1981 para Corrección PDF
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1981 para Corrección PDF
Darío Galván
1981
Primera edición: Enero, 2020
© 2020, del texto Miguel Ángel Oliver
© 2020, de la edición, maquetación y diseño Libros Indie.
Torrelavega, Cantabria. www.librosindie.com
Diseño de portada: Libros Indie.
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los titulares del copyright.
Printed in Spain—Impreso en España
ISBN: 9788418112614
Depósito legal: SA 943—2019
Toda novela de ficción tiene su punto de realidad.
Es por eso que quiero dedicar esta novela a todas esas
personas de verdad que me inspiraron todos estos perso-
najes ficticios, cuyas vidas aquí relato. En especial a mi
mujer y mi hijo.
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 1
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trabajando sobre el terreno, esperemos que ellos la en-
cuentren.
El Coronel se acercó a la cortina, la apartó unos cen-
tímetros para observarle y un sentimiento de lástima le
embargó. El detenido forcejeaba tratando, inútilmente,
de librarse de las ataduras de pies y manos que le obli-
gaban a permanecer tumbado sobre la camilla. Las sá-
banas y la almohada habían caído al suelo y el armazón
metálico chirriaba con cada uno de sus movimientos.
—¡Soltadme! ¡Va a seguir matando! —Una enferme-
ra vació en sus venas el contenido de una jeringuilla—.
¡¡Tenéis que… —Evaristo miró al Coronel y se tranquili-
zó—. Aquilino, gracias a Dios. Ayúdame, por favor.
Cerró los ojos y finalmente quedó dormido.
—¿Le conoce? —El policía estudió el gesto que se
pintó en el rostro del Coronel.
—Estudiamos juntos —soltó la cortina y se dirigió
hacia el policía de nuevo— ¿Cómo fue?
—Nos llamaron a las dos de la mañana. Una vecina
dijo haber escuchado golpes y los gritos de una mujer
pidiendo auxilio. Cuando llegamos nos encontramos
con él de rodillas sobre el cuerpo destrozado de la chica
y diciendo: “No, Greta, por favor”.
—Pero el nombre de la víctima no es Greta.
—Cristina Soriano, casada y con dos críos. Su mari-
do está fuera y, por fortuna, sus hijos están pasando este
fin de semana con su abuela y no han tenido que ver a su
madre abierta en canal. La victima debió de defenderse,
cuando llegamos, el detenido sangraba bastante por la
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nariz, como si le hubiese dado un buen puñetazo en la
cara.
—Continúe, por favor.
—Los vecinos nos dijeron que cuando dejaron de
escuchar los gritos, ninguno vio salir a nadie del edificio
—miró un segundo a Aquilino y luego bajó la mirada a
sus manos que no dejaban de temblar—. Mi compañero
fue piso por piso y no se encontró con nadie más. Y para
colmo, yo mismo escuché al detenido decirle al cuerpo
de la chica: “no pude evitarlo, no quería hacerte daño, lo
siento” —el policía apretó los puños para tratar de con-
trolarse—. Después sacó una pistola y tuve que forcejear
con él para evitar que se suicidase. Si no llega a apare-
cer Tena en ese momento no hubiese logrado quitarle
el arma. ¡Es más fuerte de lo que parece! —El hombre
con el uniforme manchado de sangre se apoyó contra
la pared y miró al Coronel—. ¿Le importa que fume yo
también? —Aquilino le ofreció uno de sus cigarrillos y
el muchacho dio un par de profundas caladas antes de
volver a hablar—. Muchas gracias.
—¿Está usted bien?
—Tenía que haberle dejado hacerlo —dio otra cala-
da y suspiró—. Si le hubiese dejado volarse los putos se-
sos no tendría que lamentarme ahora de que mi compa-
ñero esté luchando por su vida —apretó los ojos un par
de segundos—. Si le hubiese dejado hacerlo, Tena no se
habría llevado un tiro en la barriga durante el forcejeo.
—¿Por qué asesinarla con un cuchillo si tenía una
pistola?
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—¿Ha visto el cuerpo de la chica? El psicólogo es
usted, Coronel, no yo. Solo se me ocurre que por puro
sadismo, como en el resto de sus asesinatos.
—¿Y porqué cree que intentó suicidarse?
—Si esta hubiese sido su primera víctima, yo diría
que por culpabilidad. Pero… —se le escapaba una son-
risa que daba miedo—. Pero yo creo que ha sido porque
le pillamos, para no ir a la cárcel. —La rabia contenida
del policía por fin afloraba y los ojos se le estaban hume-
deciendo—. Si Juanjo muere, espero que se carguen a
este hijo de puta en prisión tras unos cuantos años como
puta.
La enfermera salió, cerró la cortina de nuevo tras
ella y el Coronel guardó silencio hasta verla desaparecer
por la esquina del fondo del pasillo.
—Es un oficial de la Guardia Civil, Losada irá a una
prisión militar.
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CAPÍTULO 2
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CAPÍTULO 2
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Bueno… Y ahora, si me lo permite, voy a seguir con
lo que le estaba diciendo. El caso de Samuel Coto fue
un trabajo impecable, sin duda alguna. Aquella mañana
tuve que asistir a un juicio por asesinato. Tras una larga
investigación logramos detener a un yonki por matar a
otro y, dos años después, mi compañero y yo recibimos
una citación de la audiencia provincial. Tras salir del tri-
bunal, me despedí de Salas para ir a comprar dos mier-
das que mi esposa me había pedido. Tras gastarme unas
cuantas miles de pesetas en tonterías que no necesitá-
bamos, pasé ante un bar abandonado con un cartel que
rezaba “Se Alquila” al que el sol había comido el color...
¡Si, lo sentía! Aquel odio era delicioso, solo tenía que ser
reconducido. Ellos le habían robado todo, ellos le habían
dejado sin casa, sin dinero, sin familia, sin vida… Lo
único que quedaba de él era su pasado. Era ira, mitigada
tan solo por su deseo irracional de apagarla, amenazaba
con explotar en cualquier momento, surgiendo de allí
dentro, de aquel viejo bar abandonado, entraba por mis
poros y se alojaba en mi interior. Aquella ira de la que se
alimentaba mi espíritu me hacía poder leer la mente de
aquel hombre como si lo hiciese en un libro abierto. El
juego comenzaba, en el interior del Joker´s Pub se aca-
baban de repartir las cartas.
Samuel despertó de golpe, asustado y blandió un ce-
pillo de dientes, que había limado hasta hacerle un afi-
lado pincho en el mango. Pensó que eran imaginaciones
suyas, temores provocados por la reciente paliza que le
habían dado hacía menos de una semana.
Guardó el cepillo, aún manchado con la sangre del
brazo de uno de sus cuatro atacantes y trató de volver a
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dormirse. Pero le fue imposible, el corazón le latía a mil
por hora y tenía los ojos como platos. Tenía la piel cu-
bierta por un sudor frío y le temblaba todo el cuerpo, se
sentía mareado y una acuciante sed le castigaba. Se giró
sobre su camastro de cartones y mantas llenas de mu-
gre y chinches. Miró la botella relamiéndose los labios,
alargando la mano hasta cerrar los dedos alrededor del
cuello de cristal. Pero ya estaba vacía, se la acercó a los
labios y recordó entonces que se había bebido hasta la
última gota de aquel vino la noche anterior.
El cristal estalló en una lluvia de cristales contra la
pared y se levantó para ir al almacén de aquel viejo bar
que había sido suyo. Rebuscó y rebuscó, pero allí sola-
mente había cajas y botellas vacías desde hacía meses. Lo
había revisado todo infinidad de veces, pero aun así algo
en su interior le empujaba a seguir con su búsqueda. Sa-
bía que no era así, pero a pesar de todo se convencía a
sí mismo de que en algún lado tenía que quedar algo de
whisky, de ron, de vino, de cerveza… Le daba igual, te-
nía que encontrar algo, aunque solo fuesen los restos de
falta un de una botella casi vacía.
"llenas DE suciedad
Pero no encontró nada. Samuel se dejó caer en el
suelo, derrotado, sentado con la espalda apoyada contra
la pared y miró sus manos que seguían temblando, lle-
nas suciedad, uñas rotas y negras, con las marcas y los
moratones de la paliza del otro día. Eran unas manos
que aparentaban ser diez años más viejas de lo que en
realidad eran.
Él, que lo había tenido todo, ahora solo era dueño
de cuatro trapos en una mochila que se deshacía en pe-
dazos y los recuerdos de un pasado tan reciente. Samuel
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Falta tilde en sí
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Aquello había sido flor de un día o, más bien, de una
noche. En cuestión de semanas, el número de clientes
fue bajando de manera drástica, uno de sus camareros
le había estado robando y durante seis meses, luchó por
que su sueño no se esfumase. Las facturas sin pagar y las
notificaciones de impago del crédito del banco se fueron
amontonando sobre la mesa de su despacho.
Samuel se maldecía, se fustigaba por haber desoí-
do las advertencias de su amante, Simón. Él se lo había
dicho, era como si ya se hubiese imaginado que no iba
a salir bien y le había estado advirtiendo de lo que iba a
pasar. Para Simón la solución hubiese sido más sencilla
que todo lo que había hecho hasta entonces. Le había
insistido en su idea, pero todo el esfuerzo de Samuel,
todo el dinero invertido no podía terminar así. No iba
a cerrar el Joker´s Pub para abrir un local de ambiente Falta tílde
gay, tan solo porque ya no les metiesen en la cárcel por retrógrada
su condición.
Si se hubiese aceptado tal y como era en verdad, si la
sociedad y sus padres hubiesen aceptado su condición,
se habría dado cuenta de que la idea del bar de ambiente
era lo mejor. Si hubiese desechado esa retrograda mane-
ra de pensar en la que fue educado, no se vería ahora en
la calle, sin nada más que los recuerdos del hombre que
un día fue.
Una vez en la ruina, Simón le abandonó al descubrir
que aquel hombre cariñoso y simpático, se había vuelto
huraño, se odiaba a sí mismo y, por extensión, a todos
los homosexuales.
Para colmo de males, por maricón como él mismo
se llamaba, había logrado que aquella mujer con la que
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años atrás se había casado, encontrase en hundirle en
la miseria, su objetivo a alcanzar en la vida. Algo a lo
que sus cuatro hijos la ayudaron hasta lograr, junto a los
bancos y todos aquellos a quienes debía dinero, despo-
jarle de todos sus bienes.
Samuel buscó consuelo en el alcohol. No para aho-
gar sus penas, no. En el alcohol encontró el consuelo de
la muerte, la manera de ir matándose un poco más cada
día.
Se odiaba incluso más de lo que creía. Un odio que
le hacía delirar al quedarse sin alcohol. Allí sentado en
el suelo, rodeado de botellas vacías, supo que acababa de
volverse definitivamente loco.
En su cabeza resonó una voz vil y cruel, la voz del
mismísimo Satanás. La voz del diablo era sincera, le de-
cía sin tapujos todas aquellas verdades que el mismo
pintaba de mentiras para… Bueno, ni él mismo sabía
muy bien para qué.
—Eres un cobarde.
—Lo sé —susurró.
—Suicídate de una puta vez y ahórrale problemas a
los demás.
Samuel miró a su alrededor y se puso en pie. Su pul-
so se iba tranquilizando y había dejado de sudar. Cami-
nó hasta la barra y miró su antiguo pub convertido en
una ruina de papeles tirados por el suelo, botellas rotas,
trozos de pared desprendidos y cables asomando por
donde antes hubo potentes focos de mil luces y altavo-
ces. En frente estaba abierta una puerta, la que daba paso
al que un día fue su despacho y donde tantas veces había
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discutido o hecho el amor con Simón. Dentro de aquel
cuarto estaba su camastro y una diminuta mochila re-
mendada donde guardaba sus pocas pertenencias. Des-
de la puerta de cristal que daba a la calle, dos ojos salidos
del infierno le miraban y Samuel clavó en ellos los suyos.
—No mereces vivir. Dejaste que te robasen la esen-
cia de lo que en verdad eres. Se quedaron con tu casa, tu
coche, tu bar y, hasta el aire que respiras, les pertenece
a otros.
El mendigo se metió en un cuarto y, tras cerrar la
puerta, se tumbó sobre un sucio camastro.
—Me lo quitaron… —Las palabras retumbaban en
su cerebro—. Yo soy el único culp…
—Eres un cobarde —grité—. Mírate, basura, mari-
cón de mierda. —Mi voz destilaba odio, ira, placer—.
Eras un dios en la tierra y, ahora, no eres nada, no eres
nadie.
—No soy nada, no soy nadie.
—No mereces vivir. Eres basura.
—No merezco vivir —Samuel cogió aquel cepillo de
dientes reconvertido en puñal—. Soy basura.
—No merecen vivir. ¡Lo sabes! Deseas matarles tu
mismo. Sabes que disfrutarías viendo surgir su sangre,
viendo como pierden poco a poco la vida. Deseas hacer-
les pagar por todo lo que te hicieron, ¿verdad?
—Sí.
—Deseas obtener tu venganza, ¿no es cierto, Samuel?
—Así es.
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—¡Pues hazlo! ¡¡Hazlo!! Mátalos, hazles pagar por
todo el daño que te han hecho. ¡¡Mátalos!! —volví a gri-
tar—. ¡¡Mátalos!!
—Sí —miró la punta que le había hecho al cepillo y
sonrió—. Merecen la muerte.
Ese odio, bien dirigido, usado adecuadamente era
tan delicioso, tan suculento… Mi trabajo había termina-
do, el juego de Samuel daba comienzo, las cartas habían
sido repartidas y yo ya podía marcharme de allí.
Mi trabajo estaba hecho, había administrado a
Samuel la vacuna y era el momento de que él encontrase
su propia cura o hallase su fin. Podía marcharme tran-
quilo mientras el vagabundo abría la puerta del Joker´s
Pub y aspiraba el aire de la calle.
Samuel ya no era el mismo, el hombre que había sa-
lido era un demonio con su rostro. Había abandonado
sus cosas, se había desprovisto de todas sus pertenencias,
había abandonado para siempre el bar y todo aquello,
incluyendo su documentación, que había formado parte
de su pasado, del hombre que alguna vez había sido.
Para que el resto de lo que un día fue, también desa-
pareciese, solo tenía que prenderle fuego.
Para cuando Samuel empezó su serie de asesina-
tos, yo ya estaba en mi casa, entregándole a mi mujer la
tostadora y el secador que me pidió que comprase. Para
cuando Samuel había terminado con las vidas de la mu-
jer que se había casado con él tantos años atrás, de sus
hijos, de Simón y su nuevo novio y del director del ban-
co, yo ya estaba bajo las sábanas de mi cama haciéndole
el amor a mi esposa.
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Si, me gusta mi trabajo, pero reconozco que ya me
he cansado de cosas tan fáciles. Necesito nuevos retos y
he encontrado la víctima ideal, alguien a quien conozco
desde hace muchos, muchos años. ¡Mi obra será sober-
bia!
Este mundo es pasto de farsantes, un caldo de cul-
tivo donde afloran las hipocresías hacia los demás y
hacia uno mismo. Me podrá usted tachar de psicópata,
asesino, loco… Pero en verdad tan solo soy un humilde
médico que trabajaba tratando de extirpar el tumor que
consume este mundo. Su hubiese más como yo, todo iría
mejor. Las sociedades temblarían aterradas ante la po-
sibilidad de cometer el que, para mí, es el peor pecado
del mundo. Los seres humanos podrían por fin ser eso,
humanos. No marionetas a quienes mueven sus hilos los
que dirán, las opiniones o las leyes de los hombres, he-
chas para sojuzgarlos y controlarlos. Si, quizá eso sería
rebajar al hombre a una naturaleza animal, de instintos
profundos y primitivos. ¿Pero acaso el ser humano no es
eso, un animal?
Ese odio, delicioso… La gente se revelaría, se deja-
ría llevar por instintos y deseos de venganza, celos, luju-
ria… El homosexual no tendría que esconderse, el pobre
tendría valor para enfrentarse al rico, el ofendido a su
ofensor… Dios, con sus Tablas de la Ley, ha esclavizado
a la humanidad y yo, magnánimo, voy a cortarles sus
cadenas y otorgarles la libertad.
¡No me mire usted así! No haga como que no me en-
tiende, seguro que usted también ha pensado esto miles
de veces. ¡No me sea hipócrita!
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CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 3
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capaz de recordar nada de lo ocurrido la noche anterior.
Ni siquiera es capaz de recordar como ha logrado volver
a casa pero o muy equivocado estaba, o Jorge y Aquilino
se habrían encargado de meterle en un taxi para que lle-
gara sano y salvo.
Aquel domingo había quedado con sus antiguos
compañeros de universidad para tomar un par de cer-
vezas antes de la cena que, como cada año, debió ser una
retahíla de las mismas anécdotas de la facultad. David, el
guapo oficial del grupo, contaría por enésima vez como
se montó un trío con Sofía y con una chica inglesa que
había venido a España a estudiar un máster sobre litera-
tura española y latinoamericana. Tomás debió evocar la
noche en que, borracho como una cuba, trató de escapar
de un patrulla de la Guardia Civil y se despertó a la ma-
ñana siguiente dentro de un sucio y oscuro calabozo. Y Fata tilde
en qué
Evaristo Losada, lo más probable, es que debió de poner-
se a hablar de la última semana antes de la graduación,
escribiendo el discurso y decidiendo que hacer con su
vida a partir de entonces.
Evaristo hizo un esfuerzo titánico por levantarse y
no lo logró hasta el tercer intento. Miró su almohada,
manchada de un líquido rojo oscuro y descubrió los res-
tos de sangre en su nariz que ya se había resecado en los
gruesos pelos de su bigote. Sintió como si un taladro al
rojo vivo le estuviese atravesando el lóbulo pre frontal
cuando el teléfono empezó a sonar. Las piernas parecían
no querer obedecerle y para cuando logró levantar el au-
ricular, se encontró con el soniquete intermitente de la
línea vacía. Apoyándose en todo cuanto encontró a su
paso, logró llegar a la cocina. De un solo trago se bebió
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un litro de agua para mitigar esa sensación pastosa en la
boca e hidratar sus aletargados músculos. Tras preparar-
se un café solo se lo tomó acompañado de dos cigarrillos
como desayuno. Se afeitó, se arregló ese bigote a lo Burt
Reynolds que llevaba desde los dieciocho años, levantó
las persianas para descubrir que estaba cayendo el se-
gundo diluvio universal y guardó su pistola en la funda
que tenía a su espalda.
Antes de salir de casa, cogió una foto que tenía do-
blada sobre su mesilla en la que aparecía su hijo Carlos
y la desdobló para ver el rostro de Greta. Maldijo por lo
bajo antes de volver a taparla a ella y dejarla donde la ha-
bía cogido y bajó al garaje a por su coche. Llegaba tarde
al trabajo y para ser del todo sincero, tener que sentarse
en su despacho ante una enorme montaña de documen-
tos era lo último del mundo que le apetecía hacer. Ni
siquiera la voz de Robert Plan cantando su Black Dog
y el humo de otro pitillo consiguió animarle durante el
camino a bordo de su viejo Citroën DS. La tristeza de
un día tan sumamente gris en todos los aspectos y esa
resaca tan descomunal, fueron como una losa sobre su
ánimo.
—Ahí llega el perro fiel —le dijo el Sargento Calzada
a Brigada Secades—. Parece un muerto en vida.
—La separación está acabando con él.
—A sus órdenes, mi Capitán. —Calzada se puso en
pie y le saludó llevándose la mano derecha a la sien—. El
Comandante Terrón requiere su presencia en el escena-
rio de un asesinato.
—¡Mierda! —Losada cerró el coche de un portazo,
subió los escalones que daban a las oficinas dejando a
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los dos suboficiales fuera y se sirvió una taza de café—.
¡Qué asco! ¡Está frío!
—¿Me ha escuchado, mi Capitán? —Calzada y Se-
cades entraron tras él—. El Comandante Terr…
—Le he oído, Sargento, no estoy sordo —dejó la taza
prácticamente llena sobre la mesa, sacó un paquete de
tabaco del cajón y cogió un trozo de papel donde ha-
bía apuntada una dirección—. ¡Joder! —El sonido del
martilleo de las máquinas de escribir cesó un segundo
y media docena de ojos se giraron para mirarle—. Esto
está a dos calles de mi casa.
—Le llamé por teléfono.
—¡Haber insistido, ostia! —De nuevo los guardias
dejaron de aporrear las teclas y le miraron con curiosi-
dad sobre cómo iba a terminar la cosa—. He hecho un
viaje hasta Gijón a lo gilipollas.
—¡Pero, mi Cap…
Sin decir nada más salió para coger su coche, de-
jando a Calzada con la palabra en la boca y en evidencia
ante sus subordinados y se topó de frente con el Coman-
dante Terrón.
—¡No me jodas! —masculló a voz en cuello—. A sus
órdenes, mi Comandante.
—Losada, está usted hecho un cuadro.
—Soy consciente de que no estoy en mí mejor forma
física —se levantó las solapas de la americana, había de-
jado de llover pero se había levantado un gélido viento
que ayudó a terminar de despejarle—. Ya me recuperaré,
no se preocupe.
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—Hace una hora que debería estar en la escena del
crimen —agachó la mirada y se mordió el labio para no
replicarle a su superior—. Cuando acabe con este caso,
se va a ir un mes de vacaciones. —El Comandante Te-
rrón era un hombre que apenas debía medir un metro
sesenta y cinco, enjuto, con el flequillo demasiado lar-
go para tratar de disimular su alopecia, con un ridículo
bigotillo de lápiz, pero con una mirada severa capaz de
intimidar a un búfalo—. O dos, si es necesario. Falta una a
volvió A cambiar
Se subió a su DS y, refunfuñando, se marchó. De
camino el tiempo volvió cambiar y comenzaron a caer
unas gotas. Para cuando pasaba por Avilés se había
puesto a diluviar y las escobillas del limpiaparabrisas
no daban abasto. El cielo estaba negro, parecía haberse
hecho de noche de golpe. Los humos de las chimeneas
de Ensidesa subían grisáceos mezclándose con los nuba-
rrones, dándole a todo un aspecto más que lúgubre. Los
niveles de contaminación habían sido tan altos el verano
pasado que la ciudad había sido declarada como zona de
atmósfera contaminada, lo que llevó a gran cantidad de
vecinos a salir a las calles para quejarse de que les esta-
ban envenenando y hacer que el Ayuntamiento tomase
cartas en el asunto.
Dejó atrás la ciudad y continuó por la nacional has-
ta llegar a un desvío donde estaba indicado que le que-
daban dos kilómetros para llegar a su destino, Salinas.
Nada más entrar en la villa enfiló en dirección a la playa
y no tardó en toparse con una lujosa casa con tres co-
ches de la Guardia Civil a las puertas. Varios curiosos se
arremolinaban en las inmediaciones bajo un océano de
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paraguas. Al fondo estaba esa concha de doradas arenas,
bañada por el mar Cantábrico de oscuras aguas.
—Bonito paisaje para morir —se dijo a sí mismo
con sorna.
Se armó de valor y salió del coche. Corrió abriéndo-
se paso y, tras cruzar el jardín por el camino embaldosa-
do, se guareció bajo el alero de aquella mansión para que
Méndez le informase.
—El cuerpo ha sido hallado en el dormitorio por
el marido —señaló a un hombre de unos cincuenta y
tantos, con los ojos enrojecidos y enfundado en un im-
pecable traje de confección italiana que hablaba con
Suárez—. El Teniente Sevillano está arriba esperándole.
El Capitán subió las escaleras con cuidado de no
manchar la alargada alfombra que la cubría y se fijó en
los cuadros que cubrían las paredes y en el retrato de la
familia. El hombre tenía un sonrisa franca y rodeaba por
encima de los hombros con su brazo a una mujer unos
veinte o treinta años más joven que él, que removió algo
en el interior de Losada. Estaba sentada en una silla de
madera con un bebé en sus brazos y tras ella, un hombre
y una mujer de más o menos su misma edad con una
mueca de fingida felicidad. Giró a la izquierda nada más
coronar y entró en la habitación donde varios guardias
buscaban huellas y lo fotografiaban todo.
—¿Los hijos o algún amante? —le preguntó Sevilla-
no como saludo— ¿Tú qué crees?
Primero se hizo una composición del lugar y evaluó
todo cuanto se podía ver a simple vista. Aquel dormito-
rio era gigantesco, el suelo estaba cubierto por una al-
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fombra persa de tonos granates y dorados y las paredes
estaban llenas de reproducciones de cuadros de Sorolla
y Picasso, cuyos originales estaban en El Prado. Frente
a la puerta del dormitorio estaba la cama con dosel que
no había sido deshecha y en el techo y sobre las mesi-
llas había lámparas de bronce y cristales templados de
Murano. Todo cuanto había allí dentro debía costar lo
que Losada ganaba en un año, muestra de ello era aquel
rústico tocador de áureas filigranas que había junto al
ventanal y que tenía un gran espejo de medio cuerpo. En
el reflejo se veían dos puertas que daban al servicio y al
vestidor y la silla del tocador en una esquina. Era la mis-
ma silla que acababa de ver en el retrato de las escaleras
y en ella estaba el cuerpo sin vida y desnudo de la misma
mujer. La imagen era dantesca, varios trozos de tela de
carísima ropa interior de seda le sujetaba las muñecas y
el cuello contra los reposabrazos y el respaldo del asien-
to. La cabeza le colgaba hacia abajo, apoyada contra el
exuberante y probablemente operado pecho, con dos
largos mechones de pelo negro, que se habían soltado Eliminar ese
de la coleta, pegados a la piel de los hombros. Jeannette, EL
como se llamaba según le había dicho el Méndez, tenía
varios cortes en el vientre y la sangre y la orina habían
caído formando un charco a sus pies. Evaristo se acercó
a mirarle el rostro y se encontró con sus ojos abiertos,
secos y plagados de venillas que le miraban como si aún
estuviese con vida. Lo más escabroso fue descubrir que,
en el lugar donde debería estar su nariz, había una amal-
gama de carne sanguinolenta, cartílago y hueso.
—No creo que haya sido ningún amante —se aga-
chó ante ella y miro hacia ambos lados—. Si hubiese sido
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un crimen pasional habría muestras de afecto hacia la
víctima, le hubiese cerrado los ojos, la hubiese tapado o
después de matarla la habría dejado en el suelo en una
posición como si estuviese dormida. Y, por supuesto, no
se habría llevado su nariz como trofeo.
—¿Viste el cuadro de la escalera?
—Si, lo vi.
—Ahora muerta no te lo parecerá, pero la imagen
de la víctima en esa fotografía, ¿no te recuerda a nadie?
—A Greta —Losada se puso en pie y miró al Te-
niente como si quisiese arrancarle el corazón y comér-
selo crudo por ese comentario—. Sobretodo en la nariz,
en el resto se dan un aire pero, el verdadero parecido lo
tenían en ese apéndice que su asesino le ha arrancado.
Sevillano dijo algo que no pudo escuchar, la luz se mar-
chó y tuvo que parpadear con fuerza. Le costaba respirar y
parecía que fuese a desmayarse. Miró a su alrededor y se
encontró con Jeannette con vida y llorando. Caminaba de
espaldas, todo su cuerpo temblaba de una manera delicio-
sa. Los pechos bailaban como pequeños flanes y el sudor le
caía por el vientre hasta el bello de su pubis. De repente fue
como ver las cosas a cámara lenta, su asesino la golpeó en
el rostro y la cabeza de la muchacha se ladeó seguida por la
mancha oscura de su cabello. El cuerpo cayó poco a poco
hasta quedar tendido en el suelo, con un hilillo de sangre
saliéndole del labio inferior. No pudo ver quien la había
atacado, solamente vio sus brazos, borrosos, levantándola
en vilo como si no pesase ni medio kilo y sentándola sobre
la silla de madera del tocador. Con una furia extraordinaria
la empujó hasta la esquina y se acercó a ella para sujetarla
con todas sus fuerzas al respaldo y a los reposabrazos con
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la tela de las bragas de la mujer. Apretó las ligaduras para
evitar que se defendiese o escapase hasta cortarle por com-
pleto la circulación y hacer que respirase con dificultad. Le
levantó la cara y miró esa nariz, antes de clavarle el filo de
un enorme cuchillo hasta tocar hueso y empezar a cortar
carne y cartílago. La sangre brotó con furia y en un par de
minutos había terminado.
—Despierta —En el vacío del dormitorio se propa-
gó el eco de una voz—. Despierta, ¡ya!
Hubiese jurado que era su propia voz de no ser que
le resultó oscura y sibilante, como si las palabras hubie-
sen salido de la boca de una serpiente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Sevillano.
—Si, Daniel, muchas gracias —encendió su linterna
e hizo un barrido—. ¿Podéis salir todos un minuto, por
favor? —se acercó a uno de los guardias que estaba foto-
grafiándolo todo—. Usted, luego sigue.
—Venga, señores, ya habéis escuchado todos al
Capitán Losada —Sevillano dio dos palmadas y alzó la
voz—. Todos fuera. ¡Vamos, vamos, vamos!
—Muchas gracias.
—Haz tu magia.
Evaristo quedó solo y analizó cada mínimo detalle.
La postura de la chica, el tipo de heridas, lo ordenado
que estaba todo en aquella habitación… Se sentó sobre
el tocador, cerró los ojos y se masajeó las sienes para tra-
tar de asimilar cada uno de los pormenores, lo que había
a simple vista y lo que no. Se puso unos guantes e ins-
peccionó el armario, abrió los cajones y miró las fotos y
la ropa interior de Jeannette.
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—Sexy, muy sexy —dijo en voz baja—. Igual de su-
gerente que lo que Greta se ponía para otros.
Diez minutos después el Equipo de Policía Judicial
volvió dentro a terminar su trabajo y el Teniente Sevilla-
no se acercó a él.
—No creo que haya sido ni un amante, ni los hijos del
marido —sacó un cigarrillo y se lo puso sin encender entre
los labios—. El móvil no fue el robo. Esto es obra de un
sádico. La ha humillado, se ha tomado su tiempo, deleitán-
dose en lo que hacía y empleando una crueldad y violencia
mientras la violaba que raya con lo demencial.
—¡Joder!
—Si no dais con él a tiempo, me da que este va a ser
el primero de una serie de asesinatos.
—¿Qué me aconsejas?
—Quizá esta no haya sido su primera vez —Encen-
dió el mechero y aspiró el humo—. Busca más casos,
puede que encuentres algo que pueda ayudarte.
—Eso me va a sepultar bajo una montaña de pape-
leo durante semanas.
—O meses —dio otra calada y un poco de ceniza
cayó al suelo.
—Ten cuidado, esto es la escena de un crimen.
—Me voy —dijo forzando una sonrisa—. Te enviaré
el informe cuando lo termine.
Bajó las escaleras alfombradas y miró al hombre del
traje que se abrazaba a su hija, incapaz de dejar de llorar,
mientras Suárez se mantenía apartado para darles algo
de intimidad.
34
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 4
37
to lo visto, en el momento en que en España se aproba-
se esa supuesta ley del divorcio preparada para ese año,
Greta y él dejarían de ser marido y mujer. No le extrañó
nada, él sabía de sobra que en cuanto su mujer volviese
junto a su padre, este haría lo imposible por deshacer
aquella unión con la que nunca estuvo de acuerdo.
Se iban a cumplir seis meses desde que vio aquel
avión despegando con Carlos en su interior. Por culpa
de eso, no había podido pasar con él aquellas últimas
navidades. Si tenía que ser del todo sincero, tampoco él
había sabido ser el padre que hubiese deseado ser. En la
mayoría de celebraciones anteriores había estado medio
ausente por culpa del trabajo y todo parecía indicar que
Greta removería cielo y tierra para impedirle recuperar
el tiempo perdido. Cuando aún vivían juntos los tres,
Evaristo se decía a sí mismo que aún era pequeño, que
no recordaría nada de aquello y que tenía toda la vida
por delante para compensarle. En aquellos momentos,
su mayor temor era que Carlos no le reconociese el día
que pudiesen volver a estar juntos, si era que ese día lle-
gaba alguna vez.
Abrió la maleta, sacó el regalo que le había compra-
do para su cumpleaños y los otros tres paquetes que ha-
bía tenido guardados en el fondo del armario desde el
seis de enero y devolvió a aquel lugar los cuatro. Cogió
su paquete de tabaco, se puso un cigarrillo en los labios y
lo encendió. Sin apagar la cerilla, dio una calada y acercó
la llama a los dos billetes de avión que dejó ardiendo so-
bre un cenicero hasta arriba de colillas y cenizas.
38
—¿Y qué cojones hago yo ahora? —dio un rápido
vistazo a su salón y suspiró un poco más calmado—.
Manos a la obra.
Lo primero que hizo fue levantar las persianas que
llevaban semanas abajo, vació el cenicero, limpió el pol-
vo de los muebles y barrió los suelos. En la cocina limpió
los cuatro platos grasientos del fregadero y un par de
sartenes que tenían una considerable capa de carboni-
lla, tiró la fruta enmohecida y contempló la desoladora
imagen de su frigorífico prácticamente vacío. Sacó una
cerveza, se palmeó la barriga y la dejó de nuevo junto
a sus hermanas en la nevera. Cerró la puerta y se cogió
con ambas manos la capa de grasa que tenía en el vien-
tre, tantos huevos fritos con patatas en casa y filetes y
fabadas en el restaurante de tía Maruja le había dotado
a su figura de unas líneas curvas que nunca antes había
tenido.
—Calvo, viejo y gordo —salió de la cocina—. Lo tie-
nes todo, chaval.
Tras cambiar las sábanas de la cama se puso un
chándal. Había decidido salir a correr, el primer paso
para tratar de encauzar de nuevo su vida. En el bolsillo
del pantalón metió el paquete de ducados, un mechero y
un billete de mil pesetas.
No llegó a terminar ni el primer kilómetro cuan-
do decidió parar. Su cansancio no era físico, su falta de
energía era tan solo mental. Su cerebro fue incapaz de
coordinarse, de ordenarle a una pierna ir hacia delante y
a la otra ir hacia atrás mientras, al mismo tiempo, trata-
ba de que sus pulmones fuesen llenándose y vaciándose
de manera acompasada. No, su cerebro no podía hacer
39
tantas cosas a la vez si en su cabeza tan solo se repetía,
una y otra vez, aquella tensa conversación que había te-
nido con don Nicolás Sánchez.
Greta, al enterarse de que Evaristo quería viajar a
Suecia, decidió regalarle a su pequeño un viaje a Estados
Unidos para ir a Disney World. ¿Para qué carajo se lleva
a un crío de tres años a un parque de atracciones? Era
demasiado pequeño para subirse a nada y cuando cre-
ciese no tendría recuerdo alguno de aquel día. ¡Era Ab-
surdo! No, el Capitán Losada ni siquiera creía que fuese
cierto. Cuando don Nicolás Sánchez le dijo que su hija
y su nieto estaban en Orlando, lo más probable era que
Greta estuviese a su lado.
Si lo que quería era destrozarle la vida, lo iba a con-
seguir. Si bien era cierto que su vida nunca estuvo com-
pleta del todo, en lo que llevaba de ese 1981, en ese esca-
so mes y medio, sus 32 años empezaron a pesarle como
si fuesen 92, como si llevase casi un siglo aguantando
golpes día tras día. Sacó un cigarrillo, se sentó en la are-
na y miró al horizonte como si este fuese una gigantesca
pantalla de televisor en el que ver toda su vida.
Evaristo Losada había nacido en el seno de una fa-
milia de alta alcurnia venida a menos. ¡A mucho menos!
María Mercedes era hija de unos empresarios ilerdenses
que habían visto como su fortuna había ido menguando
por culpa de varias malas decisiones. A la salida de una
representación teatral a la que había acudido lo más gra-
nado de la alta sociedad catalana, conoció y se enamoró
de Baldomero Borrell, el pequeño de los hijos del Conde
de Olius. La familia Losada vio con buenos ojos el no-
viazgo de su hija con un miembro de la nobleza catalana
40
de la corte de Alfonso XIII. Aunque este no fuese a ser
el heredero al título, era de esperar que las amistades y
contactos que tendrían gracias al enlace se convirtiesen
en el trampolín que le diese a los negocios de la fami-
lia Losada el impulso necesario. Sin embargo el Conde
Olius tenía también sus intereses particulares con aque-
lla unión. Era un secreto bien guardado que Enric Lo-
sada y Laia Nicuesa estaban prácticamente en la ruina.
Tan bien guardado como el suyo propio. Suñer Borrell
de Olius había enviudado cinco años antes y no había
logrado levantar cabeza desde entonces. Había buscado
consuelo a la muerte de Merçé entre las piernas de mu-
jeres a las que había cubierto de alhajas, de meretrices
con sangre carioca o de otras con rasgos arábigos, en el
fondo de vasos de vino y entre los hados hostiles que
vivían en las mesas de bridge. Había descuidado tanto su
hacienda, que ni siquiera se enteró de las intenciones del
rey de devolver el régimen monárquico a la senda cons-
titucional tras la dimisión de Primo de Rivera que puso
así fin a la dictadura de este. Creyó que con el gobierno
de Dámaso Berenguer su título le sería suficiente para
conservar su estatus y su fortuna y, para cuando quiso
reaccionar, la Segunda República se había instaurado y
con ella la decadencia de los de su clase.
Mercedes Losada y Baldomero Borrell, nada más
casarse, huyeron en pos de una vida bohemia. Ambos
amaban la música, disfrutaban de la ópera y tenían una
pasión exacerbada por la literatura. Sin embargo la gran
pasión de ambos fue el teatro, las dramáticas obras de
Valle Inclán y las representaciones imposibles de Gar-
cía Lorca. Mercedes y Baldomero soñaban con ser algún
41
día como doña María Guerrero y don Fernando Díaz
de Mendoza y Aguado. Con sus pocos ahorros com-
praron un carruaje, dos caballos, infinidad de vestidos,
trajes, disfraces y attrezzo, contrataron a media docena
de actores y montaron su propia compañía de teatro.
Actuaron en plazas de pueblo por toda España, fueron
contratados para festividades en algunas ciudades y re-
presentaron sus propias obras en los lujosos salones de
familias adineradas. Dos años después de darse el “si
quiero”, trajeron al mundo a una niña a la que pusie-
ron por nombre Silvina. En el verano de 1936, cuando la
niña tenía cuatro años, una bomba furtiva le arrancó la
vida a Baldomero y María Mercedes optó por dejarla en
la casa de Laureano Borrell, su tío. Se volvió a marchar
de Lérida tras hacerle a su hija la promesa de que iría
a visitarla cada vez que la compañía actuase por tierras
catalanas. Fue entonces cuando se enteró de que Suñer
había perdido el título, le habían expropiado las tierras
y se había suicidado. En casa de los Losada no encontró
a nadie, sus padres se habían ido a hacer las Américas y
sus hermanos no quisieron recibirla.
Dos años después, María Mercedes abandonó la
compañía de teatro y se fue a vivir a una minúscula ca-
sita en la estación de Renfe de Langreo con el encargado
de mantenimiento. Fue un hombre bueno que la amó,
que se había quedado prendado de ella cuando la vio
interpretando a Flora de Trevélez en el escenario y que le
dio un nuevo hijo al que pusieron por nombre Jesús. No
pudieron casarse, el hombre se había separado de otra
mujer con la que no había podido o, más bien, no ha-
bía querido tener descendencia. Mercedes y él vivieron
42
juntos durante diez años y fueron felices. Todo lo feliz
que se puede ser durante una guerra y en los años de
penurias que vienen tras los silbidos de las balas y los es-
tallidos de las bombas. Fueron felices hasta que en 1950,
la hambruna y una extraña afección cardiaca hicieron
que María Mercedes volviese a quedar sola en el mundo
al cuidado de un niño de diez años y un bebé de tan
solo seis meses y sin un techo bajo el que vivir. Una vez
fallecido el adjudicatario de la casucha, la Renfe no pudo
permitirle seguir viviendo allí.
Sin dinero para cuidar de Jesús y Evaristo, tras va-
rias semanas sin una comida decente y sin un lugar al
que poder llamar hogar, no le quedó más remedio que
rezar porque su ilustre apellido o el de Baldomero Borrel
le sirviesen de algo. En Asturias no tenía una familia que
pudiese acogerles y ayudarles. Y visto el recibimiento de
sus hermanos, tampoco hubiese albergado esperanza al-
guna, así que fue lógico pensar que volver a tierras iler-
denses sería del todo inútil. Ser la viuda de un Olius fue
lo único que tuvo alguna utilidad. Gracias a ello pudo
entrar como interna en la casa de un General de infan-
tería que se había quedado anclado a una silla de ruedas
por las heridas sufridas durante la batalla del Ebro en
octubre del 38. La esposa del militar intercedió por ella
y les consiguió a sus hijos sendas plazas en el hospicio
de Oviedo. María Mercedes hubiese preferido tenerlos
a su lado, pero no le quedó más remedio que asimilar
que allí tendrían más oportunidades de crecer sanos y
con un plato caliente, que las que ella podría brindarles.
Además, en el hospicio recibirían una educación que les
43
permitiese tener un oficio cuando cumpliesen la mayo-
ría de edad.
El día que Evaristo y su hermano ingresaron en la
institución, era su cumpleaños y, en vez de soplar una
tarta con tres velas, tuvo que hacerse a la idea de que
entre esos altos y fríos muros tendría su hogar.
Levantándose de la arena helada, dio una calada al
cigarro y lo aplastó entre los dedos para apagarlo. Vio
el agua lamiendo la orilla y dejó que la corriente se lle-
vase la colilla mientras encendía otro pitillo. De nuevo
tenía ganas de romper algo, de haber tenido a Calzada o
a Secades cerca seguramente hubiese encontrado alguna
escusa para echarles un rapapolvo pero, en ese momen-
to, tan solo esperaba poder ahogar su mala ostia en una
taza de café caliente en el bar de Paco. Se puso de cami-
no frotándose las manos por el frío, maldijo a voz en
cuello a Greta, a Orlando, a Walt Disney, al ínclito señor
Sánchez y, por supuesto, a sí mismo por el tiempo que
desaprovechado junto a Carlos.
falta un había
tiempo que HABÍA desaprovechado
44
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 5
47
La pizpireta hija de Paco, enfundada en ese look a
lo Alaska y Dinarama de rastrillo, le trajo su cortado y
Evaristo sintió como alguien se sentó a su lado.
—Una cerveza, por favor.
—¿No te parece que es demasiado pronto? —le re-
conoció en cuanto le escuchó hablar—. ¿Qué haces aquí?
—Necesito de tu magia —cogió el vaso de la barra
y se levantó del taburete—. ¿Qué tal si nos sentamos en
una mesa un poco más discreta?
—¡Está bien! —apuró de un trago el café, se limpió
el bigote y le hizo señas a Paco para que le preparase
otro—. Tú dirás.
—Creo que me voy a volver loco con este caso.
—Entonces, con quien necesitas hablar es con un
psiquiatra, no conmigo.
—Déjate de gilipolleces —Sevillano le dio un trago a
su cerveza y torció el gesto cuando Evaristo se encendió
un cigarrillo—. No sé ni por donde tirar —quedó en si-
lencio mientras le dejaban delante la taza de café—. No
hemos encontrado ni una sola huella extraña. Están las
de la víctima, su marido, los hijos de este y del servicio.
Hemos visionado las imágenes de las cámaras de segu-
ridad y nadie ha entrado ni salido entre las veinticuatro
horas anteriores al asesinato y la llegada del marido.
—Quizá estaba escondido y salió después.
—Puede ser, tengo a Benito viendo las imágenes de
después de marcharnos nosotros y aún no ha habido
suerte. Estamos barajando de nuevo la hipótesis de que
haya sido alguien cercano o algún amante.
—¿No has leído mi informe?
