Ateismo en Perspectiva

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 51

Ateísmo en Perspectiva

Genealogía y Significados del Ateísmo1


RICARDO LÓPEZ PÉREZ
Doctor en Filosofía
Académico Universidad de Chile
[email protected]

EDITORIAL ACADÉMICA ESPAÑOLA

Mayo de 2020
ISBN 978-620-0-39321-0
2
Página

1
Una versión preliminar de este texto fue publicada en Revista Chilena de Semiótica N° 12. Diciembre de
2019. www.revistachilenasemiotica.cl/numero-12/
Todos respiramos el aire a través de la boca y la nariz
y también todos comemos con ayuda de las manos.
Antifón
Según la extensión completa del mundo nuestro, la patria de todos es
la tierra entera y un único mundo es la morada de todos.
Diógenes de Enoanda
Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo
mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indaga cada uno la verdad?
Símaco
No me causa perjuicio alguno que mi vecino diga que existen veinte Dioses
o que no existe ningún Dios. Ni me roba ni me rompe una pierna.
Thomas Jefferson
Que cada cual especule a su manera con tal de que sus
fantasías no le lleven a hacer daño a los demás.
Barón de Holbach
¿Qué importa lo que está entre nosotros?
¿Qué importa el número de años o de siglos que nos separan?
Walt Whitman
La religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para
la verdadera fe: en ese sentido, el ateísmo es una purificación.
Simone Weil
No me cansaré de repetir que lo que más une a los
hombres unos con otros son nuestras discordias.
Miguel de Unamuno
En todas las grandes cuestiones morales, creer o no creer
en Dios, no cambia en nada lo fundamental.
André Comte-Sponville
3
Página
ÍNDICE

I. Presentación |5
II. La presencia del ateísmo |6
III. Ateísmo y agnosticismo |12
IV. Los nombres del ateísmo |18
V. El primer discurso ateo |25
VI. Distancia y colaboración |31
VII. El ejercicio de la sospecha |37
VIII. Una espiritualidad sin Dios |43
Bibliografía |49

4
Página
I. PRESENTACIÓN
El ateísmo equivale a una noción amplia para designar una posición
intelectual, una situación existencial y una opción de conciencia, a
partir de negar la existencia de un Dios o unos Dioses. Una negación
entrelazada con otras dos: negar cualquier forma de trascendencia y,
precisamente por ello, negar también las formas más grandiosas del
dualismo. Teniendo en cuenta la fuerte tradición teísta Occidental, el
ateísmo debe entenderse como expresión de una resuelta libertad
intelectual y autonomía personal. Así, un ateo es quien opta por
afrontar las exigencias de la vida a partir de sus propios recursos de
pensamiento.
Históricamente las palabras “ateo” y “ateísmo” han evolucionado en
el marco de las religiones monoteístas, y por esta razón se han
utilizado con un marcado perfil infamante. Si bien ingresaron
tardíamente en las lenguas europeas modernas, y sólo comenzaron a
utilizarse en forma habitual hacia el siglo XVIII, su origen griego es muy
antiguo.
En síntesis, después de un recorrido sinuoso, en cierto momento ha
comenzado una activa reflexión atea con múltiples manifestaciones.
Una reflexión ilustrada y con un fuerte sentido ético, desplegada en
especial en dos dimensiones: como ejercicio de la sospecha y como
construcción de una espiritualidad sin Dios.
Otro aspecto significativo está dado por las notables convergencias
ocurridas en distintos intercambios entre descreídos y creyentes: una
alentadora demostración de tolerancia. En todos estos encuentros, sin
excepción, los elementos de coincidencia y acuerdo han sido mayores
que las diferencias insalvables. Cuestión que parece indicar que el
asunto fundamental se resuelve en la aceptación de las diferencias, la
valoración de la diversidad y la crítica, y finalmente la convivencia.
5
Página
II. LA PRESENCIA DEL ATEÍSMO
Dios como símbolo, como imagen, como presencia, imaginada o real, ha
configurado la vida social por siglos. La idea de Dios (también de los Dioses o
determinada concepción de una fuerza superior), resulta fundamental para
comprender muchos aspectos de la cultura.
En la actualidad la tendencia ha sido llevar el pensamiento crítico a sus límites.
Hay fuertes cuestionamientos que alcanzan a las iglesias y a la misma existencia
de Dios. Nunca como en los tiempos que corren se desplegó con tanta fuerza el
agnosticismo, y todavía más el ateísmo. Ciertamente esto no ha surgido de la
nada, sino de un proceso largo, entre cortado, con distintos momentos y grados
de profundidad. Este fenómeno tiene tal intensidad, que hay autores que se
preguntan si podrá sobrevivir la idea de Dios o si realmente tiene futuro
(Armstrong, 1995: Capítulo 11).
Siempre hubo agnosticismo, siempre hubo dudas razonadas y razonables, pero no
siempre la duda se trasformó en convicciones tan extendidas: la pérdida de
credibilidad de los monoteísmos y la fuerza del ateísmo en el siglo XXI, son hechos
indesmentibles. Es legítimo preguntarse si este diagnóstico es correcto. En tal
caso, ¿de qué manera y en qué profundidad? Por último, ¿qué hay detrás de estos
hechos, cualquiera sea su intensidad?
Una reflexión sobre el fenómeno del ateísmo es, por tanto, pertinente, incluso
aceptando las dificultades que surgen al intentar aislarlo como objeto de
pensamiento.
El ateísmo equivale a una noción amplia para designar una posición intelectual, al
mismo tiempo una situación existencial y una opción de conciencia, consistente
en negar la existencia de un Dios o unos Dioses. En los hechos, por esta razón, el
ateísmo se constituye como una contrafigura del teísmo. Ser ateo (a-theos)
significa “ser sin Dios”. Es declarar falso el enunciado “Dios existe”. Un
posicionamiento profano, inmanente, secularizado, que por extensión implica la
negación de cualquier poder sobrenatural. Negación radical, con frecuencia
6

razonada y argumentada, entrelazada con otras dos: se niega cualquier forma de


Página
trascendencia, y, precisamente por ello, se niegan también las formas más
grandiosas del dualismo.
Por una parte, se rechaza la idea una creación grandiosa, de un mundo “más allá”,
de una vida después de la vida, de un sosiego final de carácter eterno, de una
revelación primera. Todo esto bajo la convicción de que la única existencia es la
que se experimenta cotidianamente. En seguida, se consideran artificiosas, y
concretamente falsas, separaciones tajantes del tipo alma y cuerpo, espíritu y
materia, virtud y pecado, trascendencia e inmanencia, paraíso e infierno, divino y
diabólico.
Después surgirán unas clasificaciones, taxonomías, distintos casilleros para ubicar
a los ateos según algún rasgo reconocible. Se podrá hablar por ejemplo de
“ateísmo negativo” y de “ateísmo positivo” (Martin, 2010), de “tipos de ateísmo”,
hasta un total de siete (Gray, 2019), de “nuevo ateísmo” y en el extremo de “los
jinetes del Apocalipsis” (Dawkins y otros, 2019), de un “ateísmo profano” y un
“ateísmo sagrado” (Mayorga, 2017), de “ateos religiosos” (Dworkin, 2015), de un
“ateísmo poscristiano” (Onfray, 2008), y otras manifestaciones.
Existe también una propuesta que ubica a las personas entre dos extremos
opuestos de certeza. Un continuo de posibilidades acerca de la creencia en Dios:
1. Fuertemente teísta. 100% de posibilidades de la existencia de Dios. En palabras
de Jung: “yo no creo, yo sé”. 2. Posibilidades muy altas de la existencia de Dios,
pero inferiores al 100%. Teísta de facto: “No puedo asegurar que sea cierto, más
creo firmemente en Dios y vivo mi vida en la suposición de que Él está ahí”. 3.
Algo más del 50% de posibilidades. Técnicamente agnóstico, aunque más
inclinado al teísmo: “Estoy muy dudoso, pero me inclino a creer en Dios”. 4.
Exactamente 50% de posibilidades. Agnóstico completamente imparcial: “La
existencia y la inexistencia de Dios son exactamente equiprobables”. 5. Algo
menos del 50 de posibilidades. Técnicamente agnóstico, pero más inclinado al
ateísmo: “No sé si Dios existe, aunque me inclino más ser escéptico”. 6. Muy
pocas posibilidades, pero más que cero. Ateo de facto: “No estoy seguro, más
pienso que es muy improbable que Dios exista y vivo mi vida en la suposición de
que Él no está ahí”. 7. Fuertemente ateo: “Sé que no hay Dios, con la misma
convicción con la Jung sabe que hay uno” (Dawkins, 2010: 60).
Estas aproximaciones agregan complejidad y pueden aportar a la comprensión de
este fenómeno. Sin embargo, respecto del asunto fundamental, esto es, el núcleo
que constituye el discurso ateo, no parece haber demasiado que sea esclarecedor
en estas precisiones. Acaso la distinción de mayor impacto en un plano
7

interpersonal, frecuentemente implícita, sea la que advierte la presencia de un


Página

ateísmo militante, misionero, a ratos descalificador y con rasgos de intolerancia.


En contraste con un ateísmo tranquilo, en cierto modo despreocupado, atento a
la diversidad, siempre disponible para una buena confrontación de ideas, pero
ajeno a los afanes persuasivos.
El ateísmo no se reduce a unas negaciones. Difícilmente un discurso puede ser
pura negación, y en modo alguno este podría ser un ejemplo, pero es efectivo que
desde su génesis el ateísmo reconoce una negación fundamental. Bien o mal, esta
marca acompaña sus recorridos. Michel Onfray propone la siguiente reflexión: “A-
teo. Como prefijo negativo, la palabra supone una negación, una falta, un agujero
y una forma de oposición. No existe ningún término para calificar de modo
positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras fuera de esta construcción
lingüística que exacerba la amputación: a-teo, pues, pero también in-fiel, a-
gnóstico, des-creído, i-religioso, in-crédulo, a-religioso, im-pío, (¡el a-dios está
ausente!) y todas las palabras que derivan de éstas: i-religión, in-credulidad, im-
piedad, etc. No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo, positivo,
libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento mágico y de las
fábulas” (2006: 42).
Esto no cierra el paso a otras interpretaciones. Hay distintas expresiones para
caracterizar el ateísmo. Se habla, por ejemplo, de “modelo de pensamiento”
(Navarra, 2016: 24) o de “posicionamiento filosófico” (Augusto, 2012: 14). Desde
luego, es posible que el tratamiento de este tema por parte de un autor
determinado alcance un grado alto de elaboración intelectual. Encontramos
buenos ejemplos de ello. Sin embargo, es equivocado pensar que esto es lo que
ocurre habitualmente. Resulta desproporcionado suponer que a la base de una
declaración de ateísmo se encuentra un modelo de pensamiento o una precisa
justificación filosófica. Como en tantos casos, por muy honesta que sea, una
opción de conciencia puede ocurrir sólo al nivel de una creencia.
Un exceso y otro más. Llevada por su entusiasmo, más que otra cosa, Emma
Goldman, anarquista de origen ruso y reconocida defensora de los derechos
civiles, llega a identificar el ateísmo con la ciencia: “Ya se advierten señales de que
el ateísmo, que es teoría de la especulación, está siendo sustituida por el ateísmo,
ciencia de la demostración” (2012: 199).
Lo anterior abre un nuevo espacio para la reflexión que en lo fundamental no está
cubierto en la literatura que hace este campo temático: la cuestión
epistemológica. Con pocas excepciones el tema de la creencia no está
problematizado. Una de ellas es el libro Epistemología y ateísmo, de Alejandro
Ramírez. En efecto, sostiene este autor, no podemos pensar que el ateísmo
consiste puramente en un “no creer, un creer inocente, sino que en un creer
8

razonado y crítico” (2016: 137). Tiene conciencia, sin embargo, que se trata de un
Página

proyecto no cumplido enteramente. Afirma: “La cuestión del ateísmo remite, de


manera principal, al concepto de creencia y su justificación, con el fin de alcanzar
el conocimiento de Dios. Y respecto de ello es que el problema se torna
eminentemente epistemológico. Pero el ateísmo no se refiere a cualquier
creencia. La fe es un caso conspicuo del creer. La fe es una creencia ciega, que
expresa una confianza absoluta en determinaciones superiores que nos guían.
Pero, además, la fe es una creencia que posee otro componente: una confianza
absoluta de que las cosas son como las creemos, esto es, que la creencia es
verdadera. En términos epistemológicos, una creencia muestra algunas
características que dificultan de entrada la comprensión de la base misma del
teísmo. La creencia es algo que el sujeto tiene y la cuestión epistemológica es
cómo una creencia puede ser justificada: cómo podemos confiar en lo que
creemos” (2016: 171-72).
Este asunto no es menor, porque únicamente en la medida en que una creencia
se pueda sostener racionalmente, deja de ser un sistema cerrado de pensamiento,
impermeable a la experiencia, imposible de ser invalidado o desmentido. Una
estructura cognitiva rígida que tiene la virtud de anclar a los sujetos a una visión
“verdadera” del mundo, y que por lo mismo reduce convenientemente cada
argumento contrario a sus propios términos. Citando a Plinio, el ensayista
Montaigne nos recuerda que los hombres suelen dar más crédito a aquello que
menos entienden, para luego agregar: “Lo más ignorado es lo que mejor podemos
deificar” (Villey, 2018: 303).
Teniendo en cuenta la fuerte tradición teísta Occidental, en su sentido más fuerte
el ateísmo debe entenderse como manifestación de una resuelta libertad
intelectual y autonomía personal. Un ateo es quien opta por afrontar las
exigencias de la vida a partir de sus propios recursos de pensamiento. Significa
contemplar el mundo y la existencia como tal sin sentirse obligado a recurrir a
concepciones religiosas prefabricadas. Situación distinta es la del teísta, puesto
que dispone de un conjunto de respuestas consagradas, capaces de ordenar su
mundo con certeza y otorgar un sentido fundamental para su vida en este mundo,
y aún en otros.
Históricamente en Occidente las palabras “ateo” y “ateísmo” han evolucionado en
el marco de las religiones monoteístas, y por esta razón han tenido un marcado
perfil infamante. Si bien estas palabras ingresaron tardíamente en las lenguas
europeas modernas, y sólo comenzaron a utilizarse en forma cotidiana hacia el
siglo XVIII, la palabra ateo es muy antigua.
En castellano está definida por primera vez en 1611 por el lexicógrafo Sebastián
de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana: “Ateo es aquel que no
9

reconoce a Dios ni le confiesa, que es gran insipiencia” (Citado en Navarra, 2016:


Página

37). Tal vez como expresión de una preocupación creciente, ese mismo año
Jerónimo Gracián de la Madre de Dios escribe sus Diez lamentaciones del
miserable estado de los ateístas de nuestro tiempo (www.cervantesvirtual.com).
Este dato coincide con el que proporciona Ferrater Mora con un pequeño desfase
temporal: “El nombre mismo ‘ateísmo’ surgió sólo a fines del siglo XVI” (2004:
259).
Notablemente polisémica, desde su origen, la denominación “ateo” (o ateísta)
aparece confundida con significados como incrédulo, escéptico, anti clerical,
materialista, luterano, anglicano, epicúreo, secularista, libertino, librepensador,
maquiavélico o bárbaro (Navarra, 2016: 37). A su turno Gracián aporta con
generosidad: blasfemos, carnales, hipócritas y desalmados. Siglos después, el cura
franciscano Eduardo Rosales, respetuoso de la misma tradición, habla de vividores
que rechazan todo freno moral, dominados por el veneno de una ideología
asociada al poder de las tinieblas (1970). Calificaciones, todas ellas, que
ciertamente son más bien descalificaciones, y que se mantienen con ocasionales
cambios de ropaje.
Contemporáneamente Michel Onfray escribe: “Persiste la idea del ateo inmoral,
amoral, sin fe ni ética” (2006: 65). La palabra, agrega el autor, sirve para nombrar
a cualquiera que se desmarca de la ortodoxia y “para censurar, para condenar,
para insultar, no para calificar adecuadamente un pensamiento” (2010: 176).
Un ambiente, el de Covarrubias y Gracián, en que ciertamente la motivación
central era identificar al ateo, rechazarlo y reducirlo. No podía aceptarse a quien
se mostraba incrédulo o simplemente indócil, debido a las complicaciones que
ello termina acarreando para un buen ejercicio del poder. Era menos un problema
de definir que de estigmatizar. Con todo, los vínculos del ateísmo con el
escepticismo, el materialismo y la secularización están justificados, y deben ser
tenidos en cuenta.
Este vínculo entre ateísmo y estigma se puede verificar desde el comienzo. La
estigmatización del “otro” cuando es diferente, es un fenómeno habitual en la
historia, y su aparición reiterada no debería sorprender. Michael Martin recuerda:
“Griegos y romanos, paganos y cristianos, descubrieron rápidamente que
resultaba muy útil poner la etiqueta de ‘ateo’ a sus adversarios. Puede que la
invención del ateísmo abriera una nueva vía hacia la libertad intelectual, pero
también permitió definir a los adversarios de forma novedosa” (2010: 22). La
designación “ateo”, con su carga infamante, se ha usado históricamente según
conveniencia. Desde cualquier perspectiva, el otro puede ser ateo si sus Dioses
son distintos. Justino de Roma, cristiano convencido, se lamentaba a comienzos
del siglo II: “Nos tratan como ateos” (Citado en Ferry y Jerphagnon, 2010: 27).
10

Marcada por la negatividad, la palabra ateísmo circula con dificultad en textos


Página

subrepticios por algunos países de Europa en los siglos XVI y XVII, hasta que
adquiere carta de ciudadanía intelectual con la Enciclopedia francesa publicada
desde 1751, que le dedica dos extensas entradas. Convertida entonces en un
campo temático cada vez con un perfil más definido, Voltaire la incluye en su
Diccionario filosófico de 1764, y al final del siglo cuando Sylvain Maréchal publica
su Diccionario de ateos, ya se hace inocultable.
Con seguridad, después del XVIII se despliega una activa reflexión atea verificable
en numerosas publicaciones, que en ciertos casos ponen a la vista autores de
buenas credenciales intelectuales. Una reflexión mayormente ilustrada, de tono
materialista, con un evidente contenido escéptico y un fuerte sentido ético. Un
despliegue múltiple, disperso sin duda, pero en donde se pueden reconocer dos
dimensiones salientes: el ejercicio de la sospecha y la construcción de una
espiritualidad sin Dios.

11
Página
III. ATEÍSMO Y AGNOSTICISMO
En efecto, la palabra ateo viene del griego. Una de las particularidades de esta
lengua es que utilizó una letra para quitar o negar sentido, para invertir los
significados. Es la llamada “alfa privativa”, capaz de indicar carencia o negación
según el caso. En castellano el empleo de este prefijo quedó fijado en algunas
palabras como aporía, afonía, analgésico, agrafía o apnea. La especialista Andrea
Marcolongo nos dice que ninguna lengua ha recurrido a un instrumento tan
simple, y a la vez tan definido, para alterar el significado de casi cualquier palabra
(2017: 158-9).
Surge así la palabra a-theos, que con seguridad era conocida en Atenas en el siglo
V aC. Sabemos de algunas acusaciones de contenido religioso, atravesadas
siempre por cuestiones políticas. La primera dirigida contra Aspasia, profesora de
retórica y compañera del gobernante Pericles. Después vendrían Anaxágoras,
Protágoras y Aristóteles. La más célebre, sin embargo, fue contra Sócrates en el
año 399 aC. Según el testimonio de Platón la acusación contra el viejo maestro
dice: “Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses
en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades” (Apología, 24b). Al margen de
que el mismo Sócrates rechaza la acusación, y niega la condición de ateo que se le
atribuye (26c), es preciso tener en cuenta que la palabra utilizada es asébeia, cuya
traducción es impiedad o falta de respeto por los dioses. La ley en Atenas
prescribía respetar a los Dioses y participar en las celebraciones oficiales del culto.
Con este antecedente Meleto se las arregla para presentar una acusación ante el
arconte rey, respaldada por Ánito y Licón. Sócrates es llevado a juicio y
condenado. Debido a que las fuentes documentales son escasas y al sesgo que
presumiblemente introduce Platón, el principal informante, se han desatado
numerosas discusiones. De cualquier modo, algunos especialistas coinciden en
señalar que asébeia y ateísmo responden finalmente al mismo significado (Snell,
2008: 60 ss.).
12

Lo relevante, para estos fines, es que no están a la vista los antecedentes de un


Página

discurso ateo en el mundo griego antiguo. No se encuentra un pensamiento ateo


explícitamente formulado. Bajo toda evidencia Sócrates no fue un ateo, como
tampoco lo fueron Aspasia, Protágoras u otros personajes que suelen ser
nombrados como tales. Sócrates, en particular, está muy lejos de ser un filósofo
descreído. No podemos desentendernos de la obra de Platón, en donde
precisamente aparece como protagonista principal, y por eso sabemos que nunca
albergó dudas en esta materia. Todavía más, hacia el final de su vida Platón
escribió las Leyes, un texto fundamental y de especial complejidad, en donde se
pueden leer frases con estas: “Se vive bien o no según uno tenga una concepción
correcta o no de los dioses” (888b), y “no te atrevas a cometer ninguna impiedad
contra los dioses” (888d).
¿Habría escrito frases con este énfasis sostenidas en el vacío? Algo así es poco
probable. Platón, el discípulo señalado, hubiese materializado el fundamental
reconocimiento a su maestro, testimoniado en una obra que recorre su existencia,
si realmente sus antecedentes fuesen dudosos en una cuestión tan importante.
Por otra parte, es efectivo que en el mismo texto el filósofo abre un contexto de
difícil interpretación, al mostrar una clara preocupación por las creencias de los
jóvenes. Escribe: “De ahí les vienen los actos impíos a los jóvenes, porque creen
que no existen los dioses con las características que la ley ordena que es necesario
concebir, y por ello suceden sus sediciones, porque esos escritores los arrastran a
la vida recta según la naturaleza, que consiste realmente en vivir imponiéndose a
los demás y no sirviendo a otros según la ley” (890a).
Con seguridad aquí hay una referencia a los sofistas. Sin nombrarlos, aparecen
una vez más sus viejos adversarios, tanto como aparece el rasgo autoritarismo
que lo identifica cuando del gobierno de la polis se trata. El reproche a los
jóvenes, en último término, es que se resisten a la ley, encargada de definir la
naturaleza de la divinidad y las formas del culto. Los espacios de libertad son
limitados, las fronteras que marca la ley no permiten una relación a la carta con
los dioses. ¿Observa Platón un ateísmo creciente en la juventud? Sería excesivo
llevar las cosas hasta ese extremo. Más seguro es atenerse a los textos. Los
sofistas no fueron ateos, no hay testimonio de ello, y Platón no da otras pistas ni
da nombres como para saber con certeza a qué se refiere. Deja las cosas en una
nebulosa, que sin embargo se puede despejar parcialmente.
Unos pocos ejemplos. El primero de ellos corresponde al poeta y filósofo
Jenófanes, nacido en el siglo VI aC. De sus escritos sólo quedan unos pocos
fragmentos, que igualmente permiten advertir un fino sentido crítico. Hizo
afirmaciones como estas: “Pero los mortales se imaginan que los dioses han
nacido y que tienen vestidos, voz y figura humana como ellos”. “Los etíopes dicen
13

que los dioses son chatos y negros y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo
rubio”. “Si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y fueran capaces
Página

de pintar con ellas y de hacer figuras como los hombres, los caballos dibujarían las
imágenes de los dioses semejantes a las de los caballos y los bueyes semejantes a
las de los bueyes y harían sus cuerpos tal cada uno tiene el suyo, (Kirk y otros,
1987: 248). “Ningún hombre conoció ni conocerá nunca la verdad sobre los dioses
y sobre cuantas cosas digo; pues, aun cuando por azar resultara que dice la verdad
completa, sin embargo, no lo sabe. Sobre todas las cosas (o sobre todos los
hombres) no hay más que opinión” (Kirk y otros, 1987: 262).
En el siglo siguiente, el sofista Protágoras, reconocido por Platón en su diálogo
homónimo, y que de acuerdo al testimonio de Eusebio ganó fama de ateo, dejó
un fragmento de su libro Sobre los Dioses, perdido infortunadamente: “Sobre los
dioses no puedo saber ni si existen ni que no existen (ni, respecto a su forma,
cómo son). Pues muchas cosas que me impiden saberlo, tanto la oscuridad como
la vida del hombre que es breve” (Solana, 2013: 111). Antes de Protágoras, el
poeta Simónides había recurrido a una formula semejante. Frente a una pregunta
sobre la naturaleza de la divinidad, respondió: “Cuanto más tiempo considero el
problema, tanto más oscuro se me ofrece” (Citado en Murcia Ortuño, 2015: 139).
También en el siglo V aC, otro sofista de nombre Critias ensaya una interpretación
sociológica sobre la religión y los Dioses, que mantiene un aire bastante actual:
“Hubo un tiempo, en que era desordenada la vida humana y salvaje y sierva de la
fuerza, cuando ni había premio para los buenos ni tampoco castigo para los
malos. Entonces, creo yo, los hombres promulgaron leyes punitivas para que la
justicia fuera señora de todos por igual y esclavizara la insolencia. Recibía castigo
si alguien delinquía. Y como las leyes les impedían cometer delitos con violencia,
pero los hacían a escondidas, entonces, creo yo, algún prudente y sabio varón
concibió por primera vez la idea de inventar el temor a los dioses, para que los
malos tuviesen motivo de temor, si a escondidas hacían, decían o maquinaban
alguna acción. Entonces introdujo la divinidad: que existe un espíritu floreciente
de vida inmortal, que oye y ve con el pensamiento, piensa y domina todo,
portador de la naturaleza divina, que oirá todo lo dicho entre los mortales, y lo
realizado capaz de verlo todo. Si en silencio maquinas alguna maldad, ésa no
escapará a los dioses, pues en ellos reside el pensar. Exponiendo estas doctrinas
introdujo la mejor de las enseñanzas ocultando la verdad con engañoso discurso.
Decía que los dioses fijaban su morada allí donde podía provocar mayor terror los
hombres, en el lugar del que sabía que nacen los miedos de los mortales y las
angustias de su miserable vida en la bóveda celeste, donde veía relámpagos,
terribles fragores del trueno, el rostro estrellado del cielo, hermoso bordado de
Cronos, artífice sabio, donde discurre la incandescente maza reluciente del sol y
14

de donde húmeda lluvia cae a la tierra. Arropó a los hombres con tales temores:
con ellos fundó, mediante este bello discurso la divinidad y en conveniente
Página

morada, y la anomia se extinguió con las leyes. (…) Así, por primera vez, creo que
alguien persuadió a los mortales a creer que existe el linaje de los dioses” (Solana,
2013: 414-16).
Sería forzar demasiado la interpretación, si dijésemos que en estos fragmentos
hay alguna forma de ateísmo. Por cierto, se expresan dudas, se advierte un
resuelto sentido crítico, una distancia, y un evidente escepticismo, pero los Dioses
no han sido desalojados.
Una reflexión de contenido escéptico no es extraña en el mundo griego, como
tampoco lo es en cualquier genuina actividad intelectual. Escepticismo remite a
una raíz griega, y en sentido amplio significa mirar atentamente, reflexionar o
indagar. Escéptico es el que duda, investiga y se resiste a hacer afirmaciones sobre
la verdad de las cosas. Siempre empujados por la curiosidad, los escépticos se
mantienen buscando, y no se contentan con recorrer los caminos trillados.
No hay conflicto en reconocer aquí un escepticismo fuerte. Lo fundamental, sin
embargo, es que estos pasajes son una buena muestra de agnosticismo antes de
la aparición del concepto. En efecto, porque sólo fue acuñado a mediados del
siglo XIX por el biólogo inglés Thomas Huxley, quien confiesa que surgió en su
mente como una oposición al gnosticismo (grupo cristiano del siglo II depositario
de una pretendida verdad indudable). Su antecedente más antiguo está en el
griego agnostos, que nombra lo desconocido o lo incognoscible. Huxley se definió
como agnóstico para marcar una diferencia con otros conceptos de uso habitual
como ateo, teísta, panteísta, materialista, idealista o librepensador. Con este
neologismo su propósito era nombrar su propio pensamiento científico más
cercano al evolucionismo (Velarde, 2015).
Agnosticismo corresponde literalmente a una posición conforme a la cual no se
sabe o no se pretende saber, y consecuentemente debe entenderse en
contraposición con las doctrinas que pretenden saber más de lo que permite la
razón. Un agnóstico es respetuoso de los límites del conocimiento y procura no
hacer afirmaciones sin evidencias. Por tanto, no se opone al saber, sino a la
pretensión de saber. Contemporáneo de Huxley, el escritor Leslie Stephen decía
que “el agnóstico es quien afirma que la esfera de la inteligencia humana tiene
límites” (2012: 159).
El agnosticismo, si bien está emparentado con el escepticismo, es básicamente un
racionalismo, y por ello Huxley lo utiliza principalmente en referencia a la ciencia,
atendiendo al hecho de que el rol del científico por definición implica renunciar a
la idea de una verdad absoluta. Con todo, invariablemente ha sido vinculado con
15

temáticas religiosas y en particular con la discusión sobre la existencia de Dios.


Desde una mirada contemporánea, es coherente calificar a Jenófanes, Protágoras
Página

o Critias como agnósticos.


En el mundo griego antiguo no hay antecedentes de un discurso ateo. Muchas
veces equivocadamente se menciona a Epicuro como un pensador ateo,
olvidando que únicamente sostuvo que los Dioses no intervienen en la vida de los
mortales, sin declarar su inexistencia. Epicuro recogió la doctrina atomista de
Leucipo y Demócrito, y la proyectó en una filosofía hedonista y libertaria. Sin
negar la existencia de los Dioses, enseñó que no había razón para temerles, del
mismo modo que no había razones para temer a la muerte. Agregó que era
perfectamente posible soportar el dolor y alcanzar la felicidad.
Teodoro es un filósofo de comienzos del siglo IV aC, ligado a la escuela cirenaica,
apodado expresamente como ateo. Sin embargo, la información sobre este
personaje es muy escasa. Un especialista reconocido como Theodor Gomperz, en
su clásico Pensadores griegos, cierra el tema afirmando: “No estamos en
condiciones de juzgar si el sobrenombre de ‘ateo’ que le dieron, estaba
totalmente justificado” (2000, tomo II: 251).
Al margen de estas singularidades, el agnosticismo es un concepto que mantiene
una gran resonancia. Un filósofo tan respetable como Jorge Millas le otorga un
alto valor. Plantea que el agnóstico no se constituye al rechazar la existencia de
Dios, sino al declarar honestamente que no sabe. Llevando el concepto a su mayor
implicación, señala: “La idea de Dios responde a una necesidad muy patética del
hombre de encontrar la respuesta definitiva sin haber pasado por todos los afanes
de conquistarla. El salto que se da gratuitamente es la hazaña del pensamiento
religioso. Pero los que nos empeñamos en no saltarnos las etapas, somos los
agnósticos” (2017: 44).
La creencia en Dios como un atajo, como un salvoconducto para vivir sin los
apremios de la duda y la incertidumbre. Un planteamiento semejante hace Michel
Onfray: “Los nombres de Dios han sido múltiples. Bajo esta multiplicidad se oculta
el mismo y único deseo de resolver la totalidad de los enigmas de una sola vez. El
dualismo es la visión del mundo que permite explicar lo complejo de la
multiplicidad terrenal, concreta, inmanente, mediante el simplismo de la unidad
ideal, conceptual, celeste, trascendente” (2016: 120).
Otro filósofo que reconoce la potencia del agnosticismo es Agustín Squella. Este
autor ha destacado que el agnóstico no es simplemente indiferente o falto de
compromiso, puesto que reconoce la importancia de la pregunta sobre la
existencia de Dios, “pero no hallándose en condiciones de responderla desde la
fe, puesto que carece de ella, admite que tampoco puede contestarla desde la
razón” (2011:24).
16

Así, no hay confusión posible: ateísmo y agnosticismo son fenómenos diferentes.


