia Berthan? —
insistió—, da un paso atrás, obsérvate desde un nuevo ángulo.
Jana intentó hacerlo, tomar distancia, verse desde afuera.
Si sus sentimientos hacia Berthan eran inamovibles, y sabía
que sí, entonces no era lo que debía analizar. Era menester
comprender lo demás, lo que sí cambiaba, mutaba dentro de
ella. Ese cambio se llamaba Maximilian O’Kelly, su nuevo
ángulo.
—Me molesta que lo comande el rencor —admitió Jana al
fin, y pudo ver el fondo del pantano, como si el agua se
hubiera aclarado de pronto. Tiaré estaba en lo cierto, era
menos aterradora la verdad cuando la enfrentamos con valor
—. Nada bueno puede salir de permitir que el odio sea el
capitán de nuestras vidas.
—Eso está mucho mejor.
—No sé cómo has sabido lo que siento mejor que yo, pero
gracias.
—Hice lo que te aconsejo hacer, cambiar el ángulo.
Empecé observándote con el prejuicio que Maximilian me
compartió, y entonces intentaba buscar la maldad detrás de
cada una de tus acciones. Cuando me permití contemplar otra
posibilidad, la de que tu bondad fuera genuina, todo se aclaró
y, créeme, es un cuadro bastante simple.
—¿Lo es? —Jana arqueó las cejas, Tiaré le correspondió el
gesto.
No se lo diría, o la espantaría y el temor la haría volver a
ver todo gris. Sí, era simple… Maximilian y Jana estaban en el
universal sendero que conduce al amor. Si es que no se
amaban ya. La encauzaría con cautela a reconocer lo que
callaban sus labios, pero proclamaba su corazón.
—Claro que sí. Empecemos por lo evidente —dijo, y posó
su cadera sobre la mesa de trabajo—, te preocupa Maximilian.
Jana abrió la boca, no le salieron las palabras. Tiaré tenía
razón, acababa de admitir que le molestaba el rencor de
O’Kelly, y no por la paz de Berthan ni por ella, sino por él,
porque el rencor era el fertilizante natural del dolor.
—Es mi naturaleza —musitó, no muy convencida—, hasta
él lo reconoció la tarde en que nos conocimos. No puedo evitar
preocuparme y socorrer a los demás, incluso cuando lo
involucre a O’Kelly.
—William también guarda rencores. Muchos —especificó.
Aguardó con paciencia a que Jana indagara, y sonrió con
suficiencia al percatarse de que la mente de la viuda
permanecía anclada en Maximilian—. ¿No vas a preguntarme
cuáles?
—Me sentiría una cotilla —mintió. Tiaré lo sabía. Ser
ejecutora del destino resultaba una tarea ardua, no envidió al
Universo. Jana se enteraría de los rencores de William. Era
inevitable. Pero las verdades solo podían ser dichas cuando los
oídos estaban preparados, si se manifestaban antes era en
vano, como el árbol que cae en medio del bosque sin que nadie
lo escuche—. Además, William no luce como un hombre
comandado por el resentimiento.
A Tiaré se le escapó una amarga risotada. Jana dejó las
tijeras de podar a un lado y la observó.
—¿Sabes? —dijo, tranquila—, en todas las culturas,
incluso en las que jamás se han cruzado, existe el concepto del
bien y el mal luchando dentro del hombre. Dios y el diablo, el
yin y el yang… una vez, un advenedizo americano llegó a Las
Indias, y trajo consigo un mito Cherokee…
—¿El de los lobos? —preguntó Jana.
—¿Lo conoces?
—Sí, me lo ha contado lady Chelsea, la esposa de lord
Thomas, nuestro primer inversor. Ella vivió en América por
varios años, en Virginia, durante la guerra de secesión. —Se
quitó los guantes con cautela—. Dentro nuestro luchan dos
lobos, uno blanco y uno negro. El blanco representa el bien, el
negro representa el mal. Los dos habitan en el corazón de los
hombres. Ganará esa batalla el lobo que nosotros alimentemos
y hagamos más fuerte.
—Este hombre decía que entre su gente existía otra
versión. Ambos lobos deben vivir, pues son parte de
nosotros… la lucha debe ser pareja. Este concepto es el del
equilibrio del yin y el yang. Las dos versiones viven en
nosotros y así debe ser. Necesitamos reconocer nuestra
sombra, si la ignoramos o si la creemos vencida, es más
probable que nos tome por sorpresa o que confundamos al
lobo negro con el blanco…
—Sé que aprecias a O’Kelly, pero, déjame decirte, ese
hombre no ha alimentado a sus mascotas de manera equitativa
—ironizó Jana. Tiaré largó una sonora carcajada.
—¡Por supuesto que no!, Maximilian no está en equilibrio,
necesita un empujoncito. Y tú tampoco lo estás. Ser buena en
demasía es tan perjudicial como ser malo en exceso. Por eso le
creo a este hombre, a su segunda versión del mito Cherokee.
Me pregunto si, al igual que en el taoísmo, el lobo blanco tiene
algo de negro, y el negro, algo de blanco —bromeó.
Jana se quitó el delantal de trabajo, no continuaría con la
tarea. Era incapaz de concentrarse, Tiaré había presionado las
teclas justas del piano de su mente. Peor aún, de su corazón.
Sintió una enorme presión en el pecho, las señales que
indicaban una bifurcación que le cambiaría la vida. Si se
permitía la comprensión, la real comprensión, se enamoraría
de Maximilian sin retorno. Una vez abriera los ojos, no podría
volver a cerrarlos. Deshizo el nudo en su garganta antes de
hablar, los ojos oscuros de Tiaré sondeaban la mirada de Jana,
leían con claridad que la viuda había despertado al fin de su
letargo, de su mundo de bondades sin contrapuntos.
—Él… —balbuceó—, él necesita ese odio para
mantenerse a flote.
—Sí, es su yin dentro del yang.
—Detrás de ese odio —Jana necesitó expresarlo, retenerlo
en pensamientos era inútil. Tiaré lo sabía, y ella precisaba
oírse para creerlo—, detrás de ese odio se esconde el amor
más fundamental, el primero, sin el cual todos los demás se
desvanecen…
—Dilo —insistió Tiaré—, te sentirás mejor, ya lo verás.
—El amor a la vida. Los muertos no aman, solo lo hacen
los vivos.
—Ese rencor lo mantuvo vivo, desde muy pequeño. Lo
hizo luchar, sobrevivir, con la intención de hacerse con lo
arrebatado o probar a sus enemigos la valía o cobrarse deudas
del pasado. Esa oscuridad le permitió apreciar la luz…
—Pero tiene que cambiar —dijo, Tiaré asintió con la
cabeza. ¡Claro que debía cambiar!—, puede hallar ese yin en
otro sitio, en otro objetivo. De lo contrario, lo mismo que lo
mantuvo con vida lo consumirá…
—Estaba convencida de que lo entenderías. Él también te
equilibra, Jana, dime la verdad, en estos días, ¿no has pensado
en lo que le falta a tu vida?, necesitaste la oscuridad para
distinguir la luz.
Sí, Tiaré estaba en lo cierto, la presencia de Maximilian le
hizo ver lo que ansiaba: una familia; una de verdad, amorosa,
distinta a la que tuvo con sus padres. No era la casa, era la
posibilidad de volver a llenarla de vida, de hacer de esos
muros un hogar. Su hogar.
Ante el silencio de Jana, Tiaré dijo:
—Ahora que hemos hablado de lo importante, solicitaré el
té y conversaremos de banalidades. También eso es mantener
el equilibrio… —La viuda rio.
—Y créeme, estoy completamente inestable. —Las dos
carcajearon. Tiaré se alejó, abandonó el invernadero, pero
antes de desaparecer por completo, agregó:
—Por cierto, el yin es la energía femenina… —Se giró, le
guiñó un ojo y la dejó a solas unos minutos con las
conclusiones.

William aguardó hasta que Tiaré estuviera lejos. Había


escuchado las palabras finales de Jana, su alusión al amor. La
viuda estaba enamorada de Maximilian, lo supiera o no.
Ingresó al invernadero, vio al felino esconderse y a la mujer ir
tras él.
—¿Jana?
—¡Oh, me has dado un susto de muerte! —exclamó ella,
llevándose la mano al pecho—. William, ¿qué haces aquí?
—Venía a invitarte al té, pero veo que Tiaré se me ha
adelantado.
—Podemos beberlo los tres, no hay exclusividad. De
hecho, aquí tengo cuatro sillas.
—¿Esperas que mi hermano se sume?
—No lo decía por él, lo decía por mis amigas. ¿Te
encuentras bien? —indagó, al verlo dubitativo.
—Sí, perfectamente… —Suspiró—, miento. No me
encuentro bien. Jana… —Se acercó a ella, la vio retroceder y
maldijo entre dientes. ¡Jodido Maximilian!, había ganado una
vez más. Dio otro paso, hasta tener el cuerpo de ella entre la
mesa de trabajo y el suyo—, Jana… —La tomó del mentón,
ella intentó deshacerse del agarre sin ser descortés—, el juego
de Tiaré y mi hermano es peligroso. Te lo advertí, pero
supongo que eres demasiado ingenua…
—No… no lo soy. —Dio un paso al costado, estaba
asustada. Divisó la silueta de Tiaré a lo lejos, deseó gritar
pidiendo auxilio, sin estar segura de por qué. William no había
hecho más que hacer uso de la confianza que ella le otorgó—.
Esto no se trata de juegos, ni de motivos ocultos. —Sus
instintos clamaban a viva voz, le recriminaban haberlos
desoído por tanto tiempo. Con Maximilian estuvo a solas, en
una cabaña, en medio de una tormenta, sin temer. William…
William le erizaba la piel por el terror.
—Que no lo quieras ver, no lo hace desaparecer. Mi
hermano usa a Tiaré para ganarse tu confianza, hace que ella te
cuente una versión tergiversada, su versión de la historia… —
Jana recordó las palabras de Maximilian en el primer
encuentro, él reconoció que cambiaba detalles para hacerse ver
como temerario en lugar de idiota. Le dolió reconocer que
William podía estar diciendo la verdad, aunque ella descartaba
a Tiaré de la ecuación. La muchacha no mentía, tal vez era el
cariño profesado lo que le hacía creer el relato de su amante—.
Sé que en este tiempo te has sentido sola, Jana. Eres joven,
hermosa, y la viudez te encontró antes de tiempo. Sé que
deseas compañía, permíteme ser ese alguien… dame a mí esa
oportunidad —clamó—, yo no soy él, yo no soy un maldito
saqueador. Mírame —La capturó en sus brazos, le elevó el
rostro con el pulgar en el mentón—, mírame y dime si no
podría ser yo ese a quien buscas…
Jana cerró los ojos, solo un instante de debilidad.
Maximilian jugaba con ella y William era, en realidad, la clase
de hombre que podía darle lo que quería: una familia. El
menor de los O’Kelly aprovechó esa ráfaga de vulnerabilidad
y se apoderó de los labios de la viuda. La tomó por sorpresa.
En cuanto hicieron contacto, Jana suspiró, una exhalación que
nada tenía que ver con la pasión experimentada en el beso con
Maximilian. Era un suspiro de resignación. William no
conseguía despertar nada en ella, acaso sí un poco de
repulsión.
—Lo siento —dijo, corriendo el rostro. Los labios
masculinos impactaron en su mejilla—. Lo siento, eres un
buen hombre, y de seguro hallarás a una buena mujer, pero esa
no soy yo…
—Ya lo creo —masculló, furioso. El rechazo no le sentó
bien—, tú no eres una buena mujer. Eres una zorra, ¿crees que
mi hermano te follará con más delicadeza?
—¡¿Qué?! —La violencia en la voz del menor de los
O’Kelly la sobresaltó, al darse cuenta de la magnitud del
insulto, le encestó una cachetada. A la siguiente, William la
detuvo desde la muñeca, se la retorció con fuerza, hasta
hacerla chillar.
—Lo que oyes, eres una jodida zorra provocadora. —La
arrastró hasta la mesa de trabajo y la forzó a volver a besarlo.
Ella lo mordió—. Reconoce que quieres probarnos en la cama
antes de elegir a tu presa. Quise creer que eras inocente, pero
no… —La volteó con fiereza, obligándola a posar el pecho
sobre la mesa. Jana gritó, extendió la mano, los dedos no
llegaban a rozar el mango de la tijera de podar. Si solo pudiera
alcanzarla, si solo… Sintió cómo William forcejeaba con las
pesadas enaguas, los ojos se le llenaron de lágrimas. No se
rendiría, encontraría en ese odio feroz la fuerza de hacerse con
las tijeras y apuñalar al maldito.
Su mano la alcanzó, se giró dispuesta a clavarlas en la
carne del agresor, pero el filo surcó el aire vacío. Otra arma
letal había llegado antes: Maximilian O’Kelly. Tiaré
atestiguaba la escena desde el umbral, con la palma cubriendo
su boca. El mayor de los O’Kelly propiciaba un golpe tras de
otro sobre el cuerpo del menor, apenas se lo oía respirar. Era
capaz de matarlo con sus puños, y Jana no estaba muy segura
de desear detenerlo.
—Ahora entiendo —dijo William, cubriéndose de los
golpes—, al final este era tu juego, Max. Siempre con un as
bajo la manga.
—¿De qué demonios hablas? —Maximilian se detuvo, lo
cogió de las solapas y lo zamarreó. La cabeza rebotó contra el
suelo del invernadero.
—Primero probaste el medio legal, cuando eso falló, me
enviaste a seducirla, y al ver que no lo conseguiría, preferiste
mostrarte como el caballero de la brillante armadura… —
explicó casi sin aliento—. Dime, ¿lo haces por la casa o
porque de verdad deseas follarte a la viuda? —El puño de
Maximilian fue la respuesta apropiada, le partió el labio. El
siguiente no consiguió su cometido, Jana lo detuvo:
—¿Es cierto? —preguntó.
—¿Qué?
—¿Es cierto lo que dice?
—Claro que sí, muñeca —intervino William, Maximilian
volvió a golpearlo y Jana a detenerlos—, quería saber si eras
virgen, ¿recuerdas?, pero parece que ya no le importa.
—Deja de decir estupideces…
—¡Oh, vamos, hermanito!, puede que la viuda Anderson
sea bastante falta de luces, pero hasta ella puede ver que no
eres un santo, que no das puntada sin hilo. Claro, te aseguraste
de que fuera yo quien cumpliera el rol de villano, así tú podías
salir airoso…
—Jana…, no es cierto —susurró O’Kelly ante la mirada
pavorosa de la viuda. Le cogió las manos, ella se deshizo del
agarre con asco—. No es cierto, aunque no me creas capaz de
un gesto noble, al menos bríndame el reconocimiento que
merezco, jamás delegaría esa tarea a un mequetrefe como
William.
—¡Mierda, Max! —masculló Tiaré, nadie la oyó. El menor
de los O’Kelly estaba aturdido por los golpes, y Jana, por las
palabras del mayor. ¡Vaya defensa! No lo culpaba, la
desesperación vuelve a los hombres imbéciles.
—¿Qué quieres decir?, ¿que eres capaz de seducirme para
comprobar tu absurda teoría? Lo único que compruebo con
esto es que ninguno de ustedes vale la pena. La sangre
O’Kelly está contaminada… Tiaré… no pienso que estés
involucrada, pero déjame decirte, no hay ni una jodida parte
blanca en este lobo negro. Y yo… —Empujó a Maximilian—,
y yo no necesito esta casa para construir un hogar, no necesito
a un hombre, no necesito nada de esto. Sola me valgo muy
bien, es el privilegio de quienes somos honrados, resultamos
una excelente compañía para nosotros mismos. Ya veremos si
soportan ustedes estar a solas con su verdadera monstruosidad
—profirió entre dientes apretados. Pudo jurar que vio en la
mirada celeste de O’Kelly dolor, como la réplica de un
terremoto. Ella temblaba, y él lo hacía a la par—. Quédense
con la casa, quédense con las rocas frías, pues las necesitan.
Ninguno de los dos tiene las agallas para construir, así que…
—Hizo una reverencia burlona—, se las cedo gustosa. Mi
último gesto de bondad. Que les sirva de tumba.
Y abandonó el invernadero incapaz de voltear siquiera una
vez, si volvía a divisar el dolor en los ojos de Maximilian, lo
creería inocente, y su corazón era incapaz de soportar un
embiste más. El lobo negro los había vencido a todos esa
tarde.
Capítulo 15

