Introducción A Las Ideologías Modernas Y Contemporáneas

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INTRODUCCIÓN A LAS IDEOLOGÍAS MODERNAS Y CONTEMPORÁNEAS

El estudio reflexivo y crítico de las ideologías que han determinado el curso de la actual cultura
occidental, afectando fuertemente las concepciones y vivencias prácticas de los hombres en las
dimensiones más fundamentales de su existencia, tanto individual como social, se enmarca en el
desarrollo de la historia de la filosofía moderna y contemporánea. Entendemos por modernas y
contemporáneas, para efectos de este curso, las ideologías elaboradas por filósofos desde el siglo
XV en adelante, tiempos o edades que en la historia universal occidental se llaman moderna y
contemporánea. En sentido estricto se llama filosofía moderna aquella que se hizo desde el siglo
XIV hasta el XVIII, después de la plenitud filosófica alcanzada por santo Tomás de Aquino, como
síntesis y coronamiento especulativo de toda la filosofía antigua y medieval, en el siglo XIII; y se
denomina filosofía contemporánea a la que sigue, desde el siglo XIX hasta hoy. Veremos, por
tanto, aquellas concepciones filosóficas que se presentan como ideológicas - sus principios,
conexiones y consecuencias –, surgidas en la historia de la filosofía moderna y contemporánea.

El término “ideología”

El término “ideología”, según el contexto en que se usa, tiene dos significaciones bien distintas.
Significa, en la mayoría de los casos, una concepción, doctrina o conjunto de creencias que un
sujeto particular, una asociación de personas o una sociedad de modo mayoritario profesa y desde
la cual decide y se comporta prácticamente. Concepto de ideología que no incluye una valoración
crítica de su adecuación o falta de correspondencia con la realidad sobre la que trata, ni un juicio
sobre la intencionalidad con que se presenta. Expresa, sin más, lo que de hecho unas personas
consideran que la realidad es y el sentido que en ella tiene la vida humana. En este sentido se dice,
por ejemplo, que cada cultura o agrupación religiosa tiene su propia ideología sobre el hombre y el
sentido de su vida o, en un cierto caso se pregunta por la ideología que inspira el proyecto
educativo de un colegio para decidir dónde matricular a los hijos.

En otro sentido más restringido, específicamente filosófico, ideología significa una elaboración
teórica sobre la realidad en su conjunto o sobre alguna de las dimensiones de la existencia
humana – religiosa, moral, política, sexual, etc. - que no corresponde a lo que realmente es esa
realidad. Y junto con esta des-adecuación del discurso teórico con lo que las cosas realmente son,
el término ideología significa, también, la intención expresa de configurar la realidad según ella.
Así, por ejemplo, se dice que el marxismo y el nazismo son ideologías o que cierta concepción
errónea y promovida de la sexualidad humana es una ideología de género. En esta segunda
acepción del término se encuentra evidentemente incluido un juicio de tipo filosófico sobre la
verdad o falsedad de sus afirmaciones y, en consecuencia, sobre el bien o el mal de sus efectos en
la vida humana. En este segundo sentido nos referimos aquí a las ideologías.

Las concepciones ideológicas constituyen un fenómeno específico de lo que, en términos muy


generales, se denomina cultura moderna. Ni en el mundo antiguo greco-romano, ni en los siglos
cristianos de la edad media las encontramos con las características que ya señalamos. Y la razón
estriba en el diverso modo de hacer filosofía de los antiguos y modernos. Los primeros - griegos,
romanos y cristianos – sistematizaron un conocimiento filosófico fundamentalmente realista,
respetuoso y en cierto modo humilde ante el ser objetivo de las cosas. La mayoría de las
elaboraciones filosóficas modernas, en cambio, han sido esencialmente racionalistas, esto es,
fundadas más en ideas de la razón que en el ser de las cosas.

1
Las ideologías modernas y contemporáneas constituyen el fruto propio del llamado racionalismo
filosófico del algún modo iniciado en el siglo XIV, pero sistematizado posteriormente, en el siglo
XVII, por el filósofo francés René Descartes. Frente al denominado realismo filosófico, cuyos
principales exponentes fueron el griego Aristóteles del siglo IV A.C. y el santo fraile dominico
Tomás de Aquino del siglo XIII, se configuró en la cultura moderna una filosofía racionalista que
puso las bases filosóficas de las ideologías. Consideraremos, por tanto, aunque sea brevemente, lo
medular de ambos modos fundamentales de hacer filosofía y sus respectivos criterios de verdad
para comprender el punto focal que permite discernir lo que, en la historia de la filosofía moderna
y contemporánea, es auténtico desarrollo filosófico, de lo que es falsa filosofía o racionalismo,
juzgar de modo crítico las distintas concepciones ideológicas modernas y contemporáneas y sus
consecuencias en la vida humana.

El realismo filosófico

Durante la edad antigua y medieval de nuestra cultura occidental, salvo rarísimos casos, el pensar
filosófico fue esencialmente realista. Los filósofos griegos, romanos y luego cristianos, hasta la
plenitud de la edad media que se dio en el siglo XIII, hicieron filosofía sobre el presupuesto
evidente de que las cosas son, con su propio ser objetivo, independientemente de la razón
humana y que el hombre las conoce como son porque el entendimiento está naturalmente
ordenado a conocer y decir lo que las cosas realmente son. En otras palabras, estuvo muy claro
que el ente1 es, y es lo que es, con anterioridad e independencia del pensar de cualquier
inteligencia creada y que el pensar humano es verdadero cuando dice de las cosas lo que son. En
otras palabras, fue universalmente aceptado que todo pensar humano tiene como objeto primero
y directo el ente, lo que es, con su objetiva verdad.

