Axel Cherniavsky

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Los conceptos y las cosas.


Evolución y alcance de la teoría vitalista del
concepto

Axel  Cherniavsky
Universidad  de  Buenos  Aires

Resumen
Forma eterna e inmutable, representación del entendimiento, síntesis del
ser y de la esencia, el concepto parece recibir una definición distinta según
la filosofía que lo considere. No obstante, un esfuerzo común parece aunar
las filosofías de Spinoza, Bergson y Deleuze, que de distintas maneras se
proclaman vitalistas. Consiste justamente en insuflarle al concepto el máxi-
mo de vida, una plena realidad. Se determinarán en cada caso cuáles son las
características de esta vitalidad, qué es lo que al concepto le confiere plena
realidad, para al final evaluar las ventajas y los riesgos del nuevo concepto
de concepto.

Palabras clave: concepto, representación, vitalidad, singularidad, consis-


tencia.

Abstract
Eternal and unchangeable Form, representation of the intellect, synthesis of
being and essence, the concept seems to admit a different definition in each
philosophy. Nevertheless, the systems of Spinoza, Bergson and Deleuze --
all vitalists but in different ways-- seem to converge on one single common
effort. It consists precisely in infusing the concept with the maximum of vi-
tality, a full reality. We will determine in each case which are the notes that

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compose this vitality, what confers the concept an absolute reality, so that
we can evaluate the advantages and risks of the new concept of concept.

Keywords: concept, representation, vitality, singularity, consistency.

T al vez la filosofía comience con la sospecha —tal vez no sea sino


la sospecha— de que la materia observable no agota la totali-
dad de lo real. No pensamos en la materia no observada, en la que
está en el cuarto de al lado o la que habita pasados inmemoriales y
futuros lejanos. Pensamos en lo inmaterial e inobservable, Espíritu,
Idea o Acontecimiento. La filosofía consistiría en la sospecha de que
el amor, por ejemplo, no es pura química entre cuerpos o que los
sucesivos estados de la materia no revelan el secreto del tiempo. Ulte-
riormente, ni siquiera el cuerpo agotaría la esencia de la corporalidad:
¿quién no se ha duchado estando limpio, por sentir sucia el alma? La
filosofía aspiraría a constituirse como la especulación más rigurosa
posible de aquello que por definición no puede ser observado. As-
piraría a la precisión de los métodos de la ciencia, pero su objeto la
acercaría a los métodos de la religión, la poesía y la magia. Ciencia
de lo suprasensible, quizá su objeto siempre sea el espíritu, en alguna
de sus formas.
Incluso los materialismos, los empirismos y los realismos pue-
den comprenderse como un extremo de la filosofía definida como
ciencia de lo suprasensible, como la otra cara de la misma moneda,
como una negación de sí misma que no puede sino confirmar la afir-
mación. De hecho el empirismo, desde Hume hasta Wittgenstein,
siempre tuvo como vocación el marcar los límites de la filosofía: so-
bre lo que puede y sobre lo que no puede hablar. En el otro extremo,
el espiritualismo desborda estos límites, pero encuentra el problema
de cómo distinguirse de una especulación no racional, de un discurso
no crítico de lo inmaterial.

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Las filosofías de Bergson, de Spinoza, de Deleuze, se ubican en


la convergencia de estas dos vertientes. Afirmando la plena realidad
de algo que difiere por naturaleza de lo material y observable, reali-
zan el mayor esfuerzo por lograr de ello una descripción detallada y
completa. “Verdadero empirismo”, llama Bergson a esta suerte de
empirismo generalizado (2003: 196);1 “empirismo trascendental”, lo
bautiza Deleuze (1968: 86). No es casual que los tres se reclamen
monistas: pretenden salvar una brecha entre dos ámbitos que extrae-
ría de uno la realidad que le daría al otro. La indivisibilidad del ser
tendría la ventaja de contagiarle al espíritu la innegable realidad que
se le confiere al cuerpo. La unidad elemental de toda filosofía, el con-
cepto, sería la herramienta y el signo de esta operación.
¿Qué es un concepto filosófico? El concepto es a la filosofía
lo que la nota a la música y el número a la aritmética. Su unidad
elemental, su átomo. Más difícil es la pregunta por su estatus onto-
lógico: ¿es una idea y, como tal, goza de una realidad estrictamente
mental que corre el riesgo de evaporarse si ve la luz del día, como las
estrellas y los vampiros? ¿O bien, como creía Platón, es lo más real de
todo lo real, pues es eterno e inmutable? ¿Podría, por último, sobre-
vivir más allá de las fronteras de la mente individual sin ser por ello
ni un cuerpo ni una pieza de museo, eterna e inmutable?
Responderemos a estas preguntas trazando una breve historia
del concepto vitalista a partir de algunos de sus mayores exponen-
tes: Spinoza, Bergson y Deleuze. Por supuesto, será imprescindible
recurrir a los interlocutores más concernidos de la tradición, como
Platón, Aristóteles o Descartes, para determinar la especificidad del
concepto que el vitalismo fue labrando con el correr de los siglos.
Creemos que, de forma paulatina, éste ha ido ganando vitalidad, sin-
gularidad, consistencia, hasta abrirse paso entre los habitantes del
mundo. El final de este recorrido no está exento de problemas, pero
1 Salvo indicación contraria, todas las traducciones del francés son nuestras.

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al menos los problemas que el concepto enfrenta en la actualidad,


son los problemas de la vida.

