1 La - Sombra - de - Erin - Adriana - Rubens
1 La - Sombra - de - Erin - Adriana - Rubens
1 La - Sombra - de - Erin - Adriana - Rubens
Mientras Elatha trata de hacer despertar a la diosa que una vez amó y Diana
lucha por no perder su identidad, las intrigas de tres razas sobrenaturales se
confabularán para separarlos o unirlos para siempre.
Adriana Rubens
La sombra de Erin
Celtic - 1
ePub r1.0
Titivillus 20.11.2019
Título original: La sombra de Erin
Cubierta
La sombra de Erin
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo 1
Epílogo 2
Epílogo 3
Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Notas
«La gente haría cualquier cosa para fingir que la magia no existe,
J. K. Rowling
PRÓLOGO
Relatan los bardos que, un día, Elatha se encontró con Erin, una bella joven
daniana, mientras esta paseaba por la playa. Entre ellos surgió un amor tan
profundo que no entendió de enemistades ni de guerras, pero en vista de la
animadversión entre sus respectivos pueblos, decidieron mantener oculta su
relación.
La guerra se alargó durante siglos, hasta que los danianos, tras haber
aprendido las artes druídicas en las lejanas tierras del norte, hicieron uso de
sus habilidades mágicas y, finalmente, derrotaron a los fomorianos y los
expulsaron de Irlanda.
Tras duras batallas, los milesianos consiguieron llegar a un pacto con los
danianos: los primeros habitarían la superficie de la isla y los segundos el
mundo subterráneo, la tierra de los sueños y de la fantasía. Permanecerían
invisibles para los milesianos y para el ojo humano, a menos que quisieran
mostrarse ante ellos.
Mientras los milesianos poblaban la isla, los danianos pasaron a convertirse
en seres de leyenda, criaturas mágicas y místicas que alimentaban el folklore
de Irlanda.
Surgió, así, el Pacto de Tres, un equilibrio perfecto entre las tres razas
sobrenaturales que habitaban en Irlanda. Cualquiera que osara romperlo,
sería expulsado de la isla para siempre.
Así pues, los fomorianos comenzaron a habitar las profundidades más oscuras
de Irlanda, dejándose ver en la superficie en forma de cuervo, vigilando la
llegada de Erin. Siempre atentos.
Diana se ajustó con impaciencia las gafas que resbalaban sin cesar del puente
de su pequeña nariz. Era lo malo de tener una nariz chata, que las gafas
nunca se quedaban en su sitio. Y el continuo traqueteo del avión no ayudaba
para nada.
«¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI todavía existan este tipo de
aviones?», pensó, horrorizada.
—Nos va a tocar sacar los brazos por las ventanas y agitarlos como pájaros
para conseguir que vuele —murmuró con un suspiro, y por la expresión de
horror en los rostros de las diez personas que iban a compartir aquel vuelo
con ella, se dio cuenta de que no era la única que pensaba así.
«Manda huevos que después de tanto trabajo y esfuerzo vaya a morir justo
antes de hacer realidad mi sueño», pensó con acritud.
Resultado indirecto: su vida social había sido casi inexistente durante los
últimos cuatro años.
Era irónico que, para poder solicitar una beca, hubiese tenido que ahorrar
dinero, pero tenía una explicación: el dinero que daba el Estado durante los
seis meses que duraba la beca era francamente irrisorio. Llegaba, como
mucho, para mal pagar el alquiler —al parecer los becarios no debían comer
durante ese tiempo— y la empresa contratante, al estar como becario, no
tenía por qué pagar un sueldo si no quería.
Así pues, los «becarios» debían buscarse la vida durante ese tiempo, a no ser
que tuvieses unos padres solidarios con un bolsillo solvente. Y ese, por
desgracia, ya no era su caso. Sus padres murieron en un accidente de tráfico
justo una semana después de su decimosexto cumpleaños, y su abuela, con la
que había vivido desde entonces, había muerto hacía tan solo dos meses.
Pensar en su iaia [1] Vicenta hizo que se le encogiera el estómago. Era la que
más la había animado a solicitar la beca, y la que más se había alegrado
cuando se la habían concedido. Incluso se había apuntado a clases de inglés
para poder defenderse en el idioma cuando fuera a visitarla. A sus sesenta y
nueve años parecía tener una vitalidad inagotable. Pero su corazón los había
sorprendido a todos, dejando de latir de repente. Y ahora Diana se había
quedado sola en el mundo.
Un país que siempre la había atraído de una forma especial pero que, hasta
ahora, no había podido visitar. Le habían concedido una beca de seis meses,
pero si todo salía como esperaba, se iba a quedar de forma indefinida.
No se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, hasta que el cura que
tenía a su lado la miró con curiosidad.
Desde que regresaran a Irlanda, tres mil años atrás, se habían mantenido
ocultos por el día, al menos de forma humana. No porque no tolerasen la luz
del sol, todo lo contrario, disfrutaban de ella como cualquier otro ser vivo.
Simplemente se sentían más cómodos moviéndose al abrigo de la oscuridad,
fundiéndose con las sombras.
Algo amenazaba el fino equilibrio que mantenía la paz entre las tres razas,
podía intuirlo, y si esa armonía se rompía, los fomorianos se verían obligados
a luchar para permanecer en Irlanda. Elatha había jurado que nada ni nadie
lo alejaría de aquella isla mientras permaneciese con vida, y sabía que sus
fomorianos lo seguirían hasta la muerte.
Y eso era un inconveniente cuando aquellos contra los que debería luchar
eran la familia de Erin. Elatha no tendría problemas en acabar con los
milesianos, pero estaban protegidos por los Tuatha dé Danann .
Concentró sus sentidos en percibir qué era lo que había perturbado su sueño.
Cerró los ojos para aguzar el oído, intentando concentrarse en algún sonido
extraño. Nada.
Todo parecía igual, pero algo había cambiado. Lo sentía dentro de sí.
Su energía vital vibraba, sentía como crepitaba dentro de sí, con una
intensidad que lo hizo estremecer. Un calor denso comenzó a recorrerle las
venas, concentrándose en un punto en el centro de su ser, encendiendo una
llama que se había mantenido latente durante mucho tiempo.
Y, entonces, lo supo.
Elatha llamó a gritos a sus generales, los cuatro hombres que le habían jurado
lealtad eterna y que habían regresado con él a Irlanda, junto con un pequeño
batallón, separándose del resto de su raza.
Los cuatro se presentaron sin tardanza ante él: Taran, Eadan, Maon y Sionn.
Como él, y como todos los fomorianos, eran muy altos, la mayoría
sobrepasaba los dos metros de estatura, y tenían cuerpos bien trabajados
para la batalla. A diferencia de él, los cuatro eran morenos con los ojos
negros, como todos los fomorianos. No sabía por qué antojo de la diosa
Domnu, de la que ellos descendían, Elatha había nacido con el cabello rubio y
los ojos grises, diferenciándose del resto de su raza.
Voy paseando por una extensa playa de arena dorada. Un infinito mar de
aguas oscuras se extiende hasta el horizonte, tan calmado que refleja la luz
como si de un espejo se tratase. Debe de ser un sueño, pero es tan real que
noto cómo mis pies desnudos se hunden en la fría arena. Siento que estoy en
mi hogar, pero esa tierra sin duda no es Valencia.
Miro otra vez hacia la barca que se acerca lentamente hacia la orilla, flotando
con languidez sobre las aguas oscuras. Poco a poco. Demasiado despacio.
—Muchacha, despierta.
Diana abrió los ojos y solo vio caras borrosas a su alrededor. Trató de enfocar
la mirada, pero no lo consiguió. Sintió un segundo de pánico hasta que cayó
en la cuenta: sus gafas. No llevaba las gafas y estaba medio cegata sin ellas.
«Mierda», pensó fastidiada. Eran las únicas que tenía. Tendría que usar
lentillas durante unos días y no terminaba de acostumbrarse a ellas.
Se puso las gafas con cierta torpeza y comprobó que el cristal izquierdo
estaba agrietado. Entre los rostros preocupados que la rodeaban, reconoció al
cura y a una de las azafatas. Miró a todos confundida sin entender tanta
atención.
—Muchacha, ¿te encuentras bien? —preguntó el cura, preocupado—. Has
caído como un tronco. Hemos estado a punto de llamar a una ambulancia.
—Parece un poco confusa, será mejor que llamemos a una ambulancia por si
acaso —dijo la azafata a un chico joven con chaleco reflectante que tenía toda
la pinta de ser del personal de pista.
«¿Ambulancia? ¡Ufff! Eso sí que no. Lo único que me falta para pasar
desapercibida son las sirenas de las ambulancias a mi alrededor. Bonita forma
que tengo de no llamar la atención», se dijo a sí misma con ironía. Parecía
que su llegada a Irlanda estaba siendo de todo menos discreta.
«Cómo si eso aclarase algo», pensó, mirando al cura con una ceja arqueada.
Pero, ante su sorpresa, todos asintieron, como entendiendo por fin la causa de
su desmayo. La miraron con curiosidad, buscando algo en su físico que
delatase su origen hispano. Las palabras del cura y el comportamiento de los
demás le plantearon un dilema: o los españoles solían desmayarse cuando
llegaban a Irlanda —cosa poco probable porque en ese caso el capitán lo
tendría que haber avisado antes de salir del avión: «Señoras y señores,
acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Kerry. Qué tengan una feliz
estancia. Los españoles presentes que sean los últimos en bajar del avión para
que nuestro personal médico esté preparado cuando empiecen los
desmayos»— o los irlandeses pensaban que el aire que respiraban era
diferente al de España. Bueno, puede que el del sur de España sí, pero el
paisaje del norte tenía poco que envidiar al irlandés.
Ella resopló para sus adentros. Tenía veintitrés años y era virgen. Todo un
fenómeno paranormal en aquellos tiempos.
—No, no estoy embarazada. En serio, me encuentro bien. Gracias, pero no
tengo sed. Y no, no hace falta llamar a ningún enfermero, de verdad —
contestó ella también, a la carrera, levantándose del suelo.
—Diana Calero.
«Mierda».
—Es que llevo dos maletas además de la bolsa de mano —dijo Diana,
buscando una excusa. Se sentía incómoda con todo lo que había pasado y no
le apetecía compañía—. No habrá sitio para los dos en un taxi si lleva usted
equipaje.
—No hay problema. Solo llevo mi bolsa de mano —contestó el cura con
satisfacción y le guiñó un ojo.
Su voz había destilado ironía, pero el cura no se dio por aludido, y si lo hizo,
no lo demostró.
No tenía escapatoria.
CAPÍTULO 4
—Por cierto, me llamo Jack O’Malley, pero todos me llaman padre O’Malley.
Ella contestó con un sonido inarticulado que bien podía interpretarse como un
«a mí que me importa» y le estrechó la mano con reticencia.
A través del cristal, vio como el taxista daba la bienvenida al padre O’Malley
con franco entusiasmo. El cura lo saludó con unas contundentes palmadas en
la espalda y luego subió en el taxi por el lado contrario al de ella.
Por lo que había investigado por Internet cuando solicitó la beca allí, Killarney
y sus alrededores eran una joya dentro del condado de Kerry. Según las fotos
que había visto en Google, los paisajes eran incomparables. Pero la realidad
era aún mejor. Eran casi las ocho de la tarde y el sol ya se estaba poniendo en
el horizonte. Las nubes de tormenta que cubrían el cielo cuando aterrizaron
habían desaparecido y el cielo se veía casi despejado. La luz anaranjada del
atardecer contrastaba vívidamente con los tonos verdes de las infinitas
praderas y se filtraba juguetona a través de las hileras de árboles que se
disponían a ambos lados de la carretera, como guardianes silenciosos del
camino. Miró embelesada un grupo de ciervos que pastaban tranquilos en un
claro. Aquello parecía el paraíso.
Estaba siendo escueta y borde. Lo sabía, pero se sentía un poco rencorosa con
el cura por haberle impuesto su compañía cuando lo que le apetecía era estar
a solas con sus pensamientos.
Diana oyó un suspiro apesadumbrado y miró al cura por el rabillo del ojo. Vio
cierto pesar en sus ojos azules que le hizo sentir como una verdadera bruja.
El pobre hombre estaba siendo de lo más amable y ella se estaba
comportando como una estúpida.
«Si mi abuela me viera ya me habría dado una colleja», pensó e hizo una
mueca.
—Siento haber sido tan maleducada —dijo con sinceridad—. La verdad es que
no me apetecía compañía, pero no he sabido decirle que no cuando ha
insistido en compartir el taxi. Aunque mi comportamiento no tiene excusa,
espero que acepte mis disculpas.
—Es rara esa sinceridad hoy en día, muchacha. Una magnífica virtud —
declaró, complacido. Luego la miró, contrito—. He de reconocer que me he
dado cuenta de que no querías compartir el taxi, pero me sentía preocupado
por ti y he pensado que tal vez podría ayudarte de alguna manera. No tienes
amigos que te estén esperando, ¿verdad?
—¿Tienes alojamiento?
—Sí, tranquilo, reservé por Internet. Por favor, déjeme en el Sinclair’s Bed &
Breakfast , en High Street —indicó Diana al taxista—. Me quedaré allí hasta
que encuentre algún piso de alquiler —explicó al cura.
—¿Cuánto le debo?
El taxista miró al padre por el espejo, sonrió a Diana y salió del taxi a
descargar sus maletas.
Diana cogió la tarjeta un poco consternada por su reacción. Más aún cuando
lo oyó murmurar con seriedad mortal.
Noto la arena bajo mis pies. Estoy otra vez en la orilla de la playa, la misma
playa con la que soñé anteriormente. Alzo la mirada con rapidez, buscando la
barca en el horizonte. Cuando compruebo que realmente está y que sigue
acercándose, suspiro de alivio, pero inmediatamente me embarga la
inquietud. Presiento que el hombre que se acerca es peligroso, pero aún así lo
aguardo casi con impaciencia.
Se queda parado delante de mí. Muy cerca, pero sin tocarme. Tan cerca que
las aletas de mi nariz se dilatan al percibir su aroma. Huele deliciosamente.
Mi cuerpo tiembla cuando el hombre se inclina hacia mí, acercando sus labios
a mi oído. Y entonces me dice con un susurro ronco: «Muchacha, ¿me dejarás
hacerte el amor?».
—Sí, sí, sí y mil veces sí —contestó Diana, pero se dio cuenta de que ya había
despertado del sueño.
Lo único que no podía disimular eran las cicatrices de la mano izquierda, pero
había aprendido a vivir con ellas. Solo se notaban si te fijabas mucho y era
algo que no podía ocultar a menos que llevara un guante puesto todo el
tiempo. Eso en Michael Jackson había resultado icónico, pero en ella quedaba
descartado porque llamaría más la atención.
Así que ese era el motivo por el que, a los veintitrés años, cuando la mayoría
de las chicas disfrutan de una vida sexual saludable, ella seguía siendo virgen:
una mezcla de cobardía y vanidad que le era imposible superar. El hecho es
que no aguantaría ver una mirada de repulsión o de pena de la persona que le
importara lo suficiente como para querer desnudarse ante ella. Y, hasta
ahora, había hecho lo posible para que nadie le importase hasta ese punto.
Hoy tenía que ver tres posibles apartamentos, uno de ellos de la hermana del
señor Sinclair, que por lo que le había dicho era muy bonito y a un precio más
que razonable, el otro era de un primo y el tercero del tío de su mujer.
Parecía que todos los de aquella pequeña ciudad eran parientes en mayor o
menor grado, o al menos se conocían.
También había conseguido un trabajo para los fines de semana que la ayudase
a cubrir sus gastos. Cuando Diana había comentado al señor Sinclair que
buscaba trabajo de camarera hizo un par de llamadas y… ¡Bingo! El sobrino
del padre O’Malley era el propietario de uno de los restaurantes más
exclusivos de la ciudad y justo estaba buscando una camarera con experiencia
que hablase español.
Diana pensó que no podía haber empezado con mejor pie… Si conseguía
olvidar el vergonzoso episodio del aeropuerto, claro.
Después de salir del baño, fue en busca de las malditas lentes de contacto.
Era un fastidio que se le hubieran roto las gafas porque se sentía muy
incómoda con las lentillas. Ponérselas era difícil, sus ojos eran sensibles y no
paraban de pestañear por voluntad propia, y cuando las llevaba, las sentía
dentro del ojo. Le molestaban, no se sentía a gusto con ellas. Solo las usaba
en emergencias, y esa, por desgracia, era una. Lo único bueno de llevarlas era
que sus ojos se veían increíbles sin la barrera de las gafas que los ocultasen
parcialmente. Siempre había pensado que eran su mejor rasgo. Eran grandes
y de un verde esmeralda muy intenso, bordeados de espesas pestañas
cobrizas, un poco más oscuras que su pelo.
Observó su cabello en el espejo y lanzó un suspiro resignado. Lo malo de
haberse dado una ducha por la noche y luego haberse metido en la cama con
el pelo todavía húmedo era que en ese momento parecía un nido de pájaros.
Lo tenía de un llamativo color dorado cobrizo, largo hasta media espalda,
pero muy encrespado. Cuando se lo alisaba o se lo rizaba resultaba hermoso,
pero para eso necesitaba tiempo. Tiempo que ahora no tenía. Así que se lo
cepilló y lo recogió en su peinada habitual: una trenza.
Se vistió con unos vaqueros ajustados pero cómodos, un suéter fino y unas
botas camperas sin tacón. Era su uniforme más usual, con el que se sentía
más a gusto. Estaban a principios de mayo, pero por lo que pudo comprobar
el día anterior, tampoco estaba de más coger una cazadora. Una vez estuvo
lista, cogió su bolso de tipo bandolera y salió disparada de la habitación.
Killarney era preciosa, todo lo que se podía esperar de una ciudad arquetipo
irlandés. Había tantos pubs como en España bares, uno cada dos pasos, pero
hermosamente decorados con tallas de madera y colores vivos. Al ser un
enclave de gran afluencia turística, tanto nacional como extranjera, también
había un montón de tiendas de suvenires. Era una ciudad muy pintoresca y,
por lo que había visto en Internet, sus alrededores formaban un Parque
Nacional de incomparable belleza.
A las once de la mañana, Diana ya había visto dos de los apartamentos. Uno lo
descartó enseguida por ser demasiado viejo. El otro, el del primo, no estaba
del todo mal. Solo le quedaba por ver el de la hermana del señor Sinclair.
Siguiendo las indicaciones que le habían dado, llegó hasta un bonito edificio
verde de tres plantas situado en New Street. La situación era inmejorable:
cerca de un hermoso parque; al lado de Dunnes Stores, que eran unos
grandes almacenes donde vendían de todo, y de un Tesco, una conocida
cadena irlandesa de supermercados.
Diana llamó a la puerta y, al cabo de unos segundos, abrió una mujer de unos
cincuenta años que la miró con curiosidad.
—¿Anne Dorset?
La mujer asintió.
—Buenos días, soy Diana Calero. El señor Robert Sinclair me ha dicho que
alquila un piso.
Subió las escaleras detrás de la señora Dorset sin perder detalle. Era un
edificio moderno y bien cuidado, y con ese aire pintoresco que envolvía al
pueblo.
—Yo vivo en la planta de abajo, junto con mi marido, el señor Dorset, luego te
lo presentaré. El apartamento del primer piso lo tengo alquilado a otra
española como tú. Del norte, no me acuerdo de dónde exactamente. Lleva en
Killarney un par de semanas —explicó, hablando a toda velocidad—. El
apartamento del segundo piso sería el tuyo. Si te gusta, claro —añadió,
abriendo la puerta y dejándola entrar.
Todo estaba decorado con tonos cálidos, creando un ambiente muy acogedor,
desde el color arena de las paredes hasta los tonos madera del suelo
laminado. Dos grandes ventanales bañaban de luz la estancia, filtrada por una
fina cortina de visillo color blanco. El resultado era muy luminoso.
Sencillamente perfecto.
Cerca de allí se extendía el Lough Leane, un lago que junto al Muckross Lake
y al Upper Lake, formaban los llamados Lagos de Killarney.
El Lough Leane era el más grande de los tres y entre sus aguas se
resguardaban varias islas. La más grande se llamaba Innisfallen, y en ella se
encontraron los restos de una abadía cristiana del siglo VI, fundada por un
monje llamado Finian el Leproso, ahora considerado uno de los santos de
Irlanda. La isla fue atacada durante siglos, sin explicación aparente, tanto por
los vikingos como por los propios irlandeses, hasta que en el siglo XII se
convirtió en un centro de aprendizaje, de ahí que el nombre del lago
significara «Lago del Conocimiento». En la actualidad, lo único que quedaban
eran ruinas… y la extraña energía que vibraba a su alrededor.
Lo que muy pocos sabían es que desde aquella isla podía accederse al
mismísimo Avalon, el principal castillo de los Thuatha dé Danann , construido
por el propio Dagda, el jefe de los danianos, y escondido bajo el agua por un
hechizo.
«¿Y esas dos ratas temblorosas y enclenques se supone que son guardias?»,
pensó, disgustado. El fomoriano más débil podría acabar con ellos en un abrir
y cerrar de ojos.
Pero aquellos dos idiotas continuaron en el suelo, lívidos, con la boca abierta
y los ojos desorbitados.
—¡Erin! —reiteró con un rugido que lo único que consiguió fue que los dos
guardias empalideciesen más y negasen con la cabeza.
Vio a los dos guardias cuchichear con un anciano y, solo cuando se acercó
hasta ellos, reconoció quién era.
—¿Estás seguro?
—Y bien, ¿qué?
«A la mierda el control».
—No lo sé, alguna explicación habrá —señaló Dagda, pensativo—. Pero será
mejor que demos con ella rápido. Se acercan tiempos difíciles para todos
nosotros.
Aquel último comentario puso en alerta a Elatha y observó al anciano con los
ojos entrecerrados. Puede que, en un primer momento, lo hubiese engañado,
pero ahora que lo estudiaba mejor no se dejó engañar. Tal vez su fachada
fuese la de un viejo decrépito y que pareciese que su mente se ausentaba sin
proponérselo, pero Dagda no podía disimular la intensa energía que emanaba
de su interior. Sus vivaces ojos azules eran un reflejo de lo que se cocía
debajo de aquella apariencia senil.
Elatha asintió.
Diana se pasó el resto del día instalándose en el nuevo apartamento, con una
mezcla de entusiasmo por la nueva aventura que iba a vivir, y un poco de
nostalgia por la vida que dejaba atrás.
Una vez tuvo las maletas vacías y el armario lleno, salió en busca del que iba
a ser su medio de transporte durante los próximos meses: la bicicleta. Al no
tener coche, le iba a tocar pedalear hasta su trabajo todos los días. Al día
siguiente tendría que acudir a Muckross House para firmar el contrato y para
conocer a su nuevo jefe y su nuevo entorno de trabajo, y quería llegar allí con
su nueva bici. Estaba impaciente.
Decidió confirmar las palabras del padre O’Malley de que todos los lugareños
se conocían, y preguntó a la señora Dorset por una tienda de bicis. Resultó
que la hija de su mejor amiga trabajaba en una. Minutos después, era la
propietaria de una flamante bici de paseo con cesta a un precio más que
asequible.
Justo acababa de organizar la cocina con la «mega» compra que había hecho
en el Tesco, entre comida y productos de limpieza, cuando llamaron al timbre.
Diana abrió un poco la puerta y se encontró con una chica preciosa que sería
más o menos de su edad. Era alta, mediría más de un metro setenta y cinco —
casi un palmo más que ella— y con un cuerpo que despertó toda su envidia.
Delgado, pero con las curvas perfectas en los lugares adecuados. Su melena
oscura descendía hasta la cintura en una hermosa cascada de rizos.
Diana asintió, lo que provocó que la chica frunciera el ceño y la mirara con
extrañeza.
—Perdona, no sé por qué entendí decir a la señora Dorset que eras española,
pero ya veo que…
—Soy española —aseguró Diana, hablando en español.
—De Lugo.
—¡Uhmm! Me encanta como huele —murmuró y cerró los ojos para que se
intensificara la sensación olfativa—. Tiene pinta de ser bueno.
Era una elegante etiqueta de fondo verde oscuro con un grabado en color
plata donde se podía ver un árbol de diseño celta. De hecho, el nombre del
vino era Celtic. En la parte de atrás ponía que era de las Bodegas Quiroga, en
Galicia.
—Y pone que es una edición limitada —señaló Diana tras leer el texto—. Este
no se vende en los supermercados. ¿Tú también eres aficionada al vino?
—Pocos lo saben, pero hay una teoría que asegura que los antepasados de los
irlandeses era un pueblo de origen gallego, los milesianos, que invadieron la
isla siglos atrás. La leyenda dice que los milesianos consiguieron establecer
un pacto con los Tuathá dé Danann , que eran una raza divina que habitaba
Irlanda por aquel entonces, para convivir en la isla en paz.
—No tienes que disculparte —afirmó Diana con una sonrisa tranquilizadora—.
En mí encontrarás una oyente dispuesta. Me atrae mucho la mitología y
seguro que sabes un montón de leyendas fascinantes sobre esta tierra. Me
encantaría escucharlas todas.
Diana se lanzó a explicarle sus años en la universidad, las ganas que había
tenido siempre de ver Irlanda y que por fin había obtenido una beca Leonardo
y había podido cumplir su sueño.
—Vaya, así que vas a trabajar en Muckross House. —Su mirada se volvió un
tanto especulativa—. No sabes la suerte que tienes de poder trabajar allí. Es
un complejo precioso, la casa es espectacular y el entorno incomparable. Y se
dice que tienen una biblioteca privada con algunos ejemplares antiguos a los
que me encantaría echar un ojo —añadió, mirándola entre sus pestañas
mientras daba un sorbo de vino.
—No lo creo. No tengo a nadie que me espere en España —admitió Diana con
cierta tristeza—, así que por ahora no tengo fecha de vuelta. Tengo unos
pocos ahorros y he conseguido un trabajo los fines de semana de camarera
para ayudar a cubrir gastos. Así que, por ahora, prefiero no hacer planes. ¿Y
qué me dices de ti? ¿Tienes pensado quedarte durante mucho tiempo?
—Yo tengo la suerte de tener un padrastro forrado que cubre todos mis gastos
—reconoció con un brillo extraño en la mirada—, así que hasta que no termine
de encontrar lo que estoy buscando, no puedo volver.
Porque en el sueño realmente era hermosa, su piel era suave y perfecta, pero
en la realidad… ¿quién iba a sentir deseo al verla desnuda si incluso a ella
misma le costaba mirarse sin sentir asco?
«Soy una superviviente», pensó con orgullo. «He sufrido, he llorado, pero sigo
con vida».