Esto es lo que se llama realismo filosófico, un modo de comprender el conocimiento que reconoce
como evidente la anterioridad del ser de las cosas respecto del entendimiento humano y que el
conocer se refiere, o tiene como objeto directo y primario, a las cosas que existen con su propio
ser, distinto del sujeto que las conoce. Cuando, por ejemplo, entiendo piedra, hombre o libertad lo
entendido es algo que es, con su propio ser, distinto de mi entender. Santo Tomás de Aquino lo
expresa diciendo: “aquello primero que cae bajo la concepción del entendimiento, y en lo que
resuelve toda ulterior concepción, es el ente” (De veritate, 1, 1). Esto significa dos cosas
fundamentales. Primero, que la concepción o intelección tiene por objeto, no el mismo entender o
pensar, sino la cosa entendida: el perro, si entiendo perro o el alma humana, si entiendo alma
humana. Segundo, que lo primero que se conoce intelectualmente de aquello que se conoce, por
ejemplo, vaca, es que es, que tiene ser. Y el conocimiento de que tiene ser es la base sobre la cual
se entiende todo lo demás. Así, por ejemplo, lo primero que entiendo de la vaca es que es y, sobre
la base de esto entiendo que es vaca y que es hembra, gorda, blanca, etc. Sin entender que es no
puedo entender y decir que “es” vaca, “es” blanca, etc.

El punto de partida de la filosofía antigua y medieval, la norma de la verdad de sus afirmaciones,


fue, por tanto, el ente. Y en todo desarrollo filosófico estaba la conciencia implícita de que aquello
sobre lo que se pensaba era, no ideas, no el propio pensar, sino las cosas mismas. Así, todos
entendían que la palabra en la vida cotidiana, el estudio científico o filosófico y el saber logrado
como término del estudio, es la verdad de las cosas, aquello que el entendimiento abstrae, y en sí
mismo expresa, del ser objetivo de las cosas. El contenido u objeto de la filosofía, como el de

1
En filosofía se llama ente a todo lo que tiene ser, cualquiera sea su modo o grado de ser.

2
cualquier conocimiento humano, no es el pensar, sino el ser real distinto del subjetivo pensar. Por
ejemplo, no la idea que alguien tiene de caballo, matrimonio o Dios, sino el ser del caballo, del
matrimonio o de Dios.

Históricamente, fue santo Tomás de Aquino (1225-1274) quien, sobre la base de la filosofía de
Aristóteles (s. IV A.C.), elaboró una metafísica del conocimiento que fundamentó perfectamente el
realismo filosófico, esta manera de concebir el conocimiento humano en plena correspondencia
con el sentido común. Se trata de la filosofía del ser, filosofía clásica o aristotélico-tomista que
reconoce el entender o pensar como acto manifestativo del ser.

El entender o pensar humano, por ser finito o creado 2, expresa o dice primeramente, no a sí
mismo o la idea concebida, sino el ser distinto de él. El concepto formado en el alma, en el acto de
entender, por ejemplo, planeta o familia, es aquello en lo cual o mediante lo cual se conoce
directamente la esencia o verdad de la cosa entendida; en los ejemplos, el planeta tierra o la
propia familia, cosas realmente existentes fuera del alma. Y el lenguaje sensible, las palabras
externas “planeta” y “familia”, significan de modo material esas realidades inmateriales formadas
en el alma, en el acto de entender, que son los conceptos planeta y familia.

Es cierto que, en un segundo momento, se puede objetivar el mismo entender o concepción


intelectual. Podemos conocer intelectualmente nuestro entender y el concepto que formamos en
el acto de entender y, a partir de este conocimiento, hacer filosofía del conocimiento y lógica. Pero
no podemos objetivar nuestro entender, estudiarlo y hacer ciencia de él, si no entendemos un
ente. No puedo, por ejemplo, tener conciencia de mi pensar árbol si no pienso árbol. Es evidente
que no tenemos conciencia de que pensamos si no pensamos algo. Esto es realismo filosófico. La
razón o entendimiento humano no se entiende primero a sí mismo, sus actos, sus conceptos o
ideas sino la esencia o verdad de los entes corpóreos que existen en la naturaleza.

La verdad en el realismo filosófico

Las cosas son, existen porque tienen ser, su propio ser objetivo, y la verdad de las cosas consiste
en lo que son, esto es, en su misma esencia o modo de ser. Cada cosa existente tiene su propio
modo de ser, y su verdad consiste justamente en eso que es. Por esto se dice que la verdad, en las
cosas, se identifica con su ser. Decimos “en las cosas”, porque la verdad de ellas existe
previamente en el entendimiento de su artífice, allí están primeramente como entendidas o
intelectualmente concebidas, de modo que la verdad de las cosas es lo que su autor o causa
eficiente, en él, ha entendido o concebido de ellas. La verdad está primariamente en el
entendimiento del agente y secundariamente en las cosas y de él deriva, al ser hechas, a las cosas.
Por esto se dice que la verdad de la cosa consiste en ser tal cual la ha concebido su artífice o en la
adecuación de la cosa con el entendimiento del que es su causa.

