Abuso y Posible Limitación Del Gasto Público

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ABUSO Y POSIBLE LIMITACIÓN DEL GASTO PÚBLICO

Martín Krause

Profesor de Economía

Universidad de Buenos Aires

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Resumen

El gasto público tiene como objetivo brindar a la población un conjunto de bienes y servicios
que éstos valoran y que entienden que corresponde al estado ofrecerlos, ya sea como único
proveedor o como alternativa a los que ya ofrece el mercado. La discusión acerca de cuáles
deben ser esos bienes y servicios es una parte central de la discusión política pero no será la
que trataremos aquí. Vamos a asumir que eso ha sido decidido de una forma u otra y nos
concentraremos en analizar cómo mejorar el proceso de decisión política sobre ese gasto y
cómo limitar su ineficiencia y evitar su abuso.

La respuesta se relaciona con la calidad institucional del proceso que define ese gasto, cómo se
financia y cómo se ejecuta. Lo importante son las reglas de juego y, siendo que estamos
considerando un elemento esencial del poder, cómo se lo limita para reducir o evitar el
despilfarro que puede llevar a la sociedad a una profunda crisis económica. Casi todas las
grandes crisis históricas muestran, por detrás, una crisis fiscal.

La república es, en esencia, la división de ese poder para que unos controlen a otros. La
democracia populista, en cambio, borra esa división y abre la puerta al abuso fiscal. En este
trabajo, analizamos las causas del crecimiento del gasto público, los mecanismos o incentivos
políticos que llevan a su crecimiento y, luego, las limitaciones institucionales que pueden
introducirse para reducir o evitar ese abuso. Esas limitaciones son normas que buscan imponer
frenos, los que serán más firmes cuando se trate de normas constitucionales que reflejen un
consenso de la opinión pública.

Esas normas, no solamente podrían eventualmente controlar al poder sino también generar la
necesaria credibilidad para alentar las inversiones, el crecimiento de la producción y la mejora
de la calidad de vida de la población.
ABUSO Y POSIBLE LIMITACIÓN DEL GASTO PÚBLICO

Martín Krause

El mercado y la política

Tenemos dos caminos para recorrer cuando buscamos satisfacer nuestras necesidades. Uno de
ellos es el mercado: producimos, ofrecemos algún servicio o producto y con lo que recibimos
vamos, por ejemplo, al supermercado, y compramos gran cantidad de las cosas que
necesitamos. El otro es el camino de la política, a través del cual buscamos obtener aquellos
productos o servicios que adquirimos entre todos, a través del estado.

En todo país vamos a encontrar estos dos caminos; con diferencias: en algunos hay mucho más
mercado, en otros más política y estado. Estas proporciones han cambiado también con el
tiempo, para un lado y para el otro.

¿Por qué existen estos dos caminos? Esta pregunta plantea un gran debate, que no vamos a
desarrollar aquí, pero digamos que, en general, sabemos que a través de intercambios en los
mercados nos abastecemos mejor de muchas cosas, la gran mayoría; y dejamos para la política
aquellas que, o se piense que el mercado no puede proveer eficientemente, o se prefiera
obtener del estado, ya sea por ideología o en busca de algún objetivo “social” que muchas
veces es difícil o imposible de definir. Aunque es un tema de fundamental importancia, no lo
trataremos aquí, simplemente daremos por sentado que existen estos dos caminos y, en
particular, analizaremos el segundo.

Cuando pensamos en la política, y las muchas o pocas decisiones que tomamos al respecto,
solemos pensar en candidatos, en presidentes, pero el ámbito de la política va mucho más allá.
Cuando discutimos de política, estamos, en general, considerando estos temas fundamentales:

1. ¿Qué debería hacer el estado?


2. ¿Cómo se va a pagar?
3. ¿Quién lo va a administrar?

Solemos pensar que la decisión política es la tercera, a la cual somos llamados cada tantos
años, pero son mucho más importantes las dos primeras, pues determinan el rango de
acciones que el estado va a realizar, y cuánto va a costarnos. Los estados modernos han
crecido tanto, que ya hasta nos resulta difícil o imposible, sobre todo para el votante
promedio, conocer todo lo que el estado hace y cómo se paga. Realiza actividades que ni
imaginamos siquiera, algunas secretas, otras inútiles; y apenas si nos damos cuenta que las
pagamos: los impuestos están escondidos detrás de muchos de los precios de las cosas que
compramos en el mercado. El estado no solamente se pone a hacer cosas de todo tipo, sino
que, además, se lleva una buena porción de lo que intercambiamos en el mercado. En otras
palabras, se lleva un alto porcentaje de nuestros ingresos, y no nos brinda muchos ‘bienes’ a
cambio; es más, muchos de ellos son claramente ‘males’, que nunca contrataríamos si no
fuéramos obligados a hacerlo.

¿Por qué ha crecido tanto el estado?

Las causas son diversas, y serán más o menos importantes según el caso, pero podríamos
resumirlas de esta forma:

a. El surgimiento de ideologías que buscan transformar la sociedad desde el poder,


utilizando el aparato de la fuerza del estado en pos de un objetivo que se considera
superior, o sublime. Los siglos XIX y XX han dado origen a dos de ellas: el socialismo y
el nacional-socialismo (o nazismo). Ambos han fracasado estrepitosamente, pero
versiones más moderadas han buscado objetivos similares, aunque en forma menos
violenta. Y, de a poco, han conseguido acrecentar el control del estado sobre la vida
particular, como pocos se hubieran imaginado doscientos años atrás. Y, pese al
notable fracaso de esas ideologías, algunos han querido repetirlas en el siglo XXI,
aunque con fracasos similares a los del siglo XX.
b. La economía ha seguido un camino erróneo. Es una ciencia joven, pero en sus
comienzos, fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, comprendió perfectamente
los beneficios de la división del trabajo, de la cooperación a través de intercambios y
del crecimiento económico impulsado por la inversión, tanto en capital físico como
humano. Pero en el siglo XX, cambió de lado para entronizar al consumo como motor
del crecimiento económico. Según esta visión, que a cada uno de nosotros nos
parecería suicida para nuestra vida personal, la riqueza se crea gastando, no
trabajando y produciendo. Esto ha llevado a proponer todo tipo de programas públicos
que, aunque no brinden un beneficio evidente, supuestamente impulsen el gasto y de
allí a la producción.
A esto se le suman distintas teorías económicas que pretenden encontrar todo tipo de
“fallas de mercado”, las que deben ser subsanadas con políticas públicas,
desconociendo la posibilidad de soluciones voluntarias para esos problemas. Y como
cada vez encuentran más fallas, más se extienden las funciones del estado:
imperfecciones de la competencia, monopolios naturales, externalidades, bienes
públicos, asimetría de la información, dependencia de estándares tecnológicos e
incluso ahora, bienes públicos globales que hasta justificarían un estado global.
c. En muchos de nuestros países latinoamericanos (aunque no solo en ellos), a y b se
mezclaron como fundamento del ‘populismo’, basado en el más evidente paternalismo
según el cual un partido, o la mayoría de las veces, un líder mesiánico, interpreta las
necesidades de las masas y hace crecer al estado para satisfacerlas. En todos los casos
termina agotando los recursos del estado, en la bancarrota de la inflación o la deuda,
descuidando algunos servicios básicos del estado como la seguridad y destruyendo el
valor del crédito y la moneda, para luego echarle la culpa a quien venga más tarde a
realizar un “ajuste”.
d. El reemplazo de un marco institucional “republicano”, es decir basado en las
limitaciones al poder como la división de poderes, la limitación de los mandatos, la
independencia de la justicia y otros, por una democracia populista ha generado
incentivos perversos en la política, algunos de los cuales veremos aquí, que llevan a la
falta de controles, la corrupción y el despilfarro.
e. Hay más razones, por supuesto, pero como consecuencia de esto, y también como su
causa, se ha generado una cultura que demanda “derechos”, y cada vez más de ellos,
que el estado va a garantizar a través del líder populista, y cada vez menos
obligaciones, menos responsabilidad individual en el destino de nuestras vidas. Ya no
buscamos aprovechar oportunidades y generar mejores para nuestros hijos, sino que
demandamos “derechos”, que se nos deben conceder.

Limitaciones de la democracia populista


Winston Churchill (1874-1965) una vez afirmó: “Muchas formas de gobierno han sido
ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia
sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto
por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo” (2008). Es decir, la
democracia no es perfecta, pero las dictaduras, monarquías y teocracias son mucho peores. Y
cuando la democracia es “ilimitada”, cuando abandona el concepto de república y una mayoría
circunstancial otorga un poder absoluto al gobernante, los problemas se multiplican.