Era viernes, el día que tenía que ir a Muckross House. Estaba impaciente por
llegar. Se dio una ducha rápida, se puso las incómodas lentillas y se arregló el
pelo lo mejor que pudo. Dudó a la hora de elegir la ropa y finalmente optó por
unos vaqueros y un suéter de color verde que sabía que la favorecía de forma
especial porque acentuaba el color de sus ojos y, por último, se enfundó unas
botas bajas sin tacón. En otra ocasión, se hubiera arreglado más para conocer
a su jefe, pero era una mujer práctica, si debía llegar hasta allí en bici no
tenía sentido que se pusiera unos taconazos. Así que tomó su acostumbrado
desayuno, café con leche y un par de tostadas con queso fresco y mermelada
de arándanos, y salió disparada.
El suelo estaba húmedo, se notaba que esa noche había llovido, aunque en ese
momento lucía un sol magnífico. La hierba brillaba con un tono cálido, reflejo
de los rayos del sol sobre el rocío que cubría como un frío manto la tierra por
donde pasaba. Debía pedalear seis kilómetros hasta su nuevo trabajo por un
carril bici que bordeaba el lago Leane y cruzaba el Parque Nacional Natural
de Killarney.
Se sentía totalmente fascinada por esa tierra, tan diferente a lo que estaba
acostumbrada. Cada piedra, cada árbol, cada nube, le parecían de una belleza
conmovedora.
Diana dejó la bici en un aparcamiento de bicicletas y fue en busca del que iba
a ser su nuevo jefe, el señor Peter Carter. La amable chica de información le
indicó dónde encontrarlo: a unos cincuenta metros al lado de la mansión, en
un pequeño edificio de una planta llamado Bookbindery [3] .
El hombre asintió.
—Soy Diana Calero, contacté con usted por el tema de la beca de trabajo.
Le estrechó la mano con efusividad. Parecía una de esas personas con una
vitalidad desbordante, acentuada por la viveza de sus intensos ojos azules que
contrastaban con un rostro bastante bronceado para lo que era habitual en
Irlanda, señal de que no era un hombre dado a quedarse encerrado en casa.
—Ahora vas a ver una de las joyas de la mansión —dijo Peter con orgullo,
abriendo una gran puerta doble que daba paso a una estancia enorme: la
biblioteca. El olor a cuero y papel inundaba el ambiente.
—Es una colección privada de libros que se han ido recopilando durante
varios siglos y hay ejemplares realmente interesantes —continuó diciendo su
nuevo jefe.
—Perdona, es mi móvil.
—Ha surgido algo urgente y tengo que irme. En unos minutos vuelvo. ¿Te
importa esperarme aquí?
Menuda pregunta más rara, teniendo en cuenta que solo los separaban cinco
metros de distancia. Sobre todo, viniendo de un hombre enorme, alto y
robusto, pero sin ser gordo. Llevaba el pelo canoso largo hasta los hombros y
la cara medio cubierta por una barba larga. «Al estilo de Dumbledore», pensó,
conteniendo una sonrisa al recordar la imagen del director de la escuela de
magia de Harry Potter . Lo que más destacaba en él eran sus intensos ojos
azules.
—Es evidente que no —bufó el anciano con impaciencia y la observó con fijeza
—. Lo que nos lleva a una cuestión importante: ¿quién eres tú?
—Me llamo Diana Calero. Soy española y he venido con una beca para
trabajar aquí durante seis meses —explicó—. Empiezo el lunes.
—Vaya, vaya… así que española —murmuró en voz baja—. Ven, acércate
muchacha para que pueda ver quién eres en realidad.
—Así que es verdad, has vuelto —susurró finalmente a sotto voce , con una
mirada de reconocimiento y una sonrisa de satisfacción.
El viejo se echó a reír, una carcajada ronca y potente que la dejó más
confundida aún.
—Ahora piensas que estoy loco —adivinó, divertido. Y sonrió cuando esa
verdad la hizo sonrojar—. Tranquila, es lógico.
—He dado por hecho que era el bibliotecario, pero a lo mejor solo es otro
empleado. Me ha dicho que se llamaba Dagda —explicó Diana para aclarar el
malentendido—. Un hombre de unos setenta años, alto y corpulento, con pelo
canoso y barba. Estaba sentado en una gran mesa en un rincón detrás de una
estantería.
—Estoy en el escritorio.
Peter se adentró entre las estanterías repletas de libros, hasta llegar a una
mesa que estaba en el fondo, en apariencia vacía. En cuestión de un
parpadeo, la enorme figura de Dagda apareció ante él.
Dagda, al que servía desde hacía años, no solía dejarse ver ante los siadsan.
Tan solo se mostraba ante algunos milesianos a los que él mismo había
iniciado en las artes druídicas, como era su caso, y solo se mostraba si quería
ser visto, sino su presencia era invisible para cualquier ojo humano.
«Me voy a hacer un pícnic por el lago —siguió escribiendo Diana—. Si quieres
puedes venirte y te cuento cómo es la biblioteca de Muckross House por
dentro».
—Por qué le gustas. Eres preciosa —aclaró mientras la miraba con fijeza.
—Ah, no. Si quieres saber quién soy dime primero quién eres tú —soltó Diana
con los brazos en jarras, cansada de tanta tontería.
El rubio se apeó del caballo con un salto ágil y empezó a acercarse caminando
de forma orgullosa, con total seguridad en sí mismo. Era alto, muy alto, y con
un cuerpo de infarto. Se detuvo ante ella y Diana tuvo que levantar la mirada
para poder mirarlo a los ojos, de un azul tan intenso que parecían un reflejo
del cielo.
—Me llamo Lugh. —El rubio se presentó con una elegante reverencia, un poco
fuera de lugar, y cogió su mano antes de darse cuenta para estamparle un
beso que pretendía ser seductor—. ¿Cuál es tu nombre, preciosa?
Su aliento cálido le cosquilleó la piel, pero no le hizo sentir nada especial.
—Si te dijera que te deseo y que me gustaría hacerte el amor aquí mismo
¿qué me dirías? —preguntó con un susurro ronco.
—Diferente, ¿por qué? ¿Porque no caigo rendida a tus pies nada más verte? —
preguntó Diana con una sonrisa escéptica.
Él asintió con énfasis, como si esa fuera la respuesta normal de las mujeres
que abordaba.
—No soy la clase de chica que se acuesta con un tío a la primera de cambio —
explico al tiempo que se encogía de hombros—. Estás muy bueno, pero no
para tanto.
Por el rabillo del ojo, Diana vio que se aproximaba Alana pedaleando a toda
velocidad.
—Ese es uno de los peores insultos que le puedes hacer a un hombre. Primero
me rechazas y luego intentas encasquetarme a tu amiga —rezongó el rubio,
indignado, aunque su mirada brillaba divertida—. Y seguro que tu amiga
resultará ser un orco de esos que…
Cuando Alana puso sus ojos por primera vez en Lugh perdió el equilibrio de la
bicicleta y casi se salió del camino, provocando una sonrisa socarrona en el
rostro del rubio. Según parecía, ese sí que era el tipo de reacción a la que él
estaba acostumbrado.
Alana llegó hasta ellos con la mirada fija en Lugh y ninguno de los dos dijo
nada mientras se observaban con intensidad.
«Aunque dudo de que oigáis una palabra de lo que diga», pensó divertida.
—Hace un momento has dicho que era un orco —apuntó Diana con una ceja
levantada.
—Pero antes aclárame una cosa —pidió Alana a su amiga, alzando una ceja—.
¿Cuándo debo de quitarme el suéter? ¿Antes o después de besarle los pies?
Lugh también debió de pensar lo mismo porque sus ojos brillaron de deseo.
—Más te vale —advirtió Alana, recalcando cada palabra con una estocada de
su dedo índice sobre el pecho masculino.
—Me gustan las mujeres hermosas y con carácter —afirmó de pronto el rubio
y le lanzó una mirada tan ardiente que, hasta Diana, que era una mera
observadora, se sonrojó.
—Sí, claro —balbuceó ella y se subió a la bici con cierta torpeza por las prisas
—. Bueno Lugh, ha sido un placer. Ya nos veremos.
—Por supuesto que nos volveremos a ver. —Oyó murmurar a Lugh, con los
ojos entrecerrados, clavados en su amiga.
CAPÍTULO 10
—Ya estaba pensando que no eras humana. Estaba buenísimo, ¿eh? —añadió
Diana, guiñándole un ojo.
—El otro día me los nombraste. Dioses celtas o algo así, ¿no?
—Hay quien piensa que son dioses, otros en cambio los ven como seres
mágicos, como las hadas. Hay un montón de mitos al respecto, un montón de
teorías —explicó Alana—. Se dice que las personas normales no pueden
verlos, a no ser que realmente quieran ser vistos. Hay leyendas que narran
que, de vez en cuando, por aburrimiento o porque alguien les llame la
atención, se dejan ver. Se cuenta que son seres seductores, irresistibles, y
que aquellos a los que deciden seducir les es imposible negarse.
—¿Piensas que ese rubio era uno de ellos? —preguntó Diana, bromeando—.
Porque si es así lo de seductor te lo concedo, pero lo de que son irresistibles
hasta el punto de no poder decirles que no… Conmigo al menos no tenía
posibilidad. Aunque unos minutos más contigo… —Diana dejó la frase sin
terminar, alzando ambas cejas varias veces en un gesto significativo.
—Se los puede llamar danianos —aclaró Alana—. Las leyendas dicen que hay
veces en que alguno se ha enamorado de una persona normal y ha decidido
permanecer en nuestro mundo. Y también se cuenta que hay ocasiones en que
los danianos deciden que la persona es lo suficientemente especial como para
llevarla a su propio mundo, Tir na nÓg , donde no se envejece jamás porque el
tiempo corre de forma diferente.
—Es un mundo subterráneo oculto por la magia. Se dice que el jefe de los
danianos construyó diversos castillos para que pudieran vivir allí, algunos
debajo de montañas, otros debajo de lagos. Aunque Dagda, que es el jefe, y
los más importantes danianos, viven en Avalon.
—¿Y de qué hablasteis? —preguntó Alana con una sonrisa un poco tensa,
como intentando no dar importancia a la pregunta, pero como si la respuesta
fuera trascendental.
—¿Con quién te pudo confundir? —musitó Alana, mirando a Diana con fijeza,
y parecía que la pregunta se la hacía a sí misma.
—Tranquila, no pasa nada. Pero de vez en cuando tienes una mirada tan
intensa que llega a incomodar. Parece que tus ojos se iluminen desde dentro.
—Cuenta, cuenta.
—Como te decía, Dagda es el líder de los danianos. Se lo conoce como El
Buen Dios, de gran corazón, y sabio entre sabios. Se dice que es un maestro
de druidas y un temible guerrero.
—¿Maestro de druidas?
—Sí, hay personas con una energía interior especial, más intensa de lo
normal. Si se enfoca bien y con el entrenamiento adecuado, pueden llegar a
convertirse en druidas.
—Hoy no solo has conocido a Dagda, también has conocido a Lugh —apuntó
Alana con una mueca—. Los danianos te persiguen.
—¿Y quién se supone que es Lugh? —inquirió Diana, alzando una ceja.
—Nada más y nada menos que uno de los más grandes héroes danianos. Se
decía de él que era campeón de los campeones y el mejor en todo —explicó
Alana.
—Dios o no, hay que reconocer que ese tipo era espectacular.
—Pero no has caído rendida a sus pies —señaló Diana con admiración.
—No caí, solo tropecé —reconoció Alana con un guiño cómplice—. Aunque si
me lo vuelvo a encontrar no sé lo que pasará. No soy de piedra —añadió
pensativa, mirándola con curiosidad—. A ti en cambio no te afectó ni un
poquito, ¿verdad?
—Creo que estoy desarrollando cierta predilección por los ojos grises —
confesó, pensando en unos ojos del color del cielo de tormenta con los que
soñaba desde su llegada a Irlanda—. En este país, los ojos azules parece que
vengan de serie.
—Bueno, en eso disiento. Hay ojos azules… y hay ojos que parecen haber
robado un trozo cielo en primavera —suspiró Alana, refiriéndose sin duda a
los ojos de Lugh.
—Nunca me han atraído los hombres con el pelo largo, pero he de reconocer
que le daba cierto atractivo… salvaje —añadió Alana y se abrazó a sí misma
como presa de algún estremecimiento interno.
—A ellos se les atribuyen todas las virtudes, aunque por los relatos que he
leído no están exentos de pecados como pueda ser la envidia, la lujuria, la
soberbia o la vanidad. Pese a todo, siempre han tenido fama de ser los
buenos. Para malos ya estaban los fomorianos.
—Eran los dioses de las tinieblas, enemigos de los danianos. Se decía que
eran verdaderos engendros del infierno —añadió Alana con una mueca.
El cielo, que poco a poco se había estado cubriendo de nubes desde que
habían llegado, se oscureció por completo. Justo entonces empezó a llover y
salieron disparadas de allí.
CAPÍTULO 11
El sueño se repite.
Sus ojos se clavan en los míos, duros, hambrientos. Son grises como un cielo
de tormenta.
Mis ojos encuentran los suyos y se pierden en ellos. Y en ese momento noto
como su carne se abre paso dentro de mí.
Fue hacia el baño todavía medio dormida y se dio cuenta de que se había
tenido que quedar dormida con las lentillas puestas porque veía a la
perfección. Raro, porque con lo que la molestaban siempre, debería sentir los
ojos irritados, y no era el caso. Se miró en el espejo y se sorprendió un poco
ante su reflejo. Nunca había tenido mejor aspecto. La piel le brillaba perfecta,
sin ninguna señal de los molestos granitos que de vez en cuando la
incordiaban. Su pelo, que al despertar siempre parecía un nido de pájaros,
caía en suaves y brillantes ondas que abrazaban sus hombros, como recién
salido de la peluquería.
«La lluvia de ayer que nos dejó empapadas a Alana y a mí debe de haber sido
mágica», pensó de guasa.
Pero toda broma se esfumó de su mente cuando comprobó que no llevaba las
lentillas puestas y veía a la perfección.
No entendía nada. No creía en los milagros, pero sin duda era evidente que se
había convertido en la protagonista de un hecho extraordinario.
Cogió su tablet y buscó en Internet por si encontraba algún caso similar. Tal
vez, cuando se desmayó en el aeropuerto, se dio un golpe en la cabeza. Había
oído que un traumatismo en el cerebro podía afectar al nervio ocular. Aunque
dudaba de que eso tuviese algo que ver con la hipermetropía. Después de casi
media hora infructuosa, se dio por vencida.
Como la lluvia no había cesado desde el día anterior, Diana se pasó el día en
casa, probando sus nuevos ojos, leyendo y viendo la tele, flipando por tener de
repente una vista perfecta, incluso agudizada. A media tarde, empezó a
prepararse para ir al restaurante donde iba a trabajar. Tenía que presentarse
a las seis, para cubrir el turno de noche. Allí en Irlanda había gente que sobre
las siete ya estaba cenando, aunque en los fines de semana se solía cenar más
tarde.
The Black Irish Sheep era un restaurante de autor que había en el centro del
pueblo. Por lo que había podido averiguar, las críticas lo ponían por las nubes
y el joven chef que lo dirigía era considerado uno de los mejores del país.
Así que Diana se presentó allí a las seis menos cinco, con una camiseta oscura
y unos pantalones negros tal y como le habían indicado, y el pelo sujeto con
un recogido en la nuca para que no la molestase. No llevaba maquillaje, no
solía hacerlo. Simplemente se puso un poco de rimmel y brillo de labios. Aun
así, se sentía más bonita que en mucho tiempo. Irlanda le estaba sentando
bien.
Entró por la puerta trasera, que daba a un estrecho callejón y fue a parar a
una espaciosa cocina, donde la recibió un hombre muy atractivo.
No había que ser muy ducho para darse cuenta de que era el sobrino del
padre O’Malley. Era una versión mucho más joven de su tío, rondaría los
treinta años. Alto, de pelo azabache y unos ojos de un azul tan claro que
resultaban impactantes.
Salieron de la cocina para llegar al fondo del comedor, donde un hombre con
el cabello castaño parecía estar manteniendo una charla con lo que era el
grupo de camareros.
Stephen parecía un par de años más joven que Sean. Se parecía mucho
físicamente, con el mismo cabello moreno y los ojos azules, aunque de un tono
más oscuro. Y, aunque parecía igual de amistoso, se le veía un poco agobiado.
—Me han dicho que tenías experiencia como camarera —afirmó mientras la
miraba de forma especulativa—. Espero que sea verdad y no lo hayas dicho
para conseguir el trabajo porque esta noche va a ser movidita. Me han fallado
tres de nuestros camareros y tenemos lleno total, lo que implica que para
poder dar buen servicio vamos a ir de culo.
En una hora el restaurante se había llenado hasta los topes. Los clientes
entraban, cenaban y se iban. Todo muy fluido, y por las propinas que dejaban,
parecían más que satisfechos con la comida y el servicio.
Diana entendía su entusiasmo. Solo había podido ver a uno de ellos y estaba
como un queso. Un morenazo escultural con un atractivo oscuro. El otro
parecía tener incluso un físico más imponente, pero en versión rubia, aunque
solo atinó a verle de espaldas y, dicho sea de paso, tenía una retaguardia
impresionante. Los dos vestían íntegramente de negro, lo que daba a su
aspecto cierto cariz de chicos malos.
—Monique, ¿lo has visto? Es el morenazo del otro día —susurró la italiana,
apremiante—. ¡Qué vergüenza he pasado! Yo diciéndole que era un placer
volver a verlo y él se ha limitado a mirarme como si no me conociera de nada.
Y encima esta vez ha venido con un rubio tan guapo que me ha hecho
balbucear como una idiota —confesó, ruborizada.
—Por cierto, quieren una botella de vino tinto —comentó Rosa a Monique—.
¿Se la llevas tú?
—Así les echas un ojo de cerca y nos dices el que te parece más atractivo —
añadió Rosa guiñándole un ojo—. El moreno está muy bueno, pero yo creo que
el rubio impresiona más.
«Qué no se diga que las españolas no tenemos coraje», se dijo Diana para
darse ánimos.
—Eso está hecho, chicas —afirmó con una seguridad en sí misma que estaba
lejos de sentir.
Puesto que él solo buscaba a Erin, dedujo que la encontraría allí, pero no
entendía el porqué de tanto jueguecito. Si Dagda ya había localizado a Erin, lo
lógico era que lo hubiera informado directamente. Pero no. El viejo tan solo le
había mandado aquella nota enigmática citándolo en aquel restaurante y
maldita la gracia que le hacía tener que juntarse con los siadsan.
—¿Quién es ella?
Siempre había tenido un temperamento explosivo, pero durante esos tres mil
años había aprendido a cultivar la calma. Y lo había conseguido, hasta que
sintió la cercanía de Erin. Durante los últimos días, parecía que todos se
esforzaban por poner a prueba su paciencia. Solo había impuesto una norma a
sus hombres cuando decidieron quedarse con él en Irlanda: no mezclarse
personalmente con los milesianos.
Debían vigilarlos, pero nunca intimar con ellos. Esa era la mejor forma de
cumplir con el Pacto de Tres y evitar cualquier derramamiento de sangre.
Una única norma y Taran la había incumplido. Sintió que la furia lo invadía.
—Por tu cara deduzco que no está aquí, pero algo tiene que ver con este lugar
—observó Elatha, pensativo. Una sospecha le hizo fruncir el entrecejo—. ¿No
será…?
Como rey de los fomorianos, sus hombres le debían total respeto. Nadie podía
hacerlo callar. Y ninguno osaba hacerlo enfadar. Si sus sospechas eran
acertadas, la relación de Taran iba a enojarlo mucho. Muchísimo.
Era todo un logro, teniendo en cuenta que notaba como dos pares de ojos
observaban detenidamente cada uno de sus movimientos y ninguno había
hablado hasta ahora.
—Yo lo probaré —dijo el hombre que tenía justo a su izquierda, con una voz
ligeramente ronca, muy sexy , que de forma inexplicable le hizo encoger los
dedos de los pies.
Era su amante de la playa. El hombre con el que había soñado noche tras
noche desde su llegada a Irlanda.
—Tú.
—Sí, yo.
—Tú —repitió tontamente.
—¡Tú!
—Yo pro-ba-ré el vi-no —dijo, remarcando cada silaba en voz más alta de lo
normal, como si el problema fuera que no lo escuchara bien o no lo
entendiera.
«Que humillante», pensó Diana. Era consciente de que estaba quedando como
una idiota y no podía hacer nada para remediarlo. Se había quedado ahí
plantada mirándolo como una lela.
—Vaya, lo siento —se disculpó y se dio una patada mental en el culo mientras
cogía una servilleta para limpiar el estropicio que había hecho.
Fue entonces cuando la mano del rubio y la suya se tocaron por casualidad y
la corriente eléctrica que surgió entre ellos hizo saltar chispas… de forma
literal.
Para su asombro, el rubio se puso de pie, casi con violencia. Todo un macho
impresionante que, sin duda, mediría unos dos metros de altura y que la
miraba mortalmente serio. ¡Dios, que alto era! Estaba plantado delante de
ella y la observaba con intensidad. Sus ojos se habían vuelto posesivos y
recorrían su cuerpo de arriba abajo. Era la mirada de depredador que había
visto en sus sueños, pero intensificada. Una expresión anhelante, hambrienta,
de pura necesidad, como si ella fuera su mayor deseo. Nadie la había mirado
nunca así, hasta ahora.
—Ha sido una torpeza por mi parte —aseguró y se sentó en su silla, pero sin
quitarle la mirada de encima—. La señorita me estaba sirviendo el vino y sin
querer he tirado la copa.
Diana lo miró con sorpresa. No esperaba que diera la cara por ella.
—No se preocupe, enseguida les cambiaré el mantel y les traeré otra botella
de vino. —Stephen les habló con fría cortesía, lejos del encanto natural con el
que lo había visto dirigirse a otros clientes. Luego se volvió hacia ella, con una
sonrisa tranquilizadora en un intento por paliar su evidente turbación—.
Diana, vuelve a la barra, yo me encargo de esta mesa —añadió con aire
protector.
—Cuenta, cuenta.
—Le doy la razón a Rosa —se limitó a decir—. El rubio, sin duda, impresiona
más.
CAPÍTULO 14
Por primera vez en mucho tiempo, Elatha sintió que su corazón volvía a latir.
—Es la primera vez que me siento bien desde hace una eternidad —musitó
Elatha, mirando con intensidad la causa de su bienestar.
Erin. Todavía no podía creer que estuviera allí, que fuera ella.
Lo que sí había sido idéntico era su reacción ante su tacto. Una descarga
eléctrica que siempre lo dejaba tembloroso y débil, pero al mismo tiempo, lo
hacía sentir el ser más poderoso del universo. Pura energía.
Erin había sido de una belleza incomparable, con el cabello rojo como el fuego
y los ojos verde oscuro como el color de una hoja de roble al final del verano.
Su cuerpo había hecho suspirar de deseo a los hombres ante su sola visión;
tenía la altura propia de los danianos y unas curvas moldeadas por los propios
dioses para el placer masculino.
La nueva Erin era muy diferente. No se podía decir que no fuera agradable a
la vista. Tenía un rostro bonito de facciones dulces y armoniosas, un cabello
cobrizo que resultaba, sin duda, muy hermoso y unos impactantes ojos del
mismo tono verde claro que un brote de hierba fresca en primavera. Era de
cuerpo pequeño, no más de metro sesenta y cinco, y de complexión esbelta.
Un envoltorio atractivo, pero que estaba lejos de ser la belleza espectacular
que había sido.
A pesar de ello, y sin explicación, deseó a esa nueva Erin con una intensidad
que no recordaba haber sentido con anterioridad. Tal vez fuera por el aura de
vulnerabilidad que la envolvía y que despertaba en él sus instintos
protectores. En sus recuerdos, ella era fuerte y segura de sí misma, algo que
se encontraba lejos de la fragilidad que había sentido en esa muchacha.
Elatha bebió de su imagen como el hombre sediento que era.
—Pareces un gato a punto de comerse un ratón —observó Taran, divertido—.
Creí que solo había una mujer que te interesara.
—Créeme, es ella.
—No lo entiendo. Si es ella, ¿qué hace trabajando aquí, como si fuera una
vulgar siadsan? —preguntó Taran, escéptico.
—Mira, sé que llevas mucho tiempo esperando a que ella vuelva y que, con el
tiempo que has estado sin una mujer, debes de estar de un calentón de mil
demonios, así que, si quieres desfogarte con una siadsan, nadie te va a juzgar
por ello —aseguró Taran—. No hace falta que intentes hacerme creer que esa
camarera insignificante es Erin.
—No lo sé, alguna razón habrá —respondió tras unos segundos, sin encontrar
una respuesta satisfactoria—. Por el momento, sigámosle el juego, a ver
dónde nos lleva.
CAPÍTULO 15
Durante el resto de la noche, Diana centró todos sus esfuerzos en servir copas
sin volver a meter la pata. Algo terriblemente difícil cuando tenía un par de
ojos grises que la acechaban sin cesar. El muy cretino había cambiado el sitio
con su amigo y no le quitaba la mirada de encima, recostado en la silla y
sorbiendo el vino muy despacio, degustándolo de una forma que la hizo sentir
como si la estuviera saboreando a ella.
—Le prometí que no diría nada, pero digamos que nuestra Rosa apunta alto.
Eso solo podía significar que estaba saliendo con Sean o con Stephen.
«Como me vuelva a guiñar un ojo, le lanzo una copa desde la barra», juró
para sus adentros.
Diana notó la descarga eléctrica que conectaba sus cuerpos y no pudo evitar
un estremecimiento. Lo miró confundida, pero esta vez sus ojos no le
devolvieron la mirada.
El rubio pareció sorprendido. Diana notó que sus cejas se levantaban por un
momento, para luego fruncir el ceño en una mirada letal. Entonces se inclinó
hacia ella, sus rostros separados tan solo por unos centímetros.
Diana no se dio cuenta de que lo miraba con la boca abierta hasta que notó
cómo el dedo del rubio empujó su barbilla hacia arriba para cerrársela, al
tiempo que le dedicaba una sonrisa de medio lado que rezumaba satisfacción.
«Empate a uno».
—Para ser la primera noche, lo has hecho muy bien. —La voz de Stephen, a
sus espaldas, la sobresaltó. Se giró hacia él mientras componía una sonrisa
despreocupada—. Ya puedes irte a casa si quieres. ¿Cuento contigo para el
sábado que viene? —preguntó mientras le daba el sobre con el sueldo, más la
parte correspondiente de propinas.
—Con estas propinas puedes contar conmigo para lo que necesites —aseguró
con una sonrisa.
«Me encanta —pensó—. Sería un buen golpe para su súper ego si me fuese
con Stephen al Ghrian».
Pero tal como le vino a la mente esa idea, la descartó. No le gustaban esa
clase de juegos.
—Lo siento, pero estoy muy cansada —dijo mientras se quitaba el delantal.
Tuvo que alzar los ojos para poder verle el rostro. Su coronilla apenas
alcanzaba la barbilla de él. Pero no la estaba mirando. Toda la potencia de esa
mirada intensa estaba centrada en Stephen.