Se propuso no pensar más en ella. El cambio brusco de los


acontecimientos sorprendió a todos. Incluso Jana debió de
sorprenderse con la decisión tomada. Le entregaba todo, no
habría más batalla. Le entregaba todo, y él… él no quería
nada. O sí, deseaba algo, y acababa de reconocer que jamás lo
obtendría.
La victoria lo destruyó, era la primera vez en su vida que
no se sentía un vencedor. ¿De qué le servía una conquista que
lo resquebrajó por dentro? ¿Un triunfo que lo puso de cabeza?
Tras la partida de Jana, el enfrentamiento entre hermanos
continuó, y la vida de William se preservó gracias a la
intervención de Tiaré. Demasiados golpes, demasiados
rencores, la sangre poco valía. Nada sabía de él, se había
marchado, y la idea de pensarlo junto a ella, refugiados, siendo
uno el sostén del otro, lo enloquecía. Por supuesto que era solo
un producto de su imaginación fundamentado por el recuerdo
del beso forzado entre ambos. Se repetía en su mente en cada
ocasión en que cerraba los ojos, por ello no dormía, para no
verla en brazos de su hermano. De ser por Maximilian lo
hubiese golpeado hasta quitarle el último suspiro, no toleraba
ver cómo un hombre violentaba a una mujer. Él podía
comportarse de forma desdeñable, ser soberbio y temerario, no
lo negaba, sin embargo, ni con ella ni con ninguna otra mujer
sería capaz de utilizar la fuerza. Pese a ello, era un ser
despreciable. Desde que supo de la existencia de Jana puso en
duda todo lo que la involucraba, y la sometió a la peor de las
vergüenzas al reclamar evidencias de la consumación. ¡Joder!
Cada parte de su cuerpo confesaba la verdad. Tampoco podía
apartar eso de su mente…
Tenía tres noches sin dormir y apenas podía unir un hilo de
palabras coherentes. Rehuía de Tiaré que solía ser el ojo
crítico que evaluaba todo en su vida, coincidía con ella sobre
el hecho de que el asunto se había descarrilado como un tren
en plena tormenta de nieve, solo que él le daba la misma
condenada respuesta: ¿Qué demonios quieres que haga? A lo
que Tiaré correspondía siempre igual: ¡Actúa como el hombre
que sé que eres!
También rehuía de los empleados de la casa que, como
fieles soldados, defendían el fuerte desde adentro pese a no
contar con su señora. No se marcharían a menos que los
echaran, y a Maximilian le bastaba la mirada de la señora
Woodwish para no atreverse siquiera a pensarlo como
posibilidad. Tilda aprovechaba cada oportunidad que tenía
para expresar su furioso descontento. ¡Satisfecho, le ha
quitado más de lo que pudo imaginar! ¡Felicitaciones por ser
el amo y señor de este mausoleo! Pues según la mujer, la
verdadera alma de ese hogar era Jana.
En otra circunstancia, Maximilian la hubiese puesto de
patitas fuera de la casa ante la primera impertinencia. Pero
bueno, en otra circunstancia… en otra vida, una sin Jana.
¡Maldito Berthan! Ahora lo odiaba más que nunca, lo odiaba
por hallarla, por ponerla en su camino.
Arrojó la petaca repleta de whisky que cargaba a cuestas.
El alcohol de nada servía, en el estado de nublada conciencia,
se encontraba cara a cara con los fantasmas del pasado; hasta
podía ver la maldita sonrisa de su padre de nuevo, su sonrisa
cuando le decía adiós.
—¡Mil veces malditos! ¡Mil veces malditos los dos! —
gritó. Berthan y su padre compartían el podio de su
resentimiento.
—¿Quién anda ahí?
Una voz lo sorprendió desde el otro extremo del
invernadero. Como no dormía, no comía y no toleraba hallarse
en presencia de nadie, se recluía en el palacio privado de Jana.
Allí, por momentos, encontraba la calma, y por momentos,
estallaba en silenciosa rabia.
—Lo mismo me pregunto, ¿quién anda ahí? —Sin duda no
era Pietro, la voz era masculina pero juvenil.
—¡Jaime! —respondió con holgada jovialidad.
Maximilian se encaminó al origen de la voz. Lo halló de
rodillas al suelo, hurgando en la tierra, extrayendo flores desde
la raíz para luego depositarlas en contenedores de madera.
Contuvo el estallido de furia, el muchacho destilaba una
inusual calma. Es más, juraría que canturreaba mientras
realizaba la labor.
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué parece que hago? —Alzó los hombros, ni siquiera
se volteó a verlo, continuó con lo suyo.
—Parece que haces algo que no debes de hacer, muchacho.
—Moderó el tono de su voz.
—Oh, no, no se preocupe, hago lo que debo… Jana me lo
ha pedido.
—¿Jana? —El nombre se le quedó atorado en la garganta.
Jaime hizo una pausa, giró el rostro a él, lo evaluó. Era un
hombre corpulento, bastante desalineado, con contados
magullones. El análisis fue simple para él.
—Sí, Jana… ¿trabajas aquí?
La calma del muchacho le fue contagiosa. Maximilian
exhaló, y la tensión en su cuerpo cedió.
—En cierta forma, sí —dijo. No deseaba espantarlo. Sabía
la implicancia de exponerse.
—Entonces, si trabajas para ella, deberías de llamarla
señora Anderson. —Lo corrigió.
Maximilian rio. Una risa espontánea y genuina. Le
agradeció en silencio al tal Jaime por eso, tenía días, semanas
sin reír. Quizás… toda una vida.
—¿Y tú? ¿Tú no trabajas para ella? —Se ubicó a su lado.
Lo imitó en postura, de rodillas al suelo.
—Yo trabajo con ella… —Jaime volvió a hundir las manos
en la tierra con delicadeza, estaba extrayendo los lirios.
—No veo la diferencia.
—Pues yo sí… Además, somos familia —confesó con
gran satisfacción. Maximilian frunció el ceño. Por lo que
sabía, Jana solo contaba con una hermana y unos padres
ausentes. Al ver el interrogante en el rostro del hombre, Jaime
continuó—: Lindsay, su hermana… es la nueva baronesa de
Cowrnell, y mi hermano es el barón. —Alzó el mentón con
orgullo. A pesar del escándalo, la baronía se mantenía en pie,
la historia de amor entre ambos logró la absolución social.
Ahora eran conocidos como el matrimonio de enamorados al
que todas las damas pretendían aspirar.
—Y dime, hermano del barón de Cowrnell, ¿qué haces
aquí? —Puso toda la amabilidad posible en sus palabras,
empezaba a comprender que el muchacho que tenía ante sí era
especial en todos los aspectos.
—Vine en busca del verdadero tesoro de Jana… —Llevó
el tono de su voz a un susurro, le habló en confidencia—. No
sé si tú lo has oído, yo… yo sí, dicen que un hombre malo ha
venido a quitarle todo, pero yo sé algo que él no sabe —
sonrió.
—¿Qué es lo que sabes?
—Que lo que verdaderamente le importa a Jana se
encuentra aquí… —Extendió los brazos, aspiró profundo,
disfruto de la combinación de fragancias—. Él puede quedarse
con todo lo demás, que a ella no le importa…
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque la conozco… ¿tú la conoces?
Maximilian se entregó a la contemplación de las hermosas
flores que estaban ante él. Suspiró, expiaba la culpa junto a
Jaime.
—No, creí conocerla, pero ahora me doy cuenta de que no
la conozco en lo absoluto… —Y quería saber todo de ella,
aunque ya fuese demasiado tarde.
—¡Imposible! —Le palmeó el hombro con confianza—,
Jana es igualita a un lirio —Cogió la tierra que rodeaba la raíz
de la flor recién extraída, la acercó a Maximilian—, te acercas
a contemplarlo, y… y puedes ver todo su interior. ¡No es
maravilloso!
—Sí, es maravillosa —susurró O’Kelly.
Los ojos de Jaime rodaron en sus cuencas, por supuesto
que él hablaba de la flor. ¿A qué se refería el hombre? Retomó
la línea de su pensamiento sin indagar más.
—Los lirios son su flor favorita, y como está muy triste…
quería sorprenderla, —Una vez que Jaime se hallaba a gusto
con su interlocutor, no se detenía a menos que lo obligaran a
hacerlo—, tenemos lirios en Cuatro Flores, pero estos son
diferentes para ella…
—¿Qué tienen de diferentes?
—Es que estos son sus primeros lirios, sabes, mi flor
favorita son los narcisos, y en el asilo en donde antes vivía,
había un montón de narcisos… pero ahora yo tengo mis
propios narcisos, y los amo más que nada. —Lo miró, sonrió
de par en par, y en medio de esa sonrisa, la deformidad en su
labio era un detalle que se prestaba al olvido.
Por un instante, Maximilian lo envidió. No conocía la
historia del muchacho, pero la mención de «asilo» como lugar
de residencia exponía un fragmento de su vida. Pese a ello,
sonreía ante la hermosa simpleza de la vida. Y él… él no hacía
más que mirar la vida con cautela y desdén, porque esta, en el
pasado, lo había atacado sin piedad. Vivía un presente a la
defensiva, con la guardia en alto.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó—, me gustaría
ayudarte.
Jaime dudó, la tarea era para especialistas, sino podrían
dañar las raíces. Pero hubo un tiempo en el que él no fue
especialista, Lindsay y Jana le enseñaron. Tal vez podría
enseñarle a…
—¿Cómo te llamas?
—Maximilian…
—Pues bien, Maximilian, pon tus dedos así, como
paletas… —Se lo mostró con sus manos. Maximilian lo imitó
—, y ahora hunde en la tierra hasta sentir que tus dedos se
enredan con algo desconocido. —O’Kelly siguió la indicación
hasta que las puntas de sus dedos entraron en contacto con lo
diferente. La expresión fue evidente en su rostro—. Lo sientes,
¿verdad? —Él asintió. Jaime se sintió satisfecho ante su
excelente indicación—, esas son las raíces, ahora… aparta la
tierra con mucho cuidado, sin dañarlas. —Abandonó su labor
y se dedicó a la evaluación de la de Maximilian—. Sin
dañarlas, pero también sin demorarnos, no vaya a ser que el
nuevo señor malo de la casa nos tome por sorpresa.
—Oh, no te preocupes, no lo hará.
—¿Cómo lo sabes?
—Está muy ocupado haciendo otras cosas…
—¿A él sí lo conoces? —interrogó ansioso Jaime.
—¿A quién? —Maximilian estaba enfrascado por
completo en no dañar a la flor, lo demás ya lo había dañado.
—Al señor malo, no recuerdo su nombre.
Gracias al cielo no lo recuerdas, muchacho. O’Kelly
resopló.
—Sí, lo conozco… lo conozco demasiado bien.
—¿Es tan malo como dicen que es?
—¿Tú que crees? —Se detuvo, quería oír lo que Jaime
tenía para decir.
—Le ha quitado todo…
—¡Ey, todavía no le ha quitado nada! —lo interrumpió.
—Pues la ha echado…
—No, ella se fue —interrumpió de nuevo.
—Lindsay también se fue —dijo en un murmullo, estaba
rememorando.
—¿Quién?
Jaime sacudió la cabeza, alejaba los tristes recuerdos, no
había lugar para ellos en el presente, en ese presente Lindsay y
Jonas estaban juntos, eran felices. Todos lo eran.
—Mi hermano también fue un hombre malo…
—¿Fue?
—Bueno, eso decían… lo decían porque hizo cosas que
provocaron daño en otras personas, pero… —Se silenció.
—Pero, ¿qué?
—No era malo, solo le dolía demasiado el corazón… y a
veces, cuando sufres mucho y nadie se da cuenta, provocas
dolor en otros solo para que entiendan el tuyo.
Maximilian tragó saliva. Apartó la mirada de Jaime, no
quería que este viera sus lágrimas recién nacidas. Joder, su
corazón dolía. ¡Vaya que dolía!
—¿A tu hermano ya no le duele más el corazón? —Se
atrevió a preguntar, quizás podría recomendarle la medicina
adecuada.
—No, ya no, Lindsay lo ayudó… por eso quiero a Lindsay,
ella curó a mi hermano. Tal vez, el señor malo solo necesita
eso, alguien que lo cure.
—Tal vez… —exhaló Maximilian, retomó la labor en la
tierra, y al cabo de unos segundos, sostuvo en sus manos el
lirio florecido.
—¡Lo has logrado! ¡Lo has logrado! —festejó Jaime. Era
un buen maestro, ¡claro que sí!
O’Kelly sonrió satisfecho. Había obtenido mucho en su
vida, todo con esfuerzo desmedido y, en ocasiones, con rudeza
extrema. Era la primera vez que, con delicadeza y calma,
obtenía un logro tan bello. Se preguntó de qué más sería capaz
si enfrentaba la vida de otra manera.
—¿Y ahora? —Extendió el lirio a Jaime.
—Oh, ponlo aquí… —Señaló uno de los cajones de
maderas con tierra que estaban sobre la carretilla—. Jana
estará muy feliz… tú y yo la haremos muy feliz. —Lo miró de
soslayo, lo evaluó una vez más. De pronto, abrió los ojos de
par en par, como si una epifanía lo golpeara al rostro—.
¿Tienes esposa? —le preguntó sin pudor alguno.
O’Kelly se quebró en una carcajada.
—No, no tengo esposa… —Ese muchacho iba de un tema
a otro con una velocidad inesperada. Le agradaba—. ¿Por qué
lo preguntas?
—Por nada, por nada —respondió con picardía. Por dentro
saltaba de felicidad, ¡él también lo había logrado! Había
hallado el esposo perfecto para Jana.

Tiaré los observó cargar en la calesa las cajas de madera


con un centenar de plántulas, flores y hierbas aromáticas. Por
horas los vio trabajar entre amables diálogos y repentinos
silencios. Cuando el muchacho se marchó, fue a encontrarse
con Maximilian en el invernadero, aprovecharía el humor
relajado que este parecía tener.
El reciente nuevo vacío se hacía sentir, y nada tenía que
ver con el traslado de las plantas que supieron habitarlo, lo que
allí faltaba era Jana. Si los rosales y las camelias pudiesen
hablar, entonarían una melancólica melodía capaz de desgarrar
el alma a quien se atreviera a oírla.
—No aquí… no ahora, Tiaré —le advirtió ni bien vio su
reflejo en la pared acristalada.
—Dime cuándo y dónde, y satisfecha me marcharé.
¡Cielo santo, era un despojo humano! Magullones,
profundas ojeras, barba que empezaba a crecer, cabello
desarreglado, restos de tierra en sus manos, rostro y en casi
toda la ropa. Estaba sentado en una diminuta silla de hierro en
la que casi no cabía, con la cabeza colgando hacia atrás y las
piernas despatarradas a ambos lados.
—Sabes la respuesta a eso… nunca —finalizó sin moverse
ni un ápice.
—Sé más que eso, Maximilian, y en especial, sé que, por
primera vez, la dirección de tu furia es la equivocada. —
Colocó la trampa a la espera de que la fiera cayera en ella, y lo
hizo.
—No es furia… —gruñó.
—Me da gusto saber que lo reconoces, ahora, me gustaría
que le pusieras nombre al nuevo sentimiento.
—Deja de presionarme, Tiaré.
—Lo haré cuando te comportes como debes, viajamos
cientos de kilómetros con un propósito, y ese propósito se
desvaneció ni bien ella apareció en tu vida, ¿te has preguntado
por qué?
—Mi propósito no se desvaneció, simplemente cambió de
matiz… estas tierras solo me traerán insatisfacción, solo
traerán recuerdos de lo que pudo ser mi vida y no fue… no las
quiero. —Se incorporó con brusquedad, la silla se tambaleó
hasta caer—. Puedo comprar las tierras que se me antojen,
puedo comprar todo lo que desee, no necesito nada de Berthan
Anderson.
—¿Estás seguro? —Ella se interpuso en el camino de
salida, Maximilian la quería evadir una vez más.
—Hazte a un lado, Tiaré.
—Lo haré, pero antes te diré que tu cobardía no me sienta
bien, la desconozco, no permitiré que te conviertas en esa
clase de hombre.
—Buena suerte con eso… —masculló entre dientes,
mientras se quedaba a la espera de que se apartara. Jamás se
atrevería siquiera a empujarla, domó a la fiera en su interior
que lo instaba a reaccionar con violencia.
Ella se hizo a un lado. Lo vio partir, perderse en el bosque
como un buen lobo solitario.
No, no permitiría que se convirtiera en la clase de hombre
que él detestaba. Si Maximilian no hallaba el valor o las
palabras, ella lo haría por él.
Capítulo 16

La terquedad, en ciertas personas, adquiere una


connotación positiva. No siempre debe observarse con el
mismo cristal, para algunos, es una herramienta de falso
fortalecimiento de carácter, la concepción de que, al
mantenerse en ese sendero, finalmente lograran su cometido,
sin importar si este sea conveniente o no. Para otros, la
terquedad halla una nueva proclamación, la de abandonar el
camino conocido y cambiarlo por otro, sin detenerse, sin temer
a dar un paso en falso, aun cuando todos los espectadores de tu
vida te dicen lo contrario. En otras palabras, existe la
terquedad narcisista y la terquedad valiente. A esta última no
hay que combatirla.
—¡Jana, no seas terca! —Natalie echaba chispas por sus
ojos. No toleraba ver a su amiga viviendo en esas
circunstancias.
¿Cuántas veces había oído esa palabra en los últimos?
«Terca… terca… terca…» ¡Rayos, dejó de contar luego de la
vigésima cuarta vez!
—Desde mi punto de vista, las tercas son ustedes.
—Estamos preocupadas por ti, queremos lo mejor para
ti… ¡Cielos, mereces lo mejor! —exclamó con la esperanza de
que la deidad que gobernara sobre ellos la oyera. ¿Cómo se
podía ser tan injusto con los buenos, y bondadoso con los
injustos?
—Dudo mucho que la vida actúe en función del
merecimiento, de ser así, viviríamos en un mundo más
sensato… si haces algo bien, obtienes algo a cambio, si haces
algo mal, te quitan.
—Tienes razón… —gruñó entre dientes, alzó la mirada al
techo, como si contemplara la infinidad del universo—, la
buenaventura debería replantearse sus absurdos métodos y
hacerlos más lógicos.
—La lógica le quita la diversión a la vida, cariño —Lord
Becket se sumó al intercambio entre las mujeres—, deja que la
buenaventura sea libre de hacer lo que se le plazca. —Con un
disimulado pestañeo evaluó la improvisada residencia de Jana
en el altillo de las instalaciones de Cuatro Flores. Hacía noches
que su esposa lo atormentaba con la descripción del lugar—.
Pequeño… acogedor, me agrada —confesó.
—¡Raphael! —Natalie le dio un codazo en las costillas. Se
suponía que contribuiría al hecho de hacerla cambiar de
opinión, no que haría causa común con ella.
—Gracias, lord Becket. —Intentó hacer del espacio un
ambiente adecuado a sus necesidades. No requirió de mucho,
un catre, una mesa de noche y un tocador destinado más que
nada al aseo. Tenía planes que ya se habían puesto en marcha.
—Me agrada… pero más me agradaría verla instalada en
una de nuestras habitaciones. La casa es grande, y el
corazón… —Cabeceó hacia su esposa— es un corazón muy
parlanchín que no me deja dormir por las noches.
—Se lo agradezco, lord Becket, pero debo declinar la
invitación… tal como se lo he dicho a su querida esposa —
masculló pese a tener una sonrisa en sus labios—, este no es
más que un lugar de paso, el señor Tremblay está en la
búsqueda de un pequeño apartamento en la ciudad.
—Un pequeño apartamento, ¿la has oído? —masculló Nat.
—No puedo afrontar los gastos de una casa… —Antes de
que Natalie abriera la boca, hizo un paréntesis a futuro—, por
lo menos, no ahora. Sé que Cuatro Flores me permitirá eso y
mucho más.
—Por supuesto que sí… —Natalie no ponía en duda el
crecimiento de la empresa, solo que le incomodaba saber que
Jana era la única que dependía de los resultados para vivir con
comodidades—, pero esa no es la cuestión. La cuestión aquí es
que nos tienes a nosotras y no nos permites ayudarte. ¡Tú y tu
maldita independencia!
Lord Becket se quebró en una carcajada. Su esposa se
atrevía a jugar esa carta… ¿su esposa? ¡La señorita yo puedo
con todo! Por eso la amaba.
—Más bien diría, independencia y sentido común, desde la
muerte de Berthan supe que este sería el desenlace en mi vida,
y prefiero encauzar mi destino sin demoras.
Sí, podría vivir un tiempo con Agnes, un tiempo con
Natalie… ni mención hacer de Lindsay, esta pretendería hacer
de la convivencia juntas algo eterno. No lo deseaba, no quería
ser la tía solterona que era recibida sin más alternativa. Quería
su hogar, aunque fuese diminuto, pero suyo al fin, con su
historia colgada en las paredes y con los tapetes desgastados
por los pasos dados una y otra vez.
—Ese es otro punto a discutir, puedo aceptar esta absurda
decisión —Se refería a la necedad de vivir en Cuatro Flores—,
pero me niego a la resignación, el malnacido de O’Kelly no se
saldrá con la suya. ¡Antes tendrá que pasar por sobre mi
cadáver y el de Raphael! —agitó el dedo al aire.
—Y antes de pasar por sobre mi cadáver, tendrá que
hacerlo sobre Willighy —agregó lord Becket con satisfacción
—. ¡Armand! —convocó a su abogado que se encontraba a la
espera en el corredor.
—Con su permiso, milord… —El hombre ingresó, hizo
una reverencia—, milady… señora Anderson.
Jana resopló, el modo en que invadían su intimidad no
hallaba un calificativo. Rogaba que Bastien Tremblay actuara
con rapidez y le consiguiera un apartamento a la brevedad.
—Iremos a por la cabeza de ese canalla —sentenció
Raphael— ya tenemos suficientes canallas locales, no
necesitamos más, le quitaremos hasta las ganas de respirar,
¿no es así Willighy?
El hombre era despiadado y astuto, pero tampoco tanto.
—Veo difícil el hecho de quitarle la respiración, milord…
—Armand, hablo en sentido figurado.
—Oh, cierto… bueno, quitando el asunto de la respiración,
me atrevo a decir que nos hallamos ante un pleito ganado, no
importa ninguno de los alegatos del señor O’Kelly, el deseo de
su difunto esposo será cumplido si queda en mis manos.
—Si le soy sincera, señor Willighy, los alegatos del señor
O’Kelly tampoco son de mi incumbencia, por eso he desistido
de ir en contra de ellos, agradezco su disposición y desde ya le
digo que prescindiré de ella, el deseo de mi difunto esposo
quedará en mi corazón… —Dirigió su mirada a Natalie, luego
a lord Becket—, ¿me han oído? ¿Puedo dar este asunto por
finalizado?
Raphael miró de soslayo a su esposa. Podía ver cómo
apretaba los labios para no estallar en un discurso que la
llevaría a un enfrentamiento innecesario con su amiga. Lord
Becket se limitó a decir:
—Armand… —Fue una invitación a la despedida.
—Con su permiso, milord… —Hizo otra reverencia—,
milady… señora Anderson. —Y así como se hizo presente,
desapareció.
Ni bien estuvieron a solas, Jana se cruzó de brazos.
—Repito… ¿puedo dar este asunto por finalizado? —
Natalie desvió la mirada. Algo se traía entre manos—. ¿Nat?
—Ante la falta de reacción de su amiga, cambió la dirección
de su mirada a Raphael.
—Oh, no, a mí no me mire, señora Anderson… las flores
son cuatro, yo estoy exceptuado.
—¡Traidor! —le susurró por lo bajo. A lo que él respondió.
—Sí, yo también te amo, cariño. —Siguió los pasos de su
abogado.
—Nat, todavía espero tu respuesta.
El silencio fue un cómplice inesperado de Jana, expuso los
planes secretos de Natalie. El repiqueteo de unos casos de
caballos fue la señal de alerta.
—¡Jana! ¡Jana!
Los agudos gritos revelaron la verdad.
—Dime que no se atrevieron a…
—Lo siento —interrumpió Natalie convencida de su buen
obrar—, no nos diste otra alternativa.
Ambas se asomaron por la ventana, Jana reconoció el
carruaje con el sello distintivo de la baronía Cowrnell. La
puerta se abrió, la primera en descender fue Agnes. ¡Claro que
no había sido planeado solo por Natalie! La segunda fue
Lindsay, que se olvidó del uso de las escalerillas y se lanzó del
coche con un ansioso salto. Tras los pasos de su esposa, Jonas.
La luna de miel había tocado fin por cuestiones familiares.
Jana no pudo evitarlo, sonrió, estaba feliz de ver a su hermana.
Pese a los motivos, estaba muy feliz.