No sería verdadero, por ejemplo, o no tendría una verdad el dibujo que un niño hace si él
previamente no lo hubiese concebido. En su entendimiento está originariamente la verdad de su
dibujo; y cuando lo hace, tal como lo ha concebido, la verdad deriva de su entendimiento a su
dibujo. Por esto, si en el dibujo no vemos claramente lo que es, al pedirle a él que nos lo diga, le
2
Solamente el entender divino es expresión de sí mismo porque en Dios, cuya esencia es el ser, su entender
se identifica con su ser, de modo que su entender es expresión total y perfecta de todo el ser, del propio ser
divino y de todo ser creado causado por él. En esa única y eterna intelección de sí mismo Dios entiende
todas sus criaturas como se conocen los efectos en su causa.

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pedimos que nos diga su verdad. Y obramos así porque para todos es evidente que lo que algo es
depende del entendimiento del sujeto que lo hizo, y que allí está ciertamente su verdad como en
su principio. En otras palabras, los entes no pueden ser verdaderos si no proceden de un sujeto
inteligente como entendidos.

La verdad de todos los entes artificiales, aquellos que proceden de la actividad productiva humana
(técnica y artística), está primeramente en el entendimiento de sus respectivos artífices humanos,
y la verdad de todos los entes naturales está originariamente en el Entendimiento divino, Causa
primera del ser de todo lo que existe. La verdad de una obra técnica (un computador, un auto,
etc.) y la de una obra artística (una composición musical, una escultura, etc.) no depende del
entendimiento del que, sin ser su causa, simplemente la conoce. Lo que es una linterna, por
ejemplo, su verdad no está determinada por lo que de ella entienda la persona que la compra.
Cualquier juicio que esa persona haga sobre ella será verdadero si corresponde a lo que la linterna
realmente es. Y al adecuarse su entendimiento con el ser de la linterna participa de la verdad que
en el entendimiento de su artífice esta como en su principio. Y, si el juicio no corresponde con lo
que es, por más que esté convencido de lo que afirma, será necesariamente falso. Y en ese juicio
no está como participada la verdad de la linterna presente en el entendimiento de su artífice.

Lo mismo respecto de la verdad de los entes naturales, estrellas, árboles, gatos, hombres, ángeles,
etc. No depende, o no está determinada, por lo que los hombres, aunque sea la mayoría, piensen
de ellas. La verdad de los entes naturales es lo que Dios, su Causa eficiente primera, eternamente
entiende de ellos y el juicio que hace un hombre sobre ellos será verdadero en la medida que se
adecue o sea conforme con el ser objetivo de estas cosas. Y al producirse esta adecuación o
conformidad en el entendimiento humano este participa de la verdad de las criaturas que en su
origen está en el Entendimiento divino.

Por tanto, la filosofía realista, clásica o aristotélico-tomista, se hace sobre la base de


En eldos presupuestos fundamentales. Por una parte, existe un Entendimiento anterior y superior
al entendimiento humano en el que reside originariamente la verdad de todas las cosas y, por
otra, la verdad de los juicios, pensamientos y doctrinas humanas - pertenezcan al conocimiento
común, científico o filosófico – depende de su correspondencia con el ser objetivo de las cosas. I

Ahora bien, como lógica consecuencia de esta manera realista de hacer filosofía, el criterio de
verdad de los juicios o afirmaciones filosóficas fue obviamente la adecuación del juicio intelectual
con el ser objetivo de las cosas, de manera que si corresponde es verdadero y, si no, es falso.
Independientemente de cualquier la posición afectiva frente a las cosas, del grado de certeza
subjetiva que se tenga o de criterios de mayorías, la afirmación que un hombre hace o la doctrina
que profesa es objetivamente verdadera o falsa si corresponde o no a la realidad sobre la que se
juzga. Así por ejemplo, afirmaciones como “el sol es una estrella”, “los animales no son personas”
y “todos los hombres son racionales” son verdaderas, no porque al sujeto que las la hace así eso le
parezca, guste, quiera que así así sea, esté convencido de ello o coincida con lo que la mayoría
piensa, sino porque son juicios que corresponden al ser objetivo del sol, de los animales y de los
hombres, realidades que todos naturalmente conocen o pueden conocer.

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En el realismo filosófico el objeto primero e inmediato del entender o pensar es el ente y, por ello,
la verdad de cualquier afirmación filosófica depende de su adecuación con lo que el ente es. La
verdad de las cosas es objetiva, está dada por lo que las cosas son y en última instancia por el
Entendimiento divino creador. El hombre está naturalmente ordenado a conocer y decir lo que las
cosas son y su perfección consiste en manifestar la verdad de todo lo que es; verdad anterior y
superior a su razón. En la filosofía racionalista, en cambio, como veremos a continuación, el objeto
primero y punto de partida del pensar filosófico ya no es el ente sino la misma razón y sus
contenidos, en otras palabras, las ideas de la razón. Y por esto el criterio de verdad será
necesariamente distinto.