Racionalidad del votante

Uno de los problemas que se presentan es que el votante tiene incentivos débiles para
informarse. Como el voto de un votante no va a decidir ninguna elección, ya que son miles y
millones los votantes que participan, uno puede estar seguro de que su propio voto no
determina el resultado. Es fácil que piense: se va a elegir alguna combinación de bienes
públicos y redistribución de rentas, y mi voto no lo decide. Esto no genera una motivación
suficiente para estar informado sobre las consecuencias de esa decisión, ya que, de todas
formas, serán las que una mayoría decida. Por ello, el individuo tendería racionalmente a no
buscar la información necesaria para emitir un voto consciente, considerando que eso requiere
un esfuerzo en tiempo —ver programas de información política, leer declaraciones de
candidatos, programas, informes de políticas públicas— y dinero —comprar diarios y revistas,
leer libros, etc.—, lo que podría costarle muy caro en comparación con la influencia de su voto
en un resultado concreto.

Estas preocupaciones habían sido consideradas ya por uno de los primeros economistas en
analizar el funcionamiento de la democracia, Joseph Schumpeter (1971 [1950]), quien
planteaba que, al alejarse el individuo de las cuestiones personales hacia los problemas
nacionales o internacionales, que no tienen un nexo directo con sus preocupaciones privadas,
la racionalidad (volición) individual dejaba de desempeñar el papel que le asignaba la teoría
clásica de la democracia. El ciudadano particular “es miembro de una comisión incapaz de
funcionar, de la comisión constituida por toda la nación, y por ello es por lo que invierte menos
esfuerzo disciplinado en dominar un problema político que en una partida de bridge” (p. 334).

¿Bien común o privilegio?

Las preferencias de los ciudadanos-votantes determinan la “demanda” de Gobierno, pero,


dada la característica coercitiva de éste, la misma puede referirse a bienes y servicios
“colectivos” o “públicos”, que el mercado no estaría en condiciones de proporcionar, o que se
prefiere que no los proporcione, aunque pueda; y también a “búsqueda de rentas” o
beneficios personales, que recaen luego como costo en todos los demás.

¿Cómo separar una demanda de otra, suponiendo que queremos que se satisfaga la primera,
pero no la segunda? Esto tiene que ver con la “oferta” en la política: allí no solamente
encontraremos políticos que promueven el primer tipo de bienes y servicios, sino también
otros que promueven la búsqueda de rentas, o unos mezclados con otros. Los mismos
ciudadanos van a ser luego llamados a decidir sobre esto y, si estuvieran bien informados,
tendrían el incentivo para premiar a los primeros y no elegir a los demás.

Es decir: la demanda y la oferta tienen una “mezcla” de bienes públicos y de búsqueda de


rentas, y no es nada fácil separar unos de otros. ¿Es un servicio “público” la protección a la
industria automotriz, que favorece a todo el país al impulsar la economía, o es una ventaja
para las industrias y los trabajadores de ese sector, con costos que recaen sobre todos los
demás?

Costos lejanos, beneficios presentes

Por otro lado, la demanda está sesgada en favor del gasto y del endeudamiento. Supongamos
que existe un presupuesto balanceado. Un superávit —para reducir la deuda, por ejemplo, o
para tener reservas disponibles en el futuro— demanda o un menor consumo ahora o mayores
impuestos. El costo de una u otra es real y palpable; el beneficio tiene que ser “creativamente
imaginado” (Buchanan y Wagner 2000, p. 103), como la forma de evitar un futuro
inflacionario. No es algo que se experimente directamente.

Además, el votante recibe un conjunto de bienes y servicios por parte del Gobierno y no paga
ningún precio “directo”, como lo hace cada vez que compra algo en el mercado. Tampoco
recibe una factura mensual o trimestral por todos esos servicios, como la recibe de la
compañía de electricidad o del agua. Paga con impuestos que le son extraídos de distintas
formas: de sus ingresos (rentas o ganancias), de sus compras (IVA), o están incluidos de
manera invisible en los precios (aranceles a las importaciones, impuestos a las exportaciones),
o por el valor de su propiedad. Para cualquier individuo, estimar el costo total que le ocasiona
el Estado es intentar hacer unas cuentas prácticamente imposibles y, a la vez, evaluar ese
costo es más caro que evaluar los precios en el mercado.

Cuando, para obtener un bien o servicio, es necesario un pago directo, la evaluación de ese
costo es clara; lo es un poco menos cuando se paga una suma mensual por un conjunto de
servicios y bienes, como la cuota de un club; lo es menos cuando ni siquiera existe ese acto de
pago y la cuota es descontada del salario; y lo es menos aun cuando se paga a través de un
conjunto de impuestos directos o indirectos e inflación. No hay tampoco un proceso de
aprendizaje, porque el incentivo es débil y, en definitiva, es poco lo que un contribuyente
individual puede hacer para cambiar la situación, incluso si dedicara tiempo y esfuerzo a ello
(Buchanan y Wagner 2000, p. 137).

Déficits permanentes

Si bien la propuesta económica de Keynes contemplaba el impulso de la demanda (consumo y


gasto), financiado por déficit fiscal en épocas de recesión, lo que sería compensado por los
superávits que se obtuvieran en épocas de crecimiento, el notable crecimiento de los déficits
fiscales, la inflación y el endeudamiento desde que han predominado estas ideas muestran una
completa incomprensión del funcionamiento de la política en democracia. A los políticos les
gusta el gasto público, y con él consiguen votos, pero no les gusta cobrar impuestos a las
mayorías. Con Keynes, la visión austera tradicional de que el Gobierno debía mantener sus
cuentas fiscales balanceadas fue dejada de lado y ya no hubo limitaciones al incentivo de los
políticos de gastar en relación con los ingresos que se recauden. Los déficits fiscales se
convirtieron ahora en algo permanente.

Según la visión anterior, el político estaría dispuesto a ofrecer los beneficios de servicios
provistos por medio de un mayor gasto público a los votantes, pero también tendría que
plantear el necesario cobro de impuestos. Uno, supuestamente, brinda beneficios al votante,
pero el otro los reduce. Entonces, el votante estaría dispuesto a apoyar el aumento del gasto
público, en tanto valora más el servicio público a recibir que el servicio o bien privado que
ahora no podrá adquirir, pero no tener que pagar más impuestos. Pero si ahora el político
puede gastar, sin que el contribuyente tenga que pagar —en forma inmediata o evidente—,
entonces la restricción desaparece: el votante favorece el crecimiento del gasto público,
porque no le resulta evidente que tenga que pagarlo, salvo cuando ese gasto lo lleva a una
catástrofe económica (Buchanan y Wagner 2000).

Por otro lado, obtener un superávit fiscal implica un aumento de la tasa de los impuestos o una
reducción del gasto. En cualquiera de los dos casos significa un sacrificio para el votante. En
definitiva, el superávit significa una reducción presente de los beneficios que se reciben,
mientras que el déficit significa un aumento presente, sin un mayor costo que lo acompañe.
No es de extrañar entonces que la evidencia muestre en las décadas de predominio de
políticas keynesianas una constante presencia de déficits fiscales y una muy escasa o
inexistente presencia de superávits.

Los déficits, además, dados los beneficios que prometen a votantes y políticos, terminan
estando presentes tanto en situaciones de recesión, como las analizadas por Keynes, como en
las de crecimiento. Ya no se trata de políticas “anticíclicas”, sino permanentes.

Preferencia por el corto plazo

La necesaria renovación de mandatos, elemento esencial de la democracia para evitar el


control absoluto del poder, combinada con el incentivo que tiene el político para ser reelecto y
mantenerse en la carrera política, trae con ella una consecuencia no deseada: fija el interés del
representante electo en el corto plazo. O al menos en un plazo tan corto como el fin de su
mandato, pues más allá de él las consecuencias de sus actos caerán sobre otro representante
electo, si es que no puede reelegirse.

Esto lleva a que se prefiera obtener los beneficios hoy y postergar los costos para el futuro, ya
que los primeros los aprovecha el representante, mientras que los otros se trasladan a quien lo
suceda. Por otro lado, se vuelven poco atractivas las políticas que brindan beneficios a largo
plazo, pero generan costos a corto plazo o tienen un impacto poco visible en forma inmediata.
Así, por ejemplo, una reforma institucional que permita mejorar a largo plazo la independencia
de la justicia no brinda en forma inmediata un beneficio claramente visible para el electorado,
y será menos deseable para un político que aquella que genera un beneficio visible hoy,
aunque genere un costo a largo plazo, tal como subsidiar el consumo de energía sin que se
produzca más.