***

¿Qué es una idea para Spinoza? Comencemos por una serie de dis-
tinciones, algunas extrínsecas, otras intrínsecas, que nos depositarán
sobre la vía para determinar el estatus ontológico del concepto spino-
zista. La primera de ellas es una distinción muy general y extrínseca,
entre lo que es y no es idea, que permite comprenderla en su totali-
dad. Ante todo, la idea no es un cuerpo. Eso que la idea no puede ni
debe ser, eso de lo que la idea se diferencia radicalmente, por natura-
leza, es el cuerpo. Dos son los atributos que el hombre conoce, y visto
que su intelecto es finito, no puede conocer más: el pensamiento y la
extensión. Dos, por consiguiente, son los modos finitos que puede
conocer: el modo que pertenece al atributo pensante, la idea, y el
modo que pertenece al atributo extenso, el cuerpo; la cosa pensante
y la cosa extensa. Ahora bien, gracias al paralelismo, el pensamiento
y la extensión son una y la misma cosa, la sustancia, expresada de
dos maneras distintas, desde dos perspectivas distintas. Y lo que vale
para la sustancia vale también para los modos finitos: una idea y un
cuerpo son una y la misma cosa expresada de dos maneras distintas.
Las expresiones son radicalmente distintas, pero lo expresado es on-
tológicamente uno. Distintos por naturaleza pero inseparablemente
ligados: tales son las ideas y los cuerpos.
Cuando un cuerpo impacta en otro cuerpo, este impacto pro-
duce una afección, a nivel material, y una idea de esa afección, a nivel
mental. Llegamos así a una segunda distinción, intrínseca ahora, una
distinción entre las ideas que tenemos. Estas pueden ser de tres ti-
pos según Spinoza, quien divide el conocimiento en tres géneros. Al
primer género de conocimiento lo componen las ideas de las afeccio-
nes y concierne a la imaginación. Este tipo de ideas no me informa

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sobre la naturaleza del cuerpo afectante ni sobre la naturaleza del


cuerpo afectado, sino pura y exclusivamente sobre la afección. No
por este género sabemos que el hielo es hielo y que mi cuerpo es
como mi cuerpo, sino simplemente que el hielo es frío o que, mejor
dicho, siento algo frío. El segundo género de conocimiento remite
al intelecto o entendimiento, cuyos productos son las nociones co-
munes. No deben confundirse con las ideas universales o abstractas,
sino que son ideas que permiten conocer las propiedades comunes de
las cosas. Por último, la facultad del tercer género de conocimiento
es la intuición o ciencia intuitiva y sus productos son las ideas de las
esencias de las cosas singulares. Como las ideas del primer género de
conocimiento, las del tercero apuntan a las cosas singulares; pero a
diferencia de ellas, éstas sí permiten conocer la naturaleza del cuerpo
afectante o del cuerpo afectado por ejemplo. Son tres las ideas del
tercer género: la idea de la esencia de Dios, la idea de la esencia de mí
mismo y la idea de las esencias de las cosas. Todas estas ideas, las de los
tres géneros, son modos representativos: representan un determinado
estado de cosas, ya sean cuerpos, o ideas, y en este caso, tenemos ideas
de ideas. Pero hay otros modos del atributo Pensamiento que no son
representativos. Debemos recurrir a una tercera distinción, extrínseca
de nuevo, entre lo que las ideas son y lo que no son, pero ya dentro
del atributo pensante.
Por un lado, el alma tiene ideas propiamente dichas, que son
modos representativos, a las que corresponde un objeto. Pero por
otro, contiene afectos o sentimientos que, en estricto sentido, no re-
presentan nada. Por supuesto, un amor es inseparable de un objeto
amado, como un temor es inseparable de un objeto temido (Spinoza,
1999, II, axioma 3). Pero no por ello debemos confundir al amor con
su objeto o con la idea de ese objeto. Spinoza define al amor como
“una felicidad que acompaña la idea de una causa exterior” (III, pro-
posición 13, escolio), lo cual permite distinguir al amor, que es una

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felicidad, de la idea de la causa exterior, que es la idea del objeto y


de la causa exterior, que es el objeto. El afecto propiamente dicho es
un sentimiento, una variación de la potencia de actuar y el amor en
particular, una felicidad, es decir un aumento de la potencia. Deben
diferenciarse en este sentido las ideas, modos representativos del pen-
samiento, de los afectos o sentimientos, que no representan nada sino
que son aumentos o disminuciones de la potencia. Ahora bien, en la
medida en que todo es potencia en Spinoza, en la medida en que la
sustancia es la potencia universal, cada cosa como parte de esa sustan-
cia, es una expresión de su potencia. Cada modo finito es un grado
o intervalo de potencia y, en este sentido, también las ideas lo son.
Así, no desde esta perspectiva las ideas se distinguen de los afectos o
sentimientos, sino exclusivamente desde el punto de vista de la repre-
sentación. Por este mismo motivo, Spinoza rechaza la distinción car-
tesiana entre las ideas y los juicios. Antes de proceder a una distinción
intrínseca entre las ideas (innatas, adventicias o facticias) (Descartes,
1979: 101), Descartes distingue la idea a la cual le “conviene propia-
mente el nombre de idea”, de la volición y del juicio (99). No es el
caso en Spinoza, para quien la idea es ella misma la afirmación o la
negación de su objeto. Gracias a una teoría del conatus generalizada,
Spinoza habilita a una experiencia de la idea, a un sentir la idea.
Hemos considerado las ideas desde un punto de vista ontoló-
gico y desde un punto de vista gnoseológico. Según el primero, las
ideas se distinguen de los cuerpos y son un modo finito del atribu-
to pensante. Como tales, son una expresión parcial de la universal
potencia de pensar. A partir del segundo, las ideas se distinguen de
los sentimientos en tanto representan un objeto, afección, propiedad
común o esencia, según pertenezcan al primer, al segundo o al tercer
género de conocimiento. Pero no se distinguen de ellos ni de los jui-
cios en tanto ellas mismas son la expresión de una potencia. Como
tales, son la afirmación o la negación de su objeto.

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Tal vez ahora, gracias a estas distinciones, estemos en condicio-


