Ateismo en Perspectiva
Ateismo en Perspectiva
Ateismo en Perspectiva
Mayo de 2020
ISBN 978-620-0-39321-0
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Una versión preliminar de este texto fue publicada en Revista Chilena de Semiótica N° 12. Diciembre de
2019. www.revistachilenasemiotica.cl/numero-12/
Todos respiramos el aire a través de la boca y la nariz
y también todos comemos con ayuda de las manos.
Antifón
Según la extensión completa del mundo nuestro, la patria de todos es
la tierra entera y un único mundo es la morada de todos.
Diógenes de Enoanda
Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo
mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indaga cada uno la verdad?
Símaco
No me causa perjuicio alguno que mi vecino diga que existen veinte Dioses
o que no existe ningún Dios. Ni me roba ni me rompe una pierna.
Thomas Jefferson
Que cada cual especule a su manera con tal de que sus
fantasías no le lleven a hacer daño a los demás.
Barón de Holbach
¿Qué importa lo que está entre nosotros?
¿Qué importa el número de años o de siglos que nos separan?
Walt Whitman
La religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para
la verdadera fe: en ese sentido, el ateísmo es una purificación.
Simone Weil
No me cansaré de repetir que lo que más une a los
hombres unos con otros son nuestras discordias.
Miguel de Unamuno
En todas las grandes cuestiones morales, creer o no creer
en Dios, no cambia en nada lo fundamental.
André Comte-Sponville
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ÍNDICE
I. Presentación |5
II. La presencia del ateísmo |6
III. Ateísmo y agnosticismo |12
IV. Los nombres del ateísmo |18
V. El primer discurso ateo |25
VI. Distancia y colaboración |31
VII. El ejercicio de la sospecha |37
VIII. Una espiritualidad sin Dios |43
Bibliografía |49
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I. PRESENTACIÓN
El ateísmo equivale a una noción amplia para designar una posición
intelectual, una situación existencial y una opción de conciencia, a
partir de negar la existencia de un Dios o unos Dioses. Una negación
entrelazada con otras dos: negar cualquier forma de trascendencia y,
precisamente por ello, negar también las formas más grandiosas del
dualismo. Teniendo en cuenta la fuerte tradición teísta Occidental, el
ateísmo debe entenderse como expresión de una resuelta libertad
intelectual y autonomía personal. Así, un ateo es quien opta por
afrontar las exigencias de la vida a partir de sus propios recursos de
pensamiento.
Históricamente las palabras “ateo” y “ateísmo” han evolucionado en
el marco de las religiones monoteístas, y por esta razón se han
utilizado con un marcado perfil infamante. Si bien ingresaron
tardíamente en las lenguas europeas modernas, y sólo comenzaron a
utilizarse en forma habitual hacia el siglo XVIII, su origen griego es muy
antiguo.
En síntesis, después de un recorrido sinuoso, en cierto momento ha
comenzado una activa reflexión atea con múltiples manifestaciones.
Una reflexión ilustrada y con un fuerte sentido ético, desplegada en
especial en dos dimensiones: como ejercicio de la sospecha y como
construcción de una espiritualidad sin Dios.
Otro aspecto significativo está dado por las notables convergencias
ocurridas en distintos intercambios entre descreídos y creyentes: una
alentadora demostración de tolerancia. En todos estos encuentros, sin
excepción, los elementos de coincidencia y acuerdo han sido mayores
que las diferencias insalvables. Cuestión que parece indicar que el
asunto fundamental se resuelve en la aceptación de las diferencias, la
valoración de la diversidad y la crítica, y finalmente la convivencia.
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II. LA PRESENCIA DEL ATEÍSMO
Dios como símbolo, como imagen, como presencia, imaginada o real, ha
configurado la vida social por siglos. La idea de Dios (también de los Dioses o
determinada concepción de una fuerza superior), resulta fundamental para
comprender muchos aspectos de la cultura.
En la actualidad la tendencia ha sido llevar el pensamiento crítico a sus límites.
Hay fuertes cuestionamientos que alcanzan a las iglesias y a la misma existencia
de Dios. Nunca como en los tiempos que corren se desplegó con tanta fuerza el
agnosticismo, y todavía más el ateísmo. Ciertamente esto no ha surgido de la
nada, sino de un proceso largo, entre cortado, con distintos momentos y grados
de profundidad. Este fenómeno tiene tal intensidad, que hay autores que se
preguntan si podrá sobrevivir la idea de Dios o si realmente tiene futuro
(Armstrong, 1995: Capítulo 11).
Siempre hubo agnosticismo, siempre hubo dudas razonadas y razonables, pero no
siempre la duda se trasformó en convicciones tan extendidas: la pérdida de
credibilidad de los monoteísmos y la fuerza del ateísmo en el siglo XXI, son hechos
indesmentibles. Es legítimo preguntarse si este diagnóstico es correcto. En tal
caso, ¿de qué manera y en qué profundidad? Por último, ¿qué hay detrás de estos
hechos, cualquiera sea su intensidad?
Una reflexión sobre el fenómeno del ateísmo es, por tanto, pertinente, incluso
aceptando las dificultades que surgen al intentar aislarlo como objeto de
pensamiento.
El ateísmo equivale a una noción amplia para designar una posición intelectual, al
mismo tiempo una situación existencial y una opción de conciencia, consistente
en negar la existencia de un Dios o unos Dioses. En los hechos, por esta razón, el
ateísmo se constituye como una contrafigura del teísmo. Ser ateo (a-theos)
significa “ser sin Dios”. Es declarar falso el enunciado “Dios existe”. Un
posicionamiento profano, inmanente, secularizado, que por extensión implica la
negación de cualquier poder sobrenatural. Negación radical, con frecuencia
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razonado y crítico” (2016: 137). Tiene conciencia, sin embargo, que se trata de un
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37). Tal vez como expresión de una preocupación creciente, ese mismo año
Jerónimo Gracián de la Madre de Dios escribe sus Diez lamentaciones del
miserable estado de los ateístas de nuestro tiempo (www.cervantesvirtual.com).
Este dato coincide con el que proporciona Ferrater Mora con un pequeño desfase
temporal: “El nombre mismo ‘ateísmo’ surgió sólo a fines del siglo XVI” (2004:
259).
Notablemente polisémica, desde su origen, la denominación “ateo” (o ateísta)
aparece confundida con significados como incrédulo, escéptico, anti clerical,
materialista, luterano, anglicano, epicúreo, secularista, libertino, librepensador,
maquiavélico o bárbaro (Navarra, 2016: 37). A su turno Gracián aporta con
generosidad: blasfemos, carnales, hipócritas y desalmados. Siglos después, el cura
franciscano Eduardo Rosales, respetuoso de la misma tradición, habla de vividores
que rechazan todo freno moral, dominados por el veneno de una ideología
asociada al poder de las tinieblas (1970). Calificaciones, todas ellas, que
ciertamente son más bien descalificaciones, y que se mantienen con ocasionales
cambios de ropaje.