Un ejemplo claro de esto es la preferencia para financiar un determinado gasto público con
endeudamiento, en lugar de recaudación de impuestos. El endeudamiento permite gastar hoy
y que paguen otros, incluso algunos que ni siquiera votan hoy; en cambio, recaudar impuestos
requiere enfrentar a los votantes y pedirles su dinero, algo que estos no aceptan fácilmente.

Otro ejemplo típico se observará en muchos países en relación con los sistemas públicos de
pensiones —que se encuentran financieramente quebrados en casi todos los casos—. El
incentivo a corto plazo es aumentar las jubilaciones, ya que eso es “vívidamente” visible y
genera ganancias (votos) a corto plazo. Por el contrario, una reforma que recupere la solidez
del sistema genera costos inmediatos y beneficios solamente en el largo plazo.

La tendencia por el corto plazo puede tener, además, un lado perverso. Si el gobernante tiene
entre sus metas su enriquecimiento personal, pues deberá lograrlo en el corto plazo, ya que su
mandato no será renovado, lo cual llega a convertirlo en un intenso expoliador de los recursos
públicos.

Ciclo político presupuestario


El ciclo político presupuestario se refiere a la manipulación de los instrumentos de política
económica a la vista de las próximas elecciones. Este fenómeno ha sido estudiado durante un
largo tiempo (Kalecki 1943; Nordhaus 1975; Hibbs 1977), habiendo dado origen a dos
versiones: según la primera, los políticos generan un ciclo político de crecimiento del gasto
público antes de las elecciones, para generar un auge del consumo y mejorar sus posibilidades
de ser reelegidos; según la segunda, el ciclo se produce porque distintos partidos políticos
tienen diferentes preferencias de gasto y la alteración en el poder da lugar a que durante un
periodo crezca un cierto tipo de gastos y durante otro uno diferente. Frey y Schneider (1978a,
1978b) combinan ambas, señalando que el partido en el poder aumenta el gasto previamente
a la elección y lo hace, obviamente, con aquel gasto que prefiere. Lo mismo el partido
alternante.

Otro tipo de ciclo es el estudiado por Alesina y Tabellini (2005). Muchos economistas proponen
que la política fiscal sea anticíclica; esto es, que se generen reservas durante los tiempos de
crecimiento económico, para utilizarlas durante los de recesión. Este legado keynesiano no es
unánimemente compartido, pero se observa a menudo, y sobre todo en países en desarrollo,
la política contraria: se gasta más cuanto más se recauda. Una posible explicación de esta
circunstancia podría ser que durante los buenos tiempos los Gobiernos tienen crédito
disponible, mientras que no lo tienen en las malas, o solamente a tasas muy altas.

Flexibilidad al alza, rigidez a la baja

El gasto público muestra, también, un comportamiento particular: crece fácilmente, pero


pocas veces se reduce. Este fenómeno recibe el nombre, en inglés, de “ratchet effect”, que tal
vez podríamos traducir como “efecto escalera”, en el sentido de que el gasto sube un escalón y
luego se estabiliza, para volver a subir. Este efecto no se refiere tanto al continuo aumento del
gasto debido a los factores que fueron analizados antes, sino a aumentos abruptos debidos a
crisis tales como guerras o recesiones.

No es que no hubiera tales crisis en el pasado, pero generalmente los países regresaban a su
nivel de gasto público anterior con el tiempo. Es decir, el gasto aumentaba por una guerra, lo
cual es lógico, pero al fin de ésta se regresaba a la situación anterior. Esto dejó de suceder, o lo
hizo en menor medida, a partir de la llegada del “estado benefactor” y las resistencias a bajar
el gasto antes mencionadas. No están claras las razones de este cambio, pero el efecto es
visible.

Claro que una “escalera ascendente” llevaría hasta su tope, en este caso que el gasto público
alcance el 100% del PIB. Sin embargo, esto no sucede. Mucho antes de ese porcentaje la
economía colapsa porque es el sector privado el que ha de sostener al sector público (éste no
podría vivir de cobrarse impuestos a sí mismo). Estas crisis han sido recurrentes y se han
expresado de distintas formas y en distintos países, tanto sea en la ex URSS como en Suecia,
para recorrer luego un moderado camino descendente.

Beneficios concentrados, costos dispersos

Los problemas de información del votante hacen posible que un gobernante pueda alejarse de
la búsqueda del “bien común” —incluso sería muy difícil conocer o detectar cuál es— y
atender el propio o el de grupos minoritarios que no podrían obtener la aprobación de la
mayoría. Madison (2001), en un clásico de la filosofía política, considera como “facción” tanto
a un grupo mayoritario como a uno minoritario que impulsa su propio interés contra los
intereses de otros ciudadanos. La diferencia en este caso está en que cuando es la mayoría la
que busca un privilegio puede hacerlo a través del control mayoritario del poder, mientras que
la minoría debe hacerlo a través del cabildeo o lobby.

Si la mayoría de los votantes tienen un incentivo para estar “racionalmente” desinformados o


incluso erróneamente desinformados, esto incluye conocer los detalles de una actividad en
particular. Sin embargo, quienes obtienen sus ingresos de esta actividad están fuertemente
incentivados para conocer muy bien las consecuencias que los cambios de políticas pueden
ocasionar en sus resultados, y los políticos que pueden obtener el apoyo de estos grupos
también tienen el incentivo para conocer ese impacto y para tratar de conseguirlo, si es que
pueden obtener algún beneficio de ello.

De otra forma, resultaría difícil explicar cómo en una democracia donde gobierna la mayoría
pueden aprobarse políticas que benefician a un determinado grupo y cuyo costo recae en los
demás. Por ejemplo: en Europa, los agricultores no son más del 5% de la población total. ¿Qué
explica entonces que esos Gobiernos democráticos aprueben presupuestos comunitarios con
muy elevadas sumas de subsidios a los productos agrícolas, cuyo costo recae en el 95%
restante?

Podría pensarse que ese 95% quieren, en forma altruista, subsidiarlos, porque estiman la
tradición, por afecto al pasado o por otro tipo de circunstancias. Pero si así fuera, no tendrían
que recurrir a subsidio; simplemente les pedirían a los consumidores que paguen un precio
más alto por sus productos. Parece más probable la explicación que presenta el “análisis
económico de la política”. Según este, sucede lo siguiente: los beneficios están concentrados
en unos pocos, mientras los costos se reparten entre un gran número de personas.

El consumidor puede incluso conocer ese costo que recae sobre sí, pero el monto es pequeño
como para dedicarle recursos, tiempo y esfuerzo para lograr abolirlo; el costo de dicha
movilización ha de ser seguramente mayor; imaginemos que tendría que dedicar tiempo a
participar de marchas y protestas, peticiones a los representantes, organización de los
perjudicados, búsqueda de fondos para sus actividades.

Pero el beneficio para el agricultor es importante, y está dispuesto a dedicar recursos, tiempo y
esfuerzo para obtenerlo y para mantenerlo. Los agricultores encuentran productivo dedicar
recursos para hacer lobby con los representantes políticos y obtener este “privilegio”; y estos
accederán a ello en tanto y en cuanto les sirva para ganar el apoyo de este grupo minoritario,
sin poner en riesgo el de la mayoría.

No obstante, como los agricultores han obtenido lo suyo, otros grupos minoritarios buscan
tratamientos similares. Muchas veces resulta posible lograr la aprobación de medidas de esta
naturaleza gracias a un proceso que ha recibido el nombre de “intercambio de favores o votos”
(logrolling). Se refiere esto a la posibilidad de construir mayorías legislativas a partir de la suma
de distintos intereses minoritarios. Así, por ejemplo, proyectos que nunca serían aprobados
por la mayoría, si se presentaran solos, pueden resultar aprobados a cambio del voto positivo
para otros proyectos similares: los representantes que promueven el subsidio a los agricultores
se comprometen a votar favorablemente un subsidio a los pescadores, si estos apoyan el
proyecto de los primeros, y unos y otros están dispuestos a apoyar un subsidio a los
tabacaleros, si estos hacen lo mismo.