Desde que le dijo: «Te deseo igual». Desde entonces, su cuerpo no había
parado de lanzarle mensajes a su mente: «Por favor, permítelo».
—Es ella la que tiene que decidir quién la acompaña a casa —afirmó Stephen
sin dejarse amilanar.
¡Hombres!
Era una situación ridícula. Así que, sin mediar palabra, cogió su chaqueta y su
bolso, y se fue de allí. No necesitaba que nadie la acompañase a casa, sabía
llegar solita. Si querían pegarse que lo hicieran, pero ella no tenía por qué
estar allí para verlo.
No llevaba andados ni diez metros por la calle cuando sintió que alguien
caminaba detrás de ella. No tuvo que girarse para saber quién era. Su rubio.
Cada partícula de su cuerpo había reaccionado a su cercanía.
El rubio no dijo nada. Diana lo miró por el rabillo del ojo, parecía sorprendido
de que le llevase la contraria. Sus siguientes palabras confirmaron sus
sospechas.
Lo lógico hubiese sido sentirse asustada, pero por alguna extraña razón,
aquella declaración le resultó divertida.
—Así, ¿cómo?
Diana no entendió ese último comentario, pero lo dejó pasar. Intentó poner
orden en su cabeza, pero no sabía por dónde empezar. Quería preguntarle mil
cosas, pero no sabía cómo formular las preguntas sin parecer una loca de
atar. ¿Cómo podía explicarle a un completo desconocido que ya lo conocía de
antes, de sus sueños?
—¿Puedes explícame qué está pasando? —tronó al fin—. ¿Por qué actúas
como si no me conocieras?
Vaya. Diana creyendo que por un milagro del destino el rubio de sus sueños
era real y estaba interesado en ella… Y resulta que la estaba confundiendo
con otra.
Diana lo miró confundida. ¿Un cuerpo diferente? Ella temiendo que la tomara
por una loca si le decía que había estado soñando con él y resulta que el que
estaba como una cabra era él.
—Vivo aquí —anunció, con una mezcla de alivio y pesar que no quiso analizar
en ese momento.
—¿Vives aquí? —preguntó, con un tono que sonó un tanto despectivo—. ¿Por
qué no has ido a Avalon? Dagda y yo estábamos preocupados por ti. ¿Y por
qué estás trabajando con los siadsan?
Cuando hizo la pregunta, sus manos apretaron sus hombros, pero sin hacerle
daño. Tenía ante sí a un gigante desconocido de dos metros de altura y que,
por su expresión, estaba muy enfadado. Debería estar asustada, pero pese a
toda lógica, no le tenía miedo. No sabía el porqué, pero sentía la certeza de
que él nunca podría dañarla.
—No tengo ni la menor idea de quién eres —afirmó Diana—. Lo siento, pero si
te he visto antes no lo recuerdo.
Diana vio tal vulnerabilidad en su mirada, tal desespero, que despertó todos
sus instintos protectores. Decidió sincerarse con él aun a riesgo de quedar
como una loca.
Lo más sorprendente era que ella continuaba ahí, parada delante de él, sin
moverse. La lógica le decía que debía estar loco, que corriese a su
apartamento y cerrase la puerta con llave. Pero una parte de ella, la que la
mantenía allí, expectante, la impulsaba a compartir su locura, a
comprenderla.
Diana asintió.
Asintió de nuevo.
—Voy paseando por una playa y veo una barca que se acerca a la orilla. Tú
vas en ella. Cuando la barca llega a la arena te apeas y te plantas delante de
mí. Y ya está.
Esa voz tan grave y sexy la hizo estremecer. Con un gesto tierno, el rubio
acomodó un mechón de pelo que se había escapado de su recogido y lo puso
detrás de su oreja. Y allí dejó su mano. Sus ojos permanecían clavados en los
de Diana mientras le acariciaba el lóbulo con un dedo, alterando todo su ser
con ese simple gesto. Su cuerpo se acercó al de él de forma inconsciente,
como atraído por un imán.
—Y entonces me susurras…
—Muchacha, ¿me dejarás hacerte el amor? —terminó el rubio con voz ronca,
como si conociese el guion de sus sueños.
Las manos del rubio se deslizan sobre su espalda hasta las nalgas, y la apretó
contra él, buscando el roce de su feminidad contra su dureza. Lo sintió entre
las piernas, tan grande y firme que no pudo evitar un gemido de placer. Diana
notó en el vientre un dolor que hasta entonces no había sentido, pero que
reconoció al instante. Era puro deseo.
—Ni de coña.
Diana no se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, hasta que oyó su
suspiro frustrado y lo vio pasarse la mano por el cabello.
Como única respuesta, la mano del hombre se deslizó hasta su nuca en una
caricia posesiva y la volvió a acercar a él. Sus labios la devoraron hasta que
acabo temblando, hasta que él también tembló. Hasta que los dos gimieron
por el fuego que los consumía.
—Es imposible confundir esto —aseguró el rubio, mientras lamía sus labios—.
Esta atracción, el hambre que atenaza mi cuerpo —musitó, recorriendo su
rostro con apasionados besos—. Siempre ha sido así. Solo contigo.
Puede que él estuviese loco, puede que la loca fuese ella. Pero lo que había
deseado que ocurriera en sueños ahora estaba a su alcance en el mundo real.
«Erin».
CAPÍTULO 18
—Y tú eres sordo —gruñó furiosa, encarándose con él—. Me llamo Diana. Di-a-
na —añadió, remarcando cada sílaba con una punzada de su dedo en el pecho
masculino.
No pudo dejar de notar que tenía unos pectorales tan duros como una piedra.
—Tu cuerpo cobija a Erin, la diosa de Irlanda —explicó el rubio con calma,
intentando hacerla entender.
—Soy Elatha Mac Dalbaech —afirmó con orgullo—. Rey de los fomorianos.
Dios de la Noche y de la Luna. Amo de la Niebla y Señor…
—Y dime, ¡oh, gran rey! —exclamó con burla—. ¿Qué se supone que hacía un
dios como tú cenando en un restaurante como The Black Irish Sheep?
—Mira guapo, estoy demasiado cansada para seguir con esta conversación de
locos. Ya puedes ser Dios, rey, hombre o Amo del Calabozo…
—No soy el Amo del Calabozo —protestó él con una expresión ofendida—. Soy
el Feth Fiada , el Amo de la Niebla.
Diana se mordió los labios para contener la negación que quiso salir de su
boca y asintió con la cabeza.
En ese momento, la que se tensó fue ella bajo aquella amenaza. Lo observó
con cautela. Si quisiera imponerse a ella físicamente, dudaba que pudiese
evitarlo. Aquella mirada plateada que la devoraba delataba una poderosa
determinación… y cierta vulnerabilidad.
No supo por qué razón, tuvo la certeza de que era una amenaza vacía.
Al instante, sintió que la volvía a coger entre sus brazos y la besó con una
apasionada minuciosidad que la dejó jadeando.
—Cuando he dicho que tendrías que trabajártelo no me refería a esto, lo que
quería decir es que…
—Sé lo que querías decir. Sé por qué te resistes —musitó, intercalando besos
que acariciaban su rostro—. No recuerdas quién eres y no recuerdas quién
soy. —Su voz ronca era embriagadora—. Lo que había entre nosotros era
único… era magia… era fuego —murmuró, mientras sus labios se deslizaban
por su cuello—. Lo puedes intuir por la atracción que nos une ahora, por la
energía que nos atrae. Eso no ha cambiado. Tu alma lo recuerda, tu cuerpo lo
siente, tu mente es el único impedimento. —Tomó su rostro entre sus grandes
manos, clavando sus ojos de plata en los suyos—. Necesitas conocerme y
dejaré que me conozcas. Necesitas seducción y te seduciré. Necesitas tiempo
y, por mucho que me cueste, te lo daré. Pero no me pidas que me vaya
porque, ahora que te he encontrado, nunca te podré dejar.
Diana lo miró confundida, sin saber qué decir. Pero él parecía no esperar una
respuesta por su parte. Simplemente, estaba exponiendo sus intenciones.
Tardó un momento en darse cuenta de que él había tomado su mano y había
dejado un pequeño objeto sobre su palma abierta.
La volvió a besar, robándole la razón con su pasión. Diana cerró los ojos,
totalmente entregada a su contacto, dejándose llevar por las sensaciones,
hasta que, de pronto, tuvo la certeza de que se había ido.
Erin.
Y cuando por fin la había tenido entre sus brazos había sido… diferente.
Y no quería decir que hubiese cambiado en un plano físico, eso era evidente.
Las diferencias iban más allá. La Erin del pasado había sido poderosa, pero
complaciente, nunca le había negado nada. Ni siquiera ella, siendo casi de la
misma altura que él, y con unos poderes equiparables a los suyos, se había
atrevido nunca a llevarle la contraria.
Pero lo principal ahora era velar por su seguridad. Erin todavía no había
despertado. Sus poderes permanecían latentes dentro de aquel atrayente y
testarudo cuerpecito. Lo que la convertía en una presa fácil ante cualquier
peligro. Debía protegerla hasta que ella fuera capaz de protegerse sola.
Después de unos minutos, con el ánimo más enfriado, braceó hasta la orilla.
No se sorprendió al ver a Taran allí, velando por su seguridad. Después de
todo, él era su amigo más cercano, su mano derecha y su escolta personal.
—Así que yo tenía razón, no era ella —suspiró Taran al verlo. En sus ojos
brillaba un atisbo de compasión que ofendió a Elatha.
—Porque en lugar de estar con ella, estás aquí, solo, desfogando tu energía en
el agua helada del lago —apuntó Taran, con una sonrisa ladeada mientras se
acomodaba a su lado.
Elatha lo miró confundido y, justo cuando iba a negarlo, sintió como una
lágrima se derramaba por su mejilla. No se avergonzó por ello ni intentó
ocultarla. Esa pequeña gota condensaba todo el dolor que acumulaba su
espíritu y, si no la dejaba escapar, corría el riesgo de romperse en mil
pedazos.
Atrapó aquella lágrima con la punta del dedo y la miró, fascinado. En toda su
existencia, aquella era la segunda vez que lloraba. La primera había sido
cuando se enteró de la muerte de Erin.
—¿Y si no es ella? ¿Cómo puedes saber que no es simple atracción hacia una
mujer? ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Lo es. Lo sé. Lo siento —afirmó Elatha con rotundidad, respondiendo a cada
una de las preguntas que le había hecho su amigo.
Taran finalmente asintió, como aceptando sus palabras y le dio una palmada
en el hombro en un vano intento por reconfortarlo.
Cuando regresaron al Castillo de la Niebla, Elatha llamó a gritos a sus
hombres de confianza, que no tardaron en manifestarse en su presencia.
Solo los mellizos Sionn y Maon, con sus dos metros treinta centímetros de
altura, podían considerar «pequeño» a Eadan, que medía dos metros, y
manejarlo como a un muñeco de trapo, puesto que los hermanos tenían la
constitución de verdaderos Titanes. Pese a la desventaja física y numérica,
Eadan no se dejó amilanar, y se dispuso a enfrentarse a los mellizos con
mirada belicosa y una sonrisa pendenciera. Pero la voz de su rey lo detuvo al
instante.
Gruñidos de indignación llenaron la sala. Sus hombres le eran tan leales que
se estaban tomando como una afrenta aquella declaración.
—Que sus poderes todavía no han despertado, así que, a todos los efectos, ella
es tan frágil como una siadsan —explicó Elatha.
«Aunque con mucho coraje», añadió para sí, al recordar la forma en que le
había plantado cara. Al rememorar el brillo retador en aquellos hermosos ojos
verdes, no pudo evitar sentir una corriente de deseo corriendo por sus venas.
Los dos hombres aceptaron la orden con una escueta inclinación de cabeza.
—Sionn, Maon, poned a los hombres sobre aviso para que se mantengan
alertas ante cualquier cosa extraña que vean —indicó Elatha con seriedad.
El shock de aquella noticia hizo que diera un paso atrás y dejara caer los
brazos, algo que ella debió entender como rechazo puesto que la sonrisa se le
borró del rostro y los ojos se le inundaron de lágrimas.
—No sabía cómo ibas a reaccionar —musitó Heather temblorosa—. Ay, Taran,
te quiero tanto…
Taran llevaba muchos años vigilándola, desde que ella, siendo apenas un
bebé, y sus dos hermanos llegaron a Killarney y su tío se hizo cargo de su
cuidado. Siempre fue una muchacha hermosa y dulce, de aspecto frágil, y
Taran, desde el momento en que la vio, sintió la imperiosa necesidad de
protegerla de todo peligro, atraído sin quererlo por el aura de bondad que
parecía rodearla.
Él era un fomoriano y ella una milesiana, cualquier tipo de relación entre ellos
estaba prohibida por ambas partes, y consciente de ello, Taran había luchado
contra la atracción que sentía por Heather. Había sido uno de tantos cuervos
que vigilaba como transcurría la vida en la superficie, pero cuando una noche
vio como era acorralada por dos hombres, un par de turistas borrachos con
ganas de divertirse con una lugareña, no pudo permanecer como mero
espectador.
Solo esperaba que su amor no fuera el causante de la ruptura del pacto que
había reinado hasta ahora.
CAPÍTULO 21
—Muchacha, mírame.
Su cuerpo está tenso sobre el mío por la urgencia de su deseo. Abro los ojos y
me quedo cautiva en su mirada plateada, en la cruda necesidad con la que me
observa. Y, en ese momento, noto como su carne se abre paso dentro de mí.
—Por dos sencillas razones —admito con sinceridad—, porque te vas y porque
todavía te deseo.
—Soy Elatha Mac Dalbaech —dice él con orgullo—. Rey de los fomorianos.
Dios de la noche y de la luna. Amo de la Niebla y Señor de la Tormenta.
«Soy Erin».
Eso había sido tan bonito que parecía sacado de una novela romántica. Los
hombres de hoy en día no hablaban así, al menos no fuera de las películas de
amor. Ahora solo faltaba saber si se enfrentaba, simplemente, a un hombre
excéntrico con mucha imaginación… o a un pirado que la había confundido
con el foco de su obsesión.
Tal vez estaba borracho y por eso dijo todo aquello. Entre su amigo y él se
habían pimplado la botella de vino entera. A lo mejor, lo habían mezclado con
alguna cosa más fuerte, una droga de diseño, algo que le había hecho tener
alguna alucinación o movida mental y por eso había soltado todo aquel
sinsentido. Aunque no parecía borracho ni drogado, o al menos no como
solían mostrarse los hombres en aquellas condiciones.
Diana tampoco tenía explicación para sus sueños. Había estado soñando con
él antes de verlo. ¿Cómo era eso posible? Desde que había llegado a Irlanda
no paraban de sucederle cosas raras y de encontrarse con gente más extraña
aún.
Elatha.
Un nombre insólito.
Un hombre excepcional.
Con un físico que envidiaría cualquier modelo y un aura que desprendía tanto
poder y tanta determinación que reducía a la insignificancia a cualquier
hombre que estuviera a su alrededor. Y estaba interesado en ella… o más
bien, en alguien que pensaba que era ella.
«Cuando quieras que acuda a ti, solo tienes que ponértelo en el dedo y
llamarme. Mientras me quede un atisbo de vida, nada ni nadie me impedirá
llegar a ti».
Tentador.
Solo había una manera de acabar con aquella locura. Se puso el anillo en el
dedo, dando un respingo al notar el calor que atenazó su piel cuando el cálido
metal lo rodeó, y antes de que pudiese cambiar de idea, susurró con voz
queda: «Elatha».
Un fuerte olor a café recién hecho llegó hasta su nariz. Solo podía ser del
apartamento de Alana, que estaba debajo, pero le extrañó que el olor llegase
a su casa con tanta intensidad. Sea como fuere, ella también necesitaba un
café bien cargado para empezar el día, así que salió del baño directa a la
cocina con la intención de prepararlo. Era domingo y no tenía planes más allá
de dar una vuelta por los alrededores si el tiempo lo permitía. Y por supuesto,
iba a invitar a Alana a comer. Necesitaba que le contase más cosas acerca de
los fomorianos esos de las leyendas.
Diana entró en la cocina canturreando una canción de Bon Jovi… y casi le dio
un infarto al descubrir una inmensa figura masculina trajinando con la
cafetera.
Lo dijo con una sonrisa ladeada y un brillo pícaro en los ojos que hizo que la
sangre de Diana se calentara. Tenía una mirada que quitaba el aliento, con
unas cejas de una curvatura ligeramente angulosa, de un tono castaño claro,
que hacían que su mirada tuviera un aire diabólico… y muy sexy .
Diana miró por el rabillo del ojo la puerta de la casa y, a simple vista, estaba
tal cual la había dejado la noche anterior, con la cadena puesta por dentro. Si
no había entrado por la puerta, ¿por dónde demonios lo había hecho? Las
ventanas estaban cerradas, así que también quedaban descartadas.
No sabía qué hacer. Dudó entre pellizcarse para saber si todavía soñaba,
llamar a la policía o sentarse con él a desayunar.
Una pregunta surrealista en una situación como aquella. Debía estar soñando.
No había otra explicación, así que decidió dejarse llevar a ver lo que sucedía.
Después de todo, era la primera vez que un hombre espectacular se ofrecía a
prepararle un delicioso desayuno. ¿Cómo decirle que no?
Elatha asintió distraído. Tomó la tostadora entre sus grandes manos, con los
ojos entrecerrados, analizándola con detalle durante unos segundos. Era una
tostadora sencilla de doble ranura; no tenía más misterio que enchufarla a la
luz, meter las rebanadas de pan, y bajar la palanca de encendido. Debió de
llegar a esa deducción porque terminó haciendo eso mismo. Cuando la
tostadora empezó a calentar el pan, se dibujó en su boca una sonrisa triunfal
que hizo que el corazón de Diana se saltase un latido.
—Es extraño que no sepas utilizar los electrodomésticos más básicos cuando
se supone que llevas tres mil años por aquí —señaló con escepticismo al
recordar lo que le contó la noche anterior.
Tenía casi la nariz metida en ellas cuando, de repente, las tostadas saltaron
hacia afuera. Se sobresaltó tanto que Diana no pudo evitar reír.
—Si te hace gracia esto, tendrías que haberme visto hace unos minutos
peleando con esa maldita cafetera —gruñó Elatha con fingida indignación,
mirando de forma amenazadora a la susodicha cafetera.
—¿Quiénes son los siadsan? —inquirió Diana, deseosa por comprender mejor
las locuras de aquel hombre.
—¿Cómo yo?
Sus ojos se volvieron a encontrar y Diana tragó saliva por todo lo que intuyó
detrás de aquella mirada plateada.
—Elatha —susurró, saboreando la palabra. Vio con asombro como las manos
de él temblaron al oírla decir su nombre, y que sus pupilas se dilataron un
poco cuando la miraron de forma interrogante—. ¿Cómo has entrado aquí?
—Te lo dije, cada vez que me llames acudiré a ti —afirmó con seriedad—.
Escuché tu llamada y pensé que tal vez ya habías recordado quién eras, pero
al aparecer en tu habitación y oír que estabas en el baño deduje que solo
habías querido verificar mis palabras. Debería haber esperado en tu
habitación a que salieras del baño, pero… no me fio de mí mismo estando tan
cerca de una cama —admitió con sinceridad, echándole una mirada
incendiaria—. Por eso pensé que lo mejor era esperarte aquí y hacer algo útil
para mantener la mente ocupada.
—¿Apareciste en mi habitación?
—Ya.
¿Qué más podía decir? ¿Qué podía decir una persona cuerda ante una
afirmación como aquella?
—¿Y entre tus «habilidades mágicas» no podías haber hecho aparecer las
tostadas sin más? —preguntó Diana con retintín.
—La magia no se debe desperdiciar en aquellas cosas tan sencillas que uno
mismo puede hacer sin mucho esfuerzo —explicó con seriedad—. Al menos, yo
no lo hago.
Diana aplaudió como una niña entusiasmada ante el truco de magia, y justo
antes de tomar la rosa, de forma impulsiva, se alzó sobre el taburete y le
plantó un rápido beso en la mejilla.
—¿Los dioses también desayunan café con leche y tostadas? —inquirió Diana,
con la ceja alzada.
—Preferiría desayunarte a ti —afirmó él, con una voz sugerente que erizó la
piel de la muchacha—. Pero como sé que no me vas a dejar hacerlo, me
conformaré con compartir el desayuno contigo.
—¿Y un dios no tiene mejores cosas que hacer que estar sentado desayunando
en mi cocina? —preguntó, dando cuenta de su tostada con un buen mordisco.
—Si vuelves a decir que soy algo así como un tupperware , te echo de mi casa
de una patada en el culo —advirtió, con los ojos entrecerrados.
—Eso es porque no soy Erin —apuntó Diana, con una sonrisa triunfal.
No tomó el anillo, solo la miró con intensidad hasta que una espesa neblina
pareció envolverlo de pronto y, al segundo, cuando se aclaró, él ya no estaba
allí.
Diana miró incrédula el espacio vacío donde antes había estado el hombre.
Había desaparecido. Se había volatilizado delante de sus propios ojos.
Hoy en día, sus creencias eran un cúmulo de ideas que ella consideraba más
racionales. Creía en la energía y en el principio que decía eso de que «la
energía no se crea ni se destruye, solo se transforma». Así pues, sus creencias
incluían el karma y la reencarnación, e incluso que ciertas personas con una
energía más intensa de lo normal podían desarrollar ciertas habilidades como
la telequinesis, videncia y demás. ¿Por qué no? Pero claro, una cosa era
«creerlo» y otra muy diferente constatarlo. Esa mañana, se había topado con
una evidencia inexplicable de forma racional.
Había llegado a pensar que Elatha era un hombre que estaba loco y ahora
sabía que no lo estaba, o al menos, después de verlo desaparecer delante de
sus propios ojos, ya no estaba tan convencida. Necesitaba saber más sobre él
y solo conocía a una persona capaz de darle algunas respuestas.
—Yo… bueno, me quedé bastante intrigada con las leyendas que me constaste
el otro día —farfulló, nerviosa—. Ya sabes, sobre los danianos y los
fomorianos. —Inspiró profundamente, intentando hablar con normalidad—.
Quería pedirte que me hablaras más sobre ellos.
Diana asintió. Le vendría bien algo caliente que entibiase el frío que se había
instalado en su interior.
—¿Por dónde quieres que empiece, por los danianos o por los fomorianos? —
inquirió Alana, mientras trajinaba en la cocina.
—Por los fomorianos —respondió, sin dudar.
—Se dice que los fomorianos eran una raza de divinidades que llegaron a
Irlanda provenientes de una isla más allá del océano desconocido, algunos
dicen que llegaron de las profundidades marinas. —Hizo una pausa, creando
expectación—. Yo estoy convencida de que llegaron de la Atlántida.
«Flipante», pensó.
Alana pareció estar acostumbrada a una reacción como la suya, sin habla y
con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, porque se encogió de hombros
con sencillez cuando siguió hablando.
—Se habla de ellos como raza divina, pero no como el concepto de dioses que
tenemos en la cabeza. Cuando hablamos de un dios siempre damos por hecho
que nos referimos a un ser omnipotente, omnipresente, omnisciente e
inmortal; pero eso no tiene por qué ser así. El panteón de dioses celtas era
muy parecido al de los griegos o los romanos —aclaró Alana—. Eran seres
poderosos, pero con defectos, debilidades y pasiones, y a cada uno se le
asociaba un poder especial —explicó, apasionada por el tema—. Tanto los
fomorianos como los danianos tenían almas inmortales, pero sus cuerpos eran
mortales, aunque no del mismo modo que lo podemos ser nosotros. Sus
cuerpos nunca envejecían, ni enfermaban, pero se los podía matar con ciertas
armas. Aunque al poseer habilidades mágicas no era fácil acabar con ellos, al
menos no para simples mortales. En el periodo de guerras que hubo entre los
danianos y los fomorianos, los libros cuentan que murieron muchos, pero
como podían reencarnarse…
—El otro día, en el lago, dijiste algo sobre que eran malvados.
—Oh, sí. Las dos razas lucharon entre sí para conseguir el poder de Irlanda.
Aunque, como en todo, conviviendo durante tanto tiempo fue inevitable que
surgieran uniones entre ellos. La de Elatha y Erin es un claro ejemplo.
—Estoy bien —consiguió decir, con voz débil—. Por favor, cuéntame la
historia de Elatha y Erin.
—Puedo leerte el fragmento del Lebor Gabála Érenn —afirmó Alana con
entusiasmo levantándose del sofá y cogiendo uno de los libros que había en la
estantería—. Es el libro de las invasiones irlandesas, un compendio de
manuscritos del siglo XI, en el que se relata la historia de Irlanda hasta esa
fecha —explicó, mientras pasaba las páginas—. Es una mezcla de historia,
mitos y leyendas, todo aderezado con un punto de vista cristiano. Ahh, aquí
está.
Encontró la página que estaba buscando con una sonrisa triunfal y se puso a
leer:
Erin, hija de Delbaeth, una mujer de los Tuatha Dé, estaba mirando un día el
océano y la tierra desde su casa en Maeth Sceni, y contempló el mar en
perfecta calma, como si fuera un tablero liso. Y, mientras estaba ahí, vio una
nave de plata sobre él. Parecía grande, pero la forma no le resultaba clara. Y
el flujo de la marea la llevó a la tierra. Entonces vio en ella a un hombre del
aspecto más hermoso…
Diana oyó las palabras de Alana sin saber a lo que se refería hasta que se dio
cuenta de que estaba llorando. Gruesas y cálidas lágrimas se deslizaban por
sus mejillas en un llanto silencioso que no pudo controlar.
—El libro dice que los fomorianos, tras la derrota, volvieron a sus tierras más
allá del océano desconocido. Supongo que Elatha estaba entre ellos porque no
se detalla su muerte en ningún sitio —explicó—. En cuanto a Erin, al parecer
se quedó en Irlanda porque murió en una de las batallas contra los
milesianos, que fueron los siguientes invasores.
Diana dio un respingo. Entonces, si Erin había muerto, ¿podía ser cierta la
afirmación de Elatha de que ella era su reencarnación?
Desde que había llegado a Irlanda, le habían pasado cosas muy extrañas: el
desmayo en el aeropuerto, la intensa energía que recorría su cuerpo y parecía
embellecerla día a día, la mágica curación de su hipermetropía… y sus
sueños. Soñar con un hombre antes de conocerlo no era normal, pero de ahí a
ser la reencarnación de una diosa…
Esa posibilidad la asustó y la enfureció por partes iguales. Hacía poco había
visto la película The Host, en la que un «alma» se introducía en el cuerpo de
una joven y se apoderaba de su mente y de sus sentimientos, hasta el punto
de anular a la persona primigenia. Ella era Diana Calero, con sus defectos y
sus virtudes, y se negaba a convertirse en otra, y mucho menos que esa otra
anulara su propio ser. No podía permitirlo.
—Parece que ya te está volviendo el color —observó Alana con una sonrisa—.