Contemporáneamente Michel Onfray escribe: “Persiste la idea del ateo inmoral,
amoral, sin fe ni ética” (2006: 65). La palabra, agrega el autor, sirve para nombrar
a cualquiera que se desmarca de la ortodoxia y “para censurar, para condenar,
para insultar, no para calificar adecuadamente un pensamiento” (2010: 176).
Un ambiente, el de Covarrubias y Gracián, en que ciertamente la motivación
central era identificar al ateo, rechazarlo y reducirlo. No podía aceptarse a quien
se mostraba incrédulo o simplemente indócil, debido a las complicaciones que
ello termina acarreando para un buen ejercicio del poder. Era menos un problema
de definir que de estigmatizar. Con todo, los vínculos del ateísmo con el
escepticismo, el materialismo y la secularización están justificados, y deben ser
tenidos en cuenta.
Este vínculo entre ateísmo y estigma se puede verificar desde el comienzo. La
estigmatización del “otro” cuando es diferente, es un fenómeno habitual en la
historia, y su aparición reiterada no debería sorprender. Michael Martin recuerda:
“Griegos y romanos, paganos y cristianos, descubrieron rápidamente que
resultaba muy útil poner la etiqueta de ‘ateo’ a sus adversarios. Puede que la
invención del ateísmo abriera una nueva vía hacia la libertad intelectual, pero
también permitió definir a los adversarios de forma novedosa” (2010: 22). La
designación “ateo”, con su carga infamante, se ha usado históricamente según
conveniencia. Desde cualquier perspectiva, el otro puede ser ateo si sus Dioses
son distintos. Justino de Roma, cristiano convencido, se lamentaba a comienzos
del siglo II: “Nos tratan como ateos” (Citado en Ferry y Jerphagnon, 2010: 27).
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subrepticios por algunos países de Europa en los siglos XVI y XVII, hasta que
adquiere carta de ciudadanía intelectual con la Enciclopedia francesa publicada
desde 1751, que le dedica dos extensas entradas. Convertida entonces en un
campo temático cada vez con un perfil más definido, Voltaire la incluye en su
Diccionario filosófico de 1764, y al final del siglo cuando Sylvain Maréchal publica
su Diccionario de ateos, ya se hace inocultable.
Con seguridad, después del XVIII se despliega una activa reflexión atea verificable
en numerosas publicaciones, que en ciertos casos ponen a la vista autores de
buenas credenciales intelectuales. Una reflexión mayormente ilustrada, de tono
materialista, con un evidente contenido escéptico y un fuerte sentido ético. Un
despliegue múltiple, disperso sin duda, pero en donde se pueden reconocer dos
dimensiones salientes: el ejercicio de la sospecha y la construcción de una
espiritualidad sin Dios.
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III. ATEÍSMO Y AGNOSTICISMO
En efecto, la palabra ateo viene del griego. Una de las particularidades de esta
lengua es que utilizó una letra para quitar o negar sentido, para invertir los
significados. Es la llamada “alfa privativa”, capaz de indicar carencia o negación
según el caso. En castellano el empleo de este prefijo quedó fijado en algunas
palabras como aporía, afonía, analgésico, agrafía o apnea. La especialista Andrea
Marcolongo nos dice que ninguna lengua ha recurrido a un instrumento tan
simple, y a la vez tan definido, para alterar el significado de casi cualquier palabra
(2017: 158-9).
Surge así la palabra a-theos, que con seguridad era conocida en Atenas en el siglo
V aC. Sabemos de algunas acusaciones de contenido religioso, atravesadas
siempre por cuestiones políticas. La primera dirigida contra Aspasia, profesora de
retórica y compañera del gobernante Pericles. Después vendrían Anaxágoras,
Protágoras y Aristóteles. La más célebre, sin embargo, fue contra Sócrates en el
año 399 aC. Según el testimonio de Platón la acusación contra el viejo maestro
dice: “Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses
en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades” (Apología, 24b). Al margen de
que el mismo Sócrates rechaza la acusación, y niega la condición de ateo que se le
atribuye (26c), es preciso tener en cuenta que la palabra utilizada es asébeia, cuya
traducción es impiedad o falta de respeto por los dioses. La ley en Atenas
prescribía respetar a los Dioses y participar en las celebraciones oficiales del culto.
Con este antecedente Meleto se las arregla para presentar una acusación ante el
arconte rey, respaldada por Ánito y Licón. Sócrates es llevado a juicio y
condenado. Debido a que las fuentes documentales son escasas y al sesgo que
presumiblemente introduce Platón, el principal informante, se han desatado
numerosas discusiones. De cualquier modo, algunos especialistas coinciden en
señalar que asébeia y ateísmo responden finalmente al mismo significado (Snell,
2008: 60 ss.).
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que los dioses son chatos y negros y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo
rubio”. “Si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y fueran capaces
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de pintar con ellas y de hacer figuras como los hombres, los caballos dibujarían las
imágenes de los dioses semejantes a las de los caballos y los bueyes semejantes a
las de los bueyes y harían sus cuerpos tal cada uno tiene el suyo, (Kirk y otros,
1987: 248). “Ningún hombre conoció ni conocerá nunca la verdad sobre los dioses
y sobre cuantas cosas digo; pues, aun cuando por azar resultara que dice la verdad
completa, sin embargo, no lo sabe. Sobre todas las cosas (o sobre todos los
hombres) no hay más que opinión” (Kirk y otros, 1987: 262).
En el siglo siguiente, el sofista Protágoras, reconocido por Platón en su diálogo
homónimo, y que de acuerdo al testimonio de Eusebio ganó fama de ateo, dejó
un fragmento de su libro Sobre los Dioses, perdido infortunadamente: “Sobre los
dioses no puedo saber ni si existen ni que no existen (ni, respecto a su forma,
cómo son). Pues muchas cosas que me impiden saberlo, tanto la oscuridad como
la vida del hombre que es breve” (Solana, 2013: 111). Antes de Protágoras, el
poeta Simónides había recurrido a una formula semejante. Frente a una pregunta
sobre la naturaleza de la divinidad, respondió: “Cuanto más tiempo considero el
problema, tanto más oscuro se me ofrece” (Citado en Murcia Ortuño, 2015: 139).