Esto lleva al crecimiento de este tipo de programas, que resultan en legislaciones, no ya de


tipo general, sino de carácter especial para grupos determinados, con lo que van avanzando
distintos mecanismos de distribución de ingresos en tal magnitud que terminan produciendo
dos efectos:

Uno ha sido llamado “esclerosis”, pues las transferencias de unos grupos a otros vienen
acompañadas de crecientes regulaciones sobre las actividades productivas que terminan
ahogando el crecimiento económico, hasta el punto de que incluso puede llegar a desatarse
una crisis general. Por otra parte, cuando todos están recibiendo una transferencia de algún
tipo, también están pagando las transferencias a otros, con lo que no resulta claro si realmente
conviene recibirlas.

El otro es el llamado efecto “Hood Robin”, una situación según la cual tales políticas comienzan
siendo aplicadas para transferir recursos de los más ricos a los más pobres, pero el resultado
final es una maraña de transferencias, cuyo resultado neto bien puede ser el inverso:
transferencia de pobres a ricos. Los pobres podrán recibir transferencias directas por medio de
programas sociales, pero los ricos también las obtienen a través de subsidios a distintas
actividades; los pobres recibirán subsidios indirectos a través de la provisión gratuita de
educación o salud, pero los ricos también los reciben por medio de subsidios o bajas tasas de
interés.

Veamos un ejemplo del primer caso. Supongamos un productor local de paraguas, que tiene
que afrontar la competencia de productos que llegan de China. El costo de producción local es
de 1.10 dólar por paraguas, pero el producto importado llega al mercado local a un precio de
1.00. Los consumidores se vuelcan a comprar el producto importado y esto genera un serio
problema al productor local.

¿Cuáles son las opciones que se le presentan al productor local? Una de ellas es apelar a los
consumidores y pedirles que compren su producto, aunque sea más caro, pero argumentando
en su favor que esto genera actividad económica local o puestos de trabajo. Así, los
consumidores decidirían voluntariamente comprar más caro, pero apoyar a su connacional.
Normalmente esto no sucede: el consumidor busca el mejor producto al precio más bajo,
aunque no deberíamos descartar que lo haga. Pero en lugar de apelar a los consumidores,
resulta mejor apelar directamente al funcionario y pedirle la aplicación de una restricción a las
importaciones. Digamos, para agudizar el ejemplo, que sugiere y logra la introducción de un
arancel de importación del 500%. La situación cambia de esta forma:

Producto local Producto importado

Precio 1.10 1.00

Arancel 500% 5.00

Precio pos-arancel 6.00

Ahora el arancel lleva el precio del producto importado hasta seis dólares. La pregunta
entonces es esta: ¿A cuánto elevará el productor local su propio precio? En todos los casos que
he planteado esta pregunta los alumnos me han respondido con precios algo menores de seis,
digamos 5.60. Un precio que le permite al productor local desplazar al producto importado y
aumentar substancialmente su ganancia. Nótese, además, que el arancel se “privatiza”, ya que
el Estado lo impone, pero no lo cobra. Ahora las importaciones dejan de llegar y no se recauda
ningún arancel de importación, pero el productor local es el que embolsa el arancel a través
del margen que le otorga el nuevo precio.
Supongamos ahora que el mercado de paraguas es de un millón al año y que las personas
compran un nuevo paraguas cada dos años. De la tabla anterior se desprende que la
introducción del arancel significa para el productor local pasar de un ingreso de cero —cero
paraguas vendidos al precio de 1.10— a un ingreso de 5,600,000 dólares —un millón de
paraguas al precio de 5.60 dólares cada uno—. El costo para el consumidor pasa de un dólar —
cuando compraba el paraguas chino— a 5.60 dólares —cuando compra el paraguas local— es
decir un incremento de 4.60 dólares, pero como compra un paraguas cada dos años, su costo
es de 2.30 dólares por año.
Los beneficios, entonces, se concentran en el productor local por una suma importante, por
la cual estará dispuesto a hacer muchas cosas, tanto sea lobby “legal” como “ilegal”,
dependiendo de la institucionalidad en cada país. En los países con mayor calidad institucional
eso suele suceder abiertamente: el productor se convierte en un contribuyente a la campaña del
político que toma tal decisión, pero esto se conoce y los aportes se blanquean; en los países con
mala calidad institucional, estos aportes van al candidato, que tal vez los utilice para su campaña
o para su ingreso personal, pero en todo caso no se conocen y se producen informalmente. La
diferencia no es menor, porque, si se sabe quién financia a un candidato, se sospecha enseguida
de cualquier propuesta que favorezca directamente a su aportante, y el votante sabrá tomar
esto en cuenta en el futuro; pero si no se conoce, este castigo no ocurrirá.
Por otro lado, los costos se encuentran dispersos, para cada consumidor significa una suma
menor, sobre todo comparada con los costos de las acciones que debería realizar para frenar esa
medida. Debería dedicarle mucho tiempo y esfuerzo, tal vez escribir cartas de lectores a los
medios, llamar a los programas de radio, salir a la calle con pancartas, tratar de organizar a los
consumidores para rechazar esta medida. Todo ello es costoso y se conduce, además, a los
consabidos problemas de acción colectiva, por los cuales los demás consumidores tendrían
incentivos para ser free riders del esfuerzo de nuestro enojado consumidor, sabiendo que si logra
algo ellos se benefician sin cargar con los costos de la organización. Beneficios concentrados,
entonces, y costos dispersos explican la distinta intensidad en los dos componentes básicos de
las acciones que estamos considerando: el productor tiene un incentivo intenso para estar
informado sobre el asunto y actuar en consecuencia; el consumidor tiene un incentivo débil, por
lo cual tenderá a estar desinformado y sin incentivo para actuar.
No es de extrañar, entonces, que medidas de este tipo tengan éxito, pese a que el principio
básico de la democracia mayoritaria es que la mayoría imponga su decisión. Si así fuera, ¿cómo
se explicarían las políticas que benefician a algunos en perjuicio de todos los demás?

¿Cómo se paga ese gasto?

Las normas e instituciones macroeconómicas tienen una importancia fundamental para el


adecuado funcionamiento de la economía. Son las “reglas del juego” que permiten la
coordinación de acciones que eventualmente promueven la prosperidad. Las reglas
monetarias y fiscales son un ingrediente básico de ellas, pero también, al mismo tiempo, el
resultado de valores y normas formales e informales, de controles y contrapesos al poder, y de
su abuso.

El Estado ofrece ciertos servicios a los habitantes de un determinado país. En general, solían
estar relacionados con aquellos mecanismos necesarios para permitir la convivencia pacífica
de los ciudadanos: defensa contra la agresión externa y contra el crimen interno, justicia para
garantizar el respeto a los derechos, y no mucho más. A partir del siglo XX, el Estado asumió
numerosas tareas adicionales: servicios de salud, educación y jubilaciones; provisión de
servicios de transporte ferroviario y aéreo; administración de teatros, estaciones de radio y
canales de televisión; la provisión de servicios de agua, electricidad, telecomunicaciones y
energía; la administración de fábricas, campos, comercios, minas, líneas marítimas de carga,
hoteles, parques, imprentas, agencias de publicidad, centros deportivos y recreativos, y
muchas otras cosas más.

Estas actividades no son gratuitas: tienen su costo y requieren para su administración una
creciente “burocracia”, que viene muchas veces acompañada de todo tipo de organismos,
secretarías, subsecretarías, asesores y choferes, misiones al extranjero, jubilaciones especiales
a funcionarios públicos…; y para conseguir los fondos que esto demanda, se debe exigir a los
ciudadanos una parte de su patrimonio o de sus ingresos.

Al margen de que pensemos si el Estado debe hacer eso o no, lo cierto es que alguien tiene
que pagarlo y, en definitiva, no hay otro “alguien” que los contribuyentes de ese mismo
Estado.

El Estado tiene las siguientes alternativas para financiar su gasto:

 Cobrar impuestos
 Endeudarse
 Vender activos
 Expropiar activos
 Generar ingresos propios por la venta de servicios
 Emitir moneda

IMPUESTOS

En 1789, Benjamin Franklin escribió una carta a M. Leroy, con una frase que luego pasaría a la
historia: “En este mundo nada es seguro, salvo la muerte y los impuestos”.

Suele decirse que son el medio “genuino” para financiar los gastos del Estado. Y lo es porque,
tarde o temprano, buena parte de las otras formas de hacerlo terminan siendo impuestos o
son impuestos encubiertos.