La conversación demandaba la mayor intimidad posible,


eso fue lo que alegaron las amigas al momento de dejar a las
hermanas a solas. No a solas por completo, Jonas estaba
presente, y la verdad era que ellas se marcharon porque sus
argumentos no servían, de lo contrario, nada las movería.
Llevaban días intentando convencer a Jana, ¿qué sentido tenía
repetir lo mismo una y otra vez? Entregaban la posta a
Lindsay, si ella no la convencía, nadie más lo haría.
—Por un lado, siento mucho esta insensatez … —expresó
Jana cogida de las manos de su hermana—, por el otro, soy
feliz de tenerte aquí.
—¿Insensatez? ¡Por favor!
—Lo único insensato aquí fue tu silencio —convino Jonas
—. De saber que…
—Ese desgraciado… —intervino Lindsay con la rabia a
flor de piel. Al igual que Jana, se tambaleaba en los extremos,
la felicidad de estar junto a su hermana y el odio manifiesto
hacia el canalla de O’Kelly.
—Se encontraba aquí —Jonas continuó, la intervención de
su esposa no lo incomodó en lo más mínimo, estaba
acostumbrado—, hubiésemos adelantado nuestro regreso.
—Por eso me resguardé en el silencio, no tenía intenciones
de interrumpir su luna de miel, sé que añoraban la calma, la
tranquilidad que solo un lugar como Escocia puede brindar…
me apena pensar que por… —Se interrumpió al notar que la
mirada de Lindsay confabulaba con la de Jonas. ¿Acaso
intentaban no reír?—, me apena pensar que por mi culpa… —
repitió y volvió a hacer una pausa—. Disculpen, ¿sucede algo?
—No te apenes, Jana… sé que sonará feo, pero tu
desgracia fue nuestra fortuna —exclamó Lindsay—. ¡Al
demonio la calma de Escocia!
—Y el frío de Escocia —agregó Jonas.
—Oh, no te olvides de la humedad, cariño…
—Verdad, mis huesos dolerán hasta el día de mi muerte.
Creo que podemos establecer… —Él inició la oración.
—…Que no volveremos a pisar tierras escocesas.
El antiguo Jonas Hudson era un lejano recuerdo, la
influencia White había hecho su magia en él. El matrimonio
funcionaba como una pieza de relojería, eran dos engranajes
que encastraban a la perfección.
—Siendo sinceros, podemos hallar la misma tranquilidad
aquí…
—Aquí en Londres, con la suma de la buena compañía…
—agregó ella.
—Y de la familia —sumó Jonas.
Se miraron, recordaron.
—Y de la apetitosa comida —expresaron al unísono,
sonrieron—. Como te darás cuenta —Lindsay continuó—, nos
has hecho un favor, y ahora pretendemos devolverlo.
Empaca… —Miró en derredor—, empaca lo poco que tienes
aquí y marchamos rumbo a la casa.
—¡Por favor, no ustedes! —No tenía deseos de otra
discusión similar con su hermana—. No necesito ser rescatada,
¿pueden entenderlo? He tomado una decisión y nadie me hará
cambiar al respecto.
Lord y lady Cowrnell volvieron a hacer contacto visual.
Alzaron los hombros en perfecta sincronía.
—Lo hemos intentado, ¿no es así? —Lindsay le habló a su
esposo.
—Yo diría que sí… ¡Vaya decepción! —bromeó Jonas. Era
por demás evidente que las intenciones del matrimonio no
coincidían con las de Agnes y Natalie—, no tengo más
alternativa que comunicar nuestra infructuosa labor —Fue
hasta su esposa, la besó en la frente—, siento la decepción a
flor de piel —Le guiñó el ojo a su cuñada—, pero bueno, no es
fácil lidiar con las mujeres White, así que las dejaré a solas.
Esperaron que abandonara la habitación para continuar la
conversación entre ambas.
—Gracias… —susurró Jana, abrazándose a su hermana.
—¿Gracias, por qué?
—Por acompañarme en mi decisión, en vez de intentar
disuadirme.
—Ey, no te confíes, recién he llegado. —Las dos rieron.
Lindsay volvió a mirar en derredor—. Debo confesar que la
idea de que estés aquí no me agrada.
—Es solo una estadía momentánea, no quería importunar a
nadie más.
—¿De dónde demonios has sacado esa idea? ¿Importunar?
¿Tú? ¡Por los cielos, Jana! Nosotras podemos alegar eso,
cuando la vida nos ha puesto en jaque hemos ido a golpear a tu
puerta… Siempre lo has dicho, tu hogar era nuestro hogar, ¿no
es así? —Jana asintió—. Ahora, lamentablemente, los roles
han cambiado, y quienes te dicen eso a ti somos nosotras. No
lo tomes como una intención de menosprecio a tus planes, sino
como la necesidad de compensar todo lo que has hecho por
nosotras.
—No necesitan compensar nada, lo único que necesito es
su compañía, con eso me es suficiente…
—¿Suficiente? —Lindsay hizo una mueca. Era su
hermana, por supuesto que la conocía e interpretaba— Tú
necesitas algo más, no me lo niegues… dime eso que no te
atreves a decirte a ti misma.
—No hay nada que decir —mintió. Estaba disfrutando de
la amnesia de emociones. Es más, ni siquiera pensaba en
O’Kelly, si no lo pensaba, el corazón no se inquietaba, era una
buena estrategia.
—Jana, eres una luchadora, puede que a primera vista
luzcas como una gacela, pero todas sabemos que eso se
encuentra muy lejos de la verdad… Dime, ¿dime por qué has
cedido ante O’Kelly?
—Es solo una casa, si la quiere… pues que la tenga.
—No, no es solo una casa, es el deseo de Berthan y una
necesidad para ti.
—También es una necesidad para él. —Sin proponérselo,
salió a la defensa de Maximilian.
Lindsay carcajeó. ¿Desde cuándo O’Kelly no era el
enemigo?
—¡Tú debes de estar bromeando! Por si no te has enterado,
tiene una flota marítima… ¡Una flota marítima! —Al hombre
se le caían las condenadas libras de los bolsillos—. ¿De qué
necesidad hablas?
Sola se puso en ese aprieto y sola tendría que salir. Tengo
que sacar a Maximilian de mi mente, se dijo Jana.
—No lo entenderías… —fue su respuesta. La peor de
todas.
—¿Disculpa? ¿Y tú sí? ¿Tú lo entiendes a él? Veo que han
entablado una… una extraña amistad. ¿En qué momento ha
ocurrido?
—Ni extraña amistad, ni nada —reaccionó Jana. Estaban
sentadas sobre la cama, se incorporó dejando a Lindsay en la
soledad del colchón. Le dio la espalda, ocultó las emociones
que se reflejaban en su rostro—, he compartido el techo con él,
y con eso me bastó para comprender el peso de su
resentimiento…
—¿Resentimiento hacia ti?
—No, hacia Berthan.
—¡Bueno, eso es igual de absurdo! —se mofó Lindsay.
—Me expresé mal, el resentimiento es hacia la ausencia de
Berthan… y cree que al tomar posesión de todo lo que fue de
su tío, eso que no le dio en tiempo y forma, compensará el
dolor que esconde detrás de su rabia.
—¿Y qué tienes que ver tú en medio de su dolor y su ira?
—Abandonó la cama, fue hasta ella decidida a indagar en su
mirada.
—No quiero ser partícipe de ese resentimiento, de ese
dolor… si quedarse con la bendita casa lo hace sentir
satisfecho, se la obsequio, quizás, con el tiempo pueda dejar el
rencor atrás.
El compromiso emocional de Jana hacia el maldito canalla
que quería destruir su vida por puro deporte era inconcebible.
El hombre no valía siquiera el pensamiento, sin embargo, ahí
estaba ella, pensando en él, en su bienestar.
—Recuerdas lo que me dijiste cuando Jonas y yo
estábamos a la deriva en nuestro matrimonio… —Hurgó en
los ojos de su hermana, había tristeza y un sentimiento que ella
conocía muy bien.
—La verdad, no, no lo recuerdo… te he dicho tantas cosas.
—Ambas sonrieron.
—Para tu suerte, yo lo recuerdo muy bien, tus consejos
vuelven a ti, mi querida hermana… «Tú no eres responsable
de salvar a nadie» —Volvió a coger sus manos—, ni siquiera
eres responsable del dolor que O’Kelly alberga, no tienes que
ceder ante él por eso, a menos que… —Le acarició.
—A menos que… —Necesitaba una bocanada de aire
fresco, hacía días que no podía respirar con normalidad, tenía
una imaginaria piedra haciendo presión en su pecho.
—Que otro sentimiento se haya cruzado en tu camino.
¿Existe algún otro sentimiento, Jana? —El silencio, en
ocasiones, expone más verdades que las palabras. En Jana,
confesó más de lo que hubiese deseado—. ¡Cielos, Jana! —La
abrazó. Ella correspondió el abrazo con desesperación, si
Lindsay la soltaba, caería—. ¿Acaso no has aprendido de
nosotras? Huir no sirve de nada, porque donde sea que vayas,
te llevas el sentimiento contigo…
—Lo sé, por eso intento descifrar lo que sea que haya
venido conmigo.
Lindsay exhaló, su hermana estaba entre la espada y la
pared, al igual que ella lo estuvo en su momento. Mucho no
podía hacer para ayudarla, tal vez…
—¿Y tienes que descifrarlo aquí, en esta diminuta
habitación? —Lo intentó una vez más.
—Sí, necesito contemplar la posibilidad de mi nueva vida
para saber si es lo que deseo…
O si era solo el paliativo a un sentimiento que no sería
correspondido.
Arriesgarse a sentir algo por un hombre entregado al
resentimiento era una invitación directa al sufrimiento.
Enfrentarse al amor por primera vez en una instancia de vida
tardía podría ser devastador, lo sabía. No quería sufrir, no
quería poner en juego a su corazón, temía por él, pues si este
se llegaba a romper, no se creía capaz de volver a unir sus
piezas.
¿Se puede vivir con un corazón hecho pedazos?
Lo mejor era no averiguarlo.
Capítulo 17

Las preocupaciones, sin importar la magnitud de estas, se


hacían a un lado cuando Cuatro Flores gozaba de la presencia
de todas sus fundadoras. Las demandas empresariales y
familiares encontraban el equilibrio desde que la empresa dio
un paso más allá, contaban con empleados y estos alivianaban
las tareas y las cargas horarias de las muchachas. Solo la
elaboración de los productos quedaba bajo exclusivo
desarrollo de Lindsay y Natalie para mantener en secreto las
fórmulas. Así que allí estaban, felices del reencuentro.
—Has tenido la luna de miel más larga de la historia, lo
sabes, ¿no? —Natalie no pudo con su genio, extrañó en
demasía a su compañera de trabajo, y de esa forma lo
demostraba.
—Si hemos de tomar la tuya como punto comparativo —
bromeó Lindsay, el matrimonio Becket todavía tenía pendiente
el viaje de bodas—, sí, ha sido muy larga.
Natalie rio, le arrojó un puñado de hojas de menta que
machacaba en su mortero. Cayeron sobre la capa de grasa
vegetal en la cual trabajaba Lindsay, en donde los pétalos de
un combinado de las flores descansaban para dejar la más pura
impronta de su fragancia.
—Ey, a mis peonías no le gusta la menta —Olfateó el aire
como uno de sus adorados sabuesos—, o puede que sí… —
Aspiró profundo, la mezcla de aromas le resultó refrescante.
Cogió más menta del mortero de Nat.
—¡Atrevida! Me pregunto, ¿qué sería de ti sin mí? —
alardeó.
—¿Disculpa? —Lindsay hizo una pausa, se giró a ella con
los brazos en la cintura—, esa pregunta me la hago yo. Me ha
comentado un pajarillo que, durante mi ausencia, clamabas por
mi asistencia…
—Jaime es un boca suelta —protestó Nat. También se
volteó a ella—. Si va a irte con el chisme, que, por lo menos,
utilice las palabras exactas, no dije asistencia.
—Pues dime cuál fue esa palabra exacta…
—Ya no importa…
—¡Dímelo!
—¡Niñas, basta ya! —Agnes actuó como amable
intermediaria—. Las puedo escuchar desde la oficina… y, en
resumen, se necesitan la una a la otra. Lo que reclamó no fue
tu asistencia, sino tu compañía. Te ha extrañado, como lo
hemos hecho todas. —Lindsay y Natalie coincidieron en
sonrisa dando fin a la fingida trifulca infantil—. Ahora… —
Hizo palmas al aire—, manos a la obra, que el éxito se obtiene
con trabajo.
—Un momento, queridas damas… —La voz de Bastien
Tremblay las alcanzó a las tres—, detengan esa magistral
productividad, tenemos noticias.
Con el «tenemos» se refería a Jana y él, que se
encontraban a la espera de obtener la atención deseada. Agnes
le dedicó una mirada a su esposo, él, a cambio, le obsequió
una disimulada mueca de labios, y ella se adelantó a las
buenas nuevas. Volvió a hacer palmas al aire.
—Hable de una vez, señor Tremblay —demandó Natalie
ansiosa.
—Oh, no… le cedo la palabra a la señora Anderson. Que
ella haga los honores.
Los rostros femeninos dibujaron un invisible «¿Y?»
—¡Oficialmente he conseguido un apartamento! —expresó
feliz.
A pesar de que hubieran preferido otra opción para Jana,
festejaron la conquista obtenida. Cualquier cosa era mejor que
la diminuta habitación en el frío ático de Cuatro Flores. Fueron
hasta ella e hicieron un abrazo grupal.
—Cuenta más, vamos… no te reserves información. —
Lindsay quería saber cada detalle.
—Es un apartamento pequeño que posee solo una
habitación, pero, en compensación, cuenta con un salón
principal amplio y reconfortante, tiene un precioso hogar y
ventanas por doquier. —Jana requería de luz, de la calidez del
sol, eso la haría sentirse viva—. Ah, y la señora Strauss, mi
arrendataria, que vive en el apartamento de la planta baja, me
ha dicho que tengo el jardín a mi disposición… ella no puede
ocuparse, así que es todo mío. —En verdad estaba feliz, su
vida sería por completo diferente, pero ansiaba lanzarse a esa
nueva aventura, volver a empezar, vivir dos vidas en una.
—Se ha olvidado de un detalle fundamental, señora
Anderson… —intervino Bastien—, su apartamento se
encuentra tan solo a cien metros de la casa del señor Holland.
Ahora sí, la felicidad las invadió a todas. Que el padre de
Agnes viviese a escasos pasos era la idea de seguridad que
necesitaban. Theodore Holland consideraba a las muchachas
como parte de su familia, las hermanas que su hija no tuvo por
gracia natural; por supuesto que estaría al tanto de Jana. Día y
noche de ser necesario.
Agnes abrazó a su esposo, sin duda, era un especialista en
hallar las mejores locaciones.
—Dinos, ¿cuáles son los pasos a seguir?, ¿cómo te
ayudamos? —La ansiedad en Natalie fue reemplazada por la
necesidad inmediata de ponerse en acción.
—De camino le he enviado una nota a la señora Woodwish
solicitando que empaque mis pertenencias, en cuanto estén
listas, realizaré la mudanza, me instalaré en mi nuevo hogar…
—suspiró— y comenzaré una nueva vida.
Sin un Maximilian atormentado a su corazón…

Si alguna vez apreció la intimidad, en el presente era


menester considerarla un valor perdido. No existía, no con la
señora Strauss como arrendataria. El desayuno, el té de la
tarde si es que Jana llegaba a tiempo después de su jornada en
Cuatro Flores y, por supuesto, la cena. La mujer quería
compartir todo, y a la recién mudada señora Anderson no se le
daba bien desestimar las invitaciones, temía herir sus
sentimientos, era una anciana encantadora que lo único que
anhelaba era compañía. Jana conocía mucho sobre la soledad,
por momentos, la soledad era una compañera agradable, que se
presta a íntimas conversaciones, pero en ocasiones, cuando
uno se excede con ella, podía destrozarte el alma. Cuando le
era posible —y no estaba agotada tras un laborioso día—
compartía un plato de comida o un té con la mujer, con el
agregado del cotilleo diario. La señora Strauss era la primera
en enterarse de lo que sucedía en los alrededores, pasaba horas
en la ventana y, cuando no lograba obtener la información
deseada, tomaba asiento en el pórtico y fingía tejer. Jana
apostaría todas sus pertenencias a que la mantilla que tejía
tenía meses sin avanzar más de tres puntos por día.
—¡Señora Anderson! ¡Señora Anderson! —Los gritos de
Lettie Strauss atravesaron los cristales de la ventana.
Se asomó en vista de la demanda de la mujer.
—¿Sí, señora Strauss?
—¡Tiene visitas! —Cabeceó con cierto recelo en dirección
a la acera.
¿Quién necesita de una campanilla en la puerta cuando se
tiene a una Lettie Strauss?
Un carruaje estacionado y junto a la escalerilla una
excéntrica muchachita con una cesta en manos: Tiaré. Una
sorpresa más que inesperada.
—Señora Strauss, sería tan amable de permitirle el ingreso,
por favor.
—Si es lo que desea… —dijo con cierto aire de
desconfianza. No podía apartar la mirada de Tiaré, claramente,
era la primera vez en su vida que veía a una muchacha hindú
luciendo un sari. El tono azul combinado con el violeta y los
ribetes color plata hipnotizaron a Lettie.
—Por supuesto, es una amiga —dijo con una melancólica
sonrisa en el rostro. Una amiga que parecía lejana, como de
otra vida.
Sin más dilataciones, Tiaré se hizo presente en la planta
alta, y los lastimosos maullidos que se colaban por el
entramado de la canasta de mimbre revelaron los motivos de
su visita.
—Mañana llegarán tus pertenencias, pero me vi en la
obligación de ponerle fin a la miseria de Sir William hoy
mismo… —Levantó la tapa de la cesta y el rostro del peludo
se asomó con desesperación—. El pobre, desde que ha notado
que la señora Woodwish empaca tus cosas, llora en cada uno
de los rincones de la casa.
Jana lo cogió en brazos, estaba asustado ante el nuevo
escenario al que se enfrentaba, a la vez que restregaba la nariz
en las manos de su dueña.
—Siento mucho haberte abandonado —Lo acarició—, fue
solo unos días, hasta que encontrara un nuevo hogar para
ambos. —Sir William la olfateó y le mordisqueó la palma
demostrando su amor. Su intenso amor.
Tiaré observó en derredor, el apartamento lucía acogedor.
No era la casona Anderson, pero para alguien que había vivido
gran parte de su vida en las calles, el más pequeño de los
espacios con techo y paredes era algo maravilloso.
—Por mucho que me agrade tu nuevo apartamento, tengo
que decir que dista mucho de un hogar, en especial, porque tu
verdadero hogar se encuentra en la residencia Anderson.
—Te equivocas… —Fue hasta el sillón, depositó ahí a Sir
William, sobre una cobija que tenía impregnado su aroma. El
felino se acurrucó al instante, cuando el impacto inicial
finalizara, recorrería el nuevo hábitat—, dejó de serlo el día en
que Maximilian puso un pie en la casa reclamándola con el
único propósito de escupir en la memoria de Berthan. —Le
indicó uno de los sillones individuales. Tiaré aceptó la
invitación, tomó asiento.
—Coincido contigo en un aspecto, el propósito inicial de
Maximilian fue ese… y lo repito «fue», estoy totalmente
convencida de que ha cambiado de opinión.
Jana carcajeó, lo hizo tan fuerte, que los pelos del lomo de
Sir William se erizaron.
—Lo siento —le susurró mientras lo tranquilizaba con una
caricia.
—En cuanto a lo otro… —Tiaré continuó, había ido
dispuesta a confesar las verdades que Maximilian no se atrevía
a reconocer—, disiento por completo, creo que la casona
Anderson se convirtió en un auténtico hogar cuando
Maximilian y tú coincidieron bajo ese techo.
—Y yo, ante eso, no puedo más que pensar que tú has
enloquecido… o alguna extraña enfermedad te ha nublado el
pensamiento. Es más, creo que tengo una infusión para ello.
¿Te apetece?
—Considerando que la historia que voy a contarte va a ser
larga, sí… me apetece, nada mejor que una taza de té
humeante para acompañar una amistosa conversación. Eso sí,
permíteme ayudarte, por favor.
—Si lo deseas, ven, te invito a mi cocina…

El cálido ambiente perfumado con el aroma de las hebras


de té negro con bergamota las invitó a continuar la charla sin
más protocolo que una mesa, dos sillas y las infusiones tibias
en sus manos. Las comodidades del salón principal pasaron a
un segundo plano. Ambas se hallaban a gusto allí.
—Sé que te he dicho que no me corresponde contarte la
historia de Maximilian, sin embargo, las circunstancias
actuales me fuerzan a hacerlo… quizá, porque yo puedo ver
más allá de ustedes dos.
Jana apenas podía con el sentimiento recién nacido en su
pecho, dudaba ser capaz de sobrevivir con el sentimiento de
alguien más. No sabía hasta qué punto quería conocer todo de
Maximilian, temía por el bienestar de su corazón.
—Insistes en hablar de nosotros como si nos uniera algo
más que un entredicho legal.
Así tendría que resumirse la historia entre ellos, una
herencia, nada más. Y… ¡felicitaciones!, él se hizo poseedor
de la misma. Punto final. Lo demás, por lo menos en lo que a
ella la involucraba, debía ser enterrado.
—Porque lo hay, y en lo más profundo de ustedes, lo
saben… si se tratara de un entredicho legal, créeme,
Maximilian lo hubiese resuelto, para bien o para mal, el día en
el que arribamos.
—¡Pues claro, me olvido que hablamos del señor
temerario! —resopló Jana en el borde de la taza, el vapor
humeante de la infusión danzó por el aire.
—La temeridad no es más que una herramienta de
supervivencia, es preferible que te teman, que te consideren el
devorador a que te devoren de un bocado. Maximilian y yo no
tuvimos más alternativa que vivir en un estado de continua
defensa y ataque.
—Tú no pareces vivir a la defensiva.
—Tienes razón, he dejado de experimentar esa necesidad
desde que él está en mi vida, por eso le estaré eternamente
agradecida, por eso velo por su bienestar…. por eso estoy aquí
dispuesta a develar lo que no sabes de él, tienes que entender
que para Maximilian la vulnerabilidad es un lujo que no se
puede permitir, y tú, Jana… tú has abierto la compuerta de esa
vulnerabilidad. —Jana apoyó la taza en el plato, si la mantenía
en lo alto temblaría al ritmo de su pulso. O peor, al ritmo de su
corazón. Tiaré extendió el brazo por sobre la mesa y le cogió
la mano, rozó la cara interna de su muñeca, ahí en donde los
latidos no podían ocultar la fuerza de las emociones que
gobernaban en su cuerpo—. Le temes…
—¡No, no le temo! —Apartó la mano con brusquedad. Si
se había mantenido a salvo durante tanto tiempo en ese mundo
de hombres, era porque jamás le dio lugar al temor. La
diferencia entre O’Kelly y ella era que no devoraba, solo se
limitaba a no ser devorada.
Tiaré rio, fue una risa tierna, como quién ríe ante la
inocencia de un niño.
—No, lo sé, no le temes a él… le temes a lo que te hace
sentir, ¿sabes cómo lo sé?, porque Maximilian te teme tanto
como tú a él. Ambos se reconocieron en la noche, en la peor
de las tormentas, y ahora se asustan en la luz. Déjame hablarte
del origen de su resentimiento…
—No, no es necesario, ya he oído lo suficiente —dijo
intentando mantener al resguardo a la compuerta de su
vulnerabilidad.
—Te equivocas, no has oído nada de nada, el consagrado
resentimiento de Maximilian no es más que dolor
encubierto… el dolor más profundo, el que sientes cuando
todos te han abandonado. Porque lo han hecho, todos lo han
hecho, empezando con su madre, que lo dejó para vivir su vida
promiscua lejos de él, seguido por un hombre que lo detestaba
por ser bastardo y que en un viaje a La India lo abandonó… lo
abandonó en medio de la selva de las montañas Sahyadri.
—¡Cielos santo! —Jana sintió frío, buscó cobijo en la
mano de Tiaré, la mano de la cual se había soltado—. Dime
que es un exagerado eufemismo lo que dices, que lo abandonó
en un sentido emocional, en un sentido…
—No, lo abandonó en todos los sentidos posibles… nueve
años tenía Maximilian, ¡nueve!. ¿Cómo sobrevivió solo a esa
edad?, no lo sé, jamás lo sabré, solo conozco los fragmentos
que se han convertido en fabulosas e intrépidas historias.
—Entonces, lo que me ha contado William no es más que
la verdad…
—Es la verdad contada a su manera —la interrumpió, su
tono de voz mutó a lo irritable. Tiaré no apreciaba al menor de
los O’Kelly, apenas toleraba estar ante él—. William sí alberga
un resentimiento que mucho tiene de envidia y muy poco de
dolor. O’Kelly padre era un ser despreciable, no se discute,
aun así, todos los cuidados y beneficios que le fueron negados
a Maximilian le fueron destinados a él. No vagó por la selva
en busca de comida, ni durmió jamás bajo el manto de la más
fría noche… tuvo un techo, comida, ropa sin necesidad de
luchar por ella. —La irritabilidad dio paso al orgullo—. Lo
que Maximilian tuvo que hacer lo hizo como un medio para un
fin…
—¿Te refieres a la piratería y el contrabando?
—Veo que William no se guardó ningún detalle. —Exhaló
con cierto aire de fastidio, uno que desapareció al instante—.
Repito, lo que hizo fue un medio para un fin… en cuanto pudo
alejarse del ámbito delictivo, lo hizo, y en el camino, fue la
mano amiga para todos aquellos que querían tener un destino
igual al de él.
—Como tú… —susurró por lo bajo.
—Sí, como yo… que era presa de una vida que no elegí y
me forzaron a vivir. A veces, una mano amiga es lo único que
necesitas para salir a flote, y el rencor de Maximilian hacia su
tío es por eso.
—Él podría haber sido esa mano… —reconoció con pena
Jana. Adoraría por siempre a Berthan, pero ahora comprendía
a Maximilian, había fallado como jefe de familia. Le había
fallado a él, y eso le condicionó la vida, lo llenó de cicatrices
irreparables—. Si no se hubiese encerrado en su dolor —
finalizó con un murmullo.
—Quizás, si Berthan hubiese continuado la vida sumido en
la melancolía de la pena, Maximilian hubiese perdonado su
olvido, pues él conoce de lo que es capaz el dolor… pero no,
Berthan te halló a ti, y los últimos años de su existencia los
vivió en la plenitud que tú le dabas. ¿Cuál fue su excusa para
el olvido en ese entonces?
—No la hay, no hay excusa alguna… —Cerró los ojos,
respiró profundo, una parte de su corazón se hacía añicos, y no
se rompía por el ocasional daño de Maximilian, se rompía por
él, junto a él, se fragmentaba ante el desencanto del hombre
que ella creyó maravilloso y magnánimo. No lo fue para aquel
niño de nueve años, y tampoco lo fue para el hombre en el que
ese niño se convirtió.
—Apoderarse del legado Anderson no es más que una
forma de obtener aquello que, tiempo atrás, le rogó al cielo.
Esta tendría que haber sido su vida, su hogar… no es una
cuestión de necesidad material, entiéndelo, si en un primer
momento quiso despojarte de todo fue porque creyó que tú
eras…
—¿Una manipuladora? ¿Una usurpadora de su lugar?
—Supongo que sí, que eso pensaba… y al conocerte,
descubrió la dulce plenitud que le brindaste a Berthan. Lo
colocaste entre la espada y la pared, para él hubiese sido más
fácil odiarte…
—¿Acaso no lo hace? —Fue su corazón el que hizo esa
pregunta.
—Sabes que no es así… ¿En verdad crees que te dejaría
sin nada? ¿O que sería capaz de hacer aquello que William
gritó a los cuatro vientos?
—¿Te refieres al hecho de que lo haya enviado a
seducirme? —De solo recordarlo, se alteraba.
—Créele todas las mentiras que desees a William, pero no
te atrevas a creer esa jamás. Maximilian nunca le hubiera
dicho que te sedujera, te desea para él, sin imaginar que ese
deseo se volvió su debilidad. —Unos nervios ardientes se
apoderaron de Jana. ¿Desearla? ¿Maximilian la deseaba? ¿Así,
como ella lo deseaba a él? No, no era posible. Tiaré supo que
era el momento perfecto para ponerla en alerta. Finalmente,
los hermanos O’Kelly cambiarían de lugar, cada uno ocuparía
el que le correspondía—. Con William debes estar siempre con
la guardia en alto, acomoda las piezas según su conveniencia
solo porque la envidia le envenena la sangre. Él es un O’Kelly
de pura cepa y, pese a ello, ante su padre fue un completo
fracaso comparado al maldito niño abandonado en la selva…
no ser nada habiendo tenido todo es una carga muy pesada. No
se conforma con lo que ha obtenido como parte de su herencia
familiar, anhela lo que Maximilian tiene, quiere lo que él
posee… Si Maximilian se interesa en una mujer, William la
seduce. Si Maximilian se interesa por una casa o propiedad,
William busca comprarla; es una competencia constante para
él, supongo que quiere consagrarse como el mejor de los dos
venciéndolo en una disputa que solo yace en su alma resentida.
Para su desgracia, nunca ha encestado un golpe letal, porque a
Maximilian pocas cosas le importan…
—Le importas tú…
—Es verdad, y por eso ha intentado poseerme y
dominarme a toda costa. Nunca lo ha logrado —dijo con
satisfacción—. Por eso recurrió a ti… le bastó un par de
segundos en una cena para notar el interés de su hermano en ti,
y el hecho de que tú no hayas creído en las palabras que
Maximilian utilizó en su defensa, sumado a tu partida
inmediata… fue el primer triunfo. Por primera vez se siente
ganador, y eso me intranquiliza, los hombres como él, cuando
son golpeados por la suerte, hacen uso de ella hasta que la
agotan.
—¿A qué te refieres? —La sensación premonitoria de una
cercana desgracia le atravesó el pecho, le quitó el aire.
—Como te he dicho, tú has abierto la compuerta de la
vulnerabilidad en Maximilian, has hecho que baje sus
defensas, lo que siempre ha esperado William. Por favor, no le
permitas un triunfo más, no alimentes más a esa fiera
hambrienta.
—Entiendo lo que dices, lo que no entiendo es cuál es mi
lugar entre ellos… me aparté del camino, del camino de
ambos. —Solo así mantendría a resguardo a su corazón.
—Por eso estoy aquí, para pedirte que regreses… regresa
al camino que te fue trazado —Sus palabras fueron súplicas—,
ese camino que te llevó hasta Maximilian aquella noche de
tormenta. Regresa a tu hogar.
—¿Hogar? ¿Junto a Maximilian?
Su corazón daba un brinco de felicidad. Su razón gritaba, a
la espera de que no cometiera tal estupidez.
—¿Tan difícil es creerlo para ti? —preguntó Tiaré.
—Difícil no. Diría, más bien, imposible…
—Bueno, quizá, si regresaras comprenderías que lo
imposible no es más que un límite de la mente para evitar
decepciones, en especial, cuando se trata de sentimientos. Lo
absurdo del asunto es que la decepción no tiene lugar en el
amor verdadero.