48
—Varias veces, pero es lo único que cuadra. En el
sistema de seguridad hay un par de ángulos muertos, si
el asesino entró o salió aprovechándolos, ha de ser al-
guien que sepa de la existencia de estos.
—No creo que la mujer le dijese a ningún amante
donde estaban los ángulos muertos. Además, has dicho
que no habéis encontrado huellas extrañas. ¿Quieres de-
cir que se la follaba con guantes?
—Últimamente te estás convirtiendo en un déspota
y estás perdiendo la perspectiva.
—Si has terminado de insultar a uno de tus supe-
riores, quizá puedes explicarme porque necesitas de la
ayuda de alguien que ha perdido la perspectiva.
—¡Porque eres el mejor en lo tuyo, gilipollas!
—Pues ilumíname, simpático.
—Lo único que se me ocurre es que el amante sea
alguien del servicio.
—Eso es un cliché demasiado visto, ¿no te parece?
—removió el café—. Mujer joven casada con un viejo y
que se acuesta con el jardinero de veinte años —aspiró el
humo del pitillo y miró a Sevillano— ¿Piensas decirme
algún día que es lo que necesitas de mí?
—Hemos interrogado a todo el mundo. —El marido
estaba de viaje de negocios y regresó después de que se
cometiese el asesinato. El hijo cenó con unos amigos y
se pasó el resto de la noche de fiesta y la hija estaba dur-
miendo con su marido en el chalet que tienen en Quirós.
Y para colmo, todo el personal de servicio también tiene
coartada.
—Vete al grano.
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—Necesito que veas las grabaciones de los interro-
gatorios y me digas si crees que alguno miente o si ves
algo extraño.
—¿No te ha dicho el Comandante que estoy de va-
caciones forzadas?
—Sí —el Teniente señaló a la calle—. Por eso tengo
las cintas en el maletero de mi coche
—¡Qué amable por tu parte!
50
breras, llevaba las uñas pintadas de los mismos colores,
adornando esos largos dedos que mantenía enlazados.
No llevaba maquillaje y tenía el pelo corto y rizado, con
mucho volumen y probablemente con un litro de laca.
Lo que daba a entender la postura de Marta Vallejo, era
como si la difunta hubiese sido un insecto que estaba
mejor muerto. La mujer no parecía querer fingir abati-
miento, por el contrario, era como si quisiese dar a en-
tender todo lo contrario.
—Gracias —Marta sacó un cigarrillo—. ¿Puedo?
—Por supuesto —el Teniente clavó la vista en el ci-
garrillo como si este fuese una pistola a punto de ser dis-
parada—. ¿Cuándo fue la última vez que vio con vida a
Jeannette Gonçalves?
—Antes de contestarle, quisiera decirle que no me
alegro de la muerte de esa mujer —La señora Vallejo mi-
raba directamente a los ojos del Teniente—. Pero tam-
poco lo lamento. Nuestra relación era tan solo cordial
pero por el mero respeto que le debo a mi padre, no a
ella.
—Agradezco su franqueza —Marta encendió al fi-
nal el cigarro y Sevillano trató de disimular la repugnan-
cia que le dio el humo que llenó la sala—. ¿Cuándo fue
la última vez que la vio?
—Hace quince días, en su cumpleaños —se reclinó
hacia atrás y se apoyó contra el respaldo, disfrutando del
pitillo y de la reacción de Sevillano al humo—. Mi padre
se empeñó en invitarnos a una cena para celebrarlo.
—Como muestra de agradecimiento a su franqueza,
permítame que le corresponda de la misma maner —el
51
Teniente se puso en pie—. ¿Dónde está mi educación?
No le he ofrecido ni un café, ni un vaso de agua…
—No es necesario.
—Mire… No creo que haya sido usted pero como
comprenderá, es una de las principales sospechosas y mi
misión consiste en descartarla definitivamente o acusar-
la formalmente, así que si prefiere llamar a un abogado
antes de continuar… —Sin darle tiempo a contestar le
puso delante dos fotografías de Jeannette destripada y
otra del día en que la víctima se había casado con Belar-
mino Vallejo—. Tras veinte años de matrimonio, su pa-
dre enviudó y unos meses después volvió a casarse con
una chiquilla, no solo mucho más joven que él, sino que
dos años más joven que usted. Durante la larga enferme-
dad que fue consumiendo a su esposa, él buscó consuelo
entre las piernas de la enfermera que debía de cuidar de
Josefa.
Evaristo volvió a detener la imagen y analizó la reac-
ción de Marta al escuchar el nombre de su difunta ma-
dre. Sevillano era un cabrón muy listo, capaz de hacer
de poli bueno y poli malo a la vez. Sabía como ganarse
la confianza de la gente y cuando y como decir las cosas
para bajar o destruir las defensas de los interrogados.
Pero Marta Vallejo iba a ser una rival dura de pelar, era
tan lista como él y parecía estar muy confiada. Una con-
fianza que, para Losada, venía su inocencia. Todo en ella
parecía indicar que le había ofendido eso de que era una
de las principales sospechosas pero había sabido sobre-
ponerse ya que no le quedó más remedio que entender
las palabras del Teniente. Ella también habría sospecha-
do de la hijastra de la víctima si hubiese ocurrido en otra
52
familia adinerada como la suya. Pese a lo incómodo de
la situación, estaba relajada y al escuchar el nombre de
su madre no se enfadó como Sevillano había esperado
que ocurriese. Los ojos que el Capitán Losada veía en la
pantalla tenían una mirada triste, añorante. Falta una a
Le dio al play. correspondía A su madre
53
contra su voluntad y hacer eso era el único derecho a
pataleta que podía tomarse ante sus superiores.
Sin dar tiempo a que el Comandante saliese a decirle
un par de cositas, se fue directo a ver a Sevillano y el Sar-
gento Calzada le dijo que estaba con Benito revisando
de nuevo las grabaciones de seguridad de la casa de los
Vallejo.
—¿Ha habido suerte? —dijo como saludo.
—¿Ya has terminado? —Ni siquiera le miró— Dime
que tienes algo.
—Sigues sin nada, ¿verdad?
—Por mucho que lo veamos mil veces no encontra-
mos nada. Los únicos que entraron al domicilio fueron
el personal de servicio y todos ellos salieron de allí es-
tando Jeannette aún con vida.
—¿Qué buscáis entonces?
—Cualquier cosa, literalmente cualquier cosa —.
Daniel se apartó de aquel televisor y dejó a Benito para
hablar con Evaristo—. Dame buenas noticias, por favor.
—No es gran cosa, aunque espero que pueda servir-
te para algo —dejó el casco sobre la mesa, sacó las cintas
de los interrogatorios de Carmelo Vallejo y Constante
Giordano y metió la primera en el Akai gris—. Yo creo
que ninguno de los interrogados lo hizo.
—Lo cual no quiere decir que sean inocentes.
—¿Hablas de sicarios?
—¿Qué si no? —Sevillano parecía estresado—. Lo
que está claro es que quien haya sido es un profesional.
54
No se le pudo grabar y no dejó ni huellas ni ninguna otra
pista que nos diga algo.
—Pues si alguien contrató un sicario, tuvo que ser
alguno de estos dos.
—Dudo mucho que un simple piscinero tenga el di-
nero suficiente como para pagar a un asesino a sueldo.
En la pantalla apareció el hijo de Belarmino Vallejo
con los ojos enrojecidos.
—Creo poder asegurarte que la víctima no tenía un
amante, sino dos —señaló al muchacho del televisor—.
Fíjate.
—Veo que le ha afectado mucho la muerte de su ma-
drastra —dijo el Teniente Sevillano de la grabación—.
¿Tenía usted una buena relación con ella?
—No, la verdad es que… —Carmelo suspiraba y
parecía costarle respirar—. Mi hermana y yo no aceptá-
bamos la relación de mi padre con Jeannette —Los ojos
del muchacho se fijaban en los de Sevillano de manera
artificial, como si estuviese forzando el gesto—. Nuestra
relación era tan solo cordial pero por el mero respeto
que le debemos a mi padre, no a ella.
Evaristo detuvo la imagen.
—Se le ve muy afectado, como se está cuando pier-
des a alguien cercano. Mira sus manos, el temblor de sus
labios, lo que le cuesta respirar con normalidad. La lla-
ma por su nombre, no se refiere a ella como “esa mujer”
o “la esposa de mi padre”. No, para él era Jeannette. Y
luego camufla sus mentiras tras su hermana, no te da
su opinión, habla de su hermana y él e incluso repite la
misma frase que dijo Marta Vallejo sobre el respeto ha-
55
cia su padre, no hacia la víctima. Los hijos de Carmelo y
Josefa no aceptaban a la nueva esposa de su padre, pero
Belarmino si aceptaba a Jeannette.
Le dio al play de nuevo.
—Pues para no haber tenido una buena relación
con su madrastra, se le ve más bien…
—¿¡Como cojones quiere que esté!? —Belarmino
alzó la voz— Alguien ha asesinado a Jeannette en la casa
de padre. ¡Un asesinato, por Dios!
El Capitán Losada cambió la cinta y puso la del inte-
rrogatorio a Constante Giordano. Antes de darle al play
se quedó unos segundos mirando las grabaciones de se-
guridad de la mansión.
—Esto… —se centró en lo suyo—. Constante Gior-
dano muestra unas pautas similares, solo que en vez de
estar abatido, lo que parece estar es en shock, como…
—volvió a mirar la pantalla que Benito revisaba por mi-
llonésima vez—. Como si no terminase de creerse…
—¿Te pasa algo?
—Un segundo… —se puso tras el guardia—. Dale
para atrás.
—¿Qué ha visto, mi Capitán?
—Me parece que esta grabación ha sido manipula-
da.
—¿A qué se refiere?
—Es muy sutil, pero… —le dio para atrás diez mi-
nutos—. Si te das cuenta, el movimiento de las ramas
de los árboles está ralentizado y… —aceleró la imagen
56
hasta que un camión de la basura se detuvo frente a la
casa—. Fijaos en el intermitente.
En la imagen se vio como los dos primeros destellos
ambarinos eran ligeramente más lentos que el resto.
—Eso no quiere decir nada, pudo ser una racha de
viento más suave y un fallo eléctrico en el camión.
—No obstante, mi Teniente… —El guardia se ponía
de parte del Capitán Losada, lo que le iba a costar una
buena bronca por parte de Sevillano—. Me parece mu-
cha casualidad.
—Las casualidades existen, Benito. No podemos
perder más tiempo. Parece ser que el señor Vallejo es
intimo amigo del Gobernador Civil y este ha llamado
metiendo prisa. El Teniente Coronel me está presionan-
do para que le dé cuanto antes un culpable.
—Dos casualidades pueden ser —Benito cambió la
cinta y puso la grabación de la parte trasera de la casa—.
Pero tres… Ya antes me había llamado la atención, pero
al final no le di mayor importancia —buscó la hora—.
Las 02:00 horas, igual que en la otra cinta, fíjense.
—¿En qué debemos fijarnos, Benito? —El tono de
voz del Teniente era displicente.
—Esa luz —apuntó a un pequeño punto anaranjado
en el que se veía una luz que subía, se hacía más inten-
sa unos segundos y después bajaba—. Y, ahora… —Se
repitió la escena otro par de veces, si bien la última vez
parecía haber sido un poco más rápida. La luz se inten-
sificó tan solo un segundo y descendió—. Me llamó la
atención por si el hombre que está fumando hubiese vis-
to algo y debiésemos ir a hablar con él. Pero supongo
57
que de haber sido así, el lapso de tiempo entre calada y
calada se habría ampliado, ¿no, mi Capitán? Al principio
pensé que deberíamos buscarle para preguntarle si había
visto algo pero después descarté la idea. No obstante me
parece que esto refuerza la hipótesis de que la grabación
ha sido manipulada. Deberíamos mandar a analizar la
cinta para que nos lo confirmen.
58
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 6
61
eXcusa
62
Tanto Pepe como Lili eran sus mejores amigos. Él
había sido otro de esos niños que habían acabado en
el hospicio y habían tenido que crecer alejados de sus
padres. Llegó allí con tan solo cinco años y ya desde el
primer día hubo una indudable afinidad entre ellos. Para
Evaristo fue una bendición, era dos meses mayor que
Jorge Manuel y llevaba ya dos años en el orfanato, lo que
hizo que se convirtiese en el mentor del chico. Evaristo
pasó gracias a él, de ser el protegido a ser el protector.
Bien fue cierto que Jorge nunca necesitó de su ala pro-
tectora, pero el chico supo leer que fingir ante Losada
era lo que él necesitaba. Crecieron juntos, lo compar-
tieron todo como si fuesen hermanos, no había secreto
alguno entre ellos. Eran inseparables, no había sitio don-
de fuese uno sin la compañía del otro. Ni siquiera al ser
falta tilde llamados a filas. abandonaron
en ejército Cuando el ejercito les enroló para los próximos die-
ciocho meses de sus vidas, ambos abandonaros el hos-
picio para irse a vivir con la madre de Evaristo. María
Mercedes había conseguido ahorrar bastante y la mujer
del General le dio una pequeña fortuna por tantos años
de leal servicio tras la muerte de su marido. Empezó a
trabajar como cocinera en un bar de la Felguera y com-
pró una pequeña vivienda en el bajo de un viejo edificio.
Tan solo tenía dos habitaciones, un baño y una cocina
amplia que hacía las veces de recibidor. Jesús se había
casado y había empezado a formar su propia familia, así
que la cama de este fue para Jorge Manuel.
Fue en aquella época cuando conocieron a Liliana.
Fue durante el agosto más cálido de sus vidas, durante
uno de sus permisos tras quince días de maniobras. Los
63
dos amigos fueron a las piscinas del pueblo, Lili estaba
allí con su prima, una chiquilla un par de años más joven
que ella, una niña pija, estirada y prepotente con alma de
puta. Jorge Manuel se enamoró de Liliana en cuanto la
vio y Evaristo fue hipnotizado por los incipientes pechos
de la prima y de sus restregones contra cierta parte de su
anatomía bajo el agua. De no haber descubierto aquella
tarde que Greta tan solo tenía de aquella quince años, lo
más probable era que ambos hubiesen perdido la virgi-
nidad en el vestuario femenino de las piscinas. Liliana
sin embargo había ido allí con el novio que tenía y casi
no se dio cuenta ni de la existencia de Jorge Manuel.
Jorge y Evaristo tenían de aquella tan solo diecinue-
ve años. Pocos días después de cumplir los veintiuno,
la perseverancia dio sus frutos y él y Lili empezaron a
salir juntos. Con veintidós ya tuvieron a Jorge Ignacio,
le pidieron a Losada que fuese el padrino del chiquillo y
se casaron. Y desde entonces habían pasado nueve años,
los nueve años más felices para sus amigos.
—¿Cómo van?
—Ganamos —le tiró el paquete de tabaco y Evaristo
lo cogió al vuelo—. Aunque Las Palmas nos está dando
fuerte.
En ese instante, en el televisor, uno de los jugadores
del Real Madrid se quejaba de una dura entrada.
—¡Eso es tarjeta! —dijo Losada—. Menudo animal.
—Llevan así todo el partido. Parece más un combate
de boxeo que un partido de futbol.
Liliana apareció por la puerta del salón con una ban-
deja en las manos. Jorge miró a su mujer y sonrió antes
64
de volver a fijar su vista en la pantalla del televisor. Lili
se había cortado el pelo y se lo había alisado, algo que le
quedaba bien. Su oscura melena acentuaba la blancura
de su piel y hacía que sus verdes ojos pareciesen más
claros aún. Seguía siendo una mujer muy delgada, sin
embargo parecía haber cogido cinco o seis kilos desde la
última vez que la había visto. Sin embargo tenía un aura
y una sonrisa que relucían, ese “algo” que había enamo-
rado años atrás a su marido y que despertaba en Evaristo
una ternura fraternal.
—Hola, guapo —dejó la bandeja sobre la mesa y
abrazó al Capitán en cuanto este se levantó—. ¿Cómo
estás?
—Hola, preciosa —se sentó y cogió una de las tazas
de café—. Podría estar mejor.
—Me lo imagino.
—¿Esperamos a alguien? —Evaristo se había fijado
en que había un par de tazas de más en la bandeja que
Lili posó sobre la mesa.
El misterio se resolvió en cuanto apareció una pre-
ciosa mujer que llevaba de la mano a un niño de unos
cinco años.
—Esta es Miriam —Liliana hizo las presentacio-
nes—. Y él es Ángel, su hijo.
El chiquillo era la viva imagen de su madre. Ambos
tenían el pelo rubio, los ojos claros, la piel rosada y los
labios rojos. Ella era tan alta como Evaristo, tenía la mi-
rada de un tono turquesa, cintura de avispa y llevaba un
vestido corto que dejaba a la vista las piernas más eróti-
cas que el Capitán había visto en toda su vida.
65
—Venus saliendo del mar —pensó él. No sabía el
porqué pero la mujer le recordaba a esa pintura de Bot-
ticelli, pese a que le pareció que Miriam era más guapa
y estaba más delgada—. Encantado —dijo casi quedán-
dose sin voz. Ángel se había acercado hasta Evaristo y
alzó la mirada averdosada como desafiándole—. Hola,
guapo.
—Deja al señor —dijo Miriam sonriendo.
Bajó la mirada para evitar que ella se hubiese dado
cuenta de su sonrojo. Tenía una sonrisa preciosa, la blan-
cura de sus dientes resaltaba tras esos labios tan rojos y
sus pómulos se marcaron como dos pequeños fresones
que Losada quiso morder. Le pareció preciosa, la mujer
más bella que jamás había visto. Él no lo sabía aún pero
acababa de pasarle lo mismo que a Pepe aquella tarde en
las piscinas del pueblo.
Todos se sentaron alrededor de la mesa, frente al te-
levisor. Jorge Ignacio y Ángel se fueron a jugar y el árbi-
tro por fin pitó el final del partido.
—¿Ya les has dado la buena noticia? —preguntó Jor-
ge.
—No, aún no —Liliana se acarició el vientre, miró a
Miriam y después a Evaristo.
Losada entendió porqué le pareció que su amiga ha-
bía cogido algunos kilos en tan poco tiempo.
66
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 7
69
tripas como res en el matadero, se ríe mientras vomita
más y más sangre y arroja los intestinos de la mujer por
la ventana. Un segundo antes de que ella muera, cierra
el puño e impacta en la sien de la moribunda, observa
sus manos llenas de ese líquido caliente, rojo y viscoso y,
por un fugaz instante, se ve a sí mismo en el reflejo del
espejo del tocador.
—¡Nooo! —Losada grita, se levanta escuchando mi
risa y va al baño a vaciar su estómago—. ¡Joder!
Se moja la cara en el lavamanos y al mirarse en el
espejo descubre una costra de sangre reseca en su bi-
gote. Nada más volver a la cama, cae inconsciente y ve
una ventana. Reconoce esa lumbre que sube, se intensi-
fica un par de segundos y desciende. El hombre le mira,
tranquilo, lo más probable era que no hubiese visto nada
pero… Salta hasta allí pero no hay nadie. La habitación
estaba vacía. ¡No! Una mujer dormía en su cama y del
otro lado de la puerta ve una luz que parpadea. Era el
televisor del salón, eran las tres de la madrugada y lo que
emitían eran artículos del tele tienda. En el acuario, cin-
co peces dormitaban, sobre el piano había un cenicero
y una copa de vino y, colgando del techo, una exquisita
lámpara de acero y cristal en la que un hombre parecía
haberse ahorcado.
Yo me reí, disfrutaba de las vistas y sentía que él
también quería reírse. Si, lo sabía, en su interior también
ardía esa llama del odio. Un odio primigenio hacia su fu-
tura ex mujer, hacia sus mentiras, sus infidelidades, ha-
cia todas las mujeres en general y hacia todo el mundo.
Un sonido lacerante invadió su cabeza y abrió los
ojos. Ya no eran las tres, vio en el despertador de su me-
70
silla que eran la una menos veinte y antes de abrir los
ojos, se incorporó, apoyó la espalda contra el cabecero y
se encendió un cigarrillo. Fumó con parsimonia, con los
ojos cerrados y sintiendo como el humo que llenaba sus
pulmones tapaba las nauseas, el odio y las sensaciones
que sus pesadillas le han regalado.
—Debo estar volviéndome loco —se rió dando otra
calada a su cigarrillo—. Completamente loco.
Aquella mañana no podría salir a dar una vuelta en
moto como había planeado hacer. No fue por la lluvia, ni
siquiera por las náuseas o por la resaca, fue porque había
quedado con sus amigos para comer. Con aquellos mis-
mos amigos con los que había cenado la noche anterior
y con los que se había bebido un par de botellas de vino.
Lo cierto era que no había bebido tanto como para
haberse vuelto a emborrachar de aquella manera. Lo úl-
timo que recordaba era haber acompañado a Miriam y a
su hijo hasta la parada de taxis. Se suponía que él había
cogido otro para volver a casa y sin embargo era inca-
paz de recordarlo. Para ser sincero, en su memoria había
una laguna neblinosa entre que Miriam se despedía de
él desde dentro de aquel coche blanco y entre el instante
en que empezó a tener esas pesadillas con Jeannette y su
vecino ahorcado.
Le parecía imposible abrir los ojos, le pesaban como
si fuesen de plomo, era incapaz de moverse, excepto la
mano con la que se llevaba el pitillo a los labios. La mis-
ma mano con la que descolgó el teléfono cuando este
empezó a sonar.
—¿Si?
71
—A ver, capullo —era Jorge Manuel— ¿Estás vivo?
—Eso creo.
—¿Vas a venir o tengo que ir a buscarte?
—¡Joder! Estoy tratando de despertarme —Intentó
levantarse y tan solo consiguió que el cigarrillo se le es-
capase de los labios y cayese al suelo—. Estaré allí en
media hora.
Tras abrir los ojos cogió la fotografía de Carlos, rom-
pió la parte doblada donde aparecía Greta y le prendió
fuego sobre el cenicero. No se afeitó, no se duchó y tan
solo se dio la licencia de ponerse ropa limpia por si acaso
volvía a encontrarse con Miriam. Cuando llegó al res-
taurante no pudo evitar desilusionarse cuando no la vio.
Había oído que allí hacían la mejor fabada de toda
Asturias y que sus parrilladas de marisco eran impresio-
nantes, así que Evaristo había decidido invitarles a co-
mer para celebrar su cumpleaños.
—¿Qué se siente al cumplir los treinta y uno? —
Pepe siempre le hacía la misma broma—. Ya eres más
viejo que yo.
—Aún no, quedan dos días para… —le volvieron las
nauseas y se encendió otro cigarro. Fumar era lo único
que se las mitigaba— ¡Joder! Me siento como el culo.
—¿Resaca? —preguntó Liliana.
—Te estás volviendo maricón.
—¡Jorge! —le reprendió su mujer—. No digas eso.
—¿Por qué no? Es verdad, mírale, está hecho una
braga.
—No hables así delante del niño.
72
—Antes tenía más aguante, la verdad.
—¿Más aguante? Ahora no tienes aguante ninguno,
ni siquiera un bebé se hubiese emborrachado de esa ma-
nera.
—Prometo no beber tanto hoy.
—Evaristo, no se puede beber menos. No sé que ha-
brá pensado Miriam de ti.
—¿Hice mucho el ridículo?
—¡Bah! No más que cualquier otro día —le espetó
Liliana con sorna— ¿Te gustó?
—No está mal.
—¿Qué no está mal? —Su amiga se reía mientras le
daba la servilleta a su hijo y le llenaba un vaso de agua—.
Tal y como la mirabas, yo creo que te gustaba mucho su
compañía.
—Lili, soy un hombre casado.
—Sabes que no va a volver, ¿no? —Jorge no se anda-
ba con medias tintas—. Olvídala de una puta vez. ¡A ver
si por fin empiezas a levantar cabeza!
—Será mi prima pero es una… Lamento el día en
que la conociste.
—Yo no soy mucho mejor.
La boda de Jorge y Liliana fue apoteósica. Fueron
casi doscientos invitados, entre los que estuvieron los
ricos tíos de la novia y la hija de esta. Al principio no
la reconoció, se fijó en ella porque su rostro le resultó
conocido. Aquella mujer tenía el cabello negro como la
noche, los ojos aceitunados y, pese a su baja estatura, un
cuerpo esculpido en gimnasios y quirófanos que atrajo
73
las miradas de todos los hombres de la sala. Sin embargo
Greta si recordaba cada detalle de aquel día en la piscina.
Durante el baile terminaron lo que no pudieron
concluir en el vestuario de la piscina. Se escaparon a los
baños y allí se bajó los pantalones mientras ella se le-
vantaba la falda de su vestido. Sin quitarse la ropa, en
un minúsculo y sucio habitáculo que hedía a meados se
metió dentro de Greta y empezó a empujar. No se besa-
ron, tan solo se miraron a los ojos con furia y él se metió
uno de sus enormes pechos en la boca cuando el tirante
se le cayó y se liberó lo que allí debajo se escondía. No se
besaron, ni siquiera hablaron hasta que, una vez se vació
en su interior, ella dijo su nombre.
—¿Nos conocemos?
A los tres meses de volver a Gotemburgo, Greta le
buscó para darle la noticia. Sin embargo él no estaba
allí, estaba en San Sebastián, destino forzoso al que la
Guardia Civil enviaba a la mayoría de los nuevos agen-
tes. Estaba en la unidad de información y fue del todo
imposible localizarle. Greta tuvo que esperar a uno de
esos días libres en los que él huía a casa de su madre
para irse luego de bar en bar a ahogar en el fondo de una
copa de whisky el miedo a ser asesinado por E.T.A. y los
horrores gravados en su retina tras cada atentado.
grabados Greta era la pequeña de los tres hijos de una familia
podrida de dinero, la hija de un empresario asturiano
afincado en Suecia desde hacía tres décadas. Un empre-
sario que no vio con buenos ojos que su niña dejase sus
estudios para irse a vivir a España. Don Nicolás Sánchez
y su esposa Greta asistieron de mala gana a la boda y
nunca le tuvieron ni una pizca de afecto, era odio más
74
camabiar es
por ese
75
cambiar de
por del
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Miriam se había quedado viuda cuando estaba em-
barazada. El 22 de octubre de 1978, a la vuelta de realizar
seguridad en un partido de fútbol, el Sargento Luciano,
al cual le quedaba menos de una semana para jubilarse,
fue asesinado a tiros junto con los otros tres guardias ci-
viles que fueron al dispositivo con él. Dos de estos guar-
dias también perdieron la vida y el tercero quedó gra-
vemente herido. Uno de los mejores amigos del marido
de Miriam, antiguo compañero suyo en el colegio, Luis
Carlos, fue uno de esos dos guardias que fueron ametra-
llados por un grupo de cobardes asesinos de E.T.A. en
las inmediaciones del campo de fútbol de Gobela. No
tuvieron la más mínima oportunidad de luchar por sus
vidas y, de haber estado allí Ángel Miguel Fuentes tam-
bién habría caído junto a sus compañeros. Gancedo le
había cambiado el servicio para que el esposo de Miriam
pudiese viajar a Asturias a ver a su familia el día de su
cumpleaños. Al día siguiente, cuando el Cabo Fuentes
regresó a Getxo y se enteró de lo ocurrido, se encerró
en el baño de su casa y se puso el cañón de su pistola en
la boca. La culpa había caído sobre él como una losa, le
llevó a cometer semejante locura, dejar viuda a su mujer
y al pequeño Ángel sin la oportunidad de conocer y dis-
frutar de su padre.
Evaristo sintió algo removiéndose en sus entrañas
cuando la tarde anterior escuchó aquella historia de
boca de Miriam. Eran muchas, demasiadas, las historias
parecidas o iguales que había visto o vivido él. Y el pe-
queño, al igual que él, huérfano y sin un solo recuerdo
de su padre. Tan solo le alivió la idea de que Miriam po-
77
dría cuidar de él y darle un techo. Ángel no tendría que
crecer en un hospicio como Evaristo.
Tras la comida quiso invitarles a tomar un café en
su casa. Sería la primera vez tras la marcha de Greta. Sin
embargo no pudo ser, Sevillano aporreaba su puerta con
impaciencia.
—¡Si sigues así, vas a tirarla abajo! —dijo casi gri-
tándole al Teniente—. ¿Qué cojones te pasa?
—Bueno, nosotros mejor volvemos a casa —inter-
vino Jorge Manuel—. Creo que estarás liado el resto de
la tarde.
—Mucho me temo que sí —le dio la mano a su ami-
go y abrazó a Lili—. Lo siento mucho.
—No te preocupes, guapo —ella le acarició la cara
con ternura—. Ya nos invitarás a ese café otro día.
—Si, eso espero —azotó el pelo de Jorge Ignacio
como sabía que le molestaba y le guiñó un ojo con ma-
licia—. Lo dejamos para otro día —les siguió con la mi-
rada hasta que les vio subirse a su Seat 127 recién es-
trenado y observó como se alejaban. Se giró entonces
hacia el Teniente—. Estoy de vacaciones —pasó al lado
de Sevillano como si no estuviese allí y abrió la puerta de
casa—. ¡Venga, pasa! ¿Necesitas una invitación?
—Gracias, creo.
—¿Qué tripa se te ha roto? —dejó su abrigo sobre el
sofá y se encendió un cigarrillo—. Si te molesta el humo,
te jodes, esta es mi casa.
—Simpático como siempre —azotó el aire para disi-
par el humo que flotaba ante su cara—. No te acomodes
mucho, tenemos trabajo.
78
—Yo no —Evaristo se dejó caer en el sofá, se quitó
los zapatos y apoyó los pies sobre la mesa—. Ya te he
dicho que estoy de vacaciones—. Fumó con parsimonia
sin mirar al Teniente y esperó un minuto antes de volver
a hablar—. Si quieres que vuelva tienes que hablar con el
Comandante, no conmigo.
—Estoy aquí por expreso deseo suyo —Sevillano
permanecía en pie junto al sofá con las manos en los
bolsillos—. Lleva llamándote tres horas.
—¡Pues que siga llamando!
—Ha habido otro asesinato, otra mujer.
—Ya te dije que habría más víctimas.
—¿Y te acuerdas del vecino de Jeannette?
—Sí —aquello sí llamó su atención—. Le interrogas-
teis y dijo no haber visto nada. ¿Qué pasa ahora con él?
—Le han encontrado colgado en el techo de su sa-
lón.
—¿Se ha suicidado?
—Así es, Sherlock. Según su mujer, le iba muy bien
en trabajo, estaba bien de salud, el matrimonio no tenía
problemas y estaba a punto de ser abuelo, lo que le hacía
mucha ilusión.
—No había motivos para que se suicidara, salvo…
—Que le obligasen a hacerlo.
—O que el sentimiento de culpabilidad fuese inso-
portable. ¿Creéis que os mintió? ¿Que era él el asesino?
—Por un momento barajamos esa posibilidad, que
fuese él quien acabase con la vida de su vecina pero en-
tonces apareció esta nueva víctima. Todo indica que el
79
suicidio de Alfredo Solares es anterior al asesinato de…
—comprobó sus notas.
falta tilde en
—¿Entonces porque mentir? porqué
80
suelo sobre un gran charco de sangre del que surgía un
pequeño reguero al interior.
—Haz tu magia.
Losada caminó con cuidado de no pisar la sangre y
no tocar nada. A sus pies había un montículo de ropa,
una cantidad ingente de colillas de tabaco y porros y bol-
sas apestosas llenas de basura. El Capitán se tapó la nariz
con el pañuelo y continuó. Se sorprendió al descubrir
que aquella diminuta “casa” parecía el doble de grande
por dentro que por fuera. El rastro de sangre termina-
ba en un rincón, junto a una silla de plástico sobre la
que había varias jeringuillas con sangre reseca, una cu-
charilla quemada mil veces, media docena de mecheros
gastados y una papelina de heroína sin tocar. Al lado del
camastro un par de mantas sucias que debieron hacer las
veces de cuna para el bebé.
Todo se quedó a oscuras, se hizo el silencio y cerró
los ojos un segundo. Cuando Evaristo los volvió a abrir
volvía a estar en la calle. Un taxi se alejaba y Miriam
le decía adiós con la mano. Hacía frío, un frío anormal
incluso para la época del año en la que estaban. Siempre
había escuchado que el infierno era aún más ardiente
que el interior de un volcán pero, para él, el submundo
tenía que ser un páramo helado en el corazón del iceberg
que hundió el Titanic. Aquel frío debía de venir de allí,
de ese infierno que él imaginaba. En su boca aún esta-
ba aquel sabor a vino y en su mente ese mareo que trae
consigo el beber demasiado. Hubo un fogonazo y estaba
bajando calle abajo hacia el río tras una mujer escuálida
vestida con harapos y una forma de caminar errática que
sostenía un famélico bebé entre sus brazos.
81
—Greta —se escuchó decir a sí mismo— ¡Maldita
puta!
Otro flash cegador y vio un cuchillo enorme claván-
dose en el hombro de un mendigo, hundiéndose en su
carne hasta llegarle al corazón. El hombre estaba medio
desnudo y tenía marcas en los brazos de haberse pincha-
do mil veces, los mismos brazos con los que se sujetó a
ese tablón que hacía las veces de puerta. El asesino sacó
el filo de la carne con un asqueroso sonido y vio a ese
famélico personaje cayendo al suelo. Le cogió por el pelo
y tiró de él, lo arrastró por el suelo y lo dejó apoyado en
la esquina de aquel cuartucho que hacía las veces de ha-
bitación. Allí estaba aquella mujer a la que había seguido
por la calle, no era Greta pero tenía sus mismos ojos. El
color, el tamaño, la forma…
—Desnúdate y túmbate en la cama —ordenó— ¡Zo-
rra, asquerosa!
—¡Despierta! —En el interior de la cabeza del Ca-
pitán resonó esa versión sibilante de su propia voz—.
Despierta, ¡Ya!
Losada volvió a la realidad y respiró hondo. Trató
de centrarse de no hacer caso a eso que acaba de ¿vivir?
Y comenzó a hacer eso por lo que le pagaban cada mes.
Analizó hasta el último detalle y miró el cuerpo
esquelético de la chica. Estaba sujeto con un herrum-
broso alambre de espino al desvencijado cabecero. Sus
ataduras de alambre entraban y salían de la carne que
le hería la piel y las venas del cuello y las muñecas. Te-
nía el vientre abierto y ni rastro quedaban de sus entra-
ñas. Su asesino se las había arrancado y las había tirado
bajo el camastro donde empezaban a pudrirse. Lo más
82
aterrador fue que no tenía ojos, su asesino se los había
arrancado y le había dejado en el rostro dos orificios de
carne, y hueso, negros como la noche, de los que caían
dos gruesos regueros de sangre como un torrente de lá-
grimas escarlata.
Evaristo cerró sus ojos y se masajeó las sienes, ya no
se trataba solamente de asimilar cada detalle, era cues-
tión también entender que relación podía haber entre
los dos asesinatos, entre las dos víctimas, con Greta y
con sus… ¿visiones?
—¿Y bien?
—Creo que esto descarta definitivamente el asesina-
to de Jeannette Gonçalves por parte de algún amante o
familiar de su marido.
—¿Crees que ha sido la misma persona?
—¿Piensas en algún imitador? No lo creo, la noticia
no ha tenido la repercusión suficiente como para que al-
guien busque notoriedad convirtiéndose en imitador. —
Fumaba mientras caminaba alejándose de la chabola—.
Es evidente que esto ha sido obra de la misma persona,
Teniente. Ya te dije que habría más asesinatos. ¿Has bus-
cado casos similares años atrás?
—Si, claro. Pero nada, no he encontrado nada pare-
cido a esto.
—¿Dónde está la otra víctima?
—En el hospital pero no creo que sobreviva.
—Está bien, llévame a casa.
—¿No hay nada más que te haya llamado la aten-
ción?
83
—¿Te refieres a que las dos mujeres se parecen mu-
chísimo entre sí? ¿Qué las dos víctimas se dan un aire
a Greta? Está claro que el hombre que buscamos tiene
el mismo mal gusto que tenía yo. Aunque esta víctima
debía de pesar la mitad que mi ex o que Jeannette.
—Entonces hemos de buscar a un hombre.
—Si, descarta a todas las mujeres como sospechosas.
—¿En qué te basas para asegurarlo?
—Es mi trabajo, mi magia como dices tú —siguió
caminando y fumando—. Deja a los chicos hacer su tra-
bajo y arranca el coche.
—Una cosa es cierta, si se ha llevado otro trofeo, me
temo que este no será el último asesinato. ¿Por qué lo
hará?
—Creo que está reconstruyendo el rostro de otra
persona.
—¿El de Greta?
—¿Me estás acusando de algo a mí?
—Sabes que nunca me atrevería.
84
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 8
87
Anselmo y María de la Paz pudieron ver a su padre
poco más de quince minutos y Alfonso recibió la visita
de sus abuelos para darle la noticia de que su madre se
había casado la semana anterior con el adinerado an-
ciano que había estado cuidando la última década y se
había mudado a Madrid y Jorge Manuel salió con sus
padres y sus hermanas a tomar un chocolate, el único
capricho que ellos podían darles, a un humilde bar cer-
cano al hospicio. Yo, sin embargo, refunfuñaba en una
esquina y recibía a mi amigo Evaristo como a un her-
mano. Ese domingo ambos éramos huérfanos de padre
y madre.
—¿Te he hablado alguna vez del fantasma? —le pre-
gunté.
—Yo no creo en esas cosas, Fernando.
—Hay que tener fe, amigo mío.
María Mercedes, la madre de los dos hermanos Lo-
sada, tuvo que pasarse toda la tarde trabajando en la ca-
sona del General. Esa misma noche su señor recibiría la
visita del Caudillo para irse juntos de caza, afición que
ni siquiera estar en silla de ruedas había abandonado,
mientras doña Carmen Polo y la esposa del General se
entretenían con cosas de mujeres de alta alcurnia. El an-
tiguo militar negó por este motivo la tarde descanso a
sus sirvientes y cocineros, Mercedes entre ellos. Todo
tenía que estar en perfecto estado de revista a la llegada
del Generalísimo. Era el tercer domingo del mes, uno de
esos dos que en octubre ella podría ver a sus hijos y lle-
gó a plantearse la idea de desobedecer a su señor. Apro-
vechando que tenía que hacer la compra para la cena
en una de las pocas tiendas que abrían los domingos, se
88
desvió de su ruta y llegó hasta el hospicio. Pero no llegó
a entrar, temió quedarse sin trabajo si no cumplía con
sus obligaciones y, lo que era peor aún, que sus hijos se
quedasen en la calle si el General usaba de nuevo sus
influencias.
Ya de noche, cuando don Aurelio se dirigía hacia su
dormitorio, vio a Pedro, Jorge Manuel y Evaristo cru-
zando a hurtadillas el patio Isabel la Católica. Era tarde,
muy tarde, el reloj estaba a punto de dar las dos de la ma-
drugada, así que el profesor les siguió para mandarlos a
sus dormitorios. No dudó ni un segundo de a donde se
dirigían. Él también había escuchado las historias y le
parecía normal que a los tres chicos les picase la curio-
sidad.
—¡Tengo miedo, vayámonos!
—Venga, Pedro, no seas tan gallina —le reprendió
Evaristo—. ¡Vamos!
—Silencio —Jorge Manuel se detuvo—. He escucha-
do algo, deberíamos volver.
—Siempre serás la voz de la cordura. —Tenía tan
solo ocho años y hablaba como un hombre de treinta y
ocho o cuarenta y ocho o…— Seguidme, vamos.
Allá por el 37 se construyó bajo el hospicio un túnel
subterráneo que llegaba a un bunker, era allí donde de-
bían estar cuando el profesor les perdió de vista.
—El fantasma vive por aquí cerca —les dijo Evaris-
to.
—¿Qué ha sido ese ruido? —Del final del túnel les
llegaron sonidos extraños— ¡Tengo miedo!
—¡El fantasma!
89
—¡Venga, muchachos! —dijo Jorge Manuel—. De-
beríamos irnos a la cama si no queréis que nos castiguen.
Don Aurelio cruzó el pasillo lo más rápido que pudo
y se dirigió hacia el bunker antiaéreo. Aquel lugar era
aterrador, os lo digo yo que pasé por allí miles de veces.
En las paredes las luces y las sombras dibujaron grotes-
cas imágenes que engañaban a las mentes haciendo que
viesen figuras extrañas como animales monstruosos o
seres infernales de rasgos humanos. El olor a humedad
de aquel pasillo recordaba a la podredumbre de cuer-
pos en descomposición, probablemente por ese moho
negro que lo salpicaba todo de oscuras manchas y los
sonidos… El silencio allí no existía, la forma que le ha-
bían dado al construirlo hacía que todo se amplificase
y se repitiese en un interminable eco. Si uno se paraba
a escuchar, lograba diferenciar el corretear de las ratas,
su propia respiración e incluso los latidos de su corazón,
siempre desbocado allí abajo.
—El fantasma —dijo el profesor riéndose de sí mis-
mo.
Don Aurelio no se había equivocado, los tres mu-
chachos estaban en el bunker, de espaldas a la puerta de
grueso acero entreabierta e inmóviles mirando la pared.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —les reprendió—.
¡Contesten!
Jorge Manuel le miró resignado, imaginándose el
castigo que les esperaba. Pedro respiró aliviado al creer-
se a salvo del fantasma con un adulto allí. Sin embargo
Evaristo ni se movía, estaba con la boca abierta y hubiese
jurado don Aurelio que el muchacho no respiraba.
90
—¿Se encuentra bien, Evaristo? —se colocó frente a
él y no reaccionó— ¡Despierte!
Losada tenía la mirada perdida, como le estuviese
atravesando con ella, como si don Aurelio fuese invisible
y el chiquillo pudiese ver algo que el resto no podía en
los fríos y descomunales muros de hormigón.
Parecía una estatua humana y no reaccionó hasta
que le puso las manos en la cara y le obligó a mirarle a
los ojos.
—¿Qué demonios le ha pasado? —El muchacho
sangraba por la nariz—. ¿Alguien me puede explicar qué
diablos le ha pasado, Evaristo?
—Don… —parpadeó con fuerza y se percató de la
presencia del viejo profesor con su sotana y su alzacue-
llos— ¡Don Aurelio!
—¿Qué le ha ocurrido a Evaristo? —El sacerdote
miró a Jorge Manuel— ¿Porqué sangra?
—No lo sé, don Aurelio.
—Venga, muchachos, vayan a sus camas. Yo voy a
llevarle a ver al doctor.
—Ha sido el fantasma.
—Evaristo, no digas tonterías. ¿Qué hacen aquí?
—Fernando me habló del fantasma y me pregunté si
tendría cojones de venir a buscarlo.
—Hable bien, muchacho —le reprendió el profesor.
—¡Fernando Expósito! —dijo Jorge Manuel como si
escupiese mi nombre—. Siempre ha conseguido meterte
en líos. ¡Y a mí contigo!
—¡Ya está bien, por Dios! A dormir, ¡ya!
91
El médico no pudo encontrar el motivo, no parecía
herido y su nariz parecía estar en perfecto estado. Según
él, era normal que los críos de esa edad sangrasen así,
porque si. Pese a eso, le mandó a dormir en una de las
camillas para mantenerle en observación.
—He de dar cuenta de esto al director —dijo don
Aurelio.
—Márchese a dormir —El joven doctor se acercó a
otra camilla a echar un vistazo—. A mí me aguarda una
larga noche. Quizá mañana tenga que mandarle al hos-
pital si no mejora esta noche.
—¿A mí, doctor? —preguntó Evaristo.
—No, usted no. Trate de descansar.
Don Aurelio se lió un pitillo, uno de esos que llama-
ban mataquintos, tapó bien a Evaristo dedicándole una
sonrisa tras azotarle el pelo y se marchó.
92
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 9
95
los y articulaciones de su cuerpo y, tras una prolongada
rascada de huevos, fue al baño a vaciar su vedija. Una
ducha, un rápido afeitado y un ligero desayuno después,
ya estaba listo para irse a dar un paseo.