nes de evaluar el estatus ontológico de la idea en Spinoza. Creemos
que, en primer lugar, con Spinoza la idea se vuelve más consistente.
Es cierto, la distinción escolástica entre la realidad formal y la reali-
dad objetiva que Descartes retoma (105) ya dirigía nuestra atención
sobre el ser de la idea, sobre la idea como ser, y no sobre su carácter
representativo o reflexivo. Por otra parte, ya Platón hacía de las Ideas
o Formas el ser más elevado, por sobre las apariencias, los cuerpos y
demás cosas del mundo sensible sujeto al devenir. En este sentido, el
tenor de realidad de la Idea platónica parece insuperable. Pero con
Spinoza la idea se hace cuerpo. En efecto, el llamado “paralelismo”
es al respecto un arma de doble filo: distingue lo inseparable tanto
como acerca lo inconfundible. Ideas y cuerpos son radicalmente dis-
tintos, existe entre ellos una diferencia que no es de grado, sino de
naturaleza. Pero, al mismo tiempo, uno y otro son la expresión de lo
mismo, tanto a nivel sustancial como a nivel modal. Tal es así, que
el vocabulario que emplea Spinoza en un caso y en otro es el mismo:
cuerpos e ideas, ambos son “modos finitos”, ambos “determinan” a
sus pares (III, proposición 2). ¿Hay una ganancia de realidad o de ser
por parte de la idea? No es del todo cierto: desde una perspectiva pla-
tónica, en donde nada es más que la Idea, en donde lo fugaz, lo eva-
nescente es el cuerpo, la afirmación no tiene sentido. ¿Hay en efecto
una ganancia de corporalidad? Se nos perdonará la expresión, que es
sin duda metafórica, y que lo último que pretende es confundir lo
distinto; pero decimos que la idea se hace cuerpo, no para quitarle
especificidad a la idea en relación al cuerpo sino, al contrario, para
devolvérsela en función de la tradición. Quizá sea más conveniente
afirmar que la idea, en Spinoza, experimenta una ganancia de consis-
tencia o tangibilidad.
En segundo lugar, la idea spinozista es más móvil o vital. Para
Descartes las ideas eran copias de las cosas, “cuadros” (1979: 109).

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Spinoza critica de forma explícita esta concepción: “las ideas no son


como pinturas mudas sobre un cuadro” (II, proposición 49). No lo
hace, sin embargo, por el hecho de que la idea tenga un carácter re-
presentativo; en este sentido, Spinoza participa plenamente del aire
de su tiempo. El Pensamiento sigue siendo una suerte de espejo uni-
versal que lo refleja todo y que se refleja incluso a sí mismo, según lo
que Martial Guéroult denomina como el “paralelismo intracogitati-
vo” (Guéroult, 1968: 64-72). El acento, en la crítica de Spinoza, no
ha de ponerse en el sustantivo “pinturas”, sino en el adjetivo “mu-
das”. Y a lo que apunta es a la rigidez, a la estabilidad de la idea carte-
siana, a su silencio. Spinoza, en cambio, quiere una idea locuaz, una
idea viva. Es por eso que anuda la idea a la volición (II, proposición
49, corolario, demostración) y el intelecto a la voluntad (II, propo-
sición 49, corolario). Si Descartes distingue a las ideas de los juicios,
Spinoza afirma la identidad de la idea con la volición, entendiendo
por volición lo que el primero entiende por juicio: afirmaciones o
negaciones. Las ideas spinozistas no son pinturas mudas sino retratos
elocuentes, llevan consigo la afirmación o negación de su objeto.
La diferencia con el primer Platón es evidente si recordamos
que las Ideas, en su caso, son y deben ser inmutables (Fedón, 78d;
Cratilo, 439c-e). Al mismo tiempo, no podemos pasar por alto las
correcciones que Platón introduce respecto de su propia teoría en el
Sofista. Curiosamente, afirma allí

que existe realmente todo aquello que posee una cierta potencia, ya
sea de actuar sobre cualquier cosa natural, ya sea de padecer, aunque
sea en grado mínimo y a causa de algo infinitamente débil, incluso si
esto ocurre una sola vez. Sostengo entonces esta fórmula para definir
las cosas que son: no son otra cosa que potencia (Sofista, 247d-e)2.

2 Se trata de una traducción privada al español de Néstor Cordero. Traduce su


propia traducción del texto griego al francés, en (Platón, 1993: 153).

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Las cosas que son, son las ideas. He aquí entonces que las For-
mas, durante tanto tiempo eternas e inmutables, se vuelven poten-
cia, capacidad de afectar y ser afectadas. Ahora bien, ¿de qué tipo
de movimiento se trata? En realidad, el término movimiento ya les
queda demasiado grande a las Ideas, pues se trata más bien de un
movimiento sin traslación, de un vibrar, de un latir. Platón, en este
sentido, no puede ser más que un antecedente de Spinoza, en donde
las ideas se mueven de verdad, afectandose unas a otras, formando
cadenas causales que constituyen un verdadero intercambio de ideas,
comercio de ideas. ¿Qué es Ética III sino el mapa del alma, con sus
avenidas principales, una verdadera física mental? Por otra parte, lo
que en Platón es una corrección ulterior, en Spinoza es la base de
su teoría del conocimiento: un cierto dinamismo en el primero, un
verdadero mecanicismo en el otro. Diremos por lo tanto que, en re-
lación a Platón o a Descartes, la idea spinozista se muestra especial-
mente móvil y vivaz.
Por último, dirijamos nuestra atención a la posición de la idea
y a su relación con el alma humana en particular. En Platón, por
más dinámicas que sean, las ideas siempre estarán en lo alto, como
dice Bergson (2003b: 38), poblando el Cielo. Cayeron con tal fuerza
que, en Descartes, se metieron dentro de la cabeza de los hombres y
perdieron su movilidad. Las ideas, ahora, se tienen: los límites de su
territorio son la corteza cerebral. En la filosofía de Spinoza, no sólo
recuperan su movilidad, sino que se vuelven tan ágiles que a veces es-
capan a los hombres. En efecto, en Spinoza, las ideas que no tenemos
gozan del mismo tenor de realidad, de la misma consistencia que las
que tenemos. Son las ideas inadecuadas, que están en Dios como no
están en nosotros, y las ideas que no conocemos, que son en Dios, en
el pensamiento, sin ser en nosotros. Diremos que las ideas bajaron a
la tierra sin humanizarse por ello. No perdieron su divinidad, porque
el pensamiento, en Spinoza, es Dios, es decir la sustancia. Pero gana-

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ron un carácter terrenal, porque si el cielo en Platón es trascendente,


en Spinoza, es inmanente. Quizá lo mejor sea decir que se naturali-
zaron: bajaron de un cielo trascendente y no se limitan a las fronteras
del alma humana, sino que habitan el atributo intelectual de Dios, es
decir la naturaleza. Transitan por el universo del pensamiento, que es
tan consistente como el de la extensión, aunque inmaterial. A veces
entran en el espíritu de un hombre, como a veces un pájaro se mete
dentro de una casa por la ventana, a veces se escapan, como el perro
a su hogar, a veces viven libres y errantes, en la infinitud del pensa-
miento, como animales salvajes.
En el sistema de la sustancia, las ideas han ganado consistencia,
pues su orden y conexión son los mismos que los del cuerpo; han
ganado movilidad o vitalidad, pues tienen la capacidad de afectar y
ser afectadas por otras ideas, en cadenas causales que se prolongan
al infinito; y han ganado terrenalidad o inmanencia, pues su caída
desde lo alto no implica un aprisionamiento en las profundidades de
la mente humana. Sin duda, por todos estos motivos, afirma Bergson
que hay en Spinoza “impulsos de intuición que resquebrajan el siste-
ma” (Bergson, 2003c: 346).