Racionalismo filosófico

Desde el siglo XIV en adelante se elaboró en occidente una filosofía del conocimiento diversa del
realismo aristotélico-tomista que, en el siglo XVII, fue asumida, radicalizada y convertida en
sistema por el francés René Descartes (1596-1650), filósofo universalmente reconocido como el
padre de la filosofía moderna, en la medida que la filosofía moderna es racionalista. Con Descartes
comienza en la historia de la cultura occidental el racionalismo filosófico, una manera de hacer
filosofía en la que el objeto directo y primero ya no es el ente natural sino el pensar y sus
contenidos inmanentes que son las ideas.

Después de santo Tomás de Aquino, acusado falsamente de sostener afirmaciones filosóficas


contrarias a la fe católica en virtud del aristotelismo asumido en su síntesis doctrinal, se hizo
hegemónico, en las escuelas de órdenes religiosas y universidades del siglo XIV, el desarrollo
filosófico fundamentalmente platónico, anti-aristotélico y por eso también anti-tomista, de la
escuela franciscana. Dos maestros de esta escuela, uno santo, el beato Juan Duns Scoto y otro
hereje, Guillermo de Ockham, ciertamente con actitudes espirituales muy distintas, ajenos a la
fundamentación filosófica del conocimiento del Doctor de Aquino, coincidieron en que la
intelección humana, durante la vida terrena, no alcanza a conocer plenamente el ente. El
conocimiento intelectual humano, en la medida que es conceptual, y no intuitivo, como será en el
cielo, pensaron, no permite conocer adecuadamente las cosas como son. Juzgaron que el
concepto, formado en el alma en el acto de entender, es una representación muy deficiente que
no expresa plenamente lo que es. A partir de esto, se perdió progresivamente en la filosofía
posterior aquello que fue convicción común en el periodo antiguo y medieval: el ente es,
entendemos que es y lo que es.

Lo que se produjo en la filosofía fue una auténtica escisión o separación del pensar y el ser. Ya no
estuvo claro que, en el alma humana, el entender o pensar es ser verdaderamente manifestativo
del ser; se introdujo la duda radical de que los contenidos de la razón, los conceptos (en lenguaje
clásico) o las ideas (en lenguaje moderno), correspondan realmente a las cosas como son. El
pensar ya no da el ser, se hizo necesario fundamentar de alguna manera la certeza del
conocimiento filosófico y con ello de toda ciencia natural. Surge el llamado problema crítico, cómo
fundamentar el conocimiento, y junto con ello la cuestión del método que ha de seguir el
entendimiento para conocer de modo cierto. La filosofía se redujo a lógica y proliferaron diversas
propuestas, cada cual más abstracta y alejada de la realidad. Solamente en ciertos ámbitos
acotados de Italia y de España, durante los siglos XV y XVI, se continuó y profundizó la metafísica
del ser de santo Tomás de Aquino. Habrá que esperar hasta fines del XIX para ver un fuerte

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resurgimiento de la filosofía tomista, impulsado directamente por la Iglesia mediante la encíclica
Aeterni Patris del Papa León XIII.

En este contexto de filosofía escolástica decadente, de escepticismo generalizado y pugnas entre


escuelas, se formó filosóficamente, en la primera mitad del siglo XVII, el padre de la filosofía
moderna, René Descartes. Tal como él describe en el capítulo primero de su famoso Discurso del
Método, vio la necesidad de refundar la filosofía. Había que rehacerla a partir de un nuevo
principio, un conocimiento absolutamente cierto e indubitable. Y para alcanzarlo consideró
necesario prescindir metodológicamente de todo conocimiento previo, de toda tradición
filosófica, y someter a la prueba de la duda todo lo que habitualmente ha pensado como cierto
para ver si al final del camino encuentra un conocimiento tan cierto que de ninguna manera pueda
dudar de él, un nuevo principio firme de una nueva filosofía. Es la “duda metódica” radical
concebida como como necesaria para lograr una certeza inconmovible.

Dedicado pues a este ejercicio metodológico advierte que puede dudar no solo de la verdad de
todo lo aprendido mediante los libros sino también de la misma existencia de las cosas naturales
que aparecen a su experiencia sensible, incluso de la existencia de su propio cuerpo. Puede ser
que me engañe, dice, de la verdad de todas estas cosas y por eso puedo dudar de la certeza de su
conocimiento, pero de lo que no puedo dudar es de que pienso, porque en el mismo ejercicio de
dudar me aparece como evidente la realidad de mi pensar y con ello de mi existir. “Pienso, luego
existo”, será por tanto el primer conocimiento cierto, el punto de partida de su nueva filosofía. En
el relato de su itinerario filosófico había dicho que, después de fracasar en el intento de encontrar
un objeto de conocimiento indudablemente cierto en las cosas distintas y fuera de él, resolvió
buscarlo en el interior de sí mismo. Y allí fue justamente donde lo encontró, su propio pensar
manifiesto en su dudar. El punto de partida, lo primero conocido, en la filosofía moderna
racionalista ya no será el ente, sino la propia razón en su acto de pensar.