Una vez listo para salir, el timbre de casa sonó y fue
a abrir.
—¿Qué haces tú aquí?
—Hola, amigo —Jorge estaba en umbral de su puer-
ta, cabizbajo, con algo pesándole en su conciencia—.
¿Puedo entrar?
—Si, claro, pasa, pasa —se apartó y señaló el sofá
para que se sentase allí— ¿Estás bien?
—Llevo días dándole vueltas, creí que había logrado
superarlo, que había conseguido engañarme a mí mismo
de que aquello nunca había pasado.
—¿De qué hablas? —se puso un cigarrillo en los la-
bios y le ofreció otro a su amigo— ¿Qué ha pasado?
—Dos semanas antes de casarme cometí el peor
error de mi vida. Greta había venido de vacaciones apro-
vechando que estaba invitada a nuestra boda—. Jorge es farlopa
no garlopa
era incapaz de alzar la cabeza—. Salimos de fiesta, bebi-
mos y nos metimos coca, demasiada garlopa para ser mi
primera vez. Liliana no se metió nada y trató de impedir
que yo la probase, no quería que su prima me arrastrara
en eso. Greta esnifaba una raya tras otra y hacía comen-
tarios como que: “Si un hombre se pone un poco de coca
en la punta de la polla…”
—“…no se corre en dos horas.” Le escuché decir eso
mil veces. Me prometía siempre que llevaba años sin
96
meterse nada, nunca me lo creí del todo. Quería que un
día lo probásemos.
—Aquello no fue lo único que hizo. Cada vez que
Liliana no miraba me pasaba las tetas por la cara o apre-
taba el culo contra mí…
—¿No le dijiste nada a Liliana? —le interrumpió.
—No, ya sabes como es Greta. Creí que era tan solo
un juego tonto y no quería crear un conflicto entre ellas
a dos semanas de la boda —Jorge había estado jugando
con el cigarrillo entre sus dedos y lo rompió sin que-
rer—. Te cojo otro, perdona.
—Sí, claro —Una pregunta rondaba por su cabeza.
Pero no merecía la pena, de aquella él y Greta no eran
nada y llevaban años sin verse. Él ni siquiera se acordaba
de ella hasta que coincidieron en la boda—. Sigue, por
favor.
—Lo estaba pasando fatal y le dije a Liliana que que-
ría irme a casa. Dejamos a su prima jugueteando con un
par de tipos y nos marchamos —Se puso el cigarrillo en
la boca y sus ojos se volvieron vidriosos—. Liliana no
se había metido coca pero si se había fumado un par de
porros y quedó ko en el sofá frente al televisor. Yo me
había metido en la cama y no me pude ni levantar, todo
me daba vueltas y estaba tan acelerado que creía que no
podría dormir en toda la noche. Diez minutos después
llegó Greta, se había deshecho de aquel par de tipos y
había vuelto a casa. Yo me hice el dormido y escuché
como se acercó al salón donde dormía Liliana y luego
fue a por mí —su amigo trató de levantar la cabeza y
mirarle pero no podía—. Se arrodilló al lado de mi cama
y me zarandeó hasta que no pude seguir fingiendo. Me
97
llamó de todo, eunuco, impotente… Se sacó una teta y
me puso el pezón en la boca. Quise protestar y echarla
de allí pero entonces metió la mano y me agarró la polla.
Me pajeó unos segundos y no lo pude evitar, le comí las
tetas y la boca, si no se llega a despertar Liliana en ese
momento, no quiero ni imaginarme lo que hubiese he-
cho —encendió el pitillo y lloró—. Greta se fue a su ha-
bitación y yo salí a mear y a hacerme una paja para que
Liliana no se percatase de lo dura que tenía la polla. Me
limpié en el espejo los restos del pintalabios de ella en
mi boca y volví a mi dormitorio. Liliana se había vuelto
a quedar dormida y yo estaba excitado. Del dormitorio
de al lado salía luz, me asomé a mirar por la rendija y
vi a Greta desnudándose y tumbándose sobre la cama
para meterse un par de dedos hasta el fondo. Se mastur-
bó como una posesa y, antes de correrse, me miró —se
secó una lágrima con el dorso de la mano y suspiró antes
de seguir hablando—. No parecía sorprendida, sabía que
yo estaba allí y había hecho ese show solo para mí.
—Quería que entraras.
—Sí, pero no lo hice. Volví a mi cama y Liliana notó
mi dureza contra su culo. Se despejó de golpe y se puso
a horcajadas sobre mí. Te juro que no hemos vuelto a
echar un polvo como aquel, fue salvaje.
—¿Pensabas en Greta mientras lo hacías?
—No, no hizo falta. Ella nos miraba desde la puerta
y se volvió a masturbar. ¡No te imaginas como me puso
aquello! Pero yo pensaba en Liliana, solo en ella. Es la
mujer a la que amaba y a la que sigo amando. Estuve a
punto de hacerlo, es cierto pero, por fortuna, el destino
98
me lo impidió. Liliana no se merecía aquello y tú tam-
poco.
—¿Sabe esto tu mujer?
—Sí, se lo conté llorando como un bebé en cuan-
to terminamos de hacer el amor. A la mañana siguien-
te echó a Greta de casa y no rompió su invitación a la
boda. Ni siquiera llegó a plantearse la idea de romper
el compromiso. Dice que dejó que su prima fuese a la
boda para que nada de esto saliese a la luz. Yo creí du-
rante algún tiempo que no canceló la boda por el mismo
motivo.
—¿Y por qué me cuentas esto ahora?
—Porque es algo que me consume y para que no te
olvides de cómo es ella. El otro día en mi casa te vi hecho
polvo. Esa tía no se merece ni un solo pensamiento suyo.
Y, además, tenía que confesártelo.
—No hacía falta, ella y yo no éramos nada por en-
tonces.
—Da igual, tenía que hacerlo. Llevo desde la cena de
aquel día dándole vueltas y… —dio otra calada al ciga-
rro que iba consumiéndose solo—. ¡Joder!
falta tilde —¿Y que, Jorge?
en qué
—Ayer llamó Greta. Estuvo un buen rato hablando
con Liliana y le preguntó por ti. Dice que se siente enjau-
lada viviendo en Gotemburgo y que se está planteando
volver a España contigo. cambiar por
haber
—Será mejor que no pise esta casa.
—Eso mismo le dijo Liliana. Deberías a ver escu-
chado los gritos —su amigo se puso en pie, se secó la
99
cara de nuevo y miró a Evaristo a los ojos por primera
vez— ¿Me perdonas?
—Si Liliana te ha perdonado por aquello, yo no ten-
go nada que perdonarte.
Se dieron un largo abrazo, sintiendo Evaristo que
estaba rodeando con sus brazos a un niño pequeño y
lloroso al que la culpa le consumía.
—Si… —Jorge hipaba—. Si te hubiese contado en-
tonces, quizá no te habrías liado con ella y no os hubie-
seis casado.
—La dejé embarazada, si me lo hubieses dicho me
habría dado aún más morbo y no hubieses evitado nada
de lo que ocurrió. Tú no tienes culpa de nada. Los únicos
culpables somos ella y yo.
Cuando su amigo se marchó, Evaristo salió de casa
con la intención de ver a Miriam. No permitiría que el
infausto recuerdo de su mujer le empañase aquel día.
Nunca antes la había visto. De haber sido así se acor-
daría de aquellos ojos y aquella sonrisa, de eso estaba
seguro. Sin embargo, desde que se la presentaron hacía
casi tres meses en casa de Jorge y Liliana, se cruzaba con
ella habitualmente por la calle. Miriam no vivía lejos de
su casa e iba todas las mañanas a dejar a Ángel en el au-
tobús del colegio antes de irse ella a trabajar. Una parada
cambiar vista
de autobús que, “casualmente”, se encontraba en el final por visita
de la ruta a casa de su paseo matutino. Aquel día daría
su paseo siguiendo la ruta inversa, la vista de Jorge le ha-
bía robado mucho tiempo y lo más probable sería que al
regresar a casa ella ya no estuviese allí. Si jugaba bien sus
cartas y Miriam no se había marchado, esperaba poder
100
convencerla para irse juntos a tomar un café. No hacía
ni veinticuatro horas, Miriam le había dicho que se iba
a tomar una semana de vacaciones y Evaristo quiso to-
márselo como una indirecta, como la manera que tuvo
ella de tenderle la mano a que él le hiciese esa invitación.
En verdad sus “vacaciones” fueron unos días que
había pedido libres para turnarse con su madre en el
hospital. Su padre había ingresado allí hacia un par de
días y allí habría de quedarse hasta que despertase mi-
lagrosamente o hasta que… Bueno, hasta que ocurriese
lo que Dios quisiera que ocurriese. ¡Claro, Evaristo des-
conocía esto!
Muy animado tras las palabras de su amigo, algo
raro tras el tipo de secreto que le había confesado, Lo-
sada llegó hasta la terraza del bar que había al lado de cambiar es
la parada del autobús. Aquella historia había sido reve- por esa
ladora, Greta no merecía la pena y sin embargo aquella
otra mujer era como es luz al final del túnel de desespe-
ración en el que se había recluido los últimos meses.
Miriam aún no había reparado en su presencia y de
espaldas a él se despedía de Ángel. Les miró durante un
rato convencido de que no debía de interrumpir aquel
momento tan familiar. Diez minutos después el niño se
despedía de ella con su manita a través de la ventanilla
del autobús y Miriam no se giró hasta que ya no pudo
seguir viendo a su hijo.
—¡Evaristo, buenos días! —Su gesto al verle denota-
ba que esperaba encontrarle allí.
—Buenos… —Losada se atragantó—. ¡Perdón! —
La presencia de esa mujer le volvía ¿torpe? —Buenos
días, Miriam.
101
—¿Vamos a tomar un café? —supuso que si estaba
allí esperándola su respuesta no sería un no así que, sin
esperar a que contestase, se cogió de su brazo y tiró de
él—. Necesito despejarme un poco.
Bajaron caminando por la Avenida San Agustín en
cuanto el taxi les dejó en la rotonda que había cerca del
hospital. Ella se había empeñado en pagar la carrera y a
Evaristo no le quedó más remedio que agachar la cabe-
za. No tuvieron que andar mucho rato, Miriam señaló
un bar llamado Route 66 donde, frente a la puerta, había
casi una veintena de motos aparcadas.
—¿Entramos aquí? —le preguntó ella.
—De acuerdo. Le pareció un sitio extraño para to-
mar café, allí se imaginó que debían de correr litros y
más litros de cerveza nada más.
El Capitán se esperaba que fuese un antro sucio y
oscuro, así que se llevó una grata sorpresa cuando les re-
cibió una Betty Boop de metro y medio de madera laca-
da que hacía las veces de paragüero. Era un sitio amplio
y luminoso con las carátulas de discos de Led Zeppelin,
los Creedence Clearwater Revival y The Beatles entre
otros. Disfrutó de la voz rota de Bruce Springteen en su
Fade Away y se sentaron en una mesa entre unos inmen-
sos pósters de Billy Gibbons y Dusty Hill saludando a
la cámara y de Elvis Presley con su guitarra. Se acercó
a atenderles un camarero que podría haber pasado por
uno de los ZZ Top con un chaleco de cuero negro con calaveras
los colores de su club, “Asturum” y varios emblemas po-
liciales y de la Guardia Civil entre parches de claveras
y mujeres semidesnudas y otro donde se leía: “Beer is
food”.
102
—Un descafeinado —pidió Miriam.
—Un cortado, por favor.
El hermano gemelo de los integrantes de la banda
de Houston se marchó y comenzó a sonar Make It Real
de Scorpions.
—¿No trabaja usted hoy?
—No me trates de usted, por favor —sacó el paquete
de tabaco y le ofreció uno a ella—. No me hagas más
viejo de lo que ya soy.
Cuando les trajeron los cafés, Miriam cogió su taza
y dio un trago. Evaristo se quedó mirando su cuello, dis-
frutando de los movimientos de sus músculos al tragar
y de cómo aquella hermosa mujer cerraba los ojos al ha-
cerlo. Una gota de café se le escapó por la comisura de
la boca, bajó y no llegó hasta su pecho porque presurosa
la recogió con la punta de sus dedos antes de que llegara
la lasciva gota hasta su escote. Todo ello adornado con
una resplandeciente sonrisa entre graciosa y vergonzo-
sa, como si hubiese adivinado que para la mente de Lo-
sada aquella imagen era lo más erótico que había visto
en su vida.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Miriam.
—No podría estar mejor —Evaristo agachó la mi-
rada hacia el cortado que acababan de servirle y esperó
que ella no hubiese notado su rubor.
El Capitán sentía algo que deseaba que su actitud
despertase en ella. De haberlo hecho, Miriam al igual
que él habría empezado a sentir calor, su pulso se ten-
dría haber acelerado y su corazón tendría que estar des-
bocado, concentrando un deseo que habría estallado
103
propagándose por todas sus células como un pequeño
Big Bang. Si, él deseó haber despertado eso en ella pero,
si así había sido, supo disimularlo muy bien.
—Ojala yo pudiera decir lo mismo. —Una sombra
pasó por su rostro—. En media hora tengo que estar en
el hospital.
—¿Va todo bien?
—Mi padre está en coma y he de ir a relevar a mi
madre para que ella pueda ir a descansar algo.
—¡Oh! Lo siento mucho.
—Aún tengo treinta minutos, no quiero hablar de
cosas tristes.
Evaristo querría saber de que habían estado hablan-
do ese tiempo, pero no pudo hacerlo. Aquella media
hora pasó fugaz y de lo único que se acordaba era de
cómo se movían sus labios al hablar, de cómo se ponía
el pelo tras la oreja y de cómo se entreveían sus incisivos
centrales cuando sonreía ante las tonterías de Losada.
—He de ir al hospital —se levantó de la silla y el
Capitán hizo lo mismo—. Quisiera poder quedarme un
rato más.
—Cuando te apetezca tomar otro café, no tienes
más que decírmelo.
—¿Y qué tal quedar para comer? —Sus ojos celestes
parecieron atravesarle—. Mañana, a las dos en la parada
del autobús frente a mi casa.
—Allí estaré.
La acompañó hasta la puerta del bar y se quedó ob-
servándola mientras se alejaba cuesta arriba. Miriam se
104
paró frente a un semáforo y saludó a una señora cuyas
facciones se parecían a las suyas y que tenía aspecto de
cansada. Evaristo seguía embobado mirando como se
alejaba hacia el hospital y el viento agitaba su rubio ca-
bello. Le pareció ver que de la espalda de Miriam surgían
dos imponentes alas que competían en blancura con su
suave piel y como alzaba el vuelo hacia un cielo lleno de
nubarrones grises que se abría para crear para ella una
alfombra de dorados hilos producidos por un sol celoso
del brillo que ella desprendía. Parpadeó un par de veces,
se restregó los ojos y vio a esa preciosa mujer hablando
aún con esa señora que debía de ser su madre y les dejó
algo de intimidad cuando se abrazaron rompiendo a llo-
rar.
Volvió a entrar y le hizo una señal al barbudo cama-
rero para pedirle una cerveza.
—¿Tienes un teléfono?
—Allí, al lado de los baños.
El Capitán llamó a la Comandancia para avisar de
que se cogía el día libre y después de colgar volvió a
su mesa. Un minuto después, una chiquilla demasiado
delgada, con el pelo corto y liso y con dos elefantiásicas
prótesis mamarias le trajo una birra que, según ella, era
tostada y de importación, por cortesía de la casa.
Un mastodonte con los brazos llenos de tatuajes y
un llamativo parche romboide con un 1% cosido a su
chaleco de cuero negro se relamió los labios al verla pa-
sar a su lado. Un mal bicho, seguramente.
Hasta donde él sabía, los pertenecientes a un MC del
1% son gente que se hacen llamar a sí mismos “outlaws”,
105
fuera de la ley. Tienen sus propias normas, su propio có-
digo y no suelen llevarse nada bien con policías y guar-
dias. Aquellos grupos estaban formados, mayormente,
por ex presidiarios que han cometido delitos de sangre y
se financian, sobretodo, con la trata de blanca en clubes
de alterne donde tienen sus sedes, tráfico de armas y/o
de drogas y como sicarios. Lo dicho, trigo limpio no de-
bía ser ese gigantón y, por como miraba a la camarera…
No tardó en comprobar que no se había equivocado.
La chica vestida a lo Annie Lennox y que lucía el busto
de Bárbara Bach en La espía que me amó salió a servir
algo a la terraza y esa mole la siguió, alentado por las
risas de sus colegas.
—Hola, preciosa —le dijo interponiéndose en su ca-
mino.
—¡Apártate! —La chiquilla apenas le llegaba a la
barbilla y aun así no se amedrentó.
—¿Por qué no dejas a la muchacha? —Evaristo se
colocó entre ellos dos.
—¡Quítate de ahí, héroe! —dio un paso adelante ha-
cia Losada y el Capitán comprobó lo que ya sabía, que
esa mole era el doble que él a lo ancho y a lo alto—. Fue-
ra, ¡ahora!
—Me temo que eso no va a poder ser —se giró hacia
la camarera—. Vete, por favor.
La vena del cuello de aquella bestia se hinchó y fijó
toda su atención en Evaristo. Ni siquiera hizo el amago
de impedir que la chiquilla escapase de allí. Una sombra
surgió tras Evaristo y se afanó en poner en práctica todas
sus dotes como actor para parecer confiado y seguro de
106
sí mismo para evitar mearse encima. Eran dos contra
uno y tenían unos cuantos amigos más en el bar, todos
ellos bastante más grandes y fuertes que él. ¡Mucho más
grandes y fuertes que él!
—Iron Falcons —dijo Losada leyendo en los par-
ches el nombre del club al que pertenecían—. Nunca he
oído hablar de vosotros.
No podía haber un insulto peor para un MC 1% que
aquel.
—Te voy a arrancar la cabeza—. Sonrió al espetarle
su amenaza y el Capitán hizo lo mismo.
—Enforcer —El parche de su pecho decía que aquel
era el cargo que ocupaba en el club—. Así que tú eres
el matón, el encargado de dar las palizas —se giró para
poder mirar al otro cara a cara—. ¿Y tú? ¡Sargento de
Armas! —El encargado de que en el MC los miembros
cumpliesen las normas y obsediesen todas las órdenes—.
Así que vosotros dos sois el brazo duro del club—. Pues
no me parecéis gran cosa, la verdad. obedeciesen
—¡Que graciosito eres! —El puño del Enforcer
avanzó hacia la cara de Losada y el Capitán consiguió
esquivarlo por un solo milímetro—. Te voy a destrozar.
—Eso será si consigues darme.
Por suerte para Evaristo, lo que ese morlaco tenía de
fuerte y bruto, lo tenía también de lento. Esquivó otro
golpe y le cogió el brazo. El codo de ese animal se es-
trelló contra el ojo de Losada y Evaristo estuvo a punto
de desmayarse. Pero había logrado sujetarle uno de sus
enormes brazos, no podía soltarle. Hizo uso de todas sus
fuerzas, lo que para él fue como intentar levantar un ca-
107
mión con sus propias manos, un milagro obrado por la
adrenalina que le dejó extenuado. Aquel mal bicho se
libró con facilidad de la presa que Evaristo le había he-
cho a la espalda y levantó en vilo al Capitán como si no
pesase más de veinte o treinta kilos.
—¿Qué cojones pasa aquí? —El camarero del bar,
acompañado de otros dos que lucían sus mismos par-
ches, acudieron en ayuda de Losada—. ¡Dejarle en paz!
Por si acaso no le hacían caso, el pie de Evaristo
aprovechó aquella distracción para golpear con las po-
cas fuerzas que aún le quedaban entre las piernas del
gigante y logró caer de pie sintiendo como todas sus
extremidades se habían quedado dormidas y le pesaban
como el plomo.
—Largo de aquí. —El más alto de los tres, el que lle-
vaba en el chaleco el parche de presidente de Asturum,
echó mano a algo que llevaba a la espalda—. No volváis
al Route. gruñía
El Enforcer gruía doblado de rodillas en el suelo,
amarrándose las pelotas y mirando a Evaristo con un
gesto demencial.
—¿Quién cojones te crees, polizonte? —El Sargento
de Armas de los Iron Falcons se encaró a él. Sin tu uni-
forme eres una mierda—. Este también buscó algo que
llevaba en el cinturón, ¿una pistola, quizás? —¿Verdad,
madero?
—No me hagas repetírtelo. No te interesa.
—No se preocupe, agente. —Un enano de piel oscu-
ra, con rasgos indígenas, pelo largo y sucio y cara de hijo
de puta, lucía un chaleco de los Iron Falcons con un par-
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che que decía que era el Comander, el jefe, el presidente
todopoderoso de ese MC 1%—. Ya nos vamos.
Si había alguien verdaderamente peligroso era ese
tipejo. Ni el Enforcer, ni el Sargento de Armas, el Co-
mander era la víbora venenosa que amenazaba con pi-
carles. Aquello no había terminado, no huían, era tan
solo una retirada estratégica. Una retirada que les daría
algo de paz durante ese día, quizá unas semanas, pero ver
marcharse a esos siete sobre sus harleys no era el final de
aquella película. Al menos durante un tiempo estaba a
salvo y quiso celebrarlo invitando a sus salvadores a una
cerveza. Pero por mucho que bebiese no había nada que
apagase ese fuego, esa rabia que amenazaba con consu-
mirle. El odio, el miedo y la rabia eran insoportables por
no haber podido pasar por encima del Enforcer y el Sar-
gento de Armas del 1% con un camión.
Pasó el resto del día con ellos, comieron en el bar y
otro par de cervezas le llevaron a su casa a coger su Sho-
velhead para poder irse juntos a hacer una ruta en moto
que terminó de nuevo en el Route. de "El Tuercas"
109
—Trabajamos en la misma Comandancia, mi Capi-
tán.
—Estamos fuera de servicio, llámame Evaristo, por
favor.
Salió a la calle y vio su moto allí aparcada, estaba
demasiado ebrio y no era buena idea volver a casa con-
duciendo. Caminó cuesta arriba hacia la parada de los
taxis, pero no había ninguno. Le tocaba esperar, por
suerte no hacía frío y no llovía.
110
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 10
113
Mientras se preparaba el café sus miedos se hicieron
realidad al escuchar como alguien, Sevillano lo más se-
guro, aporreaba la puerta de su casa.
—No necesito chofer —Sevillano ni siquiera esperó
a que le invitase a entrar—. Llegas demasiado temprano,
aún estoy en calzoncillos.
—Ha habido otro… —Daniel le miró a la cara y son-
rió—. ¿Qué te ha pasado en el ojo?
—Ha habido otro asesinato— ignoró la pregunta de
Sevillano—. ¿Verdad?
—¿Cómo lo has adivinado?
—¿Si no que cojones haces tú aquí? Normalmente
voy yo a Gijón en coche o en moto, no te necesito para
que me lleves.
—Pues date prisa, vístete y vámonos. —Sin pedir
permiso se sentó en el sofá del salón—. ¿No vas a con-
tarme como te has hecho eso en el ojo?
—Déjame adivinar… —Evaristo se fue a su habi-
tación encendiéndose un cigarro—. Mujer de treinta y
tantos, con el vientre abierto y sin intestinos, atada por
las muñecas y el cuello. Y el asesino le ha arrancado algo
de la cara. Las orejas, ¿tal vez? —Cinco minutos más tar-
de salió vestido—. ¿Dónde ha sido esta vez?
—En Avilés.
—Eso es terreno de la Policía Nacional, ¿Qué pinta-
mos nosotros allí?
—Vamos a llevar el caso a medias, los dos primeros
fueron en nuestra zona y por tanto este puede ayudar a
esclarecerlos todos.
114
—Eso no me gusta.
—A mi tampoco.
—¿Se parece a Greta?
—Muchísimo. Quizá la que menos de las tres, pero
el parecido es innegable.
—Dos pueden ser casualidad, tres ya no.
—Eso ya lo sabíamos—. Se acercó a Evaristo y le
apoyó la mano en el hombro—. ¿Quién puede querer
complicarte la vida?
—No tengo ni idea.
—No te preocupes, lo descubriremos juntos.
—Eso espero —Evaristo cerró la puerta y siguió al
Teniente hasta su coche—. Pero voy a tener que inhibir-
me, estoy implicado en el caso.
—Hasta que no tengamos un sustituto para ti, no di-
gas nada de todo esto a nadie. El Comandante no quiere
que haya filtraciones al respecto, la prensa se te echaría
encima y a los policías no les hemos dicho nada de esto.
Es algo que ha de quedar entre nosotros tres.
—¿Y quién hay para sustituirme? —El coche se puso
en movimiento—. No hay otro especialista en psicología
criminal en toda la provincia. ¿Recurriréis a personal ci-
vil?
Miriam esperaba con Ángel en la parada del auto-
bús. Le hizo una señal con la mano para saludarla y ella
no le vio.
—No. Nos van a mandar a alguien desde Madrid.
En cuanto hablé con él, estuvo de acuerdo con el Co-
115
mandante Terrón, no se va a decir nada a nadie y él mis-
mo se ofreció voluntario.
—¿Aquilino?
—Eso es.
El Teniente Ramos, heredero del General Ramos,
hombre de confianza de Francisco Franco, tuvo un es-
carceo amoroso con la niña de dieciséis años, hija de la
cocinera de su palacete veraniego, cuando solo conta-
ba con veinte años. De aquella noche nacería Micaela
Ruiz. La niña no tendría un padre reconocido aunque,
para toda la ciudad, sería la hija de Magdalena Ruiz y
de Alberto Llana, profesor del colegio, hombre de ideas
socialistas y que en público se mostraba como férreo de-
fensor de las políticas más conservadoras. Alberto Llana
Ansiaba casarse con Magdalena, llevaba enamorado de
ella desde el primer día que la vio y una vez al mes, si
quitar la L
la faena en la casona se lo permitía, le daba clases so-
bre lectura y escritura. Cuando se enteró del su emba-
razo lo atribuyó a que Aquilino había abusado de ella y,
dos años después, en 1937, cuando llegó al mundo ese
niño que llevaría el nombre del Teniente Ramos, tuvo
que aceptar que la chiquilla nunca sería su esposa. El
orgullo le llevó a no aceptar contraer nupcias con Mag-
dalena cuando nació Micaela y dejó pasar su oportuni-
dad. Todo el mundo creía que él era el padre de la niña y
dieron por supuesto que la paternidad de ese nuevo niño
era suya también. El resto de sus días los habría de pasar
martirizándose por no haber aceptado darle sus apelli-
dos a Micaela y haberse casado con Magdalena. Quizá
así, solo así, ese niño hubiese llevado por nombre el suyo
y su misma sangre correría por sus venas.
116
Fue una tremenda sorpresa en el lugar cuando el
hijo del General Ramos pidió la mano de Magdalena a
su cocinera y accedió a reconocer como hijos suyos a
Micaela y Aquilino. El Teniente Ramos iba a ser enviado
a Lérida y temía no volver con vida. Si eso ocurría, no
quería que ni Magdalena ni sus dos hijos se quedasen
sin nada.
La batalla fue cruenta en aquellas tierras catalanas
cuando la campaña del norte fue perdiendo intensidad.
Se hizo necesario un ataque a la retaguardia republicana
del Frente de Aragón que se había ubicado en Lérida.
La unidad del Teniente Ramos tendría como misión sa-
botear las sirenas antiaéreas para que estas no chillasen
avisando de la llegada de nueve Savoia S—79 italianos
que vaciarían sus bodegas sobre la ciudad.
Las noticias que llegaron desde allí hasta los oídos
del General Ramos fueron que la misión había sido un
éxito que había de ser guardado con el más absoluto mu-
tismo. Aquello terminaría siendo un escándalo a nivel
mundial y, ni a Franco ni a Benito Mussolini les intere-
saría que la verdad saliese a la luz. El Duce había obteni-
do su venganza tras el bombardeo de Guernica por parte
de la Legión Condor alemana. Los celos que Mussolini
tenía de los éxitos de Hitler se tradujeron en una maca-
bra competición donde no hubo un vencedor, si bien si
muchos vencidos. Pero para el General Ramos solo una
cosa tenía verdadera importancia, la misión había sido
cumplida y su hijo no tardaría en volver a casa.
Pero pasados dos meses el Teniente Ramos aún no
había regresado y Magdalena quiso pedirle ayuda a su
suegro. El General no había aceptado la decisión de su
117
hijo de casarse con ella, ni siquiera asistió al enlace, y
por nada del mundo quiso que se le relacionase con esos
dos bastardos que, para él, eran y serían siempre hijos de
Alberto Llana. Ordenó que Magdalena, su madre y sus
dos hijos fuesen expulsados del palacete, dio por muerto
a su hijo y movió sus hilos para que, si finalmente había
fallecido en combate, le fuese entregada una medalla al
mérito y se rompiesen todos los documentos que acre-
ditaban que alguna vez Aquilino y la hija de la cocinera
habían sido marido y mujer.
La única manera de que todo volviese a la norma-
lidad era encontrar al Teniente, hacerle saber que había
hecho su padre con su mujer y sus dos hijos y traerle de
vuelta a casa.
¿Pero cómo hacer eso? En el caso de Magdalena,
cometiendo el peor error de su vida. Se aferró a la espe-
ranza de que el amor que algún día sintiese por ella, lle-
vase a Alberto Llana a querer ayudarla. En un principio
el profesor se negó, con su marido desaparecido, quizá
muerto, ella podía ser suya al fin. Él estaba dispuesto a
perdonarla, a acogerla y hacerse cargo de sus hijos como
si fuesen propios. Sin embargo leyó en los ojos de Mag-
dalena, supo que nunca se entregaría en cuerpo y alma
a él, que era y sería siempre la dueña y la esclava del
corazón del Teniente, vivo o muerto. Dos días después
terminó por aceptarlo y le dijo que la ayudaría. La lle-
vó a ver a don Agapito Castro, prohombre de la política
y miembro de la Falange Española de las JONS. Este le
firmó un salvoconducto que le permitiría llegar a Lérida
sana y salva, le entregó tres billetes solo de ida para ella
y sus dos pequeños y un sobre con un poco de dinero.
118
El ocho de enero de 1938, los tres se subieron al tren
en la estación de Oviedo y partieron con rumbo a tie-
rras catalanas en busca del Teniente Ramos. A su paso
por Vitoria, un grupo de guardia civiles detuvo el tren e
identificó a todos los pasajeros en busca de desertores y
traidores.
—Madre, tengo miedo.
—Y yo, hija mía. —Un par de hombres fueron ba-
jados a la fuerza y subidos a un coche que se los llevó
mientras Magdalena susurraba una oración y se abra-
zaba al documento firmado por Agapito Castro—. Y yo
también.
—¿A dónde va, señora?
El guardia al mando se había acercado a ella, pasó
sus ojos por Micaela y luego se fijó en el pequeño bulto
que dormitaba contra el pecho de la mujer.
—Yo…
—¿A dónde va, señora? —El Sargento repitió la pre-
gunta.
—Voy a… Vamos a Lérida. Soy la esposa del Te-
niente Ramos, destinado allí para… —La mano le tem-
blaba y el salvoconducto se humedecía por su sudor—.
Tengo… Tengo esto.
El guardia leyó el documento y sus ojos se fueron
agrandando a la misma velocidad que el terror iba inva-
diendo el cuerpo y el alma de la mujer.
—¿Sabe usted lo que pone aquí? —Hizo un gesto a
uno de sus guardias y este se acercó hasta allí—. Nos
llevamos a la mujer y a los críos también.
119
—Pero… —Magdalena casi no podía ni respirar,
Micaela se abrazó a su madre y el bebé en sus brazos
empezó a llorar como si entendiese lo que estaba ocu-
rriendo—. Pero yo…
El cuartel estaba cerca de la estación, tan solo dos
minutos después el Sargento se sentó tras su escritorio,
se quitó la pistola, la guardó en el cajón y puso una hoja
de papel en la máquina de escribir.
—Durante dos años, cuando tan solo era cabo, tra-
bajé con el Coronel Escobar. Estuve a punto de conver-
tirme en miembro de la Guardia Nacional Republica-
na, pero eso hubiese sido traicionar la memoria de mi
difunto padre. Después estuve en Madrid, sirviendo en
el Ministerio de la Guerra hasta que ascendí y me traje
algunas cosas de allí —carraspeó y se encendió un ciga-
rrillo—. La Guardia Civil siempre ha sido fiel a España
y a los españoles. El Guardia Civil no debe ser temido
sino de los malhechores, ni temible sino a los enemigos
del orden —el Sargento le enseñó un tampón de tinta
con el águila de San Juan—. El benemérito cuerpo ha
de ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, in-
fundiendo la confianza de que a su presentación, el que
se vea cercado de asesinos, se crea libre de ellos; el que
tengo su casa presa de las llamas considere el incendio
apagado; quien sea traicionado por su vecino se vea sal-
vado —comenzó a teclear tras su panegírico a la labor de
la Guardia Civil—. ¿Sabe lo que pone el “salvoconducto”
que me ha entregado?
—No, apenas sé leer y escribir.
—Me hago cargo —la miró unos segundos y siguió
escribiendo—. Dice que es usted una traidora a la patria,
120
miembro de un grupo anarquista revolucionario. Hace
mención a que se hará pasar por la esposa de un ofi-
cial de los ejércitos del Generalísimo y que ha de dársele
muerte a usted y a sus hijos en cuanto sean localizados.
—No puede ser… —los tres comenzaron a llorar y
Magdalena abrazó a sus pequeños—. Yo…
—Mamá, tengo miedo.
—No temas, niña. —Por un segundo dejó de apo-
rrear las teclas y le dirigió una sonrisa amable a Micae-
la—. ¿No has escuchado lo que he dicho? El Guardia
Civil será siempre un pronóstico feliz para el afligido—.
Terminó de escribir, sacó la hoja y estampó el sello junto
a la firma—. No lloren, por favor. ¿Sabe usted lo que yo
veo, señora…?
—Magdalena —se tragó el llanto y sujetó aún más
fuerte a sus hijos sin dejar de temblar como una hoja—.
Magdalena Ruiz.
—Veo a una buena mujer, a una buena madre que
ha sido engañada. Ser analfabeta no es ningún crimen
pero, hacerse pasar por la esposa de un oficial puede
costarle la vida. —Le entregó el papel y la llevó de vuelta
al tren—. Tenga cuidado en Lérida, las cosas están ten-
sas en aquella zona.
—Gracias, muchas gracias —Magdalena abrazó al
Sargento y subió al tren—. ¿Qué puedo hacer para agra-
decérselo?
—Tan solo llegar sana y salva —El Sargento encen-
dió otro cigarrillo y comenzó a recitar—. El honor ha de
ser la principal devisa del Guardia Civil; debe por consi-
divisa
121
guiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se
recobra jamás.
—Demasiada gente ha perdido el honor, mi Sargen-
to.
—Pero nosotros no, Boves —le dio una amistosa co-
lleja al guardia que estaba a su lado y despidió con la otra
mano al tren que se comenzaba a alejar—. Nosotros no.
Gracias al documento que le había dado el Sargen-
to Gutiérrez, firmado por el mismísimo General Isidro
Alaix y Fábregas y con el sello del Ministerio de la Gue-
rra, Magdalena pudo llegar hasta Lérida y fue llevada
a presencia del Capitán Osorio, oficial al mando de la
unidad en la que había servido su marido.
—El Teniente Ramos ha fallecido. No pudieron es-
capar y el bombardero les cayó encima. —El Capitán pa-
recía afligido, tenía una mirada triste que se asemejaba a
la de todos los militares que han visto la muerte dema-
siadas veces o, demasiado cerca—. Lo siento, Magdale-
na. Sé lo mucho que el Teniente Ramos la amaba, todas
las noches me repetía que cuando esta guerra se acabase,
la llevaría…
—Me llevaría a visitar otros países donde no se es-
cuchasen silbidos de balas —terminó ella la frase.
—¿Tiene en que volver a su hogar?
—Yo ya no tengo hogar.
—En cuatro días saldrá un convoy con los cuerpos
de los hombres que hemos perdido. Podrá acompañar
a su marido y regresar a Asturias con él. Así lo habría
querido el Teniente Ramos.
122
Mejor le hubiese sido no haber regresado nunca. Ya
en su tierra se encontró sin nada. No le permitieron asis-
tir al entierro de Aquilino Ramos, le rindieron un fune-
ral con los honores esperados para un héroe y ella hubo
de quedarse en la choza que había compartido con su
madre. Una madre que había emigrado para Argentina
como cocinera para unos opulentos amigos del Gene-
ral. Así demostró el militar su agradecimiento a Etelvina
Ruiz por tantos años de leales servicios y, de paso, dejaba
a Magdalena sola en el mundo. No contaba ya en nin-
gún registro como esposa del Teniente Ramos y sus hijos
fueron enviados al hospicio de Oviedo por su abuelo,
a fin de cuentas, su hijo había recogido a aquel par de
bastardos como vástagos suyos y no podía permitir que
ningún Ramos viviese en la calle. Al final, la pobre chi-
quilla, sin oficio ni beneficio, sin educación, sin dinero y
sin más techo que el de aquella diminuta chocilla, con-
tando para sobrevivir tan solo con un bonito cuerpo de
muchacha de diecinueve años, se vio abocada a una vida
de prostitución.
Para Aquilino, su madre era una santa, su abuelo,
Agapito Ramos y Alberto Llana, tres alimañas que tan
solo merecían la muerte. Pero pese a todo fue criado por
ese hombre, regio y de trato difícil que se empeñó en
que, nada más cumplir los 17 años, debía ingresar en
la Academia de Oficiales. Aquilino era muy inteligente,
podría haberlo logrado por sus propios medios pero, su
abuelo, no le permitió que lo demostrase. Movió todos
sus hilos hasta que le aceptaron en la academia convir-
tiéndose así en el oficial más joven.
123
Aquilino consiguió con esto vengarse de ese viejo
carente de cualquier tipo de afecto. Una vez en Zaragoza
renegó de seguir los pasos de su padre y del padre de este
y, en vez de ingresar en el ejército, optó por hacerlo en
la Guardia Civil, logrando con esto rendirle homenaje
a ese Sargento y a esos guardias bajo su mando que lo-
graron salvar la vida de su madre en aquel viaje en tren
hacia Lérida.
Ocho años después, nada más ascender a Capitán,
la Guardia Civil creó una unidad de psicología criminal
para tratar de entender las motivaciones de los delin-
cuentes, entrar en sus cabezas y, con ello, ayudar a dar
con ellos. El propio director General le propuso estudiar
psicología en la universidad, lugar donde conoció a Eva-
risto.
Cuando le contó la historia de su madre a su joven
compañero de clase, esta le conmovió de tal manera que
Evaristo tomó la decisión de ingresar en la academia de
oficiales, siguiendo así los pasos de Aquilino y quizá, con
un poco de suerte, entrar a formar parte de esa futura
unidad de psicólogos criminales que dirigiría Aquilino.
Pero no fue posible, hizo un examen perfecto pero
no pudo pasar las pruebas físicas por culpa de un es-
guince. Tan solo un par de meses después, siguiendo el
consejo de Aquilino, Evaristo ingresó en la academia
como guardia y esperó la oportunidad que su amigo le
brindaría para ascender en la escala facultativa y conver-
tirse en Teniente de la Guardia Civil.
Se conocían desde hacía años, no era de extrañar
que Aquilino se hubiese prestado voluntario para ayu-
darle.
124
—¿Y dices que en la Dirección General no saben
nada?
—Ya pensaremos en como solucionamos eso. Ahora
centrémonos en pillar al hijo de puta que está haciendo
esto antes de que te cuelguen el mochuelo a ti. —Entra-
ron en la ciudad y llegaron a unos bloques antiguos que
estaban tan solo a unos trescientos metros del hospital,
a cuatrocientos del Route 66 y enfrente del cuartel de la
Policía—. Es allí.
—Ayer estuve aquí cerca —Evaristo miró los tres co-
ches de la policía que había estacionados frente al portal,
el ajetreo de agentes entrando y saliendo y el tumulto de
curiosos y periodistas que se agolpaban en los alrededo-
res—. Sea quien sea, me está siguiendo.
—¿Por qué lo dices?
Losada le contó que, no solo la primera víctima ha-
bía vivido cerca de su casa, sino que la segunda tuvo su
chabola prácticamente al lado de la de Jorge y Liliana
donde él había cenado la noche del asesinato y como la
tarde anterior había estado comiendo y bebiendo en un
bar cercano a la escena de ese tercer crimen. Lo que no
le contó fueron sus miedos, sus sospechas sobre si se es-
taba volviendo loco, sus visiones y sueños donde se veía
a sí mismo cometiendo los crímenes y el temor a que se
confirmase lo peor de todo. Le ocultó su temor a que no
hubiese nadie asesinando a mujeres que se parecían a
Greta para hacerle pasar a él como culpable, si no de ser
él mismo quien las había asesinado en su delirio al ha-
berlas confundido con la madre de su hijo y porque en
su interior aún albergaba un odio irracional que llevaba
a su subconsciente a desear verla muerta.
125
—¿Y cuándo llegará Aquilino? Yo he de quitarme
del medio lo antes posible.
—Mañana o pasado mañana, lo más seguro.
—Hay algo que no me estás contando. —Tras iden-
tificarse entraron en el portal—. ¿Qué es?
—Bueno… —carraspeó—. Nos están metiendo pre-
sión. La prensa se está cebando con nosotros, la familia
de Jeannette está usando sus influencias y los políticos
están valorando la posibilidad de pasarle a la policía el
caso. Esta tercera muerte en territorio de la policía pue-
de ser la escusa perfecta. A mí me tachan de inútil, he
dejado de leer el periódico cada mañana para evitar pi-
llarme una depresión. Tenemos que lograr algo más que
simplemente esperar al siguiente crimen y a ver si tene-
mos un golpe de suerte que nos lleve a dar con él.
excusa
—Te entiendo. Es muy frustrante tener que esperar
a ver si comete algún error.
Subieron cuatro pisos por las escaleras. El ascensor
tenía un cartel que ponía que estaba estropeado y pare-
cía que llevara así varios meses.
—Seis puertas por piso en un edificio de cinco plan-
tas. ¿Y nadie vio o escuchó nada?
—Están tomándole manifestación a los vecinos —
le contestó el Sargento Joyanes de la Policía—. Pero por
ahora no ha habido suerte.
Sevillano les acompañó y se detuvo en el umbral de
la puerta del 4ºC junto a ese policía con llamas tatuadas
en sus antebrazos y un anillo enorme de plata con forma
de cruz de Malta.
—Venga, haz tu magia.
126
Era una familia humilde, muy familiar. Las paredes
estaban cubiertas por una infinidad de fotos. Las había
viejas, muy viejas, en sepia pero sobretodo, en la mayoría
de ellas se podía ver a un joven matrimonio con un niño
y una niña que debían de ser gemelos. Antes de llegar
hasta el salón, ya supo quién era y a quien se parecía la
víctima. Esa mujer tenía el pelo del mismo color y con el
mismo corte que Greta, debían de pesar y medir lo mis-
mo y, si en algo se diferenciaban, era que esta, según las
fotos, tenía los ojos más oscuros y su nariz era ganchuda
ya que sus labios y sus pómulos eran muy parecidos, si
no iguales a los de la madre de su hijo. Una vez estuvo
frente a la víctima supo que no se había equivocado.
Los “chapas” trabajaban a destajo, fotografiaban
todo y buscaban cualquier indicio que pudiese habérse-
les escapado tras un vistazo rápido.
—Un segundo, por favor. —Los de la judicial detu-
vieron su trabajo y le miraron—. Soy el Capitán Losada
de la Policía Judicial de la Guardia Civil de Gijón. Nece-
sito que salgan todos un momento, tan solo serán cinco
o diez minutos —cogió unos guantes y unas calzas de
una caja y se los puso—. Muchas gracias.