***

¿Qué es la intuición en Bergson? La intuición debe ser ante todo


distinguida de la intuición y de la intuición. Es que Bergson emplea
el mismo término para tres elementos distintos: un método, una fa-
cultad y el producto de esa facultad.
La intuición es el método de la filosofía, y retomando un léxico
spinozista, Bergson dice que consiste en percibir sub specie durationis
(2003: 176). Intuir es pensar “en durée” (30). Por un lado, la intuición
como método de la filosofía se opone al análisis como método de la
ciencia (181). La ciencia busca rivalizar con la naturaleza, dominarla,
mientras que la filosofía pretende simpatizar con ella, comprenderla.

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Por otro lado, la intuición debe asimismo diferenciarse de la percep-


ción artística, que si bien dilata nuestra percepción, mostrándonos lo
que con frecuencia no vemos al mirar, lo hace sólo en superficie. La
intuición agrega una dimensión a la percepción artística, el tiempo, y
la amplía en profundidad (175). La intuición como método es la com-
prensión temporal del tiempo, la percepción cambiante del cambio.
Como facultad, la intuición consiste en la captación inmediata
de lo singular y lo moviente, de lo esencial a todas las cosas y a cada
cosa. Desde este punto de vista, se opone a la inteligencia, que divide
y homogeniza un objeto que debe darse simultáneamente. El objeto
de la inteligencia es el espacio, la materia. El de la intuición no es un
objeto, sino un proceso, el tiempo o espíritu.
Finalmente, la intuición es el producto de la intuición como
facultad. Desde esta perspectiva se opone al concepto, como produc-
to de la inteligencia e instrumento del análisis. El concepto, con sus
límites bien precisos, encapsula lo real, lo estabiliza, lo identifica, lo
define. La intuición, al contrario, intenta dar cuenta de su carácter
heterogéneo y sucesivo, continuo y fluctuante.
Bergson dudó mucho antes de bautizar intuición a la intui-
ción (25), tantas eran las capas de sedimento con las que la historia
de la filosofía había recubierto el término. Distingamos entonces la
intuición bergsoniana de las intuiciones de la tradición. La intuición
de Bergson no es como la de Descartes, una intuición intelectual.
Dos actos cognoscitivos ofrecen las reguale cartesianas para acceder
a las cosas sin temor a equivocarse: la deducción y la intuición. Pero
ambos son actos del entendimiento. “Por intuición, entiendo […]
el concepto que la inteligencia pura y atenta forma con tanta facili-
dad y distinción que no queda absolutamente ninguna duda sobre
lo que comprendemos […]” (Descartes, 1996: 14) La definición de
la intuición, pero también los ejemplos que Descartes ofrece, por lo
general tomados de la geometría y la aritmética, permiten pensar la

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intuición como una deducción veloz. En efecto, ella no carece de


una cierta discursividad. Intuición y deducción son la bifurcación
que tiene como raíz común al entendimiento. La diferencia entre
una y otra es gradual. La intuición de Bergson, en cambio, se distin-
gue por naturaleza y no por grados del razonamiento intelectual. La
inteligencia divide, homogeneiza y estabiliza. Es en esencia práctica.
La intuición, esencialmente especulativa, capta lo indivisible y suce-
sivo. Inteligencia e intuición no son dos operaciones de una misma
facultad, sino dos facultades distintas. Bergson, como Descartes, cree
en la posibilidad de captar la cosa tal cual es; pero el segundo gracias
a una operación intelectual, el primero gracias a una facultad supra-
intelectual.
En segundo lugar, la intuición bergsoniana debe distinguirse
de la platónica (episteme o noesis): si bien ambas son una captación
inmediata, lo que capta una es eterno e inmutable, idéntico a sí, y
lo que capta la otra es temporal y cambiante, eternamente distinto
de sí. En relación a Kant, debemos decir que la intuición no capta el
fenómeno, sino lo que para Kant es la cosa en sí. En efecto, Bergson,
como Husserl, considera el criticismo como un desafío, e intentan
refundar un conocimiento absoluto. Por momentos, al leerlos, pa-
reciera que estamos ante filosofías pre-críticas. “A las cosas mismas”,
declara la consigna fenomenológica, que es igualmente válida para
Bergson, cuya intuición es una aprehensión de la esencia de cada
cosa. Debemos remitirnos más al Kant de la Crítica del juicio que
al de la Crítica de la razón pura y, en este sentido, no es curioso que
Bergson recurra al arte para señalar un ámbito en donde las cosas se
exhiben tal cual son y no mediadas por símbolos como en la ciencia.
Finalmente, la intuición bergsoniana ha de distinguirse de la spino-
zista, en tanto que la segunda es una intuición de las esencias de las
cosas singulares y la primera, para ponerlo en los mismos términos,
una intuición de las esencias singulares de las cosas. En efecto, como

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bien explica Guéroult, nada indica que, en la Ética, la ciencia intuiti-


va nos ofrezca las esencias de cada cosa, en vez de la esencia singular
de las cosas (Guéroult, 1968: 458-463). No es el caso en Bergson,
en donde la intuición se amolda a cada objeto, se mimetiza con cada
proceso.
El concepto es el producto de la inteligencia y la herramienta
de la ciencia; la intuición, la producción de la intuición como facul-
tad y el instrumento de la metafísica. La ciencia analiza la materia
y el espacio; la metafísica simpatiza con el tiempo y el espíritu. El
análisis divide, unifica y pone en simultáneo lo que la intuición des-
cubre como indivisible, plural y sucesivo. La ciencia, dice Bergson,
se aproximará indefinidamente a lo real, multiplicando perspectivas
y variando puntos de vista: nos ofrecerá siempre un conocimiento
relativo. La filosofía, en cambio, nos deposita en el interior de lo real,
proveyéndonos de un saber absoluto. Se puede traducir una novela
en cientos de lenguas, ninguna traducción nos impactará como el
original. Podremos sacar miles de fotografías de una ciudad, ejem-
plifica Bergson, pero nunca será como pasear por ella (2003: 179).
Con cuadros y pinturas comparaba Descartes las ideas, de fotografías
distingue Bergson a la intuición. Es esta diferencia la que nos permite
evaluar el primer aporte de Bergson para la construcción de un con-
cepto vitalista.
La idea, tanto en Spinoza como en Descartes, al igual que lo
que Bergson entiende por concepto, es una representación de lo real,
una copia de su objeto. Poco importa la psicología implicada, si debe
haber un estímulo sensible o no, si el cuerpo le transmite la imagen al
alma o constituye el alma un circuito “paralelo”. En todos los casos, la
idea aparece como un reflejo de lo real, copia o duplicación. La parti-
cularidad de la intuición bergsoniana es que no representa, sino que
presenta lo real, es una mímica y no una imitación. En segundo lu-
gar, con Bergson, la idea parece haberse afinado, agudizado, pues ha