También en el siglo V aC, otro sofista de nombre Critias ensaya una interpretación
sociológica sobre la religión y los Dioses, que mantiene un aire bastante actual:
“Hubo un tiempo, en que era desordenada la vida humana y salvaje y sierva de la
fuerza, cuando ni había premio para los buenos ni tampoco castigo para los
malos. Entonces, creo yo, los hombres promulgaron leyes punitivas para que la
justicia fuera señora de todos por igual y esclavizara la insolencia. Recibía castigo
si alguien delinquía. Y como las leyes les impedían cometer delitos con violencia,
pero los hacían a escondidas, entonces, creo yo, algún prudente y sabio varón
concibió por primera vez la idea de inventar el temor a los dioses, para que los
malos tuviesen motivo de temor, si a escondidas hacían, decían o maquinaban
alguna acción. Entonces introdujo la divinidad: que existe un espíritu floreciente
de vida inmortal, que oye y ve con el pensamiento, piensa y domina todo,
portador de la naturaleza divina, que oirá todo lo dicho entre los mortales, y lo
realizado capaz de verlo todo. Si en silencio maquinas alguna maldad, ésa no
escapará a los dioses, pues en ellos reside el pensar. Exponiendo estas doctrinas
introdujo la mejor de las enseñanzas ocultando la verdad con engañoso discurso.
Decía que los dioses fijaban su morada allí donde podía provocar mayor terror los
hombres, en el lugar del que sabía que nacen los miedos de los mortales y las
angustias de su miserable vida en la bóveda celeste, donde veía relámpagos,
terribles fragores del trueno, el rostro estrellado del cielo, hermoso bordado de
Cronos, artífice sabio, donde discurre la incandescente maza reluciente del sol y
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de donde húmeda lluvia cae a la tierra. Arropó a los hombres con tales temores:
con ellos fundó, mediante este bello discurso la divinidad y en conveniente
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morada, y la anomia se extinguió con las leyes. (…) Así, por primera vez, creo que
alguien persuadió a los mortales a creer que existe el linaje de los dioses” (Solana,
2013: 414-16).
Sería forzar demasiado la interpretación, si dijésemos que en estos fragmentos
hay alguna forma de ateísmo. Por cierto, se expresan dudas, se advierte un
resuelto sentido crítico, una distancia, y un evidente escepticismo, pero los Dioses
no han sido desalojados.
Una reflexión de contenido escéptico no es extraña en el mundo griego, como
tampoco lo es en cualquier genuina actividad intelectual. Escepticismo remite a
una raíz griega, y en sentido amplio significa mirar atentamente, reflexionar o
indagar. Escéptico es el que duda, investiga y se resiste a hacer afirmaciones sobre
la verdad de las cosas. Siempre empujados por la curiosidad, los escépticos se
mantienen buscando, y no se contentan con recorrer los caminos trillados.
No hay conflicto en reconocer aquí un escepticismo fuerte. Lo fundamental, sin
embargo, es que estos pasajes son una buena muestra de agnosticismo antes de
la aparición del concepto. En efecto, porque sólo fue acuñado a mediados del
siglo XIX por el biólogo inglés Thomas Huxley, quien confiesa que surgió en su
mente como una oposición al gnosticismo (grupo cristiano del siglo II depositario
de una pretendida verdad indudable). Su antecedente más antiguo está en el
griego agnostos, que nombra lo desconocido o lo incognoscible. Huxley se definió
como agnóstico para marcar una diferencia con otros conceptos de uso habitual
como ateo, teísta, panteísta, materialista, idealista o librepensador. Con este
neologismo su propósito era nombrar su propio pensamiento científico más
cercano al evolucionismo (Velarde, 2015).
Agnosticismo corresponde literalmente a una posición conforme a la cual no se
sabe o no se pretende saber, y consecuentemente debe entenderse en
contraposición con las doctrinas que pretenden saber más de lo que permite la
razón. Un agnóstico es respetuoso de los límites del conocimiento y procura no
hacer afirmaciones sin evidencias. Por tanto, no se opone al saber, sino a la
pretensión de saber. Contemporáneo de Huxley, el escritor Leslie Stephen decía
que “el agnóstico es quien afirma que la esfera de la inteligencia humana tiene
límites” (2012: 159).
El agnosticismo, si bien está emparentado con el escepticismo, es básicamente un
racionalismo, y por ello Huxley lo utiliza principalmente en referencia a la ciencia,
atendiendo al hecho de que el rol del científico por definición implica renunciar a
la idea de una verdad absoluta. Con todo, invariablemente ha sido vinculado con
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En el plano del concepto, claro está. Porque la experiencia concreta suele enredar
las cosas. Un caso particular puede ser ilustrativo. Un autor tan sólido como
Bertrand Russell, matemático y filósofo, intelectual público y defensor de los
derechos civiles, admite algunas dificultades para mantener una línea recta.
Nunca ocultó su ateísmo, pero él mismo estimuló cierta ambigüedad. Por un lado,
escribía: “Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la religión cristiana, no
encuentran apoyo en la ciencia” (1971: 56). Pero, por otro, era capaz de decir:
“Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no
sabemos que lo haya” (1971: 184). En una oportunidad, respondiendo una carta,
llegó a decir: “Pienso que, por razones de precisión filosófica, en el nivel en que se
puede dudar de la existencia de los objetos materiales y hacer alegatos sobre la
existencia del mundo, debería ser catalogado como agnóstico; pero para todos los
fines prácticos soy ateo” (Feinberg y Kasrils, 1971: 46).
¿Qué valor atribuir a esta situación? Asumir las complejidades, en cualquier
materia, regularmente abre espacios amplios para los matices y las
relativizaciones. Probablemente Russell es un buen ejemplo de las enormes
dificultades que enfrenta la razón, cuando desea construir certezas sobre una
materia cuya realidad última siempre se escapa.
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IV. LOS NOMBRES DEL ATEÍSMO
Con estos antecedentes el ateísmo deberá esperar muchos siglos para adquirir
notoriedad, porque tampoco en la Edad Media podremos encontrarlo. El
medievalista Jacques Le Goff expone: “No estamos bien informados sobre la
existencia de posibles ateos en la Edad Media. San Anselmo, en textos teóricos,
responde a las objeciones de los ‘insensatos’ que afirman que Dios no existe. En
su caso, esos ‘insensatos’ son la réplica exacta de los ‘insensatos’ que menciona el
Antiguo Testamento: unas abstracciones. Anselmo no cita nunca a una persona
real y concreta que profese, o que haya profesado, el ateísmo” (2003: 125).