Eres la primera persona que conozco a la que una de mis interminables
disertaciones no la aburre hasta la extenuación, todo lo contrario, parece que
te ha sentado muy bien.
—Me ha parecido fascinante todo lo que me has contado —aseguró Diana con
sinceridad—. Por un casual, ¿no tendrás algún libro que me puedas dejar para
saber más sobre el tema?
Sintió como la sangre le hervía tan solo de pensar en ella. Una muchacha que
no le llegaba ni a la barbilla y que se atrevía a plantarle cara sin temor, que
no dudaba en contradecirlo y que lo había echado de su casa sin
contemplaciones. A él, al rey de los fomorianos.
No pudo evitar compararla con su dulce Erin. Siendo tan poderosa como él,
nunca había osado negarle nada, ni llevarle la contraria, ni negarle el placer
de su cuerpo, ni… Ni agradecerle un regalo tan simple como una rosa.
Ahí había otra diferencia: con Erin no había habido conquista alguna. Nada
más verse, los dos habían aceptado la intensa atracción que los unía y se
habían dejado llevar por ella de forma natural. Diana, en cambio, a pesar de
sentir la atracción, se resistía a ella. Se resistía a él. Inaudito.
Esa pequeña no era consciente de que lo único que conseguía actuando así
era acrecentar el instinto depredador de él y posponer lo inevitable. Elatha
estaba hambriento y esa muchacha era su presa. Muy pronto, podría saciar su
sed de ella.
Salió del agua, distraído con todos los pensamientos que le rondaban la
mente, cuando cuatro hombres lo atacaron nada más poner los pies en la
tierra. Tres de ellos trataron de inmovilizarlo, mientras un cuarto blandía una
daga contra él. No pudo hacerlo. Elatha alzó los ojos al cielo y, al instante, un
rayo cayó sobre él haciendo convulsionar su cuerpo con una fuerte descarga
eléctrica. En cuestión de segundos, su agresor cayó medio carbonizado en el
suelo.
Al ver lo sucedido, los tres hombres que lo retenían salieron huyendo. Centró
su atención en dos de ellos, que no pudieron recorrer más de tres metros
antes de sentir sobre ellos la furia del rayo, siguiendo la misma suerte que su
compañero.
El último era el que tenía que darle respuestas, por eso no podía morir, pero
antes de que pudiera alcanzarlo una figura negra cayó sobre él.
—Me han atacado cuando salía del agua —respondió Elatha y procedió a
contarles lo ocurrido.
Había sido una pena que Eadan hubiese acabado con el último hombre. Ahora
no podría averiguar quiénes eran y por qué se habían atrevido a atentar
contra él de una forma tan estúpida.
—Vale que fueran cuatro, pero… ¿intentar matarte con una simple daga? Eso
ha sido un suicidio —bufó Taran.
—Un milesiano —musitó, pues aquella era la marca que los definía.
—¿Crees que los danianos y los milesianos se han aliado contra nosotros? —
inquirió Taran, poniendo voz a la sospecha que rondaba la mente de Elatha.
Algo en aquel tatuaje llamó su atención y se acercó para verlo más de cerca.
Una fina cicatriz lo atravesaba. Una marca que parecía haber sido grabada
sobre el tatuaje primigenio. Una triqueta, símbolo del Pacto de Tres. Pero, al
observarla, detenidamente se percató de que el vértice, que debería apuntar
hacia arriba, señalaba hacia abajo.
—Creo que Dagda nos debería dar alguna explicación —respondió Elatha.
El rey fomoriano esperaba hallar allí a Dagda, pero al que encontró fue a
Lugh. Maldijo en silencio. Con Dagda podía razonar, pero con él… En cuanto
empezaron a descender la gran escalinata de mármol blanco, Lugh se lanzó
contra ellos. Su actitud belicosa no hubiese presentado mayor contratiempo si
se hubiese tratado de un daniano común, pero Lugh Lamhfada tenía sangre
fomoriana en las venas. Un mestizo de dos razas divinas con lo mejor de cada
una de ellas. Un adversario temible en la batalla, aun sin llevar la lanza
mágica que lo hacía invencible.
Lugh dejó fuera de combate a Eadan con un único puñetazo y a Taran con una
ráfaga de aire provocada por un ademán de su mano, que lanzó al gigante
fomoriano a varios metros de distancia hasta estrellarlo contra una pared.
Luego, se encaró a Elatha con una mirada ominosa.
—Solo quiero hablar con Dagda —explicó Elatha en un intento por aplacarlo.
Podía haber optado por ser razonable y soltarla, pero no en vano Elatha era el
rey de los fomorianos. Nadie le daba órdenes.
Los dos dioses se lanzaron uno contra otro, sabedores de que iban a
protagonizar una contienda en la que deberían hacer uso de sus mejores
habilidades, pues sus fuerzas estaban muy igualadas. Pero justo cuando iban
a efectuar el primer golpe, una fuerza invisible los detuvo, inmovilizándolos.
—¿Es mágica?
—No. Eran milesianos —aclaró con una mirada dura—, pero con el símbolo de
una triqueta invertida sobre su wuivre tatuado.
Encima de la barra de la cocina había una taza de café con leche, todavía
humeante, y un par de tostadas con mermelada y queso fresco. Para que no
tuviera dudas de quién le había preparado el desayuno —como si eso fuera
posible—, había una hermosa rosa roja encima de la servilleta.
En su caso, ese límite todavía no estaba claro. No podía negar que había algo
en Elatha que la atraía profundamente, además de su físico espectacular,
pero tampoco quería que entrara en su casa a su antojo. Aunque lo de
denunciarlo a la policía quedaba descartado. No podía decirles que un
hombre se materializaba en su cocina por las mañanas para hacerle el
desayuno.
Lo único que le había quedado claro era una cosa… tenía que hablar con
Dagda, el viejo de la biblioteca. Él había sido el primero que había visto algo
en ella y la había invitado a visitarlo cuando quisiera «conocer sus orígenes».
Pues bien, Diana quería saber, porque esa era la mejor forma de vencer al
enemigo, conociéndolo. Y es que, tras mucho meditarlo, Erin había pasado a
ser su enemiga. No estaba dispuesta a que ninguna diosa celta fuese a tocarle
las narices anulando su mente y poseyendo su cuerpo. Ella era Diana y su
cuerpo era suyo, cicatrices incluidas, y por mucho que lo odiara de vez en
cuando, pensaba luchar para conservarlo.
Tan pronto como salió del patio del edificio y montó en su flamante bici, tuvo
la sensación de que alguien la observaba. Escudriñó a su alrededor, pero no
vio a nadie que le estuviera prestando una atención inusual, así que dio por
hecho que estaba desarrollando alguna paranoia con todo lo que le estaba
pasando. El camino que había tomado y que cruzaba el Parque Nacional de
Killarney bordeando el lago estaba muy poco concurrido a aquellas horas.
Aun así, la sensación de que estaba siendo observada la acompañó durante
todo el camino. Continuamente miraba hacia atrás, pero no veía que nadie la
siguiera. Estaba sola, a excepción de los cuervos que rondaban, algún que
otro conejo y una manada de ciervos que pastaban tranquilamente, y que se la
quedaron mirando con curiosidad cuando pasó pedaleando cerca de ellos.
«Si hago este camino todos los días, ida y vuelta, acabaré poniéndome en
forma», pensó con optimismo tras subir una cuesta muy empinada a la que
decidió bautizar como «la cuesta de la muerte». Era la única pendiente
pronunciada del trayecto, por lo demás era una travesía bastante cómoda de
hacer, perfecta para una principiante como ella. Lo suficiente para activar la
sangre, pero no tanto como para llegar al trabajo toda sudada.
Tras una jornada laboral de nueve a tres, con un pequeño descanso para el
almuerzo, Diana se despidió de sus nuevos colegas y se dirigió a la mansión
en busca de Dagda. Con la contraseña que le había dado su jefe tenía acceso
a la zona de personal y no tuvo ningún problema en llegar a la biblioteca.
Para tener unos ejemplares tan especiales como creía Alana, la seguridad era
bastante floja, al menos en apariencia.
«Es evidente», pensó Diana para sí misma, observando el chándal que llevaba
puesto.
—Verás, querida —dijo de pronto—. A mis años las apariencias importan poco,
sobre todo cuando se supone que nadie que yo no quiera puede verme.
Diana lo miró estupefacta, con los ojos dilatados, convencida de que le había
leído la mente.
—¿De qué? —preguntó, un poco a la defensiva, sin saber por dónde empezar.
—De lo que sea que te ha traído aquí. —Al ver su indecisión, Dagda suspiró—.
Empezaremos por algo sencillo, ¿qué tal te ha ido el fin de semana?
Entonces, no supo valorar la suerte que tenía al poder contar con ella. Pero
ahora que la había perdido, era consciente de la seguridad y la plenitud que
aportaba el tener el amor incondicional de una persona. Desde la muerte de
su iaia Vicenta, ya no tenía a nadie así en su vida, y ser consciente de ello
había creado un vacío en su interior, que, aunque pareciese extraño, le había
dado más fuerza mental.
—Diana, si estás aquí es porque has empezado a creer que en tu interior está
Erin —concluyó el anciano, tras meditar unos instantes todo lo que le había
contado.
—Verás, eres como una persona con amnesia. Ahora que has regresado a tu
tierra, tu energía se hará cada vez más fuerte y tu esencia daniana saldrá a
relucir. La magia habita en ti y, tarde o temprano, se manifestará. Es difícil de
entender y más aún de explicar —suspiró el viejo—. Al menos para mí, que
nunca he tenido que pasar lo que estás pasando. Creo que el que mejor te lo
podría explicar es alguien que haya estado en tu misma situación —dijo,
pensativo. Su rostro se iluminó de pronto—. Mac Gréine —exclamó, mirándola
con un brillo especulativo en la mirada—. Deberías hablar con Mac Gréine,
aunque no creo que Elatha se tome bien que te acerques a él.
Ese nombre le sonaba, algo había leído de él en la tesis de Alana.
—¿También es un daniano?
Aunque resultara una locura, tras su charla con Dagda estaba empezando a
abrir su mente a la posibilidad de que en Irlanda convivieran diferentes razas
mágicas que interactuaban con las personas humanas a conveniencia.
—Sí, Mac Gréine es mi nieto. Vosotros dos erais muy buenos amigos, estabais
muy unidos —afirmó el viejo, y en su voz se apreciaba el orgullo—. Volvió a
nosotros hace doscientos años, así que todavía tiene reciente la experiencia.
Diana pensó en ello. Así que cuando Elatha afirmaba que había esperado más
de tres mil años no había exagerado, lo decía en serio. ¿Tanto había querido a
Erin? No pudo evitar preguntar a Dagda al respecto.
Eso era una de las pocas cosas que le había quedado clara. Quería a Erin. Y
Diana se había convertido en un obstáculo en su camino. Un «recipiente»
problemático.
—¿Qué debo entender por «un corto periodo de tiempo»? —preguntó con un
nudo en el estómago.
¿Cien años un periodo corto de tiempo? Estaba claro que su concepción del
tiempo era diferente.
—Creo que me las apañaré bien —declaró por fin—. Pero te agradecería que
me dijeses dónde puedo encontrar a Mac Gréine. Me gustaría tener una
charla con él.
—A Mac Gréine le gusta mucho la época actual, tanto que casi siempre vive
entre los siadsan. Creo que, en el fondo, añora su naturaleza humana —
explicó Dagda—. Ahora regenta un nightclub llamado Ghrian.
—Es algo así como un territorio neutral. En una noche cualquiera puedes
encontrar a danianos, fomorianos, milesianos y siadsan tomando una copa
mientras escuchan música.
—Sabiendo lo que sé, esa escena se asemeja más al comienzo de una batalla
campal que a un ambiente de relajación y cordialidad —masculló Diana.
—El Pacto de Tres establece que los milesianos y los siadsan habitarán la
superficie y los danianos y fomorianos permaneceremos en el subsuelo. Eso
no quita que tengamos libertad para poder pisar la superficie, pero debemos
hacerlo de forma discreta y sin hacer alarde de nuestra magia. También
prohíbe cualquier derramamiento de sangre entre nuestras tres razas.
—Fue la condición que le exigí para que pudiera volver a Irlanda, aunque no
le hizo ninguna gracia, créeme.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué le permitiste regresar si eso podía
poner a alguien de los tuyos en peligro?
—Por ti. Un amor como el vuestro merece una oportunidad —afirmó el viejo
con sinceridad—. Y estoy convencido de que vuestra unión traería por fin la
paz absoluta entre dos razas que llevan demasiado tiempo enfrentadas.
CAPÍTULO 26
Era una estampa tan bonita que decidió hacer un alto en su recorrido para
hacer algunas fotos. Y el lugar elegido para ello no fue otro que Muckross
Abbey, un antiguo monasterio franciscano de mediados del siglo XV, que
ahora estaba en ruinas.
Dejó la bici a un lado del camino y se adentró en aquel lugar con paso rápido,
no queriendo que se le escapase la maravillosa luz que había en aquel
momento. Sacó el móvil y comenzó a hacer fotos mientras cruzaba el antiguo
cementerio salpicado de lápidas y se adentró en la abadía por una puerta de
arco ojival.
Recorrió los pasillos acompañada del click de su móvil mientras captaba los
pequeños rincones con encanto hasta que llegó al claustro. Allí se detuvo y
contuvo el aliento. No era la primera vez que visitaba aquel lugar. De hecho,
al estar en su recorrido diario para ir al trabajo se había detenido allí más de
una vez para explorarlo, pero siempre se sentía igual de maravillada ante la
visión del imponente tejo que crecía orgulloso en medio del claustro: un
guardián de las almas que descansaban allí.
Había un halo místico en aquel lugar, se podía sentir al estar en él. Una paz
subyugante a pesar de que, por lo que había leído, aquel lugar tenía una
historia sangrienta. Incluso había gente que pensaba que estaba encantado y
lo habitaban fantasmas.
«Dioses celtas puede», pensó con ironía, «pero fantasmas es difícil de creer».
Tan pronto como le vino ese pensamiento a la cabeza, sintió que alguien la
observaba. Miró a su alrededor, en busca de algún turista, pero allí no había
nadie. Sus ojos se clavaron en la torre. Si subía podría tomar alguna foto
interesante. Tan pronto lo pensó, comenzó a caminar hacia la puerta de
acceso.
Miró al cielo y dudó. La luz no aguantaría mucho más con aquel tono. Debía
darse prisa o perdería el momento.
—A ver, bonitos, solo quiero pasar por esa puerta para poder subir a la torre
y…
Sin perder el ánimo, y decidida a no dejarse vencer por esos bichos, comenzó
a agitar los brazos para espantarlos mientras emitía sonidos inarticulados.
El sobresalto la hizo gritar. Y chilló todavía más cuando los tres cuervos
negros se transformaron en tres hombres morenos, altísimos y de aspecto
feroz. Reconoció a uno de ellos como el acompañante de Elatha en The Black
Irish Sheep la primera noche que se conocieron, pero el susto se lo llevó
igual.
Trastabilló hacia atrás y salió corriendo de allí, solo para toparse otra vez con
Elatha, que se materializó delante de ella, de repente. Otro grito más, esta
vez acompañado de un bolsazo, provocó que el rey fomoriano la mirase
indignado.
—¿Taran?
—¿Qué es una bean sídhe ? —inquirió Diana al mismo tiempo, con la sospecha
de que se estaban riendo a su costa.
Diana sabía lo que era una banshee. Según el folklore irlandés, era un espíritu
femenino que anunciaba con sus espeluznantes gritos la muerte de alguien.
Una comparación poco favorecedora, consecuencia del pequeño griterío que
acababa de protagonizar.
—Serás hijo de… —masculló enfadada al tiempo que se giraba hacia Taran,
pero fue demasiado tarde. Los tres hombres habían desaparecido para dar
paso a tres cuervos que emprendieron raudos el vuelo.
—Pero si acaba de hacerlo —se quejó mientras alzaba la vista hacia el cielo.
En los pocos minutos que había durado el altercado con los cuervos, el cielo
se había cubierto otra vez con nubes negras y, como si hubiesen estado
aguardando una orden de Elatha, en aquel instante empezaron a caer
pequeñas gotitas que pronto se convirtieron en un suave aguacero. Era uno
de los inconvenientes de moverse en bici por Irlanda, que corrías un gran
riesgo de acabar calado hasta los huesos.
El aire se hizo tan denso que, por un momento, le costó respirar, un fogonazo
de luz los envolvió, uno tan intenso que Diana tuvo que cerrar los ojos, pero
cuando los volvió a abrir, estaban en medio del comedor de su apartamento.
CAPÍTULO 27
Si hasta ahora había tenido alguna duda de que aquello era real, en la última
hora, Elatha y sus fomorianos le había dado pruebas suficientes para
confirmarlo.
—Lo que sea —farfulló ella, al tiempo que le restaba importancia con un
ademán—. Pero yo no quiero ser Erin, ¿me oyes? —continuó diciendo Diana—.
Me da lo mismo lo que tú y Dagda digáis. Yo soy Diana, Diana Calero —
declaró con orgullo—, y ni te atrevas a decir que soy un recipiente porque te
pego una patada en el culo —añadió enfurecida, al ver que Elatha iba a
replicar—. Así que olvídate de Erin, porque si está dormida dentro de mí, así
se va a quedar, y no puedes hacer nada, nada —recalcó, enfadada—, para que
yo la deje despertar.
—¿Qué te ocurre?
Entonces, él dejó caer su peso sobre el de ella para mantenerla inmóvil contra
la pared y sujetó su cabeza entre las manos para que no pudiera esquivar su
mirada.
—Si te niegas porque temes enseñarme las cicatrices que dices que hay en tu
cuerpo —susurró de pronto él, como si le hubiese leído la mente—, lo que te
dije la otra noche lo dije en serio: te deseo igual.
Habló con tanta seriedad, con tanta seguridad, que, por un momento, Diana
dudó. Tenía veintitrés años y era virgen. Tenía a su disposición a un pedazo
de ejemplar masculino que hacía que se sintiera en llamas con solo una
mirada y que se estaba ofreciendo gustoso a acabar con su celibato
autoimpuesto. ¿Por qué dudaba?
Mañana sería un nuevo día, pero ahora quería hacer su sueño realidad.
Elatha no dijo nada, solo sonrió de una manera que le hizo contener la
respiración y la llevó en brazos hasta el dormitorio. Una vez allí la soltó,
dejando que su cuerpo resbalase lentamente sobre él. Diana notó su potente
erección y no pudo evitar sonrojarse.
Diana estaba tan concentrada en las sensaciones, tan absorbida por él que se
sorprendió cuando el frío le acarició la piel desnuda del torso. Abrió los ojos.
No sabía cómo, pero ya estaba tendida en su cama de dosel, tan solo cubierta
por su bonito sujetador de encaje y sus pantalones. La mirada de Elatha era
hambrienta mientras la observaba. Cuando las manos del hombre se
dirigieron al botón que cerraba sus pantalones todas las señales de alarma de
su cerebro se activaron.
—¿No podrías dejarme los pantalones puestos? —preguntó tan nerviosa que
no se dio cuenta de que era una petición ilógica.
—Eso te lo estoy diciendo a ti, tengas el nombre que tengas —afirmó Elatha. A
continuación, le dio un beso rápido—. No voy a apagar la luz. —Otro beso
acalló la protesta que nació de los labios de Diana—. Voy a quitarte los
pantalones —añadió con otro beso—, y voy a hacerte el amor hasta que te
sientas la mujer más deseable y hermosa del mundo.
Diana se tensó cuando notó la mano masculina intentando abrir de nuevo los
pantalones. Las lágrimas acudieron a sus ojos y los cerró con fuerza,
intentando contenerlas, sintiéndose tan vulnerable y frágil como un hilo de
cristal, que con un solo suspiro se podía quebrar. Estaba dejando que un
hombre casi desconocido viese una parte de ella que no había enseñado a
nadie, tan solo a su abuela, y de la que se sentía profundamente avergonzada.
Sintió como Elatha le abría el pantalón y lo deslizaba suavemente por sus
piernas, con mucha delicadeza. Y entonces lo oyó contener el aliento.
Abrió los ojos sorprendida. No vio asco. No vio pena. Tan solo ira cuando la
miró.
Diana no supo qué decir, tan solo asintió, confundida por el reproche que
traslucían sus palabras.
Entonces Diana comprendió que el enfado que había mostrado iba dirigido
hacia sí mismo, como si se echara la culpa de no haber evitado aquello.
Era cierto. Las cicatrices que aquel accidente habían dejado en su alma eran
mucho más profundas que las que habían marcado su cuerpo. Y que él lo
comprendiese, que la comprendiese, provocó un vuelco en su corazón.
Diana despertó despacio, sintiendo los párpados tan pesados que le supuso un
tremendo esfuerzo llegar a abrirlos. Y, después, tuvo que frotarse los ojos
varias veces para poder enfocar la vista. Miró confusa a su alrededor,
desorientada.
Y luego… ¿qué?
El olor del café llegó hasta ella seguido del trajinar de alguien en la cocina. Se
levantó de un salto, se puso su bata larga de ir por casa, con simpáticos
dibujos de Garfield —lo más asexual del mundo—, y salió del refugio de su
habitación en busca de respuestas.
«Y tan divino», se dijo a sí misma mientras devoraba con los ojos aquella
exhibición de músculos dorados y potentes. Sus ojos se deslizaron glotones
por toda su piel desnuda hasta llegar a su trasero, y de forma inconsciente se
relamió los labios.
—Puedo sentirte cerca, puedo percibir tu deseo y no hace falta que te vea
para que lo sienta —aclaró Elatha, sin girarse—. Así que te aconsejo que te
vistas mientras termino de preparar el desayuno, porque como sigas
mirándome así, puede que no llegues hoy al trabajo.
—¿Hay algo que quieras saber? —suspiró él al final, sin duda percibiendo que,
aunque sus labios permanecían en silencio, su mirada lo acribillaba a
preguntas.
Diana asintió, puso las palmas de las manos sobre la superficie de mármol de
la barra, sintiendo la frialdad de la piedra bajo su piel y reunió el valor
suficiente para preguntar lo que la carcomía por dentro.
—¿Tú y yo…? —La voz le salió tan aguda que hizo una mueca. Tuvo que
carraspear antes de probar otra vez—. ¿Tú y yo nos hemos acostado juntos
esta noche?
Diana bufó.
—Si te lo pregunto es porque no lo sé —replicó enfadada; su bendito carácter
estaba ganando la batalla a sus inseguridades—. Me he despertado desnuda,
oliendo a ti, sintiendo tu calor a mi alrededor y lo último que recuerdo es que
lloraba entre tus brazos.
—Pues sí, nos hemos acostado juntos —confesó Elatha finalmente, y siguió
sorbiendo su café con tranquilidad, como si no acabara de soltar una bomba.
Elatha negó despacio. La estaba mirando con los ojos desorbitados, sin duda
pensando que se había vuelto completamente loca. Pero a ella le daba igual,
toda paciencia tenía un límite. Diana se acercó hasta donde él estaba sentado
y le clavó el dedo en el pecho sin contemplaciones.
—¿Perdón?
—Exijo que vuelvas a follar conmigo —concluyó ella, sin cortarse—. Llevo
años esperando ese momento, días soñando que tú y yo lo hacemos, y… ¿te
estás riendo? —preguntó, descolocada, cuando vio que la sonrisa de Elatha se
ampliaba y su pecho comenzaba a temblar.
Esa declaración terminó de hundirla, más aún cuando se dio cuenta de todo lo
que le había dicho presa de la ira. La vergüenza la arrasó como una gran ola
que de repente cae sobre un cuerpo desprevenido. Se giró, dispuesta a salir
de allí, antes de hacer más el ridículo, pero solo consiguió dar un paso antes
de que Elatha le hiciera dar la vuelta y la empotrara contra la pared,
aprisionándola contra su cuerpo y sujetando sus brazos en alto, a cada lado
de su cabeza.
—Aclaremos unas cuantas cosas —susurró contra sus labios, ahora con
seriedad—. Primero, cuando te he dicho que sí que nos habíamos acostado
juntos, quería decir que habíamos compartido la misma cama para dormir.
Hemos dormido juntos, solo dormido. ¿Entiendes?
—Tercero, cuando por fin suceda, ten por seguro que no vas a tener dudas de
si ha ocurrido o no. No dejaré que lo vuelvas a olvidar —gruñó con una
mirada incendiaria—. Esta vez voy a marcar a fuego tu alma para que puedas
recordarlo para toda la eternidad. ¿Ha quedado claro?
—¿Tienes alguna duda? ¿Alguna pregunta que ronde esa hermosa cabecita
tuya?
—No dudes ni por un segundo que no te deseo, pequeña. Te deseo tanto que
me duele y en lo único que puedo pensar es en meterme bien profundo dentro
de ti —declaró, frotándose de forma descarada contra ella; arrancándole un
gemido de deseo, haciendo que se revolviera en sus brazos—. Pero cuando te
haga mía, quiero que te sientas poderosa, no vulnerable. Anoche estabas
demasiado frágil, necesitabas ternura y un hombro sobre el que apoyarte y
llorar, y me encantó poder ofrecértelo —susurró. Le tomó el rostro entre las
manos y la obligó a mirarlo, a comprender—. Quiero que encuentres en mí
cualquier cosa que puedas necesitar o desear, soy tuyo de la misma forma que
tú eres mía. ¿Lo comprendes?
—Nos lo tomaremos con calma —musitó él, como si hubiese escuchado sus
pensamientos.
Y dicho eso, apresó su boca en un beso voraz. Si aquello era tomárselo con
calma no podía ni imaginar lo que sería lanzarse en serio en una relación con
ese hombre.
Y Elatha regresó cada día. La recogía a la salida del trabajo, paseaban sin
rumbo hasta que el sol se ponía, y luego la dejaba en casa. Sola. Tal y como él
le había dicho, si debían tomárselo con calma era mejor evitar la tentación de
tener una cama cerca.
Tuvieron que pasar tres semanas para que se diese cuenta de que él la estaba
cortejando a su modo. Cada día aparecía con algún pequeño detalle: algún
dulce, una flor, un libro… Otro día la sorprendió llevando una flauta y tocando
para ella una hermosa melodía mientras estaban sentados en una roca a la
orilla del lago. Pero lo que más la emocionaba era escucharlo hablar, porque
sabía que muy pocas personas podían adentrarse en los pensamientos de
aquel antiguo guerrero. Elatha se estaba abriendo a ella, contándole
anécdotas de su pasado y de su vida con los fomorianos, y ella absorbía la
información con avidez, porque cada palabra que escuchaba era un pasito
más para conocerlo.
—No tienes por qué ir a trabajar hoy a The Black Irish Sheep. De hecho, si
quisieras no tendrías que hacerlo nunca más.
—Eso es otra de las cosas que no entiendo: que discutas. Tendrías que
aceptar mi palabra y cumplirla.
—¿En serio quieres hacerme creer que tu Erin se comportaba como un perrito
faldero? —inquirió mientras alzaba una ceja con escepticismo.