Sabía lo que venía en ese momento, se agarró al
marco de la pared y cerró los ojos. No necesitó esperar
mucho, empezó a faltarle el aire y parecía a punto de
caer al suelo sin sentido. Pero no iba a ser así, sabía que
lo único que tenía que hacer era abrir los ojos. Y así lo
hizo.
De nuevo todo lo veía, la vivía más bien, en prime-
ra persona. Estaba en el dormitorio de la mujer que se
127
quitaba la ropa mientras le miraba con una falsa sonrisa
en su cara.
—¿Sabe tu marido como haces para pagar las fac-
turas?
—Silencio, por favor. —La mujer se arrodilló ante
él y echó mano a la cremallera de su entrepierna—. No
quiero que mis hijos se despierten —su mano experta se
metió bajo la tela de sus calzoncillos—. Si quieres que
siga, serán 3000 pesetas, cariño.
Sin decir nada más, la cogió por el cuello y la levan-
tó en vilo. Le apretó la garganta impidiendo que pudie-
se gritar pidiendo ayuda, haciéndole imposible incluso
esa sencilla misión que era llenar y vaciar sus pulmones.
Apretó y apretó hasta que la mujer dejó de forcejear y
desmayó. Abrió su presa y ella cayó al suelo golpeán-
se dose la cabeza. Rebuscó en los cajones para coger unas
medias o cualquier otra prenda con la que atarla y se en-
contró con una agradable sorpresa. Sacó unas esposas de
hierro revestidas con peluche rosa y se las puso, las cerró
alrededor de sus muñecas apretándolas hasta cortarle la
circulación y pasándole las manos por debajo de la pata
de la cama. Se puso de rodillas sobre ella, apoyando su
trasero sobre el vientre de la mujer y colocó un cuchillo
enorme que había cogido de la cocina a un lado y un
látigo de cuero negro que había encontrado junto a las
esposas al otro. Esperó y esperó paciente hasta que ella
volvió a abrir los ojos y le metió unos calcetines en la
boca.
—¡Despierta! —Como un terrible eco, una voz re-
verberó en las paredes—. ¡Despierta ya!
128
Allí estaba la mujer, en el mismo sitio, tumbada boca
arriba con las manos esposadas bajo la pata de la cama
y un lazo hecho con un extremo del látigo alrededor del
cuello y el otro a los grilletes apretados en sus muñecas.
Había terminado de desnudarla contando la tela de su
ropa interior con el cuchillo y la había dejado sobre dos
enormes charcos de sangre y al lado de unos calcetines
hechos un ovillo y empapados de lágrimas, saliva y san-
gre. El primero de esos dos charcos surgió de su vientre,
abierto en canal y vaciado de todas sus vísceras y, el se-
gundo, de su cabeza. El trofeo que se había llevado en
esa ocasión fue su cuero cabelludo. Con el cuchillo se
había esmerado en arrancarle la melena y dejar en su
lugar el cráneo veteado de sangre y algunos pequeños
trozos de carne.
No sería necesario esperar al informe del forense,
sus piernas completamente abiertas, hematomas en la
cara interna de sus muslos y un reguero seco de semen
saliendo de su vagina le bastaron para saber que, al igual
que a Jeannette y a Jacinta, el asesino la había violado
después de matarla.
—Si quieres esperar a mi informe te lo haré llegar
en un par de horas —intuyó la presencia de Sevillano
y Joyanes a su espalda—. Pero te adelanto que va a ser
prácticamente idéntico a los otros dos.
—Varón, caucásico, de entre 25 y 45 años, sufre al-
gún tipo de esquizofrenia o de incapacidad para con-
trolar sus impulsos. No es familiar, ni amigo, ni tiene
ningún tipo de vínculo con la víctima. Lo más probable
es que elija a sus víctimas al azar o…
—No, lo del azar creo que queda descartado.
129
—¿Por qué lo dices?
—Tres mujeres de edades similares y características
físicas tan similares que todo hace pensar que el motivo
es su gran parecido con alguien en concreto.
—¿Con Greta?
—Puede ser.
—¿Quién es Greta?
—Me temo que el perfil psicológico es tan genéri-
co que hay demasiadas personas que pueden encajar en
él—. Ignoró la pregunta del policía—. Lamento no po-
der ser de más ayuda.
—Hay que seguir investigando.
—¿Has encontrado casos similares?
—Aún nada.
—¿Y por donde seguimos?
—No lo sé, estoy perdido, la verdad.
—¿Qué significa F.E.? —intervino el policía.
—¿Disculpa?
—F.E —Se acercó al aparador con cuidado de no
pisar ni el cadáver ni los grandes charcos de sangre—.
Creemos que tras asesinar a Laura Yañez escribió F.E. en
el espejo—. Echó vaho en el cristal y aquellas dos letras
surgieron sobre la resplandeciente superficie—. F.E.
—¿Siglas?
—Si, ¿pero de qué?
—¡F.E.! —Evaristo miró esas dos letras y las susurró.
—¿Le suenan de algo, Capitán?
130
—No estoy seguro —miraba al policía pero se giró
entonces hacia el Teniente—. Daniel, haz que revisen las
otras dos escenas. Me temo que se nos pasaron por alto
estas dos letras si es que son su firma.
—O quizá las escribiese la víctima. ¿No crees?
—Puede ser, pero no creo que sea así—. Sacó un ci-
garrillo y se lo puso en los labios mientras se dirigía ha-
cia la puerta—. No digan nada de estas siglas a la prensa.
Esto ha de quedar entre nosotros tres.
—¡No me jodas! Necesito decirle algo nuevo a la
prensa o van a seguir echándoseme encima y tachándo-
me de inútil.
—Que esto no salga de aquí —miró a Sevillano tras
estrecharle la mano a Joyanes—. ¿Me llevas a casa?
—¿No vas a la Comandancia?
—Quiero consultar unos libros para redactar el in-
forme. Hoy trabajaré desde casa.
—Sabes que el Comandante no aprueba eso.
—Dile que no tengo allí los libros que necesito.
—Tampoco puedo decirle a él lo de esas siglas.
—Será mejor que no, espera a mañana a que te de
mí informe.
—No me lo ibas a dar en un par de horas.
—Eso era antes.
quitar tilde Tenía que volver a casa lo antes posible pero no para
en mi consultar libros sobre psicología criminal o sobre psi-
cología forense, no. Había recordado donde había visto
antes esas siglas y su significado.
131
—¡Fernando Expósito! —pensó—. No puede ser.
¡Es imposible!
Como comprenderéis, los niños del hospicio no
conservamos muchos recuerdos físicos de nuestros años
entre aquellos muros. Los de Evaristo Losada cabían to-
dos en una caja de zapatos. Una caja que guardaba en un
arcón de madera a los pies de la cama con fotos familia-
res, recortes de periódicos y documentación importante.
Sentado en su cama abrió la caja de los primeros za-
patos que se compró con su primer sueldo y volcó su
contenido. Su vieja peonza rodó sobre la colcha, cuatro
monedas de céntimo de peseta tintinearon al entrecho-
car y un fajo de cartas soltó una pequeña nube del pol-
vo. Lo que él buscaba estaba en el fondo de la caja, era
un recorte de periódico de 1955 en el que se hablaba
de la visita de algunos críos del hospicio al cuartel del
Regimiento de Infantería Milán nº 3. En la fotografía
aparecían diez niños desfilando bajo las órdenes de un
barrigón Sargento con gesto de hastío en su rostro. En el
pecho cada uno de los chiquillos había un papel sujeto
con un imperdible en el que habían puesto sus iniciales.
Evaristo, demasiado bajito para los cinco años que tenía
de aquella, lucía su sonrisa y su E.L. en el papel y yo,
ligeramente más alto y mayor que él, con ese F.E. que yo
empecé a usar como firma desde entonces. La calidad de
la fotografía era penosa y el tiempo había hecho de las
suyas, sin embargo con ayuda de una lupa pudo encon-
trar algunas ligeras similitudes en el trazo de la F y en la
parte inferior de la E, algo más corta que la superior, con
las dos letras del espejo.
—No puede ser, ¡es imposible!
132
Descolgó el teléfono y llamó a la oficina del Subte-
niente Morte. Necesitaba alguien discreto y de confianza
para averiguar todo lo posible sobre mí.
—Deme un par de días.
—Muchas gracias, Antonio.
Mientras se preparaba para su cita con Miriam a las
dos, repasó todo lo que sabía sobre su viejo compañero
de hospicio, yo.
El profesor Aurelio había sido uno de los sacerdo-
tes del hospicio con alama de detective. Muchos de los
chicos que habíamos acabado allí dentro no teníamos ni
padre ni madre. Algunos, como yo, solo habíamos co-
nocido aquella institución como hogar. El Torno es un
orificio en la pared que comunicaba el hospicio con el
exterior. La leyenda negra decía que era por ese hueco
por donde las madres abandonaban a sus hijos neona-
tos. Según me contó la hermana Asunción, en los dos
siglos que había pasado tras el recibidor anexo al Torno,
me dijo que les habían dejado por el tan solo a siete cria-
turas. Yo entre ellos.
Antes de ser conocedor de esa verdad, yo también
me había imaginado que, ocultas en la noche, las madres
se dirigían a hurtadillas hasta aquellos muros y dejaban
a sus recién nacidos envueltos en un hatillo de andrajos
y el cordón umbilical aún sin cortar. Una vez Sor Asun-
ción me reveló como había llegado yo allí, lo que me
imaginaba era a una mujer sin rostro, sin alma y sin co-
razón dejándome en aquel agujero y marchándose como
si nada hubiese ocurrido.
133
Como ya os dije, el profesor Aurelio tenía alma de
detective y solía rebuscar en los ficheros en busca de pis-
tas que le ayudasen a encontrar a los padres de sus alum-
nos. Uno de los casos más difíciles para él fue el mío, un
caso que le llevó a dar con un pasado que mejor hubiese
sido que se hubiese quedado oculto pues, en lugar de lle-
narme de gozo, me hizo odiar a esa madre que no quiso
luchar por mí y acabó suicidándose y cortar en cachitos
al resto de familiares que pensaba que la sangre que co-
rría por mis venas, era sucia y deshonrosa.
Nunca fui un Menéndez, nunca quise serlo. Esa puta
me había dejado en el Torno con un papel que decía que
me llamaba Fernando y Sor Asunción me inscribió en
el registro del hospicio como Expósito. Ese era yo, un
Expósito, F.E. Ni siquiera me gustaba que me llamasen
Fernando, ese era el nombre de ese hombre que no había
sabido luchar por la mujer a la que amaba y se había de-
jado matar, condenado así a esa vida entre aquellos fríos,
tristes y oscuros muros.
Seguramente habréis oído hablar de esa novela es-
crita por William Shakespeare sobre una pareja de ena-
morados que pertenecían a dos familias enfrentadas
desde hacía años. Mis padres serían lo más parecido a
esos Romeo y Julieta del dramaturgo inglés. Sin permiso
de sus padres se casaron en secreto y trataron de ocul-
társelo a todo el mundo y llevar su amor en secreto. Sin
embargo eso no acabaría con las rencillas, con los de-
seos de venganza por unos hechos tan remotos que no
había nadie con vida capaz de recordarlos. El Teobaldo
Capuleto de esta historia, en lugar de retar a un duelo a
134
Fernando Menéndez como escribió Shakespeare, presa
de su cobardía, urdió un plan para acabar con él.
Una carta anónima acusaba al padre de Aquilino
de ser un comunista con planes de matar al goberna-
dor civil. Ser un simple ganadero sin estudios no sería
su mejor carta de presentación para salvarse del pelotón
de fusilamiento. Uno de sus amigos de la infancia, cuyo
nombre desconozco y al que bautizaré como Mercucio,
le avisó de lo que ocurría y le ayudó a esconderse hasta
lograr huir con su Julieta fuera de tierras castellanas ha-
cia el norte. Pero les descubrieron, Mercucio tuvo que
enfrentarse al primo de mi madre para que Fernando
Menéndez y María Azucena pudiesen huir y hubo de
entregar su vida para conseguirlo.
Los Menéndez, los Montesco de mi vida, renegaron
de su hijo, no le prestaron ayuda y le dejaron a él y a su
esposa a merced del destino. Un destino cruel que hizo
que los Castro, los Capuleto por llamarlos de alguna ma-
nera, les encontraron a los pocos días de mi nacimiento,
acabando con la vida de mi padre, dándole la mayor pa-
liza de su vida a mi madre y obligándola a abandonarme
en el Torno antes de llevársela a rastras a tierras Valliso-
letanas donde enterrarla en vida hasta que, desesperada,
se dejó caer desde diez metros de altura con una soga
atada a su cuello.
135
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 11
139
el torso desnudo mirando hacia el paseo marítimo. Una
señora, acompañada de un minúsculo perrito de largos
pelos castaños, le miró reprobándole su falta de pudor.
El Capitán sonrió, se atusó el bigote a lo Burt Reynolds
que le adornaba el labio superior y salió de la habitación
con dirección al baño.
En el salón, las mantas que habían tapado por la no-
che al pequeño Ángel, estaban dobladas sobre el sofá y
Miriam había recogido también los restos de la cena de
su hijo y los había llevado a la cocina.
La sonrisa que había tenido en su rostro estos mi-
nutos se marchitó. Esa dulce sensación de familia con
la que se había despertado y que se había afianzado tras
leer su nota, se esfumó dando paso a esos ecos de so-
ledad que se instalaron en su casa en cuanto Greta se
marchó con Carlos.
Apagó el cigarrillo, se encendió otro y abrió las ven-
tanas del salón para ventilar. El cielo seguía gris, había
perdido su brillo y su luminosidad para vestirse con su
traje plomizo y deprimente, ese traje invernal más pro-
pio de enero o febrero que de principios de junio.
Se duchó rápido, se afeitó y salió sin desayunar hacia
Gijón. Miró hacia la parada del autobús pero Miriam ya
no estaba allí. Evaristo estaba furioso, algo raro tras un
día perfecto como el pasado y una noche tan maravillo-
sa como la que había pasado bajo las sábanas con ella.
Abrió el cenicero de su Citroën DS y estrelló allí la colilla
para poder encenderse otro. El paquete estaba vacío y
lo convirtió en una bola en su puño antes de tirarlo por
la ventana. Su cuerpo le pedía nicotina y, al no poder
saciarlo, su estómago le recriminó su falta de cafeína y
140
de azúcar. En cuanto llegase a la Comandancia iría di-
rectamente al bar a comprar tabaco, tomarse un café y
comerse un bocata de tortilla.
Y en eso estaba cuando el Comandante Terrón en-
tró en la cafetería con Aquilino, Sevillano y el Sargento
Joyanes.
—Ramírez, ¡joder! —Posó la taza de café y se llevó
la mano a la boca—. ¡Eres un puto inútil! ¿Acaso quieres
escaldarme? —Abrió el paquete de tabaco y se puso un
cigarrillo en los labios—. Échame un poco de leche fría.
Cerrando los ojos suspiró, encendió el mechero y
prendió el pitillo. Aspiró el humo azul grisáceo, sintió
como inundaba sus pulmones y se extendía por todo su
sistema nervioso. Era un yonki o, al menos, así se sentía.
—¡Estás hecho una mierda! —bramó aquella voz de
sobra conocida—. Este no eres tú.
Tras los ceremoniosos saludos militares se dieron un
abrazo. Parecían padre e hijo o, al menos, así se sentían.
—Ha habido novedades esta noche —dijo Sevillano
con una enorme sonrisa en su rostro—. Creo que esta
pesadilla por fin ha terminado.
A las dos de la madrugada, una patrulla de Luanco
había visto a un hombre de unos dieciocho o diecinueve
años merodeando alrededor de una casa hecha pedazos.
Al principio pesaron que sería un indigente buscando
un techo bajo el que pasar la noche. Pero entonces vie-
ron que se acercaba a un coche y que, sacando un cuchi-
llo, obligaba a una mujer a salir de aquel impresionante
Saab 900 de color negro y que la arrastraba por el suelo
tirando de ella por el pelo hacia el caserón.
141
—¡Vamos! —apremió el más joven de los guar-
dias—. Va a matarla.
—Espera, novato. —Con su enorme mano, Clemen-
te sujetó a su compañero y le impidió salir del coche—.
No nos ha visto. Si le asustamos puede usarla como es-
cudo o cargársela. Tenemos que pillarle por sorpresa an-
tes de que la mate o la viole.
El muchacho, extraordinariamente fuerte, abrió la
oxidada puerta de hierro que se quejó con un estridente
chirrido y arrastró a esa mujer hasta la entrada de aque-
lla casona de indianos abandonada hacía siglos.
—¿Por qué no grita pidiendo ayuda?
—Estará asustada o le habrá puesto una mordaza.
¡Qué sé yo! —El gigantesco guardia señaló hacia el co-
che—. Mira, hay alguien más allí.
Descendieron del vehículo con sus armas apuntan-
do hacia el Saab. La pistola del más joven, Eusebio, tem-
blaba por los nervios y un sudor frío caía por su frente.
Clemente, curtido tras veinte años de servicio, tras verse
implicado en un tiroteo con dos terroristas de E.T.A. y
tras ver morir a algunos compañeros o tener que recoger
sus pedazos, le susurraba palabras de apoyo para tem-
plarle los ánimos.
—Este no va a poder hacernos nada.
—¿Está muerto?
—¿Tú qué crees?
El hombre estaba sentado en el asiento del copiloto.
Iba vestido con un traje negro, corbata del mismo color
y una camisa blanca enrojecida por la sangre que había
manado con fuerza de la yugular seccionada. Eusebio
142
tenía su mirada clavada en los ojos abiertos como platos
de la víctima y le pareció que su boca entreabierta estaba
a punto de llamarle por su nombre.
—Venga, vamos —Clemente tiró de él—. ¡Espabila!
Los dos agentes se acercaron hasta la vieja mansión,
caminaron tratando de no hacer ruido y siguieron el so-
nido del llanto de la mujer y de la voz del muchacho.
—¡Quítate la ropa, zorra!
—Están en la segunda planta.
Subieron imaginándose que les había escuchado.
Los carcomidos peldaños de la escalera rechinaban bajo
el peso de Clemente y el chico quedó en silencio.
—Ten cuidado, Eusebio.
Se asomó por el hueco de la escalera tan solo un
segundo y les miró asustado. Era tan solo un chiquillo
y, por su rostro, parecía bastante ido. Salió corriendo y
tanto Clemente como Eusebio trataron de alcanzarle.
Era ágil, sin duda más que ellos dos. Pero Eusebio era
más rápido. Saltó por la ventana hasta un tejadillo so-
bre la puerta con facilidad. El más joven le siguió y tuvo
que rodar al llegar al suelo para no romperse la crisma.
Cuando se incorporó ya le sacaba bastante distancia,
pero nada que no fuese insalvable.
Eusebio miró hacia arriba y vio a su orondo compa-
ñero asomado a la ventana.
—¿A qué esperas? ¡¡Corre tras él!!
Asintió con la cabeza y obedeció mientras él, tras
mirar el cuerpo desnudo, con las manos atadas con su
propia ropa interior, comprobó que seguía viva, tan solo
se había desmayado por el dolor del corte en el vientre y
143
tenía el rostro, el cabello y el pecho húmedo por sus pro-
pias lágrimas y las babas de su agresor. Clemente bajó
por las escaleras y salió fuera. No veía a nadie pero se
obligó a mover torpemente su enorme corpachón lo más
rápido posible por el camino por donde les vio alejarse.
Mientras tanto, el novato iba acortando distancias
tras el chiquillo que saltaba por encima de coches apar-
cados y arbustos para ponérselo lo más difícil posible.
Tres minutos, tan solo tres interminables minutos y el
muchacho supo que no podría escapar. Se estaba que-
dando sin aliento y notaba la mano del guardia a escasos
milímetros de su nuca. Se giró de improvisto, sorprendió
a Eusebio que no se enteró de que había ocurrido hasta
que vio el cuchillo saliendo de su estómago, empapado
con su propia sangre. Supo entonces que iba a morir,
que no había nada que pudiese hacer para evitarlo. Sin
embargo no sucumbiría hasta que Clemente apareciese
para detenerle, porque sabía que su compañero iba tras
ellos. O debería ir tras ellos si no quería que su muerte
no sirviese para nada. Tardó en llegar pero finalmente lo
hizo, le miró y se dejó caer soltando al crío que de rodi-
llas por fin se sintió libre.
—¡Suelta el cuchillo! —Le apuntó con su arma y le
tiró las esposas a los pies—. Suelta el cuchillo y póntelas.
¡Ahora!
No le hizo caso, había matado a un Guardia Civil, le
habían pillado in fraganti intentando violar a una mujer
y sabía lo que en el cuartelillo y en la cárcel harían con
él. No le hizo caso y, blandiendo su cuchillo se abalanzó
contra el gordo guardia que le cerraba el paso para tratar
de huir.
144
La Star de Clemente escupió, una a una, sus ocho
proyectiles que impactaron en el vientre y el pecho del
muchacho. Pese a todo no cayó de inmediato y llegó a
abrirle un buen tajo en la gruesa capa de grasa que cu-
bría sus vísceras.
—Está fuera de peligro. Clemente tendrá que pasar
un tiempo en el hospital pero finalmente podrá volver a
casa con una bonita cicatriz como recuerdo —Sevillano
mudó un par de segundos su complacido gesto—. Euse-
bio no ha tenido tanta suerte.
—Esto no ha terminado.
—¿Qué quieres decir? —La sonrisa de Sevillano se
borró del todo—. El asesino ha muerto. Esa mujer es cla-
vada a Greta, bastante más gorda que ella pero tiene el
pelo, los ojos y la boca prácticamente iguales a los de
Greta.
Sobre la mesa del despacho del Teniente estaba el
último periódico en el que le ponía verde un periodis-
ta sin escrúpulos. Finalmente no pudieron evitar que la
prensa se hiciese eco de lo ocurrido y le dedicasen pala-
bras como:
“Cuatro meses distan desde su primer asesinato y
ayer cometió el tercero, arrancándole cruelmente la vida
a Laura Yáñez. ¿Estamos seguros? ¿Cuándo volverá a ac-
tuar? ¿Están haciendo la Policía y la Guardia Civil bien
su trabajo? ¿Es un loco, un sádico, el Jack el destripador
del Siglo XX?
Está en mano del Teniente Sevillano de la Policía
Judicial de Gijón la investigación y aún no se han con-
seguido grandes avances para poder detenerle. ¿Está ca-
145
pacitado este modesto Teniente para una empresa como
esta? Más valdría que la Guardia Civil le apartase del
caso y se lo pasase a una unidad especializada de Ma-
drid si queremos que se haga justicia por las muertes de
Jeannette Gonçalves, Tania Moreno y Laura Yáñez.”
—No ha sido él —Aquilino intervino. Evaristo tiene
razón. Según los informes que he leído, los motivos del
asesino son algo más complicado que una simple viola-
ción. Lo de ese crío es tan solo una desafortunada coin-
cidencia.
—Pero, pero…
—Venga, Capitán, quiero hablar contigo. Vamos.
Losada encendió un nuevo cigarrillo y le siguió.
—¿Cómo estás? Supongo que tu preciosa mujer ya
ha dado a luz.
—Miriam nació el 30 de abril. Si la vieses, es precio-
sa, rubia y con los ojos claros como Lali —El Coronel
devolvió el saludo militar a un guardia que se cruzó con
ellos—. ¿Y tú?
—No me puedo quejar. —No pudo evitar sonreír al
escuchar el nombre que su amigo le había puesto a su
hija y se acordó de los preciosos ojos azules de esa her-
mosa mujer con la que había pasado la noche anterior—.
Podría estar mejor, pero no me quejo.
—Por tu aspecto, nadie lo diría.
—¿Tan mala pinta tengo?
—Estás demasiado delgado, aunque tienes una ba-
rriga cervecera considerable, los dientes amarillos y apa-
rentas tener diez años más que yo. —Abrió la puerta del
despacho de Evaristo y la sostuvo para que este entra-
146
se—. Y la manera en la que le has hablado al camarero…
Déspota, altivo… ¡Tú no eres así!
—Desde que Greta se marchó no estoy pasando por
una buena racha.
—Siéntate, venga. —Se colocó tras el escritorio de
su amigo y aceptó el cigarrillo que este le ofreció—. Me
parece que fumas demasiado.
—Creo que debería empezar contándote lo que ni
siquiera sabe Sevillano.
—Te lo agradecería. —Tras varios minutos escu-
chando sin decir nada y tomando notas por fin habló—.
¿Y crees que eso que “ves” son recuerdos? Porque si son
eso, significa que tú eres culpable.
—Pero no lo soy, ya te he dicho que el culpable es
Fernando.
—¡Déjate de tonterías! —se arrellanó en el buta-
cón—. Dame otro cigarrillo. Vamos a empezar a atar ca-
bos, algo de labor policial, luego iremos a la psicológica.
—Tú dirás.
—La noche de la cena, aquella en la que mataron a la
primera víctima, vamos a analizarla desde la perspectiva
de que tú fueses el verdadero culpable.
—Como quieras.
—¿Recuerdas que hiciste nada más abandonar el
pub?
—Tengo una laguna desde que terminamos de ce-
nar hasta que me desperté al día siguiente.
—Bueno, por suerte para ti yo si sé lo que pasó. En-
tre Jorge y yo te metimos en tu taxi y le dimos cinco mil
147
pesetas de propina si te ayudaba a llegar a casa de una
pieza.
—Pude pedirle que parase nada más llegar a Salinas,
ir a casa de Jeannette Gonçalves, manipular las grabacio-
nes y coger otro taxi o irme a casa caminando, a fin de
cuentas no quedaba tan lejos de mi casa.
—Entonces ese taxista me debe cinco mil pesetas.
Habrá que buscarle y preguntarle. Aunque yo lo descar-
to, estabas medio en coma, no creo que pudieses llegar
a caminar sin ayuda, mucho menos ponerte a matar a
nadie o manipular un sistema de seguridad. —Apagó
el cigarrillo y observó como su amigo se encendía uno
con la colilla del anterior—. Ahora pasemos a la segunda
víctima.
—Salí de casa de Jorge, acompañé a Miriam a coger
un taxi y busqué otro para mí. Después de eso no recuer-
do nada más hasta que desperté en mi casa.
—Y sin embargo tienes un recuerdo latente de ha-
berte cruzado con la segunda víctima y haberla seguido
hasta la chabola.
—Sí.
—¿Recuerdas si tenías barro o hierbas en el calzado?
Si la seguiste hasta allí, supongo que se te llenarían de
mierda. Y de sangre, sin embargo tras ninguno de los
asesinatos has despertado con sangre ni en la ropa, ni en
las manos, ni…
—No, nada.
—Y la tercera a unos pocos metros de donde es-
tuviste la tarde anterior. Todo apunta a ti, si no te han
148
investigado aún ha sido por corporativismo. Le caes de-
masiado bien a Sevillano.
—No entiendo porqué.
—Yo tampoco. —Cruzó los dedos sobre el vien-
tre—. Es probable que te hayan tendido una trampa.
Pero tampoco descartemos otras opciones, no seas tan
egocéntrico.
—Ha sido Fernando, ya te lo he dicho.
—Eso es imposible y lo sabes tan bien como yo.
¿Quién más puede querer hundirte?
—No lo sé.
—Pues piensa, alguien a quien hayas perjudicado.
Familiares, amigos, compañeros de trabajo…
—Eso es ridículo.
—¡Cállate y usa la cabeza! ¿Qué enemigos puedes
tener?
—La lista sería interminable. Asesinos, violadores,
pederastas…
—¿Has recibido amenazas de alguien? ¿Ha pasado
algo raro en tu vida antes de estas muertes?
—Al margen de que mi vida se está yendo a la mier-
da desde que Greta se llevó a mi hijo a Gotemburgo, no
ha pasado nada más.
—Tiene que haber algo, lo que sea. No obvies nada,
incluso los detalles más nimios pueden tener alguna im-
portancia.
—¡Pero es que no se me ocurre nada! —gritó—. ¡Jo-
der! Y si no ha sido Fernando, es que he tenido que ser
yo.
149
—Tú no eres capaz de algo así.
—Desde que Greta se marchó ya no soy el que era.
—De eso estoy seguro.
—Estoy de mal humor y últimamente fumo y bebo
más de la cuenta—. Le enseñó el cigarrillo a medio con-
sumir, lo estrelló contra el cenicero y se dejó caer sobre
la silla—. Llevaba años sin emborracharme y en los úl-
timos meses llevo tres borracheras de escándalo tras las
cuales ha habido tres mujeres asesinadas.
—Pues deja de beber.
—Tres putos clones de Greta —ignoró la puya—. Y
para colmo a cada una de ellas le arrancan un trozo de la
cara, como si quisiesen reconstruir el rostro de mi mu-
jer. Te lo repito, o ha sido Fernando o he sido yo.
—¿Por qué piensas en él?
—F.E.
Le contó lo de las letras en el espejo y que había
mandado a Sevillano volver a buscar en las dos primeras
escenas de los crímenes en busca de esas mismas siglas.
—Supongo que tras el lío de esta noche aún no ha
ido a mirar nada.
—Creo que por ahora estamos en un callejón sin sa-
lida. Vamos a repasar el perfil, a ver si sacamos algo en
claro de ahí. —Aquilino sacó los informes que había ela-
borado Evaristo y una hoja con anotaciones propias—.
Por la violencia usada está claro que ha sido un varón de
entre treinta y cuarenta años. Tiene una especial inquina
con las mujeres pero sin llegar a la misoginia.
150
—No mata mujeres al azar, son todas madres de
edades similares y rasgos físicos parecidos.
—No te ofendas, pero los rasgos de Greta son bas-
tantes comunes. Hay muchas mujeres en el mundo que
se parecen, así que quizá podamos descartar que sea por
ella. Aunque por ahora no lo hagamos, sigamos con esa
hipótesis. —Cogió una hoja manuscrita a prisa y co-
rriendo por el mismo aquella mañana—. El foco de su
ira tiene que reunir todas esas características. Puede ser
su pareja, su madre o alguna figura autoritaria como una
profesora o una institutriz.
—¿Pero qué le lleva a matar? ¿Cuál ha sido el deto-
nante?
—Ve en esa mujer a una persona que le ha hecho
daño, daño emocional, diría yo. No le tiene miedo, no
proyecta en ella ningún miedo, es simple odio. —Aqui-
lino se levantó para abrir la ventana, Evaristo acababa
de encenderse otro cigarro y el ambiente estaba dema-
siado cargado—. Nuestro hombre tiene la capacidad de
separar emocionalmente su vinculación con la víctima
de sus actuaciones, es un psicópata. Lo cual me lleva de-
finitivamente a sacarte a ti de esta ecuación.
—¿Y por qué se lleva partes de su rostro? ¿Pudiese
ser que quiera reconstruir el rostro de esa mujer a la que
tanto odia?
—No creo. Deja demasiado tiempo entre una muer-
te y otra. Para cuando tiene una nueva parte del rostro,
el anterior ya se ha debido pudrir.
—Quizá los congela. —Evaristo hizo una nota men-
tal, en cuanto llegase a casa tenía que mirar el congela-
151
dor de su casa en busca de trozos de cara de las vícti-
mas—. ¿No crees?
—No, no lo creo. Si quisiese reconstruir el rostro se
llevaría más trozos de cada vez. Se lleva solo uno por-
que vuelca en cada una de ellas un rasgo o un hecho en
concreto. Los ojos pueden ser de alguna vez en que esa
mujer le miró mal, con odio, con lástima…
—O que los hubiese usado para mirar a otro o co-
quetear con otro, o…
—¿Qué más tenemos?
—Nada más. El resto son características en común
con cualquier otro asesino en serie.
—¿Y todo esto te recuerda a alguien?
—A mí y a Fernando.
—¿A nadie más?
—No. ¿Acaso tú piensas en otra persona?
—Si y no. En base al perfil no pudo asegurarlo, no le
conozco tanto como tú y en un principio no pensaría en
él, pero las otras coincidencias…
—¿Qué coincidencias? ¿De quién cojones hablas?
—No te enfades conmigo, tan solo hago mi trabajo
y saco mis conclusiones. Si él no es nuestro hombre ni
siquiera se enterará de lo que está pasando. —Aquilino
encendió dos cigarrillos, se puso uno en los labios y le
entregó otro a su amigo que acababa de apagar el ante-
rior—. He mandado poner vigilancia a Jorge.
—¿Jorge? ¡Él no se parece en nada a la persona que
buscamos! ¿¡Te has vuelto loco!?
152
—Esa es la principal baza de los psicópatas, son ca-
paces de mimetizarse con la sociedad y de no mostrar su
verdadera cara al público, ni tener conductas extrañas.
—¿Pero por qué él?
—Piensa un poco, no te dejes llevar por tus senti-
mientos o lo que crees saber de él. Antes del asesinato de
la primera víctima estuvimos de cena con él.
—¿Insinúas que me siguió?
—Después de meterte en aquel taxi él también se
marchó. Pero sea él o no, si te están intentando tender
una trampa, la persona en cuestión te persigue. Antes de
que apareciese la segunda víctima estuviste en su casa,
una víctima que apareció casi al lado de su casa. Y la
mañana del tercer asesinato se plantó, casualmente, en
tu casa para confesarte que hace años le había sido infiel
a Liliana con tu mujer. Si esto de verdad va contigo, si es
él el hombre, me temo que si intenta que haya un cuarto
asesinato, Jorge aparecerá en escena cerca de ti justo an-
tes y podremos detenerle.
—¡Estás loco! —Evaristo se levantó de golpe, cogió
su paquete de tabaco y dejó al Coronel solo en su des-
pacho—. Es mi mejor amigo, él nunca me haría algo así.
—¿A dónde vas, Losada?
—Tengo que irme, mi Comandante. He de tranqui-
lizarme y pensar un poco. —Tiró el cigarro al suelo y
lo pisó mirando a su jefe con cara de pocos amigos—.
Además, ya tienen a otro especialista que hará mi traba-
jo mejor que yo. ¡Me doy por relevado de mis funciones
y me voy a casa!
153
—¡Capitán! —le gritó—. Está usted hablando con
un superior. Cuide sus modales a la hora de dirigirse a
mí. Por muy amigo que sea usted del coro…
—No me toque los cojones. Eso sabe hacerlo usted
muy bien.
—Márchese a casa y tranquilícese —suspiró tratan-
do de calmar los ánimos antes de su siguiente amena-
za—. Pero antes permítame hacerle una advertencia —le
puso el dedo índice frente a los ojos y dio un paso hacia
el frente—. No se inmiscuya en la investigación, no ha-
ble con Jorge Manuel de nada de esto o le juro que le
meto tal paquete que hasta sus nietos van a estar arres-
tados de por vida.
—No se preocupe, mi Comandante —puso especial
énfasis a la hora de decir el cargo de su superior, como si
se tratase de una palabra malsonante—. Mis labios están
sellados. nada a Jorge
154
que ese impulso no venciese la partida, era tranquilizar-
se.
El cielo ya no era gris, era negro como su ánimo.
Las palabras de Aquilino fagocitaron todo brillo y toda
luminosidad existente. El Coronel y sus sospechas con-
virtieron aquellas 12:15 horas del 5 de junio en las 00:15
horas del peor invierno de su vida, una noche vestida
con una mortaja putrefacta. Una noche en el día en la
que solamente la luz de una nueva estrella podría traer
a su casa la llamó a
algo de calor, Miriam. la de ella
Miriam y sus ojos azules, con su piel blanca y sus
labios rojos enmarcados bajo ese áureo cabello que bri-
llaba con más fuerza y fulgor que el mismísimo sol. Esa
mujer que le esperaba con su hijo a la puerta del restau-
rante en el que habían quedado.
Antes de ir allí, nada más llegar a su casa la llamó a
casa. No estaba allí y consiguió localizarla en el hospi-
tal. Se citó con ella para comer y pasar la tarde juntos y,
nada más colgar, comprobó lo que ya se imaginaba. En
su congelador no había trozos de carne de ninguna de
las tres víctimas. Después se acercó a la zapatera y revi-
só su calzado. No recordaba con exactitud que llevaba
puesto aquellos días pero tampoco le serviría de mucho
hacerlo. Lo único que encontró fue un poco de barro
reseco, con una colilla de un porro pegada por culpa de
esto en la suela de unas deportivas azules que tenían en
la punta una pequeña mancha que podía ser de sangre.
Un dato inútil, las tres cosas podían haberse quedado
allí pegadas tras haber asesinado a la segunda víctima o
tras visitar la escena del crimen con Sevillano. Quizá ni
siquiera era sangre, juraría que había caminado con el
155
suficiente cuidado de no haber pisado ninguno de los
charcos de sangre pero en los alrededores de la chabola
estaba tan húmedo y había tanta mierda que la sucie-
dad podría venir de cualquier otra cosa. Lo mejor sería
mandarlo al laboratorio para que le dijesen si era o no
era sangre, así que las metió en una bolsa para pruebas
que tenía en el maletín que guardaba en el maletero de
su DS.
Una ducha rápida, una limpieza bucal exagerada
para tratar de limpiar lo más posible las manchas de café
y nicotina, se puso unos pantalones y una camisa lo me-
jor planchados que sabía, que no era muy bien, dicho sea
de paso, y ya estaba listo para ir a ver a Miriam.
—Nunca he comido aquí.
—¿De verdad? —Evaristo abrió la puerta para que
entrasen y les siguió—. Aunque no era el estilo de res-
taurantes que a ella le gustaban, yo solía venir bastante
con… —Un camarero de poblada barba y manchas de
sudor en las axilas les señaló una mesa—. Ya sé que la
pinta es un tanto cutre, sin embargo la comida hace que
el sitio merezca la pena.
La compañía de Miriam era balsámica y Ángel era
un chiquillo encantador, muy movido y listo, tenía unas
ocurrencias muy simpáticas y padecía de una verborrea
infatigable. Estar con ellos dos y la excelente comida de
aquel sitio hizo que los suelos llenos de serrín, la sala
únicamente iluminada por cuatro bombillas que langui-
decían en sus tulipas de tela marón y el viejo televisor y
el desaliñado aspecto de los camareros y los cocineros
pasasen prácticamente inadvertidos.
156
—Eres un tunante, casi llamo a la benemérita para
que te obligasen a venir a verme. —Una lozana muje-
rona de gigantes pechos, vestida con prendas negras de
mediados del siglo pasado, se acercó a su mesa secándo-
se las manos en su ajado mandil que había perdido todo
color pasado—. Ya era hora de que… —La señora miró a
Miriam y a Ángel y, sonriéndoles, devolvió a su sitio un
mechón de pelo que se había escapado de una horqui-
lla—. ¿Y estas dos preciosidades, quienes son?
—Tía Maruja, te presento a Miriam. —Ángel mira-
ba a la oronda mujerona con los ojos muy abiertos. Y
este es su hijo, Ángel.
—Hola, guapo. ¿Ya has pedido algo de postre? —El
crío, por imposible que pudiese parecer, había enmude-
cido y tan solo meneó la cabeza—. ¿No? Pues ven con-
migo a la cocina y elige lo que quieras.
Ángel miró a su madre en busca de su permiso.
—Si, venga —miró a su hijo que cogía con su peque-
ña mano la de la tía Maruja.
—Ya verás, tenemos muchas tartas de todos los sa-
bores, de chocolate, de fresa… Tenemos también nati-
llas y arroz con leche. ¿Cuál es tu postre favorito?
—¿Tía Maruja? —preguntó Miriam mirando a Eva-
risto.
—Le gusta que la llame así pero no es mi tía de ver-
dad. Es la viuda de un pariente muy lejano de mi ma-
dre. —Losada bebió de su copa de vino y se encendió un
cigarrillo—. Yo ni siquiera supe de su existencia hasta
hace unos diez años.
157
Al cabo de dos minutos, Ángel volvió con un plato
de arroz con leche que le duplicaba en tamaño, segui-
do de cerca por tía Maruja que traía otros dos. Una vez eliminar
dada cuenta de los postres, la tía Maruja se llevó al crío a palabra
158
maquillaje—. Espero que se despierte pronto para poder
pedirle perdón.
Miriam vestía de manera impecable, como una di-
rectiva de una importante empresa que supiese que su
imagen es su carta de presentación. Era una mujer que
cuidaba de su cabello, de impecable manicura, algo que
se notaba en cuanto posabas tu mirada en ella. Ni siquie-
ra las bolsas de sus ojos, oscurecidas por la preocupa-
ción por su padre, ocultas bajo una fina capa de maqui-
llaje mermaban su belleza. Su imagen, perfecta, chocaba
con la del restaurante, una imagen que nunca le hubiese
llevado a imaginarse que tenía aquel pasado alocado que
ella misma le confesó haber tenido.
Miriam había sido una chica rebelde, que rara vez
obedecía a su padre o aceptaba sus consejos. Había sido
una de esas que vivían de esperar a que llegase el fin se-
mana para ir a bailar con una copa de ron con coca cola
y que creía que las normas estaban hechas para romper-
se. Evaristo intuyó entonces que parte de esa muchacha
seguía allí, latente y, cuando le dijo que haber conocido
a su difunto marido fue lo que la hizo cambiar, le creyó.
Evaristo adivinó que aquel pasado alocado en el que lle-
gó a odiar a su padre, en el que se enfrentó a él en innu-
merables ocasiones, era lo que le hacía estar tan pesarosa
con el ingreso de Florentino Seoane. Había perdido ya
a un hombre importante en su vida, no podía perder a
otro sin tener la oportunidad de pedirle perdón y decirle
que le quería.
Cuando yo estaba en el hospicio empecé a escribir
una novela demasiado enrevesada para mi corta edad.
Le puse por título “El tahúr del tiempo” y en ella habla-
159
ba, o al menos lo intentaba, sobre distintas líneas tem-
porales, paralelas unas con otras en las que convivían
varias realidades con pequeñas diferencias. En la cabeza
de Evaristo se dibujó una de esas líneas, una en la que
Miriam era su esposa y Ángel su hijo. Una en la que ella
no lloró nunca por ese hombre al que nunca había cono-
cido y en la que no había rencillas pasadas y heridas por
cerrar entre Miriam y su padre. Si, cierto era también
que en esa línea él tampoco hubiese conocido nunca a
Greta y por tanto Carlos no existiría y nunca habría te-
nido que enterrar a su hijo Marcos. No, Carlos no habría
existido pero lo cierto era que, o hacía algo para estar
con él pronto, o cuando su hijo fuese mayor no sabría de
la existencia de su padre, no se acordaría de él. Se sentía
mal, a pesar de todo era su hijo o, al menos, mientras
no demostrara que era hijo de alguno de los amantes de
Greta así lo creía, era por tanto contranatural desear una
vida sin él.
Se había enamorado de Miriam, solamente eso po-
día explicar aquellos extraños deseos y esa necesidad de
secar sus lágrimas y alejarla de todo mal. Al principio
pensó que lo que sintió por ella era atracción animal,
un deseo nacido de su belleza y su maravilloso cuerpo.
Sin embargo no era así y no se había dado cuenta de ello
porque aquello era la primera vez que le pasaba, nunca
antes se había enamorado de nadie. Tanto Greta como
el resto de mujeres con las que había yacido habían sido
solamente deseos lujuriosos. Y claro, haberse imaginado
a Miriam desnuda desde el primer instante que la vio le
hizo creer que lo que sintió por ella era más de lo mis-
mo. Sin embargo no era así, por supuesto que la deseaba,
160
que la quería desnuda de nuevo en su cama, pero había
también algo más, algo más profundo y más intenso que
no había conocido hasta entonces. En aquella mesa, en
aquel momento, no se le imaginaba sin ropa. En aquella
mesa, en aquel momento, deseaba que fuese ella su es-
posa y no Greta, se había caído en la profundidad de sus
ojos y hacerle el amor había pasado a un segundo plano
en sus deseos. El principal en ese instante era hacerla
feliz, borrar de sus ojos esa triste sombra por el recuerdo
del Cabo Fuentes y por su padre debatiéndose entre la
vida y la muerte.