Página

En el plano del concepto, claro está. Porque la experiencia concreta suele enredar
las cosas. Un caso particular puede ser ilustrativo. Un autor tan sólido como
Bertrand Russell, matemático y filósofo, intelectual público y defensor de los
derechos civiles, admite algunas dificultades para mantener una línea recta.
Nunca ocultó su ateísmo, pero él mismo estimuló cierta ambigüedad. Por un lado,
escribía: “Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la religión cristiana, no
encuentran apoyo en la ciencia” (1971: 56). Pero, por otro, era capaz de decir:
“Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no
sabemos que lo haya” (1971: 184). En una oportunidad, respondiendo una carta,
llegó a decir: “Pienso que, por razones de precisión filosófica, en el nivel en que se
puede dudar de la existencia de los objetos materiales y hacer alegatos sobre la
existencia del mundo, debería ser catalogado como agnóstico; pero para todos los
fines prácticos soy ateo” (Feinberg y Kasrils, 1971: 46).
¿Qué valor atribuir a esta situación? Asumir las complejidades, en cualquier
materia, regularmente abre espacios amplios para los matices y las
relativizaciones. Probablemente Russell es un buen ejemplo de las enormes
dificultades que enfrenta la razón, cuando desea construir certezas sobre una
materia cuya realidad última siempre se escapa.

17
Página
IV. LOS NOMBRES DEL ATEÍSMO
Con estos antecedentes el ateísmo deberá esperar muchos siglos para adquirir
notoriedad, porque tampoco en la Edad Media podremos encontrarlo. El
medievalista Jacques Le Goff expone: “No estamos bien informados sobre la
existencia de posibles ateos en la Edad Media. San Anselmo, en textos teóricos,
responde a las objeciones de los ‘insensatos’ que afirman que Dios no existe. En
su caso, esos ‘insensatos’ son la réplica exacta de los ‘insensatos’ que menciona el
Antiguo Testamento: unas abstracciones. Anselmo no cita nunca a una persona
real y concreta que profese, o que haya profesado, el ateísmo” (2003: 125).
Anselmo pensaba que la idea de Dios era innata, de modo que tenía toda la
autoridad (auto atribuida) para fustigar a cualquier desviado. Si esta magnífica
idea se encuentra desde el origen en cada conciencia, nadie puede alejar
ignorancia. La negación cobra una dimensión de especial gravedad, porque al
realizarla cada persona se niega a sí misma, porque rechaza algo que es
inseparable de su ser. Se puede observar que se trata de un argumento imbatible.
De cualquier forma, en ese periodo los ateos concretos están ausentes, pero
abundan los herejes y los blasfemos, tantos como la Inquisición a partir del siglo
XIII quiera ver. Los herejes son identificados y sancionados con rigor, pero en lo
fundamental se les juzga por sus creencias desviadas y su alejamiento de las
enseñanzas de la Iglesia, en ningún caso por negar a Dios. Una cosa es la creencia
falsa y otra la falta de creencia. Los blasfemos, del mismo modo, son sancionados
por saltarse algún artículo de fe, maldecir a la divinidad, mostrar ingratitud hacia
ella en virtud de alguna conducta concreta o por omisión.
La expresión más clara de lo anterior es El manual de los inquisidores, que en
ninguna de sus páginas habla de ateísmo, sino precisamente de herejía y de
blasfemia. Tiene el propósito de orientar la piadosa tarea de la Inquisición. Fue
redactado inicialmente en 1376 por el domínico Nicolau Eimeric, y luego
18

reelaborado por el canonista español Francisco Peña en 1578, por encargo de la


Santa Sede. Entre esa fecha y 1607 fue reeditado cinco veces, tres en Roma y dos
Página
en Venecia. Consta de tres partes: la primera trata de la fe católica, la segunda de
la maldad herética, y finalmente de la práctica del oficio.
El texto reformulado incorpora un refinado capítulo sobre la tortura, indicando
reglas orientadoras, definiendo tipos de tormento y grados de suplicio, y una
razonada justificación de su aplicación. Caracteriza la herejía con especial detalle,
enfatizando su relación con el error, bajo el argumento de que el acto personal de
elegir lleva fatalmente a una doctrina falsa y perversa. Se plantea también que el
hereje divide y disocia al renunciar a la vida común. Se aparta de la verdad
encarnada en la Iglesia, y del interés mayor de la fe. Por ello: “Hay que desterrar la
herejía de los pueblos, hay que erradicarla, impedir que se propague” (1996: 245).
En un ambiente cerrado a las nuevas ideas (o a ideas diferentes) es obligatorio
perseguir la herejía. El mismo Le Goff ha dicho que la obsesión por la herejía es
una de las caras más oscuras del cristianismo medieval (2003: 117). El dato que
proporciona Karen Armstrong, indica que unos ocho mil hombres y mujeres
fueron ejecutados como herejes en Europa durante los siglos XVI y XVII (2015:
269).
Del griego haireisis, la palabra herejía se entiende como escoger o seguir un
camino propio, de modo que un hereje es aquél que expresa un juicio personal, a
consecuencia de lo cual se diferencia de lo establecido. Encarna la divergencia y
con ello la ruptura. Se manifiesta en una acción generalmente explícita, que
refleja ante todo autonomía en el pensamiento.
En un periodo que coincide parcialmente con el anterior tampoco aparece el
ateísmo. El movimiento humanista entre los siglos XIV y XVI, desde Petrarca a
Bruno, desde Erasmo a Montaigne, jamás nombra el problema del ateísmo.
Intelectuales críticos, estudiosos de la tradición intelectual y polemistas agudos,
no tuvieron en su horizonte semejante preocupación. Los humanistas europeos
fueron creyentes, y nada hubiese impedido que tomaran posiciones en esta
materia, como lo hicieron respecto de cuestiones arduas como la filosofía moral,
el escolasticismo, el platonismo, el aristotelismo o algún detalle teológico.
Más aún, la Divina Comedia a comienzos del XIV no reserva un lugar para los ateos
en el infierno. Sería curioso que habiendo ateos Dante Alighieri los hubiese
exonerado de su justo castigo en el mundo de las tinieblas, considerando el
cuidadoso rigor con que establece sus condenas. Los distintos círculos del infierno
acogen a numerosos descarriados, como filósofos paganos, niños no bautizados,
lujuriosos, golosos, avaros, herejes, iracundos, tiranos, homicidas, aduladores,
19

simoniacos, ladrones, traidores y otros. No hay ningún ateo.


Página

El siglo XVI en Europa, por otra parte, estuvo más bien marcado por tensiones al
interior del cristianismo. Un periodo en que los adversarios religiosos, los
disidentes, no los ateos, fueron especialmente rechazados y reducidos sin piedad.
Reproche que con certeza se dirige sobre la Iglesia Católica, pero que también
toca al protestantismo si se observan algunos abusos, y particularmente las
condenas de Tomás Moro y Miguel Servet. Estigmatización, persecución, tortura,
muerte y guerras de religión, todo ello justificado por elevados propósitos.
Con el paso del tiempo, ahora sí, aparecen autores ateos que no es justo olvidar.
Sin pretensión de exhaustividad, recordemos a Jean Meslier, Denise Diderot,
Julien Offray de La Mettrie o Paul-Henry Thiry (Barón de Holbach). Más adelante
Percy Shelley, Ludwig Feuerbach, Carlos Marx, Friedrich Nietzsche, Sigmund
Freud, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre, Pepe Rodríguez, Richard Dawking,
Fernando Vallejo, Daniel Dennett, Sam Harris, Michael Martín, Chistopher
Hitchens, Michel Onfray, André Comte-Sponville… y tantos otros.
Desde luego, las mujeres no están ausentes en este movimiento. Xavier Roca-
Ferrer, que ha escrito una historia del ateísmo femenino, menciona nombres
como Ninon de Lanclos, Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Emma Goldman,
Simone Weil, Simone de Beauvoir, Ayn Rand, y Emily Dickinson (2018).
En un listado reciente elaborado por The best school, bautizado como los 50 top
atheists, se incluyen nombres que provienen especialmente de la filosofía, la
ciencia y la literatura, considerando siete mujeres. Se encuentran personajes
como Peter Singer, Stephen Hawking, Edward O. Wilson, Ayaan Hirsi Ali, Susan
Jacoby, Patricia Churchland y Jennifer Michel Hech (thebestschools.org/features/
top-atheists-in-the-wold-today).
Conforme al llamado Índice global de religiosidad y ateísmo, una encuesta
realizada en cincuentaisiete países, por la empresa WIN-Gallup International,
muestra un rápido aumento del ateísmo. Cualquiera que sea el significado de este
dato, y la valides de esta metodología, se abre la necesidad de problematizar
sobre el retroceso de la religiosidad y el correlativo aumento del ateísmo (Citado
en Pinker, 2018: 528).
En síntesis, antecedentes más, antecedentes menos, desde el XVIII se ha
desarrollado una activa reflexión en esta materia expresada en incontables
publicaciones. Inicialmente en Francia, pero luego en otros países como
Inglaterra, en donde el poeta romántico Percy Shelley escribe en 1811 para
defender el ateísmo (2015). Un hito para llegar a ese momento, con certeza el
verdadero comienzo de esta historia, está marcado por Jean Meslier, que nace en
1664 y muere en 1729. A su muerte se descubren tres copias de un voluminoso
20

manuscrito (alrededor de mil páginas) en que se desarrolla consistentemente un


pensamiento ateo. Objeto de amplios debates, como era esperable, también sufre
Página

distorsiones y falsificaciones. El texto final sin recortes sólo se publica en


Ámsterdam en 1864. En castellano una versión completa está publicada con el
título de Memorias contra la religión (Meslier, 2010).
Un rasgo llamativo es que se trata de un cura, y que lo fue hasta el final. Es posible
conjeturar que después de sus actividades parroquiales, cada día dedicaba un
tiempo a escribir para anunciar por primera vez la muerte de Dios: para decir,
concretamente, “no hay Dios” (2010: 391). Todavía más, para hacer una dura
crítica al cristianismo, y expresar enfáticamente que la Iglesia no tiene legitimidad
moral, que todo no es más que una gigantesca impostura. Una paradoja, sin duda.
Meslier vive y actúa de una manera, pero piensa y escribe de otra. Se lo recuerda
en su calidad de ateo, y su condición de párroco queda para la anécdota.
Con una prosa directa y culta, redundante, y con frecuencia recurriendo a frases
largas, Meslier entrega un testimonio del fuego interior que ocultó en vida.
Enviste contra el engaño, los abusos, deplora la servidumbre y reclama una
libertad que no vivió. Desde el comienzo, en el prólogo, anuncia con certeza su
posición: “Meteos en la cabeza, queridos amigos, meteos en la cabeza que no hay
más que mentiras, quimeras e imposturas en todo lo que se propaga y practica en
el mundo que tenga por objeto el culto y la adoración de los dioses. Las leyes y
decretos que se promulgan en nombre de Dios o de los dioses y bajo su autoridad
son en realidad sólo invenciones humanas, tanto como lo son los hermosos
espectáculos que ofrecen las fiestas y los sacrificios o los oficios divinos y demás
prácticas supersticiosas de la religión y la devoción que se realizan en su honor”
(2010: 26).
Un gran divulgador de esta obra y de la figura de este transgresor póstumo, ha
sido Michel Onfray. Así lo presenta: “El cura Meslier propone el primer
pensamiento ateo de la historia occidental. Demasiado a menudo se considera
ateísmo lo que no lo es. ¿Qué Protágoras llega a la conclusión de que de los dioses
no se puede decir nada, ni que existen, ni que no existen? Eso es agnosticismo, no
ateísmo. ¿Qué Epicuro, Lucrecio y otros postulan muchos dioses, constituidos de
una manera sutil y situados en los intermundos? Eso es politeísmo, no ateísmo.
¿Qué Spinoza asegura la coincidencia de Dios con la Naturaleza? Eso es
panteísmo, no ateísmo. (…) ¿Qué Voltaire proclama la utilidad imprescindible de
un Gran Relojero, dado el soberbio mecanismo de la Naturaleza, y que en eso
Rousseau está de acuerdo? Se trata de deísmo, no de ateísmo. Un ateo no refina
las definiciones de Dios; un ateo niega claramente su existencia” (2010: 59-60).
Para Jean Meslier se trata de una invención de los hombres. Dios es una invención
intencionada y astuta, que permite con poco costo y de modo eficiente el control
21

y el sometimiento. Un ateísmo radical en el comienzo del siglo XVIII. Los filósofos


Página

de su época no fueron mayoritariamente ateos, la Ilustración estuvo más bien


dominada por el deísmo. Firmes partidarios de la razón y de la libertad de
pensamiento, los pensadores ilustrados rechazaban la revelación, pero no a Dios.
A partir de la Reforma y de las guerras de religión, el deísmo europeo estuvo
marcado por un fuerte anticlericalismo, pero no siempre fue contrario a la religión
como tal. La crítica a la Iglesia fue más una cuestión política que teológica. Por
ello, la posición deísta no consiste en suprimir toda apelación a lo sobrenatural,
sino reemplazar una fe bárbara e ignorante, por una más racional y tolerante.
Los ilustrados ateos son pocos, entre ellos debemos mencionar a La Mettrie
(1709-1751), Diderot (1713-1784) y Holbach (1723-1789). Posteriores a Meslier,
escribieron sin disimulo para negar a Dios y denunciar a la Iglesia. En particular, el
aristócrata Barón de Holbach es mencionado con frecuencia en compañía de
Meslier como una vanguardia del pensamiento ateo. Mención obligada también
para Donatien Alphonse François, más precisamente Marqués de Sade (1740-
1814). Descreído y materialista, insolente en grado extremo, escapa a toda
clasificación hasta convertirse (tal vez un caso único) en la encarnación material
de las peores adjetivaciones atribuidas a los ateos desde Sebastián de
Covarrubias.
La Mettrie desarrolla una filosofía naturalista radical. Entiende que la naturaleza
lo contiene, lo produce y lo explica todo. No es necesario acudir a ninguna fuerza
sobrenatural. Según su postura, no tenemos ningún indicio de creación a partir de
la gracia divina (2015). La religión sobra, no está llamada a cumplir ningún rol
excepto cerrar las opciones de la libertad de conciencia. Por cierto, Sade lo
reitera: “Dejemos de pensar que la religión pueda ser útil para el hombre” (1968:
107).
Diderot tiene el gran mérito de ser uno de los editores de la Enciclopedia. Transita
del deísmo al ateísmo y adopta un estilo extremadamente crítico: “Los hombres
se han matado entre sí sólo por cosas que no entendían. (…) El interés engendró a
los sacerdotes, los sacerdotes engendraron los prejuicios, los prejuicios
engendraron guerras, y las guerras durarán hasta que haya prejuicios, los
perjuicios mientras haya sacerdotes y los sacerdotes mientras haya interés en que
los haya” (2016: 14).
Holbach, como buen ilustrado, mantiene una confianza a toda prueba en la razón,
y por esa vía a su vez se hace un promotor del ateísmo. En esta empresa de la
razón, el ateo es un demoledor de mitos y quimeras perjudiciales para el género
humano: “En pocas palabras, ¿qué diremos de los ateos? Diremos que tienen un
modo diferente de contemplar las cosas, o mejor, que se sirven de palabras
diferentes para expresar los mismos conceptos. Llaman naturaleza a lo que otros
22

llaman divinidad, llaman necesidad a lo que otros llaman decretos divinos, llaman
Página