Aunque suelen dividirse en “directos” (a las ganancias, al patrimonio), e “indirectos” (a las


ventas, al valor agregado), lo cierto es que todos los impuestos afectan al patrimonio de los
contribuyentes. Los impuestos se aplican muchas veces sobre las actividades productivas y, por
lo tanto, es necesario tener en cuenta que generan un costo que las desincentiva. Este es un
viejo concepto que ha adquirido nueva fama a través de una presentación simplificada bajo el
nombre de “curva de Laffer”, por el economista que la llevó a un simple gráfico.

Comencemos a explicarla planteando dos simples preguntas: si tuviéramos un impuesto con


una tasa de 0%, ¿cuánto se recaudaría?, y si tuviéramos un impuesto con una tasa del 100%,
¿cuánto se recaudaría? La respuesta es la misma en ambos casos: cero. Es fácil de comprender
en el primer caso: una tasa de cero sobre cualquier cosa da como resultado ninguna
recaudación. ¿Por qué sucede lo mismo con la tasa del 100%? Pues porque nadie realizaría
ningún esfuerzo, para luego ver el resultado esfumarse en el pago del impuesto. Imaginemos
esta situación: un trabajador cobra su sueldo en una ventanilla para depositarlo
inmediatamente en otra, como pago de un impuesto. ¿Quién trabajaría? Nadie. Un impuesto
del 100% de un ingreso no obtendría ninguna recaudación.
Entonces, si con una tasa cero no se recauda nada y con una de cien tampoco, esto quiere
decir que entre cero y cien habrá de recaudarse algo, y que inevitablemente eso que se
recaude aumentará a medida que la tasa crezca a partir de cero, pero llegará un punto en que
comenzará a reducirse, hasta llegar nuevamente a cero, con la tasa del 100%. Es lo que
describe la curva:

Entonces, si se aumentan los impuestos, habrá un punto (E), a partir del que se recauda
menos. Y esto por dos razones:

 la primera ya fue mencionada: a una cierta tasa, las actividades productivas no pueden
sostenerse, no son rentables, no conviene realizarlas; decaen y se termina recaudando
menos;
 la segunda se refiere a que, a mayor tasa, mayor es el incentivo para evadir el
impuesto. Enfrentado al pago de un determinado impuesto, un contribuyente se
enfrenta igualmente con la necesidad de resignar rentabilidad para pagarlo; cuando las
tasas son moderadas, puede ser que su sentido del deber lo lleve a no cuestionarse
sobre el pago del impuesto y, por otro lado, puede estar asumiendo un serio riesgo,
que se define por el monto del castigo y la posibilidad de ser descubierto. Pero cuando
la situación se acerca a la del punto anterior —la supervivencia del ingreso— entonces
la “conciencia del contribuyente” se diluye y aumenta el “premio” a evadir. No es lo
mismo arriesgarse para evadir un mero 10%, que no determina la vida de un negocio,
que arriesgarse ante una tasa del 85%, cuando un negocio se ve amenazado de
muerte.

Resulta entonces fundamental determinar en qué lugar de la curva se encuentra un país, pues
puede ocurrir que se halle por encima del punto E, y que un gobierno decida aumentar los
impuestos, con lo cual terminará ahogando la actividad económica e incluso recaudando
menos. En tales circunstancias sería conveniente reducirlos.

En este punto resulta necesario aclarar que el punto E no es un punto “óptimo”, porque lo que
es necesario “maximizar” es la producción de bienes y servicios, no la recaudación impositiva.
Es cierto que con mayores niveles de producción el gobierno termina recaudando más, pero
¿para qué? Una vez que los ciudadanos obtienen del Estado los servicios que estiman
necesarios, y el Estado los brinda en la forma más eficiente, no es necesario recaudar más,
sino, en todo caso, aliviar la carga impositiva sobre los contribuyentes, para que destinen esos
recursos a aquellos fines que estiman más convenientes.
Por otro lado, la “forma” de la curva no es igual en todas las sociedades: algunas tienen mayor
preferencia por servicios públicos que otras, o reciben buenos servicios a cambio de sus
impuestos; en otras, los contribuyentes tienen una menor preferencia por ellos o estiman que
a cambio de sus impuestos no reciben servicios que tengan algún valor. En el primero el punto
E quedaría más arriba; en otros, en cambio, más abajo.

Cualquiera que sea el nivel que se alcance, es necesario recordar siempre la relación existente
entre el nivel de la carga impositiva y la cantidad y calidad de los servicios que el contribuyente
recibe. La transparencia del proceso de sanción de los impuestos y su equidad son elementos
fundamentales, ya que, aunque los impuestos son imperativos, su recolección demanda un
grado de voluntariedad que resulta más alto cuanto más “justos” se consideran.

DEUDA

Existe una preferencia de los gobiernos a financiar sus gastos con deuda, si es que pueden
asumirla. La razón es simple: los efectos positivos del mayor gasto se sienten en el momento
de endeudarse; los costos se percibirán más adelante.

Cuando el gobierno se endeuda no sucede nada distinto que cuando cualquier persona lo
hace: endeudarse le permite un mayor nivel de gasto ahora, pero como deberá pagar la deuda,
habrá de reducir su gasto en el futuro. En otros términos: deuda hoy son impuestos mañana, y
la deuda que hoy se paga es lo que han gastado otros antes.

Esto genera algunas consecuencias importantes, tanto económicas como políticas. En cuanto a
las primeras, cuando un gobierno asume deuda, “desplaza” al sector privado y eleva la tasa de
interés, con lo que hace más caro el financiamiento de la actividad productiva y esta se
perjudica. En relación con las segundas, se plantea la polémica cuestión de si corresponde
hipotecar los futuros ingresos de contribuyentes que hoy no votan y, por lo tanto, no pueden
opinar sobre la carga que van a tener que pagar en el futuro. Algunos incluso todavía no han
nacido... y nacen ya con una deuda sobre los hombros.

De igual forma que sucede con una familia o una empresa: se puede seguir aumentando la
deuda hasta que se llega a un punto en el que nadie está dispuesto a continuar prestando,
pues el riesgo de incumplimiento es muy elevado y no hay tasa de interés que justifique
asumirlo.

En la actualidad, esto es medido por el así llamado “riesgo-país”, que toma en cuenta la
diferencia de tasas de interés entre la deuda emitida por un país sólido y estable y el resto.
Cuanto más amplia es esa diferencia, más elevado es el “riesgo-país”.

Existen básicamente dos formas distintas de asumir una deuda pública: obtener préstamos o
emitir bonos. En el primer caso, igual que lo hace una persona, se recurre a una institución
financiera y se pide un préstamo, sobre el que el prestamista demandará luego la devolución
del capital, más un determinado interés. El segundo no es muy diferente, pues el gobierno
emite unos papeles (bonos) que son adquiridos por ahorristas en las mismas condiciones
generales: devolución del capital, más un determinado interés. Hay sí una diferencia práctica
para los gobiernos: en el primer caso es más sencillo negociarlo si el gobierno de que se trate
tiene problemas para pagar la deuda; en los años 80 se organizaban “clubes de bancos” que
renegociaban las condiciones de los préstamos. Pero en el caso de la venta de bonos, como
pueden estar repartidos entre un gran número de ahorristas de muchos países, esa
negociación es más difícil, por lo que el Estado que quiera “renegociar” los términos de su
deuda debe ofrecer un nuevo bono, en otras condiciones —es decir, tentar a los ahorristas
para que los cambien— y probar el resultado que obtiene. Se conoce a estos procedimientos
como “canje de deuda”.

La deuda pública suele ser también clasificada como “externa” e “interna”. La primera sería
aquella que está en manos de acreedores extranjeros, pero también suele darse ese nombre a
toda deuda que está denominada en moneda extranjera (bonos en dólares, por ejemplo,
aunque los tengan ahorristas locales); mientras que interna sería aquella que está en poder de
acreedores locales, o denominada en moneda local.

Solo existe una diferencia económica en el caso de deudas denominadas en moneda local o
extranjera, y la razón es que la primera puede pagarse emitiendo moneda, y de esa forma se
“licúa”; mientras que en la segunda no existe tal posibilidad, pues un gobierno no puede emitir
moneda extranjera. Existe también una diferencia “política” si la deuda está en manos de
acreedores internos o externos, ya que para un estado es más sencillo incumplir con los pagos
de su deuda en el primer caso, pues se trata de “súbditos” a los que puede imponer
condiciones más fácilmente; esto no es igual en el caso de acreedores externos.