—Bien, pues yo confío en ti —concedió Diana—, pero ni loco pienses que voy a
hacerte caso en todo por eso.
—Está bien, pero pasaré a recogerte cuando acabes. No me gusta que andes
sola por la noche.
—¿Quién iba a atacarme? ¿Algún duende irlandés? —adujo ella con una risita.
En vista del ceño fruncido de él, dejó las bromas a un lado y optó por ser
razonable—. Estamos en Killarney, no en Nueva York, y vivo solo a dos
manzanas del restaurante. Te agradezco el ofrecimiento, pero se cuidarme
sola —aseguró y se despidió de él con un beso.
Heather tenía el mismo cabello azabache que sus hermanos, pero ahí acababa
toda similitud con ellos, porque era de constitución pequeña y delicada y en
lugar de tener los ojos claros, los tenía negros. Algo poco usual en Irlanda.
«A no ser que fueras uno de los cuervos de Elatha», pensó con sorna.
Se giró y se encontró con el rostro sonriente y los intensos ojos azules del
padre O’Malley.
—A cenar y a ver a mis sobrinos. Mucho me temo que es más fácil que yo
venga a su restaurante que ellos pisen mi iglesia —respondió el anciano de
buen humor—. Dime, querida. ¿Te has adaptado bien a tu vida aquí?
—La verdad es que sí. Nunca imaginé que estaría trabajando en un lugar tan
especial.
—Nos estamos quedando sin hielo. Rosa ha dicho que iba a buscarlo al
almacén, pero todavía no ha vuelto —oyó decir a Monique mientras la
francesa preparaba una tanda de bebidas—. ¿Podrías hacerme el favor de
buscarla?
—Claro, voy.
Los ojos de Diana se cruzaron con los de Sean. En él no encontró ni rastro del
pícaro seductor con el que se encontró el primer día. Su fría mirada provocó
que un escalofrío recorriera su columna vertebral. Salió de allí pensando en
cuánto podían engañar las primeras apariencias.
—Diana.
Dio un respingo cuando escuchó que alguien decía su nombre detrás suyo. Se
giró y se encontró con el rostro preocupado de Stephen.
—¿Estás bien?
—¿Lo haces adrede o tienes un don especial para meter las narices donde no
te llaman? —inquirió Sean, mirándola con el ceño fruncido.
—Creo que es un don que tengo para detectar a cretinos que intimidan y
maltratan a las mujeres que tienen a su alrededor.
Sean clavó sus ojos en ella. Por unos segundos, se midieron con la mirada
hasta que él puso fin al contacto visual.
—¿Sabéis qué? Por mí os podéis ir todas las mujeres al infierno —gruñó con
desprecio—. Sabe Dios que por esta noche ya he tenido bastante de vosotras.
—Pero Sean…
—No, Heather. —La hizo callar con un ademán de la mano—. No quiero oír
nada más por hoy o juro que no respondo de lo que te pueda hacer. —Y sin
más, abrió la puerta trasera y se metió en el restaurante.
Era una imagen dura. Elatha había visto demasiados cuerpos destrozados
para que la visión de una desconocida lo perturbara y, aun así, se conmovió.
Siempre era triste ver una vida joven segada con crueldad. Suspiró con pesar.
Los siadsan tenían una tendencia a la violencia que no terminaba de
comprender.
Y lo peor es que esa no era la primera vez que sucedía. Desde que empezara
el año, cada mes aparecía el cuerpo de una joven en circunstancias parecidas:
desnudas, violadas y golpeadas hasta la muerte en un claro del bosque.
Aquella era la quinta muchacha que encontraban muerta.
—Esta lleva la ropa puesta, no creo que la hayan violado —observó. Levantó la
mirada y miró la luna decreciente—. Aún falta una semana para el novilunio
—musitó, extrañado, pues todos los asesinatos se habían perpetrado en una
noche de luna nueva.
Aquella era una de las reglas que más le costaba cumplir: no intervenir en los
conflictos que asolaban el mundo. Ser un mero espectador del paso del
tiempo en la Tierra.
—Mientras que este problema ataña solo a los siadsan, nos debemos
mantener al margen.
—¿Qué ocurre?
—Es una milesiana —musitó con voz lúgubre observando el símbolo del
wuivre—. Será mejor que vayas en busca de Dagda —añadió con un suspiro,
tras lo cual Sionn emprendió el vuelo.
Dagda no tardó en aparecer, seguido por un hombre rubio que miró a Elatha
con evidente hostilidad.
—¿Qué es eso?
—Estoy de acuerdo —convino Dagda—. Está claro que los milesianos están
implicados en estas acciones. Además, él podrá identificar a la chica con más
facilidad que nosotros.
—¿Qué tal te van las cosas con Diana? —preguntó al final Dagda, mirándolo
de reojo.
—Me hubiese gustado ver tu cara al descubrir que era ella —señaló Dagda, y
no pudo evitar esbozar una sonrisa pese a la seriedad del momento.
—Sabes que perdería el alma antes de dejar que le ocurriese algo malo.
Lugh no tardó en regresar, acompañado por dos hombres, un anciano que los
saludó con respeto y un hombre joven, que miró alrededor con desconfianza.
Cuando Elatha reconoció a este último su cuerpo se tensó. Era el idiota del
restaurante que se había querido interponer entre él y su pequeña banshee.
—Es una imagen dura de ver —advirtió Elatha a los dos milesianos—. La
encontró uno de mis fomorianos esta mañana —añadió y levantó la tela para
que pudiesen ver el cuerpo de la chica.
Los dos hombres palidecieron al verlo, con los ojos dilatados por el horror.
—Me han llegado rumores sobre una secta neodruídica en el norte de España.
Dicen ser descendientes directos de Breogán, el rey celta ibérico del que
descendemos los milesianos, y se hacen llamar los Hijos de Breogán. Según
parece, su líder está planeando expandir su territorio a Irlanda y derrocarnos
para consolidar su poder.
—Cosa que no podrá hacer mientras exista el Pacto de Tres y los danianos os
protejan.
—Eso temo —convino el Guardián con un suspiro—. Por lo que sé, sus
seguidores llevan el símbolo de la triqueta invertida. Lo que nunca pensé es
que se atrevieran a atacar a uno de los nuestros.
—Por Erin —dedujo Dagda con el ceño fruncido—. Saben que vuestra unión
significaría la alianza entre los fomorianos y los danianos, lo que haría que el
Pacto de Tres fuera más fuerte.
—Lo sé —cortó Elatha con un gruñido—. Y si esa joven es quién creo, tenemos
un gran problema.
CAPÍTULO 31
Elatha descendió hasta el sótano del Castillo de la Niebla. A pesar del nudo
que tenía en el estómago, su rostro era inescrutable.
—¿Se puede saber por qué has ordenado a Sionn que me encierre aquí? —
rugió Taran, al verlo llegar.
—La noche en la que encontré a Erin en The Black Irish Sheep, me dijiste que
estabas enamorado de una milesiana.
—Responde.
—Taran…
—¡No! —cortó Taran—. Eres mi rey, mi señor y mi amigo. Daría la vida por ti
y lo sabes. Pero no me pidas que abandone a Heather porque no estoy
dispuesto a hacerlo. Más aún cuando ella está esperando un hijo mío.
—Taran…
—Taran…
—Taran…
—No lo digas —cortó con voz rota. Movió la cabeza con violencia mientras
repetía como una letanía—: No, no, no.
Elatha lo miró con el corazón encogido. Su mente viajó tres mil años atrás,
cuando Dagda le comunicó la muerte de Erin. El dolor casi lo hizo enloquecer.
Si no hubiese sido por el líder de los danianos, hubiese acabado gustoso con
todos los milesianos en aquel instante. De hecho, Dagda había hecho lo mismo
que él con Taran: mantenerlo cautivo hasta que la razón volviese a dominar
sus actos. Un guerrero fomoriano controlado por la sed de venganza era
imposible de aplacar si no era con la muerte del objeto de su agravio.
Permaneció en silencio mientras observaba como Taran pasaba del dolor más
profundo a una calma letal.
—No puedo.
—Tengo que acabar con el malnacido que ha hecho esto, cueste lo que cueste.
—Lo sé, y es por eso por lo que estás aquí. No puedo consentir que mates a
ningún inocente para llegar al culpable. Sé que es difícil, Taran, pero vas a
tener que mantenerte al margen en este asunto y esta es la única forma que
tengo para asegurarme de que lo haces.
Sin más que decir, Elatha se despidió y se dirigió hacia la salida. La voz de
Taran lo detuvo cuando empezaba a subir las escaleras que conducían fuera
de las mazmorras.
—¿Qué hubieses hecho si hubiese sido esa muchacha que crees que es Erin?
Se acercó a ella fascinado y extendió el dedo para tocar aquel pringue que
había despertado su curiosidad. Pero ella le apartó de un manotazo.
—Amo de la Niebla.
—¿Perdona?
Elatha supuso que había levantado una ceja en ese gesto tan arrogante suyo,
pero como tenía toda esa masa viscosa en la cara no lo pudo asegurar.
—No, debes aprenderte bien los títulos que acompañan mi nombre: Elatha
Mac Dalbaech. Rey de los fomorianos. Dios de la Noche y de la Luna. Amo de
la Niebla y Señor de la Tormenta. No es tan difícil de…
Elatha la miró sin palabras, tan asombrado de que lo echara que se quedó
paralizado.
—Pero…
—¡Fuera, fuera, fuera! —chilló ella con voz aguda, pareciéndose más que
nunca a una banshee.
—Está bien, déjame que me pegue una ducha rápida y enseguida estoy
contigo.
Y la muchacha cumplió su palabra y estuvo con él. Estuvo con él de una forma
que nunca pudo imaginar. Ella escuchó sus preocupaciones cuando, sin entrar
en detalles, le contó que la amada de Taran había muerto y que él estaba
destrozado. Le dio palabras de ánimo y luego lo abrazó. Lo abrazó durante
toda la noche. Y, más que nunca, Elatha sintió lo diferente que era aquella
joven del recuerdo que tenía de Erin.
Erin hubiese mejorado su ánimo con pasión, aquella muchacha le ofreció algo
insólito en dioses y más aún en guerreros. Algo que nunca pensó que
necesitaría: pura y simple ternura.
Cuando los rayos del sol comenzaron a asomar por el horizonte, Elatha se
levantó de la cama. Ella todavía dormía. La miró embargado por una emoción
que no pudo descifrar. El recuerdo de Erin se estaba diluyendo poco a poco
en la pequeña figura que yacía en la cama con inocencia, y él no sabía cómo
debía sentirse al respecto.
«¿Qué hubieses hecho si hubiese sido esa muchacha que crees que es Erin?».
Él se reunía con ella cada noche. Habían establecido una norma con su
tendencia a materializarse por sorpresa. Podía hacerlo cuando quisiera… pero
siempre al otro lado de la puerta de entrada de su apartamento. Para
adentrarse en sus dominios debía hacerlo como una persona normal:
llamando al timbre y esperando a que le abriese la puerta.
Estaba deseando conocer a Mac Gréine. Hablar con alguien que hubiese
pasado por lo que le estaba sucediendo a ella y ver si había alguna forma de
expulsar a Erin de su interior. Porque después de meditarlo mucho, solo veía
dos posibilidades para continuar siendo ella misma: hacer lo posible para que
Erin nunca despertase, cosa difícil cuando sentía crecer cada día una energía
desconocida dentro de ella; o sacarla de su cuerpo, hacer alguna clase de
exorcismo que la expulsase de su interior.
—Es evidente quién va a ser la amiga fea esta noche —resopló Diana con
fastidio.
¿Vestido? Ya le gustaría a ella poder ponerse uno y lucir piernas, pero sus
cicatrices se lo impedían.
—Bueno, pues por lo menos ponte algo más sexy arriba, que enseñe algo de
piel —propuso Alana—. ¿Sabes? Tengo un top que te vendría de perlas. Y un
poco de maquillaje tampoco estaría de más. —Al ver que Diana fruncía el
ceño, Alana se apresuró a añadir—. Solo un poco, para realzar esos ojazos que
tienes y dar un poco de color a tus labios. Aunque tengas una piel fantástica
nunca está de más algún toque de magia en los lugares adecuados.
«¿Magia? Ya había bastante de eso en su vida», pensó con ironía. Pero se dejó
arrastrar con docilidad al interior del apartamento de Alana.
—Perfecto, el mismo que yo. Así te puedo dejar también unos zapatos de
tacón.
—Los zapatos de tacón acaban dejándome los pies molidos —repuso Diana, no
muy convencida.
—No tiene tela en la espalda —observó dudosa, al ver solo dos tiras cruzadas
en la parte trasera—. Se me va a ver todo el sujetador.
—Este top es para llevar sin sujetador. Tranquila, el drapeado del escote evita
que vayas marcando pezones —añadió Alana con una risa ante su mirada
consternada—. Venga, pruébatelo y ya verás como te queda genial.
Minutos después, Diana se miró al espejo y reconoció que Alana tenía buen
ojo para los estilismos. El maquillaje era el justo para realzar sus mejores
rasgos: había ahumado sus ojos de forma que se veían más grandes y
profundos, sus pómulos tenían un toque rosado muy favorecedor y sus labios
el brillo justo para volverlos jugosos.
El simple hecho de cambiar los botines planos por los zapatos de tacón había
logrado que sus piernas se viesen más largas y estilizadas; y en cuanto al top:
por delante era sexy , con un escote pronunciado enmarcado por un drapeado
muy sugestivo, pero por detrás era… revelador.
—Ya sabía yo que ibas a estar fantástica —musitó Alana mientras estudiaba el
resultado de sus maquinaciones—. Ahora sí que estamos armadas de forma
adecuada para explorar la marcha nocturna de esta ciudad —añadió con un
guiño pícaro. Pero todo rastro de diversión se borró de su rostro cuando sus
ojos se fijaron en el colgante que llevaba al cuello—. ¿Qué es eso?
—Es un anillo.
—Hasta ahí llego —repuso Alana al tiempo que hacía una mueca—. Pero
parece antiguo. Y no recuerdo habértelo visto antes.
—Es un regalo.
—De alguien que he conocido, pero del que todavía no estoy preparada para
hablar.
—Lo sé —respondió Diana y además intuía que ella era una de las pocas
personas que podrían llegar a creer su historia—. Te lo agradezco.
¿Atracción? Lo que había entre Elatha y ella iba más allá de eso. Era una
energía palpable que los envolvía cuando estaban juntos, que los empujaba
uno en brazos del otro sin remedio. Pero el hecho de imaginar la
impresionante figura del rey fomoriano «de parranda» le hizo soltar una
carcajada.
Elatha nunca haría algo tan mundano como ir una noche a una discoteca.
CAPÍTULO 33
Llevaban un par de horas en el Ghrian cuando Diana vio que la chica que
estaba detrás de la barra le hacía una seña. Al llegar, le había preguntado a
ella por el propietario, pero le dijo que llegaba más tarde. Siguió la dirección
que le señalaba y vio a un hombre que se dirigía a la zona de los reservados
que había al fondo del local. Era alto, joven y atractivo. Iba bien vestido y
tenía el mismo aura de poder que un rey en su propio reino. Las mujeres lo
observaban con deseo y los hombres con envidia, mientras se abría paso entre
la multitud con la misma expectación que lo haría una estrella de cine. No
había ninguna duda: era Mac Gréine.
—¿Eres de las que mantienen la premisa de «si llegamos juntas nos vamos
juntas»? —inquirió a Alana.
—Tranquila, haz lo que tengas que hacer —repuso Alana un tanto distraída.
Sus ojos se habían quedado clavados en un punto detrás de ella—. Creo que
podré entretenerme sin ti.
—¡Me lo pido! —comentó Rosa, que parecía haberse recuperado sin secuelas
de lo suyo con Sean.
Lugh saludó a Diana y a las otras chicas de forma distraída. Sus ojos parecían
presos en la figura de Alana.
Diana puso los ojos en blanco al ver que su amiga no respondía, pues se había
quedado absorta contemplándolo.
—¿En serio te puedo dejar a solas con él? —musitó Diana en su oído.
Con una mirada de advertencia a Lugh que decía a las claras «cuídala bien o
te las verás conmigo», Diana los dejó en la pista de baile y fue en busca de
Mac Gréine.
Estaba tan centrada en él que tropezó con una chica que contoneaba su
cuerpo de forma sensual al ritmo de la música.
—Disculpa —murmuró.
—¿Te conozco?
—¿Por qué no das media vuelta, vuelves con tus amigas y te evitas
problemas?
—Tú y casi todas las mujeres que están en este local —adujo el hombre y soltó
una carcajada que a ella le hizo rechinar los dientes.
—Dígale que soy una vieja amiga de él. Y que me envía su abuelo —añadió,
antes de que aquel idiota pudiese soltar alguna de sus lindezas.
—¿Su abuelo?
El dueño del Ghrian se puso en pie para recibirla. La miró de arriba abajo
durante unos segundos, sin decir una palabra, y luego compuso una
encantadora sonrisa.
La música azotó sus oídos de tal forma que hizo una mueca de disgusto. Él
disfrutaba de los acordes de una buena melodía celta capaz de ensalzar el
espíritu de un guerrero: los latidos del bodhrán [10] , la dulzura del feadóg [11]
, la cadencia del arpa y la magia de la gaita. Pero le era imposible relajarse
con aquellos sonidos estridentes que parecían gustar tanto a los que acudían
allí.
De cualquier forma, Mac Gréine era osado dirigiendo un lugar que hacía
peligrar el pacto cada noche que permanecía abierto. Tener en un mismo
lugar a tres razas que eran célebres por sus disputas no era lo más sensato.
Aunque solo Elatha parecía darse cuenta de ello.
—Adoro este lugar —masculló Eadan, a su lado, cuando una rubia con un
busto generoso pasó a su lado con una sonrisa invitadora.
Él se giró hacia aquella voz sensual y se encontró con una joven de una
belleza oscura y perturbadora. Tenía el cabello negro, los ojos ambarinos
como el mejor whisky irlandés y sus gruesos labios estaban pintados de un
rojo profundo, en un insinuante contraste con su blanca piel.
Aquella mujer siempre le había gustado. Tal vez porque, aun siendo daniana,
en su interior había un lado oscuro que se identificaba más con los
fomorianos. Después de todo, era difícil que la Diosa de la Muerte y de la
Destrucción conservase la inocencia y la bondad intactas.
—Creo que la última vez fue cuando la Gran Hambruna asolaba estas tierras.
—¿Has decidido poner fin a siglos de castidad? —inquirió la mujer con una
sonrisa que acabó convirtiéndose en una carcajada burlona al ver su ceño
adusto—. La verdad es que nunca te he entendido. Llevas tres milenios
esperando el regreso de Erin. ¿Pero por qué no divertirte mientras lo haces?
¿Quién sabe? Tal vez con la pareja adecuada dejes de añorar lo que perdiste
—añadió, mientras deslizaba su mano en una caricia lenta por su brazo.
—Eres patético, ¿me oyes? Te mantienes fiel a un recuerdo de algo que nunca
vas a recuperar —siseó Morrigan mostrando esa parte oscura que había en su
interior—. ¿Y sabes qué es lo más irónico? Que la mujer que tú crees que es
Erin está aquí esta noche en el reservado del fondo… Y yo diría que muy bien
acompañada —añadió con una sonrisa ladina.
—¿Qué insinúas?
—Que tu adorada Erin no fue tan fiel como tú mientras esperaba tu regreso a
Irlanda.
CAPÍTULO 35
Erin debía haber estado muy unida a él porque llevaban menos de una hora
hablando y era como si lo conociera de toda la vida. Se sentía muy cómoda
con él.
—Éramos amigos. Muy buenos amigos. Los mejores —respondió Mac Gréine
sin dudar. La miró a los ojos y sonrió—. Supongo que debes de estar
sobrecogida por esta situación. Recuerdo lo mal que lo pasé cuando comencé
a recuperar mis poderes. Ten en cuenta que eso ocurrió a principios del
siglo XIX. En aquella época, nuestra mente no estaba tan abierta a lo
paranormal como ahora. Pensé que me había poseído algún demonio —explicó
con una sonrisa de burla hacia sí mismo—. Primero fueron los sueños y
después vinieron los flashbacks . Retazos de una vida que no recordaba.
Estaba aterrado. Algo me empujaba hacia Irlanda y cuando por fin puse los
pies sobre esta isla, todo se me reveló. Nací como Gerard Duvois en el seno
de una familia de artesanos en Limoge y mírame ahora: soy un dios daniano.
Ni siquiera conservo el acento francés.
—Desaparecer, no. Al menos no del todo —repuso Mac Gréine—. Esto es una
fusión, una transformación. Nunca volverás a ser la misma Diana, pero
tampoco serás la Erin de antaño. ¿Te cuento un secreto?
Diana asintió.
—Yo me rendí o tal vez no fui demasiado fuerte para resistirme. Me dejé
subyugar por la energía que sentí en mi interior y no me arrepiento. Estaba
ansioso por descubrir todo el poder que había en mí. Después de todo, ser un
dios tiene sus ventajas —añadió al tiempo que le guiñaba un ojo.
Diana no pudo evitar lanzar una risita ante su picardía.
—Dijiste que éramos amigos —farfulló ruborizada por el deseo que leyó en sus
ojos.
—Pero no éramos solo amigos —confesó Mac Gréine con una sonrisa de
disculpa.
—Me tengo que ir —murmuró al tiempo que se levantaba del sofá, sin separar
la mirada en ningún momento del rey fomoriano—. Gracias por esta charla
tan… esclarecedora.
—Vámonos —urgió.
Diana se dejó llevar. Tan solo se detuvo cuando vio a Alana bailando en los
brazos de Lugh. Sus dos figuras se balanceaban de forma muy íntima al son
de la música, ajenos a todo lo demás.
—Esa es mi amiga. Hemos venido juntas. ¿Es posible que uno de tus hombres
se asegure de que vuelve a casa sana y salva?
—Tal y como la mira Lugh, no creo que consienta que nada malo le ocurra.
Pero tranquila, Eadan velará por su seguridad —aseguró Elatha.
En cuanto se asomó para ver el exterior entendió por qué lo llamaban así. Una
espesa niebla que emitía un resplandor iridiscente era el único paisaje visible,
de ahí la luz que se infiltraba en la habitación.
Sin que se diera cuenta, se había acercado a ella por detrás. Se recostó
contra él, con un suspiro de rendición, y se dejó acunar por sus brazos. Los
dientes de Elatha mordisquearon el lóbulo de su oreja haciéndola estremecer,
para luego continuar con un reguero de besos lentos por un lado de su cuello.
Diana ladeó la cabeza y le dejó hacer mientras sentía que las rodillas se le
convertían en gelatina.
Su cercanía la hacía sentir tan bien que, pese a las dudas y los miedos que
todavía rondaban en su cabeza, algo en su interior le dijo que aquello era lo
correcto. Como si todo lo que había vivido hasta entonces confluyera en su
abrazo.
Ella y él. Juntos. En aquel instante. No podía haber nada más perfecto.
CAPÍTULO 36
—Me gusta verte vestida de negro —susurró, pues el negro era su color y a su
carácter posesivo le satisfacía que lo usase—. Aunque ahora mismo prefiero
verte sin nada encima —añadió después de quitarle aquel pequeño top que le
cubría la parte superior del cuerpo de una forma tan seductora que era una
invitación a arrancárselo de encima.
Fue entonces cuando se percató del colgante que reposaba entre sus pechos.
La miró con una ceja arqueada en una muda pregunta.
—No estoy preparada para llevarlo en el dedo, pero me gusta sentirlo cerca —
explicó ella mientras se encogía de hombros.
Esta vez, cuando comenzó a quitarle los pantalones, ella no hizo ningún gesto
de impedimento o protesta. Saber que confiaba en él de aquella manera lo
llenó de humildad.
«Una de las principales cualidades que debe tener todo guerrero fomoriano es
el control», se dijo, mientras sentía las manos de la muchacha acariciar los
músculos de su abdomen hasta llegar al cierre de su pantalón.
Aquello era más de lo que cualquier hombre, ya fuera dios, rey o humano,
podría soportar.
Puso la mano sobre su nuca para atraer su boca hacia él y la besó con ansia
mientras se recostaba sobre ella. Se concentró en darle placer: su boca
devoró sus pechos mientras sus dedos exploraban su monte de Venus hasta
que ella se humedeció para él, le clavó las uñas en los hombros y arqueó el
cuerpo de necesidad. Solo entonces, le abrió las piernas con suavidad y se
colocó entre ellas.
—Pequeña, mírame —urgió. Su voz sonó tan ronca que casi no la reconoció.
Esperó a que los ojos de ella, nublados por la pasión, se fijaran en los él—.
Esto, mo ghrá , es la magia —susurró y se adentró en su interior con una
suave embestida.
La realidad eclipsó los recuerdos. Con ella todo era más. Más dulce. Más
apasionado. Más intenso. Más íntimo. Más placentero.
La embistió sin cesar, jadeando a cada acometida, sorprendido por el éxtasis
que sentía cada vez que llegaba hasta lo más profundo de ella. Perdió la
noción del tiempo mientras sus cuerpos se bañaban en sudor y sus
movimientos se iban haciendo más vigorosos, esclavos de la impaciencia por
culminar su unión. Hasta que, por fin, sintió que ella temblaba bajo de él,
gritando su nombre, y solo entonces se dejó llevar por su propio placer.
Que ella se quedara dormida un segundo después con una sonrisa en la boca
tendría que haberlo llenado de satisfacción. En cambio, la observó con una
mezcla de intranquilidad y desesperación.
Con arrogancia, le había dicho que iba a mostrarle lo que era la magia.
El problema es que, ahora más que nunca, tenía la certeza de que ella no era
su añorada Erin.
CAPÍTULO 37
Abrió los ojos de golpe, se incorporó en la cama y frunció el ceño al ver que
estaba en su habitación. Sola.
Se dejó caer otra vez hacia atrás con un gemido. Menuda tonta. Su primera
experiencia sexual y se había quedado dormida nada más acabar. Se había
perdido la parte postcoital, en la que muchos decían que se afianzaba la
intimidad de una pareja.
No supo qué contestar. Más bien, hacían un triángulo amoroso con Erin. O un
cuadrado si tenía en cuenta también a Mac Gréine. Su vida parecía
complicarse por momentos. Lo único que tenía claro era que Elatha había
vuelto a cumplir otra de sus promesas y le había enseñado lo que era la
magia. Sintió un hormigueo en el estómago al recordar las sensaciones que
habían compartido la noche anterior. Cada beso, cada caricia y cada mirada.
Fue todo tan especial y tan intenso, que solo con recordarlo se le aceleraba el
pulso.
Diana sonrió. Era cierto que podía sentir su presencia sin verla. Lo había
vuelto a demostrar: pese que había sido sigilosa, él había hablado sin girarse
para mirarla.
—Y yo pensé que te habrías ido —repuso ella al tiempo que se acercaba a él.