energía de la naturaleza lo que otros llaman motor o autor de la naturaleza,


llaman destino o fatalidad a lo que otros llaman Dios, cuyas leyes son siempre
ejecutadas” (2011: 193).
En su opinión, “los errores pasan, y sólo la verdad queda” (2016: 255), pero esta
orientación positiva no frena su impulso crítico. Reconoce que los ateos son
escasos, y acepta que no puede ser de otra manera: el ateísmo procede de la
inteligencia y la reflexión. Exige estudio prolongado, familiaridad con los libros,
meditación personal, intercambios intelectuales. Holbach no se engaña, la razón
no es gratis: “En efecto, entre los seres que se llaman racionales por excelencia
hallamos muy pocos que hagan uso de la razón. Todo el género humano, de
generación en generación, es víctima de toda clase de prejuicios. Reflexionar,
tener en cuenta la experiencia, ejercitar la razón, aplicarla a la conducta, son
ocupaciones desconocidas para la mayoría de los mortales. Pensar por sí mismos
es para la mayor parte de ellos un trabajo tan penoso como poco habitual” (2016:
15-16).
Así pensaba también Percy Shelley, quien concebía el ateísmo de forma algo
aristocrática. Decía que sólo era posible encontrarlo en hombres de genio y
científicos que por su condición eran los únicos que experimentaban rechazo
hacia los errores, en tanto que los iletrados, gente vulgar, aceptaban dócilmente
los engaños de la religión (2015).
Entre los años 1751 y 1765 aparecen los diecisiete volúmenes de la Enciclopedia
con Denis Diderot y Jean D’Alembert como editores. Este gigantesco esfuerzo
intelectual aspira a recoger todo el conocimiento disponible, ponerlo a disposición
del público y preservarlo para las generaciones futuras. En particular aspiraba a
convertirse en una herramienta para enseñar a pensar y dar felicidad.
En el primer volumen se incluyen dos extensas entradas sobre ateísmo. En la
primera de ellas se lee: “Se llaman ateos a quienes niegan la existencia de un Dios
que es el autor del mundo. Pueden dividirse en tres clases: algunos niegan que
hay un Dios; los otros pretenden pararse como incrédulos o escépticos en este
artículo; los demás, en fin, algo diferentes de los primeros, niegan principalmente
los atributos de la naturaleza divina, y suponen que Dios es un ser sin inteligencia,
que actúa puramente por necesidad, es decir, un ser que, hablando propiamente,
no actúa en absoluto, pero que es siempre poderoso. Los errores de los ateos
provienen necesariamente de una de estas tres fuentes”2.
En otro lugar aparece la palabra irreligioso: “Dícese de aquel hombre que vive sin
religión, que no admite la existencia de Dios y que no siente el menor respeto por
23

las cosas santas, de manera que considera las virtudes y las ceremonias derivadas
Página

2
Traducción directa del ejemplar original de la Enciclopédie, que se encuentra en la Biblioteca
Patrimonial Recoleta Domínica. Comuna de Recoleta, Santiago.
de estos dogmas como una serie de palabras y gestos vacíos de sentido” (Torne,
2017: 263).
La Enciclopedia no tiene una orientación atea. Se puede conjeturar que se incluye
esta problemática debido a la relevancia que ya comenzaba a tener. En su historia
de este monumental trabajo, Philipp Blom afirma que la nueva racionalidad que
recorre Europa, el impulso de la ciencia, así como las recientes ideas filosóficas y
económicas, favorecieron una mayor libertad para declararse ateo (2007: 13). Lo
mismo vale para Voltaire, en ningún caso un ateo, y que tiene en su Diccionario
filosófico varias entradas dedicadas al tema. Califica a los ateos de espíritus
sediciosos y tercos por negar la existencia de una inteligencia creadora.
Nuevamente aquí es clave advertir que Voltaire reconoce una problemática
presente en los debates, un objeto de preocupación intelectual, y que en tal
sentido requiere ser incluida (1966).
Un hito de la mayor importancia es la publicación del Diccionario de ateos de
Sylvain Maréchal en 1799. Poco después de la Revolución, el asunto del ateísmo
ha cobrado tal extensión que permite la elaboración de un diccionario temático,
en el cual se incluyen muchos ateos que seguramente no lo fueron. En el Discurso
preliminar el autor caracteriza con detalle a los ateos en un tono favorable. Al
mismo tiempo, dado el énfasis evidente en presentar de manera muy positiva a
los ateos, es posible pensar que busca responder a las descalificaciones que
circulaban. Maréchal piensa que Dios debe su existencia a un malentendido, y que
sólo existe por el embrujo de las palabras. Incluye preguntas retóricas de corte
crítico: “¿Por qué tenéis altares y no buenas costumbres? ¿Por qué hay tantos
curas y tan poca gente honrada?” (2013: 14).
Así escribe: “Un ateo es aquel que, vuelto hacia sí mismo, se desprende de los
lazos que le han impuesto a sus espaldas o contra de su voluntad y se remonta
por encima de la civilización hasta aquel estado primitivo de la especie humana y,
limpiando su fuero interno de toda clase de prejuicios, se acerca todo lo posible a
esa época afortunada en la que no sospechaba que pudiera existir Dios, en la que
se encontraba a gusto y se contentaba con atender únicamente a los deberes
impuestos por la familia. Un ateo es un hombre de la naturaleza, el hombre
natural” (2013: 10-11). 24
Página
V. EL PRIMER DISCURSO ATEO
Capitulo propio merece Jean Meslier. La potencia de su obra es de tal naturaleza
que resulta inaceptable el olvido en que lo ha dejado la propia literatura atea. El
libro ya citado no es meramente un diario de vida, un testimonio extendido, el
relato de una experiencia particular. Algo de eso hay, pero en propiedad es la
prosa de un pensador, que junto con sus tareas parroquiales estuvo dedicado al
estudio y a su formación intelectual. Tarea que debió tener enormes dificultades
dado que difícilmente pudo disponer de interlocutores.
En propiedad, tal como justamente lo reconoce Onfray, estamos en presencia de
un filósofo en el sentido pleno del término. Las más de cincuenta páginas que le
dedica en el tomo IV de su Contrahistoria de la filosofía. Los ultras de las Luces
(2010), son sin duda un atinado homenaje para un autor que desarrolla
consistentemente un pensamiento discursivo que procura aportar pruebas. No
simplemente el resumen de una vida o una declaración más o menos sentida de
una posición personal. Todo esto considerando que no se encuentra ninguna
mención en ateos productivos como Pepe Rodríguez, Richard Dawkins, San Harris,
Michael Martin o Chistopher Hitchens.
En particular, este último editó un valioso libro con el título Dios no existe, que
reúne un conjunto de lecturas seleccionadas para no creyentes. Casi setecientas
páginas con cuarentaisiete textos breves, entre fragmentos, capítulos de libro y
artículos. Desde autores clásicos como Lucrecio, Hobbes, Spinoza y Hume, hasta
autores contemporáneos de mayor o menor nombradía: ¡Meslier no aparece por
ninguna parte! (¡Nietzsche tampoco!).
¿Esta omisión tiene alguna justificación razonable? Los asuntos tratados por
muchos de los autores ateos, la gran mayoría, corresponden a materias sobre las
que antes se pronunció Meslier, y en algunos casos con mayor brillo y
definitivamente con mayor profundidad. No es excesivo decir que anticipa la
25

mayoría de los grandes temas que serán luego el foco del ejercicio de la sospecha
atea. La mayoría, pero no todos. Sólo un ejemplo: no incluye referencias sobre la
Página

homosexualidad tan común en el mundo religioso. Muchísimo antes del brillante


informe de Frédéric Martel (2019) sobre la homosexualidad en el Vaticano y sus
alrededores, san Pedro Damián escribió su Liber Gomorrhianus (Libro de Gomorra)
en donde denuncia con indignación distintas prácticas sodomíticas. Todo esto en
el siglo XI, sin mencionar que ya la Sagrada Escritura había sido muy clara al
respecto, estableciendo la pena de muerte para estas conductas (Levítico, 20, 13).
Meslier no pudo ignorar estos antecedentes.
El filósofo y matemático inglés Alfred Whitehead hizo una arriesgada afirmación
mil veces citada: toda la filosofía occidental no es más que un conjunto de notas al
pie en los diálogos de Platón. Paráfrasis mediante, esta vez en un tono más
cauteloso, nada impide afirmar que buena parte de la literatura atea, sin saberlo,
es realmente un conjunto de anotaciones a partir de las Memorias contra la
religión.
En el plano biográfico la ausencia de información es lamentable. No se sabe
mucho de su vida, y ni siquiera sabemos dónde está su tumba. Hay aspectos, sin
embargo, en que pudo dejar testimonio y no lo hizo: ¿Por qué perdió la fe? ¿Tuvo
fe alguna vez? En esta materia el vació es total, no da ninguna pista. Según su
relato, en vida nunca quiso expresar su pensamiento para no exponerse a la
indignación de los sacerdotes y la crueldad de los poderosos. Declara que estuvo
obligado a callar, pero confiando en que podrá hacerse escuchar después de
muerto. Se exime de los riesgos que acarrea enfrentar al poder, pero su íntimo
deseo es que en el futuro otros puedan reaccionar para construir un mundo
menos abusivo. La tarea que no cumplió por temor a las represalias, podrá
cumplirse más adelante, en parte ayudado por su aporte crítico.
Tuvo temores en vida, pero no los tiene respecto a su muerte. Atomista como era
(sin decirlo), no cree que haya vida después de la vida. Tal como enseñaba
Epicuro, no existe algún tipo de poder superior, ni un tribunal convenientemente
bien informado que cumpla la función de juzgar y castigar las almas de los
muertos. Ninguna persona es culpable después de la muerte, simplemente la vida
se extingue. Así como los átomos alguna vez se reunieron aleatoriamente para dar
lugar a un ser, ahora se disuelven imponiendo un final definitivo. Escribe: “Que
sacerdotes, predicadores, doctores y autores de mentiras, errores e imposturas
semejantes se escandalicen y enfaden cuanto quieran después de que haya
muerto. Que me traten entonces, si quieren, de impío, apostata, blasfemo y ateo.
No me preocupa en absoluto que me injurien y maldigan cuanto quieran, pues no
podrá producirme la más mínima inquietud” (2010: 25).
Meslier es un pensador ilustrado, un materialista y un hedonista. Practica una
26

crítica lúcida, emprende una deconstrucción radical de la moral cristiana, pero no


Página

es un nihilista. Sus páginas tienen propuesta, y están sostenidas en un evidente


fondo ético. Cree en la razón y en la fuerza de los argumentos bien formulados.
Maneja con propiedad las Escrituras, conoce a los padres de la Iglesia, a
historiadores judíos y romanos, refiere de pasada a Homero, sabe filosofía y
teología, cita con insistencia a Montaigne y discute con Descartes. Es un hombre
de una formación intelectual amplia y sólida. Maneja ideas que recoge de la
tradición intelectual y se apoya en ella. Todo esto requiere tiempo, no pudo surgir
espontáneamente, ni en forma súbita. Es muy probable que jamás tuviese fe, o
bien que ésta nunca fuese demasiado firme. Tal vez llegó al clero empujado por la
habitual presión social. No lo sabemos, sólo conocemos su discurso y casi nada de
su biografía.
La estructura del libro incluye un prólogo seguido de ocho capítulos que se
identifican como Pruebas, para cerrar con un apartado de conclusiones. Se abre
con un largo título, bastante informativo: “Memoria de los pensamientos y
sentimientos de Jean Meslier, cura de Etrépigny y de Balaives, acerca de ciertos
errores y falsedades en la guía y gobierno de los hombres, donde se hallan
demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las religiones
que hay en el mundo, memoria que debe ser entregada a sus parroquianos
después de su muerte para que sirva de testimonio de la verdad, tanto para ellos
como para sus semejantes. In testimoniis, et gentibus”.
Según la traducción: “Para dar testimonio ante ellos y los paganos” (Mateo 10,
18). Un latinazgo que le sirve para cerrar su título, más bien un resumen, y abrir el
texto que se despliega a continuación como un vendaval. Uno tras otro, aparecen
los distintos asuntos que inquietaron la conciencia de Meslier. Entre ellos: la
falsedad de la religión, la fe como creencia ciega, la religión como una máscara, el
espejismo de las profecías, la brutalidad de los sacrificios, la farsa de los milagros,
la dudosa moral cristiana, la complicidad de la Iglesia con el poder, los abusos
justificados con altos propósitos, los pasos en falso de las Escrituras, los equívocos
de los Evangelios, una mirada sobre el pecado, una concepción materialista del
alma, una defensa de los débiles, una exaltación de la voluntad y ciertamente una
nueva espiritualidad.
Así como la frase “Dios ha muerto” identifica a Nietzsche, podemos decir que
Meslier elabora su postura a partir de una sentencia medular que recorre su
discurso, regularmente como un telón de fondo: “no hay Dios” o “no hay
creador”.
Inmediatamente después del Prólogo, el texto entra en materia sin más anuncio,
desarrollando su crítica con una fuerza que seguramente resulta de tantos años
de auto represión. Sin embargo, sólo recién en la Séptima Prueba se pronuncia la
27

sentencia ya prefigurada: “Por todo ello, hay que probar y hacer ver claramente
Página

que los hombres se equivocan también en esto y que no existe un ser como ése,
es decir, que no hay Dios” (2010: 391). Un poco más adelante propone un
argumento que aparecerá insistentemente, y en distintas versiones, en la
literatura atea: “Vemos con mucha frecuencia que los malos, los impíos y quienes
menos merecen vivir disfrutan de la prosperidad y viven en la abundancia llenos
de alegría y de honores. (…) Así, pues, como el mundo está lleno, casi por todas
partes, de males, miserias, vicios, maldades, engaños, injusticias, robos, hurtos,
crueldades, actos tiránicos, imposturas, mentiras, discordias, confusiones, etc., el
hecho de que se dé todo eso constituye una prueba real y evidente de que no hay
en absoluto un ser infinitamente bueno e infinitamente prudente capaz de
ponerle un remedio conveniente” (2010: 486).
Meslier se inscribe definitivamente en el estilo de la sospecha, tan característico
de los textos ateos posteriores. En un párrafo que inequívocamente recuerda el
enfoque de Critias, reduce la creencia a una maniobra de encubrimiento y de
dominio: “Por otra parte, parece claro que la primera creencia en los dioses viene
de ciertos hombres más astutos, taimados y sutiles que los demás, y seguramente
también peores, quienes, a fin de poder ponerse por encima de los demás, debido
a su ambición, se aprovecharon con toda seguridad de la ignorancia y la estupidez
de sus congéneres y adoptaron el nombre y condición de los dioses y señores
soberanos para hacer que los hombres los respetaran y temieran” (2010: 397).
El autor no tiene dudas al respecto: no hay creador. Tensionando todavía el
argumento, y repitiendo a Lucrecio, afirma que la misma creación es imposible,
porque nada puede aparecer de la nada: “No puede haber poder alguno capaz de
hacer algo a partir de la nada” (2010: 426). Viejo misterio el de los orígenes, sobre
el cual el materialista Meslier se pronuncia con certeza, pero sin eludir su carácter
insondable: “Admito que no resulta fácil imaginar qué es lo que hace que la
materia se mueva ni que pueda moverse de una u otra manera o con determinada
fuerza y velocidad. Confieso que no puedo imaginar el origen y la causa eficiente
de este movimiento” (2010: 409).
Una nota de escepticismo que el autor no extiende a otras materias. En el plano
de la crítica y de las propuestas se observa una convicción firme, incluso cuando
se refiere a cuestiones no habituales para la época. Un buen ejemplo de esto es el
tratamiento crítico que hace de los sacrificios con animales. Repasa pasajes del
Antiguo Testamento en que aparecen ritos, ofrendas, degollinas, oblaciones,
penitencias, descuartizamientos y otros eventos semejantes de pretendido origen
divino y de especial crueldad (2010: 127ss). ¿Quién podría creer, se pregunta, que
estos actos crueles podrían agradar a un Dios infinitamente bueno y sabio?
¿Podemos pensar que tales barbaridades han sido establecidas y autorizadas por
28

ese mismo Dios?