En la duda metódica cartesiana ya no estaban esas certezas filosóficas primarias, presupuestos


evidentes, del realismo filosófico antiguo y medieval. Los entes son, las cosas de la naturaleza que
aparecen a nuestros sentidos existen realmente porque tienen ser, y evidente las conocemos, de
ellas hablamos cuando nos pronunciamos sobre la realidad. Con Descartes aparece el llamado
“problema crítico” que recorre, hasta nuestros días, toda la filosofía moderna y contemporánea; la
cuestión de si realmente conocemos las cosas del mundo físico, cuál es el alcance y cuáles son los
límites de nuestro conocimiento. Con anterioridad a cualquier desarrollo filosófico - sobre la
naturaleza, el hombre, la moralidad, etc. – será necesario determinar, de alguna manera probar, la
existencia y el objeto del conocimiento. Como la certeza cartesiana se encuentra en la inmanencia
de la razón, en el mismo pensar sin relación a los entes existentes en la naturaleza, la filosofía
terminará ocupándose, no solo al inicio sino durante todo su desarrollo, nada más que de las ideas
de la razón. Y por este camino, como tendremos oportunidad de ver, se puso la base filosófica –
gnoseológica y epistemológica – de las elaboraciones teóricas ideologías.

Hacer filosofía, aceptando como evidente y por tanto sin necesidad de demostración, que las
cosas son, que el conocimiento humano sensible e intelectual existe y que se refiere a las cosas
según lo que objetivamente son, será considerado por los racionalistas modernos una verdadera
ingenuidad. De aquí para adelante, el rigor filosófico, la denominada “actitud crítica” exigirá
fundamentar primeramente la naturaleza y las posibilidades de la razón, desechando como
“realismo ingenuo” lo que en la tradición filosófica clásica fue principio evidente de todo auténtico
filosofar.

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Pero hay en la filosofía cartesiana, afanada en la búsqueda de certeza, otro elemento
determinante de esa vuelta de la razón sobre sí misma para objetivar nada más que sus ideas y
que constituye lo más propio del racionalismo filosófico moderno. Se trata de la prescindencia del
conocimiento sensible por considerarlo incierto y fuente continua de error. Descartes hizo
filosofía, como ya indicamos, sobre la base de una tradición filosófica de línea platónico-
agustiniana, fuertemente crítica del tomismo aristotélico, que fue propia de la escuela franciscana
escolástica. El platonismo tiene como uno de sus elementos esenciales el rechazo del
conocimiento sensible como medio idóneo para el conocimiento de la verdad. Según Platón y, en
mayor o menor medida, en los representantes del platonismo escolástico y moderno, el
conocimiento humano es cierto solamente en la intuición intelectual, en una captación intelectiva
que, sin pasar por la experiencia sensible, alcanza esos contenidos puramente inteligibles que son
las ideas de la razón.

El pensar cartesiano se inscribe en esta tradición platónica esencialmente idealista. Descartes fue
un gran matemático y como tal vio la certeza del conocimiento de sus objetos, contenidos todos
puramente inteligibles que prescinden de toda materia sensible. Ideas de cuadrado o de ocho,
teoremas como el de Pitágoras o las propiedades de los triángulos, etc., le parecen objetos de
conocimiento tan ciertos e indudables que la filosofía, para ser un saber exacto, debe ser hecha
del mismo modo que se hace matemáticas. La certeza de la matemática se funda en su método,
intuición y deducción, que prescinde de todo dato sensible, la filosofía por tanto, dice Descartes,
no debe partir del conocimiento sensible, ha de proceder por intuición o captación intelectual
inmediata de ideas; y de ellas, como en geometría, sin conexión con lo material sensible, deducir o
explicitar todo aquello que en ellas está virtualmente incluido. El objeto primero de la nueva
filosofía fundada por Descartes ya no será el ente natural, en la medida que su intelección exige
conocimiento sensible. El nuevo punto de partida filosófico no podrá ser el ente conocido en la
experiencia sensible, serán ideas entendidas, sin relación al mundo externo, en la inmanencia de la
razón. La razón vuelta sobre sí misma y nada más que sobre sus contenidos; esto es el
racionalismo filosófico.

La verdad en el racionalismo filosófico

Como en el racionalismo cartesiano el objeto de la razón no es el ente sino las ideas de la misma
razón, el criterio de verdad de los juicios ya no puede ser su adecuación con el ser de las cosas,
porque las afirmaciones ya no se refieren a las cosas sino a las ideas que tenemos de las cosas.
Cuando se está pensando, por ejemplo hombre, no se objetiva el ente que es el hombre sino más
bien la idea que, en cada caso, se tiene de hombre. Por esto encontramos en el padre de la
filosofía moderna un nuevo criterio de verdad, una norma distinta sobre la verdad del
pensamiento necesariamente exigida por el nuevo punto de partida inmanente del conocimiento.

En su filosofía la verdad está identificada con la certeza, con el modo de aparecer el objeto de
conocimiento a la razón que lo considera, de manera que una idea es verdadera en la medida que
es indubitable y por esto completamente cierta. Bien se trate de ideas primarias, aquellas
directamente intuidas, como la idea: pienso luego existo, o de ideas deducidas a partir de las
primarias, como la idea: soy una substancia cuya total esencia es pensar, son ideas verdaderas no
porque correspondan a la realidad sino porque aparecen evidentemente como tales a la razón,
ideas de las que no se puede dudar. En adelante, y en la medida que los filósofos modernos

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asumen el nuevo punto de partida filosófico cartesiano, el criterio de verdad del pensamiento será
necesariamente inmanente a la razón, sin relación al ente extra-mental.