Esa es la verdad universal sobre el amor, sin importar su


desenlace, el amor nunca es decepción… es una maravillosa
aventura destinada solo a los valientes. Jana Anderson debía
hacerse una pregunta, ¿qué clase de mujer era?
¿Cobarde… o valiente?
Capítulo 18

Se sintió inquieta desde la partida de Tiaré. El apartamento


se sentía como una jaula, demasiado pequeña para que Jana
pudiera abrir las alas, dejar ir lo que sucedía en su interior. No
lograba acallar las voces, tampoco oírlas con claridad. Estaba
confundida.
Sentada en su cama, aspiró hondo, buscó serenarse. El afán
de ser racional, de aferrarse a lo conocido, no la estaba
llevando a ningún lado. Necesitaba dejarse ir, profundizar en
las emociones. Los pensamientos nunca son del todo honestos,
están contaminados con el deber ser. Si Jana se despojaba de
las estructuras, de la educación de dama y de todo aquello que
le fue inculcado como bueno y malo, ¿qué quedaba?
Un ansia ardiente de Maximilian. Un miedo atroz a que
algo le sucediera. La certeza de que su piel sensible siempre
supo mejor que su mente quién era el indicado. Y de quién
debía alejarse. Bill —quien podía volver a ostentar su nombre
de Sir William sin ser confundido— se refregaba sobre su
mano y la miraba con sus ojos amarillos, proclamando: traté
de advertirte. Ella estaba negada a ver lo que no se ajustaba a
sus prejuicios, y Maximilian también. Tanta necedad los
condujo a ese punto de inflexión, a una encrucijada de orgullo,
rencores… Era tiempo de ser valiente, de atreverse a una
nueva oportunidad. Lanzarse a lo desconocido es temerario,
propio de Maximilian, pero lanzarse una vez más a lo
conocido, a esa empresa que falló y dejó cicatrices, atreverse a
reintentar… eso es audacia. Si Jana White de Anderson era la
escritora de su historia, quería plasmarse así… valiente.
Sin embargo, eso no implicaba cometer los mismos
errores. Repetir sin aprender es de estúpidos, y ella no tenía un
pelo de tonta. Iría a por lo ansiado escuchando su corazón más
que su cerebro.
Se incorporó con determinación, Sir William se molestó
por el intempestivo movimiento. Jana le sonrió al animal:
—Estás molesto, lo sé, tú estás del lado de Agnes y
Natalie, de quienes defienden su territorio.
Repasó lo hablado con Tiaré, la historia de Maximilian la
conmovía, sería esa emoción la primera en cambiar el
abordaje. Tendría que hablar con él desde otro lugar, desde
uno que lo convenciera de que el amor existe, es posible y
todos lo merecemos. Incluso…
—¿Incluso William? —se preguntó. Quiso creer que sí,
que era tan altruista. Fracasó. Solo con pensarlo, el miedo la
carcomía, la piel se le helaba por el espanto y, de nuevo, los
instintos bramaban furiosos. Cerró los ojos, repasó los
encuentros con el menor de los O’Kelly. ¿Cuáles eran esas
señales que sus tripas reconocían y su mente se negaba a
interpretar? Un mago puede hacer un truco, puede engañar a
los sentidos, convencernos de que algo desapareció, pero en lo
más hondo de nuestro ser, aun sin pruebas, sabemos que es
una ilusión. Un ardid. Lo mismo ocurría con William. Aunque
sus sentidos se vieron engañados, dentro de ella presentía la
artimaña—. Piensa, Jana, piensa —se arengó—, los
ilusionistas intentan una distracción para ocultar sus
intenciones. ¿Qué viste?, ¿qué oculta?
Caminó como un león hambriento ansioso por su presa, el
felino se recostó y siguió los movimientos con una de sus
orejas, ofendido por el poco espacio de ese nuevo apartamento
indigno de él. El coqueteo del hombre no buscaba seducirla, ni
mancillarla. Lo sabía. Aunque aún tenía ganas de arrancarle la
cabeza a Maximilian por el modo en el que se defendió, lo
supo sincero. Si él hubiera deseado comprobar su virginidad,
lo hubiese hecho por sus medios. Si era honesta, reconocería
que hasta tenía más posibilidades de lograrlo. Su cuerpo, su
piel, respondía a la cercanía del mayor O’Kelly, bastaba un
descuido, bajar las defensas un instante, para que se rindiera a
la pasión. La seducción de William fue la prestidigitación…
La distracción que ocultaba otras intenciones.
No era hacerse con la casa, no era hacerse con la viuda,
¿dañar a Maximilian?, ¿quitarle algo que deseara? Tampoco,
se dijo, y pateó el piso con frustración. Le gustaría darse esa
importancia, pero lo cierto era que el menor de los O’Kelly
arribó sin saber lo acontecido en la cabaña, y nadie podría
haber adivinado que entre esos enemigos mortales surgiría
alguna clase de sentimientos. Ni siquiera ellos eran capaces de
reconocerlos. Las emociones despertadas fueron imprevistas…
que el odio diera lugar a su opuesto sacudió por completo los
cimientos de Jana y Maximilian.
Se cubrió la boca al entenderlo. El horror la hizo ahogar un
grito. Tan repentino fue el cambio entre ellos dos que tomó
desprevenido a William, dio por tierra sus planes, pero no sus
pretensiones.
—¡Córcholis! —maldijo. Era pasada la hora de la cena, la
noche caía como un manto helado sobre las calles de Londres.
Pero… no podía esperar. Ya no dudaba de su intuición, era la
única verdad, la brújula que indica siempre su norte:
Maximilian.
Cogió su abrigo, los guantes y un chal. Tarde comprendía
por qué los poetas describían esa emoción como mágica, pues
era increíble el hecho de que dos seres terminaran conectados
de manera irremediable. Podían perderse en una multitud,
nacer en tiempos distintos, alejarse por océanos, ríos y
montañas, y seguir unidos el uno al otro.
Abandonó el apartamento pensando en ello. Cavilando
sobre el absurdo mundo que componía teatrales pantomimas
de matrimonios concertados, uniones forzadas, separaciones
de amantes. ¿Acaso no se había probado ya que era la receta al
fracaso? De un modo más intrínseco, entendió a su hermana,
cuando pudiendo elegir la libertad, eligió a Jonas tras un
simple beso. Un beso supuestamente equivocado, y, a la vez,
el beso más acertado. O a Agnes, quien fue en busca de un
contrato matrimonial y obtuvo a cambio un amor único e
inesperado. Ni hablar de Natalie, que supo negar y bregar
contra sus sentimientos por más tiempo que ella. Había amado
a Raphael tanto, que ni la tragedia pudo separarlos una vez que
reconocieron sus sentimientos.
Así funcionaba, sin cupidos ni estratagemas. Sin contratos
ni planes. Sin reglas evolutivas… El amor era la prueba de que
la magia existe en este mundo. ¡Y demonios si lo suyo no se
asemejaba a un hechizo de idiotez!, porque… ¿justo
Maximilian?, ¿justo él era el portador de su corazón afín?
No podía perderlo… No podía detenerse ahora, al diablo
los peligros de las calles de Londres. La helada no la
detendría, tampoco el temor. Porque al fin había descubierto el
truco de William: mientras su mano derecha mostraba
seducción, con la izquierda le robaba el saber. Su
conocimiento de plantas y sus propiedades. La insistencia por
descubrir a la más venenosa de ellas: Aconitum. La
determinación de hallarla en el bosque.
Se subió a su calesa, los cascos se sumaron como una nota
más a la sinfonía nocturna de búhos, murciélagos y grillos.
William quería matar a Maximilian, pretendía arrebatarle lo
único que nos permite rearmarnos tantas veces como sea
necesario: la vida. Para alguien como O’Kelly, quien incluso
se aferró al odio y al rencor por amor a la vida, era la peor de
las venganzas.
Y para ella… para Jana, perder a Max tras reconocer la
magia que los unió… sería su ruina definitiva.

La casa Anderson se recortaba en el paisaje con apariencia


fantasmal, ese hogar que la supo albergar le resultaba ajeno.
Había sido profanado con el rencor; los errores del pasado
mancharon sus paredes, y la paz que Jana supo brindarle a
Berthan fue a parar a su tumba. Ahora, allí se alojaba otro lobo
herido. ¿Podría ella sanarlo?, ¿querría él ser sanado?
Los cascos de su caballo, el traqueteo de las ruedas en el
camino de ingreso, rompieron el silencio de la noche. La
puerta de entrada se abrió, y no gracias a las manos de la
señora Woodwish. Una inconfundible figura masculina se
hallaba paralizada bajo el umbral, escrutando la noche que le
devolvía lo que más anhelaba… que le recordaba lo absurdo
de los eufemismos: no era temerario, era un idiota. Salió de su
estupor y avanzó hacia ella, receloso de que sea un efecto de la
luna, una ilusión producto de su mente atormentada.
—Jana… —dijo al tenerla cerca—. Jana… —Le quitó las
riendas y, sin pérdidas de tiempo, la cogió de la cintura y la
obligó a bajar de la calesa—. ¡Joder!, no me hagas salvarte una
vez más. ¿Cómo se te ocurre…?
—No necesito ser salvada, creí que estaba establecido.
—Eso no me impide seguir intentándolo; soy adicto a
resguardarte y me cansé de intentar dilucidar el por qué.
Tienes razón, no me necesitas. Ni a mí, ni a mi protección y,
sin duda, no requieres de mi idiotez en tu vida. Desearía que
esa certeza no doliera tanto…
—Y yo desearía que, una vez que aceptes que no te
necesito, te preguntes por qué igualmente estoy aquí.
—Porque no puedes dejar a un pobre desgraciado a
merced, eres demasiado buena para eso. —Posó su frente
sobre la de Jana. Sus alientos tibios dibujaron un vaho en el
aire, recordándoles que incluso en el más cruel de los
inviernos hay un refugio cálido aguardando por nosotros.
—Dejé de ser buena este último tiempo —dijo Jana, le
cogió las manos, él no llevaba guantes y ella deseó arrancarse
los suyos—. Ciertos canallas se cruzaron en mi vida y me
enseñaron que ser demasiado bondadosa no siempre es el
camino a las buenas acciones, por muy absurdo que suene. A
veces, debemos ser malos, crueles, despiadados… A veces,
tenemos que permitir que los otros aprendan de sus heridas y
soportar el dolor que nos causa.
—Lo sé, Jana, y por eso, en este instante en que puedo
tenerte cerca, me siento inmensamente agradecido, pero más te
agradezco que me hayas abandonado en primer lugar. De lo
contrario, seguiría siendo un necio, un imbécil y un canalla.
Gracias por amarte tanto como para diferenciar el amor del
orgullo, gracias por amarte tanto como para enseñarme la
forma en que hay que quererte… y, pese a la hora, el frío y las
inmensas ganas que tengo de zamarrearte por el peligro al que
te has expuesto… Gracias por volver.
Se deshizo del agarre para conducir la calesa a las
caballerizas. Jana lo hizo a su lado, en silencio, asimilando las
palabras de Maximilian y, sobre todo, nutriéndose de su
imagen. Estaba herido, con algunos magullones en su pómulo
derecho, el labio cortado y podía imaginar los hematomas en
sus costillas. Pero estaba vivo, sano, sin muestras de parálisis
por ingesta de veneno. Había llegado a tiempo.
Una vez libre de la preocupación, podía regodearse en las
palabras de O’Kelly, en la maravillosa correspondencia.
—¿No ingresarás a la casa hasta que te congeles, verdad?
—le recriminó Maximilian, ella le sonrió.
—Vine a ver que estuvieras bien, no pienso perderte de
vista.
—Si te refieres a mi hermano… pues… —Se señaló
algunas de las heridas—, aquí las consecuencias. Tranquila, se
ha ido.
—Pero volverá, te quiere muerto.
—Tengo casi cuarenta años, Jana, y desde que tengo uso
de razón me quieren muerto. Si le lleva cuarenta años más
concretarlo, estaremos bien.
—No puedo creer que bromees con algo así de serio.
—No bromeo, solo intento que el odio familiar no vuelva a
regir mi vida, menos cuando al fin te tengo cerca —confesó.
El corazón de Jana dio un salto dentro de su pecho; de pronto,
todo le pareció onírico. La luna, la niebla, el frío y la mirada
tormentosa de Maximilian. La desconfianza se abrió paso, y se
dejó arrastrar hasta el viejo despacho de Berthan sin ser capaz
de resistirse.
Una vez cerca del hogar encendido, vio el vaso con una
línea de whisky, la lámpara de aceite y los libros contables
abiertos en la página que ella recordaba haber divisado la
última ocasión en la que estuvo allí. Maximilian tampoco fue
capaz de concentrarse en otra cosa desde su partida.
—Sé qué cambió en mí —dijo Jana, mientras se quitaba
los guantes y la chalina. Aproximó las manos al fuego, sintió
el calor en contraposición a su piel fría—. Tiaré hizo que
modificara mi forma de verte; entiendo lo que te ha sucedido,
puedo ver la entereza en ti, y una vez reemplazado el
desprecio por admiración, las cosas comenzaron a decantar. Es
inevitable observarte de otra manera, o, tal vez, hacerlo como
siempre debí. Tal y como te conocí la tarde de tormenta, antes
de que los prejuicios y rencores se interpusieran. Sin embargo,
no sé qué ha cambiado en ti, por qué me has dicho lo que has
dicho, por qué de pronto sientes que soy esa clase de mujer y
no una manipuladora viuda negra.
—Hace mucho que sé la clase de mujer que eres, Jana. El
rencor y el prejuicio no comandan más mis acciones. Es el
miedo… solo miedo.
—¿Miedo?, ¿tú de mí? —Una suave carcajada se le
escapó. No le temía a William, a sus golpes ni sus planes, ¿y le
temía a ella?
—Sí, de lo que eres capaz de despertar en mí. Conoces la
historia de mis padres, conoces a dónde los condujo la pasión
desmedida. —Se acercó a ella junto al fuego, la hizo girar,
ahondó en sus ojos color tierra y le permitió naufragar en el
claro miedo que escondían los suyos—. No estoy seguro de si
eres mi balsa salvavidas en mitad del océano o mi completo
naufragio. Tienes el poder de ser ambos, y es aterrador
comprender que mi destino depende de ti. Puedes llevarme a la
orilla o puedes dejarme en medio del mar. Depender así de
otra persona es aterrador.
—Deja de ser aterrador cuando le sumas un pequeño
condimento, Max…
—Me agrada que me llames Max. —Sonrió—. ¿Qué
hierba necesito agregar a esta infusión de locura?
—La confianza, si confías en mí, no temerás que te deje
naufragar. Al fin de cuentas, aquí tienes la primera prueba. He
venido, en mitad de la noche, a rescatarte de algo que no
parece haber sucedido.
—¿A eso has venido?, ¿solo a salvarme?
—¿Te parece poco?
—Sí. —Le acarició la mejilla, acomodó un mechón de
cabello castaño detrás de la ojera. La piel estaba enrojecida por
el frío de la noche y el repentino calor del hogar. También por
su cercanía. Apreció la tibieza bajo su pulgar, la suavidad de
Jana. No podía mantener las manos lejos de ella, tocarla le
recordaba que era real, y que estuvo a punto de perderla—. Tú
lo has dicho, ser demasiado buena es perjudicial; sé una
canalla, reconoce tu lado malo… —La media sonrisa de Jana
le dijo que estaba en lo cierto y suspiró aliviado. Odiaba ser el
único egoísta de los dos.
Sabía a lo que se refería, a la supuesta falta de virtud. Él
era su mayor pecado, y la única redención posible. Se puso de
puntitas de pie, acortó la distancia que separaba los rostros,
enredó sus dedos en los espesos mechones renegridos de su
nuca y posó los labios sobre los masculinos. Maximilian cerró
los ojos, aliviado. Un sediento que al fin bebía. Apenas un
roce, un sorbo, nunca sería suficiente. No profundizó el beso,
sabedor de que estaba al límite, justo en la frontera sin retorno.
—Me has preguntado qué cambió en mí, qué pensé en
todos estos días de ausencia. Quiero que lo sepas, que esta vez
las reglas del juego estén claras y entiendas que no me
conformaré con menos de todo —dijo Maximilian, Jana se
asustó un poco al ver la determinación en su mirada. Eran los
ojos de lobo. O’Kelly jamás sería otro, era su esencia ser
salvaje, un pirata y un saqueador. Estaba en ella aceptarlo o
no. Antes de tomar la decisión definitiva, quería conocer qué
ganaba y qué perdía a su lado—. Jana —exhaló—, desde que
era un niño busqué recuperar aquello que creí me
correspondía. Mi lugar en la sociedad, mi fortuna, mi
prestigio… y me consideré victorioso, hasta que apareciste tú.
A ti no te importa nada de lo que tengo, de pronto, soy más
pobre que ese niño abandonado en La India, de pronto me has
demostrado que tengo las manos vacías, pues no tengo nada
para brindarte. No soy un hombre humilde, nunca lo seré, pero
tú me obligas a esa humildad. Me encantaría saber que aún
quieres la casa, entonces tendría algo que ofrecerte… o que
eres esa viuda negra que imaginé, así podría darte mi vida y mi
testamento. ¿Qué puedo entregarte?, contigo soy el peor
negociador.
—O el mejor, porque no quiero ni tu riqueza, ni esta casa,
ni tu apellido… Lo mejor que puedes entregarme es a ti
mismo, Maximilian, es lo único que anhelo.
—¿Por qué?, ¿por qué yo? —preguntó, casi posando sus
labios en los de ella.
—No lo sé, y eso es lo increíble, lo mágico. No tengo idea
de qué te hace especial, ni qué me hace a mí especial, pero sí
sé que por más que intente acallar mis deseos, por más que
intente racionalizar mis sentimientos, la única certeza que
tengo eres tú. Max… —se rindió, ella también le entregaría su
confianza. Él también era su balsa en mitad del océano—, soy
una mujer de más de treinta años. He perdido la inocencia
hace demasiado tiempo. —Hizo una mueca al percibir los
celos del hombre, por poco ríe enternecida—. Primero fue
cuando comprendí que mis padres no me amaban, que los
lazos de sangre no hacen al cariño y que la familia es mucho
más que compartir un techo. También la perdí cuando entendí
que mi lugar en la sociedad era de doncella, ama de llaves o
dama de compañía de alguna familia adinerada, que cualquier
otra aspiración sería aplastada. Y luego, fui despojada de la
inocencia al enviudar, y hallarme sola, comprender que la vida
sigue y que acarreamos ese vacío a diario. No conforme, una
tarde arribaron un lobo en piel de cordero y un lobo en piel de
lobo, y el último vestigio de ingenuidad cayó al enseñarme que
las personas no recibimos lo merecido. Ni los malos su
castigo, ni los buenos su premio. Probé las hieles de hacerme
mayor, de ser una viuda, pero jamás probé las mieles de la
vida. Sí, Max, si deseas saber qué puedes ofrecerme, la
respuesta es… mi jodido merecido. Solo tú puedes decidir si
no lo valgo…
Maximilian carcajeó.
—¡Por supuesto que no lo mereces!, ¡no me mereces!,
¡demonios!, tendría que ser un santo para estar a tu altura. Y
no solo no soy un santo, sino que soy un canalla, y si a mí me
quieres, a mí me tendrás. Ya lo has dicho, no recibimos un
pago justo en la vida, pero soy un egoísta que también quiere
su compensación, y quiere que tú seas la retribución que hace
valer todo sufrimiento.
La acercó a él con ímpetu, habían dicho mucho con
palabras, era tiempo de que sus cuerpos gritaran la verdad
silenciada. Jana deseaba al fin despojarse de la inocencia que
la hizo caer en la trampa del lobo, saborear la dulzura que la
vida le negó. Maximilian era el indicado, el maestro que la
guiara por el sendero del placer relegado. La besó, primero
con suavidad, hasta sensibilizar la piel. Luego con fiereza,
hasta robarle el aliento. Las lenguas chocaron, los gemidos se
hicieron oír y, con la luna como única espectadora, se
dirigieron a la recámara.
Maximilian sería el maestro de la pasión, pero quedaría en
manos de Jana enseñar la más importante lección: hasta en la
más gélida y árida de las tierras puede crecer una flor.
Capítulo 19