Pasó el resto del día con ellos. Merendaron juntos
e insistió en invitarles también a cenar pero Miriam te-
nía que irse. Ángel pasaría la noche con su abuela Lidia
mientras ella iba a hacer compañía a su padre en la habi-
tación 307 del hospital.
Ya de noche, frente a un plato de fritangas grasien-
tas, cerró los ojos y sufrió una erección al rememorar
como desnudos la noche anterior bajo sus sábanas, su
mirada pasó por su cuello, blanco y terso, como sintió su
sangre circulando ardiente por las venas de Miriam bajo
la presión de sus labios y como eso despertó en él una
sed propia del mismísimo Drácula que no había agua,
cerveza o refresco capaz de calmar. Recordó como tras
esto se abalanzó sobre ella y la besó, larga y profunda-
mente, antes de separarse y ver como Miriam dibujaba
en el aire su nombre con la voz entrecortada al sentir
como Evaristo se metía dentro de ella.
161
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 12
165
cambiar la coma
por un punto
Si, ya sé que para ti yo soy un asesino y te chirriarán
mis palabras. Sin embargo estás confundido, Lo que yo
hago es ser ese médico que reanima al mundo de un in-
farto, que despierta al hombre del coma de su esclavitud.
Bueno, me estoy yendo por los cerros de Úbeda.
Evaristo odiaba los hospitales y, pese a ello, estaba
en uno para apoyar a la mujer a la que amaba.
Losada subió en el ascensor hasta la planta 3. Subían
con él también un enfermero y un anciano que dormía
sobre una camilla y que se le antojó que debía de ron-
dar los 110 años. El viejo era diminuto, todo piel sobre
unos delgadísimos huesos, blanco como la leche, com-
pletamente calvo y con un bigote fino y casi trasparente.
Los pocos segundos que estuvo en aquel ascensor se le
hicieron eternos, como si entre planta y planta tarda-
se una hora. Para colmo la dificultosa y congestionada
respiración del viejo le puso de los nervios. Los ojos de
Evaristo se toparon un segundo con los del anciano que
acababa de despertarse y no vio como estiraba la mano
para tocar la suya.
El tacto le debió de resultarle repulsivo, a mí me lo
hubiese parecido. Losada le sonrió tratando de ser ama-
ble y no apartó la mano cuando le rozó con sus largos y
finos dedos, helados. La piel era blanca y estaba plagada
de manchas, tenía aspecto viscoso, casi gelatinoso. Tras
un tiempo infinito, la puerta se abrió y pudo salir del
ascensor.
—Adiós.
166
El enfermero no pareció escucharle, estaba emboba-
do mirando una revista de mujeres en topless y el viejo
se había vuelto a quedar dormido.
Picó en la puerta 307, Miriam dijo “adelante” y Eva-
risto la abrió. Le recibió con su preciosa mirada azul cu-
bierta por una película acuosa. Había llorado. Paloma
también estaba allí, sentada en una silla mirando a su
marido, acariciándole con dulzura la mano y contándo-
les que Ángel había tenido muy buenas notas. Miguel
no podía contestarle, ni siquiera era capaz de escucharle.
Estaba sujeto a la vida tan solo por el grueso tubo que
tenía en la boca que le llenaba y le vaciaba los pulmones
al ritmo que marcaba el respirador.
Miriam sorteó las máquinas y se puso junto a su ca-
beza para besarle la frente. Al contacto con sus labios se
agitó, abrió los ojos y Evaristo hubiese jurado que bus-
caba a su hija.
Pero aquello no podía ser, la tarde anterior les ha-
bían dado un mazazo los médicos con esa noticia de que
su actividad cerebral era nula. No respondía a estímulos,
no había esperanzas ya.
Paloma hacía girar la alianza de su marido en el
dedo anular de Miguel.
—Venga, salgamos. —Su madre se levantó, cogió a
Miriam de la mano y tiró de ella—. Es la hora.
Ni siquiera podía hablar, tragó en seco y no se mo-
vió.
—No quiero que te quedes. No quiero que la última
imagen que tengas de tu padre sea esa —volvió a tirar de
su hija pero esta no se movió.
167
—Necesita decirle adiós. —Evaristo separó las ma-
nos de las dos con toda la delicadeza que pudo—. No
pudo despedirse de Ángel Miguel y necesita estar con su
padre tanto como el respirar.
—Está bien.
—No te preocupes. —Un par de enfermeros entra-
ron y se pusieron a cada lado de la cama—. Si quiere
quedarse hasta el final, yo me quedaré con ella.
—Muchas gracias —miró por última vez al que fue
su marido y salió por la puerta—. Te quiero.
Los dos sanitarios toquetearon los aparatos, el res-
pirador detuvo sus movimientos y extrajeron el tubo de
su tráquea.
Abrazó a Miriam mientras veían como poco a poco
se iba yendo. Fue doloroso también para él, se imaginó a
ese padre que nunca conoció apagándose también, tan-
tos años atrás. Fue doloroso también para él, sintió el
estremecimiento de Miriam, como luchaba por respirar
y era incapaz de hacerlo. Su padre abría la boca tratan-
do de tragar el oxigeno que necesitaba para vivir y ella,
inconscientemente, hacía lo mismo. Miguel se moría sin
que ella pudiese hacer nada por evitarlo. Tenía que acep-
tarlo como tuvo que aceptar también la muerte de Ángel
Miguel, si no quería morir ella también.
—Adiós, papá —pensó Miriam— ¡Adiós!
En esta ocasión no sería una muerte violenta como
la de su esposo. En esta ocasión…
Dejó de temblar, sus músculos se destensaron y lle-
nó sus pulmones justo en el mismo instante en que el
corazón de Miguel dejó de latir definitivamente.
168
Finalmente Miguel Seoane había fallecido sin que
su hija le hubiese pedido perdón por sus discusiones pa-
sadas y todas aquellas veces que no había sabido ser una
buena hija. Finalmente Miguel Seoane había fallecido
sin que su hija le hubiese dicho que le quería.
Evaristo la acompañó a casa de Paloma y ayudó a
las dos mujeres a prepararlo todo para cuando llegase el
ataúd con el cuerpo de Miguel a la casa.
quitar espacio Apartaron la mesa del salón y reubicaron el resto de
muebles en silencio. De vez en cuando Paloma o Mi-
riam sus piraban profundamente y se escabullían para
poder llorar sin contagiarle el llanto a la otra. No hubo
palabras, todas ellas se habían quedado atascadas en el
pecho de las dos.
Fue Paloma la que rompió el silencio al hacer las
presentaciones y lo hizo como si le hubiesen arrancado
un trozo del alma. Julio y Dolores, los hermanos de Mi-
riam, llegaron un par de horas después. Julio era el ma-
yor, trabajaba en Madrid como profesor y Dolores era
la hermana melliza de Miriam. Físicamente no se pare-
cían mucho pero, de carácter, habían sido prácticamente
iguales. Ambas habían sido un par de ovejas descarria-
das. Miriam había logrado sentar la cabeza tras conocer
al Cabo Fuentes pero Dolores no. Dolores se dedicaba
a cuidar de la hija que tenía con un excéntrico músi-
co. Dolores seguía siendo la misma cabeza loca que se
marchó de casa dando un portazo, jurando a su padre
que nunca volvería a verla y yendo tras los pasos de ese
novio al que Miguel había prohibido la entrada en su
hogar. Una prohibición que respetó, pues Jeremy no via-
jó con su mujer. En ese instante el músico brindaba por
169
la muerte de su suegro antes de saltar al escenario con su
grupo en Alicante.
Una vez listo, Evaristo salió y se marchó al bar de
Paco a por seis bocadillos. El reloj estaba a punto de dar
las tres de la tarde y, no solo fue que no hubiesen comi-
do, sino que quiso darles algo de intimidad a esa familia.
Pronto llegaría el cuerpo de Miguel y, tras él, la comitiva
de pésames y plañideras que les impediría disfrutar de
esos minutos de intimidad tan necesarios para ellos.
Si había algo que incomodase a Evaristo más que los
hospitales, eran los velatorios. Pero si Miriam le necesi-
taba a su lado, allí estaba su sitio.
Cuando volvió con la comida, el ataúd ya estaba allí.
Miriam, sus hermanos y Paloma lo rodeaban y no pa-
recieron darse cuenta de su vuelta. Fue María, la mujer
de Julio, quien abrió la puerta y corrió a sentarse en una
silla del salón en un discreto segundo plano. Él la imitó
y ocupó un asiento frente a Miriam que en ese instan-
te acariciaba con ternura el rostro de su padre mientras
con la otra mano sujetaba la de Dolores.
Hizo lo que mejor sabía, su magia como decía Sevi-
llano. Leyó en los gestos de Miriam que aquel instante
estaba siendo atroz por la culpa que le carcomía. Sin em-
bargo logró sonreír, algo que sorprendió a Losada. Soltó
la mano de su hermana, se acercó a Paloma y la rodeó
con el brazo.
—Mira, mamá. —Era la primera vez que escuchaba
su voz ese día. Una voz que era tan solo un susurro—.
Parece más joven y sonríe.
170
de Paloma
171
—Mi padre conocía a mucha gente y era muy queri-
do por todos. Mi familia es grande, si, pero la mayoría de
ellos son amigos, compañeros de trabajo y ex alumnos.
—¿Era profesor?
—Sí. —Tosió y apagó el pitillo—. Dio clase en el
hospicio de Oviedo el último año y después le contrata-
ron en el Colegio San Fernando de Avilés.
—Yo viví en el hospicio. No recuerdo a tu padre.
—Empezó como profesor sustituto y por aquel en-
tonces estaba muy delgado, tenía mucho pelo y barba.
Una anciana encorvada, con una mano de madera
con la que se apoyaba en un bastón tan viejo como ella,
se acercó a ellos.
—Gracias por venir, Sor Virtudes.
El humo se le atragantó a Evaristo y tosió. La vieja
monja se marchó a seguir dando el pésame a la familia y
les dejó a solas.
—¿Sor Virtu… —Tenía la garganta como si un gato
se la hubiese arañado por dentro—. ¿Sor Virtudes?
—¿La conoces?
172
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 13
175
que ese crío despertaba en mis sentimientos enfrenta-
dos. No era un expósito pero sus padres no le habían ido
a ver ni una sola vez, era como si no existiesen. Pero por
otro lado no entendía que llorase por esos padres que no
le amaban, que le habían abandonado. Lo normal sería
que les odiase y se riera imaginándose a su madre con el
vientre abierto de par en par y con las tripas colgando.
Antes de marcharnos, Onofre se acercó a Evaristo
a enseñarle los tesoros que había encontrado. Abrió su
diminuta mano y sus ojos brillaron alegres al enseñarle
dos monedas de 10 céntimos, la vaina de un cartucho
de 9mm. y una bala del mismo calibre sin disparar. Des-
pués se acercó a mí y me los enseñó también.
En la ladera de ese monte hay una pequeña expla-
nada donde, de vez en cuando, acudían los soldados del
Régimen de Infantería Milán nº 3 a realizar prácticas de
tiro. Los Sábados solíamos ir allí para que los más pe-
queños se enfundasen ese disfraz imaginario de pirata y
fuesen a la caza del tesoro cual Edward Teach de cinco
años o Francis Drake de seis. Yo ya era mayor para esos
juegos y mi misión era la de ayudar al profesor Aurelio y
a esa odiosa monja del demonio.
Esa puta monja y don Aurelio eran completamente falta tilde
distintos. en porqué
Ella era una arpía que se había metido a monja al
ser repudiada por un esposo al que no pudo dar un hijo.
Decía que nos trataba como a hijos, que nosotros éra-
mos esos hijos que Dios quiso concederle. Viendo su
manera de ser, era fácil adivinar porque Dios le secó el
vientre. No sé si ese acto por parte de Dios fue un acto
de bondad o de odio hacia los Expósitos del Hospicio.
176
Don Aurelio era todo lo contrario. Creía que si con
sus acciones podía contribuir lo más mínimo a que no-
sotros, fuésemos felices, estaba cumpliendo su misión
en la vida.
—¡Tire esa basura! —Había cometido el error de ir
a mostrarle a Sor Virtudes sus tesoros—. Y no llore. No
ponga esa cara o le daré yo motivos de verdad.
Todos quedaron en silencio. Supusieron que en
cualquier momento la mano de la monja volaría hasta
estrellarse contra la tierna mejilla de Pedro como hacía
años lo había hecho contra la mía. ¿Cuántas veces me
había pegado a mí años atrás? ¿Cuántas veces me había
hecho temblar con sus iracundos bramidos? ¿Cuántas
veces, como aquella, don Aurelio no había intercedido
por mí por no llevarle la contraria a Sor Virtudes?
En aquella ocasión se repetía la misma escena, solo
que no era yo quien sufriría las consecuencias y por
quien el joven cura se tragaría aquello que pensaba de
ella.
—¿Por qué no le dice nada? —pregunté a don Au-
relio.
—Para evitar peores consecuencias para Onofre.
—¡Rectitud, educación y buenas maneras! —le gri-
taba la monja del demonio al niño—. Así se forjan los
hombres—. No lo soportó más y Onofre rompió a llo-
rar—. ¡No llore! —El resto de chiquillos palidecieron y
no pudieron evitar hacer lo mismo—. Los hombres no
lloran. Eso lo dejamos para las mujeres y los desviados.
¿Es usted un desviado? —Onofre no podía hablar. Los
177
hipidos que tenía le impedían articular palabra y segura-
mente no sabría qué era eso—. ¡¡Contésteme!!
Y la mano de Sor Virtudes voló para estrellarse con-
tra la cara de Onofre. Llegué justo a tiempo hasta ellos y
aparté al crío, haciendo así que errase el tiro.
—¿¡Que hace, Fernando!? —Su aliento hedía a vino
rancio, como siempre.
—No es más que un niño.
—Es una pequeña rata, como usted. —Se giró bus-
cando el respaldo de don Aurelio pero tan solo halló si-
lencio—. ¡Nos vamos! Se acabó la excursión. —Me dedi-
có una mirada fría y dura—. ¡Poneos en fila! —gritó—.
Por parejas.
—Gracias, Fernando —me dijo el pequeño.
—Venga, Onofre. Ya has escuchado a esa bruja —le
contesté—. En fila de a dos.
Recogí los tesoros del niño del suelo. Los gritos hi-
cieron que se le cayesen y ni siquiera se acordó de ellos.
Una vez de vuelta en el Hospicio se los devolví y después
de cenar me marché a dormir con la certeza de que al
día siguiente me tocaría volver al despacho del director
a darle mi versión.
Tuve un sueño aterrador, las paredes del hospicio
se fueron llenando de herrumbre y unas enormes gotas
negruzcas y gelatinosas surgieron de las grietas que se
formaron y comenzaron a derramarse. Aquello se había
convertido en la entrada al infierno y todos los niños,
profesores y religiosas se habían convertido en pútridos
cadáveres con el don de caminar. La piel se les caía a tro-
zos, llena de blancos y enormes gusanos. Como pastor
178
de ese rebaño que avanzaba en fila de a dos y a la cabe-
za, iba un espectro negro y semitransparente hecho de
humo, con uñas como cuchillas, el rostro oculto bajo un
velo raído y la voz de Sor Virtudes.
Quise escapar, pero no pude. Las sábanas me ata-
ron de pies y manos a mi cama, como crucificado sobre
el colchón, inmovilizado e incapaz de hacer nada para
evitar que esas cosas me devorasen en vida. Otra sábana
se enrolló alrededor de mi cuello y el espectro estaba a
mi lado.
Con sus afiladas garras abrió mi vientre y me sacó
las vísceras ensangrentadas.
—Tomad y comed, hijos míos. —Arrancó mis vís-
ceras y se las arrojó a su cohorte de muertos en vida—.
No me mire con esos ojos. —Clavó sus uñas en ellos y
me los arrancó—. ¡No llore! Solo los desviados lloran.
¿Acaso es usted un desviado?
Aquella noche descubrí que el fantasma existía de
verdad y acababa de verlo en mis sueños con su verda-
dero rostro. Ese rostro que ocultaba durante el día bajo
esa máscara cruel de humanidad.
179
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 14
183
hubiese dicho que fumaba demasiado, que se lo había
dicho, si no porque estaba relajado y a gusto. Y, por qué
negarlo, porque si mantenía sus labios ocupados con un
pitillo, no los podría mantener ocupados con los de ella.
Nada más tomar tierra se subieron a un taxi en
Landvetter e hicieron los veinte kilómetros con Losada
haciendo de guía turístico. Le contó anécdotas del tiem-
po que vivió allí y se rieron de su ex suegro un buen rato.
—Ya lo verás, es un pedante. Yo creo que lo primero
que hace nada más levantarse es buscar la palabra más
rimbombante del diccionario y la mete en la conversa-
ción a calzador.
—¿En plan, procrastinar o resilencia?
—Veo que vislumbras el bosquejo de mi declama-
ción.
Una vez en Gotemburgo pasaron junto al Gamla
Ullevi donde los hinchas del IFK Göteborg hacían cola
junto a los del Haka. Giraron a la derecha por la calle
Skanegatan y siguieron hasta el distrito de Haga. Los pa-
dres de Greta vivían en una preciosa y gigantesca man-
sión de madera de estilo tradicional. No muy lejos de
allí, a poco más de un kilómetro, estaba su hotel.
El cielo estaba plagado de nubes. El sol permane-
cía oculto tras ellas pero aun así era un día luminoso.
Pese a todo tuvieron suerte, lo normal en aquella época
hubiese sido que lloviese a cántaros. El viento del oeste
soplaba suave y traía consigo el sonido del estrecho de
Kattegaten el Mar del Norte.
—Vamos a comer y después iremos a por Carlos.
184
—¿Ya saben que vas conmigo? No creo que a tu mu-
jer le haga mucha gracia que esté yo aquí.
—No saben ni que yo estoy en Gotemburgo. Si les
hubiese avisado se habrían marchado o no nos abrirían
la puerta.
Se acercaron a la terraza de un local cercano a un
edificio con un peculiar diseño. Parecía una iglesia gó-
tica, con tejados triangulares que llegaban casi hasta el
suelo. Miriam se sorprendió al descubrir que el Feske-
kôrka, como Evaristo lo había llamado, era la “iglesia del
pescado”. Un mercado de pescado hacho de ladrillo, sitio
obligado de visitar por los turistas. hecho
185
—¡Quema! —Miriam dejó casi intacta la copa—.
¡Madre de Dios!
—¿Estás llorando? —se rió él—. Venga, vamos.
—¿Qué es esto?
—Grappa, algo así como el orujo.
—¡¡Dios Santo!!
La suerte no estaría de su parte. La hermana gemela
de Miriam había reconocido el apellido Sánchez cuando
se lo escuchó decir. Era un importante empresario, un
muy buen cliente y amigo íntimo del dueño del restau-
rante. Cuando se lo dijo al metre, aquel hombre achapa-
rrado y de frondoso bigote a lo mariachi, se asomó y le
reconoció al instante pese a los años que habían pasado.
Para cuando picaron a la puerta de aquella mansión, don
Nicolás Sánchez ya les estaba esperando y había manda-
do a Ludvig a decirles que no serían recibidos.
—Es mi hijo —se enfrentó al mastodonte—. ¡Apár-
tate!
—¡Ingen!
—No quiero repetírtelo. —Era un suicidio enfren-
tarse al guardaespaldas de los Sánchez—. Quítate de en
medio.
—¡Va sense!
—Ludvig, déjeme a mí —El ínclito don Nicolás se
colocó frente a Evaristo—. No debería estar usted aquí.
—Era un cincuentón barrigudo, con la calva mal escon-
dida por los cabellos grotescamente largos—. Ya debería
haber advertido usted que no es adecuada su presencia
en mi hogar.
186
—Mi hijo está ahí dentro, tengo derecho a verle.
—Ese es un privilegio que perdió hace tiempo. Hace
medio año que dejó de comportarse como tal.
—Nunca he dejado de ser su padre.
—Difiero. —Incluso un niño de diez años podría
darle la paliza de su vida, sin embargo el grosor de su
cartera le dotaba de protección cual coraza de caballero
andante—. Uno no se convierte en padre por el mero
hecho de concebir una criatura.
—¡Quiero ver a Carlos!
—Eso es del todo imposible. Márchese a España o…
—¿O qué? —Su autocontrol se estaba agotando. Ni
siquiera que Miriam le apretase el brazo servía para que
se calmase—. ¿Me está amenazando?
Un coche de policía había aparcado frente a la casa.
—No quiero volver a verle por aquí.
—Esto no…
—Vamos, Evaristo. —Miriam tiró un poco de él—.
Así no vamos a arreglar nada.
—Pojke.
—Rör inte. —Uno de los policías le puso la mano
sobre el hombro—. ¡Rör inte!
—Pojke, ut. —El policía tiró de él.
—¡No tiene por que tocarme! —Con un gesto brus-
co se apartó de él—. Yo no he hecho nada.
—Fuera de mi casa, Evaristo. Olvídese de mi nieto.
—Es mi hijo.
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—Venga, vámonos. —Miriam se colocó entre los
dos policías y Evaristo y tiró de su mano—. Iremos a
poner una denuncia.
—Sería inútil. —Se dejó llevar y se metieron en el
primer taxi que pasó por allí—. Este hijo de puta es de-
masiado rico y demasiado importante. —Se sentó tras
tirar todos los regalos que le había llevado a Carlos al
suelo del coche—. ¡Joder! —Se rompió y empezó a llorar
como un niño pequeño—. No me van a dejar volver a
verle. Yo… —Miriam le abrazó mientras el taxi se aleja-
ba de Haga—. Necesito una copa.
—No creo que una copa te ayude.
—Está bien, vamos al hotel.
Cuando el reloj dio la una de la madrugada ella ya
dormía plácidamente. Sin embargo Evaristo estaba can-
sado de dar vueltas sobre sí mismo y acabó levantándose
de la cama. Se vistió sin hacer ruido y salió de la habita-
ción con rumbo al bar del hotel. Un bar enorme y lujoso
que a esas horas estaría completamente vacío.
—¡Mierda!
Tan vacío que ni siquiera había camareros.
Se giró para salir fuera en busca de algún local
abierto donde tomarse una copa. Escuchó un ruido tras
la barra y miró de nuevo hacia allí. De un cuarto salió un
hombre con el uniforme de camarero entreabierto y con
una caja en las manos.
—Disculpe, señor. —Se abrochó lo botones de la ca-
misa y dejó la caja de botellas de vino sobre la barra—.
Está cerrado.
—¿Eres español?
188
—No, señor. —Limpió la superficie de madera con
un trapo y señaló el banco para invitarle a sentarse—.
Mi madre era de Jaén, de un pueblo llamado Úbeda. ¿Lo
conoce?
—Un poco.
—Hace años que no voy allí de vacaciones. No he
vuelto a España desde que ella murió.
—Lo siento…
—Oliver. —Señaló una chapa con el nombre del ho-
tel, Overlook y el suyo debajo—. Llámeme Oliver.
—Lo siento, Oliver.
—No debería hacerlo pero… ¿quiere tomar algo?
—Un vino tinto.
—¿Rioja? ¿Borgoña?
—Sorpréndeme, Oliver.
Con pasos vacilantes se acercó a la barra y se sentó
en el taburete que el camarero le había señalado. Apoyó
los codos sobre la madera y entrelazó los dedos mien-
tras Oliver descorchaba una botella y llenaba una copa
de fino cristal con el vino. Se la acercó a la nariz y sintió
los ecos de las maderas las barricas y aromas afrutados.
Unas frutas dulces y frescas que despertaron sus papilas
gustativas para invitarlas a un festín.
—¿Es de su agrado?
—Está muy rico. —Sacó la cartera y puso un billete
sobre la barra.
—Déjeme que le invite. —Rellenó la copa de Eva-
risto y se sirvió otra para él—. A su salud, señor Losada.
—A tu salud, Oliver.
189
—¿Es su primera vez en Gotemburgo?
—No, yo he vivido aquí. —Vació la copa de un trago
y se la volvió a llenar—. Sin embargo siento que es una
ciudad extraña para mí.
—Creo que no le entiendo.
—A poco más de un kilómetro del hotel vive mi hijo
con su madre y su maldito abuelo. —Alzó la vista hacia
una lámpara de lágrimas de cristal que estaba apaga-
da—. Tan cerca y a la vez tan lejos.
—¿No va a ir a verle?
—No me dejan verle, más bien.
Bajó la vista de nuevo hacia la copa y se la puso en
los labios. Sintió como el vino se deslizaba por su gar-
ganta, quemándole como si fuese ácido y sintiendo
como empezaba anublarle en entendimiento.
—¿Un poco más, señor?
—No debería. —La copa volvía a estar llena—. ¡Pero
qué demonios!
Su vista se emborronaba y le pareció que Oliver era
más un fantasma que una persona real.
—¿A qué se refiere, señor?
—¿A que me refiero sobre qué? —jugueteó con la
copa entre sus dedos.
—Ha dicho usted algo sobre un fantasma del hos-
picio.
—¿En serio?
—¿Qué es eso del fantasma del hospicio?
190
—Un viejo cuento de mi infancia. Una historia para
no dormir que me contó mi amigo Fernando Expósito
en mi niñez.
—No hay nada más peligroso que los fantasmas, se-
ñor.
—Los fantasmas no existen, Oliver.
—Los fantasmas si existen, señor. —La mirada del
camarero se clavó en la suya como antaño lo hizo en el
hospicio la de don Aurelio—. Los fantasmas son nues-
tros miedos. Esos temores que se hacen un hueco en
nuestros corazones para matarnos en vida. —Se sirvió
otra copa para sí mismo y cogió la de Evaristo—. ¿Un
último trago, señor Losada?
—No te voy a decir que no.
191
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 15
195
pequeña piscina llena de truchas que los niños pescaban
y que luego les asaban en las cocinas.
—¿Les duele?
—¿A qué te refieres, bebé? —le preguntó Miriam.
—¿Les duele morir?
—No lo sé, supongo que un poco.
—Yo no quiero hacer daño a las truchas.
—La muerte normalmente duele. —La mirada de
Evaristo se puso seria unos instantes—. Pero la vida es
así, los animales mueren para servirnos de alimento y
nosotros algún día moriremos para servir de alimento
a la tierra —sonrió y miró a Ángel por el retrovisor—.
Pero eso es algo que aprenderás cuando seas mayor.
—Yo no quiero morir. Mi padre murió y el abuelo
Miguel también. Yo no quiero que muráis ninguno de
vosotros ni la abuela Paloma, ni…
—No te preocupes de eso ahora, bebé. Tan solo dis-
fruta del día.
—Ya verás, nos lo vamos a pasar muy bien.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo, Car… —Fue como recibir un pu-
ñetazo en la boca del estómago—. Ángel.
El crío se puso a cantar, feliz. La inocencia de los ni-
ños le enternecía, podían pasar de estar tristes a ser unos
cascabeles, en solo un segundo. Añoraba aquellos años
en los que él podía haber sido así. Aquellos años en los
que, pese a vivir en el hospicio, alguna vez pudo ser así.
—Cuando sea rico te compro un coche nuevo.
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—Gracias, Ángel. Pero que sea un deportivo rojo,
un Ferrari.
—¿Un ferraqué?
Tardaron en encontrar un sitio donde aparcar. La
zona tenía más visitantes de los que Miriam recorda-
ba, más de las esperadas. Quizá no fuese fácil conseguir
mesa para comer.
—Creo que primero reservaremos mesa.
Evaristo consiguió una de milagro. Un matrimo-
nio de Madrid anuló su reserva en cuanto su hija vio
los peces y su piel se puso verde por el asco. Aprovechó
para comprar un par de botellas de agua y las metió en
la mochila. Cogió de la vereda del camino tres largos
y gruesos palos y les quitó las ramitas y las hojas para
usarlos como improvisados bastones. Subieron por el
empedrado suelo que hacía las veces de aceras y cami-
no hacia el principio de la Ruta del Alba. Pasaron por la
plazuela y le enseñaron a Ángel el pórtico enrejado de la
Capilla de San Antonio de Padua que en ese momento
estaba cerrada.
—Luego la vemos por dentro. —Evaristo le ofreció
su mano al niño y enfilaron hacia arriba—. ¿Te apetece?
Como respuesta obtuvo un gesto de quitarse el su-
dor de la frente. No era para menos, aquel día hacía más
calor de lo normal y Miriam le había puesto demasiada
ropa a su hijo. El cielo estaba completamente despejado
y el sol brillaba como debía de hacerlo en el agosto allen-
de las estepas manchegas de Don Quijote. A la sombra
corría una brisa fresca y aquello era un alivio, pero no lo
suficiente. Por fortuna había un lavadero de piedra con
197
tres caños que manaban agua con la que refrescarse an-
tes de iniciar el paseo por aquella antigua pista minera.
Miriam le quitó el jersey y lo metió en la mochila junto
a las botellas de agua y comenzaron el ascenso por aquel
sendero en medio del valle del río Alba.
El crio no estaba acostumbrado a caminar tanto,
pero se portó muy bien. Disfrutó junto a su madre de
juegos en las cascadas de cristalinas aguas y trató inútil-
mente de atrapar un Martín Pescador.
—Creo que lo de la pesca debes dejarlo para cuando
estemos en el restaurante —dijo Evaristo sonriendo.
—Aquí, Ángel —le llamó Miriam—. Mira, bebé,
aquí hay otro.
Losada se sentó en una piedra a mirarles y respiró
hondo. Sacó el paquete de tabaco y lo volvió a guardar.
En ese momento no le apetecía fumar, sus pulmones le
pedían a gritos que atrapase aquel aire puro, lleno de
oxígeno sin pervertir y que se olvidase de los azulados
humos del tabaco.
Su cabeza se llenó de mil ideas y anhelos. Se sentía
muy a gusto con Ángel y con Miriam y sintió algo de
envidia. No, no porque él no hubiese tenido un padre
que le llevase de pequeño a pescar. Ni porque hubiese
pasado su infancia privado de una verdadera familia. Lo
que de verdad envidiaba era esa imagen de madre e hijo
jugando mientras él se sentaba a disfrutar de su fami-
lia. Deseó estar allí con Carlos, haber podido llevar a su
propio hijo a disfrutar de aquellos paisajes y poder en-
señarle a pescar. Se lamentaba de que lo que nunca po-
dría hacer sería llevar también a Marcos. Había muerto
antes de saber que él era su padre, antes de tener tiempo
198
a disfrutar de todo lo bueno que la vida podía brindarle.
Carlos estaba vivo, con él aún podía recuperar el tiempo
perdido si, por supuesto, Greta le permitía hacerlo antes
de que el niño olvidase del todo quién era él.
Aquella mujer había terminado de desmoronar su
vida. No había tenido una infancia fácil y luchó con
ahínco por salir a flote. Y lo consiguió, ¡por Dios que lo
consiguió! Salió a la superficie y ascendió hasta que ella
decidió tumbarle, tirarle al lodazal donde ahogarle en
sus miserias. Cuando creía que ya nunca podría volver
a sonreír y que su destino era vivir en soledad, aparecie-
ron Miriam y Ángel para lanzarle un salvavidas y una
cuerda para salir del charco.
Mirándoles disfrutar del agua quiso imaginarse
cómo habría sido su vida si no hubiese conocido a Gre-
ta, si esta no se hubiese quedado embarazada o si no
hubiese muerto Marcos. Cualquiera de las tres opciones
hubiese sido mejor que la vida que había llevado, pero
eso hubiese significado que Carlos no existiría. En aquel
instante deseaba poder tener en su mano la pluma y el
pergamino donde se escribía su destino, poder reescri-
bir su historia.
De poder hacerlo, habría escrito que creció siendo
un niño feliz viviendo con sus dos padres y con su her-
mano Jesús en una casita en algún paraje como aquel.
Habría conocido a Jorge Manuel y a Liliana en el colegio
y se habría casado con Miriam para poder ser el orgu-
lloso padre de Marcos, Carlos y Ángel. Habría escrito
que Greta nunca se habría cruzado en su camino y que
era feliz.
199
—¿Vamos a comer? —Miriam, completamente em-
papada y sonriente se acercó hasta él—. ¿Vamos?
—Supongo que ahora no pasareis calor. —Se levan-
tó de la piedra y cogió la mano de ella—. Venga, a pescar.
Pero era otro quien escribía en el pergamino de su
vida. Un bastardo que se había divertido jodiéndole la
vida, por supuesto, pero que al final le estaba brindando
la oportunidad de volver a sonreír.
Aquel miércoles fue perfecto. Él y Ángel pescaron
cinco truchas bajo la atenta mirada de Miriam y comie-
ron a la sombra junto al muro bajo el que corría el río.
—¿Te alegras de no haber ido al colegio hoy, bebé?
—Si, mami.
Ya de noche el niño quedó dormido nada más llegar
y ellos dos se comieron a besos y se desnudaron para
hacer el amor.
—Dame un minuto —dijo ella—. Necesito ir al
baño.
Cuando Miriam volvió a la habitación se lo encon-
tró completamente KO. El Capitán Losada vagaba por
los reinos de Morfeo con una sonrisa pintada en su ros-
tro y Miriam le tapó con una sábana antes de tumbarse a
su lado y apagar la luz de la lámpara.
200
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 16
203
dido ver duchándose en los vestuarios tras las clases de
gimnasia.
—Es un tío sin empatía, se ha ganado el afecto y la
confianza de sus alumnos, de sus padres y del resto del
claustro.
—Todos han dado la cara por él —Calzada seguía
erre que erre—. Las víctimas dicen que no fue él.
—Por eso necesitamos que confiesen, idiota.
—¿Y cómo lo hago? —El Sargento trató de devol-
vérsela sin caer en la indisciplina—. ¿Las engatuso con
caramelitos?
—Tráemelas. Me temo que las habrá amenazado y
tengan demasiado miedo para contar la verdad por mu-
chos caramelitos que les des.
—¿Qué las ha amenazado? —Jambrina cada vez es-
taba más convencido de que el Capitán podía tener ra-
zón—. ¿Con matarlas?
—No. Lo más probable es que las tenga engañadas.
Les hace sentirse culpables, temen que él confiese y se
desvele que son unas putas. Ese es su juego, su baza.
—Las tres chiquillas son lo suficiente mayorcitas
como para no picar en eso.
—¡Joder, Calzada! Están en la peor edad. Los pechos
empiezan a coger forma, sus cuerpos están cambiando
y son conscientes de su sexualidad, de como su nuevas
formas atraen a los muchachos de su edad. Él les hace
creer que son ellas las que le están tentando, no que las
chiquillas son las víctimas.
—Está bien. Hablaré con los padres. Les pediré per-
miso para traérselas.
204
cambiar su
por si
205
—Te lo acabo de decir, Evaristo. —Posó sobre la
mesa dos carpetas—. Hacer las paces contigo. —Losada
ojeó la carpeta con el emblema de la policía—. Vamos a
tomar un café, venga.
No querían que nadie escuchase lo que fuesen a ha-
blar. Salieron de la Comandancia hacia el bar de Floro
y se cruzaron con un par de guardias que acababan de
reducir a un tipo tres veces más alto y ancho que ellos.
Torcieron a la derecha y caminaron en silencio.
Les unía una gran amistad y eso lo hacía todo más
difícil. Jorge había estudiado con ellos dos. Para Evaristo
era inconcebible que Aquilino pensase de verdad en que
podía ser él el hombre que buscaban.
Si, era mucha casualidad que antes de cada asesinato
estuviese cerca. También él lo había estado, ¿no? A Jor-
ge nunca le cayó bien Greta y habían tenido su propia
historia juntos. Eso podría considerarse un móvil, ¿ver-
dad? Pero un móvil tan… Aquello podía haberle costa-
do su matrimonio pero finalmente no lo hizo. Además,
ya habían pasado muchos años. ¿Por qué entonces? ¿Por
qué se marchó a Gotemburgo dejando tirado a su mejor
amigo? ¿Por qué lo había hecho llevándose a su ahijado?
Si todo lo había hecho por Evaristo, ¿por qué hacerlo de
manera que pareciese que el culpable era Losada? Salvo
que el motivo fuese que Jorge Manuel era un estúpido. Y
Jorge podía ser cualquier cosa, pero no un estúpido. Si
Aquilino le conociese como él, nunca habría sospechado
de Jorge. Llevaban toda su vida juntos, eran como her-
manos. Pero para el Coronel eso no era suficiente. Para
Aquilino, el amor que Losada sentía por Jorge le cegaba,
no le permitía ver más allá.
206
capaz de verlo
207
otro y lo abrió frente a Losada—. Hemos encontrado las
siglas F. E. en los otros dos escenarios.
—¿Algo interesante con eso?
—Por ahora nada, una de ellas escrita con el dedo
sobre el polvo. Las huellas son borrosas y no nos sirven
para buscar coincidencias. Y las otras con sangre bajo la
alfombra, limpiadas por la chacha y prácticamente in-
útiles. El ADN no se corresponde con el de Jeannette.
Suponemos que la sangre debe ser la del asesino.
—Vamos a compararla con la de Jorge Manuel —
Aquilino impidió con un gesto que Evaristo protestase
y siguió hablando—. Tenemos una orden judicial para
solicitarle una muestra a la hermandad de donantes de
sangre. El juez tampoco quiere que se entere por ahora
de que está siendo investigado y, si no hay coincidencias,
podremos descartarle definitivamente.
—¿Nadie se lo va a decir? —intervino Joyanes.
—¿Decirme qué?
—Hemos hablado con el taxista que te llevó a casa
tras la cena de la universidad. —Sevillano torció el ges-
to cuando Evaristo y Aquilino encendieron sendos piti-
llos—. Según él, te dejó en casa y esperó a que entrases.
—¿Me habéis descartado como asesino?
—Nunca hemos barajado esa opción.
—Mentiroso. —Tras sonreír volvió a ponerse se-
rio—. ¿Y Fernando Expósito?
Media hora más tarde regresó a su despacho. Ha-
bía vuelto al caso pero sin que el Comandante Terrón
se enterase de ello. Por fin Sevillano, Joyanes y Aquilino
habían empezado a tener en cuenta la posibilidad de que
208
yo fuese el asesino. Sin embargo eso no me preocupa-
ba, por mucho que lograsen acercarse a la verdad nunca
tendrían pruebas, no podrían echarme el guante. Nunca
podrían dar conmigo.
Evaristo volvió a la carpeta que Joyanes había conse-
guido y se puso a leer. Sin embargo el teléfono no le dejó
hacerlo, aún.
—Soy el Subteniente Morte. —Ya ni siquiera recor-
daba el encargo que le había hecho—. Lamento la tar-
danza.
—¿Qué tienes para mí?
—Nada, absolutamente nada. Fernando Expósito es
un fantasma, legalmente no existe. No tiene D.N.I., no
tiene domicilio conocido, coche o familia alguna.
—¡Joder!
—Ha debido de cambiar de nombre. Debió fingir su
propia muerte y resucitar con otra identidad. Tengo aquí
su partida de defunción. Mucho me temo que hay un
cadáver desconocido enterrado con el nombre de Fer-
nando Expósito. Probablemente un hombre que tenía el
nombre que él habrá adoptado como el suyo.
—¿Eso es posible?
—Hay muchas maneras de hacerlo. Además, en las
fechas en las que consta su fallecimiento era aún más
sencillo que ahora.
—Gracias, Antonio.
Colgó el teléfono y apoyó los brazos sobre la mesa.
Cerró los ojos y sopesó la posibilidad de que fuese plau-
sible la hipótesis del Subteniente Morte.
209
—No, es imposible. —Sacó un cigarro y se lo puso
en los labios—. Imposible.
Si había adoptado otra identidad tenía que estar
muy cerca de él. Fuese quien fuese el que le estaba ha-
ciendo aquello, le vigilaba, seguía todos sus pasos. Según
la hipótesis del Subteniente, yo podría haber cambiado
nombre, si bien Evaristo dudaba que hubiese cambiado
también de rostro. falta un DE
cambiado de nombre
No podía contarle esto a nadie, ni siquiera a Aqui-
lino. Le había costado que barajaran la hipótesis de mi
culpabilidad, creía que decirle a alguien que yo era un
fantasma, que había adoptado una nueva identidad, ha-
ría que volviesen a descartarme como culpable. grabada
Volvió a los documentos que Joyanes había entrega-
do a Aquilino. Dentro se contaba una historia que Eva-
risto no sabía, pero que yo tenía gravada a fuego. Una
historia que daba respuesta a eso que Losada le había
dicho a Sevillano tras el asesinato de Jeannette.
—Quizá esta no haya sido su primera vez. Busca más
casos, puede que encuentres algo que pueda ayudarte.
210
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 17
213
Anselmo y María de la Paz pudieron ver a su padre
poco más de quince minutos y Alfonso recibió la visita
de sus abuelos para darle la noticia de que su madre se
había casado la semana anterior con el adinerado an-
ciano que había estado cuidando la última década y se
había mudado a Madrid y Jorge Manuel salió con sus
padres y sus hermanas a tomar un chocolate, el único
capricho que ellos podían darles, a un humilde bar cer-
cano al hospicio. Yo, sin embargo, refunfuñaba en una
esquina y recibía a mi amigo Evaristo como a un her-
mano. Ese domingo ambos éramos huérfanos de padre
y madre.
—¿Te he hablado alguna vez del fantasma? —le pre-
gunté.
—Yo no creo en esas cosas, Fernando.
—Hay que tener fe, amigo mío.
—¿De verdad hay un fantasma?
—No lo sé, yo nunca lo he visto. —Mi amigo y yo
caminamos hacia el patio de Isabel II y nos dejamos caer
sentados junto a una de las columnas—. Sin embargo
me contaron que…
—¿Qué? —Sor Virtudes pasó a nuestro lado y nos
dedicó una de sus sulfúricas miradas—. ¿Qué te conta-
ron?
—Quizá aún seas algo pequeño para que te cuente
esa historia.
—¡No! —El chiquillo se puso en pie enfadado—. Ya
no soy un bebé.
Puesto en pie era poco más alto que yo sentado. Sin
embargo mentalmente parecía mucho mayor, como to-
214
dos los que vivimos allí dentro. Evaristo, particularmen-
te, había madurado muchísimo desde aquel desagrada-
ble episodio en el Monte Naranco con aquella maldita
monja.
—Está bien, siéntate.
Allá por 1936, una niña pocos meses mayor de die-
ciséis años, trabajaba como enfermera. Durante la gue-
rra, el edificio del Hospicio sirvió de resguardo antiaéreo
para quienes vivían allí gracias a un pasillo y un bunker
subterráneos. Eventualmente hacía también las veces de
hospitalillo de campaña y allí se atendieron a algunas
víctimas de los bombardeos.
Durante uno de esos bombardeos, uno de los niños
resultó herido por la metralla producida por los trozos de
roca que las explosiones arrancaban de los muros. Todo
el mundo había huido para guarecerse en el bunker. Más
de quinientas personas hacinadas allí abajo hasta que las
bombas dejasen de caer. Sin embargo esa chiquilla ha-
bía dado la vuelta sobre si misma al ver como ese niño
era lanzado como un pelele de trapo hacia el centro del
patio de los gatos. Fue hasta allí y comprobó que seguía
con vida, se arrancó un trozo de tela de su falda y le ven-
dó el brazo y el costado para evitar que se desangrase.
Levantó el pequeño cuerpo entre sus frágiles brazos y se
encaminó hacia el parapeto anti bombardeos.
—¿Quién era ella?
—Nadie sabe su nombre.
Fiel a su deseo de amargarme la vida, sor Virtudes
volvió al patio para tratar de martirizarme por enésima
vez. Aquella bruja odiaba a todos los niños, pero lo que
215
sentía por mí rallaba ya con la demencia. Estaba obsesio-
nada conmigo, peligrosamente obsesionada conmigo.