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perdido todo carácter unificador o totalizador. Ya Spinoza distinguía


sus nociones comunes de las ideas abstractas o generales, pero éstas
bien eran “comunes” a todas las cosas. Nada ha quedado de esto en
Bergson, nada del concepto kantiano que subsume las intuiciones: a
cada cosa una intuición. E incluso la intuición es lo que nos permite
decir que lo que creíamos que era una cosa, en realidad, eran muchas,
fugaces, únicas, irreversibles. Por otra parte, ese carácter corpóreo o
material de la idea spinozista, su consistencia, se ve conservado en
la filosofía de Bergson. El “empirismo verdadero” es un esfuerzo por
darle a la metafísica la precisión de la ciencia y al espíritu, el color
y la textura de la materia. Hay un dualismo tanto en Spinoza como
en Bergson, de atributos en el primero, de tendencias en el segundo,
pero en ambos casos es provisorio: el primero se resuelve en la unidad
de la sustancia, el segundo en la simplicidad del élan (Jankélévitch,
1959: 174). En cierto sentido, Bergson dinamiza un sistema que ya
era dinámico, aceita un mecanicismo, lo “organiza”. Al reemplazar
las causas por procesos, hace del mecanismo universal un organismo
universal: viste esa Naturaleza de la cual Spinoza había dado sólo el
esqueleto. El resultado de ambos monismos es tanto la espirituali-
zación de la materia como, lo que aquí nos importa, la materializa-
ción del espíritu. Por eso decimos que la consistencia de las ideas se
encuentra totalmente conservada. Pero, finalmente, ese carácter que
denominamos terrenal o inmanente de las ideas, por el cual signifi-
camos que no están ni el cielo ni en la mente de los hombres exclusi-
vamente, se ha perdido, pues la intuición de Bergson es el producto
de una facultad que aparece sólo con el advenimiento del hombre
(Bergson, 2003c, cap. III).
Ganancia en movilidad o singularidad; conservación de consis-
tencia y pérdida de terrenalidad: tal es el pasaje de la idea spinozista a
la intuición de Bergson. La originalidad de ésta reposa en su carácter
no representativo. Es un heredero de ambos filósofos, Deleuze, quien

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va a agrupar todos estos caracteres en su concepto de concepto, y a


aportar por otra parte innovaciones propias.

***

En cierta medida, Diferencia y repetición puede leerse como una mo-


vilización deleuziana de Bergson contra Hegel. En efecto, Deleuze
intenta pensar un concepto de la diferencia que no requiera de un
pasaje por las nociones de negación, oposición o contradicción. Hay
una clase de diferencia que captamos con facilidad, y que constituye
un concepto indispensable para todas las operaciones prácticas de
nuestra vida cotidiana. Es el que se expresa en una proposición del
tipo “a es diferente de b”, una casa es diferente de un auto, un golpe
es diferente de una caricia; esta idea de diferencia implica de alguna
manera la idea de una negación y la idea de una exterioridad: un auto
es diferente de una casa en tanto no es una casa; una cosa es la casa,
otra el auto, lo uno no es igual o idéntico a lo otro —admitamos por
un momento que una identidad de este tipo sería posible—, por lo
tanto, son diferentes. Bergson ha dedicado buena parte de sus esfuer-
zos filosóficos a pensar otra clase de diferencia, una diferencia que
no requiera ni de la negación ni de la exterioridad, una diferencia
interior a una cosa que en cierta medida parece ser la misma. Quizá,
el caso más ilustrativo sea el del envejecimiento. Cuando una per-
sona envejece decimos que ha cambiado, que es diferente. No nos
referimos, al menos en este caso a que es otra persona: es la misma
pero diferente. Tal es la durée y todos los fenómenos que de ella de-
penden: cuantitativamente una y cualitativamente diferente. He aquí
una nueva clase de diferencia, una diferencia que no se da entre a y b
sino en el interior de a, una diferencia de a respecto de sí misma. A
la relación de oposición o negación dialéctica, Deleuze va a oponer
entonces, de manera no dialéctica, un concepto diferente de la dife-
rencia, una diferencia intrínseca y positiva.

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Ahora bien, al buscar un nuevo concepto de la diferencia, un


concepto que no la subordine a la negación, a la oposición, Deleuze
va a dar al mismo tiempo con un nuevo concepto de concepto. Para
crear un nuevo concepto de la diferencia, hay que crear un concep-
to diferente de concepto, esto es, un concepto que pueda él mismo
llevar la diferencia, cargar con la diferencia. Eso que es diferente de
sí, también es el concepto mismo. Así, mientras Deleuze descarta
las concepciones de la diferencia que pueda ofrecer la historia de la
filosofía, como Platón con las Ideas o Aristóteles con los géneros y
especies, porque siempre subordinan la diferencia a la identidad o
mismidad, inventa un nuevo concepto, distinto de la Idea, del géne-
ro, de la especie, pues lejos de ser idéntico a sí, lleva en sí mismo la
diferencia. Es por este motivo que creemos que Deleuze conserva una
propiedad de la intuición bergsoniana, la singularidad. Las divergen-
cias en el léxico no deben despistarnos. Lo que muchas veces Deleuze
llama idea en Diferencia y repetición, es lo que llamará concepto en
¿Qué es la filosofía?, y no corresponde al concepto bergsoniano, sino al
contrario, a la intuición. Sin embargo, en sus declaraciones explícitas,
Deleuze no atribuye este descubrimiento a Bergson, sino a Leibniz
y a los teóricos del concetto: “el concepto no es un simple ser lógico,
sino un ser metafísico; no es una generalidad o una universalidad,
sino un individuo” (Deleuze, 1988: 56).
La cita anterior, proveniente de El pliegue, muestra en segundo
lugar que Deleuze permanece bergsoniano en relación a la represen-
tatividad o no representatividad del concepto. “No es un ser lógico,
sino un ser metafísico”. Por un lado, esto significa que es un indivi-
duo, una singularidad, un particular, pero también desvía nuestra
atención de la pretendida capacidad representativa del concepto, de
orden lógico, a su plena existencia como ser en sí. Es que, en efecto, el
concepto deleuziano no refiere a nada más que a sí mismo, no repre-
senta nada sino que se presenta él mismo: “el concepto se define por