En cuanto puso un pie en la habitación de Jana, profanó la


soledad que allí habitaba. La hizo añicos, con la promesa muda
de que jamás habitaría sus días como lo hizo hasta entonces.
Serían dos, bajo ese techo, bajo otro techo o con las estrellas
como testigos. Siempre dos, a la par.
La cama se encontraba en el centro de la habitación, para
Maximilian cualquier rincón de ese ambiente le hablaba de la
femineidad de Jana. Las mujeres que llevan una vida sola se
forjan a sí mismas, se apoderan de los espacios, los hacen
suyos y los impregnan con su esencia. Por eso, la invitación a
compartir el lecho era un triunfo mayor. No te invitan a
construir, te invitan a compartir, a formar parte. No llegas a
llenar un espacio vacío, lo construyen para ti. Como el
petirrojo, tras el invierno, reconstruyendo el nido para albergar
una familia. Es un simple gesto que al ojo poco entrenado
puede pasar desapercibido: un cojín, una lámpara de noche en
el sitio izquierdo, un perchero que alberga un salto de cama
más. Renuncian a su soledad, que en ocasiones es sinónimo de
libertad, por ti, y te entregan en mano la oportunidad única de
convertirte en el compañero de ese viaje sin rumbo fijo que los
hombres llaman vida.
No era la primera vez que le sucediera, al ser un lobo
solitario, se sentía atraído por aquella dinámica de almas
afines. Él también lo hacía, cedía una porción, brindaba unas
horas, renunciaba a su soledad. Pero hasta ese día, sus
compañeras fueron temporales, como, por ejemplo, Tiaré;
viajeros aventureros que se paran al costado del camino y
piden un aventón. No importa hacía dónde, están dispuestos a
dejarse llevar y sorprenderse por el recorrido. Jana era distinta,
con ella no sería momentáneo, solo había un final para esa
travesía.
La promesa hasta que la muerte los separe cobraba sentido
para Max.
La abrazó antes de llegar a la cama, la fuerza de su agarre
sorprendió a Jana y le hizo largar el aire. Elevó la mirada,
navegó en la tempestuosa superficie gris de los ojos de
Maximilian.
—¿Qué sucede? —susurró.
—¿No te espantarás si lo digo? —preguntó, dubitativo.
Ella negó con la cabeza, Max la besó. Aprisionó los labios
contra los suyos, pasó la punta de la lengua por la carnosa
superficie de la boca femenina y suspiró rendido—. Creo que
te amo, me gustaría ser de los que tienen certezas, de los que
saben qué es el amor. Pero supongo que es esto… —Volvió a
besarla—, saber que nunca te dejaré ir. —Se sentía vulnerable
al ser el primero en confesar sus emociones de manera tan
clara, pero no quería engañarla, no más mentiras entre los dos.
—Nadie tiene la certeza de qué es el amor, quienes digan
eso, mienten, Max. El amor es lo que ocurre mientras lo
buscamos tan desesperadamente.
—Yo no lo buscaba…
—Sí lo hacías. —Le acarició la mejilla. Max, su Max, toda
la existencia tratando de hallar lo único que de verdad le fue
arrebatado. No era una casa, un lugar en la sociedad… era
amor. Y al fin lo tenía, entre sus brazos, aferrado con tanto
ahínco que Jana creyó que se quebraría y, aun así, no emitió
quejas. Le daría eso y más. Le daría todo.
—¿Entiendes lo que digo, verdad?
—Sí, que no tengo escapatoria de ti. No te preocupes,
tampoco quería escapar. —Lo rodeó con los brazos, los enlazó
tras la nuca y se pegó a él. Le permitió sentir su calor.
—Y ahora, más que nunca, te admiro. Por atreverte a
tomar lo que deseas, a sabiendas de que el costo es altísimo.
Lo compensaré, claro que lo haré, del modo que esos
mentecatos de la sociedad lo demandan… pero saber que te
lanzas a ciegas, que te animas a hacer lo que pocas harían…
eso es digno de recompensa. —Su mirada dejó de ser
tormentosa, al menos, no como antaño. Era una simple lluvia
de verano, brisa cálida, nubes pesadas y húmedas promesas.
Jana sonrió a la par de él, se sonrojó. Sería su amante, por esa
noche, se definiría así. Amante. Le gustaba la palabra, era más
que concubina, era más que esposa. Se podía ser ambas sin
amor, sin pasión ni deseo.
—No es la forma más convencional de proponerse —dijo
Jana y comenzó a desabrochar los botones de la camisa.
Maximilian no lucía corbata a esas horas y el chaleco estaba
abierto—. Sobre todo, porque mientes, no lo haces por esos
mentecatos… —Deslizó la mano por la abertura en la camisa.
Se acercó al corazón, lo sintió latir acelerado—. Lo haces
porque deseas proclamar que soy tuya.
—Jana… —se lamentó Maximilian. Sí, era cierto, eso
quería. Tener el poder de atravesar con una bala en un duelo
nocturno a quien se atreviera a mirar a «su» Jana.
—No lo lamentes, eres así. La posesividad no es tu mayor
virtud —Rio—, pero si te quisiese solo por tus atributos
nobles, dejaría de hacerlo a la primera falla. ¿Construiremos
algo eterno o algo efímero?
—Eterno —Se apoderó de su boca, ya sin delicadeza. Él
aceptaría cualquier defecto de Jana, cualquier error o falla.
Aunque dudaba que el destino pusiera a prueba ese amor,
porque ella… ella era perfecta, ¡joder! Lo hacía sentir tan
indigno, ni siquiera le demandaba redención. Amaba al canalla
que era, al pirata, saqueador. Amaba a quien le quitó el techo,
la hizo temer, la puso en riesgo. Todo a cambio de algo tan
simple y complejo como él.
Ahora lo entendía, de verdad lo hacía. No le pedía su
cuerpo o su compañía, le pedía su completa entrega, sin
reparos. El pacto de amantes era el más sagrado que existía:
Maximilian le entregaba su corazón a Jana, porque en él
habitaba ella. Si Jana lo destruía, se destruiría a sí misma. Tan
elemental. Tan eterno. De mutuo beneficio, o mutua perdición.
—Jana… —dijo, separándose apenas; sus bocas emitieron
un quejido ahogado de protesta—, me has confesado tu
inocencia. Yo sé que va más allá de la ausencia de un hombre
en tu lecho… si quieres las mieles, debes conocer a qué saben.
—Ella lo miró sin comprender, Max le sonrió. Se apartó y
caminó hasta la cama, se sentó en el borde, antes de demandar
—: Desvístete.
—¿Qué? —Su osadía tenía un límite. El horror creció
cuando lo vio estirarse hasta la mesilla de noche y encender la
lámpara de aceite. Hasta entonces, el hogar chispeante era la
única luz de la recámara.
—Desnúdate, déjame verte.
—Creí… pensé… —Que tú lo harías, bajo las sábanas,
sin mirarnos siquiera. La sonrisa de Maximilian la hizo
estremecer.
—Te deseo, Jana, demencialmente. Te deseo hasta la
pérdida de la razón. Me has dado todo, y me entregarás más, a
cambio te doy mi locura que es tu poder. ¿No lo sabías?
—¿Saber qué?
—Que tienes absoluto poder sobre mí, que me subyugas,
controlas, sometes. Y si consigo mantener distancia es por esa
jodida ropa inglesa, porque si llegara a divisar una porción
más de piel… ¡demonios!, lo que te haría. —Una mentira a
medias, las prendas no podrían resguardarla por mucho más
tiempo. Era ella, su Jana, quien lo mataría de lujuria.
La piel de Jana respondió a ese anhelo animal, masculino.
La hacía sentirse poderosa, tomar conciencia de su cuerpo y de
lo que era capaz. La moda femenina no era una barrera para
detener a los hombres, sino para contener a las mujeres.
Maximilian la deseaba, así, con las capas rígidas de almidón,
las camisolas de cuello alto y el cabello en un tirante moño.
Maximilian estaba ebrio de pasión, y la tomaría incluso si
luciera harapos. Era ella quien se reprimía en la jaula de corsé
y miriñaque, de pololos largos y medias de lana. Era ella quien
no se atrevía a mostrarse, a aferrarse al poder de su cuerpo y,
una vez adueñada de su femineidad, compartirla con quien
quisiera. Con su amante. Con Max.
Comenzó por el cabello, se quitó una a una las horquillas
ante la mirada ardiente de Maximilian. La melena cayó en una
cascada de chocolate, digna de los mejores postres. Lo oyó
suspirar, la luz no solo la iluminaba a ella, las facciones duras
de su amante quedaban al descubierto, junto al deseo
contenido. La mandíbula cuadrada, los tendones en su cuello,
la boca de labios firmes entreabierta, la mirada celeste grisácea
hecha toda pupilas. Jana percibió el calor lejano que él
emanaba, tan intenso como el del hogar. Lo sintió viajar sobre
su piel, entibiarla, convertir su sangre en lava y alojarse en su
entrepierna. Cerró los ojos con deleite, y otro quejido la
alcanzó.
—¿Por qué lo demandas si es una tortura para los dos? —
preguntó Jana.
—Mientras más dure este dulce tormento, mejor será el
alivio.
—En estos instantes, no me lo parece.
—Ven, déjame ayudarte con los botones. —Ella se acercó,
le dio la espalda. Las manos fuertes de Max le hicieron el
cabello a un lado, alcanzaron la línea abotonada y sacó uno a
uno de su ojal. Le correspondió a ella dejar caer la pesada tela,
lo hizo sin girarse, y la primera porción de piel oculta que el
hombre vio fue la que recubría sus omoplatos. Jaló de ella,
hasta sentarla en su regazo y alcanzar con los labios la
constelación de lunares allí dispuesta. Los besó y contó, once
de ellos, como un mapa pirata señalando el camino al tesoro.
Deshizo el nudo del corsé, y cualquier intento de contener la
fiera en su interior murió con la prenda—. ¡Maldición!
—¿Qué? —preguntó, temerosa de no ser de su gusto.
—Odio este instrumento de tortura…
—Y eso que tú no lo usas. —Max tiró con fuerza, hasta
romper los lazos. Lo arrojó al fuego del hogar—. ¡Maximilian!
—lo reprendió ella.
—Obsérvalo arder, es la única llama que puede encender
esa prenda del demonio. —Jana rio, él la hizo girar, hasta
quedar de cara al hogar y de espaldas al cabezal de la cama—.
No me hagas hacer lo mismo con esto… —Tiró del miriñaque.
—Necesitarás un horno industrial.
—Puedo conseguir uno… —El armazón de metal se
sostenía por varios lazos, los desató con premura. Dejó que la
prenda cayera al suelo enroscándose sobre sus aros. Aún
quedaban metros y metros de tela por deshacer, metros y
metros de almidón que se interponían entre él y Jana.
Más segura de sí misma, se alejó de él y se paró frente al
hogar. Las llamas transparentaban algunas de las prendas, le
permitían a Maximilian deleitarse con la silueta y gozar de
premeditación. ¡Oh, todo lo que le haría!
—Si quieres más de mí, bríndame más de ti —dijo,
juguetona. Él sonrió con picardía.
—Ese es el poder que quería que ejercieras —susurró. Se
quitó el chaleco, Jana dudó unos instantes y se decidió por la
opción más osada. Introdujo las manos bajo la camisola,
alcanzó las ligaduras del pololo y se lo quitó sin revelar ni un
centímetro más de piel—. ¡Joder!, he creado un monstruo.
—Lo has hecho, pero puedes derrotarlo en cuanto quieras.
—Adoro los monstruos, son la razón por la que existen los
cuentos de hadas. —Se quitó la camisa, dejó su musculoso
pecho al desnudo y la mirada de Jana lo quemó por completo.
Cada resquicio fue evaluado con deseo; Max sintió cómo los
ojos de ella lo encendían. Su miembro latió ansioso, le recordó
el tiempo que llevaba sin prestarle atención. Desde ese día de
tormenta, desde el día en que Jana se cruzó en su camino no
hubo otra para él. ¡Debió adivinarlo entonces!, pero estaba
ciego. Toda su vida en penumbras, tanto amor de golpe lo
encandiló, le impidió ver lo evidente. Por fortuna, tuvo a Tiaré
de amiga, o se hubiera caído en el primer pozo del camino.
Fue el turno de las medias femeninas, y él la compensó
con sus botas. Las enaguas, los pantalones. Solo una camisola
la separaba de la completa desnudez. Él le dio el valor, se
quitó la ropa interior y descubrió la prueba de su deseo. Jana
no tuvo miedo, el juego le permitió llegar a ese punto sin
asustarse, sin dudar de la naturaleza humana. Dureza y
humedad. Cóncavo y convexo. Una invitación a ser uno por un
instante. Se aproximó un paso a la vez, hasta estar a su
alcance. Deslizó hacia arriba la camisola, develando su
desnudez. Las manos masculinas recorrieron el sendero
marcado por la prenda: los muslos, la cadera, la cintura, los
senos… Con los pulgares los estimuló hasta que estuvieron
enhiestos, rígidos y doloridos. Cuando la prenda cayó a sus
pies, la boca masculina se apoderó de ellos, lamiendo,
mordiendo… arrancando gemidos de la garganta de Jana.
—Max… —rogó, dejó caer la cabeza hacia atrás—.
Max…
—Un poco más, Jana. —No quería que hubiese dolor, ella
lo había dicho, ya había probado las hieles, era tiempo de las
mieles. El sexo no tenía por qué ser un padecimiento o algo a
lo que habituarse. Podía gozar desde ese instante y para
siempre. La instó a montarlo a horcajadas, en cuanto el centro
femenino se rozó con el masculino, no necesitaron música
para danzar. Ella se arqueó, él le asedió los senos mientras con
las manos aferraba las caderas y marcaba el ritmo. La
humedad se incrementó, estaba lista para la unión.
La hizo girar hasta que la espalda tocó el colchón, la besó
en los labios, profanó su boca con la lengua. Entrando,
saliendo, entrando, saliendo… Un anticipo de lo que vendría.
Tomó un cojín y lo colocó bajo las caderas de Jana… El
ángulo perfecto. Se posicionó entre las piernas, llevó la mano
a la entrada del cuerpo femenino y abrió los pétalos con
delicadeza, hasta encontrar el punto exacto que la haría vibrar.
El grito ahogado de placer le indicó el hallazgo. Lo estimuló
con pequeños círculos, sin dejar de besarla ni un segundo.
Jana se aferró al cabezal de la cama, su espalda formaba un
arco contra el colchón y los talones se clavaban sobre la
superficie. La tensión en cada músculo confesaba el orgasmo
inminente. Maximilian acomodó su miembro en la húmeda
apertura, el recibimiento fue el esperado. Un poco de
resistencia, un poco de bienvenida. Era novedoso para Jana,
pero no para la mujer ancestral alojada en ella. La
consumación del amor era más natural que las normas
sociales. Se introdujo lentamente, con un pequeño vaivén que
conseguía ir más hondo cada vez, hasta alojarse por completo
en su interior.
—Jana… —susurró. Recibió un suave gemido por
respuesta. No hubo dolor, solo placer. El cojín lograba el
ángulo perfecto, sus pelvis generaban el roce necesario. Los
embistes lentos estimulaban el punto recóndito dentro de Jana,
arrancaba oleadas de placer. Él bebía los lujuriosos sollozos de
labios de ella, se embriagaba de su respuesta. Las uñas se le
clavaron en la espalda, los muslos se aferraron a sus caderas
con fuerza y el cojín no fue necesario cuando Jana se elevó por
completo, en un intento de fundirse con él.
—Max… Yo… —logró balbucear, antes de explotar en mil
fragmentos. Él la acompañó en cada uno de ellos,
despedazándose junto a Jana. Se derramó en su interior,
incapaz de hacerse a un lado. Cayó sobre su cuerpo,
tembloroso, y ella lo cobijó con piernas y brazos.
No se haría a un lado, ni ahora ni nunca. Desde ese
instante, juraba ser su cobijo. La protegería, la cuidaría, la
guarecería durante todos los otoños e inviernos, solo así sería
digno de las primaveras.
Capítulo 20