Anselmo pensaba que la idea de Dios era innata, de modo que tenía toda la
autoridad (auto atribuida) para fustigar a cualquier desviado. Si esta magnífica
idea se encuentra desde el origen en cada conciencia, nadie puede alejar
ignorancia. La negación cobra una dimensión de especial gravedad, porque al
realizarla cada persona se niega a sí misma, porque rechaza algo que es
inseparable de su ser. Se puede observar que se trata de un argumento imbatible.
De cualquier forma, en ese periodo los ateos concretos están ausentes, pero
abundan los herejes y los blasfemos, tantos como la Inquisición a partir del siglo
XIII quiera ver. Los herejes son identificados y sancionados con rigor, pero en lo
fundamental se les juzga por sus creencias desviadas y su alejamiento de las
enseñanzas de la Iglesia, en ningún caso por negar a Dios. Una cosa es la creencia
falsa y otra la falta de creencia. Los blasfemos, del mismo modo, son sancionados
por saltarse algún artículo de fe, maldecir a la divinidad, mostrar ingratitud hacia
ella en virtud de alguna conducta concreta o por omisión.
La expresión más clara de lo anterior es El manual de los inquisidores, que en
ninguna de sus páginas habla de ateísmo, sino precisamente de herejía y de
blasfemia. Tiene el propósito de orientar la piadosa tarea de la Inquisición. Fue
redactado inicialmente en 1376 por el domínico Nicolau Eimeric, y luego
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El siglo XVI en Europa, por otra parte, estuvo más bien marcado por tensiones al
interior del cristianismo. Un periodo en que los adversarios religiosos, los
disidentes, no los ateos, fueron especialmente rechazados y reducidos sin piedad.
Reproche que con certeza se dirige sobre la Iglesia Católica, pero que también
toca al protestantismo si se observan algunos abusos, y particularmente las
condenas de Tomás Moro y Miguel Servet. Estigmatización, persecución, tortura,
muerte y guerras de religión, todo ello justificado por elevados propósitos.
Con el paso del tiempo, ahora sí, aparecen autores ateos que no es justo olvidar.
Sin pretensión de exhaustividad, recordemos a Jean Meslier, Denise Diderot,
Julien Offray de La Mettrie o Paul-Henry Thiry (Barón de Holbach). Más adelante
Percy Shelley, Ludwig Feuerbach, Carlos Marx, Friedrich Nietzsche, Sigmund
Freud, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre, Pepe Rodríguez, Richard Dawking,
Fernando Vallejo, Daniel Dennett, Sam Harris, Michael Martín, Chistopher
Hitchens, Michel Onfray, André Comte-Sponville… y tantos otros.
Desde luego, las mujeres no están ausentes en este movimiento. Xavier Roca-
Ferrer, que ha escrito una historia del ateísmo femenino, menciona nombres
como Ninon de Lanclos, Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Emma Goldman,
Simone Weil, Simone de Beauvoir, Ayn Rand, y Emily Dickinson (2018).
En un listado reciente elaborado por The best school, bautizado como los 50 top
atheists, se incluyen nombres que provienen especialmente de la filosofía, la
ciencia y la literatura, considerando siete mujeres. Se encuentran personajes
como Peter Singer, Stephen Hawking, Edward O. Wilson, Ayaan Hirsi Ali, Susan
Jacoby, Patricia Churchland y Jennifer Michel Hech (thebestschools.org/features/
top-atheists-in-the-wold-today).
Conforme al llamado Índice global de religiosidad y ateísmo, una encuesta
realizada en cincuentaisiete países, por la empresa WIN-Gallup International,
muestra un rápido aumento del ateísmo. Cualquiera que sea el significado de este
dato, y la valides de esta metodología, se abre la necesidad de problematizar
sobre el retroceso de la religiosidad y el correlativo aumento del ateísmo (Citado
en Pinker, 2018: 528).
En síntesis, antecedentes más, antecedentes menos, desde el XVIII se ha
desarrollado una activa reflexión en esta materia expresada en incontables
publicaciones. Inicialmente en Francia, pero luego en otros países como
Inglaterra, en donde el poeta romántico Percy Shelley escribe en 1811 para
defender el ateísmo (2015). Un hito para llegar a ese momento, con certeza el
verdadero comienzo de esta historia, está marcado por Jean Meslier, que nace en
1664 y muere en 1729. A su muerte se descubren tres copias de un voluminoso
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llaman divinidad, llaman necesidad a lo que otros llaman decretos divinos, llaman
Página
las cosas santas, de manera que considera las virtudes y las ceremonias derivadas
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Traducción directa del ejemplar original de la Enciclopédie, que se encuentra en la Biblioteca
Patrimonial Recoleta Domínica. Comuna de Recoleta, Santiago.
de estos dogmas como una serie de palabras y gestos vacíos de sentido” (Torne,
2017: 263).
La Enciclopedia no tiene una orientación atea. Se puede conjeturar que se incluye
esta problemática debido a la relevancia que ya comenzaba a tener. En su historia
de este monumental trabajo, Philipp Blom afirma que la nueva racionalidad que
recorre Europa, el impulso de la ciencia, así como las recientes ideas filosóficas y
económicas, favorecieron una mayor libertad para declararse ateo (2007: 13). Lo
mismo vale para Voltaire, en ningún caso un ateo, y que tiene en su Diccionario
filosófico varias entradas dedicadas al tema. Califica a los ateos de espíritus
sediciosos y tercos por negar la existencia de una inteligencia creadora.
Nuevamente aquí es clave advertir que Voltaire reconoce una problemática
presente en los debates, un objeto de preocupación intelectual, y que en tal
sentido requiere ser incluida (1966).
Un hito de la mayor importancia es la publicación del Diccionario de ateos de
Sylvain Maréchal en 1799. Poco después de la Revolución, el asunto del ateísmo
ha cobrado tal extensión que permite la elaboración de un diccionario temático,
en el cual se incluyen muchos ateos que seguramente no lo fueron. En el Discurso
preliminar el autor caracteriza con detalle a los ateos en un tono favorable. Al
mismo tiempo, dado el énfasis evidente en presentar de manera muy positiva a
los ateos, es posible pensar que busca responder a las descalificaciones que
circulaban. Maréchal piensa que Dios debe su existencia a un malentendido, y que
sólo existe por el embrujo de las palabras. Incluye preguntas retóricas de corte
crítico: “¿Por qué tenéis altares y no buenas costumbres? ¿Por qué hay tantos
curas y tan poca gente honrada?” (2013: 14).