—¿Qué hacen aquí? —Su voz destilaba veneno,
odio—. ¿Por qué no van a hacer algo de provecho? De-
berían hacer algo en lugar de estar ahí sentados como
inútiles parásitos. Deberían…
—Ya vamos, sor Virtudes —contesté.
—Deje de llenar de pájaros la cabeza de Losada. Ya
es suficientemente tonto sin su colaboración, ¿no le pa-
rece? —Señaló hacia el pasillo con su largo y huesudo
dedo—. Vaya a las cocinas a ayudar con los preparativos.
Pronto será la hora de comer.
Era mejor no enfrentarse a ella. Física y mentalmen-
te yo no solo podría defenderme de ella, sino que sería
la monja la que saldría perdiendo, en un principio. La
última vez que me encaré a sor Virtudes casi me expul-
san y no quería verme en la calle. Evaristo y yo nos mar-
chamos para que no nos diese un bofetón, nos castigase
o empezase con su más que trillada perorata:
—¡Rectitud, educación y buenas maneras! Así se
forjan los hombres.
Fuimos hacia el comedor y la monja nos siguió con
la mirada.
—¿Y qué paso? —preguntó Evaristo.
—¿Con quién?
—Con la enfermera.
—¡Aaahhh! —Con una sonrisa le puse mi brazo so-
bre los hombros—. ¿Ves ese muro?
216
—Sí —Losada miró ese trozo de pared que parecía
algo más claro que el resto, más nuevo—. ¿Y?
—En la calle estalló otra bomba. La explosión arran-
có un trozo de roca gigantesco contra ellos dos. La en-
fermera casi no podía moverse. Le dolía todo el cuerpo
y el corazón se le partió en dos al ver el diminuto cuerpo
sin vida del pequeño. Se arrastró hacia él sorteando los
cascotes y se puso de rodillas a su lado. Su vista estaba
algo borrosa, aun así veía con claridad la sangre de sus
manos y sus rodillas. Sus oídos se llenaban de un zumbi-
do seco, molesto, que solo le permitía escuchar su propia
respiración, el latir de su corazón y las cada vez más le-
janas explosiones como si alguien llamase a una puerta.
Le cogió como si se le pudiese romper entre las ma-
nos y se puso de pie con dificultad. Le fallaban las pier-
nas y le pareció que ese cuerpecillo pesaba más de lo
normal. Apartó la vista, le dolía verle así y fijó su vista en
la escalera que bajaba al bunker.
Cuando por fin llegó, una monja le quitó el niño y
confirmó lo que ella ya sabía. Una niña, de no más de
siete años, se acercó a ella y le dijo algo que no pudo
escuchar. Señaló entre sus piernas y ella miró hacia allí
cuando se dejó caer en el suelo. Estaba sangrando.
—La chiquilla estaba embarazada. Hasta entonces
solamente ella y su prometido los sabían. —Llegamos
frente al comedor y saqué un cigarrillo—. Su bebé había
muerto.
—¿Me das uno?
—¿Uno de qué?
217
—¿Uno de esos? —Evaristo señaló el pitillo y yo ne-
gué con la cabeza—. ¿Por qué no?
—Aún eres muy pequeño. —Lo prendí y seguí con-
tándole la historia—. El golpe había matado a su hijo e
hizo que quedara estéril.
Un mes más tarde, ya curada de sus heridas, se casó
con su prometido. Buscaron tener un hijo, intentaron
que se quedase embarazada inútilmente. El día de su
primer aniversario la repudió y la dejó a las puertas del
hospicio como si fuese otra niña abandonada más.
Dicen que esa misma noche apareció muerta, con
el vientre abierto de par en par, las vísceras a su lado
arrancadas y con el cuerpo en forma de cruz. Dicen que
era como si el mismísimo demonio le hubiese sujetado
las manos y el cuello con unas ligaduras que no había
por ninguna parte.
—Dicen que desde el día en que le dieron sepultura,
en ese bunker se le puede ver y escuchar, buscando a ese
niño y a su propio hijo, con sus tripas como cuerdas en
su cuello y sus muñecas. —Di una calada a mi cigarrillo
y miré el humo como si pudiese ver en él la historia que
estaba narrando—. Un demonio negro y semitranspa-
rente hecho de humo, con uñas como cuchillas, el ros-
tro oculto bajo un velo raído y la voz de la enfermera.
Un demonio negro capaz de despertar a los espíritus de
aquellos soldados, niños, hombres y mujeres que mu-
rieron en aquellos bombardeos. Un espectro que busca
solamente matar a aquellos que le hicieron daño en vida.
Dicen que una semana después de su muerte, se vio al
fantasma arrastrando el cuerpo de su marido con unas
218
cuerdas en su cuello y sus muñecas, con el vientre abier-
to de par en par y las tripas colgando.
—¿Tú le has visto?
—¿¡No les he dicho que dejen de holgazanear!? —
Sor Virtudes había vuelto a aparecer y, como toro de li-
dia, se fue contra nosotros—. ¿Qué hace fumando, niño
del demonio? —Le cruzó la cara y el cigarrillo salió vo-
lando—. ¿Por qué me mira así?
Apreté los puños, sentía el hormigueo de su golpe
en la mejilla y mi voz no quería salir.
—Yo… —Mis ojos ardían, en ese instante podrían
eliminar
palabra
derretir el acero—. Yo voy a ayudar a preparar la comi-
da, sor Virtudes.
Con ganas de llorar me tragué mi orgullo. Era como
tragar de aceite de ricino sazonado con pepinillos amar-
gos, veneno puro.
—Bueno, yo me voy.
Evaristo se marchó para poder hacer planes con Jor-
ge Manuel y Pedro. Aquella misma noche, cuando todos
durmiesen, se irían a buscar al fantasma.
Yo fui a cumplir órdenes de aquella bruja con la es-
peranza de que así me dejase en paz el resto del día. Pero
no fue así, la maldita monja no pensaba dejarme en paz,
máxime si se había empapuzado con media botella de
sabe Dios qué.
Ya antes de verla supe que estaba allí. Olí a distancia
su empalagoso y alcoholizado aliento. Estaba en su cel-
da, con la puerta abierta y mirándome como si tuviese
delante al mismísimo demonio.
—¡Venga aquí!
219
—Estoy cansado, sor Virtudes. —Seguí caminan-
do—. Me voy a la cama.
—¿Holgazaneando otra vez? —Se asomó y me miró
con odio—. ¡He dicho que venga aquí! —Di la vuelta
apretando los puños—. ¡Y no refunfuñe!
—¿Qué es lo que quiere? —Caminé hacia ella como
si me pesase el alma—. ¿No me puede dejar en paz?
—Entra y cierra la puerta. —Se sentó sobre su catre
y se quitó el escapulario y el velo—. ¡Le he dicho que en-
tre y cierre la puerta! ¿Acaso es sordo además de tonto?
—Sí, sor Virtudes.
ahí Se quedó unos segundos mirándome en silencio.
Era la primera vez que la veía con el cabello al aire y he
de reconocer que me pareció bastante bella. No era muy
alta pero hay sentada lo disimulaba, tenía el pelo oscuro,
ojos profundos y grandes, hermosos seguramente si su
agrio gesto no los afease.
—Los hombres siempre han sido unos ingratos. Yo
le di mis mejores años a mi marido. Aguanté sus golpes
sin decir nada, nunca. Fui una buena esposa, mejor de
lo que se mereció nunca y quedé en cinta para darle el
hijo que tanto deseábamos ambos. —Sus ojos me man-
tenían pegado al suelo y parecía ejercer en mí aquella
fuerza que me impedía moverme. Aquella fuerza llegada
del miedo que me daba cuando era más pequeño—. Ni
siquiera me quedé cuando una noche, borracho como
una cuba, me dejó inconsciente a palos e hizo que per-
diese a nuestro hijo. En el hospital me rajaron de arriba a
abajo para sacarme al niño muerto. —Se quitó el hábito
y quedó completamente desnuda ante mí—. Esta es la
220
marca de su pecado. Un pecado por el que yo he de pa-
gar toda mi vida.
Era la primera vez que veía una mujer desnuda. Mis
ojos se quedaron clavados en su pubis, adornado con
una espesa mata de vello rizado y oscuro—. ¡No sea des-
carado! Míreme al vientre.
Obedecí y miré la fea cicatriz que iba desde el pe-
cho hasta el obligo. Aquella visión era aterradoramente
atrayente y me había convertido en algo parecido a una
estatua de piel y huesos.
—¿Le parezco bella? ¿Por qué me dejó Artemio?
Fue su paliza lo que secó mi vientre. Fue su culpa y soy
yo quien hubo de pagar… Quién aún está pagando por
sus pecados. Soy yo quien he de aguantar sus desaires.
—Se puso en pie y se acercó a mí—. Son ustedes unos
desagradecidos, pagan mis desvelos con sus desprecios.
¿Acaso no merezco su amor? Soy su madre, esa madre
que Dios les ha dado. —Yo seguía enmudecido y mi si-
lencio le resultó insultante—. ¿Por qué no me contesta?
Su mano voló hasta estrellarse con mi rostro, como
hacía una década que no hacía. Subí mis ojos y los clavé
en los suyos.
—¡No me mire así! —De nuevo me golpeó y noté
como mi tímpano se rompía—. Es usted el peor de to-
dos. —Un hilillo caliente me caía por el oído—. Tan
igual a él. Tan igual a Artemio, tan igual a su padre.
—¿A mí…?
—Sí, su padre.
Según esa monja del demonio, su marido había de-
jado embarazada a la hija de su ama de llaves. Artemio
221
Figueroa era un borrachín podrido de dinero, el herede-
ro de una fortuna manchada con la sangre de esclavos
en tierras al otro lado del Atlántico. La historia de mi
padre era otra de tantas como las que proliferaron aque-
llos años.
María de las Virtudes Alonso se casó con él enamo-
rada. Un matrimonio concertado que tenía todos los
ingredientes de cuento de hadas. Ella se enamoró de su
rostro y su posición, de su dinero y su ilustre apellido.
Enamorada de esa vida que él podía darle y por la que
aguantó aquellos golpes y desprecios que pusieron fin al
cuento de hadas. Desprecios como dejar preñada a una
niña de catorce años, la hija de su ama de llaves. Como
ya he dicho, la historia de mi padre era otra de tantas,
como la de los padres del resto de Expósitos que vivían
en el hospicio conmigo. Artemio despidió a Eleonora y
la dejó en la calle con su hija Dolores, las obligó a en-
tregar al niño en el hospicio y le hizo otro bombo a su
esposa.
Cuando la repudió, cuando dejó su vientre yermo,
tomó los votos y fue enviada al mismo hospicio donde
estaba el hijo bastardo de Artemio, yo.
—Mi historia se propagó como la pólvora. Los niños
son crueles y se burlaron de mí. Tergiversaron todo y
se inventaron es ridícula historia sobre el fantasma del
hospicio. cambiar es
—¿El fantasma del… por esa
222
—Tú no te acordarás, tan solo tenías de aquella un
año y medio. —Ignoró mis palabras—. Sin embargo yo
te reconocí en cuanto te vi. —Su voz emanaba odio con
cada palabra que salía de sus labios—. Tan igual a él. —
De nuevo la mano de sor Virtudes se estrelló contra mi
mejilla—. Tan igual a…
—No vuelva a tocarme. —Evité que me golpease de
nuevo y apreté la mano entorno a la delgada muñeca de
ella—. Ni se le ocurra volver a tocarme. —Empecé a san-
grar por la nariz y sentí como el líquido caía por mi cara
y mojaba mis labios, dulce y de sabor metálico —¡Nunca
más!
De un empujón la tiré al suelo y sor Virtudes cayó de
espaldas. Se golpeó la cabeza contra el suelo de su celda
y quedó despatarrada, abierta de piernas frente a mí.
—Estoy acostumbrada a tus golpes, Artemio.
—¡Yo no soy Artemio! —Sobre la mesilla había un
cuchillo y una manzana—. Cierra las piernas, ¡zorra!
Me coloqué a horcajadas sobre su vientre y le colo-
qué la punta del cuchillo frente a los ojos.
—¿Qué vas a hacer?
—Nunca más volverás a tocar a nadie.
Le corté la carne donde estaba su cicatriz, dispuesto
a destriparla como soñaba que ella hacía conmigo. Creí
que se había desmayado por el dolor, sin embargo no fue
así. Me confié y no pude evitar que su rodilla se estrellase
contra mis huevos.
—¡Por favor! —sollozaba—. Por favor, por…
Los gritos de sor Virtudes debieron escucharse des-
de la otra punta de la ciudad. Con saña corté piel, mús-
223
culos, tendones… Me tomé mi tiempo, disfrutando de lo
que hacía y de su sufrimiento. Separé su mano del brazo
y la arrojé lejos. La voz de don Aurelio y sor Asunción
llegaron desde el otro lado de la puerta.
—¡Abran, policía! —El cuchillo se me cayó y de
nuevo alguien golpeaba la puerta—. ¡Abran, ya!
Me giré hacia allí. La llegada de los policías y el golpe
en mi entrepierna me hizo salir de ese estado de locura.
En un juicio hubiesen dicho que se trataba de un episo-
dio de enajenación transitoria. Lo último que recuerdo
fue que la puerta se abría de par en par, el cuchillo cla-
vándose en mi espalda hasta la empuñadura y el sabor
del embaldosado cuando, de una patada, aquella bruja
me hizo caer de bruces.
224
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 18
227
Juraría que me miró mientras se apartaba unos po-
cos cabellos del rostro. Pero puede que en verdad estu-
viese mirando a Evaristo. Siguió dándonos la espalda a
ambos y volvió a buscar algo en el cielo.
Aquella tarde se cumplían tres meses de la muerte
de su padre y, ese día, Miguel hubiese cumplido 48 años.
Losada se acercó hasta ella. Le ofreció su mano y
Miriam se dejó llevar hasta casa.
Ni siquiera comieron, ella no tenía hambre. Tras
una ducha caliente se dejaron caer en el sofá y el sueño
les venció. Cuando el reloj estaba a punto de dar las cua-
tro y veinte, el teléfono les despertó.
—¿Miriam Seoane, por favor?
—Aquí está, ¿quién pregunta por ella?
—Soy el Sargento José Luis Joyanes, necesitaba ha-
blar con ella urgentemente.
—¿Joyanes? Soy el Capitán Losada, ¿qué ha pasado?
—¿Evaristo? ¡Mierda! Esto complica las cosas. En
diez minutos estaré allí, espérame.
—Miriam abrió los ojos y bostezó —¿Ha pasado
algo?
Evaristo colgó el teléfono y se lo contó.
—Voy a llamar a mi madre. —Su cerebro pareció
ponerse a funcionar de manera frenética—. ¿Habrá ha-
bido un accidente?
—No creo, hubiese llamado tráfico, no la policía.
—No contesta nadie. —Con cada segundo que pasa-
ba se iba poniendo más y más nerviosa—. ¡He de irme!
—Joyanes llegará pronto, espera un poco, por favor.
228
Se pusieron ropa seca y Evaristo metió la ropa em-
papada de lluvia en la lavadora mientras ella volvía a lla-
mar a casa de su madre.
—¡Mierda! No debería haber dejado a Ángel a dor-
mir en su casa. —Colgó el teléfono, Paloma no contesta-
ba—. Casi nunca conducía ella, no se le da bien.
A los diez minutos sonó el timbre. Los hermanos de
Miriam tampoco sabían nada de Paloma y Ángel. Vivían
fuera, era normal que no supiesen nada, pero eso no le
tranquilizó.
—¿Qué hacemos aquí? Deberíamos estar buscándo-
les, llamando a los hospitales o…
—Joyanes quería hablar contigo. —Fue a abrir—.
Espera a ver que nos cuenta. —La cara del policía no
auguraba nada bueno—. Pasa, José Luis, pasa.
—¿Podemos sentarnos?
—Claro, claro.
—¿Qué ha pasado? —Miriam parecía estar a punto
de explotar—. ¿Dónde están mi hijo y mi madre?
—Tú madre está en el hospital. Está fuera de peligro,
pero…
—¿Pero qué?
—Alguien se ha llevado a tu hijo.
Paloma y Ángel estaban a punto de irse al colegio.
Como cada día que el niño se quedaba con su abuela,
bastantes desde que ella y Evaristo comenzaron su re-
lación, iban andando al colegio en lugar de hacerlo en
autobús. Quien fuera les estaba esperando. Según le dijo
Paloma a los policías, no pudo ver a nadie. Alguien la
229
había empujado contra una de las columnas de los so-
portales y del golpe quedó inconsciente. Cuando reco-
bró el sentido, Ángel ya no estaba. No le habían quitado
la cartera y la mochila del niño estaba tirada a su lado.
Nadie vio nada, la lluvia hacía que las calles estuviesen
prácticamente vacías. Ella misma llamó a la policía des-
de una cabina telefónica y más tarde a Miriam. Su hija
no debía de estar en casa, nadie cogió el teléfono.
Cuando los policías llegaron Paloma fue trasladada
al hospital en ambulancia y comenzaron a buscar al niño
por las calles, quizá se hubiese perdido pero… Pero todo
hacía pensar que el móvil de la agresión no había sido
el robo, todo apuntaba a que habían secuestrado al pe-
queño.
—¡Pero nosotros no tenemos dinero! —dijo Miriam
prácticamente gritando—. Es absurdo.
—Mucho me temo que esto tiene que ver con él —
señaló a Evaristo.
—¿Con él?
—Debemos estar muy cerca para que haga algo así
—dijo Losada poniéndose de pie—. Fernando… —co-
menzó a dar vueltas alrededor del sofá—. Miriam llora-
ba de impotencia—. Yo… ¡Lo siento muchísimo! —Vio
como las lágrimas caían también por el rostro de ella.
Miriam apretó los puños y trató de controlar al tem-
blor—. Es todo culpa mía.
—No digas eso. —Cogió su bolso y se fue hacia la
puerta sin mirarle—. Voy a ver a mi madre.
—Lo siento, Miriam —repitió sin atreverse a acer-
carse a ella—. Daremos con Ángel, lo prometo.
230
—Lo sé. Solo te pido que lo hagas antes de que le
hagan daño y que le metas a ese hijo de puta una bala en
la cabeza.
Miriam se marchó y el Sargento José Luis y Evaristo
se miraron durante unos segundos.
—¿Y bien? —Joyanes se puso en pie—. ¿Por dónde
empezamos?
—No tengo ni puta idea.
—Está bien. —Se dirigió hacia la puerta—. Volva-
mos al portal donde se llevaron al niño.
—¿El secuestrador no se ha puesto en contacto con
nadie aún? —El coche volaba hacia Avilés.
—No, aún no.
—No lo va a hacer. No quiere nada, ni dinero, ni
nada por el estilo. —A punto estuvo de atropellar a una
anciana nada más enfilar la calle Fuero de Avilés—.
Quiere que me esté quieto. No sabe que estoy apartado
del caso y quiere mandarme un mensaje, darme un es-
El empapado
carmiento. pavimento
—¿Quieres tener más cuidado? —El empapado y el
limpiaparabrisas a toda velocidad hacían que Joyanes se
agarrase asustado al salpicadero—. Si tenemos un acci-
dente no arreglaremos nada.
—Lo siento. —Levantó el pie del acelerador y se de-
tuvo frente a un semáforo en rojo—. Fernando quiere
que me esté quietecito. —Losada repiqueteaba impa-
ciente con los dedos en el volante—. ¿No piensa ponerse
en verde?
Consiguieron aparcar frente al portal y se quedaron
mirando la zona.
231
—La señora no les vio. Debieron esconderse hasta
que la vieron salir. —El Sargento se colocó de espaldas
al portal y miró hacia todas partes—. Salió y torció hacia
la derecha para ir a por su coche. —Señaló el Renault 7
blanco estacionado dos plazas a la derecha del Citroën
de Losada—. Debían estar parapetados aquí tras esta
columna. —El policía se agachó y cogió una colilla del
suelo—. Debieron de estar esperando un buen rato, aquí
hay cinco colillas.
—Si no querían ser vistos debían de tener el coche
cerca. Si lo hubiesen dejado frente al portal les hubiese
podido ver cualquier vecino desde las ventanas.
—Tengo a mis policías puerta por puerta, si alguien
vio algo lo sabremos enseguida.
—Nadie vio nada.
—¿Por qué lo dices?
—Si ves como roban a alguien, te escondes en casa
si no quieres tener problemas. Pero si ves como agreden
a una mujer y se llevan a un niño a rastras, empatizas,
llamas por teléfono para comunicarlo aunque no quieras
identificarte, aunque no quieras líos.
—¿Y como se lo llevaron sin ser vistos? —Joyanes
sabía que tenía la respuesta a la vista—. Se mantendrían
ocultos bajo los soportales. —Giró a la derecha bajo es-
tos, re andando los pasos del secuestrador—. Yo hubiese
dejado el coche allí. —A dos metros de ellos había una
parada de autobús y varios contenedores de basura—.
Ocultaría el coche allí y no estaría a la vista más de cinco
segundos.
—¿Y hacia donde huirías?
232
—Hacia arriba. No haría un cambio de sentido con
línea continua. Si casualmente pasaba un coche de poli-
cía y te ve haciendo ese giro te manda parar para multar-
te. No querría correr ese riesgo.
—No creo que eso le importase mucho.
—No obstante esperemos que así haya sido. —Seña-
ló hacia arriba—. Quizá la cámara del banco haya gra-
bado algo.
Al lado de la puerta un perro languidecía bajo el
triste sol de otoño. Su dueña, una encorvada anciana,
discutía con el chico de la caja exigiendo hablar con el
director.
—Un segundo, por favor. —El chico, con aspecto
contrito, descolgó el teléfono al ver la placa de Joya-
nes—. Señor director, el Sargento Joyanes desea hablar
con usted.
—Gracias, Claudio. —El director salió de su despa-
cho y les hizo una señal para que entrasen a su despa-
cho—. José Luis, buenos días, siéntense, por favor. —Ce-
rró la puerta tras él y la señora puso el grito en el cielo—.
¿En qué puedo ayudaros?
—Buenos días, Clemente. —Tomaron asiento—. Te
presento al Capitán Losada.
El sistema de seguridad del banco era lo más mo-
derno de la época. De los pocos que había que tuviesen
cámaras a color. La lluvia que caía no permitía que la
imagen fuese del todo clara pero no tardaron en encon-
trar lo que creyeron que era una Mercedes N1300 de co-
lor negro escondida entre los contenedores.
233
—Son dos —dijo Joyanes—. El tipo tiene un cóm-
plice.
De la parte de atrás se habían asomado dos brazos
que cogieron al niño que un minúsculo hombrecillo le
dio.
—Son tres. —El secuestrador se subió en el lado del
copiloto y la furgoneta se puso en marcha—. Vamos a
necesitar a Sevillano y a algún hombre más.
—¿Ese podría ser Expósito?
—No lo sé, hace muchos años que no le veo.
—¿Se puede ampliar la imagen para ver la matrícu-
la?
—No, lo siento —contestó el director de la sucursal.
La furgoneta pasó a toda velocidad frente a la cá-
mara y Evaristo detuvo la imagen. No se veía bien al di-
minuto hombrecillo, la imagen era demasiado borrosa
pero no obstante al Capitán Losada le resultó conocido.
En la parte de atrás de la Mercedes había una pegati-
na descolorida por el sol que alguien no había logrado
arrancar del todo.
quitar la H —Se ha donde se lo han llevado, vamos. —El Sar-
gento le estrechó la mano a Clemente y salió corriendo
seguido de cerca por Losada—. Vamos a necesitar re-
fuerzos.
No tenían tiempo de que llegara Sevillano y tan solo
se detuvieron para llamar pidiendo a todos los policías
que estuvieran de servicio y salieron en el DS a toda ve-
locidad hacia un polígono industrial. Se escondieron a
un centenar de metros de una nave con pinta de aban-
donada. Sobre el portón había un letrero con un dibujo
234
prácticamente igual al que intuyeron en el lateral de la
furgoneta en la que se llevaron a Ángel.
—¿Qué sitio es este?
—Era un burdel ilegal. Uno de los casos abiertos que
me quedan por cerrar.
El Flamingo´s era una sala de fiestas que servía de
tapadera a un lupanar ilegal. Era sabido por todo el mun-
do, un secreto a voces, que allí eran explotadas sexual-
mente niñas de quince años, mulatas engañadas y traídas
desde Cuba que habían venido para trabajar, supuesta-
mente, como camareras. Entre sus clientes habituales
había hombres y mujeres de todas edades y todas las cla-
ses sociales. Desde un peón de obra hasta el director del
hospital. Sin embargo como realmente se hacía dinero
era con las fiestas sin control a las que asistían impor-
tantes políticos, futbolistas, cantantes… Cualquier vicio,
deseo o capricho se podía comprar entre aquellas pa-
redes. La esposa de un importantísimo arquitecto pudo
saciar su sed entre las piernas de la hija de un conocido
artista. Su marido se metió por la nariz todo cuanto se
puso a su alcance mientras se dejaba complacer por una
enana de piel negra a la que le sobraban bastantes kilos
en compañía de su socio y amigo. Los tratos se cerraban
a golpe de cadera, los negocios ascendían al ritmo de los
gemidos y las letras de las canciones nacían de los hu-
mos del opio. Joyanes nunca pudo hacer nada, ningún
juez le concedió una orden de registro nunca, nadie dijo
nunca ni una sola palabra de lo que ocurría allí dentro.
—¿Y por qué cerró?
—La hija de un embajador africano apareció muerta
por sobredosis y su amante cosido a tiros a su lado. Nun-
235
ca pude relacionar estas dos muertes con el Flamingo´s
pero, desde que aparecieron esos dos cadáveres la fama
del puticlub fue a menos y acabó cerrando.
—¿Qué te hace pensar que conseguiremos hoy una
orden?
—Está en peligro la vida de un niño y Villaveirán le
habrá dejado claro a su señoría que entraríamos con o
sin su permiso.
—¿Y a quien pertenecía el local?
—A un fantasma.
—¿Perdón?
—El Flamingo´s estaba, y está, a nombre de Reinal-
do Cifuentes, un chileno que nadie ha visto jamás, sin
documentación, sin pasaporte… No tenemos ni siquie-
ra una foto suya. Es como si no existiese, como si fuese
un…
—Un fantasma.
—Eso es.
Evaristo le contó la historia sobre Fernando Expósi-
to y la hipótesis del Subteniente Morte. No tardaron en
llegar a la misma conclusión.
—Ahí llega el séptimo de caballería. —Señaló Lo-
sada.
—¿Crees que Fernando Expósito y Reinaldo Ci-
fuentes son la misma persona?
—Si, ¿y tú?
—Es lo único que cuadra.
236
Villaveirán había conseguido la orden y traía consi-
go al juez. Una veintena de policías les seguían y rodea-
ron a Joyanes a la espera de órdenes.
—Estoy nervioso —le dijo Joyanes.
—Por fin vas a ver qué se esconde ahí dentro.
En la cabeza de Losada había algo que le rechinaba.
La pieza encajaba, coincidía en forma y color con la que
necesitaba para terminar esa parte del puzzle, pero…
¿Podía ser Fernando Expósito un asesino, un sádico, un
proxeneta y estar involucrado con el tráfico de drogas
e influencias? Policialmente veía esa pieza del puzzle y
sabía que encajaba. Como psicólogo tenía sus dudas. Esa
pieza no encajaba con el puzzle que había estado mon-
tando como perfil psicológico de su viejo amigo, su viejo
camarada de hospicio.
—¿Es que no piensa parar de llover? —El Sargento
sacó su arma—. Adentro, ¡ya!
A su orden asaltaron la nave y se llevaron un chasco.
Estaba vacío, desierto. Hacía por lo menos una década
que nadie pasaba por allí. Lo registraron todo, quizá ha-
bía un compartimento subterráneo donde tenían a Án-
gel. Y si, efectivamente, no solo encontraron un com-
partimento, sino cuatro. Cuatro compartimentos vacios.
—Lo siento, amigo.
—Y yo. —Evaristo guardó su arma y se dispuso a
marcharse—. Espero que al menos todo esto te sirva
para cerrar el caso del Flamingo´s.
Eso espero yo también. Esto es un buffet libre de
pruebas. —Le ofreció la mano—. Ve a casa y descansa.
Gracias a esto daré con Reinaldo Cifuentes y él me lleva-
237
rá a Fernando Expósito. Y este al niño. Pronto le tendre-
mos con su madre, te lo prometo.
Evaristo se marchó abatido, se fue al hospital a ver
si Miriam estaba allí con su madre y le dijeron que le
habían dado el alta a Paloma hacía una hora. Tampoco
la encontró en su casa y estaba seguro de que no quiso
abrirle la puerta de su madre.
—Debe de odiarme —pensó—. Me culpa de todo.
—Se subió al coche y lo puso en marcha—. Y no me ex-
traña.
No tenía ganas de irse a casa y no sabía qué hacer,
por donde tirar. Se sentía completamente impotente. Sin
saber por qué, sus pasos le llevaron al Route 66 y pidió
una cerveza nada más sentarse en la barra.
—¿Qué te pasa, amigo? —Shark fue a por la cerveza
y Negro se sentó a su lado—. Te veo triste.
Cerveza tras cerveza le contó todo a los Asturum y
no se marchó a casa hasta la una de la madrugada, solo
y completamente borracho.
238
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 19
241
Cuando llegó a la Comandancia todo eran caras lar-
gas. En el ambiente flotaba esa incómoda y triste sensa-
ción que… Él estaba acostumbrado, todos los guardias
de España estaban acostumbrados a ella. En los años del
plomo, E.T.A. golpeaba mucho y muy duro, se habían
tenido que acostumbrar a la muerte de amigos y com-
pañeros.
La noche anterior, Sevillano se había quedado tra-
bajando hasta tarde. Sobre su mesa tenía los recortes
de periódico criticando su actuación, su inutilidad a la
hora de dar con el asesino de Jeannette, Tania y Laura. El
mismísimo gobernador civil le había llamado la mañana
anterior para dedicarle todo tipo de improperios y no cambiar por
que el
sabía hasta cuando el Comandante Terrón iba a poder
mantenerle al mando de la investigación. Para colmo de
males, el informe psicológico del Coronel Aquilino ha-
bía redactado era demoledor. Según él, la presión le esta-
ba pasando factura y no lograba hacer grandes avances.
Al menos lo había dulcificado en grado sumo y no pedía
su destitución como si lo hacían el Teniente Coronel jefe
de la Comandancia, el Gobernador Civil y la prensa.
Sevillano y Benito lo volvían a revisar todo por ené-
sima vez. Sabía que había algo que se le escapaba y ne-
cesitaba dar con ello antes de firmar aquel documento
por el cual se ordenaría la vigilancia al Capitán Losada.
Él creía en su inocencia pero, de no dar con nada en las
próximas horas, era lo único que le quedaba por hacer.
Repasó las grabaciones de los interrogatorios a Marta
Vallejo y su hermano, las cámaras de seguridad, los in-
formes lofoscópicos y el resto de documentos y pruebas.
—¡Tiene que haber algo!
242
—Mi Teniente —le interrumpió Benito—. Yo creo
que deberíamos reconstruir los pasos de Fernando Ex-
pósito desde la última vez que se supo algo de él.
—Encárgate tú, por favor.
Sería inútil, ni él ni nadie podría nunca dar con-
migo. El Subteniente Morte no consiguió nada, como
él mismo había dicho, yo era un fantasma. De carne y
hueso, pero un fantasma a fin de cuentas. El fantasma
del hospicio.
Pasada la una y media de la madrugada quedó solo.
Había mandado a Benito a casa y él terminaba de releer
los informes del forense, prácticamente iguales. Tres víc-
timas, golpeadas, vejadas, mutiladas, violadas… El Te-
niente lo guardó todo y abrió la ventana para que fuese
el humo. Aborrecía el tabaco y en aquella Comandancia
él parecía ser el único que no fumaba. Era consciente de
que debía apestarle la ropa, el pelo y la piel. Deseaba po-
der llegar a casa y darse una ducha. Probablemente Olga
ya estaría durmiendo y se imaginaba que Lucas estaría
ocupando su sitio en la cama, abrazado a su madre.
Al salir pasó a despedirse del Teniente Álvarez,
compañero suyo de promoción, que se preparaba para
una larga y aburrida noche como oficial de guardia. Lo
encontró más dormido que despierto junto a la emisora
que, silenciosa, le servía como única compañía.
Sin embargo el silencio de la emisora se rompió. La
Central enviaba a una patrulla a Salinas, a escasos cien
metros de la casa de Losada y a un par de calles de donde
habían asesinado a Jeannette Gonçalves. Un vecino ha-
bía llamado diciendo que un hombre acababa de saltar
243
la valla de una casa y estaba golpeando a una mujer y
amenazándola con un cuchillo.
Sin pedir permiso a Álvarez cogió el auricular y su-
bió el volumen. No había tenido noticias de Crespo y
Gil, los dos guardias que esa noche estaban encargados
de vigilar los pasos de Jorge Manuel. O se habían dormi-
do, o estaban muertos, o Jorge Manuel acababa de que-
dar exonerado al 100%.
—Quizá sea un robo, no te comas la cabeza.
—No, no es un robo. —Le señaló el reloj de la pa-
red al que le faltaban unos pocos segundos para dar las
dos—. En él, hay que darse prisa.
Es Sevillano salió de allí a escape. Respiró hondo y
sonrió al descubrir una maravillosa noche sin una sola
nube, una luna llena enorme, brillante y preciosa, rodea-
da de infinidad de estrellas. Una bonita noche, algo fría
para ser octubre pero perfecta. Una bonita noche en la
que aquella pesadilla podía tocar a su fin.
En un tiempo record llegó a Salinas, buscó la casa y
miró hacia una ventana por la que un hombre escapaba
al escuchar que la Guardia Civil hacía saltar la puerta y
corría hacia donde estaba.
—¡Aquí! —gritó—. ¡Se escapa por detrás! —Los dos
guardias no le escuchaban, de eso estaba seguro. Tenía
que ser él quien lo detuviese o aquella bonita noche no
sería esa en la que aquella pesadilla podía tocar a su
fin—. ¡Alto, Guardia Civil!
El hombre saltó el muro y cayó frente a Sevillano. El
Teniente trataba de sacar su arma y se ponía en su cami-
no para impedirle escapar. El hombre le desarmó y cayó
244
encima de él cuando Sevillano trató de agarrarle por el
brazo. El Teniente le golpeó donde pillaba, no sabía si le
estaba dando en la cara, el estómago o la pierna. Lo úni-
co que quería era retenerle allí hasta que los dos guardias
de la patrulla se lo quitaran de encima y le detuvieran.
Era un tipo flacucho y debía llevar varios días sin
dormir. Pero era fuerte, muy fuerte. Se retorció hasta
conseguir ponerse encima de Sevillano y acercó su boca,
apestando a alcohol, hasta su oído. Le susurró algo antes
de ponerle el cuchillo en el cuello y apretó el filo contra
la piel que comenzó a sangrar. El Teniente iba a vender
cara su vida, tenía que ganar tiempo. Le golpeó en la es-
palda con la rodilla y el hombre tuvo que apoyar ambas
manos en la acera para no caer. Se incorporó y estrelló
su puño contra la nariz de Sevillano, sintiendo como los
huesos se rompían. La cabeza dio contra el embaldosado
y la vista se le nubló. El cuchillo había caído lejos pero
eso no iba a mitigar su furia asesina. Le habían impedi-
do matar a aquella mujer y a sus hijos, estaba seguro de
que el marido tan solo había quedado inconsciente y el
tipejo que tenía bajo sus piernas se había librado de que
el cuchillo se hundiese en su garganta, por ahora.
Como una tenaza sus manos se cerraron alrededor
del cuello de Sevillano y apretó y apretó con todas sus
fuerzas. El oxigeno no llegaba a los pulmones del Te-
niente y no se movía ya, tan solo se aprendía de memo-
ria cada rasgo del rostro de su asesino para poder acabar
con él el día que se vuelvan a encontrar en el infierno.
Sus ojos ya no podían mantenerse abiertos, por mucho
que se esforzase. Sus párpados terminaron por cerrar-
245
se y lo último que escuchó fue el sonido de un disparo
rompiendo la quietud de la noche.
¡Lo había conseguido! ¡Había logrado sobrevivir
hasta que los dos guardias saliesen de la casa y diesen
con ellos! La pesadilla había terminado, ya no morirían
más mujeres, más Gretas a manos de ese bastardo. Había
tenido que dar su vida por ello pero lo había logrado.
Tan solo lamentaba no haberse podido despedir de Olga
y Lucas. Decirle a ella que lamentaba todas esas noches
que durmió sola por estar él en brazos de su amante,
su trabajo. Decirle que era y siempre había sido el amor
de su vida. Lamentaba no poder decirle a su hijo que le
quería, que estaba orgulloso de él y que estaba seguro de
que sería un hombre de honor cuando creciese. Lamen-
taba no poder decirle que a partir de esa noche él sería
el hombre de la casa y que tenía que cuidar de mamá
por él.
—¿Está muerto? —No podía creérselo—. ¿Daniel
ha muerto?
—No, mi Capitán. Está en coma, trataron de reani-
marle tras lograr reducir al sospechoso y la ambulancia
le llevó al hospital.
—¡Quiero verle!
—¿Al Teniente Sevillano? Eso es imposible, está en
la U.C.I., respira por una máquina y su mujer no quiere
que nadie vaya por allí hasta que despierte o…
—No, quiero ver al detenido. Quiero ver a Fernan-
do, ¡ya!
—No es Fernando Expósito. El detenido se llama
Alejandro Sabater.
246
—¿Y qué tiene que ver él en todo esto?
—Lo estamos comprobando.
—¿Son Alejandro Sabater y Fernando Expósito la
misma persona?
—Lo estamos comprobando.
—¿Y qué haces aquí parado, Secades? Ve a averi-
guarlo. No quiero a nadie tocándose los cojones que
averigüéis quien es Alejandro Sabater —bramó—. ¿En-
tendido?
y averiguad
—¡Losada! —Aquilino abrió la puerta al escuchar
sus gritos y se asomó—. Entra, ¡ahora!
Cerró la puerta y se sentó frente al escritorio. El Co-
mandante Terrón estaba allí y Evaristo hubiese jurado
que había estado llorando.
—Ha sido culpa mía —dijo—. Le metí mucha pre-
sión y estos malditos periodistas no le dejaban en paz.
—El Comandante te masajeó las sienes cerrando los
ojos—. Se precipitó, cometió un error de novato por mi
puta culpa. se
—No vale la pena lamentarse, Adolfo. —Aquilino
leía por encima los papeles del Teniente—. Mucho me
temo que sea un imitador. —Centró su mirada en Losa-
da—. No hemos encontrado las siglas F.E. por ninguna
parte y…
—Tiene que ser él. Lo más probable es que no le die-
se tiempo a hacerlo. Ni siquiera logró matar a su víctima
y el marido resultó ileso, ¿no?
—Pero no cuadra —Puso una foto de la mujer sobre
el escritorio—. No se parece en nada a Greta.
247
—Es morena, Greta es morena. No debe ser fácil dar
con muchas más mujeres que se parezcan a ella.
—Hasta donde sabemos, Alejandro Sabater no tiene
nada que ver con Fernando Expósito.
—¿Y con Reinaldo Cifuentes?
—¿Con quién?
248
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 20
251
—Espero que Ángel esté bien —Estrelló el cigarrillo
contra el cenicero de cristal y descolgó el teléfono—. ¿Jo-
yanes? Soy Losada, dime que tienes algo.
—Nada, no hay nada nuevo. No logro dar ni con
el niño, ni con Reinaldo Cifuentes, ni… —El Sargento
parecía desesperado—. Llevo días sin pegar ojo.
—¡Joder!
—En cuanto sepa algo te aviso, lo prometo.
—¿Has hablado con Miriam?
—Si.
—¿Y te ha preguntado por mí?
—No. —Guardó silencio un segundo—. Lo siento,
amigo.
De pie frente al espejo se arregló el nudo de la cor-
bata y miró su demacrado reflejo. Pese haberse afeita-
do, aseado y puesto de punta en blanco con su uniforme
nuevo, la imagen que el espejo le devolvía era deplora-
ble. Cogió el tricornio y los guantes blancos y se sentó
sobre el escritorio. Tenía que hacerlo, lo sabía. Pero no
podía, otra vez no.
—¿Estás listo? —Aquilino entreabrió la puerta del
despacho de Evaristo y se asomó—. Vamos.
—No puedo. —Los ojos se le humedecieron—. ¿Y si
no es Fernando el asesino? ¿Y si lo soy yo?
—Ahora que por fin me has convencido a mí de su
culpabilidad, no te hagas esto. —Meneó la cabeza—. No
eres tú y no es Jorge Manuel. —Entró y cogió un cigarri-
llo del paquete de tabaco de su amigo—. Tenemos que
irnos o empezarán sin nosotros.
252
—¡Aaahhh! —suspiró—. Está bien, vamos.
La mañana anterior habían desconectado a Sevi-
llano del respirador. Parecía que había mejorado, había
logrado abrir los ojos y cogerle la mano a Olga. Sin em-
bargo, el tiempo que su cerebro había estado sin recibir
oxígeno le había pasado factura. Algunos órganos le em-
pezaron a fallar y no se podía hacer nada por él. Tan solo
tuvo media hora para despedirse de su mujer y su hijo,
un adiós dicho con la mirada y con gestos pues fue del
todo incapaz de hablar. Cada vez que abría la boca solo
emitía balbuceos ininteligibles, como un bebé. No pudo
decirles eso de que les amaba, de que ahora Lucas debía
de cuidar de su madre. Lo único que pudo hacer fue co-
gerles la mano y mirarles tratando de no llorar.
—Dile adiós a papá, cariño.
—Adi… —Su garganta estaba demasiado seca y sus
ojos demasiado húmedos—. Adiós, papá.
Su mano y la de su hijo se separaron. Notó la última
caricia de ella y un cosquilleo en la punta de los dedos y
los vio alejarse y salir de la habitación.
—Te quiero—dijo Olga.
Ya solo, asintió con la cabeza a la enfermera. La chi-
quilla le vació en sus venas el sedante y cerró los ojos
para no volver a abrirlos.
—¿Ya ha confesado donde tiene a Ángel? —Evaristo
se arrellanó en el asiento del BMW de Aquilino.
—Ni siquiera estamos seguros de que Alejandro Sa-
bater sea Fernando Expósito. No hemos logrado averi-
guar nada sobre él.
—¿Ha dicho algo en los interrogatorios?
253
—No habla. El juez le ha mandado a prisión pero es
muy probable que acaben metiéndole en el psiquiátrico.
—¿Está loco?
—¿Loco? ¿En serio, Evaristo? Alejandro Sabater pa-
dece de un trastorno del apego de libro. No es que no
quiera hablar, en verdad no calla. Tan solo repite como
un mantra algo que parece una lengua africana o sabe
Dios qué. Estamos esperando que algún traductor con-
siga averiguar que cojones dice.
—¿Qué sabéis de él? No me creo que en estos días
no hayáis logrado nada.
—Vivía en un cuchitril asqueroso. —Miró a su ami-
go y negó con la cabeza—. Que esto no salga de aquí,
que quede entre nosotros dos. La chabola en la que vivía
es una casa abandonada a unos cincuenta metros de la
tuya. Tenía las paredes empapeladas con recortes de pe-
riódicos sobre las muertes de Jeannette, Tania y Laura.
También tenía muchas fotos tuyas, de Jorge Manuel y
Liliana, de Miriam y de Ángel. Incluso había un par de
ellas mías y de Sevillano. Pero ni rastro del niño, deben
de tenerle en otra parte.
—No cuadra, no es lógico.
—Un mendigo loco que asesina mujeres que se pa-
recen a mi mujer y secuestra un niño para tratar de te-
nerme quietecito. Hay que hacerle hablar, se lo está ha-
ciendo, sabe perfectamente que esa es su mejor baza si
no quiere pudrirse en una celda.