Maximilian había hablado con Tiaré, Jana lo sabía. Su


antigua amante fue fundamental para que ellos reconocieran
sus sentimientos, se atrevieran a darle rienda suelta. Le debía a
ella esa dicha que la embargaba al despertar. Eso no
significaba que la situación fuese, como mínimo, extraña.
¿Qué mujer era amiga de la antigua amante de su futuro
marido?, ¿qué mujer compartía el techo con aquella otra? Pues
ella, sin dudas. Y no era la primera, pensó con una sonrisa.
Natalie McAdam de Becket también lo hacía. ¡Demonios!, al
menos ella no había tenido que mantener esa conversación con
la antigua amante. Nat recurrió a Mikaela con la intención de
aprender a complacer las necesidades de Raphael. Afortunada
ella que descubrió el camino por sus propios medios. Eso no
significaba que las mejillas dejaran de arder, o que sus pies
estuvieran dejando un surco en la biblioteca mientras
aguardaba por Tiaré.
Ser una mujer moderna, de mente abierta, era un desafío.
Lo veía con claridad tras sus últimas experiencias, y aunque se
retorciera las manos y deseara hacer del asunto algo fácil, no
renunciaría a ese conocimiento por nada del mundo: La
libertad es aterradora. ¡Por favor!, ya sonaba como lord
Raphael Becket, pero era cierto. Muchas veces es más fácil
seguir la corriente que ir contra lo establecido. Es más sencillo
que la sociedad nos diga qué es lo correcto e incorrecto que
averiguarlo por nuestros medios… y vivir en consecuencia.
Una mujer respetable no estaría envuelta en ese enredo de
amantes, pero una mujer respetable tampoco haría el amor con
pasión por las noches, amaría al hombre con el que compartía
el lecho y se atrevería a ser feliz pasados los treinta años. La
libertad tenía un coste, uno que valía la pena pagar.
Tiaré ingresó a la biblioteca y Jana se dio vuelta, nerviosa.
La sonrisa de la mujer la obligó a imitarla.
—Tiaré… —dijo, con voz temblorosa—, sé que
Maximilian ha hablado contigo… yo…
No necesitó decir más, los brazos de la muchacha la
rodearon y estrujaron con fuerza.
—Sí, ha hablado conmigo. Y es tan feliz… Gracias,
gracias por esto.
—Imaginé que lo tomarías bien, al fin de cuentas es más
un logro tuyo que nuestro —bromeó, con los ojos
humedecidos por la emoción.
—De eso nada… Encontrarse y reconocerse fue mérito de
ustedes, yo solo les he dado un empujoncito. —Se deshizo del
abrazo, dio un paso atrás y la observó. Irradiaba luz, la misma
luz que Maximilian.
—Y por poco caigo en el abismo.
Tiaré sonreía casi tanto como ella, eso le demostró a Jana
que la capacidad de amor de la mujer era inmensa, y más que
eso, que el cariño que la unía a Max en nada se parecía al que
ella le profesaba. Jana se hubiera sentido miserable en el lugar
de Tiaré, necesitada de huir de la felicidad ajena. En cambio,
su amiga permanecía a su lado, porque ese era el afecto que la
unía a Max y, ahora, a ella: amistad. Como la que tenía con
Agnes y Natalie, como el amor fraternal con Lindsay. Una
estima desinteresada, carente de egoísmo. Con Maximilian,
bueno…, contuvo la risa, a él le demandaba todo, lo quería
para sí con una dosis de celos y codicia.
—Todos hemos estado alguna vez al borde del abismo, y
caer nunca es el problema, paralizarse lo es.
—Creo que estuve paralizada en el límite por muchos
años… —reconoció Jana.
—Yo también, y Max… En nuestra conversación, me dijo
algo que necesitaba oír más que nada en el mundo. No somos
lo que decimos ser, somos lo que hacemos, y si él consigue
hacerte feliz, también lo será… con el agregado de que al
mostrarle al mundo su capacidad de hacer y ser feliz, lo
cambia, lo inspira, lo nutre. Por eso las acciones valen más que
las palabras… Él me deseó la misma dicha que lo embarga,
quiere para mí una persona que signifique lo que tú para él… y
lo único que me pone en camino de hallar a ese alguien es su
historia de éxito. Su relato de hombre temerario que se atrevió
a dejar el borde del abismo y lanzarse, sin miedo.
—No es sin miedo —la corrigió Jana, abrazándola una vez
más. Compartía el deseo de Max, quería que Tiaré hallara a
ese alguien—, es con pavor. Ser valiente no es la ausencia de
temor, es la capacidad de vencerlo. Y si nos llevamos algunas
heridas, ¿cuál es el problema?, lo único definitivo es la muerte,
y de nada sirve llegar a ella ilesa. Nadie se arrepiente de las
cicatrices, pero sí de no haber vivido.
Tiaré rio, compartiendo la buena ventura de sus amigos.
—¿Quién diría?, ¿Maximilian viajando a Londres a
solicitar un permiso de boda?
—¿Quién diría? —repitió Jana—, ¿que él esté tan ansioso
por el juramento y yo no?
—¿No quieres casarte con él?
—Sí, sí quiero. Pero no lo necesito. Ya no más, lo tengo a
él, lo demás… lo demás sobra. Aunque entiendo que él sí lo
requiere para sanar, y si eso debo darle, se lo entregaré
gustosa.
—Me alegro de que al fin lo comprendas con tanta
claridad. Es un hombre complejo por fuera, pero sencillo por
dentro, como todos.
—Lo sé, por eso haré algo sencillo a modo de celebración.
Un pastel… un pastel para todos los que, pese a no estar de
acuerdo con nuestro proceder estos últimos días, nos
acompañaron y no nos soltaron la mano. Ustedes merecen
festejar con nosotros…
Caminaron juntas, abandonaron la biblioteca camino a la
cocina. La señora Woodwish estaba limpiando las verduras
que Pietro había cosechado esa mañana. Las observó ingresar,
frunció el ceño fingiendo ofensa y levantó el mentón:
—El señor de la casa ha partido sin desayunar. Lo que nos
falta es que se caiga del caballo antes de comportarse como un
caballero.
—¡Ni lo menciones! —la reprendió Jana.
—Hace unos días, nos hubiéramos alegrado de que se
rompa la crisma. Ahora que nos encariñamos, va y se
comporta temerario.
—Que no la oiga —dijo Tiaré—, le gusta creer que
siempre es temerario.
—Y hablando de comportamientos inapropiados… —
Tilda quemó a Jana con la mirada, la hizo enrojecer. Luego,
carcajeó. Una pequeña broma a su señora, lo merecía por
haberla abandonado. Ella se hubiera ido gustosa a ser ama de
llaves a un apartamento diminuto. Cobrada la ofensa, se
apiadó—: me refiero a la señora de la casa en la cocina. ¿O
acaso existe otro comportamiento inapropiado que reclamarle?
Tiaré se ahogó con la risa.
—Ya veo, se desquitan conmigo.
—Un poco, señora Anderson. Solo un poco. Es difícil no
hacerlo cuando se la ve de tan buen humor —admitió la señora
Woodwish—. De todos modos, ¿qué la trae por aquí?
—Vengo a hacer un pastel de compromiso.
—Puedo hacerlo yo —se quejó la mujer.
—Sé que puedes, pero deseo prepararlo yo y agasajarlos a
todos ustedes. —Cogió un delantal y cubrió con él su vestido
de mañana verde oliva. Agregó una pañoleta a sus cabellos,
pues ya no los peinaba en tirantes moños. Ellos eran una
prueba más de la reciente libertad de la viuda.
—Señora… —se quejó Tilda.
—¿Qué sucede?
La mujer retorció el delantal. La administración del hogar
era su trabajo y lo adoraba. No quería demostrar que los años
le pesaban y que algunas tareas le costaban más que otras.
Bajó la mirada.
—La leche aún está afuera —confesó—, no se preocupe,
con este frío no se echará a perder. Es que… No sé qué le ha
sucedido a Liam, sabe que debe entrar los botellones, que a mí
me duele la cintura. Hasta que no termine Pietro en las
caballerizas, no tendremos la leche en la despensa.
—Señora Woodwish, no se preocupe por eso. Tiaré me
ayudará, e ingresaremos los botellones. —No tenían vaca
lechera en la casa, le compraban la leche a un vecino que las
criaba. Liam era un jovencito muy diligente, extraño que no
hubiera ayudado a Tilda. Tendría sus razones, quizá estaba
enfermo y se había encargado un reemplazo, o tal vez estaba
demorado con las entregas… como fuera, arrastrar un par de
botellones no era gran labor para dos mujeres jóvenes—.
¿Dónde las ha dejado Liam?
—En el ingreso, en la zona de correo.
Jana y Tiaré fueron a por ellas, Tilda, para no sentirse
inútil, colocó más leños en el horno para obtener la
temperatura ideal. Le preguntaría a su señora si deseaba ayuda
con la nata. Sonrió mientras cogía las ramitas de vainilla
compradas en tiendas Evans. La felicidad de Jana era
contagiosa. Berthan tendría sus pecados, podía haber fallado,
pero lo compensó desde el más allá. Les legó, tanto a Jana
como a su sobrino, la más valiosa de las fortunas: el uno al
otro.

La cena fue distendida. Maximilian pudo ganarse también


el corazón de los empleados de la casa Anderson. Cuando no
estaba a la defensiva, resultaba encantador.
—Solo faltan mis amigas en esta mesa, pero sé que estarán
en la boda —dijo Jana, al elevar su copa. Tilda sirvió el pastel,
Max le guiñó el ojo al notar que su porción era varios
milímetros más ancha que las demás. La mujer le sonrió,
cómplice. Tenía una debilidad por lo dulce.
—No lo daría por sentado, Jana —bromeó Max—. Estoy
seguro de que aún pretenden matarme. Y créeme, según me
han dicho, con lady Natalie me tengo que ir con cuidado.
—¡Oh, Max!, no tienes que preocuparte por mi amiga —la
defendió la viuda, con picardía—, yo sé tanto como ella. No
delegaría esa tarea…
—Veo que no me lo vas a perdonar, ¿verdad? —
Maximilian se refería a su penosa defensa en el invernadero,
cuando alegó que jamás delegaría la tarea de seducción a su
hermano.
—Ni en un millón de años. Es más, he aceptado casarme
contigo para asegurar mi venganza. —Las risas resonaron,
nadie creía a Jana capaz de rencor—. Como sea, y volviendo
al brindis. Sé que no están aquí físicamente, pero están en mi
corazón. Y también sé que aceptarán mi errónea elección de
marido…
—Por las dudas, tengo las maletas listas. Si es necesario,
huiremos. —Más carcajadas.
—Me gusta la idea, aunque no tengamos que ponerla en
práctica. En este tiempo, y gracias a todos ustedes, aprendí que
quienes demandan explicaciones no las merecen… y quienes
son dignos de ellas no las piden.
—Salud —dijeron todos a coro y chocaron sus copas. Sin
más dilataciones, degustaron el pastel.
La conversación vagó de un tema a otro, hasta que ganó la
somnolencia. Max le ordenó a la señora Woodwish que dejara
todas las tareas para el día siguiente, nadie trasnocharía en esa
ocasión. Era un festejo para todos, no sería justo que algunos
lo pasaran limpiando.
Menos cuando él lo pasaría gozando. El último trecho
camino a la recámara lo hizo con Jana en brazos, hasta
lanzarla en la cama, dispuesto a hacerle el amor.
Y a brindar una nueva lección de placer. La desnudó entre
besos y caricias, ejecutó con sus manos ágiles una sinfonía,
volviendo la piel de Jana en cuerdas del más bello instrumento
musical. Esa mujer tenía la capacidad de enloquecerlo, con ese
balance perfecto de pudor y desenfreno. Le gustaba traspasar
los límites, hacerla descubrir lo que se ocultaba tras los muros
impuestos. Con ella cogida del cabezal, y él detrás, alcanzaron
la cima acoplados por completo.
—Jana… —dijo él, cubriendo el cuerpo desnudo de su
amante y futura esposa con el suyo—, somos lo que hacemos,
no lo que decimos. Ese es mi lema, sin embargo, hay dos cosas
que necesito decirte.
—Dos cosas que ya sé por tus acciones, ¿verdad?
—Sí, pero quiero que las escuches de mis labios. —La
besó. Depositó suaves besos en sus labios, en su nariz, en sus
mejillas. Le acomodó el cabello tras la oreja, adoraba su
melena castaña, sus ojos color tierra y las constelaciones de
lunares. Era su diosa de la naturaleza, y él, su conquistado—.
Primero: perdón. Lo siento, de verdad. Lamento el sufrimiento
que te ocasioné, me arrepiento de él, y no importa que me
lleve la vida compensarlo, lo haré. Perdón —Volvió a posar
sus labios en los de Jana—, perdón —Otro beso—, perdón.
—Y tú también necesitas oírlo: te perdono. Ahora, dime lo
segundo, que eso sí quiero oírlo. —Sonrió.
—Te amo.
—Yo también te amo. —Los párpados se le hicieron
pesados de repente—. Tengo sueño, Max —reconoció,
temerosa de dejarlo con la palabra en la boca—. Demasiado
sueño. —Intentó elevar la mano, una última caricia… No
alcanzó a hacerlo. Su cuerpo se desconectó por completo, el de
Max lo imitó.

Un ruido consiguió ponerlo en alerta. ¿Qué demonios


sucedía? ¿Cómo había perdido la noción de todo? Sacudió la
cabeza con fuerza, necesitaba espabilarse, alejar el pesado
sueño. Las piernas le pesaban, los brazos parecían dos anclas
jalando al fondo del océano. Cubrió el cuerpo de Jana con su
camisón y él se puso su ropa interior antes de percatarse del
movimiento en el pomo de la puerta. Esta se abrió, y un
vendaval de humo llegó hasta él. Entre la extraña niebla
distinguió un cuerpo femenino… Le costó alcanzarla, no tenía
real dominio de su cuerpo, cayó de rodillas, y al hacerlo, un
cuerpo cayó sobre el suyo.
Tiaré…
Capítulo 21

Unos minutos antes…

La sensación de tener un leño ardiente en la garganta fue lo


que la hizo abandonar el letargo. Tiaré intentó abrir los ojos,
no pudo, sus párpados eran comparables a dos pesadas rocas.
¡Maldición! ¿En qué momento se había quedado dormida?
¿por qué le resultaba tan difícil respirar? Tosió… tosió con
tanta fuerza que su cuerpo olvidó el estado de adormecimiento
y le permitió incorporarse. Pestañeó, se obligó a hacerlo, y al
ardor de la garganta se le sumó el de los ojos. La habitación se
encontraba por completo a oscuras, y si logró divisar el humo
que flotaba en el ambiente fue gracias a los dorados
relámpagos del afuera que se reflejaban en la ventana.
¿Relámpagos dorados? ¡Qué demonios! Se incorporó; por
poco, el primer débil paso dado la lleva a darse de bruces
contra el piso. Tanteó la mesa de noche, la utilizó como
soporte e impulsó su cuerpo. Rebotó contra la pared, y de ahí,
gracias a la inercia, alcanzó la puerta.
En el corredor pudo tener un panorama más claro de lo que
sucedía, no era su garganta, no eran sus ojos, la casa ardía en
llamas y ninguno se había dado cuenta. ¿Cómo era posible?
Avanzó arrastrando los pies por la alfombra y, al llegar a la
mitad del pasillo, divisó a la señora Woodwish en la escalera,
estaba sentada en uno de los escalones, intentando respirar sin
buenos resultados. Tiaré se restregó los ojos, las lágrimas —
producto de la irritación— le impedían ver con claridad; entre
tambaleos, llegó hasta la anciana mujer.
—Tilda… Tilda, ¿cree que pueda levantarse?
—No… no… apenas puedo moverme, de todas maneras…
—Tosió con desesperación—, de nada sirve, moriremos aquí.
—Estaba resignada, si el cuerpo joven Tiaré casi no respondía
a las órdenes que esta le encomendaba, el de la señora
Woodwish, entrado en años, ni siquiera era capaz de oírlas.
—Nadie morirá hoy, nadie morirá en esta casa… —Fue
hasta la mesa de arrime que se encontraba en el centro del
corredor, allí siempre había un jarrón con flores. Desgarró la
tela de su sari, cogió dos paños y los humedeció con el agua
del florero. Se llevó uno de los improvisados paños a la boca y
regresó junto a Tilda—. Aquí tiene, cúbrase la boca y la
nariz…
El alivio fue inmediato, la frescura del agua le apaciguó el
fuego en la piel, respiró contra la tela húmeda.
—Jana… —balbuceó Woodwish.
Y Maximilian, pensó ella.
Con las piernas bajo su control, caminó hacia el otro lado
del corredor en donde se hallaba la recámara de Jana. La
caminata consumió gran parte de su escasa energía, no pudo
hacer presión sobre el pomo, situación que la obligó a empujar
la puerta con un golpe de hombro.
Logró su cometido, pero como pago de su valeroso acto,
cayó de rodillas sobre la alfombra al borde del desmayo. Ni
siquiera alcanzó a susurrar un nombre, un…

El aire fresco de la noche despertó a sus dormidos


sentidos. Sentía la dureza de un tronco a su espalda. Parpadeó,
los relámpagos dorados continuaban, pero ahora los
contemplaba desde afuera. La casa ardía, la casa se convertiría
en cenizas, en recuerdo y nada podría evitarlo.
Las voces cercanas hicieron eco en sus oídos, reconoció a
Maximilian, a Jana, y sus pulmones se abrieron como si el
hecho de saberlos a salvo tuviera más efecto que el aire en sí.
A medida que su estado de consciencia se restablecía,
podía reconocer los rostros de los allí presentes… en especial
el de la señora Woodwish que se encontraba a escasos
centímetros del de ella.
—Gracias, muchacha… —Tilda cogió su mano, la acarició
—, sin ti, otra sería mi historia.
—Otra sería la historia de todos nosotros —Jana se acercó
con esas palabras. Se acuclilló para equipararse en altura—, de
no haber irrumpido en la habitación como lo hiciste, no
hubiésemos reaccionado a tiempo.
Todos estaban a salvo, los que no pudieron abandonar la
casa por sus medios fueron asistidos por el temerario lobo
O’Kelly, que no se doblegaba ante nada, ni siquiera ante la
inminente muerte. Su fortaleza fue la que los cargó uno a uno
y los alejó del peligro.
—¿Cómo ha sucedido esto? ¿Cómo no hemos sido capaces
de adelantarnos al desastre definitivo?
—Es una buena pregunta, Tiaré… —la voz de Maximilian
resonó a lo lejos. Estaba hecho una furia. Perder la casa no
significaba nada para él, es más, quizás el destino de la maldita
construcción era ese, convertirse en pasado. Lo que no podía
tolerar era la impotencia de sentirse invadido, de verse en la
posibilidad de perder lo que recién había hallado… Sus ojos
rabiosos hicieron contacto con los de Jana, en ellos encontró el
atisbo de calma que necesitaba para no ir en busca del culpable
y molerlo a golpes hasta la muerte de una buena vez por todas.
Si no lo hacía era por ella, por el pacto de almas que hicieron
entre sábanas. Por Jana estaba dispuesto a una nueva vida, sin
cuentas pendientes, sin resentimientos, sin brotes de ira. Atrás
quedó la supervivencia temeraria, era tiempo de vivir.
Verdaderamente vivir… amando.
—Creo que hemos sido intoxicados… —masculló entre
dientes Jana. La culpa la atormentaría por un tiempo, tendría
que aprender a callar ante las personas que no eran
merecedoras de confianza. Si no hubiese compartido
información sobre plantas con William, las llamas podrían
haber sido contenidas antes de que se hicieran dueñas de todo.
—¿Intoxicados? —Tiaré quería tratar de entender lo
sucedido, la intoxicación sonaba lógica—. ¿De qué manera?
—Creo que fue la leche… —sentenció Jana, los botellones
fuera, la ausencia de Liam… todo cobraba sentido—, y en
consecuencia…
—El jodido pastel… —completó él. Todos habían comido
a modo de congratulación de las buenas nuevas.
—No te atrevas a preguntar quién —la alertó Jana con un
susurro. Si el nombre de William se escapaba de la boca de
alguien, Maximilian estallaría, ardería peor que la casa.
—Fue él, ¿verdad? —le habló por lo bajo a ella.
—Me arriesgo a decir que sí… —No deseaba elevar el
dedo acusador, pero todo apuntaba a William—. Tú siempre
estuviste en lo cierto, solo que…
—Nunca tuvo la oportunidad de un golpe letal hasta ahora
—finalizó Tiaré. Intentó incorporarse, sola no pudo, Jana la
asistió—. Lo peor de todo esto es que no creo que se dé por
vencido, esto… —Señaló la casa en llamas—, esto no es más
que el principio de la gloria para él.
El silencio de la noche y la brisa que agitaba la hoguera en
la que se convirtió la casa Anderson, llevaron las susurrantes
palabras de Tiaré hasta los oídos de Maximilian.
—¡Pues yo le arrancaré la gloria de raíz de ser necesario!
—Max… —Jana fue hasta él, acarició su cuello, enredó
los dedos en su cabellera. Él apoyó la frente en la de ella.
Respiraron profundo a la par, exhalaron—. De nada sirven los
puños en un hombre como William, déjalo, al igual que esta
casa, él solo se consumirá con el fuego de su odio.
—Lo sé… —dijo preso de la resignación—, el problema
es que lo conozco, y también sé que regresará… —Un crujido
proveniente del bosque capturó la atención de ambos. Al
crujido le siguieron unos agitados pasos—, si es que acaso se
fue —gruñó. Hizo a un lado a Jana y se adentró al bosque.
—Max, puede ser un animal —intentó disuadirlo.
—Sí, es un animal… un maldito animal, y voy a cazarlo.
—Su cuerpo se perdió entre la oscura espesura de la arboleda.
Jana y Tiaré mantuvieron una silenciosa conversación con
sus miradas. No auguraban nada bueno, entre los hermanos
O’Kelly no existía posibilidad de una charla calma y amorosa.
Si William se mantuvo a salvo hasta ese día fue por las
continuas intervenciones de Tiaré, ella hacía entrar en razones
a Maximilian, lo convencía de que la sangre de su hermano en
sus manos no valía lo suficiente como para convertirse en un
asesino despiadado. Fueron tras los pasos de Max.
Los retazos de discusión impactaban en ellas como fechas
con cada paso que daban. En medio del bosque, otra hoguera
acababa de encenderse, una que se extinguiría con el último
suspiro de los hermanos.
—Si deseabas la condenada casa, no tenías más que
pedirla, maldito desgraciado… no era necesario que la
incendiaras desde los cimientos.
—Es verdad, confieso que me extralimité, no fue mi
primera intención, pero me dejé llevar… ya me conoces.
—Por lo visto, no lo suficiente, nunca pensé que
cometerías un acto tan estúpido… ¡Da gracias al cielo de que
nadie ha pagado tu insensatez con la muerte! Si me quieres a
mí, aquí me tienes.
Siguiendo el sendero que marcaban las voces, llegaron al
epicentro del conflicto. Los hermanos se encontraban junto a
la laguna que reflejaba la intensa luz de la luna y los lejanos
matices anaranjados del incendio. La imagen ante ellas era la
fiel representación de un duelo, Max y William, frente a
frente, con unos pocos metros de separación. El detalle
alarmante era que solo uno sostenía en sus manos un arma.
—Oh, sí, aquí te tengo… —se burló—. ¡Ni que fueras el
premio mayor, Maximilian! —William se percató de la
presencia femenina. Sonrió—. Aunque te cueste creerlo, mis
planes ni siquiera iban dirigidos a ti… —Miró de soslayo a
Jana.
Maximilian cayó en cuenta de la cercanía de Jana y Tiaré.
La mirada de William, con total deliberación, exponía sus
planes.
—¡Jana, vete de aquí! —gritó Max con toda la fuerza que
su pecho le permitió.
—No, no, no… no te atrevas a marcharte —rebatió
William apuntando el arma a su hermano. Estaba sembrando el
temor de forma estratégica. Maximilian temía por Jana, y ella
temía por él. Como fuese, ese miedo los inmovilizaba—. Es
fundamental y de naturaleza prioritaria que la señora Anderson
sepa la consecuencia de sus actos… ¿Me has oído, Jana?
—Sí, William, te he oído…
—Pues no lo parece, ven aquí, acércate —le ordenó.
Ella dio un paso. No pondría en riesgo la vida del hombre
que amaba, lo prefería a salvo, aun a costa de su vida.
—¡No! —reaccionó Max—, ¡quédate ahí! —Su mirada le
suplicaba: «Por favor, quédate ahí».
—Quédate ahí… ven aquí, en fin, da lo mismo —repitió
William evidenciando el desequilibrio mental que lo dominaba
—, sabes, Jana White de Anderson, si me hubieses aceptado a
mí… ¡A mí!, otro sería el desenlace. Lo juro, soy un hombre
sin muchas pretensiones —Con su mano libre se rascó la
cabellera con furia, mientras el arma se agitaba en su otra
mano—, me hubiese bastado con romperle el corazón…
bueno, no yo, tú. Sí, sí, hubiese sido la mayor de las glorias, el
hombre que ha logrado conquistar todo, obtener todo, pierde lo
único que ha buscado durante toda su miserable vida… ¡Pero
no, maldita perra rastrera, yo fui poco para ti!
—¡Cierra la boca! —gruñó Max. Avanzó un paso, y como
consecuencia de su desobediente acto, William disparó al
tronco de un árbol.
—¡No, tú cierra la boca y no te vuelvas a mover, ese fue el
primer aviso, no habrá un segundo!
—William… tranquilízate —Jana estaba desesperada y
sería capaz de todo con tal de detener esa locura—, tienes
razón, fui una tonta… ¿puedes perdonarme?
—Depende… —resopló.
—¿Dime de qué depende?
—De si vienes conmigo…
—¡Tú estás demente! ¡Ni creas que lo permitiré! —La
sangre que corría por las venas de Maximilian hizo ebullición,
en cuestión de minutos haría erupción como el más salvaje de
los volcanes.
—Nadie está hablando contigo, Max… esto es entre Jana y
yo, ¿no es así? —Estiró la mano hacia ella.
Jana tragó saliva. Si esa locura ponía a resguardo a
Maximilian, la cometería. Dio un paso, otro paso. Tiaré intentó
detenerla.
—Es una trampa, todo es una trampa con él…
—¿Acaso hay otra alternativa?… Protege a Max, por
favor. —Amaban al mismo hombre, lo amaban de formas
diferentes, ambas darían todo por él. Tiaré asintió.
—¡Basta de cotilleo entre ustedes!… te he dicho que
vengas aquí, Jana. —Volvió a estirar su mano, ella la cogió, y
él tiró con fuerza. El cuerpo de Jana chocó contra el de
William. El desgraciado lo disfrutó, es más, la sostuvo por el
trasero—. Voy a follarla en tu nombre, querido hermano, es
más, cuando gima entre mis brazos, la haré nombrarte… ¿te
parece buena idea? —Vio el fuego en sus ojos, lo que
aparentaba ser una parálisis en Maximilian, la total carencia de
movimientos, no era más que la calma que precede la
tormenta.
—Te di todo, te cedí todo… —Esas rabiosas palabras
salieron de la boca de Max. Toda la herencia O’Kelly fue a
parar a manos de William, podría vivir una vida de
comodidades y lujos hasta que el cuerpo le dijera basta.
—Lo sé, y por eso te detesto con todas mis entrañas… tú y
tu maldita benevolencia. Sabes lo que me dijo padre en su
lecho de muerte, él era el bastardo… aun así, cometí un error,
fue a ti al que tendría que haber abandonado. —Maximilian
siempre sería mejor que él, se enfrentó a la adversidad y la
conquistó con uñas y dientes. Era un sobreviviente, y él no
era… él no era nada—. No pienso seguir viviendo con tu
sombra pisando mis talones. —Apartó la mano del trasero de
Jana, enredó sus dedos en la cabellera femenina y tiró de ella
para susurrarle al oído—: Y ahora, ahora no me queda más
alternativa que meterle una jodida bala en el pecho.
—¡No! —gritó ella. Gritó y luchó. Le encestó un rodillazo
en la entrepierna, lo desestabilizó, lo hizo tambalear en el
preciso instante en que su dedo presionó el gatillo.
La bala surcó el aire en dirección de un Maximilian que se
lanzó sobre ellos. El destino de esa diminuta pieza de metal
era su pecho, su corazón… Sin embargo, otro corazón recibió
el impacto. El corazón de una joven hindú que tiempo atrás
juró que le devolvería el favor al hombre que la alejó de la más
cruel oscuridad.
El descontrol del momento le abrió una ventana de ataque
a Maximilian, desarmó a William con un movimiento y le
propinó un puñetazo en el rostro. Cayó al suelo, y allí continuó
recibiendo golpes. Allí se entregó a la furia renovada del
mayor de los O’Kelly.
—¡Detente, Max!… —demandó entre lágrimas Jana. Él no
la oyó, actuaba como un violento poseso—. ¡Detente! ¡Por
todos los cielos, detente!
No fueron las súplicas de su mujer lo que lo detuvieron,
fue algo más, la sensación repentina de vacío… Lo supo, a su
espalda lo esperaba un adiós.
Se volteó a Jana, entre sus brazos yacía Tiaré. La sangre
manaba sin piedad, su pecho se movía lento al ritmo de una
respiración que se agotaba. Se arrodilló junto a ella, la tomó de
la mano, se la besó.
—¡No debiste… no debiste, esa bala era para mí!
Ella invirtió la última exhalación de vida en la despedida.
Como pudo, le sonrió.
—No… Maximilian, tú recién empiezas a vivir, y yo… yo
—Tosió, escupió sangre. Él le limpió el rostro con la manga de
su camisa—, yo he esperado durante años por este momento,
el momento de saldar mi deuda contigo…
—Nunca hubo deuda —le acarició el rostro.
—Tú me salvaste, me enseñaste el valor de la libertad…
He sido feliz por ti, gracias a ti… ahora es tu momento. —
Arrastró la mano de Maximilian por sobre su pecho e hizo lo
mismo con la mano de Jana, las unió, a la altura de su corazón,
ahí en donde la sangre no paraba de brotar—. Ahora es el
momento de ambos.