—No pude hacerlo. No pude separarme de ti —masculló él. Puso las palmas
de las manos sobre la fría superficie de granito de la encimera y respiró
hondo mientras miraba hacia algún punto lejano. Estaba tenso. Tanto que,
cuando se decidió a tocarlo, lo hizo con la suavidad que utilizaba cuando iba a
restaurar un papel especialmente quebradizo. Contuvo el aliento y puso una
mano sobre la suya.
—Elatha, mírame.
¿Diferente? Para Diana había sido algo maravilloso, pero estaba claro que por
la expresión ominosa del rostro de Elatha que «diferente» no era algo bueno
para él. Sintió que la garganta se le cerraba y el estómago se le encogía.
Aquella mañana hicieron el amor otra vez más, esta vez de forma lenta y
sosegada. Sus cuerpos hambrientos intentaban responder a las preguntas que
ninguno de ellos se atrevía a formular por miedo a las respuestas que
pudiesen obtener. Por ahora, les bastaba con estar juntos de aquella forma.
—Maon, ¿qué es tan urgente que no puede esperar hasta mañana? —inquirió
Elatha serio. Al ser consciente de que el guerrero miraba de soslayo a Diana,
añadió—. Puedes hablar con total libertad delante de ella.
—¿Siadsan?
—Alana —musitó.
—Muchacha…
—No contesta —farfulló ella cortando las palabras de Elatha—. Me dijiste que
te asegurarías de que uno de tus hombres velaría por su seguridad.
—Será mejor que esperes aquí —murmuró Elatha en su oído al tiempo que le
apretaba la mano.
—Quiero verla.
Llevaba toda la tarde llamando a Alana, pero parecía tener el móvil apagado.
La señora Dorset tampoco la había visto y no sabía a quién más acudir.
—Eadan ha confirmado que tu amiga estuvo parte de la noche con Lugh, pero
luego llegó a casa sola. Cosa extraña, puesto que las siadsan no se le suelen
resistir a ese rubio engreído. Tal vez cambiara de opinión y ahora esté con él.
Aquello era muy posible. Alana sentía una fuerte atracción por Lugh y saltaba
a la vista que era recíproco.
Ella lo miró con gratitud. Si no fuese porque sabía que todo lo hacía por su
Erin pensaría que sentía algo por ella, por Diana. Estaba siendo muy
afectuoso y considerado. Había encargado a varios de sus cuervos que
buscasen a Alana y le estaba ofreciendo su cariño y su apoyo, a pesar de que
sabía que algo había cambiado entre ellos desde que se acostaron juntos por
primera vez.
—No sé si es significativo, pero el otro día escuché como uno de mis jefes,
Sean O’Malley, la amenazaba.
—¿Cómo dices?
—Teniendo en cuenta que a Rosa la han estrangulado, creo que ese dato es
muy significativo.
—Así que era ella la mujer a la que Taran amaba —dedujo con un nudo en el
pecho.
Aquella noticia hizo que Diana se dejara caer en el sofá, sin fuerzas. Casi no
había conocido a Heather, pero le había parecido una chica muy dulce. Ahora
entendía por qué el restaurante había cerrado sus puertas alegando reformas.
La familia debía estar destrozada. Sintió pena por el padre O’Malley y por
Stephen, y su mente la llevó a Sean. ¿De verdad había sido capaz de matar a
su propia hermana?
—Debo estar muy seguro antes de lanzar cualquier acusación. Esto es más
complicado de lo que parece. Los O’Malley no son simples siadsan, son
milesianos. De hecho, el tío de Sean es el Guardián —explicó Elatha con
seriedad.
Elatha no tuvo que explicar nada más, no hizo falta. Diana pudo imaginar el
dolor del fomoriano y su sed de venganza.
—¿Qué tal si te das un baño de espuma de esos que te gustan tanto mientras
me ausento durante unos minutos? Necesito informar a mis hombres de
confianza sobre lo que me acabas de contar. Por muchas sospechas que
tengamos, no hay pruebas fehacientes que confirmen que es el asesino que
andamos buscando.
En el hombre que había frente a ella no había ni rastro del pícaro seductor
que había conocido a la orilla del lago. Su semblante era oscuro y sus ojos
azules brillaban de forma amenazadora.
—Cuida esa lengua —gruñó Elatha con un tono que hizo que Diana se
estremeciera—. Ni se te ocurra faltarle al respeto o lo lamentarás.
Los dos hombres se retaron con la mirada. Tenían una constitución muy
similar, tanto en altura como en complexión. Si decidían enfrentarse, Diana
no podía asegurar quién saldría victorioso. Por lo que Dagda le había contado,
Lugh era uno de los danianos más fuertes, tal vez porque era mitad
fomoriano. Aunque Elatha tenía tal aura de poder que, hasta el héroe de los
danianos, como así era conocido Lugh entre los suyos, se doblegó ante él.
—Lo siento —masculló Lugh mientras se zafaba del agarre de Elatha. Miró a
Diana y añadió—. No quise faltarte al respeto, es solo que… Estoy preocupado
por ella. ¡Por Danu! Creo que la asusté —admitió mientras se pasaba la mano
por el cabello.
Diana sintió que la furia invadía su cuerpo. Una calma amenazadora y fría
como nunca antes había sentido se apoderó de ella. Algo que hizo que el vello
de su cuerpo se erizase y su pulso se ralentizarse.
—Si le has hecho daño de alguna forma… —susurró con los ojos
entrecerrados.
Las cortinas de las ventanas comenzaron a moverse como movidas por una
corriente a pesar de que las ventanas estaban cerradas y el suelo comenzó a
vibrar bajo sus pies.
Aquello la sacó de golpe del extraño trance en el que había caído. Miró a su
alrededor, turbada. ¿Qué había sido aquello? Se dio cuenta que los dos
hombres la observaban con intensidad, aunque de diferente manera. Lugh
con asombro. Elatha con el ceño fruncido, pero con una expresión
inescrutable, como la había estado observando todo el día.
—No soy Erin. Soy Diana —afirmó y cuando lo dijo tenía la mirada clavada en
Elatha. Luego sus ojos se desviaron hacia Lugh—. Y como hayas dañado a mi
amiga…
En cuanto vio salir a la figura del padre O’Malley por la puerta, descendió en
un picado veloz bajo su forma de cuervo para después recuperar su forma
humana al llegar al suelo.
—Cuando lo vea le diré que lo estás buscando —aseguró O’Malley sin detener
el paso.
—Mira, joven. Tal vez lo que tú crees que es urgente a nosotros no nos lo
parece tanto en estos momentos —replicó el anciano, mientras esquivaba su
cuerpo para proseguir su marcha.
—Eso que dices es una sucia patraña. Sean adoraba a Heather, nunca le
hubiese hecho daño.
—Dos mujeres han muerto esta última semana y un testigo lo vio amenazarlas
a ambas. Tal vez sea una casualidad, pero necesito hablar con él.
—Mis sobrinos no han tenido una vida fácil. Sus padres murieron en unas
circunstancias muy duras y yo me hice cargo de ellos cuando apenas eran
unos críos. Sean, como hermano mayor, siempre se ha sentido responsable de
cuidar a Stephen y Heather, y así lo ha hecho. Cuando todos los niños
jugaban, él estudiaba para sacar las mejores notas y así labrarse un futuro
que pudiese dar a sus hermanos una estabilidad económica más allá de lo que
yo podía darles —explicó O’Malley—. Con el talento que tiene como chef
podía haber estudiado en cualquier ciudad del mundo: ha recibido ofertas de
París, Nueva York, Dubái… Pero él nunca abandonará Irlanda, porque su
familia está aquí. Toda su vida se ha desvivido por el bienestar de sus
hermanos, por eso sé con seguridad que nunca hubiese hecho daño a
Heather. Además…
—¿Qué?
—¿Entonces?
Elatha reflexionó sobre ello durante unos segundos. Por mucho que dijera el
cura, la repentina desaparición de Sean era muy sospechosa. La única forma
que tenían de dar un poco de luz al asunto era encontrarlo.
Alana apareció tres días después, completamente ilesa. Diana volvía del
trabajo en aquel momento, cansada y abatida después de pasar varias noches
casi sin dormir por la preocupación. Cuando la vio, saltó de la bici y corrió a
abrazarla, feliz de verla sana y salva. Pero el alivio pronto dio paso a la ira.
—Lo siento, me surgió una urgencia familiar y tuve que regresar a España —
respondió Alana al tiempo que cabeceaba hacia la pequeña maleta que
llevaba consigo—. Y con las prisas se me olvidó el móvil aquí.
—Claro —respondió ella con una sonrisa tensa que no la engañó—. De verdad
que siento haberte preocupado. No estoy acostumbrada a tener a nadie que
se preocupe por mí, además de mi hermana.
—No te hubiese costado nada dejarme un mensaje en el móvil o una nota por
debajo de la puerta —insistió ella mientras subían las escaleras—. Cualquier
cosa que me hiciera saber que estabas bien.
—De un par de días nada, han sido tres. Y que sepas que no soy la única que
estaba preocupada.
—Más bien diría que preocupado —respondió Diana al final—. ¿Se puede
saber qué paso entre vosotros la otra noche?
—Te lo contaré si tú me cuentas quién era el rubio con pinta de malote con el
que te fuiste —repuso Alana en un repentino cambio de tema.
—La verdad es que a mí también —admitió Alana con una sonrisa algo forzada
—. Pero la intensidad con que os mirabais ese grandullón y tú era difícil de
obviar. Ya te dije que se me da bien percibir esas cosas. ¿Y bien? —insistió—.
¿Es ese el que te regaló el anillo?
—No, no, no —comenzó a musitar como una letanía mientras cerraba los ojos
y se llevaba las manos a la cara. Lanzó un suspiro audible y se encaró a ella—.
Escúchame, Diana, y escúchame bien. El otro día pasó algo. Algo que me ha
hecho replantearme ciertas cosas. —Con un gesto, la instó a que se
acomodara en el sofá y se sentó al lado suyo mientras se revolvía las manos,
nerviosa—. Sé que parecerá una locura, pero todo lo que te conté acerca de
los danianos es cierto. Yo misma fui testigo de un hecho que lo corrobora. Eso
quiere decir que las leyendas de los fomorianos también lo son. —La tomó de
la mano e inspiró hondo antes de continuar—. Elatha, tu Elatha —enfatizó—
posiblemente sea el auténtico rey de los fomorianos.
Diana procedió a contarle todo lo que le había ocurrido desde que pusiera el
pie por primera vez en Irlanda y, con cada palabra, el rostro de Alana se
tornaba más y más inescrutable.
—¿Y tú no?
Alana la miró pensativa. Se levantó del sofá y fue hasta su bolso. Tras unos
segundos rebuscando en él, sacó una pulsera. Se trataba de dos tiras de cuero
fina unidas por algún tipo de piedra blanca con varios símbolos grabados.
—Creerás que es una tontería, pero quiero que la lleves siempre contigo —
explicó mientras se la enlazaba en la muñeca—. Es un amuleto de protección.
—¿De verdad crees en estas cosas? —inquirió Diana con escepticismo, aunque
le gustó mucho el regalo.
—Bueno, ahora que he comprobado que estás bien, será mejor que regrese a
mi apartamento y me acueste un rato —comentó mientras se levantaba del
sofá y se encaminaba hacia la puerta—. Tu escapada me ha hecho perder el
sueño y no me vendría mal una pequeña siesta.
—Venga, suéltalo.
—Sé que no te va a gustar oírlo, pero te lo tengo que decir: puede que Elatha
amase a Erin, pero no te ama a ti, y tal vez nunca pueda hacerlo. Te mereces
algo más que vivir tras la sombra de Erin, Diana —murmuró Alana justo
cuando iba a salir de su apartamento—. Una relación con Elatha solo te
causará dolor. Déjame darte un consejo: aléjate de él.
Diana escuchó su advertencia, pero su corazón no.
CAPÍTULO 41
Los recuerdos bombardean mi mente: cada caricia, cada palabra, cada sueño
compartido, acosan mi interior hasta arrancarme lágrimas de pena. Me dejó
caer de rodillas, sumida en mi angustia, incapaz de respirar por el dolor que
atenaza mi corazón.
Oigo truenos y la lluvia comienza a caer sobre mí. Mi tierra, Irlanda, llora
conmigo.
No sé cuánto tiempo estoy allí, bajo la tormenta, hasta que unos fuertes
brazos me levantan del suelo, para luego rodearme en un cálido abrazo que
poco a poco hace que se desvanezca el frío que me adormece por dentro.
Mac Gréine.
Me aparta el pelo del rostro con cariño y luego sus ojos se clavan en mi boca.
Quiere besarme, lo sé. Y, cuando acerca sus labios, yo cierro los ojos y lo dejo
hacerlo.
«Sabes de sobra que ese ha sido uno de los recuerdos de Erin», le dijo su
vocecita interior.
—Ha sido una pesadilla. Creo que necesito un vaso de agua —añadió al
tiempo que salía de la cama.
Estaba mintiendo, estaba huyendo, pero no podía enfrentarse a la verdad.
Porque esa verdad destruiría el corazón de Elatha. Y es que, después de aquel
sueño, las palabras de Mac Gréine se confirmaban: Erin y él habían sido algo
más que amigos.
Fue hasta la cocina, donde la luz del amanecer ya empezaba a filtrarse por los
ventanales, se sirvió un vaso con agua y se la bebió de golpe, como si con
aquel simple gesto pudiese hacer a un lado los pensamientos que la
atormentaban.
—Sabes que no tienes por qué trabajar allí —insistió él, mientras la giraba y
comenzaba una lenta exploración de su cuello con los labios—. Yo puedo darte
todo lo que necesites.
—Es por tu seguridad. Por si no lo recuerdas, hay un asesino suelto que ataca
a jóvenes extranjeras sin lazos familiares. Y tú, mi pequeña banshee, encajas
en el perfil de las víctimas. Si pudieses valerte de tu magia, podrías
defenderte mejor.
Aquel era un tema que parecía preocupar mucho a Elatha en los últimos días.
Se sentía frustrado. Sean O’Malley había desaparecido de la faz de la tierra.
Al parecer, ni el padre O’Malley ni Stephen conocían su paradero, o al menos
eso habían asegurado. Tampoco habían encontrado ninguna prueba que lo
relacionase con aquellos asesinatos, tan solo Diana había sido testigo de las
amenazas de muerte que había emitido contra Rosa y Heather. Lo único que
podían hacer, era esperar a que volviese a atacar en el siguiente novilunio, y
atraparlo antes de que pudiese asesinar a otra mujer.
—¿Qué haces?
—¡Es preciosa!
No era espectacularmente grande, pero sí era muy hermosa, sobre todo por el
entorno de un verde intenso que la rodeaba. Y, a juzgar por la cantidad de
turistas que había por allí, todos estaban de acuerdo en que era digna de ser
visitada.
—No, esto solo es un alto en nuestro camino. Pensé que te gustaría conocer
un poco más de tu nuevo hogar. Ven, sigamos.
El bosque se hizo cada vez más frondoso, hasta el punto de que a la luz le
costaba filtrarse a través de las copas de los árboles. Entonces llegaron a un
pequeño claro bañado por un halo luminoso que había traspasado la espesura
de las hojas y allí se detuvieron.
—¿Lo sientes?
Diana cerró los ojos y contuvo el aliento, tratando de captar algo, pero lo
único que notó fue la superficie rugosa de la corteza bajo su piel.
—Abre tu mente y trata de sentir la energía que emana del árbol. —La voz de
Elatha no era más que un susurro quedo en su oído—. ¿La notas?
—No siento nada —masculló ella, porque realmente no quería sentir nada.
—Eso es porque estás bloqueada por tu miedo. El otro día, cuando Lugh fue a
tu apartamento y pensaste que había hecho daño a tu amiga, ¿qué pasó?
—Me enfadé.
—Exacto. Tu furia fue más fuerte que tu temor y dejó escapar la energía que
hay en ti. ¿Sabes que, por un segundo, tus ojos se oscurecieron hasta ser del
mismo verde que los de Erin?
Diana abrió los ojos de par en par cuando las palabras de Elatha se filtraron
en su mente. Un nudo contrajo su estómago hasta sentir náuseas mientras la
desilusión invadía su espíritu.
—¡Qué tonta he sido! —musitó y esbozó una sonrisa carente de alegría—. Por
un momento te creí. Pensé que esto lo estabas haciendo por mí, por mi
seguridad. Pero solo lo haces porque te has dado cuenta de que si dejo fluir
mi magia Erin se manifestará, ¿verdad?
El rostro de culpabilidad de Elatha fue la confirmación de sus sospechas.
—Muchacha…
—¡Mírate! He perdido la cuenta de las veces que nos hemos acostado juntos
en las últimas semanas y ni siquiera eres capaz de decir mi nombre. No es tan
difícil: Diana. ¡Venga, dilo! —gritó, sintiendo que la furia invadía su interior.
—La esencia de Erin está en ti; tú eres solo un recipiente —repuso Elatha con
una mirada indescifrable.
—¡Nunca! ¿Me oyes? —juró con un gruñido mientras sentía que algo oscuro
corría por sus venas—. Nunca dejaré que Erin me domine y deje fluir la
magia.
Actuó por impulso. Levantó la rodilla con un gesto rápido y lo golpeó con
contundencia. No había ni dios ni rey ni hombre que fuera inmune a un buen
rodillazo en los huevos.
—No necesito magia para defenderme, imbécil —repuso y se alejó de allí con
aire majestuoso mientras Elatha se retorcía de dolor en el suelo.
CAPÍTULO 42
El anciano levantó la mirada del libro que estaba escribiendo y le dedicó una
sonrisa a modo de bienvenida.
—Es una tontería de nada, pero quería agradecerte el tiempo que has estado
soportando todas mis neuras —explicó ella al tiempo que le entregaba una
cajita alargada envuelta en un colorido papel.
—Muchas veces, pero la última fue hace unos veinticinco años —respondió
Dagda con una sonrisa melancólica—. Fue especial porque conocí a una joven
que me enamoró. De esos amores intensos que son cortos en el tiempo, pero
te llenan el corazón durante años. No me mires con esa cara de asombro —
añadió al ver cómo lo observaba Diana.
—No todo lo que ves en mí es lo que hay. Y, sino, mira otra vez.
—¿Eres tú?
—Pero si puedes mostrarte así, ¿por qué adoptas ese aspecto de anciano?
A simple vista, no parecía más que un libro antiguo con una cuidada
encuadernación en piel color verde.
—Se podría decir que este libro es mi diario. Estas hojas atesoran toda la
sabiduría y la magia de los danianos: hechizos y conjuros celtas tan antiguos
que muchos no saben que han existido.
—Intenta cogerlo.
—Ya te lo dije: es un libro mágico. Si lo dejo sobre una superficie, nadie podrá
moverlo. Y si se lo doy a alguien…
Bajó la mirada y se ruborizó. Llevaba varios días soñando con él. Sueños en
los que se abrazaban y se besaban, en los que desnudaban sus cuerpos y
hacían el amor. Y con cada sueño, su odio hacia Erin crecía, por haber
traicionado a Elatha de aquella forma.
Diana dejó escapar una risita. No sabía lo que tenía aquel hombre que le
levantaba el ánimo de una forma instantánea. A pesar de todo, se sentía bien
a su lado.
Ella dudó. Tenía sentimientos encontrados hacia él. Por un lado, tenía ganas
de conocerlo más. Por otro lado, sabía que cualquier relación con él traería
problemas a su relación con Elatha.
—La verdad es que había pensado en ir a otro lugar que tal vez te haga más
ilusión.
No le pasó por alto la mirada que Mac Gréine intercambió con Dagda y que
provocó una sonrisa en el anciano.
—Pasadlo bien.
CAPÍTULO 43
Diana observó embelesada el Gran Salón del castillo de Avalon. Allí todo era
de un blanco prístino y reluciente, muy diferente a la piedra gris y el
ambiente sombrío de la fortaleza de los fomorianos. Era un lugar precioso y
etéreo, digno de un cuento de hadas. Aun así, se había sentido más cómoda
en el Castillo de la Niebla que en aquel lugar, tal vez porque era el hogar de
Elatha.
Estaba empezando a darse cuenta de que sentía más atracción por el lado
oscuro de la Fuerza.
Ahora, más que nunca, entendía el ansia de Erin de escapar de allí con
Elatha. Una persona atraída por un hombre tan vibrante como el rey de los
fomorianos hubiese sido muy infeliz en un lugar como aquel.
—Para poder ganar la guerra contra los fomorianos, los Tuatha dé Danann
visitaron cuatro ciudades lejanas dirigidas por cuatro sabios druidas, de
quienes aprendieron las artes druídicas y las habilidades mágicas, y que
obsequiaron a los danianos con cuatro poderosos objetos sagrados que les
ayudarían en su lucha contra los fomorianos.
—Sí, ven conmigo. Tres de ellos se guardan aquí, en la Sala de los Tesoros —
explicó Mac Gréine, mientras la conducía por un pasillo hasta una estancia
custodiada por dos hombres.
Diana lo siguió hasta el interior y observó con curiosidad los tres objetos
sagrados que le mostró Mac Gréine.
—Es capaz de sanar a cualquiera que beba de él. Y antes de que preguntes
por qué no estamos acabando con las enfermedades que asolan el mundo —
agregó al ver que ella hacía ademán de hablar—, te diré que no funciona con
los siadsan. Solo puede sanar a los seres sobrenaturales y curar las heridas
que han sido infringidas por armas mágicas.
—El cuarto objeto es la Lia Fail o Piedra del Destino, también llamada la
Piedra de la Coronación. Preside la llanura de Tara, en el condado de Meath.
Se encuentra a la vista del mundo y parece una simple columna de piedra,
pero su magia está latente en su interior. Los grandes reyes de Irlanda fueron
coronados sobre ella y, si la piedra estaba complacida con el candidato, rugía
satisfecha y le concedía un reinado próspero y prolongado.
—Y yo pensando que no era más que un pene de piedra —musitó Diana sin
darse cuenta de que lo decía en voz alta.
—Quería decir que parece… que tiene… forma fálica —farfulló ruborizada.
Los dos se echaron a reír como niños bajo la mirada reprobatoria de los dos
guardias.
—Te lo agradezco —repuso en cambio, cortando sus palabras—, pero soy muy
feliz en mi apartamento.
—Pues dile que la respuesta es y será siempre la misma: no. Por lo poco que
he visto, no creo que me gustase vivir aquí.
—A mí tampoco —coincidió él—. Creo que no estoy hecho para vivir escondido
en el subsuelo como Dagda y los otros danianos.
—Te entiendo.
Conocía esa mirada. La había visto en sus sueños: ternura y deseo mezclados
en un brillo especial que iluminaba los ojos turquesa de Mac Gréine. Bajó los
ojos, incómoda por su atento escrutinio.
—Creo que debería regresar ya a mi casa.
—¿Puedo acompañarte?
Esa era una de las cosas que le gustaban de ese hombre. Que preguntaba
antes de imponer, no como cierto rey fomoriano. Por eso, aceptó.
—Dagda quiere dar una fiesta en tu honor, para que los conozcas a todos —
explicó Mac Gréine cuando llegaron a la ciudad—. Y me gustaría que me
concedieses el honor de acompañarte.
—No eres Erin, eres Diana —afirmó Mac Gréine—. Pero eso no quita que la
energía de ella esté en ti. Para los danianos, es como si Erin hubiese vuelto a
casa.
Le gustó mucho que él aceptase de aquella forma que nunca sería la Erin que
todos, sobre todo Elatha, añoraban. Era el que más parecía entenderla, tal vez
porque él también había estado en su lugar. Pero no terminaba de ver claro
por qué él estaba siendo tan atento con ella.
—Respóndeme a una cosa con sinceridad: ¿Qué significó Erin para ti?
—Me gustas, Diana: eres preciosa, dulce y divertida —respondió Mac Gréine
con una sonrisa—. Eres un soplo de aire fresco entre los danianos y me
encantaría seguir conociéndote si me das una oportunidad.
Esas eran las palabras que se moría por escuchar de boca de Elatha. No pedía
más. Se mordió el labio, no sabiendo muy bien qué responder.
—Tú has sido sincero conmigo y yo quiero serlo contigo: siento algo por
Elatha. Nos hemos estado viendo y tenemos… bueno, estamos… juntos —
farfulló, sin saber muy bien cómo calificar la relación que la unía al rey
fomoriano.
Algo destelló en los ojos de Mac Gréine, algo que ocultó con rapidez y le hizo
esbozar una sonrisa triste.
Diana continuó sola el resto del trayecto. Estaba cruzando un frondoso parque
cercano a su casa, cuando vio a dos cuervos que se posaban a un par de
metros de donde ella estaba. No era tonta, había sentido la vigilancia
constante de los hombres de Elatha durante toda la tarde. Seguro que, en
cuanto lo vieran, le darían un informe detallado de lo que había estado
haciendo y Elatha se pondría hecho un ogro. Por ese motivo, se acercó a ellos
con paso cauteloso.
—¡Dios! Si tenéis hambre os invito a comer, pero dejad la basura de una vez
—farfulló con cara de asco, al ver que estaban picoteando los restos de un
bocadillo mugriento. Comenzó entonces a reprenderlos por comportarse de
esa forma, para concluir diciendo—: Eso no es digno de unos fomorianos y
cuando se entere Elatha os la vais a cargar.
—Ni pienses en besarme después con esa boca —masculló con asco.
—No quiero que te acerques a Mac Gréine —gruñó Elatha, confirmando sus
palabras.
—¿Y cómo crees que me lo vas a impedir? —replicó con una sonrisa retadora.
Diana le devolvió el beso con la misma intensidad y, tal vez por eso, el enfado
de Elatha se aplacó al instante dejando solo paso a una fiera necesidad. No
hubo espacio para la ternura y la delicadeza, aquella vez no. Él le quitó la
ropa de forma implacable y, solo cuando la tuvo desnuda en sus brazos, parte
de la tensión que lo consumía pareció abandonarle.
—Date la vuelta.
Diana obedeció sin pensarlo demasiado, deseosa por volver a sentir sus
caricias.
Esa voz ronca en su oído la hizo estremecer. Sabía que él no la iba a hacer
daño, aun así, la orden la inquietó. Como si hubiese intuido su desasosiego,
Elatha susurró:
—Tranquila.
Diana apoyó las palmas extendidas en la pared y abrió las piernas despacio.
Aquella posición, de espaldas a él, desnuda, la hizo sentir expuesta y
vulnerable. Seguramente lo que él estaba buscando. Sintió sus manos posarse
en sus senos, amasándolos durante unos segundos con lascivia, hasta que ella
cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Luego las manos de Elatha
descendieron por su torso y delinearon su cintura hasta posarse en sus
caderas.
—No me merezco esto —musitó con los ojos anegados de lágrimas, después
de varios minutos de aquel dulce tormento.
Elatha se detuvo al instante. La giró entre sus brazos y la miró. Sus ojos, de
un gris tormentoso, la miraron con ferocidad.