Página

Estas preguntas no necesitan respuesta, contemporáneamente tales actos no


admiten justificación. A comienzos del siglo XVIII, sin embargo, no existía una
conciencia tan definida sobre el trato a los animales, pero esto no cuenta para
Meslier. Su conclusión definidamente escapa a los estándares de su época: “Digo
sacrificios crueles y bárbaros porque es una crueldad y una barbaridad golpear
matar y degollar, tal como hacían, unos animales que no causan daño a nadie,
habida cuenta de que son también sensibles al sufrimiento y al dolor, como
nosotros, a pesar de lo que dicen vana, falsa y ridículamente los nuevos
cartesianos, que los consideran como puras máquinas sin alma y sin sentimientos.
(…) Aseguran que están completamente privados de conocimiento y de cualquier
sensación de placer y dolor” (2010: 131).
Meslier es inactual, un adelantado. Se puede advertir también en su crítica a la
moral cristiana, anticipando posturas que se desplegarán con fuerza recién en el
siglo XX, después de Nietzsche o de Freud. Rechaza la apología del dolor, el
sufrimiento, la contención, el ayuno, la castidad. Poniendo a la vista un rasgo por
cierto hedonista, abre una dimensión libertaria y de aceptación de la realidad del
cuerpo, especialmente del placer como una “dulce inclinación humana”. Escribe:
“De igual manera que es un error de la moral cristiana condenar, como condena,
los placeres naturales del cuerpo, y no sólo, como he dicho, los actos carnales en
sí sino también todos los deseos y pensamientos que se pueden tener
voluntariamente y que tengan por objeto recrearse y disfrutar con ellos” (2010:
312).
Su texto no es explícito en rechazar el matrimonio, pero se niega a aceptar que
pueda ser la única expresión legítima del encuentro humano, del reconocimiento
o del goce recíproco. Vendrán otros tiempos en que la relación sexual dejará de
ser concebida con el exclusivo propósito de la procreación, o reducida
estrictamente a lo genital. Meslier actúa como un pionero.
La disciplinada crítica de Meslier, su tenacidad y dureza, están muy lejos de tener
su centro en una simple negatividad. Una reflexión crítica de calidad, originada
con frecuencia en el apasionamiento, será capaz de hacer la distancia suficiente
para no agotarse en la fuerza de su impulso. Es el caso de nuestro autor, movido
todo el tiempo por la pasión y hasta la rabia, termina poniendo sus acentos en
una dimensión positiva, bajo la forma de propuesta. En una frase (algo gastada):
destruir para construir. En una versión más elaborada, de corte hegeliano, una
buena crítica es aquella que recoge y supera lo criticado.
Terminando el texto, en el capítulo Conclusión general, podemos leer párrafos
que retratan al ilustrado Jean Meslier, y su irrenunciable confianza en la razón y el
progreso. Habiendo demolido la creencia religiosa, su institucionalidad, sus
29

autores, sus divulgadores, sus guardianes, para una mente estrecha únicamente
Página

quedará el más devastador desamparo. No en su caso.


Meslier se ubica en otra posición: “Las solas luces naturales de la razón bastan
para que los hombres puedan alcanzar la perfección en la ciencia y en la sabiduría
humana, así como para alcanzar la perfección en las distintas artes. Y ellas se
bastan a sí mismas para que el hombre pueda practicar no sólo las virtudes
morales sino para realizar también las más hermosas y generosas acciones de la
vida. (…) En efecto, no es la mojigatería de la religión lo que perfecciona al
hombre en las artes y en las ciencias. No es ella la que hace descubrir los secretos
de la naturaleza ni la que inspira al hombre para acometer grandes proyectos. Son
el talento, la prudencia, la probidad y la grandeza de alma los que hacer que haya
grandes hombres, y ellos son los que les llevan a acometer grandes empresas”
(2010: 690).

30
Página
VI. DISTANCIA Y COLABORACIÓN
En la actualidad existe una mayor tolerancia para aceptar las expresiones de
ateísmo, incluso considerando el carácter militante que muchas veces adoptan.
Sin embargo, a lo largo del tiempo la recepción del discurso ateo ha estado
marcada por un rechazo sin disimulo. Esto empezó muy temprano. En el salmo 53
del Antiguo Testamento se puede leer: “Dijo en su corazón el insensato: ¡Mentira,
Dios no existe! Son gente pervertida, hacen cosas infames, ya no hay quien haga
el bien”. No se trata de personas que meramente piensan distinto: quién niega la
existencia de Dios no puede ser sino un “insensato” (un “necio” según otras
traducciones), y no cabe aceptar que tenga iguales derechos. No es un asunto
menor: aquí hay perversión y un evidente alejamiento del bien.
Con el tiempo el Catecismo de la Iglesia Católica, en su versión aprobada por Juan
Pablo II en 1997, insistirá en esta fórmula: “Muchos de nuestros contemporáneos
no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan
explícitamente, hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los
problemas más graves de esta época” (Parágrafo 2123). Más todavía: “Con
frecuencia el ateísmo se funda en una concepción falsa de la autonomía humana,
llevada hasta el rechazo de toda dependencia respecto a Dios” (Parágrafo 2126).
Difícilmente podría ser distinto, la tolerancia es un bien escaso. Lo concreto es
que desde esa fecha la cantidad, variedad e intensidad de las descalificaciones
hacen imposible una reseña completa. Las hay más obvias, otras algo vulgares,
incluso unas con cierto refinamiento. Desde luego, esto ha obstaculizado un
intercambio más fluido, estrechando el espacio para una confrontación de ideas.
Sólo unos ejemplos tomados de autores que no podrían considerarse carentes de
la debida formación intelectual, y menos ignorantes. Para Pascal las personas que
viven sin buscar a Dios, son “locas y desgraciadas”. Escribe en sus Pensamientos:
“Todos los que buscan a Dios fuera de Jesucristo y que se detienen en la
31

naturaleza, o no hallan ninguna luz que les satisfaga, o se llegan a forjar un medio
de servir a Dios sin mediador; y por ahí caen en el ateísmo o en el deísmo, que son
Página
cosas que la religión cristiana aborrece casi por igual. (…) Sin Jesucristo el mundo
no subsistiría; haría falta que fuera destruido o que fuera un infierno” (1998: 184).
Xavier Zubiri es un filósofo español con una voluminosa obra. Escribe: “La teología
cristiana ha visto siempre en la soberbia el pecado capital entre los capitales, y la
forma capital de la soberbia es el ateísmo. (…) Es más bien la divinización o el
endiosamiento de la vida. En realidad, más que negar a Dios, el soberbio afirma
que él es Dios, que se basta totalmente a sí mismo. (…) El ateo, en una u otra
forma, hace de sí un Dios” (1994: 449-50).
El filósofo francés Jacques Maritain, que ha tenido una participación relevante en
el desarrollo del humanismo cristiano, interpreta el ateísmo del siguiente modo:
“El verdadero ateo no puede elegir a Dios como fin de su vida, no puede amarle,
sobre todo, ni aun inconscientemente. Con su negación de Dios ha cerrado el
camino a su voluntad para que se dirija al Bien, y por tanto a cualquier bien moral
auténtico. Entonces, una de dos: o bien ese hombre se convierte, y deja de ser
verdadero ateo, o bien no puede obrar de acuerdo con el bien moral. Porque al
negar a Dios ha matado en sí mismo el bien. Todo lo que él elija como bien será en
el fondo egoísmo, no amor; desvirtuará siempre el auténtico bien moral” (1967:
32).
Otro ejemplo, tomado de un curioso libro publicado en 1970, con seguridad el
primero sobre el tema en Chile, mantiene la misma dirección. En efecto, El
ateísmo y los fulgores de Dios, del cura franciscano Eduardo Rosales, es
abundante en descalificaciones. Repite con insistencia que el ateísmo se ha
popularizado, aunque sin dar demasiados datos y ninguno para el caso de su
propio país. Carente de sutileza intelectual, pero con una prosa fluida, llega a decir
lo siguiente: “Se trata de hombres vividores que buscan más que todo libertad
para proceder a su talante. Si se analiza la intimidad de su ser, no es la idea de
Dios su preocupación principal, es el temor a ellos mismos, al remordimiento, al
más allá que, por una especie de contraste, se les presenta muy cargado de tonos
en ciertos momentos y eso les causa horror. (…) La moral es lo que ellos quieren
hacer desaparecer” (1970: 53).
Como lo anterior no es todavía suficiente, agrega: “El ateísmo implica en sí un
rechazo a vivir la realidad plena. La suficiencia humana quiere subordinar a su
capricho la realidad existencial. Ahí está la realidad del ateísmo. Se es ateo,
porque se limita caprichosamente la realidad divina. Se es ateo, porque se busca
la libertad sin barrera. Se es ateo, porque se rechaza todo freno moral que oriente
o limite los caprichos de la autodeterminación para producir en la conciencia el
32

sentido de la obligación” (1970: 298).


Página
Difícil encontrar mayor arbitrariedad. El autor se atribuye una capacidad especial
para mirar en la intimidad de otros seres humanos, y una certeza para
pronunciarse sobre sus intenciones deseos, propósitos y temores. Todo ello,
simplemente, porque piensan distinto.
La clave en estos ejemplos está en atender al hecho de que constituyen
descalificaciones, en el sentido preciso de negarse a aceptar que una cierta opción
de conciencia tenga existencia legítima. Decirse ateo es la manifestación de algo
que está mal, responde a una anomalía que gravemente queda inadvertida para
quien la sufre. Acarrea, además, algunas implicaciones negativas que los ateos
están lejos de comprender. Entre la inocencia y la pertinacia, la inconsciencia y la
desvergüenza, no saben nada de lo divino ni de lo profano. Por consecuencia, sin
más alternativa se les niega toda verosimilitud y lucidez. Se los rechaza
completamente, a sus ideas y a ellos mismos. Su discurso no tiene fundamentos,
tampoco coherencia o razonabilidad.
Esto, afortunadamente, no pudo impedir que en el siglo XX y XXI se produjeran
algunos intercambios dialógicos ciertamente más provechosos. El diálogo sólo es
posible cuando sobre un asunto es valioso dar y recibir opiniones. Dialogar es
razonar junto a otro, pensar en una relación de reciprocidad. Equivale a un
proceso de búsqueda que utiliza el contraste y la colaboración, y en el cual se
participa voluntariamente. Una forma de encuentro que ubica a las personas cara
a cara, y en donde importa tanto decir como escuchar. Una especie de puente a
través del cual se encuentran y chocan interpretaciones y significados sobre la
experiencia y el mundo de las cosas.
De este modo, es condición necesaria que exista algún interés compartido en
torno al cual ronda la duda, la indefinición o algún deseo de problematizar,
teniendo como base una disposición para decir y escuchar. Ante todo, un
compromiso para respetar al otro con sus diferencias: se debe escuchar con la
misma satisfacción con que se habla, habituarse a las opiniones extrañas y todavía
sentir un cierto placer en la contradicción, al decir de Nietzsche.
Varios monólogos de ningún modo hacen un diálogo. En estos términos, es fácil
advertir el claro sentido ético implícito. La racionalidad que subyace a la
experiencia dialógica, apunta a la tolerancia y la aceptación recíproca. El
despliegue del diálogo desaloja la experiencia del rechazo, del extermino, y de
cualquier forma de violencia. En un sentido medular, el diálogo sucede cuando
cada participante tiene en mente a los demás, en cuanto éstos son portadores de
una palabra digna de ser escuchada.
33

El diálogo es una experiencia social e intelectual en la cual lo decisivo es el


Página

intercambio y el examen de ideas, con el propósito final de establecer su validez,


su verdad o falsedad. Es, ante todo, una elección que determina al pensamiento,
porque lo ubica en un movimiento abierto que cumple su función aun cuando no
concluya en un acuerdo.
En este contexto más favorable se han desarrollado diálogos y discusiones de gran
interés, en donde, sin rasgos de paradoja, abundan las convergencias.
Intercambios intelectuales entre descreídos y creyentes, que ponen a la vista sus
posiciones, y dan forma en ese mismo hecho a un formato de convivencia
superior. A título ilustrativo se pueden considerar los debates entre Bertrand
Russell y el cura jesuita Frederick Copleston. El encuentro entre el filósofo
agnóstico Jurgen Habermas y el teólogo Joseph Ratzinger (después Benedicto
XVI). También el intercambio epistolar entre el filósofo y semiólogo Umberto Eco,
y el teólogo y cardenal (en algún momento candidato a papa) Carlo María Martini.
Es preciso mencionar que en Chile se han verificado intercambios de gran valor en
esta materia: uno de ellos publicado en 2014 por la CPU, convocó a Cristóbal
Orrego, Agustín Squella y Jaime Lavados (Orrego y otros, 2014). Otro publicado
por la UDP en 2003 reunió a diez profesionales de distintas áreas (VVAA, 2003). En
todos estos encuentros, sin excepción, los elementos de coincidencia y acuerdo
fueron mayores que las diferencias insalvables, al tiempo que surgieron sin
afectación diferentes concesiones en el plano de las ideas.
Puede sonar extraño cuando se dice que estos extremos se requieren, pero no
debería serlo. Esto no es un movimiento lineal, sino marcado por distintas
direcciones. Christian Casanova del Solar, chileno, teólogo protestante y lector de
Ricoeur, por ejemplo, ha defendido la obligación de hacerse cargo del ateísmo:
“En ese sentido, una reflexión acerca de los grandes temas del ateísmo pone a
prueba la paciencia, claridad y el horizonte de comprensión del cristianismo”
(2012: 537). Karen Armstrong ha insistido en este punto: “Una crítica atea
inteligente puede ayudarnos a enjuagar nuestras mentes y limpiarlas de la
teología más superficial que está impidiendo nuestra comprensión de lo divino.
Puede ser que durante un tiempo tengamos que entrar en lo que los místicos
llamaban la noche oscura del alma o la nube del no saber” (2009: 360). El
prestigioso teólogo Paul Tillich remata con una frase provocativa: “Sin un
elemento de ‘ateísmo’ no puede profesarse el ‘teísmo” Citado en Dworkin, 2015:
31).
El asunto fundamental, entonces, parece estar en la aceptación de las diferencias,
la valoración de la diversidad, la crítica sin maquillaje, la correspondiente
autocrítica, y, por cierto, la convivencia. En ningún caso, negándole el derecho a
34

cada persona para ubicarse en el mundo como mejor le parece, a condición de


Página

comprender que ese mismo mundo está poblado por otros que tienen idéntico
derecho.
En 1948 la BBC trasmitió un inédito debate entre Russell y Copleston. Ambos de
buena formación intelectual, y autores de sendas de historias de la filosofía,
rápidamente avanzaron en el examen de asuntos con alto grado de abstracción.
En el proceso ninguno cambió sus ideas medulares, pero se escucharon y
pudieron reformular sus posiciones. Copleston, por ejemplo, fue capaz de aceptar
una interpretación que introduce algún matiz en una larga tradición católica.
Aunque defiende la existencia de un patrón moral objetivo, con fundamento
divino, suscribe una visión de contenido más sociológico: “Bien, yo no sugiero que
Dios dicta realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del
contenido de la ley moral dependen ciertamente en gran parte de la educación y
del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas
morales reales de su grupo social” (Russell, 1971: 191).
Invitados por la Academia Católica de Baviera en Munich, durante un mes de
enero de 2004, Jurgen Habermas y Joseph Ratzinger dialogan sobre los
fundamentos morales del Estado. Habermas dice: “La filosofía tiene motivos
suficientes para mostrase dispuesta a aprender frente a las tradiciones religiosas”
(Habermas y Ratzinger, 2008: 26). Agrega: “Si ambas posturas, la religiosa y la
laica, conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje
complementario, pueden entonces tomar en serio mutuamente sus aportaciones
en temas públicos controvertidos también desde un punto de vista cognitivo”
(2008: 29). “Los ciudadanos, en tanto que actúan en su papel de ciudadanos del
Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de
verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar
aportaciones en lenguajes religiosos a las discusiones” (2008: 33).
Ratzinger a su turno señala: “Es importante tener en cuenta que dentro de los
distintos ámbitos culturales ya no hay uniformidad; todos están marcados por
tensiones radicales en el seno su propia tradición” (2008: 49). Luego extiende su
posición: “En otras palabras, no existe la formula universal racional o ética o
religiosa en la que todos puedan estar de acuerdo y en la que todo pueda
apoyarse. Por eso mismo la llamada ‘ética universal’ sigue siendo una abstracción”
(2008: 51). En forma más radical, termina diciendo que “en la religión hay
patologías altamente peligrosas” (2008: 52). Y para concluir: “Por ello, yo hablaría
de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas
a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y
deben reconocerse” (2008: 53).
Agustín Squella se apresuró a decir que esta conversación “no fue del todo sincera
35