Fue una despedida…


Fue una promesa…
Juraron cosechar su amor, en nombre del pasado que debía
de ser enterrado para siempre. En nombre de un futuro lleno
de oportunidades, a la espera de nuevas conquistas. En nombre
de una muchacha que supo ver el nacimiento del amor en esos
dos tontos necios … dos necios que, desde ese día en adelante,
no sobrevivirían el uno sin el otro y no tenían más alternativa
que amarse hasta el fin de los tiempos.
Capítulo 22

El último año de su vida fue el más intenso. Abandonado,


pirata, contrabandista, exportador… ninguna de sus temerarias
experiencias lo preparó para ser esposo y futuro padre. Eso no
implicaba que no pudiera adaptarse, y hacer las cosas con la
grandilocuencia que lo caracterizaba.
Hizo construir un mausoleo por los mejores artistas de la
época, en él descansaban Tiaré, Berthan, su primera esposa y
su difunto hijo. Con todos los honores, en la tierra que debió
ser de ellos mucho más tiempo. Y como la paz de la muerte
hay que ganársela, Maximilian se aseguró de que William no
la alcanzara. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para evitar
la pena de muerte para su hermano, no así, la prisión. Se
pudriría en la cárcel, a sabiendas de que, tras las rejas, del lado
de la libertad, su medio hermano mayor y la mujer que se
atrevió a amarlo eran inmensamente felices.
La boda con Jana fue con pocos invitados, pero no por eso,
con menos lujo. Su esposa se sonrojaba de un modo
encantador al recibir esas atenciones que le eran tan ajenas.
Todo lo que ella tenía de sencilla, él lo tenía de ostentoso. Y,
como Tiaré supo hacerles ver, eso los complementaba en lugar
de enemistarlos. Jana le enseñaba a Max a ser humilde, con su
amor que no podía comprarse, le impartía lecciones de
modestia. Él, en cambio, la empujaba a la osadía, a tomarlo
todo y romper las reglas.
Max amaba las consecuencias de eso.
La nueva residencia del matrimonio era un ejemplo claro
de esa cofradía. La construyeron en la zona de la cabaña del
guardabosque. Maximilian pujó hasta hacerse con todos los
acres que pudo a la redonda. El nuevo invernadero se elevaba
en torno a la vieja cabaña, la cual fue remodelada por las
laboriosas manos de Jana y se convirtió en el refugio de los
amantes. La casa principal, por el contrario, fue fabricada
siguiendo el nuevo estilo victoriano. Con ventanas
hexagonales, porches, arcadas y una infinidad de pequeños
detalles que hacían de la fachada un recreo a la vista. Sin
contar los jardines, y el hecho de que, a pedido de Jana, no se
taló ninguno de los viejos robles, estos rompían la armonía del
lugar brindándole un aspecto salvaje. Propio del lobo solitario
que al fin volvía a sus tierras.
De los bienes O’Kelly que le fueron legados tras la
sentencia de William, nada quedaba. Ni siquiera se molestó en
venderlos, los donó a la beneficencia del marqués de
Shropshire para que hiciera con ellos lo que le pareciera mejor.
El marqués era el opuesto a O’Kelly padre, mientras el viejo
irlandés abandonó a su hijo bastardo en Las Indias, Anthony
Richmond construía oportunidades para los huérfanos.
Entregarle el legado era hacer justicia. Justicia terrenal y
poética.
Solo una cosa quedaba por restaurar en su vida, la prueba
de que era un hombre nuevo.
—De verdad, Max… ¿Es necesaria la venda en los ojos?
—Por supuesto, no quiero arruinar la sorpresa y, además,
así puedo aprovecharme de ti en el carruaje… —dijo, mientras
le hacía sentir la cercanía de su aliento. ¿Dónde la besaría?,
¿en los labios?, ¿en el cuello?… Hmmm… En el escote. La
oyó suspirar, por poco hace detener el coche para poder tomar
a su esposa allí mismo, sin importarle nada más.
—Eres cruel —se quejó ella, con una risa ahogada—,
sabes que estoy sensible en mi estado.
—¿Sí?, sería una picardía no aprovecharlo. —Jana le
propició un suave golpe en la palma, había adivinado su
destino por el calor que emanaba y por la manera en que su
piel respondía. Nunca se saciaba de él. Ante la ley, eran
marido y mujer. En la alcoba… en la alcoba seguían siendo
dos amantes furtivos.
—Me dijiste que me vistiera para la ocasión, eso implica
gente, Max… y aunque no fuimos muy discretos durante el
compromiso, ahora somos personas respetables.
—¿Respetable, yo? ¡Por favor!, tendré que hacer algo
urgente para remediarlo. —Los cascos de los caballos
indicaron que estaban por llegar a destino. Max dejó los juegos
por unos instantes, pretendía retomarlos cuando estuvieran a
solas. No se trataba de respetabilidad, sino de egoísmo. Nadie
más que él podía ser testigo de la forma en que los ojos tierra
de Jana chispeaban por placer, los dulces sonidos que emitía
gracias a sus caricias, ni el sonrojo de su piel cuando
alcanzaba la cima del goce.
—¿Hemos llegado?
—Sí, permíteme ayudarte a bajar.
—¿Todavía no puedo quitarme la venda?
—No, aún no. —Descendió del carro y la cogió de la
cintura para guiarla. Jana percibió el césped bajo los pies;
olfateó el aire, olía a flores, a naturaleza. Olía a felicidad. Max
la condujo por un camino y la hizo detenerse tras varios pasos.
La giró hacia él, ella pudo sentir su aliento, el corazón le
galopó en el pecho, producto de la emoción. Una emoción que
no remitía. Lo amaba… lo amaba con todo su ser.
—¿Max? —preguntó cuando él le tomó las manos y se las
llevó a los labios.
—Jana, toda la vida viví una mentira. Los seres humanos
solemos decirles verdad a las mentiras convenientes, y mentira
a las verdades dolorosas. Tú me has quitado la venda de los
ojos, una mucho más pesada que la que llevas ahora… —Ella
supo que sonreía—. Solía asegurar que el amor no existía,
porque era más fácil creer esa falacia que reconocer que jamás
fui amado. Pero hay algo peor que no ser amado, y es no saber
amar. No sé si hay un Dios, un ser supremo, o si solo fue
suerte… Yo tuve una nueva oportunidad, y la mejor de las
maestras. Tú me has enseñado que el amor es para toda la
vida, porque si termina antes, no es verdadero amor. Ahora sé
que existe, porque existes tú. —Le acarició el rostro, besó sus
labios y comenzó a desatar la venda—. Es mi turno de sembrar
tu enseñanza y hacerlo a mi manera… que ya sabes cuál es.
—La grandilocuencia. —Jana sonrió, el paño sobre sus
ojos contenía lágrimas.
—Sí. Hagamos de este sentimiento mortal algo eterno. —
Le acarició el vientre con una mano y terminó de quitar la
venda con la otra. La hizo girar, donde antes se hallaba la casa
Anderson, hoy se alzaban interminables campos de lirios. Las
flores crecían en el prado, entre los muros y circundaban el
mausoleo familiar. Lirios de todos los tipos y colores, sin ton
ni son, en un manto de arcoíris y felicidad. Entre las flores, sus
amigas con sus esposos y Jaime con Sir William en brazos
avanzaban hacia la pareja—. Nosotros tenemos solo una vida
para amarnos, y ¡joder!, qué injusto suena eso. Pero podemos
sembrar amor para los que vendrán, y eso…
—Eso es eternidad.
Jana lo rodeó con los brazos y se fundió en un beso con él.
La vida que crecía en su interior quiso sumarse al encuentro y
se movió para hacerse notar. Esa pequeña flor en el vientre de
Jana era la prueba de que el amor es como la primavera, no
importa cuán duro sea el invierno, siempre consigue florecer.
Epílogo

Un año después…

Las infantiles risas resonaban en los jardines O’Kelly, era


una melodía hipnótica, llena de vida. Quién paseara por allí,
no solo se llevaría esa bella música en sus oídos, también
aspiraría el suave perfume de la felicidad. Porque, aunque no
lo crean, la felicidad tiene aroma, sí, ¡vaya locura!… quizás
imperceptible para el olfato, pero no para el alma. Por eso es
que las almas felices se encuentran, se reconocen y no se
separan las unas de las otras. Si tienes la suerte de toparte con
una, sin duda, has sido bendecido. Solo resta confiar, fluir y
dejar que la magia, simplemente, ocurra.

Lindsay observó el cuadro familiar desde la terraza, se


echó a reír cuando Jonas fingió tropezar solo para reducirse al
gateo y acompañar a su hija en el paseo. Apartaba piedras o
cualquier elemento que pudiera lastimarla. La pequeña
Magnolia era igual de inquieta y exploradora que su madre, y
Jonas estaba preparado a ser su más fiel escudero. Lily, su
prima, tampoco se quedaba atrás, tenía un espíritu igual de
aventurero, casi temerario… dulcemente temerario, solía
bromear Maximilian. Allí estaba, con tan solo siete meses de
vida, en brazos de su padre, estirando las manitos al aire con el
único propósito de coger en sus manos a las mariposas que
revoloteaban a su alrededor.
Jana se ubicó junto a su hermana, la abrazó por la cintura,
Lindsay pasó su brazo por sobre los hombros de su hermana.
Se quedaron en silencio disfrutando de la tierna escena ante
ellas. Padres e hijas… todos babeando como consecuencia de
la tierna infancia y el amor en su estado más puro.
—¿Crees que estarán a salvo sin nosotras? —Jana dejó
escapar su duda con un delicado suspiro.
—¿Te refieres a las niñas? —la pregunta tomó por sorpresa
a Lindsay, frunció el ceño.
—¡Por supuesto que no! —rio Jana—. Me refiero a ellos…
¿a quién más?
Casi no podían seguir el ritmo de sus esposas, imagínense
con pequeñas reproducciones de las mismas. ¡Pobres canallas
redimidos!
—Oh, no definitivamente, no… Jonas tiene noches sin
dormir por su dolor de espalda, pero ahí lo tienes…
Gateando, con la cintura curvada de la peor manera.
—Ni me lo digas, si fuese por Max… Lily dormiría en sus
brazos.
—Les has dicho que, eventualmente, va a tener que dejar
que esos pies toquen tierra, ¿verdad?
—¡Tú estás loca, no quiero que se le detenga el corazón!
Ya se dará cuenta por sí mismo… eventualmente —bromeó
Jana.
—Como sea, me he adelantado a los hechos, no deseo que
nuestros esposos colapsen… —Jaime atravesó el jardín a la
carrera, sostenía en su mano una red para capturar mariposas,
lo hacía con delicadeza, no las dañaba, las presentaba ante las
niñas y las liberaba luego de que estas reían fascinadas—. He
traído a la mejor niñera del mundo.
—No me cabe la menor duda.
El tío Jaime tenía amor al por mayor y sería el cómplice
perfecto en el camino hacia la dulce inocencia que las niñas
estaban iniciando.
—Señora… —Tilda las interrumpió—, el carruaje ha
llegado a por ustedes, y es un carruaje muy… muy ansioso.
—Le creo, señora Woodwish.
—Le creemos —se sumó Lindsay.
Por segunda vez, las hormonas tomaban control de Natalie;
su panza crecía a la par del nuevo retoño que albergaba en su
interior. Nadie en su sano juicio haría esperar a una mujer
embarazada de ocho meses. Los pies y tobillos de Nat se
habían triplicado, con eso bastaba para apurarse. El mayor
placer de lady Becket consistía en llegar a casa y descalzarse.
Besaron a sus esposos, abrazaron a sus niñas y, con prisa,
se encaminaron al carruaje. Era un hermoso día soleado, con
mariposas en el aire y el canto de un centenar de aves. La
buenaventura vestía al mediodía con su mejor gala.
La portezuela del carro se abrió, y la posible reprimenda de
Natalie por la demora se vio opacada por una dulce voz al
grito de: ¡Chana, Chana!
Sobre la falda de su padre se encontraba Kamelie, feliz de
ver a sus tías. Chana, así llamaba a Jana. La cogió en brazos.
—¡Tú sí que creces, eh! —Cielos, había duplicado su
tamaño en meses, y eso que solo tenía tres años.
—Dígaselo a mis piernas, señora O’Kelly —expresó lord
Becket.
—Nadie te obliga a cargarla…—le recriminó su esposa.
—Tú hablas de puro celos —rebatió él con sonrisa. La
panza de Natalie ocupaba gran parte de sus muslos cuando se
sentaba, ya no podía cargar a Kamelie en brazos. Le lanzó un
beso al aire y susurró algo al oído a su hija. Al instante, la niña
le lanzó otro beso—. Mis queridas damas, sean bienvenidas…
sean rápidas y bienvenidas —las apuró a subir al carruaje.
Cuando todos estuvieron acomodados, le indicó al cochero que
siguiera camino.
—No lo esperaba, lord Becket… ¡qué sorpresa! —expresó
Lindsay.
—Por favor, lady Hudson, ¿me cree capaz de dejar a mi
amigo solo a la hora de enfrentar esta batalla?
Las tres amigas se miraron. Podían adelantarse a los
hechos, podían imaginar el quiebre nervioso de Bastien
Tremblay.
—Tiene un buen punto —sentenció Jana.
—Por supuesto que sí, por eso no he venido solo… El tío
Bastien nos necesita, ¿no es así, Kamelie?
—¡Sí! —festejó la niña con los brazos en alto.
Todos rieron. Sí, el mediodía se vestía de gala, abría las
puertas a su fiesta de vida… y ellos eran los invitados.

El señor Higgins, el mayordomo de los Tremblay, las


recibió con las más escuetas palabras. El pobre hombre lucía
agotado y sudado. Se limitó a señalar el camino ascendente
por la escalera. Con la familia —porque lo eran, la familia que
se elige, no la que se hereda— se podían hacer a un lado los
formalismos.
La primera en llegar a la planta alta fue Lindsay, a las tres
las movía la ansiedad, pero solo ella pudo adelantarse al trote
por los escalones. ¡Ay, la dichosa juventud! Dichosa juventud
sin un pesado vientre.
Se encontró a Bastien Tremblay en el corredor, con los
cabellos revueltos, el chaleco desabotonado, y la camisa por
fuera de los pantalones. Estaba pálido… blanco y opaco como
luna de invierno.
—¿Señor Tremblay, está usted bien?
—Sí, sí… solo… solo deme un minuto. —Corrió hasta uno
de los jarrones decorativos y vomitó dentro. Se limpió los
restos de suciedad con la manga de la camisa, respiró profundo
—. Ahora sí, un gusto verla, lady Hudson… por casualidad,
tendría usted a mano… —Volvió a vomitar.
—¡Jana! —Lindsay apuró a su hermana.
—¿Qué? —preguntó cuando estuvo a su lado. Al notar la
situación, resopló—. ¡Oh, rayos!… ¡Nat!
—Demonios, sí… sí, ya estoy con ustedes —bufó desde el
peldaño de la escalera. La deplorable situación de Bastien la
hizo reír a carcajadas. Hurgó en su bolso hasta dar con lo que
buscaba, un pequeño frasco con aceites esenciales que le
calmarían el malestar—. Ten… —Se lo entregó a Jana, y fue
esta la encargada de acercarse a él.
—Vamos, señor Tremblay, es un especialista en
borracheras y en sus consecuencias, usted puede con esto.
No había nada más por vomitar en su estómago. Se
enderezó, intentó recuperar la compostura.
—Ese fue el antiguo canalla en mí, señora O’Kelly, y lo
poco que quedaba de él… lo acabo de vomitar. Sería tan
amable de… —Cabeceó en dirección a la mano de Jana, en
donde sostenía el frasco medicinal.
—Oh, cierto… —Lo destapó y lo acercó a la nariz de
Bastien—. Ya sabe cómo funciona, respire lento y profundo.
Una, dos… cinco respiraciones. Se abofeteó el rostro.
Colocó la camisa dentro de su pantalón, abrochó el chaleco y
se mesó el cabello. Resopló.
—¿Qué tal luzco? —preguntó.
—Como lo que es, señor Tremblay, un hombre a punto de
convertirse en padre. —Fue Lindsay quien respondió.
Los gritos de Agnes se oyeron en toda la casa.
—Y más vale que se apure si no quiere perderse el mejor
momento de su vida —agregó Natalie.
Respiró profundo, tragó saliva, se infundió coraje.
—Pues allí voy…
Ingresó a la habitación y las tres, tomadas de las manos, se
quedaron a la espera de novedades.
Cuántos minutos pasaron, nunca lo sabrían, para ellas fue
eterno, al igual que, de seguro, lo fue para Agnes. El llanto del
recién nacido las regresó al momento… saltaron de alegría.
Bueno, Jana y Lindsay lo hicieron, Natalie se abrazó a su
panza. El pequeño retoño pateaba al oír a uno de los suyos.
La señora Merton, partera de oficio, fue la encargada de
brindar las buenas nuevas. Asomó el rostro por la puerta.
—Todo ha salido de maravilla… es una bella y saludable
niña.
Lindsay hizo palmas al aire.
—¡Lo dije… dije que sería una niña!
Una niña más… ¡Pobres canallas! Así pagarían sus deudas
del pasado, padeciendo, sufriendo ante el hecho de que un
libertino como ellos se atreva a poner un dedo en sus hijas.
—La señora Tremblay me ha pedido que las invite a pasar.
—Abrió la puerta y les permitió el ingreso.
Agnes estaba hermosa, rozagante y feliz, con su bebé en
brazos.
Bastien acababa de descubrir el amor por segunda vez en
su vida.
La reciente madre miró a sus amigas, a sus hermanas del
alma.
—Jasmine, su nombre es Jasmine —dijo con una enorme
sonrisa en los labios.
Kamelie. Magnolia. Lily. Jasmine. Otras cuatro flores
habían llegado a esta vida.
Crecerían juntas, reirían juntas, amarían juntas…
experimentarían la vida con una libertad única, la clase de
libertad que solo pueden enseñarte aquellos que tuvieron el
valor de romper sus cadenas.