Así escribe: “Un ateo es aquel que, vuelto hacia sí mismo, se desprende de los
lazos que le han impuesto a sus espaldas o contra de su voluntad y se remonta
por encima de la civilización hasta aquel estado primitivo de la especie humana y,
limpiando su fuero interno de toda clase de prejuicios, se acerca todo lo posible a
esa época afortunada en la que no sospechaba que pudiera existir Dios, en la que
se encontraba a gusto y se contentaba con atender únicamente a los deberes
impuestos por la familia. Un ateo es un hombre de la naturaleza, el hombre
natural” (2013: 10-11). 24
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V. EL PRIMER DISCURSO ATEO
Capitulo propio merece Jean Meslier. La potencia de su obra es de tal naturaleza
que resulta inaceptable el olvido en que lo ha dejado la propia literatura atea. El
libro ya citado no es meramente un diario de vida, un testimonio extendido, el
relato de una experiencia particular. Algo de eso hay, pero en propiedad es la
prosa de un pensador, que junto con sus tareas parroquiales estuvo dedicado al
estudio y a su formación intelectual. Tarea que debió tener enormes dificultades
dado que difícilmente pudo disponer de interlocutores.
En propiedad, tal como justamente lo reconoce Onfray, estamos en presencia de
un filósofo en el sentido pleno del término. Las más de cincuenta páginas que le
dedica en el tomo IV de su Contrahistoria de la filosofía. Los ultras de las Luces
(2010), son sin duda un atinado homenaje para un autor que desarrolla
consistentemente un pensamiento discursivo que procura aportar pruebas. No
simplemente el resumen de una vida o una declaración más o menos sentida de
una posición personal. Todo esto considerando que no se encuentra ninguna
mención en ateos productivos como Pepe Rodríguez, Richard Dawkins, San Harris,
Michael Martin o Chistopher Hitchens.
En particular, este último editó un valioso libro con el título Dios no existe, que
reúne un conjunto de lecturas seleccionadas para no creyentes. Casi setecientas
páginas con cuarentaisiete textos breves, entre fragmentos, capítulos de libro y
artículos. Desde autores clásicos como Lucrecio, Hobbes, Spinoza y Hume, hasta
autores contemporáneos de mayor o menor nombradía: ¡Meslier no aparece por
ninguna parte! (¡Nietzsche tampoco!).
¿Esta omisión tiene alguna justificación razonable? Los asuntos tratados por
muchos de los autores ateos, la gran mayoría, corresponden a materias sobre las
que antes se pronunció Meslier, y en algunos casos con mayor brillo y
definitivamente con mayor profundidad. No es excesivo decir que anticipa la
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mayoría de los grandes temas que serán luego el foco del ejercicio de la sospecha
atea. La mayoría, pero no todos. Sólo un ejemplo: no incluye referencias sobre la
Página
sentencia ya prefigurada: “Por todo ello, hay que probar y hacer ver claramente
Página
que los hombres se equivocan también en esto y que no existe un ser como ése,
es decir, que no hay Dios” (2010: 391). Un poco más adelante propone un
argumento que aparecerá insistentemente, y en distintas versiones, en la
literatura atea: “Vemos con mucha frecuencia que los malos, los impíos y quienes
menos merecen vivir disfrutan de la prosperidad y viven en la abundancia llenos
de alegría y de honores. (…) Así, pues, como el mundo está lleno, casi por todas
partes, de males, miserias, vicios, maldades, engaños, injusticias, robos, hurtos,
crueldades, actos tiránicos, imposturas, mentiras, discordias, confusiones, etc., el
hecho de que se dé todo eso constituye una prueba real y evidente de que no hay
en absoluto un ser infinitamente bueno e infinitamente prudente capaz de
ponerle un remedio conveniente” (2010: 486).
Meslier se inscribe definitivamente en el estilo de la sospecha, tan característico
de los textos ateos posteriores. En un párrafo que inequívocamente recuerda el
enfoque de Critias, reduce la creencia a una maniobra de encubrimiento y de
dominio: “Por otra parte, parece claro que la primera creencia en los dioses viene
de ciertos hombres más astutos, taimados y sutiles que los demás, y seguramente
también peores, quienes, a fin de poder ponerse por encima de los demás, debido
a su ambición, se aprovecharon con toda seguridad de la ignorancia y la estupidez
de sus congéneres y adoptaron el nombre y condición de los dioses y señores
soberanos para hacer que los hombres los respetaran y temieran” (2010: 397).
El autor no tiene dudas al respecto: no hay creador. Tensionando todavía el
argumento, y repitiendo a Lucrecio, afirma que la misma creación es imposible,
porque nada puede aparecer de la nada: “No puede haber poder alguno capaz de
hacer algo a partir de la nada” (2010: 426). Viejo misterio el de los orígenes, sobre
el cual el materialista Meslier se pronuncia con certeza, pero sin eludir su carácter
insondable: “Admito que no resulta fácil imaginar qué es lo que hace que la
materia se mueva ni que pueda moverse de una u otra manera o con determinada
fuerza y velocidad. Confieso que no puedo imaginar el origen y la causa eficiente
de este movimiento” (2010: 409).
Una nota de escepticismo que el autor no extiende a otras materias. En el plano
de la crítica y de las propuestas se observa una convicción firme, incluso cuando
se refiere a cuestiones no habituales para la época. Un buen ejemplo de esto es el
tratamiento crítico que hace de los sacrificios con animales. Repasa pasajes del
Antiguo Testamento en que aparecen ritos, ofrendas, degollinas, oblaciones,
penitencias, descuartizamientos y otros eventos semejantes de pretendido origen
divino y de especial crueldad (2010: 127ss). ¿Quién podría creer, se pregunta, que
estos actos crueles podrían agradar a un Dios infinitamente bueno y sabio?
¿Podemos pensar que tales barbaridades han sido establecidas y autorizadas por
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autores, sus divulgadores, sus guardianes, para una mente estrecha únicamente
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30
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VI. DISTANCIA Y COLABORACIÓN
En la actualidad existe una mayor tolerancia para aceptar las expresiones de
ateísmo, incluso considerando el carácter militante que muchas veces adoptan.
Sin embargo, a lo largo del tiempo la recepción del discurso ateo ha estado
marcada por un rechazo sin disimulo. Esto empezó muy temprano. En el salmo 53
del Antiguo Testamento se puede leer: “Dijo en su corazón el insensato: ¡Mentira,
Dios no existe! Son gente pervertida, hacen cosas infames, ya no hay quien haga
el bien”. No se trata de personas que meramente piensan distinto: quién niega la
existencia de Dios no puede ser sino un “insensato” (un “necio” según otras
traducciones), y no cabe aceptar que tenga iguales derechos. No es un asunto
menor: aquí hay perversión y un evidente alejamiento del bien.