Por último, el hecho de que tanto los bancos como los fondos de jubilaciones y pensiones sean
instituciones con reservas monetarias los ha tornado apetecibles para gobiernos sedientos de
deuda, ya que allí hay fondos depositados que pueden tomarse voluntaria o forzosamente.
Históricamente hablando, esto ha llevado varias veces al colapso de los sistemas financieros.

VENTA DE ACTIVOS

Un gobierno puede obtener recursos mediante la venta de los activos que posee. Esto suele
denominarse en la actualidad “privatización”, aunque no se limita a la venta de empresas en
manos del Estado, sino que incluso se extiende a la venta de todo tipo de propiedad estatal.

Puede ser que esta política se lleve adelante por otras razones, como reducir la cantidad de
actividades en manos del Estado, obtener mejores servicios u otros motivos. De todas formas,
sea cual fuere el objeto, se obtienen recursos que ingresan en las arcas fiscales y permiten
financiar el gasto del Estado o reducir su deuda.

Por cierto, que este ingreso se realiza por una única vez, aunque, en el caso de las
privatizaciones, al pasar la propiedad a manos privadas, comienza a partir de ese momento a
pagar impuestos, algo que en la mayoría de los casos antes no ocurría.

EXPROPIAR ACTIVOS

Es la cara inversa de la venta de activos, pues el Estado se apropia de ellos por la fuerza. Puede
hacerlo compensando a los anteriores propietarios o no. Asimismo, la expropiación puede no
solo ser la toma efectiva de la propiedad, sino también imponer condiciones que fuercen una
venta al Estado, impidan la continuidad de una actividad o eliminen toda rentabilidad.

Las expropiaciones generan un aumento de los activos estatales de una sola vez, aunque, si
luego esto generara a su vez mayores ingresos al fisco, ello dependerá de la gestión estatal.

INGRESOS PROPIOS

Se refiere a los que obtiene el Estado por la venta o cobro del disfrute de determinados bienes
y servicios, como el ingreso a un parque nacional, la publicidad en un canal de televisión o
radio estatal, el servicio prestado por un hospital o una universidad. Muchas agencias estatales
obtienen recursos propios de esta forma. Tienen sobre los impuestos la ventaja de que los
pagan aquellos que usan los servicios o consumen los bienes, pero, por supuesto, es necesario
plantearse si dichas actividades corresponden a la esfera estatal.

EMISIÓN DE MONEDA

Esta es una forma muy tentadora de financiar el gasto público, por varias razones:

A diferencia de los impuestos explícitos, un gobierno no debe someter a aprobación


parlamentaria la cantidad de dinero que va a emitir.

No aparece ante la población como un impuesto. Por supuesto que lo es, ya que la emisión de
moneda es un impuesto sobre las tenencias de dinero en efectivo, y esto afecta sobre todo a
los de menores ingresos, pues dedican la mayor parte de los mismos al consumo, y los precios
de los artículos que consumen crecen debido a la mayor cantidad de moneda en el mercado.

Se puede y se suele echar la culpa de sus efectos —aumento de precios, reducción del poder
adquisitivo de los salarios y jubilaciones— a otros, como comerciantes, empresarios o
especuladores.

La eficiencia del gasto público

Si bien la calidad de los servicios que el Estado brinda es muy dispar según los distintos países,
en cada uno de ellos se observa una diferencia en cuanto se refiere a la eficiencia de las
actividades que lleva a cabo el sector público y las que ejecuta el sector privado.

¿Por qué esa gran diferencia entre la actividad productiva de los individuos y la del Estado?
Tiene que ver con los incentivos de las personas en uno y otro caso. Los incentivos a la
eficiencia en el sector privado son muy fuertes, y no se podría definir claramente cuál es más
poderoso, si las ganancias o las pérdidas. Si el producto o servicio es bueno, las ganancias
pueden ser grandes; si es malo, se puede terminar perdiendo el capital invertido. Son como el
garrote y la zanahoria, para hacer que el burro camine.

Pero en el sector estatal esos incentivos están inevitablemente aletargados: un gran


administrador no puede llevarse todas las ganancias que su administración genere, ni tampoco
asume las pérdidas quien sea ineficiente. Las ganancias y pérdidas pueden ser “políticas”, con
premios para el buen administrador, a fin de que pueda luego proyectarse hacia posiciones
más importantes, y castigos para el malo, que ve cerradas esas posibilidades.

El control del gasto público y el abuso de poder

Los principios básicos que conformaron la idea moderna de república, incluían ciertos
elementos fundamentales para responder aquella pregunta central de la filosofía política:
¿quis custodiet ipsos custodes? Es decir, una vez que el estado ha adquirido el monopolio del
uso de la coerción, ¿cómo será que tendrán suficiente poder como para garantizar la paz y la
cooperación entre los habitantes, pero no tanta como para violar los derechos de los
individuos? En nuestro idioma: ¿Quién custodiará a los custodios?

La respuesta a esta pregunta forma la esencia del sistema republicano. Esto delimita el ámbito
del poder para, precisamente, evitar su abuso. Algunas de estas ideas tenían ya una larga
tradición como las cartas de garantías y derechos individuales, que no pueden ser derogados
por ninguna mayoría circunstancial. En 2015 se cumplieron 800 años de la Carta Magna, y
todas nuestras constituciones presentan una primera parte equivalente donde se explicitan los
derechos y garantías. Los otros elementos delinearon una misión restringida para el poder
estatal: la división de poderes, la renovación de mandatos por elecciones democráticas, la
independencia de la justicia. La división de poderes, que originalmente se planteara en
términos ‘horizontales’, esto es, de la división entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, se
profundiza luego de la revolución norteamericana y las propuestas federalista para extender
esa división en forma ‘vertical’, entre el gobierno nacional, los gobiernos estaduales y los
gobiernos departamentales o locales.

Pero estos elementos básicos de la república no han sido suficientes para frenar el crecimiento
y el abuso del gasto público. Es decir, no han sido una barrera eficaz para los problemas que se
mencionaran antes en este trabajo. Es por eso que ciertos economistas han realizado
propuestas de tipo institucional para el control del despilfarro estatal.

Estas soluciones son más efectivas si pueden implementarse a nivel constitucional, ya que, por
un lado, expresan un mayor nivel de consenso respecto a contener o reducir el nivel y la
ineficiencia del gasto público y, por otro, brindan más credibilidad ya que se necesitarían
también altos consensos para dejarlas sin efecto.

Entre otras, encontramos:

LÍMITES AL DÉFICIT FISCAL

Se impone una prohibición o límite al déficit fiscal. En el primer caso, no puede gastarse más
de lo que ingresa, pero el Estado, como cualquier empresa, se maneja con un presupuesto
anual que se espera cumplirá. Si el dinero recaudado no alcanzara para cubrir el gasto
presupuestado, el Estado terminaría sin cumplir algunos contratos y paralizando ciertos
servicios. Para evitar esto, es necesario que el presupuesto presentado para su aprobación no
tenga déficit; luego puede haber algún desvío, si durante el transcurso del ejercicio fiscal los
ingresos o los gastos difieren de lo presupuestado. Para que la prohibición de déficit tenga
alguna credibilidad, ese límite al desvío debe ser pequeño y también considerarse un
mecanismo para compensarlo. Es decir, si el ejercicio termina con déficit, podría pensarse que
ese exceso se cubrirá en el ejercicio siguiente; y si termina con superávit, pasa a formar una
reserva que sirva para cubrir desvíos negativos en el futuro.

En cuanto a establecer un límite al déficit fiscal, se suele hacer en relación con el PIB. Así, por
ejemplo, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, parte del Tratado de Maastricht, establece un
límite del 3% del PIB para los países miembros de la Unión Europea; un nivel superior impone
la obligación de medidas correctivas. Argentina promulgó una ley de “déficit cero” el 30 de
julio del 2001, pocos meses antes de que se desatara la peor crisis de su historia.

En este último caso, la norma fue aprobada cuando ya era demasiado tarde. Pretendía ser más
una señal para generar confianza en los mercados, a fin de que siguieran financiado la
renovación de la deuda argentina. En el primero, su incumplimiento por los países más
importantes de Europa no generó suficiente credibilidad respecto a las sanciones y no extraña
que luego se desatara en la región una profunda crisis fiscal (2010-2011).