Ahora bien, en la medida que el racionalismo es un subjetivismo de él se sigue necesariamente un


relativismo sobre la verdad. La verdad de los juicios comienza a ser algo subjetivo, esto es, resuelto
en la inmanencia del sujeto sin relación al objeto extra-mental. La verdad depende ahora de la
subjetiva certeza, de la evidencia con que aparece a la propia razón. La verdad ya no es objetiva o
relativa al objeto, no es algo de la cosas, se ha convertido en algo subjetivo perteneciente sólo a la
razón del hombre que piensa. El juicio, por ejemplo, “el hombre es libre” es ahora verdadero
porque así aparece al que lo hace, sin necesidad de confrontación con el ser y el obrar objetivo de
ese ente que es el hombre. Basta que le parezca verdadero, que esté muy cierto, sin duda alguna
de su verdad, para que sea verdadero. Y como existen distintos sujetos indudablemente seguros
de la verdad de sus juicios entonces habrá muchas verdades sobre un mismo objeto. La verdad de
las cosas será relativa a cada sujeto.

El relativismo, su causa racionalista y sus consecuencias

Hemos dicho que las cosas son, existen porque tienen ser, su propio ser objetivo. La verdad de las
cosas consiste en lo que son, esto es, su misma esencia o modo de ser. Cada cosa existente tiene
su propio ser y su verdad consiste en lo que es. Por esto se dice que la verdad, en las cosas, se
identifica con su ser. Pero el ser de las cosas no lo determina la razón humana por lo cual tampoco
determina su verdad. En otras palabras, la verdad de las cosas es algo objetivo, es independiente
de la razón del hombre que la conoce. La verdad de las cosas existe originariamente en el
Entendimiento divino, en el que son eternamente conocidas, y de él deriva a sus criaturas.

La inteligencia del hombre es facultad del ser, capacidad de conocer el ser de las cosas y su verdad.
Por el conocimiento intelectual el hombre es capaz de poseer en sí mismo, de modo consciente, el
ser de las cosas. Para entender forma conceptos cuyo contenido es la misma esencia de las cosas.
Mediante los juicios intelectuales, afirmaciones o negaciones, el hombre se pronuncia sobre la
realidad, sobre lo que las cosas son. Si el juicio intelectual corresponde, o se adecua, al ser objetivo
de las cosas es verdadero, pero si no corresponde a lo que son las cosas entonces es falso. Por
tanto, la verdad objetiva de las cosas puede estar o no estar en el juicio intelectual humano. En las
cosas no existe la falsedad porque son siempre lo que son. La falsedad sólo puede darse en la
inteligencia del hombre que juzga en desacuerdo con el ser objetivo de las cosas.

Por lo anterior se puede afirmar que, del hecho cierto de que existen juicios diversos sobre una
misma cosa no se sigue que la verdad de esa cosa sea relativa a los diversos sujetos que juzgan
sobre ella. Serán verdaderos solamente los que dicen de la cosa lo que es. Y los contrarios a los
verdaderos, serán necesariamente falsos. Por ejemplo, del hecho de que una persona afirme que
la religión sobrenatural establecida por Dios es la católica y otro afirme que es la musulmana, y
otro que es la budista, no se sigue que la verdad de la religión sea relativa a las diversas personas
y, así, que las tres afirmaciones sean verdaderas. Lo racional sería decir que es verdadera aquella
que corresponde a lo realmente establecido por Dios y que las otras, en la medida que son
contrarias, necesariamente son falsas. Afirmar que las tres son verdaderas, porque es la verdad de
cada uno, sería no sólo irracional por contradecir el primer principio de la razón (nada puede ser y
no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido) sino también una implícita negación de que exista
verdad sobre eso.

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Ciertamente es más difícil negar la objetividad de la verdad de las cosas materiales captables por
los sentidos. Para el hombre contemporáneo, marcado por el positivismo o cientificismo según el
cual sólo pueden ser objetivamente verdaderos o falsos los juicios referidos a lo empíricamente
constatable (comprobable por los sentidos), es más difícil reconocer verdad objetiva en objetos de
conocimiento suprasensibles – filosóficos, morales y religiosos - como el alma humana, libertad,
ley moral, virtudes, Dios, etc. Es cierto que el conocimiento de la verdad de estas cosas es más
difícil, exige mayor reflexión y profundización. Por otra parte, es un hecho que respecto de ellas
existen múltiples y variadas posiciones. Y sin embargo, la verdad de estas cosas debe ser también
objetiva. La ley moral, por ejemplo, es o no es, y si es, es lo que es. Dios existe o no existe y, si
existe, es lo que es, independientemente de nuestra razón.

Por otra parte, afirmar la objetividad de la verdad de las cosas no implica negar que puedan existir
muchos juicios y pensamientos igualmente verdaderos sobre una misma cosa, pues es mucha la
riqueza inteligible del ser de las cosas, sobre todo el de las más perfectas o superiores. Y la
diversidad de aspectos o dimensiones de lo que es exige, por la finitud del entendimiento humano,
la formación de múltiples conceptos y juicios para expresar la verdad de cada uno de ellas. De este
modo, diversos hombres aprehenden y expresan, en distintos grados de profundidad, diversos
aspectos de la verdad de lo que existe, de lo que resulta la conveniencia, incluso la necesidad, del
diálogo interpersonal por el cual nos enriquecemos mutuamente al compartir esos diversos
aspectos de la verdad de las cosas.