—¿Le has visto?
—Si, le vi.
—¿Y?
254
—No se parece en nada al Fernando que yo recuer-
do.
—La última vez que le viste tenía… ¿13, 14, 15 años
quizá? Ahora tendría 40 o 39. Es normal que no se pa-
rezca al Fernando Expósito que tú recuerdas.
El funeral por Sevillano fue emotivo. Evaristo cargó
con Secades, Benito y otros tres guardias con el ataúd
desde el coche fúnebre hasta el altar y colocó sobre la
tapa la bandera de España y el tricornio de su amigo. La
banda les deleitó con el himno de España como réquiem
de despedida y todos los asistentes se pusieron en cola
tras la misa para darles el pésame a Olga y Lucas.
—Evaristo. —El vello se le erizó al escuchar aquella
voz—. Lo siento mucho.
Tras tantos días sin verla, tenerla delante le resultó
doloroso.
—Miri… —Su nombre se le atascó—. Miriam.
—Vine tan solo a darte el pésame. —Le ofreció la
mano como se le hace a un desconocido al que te acaban
de presentar—. He de volver con mi madre.
—Miriam, lo siento. Ha sido todo culp…
—No digas eso. Por favor te lo pido, no digas eso.
—Estaba más pálida de lo normal, tenía profundas oje-
ras e iba sin maquillar y sin peinar—. Solo quiero que
vuelva. —Se giró con los ojos humedeciéndose—. Sé que
estas cosas forman parte de vuestro trabajo. Lo sé bien,
ya perdí a Ángel Miguel por culpa de la Guardia Civil,
pero… —La pobre mujer tragaba en seco—. Si ya le te-
néis, no os costará dar con mi bebé.
—Hacemos lo que podemos.
255
—Mi madre está muerta en vida. Y yo… Y yo tam-
bién. Le echo mucho de menos.
—Yo también le echo de menos. Y a ti también.
—¡No! —Por primera vez dejó de disimular y le
miró con odio—. No quiero escuchar eso. No necesito
escuchar eso ahora. —Le dio la espalda—. Tan solo tráe-
me a mi hijo sano y salvo.
—Estamos jugando a contrarreloj. —Joyanes tam-
bién había ido al funeral y se había mantenido alejado
mientras Miriam y Evaristo hablaban—. Si ese Alejandro
Sabater es Fernando Expósito, si es Reinaldo Cifuentes,
quizá solo le queden uno o dos días de vida al niño.
—Si no está muerto ya- —Evaristo, en ese instante,
era la mismísima imagen del pesimismo.
—Me marcho. Vamos a hacer un registro en Villa-
viciosa. Hemos descubierto que la empresa propietaria
del Flamingo´s tiene otra nave allí. —Le ofreció la mano.
—Voy contigo.
—No, Evaristo. Hoy tu sitio está aquí. En cuanto
tenga algo que contarte, te llamaré.
Se unió a la cola y tardo menos de lo que hubiese
deseado en ponerse frente a Olga. Ella lloraba sin con-
suelo y su hijo estaba lívido, enmudecido a su lado. Se
abrazaron en silencio, incapaces de decirse nada el uno
al otro. Cuando se separaron se miraron a los ojos un
instante y Olga sonrió.
—Daniel siempre me decía que tú eras capaz de ha-
cer magia. —Se mantuvieron sujetos por las manos—.
Confiaba en ti, decía que eras el mejor. Qué solo tú pue-
des acabar
256
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 21
259
—Me parece una mala idea. —Sacó un cigarrillo y se
lo puso entre los labios y le ofreció otro a su jefe—. No
creo que una unidad piloto sea lo más conveniente en
una situación como esta.
—Acaba de decir que no sabes por dónde seguir. La
suya será una unidad de apoyo para ayudar a las uni-
dades de Policía Judicial que no puedan hacer más—.
La mirada de Terrón denotaba que a él también le jodía
esa situación—. Y está claro que nosotros no podemos
hacer mucho más.
—Si Sevillano no pudo… —Encendió el mechero—.
No va a venir ningún niño mimado de Madrid a solucio-
narnos la papeleta.
—Tienen mejores medios y mejor preparación que
nosotros.
—¿Está seguro de eso? —Dio una calada y exhaló el
humo con parsimonia—. Su experiencia es nula.
—¡Ya vale! Si no quiere que la unidad del Coronel
Ramos se inmiscuya en nuestros asuntos, termine usted
lo que empezó Daniel. —El Capitán se dirigió a la puer-
ta—. Y, Losada…
—¿Si, mi Comandante?
—Estás hecho una mierda, márchese a casa, coma
algo, dúchese y duerma. —Agachó la cabeza para mirar
unos papeles—. Quizá mañana lo puedas ver todo con
otra perspectiva.
Lo que peor
Obedeció como buen militar pero a regañadientes.
Lo peor llevaba era la falta de noticias, de avances. Al
menos en la Comandancia podía tratar de hacer algo,
aunque no sirviese al final para nada.
260
Si, obedeció como buen militar pero solo porque no
quería enfrentarse de nuevo a una puerta que no se abría
para él. Miriam seguía haciéndose la huidiza y lo poco
que sabía de ella fue a través de Jorge y Liliana. Y la ver-
dad era que, lo que le contaban, no era nada alentador.
—No sale de casa, la pobre no se separa del teléfono
ni un segundo —le había dicho su amigo.
—Ya me ha dicho Joyanes que le llamo todos los
días.
—Su hijo es lo único que le queda. llama
—Debe de odiarme, ¿verdad? falta una
—Te quiere, más de lo que ella misma quisiera — coma
dijo Lili.
—Eso es lo que hace que sea tan duro para Miriam
el que tú puedas tener alguna culpa.
—No es culpa tuya —intervino su amiga repren-
diendo a su marido con la mirada—. Y ella lo sabe.
—¿Entonces porque me siento yo tan culpable?
—¿Cómo puede ser que no se hayan puesto en con-
tacto con nadie los secuestradores?
—No tengo ni idea, la verdad. Si esto fuese un se-
cuestro al uso se hubiesen puesto en contacto con ella
para pedir un rescate o imponer algún tipo de condi-
ción. falta la tide
—Nadie se ha puesto en contacto con ella. en porqué
—Ni lo harán. —Evaristo pasó la mirada de uno a
otro tratando de ver si había acusación en los ojos de al-
guno de los dos—. No quieren dinero, tan solo pararnos
los pies a nosotros. —Pero tan solo encontró lástima en
261
hacer un intercambio
262
prenderle la austeridad de aquella oficina. Las paredes
seguían completamente desnudas y sobre el escritorio,
junto a su vieja Olivetti y la fotografía de su mujer y sus
tres hijos, había una nueva de él mismo con una Harley
Davidson plateada que parecía recién salida de fábrica.
—¿Te gusta? Puro acero de Milwaukee. —Señaló
una silla vacía—. Siéntate por favor. —Joyanes le puso
enfrente una carta llena de faltas de ortografía que pa-
recía escrita por un niño de diez años—. Ayer llegó esto.
“El niño esta bien. Le liverarenos si el capitan Losa-
da esta mañana a las seis de la tarde en el apeadero del
tren de San Juan. Si no va, si no va solo y descubrimos
ajentes en la zona, mataremos a Ángel.”
—¿Me quiere a mí?
—O no tiene nada que ver con las muertes de las
mujeres o Fernando Expósito no es Alejandro Sabater.
—Así que al final no tenemos un fantasma, sino dos.
—O tres. ¿Qué vas a hacer?
esté
—Lo único que puedo hacer, ir.
—No piden que liberemos a Alejandro Sabater.
—Ya te he dicho que o no tiene nada que ver con
Fernando Expósito o saben que el juez nunca accederá a
ponerlo en libertad una vez está ya en prisión.
—¿De qué va todo esto?
—Tan solo puedo especular. —Se quedó unos se-
gundos mirando a Evaristo, evaluando cada uno de sus
movimientos—. Quizá quieran hacerte chantaje, hacer
que nos centremos en recuperar a Ángel y en atrapar a
Fernando Expósito, darnos mucho trabajo para poder
263
colarnos por otro lado camiones cargados de coca, ar-
mas, putas…
—Para eso no me necesitan a mí—. Se puso en pie,
paseo por el despacho pensando en silencio unos segun-
dos—. ¡No! Esto es algo personal, es un aviso. Si sueltan
al niño y no me toman a mí de rehén será un mensaje.
—¿Qué mensaje?
falta la tilde —Que pueden llegar a mí, a mi familia, a mis ami-
en paseó
gos…
—¿Y si te cogen como rehén?
—Entonces sabré quién y por qué.
—¿Sigues creyendo que es Fernando Expósito?
—¿Quién si no?
—¿Entonces seguimos con la misma hipótesis?
—Lamento no liberarte de carga de trabajo. Yo no
descartaría nada, tan solo son especulaciones.
Volvió a casa, dejó la pistola en el cajón y miró el re-
loj. Aún quedaban poco menos de tres horas para estar
en el apeadero. Era consciente de que no decirle nada al
Comandante Terrón iba a hacer que su jefe le echara una
buena bronca. Pero solo así podía evitar que mandase a
alguien en su lugar y que con ello estuviese en peligro la
vida de Ángel.
—Daniel siempre me decía que eras capaz de hacer
magia. —Le había dicho Olga frente al ataúd de Sevilla-
no—. Confiaba en ti, decía que eras el mejor. Qué solo tú
puedes acabar con esta pesadilla.
Si alguna vez había tenido de verdad esa “magia”, to-
dos sus poderes debieron de evaporarse como lo hacen
264
en
el mayo las aguas de abril. Tenía que dar con Ángel, tenía
que hacerlo por Miriam y con Fernando por Sevillano,
Olga, Lucas y las familias de sus tres víctimas. Tenía que
encontrarlo a los dos por él mismo. ¿Pero cómo?
—Vamos a empezar a atar cabos, algo de labor po-
licial… —Le había dicho Aquilino cuando llegó de Ma-
encontrarlos
drid. …—luego iremos a la psicológica.
Eso era algo fácil de decir. Pero él era mejor psicólo-
go que policía. La investigación criminal no era lo suyo,
para eso Sevillano era el mejor. Él solo sabía investigar
en las mentes de los criminales y, desde hacía casi un
año, ni siquiera estaba seguro de que eso fuese cierto del
todo.
—¡No! —Gracias a él habían metido entre rejas a
muchos, el último ese profesor de gimnasia que abusaba
de sus alumnas. ¡No había perdido su toque!— Puedo
hacerlo, aún tengo algo de magia.
¿De verdad la investigación criminal no era lo suyo?
¿Quién si no él se había percatado de que alguien ha-
bía manipulado las cámaras de seguridad de la mansión
donde asesinaron a Jeannette?
—Darío Monteserín —leyó en uno de los dossiers
que tenía sobre la mesa del salón—. ¡El vecino!
Abrió el informe y este no dejaba lugar a dudas, se
había suicidado. Si bien eso se anteponía a toda lógica,
las pruebas decían eso.
—O alguien ha manipulado las pruebas… —Esa
idea no le gustaba, eso significaba que alguien de su
equipo colaboraba conmigo o, peor aún, que yo formaba
parte de su equipo—. O vio algo o… —Por mucho que
265
no quisiese pensar en ello, la deducción a la que llegaba
era la misma—. …o vio a alguien y se asustó.
Aquel documento estaba peor conservado que el
resto. Sevillano debió leerlo y releerlo mil veces. Debía
de haber llegado a esas mismas conclusiones, lo que le
había llevado a estar cerca de la verdad. ¡Peligrosamente
cerca de la verdad!
No tenía tiempo para seguir. Si bien esas condicio-
nes eran con las que su cerebro mejor rendía, debía de
templar sus nervios antes de acudir a su cita en el apea-
dero. Comió un pequeño trozo de pan y se sirvió una
copa de un whisky escocés de 25 años que tenía reserva-
do para alguna gran ocasión. ¿Y qué mejor ocasión que
su propia muerte, devolverle su hijo a Miriam o las dos
a la vez?
Se encendió un pitillo y bajó al garaje. Su Shovel-
head le esperaba impaciente, acarició el casco y dio otra
calada antes de masticar a palo seco dos aspirinas. Mi-
rando la bombilla desnuda del techo respiró profunda-
mente y agitó sus extremidades.
El motor de su moto rugió, apagó el cigarrillo de un
pisotón y salió de allí. El viento en la cara le ayudó a des-
pejarse aún más y disfrutó del viaje como si intuyese que
aquella fuese a ser su última vez.
Aparcó a medio centenar de metros del apeadero e
hizo el recorrido a pie. Quedaban tan solo cinco minu-
tos para la hora convenida y aquello parecía un desier-
to. Rodeó el edificio y vio salir del túnel un tren. Quizá
Ángel venía en el, quizá Fernando venía en el, quizá…
El tren pasó de largo sin detenerse y el reloj dio las seis
en punto.
266
No hubo seis campanadas, lo que hubo fueron seis
disparos que impactaron en el suelo a sus pies. Habían
fallado a propósito. Evaristo seguía con vida porque la
muerte del Capitán no interesaba, aún. Primero había
que jugar un poco con él, meterle una bala entre ceja y
ceja sería demasiado fácil y demasiado rápido. El sitio
había sido elegido de manera inteligente. El apeadero es-
taba en una vaguada rodeada de altos montes de espesa
vegetación que impedía ver de dónde venían los dispa-
ros o por donde se movían sin ser vistos. Además, así se
podía comprobar si había ido solo. Nadie había acudido
en su auxilio, así que eso solo podía significar que Lo-
sada había sido un buen chico. Aquello era un juego y
debía jugar si no quería que el siguiente disparo le espar-
ciese los sesos por el suelo de hormigón. ¡Y Evaristo se
dio cuenta de ello!
Salió corriendo y otro disparo pasó al lado de su ca-
beza. Giró para rodear el edificio del apeadero mientras
otras dos balas impactaban arrancando trozos de ladri-
llo de la pared. El corazón se le aceleró, parecía estar a
punto de salirle por la boca.
—¡Fernando! —gritó—. Da la cara, ¡cobarde! —Dos
nuevos disparos le tuvieron que servir como respues-
ta—. ¿Dónde está Ángel?
Tenía que moverse, lo sabía. ¿Pero hacia donde?
Evaristo no sabía si había un solo tirador o dos, o tres,
o… Se movió con la espalda pegada a la pared, mirando
hacia todas partes y lo único que sentía en ese momen-
to era la brisa que traía consigo pequeñas partículas de
arena y mil ruidos que no lograba distinguir. Un dispa-
ro pasó rozándole el pómulo y le abrió un corte. Que-
267
algunos
268
nada de desactivación
269
veía a Ángel
270
Le arrastró hacia fuera donde el Brigada Secades les
esperaba y entre los dos le llevaron prácticamente en vo-
landas por el sendero que iba a la carretera.
—¿Tú también? —Trató de zafarse inútilmente—.
¿Cuál de los dos es Fernando? —Secades se puso al vo-
lante y Calzada le abrió la puerta del 127 donde Evaristo
se dejó caer—. ¿Por qué me hacéis esto?
—¿Esa es su manera de darnos las gracias por sal-
varle la vida? —El Sargento se sentó al lado de Seca-
des—. ¡Tira, tira!
Las ruedas chirriaron, se levantó a su alrededor una
alta columna de polvo y salieron de allí como alma que
lleva el diablo. Pasaron al lado de su Shovelhead y vieron
lo que quedaba de ella.
—¡Joder, se han cebado con su moto! —En el de-
pósito había varios orificios de bala y los trozos de la
Harley estaban esparcidos por el descampado—. ¿Cómo
se encuentra?
—Han escapado monte arriba, eran tres. —Secades
levantó un poco el pie del acelerador—. Pero no pudi-
mos verles las caras.
—¿Qué es lo que hacía usted allí, mi Capitán? —
Evaristo parecía haber enmudecido de golpe—. No le
han matado de milagro.
—No te escucha, está en shock.
Hicieron parte del trayecto en silencio. Calzada pa-
recía muy enfadado, quizá por tener que poner en peli-
gro su culo por culpa de un Capitán que no había sabi-
do llevar bien lo de su separación y que le había tratado
como si fuese basura el último año.
271
—No querían matarme —dijo en un susurro.
—¿Qué ha dicho?
—Que no querían matarme. —Se incorporó en el
asiento y pareció haber vuelto a la normalidad.
—¿Entonces que querían? A mí me ha parecido que
querían volarle la cabeza.
—Te lo cuento si primero me dices que hacíais vo-
sotros allí. para
272
de Ángel y su jersey, manchado de sangre. Por su mente
también pasaron los rostros de Greta, Carlos, el de aquel
adolescente que un día fui y el de nuestros viejos compa-
ñeros en el hospicio.
—¿Le llevamos a casa o prefiere ir al hospital? —
preguntó el Sargento.
—Estoy bien. Creo que os debo una disculpa, a am-
bos. ¿Qué tal si os invito a unas cervezas para hacerlo?
—De acuerdo —dijo el Brigada—. Pero primero que
le vea un médico. Ese corte de la mejilla va a necesitar
puntos.
—No es necesario.
—Nos quedaríamos más tranquilos, mi Capitán —
añadió Calzada.
273
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 22
277
—¿No me vas a preguntar por ella? —Jorge Manuel
apagó el televisor y encendió un par de cigarrillos.
—¿Hay algo nuevo que no me contases antes?
—La verdad es que no, sigue en fase de negación.
—Le puso sobre la mesa el periódico de aquella maña-
na—. Ha ofrecido una recompensa a quien le ayude a
encontrar a Ángel. —Abrió el periódico y buscó la pá-
gina—. Está utilizando a la prensa para meter presión a
la policía.
—Ha sido declarado muerto.
—Aún así tiene derecho a recuperar el cuerpo de su
hijo, ¿no crees?
—Estoy seguro de que Joyanes no ha dejado de bus-
carle pese a que le hayan declarado muerto. —Le dio la
última calada al cigarrillo y lo apagó—. Seguro que se
está dejando la piel.
—Necesita encontrarle, enterrarle y despedirse de
Ángel para poder continuar con su vida.
—No creo que le quede vida con la que continuar.
—Liliana se apoyó en la escoba y acarició a Jorge Igna-
cio—. Yo me moriría si le ocurriese eso a…
Evaristo se puso en pie y paseó por el salón.
—¿Siempre llevas eso contigo? —Su amigo se fijó en
la pistola que llevaba al cinturón en la espalda—. ¿Quién
va a atacarte aquí?
—¿Ha preguntado por mí? —Ignoró lo que dijo Jor-
ge y volvió a sentarse.
—No, lo siento. —Alguien llamó a la puerta—. Voy
a abrir.
278
Su amigo se levantó y Evaristo miró su reflejo en
el espejo del salón. La verdad es que estaba hecho una
mierda, parecía que llevase semanas sin afeitarse y los
dientes le amarilleaban más de lo normal por el exceso
de nicotina.
—Da pena y dolor mirarte. —Jesús y su familia esta-
ban en el quicio de la puerta—. ¿Vienes a darle un abra-
zo a tu hermano?
Liliana y Carmen pusieron la mesa y Evaristo contó
un plato de más.
—¿Esperamos a alguien? —En su cabeza se dibujó
la esperanza de que Miriam se uniese a la celebración—.
¿Quién falta?
De nuevo llamaron a la puerta, Jesús fue a abrir y
volvió con María Mercedes
—¡Mamá! —El Capitán se abrazó a su madre y se
derrumbó como un niño pequeño—. ¡Mamá!
Las personas más importantes de su vida se habían
compinchado para tratar de sacarle de ese bache. Bueno,
sentía que le faltaban tres más, Carlos, Miriam y Ángel,
pero comprendió que eso sería del todo imposible.
—Mi niño, no llores. —Cuan sabios son aquellos
que dicen que, aparte de entre los brazos de la mujer
amada, no hay sitio más seguro que entre los de tu ma-
dre—. Ya verás como todo se va a solucionar.
Evaristo se sintió como un niño pequeño, vulnera-
ble e incluso un poco tonto. Fue como si el tiempo se
hubiese detenido y su corazón se llenó de paz.
279
Liliana terminó de preparar la mesa y comieron to-
dos juntos, como una gran familia que logra juntarse al
completo por fin.
Tras los postres, Liliana, María Mercedes y la mujer
de Jesús se fueron a recoger la mesa y a fregar los platos
mientras hablaban de sus cosas y los hombres tomaban
café con una copa de aquel whisky escocés de veinticin-
co años y fumaban.
—Ya voy yo. —El timbre volvió a sonar y Evaristo
fue a abrir.
Al otro lado le esperaba la neblinosa mirada azul
de Miriam. Seguía siendo preciosa, sin embargo parecía
haber envejecido diez años desde la última vez que la
vio, tras el funeral de Sevillano.
—Hola.
—Hola. —La voz del Capitán se entrecortó y su son-
risa se borró—. Pasa, pasa. —La sombra de la culpa vol-
vió a caer sobre su ánimo. ¿Con que derecho podía él
disfrutar de la vida mientras ella…? —No te quedes ahí,
por favor.
—Necesito tu ayuda. —Se quedó en el rellano abra-
zándose a sí misma e incapaz de levantar la vista del sue-
lo—. La policía no va a seguir buscando a mi bebé.
—Estoy seguro de que Joyanes no piensa rendirse y
va a seguir hasta encontrar a…
—No digas su nombre. —Durante un segundo le
miró a los ojos antes de volver a bajar la mirada—. Le
dan por muerto.
Miriam, yo… —Evaristo trató de acariciarle el bra-
zo.
280
—¡No está muerto! —Dio un paso atrás para evitar
que la tocase—. Una madre sabe esas cosas.
—Lo siento, de verdad. —La situación era incómo-
da y Losada no sabía qué hacer con sus manos o donde
poner su vista—. Pero le han matado, yo he visto…
—¿Unas fotos y un jersey con sangre? Ya lo sé, tú
amiguito Joyanes me lo ha dicho. —Volvió a mirarle a
la cara y entonces él deseó que no lo hubiese hecho—.
¿Pero viste su cuerpecito sin vida? ¡No! Tan solo viste
unas fotografías. —Se hicieron unos segundos de incó-
modo silencio—. ¿No piensas ayudarme?
—Si que voy a ayudarte. Te prometo que encontra-
remos el cuerpo de…
—¡No digas su nombre! Le repitió gritando. —Se lo
llevaron para castigarte a ti. No tienes ningún derecho a
decir su nombre—. Daba miedo—. La policía se ha ren-
dido y te toca a ti encontrar a mi hijo.
pecho de Evaristo
—Haré todo lo que pueda, te lo…
—Le buscarás y me lo traerás. —Señaló al suelo y
acercó su rostro al de Evaristo—. ¿Me has entendido?
—Le dio un bofetón rompiendo a llorar—. ¿¡¡Me has en-
tendido!!? —Le volvió a golpear otra vez, y otra, y otra
más sin que él se apartase o defendiese—. Le echo de
menos. —Se dejó caer contra el pecho Evaristo y él quiso
abrazarla para tratar de calmarla—. ¡No me toques! —Se
apartó de él dándole un empujón y abrió la puerta—.
No me toques —repitió espiando cada palabra como si
fuesen puñetazos en el alma del Capitán.
281
Miriam se marchó y él se quedó mirando la puerta
abierta de par en par. Debatiéndose entre el deseo de ir
a por ella para que regresara y el temor a que lo hiciese.
—¿Estás bien, amigo? —Jorge Manuel apareció y se
acercó a él.
Evaristo le miró tratando de esbozar algo lo más pa-
recido a una sonrisa y de recobrar la compostura.
—No, no estoy bien.
—¿Papá?
—¿Carlos? —Se volvió hacia la puerta y vio a un
niño pequeño que tenía sus ojos y la boca de su madre—.
Cariño. —Se dejó caer de rodillas y abrió los brazos—.
¿Carlos, eres tú?
—¿Papá? —El niño le miraba asustado y se abrazó a
las faldas de su madre—. ¿Papá?
—Si, soy yo, cariño.
—¿Qué hace esta aquí? —María Mercedes apareció
tras Jorge Manuel—. ¿Es él? ¿Es mi nieto?
—Sí, lo es. —Greta ni siquiera se dignó a mirarla
atrajo aún más a su hijo hacia ella—. ¿Podemos hablar,
Evaristo?
—Ven, Carlos. —La necesidad de poder tocar a su
hijo era acuciante, poder comprobar que era real y no un
sueño—. Soy papá, ¿me recuerdas?
—Le estás asustando —dijo Greta mientras el niño
negaba con la cabeza.
Su mayor temor se había cumplido. Su hijo no se
acordaba de él. ¡Pero estaba allí! Tras tantos meses volvía
a estar con él y eso al menos era algo.
282
—Lo… —Se apartó y sonrió a Carlos—. Lo siento,
hijo. No te asustes, soy papá.
—¿Podemos hablar a solas? un
El Capitán alzó la vista tratando de disimular el
odio, el asco que sentía por ella. Carlos tan solo era ni
niño pero seguro que se daría cuenta. Y eso no ayudaría.
Sus ojos se posaron en la mirada verde de Greta y volvió
a verlas a todas. Vio a Jeannette, a Tania ya Laura. Pero
también vio a Sor Virtudes y recordó lo mucho que se ya
parecían. Greta y la monja que “cuidó” de él en el hospi-
cio eran prácticamente gemelas. Quizá sor Virtudes era
algo más baja y enjuta pero, por lo demás…
—Creo que deberíamos dejarles a solas —intervino
Liliana.
—No, yo me quedo. —María Mercedes no parecía
dispuesta a dar el brazo a torcer.
—Merche, por favor. —Jorge Manuel la cogió por
los brazos con cuidado para tratar de hacer que le mira-
se—. Ahora no es el momento.
—¡Es mi hijo! —Se zafó—. ¡Y él es mi nieto!
—Jesús, por favor —imploró Jorge—. ¿Evaristo?
—Mamá, vamos. —Jesús cogió a su madre de la
mano y tiró de ella con suavidad.
—No, quedaos, por favor. —Del perchero de la en-
trada cogió su abrigo y se lo puso—. Nos vamos noso-
tros, esperadme aquí.
—Evaristo…
283
—Tranquila, mamá. —Le acarició y le besó la frente
mientras la mujer cerraba los ojos tratando de no llo-
rar—. No te preocupes, volveremos enseguida.
Greta, Carlos y él salieron fuera. Losada llevaba casi
un mes y medio sin salir de su casa y la mortecina luz
tras los grises nubarrones le cegó. Caminaron hacia un
parque cercano, con Carlos agarrado de la mano de su
madre y aún algo cohibido por la presencia de aquel ex-
traño con bigote.
—Kom och börja spela. (Venga, ve a jugar.)
Carlos obedeció a su madre. Fue hacia el columpio y
se sentó en él. El Capitán Losada se quedó con su mujer
como antaño hicieron y se sintió extraño, mal. Tenía la
sensación de estar siéndole infiel a Miriam, de ser un
cobarde incapaz de poner en su sitio a Greta tan solo por
evitar que Carlos lo viese.
—Estabas más guapo sin bigote. —Ella trató de aca-
riciarle el brazo y él se apartó como Miriam hiciese antes
con él—. ¿Cómo estás?
Ignoró sus palabras y se acercó a Carlos. Se agachó
frente a su hijo y miró como el niño trataba inútilmente
de que el columpio se moviese.
—¿Quieres que te empuje un poco? —Carlo miró a
su madre como pidiéndole permiso y después dijo que si
con la cabeza—. Está bien, agárrate fuerte.
Padre e hijo jugaron juntos poco más de media
hora. Poco a poco se fue ganando la confianza de Carlos
y consiguió que el niño le dejase ponerle entre las pier-
nas para deslizarse juntos por el tobogán. Su hijo movió
284
la manita para saludar a Greta y esta les devolvió el salu-
do desde el banco en el que se había sentado.
—Papá está cansado. —Le azotó el pelo y se levantó
del suelo—. Voy a descansar un poco y luego seguimos
jugando, ¿vale?
—¡Papá! —Le dio un abrazo y un beso en la mejilla
como llevaba meses esperando que hiciese—. ¡Gråt inte,
pappa! (No llores, papá)
—Estoy bien. —Se secó la lágrima con el dorso de la
mano y se quedó mirando como Carlos corría a jugar en
el arenero con otros tres niños—. Diviértete, hijo.
Se sentó allí mismo, en el suelo lejos de Greta, sin
dejar de mirar a Carlos.
—Lamento lo ocurrido. —Greta se acercó y se dejó
caer a su lado—. Nunca quise hacerte daño. —Evaristo
la ignoró y permaneció en silencio—. Escúchame, por
favor. Creo de verdad que aún podemos solucionar lo
nuestro. Te echo mucho de menos pero…
—Las disculpas, si son sinceras, nunca deben venir
acompañadas de un pero. —Carlos les miró a ambos y
Evaristo le saludó con la mejor sonrisa que pudo po-
ner—. No es momento para excusas.
—No quiero justificarme, tan solo hacerte compren-
der y que te des cuenta de tus fallos, de aquello que me
llevó a marcharme. —Quiso tocarle pero no se arries-
gó—. Si no somos del todo sinceros el uno con el otro,
esto no podrá solucionarse.
—¿De verdad crees que nuestro matrimonio puede
arreglarse?
—Sí.
285
—¿Volverías a casa pese a las presiones de tu papito?
—Nunca debí haberme marchado. Fuimos cobar-
des, no nos enfrentamos a nuestros problemas y yo salí
huyendo.
—Lamento que llegásemos a ese punto.
—Yo también. —Se miraron un rato y ella se per-
mitió el lujo de sonreír—. Nunca quise hacerte daño,
Evaristo.
—Si Marcos no hubiese muerto… —Limpió una lá-
grima que le caía por la cara y le lanzó un beso a su hijo
que corría tras una niña hasta el tobogán—. Si…
—Te prometo que me voy a esforzar por no volver a
fallaros. Te…
—No hagas promesas que no se pueden cumplir. —
Le hizo un gesto con la mano para que se callara—. Nos
casamos porque te quedaste embarazada, no porque es-
tuviésemos enamorados.
—Yo si te quería.
—No confundas calentura con amor. —Luchaba
contra una sensación cruel que pugnaba por salir—.
Con el tiempo aprendimos a tenernos cariño, solamen-
te. Pero nunca nos amamos.
—Y pese a todo conseguimos ser felices. —Aga-
chó la mirada hacia el suelo—. Al menos durante algún
tiempo. —Le cogió la mano y él en esta ocasión no la
retiró—. Y creo, de verdad, que podemos volver a serlo,
si tú me perdonas.
—Te perdono y, si quieres, puedes volver a casa. —
Evaristo le cogió la barbilla a Greta e hizo que le mira-
286
se—. Me hiciste daño al llevarte a Carlos y no permitién-
dome verle todo este tiempo.
—No fui yo. —Ella cogió la mano de Losada y le
besó los nudillos—. Era mi padre el que impedía…
—Lo sé. —Le hizo otro gesto para que se callara de
nuevo—. Llevo meses queriendo tenerte delante para
cantarte las cuarenta, insultarte y herirte con mis pala-
bras.
—Me lo imagino.
—Y sin embargo, ahora no puedo hacerlo. —Retiró
la mano y sacó un cigarrillo—. Le he echado de menos.
—Evaristo miraba a su hijo como si aún creyese que era
un espejismo—. Por eso no me va a ser difícil decir esto.
—No quería mirarla, en el fondo tenía miedo de que si
lo hacía no podría decirle lo que quería espetarle en la
cara—. Te perdono y puedes volver a casa. Pero yo no.
Yo me iré con mi madre y firmaremos un acuerdo por el
que Áng… —Se dio cuenta de su fallo y tragó saliva—.
Por el que Carlos vivirá conmigo y tú puedas verle dos
horas cada día y por el que pasará un fin de semana con-
tigo y otro conmigo. O eso, o te vuelves a Gotemburgo
con tu papaito, sin Carlos. No estoy dispuesto a que mi
hijo sea educado por una niña de papá, caprichosa e in-
capaz de valorar todo lo bueno que le ha ocurrido en
la vida. Con una mujer que al mínimo problema busca
consuelo a este entre las piernas del primer tío que se
cruza en su camino.
—Eres injusto conmigo.
—No estoy dispuesto a que mi hijo sea educado por
ti y por esos que te hicieron así a ti. —Se encaró a ella
287
tratando de no perder la compostura y de que Carlos
no se diese cuenta de nada—. Y ahora vete, tienes hasta
mañana para pensar en esto.
—¡Te has vuelto loco!
—No, te equivocas. —Quería gritarle, hacerla sentir
tan insignificante… Pero no podía hacerlo si no quería
asustar a su hijo—. Eres tú, Greta, la que me ha ido vol-
viendo loco y ahora vas a pagar las consecuencias de ello.
—¡No me quitarás a mi hijo! —Por fin había con-
seguido que Greta se mostrase tal y como era en ver-
dad—. Carlos se viene conmigo. —Hizo amago de ir a
por él pero Evaristo se lo impidió—. Suéltame, no quie-
ro hacerte daño. —Tiró para liberarse pero la mano de
Losada se cerró sobre su muñeca como una tenaza—.
¡Suéltame, duele!
—Carlos se queda conmigo, zorra.
—Lo más conveniente es que no le inflija daño al-
guno a mi hija. —El ínclito señor Sánchez surgió de la
nada flanqueado por Ludvig y otro mastodonte igual de
grande—. Creo que ya te advertí de lo plausible que era
que aconteciese esta posibilidad, hija mía. Este hombre-
cillo no es razonable y es del todo inadecuado para ti.
Siempre lo ha sido.
—Ya tardaba el pedante de tu padre en aparecer. —
Soltó a Greta mirando a don Nicolás y sus dos gorilas—.
¿Necesitabas aquí a papaito, puta?
—Él supuso que reaccionarías así. —Le cruzó la
cara, golpeando exactamente en el sitio donde Miriam
lo había hecho y le dedicó una mirada fría como el hie-
lo—. Pero yo no quise creerlo.
288
—No te vas a llevar a mi hijo de nuevo. —Cami-
nó hacia donde estaba Carlos, ajeno a todo cuanto ocu-
rría—. No me vas a volver a separar de él.
—Eres tú quien acaba de alejarle de tu vida. —Greta
corrió hacia allí para impedirle que se lo llevase—. Has
perdido tú oportunidad.
quitar la tilde —Apártate. —Apretó los puños—. No quiero mon-
a tu tar una escena delante de Carlos.
Algunas madres cogieron a sus hijos y escaparon con
ellos. Don Nicolás, con su aire de superioridad siempre
como escudo, le miraba como si fuese una mierda y su-
piese que al ese capitanucho de la Guardia Civil le falta-
ban los arrestos suficientes para enfrentarse a él.
a ese Aquel era mi momento. Al igual que ocurrió años
atrás con Simón, en mí surgió esa necesidad de alimen-
tar mi alma con ese odio que ardía en el corazón de Eva-
risto.
—¿Acaso vas a permitírselo? —Mi voz resonó en su
cabeza como si fuese la del mismísimo Satanás—. Máta-
les, a ella, a su padre y a sus dos gorilas. Quédate con tu
hijo y deshazte de quienes quieren volver a arrebatarte
a Carlos.
—Hjälpa henne. (Ayudadla) —Ordenó su suegro a
sus dos esbirros—. ¡Snabb! (Rápido)
—¿Acaso no quieres tener a tu hijo contigo? —Seguí
castigándoles—. ¿Acaso eres un cobarde? —Evaristo no
era capaz de escuchar nada más que a mí—. ¡¡Eres una
mierda!! No mereces llamarte padre si no evitas que te
lo quiten. Ahí vienen, saca tu pistola y defiende a tu hijo
de los que le quieren hacer daño.
289
—No —me contestó llevando la mano al cinturón
bajo la chaqueta—. ¡Os voy a matar a todos! —bramó
como un animal—. No me vais a quitar a…
Ludvig no le dio tiempo a que sacara su arma y le
retorció el brazo.
—¡Suéltame, hijo de… —El mastodonte apretó un
poco más—. ¡¡Erg!!
Greta, con Carlos en los brazos, corría ya hacia el
coche del señor Sánchez. Evaristo cayó de rodillas, sin-
tiendo como si los músculos y los tendones del brazo
fuesen a astillársele y miró a su hijo.
—¡Mátalos a todos! —Seguí azuzándole.
frío
Pero todos mis esfuerzos serían inútiles. No solo
Ludvig le impedía moverse, sino que la mirada asusta-
da de su hijo le dejó sin fuerzas y derrotado, tumbado
sobre el frio suelo. En cuanto el gorila le soltase podría
vaciar el cargador de la pistola sobre los cuatro, pero
aquella mirada de su hijo… Lo más probable es que en
ese momento el niño no entendiese como ese hombre,
que decía ser su papá, había pasado de ser aquel encanto
que había jugado en el columpio y el tobogán con él, a
ser esa especie de monstruo que chillaba como un loco.
Los ojitos de Carlos le vaciaron de sangre las venas y de
oxígeno los pulmones. saciada
Aquella sed que había nacido en mí parecía estar a
punto de consumirme. Necesitaba ser sacia con pron-
titud y no parecía que Evaristo fuese a hacer nada para
remediarlo. ¡Alguien debía morir ese día, quien fuera!
Greta y Carlos se marcharon en el Rolls Roice de
don Nicolás y él se incorporó hasta quedar de rodillas.
290
No se movió de allí en casi veinte minutos. De un mano-
tazo rechazó la ayuda de una de las madres que lo habían
visto todo y lloró amargamente. Cuando se levantó no se
atrevió a volver a casa. María Mercedes les esperaba allí
a él y a Carlos y Evaristo no podía decirle que nunca más
volvería a ver a su nieto.
Paró un taxi y se dejó caer en el asiento de atrás.
—¿A dónde le llevo, amigo?
—Al Route 66, en Avilés.
No tardaron en llegar y, tras pagar la carrera, se me-
tió en el bar.
—¿Qué tomas?
—Un whisky. —Sacó el tabaco—. Doble.
La bonita camarera a la que había salvado de los
Iron Falcons le sirvió su copa y el Capitán se la tomó
mirando a una chica que se parecía a Greta.
—¿Cuántas mujeres son iguales que tú, puta? —Su-
surró.
Tenía su mismo pelo y sus mismos ojos y aquello,
sumado al amargor del whisky, le despertó un fuego en
el estómago.
Una hora más tarde, borracho ya como una cuba, se
dejó caer en un sofá y se percató de mi presencia.
—¡Fernando! —dijo a voz en cuello—. Maldito bas-
tardo.
Sus ojos no se apartaron de los míos y quise jugar un
poco más con él. Invadí de nuevo su mente y le hice revi-
vir ese instante, horas atrás, en el que Miriam le gritaba y
le abofeteaba. Después volvió a ver a Greta llevándose a
291
su hijo y la mirada de Carlos. Esta imagen se difuminó y
dio paso a esas fotos de Ángel muerto, con su jersey del
uniforme del colegio manchado de sangre. El rostro de
Sor Virtudes apareció ante él y después el de Greta para,
finalmente, disolverse como el humo y darse cuenta de
que lo que había estado viendo todo el rato era la cara
de esa chica de ojos verdes y pelo negro que también le
miraba desde la barra.
—Hola, amigo —le dije sonriendo—. ¿Te he conta-
do alguna vez la historia del fantasma?
—Tú eres el fantasma.
—Eres muy guapo. —La chica se acercó y se sentó
a su lado en el sofá—. Yo soy Cristina. ¿Qué haces aquí
tan solo?
—No estoy solo
Y los ojos de Evaristo se cerraron para caer dormido
por culpa del alcohol.
292
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 23
295
gua por los labios y se puso en pie tirando de mí—. Ven,
acompáñame.
La seguí hasta el baño. Dentro no había nadie, me
condujo hasta uno de los váteres y cerró la puerta. Sacó
un pequeño paquete de plástico e hizo un par de filas
con el polvillo de su interior.
—¡Joder! Esta farlopa está de puta madre. —Se me-
tió una raya y echó la cabeza hacia atrás riéndose—.
¿Quieres un poco?
Negué con la cabeza y ella cogió un poco de coca
con un dedo.
—Un poco de esto en la punta de la polla…
lo —Y no me corro en horas.
—¿Ya los has probado? —Volví a negar y ella esbozó
una amplia sonrisa—. Siempre hay una primera vez para
todo. —Se puso de rodillas ante mí y me bajó la crema-
llera—. A ver qué escondes aquí.
Se puso la coca del dedo en la punta de la lengua y
me mordió la verga por fuera del pantalón. Me la sacó al
aire y quiso metérsela en la boca pero yo se lo impedí. Su
cara, entre excitada y enfadada, resultó deliciosa.
—Aún no —le dije sonriendo.
—No seas malo conmigo. —De nuevo trató de pasar
la lengua por ella y, de nuevo, se lo impedí—. ¿Te gusta
jugar, verdad? —Puso los ojos en blanco y gimió—. ¡Jo-
der! Como me pone que me hagas eso.
—¿Quieres jugar?
296
—Sí —Se puso en pie ante mí y me aparté cuando
quiso besarme—. Eres un cabrón y voy a tener que cas-
tigarte.
—No me pegue, sor Virtudes.
—¿Sor Virtudes? —preguntó riéndose—. ¿Acaso te
la ponía dura una monja?
—Te pareces mucho a ella —Me subí la cremallera
tras guardarme el pene—. Solo que tu eres mucho más
guapa que ella.
—Eres un puto pervertido. No sé si mandarte a la
mierda o follarte toda la noche —Me cogió la mano y
la metió bajo su mini falda—. Me tienes muy mojada,
cabrón.
Y así era en verdad. A través de la tela de sus bragas
noté una humedad sin parangón. Riéndose me dio la
espalda, apretando su culo contra mí al agacharse para
meterse la otra raya.
—Vamos a tomar otra copa —le dije—. Y después
podemos ir a tu casa—. Allí era yo quien mandaba. Cris-
tina haría todo cuanto yo desease pero, si no quería que
escapase de mí, tenía que hacerle creer que era ella quien
controlaba la situación—. ¿De acuerdo?
—Solo si vuelves a llamarme sor Virtudes.
—Como usted diga, hermana. —Agaché la cabeza,
sumiso—. Pero no me pegue de nuevo, por favor.
—Si, si que voy a pegarte. —Se acercó y con la len-
gua me lamió los labios—. Y tú a mí también.
Ya no había rastro de Evaristo, estábamos solos la
monja y yo. Cuatro o cinco copas más tarde, salimos del
Route 66 y me llevó en su coche hasta su casa.
297
—Entre y cierre la puerta. —Fue directa a su habita-
ción y yo la seguí.
—Si, sor Virtudes.
Se quedó unos segundos mirándome en silencio,
sentada sobre su lecho. No era muy alta, tenía el cabello
oscuro y ojos verdes y enormes. Unos ojos hermosos,
seguramente, si su gesto de lujuria no se los afease.
—Espero que sepas comportarte mejor que Walter.
—Se quitó la ropa y quedó completamente desnuda ante
mí—. No me mires la cicatriz, por favor. —Encima de
la ensortijada y espesa mata de vello del pubis tenía la
marca de haber dado a luz por cesárea—. Tengo un coño
bonito y unas buenas tetas para mirar. —Posó la mano
por debajo del ombligo—. No mires esta marca.
Era vulnerable. Pese a esa coraza autoimpuesta y el
papel de sor Virtudes que interpretaba para mí, esa di-
minuta mácula en su bello cuerpo resultaba ser su talón
de Aquiles. Obedecí y traté de no mirar.
—¿Te parezco bella? —Mis ojos, incapaces de per-
manecer clavados en los suyos, volvieron a bajar hacia
aquella cicatriz que tanto me recordaba a aquella tan
grotesca que la monja tenía en su vientre—. ¿por qué
no me contestas? —Su mano voló hasta estrellarse con
mi rostro, demasiado fuerte para ser tan solo un juego.