132
Los  conceptos  y  las  cosas

su consistencia, endo-consistencia y exo-consistencia, pero no tiene


referencia: es autoreferencial, se plantea a sí mismo y plantea su obje-
to, al mismo tiempo que es creado” (Deleuze y Guattari, 1991: 27)3.
La endo-consistencia remite a la conexión interna de los elementos
que componen al concepto; la exo-consistencia, a la conexión externa
del concepto con otros conceptos. Poco importan estas precisiones
aquí, pues con la noción general de consistencia Deleuze quiere re-
dirigir la atención del objeto del concepto al concepto mismo, de su
pretendida representatividad a su presencia. El concepto deleuziano
entonces, como la intuición bergsoniana pero a diferencia de la idea
spinozista, no representa a nada más que a sí mismo. O mejor, ni
siquiera consigo mismo está en una relación de representación, sino
de plena afirmación.
Ahora bien, en tercer lugar, la noción deleuziana de concep-
to recupera una característica de la idea spinozista que la intuición
bergsoniana había perdido: su terrenalidad o inmanencia. Vimos
que la intuición bergsoniana, como la idea cartesiana, estaba, por
así decirlo, encerrada en la cabeza de los hombres. Sin devolvernos
a la trascendencia de la Idea platónica, Deleuze vuelve a conferirle
al concepto una terrenalidad no humana, la capacidad de transitar
por el mundo sin entrar necesariamente en conexión con la cabeza
de los hombres. En efecto, si bien Deleuze insiste en que la filosofía
es la actividad que crea conceptos, se cuida de no hacer depender
esta creación de un autor entendido como un sujeto, res cogitans, en
total dominio de sí que un buen día se determina voluntariamente
a crear conceptos. Es allí donde interviene la teoría del personaje
conceptual. El personaje conceptual es una suerte de heterónimo del
filósofo por medio del cual éste crea sus conceptos. Remite a la cuarta

3 El verbo que traducimos por plantear es poser. En francés, poser significa literal-
mente ‘apoyar’, lo cual en este caso le da un sentido mucho más material al concep-
to, que el verbo plantear no logra traducir.

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Axel  Cherniavsky

persona del singular de Blanchot y funciona como el on impersonal


del que dispone la lengua francesa. Del concepto deberemos decir
que crea o se crea de la misma manera que decimos llueve (Deleuze y
Guattari, 1991: 62-63). Ahora bien, la creación del concepto podría
estar en manos de un sujeto desposeído que no por ello sería menos
un sujeto. El concepto bajaría a tierra por una especie de pararrayos,
pero ese pararrayos seguiría siendo un hombre. Por eso debemos re-
mitirnos a lo que dice Deleuze de las creaciones artísticas en general
y luego trasladarlo al arte filosófico. Las producciones del arte son
los afectos y perceptos. Deleuze utiliza estas palabras para distinguir
lo que quiere decir de las afecciones y percepciones. “Los perceptos
ya no son percepciones, son independientes de un estado de los que
los experimentan; los afectos ya no son sentimientos o afecciones,
desbordan la fuerza de esos que pasan por ellos. Las sensaciones, per-
ceptos y afectos, son seres que valen por sí mismos y exceden toda
vivencia.” (Deleuze y Guattari, 1991: 154).4 De hecho, el objetivo
del arte es extraer el percepto a la percepción y el afecto a la afección.
El artista debe lograr que una tristeza flote en el aire, entre la obra, el
artista y el espectador, independiente de los tres, capaz de atravesar
las fronteras del triángulo. Quizá por eso la música, tan movediza y
tan invisible, tan volátil y tan incorpórea a los ojos de los hombres,
sea en tantas ocasiones el caso límite de las reflexiones de Deleuze
sobre el arte. De todos modos, es esto mismo lo que debemos pensar
del concepto. Terreno e inhumano, encuentra a los hombres pero
también todo lo demás que los hombres encuentran, y tal vez incluso
cosas que no.
Por último, ahora sí en una línea que une los nombres de Spi-
noza, Bergson y Deleuze, este último le confiere al concepto una
plena realidad que más que nunca querremos llamar materialidad o
corporalidad. Al igual que sus predecesores no duda en admitir un
4 El subrayado es del original.

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Los  conceptos  y  las  cosas

ámbito distinto del de la materia y los cuerpos que llamará virtual.


En efecto, lo virtual debe ser alineado con el atributo pensamiento
de Spinoza y con el espíritu de Bergson. Pero al igual que sus prede-
cesores, Deleuze estará en lucha constante con un dualismo radical
e intentará por todos los medios fundir sin confundir este ámbito
con el de los cuerpos, el de la materia, que Deleuze llama actual.5 Por
eso, utilizando la frase de Proust dirá de lo virtual que es “real sin ser
actual” y, comentando a Spinoza, podrá afirmar “cuanto más mate-
mático, más concreto”.6 Ahora bien, desde el punto de vista lexical
existe una diferencia importante entre Deleuze y Bergson, que en
realidad es indicio de una diferencia más importante, de un movi-
miento de radicalización. A la hora de escribir o de hablar, Bergson
se encuentra con un problema discursivo que podría expresarse así:
¿cómo expresar el tiempo o el espíritu que es cambiante y sucesivo
con una lengua que es homogénea y simultánea? Bergson entiende
que esa lengua admite luego expresiones disímiles: la de la ciencia,
la del sentido común, en síntesis, la del espacio, que nunca podrá
expresar las verdades de la intuición, y la de los poetas, la de los
novelistas, la del arte, que estará mucho más cerca de lograrlo. El
discurso filosófico deberá ser entonces, en alguna medida, poético
para expresar los descubrimientos de la metafísica. Y es así que, tan-
to Bergson como sus comentaristas, constatan el poder y la utilidad
de la metáfora. Por un lado Bergson va a separar y reservar algunos
términos para el ámbito espiritual (heterogéneo, continuo, ligero…) y
otros para el espacial (homogéneo, divisible, pesado…); y por otro, va
5 Esta consideración del espíritu en términos materialistas condujo a ciertos co-
mentadores a expresarse, no sin timidez, sin introducir las palabras que el filósofo
evitó, en términos de una materialidad de lo virtual (Alliez, 1998: 49) o de una
materialidad incorpórea (Foucault, 1994: 947).
6 Es la clase consagrada a Spinoza en la Universidad de Vincennes, el 24 de ene-
ro de 1978. Disponible en el webdeleuze: http://www.webdeleuze.com/php/texte.
php?cle=11&groupe=Spinoza&langue=1.