Con el tiempo el Catecismo de la Iglesia Católica, en su versión aprobada por Juan
Pablo II en 1997, insistirá en esta fórmula: “Muchos de nuestros contemporáneos
no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan
explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los
problemas más graves de esta época” (Parágrafo 2123). Más todavía: “Con
frecuencia el ateísmo se funda en una concepción falsa de la autonomía humana,
llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios” (Parágrafo 2126).
Difícilmente podría ser distinto, la tolerancia es un bien escaso. Lo concreto es
que desde esa fecha la cantidad, variedad e intensidad de las descalificaciones
hacen imposible una reseña completa. Las hay más obvias, otras algo vulgares,
incluso unas con cierto refinamiento. Desde luego, esto ha obstaculizado un
intercambio más fluido, estrechando el espacio para una confrontación de ideas.
Sólo unos ejemplos tomados de autores que no podrían considerarse carentes de
la debida formación intelectual, y menos ignorantes. Para Pascal las personas que
viven sin buscar a Dios, son “locas y desgraciadas”. Escribe en sus Pensamientos:
“Todos los que buscan a Dios fuera de Jesucristo y que se detienen en la
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naturaleza, o no hallan ninguna luz que les satisfaga, o se llegan a forjar un medio
de servir a Dios sin mediador; y por ahí caen en el ateísmo o en el deísmo, que son
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cosas que la religión cristiana aborrece casi por igual. (…) Sin Jesucristo el mundo
no subsistiría; haría falta que fuera destruido o que fuera un infierno” (1998: 184).
Xavier Zubiri es un filósofo español con una voluminosa obra. Escribe: “La teología
cristiana ha visto siempre en la soberbia el pecado capital entre los capitales, y la
forma capital de la soberbia es el ateísmo. (…) Es más bien la divinización o el
endiosamiento de la vida. En realidad, más que negar a Dios, el soberbio afirma
que él es Dios, que se basta totalmente a sí mismo. (…) El ateo, en una u otra
forma, hace de sí un Dios” (1994: 449-50).
El filósofo francés Jacques Maritain, que ha tenido una participación relevante en
el desarrollo del humanismo cristiano, interpreta el ateísmo del siguiente modo:
“El verdadero ateo no puede elegir a Dios como fin de su vida, no puede amarle,
sobre todo, ni aun inconscientemente. Con su negación de Dios ha cerrado el
camino a su voluntad para que se dirija al Bien, y por tanto a cualquier bien moral
auténtico. Entonces, una de dos: o bien ese hombre se convierte, y deja de ser
verdadero ateo, o bien no puede obrar de acuerdo con el bien moral. Porque al
negar a Dios ha matado en sí mismo el bien. Todo lo que él elija como bien será en
el fondo egoísmo, no amor; desvirtuará siempre el auténtico bien moral” (1967:
32).
Otro ejemplo, tomado de un curioso libro publicado en 1970, con seguridad el
primero sobre el tema en Chile, mantiene la misma dirección. En efecto, El
ateísmo y los fulgores de Dios, del cura franciscano Eduardo Rosales, es
abundante en descalificaciones. Repite con insistencia que el ateísmo se ha
popularizado, aunque sin dar demasiados datos y ninguno para el caso de su
propio país. Carente de sutileza intelectual, pero con una prosa fluida, llega a decir
lo siguiente: “Se trata de hombres vividores que buscan más que todo libertad
para proceder a su talante. Si se analiza la intimidad de su ser, no es la idea de
Dios su preocupación principal, es el temor a ellos mismos, al remordimiento, al
más allá que, por una especie de contraste, se les presenta muy cargado de tonos
en ciertos momentos y eso les causa horror. (…) La moral es lo que ellos quieren
hacer desaparecer” (1970: 53).
Como lo anterior no es todavía suficiente, agrega: “El ateísmo implica en sí un
rechazo a vivir la realidad plena. La suficiencia humana quiere subordinar a su
capricho la realidad existencial. Ahí está la realidad del ateísmo. Se es ateo,
porque se limita caprichosamente la realidad divina. Se es ateo, porque se busca
la libertad sin barrera. Se es ateo, porque se rechaza todo freno moral que oriente
o limite los caprichos de la autodeterminación para producir en la conciencia el
32
comprender que ese mismo mundo está poblado por otros que tienen idéntico
derecho.
En 1948 la BBC trasmitió un inédito debate entre Russell y Copleston. Ambos de
buena formación intelectual, y autores de sendas de historias de la filosofía,
rápidamente avanzaron en el examen de asuntos con alto grado de abstracción.
En el proceso ninguno cambió sus ideas medulares, pero se escucharon y
pudieron reformular sus posiciones. Copleston, por ejemplo, fue capaz de aceptar
una interpretación que introduce algún matiz en una larga tradición católica.
Aunque defiende la existencia de un patrón moral objetivo, con fundamento
divino, suscribe una visión de contenido más sociológico: “Bien, yo no sugiero que
Dios dicta realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del
contenido de la ley moral dependen ciertamente en gran parte de la educación y
del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas
morales reales de su grupo social” (Russell, 1971: 191).
Invitados por la Academia Católica de Baviera en Munich, durante un mes de
enero de 2004, Jurgen Habermas y Joseph Ratzinger dialogan sobre los
fundamentos morales del Estado. Habermas dice: “La filosofía tiene motivos
suficientes para mostrase dispuesta a aprender frente a las tradiciones religiosas”
(Habermas y Ratzinger, 2008: 26). Agrega: “Si ambas posturas, la religiosa y la
laica, conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje
complementario, pueden entonces tomar en serio mutuamente sus aportaciones
en temas públicos controvertidos también desde un punto de vista cognitivo”
(2008: 29). “Los ciudadanos, en tanto que actúan en su papel de ciudadanos del
Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de
verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar
aportaciones en lenguajes religiosos a las discusiones” (2008: 33).
Ratzinger a su turno señala: “Es importante tener en cuenta que dentro de los
distintos ámbitos culturales ya no hay uniformidad; todos están marcados por
tensiones radicales en el seno su propia tradición” (2008: 49). Luego extiende su
posición: “En otras palabras, no existe la formula universal racional o ética o
religiosa en la que todos puedan estar de acuerdo y en la que todo pueda
apoyarse. Por eso mismo la llamada ‘ética universal’ sigue siendo una abstracción”
(2008: 51). En forma más radical, termina diciendo que “en la religión hay
patologías altamente peligrosas” (2008: 52). Y para concluir: “Por ello, yo hablaría
de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas
a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y
deben reconocerse” (2008: 53).