—No, te mereces más, mucho más. Te mereces un príncipe daniano virtuoso y
encantador… Pero tendrás que conformarte conmigo —gruñó y, alzándola por
las manos sobre sus nalgas, la penetró de nuevo—. Soy una criatura de la
noche. Soy un cuervo. Soy un fomoriano —musitó mientras apoyaba su
espalda contra la pared y la instaba a rodear sus caderas con las piernas—.
Tengo más defectos que virtudes —reconoció mientras se introducía de nuevo
en ella—. Soy vengativo, posesivo, avasallador y celoso —reconoció mientras
la penetraba sin descanso—. Soy…
Cuando abrió los ojos, se encontró con la intensa mirada de Elatha sobre ella.
Sus ojos clamaban en silencio una aclaración.
—¿Qué es lo que piensas cuando me miras así? —se atrevió a preguntar por
fin.
—Vete, Elatha.
Él se giró, dio dos pasos hacia la puerta y se detuvo. La miró a los ojos, pero
ella no supo interpretar el sentimiento que hacía resplandecer sus ojos de
plata.
—Muchacha…
—No vuelvas hasta que seas capaz de decir mi nombre —masculló Diana con
fiereza.
Diana sacó con cuidado la carta manuscrita que estaba sumergida en un baño
de hidróxido de calcio para eliminar la acidez y luego la dejó sobre un papel
secante que tenía extendido sobre su mesa de trabajo. Puso otra hoja de
secante sobre ella, colocó una tabla que cubriese toda la extensión, y luego un
par de pesos encima. De esa forma, se aseguraba de que la carta se alisase al
tiempo que se secaba.
Esa carta de finales del siglo XVIII que estaba restaurando era parte de una
colección perteneciente a la familia Herbert, propietarios originales de
Muckross House. Una de muchas de la correspondencia que aquella familia
había intercambiado durante varias generaciones y que ahora se atesoraban
en la biblioteca de la mansión, junto con un montón de libros y otros
manuscritos relacionados con la historia, tradiciones y leyendas del condado
de Kerry.
Y esa era la razón por la que Alana estaba ansiosa por explorar aquel lugar.
Dio un respingo y se giró hacía la voz que la había sobresaltado, solo para
encontrarse con el rostro sonriente de Alana.
—Son las tres, hora de recoger tus bártulos y enseñarme esa misteriosa…
—¡Shhhh! —Diana la acalló poniendo una mano sobre su boca—. Baja la voz,
¿quieres? —susurró al tiempo que miraba de reojo a su jefe, que estaba en la
otra punta del taller—. Tenemos que ser muy discretas con esto.
—Eres una daniana y trabajas aquí. ¿No puedes decir simplemente que
quieres enseñarle la biblioteca a una amiga?
En cambio, no había vuelto a saber nada de Elatha en todo ese tiempo. Aun
así, la verdad es que no podía dejar de pensar en él. Sin su compañía, la vida
con la que siempre había soñado se había convertido en una monótona rutina.
De vez en cuando, sentía que alguien la observaba y oteaba a su alrededor en
busca de algún cuervo blanco, pero solo encontraba a los negros guardianes
del cielo que pululaban a su alrededor.
—Si con «vivir una aventura» quieres decir que vamos a colarnos en una
propiedad privada a hurtadillas, custodiada por milesianos y frecuentada por
Dagda… Entonces, sí.
Al reír, echó la cabeza hacia atrás y dejó visible la base de su cuello. Más en
concreto, un pequeño moratón en la piel.
—¿Eso es un chupetón?
—No hay un «Lugh y yo» y nunca lo habrá —repuso Alana con determinación
—. No he conocido a ningún hombre tan arrogante, prepotente y soberbio en
toda mi vida. Se cree el ombligo del mundo y es… es… Condenadamente
irresistible —terminó por confesar con voz quejosa—. Cuando me besa pierdo
la razón a pesar de que él no me gusta.
—Hay que marcar una clave de acceso para poder entrar —explicó cuando
llegaron a la puerta y marcó el 333.
—Muy original —comentó Alana en tono irónico cuando observó los números
que marcaba.
La puerta se abrió con un chasquido y entraron con sigilo. Sabía que a aquella
hora no había nadie por allí puesto que era el cambio de turno en la
vigilancia, así que se deslizaron a hurtadillas por los pasillos de la mansión
hasta llegar a la biblioteca.
Diana se asomó primero para asegurarse que Dagda no estaba por allí. Sabía
que iba a estar en Avalon, ultimando algunos preparativos, pero siempre
podía haber habido un cambio de última hora en sus intenciones. Al confirmar
que el anciano no se encontraba allí hizo un gesto a Alana para que entrase.
—Los libros que más te pueden interesar están en la estantería del fondo,
junto al escritorio —indicó, pues había llegado a conocer bien aquella
biblioteca—. Son los más antiguos que hay aquí.
Alana se encaminó sin pérdida de tiempo hacia allí. La gallega oteó con
interés los lomos de los volúmenes que se disponían allí, pero después de
recorrer las estanterías frunció el ceño.
—Hay volúmenes curiosos, pero esperaba encontrar algo más especial. Verás,
hay una leyenda que dice que Dagda ha escrito un libro de su puño y letra. Un
diario que contiene toda la sabiduría de los Tuatha dé Danann . Aunque
supongo que un libro así debe estar custodiado bajo mil candados en el
corazón de Avalon.
Supo el momento exacto en que Alana fue consciente del significado de sus
palabras porque abrió los ojos como platos y miró a su alrededor hasta clavar
los ojos en el escritorio de madera de roble dispuesto junto a la ventana.
—Sí, supongo que sí —musitó Alana, aunque le costó separar los ojos del libro
mágico de Dagda.
CAPÍTULO 46
—Mírate, soy yo el que lleva más de un mes encerrado en esta celda y tú eres
el que tiene peor aspecto de los dos.
Todo por una muchacha descarada y deslenguada, más tozuda que una mula y
con un carácter infernal. Y, aun así, Elatha se pasaba las noches bajo la forma
de cuervo durmiendo en el alféizar de su ventana, tan solo por sentirla cerca y
velar su sueño.
Era patético.
Elatha clavó en él una mirada atormentada que dejaba clara cuál era la
respuesta a su comentario.
—Abre esta celda y déjame libre —propuso Taran, lo que le valió un bufido del
rey fomoriano—. Seguro que puedo conseguir que tu pequeña bean sídhe te
perdone de lo que sea que hayas hecho y así podrás recuperarla.
—Tengo un sospechoso.
—¿Quién?
Elatha lo sabía. Las leyes que regían a los fomorianos eran más antiguas que
los mismísimos Tuatha dé Danann . El derramamiento de sangre inocente se
pagaba con la sangre del ejecutor.
—¿Confías en mí?
—No lo hagas por mí, sabes que disfruto con las vistas.
En otro momento tal vez se hubiese reído del descaro de la muchacha, pero
en aquel instante le hizo rechinar los dientes. No estaba de humor para
enfrentarse al peculiar carácter de Morrigan.
—¿Sabes que Dagda va a dar una fiesta en Avalon para celebrar el regreso de
la hija pródiga?
—Lo sé.
¡Por Domnu, cómo odiaba a Morrigan cuando desplegaba sus dotes de arpía!
—Por un casual no sabrás de alguien que esté dispuesto a pasar una velada
en Avalon para dar una bienvenida inolvidable a Erin, ¿verdad? —inquirió
Morrigan con una sonrisa ladeada, mostrando un pícaro hoyuelo en su mejilla.
Sí, Morrigan podía llegar a ser una arpía, pero una condenadamente buena.
—El color del vestido intensifica el verde de tus ojos —aseguró Alana—. Estás
preciosa.
—Por lo que me han dicho, es algo insólito que un daniano invite a una
siadsan a Avalon. Deberías sentirte muy halagada.
—¿Me estás diciendo que no tienes ningunas ganas de ver Avalon por dentro
y los tesoros que se ocultan en él?
—Mac Gréine lo llamó el Caldero de Dagda, aunque creo que es una forma
muy pretenciosa de llamar a ese pequeño recipiente de bronce.
—Así que en verdad existen —musitó Alana con un brillo extraño en la mirada.
Se quedó pensativa durante unos segundos con la mirada baja hasta que, de
repente, levantó los ojos y esbozó una sonrisa—. ¿Sabes qué? Tienes toda la
razón, no todos los días recibo una invitación para adentrarme en la morada
de los Tuatha dé Danann .
Una hora después, las dos españolas entraron en Avalon del brazo de sus dos
acompañantes. Diana miró de reojo a su amiga. Lucía espectacular con un
vestido largo con escote palabra de honor. El tono rosado de la tela hacía
maravillas con el tono bronceado de su piel. Y Lugh debía de pensar lo mismo,
porque la estaba devorando con la mirada.
—Sin duda, esta noche eres la mujer más hermosa de Avalon —susurró Mac
Gréine en su oído.
Diana agradeció el cumplido con una sonrisa, pero la mirada de adoración del
daniano la hizo sentir incómoda. No dejaba de tener la sensación de que aquel
no era su lugar, al menos no del brazo de aquel hombre.
Dagda los recibió con una sonrisa de bienvenida. Por una vez, había
abandonado la ropa deportiva con la que solía vestir y llevaba una lujosa
túnica blanca con adornos dorados que le llegaba a los pies.
—Mi querida niña, te ves preciosa —afirmó el anciano mientras sus ojos la
recorrían de arriba abajo—. Sin duda, el que eligió el vestido te conocía bien
—añadió con una enigmática sonrisa.
Aquel comentario la descolocó porque se suponía que lo había hecho él, pero
antes de que pudiese preguntarle al respecto, Dagda la interrumpió.
—Así que eres española —musitó Dagda, mirándola con tanto interés que la
muchacha se revolvió incómoda.
Hasta Lugh frunció el ceño. Y sus razones tenía. Por lo que Mac Gréine le
había contado a Diana, el anciano había sido un seductor insaciable tiempo
atrás. Testigo del aspecto que lucía cuando adoptaba una apariencia joven,
ella no lo ponía en duda.
Lugh sacó a bailar a Alana y Mac Gréine hizo lo propio con Diana.
—No tengo ni idea de cómo se baila esta música —se quejó ella mientras se
dejaba arrastrar hacia la pista de baile, donde varias parejas giraban al sol de
una suave melodía.
Observó con envidia y admiración que Alana se movía con grácil elegancia,
guiada por el cuerpo de Lugh. Hacían una bonita pareja y, por la forma en la
que se miraban, era evidente que entre ellos había algo más de lo que
ninguno estaba dispuesto a admitir.
Todo iba bien hasta que la música fue perdiendo fuerza y lo que antes eran
ligeros acordes que flotaban en el ambiente fueron sustituidos por murmullos
escandalizados. Mac Gréine observó a su alrededor buscando el origen de
aquel pequeño tumulto y, de pronto, su expresión se demudó. Diana siguió su
mirada hasta dar con la pareja que acababa de entrar en el Gran Salón.
Un hombre y una mujer, los dos vestidos de negro, hermosos como la noche,
retaban con la mirada a todos los allí presentes.
Estaba imponente.
Estaba arrebatador.
Estaba guapísimo.
Estaba acompañado por una bellísima mujer que se pegaba a su costado como
una garrapata hambrienta.
—No puedo creer que haya tenido el descaro de traerlo —masculló Mac
Gréine, enojado.
Con esas dos frases, el enemigo pasó a ser un invitado más. La música se
reanudó y todo volvió a la normalidad. Todo menos el corazón de Diana, que
latía desbocado.
Observó con un nudo en el estómago como la pareja se abría paso entre los
invitados y se integraba entre las parejas que giraban en la pista de baile.
Siguió a Elatha con la mirada, incapaz de separar los ojos de su imponente
figura, suplicando en silencio algún tipo de atención o reconocimiento, pero
los ojos del rey de los fomorianos parecían absorbidos por la oscura figura
que tenía entre sus brazos.
—Ni se te ocurra ponerte a llorar —musitó Alana a su lado—. No les des esa
satisfacción.
Diana asintió.
Lo intentó, de veras que sí. Trató de actuar como si nada, pero al cabo de una
hora se sentía exhausta y le dolían las mejillas por el esfuerzo que le suponía
algo tan sencillo como sonreír. Tampoco ayudaba el hecho de que su
acompañante estuviese intentando marcar su territorio y se estuviese
comportando de un modo demasiado «cariñoso». Una mano sobre el hombro,
la palma extendida sobre la base de su espalda, susurros en el oído… Solo le
faltaba mearla encima para demostrar ante aquellos que pudieran verlos que
su relación iba más allá de la amistad. Aunque Diana sospechaba que ese
despliegue estaba dedicado sobre todo a Elatha.
—Sí, tan solo me apetecía respirar un poco de aire fresco. —«Sola», omitió
decir.
La cogió entre sus brazos y la besó. Fue un beso muy agradable, pero no
logró que se evadiera ni por un segundo de la realidad. Y la realidad era que
su corazón pertenecía a otro. Por eso, cortó el beso casi al instante.
—Está bien. Yo… te daré un poco más de tiempo —musitó él con expresión
decepcionada.
Diana le iba a decir que, por mucho tiempo que le diese, sus sentimientos no
iban a cambiar, pero él volvió al Gran Salón antes de que pudiese hacerlo. Y
por fin, ella pudo disfrutar del instante de soledad que tanto necesitaba.
Saboreó, por un par de minutos, la paz que allí se respiraba hasta que un
escalofrío en la nuca le hizo saber que ya no estaba sola. Sintió una presencia
a su espalda. Supo quién era sin necesidad de girarse.
Elatha.
CAPÍTULO 48
Se miraron en silencio, separados tan solo por un metro de distancia. Los ojos
de Elatha recorrieron su cuerpo con el mismo anhelo que debían reflejar sus
propios ojos. Pero había más. Un destello de satisfacción y posesividad que la
hizo fruncir el ceño con una sospecha.
—¿Y por qué lo has hecho? Déjame adivinar: el verde era el color favorito de
Erin —masculló enfadada y luego suspiró—. Mira, esta noche no tengo ganas
de discutir. Si me disculpas…
Fue a pasar por su lado para volver al Gran Salón, pero Elatha la detuvo
cogiéndola de la muñeca.
—No hubo nada entre Erin y Mac Gréine, son solo rumores —replicó Elatha al
instante.
Que defendiera a su antiguo amor con aquella ciega lealtad fue la gota que
colmó el vaso. Se enfadó tanto que afloró lo peor de ella.
—¿Y entonces por qué he soñado con que ellos dos se acostaban juntos? No te
engañes, tu Erin era una zorra infiel —escupió con desprecio.
Tan pronto como lo dijo se arrepintió, sobre todo cuando vio como Elatha
daba un paso hacia atrás, como si le hubiese golpeado, al tiempo que su
rostro empalidecía.
—Elatha, yo…
—Te dije que, si continuabas con tu empeño, acabarías haciendo daño a quien
no lo merece. Y así ha sido.
—Tienes suerte que haya venido en calidad de amiga —musitó Morrigan con
voz suave mientras deslizaba la punta por su cuello. No apretaba tanto como
para arañarle la piel, pero sí lo suficiente para que comprendiera que su vida
dependía de su capricho. Ladeó un poco la cabeza y la miró con curiosidad—.
Tienes esa mirada.
—¿Qué mirada?
No la contradijo. El accidente que había matado a sus padres y casi acaba con
su vida sin duda le había marcado el alma.
—Puede que yo sea un pulpo, pero tú eres más terca que una mula —barbotó
Morrigan—. ¡Abre los ojos! Si él ha venido aquí esta noche ha sido por ti, no
por Erin. Créeme, en lo último que pensaba cuando te estaba viendo bailar
con Mac Gréine esta noche era en ella. Le he tenido que detener para que no
se abalanzase sobre él cada vez que te tocaba.
—Vale, gracias por la charla, pero creo que voy a regresar a la fiesta.
Esa declaración la detuvo de golpe cuando iba a entrar al Gran Salón. Miró a
Morrigan pidiéndole en silencio una explicación.
—Cuando algo lo reconcome suele ir a una pequeña cala más allá de Ross
Castle a nadar. Hay unas vistas magníficas, sobre todo cuando él se tumba
bajo la luz de la luna desnudo —añadió Morrigan con malicia.
—¿Por qué me has contado todo esto? Por como hablas de Elatha, está claro
que sientes algo por él. En lugar de quitarme de en medio, me estás
empujando hacia él.
Morrigan la miró con intensidad.
—Gracias.
—No las merecen, hermanita. Por tu cara deduzco que no sabías que Erin y yo
éramos hermanas —añadió al ver su cara de sorpresa.
—Es lo que tiene ser la oveja negra de la familia —adujo mientras se encogía
de hombros de forma despreocupada—. Si quieres ir ahora junto a Elatha
puedo acompañarte.
—Chica lista. Me caes bien. Tal vez este sea el principio de una bonita
amistad.
—Lo dudo —musitó Diana antes de alejarse de allí, acompañada por una
nueva carcajada de Morrigan.
El anciano rio.
—Las recuerdo a todas y cada una, y sin duda tú tienes un lugar de honor en
mi corazón.
Morrigan bufó. En otro tiempo, milenios atrás, cuando Dagda era un temible
guerrero de apariencia joven y hermosa, habían compartido una apasionada
aventura. Pero con la sabiduría que otorga el tiempo, ella dudaba de que
hubiese sido amor.
—Que estás jugando a dos bandas: animas a Mac Gréine a que corteje a Diana
y, por otro lado, ayudas a Elatha.
Era imposible que él hubiese oído su voz y aun así se giró. La tormenta cesó
al instante cuando sus ojos se encontraron y la luna quedó libre. Diana tomó
aire y comenzó a desnudarse con movimientos lentos. En cuestión de
segundos, una espesa niebla comenzó a rodearlos, creando una barrera
protectora de miradas indiscretas, un refugio para sus cuerpos desnudos. El
Amo de la Niebla estaba obrando su magia para separarlos del resto del
mundo. Solo ella y él.
—Te debo una disculpa. Siento muchísimo lo que dije en Avalon, fue cruel e
innecesario. Me puse celosa al verte con Morrigan —su voz temblaba un poco,
más por los nervios que por el frío—. Pero quería que supieras que no hay
nada entre Mac Gréine y yo, y nunca lo habrá. Te amo, Elatha, y aunque tú no
sientas lo mismo…
—Porque decirlo en voz alta sería reconocer ante mí mismo que la mujer a la
que he estado esperando durante tres mil años nunca volverá —aclaró Elatha
con voz ronca. Le cogió el rostro entre las manos y musitó—. ¡Ojalá fueras
Erin!
—Algún día diré tu nombre —prometió Elatha con voz solemne—, pero eso
solo sucederá cuando mi corazón esté libre de la sombra de Erin. Eso no
significa que no sienta nada por ti, tan solo que necesito un poco de tiempo
para poder amarte como te mereces. ¿Entiendes?
Y Diana por fin lo entendió. Elatha era un hombre de corazón leal hasta lo
inimaginable, así lo había demostrado durante aquellos tres mil años. No se le
podía pedir que hiciera borrón y cuenta nueva sin más.
Los ojos del rey fomoriano refulgieron como la plata al oír sus palabras. La
rodeó con los brazos y la besó. Al principio con delicadeza, como si no
estuviese seguro de que ella fuera real o solo parte de un sueño, pero pronto
el beso se hizo hambriento y carnal. Jadeó cuando la alzó contra su cuerpo
desnudo, dejándola sentir toda la potencia de su excitación, y ella la aceptó
rodeándole la cintura con las piernas.
Los dos se miraron a los ojos y sonrieron, al tiempo que sus cuerpos se
mecían despacio. Entonces ella cerró los ojos y dejó caer la espalda hacia
atrás, flotando en el agua mientras su cabello se esparcía a su alrededor,
sintiéndose parte del lago y del hombre que retenía en su interior.
Diana enredó las manos en su cabello para apretarlo contra ella, ansiosa por
seguir disfrutando de él, y Elatha no se hizo de rogar. Pero pronto no fue
suficiente. La hizo incorporarse hasta que sus torsos quedaron unidos, la instó
a que enlazara las piernas alrededor de sus caderas, y comenzó a embestirla
con intensidad.
No supo cuánto tiempo estuvo allí hasta que sintió que Elatha la cogía en
brazos y la apretaba su cuerpo desnudo contra sí.
—Ya no están. Mis cicatrices se han ido —respondió ella con la voz rota y se
abrazó a su cuello rompiendo a llorar.
Un cuervo. Había un cuervo sobre el alféizar exterior, tan negro como una
noche sin luna y con los ojos brillantes como el ónix. Por el modo en que su
pico tamborileaba contra el cristal, parecía que estuviera anunciando su
presencia, intentando comunicarse de alguna manera. Y por la forma en que
el cuerpo de Elatha se tensó, el destinatario de aquel extraño mensaje era él.
—Puedes irte, estaré bien —aseguró ella mientras hacia un esfuerzo por
esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—¿Estás segura?
—Muy segura. Creo que bajaré al apartamento de Alana para que me cuente
qué tal le fue la velada. La perdí de vista a media noche. Ve tranquilo, mo
ghrá —añadió, imitando esa forma tan suya de decir «mi amor».
—¿Tu falta de sueño ha tenido algo que ver con cierto héroe daniano? —
inquirió Diana con un guiño pícaro.
Lejos de dar alguna respuesta mordaz como solía hacer ante una pregunta
comprometida, Alana pareció incomodarse.
—¿Te vas?
—Si es como el del otro día no te voy a decir que no —aceptó Diana al
recordar el té de canela de la última vez, pensando que tal vez la ayudase a
digerir la noticia de la partida de su única amiga allí.
—Este es un poco diferente, pero seguro que también te gusta —explicó Alana
antes de meterse en su habitación.
Diana cogió una taza y la llenó con el líquido parduzco. Desprendía un olor
dulzón, como a jazmín o algún tipo de flor por el estilo. Sopló un poco y le dio
un sorbo. El sabor era ligeramente amargo, pero delicioso.
Una maleta abierta encima del sofá llamó su atención. Era evidente que Alana
había estado guardando en ella los libros que antes estaban en la estantería
del comedor. Se acercó a ella y ojeó los volúmenes que contenía. Algunos
eran ediciones modernas y corrientes; otros, en cambio, parecían más
antiguos y eran de piel cuidadosamente trabajada. Uno de ellos llamó su
atención por la exquisita encuadernación en cuero rojo con un cuidado
repujado de símbolos celtas.
Pasó las hojas, admirando las cuidadas ilustraciones, hasta llegar a una que le
resultó familiar. Era un dibujo con el símbolo del amuleto protector que le
había dado Alana, pero frunció el ceño cuando comenzó a leer el texto que lo
acompañaba. No entendía muy bien el significado de algunas palabras, pero
el contexto era claro. No era un amuleto protector como su amiga la había
hecho creer.
—Te lo advertí, te dije que te separases de él, pero ¿me hiciste caso? No.
Ahora tendrás que pagar las consecuencias —añadió Alana y sus ojos
volvieron a tomar ese cariz ambarino que los hacía brillar de forma
antinatural.
Diana dio un paso hacia atrás y luego otro. Sintió un sudor frío recorriendo su
espalda y todo dio vueltas a su alrededor. Intentó girarse y echar a correr,
pero, sin saber cómo, sus pies se enredaron entre ellos y terminó cayendo al
suelo.
—Lo siento.
Cuando Elatha llegó al Gran Salón de Avalon, supo que algo muy grave había
ocurrido. No había más que ver las expresiones tensas de los allí presentes:
Dagda y Mac Gréine junto a los más altos cargos danianos.
Elatha reprimió una maldición. La Lanza de Lugh solo podía ser empuñada
por el héroe daniano, así que las opciones se reducían a dos: el Caldero y la
Espada. Si algo tan poderoso como la Espada del Sol caía en malas manos,
podía significar una verdadera catástrofe.
—El Caldero.
—¿Quién ha sido?
Fue a decir algo más, pero Dagda alzó una mano, deteniéndolo.
—Yo creo que sí —masculló Mac Gréine—. Eran nuestros mayores tesoros.
—El mayor tesoro que había anoche en Avalon me lo lleve yo —repuso Elatha.
—No hay tiempo para eso ahora —declaró Dagda al percibir la discordia entre
los dos hombres—. Debemos dar con el Caldero lo antes posible.
—No puedo más que percatarme de que Lugh no está aquí —observó Elatha
mientras su mirada recorría los rostros de los danianos presentes en el Gran
Salón—. ¿Dónde está vuestro gran héroe?
—Ya he pedido a uno de mis hombres que vaya a buscarlo —respondió Dagda
—. Vamos a tener que unir nuestras fuerzas para dar con…
Una voz de alarma llegó hasta ellos, interrumpiendo las palabras del anciano.
Corrieron hacia su procedencia, hasta los aposentos de Lugh, y se quedaron
de piedra al encontrar al héroe de los danianos, desnudo y desmadejado sobre
su cama en un charco de sangre, inconsciente.
—Por la cantidad de sangre que hay aquí, debería estarlo —observó Dagda
con expresión preocupada mientras comprobaba sus constantes vitales—.
Pero vive.
Como para confirmar las palabras de Dagda, Lugh abrió los ojos,
sobresaltado. Se removió con violencia, mientras se llevaba una mano al
abdomen cubierto de sangre seca. Miró alrededor, aturdido.
—Ella me atacó. La muy zorra me clavó una de las dagas de Findias —farfulló,
alterado.
—Me hizo una herida mortal… pero luego me dio de beber con el Caldero de
Dagda. No tiene sentido —musito Lugh, desconcertado.
—Con sentido o no, te salvó la vida con ese gesto —adujo Dagda.
Elatha reprimió una maldición, sobre todo al caer en la cuenta de que era
muy posible que en ese momento estuviesen juntas.
—Mo Tiarna , un hombre ha traído esta misiva —informó uno de los guardias,
entregando a Dagda un sobre con el símbolo de la triqueta invertida.
—Y yo. Ese libro guarda demasiado poder para ofrecerlo sin más —observó
Lugh.
—Pero si Dagda no lo hace, ella morirá —repuso Mac Gréine y, por primera
vez, Elatha estuvo de acuerdo con él.
—¿Y qué arma usará Elatha para defenderse? —inquirió Lugh con una ceja
arqueada.
—¿Qué insinúas?
El cuerpo del hombre se apretaba contra su espalda, cálido y duro. Tan solo
separados por los barrotes de división que había entre las celdas. Debía ser
otro preso, pero ¿quién? Observó su entorno, intentando deducir dónde
podían estar, pero no consiguió reconocer nada distintivo. Parecía un
calabozo en algún sótano antiguo y mohoso.
—¿Y ahora qué? —preguntó la voz del hombre que estaba hablando con Alana.
—Yo tengo que ultimar los preparativos para recibir a nuestros invitados. Una
vez tenga el libro, podré hacer el hechizo de transmutación.
—Ese libro contiene toda la sabiduría mágica de los danianos. Puedo hacer
que a Diana se le borre la memoria sobre todo lo acontecido desde que estuvo
en mi apartamento. Ese libro es la clave.