por parte de ninguno de los dos” (2011: 37). Seguramente esperaba menos
concesiones y más controversia. En efecto, la expectativa para cualquiera que
Página

conociera la trayectoria de estos personajes, sería la de un intercambio más


áspero. No cabe olvidar que Habermas ha sido un hábil polemista, y que Ratzinger
a la fecha era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Ellos eligieron,
sin embargo, privilegiar unos puntos de encuentro, que de ningún modo anulaban
toda una variedad de diferencias que permanecen. Este acto de encuentro
tampoco indica desvalorizar la controversia o el enfrentamiento de ideas.
Entre los años 1995 y 1996, Umberto Eco y Carlo María Martini intercambiaron
varias cartas. Cuatro de ida y cuatro de vuelta. Lo menos que se puede decir de
este diálogo epistolar es que fue amable, respetuoso y culto. Ambos autores de
buena pluma se dieron a la tarea de poner por escrito algunas de sus ideas. ¿Cuál
es la motivación que subyace? Tal vez sólo haya sido el placer de intercambiar
ideas.
Eco comienza diciendo que el diálogo es “un intercambio entre hombres libres”
(Eco y Martini, 1997: 14), para luego agregar que espera “poner de relieve con
franqueza nuestras preocupaciones comunes y buscar la manera de aclarar
nuestras diferencias, sacando a la luz lo que verdaderamente es diferente entre
nosotros” (1997: 23).
Martini hace notar que ambos se han referido a muchas cosas parecidas, aunque
con acentos diversos y con referencias a fuentes distintas. Acepta que “resultará
entonces más fácil medirse con las verdaderas diferencias” (1997: 41). Agrega:
“Estoy convencido, además, de que existen no pocas personas que se comportan
con rectitud, por lo menos en las circunstancias ordinarias, sin referencia a ningún
fundamento religioso de la existencia humana” (1997: 76).
Estos casos son valiosos en la medida en que muestran un modo razonable de
tratar con las diferencias, aunque no constituyen la norma. También hay ejemplos
de intercambios menos logrados. El filósofo analítico inglés Alfred Ayer debatió
con el obispo Butler. En este contexto afirmó que no conocía ninguna evidencia a
favor de la existencia de Dios. Frente a semejante despropósito, Butler perdió la
paciencia y pateó el tablero: “Entonces no entiendo por qué no lleva usted una
vida de inmoralidad desatada” (Citado en Hitchens, 2015: 208).
En uno de los libros referidos, Gabriel Sanhueza recuerda una frase de Martín du
Gard: “El creyente y quien no cree podrán discutir toda la eternidad, jamás
cruzarán el abismo que los separa” (VVAA, 2003: 91). ¿Quién puede negarlo? Los
abismos abundan en todo orden de cosas, desde siempre y hasta el día de hoy.
Seguirán estando allí después de nuestras vidas particulares, pero podemos estar
de acuerdo en que la cuestión fundamental no es ocultarlos, suprimirlos o
36

practicar el desprecio. Sino, por el contrario, reconocerlos e integrarlos en una


interacción social positiva.
Página
VII. EL EJERCICIO DE LA SOSPECHA
El ejercicio de la sospecha es un punto central de la literatura atea. No tanto
demostrar la inexistencia de Dios, sino nombrar y denunciar los abusos,
atropellos, crímenes y otros males semejantes cometidos en su nombre.
De cualquier modo, aunque no abundan, se encuentran textos que se esfuerzan
por demostrar una inexistencia. Algunos de ellos son los siguientes. En clave
filosófica, Sébastien Faure escribe a comienzos del XX un libro con el título Doce
pruebas de la inexistencia de Dios (2008). En clave científica, el biólogo darwiniano
Richard Dawkins publica El relojero ciego (2016), que trae un subtítulo orientador:
Por qué la evolución no necesita de ningún creador. En esta dirección, es atractiva
la anécdota que vincula a Napoleón Bonaparte con el gran científico Pierre-Simon
Laplace. El primero pregunta por qué no menciona a Dios en su libro sobre
mecánica celeste, a lo que Laplace responde: “No he necesitado esa hipótesis”. En
clave existencial (y lúdica), Penn Jillette escribe: “Creer que Dios no existe me deja
más espacio para creer en la familia, la gente, el amor, la verdad, el sexo, los
postres de gelatina y todas las otras cosas que puedo demostrar y que pueden
hacer que esta vida sea la mejor” (2012: 481).
El ejercicio decidido, y en muchos casos mordaz, de la crítica a la tradición
religiosa es sin duda una característica de la literatura atea. Un ejercicio que en
esta parte del mundo se dirige al cristianismo y muy especialmente a la Iglesia
Católica. Tiene focos amplios y diversificados: el control de las conciencias, el
antisemitismo, la degradación de la mujer, el machismo, la caza de brujas, la
pedofilia y los abusos sexuales, la complicidad con la esclavitud, la demonización
del cuerpo, el engaño de la fe y los milagros, la falta de trasparencia, el apoyo al
colonialismo europeo, el racismo, la falsificación de la historia, las incoherencias
de los textos sagrados, la censura y quema de libros, la destrucción de patrimonio
cultural, los ataques a la ciencia, los negocios turbios del Vaticano, los fraudes
píos, las contradicciones de Jesús, la invención del pecado, el apoyo a Mussolini,
37

Franco y Hitler, la institucionalización de la tortura, la práctica de la intolerancia, la


Página

violencia y el exterminio... El listado es largo y cubre siglos de historia.


Esta historia se ha iniciado con Meslier, pero habrá de continuar. En el siglo XVIII
el Barón de Holbach aporta su crítica: “El Evangelio o buena nueva fue siempre la
señal del crimen. La cruz fue la bandera bajo la cual los fanáticos se reunieron
para regar la Tierra de sangre” (2013: 223). Una línea de crítica que será
constante, con la denuncia de las Cruzadas, la Inquisición y los genocidios en
varios continentes.
Tempranamente la violencia y la guerra tuvieron un autorizado salvoconducto.
San Agustín concedió su bendición a la violencia de Estado, al acuñar la expresión
“guerra justa”. Karen Armstrong estima que esta es la raíz del futuro pensamiento
cristiano en esta materia (2015: 187). Esta autora, de profesión teóloga y con
certeza libre de imputaciones de ateísmo, tiene una interpretación bastante dura
sobre las Cruzadas: “El Dios de los cruzados era un ídolo; habían endosado su
propio miedo y el odio a sus rivales a una deidad que habían creado a su propia
imagen y que había dado así el sello sagrado de una aprobación absoluta. Las
Cruzadas crearon el antisemitismo, una enfermedad incurable en Europa, y
marcarían de manera indeleble las relaciones entre el Islam y Occidente” (2009:
166).
El historiador Matthew White, que se identifica como “necrómetra”, enumera
treinta grandes confrontaciones religiosas a lo largo de la historia, en las que han
muerto cincuentaicinco millones de personas. En muchos de ellas se enfrentaron
religiones monoteístas, en tanto que en otras se trató de monoteísmos contra
infieles (Citado en Pinker, 2018: 522).
También Michel Onfray recoge el tema: “La guerra justa es sólo una guerra más.
Cuesta imaginar que el mismo Jesús que invita a perdonar los pecados de los
otros, que celebra la amabilidad y el amor al prójimo, que invita a la compasión y
a la benevolencia, que predica la humildad y la paciencia, que condena a quienes
desean lapidar a la mujer adúltera, que nos invita amar a nuestros enemigos, que
pide que recemos por sus perseguidores, haya producido generaciones de
hombres que, encomendándose a él, han matado, masacrado, pillado, saqueado,
arrasado, devastado, destruido, violado, torturado, diezmado, exterminado,
asesinado, aniquilado y provocado genocidios y etnocidios varios” (2018: 189).
En el siglo XIX el anarquista ruso Mijail Bakunin escribe: “Dios aparece, el hombre
se anula; y cuanto más grande se hace la divinidad, más miserable se vuelve la
humanidad. He ahí toda la historia de todas las religiones; he ahí el efecto de
todas las inspiraciones y de todas las legislaciones divinas. El nombre de dios es la
terrible maza histórica con la cual todos los hombres divinamente inspirados, los
38

grandes ‘genios virtuosos´ han abatido la libertad, la dignidad, la razón y la


Página

prosperidad de los hombres” (1971: 115).


Una obra clásica de gran repercusión, todavía en el XIX, es La esencia del
cristianismo de Ludwig Feuerbach (2013), que propone una reducción
antropológica de la teología y la religión. Desde una perspectiva filosófica se
fundamenta la idea Dios como una construcción humana. Según el teísmo
tradicional, Dios creó al hombre, pero aquí se invierte esta relación y se plantea
más bien que Dios es una creación del hombre. Feuerbach sostiene que en el
cristianismo sujeto y predicado están invertidos, y por ello se propone realizar una
reinversión para volver cada cosa a su lugar.
En el mismo siglo Friedrick Nietzsche dejará una huella de tal resonancia que aún
no se apaga. Por boca del “hombre frenético” anuncia la muerte de Dios en el
famoso Parágrafo 125 de su Ciencia Jovial (2018), para luego proponer en su
Anticristo una encendida maldición: “Ya la palabra ‘cristianismo’ es un
malentendido, en el fondo no ha habido más que un cristiano, y ése murió en la
cruz” (1975: 87). “Con esto he llegado a la conclusión y voy a dictar mi sentencia.
Yo condeno el cristianismo, yo levanto contra la Iglesia cristiana la más terrible de
todas las acusaciones que jamás acusador alguno ha tenido en su boca. Ella es
para mí la más grande de todas las corrupciones imaginables, ella ha querido la
última de las corrupciones posibles. Nada ha dejado la Iglesia cristiana de tocar
con su corrupción, de todo valor ha hecho un no-valor, de toda verdad, una
mentira, de toda honestidad, una bajeza de alma. ¡Qué alguien se atreva todavía a
hablarme de sus bendiciones ‘humanitarias’! El suprimir cualquier calamidad iba
en contra de su utilidad más profunda, ella ha vivido de calamidades, ella ha
creado calamidades, con el fin de eternizarse a sí misma... El gusano del pecado,
por ejemplo: ¡la Iglesia es la que ha enriquecido a la humanidad con esa
calamidad! (...) Esta eterna acusación contra el cristianismo voy escribirla en todas
las paredes, allí donde haya paredes, tengo letras que harán ver incluso a los
ciegos... Yo llamo al cristianismo la única gran maldición, la única grande
intimísima corrupción, el único gran instinto de venganza, para el cual ningún
medio es bárbaro venenoso, sigiloso, subterráneo, pequeño, yo lo llamo la única
inmortal mancha deshonrosa de la humanidad...” (1975: 137-39).
El estilo de Nietzsche no es fácil de encontrar en otros autores, su pasión y su
insolencia son únicas, pero cuando se trata de la denuncia de la corrupción
tenemos una historia propia. Ya la encontramos en Meslier: “Religión y política
trabajan juntos para manteneros atrapados en sus tiránicas leyes” (2010: 689).
San Francisco de Asís, nacido en el siglo XII, un creyente a toda prueba, era en esa
época consiente de este tipo de riesgos. Rechazó con decisión la prelatura para sí
39

mismo, y tenía buenas razones para hacerlo: “Es una ocasión para el pecado”
(Citado en Le Goff, 2014: 126).
Página
Será el siglo XX el espacio en que se desplegará con más fuerza esta literatura
crítica, prolongándose hasta hoy. Sin afán de exhaustividad ni de querer priorizar
se pueden considerar autores como Dawkins (2010), Harris 2007), Hitchens
(2015), Onfray (2018, 2006), Vallejo (2012), Puente Ojea (1989), Rodríguez (2011,
2002), Navarra (2016), Bellolio (2014), Augusto (2012), Odifreddi (2008), Martin
(2010, 2007), Nixey (2018), Martel (2019), Steiymann-Gall (2007), Ramírez (2016),
Cornwell (2000), Prosperi (2018), Murphy (2014) o Vidal (2014). Este grupo de
autores, que en algunos casos no exhiben una condición atea, permite advertir
una gran diversidad. No se encuentra uniformidad temática, de estilo, énfasis o
profundidad, pero en conjunto constituyen una buena muestra de este ejercicio
de la sospecha.
Con todo, si de sospecha se trata, es obligatorio mencionar precisamente a sus
grandes maestros. Fue el filósofo francés Paul Ricoeur (2003) quien acuñó la
expresión “maestros de la sospecha” para nombrar a tres grandes pensadores
ateos, que han transformado radicalmente la tarea del pensar: Carl Marx (1818-
1883), Friedrich Nietzsche (1844-1900), y Sigmund Freud (1856-1939).
Un maestro es quien enseña, guía, provoca, sugiere, abre espacios para el
pensamiento y la vida. Sin embargo, sólo se convierte en “maestro de la
sospecha”, cuando cultiva el pensamiento crítico de un modo consistente y
radical, esto es, yendo a la raíz de las cosas. Un ejercicio intelectual en el límite de
sus posibilidades, en su máxima tensión, y bajo cualquier consideración más allá
de la fe y de la metafísica. Ricoeur afirma: “Lo contrario de la sospecha, diría yo
abruptamente, es la fe” (2009: 29).
Según Peter Sloterdijk estos maestros cumplen una “misión disangélica”, porque
ya no se trata de una simple buena nueva: “A tres voces, los disangelistas parecen
anunciar uno y el mismo desastre: ¡Sois prisioneros de estructuras y sistemas! La
verdad os hará esclavos. En este sentido, Marx, Nietzsche y Freud, los oscuros
mensajeros, serían los portadores de verdades que no elevan ni unen, sino que
cargan y disuelven” (2011: 104). Estamos ahora obligados a hablar del dominio de
las relaciones de producción sobre las ficciones idealistas, del dominio de las
funciones vitales sobre los sistemas simbólicos, y del domino del inconsciente
sobre la conciencia humana.
Estos maestros desarrollan una perspectiva crítica que no es meramente
destructiva, sino asociada a una hermenéutica, a nuevas formas de la
comprensión. En lo fundamental, con su obra despejan el horizonte para una
palabra más genuina, para “un nuevo reinado de la Verdad” (Ricoeur, 2009: 33).
40