Agustín Squella se apresuró a decir que esta conversación “no fue del todo sincera
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por parte de ninguno de los dos” (2011: 37). Seguramente esperaba menos
concesiones y más controversia. En efecto, la expectativa para cualquiera que
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mismo, y tenía buenas razones para hacerlo: “Es una ocasión para el pecado”
(Citado en Le Goff, 2014: 126).
Página
Será el siglo XX el espacio en que se desplegará con más fuerza esta literatura
crítica, prolongándose hasta hoy. Sin afán de exhaustividad ni de querer priorizar
se pueden considerar autores como Dawkins (2010), Harris 2007), Hitchens
(2015), Onfray (2018, 2006), Vallejo (2012), Puente Ojea (1989), Rodríguez (2011,
2002), Navarra (2016), Bellolio (2014), Augusto (2012), Odifreddi (2008), Martin
(2010, 2007), Nixey (2018), Martel (2019), Steiymann-Gall (2007), Ramírez (2016),
Cornwell (2000), Prosperi (2018), Murphy (2014) o Vidal (2014). Este grupo de
autores, que en algunos casos no exhiben una condición atea, permite advertir
una gran diversidad. No se encuentra uniformidad temática, de estilo, énfasis o
profundidad, pero en conjunto constituyen una buena muestra de este ejercicio
de la sospecha.
Con todo, si de sospecha se trata, es obligatorio mencionar precisamente a sus
grandes maestros. Fue el filósofo francés Paul Ricoeur (2003) quien acuñó la
expresión “maestros de la sospecha” para nombrar a tres grandes pensadores
ateos, que han transformado radicalmente la tarea del pensar: Carl Marx (1818-
1883), Friedrich Nietzsche (1844-1900), y Sigmund Freud (1856-1939).
Un maestro es quien enseña, guía, provoca, sugiere, abre espacios para el
pensamiento y la vida. Sin embargo, sólo se convierte en “maestro de la
sospecha”, cuando cultiva el pensamiento crítico de un modo consistente y
radical, esto es, yendo a la raíz de las cosas. Un ejercicio intelectual en el límite de
sus posibilidades, en su máxima tensión, y bajo cualquier consideración más allá
de la fe y de la metafísica. Ricoeur afirma: “Lo contrario de la sospecha, diría yo
abruptamente, es la fe” (2009: 29).
Según Peter Sloterdijk estos maestros cumplen una “misión disangélica”, porque
ya no se trata de una simple buena nueva: “A tres voces, los disangelistas parecen
anunciar uno y el mismo desastre: ¡Sois prisioneros de estructuras y sistemas! La
verdad os hará esclavos. En este sentido, Marx, Nietzsche y Freud, los oscuros
mensajeros, serían los portadores de verdades que no elevan ni unen, sino que
cargan y disuelven” (2011: 104). Estamos ahora obligados a hablar del dominio de
las relaciones de producción sobre las ficciones idealistas, del dominio de las
funciones vitales sobre los sistemas simbólicos, y del domino del inconsciente
sobre la conciencia humana.
Estos maestros desarrollan una perspectiva crítica que no es meramente
destructiva, sino asociada a una hermenéutica, a nuevas formas de la
comprensión. En lo fundamental, con su obra despejan el horizonte para una
palabra más genuina, para “un nuevo reinado de la Verdad” (Ricoeur, 2009: 33).
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renacer del hombre y su pleno desarrollo. Para Nietzsche, “el concepto de Dios
fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí mismo, en espantosa
unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador; todo el odio contra la vida” (2011:
162).
Freud, a su turno, propone una interpretación de tal amplitud y radicalidad que
sólo puede ser entendida como una interpretación de la cultura entera. Su obra
incluye una forma de terapia, una estructura del psiquismo humano y la
sexualidad, un enfoque sobre el origen de la religión, del comportamiento de las
multitudes, de la génesis del arte, de la interpretación de los sueños, de los actos
fallidos, de la conducta neurótica, entre otros temas. Reinterpretó el fenómeno
de la conciencia y estableció provocativamente que el hombre actúa, pero sin
conocer las verdaderas causas de su acción. A partir de este enfoque interpreta la
génesis de las ideas religiosas: “Tales ideas, que son presentadas como dogmas,
no son precipitados de experiencia ni conclusiones del pensamiento: son
ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la
Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos” (1968: 86).
En conjunto estos autores se pronuncian en contra de la falsa conciencia religiosa,
agregando que la superación de la religiosidad es el único camino para la
emancipación. Estos maestros interpelan a su época de un modo inescapable,
obligando a nuevas interpretaciones sobre el hombre, su relación consigo mismo,
con el mundo y con el sentido de su existencia. Es difícil quedar indiferente
después de conocer esta crítica poderosa, que alcanza hasta las convicciones más
estables.
Es evidente que la tarea cumplida por estos autores representa una elevada
manifestación de creatividad intelectual. Cada uno de ellos fue capaz de
apropiarse de las ideas presentes en su cultura, prolongándolas en una reflexión
con un gran sentido propio. Todos recibieron la influencia de autores anteriores,
construyendo desde allí un modo de pensar de alta originalidad, y mostrando de
paso que sólo se puede pensar bien conociendo lo que otros han pensado. A título
ilustrativo, Marx leyó a Hegel y a Feuerbach. Nietzsche conocía bien el mundo
griego antiguo, el romanticismo alemán y la filosofía de Schopenhauer. Freud
proyectó ideas presentes en Empédocles, Spinoza, Schopenhauer y el mismo
Nietzsche.
42
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VIII. UNA ESPIRITUALIDAD SIN DIOS
Un aspecto medular de la escritura atea se refiere a la construcción de una
espiritualidad sin Dios, cuestión cuya importancia es difícil poner en duda. Un tipo
de propuesta que tiene respetables antecedentes, puesto que está ya bosquejada
en las filosofías helenísticas. Por ejemplo, encontramos en Epicuro una idea de la
filosofía como una actividad que mediante discursos y razonamientos nos procura
una vida feliz. Una orientación hacia una vida reflexiva que busca superar las
angustias, los miedos y las negatividades. Sin desconocer a los Dioses, pero sin un
rol relevante para ellos, la invitación epicúrea está orientada a una vida sin
turbaciones, a la felicidad y al desarrollo de una conciencia ética.
En la visión pionera de Jean Meslier se encuentra una elevada concepción de los
derechos personales y las responsabilidades sociales: “Todos los hombres son
iguales por naturaleza, todos tienen igualmente derecho a vivir y caminar sobre la
tierra, así como el derecho de gozar de su libertad natural y de recibir una parte
de los bienes de la tierra a cambio de trabajar útilmente para conseguir las cosas
necesarias o útiles para la vida” (2010: 318).