En otras palabras, aunque la verdad de la esencia o naturaleza de un ente no puede ser más que
una (por ejemplo que Juan es hombre), existen múltiples verdades en él correspondientes a todas
sus perfecciones segundas o accidentales (en el mismo ejemplo, que Juan es varón, hijo de Pedro,
estudiante de ingeniería, etc.). Por tanto, es legítimo que existan diversos juicios y posiciones
sobre una misma cosa. Más aún, pueden ser todos verdaderos si se refieren a diversos aspectos de
la misma realidad y en ellos se afirma o niega en conformidad con el ser de las cosas. Lo que no
puede ser es que sean igualmente verdaderas afirmaciones contrarias sobre un mismo aspecto o
dimensión de una cosa. No puede ser, por ejemplo, que sean igualmente verdaderos los juicios:
“el hombre tiene alma espiritual” y “el hombre no tiene alma espiritual”; o “es moralmente bueno
llegar virgen al matrimonio” y “no es moralmente bueno llegar virgen al matrimonio”, etc.

Un problema que no siempre aparece explícitamente, pero está implícito en la mente de muchos
condicionando gravemente su vida intelectual es la concepción relativista sobre la verdad. El
hombre de hoy en general piensa que la verdad, sobre todo de objetos de conocimiento
suprasensibles (filosóficos, morales y religiosos), es algo relativo a cada uno, a cada sociedad y
tiempo. Cada uno tiene su propia verdad sobre las cosas y por tanto todos los juicios opuestos
sobre lo mismo son legítimos y verdaderos. En este contexto relativista se fundamenta la
tolerancia (ciertamente mal entendida) como virtud básica de la convivencia humana. Tolerancia
pensada como aceptación de todos los juicios diversos, incluso contrarios, sobre una misma cosa
como igualmente legítimos y verdaderos. Se excluyen de la palabra humana los juicios categóricos
y se reducen a sólo “opiniones”, a meras comunicaciones de la propia subjetividad sin ninguna
pretensión de que lo afirmado, más allá de la propia convicción, corresponda a lo que
objetivamente es la realidad.

Cuando en una sociedad llega a pensarse como cierto que cada uno tiene su propia verdad
entonces, como lógica consecuencia, cualquier intento de fundamentar la verdad de unas
afirmaciones y la falsedad de otras aparece como imposición violenta y arbitraria de unos sobre
otros, como fundamentalismo intolerante que atropella y niega al prójimo. En virtud de lo anterior

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la educación, especialmente la formación intelectual, se plantea como mera exposición de los
diversos pensamientos y doctrinas, sin juicio crítico de las diversas posiciones. El buen profesor,
tolerante y no autoritario, sería aquel que expone sin tomar posición dejando al alumno la
elección de lo que mejor le parezca.

Al respecto, conviene advertir una inteligentísima manera de sostenerse hoy la negación de la


verdad objetiva que subyace en el relativismo. Se ha reducido el juicio sobre el ser de las cosas y
su verdad, al juicio a la persona. De tal manera que, cuando uno juzga sobre la verdad o falsedad
de un juicio o pensamiento, o sobre la bondad o maldad moral de las acciones humanas,
inmediatamente se piensa que se está juzgando o condenando a la persona. Por ejemplo, si se
afirma que la homosexualidad es contraria al orden moral o que la iglesia mormona no es la Iglesia
de Cristo, pareciera que se está juzgando a Juan homosexual o a Margarita que es mormona, que
por el sólo hecho de afirmarlo se está faltando a la caridad. En consecuencia, en nombre del amor
a la persona o en virtud de la caridad, no se hacen juicios objetivos sobre la verdad y el error,
sobre el bien y el mal.

Tal como hemos visto la causa filosófica inmediata del relativismo es el racionalismo inaugurado
en la modernidad por Descartes. El racionalismo afirma a la razón en sí misma, sin referencia al ser
de las cosas, como principio determinante de la verdad. Un contenido de conciencia o idea es
verdadero porque así aparece a la misma razón que lo piensa. El criterio de verdad cartesiano es la
claridad y distinción, o evidencia con que aparece la idea a la misma mente. En definitiva, el
contenido de conciencia (idea, juicio, concepción, pensamiento) es verdadero, no porque sea
adecuado a la realidad o conforme al mismo ser objetivo de las cosas, sino porque así aparece al
sujeto que piensa.

Por el racionalismo la razón del hombre moderno quedó vuelta sobre sí misma y olvidada del ser
objetivo de las cosas. La razón, objetivando exclusivamente sus propias ideas, se convirtió de
hecho en el criterio de la verdad de sus contenidos. Ahora bien, como existen muchas razones,
cada una con sus propias ideas, y como la idea es verdadera en cuanto aparece como tal a la
misma razón, entonces lógicamente debe afirmarse que existen muchos juicios igualmente
verdaderos, aunque sean contrarios, sobre lo mismo. Existen tantas verdades como sujetos
racionales existen. Así del racionalismo se sigue el relativismo.

Sin embargo, la causa más profunda y fundamental del tránsito del realismo al racionalismo
filosófico no es filosófica sino teológica. La absolutización de la razón humana como principio
determinante de la verdad de las cosas o, en otras palabras, la afirmación de la supremacía o
anterioridad constituyente del pensar sobre el ser sólo se explica por la soberbia intención de
prescindir del ser y del orden objetivo creado por Dios. El rechazo del ser, “olvido del ser” lo
llamaba Heidegger, necesario para la absolutización de las propias ideas de la razón, en el fondo,
se encamina al rechazo de Dios, principio eficiente, ejemplar y final de todo lo que es. Olvidando el
efecto y su orden se olvida la causa y su voluntad.