Demasiado parecido a como sor Virtudes había hecho
conmigo centenares de veces—. ¡Te he dicho que no me
mires ahí!
—¡No vuelva a tocarme! —Esta vez si me quedé mi-
rándole a la cara y le cogí la mano con la que me había
pegado—. No vuela va a hacerlo nunca más.
298
—Creí que te iba ese rollo. —Contrajo el rostro por
el dolor y tiró de la mano—. Lo siento.
—No se le ocurra… —Empecé a sangrar por la na-
riz y sentí como el líquido caía por mi cara y mojaba mis
labios, dulce y de sabor metálico—. …volver… —Apreté
con saña su muñeca entre mis dedos—. …a tocarme.
—Me estás haciendo daño. —No lo decía pero pudo
leer el miedo en cara—. Suéltame ahora mismo y vete de
mi casa.
—No volverá a hacerle daño a nadie, sor Virtudes.
en mi cara
—¡Socorro! —Finalmente descubrió la verdad de
mis intenciones—. Suéltame, por favor.
De un empujón la tiré al suelo y sor Virtu… Y Cris-
tina cayó de espaldas golpeándose la cabeza contra el
suelo de su habitación. Quedó tendida, despatarrada
ante mí.
—No volverá a tocarme. —Le di un fuerte pisotón
en el estómago y salí del dormitorio.
—¡Que alguien me ayude! —gritó— ¡Por favor!
Volví con un enorme cuchillo de la cocina y descu-
brí a sor Virtudes tratando de incorporarse. Era inútil,
el golpe en la cabeza la había dejado casi KO y cayó de
espaldas otra vez. Me coloqué a horcajadas sobre ella y
le coloqué el cuchillo frente a los ojos.
—Primero te voy a destripar. —Bajé lentamente el
cuchillo por el cuello hasta el pecho acariciándole la piel
con la punta y seguí bajando hasta el vientre—. Te va a
doler. —Fui clavándoselo poco a poco y sus gritos de-
bieron escucharse por todo el edificio. —Después te voy
299
a cortar esa mano para que nunca más vuelvas a tocar a
nadie.
—Por favor. —Estaba muerta y aún no era conscien-
te de ello, por eso me suplicaba de manera inútil—. Por
fa… —La sangre se le derramaba por la comisura de la
boca—. Por…
—No lo hagas, Fernando. —Evaristo surgió de la
nada y en mi mente desapareció la imagen de sor Vir-
tudes para ver de nuevo a Cristina—. ¡Greta no tiene la
culpa!
—¿Aún crees que esto es por la puta de tu mujer?
En mi cabeza se agolparon varias imágenes que gi-
raban como una desquiciada noria. Primero Miriam,
después Ángel con su jersey manchado de sangre, Car-
los, Greta, Jeannette, Laura, Tania y otra vez Miriam. La
noria siguió girando y vi de nuevo a Ángel, a la mujer de
Evaristo y a su hijo y a mis víctimas. Giraban y giraban
al son que marcaba la manivela que Sor Virtudes movía,
cada vez más rápido. Era mareante, llevé mis manos a la
cabeza y tentado estuve de atravesarme el cerebro con el
cuchillo para sacar esas imágenes de mi mente.
—¡Déjala!
—¡¡Nooo!! —grité hundiendo de nuevo el cuchillo y
cortando de un golpe desde el ombligo hasta el pecho—.
Debe morir.
—¡Socorro! —Cristina se miraba las tripas—. Ayu…
—Se sujetaba los intestinos tratando inútilmente de vol-
ver a meterlos en su sitio—. ..da.
300
—Nadie te va a ayudar. —Me dejé caer sobre ella y
acerqué la boca a su oído—. Ya estás muerta, no volverás
a hacer daño a nadie nunca más.
Cuando me levanté la vi con los ojos abiertos y ya
sin vida. Pero no vi a sor Virtudes, ni tampoco a Cristi-
na. Quien estaba entre mis piernas era Greta.
Lancé el cuchillo lejos y cayó bajo la cama mientras
me volvía a dejar caer sobre ella.
—No pude evitarlo, no quería hacerte daño. —Eva-
risto temblaba como una hoja y tenía las manos man-
chadas de sangre—. Lo siento.
—Señor, apártese de la mujer. —Un policía le apun-
taba con la pistola—. Está desarmado, vete a ver si hay
otro.
—Los vecinos dicen que no han visto a nadie salir
del edificio.
—Vete a comprobar si hay algún cómplice de este
escondido por algún lado. Él no pudo hacer esto él solo.
—¡Greta, Greta! —Evaristo parecía no haberse dado
cuenta de la presencia de los dos policías—. Lo siento
mucho.
—Ten cuidado, Emilio. —El más grande de los dos
policías subió escaleras arriba.
—No, Greta, por favor. —Losada lloraba y le busca-
ba el pulso a la chica muerta—. No te mueras.
—Apártese de la chica. —Le repitió el tal Emilio—.
Con las manos en alto, donde yo pueda verlas.
—No, Greta, por favor. —Echó mano a la espalda y
sacó su pistola—. ¡Fernando, no volverás a matar!
301
—¡Suelte esa pistola! —El policía gritó y se escucha-
ron los pasos de su compañero bajando apresuradamen-
te en apoyo de su compañero—. ¡Deje la pistola en el
suelo y apártese de la mujer!
—Yo no he sido. —Por fin vio a Emilio—. Pero yo
le detendré.
El policía se abalanzó sobre él y forcejearon hasta
que Tena apareció por la puerta y agarró el brazo con el
que Evaristo sujetaba su arma.
—¡Suelte la pistola! —El más grande se empeñaba
a fondo pero no resultaba fácil pese a la diferencia de
tamaño de uno y del otro—. ¡Ahora!
—Tengo que pararle. ¡Dejadme o habrá más muer-
tes!
Sus palabras cayeron como una sentencia de muer-
te. Su pistola se disparó y el grandullón cayó de espaldas
echándose la mano al estómago mientras una mancha
oscura crecía por sus ropas.
—¿Qué has hecho, hijo de puta? —Emilio enloque-
ció al ver a su compañero y golpeó con su pistola en la
cabeza de Evaristo—. ¡Joder, joder!
Esposó al Capitán tras arrancarle la pistola y llamó
a los vecinos pidiendo ayuda. De rodillas junto a Tena,
trató entonces de ayudarle a taponar la herida.
—¡Duele! —Tena sentía que le ardían las tripas—.
¡Oh, mierda!
—Te vas a poner bien. —Presionaba mientras mira-
ba hacia la puerta—. ¿Qué hace ahí parado? ¡Ayúdeme!
302
Ya… —El vecino de la puerta de enfrente se arrodi-
lló al lado de Emilio y presionó también—. Ya he llama-
do a la ambulancia y al 091.
—Bien, bien. Muchas…
—Y Evaristo quedó sin sentido, tendido en el suelo
y detenido por unos crímenes que yo había cometido.
Siendo consciente de que nunca nadie le creería y que
nadie, salvo él mismo, podría detenerme.
Mi obra estaba finalizada.
303
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 24
307
contrar respuestas en el fondo de la taza—. Si de verdad
crees en su inocencia…
—Por supuesto que… —bufó—. Ya sabes que Eva-
risto es incapaz de hacer algo así.
—Si de verdad crees en su inocencia… —Obvió la
interrupción—. Ayúdame a dar con el verdadero culpa-
ble antes de que le metan entre rejas y tiren la llave.
—¿Qué puedo hacer? —Tratar de ser de alguna uti-
lidad para su amigo pareció centrarle—. Cuenta conmi-
go para lo que sea.
—¿Quién puede odiarle tanto o, quien puede cono-
cerle tanto, como para urdir algo así? ¿Quién puede ha-
berle tendido esta trampa?
—No tengo ni idea. —Agachó la cabeza y se miró
las manos—. Lo siento. Dime que sospechosos tenéis y
quizá…
—Solamente tenemos a dos.
—¿Quiénes son?
—Fernando Expósito y… —Benito abrió la puerta y
pidió al Coronel que saliese un momento.
Aquilino cerró la puerta y Jorge vio como cogía
unos papeles que el guardia le entregaba y los leía con
los ojos como platos. Cerró el expediente y le dio las gra-
cias a Benito antes de volver a la sala y sentarse frente a
Jorge Manuel.
—¿De verdad tenéis a Fernando Expósito como sos-
pechoso?
—Así es.
—Eso es absurdo, imposible.
308
—Tengo entendido que se llevaban muy bien en el
hospicio. —Colocó la carpeta nueva sobre la mesa y se
sirvió otro café tras apurar el vaso anterior—. ¿Quieres
uno?
—No, gracias. —Sacó el paquete de tabaco—. ¿Pue-
do?
—Adelante.
—Fernando Expósito no se llevaba bien con nadie.
—Se puso un pitillo entre los labios y lo encendió—.
Con Evaristo tampoco—. Miró la lumbre del pitillo y
después a Aquilino—. Y conmigo…
—¿No eran amigos?
—Si te dejabas manipular por él, si estabas dispuesto
a meterte en líos por él y no le delatabas, podías decir
que eras su amigo. —Dio una profunda calada y posó el
cigarro sobre el cenicero—. Pero eso no quiere decir que
Fernando te considerase así.
—¿Tú no te llevabas bien con él?
—Yo le calé desde el primer día. Me metí en muchos
líos por tratar de sacar de ellos a Evaristo. Pero Fernando
Expósito lograba embaucarle volver a hacer que Evaristo
bailase al son que él le marcaba.
—¿Por ejemplo? embaucarle para volver
309
de jugar
310
—Evaristo me lo contó. Al igual que también me
contó esa absurda teoría de la conspiración sobre que
pudo fingir su propia muerte y adoptar otra identidad.
—Cogió el cigarrillo y jugueteó con él entre los dedos—.
Era un niño de aquella.
—Pareces nervioso.
—Lo extraño es que tú no lo estés. —Se miraron a
los ojos como desafiándose—. Nuestro amigo es acusa-
do injustamente y si no lo remediamos se va a pudrir en
la cárcel. —Bajó la mirada y apagó el cigarro—. Lo sien-
to, supongo que tú solo estás haciendo tu trabajo. —Tra-
tó de sonreír al Coronel pero tan solo se encontró con
un gesto indiferente—. ¿Y quién es el otro sospechoso?
—¿Donde estuviste el pasado 1 de octubre?
—No tengo ni idea, supongo que en el trabajo o en
casa, depende del día de la semana que fuese.
—¿Sabes donde estuvo Evaristo?
—Se había ido con Miriam a Gotemburgo, ¿por qué?
—Aquella noche hubo otro asesinato más. Uno
del que no sabía nada hasta ahora mismo. —Le puso el
dossier que Benito le había entregado frente a él y se lo
abrió—. La policía de Gotemburgo está buscando a un
hombre de las mismas características físicas que Evaris-
to. Fue visto abandonando una casa cerca de las dos de
la madrugada. Una casa donde encontraron a una mujer
destripada, sin labios y violada. Encontraron las siglas
F.E. escritas con alcohol en el espejo del armario del dor-
mitorio. —Dio un trago al café que se había ido enfrian-
do y encendió dos cigarros—. La mujer es morena, con
los ojos verde oscuro, madre de una niña y prostituta.
311
Nos han mandado este expediente en cuanto han sabido
que aquí hemos estado buscando a un asesino que ha
cometido tres asesinatos exactamente iguales a ese. En
cuanto sepan que ha habido un cuarto asesinato y que
tenemos detenido a Evaristo, solicitarán que se lo envie-
mos allí para ser juzgado.
—Allí no se le mandará a una cárcel militar. —Jor-
ge Manuel sujetaba el cigarrillo que acababa de darle el
Coronel sin darle ni una sola calada—. En cuanto sepan
que es policía, se lo van a cargar en prisión.
—Me preguntabas antes quien es el otro sospecho-
so, ¿verdad? —Cerró el dossier y lo puso junto al ceni-
cero—. Tú.
—¿Yo? —preguntó incrédulo—. Si sirviera para sal-
varle la vida, me declararía culpable, pero yo no he sido.
—Tú no has sido y dices que Fernando tampoco. En-
tonces solo nos queda él, solo pudo haber sido Evaristo.
—Tiene que haber sido Fernando. Tiene que haber
sido él o no podremos salvarle. —Por primera vez en
todo ese tiempo la cara de Aquilino denotaba algún tipo
de sentimiento—. ¿Por qué estás tan seguro de que no
pudo hacerlo Fernando?
—Porque, salvo que pueda volver del infierno, él no
ha podido ser. ¡Y no me vengas tú también con eso de
que pudo fingir su muerte! —Le cortó cuando iba a con-
testarle—. Y las iniciales las pudo poner cualquiera tan
solo para confundir.
—Existe una teoría que yo comparto. Todo asesino,
al menos en su fuero interno, desea ser capturado. Si no
312
se le descubre no podrá jactarse de su obra. No creo que
haya puesto las siglas tan solo para confundir.
—¿Entonces porque no esperáis a que se entregue?
Si de verdad busca notoriedad, si dejáis de buscarle aca-
bará entregándose él.
—Si, cierto. ¿Pero cuantas mujeres más pueden mo-
rir hasta que se entregue?
—Pero F.E. puede ser cualquiera. Federico Enrí-
quez, Francisco Escobar, Faustino Estévez…
—Ya hemos barajado también esa hipótesis. —Se
puso en pie y, a ojos de Jorge, parecía haber envejecido
de golpe cinco o seis años—. Si no puedes decirme quien
es F.E., al menos dime porque estás tan seguro de que no
es Fernando Expósito.
La historia que Jorge le contó a Aquilino resultó ser
la misma que Evaristo le había contado alguna vez, salvo
por un par de detalles. Si se la hubiese contado yo, le
habría dicho que aquel 27 de octubre de 1958, tras ver
como la puerta de la celda de sor Virtudes se abría, tras
sentir como el cuchillo se clavaba hasta la empuñadura
en mi espalda y notar el sabor del embaldosado, caí sin
sentido.
Aquella bruja me dio una patada y se libró de mí
para arrastrarse hasta los pies de los policías.
—Por favor, ayúdenme. —Debería haberla matado,
sin embargo viviría—. ¡Se ha vuelto loco! Quiso abusar
de mí y matarme. —Se agarraba a los pantalones del po-
licía que le ofrecía su mano para levantarla—. ¡Ayúden-
me!
313
Se la llevaron al hospital y la curarían de sus heridas
mientras yo, un asesino a los ojos de Dios y del resto
de los hombres, tendría que conformarme con las aten-
ciones del médico del hospicio. Un pobre chiquillo que,
aparte de curar sarampiones y constipados, poco más
podía hacer por nosotros.
Por eso hago lo que hago. Porque si Dios no imparte
justicia, si permite que el fuerte destroce al débil, si nos
obliga a seguir siendo pisoteados, yo alzaré a los oprimi-
dos para que puedan hacer justicia. Ante los ojos de Dios
yo era culpable y ella era su ¡puta sierva! Pero en verdad
tan solo deseo sanar este mundo. Dios, con sus Tablas de
la Ley, ha esclavizado a la humanidad y yo, magnánimo,
voy a cortarles sus cadenas y otorgarles la libertad, con-
seguir mi propia libertad y matar mis demonios.
Me llevaron a la enfermería y curaron y cosieron
mis heridas. Desperté febril, viendo mi cuerpo desde
arriba, como si mi alma se hubiese desprendido de mi
cuerpo. Como si me hubiese convertido en aquel fantas-
ma del hospicio que me atormentó en mi niñez y con el
que asusté a otros auspiciados como yo.
Pero no resultó ser ni un sueño, ni un delirio, aque-
llo que veía era real. De no haber sido real, no habría
visto a Don Aurelio llegar con Evaristo ni como el joven
doctor le examinaba antes de mandarle a dormir en una
de las camillas para mantenerle en observación.
—He de dar cuenta de esto al director —dijo el pro-
fesor.
—Márchese a dormir. —El médico se acercó hasta el
camastro donde yo yacía bajo el sueño de los opiáceos—.
314
A mí me aguarda una larga noche. Quizá mañana tenga
que mandarle al hospital si no mejora esta noche.
—¿A mí, doctor? —preguntó Evaristo.
—No, usted no. Trate de descansar.
Don Aurelio se lio un pitillo, uno de esos que llama-
ban mataquintos, tapó bien a Evaristo dedicándole una
sonrisa tras azotarle el pelo y se marchó.
—Luche, hijo. —El médico me tomó la temperatura,
demasiado caliente aún—. Luche o no me quedará más
remedio que llevarle al hospital. —Mojó en agua fría un
trapo y me lo puso en la frente—. Y no creo que en el
hospital quieran cuidar de alguien como tú.
Se sentó a mi lado y no tardó en quedar dormido.
Evaristo sin embargo no lograba conciliar el sueño. Cada
vez que cerraba los ojos volvía a ver aquellas imágenes
que, tanto él, como Pedro y Jorge Manuel vieron en las
paredes del bunker. Unas imágenes en las que me vieron
a mí, de rodillas sobre el cuerpo desnudo de sor Virtu-
des, cortándole una mano mientras tenía una erección
como nunca antes había tenido. Como si de una pantalla
de cine se tratase, en aquellos muros me vieron sobre
la puta monja y escucharon mis pensamientos. Unos para
pensamientos indignos pata cualquier hombre. Pensaba
violarla después de matarla. Ver su sangre despertó en
mí un deseo animal de ensartarla con mi verga como
Artemio, mi padre, debió de hacer con ella mil veces.
—Despierta, Evaristo. —Jorge Manuel tiró del brazo
de su amigo.
315
—Estoy despierto. —Se giró hacia Jorge, con las me-
jillas húmedas por las lágrimas que había derramado—.
No creo que pueda volver a dormir en toda mi vida.
—¿Es él? —Señaló hacia mi cama.
—No lo sé —contestó Evaristo—. Creo que si.
Losada se bajó de la camilla que crujió al liberarse
de su peso.
—Ten cuidado, no hagas ruido.
—No creo que el doctor se despierte. —Losada se
acercó a mí—. Duerme como una bestia. —Me miró y
sintió lástima por mí—. Sí, es él.
—Va a morir. —Jorge Manuel también me miró y
creyó que había tenido lo que se merecía—. No creo que
pase de esta noche.
—No digas eso.
Pero Jorge Manuel tenía razón. Yo no pasaría de esa
noche salvo que mi alma encontrase un cuerpo sano
donde habitar ya que el mío…
—Tenemos la teoría de que no murió, que fingió y
desapareció para luego volver con otra identidad —vol-
vió a repetir Aquilino.
—De eso nada. —Jorge meneaba la cabeza y parecía
estar a punto de desesperarse, como si estuviese hablan-
do con un necio—. En cuanto murió, el médico se des-
pertó y nos vio allí. Nos mandó ir a dormir y se llevó el
cuerpo de Fernando.
—Pero vosotros no os fuisteis a dormir.
—No, no lo hicimos. Le seguimos y vimos como ti-
raba su cuerpo en un agujero y lo cubría con cal viva.
316
Allí era donde enterraban a todos los niños que morían
sin tener una familia.
—A los Expósitos.
—Así es. Todos aquellos chiquillos que no tenían
padres a los que entregar sus cuerpos sin vida, eran tira-
dos en aquella fosa, cubiertos con cal y enterrados. Así
que, salvo que Fernando Expósito tuviese el poder de
volver de los infiernos, no pudo tomar otra identidad
para matar a nadie.
—¿Entonces Evaristo es consciente de que Fernan-
do Expósito está muerto?
—No, no creo. Lo que vimos en el bunker… Com-
prende que es imposible, no pudimos ver eso y sin em-
bargo lo vimos, los tres. Evaristo quedó tan traumatiza-
do que su mente no retuvo nada de esto. Cada vez que
hemos hablado de aquella noche, cada vez que… —Se
apoyó en la mesa y le miró sabiendo que era imposible
que Aquilino se creyese lo que le estaba diciendo—. Eva-
risto cree que Fernando escapó del hospicio para no ir
a la cárcel.
317
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 25
321
—Dice que Fernando Expósito vive en él, que para
matarle tiene que suicidarse. ¿Se ha vuelto loco?
—Ya lo veremos, Sargento. —Abrió la puerta y se
enfrentó al fin a la mirada de Evaristo—. Ya lo veremos.
—¡Aquilino, gracias a Dios!
—Estás hecho una mierda. —Se sentó frente a él—.
Aunque supongo que yo no debo tener mucho mejor as-
pecto que tú. He venido desde Madrid todo lo rápido
que mi coche ha podido correr y llevo ya casi 48 horas
sin dormir tratando de encontrar algo a lo que aferrar-
me. Llevo casi 48 horas sin dormir tratando de encon-
trar algo que me convenza de tu inocencia. —Apagó el
cigarrillo y cruzó los dedos apoyando las manos sobre la
mesa—. Y aún no he encontrado nada. ¿Tienes tú algo
para que pueda sacarte de aquí?
—No debo salir de aquí si no es en una caja de pino.
—Tiró de los grilletes que le mantenían atado a la si-
lla—. Aunque si me gustaría que no se me tratase como
a un animal salvaje.
—Entonces, ¿reconoces tu culpa?
—No. —Se miraron largo rato, como midiéndose.
En ese momento no eran amigos, ni siquiera eran su-
perior y subordinado—. Yo no he sido. —En ese mo-
mento eran guardia y detenido, la empatía que Aquilino
mostraba para con él en ese instante era fingida—. Y sin
embargo fueron mis manos las que arrancaron la vida a
esas cuatro chicas.
—¿Por qué lo hiciste? —El Coronel se puso en pie
y le miró con lástima—. Ayúdame a entenderlo, ni si-
322
quiera alcanzarás en tu vida a entender la desilusión que
siento yo ahora mismo.
—Yo no he sido. —Tiró de nuevo de los grilletes y
torció el gesto por el dolor—. Ha sido Fernando Expó-
sito.
—No sigas con eso. —Por primera vez desde que se
conocían le dedicó palabras cargadas de desprecio a su
amigo—. Por favor, no sigas por ese camino.
—Pero es cierto, ha sido él.
—¡Fernando Expósito está muerto! —alzó la voz—.
Murió hace más de veinte años ante tus propios ojos.
—Si, lo sé. Ahora lo recuerdo todo con claridad.
Ahora recuerdo todo lo que pasó aquella noche. —Eva-
risto levantó la cabeza hacia el techo, consciente de que
era casi imposible que le creyese—. Y sin embargo, él
vive en mí.
—¡Estás loco!
—¿Loco? ¿Crees que esa es una definición válida?
Me decepcionas, amigo.
—Tú si que me decepcionas a mí —gritó—. Al me-
nos ten el valor de reconocerlo tan siquiera.
—Ha sido Fernando Expósito.
—¡Cierra la boca! —Acercó su rostro al de Losa-
da—. No te mereces que Jorge Manuel, que Joyanes o
que yo mismo hayamos dado la cara por ti, por tu ino-
cencia. ¡Te has reído de todos nosotros!
—Soy inocente y, si no haces algo, las muertes van
a continuar.
—Vas a ir a la cárcel.
323
—Si me libera, buscará a otro que siga con su obra.
—Está bien, voy a creerte. Ha sido él, de acuerdo.
—Dio un paso atrás desesperado—. ¿Y cómo cojones le
detenemos?
—No se le puede detener. La única esperanza es ma-
tarle.
—¿Y cómo se mata lo que ya está muerto?
—No se puede.
—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos? —Se en-
cendió un cigarro y sin darle ni una sola calada lo tiró
contra la esquina—. No se le puede detener, no se le pue-
de matar…
—Dejadme morir. Atemos el alma de Fernando a un
cuerpo sin vida antes de que busque a otro huésped.
—Creo que solo puedo hacer una cosa para salvar-
te. —Le miró con una sonrisa desquiciada—. Haré un
informe para el juez diciendo que sufrías episodios de
enajenación transitoria, que crees estar poseído por un
demonio.
—¿Vas a decirle al juez que estoy loco?
—¿Loco? ¿Crees que esa es una definición válida?
Me decepcionas, amigo. —Se sentó de nuevo frente a
él—. Le diré al juez que padeces de esquizofrenia para-
noide y que no eras consciente de lo que hacías. O, mejor
aún, que tienes un trastorno disociativo, un trastorno de
personalidad múltiple y que era una de esas personali-
dades la que te llevó a matar a…
—¿Vas a encerrarme para que me suelten en unos
pocos años después de freírme el cerebro con electro
shocks? ¿Para que vuelva a matar cuando sea libre? ¿O
324
vas a permitirle dejarme y que se busque otra marioneta
con la que seguir con su obra? No lo voy a permitir, me
quitaré yo mismo la vida en cuanto tenga oportunidad.
No me queda nada. He perdido a mi hijo y a la mujer a la tú
que amo. ¿He perdido también el juicio, según tu?
—Tengo noticias para ti, no todo van a ser desgra-
cias.
—¿De qué se trata?
—El crio ha aparecido.
—¿Han encontrado el cadáver de Ángel? ¿Por qué
Joyanes no me ha dicho nada?
La tarde anterior, los Asturum habían acudido a la
concentración de los Iron Falcons. Era sabido que las re-
laciones entre ambos moto clubs eran tensas, sobre todo
desde que Negro y los suyos habían salido en la defensa
de Evaristo en el Route 66. Con la escusa de limar as-
perezas y firmar la tregua entre Asturum A.P.M. y Iron
Falcons acudieron a la fiesta del aniversario de los 1%.
Pero el verdadero motivo fue otro.
El día que secuestraron a Ángel, Evaristo les había
contado la entrada que había tenido con Joyanes en el
Flamingo´s y la decepción al encontrarlo completamen-
te vacío. Shark recordó entonces que aquel prostíbulo
clandestino había sido el club house de un club llamado
Arturo´s sword. En el mundo motero era bien sabido
que la manera en que se financiaron fue traficando con
todo lo que se podía traficar, extorsionando y usando a
las mujeres como ganado de alto standing para cuatro
depravados podridos de dinero, lo que les dotó de cierta
impunidad.
325
Tras la muerte por sobredosis de la hija de un em-
bajador africano y la de su amante cosido a tiros a su
lado, los Arturo´s sword se vieron obligados a cerrar el
Flamingo´s y a cambiar de nombre al moto club. Era
lo que acostumbraban a hacer cada vez que la policía o
la Guardia Civil se cernían sobre ellos. Antes se habían
llamado Exconjurados, antes de eso nadie recordaba ya
que nombre habían tenido, tras la creación del Flami-
go´s fueron los Arturo´s sword y, tras el cierre del club
de fiestas, nacieron los Iron Falcons. Su Comander, un
tal Reinaldo Cifuentes, es esfumó también para volver
con documentación Colombiana a nombre de un tal
Thiago Jorge Rojas.
Tuercas y Joker convencieron a los demás para ac-
tuar sin decir nada a la policía. Sabían que los Iron Fal-
cons en cuanto viesen acercarse a coches con luces azu-
les girando, matarían al niño y lo enterrarían tan hondo
que nadie podría encontrarle jamás. Así que lo único
que podían hacer era ir a su fiesta, buscar al niño y resca-
tarle en cuanto todos estuviesen borrachos como cubas. Ángel
Y así lo hicieron, rescataron a Angel con vida, sano
y salvo aunque bastante más delgado y llamaron a Joya-
nes para que les detuviesen e incautasen media docena
de cajas de latas de tomate llenas de cocaína traídas en
barco desde el país del Comander hacía mes y medio y
medio centenar de pistolas y fusiles.
—¿Está vivo?
—Si.
—Pero yo vi aquellas fotos, yo…
326
—Querían tenernos a nosotros y a la policía entre-
tenidos para poder estar tranquilos una temporadita
mientras hacían sus negocios.
—Entonces Joyanes tenía razón.
—Mientras te tendían aquella trampa dos de ellos,
el resto descargaba las armas y la droga de un barco y se
lo llevaban a su nuevo moto club. —Sacó un cigarrillo
y lo puso ante él—. Le diré a uno de los policías que te
permitan fumártelo.
—Ayúdame, Aquilino.
—Eso voy a hacer, amigo. —Le dio la espalda y fue
hacia la puerta—. He de hablar con un viejo conocido, el
doctor Jacinto Velázquez.
327
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 26
—¿Estás tranquilo?
—¿Puedes quitarme esto? —Alzó las manos mos-
trando los grilletes—. Te estaría del todo agradecido.
Aquella mañana le habían trasladado desde la pri-
sión donde el juez le había metido hasta la Comandan-
cia. El recibimiento de todos los guardias fue frío, alguno
incluso hubiese deseado poder estar a solas con él cinco
minutos, sin cámaras y sin testigos, pero lo de Benito…
—Está bien. —Aquilino hizo una señal hacia el es-
pejo y unos pocos segundos después Benito entró para
quitárselos.
—Ten cuidado. —Se quejó Evaristo—. No hace falta
ser tan brusco.
—Lo siento. —La mirada del guardia le fulminó y el
gesto de odio y asco de su rostro fue más que evidente—.
Si por mí fuese…
—Márchese, Benito —ordenó el Coronel.
Todos los guardias creían en su culpabilidad, amén
de tener la clara convicción de que por su culpa también
murió Sevillano. El difunto Teniente no solo había sido
331
el jefe directo de Benito, sino que también uno de sus
mejores amigos. Se habían conocido en la academia de
Úbeda y habían congeniado desde el primer día. Algo
así como Jorge Manuel y Evaristo.
—¿Se sabe algo del policía al que disparé? —Losa-
da se masajeó las muñecas y el Coronel miró su reloj—.
¿Está bien?
—Está en coma pero fuera de peligro. —La puerta
volvió a abrirse y entró un viejo de gafas redondas, po-
blada barba blanca y rostro afable. Era como un papá
Noel con bata blanca—. Los médicos dicen que vivirá.
Aquilino y el hombre se apartaron para hablar un
rato y luego se sentaron frente a Evaristo.
—Buenos días, señor Losada. —El viejo de barba
blanca le ofreció la mano y Evaristo se la estrechó—.
¿Está listo?
—Cuando quiera.
El anciano puso una grabadora en el centro de la
mesa y apretó el botón rojo.
—18 de diciembre de 1981. El doctor Jacinto Veláz-
quez, junto con el doctor Aquilino Ramos, realizaremos
una serie de sesiones regresivas mediante hipnosis al pa-
ciente. —Miró a los ojos a Evaristo y le sonrió—. Diga
por favor su nombre completo y su fecha de nacimiento.
—Evaristo Losada Nicuesa, 18 de marzo de 1950.
—¿Es consciente usted de los hechos de los que se
le acusa?
—¿Si?
—¿Cometió usted esos asesinatos?
332
—No.
—Está bien. —Se apoyó en la mesa tras colocarse
bien las gafas y miró a Evaristo a los ojos—. ¿Se somete
usted voluntariamente a esta sesión?
—Si.
—Ahora cierre los ojos y escuche mi voz. —Esperó
a que Evaristo lo hiciese tras buscar el permiso de Aqui-
lino—. Tiene que estar tranquilo, relajado y consciente
de que aquí no va a ocurrir nada que usted no desee.
—Hizo una pequeña pausa de unos pocos segundos—.
Aquí nadie va a hacerle daño. —Volvió a quedar calla-
do—. Concéntrate en respirar pausadamente y escucha
el ritmo de los latidos de tu corazón. Vamos a contra del
cinco al cero, ¿de acuerdo?
—Sí. contar
sí Cinco… Llenamos los pulmones tomando el aire
por la nariz. —El psiquiatra hizo lo mismo—. Y ahora
lo dejamos salir lentamente… Cuatro… Inhalamos…
Exhalamos… —¿Todo bien? —Esperó a que Evaristo di-
jese si con la cabeza—. Tres… Y ahora, mientras segui-
mos respirando, busca en tu mente un punto blanco que
verá a lo lejos. Concéntrese en él y verá como se acerca tensas
a nosotros poco a poco. —Le cogió las manos, tenas—.
Dos… Inhalamos… Se va acercando a nosotros y va to-
mando la forma de una ventana. Exhalamos… Uno…
Inhalamos… Miramos por la ventana y, exhalamos…
Nota que sus piernas se relajan y que las manos también.
—El doctor Velázquez notó que la tensión de las manos
había desaparecido—. Y cero, inhalamos… Muy bien,
lo está haciendo muy bien. Exhalamos… ¿Está mirando
por la ventana?
333
—Sí.
—¿Y qué es lo que ve?
—A mí, mi obra, mi trabajo.
—¿Puede repetir su nombre, por favor?
—Fernando, Fernando Expósito.
—Bien, Fernando, vamos a hacer un viaje en el tiem-
po. Yo iré con usted y le dejaré que me guie por donde
usted quiera ir. Puede contarme lo que quiera.
—Me encanta mi trabajo. Es fácil, es placentero y
es limpio, amén de que con él hago un servicio a la co-
munidad. Ni siquiera los mejores investigadores podrán
atraparme nunca. Y créame, sé de lo que hablo, trabajo
con ellos.
—¿Cuál es su trabajo?
—Lo primero es elegir bien a la víctima. —Ignoró
la pregunta del psiquiatra—. No se ha de elegir al azar y
tampoco deben tener relación unas víctimas con otras.
Mi método es más animal, más primario, uso el olfato.
No, no busco un aroma en concreto, no busco nada que
cualquiera pueda percibir también. En el caso de Samuel
Coto fue un delicioso perfume a odio, un odio aletarga-
do y que se consumía en si mismo.
—¿Qué le mueve a hacerlo?
—¿Qué que me mueve a ello? Parece usted un estu-
diante de primero de criminalística, no tiene paciencia y
no me deja contarle la historia. Una simplista curiosidad
le empuja a necesitar saber cuál fue el móvil, si hubo un
motivo, si… ¿Acaso todos los crímenes han de tener un
móvil? Pues bien, le daré uno, a ver qué le parece este, el
placer. Saber disfrutar de lo que a uno le gusta, saber que
334
nadie podrá detenerme y que, si alguien fuese capaz de
señalarme como sospechoso, jamás podrá demostrarlo.
—¿Está seguro de eso? —Aquilino no pudo quedar-
se callado—. Le tenemos aquí detenido.
—Déjele continuar. —Le hizo una señal con la mano
para que guardase silencio—. Continúe, Fernando, por
favor.
—Bueno… —Abrí los ojos y sonreí a ambos, de-
jándoles ver por vez primera mi verdadero rostro—. Y
ahora, si me lo permite, voy a seguir con lo que le estaba
diciendo. El caso de Samuel Coto fue un trabajo impe-
cable, sin duda alguna. Aquella mañana tuve que asistir
a un juicio por asesinato. Tras una larga investigación lo-
gramos detener a un yonki por matar a otro y, dos años
después, mi compañero y yo recibimos una citación de
la audiencia provincial. Tras salir del tribunal, me despe-
dí de Salas para ir a comprar dos mierdas que mi esposa
me había pedido. Tras gastarme unas cuantas miles de
pesetas en tonterías que no necesitábamos, pasé ante un
bar abandonado con un cartel que rezaba “Se Alquila”
al que el sol había comido el color... ¡Si, lo sentía! Aquel
odio era delicioso, solo tenía que ser reconducido. Ellos
le habían robado todo, ellos le habían dejado sin casa,
sin dinero, sin familia, sin vida… Lo único que queda-
ba de él era su pasado. Era ira, mitigada tan solo por
su deseo irracional de apagarla, amenazaba con explo-
tar en cualquier momento, surgiendo de allí dentro, de
aquel viejo bar abandonado, entraba por mis poros y se
alojaba en mi interior. —Recordar aquello me producía
un inmenso placer, casi tanto como cuando lo hice—.
Samuel despertó de golpe, asustado y blandió un cepi-
335
llo de dientes, que había limado hasta hacerle un afilado
pincho en el mango.
—¿Que tiene que ver esto con las muertes de estas
mujeres?
—Él, que lo había tenido todo, ahora solo era due-
ño de cuatro trapos en una mochila que se deshacía en
pedazos y los recuerdos de un pasado tan reciente —ig-
noré la interrupción y continué con mi relato—. Samuel
lo había tenido todo, ¡si! Así era, no le había faltado de
nada. Había tenido una familia, dinero, incluso algo de
fama durante el tiempo que el Joker´s Pub fue el local de
referencia en la ciudad. —Tenía que contarles esto para
que me entendieran, para que no creyesen que era un
chiflado, un psicópata que mata tan solo por matar. Por
el placer de hacerlo—. Las facturas sin pagar y las no-
tificaciones de impago del crédito del banco se fueron
amontonando sobre la mesa de su despacho. —Ahora
me entenderían, entenderían mi poder y el por qué de
todo—. En su cabeza resonó una voz vil y cruel, la voz
del mismísimo Satanás. La voz del diablo era sincera, le
decía sin tapujos todas aquellas verdades que el mismo
pintaba de mentiras para… Bueno, ni él mismo sabía
muy bien para qué.
—¿Por qué no vas al grano? —Aquilino, normal-
mente muy paciente, ante mi presencia parecía incapaz
de controlar sus impulsos—. ¿Por qué no vas al grano?
—Será mejor dejarlo por hoy. —El psiquiatra cogió
la mano de Evaristo—. ¿Señor Losada, está ahí? Necesi-
tamos que tome usted el control de nuevo. Concéntrese
en su respiración y relájese. Voy a contar desde el cinco
hasta el cero y podrá abrir los ojos. 5… 4… —Evaristo
336
aspiraba y expiraba el aire al ritmo de la cuenta atrás del
doctor Velázquez—. 3… 2… 1… 0… —Se hizo el silen-
cio, la cabeza de Evaristo cayó y un hilillo de sangre le
cayó de la nariz—. ¿Se encuentra usted bien?
—Sí. —La voz de Losada estaba cargada de pena, de
melancolía—. Estoy bien.
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CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 27 1982
341
ría de quicio—. ¡A mí! Je je. A mí no se me puede dete-
ner. Entonces el policía gritó ordenándole soltar el arma
mientras su compañero bajaba apresuradamente en su
apoyo. “Yo no he sido.” Dijo entonces el Capitán repi-
tiendo que me detendría. El policía se abalanzó sobre
él y forcejearon hasta que Tena apareció por la puerta
y agarró el brazo con el que Evaristo sujetaba su arma,
ordenándole soltar la pistola. —La euforia me embar-
gaba—. “Tengo que pararle. ¡Dejadme o habrá más
muertes!” seguía gritando mientras sus palabras caían
como una sentencia de muerte. Su pistola se disparó y
el grandullón cayó de espaldas echándose la mano al
estómago mientras una mancha oscura crecía por sus
ropas. —Dejé de hablar unos pocos segundos, creando
un dramático silencio que era un insulto para la memo-
ria del Capitán Losada—. Y Evaristo quedó sin sentido,
tendido en el suelo y detenido por unos crímenes que yo
había cometido. Siendo consciente de que nunca nadie
le creería y que nadie, salvo él mismo, podría detener-
me—. Abrí las manos, esposadas contra mi asiento y se
las mostré, limpias de sangre y de toda culpa pues a ojos
de todo el mundo el verdadero culpable sería Evaristo,
no yo—. Mi obra estaba finalizada.
—¿A quién intenta engañar, Fernando? —El doctor
Velázquez se apoyó en la mesa y me miró con un gesto
indulgente.
—No le entiendo.
—Es muy sencillo de entender. Usa usted grandilo-
cuentes palabras, habla de una obra como si sus actos
fuesen algo artístico, algo digno de admiración. Dice
tonterías como que lo hace por bondad hacia la huma-
342
nidad, para liberarnos de la tiranía de un Dios injusto
pero sabe usted que todo eso no son más que tonterías.
—Es usted despreciable, bastardo. —Aquilino apre-
taba los puños para controlar sus deseos de golpear-
me—. Ha aprovechado el gran parecido entre Greta y
sor Virtudes para vengarse de la monja haciendo creer a
Evaristo que todo había sido propiciado por sus propios
deseos de castigar a Greta. Es usted un cobarde que no
se atreve a ir contra sor Virtudes porque aún la teme y ha
volcado su ira, su odio, sobre mujeres inocentes, madres
y esposas.
—¿Por qué no ir a por la monja? ¿Por qué la teme?
Es tan solo una anciana indefensa, mutilada.
—Os equivocáis —interrumpí su absurda diatriba
tratando de mantener la calma—. Tergiversáis mis actos,
ensuciáis mi obra con absurdos deseos humanos que no
tienen cabida en mí.
—Le tiene miedo porque ya sobrevivió una vez, por-
que aún ejerce sobre usted un control irracional. Le tiene
miedo porque, si la mata a ella, sabe que sus temores, sus
psicóticos anhelos no desaparecerán nunca, porque lo
único que le salva de ella es su odio. —El psiquiatra que-
ría sacarme de quicio, hacerme explotar para demostrar
sus absurdas hipótesis—. Un odio delicioso, como usted
dice. Un odio hacia sor Virtudes que, una vez muerta,
no tendrá sobre quién volcar. Y, sobretodo, odia su mie-
do a que una vez muerta, estando los dos en el mismo
plano de existencia, será de nuevo ante sor Virtudes un
chiquillo a merced de una madre cruel. Odio al miedo
que usted siente ante la verdad sobre que ella aún vive y
usted está muerto.
343
—Yo sigo vivo y viviré por siempre.
—¡Usted está muerto! —Aquilino, de pie junto al
doctor Velázquez, se dejó caer con las manos sobre la
mesa, acercando su rostro al mío y sonriendo, disfru-
tando del martirio que creía estar infligiéndome con sus
palabras—. Usted es tan solo una fantasía en la cabeza
de Evaristo. Una fantasía que, una vez se la extirpemos,
desaparecerá para siempre. Entonces Fernando Expósi-
to no será nada, ni siquiera un recuerdo.
—Nunca podrán detenerme.
—Ya le hemos detenido, bastardo. Deje a mi amigo
en paz y quizá seamos indulgentes con usted.
—¡Nunca!
—Evaristo —llamó el psicólogo—. Ahora me dirijo
a usted directamente. Hemos terminado, necesitamos
que vuelva usted a tomar el control. Concéntrese en su
respiración y relájese.
—¡Hijos de puta! —De no estar atado a la silla me
hubiese abalanzado sobre ellos—. ¡Nooo!
—Voy a contar desde cinco hacia atrás y podrá abrir
los ojos. 5… 4…
—¡Las muertes van a continuar!
—3…
—¡No podéis detenerme!
—2… 1…
—No… —Noté el sabor de mi sangre y el calor de
esta cayendo desde la nariz hasta mis labios—. …po-
déis…
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—0… —El doctor le miró con lástima—. ¿Se en-
cuentra usted bien?
—Estoy triste. —Las lágrimas empezaron a caer por
su rostro—. ¿Por qué no puedo controlar esta pena?
—Porque no es usted un psicópata. —Se apoyó con-
tra el respaldo de su asiento—. Tendremos que elaborar
un informe detallado para el juez. Usted no debe de es-
tar en prisión, debe ser tratado de su trastorno disociati-
vo en una institución psiquiátrica.
—Deben dejarme morir o seguirá matando —supli-
có.
345
EPÍLOGO
(Sábado, 30 de enero de 1982)
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se te podía atrapar. Pero sinceramente, espero que fuese
Evaristo quien tuviese razón y si se te pueda destruir.
—Se dio la vuelta—. El Capitán Losada dio su vida para
atraparte en su cuerpo para siempre—. Las luces de la
sala donde habían puesto el ataúd abierto con los restos
de Evaristo se encendieron y empezaron a entrar fami-
liares y amigos—. Espero que quedes encerrado ahí por
siempre porque, si vuelves, te juro por lo más sagrado
que te perseguiré y acabaré contigo, cuesto lo que cueste.
No hay nada inmortal salvo Dios. Y tú no eres un dios.
Tras darle un abrazo a la madre de su amigo y sa-
ludar a Jorge Manuel y Jesús, se giró de nuevo hacia el
féretro y le dedicó a Evaristo un gesto de despedida con
los ojos humedeciéndosele.
348