—Esos dos tienden a hablar más de la cuenta cuando creen que nadie los oye
—comentó la voz de su vecino de celda mientras la liberaba.
—Confórmate con que solo te hayan quitado eso —masculló la voz y pudo
distinguir una gran amargura en sus palabras.
Sus palabras fueron recibidas con un tenso silencio, seguido de una carcajada
rota.
—Bueno, él las amenazó —balbuceó Diana—. Fui testigo con mis propios ojos.
Pese a las sombras, visto de cerca pudo distinguir el apuesto rostro del
hombre que menos había esperado ver allí.
—¿Sean?
—Por lo que he podido deducir, me necesitan con vida hasta que puedan
hacerse con el libro de hechizos de Dagda. Creo que pretenden ocupar mi
cuerpo.
—¿Por qué?
—No te atormentes por eso. Ella te conocía bien, sabía que estabas enfadado
y que no sentías todo lo que le habías dicho. ¿Sabes lo que me dijo aquella
noche, cuando te metiste en la cocina? Me dijo que solo tenía que darte un
poco de tiempo y que aceptarías su relación, porque la querías más que a
nada en el mundo.
Eso no era exactamente lo que Heather le había dicho, pero era lo que el alma
atormentada de Sean necesitaba escuchar. Alzó la vista y la miró con
agradecimiento.
Aquel inesperado giro de los acontecimientos dejaba una cosa clara. Si Sean
no era el asesino, entonces…
Diana se cubrió los ojos con el antebrazo cuando una fuerte luz la deslumbró.
Parpadeó varias veces, tratando de acostumbrar su mirada, y cuando por fin
pudo adaptar la vista, se encontró cara a cara con su captor.
—Stephen.
—No le pongas las manos encima, ¿me oyes? —rugió Sean mientras agarraba
los barrotes que separaban las dos celdas y los agitaba con furia.
—Eres patético. ¡Mírate! Has sido elegido para ser el próximo Guardián y ni
siquiera eres capaz de usar la magia para algo tan simple como escapar de
una mazmorra —bufó de forma despectiva—. Yo, en cambio, llevo
preparándome durante años para suceder a nuestro tío mientras tú jugabas a
las cocinitas. ¿Crees que es justo que la diosa Danu te haya escogido a ti?
—¡Nunca pedí ser el Guardián y lo sabes!
—Lo único que sé es que no lo vas a ser. En cuanto Alana consiga hacer el
hechizo de transmutación, intercambiaremos nuestros cuerpos. Yo seré el
próximo Guardián y tú el asesino despreciable que mató a su propia hermana
y disfruta violando y acabando con la vida de pobres chicas indefensas —
confesó con una sonrisa fría.
—No te preocupes, hermanito. Todas las mujeres son unas zorras. Al principio
se resisten un poco, pero luego les gusta. Deberías haber escuchado los gritos
de placer de Rosa mientras me la follaba antes de matarla. Y sino me crees,
observa.
Estaba claro que ese hombre tenía un grave problema psicológico. Había
proyectado el odio hacia su madre en todas las mujeres, convirtiéndolo en un
violador sin escrúpulos. Lo que para Diana equivalía a un gran problema.
—¡Corre, Diana!
CAPÍTULO 53
Diana salió de la celda a toda velocidad por la puerta que Stephen se había
dejado abierta. Se detuvo un instante para coger el farol del suelo y
emprendió la huida por un estrecho pasillo, rezando para que hubiese una
salida al final.
La voz de Stephen le llegó demasiado cerca, así que intentó acelerar el paso.
Su respiración cada vez era más fatigosa y las piernas empezaron a aquejar el
esfuerzo, pero no se detuvo… hasta que llegó al final de la escalera. Vio una
trampilla y, sin pensarlo dos veces, la abrió y se coló por ella.
El viento le azotó el rostro mientras la cálida luz del atardecer bañaba su piel.
Observó azorada que no tenía escapatoria: estaba en lo alto de un torreón
que, por el paisaje que la rodeaba, no tardó en identificar como Muckross
Abbey. Se acercó al borde del pequeño murete que hacía de barandilla y miró
hacia abajo. La caída podía ser mortal.
Diana retrocedió poco a poco, mientras Stephen avanzaba hacia ella con paso
decidido. Lo observó impotente, sabiendo que estaba a su merced, cuando de
pronto, los últimos rayos de sol hicieron brillar algo que el hombre tenía
colgado al cuello: el anillo de Elatha.
Pero el golpe no llegó. Por el rabillo del ojo, vio un destello blanco que se
aproximaba a ella a velocidad de vértigo y al instante se encontró envuelta en
los brazos protectores de Elatha.
—¡Por Domnu, mo ghrá ! Pensé que no llegaba a tiempo —susurró Elatha una
vez en el suelo mientras enterraba el rostro en su cuello y la abrazaba con
fuerza—. No me vuelvas a dar un susto así, ¿me oyes? Solo de pensar en lo
que te podía haber sucedido si no te alcanzo… —Su cuerpo se estremeció y
apretó el abrazo.
—¿Él te ha hecho esto? —inquirió con un gruñido ronco al tiempo que sus
dedos se deslizaban con infinita ternura por su labio, como tratando de borrar
la herida, hasta que se posaron en su mejilla.
Pese a que la caricia fue muy suave, Diana no pudo evitar un respingo de
dolor cuando Elatha le tocó la zona en que Stephen la había golpeado con el
puño.
—Sí.
Por primera vez, pudo ver al temido rey de los fomorianos. Su naturaleza
salvaje y despiadada salió a relucir en su expresión cuando alzó los ojos en
busca de su objetivo.
—¿Estás segura?
—Lo confesó él mismo.
—¿Por qué?
Al escuchar otra voz detrás de ellos, Diana se percató de que Elatha no estaba
solo. Lugh, Mac Gréine y Dagda estaban allí, con él.
Diana sonrió en su interior. Alana se iba a llevar una sorpresa cuando tratase
de coger el libro y no pudiese hacerlo de ninguna manera. La miró expectante
mientras se acercaba a Dagda con cautela. El anciano le tendió el libro y, para
asombro de todos, la gallega lo cogió con total naturalidad, como si fuese un
libro cualquiera.
La voz de Mac Gréine los sorprendió a todos, más aún cuando atrapó a Diana
con un movimiento veloz y la utilizó como escudo humano mientras se ponía
junto a Alana. Elatha hizo ademán de echarse sobre él, pero se detuvo al
instante al ver que el daniano desenfundaba su espada y la ponía sobre el
cuello de ella. Y no era cualquier espada, se trataba de la Espada del Sol.
—Es una rebelión —aclaró Elatha mientras esbozaba una fría sonrisa dirigida
al nieto de Dagda.
—¿Por qué no? Tenemos la capacidad para hacerlo —respondió Mac Gréine
convencido—. ¿Por qué conformarnos con seguir viviendo en el subsuelo
cuando podríamos tener a nuestro alcance todo cuanto quisiéramos?
—Morirá.
—Creo que ahora entiendo mucho más —respondió ella sin ocultar su
desaprobación mientras apartaba la espada de un manotazo y se encaraba a
él—. Dagda siempre ha pensado que te mezclabas con los siadsan porque
añorabas tu antigua vida, pero no es así, ¿verdad? Te has creado un pequeño
reino a tu medida: el Ghrian, donde eres tu propio dios. El dios de todos. En
ese lugar las mujeres te desean y los hombres te envidian, todos se quieren
ganar tus favores y todos temen tu ira. Y lo único que buscas ahora es
convertir al mundo en tu propio club. ¿No es así?
—Y seguro que fue una noche, en ese club, que te acercaste a Stephen
después de observar que estaban igual de frustrados que tú con su vida, y le
propusiste hacer algo para cambiar su futuro —continuó deduciendo Diana.
—No puedo creer que, a estas alturas, sigas llamándome Erin. No es tan
difícil, hombre: Diana. ¡Di-a-na! —le increpó con la paciencia desbordada sin
importarle la situación.
—Hijo de… —La rabia se apoderó de ella y sintió crecer en su interior esa
energía abrasadora que cada vez le era más familiar y, antes de que pudiese
contenerlo, salió de ella una onda expansiva que hizo trastabillar a los allí
presentes.
Ese, sin duda, había sido el propósito de que Elatha la provocara de aquella
manera porque le guiñó un ojo y se lanzó al ataque.
—Si subo al primer piso tal vez pueda acabar con alguno de esos arqueros —
comentó Sean como si no la hubiese oído y, antes de que pudiese detenerlo,
cogió una espada de uno de los muchos cadáveres que estaban regando el
suelo y marchó a ayudarlos.
Un minuto después, uno de los arqueros fue arrojado por la ventana del
primer piso hasta caer al suelo con un ruido seco. Puede que el cocinero no
hiciera magia, pero sin duda tenía coraje y sabía defenderse.
Como si hubiese intuido que estaba observándolo, Mac Gréine giró la cabeza
y clavó en ella sus ojos. Y la expresión que leyó en ellos la hizo estremecer.
Muerte.
CAPÍTULO 54
Mac Gréine se acercó hacia ella, espada en mano, y la miró con odio.
—Soy incapaz de amar solo un poco. Solo sé amar con toda mi alma… Y amo a
Elatha.
—Mac Gréine acabó con Erin porque ella tampoco fue capaz de amarlo —
confesó él con una sonrisa cruel—. Ahora yo acabaré contigo.
Diana cerró los ojos cuando vio la espada dirigirse hacia su corazón y esperó
impotente la estocada mortal, pero en el último momento, Elatha se puso
delante de ella y bloqueó el golpe con su propia espada. Fue un suicidio.
Sabía de sobra que la Espada del Sol era imbatible, así que lo que ocurrió a
continuación fue inevitable: el acero de la espada de Elatha se quebró y la
Espada del Sol se ensartó en su pecho con un sonido espeluznante.
El grito de Diana hizo eco en las paredes del claustro. Mac Gréine sacó la
espada del pecho del rey fomoriano con una sonrisa de triunfo, mientras el
cuerpo de Elatha caía desmadejado en el suelo, debilitado por la herida
mortal.
Diana observó cómo los ojos de Mac Gréine se abrían de forma desorbitada en
una mezcla de sorpresa e incredulidad mientras la vida escapaba de su
cuerpo de modo inexorable, pero solo le produjo un segundo de pesar.
—No, no, no —musitó como una letanía mientras abría su camisa y descubría
una fea herida a la altura del corazón de la que manaba sangre a borbotones
—. No te muevas —murmuró cuando Elatha trató de incorporarse, haciendo
que manara más sangre de su pecho—. La magia de Dagda te curará, ¿verdad
que sí? —Miró al anciano buscando un atisbo de esperanza, pero solo
encontró compasión y tristeza—. ¿Verdad que lo vas a curar? —insistió en
tono de ruego.
—Es una herida mortal perpetrada por la Espada del Sol. Solo el Caldero
podría curarla y me temo que Alana se lo ha llevado.
—No digas eso. Te pondrás bien, ya lo verás. —La voz se le quebró—. Viviré
contigo en el Castillo de la Niebla, haré todo lo que quieras. Pero, por favor,
no me dejes.
—Mi pequeña banshee —musitó Elatha con voz débil mientras alzaba la mano
para acariciar su rostro y borrar, con una tierna caricia, las lágrimas que
corrían por sus mejillas. Ese simple gesto pareció mermar sus últimas fuerzas
porque, segundos después, dejó caer el brazo con un suspiro cansado—. He
sido un necio. He estado tres mil años aguardando el regreso del amor de mi
vida y lo que estaba haciendo sin saberlo era esperarte a ti. Te amo, Diana. Y
lo único que lamento es haber tardado tanto tiempo en decírtelo.
Ella ahogó un sollozo al escuchar por fin su nombre de los labios del guerrero.
Había esperado tanto ese momento… Pero no así, nunca como una despedida.
—Se necesitaría una magia más poderosa de la que yo soy capaz de hacer,
muchacha —repuso Dagda con pesar—. Solo si se condensara todo el poder
de la naturaleza en su cuerpo podría tener una oportunidad, y no conozco a
nadie que pueda hacerlo.
Aquella frase le trajo a la mente las palabras de Elatha la tarde que pasaron
en el bosque practicando magia: «Esta es tu tierra. Solo tú eres capaz de
aprovechar toda la energía que brota de ella y convertirla en magia».
Solo tuvo que pensarlo un segundo. Puso una mano cubriendo la herida de
Elatha y la otra sobre el tejo centenario, inspiró hondo y cerró los ojos,
concentrándose en la energía que vibraba en su interior, tal y como le había
enseñado Elatha.
Los labios de Mac Gréine se posaron sobre los míos en un beso cálido. Puedo
sentir su amor y su devoción, pero no puedo retribuirla. Nunca podré. Así que
corto el beso a los pocos segundos de que haya comenzado.
—Amo a Elatha.
—¿Y si no lo hace?
—Lo hará.
—Eres una idiota. Juntos seríamos invencibles. Podríamos acabar con los
milesianos y gobernar Irlanda. Todos se postrarían ante nosotros. Estás
rechazando todo lo que te ofrezco por la vana esperanza de que Elatha
regrese algún día.
—Pues que así sea —musita Mac Gréine con voz queda y, antes de que pueda
impedirlo, me clava una de las dagas de Findias en el corazón.
Siento cómo la vida escapa de mi cuerpo sin poder evitarlo y en lo único que
puedo pensar es que Elatha va a sufrir mucho con mi pérdida.
Sin saber cómo, Diana pasó a ser una mera espectadora de la escena que
ocurrió a continuación, como si se tratase de una película que se estuviese
rodando ante ella. Vio a Mac Gréine arrojar el cuerpo sin vida de Erin en el
lago y, mientras las frías aguas la engullían, lo vio sonreír. Pero su sonrisa no
duró demasiado. Su vil acto le había hecho bajar la guardia y un grupo de
milesianos que rondaba por allí cayeron sobre él de forma sorpresiva, dándole
muerte con la misma daga de Findias que él había utilizado minutos antes
para acabar con la vida de Erin.
Justicia poética.
Cuando los milesianos se fueron, Diana se acercó hasta la orilla del lago,
movida por un impulso incontrolable. Miró la superficie del agua, tan plácida
que parecía un espejo, y contempló su reflejo en ella. Pero la imagen que se le
mostró no fue la suya propia, si no la de Erin.
—Así que eres tú…
Por primera vez, Diana sintió pena por Erin. Por todo lo que había perdido.
Porque le habían robado su final feliz junto al hombre que amaba. Porque la
habían matado antes de saber que Elatha había regresado a ella.
—Nunca lo dudé.
—Lo amo.
—Pero ahora yo soy tú. Para salvar a Elatha dejé aflorar toda tu energía, sentí
cómo invadías cada partícula de mi cuerpo.
—No, Diana. Tú siempre serás tú, aunque mi esencia esté en ti. Eso es lo que
Elatha por fin ha comprendido y aceptado.
—Necesito que me hagas dos favores antes de que te vayas —susurró Erin.
—Haz saber a Elatha que nunca lo engañé. Siempre le fui fiel y nunca perdí la
esperanza de que cumpliera su palabra.
Y todo se oscureció.
Diana recuperó la consciencia al sentir algo frío sobre la frente. Abrió los ojos
y parpadeó varias veces cuando una luz intensa incidió sobre ellos. Tardó
unos segundos en que su mirada pudiera focalizar la visión y, cuando lo hizo,
su corazón vibró de felicidad.
—Elatha —susurró.
Él estaba allí con ella, aparentemente ileso, aunque su rostro se veía cansado
y ojeroso.
—Me devolviste a la vida —contestó él, aunque no era una respuesta directa a
la pregunta de ella—. Conseguiste conjurar una magia tan poderosa y
ancestral que pudo sanar la herida de la Espada del Sol, pero agotó tus
energías. De hecho, consumiste gran parte de la energía de la isla: los árboles
perdieron sus hojas y la hierba del suelo se secó. Los noticieros de los siadsan
han hecho eco de la noticia: parece que el otoño ha irrumpido de forma
inexplicable a finales de junio. Pero tranquila, Irlanda volverá a recuperar su
esplendor —aseguró y la miró con preocupación—. Llevas durmiendo tres
días.
Diana miró a su alrededor. Por las piedras grises de las paredes y la luz
etérea que la envolvía, no tardó en darse cuenta de que estaba en el Castillo
de la Niebla. Más en concreto, en la cama de Elatha.
—¿Erin?
Escuchar aquel nombre después de todo lo que habían pasado fue como si le
vaciaran un jarro de agua fría sobre la cabeza.
—¡Y dale! ¡Diana! Di-a-na. ¿Es que nunca me voy a poder librar de la sombra
de Erin? Dijiste que…
—¡Gracias a Domnu, qué susto me has dado! —exclamó contra sus labios—.
Nunca conseguías decir mi nombre de la forma correcta y cuando te he oído
decirlo a la perfección, pensé que te había perdido.
Y entonces comprendió que sí, porque los labios de Elatha esbozaron una
sonrisa de felicidad absoluta y su mirada reflejó el amor que desbordaba su
corazón. Y en ella, ya no había ni rastro de la sombra de Erin.
Se besaron con abandono, como solo dos personas que han estado a punto de
perderlo todo pueden disfrutar de aquello que pensaron que nunca volverían
a tener.
Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero nunca se había sentido mejor.
Continuaba trabajando por las mañanas en aquello que la apasionaba y por
las tardes, alternaba las clases de magia que impartía Dagda con el duro
entrenamiento al que la sometía Elatha para que aprendiera a defenderse
sola.
Los danianos habían sido los más perjudicados, sobre todo Dagda. El anciano
seguía lamentando el alzamiento de parte de los suyos y la pérdida de Mac
Gréine, pero lo que peor llevaba era el no haberse percatado de la verdadera
naturaleza de su nieto. Como hombre que se jactaba de apreciar la esencia de
una persona con solo mirarla a los ojos, se culpaba de haber estado tan ciego
con él. El misterio de Alana también lo inquietaba. Que ella hubiese podido
llevarse su libro solo podía significar una cosa: ella llevaba su sangre. Pero,
entonces ¿quién era en verdad Alana?
Dagda no era el único que se atormentaba con ese tema. Lugh, el gran héroe
daniano, estaba decidido en marchar en pos de ella con la excusa de
recuperar el Caldero de Dagda y el libro mágico. Aunque Diana estaba
convencida de que era eso: una excusa. Intuía que la relación entre Lugh y
Alana había llegado a ser más de lo que ninguno de los dos parecía haber
querido reconocer y la traición de la gallega había sacado la parte más oscura
del daniano: su lado fomoriano, ese que no se detendría hasta conseguir su
venganza.
Aquel susurro ronco, muy cerca de su oído, la hizo sonreír. Sonrisa que se
transformó en un suspiro de placer cuando sintió una caricia tierna en uno de
sus pezones. Abrió los ojos despacio y observó con admiración la imponente
figura del rey de los fomorianos, sentado en el borde de la bañera. Pero él no
le devolvió la mirada. Su atención estaba fija en las cumbres de sus pechos
que asomaban impúdicos entre el agua jabonosa mientras uno de sus dedos
acariciaba fascinado una de las suaves aureolas, consiguiendo que se
frunciera en respuesta a sus atenciones. Aquella reacción involuntaria del
cuerpo de Diana lo hizo esbozar una sonrisa de pura satisfacción masculina.
—Lo estoy viendo —repuso Elatha mientras desplazaba su mano al otro pecho
y comenzaba a jugar con él.
—¡Eso no, tonto! —rio ella al tiempo que apartaba su mano con una palmadita
admonitoria—. Tu regalo está encima del escritorio.
Él enarcó una ceja mirándola intrigado. Se puso de pie y fue hasta su mesa,
donde descubrió una cajita con un elegante papel de regalo negro y dorado.
La abrió con cuidado y se quedó quieto, observando su contenido casi sin
respirar.
Diana sabía lo que estaba viendo: una joya elaborada expresamente para
Elatha por el mejor orfebre daniano. Un anillo con un árbol de la vida en cuyo
tronco había grabado un trisquel. Una fusión simbólica entre fomorianos y
danianos. El símbolo de su unión como pareja.
—Tú me regalaste tu anillo y quería que tuvieses algo que te recordase a mí.
A nosotros. ¿Te gusta?
Él no contestó. En cambio, se acercó hasta ella y, con un movimiento
sorpresivo, la sacó de la bañera. Ignoró los gritos de protesta de Diana que
hacían honor a su apodo de banshee y la lanzó sobre la cama. Al segundo
siguiente, lo tenía desnudo sobre ella.
—¿Te has vuelto loco? Has puesto perdido todo el suelo y ahora vas a
empapar la cam… —Un beso voraz cortó sus palabras. Olvidó cualquier
reparo al instante. En el mundo solo estaban él y ella. Así que, disfrutó de la
exquisita lentitud con la que su amante tomó su cuerpo.
Elatha no dejó valle por explorar ni colina por conquistar, empeñado en lamer
cada gotita de agua que había quedado en su piel. Solo cuando ella,
impaciente por sentirlo en su interior, le rogó que la penetrara, él se situó
entre sus piernas y la embistió con esa intensidad que lo caracterizaba. Se
balanceó despacio y profundo dentro de Diana, arrancándole gemidos en cada
acometida, mientras entrelazaba los dedos con los de ella para intensificar la
sensación de unión. Como si necesitase sentirla todavía más. Siempre más. La
penetró una y otra vez, ganando potencia en cada acometida, como
intentando marcarla con su cuerpo. No se detuvo hasta que su cuerpo estalló
de gozo y ella gritó su nombre en una dulce agonía y, solo entonces, él se dejó
llevar por su propio placer mientras susurraba un nombre en su oído:
«Diana».
—Elatha…
—Es perfecto —musitó él, dándole por fin la respuesta que ella buscaba.
—No hay nada más perfecto que tú y yo juntos —aseguró con voz solemne y
una mirada que prometía amor eterno.
Pauline Bright había bebido demasiado y lo sabía, pero para eso eran las
vacaciones, ¿no? Para hacer las locuras que no sueles hacer durante el resto
del año. Después de aquella semana, volvería a Oxford para continuar sus
estudios de derecho y seguiría su rutinaria relación con su novio, un joven tan
aburrido como adecuado. Pero en aquel momento, lo único que quería era
desconectar del mundo y pasárselo bien. Y el guapo irlandés que tenía
enfrente iba a ayudarle a conseguirlo.
Después de todo, esa era la razón por la que se había ido con sus dos mejores
amigas de escapada de fin de verano a un pequeño pueblecito de la costa
española llamado Salou.
Stephen O’Malley sonrió a su presa. Era justo lo que estaba buscando: una
chica bonita, alejada de su entorno familiar y lo suficientemente ebria para
que se dejase engatusar con facilidad.
Ese había sido el perfil de sus víctimas cuando vivía en Killarney, un lugar
plagado de jóvenes que buscaban perfeccionar su inglés, ampliar su
experiencia de trabajo o que huían de la rutina de sus vidas. Chicas que se
quedaban en la ciudad solo por varios meses. Corderitas indefensas contra un
lobo feroz.
No, corderitas, no. Zorras. Porque todas las mujeres eran unas zorras
traicioneras y mentirosas como su madre. Y como ejemplo, estaba frente a él
Pauline, que se había jactado con sus amigas de que su novio le acababa de
mandar un WhatsApp deseándole buenas noches.
Sí, era una zorra mentirosa y traicionera. Y por eso iba a morir. Pero no antes
de que Stephen jugase un rato con ella.
Le guiñó un ojo mientras apuraba una bebida y ella se mordió el labio inferior
de forma sensual en respuesta. Algunas veces tenía que hacer uso de la magia
para atraer a una mujer. Por eso le gustaba cazar cuando había luna nueva,
porque sus hechizos eran más efectivos. Pero con Pauline, no iba a hacer falta
magia alguna.
Solo había una cosa en que lo superaba: la magia. Stephen había practicado a
conciencia las artes mágicas, valiéndose el respeto de los milesianos. Sean, en
cambio, se negaba a ejercitar sus dotes. Y, a pesar de eso, había sido elegido
para ser el próximo Guardián.
—Hay una pequeña cala al norte de aquí, a solo unos minutos en coche. ¿Te
apetece conocerla?
—¿Qué haces?
—No… me encuentro muy bien —farfulló ella y trató de detener sus manos—.
Creo que he bebido demasiado.
—¿Y eso debería importarme? —inquirió él con una fría sonrisa mientras
forcejeaba con sus pantalones de pitillo.
Comenzaba el juego.
Esa parte era la que más le gustaba. La primera expresión de miedo cuando
las chicas se daban cuenta del error que habían cometido y adivinaban lo que
les iba a pasar. Los bonitos ojos de Pauline se dilataron por el horror,
mientras el golpe de adrenalina la sacaba de su embotamiento.
Intentó apartarse de él, pero Stephen la redujo con facilidad. Le sujetó las
manos sobre la cabeza con una de las suyas mientras con la otra terminaba de
arrancarle los pantalones.
Pauline gritó, pero solo consiguió excitar más a la bestia que rugía en el
interior de su agresor. La cogió del pelo y la besó con brutalidad, mordiendo
sus labios hasta arrancar un sollozo quedo de su garganta. Justo cuando se
estaba situando entre sus piernas, la puerta corredera de la furgoneta se
abrió de golpe.
Cuando aquellos ojos negros se posaron en él, Stephen pudo leer la muerte en
su mirada. Su propia muerte.
—No la mataré —aceptó Lugh sin dudar, porque lo que tenía pensado para
ella era mucho peor que la muerte.
Si estás leyendo esto es que has decidido escoger mi novela y te doy las
gracias por ello. Espero que la historia de Diana y Elatha haya cumplido tus
expectativas.
Gracias.
AGRADECIMIENTOS
Ante todo, quiero dar las gracias a todas las personas que me han animado a
lanzarme al mundo de la autopublicación: compañeras de letras, amigas y
familia. Sin vuestros ánimos posiblemente no me hubiese atrevido.
Como habréis podido deducir, este proyecto ha sido muy personal pero no lo
hubiese conseguido sin la ayuda de muchas personas que tengo la suerte de
tener a mi alrededor.
Agradezco la paciencia de todos los amigos que habéis estado recibiendo mis
propuestas de portada, por compartir vuestra opinión y sinceridad. Gracias a
vuestras críticas y consejos, di con la imagen que era perfecta para este libro.
A Carmen, Mª José y Leo, por ser las lectoras cero en esta ocasión, las
mejores que podría desear: rápidas, concienzudas y quisquillosas. Vuestros
comentarios hicieron que esta historia mejorara.
Como siempre, un agradecimiento especial a Érika Gael, esta vez por el curso
de maquetación que imparte: sencillo y muy didáctico. Este libro es buena
muestra de ello (o eso espero, jajaja).
Quiero dar las gracias también a Ángela Drei y a Laura Sanz, por responder a
las pequeñas dudas que me han ido surgiendo en el camino de la
autopublicación.