Una diferencia importante entre una y otra, es el nivel constitucional de la norma. En el caso
argentino, se trataba de una ley aprobada por el Congreso; en el de la Unión Europea formaba,
parte de un tratado internacional. Algunos autores sostienen que cuanto más alto el nivel
constitucional, mayor impedimento será para las conductas que se quieren evitar —mejor una
ley que un decreto presidencial, mejor una cláusula constitucional que una ley, mejor un
tratado internacional que una cláusula constitucional—, pero la experiencia europea muestra
que esto no es necesariamente así. Todo depende de dónde se encuentra el mayor poder de
control sobre el cumplimiento de la norma. En el caso europeo, el tratado imponía un límite
relativamente estricto, pero con pocas posibilidades de control, y generaba un incentivo de
ciertos países a actuar como free riders de los esfuerzos de los demás. Ellos obtenían los
beneficios de las garantías de estabilidad generadas por la UE, pero aplicaban políticas fiscales
irresponsables, con las que nunca podrían haber generado tal credibilidad por parte de los
acreedores que financiaron esos déficits.

La obligación de no incurrir en un déficit fiscal no necesariamente genera una restricción en el


crecimiento del gasto público, ya que se lo puede aumentar al mismo tiempo que se aumenta
la presión impositiva e igualmente se cumple con el requisito, y el Estado termina así
llevándose una mayor parte de la riqueza producida por los ciudadanos. Para evitarlo se han
propuesto límites al crecimiento del gasto y a la creación de nuevos impuestos o el aumento
de las tasas de los existentes.

LÍMITES AL CRECIMIENTO DEL GASTO PÚBLICO

En este caso se establece un límite a su crecimiento, normalmente asociado a la evolución del


PIB. Podría establecerse un límite algo por encima del crecimiento del PIB si se quiere que el
gasto aumente en relación con ese indicador, igual para que se mantenga o menor para que se
reduzca. Es decir, se trata de mantener el nivel del gasto en términos reales, y si la economía
crece más que la inflación el gasto caería en relación al PIB.

LÍMITES AL ENDEUDAMIENTO

Estos límites pueden ser de dos tipos. Como en el caso del Tratado de Maastricht, se puede
establecer un tope al endeudamiento total, en este caso del 60% del PIB. Tendrá que incluir,
por supuesto, algún mecanismo de control y sanciones por incumplimiento. El otro puede ser
como el que existe en los Estados Unidos, donde el Congreso establece un límite sobre el
monto total de la deuda permitida —esto es una cantidad de dólares, no un porcentaje sobre
el PIB—, techo que, cuando se alcanza, no puede ser superado: el Gobierno no puede emitir
más deuda, a menos que sea modificado por el Congreso.

Pero éste es un buen ejemplo de la rigurosidad institucional de un caso y otro. En el Estados


Unidos, siendo que ese techo se aprueba y se modifica con una ley aprobada por el Congreso,
la experiencia muestra que no cumple con su objetivo porque cada vez que se alcanza el límite,
más temprano que tarde el Congreso eleva el monto de la deuda para que no se frenen ciertos
programas gubernamentales. En el caso de Tratado de Maastricht, si bien tiene problemas
para sancionar su incumplimiento, su reforma es mucho más difícil por ser un tratado
internacional que obliga a obtener un alto consenso entre distintos gobiernos.

Otra forma de restringir el endeudamiento se refiere a su proceso de aprobación, entre los que
se encuentra la que demanda que toda emisión de deuda sea aprobada por los votantes en un
referéndum o por mayorías parlamentarias especiales, hasta llegar a la prohibición
constitucional absoluta (Kiewiet y Szakaly 1996). Otra alternativa, aplicada por algunos
gobiernos regionales en España, es limitar el plazo del endeudamiento de tal forma que se
permita solamente el de corto plazo, lo que significa que la deuda debe ser cancelada dentro
del propio ejercicio presupuestario. Kiewiet y Szakaly (1996), consideran que, entre los estados
en los Estados Unidos, veintiuno demandan la aprobación por referendo y doce por mayorías
especiales, que pueden estar conformadas por tres quintos o cuatro quintos de los
representantes.

No obstante, estos autores estiman que los gobiernos buscan, y muchas veces encuentran,
diversos caminos para eludir esas restricciones, como, por ejemplo, canalizar el
endeudamiento por agencias estatales especiales que no están sujetas a ese tipo de control.
¿Sería efectivo un límite a través del voto popular emitido en referendo? Se puede argumentar
que los votantes estarían predispuestos a aprobar el endeudamiento, porque disfrutarían del
gasto ahora y lo terminarían pagando futuros votantes. Sin embargo, la evidencia empírica
muestra que no actúan de esa forma y tienden a rechazar el endeudamiento.

Los Estados que tienen más de un control muestran menores niveles de endeudamiento,
siendo el referendo popular mediante el voto el que mayor éxito muestra, junto con la
prohibición total.

APROBACIÓN ELECTORAL DE NUEVOS IMPUESTOS O ALÍCUOTAS

La limitación para crear nuevos impuestos está en la raíz de la historia de la república moderna
y la limitación del poder absoluto del gobernante. Formaba parte de la Carta Magna (1215)
aquel famoso principio “no habrá impuestos sin la aprobación de los representantes”. En casi
todas las Constituciones, los impuestos tienen que ser aprobados por el Congreso, integrado
por los representantes de los votantes.

En las democracias modernas, esta restricción funciona cuando el poder está dividido; por
ejemplo, cuando el parlamento está controlado por un partido político o coalición diferente
del control del Ejecutivo. Se da este caso, por ejemplo, en Estados Unidos cuando el presidente
es demócrata y el Congreso está controlado por los republicanos. Cuando ambos poderes
están controlados por la misma mayoría, el control se diluye o directamente no existe.

Por eso se sugiere como mecanismo de control del gasto que cada vez que se quieran crear
nuevos impuestos o subir las alícuotas se los someta a consulta de los votantes mediante de
un referéndum. La ventaja de este procedimiento es que los votantes están dispuestos pocas
veces a pagar más impuestos, a menos que el servicio que a partir de ellos se obtenga sea
realmente apreciado y no pueda producirse con los recursos existentes. El problema que
puede presentarse es que la mayoría abuse de la minoría, aprobando un impuesto sobre tal
minoría que dicha mayoría no estaría dispuesta a pagar. No debe extrañar que muchas veces
los representantes hayan incluido a los impuestos en una lista de asuntos que no pueden ser
sometidos a consulta popular.

IMPUESTOS EXPLÍCITOS

En relación con el punto anterior, las dificultades que tiene cada individuo para evaluar el
verdadero costo del gasto público le impiden evaluar su verdadero peso. Resulta casi imposible
para un individuo determinar cuál es la carga impositiva real que está soportando, porque el
“precio” resulta borroso. En un intercambio normal de mercado existe un precio directamente
visible y el costo resulta claro. Si, en cambio, consideramos una compra que se realiza
mediante una cuota mensual —la cuota de un club, el pago de un seguro— la relación no es
tan directa, pero todavía es fuerte. Sería comparable a que un ciudadano recibiera una factura
mensual por todos los servicios que le brindara el Estado.
En cambio, si esos pagos se deducen de su recibo mensual de sueldo, la relación es un poco
más débil, ya que no existe un acto de “pago”, ni hay que tomar una decisión positiva para
efectuarlo.

Algo similar sucede con los impuestos: los indirectos son menos obvios y evidentes que los
directos, sobre todo si es necesario preparar una declaración anual y pagar un determinado
monto. Menos lo son si esos pagos se deducen directamente del salario. En cuanto a los
indirectos, son incluso menos evidentes si forman parte del precio y no aparecen en forma
separada. Y menos todavía si el gasto se financia a través de la inflación, considerada a
menudo como un “impuesto”.

Con esas percepciones debilitadas, el interesado terminará aceptando niveles de gasto más
altos de los que estaría dispuesto a pagar. No extraña que el crecimiento del gasto público se
haya gestado con la multiplicación de estos modos de esconder su verdadero peso.

Por eso, una alternativa para facilitar la evaluación de costos y beneficios del gasto público es
explicitar los impuestos: que el impuesto indirecto aparezca separado del precio del producto
o servicio y haga evidente ese pago adicional. Imaginemos un conductor que llena su tanque
de combustible y recibe el siguiente mensaje: “$30 de combustible y $70 de impuesto”; que el
impuesto directo conlleve un acto explícito de pago; que beneficiarse de ciertos servicios
gubernamentales implique la ejecución de un pago directo para recibirlos.