Después de ellos, cada uno a su manera, y al margen de acuerdos y desacuerdos,


Página

los asuntos tratados ya no podrán ser abordados de la misma manera. Esta


punzante crítica altera de manera significativa la visión moderna del hombre, al
punto de convertirlo en un ser problemático, un enigma para sí mismo, ahora
carente de certezas sólidas.
Estos maestros muestran que no existe un sujeto fundador, autónomo, arquitecto
de su propia existencia, dominado como está por fuerzas o inercias que lo
determinan y sobrepasan. Con Descartes la duda apuntaba a las cosas, a la
percepción del mundo, pero jamás se llegó a invalidar a la propia conciencia. Con
ellos, y en adelante, la crítica impone una duda sobre las pretensiones de
autonomía y grandeza de la misma conciencia. Ricoeur resume: “Después de la
duda sobre las cosas, entramos en la duda sobre la conciencia” (2003: 139).
La sospecha ha llegado a la conciencia misma. Los tres maestros hablan de la
existencia de un falso saber, de una apariencia ilusoria y en último término de un
mero disfraz, para referirse al conjunto de las certezas que constituyen la
conciencia. En el caso de Marx, es la conciencia social la que ha quedado
desvalorizada. En el caso de Nietzsche, es la conciencia moral. En el caso de Freud
es la conciencia como tal. Decididamente estos autores inician la disolución del
antropocentrismo moderno, de la misma manera que la Modernidad había
descompuesto el teocentrismo medieval. De cualquier manera, ellos no son
partidarios de cancelar la conciencia sino más bien de extenderla y fortalecerla.
Marx desarrolló un enfoque materialista radical, en donde la conciencia es
resultado de las condiciones materiales presentes en cada sociedad. Con ello
surgió una comprensión del ser humano como pura organización material, en
clara oposición con la influyente antropología platónica, y el extendido
humanismo cristiano. Marx niega toda validez a la idea de creación divina. El
hombre no es un ser creado ni dependiente de un poder superior. El proyecto
marxista aspira a ganar el máximo de autonomía para el hombre, como resultado
de su racionalidad y esfuerzo. En este ámbito surge la más radical crítica a la
religión: “La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el significado real del
mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época privada de espíritu. Es el
opio del pueblo” (Marx, 1968: 7).
Nietzsche, por su parte, anuncia la muerte de Dios como un punto clave de su
propuesta filosófica. La consecuencia de este acontecimiento tiene una dimensión
gigantesca: se ha llevado la sospecha al corazón de la cultura, trastornando la idea
de hombre, de la verdad, de la historia, del bien y del mal, de la salvación, de la
perdición y de la existencia entera. Un paso más allá de Meslier, por primera vez
en la historia surge un ateísmo radical, consiente y elaborado, que apunta a la
disolución del sentido y la razón. La muerte de Dios, y con ella el desplome de los
41

valores tradicionales, del nihilismo que empobrece la vida, es la condición para el


Página

renacer del hombre y su pleno desarrollo. Para Nietzsche, “el concepto de Dios
fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí mismo, en espantosa
unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador; todo el odio contra la vida” (2011:
162).
Freud, a su turno, propone una interpretación de tal amplitud y radicalidad que
sólo puede ser entendida como una interpretación de la cultura entera. Su obra
incluye una forma de terapia, una estructura del psiquismo humano y la
sexualidad, un enfoque sobre el origen de la religión, del comportamiento de las
multitudes, de la génesis del arte, de la interpretación de los sueños, de los actos
fallidos, de la conducta neurótica, entre otros temas. Reinterpretó el fenómeno
de la conciencia y estableció provocativamente que el hombre actúa, pero sin
conocer las verdaderas causas de su acción. A partir de este enfoque interpreta la
génesis de las ideas religiosas: “Tales ideas, que son presentadas como dogmas,
no son precipitados de experiencia ni conclusiones del pensamiento: son
ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la
Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos” (1968: 86).
En conjunto estos autores se pronuncian en contra de la falsa conciencia religiosa,
agregando que la superación de la religiosidad es el único camino para la
emancipación. Estos maestros interpelan a su época de un modo inescapable,
obligando a nuevas interpretaciones sobre el hombre, su relación consigo mismo,
con el mundo y con el sentido de su existencia. Es difícil quedar indiferente
después de conocer esta crítica poderosa, que alcanza hasta las convicciones más
estables.
Es evidente que la tarea cumplida por estos autores representa una elevada
manifestación de creatividad intelectual. Cada uno de ellos fue capaz de
apropiarse de las ideas presentes en su cultura, prolongándolas en una reflexión
con un gran sentido propio. Todos recibieron la influencia de autores anteriores,
construyendo desde allí un modo de pensar de alta originalidad, y mostrando de
paso que sólo se puede pensar bien conociendo lo que otros han pensado. A título
ilustrativo, Marx leyó a Hegel y a Feuerbach. Nietzsche conocía bien el mundo
griego antiguo, el romanticismo alemán y la filosofía de Schopenhauer. Freud
proyectó ideas presentes en Empédocles, Spinoza, Schopenhauer y el mismo
Nietzsche.
42
Página
VIII. UNA ESPIRITUALIDAD SIN DIOS
Un aspecto medular de la escritura atea se refiere a la construcción de una
espiritualidad sin Dios, cuestión cuya importancia es difícil poner en duda. Un tipo
de propuesta que tiene respetables antecedentes, puesto que está ya bosquejada
en las filosofías helenísticas. Por ejemplo, encontramos en Epicuro una idea de la
filosofía como una actividad que mediante discursos y razonamientos nos procura
una vida feliz. Una orientación hacia una vida reflexiva que busca superar las
angustias, los miedos y las negatividades. Sin desconocer a los Dioses, pero sin un
rol relevante para ellos, la invitación epicúrea está orientada a una vida sin
turbaciones, a la felicidad y al desarrollo de una conciencia ética.
En la visión pionera de Jean Meslier se encuentra una elevada concepción de los
derechos personales y las responsabilidades sociales: “Todos los hombres son
iguales por naturaleza, todos tienen igualmente derecho a vivir y caminar sobre la
tierra, así como el derecho de gozar de su libertad natural y de recibir una parte
de los bienes de la tierra a cambio de trabajar útilmente para conseguir las cosas
necesarias o útiles para la vida” (2010: 318).
Únicamente así tendremos los mejores frutos: “De esta manera podrán reinar por
todas partes la verdad, la justicia y la paz. Que no haya más religión que la de
hacer que toda la gente se dedique a ocupaciones honestas y útiles y viva en
común pacíficamente, que no haya otra religión que la de amarse los unos a los
otros y guardar inviolablemente la paz y la perfecta unión entre todos” (2010:
695). La Felicidad no es un regalo de algún poder superior. Es una tarea colectiva
que no se cumplirá sin esfuerzo.
En la perspectiva atea, nuevamente el Barón de Holbach aporta lo suyo. En su
libro Cartas a Eugenia apunta consistentemente sobre aspectos morales y éticos.
Un recurso literario, ciertamente, y no cartas efectivamente enviadas. Quizá un
eco del humanismo italiano que hizo de la carta un género literario especialmente
43

útil para expresar ideas de modo más personal. Lo cierto es que se encuentran en
estas Cartas reflexiones valiosas como las siguientes: “Respecto del amor al
Página

prójimo, ¿tenemos necesidad de la religión para comprender que la humanidad


nos obliga a mostrar afecto y condescendencia a nuestros semejantes?” (2011:
123). “Sean cuales sean nuestras opiniones sobre la divinidad, sustituyamos la
moral de la religión por la de la razón, sustituyamos una moral partidista y
reservada a un escaso número de hombres por una moral universal, comprensible
para todos los habitantes de la tierra y cuyos principios todo el mundo hallará en
su propia naturaleza” (2011: 171-72).
De manera razonable y muy sensata busca influir en su amiga imaginaria: “Así
pues, señora, dejemos que los hombres piensen como quieran con tal de que
actúen de un modo apropiado a unos seres destinados a vivir en sociedad. Que
cada cual especule a su manera con tal de que sus fantasías no le lleven a hacer
daño a los demás” (2011: 194).
También en un autor atrevido y mordaz, que se desdobla en sus textos entre la
ciencia y la militancia atea, como Richard Dawkins, podemos leer una contribución
para reescribir los Mandamientos. Comenta que ha encontrado en un sitio web
ateo, el siguiente decálogo: “No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti.
En todo, esfuérzate por no causar daño. Trata a los seres humanos, a los seres
vivos y al mundo en general con amor, honestidad, fidelidad y respeto. No pases
por alto la maldad ni te acobardes al administrar justicia, pero disponte siempre a
perdonar el mal hecho libremente admitido y honestamente arrepentido. Vive
con un sentido de alegría y admiración. Busca siempre aprender algo nuevo.
Prueba todas las cosas; revisa siempre tus ideas frente a los hechos y prepárate
para descartar incluso una creencia muy apreciada si no está conforme a ellos.
Nunca busques censurar o interrumpir una disensión; respeta siempre el derecho
de los demás a estar en desacuerdo contigo. Fórmate opiniones independientes
en base a tu propia razón y experiencia; no te permitas ser manejado a ciegas por
otros. Cuestiónalo todo” (2011: 282).
Según su opinión es el listado que cualquier persona normal y decente podría
suscribir, si bien legítimamente cada cual querrá corregir o agregar algo. “En mis
propios Diez Mandamientos reformados habría elegido alguno de los anteriores,
aunque también habría intentado encontrar un sitio para, entre otros: Disfruta de
tu propia vida sexual (en tanto no hagas daño a nadie) y deja a los demás que
disfruten la suya en privado, sean cuales sean sus inclinaciones, que, en ningún
caso, no son asunto tuyo. No discrimines ni oprimas a nadie en función de su sexo,
raza o (hasta donde sea posible) especie. No adoctrines a tus hijos. Enséñales
cómo pensar por sí mismo, cómo evaluar evidencias y cómo estar en desacuerdo
contigo. Valora el futuro en una escala temporal más larga que la tuya propia”
44

(2011: 283).
Página

Michel Onfray, por su parte, un crítico duro, de gran cultura filosófica e histórica,
escribe permanentemente teniendo como referencia una dimensión de carácter
ética. Recordando a Deleuze, se muestra partidario de un “ateísmo tranquilo”, no
militante, y postula la necesidad de retomar los valores del Evangelio. Sin duda,
porque, aunque el cielo esté vacío, el mundo puede ser mejor con el amor al
prójimo, la compasión, la misericordia y otras virtudes que Jesús postuló. En su
libro Los ultras de las Luces, se lee: “El ateísmo no constituye un fin en sí mismo,
sino un primer tiempo, un umbral necesario, una ética fundacional” (2010: 51).
Propone una inversión sustantiva: los verdaderos valores de la convivencia no
están del lado de la religión, sino precisamente del lado del ateísmo. Rechaza de
este modo un vínculo que estima arbitrario y falso, largamente cultivado en el
discurso religioso, que pretende anudar sin más la creencia en Dios con la
moralidad: “Comprobamos así que un mundo sin Dios no es un mundo sin virtud,
sin deberes, sin consideración hacia los demás. Por el contrario, en el terreno de
la moral, individual o de la ética colectiva el ateísmo propone un nuevo código
cultural y filosófico a favor de una intersubjetividad hedonista y eudemonista. En
cambio, un mundo con Dios es más bien un mundo de intolerancia, de fanatismo,
de guerras, de crímenes, de hogueras, de inquisición. Con casi dos milenios
cristianos la historia da fe de ello...” (2010: 259).
Insiste en su planteamiento. Nunca hubo razones para descalificar al ateísmo, y
menos puede haberlas hoy: “Ahora bien, negar la existencia de Dios no significa
negar la existencia de los demás. Es más bien el hecho de creer en Dios lo que
exime casi siempre de creer en el hombre. Obsesionados por Dios y la religión, los
devotos, los fanáticos y los supersticiosos tiene al hombre por algo desdeñable. El
ateo, en cambio, se basa en esta riqueza, pues sabe que es única...” (2010: 259).
Por su parte, André Comte-Sponville escribe un bello libro con el título El alma del
ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios (2006). Este filósofo de clara
filiación materialista y atea, no está interesado en practicar la sospecha. No
porque desconozca su necesidad e importancia, sino porque su opción es avanzar
en un objetivo mayor. De manera señalada su interés está en una “espiritualidad
sin Dios”. Comienza diciendo que el oscurantismo, el fanatismo y la superstición le
producen horror. Admite que tampoco le gustan el nihilismo ni la indolencia: “La
espiritualidad es demasiado importante como para dejarla en manos de los
fundamentalismos” (2006: 16).
A manera de contexto, es bueno decir que la palabra “espíritu” encuentra su
origen en el vocablo griego nous, aun cuando esta etimología es discutible
(algunos reconocen su origen en la palabra hebrea ruhaj). El nous apuntaba a una
realidad intelectual, de modo que desde el principio surge como algo distinto a la
45

materia o la realidad orgánica. A partir de aquí la filosofía lo reconoce como la


Página

realidad del pensamiento, como la potencia de pensar. Designa un tipo de


experiencia, una forma de valorar y de interpretar, en el ámbito de una conciencia
que hace intervenir al conocimiento, la expectativa y la libertad en la corriente de
los sucesos. Así, es equivocado reducir lo espiritual a lo religioso: el espacio de lo
espiritual es más extenso, el religioso más acotado.
Comte-Sponville afirma que el espíritu no pertenece a nadie, porque excede a
cualquier fe, a cualquier culto y a cualquier dogma. Se relaciona con la apertura
hacia los otros y hacia lo universal. Es la exigencia de libertad en el corazón del
hombre, que cualquier creencia supone y que ninguna contiene del todo. Es
capacidad de pensar, capacidad de dudar, capacidad de reír. Esto no impide creer,
tampoco admirar, ni siquiera adorar, pero debería impedir que se haga con
dogmatismo o con demasiada estrechez (2005).
Sin duda cualquier religión forma parte de la espiritualidad. Inversamente, no
toda la espiritualidad es obligatoriamente religiosa: “Ser ateo no significa negar la
existencia del absoluto, sino negar su trascendencia, su espiritualidad, su
personalidad; es negar que el absoluto sea Dios” (2006: 145).
Comte-Sponville hace una pregunta decisiva: “¿Puede una sociedad prescindir de
la religión?” (2006: 29). Desde luego eso depende de que sea la religión. Porque
en el sentido Occidental restringido, esto es, como la creencia en un Dios
todopoderoso, mirando la historia la respuesta es fácil: una sociedad no está
obligada a la religión. El confusionismo, el taoísmo y el budismo, son buenos
ejemplos. Son religiones que han inspirado antiguas y admirables civilizaciones sin
reconocer ningún Dios personalizado. Por el contrario, si tomamos la palabra
religión en un sentido más amplio y etnográfico, la pregunta sigue abierta: “La
historia, por mucho que nos remontemos en el pasado, no registra ninguna
sociedad completamente desprovista de ella. El siglo XX no es una excepción”
(2006: 29).
Al margen de las pretensiones del teísmo, este es un asunto con antecedentes. Un
autor señero como Edgar Morin, el filósofo de la complejidad, se plantea la misma
pregunta y tiende a una respuesta equivalente. Coincide en recordar la
experiencia de las religiones sin salvación, agregando una referencia a las
religiones terrenales, que llama del “Estado-nación”, que tienen sus propios
héroes, mártires, arbitrariedades y exterminios. Por mi parte, dice Morin, “creo en
otro tipo de religión, sin promesas, sin salvación, la religión de la Tierra-patria,
capaz de efectuar el vínculo entre nosotros y la humanidad, entre nosotros y la
Tierra, entre nosotros y el universo” (2010: 262).
En síntesis, de vuelta con Comte-Sponville, no puede haber sociedad sin vínculos,
46

y por consecuencia tampoco sociedad sin comunión. Aquello que une es más
importante que lo que separa. Pero nada de esto “prueba que toda comunión, ni
Página

por tanto toda sociedad, tenga necesidad de la creencia en un Dios personal y


creador, ni siquiera en fuerzas trascendentes o sobrenaturales” (2006: 34).
Sobre esta base surge otra pregunta: “¿Acaso sientes la necesidad de creer en
Dios para pensar que la sinceridad es preferible a la mentira, que el valor es
preferible a la cobardía, que la generosidad es preferible al egoísmo, que la
dulzura y la compasión son preferibles a la violencia o la crueldad, que la justicia
es preferible a la injusticia, que el amor es preferible al odio? ¡Por supuesto que
no! Si crees en Dios, reconoces estos valores en Dios; o quizá reconoces a Dios en
ellos. Ésta es la figura tradicional: la fe y la fidelidad van de la mano, y no seré yo
quien lo reproche. Pero quienes carecen de fe, ¿por qué habrían de ser incapaces
de percibir la grandeza de estos valores, su importancia, su necesidad, su
fragilidad, su urgencia y de respetarlos bajo esta luz?” (2006: 39).
Ser materialista y ateo significa rechazar la idea de un espíritu ontológicamente
autosuficiente, pero sólo en ese sentido. Tener un posicionamiento inmanente es
apostar porque todo está comprendido en nosotros, es rivalizar con la
trascendencia, pero de ningún modo eso impone el exilio del espíritu. Sin
discusión el espíritu pertenece a lo humano, es una realidad propia de lo humano,
y como tal está al alcance de todos sin obligación de un guía y menos de una
vigilancia. La dimensión espiritual del ser humano es la que ha contribuido a
desarrollar conductas distintivas, modos característicos de vivir y valorar, sistemas
de pensamiento y creencias de distinto orden. Esto permite, con toda legitimidad,
hablar de una espiritualidad sin Dios o laica, con capacidad de dar sustento a una
convivencia segura y plena de sentido.
Inmanencia que no se concibe sin la finitud, de modo que también ella es parte de
lo humano, a diferencia del Dios eterno que es propio de la fantasía teísta. Un
hedonista de la palabra, como buen filósofo, André Comte-Sponville nos deja
finalmente una aproximación sugerente y con un aire de juego: “El hombre es un
ser finito abierto al infinito, un ser imperfecto que sueña con la perfección. (…) La
finitud del hombre es la grandeza del hombre, y la finitud del cuerpo la grandeza
del espíritu” (2006: 104).
Así, en el punto de partida y en sus implicaciones finales, teístas y ateos no tienen
ninguna oportunidad de alcanzar un punto firme de encuentro. Es evidente que,
entre teístas y ateos, y aún entre distintos teístas, hay lenguajes que son
inconmensurables, pero no debemos olvidad que queda todavía un espacio
intermedio. Un extenso territorio que es precisamente el lugar que más importa a
la hora de plantearse un proyecto de convivencia. Las descalificaciones y
denegaciones recíprocas, no favorecen la construcción de comunidad. Es efectivo
47

que en esta materia la relación es completamente asimétrica, y que algunos llevan