135
Axel  Cherniavsky

a utilizar distintas metáforas para expresar la durée (la musical es las


más célebre de todas). A diferencia de Bergson, Deleuze, cuando ten-
ga que expresar la naturaleza del acontecimiento por ejemplo, o de
algún fenómeno virtual, se referirá a él como una temperatura, una
velocidad un color, una intensidad. Los términos no podrían ser más
materiales: todos tienen su origen en la física o en la óptica. Y como
si fuese poco, Deleuze va a insistir en que no se trata de metáforas.
Sin duda, un autor y otro entienden de manera distinta la metáfora.
Para Deleuze, la metáfora remite a lo imaginario, a lo irreal, y tiene
en tal caso el defecto de quitarle realidad a eso que más la necesita.
Este es el motivo por el que Deleuze elige el vocabulario más material
posible para hablar del espíritu, más físico posible para hablar de la
metafísica: para fundir sin confundir. En efecto, es la confusión del
principiante el riesgo de esta expresión, pero la máxima concreción
de lo espiritual, su mérito. Después de todo, “la geografía también
es mental” (Deleuze y Guattari, 1991: 91). Deleuze se ubica así en
un linaje que podemos llamar materialismo espiritual, y que después
de todo no es más que la proyección en un plano ontológico de lo
que él mismo llama empirismo trascendental. Esta pertenencia es la
que nos permite afirmar que conserva y radicaliza la consistencia del
concepto hasta el punto de prácticamente dotarlo de, ahora sí, una
cierta corporalidad.
Resulta de la yuxtaposición de las características enumeradas,
una exhaustiva descripción del concepto en el capítulo primero de
¿Qué es la filosofía? “El concepto se define por la inseparabilidad de
un número finito de componentes heterogéneos recorridos por un
punto en sobrevuelo absoluto, a velocidad infinita” (26). Ante todo,
el concepto no es simple sino complejo, se compone por una mul-
tiplicidad de elementos, sus componentes. Un concepto puede per-
der componentes, ganar componentes y quizá hasta, con el correr
del tiempo, reemplazar todos sus componentes. La movilidad de

136
Los  conceptos  y  las  cosas

los componentes del concepto define su historia. Ahora bien, estos


componentes son “heterogéneos”, diferentes entre sí y, sin embar-
go, “inseparables”. Se funden sin confundirse. Por eso, además de
una historia, el concepto tiene un devenir. Muchas veces, como en
el devenir-animal por ejemplo, el devenir no consiste en un proce-
so temporal, sino en una alianza espacial no recíproca de elementos
heterogéneos. Tal es el caso con el concepto. El devenir concierne a
la alianza de sus componentes, la endo-consistencia del concepto. El
concepto, posee luego una exo-consistencia, que es la conexión que
entabla con otros conceptos. La exo-consistencia es la estructura del
sistema filosófico, una multiplicidad de conceptos. Es importante en-
tender que no es un nexo lógico ni cronológico, sino una relación no
siempre lógica que los conceptos entablan en el espacio filosófico. El
concepto, en cuarto lugar, es “el punto de condensación o de acumu-
lación de sus propios componentes” (1991: 25). Sin ser una unidad
o una totalidad, sin ser pensado como un organismo, el concepto es
una multiplicidad, múltiple y una, una multiplicidad cuya unidad no
es más que la conexión, el “sobrevuelo a una velocidad infinita” de sus
componentes. Velocidad o condensación, es de naturaleza virtual: es
lo que de Deleuze entiende por velocidad infinita. Ninguna veloci-
dad es infinita en el ámbito material: un cuerpo puede viajar rápido,
muy rápido, increíblemente rápido, pero sólo el pensamiento alcanza
una velocidad infinita, una velocidad que, por ser infinita, no es es-
trictamente una velocidad. “El concepto es un incorpóreo” (26). Para
terminar, “el concepto no es discursivo” (27), no es una proposición.
La proposición tiene como objeto un estado de cosas, un referente,
mientras que el concepto no refiere a nada más que a sí mismo.
Spinozista y bergsoniano, Deleuze agrupa y a veces exacerba
las características previas: consistencia o materialidad, inmanencia
o terrenalidad, singularidad o movilidad, no representatividad. Pero
si Deleuze sostiene que la filosofía es creación de conceptos, debe

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Axel  Cherniavsky

ser ante todo deleuziano y es su propio deleuzianismo lo que debe


decidir cómo hacer funcionar la historia de la filosofía. Lo cual nos
conduce a la determinación del aporte irreduciblemente deleuziano
a la constitución de un concepto vitalista: la funcionalidad. Un libro
de filosofía, para Deleuze, es una herramienta, un instrumento, una
máquina; ante todo, debe funcionar (Deleuze y Guattari, 1980: 10).
Una filosofía debe funcionar y, por lo tanto, sus componentes, los
conceptos, deben funcionar, servir, deben ser útiles, eficaces, resis-
tentes. Como todo instrumento, deben servir para hacer algo con
algo que no es él mismo, debe ajustar algo, cortar algo, pegar algo.
Por eso insiste tanto Deleuze sobre la conexión de la filosofía con los
otros ámbitos, ciencia o arte, en la aptitud de la filosofía para ofrecer
el concepto de una función o de una sensación (Deleuze y Guattari,
1991: 188). El concepto debe ser una cosa entre las cosas, herra-
mienta entre las herramientas y, como tal, su naturaleza es eminente-
mente práctica o, más que práctica, funcional. “Podríamos decir que
las otras filosofías se ocupan de las cuestiones del mundo, de todo
tipo de cuestiones, mientras que esta no se ocupa estrictamente de
nada: no juzga ni transforma el mundo, lo efectúa de otra manera,
como universo virtual de los conceptos” (Nancy, 1998: 119). Tal es
la vuelta de tuerca entre un mecanicismo como el de Spinoza y un
maquinismo como el de Deleuze que nos lleva bien lejos de la vida
contemplativa aristotélica y que nos hace pasar de una experiencia de
la eternidad a una experiencia de lo intempestivo, de la divinidad a la
tierra y por último a la mundanidad.