Rompe tus cadenas.


Sé libre.
Vive.
Ama.
Otras obras de Scarlett
O’Connor
Tú, mi deuda pendiente

¡Scarlett lo ha hecho de nuevo! «Tú, mi deuda pendiente» es


una novela llena de sensualidad y erotismo que te volverá a hacer
creer en el amor.
-Melanie Rogers
Una traición ha llevado a la ruina a su familia. Anthony
Richmond desea que el traidor pague con sangre, pero cuando
Lady Katherine se presenta sola en su casa de soltero a clamar
por la vida de su hermano, los planes de venganza tomarán otro
rumbo. Uno mucho más placentero para el marqués de
Shropshire:
Seducirla, mancillarla y pasar por el lodo el apellido Aldridge, como ellos
hicieron con Richmond.
Pero nadie le advirtió. Lady Katherine puede ser tan buena contrincante como
él en el juego de seducción.
Serie Señoritas Americanas
Personajes inolvidables. Romance como Scarlett nos tiene
acostumbrados y un final que te dejará con ganas de saber más de
esta serie. Ansiosa por más entregas de «Señoritas americanas».
Para la sociedad inglesa, Miranda Clark es sinónimo de
escándalo. Todo en ella resulta repudiable, sus costumbres
americanas, su falta de decoro y su deshonroso pasado.
Por desgracia para ellos, Elliot Spencer, el futuro duque de
Weymouth, especialista en el escándalo local, piensa lo contrario.
Hacerla su esposa se convierte en una necesidad.
No enamorarse, ese es el plan de Elliot.
No caer en la red de sus encantos, ese es el plan de Miranda.
Las apuestas se abren… ¿Quién ganará?

Cameron Madison había crecido entre algodones, protegida y


alejada de todos, hasta que Sean Walsh llegó a su vida y le robó el
corazón.
El empresario de Chicago ve más allá de su apariencia, ve su
espíritu indómito, sus ansias de vivir y de experimentar.
Ambos se aman, ambos tienen planes juntos, hasta que el
asesinato de una esclava lo apunta a él como único autor, y a ella,
como único testigo.
Un océano de distancia no bastará para acallar la verdad, para romper con su
amor… para poner fin al peligro que asecha a Cameron.

Ella se había llevado más que su corazón, se había llevado la prueba de su


inocencia. Debe recuperarla antes de que sea demasiado tarde.

Emily Grant debía casarse. El estatus de su familia dependía


de que consiguiera un buen marido, cualquiera con un título
nobiliario o buenas relaciones bastaría. Pero… Si todos los
hombres eran iguales, ¿por qué no podían ser iguales a Lord
Colin Webb?
Colin Webb es el heredero del condado de Sutcliff, un dandi
que parece tener a todas las mujeres a sus pies. Su secreto lo lleva
a mantener una fachada de perfecto amante, una farsa que está
agotado de mantener.

¿Podrá una díscola americana ser la respuesta que lleva años buscando en sus
compañeras de alcoba?
Última entrega de la serie Señoritas americanas. Scarlett nos
regala una historia plagada de esperanza y superación, una mujer
fuerte que intenta abrirse camino en un mundo de hombres.
¿Quién estaría tan desesperado como para casarse con la
arisca Vanessa Cleveland?
Desesperado y demente. William Witthall, conocido como el
conde Loco, está en la ruina. Quizá se deba a su mala
administración o, tal vez, a su afición a hablar de duendes. No lo
sabe. Lo único de lo que está seguro es de que necesita ayuda
para salvar sus tierras, y ¿quién mejor que la brillante señorita Cleveland?
Vanessa no podrá resistir el desafío de probar que puede hacer todo aquello
que le es vedado, más aún, cuando los secretos de su pasado vuelvan para
atosigarla y la obliguen a averiguar de qué están hechos sus sueños y aspiraciones.

¿Eres tan loco como William, te atreves a lanzarte a la historia de Vanessa?


Serie Señoritas británicas
Una buena señorita británica es delicada, sumisa y sosegada.
Conoce bien su lugar en la sociedad y no lo desafía, ¿en qué
problemas puede verse envuelta?
En muchos.
Nora Jolley huye de Inglaterra como polizón en un barco con
destino a América. La motiva la búsqueda de justicia por su
hermana y solo un hombre puede ayudarla: Charles Miler, el
editor más emblemático e inalcanzable de Estados Unidos.
Dar con él no será tarea sencilla; ir tras sus pasos implicará
toda una aventura, una empresa que la llevará de punta a punta del inmenso país,
que le hará conocerse a sí misma y que pondrá en riesgo, no solo sus altruistas
anhelos, sino también, su corazón.

Un amor que surge en las sombras, pero que está destinado a


brillar como el sol de California.

Corre el año 1854, es el inicio de temporada en Londres y no


pueden existir dos seres más apáticos al respecto que la
consagrada solterona, Thelma Ferrer, y el americano Zachary
Grant. Ella no tiene expectativas de hallar un buen marido, y él
solo busca un pretendiente para su hermana Emily que eleve el
estatus de la familia. Nada los preparó para enfrentarse al amor.
Mientras Inglaterra le abre las puertas de sus salones a las debutantes y los
cotilleos, Zach y Thelma iniciarán una historia de amor tras las bambalinas de la
nobleza y sus rígidas normas.
Pero los secretos y las mentiras que flotan en el aire confabulan en su contra.
Dos culturas, un océano, millas de tierra y años de silencio…
¿Podrá el amor sobrevivir al tiempo y la distancia?

Scarlett O’Connor nos trae la segunda entrega de la saga Señoritas Británicas, y


con ella la tan esperada historia de Zachary y Thelma.
Amor, traiciones y desventuras, desde los salones de bailes londinenses hasta el
lejano Oeste.

Una historia que derriba los prejuicios y escribe con sus


escombros el más bello amor.
-Melanie Rogers.
El sueño de Amy Brosman es llevar el saber a cada rincón del
globo, desde su Inglaterra natal, hasta aquel lejano punto del
mapa llamado Sacramento. Con un carácter firme y un temple de
acero, desafía una a una las normas, para desterrar la ignorancia
de los habitantes del oeste, sin imaginar que será ella quien aprenda la lección más
importante.
En una sociedad dividida por colores, etnias y dinero, no hay
sitio para un mestizo mitad Iowa, ni para un amor que rompe con
las leyes y mandatos establecidos.
Cuando el mundo nos queda pequeño, podemos ajustarnos las
cintas del corsé, tomar aire y aguantar; o hacerlo añicos y
construir uno en el que quepamos todos.

Scarlett O’Connor llega con la tercera entrega de Señoritas


Británicas. Mujeres fuertes, hombres nobles y un amor con sabor
a esperanza que los invitará a soñar junto a Amy y Hotah.

¿Qué sucede cuando el destino juega carreras con el amor? Chelsea y Thomas
se conocen desde pequeños; su amistad creció con ellos, hasta convertirse en algo
más.
Pero en la sociedad victoriana los tiempos de una dama no son iguales a los de
un caballero, menos cuando este es el heredero de un condado con una pesada
maleta de responsabilidades.
La vida, la distancia y la adversidad pondrán a prueba los sentimientos de
ambos, y solo en sus corazones hallarán la respuesta. Dos personas que se aman,
¿merecen una segunda oportunidad?

Desde Inglaterra hasta California, desde la más tierna juventud hasta la adultez,
descubre junto a Chelsea y Thomas el verdadero significado de la palabra amor.
Serie Familia Evans

En la balanza moral de la nobleza británica pesa más el


orgullo de un canalla que el buen nombre de una dama… y Lady
Daphne Webb lo acaba de descubrir.
La única hija mujer del conde de Sutcliff cuenta con más
privilegios de los comunes, entre ellos, darse el gusto de extender
su soltería hasta que el amor se cruce en su camino.
La negativa a aceptar la propuesta del barón de Cowrnell la
coloca como blanco de su venganza, pero ella no está dispuesta a
dejarse manipular ni permitir que los planes de un rencoroso
hombre rijan su destino. Prefiere llevar las riendas de su vida, aunque eso
implique, con pequeños e inofensivos engaños, tomar un puesto de institutriz.
¿Qué podría salir mal?
David Evans lo supo en cuanto la vio, esa institutriz bella, parlanchina y poco
ortodoxa no era la mejor opción para sus hermanos. ¡Esa mujer era un peligro
para todos, en especial para él! A su lado, no solo su estabilidad mental estaba en
riesgo, también su resguardado corazón.

¿Quién era Evangeline Evans? La respuesta flotaba en el aire


londinense como un rumor que no pretendía pasar de moda
jamás: hija bastarda del duque de Weymouth, segunda hermana
del dueño de las tiendas Evans y cuñada de Lady Daphne Webb.
Como si no bastara, también cargaba la estampa social de una
irrevocable soltería.
¡Al diablo con ello!
Desde la noche de navidad en que sus caminos se cruzaron
accidentalmente, El capitán Charles Hobart, poseedor de una
trayectoria militar de renombre, forjó su propia opinión de ella…
Una mujer llena de sueños, de aspiraciones tan simples que se volvían
complejas, una dama con la madurez justa para un hombre como él que se agotaba
fácil de la charla jovial de las debutantes.
Pero, ¿quién era en realidad Evangeline Evans?
Para cuando comprendiera la realidad oculta tras esa muchacha de cabellos de
fuego, ojos de mar y espíritu libre, sería demasiado tarde para su corazón.
Un viaje a otro continente, un malentendido y un amor inesperado que emerge
desde las profundidades de un revoltoso y sabio mar…
El detective de Scotland Yard, Archibald Lennox, se definía a sí
mismo como un incomprendido. Para la sociedad victoriana, con
sus lores y juegos de poder, la perspectiva era otra: Un hombre
demasiado orgulloso, tenaz, algo soberbio y, sobre todo, una gran
molestia para los nobles que ansiaban mantener sus crímenes y
pecados ocultos bajo las alfombras de sus mansiones.
Lo cierto era que el detective Lennox rara vez se equivocaba
con sus corazonadas, y la que hacía fuerte presión en el pecho y
auguraba un fatídico desenlace nada tenía que ver con cuestiones
profesionales. ¿O sí?
Olivia Evans, ese era su nombre, y aunque fuese considerada la heroína de los
bajos fondos, la justiciera de los humildes, para él no era más que su némesis.
Suicidios que no son suicidios.
Secretos que no deben de develarse.
Extorsión.
Y en medio de ello, una investigadora privada bella e inteligente, decidida a
cruzarse en su camino solo para poner en jaque todos los preceptos establecidos…
¿quién dijo que no se puede mezclar trabajo y placer?

Huir de un matrimonio no deseado requiere de cierta destreza;


más que eso, demanda arte. Lady Madelaine Worringen se
consideraba poseedora de ambas cosas. Convertirse en una dama
insulsa y destruir su reputación parecía ser una tarea muy
sencilla. Nadie en su sano juicio contraería matrimonio con ella.
Se equivocó, lord Wilbur Spencer, el anciano duque de
Weymouth, estaba decidido a hacerla suya. Y Maddie, antes de
casarse con ese hombre detestable, que superaba en edad hasta a
su padre, estaba dispuesta a todo… Menos recurrir al hijo
bastardo del duque. ¡Oh, no! Arruinar su reputación bajo el amparo de ese hombre
parecía ser su último recurso. Tal vez, su único recurso.
Oliver Evans le ofreció ayuda. Era una cuestión de piedad, nada más.
Ella era una lady…
Él, el rey de los bajos fondos…
Ahondar en anhelos imposibles no estaba en sus planes. Oliver no era un
mártir ni mucho menos, lo último que le apetecía era sufrir por una mujer… por la
mujer que su padre desposaría.
Serie Floreros y Canallas

La señorita Agnes Holland ha puesto lo mejor de sí para


consagrarse como una auténtica solterona. Tal tarea ha requerido
de constancia, disciplina y de una disimulada inteligencia. Para la
mayoría, la muchacha es un completo fracaso social sin ninguna
perspectiva matrimonial. Para ella, no es más que un triunfo, el
preludio a la libertad que tanto añora. Junto a sus amigas, tiene
planes que les permitirá conquistar la independencia, una que no
se encuentre atada a los hombres, ni a las normas impuestas.
¡Oh, querida Agnes! Si deseas hacer reír al destino, solo
cuéntale tus planes.
Una gran piedra en el camino y una única alternativa: matrimonio.
Lord Tremblay, el vizconde de Meldrum, es el candidato perfecto. Viudo, con un
hijo, anclado en los estándares sociales más arcaicos y dócil como una gacela.
Sería el indicado, si no fuera por un pequeño detalle. Su hermano. El Honorable
Bastien Tremblay, que de honorable tiene poco y de canalla tiene mucho.
Un malentendido.
Una boda impensada.
Un acuerdo para nada romántico.
Él era un canalla, y ella… ella era la esposa perfecta para esa clase de
granuja.

¿Han oído alguna vez hablar de desgracias afortunadas? Pues


bien, aunque no lo crean, existen. La señorita Natalie McAdam y
lord Raphael Becket pueden dar fe de ello.
Esta es su historia, una que dio inicio tiempo atrás, cuando
sus caminos se cruzaron en la infancia. Pero, como lo único
constante en la vida es el cambio, lo que fue una hermosa amistad
se transformó en una confesa enemistad.
Ella, una simple campesina, solterona, con aires de
independencia.
Él, un auténtico canalla, futuro heredero, un libertino con título y honores.
¿Casarse con él? Nunca. Los canallas no aman.
¿Casarse con ella? ¡Por los cielos, no! ¿Con esa muchachita insulsa? Jamás.
Vaya pena, la buenaventura tiene otros planes. Puede ser un acierto u otra horrible
prueba del destino… Tendrán que averiguarlo.

Fingían no amarse, no necesitarse, sin embargo… allí se encontraban, jugando al


escondite de las emociones.

Lo había oído un centenar de veces de boca de sus padres… «Tu inocencia será
nuestra condena». Y quizás, no se equivocaban, pues esa inocencia la sentenció a
un matrimonio con el peor de los canallas.
Lindsay White poseía muchos anhelos y pensaba ir a por cada
uno de ellos… comenzando por una hermosa magnolia nocturna
resguardada en el secreto invernadero de Lady Loretta. ¿Pueden
creerlo? ¿Una magnolia nocturna?
No halló la flor… en su lugar, encontró a Jonas Hudson, el barón
de Cowrnell, un ser despreciable, un canalla de pura cepa, un
granuja traicionero. Su pasado lo condenaba, sus enemigos lo
confirmaban.
Una treta. Un encuentro inesperado. Un beso equivocado. Así inicia esta
historia. La pregunta importante es… ¿Cómo terminará?
«Nunca imaginó que la perfección se podía hallar en los errores. La
incorrecta, la inapropiada, la hija de comerciantes que horrorizaba a los esnobs
de Londres era la indicada para él».
Contemporáneo

Melanie Rogers y Scarlett O’connor se reúnen para escribir


una novela erótica que no podrás dejar de leer.
“Recuerda siempre leer la letra pequeña”.
Xaviera Fontaine estaba desesperada, día a día, su marido se
distanciaba de ella. Por eso, cuando Alice le habla del mejor
amante de la ciudad, no duda en recurrir a él para descubrir los
placeres del sexo y reconstruir su matrimonio.
Pero nadie le advirtió…
Una vez pasas por la cama de Leonard, no vuelves a ser la misma mujer.

Scarlett O’Connor llega con una propuesta que combina su


admiración por Jane Austen y su pasión por la escritura para
regalarnos una emocionante adaptación a tiempos actuales del
clásico «Emma».

Con tan solo catorce años, Emma Woodhouse decidió que jamás se
casaría. No arriesgaría por nada su plácida vida; al fin de cuentas,
¿qué más podía anhelar? Vivía en un lujoso resort, junto a su
amoroso padre, grandes amigos y sin más preocupaciones que
seguir las excéntricas recetas saludables que proponía la señora Perry.
Sin embargo, cuando el aburrimiento propio de su existencia ociosa confabula con
sus dotes casamenteros y su «infalible intuición» todos los corazones de Hartfield
Resort estarán en peligro; porque, cuando de la señorita Woodhouse se trata, todos
los enredos amorosos comienzan con E… Con E de Emma.
Otras obras de La editorial
Lune Noir
Melanie regresa golpeando fuerte. Peleas clandestinas, mafia,
odio y, por supuesto, AMOR con todas las letras. Una historia
adictiva. -Lizzy Brontë
Una mujer. Un pasado. Y la pelea de su vida.

Vince “The Stone” Flynn sobrevive en las sombras. La noche


es su fiel compañera, en ella oculta los fragmentos de una vida
que quiere dejar atrás. Por desgracia, la presencia de Katrina,
una mujer que oculta un pasado igual de oscuro que él, lo arrastrará directo al
infierno del cual escapó tiempo atrás.
Golpe a golpe, así recordará quién es.
Puño contra puño, así reclamará lo que es suyo.
No hay reglas. No hay piedad. Solo… ganar o morir.

Un sinfín de emociones. Eso es lo que promete Lizzy Brontë


con esta novela de romance gótico. Miedo, misterio y amor se
entremezclan para crear una historia adictiva.
-Scarlett O’Connor.

¿Quién estaría tan desesperada como para casarse con el


Demonio de Dankworth?
Diane Mayer, la huérfana del Barón de Tavernier, está
atrapada en una vida que no tiene buen presagio. Los avances de
su libidinoso tío son cada día más osados, y la única salida que es capaz de
evaluar se le presenta en el abismo ante ella.
Una tormenta, un cambio de planes y una nueva opción: Morir o casarse con el
Demonio de Dankworth. Cambiar un monstruo por otro.
Andrew Lawrens, conde de Dankworth, lleva el disfraz por fuera. Las cicatrices en
su cuerpo son reflejo de las que porta en su interior. Tiene en sus manos la
posibilidad de salvar a Diane de su infortunio… ¿O será Diane quien lo salve a él?

Ava Monroe tiene un don, el de ayudar almas atrapadas. Su vida nómade y


excéntrica le brinda todo lo que necesita, libertad y ausencia de lazos afectivos. No
desea echar raíces, conoce mejor que nadie el dolor de la pérdida.
Una voz susurrante, un pedido de auxilio en medio de la noche la llevan a las
tierras de Durstfall.
Entre las sombras de la olvidada mansión habitan Luke
Skyller y su sobrina Rose. Ambos viven una existencia de exilio;
en el caso de la niña, por sus sentidos perdidos, en el caso del
conde, por su afán de no volver a sentir. Sortear esos muros
emocionales será un desafío para Ava Monroe, uno que pondrá en
peligro su tan bien resguardado corazón.
¿Podrá Ava sacarlos de su encierro, o será ella la que caiga
en la trampa de los brazos de Luke?
¿Don o maldición? Julia Wesley era
poseedora de una gran capacidad empática,
característica que marcó su existencia desde
temprana edad.
Hija de un general durante la guerra
napoleónica, huérfana de madre y con un pasado
escandaloso en el frente de batalla, está
condenada a la soltería.
Sin embargo, su camino puede truncarse. Un
enigmático camafeo y dos hombres atormentados alterarán la vida de Julia para
siempre.
Ella tiene el poder de sanarlos, pero solo uno de ellos tiene salvación.

La música y la esperanza resuenan en esta hermosa historia de Lizzy Brontë, una


novela que nos enseña que los héroes no necesitan capas ni espadas… El amor es
la más poderosa de las armas.

Un pasado de abusos… Un presente de violencia.

Darren Foley, Rage, es el sicario de la mafia irlandesa. El trabajo


es muy sencillo, matar a un traidor. Lo ha hecho infinidad de
veces, es el mejor… Esa noche algo sale fuera de lo planeado, y la
ira que le da sentido a su nombre nace en él como una neblina
roja.
El motivo: Cadence Hazel y su impulsivo temperamento.
Cadence jamás pensó que su sueño de ser actriz se convertiría en
pesadilla; tras atestiguar un homicidio y quedar en medio de una guerra de mafias,
solo tendrá una opción si quiere vivir, aliarse con el asesino.
En Los Ángeles no existen buenos y malos, existen bastardos miserables y…
Rage.

LOS ÁNGELES ES TIERRA DE PECADO, Y CUANDO


VIVES EN EL INFIERNO, DEBES CONVERTIRTE EN
DEMONIO PARA GOBERNAR.
Maya Brooks hizo una promesa, una que cumplirá, aunque la
lleve directo a las puertas del purgatorio y la obligue a admitir sus
pecados para hallar la redención.
Aiden Hayes, conocido como Greed, es el menor de los
hermanos irlandeses al mando de la mafia. Un único anhelo rige
su vida y alimenta su codicia: vengar la muerte de su mentor, y la pieza para
concretar sus planes está en manos de esa asistente social de piel caoba y rizos
endiablados llamada Maya Brooks. Si quiere conseguirlo, deberá dejar las
sombras que lo cobijan, pactar una tregua consigo mismo, luchar contra sus
demonios y arriesgarse a experimentar el prohibido sabor de la obsesión y el
deseo.
¿Podrá Maya sacarlo de la oscuridad, o será ella quien caiga en las fauces del
infierno?

La ciudad estaba en llamas, y solo una fuerza mayor podría regresar las cosas a su
cauce. El diluvio que ansiamos cuando el mundo arde…

Para toda historia existe un principio… Pero no siempre es el


que nos han contado.
Evangelina Constantino vive su vida sin saber que por sus
venas corre la sangre de un linaje ancestral. Día a día, invierte
sus energías en su trabajo de restauradora de arte, especializada
en obras del renacimiento, en uno de los museos más importantes
de Florencia, Italia. Para ella, eso basta. No necesita de más.
Aunque sus sueños digan lo contrario, y la arrojen, noche tras
noche, a los imaginarios brazos de un hombre que ni siquiera sabe
si es real.
Lo es… y su nombre es Dante Sfeir.
Filántropo. Millonario. Empresario hotelero. Poseedor de una anatomía digna
del Olimpo y un atractivo único, provocador y cautivador.
Los caminos de ambos se cruzarán por algo más fuerte que una simple
casualidad. Porque el destino, cuando de Evangelina se trata, cuenta con senderos
bien definidos… y Dante Sfeir, un hombre plagado de secretos, está en ellos.
Un amor maldito. Un amor marcado por la traición.
Pasión, arte y religión enlazadas en una lucha sin tregua, en una guerra de
puro deseo.

Una historia adictiva que te hará vibrar a cada página y que pondrá en jaque todo
lo que creías saber.
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