ARANCELES EXTERNOS Y BARRERAS NO ARANCELARIAS

Pese a las limitaciones que genera participar en la Organización Mundial del Comercio (OMC),
en tratados bilaterales de libre comercio o en zonas aduaneras comunes, los gobiernos suelen
seguir teniendo, en algunos casos, una gran discrecionalidad para manejar aranceles a las
importaciones, impuestos a las exportaciones o barreras de tipo no arancelario —que van
desde requisitos sanitarios o ambientales hasta simples formularios de licencia para importar
—.

Esa discrecionalidad genera condiciones de abuso de poder, violación del derecho de


propiedad y de la libertad de disponer de bienes y servicios mediante el comercio, e
inseguridad jurídica, ya que las condiciones de cualquier actividad económica pueden cambiar
de un día para otro, si se modifican estos aranceles y normas. Este poder es, además, fácil
presa de intereses especiales que buscan obtener algún privilegio, y muchas veces por el
camino de la corrupción.

Para evitar esto, no solamente es conveniente que un país participe en distintos tratados
internacionales, sino también asignar al Congreso y a una cierta mayoría su modificación, lo
que reduce la discrecionalidad, ya que se requiere un cierto consenso para obtener la mayoría.
Así los aranceles serían más estables y se reducirían los privilegios.

REGLA MONETARIA CONSTITUCIONAL

Uno de los más grandes abusos de poder es la imposición de una moneda monopólica por
parte del Estado y luego la degradación de su valor, lo cual genera inflación, pérdida del poder
adquisitivo de los ingresos y activos en moneda, y hasta su destrucción completa en procesos
de hiperinflación. La historia del control estatal de la moneda está plagada de tales abusos,
tanto por gobiernos democráticos como por gobiernos autoritarios.
Los abusos se cometen sobre todo cuando una autoridad monetaria estatal tiene discreción
para aplicar la política monetaria que estima conveniente, aunque dicha conveniencia sea más
bien la del gobierno que la de los ciudadanos. Hay casos en los que no existió tal
discrecionalidad y sin embargo hubo profundas crisis, como en el de la convertibilidad en
Argentina, en 2001, pero estas se relacionan con la discrecionalidad en el gasto público y el
endeudamiento.

Por eso muchos economistas han propuesto algún tipo de regla monetaria para evitar esa
discrecionalidad que, aunque la autoridad monetaria sea formalmente “independiente”,
termina siendo guiada por los intereses políticos de corto plazo. Como se explicó antes, el nivel
de aplicación de la norma es importante, ya que determinará la facilidad mayor o menor de
modificarla, afectando su estabilidad. Estas normas pueden adoptarse a nivel nacional y en tal
caso no es lo mismo que lo sean como simples decretos, leyes o formen parte de las normas
constitucionales; también pueden ser parte de tratados internacionales.

Existe una gran variedad de normas propuestas, algunas de las cuales ya han sido
implementadas. Por ejemplo:

Patrón oro: la cantidad de moneda en circulación se relaciona directamente con la cantidad de


oro en reserva. Si el sistema, además, exige un encaje bancario del 100%, entonces el
Gobierno no puede aumentar la masa monetaria a su gusto y la cantidad de dinero es
determinada por el mercado, reflejada en el precio del oro, que a su vez depende de su
demanda y su oferta —la cual tiene limitaciones físicas, por la necesidad de encontrar nuevos
yacimientos y explotarlos—.

Expansión fija de la base monetaria: propuesta por Milton Friedman, impone a la autoridad
monetaria estatal la obligación de ampliar la base monetaria en una determinada proporción
(3 o 5% anual, por ejemplo). Este crecimiento se correspondería con el crecimiento promedio
del PIB —o sea de la producción de bienes y servicios—, por lo que el nivel general de precios
se mantendría estable.

Moneda supranacional: es el caso del euro, una moneda emitida por un ente supranacional
como el Banco Central Europeo. Elimina la discrecionalidad de los gobiernos nacionales, ya que
no tienen una moneda propia, pero deja en pie la discrecionalidad “regional” de la autoridad
monetaria. Respecto a esta autoridad, también se presenta el dilema “reglas o
discrecionalidad”: podría tener libertad para manejar la oferta monetaria o podría estar sujeta
a determinada norma.

Convertibilidad: se establece una paridad fija entre una moneda y otra, y la autoridad
monetaria está obligada a comprar o vender esa moneda según la paridad establecida. Aquí se
elimina la discrecionalidad, porque el crecimiento y contracción de la oferta monetaria
dependerá del ingreso o salida de la moneda de referencia.

Dolarización: en verdad, se refiere a toda situación en la que un país adopte como moneda de
curso legal la que emite otro país. Puede ser el dólar —como en los casos de Panamá, El
Salvador o Ecuador—, pero bien podría ser otra moneda cualquiera —como en el caso del euro
para Andorra, Mónaco o el Vaticano—.

Objetivos de inflación: esta norma, iniciada por Nueva Zelandia en 1990 está hoy en vigencia
en muchos países. Obliga a la autoridad monetaria a llegar a ciertas metas de inflación,
relacionadas con algunos índices de precios. La autoridad monetaria mantiene su discreción,
pero debe alcanzar ese objetivo y estará forzada a actuar en tanto el resultado sobrepase la
meta.

Competencia de monedas: se puede presentar como regla monetaria, aunque es, en verdad,
ausencia de la misma. Las personas pueden utilizar la moneda que deseen, formalizar sus
contratos en cualquiera de ellas, y al elegir una u otra las someten a la competencia del
mercado, pues escogerán aquellas que mejor protegen su valor. La elección de monedas
puede considerarse en distintos niveles, desde la posibilidad de hacerlo entre distintas
monedas estatales (dólar, euro, franco suizo, etc.), hasta la de hacerlo con monedas privadas o
criptomonedas.

FEDERALISMO Y CORRESPONDENCIA FISCAL

No solamente se utiliza al gasto público para transferir recursos de unos grupos a otros, sino
también de ciertas regiones a otras: se recauda en un lado, pero se gasta en otro. Y, como en
el primer caso, si bien aparece como si se transfiriera de zonas más ricas a zonas más pobres,
al final del día, las transferencias son tantas y tan cruzadas que difícilmente esto ocurre y,
muchas veces, es el gobierno central el que se queda con la mayor parte, o con la decisión de
repartir, con lo cual acapara un poder extraordinario.

Para evitar esta peligrosa concentración de poder se pueden considerar dos políticas básicas:

1. La descentralización del gasto público: que se realice en los niveles de gobierno más
cercanos a la población (gobiernos locales o estaduales), de forma que los ciudadanos
tengan más posibilidad de controlarlo y los servicios sean visibles y útiles para ellos.
2. La correspondencia fiscal: que la mayor parte de los recursos se gasten donde se
recaudan; es decir, que se reduzcan las transferencias entre jurisdicciones, para
incrementar la responsabilidad fiscal de los gobernantes, ya que tendrán a su cargo no
solamente el gasto (que es lo que los políticos quieren mostrar) sino también la
recaudación (que es costosa para ellos ya que tienen que enfrentar a los votantes y
pedirles su dinero).

¿Cómo mejorar el gasto público?

La esencia del argumento presentado en estas páginas es que cuando nos preguntamos cómo
mejorar el gasto público debemos pensar en cómo mejorar las instituciones a través de las
cuales se decide sobre este tema. Es cierto, es importante discutir si ha de gastarse en esto o
en aquello, pero mucho más importante aún son las reglas de juego que permitan limitar el
abuso y el descontrol del gasto que luego termina, de una forma u otra, sobre las espaldas de
los ciudadanos.

Esas normas deben imponer límites al abuso de poder y al malgasto de los dineros públicos, y
es mejor que lo sean a nivel constitucional para evitar su manipulación y modificación ante la
primera barrera que se erija delante de un político ambicioso. Normas de ese tipo, y una
estricta vigilancia sobre su cumplimiento, brindarán credibilidad al marco institucional vigente
en un país y esto promoverá el crecimiento económico y la generación de riqueza para todos
sus habitantes.

En última instancia, una nación es como una familia, y no conocemos a ninguna familia que se
haya hecho rica gastando y despilfarrando sus recursos, más bien todo lo contrario,
produciendo y siendo austeros en los gastos. Pero, a diferencia de la familia, la política es un
animal duro de domar, a menos que esté acorralado por estrictas normas que le impongan
racionalidad en las decisiones que afectan a todos.

Referencias

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