Frente a la humildad del realismo filosófico, que reconoce el ser y su verdad como algo dado por
Otro y objetivo, el moderno racionalismo prescinde del ser y constituye a la razón humana como
norma absoluta de su verdad. Desvinculado el entendimiento humano, en el orden teórico, de la
verdad objetiva del ser, se independizará luego su libertad, en el orden práctico, del bien y del
orden objetivo del ser. En otras palabras, del racionalismo filosófico se pasará muy rápidamente
en la modernidad a la ideología liberal desde la cual surgirán las más diversas concepciones
ideológicas en la época contemporánea.

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La primera consecuencia del relativismo es la negación, aunque sea implícita, de la verdad. Si
todas las afirmaciones, pensamientos o doctrinas sobre una misma cosa y contrarias entre sí son
igualmente verdaderas, entonces no existe ninguna verdad sobre ello. Si todo es verdadero nada
es verdadero. Por ejemplo, si el juicio “el hombre no es libre” fuese tan verdadero como el juicio
“el hombre es libre”, entonces no se puede reconocer nada cierto sobre ello, porque es
contradictorio. El hombre es libre o no es libre, pero no las dos cosas a la vez. La verdad de una
cosa excluye que puedan ser igualmente verdaderos dos juicios contradictorios sobre lo mismo,
porque las cosas no pueden ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido.

Ahora bien, la implícita negación de la verdad que subsiste en el relativismo tiene como efecto
primario que el hombre ya no busque la verdad. Efectivamente, no se puede amar y buscar
esforzadamente lo que en realidad no existe. El relativismo, como fruto propio del racionalismo, es
una de las principales causas del contemporáneo desencanto de la verdad, del escepticismo y
nihilismo más radical que, sin duda, es una de las causas más profundas de la tristeza del hombre
actual.

La consecuencia política más tremenda del relativismo es el totalitarismo, el primado de la fuerza


en la ordenación de la vida humana social. Desde el momento en que se instaló el racionalismo
filosófico el ser objetivo de las cosas ya no fue más el criterio de la verdad de los juicios racionales
humanos. Pero como los hombres deben organizarse para que la vida social sea ordenada y no un
anarquismo caótico, es necesario que prevalezca una opinión sobre las otras. Entonces, como no
se reconoce el ser objetivo como la referencia común de la verdad de los juicios, y como según el
relativismo todas las posiciones son igualmente verdaderas, surgió el consenso democrático como
principio regulador.

Pero, el criterio del consenso se reduce al criterio de mayoría, y detrás de la mayoría no siempre
está la verdad objetiva de las cosas, aunque siempre está la fuerza. Por otra parte, la opinión
mayoritaria en la actual democracia relativista es manejada de hecho por los grupos de poder. Por
tanto, la sociedad se regula según lo que el más poderoso en razón de sus propias conveniencias
considere que es lo mejor. Se hace en una sociedad lo que quiere el que tiene fuerza suficiente
para ello. El totalitarismo o ejercicio violento de la autoridad instaura en la sociedad el domino del
más fuerte y el atropello sistemático y “legal” de los derechos humanos más fundamentales.

___________

El racionalismo es una absolutización de la razón humana. En la medida que la filosofía racionalista


no objetiva el ser de las cosas sino sus propias ideas o contenidos de conciencia la verdad ya no
puede ser algo del ente y, en definitiva, del Entendimiento divino que es su causa, en el cual está y
del cual procede como de su primer principio la verdad de todas las cosas. La verdad es algo sólo
de la razón humana, sin relación al ser de las cosas. Ella determina de un modo absolutamente
autónomo la verdad de las cosas. No hay más que dos modos fundamentales de tales concebir el
conocimiento humano y de hacer filosofía. Dos modos radicalmente distintos y contarios de
situarse intelectualmente el hombre ante la realidad de lo existente, realismo o racionalismo. De
la filosofía realista pueden esperarse concepciones sobre todas las cosas respetuosas del ser y del
orden de los entes establecidos por su Creador. Del racionalismo filosófico han surgido y siguen
apareciendo, como tendremos oportunidad de ver, concepciones ideológicas, elaboraciones
teóricas sobre las diferentes dimensiones de la vida humana que no corresponden a la realidad y
por eso mismo, cuando se configura la vida del hombre según ellas, hacen profunda violencia e
impiden el bien de la persona humana, individual y social.

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Finalmente, en relación a esta manera racionalista de hacer filosofía en la cultura moderna
occidental, san Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio: “…sobre todo en nuestro tiempo, la
búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el
gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de
interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más
profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus
frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La
antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha
abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben
llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el
hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una
verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición
de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato
experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha
sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón
saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada
hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar
su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano.
En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido
destacar sus límites y condicionamientos” (nº 5).

Y, a continuación, señala las consecuencias del subjetivismo filosófico moderno, aquella manera
de hacer filosofía que, olvidada del ser del ente, pone como objeto suyo las ideas de la propia
razón. Dice: “Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado
la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general.
Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso
las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de
posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas
las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la
desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta
prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se
niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual
manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce
a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una
parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la
existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones
existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de
la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no
sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos
cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y
provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la
vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la
filosofía respuestas definitivas a tales preguntas” (nº 5).

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