***

El monismo de Spinoza, de Bergson y de Deleuze realiza un esfuerzo


por fundir en un único plano, sustancia o tendencia, el alma y el
cuerpo. El concepto filosófico es arrastrado por el mismo movimien-
to. Recibe así un tenor de realidad, una carga ontológica que deno-

138
Los  conceptos  y  las  cosas

minamos consistencia. Existían antecedentes de ello en la Idea pla-


tónica o en la realidad formal escolástica. Pero nada parecido a una
velocidad, una intensidad o una textura del concepto, adjetivación
propia a Deleuze pero que no hace más que exacerbar una operación
que comienza con Spinoza. Por otra parte, la Idea platónica planeaba
en los cielos. El concepto vitalista, satánico o adánico, ha descendido
desde lo alto para transitar la superficie terrestre. Singular, único e
irremplazable, ha ido conquistando los atributos que otrora le co-
rrespondían al hombre, al sujeto, al ser humano, para luego liberarse
incluso de las coordenadas personológicas y subjetivas para adquirir
las propias. Flujo y no reflejo, presencia y no representación, el con-
cepto ha devenido cosa entre las cosas, útil entre los útiles, habitante
del mundo y engranaje de la vida.
Resignar el carácter representativo del concepto presenta dos
ventajas de orden metafilosófico. En primer lugar, el concepto se
vuelve autónomo. Al dejar de asumir la responsabilidad de represen-
tar contenidos ajenos, la filosofía no debe responder más que por sí
misma. Ni clarificación de un enigmático lenguaje artístico, ni refi-
namiento de reclamos de clase, la filosofía podría atender sus propios
problemas.
En efecto, este movimiento va de la mano con la resignificación
de la figura del intelectual. Tanto para Deleuze como para Foucault
(Deleuze, 2002: 290), el intelectual contemporáneo ya no se consti-
tuye, como en la época de Sartre, como el portavoz de una clase in-
capaz de expresar sus propios reclamos; sólo lleva la misma lucha en
otro terreno, pues la fuerza que se enfrenta presenta muchas formas
y se despliega en distintos terrenos. Al mismo tiempo, en segundo
lugar, el resto de las actividades ganan en dignidad cuando el con-
cepto filosófico ya no pretende estar en el lugar de otra cosa. Ciencia
madre, árbol de la sabiduría u ontología fundamental, de Aristóteles
a Heidegger la filosofía se autoasignó el privilegio de fundamentar

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las ciencias o de explicar al arte, cuando las primeras no necesitan


fundamentación y el segundo no necesita explicación. Al no hablar
el concepto más que de sí mismo, no es sólo que la filosofía gana en
humildad, sino que a la vez el resto de las disciplinas conquistan su
especificidad, su singularidad.7
¿Es sin embargo correcto afirmar que el concepto habla de sí
mismo? Resignada su función representativa, parece imposible soste-
ner que hable de cualquier cosa. ¿Y en qué medida podrá afirmarse
que dos filósofos hablan de lo mismo? En efecto, abandonar la repre-
sentatividad del concepto implica una redefinición de los objetivos
de la filosofía. Por un lado, ya no se esperarán de ella explicaciones,
sino acciones. En cuanto a la comunicación, será reemplazada por
la creación. Las preguntas mismas cambiarán de valor: ¿cómo ha-
brían de comunicar dos filósofos si son dos seres empeñados en crear
conceptos? En otras palabras, ¿para qué hacer filosofía si podemos
comunicar, es decir, si consideramos que un determinado andamia-
je conceptual es suficiente y adecuado para resolver los problemas
planteados? La filosofía, al contrario, comenzaría allí donde termina
la comunicación, allí donde nuevos conceptos —nuevas herramien-
tas— sean necesarios. En el fondo, una concepción performativista
del concepto aspira a una mayor injerencia de la filosofía en el mun-
do, a una verdadera intervención, a una real inserción. Incluso habría
que definir la explicación antes de resignarla y hacer de la representa-
ción su condición. En efecto, si admitimos que el concepto tiene una
función constituyente de lo real, que su acción consiste, entre otras

7
No por ello debemos deducir que las disciplinas se cierran sobre sí mismas y que
se vuelve imposible sostener un discurso filosófico sobre el arte o la ciencia. Pero
es cierto que deben reformularse tanto la epistemología como la estética dentro de
los límites de la nueva metafilosofía. Deleuze y Guattari, por ejemplo, les asignarán
la función de crear conceptos de afectos o conceptos de funciones respectivamente
(Deleuze y Guattari, 1991, p. 188).

140
Los  conceptos  y  las  cosas

cosas, en constituir la experiencia, al menos recibe ya una función


epistémica. Es cierto que el mundo contemporáneo presenta formas,
tal vez no más eficaces, pero más inmediatas y veloces de constituir
de lo real. A nuestro juicio, esta es la primera dificultad que afronta
una metafilosofía pragmatista. Desde el momento en que el concepto
ya no habla por muchos y ni siquiera por algunos, desde el momento
que no habla, sino que sólo actúa por sí, ¿cómo enfrentará el aluvión
de imágenes y la tormenta de sonidos que confeccionan nuestra ac-
tualidad?, de manera microfísica o molecular, podríamos pensar con
Guattari (1977: 14, 26 y 36). El concepto operará secretamente en
nuestras maneras de pensar y su eficacia será la de una milicia incor-
pórea. Tal vez por eso devenga necesaria una alianza con otras fuerzas,
una colaboración entre las disciplinas, los grupos, un esfuerzo colec-
tivo para alcanzar una constitución multidimensional de lo real.

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