Únicamente así tendremos los mejores frutos: “De esta manera podrán reinar por
todas partes la verdad, la justicia y la paz. Que no haya más religión que la de
hacer que toda la gente se dedique a ocupaciones honestas y útiles y viva en
común pacíficamente, que no haya otra religión que la de amarse los unos a los
otros y guardar inviolablemente la paz y la perfecta unión entre todos” (2010:
695). La Felicidad no es un regalo de algún poder superior. Es una tarea colectiva
que no se cumplirá sin esfuerzo.
En la perspectiva atea, nuevamente el Barón de Holbach aporta lo suyo. En su
libro Cartas a Eugenia apunta consistentemente sobre aspectos morales y éticos.
Un recurso literario, ciertamente, y no cartas efectivamente enviadas. Quizá un
eco del humanismo italiano que hizo de la carta un género literario especialmente
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útil para expresar ideas de modo más personal. Lo cierto es que se encuentran en
estas Cartas reflexiones valiosas como las siguientes: “Respecto del amor al
Página
(2011: 283).
Página
Michel Onfray, por su parte, un crítico duro, de gran cultura filosófica e histórica,
escribe permanentemente teniendo como referencia una dimensión de carácter
ética. Recordando a Deleuze, se muestra partidario de un “ateísmo tranquilo”, no
militante, y postula la necesidad de retomar los valores del Evangelio. Sin duda,
porque, aunque el cielo esté vacío, el mundo puede ser mejor con el amor al
prójimo, la compasión, la misericordia y otras virtudes que Jesús postuló. En su
libro Los ultras de las Luces, se lee: “El ateísmo no constituye un fin en sí mismo,
sino un primer tiempo, un umbral necesario, una ética fundacional” (2010: 51).
Propone una inversión sustantiva: los verdaderos valores de la convivencia no
están del lado de la religión, sino precisamente del lado del ateísmo. Rechaza de
este modo un vínculo que estima arbitrario y falso, largamente cultivado en el
discurso religioso, que pretende anudar sin más la creencia en Dios con la
moralidad: “Comprobamos así que un mundo sin Dios no es un mundo sin virtud,
sin deberes, sin consideración hacia los demás. Por el contrario, en el terreno de
la moral, individual o de la ética colectiva el ateísmo propone un nuevo código
cultural y filosófico a favor de una intersubjetividad hedonista y eudemonista. En
cambio, un mundo con Dios es más bien un mundo de intolerancia, de fanatismo,
de guerras, de crímenes, de hogueras, de inquisición. Con casi dos milenios
cristianos la historia da fe de ello...” (2010: 259).
Insiste en su planteamiento. Nunca hubo razones para descalificar al ateísmo, y
menos puede haberlas hoy: “Ahora bien, negar la existencia de Dios no significa
negar la existencia de los demás. Es más bien el hecho de creer en Dios lo que
exime casi siempre de creer en el hombre. Obsesionados por Dios y la religión, los
devotos, los fanáticos y los supersticiosos tiene al hombre por algo desdeñable. El
ateo, en cambio, se basa en esta riqueza, pues sabe que es única...” (2010: 259).
Por su parte, André Comte-Sponville escribe un bello libro con el título El alma del
ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios (2006). Este filósofo de clara
filiación materialista y atea, no está interesado en practicar la sospecha. No
porque desconozca su necesidad e importancia, sino porque su opción es avanzar
en un objetivo mayor. De manera señalada su interés está en una “espiritualidad
sin Dios”. Comienza diciendo que el oscurantismo, el fanatismo y la superstición le
producen horror. Admite que tampoco le gustan el nihilismo ni la indolencia: “La
espiritualidad es demasiado importante como para dejarla en manos de los
fundamentalismos” (2006: 16).
A manera de contexto, es bueno decir que la palabra “espíritu” encuentra su
origen en el vocablo griego nous, aun cuando esta etimología es discutible
(algunos reconocen su origen en la palabra hebrea ruhaj). El nous apuntaba a una
realidad intelectual, de modo que desde el principio surge como algo distinto a la
45
y por consecuencia tampoco sociedad sin comunión. Aquello que une es más
importante que lo que separa. Pero nada de esto “prueba que toda comunión, ni
Página
más tiempo (siglos de ventaja) en esta práctica. Sin embargo, esta situación no
dará un salto cualitativo insistiendo en este punto.
La sospecha ha hecho una tarea valiosa, aunque falta un reconocimiento con
mayor honestidad. Sabemos que hay más excesos, abusos y crímenes del lado de
quienes creen poseer la verdad, en comparación con el lado opuesto de los que
dudan, y practican el escepticismo. La verdad y el poder, acaso paradojalmente,
no han hecho jamás un buen matrimonio, especialmente cuando este último no
está sometido a contrapesos. Cuando verdad y poder se cruzan y se confunden, la
tolerancia desaparece. Recordemos que las motivaciones de la Inquisición (en sus
distintas designaciones) no eran la simple codicia o el afán de poder, aunque
ninguna de ellas estuvo ausente. La motivación medular estaba asociada a un
convencimiento absoluto: la obligación universal, para todos sin excepción, de
suscribir una verdad suprema.
Aceptando lo anterior, es engañoso insistir en que los problemas se resolverán
terminando con la religión. Autores como Richard Dawkins, Sam Harris o
Chistopher Hitchens, querrían un mundo sin templos y sin religión. ¿Cuál es el
aporte en tal caso? ¿Es bueno repetir la historia? No es mejor un mundo diverso,
en que cada cual viva como mejor se parece, atenido ciertamente a una
estructura normativa común, suficientemente definida, abierta y respetuosa.
Es cierto que la tolerancia no ha sido una virtud central la mayor parte del tiempo.
De hecho, sólo comienza ser un valor social de la Modernidad en adelante, y es un
hecho que la Iglesia Católica la rechazó enérgicamente hasta el siglo XIX. Incluso
en la actualidad han surgido tendencias que tienden a interpretar la tolerancia
como un valor espurio. Posición algo antojadiza, si se considera que la tolerancia
representa medularmente una aceptación y reconocimiento del otro en su propia
y efectiva alteridad. En un espectro amplio, es respeto a las ideas, creencias y
prácticas de otras personas cuando éstas son contrarias a las propias. Esto es, una
disposición cívica a convivir armoniosamente con personas distintas, pero no
como simple neutralidad, porque nada impide criticar o combatir lo que se tolera.
Preferir más la libertad que la propia posición, el debate más que la coacción, y la
paz más que la victoria, al decir de Comte-Sponville. En un sentido fuerte, una
valoración de las personas como tales, con independencia de sus estilos de vida o
formas de pensar.
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