Página

más tiempo (siglos de ventaja) en esta práctica. Sin embargo, esta situación no
dará un salto cualitativo insistiendo en este punto.
La sospecha ha hecho una tarea valiosa, aunque falta un reconocimiento con
mayor honestidad. Sabemos que hay más excesos, abusos y crímenes del lado de
quienes creen poseer la verdad, en comparación con el lado opuesto de los que
dudan, y practican el escepticismo. La verdad y el poder, acaso paradojalmente,
no han hecho jamás un buen matrimonio, especialmente cuando este último no
está sometido a contrapesos. Cuando verdad y poder se cruzan y se confunden, la
tolerancia desaparece. Recordemos que las motivaciones de la Inquisición (en sus
distintas designaciones) no eran la simple codicia o el afán de poder, aunque
ninguna de ellas estuvo ausente. La motivación medular estaba asociada a un
convencimiento absoluto: la obligación universal, para todos sin excepción, de
suscribir una verdad suprema.
Aceptando lo anterior, es engañoso insistir en que los problemas se resolverán
terminando con la religión. Autores como Richard Dawkins, Sam Harris o
Chistopher Hitchens, querrían un mundo sin templos y sin religión. ¿Cuál es el
aporte en tal caso? ¿Es bueno repetir la historia? No es mejor un mundo diverso,
en que cada cual viva como mejor se parece, atenido ciertamente a una
estructura normativa común, suficientemente definida, abierta y respetuosa.
Es cierto que la tolerancia no ha sido una virtud central la mayor parte del tiempo.
De hecho, sólo comienza ser un valor social de la Modernidad en adelante, y es un
hecho que la Iglesia Católica la rechazó enérgicamente hasta el siglo XIX. Incluso
en la actualidad han surgido tendencias que tienden a interpretar la tolerancia
como un valor espurio. Posición algo antojadiza, si se considera que la tolerancia
representa medularmente una aceptación y reconocimiento del otro en su propia
y efectiva alteridad. En un espectro amplio, es respeto a las ideas, creencias y
prácticas de otras personas cuando éstas son contrarias a las propias. Esto es, una
disposición cívica a convivir armoniosamente con personas distintas, pero no
como simple neutralidad, porque nada impide criticar o combatir lo que se tolera.
Preferir más la libertad que la propia posición, el debate más que la coacción, y la
paz más que la victoria, al decir de Comte-Sponville. En un sentido fuerte, una
valoración de las personas como tales, con independencia de sus estilos de vida o
formas de pensar.
48
Página
BIBLIOGRAFÍA:
 ARMSTRONG, KAREN (2015). Campos de sangre. Barcelona: Paidós.
 ------- (2009). En defensa de Dios. Barcelona: Paidós.
 ------- (1995). La historia de Dios. Barcelona: Paidós.
 AUGUSTO, ROBERTO (2012). En defensa del ateísmo. Pamplona: Laetoli.
 BAKUNIN, MIJAÍL (1971). Dios y el Estado. Bs. Aires: Proyección.
 BELLOLIO, CRISTÓBAL (2014). Ateos fuera del closet. Santiago: Debate.
 BLOM, PHILIPP (2007). Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales.
Barcelona: Anagrama.
 BONETE, ENRIQUE (2016). Filósofos ante Cristo. Madrid: Tecnos.
 CASANOVA DEL SOLAR, CHRISTIAN (2012). Religión, ateísmo y fe. Santiago: Nueva Vida.
 COMTE-SPONVILLE, ANDRÉ (2006). El alma del ateísmo. Barcelona: Paidós.
 ------- (2005). Diccionario filosófico. Barcelona: Paidós.
 CORBÍ, MARIÁ (2007). Hacia una espiritualidad laica. Barcelona: Herder.
 CORM, GEORGES (2007). La cuestión religiosa en el siglo XXI. Madrid: Taurus.
 CORNWELL, JOHN (2000) El papa de Hitler. Barcelona: Planeta.
 DAWKINS, RICHARD (2016). El relojero ciego. Barcelona: Tusquets.
 ------- (2010). El espejismo de Dios. Madrid: Espasa.
 DAWKINS, HITCHENS, DENNET Y HARRIS (2018). Los jinetes del apocalipsis. Barcelona: Arpa.
 DE SADE, MARQUES (1968). La filosofía en el tocador. Bs. Aires: Nebiolo, Luengo y Cía.
 DIDEROT, DENIS (2016). El paseo del escéptico. Navarra: Laetoli.
 DWORKIN, RONALD (2015). Religión sin Dios. México D. F.: FCE.
 ECO, UMBERTO Y MARTINI, CARLO MARÍA (1997). ¿En qué creen los que no creen? Bs. Aires:
Planeta.
 EIMERIC, NICOLAU Y PEÑA, FRANCISCO (1996). El manual de los inquisidores. Barcelona:
Muchnik.
 FAURE, SÉBASTIEN (2008). Doce pruebas de la inexistencia de Dios. Bs. Aires: Godot.
 FEINBERG, B. Y KASRILS, R. Editores (1971). Bertrand Russell responde. Bs. Aires: Granica.
 FERRATER MORA, JOSÉ (2004). Diccionario de filosofía. Barcelona: Ariel.
 FERRY, LUC Y JERPHAGNON, LUCIEN (2010). La tentación del cristianismo. Madrid: Paidós.
 FEUERBACH, LUDWIG (2002) La esencia del cristianismo. Madrid: Trotta.
 FREUD, SIGMUND (1968). El porvenir de una ilusión. Obras. Tomo 2. Madrid: Biblioteca
Nueva.
 GARCÍA GUAL, C.; LLEDÓ, E.; Y HADOT, P. (2013). Filosofía para la felicidad. Madrid: Errata
Naturae.
 GOLDMAN, EMMA (2012). “Filosofía del ateísmo”. Incluido en Hitchens, 2012.
 GOMPERZ, THEODOR (2000). Pensadores griegos. Barcelona: Herder.
 GRAYLING, A. C. (2011). Contra todos los Dioses. Barcelona: Ariel.
 GRAY, JOHN (2019). Siete tipos de ateísmo. Madrid: Sexto Piso.
49

 HABERMAS, JURGEN Y RATZINGER, JOSEPH (2008). Entre razón y religión. México D. F.: FCE.
Página

 HARRIS, SAM (2007). El fin de la fe. Madrid: Paradigma.


 HITCHENS, CHISTOPHER (2015) Dios no es bueno. Barcelona: Debate.
 ------- (2012). Dios no existe. Lecturas esenciales para el no creyente. Bs. Aires: Debate.
 HOLBACH (2016). Ensayo sobre los prejuicios. Pamplona: Laetoli.
 ------- (2013). Historia crítica de Jesucristo. Pamplona: Laetoli.
 ------- (2011). Cartas a Eugenia. Pamplona: Laetoli.
 JULLIETTE, PENN (2015). “Dios no existe”. Incluido en Hitchens, 2012.
 KIRK, G. S., RAVEN, J. E. Y SCHOFIELD, M. (1987). Los filósofos presocráticos. Madrid:
Gredos.
 KONNER, JOAN (2008). La biblia del ateo. Barcelona: Seix Barral.
 KRISTELLER, PAUL (2016). Ocho filósofos del renacimiento italiano. México D. F: FCE.
 LA METTRIE, JULIEN OFFRAY DE (2015). El arte de gozar. Pamplona: Laetoli.
 LE GOFF, JACQUES (2014). San Francisco de Asís. Madrid: Akal.
 ------- (2003). En busca de la Edad Media. Barcelona: Paidós.
 LLEDÓ, EMILIO (2011). El origen del diálogo y la ética. Madrid: Gredos.
 ------- (2005). El epicureísmo. Madrid: Taurus.
 LUCRECIO (2016). La naturaleza de las cosas. Madrid: Alianza.
 MARCOLONGO, ANDREA (2017). La lengua de los dioses. Madrid: Taurus.
 MARÉCHAL, SYLVAIN (2013). Diccionario de ateos. Pamplona: Laetoli.
 MARITAIN, JACQUES (1967). “Ateos y seudoateos”. Incluido en Colomer, Eusebio. Editor,
Ateísmo en nuestro tiempo. Madrid: Alianza.
 MARTEL, FRÉDÉRIC (2019). Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano. Santiago: Roca.
 MARTÍN, MICHAEL, Editor (2010). Introducción al ateísmo. Madrid: Akal.
 ------- (2007). Alegato contra el cristianismo. Pamplona: Laetoli.
 MARX, CARLOS (1968). “Introducción para la crítica de la filosofía del derecho de
Hegel”. Incluido en HEGEL, G. F. Filosofía del derecho. Bs. Aires: Claridad.
 MAYORGA, FELICIANO (2017). El ateísmo sagrado. Barcelona: Kairós.
 MESLIER, JEAN (2010). Memorias contra la religión. Pamplona: Laetoli.
 MILLAS, JORGE (2017). Irremediablemente filósofo. Valdivia: UACH.
 MORIN, EDGAR (2010). Mi camino. Barcelona Gedisa.
 MURCIA ORTUÑO, JAVIER (2015). De banquetes y batallas. Madrid: Alianza.
 MURPHY, CULLEN (2014). El tribunal de Dios. México D. F.: Océano.
 NAVARRA ORDOÑO, ANDREU (2016). El ateísmo. Madrid: Cátedra.
 NIETZSCHE, FRIEDRICH (2018). La ciencia jovial. Valparaíso: UV.
 ------- (2011). Ecce homo. Madrid: Alianza.
 ------- (1975). El anticristo. Madrid: Alianza.
 NIXEY, CATHERINE (2018). La edad de la penumbra. Madrid: Taurus.
 ODIFREDDI, PIERGIORGIO (2008). Por qué no podemos ser cristianos, y menos aún
católicos. Madrid: Del Nuevo Extremo.
 ONFRAY, MICHEL (2018). Decadencia. Auge y caída del judeocristianismo. Bs. Aires:
Paidós
50

 ------- (2016). Cosmos. Una ontología materialista. Bs. Aires: Paidós.


 ------- (2010). Los ultras de las Luces. Barcelona: Anagrama.
Página

 ------- (2008). La fuerza de existir. Barcelona: Anagrama.


 ------- (2006) Tratado de ateología. Bs. Aires: Ediciones de la Flor.
 ORREGO, C.; SQUELLA, A. Y LAVADOS, J. (2014) El origen de los principios morales.
Santiago: CPU.
 PASCAL, BLAISE (1998). Pensamientos. Madrid: Cátedra.
 PINKER, STEVEN (2018). En defensa de la Ilustración. Barcelona: Paidós.
 PROSPERI, ADRIANO (2018). La semilla de la intolerancia. Santiago: FCE.
 PUENTE OJEA, GONZALO (1989). Imperium crucis. Madrid: Kaydeda.
 RAMÍREZ, ALEJANDRO (2016). Epistemología y ateísmo. Santiago: Bravo y Allende.
 RICOEUR, PAUL (2009). Freud: una interpretación de la cultura. México D. F.: Siglo XXI.
 ------- (2003). El conflicto de las interpretaciones. México D. F.: FCE.
 ROCA-FERRER, XAVIER (2018). Historia del ateísmo femenino. Barcelona: Arpa.
 RODRÍGUEZ, PEPE (2011). Mentiras fundamentales de la iglesia católica. Santiago:
Ediciones B.
 ------- (2002). La vida sexual del clero. Madrid: Punto de Lectura.
 ROSALES, EDUARDO (1970). El ateísmo y los fulgores de Dios. Santiago: Andrés Bello.
 RUSSELL, BERTRAND (1971). Por qué no soy cristiano. Bs. Aires: Sudamericana.
 SARTRE, JEAN PAUL (2012). “El existencialismo es un Humanismo”. Incluido en Gómez,
Carlos, Editor. Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX. Madrid: Alianza.
 SHELLEY, PERCY (2015). La necesidad del ateísmo. Logroño: Pepitas de Calabaza.
 SLOTERDIJK, PETER (2011). Temperamentos filosóficos. Barcelona: Siruela.
 SNELL, BRUNO (2008). El descubrimiento del espíritu. Barcelona: Acantilado.
 SOLANA DEUSTO, JOSÉ (2013). Sofistas: testimonios y fragmentos. Madrid: Alianza.
 SQUELLA, AGUSTÍN (2011). ¿Cree usted en Dios? yo no, pero... Santiago: Lolita.
 STEIYMANN-GALL, RICHARD (2007). El Reich sagrado. Madrid: Akal.
 STEPHEN, LESLIE (2012). “Apología de un agnóstico”. Incluido en Hitchens, 2012.
 TORNÉ, GONZALO. Compilador (2017). La Enciclopedia. Antología. Barcelona: Debate.
 VALLEJO, FERNANDO (2012). La puta de Babilonia. Madrid: Alfaguara.
 VATTIMO, G.; ONFRAY, M; Y FLORES, P. (2009). ¿Ateos o creyentes? Madrid: Paidós.
 VELARDE, JULIÁN (2015). El agnosticismo. Madrid: Trotta.
 VIDAL, CÉSAR (2014). La historia secreta de la iglesia católica en España. Barcelona:
Grupo Zeta.
 VILLEY, PIERRE (2018). Montaigne. Páginas escogidas. Barcelona: Desván de Hanta.
 VOLTAIRE (1966). Diccionario filosófico. Madrid: Bergua.
 WEIL, SIMONE (2011). Carta a un religioso. Madrid: Trotta.
 VVAA (2003). Dios en el mundo de hoy. Santiago: UDP.
 ZUBIRI, XAVIER (1994). Naturaleza, historia, Dios. Madrid: Alianza.
51
Página

También podría gustarte